Humanismo clásico, Humanismo marxista
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Humanismo clásico, Humanismo marxista

Biblioteca Ludovico Silva Nº 10 © Fundación para la Cultura y las Artes, 2018 Humanismo clásico, humanismo marxista Al cuidado de: Nelson Guzmán Traducciones: Nelson Guzmán, María Isabel Maldonado y Jesús Adolfo Guarata Corrección: Héctor A. González V. y Laura Carías Colaboradores: Mariana Uzcátegui, Zhandra Flores Esteves, Rubén Peña Oliveros e Isabel Huizi Imagen de portada: Omar García Diagramación: David Arneaud Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal: DC2017002288 ISBN: 978-980-253-712-9 FUNDARTE.  Avenida Lecuna, Edificio Empresarial Cipreses, Mezzanina 1, Urb. Santa Teresa Zona Postal 1010, Distrito Capital, Caracas-Venezuela Teléfonos: (58-212) 541-70-77 / 542-45-54 Correo electrónico: [email protected] Gerencia de Publicaciones y Ediciones

Ludovico Silva

HUMANISMO CLÁSICO, HUMANISMO MARXISTA

Presentación El lenguaje de la filosofía y los intersticios de una historia llamada Venezuela

Para el país es crucial revivir su memoria histórica. Esta es una época de efervescencia donde comienzan a emerger de las cenizas de nuestra remembranza, viejos anhelos que yacieron moribundos por centenios. Venezuela es hija de la violencia, tenemos un tronco común con los otros países centro y suramericanos: la lengua castellana. Europa cinceló en América una cultura del terror. Portugal importó su monarquía desde el Viejo Mundo hasta esta geografía exuberante. A Brasil, al igual que los pueblos colonizados por España, se le impusieron el oprobio, el olvido y la muerte. Nuestros dioses y mitos originarios fueron triturados bajo el lema de la civilidad. América no ha conocido más dignidad que sus armas. Nuestros dioses han sido nuestros amos y han persistido en nuestra memoria más allá de todas las vicisitudes. Cada realidad nacional conoce sus difuntos. Los hombres que fueron dejados a la orilla de los ríos, masacrados, han emergido de distancias ignotas para seguir diciéndonos que la lucha no ha terminado. Doña Bárbara, Las Lanzas Coloradas, nos muestran lo que subsiste de la Venezuela profunda. Los Maisanta de Andrés Eloy Blanco y de José León Tapia nos legan una historia de grandes dolores. Sencillamente había que inventar o errar, como lo dijo Simón Rodríguez. Las fiebres tropicales asolaron el país crearon una fantasmagoría en nuestro proceso de identidad. La lechina, la disentería y la tuberculosis nos habían señalado un destino, el sufrimiento. En apariencia, había poco tiempo para la filosofía. Es por esto que nuestros argumentos históricos comienzan con las voces del negro Miguel de Buría, de José Leonardo Chirinos. Nuestros días son Humanismo clásico, humanismo marxista / 7

hijos del idealismo, de la revuelta de Gual y España, como de los sueños de Bolívar y de la Junta Patriótica. De Venezuela se apoderó el anhelo de ser libre. Como país nos ha tocado remontar la gran distancia histórica de no haber sido virreinato. Venezuela fue un territorio pobre, sin una agricultura bien establecida. Además, sus grupos indígenas no fueron los más desarrollados de América. Sin embargo, las luces nos rodearon. La literatura política entró con fluencia por las costas venezolanas. Fuimos ilustrados antes de vivir el industrialismo. Desde el entusiasmo y con la voluntad inquebrantable de ser libres diseñamos nuestra historia. A golpe de cañonazos, de batallas sangrientas, fabricamos la civilidad. La lanza de Pedro Zaraza estaba proponiendo la posibilidad de vivir en paz. Venezuela se había sublevado contra el caudillismo. Se tuvo conciencia de que debíamos encontrar otro modo de vida. Nuestros pioneros se lanzaron por los caminos intentando, desde las ciencias, clasificar al país. Lisandro Alvarado tuvo conciencia de la biodiversidad que éramos. Hubo que vencer las distancias entre los pueblos. Se trató en lo material de lograr la identidad cultural, comenzaba nuestra búsqueda. Comprendimos que Andresote en su condición de mestizo, podía convivir con lo hispánico. Allí estaba la Venezuela incipiente dispuesta a filosofar. Con la fábula de El Dorado Venezuela intenta generar su filosofía. Se comienzan a vivir épocas de confabulaciones. Las matanzas fueron anteriores a la filosofía, el odio no se hizo esperar. Las ambiciones cosificaron la razón. La filosofía se había vuelto ontología histórica. El paso de los Andes no fue sólo el ensueño de Bolívar, sino que dimensionó el principio del fin de una España que había saqueado a América. La historia no podía olvidar su génesis y estructura, somos hijos de Bello, de Rodríguez, de Miranda. Somos hijos de la Guerra Federal. Asimismo, venimos de la noche de tinieblas de una izquierda que en los sesenta fue masacrada por la traición de Betancourt. El Pacto de Punto Fijo determinó lo que debía ser el mapa del país, parecía haber expirado la posibilidad de refundar la patria libre. Los sueños tan sólo fueron trastes montunos. 8 / Ludovico Silva

Los hombres habían penetrado corazón adentro en su propio interior. Las calles continuaron pintándose de los mismos escombros, el salitre se apelmazó de rojo. La lepra y el dolor de la derrota sentenciaron que los textos y sus voces debían alumbrar de nuevo el camino. Se había fraguado la posibilidad de retornar a las multitudes el poder. La filosofía debía recomenzar su camino, se debía volver a la reconstrucción de nuestros pasos. América Latina con la revolución cubana dio pasos decisivos. Emergieron de nuestras memorias los olvidos. Comenzaron los momentos de las voces de la indiferencia. De nuestro cimarronaje había emergido una realidad antropológica. Los grandes textos de América comenzaban a señalar nuestro camino. La antropología retomó su conciencia histórica. Nuestra tiniebla se había empinado. Nuestro destino reclamaba un manifiesto, dialogaron el tabaco y el azúcar. Se escrutó la realidad psicológica de nuestras figuras seculares. La ventisca y la soledad nos siguieron tatuando. Debíamos resituar el país. Merecíamos nuestra historia, a nadie más que a nosotros correspondía realizarla. Los dolores insepultos de América Latina no se podían calmar fácilmente. Asturias para Guatemala reclamó su dignidad. El Gabo en Colombia reconstruyó historias perdidas. En Argentina la nostalgia se hizo vida, desde la Recoleta, Borges añoró las pasiones del compadrito, hubo estremecimiento. Muchas historias anudadas en nuestras gargantas. Voces equidistantes estaban allí de nuevo para nosotros. Los jóvenes estrujados por los balazos en Venezuela no permanecerían impunes, quedarían entre la bruma de los tiempos reseñados en un celaje silencioso por nuestros sobresalientes escritores. La rebeldía había excitado las palabras de León Perfecto, de Salvador, la zaga de nuestras historias no claudicó. Adriano González León había denunciado la represión en páginas inmemoriales. No existía otra opción que asumirnos. Ludovico trabajó igualmente en la búsqueda de las causas de nuestro des-olvido. Se escrutó en el interior del lenguaje. Como los antiguos griegos, de nuevo la poesía fue alumbrada por el vino, cantaron los rumbos perdidos. Diálogos de sal y de arena. La lengua Humanismo clásico, humanismo marxista / 9

absuelta de Margot Benacerraf ―en Araya― nos había recogido a través del lente cinematográfico. Las letras eran de pólvora, teníamos compañía en lo más preclaro de la filosofía. Los chubascos de Manicuare y de Araya nos siguieron hasta el foso de los tiempos. Rilke, Kafka, Mallarmé, Rimbaud, nos habían prestado sus cítaras para recrear nuestras vidas. Venezuela continuaba buscando su rumbo. La poesía era parte de nuestro lenguaje. Ludovico emprende nuestra modernidad filosófica. Como sacristanes, no habíamos podido borrar de nuestra vida la liturgia cristiana. Ludovico comenzó, lanza en ristre, una tarea que para el momento era imposible, rehabilitar a Marx. Hasta el momento no habíamos hecho otra cosa que repetir incondicionalmente los textos de los manuales. La conclusión era una sola: los manuales soviéticos extraviaron la interpretación original de un pensador que fue anestesiado por el sectarismo del comunismo ortodoxo. Era la hora de formular una nueva heurística. Se trataba de rehabilitar a Marx. Había que reestudiarlo. El dogmatismo había resaltado la existencia de un Marx joven y un Marx maduro. Nada peor para el pensamiento que una trocha tan viciada. Es allí cuando Ludovico retoma desde nuestro país a pensadores como Sartre, Adorno, Horkheimer, para emprender la ruta por las aguas encrespadas de un escenario intelectual del cual su alma típica había sido tomada por el sectarismo. Ludovico emprende la fina tarea de rehabilitar a Marx para los propios marxistas. A su juicio no había sido infausta la pretensión W. Reich cuando desde las trincheras del freudo-marxismo retoma las líneas antropológicas de un autor tenido en cuenta sólo hasta el momento en la economía. En América Latina fueron épocas de flujo y reflujo del movimiento revolucionario. Se vivía la hora caprichosa de las dictaduras. Voces como las de Eduardo Galeano denuncian y muestran las heridas de nuestro continente. Venezuela era el modelo más confiable de democracia representativa, había seguido al pie de la letra las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional.

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Ludovico le enmienda la plana a marxistas como Althusser en su escritura fragmentaria. Hasta ese momento, Marx era un autor poco leído en sus textos originales. Los círculos intelectuales estaban más influenciados por el estructuralismo, por el marxismo estructural, por la escuela de Marburgo que por el propio pensamiento del autor de El Capital. Ludovico redime de las tinieblas el derecho que el pensamiento antropológico tiene en Venezuela de recuperar sus imaginarios, de su mano leímos a Frantz Fanon, a Aimé Césaire, a Althusser. No quedaba otra vía que reunir pensamiento con poesía, con antropología. Debíamos saber que In vino veritas era el poema de nuestra propia vida. Las voces seguían estando allí, no se habían desgarbado. La obra poética, novelística y cuentística de Sartre recuperaba nuestro propio absurdo. Antoine Roquentin bebía de nuestras nostalgias. La naturaleza nos ofrecía formas desproporcionadas. Los guijarros de la playa eran los nuestros, sus formas de soledad nos recordaban pasajes de nuestra cotidianidad; todo se había vuelto lacerante, infundado. La memoria no era más que esos trapos de olvido, lugares de esperanza confinada. También Albert Camus nos había hecho comprender que éramos extranjeros de nuestras propias exigencias. La vida era un desparpajo donde teníamos que empujar hasta el infinito. Como en los antiguos mitos griegos, el trabajo debíamos recomenzarlo hasta la eternidad. A Ludovico le tocó asumir dos tareas de importancia capital. La primera, la lucha contra los refritos de su patio; y la otra, su faena titánica por desterrar de nuestras universidades los manuales que nos ahorraban leer a Marx en el original. Ludovico planteó retomar a Marx en su originalidad, en su estilo literario. Su tarea fue pedagógica, se trataba de reencontrar el buen sentido. Había que re-estudiar la ideología, sus aristas. La escuela althusseriana con Alain Badiou ―a la cabeza― hablaba de una ideología revolucionaria. A esa monserga se opuso nuestro filósofo y lo hizo sobre todo teniendo en cuenta que la categoría «ideología» no era otra cosa que conciencia crítica, praxis transformadora.

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Con Ludovico se redefinen de nuevo las pretensiones del marxismo, habíamos retornado al viejo concepto insoslayable de totalidad, de praxis. Hay en nuestro autor una nueva hermenéutica marxista. La lectura ludoviquiana interroga las hondas huellas de las palabras. Ludovico entiende la necesidad que tiene el estudioso marxista de retomar la tradición del saber de Occidente. Se re-problematizan categorías que no habían sido tomadas en strictu sensu como obstáculos o piedras angulares del saber. El arte con su peculiaridad lingüística no tenía cabida en el modelo mecanicista de base-superestructura, resultaba insuficiente. La estructura filosófica del dualismo causal no bastaba, había sin duda una autonomía del arte que correspondía al espíritu y a la cual había que reasignarle su puesto. Ludovico retoma la categoría bachelardiana de ruptura epistemológica, otros saberes entran en la reflexión marxista. Ludovico era sin duda un hijo representativo de la escuela de Frankfurt, su filosofía, su forma ensayística de expresión retoman la importancia de nuestro mundo, de nuestra cotidianidad. De las páginas de Ludovico emerge Ramos Sucre redivivo. En su prosa resurge el vivaquear de poetas de inmenso numen como Silva Estrada, Caupolicán Ovalles y del narrador Orlando Araujo. Orlando Araujo nos sumerge en lo hondo de un país casi desconocido en sus metáforas. Pasiones y más pasiones rozan el espinazo de lo que somos como venezolanos. Para esa época comenzábamos a comprender lo que había sido nuestro piedemonte andino. Se comenzaba a hacer el recuento antropológico de nuestra historia local. El Tigre de Guaitó se enfrenta al caudillaje trujillano. Como lo narró José León Tapia, en Trujillo los Araujo lucharon hasta la saciedad por el poder. Los hombres en Venezuela comprendieron el carácter de su filosofía intuyendo su propio pasado. En esa avalancha comienza nuestra propia comprensión como pueblo. Habíamos padecido el escorbuto, la malaria y habíamos subsistido. La Guerra Magna nos acrisoló para lo venidero. Venezuela comenzó tardíamente la modernidad. Nuestro valor esencial seguía siendo la guerra. La ruralidad continuaba en nuestras almas, el trópico nos 12 / Ludovico Silva

había preparado en la voluntad de poder, el plomo y los máuseres traquetearon en la Cumaná de 1929. La guerra civil y la voluntad de los caudillos nos rondaban. Presentación Campos continuaba preservando el orden memorial de nuestros imaginarios. Las lanzas seguían siendo coloradas debido a que no se había dejado de combatir en nuestra historia. Los céfiros de la confrontación siempre nos rozaban, en el siglo XIX el café, el cacao y la empresa emancipadora, y en el siglo XX las oleadas migratorias que marcharon hacia nuestro país luego de la caída de la República española. Europa a raíz de la guerra Mundial encontró una vez más en nuestro vientre de tierra fértil el solaz para curar sus heridas y también para acrisolar la filosofía. La impronta en nuestra historia de voces como la de García Bacca, Juan Nuño, Federico Riu y Ludovico Silva ha sido impostergable. La sabia mano del maestro García Bacca convoca a la rigurosidad del pensamiento. Se funda una tradición filosófica en la UCV. Los pensadores más destacados de la antigüedad y de la modernidad son sometidos al escalpelo del maestro David García Bacca. Platón, Aristóteles, Kant, Hegel y Marx comienzan a formar parte de nuestro itinerario de saberes. Con esa tradición continúan Juan Nuño, Federico Riu y Ludovico Silva. Ludovico nos lega un Marx lozano. La gran erudición de Silva vuelve atractivo para la lectura heterodoxa un Marx antimanualesco. Se comienza en nuestro país por primera vez a estudiar a Marx desde sus propios escritos. Ludovico se planteó grandes desafíos, reconstruir la comprensión intelectual de este autor desde los Manuscritos de París, desde La ideología alemana y desde La Sagrada Familia. Olímpicamente, la tradición soviética no había considerado importante revisar la historia intelectual de Marx. Se había dejado de lado al Marx joven considerando que no era importante retomarlo por su profunda factura hegeliana. Continuaban privando los prejuicios althusserianos. Se continuaba tratando a Marx como perro muerto. Ludovico nos pone sobre la mesa nuevas pistas para la comprensión del autor de El Capital, una de Humanismo clásico, humanismo marxista / 13

ellas, su estilo literario. El otro punto importante es que no existe un joven Marx divorciado de un Marx maduro como había sido la pretensión de Althusser.

Finalmente, felicitamos la decisión de Fundarte de editar esta selección de textos de la obra ensayística del Maestro Ludovico Silva: Anti-manual para el uso de marxistas, marxiólogos y marxianos, En busca del socialismo perdido, La plusvalía ideológica, Belleza y revolución, Teoría del socialismo, entre otros. Con mucho orgullo he llevado adelante la tarea de coordinar la edición de estos libros que hablan de la vigencia del pensamiento político y filosófico de Ludovico Silva. Es necesario hacer el debido reconocimiento al apoyo prestado por la familia de Ludovico Silva. A la Prof. María Isabel Maldonado, quien me ha acompañado en la realización de las traducciones. Nelson Guzmán Caracas, febrero 2011.

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Prólogo Humanismo clásico, humanismo marxista

Ludovico Silva fue un autor inconmensurable, preocupado por ofrecer a sus lectores una comprensión amplia de los temas que examinó como intelectual. Este hombre consideró que el marxismo era un humanismo y fustigó las creencias que asumió el marxismo soviético al querer dividir el pensamiento de Marx en una etapa juvenil y otra de madurez. Esa discusión hundió al marxismo en el tránsito por un falso camino. El Marx joven según esto sería un intelectual entusiasta entrampado en el idealismo hegeliano, que sólo alcanzaría la madurez a partir de su captación científica Ludovico comprendió a tiempo que esta taxonomía no hacía otra cosa que enturbiar las aguas en la comprensión de las propuestas del genio de Tréveris. Marx no es divisible: ese error de interpretación lo cometió Luis Althusser. En su afán por darle una estructura a la obra de Marx terminó construyendo un lenguaje inútil que terminaba por no comprender a Marx. Ludovico entendió que estaba en juego una interpretación holística del creador de El Capital. No se podían seguir utilizando los vocablos de materialismo histórico y materialismo dialéctico. El pensador serio debía alejarse de los comentaristas y volver a la riqueza del manantial marxista. Los investigadores no podían dedicarse tan sólo a estudiar fragmentariamente la realidad o a realizar una lectura sintomática. El intelectual marxista debía poseer una exégesis genética histórica de los hechos. Era necesario leer a Marx en alemán, cosa Humanismo clásico, humanismo marxista / 15

que hizo Silva. Los manuales soviéticos no eran más que un fiasco, debíamos desmarcarnos de esa tradición. Una obra es grande porque convoca a la crítica y no al dogmatismo. Ludovico replantea problemas ingentes como el de la alienación. El marxismo implica un compromiso político. La obra de Marx es mucho más que las fórmulas mágicas que nos habían legado los dogmáticos. La revolución necesitaba volver al hombre. Si se quería romper con la cultura capitalista el único camino plausible era la crítica. Ludovico, cónsono con lo que estaba sucediendo en el mundo de la teoría, reivindica la necesidad de ampliar el paradigma de comprensión. Se hacía necesario examinar la vida inmaterial de los pueblos. Era menester estudiar la ideología. La teoría marxista se dio cuenta que había que trabajar con las categorías que desde 1844 había Marx enunciado en los Manuscritos económicosfilosóficos y en La ideología alemana. El marxismo apunta a liberar al hombre del totalitarismo de la comprensión limitada. La vuelta al mundo griego rescata la grandeza de la dialéctica griega expresada en las obras de Platón y Aristóteles. Estos filósofos reivindican la noción de sistema y a su vez el diálogo como método. Platón juega a lo largo de su obra con la figura de Sócrates, un intermediador en la construcción epistemológica. Sócrates interpelaba a sus interlocutores en la búsqueda de la verdad. Había comprendido que no había mejor camino para la certeza que la controversia y el examen profundo de los argumentos del otro. La virtud era la razón. La conciencia argumentativa iniciaba en Grecia el largo camino y la fragua que le esperó con Kant, Hegel y Marx. La polis debía ser la garantía para los hombres. Esa razón controversial comienza a entenderse a sí misma en la modernidad. La revolución era generada por las pasiones. El instrumentalismo de los lógicos no era suficiente, había que descender a los arcanos del hombre y esa comprensión requeriría del juicio sobre la obra que estábamos construyendo. El humanismo abre el camino a una infinidad de concepciones. La estética no podía dejarse de lado. Los hombres no podían convivir sin sus mitos y sus dioses; por estos el hombre griego 16 / Ludovico Silva

estaba dispuesto a dar la vida, pero no sólo los griegos fueron presa de las voces de sus silencios y de las voces de sus héroes, sino también el hombre europeo. Todavía el racionalismo yacía estancado y no se planteaba la importancia de los otros. Al fragor de las batallas, de la producción incesante de conocimiento, África y América se expresan en las épicas que le corresponden. En 1492 América se expresa en la riqueza de sus pensamientos. La historia no podía seguir excluyendo las luchas y las batallas dadas. Este continente en proceso se forja de una identidad cultural que es muy antigua. Humanismo antiguo y humanismo marxista entreteje su argumentación al reivindicar la importancia que tuvo para el hombre clásico la noción de Estado. Los hombres debían servirlo, bien sea con su espada o con su pluma. Los hombres se batían a muerte por la continuidad de sus culturas. Los pensadores griegos entienden de la necesidad de reivindicar sus tradiciones. Aristóteles nos legará la expresión «el hombre es un zoon politikón» y esto lo entienden los filósofos al fungir como asesores de los reyes. La filosofía había tomado el camino de la reivindicación del espíritu, y contrariamente también, el de mantenimiento del orden. La cultura occidental para pensadores como Heidegger había pelado el pedal al tomar la vía absoluta de la razón. Esa postura, atractiva sin duda, ha sido discutida hasta la saciedad. Se presume que lleva en su ser el irracionalismo, la crueldad, el totalitarismo. Heidegger sería acusado por pensadores como Herbert Marcuse, su alumno, de estar al servicio del nazismo y de no haber escrito ninguna misiva de protesta contra el terrorismo nazi-fascista. Debemos aclarar sin embargo que en la obra filosófica de Martín Heidegger no existe una sola frase de alabanza a Hitler, cosa que no ocurre así en sus discursos políticos circunstanciales en los que repetidamente escribía «heil Hitler». Ludovico Silva entendió, como intelectual curtido y cultivado en la tradición marxista, que la cultura es fuerza y que los hombres han luchado desde la antigüedad en terrenos bañados Humanismo clásico, humanismo marxista / 17

de sangre. Toda historia necesita de una épica que reivindique las luchas de los pueblos. En Grecia coexistieron diversos discursos y enseñantes. La retórica fue un paso esencial que actuaba como recurso de consolidación de un criterio, el pensador actuaba apegado al poder y a los beneficios que esta actitud le concedía. No había cosa más interesante en el mundo griego que la política y la educación. El filósofo debía tener el poder de la persuasión, debía comulgar con los dioses de su ciudad. Si se alejaba de esa postura tomaba el camino de la rebelión, de la descreencia en una fe. Esto lo hizo Sócrates y le costó vida. Sócrates asumió la política como dignidad, como arrojo. Los hombres de clara razón no podían recular y negar sus ideas. Sócrates apostó al futuro y creyó que este le tenía reservadas al hombre instituciones que le hicieran posible llevar una vida digna. Esto no ocurrió así: las perversiones, la guerra y las muertes tomaron las edades y volvieron intraficable el camino hacia lo justo. La forja de un ideal humanista pasaba por la entrega y la convicción de que hacer el bien era el camino mejor y deseado. Sócrates fue un filósofo inmensamente ridiculizado y despreciado por Nietzsche. Lo considera como un espíritu de la conformidad. Nietzsche enarboló las banderas de la desobediencia y de la sátira hacia todos aquellos espíritus que llegasen a pensar que la salvación era posible. Para este hombre el cristianismo había erigido un imaginario del servilismo y de la alabanza hacia el rebaño. Esta expresión ha sido discutida por distintas tradiciones desde ópticas diferentes. Nietzsche pregonaba el cinismo, la impostura. Ludovico va a resaltar la inmensa importancia que tuvo la cultura renacentista en la fragua del humanismo. Era la vuelta hacia el hombre. El mundo clásico griego creó una teología que se asentó luego en los argumentos de los grandes sistemas de la antigüedad. Platón enarbola la importancia del mundo de las ideas. Aristóteles, lanza en ristre, se asienta en su criterio de los universales in rerum para espantar la sacralidad del mundo religioso. La 18 / Ludovico Silva

fuerza del espíritu estaba señalando su camino. La subjetividad no fue un descubrimiento del mundo griego. La Edad no dejó de postrarse a la fuerza de un Dios único y condenatorio que excomulgaba como impío la seducción de los sentidos y los llamados del cuerpo. El mundo seguía dominado por la sacralidad Es justamente con el Renacimiento donde la construcción del humanismo debe buscar su asiento en la ciencia, en la pintura, en la estética, en un ejercicio de reactualización del mundo clásico y del mundo moderno. Ludovico ha evocado permanentemente a los grandes teóricos de occidente. Protágoras al decir que el hombre es la medida de todas las cosas no está haciendo sino situar la fuente de comprensión en la subjetividad. El hombre se sabe en sus emociones, ha comprendido que el diseño del ser de las cosas lo estipulamos nosotros mismos. En todo esto hay un esfuerzo de comprensión El hombre está sometido a su perfectibilidad, es él quien realiza los ajustes sobre las cosas, el goce de la prudencia hace posible la convivencia humana. El Renacimiento representa por supuesto el surgimiento de una nueva cultura pero como un salto dialectico, este movimiento abre en su resurgir las ventanas al mundo clásico antiguo. Ya no será Dios el motivo fundamental, sino las necesidades y apetitos del hombre lo que pondrán sobre el tapete su condición humana. En el Renacimiento hubo la necesidad de salir del claustro y del encierro que representaba la Edad Media. Ludovico capta en este libro las tensiones históricas que supone la interpretación del mundo. La historia no es exactamente un río de simplezas y de buenas intenciones, sino hombres y tradiciones que se disputan. Cada quien siente tener la razón.

Nelson Guzmán

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La raíz, para el hombre, es el hombre mismo. MARX

PÓRTICO I

Las muchas virtudes de Ludovico Silva como ensayista, adquieren plena y feliz resolución en este gran libro llamado Humanismo clásico y humanismo marxista (1982). Más oportuna que nunca, entonces, esta reedición. La verdad cuando una escritura es capaz de aliar rigor en el pensamiento, fuerza estilística y, como si fuera poco, amenidad expositiva, estamos ante un ensayista de verdad: aquel sujeto capaz de lograr que, recordemos a Picón Salas, la lengua se bautice a sí misma. Riesgo y ventura de Ludovico fue convertir su inquietud, vocación y pasión teóricas en la expresión de una subjetividad que aprecia, valora, se autocuestiona, se compromete y lucha por otro mundo que, por cierto, tantas veces nos permite ver, sentirlo tangible, utópicamente realizable y nada incorpóreo, nada imposible. Ludo anda y desanda por la realidad y por los libros imprimiéndoles siempre una huella personal: la huella de un hombre para el que existir es comprometerse, pero también hambre y sed de verdad y belleza. Es por eso que Ludovico es una de las voces decisivas y definitivas de nuestra tradición ensayística: aquellos —me pasó recientemente con un amigo— que consideran muchas de sus inquietudes están pasadas de moda, no saben de lo que están hablando. Primero que nada: Ludovico, en su escritura ensayística, es un hombre plenamente afincado en la contemporaneidad, pero que nunca, a Dios gracias, le rinde tributo a la moda, a las modas intelectuales. Ludo fue hombre de todos los tiempos para ser plenamente del nuestro: sin memoria no hay contemporaneidad posible. Además, la moda —como siempre nos lo recuerHumanismo clásico, humanismo marxista / 23

da el gran Leopardi— es hermana de la muerte. Quien se adscribe a una moda, por supuesto, acaba muriendo con ella cuando adquiere fecha de caducidad. (Uno no debe olvidar que si uno no pone su afectividad, su amor, en un prólogo, en un pórtico, resultaría una cosa asquerosamente fría y deleznablemente académica. Por eso mismo, quiero nombrar, desde mi corazón y con inmensa gratitud a Katiuska, Rafael, Solka y Víctor; cuatro en mi horizonte de interlocución en el día a día de este texto. Digo sus nombres por todo lo que nos une y en celebración del amor que nos lleva a la batalla de cada día). II Recuerdo que Fernando Savater —aquel Fernando Savater que leíamos con alegría intelectual y no el Savater de hoy: triste y europeizante payaso mediático— hacía una distinción que se ajusta como un guante al quehacer de Ludo: el ensayista como rebelde o como doctrinario. Ludovico: el ensayista como rebelde. Una rebeldía, la suya, vital y teórica contra dogmas, convenciones, lugares comunes: una rebeldía humanísima y humanística. Y es por eso que fue decisivo su encuentro con el pensamiento de Don Carlos Marx, al que literalmente consagró la vida de una forma que no cabe llamar sino pasional y heroica. El Marx de Ludovico adquiere toda su vitalidad rebelde y se despoja de las excrecencias que los doctrinarios de todo pelaje han intentado hacer pasar por marxismo: los doctrinarios siempre se consideran los exclusivos propietarios de la verdad revelada e intentan impedir que se piense desde Marx con cabeza propia y sin pedirle permiso a nadie, esto es, sin apegarse al libreto de los nefastos manuales que hicieron estragos en varias generaciones de revolucionarios y revolucionarias. Los doctrinarios nunca entendieron ni entenderán aquello del espíritu y la letra: nunca entendieron que leer a Marx es dialogar y discutir con él y con la historia que se ha proyectado y realizado, para bien y para mal, a partir de su obra. Por cierto, debe quedar siempre claro que de lo proyectado y realizado en su nombre, no es responsable quien fue capaz de decir, con audaz ironía, que él no era marxista. 24 / Ludovico Silva

III Recordemos —en relación con el fragmento precedente— estas palabras de Ludo en el prólogo a Humanismo clásico y humanismo socialista: «Y si hoy se critican desde el mismo marxismo a los socialismos existentes no es por renegar de Marx, ni por estar desengañado de él, sino simplemente por defender lo que era su teoría del socialismo humanista. Una teoría que mira al individuo como una totalidad indivisible: sólo parcializable por la división del trabajo y los otros factores de la alienación». Nadie, entonces, más antimarxista que los doctrinarios que acaban por darse la mano con la derecha debido a su supina y autosatisfecha ignorancia: aprendieron cuatro vacuas güevonadas en un manual soviético y eso les basta. El quehacer teórico termina allí para comenzar la catequesis: una catequesis basada en la reproducción de las baratijas conceptuales que aprendieron al caletre y que jamás se atrevieron a discutir. Si algo hacen los doctrinarios por comodidad, inconsistencia, sectarismo y apego enfermizo al dogma, es dividir, segmentar, y convertir en papilla lo que es el esfuerzo creador de aquel verdadero argonauta del pensar llamado Carlos Marx. Volvamos a Ludovico y a través de él a Venezuela aquí y ahora: entre nosotros, el individuo, el sujeto, la persona, no es todavía totalidad indivisible y la división del trabajo y la alienación, en todas sus formas, sigue vivita y coleando. No es fácil implantar una dinámica socialista en un país en el que modelo capitalista fue edificado sobre las bases más sólidas: ciertamente el salto que ha dado la conciencia colectiva nos ha puesto en camino, pero falta mucho todavía. El dinero —la monetarización casi absoluta de la vida cotidiana— tiene al día de hoy un peso absolutamente determinante y decisivo en la realidad nacional: ¿cómo abrirle paso a nuestra dinámica socialista con el lastre crematístico que arrastramos y que es peso muerto para dificultar el avance, el ritmo del paso, el compás en el andar? Mirar hacia el individuo como totalidad indivisible es entender que el homo oeconomicus —el hombre al que mueven solamente los estímulos económicos: es decir, el autómata procreado por el modelo capitalista— no tiene la última palabra. Y nadie, a pesar de que les duela a los doctrinarios, nadie llamó con más lucidez y pasión, como nos lo recuerda Humanismo clásico, humanismo marxista / 25

Paco Fernández Buey, al hombre y a la mujer a rebelarse, teórica y prácticamente, contra las determinaciones de lo económico que un tal Carlos Marx. IV Hay que recordar que en el tiempo en que Ludovico escribe y publica este conjunto de ensayos, supuestamente el humanismo ya se había convertido en una antigualla que dormía el sueño de los justos en el desván de los recuerdos. El estructuralismo, aquella moda intelectual hegemónica durante unos cuantos años, creía haber dado cuenta del humanismo allá por la década del 60 del pasado siglo: mire usted por dónde, lector, que el humanismo venía a reaparecer como bandera de combate a través del pensamiento de un filósofo venezolano en el año 1982. No creo equivocarme al afirmar que, para Ludo, el humanismo marxista es objetividad en devenir, Gramsci dixit, del humanismo clásico: es, digámoslo así, su corrección, ampliación y puesta al día; es, cómo decirlo, la ampliación de sus limitaciones, esto es, la salida de su confinamiento en un determinado sector social, históricamente es así, y su entrada en el dominio colectivo: un dominio colectivo que debe ser capaz de asegurar la plena realización de cada mujer y cada hombre. Ahora bien, el humanismo marxista no puede desconocer su origen, sus orígenes, so pena de meter estrepitosamente la pata, y no se trata, por cierto, de entender lo clásico como un objeto de museo, sino como una experiencia viva y capaz de revivir si entramos en contacto con ella a través de un libro, de un cuadro, de una escultura. V Lo clásico, reitero, la tradición clásica —que no el tradicionalismo, que es una degeneración— no es un objeto de museo: un objeto de prestigio pacificado. No, todo lo contrario: una obra clásica es capaz de echar luz sobre nuestro tiempo con, valga la paradoja, una nueva mirada. Aquí es fundamental lo que exigía y nos sigue exigiendo el inmenso Walter Benjamin: arrancar a la tradición del conformismo que quiere secuestrarla, desvirtuarla, neutra26 / Ludovico Silva

lizarla; el conformismo, ciertamente, que practica una legión de académicos en Venezuela y en todo el mundo; un conformismo que atonta la fuerza viva, viviente y vivificadora de la expresión creadora cuando viene de lejos en el tiempo. Quiero y necesito ejemplificar para inteligencia de esto. Recientemente pude ver la magnífica versión cinematográfica de Las Troyanas de Eurípides dirigida por el gran director griego Michael Cacoyannis: me impresionó tanto la fuerza y la vigencia del planteamiento —contar la historia desde las víctimas, hacer que escuchemos la voz de las víctimas de la historia: desde las mujeres de Troya— que corría a releer el texto original para quedarme, literalmente, admirado con su capacidad para encarnar verdad y belleza; es así: sentí en Eurípides a un contemporáneo. Eurípides era lo nuevo y tanta literatura de nuestro tiempo encontraba inmediata fecha de caducidad a la hora de establecer comparaciones. VI Particularmente impresionante al releer este libro es el ensayo Teoría y práctica del socialismo: texto fechado en mayo de 1979, esto es, cumple 30 años en este 2009 y sería pertinente, digo yo, abrir una discusión en torno a él. (De, paso recordemos que este ensayo conoció una primera edición en 1980 —fue publicado por el Ateneo de Caracas cuando era una institución muy diferente a la cosa que es hoy: un centro del más lamentable y estúpido escualidismo— y llevaba, por cierto un prólogo de un tal Teodoro Petkoff alias Simoncito Bocanegra: un prólogo que el susodicho prologuista debería releer para ver si ocurre el milagro de que se le mueva alguna fibra humana e intelectual y sienta, por lo menos, un poquito de vergüenza). Bien pueden considerarse estas páginas como la más depurada y más alta síntesis del pensamiento revolucionario de Ludovico Silva y, así lo creemos, para quien toma contacto por primera vez con su obra de estudioso lúcido activo de Marx, constituyen la mejor y más óptima forma de introducirse en ella. Quiero detenerme un tanto en este formidable texto porque en mi criterio opera como el centro conector de este libro —centro vertiginoso, lo llama mi siempre admirado José Balza—. Es, cómo decirlo, su mejor y más alto ángulo de viHumanismo clásico, humanismo marxista / 27

sión. Grandeza con mayúscula la de Ludo: devolvernos a un Marx guía para rebelarnos; a un Marx profesor de desobediencia; a un Marx liberado de la dogmática y la apologética pseudomarxista; a un Marx tan inquietante como entrañable; a un Marx creador, poeta, visionario y, por supuesto, anticonformista, contestón y violento contra el mundo tal cual es, contra lo dado; contra las determinaciones y determinismos económicos en los que se ha pretendido encerrar a su pensamiento: nadie menos economicista que él y nadie más secuestrado, desvirtuado y adulterado, a través del estéril punto de vista del economicismo. VII La verdad que en cuanto a los textos que he leído sobre Marx, en punto a síntesis de su pensamiento, yo sólo conozco un texto con un poder similar: se trata de Los tres lenguajes de Marx de ese fuera de serie del pensamiento contemporáneo llamado Maurice Blanchot. A ambos textos los hermana una enorme simpatía por aquel barbudo que practicó como nadie la audacia intelectual y la penetración crítica en territorio enemigo. Si algo tenemos que agradecerle al abuelo Karl —y esto lo demuestran tanto Ludovico como Blanchot, desde sus personalísimas visiones— es el no quedarse a medias: el haber ido a fondo, poniendo en riesgo vida y salud para que entendiéramos el por qué luchamos y el cómo de nuestro luchar cotidiano por un nuevo modelo de sociedad que no se parezca, ni remotamente, a los modelos que en el mundo han sido. Pensemos sobre todo en el necesidad de hacer, desde Marx, un permanente ajuste de cuentas con respecto a los modelos que se han autodefinido como socialistas y que no han pasado de ser meros capitalismos de Estado más o menos bienintencionados. En realidad y en verdad el socialismo es una experiencia colectiva que está por inventar; por crear y recrear y, por supuesto, por pensar. VIII Nunca olvidemos la lección permanente del gran Barbas germánico: pensar —y pensar críticamente, esto es, haciendo que todo 28 / Ludovico Silva

haga crisis: llevando el momento, la circunstancia, la coyuntura a su crisis— antes de actuar. Y, por lo mismo, actuar coherente y convincentemente de acuerdo a lo que pensamos. Sin pedirle permiso a nadie: con una lucidez que vaya pareja a la necesaria audacia y al no menos necesario y coherente coraje de tener ideas propias y producir una praxis real y verdaderamente socialista a partir de ellas. En este sentido, todo está por pensarse y por hacerse en nuestra amada Venezuela, sí, para abrirle los caminos a una dinámica genuina y auténticamente socialista, esto es, una dinámica antisectaria, antidogmática, que vaya contra tantas estupideces antipensantes o impensantes que se dicen en nombre del socialismo —y hablo de nuestros medios de comunicación y no de los del enemigo— y que no hacen sino reproducir los mismos pelones, los mismos errores, las mismas inconsistencias del pasado. Y cuando digo pasado estoy diciendo, fundamentalmente, el trágico siglo XX con su carga de horrores: no hemos salido todavía del siglo XX en cuanto a la refundación y reconstrucción de una iniciativa y de una alternativa socialista; iniciativa y alternativa plural y diversa, por supuesto, y me corrijo: iniciativas y alternativas socialistas para entrar de verdad, verdad, en el siglo XXI. No hemos salido todavía del siglo XX: aquí, en nuestra Patria, estamos cerca de hacerlo pero falta, ¿cuánto falta, podemos preguntarnos? Y puede responderse provisionalmente: un proceso de transición hacia el socialismo encarna otra duración, es tempo y no tiempo, y no puede violentársele, so pena de tirar el agua sucia con niño y todo. Necesaria es, por supuesto, imprimirle una dinámica de aceleración, desde las bases populares, pero no puede ser a la loca: no puede ser de cualquier manera. IX Ciertamente, nuestra tensión —tensión colectiva se entiende— es hacia el socialismo. Pero todavía no hemos podido ponernos de pie: apenas estamos gateando. Queremos socialismo —un socialismo nuevo y original— pero el problema es el cómo de ese entrañable querer, de esta querencia socialista por la que, llegado el caso, puede y debe ofrendarse hasta la vida: el cómo es el asunto crucial, decisivo, porque si no el proceso de transición puede Humanismo clásico, humanismo marxista / 29

trancarse y estancarse en el mero ejercicio de un capitalismo de Estado recubierto de una retórica socialista. No tengo, por cierto, nada contra la retórica en sí misma: lo que la retórica no debe es desplazar o, peor aún, sustituir a la realidad. —Es nuestro impasse actual: la radicalización del discurso no se corresponde con la praxis—. Allí está el problema grave y urticante de la nueva clase venezolana, de la boliburguesía, de la derecha endógena; si queremos socialismo, es tiempo ya, llegó la hora, de disputarle palmo a palmo el terreno para barrerla del territorio, del mapa. La nueva clase venezolana está dispuesta a frenar —diciéndose socialista y vistiéndose de rojo rojito con imagen del Che inclusive— la dinámica de la vía venezolana al socialismo. Llegó la hora, para las bases populares de nuestro proceso, tal y como pensaba Luis Villafaña, de caracterizar, desenmascarar y combatir a la nueva clase parasitaria, vampírica y fagocitadora: a la nueva clase que ha realizado una acumulación capitalista originaria con los dineros del Pueblo y que, alerta, más temprano que tarde buscará la oportunidad de desembarazarse de ese obstáculo molesto que se llama Hugo Chávez. Por lo mismo, al comandante le toca auscultar el corazón del Pueblo: saber por dónde van los tiros. Es evidente que, en los últimos días, quieren encerrarlo en lo que parece ser una política anti-obrera: no basta, con respecto al caso de la CVG, atacar a las mafias sindicaleras, que existen y están aprovechando la coyuntura, porque no se puede ignorar los reclamos y las reivindicaciones que se han planteado y cuyo origen está en la forma en que se ha gestionado la Corporación. Una forma que responde a una visión para nada socialista; apenas despuntó una luz en ALCASA, con la gestión del camarada Carlos Lanz, pero, evidentemente, toda la artillería de la boliburguesía guayanesa se disparó inmisericordemente contra ella y el panita tuvo que dejar su puesto. He allí un ejemplo de lo que es capaz de hacer la derecha endógena en función de impedir la realización de nuestro socialismo. X He dado un largo pero, así lo estimo, un necesario rodeo: leer a Ludovico es leernos a nosotros mismos y a la realidad nacional en 30 / Ludovico Silva

la que hoy actuamos. Ahora quiero recordar unas lúcidas líneas del gran José Balza que llaman la atención sobre la importancia decisiva de Teoría y práctica del socialismo: «¿Cuántos líderes políticos de Venezuela o del continente conocen esas páginas? ¿Qué militante de izquierda, joven o maduro, las ha pensado? Quizá si quienes sueñan con un socialismo posible leyeran estas líneas de Ludovico, comenzaríamos a tener una perspectiva más real, profunda y accesible para la hechura de la felicidad social. El humanista, el poeta, el filósofo, pero sobre todo ese hombre atento que ha vivido el sobresalto doloroso de nuestras últimas décadas (los años de guerrilla, de deterioro, de lujo, de repliegue) al meditar sobre nuestra realidad política concibe un modelo de socialismo nítido. Veintiuna características fulgurantes, precisas y útiles, desarrolla Ludovico para ese modelo. ¿Utopía? Tal vez sí, pero utopía concreta como escribe Marcuse». (El resaltado es mío). En realidad y en verdad, Balza ha visto soberanamente y destacado admirablemente lo que convierte a Teoría y práctica del socialismo en un texto de obligada lectura y relectura. Quisiera agregar algo sobre las veintiuna características, mencionadas por José, que se encuentran en el apartado El modelo socialista: lo haré en el siguiente fragmento. XI En realidad y en verdad, son veintiuna características que configuran un programa —bastante completo por cierto— a desarrollar si queremos implantar una auténtica dinámica socialista en la realidad venezolana. Es, cómo decirlo, un mapa, una guía, el trazo de una ruta para no cometer errores y evitar equívocos y equivocaciones: no es el programa, no creemos en imposiciones programáticas, pero cómo se le parece por su poder de clarificación y su incomparable precisión. (Digamos, de paso, que en Venezuela violenta de Orlando Araujo, en Notas políticas de Alfredo Maneiro y en Documentos del 4 de febrero de Kléber Ramírez, hay una claridad programática similar a la de Ludo en Teoría y práctica del socialismo. El programa riguroso y abierto de transición al socialismo que necesitamos —y que no puede ni debe agotarse en el Proyecto Simón Bolívar porque, a pesar de su inHumanismo clásico, humanismo marxista / 31

trínseca e indudable calidad, es una construcción desde arriba— tiene que alimentarse de estos cuatro textos que venezolanizan radicalmente al socialismo). Ludovico pinta, digámoslo así, una imago mundi socialista: una imago mundi posible y realizable a través de cada una de estas características. Quiero detenerme en una que es de la mayor importancia para nosotros aquí y ahora: me refiero a la tercera característica porque nos permite medir la lejanía en la que todavía estamos con respecto al socialismo. Escuchemos a Ludovico: «la revolución psicológica a nivel de toda la sociedad sólo podrá tener lugar cuando asistamos a la extinción de la economía monetaria gracias a la producción de una abundancia de bienes y servicios. La conciencia socialista, que no debe considerarse como un simple “reflejo” de la revolución económica, sólo podrá lograrse cuando se supere la realidad cotidiana de una distribución racionada del dinero». (El resaltado es mío y las palabras de ese gran marxista llamado Ernest Mandel). Qué lejos estamos de lo que Ludo llama la extinción de la economía monetaria: Nuestro Señor El Dinero íntimamente ligado a Nuestro Señor el Petróleo, para recordar la expresión de Orlando Araujo, sigue mandando por todo el cañón en nuestra sociedad. Ciertamente, el mayor logro que tenemos es el salto de calidad en la conciencia colectiva, pero la mujer nueva y el hombre nuevo que están creándose e inventándose cotidianamente, tienen que aguantar, cada día, la arremetida brutal y salvaje de una realidad determinada tiránica y despóticamente por el billete. No hemos logrado romper radicalmente con esa especie de fatalidad histórica que es ser un país rentista: una fatalidad que es una enfermedad permanente y contra la que poco, muy poco, ha hecho la Revolución. (Necesario es ejercer la crítica, haciéndolo por amor a lo que estamos construyendo, como quería Martí: ni siquiera hemos nacionalizado la banca que es un primer y necesario paso). El déficit productivo que cargamos, históricamente, como un pesado lastre, no hace sino agravar el problema de la monetarización de todo, comenzando por las mismas relaciones humanas. O nosotras y nosotros acabamos con la hegemonía del dinero, o esta estará en capacidad de revertir, más temprano que tarde, los logros que hemos conquistado y hará inviable el avan32 / Ludovico Silva

ce hacia el socialismo. No vamos a acabar con ella, por supuesto, de la noche a la mañana, es un proceso que lleva a tiempo, pero hace falta mayor voluntad, mayor decisión y mayor coraje histórico para comenzar a hacerlo. XII Como me ha tocado discutir con gentes que sostienen que el pensamiento de Ludovico está superado, yo les diría que lean estas páginas para que se den cuenta que no hay tal superación, y que si el escepticismo o el cinismo han hecho mella en sus cabezas, ello no debería significar una toma de partido por la mezquindad ni el menoscabo de la grandeza de un hombre capaz de elaborar un texto tan magníficamente pensado y escrito como este. Marx vive, adquiere nueva vida a través de Ludo, y demuestra la portentosa calidad de su pensar, amén de su vigorosa y renovada actualidad. Ludovico nunca fue —como puede parecer a primera vista— un intérprete de Marx. Recordemos, en este punto, lo que tantas veces dijo el gran filósofo francés Michel Foucault: en un libro no hay nada que interpretar y sí mucho por utilizar, por emplear en nuestra específica y concreta circunstancia histórica. No otra cosa hace Ludovico Silva en este texto: utilizar sabia y combativamente la obra de Marx para proyectarla en el presente e iluminar la batalla por la construcción de un nuevo mundo. XIII Quisiera culminar con una pregunta que, en realidad, son tres: ¿para qué se escribe un prólogo; por qué y para quiénes se hace? Tres preguntas abiertas que pueden acoger diversas respuestas tantas como prologuistas y lectores haya. Fíjate, lectora amiga o lector amigo, que yo no digo prólogo en el título: prefiero la palabra pórtico ya que me resulta menos pretenciosa. Pórtico: eventual puerta de entrada a un libro que tú, incluso, puedes saltarte; que puedes leerla al final o, simplemente, no leerla. Lo que he querido hacer en estas líneas no es tanto presentar Humanismo clásico y humanismo marxista, sino tratar de pensar a partir de sus resonancias en mí: en el lector que, al igual que tú, soy. (No Humanismo clásico, humanismo marxista / 33

quiero incurrir en la tontería de contarte la película antes de que tú la veas). Poco me gusta fijar la mariposa en el cartón, como hacen los académicos, para mirarla como entomólogo: me gusta verla volar libre e intentar seguirla con la mirada atenta y admirada. (Aquí te digo: muchas cosas de este libro quedaron fuera de mi lectura. Pero, por regla general, las lecturas pretenciosamente omniabarcantes son lecturas fallidas. Dice la voz popular: el que mucho abarca, poco aprieta). Para Ludovico Silva pensar fue un acto de rebeldía, heterodoxia y libertad: ¿cómo no querer imitarlo, fielmente, al escribir sobre un libro suyo? (Un poeta español de mi afecto llamado José Ángel Valente recomendaba siempre esto: seguir el vuelo de los grandes o morir. Creo en ello y Ludovico —te lo digo con la más cierta de las certezas— fue grande en todos los sentidos). Tú dirás si lo he logrado a cabalidad o no. Y como decía un gran poeta anglosajón llamado Thomas Stearns Elliot: «En nosotros está el intentarlo/ Lo demás no es asunto nuestro».

Gonzalo Ramírez Quintero

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A Beatriz, por quien escribí este libro con entusiasmo.

PREFACIO: SENTIDO DEL HUMANISMO I

Al entregar a la imprenta este volumen sobre Humanismo clásico y humanismo marxista, como siempre ocurre, me parece que se me han quedado en la cabeza algunas cosas esenciales que no dije en el libro. Tal vez sea una mera ilusión, pero yo lo siento así, y me imagino que a mis colegas escritores les ocurrirá igual en semejante circunstancia. Quisiera en esta nota aclarar al menos un punto esencial, que es el punto de unión entre el viejo humanismo clásico y el nuevo humanismo socialista. El humanismo griego había consistido principalmente en una meditación sobre la naturaleza del hombre. Fue un sofista, Protágoras, el que escribió la famosa sentencia: «El hombre es la medida de todas las cosas», con lo cual ponía al hombre en el centro del imperativo solónico del metrón o medida. Esto significaba ya algo muy importante: la adopción del punto de vista de la totalidad para la consideración filosófica del ser humano, como lo ha hecho notar Jaeger en su Paideia. Los griegos no tenían una palabra para designar lo que conocemos como «humanista». Los latinos tampoco la tuvieron aunque Cicerón y Varrón usaron mucho la voz «humanitas», que luego fue vertida al griego de la patrística como anthropotés, que significa «humanidad, género humano» y que aparece en muchos autores de ese tiempo. También aquí es notorio el punto de vista de la totalidad para designar ese concepto, pues no se trataba de la vieja philanthropía o «humanitarismo» que difundieron primero los sofistas, Platón Humanismo clásico, humanismo marxista / 37

y luego sistematizaron los estoicos. Se trataba de la humanidad en sentido filosófico globalizante. Este sentido aparecerá más tarde en San Jerónimo, ligado al dogma cristiano, pero con la particularidad de no desdeñar los estudios clásicos «paganos», que había estigmatizado San Agustín aunque los conociese. El libro más importante de Agustín es «contra paganos». Ambos santos tenían un temperamento muy diferente. Agustín quería liquidar al paganismo, y Jerónimo, aun desde su punto de vista cristiano, quería revivir su estudio, y así lo hizo, sobre todo con su célebre traducción al latín de la Biblia, conocida como la Vulgata. Jerónimo estudió con fruición el hebreo, pero también el griego clásico, y así su versión bíblica es tomada de la Septuaginta o versión de los Setenta. Su obra es como un puente colocado en la temprana Edad Media para unir el viejo esplendor clásico al futuro Renacimiento del mismo. Los historiadores coinciden en llamar al siglo XII, que es el siglo de grandes escuelas catedralicias, «el primer renacimiento». Hombres como Bernardo Silvestre o Juan de Salisbury resucitaron las letras antiguas y revivieron los viejos mitos; todo ello, por supuesto, dentro de un ambiente cristiano. En el siglo XIII se apagó esa llama que ellos habían encendido; pero no tardaría en reaparecer. La llamada «tríada canónica» de poetas italianos, a saber, Dante, Petrarca y Boccaccio anunciaron los nuevos tiempos. La actitud de lo que dos siglos más tarde se llamaría «humanista» fue inaugurada sobre todo por Petrarca, el autor de tantas cartas de corte ciceroniano y el poseedor de la mayor biblioteca privada de su tiempo. En esa biblioteca se encerraba lo que hasta entonces se conocía de los antiguos clásicos, que no era mucho, pero sí muy significativo. Hasta tenía a un Homero en griego, aunque él no pudiese leerlo. Boccaccio sí pudo hacerlo, ayudado por un griego de Calabria. Lo cierto es que para el siglo XIV, especialmente en Florencia, cuna del Renacimiento, se había despertado ya un inusitado fervor por las letras antiguas, que fue constante en todo el Renacimiento. Maestros emigrados de Grecia enseñaban su idioma a los jóvenes y los introducían en los rudimentos de las artes plásticas, como ocurrió con artistas como Cimabue o Giotto, según cuenta Vasari. Según A. Campana, en su estudio 38 / Ludovico Silva

de 1946 The origin of the word «Humanist», la palabra humanista fue introducida por primera vez en Italia hacia 1538. El «Humanista» tenía como objeto de estudio los studia humanitatis. No era un jurista, o un legista, o un canonista, o un artista. Era, ni más ni menos, «maestro en humanidades», lo que lo obligaba a adoptar el punto de vista de la totalidad y a rechazar el punto de vista de la división del trabajo, dato sumamente importante. El humanista se ocupa del hombre en cuanto hombre y de su formación para llegar a serlo íntegramente. Este es el punto de vista de la totalidad. Y este punto de vista es lo que nos quedará, al cabo de los siglos, de aquel esplendoroso humanismo que fue como la columna vertebral filosófica del Renacimiento. Adoptar la totalidad como punto de vista no equivalía a saberlo todo, sino a «comprenderlo» todo. Así procedió, por ejemplo, el paradigmático Leonardo de Vinci. Es el mismo problema que tenemos en los tiempos modernos, ante la avalancha de saberes distintos. No podemos, por más humanistas que queramos ser, conocer todos esos saberes. Pero sí podemos, en cuanto humanistas, intentar comprender globalmente, de un modo totalizante, el proceso del mundo moderno. Es la única manera de ser humanista en estos tiempos. Y ello no excluye, sino que incluye, el estudio de los clásicos modélicos. II En nuestros tiempos, aunque no se ha abandonado del todo, al menos en ciertos centros de cultura de los países desarrollados, el estudio de las lenguas y autores clásicos, ha surgido sin embargo, un tipo de humanismo que no está necesariamente ligado a ese estudio. Se trata del humanismo socialista, el humanismo que pregonaron los primeros socialistas, desde los utopistas como Tomás Moro hasta el constructor de la nueva teoría del hombre: Carlos Marx. ¿En qué se basa la teoría del hombre de Marx? Pues en lo mismo en que se basaba el antiguo humanismo: en la adopción del punto de vista de la totalidad. En su más bello y dialéctico libro, Historia y conciencia de clase, Lukács escribe a propósito de Rosa Luxemburgo: «Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de un predominio Humanismo clásico, humanismo marxista / 39

de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, el dominio omnilateral y determinante del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y transformó de manera original para hacer de él el fundamento de una ciencia nueva». Esto da al traste con todos los «economicismos» y revela la verdadera esencia del método de Marx. Esta esencia y este método fueron los que empleó siempre Marx para diseñar su concepción del hombre. Marx no piensa sólo en el hombre de su época, que era un hombre despedazado por la división del trabajo, la producción mercantil y la propiedad privada, es decir, los tres grandes factores históricos genéticos de la alienación del hombre. Ya en 1843, en un opúsculo sobre Hegel, había esbozado una teoría humanista, que tiene su culminación en la célebre frase: «La raíz, para el hombre, es el hombre mismo». ¿Qué quería decir con eso? Quería decir lo que luego repitió mil veces: que la esencia del hombre no está en las cosas que posee, ni en las cosas que produce contra su voluntad, sino en todo aquello que contribuya al «desarrollo de su propia humanidad». Por eso un año más tarde, en sus manuscritos de París; insiste de manera decisiva en la «alienación del trabajo». Dado que la sociedad capitalista es un «inmenso arsenal de mercancía» —como reza el comienzo de El Capital— y dado que el valor de las mercancías proviene del trabajo humano, había que examinar de qué modo el ser del hombre se ve afectado por esta producción cuya característica fundamental es la de volverse contra el productor, empobreciéndolo a él y enriqueciendo a otros. Allí nació en Marx la idea de la construcción de una nueva humanidad basada en el socialismo. Los polos dialécticos propuestos por Marx más tarde en los Grundrisse serán: «alienación universal» (allseitige Entäusserung) versus «desarrollo universal» (allseitige Entwicklung) de los individuos. En la doctrina humanística de Marx figura en primer término el individuo, y sólo después del individuo la colectividad, y ello por la razón de que una colectividad socialista no puede darse en individuos universalmente desarrollados. Esto es lo que se ha olvidado, o no 40 / Ludovico Silva

ha podido tener presente hasta ahora, el socialismo existente en nuestro siglo XX; ha querido desarrollar la colectividad a costa del sacrificio del individuo, lo cual podría ser una bella cosa si no fuera porque conduce a un fatal error histórico que es el que padecen los socialismos actuales, en los que los individuos realmente desarrollados tienden a marginarse. El punto de partida y de llegada de esta concepción marxista del hombre es, ya lo dijimos, el punto de vista de la totalidad. Oigamos unas palabras suyas pertenecientes a los Grundrisse: «Pero ¿qué es la riqueza una vez despojada de su forma burguesa todavía limitada? La universalidad de las necesidades, de las capacidades, de los placeres, de las fuerzas productivas, etc., de los individuos; universalidad producida por el cambio universal. Será la dominación plenamente desarrollada del hombre sobre las fuerzas naturales, sobre la naturaleza propiamente dicha, así como su propia naturaleza. Será la total expansión de su capacidad creadora, sin otra premisa que el curso histórico anterior, que hace de esta totalidad del desarrollo un fin en sí; en otras palabras, desarrollo de todas las fuerzas humanas en tanto que tales, sin que estén medidas según un patrón establecido. El hombre no se reproducirá como unilateralidad, sino como totalidad». Tal es el hombre socialista a que aspiraba Marx. Tal es su verdadero programa socialista. Y si hoy se critican desde el mismo marxismo a los socialismos existentes no es por renegar de Marx, ni por estar desengañado de él, sino simplemente por defender lo que era su verdadera teoría del socialismo humanista. Una teoría que mira al individuo como una totalidad indivisible, sólo parcializable por la división del trabajo y los otros factores de la alienación. La palabra griega atomon significaba «lo que no se puede dividir», y su verdadera traducción es individuum que significa lo mismo. El átomo de los físicos se ha dividido en este siglo; el individuum humano está dividido desde hace muchísimos siglos. Lo que dice Marx es que ha llegado la hora de reunificarlo, de soldar las partes sueltas, de hacer que ese hombre que la sociedad ha vuelto unidimensional o unilateral Humanismo clásico, humanismo marxista / 41

se convierta en un sujeto universal, con sus capacidades universalmente desarrolladas, no impotente frente a un Estado monstruoso, sino dominador él mismo de la sociedad: medida de todas las cosas.

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NOTA DEL AUTOR

Todos estos escritos, salvo el que se refiere al platonismo, fueron escritos en los últimos tres años. Algunos de ellos han sido publicados en plaquettes, otros lo han sido en diarios, como el artículo juguetón sobre «Medicina y humanismo». Todos los ensayos aquí reunidos versan, de una u otra manera, sobre el mismo tema: el humanismo. Hay ensayos humanísticos en el sentido clásico, como el escrito sobre Andrés Bello o el escrito sobre el Crátilo platónico, y hay también escritos doctrinarios sobre el sentido marxista del humanismo o el sentido clásico. Quiero agradecer la colaboración que para la realización de este volumen he recibido del Consejo Nacional de la Cultura. Agradezco igualmente el impulso benefactor de mis alumnos de la Universidad Central de Venezuela, y también el de amigos personales como el poeta José Sellán de Huesca. Y por supuesto, el impulso de mi propia mujer, Beatriz, a quien dedico este libro. L. S. Caracas, julio de 1981

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I HUMANISMO CLÁSICO

HUMANITAS

Las palabras «humanista», «humanismo», «humanístico» tienen una larga y accidentada historia. En la Antigüedad clásica nunca se usó la palabra «humanismo»; a lo más que se llegó —desde el punto de vista filológico, por supuesto— fue a hablar de humanitas, en tiempos de Cicerón, o de anthropotes, en la patrística griega. Pero estos términos designaban una idea general de «humanidad» o de «género humano», y en modo alguno denotaban ese movimiento del espíritu que hoy conocemos como humanismo. Ya tendremos oportunidad de volver en este ensayo sobre la posible lignificación del humanismo en la Antigüedad; tan sólo queríamos dejar claro que el término no pertenece filológicamente a la Antigüedad, pero sí el concepto. En su Diccionario Filosófico, Ferrater Mora nos recuerda que la palabra «humanismo» fue empleada por primera vez en alemán: Humanismus. La empleó el maestro y educador bávaro F. J. Niethammer en su obra de 1808 Der Streit des Pbilanthropismus und des Humanismus in der Theorie des Erziehungsunterrichts unserer Zeit. No he podido dar con esta obra, pero a juzgar por su título resulta evidente que la noción y el término de «humanismo» le fue inspirada a Niethammer por el estudio de la vieja philanthropía de los estoicos. Un poco antes, hacia 1784, ya se había empleado, también en alemán, el adjetivo «humanístico» (humanistische), según asegura Walter Rüegg citado por Bruno Snell en su obra Die Entderckung des Geistes (1948, cap. XI). Humanismo clásico, humanismo marxista / 47

En cambio, el término «humanista» en el sentido de un determinado quehacer intelectual, fue usado por primera vez mucho antes, en 1538, en Italia: umanista; así lo afirma A. Campana en su ensayo de 1946 The origin of the Word Humanist. Lo que el maestro Niethammer entendía por «humanismo» se refería exclusivamente a la importancia del estudio de las lenguas clásicas, es decir, el latín y el griego. Este sentido es el que ha prevalecido y aún prevalece en muchas universidades europeas, como por ejemplo Oxford con su escuela de Litterae humaniores. Este sentido, que deriva del Renacimiento italiano, aunque externamente pareciera haber prevalecido, no es sin embargo el más importante. Ha sido, sin duda, un ingrediente importante, pero no el definitivo, ni siquiera en las épocas de mayor «renacimiento» de las culturas y las lenguas de la Antigüedad clásica. Los italianos renacentistas usaban el vocablo umanista para designar a los maestros de las «humanidades», o sea los que se consagraban a los studia humanitatis. El humanista tenía, pues, una ocupación específica, diferente por ejemplo de la del jurista, el legista, el canonista o el artista. El modelo había sido sin duda el de Petrarca, tal vez el primer humanista completo de los nuevos tiempos. Petrarca fue uno de los primeros en reunir una vasta biblioteca, que para su tiempo era un tesoro increíble, y en la que se concentraba el saber de la Antigüedad, que durante siglos había dormido en viejos y apartados conventos, cuando no en graneros o fortalezas. Petrarca fue el primero que emprendió de modo totalizante los studia humanitatis y los de res humaniores, y sin duda en su figura se inspiró el que usó por primera vez la palabra umanista. Ahora bien, ¿de qué se ocupaba un humanista? Ya lo había dicho Cicerón, y lo recogen los hombres del Renacimiento. El jurista, el artista, etc., aunque también se ocupaban de asuntos correspondientes a las humanidades, lo hacían como «profesionales» en los que influía la división del trabajo intelectual; es decir, se ocupaban de parcialidades, de regiones específicas. El humanista, en cambio, se ocupa de los estudios de res humaniores «en cuanto hombre, pura y simplemente hombre»; es decir, adopta el punto de vista de la totalidad. Decía Lukács en Historia y conciencia de clase —su obra más bella y dialéctica— que lo que distingue 48 / Ludovico Silva

al marxismo no es el énfasis en los motivos económicos, sino la adopción del punto de vista de la totalidad. De ahí el parentesco del humanismo de Marx con el humanismo clásico: se trataba de ver al hombre «en cuanto hombre», sin parcelamientos, en su totalidad. Lo cual implica no sólo la totalidad del objeto, sino la del sujeto que estudia. Lo característico del humanista renacentista era ese punto de vista totalizador del sujeto humanista. El caso paradigmático es Leonardo da Vinci. Obsérvese, sin embargo, para evitar equívocos, que no se trataba de acaparar la suma de todos los saberes de su tiempo —aunque Leonardo prácticamente lo realizó— sino de adoptar el punto de vista de la totalidad. Esto es lo que hace que en nuestros tiempos, en los que es absolutamente imposible que un solo hombre domine todos los saberes o incluso tenga una aproximación a todos ellos, siga teniendo vigencia la vieja idea humanista de adoptar el punto de vista de la totalidad. Esto era lo que quería decir Marx cuando en sus Grundrisse de 1858 hablaba del hombre «universalmente desarrollado», vencedor de la «alienación universal» (allseitige Entäusserung) impuesta por la división del trabajo. El estudio de las humanidades no era, pues, un estudio «profesional» en el sentido en que todavía nosotros entendemos este término. Era lo que se llamaba un estudio «liberal»; el humanista se consagraba a las artes liberales, que son aquellas que más en cuenta tienen la generalidad de lo humano, lo que Marx llamaría el Gattungswesen o ser genérico. Para la época esos estudios comprendían la historia, la poesía, la retórica, la gramática —incluyendo literatura— y la filosofía moral. Para comprender esto, nuestra óptica moderna tendría que adaptarse a la óptica de aquellos tiempos. Las disciplinas mencionadas no eran enfrentadas con el carácter que hoy le damos a las «especialidades». Formaban todas un conjunto armónico que podríamos llamar disciplinas humanas. Algo de esto queda en las escuelas y facultades de «Ciencias humanas» en muchas universidades. Una Facultad de Humanidades moderna comprende escuelas especializadas en las disciplinas arriba mencionadas. Pero el estudio se hace por especialidades: uno se especializa en letras, otro en filosofía , otro en historia, otro Humanismo clásico, humanismo marxista / 49

en idiomas, y dentro de los idiomas hay las especializaciones en idiomas clásicos e idiomas modernos; hay también una escuela de psicología, una de geografía, y así sucesivamente. De modo que no nos graduamos en humanidades, sino en una que otra especialidad. En la época de los humanistas del Renacimiento, aquello era distinto. Todos los estudios especiales formaban parte de un gran conjunto que constituían precisamente lo que arriba llamamos studia humanitatis. El que emprendía semejantes estudios podía considerarse humanista, que era algo radicalmente distinto del especialista en jurisprudencia, en arte o en cualquier otra cosa. Ya hemos visto que el vocablo «humanismo» surge muy tardíamente, a comienzos del siglo XIX. Pero se ha podido aplicar retrospectivamente al movimiento espiritual surgido en Italia a fines del siglo XIV y que habría de extenderse a otros países en los dos siglos siguientes, hasta su declinación o decadencia. Como ha dicho Kristeller, en su obra de 1956 Studies in Renaissance Thought and Letters, era característico de los humanistas el haber «heredado muchas tradiciones de los maestros medievales de gramática y retórica, los llamados dictadores», con lo que se refiere al ars dictamina. A esta tradición medieval, los humanistas añadían el estudio de los grandes autores latinos y griegos clásicos. Esto ya tuvo su primer apogeo en las escuelas de las catedrales francesas del siglo XII, particularmente con la Escuela de Chartres, en la que hombres como Juan de Salisbury y Bernardo Silvestre forjaron los principios del humanismo prerrenacentista, y fueron unos verdaderos adelantados. Lo que privaba, en el estudio de los latinos, era el culto a Cicerón, a quien se tenía por modelo supremo, no sólo de prosa latina, sino de pensamiento universalmente humanístico. Los clásicos griegos eran menos conocidos, en parte por la dificultad de encontrar sus obras, en parte por cierto tabú que hacía sospechosa de paganismo a toda persona que supiese griego.

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¿Y qué era para Cicerón y para sus contemporáneos latinos la humanitas? En la alta Edad Media prerrenacentista se hablaba, como ya dijimos, de studia humanitatis, y estos estudios eran humaniores, es decir, «estudios más humanos». La referencia a la Teología es clara. Los estudios humanísticos se dedicaban a asuntos humanos, a todo aquello cuyo conocimiento pudiese dignificar la condición humana y condujese a un mejor conocimiento de nuestra naturaleza de hombres. La Teología, por el contrario, se dedicaba a asuntos divinos. Aunque esto no es totalmente exacto, pues tanto en la Edad Media como en el Renacimiento los estudios teológicos encerraban una gran suma de saberes que a menudo tenían que ver con los asuntos de los hombres; apartando, por supuesto, el hecho evidente de que el mismo Dios es un asunto humano, tal vez el más humano de los problemas. Ahora bien, cuando en las escuelas de las catedrales —el mejor ejemplo es Chartes, en el siglo XII— se hablaba de humanitas, la referencia conducía directamente a Cicerón, pues fue el célebre cónsul romano el que forjó este concepto con variados matices. En Cicerón, la humanitas alude a la humanidad, al espíritu humano en general. En su oración Pro Roscio (22, 63), Cicerón nos dice que «grande es la fuerza de la humanidad, y muy poderosa la comunidad de la sangre» (Magna est vis humanitatis, multum valet communio sanguinis). También nos habla de humanitas societas y de humanitas corpus, la sociedad humana y el cuerpo social. También alude al «derecho común de la humanidad» o communis humanitatis iure. Refiriéndose a un personaje, le dice: Id quod est humanitatis tuae, es decir, «esto que es propio de tu humanidad, de tu condición humana». Igualmente nos habla de humanum genus o género humano. Y la asocia a la philanthropía, idea que habían difundido los filósofos estoicos griegos y que Cicerón había recogido fielmente, como supo recoger siempre lo más importante de aquellos filósofos (Cicerón tradujo al latín numerosos términos estoicos, como por ejemplo el kairos u occasio, es decir la ocasión, el momento oportuno). Entre los griegos, la philanthropía es casi el equivalente de la humanitas Humanismo clásico, humanismo marxista / 51

ciceroniana. Por ejemplo, en la Ciropedia (1, 4, 1) de Jenofonte, significa «sentimiento de humanidad, de bondad». Así mismo utiliza Platón el vocablo en su Eutifrón (3 d). En plural significa «actos de humanidad, de bondad», como en Demóstenes (107, 17). También podía significar «afabilidad, clemencia»; y hablando de ciertas cosas podía aludir a su «carácter humano». El adverbio philanthropinos significaba «con afabilidad», como en el historiador Polibio (33, 16, 3). Y el philanthropos era simplemente el hombre «humano», amable, benevolente, lo cual se encuentra ya en Esquilo (Prometeo, 11, 28). La philanthropía era, pues, una virtud, y Cicerón, aparte de los significados generales de humanitas, le da también el significado concreto de un modo de ser virtuoso, que a veces significa «moderación», otras «benevolencia» y en otras se asocia al carácter culto o cultivado de una persona. La humanitas era el producto del cultivo del hombre, su cultura, y esto es muy importante tenerlo en cuenta a la hora de examinar el sentido que le dieron a las humanidades los primeros renacentistas y sus predecesores medievales. En el De oratore (2, 17, 72) Cicerón nos habla de un homo communium litterarum et politoris humanitatis expers, es decir, «un hombre que no tiene ni el nivel de instrucción (letras comunes) ni la cultura (humanitatis) más refinada o elegante». Un hombre así, dice Cicerón, es un hombre sine ulla bona arte, sine humanitate. Se refería, pues, también Cicerón a la humanitas como condición de lo que llamamos urbanidad (de urbs) o lo que los franceses llaman politesse. En definitiva, la humanitas ciceroniana —que recogieron los renacentistas italianos— no indica tan sólo el carácter general de «humano» atribuido a cualquier hombre por el sólo hecho de serlo, sino que tiene la significación activa de una virtud que se constituye con el cultivo de lo «humano» de cada hombre. Hay hombres más humanos que otros, sea por su afabilidad, sea por su moderación, mesura, cultura. Como decía Cicerón, el hombre cultivado in omni genere sermonis et humanitatis. En el griego clásico no hay un equivalente exacto de la humanitas ciceroniana, aunque, como hemos dicho, la philanthropía 52 / Ludovico Silva

es un término bastante cercano; es muy probable que Cicerón la haya recogido de los estoicos y así haya forjado su humanitas. Sin embargo, posteriormente, en la patrística, aparece un vocablo a todas luces traducido del latín: anthropotes, que significa «humanidad, naturaleza humana», como aparece por ejemplo en la obra de Sexto Empírico Contra los matemáticos (7, 273), o en Clemente de Alejandría (106). En su obra A Patristic Greek Lexicon (Oxford, 1961), Lampe aporta un gran número de referencias sobre el término que demuestran una amplia difusión en el mundo de los padres griegos de la Iglesia. LOS GRIEGOS Acerquémonos ahora un poco —ya con una visión histórica y no meramente filológica— al mundo clásico griego. Hemos visto que los griegos hablaban de philanthropía; pero este era un término más o menos sentimental y en modo alguno representaba una concepción particular del hombre, sino más bien de algunas de las virtudes de lo humano. Pero en Grecia existía una concepción del hombre. Particularmente el espíritu ático encontró y expresó, a través de filósofos, artistas, oradores y poetas, una idea o forma de lo esencial humano, derivada del carácter antropocéntrico de la cultura griega. Como lo dice Werner Jaeger: «Esta inclinación antropocéntrica del espíritu ático es la que da lugar al nacimiento de la “humanidad”; no en el sentido sentimental del amor humano hacia los otros miembros de la sociedad, que denominaron los griegos filantropía, sino en el conocimiento de la verdadera forma [o idea, L.S.] esencial humana» (W. Jaeger, Paideia, FCE, México, 1967, p. 258). Jaeger parte de la idea, muy justa y correcta, de que sólo el estudio de la paideia, es decir, la educación y la cultura griegas, permite reconstruir el origen de lo que posteriormente se ha llamado humanismo. Por eso habla él del «ideal cultural griego, que es la raíz de todo humanismo» (Ibid, p. X). El descubrimiento del hombre en Grecia es radicalmente distinto del mismo fenómeno en los pueblos orientales. Citemos a este respecto nuevamente a Jaeger, quien ha estudiado este Humanismo clásico, humanismo marxista / 53

problema con incomparable profundidad: «Su descubrimiento del hombre no es el descubrimiento del yo objetivo, sino la conciencia paulatina de las leyes generales que determinan la esencia humana. El principio espiritual de los griegos no es el individualismo, sino el “humanismo”, para usar la palabra en su sentido clásico y originario. Humanismo viene de humanitas. Esta palabra tuvo, por lo menos desde el tiempo de Varrón y Cicerón, al lado de la acepción vulgar y primitiva de lo humanitario, que no nos afecta aquí, un segundo sentido más noble y riguroso. Significó la educación del hombre de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser (Cf. Aulo Gelio, Noct. Att., XIII, 17). Tal es la genuina paideia griega considerada como modelo por un hombre de Estado romano. No surge de lo individual, sino de la idea. Sobre el hombre como ser gregario o como supuesto yo autónomo, se levanta el hombre como idea. A ella aspiraron los educadores griegos, así como los poetas, artistas y filósofos. Pero el hombre, considerado en su idea, significa la imagen del hombre genérico en su validez universal y normativa» (Paideia, pp. 11-12). Ahora bien, hay que advertir que esta concepción de los griegos no debe considerarse como una especie de saber intemporal, ahistórico y absoluto. Por el contrario, tal concepción tiene diversas variaciones, que estudiaremos más adelante, según la época de que se trate. No cabe duda de que griegos nos dejaron un legado imperecedero, al cual tendemos a ver en términos absolutos. Pero no se debe dejar lado su historicidad. Los griegos clásicos no se sabían a sí mismos «clásicos». Fueron los griegos posteriores, al comienzo del Imperio Romano, los que acuñaron el concepto de autores modelos o autores «clásicos». La palabra classicus no fue acuñada sino en la época de los Antoninos, cuando el erudito coleccionista Aulo Gelio la empleó para designar a los autores modelos, que según él eran los contribuyentes económicamente, opuestos por eso al proletarius. Sin embargo, los griegos alejandrinos, al hacer las antologías de los autores clásicos, llamaban a estos los enkrinomenoi, es decir, los «aceptados» en la antología. De aquí se deriva la noción de lo clásico. Por supuesto, la concepción humanística clásica tendió a marmolizarse, y así ha llegado 54 / Ludovico Silva

hasta nosotros. Fueron aquellos griegos helenísticos creadores de esa teología del espíritu que es característica del humanismo. Es la misma actitud del neohumanismo alemán del tiempo de Goethe, que coexistió con los nacientes estudios históricos y filológicos. Es muy importante vincular la concepción general del hombre entre los griegos a su concepción de lo político. Cuando Aristóteles define al hombre como «animal político» no hace sino recoger una larga tradición, que arranca con el nacimiento de la polis o ciudad-estado. Yo diría que arranca desde más atrás, aunque no podamos llamarlo en este caso propiamente «político». La concepción del hombre en Homero está ligada a su actuación política, ya fuese como militar, guerrero o gobernante civil. Todo el valor de un soldado o guerrero heroico lo convertía en lo que hoy llamaríamos «héroe nacional», es decir, el héroe vinculado estrechamente a su reino. El palacio real, como el de Cnosos, era así como una pequeña polis, en el sentido de que consistía en un recinto amurallado con su administración y su gobierno. A esta micro-polis estaba dedicado el esfuerzo del guerrero, el del poeta y el del sabio. Allí se fundó la posterior trinidad griega del poeta (poihthz), el hombre de Estado (politikoz) y el sabio (sojoz). Lo importante para nosotros es que en la época clásica, la época de la polis, la concepción del hombre estaba profunda y esencialmente ligada a lo político. Por eso escribe acertadamente Jaeger: «Todo futuro humanismo debe estar esencialmente orientado en el hecho fundamental de toda la educación griega, es decir, en el hecho de que la humanidad, el “ser del hombre” se hallaba esencialmente vinculado a las características del hombre considerado como un ser político» (Paideia, p. 14). En otras obras suyas Jaeger ha tratado con detenimiento este punto, como por ejemplo en Die griechische Staatsethic im Zeitalter des Plato (Berlín, 1924), pero para los lectores de habla española basta con la monumental Paideia. La trinidad antes aludida nos conduce a una concepción del hombre que incide sobre la literatura griega. Cuando nosotros los modernos hablamos de «literatura» expresamos un concepto mucho más restringido que el de los griegos. Nosotros nos referimos a un hecho puramente estético; pero para los griegos tenía Humanismo clásico, humanismo marxista / 55

también un significado ético y político. Hoy nos parece sorprendente la proposición platónica que recomendaba dejar las riendas del Estado en manos de los filósofos. Pero para los griegos era perfectamente natural, porque el filósofo era un animal político, y nada de extraño tiene que, en sus sistemas filosóficos, tanto Platón como Aristóteles le hicieran un lugar destacado a la política. También nos puede resultar un poco extraño el que fuesen los hombres de cultura los llamados a administrar el Estado y a participar en la política. Ello nos puede parecer extraño porque, como lo explico en el ensayo Contracultura y humanismo, nuestra época capitalista se diferencia de las otras, entre otras razones, por el papel que en ella juega la cultura. La noción de cultura que yo manejo es «el modo de organización de la utilización de los valores de uso» (Samir Amin). Según esto, una sociedad como la capitalista, enteramente basada en valores de cambio, y en la que los valores de uso, para circular y ser útiles, deben previamente transformar valores de cambio, no hay propiamente una cultura, sino una contracultura. La contracultura se define como el modo de ser cultural específico de la sociedad capitalista. El creador de nuestra sociedad, es creador pese al sistema social y contra él. En cambio, en la sociedad antigua, el creador estaba en armonía con el Estado, con los valores oficiales. Píndaro podía cantar en la celebración de los juegos olímpicos. ¿Se concibe a un moderno Píndaro cantando nuestros juegos olímpicos? De ninguna manera. Nuestros juegos olímpicos se le presentan al poeta como un juego entre potencias enemigas, en el que hay mucho dinero de trasfondo. En la Antigüedad griega, el creador de cultura —ya fuese arquitecto, filósofo, pintor, músico o poeta— estaba íntimamente vinculado a la estructura política dominante, tal como está testimoniado, por ejemplo, en Tucídides. Todo esto hacía que la noción general del «ser humano» estuviese vinculada a la política, entendida no como actividad profesional, sino como la natural prestación de servicios del ciudadano a la polis. Ya hemos visto antes que humanitas podía traducirse a veces como urbanidad (de urbs), es decir, como civilidad. La palabra «civilización», que modernamente se ha querido contraponer a «cultura», significa en el fondo lo mismo que esta, pues la civilización no es otra cosa 56 / Ludovico Silva

que las obras hechas por y para la civitas. Por cierto que se trataba de la civitas hominis y no de la civitas dei. El reino humano por excelencia era la ciudad, la polis o la urbs. Dentro de su espacio amurallado, en el ágora, floreció el arte griego por excelencia: la dialéctica, la conversación en la que se jugaba al pro y al contra, la argumentación, la retórica, el diálogo. Nada de raro tiene que las primeras manifestaciones del pensamiento humanístico propiamente tal tuvieran lugar con los sofistas, que eran quienes usaban el ágora como elemento y teatro principal. Ellos hacían lo que se llamaba en griego politenesqai, que quería decir «participar en la existencia común», o más simple y profundamente, «vivir». Vivir, por supuesto, en función de la polis. Lo que más nos interesa es constatar que, para el griego clásico, vivir significaba participar de la ciudad, ser ciudadano, pero no en calidad de atributo pasivo de «gozar de la ciudadanía», sino de atributo activo: participar en la vida política. Esto es lo que hacen los sofistas, y por ello con sus lecciones aparece un nuevo concepto del hombre, el descubrimiento de ese «ser del hombre» que actuará como idea del humanismo. El ideal del ciudadano griego era conquistar la areté a través de la jilantia, es decir, el amor propio, para «apropiarse de la belleza», como dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, 9, 8). Ahora bien, este amor propio es distinto del ideal individualista del humanismo del siglo XVIII, que es lo que nosotros conocemos; esa «belleza» significa concretamente luchar por los otros y luchar por la polis. Es, pues, un ideal filantrópico, pero implica una concepción filosófica del hombre. Esta concepción estaba en la base del ideal aristocrático de la educación entre los griegos. El cultivado ideal, el aristócrata del espíritu y del cuerpo, el aristos, tenía más que nadie deberes con la polis. De ahí que en los tiempos antiguos y en la posterior cultura europea las acciones guerreras estuviesen a cargo de los nobles. Era aristocrático, era noble, servir al Estado con la espada o con la pluma. El discurso cervantino de las armas y las letras no hace sino resumir una larga tradición. «En tiempo alguno ha sido el estado, en tan alta medida, idéntico con la dignidad y el valor del hombre», escribe Jaeger (Paideia, pp. 115-116). «La ciudad-Estado antigua —continúa Jaeger en el mismo lugar— es el primer estadio, después de Humanismo clásico, humanismo marxista / 57

la educación noble, en el desarrollo del ideal “humanista” hacia una educación general y humana». Esta educación, en contra que suele creerse, también llegaba a la mujer. Así por ejemplo, en Sófocles, por primera vez aparece la mujer como representante de lo humano con idéntica dignidad que el hombre. Como dice Jaeger, el descubrimiento de la mujer es la consecuencia necesaria del descubrimiento del hombre como objeto propio de la tragedia. HESÍODO, PÍNDARO Y LAS MUSAS Cicerón dijo una vez: «Vivir con las musas es vivir humanísticamente» (Cum musis it est, cum humanitate et doctrina) (Tusculanas, V, XXIII, 66). Esta idea es antigua. Parte de Hesíodo y de Píndaro. Como lo dice Ernest Robert en su Literatura europea y Edad Media latina (FCE, México, 1955, p.326) «En él [Hesíodo] y en Píndaro la invocación de las musas tiene por objeto justificar la acción educadora del poeta». Con esto nos enfrentamos al humanismo como categoría de la educación. Ya hemos visto que Jaeger insiste en este punto que es fundamental. La idea de humanismo siempre ha estado asociada a la idea de educación. No se puede ser humanista, ni humanístico, si no se recibe la instrucción adecuada. Es posible que un hombre ignorante sea muy «humano» y tenga virtudes naturales que lo inclinen a la bondad; no vamos a ser tan socráticos y tan intelectualistas como para negarlo. Pero esa bondad será pura philanthropía, es decir, un ejercicio sentimental, y nunca tendrá que ver con una concepción filosófica del ser humano. Pero ¿qué querían decir Cicerón, Hesíodo o Píndaro al vincular las Musas con el humanismo? Seguramente pensaban en la relación de la poesía con las Musas. Para nosotros hoy las Musas no son sino figuras esquemáticas de una tradición pasada; pero, como dice Curtius, en un tiempo fueron potencias vitales, que tenían sus sacerdotes, sus servidores, sus augurios y, también, ¿por qué no?, sus opositores. Toda la historia de Europa nos habla de las Musas. Las Musas eran deidades de las fuentes, relacionadas con el culto de Zeus. Debemos suponer que en el santuario pie58 / Ludovico Silva

rio de las Musas se cultivaba cierto género de poesía destinado a celebrar la victoria de Zeus sobre los dioses arcaicos. Esto puede explicarnos la relación de la poesía con las Musas. Es curioso, pero no extraño, que la Musa principal, la Musa-madre, sea Mnemosine, la Musa de la memoria. Tenía ella como finalidad rescatar todas las tradiciones y fijar el límite entre lo arcaico y lo contemporáneo. Homero no hace ninguna alusión a estos orígenes, porque sus Musas son deidades olímpicas que sugieren al poeta lo que va a decir; pero en esta «sugerencia» late la relación primitiva del poeta con las Musas. Así, al comienzo de la Ilíada, el poeta pide ayuda a la Musa para cantar la cólera de Aquiles; y cosa parecida ocurre al comienzo de la Odisea. De las primitivas Musas, en realidad se sabe poco. No tenían una personalidad tan definida como los dioses del Olimpo. Eran más bien un principio espiritual, y únicamente estaban relacionadas con el Panteón a través de Apolo, es decir, de la poesía. En la primitiva Hélade, las Musas carecían de rasgos fijos. Había diferencias, en las distintas tradiciones, acerca de su carácter y su número. Las Musas de Hesíodo no son las mismas de Homero, ni las de Empédocles las mismas de Teócrito. Sin embargo, podemos generalizar y decir que desde los tiempos más remotos las Musas eran protectoras de la poesía y de la música, y también del germen de la filosofía. Tanto Platón como Pitágoras estaban vinculados al culto de las Musas. Podía decirse, como señala Curtius, que «toda la cultura superior del espíritu estaba bajo el signo de las Musas» (Ibid, p. 326). La filosofía platónica y la pitagórica estaban vinculadas desde sus principios al culto de las Musas. Esta idea de que el espíritu humano está bajo el signo de las Musas repercutirá en Cicerón, pero de un modo mucho más apasionado en Virgilio, quien les dedica un solo pasaje, pero extraordinariamente significativo; es el pasaje de las Geórgicas (H, 475), que comienza: Me vera primum dulces ante omnia Musae

«Primero las musas, dulces para mí sobre todo…», canta el poeta. Por cierto que en este mismo pasaje, escribe Virgilio su maravilloso hexámetro que es la síntesis de todo el espíritu humanístico y científico de la Antigüedad: Humanismo clásico, humanismo marxista / 59

Felix qui potuit rerum cognoscere causas

¡Dichoso aquel que alcanzó a conocer la causa o razón de las cosas! Entre esas causas o razones estaba precisamente el ser del hombre. Ese mismo ser que la filosofía griega, desde los sofistas y, sobre todo, desde Protágoras, había indagado largamente. HUMANISMO SOFÍSTICO Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el humanismo de los sofistas griegos es el primer humanismo consciente que conoce la historia. Esto no significa que el espíritu griego, desde Homero hasta el surgimiento del Ática, no haya evolucionado en el sentido de manejar una concepción del hombre y, sobre todo, del hombre griego, eso que se comenzó a llamar vagamente «los helenos» y que después se concretó en una especie de nacionalidad del espíritu. Sin embargo, es a partir de los sofistas cuando se inicia una reflexión formal, filosófica, sobre el ser del hombre. Hay que tener en cuenta que sólo fue en la época de los sofistas cuando se separaron claramente cultura y religión en los griegos. Un poco a la manera de los renacentistas italianos, los griegos de la época deslindaron todo aquello que era asunto divino de lo que era asunto humano. La cultura se convirtió así en res humaniores, en un asunto «más humano». A ello contribuyó en gran parte, como hemos visto, el surgimiento de la polis. El ágora era para discutir los asuntos humanos, y lo divino se reservaba a los templos donde se guardaban los misterios órficos o eleusinos. La figura de Pitágoras es, en este sentido, una figura de transición. Todo el misterio que siempre ha rodeado a Pitágoras, y que lo ha transformado en un ser casi mítico, proviene de su ambivalencia, pues al mismo tiempo era hombre religioso y hombre de cultura; es decir, hombre de ritos y cultos y creencias, pero también hombre de teorías, hombre filósofo. Sin ser su figura algo fijo y definitivo, Protágoras puede concebirse como el prototipo de la nueva actitud sofística. Autores como Platón e Isócrates adoptaron sus ideas —junto a las de otros 60 / Ludovico Silva

sofistas— y las transformaron y modificaron de diversas maneras. La más importante de estas transformaciones es la que realiza Platón en su vejez. Él había citado y estudiado en el Teeteto la frase de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». Pero, hacia el fin de su vida, en las Leyes (716 C), transforma esa frase en un curioso axioma: «La medida de todas las cosas es Dios». ¿Qué significa esto? Protágoras decía acerca de la Divinidad que no es posible decir de ella si existe o no existe. La gnoseología de Protágoras estaba basada en el escepticismo epistemológico, la indiferencia religiosa y el llamado «relativismo» epistemológico. Habría que preguntarse entonces: esas características del pensamiento protagórico, ¿eran esenciales al humanismo? ¿Qué es lo que representa la crítica platónica? No se puede dar una respuesta definitiva, sino una aproximación histórica. Como hemos visto, Protágoras procedía de acuerdo a la división moderna entre cultura y religión, y por eso podemos considerar su cultura y su teoría de la educación —lo recuerda Jaeger— como plenamente humanísticas. Pero entre los griegos clásicos nunca se deslindó del todo la cultura filosófica, que hoy llamaríamos «científica», de la cultura religiosa. La cultura religiosa vivía en el pueblo, y a ello no podían ser indiferentes los filósofos. Cuando Platón dice que la Divinidad es la medida de todas las cosas, lo que hace es recoger una larga tradición, que él enlaza con su peculiar idea de Dios, que era necesaria para completar su filosofía. Le era necesaria una Idea de las ideas, idea idearum, una Forma de las formas. Pero se trata de un Dios racionalista, un Dios que no se diferencia demasiado del Dios aristotélico, de quien se ha dicho que tiene el aspecto de un profesor de filosofía. De modo que la crítica platónica hay que verla desde dos ángulos. En primer término trata de revivir el viejo espíritu griego en que estaban la cultura y la religión, el espíritu homérico y hesiódico. Y por otra parte, se trata de la construcción teórica de un Dios que no es sino una especie de superhombre, un hombre elevado a la categoría de idea. Por eso nos parece que la crítica platónica a Protágoras no daña en lo esencial la actitud de este. Es posible que haya en Platón un rechazo al relativismo de Protágoras; para Platón sí había vías seguras para el conocimiento: se trataba tan sólo de ascender en la escala dialéctica, desde los sentidos hasta la contemplación Humanismo clásico, humanismo marxista / 61

ideal, la theoría capaz de superar el nivel de la doxa u opinión, para instalarse en el mundo seguro del conocimiento de las ideas, el conocimiento científico. Pero la idea del hombre de Protágoras no es en modo alguno refutada por la referencia platónica a la divinidad, pues decir que «La medida de todas las cosas es Dios» resulta equivalente a decir que la medida de todas las cosas es la idea del Hombre. Platón, como buen griego, no hizo sino mitologizar, es decir, crear instancias superiores hechas con la materia de lo humano, como lo eran Heracles, Apolo, Hera, Afrodita, etc. En Platón resucita el viejo espíritu religioso de la educación y la cultura helénica, que él opone aparentemente al espíritu racionalista de los sofistas. Y no hay que olvidar que este espíritu racionalista tuvo gran éxito en el Ática, pues la acción pedagógica, el paidenein, no se limitaba tan sólo al niño o paiz, sino que alcanzaba a la población adulta, de modo que también era lo que hoy llamamos una andragogía. Como dice Jaeger, lo decisivo en el caso de los sofistas es la idea de la educación como tal: en ello consistía su humanismo. Ahora bien, esta idea no les salió de la nada, sino de una larga tradición. Desde Homero hasta los pensadores áticos, esta idea es el fruto de una larga evolución, es el necesario y maduro fruto de una tradición de siglos de formación del espíritu griego. Poco sabemos de la educación y la cultura anteriores a Homero; pero las reliquias que nos quedan nos obligan a suponer que también la idea homérica del hombre venía de una larga tradición. El humanismo de los sofistas tenía un doble rostro: el que mira hacia el presente y el que mira hacia el futuro, con la advertencia de que el que mira hacia el futuro también mira hacia el pasado. Desde el punto de vista de su presente histórico, los sofistas se encontraron ante la situación de tener que definir al hombre en su materialidad y su presencialidad. Pero desde el punto de vista del futuro, era preciso entroncar esas nuevas concepciones humanísticas con las viejas concepciones religiosas. Esto es lo que hace Platón, afincándose en el remoto pasado, en las más viejas tradiciones griegas. Otro aspecto importante del humanismo sofístico consiste en la separación que, para fines educativos, aquellos pensadores hacían entre el poder y el saber técnico y la cultura propiamente dicha. Esta separación es el fundamento mismo del humanismo clásico. Se 62 / Ludovico Silva

trataba de diseñar un campo del saber no especializado, no sujeto a normas de utilidad práctica, sino destinado a la formación y elevación moral del ciudadano. Nuevamente aquí se manifiesta lo que he venido diciendo acerca del humanismo como adopción del punto de vista de la totalidad. Ningún saber parcial y técnico es humanístico. Sólo es humanístico el punto de vista de la totalidad del hombre y de su conocimiento. Ni siquiera el campo que parecería por excelencia humanístico podía tener autonomía y constituirse en técnica parcial. La formación ética y política era esencial para el esteta, como ocurre en Platón y en los sofistas que fueron sus inspiradores. El humanismo puramente estético sólo tiene lugar en Grecia en la época del helenismo, precisamente cuando el Estado deja de ocupar el lugar supremo. Se había desmembrado estructura de la polis cerrada y amurallada y había nacido una especie nueva del cosmopolitismo, distintivo de los estoicos. Los saberes se diversificaron, y el concepto del humanismo se restringió a la esfera puramente estética, desvinculado de la política y de la ética. Es decir, había una ética dentro de la estética, pero no era una ética como la aristotélica o platónica, fundada en la formación política del hombre. El humanismo, dice Jaeger, «es una creación esencial de los griegos» (Paideia, p. 275). Por eso lo que hoy llamamos humanismo en el sentido clásico del término tiene que ver esencialmente con el sentido que le dieron los griegos a la educación o formación del hombre y a su cultura. En lo esencial, los latinos tomaron esa idea de los griegos, tal como consta en Cicerón o en Varrón. Fue obra, en primer lugar, de los sofistas. Acaso podamos tomar a Protágoras como paradigma de esta actitud filosófica humanística. Y digo «filosófica» porque la idea central del humanismo no es propiamente ética —para eso estaba la philanthropía— sino directamente ontológica, relacionada con el ser del hombre. Es lo que se desprende de la célebre proposición de Protágoras, consignada por Sexto Empírico (Adversus Mathematicos, VII, 60) y por Platón (Teeteto, 152 A): pantwn crhmatwn metron estin anqrwpoz twn de onk ontwn wz onk estin Humanismo clásico, humanismo marxista / 63

En su libro I sofisti (Einaudi, Tudn, 1949, pp. 54 ss), Mario Unstersteiner traduce esta frase del modo siguiente, que dejaré en su texto original: L’uomo e dominatore di tutte le esperienze, in relazione alta fenomenalita di quanto e reale e alta nessuna fenomenalita di quanto e privo di realta. Semejante traducción es hiperfilosófica, y envuelve una cantidad de problemas que no puedo entrar a discutir aquí. La traducción más literal, más al uso y menos «interpretativa», sería la siguiente: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son». Lo que nos interesa aquí es la relación del hombre con las cosas. La palabra cehmata significaba todas las cosas en general, desde un valor de uso cualquiera hasta un valor de cambio o mercancía, como consta en la frase de Heráclito: puroz antaboimh ta panta kai pnr apantwn, dkwsper crusou crhmata kai crhmatwn crusoz (véase el Heraclitus de M. Marcovich, Mérida, 1968, frag. 54, equivalente al 90 de DielsKranz). Se trata, pues, de la totalidad de las cosas de la experiencia, que es lo que Unstersteiner traduce como fenomenalidad. La frase de Heráclito dice lo siguiente: «Todas las cosas son canje (equivalente) del fuego, y el fuego lo es de todas las cosas, lo mismo que las mercancías lo son del oro, y el oro, de las mercancías». Hay que advertir, con la suficiente sagacidad histórica (como lo ha hecho Thompson en su obra inigualable Los primeros filósofos), que cuando Heráclito nos habla de las mercancías y del oro como equivalente universal —su «valor equivalencial», que diría Marx en El Capital— hacía apenas siglo y medio que se había acuñado la primera moneda, en Lidia, Asia Menor. El fenómeno de la equivalencia universal de la moneda de oro debió impresionar fuertemente filósofo de Éfeso, hasta el punto de compararlo o equipararlo nada menos que con el fuego, que es el principio y motor de su sistema filosófico. También es lícito pensar que como Protágoras, también debió estar deslumbrado por este fenómeno enteramente nuevo en la historia, y decisivo para la historia humana. No sería correcto traducir su crhmata por «mercancías», porque ello sería restringir su significado universal de «cosas de la experiencia». Pero sí es permisible incluir a las mercancías en este campo de experiencia. La sociedad griega, como todas las socie64 / Ludovico Silva

dades pre-capitalistas no estaba fundada sobre el valor de cambio, aunque veía con asombro el surgimiento del valor de cambio, tal como lo vio Aristóteles en las referencias económicas de su Ética a Nicómaco. Pero, así como Aristóteles no pudo construir una economía política porque su sociedad se basaba en el puro valor de uso, todos los griegos de su tiempo no veían en el tráfico de mercancías y la circulación del dinero un enemigo de su humanidad. Para nosotros, miembros de la sociedad capitalista, en la que el hombre es un sujeto del mercado y en la que todo valor de uso, para poder circular y ser usado tiene que convertirse previamente en valor de cambio, es difícil imaginarnos una sociedad radicalmente distinta como lo era la Grecia de Protágoras y de Heráclito. Con razón podía decir Protágoras, en la traducción de Unstersteiner, que el hombre es «dominador» de todas las crhmata. Las cosas de la experiencia no se habían transformado todavía en esos seres mágicos y omnipotentes que hoy son. El hombre era dueño y señor de su campo de experiencia, y no estaba sometido al imperio de las cosas. Esta es la raíz de la actitud humanística, y por eso un humanismo dentro de la época capitalista en que vivimos tiene que ser un humanismo revolucionario, transformador, subversivo, del mismo modo que nuestras creaciones culturales deben asumir la forma de contracultura como modo de oposición espiritual a la ideología dominante, que nos incita y obliga a transformarnos en consumidores de miles y millones de objetos inútiles, valores de cambio que sólo satisfacen una mínima parte de las reales necesidades humanas. El humanismo sofístico, que es paradigmático en Protágoras, postula por eso la posición de señorío del hombre sobre las cosas de su contorno; no son las cosas las que dominan al hombre, sino el hombre a las cosas. El hombre es la medida, el metron de todas las cosas o experiencias, nos dice Protágoras. Esta idea tuvo profunda repercusión en el espíritu griego, concretamente en Platón y en Aristóteles. En Platón, ya lo hemos visto, incide en su idea del Bien, que él llega a considerar «divinidad» o idea suprema; Platón dice que Dios «es la medida de todas las cosas» (Leyes, 716 C). La idea del Bien, en La República, sirve de fundamento a la filosofía, que viene definida como el «arte de la medida». Esta idea de la filosofía aparece ya en los diálogos de Humanismo clásico, humanismo marxista / 65

juventud de Platón y se mantiene intacta hasta su vejez. Este «arte de la medida» no es en Platón una mera cuestión de subjetividad, de valoración subjetiva. Por el contrario, se trata de una pauta objetiva, tal como se asienta en el Protágoras (356 d -357 B). La verdadera pauta es el Bien en sí mismo. El arte de la medida y el conocimiento de los valores, que Platón llamaba jronhsiz, tiene una función objetiva que Platón reconoce a lo largo de toda su obra. Igualmente Aristóteles dice, platónicamente, que el bien es «la medida más exacta». Lo que esto significa para nosotros es que la medida de todas las cosas o experiencias no es un hombre particular, sino el hombre genérico. Goethe decía: «Sólo todos los hombres viven lo humano». En este mismo sentido nos hablan los griegos de la idea del hombre, que por el hecho mismo de ser idea se convierte en norma objetiva. Esta idea suprema tiene una serie de características humanas, aunque su sentido sea divino. Es la idea del perfecto ciudadano, el hombre ético, estético y político armoniosamente estructurado, el kaloz kaiagaqoz, es decir, el hombre distinguido, el aristoz, el aristócrata en sentido antiguo del término, que no indicaba tan sólo una simple condición social, sino un principio de autodignificación del hombre. El metron significa «medida» o instrumento para medir; puede significar «cantidad mesurada o espacio mesurado o medido». También se dice el «largo de un camino» metra keleuson como en la Odisea, 4, 389. En un sentido más filosófico, significa «justa medida», como en Teognis, 614. Kata metron significa «según medida, de acuerdo a mesura» como en Las obras y los días de Hesíodo (718), Pero ¿qué sentido tenía esta medida en el homo-mensura de Protágoras? ¿Qué sentido debemos darle a ese «dominador de todas las experiencias» que, según la versión de Untersteiner, es el hombre? La cuestión no es fácil de dilucidar, como lo prueban los cientos de páginas que se han escrito sobre la famosa proposición protagórica. Por un lado está la cuestión estrictamente filosófica, y por el otro está la cuestión política e histórica. Se le ha dado demasiada importancia al aspecto filosófico y especulativo y se ha descuidado el aspecto histórico-político. Yo creo que a Protágoras puede aplicarse perfectamente aquello que Pródico (B 6) decía de 66 / Ludovico Silva

los sofistas en general: que eran un producto intermedio entre el filósofo y el político, lo cual significa particularmente luchadores con la palabra, como lo sugiere Albin Lesky en su Historia de la literatura griega (Gredos, Madrid, 1976, p. 376). Esta lucha por la palabra aparece en Protágoras bajo la doctrina de los dissoi logoi, es decir, los discursos dobles, el pro y el contra típico de la argumentación sofística y la retórica política. También se manifiesta en su propósito confeso de «hacer de la parte más débil la más fuerte»: ton httw loron kreittw poiein. Ahora bien, ¿en qué medida afecta el relativismo epistemológico de Protágoras a su concepción absoluta del hombre como medida? El problema es delicado. No es cuestión de negar su relativismo, que nos viene asegurado por la autoridad de Platón. En efecto, en el Teeteto, después de citar la frase protagórica, Platón la explica de este modo: «Piensa, pues, poco más o menos así: las cosas son para mí como se me muestran, y para ti como se te muestran; hombre eres tú y hombre soy yo». Cada hombre es la medida de la fenomenalidad de su experiencia. Es evidente que aquí se trata del hombre individual, como nos lo recuerda también Platón en el Crátilo (386 A) y Aristóteles en su Metafísica (1062 B 14). El término ekastoz alude claramente al individuo como el apostrofado en la frase homo-mensura. Pero todo discurso es doble, según el propio Protágoras. Al lado del discurso relativista dedicado al individuo, en Protágoras coexiste un discurso de carácter absoluto referido al ser general del hombre. Esto se explica por razones históricas y políticas. Como dice Lesky (Ob. cit., 375), «Protágoras evitó el peligro de destruir con el relativismo los fundamentos de la vida estatal». Estuvo en paz con el nomoz, ya se entienda por tal el uso de la tradición, ya la ley del Estado. La línea que lleva del homomensura al relativismo presenta una ruptura en un momento decisivo, que consiste en la introducción de valores de vigencia universal, tales como la moralidad y el derecho. La introducción de estos valores representa una dificultad para la doctrina del hombre como medida, por lo cual tenemos derecho a inferir en Protágoras una doctrina del hombre como ser genérico. No debemos olvidar que Protágoras y los demás sofistas tan los Humanismo clásico, humanismo marxista / 67

herederos de las ideas de Solón acerca del Estado, la vida política y el desarrollo de la individualidad del hombre a partir de un modelo. De sobra es sabida la insistencia de Solón en la mesura, tanto en lo que respecta a la vida individual, que es la moderación y armonía de las facultades, en la vida social a través de lo que él llamaba eunomia, como lo ha mostrado largamente Werner Jaeger en su Solons. Con Solón se introduce un nuevo modo de vida social y económica, que es la economía monetaria. Solón quiere una socialización de la riqueza, para lo cual emprende una reforma de dos puntos esenciales: en primer término, la cancelación de todas las deudas del Estado, y en segundo lugar, la distribución equitativa y justa de la riqueza. Sólo alcanza a cumplir el primer punto, el de la cancelación de las deudas. La socialización de la producción nunca pudo pasar entre los griegos de una utopía. Hubo algunos intentos, como en el llamado «comunismo aristocrático» del Estado espartano. Pero, como diría Marx, la meta de la socialización era utópica, por el bajo desarrollo de las fuerzas productivas, representadas en este caso por el sistema esclavista. De todos modos, Solón creó un modelo de Estado, si no un Estado modelo. Y este modelo es el que actúa en el pensamiento de los sofistas y, más tarde, en el de Platón. Semejante Estado requería de una concepción filosófica del hombre, que es la que suministra el pensamiento sofístico. Solón realiza una hazaña de gran trascendencia, pues la explicación última que da a su lucha no es más que una variación del pensamiento de la medida, en el sentido de enlazar con mano firme la fuerza y el derecho (véase a este respecto F. Heinimann, Nomos und Physis, Basilea, 1945, p.64). Logra crear así una unión que es muy rara en la historia de los pueblos y que, no obstante, constituye la última conclusión de la sabiduría de los estadistas. Toda esta teoría del hombre, que es el primer humanismo formal, está consustanciada con la teoría de la educación de los sofistas. Como afirma Jaeger en su Paideia (pp. 273 y ss) podemos considerar a los sofistas como los fundadores de la ciencia de la educación. Pero ellos no la llamaban ciencia, sino techné. El sofista, como nos informa Platón en Protágoras (319 A), cuando enseña la areté política, denomina a su profesión techné po68 / Ludovico Silva

lítica. Esto seguramente responde a la tendencia general de la época a dividir los conocimientos en compartimientos estancos, tales como medicina, matemáticas, escultura, gimnasia, teoría musical, arte dramático, etc. Sin embargo, debe advertirse que esta especie de división del trabajo estaba fundamentada en una concepción general y totalizante de la actividad humana, que es la que les da su carácter propiamente humanístico a los sofistas. Por lo demás, los sofistas consideraban su arte como la coronación de todas las artes. Platón, en su Protágoras (320 D) nos cuenta el mito del nacimiento de la cultura. Por boca de Protágoras, Platón nos explica la esencia y la posición de la techné sofística en relación con dos grados de evolución de la cultura. Hay que decir que no se trata de dos etapas históricas separadas en el tiempo, sino de una sincronía especial. Las formas de sucesión son tan sólo las formas que adquiere el mito para explicar las necesidades de la educación sofística. El primer estadio es la civilización técnica. Protágoras, siguiendo a Esquilo, la denomina el don de Prometeo, que adquirió el hombre con la conquista del fuego. Pese a la posesión del fuego, el hombre se habría visto envuelto en miserable ruina y en la lucha de todos contra todos si Zeus no le hubiera concedido el don del derecho, que hizo posible la fundación del Estado y la vida social. No está claro si Protágoras tomó esta última idea de la parte perdida del Prometeo de Esquilo, o si la tomó de Hesíodo, cuando este, en Los trabajos y los días (276), ensalza al derecho como el más alto don de Zeus porque mediante él los hombres adquieren su diferencia específica de los animales, que suelen comerse unos a otros. En todo caso la elaboración de Protágoras es enteramente nueva, aparece aquí el «doble discurso» protagórico. Por una parte, el sofista asegura que el saber técnico —el don de Prometeo— pertenece a los especialistas. Pero por otro lado, Zeus infundió el sentido del derecho a todos hombres, al hombre genérico, puesto que sin ese sentimiento el Estado no podía subsistir. El segundo estadio en el origen de la cultura es el que enseña la techné política de los sofistas. Para Protágoras, tal es el vínculo que mantiene unidos a todos los miembros de la especie humana; es el vínculo de la educación. Este vínculo es el que le da a Humanismo clásico, humanismo marxista / 69

la doctrina de Protágoras su carácter esencialmente humanista. Por primera vez aparecen separados el saber técnico y la cultura; esta distinción se convertirá en la esencia del humanismo. ISÓCRATES Isócrates, como Platón, ha sido objeto de admiración entre los humanistas desde el Renacimiento hasta nuestros días. Su figura ha dominado, más que la de ningún otro maestro de la Antigüedad, la práctica pedagógica del humanismo (Cf. Paideia, p. 830). Resulta así lógico que su nombre se destaque, en las portadas de los libros modernos, como el del «padre de la cultura humanística»; y lo es, en la medida en que no consideremos a los sofistas como merecedores de tal título. Desde nuestra pedagogía moderna hay una línea directa que se entronca con Isócrates, así como hasta Quintiliano y Plutarco en el mundo latino (Cf. August Burk, Die Pädadogik des Isokrates als Grundlegung des humanistischen Bildungsideal, Würzburg, 1923, pp. 199 ss y 211 ss). Isócrates representa, dentro del cambiante mundo cultural griego del siglo IV a. C., la más alta expresión de la retórica; una retórica que es la antítesis clásica de lo que representaban Platón y su escuela. A partir de él surge el pleito tradicional entre la filosofía y la retórica, que se disputan por querer ser cada una un mejor instrumento para la educación del hombre. Esta disputa estaba personificada en Grecia por Platón e Isócrates, y de su disputa surgió una larga secuela en los siglos posteriores. En la Edad Media, por ejemplo, como señala Curtius en un capítulo especial de su Literatura europea y Edad Media latina, esta disputa asumió la forma de una querella entre la poesía y la filosofía. Pero en la Edad Media, el famoso pleito degeneró en formas escolásticas sin vida ni contenido humano. En cambio, cuando surgió en Grecia, verdaderas fuerzas motrices históricas y políticas le insuflaron vida y le dieron un alto contenido humanístico. Como sugiere Jaeger, incluso puede decirse que en este torneo intelectual cobran expresión los problemas verdaderamente decisivos de la historia griega de aquella época. 70 / Ludovico Silva

Lo que los educadores modernos consideran como la esencia del humanismo es, en sustancia, la continuación de la línea retórica de la cultura antigua, pero en realidad se trata de un problema que necesita una perspectiva mucho más vasta, que abarque la totalidad de la cultura griega. El humanismo erudito de los tiempos modernos hace demasiado —aunque comprensible— énfasis en el aspecto puramente filosófico y retórico de la cultura antigua. La adopción de un punto de vista más amplio y profundo repercute sobre la historia misma de las clasificaciones «humanísticas», que suelen ser muy rígidas: Edad Media, Renacimiento, escolasticismo y humanismo. Tales clasificaciones resultan insostenibles cuando uno se habitúa a mirar el renacimiento de la filosofía griega en la alta Edad Media «como uno de los grandes episodios de la influencia póstuma de la paideia griega», como dice Jaeger. La influencia de esta paideia tanto en la Edad Media como en los tiempos modernos acusa una línea de continuidad, por lo cual es oportuno repetir aquí aquello de que non datur saltus in historia humanitatis. Dentro de ese vasto panorama de la cultura antigua la retórica de Isócrates juega un papel de primera importancia, por lo cual tal vez es justo llamarle «padre del humanismo», pero ello no debe hacernos olvidar que su humanismo es parte del humanismo general de la cultura griega. Ya en los poemas homéricos había una concepción de la dignidad del hombre y de la educación que debía recibir para convertirse en el distinguido, el mejor, el más noble, que es lo que significa el vocablo aristoz. No debemos olvidar que la retórica y la filosofía nacieron en el vientre materno de la poesía, que es la más antigua forma paidética de los griegos. Cualquiera que lea el Protágoras o el Gorgias de Platón puede suponer legítimamente que los postulados de la sofística y la retórica habían sido superados. Esto es verdad en la medida en que la nueva educación se basaba en el conocimiento de los supremos valores. Sin embargo, si echamos una ojeada a los siglos posteriores de la cultura griega, debemos admitir que los postulados sofísticos y retóricos —Protágoras, Isócrates— siguieron Humanismo clásico, humanismo marxista / 71

viviendo y actuando con toda su fuerza original. El saber que aquellos trasmitieron era un deber de primer rango en la vida espiritual griega. Precisamente esta característica de gran potencia espiritual de los movimientos sofístico y retórico hizo que Platón, en sus ataques a ellos, fuera particularmente burlón y sangriento; de la fuerza que Platón desarrolla para atacarlos debemos inferir la fuerza de lo atacado. Platón los atacaba como quien ataca a un enemigo invencible. Es cierto que los sofistas a quienes Platón ataca, entre los cuales merecen destacarse Protágoras, Gorgias, Pródico e Hipias, en su tiempo estaban ya muertos —separados por una generación— y ya medio olvidados, aunque fueron célebres en su tiempo. Pero uno percibe aún así que la presencia histórica de los sofistas era para Platón muy grande, y que su mensaje estaba todavía vigente. Lo mismo se puede percibir, por ejemplo, en los Elencos sofísticos de Aristóteles. Los orígenes de Isócrates como educador y maestro, que son posteriores al Protágoras y al Gorgias platónicos, demuestran hasta qué punto la sofística y la retórica se hallaban vivas en el momento en que Platón se lanza contra ellas (la escuela de Isócrates no es anterior al 390 a. C., y los dos diálogos de Platón antes mencionados pertenecen a la primera década del siglo IV). Además, Isócrates asumió conscientemente la defensa de los sofistas, enfrentándose a Platón y al círculo de los socráticos. En realidad, Isócrates es el último de los sofistas, y su obra puede considerarse como la coronación del movimiento de los sofistas. Por eso debemos tal vez afirmar que el título de «padre del humanismo» lo comparte él con los otros sofistas. La tradición biográfica nos presenta a Isócrates como discípulo de Protágoras, de Pródico y, sobre todo, de Gorgias. Hay un monumento funerario de Isócrates donde se ha identificado a Gorgias señalando a un globo celeste. También otra tradición nos presenta a Isócrates, en la última fase de la guerra del Peloponeso, estudiando con Gorgias en Tesalia, cosa que debió ocurrir poco antes del año 410 a. C. o en la última década del siglo V. En el Menón (70 B), Platón sitúa en Tesalia un período de la actividad didáctica de Isócrates, lo cual es significativo por cuanto representaba la penetración de la nueva cultura retórica en 72 / Ludovico Silva

las regiones periféricas de Grecia. La primera obra de Isócrates, el Panegírico, que le valió repentina fama, es un llamado a la unidad nacional, y en ella se ve clara la herencia de Gorgias, y además se ve lo que antes decíamos: que para comprender el humanismo sofístico es preciso tener muy en cuenta la perspectiva política en que se movían aquellos hombres. Esto también se ve confirmado por su insistencia en el arte de la retórica, que es la forma de la cultura sofística que menos carácter teórico poseía. Isócrates aísla su actividad, que es el arte del discurso (logwn tech) y la separa de lo que considera la actividad propiamente sofística, que es de orden teórico. Debe recordarse, por cierto, que entre los sofistas él incluía a Sócrates, que tanto se había ocupado de desacreditar la retórica. A la meta por él perseguida, Isócrates le daba el nombre de «filosofía» en un sentido inverso al de Platón. Por una parte, quería distinguir su obra de las de los otros educadores, los dialécticos, los matemáticos y los tecnógrafos. Y por otra parte, con ese nombre indicaba el común denominador de la cultura y la educación superiores. A nosotros hoy, después de tantos siglos de platonismo, puede parecernos arbitrario el uso que le daba Isócrates a la voz «filosofía»; pero en su tempo no lo era, pues esos conceptos no habían aún cristalizado. En todo caso, queda aún vigente su sentido. Otro aspecto importante en el humanismo isocrático es su postura política. Isócrates era el heredero de la cultura sofística y retórica de la época de Pericles en el período de la posguerra; pero representa mucho más que esto. Él hace énfasis en lo retórico y en lo político práctico, dejando en segundo término lo sofístico-teórico, y con esto no hace sino captar el nuevo sentido de la cultura en su ciudad, Atenas, que era objeto de muchas discusiones. Porque se trataba de un problema específicamente ateniense. Es sintomático que, en los diálogos de Platón, los sofistas, que eran por lo general extranjeros, no tuviesen razón frente al ateniense Sócrates. El saber de estos sofistas era, según Platón, «importado» (Protágoras, 313 y ss.) y aunque hablaban en una lengua internacional inteligible para todo el mundo griego, carecían del tono ático y la facilidad espontánea del trato. Para que se fundiesen culturalmente al destino de la gran polis, Humanismo clásico, humanismo marxista / 73

era necesario que un ateniense como Isócrates los interpretase y los adaptase al destino cultural de su pueblo. Gracias a él ocurre una aclimatación de la retórica, que tiene lugar en el lapso de una generación desde que se introdujo en Atenas, y que se vio favorecida por la nueva situación de Atenas, gracias a la experiencia de la guerra y la posguerra. Fue una verdadera transformación interior. Debe también recordarse que esta transformación se operó en el tiempo en que surgían las reformas morales de la socrática. Para la nueva generación, la situación era muy tensa e intensa pues, por una parte, el humanismo isocrático debía recoger la tradición del régimen de Pericles, y por otra, ese humanismo debía estar fundado en la retórica y no en la filosofía al estilo platónico. De este modo la acción retórica de Isócrates se integra a los nuevos tiempos y proclama un nuevo humanismo que tendrá larga repercusión en siglos posteriores, particularmente en la estructura de los studia humanitatis. Para Isócrates el método para penetrar en las «ideas» de cualquier discurso, y que se venía practicando hasta él, era susceptible de un nuevo desarrollo. Aquí se ve el carácter de teórico que practica Isócrates en sus mejores momentos. Aunque escribía piezas oratorias magistrales, él no se consideraba a sí mismo como un orador vocacional. El mismo nos habla de su agorafobia o miedo al público, y hace referencia a su constitución física endeble y a su voz poco potente. Pero lo que no tenía de orador lo tenía de investigador. Por eso podemos afirmar que su humanismo está teóricamente fundado. La retórica era para él una práctica empírica, pero debía tener su fundamento teorético. DE CICERÓN A SAN JERÓNIMO Ya hemos adelantado lo que pensaba Cicerón de la humanitas y del «vivir humanísticamente». La herencia griega, en particular la isocrática que acabamos de ver, tenía en él, como en todos los romanos de su tiempo, una gran influencia. También el humanismo ciceroniano está vinculado con la retórica y la poesía, pues no en vano Cicerón mismo era un gran orador. En lo que respecta a la poesía, la herencia griega se manifiesta en su 74 / Ludovico Silva

referencia a las Musas. «Para la Antigüedad —dice Curtius—, las Musas se asocian no sólo con la poesía, sino con todas las formas superiores de la vida espiritual» (Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, p.324). Así, vivir con las Musas es para Cicerón «vivir humanísticamente», como lo dice en las Tusculanas (V, xxiii, 66): cum Musis, id est, cum humanitate et doctrina. También hemos visto que la herencia griega se manifiesta en Cicerón través de la aceptación de la doctrina estoica de la philantropía. Cicerón nos trasmitió gran parte del saber y las doctrinas de los estoicos griegos, e incorporó al mundo latino su cuerpo doctrinal, incluyendo capítulos tan especiales como la doctrina del suicidio que tiene lugar en el «momento oportuno», el kairos de los griegos y la occasio ciceroniana. Entre los años 365 y 402 de nuestra era ocurrió en Roma una fractura histórica. El baluarte de la antigua tradición romana era la nobleza senatorial de Roma. Para esta época, Símaco y su círculo hacen intentos de restauración, que oponen resistencia al cristianismo, que ya estaba constituido como religión de Estado, y también a Bizancio. El resultado fue que los romanos dejaron de leer el griego, y comenzó a extinguirse la rica tradición de la anthropotes patrística, a que hemos aludido anteriormente. Sin embargo, no todo es negativo. Quinto Aurelio Símaco reintrodujo géneros como las epístolas en prosa y tomó a Cicerón y a Virgilio como modelos. Esto va a tener influencia decisiva en el renacimiento humanístico del siglo XII, que estudiaremos más adelante. En la época en que Símaco escribió sus epístolas se desarrolla la famosa polémica entre la Antigüedad y el cristianismo centrado sobre todo en San Jerónimo y San Agustín, dos naturalezas muy distintas que casi no se comprenden entre sí. Es importante considerar la formación de San Jerónimo, que fue típicamente humanística, y que lo llevó a mantener viva una idea del humanismo que atravesaría los siglos. Su formación latina era formidable, y conocía bien toda la literatura clásica pagana. En un momento dado huye de las tentaciones mundanas Humanismo clásico, humanismo marxista / 75

y se refugia en el desierto de Siria, donde permanecerá tres años. Durante este tiempo, aprende el hebreo con un sabio judío, y posteriormente, en Constantinopla, aprende el griego. El Papa Dámaso lo llama a Roma, donde se moverá en un círculo de mujeres patricias, dedicado a los estudios bíblicos. En sus cartas de esta época desliza una serie de observaciones satíricas sobre la sociedad romana: no perdona ni a los círculos eclesiásticos. El era un filólogo erudito dotado de un temperamento belicoso que no sólo lo emparenta como los humanistas del Renacimiento, sino que explica la poderosa atracción que ejerció sobre ellos. Por esta época, el Papa Dámaso le encarga revisar la traducción latina de la Biblia. Cuando muere el Papa, Jerónimo se traslada a Belécitn en compañía de sus eruditas amigas y allí renueva su estudio del hebreo, con la finalidad de revisar la traducción griega del Antiguo Testamento, que se conoce como la versión de los Setenta. De este modo, Jerónimo se coloca a la vanguardia de los estudios bíblicos (Cf. Curtius, op. cit., p. 113). Comienza entonces su magna obra de traducir la Biblia a partir del texto primitivo, lo cual por cierto le granjea la enemistad de los eclesiásticos conservadores, tal como le ocurrió a Fray Luis de León en tiempos de Felipe II. Es acusado de rebajar a la Iglesia en beneficio de la ciencia Judía. También San Agustín le hace objeciones. Estas polémicas resultaron fecundas para San Jerónimo, pues cuadraban de modo perfecto con su temperamento pugnaz y su erudición. Al fin su labor será reconocida, pues el Concilio de Trento, en decreto del 8 de abril de 1546, declarará su traducción «antigua y ampliamente divulgada», razón por la cual se la conoce como Vulgata; y la señalará como la única auténtica. Esta traducción no sólo es útil para nosotros todavía hoy, sino que incluye además una introducción y diversos comentarios que sólo suman un total de 25 páginas impresas, pero que constituyen un auténtico breviario del humanismo cristiano, tal como lo comprendió San Jerónimo. El centro de su programa humanístico reside en la correspondencia entre la tradición pagana y la cristiana. Así por ejemplo nos dice que el cuarto libro de Moisés contiene «los misterios de toda la aritmética»; el libro de Job contiene «todas las leyes de la dialéctica». El Salmista es «nuestro Simónides, nuestro Pín76 / Ludovico Silva

daro, Alceo, Horacio, Catulo». Para San Jerónimo la Biblia no es sólo el libro de la salvación, el libro sateriológico, sino también un instrumento literario capaz de compararse con la literatura de la gentilidad. Este sistema de correspondencias no está del todo desarrollado en San Jerónimo, pero sí está tan claramente insinuado que pudo desarrollarse en toda la Edad Media. Así por ejemplo, sabemos de la importancia que tuvieron los personajes ejemplares o exempla en la literatura de la Antigüedad tardía y de la Edad Media; pues bien, la presentación de los exempla bíblicos al lado de los de la Antigüedad pagana proviene del sistema de concordancias establecido por San Jerónimo. La égloga de Teódulo es la primera obra en que esa yuxtaposición se practica sistemáticamente, y Baudri de Bourgueil es el primer autor que la explica con método. Se forma, pues, a partir de San Jerónimo toda una tradición estilística impregnada de humanismo. Baudri de Bourgueil escribía (ed. Abrahams, Paris, 1926, núm. 238): Ut sunt in veterum libris exempla malorum sic bona quae facias sunt in eis posita. (Abundan en los libros paganos los malos ejemplos más también acciones buenas y edificantes).

Esta teoría del paralelismo de los exempla, que proviene de San Jerónimo, debió haber sido familiar al Dante, pues la convierte en la armazón de todo su Purgatorio, donde los personajes antiguos están sistemáticamente yuxtapuestos a los cristianos. E. K. Rand, en su obra Founders of the Middle Age (Cambridge, Mass., 1928, p. 102), escribe comparando al místico San Ambrosio con el humanista San Jerónimo: «El humanista es un hombre que ama las cosas humanas, que prefiere el arte a la literatura —sobre todo si son de Grecia y Roma— a la árida luz de la razón o al vuelo místico hacia lo desconocido; ve con desconfianza la alegoría; ve con especial cariño las ediciones críticas con variantes y notae variorum; se apasiona por los manuscritos, que él quisiera descubrir, lograr a fuerza de ruegos, pedir prestados o robar; posee una lengua elocuente y la ejercita asiduamente; Humanismo clásico, humanismo marxista / 77

es también mordaz, con mordacidad que unas veces se expresa en la jerga de las verduleras, y otras punza al adversario con un epigrama». Casi todos estos rasgos concurren en la personalidad literaria de San Jerónimo, así como concurrirán, en el siglo XV, en las de Poggio y Fidelfo, o en el siglo XVI en figuras como Budé, Casaubon y Erasmo. Son todos lo que Curtius llama «el filólogo por pasión». Ludwig Traube llamó a San Jerónimo «el Aristarco cristiano» por todos los rasgos mencionados. Estos rasgos influirán poderosamente en humanistas como Erasmo, quien admiraba al santo. San Jerónimo había estudiado en su adolescencia con Elio Donato en Roma; Donato era gramático y comentador de Terencio. A través de él, San Jerónimo llegó a conocer bien a autores como Plauto, Terencio, Lucrecio, Cicerón, Salustio, Virgilio, Horacio, Persio, Lucano, Quintiliano. En su vejez se acuerda del trabajo que le costó aprender hebreo, habituado como estaba a «la agudeza de Quintiliano, el fluido discurso de Cicerón (Ciceronis fluuios), la gravedad de Frontón y la suavidad de Plinio» (Epistulae, ed. Hilberg, III, Leipzig, 1918, p. 131, líneas 13 y ss.). En su comentario a Jeremías, San Jerónimo cita a Lucrecio y a Persio, y alude a las Sirenas, a la Escila de la Odisea y a la Hidra de Lema; compara también las figuras retóricas de los Profetas con las hipérboles y los apóstrofes virgilianos, etc. ¿Cómo comprender la Biblia sin estudios eruditos?, se pregunta San Jerónimo. La respuesta es su famosa carta a San Paulino de Nola, que constituye una especie de pequeño tratado sobre «santidad e ilustración». Particularmente importante es su Carta LXX dirigida a Magno, quien le había preguntado por qué solía aducir ejemplos de la literatura profana; y el santo responde de manera que descarga todo un arsenal de argumentos que se repetirán a lo largo de la Edad Media y aun en el humanismo renacentista italiano. En la Edad Media estaba en boga la idea de que la poesía era una categoría divina, porque muchas partes de la Biblia están escritas en verso; esta teoría se remonta a San Jerónimo, y fue el resultado de su estudio de la Biblia y de su humanismo eclesiástico; sin embargo, en la obra de San Jerónimo no figura ninguna meditación sobre la poesía, como no sea su muestrario de erudición sobre la poesía clásica. 78 / Ludovico Silva

También en la Edad Media encontramos un brote humanístico en la época carolingia. Una de las características del humanismo carolingio es su vindicación de las Musas que, como hemos visto, en la Antigüedad implicaban no sólo la poesía, sino toda vida espiritual superior, como se ve en Cicerón. Por ejemplo, el anglosajón Alcuino se vio trasladado a un ambiente cortesano cuya máxima expresión era la poesía profana de panegíricos y mensajes de amistad. Dentro de este tipo de poesía «profana», Alcuino dio cabida a las Musas antiguas, pero las desterró de su poesía religiosa. Hallamos esa misma separación o deslinde en Angilberto, en Teodulfo, en Rabano Mauro, en Muadwino. Sin embargo, hay casos extremos de rigorismo religioso, como el que representa Floro de Lyon, conocido por sus escritos canonísticos y por su persecución de los herejes; si los poetas necesitan inspirarse, dice, y para ello necesitan montañas, que no acudan al Olimpo, sino al Sinaí, al Carmelo, al Horeb, al Sión. El humanismo de esa época también redundó en provecho de la escuela y de la poesía escolar. Así, un maestro conventual como Micon de Saint-Riquier ruega a la Musa que cante las fiestas cristianas. La Musa le pide en recompensa un tarro de cerveza, que se cambiará, para Navidad, en un vaso de vino. Encontramos aquí la típica superposición que habíamos visto en San Jerónimo. El irlandés Sedulio Escoto (establecido a partir del 848 en Lüttich) profesa un culto alegre, vital, panegírico a las Musas, como lo recuerda Curtius (op. cit., p. 336). Para celebrar dignamente a un obispo, pide besos a los rosados labios de la Musa bucólica. Su Musa, como es griega, le da de beber ambrosía. Sin embargo, Sedulio también acude al Antiguo Testamento, y nos habla de una Musa morena, a la cual llama «etíope» en recuerdo de la mujer de Moisés (Números, XII, 1). Por lo demás, en las más antiguas secuencias litúrgicas hay invocaciones a las Musas, y ello se explica por el origen musical del género. Las Musas son aquí representantes de la música, no de la poesía, y esto estaba legitimado por la patrística. La secuencia o el espíritu de la música fue la raíz de la nueva lírica de Occidente; esta, en su cuna, estaba también rodeada de Musas. Humanismo clásico, humanismo marxista / 79

Y veremos que en el Renacimiento del siglo XII hizo resurgir la antigua concepción de las Musas, dándole formas muy diversas. También de vez en cuando en la Edad Media surgen corrientes antihumanísticas, como la representada por Rugo de Saint-Victor. Para este, la poesía y la literatura no son sino «apéndices» de la filosofía. Poesía y literatura son cosas que sólo deben leerse de cuando en cuando. Tal es la única concesión que Rugo de SaintVictor hace a la poesía y a la literatura, subordinadas según él a la filosofía, la mística y la dogmática. Era antihumanista, como lo era Bernardo de Claraval y, más tarde, la escolástica parisiense. EL RENACIMIENTO DEL SIGLO XII Se suele hablar hoy del humanismo del siglo XII, pero sin distinguir en sus diversos aspectos. Se considera a Juan de Salisbury como su más puro representante. Ahora bien, Salisbury es un humanista cristiano, y frente a él está Bernardo Silvestre, que representa un humanismo pagano, y que no adopta sino los elementos más imprescindibles del cristianismo. La imagen de la historia, la geografía y la botánica de Silvestre están directamente inspiradas en la poesía romana. Así, su Natura es la misma de Claudiano; interviene con su queja en el curso del mundo (natura plangens); preside a la generación de los seres vivos y es regazo materno que procrea incesantemente: mater generationis. La Natura es hija de Noys, «diosa nacida de Dios», y participa de la divinidad, pero a la vez está ligada a la materia. Nos encontramos así ante una imagen sincrética del mundo, en la que hay dioses superiores e inferiores, espíritus astrales y naturales, todo ello penetrado de un culto a la fertilidad que mezcla lo religioso con lo sexual. No encontramos nada parecido en la Edad Media, como no sean las insinuaciones de ciertos relatos novelescos sobre el Santo Grial. En realidad, la combinación alquímica de la especulación cosmogónica con el elogio de la sexualidad es tan extraña al platonismo como al cristianismo; pero Bernardo Silvestre la halló en el Asclepius, que es un tratado incluido entre las obras 80 / Ludovico Silva

de Apuleyo, pero que en realidad, como se supo desde el siglo XIX, no pertenece a este, y que es una traducción de un original griego. Pero Silvestre creyó hallarlo en Apuleyo, a quien se tenía por filósofo platónico. Son muchas, y a veces literales, las coincidencias de Silvestre con el Asclepius. Además, hay en la tardía Antigüedad otras obras que proclaman la omnisexualidad del Dios supremo. Como ejemplo podría citarse un himno de Tiberiano, donde se dirige al ser supremo y, después de llamarlo «causa y vigor de las cosas», lo denomina tu sexu plenus toto, «tú el sexo absoluto». El humanismo pagano de Bernardo Silvestre se inspiró en muy diversas fuentes y de él se desprende toda una tradición. Pero sólo se puede comprender su importancia histórica si nos damos cuenta de que incorporó a la cultura cristiana la antigua divinidad de la Naturaleza y de la Fertilidad. En este sentido, como apunta Curtius, es un caso único. Bernardo Silvestre hizo conscientes los subfondos vitales de esa iuventus mundi que fue el siglo XII. A fines del siglo XI y comienzos del XII ni siquiera el alto clero se sentía atado por prejuicios en cuestiones eróticas. Esto lo podemos comprobar en diversos autores, como Baudri de Meun-sur-Loire, abad del monasterio de Bourgueil y más tarde arzobispo del Dol en Bretaña. El se justifica a sí mismo con estos versos: Obiciunt etiam, iuvenun cur more locutus virginibus scripsi nec minus et pueris. Nam scripsi quaedam quae complectuntur amorem; carminibusque meis sexus uterque placet.

(Me achacan también que hablando cual los jóvenes hablan escriba versos a muchachas y a niños. He escrito, sí, varias cosas donde el amor es el tema, y a mis versos les gusta el uno y otro sexo).

Un contemporáneo de Baudri, Marbod de Rennes, rector de la escuela catedralicia de Angers, más tarde obispo de Rennes, se Humanismo clásico, humanismo marxista / 81

arrepiente en su ancianidad de los yerros juveniles, y dice: «¿No amé por ventura a ellos a ellas más que a mis ojos?» (Quid quod pupilla mihi carior ille vel illa?). Esta actitud no era la regla general, pero sí puede decirse era cosa común entre los círculos humanistas. E1 antiguo ideal retórico también influye decisivamente en Juan de Salisbury, de la Escuela catedralicia de Chartres. Tal influencia se olvidó poco después, con el escolasticismo del siglo XIII; pero en el siglo XIV renació con Petrarca. A partir del siglo XII, el triunfal avance de la dialéctica, ahora llamada «lógica», y la rebelión de la juventud contra la enseñanza tradicional ponen en peligro el predominio de los auctores. Juan de Salisbury tiene que defenderse en su Metalogicon y en su Entheticus contra la nueva tendencia. Se lamenta de que los jóvenes desprecien a los grandes autores y de su desdén por la gramática y la retórica (Cf. Norden, Die antike Kunstprosa, pp. 713 ss). Quienes aún respetan a los auctores, dice, tienen que sufrir improperios de este jaez: «¿Qué quiere el viejo asno? ¿Para qué nos viene con las sentencias y los hechos de los antiguos? Nosotros sacamos el saber de nosotros mismos; nosotros, los jóvenes, no nos inclinaremos ante los antiguos». Tales palabras hacen exclamar a Curtius: «¡Qué familiares nos suenan estas palabras! Las conocemos por la escena de los escolares en la Segunda Parte del Fausto y por el Movimiento de Juventud en la Alemania del siglo XX; consuela escucharlas ya en el siglo XII». (Ob.cit., p. 85). ¿En qué estado se encontraba en ese momento la enseñanza medieval? Desde comienzos del siglo XII podemos observar el florecimiento de las escuelas catedralicias, como la de Chartres, que van dejando atrás las viejas escuelas monásticas de la temprana Edad Media. Estas escuelas catedralicias se encuentran en las ciudades, y están dirigidas por uno de los canónigos, llamado scholasticus (scholaster, écolâtre, maestrescuela). El progreso de cada escuela depende de la personalidad de su director, y de ahí que unas sobresalgan entre otras. Casi todas ellas, además de enseñar las artes liberales, enseñan la filosofía, en esos tiempos revivificada por San Anselmo, quien murió en 1109. También se 82 / Ludovico Silva

enseña la doctrina sacra, que es lo que más tarde se llamará teología. El plan de enseñanza deja campo libre a las distintas predilecciones. Así por ejemplo, en Angers, Meun y Tours se enseña poesía; en Orleans, además de la poesía, se enseñan la gramática y la retórica. También París era un gran centro de enseñanza, no sólo por la escuela catedralicia de Notre-Dame sino también por la escuela de la montaña de Santa Genoveva, donde en un tiempo enseñó Abelardo. En esa época, hacia 1158, se funda en Bolonia la primera universidad, pero esta se dedicaba sobre todo al estudio de la jurisprudencia; la facultad de teología no se fundó sino hasta 1352. También en el siglo XII funcionaba activamente la universidad de París, aunque el nombre de Universitas sólo le fue concedido en el siglo siguiente por el Papa Inocencio III. Universitas no significaba, como suele creerse, la «totalidad de las ciencias» (universitas litterarum) sino la corporación de los que enseñan. En cuanto institución científica, la universidad se llama studium generale. En todas estas instituciones funcionaba un humanismo, a veces platonizante (se conocía de Platón el Timeo y la tradición de los escritos de Apuleyo), que se deleitaba a la vez en el mundo y en el libro. De ahí la metáfora del libro, incluido el liber naturae, que recorrerá la poesía latina de los siglos XII y XIII y reaparecerá en el Renacimiento. HUMANISMO RENACENTISTA Mucho se ha discutido sobre la naturaleza y el carácter de aquel gran movimiento histórico que hemos convenido en llamar Renacimiento. Uno de los puntos más controversiales consiste en la duda acerca de si el movimiento representaba en realidad una nueva cultura, una nueva manera de entender el mundo con características propias y definidas, o si por el contrario se trataba tan sólo de una continuación interior, sin rupturas, de la Edad Media. Otro punto que se discute es el relativo al reflorecimiento o resurrección de la cultura clásica antigua. Mi punto de vista frente a estas interrogantes es el siguiente. El Renacimiento sí representa un movimiento nuevo desde Humanismo clásico, humanismo marxista / 83

el punto de vista cultural; es una nueva cultura europea, pero no está desvinculada del pasado medieval. Precisamente lo que la distingue de este pasado es la resurrección de la cultura antigua. Esto venía gestándose ya en la Edad Media, como hemos visto a propósito de San Jerónimo y las escuelas catedralicias del siglo XII. Ya en un poeta como el Dante se hace evidente este regreso a la Antigüedad. Quien guía a Dante por las circunvoluciones de su universo cristiano, es un poeta pagano, el mayor de los poetas latinos, Virgilio. Y en los tres cantos de su magno poema hay numerosas referencias a elementos de la cultura artística y filosófica de la Antigüedad. Un poco más tarde, Petrarca representó el paradigma del humanista rodeado de cultura antigua y penetrado por el mensaje de los grandes poetas paganos. Petrarca logró reunir una gran biblioteca, probablemente la primera biblioteca de los nuevos tiempos, repleta de cultura antigua. En las numerosas cartas que escribió —costumbre esta que se difundió entre los humanistas, a través de la lengua internacional que era el latín— se transparenta esta actitud humanística. Si se trataba de recurrir a los conocimientos humaniores o «más humanos», ¿a quién mejor acudir que a los clásicos griegos y latinos, en los cuales hay toda una doctrina de la educación del hombre y una filosofía humanística que es el fundamento espiritual de esa educación, esa paideia? Lo que van a realizar los renacentistas es el descubrimiento del hombre, y para ello van a reinventar el mundo antiguo. Ya no será el homo theologicus el predominante, sino el hombre humano, por decirlo así, aferrado a su individualidad y su materialidad. Pero no todos los historiadores están dispuestos a admitir la importancia que tuvo el florecimiento de la cultura antigua en la formación del humanismo renacentista. Por ejemplo, para Oswald Spengler, en su famosa obra La decadencia de Occidente (Espasa Calpe, Madrid, 1976, vol. I1, p. 340) el Renacimiento no es otra cosa que el ascenso del gótico. Tan extravagante afirmación es razonada por Spengler de esta manera: «La robusta fe del gótico es el supuesto constante del sentir renacentista. Cuando Vasari encomia a Cimabue y al Giotto por haber sido los primeros en seguir a la naturaleza por maestra, refiérese 84 / Ludovico Silva

justamente a esa naturaleza gótica, llena de espíritus angélicos y demoníacos, eterna amenaza de la luz ambiente. Imitar a la naturaleza significa imitar su alma, no su superficie. Acabemos de una vez con el cuento de la “renovación” de la Antigüedad. Renacimiento, rinascita, significaba por entonces el ascenso gótico, iniciado en el año 1000, el nuevo sentimiento faústico del cosmos, la nueva conciencia del yo en lo infinito. Pudieron, sin duda, algunos espíritus entusiasmarse por la Antigüedad que ellos se representaban. Pero esto fue un gusto, nada más. El mito antiguo era materia de entretenimiento, un juego alegórico; a través del fino velo transparentase el mito verdadero, el gótico, con gran precisión». Y todo esto ocurre, dice Spengler, a pesar de que el Renacimiento era «programáticamente antigótico». La oposición entre el Renacimiento y el gótico sería según eso superficial, sin afectar para nada el sentir cósmico de las gentes. Esta opinión de Spengler es, como casi todas las suyas, exagerada. El Renacimiento es una novedad cultural, y no puede reducirse meramente a una nueva manera de aceptar el espíritu gótico. La medida vital del hombre renacentista es por completo distinta de la del hombre medieval. La sociedad misma deja de ser teocéntrica para hacerse antropocéntrica. El cuerpo humano, así como el espíritu en él avecindado, cobran conciencia de su propio valor. Para hablar con el vocabulario de Spengler, diríamos que la «energía morfogenética» del Renacimiento no consistía, como quería Spengler, en ascenso del gótico, sino en un nuevo ascenso vital, un movimiento espiritual cualitativamente distinto. El Renacimiento era una época de gran confusión, de «formidable confusionismo», como decía Ortega y Gasset. En torno a Galileo (Col. Austral, Madrid, 1965, lección V) Ortega hace una caracterización del Renacimiento que es en todo opuesta a la de Spengler: «El llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre. No porque se haya repetido una y otra vez en la historia debe menguar nuestra extrañeza ante este hecho de que el hombre tenga periódicamente que sacudirse su Humanismo clásico, humanismo marxista / 85

propia cultura y quedarse desnudo de ella, como la zorra que se sumerge en el agua para concentrar todas sus pulgas en el hocico y con una rápida zambullida librarse de ellas». Esta opinión es, a mi juicio, enteramente correcta. En efecto, la cultura medieval había llegado a un punto muerto de esclerosis, a una necrosis espiritual que ya no podía producir nuevos frutos. Con esto no se quiere decir que muchos elementos del espíritu gótico no hayan seguido existiendo en el hombre renacentista; como ya hemos dicho, non datur saltus in historia humanitatis. Pero es innegable que el hombre del Renacimiento lucha por cambiar su cultura y crear una nueva, y lo logra. Hombres como Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico, o artistas como Miguel Ángel o Leonardo, son cualitativamente hombres nuevos, y la cultura que difunden y apoyan es una nueva cultura. Una cultura que se llamará propiamente humanística porque hace énfasis en los valores humanos. Los personajes de las pinturas de Miguel Ángel o de Masaccio no son arquetipos o estereotipos como ocurría en la Edad Media, sino figuras humanas comunes y corrientes. No se había perdido el espíritu religioso, pero se había mundanizado. La mitología pagana se confundió con la mitología cristiana en las representaciones artísticas y en la poesía lírica. El hombre seguía teniendo espíritu religioso, pero no era ya el hombre gótico, disparando hacia las alturas, sino un hombre volcado sobre su propio mundo. Los mismos Papas de la época son hombres con abundantes preocupaciones mundanas; a veces son hombres de armas. El resurgir de la Antigüedad no fue un hecho súbito, sino progresivo. Lentamente se fueron descubriendo manuscritos, y de los viejos conventos y bibliotecas medievales empezaron a surgir como fantasmas las obras de la Antigüedad. El Renacimiento comenzó por ser un hecho fundamentalmente italiano, y aquí hay que advertir que la Antigüedad romana y griega había influido de modo diverso en Europa durante la Edad Media. Como escribe Burckhardt en su obra no superada La cultura del Renacimiento en Italia (III, 1), «La An-tigüedad romana y griega, que, desde el siglo XIV, de modo tan poderoso intervino en la vida italiana 86 / Ludovico Silva

como punto de apoyo y fuente de cultura, como meta e ideal de la existencia y en parte también como nuevo y consciente contraste, esta misma Antigüedad había influido ya parcialmente en toda la Edad Media no italiana. El tipo de cultura que tuvo en Carlomagno un representante no era, en esencia, otra cosa que un Renacimiento frente a la barbarie de los siglos VII y VIII, y tenía que serlo». La forma como la Antigüedad despierta en Italia es distinta a la del Norte europeo. Surge, al cesar la barbarie, como una concientización del propio pasado. Fuera de Italia se trataba de la utilización sabia y reflexiva de determinados elementos antiguos; pero en Italia, no sólo los sabios y filólogos, sino el pueblo entero, quienes toman partido por la Antigüedad de una manera objetiva, pues en ella hallan el recuerdo de la propia grandeza. Esta tendencia se vio favorecida por la fácil comprensión del latín y por la sobrevivencia de numerosos testimonios arqueológicos del pasado. En las artes plásticas, el influjo de la cultura antigua puede observarse ya desde del siglo XII, en las construcciones toscanas, y en las esculturas del siglo XIII. También en la poesía italiana en lengua latina hay prodigiosos antecedentes, como los del autor de los Carmina Burana, gran poeta que se complacía en el goce de los sentidos, en la mundanidad y en la resurrección de imágenes y mitos paganos. El Renacimiento, en este grande y desconocido poeta, no consiste en la imitación o la compilación fragmentaria, sino que es renacimiento integral. La forma como la Antigüedad ingresó en la vida cultural italiana fue integral, y la cultura antigua, con su enorme bagaje de belleza y contenidos objetivos, se transformó en la fuente de la nueva cultura. Literalmente se trató de un descubrimiento, un deslumbramiento, y por eso es particularmente errónea la apreciación de Spengler que antes comenté, en el sentido de que las fuentes antiguas sólo serían un juego caprichoso de hombres que seguían siendo fundamentalmente góticos. Roma era mirada desde hacía tiempo como una ciudad casi sagrada, por la persistencia y cantidad de sus ruinas. En este sentido deben comprenderse estas palabras del Dante: «Las piedras de los muros de Roma merecen veneración y el suelo sobre el cual está levantada la ciudad es más egregio de lo que dicen los Humanismo clásico, humanismo marxista / 87

hombres». Esto sigue siendo verdadero aún hoy en día, cuando en pleno siglo XX se renunció a la construcción del ferrocarril subterráneo en Roma, por temor a destruir los inmensos tesoros arqueológicos que hay en el subsuelo. En el siglo XIII, hacia 1258, Roma sufrió la devastación de ciento cuarenta moradas, bastante firmes, de nobles romanos, ordenada por el senador Brancaleone; eran los tiempos del escolasticismo aristotelista, tiempos humanísticos por cierto. También se utilizaba el mármol de los templos y estatuas para cebar los hornos de cal, y por ese mezquino motivo material fueron destruidos muchos monumentos. Más tarde, con Nicolás V (1397-1455) el trono de los Papas alcanzó el nuevo espíritu monumental del Renacimiento. Se valoró y se hermoseó la ciudad. Este Papa era todo un humanista. Exigía a los abreviadores de la Curia que escribieran en latín clásico. En la guerra de Nápoles había liberado a los arpinates por ser paisanos de Cicerón, nacido en Arpinum. En toda Italia se había extendido el interés por las antigüedades romanas. Ya Boccaccio, en su Fiammeta, cap. 5, había llamado a las ruinas de Baia «viejos muros, y nuevos, no obstante, para el espíritu moderno». Estas palabras son de gran importancia, porque marcan la clara conciencia de un hombre renacentista de pertenecer a una nueva época cultural. Y esta nueva época estaba afincada en la cultura antigua. La cuestión de la antigüedad llegó a convertirse en una manía u obsesión. Hay una anécdota curiosa al respecto. El 18 de abril de 1485, unos albañiles descubrieron en la Vía Apia, un poco más allá de la tumba de Cecilia Metella, un sarcófago de mármol con la inscripción: «Julia, hija de Claudio». Al punto se tejió una fantasía sobre este sarcófago. Se dijo que los albañiles habían huido con las piedras preciosas que lo acompañaban y que, abierto el sarcófago, se había encontrado el cuerpo intacto de una joven romana —de la Roma antigua— de maravillosa belleza, con los labios y los ojos entreabiertos, y ese cuerpo despedía un olor balsámico. Los cabellos eran dorados. Probablemente se trataba de una mascarilla de cera coloreada. Pero lo interesante, lo conmovedor, dice Burckhardt, quien cuenta la anécdota, «no es el hecho mismo, sino el firme prejuicio de que un cuerpo “antiguo” —que es lo que al fin creía 88 / Ludovico Silva

contemplarse en verdadera realidad— por el solo hecho de serlo, tenía que ser de una belleza superior a cuanto existía». Lo cierto es que se sucedieron una tras otra las excavaciones, y con ello aumentó el conocimiento objetivo de la Roma antigua. Aparte del hecho científico de la investigación arqueológica y el conocimiento histórico, movía a aquellos hombres una poderosa fuerza elegíaco-sentimental. Incluso se llegaron a construir, en las casas más suntuosas, ruinas artificiales. Importancia mucho mayor que la de los monumentos marmóreos la tuvo el descubrimiento de los monumentos literarios de la Antigüedad griega y latina. Estos autores se transformaron en las fuentes de todo conocimiento. En la época de Boccaccio y Petrarca no era mucho lo que se conocía. Se conocía a los más renombrados poetas, historiadores, oradores y epistológrafos latinos, y también ciertas obras de Aristóteles, de Plutarco y otros griegos traducidos al latín. Petrarca poseía un ejemplar de Homero en griego, que él veneraba, pero que no podía leer, porque en la Edad Media y hacia finales de ella muy pocos sabían griego, por ser esta lengua un tanto sospechosa de paganismo. Boccaccio tradujo a duras penas al latín las obras homéricas, ayudándose con un griego de Calabria. Habría que esperar hasta el siglo XV para que se difundiese ampliamente la literatura griega, se estableciesen bibliotecas y un sistema de copias de originales y de traducciones griegas. Es cierto que, para calmar la avidez de los autores, circularon muchos textos apócrifos, pero también es cierto que circularon abundantemente las obras auténticas. Hombres como el florentino Niccoló Nicoli, del docto círculo de amigos de Cósimo de Médicis el Viejo, empleó toda su fortuna en la compra de libros, y cuando se le acabó el dinero, los Médicis le abrieron sus cofres para proporcionarle lo que necesitara. Fue la época de los grandes bibliófilos, rasgo esencial de aquel humanismo renacentista. Guarino y Poggio, en parte al servicio de Nicoli, recorrieron parte de Europa en busca de manuscritos y realizaron importantes descubrimientos, como por ejemplo seis discursos de Cicerón y obras de otros autores latinos. El cardenal griego Bessarion reunió 600 códices paganos y cristianos a costa de grandes sacrificios, y aún se conservan en la Biblioteca de San Humanismo clásico, humanismo marxista / 89

Marcos de Venecia. Los Médicis también reunieron, por supuesto, una gran biblioteca, que estuvo a punto de perderse durante el saqueo de 1494, pero que fue recuperada pieza por pieza por Giovanni de Médicis, que fue León X. También fue famosa la biblioteca de Urbino, obra del gran Federico Montefeltro, hoy se encuentra en el Vaticano. Los libros se confeccionaban con pergamino de la mejor calidad y se forraban con tapas carmesíes. Teniendo en cuenta el elemento sentimental de valoración de lo antiguo, es comprensible que se vieran con desagrado las primeras manifestaciones de la imprenta. Se dice de Federico de Urbino que le hubiera desagradado «poseer un libro impreso». Sin embargo, los cansados copistas recibieron la noticia del nuevo arte con alborozo, y pronto se extendieron por toda Europa las obras impresas de los clásicos griegos y latinos. La erudición griega se encontraba fundamentalmente en Florencia en el siglo XV y a principios del XVI. La labor difusora de Boccaccio y Petrarca había dejado su influjo, pero en un círculo muy reducido. Por otra parte, con la huída de los colonos griegos eruditos se extinguió el estudio del griego ya para 1520. Fue una verdadera suerte que ciertos hombres del Norte, como Erasmo, Estienne o Budeus mantuvieran viva aquella erudición. Hacia 1500 muchos italianos cultos estudiaron griego, sobre todo con inmigrantes griegos. Los papas Pablo III y Pablo IV podían hablarlo correctamente. Mucho debió el estudio del griego al impresor veneciano Aldo Manucci, quien imprimió las principales obras de la literatura griega en el original fue un impresor como pocos ha habido. Los humanistas del siglo XIV formaban una multitud polimorfa. Habían tenido, como hemos visto, antecedentes ilustres del siglo XII, en las escuelas catedralicias, y en autores como el gran poeta de los Carmina Burana. Esencialmente estos espíritus hallaron una nueva cultura que se situaba allende la Edad Media y se afincaba en la Antigüedad. Algunos se han lamentado de que en la Florencia del 1300, que en principio tenía una cultura popular fundamentalmente italiana, ocurriese de pronto la invasión y proliferación de los humanistas. En Florencia, por aquel tiempo, 90 / Ludovico Silva

mucha gente sabía leer, y los campesinos y arrieros cantaban las canciones del Dante. Los mejores manuscritos de la época que conservamos pertenecieron a obreros manuales florentinos. Este impulso autóctono fue decayendo a partir de 1400 con la aparición de los humanistas. Pero el triunfo de los humanistas era inevitable. Ya había una tradición que les auguraba ese triunfo, representada por la tríada canónica de la poesía italiana: Dante, Petrarca y Boccaccio. Dante fue el primero en situar a la Antigüedad en el primer término de la vida cultural. En su magno poema el mundo pagano y el cristiano están en constante paralelo. En la temprana Edad Media se buscaban los tipos humanos acudiendo a los textos bíblicos; pero Dante acude a la literatura pagana, a pesar de lo relativamente desconocida que esta era. En cuanto a Petrarca, a quien hoy consideramos el poeta italiano por excelencia, debió gran parte de su fama a representar la personificación de la Antigüedad. Escribió en todos los géneros de la poesía latina y compuso una gran cantidad de epístolas que en aquella época en que no había manuales representaban como breviarios de sabiduría antigua. Cosa parecida ocurre con Boccaccio. Si era célebre, no era precisamente por su Decamerone, sino por sus obras latinas mitográficas, biográficas y geográficas. En una de ellas, De genealogia Deorum, en los capítulos 14 y 15, discute la situación del humanismo de su siglo. Constantemente habla de «poesía», lo cual no debe asombrarnos, pues a lo que se alude es a toda la actividad intelectual de poeta-filólogo. La sabiduría filológica mezclada a la sensibilidad poética era un ingrediente fundamental de la nueva actitud humanística. Boccaccio ataca con acritud a los enemigos de la nueva actitud: a los frívolos indoctos, a los teólogos sofísticos que son incapaces de ver otra cosa que necedades en el Helicón, la fuente Castalia y el soto de Febo. También ataca a los juristas ávidos de oro, que desprecian la poesía porque esta no produce dinero. Frente a la Iglesia y al peligro del paganismo, asume una actitud que se generalizará en el Renacimiento: la Iglesia está ya consolidada y en nada puede perjudicarla la erudición clásica; por el contrario, servirá para adornar sus cimientos terrenales. La influencia de la Antigüedad en la educación presuponía los estudios humanísticos en las universidades. Pero esto no Humanismo clásico, humanismo marxista / 91

ocurrió con la profundidad que podríamos presumir. La mayoría de las universidades italianas no cobra su verdadero valor sino en los siglos XIII y XIV. A los profesores se les pagaba bien, y las universidades se disputaban a los mejores. Hubo épocas en que la más antigua de las universidades, la de Bolonia, recibía la mitad de los ingresos fiscales, que eran de 20.000 ducados. De las cátedras a que podían aspirar los humanistas la principal era la de retórica; pero tenían que presentarse como juristas, astrónomos, médicos o filósofos. Las cátedras de los filólogos, aunque a veces muy bien pagadas (como en el caso de Fidelfo: 500 florines de oro), por lo general no tenían una remuneración adecuada, lo que obligaba a los catedráticos a repartir su actividad en varias universidades. En todas las principales ciudades había escuelas latinas, no dependían de la Iglesia, sino de los municipios. En la corte de Gionan Francesco Gonzaga (reinó de 1407 a 1441) se halla la figura magnífica de Vittorino da Feltre, un hombre consagrado a la erudición y al estudio. Gracias a él se encuentra en Mantua, por primera vez, equilibrada en todo una escuela la enseñanza científica como la gimnasia y cualquier noble ejercicio físico. Tal es el origen del moderno gimnasium. Por otra parte, en la mayoría de las cortes de Italia se confió la educación de los hijos de los príncipes durante determinados años a los humanistas, con lo que estos se introdujeron más aún en la vida cortesana. Hemos hablado ya de Niccoló Nicoli, el florentino animador y protector del humanismo. Vespasiano nos lo describe como un hombre que ni aun en lo externo toleraba nada que pudiese perturbar el ambiente clásico de la vida. Bella figura, amplias vestiduras, casa llena de espléndidas antigüedades. Era limpio y ordenado, especialmente en el comer ponderado. En su mesa sobre el blanco mantel había vasijas antiguas y prestigiosos cristales. Vespasiano lo dice con palabras intraducibles: a vederlo in tavola, cosi antico come era, era una gentilezza. En Florencia, Cósimo el Viejo, muerto en 1464, y Lorenzo el Magnífico, muerto en 1492, fueron los representantes de la 92 / Ludovico Silva

cultura de la época. Ellos pertenecían a una familia de banqueros muy ricos, con conexiones en toda Europa; pero eran de esos banqueros anteriores al capitalismo, que se dedicaban íntegramente al fomento de las artes y las humanidades. Cósimo, por ejemplo, no sólo era un verdadero hombre de cultura, sino un verdadero príncipe. Cósimo fue el primero en reconocer que la obra de Platón representaba lo más genuino de la cultura griega antigua. A él se debe la introducción del platonismo, y por tanto, la introducción de un humanismo renacentista más alto y más profundo. Marsilio Ficino, el gran platonista, puede considerarse como su hijo espiritual. Ficino figura como jefe de escuela, y entre sus discípulos se cuenta nada menos que Lorenzo de Médicis, que habría de ser llamado el Magnífico. Ficino declara que su discípulo había penetrado en todos los secretos del platonismo. En general, se proclamaba el valor de la cultura antigua y moderna —su versión renacentista— de un modo mucho más acusado que el que impera hoy día. Nosotros —es decir, los países europeos, porque en América eso no existe— seguimos estudiando literae humaniores, pero nuestro entusiasmo vital hacia esas letras humanizantes es mucho menor y más desvaído que el de aquellos hombres del Renacimiento. El humanismo floreció más que todo en las cortes de los príncipes, en especial por una razón económica, que era que los poetas-filólogos que representaban el estudio humanístico encontraban mejor recibimiento y mejor sueldo en esas cortes, como educadores de los príncipes. Entre estos príncipes merece destacarse el nombre de Alfonso de Nápoles, quien manifiesta un desmedido amor por la Antigüedad. Cedió sus posiciones políticas para poder dedicarse a sus estudios. Federico de Urbino fue otro gran príncipe, superior a Alfonso por su erudición. Este príncipe no era muy dispendioso, sino más bien un hombre metódico, que hacía trabajar a una serie de personas para obtener traducciones griegas. Conocía a fondo la teología medieval, y estableció comparaciones entre Tomás de Aquino y Duns Scoto; el platonismo lo dejaba más bien para su contemporáneo Cósimo, pero en cambio conocía muy bien los escritos de Aristóteles, en especial la Ética, la Política y la Física. Humanismo clásico, humanismo marxista / 93

También los Sforza se dedicaron a darle educación humanística a sus hijos. Según ellos, el príncipe debía poder tratar a los eruditos de igual a igual. Es la conciliación de las armas y las letras, que tan maravillosamente se dio en el Renacimiento europeo, y que también reflejó Cervantes en su discurso sobre ese tema. Un ejemplo es Ludovico el Moro, que con sus conocimientos rebasó el mero estudio de la Antigüedad. Los humanistas eran reclamados tanto por las repúblicas como por los principados y los papas, para tareas específicas, como era la redacción de epístolas y los discursos públicos y solemnes. El puesto de secretario sólo lo puede ejercer un buen latinista, es decir, un buen humanista. Uno de los mejores secretarios de ese tiempo lo fue el poeta Pietro Bembo, junto con Jacob Salodeto, cuando León X. Ellos tenían como deber conservar en los momentos difíciles la compostura suficiente como para redactar un escrito en buen latín ciceroniano. También destacaron los oradores, en latín y en italiano, pues era cosa corriente en las reuniones sociales anteceder el brindis con alguna pieza oratoria, preferible en buen latín. Estos discursos debían ir adornados con toda la pompa filológica y arcaizante que fuera menester. Por supuesto, no siempre estas piezas oratorias merecían el nombre de «humanismo». Muchas veces se trataba de piezas artificialmente construidas a base de alusiones a la Antigüedad, sin mucho fundamento filosófico y más bien traídas a la ligera. Pero había una parte sustancial que quedaba en el ánimo de los oyentes. La fiebre por la Antigüedad era enorme. Este fenómeno de las citas de los autores antiguos se atemperó hacia finales del siglo XV, y fue obra de los florentinos principalmente. Las ediciones de los autores clásicos ya eran más fáciles de conseguir y ya no era tan sorprendente una cita de Platón o de Horacio. Ya comenzaba la decadencia del humanismo. Paulo Jovio, en su Dialogus de viris litteris illustribus, refiere como las comedias de Plauto y Terencio, que hasta entonces habían sido tenidas como modelos, fueron cambiadas por comedias italianas, de la naciente commedia dell’arte. Los sermones latinos en las iglesias habían dejado de tener el efecto que antes tenían. Antes, un buen sermón era el camino hacia el episcopado; ahora, sólo servía para ilustrar al bajo pueblo. 94 / Ludovico Silva

También contribuye a caracterizar el humanismo renacentista su énfasis en la poesía neolatina. Ya hemos visto en Petrarca cómo este se ufanaba más de sus composiciones latinas que de sus canciones italianas. Pero la mayoría de los poetas seguían el mismo modelo. Incluso Ariosto se vio tentado de escribir en hexámetros latinos. Buscando tal vez un ritmo ya perdido, una cadencia olvidada. Ya para el siglo XVI, el humanismo decae y degenera. Ya nadie cree en los humanistas. El reproche es personal y no general. La gente seguía creyendo que eran buenos y provechosos los estudios humanísticos, pero los humanistas mismos cayeron en el más profundo descrédito. Se les acusó de tres cosas fundamentalmente: de maligna soberbia, de vergonzoso desenfreno y, lo que era más peligroso después de la Contrarreforma, de incredulidad. De estos reproches eran culpables los mismos humanistas. Habían llegado a un grado muy grande de venalidad en su actitud. Hundían a quien querían hundir y exaltaban a quien querían exaltar. Por lo demás, se había generalizado el género de poesía obscena en latín —como el Antonius de Pontano—; no en balde los estigmatizó el gran poeta Ariosto en su Sátira VII, del año 1531, con tranquilo y soberano desdén. Los humanistas han perdido todo su prestigio. Son desplazados de la parte más influyente de la vida de la nación y además se convierten en elementos sospechosos para la naciente Contrarreforma. Pierden la dirección de las Academias, y la poesía latina es sustituida por la poesía italiana. El humanismo clásico había decaído

Humanismo clásico, humanismo marxista / 95

II CONTRACULTURA Y HUMANISMO

Para poder hablar de una «contracultura» es preciso hablar primero de la cultura. Y también, hablar de la ideología, pues ambos términos, tanto en nuestro tiempo como en épocas pasadas, han estado siempre íntimamente ligados, hasta el punto de confundirse a veces el uno con el otro. En nuestro tiempo, en especial, el elemento ideológico de la sociedad está tan profundamente asociado a la cultura, que se hace prácticamente imposible separarlos. Sin embargo, nunca ha sido tan urgente la tarea de deslindar y separar enérgicamente dos términos como cultura e ideología, como en nuestra época. La cultura, la verdadera cultura de la época capitalista, que yo bautizaré aquí como contracultura, debe ser contrapuesta firmemente a la ideología del sistema capitalista. Para poder llegar a semejante conclusión, habrá que hacer un análisis sutil y delicado de ambos términos, que es lo que me propongo en primer lugar en este ensayo, para poder hablar con propiedad acerca del humanismo y la contracultura. De sobra sé que el tema es altamente polémico, y a decir verdad llevo ya varios años manteniendo esa polémica con diversos colegas filósofos y científicos sociales que expresan resistencia o rechazo abierto frente a mis concepciones. Yo he tratado, en mis escritos, de llegar a un concepto riguroso, estricto, de la ideología, basándome en una interpretación sui generis de los textos de Marx y de otros autores y basándome en mi propia experiencia como sujeto de la sociedad capitalista. También, aunque con menos insistencia, he tratado de perfilar un concepto de cultura en el que desaparezcan las innumerables Humanismo clásico, humanismo marxista / 99

ambigüedades en que ese término se ha visto envuelto desde hace siglos. Pero sólo en los últimos tiempos he podido llegar a encontrar una definición de cultura que llena los requerimientos de una verdadera teoría social. Como era de esperarse, esa definición de cultura la encontré dentro del marxismo; pero no el marxismo de Marx, sino el marxismo de un economista africano ampliamente conocido: el senegalés Samir Amin. Ya explicaré más adelante las implicaciones, que son graves y profundas, de semejante definición de la cultura. Por ahora me limitaré a enunciarla. Como todos los pensamientos profundos, este de Samir Amin tienen el don de la brevedad y la sencillez: «Para nosotros, la cultura es el modo de organización de la utilización de los valores de uso»1. Para poder apreciar en su justa dimensión y profundidad esta definición es preciso haberse leído, cuando menos, el primer tomo de El Capital de Marx. Pues se trata de una definición profundamente marxista. Yo no la adopto por un presunto proselitismo marxista, del cual, por fortuna, siempre he estado curado. Mi camino hacia Marx siempre ha sido el de un pensador e interpretador libérrimo, jamás atado a iglesia alguna, como también lo era el propio Marx. Mi alergia hacia los manuales de marxismo ya la expresé, casi violentamente, en mi libro Anti-Manual2, que con su amplia difusión en los países de habla española y en Italia ha logrado irritar a muchos marxistas de esos que en el fondo de su inconsciente siguen siendo estalinistas. Pues el estalinismo, como he escrito en otra ocasión, es mucho más que la doctrina política y pseudo-filosófica de un autócrata asesino que desvirtuó por completo la Revolución Rusa; el estalinismo es toda una actitud vital cuya esencia es usar el marxismo de un modo acomodaticio, a fin de que sirva para la aplicación mecánica de un pensamiento dogmático, esclerosado, que no constituiría un enemigo real y práctico si no sirviese tam1

«Pour nous, la culture est le mode d’organisation de l’utilisation des valeurs d’usage». Cf. Samir Amin, Eloge du socialisme, éditions Anthropos, Paris (sin fecha), p. 8.

2

Cf. Ludovico Silva, Anti-Manual para uso de Marxistas, marxólogos y marxianos, ed. Monte Ávila, Caracas, 1975.

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bién para justificar monstruosidades como aquella de «el socialismo en un solo país» (que contradice abiertamente a Marx) o como las recientes invasiones armadas a países que la URSS quiere mantener dentro de su «esfera de influencia». Disfrazados con piel de cordero, estos estalinistas llevan sus tanques y sus ejércitos a una Checoeslovaquia donde se hacía un experimento socialista libérrimo, donde existía el derecho a la crítica dentro de un régimen comunista, y aplastan todo eso con el hipócrita pretexto de «salvaguardar el socialismo». Igual ocurre, en los días en que escribo estas páginas, con la invasión soviética a Afganistán, un país pobre y débil que ahora tiene que luchar con sus guerrilleros para ahuyentar al enemigo ¿En qué se diferencia este «socialismo» imperialista del imperialismo capitalista? En nada; sólo que es más hipócrita, pues al menos los Estados Unidos no disfrazan sus pretensiones de imponer la fuerza del capital y el interés en los países que están bajo su esfera de influencia. Pero no es mi propósito hablar de política, aunque, es preciso confesarlo, la política es como una ardilla filosófica que se desliza insensiblemente por todos los intersticios de cualquier teoría que tenga que ver con la vida social e intelectual. Como decía plásticamente Ortega y Gasset, la política es como «la espuma de la sociedad», que aparece por todas partes, ante cualquier golpe de ola. Lo que me interesaba destacar, de modo forzosamente personal, es que mis teorías —de inspiración marxista— acerca de la ideología y la cultura, siempre han pasado y seguirán pasando, sin duda, por ser francamente heterodoxas y extravagantes. Mi única pero fuerte defensa son los textos mismos de los fundadores del marxismo; por eso he publicado una vasta antología de Marx y Engels titulada Teoría de la ideología3, a fin de que los lectores de habla hispana puedan comprobar con sus propios ojos, con los textos en la mano, el verdadero carácter de la teoría marxista de la ideología, que es muy distinto al carácter que le imprimieron 3

Marx y Engels, Teoría de la ideología, ed. del Ateneo de Caracas, Caracas, 1980. Véase también mis libros La plusvalía ideológica, EBUC, Caracas, 1971; Teoría y práctica de la ideología, Nuestro tiempo, México, 1971; El estilo literario de Marx, Siglo XXI, México, 1971; y La alienación en el joven Marx, Nuestro tiempo, México, 1980. Humanismo clásico, humanismo marxista / 101

Lenin y sus infinitos seguidores. Ello implica también una posición heterodoxa sobre el problema de la cultura. De la definición antes citada de Samir Amin se desprende una grave consecuencia que será basamento de este ensayo: el capitalismo, como tal, por ser un sistema fundado enteramente en los valores de cambio, no tiene propiamente una cultura, sino una contracultura, que es algo muy distinto. Cultura propiamente tal había en la Grecia clásica, entre los sumerios y babilonios, en el antiguo mundo judaico o en las civilizaciones inca y azteca; pero en el capitalismo sólo hay contracultura, y lo único que se puede llamar «cultura capitalista» no es otra cosa que ideología. Partiendo, pues, a manera de hipótesis que necesitará ser demostrada, de la definición marxista de la cultura y de la idea de una contracultura, pasaré ahora a perfilar lo referente a los conceptos de ideología y cultura, cuyo tratamiento previo es indispensable. El tema de la ideología lo trataré someramente, a fin de no repetir lo que he escrito en otros libros; en todo caso, el lector podrá encontrar en este mismo volumen, en el ensayo titulado «Psiquiatría, humanismo y revolución» algunas precisiones más detalladas sobre el tema. *** Dentro de la tradición marxista, la palabra «ideología» suele asociarse a la de superestructura. Es bueno aclarar que Marx no empleó el vocablo de Superestruktur (sólo lo usó ocasionalmente en su obra de juventud La ideología alemana), sino Ueberbau, que significa «edificio» o «partes altas de un edificio» o simplemente los andamios. Lo cierto es que en su celebérrimo prólogo a Zur Kritik der politischen Oekonomie (1859), Marx habla de una ideologische Ueberbau, lo que se ha solido traducir como «superestructura ideológica». Desgraciadamente, ese texto —que desde luego es muy importante en Marx— se ha hecho tan célebre, tan manualesco, que ha logrado opacar una infinidad de pasajes de Marx donde establece una teoría estricta de la ideología. Pues en ese texto Marx incluye, dentro de esa superestructura ideológica, todos los elementos espirituales de la sociedad, sin distingo algu102 / Ludovico Silva

no: lo mismo entra allí la ciencia —que en otros lugares de su obra Marx define como la anti-ideología— que la moral, la metafísica, los cuerpos jurídicos, el arte, la política, sin faltar el lamentable «et-caetera» que oscurece varios pasajes de Marx y de Engels. Hay otro importante dato que observar: la «superestructura», «edificio», o como se la llame, no es más que una metáfora que inventó Marx para visualizar literariamente su concepción de la sociedad. De allí la importancia de examinar el vocabulario original. La base material de la sociedad viene definida con un término científico de claro valor epistemológico: Struktur, estructura. El mismo vocablo empleó Marx años más tarde, profusamente, en El Capital, donde continuamente se opone la oekonomische Struktur o la estructura económica a las Erscheignungsformen o formas de aparición, ideológicas, en que se manifiesta a la simple mirada de los hombres aquella estructura. En cambio cuando va a hablar de la superestructura emplea una metáfora: Ueberbau. El mundo de la ideología y de la cultura —ya se verá la diferencia entre estos términos— se presenta como un edificio, como una fachada, que es lo que los hombres generalmente alcanzan a ver: el Estado, los cuerpos jurídicos, la moral, el arte, la política, sin darse cuenta de que todo ese edificio está sustentado por unos cimientos ocultos pero poderosos. Estos cimientos constituyen la estructura de la sociedad, «el taller oculto de la producción», el aparato material productivo de la sociedad, la infraestructura tecnológica, las relaciones de trabajo, la maquinaria. En este terreno oculto de la producción es donde el capital realiza sus grandes negocios fraudulentos con el Trabajo, es decir, donde se enfrentan el capitalista y el trabajador. Pero lo que la gran masa del pueblo ve es lo que se refleja en el «edificio», en la fachada social, es decir, los «legítimos» contratos entre obreros y patronos, las «legítimas» ganancias del capital invertido, los «progresos» de la tecnología, las mejoras y «reivindicaciones» en las relaciones de trabajo y toda una interminable serie de monsergas jurídicas —y a veces religiosas, morales o filosóficas— destinadas a encubrir, ideológicamente, la explotación que tiene lugar en la estructura oculta de la sociedad. Por eso decía Engels, en sus años postreros —que fueron de gran fecundidad en lo que respecta a la teoría marxista de la ideoloHumanismo clásico, humanismo marxista / 103

gía— que la ideología actúa inconscientemente en los sujetos de la sociedad; no se dan cuenta de que la ideología jurídica lo que hace es encubrir las verdaderas y crueles relaciones que existen entre capitalistas y obreros; toman al Estado por el supremo dictador de las leyes de la sociedad y, burguesamente, se acomodan a él y a sus dictados. Es característico de la mentalidad burguesa el vivir de acuerdo a las representaciones ideológicas que le ofrece la sociedad; jamás está en su ánimo el profundizar, analíticamente, en las secretas y reales relaciones de producción, en el origen de ese dinero que mágicamente aparece en los bancos, o en las manos de los usureros, o en las cuentas bancarias de los capitalistas. El burgués no se pregunta por el origen de esa riqueza. Cree mágicamente, de modo fetichista, en el poder autorreproductivo del dinero. Y como ve que su idea del mundo está consagrada en códigos jurídicos, en leyes estatales, en parlamentos ad hoc, en una prensa y una televisión y una radio que difunden la idea mercantil del mundo, su conciencia está tranquila. Vive feliz en su aurea mediocritas, en su banalidad acomodada, en su falsa conciencia. Pero antes de intentar una definición de la ideología es preciso advertir enérgicamente un aspecto que han olvidado casi todos los marxistas que en el mundo han sido, con una o dos honrosas excepciones. Si Marx visualiza científicamente a la sociedad como una totalidad orgánica compuesta por una estructura y una superestructura, no es porque quiera dar a entender —como lo hacen los manuales de marxismo— que en la sociedad existen realmente dos «niveles» o «estratos», ni siquiera dos «instancias». Como lo vengo diciendo desde diez años, la superestructura, para Marx, no es sino la continuación interior de la estructura social4. En su agudo prólogo a mi libro La plusvalía ideológica, el filósofo venezolano Juan Nuño cita como epígrafe una frase memorable de Marcuse: Today the ideology is in the process of production itself. «La ideología, hoy, está dentro del proceso de producción». En efecto, la ideología no hay que ir a buscarla en las altas esferas del pensamiento, en el arte o la ciencia puros, o en niveles situados místicamente sobre la burda estructura ma4

Véase mi libro La plusvalía ideológica, ed. cit., cap. V.

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terial de la sociedad. No, la ideología, en su sentido más estricto, hay que buscarla en el interior mismo del aparato productivo, en la infinita casuística jurídica que justifica los contratos obreropatronales declarándolos como «contratos entre partes iguales», o en esas sutilezas ideológicas que consagran como inalienable (!) la propiedad privada, que es precisamente un factor primordial de la alienación humana; la ideología hay que buscarla en el interior de esos inmensos medios de comunicación modernos, que con sofisticadas técnicas de «guerra subliminal» (the subliminal warfare) se apoderan del preconsciente y el inconsciente de la gran masa humana y la someten a sus caprichos, creándoles «necesidades» artificiales y formándoles una imagen del mundo que es en todos sus puntos leal al sistema de la explotación, el sistema del capital, «las furias del interés privado» de que hablaba Marx con tanta indignación ética en El Capital. La ideología hay que buscarla en el interior de los templos, los barrios miserables, las aldeas y los caseríos adonde llega, insidiosamente, ese mensaje religioso que pretende santificar la pobreza porque la verdadera riqueza «no es de este mundo», mientras ciertas organizaciones religiosas mantienen grandes negocios —en especial el de la educación, del cual yo mismo fui víctima— en los que ganan gruesas sumas de dinero, se recuestan en el brazo de los poderosos y no admiten en sus colegios selectos a los estudiantes pobres; en definitiva, esos ministros de Dios a los que Cristo echaría a patadas del templo, tal como lo hizo con los mercaderes de su época. Esos pretendidos ministros de la corte celestial que desvirtúan la idea de Dios, que es la idea más importante de todas las que tiene el hombre, comenzaron a actuar oficialmente, que yo sepa, a partir del Concilio de Nicea, que tuvo lugar hacia el año 325 después de Cristo. Allí se constituyó, oficialmente, el dogma cristiano y, por supuesto, aparecieron los primeros «herejes». Hasta entonces, el pensamiento cristiano había seguido con fidelidad las líneas del Nuevo Testamento y la palabra auténtica de Cristo. Uno de los últimos en respetarla fue San Jerónimo, el inmortal creador de la Vulgata y, ciertamente, un humanista clásico que se adelantó siglos al moderno humanismo. Y uno de los primeros fue el gran San Agustín, quien basándose en su amplia experiencia mundana Humanismo clásico, humanismo marxista / 105

(lo mismo que, en nuestros días, aquel genial e invalorable amigo, el monje trapense y poeta Thomas Merton) supo diseñar magistralmente, con espíritu libérrimo y nada eclesiástico, las verdaderas relaciones entre lo humano y lo divino, la civitas dei o ciudad de Dios y la civitas hominis o ciudad del hombre. Como decía Ortega, San Agustín era una «fiera de Dios»; una fiera demasiado humana como para no caer en imperfecciones. Una de sus imperfecciones fue, justamente, caer en algunas de sus obras en el dogmatismo más rígido. Pero subsisten sus grandes monumentos, de los cuales yo he estudiado detenidamente tres: Las Confesiones, donde hay el primer anuncio de la individualidad moderna, que él extiende atrevidamente hasta el propio Cristo: Ego sum qui sum; la Ciudad de Dios o De civitate Dei contra paganos, en cuyo comienzo afirma su yo ardoroso: Ego exardescens zelo domus Dei, «Yo, enardecido del celo de la casa de Dios»; y el Tractus sobre el Evangelio de San Juan, donde hay una idea revolucionaria acerca del concepto de «mundo», tal como intenté mostrarlo en otra parte5. San Agustín escribía libremente y su doctrina no era todavía una ideología al servicio de los poderosos, sino al servicio de los humildes, los desamparados, los desterrados de este mundo, tal como lo quería Cristo. Con Agustín se terminó la chispa divina de Cristo; después de él la doctrina cristiana se convirtió en lo mismo que convertido hoy la doctrina de Marx: en un amasijo de dogmas, una ideología. En nuestro mundo contemporáneo han surgido diversos movimientos de cristianos «heterodoxos», apegados a la palabra original de Cristo, y francamente revolucionarios. Muchos de ellos son sacerdotes y se proclaman «marxistas». El padre Camilo Torres, en Colombia, muerto en plena lucha guerrillera, o el padre Ernesto Cardenal, gran poeta y gran hombre, al frente de la revolución de Nicaragua, son dos ejemplos latinoamericanos de este nuevo cristianismo. En el libro de Cardenal El evangelio en Solentiname se respira un aroma evangélico tan puro como el de San Juan o San Mateo. La pequeña isla de Solentiname, situada en el Lago de Nicaragua, se convirtió así durante años en una comunidad sencilla y humilde compuesta por agricultores, pescadores y poetas. Bajo la dirección espiritual 5

Véase mi libro De lo uno a lo otro, EBUC, Caracas, 1975, p. 190 ss.

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de Cardenal, se reunían periódicamente para hablar del Evangelio, pero no para glosarlo según los consabidos dogmas, sino para recrearlo, para expresar cada cual su libre opinión. Esta es la única forma que yo conozco en que el factor religioso, el mensaje religioso, deje de ser ideológico, para convertirse en un sistema de denuncia, de apertura de la conciencia hacia los verdaderos problemas sociales. Y esto, naturalmente —con toda naturalidad histórica— tiene que hacerse con la ayuda del marxismo. A estos cristianos revolucionarios les tiene sin cuidado el ateísmo de Marx. Como ha escrito Otto Maduro, cristiano marxista venezolano, en su libro Marxismo y religión, la cuestión del ateísmo de Marx es de lo menos interesante que hay en Marx y carece de relevancia para los actuales planteamientos. Se puede creer en Dios —un Dios de justicia, una idea suprema que sirva para luchar por los oprimidos, al revés de lo que hacen los «ministros de Dios», que se visten lujosamente y hacen viajes al Vaticano— y ser al mismo tiempo marxista. Así me lo expresó mi amigo Ernesto Cardenal en una carta personal que me envió a comienzos de la pasada década, a raíz de haberle yo enviado un ejemplar de mi libro El estilo literario de Marx, que acababa de ser publicado en México: «Querido Ludovico —me decía—: me agradó mucho recibir tu carta después de tanto tiempo de no recibir ninguna tuya, y tu libro El estilo literario de Marx, que he leído con gran interés. Un libro muy maduro y sabio y auténtica obra de poeta. Yo ahora soy marxista, por eso el libro tuyo me interesó especialmente, y me ha ilustrado (…). Es necesario estar sano y productivo, en esta hora de alumbramiento de América Latina. Me ha gustado lo que dices de mi libro En Cuba, que es tal vez mi mejor poema, porque así quise que fuera, como un poema, un canto a la Revolución. En ella nos encontramos todos, creyendo en Dios o no creyendo. Tu manera de sentir a Dios tal vez no esté tan alejada de la que han tenido los místicos. El “creer” en Dios no es cuestión cerebral ni intelectual, es amar a los hombres: concretamente, luchar por los oprimidos. Así lo entiende la Biblia». Y finalizaba Cardenal su hermosa carta con esta frase: «La vida no muere». Pero, ¿es esto ya religión? Yo creo que sí, que es religión en el más alto sentido de la palabra. Se suelen manejar dos etimologías Humanismo clásico, humanismo marxista / 107

distintas para definir la religión. Una, la que suministra el filósofo español Xavier Zubiri, según la cual viene de religare, estar el hombre atado a Dios. Otra, la que suministra Ortega y Gasset, quien basándose en un texto de las Noches áticas de Aulo Gelio, nos dice que el verdadero sentido de la religión reside en el adjetivo religiosuss, que significa «escrupuloso, probo, meticuloso». En este último sentido lo empleaba, por ejemplo, muy frecuentemente el gran Don Ramón del Valle Inclán, cuando nos hablaba del cuidado «religioso» con que escribía sus prosas de oro, o de la «silenciosidad religiosa» que empleaba su Marqués de Bradomín —«feo, católico y sentimental»— para seducir a las más piadosas damas. Transformando un poco ambas ideas, creo que puede concebirse la verdadera religión, la religión revolucionaria y no ideológica como sistema de pensamiento, o mejor, una actitud vital que se aferra o ata a la instancia divina como suprema idea para luchar, en este mundo y cuerpo a cuerpo, por la liberación de los oprimidos y la justicia social. En este sentido, es comprensible que un número cada vez mayor de sacerdotes católicos —hablo de América Latina— adopten el método marxista de lucha, en cuyo eje funciona la misma ética de Cristo: la lucha contra el poder del dinero. Cuando Cristo, colérico, expulsa a los mercaderes del templo, hace lo mismo que hacía Marx cuando fustigaba a los economistas políticos acusándolos de ser esclavos de «las furias del interés privado», como dice en El Capital. En el ensayo inicial de mi libro Teoría y práctica de la ideología, titulado «Teoría marxista de la ideología» y escrito hace ya diez años, yo clasificaba a la religión como un elemento netamente ideológico, y siempre y en todo caso ideológico. Hoy encuentro que semejante caracterización es injusta en ciertos casos. Tal vez obró en mí, de modo inconsciente, la pesada herencia de mi educación jesuítica, que tuve que desprender de mí a desgarrones. No: la religión puede ser, en determinadas circunstancias, un agente anti-ideológico, un agente creador de conciencia social. En mi país, Venezuela, existe por ejemplo un nutrido grupo de sacerdotes católicos revolucionarios y marxistas que entienden su misión evangélica como el llevarle a los miserables de la 108 / Ludovico Silva

sociedad la «buena nueva» (eso significa «evangelio» en griego) de que tienen que luchar, adquirir conciencia de clase para poder exigir, violentamente si es preciso, su derecho a participar de la riqueza social. Pero lamentablemente, estos sacerdotes marxistas son una minoría que a cada minuto se estrella contra el aparataje de las «altas dignidades eclesiásticas», esas que hacen frecuentes viajes al Vaticano y emiten homilías bíblicas sobre «el demonio del comunismo». Estas dignidades sí que representan la ideología oficial, la ideología capitalista, y, como dije antes, actúan dentro de la estructura social misma y no fuera de ella en una supuesta «superestructura» elevada «por encima» de la estructura material. En tiempos de Marx no existían sacerdotes revolucionarios. El tiempo de los grandes reformistas, como Erasmo y Lutero, había pasado. Lo que existía era un clero que se acomodaba sagazmente al lado de los poderosos, como se acomodó el Papa Pío VII a los deseos del todopoderoso Napoleón Bonaparte. Aquel Pío VII, aquel Gregorio Luis Bernabé Chiaramonti, que había sido elegido Papa en 1800 y que ya en 1801 había firmado un concordato con Francia para estar bien con el «poder temporal», en 1804 tuvo que trasladarse a París para consagrar a Napoleón como Emperador. Es triste la historia de este Papa. En 1808 Napoleón se apoderó de todos los Estados de la Iglesia y declaró a Roma ciudad imperial y libre. Pío VII se vio en la situación forzada de excomulgar al Emperador, y este, ni corto ni perezoso, lo hizo destituir y lo trasladó a Génova, donde quedó custodiado como prisionero. El sombrío rostro de aquel Papa, cuyo retrato se ha conservado, esbozó un rictus de amargura y maldijo la hora que coronó y consagró la cabeza del Poder Temporal en Napoleón Bonaparte. Iguales o parecidas historias han ocurrido a lo largo de los siglos, después del Concilio de Nicea; el papado, con toda su corte de poderosos cardenales repartidos por toda Europa, siempre ha querido asociarse al Poder Temporal y para ello se ha ofrecido a sí mismo como la ideología que los poderosos necesitan para consolidar sus imperios y reinados. El caso del Protestantismo es paradigmático. Desde un principio estuvo asociado a eso que Adam Smith llamaba «la riqueza de las naciones». Con los siglos se transformó en la religión oficial del Humanismo clásico, humanismo marxista / 109

sistema capitalista. Max Weber, en su desmedido afán de contrarrestar a su gran enemigo, Marx, inventó la peregrina idea de que no son las fuerzas materiales económicas las que dirigen la historia, sino las ideas religiosas. Su ejemplo fue el Protestantismo, verdadero motor, según él, de la grandeza imperial inglesa y la posterior grandeza de los Estados Unidos. El Protestantismo, dice, es la religión que consagra el trabajo, y por eso los países de mayoría protestante son más trabajadores y pueden adueñarse del mundo. Para Max Weber parece no existir la acumulación originaria de capital, ni la formación del proletariado al disolverse el sistema gremial de la Edad Media, el desmembramiento de los séquitos feudales, que inevitablemente iban a parar a las grandes ciudades, al igual que una multitud de trabajadores del campo, expropiados por la decadencia del feudo. Ni parece existir la formación de la clase burguesa, que en siglos como el XVIII estaba mucho más atenta a las transformaciones económicas y políticas —el derrumbe final del feudalismo bajo la cuchilla de Monsieur Guillotin— que a las evoluciones del pensamiento religioso. Tampoco parece existir para Weber el hecho del traslado de toda la riqueza minera —oro y plata— de América hacia Europa; metales preciosos que generalmente llegaban a España, pero que después iban a parar a las arcas inglesas. Fueron esta plata y este oro el verdadero origen del capitalismo inglés, que en un principio fue capitalismo puramente mercantil. Nadie niega las virtudes laborales del Protestantismo; pero eso no es más que un aditamento ideológico que no hace sino reforzar la rapiña del capital y el despojo del trabajo. Max Weber, a pesar de su excelencia científica, procede como un ideólogo. Como lo escribió Marx en su Miseria de la filosofía: los ideólogos creen que son las ideas las que hacen a la historia, y no la historia a las ideas. Esa ideología weberiana ha tenido y tiene gran éxito entre las naciones capitalistas, particularmente en los Estados Unidos (país al cual ya Marx, en 1858, llamaba en francés le capitalisme a l’état pur). En los Estados Unidos, que son, como decía Rubén Darío, «potentes y grandes», existe una deificación o mitificación del trabajo; pero lo que no advierte el trabajador en ese país es que su misión no tiene ningún contenido humanístico; su misión consiste, simple 110 / Ludovico Silva

y llanamente, en la producción incesante de valores de cambio, y los psicólogos y psiquiatras del sistema —los famosos «analistas motivacionales» que mezclan el conductismo con el análisis profundo de Freud— se encargan de averiguar, mediante el sistema de las «entrevistas profundas» —que van más allá de la conciencia y exploran toda la zona psíquica no consciente— cuáles son las «reales» necesidades de la gente, no sólo para adoptar la producción mercantil a esas necesidades, sino para engendrar nuevas necesidades en el psiquismo de la gente. De modo, pues, que todo ese trabajo santificado religiosamente no es sino un vulgar instrumento al servicio del capital, y los «trabajadores intelectuales» del sistema no hacen otra cosa que engendrar necesidades, no para satisfacer al hombre, sino para satisfacer al mercado, que es el verdadero Dios de esa sociedad. Nada de extraño tiene, pues, que el arte y la ciencia auténticos, cuando se logran desideologizar, sean en esos países un anti-arte y una anti-ciencia, es decir, una contracultura. La sociedad capitalista expresa su alienación a través de una profunda deshumanización de las relaciones sociales, todas ellas basadas en el dinero. Sólo su sus científicos y artistas rebeldes y radicales se encargan, aunque minoritariamente, de recordarle a esa sociedad que ninguna civilización es verdaderamente grande si no asume como primera función el humanismo. *** De lo anteriormente expuesto se desprenden dos conclusiones. Por una parte, la llamada «superestructura», edificio de la sociedad —que es una metáfora de Marx en 1859— no tiene una composición unitaria, sino que está dividida en dos grandes regiones: la ideológica y la cultural. Estas dos regiones no deben entenderse como compartimientos estancos; su división es puramente analítica, y ya en su contexto real, la sociedad, forman una apretada síntesis. Pero es labor de la ciencia dividir y analizar allí donde la realidad empírica se presenta como unidad sintética. Por eso todo sistema filosófico digno de ese nombre debe incluir en su seno una Analítica y una Sintética. Igual ocurre, por ejemplo, con la teoría de Freud sobre la composición de la psique Humanismo clásico, humanismo marxista / 111

humana. Él nos dice que el psiquismo, desde el punto de vista de la estática psíquica, se divide en Conciencia, Preconciencia e Inconsciencia. Pero al mismo tiempo advierte que no debe perderse de vista la dinámica psíquica, de acuerdo a la cual la división de la estática no es más que una división artificial de regiones que en la realidad, en el funcionamiento psíquico, se entrelazan continuamente y se intercambian mensajes y energías. El mundo inconsciente de la represión actúa constantemente sobre la consciencia; el mundo de la preconsciencia actúa a su vez sobre la conciencia de un modo decisivo; y la conciencia, con su trabajo analítico, es capaz de penetrar en las regiones oscuras del Preconsciente y el Inconsciente. Del mismo modo, las regiones de la superestructura social: ideología y cultura, pese a ser cualitativamente distintas, intercambian entre sí todo un juego de energías e influencias. La ciencia, por ejemplo, pertenece por definición a la cultura, y por su esencia misma es anti-ideológica, tal como lo decía Marx. Sin embargo, se da frecuentemente el caso de una ciencia ideologizada, puesta al servicio del capital y de la explotación. Esos científicos que, en sus pacíficos laboratorios aparentemente «neutrales» elaboran los elementos para fabricar terribles armas de destrucción, son sin saberlo unos ideólogos al servicio de la economía de guerra y de la destrucción de los seres humanos. Todos se suelen apoyar en la conocida doctrina de la «neutralidad axiológica» del científico, difundida por Max Weber, según la cual el científico debe abstenerse de emitir juicios de valor. Pero a esa tal neutralidad yo la llamo el complejo de Pilatos, que puede definirse como la necesidad compulsiva de lavarse las manos ante cualquier complicación. Muy distinta era la actitud de la ciencia de Marx, que estaba sobrecargada de una musculatura ética y se entendía a sí misma como una denuncia y como un mensaje para redimir a la humanidad de su sufrimiento. Si saltaran hoy los huesos de Marx de su tumba londinense, se aterraría de ver cómo su ciencia ha sido transformada en una ideología al servicio de una forma odiosa de terrorismo imperialista. Vemos, pues, cómo pueden interpenetrarse en la ciencia las regiones de la ideología y la cultura. Por eso es tan difícil definirlas y deslindarlas, y por eso abundan las definiciones más equívocas y ab112 / Ludovico Silva

surdas tanto de la ideología como de la cultura. Lo mismo ocurre con el arte, que por definición pertenece a la región de la cultura. El arte, en su esencia, es cultural y anti-ideológico, puesto que su misión es descubrir las verdaderas relaciones que existen entre los hombres, y no ocultarlas ni disimularlas. Un artista como Stendhal, por ejemplo, se dedicó a la delicada y peligrosa tarea de desentrañar el mundo psicológico de sus contemporáneos, poner al desnudo la trama espiritual de aquella sociedad burguesa ascendente. Su denuncia y el repudio que recibió fueron tales que hoy podemos hablar con propiedad de sus trabajos como de obras netamente contraculturales, en abierta oposición al sistema. No en vano escribió el autor de Le ruge et le noir su frase profética: Je serai compris vers 1900. Y esta profecía, en efecto, resultó verdadera, y se cumplió al pie de la letra, porque a finales del siglo XIX, que había ignorado totalmente a Stendhal, un investigador descubrió que en una biblioteca de Grenoble, ciudad natal de Stendhal, un conjunto de polvorientos manuscritos que afortunadamente dio a la publicación; inmediatamente la fama de Stendhal se propagó por toda Europa, y escritores como Proust pudieron inspirarse en sus incomparables análisis psicológicos de la sociedad moderna. En vida de Stendhal, sólo dos espíritus egregios supieron comprender su genio. Uno de ellos fue Goethe, pero Stendhal no se enteró nunca de este hecho, ya que Goethe lo vertió casi todo en sus conversaciones con Eckermann. El otro fue Balzac, quien en un hermosísimo artículo saludó al autor de La chartreuse de Parme como a un escritor genial, cosa que sorprendió mucho al propio Stendhal, acostumbrado a tomar la literatura, no como una vocación afiebrada —como era el caso del mismo Balzac— sino como una diversión, un ejercicio elegante que le podía servir para conquistar a esas damas del salón de Madame Recamier que tanto le huían por su fealdad física, pero que al cabo quedaban encantadas por su chispeante conversación y el brillo de sus ojillos astutos y sensuales. Así como el de Stendhal, el caso de Honorato de Balzac —su hermano espiritual— es paradigmático y sirve para ilustrar la interpenetración de los niveles ideológico y cultural. Más tarde, cuando trate directamente el concepto de contracultura, volveré con el Humanismo clásico, humanismo marxista / 113

ejemplo de Balzac. Pero adelantaré algo. Balzac vivió en su propia carne, de modo dramático, esa ambivalencia de la ideología y de la cultura. La ideología de su época, que era una mezcla contradictoria de republicanismo y monarquía, se apoderó de él. Balzac se declaró, en diversos artículos de prensa, abiertamente monárquico. Pero, en su esencia, era republicano, y a pesar de su admiración por Napoleón, deseaba —y de ello son testigos sus innumerables novelas— un orden democrático. Sobre todo, peleaba a muerte con el gran dios de su época, que todavía hoy sigue reinando: el dinero, las relaciones burguesas de producción. Y en sus novelas retrata implacablemente todo ese putrefacto mundo de las relaciones mercantiles. Marx mismo, quien tenía el genio de penetrar en lo profundo, más allá de las apariencias, elogió calurosamente la obra de Balzac como la reproducción artística de todas sus teorías socioeconómicas. Así lo dice claramente en El Capital, como veremos más adelante. Ya sea en su Louis Lambert —genial novela que va desde lo más místico hasta lo más crasamente material—, o en su Piel de zapa, o en su Eugenia Grandet, o sobre todo en su tardía novela Les paysans, que tanto gustó a Marx, Balzac retrata fielmente, con la precisión de un cirujano, la esencia del modo de ser capitalista, eso que Marx llamó el Fetischkaracter o carácter fetichista de la vida centrada en los valores de cambio. Esta era realmente la contribución cultural de Balzac, y por eso puede decirse que su presencia en el mundo de las letras aumentó grandiosamente la cultura de su época; pero, como veremos, esa presencia tiene el carácter de contracultura, pues consiste en una gigantesca requisitoria contra los valores ideológicos dominantes de la sociedad capitalista. Balzac también pagó su tributo a esa ideología, pero, como hemos visto, semejante tributo fue mínimo comparado con su tributo cultural. De todos modos, nos sirve para ejemplificar lo que hemos llamado la dinámica de las relaciones entre el nivel ideológico y el nivel cultural. Como ideólogo, Balzac es bien poca cosa; se limita a ser una especie de monárquico trasnochado, soñando vanamente en títulos de una nobleza que le estaba negada a él, plebeyo que se vio rechazado por las mujeres aristócratas de su época; siempre soñó con casarse con una viuda rica para solucionar sus siempre angustiosos problemas de dinero; pero esa viuda tenía que ser una condesa o una duquesa. Finalmen114 / Ludovico Silva

te, y a modo de trágica ironía, la vida le concedió a una viuda rica a la que venía cortejando desde hacía muchos años: la duquesa ucraniana de Hanska; pero esta se casó con él casi por lástima, porque lo veía enfermo y prácticamente moribundo. Se casó Balzac y no pudo disfrutar ni un instante de la riqueza de Madame Hanska, pues a las pocas semanas, después de un agonizante viaje desde Ucrania a París, Balzac murió, pobre y endeudo, como había vivido toda su vida. En Balzac se transparentan de modo dramático esas relaciones dinámicas que existen entre ideología y cultura. Ideológicamente reaccionario era, y por eso, lo mismo que un niño grande, trataba de exhibir en los salones parisinos un regio bastón adornado con una gran turquesa, o unos chalecos dorados que trataban de disimular vanamente su gran panza de burgués plebeyo; o se hacía pasar, mediante pseudónimos, por un extraño noble venido de lejanos países, a fin de asombrar a las mujeres, quienes siempre, indefectiblemente, le adivinaban su origen humilde, ya fuera por ciertas expresiones de su habla, ya fuera porque se metía el cuchillo a la boca en los banquetes. Sin embargo, este reaccionario con ínfulas de grandeza nobiliaria, fue un auténtico revolucionario con su arte novelístico. Durante muchos años, trabajó diariamente desde las doce de la noche hasta las ocho de la mañana, a fin de crear ese monumental ciclo de novelas que posteriormente, en un célebre prólogo a sus Obras, tituló La comédie humaine, que es el retrato y la vivisección del siglo XIX, y que aún tiene plena vigencia, pues vivimos inmersos en la misma sociedad en que vivía inmerso Balzac. Tan sólo nos hemos transformado tecnológicamente; pero el fetichismo capitalista sigue planteado en los mismos términos en que lo caracterizó Marx. Por cierto que Marx, llevado de su admiración por Balzac, quiso una vez escribir —así lo cuenta Mehring— una monografía del autor de Les paysans; pero sus trabajos económicos se lo impidieron. Balzac escribió al pie de un retrato de Napoleón que lo que este no había logrado terminar con su espada, lo terminaría él con su pluma. Y en efecto, Balzac domina magistralmente todo el siglo XIX. Entre sus treinta y sus cincuenta años, es decir, en veinte años, Balzac escribió casi ochenta novelas, unidas todas por un cordón umbilical: la vivisección de su siglo. El dinero era para él obsesionante, y uno no sabe cómo aprendió a describir con tan perfecta minuciosidad el Humanismo clásico, humanismo marxista / 115

terrible y sombrío mundo de la bolsa, los usureros, los economistas, los corredores de bolsa, los prestamistas, etc. He aquí un caso en que el mundo de la cultura, de la denuncia, vence plenamente al mundo de la ideología, que es el del encubrimiento y la falsía. Podríamos ejemplificar con muchos otros casos esta interpenetración dialéctica de la cultura y la ideología, pero lo dejaremos para más adelante, cuando nos enfrentemos al concepto de contracultura. Pero todavía recordaré otro caso célebre: el de Dante Alighieri. Dante era un hombre profundamente político, un militante activo, y en su Florencia natal actuó decisivamente en política. Era, pues, un ser politizado, ideologizado, lleno de consignas partidistas. Su mundo cultural era apenas un barniz que le servía para granjearse las simpatías de los poderosos. Escribía bellos sonetos en dolce stil nuovo, escribía tratados latinos. Pero a Dante, por sus ideas políticas, le llegó la hora de la amargura: fue desterrado. Si no hubiera sido por este destierro forzoso, Dante no hubiera pasado probablemente de ser un político y un escritor elegante, un prerrenacentista más. Pero el destierro lo encerró en sí mismo, lo obligó a auscultar su corazón, los más íntimos latidos de su concepción del mundo. Descubrió así su propio mundo cultural, contrapuesto con su mundo ideológico. Y escribió su Divina Commedia. Su politización era tan profunda que llegó a hundir en su Infierno a sus enemigos políticos personales; pero esa política, esta ideología, estaba ya transfigurada en pura cultura, en la grandiosa obra arquitectónica que el destino le había encomendado. *** Con estos ejemplos, creo, basta para caracterizar de un modo dinámico y accesible, no meramente conceptual, las relaciones entre cultura e ideología. Nos tocan ahora dos tareas difíciles o delicadas: definir la ideología y definir la cultura, como paso previo para definir la contracultura y su relación con el humanismo. Yo creo que no se puede constituir una teoría de la ideología sin acudir a Marx y Engels. Es cierto que la palabra nació unos cincuenta años antes de que ellos la utilizasen, pero no es 116 / Ludovico Silva

menos cierto que el uso inicial de ese vocablo estuvo teñido de ambigüedad, hasta el punto de convertirse en una vaga science des idées, en manos de Destutt de Tracy, el mismo escritor que años más tarde, en El Capital, Marx describiría como le crétinisme bourgeois dans toute sa béatitude, así dicho en francés, que es el idioma que empleaba Marx cuando quería zaherir a alguien, tal como lo hizo con Proudhon. Se formó, pues, en Francia, el grupo de los llamados «ideólogos», que inicialmente apoyaron a Napoleón, porque creían que aquel joven general les iba a restituir los valores perdidos de la Revolución. Pero no ocurrió así: Napoleón se convirtió en autócrata, en emperador, y los ideólogos se hicieron sus enemigos. Entonces, en una ocasión, ante el Consejo de Estado, en el año estelar de 1812, Napoleón esgrimió como un sable su tremendo dicterio: «La ideología, esa tenebrosa metafísica». Con esta frase de Napoleón quedaba claramente cerrado el ciclo primario de la teoría de la ideología, y ya se pasaba a caracterizar a esta como doctrina sin sentido histórico, más allá del mundo material. Vale la pena citar completas las palabras de Napoleón, porque ellas constituyen el más claro anticipo de la teoría de Marx: C’est a l’idéologie, a cette ténébreuse métaphysique, qui en cherchant avec subtilité les causes premières veut sur ces bases fonder la législation des peuples, aux lieux d’approprier les lois a la connaissance du coeur humain et aux leçons de l’histoire, qu’il faut attribuer toutes les malheurs de notre belle France. Con esta frase el emperador cortaba genialmente, de un sablazo, toda esa ambigua arqueología del concepto de ideología, y ligaba por primera vez este concepto a la falta de sentido histórico, a eso que luego Engels, hegelianamente, llamaría la «falsa conciencia». Salvo una que otra mención aislada que no vale la pena recordar, el vocablo ideología permaneció en la oscuridad, hasta que a Marx y Engels se les ocurrió escribir el voluminoso mansucrito que se conoce como La ideología alemana, que desgraciadamente no dieron a la publicación, y que sólo se vino a conocer íntegramente en 1932, en la edición MEGA. Muy distinto hubiera sido el pensamiento de Lenin, o de Karl Mannheim, si hubieran podido conocer a tiempo a ese enorme manuscrito. Humanismo clásico, humanismo marxista / 117

Pero hay que acentuar un dato: no sólo en La ideología alemana se puede buscar el pensamiento marxista sobre la ideología; también en El Capital, en las cartas de la vejez de Engels, y en infinidad de pasajes. Yo me he tomado el trabajo de reunir todos esos pasajes, que suman unas trescientas páginas, en mi antología titulada Teoría de la ideología. En esa antología hay un 10% de textos ambiguos en los que pareciera que Marx habla de la ideología en sentido lato, como si la ideología fuese, ella, toda la superestructura de la sociedad; pero en el 90% restante, que por desgracia es el menos conocido, elabora una teoría rigurosa, que le da a la ideología un sitio preciso, limitado, dentro de la superestructura social. De acuerdo a esos textos y poniendo algo de mi parte —porque el marxismo nos invita a ser creadores— yo he elaborado una definición de la ideología que contrasta abiertamente con todas las existentes, que son muchas. Esta definición suena así: La ideología es una región específica de la superestructura social, compuesta por un sistema de valores, creencias y representaciones que tienen lugar en todas las sociedades en cuya base material exista la explotación, y que está destinada, por el mismo sistema, a preservar, justificar y ocultar idealmente —en las cabezas mismas de los explotados— la explotación que tiene lugar en la estructura material de la sociedad. En todas las sociedades que conocemos, en los 7000 años de historia que poseemos, ha habido ideología porque ha habido explotación. En la Grecia clásica los filósofos justificaban ideológicamente a la esclavitud (como Aristóteles en su Política) y en la Edad Media se justificaba ideológicamente el sistema de la servidumbre. Los teólogos, en sus tratados, consagraban la nobleza de sangre de los señores feudales. En la edad moderna, los economistas políticos se encargaron de justificar ideológicamente el régimen de la propiedad privada, la producción mercantil y la división del trabajo, que son los tres grandes factores histórico-genéticos de la alienación del hombre6. El lugar social de la ideología está, hoy, en los medios de comunicación —como antes lo estaba en los libros y 6

Véase mi libro La alienación en el joven Marx, ed. Nuestro Tiempo, México, 1980.

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en el Parlamento— y su lugar individual reside en lo que Freud llamaba el Preconsciente de la psique humana, lugar que Lacan describe «estructurado como un lenguaje». En los niños que han nacido con la televisión, las representaciones ideológicas, esencialmente comerciales, pueden asumir el carácter de la represión inconsciente, pero en la mayoría de los casos, se trata de un condicionamiento de la Preconciencia, que a través de los mensajes comerciales y pseudoculturales se convierte en la más leal defensora inconsciente del sistema de la explotación. Ello engendra en el psiquismo humano eso que Marx llamaba «fetichismo» y que yo prefiero llamar «producción de plusvalía ideológica», que consiste en todo el excedente de energía psíquica que se pone al servicio del capital, transformada en verdadero «capital ideológico» del sistema, puesto al servicio del capital material. De sobra sé que semejante caracterización de la ideología encontrará muy pocos adherentes. De hecho, a raíz de mis libros, me la han criticado acerbamente. Pero yo sigo obstinado en que ese era el verdadero pensamiento de Marx, y aunque no fuese el pensamiento de Marx, esa es la teoría de la ideología que conviene a nuestra época. Se critica, en primer lugar, la idea de que la ideología sea un «sistema». La crítica proviene del célebre anticomunista francés Raymond Aron, a quien por suerte salvan su gracia y su sutileza. Su crítica de Althusser, por ejemplo, es magistral. Pero Aron se equivoca cuando le niega sistematicidad a la ideología. La ideología constituye un sistema por la simple razón de que es el reflejo —para usar la metáfora de Engels— del sistema económico imperante. En Aristóteles y en Platón la ideología esclavista está integrada a todo un sistema de pensamiento. En la sociedad capitalista, la ideología es un sistema perfectamente constituido para salvaguarda del capital material. La ideología capitalista no es inocente. Cualquiera podría pensar que se trata de mensajes comerciales más o menos dispersos, pero en realidad se trata de un mensaje omni-abarcante científicamente planificado. En los años cincuenta, gracias a ese gran mago del capitalismo que es el doctor vienés Dichter —palabra que en su idioma significa «poeta»— se crearon en los Estados Unidos innumerables institutos «científicos» para el estudio Humanismo clásico, humanismo marxista / 119

de las relaciones de mercado. Se instituyó el llamado «análisis motivacional» (motivational research) o «investigación motivacional». Esto está descrito magistralmente en el libro de Vanee Packard The hidden persuaders. Esos científicos al servicio del capital —ideologizados— descubrieron, gracias a una ingeniosa combinación de conductismo y freudismo, que los resortes anímicos para consumir las mercancías del mercado capitalista eran «irracionales». Mediante las llamadas «entrevistas profundas», descubrieron realmente cuál era realmente la apetencia de los consumidores. Y, conforme a estos resultados, pusieron sus servicios a la orden de las grandes compañías. Las fábricas de automóviles duplicaron sus ventas, al igual que las fábricas de detergentes, o de lavadoras, o de refrigeradoras, esas «islas congeladas de seguridad» según las bautizó un conocido empresario. Esos científicos, plenamente ideologizados, son los creadores de la actual ideología capitalista, que se exhibe comercialmente en los países industrializados y en sus adláteres subdesarrollados. De modo, pues, que la ideología es un sistema. Ese sistema conforma una región específica de la superestructura social que está en íntima comunicación con el resto de la superestructura: la cultura. Todos los elementos de la cultura pasan por la ideología, de modo dinámico. Todos, en un cierto momento, pueden ideologizarse. Pero el mundo de la cultura, en sí mismo, es el mundo del pensamiento verdadero, el de la conciencia cierta de sí misma, el mundo del arte y de la ciencia. La teoría de la ideología la he tratado en muy diversas ocasiones en mis libros; no es cuestión de que ahora repita lo que ya he escrito. Tan sólo me referiré a un punto que ha sido insuficientemente tratado. Y es un punto crucial para comprender correctamente la teoría de la ideología, es decir, una teoría rigurosa, que tenga validez y utilidad científicas. El punto en cuestión es el siguiente. Si aceptamos la versión contemporánea de la ideología, difundida a partir de Lenin —quien no conocía, ni podía conocer, los textos fundamentales de Marx y Engels al respecto— entonces tendremos que convenir en que la ideología es, lisa y llanamente, lo mismo que la superestructura, toda la 120 / Ludovico Silva

superestructura, sin distinción alguna de regiones o niveles. La ideología incluiría por igual el arte y la religión, la filosofía y la política, la ciencia y la moral, etc. Pero hemos de preguntarnos: ¿de qué nos sirve, epistemológicamente hablando, un concepto tan laxo, tan lato, tan ilimitado? Definir es limitar, poner fronteras a eso que Ortega llamaba «los delicados insectos de las ideas». El concepto de ideología tiene que ser un concepto restringido, pues de otra forma carece de toda utilidad para la ciencia social. El concepto que antes esbocé muy apretamente tiene la ventaja de que restringe a la ideología a un campo muy preciso: el de las representaciones falsas de la sociedad, eso que Kant llamaba las «ilusiones», eso que Hegel llamaba la «falsa conciencia» o eso que Marx llamaba simplemente «ideología», a la cual le dedicó una lucha a muerte y contra la cual erigió su fiero edificio científico. Uno se pregunta: ¿por qué, si Marx habló tan claramente acerca del peligro de la ideología, como región contrapuesta a la cultura y a la conciencia de clase, todavía se sigue sosteniendo, dentro de los círculos marxistas, la vaga idea de que hay, al lado de una «ideología burguesa», una «ideología proletaria, revolucionaria»? La sola idea de una «ideología revolucionaria» habría sido rechazada violentamente por Marx. Lo verdaderamente revolucionario, en el plano superestructural, es la conciencia de clase, es decir, la acción vivificadora de la cultura. No hay cosa tal como una «ideología revolucionaria», puesto que la ideología, por definición, está al servicio de las clases dominantes y explotadoras. Lo único que puede oponerse a esa ideología es la conciencia de clase que asumen las clases explotadas. El problema está, como siempre, en los políticos y «conductores de masas» marxistas, que creen su deber envenenar al pueblo con consignas ideológicas de un marxismo escleroso e indigesto, cuando no con consignas claramente capitalistas disfrazadas de «democracia». Su verdadera labor entre las masas tendría que asumir el carácter de una concientización, un despertar a esas mentes aletargadas por la capitalista, un crearles conciencia de la inmisericorde explotación, tanto material como ideológica, de que son víctimas.

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*** Nos toca ahora enfrentarnos al soldado más difícil y peligroso de esta batalla intelectual: el problema de la cultura. Yo parto de la definición de Samir Amin que antes mencioné: «La cultura es el modo de organización de la utilización de los valores de uso». Pero esta es una definición que, a pesar de su sencilla apariencia, implica todo un aparataje conceptual que sólo podrá aparecer cuando hablemos, al final de este ensayo, sobre el concepto de contracultura. Por el momento debemos contentarnos con la idea de que la cultura es aquella región de la superestructura social que se opone a la ideología. Pero hay que insistir enérgicamente, una vez más, en que las relaciones entre ambas regiones no son en modo alguno estáticas, sino plenamente dinámicas, lo mismo que ocurre con las regiones del psiquismo descritas por Freud. Es sumamente importante tener en cuenta esta relación dinámica entre ideología y cultura. La cultura siempre ha sido un fenómeno profundamente ideologizado, hasta el punto de que la cultura ha sido siempre un asunto de la clase dominante, sometida a sus valores y creencias; y la ideología siempre se ha disfrazado de cultura para disimular sus reales intereses. La palabra latina «cultura», tiene, como es sabido, su origen en el verbo colo, de donde viene el adjetivo cultus, que pervive en palabras tales como agricultor, que es el cultivador o cultor del campo o agro. La agricultura es el cultivo del campo o agro. Pero esto no es más que el origen etimológico. El origen real es otra cosa. La cultura siempre ha sido un asunto de las clases dominantes. EI «cultivo» de los espíritus siempre fue un patrimonio de las clases económicamente poderosas. En el mundo antiguo, de donde proviene nuestra noción actual de cultura, las cosas estaban planteadas muy claramente desde el punto de vista socioeconómico. La sociedad estaba dividida en clases rígidamente contrapuestas. No existían híbridos tales como los que existen en nuestra sociedad moderna, donde hay «obreros burgueses» o «burgueses obreros», y donde los grandes ejecutivos se disputan, a veces, el sueldo con sus empleados y 122 / Ludovico Silva

obreros. En la Grecia primitiva, la anterior a la creación de la polis, la clase dominante estaba centrada en el palacio real. Era allí, en ese reducido recinto, donde se «cultivaban» los hombres. Allí había escribas, juristas, magos, sacerdotes, gobernantes, astrónomos, arquitectos, pintores y poetas, músicos y alfareros. Todo estaba reunido en torno al rey, eso que en principio se llamó en griego anax o «señor» y después basileus, que se suele traducir comúnmente por «rey», aunque en esto haya muchos bemoles, pues no siempre el basileus fue un rey verdadero, sino apenas un príncipe de comarca, una especie de «señor feudal» mutatis mutandis. Las tablillas de escritura «Lineal-B», descubiertas este siglo, en donde aparece una escritura que primitivamente podemos ya llamar «griega», hablan de este estado de cosas. En esos palacios, a los que no había llegado aún el alfabeto fenicio que es el que conocemos actualmente como «griego», se tenía en alta estima al hombre de cultura, al hombre cultivado, que podía servir consejero al rey. Naturalmente, el número de estos hombres que tenían acceso al «cultivo» eran muy pocos. Había fuerza militar, pero esta era adiestrada fundamentalmente en el arte de la guerra, con descuido de las bellas artes. Los que tenían acceso a lo que nosotros llamamos cultura eran, por lo general, los sacerdotes. Marx, hablando de la sociedad primitiva, había hablado de «los primeros ideólogos, los sacerdotes». Y en efecto, todavía en una sociedad como la primitiva griega, que ya conocía ampliamente el arte de la ganadería y el cultivo, los sacerdotes siguieron siendo los primeros ideólogos. Pero, nótese bien, también eran hombres de cultura. Una vez más encontramos los conceptos de ideología y cultura que, como hemos dicho, son analíticamente separables, pero en la realidad se encuentran entremezclados. Los sacerdotes eran los hombres cultos del rey, pero al mismo tiempo eran los ideólogos de la realeza, los que se encargaban —como se encargó después Aristóteles— de justificar idealmente la esclavitud como una cosa «natural», y la segregación de campesinos y ganaderos como «fuerza de trabajo» ignorante destinada a proveer de alimentos a la casa real. El agricultor, como siempre ha ocurrido —muy especialmente en la Edad Media— siempre mantenía una cierta independencia Humanismo clásico, humanismo marxista / 123

y podía quedarse con una parte del producto de las tierras; pero el esclavo, que generalmente era un extranjero apresado en la guerra, no tenía ninguna clase de derechos. El agricultor por lo menos podía tener la cultura del campo, que es la que posteriormente cantó Hesíodo, o cantó Virgilio; era una cultura elemental, pero estaba teñida de contacto con la naturaleza, la cual le brindaba esa sabiduría especial que siempre ha sabido brindar a los que la cultivan y admiran. Pero el esclavo vivía en el perímetro del palacio real y no era más que una fuerza de trabajo sin ningún derecho ni compensación, ni el menor acceso a lo que pudiéramos llamar cultura. Sólo muy posteriormente se les ofreció a los esclavos la posibilidad de convertirse en «libertos», ya sea por gracia de su amo, ya sea por el pago de una cierta cantidad de dinero, que en la Roma imperial era de unos dos mil sextercios. Es interesante referirse a los orígenes de la civilización griega precisamente porque de ellos parte nuestra moderna idea de cultura, con todas sus implicaciones socioeconómicas. Lo que nosotros hoy llamamos griegos comenzó probablemente antes del año 1900 a.C., en los albores del segundo milenio anterior a Cristo. Emigrando hacia el sur, estos pueblos de habla griega —silábica todavía y no fenicia— entraron de lleno en la península que con el tiempo se habría de llamar la Hélade, o, como dijeron los romanos, Grecia. Estos pueblos crearon una civilización que se conoce como micénica, y corresponde al período de la Edad del Bronce. El período micénico floreció aproximadamente entre 1400 y 1200 antes de Cristo, y tuvo sus centros principales en el Peloponeso, es decir, en la Grecia continental, en ciudades como Micenas, Argos y Pilos. Como hemos dicho, su forma de gobierno se configuraba en el palacio real. En esos palacios cuyo paradigma es el monumental de Cnosos, se hablaba una forma arcaica del griego, según apunta Finley en su obra The ancient Greeks. Es oscuro para nosotros lo que haya podido ocurrir antes de este brillante período micénico. Cuando los griegos aparecieron en escena, la zona sur de los Balcanes había pasado por una larga Edad de Piedra y también por una Edad del Bronce. Nada nos permite deducir que de aquellos primitivos invasores surgiese una cultura en sentido estricto, como no sea la 124 / Ludovico Silva

cultura del campo y el arte de la guerra. No hay vestigios materiales sino muy escasos. De todos modos, no es difícil comprender el paso de aquellas hordas primitivas «pregriegas», durante largos siglos, hasta llegar al esplendor micénico. Los nexos genéticos de lengua y cultura eran muy complicados, o al menos así se nos ofrecen a quienes estudiamos el nacimiento del espíritu griego. Después de ese esplendor micénico, que duró aproximadamente dos siglos y del cual quedan testimonios culturales principalmente en cosas de alfarería, sobrevino lo que han convenido, muy artificialmente, en llamar la «Edad Oscura». Esta advino a raíz de la invasión de los dorios y duró aproximadamente cuatrocientos años. Se ha comparado esta edad a la Edad Media cristiana por su carácter «tenebroso». Pero esto es una falacia. El hecho de que no tengamos vestigios materiales no nos obliga a inferir que en esa época no hubo manifestaciones culturales. En todo caso lo más que podemos inferir es que se trató de una época de invasiones guerreras, especialmente en el Asia Menor. Es posible que mucho del espíritu de esos dorios invasores haya persistido en las grandes creaciones intelectuales que tuvieron lugar en Asia Menor, en tiempos posteriores. Nietzsche apunta, por ejemplo, que la palabra griega drama proviene de la partícula doria dra, que no denotaba precisamente dinamismo y acción argumental, sino hieratismo, que es precisamente la principal característica del primer teatro griego. En todo caso, había una cultura, y aunque se ha sostenido que esa Edad Oscura era analfabeta, está el hecho irrefutable de que a su término surgieron nada menos que los dos grandes poemas que fundan la lengua y el espíritu griegos: la Ilíada y la Odisea homéricas. Así, pues, la Edad Oscura no es tan oscura. Aunque en ella no se fraguó el idioma griego (pues el alfabeto fenicio no arribó sino hasta el año 800 a.C.) sin duda se crearon en esa edad los innumerables mitos y leyendas de que se nutrió Homero. Constituían, pues, una cultura en sentido estricto; una cultura, es cierto, al servicio de las clases dominantes —aristócratas y guerreros— y por tanto una cultura ideologizada, en el sentido en que les hemos venido dando a estos términos en este ensayo. La civilización doria, no podemos negarlo, fue muy pobre —por lo que podemos Humanismo clásico, humanismo marxista / 125

conocer— en comparación con la época micénica. Los centros de poder se habían dispersado y menudeaban las guerras tribales. Sin embargo, hay un hecho importantísimo que tuvo lugar en esa época: el paso a la Edad del Hierro. Por otra parte, la disolución de los centros reales, los palacios, puso la condición histórica para que posteriormente surgiera en el horizonte griego la idea de la polis. En la Edad doria se formó el mundo griego, con todas sus características económicas, sociales y culturales. El viejo mundo micénico, que se negaba a agonizar, seguía hablando griego y mantenía relaciones, como dice Finley, con estados fuertemente burocratizados y centralizados como los del norte de Siria y Mesopotamia. Los dorios conservaron lo fundamental de las técnicas agrícolas de los micénicos y las trasplantaron a Asia Menor, donde, corriendo el tiempo, surgirían espíritus como Tales de Mileto, profundamente imbuidos de las técnicas del cercano oriente y de los mitos asiáticos. En todo caso, la lengua griega sobrevivió a la transformación social. Y con ello supervisó y se consolidó una cultura. Algo muy grave, algo muy profundo tiene que haber ocurrido en ese mundo dorio para que en él se gestasen los poemas homéricos. La lengua fenicia, o mejor, su alfabeto, se introdujo en Grecia hacia el año 800 a.C. Pero estos hechos no ocurren así, mecánicamente, tiene que haberse tratado de una lenta asimilación. De otro modo, ¿cómo explicarnos que de la noche a la mañana apareciese un poema escrito en tan perfecto griego como la Ilíada? Por otra parte debe tenerse en cuenta que ese poema está compuesto de muchas tradiciones orales, de fórmulas rituales dirigidas a los dioses y a los héroes, y es de suponer que esas fórmulas venían de un pasado no tan remoto. Lo cierto es que al finalizar la Edad Oscura nos encontramos con una cosa que se llama la «Hélade». No trataba, desde luego, de una nación, en el sentido en que hoy hablamos de Francia o España; pero era un conjunto cultural homogéneo que obligaba a sus moradores a hablar como en el diálogo platónico: «Nosotros, los helenos». Era conjunto como lo fue la Cristiandad en el mundo medieval o como lo es el mundo árabe. Esta Hélade se extendió por un área bastante grande. Hacia el este, el litoral del Mar Negro, las zonas costeras del Asia Menor y las 126 / Ludovico Silva

islas del archipiélago Egeo; también la Grecia continental en el centro, y hacia el oeste, la Italia del sur y la mayor parte de Sicilia, continuándose luego por las dos riberas del Mediterráneo hasta Cirene, en Libia, y hasta Marsella y algunos sitios de España. Esta civilización se formó siempre a orillas del mar y no tierra adentro. Lo importante de esto, para nuestro asunto, es que sólo en las ciudades portuarias, cuyo paradigma llegó a ser Atenas, se desarrollaba la cultura. En las ciudades o villorrios del campo tan sólo existía la fuerza del trabajo: el campesino o el esclavo. Esto nos indica que en la cultura antigua tenía tanta importancia el orden geográfico como el social y político. Esto sigue teniendo importancia en los tiempos modernos, como lo señalara Marx en La ideología alemana, y como lo sabemos de sobra en los países subdesarrollados en los que el campo está en franca minusvalía. Roma recompuso un poco esa hegemonía del mar, esa talasocracia, y procuró dar auge a las ciudades del interior de Italia, a través del cultivo. No obstante, sus principales problemas se dirimieron siempre en el Mediterráneo. Y ello ocurrió desde los comienzos de Roma, tal como lo canta Virgilio en su Eneida. En todo caso, al final de la Edad Oscura puede hablarse con propiedad de una cultura griega. Aunque no constituidos en nación, los griegos de todas partes se sentían unidos por un vínculo común, representado sobre todo por el lenguaje. Las variedades dialectales —así como las variedades de cultos— no tenían demasiada importancia. Por ejemplo, Píndaro decía areta y Heráclito decía areté para nombrar la «virtud». Como escribe Finley, «un griego de cualquier parte era mejor entendido en otra cualquiera que un napolitano o un siciliano inculto lo es hoy en Venecia»7. Ya todos usaban el mismo alfabeto, un sistema en que los signos representaban, más que sílabas, los sonidos más simples del lenguaje, con lo que se tenía un instrumento de comunicación no sólo distinto, sino superior y más sutil que el antiguo Lineal-B. Los que no hablaban griego eran llamados «bárbaros» (oi barbaroi) debido al bar-bar-bar que los griegos les oían. Estos extranjeros bárbaros eran sometidos a esclavitud 7

M. I. Finley, The Ancient Greeks, Chatto and Windus, Londres, Cap. I. Humanismo clásico, humanismo marxista / 127

y por no pertenecer a la comunidad griega se los consideraba de naturaleza inferior. Esto pensaban los griegos por igual de los egipcios, los persas, los escitas o los tracios. Los historiadores clasifican al llamado período «arcaico» entre el año 800 y el 500 a.C., en números redondos. Fue la época de los poemas homéricos y de la maravillosa estatuaria griega primitiva, con sus vírgenes erectas y sus delicadas figurillas de animales en los vasos funerarios. También es la época de Hesíodo y de los primitivos poetas líricos griegos. Es curioso comprobar cómo en esta temprana edad, hacia el siglo VII, poetas como Arquíloco reaccionaban violentamente contra las costumbres culturales establecidas, y en vez de hablar en el «nosotros» mayestático de la poesía religiosa, afirmaban un yo de indudable carácter revolucionario. Así, por ejemplo, en el fragmento 58 de la edición de Bergk, Poetae Lyrici graeci, se leen estos versos de Arquíloco: ¡No quiero un general corpulento, ni uno que separe mucho las piernas o presuma de bucles y rizos, o se rasure lindamente la barba! Prefiero uno bajito y que, aunque tire a patiestevado, se mantenga sobre sus pies bien firme, lleno de coraje.

Tal vez por versos como estos que para la época eran irreverentes, posteriormente Heráclito, en un famoso fragmento, decía que «molería a palos» a Arquíloco. Al período arcaico sigue el llamado período «clásico», que abarca aproximadamente los siglos V y VI. Es el gran de resplandor cultural de Grecia. Desde el punto socio-político, la distintiva principal de este período fue la organización social en las poleis o ciudades-Estados. No en todos los sitios se dio con igual florecimiento este tipo de organización que cambió por completo la vida cultural griega. Así, la región del África logró vencer la dispersión primitiva y concentrar a sus pobladores en una sola ciudadEstado; pero este intento fracasó, por ejemplo, en Tebas; en Beocia subsistieron doce ciudades-Estados separadas. Y en general en toda Grecia, salvo en los lugares estratégicos, hubo una dispersión de Ciudades-Estado. Cuando la dispersión griega por Oriente y 128 / Ludovico Silva

Occidente llegó a su culminación, se calcula en mil quinientas las ciudades-Estados existentes. Aristóteles llegó a reunir casi todas las constituciones de esas poleis, pero hasta nosotros ha llegado tan sólo la correspondiente a Atenas. En esta constitución no se habla tan sólo de los seres humanos «esclavos por naturaleza» (physei) sino también de las depredaciones que los ricos terratenientes ejercían sobre los campesinos pobres. Así se constituyó la ciudad-Estado: en base a las contribuciones de campesinos y esclavos. Las ciudades-Estados no eran lo que hoy llamaríamos nosotros un «punto geográfico» en el mapa; eran más bien las comunidades. Los atenienses eran simplemente los «atenienses» y no los moradores de Atenas; e igual puede decirse de los beocios. Píndaro habla en nombre de «los beocios». La gran innovación de la polis fue la desaparición de los reyes absolutos de la Edad Oscura. Las comunidades se organizaron en ciudades fortificadas, amuralladas, apenas circundadas por las tierras labrantías y los campamentos militares. En el orden cultural hubo innovaciones importantes. El antiguo sacerdote, que en griego se llamaba hiereus, y que tenía poderes omnímodos en el palacio real, ahora pasó a ser lo que nosotros llamamos un laico, es decir, un funcionario como los demás. Podemos afirmar por ello que este sacerdote dejó de ser el transmisor y conservador de la cultura para transformarse en un ideólogo al servicio de los gobernantes. Las cuestiones propiamente religiosas las decidían a menudo los propios gobernantes en persona. Los tiranos griegos no construyeron —a diferencia de los egipcios— demasiados templos para glorificarse a sí mismos. Sin embargo, hay ejemplos como el de Pisístrato, quien vivió durante algún tiempo en la Acrópolis pero luego ordenó construir el monumental templo de Atenea Parthenos en su memoria; templo que fue destruido por los persas en el año 480 y que fue sustituido después por el Partenón. No voy a enumerar aquí todas las características culturales de este período de esplendor de la historia griega. Son muy conocidos los logros de la dramaturgia, los concursos dramáticos que tuvieron su origen remoto en los festivales dionisíacos; son muy conocidos los logros de la estatuaria y la arquitectónica, de las cuales hay todavía hoy numerosos vestigios; y es muy conocido Humanismo clásico, humanismo marxista / 129

el origen del pensamiento filosófico griego en Asia Menor, con pensadores como Tales, Heráclito, Anaximandro, Anaxímenes o Jenófanes. Tan sólo mencionaré dos hechos que tienen singular importancia para nuestro estudio: la aparición del ágora y la aparición de la moneda. Según Toynbee, la primera moneda fue acuñada en Lidia hacia el 650 a.C. Este hecho aparentemente sin importancia introdujo grandes innovaciones en la vida cultural griega. Se introdujo la moneda como valor universal de cambio, con lo cual se trastornó toda la anterior economía, en la que el tráfico de mercancías se realizaba a través del trueque de valores. Ya existía un equivalente universal. Nada de extraño tiene que un olfato tan fino como el de Heráclito presintiese el valor universal de ese invento: el oro como equivalente universal, en el mismo sentido en que lo utilizaba Marx en El Capital. Plutarco (en De E apud Delphos, 388 e) nos trasmite esta enigmática y profundísima sentencia de Heráclito: «Todas las cosas son equivalentes del fuego, y el fuego lo es de todas las cosas, lo mismo que las mercancías (Chrémata) lo son del oro, y el oro, de las mercancías». (Diels, 90; Marcovich, 54). El hecho de haber incorporado el oro y las mercancías a su sistema universal como equivalentes del fuego, nos indica la importancia que a este invento atribuyó Heráclito. En general, en el mundo griego no se le dio la debida importancia a este fenómeno, aunque como nos lo recuerda Ortega y Gasset, a finales del mundo antiguo era un grito frecuente el de Chremata aner, chremata aner, «Su dinero es el hombre». Tan sólo Aristóteles, en su Ética a Nicómaco entrevió los gérmenes de una economía política cuando distinguió primitivamente entre valor de uso y valor de cambio; pero, como lo advierte Marx, Aristóteles no podía avanzar mucho en el análisis del valor de cambio por ser la suya una sociedad basada en el valor de uso. El análisis del valor de cambio en toda su universal dimensión, que compromete toda la existencia humana —y por supuesto al mundo de la cultura— sólo podía hacerse en una sociedad como la capitalista, que es la primera en la historia en estar fundada enteramente en el valor de cambio. Esta transformación de la economía —el advenimiento de una economía monetaria— tuvo honda repercusión en las 130 / Ludovico Silva

nacientes ciudades-Estados griegas. Una de ellas fue la mayor circulación del dinero. Las riquezas dejaron de concentrarse en el palacio real y pasaron a manos de príncipes, tiranos y terratenientes. Pero también pasaron a manos del pueblo. Un ejemplo claro de esto lo tenemos en la segunda gran innovación de la polis, el ágora, que originariamente significaba «plaza pública» o «mercado». La palabra nos viene desde Homero. En la Ilíada (8,542) significaba el verbo agoreuo «hablar en una asamblea», «hablar en público». A veces significaba simplemente hablar, pronunciar una palabra, como consta en la Ilíada (8,493): agoreuo muthon, que significaba «pronunciar una palabra». En Aristóteles (Ética a Nicómaco, 5, 13) significaba «hablar de cualquier cosa». En Homero, la palabra ágora significaba «asamblea», por oposición a boulé que designaba al «consejo de los jefes», es decir, los deliberantes. En la Ilíada (8,2) la expresión agoren poiesthai significaba «tener una asamblea», y también pronunciar un discurso delante de una asamblea. En Atenas se trataba de «asamblea de los demos y las tribus», como consta, por ejemplo, en Esquilo (57,37), y estaba en oposición a ekklesia, que era la «asamblea del pueblo». Así, «tener una asamblea» se decía agoren poiein. Lo cierto es que históricamente —y aparte de las etimologías— con la constitución de la polis se constituyó también el ágora, centro y ombligo de la ciudad. Desde el punto de vista político, eso significó algo muy importante: las deliberaciones y las asambleas donde se discutían los grandes asuntos nacionales ya no tenían lugar en el palacio de un rey absoluto. El pueblo, tradicionalmente postergado, podía tener acceso a las deliberaciones. Eran los comienzos de la democracia, que comenzó oficialmente con Clístenes. No se trataba, en realidad, de un auténtico poder del pueblo. Los deliberantes seguían siendo los politai o ciudadanos, y campesinos y esclavos estaban excluidos. Pero por primera vez los mecanismos del poder público se pusieron al descubierto. Era la reaparición del logos bajo la forma de asamblea pública. También el logos de los filósofos, que hasta entonces había sido una cosa de iniciados, se abrió campo entre el público del ágora. Los sofistas comenzaron allí a dictar sus cátedras de sabiduría y enseñaron a los jóvenes las virtudes de sostener el pro Humanismo clásico, humanismo marxista / 131

o el contra en las argumentaciones. Es importante notar que estos sofistas cobraban dinero por sus lecciones. El único heterodoxo en ese sentido fue Sócrates, y por ello —entre otras razones— revolucionó la filosofía griega. Lo cierto es que la cultura se hizo popular, es decir, relativamente popular, porque a las enseñanzas o «cultivo» de los sofistas no tenían acceso sino las clases pudientes, que eran muy pocas. Ello nos indica lo que decíamos antes: que la cultura, entendida en el sentido de cultivo del espíritu, fue siempre en el mundo antiguo —y en buena parte del mundo moderno también— un asunto directamente relacionado con la división de la sociedad en clases. En Roma, particularmente en la época en que floreció mayormente su cultura —es decir, en el siglo I a.C— la división social era bastante rígida. La diferencia entre un patricio y un proletarius era muy marcada y estaba ideológicamente consagrada en los códigos jurídicos. En la constitución de Servio se distinguían por lo menos cinco clases sociales, y la división no provenía principalmente, como se ha creído, de la «nobleza de sangre» o los antepasados, sino del estamento económico. A las academias o liceos sólo podían asistir los representantes de las clases económicamente poderosas. Cicerón debió su excepcional instrucción a su distinguida clase. Sólo en muy contados casos algún esclavo liberto —como es el caso de Plauto— podía tener acceso a la instrucción. Lo que ha significado la palabra «cultura» en la tradición intelectual de Occidente bien puede ilustrarse con lo que ha representado la noción de autor «clásico», pues se supone que el autor clásico es el summum de la cultura, su akmé o punto de florescencia. En otra parte he contado esta historia, y ahora la voy a repetir. La idea de «autores clásicos» se remonta a los filólogos alejandrinos. En sus selecciones de la literatura antigua griega debían adoptar un orden de autores, que a veces se hacía de un modo un tanto cabalístico, en el sentido de ordenarlos según un determinado número mágico de obras y un número no menos mágico de autores. Allí se deslindó el concepto de «autores modelo». Los alejandrinos los llamaban enkrinomenoi unas veces, otras enkritoi y otras kekriménoi (Cf. Julio Polux, IX, 15). Pueden traducirse estos vocablos 132 / Ludovico Silva

como los «aceptados», es decir, los aceptados en la antología. El verbo enkrino significa eso: elegir dentro de un conjunto. Así Eurípides dice en su Hércules furioso (verso 183): tina ariston enkrinein, que significa «elegir a alguien como el mejor entre todos». Pero no se encontró una manera adecuada de trasladar al latín esa denominación, así como tampoco fructificaron las diversas formas que autores como Quintiliano forjaron para ese concepto. Habría que esperar hasta bastante tarde para que apareciese la palabra classicus que, como se ve, está ligada a la noción de clase social. Surge en una sola ocasión: en las Noches áticas (XIX, viii, 15) de Aulo Gelio. Aulo Gelio era un erudito coleccionista de la época de los Antoninos, y con ocasión de discutir ciertos usos lingüísticos dice que el mejor criterio es acudir a los autores modélicos. Ahora bien, a la hora de señalar a estos autores modélicos que hay que seguir, dice algo sorprendente: se trata, dice, de «cualquiera de entre los oradores o poetas, al menos de los más antiguos, esto es, algún escritor de la clase superior contribuyente, no un proletario» (id est classicus asiduusque aliquis scriptor, non proletarius). Revela así la palabra clásico, tanto filológica como históricamente, su origen clasista. Esto no es tan sencillo y arbitrario como parece a primera vista. Si echamos una mirada a la cultura antigua, veremos que sólo tenían acceso a la instrucción superior los que poseían carta de ciudadanía: los politai en Grecia, y en Roma, el cives romanus. Y dentro de los ciudadanos sólo tenían ese acceso los más adinerados. Era, pues, lógico, ir a buscar a los autores modélicos o «clásicos» entre los de la «clase» contribuyente. Curtius aporta una explicación adicional. La constitución de Servio había dividido a los ciudadanos en cinco clases, de acuerdo a sus bienes de fortuna; y con el tiempo, los ciudadanos de primera clase terminaron llamándose classici. En cambio, el proletarius de que nos habla Aulo Gelio recorrió los siglos y nunca murió del todo, como lo demuestra palmariamente la definición que en 1850 dio el crítico Sainte-Beuve (Causeries du lundi, III) de lo que es un clásico. Dice el célebre crítico, en plena época de Marx, que el clásico «es un escritor de valor y de marca, un escritor que cuenta, que tiene bienes de fortuna bajo el sol Humanismo clásico, humanismo marxista / 133

y que no se confunde entre la turba de los proletarios». Curtius comenta irónicamente: «¡Qué golosina para una sociología marxista de la literatura!». En efecto, esta historia de la palabra «clásico» encaja perfectamente dentro de la idea de Marx según la cual todos los fenómenos del espíritu tienen su origen último en determinaciones materiales de carácter económico y social. Sin embargo, por más marxistas que podamos ser, no debemos caer en ese ciego determinismo en el que nunca cayó Marx pero sí han caído los marxistas ortodoxos. Para Marx las determinaciones fundamentales de una obra literaria o artística deben buscarse en el interior de la obra misma, en su especificidad formal literaria y artística. Lo cual, por supuesto, no impide que a la hora de hacer crítica o historia de la literatura o de las artes plásticas no debamos examinar cuidadosamente la base histórica, económica y social que fundamenta a las producciones del espíritu. ¿Cómo podríamos explicarnos la llamada «cultura clásica» si no es por los motivos económicos señalados? La cultura occidental siempre ha seguido las líneas generales trazadas por la cultura antigua. En la Edad Media, pese a que la cultura se remitió a los conventos y a los feudos, siguió presente el modelo de la Antigüedad. Por lo menos hasta el Concilio de Nicea (325 d. C.) el cristianismo —la patrística— siguió conociendo toda la cultura pagana; se hablaba griego, se escribía en latín clásico —como en el caso de San Agustín— y se tenía en general conocimiento de lo acontecido en el mundo antiguo. Además, el Imperio Romano no había desaparecido, de modo que la nueva cultura cristiana debía desarrollarse dentro de los límites políticos del Imperio. Sólo después del Concilio de Nicea puede decirse que comenzó la Edad Media «oscura». Si hacemos gloriosas excepciones, como la de San Jerónimo, el creador de la Vulgata, la Iglesia estableció un verdadero rito «contra paganos», para decirlo con las palabras de Agustín de Hipona. La cultura griega fue preterida y tan sólo conservada en algunos centros como Bizancio. Los grandes teólogos medievales desconocían el griego, y fue sólo debido a la influencia árabe como pudieron tener conocimiento de los 134 / Ludovico Silva

valores de la antigüedad. Filósofos como Averroes transmitieron el mensaje de Aristóteles. El Aristóteles de Santo Tomás, que este llamaba a secas «el philosophus», era en verdad de segunda mano. Los filósofos que sabían griego, que eran muy pocos, lo ocultaban cual si se tratase de un pecado. En cambio, se desarrolló el llamado latín «macarrónico»; el latín de Santo Tomás hubiera sido ilegible para Cicerón. Hubo que esperar hasta el Renacimiento para que se perfeccionara el latín como lengua común entre los sabios y eruditos. Sin embargo, hacia el siglo XII, en la Escuela de Chartres, hombres como Bernardo Silvestre y Juan de Salisbury lograron restaurar tempranamente un poco del espíritu de la Antigüedad, de modo que se puede hablar de ellos como «prerrenacentistas». La cultura se concentró en las universidades, en los conventos y en las cortes. No hay que olvidar también el nacimiento de una cultura popular en lenguas romances, como es caso de la primitiva lírica española, o de los grandes poemas épicos medievales, como el Poema del Mío Cid en España y la Chanson de Roland en Francia. La cultura árabe, que era la más avanzada de su época, se extendió por el Mediterráneo y ocupó España por espacio de unos 800 años, concretamente hasta 1492, año del descubrimiento de América, año de la Gramática de Nebrija y año de la toma de Granada por los Reyes Católicos. Pero con el Renacimiento se perdieron de vista estos vestigios árabes, entre otras razones porque se tuvo acceso directo a las fuentes clásicas sin necesidad de la traducción o el comentario árabe. El mundo árabe se convirtió en una especie de confederación islámica, que aún subsiste en nuestros días. Y se separó violentamente de la cultura occidental. Hoy en día los países petroleros árabes, como es el caso de Irán, no quieren parecerse para nada a Occidente y a su cultura. La llamada «revolución iraní» que tiene lugar en nuestros días es una revolución contra la cultura occidental. En El Renacimiento de los siglos XIV y XV, y una parte del XVI, la cultura occidental se reencontró consigo misma. Desde el centro irradiante de Florencia o desde universidades como la de Bolonia surgió un despertar inigualable. Nunca, si exceptuamos la época de Pericles en la Grecia Antigua, se Humanismo clásico, humanismo marxista / 135

había dado una conjunción tan íntima entre la filosofía de los gobernantes y la filosofía de los hombres de cultura. La frontera que hemos señalado entre cultura e ideología se borró casi totalmente. La ideología misma era cultura; la superestructura social presentaba una apariencia homogénea. Los Médicis eran banqueros, probablemente los primeros banqueros modernos, pero su capital no se erigía como un alienum frente a los creadores de cultura. Por el contrario, se transformó en su aliado. En un ambiente así no podía el arte manifestarse como contracultura, tal como se manifiesta en el capitalismo, sino como cultura al servicio de un Estado constituido por príncipes amantes del arte y de la literatura, que le conferían igual importancia a la creación de una pintura de Botticelli que a una guerra contra el papado, por ejemplo. El primer Renacimiento, que ya había sido anunciado por poetas como el Dante o el Petrarca, o por pintores como Cimabue y Giotto, tuvo un florecimiento inigualable. El Dante que siguiendo una tradición compuso tratados en latín como el Convivio o De vulgari eloquentia, ya en estos tratados manifestó su preocupación por la creación de una lengua italiana «vulgar» que pudiese expresar los más altos sentimientos. Ya lo dice al comienzo de su Vita Nuova: In quella parte del libro de la mia memoria dinanzi a la quale poco si potrebbe leggere, si trova una rubrica la quale dice: «Incipit vita nova». Sotto la quale rubrica io trovo scritte le parole le qualie è mio intendimento d’assemplare in questo libello; se non tutte, almeno la loro sentencia (Vita Nuova, I). Esta «vida nueva» del Dante significa, o debe significar, para nosotros, hombres modernos, el verdadero comienzo de la modernidad. Aunque con su latinazo al frente, Dante se decide a escribir en italiano, en ese toscano incipiente de su niñez. Y cargó sobre sus espaldas la inmensa tarea de construir sobre bases sólidas la lengua italiana. Hoy en día sus tratados latinos —aunque algunos, como De vuigari eloquentia sigan teniendo profundo interés— están olvidados, en tanto que todos los pueblos del mundo siguen reverenciando la Divina Commedia. Igual cosa ocurrió con Petrarca, y esto lo reconocieron sus propios contemporáneos, quienes coronaron a este poeta, no por su largo poema latino Africa, sino por su Canzoniere, que 136 / Ludovico Silva

reunía lo mejor del alma italiana y que tanta repercusión tuvo en la lírica posterior, particularmente en la española de la Edad de Oro, en poetas como Garcilaso. La llamada «tríada canónica» —Dante, Petrarca, Boccaccio— se ocupó de fundar la lengua italiana. Y por su parte, la corte de los Médicis en Florencia se ocupó de que los artistas y poetas estuviesen al servicio de la ciudad, pero no por un imperativo ideológico —podían pensar como quisiesen— sino por un imperativo netamente cultural. Sólo posteriormente la atmósfera del Renacimiento se vio viciada de ideología. La causa: las disputas religiosas. Figuras como Erasmo, Lutero, Clavino, Giordano Bruno, Miguel Servet, se vieron envueltos disputas de orden religioso. Y entonces se separaron violentamente ideología y cultura. Es decir, la cultura, la fabulosa cultura clásica de aquellos hombres, se puso al servicio de una ideología religiosa. Sólo algunos espíritus preclaros, entre los que cabría situar a Erasmo de Rotterdam, a Tomás Moro o a Juan Luis Vives, supieron conservar la calma ante los arrebatos diabólicos de un Lutero o un Calvino. Giordano Bruno ardió en la hoguera inquisitorial, y a Miguel Servet lo ordenó asesinar Calvino, mientras el fanático Lutero clavaba sus tesis heterodoxas en las puertas de una catedral. Erasmo ejercía una especie de patriarcado espiritual en Europa, y si bien Lutero se le acercó al principio tímidamente, modestamente, luego descargó contra él toda su furia. Este animal de Dios no le perdonaba a Erasmo su cordura y su sabia ironía, ni soportaba su primacía universal en el pensamiento europeo, y hasta tal vez no le perdonaba la perfección clásica de su latín. El teutón furioso se irritaba con escritos tales como el Laus stultitiae o Elogio de la locura, donde Erasmo ponía a la Locura a razonar más cuerdamente que todos los litigantes religiosos de su época. Por supuesto, la cultura clásica, la cultura renacentista, se vio afectada por estas disputas. Pronto advinieron las guerras religiosas. ¿No murió María Estuardo, de Escocia, decapitada por motivos religiosos? ¿No tuvo que negarse a sí mismo Galileo Galilei por motivos religiosos, ante el temor de la Inquisición? ¿No tuvo que pasar cuatro años de inmunda cárcel el excelso Fray Humanismo clásico, humanismo marxista / 137

Luis de León, en España, por el solo pecado de haber traducido fielmente el Cantar de los Cantares? De todos modos, pese a esas disputas religiosas —que, como es natural, tenían su trasfondo político— en el Renacimiento puede hablarse de una identidad entre ideología y cultura, aunque no en sentido estricto. Digo que no en sentido estricto, porque, al lado de la manifestación cultural, había toda una ideología justificadora de un orden social de desigualdad y explotación. Ya hacía tiempo que se habían disuelto los séquitos feudales y que el campesinado había invadido las ciudades. Es decir, ya se había formado el proletariado moderno, alejado de la vida de los gremios y artesanías medievales. Se había iniciado lo que Marx llama en El Capital «el taller de cooperación», que es la fase previa al auge de la manufactura que tuvo lugar en el siglo XVIII. En el taller inicial se ocupaban del procesamiento del oro y la plata que venían de América. Este oro y esta plata fueron los verdaderos creadores del capitalismo, aunque no hay que descontar lo que Marx llamaba «acumulación originaria» de capital. El oro y la plata americanos iban a España, pero de España se iban a Inglaterra, gran potencia emergente. Nada de raro tiene que, con el auge del imperio español, se desarrollasen allí una literatura y un arte que merecen el nombre de Edad de Oro; y nada de raro tiene que, con el resplandor inicial del imperio inglés, surgiese toda la literatura isabelina; Isabel; aquella mujer inflexible que pudo vencer a la católica María Estuardo, se rodeó de poetas y artistas, y de historiadores y aventureros ilustres. Poco importaba si al final de sus vidas iban a terminar en la célebre Tower —Torre de Londres— muertos de inanición o decapitados; lo importante era que, durante sus vidas, le sirviesen a la reina para sus propósitos. De modo, pues, que estos poetas servían al mismo tiempo como hombres de cultura y como ideólogos. Salvo casos aislados, como el de Shakespeare, todos los hombres de cultura cayeron en la ideologización. El caso de Shakespeare es paradigmático para nuestro asunto, porque el autor del Hamlet supo ironizar a la realeza incomparablemente; y supo también, como lo recuerda a menudo Marx, cómo criticar la obsesión por el dinero que 138 / Ludovico Silva

invadió a la Inglaterra isabelina en los albores del capitalismo. Marx cita versos de Shakespeare donde este da la mejor definición del dinero. Hay en Coroliano una imagen grandiosa según la cual las ciudades caían sobre el imperio «como monedas de plata». Al mismo tiempo, en España, Quevedo, espíritu agudísimo de los nuevos tiempos, compone su romance: Poderoso caballero es Don Dinero.

Y Cervantes, en el Quijote, ¿no nos habla a menudo de las desgracias que traen los bienes de fortuna? Él, que vivió miserablemente, lo sabía muy bien. Sin embargo, estos hombres de cultura, por no vivir aún en una sociedad fundada en los valores de cambio, sostenían cordiales relaciones con los hombres dueños del capital. Por eso Cervantes dedicó humildemente su libro al Conde de Lemas, y por eso Quevedo, a pesar de sus ironías, le hacía carantoñas al rey Felipe IV. En 1600 Quevedo sigue a la corte a Valladolid. También dedica una obra al Conde de Lemas. Al Duque de Osuna le dedica el Anacreón Castellano. Se entrevista con el Papa Paulo V en 1617. Recibe la Orden de Santiago que le impone el duque de Uceda. Cuando está en prisión, aboga por él María Henríquez, dama de Isabel de Barbón. De nuevo en libertad, acompaña al rey a su viaje a Andalucía. El rey le dio el título honorario de secretario. Y hasta tuvo buenas relaciones con la Inquisición. De modo, pues, que no puede hablarse, en el caso de Quevedo o en el de Cervantes, de hombres de cultura que estuvieran en abierta pugna con los poderosos de su tiempo. Lope de Vega o Ben Johnson estaban en la misma situación. Sin embargo, ya se presentía en ellos la crítica al nuevo sistema político social que estaba fundándose. Lo mismo que en la tardía Antigüedad griega ya empezaba a gritarse: «¡Su dinero es el hombre!». En El buscón, Quevedo satiriza a los buscadores de fortuna, y les opone al pobre desgraciado que tiene que habérselas con su ingenio para conseguir unas monedas. No podía cerrar sus ojos ante las ingentes riquezas que llegaban de América e iban a parar a la corona inglesa. No podía cerrar sus ojos ante la avalancha de compatriotas suyos que se iban a tierras americanas a procurarse oro y plata y a esclavizar indígenas. Probablemente Humanismo clásico, humanismo marxista / 139

oyó en Salamanca el formidable alegato del padre Vitoria titulado De indis, donde por vez primera se establecía que los indios americanos eran seres como los demás, dotados de alma y espíritu, y a quienes había que respetar en sus legítimos fueros. A pesar de sus relaciones con duques, condes y reyes, Quevedo fue probablemente, junto con Shakespeare y Cervantes, el primer representante de lo que llamamos «contracultura». Todos sus contratiempos lo mantuvieron amargado, hasta el punto de que no supo reconocer el genio de un Góngora o un Ruiz de Alarcón; pero sintió en carne viva el advenimiento de los nuevos tiempos. Lo mismo que Descartes en Francia —o en su apartado retiro de Holanda— Quevedo, y con él Cervantes, sintió el empuje de la nueva sociedad. En cierto sentido, este es el mensaje del Quijote cervantino: el acabamiento de una época, la época feudal. Había que ser loco, como don Quijote, para, al mismo tiempo, vivir mentalmente en la Edad Media, y hacer llamados al nuevo orden social. El gobierno de Sancho Panza en la Ínsula Barataria es lo más parecido que hay al socialismo primitivo que pregonaba Tomás Moro en Inglaterra y que debía tener su lugar en América. La justicia distributiva de Sancho Panza es la misma del socialismo auténtico. Por eso digo que estos grandes autores, que formaban parte de la cultura de su tiempo, se adelantaban a ella, y se adelantaban a toda esa inmensa carga ideológica que en los siglos siguientes habría de sobrevenir bajo el nombre de capitalismo: mercantil, manufacturero, industrial o superindustrial. La tristeza que acompaña a Quevedo en sus momentos postreros es muy significativa; es la requisitoria final de un hombre que había vivido en contradicción con su tiempo: Retirado en la paz de estos desiertos con pocos, pero doctos libros juntos vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.

Lo mismo pasa con Shakespeare. Lo que está en juego en Hamlet no es solamente la venganza, la venganza como destino contra un usurpador del lecho de su madre y asesino de su padre; lo que está en juego es un juicio dramático e histórico a la realeza misma. De ahí que cuando Polonio le reclama sus deberes rea140 / Ludovico Silva

les, el príncipe conteste despectivamente: Words, words, words. Palabras, sólo palabras, eran para Hamlet todos los boatos de la realeza. Para él sólo existía la venganza; pero no era sólo una venganza contra el asesino de su padre, sino contra el acto mismo de usurpación del poder real. Naturalmente, esto no es más que una genial intuición de Shakespeare; pero nada de raro tiene que su teatro de El Globo gustase tanto a la imaginación popular, porque ya las calles de Londres estaban llenas de proletarios y de artesanos venidos a menos. Ya las fábricas estaban atestadas de obreros a los que se les pagaba un salario miserable por dieciséis horas de trabajo. El pueblo comenzaba a estar descontento con la realeza. Fue la hora del trabajo corporativo, predecesor de la manufactura y creador del proletariado moderno. Fue la hora del último auge de la nobleza y el orden medievales que encontraron sus críticas en Calderón, Lope de Vega y Shakespeare, o en poetas líricos como François Villon. Mais oú sont les neiges d’antan, canta Villon, como compadeciéndose de todo el pasado medieval. Y Don Quijote, en su lecho de muerte, una vez recuperada la razón, lanza denuestos contra esos funestos libros de caballería que le habían trastornado el seso. Todos estos son signos de los nuevos tiempos. Inclusive en regiones poéticas donde menos se podría sospechar una reacción contra los tiempos viejos, puede encontrarse. Tal es el caso de un San Juan de la Cruz, o de un Góngora. En los comentarios a sus poesías, San Juan recurre a explicaciones teológicas tomistas; pero es, diríase, para burlarse de ellas, pues le da mayor preeminencia al aspecto poético que al teológico. Aparentemente, San Juan escribió sus poesías y sus comentarios a las mismas con un deseo apologético, para que sirviesen de lección a las monjas carmelitanas entre las cuales se encontraba su ilustre amiga, Teresa de Jesús. Pero en realidad lo que San Juan les suministraba eran verdaderas lecciones de teoría poética. Un simple dato nos puede dar la pista de esta actitud. La Canción XII del Cántico Espiritual dice así: ¡Oh, cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados! Humanismo clásico, humanismo marxista / 141

Pues bien, ¿qué nos dice San Juan de la Cruz acerca de estos versos? No nos da ninguna lección de teología tomista, sino una lección poética. Nos dice (Cántico Espiritual, Canción XII, 3) que «llama cristalina a la fe por dos cosas: la primera, porque es de Cristo su esposo; y la segunda, porque tiene las propiedades del cristal en ser pura en las verdades y fuerte y clara y limpia de errores y formas naturales». ¡El alma y la fe son cristalinas porque son de Cristo! Esta explicación no tiene nada de teológica, ni de ese indigesto tomismo que el Santo trataba de insinuar a sus carmelitanas; se trata de una pura explicación poética, una aliteración pura. Como lo supo ver Paul Valéry, quien leyó a San Juan en español y en la maravillosa traducción francesa de Cyprien de la Nativité de la Vierge, San Juan es en cierto modo el padre de la poesía moderna, aun antes que Góngora. Mais ceci chante tout seul!, exclamaba Valéry entusiasmado. San Juan de la Cruz vivía ausente de los avatares del mundo moderno; vivía recluido en su celdilla de Segovia, una celdilla conmovedora que yo tuve oportunidad de visitar, compuesta de una cama estrecha, un crucifijo en la pared y un reducido escritorio. La celda está hoy tal cual la dejó el Santo después de su muerte. Allí comprendí yo la vanidad del mundo y las tonterías por las que nos esforzamos los mortales. Aquel pequeño monje, en su celda, en las cercanías de la Fuencisla —donde mana el agua más pura del mundo— construyó todo el espíritu de la poesía moderna. Con unos cuantos poemas que apenas formarían un librito, hizo lo mismo que Mallarmé: fundó una poesía, un estilo poético. Y San Juan de la Cruz se atrevió a lo mismo que se atrevió Fray Luis de León: a tomar el Cantar de los cantares salomónico como fuente de inspiración. Sacó así el pensamiento místico de sus tinieblas medievales y, lo mismo que el maestro Eckart, supo elevarlo a las alturas de la modernidad. Así como Eckart hablaba del «indecible sollozo de Dios» y de la scintilla animae de la fe, San Juan nos habla de la «respiración de Dios». En contra de lo que sostenía Ortega y Gasset, a mí me parece esta una manera mucho más legítima de sentir a Dios; mucho más legítima que las complicadas y casuísticas formas de la teología racional. San Juan era, pues, un mun142 / Ludovico Silva

do cultural autónomo, y su religiosidad nunca asumió el odioso carácter de una ideología al servicio de los intereses dominantes. Con su sistema metafórico anunció el mundo moderno. Y en este sentido, se adelantó a Lope de Vega y al mismo Góngora. Muchos versos de Góngora y de Lope aparecen hoy envejecidos, ruinosos; en cambio, la Noche oscura del alma o el Cántico espiritual resplandecen hoy en toda su magnífica magnitud poética. San Juan es probablemente el poeta más puro que haya producido la lírica española. Trabajó sus versos como un orfebre, y por eso sirvió de modelo a otros poetas, como Mallarmé, quien también compuso pocas poesías, pero con un sentido superior del lirismo. San Juan sirvió, pues, a la cultura de su época, como un elemento extraño, un poeta místico alejado de cortes y ducados; un monjecillo encerrado en su celda de Segovia —el lugar más impresionante que yo he visto en el mundo— dedicado a la humilde tarea de componer unas canciones con sus comentarios para las monjas carmelitanas. ¿Había orgullo de poeta en este cantor? Seguramente que sí, porque hasta ahora no se ha conocido a ningún verdadero creador que no esté orgulloso de sus creaciones. Pero San Juan lo supo ocultar muy bien. Su fe mística le obligaba a ello, y todo lo ponía al servicio de su Dios. Como decía su verso: «Y todo mi caudal en su servicio». Hoy podemos decir, después de cientos de años de su muerte, que su poesía es un verdadero patrimonio cultural del Occidente. Su sistema metafórico ha inspirado a poetas de varios países europeos y americanos. La prodigiosa musicalidad de sus versos y la plasticidad voluptuosa de sus metáforas lo mantienen, todavía hoy, en el primer plano de la actualidad cultural. Otro caso de poeta español que supo entrever y anunciar con claridad el espíritu de los nuevos tiempos fue Don Luis de Góngora y Argote. Don Luis de Góngora era un clérigo más o menos bohemio que andaba por las calles de Córdoba componiendo unas letrillas ciertamente picantes, como aquella famosa de: Ándeme yo caliente y ríase la gente.

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Pero este monje era en realidad, en el fondo de su alma, un ser adusto. Su verdadero rostro, pintado genialmente por Velásquez —está en el Museo del Prado— nos revela una riquísima vida interior, un élan especial que es el propio de los grandes artistas. Al lado de sus letrillas populares y escandalosas, Góngora iba componiendo pacientemente unos grandes poemas del todo distintos a las letrillas. Eran poemas en los que él se inventó un lenguaje, inspirado en la estructura del latín clásico —pero no puramente en ella, como se ha creído falsamente— y dotado de un sistema metafórico de rara complejidad, donde todos los substantivos y los adjetivos adquieren una danza loca, pero primorosamente calculada. Frente a estos poemas, los del Caballero Marino, en Italia, se ven empalidecidos. Góngora fue muy atacado e incomprendido; incluso un genio como Quevedo, que tantos puntos tenía en contacto con Góngora, manifestó repetidas veces desprecio por la «latiniparla» del creador de Las soledades y Polifemo y Galatea. Como ha escrito el gran poeta Jorge Guillén en su bello libro Lenguaje y poesía, la palabra en Góngora se comporta como «un objeto rigurosamente enigmático». Por eso, después de muchos años de olvido y menosprecio, Góngora afloró nuevamente, en el siglo pasado y en el presente, a la gloria pública. Los grandes poetas franceses de la pléyade del siglo pasado —Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud— supieron reconocer claramente el genio de Góngora. Como ha escrito Rugo Friedrich en su Estructura de la lírica moderna, el sistema metafórico de Mallarmé se comprende mejor si se estudia el de Góngora. Verlaine solía gritar, en medio de sus fanfarrias llenas de ajenjo, el verso de Góngora: ¡A batallas de amor, campos de pluma!

De todos modos, no fue el conocimiento directo de las obras de Góngora lo que causó esta influencia, sino más bien lo que pudiéramos llamar su teoría poética, su actitud ejemplar frente al lenguaje poético. Más profunda fue todavía su resurrección hacia 1927, cuando se cumplieron y se festejaron sus trescientos años. La generación española del 27 le rindió un cálido homenaje, en el que participaron todos los grandes poetas de esa nueva Edad de 144 / Ludovico Silva

Oro de la poesía española, brutalmente cercenada por la guerra civil y por Francisco Franco, bajo cuyo dominio despótico los poetas hubieron de dispersarse o apagarse. De aquel homenaje del 27 queda como una muestra especial el magistral estudio de Dámaso Alonso sobre Góngora, donde, además de explicar su sistema poético, intentó una aventura arriesgadísima: verter en prosa clara el contenido de los grandes poemas de Góngora. Con ello no pretendió Dámaso Alonso decir que la poesía, la verdadera poesía, pueda verterse en prosa; como lo dice Valéry, lo que se dice en poesía es imposible decirlo en prosa, a menos que se trate de poesía discursiva, antipoesía. Después de este homenaje, Góngora se ha convertido en objeto de estudio muy frecuente en universidades alemanas, francesas, inglesas o italianas. También se estudia mucho, particularmente en Alemania, a poetas como Calderón y Rubén Darío. La cultura occidental, a partir de la decadencia del Renacimiento, fue progresivamente evolucionando en el sentido de integrarse cada vez más en el marco de la naciente sociedad capitalista. Grandes espíritus, como Descartes, Newton o Leibniz, no podían ser indiferentes al cambio de los tiempos. Estos espíritus gestaron la universalidad de la ciencia moderna, sin la cual no se explica la revolución industrial. Entretanto, las fábricas de aquella Europa convulsionada por guerras religiosas y avidez de oro, comenzaron a abarrotarse de un proletariado explotado del modo más inhumano. Marx ha descrito en El Capital el proceso del siglo de la manufactura, época en la que ya se desarrolla la lucha entre el capitalista y el asalariado. Como escribe Marx: «La lucha entre el capitalista y el asalariado data de los orígenes mismos del capital industrial, y se desencadena durante el período manufacturero, pero el trabajador sólo ataca el medio de trabajo a partir de la introducción de la máquina. Se rebela contra esta forma especial del instrumento, en el cual ve la encarnación técnica del capital» (El Capital, Libro I, XV, 5). En efecto, ya en el siglo XVII estallaron en casi toda Europa levantamientos obreros contra una máquina de tejer cintas y trencillas, llamada Bandmühle e inventada en Alemania. El abate italiano Secondo Lancelloti, en un libro escrito en 1579 Humanismo clásico, humanismo marxista / 145

y publicado en Venecia hacia 1623, dice lo siguiente: «Anton Müller de Danzig, ciudad de Prusia, vio allí, hace casi cincuenta años, una máquina muy ingeniosa que ejecutaba cuatro o seis tejidos a la vez… Pero el magistrado, temeroso de que esta invención hiciera que muriesen de hambre muchos hombres que vivían del tejido, prohibió la invención e hizo ahogar en secreto al autor» (Citado por Marx, loc. cit.). Ya desde los tiempos de lo que Marx llamaba «cooperación», en el siglo XVII, se presentaron relaciones conflictivas entre el capital y el trabajo. Como lo dice Marx: «En rigor, la producción capitalista comienza a establecerse cuando un solo amo explota a varios asalariados a la vez, cuando el proceso de trabajo, ejecutado en gran escala, exige para la venta de sus productos un amplio mercado» (El Capital, Libro 1, XIII, 1). La manufactura es, en sus inicios, un tipo de cooperación; pero se distingue por la existencia, en su seno, de la división del trabajo. Atrás habían quedado los gremios medievales, en que cada artesano era dueño de sus medios de trabajo y tenía una noción total de la pieza a fabricarse. La manufactura alcanza su forma clásica con la división del trabajo, —que es la división del trabajador— y puede situarse su período de auge desde la mitad del siglo XVI hasta el último tercio del siglo XVIII. Marx atribuye a la manufactura un doble origen. Por una parte, la división propiamente dicha del trabajo. Muchos trabajos se ejecutaban en forma independiente, bajo las órdenes de un solo capitalista, que era el único elemento en la fábrica que sabía todo lo que se iba a fabricar y de acuerdo a ello administraba sus ganancias y los salarios. Marx pone el ejemplo de la fabricación de carrozas. «En su origen —nos dice— la fabricación de carrozas se presentaba como una combinación de oficios independientes. Poco a poco se convierte en la división de la producción de esos vehículos en sus diversos procedimientos específicos, cada uno de los cuales se cristaliza como tarea particular de un trabajador y cuyo conjunto se ejecuta por la reunión de esos trabajadores parcelarios. Así, las manufacturas de telas y de muchas otras cosas nacieron de la aglomeración de distintos oficios bajo las órdenes del mismo capital» (El Capital, XVI, 1). 146 / Ludovico Silva

El otro origen de la manufactura tiene un sentido inverso. «Un gran número de obreros —dice Marx— cada uno de los cuales fabrica el mismo objeto, por ejemplo papel, tipos de imprenta, agujas, etc., pueden estar ocupados en forma simultánea por el mismo capital. Es la cooperación en su aspecto más simple (…). Entonces el trabajo se divide. En lugar de hacer ejecutar las distintas operaciones por el mismo obrero, unas tras las otras, se las separa, se las aísla, y luego se confía cada una de ellas a un obrero especial, y los trabajadores que cooperan las ejecutan a la vez, juntos, uno al lado del otro. Esta división, establecida una vez por accidente, se repite, muestra sus ventajas y se osifica poco a poco en una división sistemática del trabajo. De producto individual de un obrero independiente que hace una multitud de cosas, la mercancía se convierte en el producto social de una reunión de obreros, cada uno de los cuales ejecuta constantemente la misma operación de detalle. Las operaciones que en el caso de la fábrica de papel de un gremio de oficio alemán se engranaban entre sí como trabajos sucesivos, se convierten, en la manufactura holandesa de papel, en operaciones de detalle ejecutadas paralelamente por los distintos miembros de un grupo cooperativo. El fabricante de agujas de Nurenberg es el elemento fundamental de la manufactura de agujas inglesa» (El Capital, ibidem). Y Marx resume así su teoría: «El origen de la manufactura, su derivación del oficio, presenta, pues, un doble rostro. Por un lado tiene como punto de partida la combinación de distintos oficios, independientes entre sí, a los cuales se hace dependientes y se simplifica hasta el punto en que ya no son otra cosa que operaciones parciales y complementarias unas de otras en la producción de una misma y única mercancía. Por el otro lado se adueña de la cooperación de artesanos del mismo tipo, descompone el mismo oficio en sus diversas operaciones, las aísla e independiza hasta el punto en que cada una se convierte en la función exclusiva de un trabajador parcelario. Por lo tanto, la manufactura introduce la división del trabajo en un oficio, o la desarrolla; o bien combina oficios distintos y separados. Pero sea cual fuere su punto de partida, su forma definitiva es la misma: un organismo de producción cuyos miembros son hombres» (El Capital, ibidem). Humanismo clásico, humanismo marxista / 147

Esta base manufacturera creó las condiciones para el surgimiento de la gran industria y el florecimiento del maquinismo que tuvo lugar en Inglaterra, verdadera patria del capitalismo moderno. En sus Principles of Political Economy había dicho John Stuart Mill que era dudoso que las invenciones mecánicas hayan aliviado hasta hoy el día de trabajo de ser humano alguno. Frente a esta aseveración, Marx (El Capital, XV, 1) dice lo siguiente: «Mill habría debido agregar: “que no viva del trabajo ajeno”, pues no cabe duda de que las máquinas aumentaron en gran medida la cantidad de ociosos a quienes se denomina gente acomodada». Esta observación de Marx tiene gran importancia para nuestro mundo del agonizante siglo XX, en el que subsisten una gran cantidad de ociosos que dejan que las máquinas trabajen para ellos. Incluso los artistas han caído en esta serie multiplicadora, y hoy es frecuente ver a artistas, incluso a grandes artistas contemporáneos, que hacen sus planos en un papel y dejan todo lo demás a la obra de obreros y máquinas. Marx nos explica el nacimiento del maquinismo: «Como cualquier otro desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, el empleo capitalista de la máquina sólo tiende a disminuir el precio de las mercancías, a reducir la parte de la jornada en que el obrero trabaja para sí, con el fin de prolongar aquella en que trabaja nada más que para el capitalista. Es un método especial para fabricar plusvalía relativa. La fuerza de trabajo en la manufactura y el medio de trabajo en la industria moderna son los puntos de partida de la revolución industrial. Por consiguiente, hay que estudiar de qué manera se transformó el medio de trabajo, de herramienta en máquina, y con ello definir la diferencia que existe entre esta y el instrumento manual». «Cuando John Wyatt anunció en 1735 su máquina de hilar, y con ella la revolución industrial del siglo XVIII, no dijo una palabra acerca de que la impulsaría un asno en lugar del hombre, pero al asno le correspondió ese papel. Una máquina de hilar “sin dedos”, tal fue su descripción». En el fondo, los instrumentos que emplea el obrero manufacturero y el de la gran industria son los mismos de los artesa148 / Ludovico Silva

nos primitivos. La diferencia está en que esos instrumentos están ahora convertidos en instrumentos mecánicos de una máquina. Y ello crea lo que Marx llamó la alienación del trabajo en sus escritos juveniles, es decir, la separación del productor de sus instrumentos de producción. Los obreros empleaban herramientas, es cierto. Pero como advierte Marx: «la mayoría de estas herramientas se distinguen por su origen mismo de la máquina de la cual son órganos de operación». En general, todavía hoy (años sesenta del pasado siglo XIX, L.S.) las produce la artesanía o la manufactura, en tanto que la máquina a la cual se las incorpora luego proviene de la «fábrica maquinizada». Más adelante advierte Marx: «Se ha producido una revolución, inclusive aunque el hombre siga siendo el motor». ¡Qué no diría Marx de nuestras fábricas modernas, donde el «motor» es otra máquina, generalmente computarizada! Pero algo presintió cuando escribió: «El telar de medias teje con varios millones de agujas. La cantidad de herramientas que una misma máquina de trabajo pone en juego al mismo tiempo, se emancipó, pues, desde el principio, de las limitaciones orgánicas que no podía superar la herramienta manual». «La máquina, punto de partida de la revolución industrial, reemplaza, pues, al trabajador que maneja una herramienta por un mecanismo que opera a su vez con varias herramientas semejantes, y que recibe su impulso de una fuerza única, sea cual fuere su forma». Y Marx cita una frase de Babbage particularmente simple y lúcida: «La unión de todos estos elementos simples, puestos en movimiento por un solo motor, forma una máquina». Grandes cabezas, como Galileo, Descartes y Newton habían anunciado genialmente los nuevos tiempos. Pero su tarea se limitó, en lo fundamental, a acabar con el orden ideológico medieval. La idea de Dios que hay en un Descartes, por ejemplo, es por completo distinta a la de la teología racional del Medioevo. Igual ocurre con la idea de Dios de un San Juan de la Cruz. Pero faltaba aún lo esencial para integrar la cultura moderna: una teoría de la ideología enfrentada a una teoría de la cultura. Esta teoría no podía aún surgir en la época de la manufactura o la cooperación. Sin embargo, hubo precursores que conviene mencionar. Así, por ejemplo, Juan Jacobo Rousseau, quien en su Contrato social Humanismo clásico, humanismo marxista / 149

alcanzó a concebir un nuevo tipo de sociedad; nada de raro tiene la inmensa influencia que alcanzó este singular pensador entre las gentes de su época, y aun posteriormente, en las ideas de la independencia de América. Los primeros socialistas —que después influirían en Marx— se inspiraron en Rousseau. Por otra parte, Voltaire, con su prosa demoledora e irónica, se encargó de ahuyentar para siempre una serie de fantasmas medievales, y sólo bastaría mencionar su Dictionnaire Philosophique para constatar el modo cómo este pensador, que llegó a ser famosísimo en su tiempo, acabó para siempre con el medievalismo mental que reinaba todavía en la corte francesa y en las cortes europeas. Otros pensadores del siglo XVIII, como Helvetius y Holbach, se adelantaron revolucionariamente al considerar como hecho de primera importancia la determinación social y material de los productos del espíritu. Helvetius fue un materialista avant la lettre, y en su frase: «Los prejuicios de los grandes son las leyes de los pequeños» se anticipó claramente a la teoría de la ideología dominante que expresaría Marx en 1845. Luego está la indudable influencia de los enciclopedistas, especialmente Diderot. En la Enciclopedia hay un artículo, «Préjugé», donde está claramente anticipada la ya mencionada teoría de la ideología. Genialmente, recurre el autor del artículo a Francis Bacon y su teoría de los idola; que es una teoría de la ideología medieval, o mejor dicho, contra ella y sus prejuicios. Y así como Bacon proclamó el método inductivo y experimental como el nuevo método científico (el Novum Organum), también los enciclopedistas anunciaron la necesidad de elaborar una teoría de los prejuicios medievales que todavía pervivían en las cortes europeas y en la nobleza dominante; de ahí que sus ideas tuviesen tan decisiva importancia en el estallido de la Revolución Francesa. Cuando Napoleón Bonaparte era aún un joven aspirante a general, se asoció con un movimiento que se llamó a sí mismo de los «ideólogos». «Ideología» es vocablo inventado por Destutt de Tracy, no para designar lo que Marx designaría después, sino una vaga science des idéees, una especie de «psicología científica» que pretendía estudiar las ideas en el cerebro a la manera como se estu150 / Ludovico Silva

dian las células con el microscopio. Todo esto está explicado en su libro Elementos de ideología, publicado en 1802. Los «ideólogos» tenían sus ideas políticas revolucionarias; tenían también ideas pedagógicas e ideas económicas (que por cierto Marx critica con ejemplar dureza en El Capital, donde al hablar de Destutt lo llama en francés le crétinisme burgeois dans toute sa béatitude). Los ideólogos pusieron sus esperanzas en el joven Napoleón, pero sufrieron una amarga decepción. Napoleón, que había sido miembro del Institut National de los «ideólogos» y firmaba así sus primeras cartas, bien pronto abrigó ambiciones que chocaron contra las de los «ideólogos», los cuales le declararon la guerra a muerte. Pero la muerte, la muerte histórica, se las infligió Napoleón, cuando en 1812 habló ante el Consejo de Estado de la «tenebrosa metafísica» de los ideólogos, con lo cual dio el primer paso para unir la ideología con la falta de sentido histórico, que Marx recogería después. Diversos espíritus europeos vieron en la Revolución Francesa el hecho político-social más importante de los tiempos modernos. Goethe así lo vislumbró, aunque prefirió quedarse dentro de su viejo humanismo, sin participar realmente en los nuevos tiempos, como no fuera literariamente a través del romanticismo. Goethe, celoso de su Yo y de su patrimonio individual, rehuyó inmiscuirse en las cuestiones políticas de su tiempo. En cambio Hegel, en su Fenomenología del Espíritu —su obra juvenil— hizo un complicado cuadro filosófico de la Revolución. Es curioso ver escenas como las del Terror observadas con lente metafísico y en un lenguaje de muy difícil comprensión, donde apenas se vislumbran frases como que la Revolución era «la reconciliación de lo divino con el mundo». Para completar este rápido panorama de la cultura en la época de la revolución industrial, habría en rigor que rematar con el joven Marx, quien comenzó a escribir precisamente cuando llegaba a su término ese período revolucionario industrial. Pero ya en este ensayo hemos esbozado su teoría de la ideología y de la cultura que son nuestro objeto. Conviene más a nuestros propósitos echar una mirada de conjunto al panorama económico social de la época de la Revolución Industrial con el objeto de examinar sus repercusiones en el mundo de la cultura. Humanismo clásico, humanismo marxista / 151

La Revolución Industrial, que sigue históricamente a la época de la manufactura, estalló entre los años de 1780 y 1790, y significa en principio que por primera vez en la historia humana se liberó al poder productivo de sus cadenas de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios8. Este período increíblemente acelerado de la historia humana duró aproximadamente hasta 1840. La Revolución Industrial es un hecho fundamentalmente inglés, aunque esto no significa que las principales innovaciones tecnológicas no fueran realizadas en Francia; como tampoco significa que en Inglaterra se hicieran sentir los efectos de esa revolución sino hasta muy tarde, hacia 1830 más o menos. Concretamente, en el mundo de los artistas y poetas no se hizo sentir el efecto de la nueva época sino hasta 1830, cuando se sienten atraídos por el ascenso de la sociedad capitalista, por ese mundo en que todos los lazos sociales se aflojan salvo los implacables nexos de oro y los pagarés, como dice Cadye. La Comedia Humana de Balzac, que es la más implacable disección de ese mundo sórdido del dinero y la burguesía ascendente, fue escrita en parte en esta década, como tendremos oportunidad más adelante de comentar con mayor detalle. Lo interesante para nuestro estudio es que hacia 1840 comienza lo que podemos denominar contracultura capitalista, que se define como el modo específico de ser cultural de la sociedad capitalista moderna y que se enfrenta a la cultura ideológica, o a la ideología a secas. La contracultura es la lucha contra el imperio universal de los valores de cambio, en tanto la ideología es la lucha por mantener idealmente el statu quo de la sociedad basada en los valores de cambio. Sólo desde 1840 se empieza a producir la gran corriente de literatura oficial y no oficial sobre los efectos sociales de la revolución industrial: los grandes Bluebooks o «Libros azules», las investigaciones estadísticas en Inglaterra —que tanto sirvieron a Marx—, el Tableu de l’état physique et moral des ouvriers, de Villermé, u obras 8

E.J. Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, Guadarrama, Barcelona (España), 1978, Tomo I, p. 59.

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más conocidas, como la Situación de la clase obrera en Inglaterra, de Engels. Algunos pocos pintores entre los que destaca el inglés Turner se ocuparon del fenómeno. Turner tiene una pintura muy significativa en la que un remolcador moderno —Revolución Industrial— arrastra hacia un muelle a un viejo y glorioso barco de guerra inglés —el esplendor imperial antiguo—. Además, Turner, si no me equivoco, fue el primer pintor que pintó una locomotora, ese signo tan importante de los nuevos tiempos. Turner murió con la Rrevolución Industrial, y fue su anunciador, su artista. La cultura de la Revolución Industrial es una cultura agitada y afiebrada, marcada por el signo de las revoluciones sociales. En Francia, los pensadores socialistas se encargaban de agitar el ambiente con sus anunciaciones de una sociedad comunista. España vivía un poco apartada del mundo europeo, hasta el punto de que la noticia de la toma de la Bastilla sólo llegó a Madrid trece días después. Sólo la invasión napoleónica la hizo despertar, lo cual está maravillosamente pintado por uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, don Francisco de Goya. Tan sólo en Alemania, industrialmente atrasada y semifeudal, las cosas parecían marchar tranquilamente, con sus universidades humanísticas, sus grandes helenistas como Zeller, sus filósofos como Kant, Fichte y Hegel, y su dios olímpico, Goethe, en la apacible Weimar, donde fungía de gran Consejero, una especie de Ministro de Estado. La explosión cultural romántica, aunque tuvo lugar en la época de la revolución cultural, poco tuvo que ver con ella directamente. Los poetas románticos como Keats, Sheley, Hülderlin, Espronceda o el propio Goethe prefirieron orientarse hacia regiones inusitadas que casi siempre coincidían con la vaga aspiración a la vida griega de los tiempos clásicos. Tal vez el que más se acercó a su época fue el extravagante Lord Byron, con sus poemas llenos de corsarios, poetas, figuras como Don Juan o Manfredo. Aunque sólo fuera como un rechazo más o menos cínico, Byron no estuvo ausente de su época. Participó en diversas luchas políticas —como en Italia o en Grecia— donde fue a morir por la independencia de ese país, en Missolonghi. Goethe vivía al tanto de lo que ocurría en los mundos culturales de Italia, Francia e Inglaterra; pero nunca emitió juicios de política cultural, sino muy contadas veces, como cuando descubrió —atisHumanismo clásico, humanismo marxista / 153

bo genial— a Stendhal, el gran novelista que apenas fue reconocido por Goethe y por Balzac. Goethe supo ver en Stendhal un espíritu raro, extraño para su época y para su gusto. Y no le faltaba razón, porque el mismo Stendhal estaba consciente de ello, y no en vano escribió su famosa frase: Je serai compris vers 1900. También supo comprender Goethe el espíritu revolucionario de Lord Byron, cuya muerte cantó en unos maravillosos versos9. Algunos historiadores conservadores eluden el término «revolución industrial» y prefieren usar el de «evolución acelerada». Pero como dice muy bien Hobsbawm, «Si la súbita, cualitativa y fundamental transformación verificada hacia 1780 no fue una revolución, la palabra carece de un significado sensato» (Hobswm, op. cit., p. 60). La superioridad inglesa no estuvo, al menos en su principio, en su mentalidad científica. El genio del inglés es que era el homo oekonomicus. Pero en cuanto a ciencia —tanto la ciencia natural como la ciencia social— estaban atrasados respecto a sus contemporáneos franceses. Es cierto que los economistas de 1780 leían ávidamente a Adam Smith, pero también, y con más provecho, a los fisiócratas —a quienes Marx concedió tanta importancia en sus Theorien über den Mehrwert gracias a sus contribuciones sobre la economía del campo— y a los hacendistas franceses tales como Quesnay, Turgot, Dupont de Nemours, Lavoisier y algunos italianos. Los ingleses se ufanaban de sus modernos telares, pero ya en Francia, en 1805, Jacquard había inventado un telar notablemente superior. Por su parte, los alemanes disponían de centros de enseñanza técnica como la Bergakademie, que no tenía paralelo en Inglaterra. El genio de Inglaterra fue la creación típicamente moderna del «hombre de negocios». Cuando el desastre del im9 Ach, zum Erdeneglük genorem Hober ahnenm grosser Krafft. Leider! Früh dier selbst valoren Jügendblüte weggererafft. («Nacido para gozar de la dicha eterna, dotado de altos anhelos y de una gran fuerza espiritual; desgraciadamente, a causa de tu joven sangre arrebatada, pronto te perdiste a ti mismo») (Fausto, II). 154 / Ludovico Silva

perio napoleónico, el primero en enterarse fue un alemán judío recién llegado a Inglaterra, Nathan Rothschild, quien valiéndose de la noticia ocasionó una verdadera revolución en la bolsa de Londres y se enriqueció repentinamente. Desde aquel ingenioso precursor que venía de la miserable judería de Francfort —donde su padre vendía monedas raras a los príncipes—, la dinastía de los Rothschild se extendió por toda Europa y logró crear un imperio económico que aún hoy tiene plena vigencia. Pero por fortuna o por desgracia para el mundo moderno no eran necesarios muchos refinamientos intelectuales para construir la Revolución Industrial. A este respecto hay unas palabras muy ilustrativas de W. Wachsmuth: «Por una parte, es satisfactorio ver cómo los ingleses adquieren un rico tesoro para su vida política del estudio de los autores antiguos, aunque este lo realicen pedantescamente. Hasta el punto de que con frecuencia los oradores parlamentarios citan a todo pasto a esos autores, práctica aceptada favorablemente por la Asamblea en la que esas citas no dejan de surtir efecto. Por otra parte, no puede por menos de sorprendernos que en un país en que predominan las tendencias manufactureras, por lo que es evidente la necesidad de familiarizar al pueblo con las ciencias y las artes que las favorecen, se advierta la ausencia de tales temas en los planes de educación juvenil. Es igualmente asombroso lo mucho que se ha realizado por hombres carentes de una educación formal para su profesión»10. Este pasaje de Wachsmuth es extraordinariamente significativo. Si hoy las grandes universidades inglesas como Cambridge, Oxford o Eton son paradigmas para la formación de la cultura antigua —con sus literae humaniores—, en la época de la revolución industrial eran apenas avanzados bastiones de un humanismo atrasado, lo mismo que ocurría en las universidades alemanas. Las universidades inglesas necesitaban de técnicos, necesidad que todavía hoy se mantiene: es decir, científicos al servicio del capital. Pero no se ocupaban de formar los técnicos 10 W. Wachsmuth; Europeiesche Sittengeschischte, Lipzig, 1839, p. 736. Humanismo clásico, humanismo marxista / 155

y científicos necesarios, sino puros hombres de negocios. Con lo cual demostró el capitalismo moderno sus verdaderas intenciones: la de ser un asunto de hombres de negocios, para quienes la ciencia no es más que una subordinada al servicio del capital. Y más aún los artistas, a los que siempre ha visto como gente universalmente despreciable y hostil. Por eso decía Marx que «el capitalismo es esencialmente hostil a todo arte». ¿Por qué? Porque la cultura «es el modo de organización de la utilización de los valores de uso» y el capitalismo es la sociedad basada en los valores de cambio. Sin embargo, los capitalistas ingleses se interesaban en la ciencia por la búsqueda de los beneficios prácticos que ella pudiera proporcionarles, como dicen Musson y Robinson en su Science and Industry in the late Eigteenth Century (en «Economic History Review» XIII, 1960). La agricultura inglesa estaba preparada para cumplir sus tres tareas fundamentales en la era de la industrialización: en primer lugar, aumentar la producción y la productividad para alimentar a una población no agraria en vasto crecimiento; en segundo lugar, proporcionar un gran contingente de reclutas para las ciudades y las industrias (la vieja lucha de la ciudad y el campo de que habló extensamente Marx en La ideología alemana); y en tercer lugar, aumentar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la economía. Pero la política estaba ya engranada con los hombres de negocios. Los industriales de la agricultura iban a alcanzar su última barrera entre 1815 y 1856. Pero, como dice gráficamente Hobsbawn, «en conjunto se aceptaba que al dinero no sólo hablaba sino que gobernaba». El imperialismo básico de la Revolución Industrial era comprar en el mercado más barato para vender en el más caro. Se trataba de decisiones entrecruzadas entre empresarios privados e inversionistas. Y en esto intervenía ya activamente la ideología en el sentido estricto que dio Marx a esta palabra. Cuenta Bertrand Russell en su libro El impacto de la ciencia un hecho curioso. Dado el prodigioso crecimiento de la producción de algodón, sobre todo en Lancashire, había que exportarlo. Había mercados: Norteamérica, Alemania, España y Francia. Pero había un mercado mucho mayor donde se podía 156 / Ludovico Silva

vender el producto a precio de oro, dicho sea literalmente. Este mercado es el que ya había creado el gran capitalismo: el de los países que hoy eufemísticamente llamamos «subdesarrollados». Unos de estos países los representaban las numerosas colonias africanas. Pero en África la gente andaba prácticamente desnuda y por lo tanto no necesitaba tela de algodón para vestirse. Y aquí interviene el factor ideológico. Los ingleses enviaron al África a curas, sacerdotes evangelizadores, quienes se encargaron, entre otras cosas, de convencer a los nativos de que era un «pecado» andar desnudos y de que había que vestirse, y había que vestirse con algodón, y este algodón tenía que ser… ¡inglés! En todo caso, Inglaterra, pese a su atraso en otras materias, estaba admirablemente equipada para acaudillar la Revolución Industrial en las circunstancias capitalistas, y una coyuntura económica especial se lo permitía: la industria algodonera y la expansión colonial. Todo esto lo cuenta Marx en La ideología alemana, porque allí están las bases para una teoría moderna del sub-desarrollo. El subdesarrollo no se explica sin la expansión mercantilista inicial, sin la cooperación, sin la manufactura y, sobre todo, sin la Revolución Industrial. La anécdota que acabo de contar, tomada del libro de Russell, tiene su explicación. El comercio colonial había creado la industria del algodón y continuaba nutriéndola; ya en el siglo XVIII se desarrolló en el hinterland de los mayores puertos coloniales, tales como Bristol, Glasgow y especialmente Liverpool, gran centro de comercio de esclavos. Fue la época del llamado take off, término que por cierto emplean hoy las potencias imperialistas para referirse al potencial «desarrollo» de los países subdesarrollados. Hasta poco antes del take off inglés, el volumen principal de exportaciones del Lancashire iba a los mercados de África y América, como ya lo hemos referido11. Como dice Hobsbawn, «Entre 1750 y 1769 la exportación de algodones británicos aumentó más de diez veces. En tal situación las ganancias para el hombre que llegara primero al mercado con sus remesas de algodón eran astronómicas y compensaban 11

A. P. Wadswoth y J. de L. Mann: The Cotton trade and Industrial Lancashire, 1931, cap. VII. Humanismo clásico, humanismo marxista / 157

los riesgos inherentes a las aventuras técnicas. Pero el mercado ultramarino, y especialmente el de las pobres y atrasadas “zonas subdesarrolladas” no sólo aumentaba dramáticamente de cuando en cuando, sino que se expandía constantemente sin límites aparentes. Sin duda, cualquier sección de él, consideraba aisladamente, era pequeña para la escala industrial [y lo sigue siendo hoy, L.S.] y la competencia de las “economías avanzadas” lo hacía todavía más pequeño para cada una de estas”. (Hobsbawn, op. cit., p. 70). En efecto, la revolución industrial puede considerarse, al menos en sus años iniciales (1780-1790) como un triunfo del mercado exterior: era el ápice del mercantilismo de los siglos anteriores, cuando las especias venían de la India, y el oro y la plata de América, y cuando toda clase de aventureros zarpaban hacia rumbos desconocidos. Pero ahora el genio económico inglés había creado un nuevo hombre: el hombre de negocios, el agente de la bolsa, el negociante, el hombre de capital dinerario. Ya en 1814, poco antes de la caída de Napoleón, Inglaterra exportaba cuatro yardas de algodón por cada tres consumidas en ella; y en 1850 trece por cada ocho»12. En 1820, por las exportaciones británicas, Europa consumió aproximadamente 128 millones de yardas de algodón y América —con excepción de los Estados Unidos—, África y Asia consumieron 80 millones. Pero —fijémonos en el dato— hacia 1840 Europa consumía 200 millones de yardas, en tanto que las «zonas subdesarrolladas» consumían nada menos que 529 millones de yardas. Sólo China, autárquica y conservadora, se negaba a comprar lo que Occidente le ofrecía. Pero entre 1815 y 1842, los comerciantes occidentales, ayudados por barcos cañoneros, descubrieron un producto ideal para invadir el mercado chino: el opio. Sin embargo, pese a hechos como estos puede afirmarse que es cierto que el comercio de algodón es el primero y más importante paso de la Revolución Industrial inglesa. Las palabras «industria» y «fábrica», en su sentido moderno, son una creación 12 F. Crouzet, Le blocus continental et l’économie britannique 1958, p.63. 158 / Ludovico Silva

exclusiva de las manufacturas algodoneras del Reino Unido. Las manufacturas de algodón representaron entre el 40 y el 50% de todas las exportaciones inglesas entre 1816 y 1848. La situación moral y económica de los obreros de estas fábricas fue una de las causas que llevaron a Marx y Engels a redactar el Manifiesto Comunista, cuyo principal destinatario era el proletariado inglés. Para esa época Marx ya había comprendido en toda su dimensión el fenómeno de la Revolución Industrial inglesa. Por eso pasó de la crítica filosófica y anti-ideológica de los ideólogos alemanes, a la crítica económica y social. El Manifiesto, pese a ciertos pasajes, no es un libelo filosófico, sino económico-político. Y su mejor modelo —que lo siguió siendo durante toda su vida— fue el modelo de crecimiento capitalista inglés. De ahí su célebre y discutido artículo sobre «La dominación británica en la India», escrito en los años 50. Marx no veía con inquietud la dominación capitalista en el mundo. Por el contrario, le parecía la precondición necesaria para el advenimiento del socialismo. Esto ha sido muy mal comprendido por los intérpretes de Marx. Se olvidan de lo que escribió el propio Marx en un célebre texto de 1859: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la sociedad antigua» (Vorwort, Zur Kritik der politischen Oekonomie). Marx sabía que el capitalismo todavía había de durar mucho más. No sólo tenía el ejemplo de Inglaterra y Francia, sino sobre todo el de los Estados Unidos, país en el que, según sus palabras en los Grundrisse, se daba el capitalismo a l’état pour. Y Marx tenía razón: el mundo sigue hoy girando en la órbita capitalista. Aun los países que se autodenominan «socialistas» tienen que sufrir los rigores de una economía mercantil y monetaria, y el proletariado, dominado brutalmente por la burocracia, sigue sujeto a la «ley de bronce» del salario. En cuanto a los intelectuales y artistas, estos han tenido que hacer —pero con menos libertad, hay que decirlo— una contracultura opuesta a la ideología dominante. De modo, pues, que en el mundo no se han producido todavía las «condiciones objetivas» Humanismo clásico, humanismo marxista / 159

de que hablaba Marx para el nacimiento de una nueva sociedad. El Capitalismo no ha agotado sus fuerzas productivas, y siempre encuentra —aunque sea a través de la guerra— nuevas formas de sobrevivir. Pero este modo de producción no es eterno. Como los otros modos de producción, tendrá que llegar a su fin, que mucho me temo será difícil y doloroso, por no decir catastrófico. Volviendo a nuestro tema hay que recordar un hecho de gran importancia histórica, y es que la producción algodonera, que según una mirada superficial iba «viento en popa», distaba mucho de no sufrir contratiempos. En la década de 1830-1840 sufrió graves desasosiegos, y se inició así la larga serie de lo que Marx llamaba las «crisis periódicas» del capitalismo. En Inglaterra esta primera crisis se manifestó en una marcada lentitud en el crecimiento y quizá incluso en una disminución de la renta nacional británica, como afirma Hobsbawn. Pero hay que advertir, como ya lo advirtió Marx, que esta primera crisis capitalista no fue un fenómeno puramente inglés. El capitalismo, como el socialismo, es un sistema mundial por definición. El grito de Marx «¡Proletarios de todos los países, uníos!» tenía su razón de ser porque los burgueses de todos los países estaban unidos a través del mercado y las operaciones financieras. Y si Marx llegó a hablar de una dictadura del proletariado fue porque advirtió la existencia de una dictadura de la burguesía. Las más graves consecuencias de la crisis de 1830-1840 fueron de carácter social. La transición a la nueva economía creó miseria y desempleo, que son la materia prima de la revolución social. Esta revolución estalló en la forma de levantamientos espontáneos de los pobres de las zonas urbanas e industriales. Fueron estos los movimientos que dieron origen a la gran revolución de 1848 y al movimiento cartista en Inglaterra. Lo curioso es que la revolución no sólo afectaba a los pobres, sino también a los burgueses medianos, que se sintieron afectados en su economía. Muchos de estos pequeños burgueses llegaron a aplaudir los levantamientos en que los obreros —especialmente los llamados ludditas, capitaneados por Ned Lud— destrozaban a hachazos las nuevas máquinas de hilar. 160 / Ludovico Silva

Es evidente que la explotación del trabajo por parte de una minoría de capitalistas ricos empobrecía cada vez más al trabajador y enriquecía cada vez más a unos pocos, los dueños del capital. Este ha sido siempre el destino del capitalismo en sus más variadas formas. La ley de la plusvalía absoluta y relativa sigue teniendo la misma vigencia que en los tiempos de Marx, aunque algunos marxistas de nuestro siglo hayan pretendido transformarla en ley del «excedente económico», como es el caso de Baran y Sweezy en su obra El capital monopolista. Sin embargo, esa explotación de la época revolucionaria industrial también disgustaba a los pequeños empresarios. Como escribe Hobsbawn, «Los grandes empresarios, la estrecha comunidad de los rentistas nacionales y extranjeros que percibían lo que todos los demás pagaban de impuestos —alrededor de un 8% de toda la renta nacional— eran quizás más impopulares todavía entre los pequeños negociantes, granjeros y demás que entre los braceros, pues aquellos sabían de sobra lo que eran el dinero y el crédito para no sentir una rabia personal por sus prejuicios». Los obreros y los pequeños burgueses se llegaron a sentir unidos frente al gran capital. Sólo así se explican grandes movimientos de masas, como el «radicalismo», la «democracia» o el «republicanismo», este último bajo las banderas del republicano Janckson, cuyos movimientos estarían entre los más formidables de los años 1815 y 1848. Las crisis periódicas de la economía conducían al paro, a la baja de la producción, a la bancarrota, a catástrofes agrícolas, como ocurría ya desde el siglo XVIII; en el continente europeo fueron la causa más profunda de las depresiones que se sucedieron hasta el final de la época de la revolución industrial, y por supuesto, después también. Después de las guerras napoleónicas se sucedieron períodos de grandes subidas y caídas (1825-1826, 1836-1837, 1846-1848) que dominaban claramente a las naciones en paz. En la época de 1830-1840, que es la verdaderamente crucial de la Revolución Industrial, ya la gente reconocía vagamente que las crisis eran un fenómeno periódico y regular al menos en el mundo de las finanzas. Gracias a estas crisis y a su sabio Humanismo clásico, humanismo marxista / 161

aprovechamiento, hombres como Nathan Rothschild pudieron amasar grandes fortunas. También incidían en las crisis las variaciones del salario. El promedio semanal de jornal de un trabajador algodonero en Bolton era, hacia 1795, de 33 chelines; pero en 1815 era de 14 chelines. Y hacia 1829-1834 bajó más aún. Pero había un límite fisiológico a tan drásticas reducciones si no se quería que los trabajadores murieran de hambre, como les ocurrió a 500.000 tejedores manuales. Este es el panorama con que se encontró el joven Carlos Marx, y nada extraño tiene su temprana adhesión al comunismo en 1843. La industria se vio obligada a mecanizarse, lo cual reducía los costos al reducir el número de los obreros, y a estos les permitía reducir la jornada de trabajo, con la consecuente extracción de lo que Marx en El Capital llamaba «plusvalía relativa». La industria se vio en la necesidad de racionalizarse, sustituyendo por un volumen de pequeños beneficios por unidad la desaparición de los grandes márgenes económicos. Después de 1815 se sintieron los efectos de esta mecanización, pero, cosa curiosa, no se sintieron como una gran revolución técnica, sino como un crecimiento gradual y hasta «normal» de la economía, cuando en verdad se estaba produciendo una tremenda revolución, particularmente en el orden de los tejedores. Ya para 1830, después de sucesivas crisis de crecimiento, la industria algodonera británica se estabilizó casi totalmente. Por otra parte, aunque la producción por operario aumentara en el período posnapoleónico, no lo hizo con amplitud realmente revolucionaria. Habría que esperar hasta fines de la primera mitad del siglo para que ocurriera un cambio trascendental. Un hecho importante es la diferencia de la industria del algodón con industrias pesadas como el hierro y el acero. El problema de los algodoneros era encontrar buenos y fáciles mercados. El problema de los otros industriales era invertir grandes cantidades de dinero para las grandes fundiciones, incluso en los términos más modestos —al menos, comparados con la indus162 / Ludovico Silva

tria del algodón—. Sólo una secta de soñadores y aventureros se atrevían a tales empresas. Entre ellos estaban los especulativostécnicos franceses, mejor conocidos como los saint-simonianos, que actuaban como los propagandistas de una clase de industrialización necesitada de inversiones fuertes y de largo alcance. Como hecho curioso hay que hacer notar que estos discípulos de Saint-Simon figuraron entre los primeros socialistas franceses. ¡Vaya manera de buscar el socialismo! Las desventajas de la industria pesada fueron muy grandes en los comienzos. La producción para consumo no militar era muy pequeña, y aunque tuvo un auge entre 1780 y 1815, después de este momento se retrasó enormemente. Pero no ocurría lo mismo con el carbón. El carbón era la mayor fuente de poderío industrial y energético del siglo XIX, no sólo por la escasez de leña doméstica, sino por la escasez relativa de bosques en Gran Bretaña. Desde el siglo XVI venía explotándose el carbón para abastecer a ciudades como Londres. Hacia 1800 Inglaterra produjo unos diez millones de toneladas de carbón, casi el 90% de la producción mundial. Francia producía menos de un millón. Esta industria, aunque no lo suficientemente desarrollada, fue el incentivo principal para estimular una creación genial, sin parangón en la historia moderna: el ferrocarril. Las minas no sólo requerían grandes máquinas de vapor para la extracción del mineral: era necesario transportarlo, y los viejos medios de transporte resultaban a todas luces insuficientes. La línea férrea desde la zona minera interior de Durham hasta la costa (Stockton y Darlington, en 1825) fue la primera de los modernos ferrocarriles. Es curioso notar que esta invención de la Revolución Industrial fue una de las pocas que tuvo repercusión en la imaginación artística y literaria. Ya hemos hablado del cuadro de Turner, pero se podrían citar muchos otros casos. El ferrocarril demostró la fuerza de la nueva época. Muy pronto, en Estados Unidos (1827), en Francia (en 1828), en Alemania y Bélgica (en 1835) y en Rusia (en 1837) se adoptó el nuevo método de transporte. En Norteamérica Walt Whitman será el gran poeta de la nueva revolución y, sin advertir los peligros del sistema, se lanza a su exaltación. Más desgraciado Humanismo clásico, humanismo marxista / 163

fue su compatriota Poe, quien murió a causa de los manejos políticos de quienes le compraban sus votos por una botella de licor. Whitman fue el poeta del optimismo democrático; Poe fue el poeta del pesimismo. ¿Quién de los dos, al cabo del tiempo, ha venido a tener la razón? Por mi parte, me quedo con Poe. Pues ya sabemos en lo que se ha transformado la democracia de Whitman: en el Welfare State, en el imperialismo más descarado que haya conocido la historia humana. Con la invención del ferrocarril la industria pesada inglesa ascendió enormemente. Entre 1830 y 1850 la producción de hierro pasó de 680.000 toneladas a 2.250.000; es decir, se triplicó. Y aunque el inversionista corriente no pasaba de un pequeño tanto por ciento, lo cierto es que en 1840 se habían invertido en ferrocarriles 28 millones de libras esterlinas, y 240 millones en 1850. En una sociedad moderna próspera o socialista no se habría dudado en emplear aquellas vastas sumas de capital acumulado en obras de interés social. Pero en la época de la revolución industrial, que es la época del famoso «señor capitalista» de que nos hablaba Marx en El Capital, ello era mucho menos probable. Las clases medias, virtualmente libres de impuestos, continuaban acumulando riquezas en medio de una población hambrienta, cuya hambre chocaba dialécticamente con aquella acumulación. El ferrocarril vino a solucionar los grandes problemas del crecimiento económico, y seguramente no hubiera podido hacerlo si no se hubiesen invertido en esa invención ingentes cantidades en la década de 1830-1840. Otro factor que incidió en la Revolución Industrial de estos años fue el crecimiento de la población urbana, que ocurrió en forma desmesurada. Una Revolución Industrial supone, al menos en los tiempos modernos, una violenta baja en la producción agrícola y un aumento paralelo de la población urbana. Ahora bien, a esta población urbana había que alimentarla, por lo cual se dio el fenómeno paradójico de una «Revolución Agrícola». Por otra parte, aunque Inglaterra era importadora importante desde 164 / Ludovico Silva

1780, esa importación era insignificante con relación a las necesidades del consumo. En todo caso, gracias a las evoluciones preparatorias de los siglos XVI y XVII, Inglaterra sufrió un verdadero cambio en su status agrícola. Se logró una transformación más social que técnica; pero la liquidación de los cultivos comunales con su campo abierto y sus pastos comunes —lo que se llamaba el «movimiento de cercados»— acabó con la petulancia de la agricultura campesina, atada todavía a sus vínculos feudales, y abrió un nuevo compás, una nueva actitud comercial hacia los problemas de la tierra. Las llamadas Corn Laws que desde 1815 trataron de imponer sus criterios sobre los intereses agrarios a fin de proteger la labranza a despecho de toda ortodoxia económica, fueron también en parte un manifiesto contra la tendencia a tratar a la agricultura como una industria cualquiera y a juzgarla tan sólo con fines de lucro. Pero no pasaron estas acciones de ser retaguardias contra la penetración inexorable del capitalismo en el campo, en ese matrimonio monstruoso que Marx calificaba en el Libro III de El Capital como el de Monsieur Le Capital y Madame la Terre. En términos de productividad social esta situación fue engendradora de una gran riqueza para unos pocos; pero, los más, el proletariado hambriento y depauperado, sufrió más que nunca entonces los rigores del «taller oculto de la producción», para decirlo en los términos de Marx. La depresión de 1815 redujo a la pobre población rural a la miseria más espantosa. Sin embargo, la situación de la clase campesina en Inglaterra era superior a la de Francia. De lo contrario, el desarrollo industrial británico hubiera sido tan difícil como lo fue el francés. Así, en las fábricas, donde el problema laboral era más grande, no tardaron los ingleses en emplear mujeres y niños, acosados por la pobreza. Marx cuenta esto minuciosamente en El Capital. Las mujeres y los niños eran más «baratos» que los hombres y también más «dúctiles». En Inglaterra, entre 1834 y 1847, una cuarta parte de los trabajadores eran varones adultos, más de la mitad eran mujeres y el resto muchachos menores de 18 años, entre los cuales había muchos menores de 13 años. En las novelas de Carlos Dickens aparecen magistralmente pintadas estas masas de niños obreros. Un personaje como Oliver Twist, Humanismo clásico, humanismo marxista / 165

muchacho inocente, cae en manos de un «usurero en sí» llamado Fagín que maneja una banda de rapaces callejeros. Cuenta Marx en El Capital (I, XIII, 5) que en aquella época la demanda de trabajo infantil ruinmente explotado se convirtió en la más extraña forma de esclavismo: los propios padres de familia vendían a sus mujeres e hijos dada la desvalorización que el maquinismo había introducido en la fuerza de trabajo del cabeza de familia; y el trabajo de los niños, según cuenta Marx, llegó a solicitarse mediante avisos de prensa como el siguiente: «Se necesitan de doce a veinte muchachos no demasiado jóvenes que puedan pasar por chicos de trece años; jornal, cuatro chelines a la semana». Lo de que «puedan pasar por chicos de trece años» se explica por la ley fabril que prohibía que los menores de catorce trabajasen más de seis horas. Por eso el dueño de la fábrica, comenta irónicamente Marx, pedía cínicamente que «aparentasen tener trece años». Otro aspecto interesante de la Revolución Industrial inglesa fue su desdén por los técnicos. La industrialización británica descansó sobre aquella inesperada aportación de los grandes expertos con los que no contaba el industrialismo continental. Pero estos expertos eran simplemente hombres de negocios con genio financiero. Lo cual nos explica el sorprendente desdén británico hacia la educación general y técnica que habría de pagar caro mucho más tarde. Es cierto que en las universidades tradicionales, como Oxford y Cambridge, se seguían impartiendo cursos de litterae humaniores; pero en las mismas universidades se desdeñaba la enseñanza técnica. Dice Hobsbawm en su ya citado libro: «De esta manera casual, improvisada y empírica se formó la primera gran economía industrial. Según los patrones modernos era pequeña y arcaica, y su arcaísmo sigue imperando hoy en Inglaterra. Para los de 1848 era monumental, aunque sorprendente y desagradable, pues sus nuevas cualidades eran más feas, su proletariado menos feliz que el de otras partes [menos el proletariado externo de Latinoamérica, L. S.] y la niebla y el humo que enviciaban la atmósfera respirada por aquellas pálidas muchedumbres disgustaban a los visitantes extranjeros. Pero suponía la fuerza de un millón de caballos en sus máquinas 166 / Ludovico Silva

de vapor, se convertía en más de dos millones de yardas de tela de algodón por año, en más de diecisiete millones de husos mecánicos, extraía casi cincuenta millones de toneladas de carbón, importaba y exportaba productos por valor de ciento setenta millones de libras esterlinas anuales». (Hobsbawm, op. cit., p.102) Inglaterra era, como se ha dicho, «el taller del mundo». Entre los doscientos y trescientos millones de capital británico invertido, una cuarta parte iba a los Estados Unidos y una quinta para Latinoamérica, y en general le eran devueltos enormes intereses de todas partes del mundo. Aquellos empresarios sabían que estaban transformando el mundo. Lo sabían mejor que los poetas. Pero los poetas fueron quienes supieron captar su verdadero carácter inhumano y cantarlo en mágicos versos. Si le he prestado tanta importancia al fenómeno de la Revolución Industrial es porque la considero como la creadora o el fermento en que se produce eso que en este ensayo llamo la contracultura. Hacia el final de la revolución industrial, o tal vez un poco antes, se producen las primeras manifestaciones claramente contraculturales. *** Tal vez sea Edgar Allan Poe —y la elección no es arbitraria— la primera víctima de la Revolución Industrial, y el primer representante genuino de la contracultura. Defino a la contracultura, provisoriamente, como el modo específico de ser cultural de la sociedad capitalista, y se caracteriza por su oposición implacable a los valores de cambio en que se basa esta sociedad. Esta definición está emparentada, como ya dijimos al comienzo, con la que de cultura da Samir Amin, cuando afirma que la cultura «es el modo de organización de utilización de los valores de uso». No teniendo la sociedad capitalista propiamente valores de uso —como no sea para transformarlos en mercancías— mal puede tener una «cultura». Lo único que puede tener es una contracultura. Pondré algunos ejemplos modernos, pero no olvidaré incluir ejemplos antiguos, de sociedades aún basadas en los valores de uso, como la sociedad griega antigua. Humanismo clásico, humanismo marxista / 167

Edgar Poe fue un heterodoxo de su tiempo y de su país. Nació en Boston en 1809 y murió en Baltimore cuarenta años después, víctima del alcohol que daban los compradores de votos. Su literatura fue juzgada en su tiempo y en su país como «literatura decadente». En su ensayo sobre Poe, Baudeliere —a quien citaré aquí a menudo—arremete contra este anatema: «¡Literatura de decadencia! Estas son palabras vacías que con frecuencia oímos salir, con la resonancia de un enfático bostezo, de la boca de esas esfinges sin enigma que velan delante de las sagradas puertas de la estética clásica». Y páginas después, ante el anathema sit de los buenos burgueses —que odiaban tanto a Baudelaire como él a ellos— escribe el poeta: «¿Acaso me habéis tomado por un bárbaro como vosotros, capaz de divertirme de un modo tan triste también como vosotros mismos?» Y Baudelaire, genio profético deslumbrante, dice a propósito de Poe estas palabras: «Nos sentimos obligados a alegrarnos con nuestro propio destino. El sol, que antes alumbraba todo con su luz recta y blanca, no tardará en inundar el horizonte occidental con colores variados. En los juegos de luz de aquel sol declinante algunas almas poéticas hallarán nuevas delicias [como el propio Baudelaire las halló en el mal de Les Fleurs]: descubrirán columnatas deslumbrantes, cataratas de metal fundido, ígneos paraísos, un resplandor melancólico, la voluptuosidad de la queja, todas las magias del ensueño o todos los recuerdos del opio». Ver a un poeta a través de otro poeta es siempre un privilegio que hay que aprovechar. A Poe, por ejemplo, se lo puede ver a través del prisma de Baudelaire o a través del prisma de Mallarmé, ambos insignes traductores de Poe al francés. Mallarmé tenía un concepto ligeramente distinto del de Baudelaire, por cuanto no le asignaba un papel especial a la arquitectura poética del autor de «El Cuervo». Sin embargo, escribía: Quel génie pour entre un Poète! quelle foudre d’instinct renfermer, simplement la vie, vierge, en sa synthèse et loin illuminant Tout. L’armature du poème se dissimule el tient —a lieu— dans l’espace qui isole les strophes et parmi le blanc du papier: significatif silence qu’il n’est pas moins beau de composer, que les vers. (Mallarmé, «Sur Poe», Oeuvres, La Pléiade, 1945, París, p. 872) 168 / Ludovico Silva

Mallarmé probablemente soñara, al componer estas líneas, en su gran poema futuro, Le Coup de Dés, donde la página en blanco tendría una importancia capital. Por eso hablaba en su magno poema de les subdivisions prismatiques de l’idée, las subdivisiones prismáticas de una idea literalmente infinita. Su retrato de Poe, en Médaillons et Portrats, es perfecto: Je savais, défi au marbre, ce front, des yeux à une profondeur d’sastre nié en seule la distance, une bouche que chaqueserpent tordit excepté le rire; sacrés comme un portrait devant un volume d’oeuvres, mais le démon en pied! sa tragique coquetterie noire, inquiète et discrète: la personne analogue du peintre, à qui le rencontre, dans ce temps, chez nous, jusque par la préciosité de sa taille dit un même état de raréfaction américain, vers la beauté. (Oeuvres, 531) El mismo Mallarmé había cantado en el Prefacio a sus traducciones de los poemas de Poe lo siguiente, que para nuestro asunto resulta profético, adivinatorio: Tel qu’en lui même enfin l’eternité le change le Poète suscite avec avec un glaive nu son siècle épouvanté de n’avoir pas connu que la Mort trionphait dans cette voix étrange!

Y terminaba Mallarmé su Soneto Le Tombeau d’Edgar Poe: Calme bloc ici bas chu d’un désastre obscur que ce granit du moins montre à jamais sa borne aux nois vols du Blasphème épars dans le futur.

Pero aunque Mallarmé fue un excelso traductor de Poe ninguno ha sido tan cuidadoso como Baudelaire. Tal vez Mallarmé lo fuera más en las poesías y Baudelaire en la prosa. Pero en conjunto quien mejor conoció el alma de Poe fue Baudeliere. Baudelaire es el verdadero prisma francés de Poe. Baudeliere sabe captar el momento histórico de Poe cuando escribe: «Los profesores jurados no cayeron en la cuenta de que el movimiento de la vida Humanismo clásico, humanismo marxista / 169

puede surgir una complicación absolutamente inesperada para su sabiduría escolástica. En tal caso, su lengua resulta inepta: así sucede —y es un fenómeno que se multiplicará quizá con variantes— cuando una nación comienza por su decadencia, es decir, por donde las demás finalizan». Y añade Baudelaire: «Que se creen nuevas literaturas en las inmensas colonias de nuestro siglo: con toda certeza, veremos manifestarse hechos espirituales de índole desconcertante para el espíritu de escuela. Así, América —que es a la vez joven y vieja— charla y chochea con una versatilidad sorprendente». En este sentido, «era Poe una admirable protesta. Lo era y la formuló, a su modo, in his own way». O dicho de modo más claro: «El autor que en Coloquios entre Monos y Una da rienda suelta, a torrentes, a su desprecio y a su repugnancia hacia la democracia, el progreso y la civilización, es el mismo que para obtener la credulidad y encantar la estúpida curiosidad de los suyos ha ensalzado más enérgicamente la soberanía humana, urdiendo del modo más ingenioso los más halagadores embustes para el orgullo del hombre moderno. Visto a través de este prisma, me parece Poe un ilota deseoso de abochornar a su amo. Finalmente, para perfilar mi opinión de un modo todavía más claro, afirmaré que Poe fue grande siempre, no sólo en sus concepciones nobles, sino también como bromista». Y concluye Baudelaire con una exclamación: «¡Porque no se dejó engañar jamás!». Poe era «un Byron extraviado en un mundo malo». Y en efecto, el pobre Poe jamás gustó de las delicias de la existencia de un Lord Byron. Toda su vida estuvo atormentado por sus acreedores; las revistas, cuando aceptaban sus «extravagantes cuentos» lo hacían de mala gana y le pagaban una remuneración miserable que no le alcanzaba para vivir. En una ocasión ganó un concurso literario por el que le pagaron 100 dólares. Uno de los miembros del jurado, interesado en conocerlo, le invitó a su casa. He aquí la respuesta de Poe: «Su invitación me ha hecho sufrir mucho. No puedo aceptarla por un motivo humillante: el estado de mis ropas. Puede usted imaginar cuánto me mortifica hacerle esta confesión. Pero era necesaria». Sin embargo, ese jurado, de nombre Kennedy, deberá ser recordado como uno de los pocos benefactores de Poe, pues siempre le fue fiel. 170 / Ludovico Silva

Como dice Baudelaire, Poe vivió en una época infatuada de sí misma, y en una nación la más infatuada de todas. Conoció la maldad humana hasta sus raíces. Poe «rechazó su propio americanismo». «Tampoco podía escapar de su perspicacia el progreso, esa gran herejía de la decrepitud», increpa Baudelaire, su hermano espiritual. «Este ambiente no está hecho para los poetas: lo he dicho ya, y no puedo resistir el deseo de repetirlo aquí. Lo que un espíritu francés —aunque supongamos el más democrático— entiende por Estado no sería comprendido por un espíritu americano. Para cualquier mentalidad del Viejo Mundo, un Estado político posee un centro motriz que constituye su cerebro y su sol, recuerdos añejos y prestigiosos, interminables anales poéticos y militares, y una aristocracia a la que sólo puede añadir un lujo paradójico la presencia de la pobreza, hija de las revoluciones. En cambio, ¡llamar Estado a esa barahúnda de vendedores y compradores, a ese ente innominado, a ese monstruo acéfalo, a ese deportado ultramar!». Poe no sólo fue grande como poeta y narrador, sino también como crítico, según queda demostrado en su obra The Poetic Principle. A propósito de esto, escribe Baudelaire: «No debe asombrarnos que los escritores americanos, reconociendo su singular capacidad como poeta y como cuentista, hayan pretendido siempre menoscabar su valor como crítico. En un país donde la idea de utilidad —la más adversa posible a la idea de belleza— sobresale y domina por encima de todo lo demás, será el crítico más perfecto precisamente el más honorable: esto es, aquél cuyas tendencias y deseos se asemejen más las tendencias y deseos de su público». Y es que Poe actuaba según su imaginación, esa arma casi divina que en su tiempo y en su país se gastaba íntegramente en la urgente tarea de ganar más y más dinero o, como diría Marx, «maximizar los beneficios», que es la ley suprema del capitalismo. Por esa misma razón un hombre de tanta sensibilidad e imaginación como Thoreau tuvo que aislarse en una soledad casi selvática: para poder soportar una sociedad marcada por el afán de lucro, la sed insaciable de dinero, para lo cual no vacilaba en mantener una institución ya odiada en todas partes: la esclavitud. A propósito de Poe —y ello Humanismo clásico, humanismo marxista / 171

es aplicable a Thoreau— Baudelaire escribe una frase sibilina: «Los poetas no ven nunca la injusticia donde no existe, pero sí a menudo donde no la ve la mirada no poética». Edgar Poe sostiene la tesis —heterodoxa en su tiempo y también en el nuestro— de que la poesía no está dedicada, ni debe estarlo, a la enseñanza. Desde los tiempos de Hesíodo sabemos del fracaso de toda poesía didáctica. Y comenta Baudelaire: «Mas, ¡ay!, no hace falta llegar hasta Boston para descubrir la herejía en cuestión. Aquí mismo nos acecha y cada día causa quebrantos a la verdadera poesía. Por poco que se quiera ahondar, interrogar su propia alma o evocar sus recuerdos de entusiasmo, la poesía no tiene otra finalidad que ella misma. Ni puede tenerla. Ningún poema será tan elevado, tan noble, tan ciertamente digno del nombre de tal como el escrito únicamente por el placer de escribirlo». «Bajo pena de muerte o de decadencia, la poesía no puede equipararse a la ciencia ni a la moral. No tiene por objeto la verdad: su único objeto es ella misma». Poe era un pensador y un poeta riguroso, y por eso chocó tanto la vida que le tocó llevar con la que hubiera podido llevar si las circunstancias le hubieran sido más favorables. Su precisión literaria era, como él decía, de carácter matemático. Así lo declaró una vez: «Creo poderme alabar de que ningún punto de mi composición ha sido dejado al azar y que la obra entera ha avanzado, paso a paso, hacia su finalidad con la precisión y la lógica rigurosas propias de un problema matemático». Y esto fue escrito casi un siglo antes de Paul Valéry. Y esto es lo que fascinó a espíritus tan precisos como Baudelaire y Mallarmé. Al uno por su odio al burgués y por su estética aristocrática, y al otro por la precisión mágica de sus adjetivos. Pero fue un incomprendido dentro de su sociedad; tan sólo alcanzó cierta celebridad en su país y en Inglaterra con la publicación de su poema The Raven. Pero la crítica americana de su tiempo siempre lo tildó de «raro» o «extravagante», adjetivos que seguramente no disgustaban a Poe, pero que le revelaban en qué sentido su obra literaria iba contra los valores establecidos de la sociedad de su tiempo. Era una de las primeras víctimas de la contracultura. Su obra 172 / Ludovico Silva

misma, en este sentido, fue contracultura, porque violentaba los sagrados derechos de los burgueses y los pioneers a una obra narrativa tranquilizante, no llena de horrores, y a una poesía menos inquietante. Poe vivía en un mundo insólito, extraño: There the traveller meets, aghast, Sheeted Memories of the Past— Shrouded forms that start and sight as they pass the wanderer by White-robed forms of friends long given, in agony, to the Earth and Heaven. (Allí el viajero encuentra, espantado, amortajadas memorias del pasado, extrañas sombras que sobrecogen y suspiran cuando pasan cerca del vagabundo, figuras de blancos ropajes otorgados por amigos de antaño en agonía, a la tierra y al cielo).

Poe es un caso extraño, más ligado espiritualmente a Europa que a América. En su propia nación no recibió otra cosa que incomprensión, y la suficiente dosis de mal gusto como para encontrarlo «extravagante» y «fantasioso». Pero en Europa fue comprendido, sobre todo por los poetas de la Pléyade francesa, los «poetas malditos». ¿Malditos por qué? Malditos por la sociedad que les tocó vivir, totalmente apegada al dinero y a las relaciones burguesas de producción. Uno de estos casos fue Honorato de Balzac, el inmortal autor de la incompleta Comédie humaine. Hasta los treinta años (1829) Balzac no fue sino un aprendiz de novelista, que firmaba con pseudónimos producciones folletinescas destinadas al mercado y al dinero. Fundó incluso una especie de tipografía, una elemental imprenta donde publicaba toda clase de cosas. De ese negocio salió con una deuda de cien mil pesos que pesaría sobre él toda su vida. Pero a partir de los treinta años de su edad, Balzac comenzó su gran producción, la que andando el tiempo y con ocasión de reeditar sus obras completas, llamó La comedia humana en homenaje a la divina del Dante. Desde entonces se Humanismo clásico, humanismo marxista / 173

propuso Balzac muy claramente sus designios. Debajo de un retrato de Napoleón, escribió: Ce qu’il n’a pu achever par l’épée, je l’accomplirai par la plume. Y, en efecto, durante veinte años de su vida —que habría de acabar en 1850— Balzac escribió cerca de ochenta novelas, que son las que componen ese gran fresco histórico que es La comedia humana, verdadero retrato de su siglo y verdadero retrato de la Revolución Industrial que analizamos páginas antes. Balzac fue aparentemente un hombre de ideas políticas monárquicas, y hasta redactó dos o tres panfletos sobre estas ideas. Sin embargo, como lo han notado espíritus tan disímiles como Ernst Robert Curtius y Carlos Marx, Balzac realizó la vivisección de su época, que era, como la nuestra, la época capitalista o época del dinero. Curtius rescató todo lo que había de rescatable de la obra de Balzac, que es mucho. Y por su parte, Marx se refirió un par de veces a él en El Capital con gran respeto y admiración. De modo, pues, que esa leyenda del «Balzac reaccionario» está ya en desuso aunque la hayan puesto en boga maliciosamente los representantes del mal llamado nouveau roman. En El Capital (XXIV, 2) Marx ironiza al amasador de capital no rentable. Dice: «Así, poner el dinero bajo llave es el método más seguro para no capitalizar, y amasar mercancías en afán de tesaurizar no sería otra cosa que el hecho de un avaro en delirio» —Marx no conocía todavía las virtudes de amasar mercancías con objeto a su ulterior explotación en el mercado—. Y en una nota al pie, comenta: «También en Balzac, que ha estudiado tan profundamente los matices de la avaricia, el viejo usurero Gonseck ha caído ya en demencia cuando comienza a amasar mercancías en vistas de tesaurizar». También en El Capital (III, 1) afirma Marx: «En el seno de una sociedad dominada por la producción capitalista, el productor no capitalista está en sí mismo bajo la égida de las concepciones capitalistas. En su última novela, Les Paysans, Balzac, siempre importante por su conocimiento profundo de la realidad, describe de manera golpeante cómo el pequeño cultivador, para 174 / Ludovico Silva

conservar la benevolencia de su usurero, le presta a este toda clase de servicios gratuitos, persuadido de que si él no le hace ningún regalo esto se debe a que su propio trabajo no le cuesta nada en dinero contante y sonante». La admiración por Marx hacia Balzac no tenía límites, de ello es testimonio una carta a Engels fechada el 14 de diciembre de 1868. Por Mehring sabemos, además, que entre sus proyectos no realizados estaba un estudio sobre Balzac y su manera de enfrentar a la sociedad capitalista. ¡Lástima grande que no se haya escrito este estudio! En él seguramente habría surgido un concepto como el de contracultura, que en este ensayo manejo yo torpemente. Balzac vivió siempre acosado por sus dificultades financieras. Siempre aspiró a casarse con «una viuda rica», pero esto no lo pudo conseguir sino hasta el fin, a punto ya de morir. La ucraniana duquesa de Hanska, sólo al final accedió a casarse con este «plebeyo» que tenía la virtud de ser un gran escritor. Víctor Hugo narra los momentos últimos de la muerte de Balzac, escritor a quien él admiraba mucho. Dice que su rostro se fue poniendo cerúleo y sus manos oscuras, como si aquella sangre que había creado tantas y tan difíciles situaciones humanas se agolpase de pronto en las manos de quien supo vencer a Europa con su pluma. Pues Balzac llegó a ser una gloria europea. Lo mismo en Italia que en Rusia lo recibían como al gran escritor de su época. En Italia era el «signore de Balzac», con ese «de» postizo que él adoptó a los treinta años, cuando decidió ser gran novelista. Balzac depositó en sus obras toda su amargura, condimentada con un notabilísimo conocimiento de los manejos financieros de su época, cosa que contrasta ostensiblemente con su pobre capacidad para emprender negocios personales, como el de las minas de plata de Sicilia —abandonadas por los romanos antiguos— y el de su presunta casa de las afueras de París, que resultó una ruina mal construida. Pero Balzac reaccionó en sus obras contra todas estas iniquidades de que fue objeto en vida, reaccionó con sus novelas Humanismo clásico, humanismo marxista / 175

y con algunos de sus libelos. Particularmente con sus novelas produjo un retrato solemne, un gran fresco histórico de la sociedad capitalista, que con razón tenía que llamar la atención de analistas como Marx. En sus novelas aparecen en todas sus minuciosas relaciones los usureros, los rentistas pequeños y grandes, los pequeños y grandes cultivadores, los propietarios de inmuebles, los notarios, los banqueros, los editores, los directores de revistas, etc. De todos ellos se venga ácidamente Balzac porque todos ellos le hicieron sufrir. Contra esa cultura capitalista creó Balzac su contracultura, su fresco histórico anticapitalista. De ahí el error de quienes lo califican de «reaccionario» por sus ideas monárquicas. En un libro he sostenido que toda belleza es, en sí misma, revolucionaria. Por eso mismo, por el hecho de ser bella, la belleza es revolucionaria. Balzac tomaba ingentes cantidades de café en sus largas noches creadoras —de doce a ocho— y parece que esto fue su causa mortis. Pero en realidad su causa mortis fue esa sociedad capitalista a la que nunca se cansó de fustigar. Tal fue su contracultura. Otro creador típico contracultura fue Charles Baudelaire. Él mismo decía que escribía para disgustar «la blandenguería de las personas honradas» y por «el aristocrático placer de desagradar», como confiesa en sus Fusées. (En adelante citaré por la edición de sus Oeuvres Completes, La Pléiade, París, 1975). Estas personas blandengues a quienes había que desagradar eran los miembros de la sociedad burguesa. Cuando Baudelaire comenzó a escribir, ya se encontró con una sociedad burguesa perfectamente constituida y con una Revolución Industrial perfectamente acabada. Coincide su vida, como la de Marx, con el auge de la sociedad capitalista y con el nacimiento del gran maquinismo. Je sais que l’amant passionné du beau style s’expose a la haine des multitudes, escribió en uno de sus varios intentos de prefacio para Les Fleurs du mal (p. 182). Ce monde a acquis une épaisseur de vulgarité qui donne au mépris de l’homme spirituel la violence d’une passion, escribe en el mismo lugar. Y luego añadía sibilinamente: Ces qui savent me dévinent. En el segundo ensayo de prefacio para su obra magna se 176 / Ludovico Silva

transparenta su problema religioso. Él solía decir que había que ser «un santo para sí mismo», y en este prefacio declara: Il est plus difficile d’aimer Dieu que de croire en lui. Y más adelante personificaba a la sociedad moderna en la figura de su Satán, esa especie de Dios invertido —el anverso de Dios, para Baudelaire— con el cual escandalizó a sus contemporáneos. No era precisamente un creyente en la democracia, que le parecía una ordure. Eso es al menos lo que se desprende de muchos de sus textos, como el siguiente: Car moi-même, malgré les plus louables efforts, je n’ai su résister au désir de plaire a mes contemporains, comme l’attestent en quelques endroits, apposées comme un fard, certaines bases flatteries adressées à la démocratie, et même quelques ordures destinées à me faire pardonner la tristesse de mon sujet. Baudelaire no era propiamente un creyente, como sí se puede afirmar de Rimbaud. Sin embargo, la religión era para él una de las pocas cosas santas y divinas que quedaban sobre la tierra después de la debacle capitalista. Por eso escribe en sus Fusées: Quand même Dieu n’existerai pas, la Religion serait encore sante et Divine. Así debe entenderse el satanismo de Baudelaire, un hombre que vivía como un santo, «casto como un papel», según él mismo decía. El verdadero Satán de Baudelaire es la sociedad burguesa. Contra ella dirige todos sus dicterios, e inclusive, cuando compone sus «Letanías a Satanás», lo hace para escandalizar a aquella sociedad que, sin ser tan puritana como la inglesa (donde ya habían hecho su efecto las enseñanzas del maestro Arnold) sí exhibía un descarado pudor —permítaseme la expresión— hacia el dinero y la economía monetaria. Ningún avaro ha sido tan avaro como los de Molière o Balzac. Ningún acreedor he hecho sufrir tanto a un poeta como lo hicieron con Baudelaire y el mismo Balzac. Por eso detestaba el gusto por la propiedad. Con su singular manera de decir las cosas, escribía: L’amour peut dériver d’un sentiment généreux: le goût de la prostitution; mais il est bientôt corrompu par le goût de la propriété (p. 649). Esto se explica por la conocida actitud de Baudelaire, según la cual la volupté unique et supreme de l’amour git dans la certitude de faire le mal (p. 652). Humanismo clásico, humanismo marxista / 177

Su lucha era también contra la sociedad: Les nations n’ont de grands hommes que malgré leur volonté —comme les familles. Elles font tous leurs efforts pour n’en pas avoir. Et ainsi, le grand homme a besoin, pour exister, de posséder une force d’attaque plus grande que la force de résistance développée par des millions d’individus (p. 654). Y tenía razón Baudelaire: con su poesía tenía que luchar contra la «fuerza de ataque» de millones de individuos, los cuales, por cierto, se concretaron en los jueces que juzgaron su libro principal como inmoral. La relación de Baudelaire con las mujeres es también muy sintomática. La femme est naturelle, cest-a-dire abominable, dice en Mon coeur mis a nu (p. 677). Baudelaire amaba la froide majesté de la femme stérile, como dice en uno de poemas. Le gustaba la mujer desnuda, pero recubierta de joyas, de oro, plata y diamantes. En este sentido era un hijo de su siglo: no le gustaba lo natural, sino lo artificioso. Por eso decía: Si un poète demandait a l’Etat le droit d’avoir quelques bourgeois dans son écurie, on serait fort etonné, tandis un bourgeois demandait du poète rôti, on le trouverait tout naturel. En relación a la sociedad americana, dice Baudelaire: Nouvel exemple et nouvelles victimes des inexorables lois morales, nous périrons par où nous avons cru vivre. La mécanique nous aura tellement américanisés, le progrès aura si bien atrophié à nous toute la partie spirituelle, que rien parmi les rêveries sanguinaires, sacrilèges ou antinaturelles des utopistes ne pourra être comparé a ses résultats positifs. (pp. 665-666) Esa sociedad, decía el poeta, era la sociedad gobernada por el Dios de lo Útil. Por eso, être un homme utile m’a paru toujours quelque chose de bien hideux. Como poeta Baudelaire también se sentía acosado por la sociedad. En este sentido hay poemas terribles en Les fleurs du mal. Desde el comienzo se entiende el resentimiento del poeta hacia la sociedad: 178 / Ludovico Silva

La sottise, l’erreur, le peché, la lésíne occupent nos spirits et travaillent nos corps et nous alimentons nos aimables remords comme les mendiants nourrissent leur vermine.

En el poema irónicamente titulado Bénédiction dice Baudelaire al referirse a la madre del poeta: Lorsque, par un décret des puissances divines le Poète apparait en ce monde ennuyé sa mère épouvantée et pleine de blasphèmes crispe ses poings vers Dieu, qui la prend en pitié: —«Ah! que n’ai je mis bas tout un nœud de vipères plutôt que de nourrir cette dérision! Maudite soit la nuit aux plaisirs éphémères où mon ventre a conçu mon expiation! »Puisque tu m’as choisie entre toutes les femmes pour être le dégout de mon triste mari, et que je ne puis pas rejeter dans les flammes comme un billet d’amour, ce monstre rabougri, »je ferai rejaillir fa haine qui m’accable sur l’instrument maudit de tes méchancetés, et je tordrai si bien cet arbre misérable qu’il ne pourra pousser ses boutons empestés!»

No es difícil adivinar aquí un resentimiento del poeta hacia su propia madre, aquella mujer que cometió el —para él— nefando pecado de volverse a casar, esta vez con un militar. Sin embargo el análisis debe ir más lejos, porque no se trata exclusivamente de un problema materno-filial, sino de mucho más: de la relación del poeta con su sociedad. Si algún poeta merece el calificativo de «maldito» ése es Baudelaire. Él se sentía maldito por su sociedad; le daba asco el mundo burgués, con sus notarios, sus corredores de bolsa, sus propietarios inmobiliarios, sus usureros, y los malditos acreedores a los que no podía atender Baudelaire, dada su pobreza de recursos económicos. Humanismo clásico, humanismo marxista / 179

La poesía de Baudelaire es un juicio al siglo XIX y a la sociedad capitalista en su conjunto, como lo es la obra de Balzac. Esta situación espiritual está magistralmente descrita por Baudelaire en su celebrado poema L’albatros, donde compara al poeta con un pobre pájaro al que, en tierra, «sus alas de gigante le impiden caminar». Vale la pena citarlo completo: Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage prennent des albatros, vastes oiseaux des mers, qui suivent, indolents compagnons de voyage le navire glissant sur les gouffres amers. A peine les ont-ils déposés sur les planches, que ces rois de l’azur, maladroits el honteux, laissent piteusement leurs grandes ailes blanches comme des avirons traîner a coté d’eux. Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid! L’un agace son bec avec un brûle-gueule, l’ autre mime, en boitant, l’infirme qui volait! Le Poète est semblable au prince des nuées qui hante la empêtre et se rit de l’archer; exilé sur le sol au milieu des huées, ses ailes de géant l’empêchent de marcher.

Tal es la situación del poeta en la sociedad capitalista: la de un exilado sobre la tierra, un objeto de burla, un bufón en el mejor de los casos. En otras épocas no dominadas por el valor de cambio la situación era distinta. En la sociedad griega el poeta o el artista se sentía identificado con su ciudad; y lo mismo ocurría en el Renacimiento, en ciudades como Florencia. Baudelaire es uno de los casos más conspicuos de la nueva situación del artista en la sociedad posindustrial. Por eso se lo puede calificar como el poeta de la modernidad. Y en verdad, como lo dice Friedrich en su Estructura de la lírica moderna, Baudelaire es propiamente hablando el primero de los poetas de la modernidad; es el poeta que resumió en sí todas las miserias y esplendores de la Revolución Industrial. Y estéticamente es el fundador de una nueva poesía que le producía a Víctor Hugo 180 / Ludovico Silva

un frémissement nouveau. Baude1aire es tal vez el más puro representante de lo que he venido llamando contracultura. El satanismo de Baudelaire (O Satan, prends pitié de ma longue misére) es el mismo satanismo de la sociedad moderna. La vieja sociedad feudal había sido teocrática; la moderna sociedad capitalista es profundamente satánica. Por eso Baudelaire siempre se refiere con respeto hacia Dios y hacia las religiones; pero no perdona el ardor satánico de los modernos capitalistas. Un burgués —y él lo vio en los dibujos de Daumier— es un personaje infernal, y su moral es la moral de Lucifer. Si Baudelaire cambió el título de su obra —originariamente se llamaba Les limbes— por el de Las flores del mal, fue para echarle en cara a su sociedad el estado de putrefacción en que se encontraba. Dios es, para Baudelaire —un creyente— la idea más grandiosa, «la más importante de todas», que dice Ortega y Gasset. Pero Satán es la personificación de un mundo del cual han ahuyentado a Dios, porque Dios, a través de su hijo Cristo había predicado en favor de los pobres y los desheredados de este mundo. Cristo echó a los mercaderes del templo. El cristianismo primitivo de Baudelaire tiene mucho que ver con el de Arthur Rimbaud. Rimbaud llamaba a Baudelaire ce roi des poètes. Hay dos factores que son decisivos a la hora de juzgar el papel de Rimbaud en este juego moderno de la contracultura. En primer lugar está su vida. A mí no me bastan las explicaciones fisiológicas de que Rimbaud «cambió de cerebro» cuando decidió abandonar la literatura. Esas explicaciones fisiológicas no sirven de nada. La única explicación válida es la psicológica, teniendo en cuenta, por supuesto, que la psique humana no es sólo producto de determinaciones individuales, sino también sociales. Estas determinaciones sociales fueron decisivas en el caso de Rimbaud. Lo que Rimbaud mató, al matar en sí mismo la poesía, fue a la sociedad capitalista. Fue una expiación, en el sentido de Cristo. Rimbaud se sacrificó para que nosotros pudiésemos conocer mejor el carácter de la sociedad en que vivía. Esta explicación podrá parecer muy mística, pero es terriblemente cierta. Cuando Verlaine, en un acceso de furia, dio un pistoletazo a Rimbaud en la mano deHumanismo clásico, humanismo marxista / 181

recha, estaba matando, sin quererlo, a toda la poesía moderna, que tenía Rimbaud a su mejor ángel, el «ángel en exilio», como lo describió el propio Verlaine. El cambio de Rimbaud, que se convirtió de la noche a la mañana en comerciante, no es un cambio para ser mirado a la ligera. Es la «descerebración» de un hombre altamente dotado para la poesía, pero que había llegado a tener asco de esta. Cuando en su exilio alguien le hizo llegar unos poemas recientes de Verlaine, los tiró al cesto de la basura. Su ruptura fue total. En vano uno buscará alguna expresión poética en sus cartas; lo más, hay problemas monetarios y problemas de viajes. Ya Rimbaud había sido profundamente contracultural en sus prosas y en sus versos de infernal belleza; pero ahora lo era más que nunca. Ello había presentido desde su niñez, cuando, en una composición de colegio, escribió: Je serai rentier. Tenía una facilidad increíble para aprender idiomas, y desde temprano dominaba el griego y el latín. Después se añadieron otros idiomas: el inglés, el alemán, el holandés, el árabe, el griego moderno, etc. Pero todo este dominio no lo adquirió para hacerse una cultura literaria multidimensional, sino para todo lo contrario: para comerciar. Él debía estar consciente de ello y ha debido sufrir mucho después de haber alimentado los más altos destinos poéticos de la humanidad. Pero quiso matarse, o mejor dicho, quiso matar en él a una sociedad que lo había defraudado. Porque cuando Rimbaud era apenas un muchacho, escribía cartas entusiasmadas a sus colegas amigos de París. Después vino el desengaño. El desengaño de la sociedad. Si la sociedad es capitalista, ¡vamos a ser capitalistas, a ganar oro a manos llenas! Este parece ser el mensaje de Rimbaud. Por eso hablo de una expiación. Porque su conciencia de poeta no podía abandonarlo jamás. Debió ser para él una terrible prueba. Pero era tanto su asco por la sociedad capitalista y por la vulgaridad de los salones literarios, que pudo más. Él, el poeta que había soñado con incroyables Florides — en las que adivinó, por cierto, el futuro de los viajes espaciales — se encontró de pronto enfrentado a la bohemia literaria de Verlaine; él, que quería ser puro, se vio arrastrado a la más baja bohemia. Es cierto, como me lo ha señalado Arturo Uslar Pietri, 182 / Ludovico Silva

que buena parte de la contracultura del siglo pasado tiene lugar en la vida bohemia. Pero no es menos cierto que los verdaderos representantes de la contracultura francesa del siglo pasado fueron individuos, si no castos, por lo menos púdicos; si no sobrios, por lo menos dueños de su mente. Así fue Baudelaire, así fue Rimbaud y así fue Mallarmé. Verlaine no lo pudo ser, por su dipsomanía que lo llevó continuamente a mes hospitaux. Pero sí lo pudo ser luego un Paul Valéry. Es una falsedad atribuir la «inspiración» de los «poetas malditos» al opio o a la marihuana o al alcohol. Baudelaire bebía poco, y si en ocasiones tomaba láudano u opio era para calmar los dolores de su sífilis. Rimbaud jamás bebió más de lo normal. Verlaine sí bebió en demasía, pero supo sostenerse en su creatividad hasta el final. Mallarmé era un asceta, y lo mismo puede decirse de su discípulo, Valéry. Los surrealistas del siglo XX también creían en el poder creativo de las drogas, pero sus mejores poemas fueron escritos en total sobriedad, incluso los Alcoholes de Apollinaire. El otro problema que explica la contracultura de Rimbaud es su relación con el cristianismo. Rimbaud, pese a sus blasfemias —o gracias a ellas— se nos revela como uno de los espíritus más religiosos que ha habido. Pero su actitud era de rebeldía. No se complacía en la tradición cristiana de occidente, sino que tenía que impugnarla. Y tenía razón, porque esa tradición era la cómplice del capitalismo. ¿No hemos visto ya cómo fue coronado emperador Napoleón por un Papa melindroso? El cristianismo, cuando es absorbido desde la infancia, suele convertirse en un trauma. Haber estudiado, por ejemplo, con los jesuitas durante un largo tiempo origina un trauma que es difícil de superar cuando se «sale» al mundo. La educación de Rimbaud fue religiosa, y ello originó en su cerebro tempranamente genial terribles traumas. No bastaría una página entera para citar sus blasfemias, sus anatemas contra la Virgen, contra Dios, contra Cristo, etc. El duelo de Rimbaud con el cristianismo es un duelo histórico. Es poeta que se debate desesperadamente en medio de una sociedad cuyo único escape —que sería la religión— está en inteligencia con el sistema social mismo; es ella misma capitalista. Humanismo clásico, humanismo marxista / 183

La relación de Rimbaud con Dios es una relación diabólica, como ocurre con Baudelaire. Pero mientras Baudelaire culpa a la sociedad de ser ella misma satánica, Rimbaud se acusa a sí mismo. Al fin y al cabo, era un adolescente, genial si se quiere, pero adolescente. Su relación con Dios era de rabia, y por eso quiso él mismo personificar al Satán de Une saison en enfer. O tal vez a Cristo, quien se supone que bajó a los infiernos para ver a los condenados. Pero ¿cuáles condenados ve Rimbaud? Simplemente a los buenos burgueses de la sociedad capitalista. La belleza misma le parece asqueante. Ya en Les illuminations había escrito: Le sang coula, chez Barbe-Bleu —aux abattoirs— dans les cirques, ou le sceau de Dieu blêmit les fenêtres. La sang et la lait coulèrent. En su Saison en enfer desliza Rimbaud una frase que golpea: Je parvins a faire s’évanouir dans mon sprit toute l’espérance humaine. Ya estaba Rimbaud a punto de abandonar la poesía. Y lo dice así: «abandonar toda la esperanza humana». Porque de eso se trata: de un corazón desesperanzado que quiso batallar muy tempranamente y que no estaba preparado para ello. Le faltaron la madurez de un Baudelaire o de un Verlaine, por no decir de un Mallarmé, para asumir su vocación. Su apetito era voraz: quería arreglar él sólo todo el occidente cristiano, y a fe nuestra que sus poemas lo logran en buena parte, como lo ha visto con claridad Albert Camus en L’homme revolté. Rimbaud sienta a la Belleza en sus rodillas, la belleza capitalista, y la encuentra odiosa. Une soir, j’ai assis la Beauté sur mes genoux. —Et je l’ai trouvée amère. —Et je l’ai injuriée. En otra parte, duda sobre si elegir el paganismo o el cristianismo: Or, tout dernierement m’étant trouvé sur le point de faire le dernier couac! J’ai songé a rechercher la clef du festin ancien, ou je reprendrais peut-être appétit. Pero a continuación se da la respuesta cristiana: La charité est cette clef. —Cet inspiration prouve que j’ai revé! El satanismo de Rimbaud es mucho más inocente que el de Baudelaire, que era calculado y frío, aunque lleno de «frialdad ardiente». Una prueba de ello la tenemos en la oración a Satán al comienzo de Une saison en Enfer: Ah! J’ai en trop pris. Mais, 184 / Ludovico Silva

cher Satan, je vous en conjure, une prunelle moins irrité! et en attendan! les quelques petites lachetés en rétard, vous qui aimez dans l’écrivain l’absence des facultés descriptives ou instructives, je vous détache ces quelques hideux feuillets de mon carnet de damné. La frase parece copiada de Baudelaire. Y, sin embargo, se notan ciertas injusticias de las que no habría sido capaz Baudelaire. Eso de que Satán «ama en el escritor la ausencia de facultades descriptivas» sólo se le podía ocurrir a un adolescente que no había leído a Balzac. Pues ese Satán de que nos hablan los poetas malditos en sus versos no es otro que el magistralmente descrito por Balzac en La comedia humana. El problema de Rimbaud no hay que buscarlo en explicaciones fisiológicas, ni en un falso concepto de su idea de la religión. Rimbaud fue toda su vida un hombre religioso, hasta en la hora de morir, en la que —según cuenta el sacerdote a la hermana de Rimbaud —este murió ejemplarmente, como un buen cristiano y creyente como nunca. ¡Allá nosotros, que hemos perdido la fe en Dios! Los hombres del siglo pasado, tal vez por vivir una época tan demoníaca, sí creyeron en Dios. Nuestro Dios hoy se ha convertido, como diría Baudelaire, en una «carroña». Es un Dios de pequeñas iglesias, un Dios abandonado. Y nosotros lo hemos abandonado por nuestro infame materialismo, ese materialismo vulgar que campea tanto en la sociedad capitalista como en la llamada socialista. Marx nunca creó un «materialismo»; no hay ningún texto suyo que lo atestigüe. Lo que sí creó Marx fue el reale humanismus, el humanismo real, que era lo que él oponía a todos los materialistas vulgares y a todos los idealistas. *** Ha llegado la hora de concluir este ensayo. De sobra sé que se podría abundar en detalles sobre el arte y la literatura de nuestro siglo XX. Pero no quiero rebasar los límites que me he propuesto. Yo sé que se podría hablar del cubismo analítico como de una descomposición de la figura humana que ya existía en la realidad. Sé muy bien cómo se podría hablar de Proust y de su disección de la sociedad aristocrática de su tiempo, cosa que llevó a cabo como un verdadero Balzac. Sé igualmente cómo se podría hablar del Humanismo clásico, humanismo marxista / 185

horror de las oficinas que describe Kafka, quien es el verdadero autor contracultural de nuestro siglo. También se podría hablar de los surrealistas, alucinados por los descubrimientos de Freud. Y también podría hablarse de la generación poética española de 1927, que aunque no dio hombres «contraculturales» —a excepción de Machado y de Miguel Hernández— sí dio a un Jorge Guillén, quien en sus últimos poemas —los de su vejez— es manifiestamente contracultural. ¿Y cómo no hablar de Eliot y su The Waste Land, donde retrata de fondo la situación de nuestra sociedad? Pero no. He elegido sólo casos de «hombres representativos», como diría Emerson. Y me he limitado al siglo XIX por ser el siglo de explosión del capitalismo. Hoy habría que hablar de mil otras formas de explotación, tanto material como espiritual. Lo que hoy está de moda es lo que bauticé yo en un libro mío de hace diez años «la plusvalía ideológica», es decir, la extracción de trabajo psíquico excedente. El intelectual, el poeta, el artista, están hoy más que nunca en lucha contra su sociedad. La sociedad capitalista que tiene más muertes que un gato ha logrado integrar a ciertos artistas a sus estructuras; pero son pocos casos. La mayoría de los pintores y poetas siguen haciendo contracultura. La contracultura —al menos, lo que yo entiendo por esta palabra— no es un problema para ser examinado a medias. Tiene que ser analizado a fondo. Quiero dejar para las nuevas generaciones latinoamericanas este problema planteado. Que ellos lo resuelvan.

186 / Ludovico Silva

III TEORÍA DEL SOCIALISMO HUMANISTA

TEORÍA Y PRÁCTICA DEL PENSAMIENTO SOCIALISTA

Escribo este ensayo para mis amigos revolucionarios, que se confiesan marxistas y que luchan con distintas armas por el logro de una sociedad socialista en el continente americano. Si de algo sirve mi posición y mi vocación de escuálido intelectual, ha de ser sin duda para contribuir a poner en claro y sobre el tapete el problema del socialismo y el comunismo. Estos términos requieren hoy más que nunca de un análisis que los haga lo más unívocos posible. Gran parte de las divergencias que existen hoy en los movimientos socialistas del mundo se deben a la vaguedad en que suelen mantenerse los términos. Al no saber darles un contenido real y específico, los distintos partidos comunistas y socialistas se lanzan a establecer diferencias basadas exclusivamente en las diferencias políticas del momento, con lo cual se olvida lo principal, a saber, que el sentido histórico de todos esos partidos y movimientos, cuya máxima táctica y estrategia debería ser la solidaridad mundial, viene dado en la medida en que todos concuerden en una definición precisa de lo que es el socialismo y de lo que es el comunismo. Dentro de estas categorías incluyo también la del humanismo, por razones que explicaré más adelante. Pero antes de entrar en la caracterización de los términos mencionados conviene hacer unas reflexiones epistemológicas sobre el modo como el marxismo puede enfrentarse a estos problemas. La palabra griega «epistemología» cuya raíz está en Aristóteles puede traducirse de varias maneras. Corrientemente se la traduce por «discurso sobre la ciencia», pero en realidad esto es una trasposición inadmisible, pues nuestro concepto de Humanismo clásico, humanismo marxista / 189

ciencia no existía en los tiempos de Aristóteles. Más conveniente sería traducirla por «discurso sobre el saber», y mejor todavía, «discurso sobre el modo de llegar a saber». Ahora bien, para poder situar epistemológicamente el problema del socialismo, es preciso partir de los principios epistemológicos de los cuales partió Marx. Concretamente, hay que averiguar cuál es el papel que juega el concepto de socialismo dentro del imperativo marxista de vincular de modo esencial la teoría y la práctica. El modo en que Marx entendía la vinculación esencial de la teoría y la práctica está lejos de ser aclarado, pese a que sobre el tema se han escrito bibliotecas enteras. Uno siente, leyendo a muchos autores europeos y americanos, que nadie pone el dedo en la llaga para establecer de un modo preciso esa deseada unión de teoría y práctica. La confusión proviene, entre otras cosas, de que el propio Marx sólo habló muy pocas veces de modo explícito sobre este problema. En vez de teorizar y diseñar una metodología con sus principios epistemológicos, Marx prefirió practicar su teoría en sus escritos científicos. El resultado es lo que el filósofo francés Louis Althusser ha bautizado con el nombre de «práctica teórica» de Marx. Sin embargo, aquí nos apartaremos de la concepción de Althusser, porque si bien tiene el mérito de dar una buena pista para indagar en la práctica científica de Marx y descubrir los secretos metodológicos implicados en su discurso científico, no nos sirve para establecer de modo claro la mencionada vinculación entre teoría y práctica, proclamada desde el principio por Marx como bandera de su programa de investigación científico-social. Yo encuentro que se pueden distinguir dos niveles dentro del pensamiento de Marx sobre este tema. Estos niveles son: 1º La vinculación entre la teoría y la práctica social revolucionaria, y 2º La vinculación entre la teoría y su propia práctica científica. Generalmente los marxistas entienden el problema de la unión de teoría y práctica referido tan sólo al primero de los niveles mencionados. En cuanto al segundo, después del libro de Althusser Pour Marx publicado en 1965, se han escrito unas cuantas cosas, pero realmente insuficientes. Examinemos de cerca esos niveles. 190 / Ludovico Silva

El primer nivel está expresado por Marx en la segunda, tercera y undécima Tesis sobre Feuerbach. Como se sabe, estas tesis, que consisten en once fulgurantes aforismos, fueron escritas por Marx en la primavera de 1845, y publicadas por primera vez por Engels en 1888, como apéndice a su libro Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Al publicarlas, Engels les hizo algunos breves retoques estilísticos; nosotros citaremos aquí según la versión de Engels. La tesis número dos dice así: «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico»13. En realidad no hay una excesiva originalidad en este planteamiento de Marx. No es difícil hallar posiciones semejantes en los pragmatistas ingleses. Sin embargo, cuando nos encontramos con la tesis tercera, comprenderemos lo que hay de novedoso en la formulación de Marx. En efecto, la práctica de la cual nos habla Marx como criterio último de la verdad objetiva, no es cualquier tipo de práctica, sino la práctica revolucionaria (umwälzende Praxis). El sentido de la nueva filosofía materialista, como se dirá en la tesis once, no es meramente interpretador, sino transformador, práctica y socialmente revolucionario. No se trata, pues, de un mero enunciado abstracto o teoría de la verdad ahistóricamente formulada, tal como se ha hecho desde Aristóteles hasta Heidegger. Se trata de una proposición dictada por la práctica histórica. En esa misma proposición de Marx se cumple 13 Die Frage, ob dem menschlichen. Denken gegenständliche Wahrheit zukomme, ist keine Frage der Theorie, sondern eine praktische Frage. In der Praxis muss die Mensch die Wahrheit, das heisst die Wirklichkeit und Macht, die Diessetitigkeit seines Denkens beweisen. Der Streit über die Wirklichkeit ocler Nichtwirklichkeit eines Denkens, das sich van der Prxis isoliert, ist eine rein scholastische Frage. (Marx-Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1962, vol. 3, p. 533) Humanismo clásico, humanismo marxista / 191

fielmente lo que ella enuncia, a saber: la vinculación entre teoría y práctica. La verdad objetiva de la tesis de Marx no proviene meramente de su carácter teórico, que como hemos dicho no es muy original y se halla en los filósofos pragmatistas ingleses. Su verdad proviene de que responde teóricamente a las concretas y prácticas exigencias de los nuevos tiempos. Marx estaba perfectamente consciente de que estaba creando una teoría revolucionaria destinada a interpretar la dialéctica social de su época, y dirigida conscientemente a intervenir en ella de modo revolucionario, como en efecto lo hizo. Ya en 1843 había escrito una frase de oro: «La teoría logra realizarse en un pueblo sólo en la medida en que es la realización de sus necesidades»14. Esta vinculación consciente de la teoría con la práctica histórica es lo que no se halla en los pragmatistas ingleses, ni en ningún filósofo anterior a Marx, si hacemos la notable excepción de Hegel, cuya dialéctica del Espíritu, pese a su nebulosidad metafísica, estaba diseñada en función de la dialéctica de la historia, que es lo que en una ocasión señaló el propio Marx como la virtud suprema de Hegel. Esta posición de Marx resulta muy aleccionadora para nosotros en el subdesarrollo. Si no la asimilamos rigurosamente corremos el tradicional peligro de formular teorías aparentemente revolucionarias pero en realidad aisladas de nuestra práctica histórica. Mucha sangre ha costado a los revolucionarios venezolanos el comprender que es necesario guiarse por una teoría que sea expresión de la práctica social en la que vivimos. También ha costado mucha sangre, y no pocas confusiones teóricas, la aplicación indiscriminada de un marxismo abstracto, hierático y marmolizado, por completo aislado de nuestras circunstancias históricas específicas, exento de categorías especialmente diseñadas para nuestro medio. Marx no creó su teoría de la sociedad capitalista como un sistema filosófico dotado de categorías intemporales; por el contrario, creó un método de investigación dotado de un doble conjunto de categorías: por una parte, las categorías generales que 14 «Die Theorie wird in einem Volke immer nur so weit verwirklicht, als sie die Verwirklichung deiner Bedürfnisse ist». (Zur Kritik der Hegelschen Rechtphilosophie, MEW, I, p. 378) 192 / Ludovico Silva

explican el funcionamiento de la sociedad capitalista, cualesquiera que sean sus desarrollos históricos; entre estas categorías figuran, por ejemplo, la ley de la plusvalía, que es expresión de la ley del valor, y el imperio de la alienación, que él definía como el paso universal del valor de uso al valor de cambio, es decir, el imperio fetichista de la mercancía. Y por otra parte, categorías menos generales, como la que postula la lucha de clases, que necesariamente tienen que adaptarse a las clases sociales que concretamente existen en cada ambiente y en cada momento histórico. Los revolucionarios de nuestro continente muy a menudo se han dejado deslumbrar por la oposición dialéctica clásica entre proletariado y burguesía. Les ha costado comprender que esa vieja oposición se matiza gravemente en nuestros países no sólo por la existencia de diversos tipos de burguesía y proletariado, sino por la presencia activa de estratos sociales que no encajan dentro del esquema clásico. Sociólogos y antropólogos creadores, como por ejemplo Darcy Ribeiro, han trazado por eso nuevos esquemas, adaptados a nuestra peculiar lucha de clases. Así por ejemplo, él no habla de burguesía, sino de «patriciado». Se ha dado muchas veces el caso de revolucionarios que le hablan a las clases marginales, que están casi totalmente desvinculadas del aparato productivo, como si se tratase de proletarios, es decir, una clase directamente engranada en aquel aparato. Pero uno puede preguntarse: si los marginados no pertenecen al aparato productivo, ¿en qué medida puede decirse que son explotados, en qué medida son productores de plusvalía? Para explicarme este fenómeno yo me inventé hace años una categoría de inspiración marxista, que bauticé la plusvalía ideológica. Yo no sé, porque ningún crítico se ha tomado la molestia de decírmelo, si ese constructo intelectual tiene alguna utilidad práctica; pero mientras no me digan lo contrario, yo seguiré caracterizando la plusvalía que producen los marginados como plusvalía ideológica, es decir, como trabajo psíquico excedente cuyo producto va a beneficiar directamente al sistema capitalista, no sólo desde el punto de vista meramente ideológico, sino lo que es más grave, desde el punto de vista material. Pues, en nuestros tiempos, la extracción de plusvalía material tiene su soporte en la extracción de plusvalía ideológica. El capitalismo material necesiHumanismo clásico, humanismo marxista / 193

ta del capitalismo ideológico, que puede definirse como la acumulación de conciencias y lealtades ideológicas hacia el sistema, lo cual redunda en beneficio material para el mismo. Es la gran labor que cumplen en nuestro medio los medios de comunicación. No pongo este caso sino a manera de ejemplo de cómo, a mi juicio, deben entender los revolucionarios la vinculación entre la teoría y la práctica. Esto, como veremos más adelante, es de la mayor importancia para comprender cuál es el concepto de socialismo y de comunismo que debemos manejar a fin de que nuestra teoría no se estrelle contra la práctica, la terca y dura práctica. Pero volvamos a las tesis de Marx. Dice la tesis tres: «La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así por ejemplo, en Roberto Owen). La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria»15. Dicho en otras palabras, lo que Marx quiere expresar es el principio humanístico y materialista de la primacía de los hombres reales y actuantes sobre la historia y las circunstancias que los modelan. Una tesis materialista nos habla (como en efecto hablaban Fourier, Proudhon, Owen, etc.) de la influencia de15 «Die materialistische Lehre, dass die Menschen Produkte der Umstände und der Erziehung, verãnderte Menschen also Produkte anderer Umstãnde und geänderter Erziehung sind, vergisst, dass die Umstände eben von den Menschen verändert werden und dass der Erzieher selbst erzogen werden muss. Sie kommt daher mit Notwendigkeit dahin, die Gessellschaft in swei Teile zu sondern, von denen der eine über der Gessellschaft erhaben its. (Z.B. bei Robert Owen). Das Zusammenfallen des Änderns der Umstände und der menschlichen Tätigkeit kann nur als umwãlzende Praxis gefasst und rationell verstanden werden». (MEW, l, pp. 533-4) 194 / Ludovico Silva

terminante del medio histórico sobre los hombres individuales. Pero esa tesis materialista ha olvidado demasiado a menudo que son los hombres reales los que hacen la historia y configuran el medio. Se requiere, pues, que el educador sea educado en el sentido de una práctica que transforme las circunstancias y modifique la historia. Es más: el educador tiene que ser educado para que transforme su medio a través de una práctica revolucionaria, término que el propio Marx subraya. Todas las bellas teorías sobre la educación carecen de sentido si el educador no las vincula con la práctica revolucionaria. No se trata, digámoslo de una vez, de la idea simplista de que la cátedra o el libro se conviertan en instrumentos subversivos, aunque en un momento dado pueda ser ello conveniente. Se trata, más bien, de que el hombre que enseña teorías a través de una tribuna pública enseñe también la relación que hay entre sus teorías y la práctica social. Si se procede de acuerdo a este criterio, la enseñanza será forzosamente una actividad práctica revolucionaria, pues será la enseñanza de la verdad, y la verdad, como la belleza, es siempre revolucionaria, aunque sólo sea por el hecho de que no persigue el falseamiento ideológico, sino la denuncia científica, que es un modo de despertar a las conciencias. Decía antes que en esas palabras de Marx hay una afirmación de humanismo. El tema del humanismo lo trataré hacia el final de esta conferencia, pero puede adelantarse algo. Así como hay una sociología del arte falsamente marxista y materialista según la cual toda producción individual del espíritu humano se explica unilateralmente por las circunstancias sociales en que fue creada, olvidando las particularidades específicas de cada obra de arte, del mismo modo hay una explicación falsamente materialista de la historia según la cual los hombres individuales no son sino las marionetas que maneja una entidad fantástica y metafísica denominada Historia. Un pensamiento que sepa vincular dialécticamente teoría y práctica debe comenzar por afirmar el principio humanista de que son los hombres los que hacen la historia y no al revés. Un revolucionario no puede sentarse a esperar que la Historia le brinde las condiciones revolucionarias; es preciso que él contribuya a crear esas condiciones revolucionarias. Como dijo en una ocasión Fidel Castro, el revoHumanismo clásico, humanismo marxista / 195

lucionario no puede sentarse a esperar en el quicio de su casa a que pase el cadáver del capitalismo. También es importante considerar la tesis once de Marx, aunque no nos detendremos mucho en ella porque ha sido suficientemente estudiada por muy diversos autores. Dice así la tesis: «Los filósofos no han hecho sino interpretar de diversas maneras el mundo, se trata ya de transformarlo»16. En esta sentencia de Marx se pone en juego nada menos que el destino de la filosofía. El problema es largo y complicado, pero trataré de sintetizarlo y concretarlo al problema de la teoría y la práctica. Cuando Marx dice que la filosofía hasta ahora no ha hecho más que interpretar el mundo y que se trata ya de cambiarlo, divide en dos la historia del pensamiento. En efecto, se puede hablar, después de Marx, de una era filosófica de la historia occidental, a la que sucede una era científica. Por supuesto, hay continuidad entre ambos estadios, porque el pensamiento científico se gestó dentro de la matriz del pensamiento filosófico desde el momento mismo del nacimiento de la filosofía en la Grecia antigua. Pero la filosofía fue durante muchos siglos la gran depositaria de todo el saber, tanto científico como humanístico. En la Antigüedad, en la Edad Media y en cierta forma también en los tiempos modernos, la filosofía era un saber múltiple que abarcaba todas las disciplinas para la formación del conocimiento humano. Aristóteles comprendía, dentro de su sistema filosófico, cosas tan variadas como la física, la metafísica, la poética, la gramática, la meteorología, la política, la botánica y la zoología. En la Edad Media, el Trivium y el Quadrivium comprendían todas las artes liberales: gramática, dialéctica, geometría, música, etc. Tan sólo se ponía en un sitial distinto a la teología, de la cual la filosofía era la ancilla o servidora; pero esta designación era paradójica, pues en realidad la teología se componía casi toda de filosofía, en especial de filosofía aristotélica. En los tiempos moder16 «Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kommt aber darauf an, sie zu verändern». (MEW, 3, p. 535). Para una interpretación más detallada de esta tesis, véase mi libro Marx y la alienación, Monte Ávila, Caracas, 1974, pp. 57 ss. 196 / Ludovico Silva

nos, filósofos como Descartes o Leibniz razonaban sobre temas como la glándula pineal, la geometría analítica y el cálculo de probabilidades. Los filósofos franceses del siglo XVIII disertaban sobre los variadísimos temas de la Enciclopedia. Pero a partir de Marx queda decretada la muerte de la filosofía como saber omnilateral. El desprendimiento de diversas ramas autónomas venía ocurriendo en realidad desde hacía tiempo con hombres como Galileo, Kepler y Newton, o con hombres como Servet, Hobbes o Montesquieu. Sin embargo, había que esperar a Marx para decir en tono fuerte que la filosofía debía dejar paso a otra forma de pensamiento. En su tesis once, Marx nos dice que los filósofos hasta ahora no han hecho más que interpretar variadamente el mundo; pero no nos dice que sean los filósofos quienes tienen que emprender la tarea urgente de transformarlo, cambiarlo, revolucionarlo, transustanciarlo (verändern). No está muy claro en el pensamiento de Marx si él reservaba un papel revolucionario a la filosofía, pero en todo caso está claro que la principal parte de esa tarea transformadora se la atribuía a la ciencia. No puedo entrar aquí a discutir el concepto marxista de filosofía, pero me inclino a creer que para Marx no se había acabado el destino de la filosofía; esta debía en todo caso transformarse ella misma para poder contribuir a transformar el mundo. Y es lo que ha ocurrido en nuestro siglo con los aportes de los lógicos matemáticos, los epistemólogos y los filósofos sociales por el estilo de los de la Escuela de Francfort. La lógica matemática tiene una gran aplicación práctica tanto en las teorías científicas como en las técnicas de las computadoras; y la filosofía social ha demostrado, con autores como Marcuse, un tremendo poder subversivo. El mismo pensamiento socioeconómico de Marx está sustentado en una teoría filosófica, que es la teoría de la alienación. Digo «filosófica» entendiendo por tal algo distinto a las especulaciones metafísicas; algo ligado a la ciencia social. Es evidente la vinculación entre la teoría y la práctica. Para que una filosofía o un pensamiento cualquiera pueda contribuir a la transformación revolucionaria del mundo es preciso que previamente, en la fase de la interpretación —que sigue siendo necesaria, por supuesto —, logre una unión esencial entre los Humanismo clásico, humanismo marxista / 197

postulados teóricos y la práctica social que pretende interpretar y transformar. Sobre esto ya hemos hablado y no hay por qué insistir. Si los filósofos quieren estar a la altura de los tiempos —como decía Ortega y Gasset — tienen que acompañar su necrofílica manía de interpretar textos pretéritos con una minuciosa investigación de las condiciones sociales de nuestro tiempo. Este es el imperativo categórico de Marx, que ya ha dejado de ser de Marx para formar patrimonio del pensamiento humano.

COMUNISMO Y SOCIALISMO Pero la teoría no sólo necesita vincularse con la práctica sino también, y de modo urgente, con su propia práctica científica. Esto es lo que yo llamaba al comienzo el segundo nivel en que es preciso examinar el problema de la unión entre teoría y práctica. La comprensión de este de la máxima importancia para poder llegar a una cierta claridad acerca de conceptos tales como comunismo y socialismo. Toda elaboración científica tiene a grandes rasgos dos fases. La primera fase corresponde a la teoría propiamente dicha, donde se formulan de modo abstracto e hipotético los principios que guiarán la investigación. La segunda fase corresponde a la organización y el control del material empírico que servirá de apoyo a la teoría de la primera fase, con carácter comprobatorio y demostrativo. En la obra de Marx hay abundantes ejemplos de estas dos fases. Aproximadamente equivalen a lo que Marx llamaba el «orden de la exposición» y el «orden de la investigación». El orden de la investigación es el que se sigue en la recolección de los materiales, tanto teóricos como empíricos. Este orden es el que presentan los innumerables cuadernos de notas de Marx. El orden de la exposición es radicalmente distinto: no procede cronológicamente, diacrónicamente, sino de modo sistemático y sincrónico. Este orden se guía por la exposición de la teoría —primera fase— que orientará la exposición; y procede de acuerdo a un plan lógico y metodológico. Y en la segunda fase se organizan los materiales recogidos en el orden 198 / Ludovico Silva

de la investigación. Es aquí donde se presenta la unión de la teoría y la práctica. Cuando una elaboración científica presenta una unión íntima y esencial entre la teoría que orienta la exposición de los materiales de la investigación, podemos decir que en ella se cumple la deseada unión de la teoría y la práctica. Es decir, la unión de la teoría con su propia práctica científica. Así, por ejemplo, en El Capital, donde se sigue un método hipotético deductivo, lo primero que se nos presenta son las grandes categorías abstractas que guiarán la exposición de Marx: mercancía, valor, valor de uso, valor de cambio, valor equivalencial, dinero, plusvalía. Después de despejado este panorama teórico, Marx pasa a la confrontación de la teoría con el material empírico, es decir, la práctica científica. Surgen así los grandes capítulos consagrados al examen de la maquinaria moderna y la gran industria, la división del trabajo, la acumulación originaria de capital, etc., donde los conceptos teóricos centrales, como el de plusvalía, son puestos a prueba. El concepto de capitalismo queda así perfectamente diseñado, con una teoría central, que lo define como el sistema de la obtención del máximo beneficio a costa de la extracción de plusvalía, y con abundante material empírico de apoyo. Si a este segundo nivel de la unión de teoría y práctica añadimos el primer nivel que antes caracterizamos con las Tesis sobre Feuerbach, y que consistía en la unión de la teoría científica con una práctica histórica en la cual debe incidir, entonces tendremos el ejemplo perfecto de científico social que realiza en sí mismo, con el formidable ejemplo de su vida y su obra, la vinculación entre la teoría y la práctica. El problema de la definición del socialismo y el comunismo debe ser examinado con esta perspectiva. Socialismo y comunismo son, en principio, dos conceptos generales, dos formas teóricas, y como tales tienen que ser referidas primero a esa condición teórica para después confrontarlas con las dos prácticas que hemos señalado: la práctica científica y la práctica histórica. La teoría formula al socialismo como un modelo en el sentido epistemológico del término, y este modelo debe por una parte ser ilustrado con la mayor cantidad de datos empíricos posible, y por la otra ser confrontado con práctica social. Esto significa que Humanismo clásico, humanismo marxista / 199

es preciso arrojar claridad en tres niveles: 1º el nivel de la formulación teórica o modélica del socialismo; 2º el nivel de la investigación de los datos empíricos necesarios para dotar de contenido real el modelo, y 3º el nivel de la práctica social e histórica con la cual se debe confrontar la teoría. En este sentido uno puede preguntarse: ¿existe realmente un modelo teórico del socialismo? Los investigadores, marxistas o no, ¿han aportado los datos necesarios para el afianzamiento de ese modelo? Por último, en un mundo donde existen unas sociedades que se llaman a sí mismas socialistas, ¿existe realmente una encarnación del modelo socialista? Yo creo que sí existe un modelo teórico de socialismo, aunque muy imperfecto. Más adelante señalaremos lo que debemos entender por «modelo». Por ahora basta decir que las grandes líneas teóricas del socialismo están lejos de haber sido trazadas con la nitidez deseada. Aparte de los postulados del viejo socialismo, que más que un modelo teórico era una aspiración más o menos romántica y utópica, sólo en Marx y en parte de Lenin es posible encontrar algunos rastros de la teoría. Para entender mejor lo que Marx pensaba del socialismo, conviene que miremos este concepto en relación con el de comunismo. Marx no nos ha dejado demasiados textos sobre esto. Tan sólo en el Manifiesto del Partido Comunista y en una serie de pasajes dispersos nos habla explícitamente sobre el tema. Elegiré un breve texto de 1843, el año en que precisamente Marx abrazó la causa comunista de una manera consciente. De inmediato, Marx se preguntó por la esencia del comunismo y su relación con la teoría del socialismo, tan en boga en aquellas fechas. En setiembre de ese año, Marx escribe a su amigo Ruge estas reveladoras palabras: «El comunismo no es en sí mismo otra cosa que la realización particular, unilateral, del principio socialista»17. Estas palabras merecen reflexión. El comunismo no es, pues, como tantos creen, una presunta «fase superior del socialismo». Es lo 17

MEW, vol. I, p. 344. Véase también K. Marx, Oeuvres: Economie ed. établi par Maximilien Rubel, La Pléiade, París, 1965-68, vol. II, p. XL.

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que suelen decir los Partidos Comunistas que giran en la órbita soviética. Pero no: el socialismo es la idea, el modelo, el proyecto, la estrategia; el comunismo es la práctica, la táctica, la tarea inmediata. Por eso decía Marx en La ideología alemana (1845-46) que el comunismo puede definirse como el «movimiento real». Y de ahí surge en Marx y en Engels la idea de la necesidad de un partido comunista como vanguardia práctica para trabajar por el logro de la idea socialista. Tal vez el único que comprendió bien esto fue Lenin; pero desgraciadamente, tanto Lenin como Marx han sido traicionados, unas veces por intereses ideológicos creados, otras por ignorancia. En este sentido Stalin, que era bastante ignorante en materia de marxismo y que estaba imbuido en el espíritu de esos manuales que Lenin tanto detestaba, hizo mucho daño al desarrollo de la teoría marxista. Un daño que todos los deshielos no han podido detener definitivamente, porque los movimientos socialistas o comunistas del mundo entero siguen náufragos en la confusión de ambos términos. El socialismo, que es una idea a largo plazo, es confundido con la táctica a seguir, que es lo que Marx llamaba «comunismo». Por otra parte, el comunismo, que según Marx debe ser práctico e inmediato, es confundido con una presunta «fase superior» un tanto utópica. Frente a estas confusiones, es preciso que afirmemos de una vez por todas que el socialismo es la teoría y el comunismo es la práctica. Es decir, el comunismo, entendido como combate y movimiento real, el arma que conquistará la sociedad socialista, que es el objetivo final. Esto nos lleva a plantearnos la necesidad de conceptuar al socialismo como modelo y utopía concreta.

SOCIALISMO COMO UTOPÍA CONCRETA Es socialismo es en principio un modelo teorético si lo vemos desde el punto de vista de la filosofía de la ciencia. Visto desde el punto de vista de la moderna filosofía social, la de los representantes de la Escuela de Francfort, el socialismo se presenta como una utopía concreta, término este que fue forjado por Herbert Marcuse y Lezlek Kolakowki. Veamos ambos aspectos.

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La moderna filosofía de la ciencia distingue dos grandes tipos de modelos: los teoréticos y los materiales. Un modelo teorético es una creación mental, pese a que pueda representar objetos reales. Tal es el caso, por ejemplo, del modelo de sociedad democrática dentro de la politología. «A su vez, un sistema real puede considerarse como modelo material de una teoría»18. Un modelo material es, por ejemplo, el modelo hidráulico de la economía de una región. También la sociedad capitalista, que consiste en un sistema real, es el modelo material que sustenta a una teoría como la expuesta por Marx en El Capital. Los modelos teoréticos se dividen en dos clases: los modelos ideales, que son aquellos supuestos en una teoría, y los modelos de interpretación de una teoría abstracta. Estos últimos pueden ser conceptuales, factuales o mixtos19. Los que aquí nos interesan son los modelos teoréticos ideales. Estos se subdividen en icónicos y simbólicos. Un modelo icónico es, por ejemplo, la metáfora de la cerradura y la llave como modelo de las enzimas. Y un modelo simbólico es el que está supuesto en la teoría marxista del socialismo. Definimos, pues, al socialismo como un modelo teorético, ideal y simbólico. De nuevo aparece el tema de la vinculación entre la teoría y la práctica, pues la efectividad de un modelo teorético, como lo es la teoría de la sociedad capitalista, podrá medirse en relación al modelo material que la sustenta. Si hay desvinculación entre ambos modelos estará rota la unidad de teoría y práctica, lo cual irá en detrimento de la teoría. Que es lo que ocurre, por ejemplo, con las teorías sociológicas del estructural-funcionalismo a propósito del moderno sistema social. O lo que ocurre con las teorías econométricas para interpretar la economía capitalista. O lo que acontece con las teorías económicas que no ven en la 18 Cfr. Mario Bunge, La investigación científica, Ariel; Barcelona, España, 1969, pp. 455-6. 19 Un modelo conceptual es, por ejemplo, una interpretación aritmética de la teoría de grupos; un modelo factual es una interpretación física de la geometría euclidiana; y un modelo mixto es la teoría general de los automatismos. (Cfr. Bunge, ibidem) 202 / Ludovico Silva

plusvalía otra cosa que la «ganancia» que legítimamente obtiene el capital, como si el capital poseyese, como decía Marx, una propiedad mágica y misteriosa que lo hiciera irradiar dinero, y como si la base del valor y de la ganancia no fuese el trabajo humano. Ahora bien, el modelo del socialismo fue concebido por Marx sin tener aparentemente un modelo material de apoyo. Todavía hoy el modelo teorético del socialismo sigue sin contar con un sistema real y existente, un sistema material en el que sustentarse. Pues, como veremos más adelante, no puede decirse en rigor que hoy exista una sociedad socialista que sea la realización del modelo teorético de Marx. En este punto es donde conviene insertar el concepto de utopía concreta. Porque, aunque Marx no contase literalmente con un modelo material de apoyo —como creyeron contar otros utopistas como Tomás Moro o los icarianos— él partía de una predicción científica basada en las tendencias sociedad capitalista desarrollada. El concepto de utopía concreta ha sido forjado por varios autores contemporáneos, entre los que destacan Mannheim, Kolakowski y Marcuse. Pese a sus insuficiencias en lo que respecta al concepto marxista de ideología, en el libro de Mannheim titulado Ideología y utopía se encuentran abundantes precisiones que resultan muy útiles para el esclarecimiento de la utopía marxista. En el sentido en que caracterizaremos la utopía, Marx resulta ser uno de los grandes utopistas de la historia, lo que, como veremos, no le resta nada a su valor como científico. Mannheim nos dice que tanto la ideología como la utopía intentan trascender la realidad. Pero mientras que la ideología se forja como la consolidación ideal de la topía o realidad, la utopía intenta rebasarla, superarla dialécticamente. Ahora bien, hay dos tipos de utopías: las absolutas y las relativas. Las utopías absolutas son, sencillamente, aquellas que por su propia naturaleza son irrealizables. Son las quimeras, las fábulas, los mitos. En cambio, las utopías relativas son las realizables; y esto es así porque este pensamiento utópico, como en el caso de la teoría del socialismo de Marx, parte de una interpretación científica de la realidad existente para forjar una utopía que Humanismo clásico, humanismo marxista / 203

puede realizarse si los revolucionarios examinan a fondo las tendencias de la sociedad capitalista, que son tendencias hacia su destrucción y extinción, y contribuyen de modo comunista a su exacerbación y agudización. Este y no otro es el sentido de la famosa «agudización de las contradicciones» de que hablaba Marx y que ha sido tan mal entendida por los revolucionarios de nuestro siglo. Mannheim nos dice que «utilizaremos el término —de utopía— en su sentido meramente relativo, entendiendo por utopía lo que parece ser irrealizable solamente desde el punto de vista de un orden social determinado y ya existente»; y esto ocurre así precisamente porque todo partidario del orden existente desconoce «la diferencia entre lo que es irrealizable de modo absoluto y lo que es irrealizable sólo de modo relativo»20. Por esto Kolakowski nos habla de utopía revolucionaria y Marcuse de utopía concreta. Cuando los jóvenes universitarios de París escribían en 1968 sobre los muros de la ciudad las palabras: Soyez réalistes: demandez l’impossible, al pedir lo imposible en nombre de lo real estaban formulando con toda precisión la teoría de la utopía concreta y revolucionaria. Esta utopía, según Kolakowski, se presenta primeramente como una negación de la realidad, el orden existente. «Negar no es el opuesto de construir, sino de afirmar el orden existente», nos dice el filósofo polaco21. La utopía niega el orden existente, y con esto hace lo opuesto de lo que hace la ideología, término que en su genuino y estricto sentido marxista significa sistema de ideas y creencias destinadas a afirmar el orden de dominación y explotación existente22. En la utopía concreta, nos dice Marcuse, se realiza la vinculación entre la teoría y la práctica, porque niega la realidad existente, pero parte de ella para diseñar otra realidad. Dicho de otro modo, una utopía concreta y revolucionaria como el socialismo de Marx es un modelo teorético y simbólico que se apoya sobre las tendencias obser20 Véase mi ensayo sobre Mannheim en mi libro Teoría y práctica de la ideología, 6ª ed., Nuestro Tiempo, México. 1978, p. 92. 21 Véase mi libro La plusvalía ideológica, EBUC, UCV, Caracas, 3ª. ed. 1977, ab initio. 22 Ibidem, passim. 204 / Ludovico Silva

vables en la sociedad capitalista. Nuestra utopía socialista actual debe consistir en lo mismo: en examinar a fondo las tendencias hacia la autodestrucción de la sociedad capitalista y las tendencias a su superación en las sociedades colectivistas burocráticas para llamar de algún modo a las sociedades soi disant socialistas.

EL MODELO SOCIALISTA Vamos a intentar ahora delinear de un modo muy sintético y apretado las características fundamentales del modelo socialista. Esta es una tarea casi imposible porque siempre se corre el riesgo de utopizar de modo absoluto o de dejar fuera algún elemento importante. En todo caso, si pecaremos de algo será de exclusión y no de inclusión, porque consideramos que las características siguientes pertenecen de modo total al modelo de una sociedad socialista. 1º: En la sociedad socialista deben desaparecer esos que Marx consideraba los tres grandes factores histórico-genéticos de la alienación humana, a saber: la propiedad privada, la división del trabajo y la producción mercantil. La propiedad privada debe extinguirse, no sólo en su aspecto material relativo a los medios de producción y de distribución, sino también en el aspecto espiritual; en los países llamados socialistas actuales se mantiene la propiedad privada de la conciencia y del derecho a la crítica y a la disensión. La división del trabajo debe ser superada por lo que Marx llamaba «el desarrollo universal (allseitige Entwicklung) de las capacidades», de modo que aunque unos hombres se especialicen en determinados campos, la totalidad de los hombres conozcan lo que hacen los especialistas. En cuanto a la producción mercantil, deberá extinguirse la economía mercantil y monetaria, porque mientras el dinero y el valor de cambio sigan siendo el módulo del tráfico humano seguirá existiendo la explotación. 2º La supresión de la propiedad privada también implica la supresión de la apropiación privada del sobreproducto social. En las sociedades de transición hacia el socialismo, la socialización de los medios de producción está todavía ligada a la apropiación privada Humanismo clásico, humanismo marxista / 205

del producto necesario en forma de salario, de cambio, de venta de la fuerza del trabajo por un salario en dinero23. En las actuales sociedades de economía planificada, como dice Ernest Mandel, subsiste una contradicción social basada en una contradicción económica: «El “trabajo” considerado como desarrollo integral de todas las posibilidades de cada individuo, y al mismo tiempo como servicio consciente del individuo a la sociedad, resulta una noción incompatible a la larga con la noción de “trabajo” como medio de “ganarse la vida”, de asegurarse los medios de subsistencia o, llegado el caso, todas las mercancías y servicios que permiten satisfacer las necesidades individuales»24. 3º El socialismo necesita para poder iniciarse de hombres cualitativamente nuevos, que son los revolucionarios que han sabido, dentro de la vieja sociedad, formarse de acuerdo a un principio humanista para poder construir el socialismo. Esta idea procede de Lenin y del Che Guevara. Sin embargo, la revolución psicológica al nivel de toda la sociedad sólo podrá tener lugar cuando asistamos a la extinción de la economía monetaria gracias a la producción de una abundancia de bienes y servicios. La conciencia socialista, que no debe considerarse como un simple «reflejo» de la revolución económica, sólo podrá lograrse cuando se supere la realidad cotidiana de una distribución racionada por el dinero25. Este problema no ha sido superado en las actuales sociedades de transición hacia el socialismo, y no sólo por las «supervivencias capitalistas», sino por motivos estructurales que conciernen al funcionamiento específico de esas sociedades. 4º También tiene que desaparecer la mentalidad adquisitiva de los individuos como móvil esencial del comportamiento económico. Este fenómeno tendrá que producirse en todas zonas de la psique humana, que según Freud se compone de preconsciencia, consciencia e inconsciencia. A nivel de la consciencia 23 Cfr. Ernest Mandel, Tratado de Economía Marxista, ERA, México, 1969, Cap. XVII, vol. II, passim. 24 Ibidem, II, p. 260. 25 E. Mandel, Ibidem, II, p. 260. 206 / Ludovico Silva

se deberá tomar una actitud revolucionaria y transformadora, íntimamente ligada con el conocimiento del funcionamiento de la sociedad, al revés de lo que ocurre en niveles medios y bajos de la sociedad actual, en la que el Estado funciona como un ente incomprensible e inaccesible. Al nivel de la preconsciencia deben ser desterradas todas las representaciones ideológicas de la antigua sociedad; o dicho más fuertemente, deberá desaparecer la ideología misma, en el sentido de concepción del mundo de las clases dominantes; al desaparecer las clases, desaparecerá la ideología de clase, que será sustituida por una representación del mundo destinada a comprenderlo y no a justificar un orden de explotación. Al desaparecer la explotación, desaparecerá toda ideología justificadora de la misma. Althusser afirma que en la sociedad socialista «no puede no haber ideología», cosa que aceptamos, pero que debe matizarse de la siguiente forma: la representación del mundo no será primordialmente ideológica, sino espiritual. La ideología no será la forma ideal dominante. Y al nivel de la inconsciencia, al desaparecer de los medios de comunicación y de educación individual y colectiva la ideología represiva y consumista, desaparecerán las represiones oscuras que condicionan al hombre a la lealtad inconsciente hacia una sociedad explotadora. Como dice Mandel en feliz metáfora —que es más que una metáfora— la sociedad dejará de ser madrastra para convertirse en madre generosa, y esto incidirá en la inconsciencia de los individuos. 5º «El nuevo modo de vida sólo puede nacer de una integración de un nuevo modo de producción y de un nuevo modo de distribución»26. Se debe cambiar la noción de propiedad. En las actuales sociedades de transición hacia el socialismo la propiedad se entiende como propiedad colectiva; pero esto no es un principio socialista. El verdadero principio socialista implica la propiedad de todos los miembros individuales de la colectividad. 6º La economía deberá estar orientada hacia la satisfacción de las necesidades de todos los individuos. Esto significa que la 26 Ibidem, II, p. 261. Humanismo clásico, humanismo marxista / 207

economía deberá basarse en la vigencia universal del valor de uso y en la desaparición de los valores de cambio como elementos dominantes de la economía. En las actuales sociedades de transición existe lo que se llama el «salario social», que consiste en la socialización de los costos. Este salario social prefigura la nueva economía orientada hacia la satisfacción de todas las necesidades individuales. 7º Tiene que haber un desarrollo prodigioso de las fuerzas productivas a fin de satisfacer todas las necesidades de los individuos. Este desarrollo forma parte de la extinción del capitalismo desarrollado, cuyas fuerzas productivas enormes entrarán en conflicto con las relaciones de producción basadas en la obtención del máximo beneficio privado y en la expoliación de la fuerza de trabajo. La riqueza generada por las fuerzas productivas tiene que distribuirse según las necesidades, y no exigirá, como en el capitalismo, una cantidad de trabajo exactamente medida. 8º Los servicios sociales tendrán también que regirse de acuerdo a las necesidades individuales. En las actuales sociedades donde funcionan como principios socializadores cosas tales como los hospitales gratuitos, se ha observado que los pacientes provenientes de clases superiores o adineradas son tratados con mayor dedicación por los médicos, en tanto que los pacientes de las clases inferiores son relegados a los estudiantes. Esta preferencia no es siempre consciente, y sólo podrá desaparecer con la misma sociedad de clases. 9º La automatización progresiva hará inútil el empleo del trabajo humano vivo entendido como fuerza de trabajo que crea valor y que requiere un salario. Con la socialización de las empresas desaparecerá la necesidad de los cálculos en dinero efectivo, que será reemplazado por la llamada «moneda ideal». Igualmente la socialización de los servicios obligará a la economía monetaria a concretarse y limitarse a los «servicios personales», y aun así estos tendrán que prescindir de las antiguas relaciones monetarias derivadas de la desigualdad social. Cosas como 208 / Ludovico Silva

la distribución del pan, la leche y los periódicos pasarían a ser servicios públicos gratuitos. Esto, como dice Mandel, desencadenaría una revolución psicológica sin precedentes en la historia de la humanidad, esa historia de 7000 años de explotación. Desaparecerían la inseguridad y la inestabilidad de la existencia material. Desaparecería igualmente el apego a la propiedad privada, y el hombre nuevo socialista consideraría tan «natural» la solidaridad con sus semejantes como hoy se considera natural el esfuerzo de triunfar individualmente a expensas de los demás. 10º Esa segunda naturaleza humana que es la «cultura» estará integrada de modo natural a la estructura biológica del ser humano y a su estructura psicológica. La «cultura», que en la antigua sociedad era patrimonio de las clases pudientes, se socializará de tal modo que será patrimonio de cada individuo. Las viejas enseñanzas de los humanistas clásicos serán revalorizadas en lo que tienen de examen de la esencia del hombre y su dignificación, y serán despojadas de su carácter clasista. El hombre culto se identificará como ser social, porque aprenderá a saber que lo es no sólo en un sentido socioeconómico, sino también biológico, pues la estructura del cuerpo humano y sus funciones —en especial la psicológica y la sexual— necesitan esencialmente de otros seres humanos para realizarse. 11º La guerra como solución «demasiado humana» a los problemas económicos y políticos desaparecería. La teoría de que la guerra es necesaria proviene de cierta psicología ya superada que nos habla del «instinto de agresión» o del «instinto de destrucción». La biología contemporánea ha rechazado esta tesis, así como también la moderna psicología. Una psicóloga como Lauretta Bender ha demostrado que la agresión en lugar de ser «innata» en el niño es producto de ciertas deficiencias que existen en las relaciones entre el niño y el medio ambiente. Por otra parte, como el socialismo por definición será un fenómeno mundial, desaparecerá la división actual del mundo en zonas de influencia o bloques económico-políticos, con lo cual desaparecerá a su vez la guerra imperialista que hoy practican todas las grandes potencias, y aun otras que no son tan grandes. Humanismo clásico, humanismo marxista / 209

12º También se extinguirá la sociedad de clases. Tanto la burguesía como el proletariado así como otros estratos sociales que hay en la sociedad contemporánea llegarán a la igualación universal bajo el principio marxista de: «A cada quien según sus necesidades; de cada quien, según sus capacidades», como dice la Crítica del Programa de Gotha. La burguesía habrá cumplido su papel histórico, que fue revolucionario, y el proletariado se realizará negándose histórica y dialécticamente. Las clases marginadas dejarán de ser tales para incorporarse al aparato productivo de la sociedad. Paradójicamente esta igualación de las clases estará sustentada por la desigualdad entre los individuos, y el derecho burgués, que es un derecho igual, deberá ser sustituido por un derecho desigual, como decía Marx en la Crítica del Programa de Gotha. «Paradójicamente, lo que aparece como fin del socialismo es, precisamente, el desarrollo integral de la desigualad entre los hombres, de la desigualdad de sus aspiraciones y potencialidades, de la desigualdad de sus personalidades. Pero esta desigualdad personal no significará ya diferencia de poder económico; no implicará ya desigualdad de derechos o privilegios materiales. Sólo podrá extenderse en un clima de igualdad económica y material»27. 13º El Estado, que se define por su contenido de clase, desaparecerá con la desaparición de las clases mismas. Marx había previsto una fase de transición en la que dominaría la dictadura del proletariado. Pero esta noción también tendrá que agotarse porque es una dictadura de clase tan sólo forjada para oponerse a la dictadura de la burguesía. Por otra parte, según Marx el Estado tendría que tender hacia su progresiva desaparición. En las actuales sociedades en transición hacia el socialismo es una contradicción la presencia de un Estado que es cada vez más poderoso y omnipotente. La autogestión de todas las fuerzas sociales deberá reemplazar al Estado. 14º Toda la sociedad deberá disponer de un tiempo libre o de ocio lo suficientemente grande como para que cada individuo 27

Mandel, Ibidem, II, pp. 277-8.

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pueda realizar lo que antes era privilegio de un solo sector, a saber, la adquisición de conocimientos tanto humanísticos como científicos. De este modo la sociedad podría asumir su propio control, ejercido por un número cada vez mayor de individuos. Y esta sería la solución técnica, como dice Mandel, para la extinción progresiva del Estado. Y también sería la solución para el final de la etapa en que vivimos donde todos los ocios están comercializados y donde el tiempo libre está sometido a la misma ideología del tiempo de trabajo, esto es, la ideología mercantil. 15º Con la automatización la jornada de trabajo se verá reducida drásticamente, y el trabajo mismo no será medido por el rasero del salario. La actual sociedad presenta síntomas claros en este sentido. En los Estados Unidos, la duración del tiempo semanal de trabajo era de 70 horas en 1850, de 60 en 1900, de 44 en 1940, de 40 en 1950 y de 37,5 en 1960. 16º La valorización del ocio estará íntimamente ligada al problema de la socialización de los costos. Es muy fácil y barato satisfacer a millones de ciudadanos con programas de televisión estandarizados, con películas de poca calidad, con programas radiales de baja categoría. Es mucho más costoso ofrecer televisión de gran calidad, con sentido paidético y andragógico, producciones teatrales de altura, programas radiales que despierten la conciencia de los individuos en lugar de adormecerla. Se pasaría del consumo al disfrute y de la información a la formación. l7º Consecuencia de la valorización del ocio será la autogestión de todos los individuos trabajadores. A menudo en nuestra sociedad se arguye que «los obreros no tienen muchos deseos de dirigir sus empresas», como lo ha dicho Jean Herst. Pero esa observación concierne tan sólo a experimentos de cogestión obrera en plena economía capitalista y a ciertos experimentos de las sociedades en transición hacia el socialismo. En ambos casos cuando el obrero va a las «reuniones» donde aparentemente va a tener un papel ductor, en el fondo sabe que de antemano su destino está fijado y que no hallará nada decisivo. Sin embargo, en Yugoslavia, donde las empresas le ofrecen al obrero la Humanismo clásico, humanismo marxista / 211

posibilidad real y positiva de dirigirlas, se observa una afluencia cada vez mayor de individuos en los consejos obreros. Autores tan diversos como los franceses Touraine y Dofuy, o como los norteamericanos Meier y Viteles reconocen que los trabajadores buscan en la empresa ocasiones de autodeterminación28. l8º El crecimiento económico, la expansión de las fuerzas productivas, no será un fin en sí mismo; es decir, no será un crecimiento ad infinitum, sino que se detendrá cada vez que sean colmadas las necesidades de todos los individuos, y se acelerará cuando las necesidades lo exijan. Al suspenderse la economía de mercado, el problema de las inversiones quedará cualitativamente transformado. Los productores de bienes de producción tendrían los mismos derechos que los productores de bienes de consumo, y los productos de su trabajo no tendrían que venderse en un mercado, sino que servirían para renovar la existencia gastada de máquinas, materias primas, productos auxiliares que son necesarios para la renovación de la producción. 19º Como dice genialmente Marx en sus Grundisse: «Si la masa obrera se apropia de su propio sobretrabajo —y si el tiempo disponible deja por ello de tener una existencia contradictoria— el tiempo de trabajo necesario será por una parte limitado [medido] por las necesidades del individuo social, y el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad crecerá, por otra, tan rápidamente que se incrementarán los ocios de todos, a pesar de que la producción se oriente hacia la riqueza de todos. Porque la riqueza real no es más que la fuerza productiva desarrollada de todos los individuos. POR CONSIGUIENTE, EL PATRÓN DE LA RIQUEZA NO SERÁ YA EL TIEMPO DE TRABAJO, SINO EL OCIO»29. Estas palabras de Marx no necesitan comentario, pues son bastante elocuentes en lo que se refiere a la desalienación en la sociedad socialista, que desgraciadamente está tan lejos aún de haberse alcanzado. 28 Mandel, Ibidem, II, p. 281. 29 K. Marx. Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie, MEGA, Moscú, 1939, pp. 593-596. 212 / Ludovico Silva

20º Dos tipos de alienación que en el fondo son uno solo deberán desaparecer en la sociedad socialista. Por una parte, la alienación de los trabajadores sólo se extinguirá cuando los individuos «se sientan consciente y espontáneamente propietarios de los productos de su trabajo y dueños de sus condiciones de trabajo. Exige, pues, una autogestión real de los productores, y una abundancia real de bienes y servicios que cubra todas las necesidades esenciales y lo esencial de todas las necesidades»30. Por otra parte, los intelectuales no sufrirán como una enajenación esa separación entre la teoría y la praxis que sufren en la actual sociedad, y que los obliga a ser unos seres desequilibrados, sometidos al diario desprecio de un sistema que no valoriza su aporte sino en la medida en que ese aporte fortalece al sistema en todas sus coordenadas de consumo y ganancia. Desde Kierkegaard hasta los existencialistas, el hombre ha sido definido como el ser con angustia, el hombre a la deriva. Los filósofos tienen razón porque por una vez han interpretado realmente el mundo. El intelectual tendrá que vivir una vida armoniosa consigo mismo en la que no incidan las contradicciones de una sociedad en la que el trabajo intelectual es considerado tan sólo como un factor de apoyo del sistema, y en armonía con una sociedad en la que él contribuye como una fuerza productiva destinada a la clarificación de las conciencias y al desarrollo de la sensibilidad. El artista, por ejemplo, integrará su trabajo a la colectividad tal como se hacía en los tiempos de la Grecia antigua, cuando bajo Pericles todos los artistas estaban al servicio de la democracia. Tal es el sentido de un nuevo humanismo. 21º Por las razones anteriores en la sociedad socialista se realizará lo que Marx llamaba «la superación del trabajo» (Aufhebung der Arbeit). Naturalmente, los hombres seguirán trabajando, pues es constitutiva del ser humano la necesidad de actuar, de trabajar el mundo. Pero el trabajo como tripalium, como instrumento de tortura que el hombre se ve obligado a realizar a cambio de un salario que lo explota, desaparecerá. El viejo trabajo, como 30

Mandel, Ibidem, II, p. 285. Humanismo clásico, humanismo marxista / 213

decía Engels, quedará relegado a la «prehistoria humana». Durante mucho tiempo se ha presentado al homo faber, al hombre que produce instrumentos de trabajo, como el verdadero creador de la civilización y la cultura humanas. Sin embargo, el holandés Huizinga en su hermoso libro Homo ludens, ha demostrado que el verdadero creador de la cultura es el hombre que juega, el hombre cuya actividad consiste en la libre creación de formas nuevas. La antropología contemporánea da la razón a Marx en lo que respecta a la teoría de que el hombre primitivo era una combinación de homo faber y homo ludens, y de que con el tiempo y el surgimiento del factor de alienación que es la división del trabajo, unos hombres quedaron relegados a la tarea fabril, mientras otros, los menos numerosos pero los más poderosos económicamente, pudieron dedicarse a ser homines ludens, hombres que juegan y crean libremente cultura. El socialismo deberá superar esta división propia de la sociedad de clases y unir en una sola esencia humana la actividad creadora y la actividad fabril. Ciertos intérpretes positivistas del marxismo han lanzado la peregrina idea de que en la sociedad socialista seguirán existiendo las mismas «leyes de bronce» económicas, pero con la diferencia de que ahora el hombre tendría conciencia de ellas y las «utilizaría en su provecho», siguiendo la consigna de Hegel según la cual la libertad no es otra cosa que «la toma de conciencia de la necesidad». Sin embargo Marx fue muy claro cuando dijo que el reino de la libertad comienza más allá del de la necesidad. Como escribió Marx: «El reino de la libertad sólo comienza, en efecto, allí donde desaparece el trabajo impuesto por el desamparo y por la penalidad exterior; por la naturaleza de las cosas se encuentra más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha»31. Con las veintiuna características antes señaladas puede construirse un modelo de socialismo, una utopía concreta que sirva de norte estratégico a los revolucionarios. Es posible que se haya escapado algún rasgo importante, pero en todo caso los incluidos son todos esenciales. Lo fundamental es comprender que todas estas líneas teóricas tienen estrecha relación con la práctica, y aunque 31 K. Marx, Das Kapital, III, 2. Véase Mandel, op. cit., II, pp. 289-291. 214 / Ludovico Silva

a primera vista pudieran parecer una utopía absoluta, la verdad es que se fundamentan en la observación de las tendencias de las modernas sociedades desarrolladas.

LA PREDICCIÓN DE MARX SOBRE EL SURGIMIENTO DEL SOCIALISMO Es corriente oír la opinión de filósofos y científicos del área capitalista sobre la predicción de Marx según la cual la sociedad socialista habría de surgir del desgarramiento de la sociedad capitalista altamente desarrollada, que juzgan como falsa. Para afirmarlo se basan en dos hechos. En primer término, el socialismo hoy existente no surgió de sociedades capitalistas altamente desarrolladas. Desde la revolución rusa hasta la revolución cubana, los movimientos socialistas triunfantes han partido de condiciones de subdesarrollo o infradesarrollo capitalista. La segunda objeción es la que afirma que las presuntas «contradicciones» del capitalismo no han estallado en absoluto y que el capitalismo está hoy más fuerte que nunca, e incluso ha solucionado muchos de sus problemas de alienación a través de cosas como el Welfare State o Estado de Bienestar. La cosa se complica más aún si consideramos que teóricos comunistas empeñados en justificar históricamente el «socialismo» de sus países han elaborado teorías ad hoc, la más célebre de las cuales es la de Lenin, que explica la revolución rusa con la teoría del «eslabón más débil», que es como decir que la revolución de octubre pudo darse porque Rusia representaba, dentro del mundo capitalista, la parte más delgada de una tensa cadena. Yo pienso que todas estas posiciones están equivocadas. Creo, en lo que respecta a la primera, que se basa en una interpretación errónea del pensamiento de Marx y en una confusión acerca de lo que significa el término «sociedad socialista». En lo que respecta a la segunda posición, según la cual el capitalismo encuentra constantemente y hasta el infinito nuevas «energías morfogenéticas» —para decirlo con el término de Spengler— es sencillamente una tesis ideológica carente de base científica y destinada a justificar el sistema y a consagrarlo como algo Humanismo clásico, humanismo marxista / 215

«eterno» y «natural» perteneciente a la condición humana. Y en cuanto a los teóricos comunistas que pretenden justificar sus respectivas revoluciones también sus tesis son ideológicas y han sido inventadas para poder afirmar que sus sociedades son auténticamente socialistas. La teoría leninista del eslabón más débil podrá servir para explicar el caso específico de la Revolución rusa, pero no para explicar el surgimiento de una sociedad socialista, por la sencilla razón de que la Unión Soviética no es una sociedad que en su fase actual, y tanto más en la época de Lenin, pueda llamarse auténticamente socialista. Aún hay un cuarto grupo de opiniones que podríamos llamar pesimistas y que afirman que la alienación es un fenómeno inevitable en toda sociedad industrial avanzada, tanto si es de signo capitalista como si es de signo socialista. Esta tesis pesimista parte de una concepción resignada de la naturaleza humana, una visión antropológica según la cual en la sociedad industrial es inevitable el poder de los objetos sobre los hombres, así como es inevitable la alienación de las necesidades siempre nuevas y destinadas al consumo de mercancías. Esta tesis también es por completo ideológica porque parte del supuesto de que los actuales sistemas económicos que están basados en la producción mercantil y monetaria no pueden evolucionar hacia una sociedad que, aun siendo industrialmente desarrollada, no se base en la producción de mercancías. Ya Marx en su juventud se había encargado de refutar esta tesis a través de objeciones a Hegel. Marx criticaba la idea hegeliana según la cual hay identidad entre alienación del hombre y objetivación del hombre. El hecho de que en la sociedad capitalista el trabajo del hombre se objetiviza en mercancías, con lo cual se aliena, no implica en modo alguno el que no pueda haber una sociedad en la que el trabajo del hombre se objetivice en puros valores de uso no destinados al intercambio mercantil, sino a la satisfacción de las necesidades humanas. Decir que esto no puede ocurrir es condenar a la sociedad actual al inmovilismo histórico más irracional. La socialización de muchos servicios en la sociedad capitalista y en la de transición hacia el socialismo es signo evidente de que dentro de la vieja sociedad se va abriendo paso la nueva, que sólo 216 / Ludovico Silva

surgirá plenamente cuando, como decían Marx y Lenin, esa socialización deje de estar en contradicción con el modo privado de apropiación. Yo no veo que Marx se haya equivocado en su predicción científica sobre el surgimiento del socialismo dentro del capitalismo altamente desarrollado. Podemos admitir que se equivocó al señalar el plazo para que este fenómeno ocurriera. Desde el punto de vista político la predicción de Marx daba un plazo demasiado corto para el surgimiento del socialismo y en todo caso no contemplaba con el debido rigor la necesidad histórica de las sociedades de transición. Pero desde el punto de vista socioeconómico la predicción sigue siendo totalmente válida. En este punto hay que distinguir dos aspectos: el relacionado con las actuales sociedades de transición, y el relacionado con la actual sociedad capitalista. El hecho de que en nuestro siglo se hayan dado revoluciones autodenominadas socialistas surgidas en sociedades capitalistas no desarrolladas no invalida en absoluto la tesis de Marx. Por el contrario, la refuerza. Precisamente por no haber surgido esas revoluciones como resultado de las contradicciones de una sociedad capitalista desarrollada, no han alcanzado aún un status que pueda llamarse auténticamente socialista. La dictadura del proletariado que Marx preveía para las sociedades de transición ha sido sustituida por una dictadura de la burocracia que a su vez crea una nueva lucha de clases. El Estado, en lugar de tender a su desaparición como quería Marx, se ha fortalecido enormemente y se ha convertido en instrumento de dominación clasista. Sigue existiendo la economía mercantil y monetaria, con lo cual la fuerza de trabajo sigue siendo explotada y sigue estando bajo la denominación del salario, que es la principal fuente de alienación del trabajo. La ideología, en lugar de desaparecer progresivamente, se ha incrementado no sólo con el dominio espiritual de una clase sobre otra, sino a través de un cúmulo de producciones intelectuales destinadas a catequizar y uniformar las conciencias. Se ha instituido la negación de la propiedad privada de los medios de producción, menos la de ese medio de producción importantísimo que es el Humanismo clásico, humanismo marxista / 217

intelecto y la conciencia del hombre, con lo cual la sociedad se ha visto desgarrada por la disidencia de artistas y científicos, que buscan desesperadamente, con riesgo de sus vidas, huir hacia otras latitudes donde puedan pensar más libremente. Los artistas y científicos disidentes de la sociedad capitalista viven dentro de ella y practican tranquilamente su disidencia, salvo algunos casos extremos en que son perseguidos policialmente. Los disidentes de la sociedad «socialista» no pueden en absoluto vivir dentro de ella, porque son objeto de persecución y confinamiento, y su única aspiración es huir al Occidente. Es lamentable tener que reconocerlo pero es así. Y la razón de esto hay que decirla en tono fuerte: la actual sociedad capitalista es objetivamente más revolucionaria que la llamada sociedad socialista. De manera, pues, que no es una objeción contra Marx el presunto surgimiento de sociedades socialistas en países capitalistas poco desarrollados, por la razón simple de que esas sociedades no puedan denominarse realmente socialistas. Esto no significa que haya que negar de plano las diversas conquistas logradas por los países de régimen comunista; pero en ninguna parte hasta ahora se ha realizado el modelo marxista de socialismo. La segunda objeción de importancia a la predicción de Marx es la que afirma que el sistema capitalista, como modelo material de su propio modelo teórico, está más afianzado que nunca, y que es ilusorio pensar, como pensaba Marx, que esté vecina su decadencia o su destrucción. Sin embargo, esto no lo sostiene hoy ningún economista serio. Tan sólo los sociólogos del estructural-funcionalismo se empeñan en presentarnos un modelo de «sistema social» (Parsons) dentro del cual lo que Marx llama contradicciones deben entenderse como simples e inocentes «disfunciones» superables por la dinámica del propio sistema. Las luchas racistas en Norteamérica son miradas como simples disfunciones que no revisten carácter profundo. Igual ocurrió cuando la bestial matanza de My Lai en la guerra de Vietnam: los asesinos fueron declarados dementes, pero con ello se puso a salvo al sistema social que para mantener una economía de guerra envió a esos soldados a pelear contra un pueblo que, por fortuna, se defendió y triunfó 218 / Ludovico Silva

heroicamente, lo que constituye una de las páginas más negras en la historia del imperialismo. Igual ocurre con la delincuencia común generalizada, con la venalidad de la vida y con el aumento impresionante del consumo de drogas; drogas que, por cierto, no se limitan a los fármacos que trafican ilegalmente, sino a esos fármacos ideológicos que circulan libremente en los medios de comunicación y que le dan más que nunca la razón a Marx cuando caracterizaba a la sociedad capitalista, al comienzo de su libro máximo, como un «descomunal almacén de mercancías». Hasta los propios economistas burgueses, como el inteligente Galbraith, reconocen estos factores como conflictivos, según escribe en su libro The afluent Society. Sólo los sociólogos del sistema con sus sofisticadas computadoras —Wright Mills hablaba de «sociología IBM»— se empeñan en justificar este orden de cosas. Desde la época del capitalismo de libre competencia que se caracterizaba por el monopolio industrial de la Gran Bretaña hasta el actual período de auge imperialista, el capitalismo presenta una serie de rasgos que indican su decadencia y futura desaparición. La situación es tan desesperada que se puede medir por el afán atormentador que existe hoy por lograr más que nunca la maximización de las ganancias, la obtención de sobreganancias: es una carrera loca que no puede continuar hasta el infinito. La economía en general se ha cartelizado, y la fusión entre el Estado y los monopolios es cada vez más creciente. Por otra parte, esa especie de salvación provisional del capitalismo que es la economía de armamentos y de guerra se está transformando en un boomerang que puede destruir el sistema. Como dice Mandel, el capitalismo en decadencia es incapaz de explotar de modo «normal» el conjunto de los enormes volúmenes de capitales que ha acumulado. Ahora bien, el capitalismo no puede existir sin una expansión constante de esa base. Tiene entonces que buscar lo que se llama «mercados de reemplazo» que puedan asegurar aquella expansión. «La economía de armamentos, la economía de guerra, representan los mercados de reemplazo esenciales que el sistema de producción capitalista ha encontrado en su época de decadencia»32. La crisis 32 E. Mandel, op. cit. Cap. XIV passim. Humanismo clásico, humanismo marxista / 219

económica que representó el Crack de 1929-32 sólo pudo superarse en la industria pesada con el rearme alemán, que significó el rearme internacional. En Norteamérica sólo el rearme acelerado después de 1940 permitió eliminar el estancamiento a nivel del subempleo de la industria pesada. De este modo los pedidos de guerra hechos durante la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos se elevaron a la astronómica cifra de 175.000 millones de dólares, es decir, 17 veces el presupuesto anual actual de Venezuela; de esa cantidad, un 67,2% fueron a parar a cien trusts monopolistas, casi todos de industria pesada. De igual forma durante la guerra de Corea, entre 1950 y 1953, las cien sociedades norteamericanas más fuertes recibieron el 64%. Ahora bien, esta economía de guerra no sirve sólo para buscar «mercados de reemplazo», sino para ampliar los mercados reales. Tanto el Estado como los monopolios con él fundidos se reparten el botín de los territorios ocupados y conquistados. Pero todo esto encierra una grave contradicción, pues la creación de un sector permanente y creciente de armamento en el interior de la economía capitalista genera otro fenómeno característico de la época de decadencia del capitalismo, a saber, la tendencia permanente a la inflación monetaria en medio de la cual estamos hoy sumergidos. Desde 1929 hasta ahora el capitalismo ha sufrido unas cinco crisis periódicas estructurales, aunque ninguna tan grave como la de 1929, que sólo pudo ser superada con el rearme mundial. ¿Qué de extraño tendría hoy, cuando se acentúa la escasez de productos energéticos y la inflación es galopante, que el capitalismo buscara su salvación con una nueva guerra imperialista? A todo esto se une la exacerbación potencial de la lucha de clases. Frente a este fenómeno, la burguesía capitalista sólo sabe oponer dos cosas: el Welfare State y el fascismo. El Estado de Bienestar no es sino una versión dulcificada del fascismo. La economía fascista contiene importantes elementos del Estado de Bienestar. «La economía del Welfare State se transforma tendencialmente en economía de rearme, introduciendo a veces una serie de fenómenos típicos de la economía fascista, incluso en los países capitalistas más ricos: restricciones del consumo civil y de la producción de bienes de consumo; ahorro forzoso; 220 / Ludovico Silva

financiamiento del rearme con los haberes de las cajas de seguridad social, etc.»33. Por otra parte se exacerba cada día más la Vieja contradicción del capitalismo: la coexistencia nada pacífica de la socialización de la producción y la apropiación privada. La socialización de la producción es la principal tendencia que augura un futuro socialista. Pero no es todavía socialismo porque no se puede ser «un poquito socialista» de la misma forma que una mujer no puede estar «un poquito embarazada». Hace falta que desaparezca la apropiación privada y estamos seguros que no desaparecerá sin antes dejar tras sí un océano de sangre. Finalmente, otro rasgo de la decadencia del capitalismo es su incapacidad creciente para ayudar desinteresadamente a la industrialización de los países subdesarrollados. Estos países, que constituyen una aberración histórica generada por el capitalismo y su mercado mundial, se convierten cada día más en la conciencia mala del capitalismo desarrollado. Nunca en la historia ha sido tan patente la diferencia entre países ricos y países pobres, al mismo tiempo que hay una enorme riqueza mundial. Esto implica una contradicción social de gran envergadura que constituye otro síntoma de descomposición. Las anteriores consideraciones, que distan de ser exhaustivas, bastan para negar la tesis de un capitalismo que no conoce la decadencia. Es cierto que la economía capitalista hasta ahora ha sabido crearse a sí misma nuevos mercados que la ayuden a superar sus crisis periódicas. Pero tendrá que llegar un momento en el que la crisis sea universal e insalvable. Es de desear que no se produzca entonces un holocausto bélico. El filósofo francés Jean François Revel escribió un famoso y tendencioso libro titulado Ni Marx ni Jesús donde asegura que «la revolución mundial ya ha empezado en los Estados Unidos». El libro es tendencioso y hasta reaccionario por cuanto condena al inmovilismo a los países subdesarrollados, a quienes no reconoce 33 Ibidem. Humanismo clásico, humanismo marxista / 221

papel alguno dentro de la revolución mundial. Sin embargo, tal vez acierta al decir que esa revolución ha comenzado en el país que, según Marx, representaba el capitalismo à l’etat pour. La predicción de Marx sigue vigente.

SOCIALISMO Y HUMANISMO Uno de los ingredientes fundamentales del modelo socialista es su contenido humanístico. Deliberadamente he dejado para el final este problema porque me parece que es la coronación de la idea socialista. El humanismo de la sociedad capitalista es artificial porque no alcanza a todos los individuos humanos, sino tan sólo a grupos privilegiados. El humanismo de las sociedades de transición hacia el socialismo es también inexistente porque parte del principio colectivista según el cual es preciso borrar del mapa humano las individualidades porque ese es un residuo «burgués». El hombre común y corriente de la sociedad capitalista vive en una atmósfera de constante deshumanización, en una alienación que, como decía Marx en 1844, separa el hombre de su propia actividad productiva y vuelve en contra suyo todos los objetos creados por él. Y el hombre de la sociedad de transición vive bajo el imperio de una ideología que tiende a despersonalizarlo, a volverlo gregario, como si se tratase de una hormiga. En ambos casos se hace patente la necesidad de elaborar una teoría marxista de la desalienación, implícita en el modelo socialista de Marx. Por supuesto, primero hay que elaborar una teoría marxista de la alienación en base a los textos de Marx y de la ciencia posterior a Marx34. Pero antes conviene ponernos en claro acerca de lo que se debe entender por humanismo. El humanismo es una idea de la 34 Es lo que he tratado de hacer en un vasto libro que aún no he terminado de escribir y que se titula La alienación como sistema, donde se estudia el problema de la alienación en toda la obra de Marx. Pues muchos marxistas europeos y americanos se equivocan radicalmente cuando afirman que la alienación sólo fue un tema de la juventud de Marx. Yo pruebo objetivamente que está en toda la obra de Marx. Adelantos de este libro han aparecido en mis libros Marx y la alienación (Monte Ávila, Caracas, 1974), Belleza y Revolución (Vadell, Caracas, 1979). 222 / Ludovico Silva

cultura europea —es decir, desde Homero hasta ahora—, y ha revestido diversas formas a lo largo de los siglos y las culturas. Ya en los poemas homéricos y hesiódicos había abundantes reflexiones sobre la naturaleza humana y, como dice Werner Jaeger, se había creado un ideal paidético, educador del ser humano. En líricos griegos como Píndaro o Teognis, que eran aristócratas, hay también el ideal de la aristeia, es decir, la condición del hombre física y espiritualmente superior, cosa que podía lograrse a través de una educación severa y estricta que comprendiese, además de la formación física, el estudio de lo que hoy llamamos «humanidades», es decir, el tesoro cultural de los antepasados. Entre los filósofos presocráticos hay también reflexiones sobre lo humano, en especial en relación con los dioses. Los dioses griegos eran como una forma de humanidad superior, y por eso eran antropomórficos. Jenófanes dice por eso que si los leones pudieran concebir dioses les darían forma de leones. Posteriormente, entre los sofistas también abundaron las consideraciones sobre la naturaleza humana. Bastaría recordar la célebre y misteriosa sentencia de Protágoras que cita Platón en el Teeteto (161 c): panton chrematon anthropon metron einai, «el hombre es la medida de todas las cosas». Esto significa desde el punto de vista ontológico que el hombre es el rey de la creación, por cuanto todas las cosas del mundo tienen su coronación en el hombre, que no sólo es un ser natural como los demás, sino que es el único capaz de crear cultura e historia. Y desde el punto de vista gnoseológico, significa que la matriz para conocer el mundo es la mente del hombre. La sentencia protagórica ha hecho correr mucha tinta erudita y tiene una serie de implicaciones que no podemos tratar aquí. En Platón y Aristóteles hay también una filosofía del hombre, que es lo que en griego se llama antropología. Platón en su República traza un cuadro inflexible de lo que debe ser la educación ciudadana. El tipo de hombre que él concebía era el hombre político, en el sentido de que cada individuo debía servir a la polis o ciudad-Estado. Se trataba de crear una figura humana que fuese armoniosa por dentro de sí misma y que por eso mismo estuviese al servicio de la comunidad. La filosofía de Platón en este sentido es muy hermosa, como lo era el humanismo de Humanismo clásico, humanismo marxista / 223

Pericles, pero peca de ser un tanto represiva, pues prácticamente pretende instalar un estado policial gobernado por los filósofos a fin de que todos los ciudadanos cumplan con su deber. Su colectivismo tenía alguna relación con el colectivismo espartano, que es lo que se ha llamado el «comunismo aristocrático», es decir, la democracia aplicada al reducido número de los mejores, los politai o ciudadanos. Pero aparte de esta concepción rígida que llevó a Platón a cosas tales como desterrar de su República a los poetas, por considerarlos, salvo excepciones, poco educativos o paidéticos, se hallan en Platón numerosas observaciones sobre la educación general del hombre que coinciden con el tipo de formación humanística moderna. Aristóteles también define al hombre por su condición política, y es célebre su definición de zoon politikon, que por cierto también adoptó Marx en sus Grundisse. El problema era que tras las teorías científicas de Aristóteles había una ideología, la correspondiente a su modo de producción esclavista. En su Política el estagirita llega al extremo de decir que hay hombres libres por naturaleza, physei, y hombres esclavos también por naturaleza. Esta distinción es política y no racial, como algunos han creído. Es política porque los esclavos eran todos los bárbaros, los barbaroi (llamados así por el ba-ba que oían los griegos en su lenguaje), los individuos capturados en la guerra. Posteriormente, los filósofos estoicos inventaron una teoría que hoy nos parece muy moderna, y que bautizaron con el nombre griego de filantropía, que no consistía, por supuesto, en esa hipócrita ayuda a los pobres de los actuales capitalistas, sino en un ensayo de comprensión del hombre y de amor hacia él. Entre los romanos, cuya cultura estaba profundamente helenizada, salvo en algunos casos como Cicerón y los grandes poetas del final de la República, el concepto de humanitas estaba ligado al estudio y emulación de los grandes modelos griegos. Allí se inaugura la concepción de las «humanidades» ligada al estudio de los autores antiguos, que reaparecerá en el Renacimiento. Y aún puede decirse que antes, porque dentro de la actitud de un San Agustín y sobre todo de un San Jerónimo se resucita el estudio de la Antigüedad grecorromana y se la integra 224 / Ludovico Silva

sincréticamente a la nueva doctrina cristiana. La ascesis interior de San Agustín tiene lugar al contacto con la Antigüedad, como lo dice él mismo en sus Confesiones. Y en cuanto a San Jerónimo, fue un verdadero precursor de los grandes estudios humanísticos del Renacimiento. San Jerónimo realizó en sí mismo el ideal cultural del humanismo, que era el estudiar a fondo y en sus propios idiomas toda la cultura antigua. Su conocimiento del latín lo llevó a traducir a este idioma la Biblia, en la traducción que se conoce como la Vulgata. Posteriormente, en el siglo XII los tratadistas coinciden en señalar un renacimiento del humanismo que se anticiparía al de los siglos XIV y XV. Los estudios humanísticos de hombres como Juan de Salisbury y Bernardo Silvestre de la Escuela de Chartres son notorios. Estos estudios se apagaron un tanto con el escolasticismo del siglo XIII, pero renacieron con fuerza inusitada en el siglo XIV italiano, especialmente en Florencia y en las universidades. En el fondo se trataba de una tradición que nunca llegó a morir del todo, y que persistía en los oídos populares a través de creaciones como los Carmina Burana. Pero en el siglo XIV, y muy especialmente en la Florencia de los Médicis, el culto por la Antigüedad revistió los caracteres de un movimiento cultural revolucionario en el que estaba comprometido todo el pueblo, incluso el menos cultivado, como lo señala Burckhardt en su célebre libro La cultura del Renacimiento en Italia. Spengler ha defendido la interesante tesis de que el espíritu gótico siguió viviendo en los renacentistas italianos a pesar de las nuevas actividades de modernidad. Esta tesis, atrevida como todas las de Spengler, tiene gran parte de verdad, pero hay que advertir que lo específico del Renacimiento es el surgimiento de una nueva sensibilidad y una nueva cosmovisión; literalmente, una nueva concepción del hombre, basada en la entronización de la Ciudad del Hombre allí donde en la Edad Media se había entronizado la Ciudad de Dios o Civitas Dei. El hombre culto, liberado ya del peso de la teología y de la subordinación de la filosofía a aquella, inventa un nuevo modo de filosofar completamente autónomo. Y sobre todo en el campo de las artes plásticas y la poesía, renacen los modelos estéticos antiguos y, con ellos, la concepción del Humanismo clásico, humanismo marxista / 225

hombre que llevan envueltos. Los hombres del siglo XIV llevaron las cosas hasta el extremo que quisieron imitar a los antiguos en cosas como el vestir y el comer. Y lograron, por supuesto, que fuera desenterrado de los conventos y las bibliotecas todo el tesoro cultural de la Antigüedad. El humanismo en su sentido italiano conoció su decadencia a comienzos del siglo XVI. Los humanistas mismos, que antes eran reputados y admirados poetas-filólogos, comenzaron a ser vistos como individuos sospechosos. El Renacimiento estaba en decadencia, pero había dejado una tradición que nunca ha llegado a perderse. Esta tradición, que se ha mantenido en las escuelas y universidades europeas —y que en cierta forma ha sido resucitada también en las universidades norteamericanas—, es la que le confiere un alto valor formativo y cultural al estudio de las lenguas antiguas. En el Gimnasio alemán, o en universidades como Oxford, en Inglaterra, se hace todavía un estudio sistemático y riguroso de la cultura antigua que comienza por el estudio de las lenguas antiguas. Los alemanes y los ingleses son los adelantados actuales de esa magnífica tradición, aunque no pueden despreciarse las contribuciones de los italianos, franceses y españoles. En Latinoamérica, desgraciadamente, esa tradición se ha perdido casi por completo. En el siglo pasado unos cuantos hombres, cuyo paradigma es el venezolano Andrés Bello, cultivaron el estudio de las humanidades de forma rigurosa; pero hoy en día se ha extinguido casi por completo el estudio del latín y del griego, con lo cual se nos amputa la posibilidad de adquirir una sólida formación humanística. Pero el humanismo, actualmente, no significa tan sólo el estudio de las lenguas y la cultura clásicas. Hay un nuevo sentido más categorial y sistemático del humanismo que aspira a una concepción del hombre liberado de la alienación a que está sometido. Inspirado en el viejo socialismo, Carlos Marx forjó una teoría de este nuevo humanismo. Esta teoría forma parte importante del modelo socialista. En toda la obra de Marx se halla presente este supuesto de una revolución que cambiará cualitativamente la situación del hombre alienado. Pero en los Manuscritos económicos-filosóficos de 1844 esboza una teoría más 226 / Ludovico Silva

específica. Nos habla allí Marx de tres fases del nuevo humanismo: el humanismo teórico, el práctico y el positivo. El humanismo teórico consiste en la superación de la fase teológica de la humanidad; el centro de gravitación del hombre no será ya Dios sino la propia naturaleza humana. Esta superación de la teología había sido iniciada por Ludwig Feuerbach en sus aforismos sobre la filosofía del futuro, y Marx se inspira en él, pero superándolo a su vez. Esta superación tiene lugar en lo que Marx denomina el humanismo práctico. Este humanismo se corresponde con lo que antes veíamos que debe ser el comunismo, a saber, el movimiento real, la lucha concreta y revolucionaria para cambiar las condiciones en que vive actualmente el hombre. Es el mismo humanismo que proclaman revolucionarios como Ernesto Che Guevara en su obra El socialismo y el hombre en Cuba, donde nos habla de la necesidad de crear un hombre nuevo que él llama «el hombre del siglo XXI». En cuanto al humanismo positivo, este sería propiamente el que correspondería a una sociedad socialista desarrollada, exenta de las diversas alienaciones que todavía presentan las sociedades de transición y, por supuesto, las capitalistas. Una de las características del humanismo positivo es el desarrollo pleno de los individuos y de su conciencia a través de la satisfacción de todas sus necesidades y más allá de la sujeción al salario y al dinero. Marx nunca pretendió que el socialismo fuese ese colectivismo en que han caído las sociedades socialistas actuales. Ese colectivismo, que aspira a una robotización de la vida humana y que castra la individualidad en nombre de la sociedad, no tiene nada que ver con el humanismo marxista. Una y otra vez nos habla Marx del «desarrollo universal» (allseitige Entwicklung) de los individuos como la única manera de superar la allseitige Entäusserung o «alienación universal». Esta alienación era definida por Marx como «el paso universal del valor de uso al valor de cambio». Esta proposición, que aparentemente es sólo económica, implica toda una teoría sobre la vida humana capitalista, basada en la conversión universal de todos los valores en valores de cambio. No sólo los valores de uso cotidianos se convierten en mercancías, sino también otros valores, como Humanismo clásico, humanismo marxista / 227

la conciencia y el honor, y la vida humana misma, son vistos a través de la relación mercantil. El mercado mismo, decía Marx, no existe para el hombre, sino que el hombre existe para el mercado. No se satisfacen las necesidades del hombre, sino las necesidades del mercado. Dentro de esta sociedad, por ejemplo, la mujer nunca podrá liberarse y dignificarse porque siempre será explotada como un objeto de consumo, como una mercancía más destinada a consumir mercancías y a hacer vender mercancías a través de la imagen de su cuerpo, independientemente de si la mujer está dotada de un espíritu. Y el hombre mismo, aun el más desalienado, tiene que vivir con y para el dinero. El desarrollo universal de los individuos, el nuevo humanismo, sólo podrá sobrevivir cuando en la sociedad se den las condiciones que antes enumeramos dentro de la teoría del socialismo. Por otra parte, y en lo que respecta al viejo humanismo, Marx lo incorpora a su práctica intelectual. En lugar de despreciar los viejos estudios de humanidades, Marx los emprende y llega a dominarlos por completo; su conocimiento de los autores antiguos en sus propias lenguas era grande y vasto. Llegó así Marx a construir una ciencia humanística y un humanismo científico que no conoce esa alienada división del trabajo que es característica de nuestros científicos modernos que desdeñan el humanismo y de nuestros humanistas modernos que desdeñan la ciencia.

CONCLUSIÓN Hemos llegado al final de este rápido viaje por la teoría del socialismo. Aspiro a haber dejado claramente establecidos algunos principios fundamentales que pueden servir como instrumentos de discusión entre los revolucionarios socialistas. La construcción de un modelo de socialismo nítido y realizable nos ayudará a no ver como utópicas e irrealizables nuestras esperanzas de una sociedad distinta, que supere la «prehistoria humana» de que hablaban Marx y Engels. La comprensión científica de la necesaria vinculación entre la teoría y la práctica es el instrumento metodológico para la elaboración de ese 228 / Ludovico Silva

modelo socialista. Sólo así comprenderemos las relaciones entre comunismo y socialismo; sólo así podremos forjar una teoría marxista sobre el paso del capitalismo al socialismo; sólo así podremos delinear los principios del modelo que nos guiará como estrategia; y sólo así comprenderemos el carácter del nuevo humanismo, el humanismo marxista. Mayo de 1979

Humanismo clásico, humanismo marxista / 229

IV SARTRE: MARXISMO Y HUMANISMO

EVOCACIÓN

Escribo con pesar este ensayo. La muerte de un hombre como Jean Paul Sartre es siempre como un relámpago que nos alumbra súbitamente el enorme agujero de la Nada. Por otra parte, como toda muerte, esta es una muerte absurda, por más natural y esperada que pudiera parecernos. La absurdidad de la muerte la experimentó Sartre y la experimentaremos todos nosotros. Hace veinte años, cuando Camus, en plena juventud intelectual, sufrió un accidente automovilístico que lo hundió repentinamente en la Nada35, Sartre escribió un estremecedor artículo en Le Nouvel Observateur donde además de hablar de ese absurdo que siempre había llenado la vida de Camus y que se completaba con su muerte súbita, recordaba cómo en diversas ocasiones polemizó con el autor de El Extranjero y recordó también que cada vez que él mismo publicaba algo su primer pensamiento era: «¿Qué dirá Camus, qué dirá Camus?». Eso mismo nos ocurría a todos los contemporáneos de Sartre y en particular a los que, de una u otra manera, fuimos formados dentro de su pensamiento o a partir de él. «¿Qué diría Sartre?», nos preguntábamos cada vez que ocurría algún hecho importante en la escena mundial. Y Sartre siempre nos respondía con un artículo, un libro, o una entrevista. No hubo ningún hecho importante de nuestra época que no mereciese un comentario analítico y apasionado de Sartre. A la manera de un Romain Rolland se había convertido en la conciencia de nuestra época, 35

Albert Camus murió el 4 de enero de 1960 [Nota del editor]. Humanismo clásico, humanismo marxista / 233

particularmente en los difíciles años de la posguerra, cuando se difundió ampliamente la filosofía existencialista que llegó a ser una filosofía de masas, un pensamiento que encontró su praxis, como diría el propio Sartre. Era un nuevo humanismo el que él proponía, como lo declaró expresamente en un libro de 1947. Era una nueva visión del marxismo que sacudió y sigue sacudiendo las adormecidas conciencias de tantos «marxistas» mampuestos y catequísticos. Era una profunda agresión a la burguesía, la cual nunca se lo perdonó. Conocí a Sartre personalmente, por unos cuantos minutos, en la primavera de 1965, con ocasión del Congreso Mundial de la Paz celebrado en Helsinki. En esa ocasión Sartre pronunció un vibrante discurso en apoyo del pueblo vietnamita y del pueblo dominicano, ambos invadidos por las fuerzas imperialistas. Su intervención fue estruendosamente aplaudida, en particular por la nutrida delegación vietnamita, compuesta por aquellos hombres de pequeña estatura física, pero llenos de la valentía y del coraje que, al fin, años después, les permitiría darles una paliza a los imperialistas y expulsarlos de su territorio. Después de la intervención de Sartre hubo un receso y todos aprovechamos para ir a tomar una cerveza fresca en los pasillos del Congreso. Yo me fui solo, mientras mis compañeros venezolanos dialogaban con la delegación soviética. De pronto divisé a Sartre de pie delante de una barra de cafetería tomándose una cerveza y acompañado por un viejo señor. Yo cargaba en las manos, muy orgulloso, mi primer libro, titulado Tenebra, y decidí regalárselo al filósofo. Me le acerqué, le hice saber que yo venía de Venezuela, el país de las guerrillas en cuyo nombre él había rechazado el año pasado el Premio Nobel. Me acogió muy amablemente y, mientras hojeaba mi libro, me presentó al señor que estaba con él. «Le presento a Ilya Ehremburg», me dijo. Yo me quedé pasmado e inmediatamente saqué otro ejemplar de mi libro y se lo dediqué al gran escritor ruso. Recuerdo que le puse una dedicatoria en francés acompañada de unos versos de Baudelaire. Ehremburg hablaba un francés perfecto, con un acento encantador. Estuve con ellos unos minutos, mientras duró la cerveza y luego, respetuosamente, me retiré. Sartre me dijo: «Escríbame a París 234 / Ludovico Silva

y envíeme sus libros». En efecto, lo hice, particularmente con mi primer libro filosófico, La plusvalía ideológica, donde hay un capítulo consagrado a Sartre y al problema de la ideología. Yo por entonces conocía tan sólo la obra literaria —teatro, novelas— de Sartre, y uno que otro ensayo que había leído en Les temps modernes, la heroica revista que él fundó con Merleau Ponty en los años cuarenta y donde apareció el primer marxismo heterodoxo de nuestro tiempo. En 1969, siendo estudiante de filosofía, un profesor me encomendó hacer un trabajo sobre el concepto sartreano de ideología, tal como aparece en Cuestiones de método y en otros escritos. Sólo entonces trabé conocimiento con la obra filosófica de Sartre, que me parece está perfectamente representada en su Crítica de la razón dialéctica. Para aclararme el concepto de Sartre tuve que acudir a Marx, que era la referencia fundamental de Sartre. Fue entonces cuando por primera vez en mi vida entré en contacto con la obra de Marx, que conocía sólo de oídas. Gran suerte la mía conocer a Marx incitado por Sartre. Ello me ayudó desde el primer momento a ver a Marx de un modo original, ausente por completo de las ideologías oficiales, de los manuales y catecismos. Incluso los errores que comete Sartre al hablar de Marx me motivaron. Vale pena equivocarse así, me dije, mientras leía ávidamente a Marx y a Engels. Aquellos meses fueron un océano de lectura, y al cabo, surgió el resultado: mi primer libro filosófico, La plusvalía ideológica, con el cual sigo estando de acuerdo, pese a sus imperfecciones. Así ocurrió mi conocimiento de Sartre y de Marx, que se profundizaría con el tiempo. Tanto de Sartre como de Marx puedo decir: no los «he leído», sino que «los sigo leyendo».

EL MARXISMO La relación de Sartre con el marxismo es una relación contradictoria, y en ocasiones una verdadera coincidentia oppositorum, para decirlo como Heráclito. Es, como diría Unamuno, una relación agónica, una lucha agonal. O más concretamente, es en el pleno sentido de la palabra una relación dialéctica en la que dos términos opuestos se niegan entre sí para luego afirmarse, superarse y conservarse. A Sartre se lo puede considerar como a uno Humanismo clásico, humanismo marxista / 235

de los más genuinos marxistas de nuestro tiempo —ya veremos por qué—; pero al mismo tiempo, hay que reconocer en él numerosas fallas de interpretación de Marx. Podemos legítimamente sospechar que Sartre nunca leyó a Marx sistemáticamente, y que sólo sus intuiciones fulgurantes lo llevaron a profundizar en el meollo de la teoría de Marx. Es evidente el descuido y la vaguedad en las citas y en ciertas interpretaciones. Como ejemplo de estas últimas podemos poner por caso el de la teoría de la ideología y el de la alienación. No es sino un ejemplo entre muchos, pero muy ilustrativo a mi juicio. En las Cuestiones de método, que preceden a la Crítica de la razón dialéctica, se encuentra una peculiar teoría de la ideología que está del todo reñida con la de Marx. Dice allí Sartre que el marxismo es «la filosofía insuperable de nuestra época», la gran filosofía de la cual todas las demás no son sino aditamentos. Entre estos aditamentos estaría el existencialismo. El marxismo no podrá ser superado —en el sentido hegeliano de la Aufhebund— «sino cuando haya sido superada la praxis que lo engendró». Hay en esto una gran verdad que ya había predicho Marx. El marxismo sólo podrá ser superado, no sólo como filosofía, sino como ciencia social, cuando la humanidad arribe a una etapa realmente socialista, de la cual, por desgracia, estamos todavía muy alejados. Sólo entonces el marxismo se reabsorberá en el pueblo, en la realización humanística del hombre al cual estaba destinado. Es lo mismo que el proletariado: sólo podrá desaparecer o realizarse cuando se suprima a sí mismo como necesidad social. Yo no sé si será correcto hablar del marxismo como de «la gran filosofía de nuestro tiempo». No sé si Marx estaría dispuesto a que se le llamase filósofo, y filosofía a su sistema de pensamiento. Tal vez sería más correcto decir que el marxismo es el gran pensamiento de nuestra época, un pensamiento que en su esencia es económico social, aunque haya en él aspectos filosóficos. En todo caso, Sartre tiene razón cuando insiste en la idea de que todos los sistemas de pensamiento de nuestra época tienen que tener en cuenta —quiéranlo o no— al marxismo, porque el marxismo ha dividido en dos al mundo. Es lo mismo que pasó con el cristianismo a partir del Concilio 236 / Ludovico Silva

de Nicea: en adelante o se era cristiano o no se era cristiano; no había alternativa. Hoy no queda más remedio que ser marxista o ser antimarxista. Pero Sartre desliza a continuación una idea singular. Siendo el marxismo la gran filosofía de nuestra época, a los «hombres de cultura» habrá que llamarlos ideólogos, y a los sistemas de pensamiento ideologías. En este sentido no vaciló en decir que el existencialismo era una ideología. Aquí hay un error de interpretación, o como dije antes, una deficiente lectura de los textos de Marx y Engels sobre la teoría de la ideología. Después de mucho estudiar el problema he llegado a la conclusión de que, para Marx y Engels, la ideología podía definirse como «un sistema de valores, creencias y representaciones que se produce en la estructura de todas las sociedades donde hay explotación y que tiene como designio la preservación y justificación ideales del sistema de desigualdad que tiene lugar en la estructura social». En este sentido, no hay ni puede haber una «ideología revolucionaria» pues todas las ideologías —tanto la capitalista como la «socialista» actual— tienen como función justificar un orden de expoliación humana, un mundo sin libertad, donde el hombre sigue sometido al salario y donde se sigue produciendo plusvalía, ya sea material o ideológica. Yo sé que esta idea es heterodoxa y que tiene muchos contradictores; pero corro el riesgo de equivocarme, que es un riesgo plenamente humano, como nos lo enseña el ejemplo del propio Sartre, quien supo asumir sus equivocaciones y contradicciones hasta el final. La idea de que todos los «hombres de cultura» —y por tanto el propio Sartre— no sean hoy más que ideólogos me parece enteramente falsa desde el punto de vista de la «gran filosofía» marxista. Igualmente me parece errada la caracterización del existencialismo como una ideología. En primer lugar, hombres de cultura como Sartre no podían ser ideólogos porque con sus escritos desenmascaraba a la burguesía y al sistema de explotación. Los escritos de Sartre contribuyen notablemente a la creación de una conciencia de clase entre los explotados, y para Marx la conciencia de clase era el opuesto dialéctico de la ideología. Por otra parte, el existencialismo, pese a sus numerosas variantes, no es una ideología, Humanismo clásico, humanismo marxista / 237

sino una filosofía anti ideológica. La palabra existencialismo ha significado muchas cosas y se le ha atribuido el existencialismo a las escuelas más dispares, como los antiguos jónicos y los agustinianos. Pero creo que todos estamos de acuerdo en que el existencialismo moderno es el que parte de Kierkegaard. Pues bien, Kierkegaard comenzó lanzando un grito de combate: «contra la filosofía especulativa, la filosofía existencial». El ataque, como en Marx y Feuerbach, se dirigía principalmente a Hegel. Como lo diría Marx, era una lucha contra la ideología. En los escritos juveniles de Marx —y en otros más tardíos, como los Grundisse— hay una terrible requisitoria contra la «filosofía» en la medida en que esta era una ideología, es decir, se desentendía de los problemas reales de este mundo. Al igual que Marx, Kierkegaard quiso llamar la atención sobre eso que Unamuno llamaba «el hombre de carne y hueso». En este sentido el existencialismo de Sartre es también una lucha antiideológica. Aunque en sus textos filosóficos —como El ser y la nada— Sartre haya incurrido en muchos ideologismos, su sistema principal, el existencialismo, especialmente en su vertiente de lucha política, era profundamente antiideológico. Era un humanismo combatiente. La sola proposición del «primado de la existencia sobre la esencia» es ya revolucionaria, porque hasta entonces todas las filosofías se habían recreado en una supuesta «esencia» o quidditas del hombre —el famoso der Mensch de que se burlaba Marx—. Entonces, una filosofía que hiciese hincapié en la existencia, en la vida corriente del hombre de carne y hueso que siente la náusea de la sociedad donde vive —es el mensaje de Sartre en su novela— no podía ser ideológica, sino todo lo contrario. Una filosofía que desde Les temps modernes azotaba fieramente a la burguesía; una filosofía que se expresaba como se expresa en las obras teatrales de Sartre —particularmente en Las moscas— no podía ser perdonada por los dueños del capital, pues les desenmascaraba su ideología. Una vez más nos encontramos con la dualidad del pensamiento sartreano. Así como en la Crítica de la razón dialéctica hay un intento fallido de fabricar una «dialéctica fundamental» —intento que, sin embargo, va acompañado de numerosos razonamientos dialécticos de gran fuerza y verdad, como los referentes a los me238 / Ludovico Silva

dios de comunicación—, de la misma forma nos encontramos con una teoría de la ideología que es falsa, pero que es verdadera a la hora de la praxis literaria. Sartre era un error con su verdad a cuestas.

LA ALIENACIÓN Cosa parecida ocurre con el concepto de alienación, que Sartre no supo leer detenidamente en las obras de Marx. Y no me refiero tan sólo al Marx juvenil —en el que casi todos los autores se quedan— sino al Marx de las grandes obras económicas de la madurez. En la Crítica de la razón dialéctica Sartre escribe esta frase: «Es en la relación concreta y sintética del agente con el otro por la mediación de la cosa, y con la cosa por la mediación del otro, donde debemos encontrar los fundamentos de toda alienación posible». Formulaciones como esta se encuentran a menudo en las páginas de su magna obra filosófica; porque en definitiva, para Sartre se trata de encontrar los fundamentos de toda praxis posible: Pero Sartre linda aquí con el peligroso terreno de la metafísica. Ya no se trata del existencialismo de los años cuarenta, sino de la fundamentación apodíctica de la praxis humana, de toda praxis; se trata de encontrar la «dialéctica fundamental». Pero Sartre cae en un error. Su concepto de alienación es puramente antropológico y nos retrotrae a Hegel, o en todo caso, a las partes menos valiosas del primer Marx. Lo que ha debido ser una definición de la alienación en relación a la existencia lo es ahora en relación con una presunta esencia. Ello es en cierta forma una traición al propio pensamiento de Sartre. Si Sartre hubiera leído bien a Marx en este sentido se habría dado cuenta de que la alienación ha sido hasta ahora una condición histórica del hombre, que no pertenece a su esencia ni a su relación con «el otro» de una manera esencial. De otro modo no se concebiría que la alienación fuese un fenómeno históricamente superable; si perteneciese a la esencia de la praxis humana, no tendría sentido ningún movimiento revolucionario ni podríamos hablar, como hablaba Marx, de una sociedad futura en la que haya desaparecido la «alienación universal» (allseitige Entäusserung). No es que la alienación, como la ideología, Humanismo clásico, humanismo marxista / 239

vaya un día a desaparecer por completo, porque el hombre es perfectible, pero nunca será perfecto; pero sí es dable concebir una sociedad en la que ideología y alienación no sean relaciones humanas dominantes. Claro que a Sartre no se le escapa este aspecto, pero pretende solucionarlo en su obra con otros conceptos, como el de serialidad, reciprocidad, clase y grupo, que al fin y al cabo dejan las cosas como estaban al principio. No obstante, se da aquí el mismo fenómeno de que hablábamos antes: la dualidad sartreana. Al lado de ese concepto antropológico y esencialista de la alienación, Sartre nos plantea magníficamente, a través de sugerencias políticas e históricas, la posibilidad de la desalienación. Una vez más, su marxismo se nos deja ver como un pensamiento interiorizado, hecho carne en él, aunque no participe del mismo en ciertas concepciones. Y es la única manera válida que yo conozco de ser marxista: no apoyando los dogmas, sino tratando de imponer nuevas visiones, inspiradas en Marx ciertamente, pero con el ánimo de transformar a Marx. Por eso yo considero a Sartre uno de los más auténticos intelectuales marxistas del siglo XX. La única manera válida de acercarse a Marx creadoramente es asumiéndolo con su propia arma: la heterodoxia. Sartre realizó un gigantesco esfuerzo por fundamentar el marxismo de una manera distinta a la habitual. Frente a la suya, nos parecen pálidas las fundamentaciones de un Lukács, un Korsch, un Althusser, un Gramsci.

HUMANISMO Recientemente, en un áspero y amargado artículo, un destacado filósofo venezolano dijo que proclamar ahora a Sartre como un «humanista» era un insulto a Sartre. Este es un exabrupto que carece de todo sentido serio. Sería lo mismo que decir que Marx no era un humanista. Claro que era un humanista, pero en un sentido distinto del tradicional, en un nuevo sentido que funda precisamente el marxismo y del cual participó toda su vida Sartre. Rodolfo Mondolfo en su obra sobre el humanismo de Marx ha advertido sagazmente —y lo mismo ha hecho también Erich 240 / Ludovico Silva

Fromm— que la doctrina de Marx más que un «materialismo» es un humanismo, un reale humanismus o humanismo realista, como decía tempranamente el propio Marx. Si la doctrina de Marx asumió el carácter de materialismo fue exclusivamente por dos razones complementarias. En primer lugar, porque nace como un combate contra el idealismo especulativo de Hegel «y consortes». En segundo lugar, porque el círculo de Bruno Bauer y los llamados «Libres» de Berlín proponían una teoría de las élites en contra de la masa. Como escribe Mondolfo: «Marx y Engels quieren reivindicar, precisamente, la importancia de la masa, que para Bauer y sus compañeros era tan sólo materia de la acción de las élites; también por esta razón hablan de materialismo». Llamar humanista a Sartre sería un insulto si nos atuviésemos tan sólo a la noción tradicional del «humanista clásico». Frente a la concepción histórica del humanismo hay una sistemática que postula un humanismo «teórico, práctico y positivo», como dice García Bacca en un ensayo. No se trata del humanismo de los sofistas griegos, ni de la philanthropía de los estoicos, ni de la humanitas de Cicerón, ni de la anthropotés de la patrística, ni del humanismo de San Jerónimo, el creador de la Vulgata; tampoco se trata del humanismo prerrenacentista de la Escuela de Chartres en el siglo XII, con Juan de Salisbury o Bernardo Silvestre, ni del humanismo propiamente renacentista, que tuvo lugar a partir del siglo XIV en Florencia, y que consistió fundamentalmente en la resurrección de los autores antiguos; tampoco se trata del humanismo erasmista. Y muchos menos se trata de ese humanismo clasicista que se difundió por siglos y aún pervive en liceos, gimnasios y universidades europeas. Todos estos humanismos eran dominados por Marx, un experto en «humanidades» o en litterae humaniores, como se dice en Oxford todavía hoy. Igualmente Sartre recibió su bautismo como humanista clásico en la Escuela Normal Superior, de la cual salió con su título de «agregado». De lo que se trata es de otro humanismo, lo que he llamado el concepto sistemático de humanismo. Es el humanismo combatiente que lucha por los oprimidos y les brinda instrumentos teóricos y prácticos para liberarse de sus cadenas. Es el humanismo que aspira a la solución de la contradicción entre Humanismo clásico, humanismo marxista / 241

esencia y existencia. Es el humanismo que denuncia la alienación, la escasez —punto de partida de la ontología sartreana— que, en definitiva, caracteriza a la alienación capitalista como «el paso universal del valor de uso al valor de cambio», como la define Marx en El Capital. Por lo demás, quienes hablan en contra del humanismo de Sartre se olvidan de dos cosas. En primer lugar, en sus últimas declaraciones Sartre se proclamó abiertamente humanista y hombre «con esperanza». En segundo lugar, se olvidan de que en pleno fragor de la lucha existencialista en 1947, Sartre publicó un ensayo significativamente titulado El existencialismo es un humanismo donde da sus buenas razones para considerar a la filosofía de la existencia como una filosofía humanista. Y en definitiva, ¿qué hizo Sartre toda su vida sino luchar por los oprimidos, por los movimientos de liberación, y condenar cosas como las intervenciones soviéticas en Hungría, Checoslovaquia y últimamente Afganistán? Otro filósofo venezolano ha dicho recientemente que a Sartre «le fueron extrañas las últimas novedades teóricas». Otro grave error proveniente de la falta de información. En lo político se mantuvo al día, y hasta en sus últimos momentos comentaba, amargado, la intervención soviética. Y en lo teórico, las últimas novedades, como los «nuevos filósofos», no le eran extrañas. Basta leer sus respuestas a la entrevista que le hicieran sobre esos nuevos filósofos, a quienes Sartre califica de «chusma antimarxista» o «aborto de la revolución de Mayo del 68».

LA MUERTE SIN DIOS En una carta de hace años el poeta Cardenal me decía: «Para mí, Dios significa concretamente luchar por los oprimidos». Y en la misma carta me decía: «Yo ahora soy marxista». Sartre participó siempre de lo que se ha llamado «existencialismo ateo». Pero cabe pensar que no hay hombre sin Dios. El Dios de Sartre era la humanidad concreta y sufriente. Y aunque su muerte fue la de un ateo que no quería ninguna clase de ritos y honores, podemos decir que murió con esperanza. Su amargor y la náusea de los primeros tiempos habían desaparecido; ya no existía el Sartre 242 / Ludovico Silva

«viscoso». Le habían llegado la serenidad y la sabiduría. Camus, su admirado Camus, había escrito que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Más aún, la muerte misma, cualquier muerte, no sólo es algo absurdo, sino que es el principal problema filosófico. Ojalá que Simone de Beauvoir, la incomparable compañera —la del «matrimonio morganático» que duró cerca de cincuenta años— nos contara en un libro los últimos pensamientos de Sartre. Porque era evidente que pensaba en la muerte, que ya él había anunciado claramente. Como lo dijo Oswaldo Barreto, uno siente que se le ha ido un compañero de combate. Sartre nos deja solos, enfrentados a una sociedad que sigue siendo tan nauseabunda y corrompida como en los años treinta cuando Sartre escribió La náusea. Nos deja solos, pero a solas con su obra, que es la obra del más genuino intelectual revolucionario de nuestro tiempo.

Humanismo clásico, humanismo marxista / 243

V PSIQUIATRÍA, HUMANISMO Y REVOLUCIÓN

Hace algún tiempo, en El Nacional de Caracas publiqué un artículo titulado «Transculturación e ideología» en el que respetuosamente hacía algunas observaciones teóricas a mis buenos amigos, los doctores psiquiatras Fernando Valarino y Alejandro García Maldonado, a propósito de una interesantísima ponencia de ellos sobre el tema de «La transculturación en los países subdesarrollados». La médula de mis observaciones críticas consistió en hacerles ver a estos científicos psiquiatras que en su exposición habían dejado de lado, aunque no totalmente, el problema de la ideología. En efecto, a mi juicio no se puede hacer un análisis a nivel psiquiátrico o a nivel de antropología médica sin tener en cuenta el poderosísimo factor de la ideología dominante, que en este caso es la ideología capitalista reflejada y transformada en los países subdesarrollados. Quiso la casualidad que en estos días me encontrara yo como paciente en el Hospital Clínico Universitario. El doctor García Maldonado aprovechó la ocasión para invitarme a dictar una charla —o mejor, una conversación— a un grupo de unos veinte psiquiatras que se reúnen periódicamente en la sección de Antropología Médica para discutir los asuntos de su profesión. Y en efecto, se dio la divertida situación de que yo, vestido con mis piyamas de enfermo, tuve que improvisar una conferencia a los doctores vestidos con sus batas blancas. El ambiente fue de suma cordialidad. Ellos querían que yo les hablase acerca del concepto de ideología, porque no había quedado demasiado claro en mi Humanismo clásico, humanismo marxista / 247

artículo en qué sentido empleaba yo el término «ideología», que es confuso y multívoco como pocos. Yo les expliqué mi versión marxista del concepto —que es muy particular y heterodoxa, como lo saben bien los lectores de mis libros— y ellos quedaron satisfechos. Sin embargo, se me quedaron en esa caja de oro del cerebro numerosas cuestiones que ahora quiero explicar con algún detalle para el gran público, pero en especial para psiquiatras, filósofos y científicos sociales. *** Si existe una teoría de la ideología, ello se debe a Marx y Engels. El concepto se manejaba desde finales del siglo XVIII, pero nunca, salvo en el caso genial de una frase de Napoleón ante el Consejo de Estado en 1812, tuvo una acepción digna de constituir una teoría en sentido estricto. Para los «ideólogos» franceses, con Destutt de Tracy a la cabeza, el término que inventaron, «ideología», no significaba otra cosa que una vaga «ciencia de las ideas», que era una especie de psicología naturalista con la pretensión de estudiar las ideas en el cerebro del mismo modo que el botánico estudia las particularidades de una planta. Napoleón, enemigo político de estos ideólogos, le dio un vuelco al concepto, y por primera vez identifica la «ideología» con la falta de sentido histórico. De concepto vagamente psicológico, pasó la ideología, con el golpe de sable del emperador, a significar falsa conciencia, para decirlo con el término hegeliano que emplearían Marx y Engels más tarde. Hacia 1845-46, Marx y Engels escribieron La ideología alemana, en cuya primera parte —que desgraciadamente permaneció inédita hasta 1932— hay los lineamientos de una teoría de la ideología, ligada ya, no a la psicología, sino a la filosofía y a la nueva ciencia social que estaba naciendo en ese escrito: lo que luego se llamó materialismo histórico, es decir, el marxismo. Esta teoría no fue nunca abandonada por Marx y Engels, y de diversas maneras la aplicaron, como es el caso de El Capital de Marx, cosa que por cierto ha sido muy poco estudiada. En la editorial del Ateneo de Caracas apareció una vasta antología elaborada por mí titulada Teoría de la ideología donde se demuestra con los textos en la mano que esta teoría fue asunto de 248 / Ludovico Silva

toda la vida de Marx y Engels. Este último se ocupó de ella hasta sus postreros días en unas cartas memorables. Marx y Engels elaboraron una teoría que, según mi interpretación —los textos dirán si tengo o no razón— cataloga a la ideología como el pensamiento típicamente conservador y antirrevolucionario, de manera que hablar de una presunta «ideología revolucionaria» es un contrasentido. En el siglo XX, acaso por desconocer La ideología alemana, Lenin y otros difundieron la idea de que, así como había una ideología burguesa, reaccionaria, también había una ideología revolucionaria, representada por la conciencia proletaria. Esta posición de Lenin se difundió ampliamente, y es la que aún hoy priva entre círculos marxistas y no marxistas. Contra ella me he estrellado yo siempre que en mis conferencias y libros he intentado convencer al público de cuál era el verdadero pensamiento de Marx. En nuestro siglo muchos autores ilustres se han ocupado de la ideología, desde Karl Mannheim hasta Sartre, pasando por Lukács, Korsch, Barth y otros. Según mi paladar tan sólo algunos filósofos de la escuela de Francfort —particularmente Marcuse y Horkheimer— han logrado captar el verdadero pensamiento de Marx cerca de la ideología. En 1970 en mi libro La plusvalía Ideológica me atreví a perfilar ese concepto heterodoxo de ideología. Dos años más tarde, en 1972, apareció el libro Marcuse Contrarrevolución y revuelta y su Ensayo sobre la liberación, donde se hacían planteamientos semejantes a los míos. Digo esto para salirle al paso a ciertos críticos que me han acusado de copiar las ideas de Marcuse, cuando en realidad, dicho sea con toda la pedantería del caso, yo expuse esas ideas antes que Marcuse. La idea, por ejemplo, de que el lugar individual de la ideología es el pre-consciente psíquico y de que su lugar social son los medios de comunicación, que Marcuse expone en 1972, la había yo expuesto dos años antes. Pero lo que interesa destacar en este caso es un hecho: que todas las teorías contemporáneas de la ideología parten de Marx, ya sea para confirmarlo, ya para refutarlo o distorsionarlo. Conviene, pues, perfilar, aunque sea a grandes rasgos —y sin temor a repetir con algunas variantes lo que otras veces he escrito— el carácter de esa teoría de la ideología. Humanismo clásico, humanismo marxista / 249

*** Según Marx la sociedad en su conjunto se puede visualizar científicamente como una estructura, una totalidad orgánica. Aguzando más la mirada, se pueden distinguir, analíticamente, dos niveles: el de la estructura material propiamente dicha y el de la superestructura. La estructura está compuesta por el aparato material productivo, la infraestructura tecnológica, las relaciones de trabajo, la maquinaria, etc. ¿Y la superestructura? Aquí está nuestro problema. Según los manuales de marxismo, en especial los soviéticos, la superestructura es algo que está «montado» «por encima» de la estructura; es otro «nivel» o «estrato». Su composición sería la de toda la espiritualidad de la sociedad, y en la superestructura estarían incluidos por igual la ciencia y la religión, la moral y el arte, la filosofía y la política, etc. Es cierto que hay algunos textos de Marx y Engels donde este asunto queda ambiguo. Pero en la antología antes mencionada esos textos suman tan sólo un 10%, mientras el restante 90% de los textos alude a otra concepción mucho más estricta y rigurosa, que es la verdadera teoría marxista de la ideología. Según esta teoría, en primer lugar, la llamada «superestructura» no es más que una metáfora inventada por Marx. Ni siquiera emplea el vocablo Superestruktur, sino el de Ueberbau, que significa algo así como «edificio» o «partes altas de un edificio», los andamios incluidos. Los cimientos o fundaciones de ese edificio constituyen la estructura de la sociedad. Pero los manuales, y no sólo los manuales, han interpretado esta metáfora como si fuese una explicación científica, según traté de demostrar en mi libro El estilo literario de Marx. El verdadero pensamiento de Marx no concibe a la superestructura como un nivel situado por encima de la estructura, sino por el contrario, como una continuación interior de la estructura. Como ha dicho agudamente Marcuse, «la ideología está dentro del proceso mismo de producción». Así, la ideología jurídica —con sus justificaciones casuísticas de la propiedad privada, con sus contratos entre obreros y capitalistas según los cuales el trabajo es «legítimamente» pagado por el salario— está dentro del aparato de producción, en el interior mismo de la fábrica, en eso que Marx llamaba «el taller oculto 250 / Ludovico Silva

de la producción». La ideología jurídica justifica así, ideológicamente, las «ganancias» del capitalista y oculta la relación secreta y real que es la extracción de plusvalía, de trabajo no pagado. También la ideología religiosa opera en el interior de los conflictos sociales para convencer a los miserables de este mundo, a los marginados de la sociedad, de que la verdadera riqueza «no es de este mundo», con lo cual se le da carta de santidad a la pobreza y a la explotación. La ideología actúa, pues, en el interior del aparato productivo, y también en nuestro interior, en nuestra psique. Pero acerca de esto último hablaré más adelante. ¿Cuál es la composición real de la superestructura? ¿Cuáles son los elementos de ese «edificio», esa apariencia social que se levanta sobre la estructura socioeconómica? La leyenda de los manuales, que desgraciadamente adoptan casi todos los marxistas del mundo, es la de que la mal llamada «superestructura ideológica» incluye todas las manifestaciones espirituales de la sociedad: sería algo así como la «conciencia social». Pero esto es enteramente falso. La superestructura tiene dos grandes regiones específicas. Una región que constituye propiamente la ideología dominante de la sociedad y otra región que constituye la cultura de esa sociedad. Ideología y cultura se contraponen frontalmente. La ideología es un sistema de valores, creencias y representaciones fetichizadas cuya misión es preservar, ocultar y justificar idealmente —en las cabezas mismas de los hombres— un orden social de explotación y desigualdad que tiene lugar en la estructura material de la sociedad. Todas las sociedades que la historia conoce se han basado en la explotación del hombre por el hombre, y por tanto han segregado su propia ideología justificadora, su falsa conciencia. En las sociedades primitivas, la ideología religiosa se encarga de justificar con argumentos mágicos la división del trabajo entre los «sacerdotes» —a quienes Marx llamaba «los primeros ideólogos»— y los encargados de la dura faena de procurar la producción material. En la Grecia clásica Aristóteles se encarga, en su Política, de justificar ideológicamente la esclavitud. El esclavo lo es «por naturaleza», o physei, como dice Aristóteles. Los ciudadanos son la cabeza de la sociedad y los esclavos son sus brazos, su aparato productivo. Y así podríamos recorrer Humanismo clásico, humanismo marxista / 251

toda la historia universal, que es la historia de la explotación y de sus justificaciones ideológicas. Cabe preguntarse si en una futura sociedad socialista, una sociedad mundial que verdaderamente haga realidad la utopía concreta de Marx, una sociedad realmente sin clases y sin alienación, subsistirá la ideología. O si subsistirá la alienación en general, pues la ideología no es sino un subconjunto de la alienación. Althusser, en su Pour Marx, responde tajantemente: en la sociedad sin clases y sin explotación tendrá que haber ideología. Pero esta afirmación proviene de la gigantesca confusión que padece Althusser —y de la cual son esclavos sumisos todos nuestros althusserianos académicos— sobre el concepto marxista de ideología. Según el pensamiento de Marx, extraído de sus escritos y no de interpretaciones, la verdad es que en una futura sociedad sin clases, una sociedad plenamente socialista y mundial, la ideología no va a desaparecer totalmente, pero sí dejará de ser el elemento dominante de la superestructura social. El ser humano, como la sociedad misma, no puede nunca ser perfecto; la perfección es intolerable. Pero la sociedad humana tiene el derecho y el deber —es el gran mensaje de Marx— de aspirar a un orden donde el elemento dominante no sea la explotación del hombre por el hombre. El gran sueño socialista, que es el más hermoso de la historia después de la revolución de Cristo, tiene derecho a aspirar a un orden social en el que la alienación, y por tanto la ideología, no sean los factores dominantes de la sociedad sino restos de un pasado, efectos de la natural imperfección de los hombres. Para llegar a ese magnífico estadio en el que la doctrina de Marx desaparecerá, se fundirá —como él quería— con el pueblo, con la humanidad, o, como diría Sartre, devendra monde, se necesita pasar por muchos años, siglos tal vez, de dura y sangrienta transición hacia el socialismo. Yo soy el primer crítico de las imperfecciones de los socialismos actuales, y hechos como el de Afganistán o Checoeslovaquia me parecen profundamente anti socialistas; pero soy también un escritor, un pensador que trata de ver por encima de las apariencias de la historia. Si el socialismo actual es imperfecto y a menudo se confunde con el capitalismo imperialista; si el socialismo sigue manteniendo la alienación humana, ello no se debe a una imperfección íntima de la utopía con252 / Ludovico Silva

creta socialista, ello no se debe a un fracaso de las predicciones de Marx, sino que el proceso, el paso de un modo de producción a otro, no es algo que se logra en unas pocas décadas, ni en un siglo. Pasar como pretendía Marx de la «prehistoria» humana a su verdadera «historia» no es cosa de tres o cuatro revoluciones; es un largo proceso, sangriento a veces, cuyo escenario es el mundo entero, pues el socialismo no podrá ser verdadero socialismo sino cuando sea mundial. La sociedad capitalista, que es la que domina, es la encargada de poner las bases materiales y espirituales para el advenimiento del socialismo. La predicción de Marx, mirada con altura histórica, sigue en pie. Hay que saber mirar estas cosas con mirada de largo alcance histórico, para no caer en las tentaciones de la pequeña política, las guerras frías, las esferas de influencia, las invasiones injustificadas, las pseudorrevoluciones, etc. El socialismo es el futuro de la humanidad, e inevitablemente tendremos que llegar a una sociedad que no esté fundamentada en los valores de cambio, sino en los valores de uso. Ha habido antes del capitalismo sociedades basadas en los valores de uso; pero esa dignidad alcanzaba, como en Grecia, tan sólo a una parte de la población, los politai, los ciudadanos. Sin embargo, en la esfera de la cultura, que como dije antes es la opuesta a la ideología, ya esas sociedades basadas en el valor de uso nos enseñaron cómo el artista estaba identificado con los valores de la sociedad; el poeta o el arquitecto griegos estaban íntimamente ligados a los valores de la polis o Ciudad-Estado; no estaban alienados. En cambio, en la sociedad capitalista, por primera vez en la historia, el artista y el poeta se enfrentan hostilmente a los valores de su sociedad. La historia de la poesía moderna es la historia de una serie de amargados, seres extrañados en total incompatibilidad con su sociedad. Balzac contra sus acreedores, describiendo en sus novelas la podredumbre del dinero; Baudelaire contra la burguesía parisina; Rimbaud contra el cristianismo y los rentistas; Eliot contra la aridez de la sociedad; Villon contra la courtoisie; Quevedo contra los reyes y «don dinero»; Jorge Guillén contra la «economía-producto»; Antonio Machado y Miguel Hernández contra la prostitución del alma española; los ejemplos serían infinitos. Samir Amin, el economista africano, nos da una genial y Humanismo clásico, humanismo marxista / 253

profundamente marxista definición de la cultura: «La cultura es el modo de organización de la utilización de los valores de uso». Por eso no se puede hablar propiamente de cultura de la sociedad capitalista, sino de contracultura, porque «el capitalismo es esencialmente hostil a todo arte», como decía Marx, y porque el arte moderno es una requisitoria despiadada y amarga contra la sociedad capitalista. Naturalmente que puede haber —y los hay a montones— artistas y científicos ideologizados que ponen su arte y su ciencia al servicio del capital; pero esos no son verdaderamente entes culturales, entes con la misión de poner al descubierto las relaciones ocultas de la sociedad. El único artista o científico verdadero de esta época es el que asume su labor como una contracultura. *** Todo esto lo escribo pensando en mis amigos psiquiatras. También es cierto que pienso en mis colegas filósofos y en los científicos sociales. Yo pienso que la manera de asumir estas profesiones —así como cualquier otra profesión universitaria— debe entre nosotros cambiar de modo radical. El estudiante de filosofía por lo general no hace más que recibir a título de información erudita un vasto cuerpo muerto, fosilizado. No se discuten las ideas de los griegos en relación con su tormentosa época. No se discuten las grandes reformas religiosas que dieron lugar al espíritu moderno, y mucho menos se las pone en relación con el surgimiento del capitalismo. Como decía Marx, los profesores no saben entroncar el pensamiento alemán con la realidad alemana. Y a Marx, al pobre Marx, se lo ha convertido en un pequeño fósil académico, apto para hacer cabriolas especulativas sobre cosas como el «ser genérico» —expresión que Marx rechazó violentamente a un año después de haberla escrito— y sobre un concepto de «alienación» desligado por completo de los grandes estudios económicos de Marx. Como diría Nietzsche cuando filosofaba con el martillo, estos profesores, que tan sólo viven para su sueldo, su prestigio, su propiedad privada y su automóvil, convierten a los filósofos del pasado en momias; son seres de mentalidad egipciaca. Todos ellos son, sabiéndolo o no, fieles servidores del 254 / Ludovico Silva

capital, productores de plusvalía ideológica, y Marx los echaría a patadas de su casa, como ya supo hacerlo en 1870 con los «marxistas» franceses, de quienes dijo la célebre frase: «Lo único que yo sé es que no soy marxista». En cuanto a los científicos sociales, viven en una perpetua confusión que trasmiten a sus alumnos. Les endilgan una mezcla indigesta de marxismo manualesco y de estructural-funcionalismo, que es la antítesis del marxismo. Afortunadamente en este campo hay algunos espíritus claros, y en ellos hay que poner toda nuestra esperanza. Puede decirse que en estos momentos hay una pléyade de científicos sociales, casi todos marxistas, en Latinoamérica, que representan hoy por hoy la más clara alternativa para la construcción de un marxismo nuevo, creador. Pero yo quería hablar de los médicos, y en particular de los médicos psiquiatras. En mis diversas hospitalizaciones —que le agradezco a los dioses de todo corazón y como poeta— he hablado con una gran cantidad de jóvenes médicos. Y he podido comprobar cómo viven inmersos dentro de una angustia. Su profesión médica, ejercida como un simple atender enfermos, los mantiene insatisfechos, paralizados en lo íntimo de su ser, alienados. Ellos quieren ser humanistas, quieren estudiar filosofía y ciencias sociales. De otro modo no serán capaces jamás de entrar en verdadero y real contacto con la problemática del enfermo. La mitad de las enfermedades de este mundo son psicosomáticas, y si no se indaga en el alma del paciente y en su situación dentro del conflicto social en que vivimos, tan sólo podrán suministrársele paliativos, extraerle una hernia y cosas por el estilo. Los médicos tradicionales, salvo algunas excepciones, tratan de infundir en sus discípulos esa crapulosa ideología según la cual el enfermo no es sino un saco de carne y huesos que se debe observar y tratar como si se tratara de un perro. Tengo la experiencia de dos o tres médicos maduros que se han limitado a palparme negligentemente el hígado y que después emiten un soñoliento «¡Bah!», «Que le den de alta y que tome vitamina B», sin preocuparse en lo más mínimo de lo que ocurre en el interior de mi tormentoso psiquismo. Humanismo clásico, humanismo marxista / 255

Por eso me atrajo tanto la idea de conversar con un grupo de psiquiatras jóvenes, ansiosos de enterarse de los problemas que la filosofía y las ciencias sociales les presentan. Un psiquiatra que no maneja la teoría de la ideología y la alienación que antes esbocé, no puede ejercer su profesión con toda eficacia científica. Pero hay algo que quiero subrayar enérgicamente. No se trata de un asunto de política, sino de un asunto estrictamente psiquiátrico. Yo no estoy diciendo que los psiquiatras deban ser marxistas o cristianos para poder ejercer con eficacia su profesión. Lo que sí les pido es que dentro de sus parámetros de análisis tengan en primer lugar el problema de la ideología de los pacientes. No la ideología política que ellos exhiban en su conciencia, que casi siempre no es más que un mampuesto semi-teórico que les sirve de bastón, sino la ideología que el sistema capitalista ha depositado en sus entrañas, más allá de la conciencia. El célebre psiquiatra Lacan ha escrito que «el inconsciente está estructurado como un lenguaje». Esto no es más que una refundición de lo que decía Freud en su libro El Yo y el Ello, donde decía que tanto el Preconsciente como el Inconsciente estaban compuestos de «restos mnémicos», articulaciones lingüísticas, impresiones visuales y auditivas. Freud se adelantó a su tiempo cuando indicó que el Preconsciente humano es el más vulnerable a los medios de comunicación. Contra lo que se cree, a Freud no sólo le interesaba el Inconsciente como receptoría de las represiones infantiles de carácter sexual. También le interesaba el Preconsciente, zona en la que las representaciones no son conscientes, pero que pueden llegar a serlo mediante la voluntad, a diferencia de lo que ocurre en el Inconsciente, donde las representaciones primitivas sólo pueden aflorar a la conciencia mediante el análisis, el psicoanálisis. Freud no se ocupó del problema de la ideología —no conocía los textos de Marx—, pero sí hubo otros, como Jung o el genial e incomprendido Wilhelm Reich, que se ocuparon de analizar con el método freudiano lo que ocurre en la «conciencia social». Así, Reich, que era marxista y freudiano al mismo tiempo —cosa que nunca le perdonaron— supo entender que el opuesto dialéctico de la ideología es la conciencia de clase. 256 / Ludovico Silva

Cuando la clase oprimida adquiere conciencia de clase se torna revolucionaria y deja de estar sujeta a la ideología dominante. Cuando uno observa una sociedad como la venezolana se da cuenta de que lamentablemente en la clase obrera no existe casi el menor asomo de conciencia de clase, sino por el contrario un deseo cada vez mayor de parecerse a las clases superiores. Viven dominadas por el capital, agradecen su salario como si en esto no viniese envuelta una explotación; viven dominados por la ideología que les trasmiten los medios de comunicación, según la cual hay que beber el whisky de la marca Tal porque ese es el de «los que quieren y pueden», o hay que fumar tal cigarrillo porque fumarlo implica ser «clase aparte». Y lo que ocurre con los obreros más o menos calificados, ocurre de modo más dramático entre los marginados, quienes por definición están fuera del aparato productivo. Están fuera de ese aparato, pero están inmersos en la ideología del sistema, porque todos, invariablemente, ven televisión y oyen la radio. La situación mental del marginado es de alta potencialidad explosiva, porque ellos viven dentro de una contradicción cuyos dos polos son, por una parte, las inmensas expectativas que les crean los medios de comunicación, y por la otra, al apagar el aparato de radio o TV, la miseria real y cotidiana en que se encuentran: su miseria, su noche mental, su alcoholismo, su delincuencia que comienza por ser inocente hurto y termina en el homicidio: todo para ir a unas cárceles inhumanas donde no se les rehabilita, sino que se les hunde cada vez más profundamente en el crimen. Los psiquiatras deben tener en cuenta que nuestros medios de comunicación, con su exaltación comercial de los valores de cambio y del presunto prestigio que estos ofrecen, están llenando desde hace décadas el preconsciente de los venezolanos de pura ideología capitalista, de la ideología que afirma que «el mundo es un mercado», que «el sistema capitalista es eterno» y que «es la forma natural de ser hombres», cosa que viene adobada con frases sobre la democracia, frases bobaliconas, pues ya sabemos que la democracia según la practican los países occidentales —o el socialismo oriental— no es más que un elegante disfraz para ocultar la explotación, la miseria y la corrupción. Por eso, el psiHumanismo clásico, humanismo marxista / 257

quiatra, si asume su oficio como un asunto holístico, de medicina integral, tiene que ser también un analista de la sociedad. ¿No se descubrió hace décadas el inconsciente colectivo? Así como hay que pescar en la psique del individuo las represiones ocultas, también hay que adivinarlas sagazmente en el alma colectiva. De ahí la importancia de que el psiquiatra sea un humanista y un científico social. El humanismo puede entenderse de dos maneras: desde el punto de vista histórico y desde el punto de vista sistemático. Desde el punto de vista histórico, el humanismo occidental —que es muy distinto del oriental— comienza con los sofistas griegos. «El hombre es la medida de todas las cosas», decía Protágoras en la cita de Platón. En Grecia se creó todo un modelo de hombre, el aristos, el mejor y más distinguido por sus aretai o virtudes. Entre los estoicos floreció la idea de la philantropía. Siglos después San Jerónimo resucitó algo del viejo espíritu humanístico de la Antigüedad. Posteriormente, en el siglo XII, en la Escuela de Chartres, con hombres como Juan de Salisbury o Bernardo Silvestre, hubo un primer renacimiento. Después, en los siglos XIV y XV, tuvo lugar la magnífica eclosión del Renacimiento, cuando se desenterraron los viejos textos y las viejas concepciones y se creó un nuevo tipo de hombre: el hombre renacentista preludio del hombre moderno. Ya en el siglo XVI comenzó a declinar ese humanismo, y se quedó para siempre, hasta nuestros días, en un asunto de liceos y gimnasios donde se enseña griego y latín. Este humanismo está hoy en decadencia, pero yo soy de los que creen que debemos seguir cultivándolo, porque las lenguas y el pensamiento clásicos, como decía ese humanista que era Marx, tienen enseñanzas imperecederas. El concepto sistemático de humanismo tiene su paradigma en la obra y en la actitud vital de Marx y de todo el movimiento socialista que desde hace dos siglos irrumpió en el mundo; o tal vez más lejos, desde las grandes utopías del Renacimiento, entre las cuales destaca la de Tomás Moro, uno de los pensadores más revolucionarios que ha dado el occidente. Se trata de un humanismo que lucha por los oprimidos, por las clases explotadas, por esas clases que no pueden acceder a la educación «humanística» a la que pueden acceder los jóvenes de las clases 258 / Ludovico Silva

dominantes. Se trata de un humanismo que no está sólo en función del cultivo espiritual que pueda recibir un hombre gracias a las facilidades económicas para instruirse; se trata, esta vez, de un humanismo armado, dispuesto a luchar violentamente si es preciso para conquistar un orden de vida más humano en el que todos puedan alimentarse y vestir decentemente, y todos tengan acceso a los templos donde se imparte la vieja cultura. Este concepto deben manejarlo los psiquiatras. En su gran mayoría, los psiquiatras, cuando no se dedican lisa y llanamente a explotar a sus pacientes y embolsillarse sus economías, en el mejor de los casos se empeñan en la tarea de volver a la «normalidad» a sus pacientes. Se trata, según ellos, de acallar la psicopatía, de librar al individuo de ciertos problemas, de eliminar sus neurosis y, sobre todo, de reintegrarlo a la vida «normal». De todo ello resulta por lo general un individuo que queda permanentemente sujeto al psiquiatra —en una «transferencia inagotable»— y en lo demás apegado a las más burguesas y acomodaticias normas sociales. Los psiquiatras fabrican hombres leales al sistema; los castran espiritualmente y los ponen a andar como sonámbulos al servicio del capital y de eso que Marx llamaba «las furias del interés privado». Pero la labor del verdadero psiquiatra, el psiquiatra humanista y revolucionario, tiene que ser muy distinta. Repito: no es necesario que el psiquiatra sea marxista, o cristiano. Lo que se requiere es que trate a su paciente de modo tal que este, en lugar de convertirse en un idiota al servicio del sistema, se convierta en un individuo crítico, subversivo si es posible. No sólo los marxistas están de acuerdo en que la nuestra es una sociedad corrompida; muchos otros sectores también opinan lo mismo: el capitalismo es un sistema corrupto. El psiquiatra debe desenredar la madeja ideológica que reside en el preconsciente y en el inconsciente del individuo para enseñarle que tiene que enfrentarse a una sociedad que le es hostil y que tiene que luchar contra ella o ser un observador crítico. Del diván del psiquiatra no deben emerger individuos conformistas sino individuos revolucionarios, hombres que tengan el suficiente coraje como para querer transformar la Humanismo clásico, humanismo marxista / 259

sociedad en que viven. Los psiquiatras manejan las almas y eso es muy peligroso cuando quien maneja las almas no tiene conciencia ni responsabilidad ante su misión sagrada. El psiquiatra tiene que ser subversivo en el mejor sentido del término. Psiquiatría, humanismo y revolución: he aquí un tema que dejo planteado para los amigos universitarios y también para ese gran público que espera, pacientemente, en medio de la miseria del subdesarrollo, una orientación, un poco de belleza espiritual.

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VI MEDICINA Y HUMANISMO

Algún día habré de hacer como Paul Verlaine: escribir un libro sobre «mis hospitales» (Mes hospitaux). El pobre Lelian, como se le llamaba cariñosamente, iba de tumbo en tumbo a través de una existencia dramática, báquica, dionisíaca, y cada cierto tiempo iba a parar a un hospital, uno de los hospitales siniestros del París de fines de siglo, donde sólo en algunos institutos, como la Salpetriére, surgía la luz de algún médico genial, como aquel Charcot en cuyas fuentes bebió Freud. Verlaine caía una y otra vez, asaetado por el mortífero «demoníaco licor verde del ajenjo», por esas «esmeraldas diluidas» de que hablara Rubén Darío al referirse a su maestro francés. Verlaine llevaba una vida atroz, una bohemia real y descarnada, el más lento e interminable suicidio que uno pueda imaginarse. En un café cercano al jardín del Luxemburgo, en pleno corazón de París, se reunía con los jóvenes poetas, y cuando estos se portaban mal a su juicio les caía a bastonazos. Era terrible. Tan sólo perdonaba a uno: Arthur Rimbaud, a quien había invitado especialmente a París en una bellísima carta. Rimbaud viajó desde su villorrio natal hasta París tan sólo para ver al maestro, cuyos «Poemas saturninos» y «Fiestas galantes» había saboreado en su soledad siniestramente maternal. Rimbaud viajó y se le convirtió en un problema a Verlaine. Hasta que un día, de puro amor loco, el viejo Macho Cabrío que pontificaba en Saint-Michel le dio un pistoletazo al autor de El barco ebrio en la mano derecha. Pistoletazo simbólico, pues significó la muerte poética de Rimbaud, quien desde ese momento se dedicaría a la vida de los traficantes, de los Humanismo clásico, humanismo marxista / 263

mercaderes, abandonando la más luminosa carrera poética que se haya dado jamás en toda la historia de la poesía occidental. En todas estas cosas he estado pensando durante las últimas cuatro semanas. Acabo de realizar una pasantía de un mes como paciente enfermo del hígado en el Hospital Clínico de la Universidad Central. Estarse durante un mes acostado, pensando interminablemente, leyendo mucho y meditando más —hasta altas horas de la madrugada— es algo que le deja a uno una impresión imborrable en el alma, en esa tabula rasa de que hablaba Aristóteles, o en ese recordar sin descanso, en esa «reminiscencia» infinita que, según Platón, debía ejercitar nuestra alma para poder aspirar a contemplar de frente el sol de las ideas o formas. Tuve oportunidad en estos días de realizar a plenitud las dos tareas propias del espíritu científico: observar y teorizar. Si mezclamos a esto mi espíritu poético, que me lleva continuamente a metaforizar todo lo vivido, se llegará a una conjunción extraña: la del paciente que, más que ser observado y tratado, observa y trata a sus médicos. No fui un paciente pasivo. La palabra paciente, que viene del griego y del latín y que está relacionada con nuestro pathos, da la idea de alguien pasivo, alguien que sufre. Pero yo quisiera hacer un llamado a todos los pacientes de nuestro país para que se transformen en seres activos, agresivos; pues, dialécticamente hablando, un paciente puede darle tanta salud a un médico como este a su paciente. La relación médico-paciente es una típica relación dialéctica en la que debe haber entrega total de cada una de las partes. Cuando un médico considera, arrogantemente, que sólo es él quien da, actúa de un modo inhumano, narcisista, autosuficiente. El paciente es un ser humano, y no tan sólo ese saco de carne y huesos, enfermo, que algunos médicos se imaginan. En nuestra medicina asistencial, como en todos los otros órdenes de nuestra vida, hay corrupción. Esta corrupción va desde lo moral hasta lo administrativo. Yo tengo mucha fe, a través de mis diversas hospitalizaciones, en los médicos jóvenes, y en algunos de los ya maduros. Entre los maduros quisiera mencionar al doctor Alfredo Planchart, a quien no conozco personalmente. En sus artículos en este mismo diario, el doctor Planchart se ha constituido en la 264 / Ludovico Silva

máxima voz de alerta. Continuamente nos obliga a reflexionar sobre esa pareja de conceptos que titulan este artículo: Medicina y Humanismo. El doctor Planchart casi clama en el desierto, pero su voz es oída por algunos que conocemos de cerca esos dos conceptos, y más que eso, los hemos vivido visceralmente. Yo soy un hombre enfermo y eso no me preocupa mucho, porque sé que ha habido muchos enfermos crónicos que, a fuerza de espíritu creador, han realizado en su vida lo que tenían que realizar, o han vivido hasta edades avanzadas. Como enfermo me intereso en lo que opinan médicos como el doctor Planchart. Y encuentro que su prédica es de un extraordinario valor, pues nos enseña a mirar la medicina y la ciencia en general con ojos cercanos, humanos, serenos; con ojos que no le tengan miedo a esa ciencia médica que parece, a veces, interponerse como un muro entre el médico y el paciente. En mi caso, después de largos años cultivando la libertad interior y la heterodoxia intelectual, ese muro no se me ha presentado como algo insalvable. A los médicos pedantes sé cómo desarmarlos. No hay nada como el espíritu poético para desarmar e inutilizar a los espíritus mediocres. Pero es el caso de que la inmensa mayoría de los pacientes, dada su ignorancia —a los hospitales, que es lo que yo conozco, va la gente más pobre— establecen una relación mágica con el médico, en la que este ejerce el papel de gran Gurú, en tanto que el paciente no es más que un pobre cuerpo humano afectado por alguna dolencia, aturdido de miedo y solicitando el inefable «favor» de una consulta o un diagnóstico, cuando no de la interminable sarta de pastillas y medicamentos que se supone habrán de curarlo. El médico deja toda su humanidad en esas pastillas y el enfermo las acepta como una dádiva. Todo lo demás, el trabajo realmente humano y humanizador, tendrán que hacerlo las enfermeras. De modo que el paciente recibe del médico un tratamiento distante y de las enfermeras un tratamiento cariñoso y cercano. Pese a que yo no tengo ninguna queja contra los médicos de «Medicina II» del Hospital Universitario, debo decir que las enfermeras, que me iban a saludar una tras otra todos los días, se me convirtieron en mis hadas protectoras. Al principio me trataban con cierta prudencia, porque creían —por un rumor que se corrió— que yo Humanismo clásico, humanismo marxista / 265

era un médico. Después, cuando se enteraron de que yo era un filósofo —una cosa «muy mental», como me dijo una enfermera de un modo leonardesco— me trataron con más confianza. Después yo me encargué de convencerlas de que yo no era filósofo, sino poeta, lo cual las condujo hasta el delirio. A todas les regalé mis últimos libros de poesía, y les conté cómo yo soy un poeta «hematopoyético», en el sentido de que la divina poiesis —poesía o producción, en griego antiguo — me hace producir sangre de la misma forma como el organismo humano ejerce su función hematopoyética. También jugaron un papel muy importante los estudiantes de medicina a quienes les confiaban mi caso. Tuve la suerte de que me tocaran cuatro bellas muchachas que están a mitad de la carrera. Ellas me interrogaban, me examinaban con toda clase de aparatos. Sobre todo me miraban los ojos y me palpaban el hígado. Su saber, todavía vacilante, buscaba apoyo en mí. Muchas veces les hablé de marxismo y de poesía, lo cual creaba en sus mentes una especie de benefactora confusión. Yo les decía: lean El Capital, pues allí comprenderán cómo la fuerza de trabajo, cualquiera que ella sea, en nuestra sociedad se transforma en mercancía. No se dejen envilecer. Sean humanas. Lean poesía, literatura, filosofía, economía. No se dejen embaucar por el prestigio mágico de la profesión de la medicina. Conjuguen medicina y humanismo en una sola substancia. Y a mí no me examinen como sufriente de una hepatomegalia, sino como un poeta al cual la poesía se le ha avecindado en todas las partes del cuerpo y que terminará por matarme… Igual me aconteció con los varios médicos jóvenes que se ocupaban de mí. Hubo dos médicos menores de treinta años, a quienes llamaré Aquiles y José Octavio, que se ocuparon de mí. Yo los observé detenidamente, y mi balance fue altamente positivo, ya veremos por qué. Hubo también un estudiante del último semestre, a quien llamaré Arístides, que era todo un médico. Voluntarioso y extremadamente locuaz, se iba a mi cuarto y me dada largas conferencias. Quiere graduarse brillantemente y luego irse a Rusia a estudiar psiquiatría reflexológica. Yo le advertí sobre los peligros que ello entraña, pues la psiquiatría reflexológica, que 266 / Ludovico Silva

tiene tanto auge en los países capitalistas desarrollados —empezando por la Unión Soviética y los Estados Unidos— a menudo se consume en una estéril relación «estímulo-respuesta» que sirve para hacer maravillas en los laboratorios conductistas, pero que ignora de una manera olímpica lo que acontece en el alma humana. Con Arístides hablé mucho también de filosofía y poesía, así como también con José Octavio, quien una vez me tuvo hasta la una de la madrugada hablándole de toda la historia espiritual de Occidente. Ellos se imaginan que yo, por ser filósofo, tengo que conocer al dedillo la historia espiritual de la humanidad. Yo aproveché para contarles la historia de la medicina, desde Hipócrates hasta los alquimistas, y para decirles que la medicina, como todas las demás ciencias o saberes, pertenecía a la filosofía. También me visitó a menudo una bella doctora de ojos azules, a quien llamaré Sandra, y con ella conversé de todo: poesía, filosofía, economía, medicina, política. Esta doctora, a través de sus ojos azules llenos de amor, ejerció una profunda influencia en mí, hasta el punto de que me enamoré perdidamente de ella, en eso que los psiquiatras llaman una «transferencia». Por cierto que en esos días se celebró en el Hospital la elección para la directiva de la Sociedad de Médicos Residentes. Había dos planchas: la de AD y Copei y la de las izquierdas. Pues bien: triunfó la izquierda por más de cuarenta votos —a pesar de que el Hospital está manejado por Copei— y resultó Presidente mi bella doctora de ojos azules. Ya me invitó —o me invité yo mismo— a darles una conferencia a los médicos sobre el tema de este artículo: Medicina y Humanismo. Les hablaré mucho de Marx, quien era un gran humanista y un gran enfermo. Marx era un enfermo crónico: hígado, páncreas, forúnculos —«de mis forúnculos se acordará la burguesía mientras viva», decía en una carta a Engels —, y además le gustaban las tabernas, las tabernas bajas de Londres, repletas de obreros y de gente que bebía bebidas fuertes y vino golpeador. Pero tenía en sí, en su cuerpo y en su espíritu, el don de la creatividad y del estudio. Y tenía una cosa que salva en ciertas situaciones extremas: el espíritu poético, el don del vaticinio. Por eso yo consagré un libro —que es mi mejor libro— a estudiar el estilo literario de Marx. Que es la mejor manera de enseñar a leerlo, a estudiarlo sur le vif, más allá de todas las Humanismo clásico, humanismo marxista / 267

absurdas teorizaciones de los manuales y los exégetas. Ninguno de los intérpretes de Marx es tan claro como Marx. Y yo hablé con mi bella doctora de ojos azules sobre Marx. Ella me planteó un problema. Ese problema está transparentado en el primer número de una modesta revista, Salud y sociedad, que editan los médicos residentes. Ella me habló de la «proletarización de la medicina». El tema es complejo, y atañe mucho a los médicos jóvenes. El médico se encuentra ante una terrible encrucijada. Puede adoptar una actitud humanística, considerarse como servidor del pueblo. Pero puede también adoptar una actitud mercantilista, convertirse en el médico-mercancía, o en el médico capitalista. Un buen número de médicos en nuestro país están al servicio de compañías transnacionales que los explotan como vil mercancía subdesarrollada con tal de que ellos exploten a su vez a 1as mayorías depauperadas de nuestro pueblo. Estos médicos han sufrido un doble proceso que es interesante analizar. Por una parte, se han transformado en capitalistas, pues no sólo manejan los fondos de las compañías y se nutren de ellas, sino que también capitalizan toda la ideología de los pacientes, creándose así una gran masa de pacientes leales a un servicio médico que en realidad no es otra cosa que un vil tráfico mercantil. Por otra parte, hay la tendencia hacia la proletarización. ¿Qué es un proletario? Como lo decía Marx en el primer libro de El Capital, el proletario es una creación de la sociedad moderna, una sociedad fundamentalmente económica, que no en vano se llama «capitalista». El proletario es el obrero libre que puede vender libremente en el mercado su fuerza de trabajo. Es decir, transformarla en mercancía. A Marx le costó mucho trabajo y estudio llegar a esta conclusión. En 1844, cuando escribió los célebres Manuscritos de París, desconocía —o no aceptaba— la teoría del valor trabajo que había leído brillantemente expuesta en David Ricardo. Años más tarde aceptó hablar de «trabajo». Pero sólo en sus obras maduras —a partir de 1858— troqueló la expresión «fuerza de trabajo» vinculándola al proceso de producción de la plusvalía, tanto material como ideológica. Pues bien, el médico joven se encuentra ante la posibilidad que le brinda el sistema: proletarizarse. Esto ha de entenderse en el sentido económico 268 / Ludovico Silva

más puro. No se trata de que el médico se convierta en obrero capitalista, sino de que ponga su fuerza de trabajo al servicio del capital. Que la venda en el mercado libre, que la sujete al salario, que la ponga a rendir el máximo beneficio. El médico se cuadricula, se deshumaniza, se putea, se convierte en mercachifle, y hace suya la divisa que inventé en uno de mis libros: Homo homini mercator, el hombre es un mercader para el hombre, que es algo mucho peor que el tradicional lobo de Hobbes. Yo he observado con gran entusiasmo y alegría en los médicos jóvenes que me han tratado, un afán por quitarse de encima ese fantasma de la proletarización, así como de la capitalización. Sólo deseo que su juventud no se consuma rápidamente, pues, por desgracia, la tendencia es hacia la deshumanización a medida que pasan los años. Pude conocer a un doctor ya maduro, a quien llamaré Israel, que se interesaba mucho por mis escritos, cosa que yo le agradecí. Tiene fama de duro con los alumnos, pero conmigo fue como una mantequilla. En realidad no puedo quejarme: todos los médicos que me atendieron como a un personaje muy «especial» habían leído algunos de mis libros. El psiquiatra, a quien llamaré Alejandro, se encontraba leyendo el Anti-manual, y me encontré de pronto con un médico del alma al cual yo podía dictarle conferencias sobre marxismo, pues a través de ellas él iba a adivinar mi alma. Tengo una gran esperanza en todos estos médicos que se mantienen atentos a lo que le ocurre realmente al paciente. Yo les recordé que según Hipócrates no hay enfermedades, sino enfermos. Como Hipócrates no contaba con tecnología sofisticada tenía que recurrir a la terapia psicológica. Y así dictó, para siempre, los principios sobre los cuales debe sustentarse toda medicina que se considere a sí misma humana, humanista. Al comienzo de mi hospitalización, una noche, a eso de las nueve, se presentó en mi cuarto Sandra, la bella doctora de ojos azules. Entró y, para mi sorpresa, se me plantó muy cerca y comenzó a mirarme intensamente. Yo adiviné de inmediato el amor en sus ojos. Ella sabía quién era yo, pero yo no sabía quién era ella, por lo cual estaba tremendamente confundido. No me atreví a preguntarle su nombre. La dejé que hablara, con su voz entrecortada, Humanismo clásico, humanismo marxista / 269

preguntándome sobre mi vida, sobre las causas de mi enfermedad, sobre mi poesía, sobre mis artículos, sobre mis posiciones filosóficas… En esos primeros días yo no podía dormir. Pero esa noche dormí plácidamente, como un niño. Me había tocado un aura mágica. Sentí por primera vez que yo no era un simple saco de huesos y carne, sino un ser humano al cual se le estaba brindando, gratuitamente, esperanza, salud, amor, creatividad. Me entraron unas ganas locas de escribir, de vivir, tan sólo para ella, para la doctora humanista que sabía cómo tratarme. Su mano paseó por la mía como un bálsamo. Después le regalé algunos libros míos, de poesía y de filosofía, y entramos en una discusión teórica inacabable, pues ella es una lideresa y a mí siempre me ha gustado poner a los líderes a girar en mi propia órbita teórica, cosa que he logrado en varias ocasiones. Yo soy el hombre más pacífico del mundo y el menos agresivo, pero puedo, si las circunstancias lo quieren, transformarme en el más activo y peligroso de los hombres. El hospital clínico de la UCV es el primer centro docenteasistencial del país. No todo en él marcha como debiera marchar, pues por una parte se explota a quienes en él trabajan y por la otra a veces se despilfarran los recursos. Pero mientras cuente con gente como la que he mencionado, será una institución para el futuro. En todo caso, yo siempre acudiré contento a mis hospitalizaciones de enfermo crónico, pues allí estará esperándome el rayo azul de unos ojos.

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VII ANDRÉS BELLO: HUMANISMO Y CRÍTICA LITERARIA

DIDASCALIA

El lema de esta conferencia, en la que me propongo examinar algunos temas del pensamiento crítico-literario de Andrés Bello, es una frase que el ilustre y severo humanista escribió hacia 1850 en su Compendio de la historia de la literatura: «La verdadera elocuencia, la que habla al corazón, ha sido siempre compañera de la libertad» (IX, 74). Si elijo esta consigna es para enfatizar desde el comienzo que la característica central de la actitud crítica de Bello es su entera libertad; libertad de creación, libertad de expresión y libertad de juicio. A la hora de pasar por el cañamazo crítico las literaturas antiguas y modernas, Bello no solamente hacía gala de un lacerante rigor y una despiadada objetividad científica, sino también y sobre todo de un espíritu libre, desprovisto de toda atadura a escuelas o géneros literarios. Desde el punto de vista estético, Bello estaba imbuido de las ideas liberales de su tiempo. Pero él iba más allá del aspecto político del liberalismo, y concebía una relación esencial, de identidad, entre las bellas artes y las ideas de libertad. En su comentario a las poesías de Fernández Madrid, publicado en 1829, escribía estas admirables palabras: «En todos los tiempos las ideas liberales se han prestado admirablemente al colorido poético, y si han habido Horacios y Virgilios que han llegado a la inmortalidad, pagando un deplorable tributo a los tiempos en que vivían, ha sido preciso una reunión extraordinaria de dotes distinguidísimas para preservarse del olvido en que comúnmente se sumergen los que abrazan ese partido» (IX, 296). Igualmente hubiera podido Bello evocar los nombres de Píndaro o Teognis, Humanismo clásico, humanismo marxista / 273

los dos grandes poetas aristocráticos griegos, cuya obra poética, sin embargo, está teñida de una belleza que es en sí misma, por el solo hecho de ser bella, revolucionaria. La libertad con que procede Bello como crítico es tanto más notable si consideramos la naturaleza ponderada y reflexiva de su espíritu, contrario siempre a todo lo que pudiese representar exceso o desmesura. Bello tenía una profunda veneración por los clásicos griegos y latinos, pero a la hora de pasar revista a su literatura no para mientes en señalar crudamente, junto a las excelencias, todos los defectos y deficiencias. Y eso lo hacía a pesar de estar limitado, en este caso, por las características de una exposición escolar, destinada a los estudiantes americanos, sin pretensiones de tratado y obligado a la forma del compendio pedagógico. ¡Gran lección esta para nuestros modernos expositores de la literatura universal en escuelas y liceos, que no se atreven jamás a encontrarle un defecto a Homero o a Cervantes, y que fastidian a los estudiantes porque no se atreven a violentar libremente los normativos, hieráticos y tradicionales juicios sobre las grandes figuras del pasado! Y lo que se dice de los antiguos se dice también de los modernos y contemporáneos de Bello. El autor de la Gramática se acerca a sus textos con el máximo respeto, adoptando la distinguida actitud de quien va a hablar de algo que está por encima de él. Pero bien pronto, y casi como pidiendo excusas por atreverse a hacerlo, saca de dentro de la manga la zarpa crítica. Esta expresión que acabo de emplear tal vez resulte exagerada para referirse a Bello, pues la verdad es que él, como crítico, nunca procedió con saña, como hubiera podido proceder un Juan Vicente González, esa especie de Aristarco venezolano. Sin embargo, yo hubiera temblado si Andrés Bello hubiese podido someter a crítica mis poemas. A Bello no se le escapaba un solo verso cojo porque tenía, además de un excelente oído musical para los versos, un dominio filológico del arte poética que lo llevaba a descubrir fácilmente todas las trampas que los malos poetas, y a veces también los buenos poetas, deslizan en sus versos. Con los ripios es implacable, y llega hasta extremos tan increíblemente sutiles 274 / Ludovico Silva

como denunciar en un poeta como ripio una simple partícula enclítica, puesta en el verso tan sólo para lograr el metro buscado. Otro tanto ocurre con eso que él consideraba como delito de esa poesía, a saber, lo que llamaba la «falta de propiedad» (IX, 249); la falta de propiedad no era otra cosa que la falta de idioma, vocablo griego que Bello traducía correctamente por «propiedad, índole característica». De este modo, su inmensa erudición gramatical y filológica era puesta al servicio de la crítica literaria, y así desentrañaba las impropiedades en que incurrían los poetas de su tiempo; impropiedades que, es bueno recordarlo, eran para Bello de dos tipos: por una parte, las impropiedades propiamente idiomáticas, derivadas de malas construcciones, de tiempos verbales en desuso, de arcaísmos inútiles, etc.; y por la otra, impropiedades estrictamente poéticas, derivadas de una versificación dudosa, de un arte metafórico desmesurado o pobre, del abuso de ciertas locuciones pretendidamente poéticas, o bien la exagerada tendencia de románticos y neoclásicos a emplear los recursos de la mitología grecorromana, que es lo que Bello llamaba el «prurito de gentilizar» (IX, 387). Más adelante insistiré sobre este punto, pero conviene desde el principio recordar, o afirmar, que esta tradición crítica de Bello se ha perdido casi por completo en nuestro país y en toda Latinoamérica, salvo contadísimas excepciones. En nuestro siglo se pueden contar con los dedos de la mano los escritores que han ejercido la crítica con esa mezcla de rigor y de libertad —tal vez pueda decirse que la libertad es hija del rigor mismo— con que la ejerció Bello. Nombres como Alfonso Reyes, Max Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri o Ángel Rosenblat son poco menos que excepciones, y en todo caso la mayoría de estos intelectuales no ha ejercitado, como sí lo hacía Bello, la crítica literaria periodística, sistemática y periódica, destinada al gran público. Todos sabemos la pobreza inaudita de las reseñas literarias que aparecen semanalmente en nuestros periódicos y revistas. Nos hace una falta inmensa un espíritu como el de Andrés Bello, que examine con todo rigor y seriedad nuestras producciones, y que nos eche en cara nuestra ignorancia en materia de historia literaria antigua y moderna. Toda palabra poética, Humanismo clásico, humanismo marxista / 275

toda metáfora o figura tiene su historia. Sólo los malos poetas creen que inventan algo a partir de la nada. El buen poeta, que es siempre un hombre de sensibilidad histórica y filológica, sabe que cada invento poético tiene sus raíces hundidas en una tradición muy antigua, que opera muchas veces inconscientemente en eso que Bello llamaba «el teatro misterioso de la conciencia» (IX, xxv). De ahí que el crítico literario sólidamente formado sepa distinguir esas raíces y esa tradición, sin las cuales no hay revolución poética posible. Pues bien, nosotros carecemos de un crítico que posea la formación humanística de Andrés Bello, y eso debería avergonzarnos, porque en verdad carecemos de una conciencia crítica que sepa indicarnos nuestros orígenes y, por tanto, nuestro futuro como creadores, amén de nuestras imperfecciones o excelencias. En los tiempos del impresionismo pictórico, Bello hacía una crítica literaria lo menos impresionista posible, de trazos perfectamente dibujados y con una nitidez teórica que causó el disgusto de más de un poeta y que hoy todavía nos llena de asombro. Lo que más debe conmovernos en la postura crítica de Bello es su sorprendente modernidad. Estando, como estaba, al tanto de todas las corrientes literarias y críticas de su tiempo —en especial las francesas, inglesas y alemanas— Bello podía ejercitar un modelo de crítica literaria no sólo válido para su presente histórico, sino también para el futuro. Podemos decir sin exageración que Andrés Bello, al igual que Simón Bolívar, nos modeló un futuro que nosotros no hemos sabido aún hacer presente. Así como se han olvidado las lecciones de Bolívar, también se han olvidado las de Bello. Como dice Arturo Uslar Pietri en su preciosa introducción a los escritos críticos de Bello, este es un autor que no es popular entre nosotros. Tan asombrosa es la sabiduría literaria de Bello como lo es nuestra ignorancia acerca de ella. Yo debo confesar que hasta hace muy poco tenía un desconocimiento casi total de la labor crítico-literaria de Bello. Tan sólo me impulsó a estudiarla el hecho completamente fortuito y azaroso de que mi buen amigo, el escritor español enamorado de Venezuela que es José Manuel Casteñón me regaló, de golpe y porrazo y porque le dio la real gana, las Obras Completas de Bello, en la cuidada edición 276 / Ludovico Silva

que hizo el Ministerio de Educación en los años cincuenta. Me interesé por el tomo correspondiente a escritos sobre crítica literaria, y el resultado es esta conferencia. Anteriormente yo conocía de Andrés Bello tan sólo sus poesías, que es lo único suyo que nos enseñan en el bachillerato, algunos de sus escritos filológicos como el relativo al Poema del Cid y su Gramática. Por cierto que con su Gramática hice una experiencia interesante en la pasada década, cuando era profesor de castellano y literatura en el fallecido instituto «Ezequiel Zamora». Yo me desesperaba ante la espantosa mediocridad y monotonía de los textos aprobados oficialmente para ese género de enseñanza. Pero respiré cuando por azar tropecé con la Gramática de Bello, en la cual, por encima de los ya anacrónicos repertorios de usos lingüísticos correctos e incorrectos, existía y existe una doctrina gramatical de sorprendente actualidad. De modo que auxiliado por esta doctrina y por la gramática de los hermanos Henríquez Ureña, les di a mis alumnos unas clases muy heterodoxas de castellano y literatura. Los frutos pude recogerlos muy pronto, pues aquella asignatura tradicionalmente fastidiosa se nos transformó de repente, gracias a Bello, en eso que Valéry llamaba una «fiesta del intelecto». Pero sobre esto volveré hacia el final de esta conferencia. Es hora de ocuparnos de los temas centrales del pensamiento crítico de Bello.

CLASICISMO, ROMANTICISMO, MANIERISMO El primero de estos temas es sin duda el más complejo. ¿Cuál es la actitud de Bello como crítico: la de un clásico o la de un romántico? ¿En qué medida esta actitud crítica está en relación con su actitud como poeta? Por otra parte, será preciso preguntarse: ¿qué debemos entender por clasicismo y romanticismo? Estos términos, ¿funcionan realmente como categorías estéticas válidas? El tema es complejo, porque términos como «clasicismo» necesitan hoy más que nunca de una definición precisa; y en cuanto al término «romanticismo», que aparentemente funciona como el opuesto dialéctico del clasicismo, ya veremos que es un término vago que necesita ser reemplazado. Humanismo clásico, humanismo marxista / 277

Comencemos por lo que nos dice el propio Bello. Se nota en sus escritos críticos un cierto movimiento pendular en la valoración del clasicismo. Hay momentos en que condena ciertos rasgos del clasicismo, y hay momentos en que los exalta. En un artículo de 1823 sobre la poesía de Nicasio Álvarez de Cienfuegos escribe Bello estas palabras que hoy nos suenan un tanto extrañas y desmesuradas: «Nosotros estamos muy lejos de mirar como modelos de perfección la mayor parte de las obras de los Quevedos, De Vegas, Calderones, Góngoras y aun de los Garcilasos, Rojas y Herreras. No temeremos decir, con todo, que aun en aquellas que abren ancho campo a la censura —las dramáticas, por ejemplo— se descubre más talento poético que en cuanto se ha escrito en España y después acá» (IX, 199). A propósito de estas insólitas afirmaciones de Bello, comenta Uslar Pietri lo siguiente: «No se puede proclamar de un modo más terminante el repudio del formalismo clasicista. En estas palabras Bello admite que el don de la poesía es algo que pertenece a la naturaleza humana y que está, en cierto modo, por sobre las reglas» (IX, xxi). La observación de Uslar Pietri es adecuada y justa, pero tan sólo en lo que respecta al rechazo de las reglas dogmáticas para la elaboración de un arte poética verdadera y grande. En cambio, yo no entiendo como algo positivo el que Bello, para repudiar el «formalismo clasicista», haya acudido a los ilustres nombres a que acudió. Yo no conozco nada menos formalista que Quevedo, Lope, Calderón, Garcilaso, Rojas o Herrera. Tal vez podríamos llamar formalista a Góngora, pero haciendo la salvedad de que no se trata de un autor clásico en el sentido riguroso del término, sino de un autor manierista, término que explicaré más adelante y que constituye la verdadera oposición a lo clásico. En todo caso, si Bello hubiera querido expresar su repudio al formalismo clasicista, hubiera podido acudir —como en efecto acudió en otras ocasiones— al ejemplo de los poetas neoclásicos de su tiempo: los Hermosilla, los Meléndez, los Cienfuegos, etc. Hay en esto una contradicción que Bello no llegó nunca a superar, entre otras razones porque nunca llegó a una definición precisa y acabada acerca de lo que deba entenderse por clasicismo y por autores clásicos. Sin embargo, si en este terreno hubiera aplicado 278 / Ludovico Silva

a sí mismo aquella religiosidad délfica que tan bien conocía, la religión del gnoti se auton o «conócete a ti mismo», habría reconocido con toda claridad en su propio interior la figura de un clásico auténtico. Pues la mejor definición estilística que puede darse del estilo y la actitud de Bello es decir que era un clásico, mas no en el sentido tradicional de autor modélico o consagrado por el tiempo, sino en un sentido mucho más preciso que perfilaremos más adelante. Pero junto a las recriminaciones a los clásicos, Bello les dedica los mayores elogios, e incluso llega a extraer de ellos algunas normas estéticas que tienen para él carácter de normas eternas, no en un sentido metafísico, sino en el concreto sentido histórico de normas que han probado ser eficaces a lo largo de toda la civilización occidental. Una de estas normas es la de atribuirle a los antiguos «más naturaleza, y a los modernos, más arte» (IX, 199). Bello destacaba en el carácter y en estilo clásicos la naturalidad, en el mismo sentido en que Goethe decía, hablando de Shakespeare, que el mayor mérito de este era «seguir a la naturaleza». Bello profesaba sin duda el dogma aristotélico de la «imitación de la naturaleza», aquella complicada mímesis de que nos habla el filósofo en su Poética. Más adelante tendremos oportunidad de demostrar dos puntos fundamentales, a saber: que, por una parte, Bello no pudo superar sino muy contadas veces a Aristóteles y, por la otra, que, sin, embargo, su manera de asumir a Aristóteles era por completo creadora, lo cual implicaba por de pronto un examen no superficial de lo que entendía Aristóteles por mímesis, que es asunto mucho más rico y complicado de lo que parece a primera vista. Bello desliza una idea sobre clásicos y románticos que tiene plena actualidad, cuando dice: «El mundo dramático está ahora dividido en dos sectas: la clásica y la romántica. Ambas a la verdad existen siglos hace, pero en estos últimos años es cuando se han abanderizado bajo estos dos nombres los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios opuestos». Y luego añade: «Una gran parte de los preceptos de Aristóteles y Horacio son, pues, de tan precisa observancia en la escuela Humanismo clásico, humanismo marxista / 279

clásica, como en la romántica…» (IX, xxiii). Es un gran acierto de Bello el de decir que esas categorías estéticas son anteriores a la eclosión del siglo XIX. Esta afirmación nos pone a las puertas del siglo XX, cuando los más ilustres filólogos e historiadores de la literatura han abandonado la rancia distinción entre clásicos y románticos, para sustituirla por otra más adecuada y precisa. El paso ya estaba dado por Bello; lo principal era mirar a esas dos categorías, no como nombres de unos movimientos que tuvieron lugar en su época, sino como paradigmas para la comprensión de toda la historia literaria. Es posible que Bello no manejase una definición nítida del clasicismo; es posible que su estilo como poeta oscilara entre lo clásico y lo romántico; pero a mí no me cabe la menor duda de que Bello intuía la necesidad de situar esas categorías más allá de su presente histórico novecentista. Si nosotros hoy nos situamos en esa perspectiva histórica de gran alcance, tendremos que concluir en que Bello es un clásico, un clásico ejemplar. Pero para que se diluyan los equívocos en torno a este difícil problema, remontémonos un poco en la historia para averiguar cuál es el sentido que tiene la palabra «clásico». La idea de «autores clásicos» se remonta a los filólogos alejandrinos. En sus selecciones de la antigua literatura griega debían adoptar un orden de autores, que a veces se hacía de un modo un tanto cabalístico, en el sentido de ordenarlos según un determinado número de obras y un número no menos mágico de autores. Allí se deslindó el concepto de «autores modelo». Los alejandrinos los llamaban enkrinómenoi unas veces, otras enkritoi y otras kekriménoi (Cf. Julio Pólux, IX, 15). Pueden traducirse estos vocablos por «los aceptados», es decir, los aceptados en la antología. El verbo enkrino significa eso: elegir dentro de un conjunto. Así, Eurípides dice en su Hércules furioso (verso 183): tina ariston enkrinein, que significa «elegir a alguien como el mejor entre todos». Pero no se encontró una manera adecuada de trasladar al latín esa denominación, así como tampoco fructificaron las diversas formas que autores como Quintiliano forjaron para ese concepto. Habría que esperar hasta bastante tarde para que apareciese la palabra classicus. Surge en una sola ocasión: en las Noches áticas 280 / Ludovico Silva

(XIX, viii, 15) de Aulo Gelio. Aulo Gelio era un erudito coleccionista de la época de los Antoninos, y con ocasión de discutir ciertos usos lingüísticos dice que el mejor criterio es acudir a los autores modélicos. Ahora bien, a la hora de señalar a estos autores modélicos que hay que seguir dice algo sorprendente: se trata, dice, de «cualquiera de entre los oradores o poetas, al menos de los más antiguos, esto es, algún escritor de la clase superior contribuyente, no un proletario» (id est classicus asiduusque aliquis scriptor, non proletarius). Revela así la palabra clásico, tanto filológica como históricamente, su origen clasista. Esto no es tan sencillo y arbitrario como parece a primera vista. Si echamos una mirada a la cultura antigua, veremos que sólo tenían acceso a la instrucción superior los que poseían carta de ciudadanía, y dentro de estos, los más adinerados; sólo en algunos casos algún esclavo liberto, como creo que era el caso de Plauto, tenía acceso a esa instrucción o formación, y eso se debía a que sus amos voluntariamente así lo disponían. Era, pues, lógico ir a buscar a los autores modelo o «clásicos» entre los de la «clase» contribuyente. Curtius aporta una explicación adicional. La constitución de Servio había dividido a los ciudadanos en cinco clases, de acuerdo a sus bienes de fortuna; y con el tiempo, los ciudadanos de primera clase terminaron llamándose classici. En cambio, el proletarius de que nos habla Aulo Gelio no pertenecía a ninguna clase contribuyente. Esta definición de Aulo Gelio recorrió los siglos y nunca murió del todo, como lo demuestra palmariamente la definición que en 1850 dio el crítico Sainte Beuve (Causeries du lundi, III) de lo que es un clásico. Dice el célebre crítico que clásico es «un escritor de valor y de marca, un escritor que cuenta, que tiene bienes de fortuna bajo el sol y que no se confunde entre la turba de los proletarios». A este respecto, Curtius comenta irónicamente: «¡Qué golosina para una sociología marxista de la literatura!» (E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, XIV, 1). En efecto, esta historia de la palabra «clásico» encaja perfectamente dentro de la idea de Marx, según la cual todos los fenómenos del espíritu tienen su origen último en determinaciones materiales de carácter económico y social. Sin embargo, por más marxistas que podamos ser, no debemos caer en ese ciego deterHumanismo clásico, humanismo marxista / 281

minismo en el que nunca cayó Marx pero sí cayeron los marxistas ortodoxos. Para Marx las determinaciones fundamentales de una obra literaria y artística deben buscarse en el interior de la obra misma, en su especificidad formal literaria y artística. Lo cual, por supuesto, no impide que, a la hora de hacer crítica o historia de la literatura o de las artes plásticas, no debamos examinar cuidadosamente la base histórica, económica y social que fundamenta a las producciones del espíritu. ¿Cómo podríamos explicarnos el origen de la palabra «clásico» si no es por motivos económicos? Por cierto que en la época de Bello estaba muy de moda entre los críticos, sin duda por la difusión de las ideas socialistas, el buscar a toda costa las «determinaciones sociológicas» de las obras literarias. A este respecto, Bello escribe con gran lucidez: «Es preciso desconfiar de estas especulaciones ingeniosas que son tan de moda en la crítica histórica de nuestros días, y en que se pretende explicar el desarrollo peculiar de un genio y la tendencia a ciertos principios por la influencia moral de los acontecimientos de la época, influencia que reciben todos, y sólo se manifiesta en uno u otro» (IX, 131). Esto lo decía Bello en su Compendio de historia de la literatura al hablar de Lucrecio, y sus palabras son una verdadera toma de partido por la necesidad de examinar a los autores y las obras en su especificidad artística, abandonando la pretensión de explicarlo todo por las determinaciones sociales. Es lo mismo que ocurre con el moderno psicologismo, pero al revés: se abandona toda explicación sociológica en aras de una explicación puramente psicológica, subjetiva y reduccionista. En este sentido, Bello como crítico siempre guardó un saludable equilibrio. Como dice Uslar Pietri, «desde temprano se inicia en un eclecticismo del gusto que será uno de los rasgos permanentes de su personalidad» (IX, xvii). Pero volviendo al término «clasicismo» todavía hay más paño que cortar. Nosotros no podemos hoy quedarnos con el simple origen socioeconómico del término. Tenemos que intentar averiguar si independientemente de su origen el término nos sirve actualmente como categoría estética explicativa. Veremos que sí nos sirve. La moderna crítica histórica ha llegado a esta saludable conclusión. Aunque no debemos suponer que todos los 282 / Ludovico Silva

autores se muestran de acuerdo en las vías para llegar a esa conclusión. Por mi parte la vía que considero más adecuada es la que representan, en Alemania, filólogos románicos como Curtius y Friedrich. En la obra de Curtius antes citada hay observaciones muy importantes que no debemos pasar por alto. Con el término «clásico» inventado por Aulo Gelio ha ocurrido una accidentada historia. Perdido durante la Edad Media, reaparece en 1548, en el Art Poétique de Thomas Sébillet, donde este autor habla de «los buenos y clásicos poetas franceses, como son los viejos Alain Chartier y Jean de Meun» (des bons et classiques poètes françois, comme sont entre les vieux Alain Chartier et Jean de Meun). De acuerdo a esto, había poetas «clásicos» en la Edad Media. La escuela de Ronsard parece desconocer la palabra classique. En Gracián se lee: «Gran felicidad conocer los primeros autores en su clase» (Agudeza…, discurso LXIII). Y Pope, en Inglaterra, habla de a Classic, good in law. Ahora bien, el término reapareció a comienzos del siglo pasado, y no fue muy para su fortuna. Al calor del movimiento romántico se dio por llamar «clásico» a todo lo que se opusiera a la actitud romántica. Se creó así una lamentable confusión que ha llegado hasta nuestros días y que se ve agravada por la vaguedad del término «romanticismo». En una nota crítica de 1848 sobre Alberto Lista, Andrés Bello se ocupa de la palabra «romántico». Nos dice que «ha venido de la lengua inglesa, donde se deriva de romance. Con esta última palabra, que es de origen francés, se significó al principio la lengua vulgar francesa para distinguirla de la latina, que se cultivaba en las escuelas, y estaba casi reducida a la iglesia y a los claustros. Por extensión se dio el mismo nombre a las composiciones en lengua vulgar y señaladamente a las del género narrativo en que se contaban los hechos de algún personaje real o imaginario, es decir, a las historias o novelas en prosa o verso, entre los cuales tuvieran particular celebridad las gestas y los libros de caballería» (IX, 450). Pero Bello no nos aclara el uso de la palabra «romántico» para designar una corriente estética, o mejor dicho, una escuela o movimiento literario del siglo XIX. En ocasiones se acerca a ello pero sin emplear la palaHumanismo clásico, humanismo marxista / 283

bra «romántica», como cuando nos dice: «Diríamos que en los antiguos hay más naturaleza y en los modernos más arte» (IX, 199). A pesar de la imprecisión de estos términos, ellos nos conducen hacia la constitución de categorías estéticas aptas para diferenciar a los clásicos de los que no lo son. Pero esto se aclarará si nos atrevemos a desechar de una vez por todas la pareja conceptual clasicismo-romanticismo que, como dice Curtius, es de «alcance muy limitado». Y agrega Curtius: «Como instrumento intelectivo, el contraste clasicismo-manierismo es mucho más útil, y puede aclarar una serie de conexiones que suelen pasarse por alto» (Curtius, op. cit., XV, 1). Examinemos, pues, el concepto de manierismo, que Bello en una ocasión roza de manera muy lúcida, a fin de contrastarlo con el de clasicismo y lograr para este una mayor claridad, como si lo proyectásemos en una pantalla. El término «manierismo», a diferencia del término «romanticismo», es de una gran importancia como categoría estética y está destinado a llenar una evidente laguna de la terminología científica literaria. El término «romanticismo» es puramente histórico y es un modo vago de llamar a una escuela literaria que tuvo representantes como Byron, en Inglaterra, o Víctor Hugo, en Francia. En cambio el término «manierismo» «no contiene sino un mínimo de asociaciones históricas» (Curtius, ibidem). Esto es justamente lo que lo convierte en categoría filosófica. Históricamente dentro de la tradición neolatina se pueden señalar algunos rasgos propios del manierismo. Un primer rasgo lo constituye el uso del hipérbaton (transgressio), es decir, cierta libertad para alterar el orden gramatical normal de las palabras. Generalmente se trata de un latinismo estilístico. En su Soneto XVI Garcilaso desliza este verso: Por manos de Vulcano artificiosas

donde el orden gramatical aparece violentado. Esto nos da la pista para descubrir rasgos manieristas en poetas que, como Garcilaso, dejaron una obra que en su conjunto puede 284 / Ludovico Silva

ser considerada como modelo de clasicismo. Un caso diferente ocurre con los hipérbatos de Góngora. En sus grandes poemas Góngora los emplea sistemáticamente, como todos sabemos, hasta el punto de que para verter en «prosa» esos poemas debió Dámaso Alonso descomponerlos del mismo modo como, cuando estudiamos latín, debemos descomponer en sus elementos las construcciones gramaticales para poderlas traducir a nuestra lengua. Góngora, por más que nos lo citen como clásico del siglo de oro, por más que figure en las antologías, no era un poeta clásico, sino manierista. Algunos rasgos de manierismo hay en los clásicos Calderón y Lope; y muchísimos rasgos en el no menos clásico Quevedo. En este sentido Bello como poeta es plenamente clásico, porque a pesar de su afición a la latinidad nunca forzó sus versos para construir hipérbatos desmesurados; por el contrario, su sintaxis es límpida o, como él diría, era una sintaxis «suave». Tal vez por eso critica tan duramente los excesos gramaticales de algunos poetas españoles de su tiempo. A él le parecía que no hablaban de modo «natural». Lo que debamos entender aquí por «natural» lo veremos más adelante. Otro rasgo del manierismo es el uso constante de la perífrasis. Curtius pone un ejemplo tomado, como por ironía, del clásico Goethe. Para indicar la ciudad de Venecia, Goethe escribe: Jene neptunische Stadt, allwo man geflügelte Lowen gottlich verehrt … (Esa neptúnica urbe donde a leones alados rinden culto divino…)

En la Divina Commedia del Dante, que debe ser considerada como un poema clásico, hay sin embargo más de ciento cincuenta perífrasis, de carácter geográfico o astronómico. Góngora, para decir «mesa», nos habla de «cuadrado pino». El mismo Bello, para evocarnos los verdores de las riberas del Anauco, nos remonta a «los bosques Idalios». Todo esto nos dice que manierismo y clasicismo son dos categorías que se entrecruzan, que no se dan jamás de un modo químicamente puro. El superclásico Homero nos habla de la «aurora dedos de rosa» (rododáklilos Humanismo clásico, humanismo marxista / 285

Heos) y el no menos clásico Esquilo, para hablar de las olas, canta a «la sonrisa innumerable del mar», lo cual no es exactamente una perífrasis, pero sí una metáfora manierista de gran belleza. Pues es hora de decir que las denominaciones de «manierismo» y «clasicismo» no significan —al menos a mi parecer— necesariamente un juicio de valor estético. Se puede ser un gran poeta manierista como se puede ser un gran poeta clasicista. Sin ir más lejos, toda la gran poesía del siglo XX es poesía manierista salvo algunos rasgos no dominantes de clasicismo. Otra figura típicamente manierista es la que los latinos llaman annominatio y que, vocablo griego, llamamos paronomasia. Consiste en «la acumulación de diversas flexiones de una misma palabra y de sus derivados, y también la de palabras de sonido idéntico o análogo» (Curtius, ibidem). En la tardía Antigüedad y en la literatura latina medieval había una gran acumulación de paronomasias que luego se integraron a las lenguas vulgares. Así, desde el principio nos encontramos en la Commedia del Dante con una selva selvaggia (Inferno, I, 5) o con piu volte volio (Inferno, I, 36). En Los cabellos de Absalón, II, de Calderón, encontramos estos versos manieristas: Granjas tengo en Balafor; cajas fueron de placer, ya son casas de dolor.

Dentro de esta categoría entra lo que llamamos aliteración. A propósito del poeta latino Ennio, Andrés Bello da la siguiente definición de aliteración: esta consiste «en la cercanía de tres o más dicciones que principian por una misma consonante» (IX, 113). Y pone ejemplos latinos como Foret fas flere, Lingua latina loqui, etc. La definición de Bello no es del todo exacta, pues la aliteración consiste en la «repetición de un sonido o de una serie de sonidos acústicamente semejantes, en una palabra o en un enunciado» (Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Gredas, Madrid, 1962). Este recurso ha sido utilizado por los poetas de todos los tiempos y muy en especial por los antiguos germanos y celtas. La poesía castellana desde Garcilaso 286 / Ludovico Silva

hasta Neruda lo emplea muy a menudo, como en aquel verso célebre: el silbo de los aires amorosos

donde se practica un juego de «s» y «r» que tiene una clara finalidad estética. Cuando San Juan de la Cruz quiere denotar el balbuceo, dice, repitiendo tres «que»: y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo.

Bello no censuraba estos usos sino tan sólo cuando a su juicio se transformaban en abusos. Porque el abuso de este tipo de recursos estilísticos conduce a la inanidad de la poesía, a su conversión en un puro malabarismo retórico en el que se echa de menos la grandeza de los sentimientos y de las metáforas. Bello no censuraba los recursos manieristas por sí mismos; pero les oponía constantemente el rigor clásico. Este rigor clásico es también una manera, un tipo de elocución. Tanto clasicismo como manierismo son arte, es decir, maneras, formas, estilos. Esto lo sabía bien Bello y prueba de ello es un pasaje suyo del comentario a la traducción de la Ilíada por Hermosilla: «todavía se puede decir que no existe obra alguna que merezca mirarse como un trasunto medianamente fiel de las ideas y sentimientos, y sobre todo de la manera del original griego» (IX, 417). Bello subraya la palabra manera. Hermosilla en su traducción no respetaba los manierismos de Homero. Así, por ejemplo, hacía caso omiso de los llamados (por Bello) «epítetos de fórmula», es decir, aquellas expresiones que Homero repite una y otra vez y que procedían, sin duda, de exigencias musicales y litúrgicas. «Aquiles el de los pies ligeros», «la Aurora dedos de rosa», «Áyax, antemural de los aqueos», etc. Todas estas fórmulas, del más puro manierismo, eran para Bello indispensables, aun tratándose del poema clásico por excelencia. Lo cual nos revela, una vez más, el sabio eclecticismo que caracterizaba la crítica de Bello. Por eso nos dice Uslar Pietri que «la crítica de Bello es siempre relativa» (IX, xviii), en el sentido de que evitaba siempre todo dogmatismo; en lo que se Humanismo clásico, humanismo marxista / 287

alejaba notablemente de los modelos críticos que pesaban sobre la época, en especial los representados por Luzán y Hermosilla, en España, y Boileau, en Francia. ¿En qué consiste, pues, el manierismo? Veamos lo que nos dice Curtius: «El manierista no quiere decir las cosas en forma común y corriente, sino en forma inusitada; prefiere lo artificial y lo artificioso a lo natural; lo que se propone es sorprender, causar asombro, deslumbrar» (Op. cit., XV, 3). Esta caracterización es correcta, pero insuficiente. El tono un tanto despectivo, que no disimula una preferencia por el clasicismo, arruina el empuje filosófico que inicialmente había querido darle Curtius a ambas categorías. Es preciso decir que clasicismo y manierismo no son sino dos maneras, dos estilos de elocución literaria. Si se quiere, podemos admitir que el manierista es más formalista que el clásico; pero esto no nos dice mucho porque el estilo clásico es también un sistema formal. Lo que diferencia a ambos estilos es una cuestión de intensidad en el tratamiento del lenguaje poético. El clásico, siguiendo la vieja norma solónica del meden agan o «de nada demasiado», cifra su ambición en el equilibrio más ponderado de todos los elementos formales. El manierista, en cambio, transgrede ese equilibrio en busca de un efecto poético más intenso y deslumbrador. Pero esto no equivale a decir que el manierismo incurra necesariamente en la hybris o desmesura literaria. El manierismo de Mallarmé por ejemplo, en donde se sacrifican todos los sentimientos humanos en aras de la perfección formal a fin de convertir el verso en un bibelat d’inanité sonare, es de una grandiosidad poética que nada tiene que envidiar a ningún clásico. Habría tal vez que recurrir en este caso a la distinción nietzscheana entre estilo o espíritu apolíneo y dionisíaco. El espíritu apolíneo se identificaría con el clasicismo, y el dionisíaco con el manierismo. Y aún así la paradoja de Nietzsche que es muy aleccionadora para nosotros es que en su Origen de la tragedia él reivindica para los griegos antiguos, hasta entonces tenidos por clásicos y apolíneos, el espíritu y el estilo dionisíacos. El llamado teatro clásico griego tuvo su origen en las fiestas dionisíacas. Y, vistos de cerca y con lupa crítica, más de un «clásico» griego se nos revela de pronto como todo un manierista. 288 / Ludovico Silva

Mucho se ha dicho, y Bello y Curtius lo repiten, que lo que distingue al estilo clásico es su naturalidad, su «imitación de la naturaleza» en tanto que el manierismo se caracteriza por su artificiosidad. Conviene por ello que nos detengamos en esa idea que tanto proclamaba Bello como signo de excelencia: la naturalidad.

LA IMITACIÓN DE LA NATURALEZA En su Diccionario de términos filológicos Lázaro Carreter define así el término «clásico»: «Se designa así el aspecto total que presenta una lengua en el momento de su apogeo literario». Esta definición puede ser correcta desde el punto de vista puramente filológico, pese a la ambigüedad de la expresión «aspecto total»; pero es por completo insuficiente desde el punto de vista estilístico. Lo clásico, si queremos una noción operativa y útil, tiene que designar no lo más antiguo ni lo más representativo, ni siquiera lo mejor; lo clásico tan sólo designa un estilo, una manera, una forma o postura determinada ante el lenguaje. Tan sólo una categorización como esta puede servirnos de algo para comprender la postura crítica de Bello, quien invariablemente se encontró ante el dilema de considerar clásicos o románticos a los autores que criticaba o reseñaba. Ya hemos citado la frase de Bello según la cual «en los antiguos hay más naturaleza y en los modernos más arte». Esta idea de la naturalidad de los antiguos procede de Aristóteles. En otra parte dice Bello refiriéndose a Teócrito: «Sus pastores no pertenecen a un mundo ideal; están copiados de la naturaleza al vivo» (IX, 71). Esto nos lleva directamente a la caracterización aristotélica de la poesía como mímesis, es decir, como imitación de la naturaleza, una imitación que es «imitación por reproducción», como traduce García Bacca, o también «reproducción imitativa» o «reproducción por imitación» (Cf. J. D. García Bacca, traducción de la Poética, ed. UCV, Caracas, 1970, p. 29). Examinemos un poco, para comprender a Bello en qué consiste esta imitación de la naturaleza que él consideraba como un rasgo plenamente Humanismo clásico, humanismo marxista / 289

clásico característico de la mejor poesía. En esto, como dijimos antes, concordaba con Goethe, para quien el arte de Shakespeare era grande y hermoso porque «seguía a la naturaleza». En una ocasión Bello traduce el verbo griego poiein (del cual se deriva poiesis, poesía) por hacer y crear (IX, 39). Al traducir de este modo ambivalente, Bello no es totalmente fiel al espíritu griego, aunque sí lo es al espíritu general de la poesía occidental considerada en su conjunto. Por más que los griegos considerasen al poeta como «cantor divino» (el divinus poeta de los latinos; véase Virgilio, Bucólica V, 45, u Horacio, Arte poética, 400) la idea de creación era totalmente ajena a su espíritu, no sólo desde un punto de vista teológico, sino también desde un punto de vista estrictamente literario. La poiesis era el acto de hacer o fabricar algo, ya fuesen poemas u objetos de orfebrería. Por eso dice Platón al referirse a la poesía en verso que esta no era sino «una partecilla de la poiesis» (Banquete, 205 c). La poesía es producción del espíritu a partir de materiales dados; nunca es creación de la nada, como lo era aquel logos o verbo o palabra que, según el Evangelio de San Juan, estaba al principio de todo. El poeta para Platón es el «hacedor kat’exochen», el hacedor por excelencia (Banquete, 213). Según Herodoto un poiema es sencillamente una «cosa hecha», como por ejemplo un objeto de orfebrería. Los griegos no conocieron el concepto de imaginación creadora, ni inventaron vocablo alguno para designarla. La poesía no era para ellos creación, sino mímesis, imitación. Como lo dice Aristóteles, la poesía es «imitación de hombres actuantes», prattontas (Poética, 1448, a 1). Esta imitación puede presentar las cosas tal como son, tal como parecen o tal como deberían ser. Esto significa, por lo pronto, que la imitación aristotélica no se reducía a una pura copia de la naturaleza, sino más bien a su reproducción, en el sentido en que decimos que una pintura de Velázquez reproduce un paisaje o un rostro, o en el sentido de la moderna fotografía artística, que no copia la realidad, sino que la interpreta. De aquí que diversos autores, forzando la imaginación, hayan creído ver en la teoría de la mímesis una teoría de lo que hoy llamamos «visión creadora» o «imaginación creadora». Esta interpretación es forzada e introduce elementos extraños al espíritu aristotélico y, en general, al espíritu griego. 290 / Ludovico Silva

Sobre las normas aristotélicas escribe Bello: «Intérprete fiel de la naturaleza y de la razón, promulga reglas casi siempre juiciosas, que serán respetadas eternamente, a pesar de las tentativas del mal gusto contra estas barreras saludables, más allá de las cuales no hay más que exageración y disformidad» (IX, 73). Pero en otra parte Bello parece contradecirse al expresar lo siguiente: «Nuestro siglo no reconoce ya la autoridad de aquellas leyes convencionales con que se ha querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los ferrocarriles de la poesía griega y latina» (XI, 359). Este movimiento pendular del espíritu de Bello se explica si pensamos que él, como buen escritor de su época, oscilaba entre el dogmatismo neoclásico y el dogmatismo de la escuela romántica. En todo caso, podemos afirmar que el espíritu de Bello se rebelaba frente a las normas impuestas por las diversas escuelas y perseguía un eclecticismo del gusto que diese a los clásicos lo que de ellos era y a los románticos lo que les pertenecía. Pero a la hora de expresar Bello su más recóndito gusto crítico, siempre recurría a la fórmula de la «naturalidad» clásica frente a la artificiosidad de los modernos. Esto, por supuesto, amerita una discusión estética. Volvemos al asunto del manierismo y del clasicismo. Decir como dice Bello que los antiguos eran más naturales y los modernos más artificiosos es incurrir en una vaguedad. Los antiguos griegos, para quienes como hemos visto la poesía era producción, elaboración o fabricación, tenían un alto concepto de la techne, es decir, del oficio literario. Y aun en el caso, no siempre dominante, de que se propusiesen «imitar a la naturaleza», tal imitación debía hacerse con la mayor elaboración artística posible, hasta el punto de llegar a las fórmulas artificiosas a que nos tiene Homero acostumbrados. A pesar de que Bello criticaba duramente las «neblinas místicas» de los helenistas alemanes del siglo XVIII y el XIX, nunca pudo sustraerse del todo a esa beatería clasicista que pusieron de moda los filólogos germánicos, y que sólo pudo romperse a partir de las investigaciones de filólogos como Nietzsche, Rohde o Wilamowitz. La verdad es que los antiguos seguían tanto a la naturaleza como los modernos. Un poema de Arquíloco o de Teognis no es menos interpretativo, Humanismo clásico, humanismo marxista / 291

«creador» o artificioso que una pintura de Monet. Y al revés, un poema de Baudelaire es más fiel a la naturaleza humana que una oda de Píndaro. Por eso decíamos que el verdadero criterio lo constituye la pareja clasicismo-manierismo. Es cierto que las literaturas modernas son mucho más manieristas que clasicistas, y esto es lo que quería decir Bello cuando afirmaba que entre los antiguos había más naturaleza y en los modernos más arte.

BELLO, UN CLÁSICO De acuerdo a los criterios estéticos que hemos delineado podemos preguntarnos: ¿era Bello un clásico, era un romántico, era un manierista? La pregunta no sólo inquiere por su producción poética, sino también por su producción como científico literario, es decir, como filólogo y como crítico. La respuesta, para mí, es terminante: Bello era un clásico, un clásico con todas las de la ley. En su introducción a las poesías de Bello, el poeta Fernando Paz Castillo termina preguntándose: «¿Clásico? ¿Romántico? Bello no se abanderizó, ni quiso abanderizarse… no lo abandericemos nosotros» (I, cxxxi). Es muy loable no querer abanderizar a Bello, entre otras razones porque él mismo se declaraba aparte de todas las disputas escolásticas. Sin embargo, si lo caracterizamos como un escritor clásico no estamos confinándolo a una escuela, sino a un estilo, a una manera de ser escritor que está por encima de las disputas históricas de las sectas literarias. Curtius hacía una distinción entre lo que él llamaba el «clasicismo ideal» y el «clasicismo normal». El clasicismo ideal es el que logran muy pocos autores, que pueden ser considerados como paradigmas o modelos eternos. El clasicismo normal es el que logran una serie de autores que proceden literariamente de acuerdo a la norma griega de la mesura, el equilibrio, la ponderación, la no afectación, la sobriedad en el empleo de figuras y recursos estilísticos, pero sin llegar a las alturas sublimes de los clásicos ideales. Hay que tener en cuenta que Curtius, dentro de esta clasificación, incluye entre de los clásicos normales 292 / Ludovico Silva

nombres como el de Cicerón, es decir, «el mejor prosista de la tierra», como lo llamaba Menéndez Pelayo. Aunque la distinción de Curtius no me satisface del todo, creo que sería justo incluir a Andrés Bello entre los clásicos normales. Lo era por esencia y presencia, tanto en sus creaciones poéticas como en su pensamiento crítico. No me toca aquí juzgar sus poesías. En cuanto a su actitud crítica, es notoria la presencia de rasgos enteramente clásicos o apolíneos. Bello no se deja jamás vencer por la pasión. Al modo de los antiguos estoicos, practica en sus juicios una ataraxia, una especie de suspensión de todas las pasiones violentas que deja el paso libre al juicio sereno y equilibrado. Pero su eclecticismo no debe entenderse como una postura que no esgrime o asume definiciones claras y tomas de partido. El parti pris es una constante de Bello como crítico, tanto si juzga a los antiguos como a los modernos. Bello procede inicialmente con una gran modestia. Cuando nos va a hablar de literatura griega, nos dice que lo que va a hacer, poco más o menos, es parafrasear al helenista alemán Schoell. Sin embargo, bien pronto nos damos cuenta de que Schoell no es más que una guía esquemática sobre la cual desborda Bello toda su enorme sabiduría sobre la literatura griega. Lo propio ocurre cuando expone la literatura latina. Bello nos dice que se va a guiar fielmente por los autores de la Biographie Universetle, en especial por Villemain. Pero en realidad no hará otra cosa que contradecir y rectificar continuamente a los autores de esa Biographie. Bello consigna sus juicios particulares sobre cada uno de los autores historiados. Así, sus juicios sobre Virgilio y Cicerón y Ovidio son verdaderos modelos de juicio crítico. Bello no se extasía ante los clásicos hasta el punto de perder la respiración y el aplomo; por el contrario, sopesa sabiamente lo que hay de bueno o de malo en cada uno, empezando por el mismo Homero. Es sorprendente comprobar cómo Bello trata con igual mesura y ponderación tanto a los antiguos como a los modernos. Naturalmente a la hora de juzgar al acartonado Hermosilla o al delicuescente Cienfuegos, Bello emplea un tono irónico que no llega a emplear cuando juzga a las grandes figuras del pasado. Pero ello pertenecía a su naturaleza de ser humano. Tal vez por eso le gustaba tanto citar el célebre verso de Terencio: Humanismo clásico, humanismo marxista / 293

Homo sum: humani nihil a me alienum puto

En efecto, nada humano le era ajeno a este gran hombre americano, a quien Menéndez Pelayo comparó con los antiguos patriarcas o fundadores de pueblos, por el estilo de Abraham. Y eso fue en realidad Bello para nuestro continente; un poderoso y sabio patriarca al que todavía no hemos logrado superar.

LA VISIÓN DEL FILÓLOGO No se puede comprender el sentido de la obra crítica de Bello sin vincularla a su vocación de filólogo. Bello poseía en alto grado lo que pudiéramos llamar la vis philologica, y a la hora de considerar su obra como un conjunto y elegir el aspecto más sobresaliente, tenemos que hablar de la especificidad de Bello como filólogo. Bello era poeta, geógrafo, cosmógrafo, jurista, gramático, crítico, filósofo y educador. Pero donde realmente se convierte en un legado perenne es en su labor filológica. Debemos, pues, echar una ojeada, no a toda su doctrina filológica —ello rebasaría los límites de esta conferencia— pero sí a los principios que guiaban sus reflexiones sobre la lengua castellana. En este punto me guiaré sobre todo por la exposición que de esa doctrina ha hecho el maestro Ángel Rosenblat en sus dos opúsculos; El pensamiento gramatical de Bello (Caracas, 1965) y Andrés Bello a los cien años de su muerte (Caracas, 1966). El nombre de Ángel Rosenblat, junto a los de Pedro Grases, Rafael Caldera, Fernando Paz Castillo, Samuel Gil y Gaya, Juan David García Bacca, Mariano Picón Salas, Francisco J. Duarte, Arturo Uslar Pietri, Oscar Sambrano Urdaneta y algún otro que se me olvida, figura entre nuestras consultas obligadas a la hora de hablar sobre Andrés Bello. Nos dice Rosenblat, con toda justicia, algo que sería preciso gritar en todas nuestras escuelas y liceos, a saber, que si bien la Gramática de Bello, considerada como repertorio de usos lingüísticos, está hoy superada, no ocurre lo mismo con la doctrina gramatical allí contenida. Esta doctrina es de una sorprendente modernidad y en muchos aspectos se adelanta notablemente a su tiempo. Y no podía ser de otro modo, ya que Bello estaba al 294 / Ludovico Silva

tanto de las últimas manifestaciones del pensamiento filológico. Desde muy temprano estaba imbuido de ese pensamiento. Puede presumirse, como dice Pedro Grases, que antes de partir de Venezuela en 1810 ya tenía escrito su Análisis filológico de los tiempos de la conjugación castellana, y también que su amistad con Alejandro de Humboldt lo llevó a conocer las doctrinas filológicas revolucionarias y proféticas del hermano de aquél, Guillermo de Humboldt, de quien sin duda tomó la idea de la palabra como energeia, es decir, como energía o dinamismo actuante, y no como ergon u obra hecha, cosa terminada, hierática. El criterio relacional de la doctrina de Bello debe sin duda mucho a estos principios genialmente diseñados por Guillermo de Humboldt. En un notable esfuerzo de síntesis y abstracción, Rosenblat reduce a cuatro principios fundamentales la doctrina gramatical de Bello. El conocimiento de estos principios es a mi juicio muy importante para conocer el trasfondo filológico del pensamiento crítico de Bello. El primer principio consiste en «lo gramatical como comportamiento de las palabras y no de sus significaciones objetivas o subjetivas». (Andrés Bello a los cien años de su muerte, p. 38). El sustantivo no se puede explicar como nombre de seres. Bello destierra la antigua identificación de nombre y cosa que sostenía Crátilo en el célebre diálogo de Platón sobre la propiedad de los nombres. De igual forma no se puede definir al verbo por la designación de estado, acción o pasión, porque entonces las voces estado, acción o pasión serían verbos por antonomasia. Tampoco se puede definir al género por su denotatum objetivo, porque entonces no nos explicaríamos expresiones como «un estupendo mujerón», que es algo nominalmente masculino y objetivamente femenino. Como dice Rosenblat en frase que implica una crítica anti-aristotélica: «Las clases de palabras no concuerdan con las categorías del ser» (Ibídem, p. 39). En su Filosofía del entendimiento dice Bello: «En realidad, las varias clases de palabras no difieren unas de otras por su significado, sino por su conexión y dependencia mutua en el lenguaje». Esta última proposición nos lanza de lleno en el siglo XX. Bello anticipó genialmente la doctriHumanismo clásico, humanismo marxista / 295

na lingüística que a comienzos de nuestro siglo expuso Ferdinand de Saussure en su Cours de linguistique générale. Para Saussure, como para Bello, la lengua es un sistema autónomo de relaciones. El significado último de cada vocablo no viene dado por su denotación objetiva, ni por su género, sino por su función, su situación dentro del contexto de la frase. Este principio era aplicado por Bello a la interpretación de la poesía. En efecto, la palabra poética jamás puede explicarse o justificarse por su significación objetiva. Friedrich aduce el ejemplo ele la palabra mandore en un soneto de Mallarmé. Según el diccionario esa palabra designa un instrumento musical; pero según el análisis lingüístico funcional esa palabra está puesta en el contexto, no para designar un instrumento, sino para dar la idea de antigüedad. Bello parte del concepto de totalidad que hoy esgrimen los estructuralistas cuando proclaman «la prioridad del todo sobre las partes». Y Saussure escribe: «hay que partir de la totalidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra» (Cours, IV, 1). El segundo principio «postula la independencia entre gramática y lógica como dos disciplinas heterogéneas, y rechaza el paralelismo entre el entendimiento y el lenguaje» (Rosenblat, op. cit., p. 39). Con este principio se separa la proposición del juicio y el enunciado del raciocinio. Una cosa es la estructura formal de una proposición y otra el juicio contenido en ella. La antigua lógica aristotélica era una lógica ontológica que subordinaba la estructura formal al juicio. La moderna lógica matemática es por completo relacional y sólo atiende a la «verdad formal» y no a la «verdad material». Bello anticipa esta visión de la lógica en su principio gramatical. La lengua es un sistema de relaciones que se justifican entre sí como las partes de un todo. Así, hay expresiones como no quiero nada que los antiguos gramáticos aconsejaban sustituir por quiero nada, argumentando que dos negaciones no hacen otra cosa que afirmar. Pero esa razón lógico-dialéctica nada tiene que ver con el lenguaje sincrónicamente considerado, que es una estructura de lógica formal. En el fondo, este segundo principio es una consecuencia del primero, ya que parte de la idea del lenguaje como una totalidad autónoma, un 296 / Ludovico Silva

sistema independiente de relaciones formales completamente separado de toda adherencia ontológica. En el análisis y censura de los ripios de los poetas españoles y americanos de su época, Bello empleaba a fondo este principio, ya que el ripio no es sino la incorporación de un monema innecesario en una relación sintagmática. El ripio tiene como función generalmente el completar el metro de un verso o el redondear una rima. Bello era implacable con estos ripios, tan frecuentes en la poesía castellana del pasado siglo, y la razón por la cual los condenaba no era otra que su principio de la estructura formal del lenguaje: un ripio es algo que sobra en una estructura sintáctica, o para decirlo con Saussure, es un monema que hiere al sintagma. El tercer principio consiste en «liberar la gramática española de las redes de la gramática latina, y estudiarla tal como ella es, “como si no hubiese en el mundo otra lengua que la castellana”» (Ibidem, p. 40). Bello conocía a fondo la lengua latina, que había aprendido en sus más tempranos años caraqueños, gracias a la diligencia de un sacerdote un poco loco y muy pintoresco llamado Fray Cristóbal de Quesada. Por eso mismo conocía también a fondo la especificidad de esa lengua y su diferencia radical de las lenguas romances, entre ellas la castellana. Por eso rechazaba que se hablase de declinación nominal en castellano, o de comparativos, superlativos o voz pasiva a la manera de la lengua latina. En este sentido Bello se pronuncia por una gramática que hoy llamaríamos sincrónica. Como él decía: «ver en las palabras lo que bien o mal se supone que fueron, y no lo que son, no es hacer la gramática de una lengua, sino su historia». De ahí que Bello criticara una y otra vez los giros latinizantes de los poetas. Quiero decir, los giros falsamente latinizantes y las locuciones innecesariamente cultistas. En este sentido nosotros actualmente nos comportamos de una manera que ya Bello criticaba. Bello no escribía, como escribimos nosotros, transparente, sino trasparente; y así escribía también traspirenaico y trasposición sin acudir a esa «n» latinizante que nosotros nos empeñamos en seguir utilizando. Es lo mismo que le ocurría a Unamuno cuando un corrector de pruebas le puso en una galerada: «Ojo: obscuro», a lo cual Unamuno respondió escribiendo: «Oído: oscuro». Humanismo clásico, humanismo marxista / 297

El cuarto principio «es afirmativo, y sin duda el fundamental: explicar lo gramatical por el comportamiento gramatical, por la conexión y dependencia mutua de las palabras, es decir, por la función. La gramática de Bello es una gramática funcional» (Ibidem, p. 42). Este principio es una nueva versión de los dos primeros que antes explicamos. Bello, como decíamos, se anticipa a la lingüística saussuriana en el sentido de que toma partido por una visión estructuralista o sistemática de la lengua. Las palabras, aisladas, no tienen sentido. El sentido que les da el diccionario no es más que una aproximación histórica de carácter diacrónico y muchas veces puramente etimológico. El verdadero sentido o significado de un vocablo le viene dado por su función dentro de la frase u oración. Bello lo explica de este modo: «Una lengua es como un cuerpo viviente; su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la forma y la índole que distinguen al todo». Ya se ve que Bello recurre al moderno concepto de totalidad, que en ciencia social sería proclamado por Marx y en lingüística sería sistematizado por Saussure y sus discípulos, y posteriormente por los estructuralistas. A la hora de hacer crítica de poesía —que es lo que casi siempre hizo Bello— este concepto es muy importante porque el crítico debe enfrentarse a los versos como totalidades autónomas y al mismo tiempo a la totalidad del poema. Un verso es una totalidad por razones que Bello explica largamente en sus Principios de la ortología y métrica de la lengua castellana (1835). Las razones son métricas y acentuales. Bello reaccionaba fieramente contra aquellos neoclásicos que insistían en mirar los versos castellanos a través del prisma de la métrica latina, con sus pies y sus sílabas largas y breves. Bello insistía en el cómputo silábico y en el juego acentual como características de los metros castellanos. Recordaba, además, que cada verso en nuestra lengua tiene un acento final que lo cierra y lo termina como verso, lo cual nos autoriza a hablar del verso como totalidad.

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CONCLUSIÓN Ha llegado la hora, seguramente ansiada por ustedes, de finalizar esta conferencia. He querido tratar los temas que considero centrales del pensamiento crítico de Bello. El problema del clasicismo nos llevó bastante espacio, pero ello se justifica porque es quizás el tema medular de la crítica de Bello. Pero los otros temas no son menos importantes. Hay un gran tema que lamentablemente he tenido que dejar de lado, y es el perfil humanista de Bello, que tanta importancia tiene a la hora de considerar sus juicios críticos. Sin embargo, he preferido los temas más polémicos, es decir, aquellos en los que, en vez de copiar o recitar a Bello, he querido demostrar que lo importante, lo urgente para nosotros, es rebasar a Bello, superarlo dialécticamente; lo cual implica, por supuesto y en buena dialéctica, rescatar todo aquello que sigue siendo válido de su pensamiento, y completarlo con nuestros conocimientos actuales. Mi opinión muy personal es que los venezolanos, y aun podría decirse los latinoamericanos, todavía no hemos superado a Bello. Independientemente de los hallazgos filológicos y gramaticales que algunas personalidades americanas hayan podido realizar, la realidad de nuestras escuelas, liceos y universidades, donde Andrés Bello no es hoy popular, nos demuestra la necesidad de revalorizarlo y difundirlo. En el año de 1955, cuando yo era un tímido poeta de 18 años, me encontraba en Madrid. Un día me acerqué temeroso a la Academia de la Lengua, y pedí una entrevista con don Ramón Menéndez Pidal, entrevista que inmediatamente me fue concedida. Yo tenía ganas de conocer a aquel sabio genial que presidía la vida intelectual de España. Al verlo, le dije: «Vengo de Venezuela y soy poeta». Él me respondió lentamente con aire de satisfacción: «Entonces, es usted un poeta de la patria de Andrés Bello». Caracas, Abril de 1979

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UN ESTUDIO HUMANÍSTICO: EL DEBATE SOBRE LA PROPIEDAD DE LOS NOMBRES HERMÓGENES VERSUS CRÁTILO

Si yo doy a alguien la orden: «tráeme una flor roja de esta pradera», ¿cómo sabrá él qué tipo de flor traerme, puesto que yo le he dado solamente una palabra? LUDWIG WITTGENSTEIN El Cuaderno Azul …kata ge to dunaton kallidt an legoito otan h padin h wz pleidtoizomoioiz leghtai, touto di esti proshkousin aicista de tounantion …desde el punto de vista de lo posible, el más bello lenguaje sería aquel que emplease palabras que fuesen, todas o en su mayoría, semejantes a los objetos, es decir, apropiadas; y el más feo, en caso contrario. PLATÓN

Parecería inútil, a primera vista, añadir un ensayo más a la nutrida serie de los comentarios de que ha sido objeto el diálogo platónico Crátilo. Como dice Louis Méridier, il n’est pas un dialogue de Platon qui ait suscité chez les modernes plus de discussion36. Al menos desde el punto de vista hermenéutico-filológico, sería difícil decir algo sustancialmente nuevo. Como el resto de la obra platónica, este singular diálogo fue beneficiario del entusiástico y minucioso renacimiento de los estudios clásicos que tuvo lugar en Europa en el siglo XIX, especialmente en Alemania; pero, además, su tema central —que bajo una teoría sobre la «rectitud de los nombres» encubre una embrionaria semántica y un planteamiento directo de las relaciones entre lenguaje y verdad— hizo que no por azar apareciesen unos treinta y dos estudios sobre el Crátilo entre los años de 1891 y 1901, es decir, precisamente en la década en que se gestó el conjunto de las doctrinas que hoy constituyen la concepción moderna del lenguaje. Hace más de dos milenios en el Crátilo platónico afirmaba Hermógenes —con toda la timidez indecisa, y casi con la vergüenza, de quien murmura una herejía en un piadoso ambiente de ortodoxia— que la llamada rectitud (orqoihz) de los nombres, que según Crátilo y «muchos otros» (alloiz polloiz) era algo que existía «por naturaleza», no era otra cosa que el producto de una convención y un acuerdo, xunqhkh 36 Con esta frase abre Louis Méridier su «Notice» introductoria a la edición bilingüe del Crátilo, en: Platón, Oeuvres Complètes, Association Guillaume Budé, tomo V, 2e. partie, Paris, 1950. Nuestras citas del texto griego del Crátilo pertenecen a esta edición. Humanismo clásico, humanismo marxista / 305

kai omologia (384 d 1). Y hace tan sólo sesenta años, al colocar la piedra primordial de su teoría lingüística, asentaba Ferdinand de Saussure lo que él llamaba el «primer principio» de la nueva teoría: el signo lingüístico es arbitrario. Y añadía, previendo el futuro desarrollo de los estudios semiológicos: cuando la semiología esté organizada, se tendrá que averiguar si los modos de expresión que se basan en signos enteramente naturales —como la pantomima— le pertenecen de derecho. Suponiendo que la semiología los acoja, su principal objetivo no por eso dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colectivo o, lo que viene a ser lo mismo, en la convención37. Que el padre de la lingüística estructural creyese conveniente hacer esta y otras advertencias semejantes, es ya un síntoma de que a su juicio el carácter convencional del signo lingüístico no era algo que, al menos hace unas décadas, no necesitase ser precisado. Es cierto que, como dice el mismo Saussure, el principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero también es cierto que suele ser más fácil descubrir una verdad que asignarle el puesto que le toca38. Si se examinan con la debida malicia ciertas doctrinas filosóficas contemporáneas, se hallará que, como veremos más adelante, la visión naturalista del lenguaje no ha sido aún enteramente abandonada, y que algunos de los supuestos fundamentales de la posición adoptada por el personaje Crátilo del diálogo platónico —y en parte, por el mismo Sócrates— siguen teniendo hoy renovado vigor, y no en filosofías de segunda instancia, sino en las que, al parecer, están más a la moda. Por lo demás, aunque sería difícil hallar algún pensador actual que mostrase desacuerdo explícito y total con el principio de la arbitrariedad del signo, no sería tarea demasiado ardua demostrar in vitro, compulsando textos, la supervivencia de numerosos residuos doctrinarios propios de la más primiti37 Ferdinand de Saussure, Curso de Lingüística General, trad. de Amado Alonso, Losada, Buenos Aires, 1959, pp. 130-131. 38 Ibidem, p. 130. El principio saussuriano fue, sin embargo, objetado poco tiempo después de la aparición del Curso. Véase infra. 306 / Ludovico Silva

va concepción naturalista del lenguaje, incluso con algunos de sus rasgos míticos o religiosos. Y no nos estamos refiriendo a las supervivencias mítico-religiosas que pertenecen a esa suerte de subconsciencia lingüística que es el sustrato etimológico, en casos, por ejemplo, como el de la palabra «¡ojalá!», en cuyo fondo se dibuja como un arabesco la expresión wa sǎ allah. Este tipo de supervivencia se descubre en cualquier lenguaje de uso social, aunque no utilice palabras; por ejemplo, en el lenguaje del saludo, del cual se dice, con justicia, que a veces es ceremonioso. Por el contrario, nos referimos al lenguaje y a cierto tipo de enunciados que hoy exhiben ciertas teorías filosóficas en las que se supone que todo vocablo es medido con rigurosidad y conciencia. Pues bien, un estudio del Crátilo es una buena oportunidad para advertir que no está muerta en modo alguno la controversia sostenida en ese texto platónico por sus tres únicos personajes: Sócrates, Hermógenes, Crátilo. Aunque a primera vista nadie dude hoy en aceptar la posición convencionalista, puede afirmarse que hay todavía partidarios de la tesis opuesta, a saber, filósofos que creen en la revelación del Ser en la palabra. Pero sobre esto volveremos. Lo anotábamos ahora tan sólo para no justificar un nuevo estudio sobre los problemas del Crátilo valiéndonos de la sedicente «inagotabilidad de los textos clásicos», que no suele ser sino un pretexto para practicar sutiles variaciones sobre un mismo tema. Luego de estudiar el diálogo platónico y algunos de los comentarios a él dedicados, nuestra primera conclusión es la que ya hemos adelantado, a saber: que el ontologismo lingüístico —este nombre ha recibido también la tesis naturalista— es una posición que aún encuentra adeptos, partidarios confesos o no; y que aún conviene una revisión crítica de las posiciones sostenidas en el Crátilo por ser este no sólo el más lejano antepasado de la actual filosofía del lenguaje, sino también el texto donde más nítidamente se defiende una tesis que aunque parece hoy definitivamente cancelada, perdura ocultamente en más de un cuerpo de teorías.

Humanismo clásico, humanismo marxista / 307

*** Antes de pasar al examen de los principales supuestos contenidos en la controversia dialéctica del Crátilo —el principal de los cuales es la lucha de dos opuestos: jusiz y nomoz, el principio natural y el principio convencional—, conviene replantear la cuestión básica exponiéndola en el mismo terreno y con iguales términos a los empleados por los interlocutores del diálogo. Puede decirse que en el fragmento comprendido entre 383 A y 385 E se encuentra in nuce todo el diálogo, y en especial el planteamiento de las posiciones sostenidas, si bien no aún el de las «soluciones» ofrecidas. En el mencionado fragmento hablan Sócrates y Hermógenes, y este se refiere a una discusión previamente sostenida con Crátilo, en espera posiblemente de que Sócrates, con su acostumbrada autoridad y penetración, resuelva un conflicto teórico aparentemente irresoluble. La tesis de Crátilo, explicada por Hermógenes, presenta inicialmente las siguientes afirmaciones: (1) Hay una rectitud del nombre, o justa denominación, que pertenece por naturaleza a cada entidad: onomatoz orqothta einai ekastiw twn ontwn pejukuian (383 a 4-5). (2) Un nombre no consiste en la apelación que dan algunos hombres a un objeto siguiendo un acuerdo, utilizando para ello una parte de sus articulaciones vocales39: ou touto einai onoma o an tinez sunqemenoi kalein kalvsi, thz autwn jwvhz morion epijqeggomenoi. (383 a 5-7). 3) La ya mencionada rectitud de los nombres, además de natural, es un fenómeno universal; es la misma para todos, trátese de griegos o de bárbaros: orqoteta tina tvnonomatwn pejukeai ellhoi kai barbaroiz thn authn apasin. (383 b 1-2).

39 Para la formulación castellana de ciertas expresiones griegas nos hemos auxiliado con la mencionada versión francesa de Méridier, y también con la de León Robin, en: Platón, Oeuvres Completes, La Pléiade, París, 1950, Vol. I. 308 / Ludovico Silva

De este modo, a través de las mencionadas proposiciones, explica Hermógenes lo que en síntesis sostiene Crátilo. Según los estudiosos de este texto platónico, la formulación de Hermógenes puede aceptarse como testimonio fiel del pensamiento de Crátilo. En su juventud Platón había sido discípulo de Crátilo, y este, a su vez, era seguidor de Heráclito. D’Heraclite, par l’intermédiaire de Cratyle qui fut le premier maître de sa jeunesse, Platon avait appris que «les choses sensibles sont toute entraînées dans un flux perpétuel, et qu’on ne peut en avoir une connaissance scientifique» —escribe León Robin40. Esto por de pronto significa que bien puede suponerse a Platón perfectamente enterado de la tesis de Crátilo, que aunque debió ofrecer mayor cantidad de matices, está sintetizada correctamente en la formulación de Hermógenes. Sin embargo, a nuestro juicio está ausente en tal formulación un paso cuya importancia nos parece evidente: dentro de una perspectiva heracliteana, en la cual las cosas sensibles son y dejan de ser a cada instante, ¿cómo insertar una teoría de la rectitud natural de los nombres que, como bien señala Sócrates, supone una esencia fija y estable para cada ente? Sócrates, en la extensa parte del diálogo en que parece defender la tesis naturalista de Crátilo no nos indica ninguna vía para resolver esta contradicción; por el contrario, entre sus argumentos en pro maneja el de que cada cosa posee una naturaleza fija y propia, una ousia, y que los nombres sirven precisamente como instrumento (organon) para distinguir esa naturaleza: Onoma ara didaskalikon ti edtin organon kai diakritikon inhzousia (38 b 13-14). Precisamente la posición de Hermógenes empieza a flaquear notablemente apenas admite esta tesis, que es hábilmente presentada por Sócrates, pues de otro modo el acto de la denominación se practica de acuerdo con la ousia, siguiendo a la naturaleza y no a la convención. Pero por otra parte, cuando en el curso del diálogo llega Sócrates a asumir parcialmente la defensa del convencionalismo, y por tanto él ataca a Crátilo, no le hace ver a este eso que a nuestro juicio es una contradicción doctrinaria: afirmar que un nombre pertenece por naturaleza a cada ente (ekadtw tvn ontwn, 383 a 5) supone reconocer en los entes una naturaleza 40 León Robin, La théorie platonicienne des Idées et des nombres d’après Aristôte, Hildesheim, 1963, p. 13. Humanismo clásico, humanismo marxista / 309

esencial fija y estable41, y quien esto sostiene, siendo un seguidor de Heráclito, no podría coherentemente sostener al mismo tiempo que panta cwerei kai ouden menel (todo pasa y nada permanece), o que Diz ez ton auton potamon oukan embaihz (no se podría entrar dos veces en el mismo río), célebre tesis de Heráclito que Sócrates trae por cierto a colación en 402 a 5-6. Que Crátilo sostenga la tesis de la rectitud natural de los nombres, ya lo hemos visto; que Sócrates para defender esta tesis acuda al argumento —de estirpe eleática— de la estabilidad del ser de los entes, también queda señalado; y que Crátilo fuese partidario de las mencionadas tesis heracliteanas no queda la menor duda, ya que en una de las escasas referencias existentes sobre este personaje (Aristóteles, Metafísica, 1010 a 9 sqq) se dice que llevaba tales tesis hasta el extremo incluso de «recriminar a Heráclito, por haber dicho que no es posible bañarse dos veces en el mismo río: según él, ni siquiera es posible bañarse una vez». Dice por cierto Aristóteles otra cosa que refuerza la contradicción que creemos encontrar en Crátilo: «Viendo que de este mundo todo se mueve, y reteniendo de ello que de lo mudable no se puede decir nada verdadero, concluyeron —Crátilo y otros heracliteanos— que ni siquiera es posible hablar con verdad en un mundo que siempre, y en todos los aspectos, se muda» (Aristóteles, Metaf., ibidem). En otras palabras, al parecer Crátilo pensaba que es imposible hablar verdaderamente; sin embargo, Sócrates, para defender la tesis de Crátilo sobre la rectitud natural de los nombres, hace admitir en primer lugar a Hermógenes que hay un discurso verdadero (logoz alhqhz) y un discurso falso (logoz yeudhz, 385 b), pues siendo el nombre una parte del logoz, habrá también un nombre falso y un nombre verdadero. El argumento parece esencial para sostener la tesis naturalista; nuestra pregunta es entonces: la defensa que hace Sócrates de esta tesis, ¿es la misma que habría hecho el propio Crátilo? Puede responderse que sí, al menos en lo que respecta al Crátilo platónico, pues este personaje, hacia el final del diálogo, afirma que «puede decirse absolutamente que, cuando se saben los nombres, se saben las cosas», touto panu aploun einai oz ta onomata episthtai epistasqai kai ta pragmata (435 d 4-6); 41 Cf. 386 d9-el: δηλσν δη oτι αυτα αυσϖν αυσιαν εχοντα τινα βεβαιλον εστι τα πραματα .  «Es claro que las cosas tienen por sí mismas un cierto ser permanente». 310 / Ludovico Silva

es decir que, admitiendo que es posible conocer verdaderamente las cosas mediante el instrumento (recuérdese: onoma=organon, 388 b 13) cognoscitivo del nombre, se admite necesariamente la posibilidad de un discurso verdadero, un hablar verdaderamente. Pero entonces: el Crátilo que esto admite, ¿es el mismo al cual se refiere Aristóteles, y cuya tesis era que dada la mudanza de las cosas es imposible hablar verdaderamente de ellas? Esta segunda contradicción es complementaria de la primera, y es síntoma a nuestro juicio de esa imprecisión y variabilidad doctrinaria que se advierte en el Crátilo tras una lectura atenta, y que afecta al mismo Sócrates, a quien como veremos poco le falta para contradecirse in adjecto en el mismo diálogo. En cuanto a Crátilo, es lógico suponer cierto el rasgo que le atribuye Aristóteles dada su oposición radical a la escuela eleática, según la cual el error no existe y hablar falso es imposible, ya que si existiese el error existiría el no-ser y se derrumbaría la principal proposición parmenídica: «Nunca jamás en esto domarás al no-ente: a ser»42. Pero si es cierto que por oponerse radicalmente a la tesis de la imposibilidad del error, Crátilo —como afirma Aristóteles en el lugar citado— sostuvo a su vez la imposibilidad de la verdad y del alhqh legein, ¿cómo entonces el mismo personaje sostiene en el texto platónico que es posible un conocimiento verdadero y un logoz alhqhz, si los nombres y el discurso todo se adaptan a la naturaleza estable de las cosas? Ningún comentarista, que sepamos, ha hecho notar estas desigualdades doctrinarias en un personaje que, al menos en el diálogo platónico, se mueve en un ambiente de mudanza conceptual generalizada, donde iguales tesis se sostienen y se destruyen casi al mismo tiempo, y la «solución» final no consiste en otra cosa que en un forzado eclecticismo. Así, por ejemplo, nos parece sólo parcialmente cierta esta afirmación de Víctor Li Carrillo en su hermoso estudio sobre los temas del Crátilo: «Esta doctrina —la de Crátilo— sólo se conoce en los términos en que la ha formulado Hermógenes. Es el único testimonio subsistente. La doxografía la considera, por eso, 42 Fragmento 7, en: Juan David García Bacca, Fragmentos filosóficos de los Presocráticos, Caracas, 1963, p. 65. Humanismo clásico, humanismo marxista / 311

como representativa del verdadero pensamiento de Crátilo»43. La doxografía, a nuestro juicio, no ha tenido suficientemente en cuenta —hasta donde se nos alcanza— la presentación que hace Aristóteles del personaje, que en modo alguno es puramente anecdótica; la posición que Aristóteles le atribuye es, lo hemos visto, contradictoria con la que le atribuye Platón, al menos en el punto fundamental de las relaciones entre lenguaje y verdad. Hay dos Crátilos, o al menos dos son los que han subsistido; no creemos que pueda afirmarse, en todo caso, que en la explicación de Hermógenes esté todo el pensamiento de Crátilo, pues se echan de menos las mediaciones necesarias para conciliar el radicalismo heracliteano que le atribuye Aristóteles, y las concesiones al eleatismo que le atribuye Platón44. Todo esto, por lo 43 Víctor Li Carrillo, Platón, Hermógenes y el lenguaje, Lima, 1959, p. 65. 44 ¿Tenía Heráclito una teoría sobre la rectitud natural de los nombres? Esta es una pregunta que no puede responderse. Al parecer, los partidarios de Heráclito (Cf. Méridier, op. cit., p. 40) sostenían que su maestro fue el primero en pensar que las palabras son onomatopeyas. Esto es todo cuanto se sabe, y sólo a título de suposición podría atribuírsele una inclinación hacia la tesis naturalista, ya que —como dice Méridier— «parece invocar la forma y el valor de ciertos nombres en apoyo de su doctrina». Al decir Mérider que sólo «parece», expresa una duda que nosotros compartimos. Considérese, por ejemplo, el siguiente fragmento de Heráclito: τωι δε τοεωι ονομα βιοζ, εργον δε υανατοζ (Diels-Kranz, 48; Marcovich, 39; citados por M. Marcovich, Heraclitus, (Editio Maior), Mérida-Venezuela, 1967, p. 190). García Bacca traduce: «Nombre del arco: vida. Obra del arco: muerte». (Fragmentos…, p. 211). Heráclito juega con los vocablos βίοζ (vida) y βιόζ (arco, madera violentada, βια). Esto, creemos, puede interpretarse así: el arco, desde tiempos inmemoriales, es un medio de vida que, para realizarse, implica a su opuesto dialéctico: la muerte. Por eso se dice —en perfecta coincidentia oppositorum— que el arco es vida, pero también es muerte. Pero lo que ahora nos interesa es que el nombre del arco expresa la naturaleza o φυριζ del arco, mas no mediante una simple «referencia intencional al objeto» (Husserl), sino mediante su materialidad misma como nombre. A este respecto, comenta Marcovich (loc. cit.): «Also shared Heraclitus the Greek belief that names reveal a great deal of the true φυριζ of its object». Y concluye con la debida cautela: «Thus, as far as the φυσει ορθοτηζ των ονοματων is concerned, Heraclitus MIGHT have been the spiritual father of Plato’s Cratylus». 312 / Ludovico Silva

demás, invita a pensar que la tesis sobre la rectitud natural de los nombres no fue nunca —o lo fue sólo en parte— propiamente una tesis o teoría, y que más bien constituyó una creencia generalizada en el mundo ideológico griego, al menos hasta que apareció eso que Robin ha llamado el «espíritu científico» en Grecia. Puede considerarse el diálogo Crátilo como la encrucijada histórica en la que, aun conservando muchos rasgos de la vieja creencia, se comienza progresivamente a abandonarla. El Platón de este diálogo está aún indeciso, o al menos su método dialéctico no ha llegado al punto al cual llega en el Sofista, donde se afirma claramente que para conocer las cosas verdaderamente no sólo no bastan los nombres, sino que es preciso abandonarlos e ir a las cosas mismas (Cf. infra). Valga la anterior digresión para arrojar un poco de luz en un personaje harto enigmático —Crátilo—, que permanece mudo casi todo el tiempo mientras se discute su propia tesis. Al parecer, era esta mudez un rasgo caracterológico —y posiblemente doctrinario, como sugiere Aristóteles— del cual se llega a quejar Hermógenes cuando, no sin ironía, pide a Sócrates delante de Crátilo que le ayude a descifrar thn Kartulou manteian (384 a 5), o sea, las ideas de un personaje sibilino que, según referencia de Aristóteles, puesto que afirmaba la imposibilidad de hablar verdaderamente, casi no hablaba en efecto: se contentaba con mover el dedo. Ignorando sin duda lo que dos milenios después llegaría a saberse: que incluso el lenguaje de los dedos, que parecería ser el más natural del mundo, es producto de la convención… El fragmento comprendido entre 383 a y 385 e sobre el cual se centra el presente comentario es rico en ironías. Conviene espumar algunas antes de pasar a consignar las tesis de Hermógenes porque esas ironías representan aquí ese juego dramático característico de los diálogos platónicos, que siempre sirve a Sócrates para adueñarse sutilmente del adversario aun antes de que este exponga su posición. Hermógenes había preguntado a Crátilo, si «Crátilo» era su verdadero nombre, a lo cual había respondido Crátilo que sí; igual en el caso del nombre de Sócrates. Pero Crátilo habría dicho a Hermógenes: Oukoun soige (…) onoma ‘Ermogenhz oude Humanismo clásico, humanismo marxista / 313

an panoez kalvsin anqwpoi (383 b 6-8), es decir: «Tu nombre no es “Hermógenes”, aunque todo el mundo te llame así». Hermógenes pide a Sócrates que le explique este «enigma» y Sócrates, comprendiendo enseguida la broma irónica de Crátilo («Hermógenes» es literalmente «de la raza de Hermes», deidad de la ganancia; y Hermógenes era pobre), se apresura a declararse indirectamente también él pobre: precisamente por no haber podido asistir a la lección de Pródicos, cuyo precio es de cincuenta dracmas, no ha podido enterarse de todo lo relativo a los nombres; su conocimiento al respecto no pasa de un dracma45. Pero en todo caso y dejando de lado lo que no es sino una tomadura de pelo por parte de Crátilo —dice Sócrates— se puede emprender la investigación de este no pequeño asunto (ou dmikron maqhma). Que es además de un bello asunto, y como todas las cosas bellas, difícil, según dice un viejo proverbio: calepa ta kala estin. De este fino modo incita Sócrates a Hermógenes a presentar sus tesis. Pero en la explicación inicial que le ha dado ha dejado ver un disimulado acuerdo con la tesis de Crátilo, y lo que es más, ha deslizado la primera etimología probatoria de la impropiedad o no-rectitud de un nombre que no representa a la naturaleza del objeto que pretende designar. Pues, como se dirá más adelante en el diálogo —y es algo que Hermógenes llega a admitirle a Sócrates-las palabras son una representación (dhlwma) y un mimema (mimhma) de las cosas, o también una imagen (eikwn), ya que en el acto de nombrar aparece o se revela «la esencia del objeto manifestándose en el nombre»: h ousia tou pragmatoz dhloumenh en tv onomati; (393 d 4-5). O bien: «el nombre es una representación de la cosa mediante sílabas y letras», (…) dhlwma sullabaiz kai grammasi pragmatoz onoma einai (433 b 3); proposiciones estas que constituyen la médula y el hueso de la tesis naturalista, o Sprachontologismus, como la bautiza acertadamente Josef Derbolav en su estudio sobre el Cratilo46, y que 45 Eirwneuomai significa propiamente «hacerse el ignorante, el naïf» (Cf. BailIy, Dictionnaire Grec-Francais). Caso típico de ironía socrática. 46 Josef Dervolav, Der Dialog “Kratylos” in Rahmen der… platonischen Sprachund Erkenntnisphilosophie; West-Ost Verlag, Saarbrücken, 1953, p.28: «Der doctrinäre Sprachontologismus des Kratylos…». 314 / Ludovico Silva

son el trasunto de una creencia característica del mundo helénico: la del origen onomatopéyico del lenguaje. El análisis detenido de este punto nos brindará más adelante una rica oportunidad para hallar las más imprevistas conexiones entre aquella primitiva concepción del lenguaje y las más modernas teorías acerca de la palabra poética, explícitas, por ejemplo, en la obra de un Mallarmé o un Valéry. A continuación Hermógenes presenta sus propias tesis, que corresponden a la posición convencionalista. Hermógenes era un discípulo de Sócrates, un Swkratikoz, como dice Proclo47. Aunque de entrada dice a Sócrates que después de discutir sus tesis expresamente con muchos otros no ha podido hasta ahora persuadirse (πεισθηναι) de las tesis contrarias —lo cual parecería implicar cierta firmeza doctrinaria—, sin embargo bien pronto se revelará como un débil contrincante, adversario tal vez demasiado cómodo para Sócrates. Esto no impide que situados en la perspectiva del siglo XX podamos con justicia calificar de genial la intuición básica de Hermógenes. Su doctrina es, como dice Li Carrillo, un verdadero antecedente de la concepción moderna del lenguaje48. Formulado en el ambiente griego de la época, aquel convencionalismo radical era sobremanera heterodoxo y, por decirlo así, iba contra todo un establishment ideológico o creencia oficial griega; y dados los orígenes mítico-religiosos de la doctrina «oficial», el convencionalismo era casi herético. Esto podría explicar la indecisión de Hermógenes y sus numerosas inconsecuencias, así como también la facilidad con que Sócrates le hace admitir las tesis contrarias. Sin embargo, es curioso notar que a pesar de todo el balance general del diálogo resulta positivo para la teoría convencionalista, lo que subraya la importancia del Crátilo como el más lejano antepasado sistemático de la filosofía del lenguaje y de la lingüística. He aquí la tesis que presenta Hermógenes: (1) La mencionada orqothz onomatoz o rectitud del nombre no es otra cosa que un acuerdo y una convención: xunqhkh kai omologia (384 d 1). 47 Cf. Méridier, Notice, ed. cit., p. 34. 48 Cf. V. Li Carrillo, op. cit., p. 14. Humanismo clásico, humanismo marxista / 315

(2) El nombre que, en un momento dado, alguien ponga o asigne (qhtai) a un objeto, ese es el nombre justo: τουτο ειναι το ορθον. Pero si, abandonando el nombre que se acaba de poner, se le cambia inmediatamente por otro, este segundo nombre no será menos justo que el primero: ouden htton to usteron orqvz ecein tou proterou (384 d 1-3). Así, por ejemplo, podemos cambiar a nuestro antojo los nombres de nuestros domésticos, y los nombres que antes tenían no serán más justos o rectos que los que les pongamos: ouden htton einai orqon to metateqen tou proteron keimenou. (3) Ningún nombre pertenece por naturaleza (φυσει) a cosa alguna, sino por uso y costumbre de los que habitualmente practican la denominación: ’alla nouv kai eqei tvn eqisantwn te kai kalountwn (384 d 7-8).

Un poco más adelante, Hermógenes repetirá su tesis con otras palabras: yo no concibo —dice a Sócrates— más que una manera justa de denominar; yo puedo llamar a cada objeto con un nombre que yo he establecido (o egw eqemhn) y tú puedes llamarlo con otro nombre establecido por ti (o au su). «Lo mismo ocurre con las ciudades; yo veo que cada una, a veces, asigna un nombre diferente a los mismos objetos, en lo cual se separan los griegos de los griegos tanto como los griegos de los bárbaros» (385 d8-e3). Antes de pasar a la argumentación que esgrimirá en seguida Sócrates, conviene que nos detengamos en el examen de la teoría convencionalista tal como la ha formulado Hermógenes y en la explicitación de los supuestos que la fundamentan. Nos encontramos por de pronto con que frente a la rectitud por naturaleza (jusei) invocada por Crátilo, Hermógenes aserta una rectitud fundada en una serie de principios unitariamente argüidos: nomoz eqoz xunqhkh, ομολογια; es decir, una rectitud por decreto y costumbre, nomov kai eqei, instituida por costumbre o convención, qesei49. 49 Las expresiones εθει, τϖν εθισαντων, θηται, εθεμην, tienen todas la misma raíz que εθοζ: raíz θε, poner, τιθημι, que es también la raíz de un clásico opuesto de φυσιζ: θεσιζ; (Cf. Bailly, Dictionnaire…; y Li Carrillo, Op. cit., p. 69 n). 316 / Ludovico Silva

La presencia de todas esas contraposiciones terminológicas revela dos cosas. En primer lugar, nos encontramos ante dos tesis que se formulan como radicalmente contrapuestas sin posibilidad alguna de conciliación; Crátilo por una parte, con su silencio sibilino, y por la otra Hermógenes, con su tesis heterodoxa, forman el marco adecuado para la intervención cautelosa de un Sócrates crítico que contenderá con ambos personajes y acabará por no darle la razón a ninguno. En segundo lugar, la polémica es expresión de una antítesis polar característica del mundo intelectual griego: la antítesis jusiz/nomoz. La noción de nomoz; es la piedra de toque de la teoría convencionalista. El vocablo no llegó a adquirir el sentido de «convención» sino como resultado de una evolución histórica50, y merced a la intervención de los sofistas, según es opinión de Heinimann51. Su sentido primitivo es el de «orden». «La historia de la palabra —escribe Li Carrillo— revela que todas sus significaciones tienden a reunirse en un núcleo común fundamental y que evolucionan de lo general a lo particular (Cf. E. Laroche, Histoire de la racine nem-, en grec ancien, París 1949; Max Pohlenz, «Nomos», artículo de la revista Philologus, 97, 1/2, 1948, pgs. 135-142). El nomoz es ley, pero es también orden, disposición, uso y costumbre, acuerdo y convenio. Lo esencial es la idea de “orden”. Todas las significaciones de νομοζ se articulan en torno a esta noción»52. En este sentido, el vocablo nomoz desplaza al homérico kosmoz, añadiéndole el sentido de organización o estructuración legal de la realidad, a la manera de un principio religioso. Así aparece en Píndaro: Nomoz o pantwn basileuz Qnhtvn kai aqanatvn53 50 Cf. Li Carrillo, op. cit., 75 sqq. 51 F. Heinemann, Nomos unf Physis, Basel, 1945. 52 Li Carrillo, op. cit., p. 75. 53 Fragmento 169, ed. Shroëder: «El orden, rey de todos, mortales e inmortales». Liddle and Scott en su Diccionario proponen traducir aquí νομοζ por costumbre, custom is Lord for all… Humanismo clásico, humanismo marxista / 317

También en Heráclito aparece como principio divino de carácter unitivo, contrapuesto a la pluralidad y contingencia de las leyes humanas: trejontai gar pantez oi anqrwpeioi nomoi upo enoz, tou qeiou54

Subsistirá de la noción primitiva la idea de «ley»: orden que no se confunde con las cosas mismas, pero que sirve para disponerlas armoniosamente; o tal vez podríamos decir, melodiosamente, ya que la palabra nomoz designó la melodía en el vocabulario de la música antes de meloz. De la idea de ley como disposición del orden material se desprenderá lo referente al orden jurídico y moral. Así en lo jurídico la ley obedecerá a un principio de ισονομια o repartición igualitaria. «Pero la tradición —escribe Li Carrillo— se convierte en uso, en costumbre, en hábito, despojando a la ley de sus atributos de necesidad y soberanía, que constituyen el fundamento de su eficacia. La ley se degrada»55. Este sentido degradado del nomoz será el que recojan los sofistas hasta transformarlo en mera «convención». Con lo cual aparecerá ya nítidamente la antítesis polar respecto a la jusiz, antítesis que en el pensamiento helénico es paralela a la de doxa-alhqeia y complementaria de esta. En efecto, si en un principio el nomoz representó un orden cósmico inmanente a las cosas y de carácter necesario, con los sofistas se transforma en algo contingente, en relación de dependencia con las opiniones humanas. Se llega, pues, a una suerte de relación biunívoca entre jusiz-alhqeia y nomoz-doxa. Y aún cabría añadir otra pareja conceptual: apariencia-realidad en relación simétrica con las mencionadas: a la estable verdad natural de lo real se opone la inestable convención que se mueve en el terreno opinadizo de las apariencias. Este último sentido es el que manejan los personajes del Crátilo, donde las antítesis arriba enumeradas aparecerán, además, 54 Marcovich, Heraclitus, frag. 23: «Pues todas las leyes humanas se nutren de una, la divina». 55

Li Carrillo, op. cit., p. 77.

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expresadas en la pareja nombre-cosa: onoma-pragma. Esta última antítesis, sin embargo, sólo cobrará su pleno sentido en el Sofista platónico. Hay en el Crátilo, como dice Méridier, l’esquisse d’une théorie de la connaissance: l’étude linguistique qu’il présente n’en est que l’enveloppe et le prétexte56. Este esbozo de teoría del conocimiento se presenta en la discusión misma de las dos teorías sobre el lenguaje. Según la teoría de Crátilo —ya lo hemos visto— es posible conocer la verdad y la naturaleza de las cosas a través del instrumento cognoscitivo del lenguaje, en el cual están representadas las respectivas naturalezas de las cosas, y muy especialmente en esas partes privilegiadas del discurso que son los nombres. Hay entre los nombres y las cosas una relación necesaria, no accidental, una relación de jusiz. En cambio en la teoría de Hermógenes la relación es accidental y puramente convencional, nomv kai eqei. La relación de conocimiento onoma-pragma se plantea así según las distintas concepciones del nombre y su «rectitud». La actitud de Sócrates es a este respecto conciliadora; da, en parte, la razón a Crátilo, y en parte a Hermógenes, por tanto refuta a ambos parcialmente. La tesis de Crátilo es en parte cierta, pues tiene que haber alguna relación entre los nombres y las cosas; y en parte errada, pues esa relación no es siempre natural, sino producto de la convención. La tesis de Hermógenes es en parte correcta por esta última razón, pero su formulación radical debe corregirse, pues destruye en última instancia toda relación entre nombres y cosas o, como opina Steinthal, elimina toda rectitud en absoluto al eliminar la no-rectitud57. Tal es la crítica de Sócrates a ambas posiciones. Pero, ¿significa esto que ya Sócrates está en posesión de una teoría del conocimiento, y en especial de las relaciones entre lenguaje y verdad? No lo parece, a pesar de ciertas formulaciones al final del diálogo. Más bien puede decirse que tenía ya claramente planteado el problema, pero que no lo había resuelto. De la teoría de las Formas no tenía aún más que una vaga rêverie, un oneirwttein (439 e 7), coincidente con las referencias a una teoría del lenguaje en sí, el lenguaje ideal. Y en cuanto a la 56 Méridier, Notice, ed. cit., p. 30. 57 Steinthal, Geschichte der Sprachwisscnschaft bbei den Griechen und Römern, Berlín, 1890-91, vol. I, p. 87. Humanismo clásico, humanismo marxista / 319

relación nombres-conocimiento, véase cómo estaba ya Platón en el comienzo de la vía que después recorrería plenamente: «Sócrates —Y en cuanto a los nombres, ¿no hemos reconocido, después de considerarlo repetidas veces, que cuando están bien establecidos, se asemejan a los objetos que designan y son imágenes de las cosas? (eikonaz tvn pragmatwn). »Crátilo: —Sí. »Sócrates: —Si, pues, se puede adquirir mediante los nombres un conocimiento de las cosas (ta pragmata manqanein) tan perfecto como sea posible, y si también se lo puede adquirir mediante las cosas mismas, ¿cuál será, de esas dos formas de conocimiento, la más bella y la más exacta? ¿Será de la imagen de donde habrá que partir para, estudiándola en sí misma, saber si la copia es buena y conocer al mismo tiempo la verdad de la que ella es imagen? (thn alhqeian hz hn eikwn). ¿O de la verdad, para conocerla en sí misma y constatar si su imagen ha sido convenientemente ejecutada? »Crátilo: —Es de la verdad de donde hay necesariamente que partir, pienso yo. »Sócrates: —Conocer de qué modo deben aprenderse o descubrirse las cosas que son (ta onta) es algo que tal vez está por encima de mis fuerzas y de las tuyas. Contentémonos con estar de acuerdo en que «no es de los nombres de donde hay que partir, sino que es preciso aprehender e investigar las cosas, partiendo de ellas mismas, más bien que de los nombres» (ouk ex onomatwn alla polu mallon auta ex autvn kai maqhteon kai zhthteon h ek tvn onomatwn) (439 a-b 8). Ahora bien, compárese esta última aseveración con el siguiente fragmento del Sofista: Nun gar dh te kagq touto peri tounoma monon ecomen koinh to de ergon ej v kaloumen ekateroz tac’an idia par hmin autiz ecoimen dei de aei pantoz peri to pragma auto 320 / Ludovico Silva

mallon dia logwn h tounoma monon sunwmologhsqai cwriz logou. «Por el momento, en efecto, tú y yo entendemos en común sólo el nombre, pero acerca de la cosa que denominamos con este nombre, podría ser que cada uno de nosotros tuviese una concepción propia. Ahora bien, respecto a cualquier materia, es necesario siempre estar de acuerdo acerca de la cosa misma por medio de la explicación, antes que acerca del nombre únicamente, sin explicación»58. No es difícil advertir el paralelismo de ambos textos, que demuestra varias cosas. En primer término, nos muestra a un Platón consecuente con sus primeras averiguaciones sobre el problema de las relaciones entre lenguaje y verdad; en segundo término, nos da la pista para ver en el Crátilo el germen de una teoría del conocimiento que será desarrollada más tarde; en tercer lugar, nos señala a un Sócrates más decidido en el Sofista acerca de la relación nombre-cosa de lo que estaba en el Crátilo: lo que en este diálogo —escrito aproximadamente entre 386 y 385 a.n.e.— no es sino una prudente solución ecléctica, en el Sofista será proclamado como un principio epistemológico a ser tenido en cuenta en toda investigación dialéctica59. Volviendo a la teoría convencionalista de Hermógenes, hagamos notar que, tal como este personaje la expone, da lugar a críticas que no tardará Sócrates en hacerle. Hemos visto cómo la «convencionalidad» se funda en una concepción del nomoz difundida entre los sofistas; esta concepción, aplicada sin la debida cautela 58 Sofista, 218 c1-c5. La versión castellana del fragmento es de V. Li Carrillo, en Las definiciones del Sofista, Revista-anuario Episteme, Instituto de Filosofía de la UCV, Caracas, 1959-60, pp. 108-109. 59 El principio de la primacía de la cosa sobre el nombre (en tanto este no es instrumento seguro de conocimiento, por ser mudable y convencional) opera en el segundo de los tres planos en que se desarrolla el Sofista: plano de la definición del personaje «Sofista», plano lógicoepistemológico y plano histórico-ontológico. Cf. Juan Nuño, La dialéctica platónica, Instituto de Filosofía, UGV, Caracas, 1962, p. 132. Humanismo clásico, humanismo marxista / 321

al problema de los nombres, produce un nominalismo a ultranza, una suerte de contingencialismo de los nombres que somete a estos al más puro azar e introduce en el acto de la denominación la más total arbitrariedad. Es cierto que los nombres, en cuanto signos lingüísticos, son arbitrarios y productos de la convención; mas precisamente por ser productos de una convención, el acto de la denominación debe someterse a las reglas fijadas en el acuerdo. Decir —como dice Hermógenes— que cualquier nombre que se le ponga a un objeto en cualquier momento es ipso facto el nombre de ese objeto, es olvidar que los nombres son productos de una convención social precisamente para evitar la arbitrariedad en la denominación, para fijar nombres socialmente establecidos y posibilitar la comunicación entre los hombres. El convencionalismo de Hermógenes, sin estas advertencias, se convierte en la posibilidad de la confusión babélica; si cada cual «establece» un nombre «privado» para cada cosa, el resultado es que existirán tantos lenguajes como seres humanos. Sin duda alguna, nada impide a un grupo humano, e incluso a un hombre en soledad, construir para sí un lenguaje particular; el principio convencional así lo permite, pues es un principio universalmente aplicable; pero cuando se trata de lenguajes socialmente instituidos, o de metalenguajes, el principio convencional sólo funciona sometiéndose a reglas que deben ser acatadas y cumplidas por aquellos que aspiran a comunicarse. Esta restricción al convencionalismo, aunque con otros términos, está ya presente en la argumentación socrática, cuando hace ver a Hermógenes la posibilidad de que choquen los lenguajes «privados» con los lenguajes colectivos. Antes de pasar a otras observaciones críticas, veamos los pasos seguidos por el propio Sócrates al formular las suyas. El conjunto de las críticas socráticas está comprendido sumariamente entre 385 a. y 387 d. La presentación que hasta ahora hemos hecho de las dos doctrinas en pugna nos servirá para comprender mejor los razonamientos de Sócrates y para precisar más aún los presupuestos de aquellas. La refutación socrática comprende tres argumentos finamente entrelazados, aunque separables: (1) reducción al absur322 / Ludovico Silva

do, (2) argumento coercitivo, y (3) refutación indirecta, o asimilación de la tesis del adversario a otra tesis ajena cuya invalidez se prueba. (1) Reducción al absurdo. Este es el argumento que hace volverse contra sí misma la tesis del adversario, y por ende, contra el que la sostiene. Por eso Proclo60 lo llama entreptikon61. Sócrates pregunta a Hermógenes: «La denominación que se da a cada objeto, ¿es el nombre de cada uno?» (O an qh kalein tiz ekaston, tout’ estin ekastv onoma), (385 a 2-3). Hermógenes asiente. «¿Sea un particular (idiwthz) o sea la ciudad (poliz) la que dé esa denominación?» Hermógenes asiente de nuevo. Y si, por ejemplo, —insiste Sócrates— a un particular se le ocurre llamar «caballo» a lo que es un «hombre», e inversamente, se le ocurre llamar «hombre» a lo que es un «caballo», entonces el mismo ser ¿llevará para todos el nombre de «hombre» mientras para el particular lleva el de «caballo»? Ahora bien, como la teoría convencionalista supone la validez universal del nomoz, Sócrates va precisamente a minar este presupuesto. En el concepto de nomoz hay la doble y complementaria noción de individuo (situación privada) y colectividad (situación pública). La denominación puede ser practicada por un idiwthz, un particular, y tendrá una validez privada (idia). Será un lenguaje particular. Y también puede ser hecha la denominación por la ciudad, la poliz, en cuyo caso se tratará de una validez «oficial». Por tanto, la validez universal del nomoz queda destruida al volverse contra ella la convencionalidad misma. ¿Qué validez universal puede tener la convención como principio, si cualquier sistema de denominación que se invente cada cual constituirá una convención privada arbitraria que choca con la oficial? Por otra parte, 60 Proclo, In Platonis Cratylum commentaria, XXXIII, 15-17. Para un examen detallado —que en parte utilizamos aquí— de estos tres argumentos, Cf. V. Li Carrillo, Platón, Hermógenes y el lenguaje, ed. cit. Pp. 81 sqq. 61 Según Bailly (Dictionnaire Grec-Francais) entreptikoz significa «prope a faire rentrer a soimême, a rende honteux, a faire rougir». Pero Sócrates dará algo más que un paso psicológico; dará un paso lógico. Humanismo clásico, humanismo marxista / 323

como la teoría convencionalista supone la posibilidad de asignar una serie infinita de nombres invariablemente justos, puede deducirse la posibilidad de otorgar simultáneamente varios nombres contradictorios a un mismo objeto, nombres que serían todos al mismo tiempo «el nombre justo» de ese objeto. Lo cual demuestra —es lo que va implícito en el razonamiento socrático— que la tesis convencionalista formulada por Hermógenes así sin más, conduce al absurdo mencionado. Desde nuestro punto de vista moderno, el argumento socrático sería inconsistente, aunque su inconsistencia no es vista por Hermógenes, quien, por el contrario, se va plegando progresivamente tras la descarga de interrogaciones de su maestro. No sólo no hay nada que vaya contra la posibilidad de infinitos nombres para un mismo objeto, sino que de hecho son múltiples los nombres para los mismos objetos. A todos los niveles sociales e individuales existen lenguajes particulares, con sus códigos y reglas que funcionan a la escala para la cual han sido inventados62. Por otra parte, la coexistencia de diversas lenguas —y dentro de estas los dialectos, las jergas, etc.— impone la existencia simultánea de muy diversos tipos de nombres asignados a los mismos objetos. Saussure recuerda esto precisamente cuando, hablando de la arbitrariedad del signo, ejemplifica: «el significado “buey” tiene por significante bwéi a un lado de la frontera franco-española y böf (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera franco-germana es oks (Ochs)»63. La arbitrariedad del signo es un principio inconmovible. Sócrates le hará en el Crátilo una serie de objeciones de corte metafísico que hoy resultan totalmente inadecuadas, entre otras razones por no haber podido tener en cuenta la distinción entre lenguaje y metalenguaje; y por no haber podido separar los niveles de la semántica, la sintáctica y la pragmática, o los niveles de la suppositio materialis y la formalis. (Sin embargo, como intentaremos mostrar al final de este ensayo, las tesis socráticas, aunque inválidas en los actuales terrenos lógico y lingüístico, pueden servir para fundar una teoría de la palabra 62 Decimos lenguajes «particulares» y no «privados» por razones que luego explicaremos. 63 Saussure, Curso, ed, cit. p. 130. 324 / Ludovico Silva

poética). En general, pues, lo que podría llamarse el proceso histórico de «desontologización» del lenguaje —que corre parejo al de su desmitificación o pérdida del primitivo sentido mágico— ha deteriorado todas aquellas tesis socráticas que pertenecen a una concepción del lenguaje que suponía. A distinciones como estas no podía llegar el Sócrates del Cratilio, pues, aunque se muestra permeable a algunos postulados convencionalistas, ignora que, como dice Saussure, «el hecho social es el único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valores cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí sólo es incapaz de fijar ninguno»64. Esta última observación de Saussure nos recuerda, sin embargo, que alguna razón tenía Sócrates al rechazar la formulación de Hermógenes según la cual da lo mismo, para los efectos de la «rectitud», que el nombre sea establecido por la poliz según un código colectivo, o por un particular según un código privado; pues aunque es cierto que cualquier particular puede hacerse de un código, este sólo puede llamarse lenguaje en la medida en que pueda ser entendido o aprendido por otros, pues la idea de un lenguaje absolutamente privado es contradictoria. En un tal lenguaje no cabría una noción como la de «rectitud de los nombres», ni lo que hoy llamamos «corrección», que es algo que sólo da el uso social; por tanto, no existiría una verdadera convención. Tal es el sentido último que puede hoy dársele a la reducción al absurdo que sobre las tesis radicalmente nominalistas de Hermógenes practica Sócrates, aunque este caiga luego en el extremo opuesto: el ontologismo lingüístico. La idea de un «lenguaje privado» se ha discutido hoy ampliamente desde que Wittgenstein planteó el problema en sus Philosophische Untersuchungen. Un lenguaje estrictamente privado no es, para Wittgenstein, aquel que siendo creado por un particular puede llegar a ser comprendido por otros; por el contrario, «las palabras de este lenguaje deben referirse a aquello que sólo el que habla puede conocer; a sus sensaciones inmedia64

Saussure, Curso, ed. cit. p. 193. Humanismo clásico, humanismo marxista / 325

tas, privadas. Por tanto, otra persona no puede comprender este lenguaje»65. Pero un lenguaje así, ¿es realmente un lenguaje? De ahí la pregunta que titula un estudio de A. J. Ayer: Can there be a Private Language?66 El problema es más complicado de lo que aparenta ser; aquí sólo apuntaremos lo que, a nuestro juicio, puede establecerse: (i) En el supuesto caso de que existiese un lenguaje privado, este tendría, para poder ser propiamente un lenguaje, que estar provisto de un cierto código y unas reglas; pero en este caso, ese código y esas reglas podrían, al menos potencialmente, ser aprendidas por otro sujeto, con lo cual el lenguaje dejaría de ser absolutamente privado; (ii) Aún en el supuesto caso de que pueda existir un lenguaje sin código y reglas, referido a las meras e inmediatas sensaciones privadas, de un tal lenguaje no podría por definición darse ejemplo alguno que demostrase su existencia, pues la sola muestra de un ejemplo comprensible por otros, demuestra analíticamente que no se trata de un lenguaje absolutamente privado; (iii) Por consiguiente, en un «lenguaje» de esas características no pueden existir nociones como las de «corrección» o «incorrección», o la de «rectitud de los nombres», ni se puede siquiera plantear el problema de si esa rectitud es «natural» o «convencional»; no hay allí rectitud ni no-rectitud67 Como apunta Alejandro Rossi en un agudo ensayo sobre este asunto, hay una «falacia que consiste en pensar que, dada nuestra idea de lenguaje, un Lenguaje Privado es la réplica de esa idea de lenguaje aplicada a objetos privados. Pero en el “traslado” nuestra idea de lenguaje no sólo se fuerza, sino que se disuelve»68. A todas estas proposiciones pue65 Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, Blackwell, 1958, parágrafo 243. 66 A. J. Ayer, Can there be a Private Language, Proceedings of the Aristotelian Society, Supplementary Volume XXVIII. 67 Lo cual comprueba, de nuevo, la exactitud de la observación de Steinthal acerca del punto adonde lleva el extremismo de Hermógenes: «… es gebe keine Richtigkeit, weil es dann auch keine Unrichtigkeit gibt» (loc. cit.). 68 Alejandro Rossi, «Lenguaje Privado», en Lenguaje y Significado, Siglo XXI, México, 1969, pp. 76-77. 326 / Ludovico Silva

de añadirse otra más importante aún, derivada de la concepción del lenguaje implícita en la célebre tesis de Marx según la cual Es ist nicht das Bewusstsein de Menschen, das ihr Sein, sondern es ist umgekehrt das gessellschaftliche Sein, das ihr Bewusstsein bestimmt, «no es la conciencia del hombre lo que determina a su ser, sino a la inversa: es su ser social lo que determina a su conciencia». Una de las formas de manifestarse esta determinación material de carácter social en la conciencia es precisamente el lenguaje. «El “espíritu” —dice Marx en La ideología alemana— nace ya tarado con la maldición de estar “preñado” de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma de lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia (Die Sprache is so alt wie das Bewusstsein): el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios, del intercambio con los demás hombres (…) La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos (Das Bewusstsein ist also von vornherein schon ein gesellschaftliches Produkt und bleib es, solange überhaupt Menschen existieren)»69. Si comprendemos a la conciencia y al lenguaje como productos característicamente sociales, y extendemos esta determinación social, por la vía del lenguaje y de todos los modos de comunicación y recepción, hasta las zonas profundas de la Preconsciencia y la Inconsciencia —que se componen, dice Freud, de restos mnémicos verbales y visuales principalmente70—, entonces debemos concluir en que no hay reducto alguno en la interioridad humana libre de la determinación social; todo lo que pueda llamarse «lenguaje» o asimilarse a esta noción, como los residuos 69 Karl Marx y Friedrich Engels, Die deutsche Ideologie, I, A, 1, en Marx-Engels Werke, Dietz Verlag, Berlín, 1962, band 3, pp. 30-31 (Subrayados nuestros). Traducción castellana de W. Roces, Montevideo, 1969. 70 Sigmund Freud, «El Yo y el Ello», en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1948, vol. II, p. 1216. La teoría psicoanalítica posterior a Freud ha insistido en este punto. Por ejemplo, Lacan: «El inconsciente está estructurado como un lenguaje». Humanismo clásico, humanismo marxista / 327

e impresiones pre-verbales de las zonas profundas del psiquismo, no sólo es vulnerable a la determinación social sino que es producto de ella. Lo cual destruye, a nuestro juicio, toda posibilidad de constitución de un «lenguaje» estrictamente privado del tipo que Wittgenstein especificaba. El principio de la convención que, al decir de Saussure, rige a todo lenguaje, tiene vigencia aún en los reductos de apariencia más «primitivamente natural» de la vida del ser humano. La noción misma de naturaleza aplicada al hombre es impropia si por «naturaleza del hombre» se entiende una esencia fija y estable, o si no se le añade como componente específico la móvil y cambiante diferencia de la historicidad, es decir, la determinación socio-histórica. ¿Significa la primacía de la determinación social que el ser humano es incapaz de poseer una verdadera individualidad? La imposibilidad del «lenguaje privado» en sentido estricto, ¿es signo acaso de que cada ser humano esté impedido de poseer un universo propio? En modo alguno; pero si el hombre habla solo es exclusivamente por su capacidad de hablar con los otros hombres. El lenguaje que cada cual habla en su estricta soledad es como la presencia de todos los hombres en cada espíritu individual. La «naturaleza» del hombre es histórica, como la de las palabras; tal vez por esto decía Ortega y Gasset que el hombre es el animal etimológico. Pero cualquier búsqueda del «hombre originario» que intentase aislar una «presencia originaria» u hominidad natural, sería por definición tan infructuosa como la búsqueda que proponía Sócrates en el Crátilo del etumon de las palabras, en el sentido de hallar un esquema fónico primigenio que demostrase el vínculo «natural» del vocablo originario con las cosas, una suerte de onomatopeya primordial. En la teoría de Sócrates hay un aliento decididamente poético para considerar al lenguaje como una imitación (mimhsiz) de las cosas; las palabras serían como pequeños actores que en el teatro de la mente representan dramáticamente al mundo exterior; su naturaleza sería la del μιμημα o mínima gesticulación aérea de espejos capaces de reflejar la variedad del mundo. Sin embargo, la teoría del origen onomatopéyico del lenguaje carece hoy de asidero científico; «se podría uno apoyar en las onomatopeyas —escribe Saussure— para decir que la elección del significante no siempre es arbitraria. Pero 328 / Ludovico Silva

las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas como fouet, “látigo” o glas, “doblar de campanas”, pueden impresionar a ciertos oídos por una sonoridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus formas latinas —fouet deriva de fâgus “haya”, glas es classicum—; la cualidad de sus sonidos actuales, o, mejor dicho, la que se atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética. En cuanto a las onomatopeyas auténticas —las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.—, no solamente son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imitación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos —cfr. francés ouaoua y alemán wauwau, español guau guau»71—. Mientras los gallos hispánicos cantan un agudo e incisivo quiquirikí, los gallos franceses emiten un llano coquerico y los ingleses un extraño y grave coock-a-doodle-do… Pasemos ahora al segundo de los argumentos esgrimidos por Sócrates contra Hermógenes en el fragmento inicial del Crátilo. Este es el argumento que Proclo llama biastikon, vocablo que Li Carrillo traduce correctamente como «coercitivo». Algunos de los comentarios críticos que sugerirá ya han sido adelantados. (II) Argumento coercitivo. (385 b-c). Este argumento ataca, básicamente, el presupuesto convencionalista de que los nombres, no teniendo otro contenido que el que se les atribuye y siendo por completo independientes de las cosas, no constituyen en sí mismos fuentes de saber ni medios de conocimiento de la realidad. Frente a esto Sócrates argüirá que puede haber nombres verdaderos y nombres falsos, y esta posibilidad implica que el valor de los nombres es independiente de todo 71 Saussure, Curso, ed. cit., p. 132. La riqueza onomatopéyica de algunos de los lenguajes llamados «primitivos», como el Ewe (Africa occidental), ha dado pie a conjeturas en contra de esta tesis. «Sería mucho decir, sin embargo —y no ha faltado quien lo haga— que el origen del lenguaje humano puede atribuirse exclusivamente a fonaciones imitativas de esta especie», escribe Bertil Malmberg en Los nuevos caminos de la lingüística, Siglo XXI, México, 1967, p. 46. Humanismo clásico, humanismo marxista / 329

acuerdo; la denominación consistiría en una relación necesaria con la cosa misma, un vínculo originario que está más allá de toda convención y es previo a esta. He aquí las proposiciones de Sócrates, que son una a una admitidas por Hermógenes sin advertir aún que, al admitirlas, taladra las bases de su propia tesis: (1) Hay un decir verdadero y un decir falso: alhqh legein kai jendhz; por tanto, hay un discurso verdadero y un discurso falso: logoz alhqhz logoz yeudhz. (2) El discurso verdadero es aquel que enuncia los seres como ellos son72: ontoz oz ta onta legh wz estin, alhqhz. El discurso falso, por su parte, es aquel que enuncia a los seres como ellos no son: oz d’an wz ouk estin, yeudhz. (3) Por tanto, mediante el discurso es posible enunciar tanto las cosas que son como las que no son: logw legein ta onta te kai mh. (4) El discurso verdadero es verdadero en su conjunto, enteramente: oloz alhqhz; por tanto, cada una de sus partes (kai ta moria) es también verdadera: (5) No sólo las partes mayores (ta megala moria) del discurso son verdaderas, sino también las pequeñas (ta smikra). (6) El nombre es la parte más pequeña del discurso: logon smikroteron morion. (7) Así como un discurso falso lo es enteramente, también cada una de sus partes será falsa. (8) Por tanto, es posible decir nombres verdaderos o nombres falsos, así como se dice del discurso: onoma yeudez kai alhqez legein eiper kai logon.

72 Adoptamos la versión de Robin: «celui qui énoncera les êtres comme ils sont…». Méridier traduce: «celui qui dit les choses qui sont comme elles sont…». 330 / Ludovico Silva

Tales son las proposiciones que Sócrates hace admitir a su interlocutor sutilmente, a través de preguntas sucesivas. Hay en estas proposiciones una serie de supuestos que conviene desglosar y comentar. Se presentan tres problemas: la posibilidad del «decir falso» o posibilidad del error; la relación nombre-discurso como relación parte-todo, y el asunto del nombre «aislado». En cuanto al primer problema, como anota Méridier73, cuando Sócrates presenta a Hermógenes la posibilidad de que haya un discurso falso y uno verdadero, no hace sino aludir a una célebre tesis sostenida por los sofistas que afirmaba la imposibilidad del error fundándose en la imposibilidad de decir lo que no es, tesis que a su vez se fundaba en la exclusión de todo no-ser postulada por Parménides. Basados en esto, los sofistas proclamaban la inexistencia del error, tanto en el terreno del logoz como en el de la doxa: no habría opinión falsa ni discurso falso74. La presencia en el Crátilo de las proposiciones de Sócrates arriba citadas revela que ya entonces tenía planteado un asunto que más tarde resolvería definitivamente en el Sofista, donde lo somete a un examen detenido que concluye en la postulación de un cierto no-ser, ti uh on (la discusión de este punto se halla en Sofista, 236 e - 246 a), lo que incluye una puesta a prueba de la tesis parmenídica y una superación clara de su tajante prohibición metodológica75. Platón conseguirá, como escribe Nuño, «establecer la imposibilidad de operar con el No-ser absoluto (to mhdamvz) y llegar a la conclusión provisional o de procedimiento, que hay que admitir «bajo una cierta relación» (wz kata ti) al No-ser, esto es, operar con el No-ser relativo. Tal cambio equivale, en el plano histórico, a cometer el famoso parricidio (patroloia) es decir, a atacar (a «dedicársela») la tesis de padre Parménides: … biazesqai to te mh on wz esti kata ti 73 Méridier, op. cit., p. 51, n. l. 74

C. Li Carrillo, Platón, Hermógenes y el lenguaje, ed. cit., p. 91.

75

Cf. Juan Nuño, op. cit., p. 132. Humanismo clásico, humanismo marxista / 331

kai to on au palin wz ouk esti ph»76. La solución platónica consistirá en concebir al No-ser como «otro»: ετερον. Decir de una cosa que «no es» equivaldrá a decir que es «otra». Por lo demás, la tesis de la imposibilidad del error tendrá que ser refutada por Sócrates también frente a Crátilo. Ya muy avanzado el diálogo, Sócrates vuelve con la broma sobre la propiedad o impropiedad del nombre «Hermógenes» aplicado al por lo visto paupérrimo amigo de ambos, allí presente. Pregunta Sócrates a Crátilo si ese nombre ha sido atribuido «pero no correctamente» (on mentoi ge 429 c 2). Y se desarrolla el siguiente diálogo: «Crátilo. —A mi juicio, Sócrates, él (Hermógenes) no lo ha ni siquiera recibido (oude kiesqai); él parece haberlo recibido (dokein keisqai), pero ese nombre de hecho pertenece a otro, aquel cuya naturaleza es así. »Sócrates. —¿Ni siquiera se miente cuando uno dice que él es Hermógenes, o sí? Pues es de temer que tampoco sea posible decir que este es Hermógenes, si no lo es. »Crátilo. —¿Cómo lo entiendes tú? »Sócrates. —La imposibilidad radical del discurso falso (jeudh legein), ¿no es lo que estaba implicado en tu concepción? Esa es una tesis, mi querido Crátilo, sostenida por mucha gente, hoy como ayer (kai nun kai palai). »Crátilo. —En efecto, Sócrates, al decir aquello que se dice, ¿Cómo no decir aquello que es? El decir falso, ¿no consiste más bien en un no decir las cosas que son? (Pvz gar an v Swkratez, legwn ge tiz tsuto o legei, mh to on legoi; h on truto estin to jeudh legei, to mh ta onta legein). »Sócrates. —El razonamiento es, amigo mío, demasiado sutil para mí, y para mi edad…» (429 e 3-d 8). 76 Ibidem, p. 143. 332 / Ludovico Silva

Con esta última ironía cierra Sócrates una cadena de interrogaciones y abre otra en la que Crátilo será obligado a llevar hasta sus últimas consecuencias sus tesis. Dirá, así, que cuando alguien se dirige a otra persona empleando un nombre que no es el suyo, no errará, sino que emitirá «varios sonidos»; como cada signo está naturalmente unido a su significado, dirigir intencionalmente un signo hacia un significado que no es el suyo no será ni siquiera cometer error: será emitir un sin sentido. Y terminará Crátilo, por esta vía, acudiendo a una potencia divina que presuntamente estableció los nombres primitivos. El segundo asunto que se desprende del argumento coercitivo es el referente a la relación nombre-discurso como relación parte-todo. Supone Sócrates que si del discurso como un todo se predica la verdad o la falsedad, también del nombre, como parte, se podrá predicar lo mismo. Pero en su empeño de demostrar la existencia de nombres falsos, Sócrates cae en un sofisma. La verdad o la falsedad no se predican de las partes aisladas, sino de las proposiciones en su conjunto. O dicho de otra manera, en cualquier estructura la noción de verdad nunca estará completa —nunca será realmente verdad— mientras no se predique de la estructura como totalidad. Es más, lo que se establece apresuradamente como verdadero acerca de las partes aisladas —como, por ejemplo, ocurre con muchas «verdades» estadísticas en la moderna sociología— puede resultar falso desde el punto de vista de la totalidad. En cuanto a los nombres y demás partículas aisladas del discurso, recordemos de nuevo la noción saussureana de valor lingüístico: el valor de cada vocablo viene dado por el conjunto sistemático que lo rodea. La confusión socrática se desprende de su identificación casi total de onoma y logoz, que hace que lo que se predica del discurso sea también aplicable al nombre. El propio Platón corregirá este abuso en textos posteriores, como el Theetetos, donde describirá al nombre como elemento que sólo tiene sentido dentro de la estructura del discurso. Y Aristóteles lo establecerá claramente en el De Interpretatione77: peri gar sunqesin kai diairesin esti to jeudoz kai 77 Cf. Li Carrillo, Platón, Hermógenes y el lenguaje, ed. cit. p. 94. Humanismo clásico, humanismo marxista / 333

to alhqez. Ta men oun onomata auta kai rhmata eoike tv aveu sunqesewnz kai diaresewz nohmati (De Interpretatiane, 16 a 12-16). «Lo falso y lo verdadero se dicen sólo respecto de la combinación y de la división. Los nombres aislados, los verbos aislados equivalen a un pensamiento sin combinación ni división». Y aún haría falta, para precisar esta explicación, nociones modernas como la de sintagma, desde el punto de vista lingüístico; y desde el punto de vista lógico, un manejo de la noción de «proposición» tal como el que hicieron los estoicos al superar la lógica de términos aristotélica. Se ha tratado de defender, o al menos de justificar, la posición socrática en el Crátilo, acudiendo a otro tipo de explicaciones. Así lo hace, por ejemplo, Víctor Li Carrillo, mediante una interesante argumentación con la que, sin embargo, no concordamos. Comienza diciendo este autor: «Nada autoriza a sostener —como lo hace Erich Haag78— que el Crátilo trata exclusivamente de “nombres aislados” (isolierte Namen), con prescindencia de toda vinculación con el discurso. Desde el comienzo del diálogo, por el contrario, el nombre ha sido definido como thz jwnhz morion, (383 a 6-7). El acto de denominar, το ονομαζειν es, por otro lado, una parte del acto de hablar, to legein (387 e 6: oukoun tou legein morion to onomazein). La estructura del logoz, está constituida por nombres (424 d-425 b -431 b ss.)»79. Estas observaciones son correctas, aunque la última de ellas debería acompañarse de una crítica. En primer lugar, la estructura del discurso o logoz, no está constituida exclusivamente, ni mucho menos, por nombres, a menos que se entienda por logoz; una categoría no gramatical ni lógica, de procedencia mítica, tal como el logoz, de Heráclito; pero, en segundo lugar, precisamente en el pasaje del Crátilo, a que hace referencia Li Carrillo, dice Sócrates a Hermógenes que la estructura del discurso se compone de algo más que de nombres: «Con los nombres y los verbos80 (ek tvn onomatwn 78 Se refiere el autor a la obra de Erich Haag Platons Kratylos, Stuttgart, 1933, p. 52. 79 V. Li Carrillo, Ibid., p. 95. 80 M Robin traduce ‘rhmata por phrases. 334 / Ludovico Silva

kai ‘rhmatwn) realizaremos un grande y bello conjunto (…) y constituiremos así el discurso, por el arte de los nombres por la retórica» (ton logon th onomastikh h ‘rhtorikh) (425 a 2-4). Li Carrillo endereza su razonamiento como sigue: «La doctrina constante del Crátilo en esta materia, consiste más bien en caracterizar el nombre a partir de una dimensión más vasta, sea como parte de la φωυη, sea como parte del λογοζ; y aunque el nombre sea examinado independientemente, su pertenencia al discurso no sólo es implícita sino que sirve de trasfondo a su definición. Lo esencial del problema reside en determinar la naturaleza de su relación con esta estructura superior. Que el nombre sea parte del λογοζ no quiere decir, sin embargo, que deba ser entendido en la significación estricta de μεροζ του λογου, de “parte de la oración”, como el equivalente de la noción de “sustantivo”. El nombre en este contexto no es una categoría en el sentido de la gramática ni un concepto en el sentido de la lógica, no sólo porque el Crátilo se sitúa en una perspectiva a la vez anterior y previa a estas disciplinas, sino porque el término onoma designa fundamentalmente el momento más simple del lenguaje, y ni la interpretación lógica ni la interpretación gramatical, pueden convenirle». «En la concepción del Crátilo, nombre y discurso mantienen una relación de pertenencia, menos rigurosa que la impuesta por la lógica o la gramática. El nombre es una parte del discurso, es decir, es su manifestación privilegiada. El nombre es la más simple expresión del discurso. Por eso, “cuando se denomina se está en cierto sentido hablando”. El acto de denominar se confunde, por la generalidad de su significación, con el acto de ejercer la facultad de la palabra; y esto quiere decir que la parte puede sustituirse al todo»81. De esta manera, el discurso puede ser «representado» por el nombre; este se concibe a partir de aquél; «lo que se enuncia respecto del nombre puede ser aplicado al discurso», y viceversa. «Por eso, si se puede afirmar la verdad o falsedad acerca del discurso, se debe poder también afirmar la verdad o falsedad respecto al nombre». Y concluye Li Carrillo: «Desde este punto de vista, la argumentación de Sócrates conserva toda su validez». 81 Ibid. pp. 95 -99. Humanismo clásico, humanismo marxista / 335

Sin embargo, a nosotros nos parece que la posición socrática en este punto está lejos de conservar «toda su validez». Hay por de pronto un cierto espejismo de «solidez» socrática que no procede sino de la manifiesta debilidad de su contrincante, Hermógenes. Este ni siquiera hace de contrincante; admite todo cuanto le dice el maestro. Hermógenes hubiera podido replicar a Sócrates que, si el nombre tiene esa misteriosa cualidad de «representar» al discurso entero, con tanta más razón la tendría, por ejemplo, el verbo, το ρημα. «Zeus» no es en modo alguno una proposición; en cambio, «llueve» sí la es. La única manera posible de defender el razonamiento socrático es acudiendo a un expediente mítico-poético. Únicamente así puede atribuirse a los nombres cualidades o propiedades estructurales que en rigor pertenecen al discurso. Pero esto es regresar a una etapa anterior del pensamiento griego; una etapa más primitiva, en la que aún se contaba con el origen divino de los nombres y los poderes sibilinos de los mismos. Li Carrillo cita, para confirmar su razonamiento, una frase de Sócrates que corresponde a una de sus largas parrafadas etimológicas: «El nombre de ZEUS es, en efecto, propiamente como un logoz» (‘Atecnvz gar estin oion logoz to tou Dioz onowa, 396 a 1-2). En primer lugar, lo que aquí significa logoz no es exactamente «discurso». Méridier lo traduce «comme une définition», y Robin «Une manière de phrase». Pero, además, la afirmación de Sócrates se refiere a la etimología del nombre y no a su constitución actual. Es claro que desde el punto de vista etimológico muchos nombres «representan» un discurso, en el sentido de que fueron asignados dentro de un discurso determinado, del cual conservan las huellas que el método etimológico puede rastrear. Pero esto es una cosa, y muy otra la función actual, sincrónica, de un nombre con respecto al discurso. Sólo poéticamente puede afirmarse que ciertos nombres son como «conjuros» o representaciones de todo un discurso. La etimología socrática de «Zeus» no hace sino recalcar lo que decíamos, o sea la vinculación de esta posición con posiciones anteriores sobre el mismo asunto. Asociar aquel vocablo zhn es acudir a una fantasía etimológica (la mayoría de las etimologías platónicas son puramente imaginarias. y su 336 / Ludovico Silva

único valor es el poético), y es situarse en una perspectiva, con respecto a los nombres, semejante a la de Heráclito o Esquilo. La afirmación de Sócrates tiene su claro antecedente en el siguiente fragmento de Heráclito: en, to sojon mounon, legesqai ouk eqelei kai eqelei Zhnoz onoma

(Diels, 32; Marcovich, 84). «Un (Ser), el único (Ser verdaderamente) sabio, no admite y admite ser llamado con el nombre de Zeus»82, donde se acude a una popular conexión paretimológica: Zhnoz zhn83, rastreable también en Esquilo y Eurípides84. Que esta sea una posición muy «griega» no significa en absoluto que el razonamiento socrático sea consistente. Dice Li Carrillo que ese razonamiento no puede entenderse desde el punto de vista de la Gramática y de la Lógica, sino desde «una perspectiva más vasta». Puede ser que Platón manejase, en efecto, una concepción del nombre de estirpe mítico-poética, mucho más rica, pero también menos precisa y unívoca que la que hoy manejamos o, la que sin ir más lejos, manejaron Aristóteles y los estoicos. Pero esto no iría sino en detrimento del propio razonamiento socrático, cuyo objetivo en el Crátilo no es mítico ni poético, sino epistemológico. Se trata de una teoría del conocimiento formulada embrionariamente; se trata de una teoría de la verdad en relación con el lenguaje. Por otra parte, aunque en griego no existiese una palabra para designar al sustantivo, ello no impide que todas las palabras traídas a colación por Sócrates, en su examen etimológico, sean sustantivos o adjetivos —la separación de estas dos categorías, antiguamente fundidas en el ονομα y el nomen, no se produjo hasta la Edad Media—, claramente separados de los verbos en cuanto a su función dentro del discurso. La idea de que un 82 Versión castellana de M. Marcovich en Heraclitus (Editio minor), Mérida -Venezuela, 1968, p. 105. 83 Cf. Marcovich, Heruclitus (Editio Maior), ed. cit. p. 445. 84 Esquilo, Suplicantes, 584; Eurípides, Orestes, 1365. Humanismo clásico, humanismo marxista / 337

nombre puede ser «verdadero» o «falso» —y que, por tanto, forman ellos en sí mismos, aisladamente, una estructura como la de la oración— no se sostiene, a menos que nos refiramos a la propiedad o impropiedad de la atribución. Pero atribuir correctamente un nombre a una cosa, no significa sino seguir las reglas del juego de una convención histórica y socialmente precisada, un contexto determinado; el mismo nombre podrá atribuirse correctamente a otra cosa distinta, en otro contexto. Por otra parte, aunque fuese cierto que en la palabra «Zeus» estuviesen in nuce nociones como «vida» o «sabiduría» —esto es, que constituyese un «logos»— nunca de esa palabra «Zeus» aislada podría decirse que es verdadera o falsa. En cambio, de la más modesta de las proposiciones, como «está lloviendo», sí puede ello predicarse. En suma, no vemos por qué resulten inadecuadas las perspectivas lógico-gramaticales para hacer la crítica de la posición socrática en el Crátilo. Ocurre a menudo con los textos filosóficos griegos que se piensa entender mejor su «grecidad», su carácter propiamente helénico, si se abandonan los puntos de vista modernos y los instrumentos teóricos contemporáneos. Más bien ocurre a la inversa. Por otra parte, no nos parece cierto que en la perspectiva misma de Platón en el Crátilo, no funcionasen categorías gramaticales o lógicas. Es cierto que onoma en ciertos contextos puede significar «frase» y ser ¿por qué no? un equivalente de logoz; pero no es menos cierto que ‘rhma (que también puede significar «lenguaje», «discurso», por ejemplo en Teognis 1148) significa casi siempre en Platón «frase» por oposición concreta a onoma. Son, a pesar de toda su procedencia y su prestigio poéticos, incipientes categorías gramaticales. «Ονομα es, en Platón, la palabra-nombre, por oposición a la palabra-verbo, ρημα, como se desprende no sólo del Crátilo, sino también de otros textos, como el Sofista, 262 a»85. En cuanto al aspecto lógico, ya desde la perspectiva griega misma estableció Aristóteles —como vimos— que la verdad y el error no pueden predicarse de las palabras aisladas, sino de su combinación y división, o sea, de las proposiciones. 85 Cf. Bailly, Dictionnaire Grec-Francais. 338 / Ludovico Silva

Nos faltaría aún exponer el tercer argumento socrático o refutación indirecta86, pero ello desborda los límites de este ensayo. En este argumento, Sócrates asimila la doctrina convencionalista de Hermógenes a la doctrina de Protágoras, según la cual la entidad de los entes consiste en una relación con el hombre (el hombre, del cual dice la célebre sentencia de Protágoras que Platón cita: pantwn crhmatwn anqrwpon metron einai)87. De esta doctrina se desprendería una inestabilidad ontológica de las cosas, en la que Sócrates ve implicada la inestabilidad de los nombres que sostiene el convencionalismo. Pero las cosas —dirá— si poseen una ousia estable, en la que no interviene la opinión. También las acciones (praxeiz) poseen una estabilidad ontológica, pues se practican según la naturaleza y no según nuestra opinión (ou kata thn hmeteran doxan, 387 a 2); la naturaleza del objeto es norma de la acción. Ahora bien, el nombrar es una acción; esta, para ser recta, debe adaptarse a la naturaleza del objeto; luego, la rectitud de los nombres es natural. Tal es, en esencia, el tercer argumento socrático, que, como hemos dicho, dejaremos sin comentario. *** Estos son, a nuestro juicio, los lineamientos fundamentales del problema debatido en el Crátilo. Lo hemos expuesto siguiendo las pistas dadas en el fragmento inicial (383 a -385 e), lugar de donde parten todas las coordenadas, y sitio de máxima irradiación teórica. Adheridas a esta estructura, figuran en el diálogo numerosas cuestiones y proposiciones que por sí mismas son alto motivo de interés; algunas de ellas guardan hoy toda su problematicidad y poder de sugerencia intactos. El Crátilo, como ha escrito Roman Jakobson, es un texto apasionante al que han vuelto a poner sobre el tapete las controversias referentes a la semiótica88. Centrado el problema hoy sobre la «arbitrariedad 86 El argumento se desarrolla en 385 d -387 d. 87 Cf. Theetetos, 161 c. 88 Roman Jakobson, «En busca de la esencia del lenguaje», en el volumen de varios autores Problemas del lenguaje, Sudamericana, Buenos Aires, 1969. (Este volumen es reproducción del Nº 51 de la Humanismo clásico, humanismo marxista / 339

del signo lingüístico», puede decirse que aún hay partidarios de Hermógenes como de Crátilo, al menos en lo tocante al dogma saussuriano. Seguidores de la línea de Hermógenes los hay desde Dwight Whitney (1827-1894) —quien ejerció gran influencia en la lingüística europea mediante la tesis de que la lengua es una institución social89— hasta Saussure. Discípulos de este, como Bally y Sechehaye, continuaron la doctrina, y Meillet y Vendryès señalaron «la falta de relación entre sentido y sonido», en tanto Blomfield afirmó que «las formas de la lengua son arbitrarias». Pero, como señala Jakobson, las opiniones sobre el dogma saussuriano «estaban lejos de ser unánimes». El papel de lo arbitrario, según Jespersen (1916) había sido exagerado, y no estaba resuelto el problema de la relación entre sonido y significado. Aparecieron títulos como Le signe n’est pas arbitraire (E. Pichon, 1927) o bien The sign is not arbitrary (D. L. Bolinger, 1949). E. Benveniste llegó a una posición conciliadora: la relación entre el significante y el significado es una simple contingencia para el observador desvinculado y ajeno, pero para quien utiliza la misma lengua materna es una necesidad. Y Jakobson sintetiza la situación del problema en estos términos: «En realidad, el problema fundamental trazado por Saussure referente a un análisis lingüístico intrínseco de todo sistema idiosincrónico no permite invocar las diferencias de sonido y de significado debidas al factor espacio o tiempo, como prueba del carácter arbitrario de la conexión entre los dos elementos constituyentes del signo verbal. La campesina suizo-alemana que se preguntaba por qué sus compatriotas de lengua francesa dicen fromage (queso) —Käse ist dach viel natürlicher!— manifiesta una actitud más auténticamente saussuriana que la de los que sostienen que toda palabra es un signo arbitrario que podría reemplazarse por cualquier otra para designar lo mismo. Esta necesidad natural, ¿debe atribuirse exclusivamente a la costumbre? ¿Acaso los signos verbales, puesto que se revista Diógenes, del Consejo Internacional de Filosofía y Ciencias Humanas). 89 Whitney publicó sus obras fundamentales en 1867 y 1874; nótese cómo la intuición de Marx —cf. Supra— se había adelantado a esta formulación, al postular al lenguaje como un producto social. 340 / Ludovico Silva

trata de símbolos, actúan “sólo en virtud del hábito que asocia” su significado con su significante?»90. Como se puede apreciar, el problema de Crátilo posee inesperada actualidad, y no está demás señalar que, aunque la solución final del diálogo puede parecer ecléctica —pues, en efecto, consiste en conceder algo a Crátilo y algo a Hermógenes— su buena razón tenía Sócrates para no pronunciarse tajantemente sobre un problema que ni siquiera hoy puede darse por totalmente resuelto, al menos en el ámbito de las disciplinas lingüísticas. En el terreno propiamente filosófico sus raíces están aún vivas también. La corriente del análisis lingüístico, también conocida como escuela oxoniense, centra su análisis en el lenguaje corriente, desplaza la discusión sobre el significado a una reflexión sobre el uso —siguiendo pautas establecidas por el Wittgenstein de los Cuadernos Azul y Marrón—, rechazando toda formalización de la semántica como la practicada por Tarski o Carnap y, en definitiva, proponiendo el análisis del lenguaje natural como un análisis conceptual, lo que en mayor o menor grado supone una «re-ontologización» del lenguaje y un proponer a este como terreno para investigar la verdad. En oposición a esta corriente, los partidarios del positivismo lógico, en particular el Círculo de Viena, bien podrían pasar por los herederos de Hermógenes, en cuya doctrina hay, sin duda, un germen para la constitución de sistemas simbólicos, compuestos de términos completamente arbitrarios, convencionales y vacíos, totalmente independientes de las cosas y saneados de cualquier adherencia ontológica. El programa de estos pensadores bien podría titularse como el ensayo de Ernest Nagel: «Lógica sin ontología». Si Hermógenes hubiese poseído las armas de la lógica simbólica moderna, habría podido, sin duda, atacar a Sócrates, y sobre todo a Crátilo, con la misma saña que un Carnap ha atacado a un Heidegger, y exactamente en el mismo sentido. Todo el «vínculo natural» entre los signos y las cosas habría fracasado frente a la formalización; la «verdad material» supuestamente contenida en las palabras, habría cedido frente a la «verdad puramente formal» de las estructuras lógicas, que son válidas indepen90 R. Jakobson, ob. cit., pp. 24 -25. Humanismo clásico, humanismo marxista / 341

dientemente de los contenidos. Las implicaciones metafísicas del lenguaje, que tiñen toda la argumentación socrática frente a Hermógenes, habrían podido caer por tierra, como hace unas décadas cayeron ciertas proposiciones especulativas de Heidegger —del tipo «La esencia de la verdad es la verdad de la esencia«, o «la Nada nadea»—, ante la prueba de la formalización a que las sometió Carnap, quien las halló carentes de sentido y tautológicas. La doctrina heideggeriana de la verdad como revelación o desencubrimiento del ente, y la idea de que el lenguaje es la casa del ser, equivalen —formuladas en plan filosófico y no en plan poético— a una restauración, en pleno siglo XX, de la concepción naturalista del lenguaje tal como la sostenía Crátilo. Cuando en su comentario del Crátilo sostiene Li Carrillo —como hemos visto— que la doctrina socrática del nombre no debe ser mirada con los ojos de la gramática o de la lógica, opera, a nuestro juicio, según una inspiración heideggeriana91; su tesis nos recuerda insistentemente la defensa que hace Heidegger de la sentencia central de su teoría de la verdad, «La esencia de la verdad es la verdad de la esencia»; armándose contra cualquier posible ataque lógico, dice: «No es una proposición en el sentido de un enunciado. La respuesta a la pregunta por la esencia de la verdad es el relato (Sage) de un viraje (Kehre) dentro de la historia del Ser»92. Pero esto lanza a Heidegger hacia perspectivas míticas, únicas que pueden justificar — como en el caso de Crátilo— la presencia, en ciertos vocablos, de propiedades ultra-racionales o mágicas que los hace funcionar a modo de conjuros, como el nombre de Dios en el viejo testamento o como los nombres de las deidades eleusinas. También en el Crátilo se acude a este expediente, pues ¿quién, en definitiva, es el que establece la «rectitud natural» de los nombres —al menos de su ετυμον—? La establece un misterioso «legislador» o Nomoqethz al que Platón deja en la penumbra, y que posee un indudable carácter mítico; es una especie de demiurgo de los nombres, o más 91 «Debo a Martin Heidegger —escribe Li Carrillo en el Prólogo de su ensayo sobre el Crátilo—, el más grande pensador contemporáneo, lo mejor de mi formación filosófica y mi interés por el pensamiento griego clásico y los problemas del lenguaje». 92 Martin Heidegger, Vom Wesen der Wahrheit, Frankfurt. 1954, secc. IX. 342 / Ludovico Silva

propiamente dicho, un ‘Onomatourgoz (389 a l), alguien que podría llamarse nomenclator, si nos olvidamos de la nada divina significación de este vocablo latino, que designaba a ciertos esclavos encargados de saber el nombre de los ciudadanos. Este denominador universal o nomenclator, u onomaturgo originario, bien podría ser el que con delicada precisión diseñó las «casillas del Ser» heideggerianas, con el Ser dentro de ellas. Pero esta restauración del sentido mítico de la palabra deslizada en postulados filosóficos hace que estos contengan un puro valor poético, y no científico. Este último valor, por lo demás, no interesa al autor de Sein und Zeit, para quien lo importante es —en cita que tomamos precisamente del ensayo de Ángel Rosenblat sobre el Sentido mágico de la palabra93— «conservar en su verdad la fuerza de las palabras más elementales, en las que nuestra Realidad se expresa a sí misma», frase que podría pasar más por artículo de alguna ars poética que por sentencia de un programa filosófico moderno. También los contemporáneos lógicos matemáticos podrían reconocer en el convencionalismo de Hermógenes un lejano, pero preciso antecedente. En su defensa parcial del convencionalismo, frente a Crátilo, Sócrates pregunta, después de aceptar «de alguna manera» los principios de la convención y el uso: «¿Cómo crees tú poder aplicar a cada uno de los números en particular, nombres que se les asemejen, si no dejas a tu acuerdo y a tu convención (thn shn omologian kai zunqhkhn) una autoridad decisiva en lo concerniente a la rectitud de los nombres?» (435 b-c). De este modo, Sócrates expresa con sorprendente precisión la diferencia que hay entre el lenguaje corriente y un lenguaje formalizado; y señala un rasgo característico de este último al conceder que, para los conceptos formales, los signos empleados deben ser totalmente convencionales, sin relación semántica con ningún objeto especial, y sujetos a un código y a unas reglas especialmente establecidos; en suma, deben ser como los símbolos numéricos, o como los símbolos empleados en la lógica matemática. En esta última disciplina, la fórmula «p→q», por ejemplo, se lee: «Si p, entonces q», indicando la pura relación de implicación y con total prescindencia del conte93 Angel Rosenblat, «Sentido mágico de la palabra», en La primera visión de América y otros ensayos, Caracas, 1965, p. 93. Humanismo clásico, humanismo marxista / 343

nido «ontológico» que pudiera llenar esos símbolos vacíos. Sócrates llegó a percibir la necesidad de la convención absoluta para este tipo de lenguaje, precisamente porque creía que las palabras del lenguaje natural estaban «llenas» u ontológicamente preñadas en su materialidad fónica misma. De ahí, por una parte, que concibiera, con Crátilo, un presunto nomenclator primitivo que fabricase los nombres originarios con la misma materia de las cosas nombradas, un Nomoqethz «de capacidades mayores que las nuestras, humanas»; y de ahí también que observara intuitivamente con claridad la diferencia entre ese lenguaje corriente y el lenguaje de los números. El número 3 no se refiere a objeto alguno; es vacío; por tanto, su nombre «3» ha de ser objeto de la pura convención y de reglas particulares de uso94. Le faltó a Sócrates, por supuesto, manejar una serie de conceptos de los que hoy disponemos: el concepto de metalenguaje, y la zonificación de la pragmática, la sintaxis y la semántica. Lo verdaderamente importante era la relación nombre-cosa, en relación directa y necesaria. En este sentido, tampoco adivinó Sócrates la diferencia entre denotar y significar. Y menos aún distinguió niveles de lenguaje; para él la palabra anqrwpoz no era más que la representación o mimema del hombre, en tanto que para nosotros puede ser el signo de varias cosas: (1) Un hombre concreto; (2) La palabra anqrwpoz; (3) El signo de diferentes sentidos mediante el cual apunto a un mismo significado95: homme, man, uomo, anqrwpoz; (4) El concepto correspondiente: la humanidad. El mismo uso que hacemos hoy de las comillas es extraño a una concepción del lenguaje que no practicaba 94 Sobre el citado fragmento del Crátilo, a propósito de los números, observa sagazmente Joseph Dervolav: «Wie Platon also klar durchshaut hat, betreten wirmit den Zahlen den Bereich der abstrakten Sprachsymbolik und der konventionellen Festsetzungen. Die Bedeuten dieser Symbole lässt nich nicht mehr durch Wörtlichnehmen eines ihnen zugrundeliegenden Anschauungsgehaltes ersichtlich machen; sie sind ‘leer‘ und bedürfen einer Definition als Sinnverleihung innerhalb eines regel beestimmten Gebrauches, bedürfen ferner der Funktionalisierung durch Übung, um verwendet und verstanden werden zu können». (Cf. Derbolav, Der Dialog Kratylos, ed. cit., p. 32). 95 Por «sentido» entendemos aquí el valor propio de cada expresión con independencia de la referencia (Significado) de la misma. 344 / Ludovico Silva

la diferencia que siglos después subrayó Guillermo de Ockam entre suppositio materialis y suppositio formalis, o sea, la diferencia entre mención y uso de un vocablo, que tanta importancia tiene en la moderna filosofía del lenguaje. Sócrates no habría distinguido entre «Hombre es un animal racional» y «Hombre es un sustantivo compuesto de seis letras». Tal vez donde mejor pueda apreciarse la distancia que realmente nos separa de los tiempos de Sócrates en lo referente al problema de los nombres, es en los intentos contemporáneos de formalización de la semántica, de Alfred Tarski y Rudolf Carnap, en los que las relaciones lenguaje-lógica-verdad se plantean desde una perspectiva radicalmente distinta. En Tarski, por ejemplo, esta diferencia resalta más aún por el hecho de haber partido, para su intento de formalización, de la «sedicente» concepción clásica de la verdad, según la cual esta consiste en una adaequatio entre el pensamiento y la cosa, o más propiamente, entre el lenguaje y el estado de cosas del cual dice algo el lenguaje. Esa concepción clásica puede expresarse, dice Tarski, de la forma siguiente: «A true sentence is one which says that the state of affairs is so and so, and the state of affairs indeed is so and so»96, formulación que suscribiría Aristóteles. De lo que se trata es de formalizar esta definición de la verdad, volverla materialmente adecuada y formalmente correcta, esto es, que cumpla con la deseada adaequatio y al mismo tiempo no conduzca a paradojas semánticas como la del «mentiroso». Una tesis como la del «discurso verdadero» del Crátilo, que establecía la verdad de la proposición a partir de la rectitud o propiedad de los nombres empleados, aún si concediésemos que una proposición se compone sólo de nombres, fracasaría ante la prueba del «mentiroso»: pueden construirse proposiciones con vocablos todos «propios» o «justos» y que, sin embargo, conduzcan a una contradicción interna, como demuestra la formalización de la paradoja que lleva a cabo Tarski siguiendo a Lukasiewicz. Por otra parte, en el proceso de formalización 96 Alfred Tarski, Logic, Semantics and Metamathematics, Oxford, 1956, p. 155. Humanismo clásico, humanismo marxista / 345

se llega a sustituir la proposición modelo: «La nieve es blanca» es una proposición verdadera si y sólo si la nieve es blanca (que cumple con la adaequatio), por esta otra expresión: X es verdadera si y sólo si p, donde el nombre de la proposición es X; ¿cómo hablar aquí de la «propiedad» material de los nombres, de su estéticamente deseada semejanza con la cosa, si nos encontramos con símbolos vacíos? Como se ve, la investigación sobre lo que es una proposición verdadera, un λογοζ αληθηζ, parte hoy de supuestos absolutamente distintos. Para pasar de la verdad material a la verdad formal hay que transcurrir la vía de la formalización, el vaciamiento ontológico de las palabras, y dar nuevo prestigio a partículas conectivas como «y», «o» que antes se opacaban ante el brillo cuasi-divino de los nombres. Los nombres pueden servir, como demostró Russel, para construir proposiciones de las que puede dudarse que sean tales pese a su corrección formal: «El actual rey de Francia es calvo». ¿Qué clase de «semejanza con la cosa» o relación semántica puede haber allí donde no hay designatum? En esto aventajó Crátilo a Sócrates, pues para Crátilo tal expresión sería un «hablar vano» —lo mismo que es un hablar vano la atribución de un nombre a una cosa que no le corresponde—, en tanto para Sócrates se trataría de un «hablar falso», un error. Russel daría la razón a Crátilo, pues de la anterior oración no puede decirse que constituye estrictamente una proposición, por no ser verdadera ni falsa. A todas estas perspectivas actuales de meditación que ofrece el diálogo platónico, se añade una no menos importante, y que a nuestro juicio es aquella donde mayores frutos pueden rendir las formulaciones socráticas; nos referimos a la perspectiva poética, donde podrían estudiarse las vinculaciones que pueden indudablemente hallarse entre la concepción de la palabra existente en Platón y la concepción implícita en la moderna teoría poética. ¿No descubrió Platón, más de veinte siglos antes que Arthur Rimbaud, la couleur des voyelles?

346 / Ludovico Silva

Índice

Presentación. El lenguaje de la filosofía y los intersticios de una historia llamada Venezuela

7

Prólogo. Humanismo clásico, humanismo marxista Pórtico Prefacio: Sentido del humanismo Nota del autor

15 23 37 43

I Humanismo Clásico Humanitas Los griegos Hesíodo, Píndaro y las musas Humanismo sofístico Isócrates De Cicerón a san Jerónimo El Renacimiento del siglo xii Humanismo renacentista

47 53 59 60 70 74 80 83

II Contracultura y humanismo Para poder hablar de una «contracultura»…/ 99 III Teoría del socialismo humanista Teoría y práctica del pensamiento socialista Comunismo y socialismo Socialismo como utopía concreta

189 198 201

El modelo socialista La predicción de Marx sobre el surgimiento del socialismo Socialismo y humanismo Conclusión

205 215 222 228

IV Sartre: marxismo y humanismo Evocación El marxismo La alienación Humanismo La muerte sin Dios

233 235 239 240 242

V Psiquiatría, humanismo y revolución Hace algún tiempo, en El Nacional de Caracas…/ 247 VI Medicina y humanismo Algún día habré de hacer como Paul Verlaine…/ 263 VII Andrés Bello: Humanismo y crítica literaria Didascalia Clasicismo, romanticismo, manierismo La imitación de la naturaleza Bello, un clásico La visión del filólogo Conclusión

273 273 289 292 294 299

Un estudio humanístico: El debate sobre la propiedad de los nombres Hermógenes versus Crátilo Parecería inútil, a primera vista…/

305

Este libro se terminó de imprimir en los talleres litográficos del Instituto Municipal de Publicaciones durante el mes de marzo de 2018 Caracas-Venezuela