Iniciación a la vida espiritual: El camino hacia el hombre interior [Primera edición] 9788430117734

El verdadero hombre, la auténtica mujer, se encuentran ocultos en el interior (1 Pe 3, 4). Siguiendo esta lógica miste

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Spanish; Castilian Pages 112 [108] Year 2011

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CONTENIDO

I

Las etapas de la vida espiritual

1. Algunas constantes del itinerario espiritual

de un cristiano ............................................... 11

2. Una vida que pasa por etapas sucesivas.... 17

3. La experiencia cristiana es, ante todo, una vida.................................................................. 19

4. Una vida nacida de la Palabra y alimenta­da por ella ...................................................... 23

5. Descender a la propia interioridad, al «hom­bre interior».................................................... 29

6. Las etapas del crecimiento espiritual ......... 33

1. Primera etapa: la vía activa..................... 35

2. Segunda etapa: la vía pasiva .................. 37

a) El paso de la tentación ........................ 49

b) El quebranto del corazón.................... 52

3. Tercera etapa: la vía unitiva.................... 57

II

El hombre interior

1. El hombre interior en la Biblia .................. 67

2. El templo de la plegaria interior ................ 71

3. El paso a la oración consciente ................... 77

4. El mundo de hoy frente a la interioridad ... 85

1. El evangelio reducido a ideología........ 88

2. El evangelio reducido a activismo......... 92

3. El evangelio reducido a moralismo ....... 96

Índice de citas bíblicas..................................... 107
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Iniciación a la vida espiritual: El camino hacia el hombre interior [Primera edición]
 9788430117734

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INICIACION A LA VIDA ESPIRITUAL

ANDRÉ LOUF

INICIACION A LA VIDA ESPIRITUAL El camino hacia el hombre interior

f

EDICIONES SIGUEME SALAMANCA

2011

Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujo Luis Rubio Moran de la versión italiana Consigli per la vita spirituale y L 'uomo interiore € Edizioni Qiqajon. Comunità di Bose 2007 y 2009 €■ Ediciones Sígueme S.A.U., 2011 Cl García Tejado. 23-27 - E-37007 Salamanca / España TIf.: (+34) 923 218 203 - Fax: (+34) 923 270 563 ediciones@ sigueme.es www.sigucme.es ISBN: 978-84-301-1773-4 Depósito legal: S. 952-2011 Impreso en España / Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A.

CONTENIDO

i Las

etapas

DE LA VIDA ESPIRITUAL

1. Algunas constantes del itinerario espiritual de un cristiano ...............................................

11

2. Una vida que pasa por etapas sucesivas....

17

3. La experiencia cristiana es, ante todo, una vida..................................................................

19

4. Una vida nacida de la Palabra y alimenta­ da por ella ......................................................

23

5. Descender a la propia interioridad, al «hom­ bre interior»....................................................

29

6. Las etapas del crecimiento espiritual .........

33

1. Primera etapa: la vía activa.....................

35

2. Segunda etapa: la vía pasiva ..................

37

a) El paso de la tentación ........................

49

b) El quebranto del corazón....................

52

3. Tercera etapa: la vía unitiva....................

57

II El

hombre interior

1. El hombre interior en la Biblia ..................

67

2. El templo de la plegaria interior ................

71

3. El paso a la oración consciente ...................

77

4. El mundo de hoy frente a la interioridad ...

85

1. El evangelio reducido a ideología........ 2. El evangelio reducido a activismo.........

88

3. El evangelio reducido a moralismo .......

92 96

Índice de citas bíblicas.....................................

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1

LAS ETAPAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

\

ALGUNAS CONSTANTES DEL ITINERARIO ESPIRITUAL DE UN CRISTIANO

Unas palabras para explicar este título: voy a hablar de la experiencia cristiana como de un «iti­ nerario», de un «camino», de acuerdo con el len­ guaje del Antiguo Testamento, donde se habla de «caminar en presencia de Dios» (Gn 17, 1 ; 48, 15; 2 Cr 6, 14), o de «seguir los caminos del Señor» (por ejemplo, Dt 8, 6; 10, 12; 11, 22; 2 Cr 6, 31 ; Sal 81, 14). «Itinerario» evoca movimiento, y mo­ vimiento hacia delante. Este itinerario se califica como «espiritual». Con este término no se quiere indicar, como es habitual, una distinción y separación entre espíritu y cuerpo, entre dos componentes del ser humano, los inma­ teriales y los materiales. Se indica únicamente que en este camino solo se avanza si se es guiado por

Las etapas de la vida espiritual

el Espíritu con mayúscula, el Espíritu Santo. Este sentido permite, al mismo tiempo, no olvidar la in­ tuición tan felizmente formulada por Péguy: «Lo carnal también es espiritual». Voy a poner de relieve algunas constantes de es­ te itinerario espiritual que, en mi opinión, definen el de todo cristiano. Estas matizaciones me permi­ ten añadir dos consideraciones preliminares con las que quiero encuadrar el tema y, ante todo, aclarar mi punto de partida. En primer lugar, que se trata del itinerario «de un cristiano». Resulta obvio que la experiencia es­ piritual -con la «e» minúscula-, incluso la expe­ riencia mística entendida en el sentido amplio de la palabra, no es exclusiva de la fe cristiana. También en otras partes, en otras religiones e incluso den­ tro de otras culturas, se dan auténticas experien­ cias espirituales. Podría haber cedido a la tentación de confrontar la experiencia propiamente cristiana con la de otras religiones, procurando, por ejem­ plo, mostrar en qué coinciden, o en qué se diferen­ cian, y sobre todo si todas ellas conducen al mismo Ser supremo, al mismo Dios. De esa manera podría haber redactado un curso de espiritualidad compa­ rada de las religiones, proyecto legítimo, pero que no es el que pretendo abordar aquí. Y no solo por­ que considero que mi formación es insuficiente pa12

Algunas constantes de! itinerario espiritual

ra una tarea semejante, sino sobre todo porque, a mi juicio, disertar sobre otras experiencias espirituales estando fuera de ellas significa tener que tratarlas de modo abstracto, a partir de indicios externos, y, por lo tanto, verse casi inevitablemente obligado a hacer lo mismo con el itinerario cristiano, algo que no deseo hacer. Me propongo, pues, describir la experiencia cris­ tiana desde mi propia implicación personal en ella, en la medida en que, como probablemente la mayor parte de los lectores, participo de esta experiencia y, aun dentro de mis propias limitaciones, me siento «llevado» por ella. Por lo demás, ¿es posible hablar de una experiencia si de alguna manera no nos en­ contramos inmersos en ella? Además -y es la segunda observación previa-, el cristianismo ha sido vivido y se ha expresado a lo largo de su historia de múltiples formas, que han seguido desarrollándose, proliferando incluso, y que, para hacerse comprender, han procurado adaptarse cada vez más y mejor a la cultura y a la teología de cada época. Lo mismo que han existi­ do, según un esquema que se ha hecho ya célebre, diversos paradigmas eclesiológicos en la historia de la Iglesia, cada uno de los cuales traducía a su modo algo de la riqueza siempre nueva y reno­ vable del dato revelado, así han existido también 13

Las etapas de la vida espiritual

diferentes paradigmas de la espiritualidad. Y así como detrás de los paradigmas teológicos (el de la iglesia primitiva, el bizantino, el latino-medieval, el de la Reforma y el de la Contrarreforma, el de la modernidad, y los muchos otros que sin duda se podrían encontrar) es posible señalar un cierto nú­ mero de constantes que llegan hasta los orígenes de la Iglesia, y que la acción incesante del Espíri­ tu continúa suscitando en formas cambiantes, así también es posible determinar en las diversas espi­ ritualidades, cada una de ellas con su vocabulario específico, un cierto número de constantes, de lu­ gares espirituales, de experiencias fundamentales que en el fondo se asemejan y recapitulan el modo con el que el Espíritu de Dios guía a los creyentes habitualmente. Esto no me impedirá citar de vez en cuando textos antiguos, pero no lo haré para avalar una determinada escuela de espiritualidad. Soy monje cisterciense, y soy feliz siéndolo, pero si en algún momento cito a Bernardo de Claraval es solo para mostrar que, cuando se trata de lo esencial, todos los autores, aunque con diferentes lenguajes, dicen en realidad lo mismo. Si, por una parte, el Espíritu se adapta siempre maravillosamente a las caracte­ rísticas personales de cada individuo, y en cierta manera se puede decir que hay tantos itinerarios 14

Algunas constantes del itinerario espiritual

como creyentes, no deja de ser verdad, por otra, que el esquema fundamental de la experiencia es­ piritual -eso que llamamos las «constantes»- no ha cambiado, y esto desde el principio, a partir de lo que nos ha transmitido la Escritura. Por lo que será necesario prestar particular atención a aquello que la Palabra de Dios ha considerado necesario decirnos a este respecto.

15

2

UNA VIDA QUE PASA POR ETAPAS SUCESIVAS

La experiencia espiritual es la experiencia de una vida, una vida que se identifica con la vida de otra persona, Jesús el Cristo, una vida que nos ha sido dada una vez por todas en el bautismo, pero que es revitalizada y alimentada constantemente por la palabra de Dios y por los sacramentos. Una evolución de este tipo sigue determinados criterios que han permitido distinguir en ella una serie de etapas sucesivas. Cada una de ellas implica cruzar el umbral de una puerta -un verdadero y propio «pasaje» o «pascua»-, y todo ello en medio de ten­ taciones sucesivas, de auténticas crisis, cada vez más decisivas, orientadas, en primer lugar, a poner de relieve progresivamente -casi diría que a valo­ rar-, la debilidad radical del hombre, que sería in­ capaz de superar estas pruebas sin la intervención de la gracia de Dios. En segundo lugar, por medio 17

Las etapas de la vida espiritual

de estas pruebas se adquiere una conciencia más lúcida de uno mismo y se produce un comienzo, una intuición del conocimiento de Dios. Finalmen­ te, se da un progresivo paso a otro estado, aquel en el que la acción del Espíritu sustituye a la nuestra para conducirnos a una comunión cada vez más íntima con el Señor -que se expresa en un vocabu­ lario rico en imágenes y de gran calado teológico y experiencial-, que todos los que han pasado por ella lo señalan como una especie de pregustación de la vida del cielo ya aquí en la tierra. Un vasto programa, por tanto. Cada uno de sus puntos merecería un libro aparte. Aquí nos limi­ taremos a ofrecer una visión panorámica, dete­ niéndonos de vez en cuando en algunos temas, por parecemos más importantes, por ser de mayor ac­ tualidad o por estar hoy más olvidados.

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LA EXPERIENCIA CRISTIANA ES ANTE TODO UNA VIDA

La vida espiritual es la experiencia de una vida. Verdad de Perogrullo, sí, sin duda, pero es urgente subrayarlo, porque estamos acostumbrados a ser­ virnos de este concepto en un sentido fuertemente atenuado y débil. Cuando se habla de vida espiri­ tual o de espiritualidad se piensa de ordinario en alguna doctrina o método apto para fomentarlas, rayando en la ideología. Lo que nos desviaría de nuevo hacia un nivel abstracto. Hablar de una vida no tiene sentido si antes no se toma conciencia de esa vida, si no se la percibe en sí misma. Pero se la percibe en sí misma en la medida en que se mueve, que es la característica principal de toda vida. Una vida que se estanca es una vida muerta, se identifica con la muerte. Por otra parte, una vida en movimiento puede crecer o disminuir. Toda vida está llamada a desarrollarse y a producir 19

Las etapas de la vida espiritual

fruto o, de lo contrario, languidece y se extingue. Como cualquier otra vida, la vida espiritual o está viva o agoniza y perece. «Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en pleni­ tud» (Jn 10, 10), dice Jesús, el mismo que aceptará un día dar la vida, morir, «para la vida del mun­ do» (Jn 6, 51). Hablando de ella, Agustín acuña la expresión «vita vitalis», la «vida viviente», que hallaremos también en la pluma de Bernardo de Claraval y que, muy probablemente a través de él, se convierte en uno de los conceptos clave de los que se sirve el místico Ruysbroeck para expresar su experiencia interior. Esta vida se identifica con la persona de Jesús, como él mismo afirmó solemnemente: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Más en concreto, se identifica con la historia humana de Jesús en nuestra tierra, desde el nacimiento hasta la muerte y la resurrección. El simbolismo bautismal que usa Pablo para explicar lo que se realiza en no­ sotros en el momento del bautismo es bien explíci­ to a este respecto: el del injerto que permite pasar la savia de un ser vivo a otro (cf. Rom 11, 17-24). El bautizado es injertado en la vida de Cristo -concre­ tamente en su pascua, muerte y resurrección- de manera que su existencia en la tierra deberá, desde el momento del bautismo, reproducirla, más aún, 20

La experiencia cristiana es una vicia

prolongarla. En Cristo, aquel que ha pasado por el bautismo está ya muerto, ha resucitado ya y ha subido al cielo; precisión importante esta última porque se refiere al alcance escatològico de todo el itinerario cristiano que se orienta, como veremos, a anticipar sobre la tierra la vida del cielo.

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4

UNA VIDA NACIDA DE LA PALABRA Y ALIMENTADA POR ELLA

Esta vida nace en la inmersión del bautismo y de la palabra de Dios. Ya Pablo había indicado que el rito del bautismo iba siempre acompañado «por la palabra» (Ef 5, 16). Pero ha sido Pedro en su primera carta el que ha expuesto magníficamente este tema reinterpretando probablemente una anti­ quísima catcquesis bautismal: «Pues habéis vuel­ to a nacer no de una semilla mortal, sino de una inmortal: a través de la palabra viva y eterna de Dios» (1 Pe 1, 23). Aquí la experiencia cristiana es comparada a la vez a una semilla humana y a la vida que de ella nacerá y que está llamada a perdu­ rar, a ser eterna. Recuérdese cómo ya Jesús había comparado la palabra de Dios a una semilla, vegetal en ese caso, enterrada en un campo y cuyo crecimiento puede correr diversa suerte según la calidad del terreno 23

Las etapas de la vida espiritual

en el que es depositada (Mt 13, 3-23 y par.). La simiente puede secarse rápidamente y morir, crecer algún tiempo antes de quedar sofocada por las zar­ zas del camino. Pero si acierta a caer en un corazón generoso -«en kardía kalé kai agathé, dice el grie­ go (Le 8, 15)»-, un corazón de calidad, podrá dar mucho fruto, hasta el ciento por uno. Esto no se da por descontado porque, como su­ giere la misma parábola, la semilla debe afrontar un cierto número de resistencias que pueden retra­ sar su evolución e incluso amenazar su superviven­ cia. La identificación correcta de estas resistencias y la adopción de una táctica auténticamente evan­ gélica para neutralizarlas será una de las primeras y más urgentes tareas del neófito. Aquí hay que aludir, aunque sea brevemente, a la necesidad de un acompañarpierito espiritual. El que desee realmente profundizar en las primicias de la experiencia que le ha confiado el bautismo, el que desee dejar que se desarrolle correctamente esta vida del Espíritu, cuyo embrión le ha sido ya implantado en el corazón, no puede hacerlo solo. El bautismo ha limpiado sus pecados, pero no lo ha liberado automáticamente de todas sus consecuen­ cias, de las marcas que permanecen en el cuerpo y en la psique, de un cierto número de cicatrices que solo esperan la ocasión propicia para reabrirse y 24

Una vida nacida de la Palabra

que, en cualquier caso, continuarán supurando du­ rante mucho tiempo. Los santos Padres hablaban de algo semejante a una lucha, la lucha espiritual. Pablo prefiere usar la imagen de un conflicto entre dos deseos radical­ mente contrarios, que incluso se excluyen el uno al otro y que se disputan el corazón humano. El que sucumbe a uno se escapa del otro, o bien para su felicidad o para su desgracia. Pablo califica a uno como perteneciente al ámbito de la «carne» y al otro, al del Espíritu (Rom 7, 5-6) sin que, tampoco aquí, se pueda asimilar la distinción al dualismo griego entre cuerpo y alma, porque un movimiento del alma como el orgullo puede formar parte de la «carne» en el sentido paulino del término. Ade­ más, el cuerpo, como el propio Pablo afirma, fun­ damentalmente es «para el Señor» (1 Cor 6, 13). Por otra parte, el problema no es no vencer nunca la carne, ni, mucho menos, suprimirla, sino dejar que el Espíritu la vaya transformando poco a poco. La carne está llamada a convertirse en una carne espiritual. Los Padres dirán que el hombre es lla­ mado a la «deificación». Una vez recibido el bautismo esa vida del Es­ píritu es acogida cada día y alimentada de nuevo por medio de un contacto asiduo con la Palabra de Dios. Este contacto con la Biblia es fundamental 25

Las etapas de la vida espiritual

para la experiencia cristiana. Pero para que sea vi­ vificadora es necesario acercarse a la Escritura con un método bien preciso, ese que los antiguos han conocido y descrito con los rasgos de la lectio divi­ nar, es decir, una «lectura» no tanto sobre Dios sino que comunique a Dios. ¿Qué se espera de esto? Bien sabemos que la Biblia fue inspirada por el Espíritu Santo cuando un autor la iba poniendo por escrito. No estamos^ tan acostumbrados a pensar que las palabras de la Biblia son todavía hoy, y para todos los tiempos, portadoras del Espíritu, preñadas del Espíritu. Fue^j ron inspiradas y son «inspiradoras». Cuando un cristiano se acerca a la KïâbnTcorT una actitud de fe se realiza un acontecimiento espiritual, un acon­ tecimiento que tiene como objetivo su corazón. fPues la palabra de Dios está hecha para el corazón) Vieste para la palabra de Dios-fSolamente el corazón del hombre es el que puede comprender verda­ deramente la Palabra; su razón no lo podrá hacer más que en un segundo tiempo y solo a condición de ser iluminada desde dentro por la Palabra. ¿A qué se debe esto? A que, como afirmaba ya el au­ tor de la Imitación de Cristo, solo el Espíritu, bajo cuya moción el autor escribió la Escritura, puede hacer comprender el sentido de las palabras. Es ne­ cesario, por ejemplo, leer a Pablo con el Espíritu de 26

Una vida nacida de la Palabra

Pablo. Pero el Espíritu Santo está presente a la vez en la letra de la Escritura y en el corazón del que la lee. Si el lector se preocupa de estar en sintonía con su propio corazón, algo se realizará entre él y la Palabra. El Espíritu, presente en uno, reconocerá al Espíritu presente en la otra, se reconocerá en ella. Y por esto se producirá el reconocimiento del sen­ tido espiritual de la Palabra, que es su verdadero sentido para el hoy, es decir. Dios hablará de nuevo por medio de ella. Esto no se percibe de modo tan claro cada vez que leemos la palabra, cosa que, por otra parte, no es necesaria. Lo que interesa es que haya ocurrido un día, una primera vez, que se recordará como úni­ ca en todos los sentidos, porque es la que ha abierto el camino para una comprensión totalmente nueva de la Escritura. Es posible que ya os haya pasado esto sin haber caído plenamente en la cuenta y sin que se haya captado el alcance del acontecimiento. Porque se trata de un Acontecimiento, así, con ma­ yúscula: el Acontecimiento de la Palabra de Dios que, de pronto, sin haberlo previsto, adquiere en el corazón del creyente toda su fuerza creativa y re­ novadora. Decenas, centenares de veces, sin duda, Francisco de Asís habría oído proclamar la pala­ bra de Jesús en el evangelio: «Vende todo lo que tienes... y sígueme» (Le 18, 22). Y, sin embargo, 27

Las etapas de la vida espiritual

un buen día, esta palabra como que explotó en los oídos de su corazón. Lo cegó literalmente, lo sub­ yugó definitivamente hasta el punto de que desde aquel momento todo el resto de su vida será dedi­ cado solo a una progresiva realización de aquella singular palabra. Un acontecimiento de este tenor es fundamen­ tal no solo porque en muchos casos puede decidir una vocación, sino porque constituye uno de esos momentos privilegiados en que una persona, si po­ demos usar esta imagen, se ve «derribada» desde la superficialidad en la que discurría habitualmente su vida a una profunda interioridad, una interiori­ dad que hay que descubrir y cuya percepción no lo -abandonará ya nunca más. En el momento en que una palabra de la Escritura ha comenzado a brillar con todo su esplendor ante él, acaso sea el momen­ to en que haya «sentido» por primera vez su propio corazón. Su corazón se ha puesto en movimiento, se ha sobresaltado. Ha tomado conciencia de un espacio interior en el que se desarrolla una vida di­ ferente de aquella a la que de ordinario dedica toda su atención, se ha abierto a eso que hoy llamamos la «interioridad».

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5

DESCENDER A LA PROPIA INTERIORIDAD, AL «HOMBRE INTERIOR»1

Así es la primera experiencia de una verdadera y propia /ectio, la primordial, la experiencia fuente, podríamos decir, de la que se guardará siempre un recuerdo conmovedor y agradecido. Pero no es más que el comienzo. Pues a medida que la vida del Es­ píritu se desarrolla en el corazón del lector, dicha vida reconoce significados de la Palabra siempre nuevos, un «océano de significados», decía Oríge­ nes, no para ser formulados intelectualmente sino para ser gustados con eso que los antiguos llama­ ban «el paladar del corazón»1 2.

1. Una exposición más amplia y precisa sobre «el hombre interior» puede verse en la segunda parte de esta obra. 2. Agustín de Hipona, Comentario a la Primera carta de Juan, prólogo. 29

Las etapas de la vida espiritual

Este tema de los sentidos de la Escritura que se multiplican y se dilatan según la vida espiritual del lector y en correlación con ella, y que en última instancia se convierten en el soporte mismo de las experiencias místicas más elevadas, ha sido pro­ fundizado espléndidamente por Juan Casiano, cuya herencia será recogida por Gregorio Magno. Durante siglos este modo de leer la Escritura co­ mo método y vía de experiencia espiritual, incluida la experiencia mística, ha sido común a todas las iglesias, aun cuando no siempre se haya formulado con igual claridad. Citaré, como ejemplo, el testi­ monio de un padre oriental, uno de los represen­ tantes más genuinos del Oriente, que escribe no en latín ni en griego, sino en siríaco, Isaac de Nínive, llamado también «el Sirio» (siglo VII). Discierne el sentido de la Palabra en todos los re­ latos que encuentres en las Escrituras, haciendo que tu alma profundice en ellos, para que more en los conoci­ mientos sublimes que están contenidos en la obra de los hombres iluminados. Aquellos que en su actividad son guiados hacia la iluminación de la gracia hacen constantemente la expe­ riencia semejante a un perceptible rayo de luz que circu­ la entre las palabras. [Se trata de un rayo] que distingue en el pensamiento las palabras superficiales de aquello que se ha dicho con un pensamiento sublime, para que el alma se dilate. 30

Descender al «hombre interior»

Quien lee de un modo superficial palabras maravi­ llosas hace que también su corazón se vuelva superficial y [lo] priva de aquel santo poder que concede al corazón el dulce gusto por aquellas enseñanzas que pueden pro­ vocar en el alma el sentido de la maravilla... Todas las cosas tienden hacia lo que les resulta se­ mejante. Por eso, el alma que tiene en sí misma una porción del Espíritu, cuando escucha alguna cosa que esconde en sí una potencia espiritual, absorbe apasiona­ damente tales palabras. Pero aquello que está dicho de un modo espiritual y que esconde en sí gran poder no en todos despierta el asombro'.

Este autor distingue en la Escritura, por una par­ te, la «palabra superficial» que no habla ni al cora­ zón ni al espíritu, y por otra, «aquello que es dicho espiritualmente», que interpela directamente el al­ ma del lector. Esta distinción no significa que la Escritura contenga a la vez palabras significativas y otras insignificantes, sino más bien que no todas las palabras de la Escritura son igualmente signifi­ cativas para cada lector. Isaac pone aquí el acento en la actitud subjetiva del lector: hay palabras y frases que lo dejan frío e indiferente, y otras que inflaman su corazón con el fuego del amor divino. Es importante no deja pasar aquellos versículos de 3. Isaac de Nini ve. Colección Primera, I, 1. en: El don de la humildad, Salamanca 2007, 39.

31

Las etapas de ta vida espiritual

la Escritura que están «llenos de sentido», corrien­ do el riesgo de quedar privados de las intuiciones espirituales que contienen. Cuando alguien lee la Escritura tratando de percibir el contenido escondi­ do, su comprensión crece a medida que va leyendo y poco a poco lo va llevando al estado de asombro espiritual. Una vez adquirido este estado, se halla totalmente inmerso en Dios: Llega a olvidarse de sí mismo y de su naturaleza humana, porque se convierte como en un hombre extasiado que ya no guarda ningún recuerdo del tiempo presente. Se detiene y reflexiona con espe­ cial atención sobre aquello que se refiere a la ma­ jestad de Dios diciendo: «Gloria a su divinidad», o también «Gloria a sus obras maravillosas». De este modo, el asceta, absorto en estas maravillas y permanentemente en el asombro, se halla siempre como en un estado de embriaguez, como si vivie­ ra en la vida después de la resurrección.

Es evidente que, para este autor, la lectura de la Palabra no es solo fuente de oración sino que, a partir de ella, el alma puede ser elevada a las cum­ bres de la experiencia mística.

32

6 LAS ETAPAS DEL CRECIMIENTO ESPIRITUAL

Por este solo hecho del trato asiduo con la pa­ labra de Dios podemos presentar la experiencia espiritual como caracterizada por un ritmo de cre­ cimiento. Toda vida, como se ha visto, tiene un ca­ rácter esencialmente evolutivo. Toda vida tiende a producir frutos. De esta evolución se han ocupado los autores espirituales procurando describir sus etapas; para ello, se han tenido que servir necesaria­ mente de los esquemas de pensamiento que tenían a su disposición en cada época o cultura. La ima­ gen de una «escala de perfección» que comprende varios escalones, y que procede del estoicismo, ha sido utilizada por bastantes de estos autores. Evagrio, el monje filósofo de Egipto, habla de tres es­ calones. Benito describió una escala con doce, y Juan Clímaco -el autor de la Escala espiritual-, enumera una treintena. Se percibe enseguida, por 33

Las etapas de la vida espiritual

una parte, la necesidad, en cierto modo inevitable, de este tipo de descripciones, pero a la vez, y por otra, los riesgos de forzar demasiado la imagen. Sobre todo porque la misma imagen del ascenso -cada vez más arriba- comporta una tentación su­ til: la del triunfalismo satisfecho de sí, voluntarístico, rayano con el fariseísmo. Benito, a pesar de sus doce escalones, optó resueltamente por salir de tal ambigüedad precisando enseguida que dicha esca­ la, aunque se sube con orgullo, debe descenderse con humildad, y en el décimo escalón coloca la fi­ gura del publicano. Con lo que nos encontramos de nuevo en el corazón del evangelio. Sea cual fuere el número de las etapas señaladas por cada autor a mí me parece que se pueden sin­ tetizar, simplificando un poco y sacrificando cier­ tamente muchos matices, en tres fundamentales. Los nombres con que han sido designadas tienen la ventaja de referirse a los componentes consti­ tutivos del ser humano, según la terminología de Pablo: la psyché, o el alma; el lògos, o la razón; y el pneuma, o el espíritu. A estas corresponderá, por tanto, una etapa psychiké, o psíquica; una eta­ pa loghiké, o racional; y una etapa pnenmatiké, o espiritual. En el medioevo occidental algunos au­ tores, como Guillermo de Saint-Thierry, hablan de un hombre «animal», un hombre «racional» y un 34

El crecimiento espiritual

hombre «espiritual»1. Es necesario recordar, una vez más, que estas denominaciones -psíquica, ra­ cional o lógica, pneumática- nada tienen que ver con los significados que en las lenguas modernas se les atribuyen. Ciertamente, esta es una de las di­ ficultades y una fuente de equívocos cuando hoy hablamos de experiencia espiritual: a saber, el he­ cho de no disponer de un vocabulario adecuado, dado que los términos antiguos han caído en desu­ so desde hace siglos y su significado ha sufrido un cambio considerable.

1. Primera

etapa: la vía activa

Para evitar cualquier ambigüedad voy a descri­ bir ahora brevemente las características de cada una de estas tres etapas. La primera, calificada como psíquica o animal, y que generalmente empieza después de una con­ versión o de un choque carismàtico, comienza de ordinario con una cierta euforia espiritual. Parece como que Dios derrama abundantes consolaciones gracias a las cuales la persona corre, vuela incluso. La oración resulta fácil y brota de forma espontá­ nea. No se encuentra ninguna dificultad en percibir 1. Cf. Guillermo de Saint-Thierry, La Carta de oro, 2, 4.

35

Las etapas de la vida espiritual

la gracia que guía de manera casi irresistible a la persona en su vida y sus acciones. Estos momentos de entusiasmo espiritual nunca deben ser despreciados. Constituyen un auténtico don de Dios. Pero es importante saber que, antes o después, desaparecerán. Sería un tanto inoportuno, y ocurre a veces en ciertos ambientes, intentar pro­ longarlos de manera artificial con nuestros medios personales. El resultado sería inevitablemente una sucesión de estados de ánimo entre la exaltación y la depresión. No es que Dios no esté en el origen de tales consolaciones, pero estas últimas tienden solo a familiarizamos con el tipo de actividad que seremos llamados a desarrollar. En esta fase somos nosotros siempre los pro­ tagonistas de la acción, aunque sostenidos por la gracia, naturalmente, que a veces se manifiesta en un derroche impresionante de actividad. En la ma­ yor parte de los casos nuestra actividad se mueve fundamentalmente en un nivel exterior: el trabajo, la relación con el propio cuerpo, con nuestros sen­ tidos, con los demás. También la vida de oración en esta fase se caracteriza por este carácter exterior: recitación de oraciones, frecuentes y numerosas, o meditaciones en las que predomina la reflexión e incluso la especulación. Por lo demás, el Dios al que nos dirigimos lo situamos más fuera y frente 36

El crecimiento espiritual

a nosotros que dentro de nosotros: nuestra devo­ ción se dirige en un primer tiempo a la presencia de Cristo en los signos, por ejemplo, en las imágenes sagradas o en los iconos, en las peregrinaciones, en las procesiones, etc. Es obvio que nada de todo esto debe ser despreciado. Pero es bueno que se sea consciente de que existe otro ámbito, otro espacio en el interior del corazón humano, que un día habrá que descubrir.

2. Segunda

etapa: la vía pasiva

Al final de un período más o menos largo, que a veces puede durar casi toda la vida, el Espíritu guía suavemente al creyente a la segunda etapa, que de­ signamos como loghiké, racional2. Esta etapa se caracteriza por dos elementos nuevos. Ante todo, el descubrimiento por parte del sujeto de eso que actualmente se ha convenido en denominar su «interioridad», su «mundo interior». Se reconoce ahora que Dios habita en él y percibe que ahí puede encontrarlo de modo infinitamente más consistente y, en el fondo, infinitamente más 2. Describiré más adelante (p. 49-57) cómo acontece este paso tan importante y cómo resulta fácil equivocarse. Pienso además que hay muchos que fallan en él, y no por falta de generosidad, sino de luz y acompañamiento. 37

Las etapas de la vida espiritual

fácil que en el largo y molesto rodeo a través de las criaturas, como había hecho habitualmente hasta entonces. Hace ya mucho tiempo que no se habla de ese lugar interior existente en cada uno de nosotros. Se ha mantenido la expresión «vida interior», pe­ ro se la ha banalizado tanto que ha terminado por velar completamente su significado. Un ejemplo: durante veinte siglos los Padres de la Iglesia y los exegetas, en las diferentes tradiciones y lenguas cristianas, aplicaron unánimemente al mundo inte­ rior la famosa palabra de Jesús: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Le 17, 21 ), o la de Pablo: «Cantad a Dios en vuestro corazón salmos, him­ nos y cánticos inspirados» (Col 3, 16; Ef 5, 18). En cambio, ahora vemos que todos los comentaris­ tas, con sorprendente unanimidad, traducen: «El reino de Dios está en medio de vosotros», o «entre vosotros», y el texto de Pablo: «Cantad con todo vuestro corazón», traducciones que desde un pun­ to de vista literal se pueden justificar, es verdad, pero en las que nadie había pensado hasta ahora. Es una prueba elocuente de la distancia que se ha creado entre nuestra sensibilidad moderna y la de los antiguos, que, por otra parte, conocían el griego mejor que nosotros, pues era su lengua materna. Nada podría manifestar con mayor claridad el he­ 38

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cho de que hemos olvidado la dimensión interior del hombre y que incluso tendemos a silenciarla. Y, sin embargo, se trata nada menos que de aquel «hombre escondido en el corazón» del que habla Pedro en su primera carta (cf. 1 Pe 3, 4), o de aquel «hombre interior» del que Pablo dice que debe re­ novarse progresivamente mientras nuestro hombre exterior se va deteriorando día a día hasta su diso­ lución en la muerte (2 Cor 4, 16). Los autores de la Edad Media latina hablaban de la interioridad como de la «casa interior» (de domo interiori), el «templo interior», la «celda interior», y sin duda se recordará el consejo de Isaac de Nini ve, ese autor del siglo VII antes citado, que tanto ha in­ fluido en los ortodoxos, especialmente en los rusos: «Baja a lo profundo de tu corazón, allí encontrarás la puerta que se abre hacia el cielo». Pero nadie ha cantado este descubrimiento de nuestra interioridad habitada por Dios en términos tan conmovedores como los empleados por Agustín, en uno de los pa­ sajes más célebres de sus Confesiones'. Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba.

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Y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Teníanme lejos de ti aquellas mismas cosas que, si no estuvieran en ti, ni siquiera existirían3.

Un autor latino formulará de nuevo el gozo de este encuentro del espacio interior con un breve aforismo: «Quanto interius, tanto dulcior», «cuan­ to más estoy en mi intimidad, mas saboreo la dul­ zura». Esa dulzura que es el mismo Dios. Este tipo de descubrimiento no se halla al alcan­ ce inmediato del hombre, aunque sea creyente. Es Dios el único que puede llevarlo hasta allí. Y desde ese momento será el mismo Dios el que guíe secre­ tamente todos sus esfuerzos, confirmando así la pa­ labra de Pablo: «Los que se dejan guiar por el Espí­ ritu de Dios esos son hijos de Dios» (Rom 8, 14). Y es que, en efecto, en ese momento es Dios mismo el que toma en sus manos las riendas de nuestra experiencia interior-es el segundo elemento nove­ doso de esta etapa- y esto presupone que nosotros 3. Agustín de Hipona, Confesiones X, 17, 38. 40

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consintamos en dejárselas en sus manos, cosa fácil solo en apariencia. Al contrario, es precisamente en lo más profundo de esta crisis sin igual, de la que hablaremos más ampliamente, donde tendre­ mos que aprender dolorosa y humildemente a dejar que Dios ocupe nuestro lugar. Lo que distingue la actividad típica de la prime­ ra etapa, la que hemos llamado psíquica o animal, de esta que designamos como lógica o racional, se manifiesta claramente en la distinción que, en nues­ tra tradición latina, han introducido los autores es­ pirituales, entre las virtudes y los dones del Espíritu Santo -aun cuando la lista de las virtudes haya sido tomada del catálogo de la filosofía clásica griega, por lo que exigiría una seria actualización a la luz del evangelio-. El don del Espíritu Santo corres­ pondiente a cada virtud es el que le confiere real­ mente un carácter más marcadamente evangélico. Tomemos por ejemplo la virtud de la fortaleza, de origen pagano -hoy diríamos laico o humanísticoy digna, por otra parte, de toda consideración. En la etapa psíquica, el creyente se ejercita en ella sir­ viéndose esencialmente de la fuerza moral natural, propia de todo hombre. Lo hace, ciertamente, con la ayuda y el sostén de la gracia, pero el esfuerzo principal, su orientación, sus opciones, dependen de él. Prevalece entonces la naturaleza. 41

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En la siguiente etapa, el Espíritu Santo actúa en primera persona arrebatando, por así decir, al cre­ yente esta actividad, en la que se ve suplantado por el mismo Espíritu. El don de la fortaleza viene en­ tonces a coronar la virtud correspondiente. La ac­ ción del Espíritu Santo toma la delantera mientras el hombre se deja ya guiar, se deja «hacer» por él, si se puede hablar en estos términos. Acción dulce­ mente irresistible y que, a la vez, hace al hombre plenamente libre, o mejor, crea su auténtica liber­ tad. «Donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad» (2 Cor 3, 17), nos recuerda el mismo san Pablo. No es ésta ciertamente la más pequeña de las paradojas de la experiencia cristiana, en la que aquí no vamos a detenemos. Lo que se dice sobre la actividad del hombre que actúa bajo la guía del Espíritu vale también pa­ ra su conocimiento de los misterios de Dios y de la creación y, en particular, para su intimidad per­ sonal con Cristo, muerto y resucitado. Si en la pri­ mera etapa se mostraba perfectamente capaz para, por ejemplo, recitar, comentar e incluso transmitir intelectualmente las fórmulas de la fe cristiana, el Credo o el catecismo, en este momento ha adquiri­ do una nueva comprensión de todo ello. No conoce ya «según la came» sino «según el espíritu». No son ya «la carne y la sangre» las que le enseñan las 42

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cosas de Dios, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17). Es verdad que se trata siempre, por supuesto, de un conocimiento de fe, y que, por lo tanto, está revestido siempre de una dimensión de oscuridad, pero una oscuridad que resulta ya más luminosa, mucho más capaz de intuición -los an­ tiguos dirían: mucho más capaz de «saborear» su contenido- que la de una fe que se reduce simple­ mente a repetir el Credo o a un simple comentario de sus artículos. El hecho es que el amor, o mejor, un «inicio de amor», juega aquí un papel cada vez más destacado. Y es precisamente el amor, y ese amor que se identifica con el Espíritu Santo, el que lleva a conocer según esta «otra» modalidad. Gre­ gorio Magno acuñó la famosa fórmula: «Amor ipse notitia est»4, que la Edad Media repetirá después de él: «El mismo amor es ya conocimiento». O me­ jor, estos dos componentes colaboran armoniosa­ mente desde este momento. Como dirá Guillermo de Saint-Thierry, místico del siglo XII: «Ilumina­ dos por la gracia, el amor vivifica a la razón y la razón clarifica el amor». En otras palabras, según este mismo autor: Mediante una inteligencia de este tipo... el alma no capta, es más bien ella la que es captada. Se 4. Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios II, 27,4.

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verifica en ella una especie de acontecimiento sensible, pero que lo único que permite sentirlo es el amor... algo que no se conoce pero se siente... el fiel testimonio dado por el Señor a la fe cristia­ na, que da la sabiduría a los humildes.

Y es que, en efecto, ya no estamos aquí en el or­ den del puro saber y, menos aún, en el del raciocinio conceptual, sino en el orden de la sabiduría. También aquí, el paso del uno al otro, del saber sobre la fe a la sabiduría clarificada interiormente por una fe «iluminada» -la expresión es también de Guillermo de Saint-Thierry- no puede aconte­ cer sin sobresaltos dolorosos, con frecuencia sin una verdadera y propia crisis de la misma fe. Y, sin embargo, se trata de un paso de la máxima importancia. El nivel relativamente bajo de la vi­ da de fe hoy, los innumerables abandonos de la fe que constatamos a nuestro alrededor, no proceden sustancialmente de la carencia de profundización intelectual en los datos de la fe -aun admitiendo que esta carencia pueda tener su influencia-, sino más bien del hecho de que, acuciados en lo pro­ fundo por nuestra dificultad para creer, buscamos siempre instintivamente encontrar un conocimien­ to «según la carne» de los misterios de Dios y de Cristo, mientras que el Espíritu nos invita secre­ tamente, mediante la noche de la fe, a realizar el 44

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paso del saber a la sabiduría, a arriesgar el salto, a atravesar la noche de nuestras dudas para ser sal­ vados, y esto no gracias a la agudeza de nuevos razonamientos apologéticos, sino únicamente por el don gratuito de la misericordia de Dios. Este cambio se refleja asimismo en la oración. Las consolaciones sensibles han desparecido casi por completo y, simultáneamente, se han multipli­ cado nuestros esfuerzos, a veces desesperados, para controlar aquello que en la mayor parte de los casos ha ocupado su lugar, a saber, la abundancia de las distracciones. Estas no cesan por un acto de nuestra voluntad, por enérgico o insistente que sea. A pesar de nuestros esfuerzos, siguen multiplicándose fue­ ra de lo más profundo de nuestro corazón. Pero es precisamente lo profundo de este cora­ zón lo que ha comenzado a despertarse. Algo com­ pletamente diferente ha comenzado a brotar, oscuro y luminoso al mismo tiempo, árido e infinitamen­ te dulce. Algo que, resistiéndose absolutamente a cualquier deseo de dominarlo, parece emerger de manera espontánea, y esto a pesar de todas las dis­ tracciones. Caemos en la cuenta, en efecto, de que estas se mueven a otro nivel, sin perturbar aquella percepción oscura. Al abrigo de esta última, la oración puede ya prolongarse en un recogimiento simple, en tomo a 45

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una única palabra o a una sola imagen que atraen irresistiblemente y mantienen dulcemente nuestra actividad interior. Ya no somos nosotros quienes conducimos la oración, es ella la que nos conduce a nosotros; se ha vuelto «autónoma», como dicen los Padres. Por lo mismo, se ha simplificado enor­ memente; se ha hecho monológhistos, según ex­ presión también de los Padres, es decir, se contenta con una sola palabra, preferentemente el nombre de Jesús. En este momento, la invocación del Nombre de Jesús -a la que el Oriente llama «la oración de Jesús»- se instaura espontáneamente en el corazón y en los labios, como la describe uno de los auto­ res más importantes de la Filocalia, Hesiquio de Batos, o de la «Zarza ardiente» (Sinaí, siglos Vil o Vili). Oigamos sus palabras: Es necesario esforzarse para guardar las cosas preciosas... Y estas cosas preciosas son la custo­ dia de la inteligencia con la invocación de Jesu­ cristo, y mirar siempre a la profundidad del cora­ zón, y estar permanentemente en la hesychía con el entendimiento, a fin de ser liberados incluso de aquellos pensamientos que nos parecen buenos... El corazón que es guardado ininterrumpidamente y que rechaza acoger las formas, las imágenes y las fantasías de los espíritus de las tinieblas, gene­ ra de por sí, naturalmente, pensamientos lumino­ sos. Pues de la misma manera que el carbón gene­ 46

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ra la llama, así, y mucho más, Dios, que habita en el corazón desde el momento del santo bautismo, encuentra el cielo de nuestro pensamiento puro... y, vigilado por la guarda del entendimiento, lo en­ ciende a la contemplación, como la llama al cirio.

Y el autor saca las consecuencias prácticas: Es necesario dar vueltas siempre en el ámbito de nuestro corazón al Nombre de Jesús Cristo como el relámpago zigzaguea en el firmamento cuando va a llover... Esforcémonos en gritar: «Señor Je­ sús Cristo». Que nuestra garganta se quede ronca y nuestros ojos espirituales no cesen de esperar en el Señor nuestro Dios5.

Fácilmente se comprende que ese «dar vueltas siempre en el ámbito de nuestro corazón el nombre de Jesús Cristo» significa poner en él aquella chispita que no tardará en hacerlo arder. Ya antes de Hesiquio, Juan Casiano, en Occidente, había usado la misma imagen, hablando de la «volutatio cordis»: el simple hecho de «hacer girar», de «rumiar» en el corazón una palabra de la Escritura es sufi­ ciente para inflamarlo. Se podría hablar del palpitar del corazón, su batir, la pulsación del Nombre de Jesús en lo íntimo de nosotros mismos6. 5. Hesiquio de Batos. A Teódu/o, 103-106. 6. Juan Casiano, Conferencias, 10, 13.

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Los frutos de esta segunda etapa no maduran tan solo en el interior del creyente, sino que se pro­ yectan al exterior; esto significa que esa interiori­ dad reconquistada por la vida del Espíritu comienza a irradiarse, con frecuencia sin que el propio inte­ resado se dé cuenta. Porque la vida tiende, por su misma naturaleza, a difundirse. Es contagiosa. El creyente, de simple difusor de la Palabra que era, de «propagandista», podríamos decir, hábil en crear y lanzar eslóganes, se ha convertido ahora en testi­ go, algo completamente diferente. Ya no se empe­ ña en procurar con todas sus fuerzas convencer a los demás; su mera presencia resulta suficiente para atraerlos y seducirlos, y todo ello con una radical mansedumbre, por otra parte. Un propagandista puede ser rebatido; el testigo, en cambio, es irre­ sistible. En él la vida sigue libremente su curso, se difunde naturalmente. El experimenta que se halla misteriosamente in­ vestido hasta en la actividad intelectual. El teólogo adquiere así un gusto particular que ilumina desde dentro sus reflexiones y su sistema. Puede incluso recibir algunas intuiciones hasta audaces ante las que su razón habría dudado prudentemente. Y el creyente «de base», por decirlo así, percibe las fór­ mulas de su catecismo enriquecidas con un nuevo espesor, por aquello que el concilio Vaticano II ha 48

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llamado el sensusfidelium1, esa comprensión íntima de las realidades de Dios que le permite consentir intuitivamente a aquello que es conforme a su ver­ dad, así como percibir anticipadamente, y rechazar espontáneamente aquello que es contrario a ellas.

a) El paso de la tentación Antes de tratar brevemente de la tercera etapa (que, por desgracia, nos afecta menos, puesto que todavía no hemos llegado a ella), detengámonos un poco en el paso entre la primera y la segunda. He descrito muchas veces este paso como una crisis terrible, pero inevitable, necesaria y extraordinaria­ mente provechosa. Frente a ella algunos podemos llegar a debatirnos hasta prácticamente el final de nuestros días. Durante mi noviciado, el maestro de novicios nos presentó el más importante de los doce escalo­ nes de san Benito, el cuarto, al que él consideraba como el aspecto más emblemático de la vida espi­ ritual y que pocos aceptan afrontar o, en todo caso, lo hacen muy tarde. Este cuarto grado, en efecto, describe a su modo y en el contexto particular de la obediencia cenobítica, el paso del que ahora quiero7 7. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 12.

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hablar. Pero no afecta solo a los que moran en los conventos, sino a todo cristiano que quiere empe­ ñarse seriamente en el camino espiritual. El nombre bíblico de esta crisis -que es un «pa­ so», una «pascua»-, es el de «tentación», en un sentido que supera ampliamente las modestas ten­ taciones, en su mayor parte de tipo sexual, con que normalmente tenemos que vérnoslas. Ya la hemos mencionado al principio con la imagen de un con­ flicto entre carne y espíritu, entre pecado y gracia. Pero gestionar correctamente la tentación implica una doble toma de conciencia: por una parte, de la desenfrenada debilidad de estos pecadores que so­ mos cada uno en potencia y, por otra, de la fuerza, suave, pero, a la vez y en el fondo, irresistible, de la gracia. Nadie mejor que Juan Casiano ha sabi­ do describir el terrible tormento de este conflicto, cuando crece hasta el punto de amenazar con arras­ trar todo en su caída. A la vez que la toma de conciencia de la debili­ dad se despierta también otra conciencia, que equi­ libra a la primera: en el mismo momento en que se encuentra atormentado por la tentación la persona percibe la acción de la gracia en él a través de los gemidos que la misma violencia de la ofensiva le arranca y que nutren su oración, que precisamente por ello se ha hecho más insistente y asidua. 50

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Aprendemos también nosotros -escribe Casianoa percibir en cada acción nuestra debilidad y a la vez la ayuda de Dios y a repetir cada día con los santos: «Me empujaban más y más para derribar­ me, pero el Señor vino en mi ayuda; el Señor es mi fuerza y a él canto, porque él será mi salva­ ción» (Sal 118, 13-14)*. ¿En qué consiste esta lucha? ¿Cómo se desen­ vuelve y qué parte juega en ella la persona? Esta parte solo tiene un nombre: la humildad, aprendida por fin gracias a este hecho. Esta parte se reduce, explica Casiano, a «seguir las huellas, humilde­ mente y día tras día, de la gracia de Dios que nos atrae»8 9. Y un poco más adelante precisa el sentido del adverbio «humildemente» recurriendo al arre­ pentimiento de David10. Lo que tuvo que hacer fue reconocer el propio pecado después de haber si­ do humillado; y la acción de Dios será entonces el perdón. «Después de haber sentido la humillación (humiliants)», escribe Casiano, humillado por su debilidad, después de haber atravesado, queriéndo­ lo o no, la dura prueba del fuego de la tentación, e incluso, en el caso de David, el jaque mate ardiente del pecado. Pero, al fin y al cabo, lo que importa es 8. Juan Casiano, Instituciones cenobíticas, 17, 1. 9. Id., Conferencias 13, 3. 10. ihid.

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que había formulado ya un apotegma en el que se pone de relieve que este era el único medio que le quedaba a Dios para hacemos tomar conciencia de nuestra debilidad y, al mismo tiempo, de su gracia. Uno de los primitivos monjes decía: «Prefiero una derrota con humildad a una victoria con orgullo»11. Siglos más tarde, Bernardo de Claraval enseñará lo mismo: «Dios prefiere a un pecador arrepentido antes que a una virgen orgullosa». b) El quebranto del corazón Estamos aquí en el corazón del proceso del que nacerá un día una nueva sensibilidad. En el cen­ tro está la confusión. Para describir esta última y el trastorno interior que la acompaña, la antigua literatura cristiana tomaba de las traducciones co­ rrientes de la Biblia una expresión que entonces conservaba aún el vigor plástico de la imagen que la había inspirado: syntribé tés kardías\ en los Pa­ dres latinos, la contritio coráis o contritio mentis. Hallamos esta expresión en todas las lenguas en las que se han trasmitido los testimonios más antiguos de la experiencia espiritual, lo que confirma la im­ portancia capital que se le había concedido. Se ne-11 11. Vidas de los Padres 15, 74; cf. Dichos de los Padres, Serie anónima N 316. 52

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cesitaría mantener todo lo posible la rudeza y tos­ quedad del término original, que por desgracia se ha perdido en sus equivalentes en nuestras lenguas modernas. Obviamente, aquí no se trata de la «con­ trición» tal como la entiende la literatura espiritual moderna, sino de un corazón «roto», «destrozado», literalmente «hecho trizas». Son numerosas en la tradición monástica las des­ cripciones de ese tipo de angustia rayana en la de­ sesperación que se vive cuando arrecia la tentación. En lo profundo de la tentación el creyente, aunque sea monje, no es más que un pobre de Yahvé reduci­ do a su más mínima expresión, a una confianza ili­ mitada en la gracia. «Créeme, hermano -dirá Isaac de Nínive-, no has comprendido todavía la fuerza de la tentación y la finura de sus astucias». Pero un día la experiencia te la enseñará, y te encontrarás ante ella como un niño que no sabe a dónde volver la cabeza. Todo tu saber se conver­ tirá en confusión, como el de un niño pequeño. Y tu espíritu, que parecía tan sólidamente enraizado en Dios, tu conocimiento tan claro, tu pensamien­ to tan equilibrado, se sumergirán en un océano de dudas. Una sola cosa te ayudará entonces a ven­ cerlas: la humildad. En cuanto te dejes sumergir en ella, todo su poder se desvanece12. 12. Isaac de Nínive, Primera colección, 58.

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Consentir en esta dolorosa pedagogía de Dios implica, por tanto, aceptar necesariamente caminar en el mismo sentido, es decir, no huir ante la hu­ millación infligida por la tentación, sino, en cierto sentido, abrazarla. Y no por una especie de oscuro masoquismo, sino porque se intuye que en ella se encuentra la fuente secreta de la única vida verda­ dera. Para decirlo en el lenguaje bíblico: porque es aquí donde el corazón de piedra será destruido y se revelará el corazón de carne que se había atrin­ cherado provisionalmente detrás de tantas defen­ sas inconscientes. Como aconseja un apotegma de los primeros monjes cristianos: Cuando somos tentados debemos rebajamos to­ davía más, porque Dios, viendo nuestra debilidad, nos protege. Pero si nos ensalzamos, nos retira su protección y estamos perdidos13.

Y otro apotegma enseña: Sométete a la gracia de Dios en espíritu de pobre­ za, por temor a que, arrastrado por el espíritu de orgullo, pierdas el fruto de tu trabajo14.

13. Vidas de los Padres 15, 67; cf. Dichos de los Padres, Serie anónima N 309. 14. Vidas de los Padres 15, 55; cf. Dichos de los Padres, Serie anónima N 311; Id. Serie alfabética Or 13 (el texto griego dice: «Sométete a la gracia de Cristo»). 54

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Aquí se trata, por supuesto, de ese orgullo que consiste en creer que puedo vencer la tentación con mis propias fuerzas. Pero la tentación no es la única escuela de humil­ dad. También el pecado, permitido por Dios cuando no queda otra alternativa, puede ser una medida de salvación. Recuérdese al rey David. Y sobre todo a Pedro, el príncipe de los apóstoles. En una homilía dedicada a la humildad, san Basilio evoca en este sentido la caída de Pedro, quien amaba a Jesús más que los demás, pero había alardeado de ello: El Señor lo abandonó entonces a su debilidad de hombre y llegó a renegar de él, pero su caída lo volvió sabio y lo hizo ponerse en guardia. Apren­ dió a tratar con indulgencia a los débiles al haber conocido él mismo su propia debilidad y desde ese momento supo con toda claridad y certeza que, gracias a la fuerza de Cristo, había sido preserva­ do cuando estaba en peligro de muerte debido a su falta de fe, en la escandalosa tempestad, lo mis­ mo que había sido salvado por la mano de Cristo cuando estuvo a punto de hundirse en el mar15.

Y así, un poco más adelante puede él concluir: «La humildad es la que libera a quien ha pecado muchas veces y gravemente». 15. Basilio de Cesarea, Homilía sobre la humildad A.

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Si la tentación lleva a la caída no es de ordina­ rio por falta de generosidad sino por un déficit de humildad. Y es precisamente el pecado, si el peca­ dor sabe prestar atención a la gracia que no cesa de actuar en él, a pesar y como a espaldas del peca­ do, la ocasión para encontrar finalmente la puerta estrecha -y sobre todo, baja, muy baja-, la única que da acceso al Reino. Pues pudiera ocurrir que la tentación más insidiosa no sea la que precede al pe­ cado, sino la que viene después de él, la tentación de la desesperación. Una vez más es la humildad la única que, aprendida a ese precio, puede permitir escapar de ella. El sentimiento que en último término prevalece en el hombre humilde es la confianza inquebran­ table en la misericordia, de la que ha percibido un resplandor gracias precisamente a sus propias caí­ das. ¿Cómo va a poder dudar en adelante de ella? El mismo Isaac de Nínive es el que, en un texto sacado de una colección descubierta recientemen­ te, nos ofrece su retrato, un retrato muy semejante a nuestra misma experiencia: ¿Quién podrá seguir sintiéndose turbado por el re­ cuerdo de sus pecados que arroja en la mente la duda: «¿Me perdonará Dios todo eso que me angustia y cuyo recuerdo me atormenta? ¿Cosas que, aunque me horro­ rizan, me dejo seducir una y otra vez por ellas? ¿Y que. 56

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una vez cometidas, me producen un sufrimiento más terrible que el de la picadura de un escorpión? Las abo­ mino y, sin embargo, me meto una y otra vez en ellas, y, aunque me haya arrepentido sinceramente, vuelvo otra vez a caer, desgraciado de mí, que no soy más que eso, un desgraciado?». Así piensan muchas personas teme­ rosas de Dios que aspiran a la virtud y están arrepentidas de su pecado, cuando su fragilidad las obliga a enfren­ tarse con las caídas que ella les ocasiona: viven todo el tiempo bloqueadas entre el pecado y el arrepentimiento. Pero tú no dudes de tu salvación... Su misericordia es mucho más grande de cuanto puedas concebir, su bondad mayor que cuanto te atrevas a pedir... El espera sin cesar el más mínimo gesto de arrepentimiento de aquel que se ha dejado sustraer una parte de justicia en su lu­ cha con las pasiones y con el pecado16. r

Detrás de esta descripción, de tanta finura psi­ cológica, aparece ya la diferencia entre la primera etapa del itinerario espiritual, la psychiké, y la se­ gunda, la loghiké.

3. Tercera

etapa: la vía unitiva

Nos falta decir algo, aunque sea brevemente, sobre la tercera etapa, denominada pneumatihé, es­ piritual, debido precisamente al nombre de aquel que la domina por completo, el Espíritu (Pneuma) 16. Isaac de Nínive, Segunda colección 40, 15-17.

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Santo. Una de las designaciones más antiguas que le fue atribuida, y que se remonta a los padres del desierto, en Egipto, es precisamente la de «adquisi­ ción del Espíritu Santo», apelativo que se encuen­ tra también en boca de Serafín de Sarov, en la Ru­ sia del siglo XIX. Aquí no se trata de la primera vez que el creyente recibe el don del Espíritu en los sacramentos de la iniciación cristiana, el bautismo y la confirmación, sino de una especie de renova­ ción y dilatación de este don que lleva a plenitud la obra de la deificación del hombre, que desde ese momento se hace enteramente semejante a Dios en el cuerpo y en el alma. Si entre la primera y la segunda etapa el paso es relativamente fácil de discernir, el de la segunda a la tercera es todavía mucho más evidente, resplan­ dece aún más. Si las dos primeras se conectaban todavía con el régimen que podríamos llamar «te­ rreno», la tercera arranca al hombre de la tierra y lo lanza literalmente al más allá, y en un «más allá que está más acá». En efecto, otra constante de to­ da la literatura espiritual, sea cual fuere la tradición a la que pertenezca, es que concibe la experiencia «mística» como una auténtica pregustación, una an­ ticipación del reino venidero. Su primera característica es la de ser puntual y repentina. En general no está destinada a durar en 58

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el tiempo, sino más bien a renovarse, y solo según el parecer del propio Dios. Bernardo, que se lamen­ taba de ello, sintetiza esta característica con uno de aquellos juegos de palabras que tanto le gustaban: «rara hora, parva mora», «acontece raramente y dura poco». Sería inoportuno que el novato en este tipo de experiencia mística se empeñara en prolon­ garla y, peor aún, en recrearla con sus propios me­ dios personales, porque sería caer en la ilusión. Lo único que cabe y se debe hacer en una experiencia de este tipo es acogerla y, por supuesto, sólo en el crisol de la humildad que la crisis anteriormente descrita le ha enseñado. En segundo lugar, esta etapa implica una espe­ cie de suspensión de la actividad de los sentidos, tanto corporales como intelectivos, con la respec­ tiva impresión de haber sido desenraizados de la condición presente para ser transportados a otro lu­ gar todavía desconocido. Isaac de Nínive la descri­ be como una especie de «estupor» que trae consigo la «quietud» (shelyâ) de todas las facultades y el silencio de la lengua. Los autores griegos emplean el término ék-stasis, «condición de quien está fuera de sí», apenas ya reflejado en nuestra palabra ac­ tual «éxtasis». Los latinos se sirvieron de un térmi­ no lexicográficamente próximo, pero todavía más expresivo: excessus, que une la raíz ex, «fuera de», 59

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al verbo cedere, «partir, salir». Esta experiencia se asemeja a un partir «más allá» (se podría decir in­ cluso a la capitulación) de un alma que, arrebatada por la acción del Espíritu, cede ante él, le deja las riendas de la propia actividad. En el momento de describir este arrobamiento fuera de sí, Juan Ruysbroeck -místico flamenco del siglo XIV y uno de los primeros que optó por es­ cribir en su lengua materna, el holandés- sintió la necesidad de acuñar una serie de neologismos for­ mados por verbos precedidos de la partícula ent-, que en su lengua sugiere el des-enraizamiento de un primer estadio con el fin de ser injertado en una condición «más allá de» aquella en la que se encon­ traba anteriormente: «huir más allá de», «ser ele­ vados más allá de», «ser absorbidos más allá de», «correr más allá de», «pasar más allá de», «dormir­ se más allá de», «espirar más allá de»... Con todos estos nuevos verbos pretendía describir este paso anticipado a la escatologia, en los que el «más allá de» indica simplemente la vida en Dios. Si en esos momentos toda lengua y toda acti­ vidad intelectual son reducidas al silencio, se si­ gue que ya no será posible ninguna oración. Esta es precisamente la paradójica enseñanza de, por ejemplo, Isaac de Nini ve y, junto con él, de otros autores sirios: cuando el alma se halla inundada 60

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hasta este punto de ese estupor ya no es posible ninguna oración. El estupor la tiene totalmente sus­ pendida en Dios. Este morar en Dios evoca la idea y el vocabula­ rio de la comunión con él. Mientras que los auto­ res sirios privilegian la imagen de la «mezcla» (en la experiencia mística el hombre está «mezclado» con Dios), un famoso texto de Pablo en la Primera carta a los corintios -«el que se une al Señor se ha­ ce un solo espíritu con él» (1 Cor 6, 17)- ha dado pie al concepto de «unidad de espíritu con Dios» para designar esta misma experiencia culminante, imagen que será especialmente cara a Guillermo de Saint-Thierry y, dos siglos más tarde, retomada por los autores renano-flamencos. Ya el texto citado de Pablo opone la unión con la prostituta, con la que se forma un único cuerpo, a la unión con Dios, que convierte al creyente en un solo espíritu con él. No fue necesario esperar al siglo XII para que la comunión del alma con Dios se expresara en términos nupciales, tomados del Cantar de los cantares. Si Orígenes es uno de los primeros en servirse de esta imagen, ya el evange­ lista Juan, mucho antes que él, había designado en sus escritos a Jesús como «el Esposo», y al alma como «la esposa». Pero fue en el siglo XII, en dos brillantes comentarios al Cantar de los cantares, 61

Las etapas de la vida espiritual

uno de Bernardo y el otro de Guillermo de SaintThierry -dos obras concebidas muy probablemen­ te de mutuo acuerdo durante un célebre encuentro entre los dos amigos-, cuando el tema entra defi­ nitivamente en la literatura mística de Occidente. Tema que posteriormente fue afinado y desentra­ ñado en los siglos XVI y XVII, cuando la mística, sobre todo la carmelitana, distingue diversas eta­ pas, desde el enamoramiento hasta el matrimonio espiritual. Una vez llegados a esta veta común, las dife­ rentes tradiciones seguirán discutiendo sobre cuál sea la facultad espiritual a la que haya que atribuir tal experiencia. Tanto si se trata de una «mirada» particularmente aguda -y los autores hablarán en­ tonces sobre todo de theoria o contemplano-, o de un conocimiento más penetrante -y el vocabulario de un autor como Evagrio, con toda la tradición que depende de él, se inclina más por el término gnósis, conocimiento- como, si, al contrario, se trata de un amor que, en el lenguaje de Ruysbroeck, «penetra allí donde la razón se detiene» -y entonces se busca subrayar los aspectos afectivos de esta experien­ cia-, todas estas identificaciones, lejos de contrade­ cirse o excluirse, atestiguan la extraordinaria rique­ za y peculiaridad de la experiencia mística, que está mucho más allá de lo que nuestro lenguaje es capaz 62

El crecimiento espiritual

de expresar. Pues si se habla de una «mirada», es­ ta no tiene nada que ver con nuestros ojos biológi­ cos (y todos los autores ponen en guardia sobre las visiones o apariciones sensibles); si se trata de un «conocimiento», este trasciende todo lo que la ra­ zón pudiera captar; si se trata de un «amor», su sua­ vidad -la embriaguez misma (otro término usado)va mucho más allá, es más hondo que la dulzura de cualquier amor humano. A falta de imágenes y de palabras, el testimonio de la experiencia mís­ tica recurrirá con frecuencia al testimonio personal de Pablo, que las sintetiza todas: Conozco a un cristiano que hace catorce años (si fue con cuerpo o sin cuerpo, no lo sé. Dios lo sa­ be) fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y me cons­ ta que ese hombre -si fue con cuerpo o sin cuerpo, no lo sé. Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar (2 Cor 12, 2-4).

En el bautismo, el creyente recibe en su corazón el germen de esta misma experiencia. Y a ella es­ tá definitivamente destinado, si no ya en esta vida, con toda seguridad en el más allá. Pero percibe a ráfagas sus primeros fulgores, por la acción mara­ villosa de la gracia, a través de las tentaciones, de sus propias fragilidades, de sus caídas y sus rein­ corporaciones. 63

II

EL HOMBRE INTERIOR

1

EL HOMBRE INTERIOR EN LA BIBLIA

La expresión «hombre interior» no se encuentra en su tenor literal en la Biblia, pero se halla implí­ cita en una imagen extraordinariamente sugerente usada por Pedro en su primera carta: Ho kryptòs tés kardías ánthropos (1 Pe 3, 4), expresión única en toda la Biblia y que literalmente suena así: «El hombre oculto del corazón». Pedro está aconsejan­ do aquí a las mujeres que tengan cuidado con los adornos externos y que se preocupen con ese ser escondido que llevan en el interior de ellas mismas y que se manifiesta «en el adorno inmarchitable de un espíritu apacible y sereno» (1 Pe 3, 4). El «hombre interior» se identifica con el cora­ zón del hombre cuya ambigüedad profunda es re­ cordada en toda la Biblia. Desde el Génesis Dios comprueba y confiesa que todos los pensamientos del corazón del hombre tienden siempre al mal (cf. 67

EI hombre interior r

Gn 6, 5). El conoce el corazón «duro» que, en el caso del faraón de Egipto, él mismo se encarga de «endurecer» (cf. Ex 7, 3 y passim), pero también conoce el corazón «tierno», capaz de humillarse delante de él (cf. 2 Re 22, 19) y, sobre todo, el co­ razón contrito y humillado por el arrepentimiento (cf. Sal 34, 19; 51, 19), que procura él sanar por to­ dos los medios (cf. Sal 147, 3). Dios denuncia con frecuencia la incircuncisión de los corazones (cf. Lv 26, 41 ; Dt 10, 16; 30, 6; Jr 9, 25). No obstante, será precisamente sobre las tablas del corazón don­ de escribirá él la ley nueva (cf. Prov 3, 7; 7, 3). Por medio de su profeta promete que cambiará el cora­ zón de piedra por un corazón de carne (cf. Ez 11, 19; 36, 26). Un corazón así, «un corazón que sepa escuchar»1, es el que Salomón pide al comenzar su reinado (cf. 1 Re 3, 9), siguiendo el ejemplo de su padre David, quien le había dado el siguien­ te consejo: «Por encima de todo vigila tu corazón, pues de él depende la vida» (Prov 4, 23). Dentro de esta tradición se sitúa asimismo la enseñanza de Jesús sobre la interioridad. El Señor proclama bienaventurados a los de corazón «pu1. Las traducciones oscilan entre «dócil» y «sabio». Segui­ mos de ordinario la versión de La Casa de la Biblia, excepto en los casos en que, como en este pasaje, el cambio resulta bastante significativo.

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En la Biblia

ro», en contraposición a sus oyentes, a quienes re­ procha su dureza de corazón (cf. Mc 16, 14; Rom 2, 5; Ef 4, 18). No en vano, es la maldad del cora­ zón la que vuelve impuro al hombre, y no las prác­ ticas exteriores (cf. Mt 15, 18-20). Porque «la boca habla de la abundancia del corazón» (Mt 12, 34) y «el hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón; y el malo de su mal corazón saca lo malo» (Le 6, 45). En Lucas encontramos además la fórmula del corazón kalós kai agathós, «bello y bueno», que hace que la semilla de la Palabra produzca fruto. El corazón, en efecto, es el lugar donde, a ejemplo de la Virgen, se «medita» la palabra (cf. Le 2, 19); pues, como recordará Pablo citando un texto del Deuteronomio: «La palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón» (Rom 10, 8). Es el corazón el que arde cuando Jesús en persona interpreta las Escrituras (cf. Le 24, 32); y es también el templo del Espíritu Santo: «¿No sabéis que vuestro cuer­ po es templo del Espíritu Santo que habéis recibi­ do de Dios y que habita en vosotros? ( 1 Cor 6, 19); un templo donde se celebra la oración, sea litúr­ gica o privada: «Llenaos del Espíritu y recitad en­ tre vosotros salmos, himnos, y cánticos espiritua­ les. Cantad y tocad para el Señor con todo vuestro corazón» (Ef 5, 18-19). La expresión de Pedro «el 69

EI hombre interior

hombre oculto del corazón» sintetiza y recapitula todos estos elementos. Pablo, a su vez, la utiliza en la Carta segunda a los corintios contraponiendo el «hombre interior» al «hombre exterior». Mientras que este último, amenazado por la muerte, se va progresivamente deteriorando y destruyendo, «nuestro hombre in­ terior» está ya presente, y su actividad, aunque por el momento permanece invisible, nos prepara «un caudal eterno e inconmensurable de gloria, porque nosotros hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en aquellas que no se ven. Las cosas que se ven son de un momento, mientras que las que no se ven son eternas» (2 Cor 4, 16-18).

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2

EL TEMPLO DE LA PLEGARIA INTERIOR

Esta realidad interior ¿asusta a los hombres y mujeres de hoy en día? Podemos preguntárnoslo, puesto que el texto de la Carta a los efesios citado más arriba suele tradu­ cirse actualmente de la siguiente manera: Cantando y tocando para el Señor con todo vuestro corazón (Ef 5, 19).

En puro rigor lexicográfico, tal traducción es­ taría justificada, pero nunca se le ocurrió a ningún Padre de la Iglesia, pues la exégesis patrística in­ terpreta unánimemente el texto en el sentido de la liturgia interior del corazón. Se trata de una convicción que atraviesa, como un hilo conductor, toda la tradición patrística; esta liturgia interior de la oración, a pesar de las aparien71

E! hombre interior

cías y de nuestra infidelidad, está siempre ya dada, está ya incesantemente presente y no nos abando­ na nunca. El apóstol Pablo lo recuerda de forma explícita cuando admite que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabe­ mos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Aunque esto nos parezca sorprendente, no es en modo alguno excepcional: testimonia la condición común a todo bautizado. Acogiendo en sí mismo la vida de Dios y hecho así hijo de Dios por adopción, el bautizado recibe a la vez el don del Espíritu San­ to. Y este Espíritu es un Espíritu que está siempre en oración, que grita constantemente en nuestros corazones: «Abba, Padre» (Rom 8, 15). Se trata de un auténtico tesoro que todo cristiano lleva en lo más íntimo de su ser, aunque en la mayor parte de los casos sin saberlo. Pero este hecho no oscurece la impresionante realidad de esta presencia en él porque, en lo pro­ fundo de cada creyente, gracia y oración se super­ ponen. Estar en estado de gracia equivale a estar en estado de oración. Aun cuando no le preste aten­ ción, el cristiano está siempre, en algún rincón de su ser, en oración. O mejor, el Espíritu Santo cele­ bra en él la oración. 72

El templo de la plegaria interior

Por consiguiente, todo «método» o «técnica» de oración no puede tener otro objetivo que el de poner en contacto a «ese orante» que todo creyente es ya de por sí con la oración divina presente en él. Las fórmulas de oración que él mismo puede even­ tualmente elaborar, el recogimiento y el silencio interior a los que se aplica, no tienen más sentido que el de hacer consciente aquella oración y facili­ tar su manifestación. En realidad, ella está permanentemente actuan­ do en él, aunque sea en estado de inconsciencia, una inconsciencia que va mucho más allá de ese inconsciente psicológico que en la actualidad tan bien sabemos analizar. Pues se trata de un incons­ ciente que entra en contacto con las raíces mismas de nuestro ser, metafìsico y metapsíquico en el sen­ tido más fuerte de la expresión, allí donde este ser se sumerge en Dios y donde aflora de manera ince­ sante a partir de él. Sería necesario poder recogerse mucho tiempo en tomo a esta realidad interior presente en lo más íntimo de nosotros para poder medir en plenitud su espesor y saborear toda su dulzura. Por penosos o desoladores que sean los recuerdos que hayamos podido conservar de nuestros «esfuerzos» o «inten­ tos» de oración, sabemos, y en ciertos momentos lo sentimos, gracias a la fe, que existe en nosotros un 73

El hombre interior

lugar secreto, un verdadero y propio oratorio en el que no se interrumpe nunca la oración. Dios nos interpela sin descanso, continuamente, y nosotros experimentamos en ese lugar que esta­ mos ligados a él, en estrechísimo contacto con él. En Occidente, durante la Edad Media, este lugar era designado como la domus interior, es decir, la «casa interior», o también el templum intérim, el «templo interior». Es evidente que esto no significa que nosotros lo veamos, que oigamos la oración que allí se ce­ lebra. En la mayor parte de los casos, y en sentido estricto, no «percibimos» nada. Podemos tan solo creerlo firmemente, con una seguridad que va cre­ ciendo poco a poco, a medida que Dios va levan­ tando un borde del velo y permite que una mínima parte de esta actividad inconsciente de la oración emerja a la superficie de nuestra conciencia. En al­ gunos casos puede ser solo un rapidísimo fulgor, un fogonazo breve y pasajero, que ilumina definiti­ vamente etapas enteras de nuestra existencia y cu­ yo recuerdo sorprendentemente salvifico, incluso en el abismo de una nueva desolación, ya no nos abandonará jamás. Pero lo más frecuente es que esta toma de con­ ciencia -que es más bien el progresivo emerger de una nueva conciencia- asuma el aspecto de un 74

El templo de la plegaria interior

aflorar lento y paciente, apenas perceptible al prin­ cipio, de una lucidez desde dentro que poco a poco despierta en nosotros un sentimiento nuevo, difí­ cil de expresar, un «sentimiento más allá de todo sentimiento», decía Ruysbroeck, pero que a largo plazo nos permite percibir «algo», incluso a través de la densa niebla de la fe.

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3

EL PASO A LA ORACIÓN CONSCIENTE

¿Hay algo que podamos hacer, o que tengamos que evitar para facilitar este paso de la oración in­ consciente a la oración consciente? Resulta obvio, por una parte, que determinadas condiciones externas pueden favorecer el recogi­ miento, es decir, permitir que se libere en nosotros un espacio interior en el que puede producirse el acontecimiento de la oración. Así, un lugar tran­ quilo o solitario; el silencio de las palabras, pero también, y sobre todo, de las preocupaciones; un cierto control de nuestros deseos, eso que conoce­ mos como «sobriedad» o «ascesis», son todas ellas condiciones favorables. Además de esto, la oración cristiana conoce mu­ chas y variadas técnicas de recogimiento, exterio­ res todas ellas, que comparte con otras tradicio­ nes espirituales. Lo específico del cristianismo es 77

Et hombre interior

la naturaleza de la relación que se instaura entre la oración y las condiciones que la preparan. Pues en este caso, tal preparación no tiene ninguna posibili­ dad de determinar directamente el acontecimiento de la oración y éste no puede ser en modo alguno consecuencia natural de aquella. Dios, en efecto, permanece siempre como el Señor único de la ora­ ción y podría perfectamente prescindir de nuestros preparativos y superar tranquilamente todos nues­ tros obstáculos. Será él quien haga surgir la ora­ ción «cuando quiera, como quiera y donde quiera», como decía también Ruysbroeck. Esta absoluta gratuidad de la intervención divi­ na es la primerísima certeza que adquirimos desde el momento mismo en que el acontecimiento co­ mienza a verificarse. Dios ha tomado el asunto en sus manos y a nosotros no nos queda más que se­ cundar sus impulsos. La aridez aparente que acompaña nuestros es­ fuerzos de oración dejados a sí mismos, el hastío o la desolación que parecen generar, son el corola­ rio inevitable de esta absoluta gratuidad. Esta pe­ nosa, aunque a la vez salvifica, experiencia no se les ahorra ni siquiera a aquellos que han tenido la oportunidad de «entrar en oración» en el clima de júbilo y de exaltación de cualquier tipo de inolvi­ dable «choque carismàtico». Así como era auténti78

El paso a la oración consciente

co el choque y todo lo que ha despertado en ellos, de la misma manera es necesario un tiempo de pa­ ciencia y de perseverancia en medio de la aridez. Dios parece retirarse o querer desentenderse, pero la verdad es que él es siempre mayor que nuestro corazón, está mucho más allá de todo aquello que nosotros podríamos anhelar con nuestros deseos. Sin este continuo ajetreo de desescombro en nues­ tro corazón, algo que solamente Dios puede rea­ lizar -la mayoría de las veces sin que nosotros lo sepamos-, la euforia y la paz en la oración podrían correr el riesgo de convertirse en quietud ilusoria, ajena a la acción del Espíritu Santo. Los místicos han hablado siempre de desierto, de noche y hasta de una aparente muerte de Dios. Su vocabulario no hace más que describir, con los medios de que dispone, la experiencia de la pobre­ za ante el misterio de un Dios que, para mejor en­ tregarse, a veces parece retirarse. El mismo Ruysbroeck se sirve de una expresión muy sugerente: es preciso «lanzarse sin parar y parar sin cesar; es como remar contra corriente»; imagen pintoresca que expresa bien que cualquier esfuerzo humano, aunque sea necesario, está destinado a desvanecer­ se ante la maravilla de la gracia que actúa en su lugar y que, precisamente a través de esta pobreza, Dios nos espera para salvamos y enriquecemos. 79

El hombre interior

Hay aquí una crisis que hay que pasar, crisis in­ dispensable, para abrir el acceso a la interioridad. Se trata de un problema aparente, de una calle sin salida que frena todos nuestros esfuerzos y que pa­ rece obligamos a la inmovilidad. El nombre bíbli­ co de esta crisis es «tentación»1. ¿Cómo se puede dar el paso a la interioridad? Es siempre imprevisible el momento en que se rea­ liza en nosotros, cuando una fuerza hasta entonces desconocida supera nuestros pobres intentos y nos arrastra más allá de algo que, sin embargo, se en­ cuentra dentro de nosotros mismos. La sensación que nos inunda es la de que noso­ tros no intervenimos en absoluto, de que no tene­ mos nada que hacer. Nos domina incluso la impre­ sión de que nos hundimos, de que no hacemos pie, de que no podemos controlar ya la dirección, de que vamos deslizándonos hacia algo distinto que se nos escapa, pero de cuya realidad extraordinaria no nos cabe la menor duda. Se abre camino en nosotros una nueva sensibi­ lidad, se nos abren otros ojos, descubrimos dentro de nosotros una cierta resonancia y, sobre todo, nos 1. El lector encontrará una descripción más amplia de esta crisis o tentación, así como de sus implicaciones, más arriba, p. 49-57.

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El paso a la oración consciente

invade en lo más íntimo de nuestro ser una paz que no nos puede engañar. Entonces, un sinfín de rea­ lidades comienzan a adquirir un aspecto completa­ mente diferente. El recogimiento, que un día nos parecía forzado o artificial, resulta ahora natural de manera seme­ jante a lo que acontece con la oración, que ahora brota espontáneamente, con palabras y fórmulas muy simples, de ordinario sacadas de la Palabra de Dios. Un nuevo sentido interior se despierta, una misteriosa afinidad con aquello que Dios espera en cada momento de nosotros. Si en el pasado la voluntad de Dios era a veces difícil de discernir, ahora parece que se manifiesta como algo natural, como si la misma oración, en cuanto «gemido del Espíritu» en nosotros se confundiera de alguna manera con el impulso secreto del mismo Espíritu, que guía a cada ser según el designio amoroso de Dios sobre él. ¿Cuándo sucederá todo esto? La hora es tan in­ cierta como la de nuestra muerte o la de la vuelta de Jesús al final de los tiempos. Pero hay lugares y momentos, e incluso etapas de la vida, en los que el acontecimiento parece más cercano y a punto de verificarse. Son lugares y momentos que se pue­ den afrontar con el gran deseo de ser finalmente escuchados. 81

£/ hombre interior

Uno de estos lugares privilegiados lo constituye siempre la palabra de Dios en la Escritura. Escu­ chando esa Palabra nuestro corazón puede desper­ tar, sentirse tocado, traspasado, para dejar brotar la oración. La enfermedad, la muerte de una per­ sona querida, las grandes pruebas, son otros tantos momentos favorables en los que nuestra espera de Dios y de su intervención se hace más explícita, más insistente, pero también las tentaciones que nos mueven a la súplica, convencidos como esta­ mos entonces de que no podemos salvamos si no es por el auxilio de la gracia. Hasta el pecado, en el momento en que la misericordia de Dios lo toca para curarlo, puede desembocar en acción de gra­ cias y en profunda alegría. Todos estos momentos privilegiados se hallan por así decir condensados y recapitulados en la ce­ lebración de la liturgia. La Iglesia, y en particular los que en ella han optado por la vida contemplati­ va, han captado como por instinto esta secreta afini­ dad entre la liturgia celebrada externamente en los edificios de piedra y la que se celebra en secreto, en ese edificio espiritual que es el corazón de los bautizados. La experiencia les ha enseñado cómo armonizar estas dos liturgias, y cómo esto es sufi­ ciente para que una oración incesante invada poco a poco la conciencia de los orantes. 82

El paso a la oración consciente

En la liturgia se encuentra oculta la fuente de toda oración cristiana que no puede ser sino la ora­ ción del Espíritu Santo, un eco prolongado hasta nosotros y hasta el final de los tiempos de la ora­ ción que Jesús ofrecía permanentemente al Padre durante su vida terrena, pregustación de la liturgia que él preside incesantemente ante el Padre en el cielo, donde está «siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7, 25).

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4

EL MUNDO DE HOY FRENTE A LA INTERIORIDAD

Partiendo de la enseñanza de las Escrituras, en las páginas precedentes hemos intentado describir algunos de los elementos de esta realidad interior frente a la cual nuestra época se sitúa adoptando dos actitudes opuestas. Por un lado, está obsesio­ nada por el deseo de conocerla; por otro, sin em­ bargo, parece que encuentra especiales dificultades para entregarse a ella. ¿Por qué? ¿Acaso Dios se ha retirado en este tercer milenio? ¿O más bien so­ mos nosotros quienes no sabemos ya ni escuchar ni discernir? Ciertamente, Dios no tiene la culpa. Más bien él tiene hambre y sed de hombres y mujeres a los que entregarse sin reservas. Lo mismo vale para la Iglesia, que en su más profunda verdad solo es deseo de Dios y apertura total a él. Si se me per­ mite recurrir a una imagen que encontramos con 85

El hombre interior

frecuencia en la literatura contemplativa, la Iglesia es la esposa mística que espera día y noche recibir el beso nupcial de su Esposo. Con todo, los hijos de la Iglesia son asimismo hijos de su tiempo y de su cultura. No pueden librarse de todas las influen­ cias ambientales que los envuelven, ni evitar, por consiguiente, establecer con ellas un diálogo conti­ nuo. Cualquier cambio histórico genera tensiones, de modo que este diálogo se convierte para la Igle­ sia en una lucha cuerpo a cuerpo con la cultura de su tiempo, una auténtica crisis de crecimiento que hace posible una purificación y una profundización de la propia fe. ¿Nos topamos en nuestra cultura con elementos que hacen más difícil el descubrimiento de la in­ terioridad? O, por el contrario, ¿hay aspectos que, al menos a primera vista y en apariencia, facilitan dicho descubrimiento y hacen posible que lo poda­ mos transmitir? Esta doble influencia de la cultura, negativa y positiva al mismo tiempo, representa en cada épo­ ca de la historia de la Iglesia un desafío de capital importancia y un problema acuciante. Y la respues­ ta a un reto de este tenor no puede ser sino viva y concreta, es decir, que surja de la propia experien­ cia, del corazón de sus hijos plenamente inmersos en dicha cultura. 86

El mundo de hoy frente a la interioridad

Puesto que muchos de nosotros somos todavía hijos de un momento histórico de la Iglesia que contrasta con las orientaciones teológicas surgidas del concilio Vaticano II, somos especialmente sen­ sibles a tres elementos que han influido en la ex­ periencia de la fe de una forma más bien negativa. Todavía hoy nos provocan reacciones de rechazo y pueden empujamos, o empujar sin consideración a las generaciones jóvenes, a una vivencia de la fe tan pobre que roza la frustración. Comencemos por estas influencias negativas. ¿Por qué este deseo de «sentir» a Dios, de tener «experiencia» de Dios, cuando Dios ha desapare­ cido silenciosamente del horizonte? ¿Acaso no se ha proclamado que Dios ha muerto? ¿O que, si aún existiera, sería totalmente diferente a como lo ha­ bíamos concebido hasta ahora? Paradójicamente, al mismo tiempo que nos to­ pamos con dicha proclamación de la muerte de Dios, o mejor, en medio de la experiencia que esta quiere expresar, percibimos los signos de una ex­ periencia auténtica de Dios. Se diría que él está a punto de resucitar en las conciencias de no po­ cos de nuestros contemporáneos. Nos encontra­ mos, sin lugar a dudas, frente a un evidente giro de la cultura religiosa en Occidente, ahora que la indiferencia y la apatía, herencia de la seculariza87

El hombre interior

ción, son puestas en tela de juicio por el retomo de una nueva sensibilidad religiosa. Voy a recordar aquí tres factores culturales que son, en buena parte, responsables de esto que po­ dríamos diagnosticar como una triple restricción del horizonte del mensaje evangélico. Tres facto­ res que hoy día hacen más difícil una valoración correcta de la experiencia espiritual, en la medida en que, por una parte, todavía nos influyen, y, por otra, sentimos la tentación de reaccionar contra ellos, por la desorientación que nos ocasiona es­ ta perpetua alternancia. Estos tres factores son: el evangelio reducido a una ideología, el evangelio reducido a activismo, el evangelio reducido a lega­ lismo moralista.

1. El

evangelio reducido a ideología

La vida de fe es ante todo, como hemos visto y es obvio, una «vida». Y, sin embargo, cuando hablamos de la fe ¿pensamos espontáneamente en una vida? Nuestros esquemas mentales, fundamen­ talmente racionalistas, nos empujan en otra direc­ ción. No nos han enseñado a creer en una «vida», sino sobre todo en unas «verdades». Al concepto de fe asociamos instintivamente términos como «convicción», «opinión», «sistema de pensamien88

El mundo de hoy frente a la interioridad

to». La mayor parte de las personas piensan que entre el creyente y el no creyente solo hay una di­ ferencia de opiniones. Todos tenemos la experiencia de creer en algu­ nas personas, como el niño que cree en sus padres y más tarde creerá en sus profesores. Pero incluso en estos casos pensamos inmediatamente en un ba­ gaje intelectual que hay que transmitir. De forma parecida, se puede creer en Jesús y en su evangelio pero no sacar de ello más que un conjunto de cer­ tezas racionales que permiten afrontar la vida de manera convencional, y nada más. Este riesgo de reducir el evangelio a ideología es inherente a cualquier experiencia espiritual. Re­ sulta imposible transmitir la vida sin recurrir a un mínimo de fórmulas que nos ayuden explicitar en cierta medida esta experiencia. Tarea que, por otra parte, resulta apasionante y que cada generación de cristianos debe afrontar de un modo nuevo, y así nace la teología y se profundiza en un diálogo con­ tinuo con los esquemas de reflexión de cada época, una teología fecundada y, a la vez, amenazada por esos mismos esquemas. De aquí nace también la necesidad que tiene la Iglesia de precisar de vez en cuando la expresión de la experiencia en fórmulas muy meditadas, pre­ cisas y aquilatadas llamadas «dogmas». 89

El hombre interior

Por la misma razón, es oportuno elaborar en ca­ da época nuevos catecismos. Pues cada generación cristiana posee la competencia que se requiere, con la ayuda de las nuevas intuiciones aportadas por su cultura, para percibir con claridad aspectos hasta entonces inexplorados de la propia experiencia de fe, aunque con la condición de que estas intuiciones sean a su vez verificadas constantemente por esa misma experiencia. Cuando en una época determinada la cultura que domina en el ambiente se caracteriza, como ocu­ rre hoy, por una inclinación desmesurada hacia la racionalización, en detrimento de otros modos de pensamiento -como, por ejemplo, la vía del sim­ bolismo-, se corre el peligro de cultivar a ultranza fórmulas conceptuales de la fe y creer además que resultan suficientes. En tales situaciones estas pasan a desempeñar un papel excesivamente importante: cultivar la propia fe se reduce al mero conocimien­ to intelectual de una serie de definiciones incon­ movibles, a cierta forma de teología o de historia comparada de las religiones. Cuando todo esto sucede, el riesgo es no hacer justicia al evangelio de Jesús y a la vida que dicho evangelio aporta. Nadie cuestiona que la teología y la catcquesis son elementos imprescindibles de la vida de fe, pero a condición de no separarlos nunca 90

El mundo de hoy frente a la interioridad

de la experiencia vital, o mejor, de dejar que broten continuamente de ella. Cuando la fe se separa de esta experiencia, de aquello que Ruysbroeck denominaba la «vida vi­ viente», sus formulas quedan exangües, muertas, incapaces de transmitir vida. La catequesis se re­ duce a una concreta concepción del hombre y del mundo, acaso más sabia y acertada que las demás concepciones disponibles entre las diferentes ideo­ logías que hoy predominan. En este sentido es en el que se invita al adulto a hacer una opción con conocimiento de causa. Si, a pesar de todo, se decide por la visión cris­ tiana, será como conclusión de una confrontación largamente sopesada entre esta y las otras visiones del mundo, a menos que esa opción sea fruto de un ingenuo conformismo. En todo caso, se trata de una fe que solamente tiene una lejanísima semejanza con aquella «un­ ción» interior de la que nos habla el apóstol Juan en su primera carta, esa unción que nos enseña to­ das las cosas y que hace que no tengamos necesi­ dad de que ningún otro nos enseñe (cf. 1 Jn 2, 27), porque es una fe que hunde sus raíces en la cabeza y no en el corazón. El que tiene una fe así, separada de la experien­ cia interior, puede sufrir daños hasta en su misma 91

£7 hombre interior

personalidad. Toda religión prisionera del raciona­ lismo corre el peligro de desembocar en formas de fanatismo religioso: paranoia colectiva que reduce a sus adeptos al estado de esclavitud. Dicho fanatismo, por lo demás, puede surgir en cada uno de los dos extremos de todo grupo re­ ligioso, lo mismo en el integrista que en el pro­ gresista, y puede degenerar en todo tipo de exce­ sos. De este modo nacieron muchas herejías, a las que el genial escritor Chesterton etiquetaba como «ideas cristianas enloquecidas». Algo que al prin­ cipio constituye un punto de vista auténticamente evangélico, cuando se separa de la experiencia in­ terior, comienza a girar en el vacío, y termina por desviarse y caer en el puro y duro racionalismo. El evangelio queda así reducido a ideología.

2. El

evangelio reducido a mero activismo

La «vida viviente» de la experiencia cristiana no tiene que quedar encerrada en el corazón del cre­ yente. Al contrario. No sólo es transmisible, sino que además es contagiosa. Jesús usó la imagen de la fuente que mana. Pero una fuente que mana y desborda, porque esa es su naturaleza. ¿Acaso no dijo Jesús que la boca habla de la abundancia des­ bordante del corazón (cf. Mt 12, 34)7 92

El mundo de hoy frente a la interioridad

El que ha sido tocado por la vida divina no pue­ de por menos que lanzarse a proclamar esta mara­ villa. Siente un impulso interior casi irresistible a dar testimonio. Esta urgencia íntima brota de la fuente de vida que está dentro de él, no simplemente de su buena voluntad o de su generosidad. No le queda más que seguir paso a paso este impulso interior del Espí­ ritu. Se dejará plasmar por él muy sencillamente, aun cuando el Espíritu lo impulse mucho más allá de cuanto él quería al principio, más allá incluso de donde hubiera querido u osado ir. Si el cristiano persevera entonces en escuchar y obedecer a la llamada del Espíritu, si sabe renun­ ciar a todas sus resistencias interiores, puede pro­ ducir maravillas, auténticos milagros. No milagros de los que él se pueda considerar protagonista, sino los milagros que el Espíritu quiere continuar reali­ zando sin cesar en su Iglesia, en aquellos hombres y mujeres que aceptan entregarse totalmente a él. De sus manos brotan entonces milagros incluso sin que ellos se den cuenta. Milagros de este tipo presuponen siempre en el testigo de Jesús no sólo que preste atención a la realidad que lo rodea, sino sobre todo que no pier­ da nunca el contacto con la experiencia que vive en lo más profundo de sí mismo. 93

£7 hombre interior

Si es verdad que no puede apartarse del mundo, lo es mucho más, y con mayor razón, que no puede apartarse de Dios. Permanece sin cesar a la escu­ cha de su propio corazón para continuar, aun en medio de la más viva actividad, en comunión con los designios del Espíritu, mediante los cuales éste se ocupa de él con la misma intensidad. Ignacio de Loyola llama al que colabora así con el Espíritu «contemplativus in actione», alguien que permanece sin cesar en contacto con la fuente divina presente en su corazón. Cosa que, por otra parte, se trasluce al exterior. En efecto, la modali­ dad y el ritmo de sus actividades son pacíficos y profundamente distendidos, aun cuando sean capa­ ces de desarrollar un montón de actividades. Pero nunca muestra un aire ansioso, ajetreado. Respira distensión e irradia paz. El Espíritu Santo no cansa, no deprime a nadie. Es plenamente discreto. Libera y da la gracia. Crea gozo. Causa agradable sorpresa en todos los acontecimientos: «Todo lo que ocurre es adorable», decía Léon Bloy. Al contrario, cuando, por el motivo que sea, se interrumpe el contacto con la vida interior, el modo de trabajar se transforma notablemente. Es posible que el cambio no se note mucho externamente. La entrega sigue siendo admirable. Pero un activismo de este tipo no permite prestar atención y escucha a 94

El mundo de hoy frente a la interioridad

lo que el Espíritu Santo quiere hacer en él. Se agi­ ta mucho para elaborar proyectos, a los que dedica tiempo y energías, y trata de imponerlos en la vida de la Iglesia. Entonces, lo que podría haberse pre­ sentado como un testimonio de la unción interior corre peligro de hundirse en los defectos de una propaganda superficial y de un marketing de baja ley; la palabra de Dios asume la forma de un eslogan, y el problema parece consistir en cómo vender el evangelio lo más eficazmente posible en el mer­ cado de nuestro tiempo. Si el evangelio no resulta indemne, lo mismo le sucede a aquel que debería haber sido su testi­ go, pues no tarda en cansarse y en abandonar tal activismo y agitación. Encuentra incluso alguna excusa para desistir de la peregrinación que había iniciado hacia la fuente escondida en su corazón. Sin aquella agitación febril, su vida le parece ahora insípida. ¡Cuánta lástima inspiraban tales hombres de acción a Ruysbroeck! «Es una pena -se lamen­ taba- que lleguen hasta el agotamiento en el traba­ jo por el Señor, pero hayan perdido de vista al Se­ ñor por el que trabajan». Pero un activismo de este tipo puede estar tam­ bién fuera de lugar cuando lo acompaña el esfuerzo interior, en el cumplimiento de los mismos «ejerci­ cios espirituales». Una cierta generosidad «tensa» 95

El hombre interior

al servicio de la perfección personal, resulta tam­ bién desconcertante e impide encontrar el camino que conduce a la fuente interior. Un activismo simi­ lar desembocó en una herejía conocida como «pelagianismo», herejía típicamente monástica, propia de espirituales y ascetas que imaginaban que Dios marcaba la medida de su gracia según la generosi­ dad de sus propios esfuerzos. ¿Acaso no se ha di­ cho ya que la mayor herejía que se ha introducido hoy, oculta y sutilmente, en nuestra Iglesia es la de cierto pelagianismo? El evangelio reducido a fiebre activista o a exaltado perfeccionismo.

3. El

evangelio reducido a moralismo

No se trata, naturalmente, de que haya que pen­ sar que la teología moral carece de fundamento. Aquí consideramos tan solo una sutil distorsión de la moral que puede obstaculizar la experiencia in­ terior auténtica. Lo llamaremos convencionalmen­ te «legalismo moralizante», es decir, un desarrollo inadecuado de la moral que sin duda ha sido, al me­ nos en parte, responsable de la crisis de la experien­ cia espiritual de las últimas décadas. La vida del Espíritu en nosotros busca mani­ festarse externamente de mil maneras, en una se­ rie de comportamientos concretos motivados por 96

El mundo de hoy frente a la interioridad

el amor. El que ha tenido la experiencia del amor misericordioso de Dios no puede sino irradiar es­ te amor a su alrededor. Jesús dijo: «Sed perfectos (o ‘misericordiosos’, según Lucas) como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48; Le 6, 36). Esta es la fuente primera de aquello que bien pron­ to será conocido como la «moral cristiana». La ex­ periencia de la vida divina en cada uno de nosotros es prioritaria, una experiencia reconocible por cri­ terios que no pueden llamarse a engaño: esponta­ neidad, libertad, alegría profunda. Son las señales de una vida auténtica. En un segundo momento, será posible describir este comportamiento cristiano a partir de sus ma­ nifestaciones externas. Tal es la forma de proceder del apóstol Pablo en sus cartas: enumera las seña­ les por las que se puede reconocer al que es guia­ do por el Espíritu, lo que él llama «los frutos del Espíritu» (cf. Gal 5, 22). De ahí es de donde nace legítimamente la ética o la teología moral. Mien­ tras la moral conserva una unión vital con la ex­ periencia interior del Espíritu, desempeña un papel insustituible en la vida de la Iglesia. El creyente que todavía no se haya familiarizado con la vida del Espíritu puede servirse de esos frutos para eva­ luar su propia experiencia. La función de la moral es, por consiguiente, instaurar poco a poco la nueva 97

El hombre interior

sensibilidad según el Espíritu: debería ser una pe­ dagogía concreta de la experiencia interior. No siempre ha sido así de sencillo. Bajo el in­ flujo de los esquemas éticos de la cultura ambiente, la moral se ha orientado hacia un estudio abstracto y absolutizado del comportamiento humano, ce­ diendo a la tentación de traducir este comporta­ miento en un conjunto de normas concretas. Para la mayor parte de las personas, este procedimiento no ha dejado de tener su eficacia. De esta manera pueden saber de antemano cómo obrar para «estar en regla»: basta con atenerse a dichas normas. Esto no significa que la «vida en el Espíritu» o la interioridad no se puedan expresar nunca en for­ ma de normas. Pero en ellas se oculta una trampa. Si la atención se centra totalmente en una concreta aplicación de ellas resulta superfluo ponerse a la escucha del Espíritu Santo, porque se sabe ya de antemano lo que está mandado y lo que está prohi­ bido. Y aun en el caso de que hubiera alguna duda, bastaría consultar no a un director espiritual, sino a un moralista competente. Contentarse de manera sistemática y exclusiva con la aplicación de las normas puede conducir sin dificultad a ese legalismo moralista que, probable­ mente, es suficiente como fundamento de una vida externamente honesta, pero cuyas consecuencias 98

El mundo de hoyfrente a Ia interioridad

resultan funestas para la experiencia interior. ¿Por qué? El que se mantiene a la escucha del Espíritu Santo sabe por experiencia que este no pide nunca a nadie algo superior a aquello que puede hacer en sus circunstancias, es decir, algo superior a la tarea que ha recibido del mismo Espíritu para el momen­ to concreto que está viviendo. Y al contrario, el que se contenta con aplicar una norma corre el peligro de encontrar dos dificul­ tades: o no se siente capaz de practicarla, y enton­ ces es la ley la que le hace violencia, o creerá ser totalmente capaz, con el riesgo de buscar la propia salvación en la ley. En ambos casos las consecuen­ cias son negativas. En el primer caso es la ley la que lo violenta. Este es el papel provisional que san Pablo atribuye a la ley: nos revela que somos pecadores, incapaces de cumplirla. «Yo no conocería el pecado a no ser por la ley. Yo no habría conocido la concupiscen­ cia si la ley no me hubiera dicho: ‘No codiciarás’» (Rom 7, 7). La función de la ley en el Antiguo Tes­ tamento se reducía a esto. En el Nuevo Testamento eso ha cambiado, se ha convertido en «buena noti­ cia»: «La ley del Espíritu vivificador me ha libera­ do por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 2). Ya no dice como pri­ mera medida: «Esto es pecado y si lo cometes, eres 99

El hombre interior

culpable». Al contrario, la buena noticia de Jesús consiste en que el pecado, todos los pecados, cua­ lesquiera que sean, son perdonados, un perdón del que el Espíritu da testimonio en lo más profundo del corazón. La ley acusa siempre, al contrario de Jesús, que no acusa nunca. Incluso rechazará explícitamente condenar a la mujer adúltera. Ha venido para can­ celar el pecado, para liberar al hombre de la opre­ sión de la culpa. Cuando, como ha ocurrido de he­ cho, nuestra predicación moralista se ha limitado durante mucho tiempo, y casi exclusivamente, a precisar los confines de lo permitido o de lo prohi­ bido, ha podido llevar a los pecadores a considerar­ se como excluidos del mensaje liberador de Jesús. Y además, con este proceder ha aumentado el cau­ dal del sentimiento psicológico de culpa que, pa­ ra tantos de nuestros contemporáneos, creyentes y no creyentes, se ha desarrollado ya tanto que se ha convertido en un peso insoportable. Sentimientos de culpa que han minado y atormentado los cora­ zones, sufrimientos a veces han podido ser confun­ didos con la acción del Espíritu Santo. Al contrario, el Espíritu es unción, como decía san Juan (cf. 1 Jn 2, 20): unge, libera y causa alegría y gozo. Nuestro anuncio moralista acarrea un segundo riesgo, todavía más sutil y pernicioso. Consiste en 100

El mundo de hoy frente a la interioridad

ofrecer una buena conciencia a quienes piensan que se encuentran en regla con las normas. Favorece, por consiguiente, un perfeccionismo de fachada, a la vez que excluye al creyente de la posibilidad de escuchar la voz liberadora del Espíritu Santo. In­ crementa el número de todos aquellos que, según el evangelio, «no tienen necesidad de conversión» (Le 15, 7). Engendra fariseos y los confirma en su propia presunción. La predicación de Jesús evita cuidadosamente estas orientaciones. Nunca empuja al pecador a la desesperación. Al contrario, su predicación conde­ na la tranquilidad del fariseo. Porque, añade, no ha venido para los justos, sino para los pecadores (cf. Me 2, 17). Los justos con frecuencia lo cuestionan, los pecadores nunca. Hablar hoy de pecado y de pecadores significa afrontar un asunto muy delicado. Algunas perso­ nas, no sin cierta irritación, objetarán que vuelve a oírse aquí la voz de la Iglesia que condena, la del dedo que acusa y no la de la mano tendida que socorre. Otras, por el contrario, se preguntarán qué relación puede existir entre el pecado y la expe­ riencia interior, pues ¿no es precisamente el pecado el que cierra el camino a dicha experiencia? Nos hallamos aquí ante uno de los puntos débiles de la cultura religiosa de nuestro tiempo: la dificultad 101

El hombre inferior

para enfrentarse al pecado y el no saber cómo ac­ tuar con los pecadores. Ante todo, el pecado que está en cada uno de nosotros. O nos hemos convertido en pecadores desesperados, doblados bajo el peso de nuestro sen­ timiento de culpa, o nos colocamos del lado de los «pecadores liberados», que sueñan con una «moral sin pecado». O incluso -y esto sería lo peor- somos de los justos endurecidos que miran a los pecadores desde arriba y desde lejos. Mientras pertenezcamos a una de estas tres categorías tenemos bloqueado el camino a la experiencia interior. Nada más concluir el concilio Vaticano II, se pu­ blicó un libro con un título provocativo: Se buscan pecadores'. ¿Los pecadores son buscados y desea­ dos? Sí. Y ante todo por Dios mismo. Dios los es­ pera como el padre del hijo pródigo, cuya mirada escruta ansiosamente el horizonte cada mañana. Y también Jesús los espera, él, que se dejaba invi­ tar preferentemente por publícanos y pecadores. Verdaderos pecadores que no ocultan su pecado y tampoco buscan excusarse, sino que, con el paso del tiempo, se han reconciliado con su incorregi­ ble debilidad, la aceptan y la presentan simplemen1. B. Bro, On demande des pécheurs: le livre du pardon, Paris 1969. El padre dominico Bernard Bro alcanzó fama como predicador de Nôtre Dame, en París.

102

El mundo de hoy frente a la interioridad

te ante su misericordia. A pecadores de este tipo Dios no los rechaza, sino que los perdona; al mis­ mo tiempo, en el corazón de este perdón, el peca­ dor percibe dentro de sí, por vez primera, algo de la realidad viva de Dios. No es que Dios, a partir de aquel momento, sea mejor conocido, o que haya tomado la decisión de comprometerse más con él y, menos aún, que haya obtenido este insigne favor gracias a la decisión de enmendar su vida desde aquel momento. No, todo esto viene únicamente del hecho de que él acepta humildemente y con grati­ tud el perdón de Dios, un perdón que todo lo eli­ mina y lo renueva todo. En ese mismo momento comienza en él la experiencia interior. En efecto, en el mismo instante en que recibe el perdón, algo se rompe, se derrumba dentro de su mismo corazón. Ahora se encuentra ante Dios con un corazón contrito y quebrantado, como dice el salmista (cf. Sal 51, 19). ¿Y qué se ha quebrado? Las innumerables resis­ tencias inconscientes que oponía a Dios. Su saber no ha aumentado. Sus caídas, siempre las mismas, tampoco han disminuido. Pero nada de esto impor­ ta, porque comienza ahora a percibir algo del amor misericordioso. Y su corazón ha quedado tocado, herido. Se ha transformado en un corazón nuevo; el corazón de piedra se ha convertido en un cora103

El hombre interior

zón de came. Por fin percibe ahora algo de aque­ lla famosa «unción» de Jesús. Este es el verdadero arrepentimiento que libera. La culpa, que es muy real, ya no pesa, no abruma, no paraliza. Se ha con­ vertido en una felix culpa, una culpa que produce felicidad, como canta la Iglesia con tanta alegría en el Exultet de la noche de Pascua. Pues ella nos revela al Padre misericordioso. No queda más que dar gracias porque nos ha sido concedido ser peca­ dores perdonados, «porque él es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 136, 1). Hemos llegado al corazón del evangelio y, al mismo tiempo, al umbral de la verdadera mística o «interioridad» cristiana. Hemos tenido la experien­ cia de la suave «unción» de Jesús. Desde este mo­ mento él podrá guiamos todos los días. Imposible ya extraviarse y perderse en cualquier ilusión, por­ que ya no olvidaremos más el sabor de esta unión y siempre podremos encontrar de nuevo sus huellas, sin cansancio y sin posibilidad de error, allí donde el Espíritu quiera conducimos o dondequiera que nos impida ir. Por el momento no debemos traspasar ese um­ bral. Poseemos la llave y la puerta se puede abrir. La puerta, así como la llave, se hallan en la profun­ didad de nuestro corazón. Pero a lo largo de todo el camino de la aventura espiritual el esquema que 104

El mundo de hoy frente a la interioridad

aquí hemos descrito se repite en cada etapa. Por decirlo una vez más con palabras de Ruysbroeck, será preciso «lanzarse sin parar y parar incesante­ mente». Y, precisamente en el corazón de la debi­ lidad, ser alcanzados y aferrados por el amor de Dios, para poder, de esa manera, «ser por él eleva­ dos más allá de nosotros mismos, para sumergirse y hundirse eternamente en él».

105

INDICE DE CITAS BIBLICAS

Antiguo Testamento Génesis

Libro II de las crónicas

Gn 6. 5: 68

2 Cr 6, 14: 11

Gn 17, I: 11 Gn 48, 15: 11

2 Cr 6, 31: 11 Jeremías

Exodo

Jr 9, 25:68

Ex 7,3: 68 Ezequiel Levíiico Lv 26,41:68 Deuteronomio Dt 8, 6: 11 Dt 10, 12: 11 Dt 10. 16: 68 Dt 11,22: 11 Dt 30, 6: 68 Libro I de los reyes

Ez 11, 19: 68 Ez 36, 26: 68 Salmos Sal Sal Sal Sal

118, 13-14: 51 136, 1: 104 147,3:68 34. 19: 68

Sal 51, 19: 103 Sal 51, 19: 68 Sal 81, 14: 11

1 Re 3. 9: 68

Proverbios

Libro II de los reves

Prov 3. 7: 68 Prov 4. 23: 68 Prov 7, 3: 68

2 Re 22, 19:68

107

Nuevo Testamento

Evangelios

Mt 5, 48: 97 Mt 12, 34: 69, 92 Mt 13,3-23:24 Mt 15, 18-20: 69 Mt 16, 17:43

Le Le Le Le Le Le

Marcos

Juan

Me 2, 17: 101 Me 16, 14: 69

Jn 6,51:20 Jn 10, 10: 20 Jn 14,6:20

Mateo

6, 45: 69 8, 15:24 15,7: 101 17,21:38 18, 22:27 24, 32: 69

Lucas

Le 2, 19:69 Le 6, 36: 97

Cartas

paulinas

Carta a los romanos

Carta I a los corintios

Rom Rom Rom Rom Rom Rom Rom Rom Rom

1 Cor 6, 13:25 1 Cor 6, 17: 61 1 Cor 6, 19: 69

2, 5: 69 7, 5-6: 25 7, 7: 99 8, 2: 99 8, 14: 40 8, 15:72 8, 26: 72 10, 8: 69 11, 17-24: 20

Carta II a los corintios

2 2 2 2

108

Cor 3, 17:42 Cor 4, 16: 39 Cor 4, 16-18: 70 Cor 12, 2-4: 63

Carta a los gálatas

Gal 5, 22: 97

Ef 5, 18: 38 Ef 5, 18-19:69 Ef 5, 19:71

Carta a los efesios Carta a los colosenses

Ef4, 18:69 Ef 5, 16:23

Col 3, 16:38

Cartas

apostólicas

Carta a los hebreos

Carta I de Juan

Heb 7, 25: 83

1 Jn 2, 20: 100 1 Jn 2, 27:91

Carta 1 de Pedro

1 Pe 1,23:23 1 Pe 3, 4: 39, 67

109

El verdadero hombre, la auténtica mujer, se encuentran ocultos en el interior (1 Pe 3, 4). Tal vez por ello, no resulta extraño que des­ de tiempos antiguos se haya considerado al co­ razón el genuino núcleo del ser humano. Por esta razón, adentrarse en el propio cora­ zón, entender sus ritmos y recorrer sus etapas se revela como el único viaje que toda persona debe emprender si en verdad pretende cono­ cerse y trascenderse plenamente. André Louf (1929-2010), monje trapense bel­ ga, abad, traductor y biblista, fue sobre todo un maestro espiritual, personalmente y a tra­

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