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HISTORIAS MÁGICAS DE LOS INDIOS PIELES ROJAS R. BENITO VIDAL
EL ORIGEN DE LAS HISTORIAS DE LOS PIELES ROJAS
(Leyenda Séneca)
Era Niño Huérfano un joven cazador de pájaros que había alcanzado gran nombradía entre las gentes de su poblado y, si es el caso, incluso de las gentes de los poblados cercanos que se asentaban a lo largo del curso del Gran Río, en la inmensa llanura rodeada por gigantescos macizos montañosos cubiertos por frondosos y espesos bosques de verdes y puntiagudos árboles de hoja perenne, ya que los de ramaje deciduo no eran capaces de soportar climas tan extremos y rigurosos que hacían que toda la extensa pradera se cubriera de un grueso manto de nieve y hielo, que había de ser surcado por las manadas de bisontes en busca de otros prados más benignos en los que los pastos les resultasen más asequibles para comer. Niño Huérfano había alcanzado gran éxito cazando pájaros por todas aquellas majestuosas y frías latitudes. Un día el joven cazador de aves salió de su tienda hecha con piel de búfalo secado al frío riguroso del lugar en busca de pajarillos con los que distraer su ocio y satisfacer, si no su hambre, sí al menos la de su desdentada abuela, que se escondía en la penumbra de su cobijo. Llevado por su afán desmedido, se adentró en uno de los espesos bosques que rodeaban su poblado sin darse cuenta de que el ahínco que había puesto en esta singular caza le había sumido en un estado tal que ni el mismo tiempo contara para él. De modo que Niño Huérfano se encontró, en un momento determinado de su expedición, en medio de un claro del bosque jadeando, casi extenuado y con el desconcierto de no saber dónde se hallaba, adonde había llegado en su obsesiva persecución de las pequeñas aves. Niño Huérfano se limpió el sudor de su frente, se detuvo un momento en medio del calvero y, sintiendo en sus piernas el cansancio propio del denuedo realizado, se acercó a una enorme piedra redonda que yacía bajo un grupo de abetos gigantes y se sentó en ella. Mientras el joven piel roja descansaba del esfuerzo que hiciera en su cacería, tomó de su carcaj de piel de marmota una de las flechas, que mellara su punta en el último tiro que lanzara sobre un
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diminuto colibrí, y se puso a repararla. —¿Te cuento historias? Alguien hablaba a Niño Huérfano. Éste, sorprendido y receloso por si le acechaba algún grave peligro y sin saber muy bien lo que le habían dicho, miró a su alrededor, tomó de su cintura el gran cuchillo plano en actitud hostil y volvióse a mirar con el ansia de saber que no se hallaba solo en aquel lugar tan alejado de su tribu. Niño Huérfano, tomando las prevenciones oportunas, al fin se atrevió a preguntar: —¿Quién me habla? ¿Qué me has dicho? —se calló un momento durante el cual registró con verdadero anhelo su alrededor y detrás de los primeros árboles que componían el bosque; luego volvió a preguntar—: ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? —y ordenó, ante el mutismo que reinaba a su alrededor—: ¡Que salga sea el que sea quien me ha hablado! No sé lo que me has pedido, pero te he oído con claridad. Quedó el cazador de aves en alerta por si veía salir de la espesura del bosque a algún guerrero de cualquiera de las tribus enemigas o algún hado desconocido y maléfico, uno de aquellos genios que decía el chamán que salían a las veredas de las montañas para echar sus encantamientos y hechizos sobre la gente de bien que deambulaba por ellas en paz. Todo fue silencio en un buen rato. Sólo se escuchaban los trinos de los pájaros que el joven no veía por ningún lado. —¿Te cuento historias? Se volvió a escuchar la propuesta. Niño Huérfano ahora sí estuvo seguro, incluso de lo que había dicho y de donde había llegado la voz. Venía del propio risco redondo donde se sentara a descansar. —¡Sal de ahí! —gritóle el cazador de pájaros a alguien que se debía esconder tras la singular roca. Pero de allí no surgió nadie. Por eso el muchacho rodeó la gran peña con la esperanza de encontrar tras ella a alguna persona o ser y quedó desilusionado al comprobar que irremediablemente estaba solo. La piedra redonda le dijo: —Soy yo.
Niño Huérfano quedó atónito, sorprendido, sus piernas le forzaban para que se alejase de allí a todo correr. La piedra le repitió: —Sí, no te asombre, soy yo. El cazador de aves, extrañado, preguntó: -¿Tú? —Sí, yo. Y te repito la misma propuesta que tanto te extraña: ¿Te cuento historias? —dijo el risco redondo y luego enmudeció. Niño Huérfano aún no abandonó su recelo y palpó la dura roca parlante por si en ella había algún conjuro o algún aojamiento. Cuando comprobó que aquélla era una piedra como cualquier otra que yacía al borde del camino, dijo: —¿Qué es eso? ¿Qué significa contar historias? La piedra volvió a hablar y le informó afablemente: —Contar historias significa simplemente contar lo que ha pasado hace muchísimo tiempo. En joven cazador de pájaros, lleno de curiosidad y recelo, se acercó algo más a la piedra redonda y le preguntó tímidamente: —¿Puedes contármelas a mí? —Puedo si quiero— repuso —¿Y quieres? —preguntó de nuevo el muchacho. La insólita roca le hizo su oferta: —Yo te contaré historias a cambio de los pájaros que tienes. Niño Huérfano se los dio todos. La piedra redonda, según lo acordado, contó una historia tras otra sobre el mundo anterior al mundo entonces presente. A Niño Huérfano le gustaban tanto estas narraciones que todos los días salía a cazar y, atiborrado de pájaros, se acercaba al calvero donde descansaba la piedra parlanchina para cambiarle las aves por nuevas historias fascinantes y antiquísimas. Un día acudió a la cita diaria con un niño mayor y poco después se presentó con dos hombres de su tribu. Todos escucharon embelesados las magníficas historias que contaba la piedra redonda. Viendo ésta que sus narraciones eran del gusto de la gente y que
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entre todos ellos se había creado una gran fama y notoriedad, se dirigió a Niño Huérfano y le propuso: —Mañana que venga todo el pueblo en masa. Contaré mis historias para todo aquel que me quiera oír. El muchacho asintió asegurándole que se haría como ella deseaba y que el pueblo en masa se presentaría en el calvero para escuchar sus atractivas leyendas. Pero la condiciones:
piedra
redonda
le
habló
de
nuevo
poniéndole
—Que venga todo el que lo desee, pero que a cambio de mis historias cada uno me traiga un regalo de comida. Así se hizo. Y desde entonces, cumpliendo fielmente las instrucciones que diera la piedra redonda, es indispensable contar estas historias de generación en generación hasta que el mundo se acabe. Ahí van las historias que construyeron el pueblo piel roja.
ARANA DE AGUA, LA PEQUEÑA LADRONA DEL FUEGO
(Leyenda cherokee)
En la antigüedad más remota, antes de que existiera el hombre, sólo eran en el universo dos mundos: el Superior y el Inferior. El Mundo Medio no había sido edificado y por tanto en el cosmos solamente anidaban la bondad y el desinterés. Ni ninguna clase de vida, ni por supuesto la animal, que es la que llegó primero a la informe y oscura Tierra. Los animales convivían en el Mundo Superior con los seres puros y extraordinarios que más tarde adquirieron la categoría de dioses por las hazañas y realizaciones que llevaron a cabo en beneficio de todas las demás criaturas que ellos crearon y que siempre consideraron ellos mismos como entes inferiores porque eran limitadas en sus poderes. Con el tiempo, las grandes aves, tanto las de plumaje precioso como aquellas que lo tenían más común y menos vistoso, las culebras, los insectos, los grandes y pequeños roedores, los mamíferos, los que cantaban, trinaban, rugían o bramaban, es decir, todos los animales se multiplicaron con tanta fuerza que el mundo en que habitaban, el Superior, resultó ya pequeño para contenerlos a todos en su seno. Ello causó una gran desazón que se pudo convertir en crispación entre sus habitantes, porque en él no había espacio suficiente para que todos pudieran vivir en paz. La insatisfacción se hizo general y los animales más nobles y más inteligentes decidieron en asamblea secreta que había que buscar sin demora solución a sus problemas de espacio y encontrar un nuevo hogar donde instalarse con comodidad y desahogo. Escarabajo de Agua ofreció su colaboración, diciendo en medio del consejo de los animales: —Yo, debido a mis condiciones especiales acuáticas, me comprometo a explorar el Mundo Inferior. Los otros aceptaron encantados diciendo: —Ve y sumérgete en ese deleznable y aún indefinido mundo, porque, aunque así sea, nosotros, todos nosotros, necesitamos más extensión para vivir medianamente satisfechos.
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—Yo, Escarabajo de Agua, visitaré las profundidades oscuras y odiadas de ese lugar lúgubre e ínfimo y retornaré, con la ayuda de Alguien Poderoso, al pie de esta congregación con el mensaje ignoto de las profundidades. En aquellos lejanísimos tiempos, arcaicos y difuminados sobre los albores inciertos y traidores del universo, el Mundo Inferior estaba formado por un tremendo, proceloso e ignoto océano de aguas bullentes. Escarabajo de Agua se lanzó, desde lo alto del Mundo Superior, a las olas negras que rompían en las esquinas pétreas de las márgenes del mar y sobre los troncos abandonados a la deriva y semipodridos de árboles que cayeron desde el arriba privilegiado. El voluntario buceó en las profundas aguas del océano y bajó y bajó constantemente hasta que pudo alcanzar el fondo del mismo. En él posó sus pies encima del légamo blando que cubría la orografía abismal. Escarabajo de Agua, una vez tocado el fondo y casi sin descansar, ascendió por las turbulentas aguas hasta la superficie del siniestro mar y luego se izó hasta el Mundo Superior, donde le esperaban sus amigos y compañeros que trataban de resolver el problema de espacio que necesitaban para vivir con dignidad. Ante el consejo de animales expresó: —He hallado la solución a nuestra inquietud —y mostró ufano sus patas llenas de un barro blando y abundante. Los otros, al verlo, le preguntaron: —¿De qué se trata? —Es barro, y barro blando, que se halla en el fondo del Mundo Inferior —contestó. —Eso ya lo sabemos —le dijeron y seguidamente preguntaron con gran curiosidad—: Pero ¿eso qué significa?
le
Escarabajo de Agua repuso con cierto nerviosismo: —No entendéis nada o casi nada. —¿Qué quieres decir? El buceador contestó: —¿Es qué no podéis ver en esto —mostró sus patas manchadas de cieno— el principio de nuestra gran solución?
Los demás quedaron atónitos, desconcertados, porque no comprendían las palabras del compañero que expusiera su vida en beneficio de todos. —Es que... —balbucieron sin saber muy bien por qué lo hacían. Escarabajo de Agua los reunió a todos y les explicó: —Este barro que tengo sobre mi cuerpo vosotros lo veis como una suciedad, pero en realidad es un auténtico principio de vida, el milagro que me va a permitir, con la asistencia de Alguien Poderoso, edificar un nuevo mundo para que todos nosotros lo habitemos con holgura. La alegría y el regocijo cundió entre los presentes, extendiéndose al resto de la población animal que vivía sórdidamente en aquel paraíso que se les estaba quedando pequeño. El voluntario buceador, disponiéndose a llevar a cabo la continuación de su hazaña, expresó: —Vuelvo otra vez al Mundo Inferior, amigos, y cuando regresé, si es que lo hago, habré construido un nuevo mundo, una enorme isla en la que nos hemos de instalar. Escarabajo de Agua se lanzó desde las alturas del Mundo Superior a las tenebrosas y rugientes aguas del océano, y se perdió de la vista de sus compañeros que, egocéntricos, estaban contentos de que fueran otros quienes les resolviera sus problemas. Pero no sólo no estuvieron satisfechos con la acción del valiente compañero sino que, en medio de su comodidad y hedonismo, comenzaron a dudar del éxito que pudiera obtener con su riesgo. Incluso entre ellos se decían: —Nunca lo va a lograr. Si ha de construir un Mundo nuevo transportando poco a poco el lodo que lleva en sus patas, primero nos sobrevendrá el desánimo y el abandono que veremos con nuestros ojos el lugar que nos prometió. Mientras estos animales criticaban la actitud optimista y decidida de Escarabajo de Agua, éste, situado encima de un tremendo y retorcido tronco de roble que flotaba bamboleante sobre las negras olas del mar, dedicaba sus esfuerzos a construir con el barro que sacaba de entre los dedos de sus patas, que nunca se acababa, un gran montículo que con paciencia y tesón "se convirtió en la isla del Mundo Medio". El héroe retornó al Mundo Superior y mostró a sus congéneres la magnificencia de su obra, solicitando de ellos que accedieran
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trasladarse a la isla que había sido especialmente construida para que la disfrutaran. —Primero la hemos de ver —dijeron. Fueron juntos a visitarla, la inspeccionaron detenidamente y, al percatarse de que aún la consistencia del barro con que fuera hecha era blanda, dijeron poseídos de un falso orgullo que no demostraba más que ignorancia en sus palabras: —Nosotros en masa rehusamos la oferta que nos haces para trasladarnos a este inseguro Mundo Medio hasta que el barro con que fue construido esté seco del todo y su firmeza sea como la de la roca dura que se agarra con fuerza a las entrañas de la tierra. Escarabajo de Agua quedó pensativo y preocupado ante aquella actitud desairada que mantenían los otros animales frente a él y sus esfuerzos, y humillándose ante ellos les preguntó con modestia y servilismo: —¿Y qué podemos hacer para que la isla se consolide como un peñón en medio del mar? Ellos repusieron: —Acelerar su secado... Pero uno de los presentes dijo: —Ese Mundo hecho de barro y sumergido en todo momento entre las aguas no va a secar jamás y me temo —se dirigió al valiente buceador y constructor de la isla— que tus esfuerzos habrán sido vanos. La estrechez en que vivimos en este Mundo Superior creo que será más bonancible que el remojarnos constantemente nuestras patas y nuestros traseros en las procelosas e inseguras aguas negras del océano. Escarabajo de Agua, al que no le él le gustaba vivir en un ambiente de desanimado, porque veía cómo sus desvanecían a su alrededor como si hoguera.
parecía eso tan malo porque a humedad, quedó desazonado, ilusiones y sus esfuerzos se se tratase del humo de una
Uno de los animales más viejos que componían el consejo, compadeciéndose del héroe al verlo tan abatido y triste, levantó la voz para que se le oyese y dijo: —¡Id y buscad a Gran Buitre y que se presente ante este consejo con urgencia!
Una ave corredora salió del lugar como una exhalación en busca del gran pájaro de rapiña para comunicarle el encargo. Mientras, los demás se acercaban al que diera la orden para averiguar y escuchar la explicación de la ocurrencia que había tenido. —¿Qué vas a hacer? —preguntaron. Él se dirigió a Escarabajo de Agua y le dijo: —Uno de éstos —y señaló a los presentes— ha dicho que había que acelerar el secado de la isla del Mundo Medio... —Sí... —afirmaron sin mucho convencimiento. —... pues eso es lo que pienso hacer. En medio de esta conversación llegó Gran inclinándose ante los animales del consejo, preguntó:
Buitre
que,
—¡Aquí estoy! ¿Qué queréis de mí? El animal viejo al que se debía el plan enigmático que nadie conocía díjole: —¡Queremos tu ayuda, sólo eso! Gran Buitre preguntó: —¿Qué debo hacer? El animal viejo le ordenó: —Extiende tus alas. El gran pájaro obedeció y sus alas cubrieron todo el espacio visible que se abría ante ellos. Su mandatario le volvió a ordenar: —¡Bate tus alas! La enorme rapaz bazuqueó sus alones extendidos, sus robustos brazos cubiertos de grandes y pulidas plumas, los batió con tanta fuerza que la corriente de aire que generó tuvo tanta intensidad que arrancó árboles de sus troncos y arrastró hasta la lejanía los cuerpos de los animales más débiles. —¡Detén tu afán! Gran Buitre obedeció y quedó quieto, silencioso, en el lugar que estaba, esperando, con cara de lerdo, una nueva orden de aquel que,
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por lo visto, mandaba en el reducto exclusivo de animales. El más viejo de ellos, que llevaba la voz cantante, le mandó: —¡Extiende tus alas, bátelas con fuerza y desciende al Mundo Inferior sobre cuyas aguas hallarás una gran isla de barro; sitúate sobre ella, cúbrela con tu envergadura y no pares de agitar tus alas hasta que el barro se convierta en terracota sólida y duradera que nos permita pisarla, habitar el Mundo Medio con seguridad! Gran Buitre siguió al pie de la letra los mandatos que le hiciera el consejo de animales. En las distintas pasadas que hacía la rapaz "a veces volaba tan bajo que sus grandes alas golpeaban el barro blando, creando valles y grandes montañas", que un día se convertirían propiamente en la Tierra. Cuando ya el Mundo Medio estuvo en condiciones, los animales descendieron del Mundo Superior para vivir en él y se dieron cuenta que... —...la Tierra permanece en la oscuridad. La luz no existía, la gran isla del Mundo Medio estaba sumida en la penumbra. —Hay que tomar la luz que existe en abundancia en el Mundo Superior y trasladarla a la Tierra —dijeron Y "tomaron el proporcionara luz".
Sol
del
Mundo
Superior
para
que
les
"Los animales tuvieron dificultades en determinar la distancia entre el Sol y el suelo, y descubrieron la posición correcta después de siete intentos." Acudieron a Alguien Poderoso para que fuese en su auxilio y les concediera el beneficio de transportar el Sol a la Tierra. Aquél tuvo compasión de ellos, los comprendió y les prometió: —Os concedo a todos los habitantes de la Tierra que cada día se abra por dos veces la gran bóveda de piedra del cielo. Una para permitir al sol entrar en la Tierra "y otra al anochecer cuando el Sol se va". No obstante el privilegio que concedió Alguien Poderoso a la comunidad de animales terrestres, las noches en aquella isla del Mundo Medio resultaban frías y la Luna, que brillaba en lo alto del Mundo Superior, no daba calor ni frío. Todos
los
animales,
ateridos
y
temblorosos
porque
no
conseguían que el calor llenase sus cuerpos, se vieron obligados a recurrir de nuevo a sus parientes que habían quedado en el Mundo Superior y, sollozando, les requerían: —Por favor, hermanos, amigos, familiares, allegados, venid en nuestro auxilio. Un día abandonamos el hogar en que nacimos, para que nos beneficiáramos todos con esta bonanza del espacio suficiente y hemos quedado atrapados aquí, en este Mundo Medio, sumidos en la tristeza y el helor de la noche. ¡Acudid en nuestro socorro o todos moriremos de frío! Porque vivimos en esta gran isla como desterrados, como si vosotros, desde el cielo, nos hubieseis condenado. Los parientes se compadecieron de ellos y desde su Mundo Superior les enviaron una gran tormenta. Los animales desgraciados vieron con sus propios ojos cómo un gran rayo centelleante salió del Mundo Superior y restallando como un látigo sobre sus cabezas caía sobre el tronco semipodrido de un sicómoro hueco, golpeándolo con tal fuerza que lo lanzó muy lejos, cayendo sobre las aguas. Sus parientes les habían enviado el fuego. El tronco de sicómoro ardía sin consumirse, pese a que lo hacía sobre las aguas tenebrosas del océano. Los animales contemplaban la gran llama anaranjada y humeante que emergía de las aguas. Desalentados y ateridos, se preguntaron entre ellos: —¿Quién ira a rescatar el fuego? Los animales conferenciaron como siempre solían hacer cuando aparecía algún inconveniente e insatisfacción en sus vidas. Cuervo se ofreció para cumplir la misión de recuperar el fuego: —Soy ágil y astuto. Volaré sobres las aguas y os traeré la tea ardiente con que calentaremos nuestros cuerpos gélidos. Era el tiempo en el cual este pájaro tenía las plumas blancas. Todos aceptaron el ofrecimiento y quedaron viendo partir al amigo que les iba a salvar de aquella condenación helada. Estuvieron esperando atentamente el regreso de Cuervo. No llegaba y cuando lo hizo quedaron desencantados. No traía con él el fuego. Sin embargo, arribaba con las plumas ennegrecidas por el humo y el calor. Desde entonces el plumaje de esta ave es de un intenso color negro sin brillo, de hollín.
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Hubo nuevos ofrecimientos. Primero fue Lechuza y fracasó. Luego le siguió en su propósito Búho Pululante y le sucedió lo mismo. A estos dos le siguieron Caballo Negro Pura Sangre y Culebra Negra, que igualmente sufrieron en sus carnes la marca del fuego y no consiguieron sin embargo robar una sola ascua de fuego. Cuando todo parecía condenado al fracaso se presentó ante la asamblea la pequeña Araña de Agua y dijo a todos ellos: —Yo seré quien os traiga la brasa ardiente que nos ha de calentar. Todos vosotros os habéis obstinado en conseguirla, pero para ello hay que tener alguna condición más que el simple arrojo y valor. Los animales quedaron perplejos y admirados, y, aunque desconfiaron de las promesas que les hiciera el pequeño animal acuático, le enviaron a cumplir la misión de hurtar el fuego para no desmoralizarle. Ante el asombro de todos los animales Araña de Agua, antes de partir, se puso a tejer pacientemente una cazoleta y cuando la tuvo terminada se la colocó sobre sus espaldas y se dispuso a marchar en busca del fuego. Los animales le preguntaron: —¿Qué piensas hacer con la cazoleta? Ella repuso: —Esconder en su interior el fuego. Dentro de ella lo transportaré. De ese modo el fuego no podrá vencerme con su quemadura que inutiliza. Ésa es la dentellada dolorosa que recibieron en sus carnes mis antecesores. Efectivamente, Araña de Agua retornó llevando a su espalda el rescoldo de fuego que había de ser el principio de la gran pira que calentó para siempre los hogares de los animales y la gran isla del Mundo Medio que se llamó Tierra.
UN SACO LLENO DE VERANO
(Leyenda crow)
Mujer de Corazón Fuerte se escondía en la tienda que se levantaba en lo más alto de la cordillera picuda y escarpada que hería, en los días de nublos y torrentera, los cielos algodonosos y oscuros que encierran la apretada lluvia que ha de caer sobre las praderas y correr desbocada como corcel frenético por los cauces de barrancas y arroyos repletos de cascotes y reptiles que guardaban sus hediondos nidos en las riberas abruptas, jóvenes, de los esteros. Mujer de Corazón Fuerte era la encargada de aventar, desde sus alturas, sobre el país de los crow el invierno, de modo y manera que este pueblo permanecía eternamente con los rigores de la estación fría, mientras que el verano la ladina mujer lo lanzaba hacia las tierras del Sur, con lo que ellas siempre estaban sufriendo los sofocos de la estación estival. La mujer afortunada, la poderosa —de seguro una diosa o un hada bajada a la Tierra desde el Mundo Superior—, pero igualmente caprichosa por la forma tan arbitraria que tenía de administrar su excepcional don, escondía en lo más recóndito de su cabaña una serie de sacos de colores que apilaba en la cueva excavada sobre la roca viva de la montaña, dentro de los cuales guardaba escrupulosamente el verano y el invierno. En ello tenía sumo cuidado, porque precisamente en esos sacos es donde residía la fuerza del poder que tenía sobre los humanos. Ellos eran la única herencia y riqueza con que fue dotada antes de ser expulsada del Mundo Superior. Por tanto, su verdadera preocupación era que estuviesen seguros y bien custodiados para que no se perdiera ninguno. Por eso la mujer todos los días, antes de entregarse al sueño letárgico que necesitaba para subsistir en la Tierra, contaba y recontaba el número de los sacos para cerciorarse de que no había sido robada por nadie. Con ese innoble afán, propio de los avaros, la insidiosa mujer permanecía junto a ellos, donde le sobrevenía la dormición que la hacía pasar toda la velada en el tabuco que los contenía. En aquel mundo de semioscuridad y frío vivía Coyote Hombre Anciano, un ser legendario y clave en el desarrollo de la vida de los hombres del Mundo Medio. Un héroe descendido de los cielos y enviado para organizar, aunque fuera torpemente, la vida de los
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pieles rojas. Coyote había alcanzado el sobrenombre de Hombre Anciano después de vivir una larga vida azarosa y sin control alguno, yendo de un lado para otro sin freno por la vida. Siempre fue considerado como un héroe y una figura cómica y ridícula. "Creó el mundo tal como lo conoció y fue reverenciado, por tanto, como un creador y un transformador, pero también se le consideraba como un embaucador astuto y un tonto glotón. A veces se le echaba la culpa a su estupidez, avaricia, curiosidad y falta de previsión por las dificultades de los hombres, como la caza, los partos, el invierno y la muerte." Coyote, en su juventud, fue un embaucador y un creador; era el hermano menor del más responsable Lobo. El Creador lo envió a la Tierra para que preparase el lugar en el que tenía que vivir y desarrollarse el hombre, cuya llegada al Mundo Medio era inminente. "Aunque limpió la tierra heroicamente de monstruos malos, también cometió inadvertidamente muchos errores que eran a la vez divertidos y trágicos, y ordenó el mundo de formas que no siempre eran las más lógicas y justas." Coyote, antes de llegar a ser Hombre Anciano en sus aventuras y desventuras más o menos desgraciadas y ridículas murió muchas veces, pero siempre estaba a su lado Zorro para retornarle a la vida, insistiéndole en que cumpliera con sus ineludibles deberes que le habían sido asignados por el Creador. Las hazañas de Coyote fueron innumerables. numerosas mujeres que desposó según donde se existencia. Entre sus esposas más conocidas se Comadreja, y también tuvo otra que era la esposa de él se la raptó.
Se le contaban desarrollara su cuenta Topo y Trueno, a quien
En su juventud Coyote luchó con ahínco y con extrema laboriosidad para poder eludir las malvadas acciones de Anteep, el protervo señor del Mundo Inferior; hazaña de la cual salió triunfante. De este modo, y tras una larga sarta de aventuras y desventuras, de aciertos, desaciertos y desconciertos, este extraño ser superior, medio astuto y medio lerdo, ridículo y cómico, envejeció lo suficiente para que los hombres, que largamente vivían ya sobre la Tierra, le pudieran nombrar como Coyote Hombre Anciano. Vivía el héroe viejo en la tierra de los crows azotada e invadida por el extremado helor, el eterno invierno a que la había sometido caprichosamente Mujer de Corazón Fuerte. Estaba desesperado con el intenso frío que pasaba en el ocaso de su existencia. Cubierto por la gran frazada hecha con las cuatro pieles de los osos que venciera y matara en su juventud, tiritaba y maldecía a la mujer deshonesta y
cruel. Un joven solía acercarse a él con la intención de calentarse un poco arrimándose al primitivo edredón que cubría su cuerpo. Coyote Hombre Anciano no pudo aguantar más y dirigiéndose al muchacho le comunicó su decisión: —Me voy... El joven le interrumpió asustado por la reacción grave del anciano: —¿Adonde irás? —Me voy detrás del verano. No aguanto más este frío que ataca sin consideración a mi artrosis —declaró el héroe de leyenda colérico. El joven piel roja le rogó: —¿Es que, Coyote Hombre Anciano, no has corrido bastante durante tu vida? ¿Es que no deseas asentarte de una vez y regalarnos, regalarme a mí, con tu sabiduría y con el relato de tus hazañas y epopeyas? El enviado del Creador le dijo serenamente: —Es que mis aventuras y misión no han acabado aún, aunque tú y gentes como tú me apodéis "Hombre Anciano" —descansó un momento en su perorata, miró desde su silencio a su alrededor, se percató de que el frío agostaba hasta el verdín y el moho que crecía entre las piedras, de que la capa de hielo fina sustituía al agua cristalina y traslúcida que llenaba el lago, luego tornó la cándida luz de sus ojos hacia el joven amigo y le expresó—: Debo embarcarme en una nueva aventura. He de conseguir para vosotros, los crow, un clima mejor, benigno, aquel que pueda permitir la vida fácil en estas grandes llanuras. El muchacho piel roja preguntó, abriendo mucho sus ojos: —¿Y no has de volver más por aquí? Coyote Hombre Anciano mostró una hueca y lerda sonrisa en su rostro antes de contestar al joven amigo. —Eso no lo sé. Lo que sí sé es que estas excelentes llanuras que se abren en el gran país crow volverán a ser feraces, a hervir con el aliento de la vida —y añadió tristemente—: El que yo vuelva a este lugar o no carece de importancia. No soy yo quien ha de decidir esto. El muchacho quedó apenado, callado y pensativo. Coyote Hombre Anciano observóle estúpida y largamente y de
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inmediato se acercó a él y le dijo: —Para ir detrás del verano necesito tu ayuda. El piel roja, al escuchar estas palabras, salió de su letargo. Sus pupilas le brillaron con una luz de esperanza, con ganas de agradar y, acercándose al anciano aventurero, le preguntó esperanzado: —¿Qué puedo hacer por ti? Sabes que estoy dispuesto a ayudarte en lo que sea, incluso a seguirte fielmente como un can en tu hazaña La ansiedad llenaba el pecho del joven. El otro le calmó y le apaciguó, diciendo: —No es a ti precisamente a quien necesito para completar mi aventura. —¿No? —preguntó desilusionado el joven. E inmediatamente añadió—: ¿Qué es lo que necesitas? Coyote Hombre Anciano le dijo confidencialmente: —Sé, porque tengo poderes para ello, que debo llevar en la aventura de robar el saco lleno de verano cuatro animales machos que me son imprescindibles para triunfar en este lance que me he propuesto. El muchacho crow quedó pensativo y en seguida preguntó: —¿Son indiferentes los animales que debes de llevar contigo? —Lo son —confirmó el anciano arrebujado en su manta de pelo de oso. Y añadió—: La única condición es que los cuatro sean machos. —Te los traeré. Y se perdió en la lejanía gris y helada de las llanuras. Coyote Hombre Anciano aún tuvo tiempo de gritarle: —¡Aquí estaré esperando a que regreses con las cuatro bestias macho! El muchacho ni se volvió para asentir. El viejo aventurero y embaucador se emburujó dentro de la frazada, tapó con ella hasta su cabeza y cayó en una especie de letargo invernal en el cual ni comió. Sólo suspiraba de cuando en
cuando, sacando un ojo por una de las esquinas de la manta de piel de oso por ver si llegaba el mozalbete. —¡Ya estoy de regreso, Coyote Hombre Anciano! El murmullo del jadeo del joven llegó a los oídos del aventurero que, curioso, se desarrebujó y contempló ante sí al piel roja crow. —¡Mira lo que te he traído! —díjole. —¡Acércate más para que lo pueda ver mejor! El indio le obedeció mientras decía en son de disculpa: —No sé si te van a servir. Coyote Hombre Anciano, interesado, le preguntó: —¿Qué me traes? —Cuatro animales. Son los únicos que he encontrado entre la llanura y el bosque —contestó el muchacho. Desconfiado, el héroe legendario preguntó: —¿Son machos? —Lo son. —¿De quiénes se trata? El joven piel roja se los presentó delante, a la vez que los iba nombrando con cierta timidez por si había cometido algún error y no le servían: —Son un ciervo, un coyote, una liebre y un lobo. Coyote Hombre Anciano sonrió satisfecho, haciendo una mueca llena de estulticia y estupidez. Y expresó: —Ésos son precisamente los animales que me van a ser más útiles. Son rápidos en su carrera y más resistentes que yo mismo. —Entonces ¿son de tu utilidad? —preguntó el crow satisfecho de poder ayudar en algo al viejo héroe. —Si tenemos que huir a todo correr ellos son los adecuados. Los dos hombres se despidieron y Coyote Hombre Anciano comenzó su larga caminata que le había de llevar hasta la tienda de Mujer de Corazón Fuerte acompañado de los cuatro animales machos.
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"Con el fin de levantar pasiones sexuales Coyote Hombre Anciano se convierte en un alce..." ... acompañado de los cuatro machos comienza a escalar el alto macizo montañoso en una de cuyas cumbres tiene su morada la insidiosa y caprichosa mujer que enviaba hacia las llanuras del Norte el gélido invierno. Tras arduos esfuerzos y sufrimientos Coyote Hombre Anciano consiguió llegar hasta el umbral de la tienda de Mujer de Corazón Fuerte. Astuto y ladino como era el aventurero legendario, urdió una trama para engañar a la dueña de los sacos llenos de verano y se dispuso a llevarla a cabo. Para ello lo primero que hizo fue reconvertirse de nuevo en su propia figura deshaciéndose de su personalidad de alce, que sólo le había servido para escalar mejor los riscos y las cumbres, en su propósito de llegar a donde estaba. Coyote Hombre Anciano, de súbito y ante la puerta de la casa de Mujer, comenzó a dar alaridos, gritos, pitidos, ronquidos, toda clase de sonidos estridentes con los que llamar la atención de ella. También conminó a sus cuatro ayudantes machos, el ciervo, el coyote, la liebre y el lobo, a que berrearan y ladraran, que alborotaran lo más posible para que Mujer cayera en la trampa. Luego él mismo, cuando escuchó movimiento dentro de la tienda, se escondió tras una roca que se alzaba junto a la puerta de la misma y ordenó a los cuatro animales machos que no cesasen en su jarana. Mujer de Corazón Fuerte, intrigada y curiosa, salió de su refugio y demandó por aquel, o aquellos que atronaban con gritos, berridos y aullidos frente a su morada. En el momento en que la mujer, indignada, salía al exterior con la maldición y la queja en su boca, Coyote Hombre Anciano se libró de su escondite y con gran disimulo y sigilo aprovechó la oportunidad de introducirse dentro de la casa donde Mujer guardaba con tanto celo sus sacos llenos de verano. Mujer de Corazón Fuerte, percatándose de que todo aquello era una vil y mal organizada añagaza, se dio la vuelta y vio al embaucador héroe que se colaba en su casa y se lanzó tras de él, insultándole y agrediéndole con gran saña. —¡Toma, sal de ahí, abandona mi casa! Agarrados en lucha personal los dos seres bajados del Mundo Superior, luchaban con gran ahínco y ferocidad. En la pelea el hombre consiguió sobreponerse ligeramente a la mujer y aprovechó ese instante para pintarle la cara con una pintura medicinal que portaba escondida en sus alforjas. En realidad, aquello era un hechizo mágico que hizo que Mujer de Corazón Fuerte quedara inmóvil y desposeída
de todos sus poderes sobrenaturales. Coyote Hombre Anciano se introdujo tranquilamente en el interior de la tienda y le robó el saco que contenía el verano, con la mayor alevosía. Luego con él al hombro se alejó del lugar, corriendo, camino de las grandes llanuras de los indios crow. "Corre con él hasta que se cansa..." Entonces le pasó el saco a coyote, que enfiló las veredas y los recovecos de las sendas montañosas hiriéndose en las patas hasta caer extenuado. Es entonces la liebre quien le releva en aquella carrera contra reloj del traslado del saco, la cual corre hasta caer reventada por el cansancio. Asimismo el ciervo se hace cargo del pesado saco que contiene el verano y, saltando de peña en peña, desciende a las llanuras hasta que en un traspié resbala y queda tendido, moribundo, junto al tronco de un gran sauce, y muere junto a la preciada carga que tienen que transportar. Es entonces cuando el corpulento y robusto lobo de pelaje negro toma por su cuenta el saco y corre con toda la energía y poder que le confieren sus músculos para llevarlo hasta la región de los crow. Cuando llegó a ella, abrió el saco que apresaba al verano delante de los pieles rojas que habitaban ese lugar dejándolo libre y... "... y se llega al acuerdo de que cada país en adelante tendrá verano e invierno."
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CUERVO, AQUEL CUYA VOZ ES OBEDECIDA, EL LADRÓN DEL SOL
(Leyenda haida)
"We-gyet era habilidad sin sabiduría, poder sin miramientos por las consecuencias. Era tan despreocupado y petulante como un niño mimado y consentido, y sin embargo a menudo tan conmovedor como un no querido... We-gyet estaba atrapado entre el espíritu y la carne. No era un hombre y, sin embargo, era todos los hombres."
Cuervo —We-gyet—, a pesar de que él mismo se creía dentro del mundo haida un ser importante y especial, que poseía harta iniciativa en las cosas del mundo y de su creación, no era más que, para aquellos seres importantes dentro del Mundo Superior, un instrumento secundario puesto en las manos del Creador para que le auxiliase en todas aquellas acciones o misiones que él le encomendara y que, de carácter secundario, no desease resolver personalmente, ni enfrentarse directamente con aquellos pieles rojas que tendrían que beneficiarse con ello. Cuervo —Aquel Cuya Voz Es Obedecida— en el principio de los tiempos fue enviado al Mundo Medio, donde habitaban el hombre y los animales, compartiendo amigablemente a veces y otras no tanto el territorio creado para acoger a todos los excedentes humanos y divinos que sobraban en el Mundo Superior, por la voz del Creador que le habló conminándole a que cumpliera sigilosa y prudentemente la misión para la que había sido creado en el cielo. El Señor le habló con solemnidad: —We-gyet, amigo Cuervo, en el blanco de tus plumas llevarás la grandeza de mi mandato. El ser aludido, lleno de sorpresa y desazón, se atrevió a preguntar a aquel cuya voz se escuchaba pero no se le llegaba a ver jamás: —Señor, tú que me hablas escondido tras el tocón herido de la
noble acacia, te he de decir que nada llego a colegir de tus palabras misteriosas, que quizá dentro de ellas guardan un profundo y recóndito secreto —calló durante unos segundos, en los que buceó de nuevo en las palabras ininteligibles del Señor y, como no hallara la solución al enigma que encerraban, suplicó añadiendo—: Ayúdame, señor, a entender el mensaje que me envías, que yo, con mi proverbial sabiduría e integridad, las atenderé con fidelidad, la que te debo por ser la deidad a la que sumisamente acato. El Creador soltó una carcajada despectiva al escuchar a Cuervo y su infeliz perorata. Luego, sin asomar para que le viera, tronó con voz de trueno: —¡Ni eres inteligente, ni eres íntegro, We-gyet! El pájaro aludido sacudió sus blancas alas en señal de reverencia y sumisión por haber sido tan certeramente violentado ante los demás espíritus presentes y, escondiendo ligeramente su rostro picudo entre el plumón de su pecho, avergonzado por la desfachatez de lucir virtudes que no poseía, osó decir: —Pero soy astuto. —Por eso dices de ti atributos que no tienes porque yo no te concedí —expresó la voz del Creador ciertamente enojada. Cuervo, deseoso de no hurgar más sobre aquella cuestión en la que se había comportado con tanta infidelidad, preguntó sumamente prudente: —¿Para qué me has llamado? ¿Qué quieres hacer de mí? —Deseo que obres en mi nombre, que concedas mercedes a los habitantes del Mundo Medio, las que yo no soy capaz de dar porque no me digno visitar tan imperfecto lugar —le contestó la voz que se escondía detrás del tronco quemado por el rayo que lanzara la tormenta. Cuervo preguntó con urgencia: —¿Cuál ha de ser mi misión? —Una de peregrinaje, que te gustará. —Ordena, Señor, que ya estoy presto a obedecer. La voz del Creador, con serenidad y sosegadamente, le fue diciendo: —Has de bajar al Mundo Medio y en él te posarás con mi
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encargó. —¿Cuál será ? ¿Dónde viviré? —No has de tener casa alguna. —¿Dónde me cobijaré en las noches frías de ese hostil mundo sin calor? —preguntó preocupado y sollozante Cuervo. La voz le indicó: —Eso será tu voluntad—calló un instante para escuchar los gemidos del servidor y luego añadió—: Yo te envío a que recorras todo el mundo, por todo el cosmos, para que hagas este viaje en mi nombre como un héroe y que allá por donde vayas termines el trabajo de la creación que yo inicié. Aquel Cuya Voz Es Obedecida —Cuervo— obedeció a su vez a su deidad superior en el cielo. Abrió sus amplias y blancas alas y se lanzó al vacío, volando con energía y fuerza los espacios neutros que a ningún otro mundo pertenecían y luego como una exhalación se introdujo en el Mundo Medio, en la Tierra todavía sin acabar de crear, donde debía llevar a cabo la misión que le encomendara su padre celestial, el Creador de todo el universo. Cuando Cuervo ya estaba en el espacio etéreo dispuesto a iniciar su viaje pudo escuchar la última recomendación que le hacía el Creador: —Gracias a tu astucia y también a tu torpeza, We-gyet, a menudo serás sin desearlo ni buscarlo "el benefactor de muchas comunidades humanas", pues tú, con tu ineptitud, les llevarás "el primer salmón, las primeras bayas y otros regalos como el Sol y la Luna, las estrellas, las mareas, los ríos y los arroyos". Cuervo no escuchó más. Cayó sobre la Tierra y en ella vagó por todos sus rincones más recónditos y ocultos llenando de vida y de dádivas por allá por donde iba pasando. El largo peregrinaje de We-gyet por los caminos, las aldeas, los cubículos y los palacios de la Tierra resultó ser un largo rosario de indignidades miserables que le valieron el sobrenombre de El Embaucador, porque el único sentimiento sobre el que asentaba su inestable existencia de bufón ridículo y dubitativo era su voraz búsqueda de comida y sexo, que lo trasformó en un monstruo lujurioso insaciable que con harta frecuencia tuvo que protagonizar ante los humanos el papel de tonto que se avergonzaba casi siempre de los actos que tímidamente y lleno de dudas osaba realizar.
Cuervo, para mayor denigración suya, en los lances amorosos en los que se le vio comprometido, todos resueltos por los caminos del fraude, la embaucación y la mentira, salió pese a ello, como lerdo y poco avispado que es, dañado o perdiendo parte de su anatomía. Gracias a su astucia —con lo cual se convirtió igualmente en un ser medio hombre, medio pájaro, frenéticamente contradictorio— adoptaba disfraces de humanos o de animales para engañar así a sus víctimas y obtener de ellos beneficios sexuales ilícitos. Un viejo pescador, conocedor de los cortos alcances de su mente, sentado a orillas del río abundante en barbos, percas y salmones, se acercó al infeliz monstruo y le embaucó con falsas penalidades, tristezas y calamidades para que robara el cebo de un anzuelo con el cual el hombre podría pescar en el río alimento para él y su esposa que se morían de hambre, ya que en su ancianidad sus fuerzas le habían abandonado y no podía cavar en el suelo en busca de la sabrosa lombriz de tierra que usaba como carnada con que engañar a los grandes peces. Cuervo quiso ser complaciente con el pescador y, acercándose a la caña que sostenía anzuelo y cebo, alargó su pico para consumar el hurto, con tan mala fortuna que aquéllas resbalaron y se llevaron con ellas enganchado el apéndice córneo del ave hasta que se le desprendiera de su cara. We-gyet, "malhumorado y avergonzado, se pasea alrededor de la aldea del pescador con una manta cubriéndole el rostro hasta que recobró el pico", huyendo de aquel lugar ante la burla y los insultos que tuvo que soportar de la chiquillería de la tribu, así como los repullos de los guerreros hechos y derechos que le lanzaban piedras y los excrementos de los perros que, al ver a sus dueños irritados aunque divertidos, le ladraban enconadamente. De aquella aldea Cuervo corrió por los caminos hasta otros lugares en los cuales, olvidado ya su sinsabor y apretado por sus anhelos sexuales, trató de calmarlos urdiendo al menos en su mente algunos lances amorosos en los cuales sedujo a algunas bellas mujeres, así como también a hermosos mancebos que engatusó con sus disfraces y sus mentiras. Pero de nuevo tuvo que salir por piernas de la aldea porque, descubierto por sus pobladores, fue expulsado violentamente del lugar cogido in fraganti en un acto de zoofilia, emparejándose con una hermosa yegua enana y torda de turgentes y abultadas grupas. Tuvo el monstruo que abandonar por la vía de la rapidez su disfrute y, como su pene era tan largo y le estorbaba en su carrera, no le quedó otro recurso más que "enrollarlo alrededor de su cuello como un lazo" y escapar bajo una lluvia de cantos de río, denuestos y cacareos que hasta las aves de la tribu le persiguieron en su huida, propinándole más de un picotazo que hicieron sangrar sus carnes.
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Ya lejos de los peligros que le aguardaban en la aldea piel roja, Cuervo se puso a reflexionar sobre la situación en que se hallaba frente al Creador y la misión que le encomendara sobre la Tierra. Al cabo de mucho rato de pensar, se dijo que estaba satisfecho con la forma con que estaba cumpliendo el encargo que le confiara, allá en el Mundo Superior, el Creador. Pero, repasando una vez más todo el repertorio de presagios que le hiciera el señor del mundo de arriba, se dio cuenta de lo bien que había hecho las cosas; que los humanos y los animales habían recibido grandes beneficios por medio de su mano, aunque éstos fueran en contra de su voluntad, pero que le faltaba para cumplir el encargo recibido el llevar a cabo uno de los augurios que le pronosticó el Creador. Se dijo: —He de regalar a los hombres el Sol, la Luna y la caja de la luz del día. Quizá ello no lo había hecho por desidia o abandono, por falta de ganas de trabajar; pero en seguida se dijo que tal vez lo más acertado sería admitir que había eludido estas misiones por temor a tomar sobre sus espaldas demasiada responsabilidad. Pero también se dijo que ésta era una cuestión que no debía demorar más y se dispuso a llevarla a cabo, pues la humanidad tenía derecho a conocer la luz tanto diurna como nocturna. Cuervo, pues, se dispuso a robar el Sol. Lo primero que hizo Aquel Cuya Voz Es Obedecida fue dirigirse a la mansión del jefe del Cielo, penetró en ella subrepticiamente y, rodando con sigilo por los pasillos de la casa, alcanzó la puerta de la habitación de su hija, se convirtió en una aguja de conifera y se coló en ella. La muchacha descansaba sobre su endoselado lecho y mientras ella dormía Cuervo, en su nueva forma, se dejó caer dentro del vaso de agua que se posaba en la mesilla adjunta a la cama. Cuando la hija del amo de la casa despertó lo primero que hizo fue beber el vaso de agua y con él al astuto pájaro que llevaba con él la misión de robar el Sol. La muchacha, sin percatarse de nada anormal en su comportamiento y actitud, continuó su existencia al lado de su padre en la morada principal. Pero cuando pasaron unos tres meses del sueño fatal se percató de la nueva situación en que se hallaba su cuerpo, y así se lo dijo a su padre: —Me encuentro embarazada. El jefe del Cielo alejó de sí la primera sorpresa que le produjo la noticia y, sin ninguna clase de aspavientos ni dramas, abrazó a su hija, adelantándole que:
—Estoy muy satisfecho, hija mía. Cuánto te agradezco que me des un nieto. Es lo que he esperado anhelante durante mucho tiempo. La hija, sorprendida con la actitud del padre, incluso se atrevió a oponer: —Pero yo... yo no sé por qué... no entiendo nada. El jefe del Cielo le recomendó: —Olvídate, mujer; yo sólo pienso en mi nieto. Con ello acabó toda posible conversación. Llegó el día en que su hija dio a luz un niño. Debido quizá al trastorno del parto, la muchacha quedó sumida en un profundo sueño. De inmediato apareció en la habitación Cuervo que, mirando con embeleso al recién nacido, se dijo: —Ésta es la ocasión. Ahora que duermen tanto madre como hijo. Tomó We-gyet al niño, le sacó la piel, se introdujo en él y asumió su identidad. "El nieto del jefe del Cielo creció rápidamente y, como hacen los niños, el pequeño se volvió irritable y lloraba cuando no podía conseguir lo que quería." El jefe del Cielo adoraba a su nieto de una manera sin medida. Por eso trataba de darle todo lo que el niño deseaba fuera bueno o malo, bagatela o de valor. Cierto día, en que el niño berreaba como un ternero apaleado, el abuelo, deseoso de complacer al nieto como cualquier abuelo del mundo, tomó de su alacena una caja metálica cerrada y mostrándosela al niño le dijo: —Si te callas, te la regalo. El niño —Cuervo— la miró con deseo y cesó en su verraquera. El abuelo, muy complacido, le entregó la cajita. —¿Qué es? —preguntó. —Contiene la Luna. El niño precipitadamente la abrió y la Luna escapó al cielo. Los lloros de nuevo comenzaron, la pataleta del infante iba en progreso porque se le había escapado la Luna. Entonces el jefe del
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Cielo le ofreció al nieto un nuevo juguete que consistía en una caja más grande que la anterior. El niño —Cuervo— acalló su llantina y tomando el regalo que le hacía su abuelo le preguntó de nuevo: —¿Qué es? A lo que él contestó: —Es la caja de la luz del día. Ten cuidado con ella. —¿Qué tiene dentro? —Contiene el Sol. Cogiendo el premio que le otorgó su abuelo, el niño se convirtió, en ese momento, en Cuervo y, ante la ira y la persecución que tuvo que sufrir por parte del jefe del Cielo, abrió sus alas y se escapó del aposento saliendo por el hueco de la chimenea de la gran casa del jefe. Cuando Cuervo salió al exterior de la mansión divina, sus plumas, que antes eran blancas, se habían convertido en negras a causa del hollín con el que se tiznó para salir por aquellas estrechuras. Desde entonces ya siempre Cuervo mantendría sus plumas de este hosco y prieto color. "Viajó por todo el mundo con la Caja de la Luz del Día abierta y no sólo llevó la luz a los espíritus del mundo, sino que les dio a muchos de ellos las formas físicas que tienen hoy en día."
EL GUERRERO BUSCA EN PÁJARO TRUENO LA INMORTALIDAD DE SISIUTL
(Leyenda kwakiutl)
Guerrero de Brazo Roble vivía en su tribu y poco le quedaba por hacer en esta vida para darle mayor gloria a su nombre. Guerrero de Brazo Roble era un luchador de cuerpo a cuerpo, un arrojador de lanza y hacha, un arquero, un cazador de primera categoría. Su fama como hombre de acción sobrepasaba los límites de la gran llanura, donde vivía con sus hermanos pieles rojas. Era invencible y lo había demostrado larga y profusamente en todas aquellas batallas tribales, en las que se dirimían límites y diferencias de todo tipo, con las que tenían que ver con la posesión de una mujer y las más enconadas y cruentas donde se ponía en lid el honor de su pueblo o de su raza. Guerrero de Brazo Roble había siempre sido invicto en sus correrías y hazañas. De tribu en tribu corría la invisible voz, pero tonante, que cantaba sus epopeyas; entre los hombres y las fieras bestias que habían querido acabar con él. Estaba el guerrero en el culmen de su prez. En el mundo que él conocía no existía nadie que no le temiera y, por supuesto, que no le respetara y le acatara como superior. Sin embargo, Guerrero de Brazo Roble no estaba contento y se decía en su soledad: —Lo tengo todo, pero un día, tras envejecer, moriré. Mis fuerzas mermarán y jóvenes vendrán a cebarse en mi desgracia — añadía en su soliloquio palabras dolorosas y atristadas que abrían aún más si cabe su herida—: ¿Por qué la gloria no ha de perdurar en los que somos invencibles? ¿Por qué ha de llegar la muerte con su bastón de peregrino y nos ha de tocar para que le sigamos y todas nuestras hazañas y valentías queden en el olvido? Así se lamentaba el intrépido guerrero, augurando en su futuro los malos tiempos que habían de llegar con la vejez y que tanto le hacían sufrir. —¿Por qué no puedo alcanzar yo la inmortalidad? Se escuchaba a sí mismo y sus palabras le parecían dulces, llenas de realidad.
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—Mi brazo es duro como el roble y no hay hombre en todo el mundo que sea capaz de vencerme... Estaba entristecido y quizá aburrido porque no le quedaba nadie a quien enfrentarse y vencer. — Ahora que aún estoy fuerte, que mi cuerpo guarda la mayor de las energías y la fortaleza, ¿no puedo hacer algo, luchar contra un ser superior y vencerle, y obtener como galardón a mi triunfo la inmortalidad? El chamán de la tribu, que llevaba algún tiempo espiando el extraño comportamiento de Guerrero de Brazo Roble, alcanzó a escuchar sus últimas palabras, que parecían sacadas de la amargura. Se le acercó portando en su mano el haz de plumas de águila en forma de hisopo que garantizaba su posición privilegiada de conductor espiritual y curandero de toda la tribu y le preguntó: —¿Qué te ocurre, Guerrero de Brazo Roble, que la melancolía cubre tu cuerpo y tus ojos no brillan como el ascua ardiente y encendida de la madera del haya? El aludido elevó sus ojos hacía el hechicero y se topó con la mirada inteligente y astuta del hombre sabio, el conocedor de todos los misterios, triacas mágicas, medicinas y consuelos que los dioses del Mundo Superior habían concedido a los pieles rojas para hacerles la vida más fácil, más próspera y más feliz. El guerrero, lleno de insolencia y ensoberbecido por su imbatibilidad en el campo de batalla, espetó su deseo irrenunciable: —¡Quiero ser eterno! El chamán le escuchó incrédulo: —¿Inmortal? Guerrero de Brazo Roble asintió con decisión. —No hay ser que pueda obtener este atributo, o casi no lo hay —repuso el hechicero. El guerrero quiso atisbar en la contestación casi esotérica del hombre sabio un cierto resquicio por el cual podría el hombre penetrar en la vida eterna. Por eso expresó lleno de ansiedad la pregunta clave que podría aliviar su desesperada situación: —¿Es que hay algo que pueda hacer yo para conseguir mi deseo? ¿Es que puedo, por algún exorcismo que tú me hagas, conservar eternamente mis atributos de guerrero invicto?
El chamán le miró con gran respeto y le dijo: —Acude al atardecer, cuando se ponga el sol, a la hoguera ritual y ante sus sagradas brasas te revelaré algo que casi nadie conoce en las extensas llanuras que rodean el gran lago. Y se perdió su figura bamboleante en la espesura del bosque cercano Guerrero de Brazo Roble a la hora convenida se presentó en el lugar indicado por el hechicero, ansioso por conocer los secretos que guardaba aquel hombre sabio. Al verle sentado frente a la hoguera, cubriendo sus magros hombros con una frazada tejida por las mujeres de la tribu con el pelo del bisonte y de la llama, le anunció: —Guerrero de Brazo Roble ha llegado ante ti. —Siéntate junto a mí —le dijo el anciano— y fuma tranquilo la pipa de nuestros antepasados. El piel roja, nervioso y sin considerar en nada la actitud serena del hechicero, le exigió más que le pidió: —[Guerrero de Brazo Roble quiere saber! El chamán le contestó: —Y vas a saber. —Bueno. El anciano, sin más preámbulos, le preguntó: —¿Quieres de verdad la inmortalidad? —Quiero. —¿Has meditado que una vez conseguida no la podrás rechazar? —Sí. El chamán le miró profundamente a los ojos, se encogió de hombros y sin más le dijo: —Hay un solo camino que te puede llevar a ella. Pero has de luchar por ella. —¡Lucharé! ¿Adonde hay que ir? El hechicero advirtió:
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—Nadie... casi nadie lo ha conseguido. —Guerrero de Brazo Roble lo conseguirá. —Allá tú. —¿Qué he de hacer, adonde hay que ir? Mi flecha, mi hacha, mi espada están listas para triunfar... El chamán le contestó con voz suave: —Has de buscar a Sisiutl. —¿Qué es Sisiutl? —Es una gigantesca serpiente con dos cabezas, con la lengua como un dardo y un rostro humano en el centro de su cuerpo. Cada una de las tres frentes de Sisiutl está adornada con los cuernos del poder, al igual que los lleva el Pájaro Trueno. Guerrero de Brazo Roble hizo de aquel duelo un firme propósito, para lo cual dijo lacónicamente: —La mataré. El hechicero le aconsejó: —Con su piel has de hacerte un cinturón y cuando te lo pongas quedarás protegido para siempre de la muerte. El guerrero, decidido y presto a vivir la hazaña, preguntó: —¿Y dónde se encuentra? —En las aguas de la costa del noroeste. Las tribus que allí se encuentran la temen, se horrorizan con su visión y todos huyen cuando aparece cerca de sus aldeas. Guerrero de Brazo Roble saludó ceremonialmente al hombre sabio y anciano por su información y se despidió de él. Luego caminó hacia su cabaña, penetró en ella y, sin perder más tiempo, cruzó a su espalda el carcaj repleto de flechas que había afilado cuidadosamente, tomó el arco y las alforjas rebosantes de carne seca de alce y de los adminículos necesarios para realizar los rituales y ofrendas a los dioses de la pradera y de las montañas, se palpó el costado para comprobar que de él pendía el tremendo machete de guerra y salió al descampado dispuesto a iniciar de inmediato la gran aventura de su vida, si tenía suerte, o la última aventura de su vida, si no la encontraba en su camino.
El guerrero invicto, y solitario por ello, alcanzó con varios días de camino las altas montañas que ocultaban el horizonte de la gran llanura. Trepó por sus riscos y coronó sus cimas, mirando con frecuencia al sol para comprobar si estaba haciendo su camino con acierto. Dirigía impertérritamente sus pasos hacia el noroeste y sabía que las costas que bañaban ese lugar estaban lejos, muy lejos de allí, pero su persistencia, tozudez y su inconfesable deseo le habrían de dar fuerzas suficientes para conseguirlo. Así que siguió caminando: escalando sierras encrespadas e hirientes, cruzando praderas llenas de hierba verde y rebaños inacabables de bisontes que apenas se fijaban en él. Cuando se le terminaron las viandas que llevaba tuvo que cazar para comer, pero era tan experto en este arte que nunca le faltó qué comer e incluso compartió con algún carnívoro las sobras de sus presas por no cargarse con excesivo peso. Guerrero de Brazo Roble alcanzó un día a ver allá en la lejanía las batientes aguas que mojaban las tierras del noroeste. Hacía días que las estaba avistando y, con gran ilusión, trató de forzar su marcha para enfrentarse cuanto antes con la gigantesca serpiente bicéfala con cuernos. Varias jornadas tuvo aún que caminar para alcanzar las rompientes aguas de la costa; pero cuando llegó a mojarse sus pies lacerados en ellas y sentir el consuelo de su frescor en ellos, lo primero que hizo fue recorrer de un lado a otro la costa en espera de que Sisiutl apareciese entre la espuma de las tremendas olas que enviaba a la orilla el profundo mar. Por mucho que hizo el piel roja, no pudo conseguir vislumbrar ni un momento al enorme monstruo acuático. La decepción hizo presa en él y medio descorazonado caminó por las sendas de los alrededores en busca de alguna aldea o tribu a quien preguntar por la existencia de la gigantesca sierpe maldita. Guerrero de Brazo Roble caminó hasta llegar exánime hasta el territorio de los indios tsimshian y en la primera aldea que halló se dejó caer a la puerta del jefe de la misma exhausto, corroído por el hambre y por la sed que había acumulado por aquellos senderos áridos y hostiles. La hospitalidad atávica que distinguía a esta clase de pieles rojas hizo que el cacique del pueblo tomara bajo su protección y custodia al infeliz guerrero que llegaba desde tan lejos en busca de la inmortalidad. Lo primero que hizo aquél fue acoger en su cabaña al viajero, curarlo y alimentarlo para que se repusiese y fortaleciese cuanto antes. Cuando así lo hubo conseguido el Guerrero de Brazo Roble, se dio cuenta el señor de la aldea de que estaba ante un piel roja de una tribu extraña y lejana de su territorio, de una complexión fuera de lo normal y, al cruzar con él sus primeras palabras y conocer algo de su historia, igualmente también se dio cuenta de que trataba con un hombre invicto, de un gran valor tanto en sus acciones bélicas
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como en los enfrentamientos que todo ser había de tener frente a los avatares que le proporcionase cotidianamente la vida; es decir, ante un hombre íntegro. El cacique, bajo la sombra del enorme nogal donde se celebraban los rituales religiosos de su tribu, fumaba una pipa de la amistad con el desconocido y le preguntaba: —¿Para qué llegas a mi territorio? Exhausto y sin fuerzas expones tu vida, porque cualquiera de mis guerreros, celoso de su tribu y de sus ancestros, podía haberte rematado en tu sueño de debilidad. El guerrero extranjero replicó: —El pueblo piel roja es demasiado orgulloso y noble para acabar gratuitamente con la vida de cualquier debilitado, sin posible defensa. El jefe sonrió y volvió a expresar: —Tu manera de pensar te honra —e insistió en su pregunta—: ¿Pero qué buscas aquí? ¿Qué haces tan lejos de tu poblado? Guerrero de Brazo Roble hurgó con un palo la hierba que crecía bajo sus pies, escuchó las preguntas de su bienhechor, calló un momento, luego levantó su cabeza para observarle mejor y al fin le dijo sin tapujos: —He llegado en busca de Sisiutl, la gran sierpe dos cabezas y tres frentes orladas con los cuernos de su devastador poder. El cacique se alarmó, miró a su alrededor y preguntóle: —¿Es qué se ha trasladado a vivir aquí? El guerrero piel roja sonrió y le explicó: —No, no. No tengas miedo. Pero he llegado a las costas noroccidentales donde me aseguró el hombre sabio que vivía y no la he hallado —sin dejar responder a su interlocutor, el impávido viajero continuó diciendo—: He roto la piel de mis piernas con las aliagas secas de esos caminos, he sufrido de sed y de hambre, buscándoos para que me deis señal de ella... —y añadió—: ... si es que algo sabes de Sisiutl. El jefe de la tribu le contestó: —Mucho me temo que por aquí no la vas a encontrar.
—¿Adonde tengo que ir para ello? Guerrero de Brazo Roble estaba desalentado, a punto de caer en el mayor de los desánimos que tuviera jamás. El indio tsimshian le dijo: —Por lo que yo sé, el monstruo que buscas se halla muy lejos de aquí, mucho más al norte. Pero... El viajero, desesperado, expresó con cierta insolencia: —¿Qué quieres decir con ese perol —Quiero decir que si quieres llegar a ver a esa gigantesca serpiente bicéfala, de la que por otra parte ni yo ni mi tribu deseamos saber nada de su existencia, tendrás que hallar primero que nada a Pájaro Trueno. Al guerrero extranjero se le cayó el alma a los pies. Ahora tendría que meterse en un nuevo peregrinaje para poder conseguir su deseo. Por eso preguntó: —¿Qué he de hacer? — Acercarte al territorio de Hagwelawrenrhskyoek. Cerca de ese gigante alado podrás, si tienes suerte, hallar a Sisiutl. El guerrero preguntó: —¿Qué relación mantienen estas dos bestias? El cacique repuso: —El Águila de los Monstruos del Mar tiene bajo sus alas anidada a la gran culebra que buscas. Hallando a Pájaro Trueno tienes casi asegurada la presencia de Sisiutl. —¿Quién es ese Pájaro Trueno! ¿Qué clase de monstruo es? El jefe del poblado repuso serenamente y casi sin mirarle: —Pájaro Trueno es Hagwelawrenrhskyoek, el pájaro gigante que baja en picado desde el cielo y devora a las ballenas. Guerrero de Brazo Roble, lleno de curiosidad, dijo: —Por eso le llamas Águila de los Monstruos del Mar. El jefe asintió con un gesto y siguió explicando:
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—Posee un poder sobrenatural devastador que reside en los dos cuernos que luce sobre su cabeza. —¿Y es cómo un águila gigantesca? El señor del poblado repuso, quizá exagerando un poco: —Es tan enorme que los "volcanes apagados acunan su nido". Guerrero de Brazo Roble, más decidido que nunca a ir al encuentro del monstruo alado que le llevaría a conseguir su inmortalidad en la personificación de la sierpe bicéfala, se alzó del suelo, miró profundamente a su interlocutor y con cierto esmero en sus palabras le expresó: —Te lo pregunto, amigo, porque he de meterme en lucha con esos monstruos, porque necesito saber más de ellos. —Pregunta, di. —¿En dónde reside su maldad? ¿Contra qué poderes he de enfrentarme? ¿Qué naturaleza sobrenatural he de eludir? El cacique le dijo gravemente: —Cuando Pájaro Trueno parpadea lanza un mortífero rayo y un tremendo trueno retumba con el aleteo de sus enormes alas. —¿He de librarme pues de esa arma letal que guarda en su seno? —preguntó el guerrero extranjero. Y sin esperar la respuesta que era obvia, se dirigió al cacique de la tribu tsimshian y le dijo—: Sé que tendré mañas para burlar sus ataques, sé que sabré encontrar el modo de que deje caer desde su axila esa Culebra Rayo tan especial con la que ansío luchar y matar... Ante el horrorizado jefe de la aldea el extranjero se calló. No podía comprender el halo de miedo que envolvía al tsimshian temeroso, que sólo pudo balbucear torpemente: —Allá tú, insensato y osado señor... Ya Guerrero de Brazo Roble tomaba sus armas y sus alforjas decidido a ir al encuentro del gigantesco monstruo alado, pero antes de partir le preguntó: —¿Dónde he de hallar a Pájaro Trueno? El cacique extendió su brazo hacia el horizonte y contestó: —Allá lejos, donde tres veces sale el sol.
—¿Al norte? —Sí —contestó el jefe y seguidamente añadió—: Tiene su hogar en el Glacial Azul. —Lejano lugar, ¿no? El jefe contestó: —En el territorio de los quileute, en Mount Olimpus; al sudeste de su demarcación allí hallarás su hogar. Guerrero de Brazo Roble salió como un rayo de aquella aldea de tsimshian. Conforme se alejaba de ella crecía en su interior una fuerza bruta y desenfrenada que le llevaba irremisiblemente a la lucha con el gran gigante alado que portaría debajo de su brazo a aquella que le iba a dar su inmortalidad. Cuando el arrojado guerrero alcanzó a ver el Glacial Azul se dirigió directamente a él, obsesionado como estaba con sus ideas, y no hizo caso de las aldeas que hallaba en su camino, cuyos indios quileute le vieron pasar asombrados y llenos de intriga por el arrojo y el valor que mostraba aquel hombre, yendo al hogar de Tisíial, que era como estos pieles rojas llamaban a Pájaro Trueno. Tuvieron que transcurrir muchas jornadas en alerta para Guerrero de Brazo Roble, cobijado bajo una manta de lana de carnero y pelo de búfalo, escondido en una cueva junto al torrente de hielo, observando si aparecía en el cielo la tremebunda ave maléfica. Por fin un día no pudo más que gritar ante tamaño espectáculo que llenaba el cielo azul pálido, casi blanco, por efecto del frío que reinaba en el helado paraje: —¡Ahí va, ahí está! El gigantesco Pájaro Trueno apareció en el firmamento. Emergió de la misma línea del horizonte y se acercaba cada vez más al Glacial Azul, en la cabeza del cual se elevaba una picuda y escarpada montaña, a cuya cumbre, por lo visto, se dirigía el monstruo. La emoción que llenaba el pecho del guerrero era tan grande que apenas podía respirar y quedó completamente atónito cuando la gigantesca ave, que sobrevolaba el mar que se extendía en las tierras bajas y que él podía observar perfectamente desde su altura, abrió sus tremendas alas y dejó escapar de debajo de ellas las Culebras Rayos que, cayendo sobre la superficie del mar, buscaban a las ballenas en sus aguas, matándolas seguidamente y engulléndolas con voracidad. También pudo ver como una de las culebras, en una noche
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de luna llena, se acercaba a ella y le propinaba grandes mordiscos, arrancándole enormes trozos a la Luna y ocasionando los eclipses que oscurecían la Tierra. Guerrero de Brazo Roble vio desasosegado el maravilloso espectáculo que se le ofrecía a sus ojos, pero rápidamente comprendió que él no había llegado hasta allí para ver extravagancias y cosas extrañas. Sabía que desde donde estaba no iba a conseguir nunca nada, que tendría que bajar hasta la orilla del mar para poder tener ocasión de inquietar a Pájaro Trueno a fin de que soltase a Sisiutl, porque en seguida se dio cuenta que aquellas culebras que cayeron desde lo alto no eran ni por asomo la gran sierpe bicéfala que estaba esperando. Así pues, el guerrero descendió por las escarpadas pefías que formaban el tremendo acantilado que conducía al mar y, una vez alcanzadas sus orillas, se dirigió a una cueva dentro del agua salina hecha por la erosión marina y se escondió en ella, acechando día y noche la presencia de la gigantesca águila. Después de algún tiempo, en el cual se dedicó a explorar los caminos y las sendas que convergían y rodeaban aquellas terribles moles macizas de la montaña, descubrió que a Pájaro Trueno le gustaba descansar de su pesado vuelo en uno de los recovecos, llenos de algas y caracoles de mar, que éste había horadado con su fuerza y su vigor en la base misma de la escarpadura, si no muy cerca de donde él había acampado sí en comunicación con su cueva marina por una serie de pasadizos y grietas abiertas por la acción erosiva del agua viva y del viento desatado y gélido. Guerrero de Brazo Roble un día vio cómo llegaba al lugar el ave mítica y maléfica, y también vio cómo el animal se dirigía a cobijarse en su refugio preferido metido entre las peñas y el mar. Atrevido y envalentonado el hombre que deseaba que su aventura terminase ya en un sentido o en otro, comenzó a recorrer el angosto camino subterráneo que le llevaría a presencia de Pájaro Trueno. Cuando llegó junto a él, vio que descansaba con las patas encogidas y plegadas sus gigantescas alas. Entonces el piel roja tomó un largo palo, hecho con la rama recta de un árbol de boj, a la que le había sacado filo por uno de sus extremos, y agazapado como conejo en su cubil detrás del monstruo, esperó a que éste volviese su cabeza para rascar las plumas de su costado y, saliendo de su escondrijo, enarbolando su improvisada arma, se la clavó en uno de los ojos de la bestia, que tras lanzar un dolorido aullido salió volando hacia el cielo abierto. El guerrero le siguió afuera y lo pudo ver entre las nubes lanzando al aire su furor y su ira en forma de graznidos horrendos y espeluznantes. En uno de estos movimientos pudo ver el atacante cómo el pájaro levantaba una de sus alas y arrojaba a las
aguas a una serpiente enorme que, conforme bajaba hacia la tierra, iba creciendo en tamaño. Guerrero de Brazo Roble, impresionado por la acción, gritó: —¡Es Sisiutl en propia carne! Tuvo ganas de acercarse a ella, pero, temeroso de la reacción de Pájaro Trueno, se contuvo y se conformó sólo con observarla. Era Sisiutl una gigantesca serpiente que tenía dos cabezas, una en la cola y otra en su sitio. En medio de su cuerpo tenía una cara de hombre y en cada una de las tres lucía un par de cuernos, que eran los que albergaban su poder de maleficencia y perversidad. Se dio cuenta el guerrero, cuando la gran sierpe cayó sobre las aguas, que era tremendamente rápida y que su apetito era voraz, ya que perseguía con afán a las ballenas y las devoraba con un solo golpe de su mandíbula. Comprendió Guerrero de Brazo Roble que Sisiutl era un "intimidante animal carnívoro que parece una serpiente, nada como un pez y puede trasladarse por la superficie de la tierra y también por debajo". Al arrastrarse por la tierra en busca de carne humana, la gigantesca serpiente dejaba un rastro baboso que corroía la arena. El guerrero piel roja la observaba desde su escondite, animando a su coraje y corazón para entrar en pelea con ella y matarla. Cuando ya estaba dispuesto a ello, vio llegar por la playa una comitiva de hombres semidesnudos y burdos, sucios, portadores de armas punzantes y dando alaridos, que corrían tras la gran culebra de dos cabezas. Quedó quieto el extranjero, al resguardo de la ira de los recién llegados, cuando a sus espaldas, en la cueva marina que le resguardaba de todo peligro, escuchó la voz de un hombre: —Son gente salvaje, gente desarrapada que llegan para tocar o al menos ver a Pájaro Trueno. Guerrero de Brazo Roble hizo un respingo de sorpresa y tomó su cuchillo para defenderse de un posible enemigo. Pero no, el hombre que veía ante sí, el que le había hablado era un hombre pacífico; por sus trazas y la serenidad que emanaba de su figura; de seguro que era un chamán quileute. —¿Quiénes son? —Son hombres que desean ser ricos... porque la miseria les invade. Basta con verlos —repuso confiadamente el arrojado piel roja
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extranjero. El anciano chamán se acercó un poco más a él y poniéndose a su lado contemplaron ambos a dos los comportamientos insensatos de la comitiva ululante. —¿Y por qué ricos? —preguntó el guerrero. —Porque ellos saben que quien toca, o simplemente ve o escucha los graznidos de Pájaro Trueno, se verá inmediatamente colmado de riquezas —y sin esperar respuesta añadió—: Lo que generalmente encuentran es la muerte. —¿Por qué? Yo lo he visto y tocado. —Pues tú conseguirás la riqueza. —Pero quiero más... quiero la inmortalidad. El chamán le vaticinó: —Con tu tenacidad y empeño la alcanzarás. No lo dudes. Guerrero de Brazo Roble, ufano y lleno de soberbia, ni se dignó contestar ni mirar al hombre bueno, al hombre sabio. Volvieron a contemplar el exterior de la cueva, en la playa vieron a los desarrapados pieles rojas cómo corrían tras Sisiutl. El hechicero expresó: —Ellos quieren ser ricos porque conocen la tradición. Pero lo que no saben es que... En ese momento, los dos observadores vieron cómo la comitiva de hombres míseros penetraba dentro del rastro viscoso que dejaba Sisiutl en el camino de su huida. Conforme lo iban haciendo los individuos se convertían en piedras, luego en espuma y luego se desvanecían como humo. El chamán expresó tristemente: —Ése era su destino. Ambos permanecieron aún en el interior de la cueva un par de días. Desde ella pudieron ver cómo Sisiult se transformaba "en una gran variedad de formas, incluida una piragua autopropulsada" que surcaba las aguas a gran velocidad y se alejaba de ellos. El guerrero piel roja extraño en aquel lugar le preguntó al
maestro: —¿Adonde va? El hechicero provecto le aclaró: —Tiene que comer, su apetito es voraz.. —¿Y qué come? El anciano sin hacerle caso le dijo: —Se encamina velozmente hasta el Glacial Azul. En él habitan multitud de focas cuyas pieles son acariciadas por el frío y las cercanas aguas heladas. -¿Y...? —Sisiutl, en forma de piragua, debe ser alimentada por focas. Guerrero de Brazo Roble quedó admirado y seguidamente se dijo que debía aprovechar la incidencia de que la sierpe gigante de las dos cabezas estaba dentro de las aguas, para lanzar su canoa a ella y perseguirla hasta hallarla y, sorprendiéndola en medio de su trasformación metamorfoseada, aprovechar para matarla. El guerrero piel roja así lo hizo y, dirigiéndose a la ribera del Glacial Azul, se encontró a Sisiutl medio abotargada, aletargada por la gran cantidad de focas que había ingerido y, aprovechándose de esta inusual situación, Guerrero de Brazo Roble saltó sobre ella, que apenas si reaccionó, y la traspasó con el descomunal machete que portaba a su costado y la ensartó con todas las flechas que llenaban el carcaj. Cuando el terrible monstruo lanzó un alarido de furor, rabia y dolor ya era tarde, cayó inánime, inerme sobre los macizos helados del glacial, lanzó su grito de victoria: —¡Sisiutl, te he vencido! ¡Destino humano, te he humillado! Y cuando corrió a ver al chamán quileute que le aleccionara sobre aquellos monstruos que se albergaban en la playa helada de su territorio, encontró el interior de la cueva vacía. Guerrero de Brazo Roble usó la piel de Sisiutl para hacerse un cinturón que inmediatamente se arrolló a su cintura. Con ello quedó protegido de la muerte... ... y también Pájaro Trueno le obsequió con la riqueza, porque lo había tocado, lo había visto, había escuchado su graznido...
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LOS CHAMANES HABLAN POR BOCA DE LA DEIDAD CREADORA
(Leyendas pima, navajo, hopi, yaqui, apache y papago)
"Dios creó al país indio y fue como si hubiera extendido una gran manta. Puso a los indios en ella... y aquél fue el tiempo en que los ríos empezaron a correr. Después Dios creó los peces en este río y puso ciervos en las montañas... Luego el Creador nos dio vida a los indios; echamos a andar y en cuanto vimos la caza y los peces supimos que habían sido hechos para nosotros... crecimos y nos multiplicamos como pueblo." (Jefe Weninock) Antes de que los dioses del pueblo piel roja creasen a los hombres, no existía la Tierra y hubo que crearla para cuando ellos llegaran. Sus deidades, bien extrayendo barro del fondo de océano y moldeándolo en forma de gran empanada o bien por cualquier otro modo mítico, constituyeron la gran isla donde se desarrolló el Mundo Medio, que es el mundo actual, el habitado por los seres vivos conocidos en el presente. No obstante estas teorías clásicas de la creación de la Tierra, los pieles rojas creen que el mundo actual donde se desarrollan sus vidas es el cuarto (indios hopi) o el quinto (para los navajos) de varios de ellos que existen en el universo celestial. Explicaba el hechicero hopi a los guerreros que, sentados en el suelo y con las piernas cruzadas, rodeaban la hoguera y fumaban la pipa de la paz en el interior de la tienda del jefe de la tribu, porque en el exterior helaba: —Los mundos flotan uno encima de otro de forma que el piel roja debe purificarse y ascender de uno al otro hasta alcanzar el nivel del Mundo Superior. Los aguerridos hombres, de rostros adustos y feroces, al escuchar estas palabras caían en una especie de éxtasis místico y escuchaban arrobados. El chamán continuaba:
—Los mundos que nos precedieron eran, sin duda, lugares que resultaban demasiado pequeños y fueron inundados del mal, contaminados por los vicios y la perversidad, a causa de las hechicerías a que fueron sometidos por los malvados. Sin embargo, el mundo siguiente es esencial y siempre constituye un respiro y un consuelo para el piel roja que persigue su superación. Resultaba definitivo y fundamental para la vida espiritual de estos hombres la ascensión a mundos cada vez más cercanos al pretendido Mundo Superior. Por eso los pieles rojas (tribu de los navajos) apilaban una sobre otra cuatro grandes montañas y sobre la última plantaban una robusta y larga caña, a la que se subían para alcanzar el cuarto mundo, puesto que el tercero quedó inundado. Y el chamán zuni ora con su pueblo diciendo: —Todo piel roja debe viajar con fortaleza y seguridad a través de las cuatro cuevas subterráneas antes de emerger al Mundo Superior, donde poseerá el Conocimiento y la Visión. De este modo tan esotérico y oculto se pasa de la creación de la tierra, del Mundo Medio, a la satisfacción espiritual de aquel pueblo que tiene que llegar y del cual van a ser responsables los dioses bajados del cielo; que primero construyeron una doctrina mística y luego la adaptaron a las criaturas que debían de acatarla sin ninguna clase de escapatoria. Por eso bajó hasta la Tierra, desprovista de humanos, la diosa Estanatlehi o Mujer Cambiante (navajos) y sentándose a la orilla del camino, junto a la puerta de su cabaña, reparó en la planta del maíz que crecía en su huerto, tomó su fruto y, entre dos losas de granito, lo trituró. Y, tiempos más tarde, el propio pueblo, por boca de su hechicero, diría: —Tomó polvo de maíz y agua. Lo mezcló con la propia piel de sus pechos, que arrancó con suavidad. Y creó a la gente. El Mago o Hacedor del Hombre (pueblo pima) igualmente desciende a la gran isla e, instalándose en su morada construida al abrigo de los vientos del norte y del oeste en la ladera de la gran montaña, decidió... —... fabricar a los hombres utilizando para ello arcilla. Pero antes debía construir un horno para cocer sus carnes y darles vida.
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Pero, cuando el dios estaba en plena labor de creación, apareció a la puerta de su casa Coyote y, con sus dotes de embaucador y bufón ridículo, interfirió en el delicado trabajo, diciéndole al Mago: —Creo, amigo, que cualquier cosa que cuezas en tu horno ya está lo suficientemente hecho. El Hacedor del Hombre reconoció en la figura que le hablaba a Coyote y —aunque sabía de su estupidez y sus mentiras, también sabía que era parte integrante del milagro de la creación y que tenía poderes para realizar buenas acciones, así como que es el que procura que las personas pasen de un mundo a otro, al igual que es el responsable de esparcir las estrellas por el cielo— admite el acierto en sus palabras y cae en su trampa y le pregunta: —¿Estás seguro de lo que dices, Coyote? El aludido, lleno de jovialidad y burla, le contestó: —Ya lo creo que lo estoy, señor. Compruébalo tú mismo sacando del horno y mostrándomelo. El Mago le hizo caso y extrajo prematuramente a las criaturas de arcilla que quedó muy poco cocida y, por tanto, blanquecina... —... y de este modo aparecieron sobre nuestro mundo los hombres blancos —explicó el chamán pima. Con gran contrariedad del creador huyeron aquellos del lugar y se esparcieron por la tierra, concentrándose en determinados espacios. Pero fue de nuevo Coyote quien le hizo la siguiente recomendación: —Si el calor del horno no ha sido suficiente para acabar de cocer a tus criaturas, haz otras y mantenías durante más tiempo entre las llamas de la jábega. Al Hacedor del Hombre le pareció buena la idea del embaucador: conformó nuevos humanos con la arcilla que extraía de la montaña cercana y los introdujo en el horno ardiente. Por supuesto, los mantuvo más del doble del tiempo que estuvieron aquellos que quedaron blancos y cuando los sacó a la vida... —...aquellas otras criaturas habían sido quemadas y la negritud les había invadido —explicó nuevamente el chamán en la reunión ceremonial alrededor de la gran hoguera que presidía la tribu. Frente a estos resultados el Mago despidió con malas actitudes a Coyote, que desapareció rápidamente a lo largo de la gran llanura del sudoeste en busca de otros infelices a quienes poder embaucar y
reírse de ellos. El creador... —... ordenó llevar a blancos y negros a ultramar y, una vez asegurado que allí descansaban, tomó reticentemente el Hacedor del Hombre nueva arcilla y moldeó con ella nuevos individuos y, como ya había aprendido a tomar el punto de la cocción justa que tenía que hacer, creó a los pieles rojas (pimas). Los hombres blancos, sin embargo, vuelven a los territorios indios y son enviados como una maldición junto a la pestilencia y a la guerra (navajo) por el Primer Hombre y la Primera Mujer... —... Atse Hastün y Atse Asdzan, que, envidiosos y contrariados en sumo por la prosperidad que gozaban los nativos, contaminaron su civilización con estas odiosas maldiciones. Pero los blancos no eran bien recibidos por el pueblo piel roja, quienes, cuando sabían de su llegada, tomaban sus precauciones y preparaban sus hostilidades. Eran los Surem (tribu yaqui) unos pequeños seres humanos que odiaban la violencia y los ruidos estridentes y agudos... —... cuando llegó hasta ellos la noticia de que llegaban los hombres blancos, se reunió el consejo de ancianos de la tribu — explicaba el chamán de la aldea con palabras graves y preocupantes — en el que se dirimió la conducta más adecuada que debían mantener los Surem. Ante los asombrados rostros de los fieles y supersticiosos pieles rojas que escuchaban embelesados las historias de sus antepasados, de sus orígenes, que les explicaba, lleno de misticismo y sabiduría, su guía espiritual y protector del aliento de sus ánimas, el anciano detuvo sus palabras y esperó a que alguno de ellos le animase a continuar con la narración de la epopeya mágica de sus ascendientes, Al fin, uno de los guerreros, considerando que tardaba mucho en iniciar el cuento, airado le espetó: —¿Es qué aquí se acaba la historia? —e intrigado apremió con la pregunta—: ¿Es que acaso los ancianos de los Surem no llegaron a ningún acuerdo? El chamán yaqui, condescendiente, continuó hablando: —Ante la tesitura de tener que emigrar a territorios más alejados del hombre blanco o quedarse y tener que enfrentársele más o menos tarde en enconada lucha, los ancianos dejaron a su libre
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albedrío que los individuos eligiesen cada cual la conducta a seguir. Unos tuvieron miedo de los blancos y se marcharon a lejanas tierras. Pero otros se quedaron a hacerles frente con valor y firmeza... El piel roja aguerrido y curioso cortó bruscamente el alegato que hacía el chamán, preguntando con anhelo: —¿Y qué fue de aquellos seres enanos y sensibles que decidieron quedarse en su territorio? El hechicero contestó lacónico: —Que se hicieron altos y fuertes... —...y dieron origen a nuestro pueblo... Y continuó el chamán yaqui: —... lucharon contra el intruso de ultramar y le vencieron... —... arrojándole de sus tierras —completó la frase del hombre sabio el piel roja con sus palabras repletas de satisfacción y orgullo por el comportamiento de sus antepasados. Pero una vez creado el pueblo piel roja, sus gentes necesitaban invariablemente que se les enseñase a hacer las cosas. —Y entonces es cuando apareció en medio de nuestros padres el dios Usen y les mostró la forma de recolectar las hierbas buenas para hacer las medicinas que les curaban cuando enfermaban — expresó el hechicero apache a sus discípulos. Más tarde fueron visitados por Montezuma (pueblo Papago), el Médico del Mundo, el que había creado el universo mezclando su propio sudor con el polvo sacado de su piel, y les enseñó a cazar y a cultivar el maíz. —El creador original del mundo o de los seres humanos desaparece a menudo, son creadores evanescentes que desean ocultar su poder y su propia imagen verdadera de la mirada de los humanos. Dan su beneficio y escapan a su Mundo Superior — aleccionaba mitológicamente el chamán. Pero los pieles rojas que habitan el mundo se olvidaron muy pronto de los dioses y de los beneficios que obtuvieron de ellos. Entonces se volvieron malvados y desobedientes... —...y son aquéllos quienes les envían la destrucción. El Primer Hombre y la Primera Mujer (pueblo navajo) enviaron,
por ello, terribles monstruos a sus aldeas y tribus para destruir a los hombres... —... porque les habían enfurecido al propalar por toda la Tierra "que la felicidad era su propia creación". Tuvo que llegar nuevamente el propio Montezuma al mundo y crear una nueva raza humana para que luchase contra la primera y la exterminara. Como la perversión, la maldad, el vicio y el improperio persistían aún sobre la Tierra, los dioses deciden anegar este pueblo enviándole un diluvio (apache), una inundación terrible que les sumergiera en el caos, lo tragara y lo hiciera desaparecer. Pero una deidad rebelde quiso que quedara algún residuo de la antigua civilización... —...y "un espíritu vengador del Mundo Superior (indios caddo), una rana profética que corresponde así a cierta ayuda que recibió de los humanos (Alabama) y un perro parlante (cherokke)" se dirigieron a un hombre y a su esposa, anunciándoles que iba a sobrevenir sobre ellos la gran inundación y que se preparasen —les explicó a los pieles rojas el Amo del Aliento, que no quiere esclavizarlos sino darles la libertad. Entonces les aconsejó: —Debéis construir una balsa, una gran tinaja de barro o, si no podéis, debéis meteros dentro de una gran caña hueca, para soportar en su interior los embates y las furias de las aguas desatadas que os enviará el espíritu vengador. La pareja de humanos elegidos escuchó las recomendaciones del espíritu bueno y le obedecieron. Dentro de la caña mágica los esposos flotaron por encima de la superficie del mar desenfrenado y soberbio. Y preguntaron, desde su resguardo, a la deidad: —¿Y cuándo sabremos el momento de salir y pisar la tierra? El dios le contestó: —Cuando las aguas decrezcan... —¿Y cuándo será eso? —preguntaron los esposos cuya soledad que sufrían en el interior de su minúsculo aposento les comenzaba a agobiar. La deidad rebelde les recomendó:
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—Enviad al pájaro carpintero y a la paloma a buscar la tierra. —¿Cuándo? —Cuando las aguas desciendan. Y lo habrán hecho cuando las aves que vosotros enviasteis no vuelvan o si vuelven lleven embarradas sus patas. Y cuando fue el tiempo el pájaro carpintero ya no regresó a su morada y la paloma lo hizo, pero marcó su huella de barro sobre la balsa de caña que acogía al hombre que con su esposa salvóse de la destrucción divina. El hombre sacó su cabeza al exterior y, volviéndose a la mujer le dijo: —Ahí fuera luce ya el sol. La tierra, feraz y prometedora, no espera. Abandonaron terrestre...
su
refugio
y
saltando
sobre
la
superficie
—... acometieron la tarea de volver a poblar la Tierra, tarea que realizaron a menudo con la ayuda divina. Y el hombre santo, el chamán, el santón de la tribu, el hechicero, se levantó solemnemente de la gran piel de búfalo sobre la que se sentaba y sin mirar ni por un momento a su pueblo, a la congregación de pieles rojas que le escuchaban atentos, se retiró, perdiéndose en las penumbras de su cabaña, en la que meditó largamente sobre las cosas de este y del otro mundo, del Medio y del Superior.
LAS AVENTURAS DE ROSTRO MARCADO
(Leyenda de los pies negros)
Rostro Marcado vivía en soledad en los recónditos rincones que le reservaban los amplios espacios que poseía su tribu en medio del gran meandro del caudaloso río que se estiraba como una aletargada y perezosa sierpe, una solemne y horrenda Uktena. Y como ella, el poblado de los pies negros aparecía simbólicamente como una valiosa joya en la cabeza del río y lucía en él como las siete bandas de colores que tenía alrededor de su cuello, y se expandía a ambas márgenes del río como los abiertos cuernos que encarnaban su perversidad. E igualmente atacaba a sus pobladores, eligiendo como aquélla a los pescadores y a los niños, cuando se desmadraban sus aguas en las estaciones en que las lluvias torrenciales caían cual cortinas de agua, verdaderas e insufribles cataratas, en las cercanas y altivas montañas, en cuyos picos tenía sus nidos tanto el río como el monstruo alado Uktena, y se engullía a niños y pescadores porque eran los seres que más alto riesgo detentaban: los niños por su debilidad, los pescadores porque les sorprendía la furia de la avenida descontrolada y a ambos los arrastraban las furiosas aguas hasta el fondo cenagoso del lejano lago donde arrojaba su carga macabra. Y no es que Rostro Marcado fuese un pusilánime, un tímido o un cobarde; no, lo que ocurría es que el joven guerrero sufría del mal de amores no correspondido a causa de un defecto físico que ostentaba en medio de su rostro; galardón obtenido por el arrojo y furia con que sabía pelear contra su enemigo tribal. Rostro Marcado debía su extraño nombre al hecho poco corriente de ostentar en medio de una de sus mejillas una repulsiva, larga y fea cicatriz de extraño origen, aunque los más viejos de la tribu la atribuían a un imperfecto, defectuoso y difícil parto que tuviera que soportar su madre cuando él nació. Rostro Marcado era feliz y contento entrenando para la lucha junto a los más acreditados guerreros avezados en más de un millar de guerras de lo más cruentas; era feliz caminando por el bosque yendo a la caza del jabalí, la liebre de las alturas, la marmota, los pájaros más variados, y también lo era caminando interminablemente hasta el lago de aguas azules con la intención de apresar en su red al propio somorgujo. Fue feliz también cuando, yendo en compañía de
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los más expertos cazadores de su tribu, se tuvo que enfrentar conjuntamente con toda la cuadrilla al gran oso submarino que portaba cuernos en su cabeza y sobre su dorso una sarta de púas de dragón alineadas sobre su cuerpo repugnantemente cubierto de crujientes escamas; fue feliz con ello, aunque no cobraran la singular pieza, ya que se introdujo bajo las aguas del lago y escapó en ellas nadando con gran estrépito, porque le gustaba la aventura, el riesgo, y porque pensaba que era tan buena la preparación física de su cuerpo que necesitaba adularlo y regalarlo de cuando en cuando proporcionándole azarosos lances con que ejercitarlo, de los que siempre salía triunfador. Rostro Marcado era tan valeroso, tan decidido, tan audaz, tan intrépido y tan arriesgado que para él fue un honor el poder someterse al ritual del O-kee-pa. Estuvo muy orgulloso de prestarse durante aquellos inolvidables cuatro días del verano a las terribles y extensas ceremonias sagradas en las que se representaba la historia mitológica de la tribu, que no dejaba de ser una dramatización de la creación de la Tierra, los seres humanos, las plantas y los animales, junto a las luchas que tuvieron que soportar sus antepasados hasta llegar a la situación en que se encontraba el actual pueblo de los pies negros. Estuvo orgulloso de sí mismo Rostro Marcado cuando, en el último rito de la ceremonia O-kee-pa, le suspendieron del techo de la cámara litúrgica o tienda de los rituales sagrados por medio de unas cuerdas acabadas en arpones y que engancharon de su pecho, con lo cual los poderosos músculos pectorales tenían que soportar todo el peso de su poderosa envergadura, rasgando cruentamente sus carnes. Aunque el dolor corroía sus entrañas, ni un solo gemido salió de sus labios ni de los del otro joven suplicante que pendía, a diferencia de él, de los músculos dorsales, de los cuales manaban hilillos de sangre que caía sobre la tierra arenisca donde se enclavaba el túmulo. El cumplimiento noble y digno de este sangriento rito le aclamaba en todo su territorio, y sobre todo en su extenso poblado, que se extendía alrededor del río, como un héroe provisto de gran coraje y como un hombre valiente y señalado sin duda por los dioses del destino, los hechiceros y los chamanes como propicio para ejercer el liderazgo sobre los de su propia tribu. Quizá Rostro Marcado pensó alguna vez que debía su desgracia precisamente a su valor y a su arrojo, y a la fama que adquiriese en su tribu debido a la hazaña de soportar con valentía y decisión el sacrificio cruento que requería el O-kee-paa. Aunque el joven guerrero vivía en la parte del poblado que se
extendía en la orilla del río más alejada a la gran tienda del jefe del mismo, solía con cierta frecuencia y despreocupación acercarse, atravesando las aguas caudalosas, sonoras y rápidas del río, hasta la otra parte donde se hallaban los primeros y más esforzados guerreros de la tribu, así como el lugar donde se alzaba la tienda de los chamanes, de los hechiceros proveedores de las medicinas y de los encantamientos y, por supuesto, la del jefe de la misma. Tenía amigos en ella con los que corría en sus cacerías y nadaba en sus jornadas de pesca a mano, en la que era gran experto. Rostro Marcado fue en busca de uno de aquellos muchachos para charlar con él y proponerle una cacería de varios días, en la cual debían alcanzar el más alto pico de la más alta montaña que proyectaba su sombra sobre la hierba del bosque. Encontró al amigo en las afueras del poblado gozando del frescor y la sombra de los verdes sauces y eucaliptos que formaban el diminuto bosque que guardaba el manantial que los hacía reverdecer. El muchacho estaba acompañado de otros jóvenes, entre los que se contaba la muchacha más hermosa y delicada que jamás había él contemplado. La flor de adelfa rosa que lucía prendida en su cabello negro y brillante redoblaba su belleza y la hacía parecer a los ojos del muchacho aguerrido y valeroso como una verdadera ninfa escapada del bosque y surgida de las aguas límpidas del manantial, con sus pechos turgentes, sus labios rojos y carnosos, sus caderas y sus hombros suavemente redondeados... Rostro Marcado preguntó a su amigo: —¿Quién es? Y con sus ojos se la comía. El otro repuso: —Es la hija del jefe. El enamorado tragó saliva. —Ven, acércate, quiero que os conozcáis. El amigo, apoyando su mano sobre el hombro de Rostro Marcado, le dijo a la joven: —Es mi amigo, el valeroso Rostro Marcado, el audaz que fue capaz de soportar sobre su pecho el cruento ritual del O-Kee-pa. La mujer que estaba de espaldas atendiendo a otra conversación, se giró rápidamente atraída por el gran prestigio que poseía el joven entre la juventud y por la gran belleza que guardaba
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su cuerpo según había escuchado en las reuniones secretas que las mujeres casaderas sostenían en las cabañas de las matronas. —Es Rostro Marcado —dijo el amigo común. La bella muchacha le miró con cierto estupor y, reaccionando de inmediato, expresó: —Ya había oído hablar de ti en esta parte del poblado —e inmediatamente añadió con jovialidad—: Y de tus hazañas, de tu audacia y... —le faltaron las palabras para continuar. La mujer no hacía más que observarle con la mayor atención. Rostro Marcado, con verdadero anhelo, dijo: —¡Qué bella eres! Y quedó ensimismado mirándola, perdiéndose en la profundidad oscura de sus ojos y la lisura de sus cabellos. La muchacha, halagada sin duda, sonrió, pero rápidamente la seriedad inundó su rostro. Pero no dijo nada. El muchacho guerrero e intrépido preguntó: —¿Y soy cómo esperabas que fuera? —Nadie me había dicho... Quizá debía haberlo adivinado... soy muy torpe —balbució. Al fin dijo de un tirón—: No, no eres como esperaba, lo siento. Y dándose la vuelta escapó de delante del enamorado, integrándose en un grupo de muchachas y muchachos que reían y hablaban en alta voz. Rostro Marcado quedó triste. Siempre había pensado suplir su defecto físico con su valor, su arrojo y su nobleza, y la perfección de su cuerpo atlético. —A decir verdad —se dijo— nunca me hubiese importado el repudio de alguna mujer por esta causa. Siempre lo había tenido como verdadera condecoración, serial íntima de mí mismo —y añadió muy afligido, atristado—: Precisamente ha tenido que ser ella, la bella mujer a quien yo... Un sollozo terminó la frase. Pero el joven guerrero, reconocido por todo el poblado, no era de los que abandonan sus propósitos con facilidad, por eso había llegado tan alto como estaba, por eso todo la tribu le consideraba como un héroe. Después del desplante que sufriera por parte de la hermosa hija del jefe, se separó de su amigo
y vagó alrededor del manantial por ver si hallaba la ocasión de volver a admirarla, de poder hablar con ella, pero no lo logró, solamente escuchó su risa desenfadada y cristalina que surgía de entre todo el confuso murmullo de voces con que alborotaban los muchachos. Y fue el conjunto de sus risas irreflexivas las que le martillearon constantemente sus sienes y le acompañaron como un verdadero tormento en la soledad de la larga noche que pasó en vela. Rostro Marcado se propuso cortejar a la bella piel roja y pertinaz como era en sus cosas; lo primero que hizo fue volver, a la mañana siguiente, a zancasdilear alrededor de la tienda del jefe por ver si conseguía verla a solas, para hablar con ella. Tuvo que insistir algunas veces para conseguir su propósito y hasta que llegara este momento su enamoramiento y su angustia por poseerla crecieron desmesuradamente. Al fin, en un atardecer, cuando el sol ya se escondía tras las altas cumbres pero enviando sobre la llanura su luz de fuego, el enamorado pudo contemplar, a través de los rayos rojizos y ardientes como su propio corazón, a la muchacha envuelta en un halo tornasolado que eran los últimos rayos del astro rey que, reflejándose en las aguas del río, caían sobre ella. No se pudo contener más, se acercó a ella, la miró, trató de besarla, pero la mujer se escurrió con la ligereza de un corzo que se ve acosado. —No te vayas. Espera —suplicó. La muchacha india se detuvo y juraría él que le miraba con coquetería. —¿Qué quieres? —preguntó. —Hablar contigo. —¿De muchacha.
qué?
—volvió
a
preguntar
con
cierto
desdén
la
Rostro Marcado se le acercó sin que ella huyera y, mirándola fijamente a los ojos, le prepuso abriéndole los secretos de su corazón: —Te quiero. No vivo desde el día en que te conocí —y añadió—: no voy de caza, no me veo con mis amigos, no duermo por las noches. Sólo te tengo dentro de mi mente a ti. Me acuesto contigo, velo toda la noche que paso hablando contigo y amanezco sobre mi camastro igualmente contigo. La hija del jefe expresó con menosprecio: —¿Y qué...?
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El enamorado no se pudo contener por más tiempo y le dijo: —Quiero casarme contigo... La muchacha sonrió, pero esta vez con decoro, diría que con cierto temor. Quedó expectante escuchando las palabras que surgieron como una torrentera de su corazón, más que de su razón. Pero de nada valieron a la muchacha que Rostro Marcado le hablara de sus múltiples méritos, de su arrojo para luchar con los monstruos del lago, de sus buenos augurios para poder llegar a ser un dirigente preferido de la tribu; de nada le valió al muchacho las súplicas y las humillaciones a que tuvo que rebajarse para convencer a la joven y bella piel roja; porque ella, ante tantas promesas de felicidad y de futuro, no pudo más que contestarle: —No insistas, Rostro Marcado, yo no me casaré nunca contigo mientras no encuentres la forma de quitarte esa cicatriz Desesperadamente, marchó el muchacho hacia su poblado y, consultando su pena con su madre, acudió ésta a la visita del chamán en busca de consuelo y de algún encantamiento que hiciera que su hijo no sufriese tanto. El hechicero le ordenó a la mujer que le enviara al infortunado que, hasta entonces, había sido tan popular y preclaro. Rostro Marcado obedeció a su madre y fue a la cabaña del mago en busca de consuelo y ciencia. —Yo lo único que necesito es alguna pócima o exorcismo para arrancar de mi rostro este nefando corte —le expresó impulsivo al hombre sabio, que serenamente miraba en él su abatimiento rebelde, que incluso se volvía contra sus dioses ancestrales. —Eso —repuso el chamán— no tiene solución sino sobrenatural —y añadió solemnemente—: Sólo desaparecerá de tu cara si es voluntad de los dioses. Rostro Marcado entró en trance y expresó desesperadamente mirando al cielo: —Dioses del Mundo Superior, ayudadme, enviadme el acto sobrenatural que me ha de devolver a la normalidad... El chamán le recitó como una salmodia: —Parte a los dominios del Sol y quizá allí halles el remedio a tu desventura. Aléjate del poblado y olvida a la insensata. Tal vez, en tus aventuras se te borre el nombre de esa ingrata. Tal vez halles el sol en el mítico lugar donde habita sobre los demás astros y él te ofrezca el conjuro, la triaca que te devuelva la felicidad. O si no el
tiempo y la distancia servirán para enjugar tus ardores... Rostro Marcado inició un viaje a lo lejos, a los Dominios del Sol, sin siquiera despedirse de su madre y mucho menos de la desdeñosa mujer. Largos años estuvo el aguerrido e intrépido muchacho vagando por los espacios que unen la Tierra con el Mundo Superior. Tuvo que sufrir en ellos, en el propio horizonte de los cielos y en las albercas que contienen las estrellas rutilantes grandes aventuras con las que curtió duramente su carácter. ¿Habían pasado años, muchos o pocos, desde que huyera furtivamente de su poblado y de su casa? Eso no lo sabía. Sabía que se había dejado la piel en las luchas y las algaradas con toda clase de monstruos y enemigos corpóreos e incorpóreos. Sabía que su cuerpo había madurado, sus músculos crecido y su raciocinio sentado y equilibrado. Sabía todo eso, pero también sabía que todavía no había logrado penetrar en los Dominios del Sol. Cada vez que llegaba a su puerta era despedido por los servidores del dios y arrojado de nuevo a las tinieblas, al limbo de nadie, que se hallaba entre los mundos Medio y Superior. En una ocasión, harto de su peregrinaje pese a lo persistente que era o había sido con sus propósitos, se topó frente a sí un frondoso jardín lleno de flores, árboles de toda clase y una vegetación tan verde y fresca que animaba al descanso. Así lo hizo. Pero cuando más tranquilo estaba pasaron junto a él siete grandes gansos blanquísimos que al verle graznaron con alaridos que resultaban casi humanos e insultantes. Inmediatamente apareció en la mente de Rostro Marcado la feliz idea, que luego siempre pensaría que le habría inoculado alguna divinidad protectora, que se pronunció a sí mismo: —Si mato a estas siete aves espléndidas y las llevo como ofrenda al Sol quizá me abra las puertas de sus dominios y pueda hablar con él. Pero inmediatamente sobrevolaron su cabeza en vuelo rasante siete grandes grullas que graznaban mucho más agresivamente que los gansos y se posaron cerca de él. De repente se le vino al pensamiento: —Y si además de los gansos blancos le llevo las siete grullas provocadoras mejor me ha de recibir. Por eso no lo pudo resistir; sacó su carcaj repleto de flechas con los colores de su tribu, armó su arco, lo tensó y una a una fue matando a las catorce aves esplendorosas. Les arrancó sus cabelleras y, con ellas en la mano, se acercó a los dominios del Sol y suplicó que
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le recibiera el señor en base a los trofeos que le llevaba. Desde ese momento se adoptó la costumbre entre los indios pies negros de arrancar el cuero cabelludo a sus enemigos muertos en combate como señal de haber triunfado sobre sus adversarios. Cuando le recibió "el Sol, quedó tan impresionado con aquellas muestras de valor que regaló a Rostro Marcado un bello traje adornado con pieles de comadreja". La vestimenta debía ser el don que le ofrecía el Sol para sacarle de sus fatales desventuras. Si no era así, él así lo creyó, porque la prenda mágica contenía los atributos de poder y de honor del astro rey. En la parte alta del vestido tenía un disco de oro en el pecho y otro en la espalda. —Ellos simbolizan el Sol —le aclaró el faraute que le llevara el traje. En las mangas aparecían pintadas siete rayas blancas que representaban los siete pájaros, mientras que las perneras estaban adornadas por otras siete bandas... —Las que simbolizan la derrota de los otros siete pájaros — añadió el servidor del Sol y luego desapareció introduciéndose en el interior de los dominios de su señor. Rostro Marcado, ataviado con su mágico traje, no tuvo otra solución que abandonar el lugar y hacerse la siguiente reflexión: —Es hora de regresar al poblado —y añadió justificándose—: Tenía la misión de visitar al Sol y lo he hecho. Con su regalo volveré a la tierra de mis ancestros y... Efectivamente así lo hizo. "Rostro Marcado se casó después con la hija del jefe y se convirtió en uno de los ejecutantes de ceremonias más famosos entre los pies negros."
LA BOLSA DE CASTOR LLAMA A BÚFALO BLANCO
(Leyenda de los pies negros)
Era la época en que todavía no estaba dado a cada cual el devenir de su destino, en la que simplemente se vivía y los dioses no habían dejado caer sobre las cabezas y los dorsos de los pieles rojas la pesada carga de su misión en su existencia. Eran por tanto felices, aunque tuvieran en entredicho y en carencia muchos campos de su vida cotidiana facilona y burda, en la que no cabía ni la reflexión ni el raciocinio; poseían lo que se les daba y no exigían más a la vida, pero no daban ellos a cambio nada, todo en su existencia era prosaico, hedonista y minusvalorado. Eran los tiempos en que reinaba sobre todas las cabezas insulsas el poder de la legendaria Mujer Comadreja; a ella y a su poder se invocaba normalmente porque ostentaba en su simbolismo el valor de la comadreja, el mustélido patrón de los guerreros pieles rojas. Moraba Mujer Comadreja, imbuida dentro de su poder, en la gran cabaña que le construyera su marido en los riscos más altos de las montañas nevadas, porque echaba de menos a aquellos altos lugares en los que tuviera que vivir retirado durante cuatro días, al tener que superar el rito del paso a la mayoría de edad. El hombre se acordaba, en su ensueño nostálgico, que era entonces todavía muy joven y no conocía a su esposa, Mujer Comadreja. Es más, se dijo que... —... gracias a que rebasé con éxito el rito del paso a la mayoría de edad y a las sucesivas purificaciones a las que me sometí, obtuve la gracia de mi preferente situación entre los de mi tribu y se me dio a conocer el poder de Mujer Comadreja tan profundamente, que lanzó sobre mí su deseo de protección con tanta intensidad que hasta me propuso que construyese un hogar y se casaría conmigo. El hombre así lo hizo. Pero en la soledad de su camastro, bajo la brillante luna que lanzaba sus rayos de plata y hielo sobre su cuerpo penetrando por la ventana, recordaba cómo, adolescente todavía, emprendiera la búsqueda de una visión, de un poder sobrenatural personal. Éste lo adquirió a un espíritu guardián en un sueño incitado por la dormición producida por un largo periodo de
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ayuno que tuvo que soportar; aunque, no siendo suficiente ello, tuvo que acompañar su inanición con largas y piadosas oraciones que, al no resultar del todo efectivas, tuvo que acompañarlas automutilándose en un costado de la lengua e incluso haciéndose un incisión más o menos superficial en el prepucio. Como preparación para ello estuvo varios días en el interior de una gran tienda de ceremonias, en la que debía encontrarse a sí mismo y purificarse. Para conseguir su propósito el indio adolescente que deseaba llegar a su mayoría de edad tuvo que sumergirse en un baño ceremonial, tras el cual envolvió su cuerpo en la planta que llamaban salvia aromática y después en el humo de una hierba especial, cuyo nombre no conocía, hasta que logró quitarse de encima el fétido olor humano que tanto agraviaba a los espíritus. Una vez preparado para el rito, el hombre tuvo que retirarse al lugar llamado Bi-li-shi-sna —el agua que no beben—, en completa soledad, un promontorio elevado, territorio designado por Mujer Comadreja como sagrado y en el cual él ayunó durante cuatro días. Recordaba perfectamente que fue en ese momento cuando sus tripas sonaban a causa de su inanición, cuando oró y se sajó lengua y pene respectivamente. Un ramalazo de dolor le recorrió su cuerpo. Después de tanto tiempo que pasara desde entonces, aún permanecía en su mente el acervo sufrimiento que tuvo que soportar para alcanzar su beneficio y cómo aguantábalo con gran estoicismo porque sabía que, cuanto más difícil le resultase la búsqueda de la visión y más padeciese, más seguro era que recibiera los grandes poderes. Al fin, el espíritu guardián se le presentó en forma de Estrella de la Mañana, que se mantuvo con él hasta que apareció el Lucero de la Tarde, que la conquistó y de cuya unión surgió toda la vida que existía en la Tierra. Siempre creyó que esta visión fue un presagio bueno, porque también el espíritu guardián podía presentársele en la forma de la Luna, animal o cosa inanimada provisto de poderes sobrenaturales pero no de tanta entidad como el que se le apareciera a él. El esposo de Mujer Comadreja se sentía un piel roja privilegiado porque pudo buscar de nuevo las visiones otras tres veces, lo cual era un hecho extraordinario que convertía mucho más perfectos a los hombres. Sin embargo, él había alcanzado un estado de serenidad y de humildad, lleno de sabiduría cuya vida había sido entregada al servicio de los demás. Por la ayuda espiritual que había recibido durante estos ritos místicos y por su bondad y virtudes se le confirió en todas las grandes llanuras una excelente reputación de gran hechicero con poderosas medicinas para la guerra.
En aquel tiempo es cuando adquirió el nombre de Observa-altoro-vivo, que quizá por una extraña referencia a alguna condición espiritual o esotérica o premonitoria comenzó todo el pueblo a nombrarle de esa forma, ostentándolo con orgullo de entonces para adelante; apelativo que cobró más visos de realidad cuando tuvo que enfrentarse con rotundidad al factible y extraordinario hecho que diera origen a uno de los ceremoniales más reverenciados por los pieles rojas de Las Llanuras como era el llamamiento primero al búfalo blanco. También al marido de Mujer Comadreja se le premió con la propiedad de una Bolsa de Castor, el más antiguo y complejo de todos los conjuntos de medicinas que ostentaran los pies negros. También recordó el hombre cómo, antes de concedérsele la extraordinaria bolsa de medicamentos, tuvo que someterse, en el lejano lago que se abría en medio de las extensas y áridas región de Las Llanuras, a una serie de rituales y demostraciones acuáticas en las que tuvo que probar que no tenía miedo a las aguas y sus profundidades. Porque los poseedores de la Bolsa de Castor eran considerados por todos las tribus de pieles rojas de la zona como unos verdaderos y audaces ijoxkiniks —aquellos que tienen el poder de las aguas— y, por tanto, estaban obligados a no mostrar miedo al agua bajo ninguna forma. Uno de los más importantes deberes que tenía el esposo de Mujer Comadreja era el de realizar el ceremonial del llamamiento del búfalo. En él se invocaba ineludiblemente a Cuervo... Decía Observa-al-toro-vivo a sus fieles en forma de alabanza: —El Cuervo es el pájaro más sabio que existe en el universo. Su superioridad quedó demostrada el día que retó en combate al otro pájaro mítico, el llamado Pájaro Trueno. Y lo venció —y añadió de inmediato—: ¿Y cómo lo hizo? —volvió a detenerse un momento y antes que alguien diese respuesta a su pregunta continuó su perorata con visos de loa—: Como sólo pueden hacerlo los seres privilegiados y llenos de sabiduría. —¿Cómo? El hechicero sorbió su propia saliva, tomó aire adustamente, relamiéndose en su relato, y habló gravemente: —Se envolvió Cuervo en un grado de frialdad tan grande que cuando Pájaro Trueno fue a su encuentro para acabar con él en la lucha sintió que todo él se congelaba sin remedio. Para lo cual no le quedó más remedio que defenderse de la congelación lanzando sus rayos ardientes sin descanso. Porque sabía que en el momento que
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dejara de arrojarlos sobre Cuervo se convertiría en hielo. —¿Y cómo terminó el combate? Observa-al-toro-vivo dijo: —Con la huida de Pájaro Trueno. Éste se dio cuenta de que la única alternativa que le quedaba era el abandonar la lucha y el darse por vencido; porque contra el poder, la sabiduría y la astucia de Cuervo no habían armas. Después de aludir, en medio del llamamiento del búfalo a Cuervo, al buen hechicero tenía que atraer al búfalo a las cercanías de la aldea. "Hizo a los hombres y a las mujeres. Ellos le preguntaron: ¿Qué comeremos? Él hizo muchas imágenes de arcilla en forma de búfalo. Y después les insufló su aliento y se pusieron en pie. Y cuando les hizo una señal empezaron a correr. Entonces dijo a la gente: Éstos son vuestra comida." El hechicero Observa-al-toro-vivo, en medio del ritual del acercamiento del grandioso rumiante a sus aldeas para que les proveyera de alimento y abrigos para el invierno, habló con palabras sabias, propias de los chamanes de la tribu omaha: —Los búfalos estaban bajo la tierra. Un joven búfalo que estaba paciendo encontró el camino que le llevaría hasta la superficie de la Tierra. Rugió la buena noticia a sus hermanos de manada, y toda entera le siguió. Tras caminar largamente, alcanzaron la ribera de un gran río. Sus aguas no parecían ser muy profundas. Por eso el búfalo que guiaba a la manada se echó en ellas para vadear el río. Pero las aguas sí eran profundas y el animal desapareció bajo ellas. De inmediato el agua se agitó y se volvió gris. El resto de la manada comprendió el peligro que suponía el cruzar por aquel lugar. Por eso "la manada nadó del otro lado de la corriente donde... encontró buenos pastos y se quedó en tierra". Desde entonces —acabó por decir el hechicero de la Bolsa de Castor— los pieles rojas y los búfalos se conocen, y como de importancia vital que son para el hombre éste los cuida y los venera, aunque tenga que cazarlos para poder subsistir. Entre aquella manada innumerable de grandes animales peludos y negros descubrieron los cazadores del poblado piel roja de Observa-al-toro-vivo cómo aparecía en ese inmenso mar de rugidos y enormes testas encornadas un ejemplar completamente blanco. Alarmados, acudieron al sabio hechicero y le comunicaron la noticia. Él mismo, acicatado por la curiosidad, quiso comprobarlo por sus propios ojos y se acercó a la manada. En efecto, vio cómo un enorme
búfalo de pelaje albino ramoneaba entre todos sus hermanos negros la hierba que crecía bajo sus pies. Elevando sus ojos hacia el Mundo Superior, solicitó la ayuda de su espíritu guardián y esperó a que llegase en medio de su éxtasis. Cuando volvió a la realidad expresó a sus acompañantes: —Ése ha de ser un ser reverenciado por todos los pieles rojas de Las Llanuras. El búfalo blanco es el animal elegido por los dioses de los cielos como el primero de la manada celestial, el que está unido por la virtud al Mundo Superior; los demás se han vuelto negros porque pertenecen a la Tierra, son malos —y añadió solemnemente—: ¡Así pues reverenciémosle y tengámosle como la divinidad que nos trajo el beneficio de nuestra comida! Los otros pieles rojas callaron por unos momentos en los que le observaron con todo el respeto que cabía para sus deidades. No obstante todas estas adoraciones, honras y veneraciones, el hechicero de la Bolsa de Castor deseó que se le cazase para que su hermosa y gran cabeza presidiera la gran tienda de los trofeos y objetos religiosos como el más valioso y espectacular que guardaban en ella. Sin dudarlo por un solo momento, el grupo de cazadores omahas se dirigieron hacia el lugar donde sesteaba la manada, colocáronse estratégicamente alrededor del búfalo blanco, ahuyentaron al gran rebaño usando para ello sus gritos y alaridos. Dejaron aislado al animal extraordinario, al cual tuvieron que perseguir en solitario durante mucho trecho, ya que era especialmente rápido y cauteloso en sus huidas. Pero al fin consiguieron abatirlo lanzando sus certeras flechas al cuerpo del animal, que era sagrado. Cuando llegaron a la aldea con tan pesada y singular pieza de caza la llevaron antes que nada ante Observa-al-toro-vivo quien, lleno de admiración, satisfacción y consideración hacia el animal, sentenció: —Que las flechas que le mataron y el cuchillo que se ha de usar para quitarle la piel sean purificados con el humo de esta hierba especial, de la cual ni yo mismo conozco el nombre. Los cazadores de la tribu cumplieron fielmente con el rito ordenado por el chamán, que además, cuando se comenzaba a descuartizar al búfalo, añadió: —Y cuidaos de no verter ni una sola gota de su sangre sobre la piel blanca —y cuando vio que se cumplían sus órdenes con exactitud y el animal yacía sobre la hierba verde descuartizado, les llamó la
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atención sonando sobre sus cabezas su sonaja ritual que guardaba los huesos sagrados de la tribu y dijo con gran severidad—: Y que no coma de su carne ningún hombre de Las Llanuras. Solamente lo deben hacer aquellos pieles rojas que hayan soñado con ellos. Y sólo podrá curtir su piel una mujer a quien toda la tribu reconozca que ha llevado una vida de pureza. Cuando la piel blanca entera, con sus pezuñas y sus cuernos intactos, estuvo curtida, sólo entonces fue cuando el hechicero de la Bolsa de Castor la llevó en procesión a la cámara de los objetos sagrados y la instaló en ella. Se convirtió en uno de los objetos sacros más adorados y reverenciados de la tribu. Fue en aquel preciso momento cuando, con gran satisfacción y orgullo, expresó Observaal-toro-vivo ante todo el poblado presente: —Nuestra supervivencia, gracias a ella, continuará por los tiempos...
UN TONTO SALVA A SU ALDEA DEL HAMBRE Y DE LA MISMA MUERTE
(Leyenda tlingit)
La aldea se reunía en la más importante ceremonia que existía para los pieles rojas que se denominaba potlatch, el repartimiento de las riquezas. El jefe de la tribu, en medio de la grande y oscura tienda, iluminada brevemente por las ascuas de la gran hoguera ceremonial que crepitaba en el centro de la misma, presentaba su rostro grave y apenado, serio y provisto de un rictus inexpresivo, a causa de las noticias que debía dar a sus súbditos. Con un gesto les hizo sentarse encima del alfombrado suelo y, mirándoles seguidamente uno por uno a cada uno de los presentes, dio un paso al frente comunicándoles casi entre sollozos: —Este año la ceremonia de la repartición de las riquezas de la tribu va a ser desoladora y triste, porque tengo los talegos y las alacenas vacías de todo. Solamente en ellas ha anidado el animal araña que ha tejido en el hueco vacío sus sutiles telas. El jefe calló un momento. Parecía que sorbía sus propias lágrimas. Este silencio lo aprovechó uno de los cabezas de familia para quejarse con agravio: —No tenemos nada para comer. Nuestros hijos y nuestras esposas pasan frío y hambre... El jefe replicó con consternación: —No hay nada. De nada poco se puede repartir. Un piel roja, ya en el umbral de la ancianidad, expresó con abatimiento: —Pero nosotros tenemos que alimentarnos, poco pero hemos de hacerlo. La protesta de otro:
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—La muerte se cebará con la aldea. —Nos extinguiremos. Un murmullo de rebeldía, de acusación al tiempo, de reproche, se extendió sobre las cabezas de los presentes. Incluso, si no se hubiese detenido a tiempo, quizá los mismos hermanos pieles rojas se hubiesen enzarzado en una acre lucha personal de subsistencia. El jefe, observándolos con suma pesadumbre, les conminó para que callaran y le escucharan con respeto: —Vosotros quizá me echáis la culpa a mí, a mi dignidad de jefe, que no he sabido desempeñar con autoridad... —Te has comportado con debilidad. —No hemos luchado contra las tribus enemigas... —...ni conquistado ningún botín. —No hemos salido de caza... —... ni has organizado cacerías de búfalos, ni... El jefe se impuso: —¡Callad! —gritó—. ¡Escuchadme! Cuando el silencio imperó en el interior de la gran tienda de las ceremonias, el cacique habló con palabras llenas de orgullo y sensatez: —¿Es que no os veis a vosotros mismos? La concurrencia quedó sorprendida e incómoda. El jefe siguió su discurso: —Sois todos viejos. No servís para la acción. Hubo murmullos de protesta. —Desde que perdimos nuestros guerreros en la guerra contra los hombres de las montañas somos como un jaguar sin sus incisivos... Todos bajaron la cabeza y mascullaban oraciones o quizá maldiciones, o tal vez blasfemaban contra sus dioses lares... —... porque se han olvidado de nosotros.
—...ya no nos dan su protección... El jefe hizo la vista gorda sobre estas pusilanimidades y, enfurecido, les espetó: —¡ Y no os acordáis ya que fuisteis vosotros, sí vosotros, los primeros que entregaron a los feroces hombres de la sierra todo lo que teníamos en nuestras casas en vez de hacerles frentes y morir con dignidad? Los hombres se escondieron entre las sombras espectrales a causa del fuego titilante de la gran hoguera. Se sentían avergonzados, se sentían vejados por el cacique; pero tuvieron en su mente y en su lengua su excusación. —Somos viejos —dijeron— y nos podían matar como quisieran. —Apenas si hubiéramos ofrecido una mínima oposición. —Cuando fuimos jóvenes bien que nos partimos el pecho y la cara por defender a nuestros ancianos y nuestras mujeres —dijo un piel roja que ostentaba en medio de su rostro, desde el lóbulo de la oreja izquierda hasta la comisura de los labios, un horrenda y repugnante cicatriz. Se entregaron de nuevo a una serie de protestas y quejas que defendían con gran ardor y que reforzaban con las llameantes miradas que salían de sus pupilas. El jefe de la aldea los calmó diciéndoles: —Bien, bien, guardad el orden y la compostura. Sosegaos. Cuando reinó serenamente:
la
calma
entre
la
concurrencia,
les
dijo
—Tenéis razón en todo lo que decís. Es cierto todo y todo se ajusta a la realidad de los hechos. Pero de todo esto nadie tiene la culpa. Ni siquiera yo. —No, si nosotros no... —Estamos viviendo en la miseria... —¿Y los guerreros? —No tenemos. Lo sabéis mejor que yo. —Los mozalbetes, los niños, al menos que vayan a robar.
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—Hay que hacerlos guerreros. El jefe replicó: —Es inútil hacer correr al caracol, es inútil que la cabra aprenda a nadar. Ni el uno ni el otro cazará ni pescará nunca nada. Lo único que conseguirán será perder la vida en el intento de solidaridad. —¿Entonces...? El cacique habló: —Los niños tienen que ser niños y actuar como niños. Vosotros, con vuestra experiencia pasada, tenéis que prepararlos para la guerra. Pero al menos esperad a que sus brazos tengan la fuerza suficiente para tensar el arco o empuñar la espada. Si no —añadió sonriente— lo único que vais a conseguir es que pierdan la vida en el intento de solidaridad. Repitió a propósito las palabras que ya dijera antes a cuento del caracol y la cabra. Los cabeza de familia representados bajo la gran tienda ceremonial se pusieron nerviosos, se agitaron, se acongojaron y de nuevo sus palabras insultantes, sus maldiciones y sus blasfemias lo inundaron todo. Al fin, uno de ellos, dirigiéndose al jefe, le preguntó: —¿Qué vamos a hacer? De este modo no podemos continuar. Nos moriremos. Y otro añadió: —Y si nos hemos de morir de miseria, muramos como el piel roja, noblemente. —¿Qué quieres decir? El hechicero habló trémulamente: —Vayamos toda la tribu en masa, en procesión ritual, hasta el risco de la muerte, en lo más alto del acantilado. Allí, envueltos por el consuelo de Alguien Poderoso, tomemos la pócima que yo os daré y que las bravas aguas del océano sean nuestra mortaja. Los gritos, los llantos, la histeria y el dolor se apoderó de las almas de aquellos pieles rojas. La algarabía preponderó sobre las frases inconexas, las súplicas, los plañidos que se enredaban en el espacio cerrado.
El jefe de la aldea gritó con desesperación, lleno de furor: —¡Basta ya! Parecéis un hatajo de mujeres plañideras e histéricas. Todos, con la cara llena de sorpresa, le miraron y siguieron en su murria. —¡Callaos! ¡Silencio! Le obedecieron. El jefe les reprochó: —¿Por qué, en vez de gemir como doncellas inexpertas no habláis como hombres y buscamos entre todos una solución a nuestra situación? Todos quedaron atónitos. ¿No era él, el jefe, quién tenía que pensar por todos, el que debía de proveerlos de todo...? El jefe cortó sus comentarios: —¡Y así es! La concurrencia quedó llena de admiración. Uno preguntó: —¿Qué tenemos que hacer? El jefe preguntó con insistencia: —¿Dónde está Alce Coz?. Los cabeza de familia allí reunidos al escuchar el nombre soltaron la carcajada. Rieron protervamente, con descaro e ironía. —¿Dónde se halla? Los hombres se encogieron de hombros, desentendiéndose del problema. Uno contestó despectivamente haciendo un gesto indefinido con la mano: —Por ahí, quién sabe. El jefe se encolerizó y dijo con ira: —¡Id a buscarlo! Que venga aquí. Mientras unos hombres salieron corriendo de la tienda en busca
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del requerido, otros se burlaban diciendo: —¿Para qué es bueno Alce Coz? Otro contestó: —Para nada. —Para trepar al alcornoque y agarrar la luna que aparta el sol. La carcajada de todos les evadió de las angustias que tenían momentos antes. Se reían porque Alce Coz era un hombre deforme, que tenía aplastada la sien y arrastraba la pierna izquierda a causa de una terrible coceadura que le diera, en una partida de caza, uno de los más grandes búfalos que pastara en las grandes praderas del noroeste. Desde ese momento quedó el individuo profundamente dañado en su cuerpo y retrasado en su mente, de tal forma que deambulaba sin rumbo por entre las cabañas de la aldea solicitando un mendrugo o una sonrisa de la gente que lo ahuyentaba de sus cercanías, arrojándole piedras y quizá también algún corrusco rechazado hasta por los pecaríes que hozaban junto al río. El jefe dijo: —Muy tonto será Alce Coz y muy denigrado lo habréis tenido, pero ahora están en él puestas todas nuestras esperanzas de salvación. Todos guardaron un respeto responsable. El hechicero expresó: —¿Qué piensas hacer con él? ¿Nos lo vas a sacrificar para que todos comamos? La concurrencia río tímidamente. El jefe dijo enfurecido: —¡No tienes entrañas, chamán! —Hasta ahora se lo hemos dado todo nosotros. Ahora le toca a él —dijo en son de justificación. Y añadió—: ¿Es que para algo ha de servir, no? El jefe dijo: —Y servirá. —¿Cómo?
El cacique le dijo: —Que se acerque a la costa, que deambule a lo largo de ella, que pase allí las semanas, los meses, que no regrese hasta... El hechicero cayó en la cuenta. Era tan viejo que su memoria le traicionaba. Y dijo: —¿Gonaquadet! Ahora caigo. Claro. —Sí, sí —repuso resignadamente el jefe. Y añadió—: Que vaya hasta allí y que encuentre al monstruo marino. —Él suele hacerse amigo de los inadaptados, de los tontos... — expresó el chamán. Pero los demás quisieron saber. —Pero ¿qué es eso del Gonaquadet? El hechicero lo describió con palabras esotéricas y llenas de misterio: —El Gonaquadet es para algunos una casa de cobre, para otros una gran casa pintada que surge del océano, un gran oso, un gigante marino que lleva ballenas en su cola y entre sus enormes orejas o un monstruo de varias millas de largo con muchos niños que corren por su lomo. Los pieles rojas presentes quedaron aterrados con la descripción. Uno de ellos, el de más arrojo, se atrevió a preguntar: —¿Y crees, señor, que Alce Coz es el más adecuado para enfrentarse al monstruo gigantesco y horrible? Esta vez fue el jefe de la aldea quien contestó: —Es que no tiene que enfrentarse a nadie. —Es el monstruo... —... Gonaquadet... —...el que lo ha de elegir a él. —¿Y qué tiene que hacer, cómo ha de comportarse? El chamán dijo: —De ningún modo especial. El monstruo...
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—¿Y por qué le llamas monstruo si nos va a hacer el bien? El aludido contestó: —Porque no es normal. Tiene "uñas, garras, dientes, pelo, piraguas y otras pertenencias hechas de cobre". El jefe dijo: —El cobre, el símbolo de la riqueza. —Que es lo que pretendemos que él nos dé... —... por medio de Alce Coz. —¿Y cómo nos lo dará... —... o se lo dará al tonto? El chamán expresó: —Cuando sean amigos Gonaquadet le dará su piel y lo convertirá en un gran héroe, con el eminente que nos salvará... En ese momento Alce Coz penetró en la tienda sujeto por la fuerza de tres hombres y protestando por el apresamiento. El jefe ordenó: —Dejadlo libre. Le obedecieron. Alce Coz miraba asombrado, asustado, a su alrededor y a la congregación de pieles rojas que clavaban sus pupilas en él, seguramente preguntándose cómo iba a convertirse aquel mastuerzo en un héroe capaz de realizar la más grande y mayor de las epopeyas para salvarles de la inanición y la miseria. El jefe y el chamán se acercaron a él sonriendo. Sin más preámbulos le ordenaron: —Tiene que emprender un viaje. —¿Adonde? —preguntó. —A la costa del océano. —¿A por peces? —preguntó tontamente. El hechicero le contestó:
—No. Allí todas las noches se baña la Luna. Los ojos de Alce Coz se iluminaron: —¿La podré agarrar? —Si eres bueno. El jefe le dijo nervioso: —Has de visitar a un enorme pez que allí vive. Todos quedaron pasmados ante la respuesta del tonto: —¿ Gonaquadet? El chamán tragó saliva y dijo: —Sí, ese pez... —... que te ha de dar algo. Alce Coz miró a todos con recelo, temiendo de ellos el asedio a que estaba acostumbrado y, dirigiéndose al jefe, le preguntó tímidamente: —¿Ya me puedo ir? El jefe asintió con la cabeza. El tonto salió como un endemoniado por la puerta de la gran tienda ceremonial y miró hacia atrás, desde afuera, con ojos enloquecidos, llenos de incredulidad. La concurrencia pudo oír a lo lejos cómo Alce Coz decía al viento lleno de jovialidad y groseramente: —¡Ahora sí, ahora sí, ahora te agarraré, Luna, antes de que te cocee el sol! Y desapareció entre las sombras de la noche, bajo las ramas funestas e inquietantes de los gigantescos nogales, alcornoques y castaños que se extendían largamente ocultando el horizonte. Los cabeza de familia allí reunidos aún estaban aturdidos por la contestación que diera el lelo. Se preguntaban cómo siendo tan atrasado conocía el nombre del monstruo que de seguro le iba a destrozar allá en las lejanas costas de noroeste de su país. El hechicero quiso aprovechar la ocasión para calmar la fantasía de los pieles rojas y sus temores diciendo:
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—Es una premonición. Sin duda los dioses que habitan el Mundo Superior han querido hacer una demostración de su poder poniendo en la mente de Alce Coz y en su lengua el nombre de nuestro salvador. Más o menos convencidos, los hombres salieron al exterior. Se encaminaron hacia sus chozas buscando en ellas la serenidad y la tranquilidad de sus espíritus, si bien tuvieron que languidecer en su precaria existencia, confiando su futuro únicamente al éxito que tuviera el más tonto de la comunidad para traerles la fortuna y la prosperidad. Así transcurrieron algunas semanas, al cabo de las cuales vieron llegar a la aldea a un hombre enmascarado con una vistosa piel de leopardo o jaguar, o algo que se le asemejaba mucho. Cuando, azuzados por la curiosidad, salieron a recibirle se toparon con Alce Coz que, pese a la horrible cicatriz que ostentara en su rostro y la cojera que le hacía bambolearse sobre la hierba que tapizaba la tierra de la tribu, miraba con desafío y entereza a sus paisanos, que le reconocieron diciéndole: —Es Alce Coz. —Ahí tiene su cicatriz partiéndole la cara... —...y arrastra su pierna como una lombriz. Alce Coz se incorporó ante los que le rodeaban y sereno y sosegado expresó: —Sí. Soy Alce Coz y si cojeo y mantengo la cicatriz es para que me reconocieseis. Ante el asombro de todos la cicatriz desapareció de su rostro y su pierna sanó de repente. El hechicero le preguntó: —¿Qué hiciste en la costa noroeste? Alce Coz narró: —Pasé semanas tratando de alcanzar la Luna —y antes de que alguien se burlase de él añadió—: y no lo conseguí. Un día se me apareció el Gonaquadet... —¿Tuviste miedo? —No —-dijo el muchacho—. En seguida se hizo amigo mío y me dijo que yo era un héroe. Esto me puso muy contento. Pero no supe
qué hacer. Me preguntó por mi aldea y le dije que estaba muy lejos y que padecía mucha hambruna. Gonaquadet ni me contestó. Bajo la luz de la Luna se quitó su piel y me cubrió con ella y me recomendó: ahora realiza proezas sobrenaturales porque eres un héroe. Yo le pregunté que qué eran esas cosas y él me dijo: Salva a "la aldea de la muerte por hambre"... Y también me dijo: proporciónales a sus "habitantes alimentos que son inagotables". —Y añadió—: ¡Aquí os los traigo! Alce Coz cumplió el encargo de riqueza que les enviaba Gonaquadet. Alce Coz siguió llamándose, para inquina de los supersticiosos, Alce Coz, pero recibió como premio a su fidelidad y benignidad la inmortalidad.
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EL FIN DEL GIGANTE QUE TENIA EL CORAZÓN EN EL TOBILLO
(Leyenda miwok)
"Mantente alejado de esas cuevas o Ettati te cogerá." (Jefe Miwok)
La historia transcurrió en Yosemite Valley. La historia transcurría en aquella época en la que los hombres no habían aparecido aún sobre la Tierra. Quizá todo sucedía en aquel recién estrenado Mundo Medio que se vieron obligados los animales a crear con la ayuda de la pequeña Araña de Agua para disponer de un lugar más amplio donde poder establecerse y vivir con comodidad, ya que el Mundo Superior había quedado tan reducido e incapaz de contener en él la multitud ingente de animales que cada día surgían en nuevas reproducciones y que amenazaba con romper el equilibrio y el bienestar de los que gozaban hasta ese momento en aquél, donde fueron concebidos y creados. Así pues, de entre las innumerables especies de animales que emigraron al Mundo Medio las aves se instalaron en el paradisíaco valle situado en la gran península al sur de las grandes praderas de los territorios de los pieles rojas. Allí convivieron felizmente durante mucho y largo tiempo gozando del buen clima, del sol suave y de un clima benigno que era capaz de hacer crecer los más maravillosos y nutritivos árboles frutales que ofrendaban sus frutas maduras, no sólo para su alimento sino también para su goce. Las aves revoloteaban sobre los jarales, a las orillas del mar acudían para pescar su comida fresca y luego se volvían a las floridas campiñas donde tenían sus nidos y las inundaban con sus trinos llenos de candor y pureza. Quizá, advertido algún otro animal terrestre por alguno otro inquieto y dado a la exploración, se advirtió a todos las demás especies animales de la existencia de este confortable paraíso, con lo cual rápidamente todos los que pudieron y que sus fuerzas les
asistían para realizar el esfuerzo iniciaron una marcha hacia él; cuando llegaron a su tierra prometida se instalaron en ella, ocupando sus ríos, los pantanos del interior, los bosques, las llanuras verdes que surgían entre las corrientes de agua, y construyeron sus madrigueras, sus hogares, unos dentro de las cristalinas aguas y ayudados por grandes y pequeñas ramas de los árboles caídos, otros en lo profundo de las cuevas del macizo montañoso que se alzaba al norte, otros excavando simplemente la tierra y la arcilla y llenándola de la pelusa algodonosa que caía de su cuerpo y de gran hojarasca seca y crujiente, donde reposarían sus enormes moles. Al principio, Alguien Poderoso que, desde el Mundo Superior, observaba la invasión del territorio bonancible por parte de todo tipo de animales indefensos, alimañas y feroces felinos, pensó que el caos que allí se iba a producir iba a resultar insoportable. Pero no fue así. La multitud ' de especies animales, tan contradictorias entre ellas y con hábitos de vida tan distintos que les hacían ser incompatibles, se supieron organizar perfectamente y con inteligencia, de modo que adaptaron sus comportamientos y sus peculiaridades de tal forma que trataron de ser compatibles y necesarios los unos a los otros. Incluso la vida de unos dependía de la vida de otros. Se organizó entre ellos una escala de dependencias, una cadena biológica en la que mandaba el equilibrio de la naturaleza, de modo que unos animales tenían que morir necesariamente para salvar su propia especie; eran el principio vital y necesario para que otros comenzaran sus existencias, para que sus especies no desapareciesen de la Tierra por inanición y abandono. Así pues el mundo de las aves se pudo compartir felizmente con el de los animales de otras especies y en Yosemite Valley todas las bestias de la naturaleza pudieron convivir perfectamente bien. La felicidad comenzó ya a verse ligeramente interrumpida cuando en los territorios del Norte y en las zonas costeras aparecieron unos seres extraños que caminaban erectos, tenían la piel del color del cobre y que se comían a todo lo que encontraban a su paso: peces, aves, frutos y hojas de los árboles. Pero aun así la felicidad se albergaba con toda su carga de dones hasta en los más recónditos lugares del paradisíaco valle de la gran península rodeada de aguas tibias y carente de cualquier ardid ventoso que pudiera resecar su feracidad y frescura. Así convivían estos seres vivos hasta que un día apareció, llegado de las tierras de las áridas tierras del Norte, un gigantesco hombre tan voraz y hambriento que lo primero que hizo al ver aquel encantador lugar fue dirigirse a las aldeas de los rudimentarios seres humanos, atraparlos y alimentarse con ellos. Por lo visto, la multitud de animales variados, grandes y pequeños, crueles y bondadosos, no
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eran de su agrado o simplemente los reservaba para cuando acabara con aquellos que no protegían sus cuerpos con pelo o lana. —¡ Uwulin! —gritábanse entre sí los pieles rojas de la tribus que se extendían por todo el territorio para avisarse del peligro que les acechaba. Uwulin era el nombre que le habían dado los aborígenes porque en él sólo veían el atributo que más horror les daba: comedor. Con esa palabra tan gráfica es como nombraban, en su jerga rudimentaria, los pieles rojas al gran gigante, ogro, comedor de carne humana. —Es "alto como un pino y sus manos tan grandes que podía sostener diez hombres a la vez en cada mano". De esta forma explicaba un semidesnudo piel roja que mojaba sus pies sentado sobre una roca batida por las aguas del mar a un mozalbete rapado y esquelético que le escuchaba aterrado y que, por supuesto, no había visto jamás al tenebroso Uwulin, al inhumano "Comedor". Cuando los indios escuchaban las grandes zancadas con que caminaba el descomunal ogro corrían a esconderse en las profundidades más ocultas de sus cabañas y cuevas. Cuando lo veían partir hacía uno de los viajes que hacía para buscar a sus víctimas en otras latitudes, descansaban y resoplaban con alivio; pero a la vez colocaban en los lugares estratégicos algún vigía que les avisase cuando regresaba a su morada en el valle. A Uwulin le gustaba mucho viajar y enfrentarse con nuevas gentes que le dieran a su comida nuevos sabores. Cuando lo hacía cargaba sobre su descomunal hombro un enorme saco que agarraba con su mano y apoyaba sobre su pecho seboso, peludo como una colina erizada de matorral. Los aborígenes al verle desde sus escondites decían unos a otros: —Ahí, en el saco, es donde mete a las gentes que rapta. Le miraban con temor. Otro decía lleno de estupor y miedo: —¡Mirad, mirad cuan grande es su saco! Se horrorizaban y huían hasta la oscuridad de sus casas.
Otro piel roja observó: —Su saco es tan grande que de seguro que cabe en él toda la población de una de nuestras aldeas. Todos asintieron con los ojos desorbitados. Los hombres le vieron partir de allí con gran alivio. Uwulin, dando tan grandes pasos que con uno de ellos bastaba para salvar la cumbre de una gran colina, inició su viaje por toda la península. Iba de una a otra aldea llevando con su presencia el terror y el sufrimiento. "Cogió a tanta gente que, como no se la podía comer toda de una vez, la cortó en trozos pequeños e hizo cecina de su carne." Uwulin, rendido por el cansancio que sentía debido al esfuerzo tan descomunal que había realizado en aventura tan cruenta, se dejó caer junto a una gran roca que se alzaba al lado de las sonoras aguas del río Merced, miles de millones de años antes de llamarse así, y aplastó con su corpulencia el manto verde y húmedo de la hierba que crecía en las riberas de la trepidante corriente de agua. Cuando ya el alivio le recorrió su cuerpo y el sueño de la digestión última había desaparecido, tomó los trozos humanos, aún sangrantes, que preparó y los colocó sobre la gran roca para que se secaran al sol, condenándola hasta la eternidad a que en ella aparecieran imborrables manchas "de la sangre de hacer la cecina". Los animales y las aves, hartos del intruso y de sus crueldades, se aliaron y trataron de matar al gigante de todas las formas posibles. —Usaremos nuestras flechas y nuestras lanzas cuando duerma. En efecto, cuando el gigantesco ogro dormía estruendosamente bajo un bosquecillo de arces y castaños silvestres, se acercaron con sigilo portando montadas y a punto sus armas, con las que debían atravesarlo y matarlo. Cuando estuvieron sobre él, colgados de las ramas de los árboles y escondidos de la vista de Uwulin metidos en sus copas espesas, uno de ellos, el más arrojado y que parecía que era quien ostentaba la iniciativa en aquella partida ofensiva, gritó la orden: —¡Ahora! Todos a la vez. Lanzaron sus flechas y sus lanzas sobre el pecho y la cabeza del "Comedor", pero vieron que ninguna de ellas conseguía penetrar en su cuerpo. Desalentados y temerosos de que despertase el ogro, descendieron sigilosamente de los arces y de los castaños,
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silenciosos, con cuidado, para no caer en sus manos y ser devorados. Los animales, como siempre hacen en el reino azul y blanco de la mitología, se reunieron en consejo para determinar el comportamiento que debían seguir en sus propósitos de exterminación del ogro. Nadie sabía qué hacer. Todos temían a Uwulin. Por fin uno de ellos expresó: —Podemos pedir la ayuda de Mosca. —Ella, con su costumbre de revolotear e inquietar a todo ser viviente, podría sin peligro acercarse a "Comedor" y... —...descubrir qué parte del gigante ogro es vulnerable a nuestras agudas armas. La comadreja dijo: —Con esa información, nosotros podremos urdir una trama para enfrentarnos sin riesgo a esa asquerosa criatura. Llamaron a Mosca a la reunión y sin ambages le pusieron al corriente de sus planes y le suplicaron que les ayudara a llevarlos a cabo. La aludida preguntó: —¿Y cómo puedo yo ayudaros, cooperar con vosotros con éxito? Los otros le dijeron: —Muy fácilmente. —Sí, cómo —interrumpió Mosca un poco alterada. —... muy fácilmente, sí. Y preguntó la requerida para heroína: —¿Qué debo hacer? Los otros, con cierto sigilo, le propusieron: —Vuela sobre el gigante y gánate su confianza... —... luego muérdele por todo el cuerpo hasta descubrir el sitio donde se le puede herir. Mosca dudó:
—Puede de un manotazo acabar conmigo, si le inquieto con mis mordiscos. El dolor le hará rugir. Los otros sonrieron y dijeron para convencerle: —Su piel es tan dura e impenetrable que ni siquiera le causan dolor nuestras flechas y nuestras lanzas... —... por eso tus mordiscos no le harán mella y te dejará tranquila... Y otro dijo gravemente: —Pero cuando alcances el lugar donde es vulnerable el grito de dolor te envolverá y su saña querrá hacer presa en ti... —... por eso debes en ese preciso momento estar lista para volar con toda rapidez a lo más alto de la copa del gran castaño que toca el cielo. Mosca se dio perfecta cuenta del gran riesgo que encerraba la hazaña que iba a protagonizar, pero se vio con fuerzas de enfrentarse a ella y aceptó con pleno conocimiento el riesgo que iba a correr. —No os preocupéis; yo iré hasta Uwulin y os traeré lo que queréis. Mosca extendió sus alas, las agitó y sin dejar de hacerlo comenzó a revolotear por el espacio libre del gran valle hasta que halló al gigantesco ogro tendido sobre la hierba y durmiendo a pierna suelta. Mosca, conforme lo habían acordado, se acercó al ogro y le mordió por todas partes. Él ni siquiera se movía, ni se lamentaba con las dentelladas que recibía. Cuando ya casi había recorrido todo su cuerpo acertó el insecto a morderle en el tobillo, con el cual mordisco le hizo a Uwulin dar tal respingo que el diminuto animal volador dio un saltó y salió agitando sus alas membranosas y fuertes a esconderse en lo más recóndito de la copa del árbol preparado para ocultarlo, a pesar de "que diera una patada con su imponente pierna". Ya ante el consejo fue interrogado por los demás animales: —¿Y qué? —Mordí todo su cuerpo, como dijisteis... —... sí, pero dónde le falla su fuerza.
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—¿Dónde no tiene poder? Mosca declaró: —En el tobillo. Sin duda en el tobillo, porque nada más castigárselo con un bocado lanzó un grito de dolor y trató de atraparme. Los animales del consejo quedaron satisfechos investigación y el trabajo realizado por su congénere.
con
la
De nuevo el consejo, ante los informes de Mosca, decidió: —Fabricaremos una serie de leznas... —¿De qué? El otro siguió: —...de hueso, de ciervo. —¿Como las que se usan para hacer cestos? El jefe asintió: —Eso mismo. Iguales. —Pero que sean más afiladas y más largas. Todos quedaron de acuerdo. Se pusieron manos a la obra y, cuando ya estuvieron listas una gran cantidad de leznas de tan afilado filo que era capaz de partir en dos la hoja del roble que cayera sobre él, se encaminaron hacia el camino que solía utilizar el gigante cuando salía de correrías en busca de hombres y animales con que alimentarse y, una vez allí, tras percatarse de que el ogro no les podía ver, la comadreja les recomendó: —Colocad cada una de estas hirientes leznas clavadas en la tierra, con el filo hacia arriba... Otro animal completó la frase diciendo: —... que haya tantas y tan cercanas las unas de las otras que el propio Uwulin no pueda evitarlas. Así lo hicieron y cuando la senda estaba sembrada de punzantes leznas con que herir al gigantesco ogro, todos los animales se refugiaron en las madrigueras cercanas, en las copas de los árboles y en las cuevas, a la espera de que su añagaza surtiera el
efecto que ellos deseaban. Al fin Uwulin apareció por el camino y penetró en el campo de las leznas, pisando muchas de ellas "y una le atravesó el tobillo, donde tenía el corazón". "Murió instantáneamente". Los animales dijeron: —Hay que destruir el cuerpo. —Que nunca jamás pueda resurgir. —Hay que hacer algún exorcismo que lo borre de la tierra. Los animales, reunidos en consejo, dudaban y se preguntaban: —¿Qué haremos? —¿Qué podremos hacer? Se lamentaron: —Antes hicimos caso a Mosca y nos fue bien. —Ahora ¿a quién acudiremos? —¿Quién nos ha de ayudar? Se quedaron pensativos largo rato. La comadreja, astuta y ladina, expresó: —Ya sé a quién pediremos ayuda. —¿A quién? Aquélla respondió: —A la pequeña ladrona del fuego. Todos enmudecieron. Quedaron expectantes. La comadreja preguntó airada: —¿Es que ya no os acordáis? Los demás animales negaron con la cabeza, llenos de estupor. —No lo sabemos —dijeron.
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—¿Quién será? Aquélla expresó llenando sus palabras del desprecio que les merecía sus olvidadizos congéneres: —¿No os acordáis de Araña de Agua! Ella fue quien robó el primer fuego y nos trajo el calor. Ella es experta en lances arriesgados y, sin duda de ninguna clase, nos dará el remedio a nuestra necesidad. Todos asintieron con la idea de la Comadreja. En efecto, llamaron a Araña de Agua y, al ser consultada sobre el hecho que les inquietaba, repuso: —Destruid con fuego su cuerpo. De esta forma ya jamás podrá volver a la vida. El mundo de los cielos será su hogar. Su humo se ha de mezclar con las nubes. De esta forma se movilizaron todos los animales y acarrearon sobre el cuerpo muerto de Uwulin numerosos troncos y ramajes secos, y lo cubrieron con ellos. Seguidamente le prendieron fuego y ardieron en una misma hoguera ogro y maderos muertos. La comadreja ordenó a los presentes: —Vigilad, que no se escape ninguna llamarada hacia el bosque, porque a través de ella podría huir... Unánimemente "observaron con atención cómo se quemaba para asegurarse de que ninguna parte se escapaba a las llamas, porque temían que pudiera crecer alguna y que Uwulin renaciera".
EL HÉROE QUE GANÓ EL ORIGEN DE LAS TRIBUS
(Leyenda maidu)
Eran aquellos tiempos terribles en los que sobre la tierra reinaba la anarquía, el rapto, los vicios por doquier y el autoritarismo desenfrenado del poder sin ninguna clase de acotamientos ni reglas que lo normalizaran, en los que cualquier ser poderoso tanto podía resultar una ignominia de individuo, un alevoso y desentrañable monstruo que comía a los hombres y a los animales, como ser una deidad plena de bondad y de sabiduría que acudía prestamente a la llamada de socorro de los humanos expoliados y maltratados tanto por los fenómenos de la naturaleza como por la insidia de un monstruo zoomorfo que gozaba con hacer el mal allá por donde pasaba... Eran los tiempos en los que, al norte del país de los indios maidu, surgiera de alguna oscura y tétrica caverna, donde asentara su morada misteriosa y secreta, el pérfido médico Haikutwotupeh. Quizá, después de adquirir su sapiencia sobre las medicinas y las hierbas curatorias en el Mundo Superior, y como castigo a causa de alguna tropelía o insensatez cometida con su sabiduría, fue arrojado a la Tierra para que inquietara con sus intrigas a los humanos y dejara de una vez a los divinos vivir en paz. El médico, una vez liberado de sus pócimas, triacas mágicas y hierbajos con los que trataba de hechizar a los pobres pieles rojas que trataban de convivir pacíficamente con las cosas buenas y con las malas, como suele hacer cualquier gente de bien, que les había tocado en el reparto de los territorios de la Tierra, salió de su casa con el firme propósito de... —Me acercaré hasta la tribu de los maidu, buscaré al jefe, le propondré jugar una partida en la que apostaremos las personas que pueblan sus aldeas. Y yo con mis artes le ganaré. Con gran regocijo —porque sabía que era invencible en el extraño juego que él mismo había inventado y aojado con sus oraciones y sus visajes mágicos, así como también con sus triacas desconocidas, sus sortilegios y sus fórmulas ocultistas— el curandero tomó camino hacia el Norte con la malsana intención de configurar con firmeza sus propósitos de ganar, o más bien raptar a todos los
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individuos que pudiera de aquella tribu. El fin que perseguía era el de retenerlos en sus dominios y cercenar definitivamente las ansias de prosperidad y progreso que poseían; sentimientos que por otra parte eran los que la naturaleza con su sabiduría les imponía con severidad. Llegó a la aldea que pretendía desvalijar. Penetró en ella con el rostro sonriente y con la palabra fácil y generosa en la boca. Se topó con un grupo de mujeres que tejían a las puertas de sus casas innumerables cestos muy variados, a veces trenzando y otras veces rizando las pleitas con que llevaban a cabo su trabajo. Y las encontró en estas labores porque llegó por la tarde, cuando las féminas descansaban de sus labores domésticas; porque era por la mañana cuando preparaban las bellotas y los otros cientos de plantas comestibles, así como la carne de alce y de ciervo que eran casi exclusivamente los alimentos que componían su magra dieta. El médico no se explicaba para que querían o necesitaban tantos cestos como llenaban las puertas de sus casas, apilándolos los unos sobre los otros, sobrepasando las cubiertas de aquéllas, que a decir verdad tampoco es que fueran muy altas, porque sus moradas eran "abovedadas, cubiertas de escobón o hierba", "en las grandes estructuras cubiertas de tierra, casi subterráneas". El curandero se dirigió a un grupo de mujeres —de cuyo cuello pendían innumerables abalorios y piedras multicolores, y de sus orejas pendientes artísticos y de vario color, lo que les daba un estatus de riqueza y de situación social de privilegio— y astutamente, en vez de enfrentar el problema que allí le traía, les preguntó sonriendo ladinamente: —¿Qué construís? —Cestos. Ya lo ves —le repusieron con la curiosidad en el rostro al descubrir ante ellas un personaje tan extraño y peculiar. Otra mujer le preguntó con claridad: —¿Quién eres tú? Él repuso sin ambages: —Un viajero que llega de lejos —y añadió seguidamente—: Os he visto realizar esas labores primorosas y he querido saber. Una mujer repuso llena de orgullo: —Construimos cestos. —Es el símbolo de la riqueza de nuestra tribu.
El médico dijo sin darle importancia: —A ver si os comprendo. —A ver... —Cuanto más cestos tengáis más ricos y nobles sois ¿no? —Eso es. Pero siguió preguntando: —¿Y luego qué hacéis con ellos? ¿Los guardáis todos? ¿Los vendéis? Una de las mujeres repuso: —Te explicaré... Le dijo que "los jefes de las aldeas aseguraban su prestigio en las fiestas presentando una gran variedad de cestos enormes llenos de gachas de bellotas", y también le aclaró que "para honrar a los difuntos se hacían algunos (cestos) que se quemaban durante las ceremonias de duelo". Nada de ello le importaba al perverso Haikutwotupeh, que en realidad lo que verdaderamente perseguía era el hallar la morada del jefe de la aldea y embaucarlo para que cayera en el ardid que él mismo había urdido, y persuadirle para que jugara al envite de su propia invención, con lo que le ganaría a todos aquellos hombres que estaban destinados para conducir con éxito el ordenamiento del país piel roja. Con ello se opondría efectivamente al progreso y prosperidad de los pieles rojas sumiéndolos para siempre en la oscuridad y la ignorancia. El médico taimadamente y acaramelando intensamente su voz le preguntó a una de las cesteras: —¿Y los hombres no os ayudan en tan importante labor? Las risas de la interrogada sonaron con gran estruendo en la aldea y se escaparon hacia los cercanos montes. Cuando consiguieron la normalidad en la interpelada y en las otras que le hicieron el coro al escuchar tan ignorante y simple pregunta, le repuso: —Los hombres están destinados a otros menesteres de superior valor. —¿Y dónde se encuentran a estas horas magníficas? —preguntó con cierta ironía el malévolo extranjero. La mujer contestó:
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—¿Y dónde van a estar? Todo el mundo lo sabe. Y otra dijo: —Descansando. Deben guardar sus fuerzas... Pero el médico no la dejó terminar la frase, porque preguntó: —¿Y el jefe también? —y añadió lleno de ironía—: Pues sí que veo que se preocupa mucho de vosotros... Las mujeres, a coro, enojadas, se revolvieron clamando: —Es un buen jefe y se sacrifica por nosotros. —Claro. —Mientras todos descansan, él medita y recibe en su casa a quienes necesitan su ayuda —respondieron con cierto enojo. —Junto con el hechicero discute nuestro porvenir y nuestra felicidad. Una de ellas dijo señalando la cabaña más grande que surgía bajo un enorme montón de tierra y que se adosaba junto a la ladera de la colina que les protegía del viento frío del Norte: —En la casa del jefe puede entrar quien quiera; vive para todos nosotros. El astuto médico preguntó con insidia: —¿A mí también me recibirá? —Claro. —¿Por qué no? Otra dijo: —A ti más que a nadie. —¿Por qué? —Porque le puedes traer noticia de cosas y promesas nuevas. El hombre, sin decir más, despreciando toda la labor que hacían las indias e incluso su belleza, se dirigió a la entrada de la cabaña del jefe y penetró en ella. Al cabo de dos días de permanecer encerrado en la casa con el mandatario salió Haikutwotupeh muy ufano y sonriente. Tras él caminó en fila india un inacabable número de
hombres que, con rostros atristados y actitud afectada, le seguían dóciles y disciplinados como rastro de hormigas. Salieron de la aldea. Atravesaron los montes aledaños y se perdieron en la oscuridad de los caminos y quizá de las mazmorras del taimado médico que vivía en las tierras del Norte. El jefe, días después, muy afligido y contristado, salió a la luz del día y se dejó caer a la puerta de su casa lleno de amargura. —¿Qué te pasa? —le preguntó su joven y bella hija, que sufría con la actitud penosa de su padre—. ¿Te ha dado aojamiento el maligno médico con quien has hablado? El jefe la miró con ojos llenos de lágrimas y le contestó: —Jugué con él una extraña y amañada partida que me enseñó para la ocasión. Perdí con ella a todos los hombres que tenían la sacra misión de traer el buen futuro a nuestro pueblo. Por eso estoy triste, por eso redimo con mi sufrimiento y mis lágrimas mi mala acción. Toda la aldea se afligió con su jefe. La tristeza, la monotonía, la lasitud y la angustia se apoderaron del lugar. La hija declaró ante toda la aldea: —No os tenéis que preocupar. He tenido un sueño y en él se me anuncia que por mí se han de resolver todas nuestras inquietudes. Pero el pueblo no le hizo ningún caso. La hija del jefe se retiró a la soledad de la cabaña de su padre. Nadie desde ese momento supo nada de ella, hasta que pasaron nueve meses en que en sus brazos apareció... "... Oankoitupeh, que nació milagrosamente de la hija del jefe en tiempos terribles." La madre vio en su hijo la salvación de todas sus tribulaciones. —Cuando crezca será un gran guerrero y entonces nos conducirá al triunfo... Pero su padre y los demás indios veían todo este sueño con gran escepticismo y muy lejano. —Muchos de nosotros incluso habremos muerto. —Todo ha sido una ensoñación y como tal se ha esfumado al despertar.
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Pero Oankoitupeh... "... alcanzó la mayoría de edad en cuatro días y se dispuso a arreglar el mundo." Convertido en un joven y macizo guerrero, bello y fuerte, dotado sin duda alguna por el poder de los dioses que habitan el Mundo Superior, el nieto del jefe de la aldea tomó sus armas, sus alforjas y las bendiciones de su abuelo y de su madre, y abandonó sus lares con el propósito firme de no regresar a ellos hasta que pusiera orden en las cosas de la Tierra que vagaban sin rumbo, en medio del caos. Entre las innumerables hazañas en que intervino se cuenta que realizó, como el gran coloso que era, una preclara, que consistió en desaguazar los terrenos de Sacramento Valley, abriendo zanjas o haciendo cañerías de desagüe, "separando las montañas donde están hoy en día los Carquinez Straits". Cuando su titánica labor terminó, siguió su camino topándose con un monstruoso pájaro que tenía aterrorizada a toda una comarca entera de la feraz península. Confiando en sus poderes divinos, la fuerza que le inculcaron los dioses y su buena voluntad, se dirigió hacia el terrible pájaro y... "... destruyó un águila negra espantosa del tamaño de un hombre y un monstruo que mataba a la gente." Después de su triunfante periplo en el cual se hizo reconocer por todo el país piel roja como un verdadero y arrojado héroe, se dirigió a los territorios del Norte, donde habitaba el insidioso y astuto médico que engañara a su abuelo haciéndole aceptar una partida injusta en la que perdió el orden y la prosperidad de su país. Buscó por todos los rincones de aquella escabrosa comarca la morada de Haikutwotupeh y, cuando la halló, directamente se fue en su busca; cuando estuvo frente a él, le provocó, le ... "... retó al médico Haikutwotupeh a una partida en la que apostaba por la vuelta de las personas que éste había ganado al abuelo del héroe." El nieto del jefe venció porque había nacido para ello y sólo para ello, y... "... Oankoitupeh ganó y restableció a cada tribu en su lugar de origen." Y el país de los pieles rojas comenzó su desarrollo, las cosas que sobre él pululaban se ordenaron, y llegó el progreso y la
prosperidad.
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EL NIÑO Y LOS CIEN ESPÍRITUS ALADOS
(Leyenda iroquesa, chipewa/ogibwa)
En el interior de la tribu todo era sosiego y paz. Las mujeres se retiraban a sus aposentos no sólo con la intención de descansar sino también con la de no molestar; deseaban pasar inadvertidas, en el anonimato, sobre todo en las horas quietas de la solana, en que la calima surgía de la tierra y envolvía al poblado entero. Las mujeres procuraban por todos los medios desaparecer de la tierra para dejar a los hombres en aquellas horas del mediodía, cuando el sol los buscaba a todos por los más secretos y profundos rincones de sus chozas y penetraba, curioso e indagador, hasta los más hondos, reservados e inabordables lugares, sin que se escapara uno solo, que se abrían sobre la superficie de la tierra. Era la hora de la quietud y el silencio. Los hombres —y sobre todo el chamán— lo demandaban incluso de los animales domésticos que solían vagar y alborotar alrededor de las casas y dentro de los cercados; en estas horas ceremoniales y casi sagradas buscaban la oscuridad de sus nidales y guaridas, se desplomaban sobre el templado suelo y dormitaban silenciosamente, sin estridencias, para que los hombres de la aldea, reunidos en la gran tienda ceremonial que se alzaba en el centro de la misma, se dedicasen, bajo la dirección del hechicero, a la formación y recreación de las cosas de su espíritu, enriqueciéndolo con el conocimiento primario para unos, y la remembranza para otros, de las historias de los hechos de sus divinidades y de las de sus héroes y poderes —buenos y malos— espirituales. Les decía el chamán con voz aflautada, que salía directamente de su laringe sin que apenas encontrara obstáculos en su camino hacia el exterior de su cuerpo, impregnada de la solemnidad y la seriedad que imponía el momento: —La Luna, como el Orbe de Luz Nocturna celestial, es la que se encarga de iluminar la Tierra cuando el Sol, con todos sus beneficios y carencias, huye de nuestro lado y se esconde en su madriguera. La concurrencia escuchaba con atención las hieráticas y nobles palabras del hombre sabio que resonaban a hueco dentro de aquella enorme sala, prácticamente vacía de utensilios y objetos sagrados de culto.
El hombre continuó hablando: —La Luna es la encargada de complementar el papel diurno del Sol. El jefe de la tribu, que estaba presente, se alzó en medio de la congregación. Medio hechizado pronunció solemnemente, más que nada para demostrar su superioridad y ante todo para que los guerreros jóvenes y los adolescentes que apenas sabían de la vida y de la muerte aprendieran: "Los cielos estaban llenos de deidades... Las constelaciones de estrellas eran centros de reunión de los dioses... La tierra estaba repleta de toda clase de espíritus, buenos y malos... " Se hizo un gran silencio en el que la concurrencia completa sin excepción, sobre todo los más ignorantes, meditó el mensaje que comportaban aquellas palabras. El hechicero, cuando lo consideró oportuno, siguió con su lección: —La Luna la nombramos como Nuestra Abuela y tiene mucha importancia dentro del desarrollo de nuestras vidas. Uno de los no iniciados todavía expresó cándidamente: —Es en realidad como nuestra abuela de carne. La queremos tanto o más como a nuestra madre, porque nos mima, nos lo da todo, ahuyenta nuestros malos sueños, es injusta con la recta conducta ante nuestros desaguisados, comprensiva incluso ante nuestras malas acciones... El hechicero miró al espontáneo y sonrió. Luego dijo: —Veréis. La Luna potencia los poderes reproductivos dé las mujeres... El jefe interrumpió las palabras del anciano asegurando: —... y a los hombres les proporciona gran suerte en sus cacerías. El provecto sabio y dotado de poderes espirituales y curativos, acatando con inmensa bondad las palabras del jefe de la tribu, expresó: —Como quizá os habéis dado cuenta, Nuestra Abuela, la Luna,
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desaparece durante unos cuantos días al mes y el cielo se encuentra vacío, oscuro, nadie hay en el universo que nos ilumine. Y ello ocurre porque va en busca "de su hermano, el Sol, que ha salido a cazar. Durante veinte días sigue sus pasos y luego muere. Pasan cuatro días en que no se sabe nada de ella. Después recibe nueva vida para reanudar su búsqueda". La reunión continuó lánguidamente bajo el calor agobiante del día de verano. Cuando el Sol se ocultó tras los picudos y elevados riscos untados por una capa de nieve y las primeras sombras zascandilearon dentro de la aldea, los hombres, en silencio y en escueto orden, salieron de la tienda ceremonial y dieron por acabado el acto de instrucción espiritual. Sin embargo, el sabio y provecto hechicero quedó sumido en un profundo letargo dentro de la sala ritual, cuando se echó desmadejado sobre el mullido lecho confeccionado con pieles de oso curtidas al igual que aquella que tapaba la entrada de la gran casa comunal cubierta de cortezas de olmo, que apenas si contenía unas cuantas orzas de barro llenas de agua o de mixtura mágica y algunas mazorcas de maíz resecas. Antes de echarse a descansar, a esperar la llegada de los Rostros Falsos, el anciano avivó el fuego de la hoguera que llameaba en el centro de la sala con una tierra aromática que impregnó el recinto con un fortísimo y penetrante olor. El hechicero, ido, demacrado, alejado de la vida por un sueño profundo en el cual habían de acudir los Rostros Falsos para aliviarle de sus dolencias, recibió la visita de aquellos héroes épicos iroqueses, creadores-destructores de todo lo que contiene la Tierra. Mujer Cielo "tuvo dos gemelos llamados Iouskeha, el Gemelo Bueno, y Tawiscaron, el Gemelo Malo. El bueno nació de una forma natural, pero el malo salió disparado de la axila de su madre, matándola en el proceso". Por delante de la mente del anciano hechicero, abotargada por el sueño provocado, pasó el poder creativo constructivo de Iouskeha y vio cómo aparecían, bajo el impulso de sus conjuros, en la pradera "las plantas, los animales, los pájaros y la humanidad". Igualmente contempló aterrado cómo el malvado Tawiscaron luchaba denodadamente para destruir todo lo creado por el bondadoso de su hermano. Todo aquello era una verdadera lucha fraterna, pero a la vez se dio perfecta cuenta de que entre los dos "juntos crearon un mundo dividido y sin embargo equilibrado". Antes de que apareciesen en la gran casa ceremonial y comunal piel roja los Rostros Falsos, tuvo la gran suerte de ver la última batalla despiadada en la que el Gemelo Malo murió y cómo el Gemelo Bueno, en loor de victoria, subió al Mundo Superior como el
verdadero Amo de la Vida. Esta última visión fue casi empujada y difuminada con la llegada de los Rostros Falsos, que se apoderaron del interior de la tienda comunal donde dormía el anciano hechicero aquejado de multitud de dolencias, de las cuales era la más importante su vejez. Los Rostros Falsos consistían en seres sobrenaturales que eran solamente "cabezas voladoras sin cuerpo y enormes ojos que buscaban atemorizar a los incautos". Éstos se manifestaban en máscaras que tallaban de árboles vivos los propios indios iroqueses escogidos y que se usaban en los ritos de sanación celebrados por la Sociedad de los Rostros Falsos. El yacente chamán fue visitado en esta ocasión por la máscara Vieja Nariz Rota, la más importante de todas, "cuyos rasgos torcidos surgieron cuando se atrevió a contestar la supremacía del Creador". Como consecuencia de este gran reto que hiciera a la divinidad, se reveló como el Gran Médico que fue destinado a vagar por la Tierra entera, sanando a la gente. El poder de curación de todos los Rostros Falsos se había adquirido por medio de los ritos y ceremoniales que realizaba la Sociedad, en los que intervenía directamente con el fuego sagrado, la tortuga y el Árbol Cósmico. Tanta era su importancia y el vigor de su poder espiritual que, cuando no se utilizaba, había que mantenerlo siempre vivo, alimentándolo frecuentemente con tabaco. Cuando por fin, a la madrugada, desaparecieron de la estancia sagrada, atufada por los aromas, olores espesos, las salmodias y los ritos de aquellos entes espirituales, se pudo levantar del lecho, revitalizado, el provecto chamán, todo volvió a su normalidad. Al salir al exterior a respirar el aire fresco de las primeras horas del día, cuando el Sol apenas asomaba tras la tapia tenue y sonrosada del horizonte, el hombre se dio cuenta que de nuevo la vida le sonreía y que todo en ella seguía palpitando. No tuvieron que transcurrir muchas jornadas de vida cuando desde la colina que se alzaba al norte del poblado bajó corriendo un mozalbete, agitado y gritando: —Los he visto, los he visto con mis propios ojos. Toda la aldea acudió a recibir al muchacho que jadeaba sin apenas poder respirar. El jefe le preguntó un poco molesto: —¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre? ¿A quién has visto que tanto te ha horrorizado? El aludido, con ojos como platos, señaló detrás de él, sobre la colina, y aterrorizado explicó con palabras que temblaban en su boca:
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—A ellos. Son enormes y son de piedra. —¿A quiénes? ¿De qué hablas? —preguntó colérico el jefe, sacudiendo por el hombro al muchacho para sacarlo del trance por el que sin duda pasaba en aquellos momentos. El chamán recriminó con una dura mirada la ruda acción del jefe y le habló con comprensión y amabilidad al muchacho: —Cálmate, chico, sosiégate, y luego explícanos la causa de tu terror y tus miedos; la visión que te está haciendo enloquecer. El muchacho, ante estas palabras cándidas y tranquilizadoras, tragó saliva, respiró hondo y dijo ante toda la aldea: —He visto a los gigantes. Y vienen hacia acá. Vienen a por nosotros, a comernos vivos. —¿Y cómo lo sabes tú? El muchacho contestó atropelladamente: —Porque los he visto coger a los hombres y destrozarlos entre sus dientes. El chamán, tranquilo y paciente, preguntóle: —¿Y cómo son? El joven piel roja contestó lleno de modestia: —Son parecidos a nosotros, pero altos como las acacias de junto al río. Y van cubiertos con un manto de pedernal. Ante el terror de todo el pueblo, el jefe quiso contemplarlos con sus propios ojos. Acompañado de tres fornidos guerreros que portaban listas sus armas, se encaminó hacia las tierras del Norte, donde, escondidos, pudieron ver a los gigantes monstruosos. Se pudieron dar perfecta cuenta de que eran "unos caníbales codiciosos que devoraban todo los que encontraban en su viaje". Retornó la pequeña expedición a la aldea y el jefe convocó en su morada al anciano hechicero, manteniendo con él una larga y secreta entrevista en la cual ambas dos autoridades compusieron un plan. Mientras el jefe de la aldea envió a lugares estratégicos a varios vigías para comunicar la llegada de estos ogros gigantescos, el chamán se encerraba en lo más profundo de su tienda y, rodeándose de los más variados y valiosos objetos sagrados que custodiaba su
tribu, se puso a salmodiar y solicitar la ayuda de los dioses del Mundo Superior para que acudieran en su auxilio. Llegó el día en que la cercanía de los gigantes monstruosos hizo temblar con sus pesados pasos las cabañas de la aldea y sus asentamientos, cuando los indios más timoratos se refugiaron en lo más profundo de los escondites que excavaron en la tierra, cuando asomaron los gigantes sus peladas cabezas, sus ojos de fuego y sus bocas sangrantes tras la colina que les resguardaba, cuando ocurrió el milagro. Seguramente atraídos los poderes de los dioses del Mundo Superior por los lamentos y las suplicas que salían atronadoras de la boca, del pecho, del corazón, de las mismas entrañas del hechicero que permanecía en éxtasis, se abrió por el Occidente el cielo. En él apareció lleno de furor y de ira el Viento del Oeste, que sopló con tanta fuerza y vigor contra los gigantes y ogros que, envolviéndolos en sus volutas invisibles de energía, los levantó del suelo y los transportó, rechinando sus dientes con los alaridos que daban de cólera, por los aires como si se tratara de suaves plumas de oca, arrojándolos con toda su fuerza en las bullentes y embravecidas aguas de los inmensos Grandes Lagos que, bajo su orden e impulso, se alzaron sobre sus cuerpos, ahogándolos en el acto. Cuando todo se calmó en la aldea y los indios salieron de sus escondrijos pudieron ver cómo el cuerpo del chamán yacía bajó un enorme tilo descansando hasta la eternidad. —Su vida es el pago de la ayuda recibida por los dioses — dijeron. La mayoría de ellos sollozaron en su memoria. Pero no todo estaba tranquilo, porque pronto sintieron sobre sus cabezas la presencia de un gigante caníbal que llegaba desde el "Norte matando y comiéndose a todos los que se mostraban amables con él". Eso hizo con aquella aldea. Pero entre toda la matanza que llevó a cabo hubo un niño que pudo escaparse de ella y huyó muy lejos del lugar, escondiéndose sigilosamente, sin delatar su presencia ante el gigante, que se hizo dueño de la aldea y sus aledaños, esclavizándola y haciéndose amo y señor del lugar donde tenía asegurada su comida. El niño esperó pacientemente a alcanzar la edad adulta y retornó al lugar de donde tuvo que salir huyendo años airas. Contemplando al gigantesco ogro, se hizo con valor la siguiente promesa: —Me he de vengar de él. Por mí y por cuenta de mis mayores.
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Se ignora lo que realizó el muchacho durante su ausencia de la aldea y con quién vivió, pero el caso es que se retiró a un lugar apartado y en él "invocó a los espíritus para pedirles poder". Los espíritus le respondieron: —Te hemos escuchado —y seguidamente añadieron—: Para que lleves a cabo tu venganza y aniquiles al protervo gigante comedor de hombres te enviamos a cien hombres espirituales alados a fin de que te ayuden. Se reunió el joven con los cien espíritus alados y entre todos confeccionaron una atrevida estratagema para "atraer al caníbal gigante con un banquete de su carne favorita de oso blanco". Se pusieron entre todos a elaborar el manjar insidioso con el cual iba a perecer el perverso individuo. Para ello tuvieron que cazar un oso blanco con una lanza especial. Uno de los espíritus dijo: —La lanza tiene que permanecer aislada y resguardada de cualquier otro uso para matar a otro animal contaminado, porque el alma del oso permanece en su punta durante cuatro o cinco días. Y otro de ellos expresó: —Y su carne no debe ser utilizada para el banquete hasta que se cumplan los ritos de purificación. En efecto, dentro de la casa donde se guardó el oso muerto quedó prohibido todo trabajo. En la parte de afuera se colgó la piel rodeada por herramientas masculinas, porque se trataba de un oso y no una osa. Luego delante de ella se colocaron infinidad de ofrendas y regalos para el alma del animal. Una vez purificada la carne y sometida a todos los rituales y procedimientos sacros que requería, se montó la mesa con la carne del oso preparada para que acudiera a la trampa el malévolo y cruel enemigo. El monstruo sucumbió ante tan tentadora ofrenda. Se acercó a ella con glotonería y arrasó con todo el manjar que tan tentadoramente se le exponía. Luego, ahíto, se retiró a la sombra de un alcornocal y, quizá por causa del hechizo mágico y arcano que le imbuyeron los espíritus alados a la carne de oso blanco, cayó en un profundo sopor, en un intenso letargo, desplomándose sobre la hojarasca del bosque. La legión de los cien espíritus alados apareció en los cielos y
volaron hacia el desvanecido ogro, cubriendo su enorme cuerpo yacente como si se tratara de una nube borrascosa. Uno de ellos gritó en arenga: —¡ Acabemos con él! ¡Terminemos de una vez nuestra misión! Y otro ordenó: —¡Adelante! El niño que retornara a la aldea como adolescente vengador les alentó: —¡Cumplid vuestra misión! E hizo sonar las palmas en sonoro chasquido. Los cien espíritus alados bajados del Mundo Superior, tras tomar cada uno de ellos sendas porras y ramas que arrancaron de los alcornoques, se abalanzaron sobre el gigante caníbal desprotegido y le aporrearon hasta matarle. Los espíritus alados, acabada su misión, sin despedirse de su auspiciado piel roja, desaparecieron volando hacia el cielo. El muchacho, no estando aún satisfecho con ver delante de sí al enorme ogro tendido en el suelo y muerto, escaló con toda la rapidez que pudo a la cumbre de la colina cercana a la aldea y desde su cima se dirigió a los animales del bosque y que anidaban en la pradera: —¡Venid, amigos míos, acudid a mí para auxiliarme! Ya que yo también os he liberado de la gula de ese gigante caníbal, ayudadme igualmente también vosotros para que su huella sea borrada de la faz de la Tierra. Los animales surgieron de todos los rincones del bosque y de la llanura. Hasta las ranas y los sapos que moraban en la ribera del río se presentaron. Y preguntaron: —¿Qué quieres de nosotros? El mozalbete vengativo les contestó simplemente señalando el cuerpo desvanecido del monstruo comedor de hombres: —Vosotros sabréis lo que hay que hacer. Y claro que lo sabían. "Una hueste de animales pequeños lo devoró en seguida." Sólo quedaron sobre la hojarasca seca del bosque sus blanquecinos
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huesos. El joven piel roja los apiló y sobre ellos acumuló hojas y ramas secas. Luego les prendió fuego y acarreó sobre la hoguera leña de mayor consistencia. De este modo los huesos del gigantesco monstruo caníbal fueron consumidos por las llamas. Sólo quedó, bajo las copas frondosas del alcornocal, un montón de cenizas, que el muchacho piel roja aventó a los cuatro vientos; cenizas que al ser transportadas por las corrientes de aire “se convirtieron en las aves del aire”
VENTURAS Y DESVENTURAS DEL SABIO KIVIOQ
(Leyenda netsilik)
"Kivioq era un inuk, un hombre como nosotros, de nuestra tribu, pero un hombre con muchas vidas. Es del tiempo en el que el hielo no se instalaba nunca en el mar de nuestras costas... del tiempo en el que los animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en animales, y cuando los lobos no habían aprendido todavía a cazar el caribú. "
(Kuvliutsoq. Netsilik. El Ártico)
En la más remota antigüedad existió un héroe que no era más que un niño huérfano muy pobre, sobre el cual campaba la miseria y el hambre, que carecía de amigos y que era maltratado por todo el mundo; tanto por los de su propia tribu como por los caminantes adustos que pasaban junto a él que, en vez de obsequiarle con alguna dádiva o una poca comida, lo hacían arrojándole piedras y denuestos, los más despreciables que existían en aquellos tiempos. Este desheredado de la fortuna y olvidado de los dioses —y sin ninguna clase de vacilación, por parte de los hombres egoístas y torpes— se llamaba Kiviog y, sin duda, estaba predestinado a ser un personaje preclaro y bueno, y poderoso, y fuerte, y excepcional, porque la voluntad de los dioses así lo quiso, quizá para escarmiento de sus perseguidores y de los que lo envilecieron siempre, y seguro que, al contemplar una criatura humana tan desgraciada, se compadecieron de él —de quien tal vez al principio se olvidaron en el reparto de sus bienes— y le enaltecieron, dotándole del poder y de la fuerza sobrenaturales para que pudiera alcanzar la venganza de aquellos que le habían atormentando con crueldad. Todos los sucesos que se van a contar seguidamente acaecieron en los remotos tiempos en que la tierra era visitada por "seres elementales que combinaban la forma humana y la animal, y que habitaban en la Luna y en las tierras del cielo". Éstos, al encontrarse a gusto en los parajes terrenales, se asentaron en ella y se quedaron a vivir definitivamente en la tierra. Entonces comenzó aquel definitivo y añorado "tiempo primordial, cuando los animales eran mayores y más fuertes que ahora y compartían los rasgos de los seres humanos".
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Pues bien, en esa época es cuando aparece sobre la faz de la tierra nuestro pequeño héroe miserable y huérfano que, por la decidida ayuda de Lo Que Es Sobrenatural, se hizo fuerte y poderoso. Llegó hasta él, a su aldea misérrima, con empeño y de seguro portador del encargo de los dioses, Tatqeq, el compasivo Espíritu de la Luna. Lanzó sobre su cabeza los hechizos mágicos traídos del Mundo Superior y con ellos lo trasformó temporalmente en un gigante tremendo, imbuyéndole la fuerza y la facultad necesarias para vengarse de sus perseguidores, el poder indeleble, firme y persistente con el que lograr salir victorioso de todos los lances atrevidos en que se metiera. Se le confirió a su vez la propiedad divina de llevar a sus congéneres y amigos los cambios beneficiosos que redimieran a la humanidad de su torpeza e ignorancia. Todo ello ocurrió cuando el águila apresó a una niña de su tribu para hacerla su esposa, cuando estos contubernios eran normales en las relaciones entre los animales y los seres humanos. Por eso, cuando Kivioq volvió, una vez consumada su venganza, a su estado normal, abandonando su gigantesca figura de ogro sanguinario, y comenzó sus andanzas y aventuras alrededor del mundo, no tuvo ningún inconveniente en casarse con varias esposas animales, sucesivamente se entiende; poseyendo entre ellas a una loba, a una zorra y a una gansa, respectivamente. En su largo camino por las heladas tierras del Ártico, cansado y aburrido de tanto vagar y pelear contra los elementos de la naturaleza que a menudo se le presentaban hostiles, de los cielos que con frecuencia estaban anubarrados y prontos a romper en ruidosa tempestad, los océanos y la tierra que regurgitaban tifones y encendidos volcanes, dejó caer su cuerpo, vencido y agotado, en la ribera de un río que desembocaba en la mar; en ese preciso punto de intersección geográfica quedó abatido por el sueño y el cansancio, ganándole el sopor de la gran carga emotiva y la extenuación que abrumaron sus derrengadas espaldas durante tan largo periodo de tiempo. Kivioq, bello y de potentes miembros adquiridos por beneficio divino y por mor de las hazañas que tuvo que realizar por todo aquel frío territorio, rompió su profundo sueño cuando el águila de los inuit, la que se desposó con la niña raptada de la aldea de Povungnituk, aleteó junto a sus orejas y advirtió al héroe que... —Mira, niño huérfano de ayer, gran adalid de hoy, cómo los genios del maleficio te envían el dolor y la muerte en forma tan extraña. —¿Qué ocurre, qué me dices, amiga del cielo? —preguntó Kivioq y, todavía aturdido por los vapores del sueño, expresó—:
¿Dónde estoy? El águila explicó junto a las aguas marinas que le alcanzaban heladas ya sus talones en su creciente marea: —Mi esposa fue quien lo vio y me avisó. El héroe preguntó impaciente y frío: —¿El qué? —El castigo del Mal. —Apenas si te entiendo —repuso. El pájaro real le dijo: —Míralas, aquí llegan. Las tienes junto a ti. Kivioq sintió el frío de las aguas salinas en sus pies; pero notó cómo subía por sus piernas una sensación de picor, cosquillas y luego un ligero dolor. —¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el héroe, pero sin llegar a que el miedo le invadiera. El águila le gritó: —Es una plaga de orugas. —Y vienen por ti. La rapaz remontó el vuelo y desde lo alto le recomendó: —¡Cuídate de ellas! —Pero... —¡Te han de devorar! Y se elevó tanto en el cielo gris y plomizo que pronto se convirtió en un puntito negro y luego en nada. Kivioq saltó sobre aquel mar de orugas que se extendía sobre la playa hasta donde podía alcanzar su vista. Se dio cuenta de que aquellos gusanos maléficos pretendían apoderarse de toda su envergadura, cubrirla con sus cuerpecillos viscosos y absorberlo como con ellos hacía el gran sapo que habitaba en las charcas cenagosas y deletéreas, llenas del verdín ponzoñoso que destilaban sus babas. —¡Hay que huir! Contra toda esta plaga no puedo luchar.
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El hombre miró a su alrededor. Sólo vislumbró una escapatoria: el mar. Sin pensarlo un momento más, se desprendió como pudo de aquella vanguardia de orugas que comenzaban a hacer presa en él. Corrió como alma que lleva el diablo y se introdujo en las heladas aguas del océano de una rápida zambullida. Las orugas que todavía se agarraban a su cuerpo, por mor de esta decidida acción, abandonaron su cuerpo y murieron ahogadas entre el fragor de las olas. —¡Ahí os quedáis, malditos gusanos surgidos del Mundo Inferior! —dijo con refocilada ira el héroe. Una carcajada hueca y retadora llenó el lúgubre espacio que cubría el paraje ártico. Pero pronto se percató el intrépido Kivioq de que, fuese quien fuese el mal hado que deseaba su desaparición y su muerte, resultaba hartamente persistente en su deseo de mal, porque cuando nadaba con fuerza en pos de alcanzar un pequeño islote de roca viva que surgía en medio de las embravecidas aguas marinas comenzó a notar, conforme se acercaba cada vez más a su meta, unos extraños golpes y sonidos sordos y huecos que surgían bajo las aguas, junto a su cuerpo que raudo, ya temeroso, se lanzaba como una flecha para ponerse a salvo sobre el peñón. Una vez hizo pie en la plataforma rocosa, tornó su mirada a las oscuras y verdosas aguas que rodeaban el asentamiento firme de roca y vio cómo de ellas, y tratando de rodearle, surgían una multitud de mejillones gigantescos de negras y brillantes valvas, que sin duda pretendían atraparlo. —Estoy rodeado, estoy perdido. Aquí no hay escapatoria posible —se dijo el héroe, pensando que si saltaba sobre cualquiera de aquellos moluscos lo podrían tragar o cortar sus miembros como rebanadas de tasajo con los afilados bordes de sus conchas negras por fuera y nacarinas por adentro. Cuando Kivioq, desesperado, no sabía cómo saldría de aquel apuro, apareció en el cielo el águila amiga que ya le avisó de la invasión de las orugas y, planeando con sus enormes alas sobre su cabeza, graznando interminables gritos de alarma, le agarró por los hombros y lo elevó al cielo, trasportándolo hasta la más remota tierra que él hubiese visitado jamás. El águila le depositó sobre el suelo alfombrado de hielo. Sus hombros estaban llenos de su sangre, arrancada por la acción de las afiladas garras del pájaro. Por ello éste se disculpó: —He tenido que hacerlo. O hubieses muerto engullido por esos mejillones gigantescos —calló un momento y luego, mirándole insidiosamente, le dijo—: Ahora ya no me puedo preocupar más de ti. He de hacerlo de mis cosas. Mi esposa me espera en la aldea de Povungnituk y tampoco quiero yo, con estas acciones, ganarme las
malquerencias de los genios del mal que habitan estas montañas blancas. Y el águila remontó el vuelo y dejó sólo a Kivioq que, haciéndose cargo de su situación comprometida, comenzó de nuevo sus caminatas por los campos, montañas y caminos de aquella tierra en busca de animales y seres humanos en los que depositar sus beneficios, como le ordenaron los dioses. Caminó en solitario Kivioq atravesando las grandes llanuras heladas del norte del gran país y por los enormes bosques de elevados y frondosos árboles de hoja no caduca, de cuyas ramas colgaban alargados e hirientes témpanos que al caer sobre las rocas y la hojarasca podrida herían la tierra con sus puntas afiladas como arpones afilados. El sol casi no penetraba en las penumbras tenebrosas de los caminos por donde discurría su extrañe viaje. Se daba cuenta el héroe que andaba por terrenos que cada vez se volvían más empinados, porque también cada vez le costaba más trabajo el levantar sus pies del suelo y era mayor el jadeo de su pecho a causa del esfuerzo que llevaba a cabo. Al llegar a un elevado cortado en donde acababan los abetos y los pinos milenarios, creyó escuchar como el ramoneo y el bramido confuso que él atribuía a un rebaño de rumiantes. En efecto, Kivioq salió del bosque y precipitó su mirada hacia la profundidad del cortado, donde se abría un pequeño valle rodeado de montañas y rico en pastos y matorrales. Descubrió en lo más hondo un imponente hato o manada de caribúes muy bien alimentados y sedentarios que pastaban con placer y ruidosamente. Con una sonrisa de satisfacción, el hombre regresó a su caminata olvidándolos al poco tiempo ante el gran esfuerzo en el que debía de concentrarse todo él. Al descender por la otra ladera de la montaña cubierta de arces, olmos, cedros, y cubierta por algún que otro alcornocal, Kivioq escuchó el aullido angustioso de lo que debía ser una manada de lobos que salía de detrás de unas enormes rocas que se alzaban amenazantes hacia el sudoeste. Los quejidos no se detenían y los animales casi lloraban por causas que el héroe desconocía. Como su misión en la tierra después de que se vengara de sus enemigos y abandonara su gigantesca figura era el de acudir en auxilio de quienes necesitasen de sus poderes y sabiduría sobrenaturales, no dudó dirigir sus pasos apresurados hacia donde salían los lamentos agudos de los lobos. Conforme se acercaba, aumentaba la intensidad de los aullidos y cuando estuvo muy cerca de ellos se dio cuenta de que incluso se atacaban los unos a los otros con el valor arduo y caníbal que les impelía el hambre que tenían que soportar. Kivioq se hizo ver por los famélicos animales. Surgió sobre ellos en lo alto de una roca inalcanzable por los lobos, sintiéndose seguro
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en ella y más aún en el estado tan ruinoso y lamentable en que se hallaban los insidiosos carniceros. Los animales, al verlo tan enhiesto y dominante, quisieron ver en él una solución transitoria para aplacar su hambre. Comenzaron a saltar sobre los riscos helados y resbaladizos sin poder alcanzarlo; por lo que su ira y su furor hizo que fuera en aumento e hizo que en señal de su cólera enseñaran sus fauces y sus colmillos amarillentos como amenaza para amedrentarle y para aterrorizarle, conduciéndole a que cometiera el error de dar un traspié y cayera en su territorio para despedazarlo. Kivioq se rió ante ellos con la seguridad y firmeza que demandara desde el lugar privilegiado que ocupara y, ante la desesperación de los animales, hizo bocina con las palmas de las manos y les habló: —Amigos lobos, yo no soy vuestro enemigo... Ellos contestaron: —Tenemos hambre. —Nos morimos de hambre. El frío es grande y nosotros no sabemos qué hacer —luego, entristecidos y desalentados, añadieron —: No podemos comer plantas ni siquiera los frutos de los árboles. El héroe dijo: —Ya sé que sois carnívoros. ¡Buscad la carne! Los lobos repusieron llenos de ira: —No hay carne por acá. —En el bosque sólo encontramos algún topo y muchos gusanos. Ello no nos basta... —... y por si fuera poco los pájaros nos los roban... —... son más hábiles que nosotros. Así que nos quedamos con las ganas dentro de nuestros estómagos... —...y con las tripas que rugen. Kivioq no comprendió. Ignorando qué era lo que allí ocurría preguntó: —Siendo como sois fuertes y grandes, vuestras patas ágiles y vuestra dentadura dura como el pedernal, vuestros incisivos como cuchillos y machetes afilados, ¿cómo podéis pasar hambre?
Los lobos preguntaron a su vez: —¿Por qué nos reprochas eso como si fuésemos bobalicones y unos cobardes, unos verdaderos inútiles?
unos
Kivioq respondió a la queja: —Acabo de ver muy cerca de aquí, en un valle frondoso y rico, un magnífico rebaño de caribúes, en el cual siempre existe alguno de ellos enfermo o viejo que podéis cazar y con el cual aplacar el hambre. Los lobos con tristeza respondieron: —Pero es que no sabemos cazarlos... —No sabemos qué hay que hacer para atraparlos. —Nos acercamos a ellos no para devorarlos sino para compartir su comida y salen huyendo por los riscos que nosotros no podemos trepar. El héroe les dijo incrédulo: —Es inaudito lo que estoy escuchando —y añadió lleno de desprecio—: ¿Y siendo más poderosos que ellos consentís que vuestras tripas suenen de hambre? Los otros quedaron acongojados. El hombre les propuso: —Mirad, si no me hacéis daño, yo bajaré hasta vosotros, permaneceré un tiempo con la manada y os enseñaré a cazar el caribú. De esa forma no volveréis a pasar más hambre. Los lobos aceptaron y prometieron al héroe que no le atacarían. Kivioq cumplió su promesa y sus discípulos también. Mientras vive con los lobos, por ejemplo, les enseña a derribar a los caribúes. Desde entonces, gracias a Kivioq, todos los lobos han aprendido a cazar caribúes. Luego el héroe elegido de los dioses continuó su andanza tratando de pisotear todo su mundo por mor del cumplimiento de la misión que se le encomendara. Caminaba por las veredas inhóspitas de las tierras frías muy satisfecho de haber cumplido una vez más su tarea beneficiosa con sus congéneres y pensando, como era habitual en él, con optimismo sobre las cuestiones desconocidas que la vida le tenía reservadas.
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Sin embargo, tras unos gigantescos peñascos que se alzaban a las orillas de una empinada y retorcida trocha, el peligro de unos ojos siniestros escondidos bajo un manto negro y ajado le estaba acechando. La sonrisa fatal y contenida de una ososa, encorvada y enjuta mujer de alargadas manos artríticas y afilados dientes de animal carnicero llenaba el cuévano desde donde observaba al alegre caminante, a quien nada del mundo preocupaba porque contaba con su propio valor y su propia bondad. —-He ahí mi desayuno de hoy —se dijo la mujer con glotonería al contemplar ante sus ojos torvos la suculencia del manjar que se paseaba por su territorio. Se trataba de una de las pocas brujas caníbales que existían en aquellas tierras árticas y que, por pereza, inexperiencia o falta de recursos en la naturaleza, estaban abocadas a pasar mucha hambre mientras no se toparan con algún viajero que, incautamente y desconociendo el peligro de la ruta que hacía, se aventuraba insensatamente por aquellas inhospitalarias y agrestes sendas. No obstante, las malas intenciones de la mujer hambrienta, delatadas por el chirriante gozo traducido en un regorgoteo que turbó breves instantes el silencio de aquel paraje paradisíaco, advirtieron sutilmente a Kivioq que algo extraño a su alrededor se movía. Sus músculos se tensaron y sus sentidos se agudizaron; su relajamiento se esfumó como por encantamiento. Se detuvo junto al margen del río que estrepitosamente corría junto a la trocha sobre la cual caminaba. Miró a su alrededor, sobre los árboles y los matorrales que formaban el bosque de coniferas oscuras y prietas. Nada vio. Se volvió para determinar si algo o alguien seguía sus pasos. Lanzó luego una profunda mirada al camino que se abría ante él hasta el recodo donde doblaba el mismo. Miró al río y contempló que, varado junto a un grupo de acebos muy verdes, aparecía un kayac; lo que le hizo pensar... —... luego alguien debe habitar este lugar. Una bandada de pájaros de plumas muy oscuras y brillantes, de picos rojos y con un mechón de plumón sobre su cabeza, cruzó el cielo plomizo, casi de tormenta. Los contempló y se dijo: —Eso es mal agüero. Ante aquellos signos que presagiaban peligro decidió escapar de aquel lugar inquietante lo más rápidamente posible. —¡El kayac! —dijo cayendo en la cuenta de la barca para huir. Kivioq
dirigió
sus pasos
hacia
el bosquecillo
de acebos
apresuradamente. En ese momento oyó aterrado el penetrante y agudo chillido que salió de la garganta de la bruja caníbal —y que llenó todo el bosque hasta perderse en la inmensidad del cielo— al ver que se le escapaba su presa. —¡Detente, humano, has caído en mi poder y te hago mi prisionero! —le ordenó la bruja saliendo de su escondite siniestro, portando sobre su cabeza y su odioso manto las telarañas que albergara la cueva que invadiera con su hedor. El héroe, por supuesto, ni caso le hizo. Su carrera se tornó mucho más rápida en dirección al río y a su libertad. —¡Detente, para...! —bramaba la bruja enviándole toda clase de denuestos y maldiciones, así como también hechizos y magias que el poderoso Kivioq, como protegido de los dioses que era, sorteó con agilidad quebrando su carrera con toda clase de curvaturas y fintas, con lo que los aojamientos de la nigromante no le causaron ningún daño, porque todo el mundo sabía en aquellas latitudes que los encantamientos, ensalmos, conjuros y maleficios sólo saben caminar en línea recta. Como viera la bruja caníbal que su presa se le iba a escapar, ya que estaba a punto de alcanzar el kayac, sacó de entre los pliegues de su amplia, ajada y mugrienta saya un enorme cuchillo cuya hoja brilló con la luz del día, y amenazó: —¡El ulu te detendrá! Y lanzó el cuchillo sobre el cuerpo del héroe. —Él será quien te detenga en tu alocada carrera. Kivioq vio llegar el cuchillo por el aire buscando su corazón. Por eso hizo un amago con su cuerpo y, saltando en el interior del kayac, se escondió, cuan largo era, tras sus bordas. El ulu pasó silbando sobre su cabeza y cayó sobre las aguas turbulentas del río. El héroe, alterado y lleno de angustia, arrastró la barca hacia las aguas y, subiéndose sobre ella, comenzó a gobernarla con vigor y energía para que le condujera a la otra parte de la corriente fluvial. La bruja caníbal lanzó un grito de dolor y de ira enviando sobre las aguas del río su maleficio y su magia para que Kivioq quedara atrapado en ellas eternamente. —¡Te envío la peor de las maldiciones! —pronunció y de sus manos emergió una invisible energía que dio como resultado que las aguas se fueran lentamente espesando, dificultando sobremanera la huida del héroe, que en un tris se vio de no verse atrapado en un mar
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de témpanos y trozos de hielo. Hasta entonces el mar había estado abierto todo el año. A partir de ese momento empezó a helarse en invierno y los hombres tuvieron que aprender a cazar las focas en los agujeros que hacían en los hielos para respirar. El héroe protegido de los dioses del Mundo Superior pudo escapar por los pelos de esta aventura siniestra, con lo cual, aterido de frío a causa del río helado que recorría el lugar, no cejó hasta alejarse de allí lo más posible. En su camino de huida no dejó de escuchar las maldiciones, las blasfemias, los denuestos, la ira babosa y pérfida que la bruja caníbal echaba por la boca, en su honor, por haberse visto vilipendiada y humillada de aquella manera tan vergonzosa por una criatura a la que, por su ignorancia, no le concedía poderes extraordinarios. Kivioq continuó su peregrinación por aquellas tierras árticas en busca de una señal plástica que le mostrara su destino y quizá el final de su deambulación. Ya había dejado muy atrás a la trasechadora bruja que quiso comerle y por tanto consideró oportuno tomarse un descanso en su camino. Así lo hizo y fue a descansar sobre una enorme losa que se perdía en el interior de una cueva lo suficientemente limpia como para pensar que estaba abandonada. Envuelto en su frazada de pelo de oso, tras haber comido unos cachos de tasajo de carne de cachalote que le vendieron en una de las aldeas por las que había pasado, se echó a dormir, agotado por el cansancio y los sobresaltos que había tenido que soportar últimamente. De súbito, se vio interrumpido su sueño por unas sacudidas violentas. Abrió sus ojos y se vio rodeado en su oscuridad por una multitud de ojos brillantes y vivos que se emparejaban de dos en dos. Quiso alzarse de su yacija con tal de poderse defender mejor, pero no lo consiguió. Estaba sujeto por multitud de manos como garras y amenazado por mandíbulas como fauces. —¿Qué os ocurre? ¿Quiénes sois? —osó preguntar. En efecto, estaba inmovilizado. Nadie le respondía. Kivioq gritó con desesperación: —¿Qué os pasa? ¿Quiénes sois? Pero todos callaban. Se dio cuenta de que aquellas gentes miraban hacia el fondo de la caverna. Desde allí surgió un rugido ronco y poderoso. Todo quedó en silencio. Parecía que sus raptores tenían miedo. Un nuevo rugido hizo que sus prensores le dejaran
libre. Todos retrocedieron un paso. El héroe pudo levantarse y quedar en medio del circulo, que le rodeaba, enhiesto y altivo. —Paso al señor —dijeron, y abrieron el círculo que le encerraba. Una robusta y enorme figura humana se abrió paso entre los raptores del héroe dando codazos y manotazos a diestro y siniestro. Frente a Kivioq, se volvió a ellos, y les preguntó babeando de rabia: —¿Quién es éste? Los otros, atemorizados y titubeantes, le respondieron: —Lo ignoramos... —... estaba aquí hollando tu sacra mansión... —Es un ser desconocido por estas tierras. —Nadie antes lo ha visto. —Debe venir de muy lejos. Y los comentarios y teorías que se aventuraron sobre el héroe netsilik fueron de toda índole. El señor tiránico y ensoberbecido al que todos temían se volvió a sus huestes y les preguntó ahogándole el furor y la cólera: —¿No será, por todos los demonios y las brujas malditas de las montañas heladas, el ladrón que nos roba la carne de nuestras reservas? Todos a la vez expelieron desde su incomprensible exclamación de sorpresa y de ira.
garganta
una
El señor le preguntó a Kivioq con voz firme y autoritaria: —¿Quién eres? —Soy un hombre de bien, enviado de los dioses del Mundo Superior —repuso el héroe con cierta prevención. —¿Y cuál es tu nombre? —Me llaman Kivioq. —¿De dónde llegas? El héroe compuso un gesto vago que comprendía toda la lejanía del horizonte. Como contemplara el asombro de aquellas gentes que
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le tenían retenido se dispuso a explicarles su presencia en sus territorios. —Vengo de muy lejos. Alguien Poderoso quiso dotarme de poderes sobrenaturales para que recorriera las tierras árticas comunicando mi sabiduría, que es la de él; mis artes, que son las suyas; su bien, que es el que él mismo me otorgó. Y hasta aquí he llegado cumpliendo su mandato con todo el agradecimiento que yo le profeso porque, cuando yo era débil y un pobre huérfano, me dotó de su favor para que yo me vengara de mis enemigos y me hiciera rico y valeroso. El señor con fauces y pelajes de león marino, aunque de un ser humano se trataba, porque en aquella época, como ya se ha dicho, los "animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en animales", quedó anonadado ante aquellas palabras y, colocando su peluda mano-garra sobre el hombro de Kivioq, le dijo: —Entonces ya veo que no eres tú quien nos robas la carne de nuestra reserva. El héroe repuso con cierta seriedad: —¿Qué os pasa que os veo tan afligidos y preocupados? El señor le respondió: —Últimamente merodea por estos alrededores un hábil ladrón que nos roba la carne que guardamos para alimentarnos cuando la caza escasea o no se nos da bien... —... y el hambre se adueña de vuestra tribu. El señor asintió compungido. Kivioq, sin embargo, sonrió y ofreció con alegría: —Yo os puedo ayudar —y añadió sin dejar contestar al otro—: De hecho ésa es mi tarea: ayudar a mis semejantes. Todos los presentes se alegraron con el ofrecimiento. En seguida le preguntaron qué pretendía hacer. El héroe les preguntó: —¿Dónde se halla vuestra reserva de carne? Se lo dijeron; incluso le acompañaron hasta la entrada. —Vosotros ya habéis cumplido —dijo el extranjero para aquella tribu—, lo demás es cosa mía —y les aconsejó—: Ahora regresad a vuestras cuevas y chozas, no vaya a ser que el ladrón sea advertido
por vuestras ausencias de sus desaguisados y no vuelva a la reserva de carne por temor a ser apresado. Todos los que le acompañaron desaparecieron del lugar a toda prisa. En un momento Kivioq quedó solo. Luego penetró en el recinto lleno de cuerpos de focas muertas que, congeladas, cubrían la tierra helada y los árboles de cuyas ramas colgaban como témpanos de hielo. El héroe desolló una de ellas y cubrió su cuerpo con la piel, asemejándose en todo a una enorme foca muerta por los arpones de los pobladores de las cuevas. Al poco escuchó los pesados pasos de alguien que se acercaba, por lo que se hizo el muerto a la entrada misma del recinto, quedó completamente inmóvil. —Ahí llega el ladrón —se dijo. Kivioq vio cómo se le acercaba un oso conforma humana que tras husmear a su alrededor se le acercó y sopesándole, quizá considerándolo como uno de los mejores trofeos que allí se hallaba, se lo cargó sobre la espalda, escapándose rápidamente del lugar antes de que alguien le sorprendiese robando. El oso-hombre lo llevó a su casa y depositó al héroe en un rincón de la sala, donde Kivioq simuló que estaba congelado. —Ahí tienes nuestra comida para hoy y quizá para mañana — dijo el ladrón a su esposa que, rodeada de sus oseznos, se acercó cautelosa y curiosamente a la presa. La osa humana tomó el inmóvil cuerpo de Kivioq, lo puso sobre una losa plana bajo la cual encendió un fuego con el propósito de deshelar a aquella foca que les iba a alimentar, tomó un gran cuchillo para cortarlo cuando la carne estuviera en su estado normal y asarla. Esperó con el ulu en la mano pacientemente hasta el momento de usarlo. Los oseznos revoltosearon a su alrededor. Contemplaron en un momento determinado cómo los ojos de aquella/oca se abrían, antes de que la losa pudiera transmitir el calor suficiente para deshelarla. —¡Está viva, viva, viva! —gritaron los oseznos a la madre. La osa quedó desconcertada. Pero el asombro y la sorpresa siguieron de inmediato, embargándola cuando vio cómo el héroe disfrazado de foca se levantaba encima de la piedra plana y, enarbolando su hacha de guerra, le propinó un golpe sobre los lomos de la osa y escapaba corriendo de la casa gritando como un energúmeno.
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—¡Ven aquí, no te vayas, ya eres mía! —gritóle la osa humana cuando recobró la realidad de las cosas y se percató que se le escapaba su comida. La esposa conforma de oso lo persigue y el héroe en un intento de quitársela de encima crea un río de corrientes rápidas que mana entre ellos. Kivioq se burló de su perseguidora pudiendo huir con facilidad. El río no podía ser vadeado por nadie. Si lo hiciera la mujer-oso sería arrollada por el fragor y el ímpetu de sus aguas, moriría descalabrada contra las rocas que las conducían. —¡Espera, no huyas! ¡Te atraparé aunque sólo sea como venganza! —gritaba la osa burlada. La mujer-oso trataba de lanzarse a las aguas, pero veía que era imposible. Su cólera y su furor cristalizaban por momentos en grandes bramidos y aullidos que no presagiaban nada bueno. Pero Kivioq, seguro en la otra orilla del embravecido y furioso río, burlábase de ella y decíale sarcásticamente: —¡Quédate con tus oseznos y con tu hambre, ladina hembra! Y no se te ocurra robar más a tus congéneres porque he de volver y mellarte tus garras y tus colmillos... La aludida babeaba de rabia y lanzaba zarpazos al aire como si pudiese alcanzar a su enemigo. Kivioq se despidió de ella con un gesto despectivo. Comenzó a alejarse... La esposa-oso se desesperó, no pudo aguantar más, y tomó su decisión final... ... la mujer-oso intenta cruzar el río bebiéndose toda el agua y explota. Toda el agua que contenía en su estómago cuando dejó el río seco y, con ello, el camino expedito para alcanzar al héroe hizo su efecto y, al estallar, se elevó en forma de neblina blanca, y así se crea la primera bruma. Sí, sí, el camino hacia Kivioq estaba libre, despejado, pero la mujer-oso ya no estaba, se había desvanecido. Con ello el héroe, además de ayudar a los pobladores que eran saqueados, les dio la niebla que hasta entonces no se conocía. Los dioses, al fin, le concedieron la tranquilidad y la riqueza, devolviéndole a su hogar rico y poderoso. Pero para ello tuvo que abandonar a los Inuit y se va a la tierra de los hombres blancos,
quienes le hicieron un gran hombre con muchas posesiones. Los Netsilik rumoreaban entre ellos: —Dicen que Kivioq es tan rico y poderoso que se dice que tiene hasta cinco barcos...
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EL DEVORADO DEVORADOR DE HOMBRES, PICO CURVO DEL CIELO, PÁJARO CANÍBAL QUE APLASTA LOS CRÁNEOS DE LOS HUMANOS
(Leyenda o rito kwakiult)
Serás conocido en todo el mundo, hasta los límites del mundo, el grande, que volviste sin peligro de los espíritus. (Canción Hamatsa-Kwakiult)
La aldea se estiraba largamente sobre la margen mohosa, eternamente humedecida por la hierba abundante y mojada tanto por el agua subterránea como la de las frecuentes lluvias, del caudaloso río que fertilizaba sus contornos. La abundancia de alimentación y de recursos humanos enaltecía la cultura de los pobladores kwakiults que habitaban en aquellos parajes. Su riqueza alimentaría, tanto terrestre como marítima, ya que las aguas del océano rompían muy cerca de ellos; los bosques enormes de cedros que, además de defenderlos de los vientos que llegaban del interior, les proporcionaban lluvias copiosas, madera para toda su intendencia, desde lo más remoto hasta el último ataúd, y un clima templado, hacían de su asentamiento tribal un confortable lugar donde podían vivir con mucha comodidad. Tanto era así que sus casas estaban provistas todas de unos entarimados confortables que les aislaba de los húmedos suelos que proporcionaba una exceso de agua. Hombre Rojo era uno de estos indios más avanzados y cultos que sobresalen en todas las civilizaciones en proceso de regeneración y progreso. Ostentaba grandes responsabilidades, tanto de carácter espiritual como civil, dentro de su tribu, toda vez que había sido electo, tras una serie de iniciaciones y purificaciones que le fueron impuestas en su día por el chamán de la aldea y que le arroparon de un gran prestigio ante el pueblo puro y corriente. Hombre Rojo era en la actualidad, por mor de los ritos a los que se tuvo que someter, un Hamatsa, un ser humano que fue transformado en el vientre del gran monstruo sobrenatural que en toda la costa noroeste era conocido con el nombre de Bakbakwalanooksiewey. Pero antes que llegara a esta purificación
ceremonial que le impusieran los dirigentes espirituales de la aldea, el indio kwakiult tuvo el privilegio de escuchar del jefe de la tribu el siguiente honor: —Has sido elegido, Hombre Rojo, el hombre que ha de pescar este año el primer salmón del año. El indio se vio sobrecogido por el honor y agradeciólo diciendo: —Oh, gran kwakiult, te agradezco la distinción que has hecho conmigo. —Espero que cumplirás bien con el rito para el que has sido propuesto —inquirió severamente el mandatario religioso. —Te lo aseguro —repuso el indio. El jefe continuó: —Porque estás preparado para ello. Tu honor será nuestro honor. Hombre Rojo dijo la alabanza: —No merezco tal, pero cumpliré el encargo de ser el pescador del primer nadador de la primavera, y tendré el inmenso placer de ofrecerlo a vuestra benignidad para que tu hermosa, bondadosa y digna esposa cumpla con el ceremonial y asegure con él la continuidad de la vida para el pueblo y para el pez. El jefe, con aquiescencia y solemnidad, hizo un gesto decisorio para que el elegido cumpliera con su misión. —Los m e'm E S y o 'x wE n esperan, en el fondo plácido del río, llevados por las corrientes fluviales, tu visita —añadió. Hombre Rojo contestó: —Los nadadores recibirán mi visita de inmediato; porque jamás Hombre Rojo aplaza los compromisos que le enaltecen y exaltan a su pueblo kwakiult. Sin decir nada más el hombre se arrojó a las embravecidas aguas del río. Nadó desde su aldea bajo las aguas a sus arroyos natales donde los salmones le esperaban para convertirse en el primero y con ello asegurar la continuidad de su especie. Cuando al cabo del tiempo que tarda el sol en esconderse dos veces tras las montañas cercanas y asomar nuevamente por el cerro más alto, empujando con su canto y el de los pájaros a la blanca y
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maligna luna, Hombre Rojo apareció entre las grisáceas y frías aguas aún, asomando por ellas su cabeza diciendo, a la concurrencia del pueblo que no había abandonado su puesto, en su ausencia: —La misión está cumplida y tras ello vuelvo a ti, mi aldea, mi jefe, con el corazón henchido de placer por haberos complacido y no defraudado en la confianza que todos pusisteis en mí. Seguidamente, mostró triunfalmente un enorme salmón que mantenía en lo alto, sobre su empenachada cabeza, penosamente con ambas manos; salmón de escamas doradas que relucían como oro fundido con los primeros rayos del sol primaveral. El jefe, acercándosele, expresó: —Toda nuestra gratitud es tuya. El chamán añadió agriamente: —No te envanezcas por ello. El indio bajó su cabeza, entregó el pez al jefe y se diluyó entre la multitud, la gente que acudía a presenciar el rito, se anonimizó entre ellos. El hechicero expresó en voz alta ante la concurrencia: —El salmón es el regalo que nos ofrece la vida. De acuerdo con ello debemos honrarle con cantos, oraciones y ceremonias. Sin decir más el anciano se puso a recitar la plegaria que los indios kwakiult ancestralmente compusieron para reverenciarle: —¡Oh nadadores! Éste es el sueño dado por vosotros, el hacer lo mismo que mis difuntos abuelos cuando os cogieron por primera vez durante vuestros juegos. No os golpeo dos veces porque no quiero matar a vuestras almas, para que podáis volver a vuestro hogar en el lugar de donde vinisteis, el Sobrenatural, oh, vosotros, dadores de peso pesado (de riqueza, de poder sobrenatural)... Ahora marchaos. El jefe dejó al suculento salmón sobre una gran losa de piedra que descansaba sobre la hierba verde y mojada. Alzó su envergadura pesada desafiante sobre su pueblo que miraba con arrobo y expectación, y ordenó: —¡Apartaos! ¡Dejad pasar! El grupo de aldeanos se abrió en dos filas. Entre ellos apareció una mujer de mediana edad, gruesa, luciendo sobre la cintas de su
pelo y las que uncían sus mocasines una serie de abalorios de diversos colores que con su caminar bamboleante e inseguro tropezaban entre ellos acompañando a la mujer con un sugerente tintineo. Cuando la señora llegó ante el jefe, se detuvo sin decir una palabra. El hombre ordenó: —Esposa. Como integrante de este ritual de justicia obra tu parte y haz que lo que los dioses del Mundo Superior tienen previsto se cumpla. La mujer dio la espalda a todos los presentes y se detuvo ante la losa en la que descansaba muerto el salmón. Sacó de entre los pliegues de su vestido, hecho de piel de gamuza y ante, un gran cuchillo de mango de pezuña de corzo, lo tomó en su mano y, arrodillándose frente al pez, comenzó a cortarlo a trozos, mientras sus labios musitaban una extraña salmodia ininteligible y con toda seguridad de agradecimiento. Se volvió a los presentes y les llamó: —¡Venid a mí! ¡Acercaos! Los pobladores de la aldea obedecieron. La esposa del jefe les ofreció: —Tomad y alimentaos. Que nadie quede sin comer del primer salmón con que se nutre nuestra aldea. Fue distribuyendo pacientemente a todos los presentes los trozos del animal que había preparado. Por unos momentos la explanada donde tenía lugar el rito se convirtió en una comida campestre en la cual participaban sin ninguna clase de exclusión todos los miembros de la tribu. El chamán advirtió sin embargo: —Que no se pierda ninguno de los huesos del animal. Recogedlos y amontonadlos todos junto al ara sagrada. El ritual ha de continuar. En efecto, todos los aldeanos obedecieron y fueron dejando todas las espinas, desde la cabeza a la aleta caudal, encima de la losa. Cuando la comida terminó, los indios quedaron a la expectativa sin decir una sola palabra. El chamán, solemne pero con firmeza, expresó: —Que cada cual tome una parte del nadador y lo entregue de
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nuevo a la aguas del río para que el espíritu Salmón, al cual no se ha inquietado ni destruido, se reencarne y regenere. Los trozos descarnados de pez fueron cayendo poco a poco en las revueltas aguas del río. Fueron cayendo poco a poco al agua "para que el espíritu de Salmón se reencarne y regenere", capacitándolo "para que nadie dé vuelta a su aldea". La tribu kwakiult era, como ya se ha dicho, muy culta. Sólo un pueblo que no pasa hambre y no carece de recursos humanos adquiere sin grandes dificultades cultura. Y la cultura trae el pensamiento y éste conlleva a la expresión más perfecta de cultivo espiritual. Por eso el chamán de la aldea solía predicar dentro de los espacios escogidos donde tenían lugar los rituales caníbales o tseykas: —La reencarnación y la transformación son los únicos medios que tenemos los hombres de esta tribu para alcanzar nuestro fin a través de los ciclos de vida, muerte y renovación. Estas tiendas sacramentales estaban presididas por mayestáticos tótems en los que estaban esculpidas las máscaras más profundas y evocadoras de los hombres pájaros y los hombres bestias. En la aldea kwakiult y dentro de la tienda ceremonial existía una gran cantidad de carantamaulas e ídolos gigantescos bajo cuyo patrocinio los indios de la tribu realizaban, dirigidos por el chamán y el jefe de la misma, los más secretos rituales de transformación y de canibalismo con los que los iniciados se purificaban placenteramente. Existía en la aldea una sociedad secreta de kwakiult que se conocía con el nombre de Hamatsa. Su significado no era más que el de "caníbal". Con ello los hombres escogidos, los iniciados en esta secta, tenían que lograr, tras unos horrorosos, funestos y tenebrosos ritos, la reencarnación de sus propios cuerpos, comiendo y dejándose comer, tras lo cual salían reforzados espiritualmente, purificados y considerados dignos de reintegrarse de nuevo a su sociedad, pero portando con ellos un elevado estado espiritual. —Porque dos cosas —decía el chamán en medio de las asambleas secretas— nos dan el sello de la superioridad a nuestra tribu kwakiult: la riqueza y la alta espiritualidad. Hombre Rojo sabía, porque estuvo mucho tiempo experimentando con su espíritu y estudiando las leyes de su pueblo que...
—"El pensamiento espiritual de la región podría contemplarse como una búsqueda del entendimiento del poder, el poder que dirige el universo y la existencia humana..." ... por eso se había percatado el hombre de que todas las historias, canciones, rituales hacían constantemente referencia al orden y al caos del poder, a cómo se adquiere y a cómo y con qué facilidad se pierde, y a cómo camina el poder invariablemente junto a las vidas humanas para protegerlas. Un día Hombre Rojo, cuando ya nadie recordaba que fuera el pescador del primer salmón, aunque con ello su prestigio se sobrevaloró y su conducta cultural se despegó del indio del pueblo llano; cuando se consideró ya en un estado lo suficientemente de coordinación espiritual y de preparación para el gran rito que se celebraba en el Hamatsa, fue en busca del jefe de la tribu, que ejercía de gran maestre de la secta secreta kwakiult, con el fin de explicarle sus propósitos. Hombre Rojo halló al mandatario sumido en su meditación justo a la puerta de la gran tienda que poseía la secta secreta. —Oh jefe, oh señor de la tribu y de los espacios espirituales. Te saludo con respeto y deseo conversar contigo —dijo. —Muy importante debe ser el asunto que a mí te trae por la gravedad que observo en tu rostro y en el tono de tus palabras — repuso el jefe tras buscar en el temple y humanidad, en la actitud del indio, un cierto azoramiento y timidez. —Lo es, respetado señor —dijo. El jefe apremió al trémulo pedigüeño: —Habla, pues —-y seguidamente preguntó—: ¿Qué es lo que te inquieta? ¿Qué es eso que te hace ser tan cauto y comedido? —Es que ignoro si con ello rompo la quietud de tu espíritu, si con mi osadía infrinjo la mayor de las dádivas que tú guardas para los elegidos —repuso el balbuceante indio que deseaba el cultivo de su espíritu. Él cacique, un poco harto de tanto rodeo y tanto misterio, ordenó severamente a su súbdito... —...si algo tienes que decirme dilo y si no vete. Hombre Rojo osó decir: —Deseo entrar en el Hamatsa...
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Calló rápido y observó el efecto que habían hecho sus palabras en el jefe de la aldea. Quizá esperaba el escándalo y el repudio. Pero no ocurrió así. Si no que se levantó del suelo donde se hallaba, volvió su rostro hacia el interior de la tienda y llamó a gritos: —¡Chamán, hechicero, acude a mí! Hombre Rojo mientras tanto ni respiraba. —¿Qué quieres de mí? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó el aludido asomando su cabeza desde las penumbras desconocidas para la mayor parte de las gentes de la aldea kwakiult. El jefe puso la mano en el hombro del indio y dirigiéndose al hechicero le dijo: —¡Aquí le tienes, ya llegó el día! Él mismo lo solicita. El asombro de Hombre Rojo no tenía límites. Estaba desconcertado. Ignoraba completamente de qué hablaba el cacique con el hechicero. Éste preguntó al entusiasmado jefe: —¿De qué me hablas? —De éste —y casi abrazó al indio. El chamán le preguntó a Hombre Rojo: —¿Qué es lo que quieres? —Yo, yo... quería ver... si era posible... El jefe de la aldea cortó sus palabras. —¿Es que no lo sabes, anciano hechicero? Debes chochear ya con la vejez —y añadió como en una explosión—: ¡Que quiere, Hombre Rojo, entrar a formar parte de la Hamatsal ¿Es qué no te das cuenta? El solicitante asintió tragando saliva. Y osó preguntar al chamán: —¿Te parece prudente? El jefe de la tribu tronó: —¡Cuánto has tardado en solicitarlo! —Quizá no estaba preparado. El hechicero añadió:
—Te estábamos observando y por no invadir la intimidad de tus pensamientos y tus estudios no te lo ofrecimos. Pero ahora, si eso es lo que tú quieres, tanto el jefe de la aldea como yo con mucho gusto te admitiremos en la secta secreta como iniciado... —...y tras llevar a cabo los ceremoniales de absterción y reencarnamiento... —... los ritos de canibalismo que te han de purificar. Hombre Rojo cayó en un verdadero ensueño. Había sido aceptado por el Hamatsa. Podría alcanzar ya un escaño más en la espiral de la perfección de su espíritu. El chamán, sin rodeos, le dijo: —Retírate de mi presencia. —Cumple el rito con toda fidelidad —dijo el cacique. Y añadió con severidad—: Que cuando vuelvas a la aldea lo hagas a una vida mansa, sosegada y cultivada. —Y que el estado de tu espíritu sea tan elevado que mire desde los cielos las cabelleras enaceitadas de los indios que se arrastran por la hierba. Hombre Rojo preguntó: —¿Qué he de hacer? ¿Cómo debo comportarme? El chamán le explicó con cierta tendenciosidad: —El iniciado debe comenzar la búsqueda de un espíritu... Y siguió contándole el comportamiento a seguir. De esta guisa se hizo la noche sobre la aldea y los tres hombres conferenciaban en silencio y bajo la luz de la Luna en larga conversación. Al amanecer se disolvió la reunión y Hombre Rojo salió, sin despedirse de nadie, de la aldea y se introdujo en el frondoso y complicado bosque de cedros. Conforme se adentraba en él, el iniciado sentía más y más la soledad y, aunque algunas veces su espíritu languidecía y sus fuerzas se desvanecían, se daba ánimo diciendo: —Que los colibríes acompañen mi camino, las orugas de los árboles y las procesionarias indiquen con sus colóres y con su viscosa liga la soledad de mis actos, que no de mis pensamientos, que son lo único que me acompañan. Hombre Rojo ayunó durante varios días. Aunque el desfallecimiento de su cuerpo era grande, sus vísceras y sus espíritus
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interiores se purificaban. Nada comía y por ello todo en él se estaba limpiando. Arrojaba la suciedad que engendraba su cuerpo por los orificios naturales, los esfínteres, y no acumulaba nueva inmundicia. —Hay que seguir —se dijo, arrastrando su cuerpo y muerto de inanición. Y con un esfuerzo mental se dijo con ahínco—: Hasta hallarlo. Tras varias jornadas de caminar, de ayuno y de aislamiento, el iniciado llegó frente al hogar de Bakbakwalanooksiewey, el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo. Hombre Rojo, exhausto y al borde del paroxismo, se dejó caer en la entrada de la mansión y gritó por dos veces el nombre del devorador. Cuando el monstruo acudió a la llamada del iniciado éste se le ofreció en sacrificio cruento. —¡Aquí estoy! Dispuesto a la purificación. El monstruo dudó. Él preguntó: —¿Es qué no me esperabas? Bakbakwalanooksiewey quedó sorprendido. Nadie le hablaba así. Todos huían de él. —¿Qué quieres? —La abstención. El Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo, que tenía siempre un hambre insaciable de carne humana, aunque no comprendía al recién llegado, se abalanzó sobre Hombre Rojo y lo devoró. En el vientre de este monstruo "la identidad cultural del iniciado es digerida". El malestar que le ocasionó la digestión de Hombre Rojo provocó que el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo bramara de dolor y gritase: —¿Quién eres? ¿Qué me has hecho? El iniciado en su interior -—su espíritu porque su carne había sido asimilada por los jugos gástricos del monstruo— bailoteaba entre las estancias internas tratando de provocarle las más irresistibles bascas y angustias.
El espíritu de Hombre Rojo pugnaba por salir. Al fin el monstruo no pudo resistir más y vomitó con todo el estruendo que hace un endriago mítico el espíritu humano del iniciado. Ya en el exterior, Hombre Rojo se halló desvalido. Cualquier fenómeno natural, cualquier hormiga obrera, cualquier insecto volador podía servirse de él como pasto de su furia o su indiferencia. "El iniciado, despojado de sus atributos culturales, está desnudo, no tiene capacidad de hablar o cantar; anda a gatas y tiene hambre de carne humana; es el protegido del Devorador de Hombres. " Por fin Hombre Rojo es capturado por el Hamatsa y regresa a la tienda de las ceremonias. Allí debe continuar su transformación. En medio de la tienda existe una gran hoguera. Sólo escucha voces que le gritan: —¡Baila, baila, baila! Pero no ve a nadie. —¡Baila, baila, baila! Él se dice, o sólo lo piensa, o busca alrededor. —¿Estoy solo aquí frente a la hoguera o todo es una ensoñación? Alguien, quizá un pájaro que se escapó de uno de los tótems, le pintó el rostro de oscuro y le empujó a la hoguera para que bailara. —Estás desnudo —le dicen. Él se miró y, con extrañeza, se percató de ello. —Cúbrete, antes de bailar, con estas hojas. Son hojas verdes y grandes. —Son de cicuta. Hombre Rojo comenzó a bailar alrededor del fuego. Sus manos extendidas estaban temblorosas. —¿Estoy en medio de un éxtasis? —se preguntó. Siguió bailando.
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De repente se notó rodeado de gente sin rostro, de hombres muertos que yacían sobre el suelo, en las tinieblas. Todos le acosaban. —¡Baila, baila, baila! El iniciado siguió la ceremonia. Bailaba, bailaba, bailaba y a veces arremetía con saña y furor contra la gente y los mordía. Otras veces se arrojaba sobre los cadáveres y los devoraba. —Toma, póntelo —le dice el chamán. Y le entregó un vestido hecho con tiras de madera de cedro. Él se preguntó: —¿Era el hechicero de la aldea o toda una quimera? Pero tomó el traje y se vistió con él. En ese momento se transformó en una gran pájaro, uno de los habitantes de la casa de Bakbakwalanooksiewey. —Soy el Cuervo Devorador de Hombres —se dijo. Por eso los había atacado. Había comido carne humana. La pesadilla continuaba dentro de su purificación. Bajo la luz del fuego su figura resultaba estrafalaria, aterradora, amenazaba... ... pero nada ocurrió. Sintió cómo su cabeza se rompía, estallaba y, mientras él se la agarraba con ambas manos, alguien gritábale hechizado: —Sigue tu transformación... Otro con la voz del jefe de la tribu expresó lleno de admiración: —Es el Pico Curvo del Cielo... —Galokwudzuwis... Algunos del gentío que sufrían las furias de Hombre Rojo gritaron: —Huyamos de aquí. —Con el Pico Curvo del Cielo nos va atacar... —¡Corramos!
—El Galokkwudzuwis, con su gran pico, nos abrirá el cráneo y se comerá nuestros cerebros. Los hombres se escondían en las tinieblas, en las sombras de la tienda ceremonial, detrás de los tótems. Hombre Rojo veía los aspavientos de terror y las bocas abiertas por donde debían salir sus gritos, pero no los escuchaba. El iniciado, atormentado, se preguntó de nuevo: —¿Es otro éxtasis? Se lanzó en pos de los cerebros de los humanos que le rodearon curiosos y que ahora huían de él. El chamán gritó: —La nueva transformación. —Su reencarnación. —¿Y ahora dónde? —preguntó. El otro le contestó: —El rito lo llevará hasta el Hokhokw. —Es el Pájaro Caníbal. —El que aplasta el cráneo de los hombres. —¡Huyamos! El chamán gritó: —¡No! Es el momento de la elevación espiritual de Hombre Rojo. Ambos quedaron a la expectativa. Cuatro grandes pájaros sobrenaturales, emergidos seguramente de los tótems sagrados que lo regían todo dentro de aquel recinto, rodearon la hoguera. El iniciado quedó perplejo, se calmaba, los observaba. —¿Quiénes sois que tanta paz me dais? Hombre Rojo fue a cogerlos y ellos paulatinamente desvanecieron entre el humo de la hoguera que aún ardía.
se
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El iniciado bailaba ahora sin frenesí, con calma alrededor de la pira sacra. Todo ha acabado. La paz reinaba de nuevo en la tienda ceremonial. Sus dos padrinos —el chamán y el cacique de la tribu— se acercaron a él. Ninguno hablaba. Hombre Rojo se sintió flotar en un nuevo estadio de su vida. Era un hombre nuevo. El ritual le había ayudado a asegurar que el poder —riqueza y alta espiritualidad— se hiciera visible en él y que no lo pudiera olvidar. Entre estas sensaciones escuchó la voz del chamán, que le decía: —La síntesis del poder entre los reinos naturales y sobrenaturales es así efectuada y hecho viable para los espíritus humanos que, buscando y soñando, recorren el universo. Uno de ésos eres tú.
LA EXTRAÑA CAMADA DE PERROS QUE A LOS HOMBRES DIVIDIÓ Y DIO VIDA A LOS CIELOS
(Leyenda inuit caribú)
Estas historias surgieron increíbles podían pasar.
cuando
todas
las
cosas
(Palabras de un narrador iglulik)
Pero éstas son cosas difíciles de entender; es difícil hablar de ellas, todo eso acerca de dónde empezó algo, de dónde vinieron los primeros hombres. Es suficiente para nosotros ver que ellos están aquí y que nosotros estamos aquí. (Nalungiaqu. Netsilik)
Todos los sucesos que se van a contar ocurrieron cuando el mundo era aún original, no había diferencia entre los hombres y los animales, se podían convertir los unos en los otros y viceversa; en aquellos tiempos en los que todos hablaban un mismo lenguaje e igualmente todos vivían del mismo modo. Corrían las épocas en las que las casas volaban por los aires, los bosques crecían en el fondo del mar, lo que explicaba los maderos que flotaban en las playas; era un mundo donde la nieve quemaba, las herramientas y las armas realizaban su trabajo por su propia cuenta y las casas, como se ha dicho, volaban por los cielos. Eran los tiempos en los que en la Tierra no había luz, en los que Zorro se oponía a que la hubiese porque la oscuridad favorecía sus artes para robar alevosamente la reserva de comida de los cazadores. La misma época en que tanto Liebre como Cuervo abogaban a grandes gritos para que se hiciera la luz resplandeciente con la que a la primera se le facilitaría su labor de buscar alimentos para sobrevivir, y con la cual el segundo, discutiendo con Zorro sobre la conveniencia de la misma, vencería con su cua, cua —que significaba luz o aurora— atrayendo la luz del día a la humanidad. Fue en aquellos remotísimos tiempos, albores del Mundo Medio, en el cual las cosas no estaban aún demasiado definidas, cuando
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vivió en una de las rudimentarias aldeas de la tribu Inuit Caribú un hombre que estaba muy enojado y molesto porque tenía una hija que le era rebelde a sus propios deseos, que él consideraba primordiales. Sin duda eran fundamentales porque en los albores de la humanidad se pensaba con noble acierto que el mundo debía poblarse lo más rápidamente posible. Decía el hombre a la hija insumisa con voz dura e imperativa: —Has de tomar marido. La muchacha hacía oídos sordos a la petición de su padre, contestándole: —Es pronto, todavía no ha llegado la hora. Pero el padre, nervioso, inquieto, desolado y furibundo ante la pasividad de la mujer, le preguntó con voz ronca: —¿Pero qué es lo que te pasa, muchacha? —El mundo es aún muy árido y no deseo traer a la vida a seres desgraciados —contestaba la hija. Y tras una pausa añadía gazmoñamente—: Además no quiero conocer macho alguno. El padre suplicaba: —La aldea está vacía. Las manos nuestras no son suficientes para el gran trabajo que tenemos ante nuestros ojos, el mínimo que hemos de hacer para poder sobrevivir. La hija se excusaba: —Somos pocos y poco necesitamos —y añadía picaramente, con el cuerpo lleno de desidia y ocio—: Las herramientas, el hacha, los cayados obran por sí mismos. ¿Por qué tenemos que complicar nuestras vidas...? Las furiosas y graves palabras del progenitor cortaron sus indolentes argumentos: —El mundo ha de progresar. Lo hemos recibido así para que lo hagamos grande para nuestros sucesores... La muchacha dio la espalda al padre y marchó apáticamente hacía la cabaña. La cólera y el furor del agraviado padre encendieron su pecho. En un arranque propio y merecido gritó a la hija que se iba:
—¡ Yo sabré, hija desagradecida, rebelde y maldita, hacerte obedecer y cumplir con mis más nobles deseos! ¡Lo juro por los dioses del Mundo Superior que nos han puesto a vivir en la Tierra! Efectivamente, durante una noche en que la Luna se escondía tras el más elevado risco de la cordillera que resguardaba a la aldea de los vientos del Norte, fue en busca de Perro, que tenía su guarida en la falda de la montaña, más allá del bosque de acacias, olmos y sicómoros. Ante su puerta le llamó a grandes gritos; cuando el aludido acudió ante él, el hombre le dijo: —Necesito tu ayuda. Perro repuso con el único lenguaje que hablaban todos, hombres y animales, en aquel Mundo Medio tan primitivo: —No eres mi amigo. Siempre te has apartado de mí. En un gran apuro debes estar cuando recurres a mí. El hombre bajó los ojos, pateó la tierra con la punta de sus mocasines en señal de estar avergonzado por ello y dijo sin mirar a su interlocutor a los ojos: —Efectivamente, estoy en un gran apuro. —Yo, como no soy como tú sino más noble —respondió Perro con afecto—, te voy a ayudar en aquello que tú me pidas. El hombre quedó intrigado y preguntó: —¿Por qué? Perro repuso: —Porque quiero ser amigo de todos los seres de la Tierra. Y sobre todo de ti, del hombre. —Te lo agradezco. Perro preguntó: —¿Qué te pasa? —Mi hija no quiere tomar marido —aclaró hombre. Y luego como en un lamento añadió—: Mi aldea esta vacía. El mundo también. Mi misión en la tierra es llenarla... —... ¿de hombres? —Y también de cachorros.
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Perro preguntó: —¿Y yo cómo puedo contribuir? El padre dijo duramente: —Acércate a mi cabaña y emparéjate con mi hija... —Ella me rechazará como lo hace con cualquier hombre que le presentas como marido. Ella huirá de mí como perro-hombre que soy —contestó el can con forma de hombre cuyas artes solicitaba el hombre. El padre sentenció: —Entonces la fuerzas y la dejas preñada. —¿Cómo lo haré? El padre le explicó: —Toma tu forma de perro, salta por la ventana a su alcoba, salta sobre mi hija y la fuerzas con todo tu ímpetu. Perro quedó pensativo, dubitativo: —¿Y qué ganó con ello? El padre explotó: —El contribuir al nacimiento de una especie que será la que gobierne la Tierra, nuestro arcaico Mundo Medio. Perro aceptó. Los dos individuos quedaron de acuerdo. Efectivamente, llegó la noche y, como tenían convenido, Perro asaltó a la muchacha y la forzó hasta el hastío, con lo cual la hija del hombre quedó embarazada. El padre ladinamente reprochó a la hija su estado y exigió que le dijera quién lo había hecho. La muchacha, llorando desconsoladamente, narró al hombre toda la hazaña de Perro. Entonces el padre, como tenía convenido, hizo venir hasta su casa al injuriador y le obligó a casarse con su hija. Una vez realizada la ceremonia, él convirtió al marido en solo un perro. Mandóles a él y a su esposa a una isla lejana. Allí la mujer dio a luz una carnada de cachorros. La insidiosa madre hizo desaparecer de su lado a Perro, que quizá regresó a su guarida o se convirtió en el can doméstico de su propio suegro. El caso es que la mujer se apoderó en exclusiva de su
propia camada de perros y con ella comenzó a maquinar un plan de venganza contra su padre y contra todos los pobladores de aquella tierra tan esquilmada, áspera y primitiva, en mor de la cual había tenido que sufrir en sus carnes tal afrenta. Cuando el plan ya estaba pensado y pergeñado dentro de su caletre, la rebelde y vengativa mujer reunió a su alrededor a sus hijos. Tras mandarles callar en sus alborotos de cachorros, les comunicó la siguiente orden autoritaria y casi espartana, pero sobre todo incomprensible: —Id hasta el gran canal que une la tierra de mi infancia con esta isla y arrojaos en medio de sus aguas. —Las que lo llenan están heladas y repletas de témpanos. —Con sus agudas puntas pueden herirnos... —... y matarnos. La mujer, ferozmente, les ordenó: —¡Obedeced a vuestra madre! No repliquéis. Uno de lo cachorros protestó: —Nos helaremos de frío. Ella opuso: —La abundante capa de pelo repleto de grasa que os cubre no lo dejará llegar a vuestra piel. Pero los cachorros estaban remolones. Por eso la madre ladina y pérfida se acercó a ellos y con sus propias manos los empujó a la corriente marina. Desde la orilla, con la voz ronca pero firme, les ordenó: —¡Nadad sin tregua por entre esas olas! ¡Llegad hasta el kayak que transporta a vuestro abuelo, a mi padre, y voleadlo! No regreséis a mí hasta que le veáis desaparecer tragado por la tenebrosidad más profunda y oscura del océano. Los cachorros, desde el agua, gemían diciendo: —Nos ahogamos, el agua nos traga. La madre les reprochó: —Nadad como os he enseñado y volved a mí. No seáis cobardes
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ni pusilánimes. Volved porque vuestro destino ha de ser grande. Efectivamente, los cachorros nadaron con la habilidad que su madre les confirió hasta que al fin contemplaron el kayac de su abuelo, hecho con piel de foca y cosido con resistentes hebras trenzadas entrelazando las ásperas cerdas y los largos bigotes de los leones marinos. Descubrieron al hombre porque cubría su cabeza con un gorro hecho con la piel entera de una marta cibelina de tamaño considerable que dejaba libre, cayendo sobre sus espaldas, el grueso rabo de la misma. —¡Ahí está! —Cumplamos cuanto antes con el encargo de madre —dijeron— y regresemos al calor de la casa. Sigilosamente se acercaron al bote del abuelo, se colocaron bajo de él y, proyectando todos a la vez su fuerza y energía, volcaron la canoa, que cayó encima del hombre, el cual fue inmediatamente tragado por las rápidas aguas grisáceas. —Ya está —dijeron—. Volvamos a casa. Los cachorros, satisfechos de su hazaña por haber cumplido bien la recomendación de su madre, se marcharon jovial y estruendosamente en dirección a su morada. La progenitura, al verlos retornar a ella, salió a recibirlos con palabras dulces, de ánimo, besándolos a todos ellos. Días más tarde, cuando la carnada de cachorros ya se había repuesto del esfuerzo que tuvieron que hacer para ahogar al hombre del kayac, la malévola madre los condujo hasta las riberas del mar y en una playa de la isla les ordenó que se detuvieran y descansasen porque... —... vais a emprender un viaje muy importante, en el cual se ha de dirimir el futuro de la humanidad que ha de llenar la Tierra. Los cachorros apenas Permanecieron jugueteando los vaivenes de las olas demasiadas consideraciones
si entendieron las palabras de la mujer. sobre la arena de la costa invadida por que rompían sobre ella sin hacerse relativas sobre la conducta materna.
La mujer se sentó sobre una gran caracola de mar de dimensiones inusitadas, se despojó de sus botas y quedó con los pies desnudos. —¿Acaso es que tus kamiks desollan tus pies? —preguntaron los cachorros.
La mujer negó y les sonrió enigmáticamente. —Mirad lo que hago con ellos. Todos observaban. Con un afilado cuchillo cortó las suelas de sus botas y púsolas ambas, en paralelo, al borde de las aguas. Los cachorros estaban intrigados. —¿Qué haces? —preguntáronle intrigados y ansiosos. Ella nada dijo. Pero reunió con sus manos a toda la carnada en un grupo compacto y con un gesto de su mano les ordenó silencio: —Acercaos a mí. Todos, temerosos obedecieron. Al fin dijo:
y
conocedores
de
sus
artimañas,
—Venid aquí. Los cachorros se miraban los unos a los otros. Uno preguntó: —¿Quiénes? —Vosotros —dijo la mujer. La mujer escogió, señalándoles con el dedo, a unos cuantos de ellos y los colocó encima de una de las suelas que descansaban al borde del mar. Luego, con voz firme, les dijo: —Sed habilidosos en todo. Y empujó la suela hacia el interior de las aguas. Mientras ellos se apartaban de la isla con la corriente la suela se convirtió en un barco y los perros se fueron a la tierra de los hombres blancos. Se dice que de ellos surgieron dichos hombres blancos. Cuando ya habían desaparecido del horizonte los primeros navegantes, la mujer, sin duda dotada de poderes sobrenaturales, colocó al resto de cachorros sobre la otra suela de su kamik y, antes de empujarla hacia la inmensidad de las aguas, les recordó: —No olvidéis que habéis matado a vuestro abuelo. Y como tal que habéis hecho debéis comportaros... —detuvo un momento su perorata, observó uno a uno el efecto que les hacían aquellas crueles palabras y seguidamente añadió—: Os exhorto, pues, a que tratéis de
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una forma similar a todos los seres humanos que encontréis en vuestro camino. Igualmente que la otra suela, que ya surcaba las aguas del mar, ésta se convirtió en una embarcación cuando la mano de la mujer violentada por un perro la empujó hacia los adentros marinos. Al cabo de muchos días de navegación, esta última embarcación llegó hasta una playa lejana y desconocida. Allí desembarcaron los animales indecisos, sin ninguna clase de protección, aullando y asaltando a cualquier humano que se les cruzara en su ruta hasta acabar con su vida. "Los perros vagaron por la tierra y se convirtieron en los antepasados de los indios, los enemigos tradicionales de los Inuit." Mucho tuvieron que luchar y padecer los antecesores de esta tribu india para poder lograr dominar y vencer a ancestrales enemigos crueles y sin escrúpulos que nacieron de la carnada de cachorros de tan dudoso origen. Pero al fin, cuando obtuvieron sobre ellos su definitiva victoria, alzaron sobre el lugar una floreciente aldea de la cual fueron emanando diversos héroes y cazadores muy proclives, que emigraron hacia otros terrenos igualmente de feraces y prósperos, con lo que se fundó la gran nación o tribu llamada Inuit Caribú. En aquella primitiva pero excelente aldea ocurrieron una serie de hechos extraordinarios; hechos con los cuales enriquecieron magníficamente la historia de la Tierra y sobre todo la de la tribu Inuit, pues ambas se encontraban en sus albores y necesitaban de ellas para arraigarse dentro de las civilizaciones y culturas de nuestro universo. Ocurrió que en aquel pueblo recién fundado habitaban dos hermanos —varón y hembra— llamados Tatqeq y Siqiniq. Estos dos hermanos se querían mucho, siempre estaban juntos y un día el chamán de la tribu les sorprendió en una relación incestuosa. El escándalo que se organizó en la aldea fue monumental. Los reproches surgían de todas partes, hasta de los pájaros del cielo. —¡Salid de la aldea, abandonadla! —les recriminaban. —No sois dignos de vivir aquí. El hechicero les dijo: —Engendraréis perros como lo hicieron nuestros enemigos salvajes que llegaron de la lejana isla.
El jefe de la tribu les gritó: —Abochornaos hermanos.
de
vuestro
indigno
acto
ante
vuestros
Por allá por donde caminaban recibían los denuestos de la gente. Pero es que ni siquiera en medio del bosque podían escapar, olvidarse de su indignidad, porque hasta las procesionarias y los abetos, los árboles de hojas caducas, las aves y los topos les vituperaban por su antinatural acto. Tatqeq dijo a su hermana. —No aguanto más con esta pena. Siqiniq estuvo de acuerdo con él. —El bochorno arranca mis entrañas y mis ojos no saben llorar ya. —Hay que huir de aquí. —Pero ¿adonde iremos —expresó la hermana— si la vergüenza nos persigue por toda la Tierra? —Hasta los pájaros vuelan para propalarla por toda ella. Al fin decidieron poner fin a la extrema situación que vivían. "Abrumados por la vergüenza, se elevaron de la tierra al cielo." Como reinaba el invierno sobre la aldea, la oscuridad lo cubría todo. Los dos hermanos, que habían decidido subir al cielo, tenían que alcanzar el lugar propicio para ello y por eso tuvieron que pertrecharse cada uno de ellos con una antorcha que encendieron para iluminarse en su camino. —Desde aquí partiremos —decidió Tatqeq. Su hermana se puso a su lado. —¿Qué viento es ése? —preguntó Siqiniq. La ventolera que nació bajo sus piernas los elevó con gran furia. El cielo se les venía encima. Tatqeq subió hacia el cielo con tanta rapidez que la antorcha se le escapó. El joven siguió subiendo con rapidez en medio de la oscuridad celestial y abajo quedó su antorcha, que se convirtió en la Luna que
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ilumina la noche... ... y daba luz, pero no calor, con los rescoldos de su antorcha. Su hermana Siqiniq, en su ascensión, fue mucho más lenta, tanto que perdió de vista a su hermano. Por eso ella no perdió la antorcha, ni siquiera se le apagó, continuando quemándose... ... y ella se convirtió en el Sol que ofrecía luz y calor al mundo. Como todo en el mundo iba apareciendo para que cada vez más se semejase a los tiempos actuales, tuvo que ocurrir que en esta época cuando los animales, tan controvertibles, cambiantes y variables como se ha visto, alcanzaron a afirmarse tal como se conciben ahora, sin entrar en la extraña metamorfosis en la que tanto podían ser ellos mismos u hombres, o una mezcla desaliñada de las dos especies. En estos tiempos y muy cerca a la aldea de los indios Inuit Caribú fue donde unos niños que jugaban con todo ímpetu en el claro del bosque escucharon entre los árboles un extraño ruido que provocó en ellos el miedo. —¿Habéis oído? —preguntó uno de ellos, abriendo los ojos como platos y quedando tenso por si había que salir huyendo desaforadamente de aquel lugar en busca de la protección paterna. Los otros asintieron con la cabeza, sin tener el menor coraje para expresarse por medio de palabras. Unos urogallos, que en aquellos tiempos eran aves terrestres sin alas, salieron de detrás de los matorrales de acebo. Pero de nuevo el extraño ruido, desconocido en aquel bosque hasta entonces, se volvió a oír. En medio de esta intriga se encontraron los chavales cuando uno de ellos los alertó dando un grito: —¡Cuidado! —¡Salvémonos! Uno, aterido por el miedo, gritó: —¡Huyamos de aquí! Este lugar está aojado. El más valeroso de todos ellos los agarró por sus gruesos vestidos de piel de foca y los detuvo.
—¡Mirad! Todos vieron, con asombro y miedo, cómo a los urogallos, tras un repentino ruido, les crecían las alas y salían volando hacia el cielo, aleteando con un peculiar estruendo. Los niños corrieron luego a la aldea. Contaron a sus mayores, al jefe de la tribu y al hechicero lo que habían visto en el bosque. El chamán al escuchar el relato de los chiquillos sonrió y dijo: —Es que el mundo se está ajustado a sus normas definitivas. También ocurrió, en aquella aldea Inuit Caribú tan primitiva y arcaica, que los pájaros, que hasta entonces todos tenían las plumas blancas, se cambiaran por policromos colores con los cuales, desde entonces, se iban a distinguir cada tipo de ave, y los colores que iba a tomar su plumaje iba a estar en consonancia con sus virtudes, sus carencias e incluso sus deficiencias. Fue allí donde sucedió que dos de los pájaros que estaban hartos de su pelaje blanco, el somorgujo y el cuervo, decidieron tatuarse las plumas con el hollín que guardaban dentro de un pote; de modo que uno pintó al otro y éste al de allá. Luego se fueron a contemplar al magnífico espejo de las aguas heladas del cercano río. El espectáculo que vio sobre todo el somorgujo no fue ni por mientes de su gusto. —Has hecho de mi plumaje un verdadero popurrí de color negro y blanco —le reprochó al cuervo— ¿Es qué no sabes pintar? ¿O es que lo has hecho adrede para resultar tú más atractivo y hermoso que yo? El cuervo, al ver a su amigo, se burlaba. El somorgujo cada vez que se miraba se encolerizaba más y más, hasta llegar al punto que decidió tomar venganza de la mala faena que le había hecho el cuervo. Así pues el desgraciado ánsar zambullidor fue en busca de la lata que contenía el hollín, se subió a la rama de un alcornoque y desde allí gritó: —Cuervo, amigo cuervo, acércate a mí. El enfado ya se me ha ido. Quiero que volvamos a ser amigos. No vale la pena reñir por tan poca cosa. El cuervo cayó en la trampa. Se acercó a los pies del alcornoque en el que estaba el somorgujo, miró hacia arriba y comenzó a decir: —Gracias, amigo somorgujo, siento lo que ha pasado y te agradezco que te hayas tomado la cuestión con tanta...
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En ese momento el ave acuática zambullidora arrojó sobre el cuervo el pote de hollín, que le alcanzó de pleno convirtiendo todo su plumaje en negro, con lo que se quedaron sus plumas, él y todos los cuervos, desde entonces y para siempre, de aquel fúnebre color. El cuervo que quiso hacer un quiebro y esquivar el impacto levantó el vuelo. Encolerizado y a propósito atacó al somorgujo con tanta violencia que lo incapacitó para andar. Desde aquel momento estas aves se mueven bien dentro del agua y por los aires, pero caminan sobre la tierra de una forma extraña. Igualmente acaeció en la aldea Inuit Caribú, para asegurar en temor a los elementos desatados de la naturaleza, un hecho que dio origen a los temblores y los fuegos que lanzaba el cielo cuando se enojaba. A la sazón vivieron en la aldea susodicha un hermano y una hermana. Eran los tiempos en los que no existían en la tierra aún los robos. El hermano dijo a la hermana, viendo la piel seca de un caribú extendida a la puerta de la casa del jefe de la tribu: —Me gusta. —Pues cógela. No tenía malicia esta propuesta, puesto que los hombres en aquella época desconocían igualmente el valor del pecado. La hermana, viendo el trozo de pedernal que obraba en la tienda del hechicero, con el cual se encendían las hogueras ceremoniales, fue en busca de su hermano hasta la cárcava donde escondía la piel de caribú robada y le dijo: —Me gusta el pedernal de hechicero. —Pues cógelo —le dijo el hombre. Ella lo tomó. Antes de ser descubiertos por los demás pobladores de la tribu, apareció en ellos una sensación hasta entonces desconocida. Era la conciencia que les remordía y les estaba angustiando. Se reunieron hermano y hermana y dijeron: —Me siento culpable. —A mí me pasa lo mismo.
—Hay algo dentro de mí que no me deja estar tranquilo. —Yo no vivo en paz. El hermano dijo: —Con este acto hemos perdido la condición de humanos. La hermana expresó compungida: —¿Qué haremos ahora? Estuvieron meditando. Él dijo: —Podemos convertirnos en animales... —...y seguir viviendo. El hermano volvió a decidir alterado: —No, no puede ser. —¿Por qué? Él aclaró: —Tengo miedo de que nos maten. —Pues ¿qué haremos? Pensaron largamente y no encontraban la solución. —Podríamos devolver la piel de caribú y el pedernal. Se opusieron a ello frontalmente. Él dijo: —¿Por qué lo tienen que tener ellos y no nosotros? ¿No pertenece a todos los de la aldea? Era la soberbia que acababa de nacer, y la mezquindad. La hermana, al fin, propuso: —Podemos escondemos. —Eso. Que nadie sepa dónde estamos. —Y gozaremos de la piel de caribú y del pedernal. Sólo serán
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nuestros. Pero el hermano: —Pero ¿dónde nos ocultaremos? —¿En una de las cavernas de la montaña? —No, no, ésas son cobijos de fieras y alimañas. —¿Entonces? El hermano quedó mudo. No encontraba el lugar adecuado para ocultar su delito. La hermana sonrió y preguntóle tímidamente: —¿Y por qué no lo hacemos en las cavernas del cielo? —¿Y qué haremos allí? La mujer expresó: —Gozar de nuestro botín. Cuando estuvieron en el cielo, resguardados en sus cavernas, decidieron convertirse en el rayo y el trueno para que la gente no pudiera cogerlos. "Ahora, cuando el trueno retumba y el rayo centellea en los cielos es porque el hermano está haciendo chasquear la piel seca del caribú mientras la hermana hace que salgan chispas del pedernal."
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