Ideas políticas de los católicos franceses


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Ideas políticas de los católicos franceses

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56004250116501

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES

D r. J U A N

CIENTIFICAS

ROGER

IDEAS POLITICAS DE LOS

CATOLICOS FRANCESES

DEPARTAMENTO INTERNACIONAL DE CULTURAS MODERNAS 1 9 5 1

ES

P R O P I E D A D

Reservados todos los derechos Copyrith by C onsejo S uperior de

SELECCIONES

GRÁFICAS.— AV.

ISLAS

FILIPINAS,

I nvestigaciones C ientíficas ·

23.— TEL.

33 73 18.— MADRID

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r

γ

INTRODUCCION

En este ensayo tenemos el propósito de presentar una historia de los diversos conceptos políticos que han encauzado la actitud de los católicos franceses en el transcurso de los siglos xix y xx. A nuestro parecer, no existe un solo libro español reciente que trate esta cuestión en su conjunto, tan importante sin embargo en muchos puntos de vista. El presente trabajo quiere, pues, llenar esta laguna. El estudio de la evolución de las ideas políticas de los católicos franceses es muy interesante; esta evolución explica la actual situa­ ción de la Iglesia en Francia, la mentalidad actual de sus miembros, las reacciones de éstos ante los problemas modernos, los juicios que puedan emitir sobre los católicos de otras naciones, las actitudes que toman frente a los maestros del momento presente. En ella se lleva a cabo también esta ley singular de las «constantes» históricas, de la que los modernos historiadores, Toynbee, por ejemplo, intentan li­ berarse; tampoco podríamos nosotros desenmascarar las causas cuya investigación histórica es tan difícil— como lo ha demostrado Oswald Spengler— , pero, del conjunto de los hechos, intentaremos al menos aclarar un poco las presentes actitudes históricas. Limitados por la materia, ya de por sí tan amplia, nos guarda­ remos bien de duplicarla con un estudio histórico propiamente dicho de la Francia contemporánea, que suponemos conocida de nuestros lectores. No lo abordaremos sino allí donde los católicos han demostrado interés. o han participado en ella, y también donde esta política general haya tenido repercusiones entre las ideas reli­ giosas francesas. Resumiremos, no obstante, en pocos renglones, los grandes rasgos de cada época estudiada, a fin de traer a la mente

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de los lectores ciertos acontecimientos que hubiesen podido ser ol­ vidados. Tampoco tenemos intención de ocuparnos aquí de la vida inte­ rior de la Iglesia de Francia, de sus Comunidades, obras pías, orga­ nización. Nuestro estudio se limitará estrictamente a las diversas actividades y posiciones políticas de los sectores católicos franceses desde 1800 a 1950; responde esencialmente a esta pregunta: frente a las diversas y variables actitudes del César, ¿cuál ha sido y es to­ davía la posición de los católicos franceses en cuanto miembros de la Iglesia de Cristo? Este trabajo demostrará que cometieron numerosos errores, cosa humana e inevitable; veremos sobre todo que las profundas corrien­ tes que han inspirado desde hace tiempo el catolicismo francés se repiten, de una manera casi permanente y con una exactitud extraor­ dinaria, en todos los instantes de su atormentada historia: Galicanismo y Jansenismo, Liberalismo e Integrismo son actitudes del es­ píritu que se adivinan siempre vivas detrás de las diversas contro­ versias del último siglo y del tiempo presente. Autores católicos franceses contemporáneos han atacado recientemente con violencia la actitud de sus antecesores (1); hay aquí, a nuestro modo de ver, un partidismo político evidente, debido sobre todo a un complejo de rencor personal y de inferioridad política, por ser estos autores, en su mayoría, de los católicos llamados «de izquierdas». Es cierto, y lo comprobaremos ulteriormente, que, a pesar de los consejos de pru­ dencia y cordura de los Soberanos Pontífices, los católicos de Fran­ cia manifestaran, con frecuencia, extremada incomprensión frente a1 (1) Me refiero particularmente a la reciente obra de Henri Guillemin : H is­ toria de los católicos franceses en el siglo X IX (París, 1947), que ha levantado en Francia gran polvareda. Su autor pertenece a la tendencia actual del M. R. P., que quiere lavar al catolicismo francés del pecado de haber estado «a la de­ recha» y de no haber practicado la famosa política de la «mano tendida» desde hace un siglo. J. Lecler, en «Les Etudes», de febrero de 1948 (pág. 154), ha de­ finido muy bien el método de este autor: ((Consiste en elegir unos cuantos blandos fáciles, Montalembert, Falloux, Veuillot, el equipo del Correspondant, y acribillarlos a tiros. Pequeños fragmentos de frases puestos entre comillas y acumulados casi a capricho producen el resultado apetecido. Es exactamente el método del panfleto, no el método de la historia, a pesar de sus apariencias eruditas. Se ha alabado a veces el «valor» de M. Guillemin. El autor habría sido más valeroso todavía si, denunciando los errores de los católicos franceses en el siglo pasado, se hubiera abstenido con relación a ellos de toda acritud pa­ sional».

INTRODUCCIÓN

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los graves problemas sociales que nacieron con la gran industria, a lo largo del pasado siglo. Es cierto que muchos de ellos pensaron ^demasiado, al principio, en la caridad antes de preocuparse senci­ llamente de la justicia; también es verdad, como veremos en seguida, que gran número de ellos se comprometieron demasiado con diversas políticas, que estaban muy lejos de someterse a la ley de Dios y que sólo utilizaban a la Iglesia como instrumento político. Con todo, sería enormemente injusto condenar en masa a los católicos france­ ses del siglo pasado; hicieron lo que pudieron, con la visión propia de su tiempo, dominada todavía por las terribles pruebas que aca­ baban de atravesar Los autores contemporáneos de que hablábamos antes se guardan bien, en general, de mencionar la actividad subterránea y poderosa de las sociedades internacionales que han buscado y si­ guen buscando por todos los medios la destrucción de la Iglesia; en cambio, no pasan por alto ningún detalle adverso a la otra parte, perdonando gustosos a la masonería y a los marxistas para atacar despiadamente a sus propios hermanos en la fe. Con toda la prudencia indispensable, con toda la caridad nece­ saria y, sobre todo, con la clara visión de las diversas perspectivas históricas, evitaremos estos excesos y estudiaremos las diversas peripecias del catolicismo francés, no para acusar injusta e inútil­ mente a nuestros hermanos en la fe, sino para sacar de aquí prudentes y eficaces lecciones, siguiendo en esto la recomendación de León XIII, citando un precepto de Cicerón: Ne quid falsi dicere iaudeat; deinde, ne quid veri non audeat (Breve Saepe numero considerantesj del 18 de agosto de 1883, sobre los estudios históricos).

CAPITULO

La

I g l e s ia

de

F

PRIMERO

r a n c ia e n v ís p e r a s

d e la

R

e v o l u c ió n

de

1789

La historia contemporánea de Francia está marcada, de una ma­ nera profunda y permanente, por la Revolución de 1789, la Gran Revolución, como la llama el historiador Kropotkine. Esta fecha es de capital importancia en la vida francesa como lo es también en la de Europa ; es imposible despreciarla o dejarla en silencio ; es el eje ideológico alrededor del cual se orienta toda la cultura francesa. Su influencia ha sido profunda y permanente en todos los aspectos de la vida de Francia, que tan hondamente ha transformado. Nos es pre­ ciso, pues, estudiar, al menos rápidamente, las condiciones de la vida francesa religiosa e intelectual anterior a esta fecha, a fin de observar su evolución y su modificación. Pues no olvidaremos, en? contra de ciertos historiadores franceses del pasado siglo, que esta Revolución no se explica sino a causa de las condiciones del antiguo régimen ; que no nació espontáneamente—como Minerva al salir com­ pletamente armada del cerebro de Júpiter—y, sobre todo, que si el movimiento revolucionario de 1789 ha transformado profundamente la vida cultural francesa, no ha conseguido borrar la herencia de si­ glos enteros de historia y tradición. Las constantes culturales fran­ cesas son permanentes; transformadas de momento por los choques de la tormenta ideológica, han vuelto a aparecer en seguida, tan gran­ de era su potencia. El pueblo que guillotinó a Luis XVI, al querer de esta forma suprimir en su persona «la tiranía de la autoridad»,, será el mismo que después aclamará a Napoleón, a Luis X V III y a* Luis Felipe. Pero aun habrá algo más, y este algo es lo que habrá

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aportado la Revolución. El papel representado por la Iglesia galica­ na, el drama de la Constitución civil del Clero, los movimientos pro­ fundos que agitaron la Iglesia francesa en el siglo xix, no se explican más que a causa del estado de espíritu del antiguo régimen. La Revolución de 1789, que ha trastornado las formas políticas, los planes sociales y económicos, la manera de pensar y sentir de casi todo el mundo civilizado, originó un conflicto a la Iglesia Católica. Fué un conflicto trágico, sin tregua, que le ocasionó considerables pérdidas espirituales y materiales. Este aspecto del drama espiritual vivido por Francia se ha sacado muchas veces a relucir, sobre todo desde hace cincuenta años, los estudios históricos han venido ha­ ciendo hincapié intensamente sobre este aspecto de la cuestión ; obras esenciales de Aulard y de Mathiez han renovado estos antecedentes. Algunos eclesiásticos han escrito trabajos de gran v alor; ahora ya va siendo posible ir despejando los grandes rasgos del drama vivido entonces. LOS PRINCIPIOS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Los grandes principios que rigieron largo tiempo la monarquía francesa pueden ser resumidos fácilmente : la voluntad de Dios es transmitida a los hombres por intermediarios que no deben discutirse, y a los que no tienen derecho a rechazar. Pero esta teoría del derecho divino, cambió a través de los siglos. Si Carlomagno había empleado la expresión de poder del derecho divino, quería decir que Dios le había investido de una función incomparable, religiosa y civil, que era él, sobre la tierra, lugarteniente del Altísimo, llamándose Vicarius Dei, cuando el Papa utilizaba el título de Vicarius Petri. Pero desde entonces—y Víctor Martín lo ha demostrado en sus trabajos sobre el Galicalismo—, la noción de soberanía se ha ido transforman­ do en el curso de los años. La idea de que la soberanía reside en el pueblo y de que el rey no es sino un mandatario revocable si desempeña mal su tarea, vuelve a encontrarse en toda la baja Edad Media, y el Clero de Fran­ cia la mantiene fielmente hasta después de la Liga en el siglo xvi. Entonces se produce en Francia un cambio profundo sobre este as­ pecto. El Papa se convierte en jefe religioso de la Iglesia y Dios, habiendo repartido sus poderes, convierte en jefes políticos a los reyes, oints de Dteu, que recibían de Dios, y solamente de El, su poder ;

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no habían, pues, de rendir cuentas más que a El (1). Si gobiernan mal, los hombres tienen únicamente el derecho de formular «adver­ tencias respetuosas, sin murmuraciones ni rebeldías, y oraciones por su conversión», como escribe Bossuet. Este nuevo galicalisnio se remonta hasta el siglo xvn ; son los juristas de la Corte francesa quie­ nes lo han establecido por el bien de la Corona y el poderío del Rey. Ahora es el rey dueño de las personas y de los bienes de sus súb­ ditos, y Bossuet podrá g ritar: «¡ Oh reyes, vosotros sois dio­ ses !» ; todos los epítetos, toda la retórica pomposa de esta época ce­ lebran la grandeza divina del rey y la humildad de sus vasallos. En la capilla de Versalles, puede verse a Luis XIV vuelto hacia el altar, hacia Dios; pero a los señores, a los príncipes de la Corte, se los ve vueltos hacia Luis XIV, hacia su dios. A la teología de Belarmino y de Suárez, según la cual el poder político es otorgado por Dios a la .sociedad y en seguida transferido por ésta al rey, se opone la teología francesa nueva y galicana que afirma que el poder ha sido con­ fiado directamente por Dios al rey, el cual es elegido por libre vo­ luntad divina y es reflejo de su poder. Esta doctrina establecía la base religiosa del absolutismo del Estado y «santificaba» el despo­ tismo, según la dura expresión del P. de la Gorce. Conocida es, sobre este asunto, la frase del mariscal Marmont es­ crita en sus Memorias : «Yo experimentaba hacia el Rey un senti­ miento difícil de expresar, un sentimiento de abnegación unido al carácter religioso. La palabra del Rey tenía entonces un hechizo má­ gico, una extraña influencia que nada lograba alterar. En los cora­ zones rectos y puros, este amor se convertía en una especie de culto.» Las consecuencias de esta docrina pueden verse con claridad: la sociedad está fundada sobre la obediencia; mandados, castigados y1 (1) Parece cosa probada que la tesis del ((Derecho divino» absoluto e inme­ diato nació en Alemania, durante las luchas entre el Sacerdocio y el Imperio. La obra de Belarmino (Tractatus de potestate) fué condenada por el Parlarmento de París en 1610, y la Sorbonq, en 1625, censuró el libro «impío» del je­ suíta Santarelli, que recordaba que los derechos de los pueblos son anteriores a los de los príncipes. Fué durante el reinado de Luis X IV cuando se desarrolló la teoría particular del poder absoluto de los reyes. Basta, en efecto, leer a Juan de Salisbury, a Santo Tomás de Aquino, a Duns E sco to ; su doctrina sobre esta materia es que Dios no ha otorgado la soberanía a los príncipes, sino a la multitud, es decir, a la nación considerada en conjunto ; la nación posee la soberanía no porque sea fuente de ésta, sino porque la ha recibido en depósito. {E. Chenon, Le róle social de VEglise, pág. 100.)

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recompensados por las soberanas decisiones reales, los hombres sir­ ven los mejores fines, puesto que son fines divinos; bajo la simple sospecha de murmurar del rey y de su gobierno, se podía perder la vida, o, por lo menos, la libertad. Pero sería injusto no situar esta teoría en la realidad; si el reyposeía el poder absoluto, también la larga tradición del ejercicio de este poder real había dado a los reyes de Francia un sentimiento muy alto y muy noble de sus deberes. Se les enseñaba que los pueblos, no son para los reyes, sino los reyes para los pueblos, a fin de hacer­ los dichosos por la equidad, la prudencia, la dulzura de su gobierno.. Massillon había dicho, ante toda la Corte, estas palabras a Luis X V : «Espero que logréis, señor, no borrar jamás de vuestra memoria las máximas de prudencia que este gran príncipe (el orador sagrado ha­ blaba de Luis XIV) os dejó en sus últimos momentos, como una he­ rencia más preciosa aún que la corona. El os exhortó a socorrer a vues­ tros pueblos: sed de ellos el padre, y seréis doblemente dueño». Además, la creciente complicación de la máquina política había creadouna nueva administración cada vez más perfecta. Se verá el poder realmente absoluto de Luis XIV disolverse, casi por la fuerza de las> cosas, hasta llegar al de Luis XV y Luis X V I; un siglo después, eli trono carecerá ya de doctrina y de política. Pero la apariencia aún permanecerá: es preciso leer las Memorias: del duque de Croy relativas a la consagración en Reims de Luis XVI, el 11 de junio de 1775. El pueblo está reunido en el atrio de la vieja basílica gótica, que ha presenciado la consagración de tantos reyes de* Francia; hacia el final de la entronización, se abre la gran puerta y desde fuera se divisa al rey subir al trono, levantado en medio del púlpito de la iglesia. Está revestido de todo el esplendor real ; lleva* sobre sus hombros el gran manto violeta flordelisado, forrado de’ armiño, y en la mano el cetro y la insignia de la justicia; un cente­ llear de oro y de joyas bajo la luz de innumerables cirios. La Majestad' real es a la vez simbólica y real en este instante. ¿Quién es este rey cuya corona va a rodar sobre un charco de sangre unos veinte años después? Todo parecía sonreír en ese mo­ mento a este monarca de veinte años al que se sabía honrado, senci­ llo, caritativo, dispuesto a corregir los abusos, a salvaguardar las finanzas. Pero era de carácter débil; cuando se le anunció la muertede su abuelo y su advenimiento al trono de Francia, exclamó: «Me parece como si el universo fuera a derrumbarse sobre mí... ¡ Soy e|

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más desgraciado de los hombres !....» Cuando el emperador José II, hermano de la reina, visitó Versalles en 1777, escribió el 9 de julio a su hermano Leopoldo: «Este hombre (por Luis XVI) es algo débil, aunque nada imbécil; tiene entendimiento, juicio, pero es apático de cuerpo y de espíritu. Sabe mantener conversaciones razonables, pero no tiene el menor deseo de instruirse, ni curiosidad por n ad a; en fin, el fíat lux no ha llegado, la materia está aún en el aire». Se atribuye también al emperador de Austria esta frase: «Tengo tres cufiados detestables: el de Versalles es un imbécil, el de Nápoles un loco y el de Parma un tonto». La reina, (da Austríaca» de la Revolución, vive en un sueño inconsciente; tiene miedo de aburrirse y se aturde; y sobre ella su hermano, el propio José II, como buen psicólogo, escribe a Mercy a propósito del furor por el juego que reina en Fontainebleau: «Su necesidad de placer y de estar al lado de los que se lo procuran, si poseen alegría y buen humor, es la única causa de sus desórdenes» (1). María Antonieta reina en la Corte, ante el rey que la admira; hubiera sido preciso que la joven princesa austríaca hallase una firme dirección ; no tuvo, en cambio, más que un marido dedi(1) Es preciso anotar aquí la observación, muy pertinente, de Louis Madelin en su Révolution (1938): «Luis XVI no era de su raza; era nieto, no de esos Verts-Galants de Borbones, sino de la pobre María Leckzinska. Podemos ver en Nancy la estatua de Estanislao y considerar que este hombre rudo dedicó su vida a abdicar coronas. La sangre de este príncipe circula, más que la de En­ rique IV, por las venas de Luis XVI. ¡El trabajo, el amor, la política, la guerra, no le atraen; sólo una pasión : la caza, y entre dos acosos cinegéticos, la ce­ rrajería... .A menudo veía claro, pero su bondad paralizaba su mano y neutra­ lizaba su gesto. Por otra parte, había sufrido la influencia de su siglo, y ha­ biendo leído a Rousseau como cualquier otro, consideraba bueno al hombre... No sabía m a n d a r: he aquí el rasgo sobresaliente de su carácter. Sensible a la influencia, tenía en verdad, como todos los hombres excesivamente buenos, in­ comprensibles choques súbitos de carácter, y a menudo se amurallaba en una incomprensible resolución. Tales influencias, ejerciéndose en sentidos diversos, le agitaban constantemente. Por tanto, no inspiraba nunca una confianza ab­ soluta ni a su mujer, ni a sus hermanos, ni a sus ministros, ni a sus súbditos. La frase que corría de boca en boca e r a : ((Forzar la mano al rey.» Esta mano se dejaba conducir, pero nunca estaba uno seguro de poderla retener. «Imaginad —decía su hermano de Provenza—unas bolas de escurridizo marfil a las que os esforzaseis por retener juntas» (págs. 28-29). Es preciso recordar aquí la pro­ funda frase de Napoleón al rey José: «Cuando se dice de un rey que es un buen hombre, puede decirse que fracasa su reinado.» Así, pues, Luis XVI no había nacido rey.

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cado a complacerla, lleno de timidez ante el atractivo de su triunfante juventud. El conde De Tilly nos hace entrever la equivocación : se la­ menta de la repugnancia que tenía María Antonieta «por las formas circundantes de la realeza, más necesárías en Francia que en ningún otro lugar que yo conozca», y sobre «su incorregible prevención (aunque, en general, fuese de un natural incierto e indeciso) por o contra los que dependían de sus bondades o de su odio, o que ella misma, sin reflexionar, había a veces tomado manía». Estos reyes, rodeados de la aureola mística y religiosa de los siglos de fe, aparecen en la historia como pobres gentes asustadas de su mi­ sión ,· dotadas del poder absoluto, tendrán miedo de él ; los movimien­ tos ideológicos que aquí estudiamos los paralizan y corrompen, aun áin saberlo ellos. Herederos de un sistema formado de varios siglos de realeza absoluta, responsables de la dominación señorial que reina aún por derecho propio en Francia, colocados ante una situación económi­ ca y financiera espantosa que por la fuerza de los acontecimientos modificaba las formas mismas de la vida social, no supieron colo­ carse a la altura de su deber real. La doctrina y la práctica del absolu­ tismo monárquico, pudo mantenerse largo tiempo, fácilmente, mien­ tras que el país se había considerado relativamente dichoso ; pero, ya en los finales del reinado de Luis XIV, su carga iba volviéndose demasiado pesada : tiránico abuso de la justicia, insolencia de los pri­ vilegiados, guerras exteriores desgraciadas, provincias devastadas, im­ puestos mal repartidos y brutalmente cobrados. Hordas de miserables, atormentadas por el hambre, sentadas a las puertas de Versalles. En 1782, cuando tenían lugar algunas fiestas populares en honor del Del­ fín, pueden leerse en lps muros de París ciertos pasquines llenos de amenazas ; en ellos se dice que el rey y la reina ((marcharán condu­ cidos por una buena escolta a la plaza de Grève, y después al Ayun­ tamiento donde confesarán sus crímenes, y en seguida subirán al patíbulo para ser quemados vivos». Los primeros historiadores del pasado siglo han insistido—y con razón—sobre la influencia de las ideas liberales y revolucionarias ; pero no debemos olvidar nunca que estas ideas han encontrado bien preparado el terreno para germinar. No haremos aquí él relato de la lenta evolución de la catástrofe financiera del antiguo régimen ; será el déficit permanente del Tesoro quien provocará la convocación de acuerdo con la Asamblea de los Notables el 29 de enero de 1787, des­ pués de los Estados Generales el 1.* de enero de 1789, de donde sal-

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drán las Asambleas revolucionarias ; por inmensos y profundos re­ molinos populares, el trono será transportado como un navio sobre un mar desencadenado. «Sucede con la persona de los reyes, ha escrito Rivarol, como con las estatuas de los dioses ; los primeros golpes recaen sobre el mismo dios, los últimos no caen ya sino sobre el már­ mol desfigurado.»

EL CLERO FRANCÉS EN VÍSPERAS DE

1789.

El absolutismo real del antiguo régimen crea la íntima unión del trono con el altar. La idea de una monarquía francesa que no hubie­ se sido cristiana, no se concibe ; se nace súbdito del rey y fiel a la Iglesia. La incredulidad no está admitida, las creencias cismáticas, tampoco ; el Estado tiene el derecho y el deber de imponer a los heréticos la enseñanza doctrinal y moral de la Iglesia. En 1685, Luis XIV revoca el edicto de Nantes, que concedía ciertas libertades a los protestantes ; en adelante, con la oposición de muchos Obispos franceses, entre ellos Fenelon y el mismo Papa Inocencio XI, el culto les estará prohibido, no tendrán estado civil, sus hijos deberán ser bautizados; en 1715, un edicto decreta que si persisten en el culto protestante, serán castigados como relapsos. Los jansenistas, que ve­ remos a continuación, son igualmente perseguidos por las mismas causas; Luis XIV hace expulsar a las monjas de Port-Royal, en. 1709, y derribar su abadía en 1710; en 1715 hay dos mil jansenistas en prisión. Los judíos no pertenecen a la comunidad cristiana; se les prohíbe el ejercicio de las funciones públicas y el casamiento con ca­ tólicos, pero conservan la libertad de ejercer los ritos de su religión. En realidad, estos principios en el siglo xvui no son llevados a la práctica; se verá a un protestante en Génova, Necker, recibir en 1776, si no el título, al menos las atribuciones de ministro, y la irre­ ligión se ostenta con complacencia. Los textos represivos, los edictos reales, los cánones eclesiásticos caen en desuso; si el siglo de Luis XIV. reafirmó la autoridad, la jerarquía, el de Luis XV y Luis XVI enseñó la tolerancia, la igualdad, la libre opinión. El Clero de Francia antes de la Revolución es numeroso ; comprendé alrede­ dor de 130.000 miembros, de los cuales hay 70.000 regulares y 60.000 seculares. Es rico; en París los regulares están en posesión de una cuarta parte de su suelo ; en Picardía, un 20 por 100 del suelo per-

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fenece a la Iglesia. La razón de esto es bien sencilla : durante siglos «enteros, los monjes han explotado los bosques y cultivado las tierras. Han ido quedando dueños de todos estos bienes. Dones, legados in­ numerables fruto de obras caritativas o piadosas, palacios episcopales, tierras inmensas, bosques, diversos dominios, se han ido acumulando desde siglos; en 1789, la Iglesia de Francia es la primera propie­ taria del reino. Añadamos a ello el diezmo, remuneración pagada por los fieles para asegurar el ejercicio del culto ; privilegio fiscal exorbitante que aplasta materialmente al pueblo. Por último, el Clero es privilegiado; no paga impuesto directo, ni la taille que pesa gra­ vemente sobre los aldeanos, ni la capitation y el vingtième que pe­ san sobre la nobleza y la burguesía. Cada diez años, en sus grandes «asambleas, vota una contribución fiscal, el «don gratuito», pagadero por medio de entregas anuales. Se ha valorado esta contribución en unos diez millones de libras ; el diezmo le produce alrededor de ochen­ ta millones, y su propiedad inmobiliaria, 86 millones, a los cuales es preciso añadir unos quince millones de ingresos diversos (1). Su crédito es mejor que el del Estado ; no nos extrañemos, pues, de que no pudiera olvidarse esto durante la Revolución. Sería injusto, por otra parte, no subrayar las grandes cargas que este clero asume : la caridad (que hoy es la asistencia pública) y la enseñanza corren de su cuenta. La Iglesia legará a la Revolución cerca de 2.300 hospitales ; 35.000 religiosas, y entre ellas 14.000 en­ fermeras repartidas entre 420 casas, cuidan los enfermos, atienden los retiros nocturnos y los asilos. En cuanto a la enseñanza, 600 colegios educan a 75.000 alumnos ; entre 37.000 parroquias, 25.000 poseen escuela «primaria» ; 14.000 religiosas se dedican a la educación de las niñas; entre ellas deben citarse las Ursulinas, que, en número de 9.000 repartidas entre 350 casas, educan a niños de todas las clases ‘sociales. , ¿ Cómo vivía, cómo pensaba, cómo oraba este clero ? La Iglesia poseía un considerable número de cargos en la Corte, obispados, aba­ días, prioratos, canonjías, todos provistos de importantes beneficios. Era costumbre establecida en la nobleza, y hasta en la plebe, tener un beneficio eclesiástico ; Chateaubriand nos cuenta cómo, joven ofi­ cial, se trasladó a Saint-Malo donde el obispo le cortó dos o tres ca-1 (1) Según M. de la Gorcé, la fortuna de !a Iglesia de Francia se elevaba a 2.992 millones de libras.

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bellos de su cabeza aludiendo a la tonsura clerical; esto le hacía apto para cobrar las rentas de una encomienda de la Orden de Malta. No se trataba ya de religión. El alto clero—-compuesto de 130 obispos—se reclutaba entre la nobleza ministerial, la más «dócil» ; de ello resultaban estos «pedan­ tes violáceos)), como los llama con dureza Saint-Simon. En el si­ glo xviii, el episcopado estaba reclutado sobre todo en la alta noble­ za ; los obispos de 1789 son los Montmorency-Laval, Clermont-Tonnerre, Polignac, Crussol d ’Uzés, Breteuil, Durfort, Rohan-Guéméné, La Rochefoucauld, Castellane, Bernis, todos emparentados a los grandes nombres de la Nobleza de Francia, Resultaban de esto con alguna frecuencia obispos indignos, señores de la corte en posesión de la dignidad eclesiástica, a veces de maneras libres y hasta ateos. Mgr. de Vintimille, en su lecho de muerte, se desembarazará ama­ blemente de su confesor con estas palabras : «Señor abate, creedme que ya basta ; lo único importante es que va a morir vuestro servidor y amigo». Luis XVI, oyendo hablar de Loménie de Brienne para el arzobispado de París, comentó simplemente : «Ahora ya sólo bastará que el arzobispo de París, crea en Dios...» El obispo del Mans, Grimaldi, recibe en su palacio a mujeres de vida ligera y los domingos va de caza a su propiedad de Yvré en vez de ir a los oficios domini­ cales ; encontrándose cierta vez a la Virgen en procesión, atravesó por entre la multitud con su caballo y continuó su camino. LouisRené-Edouard, príncipe de Rohan-Guéméné, cardenal, príncipe-obis­ po de Strasburgo, gran limosnero de la Corte, landgrave de Alsacia, príncipe del Sacro Imperio, miembro de la Academia francesa, da recepciones suntuosas en su palacio de Saverne, donde se encuentran las más lindas mujeres de la región ; caza en süs tierras y cultiva la intriga en Versalles, donde se le sabe mezclado en el asunto del Collar de la Reina. Otros obispos, en cambio, llevan una vida d ig n a; el obispo de Perpignan pasa las noches orando; Lefranc de Pompignan observa la regla de San Sulpicio en su palacio de Viena ; Royere dignifica el clero con su piedad y sobriedad. Estos forman una minoría. Entre unos y otros puede decirse que el clero de Francia no es ni bueno ni m alo; las costumbres de la Corte han penetrado en la Igle­ sia ; se espera todo de una sonrisa, de un favor, de una intriga, y con esto se asedia a los grandes de la Iglesia, príncipes que todo lo pueden y que poseen riquezas e influencia. Algunos obispos son muy 1'1 I j

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ricos ; otros, los ((obispos cazcarriosos» del mediodía de Francia tie­ nen diócesis miserables. Todos giran alrededor del Rey, que es el eje del reino ; a menudo incluso, no habitan más que en Versalles ; una treintena de obispos no ha llegado jamás a conocer su diócesis; se hacen suplir por ((ayudantes de obispo». Los sacerdotes están a tono con el espíritu de la época ; un supe­ rior de Lazaristas, en este siglo de ((esplendor», procura no pronunciar el nombre de Jesucristo en sus sermones ; otros se abstienen de hacer la señal de la cruz al comienzo de los mismos, o predican una moral natural al final de la cual hacen el elogio de Voltaire y de Rousseau. Un párroco de pueblo posee casi siempre beneficios, una buena bode­ ga, rentas, tierras ; celebra, entonces, reuniones, a menudo muy ale­ gres. Otros no poseen nada, y su vida se desliza en la miseria ; la mo­ ralidad de este bajo clero es, no obstante, superior a la del alto. Algu­ nos llevan una vida santa, pero muchos de entre ellos han sufrido la influencia de las doctrinas del siglo xvm ; se cuentan veinticuatro nom­ bres de sacerdotes sobre los cuarenta suscriptores a la Enciclopedia ; el seminario de Saint-Dié es famoso por sus deístas y sus epicúreos. El contraste es, sin embargo, brutal entre el bajo clero pobre y el opulento episcopado. Los obispos desprecian a los sacerdotes ; no hablan de ellos más que con disgusto, y éstos cuando visitan el Palacio lujoso del obispo, comparan amargamente su condición, lo que empeora la ac­ titud altiva y señorial del obispo. Esta oposición, este odio sordo, volverán a encontrarse durante la Revolución ; este ((proletariado» cierical se encamina, más violentamente aún que los burgueses, al asalto de los privilegios feudales. En los 2.500 conventos, a menudo habitados solamente por un corto número de monjes, se conservan gloriosas y antiguas tradicio­ nes ; pero los regulares del siglo xvm se indignan a menudo de su magnífico pasado. La crisis de disciplina que hemos observado en el clero secular, existe también en el clero regular; el corte se produce igualmente entre la plebe monástica y los altos dignatarios excesi­ vamente adinerados. En 1765, en la abadía de Saint-Germain-desPrés, veintiocho religiosos de entre los más sabios, solicitan ser dis­ pensados de su regla y de su hábito que, según dicen, «los envilece». Algunos capuchinos mendicantes acusan a sus superiores de traficar con las limosnas que se reciben. Sin embargo, la vida religiosa es aún más intensa; Voltaire lo reconoce: «No hay un solo monasterio que no encierre aún almas admirables que hacen honor a la humana

LA IGLESIA DE FRANCIA EN VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN

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