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Spanish Pages [142] Year 2002
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Francisco Ballón Aguirre
Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas Francisco Ballón Aguirre
Lima, diciembre 2002
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Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
© Francisco Ballón Aguirre y Defensoría del Pueblo Jr. Ucayali 388, Lima 1, Perú Teléfono: (51-1) 4267800 Fax: (51-1) 4267889 Internet: www.ombudsman.gob.pe E-mail: [email protected] Editor: Pablo De la Cruz Guerrero Programa de Comunidades Nativas Impresión: Visual Service SRL Teléfono: 4424423 Primera edición 1,000 ejemplares Lima, Perú, diciembre 2002 Depósito legal: Registro Nº 1501162002-5616 Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y del Instituto Humanista para la Cooperación con los Países en Desarrollo (HIVOS) - Servicio Holandés de Cooperación al Desarrollo (SNV).
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A Julián
“Un postulado político puesto en marcha por métodos y sensibilidad indígenas -sea comunista o burgués tal postulado-, conduce fatalmente a formas aborígenes de Estado. Leyes y fenómenos son éstos que debemos recordar todos los días. No hay que seguir olvidándolos o desconociéndolos”.
César Vallejo
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Índice
Página Presentación
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Prólogo
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1.
Los temas y los problemas del derecho a existir 1.1. El derecho invisible 1.2. Cultura, etnicidad y racismo 1.3. Apenas un primer orden
2.
Los antecedentes: la tesis del agotamiento, de la representación y la peruanidad de los pueblos indígenas 2.1. Si los pueblos indígenas no existieran... habrás de considerar, cristiano, esta ley de Dios 2.2. El “agotamiento” o la “representación” 2.3. La peruanidad de los pueblos indígenas 2.4. El defecto estatalista
3.
La comunidad, sujeto del derecho indigenista 3.1. El efecto: la interdicción perpetua 3.2. El proceso español 3.3. El ombligo del mundo jurídico 3.4. Sobre Pueblos e Indígenas en el Derecho Internacional
4. La pluralidad cultural y étnica del Perú 4.1. Pluralismo, multiculturalidad y contra-ciudadanos 4.2. La “acción afirmativa” de la igualdad
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4.3. Error de comprensión culturalmente determinado 4.4. Minoría y minorías étnicas
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5.
La discriminación racial y las comunidades afroperuanas 5.1. La no-discriminación, el racismo y la raza inexistente 5.2. Una definición que siendo amplia es insuficiente 5.3. Las comunidades afroperuanas
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6.
El Derecho de los Pueblos Indígenas peruanos 6.1. ¿Quizá el derecho a existir, por evidente, sea el menos visible? 6.2. La cuestión del límite: la condición de peruanidad de los pueblos y la ciudadanía de sus miembros 6.3. La autodeterminación y ¿el fin de la historia de la secesión? 6.4. El concepto indígena de territorios y el territorio del Estado 6.5. El derecho al patrimonio y a los recursos naturales tradicionalmente utilizados 6.6. Derechos políticos de los pueblos indígenas 6.7. El derecho a tener (o no) un sistema formal de resolución de conflictos 6.8. Los derechos de los pueblos indígenas peruanos en una Constitución reformada
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Epílogo
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Notas
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Bibliografía
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Presentación
La Defensoría del Pueblo del Perú tiene especial preocupación en salvaguardar los derechos humanos y constitucionales de las comunidades y pueblos indígenas, a quienes consideramos como un sector muy vulnerable de nuestra sociedad. Para cumplir cabalmente con la misión que la Constitución le ha asignado, la Defensoría del Pueblo creó en el año 1997, el Programa de Comunidades Nativas como un órgano técnico dirigido al propósito de defender a las comunidades y pueblos indígenas. Entre las muchas actividades que ha realizado el Programa de Comunidades Nativas destacan los Informes Defensoriales sobre el “Derecho a la personalidad jurídica de las comunidades nativas”, los “Derechos políticos de personas indígenas”, y el “Conflicto territorial en la Comunidad Nativa Naranjos”; asimismo, ha publicado una serie de Documentos de Trabajo sobre la problemática de tierras y territorios de comunidades nativas, áreas naturales protegidas, pueblos indígenas en aislamiento, educación bilingüe, normas legales, entre otros. En ese contexto, la publicación de “Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas”, es un nuevo aporte al conocimiento de un tema especialmente complejo y de actualidad. Como es sabido, tanto la Organización de Naciones Unidas como la Organización de Estados Americanos, están en plena preparación de declaraciones de derechos de los pueblos indígenas. Por su parte, la Comunidad Andina de Naciones adoptó la “Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos” que fue firmada en Guayaquil, el 26 julio de 2002. En el artículo 37 de esa Carta, se indica que los países andinos, “reconocen que los pueblos indígenas y comunidades de afrodescendientes, además de los derechos humanos que poseen sus miembros como ciudadanos a título individual, gozan como grupos humanos de raíz ancestral, de derechos colectivos, cuyo ejercicio en común promueve su continuidad histórica, la preservación de su identidad y su desarrollo futuro”. A esa realidad se refiere el presente estudio, que sobrepasa cualquier lectura comentada de dispositivos normativos para presentarnos una teoría global de los derechos de los pueblos indígenas peruanos. Una teoría elaborada y bien documentada sobre el derecho de los pueblos indígenas a existir jurídicamente.
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El autor promovió desde el año 1980 los estudios de la realidad indígena peruana empleando la perspectiva disciplinaria de la antropología jurídica y ha mantenido, desde entonces, ese perfil de investigación y defensa de las comunidades y pueblos indígenas en todas sus publicaciones. Durante el tiempo en que se dedicó a la docencia universitaria en la Pontificia Universidad Católica del Perú y a la investigación en el Centro de Investigación y Promoción Amazónica (CIPA), ha colaborado con varios de los actuales estudiosos del tema y con nuestro Programa. Por esas razones, el Programa de Comunidades Nativas de la Defensoría del Pueblo no ha dudado en auspiciar esta publicación conociendo el valioso contenido de estas páginas y las variadas reflexiones que ellas nos suscitan. Para realizar este esfuerzo editorial, ha sido necesaria la colaboración de las entidades de cooperación internacional con las cuales estamos sumamente reconocidos, tal es el caso de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y del Instituto Humanista para la Cooperación con los Países en Desarrollo (HIVOS) - Servicio Holandés de Cooperación al Desarrollo (SNV), que vienen apoyando directamente al Programa de Comunidades Nativas de la Defensoría del Pueblo y reafirmado permanentemente su compromiso con las comunidades y pueblos indígenas peruanos. La Defensoría del Pueblo del Perú y el Programa de Comunidades Nativas, agradecen a todos los que han contribuido a hacer posible este libro.
Lima, diciembre de 2002
Pablo De la Cruz Guerrero Jefe del Programa de Comunidades Nativas Defensoría del Pueblo del Perú.
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Prólogo
Un libro es siempre una obra trunca. Un esfuerzo frustrado sin completar su objetivo al no lograr dar forma a una materia que se expande sobre sí misma y retorna a su inevitable consistencia. A fin de cuentas, es un intento para volver al impulso -¿deseo?- inicial. Es la suma de otras búsquedas y otras pérdidas que se deben a su propia lógica y sentido. Muchas personas cuyos nombres debieran acompañarme compartieron conmigo su esfuerzo intelectual. Amigos que están presentes a través de estas páginas y deben saber lo mucho que me han ayudado y acompañado en este salto al vacío de la escritura. Ese abismo que la generosa hospitalidad de las señoras nomatsiguengas logró llenar hace unos años y que revivió en mí el deseo de reiniciar una tarea olvidada. Posiblemente sea ese el sentido final de estas páginas, devolver el texto a sus verdaderos autores. Recuerdo a la familia de Daniel Charete que ha defendido con la vida de sus hijos, las migajas de tierra que el elefante estatal les tituló. A pesar de nuestra distancia, bien se podría decir que el libro es de ellos y de otros que como ellos, están -en este momento- luchando por su causa con entereza y orgullo. Mi gratitud a Pablo De la Cruz Guerrero, sin cuya intervención, paciencia y colaboración éstas letras continuarían en un archivo a la espera de algún virus que las elimine. A él se deben la mayor parte de las correcciones al texto original. Seguramente, la vieja amistad con el Defensor del Pueblo, Walter Albán Peralta, ayudó a la decisión final de publicar el libro y compromete mi reconocimiento a él y a la Defensoría del Pueblo del Perú. A mi hermano Enrique su invalorable ayuda. A la Agencia Española de Cooperación Internacional, HIVOS y SNV de Holanda, que apoyaron esta empresa editorial que, de otro modo, no habría sido posible. También este agradecimiento es para Alfredo Prado, Presidente del CIPA y a Mónica Ruiz de Castilla. A mi amigo Félix Luna Vargas, de la Comisión Andina de Juristas, con quien conversamos sobre este tema en muchas ocasiones. Así mismo, a todos los miembros de la Mesa Nacional de Pluralismo Jurídico, con
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quienes en varias ocasiones pensamos estos asuntos y sin proponérselo -¿o tal vez sí?- me incentivaron a continuar esta reflexión. Esta es una “introducción” a la temática jurídica del derecho de los pueblos indígenas. Bajo esa palabra entiendo a la preparación para llegar al fin que uno se ha propuesto, en este caso, explicar el derecho de los pueblos indígenas. Generalmente este es un asunto implícito en las exposiciones de manera que se presentan las interrogantes como si ellas fueran respuestas. ¿Son los derechos de los pueblos indígenas derechos culturales?, ¿un Estado que se declara pluri-cultural resuelve la situación jurídica indígena?, ¿son derechos de minorías?, ¿se trata de derechos étnicos?, ¿corresponden a la igualdad racial?... De modo que era necesario un camino algo extenso para lograr desentrañar y eviscerar el objetivo. En cierto modo, la escritura es como una operación a veces quirúrgica y a ratos burda, donde la tinta suple a la sangre y las ideas a los órganos en función de ver entre ellos y a través de ellos, su razón de ser. Una buena parte de las ideas de este texto, se gestaron en las reuniones promovidas por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, entre los años 1988, 1992 y 1993 que originaron como resultado el documento colectivo titulado «Los Derechos de los Pueblos Indígenas. Documento para discusión», impreso en Costa Rica el año 1992 pero muy poco difundido. Refieren, además, a los escritos, “De la Comunidad Cultural a la Comunidad Política: El Derecho de los Pueblos a Existir” presentado en el “I Curso Especializado en Derechos Humanos de la Región Andina”, en Bogotá, Colombia, en octubre del año 1993. Igualmente, a “El derecho de los pueblos indígenas y el derecho del Estado”, elaborado para el “Seminario Latinoamericano sobre Derecho Constitucional Indígena”, el año 1995. Además, a los “Pueblos Indígenas: en vano y en serio” publicado en Cuadernos Andinos, en Lima, el año 1999. No obstante, la construcción central del contenido de este libro es totalmente nueva. Lima, noviembre del año 2002
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1. Los temas y los problemas del derecho a existir
1.1. El derecho invisible Las preguntas sobre los derechos de los pueblos indígenas (¿derechos culturales?, ¿derechos de minorías?, ¿derechos étnicos?, ¿derechos raciales?) suelen contestarse de modo que las premisas en las que se apoyan sus argumentos quedan sin explicación. Ideas respecto a la cultura, a las etnias, a las razas, a las minorías etc. se acomodan silenciosamente en los escritos y discursos, tal como si de ellas se desprendieran nociones neutrales, “naturales”, un orden de ideas plenamente sintonizado. Nada más equivocado y contraproducente al desarrollo de la teoría jurídica del derecho que la mezcolanza temática a gusto del expositor. En las siguientes líneas el lector encontrará un primer orden referido a los temas y problemas involucrados en el derecho indígena, el cual es un paso necesario para una amplia comprensión del tema. La palabra que plantea el derecho fundamental de los pueblos ancestrales peruanos, es el verbo existir. De esa matriz conceptual provienen o se agotan todas las capacidades y competencias jurídicas indígenas. En efecto, el axioma en que se apoya cualquier derecho para tener sentido es un sujeto que lo reclame exista; si ese sujeto desaparece, “su” derecho simplemente se convierte en virtual o anacrónico. Tal es la cuestión central a ser debatida aquí: la conculcación del derecho de los pueblos indígenas acarrea inevitablemente la desaparición del sujeto concernido y el “derecho” mismo -como justicia, norma o procedimientodeja de tener entonces valor alguno, es apenas una cáscara, una grafía sin sentido. Esa invisibilidad del sujeto jurídico puede estar, a su vez, sustentada en la creencia oficial u oficiosa, ampliamente transmitida por los medios de comunicación masiva, que los pueblos indígenas desaparecieron y que hoy en día, queda de ellos solamente una construcción idealizada en la mente de personas fantasiosas o anacró-
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nicas. Para quienes así piensan, no hay realidad indígena alguna que los motive a ver más allá de las narices de un Perú “mestizo” pleno de homogeneidad. Tal vez alguien imagine que el derecho de los pueblos indígenas es una suerte de regreso al Tawantinsuyo, o el establecimiento de privilegios racistas, o la división del Perú en cantones... una multitud de temores, medias verdades, antipatías, intereses, ignorancia, creencias políticas, racismo y “sentido común” afiebran las objeciones contra el derecho indígena. En su provincialismo conceptual, no pueden explicarse el por qué la ONU o la República Federal de Argentina o Noruega, los consideran en su legislación. Precisamente, por que la resistencia tiene mucho de irracional, es que remover los prejuicios resulta una tarea ardua que requiere repasar -con un grado de paciencia- los muy diversos asuntos que, para bien o para mal, se hallan involucrados. A lo largo de nuestra historia grandes fuerzas coincidieron en el mismo propósito de negarles capacidad jurídica a los pueblos indígenas. Los pueblos indígenas y sus integrantes, deberían ser absorbidos por la ventosa jurídica occidental y consecuentemente, tendrían que dejar de ser lo que eran: sujetos de su propio derecho. Así, desde la perspectiva del dominio que inicia el Estado colonial, la interdicción del derecho indígena era una condición básica de su propia existencia institucional, principio asumido de inmediato por el Estado republicano. Es cosa bien sabida que el pueblo autóctono, fuente de los derechos indígenas, fue transformado, desfigurado, eliminado o fantasmagorizado en la práctica de la administración colonial. Muchos pueblos fueron exterminados de raíz; otros, apenas afortunados, lograron sobrevivir sobre las picotas, emparedamientos, gemonías y garrotes. En buena cuenta, el poder-existir de los pueblos en situación de exterminio dependió de otras instancias: de los procesos de resistencia ajenos al derecho negado. La pirca jurídica efectiva que los unció fue el genocidio, uno de los mayores holocaustos registrados por la historia humana, y frente a ella debieron, bajo innumerables escaramuzas ora individuales, ora colectivas o batallas militares, ganar su presencia, perdurar. Muchos pueblos no lograron sobrevivir. No les fue posible superar la depredación y pasaron a formar parte de las mesnadas de víctimas, despojos de una humanidad despedazada en civilizaciones aventadas por los motores imperio-coloniales. Desde la Colonia el Estado re-crea lo indígena a imagen y semejanza de un status jurídico diminuto. Alegar entonces “derechos” para los pueblos víctimas del exterminio es irrelevante, extemporáneo, inconducente. Es sobre todo una empresa inútil para los pueblos indígenas que han dejado de existir por razones jamás inocentes y que
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ningún “derecho” podrá reponer. Pero para los pueblos sobrevivientes, pueblos velados, hechos “invisibles” a la fuerza y condenados a vestir las hopalandas jurídicas que la piedad del Estado paternal les proporciona, el reconocimiento de su identidad en cuanto colectividad circunscrita, es la condición misma de su afirmación en la globalización. Esta es la conditio sine qua non de la que pende la vigencia misma del derecho indígena. Las cifras son aterradoras. Según todas las tesis la población indígena al momento del «descubrimiento» era de varios millones. Sea cual fuera la cifra exacta, la magnitud de los hechos es sobrecogedora pues pueblos indígenas completos desaparecieron para siempre. Por ejemplo en el Perú, se ha calculado que a la llegada de Pizarro, una población de unos 15 millones de habitantes para el Tawantinsuyo y el estudioso Markham, en 1864, publicó una relación de nombres de «tribus» selváticas del Perú y daba por extinguidas a 20. En Brasil, según datos de D. Rybeyro, a principios de siglo existían 200 grupos indígenas amazónicos que, en 1957, llegaban apenas a unos 87 pueblos1/. Ante esos datos, ¿de qué sirven las elevadas teorías y los vocingleros derechos cuando pareciera que la naturaleza de las normas fuera su constante violación? ¿De qué le sirve su título de propiedad a la comunidad Centro Tsomabeni, a orillas del río Ene, cuando su territorio ha sido invadido a vista y paciencia de todas las autoridades y de todos los reclamos y protestas elevados? ¿Esos títulos, esa propiedad, esos pomposos textos devolverán la vida a los miembros de la familia Charete que lucharon a solas en defensa de sus tierras? Si los estándares de vigencia de las normas jurídicas varían en función de las personas y las localidades, ¿qué pueden esperar los indígenas del Estado? ¿Acaso la historia de la burocracia registra que algún funcionario haya sido removido, amonestado, sancionado, señalado o responsabilizado por una sola partícula de la montaña de derechos nativos violados? Ese mismo Estado que reclama para sí ser la única fuente de derechos, promueve, consiente o tolera la violación permanente de las “normas jurídicas” por él mismo establecidas. Por ello, no nos adormece ninguna candorosa relación con un “derecho” tantas veces reeditado en lujosas compilaciones y, sin embargo, permanentemente incumplido, manipulado, retaceado, olvidado y pisoteado cuando debió tomarse acción para que los más humildes ciudadanos recibieran lo que en los escritos les corresponde. Pese a todo, no es iluso de nuestra parte hablar del derecho de los pueblos indígenas. Ni nos resulta contradictorio pensar que el estado de derecho debe alcanzar absolutamente a todos para que todos alcancemos nuestro derecho. Cuando los derechos dejen de ser el privilegio práctico de algunos, entonces empezará el imperio de la justicia social igualitaria. A esa soberanía del derecho integral, como un camino posible para los peruanos indígenas o no, en el siglo 21, corresponde ante todo el derecho
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a existir como pueblos indígenas y estas páginas no pretenden sino introducirnos a su conocimiento. La miopía interpretativa de hoy en día proviene de una contradicción antiquísima entre los derechos originarios de los indígenas y los procesos coloniales proyectados sobre el omnímodo derecho republicano. Pese a las apariencias y al tiempo transcurrido, el Estado peruano no escapa a las consecuencias de las viejas tensiones no resueltas, o resueltas parcial y defectuosamente. En el horizonte de nuestro trabajo, se encuentran los pueblos indígenas como una realidad contemporánea, con derechos tan actuales como cualesquier otro de los derechos humanos. Derechos no escritos ni bautizados en la pila del Estado pero sí silenciosamente presentes en las pautas ideológicas que, desde antes de la Revolución Francesa y precisamente con ella, alimentan la legitimidad de lo nacional peruano. Entonces, para poder develar hoy lo otrora evidente, no es necesario “actualizar” imposibles derechos imperiales o utopías jurídicas más o menos literarias, sino precisamente, acabar con un ocultamiento y un disimulo insidiosos, evidentemente contrarios a cualquier democracia, dando paso franco y abierto a la imagen plena del rostro jurídico peruano. Ahora bien, el sentido que tiene el enunciado “pueblo indígena” en el texto que sigue, se refiere a una entidad generadora, de condiciones político-jurídicas extremadamente altas, equiparables únicamente a los derechos que corresponden a la persona humana. Se trata de una categoría específica e inconfundible, precisa e identificable por sus características y consecuencias particulares que no se asimila, en modo alguno, a la idea de “poblaciones”, “culturas”, “grupos étnicos”, “minorías étnicas”, “comunidades campesinas o nativas”, “los otros”, “las culturas originales”. Dicha categoría remite a un sujeto jurídicamente preciso -con derechos típicos- que se distingue de otras realidades jurídicas y sociales. Con la palabra “indígenas” se cubre a una gran variedad de pueblos propiamente dichos, andinos como el huanca y los quechuas, amazónicos como los nomatsiguenga, con muy distintos lazos tendidos con la sociedad civil, pueblos con profundas vinculaciones y otros llamados no “contactados” como los isconahuas. Naturalmente, ningún pueblo usa como su nombre propio el término “indígena”. Cada pueblo tiene su modo de llamarse a sí mismo y reafirmar su identidad. Por ello, emplear las palabras indígenas u originarios o autóctonos o ancestrales o nativos, es indiferente desde el punto de vista singular. El ser indígenas u originarios o como prefiera llamarse a ese conjunto, supone que todos ellos comparten una raíz histórico-jurídica en común: pre-existen al proceso de expansión colonial europeo.
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En ese orden de ideas, la raíz de los derechos indígenas -y por ende de las resistencias en su contra- es que sus derechos están legitimados en virtud de su condición de pueblos sobrevivientes al colonialismo. Pero esa sobre vivencia histórica o social, empata con la teoría jurídica que definió a los pueblos como los generadores del Derecho y que originó los movimientos de emancipación colonial de América. Al darse el paso del mundo del derecho divino de los reyes, al mundo del derecho de los pueblos, únicamente era posible negar los derechos indígenas sea “incluyéndolos” en el “pueblo” en general (el pueblo peruano), o desconociendo su existencia. La República se construye sobre un derecho fundamentalmente laico que se debe al pueblo. De manera que los atributos jurídicos modernos, no los tiene el Estado por serlo sino por “recibirlos” del pueblo y actuar en su representación. Es decir, que los derechos de todos los pueblos (y también de los pueblos indígenas) derivan de un status jurídico único y trascendental en la teoría del Derecho: del hecho político y social que concluyó con los imperios de ultramar y los dilatados efectos del colonialismo. Tal posición jurídica es tan altamente privilegiada que el Estado la considera un peligro para su dominio cuando en su territorio la palabra “pueblo” abarca algo más que a un pueblo (el peruano en nuestro caso). Pero si hipotéticamente, el derecho a existir les fuera cabal y plenamente admitido a los pueblos indígenas peruanos, los proveería de atribuciones y deberes específicos que únicamente ellos pueden ejercer. Esos derechos abarcan, por ejemplo a la autodeterminación limitada y la autonomía administrativa interna, pero comprenden también deberes como el de perpetuar la vigencia plena de los derechos humanos. Es evidente, a este respecto, que los derechos de los pueblos se acentúan para liquidar la cara política de la dominación, es decir, el colonialismo en todas sus formas. Los derechos indígenas cuestionan la -no tan sutil- ausencia de pluralidad en la representación de intereses al interior del Estado y anteriores a éste. Derechos anteriores pero no fatalmente contradictorios al Estado o a la Nación. Son derechos constitucionales no escritos en la Constitución Política peruana. Esta es la cara actual de la cuestión: nos remite a pueblos indígenas de hoy en día en un mundo jurídico moderno. Se trata entonces de derechos de los pueblos indígenas peruanos que no son otra cosa que la condición de peruanidad completa, el encuentro entre los procesos históricos que dieron forma a los actuales pueblos indígenas y los mecanismos político-jurídicos que los “construyeron” al interior del sistema jurídico nacional. En suma, los pueblos indígenas en el territorio del Estado peruano son y se reconocen ellos mismos, se identifican como pueblos peruanos. En otras palabras, no reclaman la ejecución de un derecho abstracto de autodeterminación en el sentido de secesión política, que
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les resulta contradictorio con una de sus características actuales como pueblos, cual es, la de admitirse como parte del pueblo peruano que en un mismo territorio, comparte una Nación, un sistema jurídico y buena porción de la misma cultura. Además de que los indígenas comparten una amplia gama de valores culturales en común con el resto de sus con-nacionales a despecho del culturalismo tan proclive a ver toda expresión cultural como ejemplo de una diferencia radical. Que el Estado niegue esa realidad o que esa Nación se presente con visos etnocéntricos, no cambia el doble contenido moderno de la dinámica actual de los pueblos indígenas; ellos son tanto indígenas como peruanos. Desde el punto de vista de los derechos de un individuo, es decir de un ciudadano, cuando él es un indígena, tiene la doble condición complementaria pero no una “doble” ciudadanía. A su turno, el pueblo indígena, no es un “ciudadano” o una persona humana y tiene también la naturaleza de peruanidad e indianidad complementarias. Al igual que ocurre en el caso de México, Ecuador o Bolivia, los esfuerzos de los movimientos indígenas, se dirigen a democratizar las condiciones de su participación en la Nación y no a definir los medios de su secesión política (modos en todo caso ajenos al derecho). La secesión es un acto político y militar amparado en una “razón” jurídica que quiebra con el Estado precedente y “crea” un nuevo Estado. Tal eventualidad es únicamente explorada por algunas vertientes pequeñas sin mayor arraigo en el movimiento indígena. El desarrollo moderno del carácter de lo indígena en la conformación social de los países latinoamericanos, consiste en que se admita la doble condición nacional (indígena-peruano) como elementos simultáneos. Esa dualidad es -precisamente- una suerte de mestizaje real de la mayor consistencia. La co-existencia de elementos que construyen un ser social antes que la preeminencia de alguno a costa de borrar o negar los otros. Un Perú aparentemente homogéneo (“mestizo” desde el punto de vista racial) se esgrime para sepultarse en el costado indígena de la peruanidad. Lo que se desea en verdad, es la re-formación de los modos de la pluralidad de los nuevos y viejos componentes que admiten al mismo tiempo peruanidad e indianidad, como esferas relativamente compartidas, dependientes e íntimamente complementarias. Pero así como las viejas tesis de la autodeterminación tienen que ser revisadas, también lo tiene que ser la teoría del Estado democrático moderno. En especial en cuanto a la representación política en los mecanismos ejecutivos y legislativos de la Nación.
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Estas son las dos grandes contradicciones aparentemente irresolubles: el ciudadano que es -simultáneamente- indígena y peruano, y el pueblo indígena que también es parte indisoluble del pueblo peruano. Parece inexplicable que -la condición de democracia interna en el Perú- implique abandonar la idea abstracta y genérica del derecho homogéneo, para acoderar en una perspectiva del derecho peruano propiamente dicho. Es decir, un derecho acorde a las condiciones histórico-sociales peruanas y no forzado a la consonancia teorética de los alambiques conceptuales que dominan el derecho basado en el “cálculo de conceptos”. En la teoría tradicionalmente aceptada del derecho y del Estado, los derechos de los pueblos preceden y originan los derechos de los Estados. Lo paradójico es que, en la práctica, los Estados se sienten amenazados por los “pueblos” que contiene en su territorio. Imaginan a todo pueblo como un rival dispuesto a desembarazarse de ellos. Esta reacción se basa en que la tesis de la “autodeterminación de los pueblos” ha sido sacralizada en la fuente bautismal del derecho estatalista: todo pueblo debe ser un Estado. Entonces, deriva la fatalidad: pueden -¿deben?- crearse tantos Estados como pueblos existen. Así la ecuación de los pueblos virtuales como Estados en larva o potencia, eleva la temperatura política a un nivel volcánico. La mayor “complicación” resulta de la presencia, en un Estado, de varios pueblos internos tal como en el caso peruano. La argamasa político-jurídica llamada Estado, horrorizada, imagina en su logósfera constitucional que pudiera quebrarse como una galleta en los varios Estados independientes que esos pueblos pudieran o debieran reclamar. De allí entonces que, en los hechos, los “pueblos” sean percibidos como una “amenaza” o se les niegue o se les camufle con un ropaje (legal) superfluo. En el pensamiento tradicional, todo el énfasis recae sobre la autodeterminación como el derecho de los pueblos por antonomasia. Se presenta como un derecho absoluto, monolítico y estancado a los preceptos de los siglos 18 y 19. Una suerte de destino o calamidad que los pueblos deben vivir o sufrir a toda costa. Pero en el Estado subyace otro temor mucho menos doctrinario contra los derechos de los pueblos indígenas. Proviene de la mala conciencia del despojo y la arbitrariedad con la que se ha actuado contra ellos, precisamente a pesar y contra las propias normas formalmente construidas y publicitadas “en favor” de los indígenas. En este caso, la certeza de que la ley es letra muerta no inmuta a los operadores del derecho pese a que, por ejemplo, todavía varias comunidades esperan se aplique los preceptos de una norma constitucional de los años veinte del siglo
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pasado que los declara propietarios de sus posesiones. La otra barrera formidable la constituye el conjunto de los intereses económicos privados que abarcan desde las intocables empresas mineras y petroleras, las forestales (con “sus” ingenieros bien dispuestos en el aparato gubernamental), los invasores (¿colonizadores?) de toda laya, hasta los narcotraficantes con todas sus ramas y raíces. Ahora bien, en el derecho indígena, en la discusión de sus contenidos y su alcance, brota una variedad de temas que es indispensable distinguir para ver con claridad el agua y el sedimento. No debe guiarnos un prurito académico o un afán teorético, sino precisamente, lograr esquivar la confusión, evitar la trivialidad y el constante cruce de caminos conducentes a una mezcolanza de temas y problemas. Cuando en el “análisis” se intenta fusionar una variedad de fenómenos, hechos y realidades sociales, como si todos ellos respondieran al mismo problema jurídico, se obstruye el encuentro de lo esencial. Con demasiada frecuencia en los derechos indígenas se entremezcla, por ejemplo, la composición racial, cultural y étnica del país, como si todos esos factores refirieran desde el punto de vista del derecho- al mismo asunto. Parecería que los “derechos de los pueblos indígenas” son un saco amplio donde caben todas, o casi todas, las peculiaridades socio-culturales del país. Una comisión de asuntos indígenas pasa a ser... “y afro-peruanos”, sin pestañar. Los “pisos ecológicos” o las condiciones “biológicas” de los ciudadanos son alegados para rellenar este mundo “incierto” de los derechos de los pueblos indígenas. Tal entrevero, un enredo de conceptos, es perjudicial para los pueblos indígenas pues desvirtúa el fondo de sus reivindicaciones al disgregarlas en múltiples cuestiones secundarias, impertinentes, superficiales o antojadizas. En tal encrucijada, nuestra intención es que el lector cuente con por lo menos un elemento objetivo para guiarse: apreciar la singularidad de las consecuencias jurídicas que se desprenden del derecho de los pueblos indígenas, en contraste con otros asuntos que, con insistencia, se presentan como componentes del tema. Muy en especial lo racial, lo étnico y lo cultural. Es indispensable, en nuestra opinión, precisar lo peculiar, lo típico, lo propio, de cada campo del derecho para desprender las herramientas jurídicas que son capaces de evitar su violación. Es decir, la complejidad de un fenómeno socio-jurídico nos puede confundir por la presencia simultánea de varias violaciones de derechos sobre la misma persona o grupo de personas. De manera que, esa concurrencia de esferas de derechos, nos obliga a un análisis de todas y cada una de sus “capas”. Precisándose hoy en día, discernir entre los distintos modos en que la(s) violación(es) de derechos se encarna(n) sobre su objeto. Por ejemplo, la negación
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del derecho personal de los indígenas a ser tratados como parte de un pueblo legalmente reconocido, el trato racista contra ellos, la discriminación escolar por razones de idioma, su ubicación laboral y salarial desprotegida... se presentan simultáneamente. Pero son asuntos de carácter jurídico distintos. Esas dimensiones pueden ser diferenciadas en razón del derecho y del sujeto interdictado. Es decir, pueden analizarse según la naturaleza de la violación y la condición peculiar del sujeto o los sujetos afectados. La peculiaridad del derecho conculcado en el caso indígena, es que se cuestiona su derecho a existir como pueblo, jurídicamente considerado. El derecho a ser pueblos no corresponde, insistimos, a conglomerados étnicos o, grupos raciales, o géneros, o personas, o corporaciones, o minorías étnicas, o “poblaciones”, o “comunidades”, o “culturas”, o a gentes que hablan algún idioma “nativo”, incaico o preincaico... El derecho a existir como pueblos jurídicos es un atributo exclusivo de ellos.
1.2. Cultura, etnicidad y racismo Tratándose de transgresiones como por ejemplo el racismo, la posición jurídica de los indígenas como personas o como grupo humano, es semejante a la de otras personas o grupos humanos. Las violaciones de los derechos humanos por razón del racismo, encajan en la categoría de “discriminación”, pero una violación del derecho indígena a ser pueblo, no es una “discriminación” propiamente dicha. Los indígenas no se diferencian de otros sectores sociales cuando luchan contra la discriminación racial y buscan como resultado la igualdad. En cambio, como pueblos su existencia legal cuestionada es una “dominación” antes que una “discriminación”, se lucha es por un status abolido, negado y que produce un espacio minúsculo al interior del Estado. En cuanto a las comunidades culturales y étnicas, los indígenas tienen los mismos derechos de expresión, preservación y desarrollo cultural o étnico que cualquier otra comunidad cultural o étnica del Perú (por ejemplo la de origen Chino). Pero los derechos propiamente indígenas son aquellos que tipifican su condición de pueblos. Se realizan por virtud de esa condición de pueblos que no es compartida con otros sujetos colectivos de derecho. Así, ese derecho a ser considerados como pueblos, distingue el derecho indígena de los derechos de otros sectores sociales culturales o étnicos. Una cultura y una etnia no pueden reclamar autonomía o territorio en el sentido que lo hace un pueblo indígena. La “cultura” no es un sujeto en sí mismo, sino una cualidad de un grupo humano y la etnia siendo un grupo humano con una cultura, no tiene el derecho que corresponde a
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un pueblo indígena, requiere de una condición de tipicidad: la de pre-existir al Estado en el territorio. Las etnias naturalmente, tienen derechos pero esos no son los mismos derechos de los pueblos, este aspecto no debe ser confundido. En el Perú existen etnias pero ninguna de ellas es una “etnia indígena” o de otro modo, todo grupo humano indígena es un pueblo. Decir que un grupo humano indígena es una etnia es disminuir el sentido de sus derechos a los de cualquier grupo humano etnoculturalmente definido en el territorio peruano, que de hecho, son muchos. Exponiendo la cuestión desde la otra orilla, podemos decir que otros grupos sociales también son discriminados como ellos -los indígenas- por razones raciales, culturales, étnicas, de género, etc. en contraste, esos sectores no pueden ser violentados en los derechos como pueblos, pues no lo son. Es decir, lo que tipifica la dominación sobre los pueblos indígenas es el carácter preciso y único del derecho conculcado. Esa condición, esa personalidad que origina un ego jurídico peculiar es el ser un pueblo desde antes de la conquista y por ello mismo, les corresponden a los sujetos y a sus conjuntos, derechos de muy alta significación política. Derechos suspendidos por razón del colonialismo. Quizá convenga enfatizarlo, son derechos que no corresponden por razón de género, de cultura, de raza, de dimensión demográfica, de origen individual, de condición étnica, sino por tratarse de pueblos así tipificados por los derechos humanos, el derecho nacional e internacional y la doctrina jurídica. Pueblos que existen en el territorio peruano desde época inmemorial, con una identidad, una práctica cultural y se autoreconocen como tales. Este es el perfil decisivo del derecho a existir de los pueblos indígenas peruanos. La perspectiva que confunde derechos étnicos y derechos culturales como el derecho de los pueblos indígenas es uno de los lugares más comunes y trajinados por todo tipo de teorías y autorías. Para esta línea de pensamiento, la realización de los derechos indígenas concluye -o se inicia- al concebir alguna fórmula que nos diga que el Perú, la Nación, el Estado o la sociedad, son una realidad pluricultural y multiétnica. Tal logro lo conciben como la panacea jurídica a la situación indígena del país. Esta es, en nuestra opinión, una visión parcial que trunca el ingreso pleno de los derechos de los pueblos indígenas en la conciencia jurídica nacional. Como luego veremos, los pueblos indígenas tienen muchísimo más que derechos culturales y campos más vastos que los derechos étnicos. Pero ellos poseen también derechos culturales y étnicos no sólo por ser indígenas, sino por ser una porción muy significativa de la pluralidad cultural y étnica de la Nación. Pluralidad que comprende a otras culturas y otros grupos étnicos no indígenas que también son parte de la Nación, todos los cuales completan la variada y compleja sociedad peruana. Los derechos de los pueblos son constitutivos, matriz de todo
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derecho, no corresponden a los Estados y persisten en tanto los pueblos subsistan. Es decir, no dependen de una legislación positiva nacional o internacional. Para explicar este punto de vista, uno de los temas que abordaremos es el referido a los derechos que nacen de la dimensión cultural que tiene el país (definida como pluri-culturalidad), así como el que se origina de la variedad étnica peruana (considerada como multi-etnicidad). Notará el lector que no existe cuerpo normativo alguno en el Perú que precise qué debemos entender por tales categorías. Afirmar que la sociedad peruana es multicultural y pluriétnica, como si tales denominaciones nos condujeran ante la presencia de pueblos indígenas o peor todavía -supusieran mágicamente- la admisión de la existencia de derechos para los pueblos indígenas, es un error. Esta apreciación etno-culturalista, con gran influencia antropológica, será abordada críticamente como lo será también la tercera dimensión que se cuela rápida y profusamente dentro de la temática indígena: la composición racial (virtual o efectiva) de nuestra sociedad. Esta es ciertamente la perspectiva más extendida y más difícil de centrar en cualquier debate sobre derechos indígenas, tan variados son sus expositores como insólitos sus voceros. En efecto, si bien el empleo de argumentos raciales no supone, necesariamente, que tal argumentación sea “racista” imprime una lógica equivocada a la cuestión. El racismo busca crear una ventaja o desventaja, incorrectamente fundada desde luego, en diferencias superficiales (nimias o supuestas) entre las personas. Pero ésta no es siempre la intención de los argumentantes que refieren al tema racial cuando evocan lo indígena. No obstante, a la luz del desciframiento genético del hombre, muchos de esos argumentos pueden ser catalogados de racistas, pues ignoran los criterios que dicen manejar.
1.3. Apenas un primer orden En una primera clasificación de los argumentos basados en la visión racial del tema indígena, encontramos los siguientes: (1) si el Perú, se dice, es un país mestizo (de “todas las sangres”) referirse a los indígenas es discriminarlos 2/; (2) el Perú (inconcluso) se debe realizar como un país mestizo, cuando esto ocurra habrá concluido, satisfactoriamente, un proceso de 500 años; (3) el mestizaje viene ocurriendo pero ha dado como consecuencia una “mezcolanza”, un “entrevero”, en suma una “amorfa sociedad” que, “gracias a ex indios, cholos, negros, zambos y asiáticos ha surgido por primera vez un capitalismo popular y un mercado libre en el Perú” pero que no sabemos cómo concluirá (el proceso) excepto
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que, tendrá poco o nada de indígena 3/; (4) en el Perú subsisten las consecuencias de una discriminación blanca racista sobre los indígenas como consecuencia histórica del gamonalismo y el sistema de haciendas; (5) en el Perú hay un conjunto de personas biológicamente distintas, entre ellas los negros y los indígenas que no cuentan con peso alguno en la estructura política; (6) los afro-peruanos y los indígenas son discriminados por su raza (los discriminantes son, mas o menos “blancos”, o “blancos” socio-económicamente definidos) y la situación es idéntica para ambos grupos humanos; (7) los peruanos “somos todos indios”, entonces el “país es indio” y no debe hacerse diferencia alguna entre peruanos que simplemente provienen o de la amazonía, o de la costa, o de la sierra. Otro grupo de temas corresponde a cuestiones e interrogantes con un matiz jurídico-político: (1) los derechos de los pueblos indígenas desaparecieron con la independencia política de España y la entronización del “pueblo peruano” en el Estado nacional; (2) luego de la Independencia los derechos indígenas subsistieron pero actualizados por el Estado y la Nación peruana que los representa; (3) en concordancia con 1 y 2 el único derecho, realmente contemporáneo, es el del sistema jurídico nacional o el que proviene de acuerdos entre Estados (derecho internacional); (4) los pueblos indígenas son las comunidades campesinas y nativas a las cuales se refieren las normas jurídicas estatales; (5) un pueblo indígena únicamente se puede realizar -plenamente- en sus derechos, cuando logre autodeterminarse como un Estado; (6) los derechos humanos personales son también los derechos de los pueblos indígenas; (7) la situación jurídica de los derechos indígenas y de las comunidades afro-peruanas, tiene las mismas bases y por lo tanto les corresponde una política jurídica común; (8) se puede formular como una pregunta, ¿cuáles son los límites del derecho de los pueblos indígenas?; (9) además la de si ¿es posible la contradicción entre derechos tradicionales de la cultural y derechos de género?; (10) y el “derecho de los pueblos” es el mismo derecho consuetudinario. Finalmente, algunas cuestiones terminológicas que contienen aspectos de fondo respecto la pertinencia del uso de la palabra “indígena”. En algunos casos es considerada peyorativa y se propone otros términos como: “minorías étnicas”, o “comunidades étnicas”, o “pueblos originarios”, o “comunidades campesinas y nativas”, o “poblaciones” etc. También se ha señalado que el término “indígena” alude a alguien perteneciente u oriundo de un lugar o región y no debiera existir objeción lingüística para emplearlo. Para otros, el vocablo “indígena” se usa corrientemente en el ámbito internacional y es aceptado por representantes indígenas, lo cual legitimaría su uso. En cuanto a la palabra “indio”, además de
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las objeciones corrientes se encuentran también posiciones políticas que reivindican su uso: “como indios nos oprimieron como indios nos liberaremos” 4/. En todo caso “indio” es el ciudadano de la India, en tanto que “indígena” es el oriundo de un lugar. Pues bien, en el panorama de temas y problemas presentado, debe considerarse que los argumentos no se distribuyen “puros” en los discursos que los ocupan. De hecho, se trata de una mixtura que los emplaza para extraer diversas conclusiones. Estas contradicciones superficiales (como el color de la piel) originan malos entendidos y trabas antes que propuestas de solución. De hecho, el tema indígena despierta apasionados argumentos que entremezclan una o varias perspectivas del asunto generalmente para descalificarlo, como si proponer su visibilidad fuere el fruto de ideas anquilosadas, de renacer imposible y promoción de imperios utópicos. En este pensamiento suele irse más allá considerando, por ejemplo, que se pone en peligro la “unidad nacional” o que se cuestionan los valores del Perú como Nación. Se insiste, entonces, contra la evidencia. Para otros comentaristas lo indígena no existe como presente (quizá apenas como un lunar exótico), salvo si se creara una doble nacionalidad o doble ciudadanía que se proyecte en el rostro jurídico peruano. Estigmatizan el debate sosteniendo que referirse a lo indígena es un modo de neo-racismo pues todos somos iguales, como si rescatar los derechos indígenas supusiera desbaratar ese principio de igualdad. Evidentemente, nadie busca amargarle la vida al prójimo, si prefiere la negación o la afirmación del criollismo como porta estandarte de la identidad peruana, esa es su opinión y vale como tal. Quien considere que el Perú es sinónimo de “cultura chicha”, como sinónimo “amontonamiento”, creatividad “natural”, “magia” del mercado contra la pobreza, está en su ley. Para quienes las pesadillas del Perú multifacético todavía rondan sus sueños de igualdad democrática queda la esperanza del cambio, la oportunidad que retorna para beneficio de todos. Atender la realidad de los pueblos indígenas es encarar el mundo globalizado por su costado mejor expuesto. La cuestión de los pueblos y sus civilizaciones atraviesa la vida moderna de la humanidad nada menos que con la magnitud de los recientes conflictos bélicos y sus sucesos políticos definitorios: el Medio Oriente, el desplome de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Palestina e Israel, Irlanda, España sus autonomías y el país Vasco, Yugoslavia, Canadá de habla inglesa y francesa, mexicanos de Chiapas y además de Chiapas, Sud-África, los pueblos sureños de América del norte, centro y Suramérica... Salvo algunos casos
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excepcionales, como el de la notable simetría de Portugal, la coincidencia entre un Estado y un pueblo homogéneo étnica y culturalmente, es excepcional. Lo frecuente es que los Estados contengan en sus territorios, una pluralidad de etnias, varios pueblos (algunos indígenas) y sectores sociales con expresiones culturales distintas y modos étnico-culturales más o menos difundidos. En esas condiciones de configuración socio-política de todo el orbe, las tensiones que no se disuelven o no se concilian adecuadamente, pueden poner en crisis la estructura de la democracia formalmente operativa. Por diversas situaciones si ocurre que un pueblo no se siente representado en el Estado sus “derechos de secesión” política afloran (algo que una minoría étnica violentada, o un grupo racial discriminado no pueden pretender). Si esa situación se presenta, las desavenencias que involucran a pueblos se vuelven trabas a la legitimidad del Estado. Es decir, un pueblo puede inclinarse en última instancia hacia la secesión política de sus vínculos con el Estado. Una minoría (o mayoría) étnica o un grupo racial que no pueden alegar este tipo de derechos, deberán acudir a otros referidos a la condición étnica o la igualdad racial para resarcir sus derechos. Para alegar autodeterminación y derivar la secesión política es condición previa el que se trate de un pueblo “jurídico” quien la sostenga. Pero el derecho de autodeterminación supone tanto la secesión como su contraparte la composición, la unión. Desafortunadamente la distorsión ideológica lleva a concebir a la autodeterminación como sinónimo de secesión. Pero debe primar el camino del Estado plural, aquel sistema jurídico nacional que admite las variantes manteniendo su unidad. Cuando se ingresa a los derechos de los pueblos por la vía de la autodeterminación -menoscabada a su variante de secesión- resultan de inmediato dos temibles efectos copando la argumentación: el primero es que un pueblo para realizarse plenamente sólo le cabe apartarse del Estado, y el segundo, que todo pueblo es un Estado en potencia. Tal dicotomía de pueblo contra Estado y de un pueblo haciéndose un Estado, se incluye también en la perspectiva de “autodeterminación limitada”. Lo curioso es que siempre, de una u otra manera, los pueblos parecen ser creados a imagen y semejanza de los Estados. Cual si el horno y la masa fueran las mismas. Los pueblos son presentados como una suerte de máquinas estatales con el motor (político) apagado, dañado o queriendo funcionar con una nueva carrocería (secesión) estatal. Las ideas que exponemos en este texto contradicen el lugar que tradicionalmente se le asigna a la autodeterminación y la condicionan al derecho a existir. Al situar a la autodeterminación política como un asunto no crucial, se liquida la
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obsesión “estatista” de los teóricos tradicionales y se auto-limita el derecho de los pueblos únicamente a la vigencia de los derechos humanos. Es decir, se condena toda forma de acción política violenta, terrorista de origen fundamentalista o no, encaramada en el derecho de autodeterminación de los pueblos y se les considera como entidades no (fatalmente) estatales. Como señalamos este tema tiene importancia y actualidad en la esfera internacional. En el ámbito continental existe una propuesta de “declaración” que aguarda ser aprobada por la Asamblea de la Organización de Estados Americanos. En la esfera mundial, la Organización de Naciones Unidas con mucha mayor ambición prepara un instrumento sobre el derecho de los pueblos indígenas. ¿Son los Estados las entidades llamadas a “dictar” el derecho de los pueblos? No en vano su Santidad, Juan Pablo II, ha llamado a la urgencia de un diálogo intercultural 5/. En el Perú la raíz del asunto es tan antigua como la llegada misma de los españoles y sigue produciendo en todos los ámbitos los más interesantes y escalofriantes debates 6/. Ahora bien, cuando la particular situación indígena es negada (a favor de una sociedad peruana imaginaria, de una Nación “mestiza” o de una falsa modernidad escandalizada por que se diga que hoy todavía convivimos -a inicios del siglo 21con las consecuencias políticas de hechos históricamente lejanos) perdemos toda oportunidad de ser una sociedad realmente moderna. Una sociedad democrática de todos y para todos. Negarse a ver lo indígena no sirve de nada pues apenas se puede disimular, como una red de trapecista, la probabilidad fatal de la caída. El primer esfuerzo, indispensable, nos conduce en cambio a desprendernos del antifaz dominante que considera su trato público como un anacronismo, una miopía de gentes cargadas prejuicios y visiones superadas de la historia. Si este aspecto de nuestra vida nacional es mejor no mirarlo y seguir considerándonos como una sociedad jurídicamente «mestiza», cual si el tiempo transcurrido hubiere evaporado por arte de magia y en consonancia con un mundo globalizado, el contenido indígena del presente peruano, aun entonces sería necesario una explicación. Una coartada jurídica. Se esperaría de nosotros la prueba, el testigo, el dato, el peritaje que la constatara. No basta la afirmación literaria de su evanescencia. Legalmente ciudadana y formalmente democrática, la realidad indígena sigue ocupando un trozo de legislación «moderna», compilable y al alcance de la mano en ediciones y discursos. Pero es en verdad una extraña, una prótesis cardiológica que origina sus propios latidos a despecho del cuerpo que la utiliza. A nuestro entender, lo indígena es un discurso que nos compete a todos. Dice de todos los peruanos y de nuestra sociedad. Nos juzga como unidad. No es la cómoda disyuntiva entre “nosotros” y “ellos”. Los “nosotros”, claro, en la posición
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de predominio sobre los “ellos” subordinados (a las leyes, naturalmente). Como tampoco compete exclusivamente a los indígenas el entramado y su solución, cual si Francisco Pizarro estuviera apenas desembarcando en la costa norte. Lo que realmente importa es que como peruanos compartimos la misma configuración, el mismo cuadro, el mismo sistema de democracia, en el mismo Estado, en idéntico mercado, en este preciso instante; que existen, también, unas diferencias a tener presentes para que el reino del derecho sea válido para todos. Una democracia cabal no puede sustentarse en la injusticia de algunos muchos o pocos conciudadanos. En tal eventualidad se ilegitima toda la estructura legal. Sea cual fuera, grande o pequeña la ventaja obtenida por un sector social a costa de otro, gracias a la manipulación de su posición en el acceso al poder y al rol que el sistema jurídico les asigna, no podrá llamarse democrática tal situación. Cuestionaría los principios elementales de los derechos humanos tanto como traba en lo político, económico y cultural a todo el país. Pero, además, esa distorsión resulta siendo una formidable trampa al desarrollo económico nacional al desequilibrar, malévolamente, el mercado: los pueblos indígenas peruanos sin derechos y sus expresiones culturales como sinónimo de atraso, de ignorancia, de incapacidad o de “error”... conlleva la contrapartida de integración, adelanto, conocimientos, certeza y verdad del otro lado. Desequilibrados los actores por tal balanza y sus pesas, el resultado económico deprecia a unos y sobrevalora a otros, no en función de los bienes o servicios realizados, sino por su pertenencia a un pueblo sin derechos o a una población privilegiada. Cuando este desequilibrio actúa en el mercado, el menos-precio se hace “natural”, “lógico”, “evidente”, otorgado por gracia divina del etnocentrismo y por la “naturaleza” de las transacciones. Esta configuración inequitativa de las sociedades formadas por varios pueblos indígenas, con condiciones pluriétnicas y con aportes culturales diversos, en lugar de ser una ventaja se torna en una traba al mercado y a la democracia. La negación de los pueblos en favor a presentar una sociedad formalmente homogénea, tiene un efecto desequilibrante en la economía real de las personas, en su acceso cotidiano a los bienes, en la disposición de su trabajo, en el asiento en el micro... la diferencia se expresa luego, al contratar, al comprar o vender, al emplear el servicio doméstico. No pudiendo escapar a la realidad circundante todos operamos en ella sin neutralidad posible. El ancla, el atraso propiamente dicho está en el Estado, en el derecho y en la política que lo consiente y alimenta, no en los pueblos ni en las culturas. Entonces, un texto -este texto- aparentemente referido sólo a derechos, extrae consecuencias prácticas en la esfera de la economía. Nos referimos a la cultura
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como un capital de los pueblos, como una riqueza tangible y, en muchos casos, sorprendentemente cuantificable. La cultura es sinónima de riqueza no meramente simbólica, retórica o de romántica contemplación; es también posibilidad y acto económico, hecho tangible de los pueblos para lograr el (nuestro) desarrollo. La cultura debe tratarse como un valor, como un capital de los pueblos vinculada a su expresión jurídica. En definitiva, en estas líneas se postula, mediante el derecho a existir de los pueblos, establecer un orden democrático realmente justo. Orden que debe encontrar en la Constitución Política del Perú una primera oportunidad de expresión, de modernidad, de globalizar al Perú en democracia, de darle contenido a la presencia de pueblos indígenas contemporáneos. En pocas palabras, de extraer las consecuencias políticas del hecho irrefutable de ser un país con un pueblo, el peruano, que abarca otros pueblos en su interior, los pueblos indígenas. A su turno, la riqueza de la existencia de los pueblos indígenas peruanos, no basta declararla como un discurso moral, político o religioso; es necesario llegar a otra instancia, a otro lugar del poder menos palpable y no por ello menos real: al sistema jurídico.
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2. Los antecedentes: la tesis del agotamiento, de la representación y la peruanidad de los pueblos indígenas 2.1. Si los pueblos indígenas no existieran... habrás de considerar, cristiano, esta ley de Dios En este capítulo trataremos sobre las dos grandes tesis respecto a la perduración o no de los derechos de los pueblos indígenas en el Perú moderno. Una de ellas es la tesis del “agotamiento” y la otra es de la “representación”. Ambas refieren a la misma cuestión, cual es, la manera en que esos derechos transitan o no, del Estado Colonial al Estado Republicano. Evidentemente, nos referimos al tránsito jurídico y no directamente a la condición sociológica de esos pueblos en la actualidad. En el pensamiento oficial, la Emancipación da fin, no solamente a los reclamos encarnados en la gesta militar de Túpac Amaru II, sino las cuestiones jurídicas de todos los pueblos indígenas en el territorio de la República. No obstante su efecto general, las condiciones político-jurídicas de los pueblos indígenas peruanos no fueron (en ese entonces ni ahora lo son) simétricas como bien se conoce actualmente. Es decir, los pueblos indígenas se encontraron -entre ellos- en condiciones político-jurídicas diferentes con relación a los españoles, pero la “conquista” jurídica los embolsó a todos con los mismos efectos. Por ejemplo, en su “La Primera Nueva Corónica y Buen Gobierno” de Don Felipe Guamán Poma de Ayala se hacen reclamos para un “buen gobierno” alejado del Cusco 7/. En otros casos, Pliegos de solicitudes y reclamos dirigidos a las autoridades españolas por caciques que se consideraban con un derecho distinto al Inca fueron frecuentes. Algunos otros pueblos indígenas se diferenciaron al grado tal de considerarse aliados de los españoles y otros, no fueron siquiera “conocidos” durante la Colonia. No obstante las diferencias, todos los pueblos indígenas siguieron la misma suerte jurídica. La misma suerte para sus derechos que la del pueblo Inca.
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La Emancipación recoge, en el territorio peruano, esa herencia de indistinción cubriendo a todos los pueblos indígenas, conocidos o no (hoy en día todavía hablamos de pueblos no contactados o en aislamiento voluntario), con el mismo manto jurídico. En suma, la soberanía estatal de los conquistadores es impuesta en el territorio peruano sobre todo otro derecho posible. Las razones varían para la Colonia y la República pero los efectos son similares. El derecho indígena desaparece. Surgen ahora las preguntas resueltas desde la práctica del poder contra los indígenas. ¿Si tal efecto evanescente ocurrió, en desmedro de los derechos indígenas, cómo se le justifica o se le explica? ¿Es la gesta militar de la Emancipación la causante de ese “prodigio” que extingue los derechos originales de los pueblos indígenas en lugar de afirmarlos? Desde otra perspectiva, si en verdad esos derechos no desaparecen con la República, ¿es admisible el contrasentido de despojarlos de sus derechos, amparados en una nueva “representación” jurídico-política? En definitiva, ¿la declaración peruana de Independencia finiquita la cuestión jurídica de los pueblos al interior del territorio peruano? Es decir, deja de tener sentido su estatus jurídico propio como pueblos y se resumen -desde entonces- en el “pueblo peruano”. Por su parte ¿el concepto de “pueblo peruano” implica la negación de los pueblos indígenas? Si los pueblos indígenas no existieran como una realidad sociológica entonces, toda afirmación de “derechos” sería inútil, pero si ellos son inexistentes sólo jurídicamente a pesar de su presencia sociológica, entonces, la cuestión del reconocimiento de los derechos se torna en un imperativo de justicia. Con la Independencia surge una trama jurídico-política para la cual todos los pueblos indígenas pertenecerían, sin especificidades, al mismo “pueblo peruano” que englobaba a todos los con-nacionales. Esta se sostiene como una condición de soberanía del Estado peruano sobre el territorio que reclama como suyo: son inadmisibles dos “imperios” jurídicos superpuestos. Esta contradicción entre pueblo peruano y pueblos indígenas, y entre Estado peruano y pueblos indígenas peruanos, la trataremos con detalle en páginas posteriores. Ahora bien, regresemos a la cuestión de los orígenes. Podemos considerar respecto a los derechos de los pueblos indígenas, cuatro situaciones que antecedían a la Independencia y se proyectan de manera social diferente en la República pero indiferente en el derecho básico.
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La primera corresponde a los derechos de los Incas derrotados militarmente pero resistiendo solos o aliados con otras fuerzas criollas de diversas maneras y generando movimientos políticos solos o aliados con fuerzas criollas, contra el dominio español a lo largo de esa etapa. El mayor de estos actos ligados al Cusco es la revolución de Túpac Amaru II 8/. La calidad con la cual se asume esa opción se refleja directamente en el bando de Coronación: “Y para el más pronto remedio de todo lo suso expresado, mandamos se reitere y publique la Jura hecha a mi Real Corona en todas las Ciudades, Villas, Lugares de mis Dominios, dándonos parte con toda brevedad de los Vasallos prontos y fieles para el premio igual; y de los que se rebelaron para la pena que competa, remitiéndonos la Jura hecha con la razón de quanto conduzca. Fecho en Tungasuca a l8 de Marzo de 1781. Don Josef Gabriel Tupac Amaru Inga Rei del Perú”. Es el Rey del Perú quien reclama sus derechos militarmente 9/. ¿Empleaba Túpac Amaru ese rango sin conocer su significado? ¿Se llamaba simultáneamente Inca y Rey del Perú por un artificio banal? Para un sector indígena, a todo lo largo del siglo XX, continúa esta percepción de los derechos indígenas que sobrepasa el horizonte de la propiedad de la tierra para acoderar en la cuestión política central: “que se reestablecería la administración incaica” 10/. A nosotros nos parece que la República desde el año l821, no sería la realización de los ideales jurídicos incas o de sus descendientes o al menos, si lo fue, los indígenas no lo entendieron así. Una segunda situación es la de los pueblos que definieron sus derechos distanciándolos del entorno cusqueño o Inca. La expresión mejor conocida de esta vertiente es la “Primera Nueva Corónica y Buen Gobierno” de Felipe Guamán Poma de Ayala. Es la tesis más completa del derecho de los pueblos indígenas a autogobernarse. La tesis se sustenta en las mismas premisas del derecho europeo en boga. Para Guamán Poma, el Príncipe, todo derecho a gobernar proviene de Dios. Esta premisa que contiene la tensión entre los gobiernos reales y el Papado se resolvería -en Europa- a favor de los Reyes considerando que ellos recibían, directamente de Dios, la delegación para gobernar 11/. El representante de Cristo en la tierra -el Papa- no tenía jurisdicción sobre el dominio material de los reyes. Es decir, el poder real era proveído sin mediación alguna a la familia real. Este es el asunto crítico para Guamán Poma, el derecho es de quienes -a juicio de la historia de las ideas de la época- fueron puestos por Dios en el Perú para gobernar estas tierras. Es decir, el derecho divino de los príncipes -como él- a gobernar soberanamente en el Perú. Tal gobierno debe entenderse como “el buen gobierno”, el legítimo, el que proviene de Dios, no el de los extranjeros: el derecho divino del Príncipe Felipe Guamán Poma y los Yarovilca-Guamán-Tingo-Ayala a gobernar más allá de Chupas. Actuando como un equilibrista genealógico dispone su doble ascendencia,
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española y andina, a favor de su reclamo. Así, las tesis de Guamán Poma se esforzarán por mostrarnos que en la Creación y en el reparto de la gente en la tierra, los gobernantes fueron dispuestos por Dios en una u otra porción del mundo: “Y los yndios son propetarios naturales deste rreyno, y los españoles, naturales de España. Acá en este rreyno son estrangeros, mitimays. Cada uno en su rreyno son propetarios lexítimos, poseedores, no por el rrey cino por Dios y por justicia de Dios: Hizo el mundo y la tierra y plantó en ellas cada cimiente, el español en Castilla, el yndio en las Yndias, el negro en Guynea. Y ancí como los yndios no tengan ydúlatra y tengan cristiandad y capilla, aunque sea dos yndios, cada año se truequen por alcalde de canpo porqye ayga en ellos Dios y la justicia y rrey, que entra propetario y lexítimo señor. Porque es Ynga y rrey, que otro español ni padre no tiene que entrar porque el Ynga era propetario y lexítimo rrey. Y ancí se sirue a Dios y a su Magestad según la ley y derecho de cristiano de cada natural en su rreyno en todo el mundo y cristianidad. Aués de consederar, cristiano, esta ley de Dios” 12/. Las ideas de Guamán Poma representan el equilibrio frágil entre sus intereses por recuperar sus tierras en un orden injusto sin quebrar completamente con él. No obstante, su propuesta responde a esa estrategia peculiar de quienes no se sentían representados por las generaciones -relativamente recientes para su época- que perdieron el imperio incaico, pero debe “emparentar” con ellos a la búsqueda de su derecho. Podría haberse limitado a sus tierras locales pero sobrepasando esa “propiedad” cuestiona el sentido de toda la conquista. ¿Datos sobre la creación? ¿Tesis religiosas? ¿Denuncia de atropellos? Muchísimo más que eso, cuestionamiento a la base del derecho español no solamente por injusto, salvaje o genocida, sino por ilegítimo en sus presupuestos teóricos. En esa medida Guamán Poma -a su manera y con contradicciones- sigue un camino de crítica y propuesta inédito. De manera que el “buen gobierno” es la cuestión clave de la estrategia jurídica que contiene la Crónica de Guamán Poma. En términos del derecho natural, el reclamo no era tan extraño si consideramos la cuestión legal debatida con tanta fuerza a través del “justo título” 13/. Guamán Poma simplemente asume el paso final, el buen gobierno, el gobierno justo “el que ponga remedio”. Gobierno que sería el de los propios Príncipes locales, específicamente su gobierno. No es el reclamo de un aliado, sino la exposición de derechos de un par posible. Las implicancias de estas tesis originadas en un entorno distinto al Inca (pero perfectamente compatible a sus reclamos en el
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plano ideológico), no suponían la reinstauración del Imperio sino de un nuevo orden. La relación de destrucción y ambiciones de los españoles y las críticas al gobierno Inca, recalarán en la argumentación central: el origen de estas desdichas es el “mal” gobierno que debe reemplazarse. Esta es, resumidamente, la manera en que el cronista encara su situación desde la perspectiva del derecho de los pueblos indígenas. El principio alegado, finalmente, es que únicamente Dios puede hacer al heredero (al “Príncipe” en su caso). Una tercera variante corresponde a los aliados desembozados de los españoles. Aquellos pueblos que consideraron transformar su situación de subordinación al Cusco, apoyando política y militarmente su caída. Esta situación ha sido explicada por el historiador Waldemar Espinoza Soriano. Él nos dice: “Pero el colaboracionismo de los huancas no acabó en 1541 ni en 1554. Continuó a través de la Colonia y de la Emancipación. Los auxilios que los huancas dieron a Canterac, cuando éste trasladó su Cuartel General a Huancayo -desde l821 hasta el 6 de agosto de 1824- fueron ingentes. Siempre fueron unos fieles cumplidores de su promesa a España: “fidelidad perpetua”. La fidelidad se acabó el día de la batalla de Junín y cuando Canterac y su ejército huyeron al sur perseguidos por Bolívar, quien ocupó el valle el 13 de agosto de 1824” 14/. Como nos señala Espinoza, no se trataba de una actitud exclusiva de los huancas pues, “Entre los grupos étnicos o curacazgos más conspicuos como aliados y auxiliares de los españoles figuran los cañares, los chachas, los chancas, los caracaras, cierto sector de cuzqueños y otros. Pero de todos ellos los que descollaron fueron los huancas” 15/. Las consecuencias de esta alianza perduraron. Como nos refiere Espinoza: “A raíz de la cédula antes citada (refiere a la de enero de 1564, n.d.a.) tanto en la época colonial como ahora en el valle del Mantaro no hay latifundios y, en consecuencia, tampoco servidumbres personales ni relaciones de explotación (pongos, mitayos, arrendires, semaneros, yanaconas, etc.), las que sí fueron instituidas en las demás provincias étnicas del Perú. La tierra entre los huancas fue dejada para los ayllus nativos. He aquí la razón del por qué existen hoy gran cantidad de Comunidades en esta parte del Perú” 16/. Cuestión confirmada desde otra perspectiva por N. Manrique “no existiendo latifundios en las tierras bajas del valle del Mantaro tampoco existió una servidumbre brutal como la que se encontraba ampliamente extendida en la región sur. A lo más, ésta pudo circunscribirse a las zonas altas, donde imperaba el latifundio ganadero. Pero aún en esas regiones la implantación de sólidas relaciones de servidumbre chocaba con obstáculos decisivos, el principal de los cuales era la existencia de
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comunidades libres poderosas en el valle, que ocupaban diversos pisos ecológicos...” 17/. En términos parecidos: “De aquí, por consiguiente, que no sea nada extraño constatar, pese a la dominación colonial impuesta en su conjunto, la existencia de un suficiente espacio político como para garantizar una autonomía que les asegurase su reproducción y la defensa de su cultura” 18/. Una cuarta situación corresponde a los pueblos indígenas de la Amazonía. De una parte, las características geográficas supusieron una barrera natural a la frontera ideal del Perú, aún hoy en día existen pueblos apenas superficialmente conocidos. Por otra parte, la historia peculiar de esa región vinculada a las órdenes religiosas, a procesos de colonización, economía extractiva de enclave y definición militar de fronteras particulariza la situación indígena de pueblo a pueblo. La expulsión de la Orden Jesuita y el levantamiento de Juan Santos Atahualpa en el año 1742, hicieron de la relación entre la sociedad peruana y los pueblos indígenas de la selva central, un “encuentro” eminentemente republicano 19/. La estrategia principal de los pueblos amazónicos ante el avance colonizador sobre sus territorios consistió en el repliegue físico hacia otros espacios menos presionados. Amplios territorios ocupados por los indígenas a inicio de la República serían luego ciudades importantes del Perú. Otras resultaron del avance militar o colonizador: Pucallpa, en el corazón de las tierras del pueblo shipibo-conibo; La Merced, San Ramón, Oxapampa, Satipo en áreas asháninka, nomatsiguenga, yanesha, piro... Algo semejante es aplicable a Puerto Maldonado y la multitud de poblados de Sandia al sur. En el norte se despojó de sus derechos a los jíbaro en Jaén, Bagua Chica y la multitud de pequeños poblados colonos como El Chiriaco o Santa María de Nieva que crecieron a su antojo. Esos pueblos indígenas fueron despojados ¿en virtud de qué sortilegio?, ¿la elaboración encantada de un mapa?, ¿la afirmación literaria y jurídica de su salvajismo?, ¿algún proceso judicial sobre el caucho o los límites con Colombia?, ¿el trazo municipal de una ciudad-constitución?, ¿la incuestionable colonización de todos los días?... ¿Dónde se escribió el orden “jurídico” de la expoliación?
2.2. El “agotamiento” o la “representación” Consideremos ahora las dos tesis centrales en contra de los derechos de los pueblos indígenas en la República. Tengamos presentes los matices de la realidad que morigera las cuatro variantes que hemos presentado de la situación de los pueblos indígenas en el Perú. Con ese telón de fondo podemos retomar las pregun-
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tas: ¿qué suerte corrieron sus derechos con el nacimiento de la República?, ¿concluyeron para todos ellos?, ¿se transformaron o sufrieron una metamorfosis de mariposa jurídica a gusano proscrito? Las alternativas para contestar estas preguntas son únicamente dos: la primera sostiene que mediante la Emancipación se reivindicaron políticamente a todos los pueblos peruanos (incluidos los indígenas) de manera que, desaparecieron sus derechos originarios pues se “trasladaron” al mismo formato del sistema jurídico nacional. Es decir, los pueblos indígenas dejaron de ser pueblos en el sentido jurídico y sus derechos se cristalizaron en los mismos hornos de toda la población peruana. Toda soberanía pasó al Estado-Nación. Entonces, las normas indigenistas son todo lo que esas poblaciones tienen como derechos. Los “pueblos” pudieran existir como hecho social pero dejaron de serlo como realidad jurídica. Esta es la tesis del agotamiento. La segunda tesis enfatiza que los derechos de los pueblos indígenas, como los pueblos mismos, no desaparecieron con la Independencia, tal suceso sería un contra sentido respecto a la naturaleza misma de esa epopeya. En realidad -se sostiene- los derechos indígenas fueron trasladados al sistema jurídico nacional, el cual los alude a través de sus disposiciones. En consecuencia, el derecho de los pueblos indígenas es también, en esta segunda eventualidad, el derecho adscrito a los modos en que el Estado lo dicta. Esta es la tesis de la representación. En la tradición constitucional peruana el asunto no está definido entre el “agotamiento” y la “representación”. Parece inclinarse por la tesis de la representación pues admite que sus dispositivos no “crean” sino “reconocen” derechos preexistentes, en especial gracias al influjo del movimiento indigenista en buena parte del siglo 20. Pero toda la teoría jurídica dominante conduce en la práctica a la tesis del agotamiento. En ambas tesis el “derecho de los pueblos indígenas” queda sometido, incorporado diríamos, al derecho estatal. Si el derecho estatal únicamente “reconoce” y no “crea” el derecho, ¿cuál es el límite o el alcance jurídico de ese reconocimiento? Refiere únicamente a derechos posesorios sobre tierras, comprende mecanismos de organización interna, admite auto-regulación, se dirige a algo más que a la comunidad-ayllu... Son cuestiones que corresponden e interesan, vivamente, al derecho indigenista (derecho escrito en normas vigentes con una determinada validez). Desde el punto de vista del derecho de los pueblos, la cuestión es menos confusa: sus derechos únicamente concluyen con su desaparición física de mane-
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ra que, la tesis del “agotamiento” no es válida. En cuanto a la “representación”, debemos considerar las condiciones en que ella se realiza en la historia republicana. No es fácil explicar que se tenga una voluntad, la de los pueblos indígenas, entregando un mandato tan perjudicial para ellos, una licencia que les cercenaba sus derechos fundamentales, una autorización que los desaparecía como vocación cultural, una patente que los negaba en sus reivindicaciones fundamentales. Sería muy extraño que todas las exacciones vividas, todas las injusticias, todos los calificativos y todas las muertes, los despojos y maltratos hubieran ocurrido con su (tácito o expreso) consentimiento. Esos abusos legalizados y frontalmente contrarios a los más elementales derechos humanos se habrían producido gracias a que el Estado republicano, ¡los representa! Quizá sería más honesto, repetimos, sostener la tesis del agotamiento pues eso fue lo que en realidad ocurrió con los derechos indígenas. Pero la tesis del agotamiento tendría que explicarnos en qué medida el nuevo orden jurídico estatal cancela los derechos de los pueblos indígenas existentes desde antes que el Estado peruano lo fuera. Para sostener tal afirmación, se requeriría desmontar toda la teoría jurídica nacional e internacional que se basa en la soberanía jurídica básica del pueblo. Asunto que organiza la representación y el carácter de la democracia moderna y que, desde y por las revoluciones norteamericana y francesa, inspiraron todas las tesis de la Independencia. Frecuentemente, el “agotamiento” se presenta como una afirmación implícita en el hecho político-jurídico de la Emancipación peruana. Para que esta tesis fuera válida debería probarnos que los derechos de los pueblos concluyen por determinados actos políticos o jurídicos que crean o reconfiguran a los Estados. Lo cual supondría negar su propio sentido ideológico -que el pueblo genera el derecho- sosteniendo que el pueblo indígena o no genera derechos o que los indígenas no son un pueblo. Esta cuestión es la que, entrelíneas, persiste en el imaginario y en la constitucionalidad peruana. Ahora bien, de los acontecimientos jurídicos que se originan con la Independencia, provienen otras condiciones sobre los pueblos indígenas, una de ellas es la de su peruanidad. Entonces, debemos tratar tanto con la naturaleza del derecho indígena en relación a las normas jurídicas del Estado, como comprender si existiendo como pueblo- se dan características nuevas a sus derechos de los pueblos en consonancia con su situación actual. El primer asunto se relaciona a las tesis del “agotamiento” y la “representación” y, a la idea estatalista del derecho, el segundo aspecto, a la condición de peruanidad de los pueblos que limita el campo de la autodeterminación.
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2.3. La peruanidad de los pueblos indígenas Si la naturaleza originaria de la cuestión de los derechos de los pueblos indígenas persiste, ella se expresa de manera histórica, no de modo a-histórico o desfasado del entorno en que existen los pueblos. Ese entorno es el Estado y la Nación peruana. Ese es un nuevo modulador de la cuestión primaria una vez que ella es reconocida. Puesto que los pueblos indígenas tienen derechos como pueblos, ¿cómo se ejercen en el contexto de los Estados nacionales de los que ellos son parte? Tal pregunta nace siempre que la secesión no sea reclamada. Un corte frontal con el Estado, una acción tendiente a la formación de otro Estado o a la creación de una Nación independiente, supone cuestionar la “condición de peruanidad”, asunto que está más allá del derecho y no es, efectivamente, reivindicado por pueblo indígena alguno. Las tesis tradicionales del “agotamiento” y de la “representación” no pueden dar cuenta de ese carácter nacional de lo indígena. Actúan o negando o creyendo resuelto por disolución en sus propias reglas de juego oficial del derecho. En nuestra opinión, se impone -desde 1821- un nuevo papel político a las demandas de los pueblos indígenas. El moderno escenario formado por el Estado peruano regenera en un nivel diferente a la cuestión de la libre determinación de los pueblos. Esa nueva situación refiere a una condición no existente anteriormente para ellos, es la condición de peruanidad a la que nos hemos referido. Entonces, cuando hablamos de pueblos indígenas peruanos lo hacemos con cabal conciencia de la consecuencia de esta afirmación respecto de quienes imaginan una autodeterminación extrema. Muchas personas no admiten que la autodeterminación política pueda ser un derecho relativo. Para ellos, este derecho es irreducible pues lo consideran la base sobre la cual gira cualquier otro derecho “menor”. Para nosotros, se nos presenta una etapa distinta en la cual los derechos de los pueblos peruanos pueden realizarse en el entorno del Estado pero de una manera singular y paradójica. Singular, por que refiere exclusivamente a los pueblos peruanos y paradójica, porque admite resolverla en el contexto desfavorable del derecho y la política del Estado. Como apreciaremos seguidamente, el reclamo de los pueblos indígenas, como pueblos, no es un anacronismo jurídico. En buena cuenta es un derecho históricamente ganado que depende del presente democrático. No se trata de un derecho anclado en el pasado o sumido en la añoranza de un mundo jurídico que no volverá a ser. El derecho de los pueblos indígenas peruanos corresponde resolverlo a todos los sectores que forman la sociedad peruana actual. Es una cuestión del país. Es un
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derecho moderno que reconstruye el orden constitucional peruano desde sus bases, transforma al Estado y proyecta una nueva democracia donde con el principio ya suscrito por los pueblos peruanos, de que su libre determinación significa plena o cabal pertenencia al Perú jurídico. El problema se complica pues la configuración no democrática del trato jurídico a lo indígena, se organiza sobre las viejas bases de la ideología colonial e inconsecuencias de la teoría constitucional del dominio estatal. Es decir, el problema recala en la configuración del propio Estado, organizado en orden a intereses concordantes con la supresión de los derechos indígenas como pueblos. En buena cuenta, el vocablo “peruanos” no incluyó, efectivamente, los derechos e intereses de los pueblos indígenas peruanos que existían antes del Estado republicano. Si el Estado republicano no ha resuelto plenamente la cuestión de los pueblos indígenas, ¿es un Estado jurídicamente ilegítimo? No, pues la cuestión de la emancipación política de España no corresponde exclusivamente a los pueblos indígenas, sino a la conformación de un nuevo conglomerado de intereses nacionales. Esos conjuntos dan nacimiento a la Nación peruana. Nación quizá inconclusa e imperfecta pero Nación al fin. De lo que se trata entonces es del problema de los derechos originarios (nuevamente interdictados en esta República) en un contexto nacional emancipado y global. Cuando se defienden los derechos de los pueblos indígenas, no se está apelando a la imposibilidad de restituir las cosas a un momento irremediablemente pasado. Tal objetivo sería una tarea imposible, absurda e infértil. Dedicar la voluntad a reconstruir algo que se desconoce sería absurdo. Tan absurdo como aquella empresa que negase la existencia de la Nación peruana o el Estado contemporáneo como condición para justificar los derechos de los pueblos indígenas peruanos. Pero es igualmente válido admitir que esos pueblos existen a pesar a todos los recortes e inacciones vividas. Quizá ellos no se ajusten a los parámetros de otros pueblos políticamente organizados en el mundo, eso es cierto. Empero, ellos existen recubiertos o no por la forma “comunidad” (virtud y defecto) hasta donde las condiciones creadas les han permitido (y quizá un poco más) poder subsistir. Quienes consideran que los pueblos indígenas no son únicamente pueblos sino naciones, es decir, que deben autodeterminarse políticamente y crear su propio estatuto jurídico, distanciado de la Nación peruana, no encuentran satisfacción alguna en la lucha por la reforma constitucional. Ellos buscan otro estatuto
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jurídico que está por fuera del sistema nacional. Un estatuto constitutivo de su propia condición de Nación. En tal caso, deben seguir una vía distinta a la del derecho nacional y proponer su propia constitución. Esa Constitución sería la base de su secesión política. Esa secesión ya no le corresponde al derecho resolverla sino a la política.
2.4. El defecto estatalista Si con las tesis del “agotamiento” y la “representación” se mide la dimensión que abarcan los derechos indígenas en el sistema jurídico peruano, resultará entonces, un asunto exclusivamente constreñido a (en) las normas positivas de ese sistema. Su alcance dependerá -entonces- de la base teórica del derecho occidental que se adopte para comprimirlo o extenderlo. De manera que, una visión positivista del derecho, lo agota en la expresión escrita de normas formalmente creadas por los mecanismos estatales que representan a los pueblos o los desvanecen y re-construyen como “comunidades”. Por su parte, una visión sociológica del derecho, sobrepasa la cáscara formal y puede acogerlos en una perspectiva más amplia del sistema y los principios jurídicos que le den un nuevo sentido a esos derechos humanos. Ahora bien, como hemos apreciado, puede encontrarse perspectivas generales en direcciones muy diferentes: para quienes definen el Perú como un país sin pueblos indígenas no hay nada que incorporar, y quienes en lugar de pueblos consideran que son nacionalidades, todo el entramado jurídico del Estado y la Nación peruana les será -siempre- insuficiente. Siendo el objetivo que buscamos el lograr que el lector forme su propio juicio, es necesario describir las consecuencias prácticas que acarrea -a la configuración del Estado y la Nación peruana- la incorporación sistémica de los derechos de los pueblos indígenas, antes que detenernos en los alambiques retóricos de cada una de las tesis consideradas de modo abstracto. En efecto, si los derechos indígenas coinciden únicamente con las normas jurídicas formalmente creadas, debemos preocuparnos especialmente por las características de esos dispositivos. Resulta así que todo el campo de acción indígena en lo jurídico correspondería exclusivamente al ámbito de las normas oficiales. Pero si nuestra visión de los derechos indígenas sobrepasa el envase legislativo y encuentra un sustrato más profundo en qué apoyarse, entonces la
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discusión de los derechos cambia radicalmente: pasa de una apreciación respecto a dispositivos -legalidad- a una consideración sobre principios que ordenan el sentido de las normas -legitimidad-. Esta última perspectiva, supera el entorno legislativo para ocupar un lugar propio en la matriz de todo el sistema jurídico, desenfocando en consecuencia, la escena oficializada de lo jurídico-indígena y sus normas positivas, y permitiendo una nueva etapa en la formulación de lo indígena en el sistema jurídico peruano. En efecto, con suma frecuencia se considera que los derechos de los pueblos indígenas son obvios o se circunscriben a los dispositivos legales formulados desde los aparatos de Estado. De modo que, para referirnos a la existencia o no de una atribución jurídica, debemos acudir a un dispositivo legal formal -sea Constitución, Ley, Decreto o cualquiera otra de sus expresiones-. Esos dispositivos se encuentran al interior de un sistema y en la medida que forman parte de él, de sus presupuestos y condiciones, son -precisamente- normas de derecho. Toda norma que no se ajuste a estas pautas de origen, no es una norma jurídica. De manera que, todo “derecho” -se dice- queda “atrapado” en esas estructuras de producción formal. Tal concepción positiva puede colisionar con los presupuestos del derecho de los pueblos y los derechos humanos en general pues no dependen -para su validez- del ser incorporados (o no) en el sistema jurídico nacional. De hecho, la abolición formal del derecho de los pueblos, no supone la desaparición o el agotamiento del derecho. Supone una inacción, una injusticia si se prefiere, pero ese “derecho” no pierde su base o su razón de existencia. Tal es la fuerza del derecho de los pueblos y de los derechos humanos en general. No dependen de una estructura legislativa que los sostenga sino de condiciones que generan el sistema y que, en buena cuenta, lo legitiman: un sistema acorde a los derechos de los pueblos y los derechos humanos, tiene una validez intrínseca con la que no cuentan -necesariamente- los sistemas formales. La idea de una jurisdicción penal internacional y de la persecución global de ciertas conductas universalmente cuestionadas, se apoya -precisamente- en la universalidad de los derechos humanos. Ahora bien, es necesario admitir la innegable legitimidad de la República originada por voluntad del pueblo peruano y persistir en que incorpora en sí mismo a varios pueblos indígenas, es decir, definirle un carácter plural e incluyente. En esa medida, es indispensable cuestionar la unicidad del concepto de “pueblo peruano” cuando es reducido a una supuesta expresión general de mestizaje. Cuando analizamos los derechos indígenas con una visión formalista, resultan “contenidos” en las disposiciones de la Constitución y las leyes de “comuni-
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dades”, de la misma manera, el “pueblo peruano” resulta enfrentado con los “pueblos indígenas peruanos”. La teoría reduccionista de los derechos de los pueblos al derecho del Estado, responde a una ideología en particular: el estatalismo. Para precisar mejor las cosas, podemos llamar al conjunto de normas legales referidas a lo indígena como el “derecho indigenista del Estado”. Durante la Colonia se le llamó “derecho indiano” al producido en España para normar la vida social en las “indias”, una porción muy significativa de esa producción correspondía a normas referidas a los indígenas. El derecho indigenista es un producto del Estado republicano, y refiere directamente a esa estructura normativa cuyo objeto de control son los indígenas. El llamado “indigenismo” como un movimiento jurídico, artístico y literario que influyó significativamente en buena parte del siglo XX, no corresponde a la definición que en estas páginas utilizamos. En contraste, el derecho indigenista es entendido en estos textos como un producto del quehacer normativo republicano. Cuando el pensamiento y la práctica normativa estatalista son la ideología jurídica dominante, como ocurre en el Perú, sus operadores niegan el derecho de los pueblos indígenas a participar, por ejemplo, en la producción de normas o en la composición del Congreso. Para ese sector dominante del pensamiento peruano, lo indígena no tiene sino una consecuencia secundaria en la configuración política peruana: alcanza a ciertas metas de bilingüismo, política de turismo y producción de artesanías. De esa manera, digiere en su estómago jurídico las sustancias más urticantes del derecho de los pueblos que no puede o no tiene modo de asumir sin contradecir su posición de dominio. Al negarles el derecho a la representación directa, los políticos tradicionales y los juristas que les hacen coro, desearían borrar todo vestigio, cualquier indicio que les recordara lo que se les escapa, lo que no controlan, lo que no depende de sus normas, lo que los cuestiona, en resumen: buscan despojar al derecho indígena en sus contenidos más dramáticos en la configuración democrática de la Nación. El mecanismo es prodigioso, crea “derechos” para negar los previamente existentes. Así, se nos pide identificar al derecho de los pueblos indígenas con las leyes referidas a comunidades campesinas o nativas y un horizonte de reformas “light”. Otra consecuencia crucial de la visión estatalista es que su mirada a los Pueblos Indígenas los presenta como entidades para-estatales. Mecanismos cuyas aspiraciones son reflejadas por el espejo estatal. El Derecho de los pueblos indígenas es concebido a imagen y semejanza del derecho estatal. De esta manera, la autodeterminación es colocada cual eje del derecho de los pueblos indígenas y
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rápidamente, se deducen peligros imaginarios de quienes ven, tras cada pueblo indígena, un movimiento secesionista. Esta perspectiva, por absurda que parezca al desarrollo político de los estados nacionales y de los movimientos indígenas, actúa como un mecanismo de bloqueo a las legítimas iniciativas de los pueblos indígenas. A punto tal se toman en serio a sí mismos que -precavidamentedistinguen, como en el Convenio 169 de la OIT, que el término «pueblos» en este Convenio “no deberá interpretarse en el sentido que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional». Cual si en el derecho internacional el único derecho fuere el de libre autodeterminación. La mala conciencia mundial en cuanto al trato a los pueblos les hace temer de los indígenas reivindicaciones estatalistas. Esta perspectiva de los pueblos indígenas como Estados (potenciales) es una interpretación contraria a los actuales intereses de los Pueblos Indígenas en el Perú. Ahora bien, el pensamiento estatalista, puede considerarse como una ideología política derivada del pensamiento positivista para la cual el Derecho es exclusivamente un producto del Estado. Sus adherentes conducen esa teoría a un resultado político: ocupan como suyo el lugar que le corresponde al derecho de los pueblos indígenas. Para ellos, el Derecho concluye en las fronteras diseñadas por sus «normas jurídicas» positivas. Entonces, llaman «derecho de los pueblos indígenas” a los productos que se ajustan a sus modelos: de personas jurídicas (comunidades), de tierras, de reconocimientos, de demarcaciones... Se llega a esta configuración conceptual y normativa luego de un largo proceso de descalificación del derecho de los pueblos indígenas en su raíz, en su carácter constitucional -pero invisible- en el Perú moderno. Negar al derecho de los pueblos indígenas contemporáneos, salvo como remanente de “costumbres” más o menos “jurídicas”, es el discurso dominante en la doctrina y en las disposiciones jurídicas prácticas. Este no es un fenómeno exclusivo de Suramérica. En nuestra región, los Estados republicanos interrumpen el dominio político y jurídico de España y Portugal. Desde entonces, la percepción dominante para los nuevos Estados nacionales devino en considerar, el hecho político y militar de la Emancipación, como el suceso jurídico de tan alto valor que cancelaba el reclamo histórico de los indígenas a sus propios derechos como pueblos. Se presuponía que aquellos pueblos indígenas sojuzgados se reivindicaban con la nueva situación política de la Independencia. Germinaban así las primeras tesis asimilacionistas contra los pueblos “en los países independientes”.
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3. La comunidad, sujeto del derecho indigenista
3.1. El efecto: la interdicción perpetua Reducido todo derecho a la expresión positiva del nuevo orden, los pueblos indígenas, como una juridicidad propia se invisibilizan bajo una montaña de normas estatales. No obstante, el derecho interno -entre indígenas- se mantuvo en muchos aspectos y formó aquella masa normativa comúnmente llamada “derecho consuetudinario”. Ahora bien, para reconocer nítidamente al “sujeto” del derecho indigenista, es necesario un momento antes, dirigirnos al campo que lo enuncia, lo realiza y lo contiene: el sistema jurídico de la Nación peruana. Empero, para que el sujeto del derecho indigenista se dibujara fue necesario contar con una teoría que conciliase -su presencia- con la supresión de cualquier “incomodidad” que pudiera generar al sistema que lo albergaba. Es decir, establecer los límites de sus potestades según el precedente histórico al que nos hemos referido en el apartado anterior. A tal antecedente se le suma el gen jurídico empleado por el sistema normativo: la “comunidad”. Ella es algo así como el marco de referencia esbozado desde el Estado colonial y plenamente cristalizado en la República para encausar la normatividad. Su base teórica es la ideología jurídico-política del “derecho” colonial español y su antecedente indispensable, la derrota militar de los incas. Desde el punto de vista sustantivo, los derechos que involucra se agotan -casi íntegramente- en la propiedad de las tierras. La comunidad es el crisol de la historia oficial del derecho indigenista. El sujeto-resultado, es una sombra del orden que lo sostiene en una arquitectura definida antes que por sus derechos, precisamente por sus límites. Una paradoja superficial pero no superflua.
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Así pues, establecer sobre la población indígena un conjunto de cargas tributarias y laborales a favor de la Corona española y de los españoles en el Perú, no era un asunto de “abuso” sino de “derecho”. Esta operación que hace transitar al derecho desde lo ancestral a lo hispano, de un Estado y una monarquía, a otro Estado y a otra familia real, perdurará -en su esencia de interdicción indígenahasta nuestros días. El pueblo indígena no recuperará su derecho original a existir como un pueblo jurídico. Nos referimos a su derecho a existir (incluso su derecho a no ser un Estado), y no a la idea utópica de “reinstaurar” el Tawantinsuyo jurídico. El altísimo costo de la derrota militar de los pueblos indígenas, ¡incluso de aquellos que nunca lucharon una sola batalla!, no puede ser cubierto, en adelante, por actos de fuerza sino por actos político-jurídicos. Como hemos apreciado, el “derecho” entendido como potestad legítima de imposición de la fuerza, con el nuevo Estado colonial deja a los precedentes derechos, de todos los pueblos indígenas locales, interdictados. Como hemos dicho, no importaba a la operación del sistema dominante si esos pueblos le eran desconocidos o siquiera sospechada su existencia. La gama de realidad y virtualidad que la teoría jurídica comprendía, le era indiferente. Para su objetivo todo pueblo indígena formaba parte de los derrotados. Este es un efecto muy perdurable. Un vasto resultado jurídico acorde con los victoriosos sucesos políticos y militares que sucedieron en Cajamarca pero que, en nuestra opinión, no fueron resueltos con la batalla de Ayacucho. Es un nuevo modelo de Estado y sociedad, efecto de la conquista, el que situará en los cimientos de la República el carácter jurídico de lo indígena. La revolución que sustenta el fin del colonialismo español en el Perú, encontrará un “país” distinto, con hegemonías sociales radicalmente diferentes de aquellas que lo inauguraron, pero el dato tipificante de la posición indígena en el sistema jurídico se mantendrá. La derrota jurídica de los pueblos indígenas se solidificó y prolongó como una inercia que facilitaba el predominio criollo desplazado sobre pueblos apenas conocidos en el siglo 19, vistos plenamente a la cara recién en el siglo 20, y no obstante, todavía -algunosdesconocidos en el siglo 21. Como sabemos, desde el punto de vista del antiguo derecho de todos los pueblos indígenas en el amplio territorio peruano, pueden considerar que la derrota Inca resultó un suceso fatal para su legitimidad jurídica. La Colonia jurídico-política, ¿supone la resolución final o el aplazamiento temporal de la vigencia del derecho de los pueblos? Como ya nos hemos preguntado, los movimientos indígenas de resistencia, ¿tenían o no legitimidad jurídica propia? Si
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alguno de ellos hubiera triunfado ¿seria puesta en duda la justicia de esa causa, su legalidad, su legitimidad? Si ello hubiera ocurrido -como estuvo a punto de suceder- en el sitio del Cusco, ¿dudaríamos de la legitimidad Inca para rechazar la invasión o instaurar una monarquía? Y tratándose de pueblos enemigos o distantes del al imperio incaico, ¿se les aplica la misma medida jurídica? Los pueblos aliados de los españoles, los huanca principalmente, ¿acabaron sus derechos con la Independencia? Aquellos otros que aún hoy en día se esfuerzan por mantener su aislamiento, por reafirmar su derecho a no ser perturbados, ejercer su autonomía plenamente sin querer constituirse en un nuevo Estado, sin necesidad de autodeterminarse en el sentido de una secesión política, ¿también ellos perdieron sus derechos con la derrota del Cusco?. En buena cuenta, el efecto jurídico de la supremacía del derecho estatal colonial por sobre cualquier otro derecho, se proyecta más allá de los sucesos violentos de carácter militar y de los protagonistas directos: los españoles, sus aliados y los incas. La fuerza y la guerra se hacen, en este sentido, prescindibles. En el futuro bastará revisar la “frontera geográfico-ideológica del Virreynato” (el espacio donde el Estado se hace temer dirían los clásicos) para saber que allí hay un derecho único y una única maquinaria para su producción. Como tenía que suceder para que el nuevo orden operara, el entramado jurídico construye un sujeto de derecho a su gusto, a imagen y semejanza de su dominio. Siguiendo principalmente los patrones europeos e ibéricos que les eran directamente conocidos, los españoles ensamblan los “derechos indígenas” en el “Nuevo Mundo” jurídico. Es decir, la producción jurídica metropolitana da a los indígenas “derechos” y sobre todo obligaciones, teniendo presentes los intereses de la “empresa” de la conquista (cumplir con el contrato), su consolidación, su expansión y el enriquecimiento de la Corona. Para todo ello se requería un modelo conceptual que justificaba -a su parecer- tales actos. Como hemos indicado, no se trataba de una mera imposición de la superioridad de la fuerza militar, era necesario mucho más que normas jurídicas y ejércitos administrativos que lo sostuvieran. Se requirió de una teoría que legitimara todo el sistema. Las tensiones sobre esa teoría general de la conquista -desde el punto de vista español- han sido tratadas en abundancia sobre todo a propósito de la discusión entre Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. Recordando lo dicho, esas teorías partían de admitir un dominio que sería cuestionable desde el punto de vista Inca, directamente afectado, pero también de los pensadores que no conocemos y discernieron como lo hace Guamán Poma.
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3.2. El proceso español El dominio español en el Perú pasó por un largo proceso de transformaciones. Se dice que en una primera etapa el derecho indiano, es decir, el preparado por la metrópoli para el Virreynato, estuvo pálidamente “influido” -en lo que correspondía al trato a los indígenas- por las instituciones Inca. El alcance de esa influencia es un tema sumamente controvertido. Enfatizar esa vinculación les sirvió a algunos autores para sostener que la encomienda y la mita, por ejemplo, eran una proyección del modelo incaico de trabajo y disposición de la tierra. En realidad, la mita creada por el Virrey Toledo, obligaba a las poblaciones enteras a trasladarse y morir en el asiento minero. Los pocos que regresaban por el cierre o paralización de una mina, lo hacían cargados de tributos y deudas. Si alguna traza del antiguo trabajo comunitario permaneció, lo desdibujó el sentido perverso y encubridor que la mita y el yanaconaje suponían, una suerte de esclavitud solapada. Del otro lado, del indígena, no recibían nada, no se les compensaba con algo, se les retribuía con la vida para seguir trabajando. A los hombres los acompañaban a los asientos mineros sus mujeres e hijos, llevaban consigo su ganado, sus escasos bienes... Pensar en una amplia “recepción de derechos” no parece adecuado. Las contraprestaciones establecidas en el incario como retribución por el trabajo en las tierras del “Sol” y del Inca, así como los tributos y obligaciones diversas, no se mantuvieron y, por el contrario, fueron trastocados por un dominio que puso en crisis la sobrevivencia de los indígenas. El Estado colonial no es una mera proyección magnificada de injustas situaciones antecedentes, sino el establecimiento de un régimen de rasgos genocidas. Lo único que lo atemperaba era su propia experiencia en La Española donde, al diezmar a la población aborigen, los españoles tuvieron ellos mismos que trabajar o abandonar su conquista. Pero tampoco podemos olvidar que el Tawantinsuyo era un imperio ganado con violencia y cuya caída está relacionada -directamente- a esta tensión entre el Cusco y los señoríos locales, de allí las alianzas y las traiciones. Pues bien, el interés que predominaba en la administración española era tanto económico (lograr su enriquecimiento) como político (lograr su perdurabilidad). Se debería utilizar y desmontar paulatinamente la administración incaica en tanto el objetivo se cumplía. Todas las instituciones españolas responden a ese interés: “1) La falta de mantenimientos que se padecía en La Española en los primeros años de la conquista determina la imposición, hecha por Colón, a los indígenas de los servicios agrícolas a favor de los españoles (1497). De esa manera los indios trabajarían la tierra, ayudando a los españoles a sobrevivir. 2) La necesidad de
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intensificar los trabajos mineros, para hacer económicamente positiva la empresa, obliga a Colón, en la misma fecha, a compeler a los indios a trabajar en ellas, así como a transportar las cargas por falta de otros medios. 3) La necesidad de acostumbrar a los indios al trabajo aparece reflejada inmediatamente (Cédula de Medina del Campo del 20 de diciembre de 1503 e instrucciones a Pedrarias y a los Jerónimos) para contrarrestar la indolencia natural del indígena. 4) La necesidad de instruir al indio en las costumbres europeas, característica de todas las colonizaciones, está latente en muchas de las disposiciones y actúa por sí sola vigorosamente. 5) La forma de satisfacer a los conquistadores de una manera más inmediata en correspondencia con su esfuerzo en la empresa, ya que sabemos que su enganche se hacía sobre una base gratuita” 20/. El tránsito del Estado Inca al Estado Colonial propiamente dicho, fue asentándose paulatinamente. En esta coyuntura ocurre un fenómeno de “ruptura” semejante al que sucederá -luego- con la Independencia 21/. La sustitución del viejo orden se produce emplazando en el nuevo sistema elementos de aquel otro al que se quiere suplir. “El nuevo orden “recibe”, es decir, adopta normas del viejo orden; esto significa que el nuevo considera válidas (o pone en vigor) normas que poseen el mismo contenido que las precedentes. La “recepción” es un procedimiento abreviado de creación jurídica. Las leyes que, de acuerdo con la manera ordinaria e inadecuada de hablar, continúan siendo válidas, son, leyes nuevas cuyo sentido coincide con el de las anteriores” 22/. ¿El Estado Colonial “recepcionó” normas incaicas? Buena parte de la administración precedente sirvió -al menos inicialmente- al control español. La posición y cargos que permitían el manejo de la población y las alianzas con indígenas contrarios al Cusco permitieron el tránsito hacia un Estado colonial “maduro”. El orden españolizado del derecho en el Perú, recibe el tenue influjo del que desea sustituir y en cierta medida lo sustentará en varios de sus elementos prácticos de administración. “El español de principios de la edad moderna, por su rica experiencia acumulada en siglos de alternada convivencia y lucha con musulmanes y judíos, era posiblemente el europeo que estaba psicológicamente mejor dotado para comprender y aceptar un sistema jurídico extraño” 23/. Como hemos dicho, la acción española en América tenía una base política y militar no divorciada de los contratos que originaban las empresas privadas de conquista. El montaje de la administración colonial debería entonces, cubrir tanto las expectativas de los españoles en el Nuevo Mundo como las ilusiones de la Corona. Intereses no siempre divergentes entre los colonizadores y la metrópoli
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alimentaban las “instituciones” del derecho colonial. Los objetivos centrales eran los de controlar, políticamente, el Tawantinsuyo (y cualquier otro pueblo indígena) y desaparecer toda huella de su derecho. Es decir, construir una administración legislativa, judicial y policial acorde a la sustentación que requería su dominiotriunfo. Únicamente pervivirían “derechos” semejantes a los que se conocía en la Península Ibérica relacionados a la propiedad de la tierra, el pastoreo y uso de espacios públicos. Fueron legalizados los tributos indígenas y los beneficios del saqueo de bienes, en especial del oro (la abundante plata tuvo un rol de menor importancia). La administración se organizó para que cada estamento recibiera su parte. Así, el despojo de derechos indígenas supone la construcción de una legalidad sustentada en una teoría del derecho que, como hemos dicho, la apuntale y sustente a ojos del vencedor. Las características que debería poseer conducen a una discusión interna al sistema en el que opera y que por tanto, no puede cuestionarse a sí mismo. Es la teoría del derecho español la que otorga la “legitimidad” necesaria para asentar su victoria militar. La teoría del derecho divino de los reyes se presenta en América en una confrontación con el derecho eclesiástico muy distinta a la europea, la autoridad del rey -en América- no es cuestionada, sino el modo de su extensión imperial, ambos pensamientos tendrán un acuerdo básico: sostener la expansión occidental. Así pues, crear una administración centralizada y urbana es un resultado de operaciones intelectuales indispensables al nuevo papel imperial de los reinos españoles de Castilla y Aragón. Reducir todos los derechos indígenas a una expresión “agraria” más o menos colectiva o forzada a individualizarse corresponde a ese pensamiento, a ese dominio, a ese “orden” dominante. Inicialmente es el oro saqueado, los textiles, los tambos y la ocupación militar de las ciudades el interés dominante antes que la tierra y las minas. Pero para consolidar la conquista “mineral” del Perú de oro y plata, se requería la producción de alimentos en cantidades suficientes para sostener la explotación permanente de las minas. Paulatinamente, la tierra irá adquiriendo valor como propiedad, a medida que el trabajo indígena hacía productivo su uso. La hacienda colonial es un “negocio” de tierra gratuita y fuerza laboral impaga que va creciendo con los años. Esa “marcada tendencia de tipo feudal” acabará imponiéndose. Como sabemos, las tierras del “Sol” y del Inca pasaron directamente a la corona española y fueron parte de las recompensas distribuidas a los conquista-
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dores. No obstante, se reconocía la propiedad indígena bajo posesión, las chacras y los pastos -al menos en el papel- se respetaron. Los efectos de las alianzas políticas que produjeron la Conquista están directamente relacionados a esta protección. Buena parte del “espíritu tutelar” de la Corona se dirige, precisamente, a lograr que los indígenas -aliados o convertidos- no perdieran sus tierras: “Los indios no podían enajenar sus tierras o no podían hacerlo sino a otros indios o estaban sometidos a otras restricciones encaminadas a resguardar sus bienes” 24/. No obstante, el sistema jurídico era manipulado a costa de su letra: “Por desgracia, tan bellas teorías esbozadas en la legislación española de Indias quedaron escritas y “bien guardadas sólo en los libros”... fueron sencillamente disposiciones ilusorias que caían en el vacío, porque no podían corresponder a la realidad, y si algunas tuvieron cumplimiento, empeoraron la condición del indio, imponiéndoles más cargas y autorizando la negación de sus derechos”, Jorge Basadre indica que “Surge un problema sutil: quién era culpable de ello, la Corona al dar leyes fuera de la realidad o la corrupción del medio colonial, pero esto es un asunto para un estudio complejo y sólo cabe decir aquí que el divorcio entre el hecho y el derecho es la base de un fenómeno de nuestra vida republicana: el desprecio a la ley” 25/. Como veremos posteriormente, estos “derechos” coloniales se proyectarán profundamente en el derecho republicano. Las tres razones que amparan la “guerra justa” proyectan las características del Estado español en el Perú: la autoridad legítima, la causa justa y la autoridad legal. Por su parte, en los primeros años de la Colonia, los derechos individuales de los indígenas dependían de si acataba la autoridad española, si lo hacían se les consideraba “libres” y si la contradecían se les castigaba con la esclavitud. En 1542 (Leyes de Barcelona) y en 1573 (Las Ordenanzas) se pasará de la “conquista” a la “pacificación”: se niega la esclavitud indígena, se limita el derecho a la “guerra justa contra los indios” y se repudia la encomienda. En teoría naturalmente.
3.3. El ombligo del mundo jurídico Llegada la República, las primeras normas que se establecieron buscaron definir los derechos indígenas como derechos individuales conforme eran las tendencias ideológicas que inspiraron la Emancipación. La posesión grupal de la tierra se hizo así más vulnerable, como lo presenta Escobar: “Las comunidades de indígenas preexistentes á los decretos dictatoriales de 8 de abril de 1824 y 4 de julio de 1825 fueron declaradas virtualmente disueltas en virtud de la repartición dispuesta entre los poseedores “conforme á ordenanzas” y en “consideración del
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estado de cada porcionero” declarándose a estos propietarios de ellas para que puedan venderlas o enajenarlas de cualquier modo. La facultad de libre disposición como atributo de la propiedad individual quedó restringida pues, se daba el derecho “con la limitación de no poderlas enajenar hasta el año 1850” 26/. La limitación de la propiedad “individual” entregada a los “ciudadanos”, si tal hubiera sido el caso, era cuestionada por los intereses terratenientes y la desventaja práctica de los indígenas frente al sistema. En esa misma dirección, la comunidad sociológica es un enemigo mayor al modelo de expoliación jurídica, no porque contenga mecanismos jurídicos totalmente extraños a la propiedad familiar o a la circulación de bienes, sino por que impone un modelo de relaciones sociales, una estructura de fondo cultural que caracteriza a lo indígena y lo reproduce en su identidad. Si el antiquísimo sueño de todo colonialismo se hubiera realizado, los derechos indígenas colectivos o individuales habrían sido vanos. Así pues, la pugna entre los derechos individuales y los derechos colectivos a la propiedad de la tierra, serán constantemente reflejados en la producción legislativa republicana hasta nuestros días. La extensión de la inalienabilidad -por ejemplo- se presenta como un asunto controvertido, luego la imprescriptibilidad e inembargabilidad participarán en ese tira y afloja de los derechos comunales. Hagamos un resumen. Los repartimientos y las encomiendas son el primer puente legal que atraviesa la propiedad colonial hacia la República 27/. Normas coloniales que pese a su origen no resultaron contradictorias con el nuevo escenario político. De hecho, una porción muy significativa de la argamasa jurídica colonial no es abolida (como se habría podido suponer) por el régimen republicano vencedor. La mita, ese desgraciado sistema de trabajo gratuito, fue legalmente prohibida en el año 1821: “el servicio que los peruanos, conocidos antes con el nombre de indios o naturales, hacían bajo la denominación de mitas, pongos, encomiendas, yanaconazgo y toda clase de servidumbre personal; y nadie podrá forzarlos á que sirvan contra su voluntad”. El castigo por transgredir la disposición era la pena de expatriación. Pero, como consta de las movilizaciones campesinas hasta bien entrado el siglo 20, y de las varias “Reformas Agrarias” existentes en el Perú republicano, realmente el trabajo indígena gratuito -si bien debilitado en la minería- sobrevivió en el agro.
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Por otra parte, en el año 1821, San Martín abolió el “tributo” indígena alegando que “sería un crimen consentir que los aborígenes permanecieran sumidos en la degradación moral a la que los tenía sometidos el gobierno español y continuasen pagando la vergonzosa exacción que con el nombre de tributo fue impuesto por la tiranía como signo de señorío”. Crimen reeditado por Simón Bolívar el 11 de agosto del año 1826. Una dosis de mala conciencia acompañó la reposición de tal “tributo” al sostenerse que “será reducida”, “a las mismas cantidades, términos y circunstancias en que se hallaba establecida en el año 1820”, es decir “reducido” al monto, forma, razón y justicia que correspondía ¡bajo el gobierno español! Una muestra de que en la República peruana no todos eran tan iguales como se predicaba. Sería Ramón Castilla el que finalmente suprimiera -desde 1855- el tributo indígena: “humillante tributo impuesto sobre su cabeza hace 3 y medio siglos”, una contribución “bañada en las lágrimas y sangre del contribuyente”. En el año 1824, “los denominados indios”, tienen derecho sobre las tierras que poseen y se protege para ellos un tipo preciso de tierras: las “llamadas de comunidad” (1 Decreto Supremo de Simón Bolívar, del ocho de abril de l824). Poco tiempo después, en el año 1825 en la ciudad del Cusco, un dispositivo se referirá a derechos de “los peruanos indígenas”. En el año 1827, se dispondrá nuevamente de derechos para indígenas sobre las tierras de comunidad. En el año 1828 “la nación reconoce a los indios y mestizos por dueños” y con ello dice “elevar(los) a la clase de propietarios” y la Constitución de ese año se refiere a los “bienes y rentas de comunidades indígenas”. Es en el año 1847, cuando se “habilita en el ejercicio de la ciudadanía a los indígenas y mestizos” (era necesario decirlo para creerlo, pues la condición social real seguía siendo la desigualdad). Así pues, en esta primera etapa la “comunidad” sociológica se presenta como sinónimo de un conjunto de propietarios individuales. Se catalogan las tierras de “indios” y de “comunidad” para referir, en ambos casos, a una propiedad individualizable. Así, la “comunidad” es más una característica atípica del derecho real de propiedad individual que una de sus cualidades. De ese carácter derivará, posteriormente, la “comunidad”” como una persona jurídica con derechos propios. Habría de pasar un siglo para que ello ocurriera. Pues bien, en el siglo 19, se formaliza la legislación de tierras y la política de la “protección racial” (léase “protección indígena”) cuando el Presidente Nicolás de Piérola se declarara Protector de la Raza Indígena en el año 1880. Tal postura (“el Estado protegerá a la raza indígena”) coincidía bien con la conciencia de un
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país en guerra. El Patronato de la Raza Indígena es la personificación administrativa de ese esfuerzo paternalista. Con los años y la política, el Estado no tendrá nunca claro en cuál de sus dependencias ha de “colocar” lo concerniente a los indígenas, si como un asunto del Ministerio de Justicia, o del Trabajo, o de Agricultura, o de la Mujer... Por su parte, los indígenas de la amazonía no han sido tratados muy discretamente por la historia legislativa peruana. Nombrados, “neófitos” en el año 1827, “tribus salvajes” en el año l832, “indígenas recién civilizados” en el año 1837, “conversos” en el año 1845, “bárbaros” e “indios reducidos” en el año 1847, “infieles” en el año 1848. Se les aplicaron el genérico “tribus indígenas” en el año 1853 y se les consideró como “millares de peruanos salvajes” en el año 1898. A los menores de edad la política educativa los trató, en el año 1912, como “niños y niñas salvajes”. En fin, sería demasiado extenso completar esta lista del etnocentrismo jurídico 28/. No olvidemos -en este panorama necesariamente general- el papel desempeñado por los movimientos campesinos e indígenas desde el siglo 19. A ellos les corresponde lo poco de bueno que las leyes incluyeron a regañadientes. Esta presión sirvió como un freno a la voracidad terrateniente, latifundista y colonizadora de toda laya 29/. Ahora bien, un siglo después de declarada la Independencia, con la Constitución del año 1920 y bajo el influjo del movimiento campesino y del artísticointelectual indigenista, las comunidades son admitidas en ese cuerpo normativo: “La Nación reconoce la existencia legal de las comunidades de indígenas y la ley declarará los derechos que les corresponden” (Artículo 58). En ese mismo artículo 58 se declara la visión racial de lo indígena desde el Estado: “El Estado protegerá a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades”, entonces el gobierno de Leguía oficializa, a nivel constitucional, un postulado pierolista. Como repetimos, los derechos referían -casi exclusivamente- a derechos de posesión y propiedad de las tierras y en especial a su teórica imprescriptibilidad (Art. 41). El vocablo “indígena”, hasta bien entrado el siglo 20, aludía exclusivamente a los de origen andino. La Constitución del año 1920 es el punto clave para los derechos comunales. Pero si la “comunidad” social dependiera únicamente del status jurídico estatal,
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hace muchos años hubiera desaparecido. Es gracias a que su razón y sentido, anclan más allá del derecho oficial que ellos se han sostenido. Aquella fórmula empleada en el año 1920, “La Nación reconoce”, es la piedra angular que admite la existencia de derechos indígenas en la estructura del sistema jurídico peruano. Esa aceptación es, a su vez, el límite y el precedente de un derecho adquirido. Esperamos ver -algún día- a un ente como el Tribunal de Garantías Constitucionales declarando que, al menos desde el año 1920, los derechos indígenas en su dimensión comunal son derechos firmemente reconocidos y adquiridos en el sistema jurídico nacional y por tanto, no pueden estar sujetos a la constante manipulación legislativa y reglamentaria de la que son objeto, sin arte ni parte de los propios interesados. Apenas unos años después, en 1924, en el campo del derecho penal, surgió el epítome del catálogo etnocentrista: los peruanos fueron clasificados como civilizados, indígenas, indígenas semi civilizados y salvajes 30/. Una tasación que describe los prejuicios de la sociedad peruana con una franqueza que hoy -generalmente- se oculta pero pervive. Ese dispositivo sobrevivió a todas las reformas, discursos políticos y novedades legislativas hasta el año 1991. Luego, los abogados, incluirán el “error de comprensión culturalmente condicionado” en el Código Penal, disposición cuyos límites conceptuales apreciaremos luego. Llegamos así a la Constitución del año 1933 la cual reiteró la existencia legal y la personería jurídica de las comunidades, como lo sostenía ya la del año 1920, y se estableció la condición de imprescriptibilidad e inenajenabilidad (salvo el caso de expropiación por utilidad pública y previa indemnización) y la inembargabilidad de la propiedad comunal. Por su parte, para los pueblos de la Amazonía se promulgaron una variedad de frágiles disposiciones sobre sus derechos a la tierra condicionados a su evangelización en los años 1845, 1853, 1887, 1907, 1944, 1945... Una nota prefectural de 1853 indicaba que “las posesiones de los indígenas... no pueden ser arrebatadas por ninguna persona o poder” y, no obstante esa declaración, se otorgaba permiso para el rozo de terrenos que “están en el día en poder de los salvajes” (afianzando la distinción de lo indígena como lo andino y lo amazónico como lo salvaje). Una resolución del año 1905 dispuso se adjudique a los “naturales” en Urubamba y Madre de Dios, dos hectáreas de tierra.
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La ley número 1220 “Ley General de Tierras de Montaña”, promulgada en el año l909, estableció un régimen de adjudicaciones, venta y demás a favor de la colonización, sin referencia alguna a los derechos indígenas. Gracias a ella, además de la multitud de expedientes para adjudicación gratuita, se llegó -por ejemplo- a aprobar en el Congreso la entrega de ocho millones de hectáreas al norte del grado ocho de latitud sur, como compensación por una prometida construcción ferroviaria. Esta Ley sobrevivió a todas las reformas agrarias y es, recién en el año 1974, reemplazada por el Decreto Ley 20653 “Ley de Comunidades Nativas y Promoción de las Regiones de la Selva y Ceja de Selva”. En el período de vigencia de la Ley 1220, del año 1909 al 1974, tenemos que, bajo el gobierno de Prado en el año 1957, se expide el Decreto Supremo número 3 a favor de las “tribus selvícolas” para reservarles diez hectáreas para cada hombre o mujer mayor de cinco años y paralizar las peticiones de tierras hechas sobre áreas ocupadas por las “tribus”. Al amparo de ese dispositivo, años después, se reservaron 96,556 hectáreas para piros, ticunas, huitotos, boras, machiguengas, yaneshas…, trámites que con los años derivarían en títulos de propiedad. El afán integracionista de esta época se cristaliza con el Convenio 107 de la OIT, donde se sostenía que el “progreso y civilización” deberían llegar a los “grupos humanos autóctonos”, “con miras a obtener en el futuro su gradual integración a la vida civilizada”. La Ley de Reforma Agraria del año 1964, Ley 15037, en el gobierno de Belaunde, determinaba la inafectabilidad de las “tierras ocupadas por las tribus aborígenes de la Selva en toda la extensión que requieran para cubrir las necesidades de su población”, asimismo “se procederá con igual preferencia a otorgarles los títulos de propiedad correspondientes” (Art. 37 de la Ley y 57 de su Reglamento). Este es el primer hito en el reconocimiento y titulación de propiedad indígena amazónica, pero sin tener mayor aplicación. Entonces, el gobierno militar en el año 1968, empleó el concepto de “campesinos” pues, “la revolución tenía que empezar por destruir el latifundio y dar al campesino la tierra que trabaja” 31/. Los indígenas desaparecieron de las Constituciones hasta hoy en día. El día de la “raza” pasó a ser el día del “campesino”. La Ley de Reforma Agraria 17716, revirtió tierras de hacienda a los adjudicatarios y propició la formación de sociedades agrarias y empresas “asociativas” antes que fortalecer a las comunidades. El modelo cooperativista para la costa y de “sociedades agrarias de interés social” dio la espalda a la opción de fortalecer las comunidades en una visión compatible con el desarrollo de la producción y el mercado. Primaba la antiquísima idea de lo indígena y comunal como atraso o lastre que se esperaba a desaparecer en algún momento.
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En el caso de la Amazonía se expidió el Decreto Ley 20653 (1974), seis años después de iniciada la última reforma agraria peruana, concluye la etapa de la colonización legalizada y establecen derechos de propiedad para las -desde entonces- comunidades nativas, entendidas éstas, como grupos locales de familia extensa y no como “etnias” o “pueblos”. Reconocía el derecho de propiedad comunal sobre las tierras sin distinguirlas por su uso. Desdichadamente, se inició la fragmentación jurídica de los pueblos amazónicos, de modo que en adelante, una suma de decenas de comunidades-personas jurídicas, (con sus actas, asambleas, delimitaciones, títulos, replanteamientos, autoridades, sellos y firmas...), son los fragmentos legales que componen un mismo pueblo. Este costo pagaron los pueblos de la Amazonía por unos “títulos” de papel ante la ausencia de una voluntad política para hacerlas cumplir. Idéntico empeño fragmentador que aquel que desde siempre propició el Estado en la costa y la sierra. En el año 1974 se perdió la opción “etnicista” que planteaba un único reconocimiento y título para cada grupo étnico y no por cada familia-local (más o menos extensa). De haberse optado por este camino, al menos la integridad jurídica se habría respetado. Como tenía que ocurrir, los intereses forestales presionaron en contra de esa Ley logrando, en el año 1978, una norma -la 22175- que modificando su antecedente -21147- inauguró una danza de 25 años de contratos forestales inauditos (se habló incluso de empresas vinculadas al dictador Somoza), que alguna historia de la corrupción resumirá algún día. Como era de esperarse, la propiedad comunal sobre las tierras forestales se transformó en un “contrato de cesión en uso”, lo que fragilizó mucho más el derecho comunal y permitió un amplio margen de abusos a malos funcionarios del Ministerio de Agricultura y a inescrupulosos “empresarios” forestales. El Perú le debe unos seis millones de hectáreas, irremediablemente perdidas, a esa norma y a sus implementadores lejanos y (casi) recientes. Con la aplicación de la Ley 27308 se puede esperar, con prueba de inventario, algún cambio serio en el futuro. Se ha querido interpretar que, siendo los recursos naturales de la Nación, ellos no pueden ser entregados en propiedad a las comunidades. Tal aserto concluye en que todos los recursos naturales son propiedad del Estado para reafirmar su argumentación aparentemente sólida. Pero es una perspectiva equivocada pues, en el fondo, pretende liquidar el derecho constitucional a la propiedad comunal de la tierra, ya que la tierra es también un recurso natural. Ese recurso es de propiedad reconocida por las constituciones peruanas desde el año 20 al menos. Pese a quienes prefieren leer de costado las normas constitucionales, allí también existen derechos adquiridos por las comunidades.
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Pues bien, los intereses forestales se han esforzado en diferenciar los suelos según su “vocación de uso” (determinada además por los propios ingenieros forestales). Entonces, argumentan que los suelos con aptitud de uso forestal no pueden ser entregados en propiedad a las comunidades y los suelos agropecuarios y de protección sí. Es decir, distinguiendo a su antojo -donde ninguna constitución ha distinguido- en el derecho de propiedad comunal resultan -en un contrasentido- admitiendo el derecho en un caso y negándolo en otro. Así, los intereses forestales, sacralizaron a un altar sobre-constitucional la “calidad de los suelos” (“el vuelo forestal” dicen) a fin de cercenar, a cualquier costo, la porción forestal de las tierras comunales. El adalid de esta interpretación fue el Instituto Nacional de Recursos Naturales (INRENA) del Ministerio de Agricultura. Curiosísima interpretación de esos funcionarios, allí donde, precisamente, los pueblos viven en una ejemplar armonía -es decir conservación y uso permanente- con los recursos naturales del bosque. Armonía y protección, que no es precisamente el galardón de los administradores encargados de cuidarlos. Este mismo razonamiento pretende extenderse, urbi et orbi, a toda la naturaleza para fortalecer a los institutos estatales vinculados a su (mal) manejo 32/. ¿Por qué varias Constituciones peruanas reconocen el derecho de propiedad comunal sobre las tierras sin especificar su vocación de uso? Pues porque la propiedad comunal en el derecho peruano ha sido “reconocida” y no “otorgada”, “concedida” o “adjudicada” por gracia o merced de los funcionarios estatales. Un reconocimiento a lo que es un valor social de primer orden en el Perú. En ese devenir, con la Constitución de 1979, las comunidades también dejan de ser “indígenas” y pasan a ocupar el nombre de comunidades “campesinas” para la costa y sierra, y el de “nativas” para la selva. El concepto de lo indígena, como antecedente al Estado y raíz de la Nación, cede su posición a la categoría económica o a la “clase social” si se prefiere, que curiosamente resultó más potable al sistema que aceptar del carácter indígena (originario o ancestral) en sus derechos. No obstante, la protección de las tierras se mantenía con declaraciones de imprescriptibilidad e inembargabilidad. Se permitía alienar las tierras mediante una ley solicitada por dos tercios de la comunidad o por expropiación por necesidad y utilidad públicas (Artículo 163). En el año 1993, los aires liberales retornan a la Constitución con la idea de la “propiedad privada o comunal” y se permite el dominio del Estado sobre las tierras en “abandono” y su posterior venta. La causal de “abandono” (Artículo 89) se establece en contra de la imprescriptibilidad del derecho comunal.
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El Código Civil de 1991, debilitó la existencia legal de las comunidades haciéndolas depender del “registro” y del “reconocimiento oficial” (Art. 135), a contrapelo de lo establecido en la Constitución vigente en ese momento -la de 1979- que establecía la existencia legal y la personería de las comunidades sin requisito previo alguno. Las comunidades debieran cuestionar el inconstitucional carácter de ese dispositivo a la luz de sus derechos adquiridos. Esos mecanismos constitucionales del año 1993 y los legales que se le derivaron conforme a un liberalismo a cualquier precio, lograron la división y multiplicación de comunidades campesinas en costa y sierra. De todo ello, ha resultado una paradoja: brotan nuevas comunidades como hierbas del campo a pesar que disminuye la extensión de sus tierras. En realidad, se trata de parcelaciones, ventas y creaciones precipitadas de “anexos” convertidos en comunidad. De la noche a la mañana, las empresas urbanizadoras encontraron el camino fácil del arreglo con las “nuevas” autoridades comunales y la extensión de la propiedad privada individual se impuso con artes de todo tipo, menos liberales. Tal ha sido la estrategia gubernamental del gobierno de Fujimori en el desmontaje de las comunidades. En contraste, en el año 1994, el Congreso ratificó el Convenio l69 de la OIT referido -precisamente- a pueblos indígenas. Ahora bien, cuando el Estado define a la comunidad legal como el ombligo de su política jurídica, sus “derechos” son más o menos reducidos según los vientos de las tendencias políticas dominantes. La idea del pueblo como germen del derecho ingresa al Perú con la ideología de la emancipación, pero, entre nosotros, el efecto normativo aparece -tratándose de los indígenas- recién en el año 1994, con el Convenio 169. La comunidad jurídica, pese a su carácter fragmentable y fragmentador -contamos con más de seis mil comunidades pero nadie puede precisar con certeza cuántas son- ha servido al menos, como una mínima barrera contra los intereses de absorción y despojo de tierras. La tarea del presente jurídico consiste en superar el concepto de comunidad y llegar al de pueblo. Pero la base sobre la que se sustenta el derecho de los pueblos indígenas, son los derechos ya adquiridos a lo largo de la República por las comunidades. La “comunidad” jurídica, pese a la multiplicación inaudita de miles de personas jurídicas, debe ser sostenida y sobre ella, replanteados los derechos más amplios que les corresponden como partes de un pueblo. Para ello, deberá considerarse una fórmula jurídica cuya textura sea lo más abierta posible y que
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sea complementaria -no contradictoria- con la legislación y los derechos ya adquiridos por los indígenas. Es decir que, apoyada en lo que se ha ganado, produzca cambios legislativos que permitan a las comunidades sociológicas y a los pueblos jurídicos, alcanzar un nuevo y contemporáneo desarrollo. La «comunidad legal» no es siquiera un átomo o la célula curiosa con el ADN del derecho del pueblo indígena. Por ello es indispensable diferenciar la existencia real y vívida de conglomerados indígenas llamados por las leyes “comunidades”, de la comunidad sociológica entendida como conjunto de personas indígenas que comparten una identidad. Estamos ante una paradoja aparente: la comunidad legal no tiene la información genética del derecho del pueblo, en tanto que la comunidad social tiene el genotipo completo. La cuestión radica en empatar la célula viva a un derecho que la represente en su primera necesidad: existir para perpetuarse. Precisamente, es la atomización jurídica (que es también una atomización en la propiedad privada) la cual logra un efecto desmembrador con fines administrativos y políticos. El pueblo indígena, por el contrario, es la suma, unidad con características jurídicas complejas independientes de la voluntad formal de los estados (de sus leyes e instrumentos). La comunidad legal, es una construcción jurídica válida para el derecho estatal, el pueblo indígena, en contraste, es una realidad histórico/cultural y jurídica normalmente invalidada total o parcialmente por los Estados.
3.4. Sobre Pueblos e Indígenas en el Derecho Internacional Algunos instrumentos jurídicos creados entre los Estados pueden contener una parte de las legítimas aspiraciones del movimiento indígena, no obstante, debe recordarse que se trata de expresiones limitadas por el contexto en que son generadas: una asamblea de representantes estatales cuyos acuerdos, desacuerdos y transacciones se expresan en tales documentos. Algunos de esos productos han sido abiertamente contrarios a los derechos históricos de los pueblos indígenas, tal como lo fue el Convenio 107 de la OIT, del año 1957. Con el Convenio 169 retornó a la legislación peruana el término “indígenas” y tienen asiento formal entre nosotros- los conceptos de “pueblos indígenas”, es también una «parte del derecho nacional» según nuestra Constitución. El Convenio 169, “Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes”, es el instrumento internacional que se refiere directamente a los derechos de los pueblos indígenas y que como hemos dicho reemplazó al Convenio 107.
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En la exposición de motivos para su ratificación en el año 1994, se encontró compatibilidad total entre los dispositivos constitucionales del año 1993 referidos a las comunidades y los dispositivos del Convenio. No es extraño que eso ocurriera en aquel gobierno que no se destacó por su apoyo a los indígenas, pues a su entender, el concepto de “pueblo” calzaba con el de “comunidad” lo cual es -como sabemos- una antiquísima estratagema reduccionista. Además, una de las características del 169 es la ambigüedad de su redacción, lo cual facilita su adaptabilidad a los muy variados sistemas jurídicos de los países, pero desdibuja sus preceptos. De haberse admitido plenamente el concepto de pueblos indígenas en el sistema jurídico nacional, posiblemente se hubiera esperado una convicción para implementarlo e introducir los cambios que le dieran mayor aplicación. Pero al contrario, el “liberalismo” de aquel momento convivió sin dificultades con el Convenio. Este Convenio se aplica “a los pueblos en países independientes, considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas” (Art. 1-b). De manera que, el “descender de poblaciones” es el elemento desencadenante de los derechos. De esta manera, en la redacción se emplea con abundancia palabras poco prescriptivas como “deberán tener”, “siempre que haya lugar”, “los gobiernos deberán”, “siempre que éstas no sean incompatibles”, “en la medida que ello sea compatible”, “siempre que sea posible”, “siempre que sea viable”, “en la medida de lo posible”... conforme a la estrategia de su artículo 34: “la naturaleza y el alcance de las medidas que adopten (los gobiernos n.d.a.) para dar efecto al presente Convenio deberán determinarse con flexibilidad, teniendo en cuenta las condiciones propias de cada país”. Lo que facilita una interpretación igualmente abundante, “flexible” y normalmente desfavorable a los indígenas. Otro rasgo general del texto es que el pueblo indígena aparece como un sujeto pasivo con relación al Estado. Por la técnica empleada y el origen del Convenio, el sujeto al que se dirige es al gobierno del Estado el cual deberá “tomar medidas”, “aplicar”, “consultar”, “reconocer”, “proteger”, etc. Es decir, las disposiciones se refieren a lo que los “gobiernos” deben hacer o dejar de hacer con relación a los derechos allí descritos, lo cual resta capacidad de acción a los supuestos benefi-
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ciarios pero corresponde bien a la idea del establecimiento de las obligaciones y responsabilidades de los Estados respecto a los pueblos indígenas. Si los Estados que crearon el Convenio le quieren llamar de “el derecho de los pueblos indígenas”, ese es otro asunto. Pero no queda duda de la importancia que ese Convenio significa en la dirección correcta del reconocimiento de los derechos de los indígenas como pueblos. De manera que, un juicio sobre el Convenio -si reconoce sus debilidades- debe admitir que posibilita un amplio margen de acción que habría sido imposible antes de su ratificación y que, ha servido a muchos de los avances en las legislaciones nacionales. Uno de los elementos más destacados es que el Convenio 169 se aplica a los pueblos indígenas «cualquiera que sea su situación jurídica», es decir, a pesar que aquí en el Perú estén fragmentados en minúsculas propiedades o súper-divididos en miles de personas jurídicas llamadas «comunidades campesinas o nativas». Tal condición jurídica no supedita (limita, excluye o define) las disposiciones del Convenio. Por ejemplo, si los indígenas yaneshas, piros, shipibos, etc., se reconocen como miembros de un pueblo y hacen valer la «conciencia de su identidad indígena» a la que alude el Convenio 169, esa decisión no puede ser trastocada para concebirla limitada o agotada o excluida por una «conciencia de pertenencia a una comunidad nativa». La comunidad es un grado menor de identidad que el pueblo indígena y éste es un escaño menor a la identidad nacional. Cada una de ellas no resume a las otras o las elimina sino las complementa. La identidad indígena es la clave para definirse en el entorno del Convenio, sea cual fuere la condición jurídica en la que el pueblo se halle en el sistema nacional. Por otra parte, el Convenio establece para varias situaciones un “derecho a la consulta”: (los gobiernos deberán) “consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente” (Art. 6.1.a). Esas consultas “deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias” (Art. 6.2). Por ejemplo, se «deberá consultar a los pueblos interesados siempre que se considere su capacidad de enajenar sus tierras o de transmitir de otra forma sus derechos sobre estas tierras fuera de su comunidad» (Art. 17.2) Asimismo, puede ocurrir que tratándose de comunidades desplazadas por violencia política «cuando el retorno no sea posible” “dichos pueblos deberán recibir, en todos los casos posibles» (¿y en los no posibles?) tierras cuya calidad y cuyo estatuto jurídico sean por lo menos iguales a los de las tierras que ocupaban
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anteriormente...» (Art. 16.4) El Convenio prevé además, indemnización por las tierras en dinero o “especie”. Claro que, por ejemplo, el pago en especie es cuestionable en el Perú. Ahora bien, en el Convenio se sostiene que: “la utilización del término “pueblos” en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido que tenga implicancia alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional” (Art. 1.3). Es decir, que los pueblos indígenas del Convenio no son pueblos en el derecho internacional. Algo así como que las mujeres, los trabajadores, los niños y demás, alguna vez protegidos por algún instrumento normativo internacional, resultaran negados “en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”. Un contrasentido absoluto que el Convenio precisa: “La aplicación de las disposiciones del presente Convenio (entre ellas la de que los pueblos indígenas no lo son en el derecho internacional n.d.a) no deberá menoscabar los derechos y las ventajas garantizados a los pueblos interesados en virtud de otros convenios y recomendaciones, instrumentos internacionales, tratados, o leyes, laudos, costumbres o acuerdos nacionales” (Artículo 35). En resumen, únicamente los derechos que contiene el propio Convenio 169 de la OIT, no son tales en el derecho internacional, por virtud (y defecto) del propio Convenio. ¿Cómo se explica la situación? Esa situación se explica por el estatalismo que predomina en la producción del derecho internacional. Los Estados tienen como telón de fondo la idea que todos los pueblos son Estados en gestación y no desean darles herramientas para su nacimiento. Asunto que como hemos apreciado es una lucha de los fantasmas para-estatales entre sí. A menos que el Convenio 169 pueda probarnos o que los indígenas no tienen pueblos -jurídicamente hablando- o que los convenios internacionales se refieren a “pueblos” siempre que no sean indígenas o que los pueblos indígenas no existían en el derecho internacional antes de su ratificación, esa disposición es nula. La disposición que pretende invisibilizar los derechos allí contenidos en sus efectos sobre el derecho internacional, no tiene sustento alguno, excepto en la propia contradicción del Convenio. No obstante, al menos tenemos un embrión de derechos de los «pueblos indígenas» como son entendidos por los Estados que lo ratifican. El derecho de los pueblos ha sido ampliamente aceptado en las normas de derecho internacional. No obstante, no existe unanimidad respecto a qué se define exactamente como “pueblo” o “pueblos”. El problema radica en el derecho de la libre determinación pues, así como ese principio se alegó para lograr la indepen-
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dencia de los pueblos coloniales, también es alegado por los Estados para mantener su unidad territorial. De manera que, lo frecuente es encontrar la tensión en un instrumento donde conviven el principio y las correspondientes cortapisas de los Estados. De hecho, la distinción más corriente es la de que un pueblo es una Nación en potencia, pero eso simplemente refiere a una eventualidad de la libre determinación. Para nuestros propósitos la distinción pueblo/nación debe ubicarse con relación al sistema jurídico nacional. De modo que, un pueblo depende de un sistema jurídico nacional o se adscribe a él, en tanto que una Nación cuenta con un sistema independiente y opuesto a otros similares como una “frontera”. Pero en todo caso el asunto es muy discutible y ambiguo. Los pueblos son el eje de la Carta de las Naciones Unidas parece entenderse que comprende ampliamente a las naciones y a los Estados. De hecho las minarías étnicas y nacionales, los países con colonias y los Estados que mantenían otros pueblos en su interior eran tocados por el mismo concepto. Por su parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) no menciona el derecho a la libre determinación de los pueblos. En tanto que, la Carta sí lo hace. El proceso de descolonización iniciado luego de la segunda guerra mundial, produjo situaciones tensas en la aplicación del principio de libre determinación de los pueblos. Ese principio logra su mayor éxito cuando en el año 1960, se concreta la “Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales”, empero el balance tradicional de la ONU se resintió lo que daría como resultado un posterior adelgazamiento del principio: “6. Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas”. De manera que, lo que se entendió por “pueblos coloniales” durante ese largo proceso de aplicación del principio de la libre determinación antes y posguerra, estuvo mejor definido por las razones políticas que por las jurídicas. Pueblos que nunca fueron colonias resultaron nuevos Estados usando el principio de la autodeterminación, al igual que lo hicieron los pueblos coloniales, pero también, otros que eran colonia no pudieron aplicar a su favor el principio... ¿podría distinguirse -por ejemplo- entre pueblos coloniales y otros pueblos (indigenas) para no aplicar el principio? Los dos Pactos de Derechos Humanos del año 1966, de derechos civilespolíticos y de derechos económico-culturales refirieron idéntico principio en el
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artículo primero: “1. todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. 2. Para el logro de sus fines, todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales sin perjuicio de las obligaciones... En ningún caso podría privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia. 3. Los Estados Partes en el presente Pacto... promoverán el derecho de libre determinación y respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas”. En estos casos, el principio de autodeterminación de los pueblos aparece sin condición alguna, sin recorte “político”. En contraste a los Pactos, en el año 1970 la “Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas”, admite que “todos los pueblos tienen derecho a determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política...” y simultáneamente que “Ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color...”. De manera que, encontramos en la producción internacional de instrumentos y declaraciones dos posturas: en una parte están aquellos que definen a los pueblos y la libre determinación definida y ampliamente, y de la otra, aquellos que la mediatizan y subordinan al “derecho a la conservación” de la unidad y territorio de los Estados. El Convenio 169 sigue esta segunda tendencia, pues precisamente, entre “los derechos que pueda conferirse” a los “pueblos” en el derecho internacional figura el de la libre determinación. La “Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos” firmada en Guayaquil, en julio del año dos mil dos contiene una Parte (VIII) íntegramente referida a los derechos de los pueblos indígenas y comunidades de afrodescendientes “Afirman que los Países Miembros de la Comunidad Andina son multiétnicos y pluriculturales. La diversidad de sus sociedades es uno de sus fundamentos, riqueza y características básicas; en consecuencia, reafirman el derecho de todos los pueblos y comunidades de los países andinos a la preserva-
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ción y desarrollo de sus identidades propias y a la consolidación de la unidad nacional de cada país sobre la base de la diversidad de sus sociedades” (artículo 32). Del mismo modo, “Reiteran su compromiso de cumplir y hacer cumplir los derechos y obligaciones consagrados en instrumentos internacionales que tienen como finalidad promover y proteger los derechos humanos de los pueblos indígenas y los de las comunidades de afrodescendientes, en particular el Convenio sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes (número 169) de la Organización Internacional del Trabajo” (artículo 36). De manera que, sin entrar a definirlos directamente se entiende por pueblos indígenas, aquellos a los que alude el Convenio 169 y admite la validez de otros instrumentos internacionales. Para la región esta Carta debe considerarse como un significativo avance pese a que “El carácter vinculante de esta Carta será decidido por el Consejo Andino de Ministros de Relaciones Exteriores en el momento oportuno”.
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4. La pluralidad cultural y étnica del Perú
4.1. Pluralismo, multiculturalidad y contra-ciudadanos Los derechos culturales no son sinónimos del derecho de los pueblos indígenas. Esa afirmación no se acepta fácilmente. La idea preponderante es que el Perú es pluricultural por que está compuesto principalmente por indígenas y criollos, de manera que si se respetara esa multiplicidad, los derechos indígenas quedarían satisfechos. En suma, la tesis culturalista quiere inducirnos a pensar que nombrar a la “cultura” es evocar “lo indígena”. En diversas perspectivas se olvida que en el Perú hay más culturas que las de origen indígena. La cultura China, por ejemplo, cuenta en nuestro país con su propia prensa, sus templos, sus circuitos comerciales e influye poderosamente en el resto de personas no chinas. No obstante, decir “cultura China” a la expresión peruanizada de lo chino es, en sí, un tema discutible pues la simbiosis que producen esas expresiones, en el entorno nacional, es una realidad “chino peruanizada” o “peruano achinada” (si se nos permiten tales expresiones) bastante alejada de su origen. En dirección parecida, encontramos otras expresiones culturales como las de la cultura japonesa, árabe, judía... de hecho, el país (como muchos otros en el mundo) es un crisol de culturas en el entorno de una cultura relativamente occidentalizada. La cultura dominante y masiva es la andino-occidental fusión de muchos elementos dinámicos, más o menos adaptados. El “vástago de una civilización longeva” en palabras de moda. Si tenemos presente que lo cultural en el Perú no abarca ni se reduce únicamente a lo cultural-indígena, podremos apreciar la variedad de situaciones en que lo jurídico y lo cultural se cruzan. Pero la pluralidad cultural, no es una realidad exclusivamente peruana o latinoamericana, por el contrario, la mayor parte de sociedades modernas son pluriculturales en una mayor o menor proporción y no
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por ello, son sociedades con pueblos indígenas. De hecho, la cuestión de la pluralidad étnica y cultural es el debate de mayor impacto actual en Estados Unidos, Europa y en buena parte del mundo moderno. Entonces, los derechos a la cultura cubren todo un amplio espectro de expresiones en el ámbito mundial 33/. A todas esas expresiones culturales, el derecho debe otorgarles las mismas oportunidades y unas garantías específicas relacionadas a su presencia, reproducción e igualdad con otras expresiones similares. De manera que, se evite que la cultura masiva aplaste a otras manifestaciones, que el lenguaje dominante calle al resto o que la fe de los gobernantes se imponga sobre otras religiones... Pero como suele suceder, cuando se tiende a la incorrecta identificación entre los derechos indígenas y la protección de la cultura, y se desprende que pensar en los derechos de los pueblos indígenas es referirse a derechos culturales o derechos a la cultura, todo se reduce a un asunto de “respeto” cultural o a la aceptación del “otro” cultural; así enfocado, resulta minimizado el alcance de los derechos de los pueblos indígenas 34/. Si la pluralidad cultural se respetara, piensan algunos, entonces la situación indígena quedaría satisfecha en sus derechos. Esto no es así. Los pueblos indígenas, naturalmente, tienen como otros pueblos, grupos étnicos, poblaciones y en general, toda persona humana, derecho a su cultura, pero los derechos de un pueblo se hallan vinculados a las características jurídicas propias de ese sujeto en particular, en este caso, el pueblo es un conjunto mayor de derechos que los correspondientes por razones culturales. Desde otra orilla, los derechos indígenas respecto a su cultura, se encuentran en el mismo rango de valor que los derechos de otras personas a la propia. Para el relativismo cultural jurídico, toda cultura tiene el mismo valor. Es decir, únicamente se puede buscar una legalidad que apuntale la igualdad, incluso creándose normas de “acción positiva” para lograr -de un modo práctico- la deseada igualdad. Pero esa “acción afirmativa” o discriminación positiva, siempre es el resultado de una operación de búsqueda de la igualdad entre una variedad de expresiones culturales diversas, algunas indígenas y otras no. Se busca la “ceguera de las diferencias”. De hecho, quienes tienen una cultura occidental u occidentalizada poseen igual derecho a conservarla, practicarla y difundirla, y además, tienen el derecho a conocer otras culturas. Del mismo modo, los indígenas o cualquier otra persona, tienen derecho a conservar su cultura y a conocer otras expresiones culturales.
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Con demasiada frecuencia el culturalismo enfatiza las diferencias culturales que generalmente son más tenues y menos radicales de lo pensado. En el Perú, el sincretismo religioso es un buen ejemplo de síntesis antes que de polaridad. No obstante, suelen ponerse los casos límite como una regla cuando, en verdad, son la excepción. Como hemos dicho, la condición de pluralidad cultural, entendida como la convivencia de dos o más culturas en el entorno de un Estado, incluye a casi todos los países del mundo, algunos de ellos con pueblos indígenas y otros no. Los fenómenos migratorios y la comunicación de masas permiten, por ejemplo, la presencia de grupos musulmanes en el centro de Ámsterdam, manteniendo en sus casas una educación, televisión, radio y control social, plenamente árabe. Pero esos musulmanes si bien en Holanda tienen derechos culturales, allí no tienen derechos como pueblo. Se puede discutir la extensión y forma de esos derechos (de hecho es una discusión diaria en la política holandesa), y la mejor forma de respetarlos, pero no se considera que los grupos de emigrantes sean -en Holandaun “pueblo” conforme a las normas internacionales. Desde el punto de vista jurídico, todas las culturas, sea cual fuere la definición que empleemos, tienen el mismo derecho de expresión. Si ello debe reflejarse en el idioma, la religión, la escuela, etc., es un asunto práctico que se deriva de un principio genérico de derechos humanos: toda persona tiene derecho a su cultura. Un derecho paralelo es el que tenemos a conocer otras culturas y a aprender de ellas. Pero, retomemos la situación de la cultura con relación a los pueblos indígenas y la afirmación -sostenida en estas líneas- de que ambos cuerpos de derechos son distintos. Además de lo dicho, el lector puede tener presente que el concepto de cultura es un tema muchísimo más controvertido que el concepto de derecho. La expresión “cultura” puede ser observada desde muy distintos ángulos que no es el caso empezar a describir aquí. La síntesis de C. Greetz a las variantes de Kluckhohn puede servirnos de ejemplo: “1) el modo total de la vida de un pueblo; 2) el legado social que el individuo adquiere de su grupo; 3) una manera de pensar, sentir y creer; 4) una abstracción de la conducta; 5) una teoría del antropólogo sobre la manera como realmente se conduce un grupo personas; 6) un depósito de saber almacenado; 7) una serie de orientaciones estandarizadas frente a problemas reiterados; 8) conducta aprendida; 9) un mecanismo de regulación
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normativo de la conducta; 10) una serie de técnicas para adaptarse, tanto al ambiente exterior como a los otros hombres; 11) un precipitado de historia; y tal vez en su desesperación el autor recurre a otros símiles, tales como un mapa, un tamiz, una matriz”35/. Como deducirá el lector, el propio Greetz no coincide con ninguna de estas variantes, ni -seguramente- con la que tenemos la mayoría de nosotros en mente: la cultura como un conjunto de expresiones materiales o inmateriales del quehacer humano. Esta situación ejemplifica las dificultades para conciliar un contenido de cultura válido en general y, no obstante, todos tenemos un alto grado de conciencia cultural la cual esperamos quede protegida por el derecho dado que es, precisamente, una práctica que nos identifica. Decir identidad cultural es en buena medida decir reconocimiento. El sobrevalor adjudicado a esa identificación lleva a extremos análisis de modo que se sintetiza que la historia humana de las culturas ha llegado a su fin por la hegemonía mundial de la economía globalizada y el progreso tecnológico que producirá una “cultura universal”. Para otros, como el autor Fukuyama, la globalización es todavía un simple barniz ectoscópico bajo el cual la multiplicidad se mantiene y refuerza. En su célebre artículo “El Choque de Civilizaciones”, Samuel Huntington propone una definición de “cultura” en correlato a “civilización”. “¿Qué significa «civilización»? Una civilización es una entidad cultural. Aldeas, regiones, grupos étnicos, nacionalidades y grupos religiosos tienen todos culturas distintas con niveles diferentes de heterogeneidad cultural” 36/. “Una civilización es el agrupamiento cultural humano más elevado y el grado más amplio de identidad cultural que tienen las personas, si dejamos aparte lo que distingue a los seres humanos de otras especies” 37/. “Las civilizaciones pueden abarcar a un número grande de personas, como en el caso de China («una civilización que finge ser un Estado», al decir de Lucian Pye), o a un número muy pequeño, como el Caribe anglófono. Una civilización puede incluir varias Naciones-Estado, como ocurre con las civilizaciones, occidental, latinoamericana o árabe, o sólo una, como la civilización japonesa. Es evidente que las civilizaciones se mezclan y superponen, y pueden incluir muchas subcivilizaciones. La civilización occidental tiene dos variantes principales, la europea y la estadounidense, y el Islam posee sus subdivisiones árabe, turca y malaya” 38/. Para él, la historia transita de los conflictos territoriales entre príncipes, a los que ocurren entre Estados nacionales y de allí a los ideológicos, hasta llegar -ahora- a los conflictos decisivos entre las civilizaciones, de manera que la próxima guerra mundial será una guerra entre el occidente y las “civilizaciones desafiantes”.
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Para ese autor, el Perú no es parte de la civilización occidental sino de la latinoamericana que es, en esa teoría, otra civilización. “La civilización latinoamericana incorpora las culturas indígenas, que no existían en Europa, que fueron eficazmente aniquiladas en Norteamérica, y cuya importancia oscila entre dos extremos: México, América Central, Perú y Bolivia, por una parte, y Argentina y Chile, por la otra” 39/. De manera que, las ilusiones de los porta estandarte criollos de la occidentalización del Perú quedarán un poco ensombrecidas. Por su parte, “en muchos países no occidentales se produce una «desoccidentalización» o «indigenización» de las élites, en tanto los hábitos, culturas y estilos occidentales (mayormente estadounidenses) cobran popularidad entre las masas” 40/.. De manera que, las élites en Latinoamérica y en especial de México y Perú, se reflejan mejor en la imitación de lo occidental que en el encuentro de su identidad cultural. En el pensamiento de Huntington, el “pueblo” en sentido jurídico, es un concepto mejor ubicado en el contexto de las Naciones-Estado pero en cuanto le añade la idea de cultura, la ubica en la esfera de las civilizaciones, en donde con mayor comodidad se encuentran lo “indígena” y lo “étnico”. De manera que, se presenta una curiosa coincidencia entre este pensador y quienes describieron, desde mediados del siglo veinte en adelante, la situación indígena como una lucha contra la civilización occidental, principalmente Ramiro Reinaga en Bolivia y el Movimiento Indio Peruano entre nosotros 41/. Ahora bien, las disputas entre civilizaciones como lo plantea Huntington, escapan al derecho y corresponden a una geopolítica de la fuerza de una civilización sobre las otras, lo cual re-sitúa la idea de los derechos humanos universales como un pensamiento -relativo- de origen y límite occidental. Por su parte, para un escritor como Toffler, el Estado-Nación es un “peligroso anacronismo” en crisis: “Lo que llamamos la nación moderna es un fenómeno de la segunda ola: una única e integrada autoridad política sobreimpuesta a una única economía integrada o fundida con ella... Fue la mezcla de ambos, un sistema político unificado y una economía unificada, lo que creó a la nación moderna” 42/. La “la economía global de nuevo estilo” asoma como una aplanadora de los viejos nacionalismos disminuidos por la “conciencia planetaria” del nuevo orden. “Lo que parece estar emergiendo no es un futuro dominado por la corporación ni un Gobierno global sino un sistema mucho más complejo, similar a la organización en matrices que hemos visto surgir en ciertas industrias avanzadas”. Los Estados nacionales dan paso a una nueva configuración socio-política: “caminamos hacia un sistema mundial compuesto por unidades densamente interrelacionadas como
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las neuronas del cerebro, en lugar de organizadas como los departamentos de una burocracia”. Mientras esto sucede, podemos esperar que se produzca una tremenda lucha en el seno de las Naciones Unidas en torno a si esa organización debe seguir siendo una “asociación comercial de naciones-Estado” o si deben estar representadas en ella otro tipo de unidades... regiones, quizá religiones, incluso corporaciones o grupos étnicos” 43/. La “civilización” de la sociedad de masas industrial en pugna con la nueva “civilización” que satisfaga las cuestiones que aquella no ha podido resolver. Debemos pasar, en opinión de este autor, a un proceso de reconstrucción de los sistemas políticos, “no sólo de nuestras anticuadas estructuras políticas, sino también de la civilización misma” 44/. Para Toffler “el acontecimiento político más importante de nuestro tiempo es la aparición de dos campos básicos: uno comprometido con la civilización de segunda ola; otro, comprometido con la de la tercera. Uno permanece tenazmente dedicado a preservar las instituciones centrales de la sociedad de masas industrial: la familia nuclear, el sistema de educación colectiva, la corporación, el sindicato de masas, la Nación-Estado centralizada y la política de gobierno pseudo representativo”. “Por el contrario, las fuerzas de la tercera ola se muestran favorables a una democracia de poder compartido con las minorías; están dispuestas a experimentar con una democracia más directa; propugnan el transnacionalismo y una delegación fundamental de poder. Exigen un desmantelamiento de las grandes burocracias... 45/. En su opinión, para evitar una violenta confrontación debemos “sintonizar con las necesidades de la civilización de la tercera ola” y centrar nuestra atención en el problema de la obsolescencia política estructural de todo el mundo” 46/. La civilización global de Toffler, parece permitir también, un ligero respiro a los pueblos indígenas y sus derechos. Ahora bien, cuando nos referimos a pluriculturalidad lo hacemos para aludir, tanto la presencia de dos o más culturas en un entorno determinado, como a la relación entre el poder y (órganos del Estado, medios de difusión masiva, etc.) una cultura. Corrientemente se emplea en el sentido de la “política” respecto al trato entre el Estado y las culturas 47/. Así, se presenta como un fenómeno particular de relación -se dice- entre dos o más expresiones una de las cuales, normalmente, se halla en posición de dominio sobre las otras. La política de educación -por ejemplode un país culturalmente occidentalizado, debiera fijarse metas muy precisas a fin de lograr equilibrar esta condición hegemónica, respecto a los procesos educativos de las personas de otras culturas 48/. De manera que, la educación tenga una
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“doble vía” respecto al medio empleado -el idioma por ejemplo- y al contenido transmitido -la historia por ejemplo-. Posiblemente el eje de la discusión se haya ubicado más cómodamente en el tema del idioma pues, el idioma no es sólo la “traducción” de las mismas palabras de una lengua a otra, sino una organización peculiar del sentido de lo enunciado. Empero, la idea de que el inglés se globaliza y expande como una lengua “universalizada”, no corresponde a los datos científicos sobre su extensión real y su impacto. Pero hoy en día, la defensa del idioma ha pasado a aspectos más generales de la cultura y se busca una visión de respeto a otras expresiones del quehacer de la gente. Por otra parte, el manejo del idioma dominante, su escritura y vocabulario pueden determinar, para la gente de otra lengua materna, una diferencia sustantiva en la defensa de sus derechos. Un cierto eufemismo de moda reclama “diálogo intercultural” a la simetría que los programas bilingües e interculturales no logran entre la cultura dominante y la indígena. El “multiculturalismo” europeo ha sido cuestionado por el “pluralismo” del escritor Sartori. Algo de esa discusión puede ayudarnos a nuestro propósito en estas líneas. Para este autor, la sociedad pluralista es aquella basada en el consenso, una sociedad “abierta” y un ideal de sociedad. La sociedad pluralista se basa en las asociaciones voluntarias y no exclusivas. La sociedad multiétnica, compuesta por diversos grupos, no necesariamente se comporta como una sociedad pluralista. De hecho, la contradicción entre grupos que no se toleran entre sí conduce a una fragmentación de la sociedad. Una sociedad fragmentada, piensa Sartori, no puede mantenerse sino es sobre la base de una “democracia” insuficiente. La contribución del multiculturalismo a esa fragmentación es patente: “Y el hecho es que las entidades que hoy demandan respeto no existían, no eran concientes de ellas mismas, hace cincuenta años. Por tanto, la secuencia histórica y lógicamente correcta es que primero se inventa o en todo caso se “hace visible” una entidad, para después declararla pisoteada y así, por último, desencadenar las reivindicaciones colectivas de los desconocidos que antes no sabían que lo eran... son los multiculturalistas los que fabrican (hacen visibles y relevantes) las culturas que después gestionan con fines de separación o de rebelión” 49/. Al menos en este punto, Sartori deberá admitir que lo indígena es una presencia con más de quinientos años de vida y no una construcción del idealismo multiculturalista como él lo describe. De hecho, su alusión a la distinción entre la identidad femenina y la identidad del indígena Norteamericano, deja doblemente aclarado el horizonte (Europeo y Norteamericano) en el que su pensamiento se aplica.
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La principal crítica al multiculturalismo dibujado en el pensamiento de Sartori, radica en que, para conservar las variaciones que se admite como valiosas, se producen status distintos entre los ciudadanos, es decir, se construye una “ciudadanía diferenciada” por razones étnicas, religiosas, raciales, etc., que pone en crisis la igualdad absoluta ante la ley. Resulta entonces, que tenemos dos tipos de ciudadanos, unos que se comportan con los patrones culturales dominantes y sus ventajas, y otros que, adoptan únicamente las ventajas según su conveniencia y de hecho, pueden llegar a comportarse como un grupo de “contra-ciudadanos”. Como hemos indicado y lo volveremos a tratar en el capítulo final de este trabajo, no es posible establecer sobre la base de los derechos de los pueblos, derechos entre individuos que los hagan jurídicamente “ciudadanos” distintos pues, el fondo del asunto es que los derechos de los pueblos son derechos colectivos y de expresión colectiva, no se trata de derechos individuales encumbrados en una ciudadanía diferenciada como Sartori piensa. Pero regresaremos sobre este tema. Como hemos tratado de explicar en estas líneas, lo que tipifica los derechos de los pueblos no es un “derecho individual” o un “nuevo derecho ciudadano” por oposición o contraposición o privilegio al ciudadano común, sino un nivel de derechos que corresponden a un conjunto denominado “pueblo indígena”. De manera que, la representación -en el Congreso por ejemplo- no se refiere a esa condición particular, individual o singular, sino a la condición general, colectiva y particular de una comunidad democráticamente estructurada. Hacer jurídicamente visible lo existente antes que crear una división artificiosa. En esta medida, a contrapelo de lo que imagina el multiculturalismo simplista que define sus prioridades como “culturales”, en este texto proponemos un pluralismo de prioridades político-jurídicas, cuya base central es la igualdad. Los pueblos indígenas tienen, naturalmente, una cultura en el entorno de otras culturas, de una Nación y de un Estado. Una cultura puede ser más o menos sincrética, haber recibido influencias diversas o mantenerse relativamente estable en el tiempo. Pero la interacción cultural es tan antigua como el hombre mismo. Al igual que otros productos humanos, las obras culturales no son ajenas a los entornos socio-políticos que las encierran y, cuando ese medio ambiente es el de una Nación euro-céntrica, la cultura occidental o su remedo, resultan en un catálogo “superior” a otras culturas. Los derechos que se produzcan para corregir esa desigualdad, para corregir el carácter pseudo “nacional” de la cultura dominante y para desterrar toda discriminación cultural sean, en buena hora, concebidos y multiplicados. En lo que corresponde a la cultura indígena la proscripción de toda actitud euro-céntrico cultural, le será beneficiosa. Ese beneficio de tole-
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rancia intercultural, de “diálogo cultural” si se prefiere, beneficiará a todos los sectores culturales del país, sean o no indígenas. Pero que todos tengamos una cultura, que la expresión cultural involucre a la producción jurídica o que la cultura se halle por doquier, no implica que se tenga derecho a ella. El derecho es una operación de adjudicación legítima, característica y peculiar: puede exigirse con el uso de la fuerza. La protección o desprotección cultural derivan de un sistema -cultural- de reglas y principios relativamente definidos, llamado orden jurídico. Eso no supone decir que tal sistema es unívoco o exacto, sino que es reconocible. Es decir, sabemos en qué momento estamos actuando dentro o fuera de él. Sabemos si una cultura está, o no, siendo tratada en igualdad y si ese trato infringe alguna norma de derecho y qué debe hacerse para reparar esa situación. No importa qué definición de cultura utilicemos, para que esa cultura cuente con derechos se requiere un sistema jurídico que lo sostenga. ¿En qué gaveta antropológica o sociológica está esa “cultura” generadora de autonomía o autodeterminación? No existe definición de cultura o de civilización que suponga o desprenda una potestad jurídica. Incluso, si la cultura es concebida como sinónima de “toda producción humana”, la protección de esa producción para ser un derecho, tendría que tener un referente conceptual que lo diga, en otras palabras, derivar de una estructura jurídica en particular -un sistema-. Precisamente porque el sistema jurídico debe diferenciar, absorber, catalogar, adjudicar y sancionar de entre “toda producción humana”, una porción que se protege y resguarda, y otra que se proscribe y sanciona, es que el derecho tiene sentido. Una buena parte de las acciones humanas -quizá una porción demasiada grande- de hechos culturalmente definidos, son ilegítimas, ilegales y proscritas por las normas jurídicas. En muchos sentidos la cultura es un ámbito muchísimo mayor que el del derecho. Obras y sucesos que se consideran profundamente repudiables moralmente e ilegales jurídicamente, no escapan a la fatalidad cultural de ser obras y sucesos humanos. La cultura es capaz de producir el derecho y todas sus violaciones imaginables. Una visión romántica de la cultura como bondad absoluta impide considerar el papel del control social impuesto por todo grupo humano. Si ese control es o no derecho es otro asunto pero, la necesidad de reglas que pauten conductas no es cuestionada. Existen culturas diferentes que tienen -aunque no es siempre posible medirlo- pautas de comportamiento, algunas de las cuales llamamos “derecho” y otras no. Detestables unas o admirables otras, las expresiones culturales son innatas a la condición humana, se es humano en tanto se tiene
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una cultura. La humanidad es cultural pero no mono-cultural. Lo indígena, precisamente, tiene una dimensión cultural pero de ella no nacen sus derechos como pueblo. Sus derechos como pueblo se originan en el sujeto y las condiciones históricas particulares en que le tocó existir. Tal es el sentido y la razón de los pueblos indígenas. Pudieran ser más o menos sofisticados culturalmente hablando pero ello no variará -de pueblo a pueblo- el derecho que los sostiene. En todos los casos es el mismo derecho, independientemente de la cultura que se posea. Los derechos indígenas modernos nacen de su condición de pueblos, no de su condición cultural. La condición cultural es genérica, alcanza a todos los hombres y mujeres de este mundo y a todos los pueblos, a todas las etnias y a todas poblaciones. Todos tenemos una cultura pero no todos somos indígenas y mucho menos, no todos somos parte de un pueblo indígena. Sucede que esas esferas -de la cultura y de los pueblos- se pueden entrelazar o al menos parecérnoslo. No obstante, puede haber expresiones culturales plenas, sin que se sea un pueblo -jurídico- el que las sostenga, basta que esté presente un grupo humano o una población. En otras palabras, las culturas no son un sujeto de derecho como sí lo son las minorías étnicas, los pueblos, los grupos étnicos, los pueblos tribales, los pueblos indígenas, etc. Como se ha destacado, “puesto que las civilizaciones son realidades culturales, no políticas, en cuanto tales no mantienen el orden, ni imparten justicia, ni recaudan impuestos, ni sostienen guerras, tampoco negocian tratados ni hacen ninguna de las demás cosas que hacen los organismos estatales” 50/. Los derechos de los pueblos indígenas abarcan los derechos culturales y los derechos políticos, derechos a la autonomía, a la autodeterminación, al desarrollo... De allí la importancia de la cuidadosa asignación de la condición del carácter de pueblo que notamos en los textos jurídicos. Como indicamos, el derecho de los pueblos abarca, entre otros, su derecho a la cultura pero este derecho no es típico ni exclusivo de los pueblos indígenas. Lo comparten muchos otros sujetos jurídicos e individuos. Lo que no comparten esos otros sujetos jurídicos e individuos, es el sentido propio a existir de los pueblos y las comunidades indígenas en la esfera del derecho. El derecho de los pueblos indígenas corresponde a una colectividad histórica presente con anterioridad al actual Estado. Ahora bien, uno de los fenómenos culturales que expresa el mayor afán reduccionista, es el de algunos grupos de ecologistas interesados en sumergir en
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sus propuestas de un buen trato al medio ambiente, todos los derechos indígenas. Así, los derechos al medio ambiente resultan embolsando, digiriendo y esputando supuestos “derechos de los pueblos indígenas” encapsulados en la versión jurídico-light ambientalista. “Servidumbres mineras” y “derechos forestales” -por ejemplo- son sacralizados al altar de una interpretación que sobrevalora el rol del Estado y de algunas leyes, en desmedro del papel de los pueblos indígenas y otras normas y leyes, del mismo sistema pero que cuestionan los preceptos tradicionales de la teoría jurídica clásica.
4.2. La “acción afirmativa” de la igualdad Reiteremos algunas ideas. El Perú, se dice, es una suma de culturas que deben respetarse por igual. Obviamente el postulado es correcto y válido para todos: los que son culturales o étnicamente occidentales, o afro-peruanos, peruano-japoneses, o chino-peruanos, o musulmanes, o judíos, o bosnios, o croatas, o japoneses, o chinos... Los derechos culturales son válidos para todos los individuos o grupos, pues su cultura los acompaña como una impronta, un sello, una identidad. En ese sentido decir que todos tenemos derecho a la identidad cultural es correcto, pero es incorrecto pensarlo como un derecho peculiar de los indígenas, o como si de tal naturaleza surgieran o derivaran los derechos de los pueblos. El derecho a la cultura es un derecho humano general. Sostener que el derecho de los pueblos indígenas es el derecho a la cultura no refiere a algo peculiar: todo pueblo (indígena o no) tiene ese derecho, todo individuo, toda etnia, toda población, toda Nación. Por otra parte, traducir el derecho de los pueblos indígenas en la estrecha gaveta de los derechos culturales es una reducción insostenible. En efecto, se les estaría privando del factor jurídico-político clave en discusión: su derecho a existir como pueblos y derivar de esa condición, una multitud de potestades que no son los “puramente” culturales y que obliga a terceros, especialmente al Estado, a tenerlos en consideración. Así pues, tener derechos culturales no supone tener derechos como pueblo indígena. El pueblo indígena es una categoría precisa a nivel jurídico. Vale decir, a los pueblos les corresponden derechos que única y exclusivamente pueden tener ellos. Esos derechos por su extensión e importancia sobrepasan, largamente, los derechos culturales. Consecuentemente, si es correcto sostener que todos tenemos derechos a ser tratados con igualdad en función a nuestra cultura, es igualmente correcto sostener que no pueden realizarse programas o políticas culturales, utilizando el instrumental legal para que beneficie a una persona o grupo por sobre otras
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personas o grupos. Es decir, los derechos a la igualdad son, en este caso el eje del derecho. Eso implica el que se pueda ser culturalmente diferente -por ejemplo desde el punto de vista sexual- sin sufrir por ello una desventaja jurídica; consecuentemente, por la diferencia -sea ella cual fuere- no se debe ganar una ventaja jurídicamente tolerada o jurídicamente admitida o jurídicamente mantenida. “La diferencia entre leyes reside, pues, en su inclusividad. Una ley es general si es omniinclusiva, si no permite excepciones, si se aplica a todos. Una ley que se aplica a algunos y no a otros es, en cambio, una ley particularista o seccional, una ley desigual en el sentido que discrimina entre incluidos y excluidos o, mejor dicho, entre incluibles que en cambio resultan excluidos” 51/. En este último caso estamos ante una norma discriminatoria. Cuando los pueblos indígenas ingresen a la norma constitucional peruana, lo harán -justamente- en el sentido de quedar incluidos los incluibles que hoy están excluidos. En esa medida, el sistema jurídico peruano reconoce un aporte al pluralismo jurídico que el constitucionalismo peruano ha liderado -al menos- desde el año 1920, cuales, que se reconoce y no que se crean los derechos indígenas. Se desprende entonces que, una política tendiente a lograr la igualdad pueda establecer normas especiales, precisamente, para lograr de modo concreto -en la educación por ejemplo- que esa igualdad se haga posible a través de ciertas condiciones. Pero lo que no se puede, es establecer una política de discriminación para lograr, acentuar, perpetuar o mantener un privilegio cultural en la educación o en cualquier otra esfera. Es relativamente indiferente sobre qué bases se construye la definición de cultura, cualquier ideología que suponga o contenga un privilegio de la una sobre las otras, es discriminatoria y contraria a los derechos humanos universales. Tal concepto no depende ni de la dimensión demográfica del grupo humano que la detenta, ni de su sofisticación tecnológica interna, ni del aparato político-militar que la sostenga, toda cultura es o debe ser -desde el punto de vista del derecho-, un valor idéntico a sus pares. La “acción afirmativa” alude al carácter aparentemente ambiguo de una política que, para crear la igualdad, debe crear normas “especiales”. La “acción afirmativa” es en verdad una re-acción tuitiva o protectora ante un contexto que por su generalidad o abstracción resultan, en la práctica, en una desventaja para un determinado sector sociocultural. El derecho, debe ser siempre el mismo pero, ello no implica que las normas dejen de estimar ciertas diferencias a fin de crear las mismas condiciones jurídicas para actores -culturales- distintos. Por ejemplo, en el acceso a sus prácticas religiosas, a los mecanismos de su medicina tradicional, a la expresión de su literatura, música y pintura. Cuestiones que generalmente
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olvidan el currículo oficial peruano y que no olvidan los medios de masa tan interesados en expandir los modelos más deleznables de occidente.
4.3. Error de comprensión culturalmente determinado La asimilación de la cuestión cultural como un tema de lo indígena, ha tenido un efecto preciso en el derecho penal peruano. Cuando en el año 1991 el Código Penal, derogó las referencias correspondientes al catálogo racial del Código del año 1924, se estableció el “error culturalmente condicionado”: “El que por su cultura o costumbres comete un hecho punible sin poder comprender el carácter delictuoso de su acto o determinarse de acuerdo a esa comprensión, será eximido de responsabilidad. Cuando por igual razón, esa posibilidad de halla disminuida, se atenuará la pena” (Art. 15). Se produce el “error” cuando alguien actúa de manera contraria a la norma penal pero adecuada a su propia cultura. Se entiende entonces, que puede existir una discrepancia entre el orden cultural protegido por el Código Penal y un orden cultural extraño. De manera que el Código Penal es -culturalmente hablandoauto relativista. Algunas personas piensan que el Código requiere en este asunto, normas complementarias respecto a un “informe antropológico” que sirva al Juez para decidir en los casos en que se plantee su aplicación. Contar con un “informe antropológico” cuando se trata de indígenas que, en la circunstancia prevista por el Código, se enfrentan a una condena -razonan-, le serviría al Juez para conocer la conducta cultural que origina el error. Es decir que, el antropólogo pudiera ilustrar a los jueces si, efectivamente, se está frente a un hecho cultural que coincide con el origen del procesado. El experto, el perito que los jueces admitirían, en esta eventualidad, sería un antropólogo o un etnólogo, es decir un especialista en la cultura indígena de la que provenga el acusado. Pues bien, este modo de entender el asunto es una proyección discriminante y una interpretación -generalmente de buena fe- en contra de los indígenas. Expliquémonos. Teóricamente, el “error de comprensión” lo puede causar tanto un indígena nahua, como un budista descendiente de chinos que trabaja en la calle Capón, y un noruego en el aeropuerto Jorge Chávez. El dispositivo legal aplicable sería el mismo para todos ellos pues el “error” cultural, lo puede cometer cualquier individuo en un contexto cultural extraño (obviamente “extraño” culturalmente ha-
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blando, no supone un grado alto o no, de semejanza con la cultura oficiosa del modelo penal). Si un ciudadano noruego se resistiera a una revisión policial física que considera vejatoria en su intimidad y rechaza esa injerencia violentamente, el Juez posiblemente pediría a la embajada noruega, al consulado o al Ministerio de Relaciones Exteriores, que busque una opinión autorizada sobre la cultura noruega. A su vez, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Noruega, solicitaría a un sociólogo o a un abogado una respuesta, es decir a un especialista en la cultura noruega; no se le ocurriría pedirle a un antropólogo peruano una opinión sobre tal asunto noruego. Pero si se tratara de un indígena, el juez peruano estaría muchísimo más dispuesto a pedir opinión antropológica, que a acudir a un especialista del propio pueblo para escuchar su versión. ¿Por qué opera un tratamiento tan distinto en uno y otro caso? Simplemente porque el respeto al origen cultural del noruego es pleno (incluye a sus especialistas noruegos) lo cual no sucede en el caso indígena. Para el indígena es requerido un “especialista” (alguien en posición de un “poder” ajeno a los indígenas) que “diga” la costumbre indígena. La cultura indígena es despojada de sus propios especialistas. En rigor, el despojo es a la capacidad de los pueblos indígenas a hacer valer, explicar y difundir sus modos culturales sin intermediarios. Estas son algunas de las cuestiones prácticas que una declaración de pluriculturalidad de la Nación, como la contenida en la Constitución peruana, debiera tener presente. En el caso penal que comentamos, las pautas culturales que presupone el “error de comprensión” son -implícitamente- las “occidentales” según un índice no escrito de la cultura (¿peruana?) que el Código Penal nombra sin decirlo. Pero, incluso en ese caso, podemos afirmar que la cultura “occidental” es una bolsa demasiado extensa con variaciones locales notables para que el “error” fuera objetivo. La virtud de la generalidad cultural del modo penal vigente, resulta en un notable resultado: el trato penal específico para nuestras diferencias sociales internas -reales o imaginadas- ha desaparecido en el trato común a todos los sujetos culturales envueltos en un proceso penal. ¿Habría sido deseable contar con un dispositivo penal que admitiera el “error” o un sucedáneo, cuando se tratara de un indígena procesado? Creo que no. Pero la idea de “error” debiera ser transformada por una admisión explícita de igualdad cultural y en un papel específico para las comunidades y pueblos indígenas en los procesos penales que incluye a sus miembros. Como decimos, posiblemente el mayor defecto del dispositivo del Código Penal, es dejar implícita su propuesta de relativismo cultural en el campo penal e imbíbita su filosofía pues, considera un “error” los comportamientos culturales
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diferentes a los (implícitos) suyos. No obstante, el fondo del asunto es correcto: no puede medirse del mismo modo a quien actúa mal creyendo hacerlo bien, que a quien actúa mal sabiendo que hace mal. Pero también se produce el drama del límite: salvo una despenalización total de la conducta antijurídica culturalmente determinada, el sistema penal, para seguir siéndolo, tiene que aun atenuada o tímida o culposamente, castigar. Así lo hace.
4.4. Minoría y minorías étnicas La distinción entre minorías y “pueblos indígenas” es un aspecto del debate internacional tendiente a establecer -algún día- un concepto adecuado a todas las situaciones posibles. De hecho, algunos piensan que una definición es, en sí misma contraproducente, al no poder comprender la variadísima gama de casos que se presentan en el mundo. Se piensa que el control del territorio, por ejemplo, es un elemento central para diferenciar un pueblo indígena de una minoría. Se sostiene que una minoría no cuenta con el control de un territorio como sí sucede con los indígenas. No obstante, se ha objetado la regla sosteniendo que existen pueblos despojados de su territorio y obligados a asentarse en las ciudades. Algunos autores emplean los conceptos de minorías nacionales no territoriales para referirse a aquellos pueblos que no cuentan con la posesión efectiva de un territorio y, piensan, están incapacitados de ejercer cualquier autodeterminación. A estos casos, consecuentemente, se les debiera aplicar un mecanismo amplio de protección. De hecho, el concepto de “minoría” parece referirnos a una definición como esta: “un grupo numéricamente inferior al resto de la población de un Estado, en situación no dominante, cuyos miembros, súbditos del Estado, poseen desde el punto de vista étnico, religioso o lingüístico unas características que difieren de las del resto de la población y manifiestan incluso de un modo implícito un sentimiento de solidaridad al objeto de conservar su cultura, sus tradiciones, su religión o su idioma” 52/. Definición muy cercana a la de “pueblos tribales” (del Convenio 169). Por otra parte, la “Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos” alude la obligación de los países a la protección de las minorías sin definirlas: “Acuerdan desarrollar las acciones necesarias para asegurar la protección de los derechos humanos de las minorías y combatir todo acto de discriminación, exclusión o xenofobia en su contra que las afecte” (artículo 12).
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La confusión entre minoría y pueblo indígena aumenta cuando alguien piensa que las “minorías nacionales” pueden tener derecho a la autodeterminación: “De forma análoga, las minorías nacionales ejercen este derecho mediante la consecución de los derechos que les confiere el artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como mediante el disfrute de los demás derechos individuales, civiles y políticos, económicos, sociales y culturales” 53/. Pero Cristescu realiza una interpretación tan amplia de ese artículo 27 y tan extensa de la autodeterminación, que resultan -ambas- desfiguradas: “En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma” (Art. 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966, en vigor en el Perú desde el 28 de julio de 1978). Para ese Pacto, la autodeterminación es un derecho de los pueblos, suponer, como hace el autor comentado, que los individuos, los grupos o las minorías se autodeterminan en el sentido de los pueblos es una interpretación que de tan extensa resulta inútil. Si una minoría se reclama a sí misma como un pueblo, su condición numérica, posesión de un territorio, cultura, etc., resultan secundarias. En tal caso, el concepto mismo de minoría no tiene sentido. La “Declaración sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas o lingüísticas”, aprobada por la Comisión de Derechos Humanos en el año 1992, señala en su artículo primero que, «Los Estados protegerán la existencia y la identidad nacional o étnica, cultural, religiosa y lingüística de las minorías dentro de sus territorios respectivos, y fomentará las condiciones para la promoción de esa identidad». Es decir que, la Declaración no implica que la minoría sea, necesariamente, de «habitantes primigenios» pero es una interpretación posible. No obstante, salvo el caso referido a la promoción educativa de la historia, tradiciones, idioma y cultura a cargo del Estado, todas las otras referencias de la Declaración conciernen a la persona individualmente considerada. En nuestra opinión, no puede hablarse de una minoría indígena para expresar derechos de pueblos. «Para la legislación de derechos humanos de los pueblos aborígenes, contrariamente a las minorías, son los habitantes primigenios de la tierra en que viven desde tiempos inmemoriales» 54/. Los pueblos tienen derechos que no dependen de su dimensión poblacional. La cantidad de personas que componen un pueblo no hace diferente el derecho que les corresponden. Una
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minoría tiene derechos en una consideración distinta a lo indígena, cual es, su condición subordinada o dependiente de una población mayor o dominante aunque minoritaria, en cambio lo indígena -como en esta Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas lo hemos definido- importa una existencia autónoma previa al Estado actual. Esa es una condición sin la cual el carácter de lo indígena deja de estar presente. Ahora bien, los derechos de los pueblos indígenas tampoco coinciden simétricamente con los derechos de los grupos y minorías étnicas. Para efectos de exposición diremos que el grupo étnico comporta dos cuestiones simultáneamente: en primer lugar, forma y conserva un límite que diferencia entre propios y extraños, y en segundo lugar, porta un contenido cultural manifiesto o implícito significante para esa distinción (sin que necesariamente sus modos culturales sean “tradicionales” o “modernos” o “sincréticos” o “contradictorios” o “sofisticados”, etc.). En las definiciones clásicas, el grupo étnico y la etnia se refieren a un pueblo específico, dotado de una cualidad particular, la cual es una cultura propia. Cuando esos grupos tienen relación con una cultura distinta con la que comparten algunas características se pueden llamar “sociedades parciales”. Por su parte, ethnos puede designar a un pueblo en el sentido de ser una cultura, o a la cultura creada por un pueblo 55/. Esta distinción no es muy exacta pues, se puede -y de hecho es lo más frecuente- encontrar la cultura con una población, un grupo de inmigrantes o sus descendientes, unas familias o una persona sin que ellas formen una etnia. Recordemos la debilidad de la definición de cultura como lo hemos tratado en las anteriores páginas. La distinción entre un pueblo y una etnia es más de grado que de contenido. El alcance, extensión o dimensión del derecho de existir de los pueblos, antes que las características del grupo humano dependen de la condición jurídica sometida a la historia. Desde el punto de vista de un antropólogo, puede encontrarse ante una etnia pero, desde el punto de vista jurídico se halla ante un pueblo. La ausencia de coincidencia entre un vocablo y otro resulta de una cuestión clave, en el derecho nacional e internacional las etnias y los pueblos no tienen los mismos derechos, o al menos, no parecen tenerlos. Cuando la Constitución peruana de 1993 estableció como un derecho de la persona el respeto a su identidad étnica y cultural, incluso si admitiéramos que, por extensión, se refiere a grupos étnicos y poblaciones culturalmente diferenciadas, ello no supondría desprender un derecho a contar con una jurisdicción propia, o con un territorio, o con una representación política en el Congreso de la República pues, estos elementos, no desprenden su viabilidad jurídica de la etnia o de la identidad, sino de la condición de presencia anterior al Estado moderno. Cuando
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los pueblos indígenas reclaman tales derechos (a contar con sus sistemas de justicia, o con territorios definidos o con una representación política en el Congreso) lo hacen por su condición jurídica propia, independientemente de su cultura o de su condición étnica. Inclusive, para realizar el derecho a la plena identidad étnica y cultural como indica la Constitución, podría reclamarse que un juicio cumpliera con tales o cuales características para ser “culturalmente” justo en su fallo, pero no se podría reclamar la jurisdicción misma, salvo que se probara en ella una ilegitimidad manifiesta de materia o trámite. Imaginémonos a un tribunal que no divorcia por razones religiosas o no admite demandas por razones raciales o que desestima una demanda por el origen étnico del demandante. En tales casos, la ilegitimidad del tribunal racista, confesional o etnocentrista lo incapacita para juzgar un caso, pero no releva la jurisdicción y competencia en condiciones justas. Los mismos derechos a un juicio justo corresponderían al noruego de nuestro ejemplo anterior, pero ello no equivale a reclamar otra jurisdicción estando en suelo peruano, alegando para ese fin, su origen étnico o cultural. Cuando los derechos de los pueblos indígenas quedan atrapados en los derechos de las minorías y los grupos étnicos, tenemos un enfoque confuso que nos impide avanzar. Lo cual no supone decir que las minorías étnicas, las minorías a secas, los grupos minoritarios, las minorías nacionales, los grupos étnicos no tengan derechos, supone únicamente que tienen los derechos típicos a su condición. Si la reducción se produce y etnia o minoría se hacen sinónimo de pueblo, entonces, no es posible diferenciar el status jurídico aplicable a uno y otro caso. Por otra parte, la confusión es posible pues, tratándose de la afirmación de identidad, entre pueblo y etnia no existen diferencias sensibles. Tanto el pueblo como la etnia la tienen y la expresan. La identidad es el reconocimiento de una pertenencia afirmada. Tanto los miembros de una etnia como los de un pueblo realizan semejante reafirmación. La distinción resulta nuevamente un asunto de grado antes que de contenido. Si la identidad es una reafirmación del ser cultural, entonces etnia y pueblo también son similares. Pero, si la situación se da con relación al Estado y al sistema jurídico, entonces, no todos los grupos étnicos anteceden al Estado en el territorio, han pasado un proceso colonial o tiene derecho a la autodeterminación. En el caso peruano, cuando un grupo étnico es tal, desde antes de la llegada de los españoles, es decir, sostiene alguna de esas cualidades de territorio, cultura e identidad, entonces, estamos ante un pueblo indígena desde el punto de vista del derecho y no ante una etnia socio-antropo-
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lógica. Cada situación particular define en América el estatus correspondiente, el error consiste en extrapolar la terminología antropológica o etnológica a situaciones jurídicas, tal defecto corresponde en buena medida a la buena intención del derecho internacional en su afán de proteger una variedad de expresiones y fenómenos sociales en países con historias muy disímiles. Esa contribución a la generalidad y a la abstracción ha impedido un análisis ponderado de los casos y de las situaciones jurídicas que se derivan de esos casos. Al menos, en el ejemplo americano, existen pocas situaciones de duda entre grupos étnicos o minorías étnicas y pueblos indígenas o pueblos ancestrales. En nuestra opinión, la identidad étnica no genera, por sí misma el derecho de un pueblo. Puede existir una profunda identidad étnico-cultural sin tenerse derechos como pueblo. El caso de la comunidad China en el Perú al que ya nos referimos, es especialmente significativo, emplean su propio idioma, sus medios de comunicación propios -incluyendo varios diarios-, sus formas propias de contabilidad, matrimonio, religión, etc., y no obstante, no son un pueblo, son una minoría étnica con derechos culturales. Los derechos como pueblo se generan por condiciones distintas a la identidad étnica, tienen una dimensión de la que aquellos carecen: surgen de una condición histórica con relación al Estado. Ahora bien, si los términos «minorías étnicas» pareciera aludir a una comparación estadística entre las personas pertenecientes a una (minoría) y otras a una (mayoría) étnica, esa distinción es indiferente al derecho de los pueblos indígenas. El derecho de los pueblos indígenas no depende del diámetro poblacional. De hecho, un efecto de su situación de opresión y desventaja jurídica lo puede conducir a la disminución de su población, tal hecho no “reduce” el derecho en la proporción estadística, salvo que el pueblo desapareciera completamente, en cuyo caso, el derecho mismo deja de tener sentido alguno. Pero en realidad -como hemos apreciado- esta no es una definición consensuada. No obstante, el lector puede encontrar que se sostiene que «existe una descripción generalmente aceptada: una minoría es un grupo nacional, étnico, religioso o lingüístico diferente de otros grupos dentro de un Estado soberano» como se aprecia en los “Los Derechos de las Minorías” editado por las Naciones Unidas, página 10, pero su amplitud y vaguedad emerge inmediatamente. En buena cuenta, «minoría» es concepto relativamente apto para precisar el sujeto jurídico al que se aplica dependiendo del caso concreto del que se trate, pues, cuando se intenta la generalidad se hace impreciso. Como es sabido, dentro de la “Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías de las Naciones Unidas”, se creó el grupo de trabajo
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sobre poblaciones indígenas, el cual viene elaborando un proyecto de declaración. Esta situación nos daría a entender que “minorías” es una categoría amplia que incluye a, minorías étnicas, minorías nacionales o minorías indígenas o poblaciones minoritarias o poblaciones, etc. Pero el tiempo ha permitido perfilar una dimensión de los pueblos indígenas que sobrepasa, largamente, el espacio de la “administración” internacional del tema. El concepto de pueblo, en contraste a los de minorías, etnias, poblaciones, culturas, grupos, etc., abarca en el derecho internacional una variedad de normas y conceptos muchísimo mejor arraigados y de mayor dimensión que cualquiera de esos otros. De hecho, esta es la dificultad de los Estados para facilitar el reconocimiento de los pueblos en su territorio por la similitud real o aparente entre la teoría del Estado en el Derecho Internacional y la teoría del derecho de los pueblos. Ahora bien, podemos reiterar que desde el punto de vista del Derecho de los Pueblos Indígenas, es indiferente que ellos sean, en un contexto determinado un número mayor o menor de personas, una unidad lingüística, una identidad étnica, o una comunidad religiosa. Es decir que, el derecho que se desprende de la existencia de un pueblo, no está determinado por la cantidad de personas que lo componen, la cultura que poseen, su unidad lingüística, sino por el hecho histórico de comportarse como una unidad de derechos históricamente condicionado por su relación con la sociedad, el territorio y la Nación y Estado del que forman parte.
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5. La discriminación racial y las comunidades afroperuanas
5.1. La no-discriminación, el racismo y las razas inexistentes La discriminación racial es la más extendida violación de los derechos humanos en el mundo, es también, una de las más condenadas por la comunidad internacional 56/. Paradójicamente en la práctica, es la menos reprimida por las sutilezas con que suele encubrirse. En muchos casos, cuenta con la implícita “tolerancia” social y la ignorancia que le facilitan impunidad y le permiten expandirse. El racismo en todas sus formas, se agazapa tras diversas artimañas formales y variadas apariencias liberales o socialistas. Una característica del tema racial es su complejidad y el polémico debate que se da en torno a ella. Consideremos algunos aspectos generales del asunto. El principio rector del trato jurídico al racismo es el de la no-discriminación. Es un postulado recogido en la Carta de las Naciones Unidas, la Convención sobre Genocidio, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la específica Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (1965), el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos. Los de protección a la Mujer en el año 1979, al Niño en el año 1989, y contra la Tortura en el año 1984. La Declaración Americana, Africana, Europea y la Constitución peruana tiene el mismo sentido en este punto. En alguna medida también el Convenio 169. En resumen, de lo que se trata es de no privar a ninguna persona de sus derechos haciendo distinciones de raza, o color de la piel y, como correlato, no discriminarlas por razón de preferencia sexual, idioma, religión, opiniones políticas, origen nacional o social, posición económica o cualquier otra condición de la persona. Una cuestión que se debate intensamente es la pertinencia del vocablo “raza”. Muchas personas consideramos que biológicamente la raza humana es
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una. En los instrumentos internacionales primó el uso común de la palabra y el sentido con el que se identifica su uso. Si se aplican los conocimientos modernos sobre el genoma humano, las diferencias entre las personas -desde la mirada genética- resultan casi imperceptibles y del todo insignificantes para deducir un catálogo racial. De manera que, existen más diferencias entre dos personas de la misma raza, que las existentes entre dos personas de razas distintas. Es esa “visibilidad” racial por oposición a la información científica, lo que nos expone al racismo. Pero conexa a esa discriminación se encuentran las que se apoyan en el origen étnico, nacional y el linaje. La complejidad del asunto devino en que la discriminación es múltiple o concurrente, es decir que suele presentarse simultáneamente en contra de varias de las características del sujeto discriminado. Generalmente, la discriminación por razones de religión, suele coincidir con la raza, la etnia, la cultura, la pobreza, la edad y el género femenino lo que conduce e implica una discriminación múltiple sobre una persona o un grupo de personas. Como se ha indicado en abundancia, la biología molecular demuestra que la idea de “raza” es un concepto social antes que un concepto científico. “La raza desaparece cuando miramos el genoma humano”. La Asociación Americana de Antropología afirmó que cualquier intento para establecer líneas de separación entre poblaciones biológicas sería tan arbitrario como subjetivo. El desarrollo de estudios genéticos y el desciframiento del genoma humano ha revivido la impertinencia del uso del término. El Genoma Humano está formado por la totalidad de los cromosomas. Los cromosomas contienen aproximadamente 30,000 genes -en algún momento se pensó en una cifra mucho mayor- que son los responsables de la herencia. Ahora bien, las variaciones genéticas entre los caracteres que generalmente asociamos con los de raza son de apenas el 0.01%, cuantitativamente inferiores o iguales a aquellas que pueden existir entre individuos de una misma raza. De manera que, el 99.99% del genoma es idéntico en todos los seres humanos y sólo esa pequeña porción del 0.01%, determina los rasgos físicos particulares de cada uno de nosotros que llaman raza. De manera que, debemos insistir en que no existe ninguna base biológica para desprender ideas como “mestizo” o “indígena” desde una perspectiva que intente con ello, algún referente en la realidad biológica de los seres humanos, pese a su profunda presencia en nuestra conciencia cultural. De hecho, se está extendiendo la idea que esas diferencias corresponden a la adaptación de las personas a las condiciones climático regionales en las que viven
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y no a “elementos constitutivos” de grupos humanos racialmente diferenciados unos de otros. Por su parte, la especie humana es tan joven desde el punto de vista evolutivo, y sus patrones migratorios son tan amplios, permanentes y complicados, que sólo se ha tenido oportunidad de dividir en grupos biológicos separados o razas en los aspectos superficiales, ha afirmado Craig Venter, en junio del año 2000 al anunciarse el desciframiento del genoma humano. Si como sostiene la hipótesis de “fuera de África” o de la “evolución de Eva”, el hombre se originó en África entre 200,000 y 100,000 años aproximadamente, y comenzó a emigrar a Oriente Próximo, Europa, Asia, y, a través de la masa de tierra del estrecho de Bering, hacia América, resulta entonces que nuestras variaciones genéticas -en ese “breve” plazo biológico- son minúsculas e insignificantes y responden a ese proceso histórico de adaptación. La melanina, por ejemplo, responsable del color de la piel y el cabello responde a una adaptación ambiental perfectamente mensurable. Así pues, los genes humanos no han contado con el “tiempo suficiente” para crear variaciones definidas entre las personas a un punto tal que la “raza” sea una característica biológica significativa u “objetiva” entre otras miles de variantes que existen entre los humanos. Como nos lo han indicado, el problema para la convivencia social armónica se complica porque el cerebro humano es extremadamente sensible a las “diferencias en los detalles del envoltorio”, induciendo a las personas a exagerar la importancia de lo que se ha dado en llamar raza. No obstante, algunas personas como Alan Rogers, experto en genética y profesor de antropología en la Universidad de Utah, sostiene que podemos creer que la mayoría de las diferencias entre razas son superficiales, pero las diferencias están ahí, y nos informan sobre los orígenes y las migraciones de nuestra especie. Pero algunos científicos van más allá e insisten en que hay tres razas principales con diferencias fundamentales que se extienden al cerebro y a la capacidad intelectual.. Según ese punto de vista, los asiáticos orientales tienen el mayor tamaño cerebral medio y mayor coeficiente intelectual; los de ascendencia africana tienen el tamaño medio cerebral más pequeño y el menor coeficiente intelectual; y los de ascendencia europea están en el medio. Pero esta perspectiva deberá probar que el “tamaño del cerebro” implica una diferencia intelectual cuestión que es muy dudosa. Ahora bien, la “Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos”, aprobada el 11 de noviembre del año 1997 por la Conferencia General en su 29ª Reunión por unanimidad y por aclamación, constituye el primer instrumento universal en el campo de la biología: “Nadie podrá ser objeto de discriminaciones fundadas en sus características genéticas, cuyo objeto o
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efecto sería atentar contra sus derechos humanos y libertades fundamentales y el reconocimiento de su dignidad” sostiene el artículo 6. En esa Declaración se recordó que en el Preámbulo de la Constitución de la UNESCO se invocan «los principios democráticos de la dignidad, la igualdad y el respeto mutuo de los hombres» y se impugna «el dogma de la desigualdad de los seres humanos y de las razas». En estas condiciones del conocimiento, decir “mestizo” o “país mestizo” o “mestizaje”, para referirse a la mezcla racial, resulta una aproximación de dudosa filiación. Lo que resulta demostrado es que las apariencias, efectivamente, engañan y que tales fachadas, empleadas para juzgar a la gente, crean discriminaciones entre sujetos que son -en ese aspecto- realmente iguales. Precisamente, son las apariencias del color de la piel las que conducen -nuevamente- a la arbitrariedad del racismo: carente de cualquier base (biológica, jurídica o moral), el racista precisa de su propia escala de valor para auto-adjudicarse una superioridad que le da una ventaja que no se sustentaría de otro modo. Esa escala arbitraria de la apariencia es alimentada desde muy diversos frentes, en especial, la comunicación de masas y el control estamental de privilegios racialmente distribuidos en la economía y en la política. Cuando algún sujeto escapa a la medición racista del “lugar que le corresponde”, el soterrado o abierto racismo hace su papel de “disminución” social. Un racista es contrario al pluralismo no por que quiera desaparecer al (los) que considera “inferior(es)” -en cuyo caso sería un genocida- sino por que es incapaz de tolerar la diferencia como igualdad. Por su parte, “pueblo indígena” no es una categoría racial y sería inútil un catálogo de la “raza” para desprender de allí una política (como lo hicieron Leguía y varios otros gobernantes), y cualquiera fuera tal política, sería contraria a los derechos humanos más elementales. Lo indígena corresponde a una adjudicación precisa de derechos colectivos, derechos “sin raza” si se prefiere, puesto que los pueblos son ajenos a tales características de los seres humanos. Los puntos extremos del racismo se ubican en el apartheid, la xenofobia y las ideologías de superioridad de la raza aria, de la mano con expresiones como el antisemitismo. Cuando la intensidad del racismo cruza la frontera jurídica de la “discriminación” cae en otros campos delictivos como el genocidio, la tortura, el asesinato, etc. Los recientes actos llamados de “depuración étnica”, en Europa, corresponden al campo del genocidio. Por supuesto que existen sectores sociales que son más vulnerables y en estado de indefensión, por lo que con mayor frecuencia sus derechos raciales son violados creándose lo que se llama “un ciclo acumulativo de desventajas”. Puesto que las fronteras entre estas actitudes racistas y la
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condición socio cultural de las personas se entrecruza, únicamente podemos intentar un bosquejo de características que no siempre se aplica a todas las situaciones en que el racismo se expresa. Con un muy alto grado de imprecisión suele decirse que los pueblos indígenas son discriminados por el color de su piel, cuando en realidad, se quiere afirmar que los indígenas o las personas que componen un pueblo indígena, son discriminados por su color de piel; como repetimos, los pueblos no tienen raza o color de piel que son características propias de los seres humanos. La idea de establecer normas de “acción positiva”, “acción afirmativa” o “disposiciones positivas”, en el campo de la discriminación racial, radica en el principio de la igualdad. De hecho, es una obligación del Estado crear las condiciones o reprimir el racismo y sus expresiones particulares produciendo las normas necesarias para lograr esa igualdad en la práctica social. La igualdad, en este sentido, significa la tolerancia entre personas que -siendo iguales en derechostienen algunas características individuales que los diferencian. Lo que no puede ocurrir es que las normas den un trato privilegiado que resulte en una doble ciudadanía por razones raciales o étnicas o culturales o sexuales... Como hemos indicado, en el Perú “moderno” la discriminación en razón del color de la piel está muy difundida pese a la prédica de un “país mestizo”. Los casos más expuestos los sufren los indígenas y los afroperuanos. En buena cuenta, todos los ciudadanos participamos de alguna manera en esta discriminación -a vecessilenciosa y a veces pública, del “todos contra todos” discriminante. En la historia peruana las distinciones racistas entre españoles y sus descendientes criollos, y los indígenas, acompañaron el desarrollo general del proceso colonial como una expresión sostenida del nuevo dominio. La coincidencia entre dominio y discriminación racial irá variando de una inicial igualdad hasta llegar a un racismo desembozado. Tengamos presente que no son las ideas de superioridad racial las que motivan o generan la expansión española, sino el colonialismo y el mercantilismo, el racismo es -a fin de cuentas- una consecuencia de ese proceso pero no es su origen. La búsqueda de mercados y la misión religiosa coinciden en la empresa conquistadora. Como bien se nos ha dicho, occidente conquistó el mundo, no por la superioridad de sus ideas, valores o religión sino más bien por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada. El racismo interno es uno de los rostros de la violencia peruana mejor ensamblado contra la democracia y el libre mercado.
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Pues bien, las ideas de superioridad racial como consecuencia del proceso de dominación colonial coinciden con el indispensable control de la población indígena para imponerle la nueva economía-política y sus expresiones jurídicoculturales. Entonces, el dominio político y legal se complementó con la segregación racial en sus múltiples manifestaciones y con la esclavitud más o menos encubierta. Pero, los españoles podían ser racistas a condición de no cometer el error de desaparecer a la población aborigen como mano de obra. De no cruzar el puente del racismo al genocidio. De lo que se trataba era de perpetuar las ventajas del modelo sin desaparecer a la población subordinada. En otras palabras, destruir la comunidad política y culturalmente preexistente sin desaparecer a sus componentes. El racismo al igual que el colonialismo, están delimitados por sus objetivos particulares respecto al papel asignado a los indígenas: el racismo debe proveer su sometimiento por “inferioridad” racial y el colonialismo desaparecerlos como entidad jurídico-social de derechos colectivos. Ambos fenómenos apoyándose el uno en el otro, mantienen su carácter peculiar. El racismo existe sin colonialismo. El colonialismo se complementa con el racismo pero no depende de él. Pero no es una operación “pura”. La discriminación contra los indígenas se extiende, más allá del color de su piel, a toda una variedad de sus expresiones culturales y políticas. La discriminación en este sentido, abarca -como ya hemos sostenido- una multiplicidad de elementos y ataca una variedad de expresiones del carácter de lo indígena, a un punto tal que orienta la frontera del poder en dirección a la homogenización en la sociedad “occidentalizada”. No es solamente subordinación sino transformación, desintegración y dominio lo que el colonialismo pretendió. Es verdad que España, como otras naciones europeas, no era ajena a diversas corrientes raciales migratorias en la época de la “conquista”. De hecho, la influencia árabe y judía era profundísima. En el Perú esas distinciones resultaron perceptibles a través del colonialismo pues los españoles peninsulares y sus descendientes en el Perú, más o menos mezclados con los indígenas, se presentaron como los representantes genéricos de los dominantes. El racismo calzará con una nueva realidad: la cultura peruana como una negación abierta o solapada del peso del factor indígena en su composición. Naturalmente, quienes atacan la integración de los derechos indígenas en el sistema jurídico peruano y sostienen que hablar de los derechos indígenas es conducir al derecho a dividir racialmente el “país mestizo” que según ellos es el Perú, se cuidan bien de explicar en qué consiste tal operación fragmentadora. Su confusión, por el contrario, sí parece sustentarse en el prejuicio que decir indígenas es referir algún tipo de “raza” o que sostener que el Perú es “mestizo” evoca una suerte de
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“unidad de las mezclas raciales”. Sería impracticable socialmente hablando, jurídicamente ilegal, moralmente repudiable y policialmente reprimible el querer crear, establecer, mantener o perpetuar una ventaja -cualquiera que ella fuere- en razón de la condición racial, étnica o cultural de las personas. Las personas son, siempre, iguales ante el derecho y esta es una regla que no admite excepción. De hecho, en todos los proyectos a favor de los pueblos indígenas este carácter debe primar, allí donde aparezcan “derechos” individuales distintos a los comunes bajo el manto de supuestas protecciones a los indígenas o a cualquier otro grupo humano, debemos impedirlo. La ciudadanía no puede escindirse en varias categorías o clases, perdería su sentido y condición. Pero esto no supone negar derechos a los pueblos en la configuración del sistema jurídico. Lo erróneo en el análisis del derecho indígena, partiendo de la dimensión racial del colonialismo, es que lo encapsula a una contradicción menor entre ventajas jurídicas de los “blancos” y discriminación contra los “indígenas”. Enfrentamiento que puede presentarse también con su variante culturalista: una lucha entre el occidente “blanco” con su derecho y el ande “indígena” con sus normas consuetudinarias. Como indicamos, para estas perspectivas equivocadas, al ubicar la situación indígena sumida y limitada por el enfoque del racismo en su contra, se idealiza (como en el caso de la cultura) que una vez resuelta ésta discriminación, el derecho indígena o al menos el fondo del asunto indígena, quedará solucionado: lograr la igualdad efectiva entre razas se postula como el máximo programa pro-indígena. Los derechos indígenas, entonces, se embolsan al destino de la supresión de la discriminación racial. Construir la igualdad entre unos y otros, por sobre sus diferencias raciales, se considera como el mecanismo final de resolución de todos los derechos conculcados a los indígenas. Pero esta fórmula olvida lo esencial del proceso: la anulación de los pueblos indígenas como entidades de derecho no es una “discriminación” o una “segregación” sino, una violación del derecho a existir, una dominación. La supresión de los derechos indígenas sobrepasa, en mucho, el aspecto racial de la discriminación pues cubre completamente los derechos políticos, económicos y culturales de un (unos) Pueblo(s) a los que desaparece jurídicamente. Esto es lo más importante: desvanece e interdicta el derecho indígena como pueblo. Un catálogo jurídico muchísimo más amplio que el problema racial se presenta ante nosotros: los pueblos indígenas quechuas, aymara, matsé, urarina... fueron abolidos como entidades jurídicas. Por su parte, la perspectiva racial reduce la
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cuestión a un plano extremadamente limitado incluso en su epítome de apartheid, del abanico de negaciones del derecho de los pueblos indígenas peruanos. En resumen, el racismo está presente en la cultura europea antes de la expansión colonial. Se sitúa en la cultura occidental antes de encontrarse, cara a cara, con los sujetos a discriminar. Se alimenta del euro-centrismo que coloca a sus productos culturales en la cúspide del mundo. En esa medida, el colonialismo es el proceso político y militar que despojó o intentó despojar, de todos sus derechos a los pueblos vencidos y a las poblaciones que los integraban. Es sobre esas poblaciones, individuos perfectamente reconocibles por su origen racial, étnico y cultural, sobre las que se ejecuta el racismo. El racismo no busca la desaparición del o de los sujetos discriminados. La dominación contra los pueblos sí, de hecho, su condición de eficacia es la anulación de los pueblos (fáctica o virtual). Cuando lo que se quiere hacer es desaparecer a un pueblo, un holocausto, no puede ser llamado “discriminación racial”; en cambio, sí es pertinente decirle genocidio, etnocidio, etc. Racismo y dominación contra los pueblos indígenas son fenómenos distintos en su origen y alcance pero coincidentes en su objetivo final de perpetuar sus “ventajas” en contra del pluralismo. Confundirlos reduce las opciones con las que contamos para desatar los nudos con que cada una de ellos quiere atarnos. Durante la vida política de nuestra República, varios gobiernos han afirmado la perspectiva racial y tratado de perpetuarla como sinónimo de la “cuestión” indígena. La función de esta perspectiva era evidente: circunscribir las soluciones normativas a un plano tan superficial como la piel. Es verdad que el racismo contra los indígenas es uno de los elementos de mayor agresividad contra ellos, pero no es el problema de fondo. Por ejemplo, el “Patronato de la Raza Indígena” que se creó en mayo de 1922, como un mecanismo paternal y tuitivo, actuaba en correspondencia con un horizonte posible, con una frontera del alcance máximo de sus propuestas, es decir, como una demarcación de partida y fin para el “problema” indígena. Como el nombre de Patronato lo indica, la ligazón establecida entre raza y situación del indígena era expresa. Parece evidente que tal “protección” se inspiraba en ideas de superioridad racial. Una raza superior, en un país “mestizo” como ya lo era el Perú en la década del veinte, es una manera de aludir a un sinónimo de desigualdad. Así, el desarrollo de las ideas racistas en el Perú tiene a los indígenas y a los afroperuanos como su objetivo más evidente de una extensa gama de otras discriminaciones. Las ventajas que el racismo crea para los discriminantes son muchas: control y disposición del acceso a las funciones políticas y económicas de la sociedad, reproducción de sus imágenes en todos los niveles
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de la comunicación de masas, y creación de un efecto permanente en la democracia y la paz de la Nación.
5.2. Una definición que siendo amplia es insuficiente Existe en el ámbito internacional una definición vasta de los alcances del concepto de discriminación racial. Inicialmente, se desarrolla desde la “Declaración sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial” (l963). Esa Declaración, condenó toda doctrina de diferenciación o superioridad, declaró al racismo como violatorio de los derechos humanos fundamentales y de «poner en peligro las relaciones amistosas entre los pueblos». En el pensamiento de la ONU, la sociedad universal debería librarse de toda forma de segregación y discriminación racial. En el año l965, la “Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial”, comprometió a los Estados a no incurrir en acto o práctica, fomento o apoyo, propiciar políticas, tolerar o estimular organizaciones y movimientos racistas. Por el contrario, deberían buscar todos los medios para eliminar las barreras entre las razas. Se creo también, un Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial. En el artículo 1 -inciso 1- de la Convención, se precisa que: «En la presente Convención la expresión «discriminación racial» denotará toda distinción, exclusión, restricción, preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública».. Expresa además, las obligaciones que asumen los Estados para garantizar el derecho a la no-discriminación racial, en igualdad de tratamiento en tribunales, seguridad personal, derechos políticos individuales, otros derechos civiles (al libre tránsito, a la nacionalidad, al matrimonio, a la propiedad, al pensamiento y su difusión, a la herencia, a expresar opinión, etc.). Si bien el concepto de discriminación racial incluye referencias a las que ocurren en contra del origen nacional y étnico, ello no abarca directamente, a los derechos colectivos de los pueblos. El origen nacional de los ciudadanos está -generalmente- circunscrito a la ligazón individual a un determinado Estado Nación. Pero no existe una distinción absoluta entre pertenencia a un pueblo y nacionalidad pues, la Nación comprende entre sus cualidades el contar con una
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población culturalmente conciente de sí. Algo muy semejante al pueblo. Por ello sería correcto vincular la idea de Nación a la de Estado, de modo que esa relación, facilita distinguir una de la otra sin tenernos satisfechos del todo. El origen nacional abarca a todos los ciudadanos sean ellos de origen indígena o no. Ahora bien, si alguien sostiene que existe una Nación o una nacionalidad indígena, aymara por ejemplo, entonces sí se podría interpretar un “origen nacional” discriminado. Pero, en tal eventualidad, lo que entraría en cuestión es ese carácter de lo nacional y de la nacionalidad emergente por fuera del sistema jurídico establecido. En nuestra opinión, si bien se puede razonar del modo que hemos hecho en este ejemplo, sería extremadamente complicado demostrar la doble nacionalidad o nacionalidad aymara, discutiéndola en el sistema internacional -para el cual los aymaras serian tratados como un grupo étnico- o del sistema nacional para el cual la Nación peruana es una. Tal operación requeriría, en efecto, una definición distinta: un sistema jurídico aymara, una Constitución fuera del sistema jurídico peruano y una búsqueda de reconocimiento internacional con estatus de Estado Nación aymara. Como ya hemos indicado, resulta indispensable la reafirmación de la condición de peruanidad de los pueblos indígenas para tratar su situación en el entorno de la Nación y el Estado peruanos. Pero si consideramos que la Nación puede afirmarse como una unidad inclusiva y no una exclusiva, esa calidad facilita el tránsito del monismo al pluralismo nacional: lo aymara sería plenamente incorporado. Regresemos al tema de este apartado. En la letra de la Convención del año 1965, queda establecido que el origen nacional no refería -directamente- a las “nacionalidades indígenas” sino a la discriminación en el sentido de derechos personales. De allí entonces que el artículo 5 de la Convención, enumera derechos como a la igualdad ante los tribunales, a la seguridad personal, a la protección contra todo acto de violencia o que atente contra la integridad personal o a tomar parte en las elecciones, a la de elegir y ser elegido y otros derechos civiles -matrimonio, circulación, nacionalidad- los derechos económicos, sociales y culturales -trabajo, sindicalización, vivienda, salud pública, educación, participación en actividades culturales y el derecho de acceso a lugares y servicios de uso público. Además, en el artículo 7 de la Convención se establece que los Estados se comprometen a tomar medidas «para combatir los prejuicios que conduzcan a la discriminación racial y para promover la comprensión, la tolerancia y la amistad entre las naciones y los diversos grupos raciales o étnicos». Esta declaración ha sido empleada para casos de discriminación masiva como el apartheid.
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La Convención expresa también reparos contra el principio pues sostiene que,”ninguna de las cláusulas podrá interpretarse en el sentido que afecte en modo alguno las disposiciones legales de los Estados partes sobre nacionalidad, ciudadanía o naturalización, siempre que tales disposiciones no se establezcan contra ninguna nacionalidad en particular” (artículo 1.3). Los Estados asumen responsabilidades por actos racistas contra personas, grupos u organizaciones. Se condena frontalmente la segregación racial y el apartheid. En esa posición, los países de la Comunidad Andina de Naciones en su “Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos”, declaran que “Reafirman su decisión de combatir toda forma de racismo, discriminación, xenofobia y cualquier forma de intolerancia o de exclusión en contra de individuos o colectividades por razones de raza, color, sexo, edad, idioma, religión, opinión política, nacionalidad, orientación sexual, condición migratoria y por cualquier otra condición; y, deciden promover legislaciones nacionales que penalicen la discriminación racial” (artículo 10).
5.3. Las comunidades afroperuanas La igualdad racial es un principio de derecho universalmente admitido, no es posible pretender usar este derecho, precisamente, para deducir derechos raciales a favor de tal o cual grupo humano. En buena cuenta, toda legislación racista es contraria a los principios generales del Derecho. De manera que, es posible contar con legislación que castigue el racismo mediante una “acción afirmativa”, es decir, normas que busquen la igualdad efectiva mediante la tuición de los desprotegidos. Como hemos sostenido en estas páginas, los derechos colectivos de los afroperuanos, no se desprenden de su origen racial o del color de su piel -grupal o individual- sino de su origen cultural y étnico vinculado a la historia peruana 57/. Ese origen cultural y étnico no supone, en nuestra opinión, que se traten de derechos colectivos semejantes a los de los pueblos indígenas. Tal es el sentido y alcance de las propuestas modernas a favor de dotar de derechos a las comunidades culturales afroperuanas 58/. Tarea perfectamente ajustable a sus derechos como minorías étnicas y comunidades culturales. Pero, diferenciado en la matriz de su derecho, que no es semejante al de los pueblos indígenas. En todo caso, su origen no precede a la formación del Estado, sino que deviene -precisamente- de su inserción en la Nación peruana. De manera que, su carácter de pueblo -si así lo definiera alguien- queda sujeto a una armazón teórica distinta que la indígena. La condición de esclavitud y el des-
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arraigo son los dos elementos de referencia sobre su situación original. El origen del desarraigo es la violencia del comercio esclavista contra pueblos africanos y sus poblaciones que fueron las víctimas de ese saqueo. Pero como sabemos, los conceptos de etnia y pueblo no son siempre fronteras absolutas y claras. Ahora bien, el Convenio 169 de la OIT se aplica a dos tipos de pueblos, los indígenas y los tribales. Despojando de la connotación peyorativa que tiene el término “tribal”, ¿podría entenderse aplicable esa categoría a la situación de las poblaciones afroperuanas? Para dicho Convenio, pueblos tribales son aquellos situados en “países independientes, cuyas condiciones sociales, culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial”. Se aplica principalmente a casos en el Asia y el África. En nuestra opinión, es controvertido desprender la presencia de uno o varios pueblos afroperuanos en el contexto del territorio peruano. Tal carácter corresponde mejor a los dos elementos centrales el desarraigo y la esclavitud que son el resultado de un proceso de violación de los derechos humanos que no interdictó a los pueblos de origen sino a algunos –demasiados- de sus miembros que lograron sobrevivir en condiciones inauditas con un estatus jurídico infame. En el Perú, se viene construyendo una identidad afroperuana que refiere principalmente a núcleos comunales costeños que afirman su peruanidad y africanidad simultánea. Si esos grupos decidieran considerarse “pueblo” y no simplemente “comunidad”, deben acompañar a su voluntad política una teoría que, al menos en el campo del Derecho, está todavía por construirse, pero que es posible. De una primera mirada a la situación afroperuana, se diría que no se trata de un pueblo, en el sentido que aquí se ha empleado (con un derecho que antecede al Estado, un territorio, una cultura y una auto identificación) sino de una comunidad cultural. Es decir que sus derechos derivan del sistema jurídico de la República y de él dependen. Pero precisamente, la extensión de esos derechos como comunidad cultural se complementa en mucho, e identifica, con los derechos de los pueblos. Sin serlo en un sentido estricto, lo son en un sentido práctico. Ellos, naturalmente, no coinciden con este punto de vista y preferirían se les considere como un Pueblo, el Afroperuano, compuesto por varias comunidades. Esa tendencia a definir como comunidades a los afroperuanos se reitera en la “Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos” en la que los países andinos “Se comprometen de manera especial a promover programas a favor de la interculturalidad, entendida ésta como la preservación y desarrollo
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de las identidades ancestrales de pueblos indígenas y comunidades de afrodescendientes a través del fomento de espacios sociales para el contacto, el diálogo y la interacción entre tales pueblos y comunidades y el resto de las sociedades de los países andinos, sobre la base de la reafirmación y vigencia de sus propias identidades y culturas” (artículo 33). En buena cuenta, la ampliación de los derechos que corresponden a los colectivos afroperuanos y el que sean tratados como pueblos, comunidades, minorías étnicas o raciales, aporta en una misma dirección: luchar contra el racismo. Tal es un objetivo distinto al ajuste de los conceptos teóricos generales. De manera que, los principios teóricos deben dar paso, en determinadas circunstancias, a todas las medidas tendientes al combate a todo tipo de racismo se ajuste o no, a los estándares de la moda intelectual. Recapitulado, en el Perú la discriminación racial es contra las personas de origen indígena pero también contra otras que no son indígenas. La discriminación racial comprende a todos los sectores sociales, los discriminantes (¿blancos?) y los discriminados (¿menos blancos?). La discriminación racista no se estructura como una pirámide perfecta, por el contrario, es una espora maligna extendida en todas las direcciones sociales posibles. Tal discriminación no puede asemejarse, no se asemeja, a la cuestión de los derechos de los pueblos indígenas a existir. Puesto que la dominación es típica en contra de los pueblos indígenas, ya que busca su desaparición como pueblos, la “discriminación” quiere la segregación dando menos derechos a un sector de individuos. La discriminación de personas individual o colectivamente, busca una ventaja (económica, cultural, política, religiosa, etc.) tal que, ella solamente es posible en tanto ambos platillos se mantienen en la balanza desequilibradamente y no cuando uno de ellos desaparece. Cuando el objetivo es destruir el platillo de la balanza, la balanza misma no puede perpetuarse y la discriminación racial -por el contrario- quisiera perpetuar la ventaja injusta. La dominación, por otra parte, se presenta con un objetivo muy diferente: desaparecer al sujeto dominado. La dominación se realiza, no por exclusión (separación, segregación o discriminación) sino por disolución. Desde el punto de vista de la discriminación racial, todos los hombres son su objeto posible. Pero no todos son igualmente discriminados, ni es la misma consecuencia sobre todos los que la sufren o adopta la misma forma. La discriminación racial ataca bajo muchas modalidades un derecho fundamental de las personas, de allí que la proscripción de la discriminación por razones de raza sea tan antigua. Pero la “raza” no es sinónima de cultura, ni de etnia, ni de pueblo. Puede
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existir racismo germinado en muchas ideologías. La “cultura” racista es una apología de la discriminación generada por diversas razones y a la búsqueda de muy variados efectos. Pero recapitulemos, cuando el propósito es destruir a un pueblo, entonces estamos ante una dominación y no ante una discriminación propiamente dicha. Toda dominación, por diferencia con la discriminación, pretende la desaparición del objeto-sujeto de su práctica. Cuando ese sujeto es un Pueblo su derecho a existir es puesto en crisis y su historia puede llegar a su fin.
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6.1. ¿Quizá el derecho a existir, por evidente, sea el menos visible? Como hemos apreciado a lo largo de este texto, la virtud de la idea jurídica del derecho a existir de los pueblos indígenas es, en primer lugar, establecer una diferencia radical y a la vez comprensible, sobre su espacio propio y el que le compete en el ordenamiento jurídico de los Estados. Pero a su vez, nos permite observar, al interior del sistema jurídico nacional, la presencia de las normas referidas a los pueblos indígenas, prescripciones a las que hemos llamado genéricamente “indigenismo” legislativo. Recientemente, tuve la oportunidad de escuchar por boca de una dirigente aymara un cuestionamiento al uso de la idea del “derecho de los pueblos” por considerarla inadecuada a una reivindicación “como naciones o nacionalidades”. Este es un tema del que algo ya hemos dicho pues, permite medir los alcances prácticos de las proposiciones contenidas en este libro. En efecto, un pueblo que desea organizarse con una estructura político-administrativa propia y ajena al espacio de cualquier Estado, debe desatar todos los nudos que lo vinculan a fin de construir su propia legalidad novo-estatal y novo-nacional. Es verdad que uno de los derechos fundamentales de los pueblos es el de la libre determinación y por tanto -al menos en teoría- esa posibilidad existe. Pero la libre determinación puede también dirigirse a configurar su relación con un Estado plural, es decir, sostener la decisión de mantenerse sus derechos como pueblo al interior de un Estado y una Nación de la que se consideran parte. Ambas son alternativas del principio de la libre determinación cuando ella, como repetimos en varias secciones de este libro, es interpretada correctamente y no sólo como sinónimo de secesión. Desde el punto de vista del Estado, la autodeterminación se entiende como el derecho a mantener su integridad, lo cual, como ya dijimos, produce desacuerdos sobre los alcances del principio.
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Ahora bien, pensamos que los pueblos indígenas en el Perú se definen, precisamente, por su condición de peruanidad. Es decir, que ellos admiten ser parte del Estado y la Nación peruana pero quieren lograr mejores niveles de democracia, de modo que esa pertenencia sea una relación en los términos más justos y democráticos. Entonces, los pueblos indígenas son peruanos pues buscan que el Estado y la Nación -en conjunto- se configuren en la aceptación de sus derechos. Esa tarea la realizan en el contexto del sistema jurídico nacional. Una posición muy distinta es la de quienes reivindican a los pueblos con un carácter de “Nación” o de “nacionalidad” para sí, independiente de la Nación y la nacionalidad peruanas 59/. Como sabemos, quienes piensan de ese modo deben entonces asumir que los derechos a los que se refieren, se realizan en el entorno jurídico de su propia Constitución. Así, tendríamos como resultado una Constitución aymara, una Constitución matsé, una Constitución... De otra manera, sería inconsistente sostener que se trata de naciones y que sus derechos se realizan en el entramado de la legalidad constitucional de una Nación distante a ellos o en la que no sienten como propia o en la que se encuentran atados en contra de su voluntad. De manera que, es absolutamente incongruente hablar de naciones indígenas y solicitar cambios constitucionales en el sistema jurídico de la de la Nación que se cuestiona. Los promotores de dicha interpretación debieran -en consecuencia- darle a su Nación las condiciones para realizarse plenamente mediante su propia legalidad, es decir, una legalidad soberana y autonómica que excluya a cualesquiera otras. El pueblo, en este caso, pasa a ser un nuevo Estado, la máquina prende el motor apagado y se transforma. Rompe para lograrlo, con las viejas ataduras jurídicas que lo ligan a una Nación y a un Estado que le son incómodos. Pero esta opción es pura teoría, pues hasta donde conocemos predomina en los movimientos indígenas peruanos y latinoamericanos, una visión de la pluralidad antes que la del monismo nacionalista del paraestatalismo. En fin, no quedaría otro camino que el de hacerse Estado si la definición de autodeterminación supusiera únicamente una secesión, lo cual es una interpretación incompleta del derecho de autodeterminación. En nuestra opinión, cuando el derecho de los pueblos indígenas logra distinguirse del derecho estatal se evita que la «glotonería» del Estado empache la perspectiva de análisis del derecho de los pueblos indígenas como un reflejo del derecho estatal. De esta manera, se germina el concepto de Estado y de derecho del Estado, en una dimensión precisa y, al derecho de los pueblos y de los pueblos indígenas, en otra. Por tanto, es posible diferenciar -ahora- varios campos teóricos y desarrollos prácticos consecuentes.
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1. El de la relación del derecho de los pueblos indígenas y sus consecuencias en el derecho interno del Estado (o Estados) en el (los) que se enraíza. 2. El derecho interno del pueblo indígena respecto a sus miembros. 3. El derecho de un pueblo indígena en relación con el derecho entre los Estados o derecho internacional. 4. El derecho de los pueblos indígenas entre sí. 5. El derecho de los pueblos con relación al derecho internacional adoptado por los Estados nacionales. 6. El derecho de los pueblos indígenas como consecuencia de su relación con las minorías étnicas y la cultura. 7. El derecho de los pueblos indígenas con relación a los derechos de género. 8. El derecho de los pueblos indígenas en perspectiva de todas las discriminaciones, en especial, la racial. 9. El derecho de los pueblos indígenas y el derecho de otros pueblos no indígenas (la descolonización y los pueblos tribales).
De esta manera, contamos con algunos espacios configurados para el desarrollo inicial de una perspectiva más completa del derecho de los pueblos indígenas en la que, la idea del Derecho a Existir, juega el papel central. Pero apenas empezamos a bosquejar sus implicancias. Entre esas implicancias resaltan las que se refieren a los presupuestos políticos que emergen de los derechos de los pueblos indígenas. En nuestra hipótesis, el desarrollo de la idea del derecho de los pueblos indígenas, se concreta en pautas de orientación tales como: 1 precisa al derecho a existir como fundamento o principio de todo pueblo indígena para su acción en el campo socio cultural y del conocimiento; 2 legitima al pueblo indígena como soberano en su territorio sin cuestionar su pertenencia a una Nación y a un Estado; 3 sirve de mecanismo que aglutina a los pueblos indígenas en una negociación jurídica con el Estado; 4 define, en una declaración de principios de derechos humanos, el ámbito y límite de que corresponde o es reservado al derecho indígena interno; 5 reconoce la legitimidad del autogobierno y la representación indígena; 6 permite un diseño multifacético de ámbitos de relación jurídica; 7 diseña el efecto legal del derecho a existir como un valor dominante y delimita los campos que le son subordinados tales como la autodeterminación, la autonomía, el territorio, la cultura, etc. Lo cual nos priva del “absolutismo de la secesión” como una obligación fatal.
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Quizá el derecho a existir, por evidente, sea el menos visible y más radical en sus efectos que aquellos otros que se le derivan y llenan, con gran fervor pero menor eficacia, el discurso jurídico del derecho indígena. Cada día nos seduce menos la imagen dulce de los Estados compuestos por pueblos homogenizados, bajo una única cultura, idioma, religión y derecho. Pero tampoco debemos caer en la corriente pendular: que a cada pueblo le corresponde necesariamente un Estado. Bien se ha dicho que lo que está en proceso de cambio en el concepto de Estado, es el abandono de la idea de unicidad y la aceptación de la pluralidad. Es decir, el mundo está al borde de un concepto de Estado que se reconozca multiétnico y plurinacional. También se ha indicado que los Estados en la ONU y en la OEA, ante la crisis del modelo, están aceptando algunos derechos a los pueblos indígenas, al menos declarativamente. Pero con frecuencia, los representantes políticos y diplomáticos no asumen las consecuencias de esas declaraciones y hacen poco caso de los instrumentos adoptados formalmente. Además, sus gobiernos no se caracterizan por un gran celo al aplicarlos. En todo caso, el derecho de los pueblos se genera -realmente- en los propios pueblos, no en asambleas que les son ajenas. Pues bien, la aceptación del derecho a la existencia de los pueblos indígenas crea condiciones para una sociedad más justa (para indígenas y no indígenas). Este es un espacio olvidado por las tesis dominantes: (1) la que sostiene que el problema radica en una lucha entre indígenas y “blancos” y, por ende, olvida el papel del Estado y el carácter contemporáneo de la Nación, (2) la que sostiene que los pueblos indígenas deben ser asimilados, es decir, desaparecidos como entidades socio-jurídicas e históricas, (3) las que dicen que los indígenas forman el «cuarto mundo» por fuera y en distancia de las sociedades latinoamericanas en las que se encuentran y, (4) las que afirman que no hay indígenas en el Perú contemporáneo. Si admitimos que los pueblos indígenas debieran subsistir en su naturaleza cultural propia y que -en las circunstancias actuales- esa potestad queda limitada por (1) la estructura socio-política del Estado, (2) las condiciones de la economía de mercado y (3) los factores históricos acumulados, por la dominación y la discriminación, constataremos que la reducción de sus áreas territoriales y por ende de los recursos naturales para su subsistencia, hacen que un estatus jurídico democrático sea una aspiración de la democracia. Al no concretarse esa pretensión, aumenta el deterioro de sus condiciones generales de vida,
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y la crisis en la reproducción de sus herramientas culturales. La migración hacia las ciudades para conformar el sector paupérrimo o sub-emplearse en condiciones de inferioridad a la de cualquier otro ciudadano o el emplazamiento más desprotegido ante fenómenos sociales generales como el de violencia política... se hacen habituales. Entonces, deberemos replantear el lugar de los pueblos indígenas en una sociedad intolerante que, no admite plenamente su condición de pluralidad y cuenta con un Estado que no acepta los pueblos indígenas, o que haciéndolo formalmente, no extrae de ello las consecuencias jurídicas adecuadas. En definitiva, la ejecución del derecho a la existencia es todavía frágil y puede ser quebrado en cualquier momento. Resumamos la cuestión central. Puesto que contra el derecho a la existencia de los pueblos indígenas se levanta un antiquísimo proceso que los amenaza, la respuesta en el sistema legal debe ser el paso de la “comunidad” jurídica a la comunidad sociológica y de allí, al pueblo indígena como unidad mayor de sentido jurídico e identidad. Este es un proceso en la legalidad que no puede olvidarse o retacearse por cuestiones secundarias. Pero en ocasiones, los pueblos indígenas idealizados, se describen como si fueran una homogeneidad política espontánea que reclama al unísono con el mismo tono. Esa actitud general es una aspiración pero todavía no es una realidad. Como en todo movimiento social, el indígena tiene en su interior variantes de pensamiento muy significativas. Estudios efectuados por observadores muy diferentes constatan que estas tendencias y «tensiones» son patentes a pesar de que «el retorno del indio» sea para todos una certidumbre. Pero la cuestión es que esa homogeneidad no tiene por qué estar -necesariamente- dada por una reivindicación en particular, sino por una corriente o dirección común. La idea de proceso es válida para dar cuenta del efecto cohesionante de los reclamos indígenas en perspectiva a contar con una oportunidad jurídica para expresarse. El principal peligro del movimiento indígena es el faccionalismo. Una facción es un conjunto de personas que trabaja para obtener ventajas en beneficio propio, de su familia o de su grupo de interés. El faccionalismo se reproduce enquistándose en las dirigencias basadas en un “éxito” transitorio en el manejo de “proyectos” en lugar de “programas”, de modo que, el avance del movimiento indígena se reduce a la obtención de beneficios para el “desarrollo” económico y la utilización de fondos que siendo necesarios, son insuficientes en el terreno de las condiciones jurídicas a modificar. Igual problema surge cuando la escena oficial se expande y copta al movimiento o a un sector de él, y actúan indiferenciadamente.
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Pues bien, del derecho a la existencia como pueblos y al ser reconocidos como tales por los Estados, se añaden otros derechos específicos como: 1. El derecho al territorio. No se refiere a la propiedad privada de una tierra determinada, pero sí a la tenencia de un espacio geográfico propio con jurisdicción y competencia indígena en armonía con los principios de derechos humanos. Tener un territorio significa ejercer un poder limitado por el uso tradicional de los recursos y los medios culturales propios. No supone, como analizaremos luego, una autarquía feudalizada por múltiples gobiernos soberanos fuera del Estado. 2. El derecho a la resolución interna de sus conflictos y la competencia y jurisdicción entre sus miembros. Es decir que, cada pueblo tiene el derecho de aplicar dentro de su territorio, sus usos, costumbres y tradiciones como fuente de derecho incluso como fuente de organización social y representación. Esto supone un nivel de control social entre y sobre sus miembros. Pero no es posible deducir una suerte de extensión de esa jurisdicción indígena para aplicarla sobre terceras personas. Asimismo, no contar con ese sistema es también un derecho a optar en cada pueblo: un modelo que extiende supuestos derechos sobre pueblos que existen armónicamente resolviendo sus asuntos sin un mecanismo exclusivamente diseñado para ello es tan válido como otro de estructura formalizada o “especializada”. 3. El derecho a contar con un ambiente sano en su territorio y en las áreas circundantes que lo afectan. En esa medida, el pueblo indígena tiene derecho a mantener, conservar, proteger y mejorar su medio ambiente. Como hemos indicado, este derecho se extiende al entorno de su territorio, especialmente para protección de las aguas y de depredación forestal. El derecho al ambiente sano tiene como contrapartida una clara obligación: la de mantener el uso productivo y la reproducción ecológicamente equilibradas en sus territorios. 4. Los derechos económicos sobre las riquezas y los recursos naturales existentes en su territorio. Estos derechos deben reflejarse en las condiciones generales de vida del pueblo sean salud, educación, justicia, etc. 5. El derecho a la cultura, a su expresión definida del modo más amplio y extenso posible, incluyendo su idioma, religión, organización etc. Siguiendo las prescripciones actuales, deben considerarse todos los derechos al patrimonio tangible e intangible, incluyendo a sus conocimientos tradicionales, manejo genético y las expresiones artísticas que ellos consideren de carácter colectivo. La cultura debe concebirse como capital
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antes que como “tradición” o “folclore” para la contemplación bucólica. Debe usarse como una ventaja comparativa. El derecho al libre tránsito en territorios divididos por fronteras estatales es un derecho para aquellos pueblos indígenas que están separados de un lado y otro por fronteras internacionales y que les impiden continuar siendo una unidad. Los derechos políticos como el de participación como pueblos en todas las instancias de decisión política del Estado nacional. Estos derechos incluyen la participación de representantes de los pueblos indígenas en el Congreso de la República. Derecho al Desarrollo, de modo que cada pueblo debe tener la posibilidad de fijar sus prioridades socioeconómicas y definir las tareas y medios para lograrlo. El Estado tiene, en esa medida, la obligación de interactuar a fin de fijarse metas y políticas para la ejecución de esos planes y su financiamiento. El derecho a la protección del Estado es un derecho que obliga al Estado a fijar reglas definidas y claras de modo que se cuide la integridad de los pueblos indígenas. Además, deben establecerse criterios para el juzgamiento y la aplicación de penas que sean adecuados a su cultura y convivencia social. Así, el derecho nacional debe crear un sistema de protección adecuado para los pueblos indígenas que evite y proscriba todas las expresiones de discriminación.
Si el sistema jurídico logra garantizar no sólo la existencia, sino la continuidad y el progreso de los pueblos indígenas, según los intereses que ellos definan, el carácter de la democracia habrá cambiado para bien. Cuando el Estado reconozca los derechos arriba señalados, puede considerarse que ha dado un paso definitivo en una dirección correcta hacia el pluralismo. En tanto esto ocurre, los programas de las organizaciones indígenas y pro-indígenas se dirigen a consolidar y ampliar el mínimo vital que permita a los pueblos amenazados expresarse, subsistir, mantener sus territorios y organizarse. Es decir, ampliar el margen de sus posibilidades de vida.
6.2. La cuestión del límite interno: los pueblos peruanos y los ciudadanos El “ciudadano” es la persona humana objeto de todas las protecciones y obligaciones que el sistema jurídico impone. Cuando nos referimos a un indígena,
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individualmente considerado, nos referimos a un ciudadano peruano que es miembro de alguno de los muchos pueblos originarios existentes en el Perú. En propiedad, no existen indígenas sino es como una categoría general para abarcar a unos conjuntos de personas y pueblos, que se hallan en una condición semejante ante el Derecho. Desde la perspectiva económica, cultural, religiosa, etc., las diferencias entre los indígenas son variadísimas y profundas. No obstante, se presenta la identidad común del proceso que los hermana pero sin disolver el nombre propio de cada pueblo con el que sus integrantes se identifican. Se es piro o aymara o yanesha o huitoto o nomatsiguenga... y no se es “indígena” a secas. Ahora bien, ¿corresponde a los indígenas algunos derechos individuales por esa condición? La respuesta es no. El principio de la igualdad no permite excepciones que supongan una “ciudadanía diferenciada” o una “doble ciudadanía”, es decir, personas que -los indígenas por ejemplo- tuvieran derechos distintos a los que tenemos los ciudadanos peruanos en general. Esta es la condición de nacionalidad que se complementa con la condición de peruanidad de los pueblos. Por la condición de nacionalidad los ciudadanos somos parte de una Nación específica. En nuestro caso la Nación peruana. Por la condición de peruanidad los pueblos son indígenas y son también peruanos simultáneamente. El principio de nacionalidad puede ser roto individualmente, es decir, es posible que alguien renuncie a su nacionalidad peruana como un acto de voluntad personal. Pero nadie puede renunciar a su identidad cultural sea o no indígena. Evidentemente, dentro de las condiciones reales en las que los peruanos vivimos, la renuncia a la nacionalidad es una decisión difícil desde el punto de vista emotivo. Empero, se puede seguir un proceso de naturalización en otro país para adquirir esa nacionalidad. La nacionalidad peruana es un derecho, quedar despojado de ella por un acto arbitrario implica ser un paria jurídico, una suerte de errante perpetuo entre sistemas jurídicos, ninguno de los cuales le pertenece realmente. Pero como ello no suele ocurrir e incluso es posible contar con una doble nacionalidad, podríamos preguntarnos si la situación de los indígenas supone una “doble” nacionalidad o si se trata de un estatus jurídico diferente al resto de ciudadanos o si, en realidad, es una expresión típica de la misma nacionalidad de todos los peruanos. Si un pueblo -indígena o no- reivindica u obtiene el estatus de Nación, entonces los miembros de esa Nación tendrán la nacionalidad correspondiente. Se ha empleado también el concepto de “nacionalidad”, restringida para ciertas formas de autonomía interna consensuada que no vamos a tratar aquí pues corresponden plenamente a la teoría internacional del derecho y el Estado. La nacionalidad que
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uno tiene corresponde a la del Estado-Nación al que se pertenece. La nacionalidad en un sentido restringido, suele tener algunos rezagos característicos de acuerdo a lo que cada sistema jurídico decida. En ese sentido amplísimo del contenido de “nacionalidad”, podría encontrarse cierta concordancia con la situación interna de los indígenas en sus pueblos o cuando ellos ejercen su control de tierras y territorio, su autonomía interna o su estructura de autoridad. Pero salvo en casos extremos, la nacionalidad peruana actúa como un límite y un derecho de los ciudadanos. En general, las palabras nacionalidad y nacionalidades ha traído más confusiones que aportes al avance de los derechos de los pueblos indígenas. Empero, si los pueblos quisieran denominarse “nacionalidades” esa es una decisión que deberán definir de modo distinto tanto político como jurídico. Lo que debemos considerar es si la pertenencia a un pueblo indígena supone una doble ciudadanía por contraste a otros ciudadanos que no son parte de pueblo indígena alguno. Si consideramos el principio ya referido de la no-discriminación y el de la imposibilidad de mantener en el sistema dos estatus jurídicos diferenciando la ciudadanía, entonces concluiremos que los indígenas -individualmente considerados- tienen los mismos derechos que los otros ciudadanos. Excepto uno: el ser parte de su propio pueblo que es, a su vez, componente del pueblo peruano. Pero esta no es una característica que suponga una “construcción jurídica” o una “acción positiva” pues, el carácter de esa relación precede al derecho nacional y proviene del hecho de su existencia. No se crea una relación jurídica inexistente o se “hace visible” una situación arbitraria. El derecho a pertenecer a un pueblo es un derecho que emerge de la condición misma del ciudadano y del pueblo. Por ello, la expresión de esa condición especial para un conjunto de ciudadanos, no afecta la ciudadanía del resto sino que la complementa. La calidad indígena únicamente supone alguna diferencia con otros ciudadanos con relación a su propio pueblo y no con relación a otras personas. Así, al igual que se ejercen derechos diferenciados por el conjunto particular al que se pertenece -un gremio, una asociación, una sociedad- del mismo modo se ejercen los derechos individuales de los indígenas en cada uno de sus pueblos. Entonces lo que particulariza al derecho indígena es que se trata de derechos colectivos y no de derechos individuales. En esa medida, todos los ciudadanos somos iguales y participamos de una misma nacionalidad peruana con todos los derechos y obligaciones que ello supone. En consecuencia, no sería posible establecer -encaramados en el derecho a existir de los pueblos- una doble ciudadanía o una ciudadanía contrastada por sus mayores o menores potestades. No obstante, la pertenencia a un pueblo indígena otorga derechos que únicamente pueden ejercerlos quienes tienen esa condición. La elección de autoridades,
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la definición de sus prioridades de desarrollo y en fin, todo aquello que supone la marcha colectiva de la existencia de su pueblo. Lo que la ley no puede hacer es distinguir entre los sujetos a los que la regla se aplica pues, en esa eventualidad, perdería su generalidad y el principio de igualdad sería roto. Paralelamente, ese pueblo tiene el carácter de peruano, lo que le supone derechos y obligaciones precisas para todos los ciudadanos. Entonces, como cualquier otro ciudadano peruano, el indígena o el nativo, tienen los mismos derechos y obligaciones que cualquiera. Como repetimos, la única diferencia es respecto a su calidad de miembro de un pueblo indígena, en esta posición, el indígena tiene derechos que derivan de esa pertenencia. Por ejemplo, derechos a representar políticamente a su pueblo o a ser considerado como miembro. En buena cuenta, de su posición jurídica personal como miembro de un pueblo, no pueden derivarse derechos distintos a otros ciudadanos. Por ello, es importante enfatizar que esa condición no deriva de una construcción tipo “acción afirmativa”. Nosotros sostenemos que los derechos individuales de los indígenas son los mismos que los de quienes no son indígenas. Ellos (y nosotros) están (estamos) amparados por los derechos humanos tal como cualquier otro individuo en el entorno del sistema jurídico peruano. De hecho, no debemos cansarnos de repetir que no existe posibilidad jurídica alguna para plantear normas especiales que creen una ventaja jurídica cualquiera que fuere esta. El uso del idioma, el vestido, el contar con intérprete en juicio, etc. son derechos igualmente exigibles por cualquier persona en las mismas circunstancias. De tal manera que, por ejemplo, la Constitución Política del Perú señala que “toda persona tiene derecho” a su “identidad étnica y cultural”, es decir, no se trata de un derecho para unos (indígenas) y no para otros (no indígenas). Todos tenemos ese derecho pues en buena cuenta jurídica -todos somos- étnica y culturalmente iguales. Puesto que los derechos respecto a la pertenencia a un pueblo indígena no suponen sino, derechos colectivos al interior de su pueblo y de representación de esa condición, entonces, no existe la doble ciudadanía. Desde el punto de vista del pueblo, la etnia y la cultura, el ciudadano sigue siendo el mismo. Lo que ocurre en el caso indígena es que la condición de miembro de un pueblo es una peculiaridad jurídica no reivindicable por otro ciudadano que no sea el de ese pueblo. Existen muchos tipos de identificaciones, no todas ellas van acompañadas de una “identidad indígena como pueblo”, de hecho, esta es una situación poco común. La autoidentificación de un ciudadano como parte de un pueblo indígena
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es, a su vez, un derecho en el Perú. Negar esta identificación sería, precisamente, una discriminación. Lo que no debe confundirse son los derechos de la persona humana como persona, de los derechos de los pueblos indígenas en tanto pueblos. Un ejemplo de mayúscula confusión se encuentra en una propuesta de “declaración” que ha circulado en el ámbito internacional. En ella se sostiene que «los pueblos indígenas tienen derecho al disfrute pleno y efectivo de todos los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos», si fuere así, tendríamos que por ejemplo, todos los pueblos indígenas «nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Del mismo modo los pueblos indígenas «tienen todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política...». Derivando en otros tantos absurdos como que «a partir de la edad núbil tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nación o religión, a casarse y fundar una familia» o que, todo pueblo indígena «tiene derecho al descanso, disfrute del tiempo libre y a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas...». No diferenciar entre los derechos de la persona humana en su calidad de ciudadano y los derechos colectivos de los pueblos, conduce a una catarata de malos entendidos respecto a la extensión y calidad de los derechos en un contexto de democracia, pluralismo e igualdad. Generalmente, este tipo de superposiciones de una categoría jurídica referida a la persona humana para determinar «derechos de los pueblos indígenas», es una estratagema que denota una incapacidad propositiva novedosa. Esta improvisación discursiva lleva -nuevamente- a despojar de toda especificidad el espacio indígena del derecho. Ahora bien, los pueblos indígenas como realidades históricas no son productos perfectos. Como otros pueblos que la humanidad ha creado, ellos pueden ser evaluados (en el horizonte de los derechos humanos) en razón de conductas internas que se consideran violatorias de esos derechos. Para un relativista cultural este juicio no es posible: cada cultura es absolutamente distinta en sus contenidos y principios por tanto, no puede medírsele con criterios exógenos. Una visión culturalista aséptica, considera las relaciones sociales internas como inmutables (salvo por el paso del tiempo) y que cualquier visión de cambio «es un nuevo intento de imposición colonial». Así prácticas que son repudiadas por
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los derechos humanos resultan mantenidas y toleradas como «esencia cultural» de un pueblo. La cultura es concebida entonces, como un fetiche que puede albergar la impunidad a actos contra los derechos humanos. Es evidente que toda práctica humana tiene (o debe tener) un límite jurídico y moral. Si existe un acopio común de prescripciones que la humanidad comparte, y ellas son expresadas de manera unánime por todas las civilizaciones del mundo, es un tema en debate. De existir ese espacio común, ¿eso supone que el género humano tiene valores jurídicos en común? Creemos que sí se cuenta con esa base mínima compartida entre las naciones y pueblos que se expresan en declaraciones de derechos humanos y en la sanción a crímenes contra la humanidad (sea cual fuere su pertenencia étnica o nacional). Las formas contemporáneas de esclavitud, así como el reclutamiento obligatorio de niños obligados a participar de las acciones armadas, el trabajo forzado, los crímenes de genocidio, el terrorismo etc., son repudiadas por todos y la comunidad internacional los proscribe. En estos casos es impensable que pueda anteponerse un criterio de relatividad cualquiera que fuera, para evitar su sanción. Lo cual no implica entender las diferencias de interpretación a que están sujetos los actos humanos en el medio ambiente de las culturas. Pero es admisible entonces que ese campo de los productos jurídicos que la humanidad comparte -pese a sus debilidades- debiera ser aceptado por todos a pesar de las objeciones al “imperialismo de los derechos humanos” o la “globalización de los derechos occidentales”. De manera que, esa medida general no debe escapar a las prácticas internas de los pueblos indígenas peruanos. En especial, la situación de la mujer indígena en su propia comunidad y familia debe estar concatenada a la vigencia de tales derechos. Con frecuencia la discriminación interna deriva de las condiciones creadas por la pobreza económica. Es un fenómeno que (en distintos grados) afecta a muchos pueblos. Especialmente delicada es la de las mujeres que, bajo distintas coberturas “culturales” pudieran verse sometidas a tratos discriminatorios. En esta situación, la condena y el cambio son una prioridad para los propios pueblos. Nada que digamos puede convertirse en un escudo de impunidad a la violación de los derechos humanos de cualquier persona. Ahora bien, un indígena al ser juzgado por sus prácticas, éstas deben ser evaluadas en la relatividad de su contexto cultural de origen, al igual que las prácticas de otros hombres de otras culturas. La universalidad de los derechos humanos como un límite -quizá tenue y borroso culturalmente hablando- pero
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límite al fin debe respetarse. Esto no implica desechar un juicio de valor sobre el acto cultural, sino lograr que se implique, en ese juicio, su particular dimensión. La crisis de la solidaridad y la reciprocidad parecen fomentar el surgimiento de conductas violentas. Si la distribución tradicional de bienes -por ejemplo- que implicaba que es más rico quien más da, se trastoca por el de valor de que es más rico quien más acumula, los conflictos se multiplican. Los pueblos pueden afrontar estos cambios dentro de ciertos límites y a veces no lo logran a pesar de sus intentos. Conseguir la democracia interna y desalojar toda discriminación son tareas del presente indígena. No podemos concebir que tales injusticias se consideren resueltas por un mundo ideal que aparecerá por obra y gracia de una entelequia llamada libre determinación o de una teoría del Derecho. La cuestión es que el derecho a existir puede ser -precisamente- socavado por las prácticas contrarias a la solidaridad y reciprocidad indígenas y suplidas por la deformación de los derechos. Si esa situación ocurre internamente, el destino de los pueblos jugará su última carta. La lucha por los derechos de los pueblos indígenas no aplaza la lucha por la vigencia de los derechos humanos de todos, de las mujeres y hombres que los componen.
6.3. La autodeterminación y ¿el fin de la historia de la secesión? ¿Por qué los pueblos indígenas debieran reclamarse Estados como lo propone la sacrosanta autodeterminación unidimensional? ¿Qué ventaja obtendrían esos pueblos en un mundo donde los nacionalismos están -o al menos parecen estaren retroceso? Si la autodeterminación clásica, es decir arrinconada a su variante de secesión, es un retroceso clamoroso a un modelo de Estado-nacional que no merece imitarse, entonces, los pueblos indígenas, al trasladarse a una maquinaria administrativa de dudosa “soberanía absoluta”, ¿acaso no pierden la oportunidad de aportar una sensación nueva a la globalización económica, política y cultural? Si el fin de la historia o el fin de los conflictos ideológicos y el triunfo del liberalismo político y económico, se nos viene encima, ¿no es precisamente el carácter de lo indígena -en un sentido muy amplio- lo que se cuestiona? Si el propio portavoz del fin de la historia, Fukuyama, morigera la globalización aceptando que las sociedades mantienen muchas de sus características propias, ¿los pueblos deberían perseguir la secesión para lograrse como Estados “nuevos”? 60/. Si se piensa que la homogeneización económica y una afirmación de identidades culturales distintivas, ocurrirá simultáneamente, la oportunidad de lo indígena se sitúa en una nueva opción no estatalista. En términos de instituciones económicas y
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políticas de gran magnitud, las culturas están llegando a ser más homogéneas pero no por ello han desaparecido o pareciera que van a desaparecer bajo un mismo rodillo. Para una variedad de multiculturalistas, el asunto no es tan definido como el fin que se nos propuso en los años noventa. En verdad, la globalización sigue siendo un fenómeno relativamente superficial pero, si como muchos piensan el “impulso universal” es hacia el “progreso material” que debe diluir todo lo indígena en la economía moderna y en la cultura occidental, ese no parece un resultado definitivo. Pese a todo lo que se dice, el formidable impulso económico de las comunidades tradicionales (en su cultura) y progresistas (en su economía) contradice la desindigenización como un reflejo absoluto del mercado. Por ejemplo, la inversión en educación de los hijos (hombres y mujeres) entre las familias nomatsiguenga, es tanto o más significativa que la realizada por una familia de ingresos medios en Lima y no obstante ese desembolso crucial a su economía, mantiene un vivo sentido del valor de su identidad. Por otra parte, si como se piensa los países están siendo más homogéneos en términos económicos y políticos, eso no supone el fortalecimiento automático del Estado nacional o la homogenización cultural. El Estado nacional que desconoce el componente histórico indígena (y cultural en un sentido muy amplio) no tiene espacio, en la nueva civilización o en las nuevas civilizaciones (o en las muy viejas civilizaciones) del futuro. De manera que, el derecho a la existencia de los pueblos es precisamente válido para el momento y circunstancia actual del Perú. No obstante, no se trata de un derecho absoluto que conduce en una única dirección a quien lo posee. Una opción es la secesión política, es decir el inicio de una vida política marcada por la soberanía de un nuevo Estado. En tal caso, se produce la metamorfosis política, -diremos de manera simplificada- una transformación que pasa de un pueblo a un Estado. Esa secesión supone una acción para desatar los lazos políticos preexistente (si existieran) con algún Estado soberano. Es decir que, a nadie en su sano juicio jurídico se le ocurriría plantear una autodeterminación en la constitución del país que desea abandonar, como ya lo indicamos páginas adelante. La autodeterminación en su perfil de derecho de secesión, únicamente se puede plantear en el entorno de una constitución propia, distinta a la del actual Estado. Así entonces, cuando se define a los pueblos indígenas como pueblos peruanos se evita la vieja retórica tendiente a suponer que los pueblos indígenas desean la autodeterminación política entendida como separación del Estado
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peruano. Vista de la manera tradicional la autodeterminación como secesión, el concepto de autodeterminación sirve mejor a quienes buscan bloquear el desarrollo de los derechos indígenas en el sistema jurídico peruano que a los pueblos indígenas. El carácter moderno del derecho indígena en el caso peruano, es precisamente su condición de peruanidad. En consecuencia, una Constitución peruana que incluye sus derechos como pueblos, resulta totalmente coherente con la premisa de su peruanidad. La peruanidad es el carácter moderno del derecho de los pueblos en este contexto. No olvidemos que permanece la autonomía interna, que es el derecho a la definición y ejercicio de sus propias instituciones entre sus miembros. De esa manera la autodeterminación externa se completa con la autonomía interna. Ambos son expresión de la voluntad de los pueblos y demarcan los límites externos e internos de sus derechos.
6.4. El concepto indígena de territorios y el territorio del Estado Como hemos indicado, el pensamiento “estatalista” mide los derechos indígenas como si fueran derechos estatales. Consecuentemente, consideran los derechos de los pueblos indígenas como una “copia”, un “intento”, “una sombra” de los derechos estatales. Así las cosas, se critica la idea de territorios indígenas diciendo que se busca crear soberanía al interior del Estado o espacios de jurisdicción soberana de un pueblo indígena que pretende quebrar la unidad del Estado peruano. La confusión -naturalmente- no proviene de los indígenas sino de sus detractores. En efecto, los territorios indígenas suponen un concepto totalmente distinto al de soberanía territorial del Estado. Pero lo que es más difícil de entender para los estatalistas es que el “territorio” del Estado no coincide con la idea de fronteras externas del país, “mapa de los espacios” del territorio peruano o con una “propiedad extensa” de la Nación o con la “geografía de las tres regiones naturales” del Perú. En un sentido preciso y clásico, territorio estatal es el “ámbito espacial de validez del orden jurídico” que “en modo alguno es geográfico” 61/. “El territorio del Estado en sentido estricto es el espacio dentro del cual un Estado, el mismo a quien pertenece el territorio, está facultado, en principio, para ejecutar actos coactivos, con exclusión de todos los otros Estados” 62/. Si “territorio” para el Estado no es una unidad geográfica, para el pueblo la dimensión geográfica sí es parte vital para su capacidad de reproducir sus condiciones de vida. Tal “extensión
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geográfica” no debe concebirse como las “fronteras jurídicas” del derecho de propiedad, sino como las dimensiones socio culturales que le permiten a un grupo humano su pervivencia. Puesto que el pueblo no representa una entelequia jurídica como el Estado (que nuevamente en rigor tampoco es una “superpersona” pues a fin de cuentas el objeto de todo el sistema son los ciudadanos que en algunos momentos actúan en calidad de funcionarios de ese Estado u orden jurídico) sino una realidad sociológico política, el problema radica en que esa realidad es “inexistente para el sistema normativo”. Entonces, tanto por el sujeto que lo detenta como por el objeto mismo (territorio) del que se trata, no es posible la superposición de los territorios en el sentido indígena y en la perspectiva estatal. En concreto, un territorio indígena, supone un conjunto de relaciones sociales que se desarrollan en un espacio no definido por fronteras de “propiedad” sino por modos de ocupación cultural, en tanto que un territorio estatal supone un conjunto de relaciones jurídicas que se desarrollan en un espacio normativamente definido como exclusivo por el propio sistema normativo. Si bien podemos delimitarlos, si ese fuera el caso, siempre existirá una cierta artificialidad en la mensura exacta de un territorio indígena pues, el pueblo mismo no ha definido así -en términos de demarcaciones fronterizas- su relación con el medio ambiente en el que se desenvuelve, en contraste, un mapa o un plano pueden coincidir -aunque también relativamente- con el lugar en el que el Estado aplica su soberanía. De hecho, la relación del pueblo indígena con el espacio no es la de un propietario demarcando su finca, sino la de una relación de recíproca necesidad entre el espacio y la gente. La gente no “apropia” en el sentido del código civil el territorio indígena, sino que responde a él como su garante. Todo lo cual resulta extraño a un sistema jurídico que entiende el mundo como apropiable y a los ciudadanos y Estados como propietarios de espacios definidos por bordes de auto-exclusión. Así pues, el concepto jurídico de territorio estatal no calza, ni se opone o contradice al concepto indígena de territorio. El problema se desencadena cuando los funcionarios del Estado se imaginan que el territorio indígena es el que ellos fabrican sobre sus escritorios y lo delimitan a su gusto de gestores “inmobiliarios” de propiedad. Definen el “uso adecuado”, el “vuelo forestal”, los “contratos de cesión en uso”, etc. En tales casos, debería exigirse una doble responsabilidad de esos funcionarios que, descuidando el verdadero interés nacional (que no es la exclusión de los derechos indígenas) interpretan en contra suya cualquier disposición. Para anatematizar las reivindicaciones indígenas algunas personas deseen que confundamos las cosas y contrapongamos el territorio indígena con una
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suerte de espacio “soberano” copiado al Estado. Si en un país existen territorios indígenas, ellos no suponen una soberanía de tipo estatal, entre otras razones, porque los pueblos indígenas no son Estados, no actúan como una fuerza excluyente ni corresponden a una unidad jurídica sistémica que se auto refiere. Si podemos hablar de pueblos indígenas peruanos en plural, es imposible esa pluralidad para el Estado. El Estado peruano solamente puede ser uno.
6.5. El derecho al patrimonio y a los recursos naturales tradicionalmente utilizados El derecho al patrimonio cultural de los pueblos indígenas incluye las expresiones “tangibles e intangibles”, para referir de una manera amplia al conjunto de bienes del pueblo indígena. El derecho al patrimonio cultural tangible e intangible, debe abarcar por lo menos, tres componentes: el derecho a los conocimientos colectivos, el derecho al patrimonio genético y el derecho a las expresiones de arte y técnicas indígenas. No obstante, existen otros derechos vinculados a la cultura, su expresión, difusión y mantenimiento. Uno de los principales es el derecho a la educación en el propio idioma. Además, todos los derechos correspondientes a restos arqueológicos, lugares y sitios de origen indígena. El Perú cuenta con un régimen de protección a los conocimientos colectivos de los pueblos indígenas (Ley 27811, publicada el 10 de agosto de 2002) la cual los ha definido como “pueblos originarios que tienen derechos anteriores a la formación del Estado peruano, mantienen una cultura propia, un espacio territorial y se autorreconocen como tales. En éstos se incluye a los pueblos en aislamiento voluntario o no contactados, así como a las comunidades campesinas y nativas. La denominación «indígenas» comprende y puede emplearse como sinónimo de «originarios», «tradicionales», «étnicos», «ancestrales», «nativos» u otros vocablos (Art. 2a). Asimismo, define al conocimiento colectivo como el “acumulado y transgeneracional desarrollado por los pueblos y comunidades indígenas respecto a las propiedades, usos y características de la diversidad biológica. El componente intangible contemplado en la Decisión 391 de la Comisión del Acuerdo de Cartagena, incluye este tipo de conocimiento colectivo” (Art. 2b). Los objetivos que el dispositivo busca son el respeto, la protección, la preservación, la aplicación más amplia y el desarrollo de los conocimientos colectivos de los pueblos indígenas, la promoción de una distribución justa y equitativa de los beneficios derivados de su utilización, garantizar que el uso de los conocimientos colectivos se realice con el consentimiento informado y previo de los pueblos indígenas, evitar que se
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concedan patentes a invenciones obtenidas o desarrolladas a partir de conocimientos colectivos de los pueblos indígenas del Perú, entre otros. Para lograr sus objetivos, la ley condiciona el acceso a los conocimientos colectivos con fines de aplicación científica, comercial e industrial al consentimiento informado y previo de las organizaciones representativas de los pueblos indígenas. En caso de acceso con fines de aplicación comercial o industrial, estipula que, se deberá suscribir una licencia donde se prevean condiciones para una adecuada retribución por dicho acceso y se garantice una distribución equitativa de los beneficios derivados del mismo. La norma establece que “se destinará un porcentaje no menor al 10% del valor de las ventas brutas, antes de impuestos, resultantes de la comercialización de los productos desarrollados a partir de un conocimiento colectivo al Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas”, pero ese porcentaje será mayor si existe un acuerdo entre las partes. Se separan los derechos colectivos de los personales de modo que “los conocimientos colectivos protegidos bajo este régimen son aquéllos que pertenecen a un pueblo indígena y no a individuos determinados que formen parte de dicho pueblo. Se da el caso de que -los conocimientos- puedan pertenecer a varios pueblos indígenas. Cuando los conocimientos colectivos están -en los últimos 20 años- en el dominio público (entendido como el acceso de personas ajenas a través de medios de comunicación masiva, publicaciones etc. en cuanto a sus propiedades uso y características biológicas), es decir, no se encuentran realmente protegidos, “se destinará un porcentaje del valor de las ventas brutas, antes de impuestos, resultantes de la comercialización de los productos desarrollados a partir de estos conocimientos colectivos”. El problema del “dominio público” ejemplifica los límites de una ley con relación a los efectos del despojo. Resulta increíble que -por ejemplo- tratándose de marcas y patentes, el nombre “uña de gato Asháninka” no pertenece a ninguna organización de ese pueblo sino a particulares. De modo que, la imperfección de los productos jurídicos debe medirse con una cierta ponderación y crítica. ¿Habría sido preferible no tener la norma?, ¿debió esperar un proceso masivo de consultas?, ¿puede mejorarse, cambiarse o suprimirse la norma?, ¿debe implementarse o sumarse al diccionario de leyes promulgadas pero incumplidas?, son algunas de las interrogantes que el régimen de protección nos suscita. Los derechos de los pueblos indígenas sobre el material genético, entendido como las “unidades funcionales de la herencia contenidos en todo material de
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origen vegetal, animal, microbiano u otros”, así como los derivados y sintetizados, es otro asunto de la mayor importancia. De hecho la discusión se centra en la condición de bienes públicos o si ellos pueden ser objeto de propiedad privada. La situación se complica si tenemos presente que los pueblos no son un sujeto “privado”. Su característica peculiar de existir jurídicamente antes que el Estado peruano moderno, constriñe la extensión y el carácter del “dominio público” estatal. Esta delimitación a favor de la propiedad colectiva indígena para los recursos genéticos, no implica una ausencia de participación estatal, de cuidado del recurso o de distribución nacional de los beneficios, supone en verdad, que el contrato debe incluir a una parte dominante -si el recurso está vinculado al derecho indígena- que defina ciertas condiciones razonables de acceso, uso y disposición como ellos -los pueblos- lo entiendan. Por su parte, los derechos a las expresiones de conocimiento, arte y técnicas culturales indígenas deben ser, sin la menor duda, protegidos como derechos de autor. El “autor”, en este caso, resulta un colectivo especial, el pueblo indígena. Esta es una de las áreas en las que, con mayor frecuencia, los conocimientos y producción indígenas circulan sin mayor protección y, en algunos casos, los beneficios que se producen suelen ser importantes pero ajenos a sus creadores. Recursos que no llegan a los generadores del valor sino a sus comercializadores. Es decir, se debe retornar a la idea de establecer una alianza entre las partes interesadas basada en el respeto a los derechos indígenas. La propiedad de los recursos naturales se concentra en aquello tradicionalmente utilizados en sus actividades. Es un derecho que corresponde, plenamente, al reconocimiento del derecho a existir. Si admitimos que se presenta una relación entrañable entre un pueblo y los recursos que utiliza para su subsistencia, no queda sino admitir que de ello se desprende un derecho en correlato con su propiedad de la tierra. En otra orilla, se encuentran los recursos que no son tradicionalmente utilizados pero que están en su territorio -esté titulado o nosobre los cuales les corresponde una participación en diálogo con el Estado y los empresarios. Debemos pensar en la propiedad plena para aquellos recursos naturales tradicionalmente utilizados por los pueblos indigenos pues su uso y disposición ha sido la condición física para su existencia con ese carácter. Una utilización marcada, precisamente, por su manejo sostenible y adecuado. Suponer que alguna agencia pública resulta mejor tutora de esos recursos que los indígenas, desconoce no sólo los derechos sino la práctica de los negociados
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y la depredación con la que se privilegian intereses privados de quienes pueden acceder al Estado. No tenemos dudas, el principio es que los recursos naturales tradicionalmente utilizados por los pueblos indígenas les pertenecen plenamente. Cuando ese uso tradicional no se presenta para recursos ubicados dentro de los territorios indígenas, como sucede en muchos casos mineros, subsiste el derecho a beneficiarse de los frutos de la explotación. En ese caso, como señalamos líneas arriba, se debe tratar de conciliar los intereses en juego pero corresponde a los pueblos indígenas la decisión final porque el riesgo para su subsistencia depende -frecuentementedel modo en que la explotación se ejecuta. Con demasiada reiteración los empresarios mineros prefieren hablar de “servidumbres” antes de negociar convenios de conciliación y trabajo en común. No obstante, algo de ese viejo estilo viene cambiando en el Perú, para bien de todos. Cuando se realiza una actividad minera, se debe garantizar la participación en los beneficios económicos, integridad cultural y proteger la integridad del medio ambiente de los pueblos afectados. No debe persistir un cuadro de explotación minera con tecnología de punta rodeada de pueblos indígenas en la miseria. Las zonas donde se encuentran los recursos explotados deben recibir, sin intermediarios, un porcentaje de esos beneficios. Si ese porcentaje sale den canon o es una partida especial corresponderá a la norma decirlo. En todo caso, el principio alegado de participación directa resulta diluyendo conflictos potenciales y desarticulando campañas en contra de la explotación. Actualmente el canon pasa por tantas manos “públicas” que nada llega, efectivamente, “al pobre sentado en un banco de oro” en palabras del sabio Raimondi. Si ocurre que algún organismo estatal desea disponer de los recursos naturales de la Nación a su antojo, como si ellos fueran de su propiedad, es decir, sin tener en cuenta a la gente, está en un error. Si en esa misma medida prefieren evitar el consenso, el acuerdo con las personas, la explicación de las razones y los beneficios que la minería supone, y aplicar en cambio sus tesis sobre las “servidumbres” o “propiedad estatal”, será que ellos viven a espaldas al mundo moderno donde lo que prima es la búsqueda de consensos. El acuerdo que se pide, supone evitar la concentración de tensiones sociales innecesarias que traben los proyectos mineros. Establecer un porcentaje directo del canon para los pueblos y comunidades implica, precisamente, evitar que el desarrollo minero se realice a espaldas de los lugares en que se ejecuta, en innecesaria contradicción con la gente. Curiosamente, la empresa privada puede ser más sensible a
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este reclamo que el mismo Ministerio del ramo. Debería establecerse un sistema de control social más efectivo sobre las decisiones de la burocracia al disponer para terceros de los recursos naturales.
6.6. Derechos políticos de los pueblos indígenas Es en la participación política donde se deben esperar los cambios más significativos. Se trata de contar con representación directa en el Congreso de modo que, precisamente, sea ese cuerpo representativo de la Nación, el que incorpore -incluya- a los pueblos indígenas. Las razones las hemos expuesto a lo largo de estas páginas, pero podemos añadir que el Estado pluralista se expresa en una democracia de tolerancia e inclusión. En ese sentido, el Congreso debe mostrarse como una “comunidad”, es decir, un espacio que comparte la presencia de todos los componentes de la Nación. Quizá sólo en ese sentido se puede hablar de una “Nación de nacionalidades”. En todo caso, de lo que se trata es de quebrar la indiferencia política del escaso peso que poseen los pueblos en la estructura del Estado. Es una tarea cuyas dificultades requieren de una voluntad definida por la pluralidad. Decir que los Pueblos Indígenas peruanos deben tener una representación en el Congreso, deriva del sentido de la democracia como una relación entre representación y representado. En esa medida, reconocerles derechos políticos, resulta una expresión de un contrato social coherente con el propio Estado y Nación que de ello resulta. Esa es una deuda del Perú abstracto -¿formado por ex-indios?- con el Perú real, donde los aymara, nahua, amarakaeri... existen, pero son invisibles en las normas fundamentales. La presencia directa en el Congreso de los pueblos indígenas, en un porcentaje de escaños, no corresponde tampoco a lo que estrictamente se conoce como “acción afirmativa”. Se trata de que la organización política nacional refleje, absorba, conduzca e incluya esa realidad, por una razón que está más allá del sistema jurídico oficial pero que le concierne. En Canadá por ejemplo, las comunidades lingüístico-culturales originan estructuras de representación plena. Colombia, tiene delegados indígenas en su Parlamento. Panamá la obtiene mediante un mecanismo electoral diseñado con ese propósito... en fin, todo alejadísimo de cualquier viso de privilegio individual o jurídico. Este principio no coincide con el establecimiento de “cuotas” en listas de postulantes presentados por organizaciones políticas para determinadas ocasiones.
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De lo que se trata es de componer las partes de una sociedad en el “todo” político del aparato legislativo de la República partiendo de una premisa que debe reiterarse: los pueblos son su matriz. El Estado y sus órganos, deben actuar como una proyección institucionalizada de esa condición de pluralidad y no como una armazón de exclusiones. De manera que, si bien los derechos políticos a la representación no son los únicos, ellos sintetizan bien el esfuerzo por el cambio de la democracia formal a una democracia más representativa de las realidades constitutivas de la Nación peruana.
6.7. El derecho al sistema jurídico de los pueblos indígenas El Derecho al sistema jurídico es la potestad de auto-regulación normativa de un pueblo indígena. De manera que, supone tanto la potestad de poseer una estructura formalmente establecida (es decir como un mecanismo exprofesamente preparado para ordenar la vida comunitaria, resolver las disputas internas y sancionar las desviaciones) como al tener no tenerlo y resolver las situaciones de control social, según el momento y condición en que ellas se presenten 63/. Ambas situaciones, responden a un asunto clave: el derecho del pueblo indígena a su auto juridicidad. La potestad indígena de autonomía interna no supone la clonación de la estructura estatal sino, el mantenimiento de las condiciones que tipifican a un pueblo como una sociedad particular. Si para mantener esa condición particular de existencia requiere un sistema sofisticado de adjudicación de derechos, de creación de normas y de imposición de sanciones, en buena hora será su derecho el tenerlo. Del mismo modo, el pueblo que considera en aplicación de ese derecho que es mejor optar por un modo de resolución e imposición normativa regida por principios y pautas culturales distantes al modo tradicional de entender su resolución, estará también en su voluntad así decidirlo. En estas eventualidades, el límite establecido siempre lo es el cuerpo de los derechos humanos reconocidos globalmente. Algunos recalcitrantes positivistas dudarán que toda colectividad humana tenga un conjunto de normas que se aplican entre sus miembros (¿normas primarias?). Normas que pueden estar vinculadas a tradiciones religiosas, genealógicas, económicas... pero que no son consideradas plenamente jurídicas. ¿Por qué todo pueblo habría de tener normas jurídicas si sus estructuras internas no las necesitan? En las nuevas circunstancias un sistema normativo puede ser creado, cambiado, adaptado o suprimido.
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Un pueblo sin un sistema jurídico complejo puede lograr el mismo resultado empleando otros elementos. Este es el asunto fundamental. Si fuere necesario o si el pueblo indígena así lo considera, se halla facultado para organizarlo y, el Estado, obligado a apoyar su implementación. El contar con un sistema jurídico no supone que un pueblo lo deba tener a imagen y semejanza del derecho estatal. Por el contrario, su derecho como pueblo radica, entre otros asuntos, en tener un sistema jurídico o normas consuetudinarias o normas primarias de convivencia diferentes a las estatales. A las normas estatales les concierne el modo de hacer legales tales sistemas. Como hemos afirmado, la formación de un sistema jurídico depende de muy diversos factores como la valiosa experiencia aguaruna nos lo ha demostrado 64/. En efecto, lo que origina un sistema jurídico indígena son tanto elementos externos (decepción frente al aparado judicial del Estado, imposibilidad de acceso o ausencia de imparcialidad) como la disposición de otros internos. Esos componentes internos suelen ser de dos tipos: uno es la pre-existencia (o no) de mecanismos resolutorios de conflictos, el otro es una conciencia de necesidad del cambio. Como sucedió en el caso aguaruna del Alto Marañón, ellos tenían plena voluntad para modificar comportamientos tradicionales que, en las nuevas circunstancias, resultaban inadecuados para disolver la tensión social (por ejemplo los castigos físicos). De hecho, la intervención policial había llevado a la cárcel a muchos aguarunas que mataron a brujos acusados de causar la muerte de algún familiar. Una constante intervención policial disociada de la raíz cultural que originaba el conflicto, aumentaba la presión por el cambio y los hechos apuraban la formación de una justicia aguaruna. Pero lo que el caso aguaruna también nos enseña, es que no debemos imaginar una coincidencia plena entre la extensión de un territorio indígena y la superposición exacta del sistema de derecho como ocurre con el Estado. En buena cuenta, pueden operar varios sistemas simultáneamente o quedar amplias áreas sociales regidas por las normas tradicionales. Lo que sí debemos resaltar es que estamos ante mecanismos contemporáneos, creados fusionando tradición y modernidad, perfectibles en muchos aspectos por la voluntad de los miembros y sostenidos por su credibilidad y legitimidad social. Los elementos que lo componen nos dirigen a pensar al derecho indígena no tanto como una repetición constante de comportamientos (derecho consuetudinario) sino como un mecanismo dinámico de compensación y equilibrio en cambio permanente e interacción con otros componentes de la experiencia cultural. Por eso
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nuestra reticencia a reducir un sistema jurídico dinámico al llamado “derecho consuetudinario”. Por otro lado, al contar con una autoridad especialmente designada para administrar justicia, avalada pero también desligada de la organización política representativa, facilitó el desarrollo del sistema. Luego, vendría la formalización de la escritura como paso final del proceso. Pues bien, esta situación nos conduce a pensar en el derecho de los pueblos indígenas peruanos de manera dinámica. No solamente en el sentido de derecho/ obligación, sino como una tarea de permanente política interna de adaptación y cambio. Los pueblos pueden crear y recrear sus normas para darles mayor consistencia, para mejorar sus estándares de justicia. Tienen que tomar en sus manos la ardua tarea de preparar -cuando sea necesario- sistemas jurídicos que se ajusten a las condiciones generales de los derechos humanos. Es una labor delicada. De hecho, la experiencia de algunos para mejorar sus caminos jurídicos podría ser ejemplo para las necesidades de otros. Este valioso esfuerzo de inter-comunicación de experiencias debe tener el apoyo del Estado y de los organismos proindígenas de asesoría legal. Comúnmente empleamos el término “derecho” para referirnos a la presencia de normas internas de resolución de conflictos, pero el derecho efectivo en tanto cumplimiento fuera del caso crítico, no debe quedar negado o relegada su comprensión. Lo común en toda sociedad humana es que se logre un equilibrio entre las fuerzas e intereses que la componen. Por ello, lo frecuente es que las normas de comportamiento pasen desapercibidas ante nuestros ojos. ¿Debemos considerar las obligaciones del futuro yerno como normas en una sociedad matrilocal?, ¿los modos en que el yerno cumple hoy en día esa obligación pueden cambiar sin perder eficacia?, ¿podría el yerno protestar contra esas pautas alegando que no corresponden a las normas no indígenas?, ¿es posible que la crisis de un sistema de derecho indígena sea resuelta por el propio sistema normativo indígena?, son preguntas sobre la eficacia del sistema y no como un mecanismo de control o reparación de casos críticos. En resumen, se le llame derecho consuetudinario, sistema jurídico indígena o normas primaras de coexistencia, su carácter jurídico proviene del hecho de ser producidas, admitidas, administrados por un sistema cultural indígena en uso de su derecho como pueblo reconocido por el Estado. Lo relevante es que cualquiera que fuera su forma empleada, la forma misma es un derecho.
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En buena cuenta, que el modo adoptado sea más o menos sofisticado o más cercano a un sistema o mejor definido como una costumbre es secundario, la cuestión de fondo es que el derecho a que sea de uno u otro modo le corresponde al propio pueblo. La idea del derecho depende del aparato teórico con el que se le mide. En efecto, para el pensamiento anglo-sajón lo consuetudinario es en sí mismo el derecho: una repetición judicialmente válida (la corte puede cambiar la norma precedente creando una distinta de resolver un caso). En la tradición del derecho romano, canónico y napoleónico, el contar con normas escritas creadas expresamente se consideró una conquista contra la «arbitrariedad» de una justicia “judicial”. De manera que, para que sean normas de derecho se deben expresar en forma amoldada a las reglas de producción. Así, en ambos casos, estamos ante un sistema de normas que se expresan eslabonadamente y condicionan su producción, adjudicación y cambio al sistema mismo.
6.8. Los derechos de los pueblos indígenas peruanos en una Constitución reformada La tarea más compleja para el constitucionalismo peruano consiste en pasar de la “comunidad” al “pueblo” como sujeto del derecho constitucional. Dar el salto sustantivo que rompa la tradición comunera colonial y republicana. Llegar al “pueblo” como sujeto de derechos es un cambio profundo no meramente terminológico o estético. Cambios constitucionales que puedan transformarse en prácticas políticas nuevas. Cambios con la participación de toda la gente interesada a fin de darles consistencia y legitimidad. Ese nuevo derecho indigenista se plantea como una reforma del Estado y no únicamente de una norma constitucional. Un modo en que el Estado establece sus relaciones y obligaciones con los pueblos indígenas, con todos ellos, los muy grandes y los muy pequeños, los contactados y los voluntariamente aislados... En cuanto a la reforma Constitucional actual, existen dos propuestas que en nuestra opinión, son relativamente cercanas en el sentido y dirección que nos proponen para los derechos indígenas. No obstante, el origen de una es la sociedad civil y de la otra un sector del aparato ejecutivo del Estado. La propuesta desde el poder ejecutivo corresponde a la elaborada por la Comisión Nacional de Pueblos Andinos y Amazónicos y que se llamó “Reforma
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Constitucional: Bases de una Propuesta de los Pueblos Andinos y Amazónicos” 65/. La otra iniciativa corresponde a la “Propuesta de Reforma Constitucional en Materia de Pueblos Indígenas y Comunidades” de la Mesa Nacional de Pluralismo Jurídico” 66/. En aquellas “Bases” de marzo del 2002, se parte de un principio general: “la Nación peruana es pluricultural, pluriétnica y multilingüe, constituida sobre la base de la diversidad de los pueblos que la conforman. El Estado peruano es único e indivisible” sobre esa definición se diseñan los derechos. Sostener “constituida sobre la base de la diversidad de los pueblos” era fundamental pues sobrepasó la idea dominante de la Nación como una suma de cultura-etniaidioma. Paralelamente, establece que “el Estado peruano reconoce la existencia de los pueblos indígenas peruanos, poblaciones afroperuanas y comunidades campesinas y nativas en la Constitución”. Se define a los pueblos indígenas como aquellos que, “son pueblos originarios que tienen derechos anteriores a la formación del Estado, mantienen una cultura propia, un espacio territorial y se autorreconocen como tales”. Es decir, pueblos que lo son desde antes del Estado y no “descendientes de poblaciones” que vivieron antes de la llegada de “la conquista o la colonización”. Las poblaciones afroperuanas son las “constituidas por varias comunidades afroperuanas que comparten una cultura de raíces africanas insertada(s) históricamente en el Perú”. Por su parte, las actuales comunidades campesinas y nativas “constituyen formas de organización social que adoptan los pueblos indígenas. Son organizaciones de interés público, con existencia legal, personería jurídica, autonomía de gobierno y administración de sus territorios”. Otro elemento de las Bases es que precisa que se trata de derechos colectivos, es decir, que corresponden al conjunto del que se trata y no a individuos particulares. De modo que, la denominación “indígenas” comprende y puede emplearse como sinónimo de “originarios”, “tradicionales”, “étnicos”, “ancestrales”, “nativos” u otros vocablos que suponen una identidad supra-individual. El inventario de derechos que las “Bases” exponen, corresponde a la identidad cultural, a los idiomas, territorios, minería e hidrocarburos, derecho al desarrollo, a la educación bilingüe intercultural, a la propiedad colectiva de sus conocimientos, derecho a la “definición y ejercicio de sus propias instituciones de gobierno interno, a la jurisdicción y a la participación política en los organismos del Estado y a la consulta previa a cualquier acto legal o administrativo que los afecte en
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concordancia con la legislación nacional”. Es decir, un cambio sustantivo en la perspectiva republicana de los derechos. Esa propuesta incluyó una iniciativa para contar con una representación directa en el Congreso de la República de diez representantes “elegidos por los miembros de los pueblos indígenas y poblaciones afroperuanas”. Lo que, evidentemente, es compatible con la situación de los derechos indígenas y no es una novedad peruana. Así pues, las “Bases” refirieron que las autoridades de los pueblos y comunidades pueden “ejercen las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con el derecho consuetudinario y en armonía con los derechos fundamentales de la persona”. Es decir, admitir el valor de la solución interna de conflictos. Para el caso de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, cuya capacidad de acción en defensa de sus derechos puede verse limitada se previó que sean “representados por las organizaciones indígenas locales o nacionales respectivas” y con la intervención de la Defensoría del Pueblo. Por su parte la Mesa Nacional de Pluralismo Jurídico, entiende que el Estado debe reconoce la existencia de los Pueblos Indígenas Peruanos y sus Comunidades como personas jurídicas de derecho público y los define como “aquellos que descienden de los pueblos ancestrales anteriores al Estado peruano, conservan todo o parte de sus propias instituciones sociales, económicas, culturales, territoriales y políticas y se autorreconocen”. El carácter de derecho público refiere a dos cuestiones: la primera es que se trata de prescripciones que no pueden ser cambiadas por acuerdo de algún tipo entre particulares o entre particulares y el Estado; y la segunda, es que en buena cuenta, se trata de obligaciones del Estado, límites que sistema jurídico impone a sus funcionarios (“órganos”) que bajo determinadas circunstancias cumplen una función pública. De manera que, el interés público compromete al propio Estado y hace que se comporte como una “parte interesada” en su estricto cumplimiento, incluso si fuera afectado por tal eficacia. De manera que, no hablamos de normas civiles en el sentido de contractuales o pasibles de adecuación entre partes (incluyendo al Estado) sino de normas cuyo reconocimiento obliga al Estado a punto de comprometerlo en la vigilancia de su ejecución. Ahora bien, en la propuesta que comentamos se considera a los pueblos “peruanos”, con lo cual se define bien el papel de la autodeterminación entendida
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como pluralidad y aceptación del entorno estatal en el que las normas constitucionales se producen. De manera que, la autonomía interna es plena y se debe “expresar en armonía con los principios universales de derechos humanos. En virtud de este derecho pueden conservar, reforzar o cambiar las prioridades de su desarrollo económico, social y cultural, mantener su propio sistema jurídico y participar plenamente en la vida política del país”. Al igual que en las “Bases”, la “Propuesta” se dirige a los derechos colectivos y no a una enumeración de derechos individuales. Considera los siguientes: “(1) Mantener, desarrollar y fortalecer su identidad étnica y cultural. (2) Conservar y recuperar la propiedad y la posesión de los territorios que tradicionalmente habitan, los cuales son indivisibles, permanentes, inalienables, inembargables e imprescriptibles y la propiedad de los recursos naturales que históricamente han utilizado. (3) Utilizar, conservar, disponer, usufructuar y explotar los recursos que se hallen en sus territorios. Los Pueblos Indígenas deberán participar en los beneficios que reporten las actividades mineras, petroleras e hidrocarburíferas cuando los recursos se encuentren en su territorio y a una justa compensación cuando realicen actividades de prospección y exploración o deban tender oleoductos, gaseoductos o cualquier actividad que desequilibre el medio ambiente natural. En todos los casos las servidumbres legales están obligadas al pago de una justa compensación. (4) No ser trasladados o reubicados de sus tierras y territorios sin su libre consentimiento. (5) El derecho de iniciativa legislativa. (6) El derecho de consulta antes de la adopción de toda acción o medida legislativa o administrativa que les afecte en sus derechos. (7) El derecho de participación en la toma de decisiones. (8) A que sus idiomas sean reconocidos oficialmente. (9) A la educación indígena, a la educación bilingüe e intercultural y a la conducción escolar con sus propios profesores. Se garantizará que estos sistemas educativos sean iguales en calidad, eficiencia y accesibilidad a lo previsto para la población en general. (10) A la propiedad de su patrimonio tangible e intangible. A la protección legal de sus conocimientos, innovaciones y prácticas colectivas asociadas a la diversidad ecológica, así como a sus tradiciones orales, literarias, diseños, artesanía, artes gráficas y toda obra susceptible de derechos de propiedad intelectual. (11) Al reconocimiento, propiedad intelectual en general de sus conocimientos, prácticas de medicina tradicional, farmacología y promoción de la salud. (12) Usar, mantener y administrar sus propios servicios de salud, así como a tener acceso sin discriminación alguna, a todas las instituciones y servicios de salud y atención médica, accesibles a la población en general. (13) Los técnicos, profesionales y personal que se emplee en servicios públicos de salud, educación, agricultura, forestales, policiales, etc., y demás actividades estatales que conciernan a los Pueblos Indígenas, serán indígenas del lugar, a propuesta de la población indígena. (14) A conservar, restaurar y administrar su
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medio ambiente territorial y participar en la conservación y control del medio ambiente circundante con el apoyo y bajo responsabilidad de los funcionarios estatales. (15) A participar directamente en la vida política del país de acuerdo a sus valores culturales. Tienen derecho a contar con representación parlamentaria elegida directamente por ellos. Asimismo, tienen derecho a contar con representación en los gobiernos regionales y locales. (16) Al reconocimiento del derecho indígena como parte integrante del sistema jurídico de la Nación y del marco de desenvolvimiento normativo del Estado. (17) A decidir sus prioridades y controlar el proceso de su desarrollo sustentable, contando con el apoyo estatal para su financiamiento. (18) Se debe reconocer la Jurisdicción Indígena/comunal y su ejercicio autónomo, cuyas sentencias serán en instancia única, salvo que se pruebe en apelación, una violación de derechos humanos, que también será conocido por el Tribunal Constitucional. (19) A contar con una Acción de Amparo que proceda contra el hecho u omisión, por parte de cualquier autoridad, funcionario o persona, que vulnere o amenace los derechos colectivos reconocidos a los pueblos indígenas. En este caso debe ser el Tribunal Constitucional el que los proteja. (20) A participar de la instancia estatal o Comisión Nacional que se establezca para los pueblos indígenas”. Ambos textos, el de “Bases” y el de “Propuesta” fueron posteriormente, reducidas a su mínima expresión en el “Proyecto de Reforma Constitucional” que actualmente se debate en el Congreso peruano como lo explicaron -públicamentediversas instituciones de derechos humanos del Perú 67/.
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Epílogo
Esta “Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas” se ha escrito para hacer visibles a los sujetos de derecho que permanecen relativamente esfumados en las normas jurídicas positivas. No obstante esa situación, su legitimidad histórico-jurídica ha permanecido o, al menos en el Perú, no se ha construido la teoría que con solvencia pueda demostrarnos su evanescencia. En cierto sentido, este es un drama del derecho positivo: pese a todo el poder de su retórica no logra su empeño. El mundo en cambio, parece acercarse cada día más a definiciones cercanas al concepto de pueblos como aquí lo hemos tratado, de modo que la dinámica de las civilizaciones modernas les ofrecen una oportunidad que las constituciones estatales aún les niegan. A fin de cuentas de lo que se trata es de la pluralidad. La admisión en el sistema jurídico de una de las características más sólidas de la Nación y el Estado peruanos. Si el lector elige la denominación de plurinacional para el Estado que resulta de esa integración, esa es una elección posible. Preferible sería considerar el Estado-Plural como un destino para la permanencia jurídica de los pueblos. Empero, el derecho a existir de los pueblos nos ha reclamado su lugar, difiere de la “cultura”, la “raza”, la “minoría étnica”, el “grupo étnico”, las “poblaciones” y otras tantas denominaciones que esquivan el fondo del asunto. Pero desafortunadamente, una introducción es solamente eso, un primer vistazo a un tema cuya dimensión sobrepasa las posibilidades de un autor y un libro. Una mirada que debe cumplir con sus premisas y desterrar cualquier totalitarismo conceptual. Los ejemplos de la persistencia de lo indígena en el Perú como una realidad social cuya descripción a fondo la han realizado muchos autores competentes, nos ha relevado de esa tarea que únicamente la literatura politizada se esfuerza por negar sin mayor rubor. Los medios de masa hacen su parte a espaldas de un Perú que, en este aspecto, sigue siendo demasiado ancho
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y demasiado ajeno como para facilitarnos su análisis sin la reiterada poltrona de los conceptos generales y el cálculo incesante de los postulados abstractos. Los derechos de los pueblos indígenas son, también, un derecho de todos nosotros a contar con un Estado plural. Quizá este asunto no se entienda correctamente cuando se analizan las cosas como una batalla de suma-cero, en buena cuenta las posibilidades de extensión del mercado, la explotación de recursos naturales de manera sostenida y responsable, la expansión de la inversión privada, el aprovechamiento de ventajas culturales, el despegue de una economía moderna, transcurren precisamente, por un catálogo jurídico distinto. Por una apuesta normativa imaginativa, quizá algún día, las personas que toman las decisiones en lugar de crear administraciones espaciales abstraídas y alejadas de la sociedad, se atrevan a darle una oportunidad a la gente y a todas sus identidades. Ese paso que muchos han dado en el Perú a pesar de todas las objeciones y todos los malos entendidos, tachas y censuras. Para no abundar en esa babel, esta Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas, ha querido explicar las razones y los conceptos que generan el Derecho de los pueblos indígenas a existir para el Derecho.
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Notas
1/ Kroeber (1953), Jaulin (1976), Ribeiro (1977), Wise y Ribeiro (1978), Roa Bastos y muchos otros han descrito el genocidio. 2/ La frase de José María Arguedas, “todas las sangres”, se emplea tanto para aludir una idea de variedad (¿cultural y racial?), como para referirse a la unidad o síntesis del mestizaje (¿cultural y racial?). Un estudio completo del etnocentrismo se encuentra en: “Etnocentrismo e Historia”, de Perrot y Preiswerk. 3/ Mario Vargas Llosa, “La Utopía Arcaica”, página 332. Este escritor hispano-peruano sostiene que el Perú, “en gran parte” ha dejado de ser la sociedad que describió el indigenismo literario: “...lo innegable es que aquella sociedad andina tradicional, comunitaria, mágico-religiosa, quechuahablante, conservadora de los valores colectivistas y las costumbres atávicas, que alimentó la ficción ideológica y literaria indigenista, ya no existe. Y también, que no volverá a rehacerse, no importa cuántos cambios políticos se sucedan en los años venideros” (página 335). En estas páginas, no planteamos rehacer un imposible, sino crear un presente político y jurídicamente plural, borrando la injusticia de la que el indigenismo y especialmente José M. Arguedas, dieron cuenta. Por otra parte, menos de una década separa a Vargas Llosa de su novela “El Hablador” (1987), dedicada a los machiguenga en los que el autor polemiza con su “Mascarita” y donde todavía duda sobre lo conveniente (“Yo no lo sabía, yo dudo aún”, página 29). ¿Será tal ficción literaria un neo-indigenismo asomado exclusivamente al balcón de la amazonía o será acaso, una etnografía menos certera que la de Arguedas, juzgadas ambas como lo que no son: textos sociológicos? 4/ Esta perspectiva se encuentra muy extendida. Para una revisión del tema se puede acudir a las publicaciones de, entre otros, Ramiro Reynaga y el Movimiento Indio Peruano. 5/ Ver “Diálogo intercultural un camino para la democracia”. 6/ El lector puede encontrar casi todas las variantes de la percepción de lo indígena, en el debate en torno al Proyecto de Ley para crear una Comisión Especial de Asuntos Indígenas realizado en el Congreso de la República, el año 1998, y en el sucedido para denominarla de asuntos “afroperuanos”, en enero del año 1999. 7/ En muchas ocasiones a lo largo de su texto Guamán Poma hará una reflexión sobre el derecho al auto-gobierno. Su énfasis en llamarse “Príncipe” no es un asunto de egolatría sino de política. Al describir la creación y la ubicación de los pueblos puestos por Dios en el mundo, así como sus pergaminos genealógicos, el cronista, actúa dentro de esa misma estrategia jurídica: exponer su derecho al (buen) gobierno.
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8/ Se trata de una gruesa división efectuada para los fines de una clasificación meramente jurídica, lo cual no implica olvidar que, como señaló A. Flores Galindo en la revolución tupamarista “convivían dos fuerzas que terminaron encontradas”. “Buscando a un Inca”, página 151. 9/ Colección Documental de la Independencia del Perú, recopilado por Carlos D. Valcárcel. Tomo II, Volumen II. EN: “Historia del Perú Colonial”, Carlos Daniel Valcárcel. Ed. Importadores S.A., Lima, sin fecha de imprenta, página 230. 10/ Wilfredo Kapsoli, “Los movimientos campesinos en el Perú”, Tercera Edición, Ediciones Atusparia, Lima 1987, página 56). Para una interpretación de estos movimientos ver “La lucha indígena: un reto a la ortodoxia”. 11/ En el año 1896, John Neville publicó el que hasta hoy es el estudio más interesante de este asunto. 12/ “El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno”, página 858. Guamán Poma no está libre de sus propias contradicciones e intereses de la propiedad rural que reclamaba en Chupas, no obstante, se perfila en sus palabras un cuestionamiento más general al derecho español a gobernar el Perú. 13/ Estudios y textos muy diversos se han escrito sobre esta discusión y sus repercusiones en el Perú. Puede consultarse de Fray Bartolomé de Las Casas “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, de Juan Gines de Sepúlveda el “Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios”, de Juan Bautista Lassegue “La larga marcha de Las Casas” y los trabajos de Marianne Mahn-Lot. Además, de Isacio Pérez, “Bartolomé de Las Casas en el Perú”. 14/ “La destrucción del Imperio de los Incas”, W. Espinoza, página 172 (Edición Amaru l990). 15/ Ibíd. Página 199. 16/ Ibíd. Página 201. 17/ “La comunidad campesina en la sierra central, siglo XIX”, N. Manrique, página 132. EN: “Comunidades Campesinas Cambios y Permanencias”. 18/ “Comunidades de indígenas y estado Nación en el Perú”, H. Bonilla, página 18. EN: “Comunidades Campesinas Cambios y Permanencias”. 19/ La “Historia de las Misiones Franciscanas” de Fray Bernardino Izaguirre recoge esa confrontación. 20/ Demetrio Ramos Pérez, “Historia de la Colonización Española en América”, páginas 295 y 296. 21/ René Ortiz Caballero, “Derecho y Ruptura”. 22/ Hans Kelsen en su clásico sobre “Teoría General del Derecho y del Estado” página 138). 23/ José Mariluz, “El Régimen de la Tierra en el Derecho Indiano”, página 20. 24/ Ibíd. Página 69. 25/ Julio Escobar, “La condición civil del indio”. En: Revista Universitaria. Año XIX. Vol. II. Año 1925. Página 595. Jorge Basadre, “Historia del Derecho Peruano”, página 271. 26/ Ibíd. Página 554. 27/ En este punto coinciden explícita e implícitamente la mayoría de los autores que han tratado el tema Villarán, Bustamante, Encinas, Escobar etc. Quizás debiéramos recordar las palabras de Ricardo Bastamente Cisneros referidas a las leyes creadas sin consulta, «no podrá nunca prosperar, y tendrá que ser, como las leyes que sobre comu-
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nidades de indígenas se han dado, leyes yuxtapuestas inapropiadas, incumplidas, inaplicables, leyes que han caído en el vacío y que son letra muerta...», “Condición Jurídica de las Comunidades Indígenas”, página 110. De 1918 a la fecha poco ha cambiado. La cuenca del río Ene, por ejemplo, demarcada y titulada a favor de las “comunidades” asháninkas es desde hace más de una década, es espacio de acción de terrorismo, el narcotráfico, la colonización y re-poblamiento de invasores, de muy poco valen los documentos legales que los acreditan a los asháninkas como dueños. 28/ Esos conceptos están recogidos en “La Amazonía en la Norma Oficial Peruana: 1821-1990”. 29/ Los procesos de resistencia campesina e indígena han sido tratados por la literatura indigenista, por historiadores y sociólogos peruanos en abundancia. Son especialmente significativos los estudios de Flores Galindo, H. Bonilla, A. Quijano y W. Kapsoli. 30/ Una descripción amplia de esta clasificación etnocéntrica se encuentra en “Etnia y Represión Penal” del autor. 31/ “La revolución nacional peruana”, página 192. 32/ Pueden verse al respecto, los artículos 38 y 40 de la Constitución de 1920, 37 de la de 1933, 118 de la de 1979, 63 de la de 1993 en la compilación de Domingo García Belaunde, “Las Constituciones del Perú”. 33/ Una exposición general de las tendencias recientes sobre el tema puede verse en: “Safeguarding Traditional Cultures: A Global Asessment”, Ediciones Meter Seitel UNESCO, Estados Unidos, año 2001. 34/ Un enfoque de este sesgo puede apreciarse en “Interculturalidad y Política Desafíos y Posibilidades”. 35/ Clifford Greetz, “La interpretación de las culturas”, página 20. 36/ Samuel Huntington, “¿El Choque de Civilizaciones?”, página 2. En el año 1990, con la U.R.S.S. íntegra, sosteníamos comentando la importancia del factor étnico-cultural: “Consideremos por un momento la situación mundial. La propuesta más importante del socialismo oficial, la perestroika, toca techo (¿?) cuando las reivindicaciones nacionales presionan y un ruso blanco dispara contra un mongol. Días antes o días después, un comando vasco reivindica un atentado con explosión de coche-bomba en algún lugar de Madrid; en Karentina -Beirut- la milicia cristiana -dividida- lucha calle a calle por el control de la ciudad; el Ayatollah pide que la cabeza de un poeta (separada del cuerpo) lave la ofensa religiosa contra el Islam; un manifestante negro anti-apartheid se sienta sobre la cabeza de una estatua del primer ministro sudafricano Jan Smits... La diversidad étnico-nacional parece hoy, en efecto, dominante en el escenario político internacional. Las lecturas no ortodoxas dirían “la clase muestra el color de su piel”. En todo caso, se devela, sí, que lo étnico es un asunto contemporáneo, de magnitud mundial y paradójicamente marcado por el énfasis en lo local. Azerbaiján y la selva central del Perú están simultáneamente muy lejos y muy cerca el uno del otro: son escenarios del mismo factor pero con libretos -naturalmente- contextualizados. ¿Cómo queda la democracia?” (Quehacer 63, abril 1990). 37/ Samuel Huntington, “El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial”, página 48. 38/ Op. Cit. Página 3, una explicación más detallada se encuentra 36/. 39/ Op. Cit. Página 52. 40/ Op. Cit. Página 4.
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41/ Especialmente los textos de Ramiro Reynaga en “Reconstruyamos nuestro cerebro”. 42/ Alvin Toffler, “La Tercera Ola”, páginas 93-94. 43/ Ibíd. Página 317. 44/ Ibíd. Página 425. 45/ Ibíd. Página 420. 46/ Ibid. Página 424. 47/ Varios en “Etnoeducación Conceptualización y Ensayos”. 48/ Una amplia difusión del tema desde el punto de vista de la educación, puede hallarse en muchos de los 58 números de “Educación de Adultos y Desarrollo”. 49/ Sartori, Giovanni. “La sociedad multiétnica; pluralismo, multiculturalidad y extranjeros”, página 88. 50/ Op. Cit. Huntington, página 49. 51/ Op. Cit. Sartori, página 96. 52/ Capotorti, citado por Sartori ver nota 48. 53/ Cristescu, “El Derecho a la Libre Determinación”, página 143. 54/ «Los Derechos de las Minorías», página l2. 55/ Una bibliografía y estudio adecuado se encuentra en “Los grupos étnicos y sus fronteras” de F. Barth y en “Las culturas tradicionales y los cambios técnicos” de G. Foster. 56/ Una amplia bibliografía del año 1951 al 2002 se encuentra en las publicaciones y documentos de UNESCO sobre discriminación racial en internet. 57/ Frederick P Bowser, “El esclavo africano en el Perú colonial”, “De sol a sol” de Jaime Arocha y Nina Frieddemann y “Negros e Indios no Cativeiro da Terra” de Marés y otros. 58/ “Derechos e identidad. Los pueblos indígenas y negros en la Constitución Política de Colombia de 1991” de E. Sánchez y otros. 59/ Federico Chabod estudia los orígenes conceptuales de la Nación. 60/ Francis Fukuyama “El Fin de la Historia y el Ultimo Hombre”. 61/ Op. Cit. Kelsen página 247. 62/ Ibíd. Página 250. 63/ Fernando Silva Santisteban ha hecho un amplio estudio de la disciplina antropológico-jurídica en el Perú. Los estudios de caso de Price, Villavicencio, Iturregui, Peña, Revilla, Brandt, Guevara, entre otros, exponen ese desarrollo. Entre los clásicos, Nader, Pospisil y Chase Sardi en Paraguay y muchos otros autores, han escrito sobre el tema. 64/ Ver del autor “Sistema Jurídico Aguaruna y Positivismo”. 65/ “Hacia Una Nueva Nación Kay Pachamanta”, Eliane Karp de Toledo página 143. 66/ “Propuesta de Reforma Constitucional en Materia de Pueblos Indígenas y Comunidades”, Mesa Nacional de Pluralismo Jurídico. 67/ “Derechos Constitucionales de los Pueblos Indígenas”, diario “La República”, 8 de agosto del 2002, página 12.
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