Iraq. El fracaso de Occidente (1920-2003)
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GEM A MARTÍN M UÑO Z IRAQ_ Un fracaso de Occidente (1920-2003)

29 tus Q uets EDITORES

1.* edición; julio 2003 2.s edición: septiembre 2003

© Gema Martín Muñoz, 2003

Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte Diseño de la colección: Lluís Clotet y Ramón Ubeda Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantil, 8 - 08023 Barcelona www.tusquets-editores.es ISBN: 84-8310-895-X Depósito legal: B. 36.519-2003 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 -08013 Barcelona Impreso sobre papel Goxua de Papelera del Le izarán, S.A. Liberdáplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Encuadernación: Reinbook, S.L. Impreso en España

índice

Introducción: las razones del fracaso...................................

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Del Iraq de las revueltas al Iraq de las guerras (1920-1980) Un rápido recorrido histórico..................................................... Iraq, un país multicomunitario.................................................. El ejército y el Baaz.................................................................... El petróleo y el desarrollo económico...................................... Iraq en la política regional e internacional..............................

21 38 65 73 83

Las guerras de Saddam Husein y su contexto internacional La primera guerra del Golfo: el reconocimiento internacional de Saddam Husein............................................................... La segunda guerra del Golfo: la caída en desgracia de Saddam H usein................................................................................. La fractura del mundo árabe................................... ................. El nuevo orden estadounidense en Oriente Medio . . . . . . . . El «proceso de paz» palestino-israelí........................................... La respuesta europea: el proceso euromediterráneo.................. El choque de civilizaciones y el fundamentalismo islámico . . . La cuestión de Iraq desde 1991 El orden de los vencedores....................................................... Las inspecciones y el ejercicio de la manipulación.................. El fracaso de un embargo genocida «que merecía la pena» . . . La ruptura del consenso en la ONU y la evolución del régimen iraquí................................................................................... El creciente unilateralismo norteamericano.............................. La irrupción del 11 de septiembre.............................................

101 121 134 150 163 172 179

201 211 215 225 237 245

EE.UU. decide invadir Iraq Una guerra buscada e ilegal....................................................... ¿Por qué Iraq?............................................................................ La invasión y ocupación de Iraq................................................ El proyecto colonial estadounidense........................................ Las otras lagunas del proyecto de EE.UU. para Oriente Medio. .

259 271 280 287 298

Apéndices M apas........................................................................................ Notas........................................................................................... Bibliografía.................................................................................

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Introducción Las razones del fracaso

La historia de Iraq ha sido una sucesión de fracasos políticos que han ido hilvanando un discurrir dominado por las revueltas y las guerras. En su origen se encuentra la construcción artificial, impuesta por los europeos, del mapa geográfico de Oriente Me­ dio a principios del siglo xx, lo que condicionó el turbulento y dramático devenir histórico de todos los países de esa región. Embajadores y generales extranjeros, a golpe de conferencias in­ ternacionales y mapas diseñados por ellos mismos, crearon un conjunto de Estados a su medida, sin consultar con los pueblos. Agruparon comunidades y grupos sociales que no se reconocían en las nuevas entidades nacionales que se les imponían. Francia lograba crear el Líbano al servicio de su clientela cristiana maronita, desgajando ese territorio de la Gran Siria frente a la mayoritaria población musulmana que reivindicaba su pertenencia si­ ria. Los británicos se inventaron un país llamado Transjordania (después Jordania), que respondía a las necesidades de Londres de crear un Estado-colchón bajo su control entre el protectorado francés en Siria, una díscola Arabia Saudí y un Iraq que les cos­ taba construir; y fragmentaron la petrolífera región del Golfo en pequeños emiratos que necesitaban de su protección para poder sobrevivir, como débiles entidades nacionales que eran. En Iraq unificaron tres regiones cuyas poblaciones no tenían el más mí­ nimo deseo de ser una unidad nacional. Por último, Gran Breta­ ña impuso lo que va a ser el gran fracaso de Occidente en la re­ gión: la creación del Estado de Israel, que exigía superar el problema irresoluble de cómo levantar un país compuesto por colonos extranjeros sin amenazar la subsistencia de la población nativa palestina. La creación del Estado judío en el corazón de 9

Palestina abrirá las puertas a la guerra, a la carrera armamentística, a la ocupación ilegal de territorios árabes por parte de Israel con la consiguiente extensión de los conflictos, a la creación de liderazgos ultranacionalistas árabes que, como suele ocurrir siem­ pre, utilizan esa causa para desentenderse de cuestiones como el reparto del poder y las formas de gobierno representativas, y a la continua intervención de los actores extranjeros. La Europa democrática ignoró a los pueblos, creó elítes su­ perficiales a las que podía tutelar y no tuvo en cuenta más que la explotación inmediata de sus territorios, en los que desde prin­ cipios del siglo xx empezaba a aflorar el petróleo. Para justificar la empresa colonial, los europeos esgrimieron el principio de que Europa asumía la misión civilizacional de crear un Oriente Me­ dio ex nihilo poblado por beduinos primitivos y comunitarismos arcaicos incapaces del autogobierno. Pero en toda esa región, las ciudades, los pueblos y las comunidades religiosas y étnicas conta­ ban con modos seculares de administración, arbitraje y gobierno que el nuevo sistema internacional despreció e ignoró, calificán­ dolos de obstáculos para la modernización y para la construcción de Estados-nación de acuerdo con el pensamiento europeo. Sin embargo, esa modernidad jacobina no era en realidad más que la cobertura de la imposición de clanes y élites particulares creadas como instrumentos de gobierno hegemónico sobre la pluralidad de identidades que en esa región existía. Como señala Ghassan Salame, «un derecho fundamental del hombre es el de no considerarse unidimensionalmente “ciudada­ no”. Es un derecho fundamental del hombre considerar que el in­ dividualismo no es la única aproximación posible a lo político y que, en consecuencia, puede reconocer y adherirse a estructuras intermedias entre el ciudadano y el Estado. La modernidad occi­ dental lo admite, pero a nivel de la asociación voluntaria de los individuos que eligen prescindir de una parte de su autonomía adhiriéndose a un partido, un sindicato o una asociación. Las so­ lidaridades étnicas o confesionales han sido por el contrario con­ sideradas arcaicas, es decir antimodernas».1 En consecuencia, se pretendió borrar un poderoso legado secular en una región don­ de las etnias, los millet confesionales y otras solidaridades habían perdurado a través de la historia. Los imperios, ya fuese el sasá10

nida persa, el bizantino o el islámico, aceptaron estas estructuras intermedias sin forzar nunca su integración a una comunidad im­ perial que, además, se definía como plural. Fue la imposición del modelo jacobino europeo lo que quiso llevar a cabo esta preten­ sión, que ha sido la raíz de su debilidad, de su ilegitimidad y de su fracaso. Iraq es un caso paradigmático de este fracaso. La injerencia europea quiso imponer a una región multicomunitaria un pro­ yecto nacional centralista y homogéneo, en el que esa diversa población no se reconocía. Para ello, se ignoraron los derechos de las distintas comunidades e incluso se impuso la dominación de una minoría sobre la mayoría. De ahí que una constante inva­ riable en este país haya sido el permanente conflicto interno en­ tre el Estado y los diferentes segmentos de la población iraquí que no se identifican con él. Ahora bien, las raíces de ese con­ flicto son políticas y no intercomunitarias, de hecho, en las re­ laciones entre los distintos grupos han prevalecido la conviven­ cia y las mezclas, como lo muestra la existencia normalizada de matrimonios mixtos. El conflicto interior en Iraq procede de sus raíces fundacionales y los vicios políticos que éstas han engen­ drado, y no de la existencia de comunidades que no se aceptan entre sí. Este origen ha sido, por un lado, la causa de la crónica falta de unidad estructural y de cohesión política que ha caracterizado al país y, por otro, de la práctica reactiva de una especie de cul­ tura de la división y el enfrentamiento. Para afrontar el desafío de la construcción nacional, inspirada desde el extranjero, el ejér­ cito surgió como pilar del Estado para imponer la unidad nacio­ nal de la que carecía. Lejos de crearse para su función natural de protección de las fronteras y defensa frente a amenazas externas, la primera razón de ser del ejército en Iraq fue la de actuar como poderosa máquina de represión interna para imponer una unidad que no existía. De hecho, nació para relevar a las fuerzas del ejér­ cito real británico en esa tarea. En consecuencia, el ejército se impuso desde el principio como actor interno determinante y los militares han ocupado el centro del sistema político marcando violentamente la vida de los iraquíes. Este protagonismo de los militares en todos los regímenes iraquíes será el origen del totali­ 11

tarismo político que los caracteriza. Un problema añadido es que la falta de integración política y socioeconómica de la mayor par­ te de la población iraquí, representada por los shiíes y los kurdos, no sólo condujo al Estado a forzar su doblegamiento a través de la coerción, sino que también subrayó la necesidad de recurrir a las solidaridades tribales como instrumento de adhesión al sis­ tema político. Los británicos iniciaron y alimentaron este sistema de alianzas y se lo dejaron como herencia a los iraquíes que les sucedieron en el gobierno. De ahí la permanente vigencia de la tribu en las estructuras del poder iraquí y la perpetuación de las formas más arcaicas de cohesión política en un Estado que se autoproclamaba moderno pero que era incapaz de asumir la di­ versidad y pluralidad a través del reparto del poder. Los cincuenta primeros años de la historia contemporánea de Iraq estuvieron dominados por una sucesión de golpes de Estado militares, resultado de la falta de cohesión política del país y de la centralidad de lo militar sobre lo civil. Los demonios del gol­ pe militar sólo serán conjurados por Saddam Husem, único pre­ sidente civil que Iraq ha conocido hasta la actualidad, que lo lo­ gró poniendo al ejército al servicio del liderazgo nacionalista árabe de Iraq y embarcando al país en sucesivas guerras, contra Irán entre 1980-1988, y la que se desencadenó por su invasión de Kuwait en 1991. También han sido constantes las insurrecciones y revueltas de kurdos y shiíes, y también de comunidades más pe­ queñas como turcomanos, asirios o yezidíes, contra el Estado. Por tanto, la historia del país desde su creación se escribirá con la sangre del ejercicio permanente de la violencia contra la hosti­ lidad de todos aquellos que no aceptaban el Estado que se les había impuesto. Esta situación de conflicto crónico introdujo otra dinámica perversa que ha contribuido a alimentar las turbulentas relacio­ nes existentes entre los países de la región, causa a su vez de la incapacidad de Oriente Medio para articularse como una zona es­ table y de cooperación interregional. Los grupos y comunidades amenazadas por el Estado centralista y hegemónico han buscado aliados contra Bagdad en los Estados vecinos, lo oue ha fomen­ tado la instrumentalización de reivindicaciones legítimas y el oportunismo coyuntural de los distintos Estados para utilizarlas 12

como arma de presión de los unos contra los otros, sin que en ningún caso repercuta en beneficios contra el autoritarismo sino en contenciosos permanentes. La empresa colonial europea inauguró una intensa presencia de los actores extranjeros en el sistema regional árabe, que hará que Oriente Medio sea la región más intensamente penetrada por las relaciones internacionales hasta la actualidad, dado su valor estratégico y petrolífero, y que existía un Estado llamado Israel. Primero los rusos, luego los franceses y, finalmente, pero con un celo incomparable, los norteamericanos, hicieron de Israel su «baza estratégica» en la región, proporcionándole ayuda econó­ mica y militar de todo tipo. Este factor fue clave en el desarrollo de una nueva generación nacionalista árabe que colocó entre sus prioridades lograr el equilibrio estratégico y armamentístico con Israel. El acceso a los suministros de armas fue la razón de la en­ trada de la URSS en esta región y del fracaso de las potencias oc­ cidentales a la hora de normalizar sus relaciones con esa nueva generación de gobernantes «revolucionarios» árabes. A todo ello se sumó un ejercicio intensivo de diplomacias secretas y apoyos coyunturales de las potencias extranjeras a los sucesivos golpes de Estado que han caracterizado la convulsa historia de Oriente Me­ dio, con el fin de conseguir contratos y concesiones petrolíferas, aprovechándose de las ansias de dominación de los diferentes cla­ nes que competían por la hegemonía militar de esos poderes re­ gionales. La revolución iraní de 1979 hizo perder a EE.UU. al gran «gendarme» regional norteamericano en la zona que había sido el régimen del Shah. Este acontecimiento abrió el camino a una es­ trecha y creciente complicidad entre Iraq y Occidente. El régimen de Saddam Husein, a la búsqueda de su consolidación en el po­ der, se convirtió en el peón estratégico occidental contra el «jomeinismo» y Occidente no dudó en alentar el intento iraquí de destruir al nuevo régimen iraní. Es más, la agresión iraquí contra Irán en 1980 contó con la complacencia internacional y nunca fue condenada por la ONU, a pesar de los intentos de Teherán en ese sentido. Aquella guerra no sólo convirtió a Saddam Hu­ sein en el «eje del bien» del momento, y no sólo le sirvió para dotarse de un enorme arsenal de armas convencionales y no con­ 13

vencionales que le vendieron europeos, rusos y norteamericanos, sino que también permitió a EE.UU. e Israel llevar a cabo un do­ ble juego (vendiendo también armas de contrabando a Irán) para que se prolongase el conflicto de manera que las dos grandes po­ tencias militares, demográficas y petrolíferas de Oriente Medio, en las que Israel veía una amenaza para su seguridad, se autodestruyesen, como así ocurrió. Ambos países acabaron arruinados y con un millón de muertos, muchos de ellos civiles, a sus es­ paldas. Occidente había desempeñado un papel sustancial en el re­ forzamiento político de la dictadura de Saddam Husein, había alimentado su imaginario de potencia militar expansionista y ha­ bía contribuido a lo que era el comienzo de la destrucción socio­ económica que iba a padecer su población, ya que kurdos y shiíes seguían siendo objeto de una represión inmisericorde ante la cual el mundo occidental miraba para otro lado. El fracaso de Iraq como Estado capaz de satisfacer las aspiraciones de su población, cohesionar a sus comunidades en un modelo pluralista y descen­ tralizado, y promover la estabilidad en la región se revalidaba gra­ cias a la ayuda e intereses occidentales. Apenas dos años después Saddam Husein iniciaba la invasión de Kuwait de acuerdo con los mismos paradigmas que le habían llevado a invadir Irán, convencido de que tenía «buenos aliados» que, inicialmente, no le desalentaron, como se desprendía de sus conversaciones con la embajada de EE.UU. en Bagdad. El gran fracaso de la comunidad internacional en esa guerra del Golfo de 1991 fue no saber defender que existían dos niveles bien distin­ tos en el conflicto. Uno, que no se podía admitir la agresión con­ tra un Estado soberano, sobre lo que hubo un consenso univer­ sal (si bien Irán era tan soberano como Kuwait y en 1980 no fue defendido por nadie). El otro, que no se debía desencadenar la guerra porque no se habían agotado todas las posibilidades de arreglo pacífico. EE.UU. no quiso perder la ocasión que le brin­ daba la crisis para establecer las nuevas bases de su hegemonía en Oriente Medio y en el mundo en general, sumergido en el fin de la guerra fría, de manera que la guerra se convirtió en el escena­ rio deseado por Washington para comenzar esa remodelación del orden regional e internacional. Así, una crisis regional que podía 14

ser contenida se convirtió en una conflagración internacional que provocó un enorme número de víctimas civiles iraquíes y des­ truyó las infraestructuras de Iraq devolviéndolo a la era preíndustrial. Han tenido que pasar doce años para que una parte relevan­ te de esa comunidad internacional reaccione contra lo que debe­ ría haber reaccionado en 1991, mostrando con ese retraso de más de una década su gran fracaso en lo que se debe denominar la cuestión de Iraq y no de Saddam Husein. Saddam Husein ha sido el casus beüi para justificar la dominación de Iraq, como parte de un proyecto de remodelación de Oriente Medio qiie EE.UU. está forjando desde 1991 y que a la sombra de una serie de circuns­ tancias excepcionales, ocurridas desde el 11 de septiembre de 2001 ha decidido ahora acelerar de forma radical. El Consejo de Seguridad de la O N U ha fracasado en una cuá­ druple dimensión durante estos doce años. Primero, ha permiti­ do que EE.UU., siempre apoyado por Gran Bretaña, traicionase el espíritu de las resoluciones del Consejo de Seguridad, porque el objetivo de éstas ha sido siempre meridiano: imponer sanciones a Iraq hasta que pudiese verificar que ponía fin a su producción de armas de destrucción masiva, y nunca el derrocamiento de Saddam Husein. Sin embargo, sobre eso la ONU nunca ha desau­ torizado a Washington. Es más, ha observado pasivamente cómo, en contra de lo establecido por la ONU, EE.UU. bloqueaba sistemáticamente cualquier aligeramiento de las sanciones con­ dicionándolo a la desaparición de Saddam Husein, con lo cual entorpecía los objetivos del organismo internacional: con ello no ha favorecido la cooperación del gobierno iraquí sino más bien ha potenciado que éste no cumpliese lo acordado. Segundo, ha consentido que EE.UU., con Gran Bretaña a su lado, violase la ley internacional imponiendo zonas de exclusión aérea en el nor­ te y sur de Iraq y llevando a cabo desde diciembre de 1998 una campaña sistemática de bombardeos en esas zonas que fueron la causa de que desde esa fecha el gobierno iraquí rechazase la vuelta de los inspectores. Washington también ha estado finan­ ciando y apoyando a la oposición política y armada iraquí al mar­ gen del Consejo de Seguridad. Tercero, la O NU ha mostrado un comportamiento inhumano ante la catástrofe humanitaria de di­ 15

mensiones genocidas que la imposición de los criterios norte­ americanos de mantener las sanciones más severas de la historia reciente han provocado entre la población civil iraquí. Cuarto, ha ignorado el párrafo 14 de la resolución 687 del Consejo de Se­ guridad que vincula el desarme de Iraq a la necesidad de hacer de Oriente Medio «una zona libre de armas nucleares y de des­ trucción masiva», hasta tal punto que ha permitido que, por el contrario, EE.UU. convirtiese esa región desde 1991 en la más ar­ mada del planeta, para gran beneficio de su industria armamentística y su expansión militar en Oriente Medio. Por tanto, ni si­ quiera el desarme de Iraq es un antidoto para el problema de las armas de destrucción masiva. La verdadera cuestión es global y no concierne sólo a Iraq. Se trata de acabar precisamente con lo que ha estado propiciando EE.UU. en estos doce últimos años: la lógica armamentística que caracteriza esta turbulenta región y que alimenta las amenazas y los riesgos de acción militar. Cambiar esa situación exige la reso­ lución del conflicto palestino-israelí de acuerdo con los criterios que establece la ley internacional en lo relativo a la ocupación ile­ gal e ilegítima de tipo colonial que ha impuesto Israel desde hace décadas, violando toda la normativa mundial. Sin embargo, la in­ competencia y pusilanimidad de la comunidad internacional al respecto ha sido vergonzosa e inmoral, mientras colocaba toda su capacidad de coerción sobre Iraq, de manera que no ha podido evitar una nueva guerra colonial, aunque sí la ha rechazado, con­ virtiéndola en ilegal. La invasión y ocupación militar de Iraq por la coalición norteamearicano-británica, emprendida el 20 de marzo de 2003, es la constatación de este gran fracaso, junto con el del propio EE.UU. que, a pesar de haber liderado la comunidad internacio­ nal durante estos doce años, no logró su objetivo de acabar con Saddam Husein y colocar un gobierno proamericano. El que haya emprendido la invasión de Iraq casi en solitario y de modo ilegal es el resultado de la relación de fuerzas entre quien ha de­ cidido alcanzar definitivamente su objetivo de dominación sobre Iraq a través de la fuerza indiscriminada y la agresión, para su ex­ clusivo beneficio y el de Israel, y quienes se dan cuenta, con un dramático retraso, de que la política norteamericana en esta re­ 16

gión desde 1991 Ies ha excluido y ha potenciado la globalización de la violencia y los riesgos de inestabilidad a través de la lógica armamentística, la protección de regímenes dictatoriales (con la sola excepción de Iraq) y la instalación de protectorados mili­ tares. En el momento en que ponemos fin a este libro, la invasión norteamericano-británica ha logrado su objetivo militar e intenta llevar a cabo su proyecto político. Con ello se ha dado un paso atrás en la Historia, volviendo a una era colonial que se creía su­ perada y tratando de forzar de nuevo a esos pueblos a repetir una experiencia que ha sido el origen de su trágico devenir histórico. Las invasiones militares extranjeras nunca han liberado a los pue­ blos, los han sometido y humillado. Y, sin duda, han hecho al mundo mucho más inseguro e imperfecto.

Del Iraq de las revueltas al Iraq de las guerras (1920-1980)

Un rápido recorrido histórico

Iraq nació entre 1920 y 1923, cuando Gran Bretaña impuso la creación de un Estado y forzó a un conjunto geográfico multícomunitario a identificarse con una concepción nacional que le era ajena. El término al-Iráq había sido utilizado por los geógra­ fos árabes desde el siglo viii para referirse al territorio que se ex­ tiende a lo largo de los dos grandes ríos del Tigris y el Eufrates, y que en Europa se conoce con el nombre de Mesopotamia, cuna de grandes civilizaciones como Sumer o Babilonia. Esta región se integró desde el año 633 en el Imperio islámico y, bajo la dinas­ tía Abbasí, Bagdad llegó a ser la capital de dicho imperio duran­ te los siglos de mayor esplendor de la civilización musulmana. El Imperio islámico fue un conjunto sociopolítico que existió desde el siglo vil hasta comienzos del xx, si bien sus fronteras va­ riaron notablemente durante esos trece siglos. En términos polí­ ticos, fue gobernado por un orden conocido como caÜfato, regi­ do por diferentes dinastías que fueron cambiando a lo largo del tiempo. Los Omeyas (661-750) establecieron el orden de sucesión dinástica y situaron la capital en Damasco, hasta que en el año 750 fueron derrocados por los Abbasí es. El califato Abbasí tras­ ladó el centro de gravedad del imperio de Siria a Iraq, situando la capital en una nueva ciudad fundada por el segundo califa ab­ basí, llamada Bagdad. El periodo del califato de Bagdad fue el momento de mayor esplendor y desarrollo del Imperio islámico, por lo que esta ciudad ocupa un lugar especial en la memoria histórica de todo el mundo musulmán y árabe, como centro sim­ bólico de la civilización islámica. No obstante, desde el siglo x, las luchas intestinas y las veleidades independentistas locales fue­ ron minando el poder central abbasí. Paralelamente, las elites turcas 21

islamizadas, procedentes de las regiones más nororientales del imperio, se habían ido integrando progresivamente en el ejército y la administración califal y se hacían cada vez más influyentes. Entretanto, los mongoles, originarios de los bosques siberianos e instalados en las estepas de Mongolia, habían construido un im­ perio bajo el liderazgo de Gengis Jan (1162-1227). Uno de sus su­ cesores, Hulagu Jan, invadió el Imperio islámico, arrasó Bagdad en 1258 y se apoderó de Damasco, siendo contenido en su avan­ ce por los mamelucos, dinastía turca que dejacto gobernaba des­ de El Cairo, aunque reconociendo institucionalmente la autori­ dad califal abbasí. De hecho, el califa abbasí, una vez expulsado por los mongoles de Bagdad, se instaló en El Cairo, si bien su autoridad se redujo a los aspectos meramente simbólicos y for­ males. Desde el siglo x iii , tras la invasión mongol y mientras los mamelucos dominaban Egipto, la dinastía turca de los Uzmaníes (otomanos) fue recuperando para el Imperio islámico el Orien­ te árabe y el pequeño espacio geográfico que aún era Bizando. En 1453 tomaron Constantinopla (llamada Estambul desde en­ tonces) y a lo largo del siglo xvi ampliaron su dominación al Egipto mameluco y al Norte de Africa. En definitiva, lograron reunificar el Imperio islámico, aunque en unas fronteras más re­ ducidas que las de antaño, limitado a la península anatólica, todo el Oriente árabe y el Norte de África, con excepción de Marrue­ cos, y pusieron fin a la representación formal abbasí, asumieron el califato y trasladaron su capital a Estambul. Por primera vez en la historia, el califato dejaba de estar representado por una di­ nastía árabe, lo que rompía la tradición de que el califa debía per­ tenecer a un linaje emparentado con el clan Quraishí al que per­ tenecía el Profeta y ser, por tanto, de origen necesariamente árabe.2 Así pues, desde el siglo xvi, el territorio que se convertiría en el Estado de Iraq a principios del xx formaba parte del Imperio otomano, dividido en tres provincias o wilayas separadas: las de Mosul, Bagdad y Basora. El poder otomano, ya fuese a través de la oligarquía de los mamelucos georgianos o, desde 1835, direc­ tamente, mantuvo en lo fundamental las jerarquías de las múlti­ ples comunidades y formas sociales que componían el variado mosaico de estas regiones, limitándose a garantizar su control. 22

La invasión y ocupación británica de estas tres provincias oto­ manas, iniciada con la toma de Basora en octubre de 1914, en el marco de la primera guerra mundial (el Imperio otomano era aliado de Alemania y Austria en dicha guerra), y su transforma­ ción en un Estado bajo Mandato de la Sociedad de Naciones, concedido a Gran Bretaña tras la guerra, cambió radicalmente el mundo de todos sus habitantes. Pero era el resultado de un pro­ ceso que había comenzado muchos años antes. Desde mediados del siglo xix, Oriente Medio había perdido el control de su his­ toria, que había pasado a Europa, y los acontecimientos internos contaban muy poco frente a las intervenciones de las potencias extranjeras, que se fueron asegurando el dominio de toda la re­ gión. ^ Con el Imperio otomano bajo tutela económica europea, la libertad de acción política de las naciones europeas sobre las pro­ vincias árabes otomanas fue desposeyendo progresivamente a Es­ tambul de su soberanía. La transición del siglo xix al xx estuvo dominada en Oriente por el «Gran Juego», un complejo y sinuo­ so ejercicio de diplomacia secreta entre ingleses, rusos, alemanes y franceses, del que finalmente los primeros salieron victoriosos. De hecho, desde la creación de la Compañía de Indias en 1599, sus directivos fueron conscientes de que la región del Golfo Pér­ sico constituía una zona clave que no debía caer en manos ene­ migas. Mesopotamia, cuyo territorio abarcaba la enorme desem­ bocadura del Tigris y el Eufrates en el Golfo Pérsico, era el corazón de Oriente Medio que los británicos desde entonces aspiraban dominar. Así, ya en 1643 un agente de la Compañía se instaló en Basora, en 1764 Gran Bretaña obtuvo el permiso para abrir un consulado en esta ciudad y, finalmente, en 1798 se instaló en Bag­ dad un residente permanente de Su Majestad bajo la protección de una guardia india. Esto tenía lugar en el mismo momento en que Francia, consciente de que más allá de las querellas continen­ tales dominantes hasta entonces se abría una nueva era diplomá­ tica a nivel mundial, organizó la expedición napoleónica a Egipto con el fin de situarse en la ruta de las Indias. Ya en el siglo XIX, utilizando el dinero y la coacción militar, Londres convirtió en clientes suyos a los emires del Golfo, lo­ grando su independencia del poder otomano, y comenzó a mol­ 23

dear lo que después serían los protectorados británicos sobre Ku­ wait, Bahrein, Qatar y Omán. Más tarde, el 23 de junio de 1913, el residente británico en Bagdad escribía al gobierno de las Indias y a su colega en Estambul que «en razón de la dislocación posi­ ble de Turquía y de la creación de esferas de influencia de las po­ tencias extranjeras, parece corresponder al gobierno británico conservar todas las ventajas que posee ya en Mesopotamia y que constituyen su esfera natural de influencia en el Imperio otoma­ no».3 Para conseguir este objetivo los británicos alimentaron, e in­ cluso crearon, un nacionalismo árabe que se levantase contra los turcos, atrayéndose a su favor una elite local que bautizaron como «revolucionaria» en beneficio de su causa. Por primera vez en esta región, aunque no sería la última, el Occidente democrático ig­ noró a los pueblos, creó elites superficiales y no tuvo en cuenta más que la explotación inmediata de los territorios, en los que empezaba a aparecer petróleo. El poder otomano había basado su política de integración de las elites árabes en el reclutamiento de numerosos oficiales origi­ narios de las provincias árabes en el ejército. Londres, por su par­ te, va a buscar apoyos políticos locales entre algunos notables ashraf * y entre los oficiales árabes en el ejército turco que habían creado sociedades secretas, entre las que destacó al-Abd (el Pac­ to) porque de sus componentes iraquíes salieron los principales jefes del Iraq bajo dominación británica, particularmente Nuri alSaid, el hombre que siempre estuvo al lado de los británicos y que protagonizó buena parte de los gobiernos del Iraq monár­ quico. Por otro lado, desde hacía tiempo los británicos observa­ ban con interés el linaje de los Hachemíes, representados por el jerife Hussein de La Meca y sus hijos Ali, Abdallah, Faysal y Zaid, conscientes de que la precaria situación económica de éstos y sus aspiraciones políticas de gobernar un reino árabe que incluyese el Creciente Fértil y Arabia los podían convertir en útiles aliados. A los Hachemíes de La Meca, Londres les expresó su posición fa­ 4 Es el plural de la palabra sh añ j (que ha dado el arabismo «jerife»). Es la cua­ lificado!) que reciben una serie de linajes árabes que cuentan con una consideración social y moral muy destacada porque proceden de los Qurayshíes, es decir, el conjunto de tribus a la que pertenecía el Profeta. Sin duda ha habido una reivindicación abusi­ va de esta cualificación, pero tiene un valor social reconocido secularmente.

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vorable a la «nación árabe» y, por tanto, el mutuo interés que compartían contra el poder turco otomano.4 El estallido de la primera guerra mundial fue la ocasión de po­ ner a prueba a los futuros reyes de las monarquías probritánicas de Oriente Medio. El 10 de junio de 1916, el jerife Hussein de­ claró la independencia de la región arábe del Heyaz y llamó a la insurrección general de los árabes contra los turcos, mientras el general Sir Stanley Maud tras tomar Bagdad el 11 de marzo de 1917, a la cabeza de la poderosa expedición militar británica, hizo una proclamación de encendido proarabismo, interesadamente dirigida a favorecer la idea de un protectorado británico: «El go­ bierno de la Gran Bretaña y las grandes potencias aliadas están decididos a que los árabes no hayan sufrido en vano. Estas po­ tencias actúan con el deseo de que la raza árabe vuelva a ser gran­ de y gloriosa entre los pueblos de la tierra y que se una a este fin en armonía y concordia. Pueblos de Bagdad, recordad que du­ rante 26 generaciones habéis sufrido bajo tiranos extranjeros que han tratado de suscitar las rivalidades entre las tribus árabes con el fin de beneficiarse de vuestras disensiones. Gran Bretaña y sus aliados aborrecen tal política. Por tanto, he recibido la orden de invitaros a participar, a través de vuestros notables y vuestros re­ presentantes, en la dirección de vuestros asuntos civiles en cola­ boración con los representantes políticos de Gran Bretaña que acompañan al ejército británico, para que estéis unidos con los de vuestra raza en el norte, el este, el sur y el oeste y podáis rea­ lizar vuestras aspiraciones».5 Sin embargo, en cuanto los británicos se sintieron dueños de la situación pusieron fin a la «revuelta árabe» y el alto comisario de Su Majestad Sir Percy Cox, tras la capitulación de Estambul el 30 de octubre de 1918, proponía en sus informes: «debemos con­ servar Mesopotamia bajo control de Gran Bretaña y no es nece­ sario que se una políticamente al resto del mundo árabe. Es más, debería ser aislada de él en la mayor medida posible. (...) Es imposible establecer en Mesopotamia un verdadero gobierno ára­ be. Semejante tentativa equivaldría a sumergir a Oriente Medio en la anarquía».6 El arabismo británico se desvanecía para perjui­ cio de los Hachemíes, que se tuvieron que conformar con lo que Londres estaba dispuesto a ofrecerles, que no era poco. Una vez 25

conseguido el Mandato sobre Palestina e Iraq en el protocolo de San Remo de abril de 1920, y tras múltiples titubeos para decidir si imponían un gobierno directo o indirecto, los británicos deci­ dieron optar por lo segundo y eligieron a los hijos del jerife Hussein, Faysal y Abdallah, para figurar como cabezas del Estado en Iraq y Transjordania, respectivamente.

La im posición británica de la M onarquía (1923-1958) El Iraq de comienzos del Mandato contaba con unos tres mi­ llones de habitantes, de los cuales el 55% eran árabes shiíes, en torno a un 20% eran kurdos, y menos del 20% eran árabes sunníes. El resto se repartía entre judíos, cristianos, asióos, yezadíes y turcomanos. El pastoreo y el trabajo agrícola constituían la ocu­ pación de la mayoría de la población, mientras que en las tres grandes ciudades del país la vida era muy diferente. Bagdad y Basora tenían una importante tradición mercantil. Una clase de co­ merciantes y hombres de negocios había prosperado exportando materias primas al extranjero, importando productos manufactu­ rados y manteniendo estrechos lazos con Londres. Bagdad era la capital del dinero y la banca donde una floreciente comunidad judía controlaba una buena parte del circuito monetario. Mosul, por el contrario, era un gran mercado de trueque y de intercam­ bios con Siria, Alepo sobre todo, en tanto que sus relaciones con los centros de negocios extranjeros eran muy reducidas. Las ciu­ dades, los pueblos y las comunidades religiosas y tribales conta­ ban con organismos de administración, arbitraje y gobierno vin­ culados, antes del Mandato, a las autoridades turcas que se contentaban con asumir las responsabilidades de principio. Es de­ cir, al contrario de lo que afirmaban los británicos, en Iraq no ha­ bía vacío político, sino una población acostumbrada a regirse y a administrarse. Pero, para justificar la empresa colonial, se impo­ nía presentar a la opinión internacional el principio de que Eu­ ropa asumía la misión dvilizatoria de crear un Iraq ex nihi!o> a partir de varios puñados de beduinos primitivos incapaces del au­ togobierno. Los británicos tuvieron que afrontar desde el inicio una opo­ 26

sición radical iraquí que estalló en la «revolución» de 1920, cuan­ do la Sociedad de Naciones concedió el Mandato a Gran Breta­ ña. Sólo la represión y la intervención militar británicas, que cos­ taron 6000 muertos iraquíes y 500 ingleses e indios, lograron imponer el Estado y sistema político decididos por Londres. El 11 de noviembre de 1920 Sir Percy Cox proclamaba el Estado árabe local del que es heredero el actual Iraq. El 23 de agosto de 1923, el emir Faysal era entronizado en Bagdad para regir una monarquía hereditaria de tipo constitucional parlamentario, cu­ yos principios de funcionamiento democrático fueron siempre y en todo momento desnaturalizados. El rey compartía el poder le­ gislativo con un parlamento bicameral compuesto de un Con­ greso de Diputados y un Senado de 20 miembros elegidos por él; el poder ejecutivo era ejercido por un primer ministro nombrado por el rey; las elecciones siempre llevaron al gobierno a los alia­ dos del trono y de los británicos (la sola excepción, en 1954, pro­ vocó que la Cámara fuera disuelta en dos meses); y la clase polí­ tica parlamentaria estuvo compuesta principalmente por la clase de los grandes terratenientes que Gran Bretaña había contribuido a crear en buena medida, otorgando títulos de propiedad de la tierra.7 El establecimiento de las fronteras de Iraq, decididas tras un intenso regateo entre las potencias europeas, supuso ciertas difi­ cultades regionales que los británicos fueron astutamente supe­ rando. Hasta el 25 de abril de 1927 el Shah de Irán no recono­ ció la existencia de Iraq, la frontera sirio-iraquí no se estableció hasta 1932, y en el norte los kurdos, que reclamaban el cumpli­ miento de las promesas hechas por los aliados en el Tratado de Sévres de un Kurdistán independiente, o al menos autónomo, se rebelaron. Aplastada la revuelta por el ejército británico, la pro­ vincia del norte fue definitivamente incluida en Iraq por decisión de la Sociedad de Naciones el 16 de diciembre de 1925.* Los británicos apostaron por la dominación política de los árabes sunníes frente a shiíes y kurdos, de manera que los minis­ tros, los altos representantes del aparato del Estado y el cuerpo de oficiales del ejército estaban constituidos casi en su totalidad por una burguesía árabe sunní convencida de que ese papel do­ minante les pertenecía de pleno derecho por su pasado abbasí y 27

otomano. Desde la creación del nuevo Estado y durante toda la historia del Iraq contemporáneo kurdos y shiíes, que representan el 75% de la población, van a funcionar como minorías. Ambas comunidades rechazaron al nuevo Estado con las armas en la mano. Los kurdos porque no aceptaban un Estado iraquí que se definiese como árabe, y los shiíes porque sus dirigentes políticos y espirituales, los muytahidün* habían comprendido que un Iraq dominado por Gran Bretaña sometería el país a los intereses eu­ ropeos, apartándole de su origen islámico. La subversión shií fue la más importante fuerza de resistencia contra los proyectos bri­ tánicos y la que lideró la revolución de 1920. De hecho, el Esta­ do iraquí no pudo crearse más que por la fuerza de las armas bri­ tánicas y una vez que los más destacados muytábidñn fueron condenados al exilio en Irán por los británicos en 1923. Oficial­ mente, los kurdos eran calificados de «separatistas» y los shiíes de representar un «complot confesional contra el arabismo». La auténtica consecuencia de esta situación era que la mayo­ ría del país no se reconocía en el proyecto nacional impuesto, por lo que la falta de cohesión política se convirtió desde un princi­ pio en una característica permanente del Estado iraquí. Esa falta de cohesión alimentó continuas revueltas, siempre contestadas desde el poder con estrategias de represión y violencia. Es decir, este déficit fundacional del Estado va a afianzar la cultura políti­ ca basada en la disidencia y en la coerción como respuesta ante ella que ha caracterizado la violenta historia de Iraq.9 Pero el or­ den colonial no reparó en ello, sólo quiso imponer su domina­ ción política, económica y militar, su modelo cultural y su con­ cepción europea del Estado-nación, sustentado en la idea de un arabismo prácticamente inexistente en el país, y que no se corres­ pondía con las concepciones entonces dominantes en la Mesopotamia otomana. Sólo lograron imponerlo a través de la coerción y de políticas militaristas y aun así, en vísperas de su muerte, el rey Faysal I reconocía, no sin desprecio, que «no existe en abso­ * Este término designa a una destacada elite de ulemas con capacidad de hacer í$tibád o interpretación racional de las fuentes sagradas para elaborar jurisprudencia y dictaminar lo que es lícito e ilícito de acuerdo con los principios islámicos, y existe también en el islam sunní. Por razones que veremos más adelante, han desempeñado un papel sustancial en el liderazgo de la comunidad shií iraquí.

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luto pueblo iraquí sino masas de seres humanos desprovistos de toda concepción patriótica, imbuidos en tradiciones religiosas perfectamente absurdas (...) sin lazos sociales entre ellos (...) da­ dos a la anarquía y perpetuamente dispuestos a levantarse contra cualquier forma de gobierno». Al igual que habían hecho unos años antes en Egipto, los britá­ nicos finalmente decidieron que la mejor manera de contrarres­ tar el creciente sentimiento antibritánico y seguir garantizándose el control indirecto de Iraq era concediendo la independencia. Fue el político iraquí más fiel aliado de la corona británica, Nuri al-Said, quien, como primer ministro, firmó en 1930 un tratado anglo-iraquí que permitía a Iraq acceder a la independencia a cambio de que Gran Bretaña mantuviese bases militares y garan­ tías sobre la explotación del petróleo. Dos años después Iraq se convertía en el primer país árabe miembro de la Sociedad de Na­ ciones. El Iraq independiente hachemí sobrevivió hasta 1958, su­ friendo un proceso creciente de enfrentamientos entre jefes tri­ bales y propietarios de la tierra y de debilitamiento del trono, en tanto que el ejército, instruido por los oficiales británicos, se iba constituyendo en una especie de policía interna que vigilaba aten­ tamente todo lo que ocurría y reprimía todos los intentos de le­ vantamiento, ya fuesen shiíes, kurdos o de otras comunidades menores como asirios o yezidíes. Como no podía ser de otra ma­ nera, las distintas facciones en pugna por el gobierno acabaron recurriendo también al ejército para lograr el poder al margen de los medios constitucionales. Desde 1936 se sucedieron una serie de golpes de Estado que, hasta 1958, van a limitarse a derrocar los gobiernos, respetando el régimen monárquico. Entretanto, la segunda guerra mundial volverá a intensificar la intervención po­ lítica británica en el Iraq independiente, hasta llegar incluso a ocupar de nuevo el país en la primavera de 1941 para garantizar­ se la marginación de gobiernos proclives al Eje, más aún cuando la política prosionista de Gran Bretaña en Palestina generaba una indignación general en todo el país, incluidos sectores del ejérci­ to. Comenzaba un nuevo periodo hasta la revolución de 1958, que estuvo marcado por el férreo control del gobierno de Iraq por Nuri al-Said y Londres. 29

Pero tras la segunda guerra mundial apareció una nueva gene­ ración política, que se expresaba a través de partidos políticos nuevos y que también estaba presente en las esferas de los oficia­ les más jóvenes del ejército. De un lado, el Partido Comunista ira­ quí (PCI), desde la clandestinidad, empezó a organizar huelgas, particularmente en la industria petrolera, que desencadenaron una severa represión. El partido árabe socialista del Baaz, nacido en Siria, también iba ganando aceptación entre una nueva generación iraquí que veía cada vez con más desafecto el modelo liberal, depen­ diente de Gran Bretaña, y la clase parlamentaria iraquí, dominada por notables y terratenientes vinculados a las jerarquías tribales que no tenían ningún interés en reformar social y económicamen­ te al país. Por si fuera poco, la amargura sentida por la población y el ejército por la creación del Estado de Israel y la guerra de Pa­ lestina en 1948-1949 hizo aún más impopular la política probritánica de los gobiernos y de la monarquía iraquíes. Los primeros años de la década de los cincuenta estuvieron llenos de acontecimientos que mostraban la progresiva pérdida del control político de Oriente Medio por parte de Londres fren­ te a movimientos revolucionarios que convertían a Iraq en el úl­ timo bastión británico. En Irán crecía el liderazgo del líder na­ cionalista Mosadeg y entraban en vigor las leyes revolucionarias de nacionalización del petróleo, mientras que, en julio de 1952, la revolución egipcia de los Oficiales Libres ponía fin a la mo­ narquía probritánica y se declaraba la República. El impacto del acontecimiento egipcio provocó una oleada de manifestaciones y reivindicaciones en Iraq que sólo la imposición de la ley marcial y la prohibición de los partidos políticos lograron controlar. Era la prueba manifiesta de que la monarquía iraquí, representada por el rey Faysal II;* sólo sobrevivía recurriendo a la represión. El rey Faysal I había muerto el 8 de septiembre de 1935. Le sucedió su hijo Gazi, personaje que inspira valoraciones diversas. Medio analfabeto y homosexual, su antipatía hacia los británicos le valió popularidad. Murió el 3 de abril de 1939, vícti­ ma de un accidente de coche que, según la interpretación de Said K. Aburrís, algunos consideran un atentado (Said K. Aburrís, Saddam Hussetn. L a política de la venganza. Santiago de Chile, Andrés Bello, 2002, págs. 40-45). Esta desaparición inesperada lle­ vó al trono a su joven hijo Faysal, si bien su tío Abdulillah ejerció la regencia hasta mayo de 1953. En realidad, la influencia de éste continuó hasta el fin del reinado (Amín al-FUháni, Muluk at-'Arab [Los reyes de los árabes], Beirut, 1951).

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Pero cuanto más intensas se hacían las presiones anglosajonas sobre Iraq, más crecían las simpatías de la población por la revo­ lución que había surgido del golpe de los Oficiales Libres en Egipto. Mientras la radio de El Cairo, La Voz de los Árabes, de­ nunciaba al gobierno iraquí como «marioneta del imperialismo», la crisis de Suez, en 1956, llevó a la calle una nueva oleada de violentas manifestaciones en solidaridad con Egipto, reprimidas con mano de hierro por un régimen cada vez más aislado. El anuncio, el 1 de febrero de 1958, de la creación de la República Árabe Unida (RAU), representada por la unión de Siria con el Egipto de Gamal Abd al-Naser,* no hizo sino alimentar los de­ seos de cambio político de la población y del ejército, en el que desde 1941 muchos oficiales se habían ido haciendo hostiles al régimen. Además, a partir de 1952, el ejemplo del Egipto de Naser ejercía cada vez un mayor atractivo. El rápido colapso final del régimen monárquico el 14 de julio de 1958 fue la más clara expresión de la debilidad que padecía.10

La proclamación de la República y la lucha por el poder del Baaz (1958-1968) La única institución del país capaz de asumir y forzar el cambio radical era el ejército. En consecuencia, la revolución de 1958, que acabó con la ejecución del rey y de Nuri al-Said, emu­ ló el modelo egipcio pero de manera cruenta: un grupo también denominado de los Oficiales Libres lideró el golpe de Estado que puso fin a la Monarquía e instauró la República. El Movi­ miento de los Oficiales Libres iraquíes fue la obra de dos hom­ * Naser defendía la integración de todos los países árabes en una gran Repúbli­ ca Árabe Unida, y arrancó el proyecto con la unión de Siria y Egipto, aprovechando el nuevo régimen nacionalista árabe que había surgido en Damasco. Los dos países se convirtieron en un único Estado y transformaron para ello todas sus instituciones po­ líticas. Sin embargo, fue una experiencia efímera que terminó en 1961 y no tuvo con­ tinuidad con ningún otro Estado árabe (aunque hubo varios intentos fallidos) porque, como ocurrió con Siria, en la práctica significaba la hegemonía de Egipto sobre los demás y mostraba que las diferencias entre los países árabes eran tantas como sus se­ mejanzas. Ver Gema Martín Muñ02, Política y elecciones en el Egipto contemporáneo (1922­ 1990), Madrid, AECI, 1992, págs. 257-270.'

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bres: el brigadier Abd al-Karim Qasem y el coronel Abd al-Salam Aref. Como en los demás regímenes revolucionarios de la época, el ejército se convertía en el actor político dominante, y las es­ peranzas de un cambio radical que levantase una sociedad más abierta y plural se fueron desvaneciendo a medida que el totali­ tarismo se enraizaba y las rivalidades internas prevalecían. Las conspiraciones en el seno del cuerpo de oficiales del ejército, apoyados unas veces por el partido comunista y otras por los naseristas y el Baaz, se convirtieron en la norma, produciendo con­ tinuos intentos de golpes de Estado con distinta fortuna. El recurso a la violencia como sistema de gestión política se si­ guió abriendo paso sistemáticamente y la tendencia a centrali­ zar y dominar quebró cualquier posibilidad de institucionalizar un modelo social que representase la pluralidad de la sociedad iraquí. En los mismos albores de la revolución de 1958 surgió un desacuerdo insuperable entre los dos nuevos hombres fuertes del régimen, enfrentados por distintas concepciones de cómo plas­ mar políticamente su común nacionalismo árabe. Qasem quería mantener a Iraq al margen de la hegemonía panarabista de Naser, mientras que Aref, apoyado por los naseristas y el partido Baaz, era partidario de unirse a la RAU, como deseaba Egipto. El desenlace acabó con Aref en prisión y Qasem en el poder, apo­ yado por el Partido Comunista Iraquí, los kurdos y los shiíes (las dos comunidades que no sentían ninguna identificación con el panarabismo naserista). El gobierno de Abd al-Karim Qasem tuvo un efímero primer momento de pluralidad, e incluso se aproximó a la cuestión kurda como nunca antes (la nueva Constitución reconoció el carácter binacional del Estado). Sin embargo, la concepción patrimonialista del zdtm * le condujo a un ejercicio del poder cre­ cientemente autoritario y personalista, que imposibilitó la institucionalización de la autonomía kurda y la democratización prometida. De las fuerzas políticas existentes, el Partido Comu­ * Zdtm significa «líder» o «jefe». A Qasem le gustaba ser llamado ai-Za'im o in­ cluso dl-Zátm al-Awfyad («el líder único»).

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nista Iraquí fue su mejor aliado, tanto porque en 1958 era la or­ ganización política mejor organizada en el país, con implanta­ ción en las clases urbanas, el campesinado del sur y la región kur­ da, como porque era intemacionalista y no sentía simpatía alguna por el panarabismo naserista. No obstante, la relación del régi­ men con el PCI fue ambigua y no exenta de desconfianza. En realidad, la visión frecuentemente extendida de que el PCI esta­ ba prácticamente en el poder en el Iraq de Qasem es una exage­ ración, debida en buena medida a la propaganda anticomunista del régimen naserista. Naser, desafiado por el rechazo de Qasem a reconocer su li­ derazgo árabe y por las críticas crecientes del líder del Partido C o­ munista de Siria, Jaled Baqdash, por la hegemonía que Egipto ejercía en el seno de la RAU, asumió una política completamen­ te hostil hacia los partidos comunistas árabes y el régimen de Qasem, al que la influyente radio de El Cairo, La Voz de los Arabes, acusaba sistemáticamente de comunista y ateo. Pero, en realidad, la influencia política del PCI, salvo en el primer año de la revo­ lución, estuvo siempre controlada y sometida a ciertos límites; ya que su enorme presencia a casi todos los niveles de la sociedad (liderazgo universitario, Federación de Jóvenes, sindicatos, cole­ gios profesionales, la Liga de Mujeres) le convertía en una impo­ nente máquina de movilización social que preocupaba al nuevo poder militar y, además, en el ejército había muchos que sentían una profunda desconfianza y desafecto ideológicos hacia el co­ munismo. Así pues, aunque Qasem nombró a comunistas para varios puestos de responsabilidad, incluso a dos ministros en el gobierno de julio de 1959 a mayo de 1961, nunca autorizó la le­ galización del PCI, ni que ocupara las posiciones clave del poder en el gobierno y en las fuerzas armadas. Es más, el pluripartidismo prometido por Qasem se puso en práctica en el marco de una restrictiva ley (de 2 de enero de 1960) que bloqueó la legalización del PCI, permitiendo sólo la legalidad a una pequeña disiden­ cia del mismo. Por supuesto, impedía también la legalización de las otras fuerzas políticas opuestas al régimen, el Baaz y los naseristas, porque prohibía los partidos que se opusiesen a la inde­ pendencia y la unidad nacional, es decir el panarabismo; y a los Hermanos Musulmanes, porque prohibía los partidos que tendie­ 33

sen a dividir los diferentes grupos religiosos y nacionales, es de­ cir el islamismo. Lo que sí dominó en la evolución política del régimen fue la división y el enfrentamiento, tanto entre los grupos políticos como en el seno del ejército y en las complicadas relaciones ét­ nicas y tribales existentes en el país, lo que dio paso una vez más a las intrigas, las conspiraciones y el ejercicio de la violencia. En marzo de 1958 hubo un intento de golpe de Estado en Mosul que agrupó a diversos sectores descontentos con el régimen por muy diferentes causas: naseristas, baazistas y Hermanos Musul­ manes por su marginación política, algunos Oficiales Libres por su desacuerdo con la aproximación de Qasem a los «ateos» co­ munistas y descontentos por su insuficiente representación en el Consejo del Mando de la Revolución (CMR), y aquellos terrate­ nientes y jeques tribales de la zona de Mosul que se habían vis­ to muy perjudicados con las reformas sociales y de la tierra que había impuesto la revolución. Las luchas entre las partes duraron varios días y acabaron con 200 muertos. Una vez vencida la re­ vuelta, los aliados comunistas del régimen lanzaron una violenta persecución contra todo el que pareciese simpatizante del nacio­ nalismo árabe, ya fuera naserista o baazista, en tanto que el go­ bierno de Qasem llevaba a cabo una purga contra todos los sos­ pechosos de «deslealtad a la Revolución». Tras el fracaso de Mosul, los naseristas y el Baaz llegaron a la conclusión de que lo mejor era asesinar a Qasem. El 7 de octu­ bre de 1959 éste escapó de un atentado en cuya organización par­ ticipó un joven de veintitrés años llamado Saddam Husein, pero los baazistas, con la ayuda de Egipto y de la CIA, lograron organi­ zar finalmente un golpe de Estado que puso fin al régimen. Qasem fue ejecutado el 9 de febrero de 1963, y entre febrero y marzo de aquel año el Baaz y sus aliados llevaron a cabo una brutal perse­ cución contra sus oponentes. El Consejo del Mando de la Revo­ lución así lo proclamó: «En vista de los desesperados intentos de los agentes comunistas, asociados en el ejercicio del crimen al enemigo de Dios, Qasem, para sembrar la confusión en el pue­ blo y para que no acate las órdenes oficiales, los responsables de las unidades militares, la policía y la Guardia Nacional están auto­ rizados a acabar con cualquiera que perjudique la paz. Los hijos 34

leales del pueblo están llamados a cooperar con las autoridades para informar en contra de esos criminales y exterminarlos».11 El oponente de Qasem, Aref, le sustituía en la cabeza del Estado. SÍ bien el nuevo gobierno quiso mostrar enseguida sus credenciales panarabistas proclamando la unidad con Egipto, el hecho no quedó más que en un ejercicio de retórica sin conse­ cuencias prácticas. La RAU se había desintegrado en 1961 y la re­ creación de un proyecto similar no logró pasar de lo testimonial, lo cual indicaba, más allá de la retórica, el escaso interés de los regímenes árabes por su consecución. En realidad, aunque el cambio de régimen fue entendido por muchos como el fin del «régimen comunista de Qasem», no supuso un cambio notable de orientación, que en lo fundamental iba a seguir siendo el na­ cionalismo árabe, la persecución de los oponentes políticos, la búsqueda de la independencia económica (con el petróleo como eje), la lucha contra la secesión kurda, el conflicto fronterizo con Irán y la búsqueda de la hegemonía regional sobre el Golfo. Lo que expresaba el golpe era la permanente falta de cohesión polí­ tica existente en el país y el continuo recurso a la violencia para alcanzar el poder. En un primer momento, el Baaz obtuvo un gran margen de control político y creó una milicia que se convirtió en un verda­ dero ejército paralelo, la Guardia Nacional, que entre febrero y agosto de 1963 pasó de 5000 a 34.000 miembros y desempeñó un papel fundamental en la persecución contra los comunistas. Pero Abd al-Salam Aref acabó viendo también el ascenso del Baaz como una amenaza a su poder y aprovechó las disensiones entre naseristas y baazistas para, apoyándose en los primeros, marginar al Baaz. Relegando al Baaz, Aref estableció alianzas de patronazgo con los sectores religiosos y económicos más conser­ vadores de la sociedad, en el más puro estilo de la monarquía, a la vez que disolvía todos los partidos políticos y se convertía en el único centro personalista del poder. El 13 de abril de 1966, Aref moría en un accidente de heli­ cóptero, que algunos interpretaron como un atentado, y le suce­ día su hermano Abd al-Salam Aref, que se caracterizaba por una notable falta de autoridad y liderazgo. Sólo logró sobrevivir polí­ ticamente dos años, en los que trató de aproximarse a los baa35

zistas e incluso Ies propuso entrar en el gobierno dado su pro­ gresivo peso político y social, pero un nuevo grupo de poder en el seno del Baaz se estaba afirmando y vio en el vacío que había dejado Abd al-Salam Aref la ocasión para preparar su definitivo asalto al poder.

La consolidación del régimen baazista El golpe de Estado del 17 de julio de 1968 consagró definiti­ vamente la hegemonía del partido Baaz en Iraq. Sin embargo, la denominación baazista del régimen no significó que los hombres en el centro del poder pudiesen ser definidos sólo en referencia a su pertenencia al partido. Esta era sólo una identidad entre mu­ chas. Igualmente importante era el hecho de que la mayor parte de esos hombres eran oficiales del ejército cuya base de recluta­ miento social procedía de familias, clanes y redes tribales de la provincia árabe sunní del noroeste de Iraq.12 El hombre que había preparado la vuelta del Baaz había sido Ahmed Hasan al-Bakr. Éste había sido ya vicepresidente de la Re­ pública con Aref, pero la relación entre ambos duró poco y que­ dó marginado de la política oficial hasta 1968. A su lado estuvo siempre Saddam Husein, pertenecientes ambos a la familia de los Tikriti. De origen campesino, desde muy joven Saddam Husein pasó a formar parte del Baaz y se implicó en los turbulentos ava­ lares políticos que dominaron aquella década, lo que le llevó su­ cesivas veces a la cárcel y a refugiarse en Siria para después pasar por El Cairo y volver en 1963 a Iraq donde acabó dirigiendo el aparato de seguridad del Baaz. En un equilibrado reparto de pa­ peles, Hasan al-Bakr y Husein condujeron los destinos de Iraq desde 1968 labrando con mano de hierro la adhesión del partido y del ejército al dominio del reducido grupo que dirigía de for­ ma totalitaria el régimen, y que procedía en primera instancia del grupo sunní de los Tikriti. En el nuevo gobierno iraquí del 31 de julio de 1968, la ma­ yor parte de los ministros eran baazistas y del clan de los Tikriti, el presidente de la República ejercía también la función de pri­ mer ministro, presidente del Consejo del Mando de la Revolu36

dón y era el comandante en jefe del ejército. Saddam Husein, se­ cretario general adjunto del partido, fue elegido vicepresidente del CMR, lo que le convirtió de hecho en el número dos del ré­ gimen. Los primeros años del nuevo régimen estuvieron muy de­ dicados a la consolidación del Baaz, a poner todo el Estado bajo su control y a eliminar violentamente todos los ámbitos capaces de oponerse al nuevo orden político. Entre 1970 y 1973, el ré­ gimen baazista se implicó simultáneamente en la cuestión del petróleo, nacionalizando el 1 de julio de 1972 la Iraq Petroleum Company, y a llevar a cabo una reforma agraria. Para ello, logró una entente con los comunistas, que dio lugar a la creación del Frente Nacional Patriótico. No obstante, la ruptura entre el régi­ men baazista y los comunistas se consumó en 1978, seguida de otra brutal represión que afectó por igual a disidentes y oposi­ tores comunistas y no comunistas.11 Entretanto, desde mediados de los años setenta, Iraq comenzó un gran desarrollo económi­ co recurriendo masivamente a la tecnología occidental, y Saddam Husein fue tejiendo una red de alianzas y eliminando a todos los que pudieran cuestionar su autoridad, hasta que en julio de 1979 consiguió la retirada de Hasan al-Bakr y sucederle como presi­ dente de la República. El nuevo jefe absoluto del país inaugura­ ba un nuevo periodo de la historia de Iraq, que estaría domina­ do por la guerra.

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Iraq, un país multicomunitario

Iraq es el país de Oriente Medio que cuenta con la más com­ pleja pluralidad de comunidades, cuyas identidades o factores de cohesión derivan de referencias confesionales, étnicas, lingüísti­ cas, e incluso modos de vida diferentes según se trate de bedui­ nos, campesinos o población urbana. Sin embargo, la famosa de­ finición de Iraq como «mosaico de pueblos y religiones» no debe ocultar la existencia de dos grandes mayorías, la musulmana y la árabe. La cuestión está en que esas dos grandes referencias mayoritarias, la arabidad y el islam, nunca han sido factores de uni­ dad y cohesión nacional en este país. Los musulmanes represen­ tan la inmensa mayoría, con más del 90% de la población, y los árabes en torno a un 74%, en tanto que los kurdos suman un 20%. Pero existen divisorias sustanciales entre ellos que los frag­ mentan y los separan. Árabes sunníes y shiíes tienen diferentes memorias colectivas y una experiencia histórica bien distinta que prevalece sobre su común arabidad, mientras que para los kurdos (que son musulmanes), lo que sin duda prevalece sobre su iden­ tidad musulmana, compartida con los árabes, es su identidad noárabe, de origen indo-europeo, y la defensa de su propia lengua, que procede del persa.* En consecuencia, los tres grandes grupos de población en Iraq se reparten entre la mayoría árabe shií (en tomo al 55% de la población total) y los árabes sunníes y kurdos, que representan más o menos un 20% cada uno. Estas divisiones, complejas porque son a la vez étnicas y reli­ * En el Kurdistán iraquí se hablan mayorítariamente dos variaciones del kurdo: el kurmattyi (mal llamado a veces zaza), hablado en la zona de Mosul y Rawanduz y escrito en caracteres latinos desde 1930, y el sorani {o mukriani), hablado en la región de Suleimaniya y de grafía árabe.

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giosas, se complican más aún por una configuración geográfica en la que cada una de estas comunidades es fronteriza con re­ giones donde son mayoritarias más allá de las fronteras del país. Los kurdos proceden sobre todo de las zonas montañosas del norte iraquí, pero la población kurda se reparte también entre Turquía, Siria e Irán. Los shiíes son originarios de la mitad sur de Iraq, aunque la identidad shií se prolonga a todo un Irán con el que han tenido relaciones históricas de gran alcance. Los árabes sunníes proceden del centro-norte del país y comparten un sen­ timiento de pertenencia común con la mayoría árabe sunní de Oriente Medio. Sin embargo, es muy importante señalar que las relaciones individuales entre los miembros de esas comunidades no se han caracterizado por el enfrentamiento, de hecho ha pre­ valecido la convivencia e incluso la mezcla, como lo prueba la existencia normalizada de matrimonios mixtos. La confrontación violenta ha tenido siempre raíces políticas y se ha centrado en las turbulentas relaciones, sobre todo de shiíes y kurdos, con el Es­ tado, que históricamente ha estado monopolizado por árabes sunníes. Pero la diversidad iraquí se extiende también a otros grupos minoritarios, confesionales y étnicos, presentes secularmente en el país. Los turcomanos, de origen uralo-altaico, forman una pe­ queña minoría que no alcanza al 2°/o, instalada desde el siglo xi en el borde meridional del Kurdistán, principalmente en Mosul y Kirkuk. Son en su mayoría sunníes y en torno a un tercio shiíes. Las tensiones más fuertes a lo largo de la historia, fruto de circunstancias políticas del momento, han procedido de su riva­ lidad con los kurdos. Existen también dos comunidades sin nin­ gún peso por su escasísimo número, una armenia (de origen cau­ cásico, llegada huyendo de las persecuciones del siglo xix y de la guerra de 1914-1918, que conserva su lengua y religión) y otra cir­ casiana (caucásicos emigrados de Rusia en el siglo xix, de religión musulmana). Los yezidíes también constituyen un pequeño universo pro­ pio. Se trata de una muy pequeña comunidad kurda con una re­ ligión muy particular, cuyos adeptos no superan las 70.000 per­ sonas, de las cuales la mayoría está en Iraq y el resto en Turquía, Siria e Irán. Según la propia tradición yezidí, este grupo es origi­ 39

nario de Basora y la región del bajo Eufrates. La doctrina yezidí mezcla elementos cristianos, judíos y musulmanes, si bien esta­ blece una filiación mírica con el califa omeya Yazid Ibn Muawiya, de ahí su nombre. Tampoco faltan unos cuantos millares de batíais, fe nacida en Irán en el siglo xix, que es un sincretismo na­ cido en el seno del shiismo, aunque los ulemas shiíes Ies acusan de apostasía. Por último, los cristianos iraquíes significan algo más de un 3°/o y, si bien conservan una gran conciencia de su per­ tenencia religiosa, se afirman también como árabes. Se reparten entre diferentes ramas de las Iglesias orientales, aunque algunas se vincularon a Roma a partir del siglo xv: caldeos, siriacos, jacobeos. Los sabeos, pequeño grupo de unas 20.000 personas, son los descendientes de las primeras sectas baptistas y representan una especie de transición entre el cristianismo y el judaismo. También existió en Iraq una próspera comunidad judía arabizada de más de 200.000 personas, en su mayoría ricos comercian­ tes o funcionarios. La creación del Estado de Israel y los avatares del conflicto palestino-israelí llevaron a emigrar a casi la totalidad. En este país multicomunitario, Gran Bretaña se empecinó en forzar un Estado artificial, que si bien respondía a sus intereses estratégicos y económicos, imponía la unidad a tres grandes gru­ pos de la población que en absoluto se reconocían en un mismo proyecto nacional. De ahí que shiíes y kurdos se rebelasen mayoritariamente contra las directivas coloniales británicas y que Londres impusiese la hegemonía política de ciertos círculos ára­ bes sunníes adeptos a la corona británica, incluida una dinastía exterior procedente de La Meca. La consecuencia ha sido la falta de unidad estructural de la sociedad iraquí, que ha potenciado in­ cluso una especie de cultura de la división, porque sobre esas alianzas étnicas y religiosas reposa una solidaridad de base que es la de la tribu en el campo y la del clan y el barrio en las ciuda­ des. De igual modo, todo un mundo separa a los habitantes de las ciudades de los del campo, mientras que nómadas y sedenta­ rios viven en universos aparte. Sin duda, el intensivo proceso de urbanización experimentado desde los años cincuenta ha limado estas diferencias y transformado la estructura social, pero los doce años de aislamiento y embargo a los que ha estado sometido Iraq, 40

desde 1991 hasta la actualidad, han hecho emerger con fuerza las solidaridades tribales y ciánicas, tanto por razones políticas como socioeconómicas, como veremos más adelante. Las tres comunidades principales están concentradas en dife­ rentes regiones del país, y esto ha determinado las zonas geográ­ ficas más conflictivas. Del sur de Bagdad al Golfo, siguiendo las orillas del Tigris y el Eufrates, la región más densamente pobla­ da, es lo que podríamos llamar el país shií. Al norte de Bagdad y del Medio-Éufrates se encuentra la zona histórica de los árabes sunníes, salpicada de islotes shiíes. Y las montañas del norte cons­ tituyen el dominio de los kurdos, básicamente sunníes, con islo­ tes cristianos y yezidíes. Salvo en el norte, las minorías están en su mayor parte concentradas en las ciudades. Sin duda, este di­ verso universo distribuido geográficamente entre norte, sur y cen­ tro está globalmente representado en la capital, Bagdad, principal ciudad de atracción de las migraciones internas y donde entre un 65 y un 70% de su población es árabe shií y al menos un 10% kurda. En conclusión, una de las características del sistema político iraquí es la fragilidad de su tejido nacional, formado por la com­ binación de las poblaciones étnica y religiosamente heterogéneas que vivían en las regiones de Mosul, Bagdad y Basora. El Estado ha tenido que afrontar históricamente revueltas y movimientos contestatarios frente a la voluntad unificadora de los regímenes de Bagdad y, dada la naturaleza militar y autoritaria de dichos re­ gímenes, en vez de promover la adhesión progresiva de esas comu­ nidades a través del reparto del poder y una equitativa distribución económica, ha recurrido sistemáticamente a la represión, muchas veces brutal, para doblegarlos.

Los shiíes en el Estado sunní El shiismo es una cuestión siempre incómoda para el mundo árabe, ya que ha centrado su memoria histórica en el carácter hegemónico sunní y, desde esa perspectiva sunní, ha hecho de la arabidad un patrimonio exclusivo. Este sentimiento se ha acen­ tuado con la extendida percepción de que el shiismo tiene un 41

vínculo indeleble con Persia,* y con la falsa creencia de que fue un cisma alentado por el antiarabismo persa durante la era abbasí. Éste es el prejuicio dominante en el mundo árabe sunní, pero, aunque arraigado, tergiversa la realidad, ya que el origen del shiismo tuvo lugar en los primeros tiempos del islam, en el seno de la comunidad árabe emparentada con el Profeta, y fue en Iraq donde comenzó a desarrollarse. Otra cuestión es que, mucho des­ pués, Irán se convirtiese en un país donde casi toda la población es shií y en el único Estado musulmán donde el shiismo es la re­ ligión oficial, por lo que se ha convertido en el centro de refe­ rencia de la fe shií. Pero esta situación le debe mucho también al rechazo y exclusión que los shiíes árabes han padecido siempre en el hegemónico mundo árabe sunní. De hecho, la cuestión shií es un problema sin resolver en el Oriente Medio árabe y, proba­ blemente, un factor clave en cualquier recomposición democráti­ ca que pueda existir en esta región. El origen de la división entre sunníes y shiíes se remonta a los primeros tiempos del califato y fue el resultado de la lucha por el gobierno califal de dos pretendientes a la institución: Muawiya, gobernador de Damasco perteneciente a la tribu de los Omeyas, y Alí, primo hermano y yerno del Profeta, cuya condición de cuarto califa fue contestada por el primero. El triunfo del Omeya le valió representar al islam oficial y mayoritario, atribuyén­ dose la denominación de sunníes (seguidores de la Tradición del Profeta), mientras que los perdedores, los shiíes (cuyo significado no es más que el de «partidarios de Alí»), fueron apartados del poder y considerados una minoría disidente que no reconocía el orden califal establecido. Pero la región desde donde Alí, tras de­ jar Medina, centralizó su enfrentamiento contra Muawiya, y des­ de donde siguió liderando la revuelta shií después del triunfo de su rival, fue la región de Iraq, y fue allí donde murió asesinado. También fue allí donde su segundo sucesor e hijo, Husayn, reto­ mó el liderazgo de la revuelta, para ser asesinado en Kerbala en el 680, lo que permitió a los Omeyas vencer finalmente la re11 El nombre efe Irán no fue adoptado hasta 1935 cuando el Shah Reza lo im­ puso para resaltar el origen ario de los persas, en su obsesión por mostrar sus dife­ rencias con el Oriente Medio semítico y su cercanía a Occidente.

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vuelta shií. Iraq representa por tanto el lugar simbólico donde na­ ció y se desarrolló el shiismo, y es en este país donde se encuen­ tran sus principales lugares santos. Así pues, el origen de las dos grandes ramas del islam fue ante todo fruto de un conflicto político que después se dotaría de una especificidad religiosa shií, calificada de heterodoxa por la mayo­ ría sunní. La concreción religiosa shií no se llevó a cabo hasta mediados del siglo viii, cuando Yaafar al-Sadiq, bisnieto de Husayn, elaboró por primera vez una formulación teórica en torno a la doctrina shií. En ésta, la figura del imam o guía espiritual in­ falible de la comunidad musulmana (representado por Alí y sus descendientes) prevalece sobre la figura institucional del califa, en su vertiente de representante del poder temporal, dado que los shiíes se quedan sin Estado. Pese a que al imam se le haya usur­ pado el poder político, debe mantener su legítimo derecho a go­ bernar y, si las circunstancias lo requieren, practicar el «disimulo» (taqiya). Es más, con el tiempo fue asumiéndose la idea de que el «ocultamiento» del imam era la mejor estrategia ante las represa­ lias y persecuciones. Así la tradición shií acabará establecien­ do que el duodécimo imam descendiente de Alí se «ocultó» y no volverá hasta el final de los tiempos. De esta manera, el shiismo integra una gran dimensión mesíánica, plasmada en el convenci­ miento de que al final de los tiempos Dios enviará al «imam oculto», salvador que restablecerá la igualdad y la justicia en la Tierra. Desde ese momento, a finales del siglo ix, la dirección del movimiento shií recayó en los representantes del imam oculto, los hombres de religión o ulemas. Los ulemas más relevantes, con capacidad de interpretar para los creyentes las leyes de Dios, son los muytabidün y entre ellos, los que representan la máxima auto­ ridad son los que adquieren la condición de «modelo a imitar» (maryd). Éstos están dotados de un conocimiento que les distin­ gue de la mayoría, y por ello los shiíes deben vincularse a un guía-imam que les inicie para su correcto comportamiento islá­ mico. Pero nunca ha habido un solo maryd que representase una autoridad única, sino varios, e incluso su número se multiplicó como consecuencia de la difusión del shüsmo y las dificultades de comunicación entre unas zonas geográficas y otras. El estatuto de maryd no se atiene a unas reglas fijas sino que es un proceso 43

muy fluido basado en la adquisición de un alto nivel de emi­ nencia teológica plasmado en la capacidad de lograr una cantidad sustancial de seguidores entre la población. Por tanto, no sólo es posible que haya discrepancias entre unos y otros, sino que gra­ cias a esa diversidad algunos matyd han desempeñado un im­ portante papel en la modernización de las interpretaciones islá­ micas. De ahí que el shiismo haya favorecido el desarrollo de una je­ rarquía religiosa, una especie de clero, entre la cual los fieles eligen a su guía y se aproximan al mensaje transmitido por Alí y sus des­ cendientes. Esta institucionalización religiosa es, por tanto, carac­ terística del islam shií y no del sunní donde, en principio, no existe intermediación entre los creyentes y Dios. También es característi­ ca del islam shií la expresión de una gran emotividad por el mar­ tirio y el dolor, al haber sido perseguidos y asesinados sus dos principales maestros-fundadores, Alí y Husayn. En realidad los elementos díferenciadores entre sunníes y shi­ íes no reposan en discrepancias sobre la doctrina, porque com­ parten todos los fundamentos de la revelación {Corán, Sunna y los cinco pilares del islam), sino más bien en una manera propia de vivir el islam, fruto de no compartir la aplicación política del islam desde la muerte del Profeta y haber vivido una experiencia histórica muy diferente. Los shiíes rememoran una serie de acon­ tecimientos históricos de especial significación para ellos; su ve­ neración principal va dirigida hacia determinados personajes del islam que desempeñaron un papel clave en el islam shií; y reali­ zan un conjunto de prácticas religiosas y festividades colectivas que, aunque son periféricas con respecto al dogma, constituyen el corazón de la conciencia colectiva de todos los shiíes. Así, la celebración de la 'Asbüra, procesión que conmemora el martirio de Husayn, es el acontecimiento anual central shií, como lo es la particular veneración a los doce imames, siendo sus tumbas (situadas en Kerbala y Neyaf, en Iraq, y en Qom y Mashhad, en Irán) los lugares santos de mayor espiritualidad y emotividad para los shiíes. Visitarlas, sobre todo las dos primeras, es tan im­ portante como el peregrinaje a La Meca, y desde luego más fre­ cuente. Por tanto, la identidad shií es innegable y atraviesa el corazón 44

de la sociedad y la política del mundo árabe, si bien siempre han sido sistemáticamente marginados y discriminados. Por ello, en muchas ocasiones la significación de la identidad shií no proce­ de tanto de sí misma como de la expresión reactiva ante la do­ minación socioeconómica y política a la que la mayoría sunní les ha sometido, y que ha caracterizado su devenir histórico en Oriente Medio. Sobre todo en aquellos países árabes donde, ex­ cepcionalmente, los shiíes no son una minoría sino una mayoría tratada como minoría, como es el caso de Iraq y Bahrein. El pro­ blema shií es más complicado y más sutil que el de las minorías, porque éstas son reconocidas como tales, independientemente de lo discriminatoria o difícil que luego pueda ser su situación. Sin embargo, los shiíes comparten las referencias mayoritarias de ser árabes y musulmanes, y por tanto la discriminación está enmas­ carada y escondida. De ahí su intensa conciencia colectiva de in­ justicia y marginación. Es además un tema muy sensible porque su existencia cuestiona el ideal islámico, mitificado por los sun­ níes, de la unidad de la umma (la comunidad de todos los cre­ yentes) y por tanto existe el prejuicio histórico de considerar a los shiíes unos heterodoxos que desafían esa unidad. El mundo occidental también tiene una visión estereotipada y llena de prejuicios hacia los shiíes, a los que por lo general se les considera un grupo homogéneo marcado por el celo religio­ so, los métodos violentos y los actos radicales. Ello se debe, en parte, a que los europeos se aliaron con los sunníes desde el prin­ cipio y asumieron sus posiciones. Y en muy buena parte, a la estigmatización y estereotipación que se ha hecho de los shiíes en la política internacional y en los medios de comunicación occi­ dentales desde la revolución iraní de 1979. En consecuencia, la aproximación occidental hacia los shiíes ha sido más emotiva que analítica, y más basada en la reacción que en el conocimiento de su diversa y compleja realidad. Por lo demás, esta visión negativa de los shiíes no se queda sólo en el ámbito de las percepciones abstractas, sino que ha tenido también importantes repercusiones políticas para los shiíes iraquíes, como veremos más adelante. El corazón geográfico de los shiíes es la región del Golfo Pér­ sico. En Irán representan a casi toda la población, en Iraq y Bah­ rein a la mayoría y, de manera minoritaria, están también presen­ 45

tes en Arabía Saudí y en todos los emiratos del Golfo. Su consi­ derable peso demográfico en el Líbano constituye una excepción geográfica hacia el oeste de Oriente Medio, ya que su difusión más allá del Golfo se extiende básicamente hacia el Asia Central. Pero el universo shií no debe entenderse, como se hace con fre­ cuencia, como un grupo monolítico y homogéneo. Existen fac­ tores de gran diversidad que modifican posiciones o alineamien­ tos dependiendo del grado de compromiso religioso (adhesión a ideologías comunistas y socialistas o islamistas), o de cómo se ca­ nalice dicho compromiso religioso a través de actitudes pietistas o de activismo político; a veces otras identidades atraviesan la re­ ferencia común shií (por ejemplo, la iraní y la iraquí) y la supe­ ran (como en la guerra irano-iraquí) u otras solidaridades de base como la tribu o la clase social crean comportamientos y actitudes diversas; también existen diferencias dependiendo de la natura­ leza del Estado en el que viven, de las políticas de los regímenes que les gobiernan y de las condiciones sociales que prevalecen en cada país. Incluso la institución de la marydiyya ha sido fuente de divergencias cuando han surgido de manera simultánea dis­ tintos maryd, propugnando comportamientos políticos distintos. Tampoco faltan nuevos grupos sociopolíticos shiíes que son rea­ cios a aceptar esas altas jerarquías. En Iraq, el universo shií tiene un gran significado simbólico y político por ser la región de origen del shiismo, porque los shiíes iraquíes constituyen la más importante población shií de todo el mundo árabe en términos demográficos y por el peso de su in­ fluencia intelectual e ideológica. Aunque el mundo shií iraquí es diverso y existe sobre todo una gran distancia entre la población urbana de ciudades como Nayaf, Kerbala, Hilla y Bagdad y la po­ blación rural, con una estructura básicamente tribal, hay que te­ ner en cuenta que hasta los años setenta las ciudades santas ira­ quíes fueron los centros históricos de estudio, espiritualidad y desarrollo intelectual del shiismo, atrayendo a muchos iraníes a las principales ciudades que representaban ese universo shií. De ahí que haya existido siempre una población shií de origen iraní en Iraq, en su mayor parte arabizada pero no siempre nacionali­ zada, tanto por resistencias del Estado como porque ellos mismos no lo deseaban para así librarse de su reclutamiento en el ejérci­ 46

to.14 Ese liderazgo intelectual shií de Iraq se ha ido debilitando por las oleadas de persecución puestas en práctica por el régimen baazista, sobre todo desde el acceso al poder de Saddam Husein, además de haber sido en parte eclipsado por Irán desde la revo­ lución iraní. Las relaciones de los shiíes con el poder otomano se caracteri­ zaban por la resistencia de los primeros a reconocer ningún poder espiritual a los califas otomanos dado que para ellos representa­ ban la línea sunní que había usurpado el gobierno a Ali, y por la desconfianza y el desprecio hacia ellos por parte del segundo. Los otomanos percibían a los shiíes árabes del Imperio como una po­ tencial «quinta columna» persa cuando las relaciones entre Persia, estandarte del islam shií, y el Imperio otomano, estandarte del sunní, se definían por una rivalidad profunda. En consecuencia, los shiíes en la región de Iraq estaban marginados del ejército, de las escuelas gubernamentales y las administraciones. A su vez, desde el siglo xix existía en torno a las ciudades san­ tas iraquíes una jerarquía religiosa de influencia creciente que se expresaba como una autoridad política independiente de los Es­ tados. Al rechazo común de los líderes religiosos shiíes y de las tribus a reconocer la autoridad del gobierno se sumaba la volun­ tad firme de los primeros de luchar contra el dominio europeo sobre los territorios musulmanes. La fatwa promulgada desde Samarra por el ayatollah Mirza Hasan Shirazi en 1890, en contra de que se fumase tabaco en tanto que el shah de Persia no anu­ lase la concesión a los británicos que les garantizaba el monopo­ lio sobre el comercio del tabaco, fue el primer posicionamiento político de un muytabid iraquí, inaugurando lo que sería un pro­ ceso creciente de politización a medida que aumentaba el con­ trol europeo. Desde entonces, el liderazgo político-religioso shií ha protagonizado una intensa resistencia contra el Estado im­ puesto primero por los británicos y después por el régimen baa­ zista que gobierna Iraq desde 1968. De hecho, aunque mucho menos conocido en Occidente, siempre ha supuesto un desa­ fío mucho mayor para los regímenes de Bagdad que la resisten­ cia nacionalista kurda. De ahí la preeminencia e importancia de los shiíes iraquíes y su potencial capacidad, como en ninguna otra parte, de transformar la realidad que ha prevalecido en el 47

mundo árabe. Este hecho ha sido causa permanente de preocu­ pación para los líderes árabes de toda la región y para la política de EE.UU. hacia Iraq. La resistencia contra la dominación extranjera y en contra del Mandato británico fue encabezada y movilizada por el liderazgo político-religioso que representaban los muytahidün shiíes, quie­ nes reclamaban un Estado islámico independiente desligado de Gran Bretaña. En Iraq, el pensamiento reformista musulmán shií había experimentado un gran desarrollo desde el siglo xix, en tan­ to que la tendencia «liberal-europeísta» no alcanzó las dimensio­ nes que en El Cairo, Damasco o Beirut.* Siguiendo la dinámica reformista iniciada por al-Afgani, que vivió en Nayaf y Karbala durante un tiempo, en Iraq se consolidó una tendencia raciona­ lista, denominada 'müll, partidaria del uso intensivo de la razón f aql) en la jurisprudencia islámica a fin de tomar posición sobre las grandes y nuevas cuestiones del siglo. Sin equivalentes en las regiones vecinas, el gran movimiento de renacimiento intelectual islámico que se desarrolló en Nayaf, Kerbala y Samarra dio naci­ miento a una poderosa corriente política islámica shií, que com­ batió la dominación británica entre 1910 y 1923. Así, esa intelligentsia islámica shií se convirtió en la más firme adversaria del control económico europeo sobre el mundo musulmán, apelan­ do a la defensa del islam y llamando la atención sobre los per­ juicios culturales que traería consigo la dominación occidental. El creciente liderazgo político-religioso shií de las tierras del Tigris y el Eufrates le llevó a dirigir un combate continuo contra la do­ minación británica desde la proclamación en 1914, a 5 Desde la segunda mitad del siglo xix van a desarrollarse dos pensamientos po­ líticos que, aunque ambos busquen la renovación y modernización del mundo árabe, representarán propuestas distintas y competitivas entre sí. El pensamiento liberal va a proponer seguir el modelo europeo y se va a identificar con la idea de las nacionalida­ des territoriales. El pensamiento reformista musulmán va a defender la necesidad de re­ novarse desde el propio marco del islam haciendo una re interpretación moderna de los principios islámicos y proponiendo, inicial mente, no perder la unidad de todos los mu­ sulmanes. Yamal al-Din al-Afgani y sus discípulos serán los maestros pensadores de este movimiento reformista islámico del que derivará unas décadas más tardes el pensa­ miento islamista. Ver Gema Martín Muñoz, E l Estado árabe, op. di., págs. 45-69 El término jiibád procede de la raíz árabe que significa «esforzarse». Ante todo se refiere al esfuerzo que debe hacer cotidianamente el musulmán para cumplir correc­ tamente con los principios de su fe. En segundo lugar, significa el esfuerzo que deben

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la insurrección de Nayak en 1918, la revolución de 1920 con­ tra la concesión por la Sociedad de Naciones del Mandato sobre Mesopotamia, y el boicot de las elecciones de 1923 destinadas a constituir una Asamblea Constituyente que ratificase el tratado anglo-iraquí por el que Iraq quedaba sometido a la potencia bri­ tánica.* Aunque la revolución no fue un movimiento exclusiva­ mente shií, y muchos notables y nacionalistas sunníes formaron parte de esa lucha antibritánica, la prominencia de su liderazgo fue indudable. Finalmente, la represión y la actuación militar británicas (de­ portando a la mayor parte de los matya en 1923) impusieron la derrota de los muytahidün y la construcción de un Estado iraquí que respondía a los deseos de Gran Bretaña de instaurar una mo­ dernidad a la europea regida por el rey Faysal. El Estado que ins­ tauraron los británicos simbolizó el triunfo de tres segmentos so­ ciales: la población urbana frente a las tribus y el mundo rural (que en la época era más del 80% de la población); dentro de la ciudad, la victoria de los efendis** sobre el liderazgo político-reli­ gioso shií; y la de los árabes sunníes sobre los árabes shiíes y los

realizar los musulmanes para defenderse de las fuerzas externas que amenacen a la co­ munidad y al mundo musulmán. Es un. concepto que tiene primordialmente un sen­ tido defensivo y no ofensivo, de ahí que la vulgarizada traducción de «guerra santa» sea incorrecta y responda a una traslación errónea del concepto de «cruzada». La yihad puede expresarse a través de múltiples modos de acción, muchos de ellos no violen­ tos, como la oposición política, la resistencia civil o el boicot económico. * El Chayj Mahdi al-Jalisi, principal matya de la época, promulgó, junto con dos de los más importantes tmtytahidün, varias folíeos prohibiendo toda participación de los musulmanes en las elecciones en tanto que durase el régimen del Mandato británico. * * «La clase de los efendií agrupaba a los altos funcionarios, los oficiales de la épo­ ca otomana y las grandes familias, en su mayoría sunníes, que habían consolidado su posición gracias a la naturaleza confesional del Estado otomano. Este grupo, tradicio­ nalmente vinculado al poder, hizo suya la reivindicación nacionalista árabe frente a los otomanos y en su mayor paite ocuparon los puestos claves del nuevo Estado iraquí, con­ vertidos en una burguesía árabe sunní. Junto a ellos se colocaron al servicio del nuevo régimen hachemí las minorías judía y cristiana, los ricos comerciantes, que rivalizaban con los efendis por el poder, los notables de las grandes ciudades, los terratenientes y los jefes de tribu más poderosos, los intelectuales occidentalizados y los oficiales iraquíes del grupo A l-’A bd, Todos, entre los que no faltaban algunos que habían apoyado al movi­ miento antibritánico de los shiíes, buscaban en el nuevo Estado una posibilidad rápida de ascenso social.» Pierre-Jean Luizard, L a form aúm de l ’hak contemporain, París, CNRS, 1991, pág. 490. Ver también 'Abd al-Ra2záq al-Hasanl, Ai-Tam a al-iráqtyya al-kubrá sanal 1920 [L a p an revolución iraquí de 1920], Beirut, 3.a ed., 1978.

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kurdos (tras la derrota del movimiento islámico shií, una serie de campañas militares en el norte del país impusieron la anexión de Mosul al Estado iraquí en contra de la aspiración nacionalis­ ta kurda). Los shiíes, al igual que les había ocurrido durante el pe­ riodo otomano, quedaban marginados del poder, mientras los árabes sunníes dominaban el Estado iraquí, lo que se ha mante­ nido hasta hoy día* Sin embargo, el rey Faysal y algunos de los políticos que le rodeaban fueron conscientes de que un sistema en que domina­ se sin matices la minoría sunní sobre la mayoría shií era poten­ cialmente muy inestable (teniendo en cuenta que existía también la resistencia kurda). Por tanto, la monarquía buscó integrar polí­ ticamente algunos prominentes jefes tribales y terratenientes shi­ íes, creando un reducido grupo de aliados a través de prebendas y privilegios que llevaran a cabo un cierto control social en la co­ munidad shií. Esta estrategia de «integración» será empleada tam­ bién por los siguientes regímenes iraquíes, y permitió, de mane­ ra limitada y elitista, cierto desarrollo educativo entre los shiíes. Así, entre 1921 y 1958, de los veintitrés primeros ministros que hubo cuatro eran shiíes, además de algunos ministros y bastantes parlamentarios, todos ellos pertenecientes a una reducida clase social de notables.15 Sin embargo, fueron completamente margi­ nados de los sectores sensibles del Estado, como la defensa, la po­ licía y las finanzas. En realidad, estas medidas fueron muy ven­ tajosas para unas reducidas elites urbanas shiíes, que lograron además un enorme enriquecimiento a través de empresas comer­ ciales y de negocios, pero tuvieron escasas consecuencias para la gran mayoría de la población shií, que no vio modificado su tra­ dicional situación de inferioridad y mayoritario subdesarrollo so­ cioeconómico. Hanna Batatu, en su ya mencionada obra sobre Iraq, define de manera muy descriptiva esta situación: «si a fina­ les de 1958 los más ricos de los ricos eran a veces shiíes, también eran predominantemente los más pobres de los pobres».16 Pese a estas condiciones, la resistencia shií vivió un periodo de apaciguamiento en esos años porque el liderazgo político-reli­ gioso shií de los muytahidün, tras su derrota por la fuerza militar británica, inició un proceso de repliegue y quietismo en el inte­ rior de las ciudades santas y se abstuvo de todo activismo políti­ 50

co, aunque no por ello dieron su apoyo ni se implicaron en la construccción del nuevo Estado. Esa derrota fue la condición para que el Estado pudiese ser erigido sin ser desafiado por la ma­ yor comunidad del país, y sin duda la más temida por los britá­ nicos y sus aliados árabes sunníes. Por ese motivo el rey Faysal y sus sucesores también alimentaron el mito de un supuesto víncu­ lo de los hachemíes con el shiismo, por descender éstos de B a ­ san, hijo de Ali, a fin de afianzar esta creencia entre los shiíes y lograr, si no su adhesión sí su aceptación pasiva. Además, la hos­ tilidad común de hachemíes y shiíes contra los wahhabíes y los Ibn Saud de Arabia reforzaba esta ilusión.* Faysal visitaba fre­ cuentemente los santos lugares shiíes en Iraq, e incluso a veces rezaba a la manera shií, y los británicos hicieron coincidir el día de la coronación del rey con una importante festividad shií, cons­ cientes de la importancia de mantener el mito del supuesto shiis­ mo del rey.17 El segundo periodo de resistencia y revuelta shiíes contra el régimen, que alcanzó niveles de violencia nunca antes vividos, tuvo lugar tras el advenimiento del régimen baazista en 1968 y la emergencia de una nueva generación de líderes político-religiosos shiíes islamistas. Esa nueva generación comenzó a salir del re­ traimiento político mantenido por sus predecesores desde 1923 al constatar la difusión que en los años cincuenta estaban teniendo las nuevas ideologías de izquierdas entre los shiíes jóvenes vincula­ dos al proceso de urbanización. El comunismo resultó ser una ideología muy movilizadora entre los shiíes porque sus ideales de justicia, igualdad y lucha social se identificaban perfectamente con sus sentimientos de discriminación y marginación, así que és­ tos constituyeron una base social fundamental para el PCI en los años cincuenta y sesenta. El nacionalismo árabe en su versión baazista también atrajo a jóvenes shiíes, aunque en una dimen­ sión mucho menor a la del comunismo, ya que en teoría repre­ sentaba una ideología basada en un arabismo unitario que bus­ caba trascender las diferencias sectarias. Sin embargo, a medida Los Hachemíes son un linaje procedente de Arabia. Tradicionalmente habían gobernado La Meca y Medina como guardianes de los Santos Lugares en su condición de jerifes (procedentes de la línea del Profeta), hasta que los Ibn Saud los expulsaron a principios del siglo xx para levantar el Estado independiente de Arabia Saudí.

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que el Baaz fue alcanzando el poder, primero brevemente en 1963 y después definitivamente en 1968, los shiíes pudieron com­ probar cómo eran eliminados del nuevo régimen que emergía, y que incluso perdían la representación que de manera limitada ha­ bían tenido durante la monarquía o el gobierno de Qasem. En 1970 ya no quedaba ni un solo shií en la Ejecutiva del Baaz, ni tampoco se integró a ninguno en el Consejo del Mando de la Re­ volución de 1968.18 Es más, el nuevo gobierno del Baaz inició una política de hostigamiento y contención hacia la cultura y las manifestaciones religiosas shiíes que acabó convirtiéndose, con Saddam Husein, en la experiencia más trágica y destructora de su hasta ahora siempre difícil historia. El régimen baazista instauraría una cultura política sunní re­ forzada y los shiíes representarán para ese nuevo poder baazista un desafío mucho mayor incluso que los kurdos, con quienes se llegó en algunos efímeros momentos a compromisos y concesio­ nes. Así, mientras en 1970 el gobierno iraquí aceptó el principio de que los kurdos tenían derecho a una autonomía local, le ha resultado inconcebible que los shiíes puedan presentar reivin­ dicaciones sobre sus derechos porque, como árabes y musulma­ nes que son, su dimensión es global y exige una transformación de la naturaleza misma del Estado y de las bases del poder en Bagdad. Aunque la exclusión ha afectado también a una mayoría sun­ ní, porque el poder baazista ha quedado de hecho concentrado en el dominio de unos cuantos clanes, la marginación de los shiíes es absoluta y se ha acompañado de continuas persecuciones, ma­ tanzas y asesinatos. Por un lado, los nacionalistas árabes que han monopolizado el poder en Iraq desde 1968 tienen inherentes pre­ juicios hacia los shiíes, a quienes identifican con su enemigo his­ tórico iraní por los lazos religiosos, intelectuales y culturales que les unen y por la presencia que, de hecho, siempre ha habido de jurisconsultos y familias iraníes en las ciudades santas iraquíes. En la memoria histórica de esos gobernantes, Irán representa la ame­ naza a la arabidad e Iraq siempre ha sido la frontera de esa arabidad y el escenario de los enfrentamientos con la vecina Persia. Por tanto, la discriminación contra los shiíes en parte venía de un prejuicio visceral de los líderes del nuevo régimen, procedentes 52

de las clases medias bajas y de las pequeñas ciudades sunníes del Iraq central, con una mentalidad mucho menos tolerante e integradora que los residentes de las grandes ciudades. En consecuencia, las reivindicaciones shiíes van a ser acusa­ das de sectarias e inspiradas por Irán, y el activismo shií, que como hemos visto había comenzado a renacer a finales de los años cincuenta con el fin de contrarrestar la difusión del comu­ nismo, va a ser declarado el principal enemigo del régimen. Los tnuyUihidñn, representados especialmente por el sayyid Muhammad Baqir al-Sadr y el sayyid Mahdi al-H akim (h ijo del gran maryd, ayatollah Muhsin al-Hakim), decidieron salir del ostracis­ mo político que se habían impuesto y presentar una alternativa islamista ante el avance del comunismo. En los años sesenta sur­ gió el movimiento al-Ddwa (La Predicación) con el fin de difun­ dir esa alternativa islámica. Hay que señalar que el antagonismo ideológico entre comunistas y al-Ddwa nunca se plasmó en vio­ lencia sino en competencia política.1’ El nuevo movimiento de renacimiento islámico era ante todo intelectual, siendo Muhammad Baqir al-Sadr su principal maestro-pensador. En su obra Iqtisáduná [Nuestra economía], desarrolló lo que eran las bases de la economía desde una perspectiva islámica. Reconocía el derecho a la propiedad privada, pero el propietario debía tener la obligación de invertir sus beneficios en proyectos productivos a favor de la comunidad. Es decir, defendía una economía de mercado sin acu­ mulación de capital. En su obra Falsafatuná [Nuestra filosofía] re­ futaba todas las tesis comunistas. La llegada al poder del grupo baazista de Hasan al-Bakr y Saddam Husein marcó el fin de una etapa y abría otra donde la confrontación y la violencia alcanzaron niveles casi de guerra ci­ vil. Enseguida el nuevo régimen expresó una agresividad crecien­ te hacia el liderazgo religioso shií y dejó bien claro que no tole­ raría la existencia de instituciones que no controlase ni de discursos que opusiesen el islam al nacionalismo árabe que ellos representaban. Para demostrarlo, en 1969 el gobierno detuvo y torturó al sayyid Mahdi al-Hakim (a quien acabó asesinando en * La cualificación de sayyid la reciben entre los shiíes los descendientes del Pro­ feta a través de Husein.

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1988 en Jartún), acusado de ser un agente de la CIA. El activis­ mo islamista shií se intensificó, así como su oposición contra el régimen, que le convirtió en blanco de su máquina represora. El régimen iraquí persiguió al movimiento islámico shií con bruta­ lidad extrema, particularmente desde que en 1979 estallara la re­ volución en Irán. En 1980, tras promulgar una fatwa en la que prohibía a los musulmanes adherirse al Baaz, Muhammad Baqir al-Sadr y su hija, Bint al-Hoda,20 fueron detenidos y ejecutados, al igual que 41 líderes islámicos más. El gobierno iraquí estableció la pena de muerte para quienes militasen en el partido al-Ddwa y fueron miles los detenidos, asesinados y «desaparecidos». Pero la represión del régimen no se limitó al liderazgo político-reli­ gioso o a los sospechosos de militancía en el movimiento, sino que alcanzó a toda la población shií. Más de 150.000 personas fueron víctimas de una campaña de expulsiones forzosas a lo lar­ go de los años setenta. Eran familias shiíes a las que, acusadas de descender de iraníes, se les ponía en la frontera con Irán y se les confiscaban todas sus propiedades. Y millares de jóvenes entre quince y veinticinco años fueron detenidos y sus familias nunca volvieron a verlos.21 La reacción del movimiento islámico shií contra el régimen adquirió grandes dimensiones (incluso hubo dos atentados falli­ dos contra el viceprimer ministro, Tareq Aziz, y el propio Sad­ dam Husein en 1980), lo que motivó más ejecuciones, deporta­ ciones y detenciones por parte del gobierno. La victoria de la revolución iraní en 1979 alentó la revuelta shií a la vez que ali­ mentó una verdadera paranoia antishií en Saddam Husein y su régimen. La declaración de guerra contra Irán en septiembre de 1980 abría una nueva etapa en que los shiíes iraquíes se iban a ver en medio de la confrontación de los dos Estados.

La cuestión kurda Los kurdos representan una población total de entre veinte y veinticinco millones que se reparte entre Turquía, Irán, Iraq y Si­ ria, si bien existen también grupos kurdos en las repúblicas del Cáucaso y Asia Central. Bajo el Imperio otomano, los kurdos, 54

musulmanes y casi todos sunníes/ habían gozado de ciertas ven­ tajas en función de su utilización por los turcos contra los árabes y persas, y existían lazos de fidelidad entre sus jefes tribales y la Sublime Puerta. La «cuestión kurda» surgió entre 1914 y 1926, como consecuencia de la partición colonial de Oriente Medio y, sobre todo, de la lucha por el control de la región kurda de Mosul, cuyo petróleo atraía el interés de las potencias europeas. Mientras que desde 1879 las prospecciones geológicas indica­ ban la potencial riqueza y calidad de los yacimientos de Kirkuk, nada se sabía aún de los yacimientos de la Península Arábiga, por lo que aquéllos parecían el corazón petrolífero de Oriente Medio y atraían a alemanes, británicos y franceses. En 1908 se había des­ cubierto el petróleo iraní y en 1909 se creó la Anglo-Persian Oil Company, que en 1914 fue nacionalizada en un 51%, para ex­ plotarlo (hasta 1927 Persia fue el único productor de petróleo de Oriente Medio). Entre 1 9 1 2 y l 9 1 4 s e creó la Turkish Petroleum Company (participada en un 50% por la Anglo-Persian Petro­ leum Company, un 25% por la Shell y otro 25% por el Deutsche Bank) que obtuvo una concesión otomana de prospección pe­ trolífera en esta región. En Irán, los británicos contaban desde principios de siglo con la explotación de los pozos de MasyÍd-Í Suleyman y la refinería de Abadan. Por tanto, controlar la zona del Golfo en la ruta de las Indias y proteger sus intereses energé­ ticos en Irán se convirtió en el eje fundamental de la política bri­ tánica en Oriente Medio. Con este fin habían invadido Basora en octubre de 1914, incluso antes de que se hubiese declarado la guerra contra el Imperio otomano. Desde la perspectiva británi­ ca, para conservar Basora se imponía controlar Bagdad, lo que a su vez abría las puertas a la ocupación de la región petrolífera de Mosul. Hasta que lograron ese objetivo, agrupando esas tres re­ giones en el nuevo Iraq, las expediciones militares, negociaciones y argucias diplomáticas fueron intensas e incluso maquiavélicas.22 Una de esas argucias es lo que llevó al Kurdistán a entrar en la historia de la diplomacia a través del Tratado de Sévres de agos­ to de 1920. En él se preconizaba 4 a autonomía local para las re­ " Existe una pequeña minoría shií, conocida como la de los kurdos faylis, y unos cuantos yezidíes y cristianos.

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giones en que predominaba el elemento kurdo, situadas al este del Éufrates, al sur de la frontera meridional de Armenia y al nor­ te de la frontera de Turquía con Siria y Mesopotamia». Además, se estipulaba que «ninguna objeción será presentada por las po­ tencias aliadas a la adhesión voluntaria a un Estado kurdo inde­ pendiente de los kurdos que habitan la parte del Kurdistán de la provincia de Mosul». Sin embargo, el reconocimiento del Kur­ distán iraquí no fue más que una estratagema de los británicos, con el fin de impedir que Ankara triunfase en su reivindicación de integrar Mosul en Turquía. Esta reivindicación se basaba en el hecho incontestable de que esta región nunca se había incluido en el reparto europeo de las provincias árabes del Imperio oto­ mano establecido por los armisticios que pusieron fin a la pri­ mera guerra mundial. Incluso importantes sectores kurdos defen­ dían entonces esta reivindicación turca. Sin embargo fueron ignorados, y una vez que Gran Bretaña logró integrar Mosul en el Iraq bajo Mandato británico, también consiguió que el Trata­ do de Sévres nunca se ratificase. La evolución política turca, aboliendo el califato y avanzan­ do hacia un nacionalismo radical turco que excluía de manera evidente a los kurdos, incluso antes de que éstos reivindicaran su especificidad, quebró la fidelidad de los jefes tribales kurdos, fun­ dada en unos lazos religiosos y de patronazgo que la nueva polí­ tica de Ankara hacía desaparecer. Así, en febrero de 1925, acabó estallando una gran revuelta kurda que los británicos supieron aprovechar, consiguiendo que la Sociedad de Naciones decidiese su integración definitiva en Iraq, El acuerdo anglo-turco de no­ viembre de 1926, que puso fin al contencioso entre ambos acto­ res con respecto a Mosul, resolvió la cuestión del petróleo, otor­ gando Londres a Turquía una compensación económica de 500.000 libras esterlinas, y la garantía extraoficial de que no fa­ vorecería la autonomía kurda en Iraq, pese a que iba en contra de lo expresado por la Sociedad de Naciones, que había puesto como condición para la anexión de Mosul a Iraq la concesión de dicho estatuto de autonomía. El alto comisario británico en Bag­ dad garantizaba al ministro turco de asuntos exteriores que «la administración iraquí se oponía tanto como Turquía y Persia a cualquier forma de autonomía o nacionalismo separatista kur­ 56

do».23 Sin embargo, desde entonces la cuestión kurda en Iraq siempre ha gravitado en torno a la autonomía. De hecho, una vez repartida la población kurda entre varios Estados, la actitud de éstos hacia la minoría kurda va a ser diver­ sa. Irán e Iraq reconocerán a los kurdos su existencia como tales, de manera implícita en el primer caso y formal en el segundo, si bien ello no impedirá los intentos de asimilación y el uso inten­ sivo de la coerción. Pero Turquía negó cualquier diversidad y pro­ clamó el carácter turco de toda Anatolia incluidos los kurdos. És­ tos serán considerados «turcos de las montañas», y su lengua fue prohibida. Cuando a principios de los noventa esta tesis se con­ virtió en un serio obstáculo al ingreso en la Unión Europea, el discurso oficial se replegó en la idea de que lo turco era la «iden­ tidad madre» y el sustrato cultural que se superponía sobre otras identidades, presentándose como la base de la ciudadanía y la condición de la igualdad entre todos los turcos. También hay que tener en cuenta que el nacionalismo kurdo no es unitario ni homogéneo, antes al contrario, ha estado siem­ pre sometido a importantes divisiones y enfrentamientos internos que han contribuido a bloquear la consecución de sus aspiracio­ nes políticas. De un lado, el predominio de su estructura tribal ha jugado un papel sustancial en cada fase determinante del mo­ vimiento kurdo, así como la importante dimensión política que tienen las cofradías islámicas en su organización. Estos dos fac­ tores han estado en el origen de divisiones y conflictos de inte­ rés locales de gran significación. Por ejemplo, los dos principales líderes del movimiento kurdo iraquí, Barzani y Talabani, están li­ gados a las dos principales cofradías, la nakshibendi y la qadiri, y esto no es ajeno a la rivalidad histórica existente entre ambos.24 Asimismo, aunque el universo global kurdo comparte un ima­ ginario común con respecto a acontecimientos históricos, como las sucesivas revueltas o el Tratado de Sévres, a líderes políticos fundacionales como el Chayj Said o Qazi Muhammad, o a la fi­ gura emblemática del peshmerga (miliciano kurdo), la repartición entre varios Estados que aplican políticas diferentes hacia ellos ha originado inevitablemente el desarrollo de un liderazgo atomiza­ do que representa a distintos grupos kurdos locales cuyos respec­ tivos intereses muchas veces han entrado en conflicto, e incluso 57

han derivado en enfrentamientos violentos. De hecho, el movi­ miento kurdo ha desarrollado multitud de estrategias y posicio­ nes con respecto a los poderes estatales, lo que ha supuesto una gran diversificación de las relaciones entre los kurdos y el Estado en cada uno de los países en cuestión. Estos países, por su parte, han tenido que admitir la existencia de esta minoría y buscar me­ canismos para gestionar sus relaciones con ella, de manera que, si bien han recurrido con frecuencia a la represión, también han puesto en práctica políticas de atracción y cooptación de algunos segmentos de la población kurda. Esos segmentos en muchas ocasiones han procedido de categorías tribales, aunque también de partidos políticos, que han establecido relaciones de alianza con los Estados dividiendo y debilitando la reivindicación nacio­ nalista. Otro obstáculo ha sido que la cultura política predominante en el movimiento kurdo ha sido la de la resistencia armada y la guerrilla, y la puesta en práctica de la vía político-diplomática por parte de los diferentes movimientos políticos locales ha sido con frecuencia torpe y poco exitosa, basada además en alianzas errá­ ticas con los demás Estados de la región vecinos al suyo, lo que les ha sometido a manipulaciones y a políticas oportunistas. Tur­ quía, Irán, Iraq y Siria han practicado una política de alianzas efí­ meras con los kurdos de otros Estados como instrumento de pre­ sión u oposición en sus contenciosos estatales respectivos, en tanto que los movimientos políticos kurdos han recurrido, a su vez, a esas alianzas para salir de su aislamiento y buscar apoyos regionales contra el régimen que les gobernaba, aunque eso su­ pusiese «traicionar» a los movimientos kurdos de los Estados ve­ cinos. Si bien es cierto que eso les ha hecho más presentes como actores en la región, también ha agravado sus rivalidades internas, les ha costado un elevado precio en sangre e incluso guerras fra­ tricidas, y ha bloqueado el desarrollo de un movimiento nacio­ nalista unitario y transnacional. Finalmente, la relación entre de­ mocracia y movimiento kurdo se ha visto con frecuencia puesta a prueba por la extensión del nepotismo y el clientelismo en el seno de sus grupos políticos. Iraq ha tenido una particular importancia en la evolución de la cuestión kurda porque, frente a lo ocurrido en los otros Esta­ 58

dos vecinos, los diferentes regímenes iraquíes han asumido el principio de la autonomía del Kurdistán iraquí. Fue en Iraq, y sólo en este país, donde k Sociedad de Naciones, a la vez que les negaba la independencia de Mosul, les prometía una autono­ mía. Y van a ser los sucesivos proyectos de autonomía los que van a centrar las relaciones entre los kurdos y los regímenes ira­ quíes, situación impensable en los otros Estados con población kurda. De hecho, las relaciones entre los kurdos y el Estado en Iraq se han caracterizado por la dialéctica entre la aceptación del prin­ cipio de la autonomía y la imposibilidad de conciliar este princi­ pio con la naturaleza militar, ultracentralista y totalitaria de los sucesivos regímenes políticos, incapaces de digerir la puesta en práctica real de una autonomía que respondiese al reconoci­ miento formal de la especificidad nacional kurda. En consecuen­ cia, la historia de esas relaciones está presidida por la disposición a reconocer la nacionalidad kurda y concederles su autonomía y la total imposibilidad de llevar esa disposición a la práctica, lo que ha desembocado en una sucesión de negociaciones fracasa­ das y represiones radicales. Las promesas de autonomía de la Sociedad de Naciones fue­ ron reducidas por los británicos a la concesión de algunos dere­ chos culturales como el uso público de las dos lenguas kurdas, a la vez que la Royal Air Forcé controlaba militarmente el inago­ table ciclo de levantamientos kurdos y se deshacía de sus líderes: el Mollah Mustafa Barzani se exiliaba en la Unión Soviética, e Ibrahim Ahmad era sometido a arresto domiciliario. El fin de la monarquía y la llegada de Qasem al poder alentó inicialmente importantes expectativas para los kurdos que veían cómo la nue­ va Constitución hacía referencia expresa a «la asociación de ára­ bes y kurdos-en la nación iraquí» y Mustafa Barzani, dirigente del Partido Democrático Kurdo (PDK) fundado en 1946, volvía del exilio. Además, la aproximación entre el PCI y el régimen de Qa­ sem les beneficiaba por las estrechas relaciones que existían entre este partido y el movimiento kurdo. No obstante, para muchos de los Oficiales Libres, bastantes de los cuales habían estado im­ plicados en la lucha contra la insurrección kurda bajo la monar­ quía, cualquier sugerencia sobre una autonomía kurda era anate­ 59

ma, de manera que, aunque Qasem hubiese estado dispuesto a avanzar en este sentido, difícilmente habría encontrado apoyo entre los militares vinculados al poder. En esas circunstancias las relaciones rápidamente se deterioraron porque Qasem no hizo ninguna concesión hacia una posible autonomía kurda. Así, en 1961 la cooperación entre el PDR y Bagdad había llegado a su fin y el movimiento kurdo iniciaba de nuevo la lucha armada con sus pesbmergas. El cambio de régimen de 1963 contó de manera indirecta con la aprobación del movimiento kurdo, que prefería las expectati­ vas del cambio a la continuación en el gobierno de quienes no les habían concedido nada. Pero pronto constató que el nuevo régimen estaba, ante todo, interesado en mantenerse en el poder y, luego, que en su teórico panarabismo difícilmente tenía cabi­ da la asunción de una autonomía kurda. Entretanto, las divisio­ nes en el seno del liderazgo del PDK no sólo crecían sino que Bagdad sabía instrumentalizarlas, al punto de que Yalal Talabani llegó a combatir con las tropas gubernamentales contra Mustafa Barzani. En 1966, el primer ministro Abd el-Rahman Bazzaz tra­ tó bastante honestamente de poner fm a la guerra y ofreció una tregua al PDK a cambio de reconocer sus «derechos nacionales», pero fue desautorizado por los militares y tuvo que dimitir.25 Con la llegada al poder en 1968 del Baaz, el nuevo régimen de Hasan al-Bakr y Saddam Husein inició una nueva aproxima­ ción a los kurdos con el fm de lograr la estabilidad necesaria para consolidarse en el gobierno del país, algo difícil de conseguir con una guerra en el frente kurdo que duraba ya más de siete años. Aunque el rígido arabismo ideológico del Baaz y su disposición en contra de las divisiones comunitarias no ofrecía el mejor mar­ co para la distensión, la nalpoUtik del momento llevó sin em­ bargo al establecimiento de una autonomía que a ninguna otra población kurda se le había concedido jamás. El VII Congreso del Baaz de diciembre de 1968 reconoció que «el movimiento na­ cional kurdo posee en su esencia justificaciones de principio y de hecho» y a continuación Saddam Husein recibió el encargo de negociar con Barzani la concesión de una autonomía. El 11 de mar­ zo de 1970, el Consejo del Mando de la Revolución proclamaba el reconocimiento de la nación kurda, de sus derechos culturales 60

y del uso del kurdo como lengua oficial en las poblaciones de mayoría kurda. También se establecía «la asociación al poder» de los kurdos y en 1970 cinco ministros kurdos entraban en el gobierno de Bagdad. A partir de 1974, la Constitución iraquí mencionaba «los derechos nacionales del pueblo kurdo» mientras la ley del 11 de marzo de ese mismo año establecía el marco de la autonomía. Sin embargo, Mustafa Barzani rechazó dicha ley de autono­ mía porque ia consideraba limitada e insuficiente con respecto al memorándum que el PDK había realizado en abril de 1973, don­ de expresaba su concepción de la autonomía, pero que el Baaz no había tenido en cuenta. Barzani, además de no aceptar que el presidente del Consejo Legislativo del poder local kurdo fuese elegido y pudiese ser revocado por el presidente de la República de Iraq, o que éste también pudiese disolver la Asamblea Legis­ lativa del Kurdistán, también protestaba por el modo de desig­ nación de los candidatos a dicha Asamblea, que en la lógica del régimen debían ser baazistas. Pero un aspecto fundamental de di­ cha ley marcó definitivamente la ruptura entre Barzani y el po­ der central: la exclusión de algunos territorios de la región autó­ noma para garantizarse Bagdad el control exclusivo de las fuentes de petróleo que allí existían. Así Kirkuk, Janaqin y el monte Sinyar quedaban fuera del Kurdistán autónomo (el 70% de los ingre­ sos del Estado iraquí procedían del petróleo de esta región). SÍ bien es cierto que en las negociaciones se había establecido que el petróleo y su explotación dependían de la República, Barzani contaba con que el 20% de esas fuentes, de acuerdo con la prorra­ ta de su demografía, fuese destinado al presupuesto especial para el Kurdistán. Sin embargo, el gobierno central no estaba dispues­ to a ese reparto. Es más, desde entonces comenzó una campaña de deportaciones de kurdos al sur del país «por razones de segu­ ridad» y de repoblación de árabes sunníes y cristianos en la zona de Kirkuk, atraídos por el crecimiento económico que caracteri­ zaba ese momento. Otros dos factores, uno interno y otro regional, complicaron la situación kurda en ese momento. Por un lado, mientras Bar­ zani relanzaba la rebelión contra ese marco autonómico, su hijo mayor, Obeid Allah, y Hachem Akrawi lo aceptaron y aplicaron, 61

apostando por tomar lo que ahora se les ofrecía y confiar en avanzar progresivamente. Así, el frente kurdo iraquí quedaba di­ vidido entre el movimiento insurreccional y el movimiento polí­ tico que aplicaba la autonomía. La política autonómica de Bag­ dad se centró en permitir importantes avances en el ámbito cultural,* lanzar un plan de desarrollo e industrialización de la re­ gión y crear unas brigadas kurdas de 30.000 miembros, oficial­ mente llamadas Batallones de Defensa Nacional pero conocidas con el nombre despectivo dejyabsh (muía), compuestas por tribus kurdas reclutadas y fidelizadas por el poder para perseguir a la guerrilla kurda. Es decir, el régimen supo crearse una clientela kurda gracias a una distribución económica generosa pero muy selectiva. En cuanto a las competencias políticas del gobierno lo­ cal, se iban a ver continuamente bloqueadas por las intromisio­ nes y prioridades de un régimen totalitario cuya naturaleza era in­ capaz de asumir la pluralidad. Al mismo tiempo, Bagdad llevó a cabo una política militar inmisericorde contra quienes conside­ raba los «kurdos enemigos» y que, como en el caso de los shiíes, se tradujo en bombardeos, arrestos colectivos, desaparecidos y destrucción de aldeas cuyas poblaciones eran deportadas. Por otro lado, aunque inicialmente la insurrección lanzada de nuevo por Barzani con sus peshmergas en las montañas obtuvo avances significativos, un acontecimiento regional le colocó en una situación de precariedad para afrontar la máquina militar ira­ quí. La reconciliación entre Bagdad y Teherán dejó al movimien­ to kurdo sin un valedor clave para su guerra contra Bagdad. Des­ de 1961, durante casi todo el tiempo en que se había prolongado la insurrección kurda, Irán (con el apoyo tácito de la CIA) había sido para el PDK la retaguardia donde refugiarse y su principal proveedor de material militar. Para Irán el apoyo a los kurdos ira­ quíes contribuía a que su rival en la región se debilitase en ese conflicto, además de usarlo como un valioso instrumento de pre­ sión contra al régimen iraquí en las tensiones existentes entre am­ bos Estados. La condición impuesta al PDK iraquí, que éste cum­ * La lengua kurda no sólo fue declarada oficial sino que se convirtió en la len­ gua del sistema educativo, se creó una academia kurda y una universidad en Suleymaniya, se abrieron multitud de periódicos y revistas en kurdo así como una radio en 1975 y programas de televisión desde 1979.

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plió con celo, era que el levantamiento kurdo iraquí no conta­ giase a «sus» kurdos. El grupo de Barzani evitó siempre la alian­ za con el PDK iraní y no dudó en entregar a sus compatriotas iraníes al gobierno de Teherán cuando éstos buscaron refugio en el Kurdistán iraquí huyendo de la represión contra la revuelta que habían desencadenado a su vez en 1965. Lo prioritario era no al­ terar su relación con Irán, incluso por encima de las solidarida­ des étnicas.26 Pero el 6 de marzo de 1974, el Shah de Irán y el entonces vi­ cepresidente de la República iraquí, Saddam Husein, con ocasión de la conferencia que la OPEP celebraba en Argel, y con la de­ cisiva mediación de Huari Bumedián, firmaron la reconciliación entre ambos países. El shah se comprometía a retirar su apoyo a los kurdos iraquíes en tanto que Husein aseguraba lo propio con respecto a los iraníes. Asimismo se acordaba un marco de reso­ lución, que la posterior guerra iráno-iraquí mostró efímero, del contencioso territorial que oponía a ambos países en la región sur de Shatt al-Arab. Esta «traición» se unía a otra: la de EE.UU., que expresaba su apoyo al acuerdo irano-iraquí cuando hasta entonces había apo­ yado a los kurdos (entre otras razones para alentarlos a revolver­ se contra Bagdad en 1973 a fin de abrir un frente interno debili­ tador a Iraq cuando se estaba desarrollando la guerra árabe-israelí en octubre de aquel año). De hecho, los kurdos habían manteni­ do una alianza estrecha con Irán, EE.UU. e Israel que, con el acuerdo de Argel, perdían. Había otro hecho también decisivo: el acercamiento de Iraq a la URSS con la firma de un acuerdo de amistad y cooperación que abrió un periodo de alianza entre el ré­ gimen baazista y el Partido Comunista Iraquí, que había sido el principal apoyo político del movimiento kurdo en el interior. En ese momento, cuando el movimiento insurreccional kur­ do atravesaba su peor etapa, se agudizaron las divisiones en su seno, lo que añadió más precariedad a la situación. En 1975, Yalal Talabani se separó definitivamente del PDK de Barzani, que consideraba personalista y tribalizado, y creó la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK), presentándose como el representante de la nueva generación moderna y urbanizada (aunque Talabani es otro jefe tribal que recurre igualmente al clan en su movilización 63

social). Se consolidaba así lo que de hecho ocurría desde hacía tiempo y se abría una fractura interna dentro del propio movi­ miento kurdo, en el que la rivalidad entre el PDK y el UPK se caracteriza por el enfrentamiento violento y una mayor segmen­ tación de la causa kurda. Sin embargo, esta rivalidad carece de una divisoria ideológica que la justifique, ambos son ante todo partidos nacionalistas kurdos que no han dudado en aliarse con fuerzas progresistas o conservadoras, capitalistas o comunistas, siempre que de ello pudieran extraer apoyos a su causa. La con­ junción de todos estos factores bloqueó y derrotó a la rebelión kurda hasta que la guerra que enfrentó Iraq a Irán en 1980 in­ trodujo otras relaciones de fuerza y nuevas alianzas regionales que le dieron nuevos ímpetus.

El ejército y el Baaz

En Iraq el ejército fue el pilar en torno al cual se construyó el Estado, la herramienta que impuso la unidad nacional que no existía y que garantizó su supervivencia. El ejército iraquí se cons­ tituyó oficialmente el 6 de junio de 1921 y su columna vertebral la componían los oficíales iraquíes vinculados a la sociedad secre­ ta de al-Abd que procedían del ejército otomano y que, converti­ dos al prohachemismo, combatieron con los británicos en contra de aquél. Desde un primer momento, su misión básica fue inte­ rior y no la natural de garantizar la seguridad del Estado ante las amenazas exteriores. La centralidad de los militares en el sistema político iraquí proviene por tanto de la principal tarea para la que fue creado: sustituir al ejército británico en el difícil manteni­ miento del orden, lo que significaba reprimir los movimientos hostiles al nuevo Estado-nación (contra los shiíes en 1923, contra los kurdos en 1924), si bien dada la inmensidad de la tarea a tenor de la determinación de las comunidades contra el nuevo Estado, le acabó correspondiendo al ejército británico desempeñar un de­ cisivo papel de apoyo en esos primeros tiempos. Su misión de po­ licía interior se extenderá después, haciendo frente tanto a sucesivos levantamientos shiíes y kurdos como a las manifestaciones anti­ británicas y pronaseristas en los años cincuenta. El cambio de ré­ gimen no alteró este estado de cosas y en 1963 el ejército ayudó a la Guardia Nacional en la radical represión de las fuerzas anribaazistas, a la vez que se dedicaba de nuevo a la guerra en el Kurdistán entre 1961 y 1975, reiniciada en 1979 hasta 1988. Este re­ levante papel de los militares en la política interior del país les va a dar el protagonismo en la vida política iraquí y serán, por tanto, el motor de todos los cambios de régimen experimentados: la re­ 65

volución antimonárquica de 1958, el golpe de Estado de 1963 y el de 1968 que llevó finalmente al Baaz al poder.27 Los sucesivos regímenes iraquíes fueron teniendo a su vez la creciente ambición de convertir al ejército en una potencia al ser­ vicio del liderazgo de Iraq en el mundo árabe, aunque no fue has­ ta la guerra contra Irán cuando el ejército se comprometió en la tarea más grande asumida hasta entonces en este sentido. De he­ cho, desde 1980 el ejército se dedicará a una secuencia continua de guerras extemas, desde la irano-iraquí (1980-1988) a la del Golfo (1990-1991) y a partir de entonces, por obra y para beneficio de Saddam Husein, el ejército se concentrará en el papel de defensa del Estado frente a los enemigos exteriores, logrando acabar con los viejos demonios de que siguiese actuando como motor e ins­ trumento del derrocamiento del régimen. Conjurar esta amenaza fue un objetivo fundamental del nuevo régimen baazista desde 1968, pero su principal artífice ha sido el único presidente civil de la República, Saddam Husein. Lógicamente, conscientes de que el ejército era la única fuer­ za capaz de suscitar un cambio de régimen, quienes llegaron al poder en 1968 gracias al apoyo militar quisieron desde entonces conseguir un derecho de exclusividad sobre el ejército a fin de que no se volviese a repetir la historia. Para ello adoptaron una política que conjugaba tres dimensiones: una campaña de «baazización» del ejército, la depuración constante de sus miembros combinada con un diálogo permanente con el alto mando, y la promoción del ejército a través de un enorme aumento del pre­ supuesto militar financiado por los inmensos ingresos del petró­ leo en la década de los setenta. Aunque, entre los miembros del Consejo del Mando de la Re­ volución constituido en 1968 los militares eran numerosos, todos aquellos oficiales con capacidad de liderazgo y potencial de po­ pularidad que podían sentirse tentados a desempeñar un papel político fueron sucesivamente cesados e incluso eliminados físi­ camente. Ahmed Hasan al-Bakr, finalmente apartado del poder por Saddam Husein, fue el último militar en la jefatura del Esta­ do, y desde que Saadun Shaker fue también apartado del Conse­ jo del Mando de la Revolución en 1990 no ha habido ningún mi­ litar en las altas jerarquías del Estado. 66

Así, a diferencia de Siria, donde los militares han dominado el Baaz, en Iraq Saddam Husein ha impuesto la línea de los baa­ zistas civiles sobre los militares, apoyándose en un sinuoso en­ tramado de hombres de confianza con filiaciones familiares y tri­ bales y una expansión gigantesca de los servicios de seguridad. El Baaz, lejos de mantener los principios ideológicos que le inspira­ ron inicialmente como movimiento político, se convirtió en un enorme aparato de control al servicio de un poder personal casi absoluto. El partido Baaz fue fundado en 1944 por tres intelectuales si­ rios, Michel Aflaq, cristiano greco-ortodoxo, Salah al-Din al-Bitar, musulmán sunní, y Zaki al-Arsuzi, ‘a lawt* y su expansión como movimiento con capacidad de movilización social tuvo lu­ gar desde finales de la segunda guerra mundial. El pensamiento baazista y su posterior concreción política fue el resultado de la reacción contra la dominación europea y lo que ellos mismos de­ finieron como «la vieja generación» de políticos árabes, a la que consideraban incapaz de transformar la realidad imperante y a la que señalaron como responsable de la derrota en la guerra de Pa­ lestina en 1948. Lo más distintivo de su ideología es su concep­ ción panarabista: la visión de que los distintos países árabes son regiones que forman parte de una unidad constituida por «una única nación árabe con una misión eterna». La revitalización (o resurrección, que es lo que significa Baaz) sólo podía llegar a tra­ vés de la unidad árabe, y el Baaz era la vanguardia de esa nueva nación árabe, de ahí que enseguida se creasen secciones del Baaz en los países vecinos: Jordania (1948), el Líbano (1949) e Iraq (1951). La identidad y referencia central del baazismo va a ser pues la arabidad, siendo el islam el motor de ese arabismo, pero don­ de musulmanes y cristianos compartían la misma misión y refe­ rencia. El islam no resulta marginado sino diluido en la mística * Los 'alawtes son una minoritaria rama de] islam shií que en Siria representa en tomo a un 10% de la población. Con frecuencia Aflaq y al-Bitar son considerados los maestros-pensadores y primeros líderes del Baaz, sin mencionar a Arsuzi (Abu Jaber, The Arab Baath Socialist Party. Syracuse, 1966; John F. Devlin, The Ba'th Party: A Historyfiom iís Origins to 1966, Stanford, 1976). No obstante, Arsuzi ha sido muy reivin­ dicado como fuente ideológica por el régimen sirio de Hafez al-Asad dada su común procedencia 'alaw i.

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de la nación árabe. El propio Michel Aflaq veía en el islam la ex­ presión más elevada «del espíritu árabe» porque su destino ha es­ tado íntimamente vinculado al del arabismo. Cuarenta anos más tarde un compatriota suyo, Hafez al-Asad, en un discurso pro­ nunciado el 8 de marzo de 1980, reproducía la misma concep­ ción: «nadie, ni en el partido ni en el país, puede enorgullecerse de su arabismo sin hacerlo también del islam, porque ha sido a nosotros, árabes, a quien el mensaje de Dios fue dirigido». Es por ello que la relación entre baazismo y laicismo es am­ bigua y poco efectiva. Sin duda, al ser el arabismo el eje sustan­ cial de este pensamiento político, el islam no figura en la prime­ ra línea ideológica, pero tampoco deja de estar presente en el discurso y en las instituciones. Lo que no existe es una posición política declarada de islamización social o cultural, por lo que tie­ ne una dimensión secularizadora que, en la práctica, ha sido muy superficial. Es más, si bien las constituciones baazistas sirias no proclaman el islam como la religión del Estado, sí establecen que el presidente de la República debe ser musulmán y que la ley is­ lámica es la fuente principal del derecho. En Iraq, las distintas constituciones siempre han proclamado que «el islam es la reli­ gión del Estado». El baazismo se proclamó socialista, dadas las aspiraciones de la nueva generación a un reparto equitativo de la riqueza frente al sistema de notables y terratenientes que caracterizaba el régi­ men de la propiedad de los sistemas políticos en vigor. El artícu­ lo 26 de la constitución del partido así lo proclamaba: «el Parti­ do Baaz Arabe es un partido socialista que cree que la riqueza económica de la patria pertenece a la nación». De ahí que de­ fendiese la reforma agraria y la gratuidad de la educación y los servicios sociales y sanitarios, aunque surgirán después determi­ nantes discrepancias a la hora de decidir el rigor del capitalismo de Estado a aplicar. En cualquier caso, no es un socialismo in­ temacionalista, sino que tendrá una elaboración «específica ára­ be», sin aquellos conceptos marxistas que eran incompatibles con su universo cultural y su experiencia social, como el materialismo ateo y la lucha de clases. De hecho, tanto el baazismo como la versión naserista del socialismo serán antimarxistas en el sentido de que no van a admitir la idea de la religión como forma de alie­ 68

nación del pueblo ni la noción del antagonismo entre las clases sociales, siendo su base ideológica la primacía de la identidad na­ cional árabe unitaria como motor para la modernización y la re­ cuperación de su florecimiento. ' El Baaz inició su andadura en Iraq en tomo a 1951, pero mientras en Siria el movimiento tuvo un profundo enraizamiento y un sustrato ideológico bien definido, en Iraq el arranque fue mucho más débil. El Baaz tuvo muchas dificultades para movili­ zar a importantes segmentos de la población, ya que era el Parti­ do Comunista Iraquí el que gozaba de una fuerte implantación. En realidad, la fuerza del partido provino de manera decisiva de la capacidad de organización y conspiración que su aparato supo desarrollar de la mano de un grupo de dirigentes cuyos vínculos eran más regionales, tribales y personales que ideológicos. Por otro lado, la aplicación política de la unidad árabe que caracterizó sustantivamente a la ideología del Baaz (que veía a todo el conjunto del mundo árabe como su campo de acción y a los diferentes países como «regiones» de un todo), y que sólo vivió la ya mencionada experiencia fracasada entre el naserismo de Egipto y el baazismo de Siria de 1958 a 1961, se transformó en una intensa rivalidad regional entre los «hermanos baazistas» de Siria e Iraq. Tras la negativa experiencia de la República Arabe Unida con Egipto, en el seno del Baaz sirio se fue ahondan­ do la división entre quienes defendían el «regionalismo» (Salaz Yadid, Nureddin al-Atasi, Hafez al-Asad) y quienes seguían apos­ tando por el diseño árabe global (los padres fundadores: Michel Aflaq y Salah al-Bitar). En 1966 un nuevo golpe de Estado en Siria llevó al poder a los primeros, los cuales expulsaron a los se­ gundos, que fueron acogidos por el «hermano iraquí». Desde en­ tonces, aparecieron dos direcciones baazistas rivales: una en Da­ masco y otra en Bagdad. Será el comienzo del antagonismo agudo que va a prevalecer siempre entre la Siria y el Iraq baazis­ tas, y cuyas raíces, lejos de ser ideológicas, son personales y po­ líticas. En el orden interno, la toma definitiva del poder en Iraq por parte del Baaz en 1968 se tradujo en un agudo proceso de tribalización de la cúpula del partido. Las relaciones personales y el origen geográfico común adquirieron un enorme significado en 69

la constitución del liderazgo del partido. El panarabismo evolu­ cionó hacia un arabismo chovinista iraquí en el que la exaltación de la rica y heroica historia del país, empezando por Sumer y aca­ bando en una actualidad que se caracterizaba por un gran de­ sarrollo económico gracias al alza del precio del petróleo en los años setenta, erigía a Iraq como el corazón del arabismo y el lí­ der natural del mundo árabe. Además, el principio ideológico de la modernización socialista frente al sectarismo y el comunitarismo se convertía en un discurso formal tras el cual el nuevo régi­ men baazista adoptaba una política claramente tribalista y ciáni­ ca. Para Hasan al-Bakr y Saddam Husein, el partido Baaz fue una extensión de su poder personal a través de un sistema de patro­ nazgo que sólo ellos-controlaban. De hecho, el ascenso político de Saddam Husein le debió mucho a ese sistema y concretamente a la estrecha relación que existía entre el nuevo presidente de la República, Ahmad Hasan al-Bakr, y su tío materno, con el que Husein había vivido desde los diez años, Jayr Allah Tulfah.* Todos eran de la región de Tikrit. Desde los años setenta Husein fue fortificando su posición en el régimen y el partido reclutando jóvenes de su misma región, particularmente de la tribu al-Bu Nasir, de la que procedía tam­ bién al-Bakr, situándolos en puestos claves de los diferentes cuer­ pos de seguridad. Cuando el régimen del Baaz completó la es­ tructura de los cuerpos de seguridad, Husein había situado al frente de esa estructura a sus hombres de confianza, con los que le unía su origen Tikriti y las normas de fidelidad tribales, com­ binadas con importantes beneficios sociales y económicos. Más tarde, los hombres de al-Bu Nasir fueron introducidos también en el ejército y sobre todo en el cuerpo de elite de la Guardia Re­ publicana. Saddam Husein nació en 1937 en el seno de una familia muy pobre y no lle­ gó a conocer nunca a su padre. Los malos tratos que recibía de su padrastro le lleva­ ron a dejar a su familia e irse a vivir con su tío lejano Jayr Allah Tulfah, quien ejerció una influencia política determinante en Husein. Son diversas las biografías que exis­ ten sobre Saddam Husein: Hamid al-Bayati, The Bloody History o f Saddam al-Tikriti; Amir Iskandar, Saddam Huíseirt, The Figbter, the Tbinker and tbe M an, París, 1980; Efraim Karsb, Saddam /-¡ussein, a Political Btography, Londres, 1991; Fuad Matar, Saddam H uís í in, the Personal and Political Story, Beirut, 1980. En español se ha editado la biografía de Said K. Aburish más arriba citada.

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Pero los cuerpos de seguridad de Iraq, conocidos genérica­ mente como las Mujübamt, han sido un instrumento decisivo para lograr el control del Estado por parte del régimen de Sad­ dam Husein y para su propia supervivencia en el poder. Lejos de ser una unidad monolítica, son un complejo laberinto de orga­ nizaciones, cada una de ellas con sus propias unidades militares y de inteligencia que penetran todos los sustratos de la sociedad. El número y tamaño de esas organizaciones experimentaron un enorme crecimiento desde la toma del poder por el Baaz en 1968, y más aún desde que Saddam Husein tomó el poder. Son cinco las principales agencias de seguridad, la Seguridad General (alAmn al-Ámm), la Seguridad Especial (al-'Amn al-Já$$), la Inteligen­ cia (al-Mujabamt), la Inteligencia Militar (al-Istijmbát) y la Seguri­ dad Militar (al-Amn al-Askari), pero a ellas se suma el poderoso entramado de seguridad del partido Baaz, fuerzas de policía civi­ les, milicias paramilitares y unidades militares especiales que pro­ tegen al régimen y al presidente.20 Sus respectivas jurisdicciones se solapan para fomentar la competencia y garantizar que ningu­ na se haga lo suficientemente fuerte como para amenazar al en­ torno del poder. De hecho, algunas existen específicamente para vigilar las actividades de las otras, y la mayoría de ellas han esta­ do siempre dirigidas por parientes de Saddam Husein, de la tribu al-Bu Nasir, de las zonas de Tikrit o de la región conocida como el Triángulo árabe sunní (Dur, Sharqat, Huwayja, Baiyi, Samarra, Ramadi). Por su parte, aunque el partido Baaz no cuenta con una agen­ cia de seguridad oficial, siempre ha desempeñado un papel crucial en este ámbito a través de la presencia de sus militantes en las ins­ tituciones públicas, las fuerzas armadas, instituciones educativas y laborales y las comunidades de base locales, a la vez que el apara­ to de seguridad del partido vigila y controla la lealtad de todos sus miembros. A este esquema se suma el Aparato de Protección Es­ pecial (Yihaz al-Himaya al-Jassa) unidad central del aparato de se­ guridad de Saddam Husein, el único cuerpo con proximidad di­ recta al presidente, compuesto por hombres armados, siempre dirigido por miembros de su familia inmediata y que funciona como un cuerpo de guardaespaldas, a su vez vigilado por la Segu­ ridad Especial. También hay que sumar la Guardia Republicana 71

Especial (al-Háris al-fumhún al-Jassa) creada para servir como una especie de guardia pretoriana y dirigida por Qusay Husein, uno de los hijos del presidente, y encargada de proteger los edificios ofi­ ciales, incluyendo oficinas y residencias personales, así como de escoltar a Saddam en sus desplazamientos por el país. Está com­ puesta por cuatro brigadas, tres de las cuales protegen los accesos a Bagdad por el norte, sur y oeste, y cuenta con un cuerpo de ar­ tillería y defensa aérea.

El petróleo y el desarrollo económico

Hasta finales de los años sesenta, Iraq podía ser considerado un país subdesarrollado y poco industrializado, pero en la déca­ da siguiente va a experimentar un proceso de desarrollo econó­ mico e industrial intensivo que le colocará a la cabeza de los paí­ ses árabes de la región y le convertirá en un país receptor de inmigración. No obstante, este proceso tendrá lugar en el marco de un Estado rentista supeditado a los ingresos del petróleo y muy dependiente de la tecnología exterior. Hasta mediados del siglo xix, el Iraq otomano tenía una eco­ nomía autárquica agropastoral, con muy poco comercio. Des­ pués comenzó a abrirse a los mercados exteriores, sobre todo bri­ tánicos, cuando las potencias europeas, que acababan su primera revolución industrial, buscaron la conquista de los mercados de Oriente Medio. Esto impulsó la economía iraquí durante un si­ glo (hasta 1958), según una dinámica externa que respondía a las necesidades de acumulación del capital extranjero y sentaba las ba­ ses de su carácter dependiente. En consecuencia, la economía estaba extremadamente subdesarrollada cuando tuvo lugar la re­ volución de 1958. Más del 50% de la población activa rural (has­ ta el 80% en algunos periodos) y más del 30% de la urbana es­ taban desempleadas. Los servicios públicos y las infraestructuras acusaban graves insuficiencias. En 1956-1957, de los dos mi­ llones de población en edad escolar (entre cinco y diecinueve años), sólo el 25% podían acceder a la enseñanza. El subdesarrollo agrícola impulsaba el éxodo rural y el descenso de la productividad de este sector. Asimismo, el proceso de concen­ tración de la riqueza alcanzaba niveles draconianos en vísperas de 1958: cuatro de cada cinco familias iraquíes carecían de cual­ 73

quier título de propiedad, mientras 49 familias formaban el nú­ cleo central de la propiedad agrícola en todo el país; y 23 fami­ lias comerciantes, bancadas e industriales -de las cuales ocho eran también grandes terratenientes- monopolizaban entre el 55 y el 65% del total del capital comercial e industrial privado.29 El res­ to de la población urbana incluía a pequeños propietarios y co­ merciantes así como a miembros de profesiones liberales, oficia­ les y funcionarios. Eran éstos los que más podían beneficiarse de las posibilidades de promoción en el ámbito de los estudios y el ejército, pero fueron cada vez más conscientes de que los blo­ queos estructurales inherentes al sistema establecido les impedía desarrollarse como elites políticas. También empezaba a emerger un embrión de clase obrera en torno a las industrias o empresas en manos extranjeras, como los ferrocarriles, el puerto de Baso­ ra y la Iraq Petroleum Company. Todo ello hizo que una parte cada vez mayor de la población entendiese la reivindicación del desarrollo económico como una aspiración a justicia social e igualdad, y considerase que los cul­ pables del bloqueo que experimentaba el país con respecto a sus dos necesidades más urgentes, la independencia nacional y el de­ sarrollo económico, eran la monarquía y sus tutores británicos. Todo esto trajo consigo la enajenación y desconfianza progresivas hacia el modelo liberal parlamentario y la eclosión de la reivin­ dicación de un cambio radical que condujo a la revolución anti­ monárquica de 1958. Tras la revolución, el desmantelamiento de las antiguas es­ tructuras económicas se convirtió teóricamente en el objetivo ne­ cesario para que arrancara el deseado proceso de industrialización y se lograra la integración productiva en la economía nacional de los dos grandes sectores económicos del país: la agricultura (so­ metida a un latifúndismo semifeudal) y el petróleo (bajo control extranjero). Por tanto, el desarrollo económico significaba acabar con las tres fuentes del poder del «antiguo régimen»: los terrate­ nientes, que mantenían al sector agrícola subdesarrollado, las so­ ciedades extranjeras cuyos intereses impedían la integración del sector del petróleo y el gas en la economía nacional, y la gran bur­ guesía comercial, industrial y bancaria responsable de la depen­ dencia exterior. 74

La Ley n.° 30 de diciembre de 1958 estableció una reforma agraria que desmanteló las grandes propiedades (limitó la propie­ dad a 618 acres en las zonas de regadío y a 1236 en las de seca­ no) y redistribuyó mejor la tierra. Sin embargo, como la redistri­ bución fue muy lenta y mal organizada y muchos campesinos susceptibles de beneficiarse de esa ley no pudieron asumir los pa­ gos exigidos para poder beneficiarse del reparto de la tierra, el re­ sultado fue que muchos terratenientes siguieron explotando las tierras expropiadas no distribuidas y arrendándoselas al Estado. Así, diez años después de la reforma agraria las condiciones de vida en las zonas rurales seguían deteriorándose y el éxodo rural seguía creciendo. De acuerdo con los datos del Ministerio de Pla­ nificación, el índice de emigración interna del campo a la ciudad pasó de 19.600 personas anuales en los años cincuenta a 40.000 en los sesenta. Como resultado, entre 1958 y 1970 la población urbana creció de un 38,9% a un 57,8%.30 Mientras se ponía en marcha la reforma agraria, los nuevos gobernantes iraquíes trataban también de responder a las expec­ tativas de una población convencida de que algo había que ha­ cer para que los beneficios del petróleo repercutiesen a favor de la economía nacional y no acabasen en manos de las compañías extranjeras. Los yacimientos de petróleo iraquí se encuentran bá­ sicamente en dos zonas: en el norte, a lo largo de una línea que va de la frontera siria (Butma, Ayn Zalah) hasta la frontera con Irán (Janaqin, Naft Janah), pasando por Kirkuk (Bai Hasan, Yambur); y en el sur en torno a Basora (Rumayla, Zubayr, Maynun) y Ama­ ra (Buzurgan, Abu Guirab). Con el establecimiento del Estado de Iraq, la Iraq Petroleum Company (IPC) reemplazó a la que des­ de 1914 había sido la Turkish Petroleum Company. Su propiedad se repartió de la siguiente manera: 23,75% para la British Petro­ leum; 23,75% para la Shell; 23,75% para un grupo norteamerica­ no compuesto por la Mobil Oil y la Standard Oil o f New Jersey; otro 23,75% para la Compagnie Fran^aise des Pétroles y un 5% para la Partex (Gulbenkian). En este momento el petróleo cons­ tituía una materia prima estratégica necesaria para hacer la guerra y se convirtió en uno de los motores del fuerte crecimiento eco­ nómico europeo y estadounidense. Tras la segunda guerra mun­ dial, EE.UU. basó deliberadamente la reconstrucción europea en 75

el petróleo de Oriente Medio, estableciendo la fijación de los pre­ cios en función de este imperativo. El gobierno iraquí logró percibir el 50% de los beneficios del petróleo extraído en su territorio por un acuerdo de 1952, acep­ tado por la IPC sólo tras la inquietante experiencia de la nacio­ nalización del petróleo iraní por el gobierno de Mosadeg.* Pero incluso la cantidad a repartir la determinaban las propias socie­ dades extranjeras sin que la parte iraquí tuviese ningún medio de control verdadero al respecto. A esto se unía que la parte iraquí no tenía ninguna participación en el capital invertido en las acti­ vidades petrolíferas, de manera que no recibía nada de los bene­ ficios realizados por las sociedades del cartel fuera de su territo­ rio, y tampoco podía formar cuadros iraquíes a ciertos niveles y estadios de las operaciones petrolíferas. No obstante, Qasem, consciente del inmenso poder de esas compañías y quizá también recordando cuál había sido el final de Mosadeg en Irán unos años antes, asumió una posición pru­ dente en las negociaciones que se abrieron con la IPC entre agos­ to de 1960 y octubre de 1961 sobre tres cuestiones: el precio del petróleo, una participación más equitativa para Iraq y la recupe­ ración del control de las zonas no explotadas bajo concesión de la IPC. El fracaso de las negociaciones llevó al gobierno iraquí a una primera acción unilateral promulgando la Ley n.° 80 del 12 de diciembre de 1961, por la cual quitaba a la IPC el 99,5% de las áreas no explotadas bajo su concesión. La Compañía respon­ dió bajando el índice de producción, lo que significó que los in­ gresos del Estado iraquí crecieron mucho más lentamente. En cualquier caso, el sector petrolero iraquí continuó dependiendo de los centros de decisión extranjeros a todos los niveles de la in­ dustria petrolera. * Tras la segunda guerra mundial, la gran influencia de Gran Bretaña sobre Irán soliviantó al sector nacionalista iraní. Cuando [a Anglo-lranian Petroleum Company rechazó negociar un nuevo reparto de los ingresos del petróleo con el Estado iraní, los sentimientos antibritánicos crecieron, traduciéndose en la elección de Mosadeg como primer ministro el 28 de abril de 1951, que decretó inmediatamente la nacionalización del petróleo. En agosto de 1953, un golpe de Estado organizado por la CIA y apoya­ do por Londres puso fin al gobierno de Mosadeg y le sustituyó por el régimen del Shah, que afirmó su poder dictatorial eliminando de manera sangrienta toda oposi­ ción a la vez que EE.UU. reemplazaba a Gran Bretaña como potencia tutelar de Irán.

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La primera década de desarrollo industrial iraquí (1960-1970) obtuvo muy magros resultados, tanto por el subdesarrollo gene­ ralizado de la administración como por la gran inestabilidad po­ lítica de este periodo (entre 1964 y 1968 hubo ocho ministros de Industria diferentes, con la consiguiente revisión de los proyectos industriales decididos por cada antecesor). De hecho, muy pocos proyectos industriales fueron acometidos y acabados. Sin embargo, la siguiente década del desarrollo iraquí (1970-1980), que coinci­ dió con la llegada definitiva del Baaz al poder, contó con tres elementos clave para su intensiva dinamización: la estabilidad po­ lítica, que aseguró la continuidad necesaria; la nacionalización con éxito del sector petrolero; y el alza de los precios del petró­ leo en los años setenta, consecuencia de la crisis de 1973. El camino hacia la nacionalización del petróleo estuvo direc­ tamente relacionado con la aproximación de Iraq a la URSS en plena guerra fría. Después de la traumática experiencia de la guerra de 1967, la identificación de EE.UU. con Israel entre los árabes se hizo más intensa que nunca. Como respuesta, al igual que los de­ más regímenes socialistas y revolucionarios de la época, el go­ bierno iraquí reforzó las relaciones que sus predecesores ya habían iniciado tímidamente con la URSS. En junio de 1969, Iraq firmó un acuerdo con la URSS por el cual los soviéticos aportarían el apoyo necesario para explotar el rico yacimiento de Rumayla Norte y la construcción de un oleoducto que uniese dicho yaci­ miento con el puerto de Fao, en el Shatt al-Arab. Desde hacía tiempo se sabía de la importancia de ese yacimiento aún sin ex­ plotar, y al cobijo de la Ley n.° 80 de 1961, el gobierno iraquí se propuso reforzar su soberanía sobre el sector petrolero impidien­ do a la IPC su acceso al mismo. No obstante, aparte de este ya­ cimiento, la IPC seguía controlando toda la producción petrolí­ fera del país sin manifestar la más mínima intención de negociar un mejor reparto del sector petrolero con el gobierno iraquí, en tanto que éste necesitaba no sólo incrementar sus ingresos para llevar a cabo su proyecto desarrollista sino también legitimarse ante la población logrando desposeer a las compañías petroleras extranjeras de su control sobre el subsuelo nacional. El discurso del presidente iraquí, Hasan al-Bakr, a finales de 1971 no dejaba dudas de que Iraq no estaba dispuesto a seguir permitiendo la si­ 77

tuación existente. Saddam Husein, número dos del régimen, via­ jó a continuación a Moscú para establecer una sólida alianza es­ tratégica con la superpotencia soviética y, una vez garantizada ésta a través de un acuerdo de amistad y cooperación firmado en abril de 1972, el Consejo del Mando de la Revolución se sintió lo su­ ficientemente fuerte y protegido para declarar unilateralmente la nacionalización de la IPC el 1 de julio siguiente. La recuperación nacional del petróleo de manos de la IPC fue aclamada como la culminación de un proceso revolucionario co­ menzado en 1958, aunque el Baaz lo presentó como un éxito ab­ soluto del régimen que confirmaba sus credenciales progresistas. La nacionalización también dio al Baaz el control total sobre la principal fuente de ingresos del país lo que, hasta mediados de los ochenta, cuando los estragos de la guerra con Irán se empe­ zaron a sentir seriamente en la economía iraquí, le permitió man­ tener un generoso Estado distributivo y proporcionar oportuni­ dades de avance socioeconómico a grupos sociales desprotegidos e incluso marginados, con la rentabilidad política que se deriva­ ba de ello. La producción de petróleo no sólo aumentó enorme­ mente (pasó de 1322 millones de barriles diarios en 1965 a 2514 en 1980) sino que al verse beneficiada también por el incremen­ to del precio del crudo, los ingresos estatales crecieron inmensa­ mente más que en la década precedente. La primera preocupación del régimen fue consolidarse en el poder y crear una amplia base social, así que las primeras deci­ siones económicas estuvieron dirigidas a cuestiones relativas al Estado de bienestar, la redistribución de la riqueza y la moderni­ zación de las infraestructuras del país. Al mismo tiempo, de acuerdo con lo exigido a un gobierno que se proclamaba socia­ lista y progresista, una serie de nuevas leyes vinieron a regular por primera vez un sistema de pensiones y de seguridad social, así como las condiciones de trabajo, estableciendo un máximo de horas laborables, prohibiendo el trabajo infantil y protegiendo a los trabajadores de despidos arbitrarios. Se estableció la enseñan­ za obligatoria y gratuita entre los siete y los doce años, y la ex­ tensión del sistema educativo a todos los niveles experimentó enormes avances a fin de conseguir la formación de cuadros y elites que el proceso de desarrollo iraquí exigía. 78

Además de llevar a cabo una reforma agraria más amplia y co­ herente, el gobierno iraquí inició un proceso de desarrollo in­ dustrial en todo el país. La Ley n.° 117 de 1970 volvió a reducir el máximo de propiedad de la tierra, eliminó la compensación al terrateniente afectado y abolió el pago que debían hacer los be­ neficiarios. El resultado fue una cierta estratificación rural, carac­ terizada por el desarrollo de una clase media campesina que, di­ rectamente o a través de su liderazgo en cooperativas, pudo controlar mejor la maquinaria agrícola y su uso. No obstante, ser miembro del partido Baaz era una garantía para un acceso segu­ ro a dichos recursos. De hecho, tras el advenimiento de Saddam Husein a la presidencia del país, fueron muchos los esfuerzos de­ dicados a paliar las débiles raíces del Baaz en el ámbito rural, re­ forzando los lazos entre los cuadros del partido en la ciudad y en las provincias. Prueba de ello fue que en el congreso del partido de 1982 prácticamente todos los oficiales promovidos al segundo nivel del liderazgo se habían distinguido por su trabajo de movi­ lización social para el partido en las provincias. Sin embargo, el sector agrícola siguió padeciendo importantes deficiencias, aun­ que dado que el régimen contaba con ingresos más que sobrados para importar todo lo que el país no era capaz de generar por sí mismo, no se sintió muy preocupado por el insuficiente desarro­ llo y explotación agrícola. Con respecto al desarrollo industrial, a las industrias de bie­ nes de consumo existentes en la década precedente se sumaron industrias de bienes intermedios, tanto a través de la valorización del petróleo, el gas, el azufre y el fosfato como por la instalación de algunas industrias de gran consumo energético como el acero y el aluminio. Sin embargo, ese nuevo proceso industrial se dirigió e integró en el mercado mundial dominado por EE.UU., Europa occidental y Japón, y se hizo muy dependiente de dichos países, porque en su concepción y en su equipamiento va a depender de las importaciones de tecnología exterior y porque para sus ventas dependerá también de las firmas multinacionales.31 Pero, independientemente de esos lastres del desarrollo iraquí, la realidad fue que el país experimentó una profunda transfor­ mación social que los datos demográficos demuestran por sí so­ los. El crecimiento demográfico iraquí desde mediados de los 79

años sesenta registró una tasa anual superior al 3°/o. De 8 millo­ nes de habitantes en 1965, la población pasó a 12 millones según el censo de 1977. La tasa de actividad era de un 26% de la po­ blación total en 1977 (es decir, 3.134.000 activos), si bien diferi­ rá según el sexo (41,9% hombres y 9,36% mujeres) y el lugar de residencia (58,8% en medio urbano y 41,2% en las zonas rurales). Es decir, la tasa de actividad laboral se mantuvo estable durante toda la década de los setenta y en el ámbito urbano desapareció el desempleo, si bien eran observables dos importantes desequili­ brios entre medio urbano y rural y entre hombres y mujeres. De­ sequilibrios que se reflejaban también en los porcentajes de ac­ ceso a la educación (el analfabetismo afectaba a un 71% de las mujeres y a un 36% de los hombres). Pero si se comparan los da­ tos precedentes con los del nuevo periodo desarrollista destacan los siguientes factores: el desempleo y el trabajo infantil casi ha­ bían desaparecido, los efectivos militares crecieron notablemente, aumentaron los empleos industriales en el total de los empleos urbanos (del 14% en 1947 al 23% en 1975) y, si bien el empleo femenino urbano no creció, sí aumentó notablemente la integra­ ción de las mujeres en las actividades laborales muy cualificadas (del 7o/o en 1947 al 35% en 1975).32 Todo ello siguió potenciando la emigración del campo a la ciudad, de manera que en 1980 el proceso de urbanización se ha­ bía disparado: el 69% de la población vivía en las ciudades y sólo el 31% en las zonas rurales. Bagdad será el principal polo de atracción, agrupando ya en 1977 al 26,4% de la población total, lo que significaba más de tres millones de personas, seguida de Basora (400.000), Mosul (300.000) y Kirkuk (200.000). La atrac­ ción de la ciudad se debía a que las mejoras en las condiciones de alojamiento, infraestructuras, sanitarias y educativas se centra­ ron mucho más en las ciudades que en el campo, y a que la ciu­ dad ofrecía mayores y mejores oportunidades laborales. A todo esto se unían otras medidas como la política inaugu­ rada en 1974 por el gobierno iraquí destinada a conseguir el re­ tomo a Iraq de todos los iraquíes diplomados instalados en el ex­ tranjero ofreciéndoles empleo y facilidades materiales para su instalación. En ese mismo año se decidió también una medida de tipo populista como fue emplear en la administración y los ser­ 80

vicios públicos a todos los licenciados universitarios que estuvie­ sen desempleados, y se reforzó en la enseñanza superior la orien­ tación de los estudiantes a favor de las especialidades más nece­ sarias para el desarrollo del país. En realidad, la estatalización acelerada de la economía convirtió al Estado en un gran emplea­ dor: entre 1972 y 1978 el número de empleados del Estado, sin contar soldados y oficiales, pasó de 400.000 a 650.000 (150.000 de los cuales trabajaban en el Ministerio del Interior)?3 Por supuesto, el proceso de desarrollo social y económico del régimen baazista sirvió a éste para su política de concentración del poder dado que garantizó el control del Estado sobre la eco­ nomía, aunque a la vez permitía el desarrollo de un sector privado que, si bien dependiente y subordinado, fue muy floreciente. De hecho, junto a su función de legitimación, las políticas económi­ cas del Estado desde este periodo tuvieron también la misión de perpetuar su papel de principal proveedor de bienes y de servicios, de manera que se hiciese indispensable trabajar en relación estre­ cha con las figuras centrales del Estado y del partido para realizar con éxito los negocios y progresar en el ámbito económico y so­ cial. La estrecha relación entre el Estado y el sector privado se re­ fleja en que ía producción y el consumo de ambos progresaban a un ritmo casi idéntico: entre 1972 y 1982 las salidas aumentaron un 213% en el sector privado y un 203% en el público y las en­ tradas un 220% y un 205% respectivamente.34 Mientras el Estado se implicaba esencialmente en las instalaciones industriales, el sec­ tor privado se dedicaba a mantener la mayor parte de las empresas medias, con beneficios particularmente lucrativos en el ámbito de la agricultura, la construcción, el transporte, las comunicaciones y los servicios. No obstante, el régimen se dio cuenta de que al capital pri­ vado interior le faltaba capacidad y experiencia para llevar a cabo muchos de los proyectos del ambicioso programa de desarrollo que se proponía aplicar, así que de manera impaciente, «conven­ cido de que sus ingresos petrolíferos le permitían “comprar” de manera rápida ese desarrollo en el mercado mundial, se dirigió a las multinacionales con experiencia para ejecutar proyectos como la construcción de una extensa industria petroquímica o una nue­ va red de transportes para Bagdad».35 De esta manera, Iraq se con­ 81

virtió, tras Arabia Saudí, en el segundo mercado más importante de Oriente Medio para Europa occidental, EE.UU. y Japón. Ade­ más de ser cada vez más dependiente de la tecnología occidental, lo fundamental de sus importaciones también venía de estos paí­ ses, mientras que el ya de por sí bajo porcentaje de importacio­ nes de la URSS, China y otros países socialistas fue decreciendo: 11% en 1977, 9,2% en 1978 y 6,9% en 1979, y ello a pesar del acercamiento político entre la URSS e Iraq en este periodo. De manera similar, la mayor parte de las exportaciones iraquíes, bá­ sicamente petróleo, iban dirigidas a países occidentales.36 De ahí los estrechos lazos e intereses comunes que existieron entre Oc­ cidente y el Iraq de Saddam Husein, oficialmente aliado de la URSS en la guerra fría. Todos estos factores permitieron un rápido desarrollo indus­ trial y económico de Iraq durante toda la década de los años se­ tenta y buena parte de los ochenta, con una de las rentas per cápita más elevadas de Oriente Medio. Sin embargo, el modelo económico rentista iraquí, basado fundamentalmente en los in­ gresos del petróleo, no será capaz de generar una economía di­ versificada y productiva que pudiese afrontar las consecuencias de una posible reducción de la renta petrolífera (el 99°/o del total de los ingresos de sus exportaciones procedían del petróleo). Aun así, el colapso económico de Iraq no se debió a esa reducción, como ha sido por ejemplo el caso de Argelia, sino que fue fruto de las sucesivas guerras que han asolado al país: primero la guerra contra Irán, que causó un endeudamiento gigantesco, y después la guerra del Golfo y el embargo internacional que la siguió, que le harán retroceder a una situación preindustrial y de catástrofe hu­ manitaria.

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Iraq en la política regional e internacional

Hasta la guerra contra Irán, caracterizada por una compleja red de alianzas interregionales e internacionales, Iraq vivió dos momentos bien diferenciados (Mandato británico-Monarquía y periodo revolucionario) que también conllevaron sistemas de ali­ neamientos y relaciones regionales e internacionales muy distin­ tos. No obstante, hay una constante en ambos periodos que in­ fluyó de manera determinante en la evolución política de Iraq y la región medio-oriental: la injerencia externa. La empresa colo­ nial europea inauguró un proceso intensivo de presencia de los actores extranjeros en el sistema regional árabe que hará que Oriente Medio sea la región más intensamente penetrada por las relaciones internacionales desde la caída del Imperio otomano hasta la actualidad. El periodo de entreguerras fue el gran momento de la presen­ cia e influencia exclusivas de Europa sobre Oriente Medio, para a continuación ser «expulsada» progresivamente por EE.UU. y la URSS tras la segunda guerra mundial. Gran Bretaña y, en mucha menor medida, Francia fueron las dos potencias dominantes a través del régimen de Mandatos o de las independencias tutela­ das que les sucedieron. La historia impuso su curso dado que nin­ guno de los intentos nacionalistas de evitar o contrarrestar esta dominación pudieron imponerse a la superioridad militar colo­ nial, a lo que se añadió el determinante apoyo que dichas po­ tencias europeas encontraron en las elites gobernantes locales, nada deseosas de modificar un statu quo colonial que les aporta­ ba beneficios políticos y económicos, difícilmente alcanzables en otras circunstancias. En este periodo EE.UU. estuvo políticamen­ te ausente en la región. Incluso los Catorce Puntos del presidente 83

Wilson tras la primera guerra mundial, en contra de la diploma­ cia secreta europea y a favor de la autodeterminación de los pue­ blos, fueron ostentosamente ignorados. No obstante, carentes de Mandato o zona de influencia, los norteamericanos encontraron la manera de estar presentes en la región a través de sus compa­ ñías petrolíferas, desde 1927 en Iraq, desde 1933 en Arabia Sau­ dí y desde 1934 en Kuwait, de modo que una década más tarde controlaban ya el 20% de la producción medio-oriental y el 50% de sus reservas. Por su parte la nueva Rusia soviética, en pro de la autodeter­ minación de los pueblos que defendía, denunció la diplomacia secreta europea y los acuerdos Sykes-Picot, en los que en teoría a la Rusia zarista le correspondía una considerable parte del Impe­ rio otomano,551lo que le valió algunas simpatías entre el naciona­ lismo árabe emergente. El partido comunista soviético trató de orientar estas simpatías hacia la constitución de partidos comu­ nistas en la región a lo largo de los años veinte. Sin embargo, esos partidos fueron siempre muy minoritarios y débiles (siendo Iraq, junto a Sudán y, en menor medida, Marruecos, una de las muy escasas excepciones), entre otras razones por la resistencia social del mundo árabe a aceptar una ideología de base atea. Tras la segunda guerra mundial el slatu quo europeo en Oriente Medio experimentó profundas transformaciones a favor de EE.UU. y la URSS. El juego político internacional en ese nuevo periodo de posguerra se caracterizó por el intento norte­ americano de desplazar y sustituir a Gran Bretaña en Oriente Medio, y por la búsqueda soviética de una vía que le permitiese entrar en esta región. El primer suceso clave fue la progresiva creación de un Estado sionista en Palestina, consecuencia in­ cuestionable de la aventura colonial europea, ya que nunca ha­ bría sido posible sin la decidida participación británica. La de­ claración Baífour de 1917 se pronunció por primera vez a favor de la creación de «un hogar nacional judío en Palestina», pero * Los Acuerdos Sykes-Picot de 1916 entre Gran Bretaña y Francia, ratificados más tarde por Rusia, representaron el prototipo de la diplomacia secreta europea. En ellos británicos y franceses diseñaron un primer borrador del reparto colonial de Oriente Medio cuando la derrota sobre el Imperio otomano, Alemania y el Imperio austro-húngaro en la primera guerra mundial se percibía ya como muy probable.

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soslayando la dificultad de llevar a cabo esa empresa de coloni­ zación judía sin afectar el destino de la población autóctona pa­ lestina. Los británicos nunca pudieron resolver esta contradic­ ción y ha sido la causa del conflicto más largo de la era contemporánea, aún por resolver.37 De hecho, Palestina será tras la segunda guerra mundial el catalizador del irreversible declive británico en Oriente Medio. La política prosionista británica en Palestina le ocasionó a Londres las primeras fracturas importantes en sus relaciones con los regímenes árabes que tutelaba, a la vez que provocó la movi­ lización de una nueva generación nacionalista, antisionista y an­ tibritánica, tanto en el seno de los partidos de izquierda e islamistas como entre los jóvenes oficiales de los ejércitos árabes. A su vez, Londres acabó siendo víctima del sionismo que había ayudado a implantar y sometida al terrorismo de los grupos ju­ díos del Irgun y el Stem, para terminar depositando en la O NU un conflicto que había creado pero que ya no podía controlar.38 EE.UU. se aprovechó de las dificultades que afrontaba Londres en el mundo árabe para realizar un doble juego: proclamarse, por un lado, dispuesto a ayudar a los «pueblos libres que resisten los intentos de dominación o las presiones exteriores» (así la Ley «Point IV» de 1949 aprobó una serie de ayudas con las que Tur­ quía e Irán pudieron comprar armas norteamericanas); y, por otro, votar el plan de partición de Palestina, mostrarse compla­ ciente con Israel en la guerra de 1948-1949 y apoyar la expansión territorial de éste tras dicha guerra, absteniéndose manifiestamen­ te de alentar la creación de un Estado palestino. La URSS jugó la carta israelí de manera más firme: fue uno de los primeros paí­ ses en reconocer el Estado de Israel, le proveyó, a través de su aliado checoslovaco, de las armas que le permitieron vencer a los ejércitos árabes que entraron en Palestina el 15 de mayo de 1948, y mantuvo unas excelentes relaciones con Israel en los primeros años de su existencia. Las razones de este alineamiento soviético eran básicamente dos: sus dificultades para penetrar en el mun­ do árabe le hicieron ver en el recién creado Estado judío una po­ sibilidad de extender su influencia a Oriente Medio; y la tenden­ cia socialista del gobierno israelí les hizo pensar en una sintonía ideológica que facilitaría dicha entrada en la región. Pero en 1953 85

esas relaciones se encontraban en su punto más bajo, tras las sucesivas persecuciones antisemitas en Rusia y algunos países so­ cialistas, en tanto que la alianza estratégica entre Israel y los EE.UU. se reforzaba a velocidad de crucero. La URSS tuvo que esperar a que las contradicciones de la diplomacia norteamerica­ na en Oriente Medio, fruto de su alineamiento fiel a Israel, abo­ caran a Gamal Abdel Naser a recurrir al apoyo soviético en 1956, introduciendo de manera definitiva la dinámica de la guerra fría en el sistema regional árabe. Entre 1950 y 1956, EE.UU., Gran Bretaña y Francia van a tra­ tar de sacar adelante una difícil diplomacia que buscaba combi­ nar el apoyo incondicional a Israel con intentos de integrar a los países árabes de Oriente Medio en alianzas de defensa colectiva pro-occidentales similares a la OTAN. Sobre esa diplomacia subyacerá otra más secreta llevada a cabo por EE.UU. para lograr marginar al «aliado» británico en la región. Así, en 1950 esos tres países occidentales anunciaron su reconocimiento de la expan­ sión territorial de Israel tras la guerra de 1949, que provocó un mi­ llón de refugiados palestinos, y amenazaron militarmente a quien no asumiese esas «líneas del armisticio». De esa manera, Israel se hacía defacto con el 70% de Palestina, frente al 55% que le había concedido la O N U en 1948. A ello se sumaba la decisión de con­ dicionar cualquier venta de armas a la seguridad de que el país demandante no tuviese intención de agredir a otro Estado. Este eufemismo significaba que los árabes eran sometidos a esta con­ dición en tanto que Israel se beneficiaba públicamente de una ayuda sin restricciones. El descontento árabe se tradujo incluso en la negativa de la monarquía probritánica egipcia a integrarse en la Organización de Defensa de Oriente Medio promovida por Washington, Londres, París y Ankara en 1951. No obstante, EE.UU. sí logró un pacto de defensa mutua entre Ankara, Washington y Paquistán en 1950, el ingreso de Turquía en la OTAN en 1951, y propició el golpe de Estado contra el gobierno nacionalista de Mosadeg en Irán en 1953. Entretanto, en 1952 se producía el golpe de Estado de los Ofi­ ciales Libres en Egipto, que ponía fin a la monarquía probritáni­ ca. La experiencia de la guerra de Palestina de 1948-1949 en res­ puesta a la creación del Estado de Israel marcó indeleblemente a 86

los jóvenes oficiales egipcios y fue el impulso definitivo en su toma de conciencia de que había que imponer un cambio radi­ cal a la política árabe entonces existente. El golpe contó, cuando menos, con el beneplácito de EE.UU., sin que se pueda descar­ tar la posibilidad de cierta ayuda de la CIA. En cualquier caso, los norteamericanos fueron los encargados de reorganizar a con­ tinuación el servicio de inteligencia egipcio. Para la diplomacia norteamericana significaba la deseada derrota de los intereses bri­ tánicos en la zona y, de hecho, la opción del nuevo régimen egip­ cio fue la de aproximarse a EE.UU. en su búsqueda de ayuda para cumplir lo que constituía el centro de su programa nacio­ nalista: desarrollar el país y dotarse de un ejército modernizado.39 Sin embargo, estas relaciones chocaron con las exigencias y nega­ tivas occidentales de venta de armas a Egipto, en absoluto ajenas a las presiones israelíes, lo que llevó a Naser a recurrir a Checos­ lovaquia para la primera gran compra de armamento y a unirse al liderazgo de Tito y Nerhu en el movimiento de no alineados inaugurado en la cumbre de Bandung de 1955. Ese mismo año, Gran Bretaña impulsó la creación de otra alianza de defensa pro-occidental conocida como el pacto de Bagdad con Turquía e Iraq, al que se adhirieron a continuación Paquistán e Irán, y cuyo objetivo era hacer frente a la doble ame­ naza comunista y nacionalista árabe. Washington apoyó el pacto, pero no se adhirió a él porque no deseaba ni enajenarse a Egip­ to, ni que aumentase la presión de Israel para que le garantizase su seguridad, lo cual ponía en difícil situación a su política con los Estados árabes, ni tampoco asociarse a un pacto con Londres que era percibido mayoritariamente como imperialista. El Iraq gobernado por Nuri al-Said, que había convertido su alianza con los británicos en el eje de su política exterior, veía en el Pacto de Bagdad una ocasión para reforzar su liderazgo en la región y de­ bilitar al influyente Egipto de los Oficiales Libres, convirtiéndo­ se en el gran valedor árabe del pacto. Gamal Abdel Naser, por el contrario, asumió una posición activa en contra de dicho pacto, en el que veía una amenaza de división del mundo árabe (visión compartida por Arabia Saudí) y una maniobra contra Egipto. La URSS compartió su hostilidad al respecto afirmando que «la for­ mación de bloques y el establecimiento de bases militares ex­ 87

tranjeras en los países del Próximo y Medio Oriente afectaban di­ rectamente a la seguridad de la URSS». En consecuencia, el Pac­ to de Bagdad reforzó justo lo que quería evitar: el sentimiento anti-occidental del nacionalismo árabe y el acercamiento de Egipto a la URSS. Egipto logró neutralizar el Pacto de Bagdad aislando a Iraq en el mundo árabe al conseguir que Siria no se uniese al mismo, lo que convenció a Jordania y a Líbano de no hacerlo tampoco. Finalmente, cuando el régimen naserista decidió lanzar la modernización económica del país en tomo a la construcción de una enorme presa en Asuan, al sur de Egipto, recurrió en primera instancia al Banco Mundial y a EE.UU., con el fin tam­ bién de reequiübrar sus relaciones con Occidente. La propuesta norteamericana y británica de préstamo financiero exigió a Egip­ to, plegándose a la influencia israelí, que se abstuviese durante diez años de cualquier gasto en armamento. Las reticencias egip­ cias llevaron de manera imprevista a Foster Dulles a suspender el crédito con un pretexto administrativo, convencido de que Egipto se vería finalmente forzado a aceptar las condiciones im­ puestas. Naser, lejos de ceder a la presión, buscó una manera de responder. Incapaz de alcanzar directamente a EE.UU., decidió golpear a Gran Bretaña y Francia nacionalizando el Canal de Suez el 26 de julio de 1956. El mundo se enteró cuando el rais egipcio anunció en Alejandría: «en la hora misma en que os ha­ blo, el Boletín Oficial publica la ley que nacionaliza la Compa­ ñía del Canal de Suez y los agentes del gobierno toman pose­ sión de ella (...) ¡Es el canal el que pagará la presa!». Este golpe de efecto causó una gran impresión en la opinión árabe, aunque tuvo que hacer frente a una reacción bélica franco-británica a la que se apuntó inmediatamente Israel. La intervención de las dos superpotencias detuvo el intento de reocupación del Canal y convirtió lo que hubiese sido una segura derrota militar en un éxito político de Naser que le encumbró entre las masas árabes como el gran líder anti-imperialista y nacionalista. Las razones por las que Washington se mantuvo al margen de la operación militar franco-británica-israelí y la bloqueó provenían de su te­ mor al efecto bumerán que ya había experimentado el Pacto de Bagdad en un momento en que la izquierda nacionalista árabe 88

crecía cada vez más y la capacidad de penetración soviética se hacía mayor. Francia e Inglaterra pagaban en solitario los costes políticos de tal aventura frustrada en tanto que EE.UU. trataba de mejo­ rar su imagen. Pero a Israel se le compensó sobradamente su re­ tirada a regañadientes: logró la interposición de cascos azules en las fronteras con Gaza y el Sinaí, lo que impedía el filtro de gue­ rrilleros palestinos y obtuvo un generoso suministro de armas bri­ tánicas, entre ellas los carros Centurión que fueron claves para la victoria israelí en la guerra de 1967, y de los franceses recibió im­ portantes suministros armamentísticos y un reactor nuclear que, instalado en Dimona (desierto del Neguev), ha permitido a Israel construir entre 200 y 300 bombas nucleares.40 En realidad, hasta la llegada de Charles de Gaulle a la presidencia, Francia mantu­ vo una política de apoyo incondicional a Israel, al punto de ha­ ber sido el país que le enseñó y ayudó a convertirse en una po­ tencia nuclear quizá con la esperanza de poder volver a poner pie firme en Oriente Medio. Por su parte, EE.UU. inauguró en 1957 «la doctrina Eisenhower», definida como un programa de ayuda económica y militar intensiva dirigida a frenar a la URSS. Sin embargo, sólo Arabia Saudí, Líbano e Iraq la aceptaron (y éste sólo por un corto pe­ riodo de seis meses dado que el nuevo momento revolucionario de 1958 puso fin a la posición declaradamente pro-occidental de la monarquía y el primer ministro Nuri al-Said), mientras Egipto firmaba un acuerdo de cooperación y amistad con la superpotencia soviética, que aportaba el préstamo para la presa de Asuán, y el naserismo se proclamaba oficialmente socialista. En realidad, era la plasmación de la progresiva percepción egipcia de que la política de Eisenhower no era favorable a los intereses de Egip­ to porque estaba dominada por el lobby proisraelí y la expresión del fracaso norteamericano con el Egipto de Naser, por la impo­ sibilidad de conciliar su alianza prioritaria con Israel con relacio­ nes privilegiadas con los regímenes nacionalistas árabes. Es por ello que el factor Israel desempeñó un papel clave en el progre­ sivo desencuentro entre EE.UU. y buena parte del mundo árabe que, sin embargo, no había sentido ninguna atracción hacia la ideología comunista ni hacia el vínculo estratégico con la URSS. 89

Es más, la URSS tendrá que «digerir» en pro de la realpolitik las persecuciones que los regímenes socialistas árabes llevarán a cabo contra los comunistas en la región. A partir de entonces la URSS se introdujo con fuerza en un Oriente Medio hasta entonces bajo monopolio occidental y el mundo árabe entró en el sistema de la guerra fría, de manera que se constituirían dos bloques árabes: el de los países conservado­ res aliados de EE.UU. (Arabia Saudí, Jordania, Líbano y, breve­ mente, hasta 1958, Iraq) y los «revolucionarios» con una relación privilegiada con la URSS (Egipto, Siria, la OLP e Iraq tras la re­ volución antimonárquica). A partir de ese momento, a la diná­ mica del eje URSS-EE.UU. se añadía otra regional marcada por una «guerra fría árabe» entre ambos bloques de manera que exis­ tió un íntimo vínculo entre la política interna, la regional y la in­ ternacional.41 En las respectivas luchas por la hegemonía o por la supervivencia política, los gobernantes locales recurrieron a me­ nudo al apoyo del actor exterior, lo que intensificó la guerra fría en la zona, y esto, sumado a la determinante influencia del con­ flicto con Israel, trajo también consigo una inmensa implicación de las superpotencias en Oriente Medio. Como resultado, el sis­ tema regional árabe se sumergió en una situación de crisis per­ manente. Durante la guerra fría los objetivos norteamericanos en Orien­ te Medio fueron ante todo estratégicos, por la ubicación geopo­ lítica de esta región, que era además el cinturón meridional de la URSS. De ahí el imperativo militar de garantizarse bases y alia­ dos regionales a los que armará para convertirlos en «gendarmes locales», siendo el Irán del shah el prototipo. El acceso al pe­ tróleo ha sido siempre un interés primordial de la política de EE.UU. en la región, así como el considerable mercado militar y civil que representa. Sobre estos objetivos se plasmaron ciertas constantes: eliminar la competencia occidental para asegurarse la hegemonía, constituir una gran alianza contra la URSS y sus alia­ dos regionales y erigir a Israel en su prioridad estratégica. Para la URSS el petróleo tendría menos significación que para EE.UU. en términos comparativos, y el interés soviético en Oriente Medio fue sobre todo geoestratégíco. De hecho, la pre­ sencia y la política de la URSS en Oriente Medio estuvo esen­ 90

cialmente vinculada a la ayuda militar. Su presencia se limitó a actuaciones en situación de crisis y de desequilibrio militar. Así, en 1955, cuando el Pacto de Bagdad desequilibró la relación de fuerza militar, la URSS proporcionó armas a Egipto para resta­ blecer el equilibrio medio-oriental. De la misma manera, el con­ flicto árabe-israelí también creó las condiciones para que la URSS reforzase su presencia en Oriente Medio aportando equipamien­ tos militares y consejeros a los países árabes. Pero nunca hubo un régimen comunista en la región (a excepción de Yemen del Sur, que se proclamó marxista-leninista) y las relaciones de amistad en­ tre la URSS y sus aliados árabes en la región lejos de ser continuas y estables fueron siempre difíciles por los altibajos y la desconfian­ za que las caracterizaron en muchos momentos. La década de los sesenta y la primera mitad de los setenta fue el periodo de mayor fuerza y presencia de la URSS en Oriente Medio, para a continuación caer en picado, de manera que a fi­ nales de los setenta sólo Yemen del Sur, Iraq y Siria siguían vin­ culados por tratados de amistad y cooperación con la URSS. A la condena masiva de los países árabes e islámicos de la inva­ sión soviética de Afganistán en 1979 se unió otro acontecimien­ to muy negativo para los soviéticos: la pérdida de Egipto tras su reorientación proamericana de la mano del sucesor de Naser, Anwar el-Sadat. Este fue el principal origen del aislamiento de los soviéticos porque a su vez significó su exclusión del conflicto ára­ be-israelí, ya que la paz que Sadat firmó por separado con Tel Aviv en 1979 erigió a EE.UU. como único interlocutor de las dos partes. Negociados unilateralmente por EE.UU. y firmados en la Casa Blanca, los Acuerdos de Camp David fueron concebidos sin la participación de la Unión Soviética y, en consecuencia, susci­ taron su hostilidad y la de sus aliados en la región. De hecho, Camp David tuvo una enorme repercusión en todo Oriente Medio: el país árabe demográfica y militarmente más importante firmó una paz por separado, al margen de los de­ más, incluidos los propios palestinos. Egipto, país de influencia decisiva en toda la región árabe, quedaba aislado de todo su en­ torno ya que en respuesta fue excluido de todos los organismos regionales (Liga Arabe y Organización de la Conferencia Islámi­ ca), Israel, sin embargo, lograba asegurar su flanco sur al firmar la 91

paz con El Cairo (lo que hacía muy improbable que el mundo árabe pudiese afrontar otro conflicto bélico contra Israel al no poder contar con la participación egipcia), establecía por prime­ ra vez relaciones diplomáticas normales con un Estado árabe, se beneficiaba de la división árabe que dicha paz generó, y los pa­ lestinos se encontraban ante un Israel más fortalecido y seguro de sí mismo. A esto se unía el hecho de que los Acuerdos de Camp David incluían dos acuerdos-marco independientes: uno, en el que se establecían las condiciones del tratado de paz entre Egip­ to e Israel (la paz a cambio de la retirada de Israel del territorio egipcio —la península del Sinaí- qué había ocupado en la guerra de 1967),* y otro, en el que se confiaba la suerte de los territo­ rios ocupados palestinos a futuras negociaciones egipcio-jordanaspalestinas-israelíes destinadas a alcanzar una autonomía palestina gestionada por una autoridad local elegida. Además de ser éste un acuerdo que decidía sobre los territorios palestinos sin contar con los propios interesados, los palestinos y sus representantes de la OLP, quedó establecido que ambos acuerdos-marco eran inde­ pendientes y que la aplicación de uno no afectaba al otro. En consecuencia, la contradicción aparente se convirtió en realidad inevitable: las negociaciones sobre el futuro de los territorios pa­ lestinos quedaron en letra muerta. Sólo entrados los años ochenta pudo la URSS resituarse en Oriente Medio, al beneficiarse de la incapacidad de Washington para resolver el conflicto palestino-israelí, de su fracaso en el Lí­ bano y del descrédito que supuso el escándalo del Irangate, sobre todo entre sus aliados árabes. Todo ello supuso una gran pérdida de credibilidad para EE.UU. en el mundo árabe. Así, la URSS jugó con éxito la carta de que no era bueno tener un solo inter­ locutor ni encerrarse en un solo sistema de alianzas en una re­ gión tan complicada como Oriente Medio, más aún cuando la oposición sistemática del lobby israelí a la venta de armas norte­ americanas a los países árabes dejó abierto este campo a la URSS. Sin duda, la fuerza de este argumento soviético estuvo avalada Aunque no aparecía en el acuerdo, EE.UU. también concedía a Egipto a cam­ bio de su paz con Israel una ayuda económica civil y militar que, aunque muy por detrás de la inmensa cantidad que percibe Tel Av¡v, es la segunda ayuda exterior más elevada de EE.UU.

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por la creciente desconfianza árabe hacia una política norteameri­ cana que con la administración Reagan asumió oficialmente el principio de que Israel era sy «baza estratégica» en la región, a la vez que se descubría la red norteamericano-israelí de tráfico de ar­ mas a Irán en plena guerra contra Iraq, a quien EE.UU. oficialmen­ te apoyaba. Además, el veto israelí a la venta de armas a los alia­ dos árabes de EE.UU. deparaba insoportables humillaciones a países tan próximos a los norteamericanos como Arabia Saudí y Jordania (negativa a venderles Awacs, F-15 y F-16, exigencia al rey Fahd de solicitar permiso al presidente Reagan para comprar avio­ nes a Londres o a París, imposición a Jordania de que sus misiles Hawk se instalasen en una base de cemento para que no pudieran ser dirigidos hacia Israel...). En consecuencia, la URSS reafirmó su alianza con Siria a través del aprovisionamiento de equipos mili­ tares más sofisticados, pero firmó también contratos de armamen­ to con Jordania y, de manera intensiva con Kuwait, aprovisionó de armas a Iraq en su guerra contra Irán y renovó sus relaciones diplo­ máticas con El Cairo, los Emiratos del Golfo y Arabia Saudí. En resumen, consiguió que, tras una década de iniciativas norteame­ ricanas unilaterales sobre el conflicto árabe-israelí, la idea de una conferencia internacional se impusiese de nuevo, y los soviéticos volvieran a ser reconocidos como «parte interesada»,42 La evolución de la política exterior de Iraq tras la revolución de 1958 que acabó con la monarquía estuvo condicionada por todas estas acciones externas y por las nuevas directrices de sus gobiernos revolucionarios. De hecho, el primer acto de «la guerra fría árabe» estuvo marcado por el advenimiento de la revolución antimonárquica. En enero de 1958 Egipto y Siria se unieron en la República Arabe Unida. Apenas dos semanas después nacía en contraposición la Unión Federal Árabe entre las monarquías hachemíes de Jordania e Iraq. Sin embargo, el 14 de julio de ese mismo año la revolución derrocaba a la monarquía iraquí po­ niendo fin a la efímera Unión y también a la influencia británi­ ca en la región. Tras la RAU sirio-egipcia y la revolución en Iraq, el miedo de los países vecinos al contagio nacionalista árabe les llevó a pedir ayuda a la superpotencia norteamericana. Los mari­ nes desembarcaron en Beirut y los paracaidistas británicos en Ammán. 93

Con el cambio de régimen en Iraq en 1958, la influencia bri­ tánica fue sustituida por un progresivo acercamiento a la URSS como proveedor de ayuda exterior, política y económica, y final­ mente también militar. Pero, al principio, las estrechas relaciones que existían desde 1960 entre el Egipto naserista y los soviéticos llevó al régimen de Qasem a mantener cierta prudencia en sus re­ laciones con la URSS. La razón estaba en la competencia y rivali­ dad que existía entre el nuevo régimen iraquí, que había opta­ do por la línea «Iraq primero», y el panarabismo que perseguía el Egipto de Naser. El éxito de Egipto en la creación de la RAU con Siria aisló a Iraq dentro del bloque revolucionario. Por ello, en su búsqueda de liderazgo árabe, Iraq miró al Golfo, prestando un gran interés a los emiratos del Golfo Pérsico (que Iraq denominó «Golfo Arábigo») y a las poblaciones de origen árabe de la provin­ cia iraní del suroeste, el Juzistán (que Iraq denominó «Arabistán»). El Irán del shah, convertido en el «gendarme local» americano en la región, reaccionó iniciando el apoyo táctico y armamentístico a los kurdos de Mustafa Barzani. Pero cuando Iraq trató de llevar a cabo un tour de forcé en la región en nombre del arabismo y de los intereses iraquíes en el Golfo fue cuando en junio de 1961 se declaró la independencia de Kuwait. Iraq es un país cercado territorialmente por seis paí­ ses y su única salida al mar está en el pequeño espacio territorial que se abre al Golfo Pérsico. Por ello Kuwait siempre ha sido una zona de gran relevancia estratégica para este país. La artificial di­ visión colonial impuesta no sólo ha dejado multitud de conten­ ciosos territoriales entre los países de Oriente Medio sino que también permite interpretaciones diversas que renuevan conflic­ tos aparentemente sosegados. Unas semanas antes de declararse la independencia del emirato kuwaití, Qasem proclamó que éste debía ser devuelto a Iraq. La argumentación se basaba en el he­ cho de que durante el periodo otomano Kuwait había sido parte de la provincia de Basora y que el diseño británico le había sa­ cado del Estado iraquí, usurpándole a éste sus fronteras naturales y restringiéndole su salida al mar. Lo cierto es que esta concep­ ción iraquí no era nueva, si bien nunca había sido reivindicada de manera tan tajante. Sin duda, Qasem buscaba fomentar el pa­ triotismo iraquí para su propia consolidación política y llevar a 94

cabo su convencida concepción del derecho de Iraq a fortalecer­ se como potencia árabe en el Golfo, frente al poder naserista en el Levante medio-oriental. La URSS apoyó a Qasem y vetó en el Consejo de Seguridad de la O N U la entrada de Kuwait como país miembro. Aunque Qasem nunca amenazó con defender mi­ litarmente su decisión, sí movilizó tropas. Egipto, dominante en la Liga Árabe, le obligó a retirarlas y logró que el mundo árabe reconociese a Kuwait y sustituir las tropas británicas que el emi­ rato había solicitado para su protección por una fuerza de inter­ posición de la Liga. En esta ocasión el conflicto quedó zanjado así. En 1963 la URSS levantó el veto e Iraq reconoció a Kuwait, si bien las tensiones reaparecerán esporádicamente hasta que en 1990 Saddam Husein «recupere» la reivindicación iraquí de ma­ nera determinante. No fue casual que, tras el fracaso de Kuwait, Qasem decidie­ se, como se vio más arriba, retirar a la IPC las concesiones pe­ trolíferas sin explotar, a fin de ofrecer a la población iraquí una medida anti-imperialista que compensase ese fiasco. En 1963, un nuevo golpe de Estado, liderado por eí sector baazista y naserista derrocó a Qasem. El apoyo egipcio y la ayuda norteamericana de la CIA en dicho golpe desempeñaron un im­ portante papel externo. Tanto Naser como los EE.UU., por razo­ nes diversas, deseaban ver desaparecer a un régimen que recha­ zaba el liderazgo unionista árabe que representaba Egipto y que se había aproximado al Partido Comunista Iraquí y a la URSS. Saddam Husein fue uno de los hombres del Baaz que tuvo con­ tactos continuados con los norteamericanos en la preparación del golpe. Asimismo, los norteamericanos, a través de Irán, aprovi­ sionaron de armas al nuevo gobierno iraquí para ayudarle a ven­ cer la rebelión kurda, y parece muy probable que sus servicios de inteligencia ayudasen a los líderes del Baaz a confeccionar las lis­ tas de comunistas que fueron detenidos y perseguidos.43 Así, si bien EE.UU. no logró poner fin a la influencia soviética en Iraq, sí la frenó por un tiempo. De paso, empresas norteamericanas como Mobil, Parsons y Betchel lograron importantes contratos y 44 concesiones. La guerra de 1967 con Israel desencadenó en Iraq una nueva ola de radicalización y de hostilidades contra Occidente, con la '

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excepción de Francia, que por entonces había logrado tejer una red de relaciones económicas privilegiadas, sobre todo en el terre­ no petrolero (la empresa francesa ERAP había obtenido en 1966 un enorme contrato en condiciones muy favorables). Desde la llegada al gobierno francés del general De Gaulle, Francia modi­ ficó la posición declaradamente proisraelí de París, condenando la ocupación israelí de los territorios árabes en 1967 y declarando un embargo de armas a Israel (política que sus sucesores, Pompidou y D ’Estaing, mantendrán, aunque el embargo fue aligerado en 1969 y suprimido en 1974). Con la llegada en 1968 del nuevo régimen baazista, Iraq se comprometió con el ideal unitario árabe, se alineó con las posi­ ciones más firmes con respecto a la cuestión palestina, y reforzó sus relaciones con la URSS. Pero todo esto no impidió que la realpolitik impusiese decisiones que contradecían esos posicionamientos. El compromiso con el panarabismo chocó con la cons­ tatación de que los dos países candidatos a la unidad, Egipto y Siria, contaban con un liderazgo, Naser y Hafez al-Asad, mucho más prestigioso en el mundo árabe que los recién llegados al po­ der en Iraq y, por tanto, los deseos de unidad se trasmutaron en reproches contra esos regímenes por haber traicionado la princi­ pal causa árabe al no lograr vencer a Israel en 1967. Con muy po­ cas fluctuaciones, este patrón de acusaciones fue mantenido por Saddam Husein cuando llegó a la presidencia en 1979, a la vez que desarrollaba un panarabismo «iracocéntrico»: debido a su rica y heroica historia, Iraq era el líder natural de todos los ára­ bes y, por lo tanto, lo que beneficiase a Iraq beneficiaba a todos los árabes. Esta concepción fue ampliamente difundida para legi­ timar su invasión de Irán en 1980. Aunque Iraq colocó la defensa de la causa palestina en la pri­ mera línea de su discurso oficial y se unió al «frente de firmeza» de los países árabes, no dudó en olvidar la solidaridad con los pa­ lestinos cuando la ocasión así lo exigía. Cuando en septiembre de 1970 estalló el enfrentamiento entre el gobierno del rey Husein y la OLP instalada en Jordania, la Legión Arabe jordana, con el res­ paldo implícito de EE.UU. e Israel, atacó y masacró a los pa­ lestinos hasta lograr su expulsión del país, mientras los 15.000 efectivos iraquíes instalados en Jordania desde la guerra de 1967 no 96

hicieron nada para ayudar a los palestinos. El gobierno baazista, recién llegado a Iraq, y dedicado a afirmarse en el poder, no te­ nía ningún interés en generar conflictos externos ni en atraer un posible ataque norteamericano hacia ellos. Por otro lado, la amistad político-estratégica con la URSS se acompañó de una apertura económica hacia el mundo occiden­ tal que permitió tejer multitud de intereses comunes a través de sustanciosos contratos con Europa, EE.UU. y Japón. La Revolu­ ción iraní en 1979 modificó el equilibrio de fuerzas regionales e internacionales en Oriente Medio, y la guerra que a continuación provocó Iraq contra Irán convirtió a Saddam Husein en el hom­ bre del Este y del Oeste, rompiéndose en ese inusitado y fútil conflicto todos los esquemas de la guerra fría.

Las guerras de Saddam Husein y su contexto internacional

La primera guerra del Golfo: el reconocimiento internacional de Saddam Husein

El Iraq de Saddam Husein va a ser el Iraq de las guerras. Ape­ nas había llegado al poder cuando desencadenó el primer con­ flicto armado contra su vecino iraní, impulsado por una serie de razones de orden interno, regional e internacional. En 1979 Sad­ dam Husein logró marginar a Hasan al-Bakr. Con el pretexto de que al-Bakr estaba enfermo, le hizo dimitir para abrirse paso y al­ canzar el liderazgo del país, que ocupó hasta 2003. Husein tenía que afrontar ante todo los desacuerdos internos sobre su lideraz­ go entre los militares y algunos sectores del Baaz, que no veían con buenos ojos su acceso a la presidencia sin que dicha decisión pasara por ellos. Sin embargo, ese mismo año tuvo lugar un acontecimiento de gran influencia en la región, que iba a deter­ minar el futuro inmediato del Iraq de Saddam Husein: la revo­ lución iraní. El 11 de febrero de 1979, la sublevada población iraní, apo­ yada por unidades del ejército favorables al imam Jomeini, to­ maba Teherán y se apoderaba de los puntos estratégicos de la ca­ pital. El aparato imperial del shah se derrumbaba ante la lucha de una muchedumbre enardecida. La revolución había triunfado. Hasta entonces, en Irán no existían fuerzas políticas verdadera­ mente organizadas: un aparato represivo sostenido por una terro­ rífica red de servicios secretos y por las omnipresentes fuerzas del orden ahogaban con celo toda veleidad política. De hecho, el úl­ timo episodio de contestación organizada había tenido lugar en 1963 por la puesta en vigor de un plan de reformas sociales, co­ nocidas como la «Revolución Blanca», planificada bajo presión de la administración Kennedy. En las sangrientas revueltas que se desencadenaron entonces ya destacó como líder político el imam 101

Jomeini, lo que provocó su expulsión del país. Tras pasar largos años de exilio en Iraq, Jomeini fue expulsado por el gobierno ira­ quí el 6 de octubre de 1978 y acogido por Francia. El 1 de febrero de 1979, Jomeini volvía triunfalmente a Tehe­ rán, donde era acogido por millones de manifestantes, para con­ vertirse en la figura central de una revolución que, si bien agru­ pó inicialmente a los liberales, la izquierda, la burguesía del bazar y el cuerpo religioso shií, se sustentó sobre todo en la inédita alianza entre una intelligentsia islamista (nueva generación proce­ dente de los medios educativos secularizados y muy politizada) y una parte del clero iraní seguidor de la lógica de politización de­ fendida por el imam Jomeini. El modelo de wiláyat al-faqih (el gobierno del ulema) conceptualizado por Jomeini exigía al jurisconsulto musulmán el ejerci­ cio del poder. Es cierto que aplicar el gobierno del ulema es más fácil en el islam shií que en el sunní, dado que los shiíes cuentan con una jerarquía religiosa que puede determinar quién es el me­ jor musulmán y más sabio (el Guía Supremo), pero también es cierto que nunca había existido en la tradición shií el principio de que al segmento religioso le correspondiese la función de gober­ nar. Esa era la nueva interpretación que proponía Jomeini, que además nunca favoreció al clero shií como institución, sino que se apoyó en los islamistas y los hojjat ol-islamt religiosos de rango in­ ferior y más jóvenes, muchos de ellos antiguos alumnos suyos que optaron por el activismo político contra el Shah ya en 1963. Mientras tanto, una decena de grandes ayatollahs de la época re­ chazaron la teoría jomeinista de wilayat-ifaqih porque rompía las reglas del juego del sistema religioso tradicional. La revolución islámica no puso en cuestión al Estado-nación iraní sino que instituyó una República islámica basada en un sis­ tema constitucional en el que se asumió la legitimidad del sufra­ gio universal. Así, lo que podría haber sido una teocracia se con­ virtió en un sistema presidendalista: el presidente de la República (elegido por sufragio universal, al igual que los diputados) y el Guía (líder espiritual-reügioso) pertenecen a figuras y marcos ins­ titucionales separados; el Consejo de los Guardianes de la Cons­ titución se compone de seis ulemas elegidos por el Guía y de seis juristas elegidos por el Parlamento; y la autoridad suprema del 102

Guía espiritual es designada por la Asamblea de Expertos que es elegida por sufragio universal. En realidad, aunque el clero de­ sempeña un papel importante y goza de gran influencia, el siste­ ma sólo le reserva la figura del Guía y los seis puestos en el Con­ sejo de Guardianes de la Constitución. Además, como ocurrió en la Revolución francesa, la revolución iraní no quedó institucio­ nalizada a través de la imposición de un partido único sino que una serie de instituciones definidas por la Constitución forma­ ron un régimen autoritario, que no totalitario, ya que no había partido único ní un sistema de control social riguroso. En con­ secuencia, a pesar de las sucesivas depuraciones que marcaron el periodo propiamente revolucionario (1980-1986), la diversidad de las fuerzas políticas y la flexibilidad de las referencias al islam per­ vivieron, lo que ha permitido el actual desarrollo del sector refor­ mista y la formación de un verdadero espacio público. Se puede de­ cir que Irán tiene incluso una sociedad civil, y que un ciudadano iraní valora la aplicación de la ley y reivindica el Estado de dere­ cho. La racionalización de un gran número de prácticas de la vida cotidiana, la modernización del ámbito religioso, el progreso del sector privado, el crecimiento de una cultura urbana, el activismo social de las mujeres y la cada vez mayor autonomía de los in­ dividuos, son realidades que hoy día ponen de manifiesto el de­ sarrollo del espacio público iraní. Sin embargo, la imagen de Irán se ha reducido a poderosos clichés resumidos en la omnipresente foto de mujeres en chador negro atravesando las calles de Teherán como símbolo de la na­ turaleza autoritaria y regresiva de una República de mollahs. Ese estereotipo ha impedido durante mucho tiempo observar las di­ námicas sociales que protagonizan los actuales debates políticos en este país de más de sesenta millones de habitantes y que cuen­ ta con una rica y diversa herencia histórica y cultural resultado de tres legados: el persa, el islámico y el de los préstamos occi­ dentales. Como refuerzo de los prejuicios, el término de «fundamentalismo islámico» se popularizó en Occidente a raíz de la revolu­ ción islámica iraní. El radicalismo revolucionario de los seguido­ res de Jomemi dominó la representación de un proceso político que era mucho más complejo, pero que la poderosa propaganda 103

norteamericana simplificó, centrando toda la información en los aspectos más negativos e intolerantes. El objetivo era aislar y cas­ tigar a un país que había dejado de poder tutelar, como había he­ cho durante la dictadura del Shah, y del que salió derrotado. Todo se centró desde entonces en la amenaza del «fundamentalismo islámico» y en la expansión de la idea de que se construía una amenazante internacional fundamentalista desde Irán, cuan­ do hoy sabemos que el radicalismo internacionalizado es el que ha salido de la guerra de Afganistán bajo cobijo norteamericano. Es más, mientras el modelo islámico iraní era satanizado, la po­ lítica norteamericana no dudaba en jugar la baza «islámica» con­ tra el nacionalismo socialista árabe en Oriente Medio, ya fuese en Arabia Saudí o en Afganistán. En este último caso no se limitó a apoyar sin la más mínima crítica el modelo integrista existente, como hizo en el caso del primero, sino que incluso contribuyó de manera activa a adoctrinar, financiar y entrenar con el apoyo saudí y paquistaní a una guerrilla islámica extremista y violenta de mufabidtn (combatientes en defensa del islam) a los que el aparato de propaganda norteamericano calificó de «defensores de la libertad». El fin justificaba los medios, y se trataba de expulsar a los soviéticos de Afganistán aunque fuera con la ayuda de un islam fabricado ad hoc para que fuese fanáticamente hostil al co­ munismo y convencido de los beneficios del uso de la violencia. En esa cepa se formó y desarrolló su liderazgo Osama Ben Laden, quien mantuvo, como todos los muyahidin, estrechas relacio­ nes con sus «patronos» norteamericanos del momento.45 Pero en Irán, la baza islámica la jugó el imam Jomeini en con­ tra de una dictadura brutal y ególatra y de su «patrón» norteame­ ricano, de manera que la hostilidad y demonización occidental de este país se convirtió en un objetivo primordial de la propa­ ganda norteamericana. Esto le permitió a Saddam Husein des­ empeñar oficialmente el papel del «eje del bien» en su aventura militar contra Irán. El régimen baazista de Iraq, con Saddam Husein a la bús­ queda de su consolidación en el poder, se sintió directamente amenazado por la revolución islámica de Irán, tanto porque el nuevo régimen iraní declaró «impío» al régimen socialista del Baaz como porque buscó captar a la población shií iraquí en con­ 104

tra del baazismo, labor a la que contribuía la campaña de repre­ sión contra el shiismo iraquí que el régimen baazista llevaba a cabo desde su llegada al poder. El sentimiento de vulnerabilidad del régimen iraquí se acentuaba también por la constatación de lo que estaba ocurriendo en todo el mundo árabe e islámico en general: el declive de las ideologías socialistas y nacionalistas ára­ bes a favor de una nueva generación política islamista que iba ex­ tendiendo su base social frente a los fracasos acumulados de los regímenes que habían representado el sistema de valores revolu­ cionario de la generación anterior. En efecto, la democratización jamás fue asumida, el panarabismo nunca se logró y la consecu­ ción de los derechos palestinos frente a Israel siempre fracasó. En este sentido, la revolución iraní, lejos de significar un modelo sus­ ceptible de ser aplicado en el mundo árabe sunní, representó ante todo un impulso moral para la alternativa islamista en el mundo árabe en general, y para el liderazgo islamista shií iraquí en par­ ticular. En esta situación, Saddam Husein decidió organizar eleccio­ nes legislativas, las primeras convocadas en Iraq desde el fin de la monarquía, con una función específica y excepcional: servir de fuente de legitimidad al régimen en un momento de gran vul­ nerabilidad interna y externa. La Constitución republicana iraquí de 1958, múltiples veces enmendada, siempre ha incluido dis­ posiciones sobre un parlamento, e incluso en diciembre de 1970 un decreto estableció las normas para su creación. Sin embargo, no vio la luz hasta estas elecciones de 1980. Según el decreto de 1970, la Asamblea Nacional iraquí no podría tratar cuestio­ nes militares, financieras ni de seguridad, dominio reservado al Consejo del Mando de la Revolución (CMR) y al jefe del Esta­ do. En realidad, el CMR era la más alta instancia del Estado re­ publicano, encabezada por el presidente de la República y encar­ gada de ejecutar el programa revolucionario. Desde septiembre de 1977, tras una nueva revisión constitucional, quedó fijado que todos los miembros de la direción regional del Baaz serían miem­ bros del CMR, cuya dirección colegiada tomaba las decisio­ nes por mayoría de dos tercios. Ante la ausencia de parlamen­ to, el CM R asumió todo el poder legislativo. El poder ejecutivo quedó en manos del presidente de la República, que es también 105

el jefe de los ejércitos, asistido por uno o dos vicepresidentes y un Consejo de Ministros elegidos por él mismo y responsables ante él. Sin embargo, el nuevo presidente Husein necesitaba reforzar su legitimidad y presentar una nación iraquí identificada con el partido y su líder; la convocatoria de elecciones y la formación de la Asamblea Nacional buscaban este objetivo. Seis semanas después de la constitución del Parlamento Saddam Husein co­ municaba a los 250 diputados su decisión de abrogar el acuerdo sobre la región de Shatt al-Arab firmado con Irán en marzo de 1975, iniciando así la larga guerra irano-iraquí. Esta región, don­ de confluyen el Tigris y el Eufrates durante 200 kilómetros y que desemboca en el Golfo Pérsico, ha sido siempre un factor de ten­ sión y conflicto con Irán desde la división de fronteras colonial, porque ambos países la reivindican y porque desde mucho antes fue con frecuencia el punto catalizador del enfrentamiento secu­ lar entre Persía y Mesopotamia. Desde el siglo xvi ésta había sido la línea de rivalidad entre el Imperio persa y el otomano, situa­ ción que la intervención de las potencias coloniales vino a em­ peorar provocando conflicto tras conflicto. Numerosos tratados han jalonado esta secular disputa, pero tras la revolución iraquí de 1958 la cuestión volvió a reaparecer con fuerza hasta que el contencioso fue temporalmente resuelto con el acuerdo de Argel de 1975, a cambio del cual Iraq consiguió que el Irán del Shah cesase en su apoyo a la guerrilla kurda. Según este acuerdo am­ bas partes renunciaban a sus reivindicaciones aceptando el repar­ to del Shatt al-Arab entre los dos y garantizando la libre navega­ ción en el Golfo. En septiembre de 1980 Saddam Husein denunció el acuerdo y lanzó sus tropas contra Irán para recuperar toda esta región. Iraq quería hacerse con el Shatt al-Arab e incluso el Juzistán ira­ ní («Arabistán» para el régimen iraquí), pero no fue ésta la única razón que explica la decisión de iniciar la guerra. Contó, al me­ nos en igual grado, el deseo de dar un golpe mortal a la revo­ lución islámica iraní, salir de su aislamiento regional logrando cierto liderazgo en el mundo árabe y neutralizar las divisiones in­ ternas agrupando a toda la población en contra del «enemigo se­ cular» de Bagdad. La guerra entre Irán e Iraq, también conocida 106

como primera guerra del Golfo, ha pasado a la historia por ser una guerra completamente inútil, ruinosa para ambas partes y demoledora en términos humanos. Su inaudita duración, de 1980 a 1988, sólo se explica porque durante mucho tiempo a nadie le interesó detener el conflicto. En ese marco, Iraq se convirtió en un peón estratégico de Occidente y Saddam Husein encontró múl­ tiples apoyos internacionales. La guerra también sirvió para mos­ trar con crudeza el cinismo y el doble lenguaje de la diplomacia norteamericana en Oriente Medio, y su fracaso continuado a la hora de resolver una contradicción insuperable: hacer de Israel su baza estratégica en la región y mantener al tiempo una estrecha alianza con los Estados árabes de la región. Un factor de gran importancia para que Saddam Husein de­ cidiese embarcarse en dicho conflicto fue la seguridad de que en­ contraría el apoyo no sólo árabe (excepto de Siria y Libia)* sino también internacional en su cruzada contra «el fundamentalismo islámico iraní». Es más, se iba a convertir en una guerra que ini­ cialmente interesaba a muchos: a los gobiernos árabes porque ya sabían que el islamismo se convertía en la alternativa política en sus países, a lo que se sumaba el miedo de Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, con importantes comunidades shiíes entre sus poblaciones, a que Irán desplazase el liderazgo musulmán en la región a su favor; a EE.UU. porque había perdido a su «gen­ darme» en la región, había sido humillado, y seguía obsesionado por recuperar Irán para su eje estratégico; a Europa porque se dejó convencer por la visión norteamericana y deseaba, al igual que EE.UU., recuperar sus intereses petrolíferos en Irán; a Israel porque Irán se convertía en una potencia de Oriente Medio com­ pletamente hostil y libre de la tutela de su aliado norteamerica­ no; y a la URSS porque tenía estrechas relaciones con Iraq mien­ tras el no alineamiento que defendió el nuevo régimen iraní no le facilitaba la entrada en el país a la vez que la hostilidad ideo­ lógica del modelo islámico hacia el comunista era recalcitrante. No obstante, la URSS se sintió aliviada al ver cómo la otra super4 Siria y Libia fueron los únicos Estados árabes que se pronunciaron a favor de Irán, pero, aparte del cierre del oleoducto sirio al petróleo iraquí en abril de 1982 y su acogida de un gran número de refugiados, ninguno de los dos se implicaron acti­ vamente en el conflicto.

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potencia perdía un peón clave en el tablero estratégico de Orien­ te Medio y más cuando ese mismo año emprendió la invasión de Afganistán. En conclusión, la agresión iraquí contra Irán contó con la complacencia internacional y nunca fue condenada por Naciones Unidas, a pesar de los intentos de Irán en este sentido. Enton­ ces Saddam Husein contaba con la anuencia y comprensión que, para su gran sorpresa, le faltaron cuando actuó de la misma manera con respecto a Kuwait nada más terminar la guerra con­ tra Irán. Por su parte, el régimen de Irán, aunque ni inició ni planeó la guerra, encontró en ella un buen instrumento para movilizar a una población que empezaba a desilusionarse con la revolución y para volver a poner en pie a un ejército aturdido. Asimismo, le sirvió para justificar represiones internas, permitir a los sectores más conservadores colocarse en los resortes del poder y ocultar los fracasos de las reformas prometidas. En consecuencia, Irán de­ cidió continuar la guerra cuando en 1982 su ejército consiguió que las tropas enemigas retrocediesen a su territorio iraquí y re­ chazó las propuestas de alto el fuego de Iraq y las mediaciones intentadas por la ONU, el movimiento de no-alineados, la Con­ ferencia Islámica, Argelia, Arabia Saudí... prolongando el conflic­ to hasta 1988 para acabar exactamente igual que cuando se ini­ ció ocho años antes, aunque dejando un reguero de un millón de muertos a sus espaldas.

Shiíes y kurdos en el juego de la guerra En el frente interior, la estrategia de Saddam Husein se orga­ nizó en tomo a diversos ejes. De un lado, presentó el conflicto de manera nacionalista, buceando en el imaginario histórico ira­ quí para transmitir a la población que se trataba de la prolonga­ ción de la guerra entre árabes y persas. Es más, la denominó «la Qadisiyyat de Saddam» utilizando el nombre de la emblemática batalla en que los ejércitos árabes vencieron a los persas en el 637 y extendieron así el imperio islámico a Persia. No obstante, la guerra no produjo los efectos buscados por 108

los dirigentes de cada una de las partes con respecto a la pobla­ ción shií y de origen árabe «del otro». La población árabe del Juzistán iraní, cuyo territorio se convirtió inicialmente en el princi­ pal campo de batalla, no se volcó a favor de Iraq sino que se replegó hacia el interior de Irán; y los shiíes iraquíes, rígidamen­ te controlados e intimidados por los servicios secretos y la poli­ cía, tampoco se movilizaron como esperaba Irán. Es probable que la propaganda nacionalista iraquí lograse crear en la pobla­ ción shií una reacción patriótica de solidaridad árabe frente a la «agresión» persa. En cualquier caso Saddam Husein alternó tam­ bién una política de palo y zanahoria que obtuvo sus frutos. Al comienzo de la guerra, cuando Iraq fue ganando terreno a su ad­ versario iraní, el régimen intensificó su persecución contra el li­ derazgo religioso e islamista shií y las deportaciones masivas a Irán. A partir de 1983, cuando el ejército iraní logró una con­ traofensiva victoriosa contra los iraquíes, el régimen fue más consciente de que debía desarrollar una política activa que logra­ se la lealtad iraquí de los shiíes, que además formaban una buena parte de la tropa que combatía en el frente, así como contrarres­ tar la propaganda iraní que le tachaba de antimusulmán. Para lo­ grar atraerse a la población shií y renovar sus credenciales islámi­ cas Husein comenzó a visitar los santos lugares shiíes, a financiar su embellecimiento y restauración e, incluso, inventó una genea­ logía que le emparentaba con el Profeta a través de Husein, el hijo de A1Í, proclamándose sayyid. Así Saddam Husein trataba de establecer un lazo emocional con los shiíes y envolverse en un altamente respetado estatuto religioso. El caso es que, salvo algunos ataques aislados de la guerrilla shií contra objetivos del gobierno, no se desarrolló ninguna re­ vuelta shií. Es más, desde 1983, cuando el contraataque iraní lle­ vó la guerra al territorio de Iraq, el patriotismo de los shiíes ira­ quíes se colocó por delante de otras consideraciones y prevaleció la defensa de su país, independientemente del régimen. No obs­ tante, la guerra no fue más que una tregua temporal y en 1988 la oposición shií a Saddam Husein y la confrontación violenta vol­ vieron a surgir. Y fue en diciembre de ese año cuando el gobier­ no iraquí puso en marcha su «Plan de acción» en la región shií de las marismas del sur, sitiando económicamente a su población 109

y destruyendo aldeas y campos, además de detener a todos los que consideró sospechosos. En el campo' kurdo las cosas fueron de otra manera. Con mo­ tivo de la guerra, muchas unidades del ejército instaladas en el Kurdistán fueron enviadas al conflicto bélico y este vacío fue aprovechado por la guerrilla kurda para fortalecer su activismo contra el régimen, a la vez que los lazos entre el PDK de Masud Barzani e Irán se reanudaron a través de un creciente apoyo eco­ nómico y militar iraní a los kurdos. La ocasión también fue apro­ vechada por los kurdos de Turquía para servirse del Kurdistán ira­ quí como refugio y retaguardia en su lucha contra el gobierno turco. La respuesta de Bagdad a esta situación se basó en dos estra­ tegias. Por un lado, Bagdad y Ankara respondieron conjunta­ mente aplicando por primera vez el acuerdo de cooperación anti­ kurda que habían firmado en 1979, por el que Iraq permitía a Turquía penetrar en el territorio del norte iraquí para perseguir a «sus» kurdos y de paso a los activistas iraquíes del Kurdistán. En consecuencia, en 1983 Ankara enviaba, con el acuerdo de Bag­ dad, varios comandos de su gendarmería especializada en la re­ presión antikurda que penetraban a más de treinta kilómetros del territorio iraquí y llevaban a cabo millares de detenciones. Por otro lado, Bagdad puso en práctica la estrategia de fomentar la di­ visión entre el movimiento nacionalista kurdo iraquí que siempre le había dado frutos, puesto que con frecuencia prevalecía la ri­ validad entre ellos sobre su unidad frente al régimen iraquí. Y así fue. Saddam Husein logró atraer durante varios años al PUK de Talabani blandiendo un renovado compromiso en torno a la au­ tonomía kurda. Y de la misma manera, tal y como siempre ha ocurrido en la historia iraquí, en enero de 1985 las relaciones en­ tre Bagdad y el PUK se rompieron por el rechazo del primero a la continua exigencia del segundo de integrar las ciudades petro­ líferas de Kirkuk y Janaqin en el territorio autonómico. Siguien­ do fielmente el guión que tantas veces había interpretado, Tala­ bani volvió a ponerse en brazos de Irán. Es más, en octubre de 1986 Teherán y el PUK firmaron un acuerdo económico y mili­ tar. Con los dos principales grupos kurdos aliados con el ejército iraní, Teherán pudo lanzar continuas ofensivas a lo largo de la

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frontera iraquí, y la guerrilla kurda controlar partes importantes del norte. La ofensiva lanzada por Irán a principios de 1986, en el sur para capturar la península de Fao y cortar a Iraq el acceso al Gol­ fo y en el este penetrando en el Kurdistán, empujó al ejército ira­ quí a tomar progresivas medidas de contrainsurgencia y aplicar una política sistemática antikurda con el fin de destruir sus bases políticas, militares, sociales y económicas. El resultado de ese plan fue la operación conocida como «Acabar con los traidores». El método fue destruir pueblos y aldeas y deportar a sus habitantes a campos o zonas supervisadas por el ejército y la policía iraquíes. La primera fase de esta operación se llevó a cabo entre abril y junio de 1987, y concluyó con la llamada «campaña del Anfül»*, entre febrero y septiembre de 1988, durante la cual fueron des­ truidas más de tres mil localidades kurdas y en la que se utilizaron armas químicas contra la población de Halabya el 16 de marzo, causando miles de muertos. No era la primera vez que el ejército iraquí utilizaba este tipo de armas; ya lo había hecho contra sol­ dados iraníes. Aunque Iraq siempre negó esta acusación, un infor­ me de Naciones Unidas publicado el 14 de marzo de 1986 afir­ maba que «en la región de Abadan, inspeccionada por la misión de la O NU, las fuerzas iraquíes hicieron un uso intensivo de ar­ mas químicas contra las posiciones iraníes».46 Más tarde, en la pri­ mavera de 1988, volvió a utilizar armas químicas contra los iraníes para recuperar la estratégica península de Fao, que había perdido dos años antes. Es importante señalar que si Iraq usó armas quí­ micas contra soldados iraníes y kurdos en esta guerra fue porque se sabía completamente protegido y era consciente de que podía hacerlo sin riesgos de penalizaciones ni represalias. En efecto, así fue. Poco les importaron a sus aliados europeos, rusos y estadou­ nidenses esas atrocidades, que quedaron impunes. Entretanto, la rivalidad entre los partidos kurdos continuó marcando las alianzas y apoyos regionales. En mayo de 1988, las trágicas consecuencias de la campaña del Anjal promovieron un * Este nombre, con el que el régimen iraquí denominó la fase más devastadora de su operación contra los kurdos, es un término tomado del Corán. A l-A nfál (botín) es el título de la octava azora del texto sagrado.

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espíritu de unidad entre los diferentes grupos kurdos y se creó el Frente del Kurdistán Iraquí (FKI) integrado por el PDK, el UPK, el Partido Popular Democrático del Kurdistán, el Partido Socia­ lista del Kurdistán y el Partido Socialista Kurdo. Pero al mismo tiempo el UPK de Talabani firmó un acuerdo con el Partido de los Trabajadores Kurdo de Turquía (PKK),* que el PDK de Bar­ zani denunció porque perjudicaría la unidad del FKI. Por su par­ te, Turquía firmaba dos acuerdos. Uno con el gobierno iraquí, que consistía en un tratado de extradición por el cual cada parte se comprometía a perseguir en su territorio y entregar a cualquier persona que fuese acusada o declarada culpable de cualquier car­ go por las autoridades judiciales del otro país. Y otro con el PDK, por el que Ankara apoyaba al grupo de Barzani (ofreciendo refu­ gio, ayuda médica y provisiones a sus pesbmergas en los puestos militares turcos de la frontera con Iraq) a cambio de que éste ayu­ dase al ejército turco a luchar contra el PKK. Tres meses después, en agosto de 1988, Iraq e Irán decretaban el alto el fuego. A partir de entonces los apoyos regionales a los kurdos iraquíes fueron mucho más comedidos, dado que todos los países de la zona eran contrarios a la idea de un Kurdistán in­ dependiente o autónomo. Los kurdos, gracias a la ayuda de Irán y Siria, habían logrado restablecer su presencia en las áreas afec­ tadas por la campaña del Anfñl, pero tampoco esos países desea­ ban que sus reivindicaciones fueran más lejos.

La influencia y manipulación de los actores externos Las maniobras y los intereses de las grandes potencias tam­ bién explican de manera determinante la singularidad de esta guerra y su interminable duración. La guerra irano-iraquí fue un conflicto que desbordó las reglas de la guerra fría, rompió la dua­ * La dictadura militar instaurada en Ankara en 1980 llevó a cabo una violenta represión, particularmente dura contra las organizaciones kurdas aparecidas en los años setenta. Com o reacción, una nueva organización de tendencia m am sta dirigida por Abdullah Ocalan, el PKK, asumió la lucha armada en 1984, en las provincias del su­ deste de Turquía, convirtiéndose en el movimiento kurdo más significativo del país y el más perseguido.

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lidad Este/Oeste y permitió a Saddam Husein conservar su alian­ za con la URSS y desarrollar estrechísimas relaciones con Occi­ dente. A mediados de los ochenta, Iraq no sólo había restable­ cido relaciones diplomáticas plenas con EE.UU. (rotas en octubre de 1967 tras la guerra de los Seis Días),5" sino que también se be­ nefició de un enorme apoyo material norteamericano y de una intensa actividad diplomática que llevó a Bagdad a muchos res­ ponsables de la administración Reagan. Entre ellos estaba Donald Rumsfeld, actual secretario de Defensa en la administración Bush, que en 1983 visitó a Saddam Husein en Bagdad. Dicho apoyo se tradujo en créditos financieros y militares y, lo que fue muy importante en la guerra, EE.UU. aportó a Iraq una información detallada, obtenida por satélite, de las posiciones e iniciativas mi­ litares iraníes. En realidad, Saddam Husein se encontró en la sa­ tisfactoria situación de ser cortejado por las dos superpotencias. Esta primera guerra del Golfo fue también una guerra al servi­ cio del gran negocio armamentístico mundial, que además sacó a la luz el doble juego entre la diplomacia oficial y los intereses ocultos, el tráfico de armas y la violación de la legalidad interna­ cional. La primera fase de la guerra se caracterizó por una relativa ausencia sobre el terreno de las grandes potencias, que dejaron que el conflicto se desarrollase en términos regionales mientras los dos Estados enemigos se neutralizasen mutuamente. La URSS seguía vendiendo armas a Iraq, pero EE.UU. conservaba su peso económico, y extendía su paraguas protector a los países del Con­ sejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Qatar y Emiratos Árabes Unidos) además de ampliar su presencia en Omán. Esta guerra, indirectamente controlada por las gran­ des potencias en tanto que exportadores de armas, parecía be­ neficiar al suficiente número de actores como para que no se de­ tuviese. La guerra irano-iraquí significó un verdadero frenesí de venta de armas durante toda la década de los ochenta, dado que los dos * En realidad, desde hacía tiempo esa ruptura de relaciones era sólo formal y entre los dos países se habían estrechado los lazos por la vía de los intercambios eco­ nómicos desde hacía años, como probaba el hecho de que la sección de la Embajada de Bélgica que llevaba los intereses de EE.UU. era la misión más grande de Bagdad.

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países contaban con una sustancial e inagotable fuente de ingre­ sos en el petróleo, que destinaron en su mayor parte a cubrir sus necesidades bélicas, relegando los programas de desarrollo. En to­ tal, 53 países vendieron equipamientos militares a los dos belige­ rantes por un valor de 50.000 millones de dólares. Los principa­ les proveedores de Bagdad fueron Moscú y París, pero también se beneficiaron de contratos iraquíes EE.UU., Gran Bretaña, Austria, Bélgica, Brasil, Chile, España, Hungría, Italia, Marruecos, Polo­ nia, Portugal, la RDA, la RFA, Suiza, Checoslovaquia y Yugosla­ via. Irán, además de recibir grandes entregas de armamento pro­ cedente de China, entre ellas misiles HY-2, también fue provisto de armas por las dos Coreas, Gran Bretaña, Argelia, Argentina, Brasil, Chile, Libia, Siria, Taiwan y Vietnam.47 Pero esto no era más que la parte visible de otros negocios que violaban la legalidad internacional y la nacional de algunos países y mostraban el doble juego político que caracterizaba a muchos de ellos. La URSS vendía armas a Iraq, pero al mismo tiempo permitía que otras llegasen a Irán por mediación libia. El conocido como ¡raígate comprometió a Margaret Thatcher y John Major, junto a varios de sus ministros, en una violación de la legalidad internacional. A pesar del embargo decretado en 1985 por Naciones Unidas sobre la venta de armas a Iraq y a Irán, dos empresas británicas vendieron a Bagdad entre 1988 y 1990, con el asentimiento de miembros del gobierno, maquinaria des­ tinada a la fabricación de armas, incluidas nucleares, por un va­ lor de 2000 millones de dólares. No quedó ahí la cosa; en 1989 las aduanas británicas descubrieron ocho enormes cañones de acero para lanzar obuses de largo alcance con destino a Bagdad. De hecho, Saddam Husein se hizo con el material militar más moderno gracias a Gran Bretaña y a Francia. Sin embargo, el ne­ gocio sucio más impactante y con mayor alcance político fue el del Irangate que afectó a EE.UU. y a Israel. Pero antes de verlo hay que analizar la impronta de la política de la administración Reagan en Oriente Medio. El gobierno de Reagan llegó al poder en 1981 con un progra­ ma muy simple: confrontación con los soviéticos, mano dura con los «terroristas» de Oriente Medio, refuerzo de la alianza estratégi­ ca con Israel y una preferencia por el recurso a la fuerza sobre la 114

diplomacia a fm de mostrar que EE.UU. mantenía la cabeza bien alta tras la humillación iraní padecida por la administración Cár­ ter. Los países árabes que quedaban fuera de la órbita de EE.UU., Irán, Libia, Yemen del Sur, la OLP y Siria, fueron clasificados bajo la elástica rúbrica de «terroristas», mientras Iraq se salvaba de tal lista, tanto por los intereses económicos norteamericanos en el pe­ tróleo y el desarrollismo iraquí como por representar al enemigo del régimen revolucionario de Irán. La inmensa influencia políti­ ca del lobby proisraelí en la administración Reagan acabó por convencer a sus expertos en Oriente Medio de que un Israel for­ talecido era la mejor, si no la única, baza estratégica de los EE.UU. en la región. Esta situación permitió al gobierno israelí de Beguin, con Ariel Sharon como ministro de Defensa, adoptar una posición más dura y desafiante. La prueba: en junio de 1981 Israel bombardeaba al margen de toda legalidad el reactor nuclear iraquí de Tamuz, construido por Francia. Para consternación e indigna­ ción de todos los árabes, EE.UU. demostraba su complacencia ante la agresión israelí firmando en octubre de ese año un acuer­ do de cooperación estratégica con Tel Aviv; y en 1982 la adminis­ tración norteamericana permitía tácitamente la invasión israelí del Líbano poniendo en marcha una campaña militar sangrienta que minó la imagen de los EE.UU. en la zona como nunca antes. Norteamericanos e israelíes pensaron que podía ser una «ocasión histórica» para lograr destruir a la OLP y reconstruir un Estado übanés dominado por los cristianos, pro-occidental y aliado de Is­ rael. La ingenuidad de tal cálculo quedó claramente puesta de manifiesto por la dimensión de la debacle norteamericana sufrida en el Líbano: en abril de 1983 la embajada americana en Beirut sufrió el primer atentado, al que le siguió otro en el que murieron 241 marines, mientras se seguía una estrategia de captura de rehe­ nes norteamericanos. Las respuestas militares aéreas y navales nor­ teamericanas no hacían más que alimentar un gran sentimiento hostil antiamericano en la población Hbanesa y en la de toda la re­ gión. En marzo de 1984, las fuerzas norteamericanas se retiraban del Líbano sin ningún laurel que airear, a la vez que su aliado is­ raelí hacía lo propio, no sin que antes el general Sharon incitara la cruel matanza de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Shatila, en la periferia de Beirut. 115

La administración Reagan trató de compensar este fiasco le­ vantando la moral norteamericana con un ejercicio de fuerza con­ tra el régimen libio de Mu’ammar el Gaddafi: en 1986, EE.UU., al margen de la O NU, lanzaba unilateralmente una masiva in­ cursión aérea contra Trípoli y Bengasi, con el fin frustrado de asesinar a Gaddafi, a la vez que Libia se convertía en el blanco principal de su «guerra contra el terrorismo». La simplista formu­ lación de un «terrorismo internacional» visto, intencionadamen­ te, fuera de todo contexto político específico y presentado como un mal abstracto para cuya erradicación valen todos los medios data de entonces, y será recogida años después por el presidente Bush (hijo), con consecuencias mucho mayores. Sin duda, Libia representaba el blanco más fácil y seguro, pero los acontecimien­ tos violentos y las acciones terroristas que tuvieron lugar en esa complicada década, relacionados con convulsas situaciones po­ líticas como la guerra del Líbano, la agresiva política israelí, la frustración por el fracaso de cualquier solución para los derechos palestinos, y las contradicciones y errores de la política estadou­ nidense en la región, sobrepasaban con creces el marco de ac­ tuación libio y, sobre todo, exigían soluciones políticas a con­ flictos que sólo recibían un tratamiento militar. El principal avance que EE.UU. consiguió en este periodo fue el reforzamiento de su presencia militar en Oriente Medio a tra­ vés de la Fuerza de Despliegue Rápido (FDR) que Jimmy Cárter había creado en 1977. Compuesta por unidades del ejército nor­ teamericano prestas a intervenir en Oriente Medio bajo mando del CENTCOM (Central Command) en la gran base aérea de Florida, encontró su razón de ser a raíz de la invasión soviética de Afganistán y de la pérdida de Irán como aliado estratégico, si bien su primera acción, el intento fracasado de rescate de los re­ henes norteamericanos en Teherán, adquirió dimensiones de hu­ millación histórica. La FDR venía a ser el instrumento militar dis­ ponible en Oriente Medio para cumplir la nueva doctrina Cárter tras esos acontecimientos: «cualquier tentativa de control de la re­ gión del Golfo por una potencia exterior será considerada por los EE.UU. como un ataque a sus intereses vitales y será rechazado con todos los medios necesarios, incluida la fuerza militar». Como la rapidez de intervención dependía en muy buena 116

medida de las bases y facilidades militares con las que EE.UU. podía contar en la región, se empezó a tejer una red de instala­ ciones militares que, tras la guerra del Golfo de 1991, se conver­ tiría en una tupida tela de araña. En los años ochenta esa red contaba, además de con las bases norteamericanas en Europa ad­ quiridas tras la segunda guerra mundial, con facilidades de uso militar en Marruecos, la base de Ras Bañas en Egipto, la de Masira en Omán, los puertos y aeropuertos de Mogadiscio y Berbera en Somalia y el puerto keníata de Mombasa. A lo que se aña­ dían todas las bases militares israelíes, siempre disponibles para los norteamericanos, y la estratégica base británica, alquilada por EE.UU., de Diego García en el Indico. Junto a esto, los intercam­ bios y contactos permanentes de los militares norteamericanos con sus homólogos jordanos y saudíes afianzaban el espacio de acción de EE.UU. en la zona. Pero si EE.UU. mejoró de manera apreciable su capacidad de actuación militar en el Golfo, su política dominada por el apoyo incondicional a Israel y la torpeza política que significó el escán­ dalo del Irangate contribuyeron a aumentar la desconfianza hacia EE.UU. de los Estados árabes «moderados» que eran sus aliados. Como resultado, la URSS salió beneficiada. Fue una consecuen­ cia directa de la intemacionalización de la guerra irano-iraquí. Mientras la política oficial norteamericana llevaba adelante la Operación «Staunch», dirigida a presionar y disuadir a sus aliados de que vendiesen armas a Irán, reprochaba a sus aliados europeos que practicasen una política de conciliación con «regímenes terro­ ristas» a los que proveían de armas, y aseguraba su apoyo a Iraq para tranquilidad de sus aliados árabes en Jordania, Arabia Saudí y el Golfo, salió a la luz una red de tráfico de armas norteameri­ canas e israelíes a Irán que se desarrolló entre 1985 y 1987, ins­ pirada por Israel y organizada por la CIA. A su vez, los benefi­ cios obtenidos de este negocio se invertían en apoyo y armas para la Contra nicaragüense (así como para la guerrilla afgana y ango­ leña), violando la ley Boland del Congreso norteamericano. De hecho, como se supo después, la administración Reagan había au­ torizado a Israel la venta de armas a Irán entre 1981 y 1982, pero fue a partir de 1985 cuando, vivamente alentada por los israelíes, la CIA asumió la operación e intensificó las ventas armamentís117

ticas, lo cual dio capacidad a Irán para revivir el conflicto a su fa­ vor y prolongarlo.48 Esta operación de tráfico de armas, que contradecía la políti­ ca oficial norteamericana de hostilidad hacia Irán, tenía varios motivos. Los responsables norteamericanos e israelíes defendie­ ron oficialmente que el objetivo era favorecer el cambio interno en Irán para recuperar a ese país en el tablero estratégico mediooriental, en un momento en que empezaba a surgir una clase po­ lítica más moderada en torno al nuevo presidente de la Repúbli­ ca, Hacherai Rafsanjani, que había sucedido en julio de 1987 a Jomeini tras la muerte de éste. Pero en este negocio se escondía también una estrategia más inconfesable: el intercambio de armas por rehenes norteamericanos capturados por fuerzas pro-iraníes en el Líbano (traicionando la política oficial y exigida a sus alia­ dos de no negociación con terroristas). Era también la constata­ ción palmaria de que EE.UU. asumía la visión y los intereses is­ raelíes en la región y, en consecuencia, lejos de situarse en una línea anti-iraní, como oficialmente proclamaba e incluso exigía a sus aliados, apostaba, como deseaba Israel, por prolongar el con­ flicto hasta el agotamiento de ambos beligerantes, de manera que las dos grandes potencias de Oriente Medio con gran capacidad militar y petróleo se autodestruyesen. Washington había absorbi­ do el punto de vista israelí, según el cual cuanto más durase esa guerra, mejor sería el resultado. Mientras el Watergate se había llevado por delante a Richard Nixon, el Irangate, con su extraordinaria acumulación de prevari­ caciones, dejó a Ronald Reagan casi indemne, y su vicepresiden­ te, George Bush, también implicado, no tuvo dificultades para ganar en noviembre de 1988 las elecciones presidenciales. Pero la política norteamericana en Oriente Medio quedó notablemente afectada y abrió una nueva fase de la guerra irano-iraquí en la que se acentuó la presencia de las dos superpotencias y el riesgo de generalización del conflicto. Cuando la guerra se extendió hacia la zona del Golfo y afectó a su navegación, Kuwait dio el paso decisivo de solicitar a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU que asumiesen la protección del paso de petroleros a través del Golfo. Desde 1985 Iraq había iniciado una línea de ataques contra las terminales petrolíferas iraníes en el 118

Golfo. Inevitablemente, los ataques iraquíes contra la industria del petróleo iraní y los barcos que transportaban sus hidrocarbu­ ros fueron respondidos con otra serie de ataques iraníes contra los petroleros que comerciaban con Iraq y sus aliados del Golfo. Hasta entonces la prudencia había dominado entre los Estados del Golfo y Arabia Saudí, pero los éxitos militares deí ejército ira­ ní en 1986, que le permitieron tomar el puerto de Fao e intensi­ ficar el hostigamiento contra los petroleros que transportaban el petróleo kuwaití, decidió a sus dirigentes a solicitar a las poten­ cias mundiales que les protegiesen. Con ello mostraban ya su in­ capacidad para defenderse y su opción por las potencias externas para su protección. Entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, Francia, Gran Bretaña y China, por razones diferen­ tes, desoyeron la petición de ayuda kuwaití, y EE.UU., en pleno escándalo Irangate mantuvo una posición ambigua, de manera que la URSS aprovechó la ocasión y asumió la defensa de los pe­ troleros kuwaitíes en el Golfo. EE#UU. no pudo asumir el riesgo de ver a Moscú protegiendo el petróleo producido por los países árabes pro-occidentales para consumo occidental, y en el verano de 1987 Washington envió una flota impresionante al Golfo a la vez que amenazaba a Irán con serias represalias si se permitía ata­ car la navegación en la región. En ese momento Francia y Gran Bretaña, habiendo perdido la ocasión de asumir una acción eu­ ropea independiente, se unieron con sus portaaviones a los de Washington. El 20 de julio, el Consejo de Seguridad de la O N U aprobaba la resolución 598 en la que llamaba al alto el fuego, al intercam­ bio de prisioneros y al regreso a las fronteras de 1980. Iraq acep­ tó la resolución, pero no así Irán, que dominaba la situación. La guerra sólo acabó en agosto de 1988, después de que en julio un Airbus civil iraní fuese abatido por un navio norteamericano, ofi­ cialmente por error, muriendo sus 290 pasajeros. Irán, que había entendido el mensaje, aceptó la resolución 598. El riesgo de extensión mundial del conflicto, con la URSS y EE.UU. compitiendo en el Golfo por la protección de los tradi­ cionales aliados árabes de EE.UU., que desconfiaban del alinea­ miento firme y prioritario de los norteamericanos con Israel y 119

eran sensibles a los cantos de sirena soviéticos, convenció final­ mente a Occidente de que había llegado el momento de poner fin a una guerra que, en cualquier caso, ya había cumplido la fun­ ción deseada por algunos: la destrucción mutua de los dos com­ batientes. El 20 de agosto, Teherán aceptaba el alto el fuego propuesto por la O N U que hasta entonces había rechazado. Sin duda, jun­ to al mensaje subliminal del Airbus civil, también influyeron los efectos de las últimas derrotas sufridas, como la recuperación ira­ quí de Fao, la desmoralización de la población iraní que había padecido las terribles consecuencias de la «guerra de las ciudades» lanzada desde Bagdad con sus modernos misiles, y la utilización de armas químicas por el ejército iraquí contra los soldados ira­ níes (armas conseguidas gracias a empresas alemanas, y de Fran­ cia, EE.UU. y Austria). A ello se unía la evolución política inter­ na del país. La revolución entraba en su Termidor, Jomeini había muerto y la nueva clase política se mostraba más dispuesta a la apertura, al menos económica, a Occidente. La guerra terminaba exactamente igual que empezó: las partes acordaban volver a la situación establecida por los Acuerdos de Argel de 1975. Pero ambos acababan arruinados y agotados, con un millón de muertos, entre ellos multitud de civiles. Irán no ha­ bía podido llevar a cabo ningún programa de desarrollo, yendo todos los beneficios del petróleo a la financiación de importacio­ nes y de la guerra, mientras la situación social y económica de la posguerra era catastrófica: entre 1979 y 1988 el producto interior bruto sólo había aumentado un 10% en tanto que la población había crecido un 30%. Oficialmente se estimaba que la recons­ trucción necesitaría 300.000 millones de dólares. Iraq acababa la guerra con una deuda de 80.000 millones de dólares, y el valor de ío destruido alcanzaba 70.000 millones de dólares. Estas cifras se tradujeron en enormes dificultades económicas para mantener en el futuro el desarrollo logrado en los años setenta.

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La segunda guerra del Golfo: La caída en desgracia de Saddam Husein

La invasión de Kuwait por parte de Iraq se inscribió inicial­ mente en la misma estrategia de supervivencia y búsqueda de li­ derazgo que había motivado la agresión contra Irán, acentuada por la difícil situación económica interna y el creciente malestar social que trajo consigo la ruina de la larga guerra anterior. Pero una serie de factores convirtieron en muy diferente este segundo conflicto: la agresión iba dirigida hacia otro país árabe, ponía en peligro a la región petrolífera pro-occidental por excelencia, y te­ nía lugar en un momento en que el orden internacional cambiaba de manera determinante por el colapso y derrumbe final de la URSS. En ese momento de gran incertidumbre, ni Saddam Husein supo calibrar el verdadero significado de lo que estaba ocurrien­ do ni EE.UU. quiso perder la ocasión que le brindaba la crisis para establecer las nuevas bases de su hegemonía en Oriente Me­ dio y en el mundo en general. La necesidad iraquí de liquidez financiera fue el motor prin­ cipal de la agresión. De su guerra contra Irán, Iraq salió econó­ micamente exhausto y obligado a escalonar los 80.000 millones de deuda ante su incapacidad para reembolsarlos sin sacrificar su programa militar e industrial. El régimen iraquí era consciente de que no podía seguir permitiendo las privaciones de una población agotada por la guerra, pero sus proyectos militares e industriales casaban mal con una factura alimentaria externa de 750 millo­ nes de dólares, un crecimiento demográfico del 3,6% (un millón de nuevos iraquíes cada catorce meses) y una inflación del 45%. Los recortes impuestos en la administración y el sector público trajeron consigo un alto índice de desempleo y la sensación de in­ seguridad aumentó entre una población acostumbrada a que el 121

Estado le proveyese de sus principales necesidades. Además el ré­ gimen de Bagdad se encontraba con otro gran problema: la vuel­ ta a la vida civil de miles de iraquíes que habían sido reclutados para la guerra. La desmovilización de un ejército que de 200.000 hombres había pasado a un millón en un marco económico pre­ cario donde el empleo se encontraba en un proceso de gran decli­ ve planteaba serios desafíos al gobierno. Así pues, cargado de deudas civiles y militares, cuya suma equivalía al montante del presupuesto anual del país, el Estado iraquí iniciaba la década de los noventa en situación de ban­ carrota. Saddam Husein esperaba que el gran «servicio» que había hecho a Occidente y a sus vecinos del Golfo frente al «jomeinismo» se tradujese en la concesión de un periodo de gracia de tres a cinco años en los que Iraq no se viese obligado a reembolsar sus deudas, a fin de contar con una bolsa financiera suficiente para reponerse. Sin embargo, esa propuesta iraquí no encontró la acogida esperada. Sus acreedores árabes y occidentales no acep­ taban ese estado de gracia, ni escalonamientos ni garantías para nuevos préstamos, mientras el precio del petróleo había caído a 15 dólares el barril, menos que antes del boom petrolero de 1973. Por ello, el nuevo marco de la confrontación se situó en tomo a la batalla que Iraq planteó para obtener una revalorización de los precios del petróleo y la suspensión de su deuda con los países petroleros del Golfo, que una vez cumplida la misión de desarti­ cular «la amenaza iraní» hacían oídos sordos a las peticiones ira­ quíes. Iraq transmitió tanto a la OPEP como a la embajada de EE.UU. en Bagdad su desacuerdo por el desequilibrio que signi­ ficaba que, con la bendición de los grandes Estados consumido­ res, la redistribución de la renta del petróleo en Oriente Medio se efectuase de manera muy desigual y en perjuicio del mundo árabe (en 1989 el 93% de los 470.000 millones de dólares de be­ neficios obtenidos por los Estados miembros del Consejo de Co­ operación del Golfo habían sido invertidos en Occidente). Por todo ello la reivindicación sobre Kuwait se fue convir­ tiendo en la alternativa iraquí para asegurarse esa financiación no conseguida, teniendo en cuenta la popularidad con la que conta­ ba dicha reivindicación en Iraq, blandida por más de un dirigen­ te en periodos anteriores, desde Nuri al-Said al general Qasem, y 122

sentida en el imaginario iraquí como una división colonial im­ puesta en contra de los intereses nacionales. Husein comenzó una escalada de ataques verbales contra sus vecinos hasta que en julio de 1990 afirmó que Kuwait «robaba» desde 1980 el petróleo ira­ quí con sus extracciones del subsuelo de Rumayla (yacimiento que se extiende entre Iraq y Kuwait) y reclamó compensaciones. Kuwait y Arabia Saudí se limitaron a proponer un préstamo a Iraq de 10.000 millones de dólares a lo que Bagdad respondió el 23 de julio de 1990 movilizando 100.000 soldados en la frontera con Kuwait. El día 27 la OPEP, en su reunión de Ginebra, llevó el pre­ cio de referencia del barril de petróleo a 21 dólares aproximán­ dose, aunque a regañadientes, a las peticiones de Iraq. No obs­ tante, Saddam Husein invadió Kuwait seis días después. El pulso que Saddam Husein decidió echar invadiendo Ku­ wait perseguía un doble objetivo, petrolero/financiero (en 1989 Kuwait percibió de sus 122.000 millones de dólares invertidos en Occidente 9.000 millones de dólares en intereses, lo que supera­ ba sus ingresos del petróleo), pero también estratégico: ampliar su salida al mar en el golfo Pérsico, fundamental para el desarrollo de su industria petrolífera. Por supuesto, a esto se unía su ambi­ ción patológica de representar un liderazgo árabe nunca realiza­ da y su dificultad para desmovilizar la enorme máquina militar que había creado. Pero también jugó un importante papel la ru­ dimentaria interpretación que Saddam Husein hizo de la política mundial, calibrando mal los cambios internacionales que se esta­ ban produciendo en ese momento. Husein siguió pensando en el marco estratégico que había prevalecido hasta entonces, conven­ cido de que la URSS le apoyaría, cuando en realidad la situación interna soviética y los cambios que Gorbachov afrontaba sólo le permitieron participar en los intentos de mediación para tratar de evitar la guerra. Es más, era la ocasión para mostrar a Occiden­ te la credibilidad del nuevo ideario de la penstroika, por el que la política exterior soviética abandonaba la rivalidad Este-Oeste, y Moscú apoyó todas las resoluciones propuestas por EE.UU. en la ONU. Para la URSS hubiese sido mejor que el despliegue mili­ tar norteamericano no se hiciese y que la guerra no hubiese te­ nido lugar, pero no estaba en absoluto interesada en poner en pe­ ligro su nueva relación con Occidente por evitar esa guerra.

Por otro lado, para Saddam Husein EE.UU. y sus aliados eu­ ropeos eran «sus amigos», ya que, en efecto, no le habían negado ningún apoyo en los últimos ocho años y habían evitado cual­ quier crítica a sus violaciones de los derechos humanos. A todo esto se unió unos confusos contactos entre Husein y la embajada estadounidense en Bagdad, que nunca fueron aclarados. Poca re­ levancia se ha dado a la interpretación que Saddam Husein pudo haber hecho de lo transmitido por la embajadora norteamericana en Bagdad, April Glaspie, para seguir con su empresa contra Ku­ wait. De las informaciones publicadas sobre los encuentros de Glaspie con Husein en julio de 1990 se infiere que ésta puso todo su entusiasmo en transmitir a Husein que lo importante para EE.UU. era mantener buenas relaciones con Iraq y le transmitió que «no tenemos opinión sobre los conflictos interárabes, como lo es su diferencia fronteriza con Kuwait». Sus declaraciones pos­ teriores al New York Times eran aún más sorprendentes, al afirmar: «yo no pensaba, y nadie pensaba, que los iraquíes fuesen a tomar “todo” Kuwait». ¿Significaba que pensaban que todo se iba a redu­ cir a ajustar las fronteras con respecto al yacimiento de Rumayla y que eso sí era aceptable? Desde luego la interpretación personal que hizo su interlocutor fue, como él mismo afirmó después, que tenía luz verde para invadir Kuwait. De cualquier manera, cuando Saddam Husein se dio cuen­ ta del error que estaba cometiendo ya era demasiado tarde. A EE.UU. la invasión de Kuwait le servía sobremanera para su es­ trategia, incluyendo la puesta en escena de su inmensa capacidad militar. La cuestión tuvo dos niveles. Uno era la necesaria con­ dena de la agresión a un Estado soberano, sobre lo que hubo un consenso universal. El otro, el recurso a la guerra cuando no se habían agotado todas las posibilidades de arreglo pacífico. La op­ ción a favor de la guerra acabó convirtiéndose en el objetivo indisimulado de EE.UU. que, consciente de las debilidades de la URSS y China, podía sacar grandes ventajas del fin de la guerra fría. El discurso de la administración norteamericana dejaba tras­ lucir una innegable voluntad de poder. El presidente Bush, en su discurso en el Pentágono el 15 de agosto de 1990, declaraba: «He­ mos alcanzado una nueva era llena de promesas, pero los acon­ tecimientos de los últimos quince días nos recuerdan que nada 124

puede sustituir a la autoridad moral de Estados Unidos, y que esta autoridad no puede ser eficaz sin poden*. Así, EE.UU. convirtió una crisis regional, que podía ser con­ tenida, en una conflagración internacional. Es cierto que la Liga Árabe fracasó ei\ su primer intento de mediación el 10 de agos­ to, pero cuando pidió más tiempo EE.UU. respondió enviando sus primeras tropas al Golfo. A partir de ese momento, a los paí­ ses árabes se les redujo al papel de decidir, bajo una enorme pre­ sión norteamericana, si estaban con los EE.UU. o no. Quienes dijeron que no pagaron las consecuencias de su autonomía. Europa, particularmente afectada por el acontecimiento en tanto que vecina inmediata del mundo árabe, no perdió la oca­ sión de mostrar hasta qué punto puede «anularse» cuando la po­ lítica estadounidense entra en acción. Los países de la Unión Eu­ ropea fueron incapaces de definir una política conjunta y, por tanto, de llevar a cabo una mediación necesaria para evitar la guerra. Gran Bretaña, fiel a su tradición histórica, apostó sin fi­ suras por la decisión estadounidense de declarar la guerra; Ale­ mania estaba dedicada a su unificación, así que mantuvo una postura de repliegue y en ningún momento envió tropas al cam­ po de batalla; y Francia mantuvo una posición errática y sinuosa que, sin desmarcarse del crescendo de resoluciones que EE.UU. marcaba en la O NU, quiso dejar muy clara su «diferencia» de­ sarrollando una gran actividad para lograr una salida pacífica a través de «la solución interárabe» (que se estrelló sistemáticamen­ te con la división de los países árabes) o proponiendo una con­ ferencia internacional que también afrontase el problema pales­ tino. Estas iniciativas se plantearon para reforzar su imagen de lucha por la paz ante sus interlocutores en el mundo árabe, y no tanto porque creyese que tenían posibilidades de funcionar. A la hora de la verdad, cuando llegó el punto de no retorno y se de­ claró la guerra, Francia participó sin dudarlo en la fuerza multi­ lateral con un cuerpo expedicionario de 12.000 hombres. En con­ secuencia, no supo convencer de su «buena fe» ni a los árabes, ni a los israelíes, ni a los europeos, ni a los estadounidenses. China, por su parte, se inclinó por la abstención. La princi­ pal preocupación de EE.UU. fue evitar el veto chino a la resolu­ ción 678 del Consejo de Seguridad que abría las puertas a la guerra. 125

Pekín optó por no molestar a EE.UU. con el fin de lograr su re­ habilitación diplomática y ayuda económica, bloqueadas por Washington por la represión de Tiananmen. Al día siguiente de la aprobación de la resolución 678 por el Consejo, el ministro de Asuntos Exteriores chino fue invitado a visitar la Casa Blanca. Sólo dos países votaron en contra de la resolución 678: Cuba y Yemen (el único país árabe que se sentaba en el Consejo). Nada más votar el embajador yemení, un diplomático norteamericano le dijo «Este es el voto negativo que más caro vais a pagar».49 En respuesta EE.UU. bloqueó la ayuda a Yemen, el país árabe más pobre. Pero esa resolución había sido precedida por otras. De hecho, la reacción del Consejo de Seguridad a la invasión de Kuwait el 2 de agosto de 1990 fue inmediata, empezando con la resolución 660 (con la sola abstención del Yemen), en la que se exigía «la re­ tirada inmediata e incondicional de todas las fuerzas iraquíes», mientras EE.UU., Gran Bretaña y Francia, seguidas de Alemania y Japón, congelaban todos los bienes iraquíes y kuwaitíes en el extranjero. A su vez, la Liga Árabe declaraba tras la reunión de su consejo ministerial del 3 de agosto «rechazar los efectos de esta invasión y no reconocer sus consecuencias» y llamaba a Iraq a «retirarse incondicionalmente y de inmediato». Pero ya se traslu­ cía la división del mundo árabe: Jordania, Yemen, Sudán y la OLP votaron en contra, mientras Libia estaba ausente e Iraq ex­ cluido del voto. Cuando el 8 de agosto Iraq anunció la anexión de Kuwait convirtiéndolo en una provincia iraquí, George Bush respondió enviando a Arabia Saudí un inmenso contingente de soldados norteamericanos acompañados de aviones de combate y blindados mientras James Baker declaraba que la situación era «un test político para el funcionamiento del mundo tras la guerra fría. América debe dirigir y nuestro pueblo debe comprenderlo». Entretanto Turquía y Arabia Saudí cerraban los oleoductos que atravesaban sus territorios desde Iraq y el precio del barril del pe­ tróleo subía de 20 dólares el barril a 40. Saddam Husein respondía el 12 de agosto proponiendo que «todos los problemas de ocupación en la región sean arreglados sobre la misma base y según los mismos principios enunciados por el Consejo de Seguridad» en una evidente referencia a la ocu­ 126

pación israelí de los territorios palestinos. Seis días más tarde anunciaba que había decidido «ser el anfitrión de los extranjeros procedentes de las naciones agresivas», por lo que unos 10.000 occidentales que se hallaban en Kuwait pasaron a ser rehenes. Al­ gunos de ellos incluso fueron instalados en lugares estratégicos como escudos humanos. Mientras tanto, EE.UU. trasladaba una enorme máquina de guerra a la región y lideraba una ofensiva di­ plomática concretada en 12 resoluciones de la ONU que esta­ blecían la imposición de sanciones: el boicot comercial, finan­ ciero y militar de Iraq (resolución 661 del 6 de agosto), la ilegalidad de la anexión de Kuwait {resolución 662 del 9 de agos­ to), la imposición del embargo aéreo y marítimo contra Iraq (re­ solución 670 del 25 de septiembre), la exigencia de retirarse de Kuwait y declarar a Iraq responsable de «todas las pérdidas, da­ ños y perjuicios ocasionados a Kuwait o a Estados terceros» (re­ solución 674 del 29 de octubre), y finalmente, la resolución 678 del 29 de noviembre, que autorizaba «a usar todos los medios ne­ cesarios» para obligar a Iraq a retirarse de Kuwait si no lo hacía antes del 15 de enero de 1991. Para entonces, EE.UU. se había ga­ rantizado la participación activa de Gran Bretaña, seguida de Canadá, Francia e Italia y el apoyo de la URSS tras la cumbre Bush-Gorbachov del 9 de septiembre de 1990. La dependencia soviética de la ayuda occidental ante su creciente crisis económi­ ca y social impidieron a Moscú tomar cualquier posición contra­ ria a EE.UU., y sólo pudo desplegar múltiples esfuerzos diplo­ máticos para evitar la guerra. Por parte árabe, doce de los veinte jefes de Estado árabes decidían enviar una fuerza panárabe a Ara­ bia Saudí (Túnez estuvo ausente, Libia y la OLP votaron en con­ tra, Argelia y Yemen se abstuvieron y Jordania, Sudán y Maurita­ nia emitieron reservas), de manera que EE.UU. constituyó una poderosa fuerza multinacional que sumaba 700.000 hombres, de los que 515.000 eran norteamericanos. Pero, lo que era muy im­ portante, también se aseguraron la financiación de esa guerra por parte de europeos y árabes: el 15 de enero de 1991 su aportación ya superaba los 40.000 millones de dólares. Justo antes de desencadenarse la guerra, hubo una propuesta francesa de solución política que contó con el apoyo soviético pero que no fue aceptada por el representante estadounidense en 127

la ONU. De hecho el presidente Bush rechazó con firmeza todas las soluciones de compromiso propuestas, ya viniesen de Iraq, de Francia o de la URSS, en la fase diplomática del conflicto. La propuesta francesa, presentada al Consejo de Seguridad la víspe­ ra del ultimátum de la ONU, se basaba en seis puntos. Los cinco primeros exigían la inmediata retirada iraquí de Kuwait, a lo que seguiría una verificación sobre el terreno de observadores inter­ nacionales y la instalación de una fuerza de mantenimiento de k paz compuesta principalmente por los países árabes. Pero en el pun­ to sexto integraba un elemento clave y sustancial, la cuestión pa­ lestina: «desde el momento en que se haya logrado la solución de este conflicto en el respeto de las resoluciones del Consejo de Se­ guridad, los miembros de éste aportarán una contribución activa para resolver los otros problemas de la región y en particular el conflicto árabe-israelí y el problema palestino convocando, en el momento apropiado, una conferencia internacional...». Esta propuesta francesa no sólo identificaba la clave de todos los con­ flictos en Oriente Medio, sino que además colocaba a Saddam Husein en la tesitura de mostrar que en efecto contribuía a la cau­ sa palestina, más aún cuando había hecho de ello un eje reivindicativo a su favor denunciando el doble rasero con el que Iraq era tratado cuando «ocupación» e «incumplimiento de resolucio­ nes de la ONU» caracterizaban el comportamiento de Israel des­ de hacía décadas. EE.UU. rechazó el plan, por un lado porque como era de esperar no aceptaba la vinculación de la cuestión pa­ lestina y, por otro, porque EE.UU. exigía que, aunque Iraq se re­ tirase de Kuwait, se mantuviesen las doce resoluciones anteriores de la O N U sobre Iraq, lo que no se reflejaba en el plan francés. Fue entonces cuando Fran^ois Mitterand, dirigiéndose directa­ mente a EE.UU., afirmó: «pues sí, Conferencia internacional, y se equivocan en no aceptarla. Allá ustedes, pero en lo que a mí concierne no voy a abandonar el que me parece el mejor cami­ no para apaciguar las pasiones en el Próximo y Medio Oriente».50 Por su parte, George Bush aparentó llamar a Bagdad al «diá­ logo», en lo que fue una puesta en escena de cara a su opinión pública mientras acababa de organizar el dispositivo militar sobre el terreno, Saddam Husein respondió liberando a los rehenes oc­ cidentales y aceptando una reunión el 3 de enero en Ginebra en­ 128

tre James Baker y Tareq Azíz, que sólo fue una parodia. A las 24 horas *de expirar el ultimátum de la O N U comenzó la guerra. La primera fase del conflicto, entre el 17 de enero y el 23 de febrero de 1991, se centró en bombardeos masivos sobre el po­ tencial militar y económico de Iraq y las tropas estacionadas en Kuwait. Iraq respondió lanzando misiles Scud contra Israel y Ara­ bia Saudí, a la vez que Saddam Husein puso en marcha toda una estrategia política de identificación con las dos cuestiones más movilizadoras en el mundo árabe: Palestina y el islam, a fin de ganarse las simpatías de las poblaciones frente a los deslegitima­ dos regímenes. Así, proclamó que su batalla era una yibád contra el imperialismo occidental y que no se retiraría de Kuwait si Is­ rael no hacía lo propio con los territorios palestinos. Por último, olvidando su secularismo tradicional, islamizó su discurso, inte­ grando la religión en los símbolos del Estado: desde entonces la bandera iraquí contiene la leyenda AÜahu Akbar (Dios es lo más grande). La arabidad había sido el eje en tomo al cual giró la re­ presentación de la guerra irano-íraquí desde la retórica oficial del régimen: una guerra de árabes contra persas; en esta nueva guerra la situación exigía modificar el registro y convertirla en una ba­ talla entre el islam y un Occidente que ocupaba territorio mu­ sulmán, con mención especial a la presencia militar estadouni­ dense en Arabia Saudí, donde se encuentran los Santos Lugares de La Meca y Medina. Por parte norteamericana y occidental no faltaron tampoco las referencias religiosas y se extendió el dis­ curso en torno a la idea de que la guerra era una «cruzada» de la civilización occidental en defensa de la democracia, justificada por razones «morales». Un plan soviético de retirada de Kuwait fue aceptado por Iraq el 23 de enero, antes de que se desencadenase la fase de la ofen­ siva militar terrestre, pero EE.UU. lo rechazó y ni siquiera per­ mitió que fuese discutido en el Consejo de Seguridad. Esta ini­ ciativa soviética contaba con la aceptación iraquí de la resolución 660, que exigía la total e inmediata retirada de Kuwait, y estable­ cía que a partir de ese momento el mantenimiento de las otras once resoluciones ya no era necesario porque el objetivo que bus­ caban, forzar la retirada iraquí, ya se habría cumplido. Sin em­ bargo, los norteamericanos defendían de manera inamovible el 129

mantenimiento de las sanciones a Iraq, aunque se retirase de Ku­ wait. EE.UU. siguió manteniendo que Iraq seguiría sometido a las doce resoluciones síne die y no consintió que se discutiese o valorase la propuesta soviética. Las palabras de Margaret Thatcher, incondicional aliada del punto de vista norteamericano, ex­ presaban perfectamente esa impresión, confirmada después por la realidad, de que no se trataba sólo de liberar Kuwait: «la retirada de las tropas iraquíes de Kuwait no es suficiente. Es necesario dar un golpe definitivo a Iraq, doblegar a Saddam Husein y liqui­ dar toda la infraestructura militar e industrial de ese país». El presidente Bush no tardó en dar la orden de iniciar la ope­ ración terrestre, desoyendo, entre otras, las consideraciones del secretario general de la ONU, Pérez de Cuéllar, que dejaba la puerta abierta a un compromiso ya que recordaba la obligación del Consejo de mantener los principios de las resoluciones «pero también el imperativo moral supremo de prevenir la destrucción de otras vidas. Dos objetivos que no son irreconciliables». Pero la voluntad férrea de imponer a Iraq las doce resoluciones prevale­ cieron sobre «el imperativo moral». Las fuerzas aliadas penetraron en Iraq y Kuwait en la madrugada del 23 al 24 de febrero, tras haber enterrado vivos a los soldados iraquíes de las primeras lí­ neas, como se supo seis meses más tarde. La campaña militar fue tan fácil que en tres días esas fuerzas aliadas llegaban hasta Basora. El 26 de febrero Saddam Husein anunciaba la retirada del ejército iraquí y al día siguiente Tareq Aziz anunciaba a Naciones Unidas la aceptación sin condiciones de todas las resoluciones. El 2 de marzo el Consejo de Seguridad adoptaba la resolución 687 en la que se exigía a Bagdad el reconocimiento de las fronteras de Kuwait, el pago por los daños de guerra causados a los Esta­ dos y particulares y la destrucción de sus armas químicas y bio­ lógicas. Además, mantenía el embargo económico y militar. Más de un año después, el 26 de agosto de 1992, el Consejo de Se­ guridad establecía la inviolabilidad de la frontera entre Iraq y Ku­ wait a través de la resolución 733, y el 27 de mayo de 1993, por la resolución 833, marcaba su trazado definitivo, desplazándolo 600 metros a favor de Kuwait, de modo que algunos pozos pe­ trolíferos del yacimiento de Rumaila se integraban en el emirato e Iraq veía reducida su salida al mar. 130

Sin embargo, a pesar de todos los cantos occidentales a favor de la civilización y la democracia, Saddam Husein y su régimen sobrevivieron con la ayuda tácita de quienes le habían derrotado. A finales de febrero se desencadenó una insurrección shií contra el Régimen de Saddam Husein aprovechando la debilidad causa­ da por el conflicto, pero, ante la sorpresa generalizada, llegó una orden de la alta jerarquía política estadounidense de finalizar la guerra sobre el terreno el 28 de febrero, lo que significaba re­ nunciar al plan previsto de destrucción de la Guardia Republica­ na iraquí, el cuerpo militar mejor preparado y organizado del país. Sólo unos días más hubiesen bastado para lograr ese objeti­ vo, también vital para acabar con la capacidad militar de Saddam Husein. Sin embargo, «los defensores de la civilización occiden­ tal» permitieron no sólo su supervivencia sino que, liberada del combate, se concentrase en reprimir brutalmente la revuelta shií, que había logrado controlar una parte importante del territorio iraquí. EE.UU. contribuía a aportar el instrumento de la repre­ sión y, junto con sus aliados, consintieron la matanza perpetrada por el régimen iraquí contra los shiíes, lo que les hizo cómplices indirectos de esa masacre. Desmarcándose de las llamadas a la población iraquí para que se sublevase contra Saddam Hussein hechas durante la guerra, EE.UU. no sólo no apoyó esa revuelta, sino que permitió su brutal sometimiento. El saldo fue de al me­ nos 300.000 muertos a través de ejecuciones masivas de la po­ blación, deportaciones a Irán y una política de tierra quemada de la región de las marismas del sur, de cuya explotación vivía bue­ na parte de la población shií iraquí. En resumen, el mayor de­ sastre humanitario y ecológico de Oriente Medio y uno de los mayores del mundo, según el UN Environmental Program. Todo ello hacía honor al lema que el ejército iraquí pintó en los tan­ ques que perpetraron la masacre: «desde hoy ya no habrá shiíes». Es más, aunque al inicio de la guerra la oposición kurda prefirió no tomar ninguna posición definida contra el régimen, cuando comenzó la revuelta shií el norte kurdo se contagió. La Guardia Republicana respondió bombardeando Kirkuk y Sulaimaniya (con permiso tácito de EE.UU., que no impidió al ejército iraquí la utilización de helicópteros), provocando un éxodo masivo de kurdos hacia Turquía e Irán que huían horrizados de que se pu­ 131

diese repetir la experiencia de la campaña del Anfál en 1988. En ese momento, cuando Saddam Husein parecía victorioso, la opo­ sición kurda tomó la decisión unilateral de negociar con Saddam Husein. Pero el futuro les tenía reservado un safe haven (refugio seguro) sin que ellos todavía lo supieran; la solidaridad interna­ cional iba a reaccionar a favor de esas poblaciones kurdas como no lo haría con respecto a las shiíes, como veremos más adelan­ te. En cambio, nadie reaccionó ni pidió explicaciones sobre las contradicciones norteamericanas por ese cierre en falso de la gue­ rra y sus consecuencias. Todos estos acontecimientos casaban mal con la proclama presidencial norteamericana de un mes antes, que recogía todos los clichés del imaginario político estadounidense. En su discur­ so sobre el Estado de la Unión el 29 de enero de 1991 George Bush proclamaba en plena euforia por el fin de la guerra fría: «Desde hace dos siglos, EE.UU. ha servido de ejemplo al mundo en materia de libertad y democracia. Desde hace generaciones he­ mos asumido la lucha de preservar y extender los beneficios de la libertad. Hoy en un mundo en rápida evolución el liderazgo de EE.UU. es indispensable (...). Sabemos por qué las esperan­ zas de la humanidad giran hacía nosotros. Somos norteamerica­ nos: tenemos la obligación excepcional de actuar a favor de esta tarea difícil que es la libertad. La determinación y valentía que constatamos en el Golfo en el momento actual es simplemente la ilustración del carácter americano... Y en tanto que americanos sabemos que a veces debemos aceptar la responsabilidad de sacar al mundo de las tinieblas y del caos de la dictadura y conducir­ los hacia la promesa de mejores días.... Sí, EE.UU. asume una parte importante de responsabilidad en la guerra contra Iraq por­ que, entre todas las naciones del mundo, sólo EE.UU. posee a la vez la posición moral y los medios de mantenerla». La manera brutalmente sangrienta en que acabó esta guerra del Golfo ponía de manifiesto lo que había tras el discurso que pretendía presentar la guerra como una causa moral y un ejerci­ cio en defensa de los valores democráticos y la civilización en contra del llamado «Hitler de Oriente Medio». La meta superior buscaba establecer la hegemonía estadounidense en la región, y para ello Saddam Husein era más útil en ese momento que cual132

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quier alternativa capaz de reconstruir el país y dirigirlo de mane­ ra soberana de acuerdo con los designios de su propia población. Eso hubiese exigido la normalización de Iraq, contribuir a re­ construirlo en vez de aislarlo y sancionarlo, pero EE.UU. no es­ taba dispuesto a prescindir de su proyecto de dominación de este país y su riqueza petrolera. Sin embargo, necesitaba tiempo para organizar el recambio de Saddam Husein por una alternativa tu­ telada por Washington. Por ello prefirieron mantener a un régi­ men fácilmente «demonizable», lo que permitía justificar la dra­ coniana situación de aislamiento e intervención a la que se iba a someter a Iraq, a la espera de que se creasen las condiciones de­ seadas para poder deshacerse de Husein y controlar el país. En­ tretanto, lo que quedaba claro era que, al igual que todos los re­ gímenes iraquíes, ni EE.UU., ni Israel, ni Arabia Saudí querían ver a los shiíes gobernando el país y normalizando sus relaciones con la otra potencia regional, Irán. Lamentablemente, ésta fue la última vez que Saddam Husein fue lo suficientemente vulnerable como para poder apartarle del poder desde una dinámica interna y representativa. Así se hubiese podido evitar el martirio al que, con estrategias antagónicas pero hasta cierto punto cómplices, Saddam Husein y la comunidad internacional han sometido des­ de hace doce años a la sociedad iraquí. Pero antes de examinar la situación de Iraq durante ese pe­ riodo, es fundamental analizar la situación general en Oriente Medio tras la guerra del Golfo, que ha tenido una influencia de­ cisiva en la cuestión iraquí. Esta situación general, en la que se ha visto inmerso Iraq, se ha caracterizado por la fractura del mun­ do árabe, por los cambios impuestos por el nuevo orden esta­ dounidense en la región y por el fracaso del proceso de paz pa­ lestino-israelí. Otro factor muy influyente, de carácter negativo, ha sido cómo se han presentado los hechos ante las sociedades occidentales, lo que ha generalizado la idea del choque de civili­ zaciones y el miedo al espectro del fúndamentalismo islámico.

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La fractura del mundo árabe

Aunque la historia árabe contemporánea ha estado marcada por continuos episodios dramáticos, nunca antes se había puesto tanto a prueba a esta región como en la guerra del Golfo. En los meses que transcurrieron desde agosto de 1990 a marzo de 1991 se resquebrajaron los sistemas de alianza interárabes, se manifes­ taron sin disimulo los antagonismos locales, salieron a la luz los enormes problemas de los regímenes y se desvelaron las «incon­ fesables» dependencias con EE.UU., aliado fiel de Israel. Aunque la guerra se vivió militarmente en Oriente Medio y políticamente en el Magreb, el conflicto en ambos casos estable­ ció indefinidamente un nexo indisoluble entre política interna, exterior e internacional. Las fracturas fueron múltiples: por pri­ mera vez la mayor parte del mundo árabe se encontraba alinea­ do en el mismo lado que Israel; las organizaciones interárabes mostraron con crudeza su ineficacia e inviabilidad, como la Liga Árabe, o simplemente desaparecieron, como el Consejo de Coo­ peración Árabe;* los regímenes no pudieron enmascarar el cisma que existía entre ellos y sus ciudadanos, y fueron muchos los que tuvieron que caer en retorcidas ambivalencias para afrontar las manifestaciones populares contra la guerra a la vez que ofrecían su apoyo a EE.UU., como Marruecos. Otros mantenían una pru­ dente distancia, como Argelia y Túnez. Alguno de los más fieles aliados de EE.UU., como Jordania, tuvo que renunciar a su leal­ tad histórica para atajar el peligro grave de desestabilización. Los 15 Constituido en febrero de 1989 por Egipto, Iraq, Jordania y Yemen en busca de un contrapeso regional al Consejo de Cooperación del Golfo, se disolvió en 1991 cuando Saddam Husein trató de que fuese una plataforma para avalar su invasión a Kuwait, lo que motivó que Hosni Mubarak lo denunciara.

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que formaban parte de la lista de «enemigos» de EE.UU. decidí­ an mostrar un buen comportamiento ante la coalición liderada por los norteamericanos, como Siria, o mantener un perfil bajo, como Libia. Aun otros, como Arabia Saudí y Kuwait, mostraron hasta qué punto su retórica de la solidaridad árabe y palestina era superficial y no dudaron en «vengarse» de manera inmisericorde contra las poblaciones civiles pertenecientes a las nacionalidades que no se sumaron a la gran coalición contra Iraq, como fue el caso de Jordania, la OLP y el Yemen; y todos los riquísimos Es­ tados petroleros del Golfo y Arabia Saudí demostraron a sus ciu­ dadanos y al mundo entero que ante su incapacidad para defen­ derse a sí mismos en una región recorrida por la inestabilidad optaban definitivamente por el protectorado militar norteame­ ricano. Analicemos esas diferentes fracturas y sus consecuencias. La primera de todas fue la interna, la que se da entre gobernantes y gobernados y que encontró en el escenario de la crisis y guerra del Golfo un marco excepcional en el que expresarse. A princi­ pios de los años noventa, la situación interna en los países árabes ya se caracterizaba por un progresivo distanciamiento entre los gobiernos y sus poblaciones, situación que se irá agudizando has­ ta el momento actual, como veremos más adelante. La mayor parte de los Estados árabes se caracterizaban por lo que va a ser una dinámica ascendente: el tribalismo, el clientelismo y la ero­ sión socioeconómica de sus países, mientras sus gobernantes se­ guían representando a una elite política heredera de un sistema de valores que desde los años setenta había fracasado rotunda­ mente. De hecho, ya entonces afrontaban lo que sigue siendo el origen de la crisis interna que padecen de manera cada vez más acuciante: el desfase entre el monopolio totalitario del poder y el desarrollo de una segunda generación poscolonial que no se iden­ tifica con unos gobernantes que no han sido capaces de inte­ grarlos ni política, ni ideológica, ni socioeconómicamente. La primera generación nacionalista sentó las .bases del gobier­ no autoritario y del modelo socioeconómico de tipo protector, pero al menos contaba con un sistema de valores móvil izad or con el que se identificaban la mayoría de las poblaciones árabes. El nacionalismo desarrollista, el socialismo igualitarista, el pana135

rabismo, el anti-imperialismo (siempre catalizado por la lucha contra Israel) nutrieron de ideales a esas sociedades de los años sesenta y setenta. A finales de esa década, todo ese sistema de va­ lores entró en crisis a consecuencia de los fracasos acumulados: el modelo de economía protectora entró en bancarrota, el des­ arrollo se vio lastrado por los puestos de trabajo improductivos, por un sobredimensionado sector público, por una burguesía de Estado que promovió un sistema basado en las redes de corrup­ ción; el socialismo igualitarista mostró todas sus deficiencias; el panarabismo fracasó en todos sus intentos de plasmación real mi­ nado por los intereses políticos y hegemonistas de los diferentes regímenes árabes; y el anti-imperialismo orientado contra Israel se hizo añicos con la derrota de la guerra de los Seis Días en 1967. El colapso de ese sistema de valores tenía lugar en conjunción con un factor demográfico de grandes consecuencias sociológicas. Tanto por ciertas políticas natalistas vinculadas al modelo de Es­ tado protector y desarrollista poscolonial, como por toda una se­ rie de cambios socioeconómicos que han prolongado la dura­ ción de la adolescencia,* el desarrollo demográfico poscolonial generó desde finales de los años setenta una inmensa nueva ge­ neración de jóvenes. En consecuencia, la población considerada dentro de la categoría social «joven» (por debajo de los 25 años) supone el 65°/o de la población total de los países árabes.** Uni­ * El desarrollo de la educación secundaria en los años sesenta y setenta retra­ só la edad media del matrimonio y el consiguiente paso a la edad adulta a 24 años para los hombres y 20 para las mujeres, ampliándose considerablemente el período de la adolescencia. También han contribuido a este retraso las políticas de planificación familiar puestas en marcha ante los problemas derivados de su elevada tasa de creci­ miento demográfico, incluso las leyes de familia más recientes han aumentado la edad mínima del matrimonio en sociedades donde la tradición ha marcado siempre una pauta de edad matrimonial muy temprana, sobre todo para las mujeres. Otros facto­ res de tipo socio-económico, como las dificultades para encontrar empleo y vivienda, han contribuido al retraso de los matrimonios. * * Esta realidad no contradice otra igualmente constaíable, contraria a las tan difundidas teorías «catastrofistas» sobre el imparable crecimiento demográfico árabe. Los especialistas en esta región observan un descenso considerable de la fecundidad, debido, entre otras causas, al ascenso de la educación femenina, el retroceso de la eco­ nomía rentista, y las campañas de planificación familiar. Sí es cierto que la elevada tasa de crecimiento experimentada en las décadas anteriores ha generado un enorme reju­ venecimiento de la población, y que el equilibrio demográfico no se va a alcanzar has­ ta dentro de una o dos décadas.

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do a esto, el proceso intensivo de urbanización y la extensión de la educación experimentados por estos países, han contribuido a que el perfil de la mayoría de esa nueva generación sea la del jo­ ven urbano y con algún nivel de estudios.51 El deterioro de las condiciones económicas, sociales y políticas afectó de manera particular a esos nuevos jóvenes urbanos. Por un lado, a esta nue­ va generación le tocó vivir un momento económico de crisis agu­ da. La situación de quiebra económica en la que se encontraron estos países llevó a sus gobiernos a recurrir en los años ochenta a la ayuda económica de las grandes instituciones internacionales, el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), lo que les forzó a realizar rígidos programas de ajuste estructural. En la mayor parte de los casos, estos procesos de ajuste estructu­ ral han tenido un gran impacto en el bienestar de los ciudadanos y han producido un enorme deterioro de los indicadores socia­ les. Además, las consecuencias sociales de los Programas de Ajus­ te Estructural (PAE) no han afectado uniformemente a todo el cuerpo social, siendo la población urbana, sobre todo los asala­ riados de los sectores más modernos de la economía, y los para­ dos los segmentos más profundamente afectados. El desempleo, al ampliarse, se volvió más discriminador afectando más a las mu­ jeres que a los hombres, a los jóvenes que a los adultos y, nota­ blemente, a los diplomados y licenciados universitarios (el 57% de la población árabe en paro hoy día tiene un nivel de educa­ ción secundario o superior, en tanto que en 1984 suponía el 37%). Se dio, pues, una sobredimensión del desempleo en las ciu­ dades y entre los jóvenes, especialmente entre los diplomados, a los cuales los PAE les han cerrado la puerta de la administración y el sector público y para los que el retomo a la vida rural queda completamente descartado. Hay que tener en cuenta que hasta la asunción de los PAE las administraciones y las empresas públicas empleaban, de manera improductiva, a los jóvenes licenciados o diplomados. Países como Iraq, Siria, Egipto, Argelia o Túnez in­ tegraban en sus presupuestos generales hasta hace relativamente poco la financiación de empleos en la administración destinados a recién licenciados, a fin de absorber las promociones salientes cada año. Toda esa nueva generación, en crecimiento desde los ochen­ 137

ta, no sólo va a ser el sector social más excluido sino también el que tiene más demanda de un nuevo proyecto político e ideoló­ gico que sus gobernantes son incapaces de representar, obsesio­ nados por mantener el monopolio del poder y garantizar su su­ pervivencia en el mismo. En ese cambio generacional, vinculado a la búsqueda de una alternativa política capaz de llevar a cabo el programa que los regímenes poscoloniales prometieron cum­ plir y que desde los ochenta habían demostrado definitivamente no ser capaces de hacer, es donde se encuentra la raíz del éxito de los movimientos islamistas. Esa búsqueda de un nuevo siste­ ma de valores se ha plasmado para muchos en la afirmación de lo «propio» frente a las fracasadas experiencias inspiradas en mo­ delos exógenos (liberales o socialistas). De ahí que se haya arrai­ gado todo un discurso en tomo a la «identidad musulmana» y la «autenticidad islámica». No obstante, no hay que entender esta dinámica como un deseo de volver al pasado y estancarse en él, sino como una recuperación del legado autóctono para reinterpretarlo y acomodarlo a los tiempos actuales y lograr lo que los árabes llevan buscando desde hace un siglo: su renovación, de­ sarrollo e independencia. En consecuencia, el islamismo es el movimiento político con el que se identifica muy buena parte de la nueva generación, y fue durante la reacción a la guerra del Golfo cuando se expres­ ó de manera manifiesta que era el pensamiento político ascen­ dente frente al acelerado declive del nacionalismo árabe socia­ lista. En ese sentido, los partidos islamistas fueron en gran me­ dida los que mejor lideraron y encauzaron el movimiento contra la guerra. Es también por ello que Saddam Husein no dudó en «islamizan» su discurso para establecer puentes de identificación con las poblaciones que se movilizaban contra la guerra, pero también de manera indirecta contra sus gobernantes y el sistema de valores fracasado que, incluyendo al mismo Saddam, repre­ sentaban. La razón por la que las poblaciones árabes tuvieron la posi­ bilidad de expresar su rechazo a la guerra en las calles, e incluso crear una especie de opinión pública que algunos gobernantes tu­ vieron que tener en cuenta, se debía a la apertura política que al­ gunos regímenes árabes tuvieron que asumir a finales de los años 138

ochenta y que el nuevo orden surgido de la guerra del Golfo les permitió después eludir. Tanto por factores internos (el gran dé­ ficit de legitimidad que padecían frente a un ascendente y arti­ culado movimiento de oposición islamista con gran predicamen­ to social) como por los cambios internacionales que anunciaban el fm del orden bipolar, muchos gobernantes árabes percibie­ ron a fines de los ochenta que su vulnerabilidad se acrecentaba y que la crisis interna era demasiado aguda como para poder afron­ tarla solos. La incertidumbre que causó el proceso de derrumbe de la URSS, que sin duda iba a generar nuevas dinámicas inter­ nacionales en las que no sabían cómo y hasta qué punto iban a contar con los apoyos externos (económicos, políticos y milita­ res) que siempre habían necesitado para su supervivencia en el poder, fue un factor determinante para decidirles a liberalizar «homeopáticamente» el sistema político, a fin de permitir cierta catarsis interna y realimentar sus fuentes de legitimidad. Así, Hosni Mubarak en Egipto, Ben Ali en Túnez, Chadli Benyedid en Argelia y el rey Husein en Jordania inauguraron dos o tres años antes de tener lugar la guerra del Golfo una apertura política «con­ trolada» en la que se incluyó la aceptación del pluripartidismo, la celebración de elecciones algo más competitivas, la ampliación de ciertos márgenes de libertad y la integración vigilada y bajo su­ pervisión policial de los partidos islamistas.52 Estos cambios fueron muy limitados porque respondían so­ bre todo a una estrategia de supervivencia de la elite gobernante, que era bastante avara en sus concesiones democratizadoras, pero simbólicamente abrieron muchas expectativas y despertaron mu­ chas esperanzas entre las poblaciones árabes, más aún cuando se unían a la pauta überalizadora que caracterizaba a muchos regí­ menes totalitarios del mundo en ese momento posbipolar. De he­ cho, si la guerra del Golfo no hubiera tenido lugar con todas sus negativas consecuencias posteriores, probablemente esa dinámica liberalizadora hubiese sido el embrión de un proceso democratizador en toda regla. Sin embargo, fue completamente quebrado y experimentó una involución radical «gracias» a la pax america­ na y el nuevo orden que instauró en todo el mundo árabe. Pero en 1990, el proceso de liberalizadón estaba en marcha, permi­ tiendo una libertad de manifestación y de acción pública a las 139

oposiciones políticas impensable poco tiempo antes. Los gober­ nantes se vieron obligados a tener en cuenta la expresión públi­ ca de la mayoría de las poblaciones en contra de la guerra, y a asumir posiciones ambiguas con respecto a su participación en el conflicto para que la oposición no capitalizase ese sentir popular, lo que era del todo inusual para ellos. La enorme reacción social en contra de la guerra no se tra­ ducía en un apoyo a Saddam Husein. Éste es tan detestado por las poblaciones árabes como toda la generación que les gobierna. Lo que no pudieron digerir esas poblaciones fue la agresión con­ tra un país árabe mientras continuaba la complacencia ante Israel, cuando estaban viendo todos los días en sus televisores la bruta­ lidad de la ocupación frente a la impotente intifada palestina y la creación de nuevas colonias judías en los territorios ocupados para instalar la riada de judíos rusos que llegaban a Israel huyen­ do de la situación en la URSS. Es más, prueba manifiesta de la hipocresía de la política internacional: mientras se organizaba toda la movilización militar, se imponían sanciones a Iraq y se le exigía el cumplimiento íntegro y taxativo de las doce resolucio­ nes, el Consejo de Seguridad de la O NU adoptó tres nuevas re­ soluciones contra la actuación de Israel en los territorios ocupa­ dos palestinos que, como siempre, fueron despreciadas por Tel Aviv sin provocar ninguna reacción internacional. La resolución 672, del 12 de octubre de 1990, condenaba «los actos violentos cometidos por las fuerzas de seguridad israelíes», que habían pro­ vocado 20 muertos y 150 heridos entre la población palestina de Jerusalén, y recordaban a Israel el respeto de las disposiciones del derecho internacional en los territorios ocupados desde 1967. La resolución 673, de 24 de octubre de 1990, deploraba «la negativa del gobierno israelí a recibir la misión del secretario general de la ONU en la región» y le pedía que permitiese «a la misión cum­ plir con su mandato». La resolución 681, de 20 de diciembre de 1990, expresaba «la viva preocupación del Consejo» ante las reite­ radas negativas de Israel a cumplir las dos resoluciones anteriores y lamentaba «la decisión tomada por Israel, potencia ocupante, de proceder de nuevo a la expulsión de civiles palestinos de los territorios ocupados». Esas tres resoluciones fueron adoptadas en el mismo periodo 140

en que el Consejo de Seguridad se dedicaba intensamente al tema Iraq-Kuwait, pero la actitud negativa de Israel quedó una vez más al abrigo de cualquier sanción. Ambas infracciones del derecho internacional, las de Israel e Iraq, resultan de un acto de agresión. Sin embargo el Consejo de Seguridad jamás ha impuesto a Israel el ejercicio de la legalidad, aunque su infracción se remonta a 1967. A esto se unía la exagerada valoración de Israel durante la guerra debido a su «vi ctimiz ación» por no responder al lanza­ miento de algunos misiles Scud lanzados desde Bagdad (por lo que recibirá considerables compensaciones económicas y armamentísticas de EE.UU.). En semejante contexto, era imposible que las poblaciones árabes se pusiesen disciplinadamente del lado de EE.UU. y de Israel contra Iraq. ¿Cómo podían creer esas po­ blaciones que la guerra contra Iraq se hacía en pro de un orden internacional que representaba la democracia o algún tipo de va­ lor ético o moral cuando desde 1948 no había dejado de despre­ ciarlos y sacrificarlos en el mundo árabe en pro de la defensa de Israel? En cambio, sí veían el protectorado militar que EE.UU. estaba levantando en el Golfo y percibían que las consecuencias no podían ser más que la extensión de la inestabilidad, el despo­ tismo y la tragedia para las poblaciones civiles de la región. La reacción árabe a la guerra procedía también de su rechazo a la intervención extranjera y a la observación de que no se ago­ taban las posibilidades político-diplomáticas porque había un cla­ ro interés por llegar al conflicto armado, aunque eso significase el castigo y la muerte de muchos iraquíes. Era la humillante sen­ sación, tan frecuentemente sentida en el mundo árabe, de que sus muertos no tienen el mismo valor que los de Occidente o Israel. Además, la ocupación militar extranjera de un territorio tan sim­ bólico como el de la península Arábiga, donde se encuentran los Santos Lugares del islam, revolvió muchas conciencias y dejó una marca indeleble que resurgió más tarde como un bumerán con­ tra los príncipes saudíes que llamaron a los estadounidenses en su ayuda. El discurso que venía de fuera tampoco ayudaba. La etnocéntrica y arrogante posición norteamericana, que reclamaba para sí la representación universal de la civilización y la bendi­ ción divina (permanentemente evocada por el presidente Bush, no sólo por Saddam Husein), dando una orientación de «cruza­ 141

da» a su intervención, hicieron emerger los sentimientos políti­ camente más antioccidentales de las conciencias árabes y musul­ manas, que percibían el conflicto como una nueva etapa de la ac­ ción y el pensamiento coloniales. Todo ello desató la furia y el rechazo de las poblaciones, ex­ presándose de manera manifiesta en algunos países del Norte de África y en Jordania, donde el marco político permitía una ma­ yor libertad de acción. Túnez, por ejemplo, no asistió a la cum­ bre de la Liga Árabe que decidió su implicación en la coalición anti-iraquí y el envío de una fuerza árabe a Arabia Saudí, Arge­ lia se abstuvo en esa resolución y Jordania emitió reservas. De hecho Túnez y Argelia mantuvieron un difícil equilibrio conde­ nando la invasión de Kuwait pero rechazando la intervención ex­ tranjera en el conflicto (defendieron una solución política que debía dilucidarse dentro de la propia comunidad regional árabe) y denunciando el objetivo militar anti-iraquí de la guerra. En Marruecos, la creciente sintonía de la población con Iraq y la movilización social de los partidos de oposición y sus centrales sindicales en contra de la injerencia extranjera coincidió con un momento crucial en el que el régimen afrontaba un movimien­ to huelguístico que, bajo el clima de crisis creado por el conflic­ to en el Golfo, desembocó en manifestaciones violentamente re­ primidas en diciembre de 1990. Hasan II se vio obligado a optar por un doble juego de auténtico malabarista. Como principal aliado de EE.UU. en el Magreb, en deuda con Washington por el sustancial apoyo militar y tecnológico recibido en la guerra del Sahara, y con relaciones económicas privilegiadas con los países del Golfo, Rabat no podía eludir su participación en la coalición estadounidense-saudí y envió 1300 soldados a Arabia Saudí, a la vez que en su discurso a la nación del 1 de febrero de 1991 el rey garantizaba que el papel de ese puñado de soldados era «de­ fensivo» y «autónomo», alababa «el honor y la grandeza» de Sad­ dam Husein por haber atravesado las líneas israelíes con sus mi­ siles y le llamaba a hacer caso del consenso universal y retirarse de Kuwait. El rey Husein de Jordania, sin embargo, no pudo quedarse en las ambigüedades y el doble lenguaje y tuvo que decir no a la guerra. La efervescencia e insurrección que se vivían en los terri­ 142

torios ocupados palestinos ponían a su país en una situación de inestabilidad inmensa, dado que más del 60% de su población es de origen palestino. La guerra del Golfo tuvo lugar cuando la po­ blación palestina llevaba desde finales de 1987 en plena intifada, y coincidió con la llegada a Israel de un millón de judíos rusos que desertaban de la debacle de la URSS, muchos de los cuales estaban siendo dirigidos a las colonias judías en Cisjordania. En estas circunstancias la indignación y rabia palestinas se desborda­ ron al comprobar la manifiesta doble moral internacional, que desencadenaba una guerra y una movilización nunca vista contra un país árabe mientras permitía que Israel cometiese exactamen­ te las mismas acciones ilegales desde hacía décadas con un ejer­ cicio brutal de la represión. En este ambiente, los partidos de oposición jordanos, izquierda e islamistas unidos, sacaban diaria­ mente a la calle a una población indignada y furiosa por lo que estaba ocurriendo. Otros factores económicos también contaban: Jordania, cuya economía padece una fuerte dependencia externa, no podía prescindir de los ingresos que le aportaban sus relacio­ nes económicas con Iraq ni de su flujo petrolífero a precio de so­ lidaridad árabe. Para Yaser Arafat y la OLP, la situación en que les colocó la guerra del Golfo no fue mejor. Su posición a favor de Iraq se ex­ plicaba por razones inmediatas y por el momento que vivía la causa palestina. No podían ignorar los sentimientos de la pobla­ ción palestina, que luchaba con piedras contra la ocupación is­ raelí mientras se veía desposeída de todo derecho ante un Israel apoyado por quienes estaban organizando la guerra contra Iraq. Además, el conflicto se desencadenaba después de que la políti­ ca norteamericana hubiese humillado una vez más a la OLR Tras cuarenta años de acontecimientos dramáticos y de agotamiento en el desigual enfrentamiento militar con Israel, la OLP, desde mediados de los años ochenta, reorientó su política a favor de la negociación. Tal y como exigía EE.UU. para abrir el diálogo con la OLP, el 14 de noviembre de 1988 Yaser Arafat consiguió que el Consejo Nacional Palestino celebrado en Argel declarase su ad­ hesión a todas las resoluciones de la ONU, lo que significaba in­ directamente reconocer a Israel ya que en dichas resoluciones se establecía el derecho de Israel «a vivir en fronteras seguras y re­ 143

conocidas». El 1 de mayo de 1989 Arafat declaraba «caduca» la Carta de 1964, lo que ahondaba en dicho reconocimiento implí­ cito. Estas iniciativas necesitaban obtener resultados concretos de la parte norteamericana, ya que el campo de acción de la orga­ nización palestina era estrecho, tanto por la radicalización de los palestinos en los territorios ocupados, como por la inestabilidad de la neutralización que Yaser Arafat había logrado de sus opo­ nentes más radicales. Sin embargo, EE.UU., siguiendo las direc­ trices israelíes, no respondió a las expectativas y en vez de im­ pulsar las negociaciones de paz permitió que la represión israelí de la intifada. se recrudeciera, que los «asesinatos selectivos» de pa­ lestinos se ejecutasen impunemente, y que se construyesen las co­ lonias para los judíos rusos que iban llegando de la URSS. Final­ mente, con un débil pretexto, Washington rompió el diálogo con la OLP el 29 de junio de 1990. En ese momento la OLP trató de pasar de la estrategia de la paz a la estrategia de la tensión aproximándose a Iraq, que re­ presentaba la principal potencia militar árabe y era uno de los pocos países árabes dispuestos a poner la causa palestina en pri­ mera línea de su discurso y acción. La esperanza era que una po­ tencia militar árabe creíble, capaz de amenazar a Israel, forzase las negociaciones. También hay que tener en cuenta que los in­ tensos avatares de cuarenta años de conflicto sin resolver habían acumulado muchas fracturas entre la OLP y sus «hermanos» ára­ bes. Expulsada en 1970 de Jordania, con el terrible telón de fon­ do del «septiembre negro»; expulsada del Líbano en 1982, esta vez con el telón de fondo de la guerra del Líbano que desató Ariel Sharon con consentimiento estadounidense; «traicionada» por Anwar al-Sadat en 1979 cuando Egipto firmó la paz unilate­ ral con Israel; invitada a abandonar Túnez en 1986 cuando Israel con apoyo norteamericano bombardeó el cuartel general de la OLP en este país y Burguiba reconoció las dificultades de afron­ tar la furia de la población tunecina, que se manifestó masiva­ mente contra dicha agresión y pedía democracia y un liderazgo árabe capaz de resolver la tragedia palestina; enfrentada con Siria desde 1983, cuando Damasco acogió a las facciones palestinas enfrentadas con Arafat. En cuanto a Arabia Saudí y sus vecinos del Golfo, nunca han estado dispuestos a asumir más que la par­ 144

te económica del conflicto palestino, garantizándose a cambio su no implicación directa. Así pues, más allá de la sempiterna retó­ rica de solidaridad con la causa palestina, Iraq era prácticamente el único país árabe disponible para los palestinos y el único que seguía manteniendo una línea manifiestamente hostil a Israel con capacidad económica y militar para apoyar a la OLP. Así, cuan­ do se desencadenó la guerra del Golfo, Arafat tuvo que apoyar a Bagdad. La venganza fría e inmisericorde de Arabia Saudí y Kuwait contra Jordania, la OLP y el Yemen por no unirse a la coalición anti-iraquí puso de manifiesto el verdadero rostro de los regíme­ nes egoístas, altaneros y tribales que gobiernan esos países. Re­ currieron al castigo colectivo contra los ciudadanos más despro­ tegidos y vulnerables pertenecientes a esas nacionalidades: los trabajadores yemeníes, jordanos y palestinos en Kuwait y Arabia Saudí. Desde los años setenta, Arabia Saudí y los países del Gol­ fo se convirtieron en los principales receptores de emigración procedente de los países árabes pobres. El aumento de los precios del petróleo y los faraónicos proyectos urbanos financiados por los petrodólares ofrecieron una tabla de salvación económica a muchos ciudadanos árabes. En Arabia Saudí el número de traba­ jadores extranjeros rondaba los cuatro millones en los años ochenta, de los cuales el 60% eran árabes (muchos de ellos yeme­ níes) y el 40% asiáticos. En Kuwait, la gran mayoría procedía de los países árabes, y entre ellos los palestinos siempre fueron los más numerosos, algunos instalados en este pequeño emirato des­ de la creación de Israel en 1948. A finales de los años ochenta, más de dos tercios de la población total kuwaití estaba compues­ ta por trabajadores extranjeros. Una vez liberado el emirato de la ocupación iraquí, se inició una verdadera caza contra los trabajadores palestinos, hasta que las autoridades saudíes y kuwaitíes expulsaron y deportaron a jor­ danos, palestinos y yemeníes colocándolos en la frontera jordana. De esta manera Jordania se encontró, además de castigada con el aislamiento político-diplomático y económico de EE.UU. y sus vecinos de la península Arábiga (al igual que la OLP), con un problema socio-económico agudo al tener que absorber a to­ dos los trabajadores procedentes de Kuwait que desde agosto de 145

1990 empezaron a huir de la posible guerra (llegaban a la fronte­ ra jordana a un ritmo de 10.000 por día), a todos los jordanos y palestinos expulsados en respuesta por la posición en el conflic­ to de Ammán y la OLP, y a todo el inmenso caudal de iraquíes que huían de los bombardeos y la guerra. Los efectos de estos flujos humanos fueron catastróficos: sólo de Kuwait fueron expatriados 200.000 palestinos, 150.000 egipcios y 600.000 asiáticos; y Arabia Saudí expulsó a 700.000 yemeníes entre septiembre y diciembre de 1990. Las pérdidas económicas para los países de origen de esa emigración fueron enormes, ya que no sólo se encontraban con una población desempleada que se había visto forzada a regresar a su país, sino que también per­ dían las remesas que enviaban dichos trabajadores desde su lugar de trabajo. Jordania perdió en torno a 400 millones de dólares anuales, a lo que había que añadir la pérdida de las ayudas econó­ micas saudíes y kuwaitíes y todo el mercado de exportación que mantenía con esos países. Por si fuera poco, el petróleo barato y el comercio iraquíes desaparecieron desde el momento en que la O NU impuso el embargo, Las consecuencias de la guerra también afectaron mucho a la economía de otros países, como fue el caso de Egipto, si bien su participación militar en la coalición anti-iraquí le reportó com­ pensaciones económicas por parte de EE.UU. que aliviaron rela­ tivamente sus enormes pérdidas. Egipto fue el país árabe más comprometido con la coalición representada por EE.UU. y Ara­ bia Saudí. En octubre de 1990, más de 35.000 soldados egipcios fueron enviados a la primera línea del conflicto en el Golfo. Las principales razones de la fidelidad egipcia a EE.UU. venían de su dependencia económica y de los estrechos lazos militares exis­ tentes con EE.UU. desde la presidencia de Anwar al-Sadat. Sin embargo, esta gran implicación en el conflicto no le supuso a El Cairo, frente a lo que ocurrió en Jordania y en los países magrebíes vecinos, afrontar la insurrección popular contra la guerra, gracias a una serie de factores políticos e ideológicos que jugaron a favor del gobierno. Por un lado, el enorme caudal histórico de liderazgo que posee Egipto, y que es sentido como tal por su po­ blación, le provee de estabilidad suficiente para optar por posi­ ciones políticas arriesgadas que exigen cohesión nacional. En este 146

caso contaba a su favor el imaginario político egipcio anti-iraquí, forjado tanto por la rivalidad histórica entre ambos Estados a la hora de representar el liderazgo nacionalista árabe, como por el desafecto de la sociedad egipcia hacia el país del Tigris, indigna­ da por el mal trato dado a los trabajadores egipcios en ese país. Con respecto a lo primero, y para alimentar ese sentimiento de liderazgo egipcio frente al iraquí entre la población, la figura de Gamal Abdel Naser fue recuperada por el gobierno y los me­ dios de comunicación afines (que son casi todos). Atrás quedó la marginadón y denostación del ra'ts egipcio que desde la llegada de Sadat había caracterizado la posición oficial. La recuperación de Naser como protagonista inimitable del liderazgo egipcio, que había movilizado a las masas árabes en los sesenta y que había representado la confrontación con el Iraq revolucionario de la época, se mostró muy oportuna y eficaz para el régimen. En cuanto a lo segundo, el sentimiento social anti-iraquí pro­ cedía de los flujos migratorios entre Egipto e Iraq, emisor de emi­ gración el primero y receptor el segundo. A partir de los años se­ tenta, Iraq, como sus vecinos del Golfo, se convirtió en un país receptor de inmigración, que atrajo sobre todo a trabajadores egipcios. En 1980 residían unos dos millones de trabajadores ex­ tranjeros (12% de la población total) en Iraq, de los cuales el 85% eran egipcios. Esos 1.160.000 egipcios trabajaban en las ciudades iraquíes, pero también en el campo, a consecuencia del éxodo rural masivo hacia las ciudades. Así, el fallcib egipcio contribuyó al mantenimiento de la vida agrícola iraquí donde las condicio­ nes geográficas y climatológicas eran muy similares a las de la región del Nilo (aunque no pudieron evitar el incremento de la dependen­ cia alimentaria de Iraq). Durante el desarrollo de la guerra iranoiraquí, el masivo reclutamiento militar iraquí acrecentó la necesi­ dad de mano de obra y el número de inmigrantes egipcios superó los dos millones. Con el fin de las hostilidades, muchos iraquíes se reintegraron a la sociedad civil y entraron en competencia con los trabajadores extranjeros. Fue entonces, a partir de 1989, cuan­ do comenzaron a surgir incidentes entre iraquíes y egipcios, se su­ cedieron despidos arbitrarios contra esos trabajadores egipcios, se les redujo la cantidad de dinero que podían transferir a su país de origen y se dieron comportamientos xenófobos in crescendo hasta 147

que, en el otoño de 1989, 200.000 egipcios fueron forzados a de­ jar precipitadamente el país, desposeídos de todos sus bienes. Hubo muertos y heridos egipcios en los enfrentamientos provo­ cados por esta situación, y se abrió una crisis entre los gobiernos egipcio e iraquí. Los medios de comunicación egipcios denun­ ciaron estas agresiones, sobre las que informaron con detalle, lo que generó un fuerte sentimiento anti-iraquí en la sociedad egip­ cia. Cuando se desencadenó la crisis del Golfo, ese sentimiento estaba muy vivo entre la población del Nilo e incluso cobró nue­ vas fuerzas cuando otros 350.000 egipcios fueron expulsados de Iraq al iniciarse la guerra. No obstante, si el conflicto se hubie­ se prolongado, o si Israel hubiese respondido a los misiles ira­ quíes participando activamente en la guerra, la aparente unidad nacional no hubiese podido soportar la presión de los aconteci­ mientos. De hecho, la inicial cohesión de todas las fuerzas po­ líticas egipcias al comienzo de la crisis, incluidos los islamistas, fue evolucionando progresivamente hacia posiciones críticas con­ tra la guerra y la creciente presencia extranjera en el mundo ára­ be y musulmán, que se expresaban al calor de la liberalización política. Asimismo, si bien en términos de liderazgo la guerra del Gol­ fo no perjudicó a Egipto, en términos económicos las conse­ cuencias fueron muy negativas. El conflicto afectó a los princi­ pales sectores de ingresos en divisas egipcios: las transferencias de sus emigrantes en Iraq y Kuwait quedaron bloqueadas para los que permanecieron en esos países o definitivamente liquidadas para aquellos que huyeron de la guerra o fueron expulsados; el peaje del Canal de Suez se vio muy afectado por el embargo a Iraq y el bloqueo petrolífero kuwaití; el turismo experimentó un drástico declive; y Egipto perdió todo el comercio procedente de las exportaciones a Iraq. La compensación estadounidense (con­ donación de una deuda militar con EE.UU. de 6700 millones de dólares y dilatación de la deuda civil) fue un alivio, pero no com­ pensó el alcance de las pérdidas. En consecuencia, Egipto tuvo que recurrir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional y acre­ centar su dependencia económica externa. La posición de Siria a favor de EE.UU. en este conflicto, en apariencia sorprendente, procedía de un cálculo muy sutil en el 148

que Damasco buscó sacar el máximo beneficio de la crisis. Po­ nerse en contra de Iraq no traicionaba ningún principio de la di­ plomacia siria, dado que la rivalidad entre los dos Estados baa­ zistas se remontaba a los años sesenta y se había mantenido durante la guerra irano-iraquí, en la que Siria se alineó con Irán, con quien siempre ha mantenido estrechas relaciones políticas y comerciales. Unido a esto, en plena incertidumbre internacio­ nal con la desaparición como superpotencia de la URSS, que ha­ bía sido su valedor hasta entonces, Siria decidió no enfrentarse a la hiperpotencia emergente. Es más, aportó un número simbóli­ co de soldados a la coalición anti-iraquí y favoreció a la opo­ sición kurda para debilitar al régimen de Saddam Husein. Tras la invasión iraquí de Kuwait, Siria fue uno de los países de la región que elevó sus relaciones con la oposición kurda iraquí al nivel del Ministerio de Asuntos Exteriores y acogió varios encuentros en Damasco para discutir un plan de acción unificado. Además, no sólo ofreció la apertura de bases y sedes kurdas, lo que ya había hecho durante la guerra irano-iraquí, sino que también, y por pri­ mera vez, facilitó y apoyó sus operaciones militares. De hecho, aprobó por primera vez la instalación de una sede militar para la oposición kurda en el triángulo entre la frontera sirio-turco-ira­ quí. No obstante, aunque el PUK aceptó la oferta siria, el PDK se mostró reticente, prefiriendo una posición más cauta que no hiciese suponer al régimen iraquí que formaba parte de un plan coordinado con la coalición de EE.UU. contra Bagdad, y esperar a la evolución de los acontecimientos. A cambio de este «buen comportamiento», Damasco logró «carta blanca» en la pacifica­ ción del Líbano (de hecho, establecer su tutela sobre Beirut), re­ lajar la hostilidad estadounidense y reforzar sus lazos con los pro­ veedores de fondos del Golfo. Por tanto, al terminar la guerra del Golfo, pese a ciertas ga­ nancias individuales, los países árabes estaban más divididos que nunca, y su capacidad para actuar como conjunto con peso en la comunidad internacional iniciaba un declive progresivo. Mien­ tras, la posición hegemónica de los EE.UU. en la región nunca había estado más garantizada.

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El nuevo orden estadounidense en Oriente Medio

Una vez concluida la guerra del Golfo se iba a confirmar que EE.UU. había sido el único beneficiario de dicho conflicto: au­ mentó su acceso a las riquezas del subsuelo de la región y, sobre todo, se aseguró el papel de garante del acceso al petróleo de sus aliados, acrecentó su presencia militar en Oriente Medio, acentuó su control político sobre los regímenes árabes y marginó política y económicamente a los europeos en ía zona. Desde la guerra, EE.UU. ha logrado una presencia militar en Oriente Medio como nunca antes. Tras la victoria frente a Iraq, la Fuerza de Despliegue Rápido reforzó enormemente su red de bases y su presencia militar en esta región. En Turquía, en virtud de la ratificación del acuerdo de cooperación turco-americano de septiembre de 1990, EE.UU. cuenta con los puertos de Iskenderun y Yumurtalik y la base aérea de Incirlik. Jordania pone sus ba­ ses militares a disposición de la aviación estadounidense. En Ku­ wait, de acuerdo con el Pacto de Defensa firmado en septiembre de 1991, el ejército estadounidense, además de situar equipos mi­ litares, puede utilizar los puertos y aeropuertos de este país. Acuerdos similares le otorgan facilidades de acción militar en Qatar (a raíz del Pacto de Defensa firmado en 1992 y el acuerdo es­ pecífico de marzo de 1995), en Emiratos Arabes Unidos (acuerdo de defensa de 1991, completado en julio de 1994) y en Bahrein (acuerdo de cooperación de octubre de 1991 y memorándum de enero de 1994). La V Flota norteamericana, cuyo cuartel general está en Bahrein, cuenta con 30 navios de guerra y 15.000 marines. En Arabia Saudí, aunque por las contradicciones internas que se viven en este país no se ha firmado ningún tratado con EE.UU., quedaron instalados de manera permanente 5000 soldados nor­ 150

teamericanos, repartidos entre dos bases, la de Riad y la de Dahran. Y, por supuesto, EE.UU. cuenta con todas las bases militares israelíes. Es decir, sólo en la zona del Golfo, EE.UU. tiene des­ plegados más de 20.000 hombres y ha tejido una tupida tela de araña militar que cubre todo Oriente Medio.53 Pero la dimensión militar que entrañó el conflicto no se que­ dó ahí sino que abrió una carrera armamentística en toda la re­ gión que benefició sobre todo a la industria norteamericana. Tras el poderío militar que EE.UU. mostró al mundo en esa guerra cerrada en falso (en menos de diez meses envió medio millón de hombres, 1000 carros de combate, 2000 transportes de tro­ pas, 1300 aviones, 1500 helicópteros y 100 navios, entre ellos seis portaaviones), las armas madein USA obtuvieron un enorme éxito: desde agosto de 1990 a octubre de 1992 la industria estadouniden­ se vendió 32.000 millones de dólares en armas y equipamiento a Arabia Saudí, Bahrein, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Marruecos y Omán. De ellos, sólo Arabia Saudí gastó 25.700 mi­ llones, seguido de Kuwait (2850 millones) y Egipto (2170 millo­ nes).54 Parece evidente que no hay nada mejor que dejar una guerra sin terminar para que el sentimiento de amenaza y vulnerabilidad de la región estimule la compra de armas. Pero mientras entre las armas vendidas al mundo árabe no fal­ taba el material de ocasión (los F-15), material antiguo (carros M-60, retirados del frente europeo) o en vías de superación (los famosos antimisiles Patriot, cuyo rendimiento fue exagerado du­ rante la guerra dado que la media fue de 20 Patriots lanzados por cada Scud abatido), Israel se llevaba la mejor parte: además de conseguir sofisticado material militar, tras el acuerdo firmado en 1992, EE.UU. le integraba en el programa de investigación sobre el escudo de defensa anti-misiles y le daba acceso a la red de sa­ télites norteamericanos de vigilancia de la región. Con ocasión de la firma de dicho acuerdo, el Departamento de Estado reafirma­ ba «la determinación norteamericana a preservar la superioridad militar del Estado de Israel frente a los países árabes». Aunque sin desaparecer del mercado medio-oriental, Francia y Gran Bretaña van a perder posiciones en ese sustancioso nego­ cio a favor de EE.UU. En 1990, el 60°/o de todas las ventas armamentísticas francesas se hacían a Oriente Medio, frente al 21% 151

en 1992; esencialmente a Kuwait, Omán, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Londres, a la vez que los contratos de compra de Tornados eran cancelados a favor de los F-15 y los carros nortea­ mericanos, lograba firmar un acuerdo de defensa con Kuwait, los Emiratos y Omán que le garantizaban la compra de corbetas, así como ventas de carros de combate a Kuwait y Arabia Saudí.55 En conclusión, los presupuestos militares de los países árabes, sobre todo los de Oriente Medio, crecieron de manera desorbi­ tada tras la guerra del Golfo, alcanzando en la década de los no­ venta una media del 7,4% del GDP, cuando la media mundial era el 2,4%. La guerra del Golfo provocó la militarización y la acu­ mulación de armamento mientras la crisis económica de esos pa­ íses crecía y los desafíos internos se agudizaban a consecuencia de la incompetencia económica, la fractura social y el giro auto­ ritario que sufría su política interna. Esa guerra inacabada y el sentimiento de amenaza y vulnerabilidad va a llevar a esos Estados a querer convertirse en potencias militares sin tener una base eco­ nómica adecuada. En ese marco, las capacidades militares de los Estados aumentaron en tanto que sus capacidades nacionales de­ crecieron. Su endeudamiento fue en aumento mientras que el cre­ cimiento económico no despegaba, y su dependencia de EE.UU. les convertirá en regímenes «tutelados» por la hiperpotencia sur­ gida del orden posbipolar. La política norteamericana en la región se centró en garanti­ zarse el control y acceso al petróleo de la región, imponer su criterio con respecto a la seguridad siguiendo la máxima de que Israel es su «baza estratégica» y dar un apoyo económico y polí­ tico determinante a sus aliados árabes para que continúen gober­ nando en precario en contra de sus poblaciones. En realidad, la mutación y reestructuración que experimentó el mundo árabe como consecuencia de la guerra del Golfo fue profunda y con efectos muy negativos para la zona como conjunto regional, y para las poblaciones, que vieron cómo se evaporaban sus espe­ ranzas de reforma política. Desde 1991, la región ha vivido un proceso de estancamien­ to que le ha incapacitado para actuar como un conjunto. Es más, mientras en todas las partes del mundo se ha observado una mar­ cada tendencia a la integración regional (UE, Mercosur, Nafta, 152

ASEAN...), los Estados árabes han quedado tarados para reforzar sus estructuras multilaterales ya existentes a nivel regional y subregional o para establecer otras nuevas con el fin de afrontar en común el desafío de la globaÜzación y los conflictos que asolan la región. De hecho, el mundo árabe como sistema regional con­ junto dejó de existir, acentuándose la política individual del «sál­ vese quien pueda» de cada Estado. La acumulación de recursos materiales y simbólicos con los que cuenta Oriente Medio (gran­ des reservas de petróleo, situación geopolítica clave entre tres continentes, valor simbólico como referencia religiosa para una parte sustancial de la humanidad) determina su protagonismo en el sistema internacional, pero sin que sus actores locales sean ca­ paces de controlar su evolución. La conjunción de factores internos y externos explican esta si­ tuación precaria. Sin duda, la marcada resistencia de estos Esta­ dos a comprometer su soberanía nacional bloquea el desarrollo multilateral. El ejemplo más notorio es el de la Liga Árabe, las­ trada por el principio de que todos sus miembros tienen derecho de veto. Incapaz de mediar en ningún conflicto o crisis, la Liga afrontó su peor crisis en el conflicto del Golfo al ser incapaz de mediar entre Iraq y Kuwait para imponer la solución interárabe que las poblaciones reclamaban. La falta de compatibilidad eco­ nómica y las profundas diferencias políticas de los respectivos Es­ tados tienen también un peso determinante en su desunión, a lo que se une la resistencia de todos estos regímenes a abrir sus fron­ teras al libre movimiento de personas y productos por el férreo ejercicio de control político y social que la supervivencia de sus dictaduras exige. Además, se han producido cambios importantes en el orden mundial que han afectado negativamente a estos paí­ ses: el descenso de los precios del petróleo; la desaparición de importantes rentas estratégicas procedentes del orden bipolar an­ terior (es más, Rusia y los países de la Europa del Este no sólo han dejado de ser proveedores sino que se han convertido en competidores de cara a la ayuda y la inversión directa exterior); y el lanzamiento por parte de la Unión Europea del proceso euromediterráneo que ha reforzado la orientación bilateral de las relaciones económicas norte-sur, porque Europa actúa como con­ junto pero los acuerdos de libre comercio se realizan individual­ 153

mente con cada país.56 En consecuencia, el comercio y la inver­ sión a nivel interregional son muy bajos (por debajo del 10% del total del comercio exterior que realizan estos países) e incluso, dada la similitud de productos en la región, a menudo compiten entre sí en vez de cooperar para lograr un mejor acuerdo colecti­ vamente. Pero también hay otras causas que explican este fracaso en la construcción de estructuras comunes de integración y coopera­ ción, sobre todo el papel desempeñado por EE.UU., principal­ mente en relación con los temas de seguridad, y las incompati­ bles agendas de política exterior de los países de la región. La visión y actuación norteamericanas en Oriente Medio con res­ pecto a la seguridad y la estabilidad han tenido como efecto des­ de 1991 el bloqueo de cualquier movimiento hacia la formación de instituciones multilaterales que pudieran situar a sus aliados en desventaja u ofrecer beneficios estratégicos y comerciales a riva­ les reales o potenciales. Así pues, la opción estadounidense ha sido promover la creación de ejes estratégicos y alianzas bilatera­ les que han fragmentado y debilitado la región. Recién inaugurado el orden monopolar, la nueva administra­ ción Clinton (inaugurada en noviembre de 1992) confirmaba la hegemonía norteamericana estableciendo un criterio dual del mundo, repartido entre los Estados legítimos y los Estados «fue­ ra de la ley» (rogne states). La diferencia ideológica de antaño (co­ munismo frente a capitalismo) dio paso a una distinción de or­ den estrictamente subjetivo entre Estados inmorales y Estados legítimos, y es EE.UU. quien decide unilateralmente cuál es la capacidad de «daño» que tienen esos Estados «fuera de la ley», que padecerán una política de contención como la destinada an­ tes a la URSS. La visión europea no coincidirá del todo con esta concepción y, sobre todo, discrepa prudentemente con respecto a los métodos a aplicar ante esos Estados. Los europeos preferi­ rán los conceptos de «transformar» y «apaciguar» frente a los de «doblegar» y «enderezar» que defienden los norteamericanos; en vez de la imposición del «ostracismo» que exigirá EE.UU., los europeos se manifestarán más partidarios de establecer un «diálo­ go crítico»; frente a la «coerción» defendida por parte norteame­ ricana, los europeos elegirán la «cooperación». Incluso la imposi­ 154

ción de sanciones será vísta en función de criterios distintos. Para los EE.UU. es una expiación, un castigo, mientras que para Europa es un instrumento de presión para la rehabilitación. De ahí las discrepancias que surgiron en torno a la Ley D ’Amato, dirigida contra Libia e Irán,* o incluso con respecto al mantenimiento de las sanciones contra Iraq; EE.UU. insistía en mantenerlas por el principio del castigo mientras que algunos Estados europeos, con Francia a la cabeza, preconizaban finalizarlas ya que no produ­ cían los efectos buscados. La designación por EE.UU. de Irak e Irán como «Estados fue­ ra de la ley», contra los cuales se decidió aplicar una política de castigo (embargo y sanciones) y de «doble contención» desde 1993, ha mantenido a Irán artificialmente separado de Oriente Medio y de los Estados del Golfo, y ha impedido cualquier intento de es­ tos Estados para establecer un foro regional para el diálogo con sus vecinos condenados al ostracismo; es más, el sector reformista de Irán, promotor de la liberalización política y económica y de­ fensor de la normalización diplomática con su entorno mediooriental y con el mundo occidental, no ha encontrado los apo­ yos exteriores necesarios para resolver su crisis socioeconómica y consolidarse en el gobierno frente a la «vieja guardia» revolucio­ naria. EE.UU. no sólo ha preferido sacrificar la democratización iraní, también ha renunciado «momentáneamente» a ese enorme mercado, dejándoselo a otros países, como algunos europeos, Rusia, China o las Repúblicas del Asia Central y el Cáucaso. A la espera de poder ejercer su dominación, como antaño ocurrió con el régimen del shah, se ha resistido a favorecer un gobierno re­ presentativo que, aunque podría tener buenas relaciones con EE.UU., no sería tutelado por él. Iraq, la otra gran potencia me­ dio-oriental, siguió condenado a una situación pre-industrial y se le aisló e hibernó sirte die hasta que se diesen las condiciones para su «recuperación», como veremos. Otra prioridad de la administración Clinton en Oriente Me­ dio fue reforzar aún más la alianza con Israel. No parecía posible * En 1996 EE.UU. aprobó la Ley D'Amato contra Libia e Irán, basada en el mismo principio sancionador que la Ley Helms-Burton contra Cuba, consistente en castigar a las empresas, no importa de qué país, que estableciesen acuerdos comercia­ les superiores a una determinada cantidad con esos Estados.

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que hubiese una administración norteamericana más proisrae­ lí que la de Reagan, pero Clinton (y luego su sucesor Bush) mos­ tró sobradamente que lo era: la administración Clinton siguió vetando las resoluciones de la O N U que pudieran perjudicar a Israel, los «territorios ocupados» pasaron a ser definidos como «territorios en disputa» y el término «ilegal» aplicado a las colonias judías desapareció del discurso norteamericano. En 1995, todos los Estados de la región firmaron el Tratado de No Proliferación Nuclear y aceptaron el principio de inspección de sus instala­ ciones por parte de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Todos, salvo Israel apoyado por EE.UU. Una vez más, Israel de­ jaba de ser un Estado «como los demás» y quedaba al margen de la ley internacional, lo que inevitablemente alimenta la carre­ ra armamentista en la región en busca del equilibrio estratégico con Israel y refuerza la reticencia de sus vecinos a asumir la pro­ hibición de armas no convencionales, definidas como «el arma nuclear del pobre», como hizo el gobierno iraní. En 1996 nacía, con las bendiciones de Washington, el eje estratégico-militar Turquía-Israel. Era la mejor constatación de la re­ novada importancia estratégica de Turquía después de la guerra del Golfo, pese a la inquietud que provocó en Ankara el fin de la guerra fría. Turquía era un país que el 2 de agosto de 1990 se resentía de los cambios que sacudían al mundo y vivía dos frus­ traciones: la reiterada negativa de la CEE sobre su ingreso en la misma, y la devaluación de su peso estratégico en la región al de­ saparecer los bloques Este-Oeste. Ankara había perdido su papel de rentista estratégico como bisagra de los Dardanelos en el orden de la guerra fría, lo cual hacía más difícil su ingreso en el club europeo. Pero la guerra del Golfo dio la oportunidad a las auto­ ridades turcas de mostrar la pertinencia de su valor estratégico y no perdieron la ocasión, actuando de manera rápida y hábil: voto de todas las resoluciones contra Iraq, cierre inmediato de los ole­ oductos que transportaban por territorio turco el 60% del petró­ leo iraquí y autorización para que EE.UU. utilizase la base aérea de Incirlik. En el nuevo mapa que EE.UU. dibujaba para la re­ gión, Turquía emergía como una de sus bazas estratégicas funda­ mentales. De ahí la búsqueda de una alianza estratégica con Is­ rael, conseguida en febrero de 1996 a través de un acuerdo militar 156

firmado con ocasión de la visita a este país del jefe adjunto del Estado Mayor turco. En realidad, la cooperación entre Turquía e Israel se remon­ taba a los años cincuenta, lo que ofrecía el marco actual era la posibilidad de reforzarla y, sobre todo, de darle un gran conte­ nido militar y de defensa. La obsesiva identificación kemalista con Occidente siempre aproximó Ankara a Israel {siendo el úni­ co país musulmán que reconoció el Estado de Israel en 1948), en tanto que las relaciones con los Estados árabes, por esa misma ra­ zón entre otras, fueron más tensas y turbulentas aunque la ocu­ pación de Gaza y Cisjordania y la dependencia petrolífera de Tur­ quía le hizo mantenerse fiel al principio de no injerencia en los asuntos de Oriente Medio. No obstante, el refuerzo de las rela­ ciones con Israel tuvo lugar a partir del momento en que el pe­ tróleo árabe fue perdiendo capacidad efectiva como arma de di­ suasión y, sobre todo, desde el final de la guerra del Golfo. En 1991, el comercio entre Turquía e Israel alcanzó los 100 millones de dólares y en 1999 se aproximaban a los 1000 millones con unas perspectivas de llegar a los 2000 en unos años.57 Para Tur­ quía, el principal beneficio político de la aproximación a Israel era que lograba aumentar y reforzar el apoyo económico y polí­ tico de EE.UU. hacia Ankara, y ambos, Israel y EE.UU., consti­ tuyen su principal lobby entre los europeos para lograr la entra­ da en la UE. Para Israel, los acuerdos militares con Turquía tienen un inestimable valor: beneficios para su industria militar y acce­ so israelí a la inteligencia turca sobre Siria, Irán e Iraq, así como el derecho a que su fuerza aérea atraviese el espacio aéreo turco, lo que le da acceso directo a esos países. A lo cual se añade que la actividad conjunta turco-israelí en las Repúblicas ex soviéticas del Asia Central frena la influencia de Irán en esa. región. Pero el efecto estratégico fundamental del eje turco-israelí en Oriente Medio ha sido aislar a Siria. Con Iraq e Irán aislados y sanciona­ dos, el acuerdo con Turquía permite a Israel encapsular a Da­ masco. Por su parte, Turquía siempre ha tenido una turbulenta re­ lación con Siria, sobre todo por disputas territoriales heredadas del reparto colonial (Francia logró que la zona de Alexandreta se integrase en Turquía en vez de en Siria), por el control del agua del Eufrates (cuyo caudal controla Turquía gracias a la presa Ata157

turk) y por los coyunturales apoyos dados por Damasco al mo­ vimiento kurdo del PKK, Desde la perspectiva turca, el acuerdo con Israel le ha permitido mejorar su incómoda posición entre Grecia y Siria (unidas a su vez por acuerdos de defensa) y aislar por su parte a Damasco. Los países miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), tanto por desconfianza hacia los vecinos árabes como por la superioridad incuestionable de los ejércitos occidentales, no prestaron ninguna atención a los arreglos regionales de segu­ ridad, e incluso han acentuado desde entonces su bilateralismo, dado que ni siquiera han promovido acuerdos entre ellos mis­ mos. Por otro lado, la masiva inversión en gastos de defensa, uni­ da a los ingentes gastos producidos por la financiación de la gue­ rra entre Iraq e Irán y, sobre todo, la guerra del Golfo (que costó a Kuwait y Arabia Saudí entre 60.000 y 65.000 millones de dóla­ res) han contribuido, junto con el descenso de los precios del pe­ tróleo, a que emerja una crisis socioeconómica creciente que co­ loca a sus gobernantes en una situación muy difícil. El caso más relevante es el de Arabia Saudí que, con un cre­ cimiento demográfico del 3,5%, ha tenido que reducir su presu­ puesto en gastos sociales desde mediados de los noventa mien­ tras unas clases medias cada vez más numerosas manifiestan su profundo desafecto hacia el tribalismo político del régimen, su malestar por las deficiencias progresivas en educación, sanidad, vivienda... y su enfado por la presencia militar estadounidense en su territorio. En 1995, la deuda interna representaba cerca del 80% del Producto Nacional Bruto y el presupuesto y la balanza de pagos eran manifiestamente deficitarios. El Estado rentista y el equilibrio sociopolítico que de él obtenían los príncipes saudíes entraron en crisis y con ello la oposición al régimen va a crecer notablemente. A esto se une el enorme desgaste político que sig­ nificó para Arabia Saudí la guerra del Golfo. Los Ibn Saud se instalaron en el trono en los años veinte y siempre reforzaron su legitimidad, políticamente débil, con su re­ levante papel de guardianes de los Santos Lugares, haciendo de su reino una enorme mezquita simbólica. El 13 de junio de 1982, el rey Fahd se otorgaba el título históricamente reservado a los li­ najes emparentados con el Profeta, lo que no es el caso de los Ibn 158

Saud, de «Servidor de los Santos Lugares» en plena guerra iranoiraquí para afirmar su «pedigrí» islámico frente a las críticas pro­ cedentes de Irán con respecto a su falta de legitimidad para con­ trolar los Santos Lugares del islam. Al permitir la presencia de fuerzas militares extranjeras en territorio sagrado musulmán du­ rante la guerra del Golfo, el pilar islámico saudí quedó resque­ brajado. Más aún cuando esa coalición militar instalada en su suelo colocó a los saudíes del mismo lado que a Israel, ocupan­ te del tercer lugar sagrado musulmán: Jerusalén. La enajenación popular árabe contra Arabia Saudí, que ya desde siempre atraía la antipatía general por su condición de régimen ostentosamente rico, insolidario y falsamente puritano, no pasó inadvertida a Saddam Husein y trató de capitalizarla poniendo nombre a lo que la mayoría de los árabes pensaban: de «Servidor de los San­ tos Lugares» el rey Fahd pasó a ser en el lenguaje del gobernan­ te de Iraq el «Traidor de los Santos Lugares». Pero el rechazo a los saudíes no terminó con el fin de la guerra. Antes al contrario, a partir de ese momento se radicalizó la oposición al régimen en el interior del país, claramente vinculada a la presencia militar esta­ dounidense, y comenzó a expresarse de manera violenta: el 13 de noviembre de 1995 un atentado en Riad producía cinco muertos norteamericanos y el 25 de junio de 1996 un camión bomba en las cercanías de la base militar de Dahran mataba a otros dieci­ nueve soldados de EE.UU. Nada de esto iba a ser ajeno a la apa­ rición de Osama Ben Laden el 11 de septiembre de 2001. EE.UU. también ha reforzado su control político sobre los re­ gímenes árabes, que tras la traumática experiencia de la guerra del Golfo acabaron convencidos de que la liberalización política po­ nía en riesgo su permanencia en el poder, en tanto que el nuevo orden les garantizaba el apoyo de EE.UU. siempre que asumiesen su proyecto estratégico (acuerdos militares, aceptar la situación en que quedaba sometido Iraq y apoyar las negociaciones de paz palesrino-israelíes de acuerdo con las reglas del juego impuestas por ellos). A cambio, esos regímenes recibían ayuda económica (sobre todo la influencia de Washington en el Fondo Monetario Inter­ nacional) y carta blanca para gestionar la disidencia de sus socieda­ des con los métodos represivos que considerasen necesarios. En consecuencia, aquellos regímenes que a fines de los años ochenta 159

iniciaron ciertas reformas políticas liberales dieron marcha atrás (el golpe de Estado en Argelia de enero de 1992, apoyado por to­ dos los países occidentales, marcó la pauta) y toda la región ha experimentado en los últimos años un afianzamiento de los mé­ todos dictatoriales, un agudo empeoramiento del Estado de dere­ cho y un estancamiento progresivo de las posibilidades de mejora socioeconómica que repercuta en beneficios para sus marginadas poblaciones. La violación de los derechos humanos se ha generalizado e intensificado desde los años noventa en todos estos países (con la excepción de Marruecos), como atestiguan fielmente los con­ tinuos informes elaborados por Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Federación Internacional de Derechos Humanos y la Red Euromediterránea de Derechos Humanos, sin que los de­ mocráticos gobiernos occidentales se hayan dado por aludidos, distinguiendo taxativamente entre «intereses» y «valores». Por si fuera poco, la perpetuación de esos regímenes patrimonialistas, basados en el patronazgo, el clientelismo y la corrupción, les in­ capacita para ejercer una acción de gobierno y una reforma eco­ nómica eficientes y transparentes. Es más, sus economías tratan de integrarse en las estructuras globales con una debilidad eco­ nómica y estructural tan grande que este proceso les genera una enorme dislocación. Lastrados por los presupuestos militares y los costes de las guerras han tenido que reducir gastos sociales cuan­ do la situación precaria de su sanidad, vivienda, empleo y siste­ ma educativo exige un esfuerzo ingente para sacar a sus socieda­ des del elevado índice de subdesarroüo que padecen. Pero el fracaso de su gestión económica también tiene pro­ fundas raíces políticas. Estos regímenes tratan de liberalizar sus economías pero sólo siguen estrategias que les garanticen su total dominación política y económica, lo que desemboca en proce­ sos de liberalízación muy imperfectos e incompletos. La liberalización a su debida manera, la diferenciación de actores eco­ nómicos y políticos, la libre competencia, la transparencia y la supresión de comportamientos rentistas y monopolistas encuen­ tra grandes obstáculos, dado que los gobernantes responsables de la liberalización buscan protegerse de esa transparencia y de la emergencia de nuevas elites autónomas. 160

En consecuencia, los Estados se resisten a introducir los cam­ bios jurídicos necesarios (el Banco Mundial no ha dejado de plantear insistentemente, aunque con poco éxito, desde la déca­ da de los noventa que la reforma y transparencia fiscales son cla­ ves para que la reforma del mercado se arraigue en la región) y las elites gobernantes tratan de mantener el papel económico cen­ tral del Estado mientras se incrementa el sector privado, lo que conduce a una preocupante bifurcación de las políticas econó­ micas. Éste es el caso incluso en las autoproclamadas economías de libre mercado (Egipto, Jordania, Líbano), donde el sector pri­ vado goza de una relación parasitaria con el sector público o se enclava en sectores económicos concretos (comercio, construc­ ción, ropa). Así, el Estado conserva su poder y autonomía mien­ tras descarga selectivamente la toma de decisiones económicas en un mercado protegido. El resultado es que la reforma liberal no repercute en ningún beneficio para la población. Al contrario, el número de personas que vive con un dólar o dos al día y los que están por debajo del umbral de la pobreza casi se ha doblado du­ rante los años noventa en la cuenca sur del Mediterráneo. Es más, en ese periodo el ingreso medio de cada franja social ha descen­ dido notablemente, y dado que se observa que ese aumento de la pobreza ha ido acompañado de un aumento del PIB por ha­ bitante, es evidente que han aumentado las desigualdades en el reparto de la riqueza y que una pequeña parte de la población se hace mucho más rica en tanto que la otra, la mayor, mucho más pobre. Como las economías de estos países no han dejado de estar en declive, el desempleo, el empleo precario y la economía in­ formal no han parado de crecer, afectando sobre todo a los jó­ venes y las mujeres. De hecho, según la OIT, a fines de los no­ venta los países del Norte de África y Oriente Medio constituían la región con la mayor tasa de desempleo en el mundo tras el África Subsahariana (calculándose en torno a 20 millones de per­ sonas; en los casos de Egipto, Siria, Jordania y Líbano las cifras oficiales de desempleo, que nadie considera verdaderamente rea­ les, oscilan entre el 10 y 20%; incluso en Arabia Saudí y los paí­ ses del Golfo, desde mediados de los años noventa aumenta el desempleo entre los jóvenes diplomados y universitarios). El de­ 161

sempleo entre los jóvenes con estudios universitarios ha acrecen­ tado de manera alarmante la tendencia a emigrar si la ocasión se presenta, con el problema de la «fuga de cerebros» que ello su­ pone.58 La combinación del crecimiento demográfico con el totalita­ rismo político y la desigualdad en el reparto de la riqueza está conduciendo a un círculo vicioso de enajenación política y marginalidad económica que invita progresivamente a la oposición violenta. Esta situación de inestabilidad potencial hace que el ca­ pital privado extranjero evite invertir en esta región (en Europa, sólo el 5% de los flujos dirigidos a países emergentes se orienta al conjunto de los países del Mediterráneo sur; a nivel mundial es sólo el 1,5%) lo que refleja la desconfianza que provoca esta zona, caracterizada por la falta de cohesión social, sistemas polí­ ticos en precario, falta de transparencia y seguridad jurídica, rigi­ dez del mercado laboral, analfabetismo... y en la que «la prima­ cía de lo político» para gestionar la seguridad ha sido marginada por la «primacía de lo militar».

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El «proceso de paz» palestino-israelí

Un eje fundamental de la política estadounidense en Orien­ te Medio tras la guerra del Golfo fue el llamado «proceso de paz» palestino-israelí. El nuevo escenario tras el conflicto ofrecía las condiciones idóneas para avanzar en un proceso de resolución del eterno conflicto palestino-israelí en el que todas las bazas contaban a favor de Israel. De un lado, el mundo árabe esta­ ba controlado por EE.UU. y su capacidad de influencia para po­ der ejercer de contrapeso a favor de los derechos palestinos era prácticamente inexistente. Los representantes oficiales palestinos, la OLP dirigida por Yaser Arafat, se encontraban, tras su alinea­ miento con Bagdad en la guerra, en una situación precaria y de gran aislamiento internacional, ideal para que viesen en las ne­ gociaciones que EE.UU. les ofrecía con Israel una salida a su cri­ sis, pero, y ésa era la parte más interesante para los israelíes, en una situación tan débil que más que presentar condiciones a la negociación se limitaban a aceptar lo que se les ofrecía. EE.UU., por su parte, encontraba una vía excelente para presentar al mun­ do el primer «éxito» del nuevo orden regional e internacional que estaban levantando tras la guerra del Golfo: la siempre inalcan­ zable paz entre palestinos e israelíes se convertía en la pax ame­

ricana.

Los regímenes árabes, ansiosos por desembarazarse del espi­ noso problema palestino vieron la posibilidad de librarse de una cuestión que les colocaba permanentemente en la difícil situación de tener que abanderar la defensa de los derechos palestinos ante sus poblaciones mientras eran incapaces de lograr el más mínimo éxito en ese sentido, así que todos aplaudieron la apertura de di­ cho proceso. Jordania se mostró particularmente entusiasta, dado 163

que el rey Husein vio la posibilidad de reconciliarse con EE.UU., e indirectamente con Arabia Saudí y Kuwait, y volver al alinea­ miento que le era propio. Jordania incluso firmó la paz con Israel el 26 de octubre de 1994, siendo así el segundo país árabe, tras Egipto, que establecía relaciones diplomáticas con Tel Aviv, y un acuerdo de cooperación comercial y económico, lo que desde luego era un triunfo para Israel. No obstante, el rey Husein en­ contró un férreo y activo rechazo a esta política por parte de toda la oposición, tanto los islamistas como la izquierda, que consti­ tuyeron conjuntamente el Congreso Popular contra la Norma­ lización. Este desencuentro, tan incómodo y arriesgado para el monarca, fue el origen de su firme decisión de detener la demo­ cratización que había emprendido en 1989.59 El recurso intensivo a la comunidad internacional y a la O N U para afrontar la guerra del Golfo se evaporó en el proceso de paz palestino e israelí. La idea que siempre había circulado de buscar la solución en el marco de una conferencia internacional auspiciada por la O N U quedó excluida a favor de negociacio­ nes bilaterales palestino-israelíes con un único y exclusivo (pero no imparcial) intermediario: EE.UU. Europa quedaba marginada políticamente del proceso, aunque asumiría el peso económico del proceso de paz, la única manera que tenía de estar presente. En la negociación se eludió entrar a negociar las verdaderas cues­ tiones del conflicto: el establecimiento de colonias judías en los territorios ocupados, la situación de los refugiados palestinos, la fijación de las fronteras y el estatuto de Jerusalén. En vez de en­ cararlas, se decidió posponer la negociación sobre lo que verda­ deramente había que resolver y se estableció un periodo transi­ torio para fijar las condiciones en las que se desarrollarían las negociaciones finales sobre los cuatro temas vitales. El texto negociado secretamente en Oslo (de ahí que sea co­ nocido como «los Acuerdos de Oslo») entre la OLP e Israel, fir­ mado en Washington el 13 de septiembre de 1993, establecía la creación de «una autoridad palestina autónoma interina y la elec­ ción de un Consejo palestino por un periodo transitorio de cinco años que llevarían a un arreglo permanente basado en las resolu­ ciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU». En esa declaración se ignoraban todas las demás resoluciones de la ONU 164

sobre los derechos civiles y nacionales palestinos (la 181 de 1947 sobre la creación de dos Estados; la 194 de 1948 sobre los refugia­ dos, y las muchas que les siguieron sobre Jerusalen, asentamientos judíos, etc.). Desde el punto de vista formal y simbólico el proceso de paz que arrancaba en Washington significaba el reconocimiento mu­ tuo entre palestinos e israelíes, pero con una manifiesta desigual­ dad: la OLP «reconocía el derecho del Estado de Israel a vivir en paz y seguridad» en tanto que Israel reconocía a la OLP «como representante del pueblo palestino» sin ninguna referencia al de­ recho de los palestinos a un Estado. A continuación se creaba una Autoridad Nacional Palestina (entidad ambigua, transitoria y carente de soberanía territorial y económica a la que los israelíes le negaban el término «nacional») y se concedía a dicha Autori­ dad el gobierno de las ocho principales ciudades de los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania.* Este traspaso sirvió principal­ mente para que, bajo una aparente satisfacción de las reivindica­ ciones palestinas, Israel se desembarazase de la conflictiva gestión de la población palestina conservando el control de la mayor par­ te del territorio ocupado. El problema que siempre ha tenido Is­ rael ha sido cómo anexionarse la tierra sin integrar a los tres mi­ llones y medio de palestinos que viven en ella. Ésa es la razón por la que ha mantenido la ocupación sin dar el paso de la ane­ xión, avanzando progresivamente en la apropiación del territorio con la implantación de colonias judías. Así, el control de la ANP se extendió al 7% del territorio de Gaza (378 kilómetros cuadra­ dos) y Cisjordania (5879 kilómetros cuadrados) en el que se agru­ pa el 70% de la población palestina. Otro 24% de territorio, com­ puesto por 241 aldeas palestinas, quedó bajo gestión municipal palestina pero bajo control militar israelí; en tanto que Jerusalén Este y el 69% restante de los territorios ocupados, con una escasa presencia palestina, permanecían bajo completo control de Israel. La devolución progresiva de más territorio ocupado por Israel de * En realidad serán siete ciudades y media dado que, incumpliendo los Acuer­ dos de Oslo, la retirada israelí de Hebrón, retrasada hasta el 15 de enero de 1997, fue sólo parcial dejando la ciudad semiocupada por el ejército israelí para seguir mante­ niendo una colonia judía construida en el centro de la ciudad palestina con 400 co­ lonos ultrarradicales que son un permanente foco de tensión y provocación.

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acuerdo con lo establecido en los Acuerdos de Wye Plantation (octubre de 1998) y de Sharm al-Sheij (septiembre de 1999) no se cumplió nunca. Además, contraviniendo la Convención de Ginebra de 1949 e incumpliendo lo acordado en Oslo, Israel siguió anexionándose tierras palestinas, creando colonias judías en los territorios ocupa­ dos, demoliendo casas palestinas y construyendo autopistas para comunicar las colonias judías entre sí y con Israel a base de ex­ propiar más tierras palestinas (y el ancho mínimo de esas carrete­ ras es de 350 metros por «razones de seguridad»). En cifras, todo esto se tradujo, desde 1993 al momento en que estalló de nue­ vo la intifada en el 2001, en un aumento de 78.000 colonos (en total son más de 200.000), 11.900 nuevas viviendas de colonos, 19 nuevas colonias (en total 141) y 12 autopistas más. Esta reali­ dad consolidaba la imposibilidad defacto de deslindar Cisjordania del propio Israel y la creación de fronteras y barreras permanentes entre los «islotes» palestinos. En consecuencia, el principio inherente a Oslo de «paz por territorios» no se cumplió. Incluso empeoró la situación de los palestinos, dado que se llevó a cabo tal fragmentación y discon­ tinuidad del territorio que éste se convirtió en una serie de bantustanes donde la capacidad de aislamiento de las ciudades y de sitiar a la población por parte del ejército israelí era aún mayor que antes de comenzar el «proceso de paz». En cuanto a la co­ nexión terrestre entre Gaza y Cisjordania, establecida en los acuerdos, aunque se acabó abriendo, con cinco años de retraso, una vía que une ambos territorios, los obstáculos administrativos para obtener el salvoconducto necesario y el control policial y militar israelí de este «paso protegido», no sólo hacen imposible que se pueda ir y volver en el día (cuando se trata de sólo 70 ki­ lómetros) sino que dicho permiso es difícilmente asequible para muchos. Desde luego, quedó muy lejos de lo que podría consi­ derarse «libertad de movimiento de personas y mercancías entre territorio palestino», como prometían los acuerdos. En el terreno económico, el mantenimiento de la confronta­ ción entre Israel y su entorno árabe afectaba seriamente las bases económicas del Estado de Israel y dificultaba la consecución de un importante objetivo estratégico para este país, como era el 166

de consolidarse entre los países más desarrollados del mundo. La militarización continua de la sociedad israelí limitaba sus poten­ cialidades humanas y productivas, a la vez que el boicot mante­ nido por los Estados árabes le perjudicaba tanto por sus efectos directos como por el carácter disuasorio que suponía para países terceros como Japón o el sudeste asiático. Por tanto, la paz tam­ bién significaba para Israel estabilidad y desarrollo económico. Así, «el proceso de paz» no sólo puso fin al boicot árabe sino que se plasmó también en un acuerdo de paz con Jordania en 1994 (abriéndose importantes posibilidades de deslocalización indus­ trial israelí en este país, además de en Egipto) y en la apertura de oficinas de enlace comercial, preludio de futuras embajadas, en muchos otros países árabes. Sin embargo, la dependencia de los territorios palestinos de la economía israelí no disminuyó con el «proceso de paz», po­ niendo de manifiesto las grandes resistencias israelíes a permitir el desarrollo autónomo de la economía palestina. Tradicional­ mente, las fuentes básicas de ingresos de los territorios palestinos han sido un limitado desarrollo del sector agrícola, las remesas de los emigrantes (muy reducidas desde la guerra del Golfo con la expulsión de los palestinos de Arabia Saudí, Kuwait y otros paí­ ses de la zona), los salarios de los trabajadores palestinos en Israel (sometidos a los altibajos ocasionados por los frecuentes cierres de Gaza y Cisjordania cuando Israel los decreta por motivos de seguridad) y la ayuda internacional. Por consiguiente, el índice de desempleo estructural alcanzaba el 50% en Gaza y el 35% en Cisjordania y las necesidades de desarrollo de infraestructuras, vi­ viendas, sanidad y telecomunicaciones eran enormes para una población con un índice de crecimiento demográfico en torno al 4,5% y que desde la ocupación de 1967 ha permanecido infradotada de dichas necesidades sociales. Pero el «proceso de paz» representó pocos cambios estructu­ rales. Se reconoció la jurisdicción palestina en los ámbitos de sa­ nidad, educación y bienestar social, de manera que el desarrollo y financiación de las tan necesitadas infraestructuras sociales re­ caía sobre la Autoridad Palestina. Pero se negó la creación de un banco central palestino y de una moneda propia, manteniéndose el shekel israelí como moneda de curso legal. Se aceptó la cons­ 167

trucción de un aeropuerto y de un puerto en Gaza, si bien el atra­ que de buques y el vuelo de aviones siguió sometido a la autori­ zación israelí. El sistema fiscal que se acordó establecía que el 60% de los impuestos que debían ser recaudados por los palesti­ nos eran recogidos en primera instancia por Israel y transferidos posteriormente a la Autoridad Nacional Palestina. Esta relación de dependencia ha sido utilizada como instrumento de penaüzación contra los palestinos, retrasando o suspendiendo las transfe­ rencias según el criterio israelí. Los acuerdos económicos estable­ cidos también limitaban la capacidad de los palestinos para poder desarrollar una política comercial propia, obligándoles a estable­ cer el mismo arancel a la importación que aplica Israel. A esto se añadía que el 92% de las tierras agrícolas y el 80% de los recur­ sos hídricos de los territorios palestinos seguían bajo dominio is­ raelí. Como resultado, el programa de desarrollo económico pla­ nificado por la Autoridad Palestina desde 1994 no pudo contar con recursos financieros propios sino que dependió en muy buena medida tanto de Israel como de los donantes extranjeros (princi­ palmente la UE), lo cual engendró una situación muy anómala. De un lado, permitía eludir a los dirigentes palestinos el princi­ pio de responsabilidad a la hora de asumir errores, ineficacias o corruptelas achacando las culpas a la situación existente, y por otro, el desarrollo socioeconómico era muy inestable, ya que su avance dependía de actores externos. Otro factor de gran importancia fue que durante los ocho años de las negociaciones de paz, EE.UU., al servicio de Israel, dedicó toda su energía a imponer a los palestinos los temas de seguridad sin preocuparse por la democratización de sus instituciones ni por el desarrollo de servicios públicos básicos como sanidad, edu­ cación, vivienda, infraestructuras... Es más, durante esos años, una muy buena parte de lo gastado por la Autoridad Nacional Palestina se dedicó a la construcción de prisiones y a enrolar de­ cenas de miles de hombres en los servicios de policía y seguridad a fin de castigar a todos aquellos que perturbaban la «tranquili­ dad» de la ocupación. De hecho, se reclamó a los responsables palestinos que violasen los derechos humanos con detenciones al margen de cualquier proceso legal. Israel le pasaba a la CIA la lis­ ta de personas que quería fuesen detenidas y ésta la transmitía al 168

gobierno palestino que, siguiendo la recomendación de ambos, abrió los «tribunales de seguridad» en los que, en efecto, la jus­ ticia brillaba por su ausencia, siendo utilizados tanto contra los perseguidos por Israel como contra todos aquellos palestinos que denunciaban esa situación. La dinámica que caracterizó el pro­ ceso negociador se centró en obligar a Arafat a garantizar la se­ guridad de Israel y no a que éste aceptara un Estado palestino viable. Finalmente, el «proceso de paz» fue modificando sibilina­ mente conceptos históricos y jurídicos clave que minaban los de­ rechos de los palestinos. Por ejemplo, la noción de «devolución» de los territorios palestinos ocupados ilegítimamente por Israel en 1967 fue sustituida por la de «dar» o «entregan» unos «territorios en disputa» como si Israel tuviese derechos sobre esas tierras. Para los palestinos, la paz significaba respeto y compensación moral por la tragedia a la que se les había sometido desde hacía casi un siglo, pero Israel mantenía su rechazo a admitir cualquier res­ ponsabilidad en dicha tragedia, y sólo parecía buscar la separa­ ción de judíos y palestinos en lo que recordaba cada vez más a un sistema de apartheid compuesto por una serie de bantustanes palestinos rodeados de muros, carreteras y controles. Esta era la situación existente cuando las dos partes se reu­ nieron en julio de 2000 en Camp David, residencia de campo del presidente de EE.UU., con el ambicioso objetivo de afrontar las verdaderas cuestiones pendientes relativas a la soberanía territo­ rial (fronteras, colonias judías en los territorios palestinos y Jerusalén) y la espinosa cuestión de los refugiados (3,7 millones de palestinos instalados precaria y miserablemente en Líbano, Jorda­ nia y Siria bajo la protección de un organismo de Naciones Uni­ das creado específicamente para gestionar esta enorme población, el UNRWA). Hasta ese momento las diferencias entre las partes se habían resuelto principalmente a través del díktat israelí y la aceptación más o menos a regañadientes de la Autoridad Nacio­ nal Palestina, pero ahora se trataba de establecer el estatuto final que configuraría el Estado palestino y el nivel de control israelí sobre dicho Estado. En este marco, Yaser Arafat no podía satis­ facer las enormes demandas de Israel sin deslegitimar irremedia­ blemente un liderazgo cada vez más ajeno y cuestionado por la 169

población palestina. Además, el éxito de Hezbollah en el Líbano, donde había logrado, en mayo de 2000, la retirada definitiva de Israel del sur líbanés, ocupado desde 1978, alentó y unificó a los palestinos y ponía a Arafat bajo minucioso examen en todo lo concerniente a sus compromisos sobre la tierra. En Camp David los israelíes se cerraron en banda con res­ pecto al derecho al retorno de los refugiados, aceptando en todo caso unos millares en pro del reagrupamiento familiar y por ra­ zones humanitarias, no porque reconociesen que existía una res­ ponsabilidad israelí al respecto. En lo relativo a las fronteras, Is­ rael propuso anexionarse entre el 10% y el 13% de Cisjordania para integrar el grueso de las colonias judías (incluso con alguna compensación territorial a los palestinos en la zona desértica del Neguev), pero, así planteado, aunque los palestinos pudiesen con­ trolar el 80% de Gaza y Cisjordania, lo que en realidad tendrían sería un territorio fragmentado en múltiples islotes rodeados de carreteras de seguridad israelíes, colonias judías, controles milita­ res... A ello se unía el hecho de que todo eran promesas vagas, sin mapas ni detalles sobre la supuesta retirada israelí, cuando existía una larga lista de incumplimientos israelíes incluso con respecto a lo firmado en los acuerdos anteriores (entre otros, la mayoría de los prisioneros políticos palestinos continuaban en las cárceles israelíes). Con respecto ajerusalén, las exigencias israelíes eran elevadísimas, queriendo mantener la soberanía sobre la ciu­ dad histórica donde se encuentra la Explanada de las Mezquitas y la mayoría de Jerusalén Este, todo ello anexionado por Israel en contra de la ley internacional en 1980. Tras dicha anexión, no sólo trasladó la capital del país de Tel Aviv a Jerusalén en contra de la comunidad internacional, que ha mantenido sus embajadas en Tel Aviv, sino que también realizó una transformación pro­ funda de la ciudad en su configuración física, su organización institucional y su composición demográfica a favor de la pobla­ ción judía, que ha ido progresivamente invadiendo y encerrando los núcleos de población palestina. La introducción por parte de israelíes y norteamericanos de la cuestión religiosa de Jerusalén en Camp David sin concluir antes un acuerdo sobre las demás cuestiones fue una manera de cris­ par unas negociaciones ya de por sí muy tensas, que quedaron 170

definitivamente bloqueadas sin que se alcanzara ningún resulta­ do. Poco después, el 28 de septiembre de 2000, la irrupción del líder del partido Likud, Ariel Sharon, en la Explanada de las Mez­ quitas rodeado de más de mil policías provocó una explosión de manifestaciones en contra y reabrió el conflicto. La radical res­ puesta militar de Israel (160 muertos palestinos en un mes) con­ tra una población que sólo contaba con policías y cuerpos de se­ guridad armados con metralletas, y la emergencia de una segunda íntifada palestina decidida a expresar su rechazo a un «proceso de paz» que nunca había redundado en mejoras de su bienestar ni en avances de sus aspiraciones nacionales y que incluso les había hecho más vulnerables, ponían de manifiesto el fracaso de la pax americana que aparecía como una política más preocupada por defender los intereses israelíes que por hacer respetar los derechos territoriales y nacionales palestinos. Como no podía ser de otra manera, Bill Clinton asumió la postura israelí y culpó a Yaser Arafat del fracaso de las negociaciones y de la intijada. A par­ tir de entonces las sociedades árabes y musulmanas iban a ver a diario el reguero de muerte y destrucción que el ejército israelí provocaba en los territorios palestinos. La impotencia de la co­ munidad internacional, incapaz de proteger a los palestinos, con­ trastaba con la energía con que castigaba a la población civil ira­ quí con el pretexto de obligar a Saddam Husein a que cumpliese las resoluciones de la ONU.

La respuesta europea: el proceso euromediterráneo

Los países europeos trataron de salir del ostracismo al que la hegemonía norteamericana les estaba sometiendo {particularmen­ te en Oriente Medio) lanzando el proceso euromediterráneo. Des­ de hacía tiempo, pero de manera creciente desde la guerra del Golfo, cobraba fuerza entre los europeos la idea de que la inesta­ bilidad y las cuestiones de seguridad en la región sur del Medi­ terráneo les afectaba directamente y que, por tanto, tenían que im­ plicarse más activamente para fomentar las relaciones políticas y la intensidad de los vínculos económicos entre ambas orillas. Hasta entonces, la cooperación entre Europa y el Mediterráneo se había desarrollado sobre todo entre los países europeos del sur y los del Magreb, y en tomo a la idea, nunca puesta en práctica, de celebrar una Conferencia de Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo inspirada en la Conferencia Europea de Helsinki, proyecto que EE.UU. siempre vio con suspicacia. La creación del Foro Medi­ terráneo constituyó también una iniciativa particular sobre esa «idea mediterránea» en ascenso.* Las transformaciones del orden internacional y la posguerra del Golfo fueron el motor de la decisión europea de poner en * El Foro Mediterráneo es una estructura informal y flexible de concertación en­ tre países mediterráneos «escogidos» (Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Turquía, Mal­ ta, España, Francia, Italia, Portugal y Grecia) para abordar las principales cuestiones que afectan a la seguridad y la cooperación en la región. Fue fruto de una propuesta pre­ sentada por Egipto a España y Francia a principios de noviembre de 1992 {se consti­ tuyó finalmente en Alejandría en 1994) y, además de formar parte de esa dinámica de cooperación euromediterránea, su creación, como propuesta egipcia que fue, estuvo también ligada a los cambios de política exterior experimentados por Egipto tras el fin del orden bipolar y su búsqueda por salir del tropismo norteamericano de su diploma­ cia. Ver a ese respecto Gema Martín Muñoz, «Egipto, sistema político y marco regional» en G. Aubarell (ed.), Las políticas mediterráneas, Barcelona, Icaria, 2000, págs. 261-296,

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práctica un proyecto mucho más ambicioso que integrase a todos los países de la UE y del Mediterráneo sur y este (Israel, Turquía y todos los árabes ribereños, a excepción de Libia):* la coopera­ ción euromedíterránea. Así nacía en noviembre de 1995, en Barcelona, el Acuerdo de Asociación Euromediterráneo. La principal aportación y novedad del marco euromediterráneo fue plantear un esfuerzo de com­ prensión global del entorno regional estableciendo una estrategia a largo plazo para toda la zona. Dicho proceso, en principio, dejaba de ser básicamente económico para integrar también ám­ bitos político-estratégicos y socio-culturales. La Declaración de Barcelona, que parte de una declaración de principios casi inme­ jorable,** se propuso tres objetivos principales: crear una zona de paz y estabilidad que repose en los principios fundamentales del respeto de los derechos humanos y la democracia; favorecer la transición liberal económica; y contribuir a una mejor compren­ sión mutua entre los pueblos de la región alentando la emergen­ cia de una sociedad civil activa. Pero las grandes expectativas promovidas por el llamado «pro­ ceso de Barcelona» han sido en buena medida defraudadas y sus resultados poco concluyentes. Indudablemente, la reanudación del conflicto palestino-israelí bloquea su continuidad y desarro­ llo al sentarse en el mismo foro israelíes, palestinos y árabes, pero las razones de su falta de impulso para contribuir a transformar la situación de inestabilidad y crisis que vive el Norte de África y Oriente Medio se deben también a la manera selectiva en que se ha puesto en marcha, dejando de lado el espíritu inicial de abordar no sólo lo económico sino también lo político-social. En lo relativo al primer objetivo, «crear una zona de paz y es­ tabilidad que repose en los principios fundamentales del respeto * Libia era un rogtie slate según la nueva visión estadounidense del mundo y se encontraba bajo el régimen de sanciones. Las presiones norteamericanas lograron des­ animar algunas posiciones europeas partidarias de la integración de Libia. Su lenta in­ corporación sólo ha llegado por el momento al nivel de observador, título con el que participó por primera vez en la cumbre euromedíterránea de Marsella del 16 de no­ viembre de 2000. Pero sí es mejorable particularmente en un punto: el tema migratorio apare­ ce en el apartado de seguridad y, por ello, queda además inscrito en la parte de la de­ claración que se ocupa también de delincuencia y terrorismo.

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a los derechos humanos y la democracia», hay que señalar que la primera preocupación de la Asociación Euromediterránea de estabilizar los Estados del sur ha sido comprendida como un apoyo a los regímenes existentes, acompañada, en consecuencia, de una escasa preocupación por las transformaciones reales de los modos políticos de gobierno. Se ha aplicado el criterio del prag­ matismo político, concentrándose principalmente en el impulso de la liberalización económica de acuerdo con la teoría de que ésta generará profundos cambios sociales que desembocarán in­ evitablemente en la liberalización política. Sin embargo, este mar­ co teórico no ha dado los resultados esperados. Durante los ocho años desde su aplicación la situación de los derechos humanos no sólo se ha deteriorado notablemente en la mayoría de los Es­ tados de la ribera sur del Mediterráneo sino que el acuerdo de asociación ha contribuido incluso a reforzar simbólica y política­ mente la credibilidad de esos regímenes al convertirlos en «so­ cios». La prioridad de la UE ha sido la cuestión económica y no el respeto a los derechos humanos o la promoción de la demo­ cratización, a la espera de que ésta surja por generación espontá­ nea a la sombra del desarrollo económico. Los acuerdos de asociación de libre comercio firmados entre la UE y diversos países árabes con graves déficits de respeto a los derechos humanos han eludido la aplicación del articulado que, en virtud del espíritu de Barcelona, vincula la firma de dichos acuerdos con el respeto y promoción de los derechos humanos. Esta situación ha ofrecido garantías a los regímenes con respecto a su abusivo comportamiento político. Buena prueba de ello es que en mayo de 1999, cuando la delegación europea estaba en El Cairo negociando el acuerdo de libre comercio, el gobierno egip­ cio aprobó una nueva ley de asociacionismo draconiana, dirigida a acabar con el único espacio plural que aún quedaba en el país. En Argelia gobierna impunemente un régimen militar corrupto y despótico, pero no fue óbice para que la UE firmara el 19 de di­ ciembre de 2002 un acuerdo de asociación. El mismo acuerdo que se firmó con Túnez el 12 de abril de 1995, cuando en ese país existen más de dos mil presos políticos, un ejercicio exten­ dido de la tortura y un régimen de partido único que muchos in­ genuamente consideran superado. 174

La dimensión social de k Asociación Euromediterránea no ha sido apenas desarrollada (los ministros de Empleo, Asuntos So­ ciales y Trabajo nunca se han reunido). Los temas sociales han recibido algo más de atención a través del programa de coopera­ ción bilateral MEDA, pero funcionando más bien como socorro para los más perjudicados por el ajuste estructural, y aun así con muchas dificultades para racionalizar y garantizar el acceso de los ciudadanos a dichas ayudas por la ineficaz gestión local y las dis­ torsiones clientelistas. Pero no se ha tratado en absoluto de ac­ tuar sobre las causas políticas y económicas que engendran los desequilibrios sociales, ya que eso podría cuestionar el espíritu neoliberal del modelo económico. SÍ se considera el balance de los ámbitos en los que se ha avanzado dentro del objetivo de hacer del Mediterráneo una zona de paz y estabilidad, resalta su nivel políticamente subalter­ no: lucha contra el crimen organizado y el tráfico de drogas, al­ gunos intercambios con respecto a los flujos migratorios, lucha contra el terrorismo. Este último ámbito tiene una gran signifi­ cación política. El «terrorismo», en boca de los regímenes del sur del Mediterráneo, como decía Driss El Yazami, secretario general adjunto de la Federación Internacional de Derechos Humanos, «ha sido un pretexto imaginario inventado por Estados despóti­ cos enfermos de represión».60 Dicho de otra manera, es el instru­ mento a través del cual los gobernantes totalitarios persiguen y reprimen con jurisdicciones arbitrarias y de excepción a sus opo­ siciones políticas y a sus sociedades civiles. Y esta represión en el sur del Mediterráneo, como tiene a los islamistas como principal objetivo, ha sido mucho más fácil gracias al persistente silencio del norte. Sin embargo, no se dirige exclusivamente a actores vio­ lentos; su blanco principal es el islamismo reformista, porque aunque respeta el marco constitucional y legal, es el movimiento político en el que se concentra el principal capital de oposición creíble entre la población, movilizando una dinámica y extensa sociedad civil. Driss El Yazami lo explicaba así en la entrevista ci­ tada más arriba: «la represión brutal de la que han sido víctima casi sistemáticamente los movimientos islamistas de la región, an­ tes y después de la Declaración de Barcelona, no tiene ningún ob­ jetivo de defensa de la democracia y las libertades. Es sobre todo 175

para mantener el reparto desigual de la riqueza y el uso exclusi­ vo del poder por lo que los gobiernos establecidos han reprimi­ do estos movimientos que me parece reflejan, al menos en parte, la aspiración de las poblaciones a un orden más justo tanto a ni­ vel interno como internacional».61 La C u e s t i ó n está en que, lejos de percibir que la «lucha con­ tra el terrorismo» es pretexto e instrumento para la violación de l o s derechos de personas que no han hecho más que oponerse políticamente a l despotismo de sus gobernantes, los europeos han a s u m i d o una ju r i s d i c c i ó n como la «Convención árabe con­ tra el terrorismo», que entró en vigor en 1999 y ha puesto en mar­ cha mecanismos de cooperación policial y de extradición que atentan contra importantes principios y libertades. Es decir, no sólo se ha avalado la f a l s a y sospechosa d e f i n i c i ó n que d e l terro­ rismo se hace en el sur, sino que se participa de ella cediendo ante el discurso de gobiernos árabes que evocan con insistencia la supuesta libertad de a c c i ó n dejada a los «terroristas» refugiados en los países de Europa, a c t i t u d tras l a c u a l reposa el deseo de perseguir a sus oponentes políticos exiliados en suelo europeo.* Esta situación, lejos de cambiar, se ha intensificado de manera alarmante tras el 11 de septiembre. El tercer objetivo, «contribuir a una mejor comprensión mu­ tua entre los pueblos de la región y alentar la emergencia de una sociedad civil activa», ha sido un ámbito del proyecto euromediterráneo que apenas ha podido ser desarrollado. La asociación euromediterránea ha quedado encerrada en la relación con los gobiernos y es totalmente desconocida entre las sociedades del Me­ diterráneo sur. Es más, las oficinas de la UE en los países del Nor­ te de Africa y Oriente Medio no han estado a la altura de los ob­ jetivos del proyecto de asociación. Ni cumplen la misión de puente y de ayuda a la diversificación de los interlocutores, ni contribuyen en la debida forma a traducir en influencia política la cooperación económica. Tampoco ha habido movilización so­ cial a favor del proyecto euromediterráneo cuando, sin embargo, * Así, en diciembre de 1998, 14 países árabes no tuvieron ningún rubor al emi­ tir reservas a la Declaración de la Asamblea General de la O N U sobre la protección de los defensores de los derechos humanos.

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o quizá por eso, podría interesar mucho a unas poblaciones ávi­ das de participación y representación, a quienes les afectan mucho los aspectos de mejora del Estado de derecho, democratización... que contiene la Declaración de Barcelona. Sin embargo, ha que­ dado como instrumento casi exclusivo de los gobiernos. Y los pro­ gramas MEDA a los que se puede acoger la denominada «socie­ dad civil», aparte de la pesadilla burocrática que conllevan, han quedado limitados a las eütes que ya tenían relaciones con Europa o a aquéllas vinculadas, directa o indirectamente, a los gobiernos. Éstos utilizan multitud de recursos a su disposición para que «sus» O N G ’s monopolicen el acceso a dichos fondos, con el acuerdo tácito europeo. Sin embargo, existe otra sociedad civil, rica y di­ námica, a la que se debería garantizar su acceso al proyecto euromediterráneo, permitiendo con ello diversificar y contribuir a la emergencia de nuevos actores, pero que en su mayor parte ha quedado marginada del proyecto euromediterráneo. A ello se une que el Mediterráneo nunca será un espacio pa­ cífico y estable en tanto no se dé una respuesta satisfactoria a la aspiración nacional palestina, y por lo tanto es un factor que condiciona directamente al proceso euromediterráneo. Aun así, esta cuestión ha quedado expresamente fuera de dicho proceso y la Unión Europea, lejos de asumir un papel propio, ha aceptado pasivamente las reglas del juego impuestas por EE.UU. en esta cuestión. En consecuencia, la UE no es un actor político signi­ ficativo en la región a pesar de su sustantiva aportación econó­ mica. En los consejos europeos de Berlín (24 y 25 de marzo de 1999) y de Feíra (19 y 20 de junio de 2000), los europeos se han mantenido fieles a la línea que adoptaron en 1980, en la decla­ ración de Venecía, que defiende el derecho de los palestinos a la constitución de un Estado soberano cuya viabilidad debe ser ga­ rantizada, pero ha sido una diplomacia de discurso y no de ac­ ción. La cuestión está en que Israel apuesta por un abandono du­ radero del mundo árabe (subdesarrollo económico, debilidad ins­ titucional por la falta de democracia y Estado de derecho, líderes sin legitimidad y dependientes de los apoyos externos, consoli­ dación de EE.UU. como el único actor político internacional en la zona) para, con el incondicional apoyo estadounidense, ímpo177

nerse hegemónicamente en términos militares y económicos en Oriente Medio. Europa está consintiendo el desarrollo de ese es­ cenario a sabiendas de que no sólo es inestable sino que está ex­ puesto a un elevado riesgo de explosión sociopolítica del que ella misma será el principal actor exterior perjudicado. Sin embargo, de momento el proyecto euromediterráneo, más que trabajar por lograr la paz y estabilidad mediterráneas a largo plazo, ha contri­ buido a mantener un statu quo que conlleva un deterioro cre­ ciente de la situación en la zona.

El choque de civilizaciones y el fundamentalismo islámico

No fue en absoluto casual que tras la guerra del Golfo sur­ giese la teoría del «choque de civilizaciones» firmada por el politólogo estadounidense Samuel P. Huntington.62 Este escrito de Huntington se iba a convertir para muchos en la ideología de la posguerra fría. Lo que el profesor de Harvard planteaba inicial­ mente entre interrogaciones,