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índice
Introducción............................................................................................... 11
Primera Parte. La inmigración Capítulo 1. Una mirada panorámica de la inmigración en la Argentina................................................................................... 19 Flujos...................................................................................................... 21 Reflujos................................................................................................ 28 Capítulo 2. La inmigración en el mundo urbano............................... Vivir en la dudad cosmopolita........................................................... Las asociaciones................................................................................... La prensa étnica....................................................................................
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Capítulo 3. La inmigración en el mundo rural.................................... 53 Colonias y colonizadores. De Esperanza a Nueva Esperanza.......... 53 Los inmigrantes en ¡as estancias y las chacras.................................. 71 Capítulo 4. Familia, parentesco y redes sociales.................................. Las familias inmigrantes entre el viejo y el nuevo m undo............... Nace una nueva familia. Los inmigrantes y el matrimonio........ La familia y el trabajo........................................................................
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Capítulo 5. La inmigración, las guerras y las posguerras....................105 Las puertas se cierran.......................................................................... 105 El fin de la ilusión aluvial....................................................................113
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Segunda Parte. Los inmigrantes
Capítulo 6. Ella Brunswig y Karen Sunesen. Dos mujeres del norte de Europa.............................................................................119 "En ocho meses no he visto otra pollera que no sea lam ía"............. 125 “Las mujeres no sabían hablar otra lengua que el danés y sus hogares eran una pequeña Dinamarca"................................... 135 Capítulo 7. Marcos Alpersohn y Boris Garfunkel: Dos colonos judíos.............................................................................. 151 “Mojaba la pluma en mis lágrimas [...] registrando nuestras pocas alegrías y muchas penas"........................................... 152 "Llegaron las festividades. ¡Qué jubilosamente se celebró ese Sukkot!".......................................................................... 155 “La sagrada y absorbente empresa de nuestra redención“................ 157 Capítulo 8. Eugenia Sacerdote. Una italiana en el exilio....................163 "Nunca he podido volver a nadar como lo hacía en el Mediterráneo"..............................................................................163
Epílogo......................................................................................................... 177 Bibliografía................................................................................................... 181 Agradecimientos..........................................................................................187
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Introducción
En un enigmático relato la escritora danesa Karen Blixen cuenta que había una vez un hombre que vivía en una casita redonda, con una ventana redonda y un jardín triangular en el frente. No muy lejos de la casa había un estanque con peces. Una noche, un gran ruido lo despertó y el hombre se internó en la oscuridad para ave riguar su causa. Primero comenzó a correr a tientas en dirección al sur y luego de numerosas vicisitudes le pareció que había tom a do el rumbo equivocado. Entonces se dirigió hacia el norte, pero de nuevo creyó escuchar que el ruido venía del sur y corrió hacia allá. Después de un largo deambular jalonado de tropiezos y caí das, se dio cuenta que el ruido provenía del fondo del estanque. Se precipitó hacia el lugar y vio que se había abierto una grieta pro funda por donde se escapaban el agua y los peces. Se puso a traba jar con presteza y sólo cuando logró cubrir la rajadura volvió a su casa y se quedó dormido. A la m añana siguiente, al mirar a través de la ventana, el hombre descubrió que el rastro dejado por su pe regrinar nocturno había trazado el perfil nítido de una cigüeña. ¿Qué significa esa imagen? Quizá que la vida signada por las inconsistencias de pronto se sintetiza en una forma. O tal vez, la cigüeña sea la vida mirada en perspectiva, reconstruida y revisitada por la m em oria. Los inm igrantes de cuyas trayectorias habla este libro dibujaron su cigüeña cuando evocaron el pasado n a rrando sus historias personales antes y después de la migración, una experiencia que partió en dos sus existencias. Entre esas m i tades se interpuso el mar. Genoveva Boixadós emigró de Cataluña a Buenos Aires en 1923. Francisco, su flam ante esposo va llevaba un tiem po radi-
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cado en la ciudad que había sido su refugio cuando a instancias de Genoveva había desertado para evitar la recluta durante la guerra de Marruecos. Se casaron por poder, ella en España y él en la Argentina. Entonces, con su carta de llamada y la com pa ñía de otros paisanos, la joven dejó atrás la aldea de Erinyá para mudarse al otro lado del mar. Dos años después nació el prim er hijo del m atrim onio. Los negocios de Francisco prosperaban, de modo que en 1929, poco antes de que se desatara la crisis m un dial, Genoveva y su pequeña fam ilia volvieron de visita a C ata luña. En el poblado que todavía guardaba aires medievales, C on cepción Borrell esperaba el regreso de su hija. Al reencontrarse, la joven y su madre se fundieron en llanto, “iAy, trista de mí, trista de m í!”, se lamentaba Concepción. El m ar se había estrechado para volver a unirlas, pero ese mismo m ar impiadoso no tardaría en separarlas. Dos meses, dice la tradición familiar, lloraron las mujeres la dicha del reencuen tro, y dos meses la pena de la inexorable partida de Genoveva hacia Buenos Aires adonde había quedado la otra mitad de su vida. La madre y el idioma fueron dos resistentes lazos que Ja mantuvieron unida a Erinyá. Sin embargo, esos lazos se desata ron el día que Genoveva recibió la carta que le anunciaba la muerte de Concepción. Desde entonces, no volvió a hablar en catalán y en ese silencio se desvaneció el anhelo del regreso al hogar. Julio Tomé Esperante, su esposa y sus hijos llegaron a la Ar gentina en el otoño de 1958 procedentes de Cuiña, un pequeño pueblo de La Coruña. Habían dejado atrás la casa y unas cuan tas leiras infértiles adonde poco antes de partir Julio había plan tado unos pinos. El vínculo que de modo im aginario lo unía con Galicia anim ó la recreación de la identidad y las representacio nes de Julio y su familia. En una construcción ficcional que in cluía a su pasado en su presente, los Esperante mantuvieron una persistente ilusión de continuidad, aunque Julio y su m ujer
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nunca regresaron a España. Sin embargo, para él era esencial que todos los hijos lo hiciesen. Así, uno a uno fueron volviendo a la tierra donde habían nacido y en el invierno de 1999 Julio despi dió a la últim a, María Magdalena, diciéndole: "£u nao sei si te volverei a ver m inha boa filh a ; ii me teras que lem brar assim , nao tem que esquecer de min". No había pasado un mes en Cuiña, cuando un llamado desde Argentina le anunció a M aría Magdalena que su padre es taba gravemente enfermo. La m ujer volvió y después de contarle de la aldea y la parentela, le mostró una foto de los pinos que Julio había dejado jóvenes al partir. La puso entre sus manos y lo besó antes de abandonar la sala del hospital. Pocas horas más tarde, Julio murió. Elegí estas dos historias porque en muchos sentidos repre sentan a otras miles de trayectorias de separación y nostalgia, de reunión y alegría y de relaciones afectivas transnacionales. En la primera parte de este libro esas experiencias permanecen escon didas detrás de una escenografía que recrea la inm igración en sus rasgos generales, en sus denominadores com unes y en sus contextos. En cam bio en la segunda, la mirada vira hacia los pro tagonistas, los inm igrantes entran en la escena y cuentan la ex periencia de migrar y de vivir al m ism o tiempo a uno y otro lado del mar. En la intimidad de los relatos, un puñado de hombres y mujeres vuelve su mirada a los cam inos recorridos y descubre el perfil de sus cigüeñas. Remontando la pendiente de los años, el recuerdo revela la persistente ilusión de continuidad entre su viejo y su nuevo mundo de referencias. El libro parte entonces de un repaso de los flujos y reflujos de la inm igración en la Argentina desde mediados del siglo XLX hasta los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra M un dial. Las variaciones de la corriente de hombres y mujeres que llegaron durante ese largo período a las costas del Río de la Plata obedecieron a una compleja (y tam bién cam biante) com bina
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ción de factores en los lugares de origen y de destino. Diferentes razones de naturaleza económ ica, social y política impulsaron a millones de personas a abandonar el Viejo M undo para iniciar un recorrido en otras playas, recorrido que para unos fue tem po ral mientras que para otros marcó un cam bio definitivo en sus vidas. La historia que cuenta esta primera parte continúa con la in tegración de los inm igrantes a la vida del nuevo país. Dos capí tulos repasan la experiencia de vivir y trabajar en los mundos ur bano y rural. Los conventillos, los barrios de trabajadores, los enclaves étnicos, la casa propia, las fábricas, los conflictos obre ros, la prensa en idioma extranjero y las asociaciones, son los tó picos que organizan una mirada posible de la inm igración y la ciudad. En tanto que las colonias, las estancias y las chacras agrí colas, el trabajo y la vida en el campo, abordan a los inm igran tes que salían del m undo rural europeo y term inaban viviendo en la pampa argentina. Allí pasaban un tiem po más o menos breve com o "golondrinas” para retornar al origen y a lo m ejor volver al sur una y otra vez; o se radicaban con sus familias, sem braban sus tierras, educaban a sus hijos y en num erosos casos pujaban por m antener idiomas, costumbres, creencias religiosas y representaciones propias a partir de las cuales recreaban iden tidades y se adaptaban a la vida en una sociedad tan diferente de la que habían dejado atrás. La familia, la parentela y la migración a través de entram a dos más o menos densos de redes sociales, de las que habla el cuarto capítulo, sustentaban esas identidades reconstruidas. Emigrar acudiendo al llamado de un pariente, alojarse en la casa de un paisano que vivía en un barrio étnico, arrendar tierra en una estancia donde la mayoría compartía un origen nacional o regional com ún, casarse con una paisana, eran prácticas que orientaban la adaptación en una sociedad cosm opolita com o la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX.
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La Primera Guerra Mundial impuso un freno abrupto a la incesante marea de inmigrantes que llegaba al país desde 1880. Aunque pasado el conflicto el flujo se recuperó, los rasgos de aquella sociedad de puertas abiertas, comprometida en una transform ación profunda y marcada por el sino del progreso, cam biaron para siempre. Así com o el destino, el contexto de la partida tam bién había mutado de modo dram ático. Se abrió en tonces una nueva época en la que la corriente de inmigrantes, aunque con recuperaciones temporales, no lograría salir de la pendiente. En los años de la entreguerra y en especial durante la segunda posguerra, la inm igración ultram arina dejaría de ser uno de los rasgos más típicos de la sociedad argentina. De esa etapa, que finalizó con el reemplazo de la inm igración europea por una profusa presencia de extranjeros provenientes de países limítrofes, habla el quinto capítulo. Para escribir esta primera parte del libro me he beneficiado del trabajo incansable de numerosos colegas. La nutrida histo riografía de las migraciones, uno de los campos del saber histó rico que ha tenido un desarrollo notable desde mediados de la década de 19 8 0 , ha sido un valioso repositorio de inform ación y agudas reflexiones que me permitieron construir un recorrido que, aunque discontinuo y fragmentario, traza un panorama de la inm igración y de su impacto en la sociedad argentina. Las fuentes primarias son, sin embargo, la m ateria prima de la segunda parte, que recorre las trayectorias de tres mujeres y dos hombres. He trabajado con memorias, cartas, autobiografías y entrevistas que me han ayudado a reconstruir la inmigración en una escala diferente. Indagando en lo pequeño y leyendo las experiencias individuales a la luz del contexto, las vidas de Ella Brunswig, Karen Sunesen, Marcos Alpersohn, Boris Garfunkel y Eugenia Sacerdote (de las que hablan los tres últim os capítulos), desvelan en toda su densidad una colorida y com pleja trama de identidades y representaciones. Más allá de las especificidades de
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estos autorretratos, num erosos rasgos de sus vidas se entrelazan con los de otros inm igrantes que no dejaron huellas ni capricho sos dibujos de cigüeñas que orienten en su trabajo al historiador.
PRIMERA PARTE
La inm igración
CAPÍTULO 1
Una mirada panorám ica de la inm igración en la Argentina
Al amparo del nuevo equilibrio en la convivencia de las provin cias con Buenos Aires y de una etapa de bonanza económ ica, la década de 1 8 3 0 inauguró un prolongado ciclo de inm igración europea. Genoveses, vascos, irlandeses, escoceses, ingleses y ale manes se volvieron cada vez más visibles en la ciudad-puerto y en la cam paña bonaerense. Los núm eros de esa migración eran todavía escasos, por lo que después de Caseros, se definió una re tórica pro m igratoria que resultó en políticas orientadas a fo m entar la expansión del flujo de extranjeros hacia las costas del Plata. Sin embargo, recién en los años ochenta del siglo XIX esa corriente experimentó el cam bio de escala que dio lugar a la in migración masiva y estableció las premisas del país aluvial del que nos hablaba José Luis Romero. La década de 1 8 8 0 estuvo marcada por un flujo cada vez más creciente que encontraría en el fin de siglo algunos de los saldos migratorios más elevados de la historia del país. La llegada de esa marea de europeos (las estadísticas estim an que unos seis m illo nes de individuos arribaron al puerto de Buenos Aires desde la segunda m itad de aquella centuria) inspiró debates y despertó el interés de las clases dirigentes por pensar en la integración de una sociedad cuya heterogeneidad complicaba (o "am enazaba", en las miradas más pesimistas) la identidad nacional. Si es cierto que quienes vivieron en el país de las últim as dé cadas del siglo XIX y las dos primeras del XX fueron envueltos por un clim a de ideas en el que la integración de esa sociedad que se volvía cada vez más com pleja y diversa ocupaba -y por 19
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mom entos urgía- a políticos e intelectuales, tam bién lo es que aquellas viejas preocupaciones sobre cóm o se integran identida des, imaginarios o significados múltiples, dom inaron el debate de la historiografía argentina, transform ándose en el denom ina dor com ún secular de las miradas sobre el fenóm eno migratorio. En los últimos veinte 'años, las investigaciones sobre la his toria de la inm igración y sobre la integración de una sociedad cosm opolita estuvieron marcadas por dos modelos o tipos idea les de inspiración sociológica. Uno de ellos apelaba a la noción de crisol de razas, un eco tardío de las voces de la Argentina del primer decenio del siglo XX, cuando la identidad nacional m oti vaba tantas preocupaciones. En un prim er m om ento, esa m ira da de la historiografía contem poránea postulaba que la Argen tina era una sociedad integrada en la cual los inmigrantes se habían asimilado más o menos sin con flicto a una matriz social y cultural preexistente. Al calor del crisol, las diferencias se des dibujaban. Más tarde, esta perspectiva fue reformulada al abandonar la idea de asim ilación y sostener que lo que había ocurrido era más bien la emergencia de una cultura nueva a cuya construcción habían aportado tanto los nativos com o los inm igrantes. En el otro extremo se ubicaban quienes utilizando el concepto de plu ralism o, sostenían que la Argentina que había surgido de la inm i gración masiva era una sociedad en la que coexistían distintas identidades culturales a las que los inm igrantes tom aban com o referencia no sólo en el plano de las representaciones sino tam bién en el de las prácticas cotidianas. Esas miradas renovadas del problema han sugerido una idea de la Argentina en la que la pluralidad parece haber primado. Una sociedad cosm opolita com o la que más adelante veremos reflejada en los datos del censo de población de 1914, estaba marcada por una heterogeneidad preñada de obstáculos para la integración acrisolada. Un lugar donde el hecho de que el grupo
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de referencia m aterial y simbólico de los inm igrantes estuviese en gran parte al otro lado del mar, influía sobre la vida social, política, económ ica y cultural del país. Las páginas que siguen intentan adentrarse en el complejo problema de la inmigración y la sociedad argentina, describiendo en grandes trazos la evolución del flujo de población europea que llegó al país entre los años 1870 y fines de 1950, y la incidencia que sobre esa corriente migratoria tuvieron las políticas públicas de fom ento o restricción de la inm igración que fueron gestadas en diferentes m omentos por las clases dirigentes locales.
Flujos Cuando en 1876 durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, la cámara de senadores sancionó la Ley 817 de Inmigración y C olo nización, el flujo de población europea que llegaba a la Argentina se encontraba en su punto más bajo de la última década. Esa caída en la corriente ultramarina estaba en la base de la nueva le gislación que se proponía ordenar un conjunto de iniciativas n a cionales, provinciales y privadas que superponían sus objetivos; a la vez que impulsar un salto cuantitativo del flujo y un cambio cualitativo a través del fom ento de la migración desde algunas re giones de Europa en detrimento de otras cuya presencia era do minante entre los extranjeros que llegaban de ultramar. El espíritu de la ley retomaba los ideales de Juan Bautista Alberdi y de Dom ingo F. Sarmiento, que habían concebido al in migrante com o un poblador del desierto y com o un agente de ci vilización que trasplantaría al suelo argentino sus conocim ientos y sus hábitos industriosos y metódicos, dando impulso a la erra dicación de la “barbarie", un mal arraigado en “las masas popu lares de las repúblicas am ericanas”. Se intentaba entonces diver sificar la conform ación del flujo favoreciendo la inm igración de
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agricultores de Europa del Norte (aquella que Alberdi promovía en los años 1 8 4 0 desde Bases y Puntos d ep a r tid a ) para equilibrar una corriente dominada por Italia, desde donde procedían más de la mitad de los inm igrantes que entraban al país. Sin embar go, en el corto plazo, la instrum entación de la ley no trajo apa rejados cambios significativos ni en los niveles del flujo, ni en su procedencia. Así lo revela, por ejemplo, el hecho de que los ita lianos mantuvieran su predominio representando ¿1 64% de los ingresos entre 1877 y 188 0. Más allá de la voluntad de fom ento encarnada en la creación de una densa red de agentes de inm igración en Europa, o en la inauguración del Hotel de Inmigrantes y de la O ficina de C olo cación -donde los recién llegados se beneficiarían de alojam ien to y alim ento gratuitos y de asesoramiento para conseguir em pleo-, con la sanción de la ley el gobierno tam bién buscaba encauzar la colonización agrícola que ya estaba en m archa en al gunas regiones del país, en particular en Santa Fe. Com o vere mos en el capítulo 4, la colonización había sido impulsada en aquella provincia desde los años de la Confederación. En el esce nario de las colonias, donde se gestaba la pam pa gringa, era po sible encor.':rar, entre la numerosa presencia de inm igrantes ita lianos, un espectro amplio de orígenes que incluía a agricultores del norte y centro de Europa. En los años 18 60 , el in flu jo de la colonización en una etapa de prosperidad económ ica había pro vocado un increm ento de la inmigración que, por ejemplo, entre 1857 y 1860 registró un promedio de 1 6 .0 0 0 ingresos anuales por el puerto de Buenos Aires. Durante la década de 1 8 6 0 y principios de 1870, el flu jo si guió creciendo al amparo de las condiciones económ icas y pro ductivas favorables que vivía el país. De esa suerte, los ingresos del año 1 8 7 0 fueron de 3 0 .0 0 0 inm igrantes y tres años más tarde la cifra había trepado a 5 0 .0 0 0 . Claro que la corriente ex perim entaba oscilaciones que a veces eran muy pronunciadas y
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que dependían de la gravitación que las condiciones in tern acio nales tuviesen sobre una econom ía local que, aunque expansi va, era muy vulnerable a las coyunturas del mercado mundial. Por ejemplo, la crisis del capitalism o que se inició en 1873, pro vocó una retracción de los ingresos que en 1875 descendieron a 1 8.000. ¿Cuáles eran los rasgos com unes de los europeos que llega ron al país entre Caseros y la promulgación de la Ley 817? En su mayoría, se trataba de varones jóvenes, con baja calificación la boral, de origen rural y con una alta expectativa de regresar a sus lugares de origen (por ejemplo, entre 1 8 6 0 y 1 8 7 0 la tasa gene ral de retorno fue de 4 5 % ). Las mujeres, los niños y las familias constituían una presencia escasa en el flujo, y las pocas que lle gaban lo hacían atraídas por los programas de colonización en ei campo santafesino. A pesar de los esfuerzos colonizadores, el grueso de los inm i grantes se concentró en el mundo urbano. Desde las primeras décadas del siglo XIX, Buenos Aires había recibido a com ercian tes españoles, m arinos ligures y artesanos de origen lombardo y piamontés que se insertaron en la expansiva econom ía bonae rense. En 1869, cuando se realizó el primer censo nacional de po blación, el 41% de los inmigrantes del país residía en Buenos Aires. Desde principios de los años 1850, Rosario se había trans formado poco a poco en otra de las ciudades atractivas para los extranjeros. La ciudad-puerto santafesina favorecida por su posi ción geográfica, por el proceso de ocupación de tierras en el inte rior de la provincia y por la incipiente colonización, había expe rimentado una expansión económ ica, urbanística y demográfica vertiginosa reflejada en 1869 en una población de 2 3 .0 0 0 almas de las cuales el 2 5 % eran inmigrantes. De esas abrumadoras cifras del componente extranjero en la población local, com o ya sugerimos, los italianos constituían la mayoría. Sin embargo, es importante recordar que no se trataba de
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una inmigración en la cual la península estuviese equitativamen te representada, sino que era un fenóm eno acotado a algunas re giones de Italia. En la época que antecedió a la década del ochen ta, cuando las llegadas cobraron un carácter masivo, el norte italiano predominaba sobre las zonas meridionales. El grueso de los migrantes había salido de Génova, Liguria, Lombardía y Piamonte. Los otros dos grupos europeos importantes -aunque muy a la zaga de los italianos en esta etapa- también estaban marcados por su fuerte componente regional. Los españoles provenían m a yormente del norte de la Península y de las regiones vascas y, en 1869, representaban el 16,1% de los extranjeros residentes en el país. Por su parte, en el tercer lugar se ubicaban los franceses, que en su mayoría provenían del mundo campesino vasco. El medio siglo que siguió a las guerras de independencia, había dado lugar a una organización institucional traumática y débil y a un crecimiento económ ico modesto y sometido a un ries go permanente de desequilibrio. Sin embargo, en los años ochen ta del siglo XIX, se iniciaba una etapa signada por una reducción a la unidad política y una prim acía de la autoridad nacional en el plano de las instituciones que fue acompañada por el afianza m iento de la prosperidad m aterial. La inclusión de la econom ía local en el mercado mundial, la expansión de la frontera agro pecuaria, la atracción de capitales extranjeros, la ampliación de la red ferroviaria y la urbanización, im pulsaron un ostensible au m ento de las entradas de población europea. A pesar de las inte rrupciones (algunas de ellas abruptas com o la que acompañó a la crisis de 1 8 9 0 ), la corriente m igratoria adoptó un perfil m asi vo que se sostuvo hasta los inicios de ia Gran Guerra. Más de cuatro millones de inm igrantes llegaron al país en esos años. En sus rasgos generales, ese abultado flujo no tuvo diferencias sus tanciales con el período precedente. Los italianos siguieron sien do la porción mayoritaria con dos m illones de personas ingresa das entre 1 8 81-1914, los españoles fueron el segundo grupo en
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im portancia con 1 .4 0 0 .0 0 0 y, muy por detrás, los franceses su maban 1 7 0 .0 0 0 ingresos. El grueso eran hombres jóvenes de ori gen rural, con escasa calificación y los índices de retorno se mantuvieron entre 35 y 4 0 por ciento. Sin embargo, si reparamos en los detalles, es posible advertir numerosas novedades. En prim er térm ino, la política de pasajes subsidiados fue la causa de algunos rasgos nuevos. Entre 1 8 8 8 y 1891 el gobierno concedió 1 4 3 .0 0 0 pasajes, una cifra que repre sentó un cuarto de los ingresos y que contribuyó a diversificar el flujo impulsando la migración de españoles y en m enor medida de británicos, belgas, franceses y holandeses. Sin embargo, los pasajes subsidiados no sirvieron para frenar la marea de italia nos que seguía llegando a la Argentina por otras vías alternati vas, en especial por medio de las cadenas migratorias, frente a las que las políticas públicas que intentaban ampliar el espectro de orígenes tuvieron escaso influjo. La crisis de 1 8 9 0 asestó un duro golpe a la corriente migra toria no sólo porque los problemas financieros que term inaron con la administración del presidente Miguel Juárez C elm an pu sieron fin a la política de pasajes subsidiados, sino porque los efectos de la depresión sobre la econom ía local desalentaron a los potenciales inmigrantes, en tanto que los que ya estaban en el país vieron depreciados sus ingresos, disminuido el dinero que enviaban com o remesas a sus lugares de origen, o diezmados sus ahorros. En 1891, el año en que se interrum pieron los subsidios, los retornos superaron a los ingresos y el saldo anual de in m i gración fue negativo en alrededor de 5 0 .0 0 0 personas. La recu peración del flujo fue lenta y recién en 1896 volvieron a alcan zarse las cifras de entradas de mediados de los años 1880, cuando en medio de la expansión económ ica y del aluvión in m i gratorio no podía atisbarse una caída tan estrepitosa. En 1895, el segundo censo nacional revela la situación de la inmigración en coincidencia con la recuperación de la corrien
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te. Entonces, los europeos representaban el 25% de la población del país y se encontraban concentrado::, com o en la etapa ante rior, en ia ciudad y la campaña de Buenos Aires, y en las provin cias del Litoral. Los italianos afincados en la Argentina sobrepa saban el medio m illón, los españoles eran alrededor de 2 0 0 .0 0 0 y los franceses 1 0 0 .0 0 0 . Si esta tendencia no marca novedades sustanciales, excepto por el impulso que han cobrado en la últi ma parte del siglo XIX los arribos desde España, la com posición regional y ocupacional de la población europea ha sufrido algu nos cam bios. Por ejemplo, en la corriente italiana los em igran tes del norte ceden paso, de manera gradual, a los jornaleros ru rales y trabajadores no calificados originarios del sur (Sicilia, Calabria y Basilicata) y del centro (Las M arcas). Com o en otras áreas europeas, en Italia, la transform ación económ ica y social de las estructuras preindustriales, el crecim iento demográfico y la ruptura y reestructuración de antiguos sistemas familiares de transm isión de la propiedad, impulsaron la salida de población hacia destinos migratorios europeos o ultram arinos desde dis tintas regiones en m om entos diferentes. Así, a las crisis agrarias en el Piamonte, Lombardía y el Véneto una parte de la población respondió emigrando (de manera tem poraria o definitiva) hacia el Río de la Plata en los últimos años de la década de 1870. Del mismo modo, veinte años más tarde, la acelerada subdivisión de la tierra (sustentada en parte en la práctica de repartir la propie dad rural entre todos los hijos), la caída de los salarios rurales, y la crisis agrícola que afectó al M ezzogiorno, precipitaron la em i gración, que irrumpió com o un fenóm eno nuevo en el sur de la península y que a la vez produjo un cam bio sustantivo en la composición de la corriente italiana que llegaba a Buenos Aires. En el caso español, la migración hacia el Río de la Plata tam bién tuvo una fuerte impronta regional. Aunque una de sus notas más relevantes fue su relativo retraso en convertirse en un movimiento de masas equiparable al de otras áreas del sur y el
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centro de Europa, estuvo sustentada en una antigua tradición colonial que encontró un punto de ruptura en tiempos de las guerras de la Independencia, y una recuperación en los años centrales del siglo XIX con un flujo compuesto en su mayoría por gallegos, asturianos y vascos. Observado en escala regional, el rasgo más notorio del flujo español es la persistencia de una larga tradición de migración gallega en la que algunas provincias y com arcas específicas m antienen durante décadas el vínculo con la Argentina. Por ejemplo, hasta los años 18 60 , la mayor parte de los gallegos que llegaban a Buenos Aires provenían de Pontevedra y de La Coruña. Empero, durante la últim a parte del siglo XIX, la inform a ción sobre las posibilidades del país com o destino migratorio fue extendiéndose de m anera lenta pero constante desde el lito ral m arítim o al interior de G alicia, de modo que, durante los primeros años de la década de 19 0 0 , O rense y Lugo proporcio naron casi la mitad de la población gallega que emigraba hacia Buenos Aires. Dejem os por ahora las variaciones regionales y volvamos a nuestra mirada general centrada en los albores del nuevo siglo que despuntaba acompañado de una corriente migratoria cada vez más caudalosa y de unos ingresos anuales que, en la prime ra década, rondaban los 1 7 0 .0 0 0 . En esos años, junto al predo minio de los italianos del sur y de los españoles del norte, co menzaron a llegar nuevos grupos cuya presencia imprimió una novedosa heterogeneidad religiosa y cultural a la sociedad local. Judíos ortodoxos, m aronitas y m usulm anes emergían com o el com ponente ‘‘exótico" de la inm igración. Los siriolibaneses con formaban una parte sustancial de ese flujo y quedaron engloba dos dentro de la denom inación genérica de "turcos”; en tanto que la expresión “rusos” hacía referencia a los judíos que llega ban -co m o veremos en los capítulos 3 y 7 - estimulados por el proyecto de colonización de la Jew ish C olonization Association.
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El país de 1914 era muy diferente del que mostraba la foto grafía del censo de 1895. La cantidad de habitantes prácticam en te se había duplicado en menos de dos décadas (7 .8 8 5 .2 3 7 ) y los inmigrantes ultram arinos habían ascendido hasta representar el 27% del conjunto de la población. Los italianos seguían siendo la mayoría (1 1 ,7 % del total de los habitantes), en tanto que los españoles, más numerosos que en el siglo anterior, representa ban el 10,5% . Los franceses m antenían la tendencia a declinar que ya habían mostrado a fines del siglo XIX y, en 1914, confor m aban sólo el 1% de la población; en tanto que la presencia de los “rusos” (casi 9 5 .0 0 0 personas de ese origen) y de los "tur cos” (que sumaban 6 5 .0 0 0 ) se volvía cada vez más notoria. Por su parte, una de las novedades de 1914 era la acelerada urbani zación. El 57% de los habitantes vivía en zonas urbanas y los in migrantes se habían urbanizado más que los nativos. En las ciu dades y los pueblos residía el 74% de los españoles, el 69% de los italianos, el 73% de los "turcos" y el 57% de los “rusos".
Reflujos Desde 1895, la corrien te de población ultram arina que llegaba a las costas del Plata había jugado un papel crucial en el im pactante crecim iento demográfico y en la expansión rápida y sostenida de los sectores más dinám icos de la econom ía local. Sin embargo, esa con tribución encontró su prim er lím ite cu an do el estallido de la Prim era Guerra M undial impuso un freno al flujo de población extranjera. Los picos de ingresos de 1912 y 1913 (3 2 3 .0 0 0 y 3 0 2 .0 0 0 , respectivam ente) no volverían a repetirse sino hasta después de finalizado el co n flicto . Empero, la rápida recuperación de la econom ía argentina durante los primeros años de la posguerra sumada a la im plem entación de severas restricciones a la inm igración en los Estados Unidos,
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Canadá, Australia y Nueva Zelanda,1 dieron un nuevo impulso a la llegada de inm igrantes al país. Esa recuperación iba a ocurrir en un contexto renovado por las secuelas de la guerra. Distanciadas de las políticas de fom en to de la inm igración, las clases dirigentes de la primera posgue rra iniciarán el cam ino de las restricciones y la selección. Aunque en la Argentina no llegaron a legislarse las prohibicio nes, com o sí ocurrió en el norte de América, la preocupación por los efectos no deseados de las migraciones com o el conflicto so cial, los refugiados y el exilio, gravitaron en los debates sobre la necesidad de regular y lim itar el flu jo.2 De todas formas, la co rriente de población se recuperó, aunque sin volver a los niveles de masividad que había mostrado antes de la guerra. En su com posición, los italianos y los españoles seguían dominantes, en tanto que los inmigrantes del centro, del este y sudeste de Europa crecían en proporción, pasando de representar el 3,4% de los in gresos en 1921, al 9,3% dos años más tarde. Entre estos extran jeros, los polacos constituían la mayoría, a la vez que se registra ba un aum ento de la población de origen judío, cuya presencia cada más notoria entre los arribados al país fue la excusa para la formulación de un conjunto de opiniones -sobre las que volve remos más adelante- que revelaban la profundización del prejui cio antisem ita de la dirigencia local. La fuerte caída de las migraciones ultram arinas desencade nada por la crisis de 1 9 3 0 provocó una nueva reducción de las entradas de inm igrantes. A ello tam bién contribuyeron las nu merosas medidas administrativas de carácter restrictivo con las que el gobierno conservador intentó hacer frente a los efectos de la crisis en el plano doméstico. Si en 1923, el año que muestra la recuperación de la corriente una vez finalizada la guerra, in gresaron algo más de 1 9 5 .0 0 0 inm igrantes, y en 1 9 3 0 el ciclo se cerró con 1 2 4 .0 0 0 ingresos, en los años que siguieron esas cifras se redujeron a poco más de 2 0 .0 0 0 anuales. Aún en el abrupto
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descenso, la com posición histórica del flujo n o varió. Los italia nos y los españoles seguían encabezando las estadísticas, en tanto que los centroeuropeos pasaron a representar el 12,5% de los extranjeros que ingresaban por el puerto de Buenos Aires. El estallido de la Segunda Guerra Mundial impuso un nuevo punto de crisis de la que el flujo recién empezaría a recuperarse en la segunda mitad de la década de 1940. La perspectiva de la finalización de la guerra había despertado entre los sectores di rigentes argentinos el tem or a que se repitieran las condiciones que habían caracterizado a la primera posguerra, signada por los altos índices de desocupación y por un intenso con flicto social. Temeroso de que la situación se le escapase de las m anos, en 1944 el gobierno creó el Consejo N acional de Posguerra, un orga nism o encargado de proponer un programa de acción estatal orientado a prevenir los problemas derivados de la nueva situa ción internacional. Sin embargo, más allá de las prevenciones y de las previsiones, el fin del conflicto vino acompañado de una de las etapas de mayor crecim iento de la econom ía local. La expan sión de la actividad industrial y el increm ento de la demanda de m ano de obra convirtieron a la Argentina en una m eta deseable para numerosos europeos que llegaron a un país con un clim? de ideas muy diferente al de los años 1930, cuando la acción ofi cial se había orientado a lim itar el ingreso de extranjeros. El pri mer peronismo impulsó una política migratoria que, sin bien se guía criterios selectivos y de regulación estatal, recuperaba la tradición de puertas abiertas plasmada en la Constitución N acio nal y el espíritu del fom ento, intentando beneficiarse del enorme caudal de trabajadores, refugiados y prófugos que la guerra había dejado com o saldo. Sin embargo, el gobierno no descansó en la inm igración espontánea sino que se propuso encauzarla privile giando el ingreso de personas con calificación y preparación técnica que pudiesen incorporarse al sector industrial (cuyo de sarrollo era uno de los ejes de la política peronista), o a la colo
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nización de áreas rurales. El perfil étnico de los potenciales in migrantes tam poco fue descuidado y las preferencias se orienta ron hacia poblaciones fácilm ente asimilables a la sociedad ar gentina, en especial italianos y españoles. Para dar curso a estas preferencias se firm aron acuerdos de cooperación con Italia y España. Veamos, com o ejemplo, algunos de los puntos centrales del tratado suscripto con el gobierno italiano a principios de 1948. A través de su firma, las autoridades peronistas promovían la llega da de mano de obra especializada a cambio de asistencia y bene ficios tales com o el pago de los pasajes y de los gastos iniciales de estadía de los inm igrantes, el asesoramiento sobre trabajo, vi vienda y envío de remesas, y la capacitación profesional. Ade más, el gobierno argentino prometía facilitar los permisos de desembarco para quienes, aunque no calificasen com o "benefi ciados" por su perfil laboral, viniesen a reunirse con sus familia res y a radicarse en el país. Las presiones expul soras del contexto de posguerra y los acuerdos bilaterales provocaron una recuperación de los arribos. De esa suerte, en 1948 ingresaron 116.000 inm igrantes, cifra que trepó a 1 4 8 .0 0 0 un año más tarde. Sin embargo, com o afir ma Fem ando Devoto, estos son sólo los datos oficiales que au m entarían de m anera sensible si pudiésemos agregarle los ingre sos que no quedaron registrados. La novedad de aquella época fue la inm igración clandestina y la llegada de prófugos y crim i nales de guerra que, valiéndose de m ecanismos alternativos y no legales para salir de Europa e ingresar a la Argentina, se sumaron a la avalancha de trabajadores que escapaban de la desolación en la que el conflicto había vuelto a sumir al Viejo Continente. Según las cifras oficiales, los ingresos se mantuvieron por encima de los 1 0 0 .0 0 0 inmigrantes anuales hasta 1951. Desde entonces la caída fue cada año más estrepitosa, para cerrar la dé cada del cincuenta con poco más de 2 0 .0 0 0 inm igrantes. A las
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decrecientes entradas, se sumó un nivel cada vez más alto de re torno, que se mantuvo en el 10% entre 1948 y 1950, pero trepó al 60% en 1955. Desde entonces, la inm igración europea pasó a ser un dato del pasado a la vez que la marca que m ejor distinguía a una larga época de la historia argentina. Más allá de las leyes, de los convenios y de los diversos m e canism os creados por el Estado para asistir a los inm igrantes, el grueso de los extranjeros llegó a la Argentina por otros canales, en especial haciendo uso de redes sociales en las que se fundó una amplia y sostenida tradición migratoria m ucho tiempo antes de que las clases dirigentes se ocupasen de reglam entar el m ovim iento de población. Las retóricas, las leyes y las prácticas administrativas, fueron variando en el transcurso de las siete dé cadas que separaron a la presidencia de Nicolás Avellaneda del primer gobierno de Juan Domingo Perón. El Hotel de Inm i grantes, las agencias de inmigración en Europa, los pasajes subsi diados, la propaganda materializada en un despliegue de folletos que traducía a numerosos idiomas las bondades de la Argentina, la O ficina de Colocación, las medidas burocráticas que en los años 1 9 3 0 restringían las entradas, los acuerdos bilaterales con los gobiernos de Italia y España, y los permisos de libre desem barco, configuraron una panoplia de políticas que acom pañó a la evolución de una corriente de población que se abultaba o se contraía más que por el influjo de los m ecanismos formales, por el impulso de las relaciones personales. Como veremos en el ca pítulo 4, las cartas de familiares y amigos, las promesas de alo jam iento de algún pariente, o los ofrecim ientos de trabajo de com paisanos configuraban una densa trama a través de la que circulaba inform ación a partir de la cual los potenciales in m i grantes form ulaban en el seno de sus familias, sus parentelas y sus comunidades de origen, estrategias para salir del Viejo M un do con destino a la Argentina.
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Notas 1 Las políticas restrictivas consistían en imponer cuotas de ingreso de inm i grantes por grupo nacional. Valga com o ejemplo el caso de los Estados Unidos que en 1921 sancionó una ley de cuotas que imponía un tope del 3% de la po blación de cada grupo extranjero presente en el país en 1 91 0. Esta cu ota se redu jo de m anera drástica en 1923 al 2% del stock de 1 8 90. Medidas restrictivas de tenor similar fueron impuestas en Nueva Zelanda en 1 9 2 0 , en Canadá en 1923 y en Australia en 1924. 2 Es importante señalar, com o lo sugiere Fernando Devoto, que aquellas ideas restrictivas fueron pronto abandonadas al compás de la renovada prospe ridad económ ica.
CAPITULO 2
La inm igración en el mundo urbano
Desde los inicios de la inmigración masiva, Buenos Aires y las ciudades de la región litoral-pampeana recibieron y albergaron a la mayoría de los extranjeros que llegaba a las costas del Plata. Hacia el fin de la Belle Epoque, la Argentina urbana se había trans formado en un mundo cosm opolita donde se hablaban num ero sas lenguas, se profesaban diferentes religiones y se desarrollaba una intensa sociabilidad cargada de significados étnicos. En un sentido amplio, ese país urbano incluía, además de la capital y ciudades com o Rosario, Córdoba, Bahía Blanca o La Plata, a pue blos más pequeños surgidos al amparo de la expansión económ i ca y demográfica que se había iniciado en los años 1880. Aunque allí no había barrios étnicos, ni fábricas rebosantes de trabajado res extranjeros, o protestas y conflictos atribuidos a disolventes ideologías foráneas aportadas por los inm igrantes; sí se respira ba un clim a cargado de representaciones y significados m últi ples. Com o en los grandes centros del país, en el interior tam bién cada grupo (incluidos los nativos) tenía un “stock cultural" que era continuam ente recreado a partir de las nuevas experien cias que se acum ulaban en una dinám ica social que, a la postre, regulaba la convivencia plural de un país marcado por la hetero geneidad y envuelto en una acelerada m utación. ¿Cóm o abordar la inm igración en el mundo urbano? ¿Cóm o dar cuenta de la vida de los inm igrantes en la ciudad si, por ejemplo, en 1914 ésa era la experiencia de más de la mitad de los extranjeros residentes en el país? El recorrido escogido para in tentar tan solo una aproximación al problema, parte de una m i rada de los inm igrantes y sus grupos étnicos en dos dimensiones. 35
CAPITULO 2
La inm igración en el mundo urbano
Desde los inicios de la inmigración masiva, Buenos Aires y las ciudades de la región litoral-pampeana recibieron y albergaron a la mayoría de los extranjeros que llegaba a las costas del Plata. Hacia el fin de la B dle Epoque, la Argentina urbana se había trans formado en un mundo cosm opolita donde se hablaban num ero sas lenguas, se profesaban diferentes religiones y se desarrollaba una intensa sociabilidad cargada de significados étnicos. En un sentido amplio, ese país urbano incluía, además de la capital y ciudades com o Rosario, Córdoba, Bahía Blanca o La Plata, a pue blos más pequeños surgidos al amparo de la expansión económ i ca y demográfica que se había iniciado en los años 1880. Aunque allí no había barrios étnicos, ni fábricas rebosantes de trabajado res extranjeros, o protestas y conflictos atribuidos a disolventes ideologías foráneas aportadas por los inmigrantes; sí se respira ba un clim a cargado de representaciones y significados m últi ples. Com o en los grandes centros del país, en el interior tam bién cada grupo (incluidos los nativos) tenía un “stock cultural” que era continuam ente recreado a partir de las nuevas experien cias que se acum ulaban en una dinám ica social que, a la postre, regulaba la convivencia plural de un país marcado por la hetero geneidad y envuelto en una acelerada m utación. ¿Cóm o abordar la inm igración en el mundo urbano? ¿Cómo dar cuenta de la vida de los inm igrantes en la ciudad si, por ejemplo, en 1914 ésa era la experiencia de más de la mitad de los extranjeros residentes en el país? El recorrido escogido para in tentar tan solo una aproximación al problema, parte de una m i rada de los inm igrantes y sus grupos étnicos en dos dimensiones. 35
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Una de ellas, aborda la vida cotidiana a través de la vivienda y el trabajo. La otra, se detiene en las asociaciones m utuales cuyo nú mero creció desde mediados del siglo XIX, y en la prensa étnica, una m anifestación cultural que tuvo una notable profusión y re presentó a un amplio arco de nacionalidades y facciones ideoló gicas y políticas.
Vivir en la ciudad cosm opolita En un país rebosante de inmigrantes, impactado por un cambio demográfico brusco com o el que vivió la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, la vivienda se transform ó en uno de los problemas centrales del mundo urbano, a la vez que ex presó un conjunto de valores materiales y actitudes que acompa ñaron el proceso de ajuste de los inm igrantes a la vida en el nuevo país. Si bien el conventillo ha sido considerado com o la forma más clásica del habitar de los extranjeros recién llegados a ln Argentina urbana, no fue por cierto la ú nica.1 Con experiencias habitacionales previar y perspectivas muy dispares sobre la vi vienda, y con redes más o m enos densas que orientaban los pri meros pasos del inm igrante en el nuevo pais, algunos se aloja ban con sus parientes o com patriotas que los habían precedido en la ruta migratoria, otros en pensiones adonde convivían con inmigrantes de su m ism o grupo étnico, en piezas subalquiladas, o en los mismos locales donde trabajaban. Desde estos puntos de partida, esas formas precarias y transitorias de vivir, fueron la sa lida hacia la vivienda fam iliar o hacia la casa propia. Si durante buena parte del aluvión inm igratorio, el alquiler en cualquiera de sus variantes parece haber sido una de las solu ciones más generalizadas frente al problema habitacional, en los años del Centenario el ideal de la casa propia se transform aría
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en una de las representaciones que surcaron con más fuerza el discurso de la clase dirigente y los ideales de miles y miles de in migrantes, que en buena medida coronaban con ese logro el largo y tenaz tránsito desde sus viejos mundos hacia este lado del mar. Desde la perspectiva de la dirigencia, la casa propia era, además de un símbolo de las promesas de una sociedad móvil, un espacio donde el trabajador podría moralizarse y tom ar dis tancia de un entorno social y políticam ente conflictivo. Como escalas de un tránsito hacia otras forma de habitar, los conventillos, que se concentraban en las cercanías de los puertos, y en las adyacencias de las zonas fabriles y del ferrocarril, con ta ban con el escaso atractivo de la reducida distancia que separaba al lugar de vivir y al de trabajar. Más allá de ese dato -n o menor, por cierto, pues permitía a los recién llegados ahorrar los costos del transporte-, no eran más que ámbitos sórdidos repletos de in quilinos. Cuartos poco aireados y sin luz natural, letrinas escasas y deficiente provisión de agua que se obtenía de un pozo o une canilla com ún, los transformaba en focos de infección. El patio, un lugar donde las mujeres lavaban y tendían la ropa, los niños jugaban, los moradores transitaban hacia el baño o la cocina compartida, era un sitio promiscuo, una mezcolanza de personas y olores. Las dificultades de una convivencia plagada de limitaciones desataban airadas discusiones entre sus moradores, sin embargo, el conflicto más clásico enfrentaba a los inquilinos con los en cargados o los dueños.2 Los primeros, denunciando sumideros infectos, baños insuficientes, falta de agua y humedades en los cuartos; y los segundos esgrimiendo la existencia de escándalos, el ejercicio de la prostitución, y la falta de pago del alquiler. Esos motivos habilitaban el desalojo que lanzaba a los inquilinos a un costoso peregrinaje por conventillos y pensiones. El cambio de empleo y de vivienda fueron signos de la transitoriedad en la vida de los inmigrantes en la ciudad. La compra
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de una casa o la adquisición del lote para construirla abrían paso a una mayor estabilidad y al asiento de miles de familias extran jeras. De esa suerte, el conventillo, los cuartos del fondo de casas de parientes y paisanos, o las construcciones de barro, lata o m a deras sobre terrenos usurpados, eran reemplazadas gradualmente por viviendas “decentes” en barrios de trabajadores que, en algu nos casos guardaban la im pronta cosm opolita de la vida urbana, y en otros m antenían una cierta homogeneidad étnica ya que, configurados a partir de redes sociales premigratorias, alberga ban a personas de un mismo origen nacional o regional. A su vez, el acceso a la casa propia abrió paso al traslado de una im portante masa de población desde el centro a las zonas periféri cas hacia las que, con el tiempo, se expandió una red de trans portes que integraba los barrios a la ciudad. El crecim iento de la grilla urbana creó nuevas oportunidades laborales para nativos y extranjeros en rubros com o la construc ción que, entre la década del ochenta y la Primera Guerra Mundial, cobró una inusual dinámica, motivada tanto en lar obras de infraestructura, en las que el Estado gastaba ingente:, sumas, com o en la edificación de casas y edificios particulares en una época cargada de optimism o y confiada en un progreso que parecía no encontrar límites. La expansión de los transportes generó una intensa dem an da de m ano de obra. La construcción de las redes ferroviarias que surcaban el país fue una fuente de empleo para m iles de ex tranjeros; en tanto que los puertos no sólo eran el lugar de arri bo de los inmigrantes, sino un centro neurálgico del crecim ien to económ ico, de la actividad com ercial y de la am pliación de la oferta de trabajo. En Rosario, por ejemplo, que había sufrido un crecim iento demográfico brusco pasando de casi 5 1 .0 0 0 almas en 1887 a algo más de 1 9 2 .0 0 0 en 1910, el puerto fue el im án que atraía a buena parte de ese ingente flu jo de nuevos pobla dores.
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En otras ciudades más pequeñas como Mar del Plata, el acele rado proceso de urbanización que tuvo lugar en el cambio de siglo, también habilitó un espacio de oportunidades laborales. En 1914, la ciudad de veraneo de la clase alta argentina tenía una población de 2 5 .0 0 0 almas y un mercado de trabajo singular. Por un lado, la construcción de casas y mansiones veraniegas, de hoteles y de obras públicas com o la estación de ferrocarril o el empedrado de las calles, pusieron en movimiento la construcción y crearon nu merosos empleos que atraían a los inmigrantes. Por otro, el entor no rural demandaba brazos durante la temporada de cosecha a la que acudían contingentes de hombres de Mar del Plata atraídos por las buenas pagas ofrecidas en el campo. Esa mudanza de ocu paciones y lugares de trabaje fue configurando un calendario la boral pautado por las estaciones. En invierno, la construcción se movía con agilidad, y en verano, la cosecha impulsaba a los traba jadores a salir de la ciudad y la llegada de los veraneantes daba curso a un sinnúm ero de servicios (elaboración de alimentos, abastecimiento de los comercios, atención de hoteles y bares) que empleaban a hombres y mujeres de variados orígenes étnicos. Com o en tantas otras ciudades, el mercado de trabajo m arplatense tenía una fuerte fragm entación étnica. Los españoles, que en 1914 representaban al 63% de los extranjeros residentes en el partido, en su mayoría desempeñaban actividades com er ciales (alm acenes, panaderías, bares, hoteles y negocios de indu m entaria) mientras que los ita'ianos predominaban en la cons trucción. Parientes y paisanos que se habían iniciado en una u otra trayectoria laboral orientaban la inserción de los que se guían sus pasos en el cam ino de la migración desde Europa a la Argentina y de ese modo en los mundos urbano y rural del nuevo país (com o ocurrió en otras sociedades de m igración), el m erca do configuraba un colorido collage de segmentos étnicos a los que, com o veremos en el capítulo 4, los inmigrantes accedían a través de densos entram ados de redes sociales.
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La fábrica fue otro de los lugares de trabajo y de encuentro de extranjeros y nativos. En ese lugar, donde se entremezclaban múltiples identidades y experiencias, la m ano de obra inm igran te solía superar a la criolla. Por ejemplo, en los años 1920, la Pirelli Platense contaba con tres plantas en las que el 65% de los operarios era inmigrante, con una predominancia absoluta de trabajadores italianos. O tro tanto ocurría con la Algodonera Flandria en el partido de Luján, donde la práctica de la recom en dación entre los trabajares de una m isma familia u originarios del mismo pueblo en Europa era la forma de reclutamiento más habitual. Esos lazos de parentesco y amistad, que unían a la m a yoría de los operarios, alimentaban la representación de la fábrica como una "gran familia” y, de ese modo, se atenuaban la protes ta obrera y el conflicto sindical que conmovieron a las ciudades ar gentinas durante las primeras décadas del siglo XX. Diferente era el caso de los frigoríficos Swift y Armour esta blecidos desde 1907 y 1915 en la localidad de Berisso, a pocos ki lómetros de La Plata. Allí, el pluralismo de orígenes de los traba jadores configuraba un espacio cosm opolita que replicaba la diversidad del mundo urbano en la Argentina de los novecientos. Rusos de Minsk, Kiev y Odessa; árabes originarios del Líbano, Siria y Palestina; griegos, servios, búlgaros; checoslovacos, litua nos polacos; españoles, italianos y japoneses, conform an una muestra variopinta en la que no faltan los nativos. La superpo sición de nacionalidades y lenguas dificultaba la com unicación y creaba un ambiente fragmentado poco propicio para la gesta ción de alguna forma de identidad obrera com ún. Por ejemplo, en 1918, las cámaras frías de la planta de Armour tenían 76 obre ros de los cuales 33 eran árabes de diferentes orígenes, 2 2 rusos, nueve argentinos, seis italianos, tres españoles, un arm enio, un francés y un griego. Organizados más que com o una “gran fam ilia" com o una enorm e máquina, los operarios de los frigoríficos realizaban un
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trabajo m onótono basado en m ovimientos automatizados pro pios del taylorismo, cuya eficiencia y rapidez eran controladas con rigor y severidad por jefes, mayordomos y capataces que san cionaban a quienes pasaban de un departamento a otro sin au torización, o perdían tiempo com iendo y conversando. La mayoría de los trabajadores vivía en los alrededores de las plantas, donde predominaban conventillos y pensiones. Allí, la dispersión de idiomas y costum bres cobraba nueva form a en ám bitos donde los inmigrantes se agrupaban con otros de su mismo origen étnico. Vista en perspectiva, la comunidad de Berisso era sin embargo, tan cosm opolita y fragmentada com o el reducido universo de los frigoríficos. Una colorida y desordenada muestra de religiones (católicos, musulmanes, ortodoxos), posturas polí ticas (m onárquicos y republicanos), o tensiones nacionales (ser vios, croatas y m ontenegrinos), predom inaban en la vida coti diana del pueblo. En contadas ocasiones, las fronteras culturales y lingüísticas que separaban a los trabajadores y obstaculizaban el desarrollo de lazos de solidaridad obrera, se desdibujaron. Por ejemplo, cuando las protestas en reclam o de mejores condiciones de tra bajo dieron curso a las huelgas de 1915 y 1917. En su libro sobre los frigoríficos de Berisso, M irta Lobato cuenta que en la prim a vera de 1917, no era sencillo cam inar por las calles que rodeaban la planta de Swift dado que la creciente tensión entre la policía y los trabajadores solía term inar en copiosas lluvias de pedradas y en tiroteos que dejaban com o saldo muertos, heridos y deteni dos. Los enfrentam ientos duraron un par de meses y cerca de la Navidad, los vecinos agobiados por la agitación que reinaba en las calles de la pequeña com unidad m ultiétnica, se organizaron para reclam ar la intervención del gobierno. Poco después, la pro testa empezó a resquebrajarse porque numerosos trabajadores que no podían sostenerse sin percibir el salario, regresaban a sus puestos. Con la incorporación de nuevos empleados y el reingre
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so de los huelguistas, la vida en las fábricas se normalizó. El Año Nuevo encontró al conflicto disipado y a la producción en plena marcha. Los sucesos de Berisso fueron una m anifestación más en el eslabonamiento de protestas laborales que surcó la primera parte del siglo XX. La conflictividad urbana ya había tenido picos de inusitada violencia y los trabajadores extranjeros tuvieron un dramático protagonismo en la época. Aunque los primeros tres lustros del siglo fueron tiempos de expansión económ ica, no es tuvieron libres de tensiones animadas por las fuerzas emergentes de la sociedad: el proletariado, los sindicatos y los partidos polí ticos. El conflicto comenzó a perfilarse en los albores de 1900 cuando se inició una época de m anifestaciones obreras y huelgas generales que, com o '.a de 1902, prácticam ente paralizaron la econom ía nacional. La inquietud de las patronales y la reacción de la dirigencia no se hicieron esperar. Antes de que term inara el año, el Senado aprobó la “Ley de Residencia”, una herramienta legal abiertam ente inconstitucional que autorizaba a que, sin ningún trám ite judicial, el Poder Ejecutivo deportarse a extran jeros que perturbaran el orden público y la seguridad. Por ese entonces, el anarquismo ejercía un fuerte influjo en la clase trabajadora y sus organizaciones. Los m ilitantes ácratas extranjeros fueron, sin duda, el principal objetivo y las víctimas más notorias de la nueva ley que tam bién afectó a pacíficos in migrantes confundidos con aquellos. La acentuación de la pro testa obrera generó un clim a en el que reinaban el miedo a la in migración y a la revolución, y en el que se desplegaban repuestas coercitivas a la tensión social a través del uso cada vez más gene ralizado de la represión policial. A fines de 1909, Simón Radowitzky, un joven anarquista de origen judío, asesinó a Ramón Falcón, el jefe de la Policía de Bue nos Aires. Entonces, las complejas relaciones entre el gobierno y los obreros se tensaron peligrosamente. En mayo de 1910, pocos
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días antes de la celebración del Centenario, los sindicatos anar quistas declararon una huelga y el gobierno respondió establecien do el Estado de sitio y preparando un gran operativo represivo que destruyó locales sindicales y encarceló y deportó a dirigentes obre ros. Cuando los anarquista contraatacaron colocando una bom ba en el teatro Colón, la clase dirigente apuró la aprobación la Ley de Defensa Social, un nuevo elemento disuasivo del movimiento huelguístico que autorizaba el encarcelam iento de obreros nati vos, ampliando de esa manera los térm inos de la ley de 1902 que afectaba sólo a los "agitadores” extranjeros. En ese clim a turbulento, cuyo principal escenario era la ciu dad de Buenos Aires, se gestaron las ideas y los reclamos que du rante la década de 1910 iban a llevar a los obreros de las plantas de Berisso a transform ar ese pequeño pueblo en escenario de una prolongada batalla entre patrones, policía y obreros. Las protes tas en las plantas de Swift y Armour que venimos de evocar en garzan dos m om entos emblem áticos de la conflictividad urbana de principios del siglo XX: la de los años previos a la pretencio sa celebración del Centenario y la que puso en vilo a Hipólito Yrigoyen en los primeros tiempos de su m andato. La amenaza social y el tem or a la revolución, que habían do minado buena parte de los años que llevaban al Centenario, se agudizaron con el estallido de la Primera Guerra y el cambio de signo de la econom ía local. Afectada por la falta de insumos y de bienes de capital, la industria entró en una grave crisis y el de sempleo arreció entre los operarios febriles. Las resonancias lo cales del fantasm a de rojo que asolaba a Europa después del triunfo de los bolcheviques en Rusia, vinieron a acrecentar los miedos de las clases dirigentes y a intensificar la represión de las protestas obreras. Un hito de esta última época fue sin dudas la Semana Trá gica, en el verano de 1919. El conflicto principió con la huelga de los operarios de la metalúrgica Pedro Vasena en Buenos Aires.
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La planta, que empleaba numerosos inmigrantes y era conocida por los bajos salarios que pagaba y por el uso de la fuerza para disuadir a sus trabajadores de la protesta, se había visto afectada por las restricciones impuestas por la guerra y había sido escena rio de varias huelgas durante el conflicto. En los sucesos de enero de 1919, la represión de los piquetes obreros se redobló y !a presencia policial y m ilitar fue secundada por grupos paramilitares formados por civiles que representaban a fuerzas de dere cha temerosas de una conspiración revolucionaria. La represión se desató entonces, más que contra los obreros de la fábrica, contra los barrios de los inmigrantes sospechados de agitar el complot. Los judíos de origen ruso y centro europeo y los espa ñoles, en particular los catalanes, a quienes se vinculaba con el com unism o y el anarquismo, fueron brutalm ente reprimidos a causa de la neurosis de las elites argentinas que establecían una relación autom ática entre inmigrantes, huelguistas y conspira ciones políticas. La integración de los inmigrantes al nuevo país tenía lugar en planos y de formas diferentes. La lucha obrera que surcó los años iniciales del siglo XX, los puso en contacto estrecho con ideas y posiciones políticas que, aunque m uchos de ellos habían traído desde el otro lado del mar, para la mayoría no form aban parte de sus representaciones y les eran enteram ente ajenas hasta que las relaciones en el mundo de trabajo se tensaron rom piendo en una violencia que, de manera paradójica, tam bién fue parte del sinuoso derrotero de integración a la heterogeneidad que reinaba en la Argentina urbana.
Las asociaciones Momentos y contextos diferentes gestaron una com pleja diná mica de adaptación de los inm igrantes en la que se engarzaban
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identidades múltiples. Los ámbitos más “abiertos” de los con ventillos, los barrios de trabajadores y las fábricas, convivían con dominios autocontenidos donde se preservaban m ejor las repre sentaciones étnicas y las resignificaciones del pasado. El mundo urbano impulsaba a todos, en mayor o m enor medida, a partici par de una y otra dimensión de la experiencia migratoria. Aún si la vida de familia y de hogar transcurría, com o ocurrió en num e rosos casos en barrios étnicos o en lugares de trabajo com parti dos con compañeros del mismo origen, no era posible permane cer enteram ente ajeno al am biente babélico de la ciudad, a la mezcla de texturas y colores culturales. Sin embargo, la vida de los inmigrantes transcurría también en otras dimensiones en las que las identidades de cada grupo se sobreponían a los contenidos cosm opolitas de la sociedad, deli mitando con relativa claridad las fronteras culturales. En esa su perposición de identidades que, com o sugería Jon Gjerde, eran múltiples y a la vez com plem entarias, una de las m anifestacio nes étnicas de los inm igrantes urbanos fue la creación de un denso tejido de sociedades mutuales. En las grandes ciudades la proliferación de asociaciones es más evidente debido a los volúmenes de población, sin embargo los centros urbanos más pequeños integrados de modo estrecho a la vida y la econom ía rural, tam bién fueron escenario de un in tenso asociacionism o étnico. No basta más que recorrer hoy en día cualquier ciudad del interior para ver las viejas sedes de la Sociedad Española, Italiana o Israelita, com o testigos de un tiem po en el que esos edificios simbolizaban los esfuerzos de creación de una noción objetivada de un pasado premigratorio común. El mutualismo fue una experiencia muy difundida y el grue so de las comunidades fundó sus asociaciones. Las había entre los italianos y los españoles, pero tam bién entre los m inoritarios daneses y los caboverdianos. Algunas definían su identidad ape lando a la nación y otras a fragmentos regionales o religiosos,
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com o las asociaciones sefardíes entre los judíos, o ]a Sociedad Drusa de Beneficencia y la Pan Alauita Islámica, ambas creadas por inmigrantes sirio libaneses. En cualquier caso, la sociedad mutual representaba la recreación de una comunidad en la que los extranjeros podían imaginarse integrados a las representacio nes y contenidos culturales del mundo que habían dejado. El grueso de estas entidades tenía por fin ocuparse de la salud de sus socios, de la ayuda para conseguir empleo y even tualm ente del pago de seguros de desempleo o de repatriación para compaisanos indigentes. Las grandes asociaciones crearon tam bién hospitales com unitarios com o el Hospital Italiano, el Español y el Francés de Buenos Aires, fundados durante la déca da de 1870. El asociacionism o m utualista creció de modo im ponente -e n cantidad de asociaciones y núm ero asociados- durante la última parte del siglo XIX al amparo de la incontenible marea de extran jeros que llegaban a la Argentina. Fernando Devoto señala que, en 1914, sólo entre los españoles había 2 5 0 asociaciones que reunían a más de 1 0 0 .0 0 0 socios en todo el país. Las mutuales fueron espacios más caros a los intereses de las elites étnicas que encontraban en los puestos directivos lugares propicios para acre centar o consolidar su prestigio social, que para la masa de aso ciados que, según lo demuestran numerosos estudios de caso, tu vieron una relación fu n cion al y apática con institu ciones que se revelaba en la escasa participación de sus m iembros en reu niones, asam bleas y elecciones. M ás que la vida institu cion al y política, los socios buscaban cobertura de salud e inform ación sobre trabajo. Esto últim o dio lugar a la confonnación de una densa malla de relaciones clientelares puesto que los líderes no sólo eran los encargados de transform ar a los inm igrantes en su jetos étnicos, sino tam bién los intermediarios entre éstos y las estructuras mayores de la sociedad receptora, incluyendo las opor tunidades económ icas y, en especial, laborales.
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Este parece haber sido el caso de la mutual que los daneses fundaron en 1892 y que funcionaba en estrecha relación con la Iglesia luterana de Buenos Aires. Aunque, com o el resto de las asociaciones étnicas, la D ansk H jaelpeforening fue creada para brindar prestaciones de salud, su principal función fue lograr que los inmigrantes que llegaban al puerto de Buenos Aires en contrasen trabajo en los asentam ientos daneses del sur de la pro vincia de Buenos Aires, adonde vivía el grueso de esta pequeña comunidad étnica. Para ello, la mutual alojaba a los recién llega dos en una pensión danesa de la ciudad hasta que se ponía en contacto con algún productor rural o un com erciante que nece sitaba trabajadores. Una vez obtenido el empleo, si el inm igran te no contaba con recursos, los fondos de la mutual pagaban el traslado en tren hasta el lugar de destino. De ese modo, los nue vos inmigrantes que tenían escasos contactos con otros de su m ism o origen o cuyos entram ados de redes no eran lo suficien tem ente densos para asegurar su inserción, term inaban inclui dos a través de las gestiones de la Dansk Hjaelpeforening en el pe queño mundo étnico de la comunidad danesa. Más allá de las interm ediaciones que contribuían a insertar a los recién llegados en el mundo del trabajo, de la atención de la salud de sus afiliados, del auxilio en tiempos de problemas, las asociaciones tam bién fueron un lugar para la sociabilidad. Si las asambleas y las elecciones despertaban poco interés en la masa de asociados, las conm em oraciones patrias, los bailes, las bandas de música y las obras de teatro organizadas en los salones de las mutuales siempre contaban con una concurrencia nutrida de afi liados y dirigentes que se integraban en un mismo espacio en el que todos se representaban a partir de su origen étnico compar tido y se imaginaban integrantes de una comunidad. No obstan te, los motivos y el lucim iento de afiliados rasos y dirigentes, di ferían. Es esas ocasiones sociales, los líderes étnicos reafirmaban públicam ente su condición de elite. En cada fiesta consolidaban
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sus capitales simbólicos, y su papel de promotores de m itos que moldeaban la identidad y de mediadores entre los inmigrantes, la comunidad de pares y la sociedad local. Las razones que co n vocaban a la mayoría de los apáticos afiliados a las galas sociales de las m utuales eran mucho menos intrincadas que las de los di rigentes. Un obrero, un artesano, un empleado de com ercio iban al baile para interactuar con pares, para enterarse de las noticias del lugar de origen, para intercam biar inform ación sobre traba jos y salarios, para lucir un traje nuevo, o con la ilusión de cor tejar a alguna com patriota guapa. A su modo, líderes y socios contribuían a la creación de una identidad basada en represen taciones que unían el pasado con el presente, a cuya dinámica se integraban de form a tenaz y costosa los inmigrantes.
La prensa étnica Escrita en uno o varios idiomas, la prensa de las colectividades inmigradas fue otra de las manifestaciones que contribuyó a dife renciar a los distintos grupos étnicos frente a la sociedad nativa en la esfera pública -u n espacio constituido y a la vez constituyente de la ciudadanía- a la que contribuyeron a generar. Entendida como parte de las prácticas culturales que marcaban y delim ita ban identidades, la producción periodística de las colectividades, prolífica y variada, influía sobre la creación de una comunidad imaginada de la que sus lectores se sentían parte y en la que se entrelazaban las realidades políticas, sociales y económ icas de la vieja patria y del nuevo país. Un indicador del ritm o vertiginoso de crecim iento con el que se había inaugurado la década de 1 8 8 0 impactada, entre otros hechos, por el aluvión inmigratorio, es la im portante cantidad de diarios que se editaban en la época y cuya circulación traspa saba los deslindes de la capital del país. En 1887, fue levantado
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el primer censo de la ciudad de Buenos Aires que, entre otra va liosa inform ación, recoge datos sobre el estado de la prensa. En ese año, veinticuatro publicaciones hacían su aparición diaria mente, diez de las cuales se declaraban órgano de alguna colec tividad europea. La mayoría era anterior o contem poránea de los diarios locales más prestigiosos: La N ación, que había aparecido en 1862 y La Prensa en 1 8 6 9 . Se trataba de publicaciones en idiomas que apelaban a las corrientes migratorias más destaca das, bien por su número, bien por su influjo económ ico y social. En ese tiempo, los italianos, que eran el grupo de inmigrantes más num eroso, tenían cuatro diarios de gran tirada y circula ción: L' O peraio Italiano de 1873, La Patria Italiana de 1876, La N azione Italian a de 1883 y II Vesuvio de 1887. La N ación y La Prensa editaban 1 8 .0 0 0 ejemplares cada una, una cifra muy cer cana a la que en conju nto sacaban a la calle L'Operaio Italian o y La Patria Italiana. Por su parte, El Correo Español, publicado por primera vez en 1871, tiraba 4 .0 0 0 ejemplares y no estaba lejos de órganos políticos com o Tribuna N acional o Sudamérica. La pren sa en lengua inglesa y francesa superaba esa tirada, la primera, representada por The Standard y Buenos Aires Herald, editaba 4 .5 0 0 ejemplares en tanto que la segunda, con Courrier del Plata y L'Inde'pendant trepaba a 6 .3 0 0 . La mayoría de estos diarios había aparecido bastante antes del inicio de la inmigración aluvial. La llegada de millones de nuevos inmigrantes al país y la consolidación de colectividades de an ti guo arraigo, impactaron sobre las dimensiones y la variedad de la prensa étnica. De esa suerte, en la época del Centenario aunque algunos de los diarios que podían adquirirse en los tempranos años ochenta habían desaparecido, la mayoría, atravesados por fusiones y cambios de denom inación, se habían vuelto tradicio nales en el menú periodístico de la ciudad y del país. Así, El Correo Español se transform ó en sociedad anónim a y fue sucedido en 19 0 4 por El D iario Español, en tanto que los tres diarios italianos
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se habían reunido en 1 8 9 2 en Lo Patria degli Italiani, y en plena Guerra Mundial se incorporó V italia del Popolo. Nuevos órganos daban cuenta de la fuerza que iban cobrando grupos migratorios menos numerosos pero con la madurez sufi ciente como para dar inicio a empresas de aparición diaria. De este modo, la migración otomana incorporó Assalam, editado en ára be, en tanto que en 1914 se publicaba el primer diario en idish, Der Tog, que más tarde sería reemplazado por Di Idische Zaitung. Si a primera vista pareciera que esta prolífica producción de diarios étnicos se dirigía a lectores de las comunidades en cuya lengua eran publicados, observando algunos casos en más deta lle, se advierte que, por ejemplo, buena parte de la prensa inglesa y francesa se orientaba a un horizonte más amplio de lectores. Así, The Standard, Le Courrier del Plata y más tarde Le Courrier Frangais, se especializaron en temas económ icos y financieros de vital interés en una época de acelerada expansión y abundancia de capitales dispuestos a ser invertidos en el nuevo país. Por ello, estos diarios concitaban la atención de lectores que excedían e! marco más estrecho de la inm igración de habla inglesa y france sa y fueron leídos con asiduidad, por ejemplo, por la clase alta argentina entre la que la influencia cultural, en particular de Francia, había tenido notable influjo. Distinto parece el caso de los diarios italianos o españoles, representantes de grupos migratorios no siempre bien vistos por la dirigencia liberal local. En buena medida, estaban dirigidos a la propia colectividad y fueron un medio propicio para que sus dueños y periodistas acrecentasen su reconocim iento entre los compatriotas. Es im portante recordar, que en numerosos casos se trataba de individuos que, junto a otros representantes de la burguesía inm igrante, eran parte de la dirigencia de las principa les asociaciones de sus colectividades y que el control de la pren sa étnica favorecía su condición de líderes y de mediadores entre la comunidad de origen y la sociedad local.
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En estas publicaciones resonaban los ecos de acontecim ien tos políticos y económ icos de los lugares de origen de los inm i grantes pero tam bién de los del nuevo país. La prensa también reflejaba las tensiones, desencuentros y la fragmentación regio nal que surcaban a las colectividades. Por ejemplo, el hecho de que hacia fines de la década de 1 8 8 0 se editaran en Buenos Aires cuatro diarios italianos pone en evidencia tanto la im portancia de ese grupo étnico com o sus disensos internos. Por su parte, en la prensa española se refleja bien el impacto de los particularis mos regionales de la península trasladados al Plata. D e este modo, entre los gallegos a El Eco de G alicia se le unieron en los albores del siglo XX impresos com o N ova Galicia, El D espertar Gallego, El C orreo de G alicia, así com o periódicos de origen local o com arcal. Esta multiplicación alcanzó tam bién a los vascos, as turianos, y leoneses. Cada publicación expresaba a grupos que intentaban reivindicar los valores de su región vinculando, de modo más estrecho que la prensa española, el plano de lo sim bólico con el de la compleja y diversa realidad social y política de la península. En esos diarios, los inmigrantes solían publicar re latos, cartas, cuentos o poemas com o expresiones que recreaban el mundo cultural de origen. ¿Cuál fue la recepción que tuvo la prensa étnica?, ¿qué papel desempeñó en la reproducción y adaptación de las identidades de los inmigrantes? Si es cierto que el índice de analfabetismo es un dato a tener en cuenta cuando se especula sobre el impacto de estos diarios, no lo es menos que la lectura podía ser tanto una práctica individual com o grupa!. Cuando se revisa la historia de las comunidades de inmigrantes, no es raro encontrarse con re latos que aluden a la lectura de diarios y periódicos en voz alta, como parte de las prácticas sociales de distintas asociaciones y clubes, o de los bares y almacenes de paisanos. Entre los daneses de Tandil, a principios del siglo XX, eran emblemáticas las reunio nes casuales en la librería e imprenta de Blas Grothe, uno de los
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encumbrados líderes étnicos de la pequeña colectividad. Grothe era el dueño del Tandils Tidende, el primer periódico en danés de la Argentina aparecido en 189 2 . Su librería, ubicada en el centro de la pequeña ciudad a pocas cuadras de la iglesia luterana dane sa, era un punto clásico de reunión de viejos y nuevos inm igran tes. Los que llevaban tiempo afincados en Tandil pasaban por lo de Grothe para enterarse las últimas novedades de la comunidad, y los recién llegados para saber de oportunidades de trabajo, con seguir alojam iento y pedir recomendaciones. En esas reuniones informales siempre había alguien que leía en voz alta el periódi co danés e incluso las noticias de El Eco de Tandil (traducidas del español para los que todavía no habían aprendido castellano), un diario local contem poráneo del Tidende. Los diarios, las asociaciones y su animada vida social, las ro merías españolas, las veiadas del XX de Setiembre, los bailes a los que aludíamos, contribuyeron a consolidar identidades abarcadoras (italiana, española, siria, danesa, judía) que se engarzaban con otras, las del pueblo, la región, la religión, el parentesco y la fami lia. Identidades múltiples, que los inmigrantes recreaban y resignificaban en un sinuoso derrotero de adaptación a la nueva realidad.
Notas 1 Por ejemplo, según Diego Armus y Jorge Hardoy, en Rosario, los conventi llos albergaron a un cuarto de la población entre fines del siglo XIX y el Centenario. (Véase Diego Armus y Jorge Hardoy, "Conventillos, ranchos y casa propia en el mundo urbano del novecientos”, en Diego Armus (co m p .), Mundo urbano y cultura popular. Estudios de Historia Social Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1 990. 2 En numerosos casos se trataba también de inmigrantes. Por ejemplo, en su Historia de los italianos en la Argentina, Fernando Devoto señala que, en los años que rondaban al cambio de siglo, los italianos eran propietarios de numerosos casas de alquiler, en especial de aquellas que albergaban a menos de diez familias.
CAPÍTULO 3
La inm igración en el m undo rural Colonias y colonizadores. De Esperanza a Nueva Esperanza La tierra propia, la tierra cultivada, la tierra poblada, fue la ex pectativa en la que quizá m ejor confluyeron los ideales de los in migrantes europeos, que llegaban masivamente al Río de la Plata en la segunda mitad del siglo XIX, y los de la clase dirigente local cuyo discurso evocaba imágenes bucólicas de un país de colonos y de productores rurales, de una cam paña en la que la tierra sembrada desplazaba a la soledad de la estancia, en la que los eu ropeos transplantados cual retoños de vid contribuían con su di ligencia y laboriosidad a erradicar la barbarie y a configurar un paisaje de colonias, campos sembrados, pequeños poblados y prósperas ciudades. Una expresión de este ideal fue la ley pro mulgada en 1876 que llevaba el elocuente titulo de “Ley de Inm i gración y Colonización" y que, com o sugerimos en el primer ca pítulo, resumía el espíritu de los m entores de la Argentina que mucho antes de la organización definitiva de la nación habían pensando a la campaña pampeana com o un idílico jardín de agricultores europeos. La ley proponía crear organismos estatales que, com o el De partam ento Central de Inm igración y la O ficina de Tierras y Co lonias se encargasen de mensurar, subdividir y entregar a parti culares las tierras públicas con fines colonizadores basándose en un sistema que com binaba varias modalidades com o la coloni zación estatal y la de empresas particulares e individuos con aus picio y amparo del gobierno. Ese marco jurídico promovía una colonización agrícola en pequeñas parcelas. Sin embargo, en la práctica iba a transform arse en un instrum ento legal útil para 53
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que un puñado de compañías colonizadoras se beneficiasen de su papel de intermediarias en la venta de tierras públicas a pe queños productores rurales. A pesar de los esfuerzos por legislarla, la colonización tuvo una corta proyección y aunque varias colonias florecieron, no lograron fructificar eú las imágenes que con tanta recurrencia evocaba la clase dirigente. Quizá los proyectos de mayor enver gadura fueron los que, décadas antes del aluvión inmigratorio, se iniciaron durante el gobierno de Justo José de Urquiza. En con sonancia con el discurso liberal que animaba a la época, Urquiza trató de establecer un nuevo orden basado en dos consignas fun dam entales: vencer al desierto y poblar las nuevas tierras con eu ropeos laboriosos. Pero además de hacerse eco de las ideas de su tiempo, razones locales subyacían al proyecto de colonización encarado por el presidente de la flam ante Confederación. Las tierras de las estancias de Santa Fe, el exponente más elocuente de la experiencia colonizadora, no poseían el valor com ercial de las de Buenos Aires y estaban pobladas por un ganado de infe rior calidad. El desarrollo de la agricultura aparecía en ton ce; com o una salida rentable para el campo litoraleño desvastado por los ejércitos de la guerra civil y las incursiones indígenas, su mido en misérrimas condiciones de vida y afectado por un largo y continuo drenaje de su población que, atraída por Buenos Aires y su campaña aledaña, abandonaban la provincia. Estimular la llegada y radicación de europeos sedientos de tierras podía ser una manera de resolver los problemas que aquejaban a la región. De esa suerte, la segunda mitad del siglo XIX se transform aría en un punto de inflexión para las provincias del litoral y en parti cular en el arranque de una colosal transform ación del desolado paisaje santafesino. Poco a poco emergió un m undo rural poblado en el cual las antiguas estancias ganaderas eran reemplazadas por campos agrícolas, los tendidos del ferrocarril anim aban una com unica
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ción cada vez más intensa que contribuía a una dinámica activi dad com ercial que, en palabras de Ezequiel Gallo, “amenazó con modificar, aunque más no sea esporádicamente, al secular pano rama de la hegemonía pecuaria en la econom ía n acion al”. La libre navegación de los ríos sancionada poco después de la bata lla de Caseros fue sin dudas una condición inicial para el arran que de esta nueva era en la econom ía y la sociedad santafecinas. La ley permitió un contacto fluido de la provincia con el mundo externo pero tam bién con el resto del país, aprovechándose de las condiciones favorables del puerto de Rosario. Santa Fe se su mergió así en un crecim iento vertiginoso de sus fuerzas produc tivas que se mantuvo constante (aunque no carente de altibajos) hasta los inicios de la Gran Guerra. La acción del gobierno fue esencial para la expansión agríco la puesto que se basó en el estím ulo a las empresas capitalistas que emprendieron la colonización de tierras entregadas en form a gratuita por el Estado o en condiciones muy favorables para su adquisición. Durante la etapa inicial, que se inauguró a mediados de los años 1850 con la fundación de la colonia “Espe ranza" y se extendió hasta finales de los 1870, se fundaron 70 colonias. El formidable desarrollo que hizo de la región el cora zón cerealero del país en el siglo XIX, se concentró en las déca das de 1880 y 1890. En quince años se fundaron casi 3 0 0 cen tros agrícolas. Entonces, el papel que el Estado había tenido en los años inaugurales del proyecto se desdibujó y la colonización recayó en manos de individuos que compraban grandes exten siones de tierra en zonas fronterizas de la provincia y las ven dían o arrendaban a los agricultores inm igrantes que afluían masivamente a los campos santafesinos. En el transcurso de estas décadas, el paisaje social cam bió de modo notable. M ientras el primer censo nacional de población realizado durante la presidencia de Domingo F. Sarm iento, regis tró algo más de 8 9 .0 0 0 habitantes en la provincia, en el de 1895
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esa cifra había trepado a casi 4 0 0 .0 0 0 personas. Algo más del 15% de la población era extranjera en 18 69 , en tanto que en 1895, los inm igrantes constituían el 4 2 % de los habitantes del territorio provincial. La mayoría de los extranjeros eran origina rios de Italia (65 % de los inm igrantes en 1 8 9 5 ); los españoles eran el segundo grupo nacional en im portancia (constituían el 13% de la población de origen inm igrante). A estos dos grupos se sumaba un conglomerado m ultiétnico de franceses, suizos y alemanes. Una porción ostensible de todos estos inmigrantes se hallaba radicada en las regiones cerealeras y colonas, y si bien la num erosa presencia de los suizos y los alemanes en algunas de ellas había sido la marca distintiva hasta finales de los años 1870, desde entonces los italianos tom aron la delantera, repli cando la tendencia nacional cuando en los años 1880 y 1890 Argentina se transform ó en el país que recibió mayor cantidad de inm igrantes italianos. Del corazón del mundo rural no sólo salió el impulso del cre cim iento demográfico y agrícola de la provincia, sino también de su diversificación productiva y de su expansión urbana. La trans form ación de Rosario, la ciudad puerto, fue proverbial en aque llos años, así com o la expansión de los pueblos rurales gestados al amparo de la feracidad de las tierras cerealeras y de las vías del ferrocarril. En 1895, la zona agrícola santafesina configuraba un paisaje que bien habría podido satisfacer el ideal del jardín jeffersoniano que Sarmiento había admirado en América del Norte y había soñado trasplantar a la pampa. Las numerosas adaptaciones a las que los inmigrantes debie ron hacer frente en el dominio productivo están en la base de la profunda transform ación de la provincia que ellos protagoniza ron. El primer imperativo fue acostum brarse a encarar el cultivo de la tierra de un modo bien diferente del que estaban habitua dos en el mundo campesino europeo. La agricultura intensiva debió ser resignada y a través de un arduo cam ino jalonado por
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ensayos y errores, fueron extendiendo las unidades productivas de las 2 0 -2 5 hectáreas en los años 1860, a las 1 0 0 -1 5 0 en la dé cada de 1890. Además, las nuevas condiciones del cultivo llevaron a in tro ducir cam bios en la m aquinaria agrícola. Las primeras innova ciones se hicieron en pequeñas herrerías donde los propios in migrantes fabricaban, por ejemplo, arados más livianos que los que se utilizaban en Europa. Descubrim iento y adaptación fue ron los imperativos de la vida colona y los requisitos del éxito en la empresa cerealera que con frecuencia era coronada por el pa saje de la condición de arrendatario a la de propietario. Pero la vida agrícola estuvo signada tam bién por avatares que la volvían dura y azarosa: las heladas, los altibajos del precio del cereal, la langosta, la inestabilidad política o las invasiones de los indios. No obstante, la tendencia expansiva parecía ineludible (al m e nos hasta mediados de los noventa) y atraía a contingentes cada vez más numerosos de europeos hacia el mundo rural de la pro vincia. El signo positivo com enzaría a mudar hacia finales del siglo XIX en consonancia con la casi com pleta ocupación de las tierras libres. A partir de entonces, la expansión de la agricultura argentina cambiaría su escenario por Buenos Aires y Córdoba, si tios en los que sin embargo, no iban a repetirse las escenas de co lonización que se habían vivido en los años dorados de Santa Fe. La proverbial expansión de las colonias santafesinas ha opa cado la por cierto más modesta colonización de otra provincia del Litoral: Entre Ríos. Si los italianos se adueñaron de la escena rural en Santa Fe, al campo entrerriano le dieron su nota de color los alemanes del Volga y los judíos. Originarios de territorios que for maban parte del imperio de los zares, estos “rusos” dejaban per plejos a los pobladores y a las autoridades locales, puesto que lejos de cualquier expectativa, no hablan “el idioma de Pushkin" -c o mo sostuvo el inspector de colonias Alejo Peyret en un inform e en los años 1 8 9 0 - sino alemán unos, idish los otros.
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Un año después de la sanción de la ley Avellaneda, una co misión integrada por cuatro agricultores ruso-alem anes llegó a la Argentina procedente de Brasil buscando tierras propicias para el cultivo de trigo al que estaban habituados en los campos del Volga. Las favorables condiciones iniciales con las que los ante pasados de estos colonos se habían afincado cien años atrás en Rusia, com enzaron a revertirse de modo vertiginoso en la segun da mitad del siglo XIX. La monarquía impuso una intensa rusi ficación jalonada por el cercenam iento de los privilegios que estas minorías de agricultores (que incluían a otros grupos euro peos, com o los m enonitas, por ejemplo) habían gozado desde su llegada al Volga en el siglo XVIII. Una de las medidas de mayor impacto fue sin dudas la resolución del zar de dejar sin efecto la exención del servicio m ilitar que habían obtenido en tiempos de C atalina II. La extensión de la recluta avanzaba entonces de m a nera peligrosa sobre la vida productiva de los colonos. El servi cio, que se desarrollaba en regiones alejadas del Volga, duraba entre cinco y siete años y se transform aba en un constante y pro longado drenaje de fuerza de trabajo joven. Una elocuente cita de Olga Weyne en su libro Del Rhin al Volga. Del Volga al Plata, evoca los dichos de Juan Detzel, un inm igrante que llegó a la Argentina en 1914, y que recordaba que el servicio m ilitar seguía siendo el principal motivo de descontento que impulsaba a los colonos a buscar otros horizontes, "pues era injusto salir jóvenes de las colonias y volver con canas". El idioma alem án fue otro de los nervios sensibles tocados por la política de rusificación. Desde su llegada, los colonos ha bían logrado m antener su lengua m ediante la educación de sus hijos en sus propias escuelas. Una legislación que aseguraba el privilegio de vivir en Rusia sin hablar ruso y una vida que tras pasaba escasam ente los contornos de la colonia, habían hecho posible que aún en los años 1870 los niños de la comunidad fue sen educados por el Lehrer y el Schulmeister en el idioma de sus
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ancestros, en el que tam bién profesaban y m antenían su fe reli giosa cristiana, ya católica, ya protestante. Sin embargo, el cam bio de orientación de la política del zar impondría un coto a esos privilegios exigiendo la enseñanza del ruso en las escuelas de los colonos. A este cercenam iento de derechos, se sumaba un problema estructural que afectaba no sólo a los alemanes sino al grueso de los agricultores, fuesen o no inmigrantes, gozasen o no de privi legios. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la falta de tierras y el atraso del mundo rural sumieron a los campesinos en una econom ía tradicional que apenas les permitía sobrepasar el nivel de la subsistencia. En el caso particular de las colonias alemanas, a partir de 1870, el gobierno desistió de la entrega anual de par celas en el Volga, una práctica (vigente desde los tiempos de Catalina II) que permitía la reproducción fam iliar y económ ica y aseguraba tierra para las generaciones jóvenes. La solución pro puesta por las autoridades fue una alternativa por la que pocos optaron: buscar nuevos horizontes en Siberia. Ante este panora ma, muchas familias del Volga prefirieron encarar un proyecto más com plejo pero con mejores expectativas. América parecía un destino más propicio que las tierras siberianas y por ello un cre ciente núm ero de colonos comenzó a abandonar Rusia con rumbo a Estados Unidos y Canadá en los años 1870. Una peque ña porción del flujo que partía desde el Volga respondió, sin em bargo, a la política de fom ento a la inm igración del gobierno de Brasil, desde donde la Argentina comenzó a ser percibida como el destino más apropiado para un grupo que arrastraba una larga tradición de agricultura triguera. Los colonos llegaron en 1878 procedentes de Brasil ampara dos en un conveniente acuerdo con el gobierno argentino. El pri m er contingente recibiría tierras suficientes para albergar a 2 0 0 familias de agricultores distribuidas en lotes de 4 5 -5 0 hectáreas; los inm igrantes obtendrían un préstamo para pagar el pasaje
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desde Brasil y la m anutención del primer año, y además se los eximiría de impuestos y contribuciones durante los dos primeros años. Podrían organizar sus aldeas siguiendo el patrón de asen tam iento que habían m antenido en Rusia, constituir librem ente sus autoridades com unales, y contar con una escuela elem ental en la colonia con la salvedad de que en ella debería enseñarse además del alemán, el castellano. A pesar de que la mayoría de los colonos eran católicos, la libertad de culto resultaba un atractivo adicional para las m inorías protestantes (luteranos y reform a dos) que conform aban el primer contingente (alrededor de 1.0 0 0 personas) que llegó en el verano de 1878 a las proximida des de Diam ante donde el Poder Ejecutivo había creado la colo nia General Alvear recostada sobre el río Paraná y flanqueada por los arroyos Ensenada y Salto. En poco tiempo, el paisaje y la configuración social y étnica del "land de los tajam ares” iba a sufrir una profunda transfor m ación. La traza de las aldeas reproducía la form a en que los co lonos habían organizado el espacio en el Volga. En prim er lugar, las colonias se distribuían siguiendo criterios religiosos. Así, las primeras cuarenta familias evangélicas llegadas desde Brasil crea ron, a orillas del arroyo Ensenada, una “aldea madre” (de la cual, con los años, irían desprendiéndose nuevos asentam ientos) lla mada Protestante. Sin embargo, más allá de las afiliaciones reli giosas, el peculiar trazo de las colonias era com ún a católicos y no católicos. Com o las “m etrópolis” volguenses, las aldeas entrerrianas estaban tendidas sobre una calle de 50 metros de ancho que fungía com o el eje de la colonia, dividía los lotes y era el lugar de la iglesia, la escuela y las casas en cuyos fondos amplios se ubicaban las huertas y los establos. Esa arteria servía de refe rencia para el trazado de calles paralelas y transversales más an gostas. Resabios del m ir ruso (el consejo de gobierno de la aldea cam pesina) se advierten en la organización administrativa de las co
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lonias, una de cuyas instituciones era un consejo colectivo inte grado por tres miembros electos entre los varones casados que los días sábado convocaba a las asambleas de familia. A esas reunio nes asistían los agricultores acompañados de sus esposas y allí se decidían aspectos importantes del funcionam iento de la colonia, por ejemplo, cuáles tierras debían dejarse en barbecho o para el pastoreo de los animales, o cuáles terrenos salían en arriendo. En el espacio social y productivo de sus aldeas, donde se re creaban representaciones y antiguas prácticas, las fam ilias logra ron preservar sistemas simbólicos y creencias que los vinculaban al pasado. Com o ocurrió con otros grupos de inm igrantes, la iglesia y la escuela tuvieron un im portante papel en la configu ración de una trama de significados que se decodificaba en ale mán. Las misas de los colonos católicos y los cultos de los evan gélicos se desarrollaban en la lengua que celosam ente habían mantenido durante su estancia en Rusia. Y aunque las autorida des argentinas se habían mostrado liberales en m ateria de culto y educación, al m ism o tiempo habían establecido que las clases en las escuelas de las aldeas debían contem plar la enseñanza del castellano. Sin embargo, durante las primeras décadas de la co lonización, los rusoalem anes no parecen haber respetado las condiciones impuestas por las autoridades locales. Las genera ciones nacidas en la Argentina m antenían el alem án com o su primera lengua, ‘‘prescindiendo por com pleto del reglamento y la Ley de Educación” (com o sostenía un despacho de la Direc ción General de Escuelas fechado en Entre Ríos en mayo 1 8 9 4 ). De esa suerte, la educación de los niños rusoalem anes estaba, com o en las colonias de Rusia, a cargo del Lehrer, una figura clave en el m antenim iento de sistemas simbólicos que aferraban a las jóvenes generaciones nacidas en suelo argentino a un pasa do que sus familias habían dejado atrás en el siglo XVIII. Sin embargo, esta situación, que m antenía a los colonos en "una entidad nacional distinta" y peligrosamente contribuía a la
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proliferación de "islas ligüísticas” en el campo entrerriano (en palabras de Alejo Peyret), no pasó inadvertida para las autorida des nacionales y provinciales embarcadas, en los años 1 8 9 0 , en una política cultural y educativa que buscaba afianzar la nacio nalidad y que se m antenía particularm ente atenta a lugares com o Entre Ríos donde el paisaje rural se poblaba de fragmentos étnicos cuyos contornos, claram ente delimitados, concentraban a num erosos extranjeros de un mismo origen. La conform ación de una identidad aglutinante de la hetero geneidad cultural y religiosa en una sociedad que había sido im pactada por un aluvión inm igratorio, no estuvo libre de contra dicciones y dificultades. No era sencillo im ponerla enseñanza de la lengua y la historia nacional, y la observancia de una com ple ja liturgia patriótica, sin el consenso de los colonos. Una de las soluciones de transición fue la de autorizar que la educación de los niños (no sólo rusoalemanes sino tam bién de otras minorías, como los judíos, a los que nos referim os más adelante) siguiese a cargo de maestros de su propia com unidad, con la condición de que fuesen capaces de enseñar en castellano respetando los linca m ientos y contenidos que las autoridades consideraban esencia les para garantizar que los hijos de los inmigrantes se integrasen a la nación en la que la mayoría de ellos había nacido. El paso del tiempo disiparía de modo irremediable las dife rencias expresadas en la preservación de lenguas y tradiciones de las patrias de origen. Sin embargo, tanto entre los inm igrantes com o entre sus hijos, la naturaleza del mundo rural y la reclu sión en las colonias contribuyeron a que prácticas y sistemas simbólicos se mantuviesen resignificados en el dominio de la vida cotidiana hasta bien entrado el siglo XX. La religiosidad posiblemente fue una de las marcas étnicas más persistentes. En Entre Ríos o en las colonias rusoalemanas de los partidos bonaerenses de Olavarría y Coronel Suárez, la igle sia era el centro simbólico de la aldea. A principios del siglo XX,
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los agricultores de la colonia Santa María (ubicada a unos pocos kilómetros del pueblo de Suárez), levantaron una iglesia que toda vía es considerada una de las más pintorescas de la provincia. Con un exterior sobrio y de estilo neutro, la nota llamativa se la con fieren dos imponentes torres alzándose en medio de la llanura. Su interior, con altares de mármol y columnas de ónix, contiene un mural y un vitraux que fueron encargados a maestros europeos por los colonos. En ese templo o en las capillas de las otras colo nias, se celebraban matrim onios endogámicos que también con tribuyeron a la persistencia de sistemas simbólicos y a la creación y recreación de identidades étnicas en el mundo doméstico. En ese dominio privado, las mujeres se erigieron en custodias de una identidad que se expresaba, por ejemplo, en las formas del com er y del vestir austero y en una obstinada perm anencia del alemán com o primera lengua de com unicación entre madres e hijos. Pero dejemos ahora a estos colonos y viremos la atención hacia otros inmigrantes, los judíos, que tam bién salieron de Ru sia con rumbo al Plata, aunque unas décadas más tarde que los rusoalemanes. Cuando el escenario de la expansión cerealera cambiaba de Santa Fe a la provincia de Buenos Aires, el Barón Maurice Hirsch, un rico financista europeo, imaginaba una empresa colonizado ra que sustrajese a los judíos de la creciente severidad y la violen cia de los pogroms desatados sobre ellos tras el asesinato del zar Alejandro II, atribuido a un judío. La discrim inación y las agre siones fueron acompañadas por un conjunto de leyes cada vez más restrictivas que reestablecieron la Zona de Residencia, den tro de la cual se prohibió a los judíos asentarse fuera de las ciu dades y adquirir tierras de labranza en áreas rurales. A esto se su m aron otras lim itaciones com o la que imponía cupos para el ingreso de hebreos en las escuelas secundarias y superiores, o la disposición de 1891 que forzaba a los judíos de M oscú y San Petersburgo a vender sus propiedades y trasladarse a la Zona de
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Residencia, cuyo vertiginoso crecim iento demográfico empeora ba día a día las condiciones de vida. De esa suerte, comenzó una emigración espontánea hacia destinos cercanos com o el imperio Austrohúngaro, Alemania, Francia e Inglaterra, o más distantes como Palestina y Estados Unidos. En ese contexto el barón Hirsch gestó un im pactante proyecto de colonización en la pampa ar gentina. Hirsch estaba convencido de que durante el largo tiempo en que el pueblo hebreo había sido removido de la agricultura su frió una degradación que sólo podría ser revertida con el regreso a la tierra. C on ese propósito, en 1891 fundó la Jew ish C olonization Association (JCA ) cuyo objeto era buscar un lugar donde hu biese tierras disponibles para que los judíos pudiesen vivir libres de los prejuicios religiosos que habían hecho de ese pueblo un blanco de recurrentes persecuciones. Esa tierra sería dividida en parcelas y entregada a familias israelitas del este de Europa y de las zonas occidentales de Rusia. En sus planes originales, Hirsch pensaba trasladar hacia la Argentina a 2 5 .0 0 0 inmigrantes en 1892. Ese núm ero se increm entaría en los años subsiguientes hasta alcanzar en el plazo de un cuarto de siglo a 3 .2 5 0 .0 0 0 per sonas, prácticam ente el grueso de la judería europea. Este enorm e esquema com enzó a funcionar en agosto de 1891 cuando dos barcos con 4 6 8 judíos fondearon el puerto de Buenos Aires y en diciembre del mismo año llegaron otros 880 colonos. Sin embargo, durante 1 8 9 2 entraron al país m enos de 1 .0 0 0 de los 2 5 .0 0 0 que contem plaba en plan original. Aunque los ingresos crecían nunca superaron los 1 5 .0 0 0 arribos anuales. De esa suerte, entre la puesta en m archa del proyecto y 1900, en traron 2 5 .0 0 0 judíos por el puerto de Buenos Aires, y desde enton ces y hasta 1914, 87.000. La década de 1920, una época expansi va para la agricultura pampeana, registró un pico de ingresos motivado seguramente en el impacto que sobre la Argentina co mo destino alternativo tuvieron las leyes de inmigración de Es
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tados Unidos que, com o vimos, im pusieron cuotas cada más res trictivas a la entrada de extranjeros. Aunque buena parte de los judíos que se afincaron en las co lonias (que en 1927 contaban con una población de algo más de 3 3 .0 0 0 personas) llegó bajo el auspicio y las condiciones de la JCA, hubo quienes lo hicieron de m anera espontánea. Com o en otras comunidades emigradas, tam bién entre los judíos las redes sociales impulsaban la migración y la elección de destinos. Cartas, pasajes prepagos, inform ación sobre trabajo o sobre dón de vivir en los primeros tiempos, circulaban intensamente a través de contactos entre familiares, amigos y vecinos. Salvador Kibrick tenía diez años en 1 9 0 4 cuando su fam ilia abandonó Podolia para emigrar a la Argentina, donde vivían sus abuelos que habí an llegado al país com o colonos de la JCA: Fueron ellos los que nos m andaron los pasajes para em i grar [...] pero la primera vez m i madre los devolvió por que le resultaba muy difícil emprender el viaje con sus hijos pequeños. Después del histórico pogrom de Kischineff, los abuelos volvieron a enviarnos pasajes y gracias a ellos pudimos salir del infierno ruso [...] En el puerto de Buenos Aires nos recibieron nuestros abuelos m aternos [...] En Carlos Casares nuestros abuelos paternos, tíos y demás miembros de la fam ilia -que eran m uch os- nos dieron la bienvenida en la estación y nos ayudaron a ins talarnos [...] La provincia de Entre Ríos fue escenario privilegiado de esa colo nización. En 1892 se fundó “C lara" y en 1894 “Lucienville". En las primeras décadas del siglo XX las colonias se expandieron hacia el norte entrerriano con la creación de tres nuevos asenta m ientos (San ta Isabel en 1908, C ohen-O ungre en 1925 y Avigdor en 1 9 3 6 ). Por su parte, en la provincia de Buenos Aires, en
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1892, la JCA fundó la colonia "M au ricio” en las cercanías del pueblo de Carlos Casares, adonde sus abuelos acogieron a Salva dor Kibrick y su familia cuando llegaron de Rusia. En los albores de 19 0 0 la colonización se proyectó al oeste, en dirección a La Pampa, con la creación de Barón Hirsch en 1905 y Narcise Leven en 1909. Estos asentam ientos estaban ubicados en regiones poco po bladas y los judíos -com o vimos que ocurría con los rusoalem an es- llevaban una vida replegada sobre la colonia que marcaba sus prácticas cotidianas y definía sus relaciones con la sociedad local. Agrupadas en aldeas, las familias inm igrantes se adapta ban tenaz y costosam ente a la vida agrícola, al tiempo que re creaban las instituciones que regulaban su vida religiosa, social y cultural. Pequeñas sinagogas, baños com unitarios para las ablu ciones rituales, escuelas donde los niños aprendían en hebreo de la Torah y el Talmud, configuraban una tram a de sentidos que ordenaba una vida que se distinguía poco de la que habían lleva do en los guetos de Rusia y Europa O riental. La diferencia más notoria era, claro está, la práctica de la agricultura de la que ha bían sido sustraídos en el Viejo Mundo y en la que, según el ideal del Barón Hirsch, se “regenerarían”. La estricta observancia de un nutrido calendario ritual, la lectura de los textos sagrados en hebreo y la preservación en el habla cotidiana del idish, ponían a las colonias en riesgo de transform arse en un mundo cerrado que entorpecería la integra ción de los judíos y de sus hijos a la sociedad Argentina. Más arriba decíamos que las autoridades locales trataban de contro lar las escuelas de colectividades extranjeras y que en Entre Ríos aceptaron de m anera provisoria el trabajo de maestros extranje ros que hablasen español com o solución de compromiso para que las escuelas de inm igrantes garantizasen una enseñanza de orientación nacional. De esa suerte, Lilia Bertoni cuenta que en 1895 la revista La Educación elogió los esfuerzos del maestro José
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Sabash, un egresado de la Escuela N orm al de la Alianza Israelita en París que estaba a cargo de la escuela de la colonia Clara. Desde el primer día ha impartido la enseñanza en lengua española. Los alumnos de segundo grado hablan siempre en español, aún durante los recreos [...] pues así lo tienen prescripto [...] el profesor Sabash explica la Historia Nacional [...] los niños conocen la geografía nacional [...] en la escuela costeada por la Empresa Colonizadora Judía [...] se nacionaliza la enseñanza y se instruye a los niños para incorporarse a la obra del progreso argentino. El artículo rem ataba elogiando a Sabash al que calificaba como “un obrero eficiente de la nacionalidad argentina". Estas preocupaciones que entre los años noventa y los tiem pos del C entenario, habían puesto en la mira de los defensores de la educación nacional a los judíos y los rusoalemanes, se re plicaron, (aunque resignificadas) en las colonias m enonitas de La Pampa un siglo más tarde. A fines de 19 90 , el M inisterio de Educación de la provincia puso de m anifiesto su preocupación porque los niños m enonitas de la colonia agrícola “Nueva Espe ranza” eran educados en sus escuelas parroquiales en un idioma que “es un dialecto holando-alem án, con algunas influencias del inglés [...] un idioma en extremo difícil de comprender, hablado solo por los m enonitas”. Esta arrevesada descripción que hace referencia al Plattdeustch o Bajo Alemán, daba cuenta de la per sistencia de la cuestión de la integración en la sociedad argenti na de los hijos de los inmigrantes. Las presiones de las autoridades educativas para que los co lonos m enonitas enviasen a sus hijos a la escuela pública o in trodujesen la enseñanza en castellano en la colonia, desataron una prolongada disputa entre los inm igrantes y el gobierno de la provincia que term inó a fines de los años 1 9 9 0 con un acuerdo
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según el cual los m enonitas se com prom etían a enseñar castella no a sus hijos en sus hogares y en las escuelas de la colonia. ¿Quiénes eran esos granjeros rubios, de ojos claros, parcos y austeros, de oscuros atavíos llamados m enonitas que bregaban a fines del siglo XX por m antener una lengua ancestral? Se trata ba de un grupo religioso originario de Holanda que en el siglo XVIII había migrado a Ucrania atraído por las políticas de radi cación de agricultores europeos durante el reinado de Catalina II. De manera sim ilar a los alemanes del Volga, los m enonitas obtuvieron privilegios en materia educativa, m ilitar y religiosa que volvieron atractiva la idea de afincarse en la tierra de los zares. El mundo rural de Ucrania les ofrecía la posibilidad de vivir en colonias cerradas donde preservar sus cosmovisiones, su idioma y su estilo de vida regido por estrictos principios de aus teridad y ascetismo cristianos. Los m enonitas pretendían vivir "de espaldas al m undo’’ trazando nítidas fronteras entre sus co munidades y la sociedad que los rodeaba. M antener una existen cia social y política separada del resto de la sociedad era clave, entre otras razones, para defender uno de los principios religio sos que organizaban su vida: el pacifismo. En la Rusia de C ata lina II, el status de campesinos libres y la autonom ía de sus co lonias los eximían del servicio militar. Empero, los privilegios comenzaron a perder vigencia en la segunda mitad del siglo XIX. Sometidos com o sus vecinos rusoalemanes a las presiones de la rusificación, la recluta forzosa y la escasez de tierras hacia donde expandir las colonias, los m enonitas tam bién abandonaron Rusia durante los años 1870 para establecerse en Canadá y Esta dos Unidos. Desde allí, en la década de 1 9 2 0 tuvo lugar una nue va migración hacia México, Paraguay, Bolivia y Brasil. A mediados de los años 1980, procedentes en su mayoría de las colonias de México y Bolivia, llegaron a la Argentina ciento veinte familias m enonitas que se radicaron a 4 0 kilómetros de la ciudad de Guatraché en la provincia de la Pampa y fundaron
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"Nueva Esperanza", en una estancia de 1 0 .0 0 0 hectáreas que fue comprada por los colonos. Nada tenía que ver esta experiencia colonizadora de fines del siglo XX con los proyectos que dieron origen a las colonizaciones de Santa Fe y Entre Ríos. Sin em bar go, aunque no se enm arcaban ni en un discurso ni en una polí tica de fom ento del asentam iento de agricultores europeos en zonas de población dispersa y de escaso desarrollo agrario, pode mos advertir algunos rasgos com unes entre ambas experiencias. Por un lado, la tierra com o símbolo e imagen motivadora de la migración es crucial en las representaciones de los menonitas, que sólo pueden garantizar la observancia de "un a vida de espal das al m undo” si se afincan en el campo. Por otro lado, la colo nización de la antigua estancia ganadera tam bién dio origen a una gradual pero persistente m odificación de los patrones pro ductivos tradicionales y del paisaje. El espacio abierto, domina do por la producción agrícola y ganadera extensiva y el hábitat disperso fue dando paso a una colonia conform ada por nueve “campos" que incluyen la tierra para el cultivo de trigo (una de las principales actividades económ icas del grupo), los graneros, las casas, los huertos y los tambos. Esos "cam pos” están com u nicados por una densa red de calles interiores, y tienen escuelas y dos iglesias. En el pequeño mundo que alberga “Nueva Esperanza”, las mujeres con sus tradicionales vestidos oscuros, sus pañuelos es tampados y sus delantales, son las encargadas de cultivar horta lizas y frutales, de ordeñar y hacer quesos, de cuidar las aves del corral y de producir para la econom ía doméstica. Los hombres, no m enos sobrios en su atavío que sus mujeres, cultivan en el campo abierto y establecen los escasos vínculos que la colonia tiene con el mundo exterior participando del mercado. Además, todos cuidan que las generaciones jóvenes mantengan su vida dentro de las fronteras culturales trazadas a partir de los estric tos principios religiosos que anim an las tramas de sentido del
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grupo. Para ello es esencial que los niños se eduquen en las escue las de la colonia y obtengan sólo una instrucción elemental cen trada en las Sagradas Escrituras y desarrollada en Plattdeutsch, el idioma en que una y otra vez en contextos tan dispares como Ucrania, Paraguay o la Pampa, se ha reproducido una cosmovisión que descansa en la defensa de la austeridad, del sectarism o pietista, del aislam iento y del pacifism o. Esos pequeños y pintorescos jardines surgidos del fom ento estatal, de la acción de com pañías privadas, o de la iniciativa particular de un grupo que busca amparo para sus ancestrales tradiciones, revelan una parte de las experiencias de los in m i grantes europeos en el mundo rural de la Argentina. Que la co lonización fracasó com o proyecto general y que las imágenes de una campaña habitada por agricultores que labraban parcelas más o menos pequeñas y anim aban el crecim iento de pueblos y prósperas ciudades, no se concretaron más que de m anera par cial, es una afirm ación que pocos se atreverían a discutir. Sin embargo, eso no debería ocultar las huellas que el ideal colon i zador gestado por los m entores de la nación dejó en el campo pampeano al remediar los golpes que la turbulencia de las pri meras décadas del siglo XIX le había infligido al Litoral y al transform arse luego en la piedra angular del primer boom agrí cola. Es más, las colonias le im prim ieron un contenido étnico a numerosos fragmentos del territorio de Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires y La Pampa dejando profundas marcas en el paisa je: el collage de sembradíos que lucían un degradé de dorados y verdes; las pintorescas casas de los m enonitas de Guatraché, las torres de la iglesia rusoalem ana de Coronel Suárez irguiéndose en medio de una llanura de límites desdibujados, o el cem ente rio judío recostado a la vera de un cam ino vecinal en Carlos Casares, son elocuentes testim onios de ello.
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Los inm igrantes en las estancias y las chacras En lo que resta de este capítulo hablaremos de otras experien cias de inm igrantes en el mundo rural que tuvieron lugar por fuera de los proyectos colonizadores. Volvamos entonces a m e diados del siglo XIX y ubiquémonos en el campo del norte de la provincia de Buenos Aires. Esas tierras que configuraban la vieja frontera mientras se intentaba, no sin dilaciones y obstáculos, la expansión de la provincia hacia el sur del río Salado, fueron un punto de atracción de los irlandeses, escoceses y vascos que iban a dedicarse a la explotación del ganado lanar, una actividad eco nóm ica que se constituiría en el primer jalón de la ganadería ca pitalista argentina. Desde mediados de la década de 1850 la producción de lana se transform ó en el primer renglón de las exportaciones de la eco nomía del litoral que se dirigían hacia los mercados de Francia, Bélgica y Estados Unidos. La oveja, un animal sin valor hasta hacía poco tiempo, desplazaría al vacuno de su lugar de preemi nencia en la campaña de Buenos Aires. La demanda del mercado internacional dio impulso al refinamiento del ganado y a in n o vaciones técnicas y de producción. Los estancieros comenzaron a demandar más m ano de obra para propulsar la mejora de los pastos y el cercado de los campos, la construcción de galpones para la esquila, corrales para las majadas, puestos para los pas tores y depósitos para la lana. Al calor de los cam bios productivos, los campos de la provin cia comenzaron a atraer a abultados contingentes de nuevos po bladores que migraban de las provincias del interior del país o desde Europa. Entre los últimos, los irlandeses llegaron durante las décadas de 1840, 1 8 5 0 y 1860. Al principiar esa etapa, Irlan da estaba atravesando por una profunda crisis económ ica. Ingla terra era el primer mercado de venta de la producción agrícola y ganadera irlandesa y, a la vez, el principal obstáculo para el desa
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rrollo de su m anufactura textil que, rendida ante la com petencia inglesa y sin tarifas proteccionistas, ya casi había desaparecido en la segunda mitad de la década de 1820. En un mundo rural de grandes propietarios, arrendatarios, cottiers que poseían parcelas menores de dos hectáreas o contratos de subarriendo a corto plazo, y trabajadores rurales sin tierra, el alza de los precios agrícolas y ganaderos había sido la causa de una corta etapa de expansión económ ica a principios del siglo XIX de cuyos beneficios se habían apropiado los sectores más acomoda dos del campo. La caída de los precios en los años 1830 comenzó a revertir la situación de bonanza y acentuar las condiciones de pobreza de los pequeños productores y del proletariado rural. La dieta irlandesa dependía cada vez más de la papa, que en los años cuarenta era el único alim ento de un tercio de los po bladores. Cuando la roya provocó el fracaso de varias cosechas entre 1845 y 1850 se agravaron los problemas estructurales de la econom ía provocando una coyuntura de crisis y una ham bruna cuyas principales víctimas fueron los pequeños arrendatarios, los cottiers y los trabajadores sin tierra. En la dramática dism inu ción de la población es donde la debacle económ ica y social se m ostró más elocuente: ochocientas mil personas murieron y un m illón y medio emigró. En los años 1840 y 18 5 0 , los partidos ubicados al sur de la ciudad de Buenos Aires fueron los primeros receptores de una porción de esa migración que se dirigía de manera masiva hacia Inglaterra y Estados Unidos. Desde Cañuelas, San Vicente, Chascom ús y Ranchos, los asentam ientos irlandeses fueron expan diéndose con el correr de las décadas hacia Mercedes, Suipacha, C arm en de Areco, Exaltación de la Cruz, Luján y San Andrés de Giles, y desde allí hacia zonas fronterizas como Rojas, Chacabuco, 25 de Mayo, Bragado y Saladillo. En esa región, la ganadería ovejera se había transform ado en el rubro más expansivo de la econom ía, y en él se insertaron los
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inmigrantes que llegaban desde Irlanda: La cría de ovejas presen taba una serie de ventajas: la experiencia que muchos irlandeses tenía en esa actividad en sus lugares de origen, el hecho de que la producción pudiese encararse con un pequeño capital inicial, y el recurso a la fuerza de trabajo de la familia y la parentela. En pocas ocasiones, más allá de la esquila que era muy laboriosa, un pequeño productor necesitaba recurrir a brazos ajenos al hogar. En su libro sobre la inmigración irlandesa, Hilda Sabato y Juan Carlos Korol, reconstruyeron una trayectoria de acceso al mercado de trabajo y de tierras que estuvo jalonada para la m a yoría de los irlandeses por el conchabo com o trabajador rural asalariado, la aparcería o el arriendo, y la propiedad. Los recién llegados solían conseguir empleo como peones en las estancias de sus com paisanos, o en las shcep farm s durante las tem pora das de esquila. Tiempo después, esos peones conseguían un con trato de aparecería con su patrón, donde una parte ofrecía el tra bajo y la otra la tierra y las ovejas. Allí se iniciaba un cam ino de acum ulación que para la mayoría podía term inar en el arriendo o en la compra de una chacra ovejera, y para la m inoría en la propiedad de grandes extensiones y de majadas numerosas. En la expansión de la corriente dé inm igrantes irlandeses y en la configuración de un espacio productivo con una fuerte im pronta étnica, los contactos interpersonales entre Irlanda y Argentina, y entre los recién llegados y los que llevaban tiempo afincados, jugaron un im portante papel. Además de las cartas y las llamadas de parientes y amigos que ofrecían un trabajo o un lugar donde alojarse, algunas figuras públicas del grupo con tri buían al aumento del flujo de inmigrantes que llegaban a la cam paña de Buenos Aires y a la configuración de una com u ni dad hiberno-argentina. Los curas católicos como el Padre Fahy, un sacerdote que llegó en 1844, fueron piezas claves de articula ción del grupo no sólo en lo espiritual y cultural, sino también en sus aspectos económ icos y productivos. La dispersión que sig
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naba al asentam iento en el mundo rural del norte y noroeste de la provincia transform ó a los curas en los articuladores entre las distintas comunidades que iban naciendo en cada partido, y en los encargados de delinear gran parte de los contactos entre re cién llegados sin trabajo y farm ers y estancieros en busca de peo nes o apareceros. La misa que congregaba a los compatriotas para com partir creencias y una espiritualidad com ún se celebraba en las capillas de pueblos como Exaltación de la Cruz, o en las casas de las es tancias. Esas reuniones de devoción religiosa tam bién eran m o m entos propicios para la sociabilidad, para que los recién llegados entrasen en contacto con los que llevaban años viviendo en la re gión, para conseguir trabajo o trabajadores, para enterarse de los precios y las condiciones de mercado, para intercam biar recetas y consejos domésticos y para iniciar cortejos y relaciones amorosas. Alrededor de los curas y la iglesia católica se organizaba la vida de la comunidad, que con el transcurso de las décadas fue gestando una trama de instituciones que incluía a numerosas capillas en los pueblos rurales, escuelas, clubes (los Racing Clubs de Lobos, Carmen de Areco y Navarro), bibliotecas y periódicos com o The Southern Cross, publicado por primera vez en 1875. O tros inm igrantes vinculados de manera estrecha con la ex pansión lanar fueron los vascos. Euskadi, un mundo agrícola y ganadero signado por la precariedad y el atraso, y caracterizado por la escasa mecanización, daba impulso a la salida de crecien tes contingentes de población. En el paisaje vasco (español y francés) predominaban los caseríos de familias extensas acos tumbradas al uso intensivo de la m ano de obra doméstica en una tierra de la que no siempre eran propietarios. Como los irlande ses, los campesinos vascos estaban familiarizados con la ganade ría ovina, a la que com binaban con la agricultura de caserío, el cultivo de frutales, la fabricación de sidra, la recolección de leña y la cría de cerdos.
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A la autoexplotación y el estancam iento del campo de Euskalerría, se sumaba la arraigada tradición de un sistema de trans m isión del patrim onio que favorecía al primogénito com o único heredero de la tierra fam iliar y dejaba en una situación econó mica vulnerable a los hijos menores de la fam ilia. Una vez que el mayor se casaba, sus padres quedaban viviendo en la misma uni dad doméstica al cuidado de la flam ante pareja, en tanto que los segundones debían buscar otros horizontes. Si se trataba de fa milias más o m enos acomodadas, recibían una dotación que po dían emplear para independizarse, casarse o emigrar. Este último fue el motivo que anim ó a m uchos jóvenes vascos a partir con rumbo a América. Desde la década de 1840, la provincia de Buenos Aires se transform ó en el destino de miles de inmigrantes vascos que en contraron en algunos partidos del sur de la ciudad de Buenos Aires, com o Barracas al Sud, Chascomús, Magdalena y Navarro, y tras el desplazamiento de la línea de fronteras más allá del Río Salado, en Tandil y Lobería, lugares para trabajar y vivir. En los primeros tiempos, esta inm igración, se beneficiaría (com o la irlandesa) de la expansión del ovino. Sin embargo, el lanar no fue el único atractivo de la campaña bonaerense. El boom económ ico de mediados del siglo XIX encontró a los vas cos en otros numerosos sectores de la econom ía. Así lo sugiere M arcelino Iriani quien utilizó los datos del primer censo nacio nal de población para reconstruir las ocupaciones de los vascos españoles y franceses del partido de Chascomús. Ladrilleros, al bañiles, carpinteros, herreros y carreteros se beneficiaron de la expansión demográfica y económ ica de la época del lanar. Por su parte, las tradicionales fondas vascas, de las que el censo cuenta cerca de una decena en el pueblo de Chascomús, eran el lugar de alojam iento para los nuevos inmigrantes, a la vez que una fuen te de trabajo e ingresos para las familias que las regenteaban. La fonda era un ám bito central de la sociabilidad étnica, un punto
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de encuentro que reunía a quienes llevaban tiempo afincados en la campaña y a aquellos que hacía poco habían desembarcado en Buenos Aires, pero que a través de las redes sociales por donde circulaba una profusa inform ación sobre posibles destinos, tra bajo, tierra y alojam iento, habían iniciado su marcha hacia el in terior de la provincia. El fondero (com o los curas irlandeses) hacía de nexo entre esos recién llegados y la comunidad de com paisanos, y entre quienes buscaban conchabo y quienes necesi taban trabajadores. En los años 1870 los efectos no deseados del auge económ i co provocado por la expansión de la ganadería lanar, en particu lar el excesivo pastoreo de los campos de la provincia, impusie ron la urgencia de una expansión del territorio bonaerense hacia el sur. La campaña de Adolfo Alsina primero, y la más cruenta liderada por Julio A. Roca, sustrajeron enormes extensiones de tierra (alrededor de 2 0 0 .0 0 0 kilóm etros cuadrados) del control de los indios y las incorporaron a una econom ía agraria expor tadora en expansión. El poblam iento y el acceso a las nuevas tie rras del sur provincial tendrían, sin embargo, una naturaleza bien diferente de la que caracterizó a la expansión agraria de Santa Fe y Entre Ríos. Nada sem ejante al paisaje de colonias, chacras y densos núcleos de población que en poco tiempo re emplazó al desolado campo ganadero de las provincias del Litoral, se vio en la Buenos Aires de finales del siglo XIX, cuan do un vuelco de la ganadería ovina a la bovina y al cultivo de pas turas y cereales cam bió las prácticas productivas y la fisonom ía campera. Sin embargo, la estancia siguió siendo dom inante en esta nueva etapa. ¿Cóm o tuvo lugar esta mudanza? La ganadería vacuna, que había sido el eje de la econom ía pampeana hasta el boom del lanar, entró en una etapa de expansión estimulada por la de manda del mercado internacional y por el éxito en los ensayos de enviar a Europa carne congelada y enfriada. Una producción
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abundante y de calidad era esencial para responder a la dem an da externa y por ello se m ejoraron los planteles bovinos y se in corporó el cultivo de pasturas artificiales (alfalfares). Las tradi cionales estancias ganaderas com enzaron a entregar sus tierras en arriendo a agricultores -en su gran mayoría eran inmigrantes europeos- que debían ponerlas en producción por tres o cuatro años sembrando trigo, maíz y alfalfa. En el cultivo vinculado a la ganadería se gestó la expansión cerealera de la provincia de Bue nos Aires. Aunque en la última parte del siglo XIX y las primeras déca das del XX se produjo una reducción en el tam año de las explo taciones, una intensa movilidad en el mercado de tierras y un creciente acceso a la propiedad de agricultores inm igrantes y criollos, la estancia siguió dom inando el escenario económ ico y productivo. Si la expansión del lanar había ejercido su influjo sobre la renovación de la fisonom ía del mundo rural, la agricul tura impulsaría cambios m ucho más notorios durante los años de la "revolución del trigo”. Italianos, españoles, franceses, vas cos, daneses, holandeses, com enzaron a afluir hacia el campo atraídos por las promesas de trabajo y tierra. Un colorido mundo cosm opolita de arrendatarios com enzó a tom ar forma en lo que pocas décadas antes era, desde la perspectiva de la élite política e intelectual argentina, un desierto. Las estancias (m uchas de las que aún en los primeros años del siglo XX concentraban varias leguas cuadradas de tierra), albergaban a familias de agricultores que cultivaban en suelo arrendado. Las vías del ferrocarril acom pañaban el proceso de cam bio económ ico y demográfico exten diéndose de modo vertiginoso, y a su vera florecían pequeños poblados. Las distancias, impuestas en buena medida por la per sistencia de la gran propiedad, alejaban a la pampa bonaerense de la rom ántica imagen del jardín soñado por Sarmiento. Sin embargo, el impacto de la agricultura era tal que el paisaje no perm aneció intocado.
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En 1940, Jens Hansen, un agricultor danés que llevaba un par de décadas asentado en la zona de Lumb en el partido de Ne cochea, recordaba sus primeras imágenes de aquel lugar cuando él y su herm ano llegaron en 1908, en los albores de la expansión cerealera en la zona, para arrendar una porción de las 6 .0 0 0 hec táreas que formaban la estancia El Nuevo Sol: Cuando llegamos, Lumb era un desierto sin árboles ni gente. Tenía por única población el boliche de Almada y el casco de la estancia La G am a perdido entre el único monte de todo el lugar. A fines de los años 1920 cuando ya había salido en arriendo el campo de Riopiedres y algunas tierras de El Nuevo So/ se habían vendido, el panorama era com pletamente diferente. Había llegado el ferrocarril, más de cuarenta agricultores cultivaban en tierras propias o arrendadas [...] todas la chacras tenían arboledas abun dantes que los agricultores habían plantado [...] estaba también el edificio de D annevirke centro de nuestra vida social y religiosa, y al boliche de Almada se había sumado El Sol, un almacén de ramos generales. La expansión de la agricultura provocó profundas mudanzas. El paisaje cambió, la población aum entó, el mundo económ ico y social se volvió más com plejo con la llegada de inmigrantes eu ropeos, y con el afincam iento de fam ilias de arrendatarios, apar ceros y propietarios en las grandes estancias, otrora pobladas de ganado y de unos escasos peones y capataces. Ese fue el ámbito de las relaciones sociales entre nativos y extranjeros en que se ar ticularon nuevas representaciones e identidades. Refiriéndose a San Antonio, una estancia de la fam ilia Riglos ubicada en el des linde de los partidos de Lobería y N ecochea, M aría Reynoso re cordaba que a mediados de los años 1 9 2 0 ‘‘aquello era como un inmenso pueblo lleno de gente donde había familias danesas,
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rusas, italianas y de otras naciones, pero tam bién m ucho criollo. Los vecinos eran todos de diferentes países y sólo los separaban los alambrados porque por lo demás, tenían trato afable inde pendiente de si eran gringos o no, de si hablaban bien o mal el castellano”. Algo parecido ocurría en la estancia Cam po D efen ari, un es tablecim iento de 4 .0 0 0 hectáreas donde vivían quince familias chacareras. Cuatro de ellas eran de origen danés y las restantes vascas, suizas y argentinas. Ricardo Laursen, un inm igrante de Copenhague, G ennán Worldfradt un argentino de Tres Arroyos, Valentín Haefeli y dos de sus herm anos que habían llegado de Suiza a fines de la década de 1880, y Luis Gogeascoechea, un vasco de Vizcaya, tenían chacras linderas, intercambiaban traba jo y herram ientas a lo largo del año, pero en particular durante la temporada de trilla, y en el invierno solían compartir la car neada de cerdos. Estos vínculos sociales y económ icos parecían tener al m e nos dos niveles. De un lado, las relaciones entre inmigrantes de diferentes orígenes y nativos trasponían con relativa agilidad las fronteras interpuestas por nociones étnicas, diferencias idiomáticas y religiosas. La vecindad y las necesidades productivas gene raban una arena social cosmopolita. De otro, esos mismos agri cultores italianos, españoles o daneses preservaban un dominio cerrado en el que los vínculos sociales se establecían y decodificaban sólo en térm inos de identidad étnica. La vida parecía regida por identidades complementarias que fusionaban nociones múltiples expresadas en dominios diferen tes. En el ám bito del hogar y de la fam ilia y en el de las relacio nes con el grupo de origen, m uchos inm igrantes m anifestaban sus lealtades étnicas preservando el idioma, la dieta, la fe religio sa, y creando instituciones que se encargasen de dar forma y continuidad en las generaciones nacidas en la Argentina al sen tido de pertenencia a la patria ancestral. Ello no parecía entrar
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en conflicto con una identidad que se engarzaba en el pluralis mo (o cosm opolitism o) de la interacción cotidiana en el tejido social local. Al mismo tiem po que com partían actividades eco nóm icas y entablaban relaciones de vecindad con otros extranje ros y con los nativos, o que participaban de la tram a cultural local, los inmigrantes holandeses de Tres Arroyos fundaban sus iglesias reformadas en las que recreaban los significados religio sos del pasado, los agricultores daneses organizaban escuelas en las que maestros y pastores que llegaban desde D inam arca ase guraban la reproducción de una identidad basada en la fe lute rana y la lengua danesa. En los pequeños pueblos y las ciudades de la campaña, los italianos tenían sus entidades de mutuo so corro y los españoles celebraban las tradicionales romerías y los bailes en los salones de sus clubes.
CAPÍTULO 4
Familia, parentesco y redes sociales Las familias inm igrantes entre el viejo y el nuevo mundo La emigración era (y es) una experiencia personal e individual, pero en la decisión de emigrar participaba un m undo más am plio de actores que tom aban decisiones en un contexto de racio nalidad limitada. A menudo, la estrategia m igratoria respondía más que a las necesidades de la persona que partía desde Europa hacia América, a las de toda la fam ilia. De esa suerte, dependien do de las características de la econom ía dom éstica y del ciclo de vida de la familia, las estrategias podían contem plar a la emigra ción com o una vía para evitar la proletarización, para m antener un equilibrio más adecuado entre recursos económ icos y can ti dad de bocas a alim entar, para saldar deudas, para aum entar una propiedad rural disminuida o para preservar la autoridad pater na, entre otras situaciones posibles. Lo cierto es que la partida de uno o más de sus m iembros contribuía a recom poner los equili brios internos de la fam ilia. La migración afectaba de diversas maneras al grupo familiar. Ya sea porque el que partía era el marido, dejando a la espera del retorno o de la llamada a la mujer y los hijos, ya porque el que se iba era el hijo mayor, ya porque, como ocurría en algunas re giones de España en los años 1920, la familia esperaba a que los hijos madurasen para mandarlos a América, sobre todo en regio nes donde la sucesión patrim onial estaba regida por el derecho de primogenitura y los segundones de los hogares campesinos menos acomodados encontraban en la em igración una salida posible a un destino seguro de proletarización. Partir preservaba además la integridad de los patrimonios familiares, muchas ve 81
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ces tan pequeños que ni siquiera resultaban atractivos para el he redero. En fin, en una variedad de situaciones, la emigración aparece movida por una com binación de causas personales, fa miliares y m icrosociales. Ahora bien, esas familias a las que la partida de alguno de sus miembros separaba físicam ente (por tiem pos más o menos pro longados algunas veces, y otras para toda la vida) se m antenían im aginariam ente unidas a través de cartas, remesas y complejos entramados de redes sociales. La correspondencia, el envío de di nero desde el lugar de destino a la fam ilia de origen, y la llama da de la m ujer y los hijos, de la prometida o de otros integrantes de la familia -herm anos y sobrinos, por ejem plo-, generaban una arena de relaciones sociales transnacionales. De esa suerte, los inmigrantes m antenían vínculos afectivos, económ icos, po líticos y culturales con sus lugares de origen al tiempo que esta blecían relaciones en la nueva sociedad. Los hogares transnacio nales de los que tanto se habla para las migraciones actuales en Estados Unidos, fueron, en aquél país y en éste, un fenóm eno bien conocido hace ya más de un siglo durante la era de las mi graciones masivas. Flujos migratorios con una alta composición masculina com o los que llegaban a las costas del Río de la Plata desde Italia o España en los años del aluvión inmigratorio, reve lan que esos hombres habían dejado atrás a una familia, ya a su esposa y a sus hijos, ya a sus padres y herm anos. En general, la migración de grupos fam iliares fue un fenó meno poco extendido. Más bien los inm igrantes articularon en esa arena transnacional un com plejo de estrategias de unifica ción familiar que, a través de llamadas volvían a reunir a herm a nos, tíos y sobrinos, a novios y prometidas, a maridos y esposas, a padres e hijos. Quizá una de las escasas excepciones a una co rriente de inm igrantes compuesta en su mayoría por hombres solos, lo constituyan las migraciones tem pranas desde el Piam onte italiano durante los m om entos más críticos de la crisis
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agraria en la región. El éxodo de fam ilias nucleares o de grupos parentales extensos fue la característica de este flujo en las tres últimas décadas del siglo XIX. Por ejemplo, casi el 40% de los emigrantes de Agnone, un m unicipio del alto Molise, partió hacia Buenos Aires en el período 1 8 7 0 -1 9 0 0 acompañado de uno o m ás parientes cercanos (esposa, hijos, o padres). Cerca de un tercio de las mujeres casadas (con o sin hijos) emigraba acom pañando a su marido, m ientras que los dos tercios restan tes emprendían la travesía atlántica en un segundo m om ento en com pañía de, al menos, un hijo o hija. En la mayoría de los casos se trataba de mujeres jóvenes, un cuarto de ellas eran niñas m e nores de 10 años y casi la mitad m enores de 20. Esta emigración, cuya principal fuerza propulsora residía en densos entramados de redes sociales, era vista por sus protagonistas com o una estra tegia de largo plazo que tenía en el horizonte el afincam iento en la Argentina más que el retorno a Italia. Llegadas por la vía de activas cadenas migratorias, una vez en Buenos Aires las familias agnonesas tendieron a concentrar su residencia en el mismo ba rrio. Allí, los agnoneses recrearon una atmósfera de paese en !a que los nuevos inmigrantes encontraban un espacio de pares y com paisanas-donde iniciar una adaptación poco traumática al nuevo país. La mayoría de los inm igrantes reconstruían sus vidas en el seno de familias nucleares que, sin embargo, a menudo in cluían formas de cohabitación extendida (hospedando herm a nos y parientes cercanos, com pañeros de trabajo o inquilinos paisanos) desconocidas en Agnone. La carga de trabajo de la fa milia y los huéspedes, recluía a las mujeres agnonesas en el hogar y las separaba del mundo del trabajo formal, dominio casi exclusivo de los hombres. Sin embargo, el caso de los m olisanos aparece más com o una excepción que com o una regla. En la mayoría de las regiones de Europa, desde donde salían emigrantes a las costas de Río de la Plata, la estrategia más difundida parece haber sido que los hom
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bres emigrasen y las mujeres quedasen al aguardo de su regreso o de su llamado. Esta situación fue particularm ente pronuncia da en algunos lugares de España y Portugal e im pactó profunda m ente a las familias y las econom ías en el lugar de origen de los migrantes. De esa suerte, cuando en los años 1860, en el m undo cam pesino de Galicia la emigración hacia las costas del Río de la Plata comenzó a aum entar com o prolegómeno del fenóm eno masivo en el que se convertiría pocos años más tarde, pocas m u jeres participaban de él. Este desequilibrio en el flujo m igratorio tuvo numerosas consecuencias en las zonas gallegas desde donde una m asa creciente de hombres salía con rumbo a América. El descenso del número de varones comenzó a provocar altos índi ces de soltería fem enina y transform aciones en el reparto tradi cional de los roles. Las mujeres se quedaban en las aldeas con sus hijos y con los ancianos asumiendo de manera temporaria (y a veces, definitiva) el papel de padre y madre y tomando a su cargo las explotaciones rurales m inifundistas que requerían un uso in tensivo de m ano de obra familiar. Se estableció así un m atriar cado de hecho que obligó a las mujeres a sustituir a los hombres y ponerse al frente de todas las necesidades del hogar y de la ex plotación económ ica. Sin embargo, la libertad en la tom a de de cisiones que estas mujeres alcanzaron con la em igración de sus maridos, padres y hermanos no fue plena en la medida en que seguían dependiendo de las remesas que los hombres enviaban desde América para comprar tierras, realizar cambios en la ex plotación o arreglos de vivienda e infraestructura. Se difundie ron en la región las " viudas de los vivos’’ (u n a expresión usada tam bién en algunas regiones de Portugal) que esperaban el retor no de sus maridos y seguramente albergaban la ilusión de que con la vuelta de los emigrantes las cosas volvieran a ser com o antes. Sin embargo, hacia fines del siglo XIX y durante los pri meros decenios del siglo XX, la realidad demostraría que era di fícil que después del cam bio drástico impuesto a G alicia por la
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emigración hacia América, los hombres retornasen y el cauce natural de la vida campesina se recuperase. Lejos de esta imagen, lo que ocurrió fue que la sombra de la emigración se cernió más densamente sobre el mundo rural y aldeano gallego al sumar a las mujeres al sostenido y creciente flujo am ericano. La reunifi cación familiar anunciada en las cartas a las esposas y los hijos, o los herm anos y parientes, acentuó la partida de miles de galle gos y gallegas hacia ultramar. Las mujeres dejaron de esperar y se sumaron al proyecto m igratorio de los hombres acudiendo a su llamado. Entre 1880 y 1 9 3 0 la presencia fem enina en el flujo ga llego hacia la Argentina creció del 2 0 al 4 0 por ciento. Aunque parezca paradójico, la participación fem enina en la corriente m i gratoria fue más im portante cuando el total de la emigración se redujo. Se trató de un com portam iento anticíclico que respondía a que las emigrantes eran m enos dependientes que los varones de las ofertas de empleo. Su migración estaba motivada más que por las oportunidades laborales del mercado argentino, por el “éxito” y la inserción que sus maridos hubieran logrado en el m o m ento de llamarlas. Claro que esto no significó que las mujeres n o participasen del m undo del trabajo. Pero por ahora dejemos este tem a en suspenso. Hasta aquí hemos hablado, a través del ejemplo de las migra ciones desde el alto Molise y Galicia de dos tipos de estrategia migratoria: migrar en fam ilia o migrar solo y llamar a la familia. Entre estos dos modelos presentados de una forma algo esque m ática, existía una variedad de situaciones posibles. Por ejemplo, no siempre los hombres que partían dejaban atrás a su mujer y a sus hijos o a una prometida por la que mandarían a llamar. M uchos emigraban solos dejando en Europa a sus padres y sus herm anos. Veamos el caso de Giovanni, un inmigrante piam ontés que llegó a la Argentina en 1924 y que pertenecía a una fa m ilia con una arraigada tradición migratoria que, venciendo las distancias, se mantuvo unida en un intercam bio de correspon
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dencia y de fotografías desde principios de los años 1920 hasta mediados de la década de 1970. El grupo fam iliar del que habla mos, detalladamente estudiado por M ariela Ceva, estaba confor mado alrededor de 1900 por Pietro y Vittoria, los padres de seis h ijos: Erm enegildo, G iovanni, Silvio, Esterina, Em ilio y Annibale. Todos ellos vivían por entonces en una aldea en las in mediaciones de la localidad de Biella, una región que desde el siglo XIX tenía una fuerte tradición m igratoria hacia otros luga res de Italia, a países vecinos de Europa, y a América. A esa tra dición no fue ajena la familia de Pietro, quien a pesar de tener un pedazo de tierra labriega que había heredado de sus padres, estaba empleado en el ferrocarril y abandonaba el poblado du rante largas temporadas, dejando a Vittoria -que se sostenía con el dinero que él enviaba- al cuidado de la casa, los hijos y la ex plotación. Cuando Pietro falleció, Vittoria se transform ó en el centro de la fam ilia y los roles se reorganizaron para brindarle protección en su viudez. Replicando la estrategia de su padre, dos de los hijos migraron por un tiempo a G ran Bretaña. Unos años más tarde, en 1924, otros dos se m archaron a Francia, en tanto que Giovanni emigró a la Argentina y Silvio a los Estados Uni dos. Uno de los varones se casó con una m uchacha bielesa y la única m ujer con un joven de la zona. Los hijos que permanecie ron en Italia se hicieron cargo del cuidado de la madre y de la gestión de la explotación familiar. Sin embargo, Vittoria nunca dejó de ocupar el papel de jefa de la fam ilia. Desde sus diferen tes destinos migratorios, los hijos enviaban dinero a Italia y era ella la que recibía y administraba esas remesas. Una personalidad dominante, Vittoria tam bién trataba de in flu ir en la vida y las decisiones de sus hijos emigrados. De esa suerte, cuando Giova nni decidió casarse, la elección de una com pañera se transform ó en un tem a que preocupaba a su madre y a su familia. Vittoria temía que su hijo se casara con una m ujer que no fuese italiana y en sus cartas le recomendaba que volviese a Biella a buscar una
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novia. A su modo, los hermanos tam bién ejercían presión pre guntándole con insistencia si había conseguido alguien con quien casarse o haciéndole saber que com partían la opinión de la madre de que lo m ejor era que buscase esposa en Italia. Lo cierto es que Giovanni no regresó y term inó casándose en 1937 con Ana, una argentina descendiente de españoles. La elección que seguramen te no dejó satisfechos ni a su madre ni a sus hermanos, no inte rrumpió sin embargo el contacto epistolar y el envío de fotos. Aunque Giovanni no regresó a Italia ("...R itom are [ ...] é il mió sogno pero itnposibile per ora per lo m eno...", escribía en una carta de 19 5 3 ), ese intercambio configuró uno de los ámbitos de socia bilidad en los que este inmigrante italiano se movió a lo largo de su vida. Franqueando la distancia, las cartas, las fotos y las rem e sas lo mantuvieron unido a la aldea piamontesa y a la familia ita liana. De este lado del Atlántico estaba la otra mitad de su vida y de su identidad: su esposa y sus hijos, y los amigos bieleses.
Nace una nueva familia. Los inm igrantes y el m atrim onio G iovanni es el ejemplo de un inm igrante que inicia su propia fam ilia casándose en la Argentina. Sin embargo, su m atrim o n io representa sólo una elección posible, la de casarse desa fiando los deseos de Vittoria y de sus herm anos. Los márgenes de libertad para franquear la intervención del grupo fam iliar a la hora del casam iento fueron por cierto muy variables. Los m andatos traducidos en form a de h abitu s, la despiadada obli gatoriedad de casarse dentro del m ism o grupo religioso, o la más simple circunstancia de conocer al futuro marido o la fu tura esposa dentro de los lím ites im puestos por los universos de sociabilidad étnica, barrial o laboral en los cuales los extran jeros participaban, configuraron pautas m atrim oniales m arca das por la diversidad.
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El m atrim onio de los inmigrantes ha sido un tem a amplia m ente estudiado por la historiografía y, con variaciones que de penden de la com posición sexual de las corrientes migratorias de cada grupo nacional o regional, de las diferencias sociales, cul turales y religiosas, y de los lugares de radicación; com o imagen general se puede afirm ar que las pautas m atrim oniales tendieron a la endogamia. Claro que la endogamia fue alta m ientras el cau dal de inm igrantes que llegaba al país era num eroso, en tanto que la exogamia tendió a aum entar en los períodos de migración temprana (por ejemplo antes de 1 8 7 0 ) o en períodos posteriores a la inm igración masiva. Casarse con un com paisano o con una com patriota dependía en gran medida de la estructura demográ fica del grupo. Así, los españoles y los italianos aparecen como los más endogámicos, mientras que los franceses muestran una mayor ten dencia a los casamientos mixtos. Por su parte, las comunidades más pequeñas como los alemanes del Volga, los daneses, los galeses, los judíos, registraron los porcentajes más altos de m atrimo nios dentro de la misma colectividad. Una tendencia endogámica que se sustentaba en una com binación de factores demográficos, culturales y religiosos. Sin embargo, no es sencillo dar cuenta de porcentajes más o m enos generales de endogam ia/exogam ia, en buena medida debido a que el estudio de las pautas m atrim onia les de los inm igrantes se ha realizado en el nivel m icro regional y local mostrando resultados para locaciones muy específicas (determinadas parroquias y barrios de Buenos Aires, Rosario, Tandil, Luján, Comodoro Rivadavia, Villa Elisa, Tres Arroyos, N e cochea). Empero, basándonos en las conclusiones de esos análi sis parciales, quizá podríamos precisar un poco más al lector de qué estamos hablando cuando decimos que un grupo de in m i grantes era más o m enos endogámico que otro. Los porcentajes varían en el tiempo y en el espacio. Por ejemplo, la endogamia parece más alta en el mundo urbano que en el rural. Los índices
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más elevados son los de los italianos en Buenos Aires en los años que van entre 18 90 y la década de 1910. En ese entonces, la endogamia m asculina superaba el 60% y la fem enina el 80% . A este grupo le seguían los españoles. En Buenos Aires sus índices de homogamia oscilaban entre el 63% y el 78% para los hom bres y rondaban el 80% para las mujeres. En Rosario y Tandil los porcentajes eran bastante más bajos, rondando el 50% la endogamia masculina y el 60% la fem enina. Siguen a este grupo los franceses, que al igual que los españoles registran tasas superio res a las que se han encontrado en el interior de la provincia. La endogamia de hombres y mujeres franceses era de alrededor de 60% en el siglo XIX, m ientras que en la primera década del siglo XX descendió a 4 0 % . En este guarismo se ubicaba la endogamia de franceses en Tandil en los años que van entre 1880 y 1895, cifra que cayó a 2 5% entre mediados de la década del noventa y la Primera Guerra Mundial. En otra ciudad enclavada en el mundo rural bonaerense, Necochea, los franceses también mos traron una mayor tendencia a los casam ientos mixtos que sus com patriotas radicados en Buenos Aires. ¿A qué obedecen estos diferentes com portam ientos? Una de las explicaciones que ya adelantamos, apela a las variaciones del flujo m igratorio. Por ejemplo, la llegada de italianos a Tandil y N ecochea es más bien tardía comparada con Buenos Aires y, aunque la tendencia general es más exogámica, lo cierto es que durante el período de mayor intensidad de los arribos también se advierten los mayores índices de endogamia del grupo. Sin em bargo, cuando hacia principios del siglo XX los arribos comenza ron a decrecer, el porcentaje de m atrim onios m ixtos aumentó. También es posible explicar los menores porcentajes de en dogamia siguiendo una de las hipótesis de Hernán Otero en su análisis de los m atrim onios de los franceses en el área rural de la provincia de Buenos Aires. Según sus argumentos, las caracte rísticas del espacio influyen sobre el com portam iento m atrim o
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nial. La ausencia de la marcada segregación residencial que ca racterizaba al mundo urbano y sus barrios étnicos (en particular a Bueno: Aires) habría favorecido la fluidez de las relaciones de los inmigrantes increm entando sus posibilidades de sociabilidad con argentinos y con otros extranjeros y del encuentro del futu ro cónyuge fuera de los límites que las relaciones sociales étnicas im ponían. Entre m atrim onios m ixtos y casam ientos endogámicos, en barrios que concentraban inm igrantes de una misma región eu ropea o en el mundo rural donde los extranjeros podían tener re laciones que trascendían los límites de la etnicidad, se iniciaban cortejos que daban inicio a nuevas familias. Ahora bien, ¿cóm o se conocían esos futuros consortes, dónde se encontraban esas parejas? Una variedad de situaciones seguramente se oculta de trás de las formas más genéricas y conocidas y, claro está, una multiplicidad de experiencias de atracción o falta de ella, de amor o desamor. Hombres que partían solos hacia América y de jaban a la espera a una novia en Europa. La prometida iba a vol ver a encontrar a su novio cuando él consiguiese trabajo, un lugar donde vivir y quizá algo de dinero para ayudarla a costear el pasaje. Igual que las casadas cuyos maridos emprendían una migración imaginada com o temporaria, las prometidas queda ban esperando el regreso o el llamado. Si sus parejas no volvían, ellas partían hacia el Río de la Plata en compañía de algún varón, en general de un herm ano. A veces, com o Genoveva Boixadós a la que evocamos en la introducción, ya emigraban casadas por que el m atrim onio se había celebrado por poder antes del viaje. O tra situación posible, y seguramente más frecuente, era que el encuentro de la pareja tuviera lugar en la Argentina. Muchas mujeres solteras y sin prometido, abandonaban Europa (por lo general, acompañadas por parientes cercanos de sexo m asculi no) porque en lugares con altas tasas de emigración, sus oportu nidades de conseguir marido dism inuían al ritmo de la crecien
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te salida de hombres jóvenes hacia América. La em igración a tra vés de densos entramados de redes familiares, de amigos y de ve cindad, conducía a una inserción casi segura en un núcleo social donde la interacción más frecuente era con com patriotas. M atri m onios endogámicos eran el resultado de encuentros posmigratorios en los barrios de im pronta étnica de Buenos Aires o Rosa rio, en las ciudades medianas del interior de la pampa o incluso en medio de un mundo rural con altas tasas de concentración de inm igrantes de igual origen (daneses en Necochea, Tandil y Tres Arroyos, holandeses en Tres Arroyos, alemanes del Volga en D ia m ante, Olavarría, Coronel Suárez y La Pampa, judíos en las colo nias de Entre Ríos, galeses en Chubut, polacos, ucranianos y ale m anes en M isiones). Más difícil era para los hombres que al partir no tenían novia volver al terruño en busca de una mujer con quien casarse (com o Vittoria le recomendaba con insistencia a su hijo Giovanni). Aunque fueron casos más excepcionales, los testimonios persona les de algunos inmigrantes advierten que ese también constituyó un cam ino posible al matrim onio. Aún sin necesidad de volver, la futura esposa podía encontrarse en Europa entre las herm anas ca saderas de algún compatriota, compañero de trabajo, socio o amigo radicado en la Argentina. Haciendo las veces de celestinas, los inmigrantes solían mandar a llamar a sus hermanas con la in tención de presentárselas a sus paisanos solteros. Otras veces, las muchachas casaderas llegaban a comunidades con un fuerte per fil étnico y sus congéneres se ocupaban de encontrarles un m ari do relacionándolas con los posibles candidatos. O tra práctica que parece m enos difundida entre los inm i grantes que llegaron a la Argentina que entre los que fueron hacia Estados Unidos (sobre todo en las comunidades china y ja ponesa) fue la de conocer a la futura esposa a través de un retra to. En un trabajo sobre dos comunidades emigradas desde Algarve, en el sur de Portugal, a Comodoro Rivadavia en la Patagonia
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y a Villa Elisa en la provincia de Buenos Aires, M arcelo Borges cuenta que por las redes que conectaban al origen con el destino circulaban prometidas, esposas y futuras esposas. Esas redes die ron forma a una comunidad de base étnica que aún a mediados del siglo XX m antenía una fuerte tendencia a la endogamia. En Comodoro Rivadavia, por ejemplo, entre 1913 y 1960, el 60% de los hombres portugueses y el 78% de las mujeres se casaban con compatriotas o con argentinos descendientes de portugueses, mientras que en Villa Elisa, adonde el pico de inmigrantes de Algarve fue más tardío, la homogamia m asculina fue del 68% entre 1930 y 1980 y la fem enina del 81% . Detrás de estos por centajes se esconden los casam ientos por poder y las llamadas de esposas y prometidas. Empero, la nota tónica de estas prácticas endogámicas fue el encuentro de los futuros esponsales por la me diación de un tercero y a través del intercam bio de fotos, la única base en la que numerosas mujeres sustentaron su decisión de par tir de Portugal hacia América para casarse. Veamos en un ejemplo cómo funcionaban estos encuentros. Tomemos prestada la histo ria de una de las hermanas de Francisco, un floricultor de Villa Elisa radicado en la zona en 1930: Primero le pedí a mi herm ana que viniese. Ella vino sol tera. Un amigo m ío que era soltero fue su marido. Y le dije -dado que yo tenía dos o tres herm anas solteras allí [en Portugal]- que si él quería una yo podía pedirle que viniese. Y así fue com o se hizo. Com o él aceptó... le pedí a ella que le mandase una foto para que la conociera, y tam bién le pedí a él que le mandase una a ella. Así fue. A él le gustó ella así que le pidió que viniese [...] Él tam bién era Portugués, era de Algarve pero de otro sitio [...] Estas relaciones, atravesadas por la distancia y la m ediación de terceros, no siempre term inaban de m anera tan arm ón ica com o
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la de la herm ana y el cuñado de Francisco. No era infrecuente que las fotos que se intercam biaban fuesen de otro individuo, o que el candidato (o la candidata) apareciese más favorecido fí sicam ente o mucho más joven en la foto que en persona. Un pe riodista portugués que a principios del siglo XX visitó Comodoro Rivadavia notó cuán numerosos eran los casamientos que se concertaban sin que los novios se hubiesen conocido más que a través del intercam bio de retratos. Allí recogió la historia de una portuguesa que se había casado por poder con un hombre al que conocía sólo por una foto. Cuando la mujer desembarcó y com probó que su flam ante marido tenía poco que ver con la imagen del retrato, decidió regresar a Portugal antes que condenar su fu turo a la com pañía de un hombre tan diferente del que había imaginado. Más allá de experiencias puntuales y pintorescas com o las que venimos de evocar, lo cierto es que el análisis de los com por tam ientos m atrim oniales ha provisto una forma mensurable de exam inar hasta qué punto los vínculos primarios y ios contactos premigratorios influyeron no sólo sobre la selección de cónyu ges, sino tam bién sobre cierta continuidad de prácticas m atri moniales de los lugares de origen en la sociedad de destino. Un ejemplo de ello lo constituye la difusión entre los vascos france ses del mundo rural pampeano de m atrim onios múltiples en los que dos o más hermanas de una fam ilia se casaban -en general en una m ism a cerem onia- con dos o más hermanos de otra fa milia. Esta modalidad cuya difusión en Bearn v en el País Vasco fue advertida por Pierre Bourdieu v Pierre Fem et. se replicó en la Argentina y fungió com o una forma de adaptación a la nueva so ciedad en la que se daba continuidad a patrones culturales y es trategias fam iliares con las que los inm igrantes estaban fam ilia rizados en sus regiones de origen. Casarse, al igual que emigrar, no parecen haber sido tanto actos individuales com o partes de un com portam iento familiar.
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y a Villa Elisa en la provincia de Buenos Aires, M arcelo Borges cuenta que por las redes que conectaban al origen con el destino circulaban prometidas, esposas y futuras esposas. Esas redes die ron form a a una comunidad de base étnica que aún a mediados del siglo XX m antenía una fuerte tendencia a la endogamia. En Comodoro Rivadavia, por ejemplo, entre 1913 y 1960, el 60% de los hombres portugueses y el 78% de las mujeres se casaban con com patriotas o con argentinos descendientes de portugueses, mientras que en Villa Elisa, adonde el pico de inm igrantes de Algarve fue más tardío, la hom ogam ia m asculina fue del 68% entre 1 9 3 0 y 19 80 y la fem enina del 81% . Detrás de estos por centajes se esconden los casam ientos por poder y las llamadas de esposas y prometidas. Empero, la nota tónica de estas prácticas endogámicas fue el encuentro de los futuros esponsales por la m e diación de un tercero y a través del intercambio de fotos, la única base en la que numerosas mujeres sustentaron su decisión de par tir de Portugal hacia América para casarse. Veamos en un ejemplo cómo funcionaban estos encuentros. Tomemos prestada la histo ria de una de las hermanas de Francisco, un floricultor de Villa Elisa radicado en la zona en 1930: Primero le pedí a mi herm ana que viniese. Ella vino sol tera. Un amigo m ío que era soltero fue su marido. Y le dije -dado que yo tenía dos o tres herm anas solteras allí [en Portugal]- que si él quería una yo podía pedirle que viniese. Y así fue com o se hizo. Com o él aceptó... le pedí a ella que le mandase una foto para que la conociera, y tam bién le pedí a él que le mandase uiia a ella. Así fue. A él le gustó ella así que le pidió que viniese [...] Él tam bién era Portugués, era de Algarve pero de otro sitio [...] Estas relaciones, atravesadas por la distancia y la m ediación de terceros, no siempre term inab an de m an era ta n arm ó n ica co m o
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ia de la herm ana y el cuñado de Francisco. No era infrecuente que las fotos que se intercam biaban fuesen de otro individuo, o que el candidato (o la candidata) apareciese más favorecido fí sicam ente o m ucho más joven en la foto que en persona. Un pe riodista portugués que a principios del siglo XX visitó Comodoro Rivadavia notó cuán numerosos eran los casamientos que se concertaban sin que los novios se hubiesen conocido más que a través del intercam bio de retratos. Allí recogió la historia de una portuguesa que se había casado por poder con un hombre al que conocía sólo por una foto. Cuando la m ujer desembarcó y com probó que su flam ante marido tenía poco que ver con la imagen del retrato, decidió regresar a Portugal antes que condenar su fu turo a la com pañía de un hom bre tan diferente del que había imaginado. Más allá de experiencias puntuales y pintorescas com o las que venimos de evocar, lo cierto es que el análisis de los com por tam ientos m atrim oniales ha provisto una forma mensurable de exam inar hasta qué punto los vínculos primarios y los contactos premigratorios influyeron no sólo sobre ia selección de cónyu ges, sino tam bién sobre cierta continuidad de prácticas m atri moniales de los lugares de origen en la sociedad de destino. Un ejemplo de ello lo constituye la difusión entre los vascos france ses del mundo rural pampeano de m atrim onios múltiples en los que dos o más hermanas de una fam ilia se casaban -e n general en una m ism a cerem onia- con dos o más herm anos de otra fa milia. Esta modalidad cuya difusión en Bearn v en el País Vasco fue advertida por Pierre Bourdieu y Pierre Fernet. se replicó en la Argentina y fungió com o una form a de adaptación a la nueva so ciedad en la que se daba continuidad a patrones culturales y es trategias fam iliares con las que los inm igrantes estaban fam ilia rizados en sus regiones de origen. Casarse, al igual que emigrar, no parecen haber sido tanto actos individuales com o partes de un com portam iento familiar.
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Si además de los casam ientos de los inm igrantes observamos los de sus hijos, se advierte una relativa restricción a la libertad de elección impuesta por la tradición y la sociabilidad de la familia, y por la autoridad y mediación de los padres. En su libro sobre la inm igración española en M ar del Plata, M aría Da Orden cuenta que todavía en los años veinte la endogamia de los hijos de pe ninsulares era elevada. Esa tendencia a perm anecer dentro del ámbito de origen de los padres a la hora de elegir con quien ca sarse fue, sin embargo, mayor entre las hijas de los españoles que entre los varones, quizá por el distinto peso de la autoridad pater na en la elección m atrim onial y porque en aquellos años las mu jeres tuvieron horizontes de sociabilidad restringidos a los ámbi tos de fuerte impronta étnica en ios que se movían sus padres. Más arriba decíamos que los motivos culturales o religiosos tam bién influyeron en el com portam iento m atrim onial de los inmigrantes y de sus hijos. Quizá entre éstos el más em blem áti co sea el caso de los judíos. Es materia conocida que entre los ritos de pasaje el m atrim onio ocupaba un lugar clave en la repro ducción de la identidad cultural y religiosa de los israelitas. De esa suerte, el casam iento m ixto representaba una ruptura con la costumbre a la vez que una grave trasgresión religiosa cuya san ción podía excluir de la colectividad a quien desafiase la norma casándose con u n /a goy. Cumplir con este imperativo no era, sin embargo, tarea sencilla. La endogamia requería, entre otros re quisitos demográficos, el relativo equilibrio en el núm ero de mu jeres y hombres en edades casaderas, y en el caso de las migra ciones, ese equilibrio estaba supeditado a la com posición y la intensidad del flujo de inm igrantes que llegaban a la sociedad de destino. A la hora de garantizar m atrim onios dentro del grupo, las familias con hijos o hijas en edad de casarse debían articular una serie de m ecanism os que hicieran posible conseguir un can didato dentro de la colectividad. Así, la tradición del casam ente ro, el Celestino concertador de m atrim onios, fue reeditada por
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los inm igrantes judíos en las colonias de la Argentina y, por ejemplo, en Médanos, en las cercanías de Bahía Blanca, esta fi gura estuvo activa hasta bien entrados los años veinte. Médanos era una colonia agrícola que se había conform ado a principios del siglo XX con familias que no provenían directam ente de Eu ropa sino de Moisés Ville, Santa Elena, Villaguay y Domínguez, entre otras de las colonias entrerrianas y santafecinas que se ha bían fundado a fines del siglo XIX com o parte del proyecto de la Jew ish Colonizatíon Associaíion de la que hablam os en el capítu lo anterior. La remigración de colonos provocó desequilibrios entre hombres y mujeres que afectaban a la feria m atrim onial. Sin embargo, las redes de sociabilidad que conectaban a la nueva colonia con los viejos asentam ientos judíos vinieron a subsanar la falta de novios y novias activando intercam bios y concertaciones m atrim oniales en las que las familias y el casam entero des plegaban un arsenal de estrategias que garantizaba que nada que dase librado ni al azar, ni a la decisión individual. Si el caso de los inmigrantes judíos en el mundo rural de las colonias es un modelo extremo de endogamia y de control fami liar y de grupo sobre las prácticas matrimoniales, lo cierto es que en colectividades que no reconocían mandatos religiosos o cultu rales tan estrictos pero que se configuraban a partir de densas tramas de relaciones familiares y paisanas -ya fuese en los ba rrios étnicos de la ciudad, en las distantes colonias galesas de la Patagonia, o entre los agricultores daneses del sur de la provincia de Buenos Aires-, la mirada de los otros debe haber restringido las libertades individuales a través de unas normas tácitas y unas prohibiciones implícitas que en buena medida regían conductas y prácticas y que, más allá del influjo de la familia, tam bién orien taban la elección del cónyuge dentro de los límites de la com uni dad. De ese modo era posible salvaguardar la reproducción de las tramas de significado propias del grupo. Así, entre los agnoneses, las mujeres seguían replicando prácticas y roles de su mundo mo-
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lisano de origen. El hombre participaba del mercado de trabajo y salía al abigarrado mundo cosmopolita de la Buenos Aires de fines del siglo XIX, y la mujer, guardando el recato de una aldea na de Agnone, permanecía com o custodia del hogar encargada de la crianza de los hijos y dueña del dominio doméstico. Para hom bres y mujeres esa comunidad seguía siendo, al m enos hasta fines de 1800, el ámbito de sociabilidad primero y aquél en el cual se reforzaban las redes sociales y los vínculos con el lugar de origen. Allí, mediatizada por unos esquemas de conducta arraigados a la manera del habitus, la mirada vigilante de la comunidad influía sobre las elecciones individuales a las que seguro no era ajena la de un futuro o futura consorte. En el campo, era posible que, com o en el caso de los france ses, la falta de segregación espacial asegurase relaciones más abiertas que luego influían sobre la profusión de m atrim onios mixtos. Sin embargo, en el otro extremo, se ubicaban numerosas minorías cuyos patrones de residencia dieron lugar a asentam ien tos de fronteras muy definidas entre cuyos límites transcurría la vida social, económ ica y religiosa de los inmigrantes. Resultado de una existencia ensimismada en la comunidad étnica eran las altas tasas de m atrim onios endogámicos. Un ejemplo lo constitu yen los inmigrantes daneses. Este grupo m ostró una fuerte ten dencia a la concentración en determinados ejidos de los partidos del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Así, el 4 8 % de los productores rurales de Lumb, en Necochea, eran daneses y en La Dulce, un ejido colindante, representaban el 25% . En esos Luga res, las tasas de endogamia entre los hijos de los inmigrantes su peraban el 80% para hombres y el 90% para las mujeres en las primeras décadas del siglo XX. La autoridad de los padres y la m i rada vigilante de la comunidad no pudieron menos que ejercer su influjo sobre la selección de cónyuge y la conform ación de una nueva familia que viviría en el seno de ese mundo cerrado repro duciendo conductas, prácticas y costumbres.
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La familia y el trabajo La decisión de emigrar era tomada en el seno de la fam ilia y la partida de uno o más de sus miembros afectaba, com o dijimos, a todo el grupo en varios sentidos, pero especialmente en uno de ellos. Quien emigraba generalm ente lo hacía a través de redes de parientes y a su vez, él m ism o podía ser el iniciador de una nueva red que atraía a otros miembros de la familia (herm anos, espo sa, hijos) desde Europa. Esos vínculos premigratorios ejercían su influjo sobre m uchos aspectos de la vida del emigrado. Hasta ahora exploramos uno de ellos: el m atrim onio. Seguidamente abordaremos la relación entre las redes, la familia y el acceso al trabajo de hombres y m ujeres europeos que llegaron a la Argen tina en diferentes m om entos de los años que median entre el inicio de aluvión inm igratorio, en la década de 1880, y media dos del siglo XX. Com o vimos en algunos de nuestros ejemplos, cuando los inmigrantes llegaban la Argentina era corriente que los fam ilia res y parientes que vivían aquí los auxiliasen integrándolos a sus hogares hasta que se procurasen un lugar donde vivir y ayudán doles a conseguir empleo. No era infrecuente, por ejemplo, que el inm igrante obtuviese su prim er trabajo por la recomendación de un familiar, a la vez que las fábricas y talleres se valiesen de las redes de parientes para reclutar su mano de obra. En la Algodonera Flandría instalada a fines de los años veinte en las cercanías de Luján, com o adelantamos en el segundo ca pítulo, el grupo fam iliar era el medio más usado para el ingreso de nuevos operarios a la planta, así como para la adaptación de los recién llegados (m uchos de ellos de origen rural y campesi n o) al sistema fabril. Un ejemplo entre los numerosos casos de redes familiares estudiados por M ariela Ceva, es el de Pedro, un operario originario de la región polaca de Galitzia que ingresó a la textil de Luján en 1 9 2 9 adonde permaneció empleado hasta
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1951. Por su intermedio, en 1930, entraron a la fábrica su her mano y un sobrino que habían llegado a la Argentina en 1926. Al año siguiente, el herm ano de Pedro mandó a llamar a su es posa y a dos hijos que habían quedado en Galitzia. Todos ellos entraron a trabajar a diferentes secciones de la textil. También por intermedio de Pedro ingresó a Flandria un primo suyo llega do de Polonia en 1929. Veinte años más tarde, Pedro, por enton ces ascendido a m ecánico de telares, les envió pasajes a dos so brinos y a la esposa de uno ellos y gestionó el ingreso de los tres como operarios a la algodonera. La configuración de esta red no es para nada excepcional, al contrario, el esquema vuelve a repe tirse una y otra vez en las familias de inm igrantes. Así, entre 1920 y 1960, el 85% de los empleados de Flandria fue presenta do o recomendado por un pariente. También en el mundo rural de la pampa húmeda, las redes familiares atraían a nuevos inm igrantes y abrían el acceso al mercado de trabajo y de tierras a los recién llegados. Tomemos prestado un ejemplo provisto por C arina Silberstein para Santa Fe a principios del siglo XX. José Mari, originario de San Miguel de Ibiza llegó a la Argentina en 1912 con un contacto paisano, un panadero mailorquí que residía en la localidad de J.B. M olina. Allí, José aprendió el oficio y al tiempo instaló su propia panade ría, "La Sudam ericana", en el pueblo de Albarellos hacia donde promovió la migración de cuatro de sus herm anos y de tres so brinos a los que proveyó de empleo y alojam iento. Además, en sociedad con sus herm anos arrendó cam po en la zona. Había escampado tras la torm enta provocada por la crisis de Baring y Hans Christiansen, un inm igrante danés que vivía en Tandil desde mediados de la década de 188 0, le escribía una carta a su cuñado que vivía en la isla de M ors al norte de la pe nínsula de Jutlandia, detallando las posibilidades de trabajo que ofrecía el mundo rural pampeano de aquellos años.
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Es m ucho más fácil vivir aquí que allá en Dinam arca. No hay punto de com paración, claro que uno debe estar dis puesto a tom ar cualquier trabajo que se le presente [...] de esa manera siempre hay dinero para ganar [...] les puedo conseguir trabajo para todos ustedes en Tres Arroyos más fácil que en Tandil. Allí vos podrás trabajar en el campo y Else [refiriéndose a su herm ana] cocinar para los peones y entre ambos ju ntar cincuenta pesos por mes, más la comida. Además Niels [en referencia al hijo del m atrim onio] puede arar por tanto y ganar veinte o treinta pesos más por mes. En la próxima carta les voy a explicar qué tren deben tom ar desde Buenos Aires a Tres Arroyos. En ese lugar viven m uchos de mis amigos en buena posición económ ica, una recom endación bastará para que los tres tengan trabajo ni bien lleguen. En esta carta, Hans ofrece conseguir trabajo no sólo para su cuña do y su sobrino, sino también para su hermana. Si bien entre los inmigrantes, parte de las mujeres permanecían en el hogar al cui dado de sus hijos y del orden doméstico, otras ingresaban al mer cado de trabajo. La situación fue variada de acuerdo al grupo étni co de pertenencia, al lugar de asentam iento de la familia, a la edad o a la condición civil (por ejemplo, muchas trabajaban mientras estaban solteras y dejaban de hacerlo al casarse). En general, las ocupaciones que las inm igrantes declararon en los registros de desembarco y en los censos nacionales de po blación estaban influidas por las tareas que solían desempeñar en la fam ilia por su condición de hijas, esposas o madres. Así, el servicio doméstico y las tareas de planchadoras o cocineras ocu paban un lugar preeminente en las declaraciones. Sin embargo, el com ercio tam bién fue otra actividad que las mujeres europeas decían desempeñar. Seguramente porque acompañaban de m a nera activa a sus maridos en la atención de almacenes, hospeda
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jes, hoteles y fondas. En el censo de 18 9 5 , por ejemplo, los jefes de familia vascos solían acusar una profesión no comercial m ien tras que su mujer aparecía censada com o “com erciante” o “fon dera". Esposas e hijas trabajaban en esos establecim ientos prepa rando comida, lavando la ropa de los viajeros, y cuidando la huerta y el gallinero que proveían los ingredientes para el menú que se ofrecía a los huéspedes. Cuando las dim ensiones del ne gocio imponían la contratación de m ano obra ajena a la familia, las fondas eran una fuente de empleo para otras compaisanas. Cocineras y mucamas tam bién solían ser vascas. A menudo, además de la rutina de lavar, cocinar y atender a los pasajeros, las mujeres debían encargarse de tareas más ingratas: cuidar enfermos que se "internaban" en las fondas o preparar un velorio en el hotel. En 1927, nos cuenta Marcelino Iriani, una de las habitaciones del hotel “Kaiku" de Tandil fungió com o sanato rio (y las mucamas y la mujer del dueño com o enfermeras) cuan do el euskaldún Ignacio Escurre pasó allí los últimos tiempos de una enfermedad que tuvo un desenlace fatal. Pero no todo era tra bajo, enfermedad y muerte. En los salones del "Kaiku” también te nían lugar casamientos y fiestas de boda; entonces, aunque la carga de trabajo se redoblaba, había tiempo para la diversión y el baile. Las mujeres de otras colectividades asentadas en pequeñas ciudades del interior de la provincia y en el mundo rural de la pampa húmeda tam bién se ganaron la vida en trabajos que de algún modo cabalgaban entre el ámbito dom éstico y el mercado. Es materia conocida que muchas inm igrantes afincadas en el campo, además de ocuparse de la casa, la huerta, el gallinero, la cría y faena de cerdos, solían colaborar con sus maridos e hijos en tareas más rudas llevando la comida “al rastrojo” durante el tiempo de cosecha, ayudando a cuidar el ganado o armando abultadas parvas de pasto con las que se alim entaban los anim a les durante el invierno. En su libro sobre los alem anes del Volga, Olga Weyne contaba que la colonia de San Miguel Arcángel,
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cerca de Olavarría, todos los miembros de la familia contribuían en el laboreo agrícola. Hombres y mujeres se esforzaban a la par, mientras los primeros guiaban las riendas del caballo, las segun das conducían con pericia el arado de mano. Más allá de estas tareas, que en buena medida replicaban prácticas del pasado europeo (las mujeres gallegas, de las que ha blamos antes, se habían hecho cargo de las explotaciones rura les cuando sus maridos partían hacia Am érica), tam bién en el campo las inm igrantes se empleaban de mucamas y cocineras en las chacras y las estancias o, com o veremos en la trayectoria de una de las protagonistas del capítulo seis, Karen Sunesen, como maestras particulares de los hijos de com patriotas. Sin embargo, com o vimos, la mayoría de los inmigrantes se es tablecieron en grandes centros urbanos. Durante las últimas déca das del siglo XIX y las primeras del XX, en un mercado de trabajo en expansión, muchas de estas mujeres ocuparon nichos de em pleo no calificado en fábricas textiles, plantas de procesamiento de alimentos (fábricas de licores, galletitas y comestibles en general), refinerías, frigoríficos y envasadoras de conserva de pescado. El fri gorífico Armour, de que hablábamos antes, fue una importante fuente de empleo de mujeres inmigrantes. Hasta mediados de la década de 1910 la fuerza de trabajo femenina estaba compuesta en su mayoría por migrantes internas argentinas; sin embargo en los años 1920 y 1930, las extranjeras dominaron levemente por la in corporación de inmigrantes checoslovacas, lituanas y polacas, lle gadas al país durante los años veinte. Aunque el grueso del perso nal femenino no tenía calificación, una especialización basada en la formación cultural del género las habilitaba a conseguir trabajo como jornaleras en las secciones de la fábrica destinadas a cortar y enlatar carnes y verduras, o realizar la limpieza. En las fábricas, las europeas iniciaban su inserción como tra bajadoras y su adaptación a la nueva sociedad a través de la interacción con sus com pañeras de trabajo nativas, muchas de
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ellas tam bién migrantes que abandonaban el mundo rural y preindustrial del interior del país en busca de oportunidades de empleo en el expansivo mercado laboral urbano del área litoralpampeana. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría con los varones, el empleo de las mujeres extranjeras (en su mayoría con baja o nula calificación) estaba afectado por una gran variación y movimiento en la medida en que la opción por el trabajo extra doméstico se relacionaba con las estrategias del grupo familiar. Así, el ciclo de vida de la familia generalmente determ inaba la permanencia o la salida de la mujer del mundo del trabajo y era bastante corriente que las europeas abandonasen su empleo para casarse, o si estaban casadas lo hicieran en coincidencia con el nacim iento del primer hijo. No debemos olvidar que muchas inmigrantes contribuyeron con su trabajo a la econom ía doméstica sin salir del hogar. Aunque más difíciles de rastrear, sobre todo porque en los censos de población esas mujeres sólo declaraban desempeñar “labores de su sexo o de su hogar”, en verdad una alta proporción de ellas realizaba trabajos com o planchar, lavar, coser o liar cigarros. Estas ocupaciones que se realizaban puertas adentro tuvieron una larga permanencia. Entre el aluvión inm igratorio y la segunda posgue rra, las lavanderas, las planchadoras o las modistas trabajaban a destajo y completaban los ingresos que sus maridos traían del mercado de trabajo formal. El testim onio de una gallega que llegó a la Argentina a fines de los años 1 9 4 0 revela la laboriosa dim en sión de estos trabajos que permitían a las mujeres permanecer en la casa atendiendo de manera sim ultánea a sus roles tradiciona les de guardianas del hogar y los hijos, y a las fatigosas obligacio nes laborales que les proveían de dinero extra: “Cosía en casa... los clientes se van haciendo de a poco, hacía pantalones para sas tres y hacía vestidos, cuando venía vestido, vestido, cuando venía pantalón, pantalón..., pero pagaban en esa época muy poco, muy poco, la costura fue siempre muy esclava...’’.
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Hombres y mujeres que migran, familias que se inician con el casam iento de los inm igrantes o que se reencuentran con la migración de la mujer y los hijos que acuden al llamado del es poso/padre. Hijos que nacen en Europa, hijos que vienen al mundo en América. La fam ilia requiere sustento y el sustento se obtiene del trabajo. El conchabo fuera del hogar, un imperativo para los hombres y para m uchas mujeres. El trabajo en el hogar, una opción para numerosas inmigrantes. El laboreo com ún de una explotación familiar, un dominio en el que hombres y mu jeres comparten la fatiga del trabajo. Detrás de todas estas situa ciones, están las estrategias y las decisiones familiares tomadas en contextos de racionalidad y de inform ación limitadas. Emi grar, casarse, entrar y salir del mundo del trabajo, acciones en las que los inmigrantes no tom aban sus decisiones de manera aisla da, sino en consonancia con las necesidades (y las posibilidades) de sus familias.
CAPÍTULO 5
La inmigración, las guerras y las posguerras Las puertas se cierran La Primera Guerra Mundial provocó un quiebre irremediable en el flujo migratorio hacia la Argentina. Esa corriente que a pesar de haber atravesado etapas de desaceleración, había mantenido una tendencia creciente desde los años ochenta del siglo XIX, marcó una época de profundas transform aciones en el país. Si, com o veremos más adelante, después del fin de la Gran Guerra, el flujo se reinició, no logró recuperar ni su ritmo ni los niveles de ingreso históricos. En medio de la conflagración, los saldos negativos de 1915 y 1917 m ostraban los implacables efectos de la guerra. Las lim ita ciones impuestas a los desplazamientos ultramarinos, la profusa movilización de personas hacia los frentes bélicos, el contexto de incertidumbre extrema y los acotadísim os márgenes entre los cuales los actores debían tom ar sus decisiones, impactaron en la tradición de la Argentina com o un país de inmigración y convir tieron a la masividad en un dato del pasado. La guerra tam bién golpeó a la econom ía local desatando una crisis del sector industrial, poniendo un freno a la expansión agrícola y ganadera en la que hasta entonces se había sostenido el crecim iento económ ico del país y abriendo una época de agu da desocupación. La depresión de una economía hasta hacía pocos años marcada por la prosperidad, había traído aparejado un intenso conflicto social que, com o vimos, durante los años del primer gobierno radical surcaba el país e involucraba a tra bajadores nativos y extranjeros por igual. Los años del C ente nario se cerraban de manera dramática dando paso a los veinte 105
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en una escena que poco tenía que ver con la pretenciosa gala con la que la sociedad argentina había celebrado el aniversario de la Revolución, un espejo en el que las clases dirigentes veían refle jada la coronación del progreso y la prosperidad del joven país. A finales de 1919, los sucesos de la Semana Trágica daban paso a la nueva década en cuyos albores el enfrentam iento entre los trabajadores, las patronales y el gobierno se expresarían en dos tonalidades de rojo: la de una revolución que encarnaba el fan tasma de un com unism o que amenazaba con cobrar dim ensio nes universales, y la de la sangre que derramaba la represión a los trabajadores. En el verano de 1919, Buenos Aires quedó con vertida en una tierra fuera de control y la ciudad fue testigo de crueles episodios que en algunas barriadas judías revivieron los fatales recuerdos de los pogromos rusos. Al año siguiente, en la lejana Patagonia, los conflictos de los trabajadores (que se pro longaron hasta 1 9 2 1 ) recrearon las escenas de violencia y repre sión con las que se había clausurado en Buenos Aires la década de 1910. Resultado de aquella dramática traducción de los límites del crecim iento económ ico en desocupación y conflicto social, fue ron los intentos de im plem entar una política m igratoria más restrictiva durante los gobiernos de Hipólito Yrigoyen y de M ar celo T. de Alvear. De esa suerte, para ingresar al país en los años veinte era necesario presentar una abultada docum entación que incluía un pasaporte con foto acompañado de certificados poli ciales y judiciales de falta de antecedentes penales, además de constancias de salud m ental y de no mendacidad. Sin embargo, com o nos recuerda Fernando Devoto, estas disposiciones, que se sostenían en el principio decim onónico de libertad de inmigra ción pero m ultiplicaban los m ecanismos de control, no dieron lugar a la sanción de un nuevo orden legal. Más allá de las in tenciones del presidente Alvear, que en 1923 giró al Congreso un proyecto para una nueva ley de inm igración, la de 1876 no fue
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reemplazada y se apeló a recursos administrativos y reglamenta rios para lim itar la entrada de extranjeros. La política restrictiva se relacionaba con la situación de los primeros años de la posguerra que combinaba el impulso de los eu ropeos a abandonar sus lugares de origen con la deprimida con dición de la econom ía local, afectaba por las altas tasas de de sempleo que acom pañaron a la guerra y se prolongaron tiempo después de su finalización. Empero, cuando una nueva etapa de bonanza económ ica dejó atrás la crisis y amenguó el conflicto so cial, las restricciones cedieron. En los años veinte, a pesar de los temores a la llegada de refugiados y de elementos “exóticos”,1 la inmigración, aunque con ingresos m ucho más modestos que en el siglo anterior, retomó su curso. Sin embargo, durante esos años terminaría de configurarse una imagen gestada en la aprehensión de la elite local hacia los extranjeros que veía a los inmigrantes ya no como clases laboriosas sino com o clases peligrosas que poní an en riesgo la integridad social y la identidad nacional. La década de 1 9 2 0 inauguraba una etapa en la que los arri bos se recuperaban y además cobraban un perfil novedoso. A aquellos inm igrantes que, com o había ocurrido durante el siglo XIX, entraban al país buscando oportunidades económ icas, se sumaban ahora los que salían de Europa por razones políticas. Esta nueva com posición del flujo iba a hacerse más notoria du rante los años treinta, una época signada por los efectos de la crisis mundial sobre la econom ía local y por la ruptura del régi men democrático. M enos num erosos que los españoles, que los seguirían en el cam ino del exilio hacia la Argentina com o consecuencia de la Guerra Civil y el posterior triunfo de las fuerzas del general Fran co, los italianos que escapaban del gobierno de Benito Mussolini levantaron el telón de una escena que trasladaba a este lado del mar, la fiereza de la batalla ideológica insignia de la primera pos guerra: fascism o versus antifascism o.
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Los primeros exiliados italianos llegaron a Buenos Aires poco después de la Marcha sobre Roma y fueron los encargados de principiar la organización de un movimiento antifascista en la Argentina. Para ellos, más que las instituciones de la arraigada comunidad ítalo-argentina en las que tuvieron escaso impacto, fueron los partidos de izquierda los espacios para desarrollar su causa política. A pesar de ser el ám bito más im portante de la iz quierda local, el Partido Socialista (PS) Argentino estaba m arca do por una fuerte vocación nacional, y ello desalentó la partici pación de los exiliados cuya voluntad era inversa a la de sus pares argentinos que se mostraban remisos a la creación de filiales del PS Italiano en el país. Dos fueron entonces los espacios de izquierda donde los exi liados encausaron m ejor su lucha contra el fascismo: el anar quismo y el Partido Com unista (PC ). Al primero se integraron m ilitantes peninsulares inclinados a acciones m ucho más im pactantes y violentas que las que caracterizaban al anarquismo local. Emblemático de esa virulencia con la que llevaban adelan te su causa, fue el atentado encabezado por el m ítico Severino Di Giovanni contra el consulado de Italia en 1928, con un saldo de ocho muertos y decenas de heridos. A ese hecho sangriento había antecedido otro, en 1925, promovido también por Di G io vanni: una protesta en el Teatro Colón durante una cerem onia a la que asistían el presidente de la nación y el em bajador de Italia para conm em orar el 25° aniversario de la coronación de Vittorio Emanuele. El Partido Com unista Argentino se transform ó en el lugar más im portante desde el cual los inm igrantes políticos dieron forma al antifascism o. A diferencia de la rigidez nacionalizadora del Partido Socialista y de su mayor preocupación por la política local, el PC, un partido pequeño y de reciente creación (había sido fundado en 1918) fue favorable a la existencia de un grupo italiano estable dentro de sus filas. La cercanía del partido con el
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m axim alism o socialista italiano y la numerosa presencia entre sus afiliados y dirigentes de inm igrantes peninsulares recientes, contribuyeron a transform arlo en un espacio clave para los exi liados. Sin embargo, durante los años 1920 el antifascism o no alcanzó a articular más que m anifestaciones inorgánicas y espo rádicas. Atravesado por una notoria falta de unidad ideológica, el incipiente movimiento operaba además en un terreno en el que la burguesía com ercial e industrial de origen italiano, que llevaba largo tiempo asentada en la Argentina y controlaba una parte sustancial de la instituciones de la comunidad, animaba un fuerte sentim iento nacionalista y una marcada lealtad m o nárquica que la desencontraba con el accionar de los exiliados. Fue recién durante los últim os años de la década de 1920 que tuvieron lugar los intentos de unificación que iban a articular el movimiento. El más am bicioso de ellos fue la constitución, en 1927, de la Alianza Antifascista Argentina que reunía a republi canos, socialistas y com unistas, con hegemonía de estos últimos, que, dos años más tarde, term inarían apartándose de ella para crear la C oncentración de Acción Antifascista, la agrupación más fuerte y activa del antifascism o italiano en el país. La ruptura del sistema dem ocrático en 19 30 coincidió con una mayor organización del movimiento. Aunque su unidad es taba todavía en construcción, había logrado una representatividad más fuerte en la com unidad italiana y una estructura más sólida que en la década anterior. La importancia que durante esos años cobraron los frentes populares, la influencia de la Guerra de Etiopía y el estallido de la Guerra Civil española, crea ron condiciones favorables a la unidad y a la repercusión de las acciones del movimiento, que logró contrarrestar la presencia fascista en algunas instituciones ítalo-argentinas, a la vez que im pactar con sus preocupaciones en la opinión pública local. Un ejemplo de ello fue la m ultitudinaria respuesta a la convocatoria de 1935 a un acto que condenaba la invasión de las tropas fas-
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cistas a Etiopía que, com o nos recuerda Fernando Devoto, reu nió a 2 0 .0 0 0 personas en Plaza Italia. De manera paradójica, la repercusión pública y el impulso a la unidad se desarrollaron en un contexto político en extremo hostil, el de los gobiernos que se gestaron con el golpe m ilitar del treinta. Amenazado por per secuciones, arrestos y deportaciones a m ilitantes de izquierda, el antifascism o, sin embargo, logró perm anecer activo. La Guerra Civil en España con el fatal resultado del triunfo del franquismo, y la llegada del régimen nazi al poder de Alema nia, agravaron el panorama político e ideológico europeo plan teando de manera dramática un problema que cobraba trascen dencia internacional y adoptaba una magnitud desconocida hasta entonces: los refugiados y el exilio. Aunque la desocupa ción masiva, producto de los efectos de la crisis mundial, fue un dato al que las autoridades locales apelaron durante la primera mitad de la década del treinta para sostener sus argumentos a favor de una política inmigratoria más restrictiva, una vez que la tempestad escampó, las lim itaciones se m antuvieron y las razo nes económ icas continuaron siendo el velo que cubría la negati va de la clase dirigente al ingreso de inm igrantes considerados peligrosos por sus ideas o por su condición racial (republicanos españoles, antifascistas, m ilitantes de izquierda europeos y ju díos que emigraban o huían de la Alemania nacionalsocialista). Aunque la clase dirigente apelaba a la excusa de la desocupa ción para justificar su política migratoria, no siempre se preocu paba por ocultar su rechazo a los inmigrantes que buscaban refu gio en la Argentina. Cuando en 1936 estalló la Guerra Civil en España, el gobierno expresó sin remilgos su inquietud por la po sible llegada de refugiados, a los que calificó de extranjeros "inde seables [...] portadores de ideologías peligrosas". De esa suerte, a fines de los años treinta se impusieron nuevas trabas admi nistrativas a la inm igración. Entonces, los cónsules argentinos en el exterior recibían instrucciones de suspender visas de ingre
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so al país, en particular a republicanos españoles y a judíos ale m anes y centroeuropeos. El estallido de la Segunda Guerra M un dial agravaría el problema porque era evidente que la política local quedaba cada vez más atada al enfrentam iento entre fascis mo y antifascism o que desangraba a Europa. De manera más o m enos explícita, la clase dirigente agudizó sus prevenciones cul turales e ideológicas traduciéndolas en restricciones que no eran exclusivas de la Argentina sino que más bien reflejaban un clim a de época marcado por legislaciones y prácticas migratorias a tra vés de las que, por ejemplo, los Estados Unidos y varios países de América Latina mostraban su hostilidad hacia los refugiados. Sin embargo, aquellas prevenciones no fueron suficientes para frenar el acalorado debate ideológico que se apoderó de la opinión pública local cuando estalló la Guerra Civil en España y los bandos tom aron posición. Las fuerzas de la derecha, in clu yendo al presidente Agustín P. Justo, dieron su apoyo a los n a cionalistas liderados por Franco. Entre tanto, una im portante porción de la sociedad argentina, que incluía a la comunidad es pañola inm igrante y sus instituciones, pero también a partidos políticos, a diarios y revistas literarias locales, actuaron com o contrapeso creando un amplio movim iento de solidaridad con la España republicana y con los exiliados. Quizá el ejemplo más em blem ático de cóm o la batalla ideológica cobró forma en la arena pública local, fue el del diario Crítica y su director Natalio Botana que encabezaba la defensa de la República Española a tra vés de notas editoriales y colum nas de opinión que expresaban su oposición a las fuerzas de Franco. O tro demostración de rechazo a Franco vino de la m ano de los representantes de los partidos Radical y Socialista condenan do las expresiones oficiales que calificaban a las personas que buscaban refugio com o “lo peor que expele Europa". El Poder Ejecutivo llamaba “expelidos" a judíos, antifascistas y republica nos españoles, argumentando que los refugiados políticos y ra-
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cíales no eran inmigrantes. La clase dirigente pretendía m ante ner la vieja tradición del inm igrante agricultor “trabajador" y “productivo" para asegurarse que los extranjeros que entrasen al país no fueran “los vencidos que buscan asilo a sus fracasos”. El debate sobre el exilio, el refugio y la inm igración fue uno de los planos en los que se reveló una disputa ideológica cada vez más acalorada. De un lado la derecha, de otro el amplio arco de la oposición política que incluía desde las fuerzas de la izquierda hasta el Partido Radical, y en el medio, una opinión pública que difícilm ente podía sustraerse a los cargados vientos que soplan do desde Europa llegaban a las costas del Río de la Plata. Esa opi nión pública no era, claro está, homogénea. En ella confluían las colectividades de inm igrantes afincadas desde hacía décadas en el país, los argentinos y los exiliados, quienes no siempre se re conocían con facilidad en las comunidades preexistentes de su m ismo origen, y que en el contraste de viejos y nuevos inmigran tes creaban y recreaban su identidad. En este sentido, Dora Schwarzstein sostenía que los refugia dos judíos que entraron al país entre 1938 y 1948, constituían grupos muy diferenciados por sus orígenes nacionales (o regio nales) y por sus ideologías y prácticas religiosas y por ello no com partían los rasgos socioculturales de los inm igrantes llega dos en las décadas previas. De una extracción social y sobre todo de una form ación cultural y política distinta a la de sus predece sores en la ruta hacia el Plata, una vez instalados en la Argen tina, se mantuvieron alejados tanto de la comunidad judía pre existente com o de la sociedad local. Por su parte, los españoles mantuvieron relaciones más flu i das con la comunidad de com patriotas afincados desde hacía dé cadas en la Argentina quienes, en su mayoría, habían apoyado la causa republicana. Aún así, para los refugiados fue importante diferenciarse de ellos para poder articular la compleja trama de la identidad del exilio. Haber vivido la Guerra Civil fue sin dudas
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la divisoria de aguas entre exiliados e inmigrantes. Los campos de batalla, las represalias en el terreno que ocupaban los nacio nales y la lucha republicana constituyeron las marcas de esa identidad. M uchos de los republicanos que permanecieron en el país nunca renunciaron a definirse com o refugiados, tuvieron una vida atravesada por una fuerte actividad política y constru yeron una imagen de sí mismos que los representaba com o una parte sustancial de la verdadera y única España, aquella que h a bía peleado en defensa de la República. Judíos, antifascistas italianos, republicanos españoles, consti tuyeron una parte insoslayable de la vida política, social y cultu ral argentina de aquellos difíciles años de la primera posguerra. Sorteando los excluyentes ideales de la clase dirigente empeñada en realzar el nacionalism o y resguardar con celo a la sociedad de las ideologías foráneas, los refugiados y el exilio configuraron los nuevos contornos de la tradición inm igratoria argentina.
El fin de la ilusión aluvial El inicio de la Segunda Guerra Mundial m arcó una nueva infle xión en la trayectoria de las migraciones. Como había ocurrido entre 1914 y 1918, el primer efecto de la contienda fue un des censo drástico y prolongado de los arribos. La corriente com en zó a recom ponerse recién en la segunda mitad de la década de 1940, en una época marcada por el profundo cambio que el pe ronism o im prim ió a la política local. La reapertura de la in m i gración europea en 1946 fue planificada por el gobierno con la finalidad de incorporar mano de obra calificada para los proyec tos desarrollistas del primer Plan Q uinquenal que buscaban aprovecharse de una oferta abundante de mano de obra técnica y rural europea que el país necesitaba para dar curso a sus pro yectos de industrialización y de modernización del agro. El saldo
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neto de 4 6 0 .0 0 0 personas ingresadas entre 1947 y 1951 era la cifra más alta de las últim as tres décadas y revelaba la con flu en cia de una coyuntura de prosperidad local con los devastadores efectos de la guerra en Europa y el relativo éxito de los intentos de atracción de trabajadores impulsada por el gobierno de Perón. Más allá del afán aperturista, la política inm igratoria de esos años no fue ajena a las preocupaciones clásicas de la dirigencia argentina que, desde las décadas finales del siglo XIX expresaron sus reparos a una inm igración que pusiera en riesgo la homoge neidad nacional y la am algama cultural y étnica del país. La ley de Colonización e Inm igración promulgada en 1946 reflejaba prevenciones y prejuicios que las elites locales habían desarrolla do desde el inicio de la primera posguerra y que se habían ido acentuando con el correr de las difíciles décadas que mediaron entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, Leonardo Senkman, nos recuerda que aquella ley discrim inaba a una masa de refugiados y desplazados no latinos de la guerra, en beneficio de centenares de miles de inmigrantes italianos y espa ñoles. El criterio selectivo y étnico fue incluido con toda elo cuencia en el Primer Plan de Gobierno de 1 9 4 6 -1951: El hecho de que nuestro país sea un magnífico crisol en el que se pueden fundir todas las nacionalidades de ori gen, no puede eximirnos del hecho indubitado de preferir com o más apta para esa fusión integradora a los que por su procedencia, usos y costumbres e idiomas se hallan más cercanos a nuestras características y personalidad nacionales. La Argentina peronista no aceptaba a todos los potenciales in m i grantes, por lo que se estableció un sistema de selección étniconacional enmarcado en convenios bilaterales2 a través de los cuales el gobierno m anifestaba su voluntad de intervenir y regu
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lar la recepción y radicación de los inm igrantes. La política in migratoria ponía especial celo en la llegada de población econó m icam ente útil, a la vez que no desatendía la selección de perso nas que por razones étnicas, religiosas e ideológicas garantizase su capacidad de integración a la sociedad local sin poner en ries go la homogeneidad de la nación. De ese modo, en la práctica la selección se hacía siguiendo criterios de latinidad o no latinidad de los inm igrantes potencia les. Sin embargo, lo cierto es que durante esos años entraron a la Argentina desplazados de guerra que no eran latinos. Enton ces, lo que contaba era la religión y la ideología que desfavoreció a los judíos y a los com unistas. Un elevado núm ero de desplaza dos no latinos (croatas, ucranianos, polacos, húngaros y bálticos) entraron al país en la segunda posguerra. Entre ellos se contaban abultados contingentes de desplazados católicos y anticom unis tas (por ejemplo, los inm igrantes yugoslavos que huían de la im placable justicia del m ariscal Tito) o de individuos que tras nue vas identidades ocultaban un pasado de crim inales de guerra y de colaboracionistas. Aunque notoriam ente m enos beneficiados por la política inm igratoria, tam bién ingresaron al país refugia dos judíos que habían sobrevivido al Holocausto. De esa m ane ra, la nueva apertura impulsada por el peronismo se caracteriza ba, com o sostiene Senkman, por una com pleja com binación de ingreso de víctimas y de victim arios de la Segunda Guerra. El cuadro de la inm igración de ambas posguerras no estaría completo si no hiciésemos referencia a los otros inmigrantes, cuya presencia se desdibuja en una mayoría de refugiados políti cos y raciales, de prófugos y desplazados anticom unistas. La dra mática situación en la que los países europeos había quedado después de la guerra, impulsó a millones de personas a abando nar sus orígenes en busca de un exilio que genéricam ente podría mos calificar de económ ico y cuya marca distintiva más clara respecto de los refugiados era la posibilidad de tom ar la decisión
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de partir dentro de ciertos márgenes de libertad y la de regresar a su patria, si lo deseaban. El exilio encarnaba, sin embargo, una salida forzada y un regreso imposible o en extremo riesgoso. En lo años cincuenta, la recuperación de las econom ías eu ropeas, la consecuente dism inución de la presión de la m ano de obra que abandonaba el Viejo Mundo y el ocaso de la favorable coyuntura con la que el peronism o había inaugurado su política migratoria, se com binaron para dar un cierre definitivo a la larga tradición de la inm igración europea en la Argentina. Sin em bar go, esa clausura daría paso al inicio del un nuevo ciclo: el de la migración desde los países limítrofes.
Notas 1 Desde principios del siglo XX se utilizaba esta calificación para designar a inmigrantes judíos rusos y centroeuropeos y a sirioübaneses. 2 En 1947, 1948 y 1 9 5 2 fueron firmados convenios con Italia y en 1 9 4 8 con España. Por ejemplo, el tratado Italo-argentino de 1948 beneficiaba a los inm i grantes seleccionados con el pago de pasaje y los gastos iniciales de estadía, con asesoramiento sobre condiciones de trabajo, vivienda y cursos de capacitación y acordaba facilidades para la reunificación fam iliar a través de permisos especia les de libre desembarco.
SEGUNDA PARTE
Los inmigrantes
CAPITULO 6
Ella Brunswig y Karen Sunesen: Dos mujeres del norte de Europa
Las relaciones entre inmigración y género y la experiencia de las mujeres inm igrantes son dos problemas todavía poco explorados por la historiografía argentina, una situación que resulta para dójica si tenem os en cuenta el im portante desarrollo que el es tudio de las m igraciones alcanzó en los años 1 9 8 0 y 1990. Pocas investigaciones se han ocupado de desvelar por ejemplo, la m a nera en que la migración de los hom bres afectó a las mujeres de sus familias y de sus comunidades donde el cambio y la amplia ción de roles familiares y productivos abrió paso a nuevas co n fi guraciones sociales. Las mujeres inm igrantes tampoco han des pertado demasiado interés a pesar de su im portante presencia en el flujo migratorio com o vimos en el primer capítulo. Hay pocas dudas de que hombres y mujeres deben haber experimentado de manera disímil la m igración y el inicio de una vida nueva en un país extraño. El género incidió sobre la recreación de la identi dad personal y la reim aginación de identidades étnicas y religio sas; a la vez que el acceso al trabajo fem enino produjo acom oda m ientos en los roles de la familia, empero la exploración de estos problemas, que revelarían nuevas dimensiones del fenóm eno in migratorio, todavía permanece en espera. La reim aginación de la identidad individual, cultural y reli giosa, el lugar del pasado y del presente en la vida de los in m i grantes, la creación de un espacio transnacional de contención afectiva y material a través de la correspondencia y las remesas, los vínculos entre inmigrantes y prometidas a través del Atlán tico, los reencuentros y la reunificación familiar, constituyen 119
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una agenda posible de tem as cuyo estudio se beneficiaría pen sando a la migración com o una experiencia de género y a la di ferencia sexual com o una condición dinám ica que se define en la relación mutua y se conform a cultural e históricam ente. Un flujo tan abultado, heterogéneo, y cam biante com o el que llegó a la Argentina entre los años de la conform ación del Estado nacional y los de la segunda posguerra, albergaba una va riedad de situaciones. A uno y otro extremo de la ruta transa tlántica quedaban padres y herm anos, amistades y conocidos, mujeres e hijos, novias y prometidas. Sin embargo, no faltaban los hombres solos sin com prom iso o las mujeres solteras que emprendían el tránsito al nuevo mundo en com pañía de algún familiar o que acudían al llamado de parientes radicados en el país. M atrim onios celebrados por poder, entre un hombre que se casaba en Argentina con su prometida que todavía estaba en Europa. La consum ación de esa unión debía esperar hasta que la mujer llegase al puerto de Buenos Aires después de una travesía atlántica que demoraba varias semanas. O tra m ujer conocía a su futuro marido en la Argentina. Aunque ambos habían vivido en la misma región europea, el azar había reservado un encuentro en el Nuevo Mundo. Después de un tiempo, un inm igrante re gresaba de visita a su lugar de origen en Europa, allí conocía a una joven dispuesta a unirse a su proyecto y volvía casado y con nueva com pañía a la Argentina. Éstas y otras historias de en cuentro y reencuentro de hombres y mujeres se ocultan en los derroteros individuales de millones de inm igrantes. Detrás de una diversidad de trayectorias personales, las in fluencias de los distintos m om entos de arribo, las condiciones económ icas y sociales del viejo y del nuevo país, las diferencias culturales, las variadas tradiciones migratorias de cada región de Europa, sin duda, influían en la definición de estrategias migra torias, en la reim aginación de las identidades de género, o en la
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distribución de los roles y el poder en el m atrim onio y la fam i lia, tanto en el origen, cuando las mujeres y los hijos quedaban a la espera del retorno o el llamado, com o en el destino. ¿Cóm o se reconfiguraban los sentidos y las representaciones de las fam i lias a las que la migración separaba? ¿Cóm o vivían los hombres desde el nuevo destino su condición de esposos y padres a dis tancia? ¿Cóm o influyeron las experiencias del hombre en el nuevo mundo sobre la identidad de la mujer que esperaba su lla mada? Y si las mujeres migraban solteras y sin com prom iso y sus historias de am or y m atrim onio comenzaban en el lugar de des tino, ¿qué apegos sentim entales las unían al pasado? ¿Acaso era más fuerte entre ellas el peso del presente en la definición de sus identidades étnicas, sociales y de género? El abordaje de trayectorias individuales y de historias de vida reveladas en testim onios personales es una de las maneras posi bles de com enzar a abrir algunos de estos pliegues de la historia de las m igraciones y de su relación con el género. Una búsqueda en lo pequeño, una mirada en detalle de las tram as individuales de significado, una incursión en la densidad de testim onios y perspectivas personales con los que sus protagonistas dan orden y sentido al sinuoso derrotero de sus vidas, revela dimensiones del fenóm eno migratorio no siempre evidentes desde una pers pectiva más estructural. Entre ellas, la influencia de las relacio nes y de los m últiples contextos en los que los inm igrantes se mueven, la definición de identidades de género, la distribución de roles y poder en la familia y en la elaboración de estrategias migratorias, los puntos de vista sobre el país de migración, el papel del género en la reproducción de im aginarios culturales y religiosos. Los testim onios de Ella Brunswig y Karen Sunesen, las dos mujeres de las que hablará el resto de este capítulo abren un elo cuente repertorio de inform ación sobre el contexto y las relacio nes de estas inm igrantes que se expresan, claro, en abundancia
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sobre ellas mismas, pero que tam bién hablan de otras mujeres y hombres con los que entablaron contactos pasajeros o m antu vieron lazos fuertes y prolongados configurando una arena de sociabilidad que franqueaba con fluidez la distancia interpuesta por el Atlántico para crear una ficción de unidad en un mundo fragmentado por la migración. Advirtamos primero al lector que Ella y Karen ten ían por lo menos una doble particularidad (además de las que iremos des cubriendo a medida que despleguemos sus historias). En primer lugar, eran originarias del norte de Europa, una región desde la que pocos inm igrantes se aventuraron a la Argentina. De otro, ambas se afincaron, a diferencia de la mayoría de los extranje ros, en el mundo rural. En uno de los casos, en la Patagonia, una región al sur del país en los márgenes de la geografía clásica de las migraciones en la Argentina. No demoremos más la presentación de las damas en cues tión. Ella Hoffmann Brunswig era una alemana que 1923 llegó a la Argentina en compañía de tres hijas pequeñas para reunirse con su esposo, Hermann Brunswig, que desde 1919 trabajaba en una estancia ovejera en la provincia de Santa Cruz. El matrimonio pasó siete años en la región, y en ese tiempo nacieron otros dos hijos. Desde allí se mudaron a un campo en Mendoza donde per manecieron hasta 1946 cuando se afincaron en Buenos Aires. Para ese entonces, Ella tenía 53 años y Hermann, 62. En esa torsión del curso de su vida, la mujer dejó atrás su intensa experiencia rural y debió abandonar su acariciado sueño de volver a vivir en su “hogar" (Alemania). Comenzó a trabajar com o enfermera en el Hospital Alemán de Buenos Aires, ciudad donde falleció en 1990. Esta alemana, que nunca se consideró inm igrante y que ali m entó largamente la esperanza del retorno, m antuvo una co rrespondencia profusa y continuada con su madre. Entre 1923, cuando el vapor que la traería a Buenos Aires levó anclas en
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Hamburgo, y 1929, cuando los Brunswig se mudaron a Mendoza (y Ella hizo su única visita a Alemania de donde regresó al cabo de un año), la m ujer escribió y describió para su lejana lectora/interlocutora su vida en el sur. En esas cartas, dedicadas y m i nuciosas, los géneros literarios se desdibujan y los registros se confunden en similitudes. A pesar de que el testim onio es epis tolar, mirada en con ju nto la correspondencia de Ella podría ser leída com o una "m em oria del presente”, com o un viaje conti nuado en el que recrea una y otra vez su identidad cultural y de género, su condición de esposa, madre y trabajadora, y sus ape gos sentim entales a Alemania. Además, a los 84 años Ella escri bió un cuaderno de cuarenta páginas titulado Recuerdos de la Patagonia en donde recobraba parte de los relatos de las cartas pero también revelaba otros que no están en su corresponden cia. La fuente de la que nos valdremos en este capítulo es un libro titulado: Allá en la Patagonia. La vida de una mujer en una tierra inhóspita, que recopila su correspondencia entre 1923 y 1929, fragmentos de los Recuerdos..., y las remembranzas infan tiles de la compiladora, María Brunswig, la hija mayor de Herm ann y Ella que tenía siete años cuando llegó con su madre y sus herm anas gemelas al puerto de Buenos Aires en el verano del 1 9 2 3 .1 La segunda historia es la de Karen Sunesen, una danesa que llegó a la Argentina a los 17 años, unos meses antes del estalli do de la Primera Guerra Mundial en com pañía de su madre para visitar a una tía que vivía en Necochea, al sur de la provincia de Buenos Aires. Eran dos mujeres solas pues el padre de Karen había muerto cuando ella tenía 3 años y la madre no había vuel to a casarse. A pesar de que al partir de Dinam arca madre e hija no tenían un plan claro de emigrar, la guerra las retuvo en la Argentina forzándolas a reformular su proyecto original. En pocos meses las viajeras se habían transform ado en inmigrantes. En 1918, poco antes del final de guerra, Karen se casaba en Tres
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Arroyos con un com patriota, un pastor luterano que conoció m ientras trabajaba en una estancia bonaerense. Karen vivió el resto de su vida en Argentina (com o también lo hizo su madre) y falleció en la década de 1 9 9 0 en Tres Arroyos, el lugar donde se había afincado en 1915. Para reconstruir su experiencia he uti lizado un conjunto de entrevistas que realicé con ella hace casi veinte años. En ese entonces, esa m ujer lúcida y elocuente tenía 9 0 años y su prodigiosa m em oria fue revelándome vivencias de lo más diversas: su trayectoria migratoria, sus apegos afectivos a D inam arca y a la Argentina, sus primeros empleos com o m uca m a y maestra particular de los hijos de sus com patriotas en las estancias y las chacras del sur de la pampa, la intensa sociabili dad étnica de las colonias dinamarquesas, la declaración de amor de su marido, y las vicisitudes de su experiencia com o esposa de un pastor. Dos vidas reveladas en testim onios de naturaleza disímil. De un lado, una selección de cartas de los primeros años de Ella Brunswig en Argentina, y de otro un conjunto de entrevistas en las que Karen Sunesen recreó su pasado mirándolo desde el final de sus días. Mientras en el testim onio oral el "ojo de la m em o ria2" apela, al recrear, a recursos ficcionales que dan coherencia en una trayectoria de vida que, com o todas, estuvo marcada más que nada por las inconsistencias; en las cartas, aunque tam bién mediatizadas por la reim aginación y las omisiones selectivas, el relato aparece teñido por la inmediatez de las em ociones, las im presiones y los sentim ientos que revelan en el primer plano de la narrativa las ambivalencias de Ella entre el abatim iento y la eu foria. Ambivalencias a las que seguro Karen no fue ajena, pero que se advierten menos en un testim onio que habla casi exclusi vamente del pasado lejano. Estas dos trayectorias tienen similitudes que emergen en un terreno com ún de experiencias. Ella y Karen fueron mujeres afectadas por la guerra. La primera de manera directa porque la
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padeció en Alemania, la segunda porque frustró su proyecto in i cial de volver a Dinam arca. Las dos vivieron parte de sus vidas en el mundo rural y vieron nacer a sus hijos en esta tierra; ambas fueron bendecidas por una natural energía vital, atravesaron el umbral de los 9 0 años y m urieron en la m isma época. Ella y Karen fueron mujeres de un siglo con miradas particulares de sus destinos individuales y de la sociedad en la que una capri chosa com binación de azares y causas quiso que les tocase vivir. Sin embargo, este capítulo no está anim ado tanto por la explo ración de los terrenos com unes y las convergencias. Intenta, más bien, desplegar las historias de estas dos mujeres com o densas vi vencias individuales que provean algunas respuestas y nuevos in terrogantes a la com pleja relación entre migración y género.
"En ocho meses no he visto o tra pollera que no sea la m ía" M ientras que el grueso de los inm igrantes que llegaron a la Ar gentina entre 1 8 8 0 y la crisis de 1 9 3 0 se afincaron en grandes ciudades com o Buenos Aires, Córdoba y Rosario o en los centros urbanos más pequeños de la pam pa húmeda y el litoral, en las primeras décadas del siglo XX la Patagonia tam bién fue un espa cio de migración. Allí se com binaban los migrantes internos (so bre todo del vecino C hile), la población nativa y algunos euro peos. Santa Cruz era por aquellos tiempos un espacio geográfico caracterizado por su baja densidad demográfica y una actividad económ ica basada esencialm ente en la explotación del ‘‘oro blanco” en grandes estancias ovejeras organizadas en extensas superficies cedidas por el Estado argentino a partir de 1885, cu yos dueños eran casi exclusivam ente extranjeros con predominio de inversionistas británicos. Ese mundo de estancias, ovejas y escasísima población fue el destino de Ella Brunswig. C om o el de tantos otros inmigrantes,
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el viaje de la alem ana y sus pequeñas hijas no term inó con la lle gada del barco a Buenos Aires. En los primeros días de febrero de 1923, se em barcaron en un pequeño vapor costero que las llevó al puerto de San Julián en la costa atlántica de Santa Cruz desde donde emprendieron un viaje en dirección a la cordillera de los Andes que se demoró tres días en automóvil hasta la estancia del Lago G hío. Allí las esperaba H erm ann de quien Ella había esta do separada durante casi cuatro años. La pareja se había casado en mayo de 1914 y cuando el esposo dejó Alemania, a poco de finalizada la guerra, el m atrim onio ya tenía tres hijas, María, de 4 años y las gemelas Iya y Asse de 2. La primera carta que Ella escribió desde la Patagonia habla de esa segunda travesía. En el relato de ese extenuante viaje por ca minos rústicos y accidentados, nuestra viajera se demora en fron dosas descripciones del paisaje: “Una pampa inm ensa salpicada de matitas de pasto y matorrales de calafate [...] la blancura sobrecogedora de los esqueletos [...] guanacos y avestruces [...] sal vajes en plena libertad". Sobrecogida por la intensidad de la na turaleza que la rodeaba, remataba su carta diciendo, “pocas veces me he impresionado tanto com o con esta tierra prehistórica”. De los últim os tram os del trayecto, cuando el auto que las conducía dificultosam ente flanqueó la tranquera de la estancia, Ella recuerda que quería acelerar el tiem po para llegar al casco y volver a ver a Hermann. Su narración se demora recreando las eufóricas expresiones de “las nenas” ante el inm inente reen cuentro con el padre ausente. Sobre sus propias emociones, la mujer es parca. La carta, que trama con m ucho suspenso los m o mentos finales de la travesía, remata con un desenlace en extre mo anticlim ático: “Cuando nos detuvimos, ahí estaba Papi, el largucho agitando los brazos. ¡Ya estábam os en casa! Eran más o m enos las siete y media de la tarde [ ...] ”. Tras la llegada al hogar, Ella privilegia a la familia y la rutina doméstica para organizar su relato y dar sentido al renovado
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curso de su vida. Lo primero que se advierte es una tensión entre sus deseos de demostrarle a su madre que se adapta sin mayores dificultades a una vida de austeridad, soledad y aislamiento, y el inocultable desasosiego que le provocan las escasas facilidades domésticas: A veces pienso que no estoy a la altura de semejante si tuación, lo admito con franqueza [...] no hay agua ni bomba, el agua se saca directam ente de una vertiente en el jardín, con un balde. En la cocina no hay pileta ni va sijas apropiadas, tengo un solo fuentón que debe servir para todo: lavar platos, la ropa, y bañar a las nenas [...] además todo está siempre sucio, hay rendijas por todas partes, ninguna ventana cierra bien. El registro rom ántico y etnográfico en el que describía el paisaje en sus primeras cartas se ensombrece cuando mira hacia aden tro de su nuevo hogar y la realidad interior contrasta tristem en te con la belleza de afuera. Ella era una mujer de modales refinados que provenía de una fam ilia burguesa de la ciudad de Kiel. Acostumbrada a un hogar con m ucam as y cocineras, cuando llegó a la Patagonia apenas si conocía los rudimentos de la cultura cam pesina y no tenía n in guna de las habilidades que se requieren para vivir -y sobreviviren el medio rural. Apremiada por las necesidades de los prim e ros meses en la Argentina, aprendió a cocinar, a cultivar una huerta, a hacer conservas, a faenar, actividades que hasta en ton ces le habían resultado por completo ajenas. A finales de 1923, sus cartas la revelan desenvuelta en su nuevo papel de “m ujer de campo [...] en lo que he invertido tantas luchas, tantos esfuer zos, tantas horas difíciles y de voluntad férrea". Al agobio y a la falta de ayuda (su gran anhelo era tener una empleada dom éstica), se suma la soledad. La crudeza del invier
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no trae aparejados m uchos males pero el más serio para Ella es el de la incom unicación. Transcurren meses com pletos sin que el cam ión del correo llegue al Lago G hío. La penosa espera la desalienta y altera su controlado estado de ánim o. La correspon dencia es su único vínculo con el mundo exterior. Trozos de papel con tinta que le permiten saJir durante la brevedad de su lectura del aislam iento de la estancia patagónica. En un com ple jo juego de im aginación, las cartas la devuelven a su antigua condición: la de m ujer de ciudad en la Alemania de preguerra que se paseaba por las calles de Kiel vestida a la moda, disfrutan do de una existencia gentil. La guerra, de la que habla en pocas ocasiones, cortó de cuajo aquella vida burguesa y la sumó al pro yecto de Hermann que a fines de agosto de 1919 “luchaba co n tra los espartaquistas en Silecia com o com andante de un cuerpo de voluntarios form ado por militares dados de baja que se opo nían al flam ante gobierno republicano alem án”. El telegrama de un herm ano afincado hacía tiempo en Chile le ofrecía trabajo en la Patagonia. Esa “oferta caída del cielo” instaló la em igración en la vida de Ella, primero separándola de su esposo y más tarde tra sp la n tá n d o la a “una tierra de hom bres” agreste y distante de la “civilización” en donde tuvo que definir de una m anera nueva su identidad de mujer, de esposa, de madre y de europea. En esa tierra inhóspita y preñada de soledad, el contacto con sus congéneres fue sólo extraordinario y su sociabilidad se lim i tó a la ocasional llegada de visitantes y pasajeros de sexo m ascu lino (estancieros en viaje de negocios, criollos o extranjeros que buscan trabajo, repartidores de víveres y correspondencia). Las visitas, aunque no sean muy interesantes, rompen con la m onotonía [pero también le agregan carga al tra bajo cotidiano] hay que preparar más comida, atenderlos y hospedarlos [...] si el tiempo está malo o cae una neva da grande por varios días se quedan en nuestra casa [...]
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por lo general, los hombres son educados y amables y com o m e ven agobiada por tanto quehacer me ayudan a levantar la mesa, a la lavar los platos y a barrer [...] Esos solícitos varones parecían no contar cuando, lam entándo se de la ausencia de mujeres ("e n ocho meses no he visto otra pollera que no sea la m ía”) describía con dureza a los hombres patagónicos: “aquí [...] casi todos son tipos groseros que cuen tan chistes feos, no conocen modales civilizados y se sienten in cómodos en m i presencia [...]" . Resulta paradójico que cuando Hermann partió de Alemania, Ella com enzó sus estudios de par tera en la universidad de Kiel pensando en ejercer esa profesión cuando se reuniese con su marido. Una partera transplantada a un mundo donde las mujeres eran una rara avis. Con amarga ironía le com enta a su madre sus deseos de que Hermann con siga un puesto en algún destino “más cerca de la civilización, más poblado porque tengo m ucha esperanza de poder ejercer mi oficio [...] aquí pude aplicar mis conocim ientos una sola vez con mi gata M ushi, que poco los precisaba”. La mudanza a ese lugar próximo a la civilización no se demo ra. A fines de 19 2 3 , H erm ann ha conseguido un puesto de ad ministrador en una estancia llamada “Chacayal”, cerca de San M artín de los Andes. Cuando dejan el Lago Ghío, Ella está em barazada. Dos varones nacerán durante su estadía en la Pata gonia que culm inará tras los cinco años que la fam ilia pase en Neuquén. En "C hacayal” la vida de Ella y de la fam ilia cambian. La nueva casa, más amplia y confortable, la sirvienta ("Petroni la San M artín, una chilena que no es tan eficiente com o una ale m an a"), un m aestro particular para sus hijas y un tiempo des pués, una institutriz alem ana, un gram ófono comprado en Alemania con una colección de discos de Enrico Caruso (un re galo de su esposo), revistas y periódicos a los que su madre la abona en Alemania y que la m antienen en contacto con la moda
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y la agitada vida política de su país, más tiempo para lecturas com o El ocaso de Occidente de Oswald Spengler, o En los desiertos de Siberia O riental de W ladim ir Arsenjew; los paseos a caballo a las estancias vecinas o las aventuras turísticas a las m ontañas y los lagos de San Martín y ju n ín de los Andes influyen en el tono de las cartas y en el contenido de sus representaciones. Len tam ente, Ella recupera una parte de su identidad de m ujer bur guesa. Sin embargo, los días continúan signados por las num e rosas tareas de la vida rural: Siempre me levanto a las cinco para poder empezar a tra bajar a las seis. Desnato la leche del día anterior para hacer manteca, preparo quesillo para el desayuno y colo co la leche cuajada a escurrir dentro de una bolsa. A las siete todo el mundo desayuna. Después [...] limpio los cuartos, pido carne para el día al peón, recojo verduras en la huerta y comienzo a preparar la comida [...] baño a Herm ancito y lo acuesto [...] a las tres tom am os el té, luego superviso el estudio de la niñas hasta la seis [...] preparo la cena, riego las plantas, remiendo ropa, escri bo un poco. Algunos días debo preparar conservas d_ fruta y verdura [...]
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En un lugar con más pobladores, en una estancia con personal numeroso y varios puesteros con familia, la posición de Ella cambia. La mayoría de las personas que la rodean son chilenos, argentinos e indígenas, trabajadores rurales pobres con los que naturalmente no entabla vida social, un tipo de relaciones que sólo puede imaginarse m anteniendo con alemanes o noreuropeos. Sin embargo, el contacto distante con esa gente "que vive en unas condiciones asombrosamente primitivas, generalmente con numerosos hijos”, le ayuda a recuperar su identidad reforzando su sentido de superioridad europea, una condición de la que la
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habían privado el aislam iento y la precariedad del Lago Ghío: "Aquí me llaman la señora y acuden a mí cuando necesitan algo en materia de salud. Con mis panaceas: lejía de jabón y vendajes húmedos ya he curado un sinfín de heridas menores [...] he asis tido varios partos [...] y he adquirido fama de médica”. La relación con H erm ann tam bién cam bia en la estancia neuquina. En las cartas escritas en el Lago Ghío, el esposo tenía una presencia borrosa, aparecía y desaparecía con facilidad del relato. Su m ujer lo describe distante y angustiado por las difi cultades económ icas de la fam ilia, ocupado en faenas m asculi nas (el cuidado de las ovejas y la supervisión de la peonada), in ternado en la estancia o de viaje en Chile. Cuando habla de él se detiene en sus preocupaciones, en las conversaciones sobre el desaliento, las dificultades y las perspectivas sombrías que se ciernen sobre el futuro fam iliar. Los meses de ardua adaptación a la nueva vida en Santa Cruz fueron tam bién un tiem po de re encuentro para el m atrim onio. Ella había cambiado durante la separación y la espera del demorado viaje a la Patagonia. Encar gada de sus hijas, cum pliendo los roles de madre y padre, se había refugiado en su hogar de soltera y había reforzado los vín culos con su madre y su herm ana. Entre tanto en la Patagonia, H erm ann se transform aba en un rudo hombre de cam po adap tado a la soledad y las condiciones de una vida m odesta y rústi ca. Cuando finalm ente se reunieron, él era en m uchos sentidos un hom bre distinto del que había visto partir de Alem ania en 1919. Frustrando cualquier ensoñación rom ántica sobre el re encuentro, a su arribo a la estancia de Santa Cruz, H erm ann la esperaba con "una enorm e pila de ropa sucia que había am on tonado durante meses aguardando mi llegada [...] había com o cin cuenta pares de medias para lavar y zurcir Su esposo estaba habituado a las descuidadas maneras de aquella tierra de hom bres “groseros y nada gentiles" que se ponían incóm odos en presencia de una m ujer de su clase. En una carta de m edia
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dos de 1 9 2 3 , Ella le confesaba a su madre que se sentía alejada de su esposo y creía que para él, era “más bien un estorbo que una ayuda”. Empero, su hum or y sus sentim ientos mudan con facilidad entre una carta y otra. Si el tono general es el de una m ujer que está redefiniendo su identidad com o esposa porque en buena medida se ha encontrado con un marido diferente (a la vez que ella misma ha cam biado), hay m om entos, en especial los de zo zobra y adversidad económ ica, en los que las cartas denotan una com unicación intensa entre marido y mujer. La búsqueda de un nuevo lugar para vivir y trabajar, “más cerca de la civilización” son el reflejo de un proyecto com ún sobre el que ambos discu ten y en el que la necesidad de Ella de salir del aislam iento de Santa Cruz, sin dudas gravitó sobre la decisión de Hermann. Las condiciones materiales y económ icas de la familia mejoran en Neuquén. Ella reimagina su identidad aferrándose al recuerdo de la m ujer que había sido en Alemania. Recobra su lugar de “seño ra" y obtiene un nuevo papel, el de “m édica y partera” . Esas dos expresiones sustentan su recreación de un mundo propio que la contiene. Desde ese lugar pequeño pero seguro vuelve a encon trarse tam bién con Hermann. El agobio cede, y la soledad se amengua con la recobrada com pañía de su esposo. Largas cabal gatas, visitas a los vecinos, excursiones veraniegas a las m onta ñas, discusión de proyectos sobre el futuro de sus hijos, abundan ahora en los minuciosos relatos destinados a su fiel lectora transatlántica. Si algunos temas o personas tienen una presencia despareja en sus cartas, Alemania como hogar, com o patria y com o el punto de retorno del tránsito que para Ella significa su vida am e ricana, atraviesa toda la correspondencia. El anhelo del regreso y la frustración de comprender que quizá sólo pueda ser una visi tante en el país adonde había pensado morir, dominan diferentes m omentos de las numerosas cartas que escribe durante sus seis
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años en la Patagonia. En los primeros tiempos, Alemania es la nostalgia que "m e quiere vencer a m enudo", traducida en sueños: “[...] m uchas veces me veo cam inando por las calles de Kiel y luego me despierto con una insoportable sensación de soledad y angustia”. Cuando la situación económ ica apremia, la nostalgia se vuelve urgencia, “si alguien nos ofreciera [...] la oportunidad de volver con algún empleo fijo y bien remunerado, aceptaríamos sin vacilar [...] Hermann está cansado de la vida [...] aunque finjo no hacerlo, no me siento a gusto y necesito regresar”. Los m om entos y los contextos regulan la ambivalencia de sus sentim ientos. En Neuquén, liberada de las angustias de la estan cia santacruceña, distendida y eufórica, describe su vida en la Patagonia com o un tránsito en espera de un regreso seguro: Cuando sea vieja y viva otra vez en Alemania, horas como éstas me parecerán como pasadas en otro mundo, senta dos al calor de la lumbre, tom ando mate con la gente de esos ranchos pobres, con el viento silbando a través de las rendijas de cañas y conversando sobre animales y viven cias del campo. A medida que sus hijos crecen y que el proyecto de volver retro cede a la misma velocidad que el deseo crece en su corazón, la alem ana se afirm a en su convicción de que si ella y su esposo deben perm anecer en la Argentina, sus hijos no pueden educar se en otro lugar que no sea Alemania. Tan claro han imaginado un futuro europeo para ellos que nunca se ocuparon de que aprendiesen castellano. En una carta de julio de 1926, Ella cuen ta que durante una ausencia suya de cuatro días su hijo, que había quedado al cuidado de una sirvienta argentina, “aprendió tanto español que me alarmé. Estoy muy enojada y trato de co rregirlo para que vuelva al alem án. No le damos ninguna impor tancia al castellano”. Ella, que se resistía a ser considerada y a
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considerarse inm igrante, no había imaginado su vida adoptando a la Argentina com o su nuevo hogar. Muy por lo contrario, m i raba desde la distancia su presente patagónico. La gente que la rodeaba, las personas con las que a diario interactuaba represen taban, sin embargo, la alteridad. Vivían en un mundo al que no sentía necesidad de integrarse porque en él era sólo una viajera en tránsito. Paradójicamente ese tránsito no encontraría final. Ella y Hermann m orirían en la Argentina.3 El regreso definitivo a Alemania se volvía cada vez más leja no, quizá por eso Ella se aferró a él com o un ideal. Esa vuelta es quiva debe ser la razón que alim enta sus opiniones cada vez más negativas de los lugareños a los que describe en un tono teñido de intensa altivez colonial ( “gente haragana [...], inculta e in dulgente"). Ella se recluye en un mundo personal m elancólico y amargo. Al mismo tiempo, la correspondencia com o arena de sociabilidad y espacio de contacto con Alemania adopta un lugar cada vez más preponderante. Una carta de 1928 es elocuente en este sentido: Aquí uno no llega a conocer gente nueva ni hacerse de relaciones [...] la mentalidad de la gente todavía es enig m ática para m í [...] entonces a una sólo le queda seguir pensando en el m undo, los amigos y las relaciones de antes [...] aunque sé bien que la distancia y el tiempo aflojan la intensidad del contacto y las cartas, excepto las tuya, Mutti, y las de W erta [su herm ana], son cada vez más espaciadas [...] y todo va cayendo en el olvido [...] pero así las cosas, las cartas siguen siendo mi mundo. Una m ujer de su tiempo, inmersa en un clim a cultural e ideoló gico al que difícilm ente podía sustraerse, Ella Brunswig miraba los contextos en los que transcurría su vida desde una perspecti va etnográfica organizada en torno al binom io civilización-pri
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mitivismo. Códigos herméticos que con el correr del tiempo se revelaban más comprensibles contenían, sin embargo, unos sen tidos (los más profundos) siempre inescrutables, “enigm áticos”. La "barbarie” de su nuevo mundo estaba encarnada en los crio llos pobres y en los indígenas, moradores analfabetos de ranchos precarios, indolentes y descuidados habitantes de "un lugar donde nacer y m orir tiene mucho menos im portancia que en la civilización". Su testimonio, que guarda discreta distancia de la so ciedad observada, tiene rem iniscencias de las miradas de los via jeros del siglo XIX (algunos de los cuales ella había leído) cuyos frondosos m ontajes textuales com binaban exhaustivos relatos sobre la naturaleza y las costumbres de los lugareños con la cau tivante narración de revelaciones y accidentes personales sobre un mundo nuevo en el que estaban sólo de paso. En m uchos de sus pasajes, las cartas pueden ser leídas com o crónicas antropo lógicas aficionadas de una exploradora social que escruta los contornos de un mundo nuevo transm itiendo sus vivencias, apropiaciones y representaciones, quizá buscando dar sentido a su experiencia migratoria y soportar los tránsitos que su vida atravesaba en el tenaz y costoso proceso de adaptación a un lugar lejano y rústico donde escaseaban las mujeres y donde ella tuvo que resignificar su identidad.
"Las mujeres no sabían hablar o tra lengua que el danés y sus hogares eran pequeñas D inam arcas” El mundo del sur de la pampa húmeda al que Karen Sunesen llegó a finales del otoño de 1914 era muy diferente del que en contró Ella Brusnwig unos años más tarde en la Patagonia aus tral. Durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, un conjunto de partidos del sur de la provincia de Buenos Aires (Tandil, Necochea, Tres Arroyos y Coronel Do-
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rrego), fueron el punto de llegada y asentam iento de numerosos inmigrantes daneses. Escapando de la proletarización, de las con tradicciones provocadas por el avance del capitalismo, de las rup turas de antiguos equilibrios, de la desestructuración del mundo campesino, y de la crisis de la primera posguerra, los daneses co menzaron a migrar a la Argentina haciendo uso de densos entra mados de redes sociales que conectaron durante décadas a pun tos específicos de Dinam arca con estas com arcas rurales del sur bonaerense. Allí florecieron comunidades de base étnica en las que las tram as de significado danesas se recreaban a partir del contacto con el nuevo contexto social y cultural y configuraban una arena de adaptación e integración de los inm igrantes a su nueva vida. Desde finales del siglo XIX la llegada sostenida y creciente de nuevos inmigrantes a la zona generó las condiciones para que floreciera un conjunto de instituciones que aseguraban la recrea ción y reproducción de la identidad danesa en el nuevo país. Así, en las escuelas de la comunidad los hijos de los inm igrantes n a cidos en la Argentina recibían educación bilingüe, m ientras que las iglesias y sus pastores intentaban que el pasado luterano for mase parte del mundo sim bólico del presente pampeano de los daneses y sus generaciones. Hombres, mujeres y niños fueron la carne de unas "co lo nias”4 que tenían como centro a los pueblos de Necochea, Tan dil, Tres Arroyos y Dorrego, pero cuyos integrantes se con cen tra ban mayormente en chacras y estancias del hinterland rural y se dedicaban a la agricultura com o arrendatarios, medieros o pro pietarios. A grandes rasgos ese era el escenario social, producti vo y étnico al que llegaron Karen y su madre en 1914. En N eco chea las esperaban una tía que llevaba doce años viviendo en Argentina y su esposo, un herrero que se ganaba la vida haciendo trabajos para los productores agrícolas de la zona. Tras la tem pra na muerte del padre, en Dinamarca, Karen y su madre habían so
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brevívído con ios ingresos que la última obtenía com o modista. Hacía tiempo que la viuda recibía la invitación de su herm ana para visitarla en la Argentina, pero la ocasión se demoraba. Primero, porque las dos mujeres tenian a su cuidado a la ancia na abuela de Karen. Cuando ésta falleció, la joven tenía 15 años y aún le faltaban dos para term inar sus estudios, Así fue que en marzo de 1 9 1 4 yo tom é mi examen y en abril nos vinimos [...] lo últim o que yo les dije a mis pri mas y mis tías allá en D inam arca fue que no debían llo rar porque en menos de un año yo estoy acá otra vez [...] sin embargo todos los planes cam biaron y volví, sí, pero doce años y medio más tarde [...] de visita con mi espo so y mis tres hijos. El recuerdo de la partida evocado a más de setenta años de dis tancia, no revela nostalgia sino sólo la certeza de que se trataba de un viaje de ida y vuelta y que ese regreso no se demoraría más que unos cuantos meses. Sin embargo, el estallido de la guerra iba a frustrar el plan original forzando a Karen y a su madre a permanecer en la Argentina. Entonces, la incertidumbre sobre el futuro, cuándo se reanudarían las condiciones propicias para re gresar, cuánto duraría el conflicto, qué iba a pasar en Europa y en Dinam arca cuando la guerra por fin cediese paso a la paz, reo rientaron la mirada del futuro desde el regreso hacia la perma nencia en este país adonde habían llegado com o viajeras. En su relato llam a la atención que Karen habla de este cambio de rumbo que marcaría para siempre su vida sin dramatismo. Su mem oria lo ha resignificado. No fue un cierre traumático, un corte abrupto con su pasado, sino más bien una oportunidad, la apertura hacia una vida nueva. A diferencia de Ella, el mundo en el cual Karen se sumerge tiene m ucho de familiar, está plagado de significados conocidos.
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El pasado se cuela en el presente. Quedarse en N ecochea no constituye una opción en el vacío, una urgencia por encontrar un lugar en una sociedad de entramados simbólicos desconoci dos o difíciles de comprender. Más bien se trata del encuentro de una arena de interacción en la que el pasado, aunque resignifi cado, persiste adoptando form as nuevas. En N ecochea es posible sobrevivir hablando en danés, asistir al servicio religioso a cargo de un pastor luterano ordenado en Dinam arca, interactuar con mujeres de su m isma nacionalidad, “las casas, las chacras y las estancias eran como una Dinam arca pequeña, los peones, las m u camas eran daneses, en general, el único idioma que se escucha ba hablar era dinamarqués, sobre todo entre las mujeres [...] para ellas era muy difícil aprender castellano". A poco de su llegada a Necochea y cuando el estallido de la guerra puso en suspenso el regreso a Dinamarca, Karen comenzó a trabajar. La comunidad de daneses seria la vía de acceso al pri mer empleo de la joven. En ese entonces era usual que las esposas de los productores rurales más acomodados buscasen cocineras, mucamas o niñeras entre las inm igrantes de la comunidad. De esa suerte, Karen se empleó con una familia de com patriotas. Unos meses después de aquella laboriosa experiencia en la que “aprendí lo que era el trabajo levantándome todos los días -sin domingos ni feriados- a las 5 de la madrugada y a las 4 cuando había que lavar la ropa”, esa familia la recomendó en una estan cia de Tres Arroyos donde necesitaban una maestra particular para los hijos del dueño. C on los ahorros de mi prim er trabajo compré un piano que llevé a la casa de los Gundesen [...] ahí durante la m añana trabajaba en la cocina, por las tardes daba clase a los hijos más chicos de la fam ilia y por las noches, en la enorm e sala de estar habían puesto mi piano, yo toca ba, la señora Gundesen bordaba o zurcía medias, y él,
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Gunde Gundesen, me pedía que le enseñase a cantar, así que en esos años aprendí casi todos los salm os y el can cionero [...] eso me ha servido toda la vida [...] después que me casé y hasta los 87 años fui la pianista y organis ta de la iglesia. El marido de Karen que había estudiado teología en Copen hague, llegó a la Argentina durante el verano de 1913, “justo en tiempo de cosecha [...] él en realidad lo que deseaba era poder arrendar o com prar tierra y hacer una chacra”. Había trabajado desde entonces alternativam ente com o peón de campo y maes tro particular de los hijos de su com patriota, Blas Ambrosius. La “colonia" cuyos orígenes en la zona de Tres Arroyos se re montaban a más de dos décadas atrás, crecía y se complejizaba al ritmo de la llegada continua y cada vez más numerosa de daneses. Aunque los hombres seguían siendo mayoría, la cantidad de mu jeres aumentaba año tras año, el número de familias crecía y na turalmente el de hijos que nacían en la Argentina. En un ambien te social y demográfico com o ese a los inmigrantes les preocupaba la falta de una escuela donde educar a sus hijos sin que se perdie se el idioma danés ni la tradición religiosa luterana. En el más an tiguo de los asentamientos, Tandil, escuela e iglesia tenían ya una larga tradición5 y se habían constituido en los pilares instituciona les de la construcción de una identidad étnica que combinaba el pasado y presente. Aunque espaciadas, las visitas de los pastores de Tandil a los asentamientos más recientes en el sur de la provincia (Necochea, Tres Arroyos y Coronel Dorrego) eran regulares y ase guraban reuniones religiosas (que al mismo tiempo fungían como espacios de sociabilidad étnica) unas cuantas veces por año. Sin embargo, sólo los inmigrantes más afluentes podían costear la educación de sus hijos en la escuela danesa de Tandil. Desde los inicios del siglo XX, un grupo de chacareros y es tancieros comenzó a forjar un proyecto y a procurarse los recur
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sos y el apoyo de la colonia para fundar una escuela en Cascallares, un paraje en el corazón rural de Tres Arroyos donde se concentraba la mayoría de las familias danesas de la región. El proyecto incluía a un pastor luterano danés que dirigiese la es cuela y al mismo tiempo se encargase de articular a una nutrida (pero dispersa) feligresía para darle la forma de una congrega ción. Cuando el plan estaba pronto a realizarse, la guerra privó a los daneses de cualquier posibilidad de conseguir a un pastor en Dinam arca. Entonces, las miradas se desviaron desde Europa a la estancia de Blas Ambrosius, uno de cuyos peones podía ser el pastor de la colonia. El patrón le dijo al que iba a ser mi esposo: "¿A usted no le parece que es com o si Dios lo hubiese mandado para acá? Fíjese, usted tiene hasta su examen teológico comple to, yo creo que usted debe ser nuestro pastor”. Mi esposo aceptó con la condición de que cuando la guerra finaliza ra llamasen a alguien de Dinamarca porque a él sólo le in teresaba ahorrar para tener una chacra y ser agricultor. En febrero de 1917 Sunesen fue ordenado pastor de una feligre sía sin iglesia, “porque no teníamos edificio y mi marido iba am bulante por las casas de los chacareros oficiando misa domingo tras domingo”. Al año siguiente el pastor tom ó la dirección de la flam ante escuela danesa de Cascallares. El reemplazo desde Dinamarca nunca llegó y Sunesen murió, cuarenta y cinco años después de su ordenación, siendo todavía el pastor danés de Tres Arroyos. La guerra había torcido el rumbo de la vida de Karen. La guerra tam bién produjo una torsión en el destino de su marido. Los daneses de Tres Arroyos ganaron un pastor, pero la fam i lia de Blas Ambroisus perdió al maestro de sus hijos. Karen llegó a la estancia a mediados de 1916 para ocupar ese puesto y allí co noció a su futuro marido. Pocos meses después,
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todo el mundo creía que había un entendimiento entre nos otros, todos, todos pensaban eso [...] pero no había nada, yo lo respetaba y él era un caballero [...] toda la vida ha sido un caballero y yo he tenido una dicha enorme de que ese hombre fuese mi esposo [...] pero como él era así na turalmente, yo nunca pude pensar que se hubiese enamo rado de m í [...] yo creo que no me lo demostraba [...] pero los otros lo veían [...] estaban todos muy atentos a la vida de los demás y más que ninguna a la del pastor [...]. No pasó m ucho tiempo hasta que los rumores surgidos de la mi rada indiscreta de los otros se confirm aran. Era septiembre de 1917, un día antes de la inauguración de la escuela de Cascallares [...] yo estaba fregando el piso, con un vestido viejo y un pañuelo feo en la cabeza [...] esperábamos visitas im portantes de Buenos Aires [...] entonces entró Sunesen en la sala para despedirse porque se mudaba a una casita que le habían construido en el predio de la escuela [...] me dio una gran emoción verlo, pero era una em oción mezclada con vergüenza porque yo estaba horrible, de rodillas, fregando y con aquel pañuelo tan feo en la cabeza [...] y estando yo así él se me declaró [...] yo le dije que nunca había pensado en que él querría comprometerse conm igo [...] y enton ces me respondió: “Está bien, nunca lo pensó, pero ¿que rría usted pensarlo?”. No nos dimos ni un beso, en ese tiempo no se usaba [...] yo tenía mucho tem or de dar ese gran paso porque quería que fuese para toda la vida, [...] me demoré cuatro meses en darle el sí, pero en recom pensa estuve toda la vida a su lado y lo acompañé como una buena m ujer de pastor [...] ese hombre, mis hijos, la iglesia y la colon ia de daneses han sido mi vida.
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Más allá de lo anecdótico, este fragmento de la historia de am or de Karen revela num erosos aspectos del contexto en el cual se desarrollaba su vida en los primeros años de su experiencia m i gratoria y de las relaciones dentro de un pequeño con tin en te de significados, referencias y representaciones conocidas, en el que podía moverse ágil y segura. La recreación de su identidad de mujer, danesa e inm igrante tenía lugar en un paisaje social de lí mites bastante precisos donde el peso del pasado prim aba sobre el influjo del presente, del nuevo país y de sus configuraciones culturales y sociales. En ese paisaje conoció a su m arido y el en cuentro la sumergió aún más en la vida de lo que ella (y otros daneses de su tiem po) llam aban “la colon ia”. El casam iento con Sunesen la transform ó en la m ujer de un líder étnico: el pastor de una congregación y el director de una escuela, las dos instituciones de la com unidad que velaban por la reproducción de una identidad danesa entre los hijos argentinos de los inm i grantes. En la evocación de aquel día de 1917 cuando, tan mal ataviada, la sorprendió la declaración de am or de Sunesen, Ka ren resume su identidad com o una elocuente representación en la que su fam ilia (el pastor y sus hijos) y la com unidad de da neses (la iglesia y la colon ia) contienen el sentido que ella quiso darle a su vida cuando su m em oria revisitó su largo pasado en la Argentina. En las entrevistas Karen casi no se demora en los recuerdos de la vida del hogar, de la fam ilia y los hijos. Su m em oria del do m inio doméstico, de la laboriosa rutina de ama de casa, de la ayuda o de la falta de auxilio en la tarea cotidiana, están poco menos que ausentes en su relato. Karen tam bién nos habla de otras mujeres a las que evoca viviendo entre los estrechos límites de sus universos domésticos: mujeres-madres, m ujeres-am as de casa, m ujeres-sirvientas-cocineras-m ucam as. En su m em oria se representa a sí m isma fuera de su mundo privado y elige la arena pública para recrear su pasado centrando el relato casi exclusiva
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m ente en su intensa relación con la vida social y religiosa de la comunidad danesa. En sus evocaciones, Karen siempre se ve en com pañía del es poso. Y en la recreación de su identidad fem enina sobresale la representación de su m atrim onio con Sunesen com o una rela ción de equipo m arido-m ujer, pastor-pastora. D entro de los lí mites que el clim a cultural de la época trazaba dictando cuáles eran las conductas socialm ente aceptadas (y esperadas) en el m atrim onio, ciertas prescripciones jerárquicas que ordenaban las relaciones de poder, com o la sumisión de la m ujer al hom bre, la reclusión doméstica y la obediencia al marido, de alguna manera se desdibujaban en la experiencia de la empresa compar tida por el equipo m atrim onial-pastoral. Así recordaba Karen algunos detalles de aquella empresa: Aunque a partir de 1918, cuando nos mudamos a la casa de la escuela de Cascallares mi esposo oficiaba ahí, siguió siendo un pastor am bulante porque los que vivían lejos no podían llegar a la escuela [...] mi marido iba por las chacras en Orense, Cristiano Muerto, San Cayetano y Dorrego [...] dando misa en ranchos, galpones o casas lindas y confortables de los estancieros [...] la misa em pezaba a las 11 de la m añana [...] com o los cam inos es taban malos siempre teníam os que salir el sábado de nuestra casa para poder llegar al lugar donde se celebra ba misa el domingo [...] dormíamos ahí y nos quedába mos hasta el lunes a la m añana porque los daneses que rían estar juntos hasta tarde, la misa tam bién era el m om ento de hacer vida social [...] después del culto se servía vino, naranjada y sándwiches, mi esposo daba una charla breve y después cantábam os. Si había piano (en muchas estancias de daneses acomodados lo había y cuando a los chacareros les iba bien no era nada raro que
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comprasen uno) yo tocaba y guiaba el canto, si no había piano cantábam os sin música [...] de la form a que fuese yo tenía a mi cargo la música y el canto, una parte muy im portante com o esa fue siempre mi responsabilidad [...] cuando la colonia empezó a envejecer tuve otra tarea más solemne: tocar el órgano para los entierros [...] casi siempre conocía a la persona que había muerto así que era solemne y triste a la vez pero igual debía hacerlo por que yo era la esposa del pastor [...]. En esas misas celebradas en hogares rurales Karen conoció de cerca la vida de otras mujeres danesas. Sus días transcurrían en los límites del mundo doméstico y sus sentidos e identidades se configuraban a partir de los roles de esposas, madres y amas de casa. Aunque la interacción entre mujeres en el mundo rural del sur bonaerense era, sin duda, más intensa que la que Ella Bruns wig describe en el campo patagónico, Karen insiste en una di mensión del aislamiento fem enino de sus com patriotas. La prin cipal razón de esta reclusión era el escaso o nulo dom inio del castellano de las mujeres danesas. En esas “pequeñas D inam arcas” que florecían en un paisaje rural salpicado de chacras y es tancias danesas, no había demasiadas razones para aprender cas tellano. Los hombres debían salir del universo étnico con m ucha más frecuencia que las mujeres y para interactuar en el mercado y moverse con relativa agilidad en el dom inio económ ico y pro ductivo necesitaban hablar castellano. Las mujeres no lo requerían tanto. Peones y empleadas domésticas, maestros particulares, todos eran daneses. Si algunos consideraban ideal poder com u ni carse en castellano, no era sencillo para las mujeres aprender la lengua del país donde vivían. Cuando llegué a la casa de Blas Ambrosius tenían una cocinera criolla, Victoria, era raro que hubiese una em
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pleada argentina [...] la habían tomado para que la seño ra Ambrosius aprendiese a hablar en castellano, sin em bargo fue Victoria la que aprendió danés, lo hablaba tan bien com o yo o com o la señora Ambrosius [...] había muchas señoras que no podían ni ir a comprar en un ne gocio en Tres Arroyos porque no podían entender ni ha blar lo elem ental [...] en algunas tiendas como Aduris y G alli donde tenían clientela dinamarquesa había casi siempre un empleado que hablaba danés para atenderlas. Los contornos del mundo de Karen eran menos estrechos que los de la mayoría de las inm igrantes danesas. Como esposa del pas tor, su mundo se abría más allá del hogar y la fam ilia. M ientras muchas de sus congéneres esperaban ansiosas la visita de la fa m ilia pastoral para transform ar la rutina cotidiana y el aisla m iento rural en un fin de semana de sociabilidad y religiosidad, la m ujer del pastor tenía una vida de intenso contacto social y podía m anejarse con soltura en cualquiera de los dos idiom as.6 Sin embargo, las fronteras culturales de su vida no diferían de las de sus com patriotas. Su universo de referencias y de relaciones, el contexto de su existencia, fue el de la pequeña Dinam arca que ella y sus congéneres im aginaron para su vida de inmigrantes. En el bilingüismo, una característica de la segunda y tercera generación nacida en la Argentina de la que los daneses se pre ciaban y en la que la com unidad invirtió ingentes esfuerzos, las mujeres jugaron un papel central com o productoras y reproduc toras de tram as de sentido que recuperaban, para vivir en el pre sente, dim ensiones del pasado en las prácticas inform ales de la vida doméstica y cotidiana. Los pilares institucionales de la cons trucción de una identidad étnica que preservaba lo danés para vivir en la Argentina eran los hombres: los pastores y los maes tros de las escuelas danesas, los presidentes e integrantes de co misiones directivas, los miembros de las congregaciones, los di
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rigentes de asociaciones, en fin, una diversidad de personas y funciones que configuraban un liderazgo étnico que actuaba en la arena pública de “la colon ia". Sin embargo, en el dominio pri vado las mujeres recreaban en la educación de sus hijos, a través de una miríada de prácticas cotidianas, los significados que sus tentaban la identidad étnica construida en las instituciones de la comunidad. Miradas desde esta perspectiva, las mujeres reclui das, portadoras de escaso poder, con una vida orientada hacia el hogar, cobran una nueva imagen. Ellas desempeñaban una tarea crucial en la reproducción de la identidad familiar y de grupo porque eran las encargadas de educar a sus hijos en danés, las guardianas de la lengua y de los entramados culturales del pasa do que luego la iglesia y la escuela se encargarían de formalizar y pulir. Las mujeres contribuían a cuidar la lengua m aterna so cializando a sus hijos en el idioma de la vieja patria o, com o Karen, acompañando a sus esposos con la poderosa “música del pasado”. En la vida de los inmigrantes la noción de hogar se constru ye tanto de manera concreta com o figurativa y evoca significa dos múltiples. El hogar puede ser la familia construida tras la mi gración, el país de nacim iento, el paisaje más reducido de la comunidad europea de la que partieron y a la que identifican con el origen, la patria vieja, o el nuevo país. Sujetos distintos imaginan y se representan su hogar en diferentes locaciones geo gráficas. ¿Dónde estaba el hogar para Ella? ¿Evocaba los mismos sentidos la palabra hogar en las representaciones de Karen? Para estas dos mujeres, el círculo ín tim o de la familia -co m o contexto de afecto y de relaciones de poder- reunida o construi da en la Argentina fue uno de los lugares donde localizar la n o ción de hogar. Sin embargo, en un sentido más amplio que invo lucra la adaptación a la condición de inm igrantes, la interacción en la sociedad argentina y la construcción desde un punto de partida incipiente de vínculos sociales que les permitan entra
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marse en su nueva realidad, los cam inos de Ella y Karen se bifur caron. Y aquí se revela la im portancia del contexto (o de los con textos) para entender por qué a partir de la experiencia común de la migración se configuran representaciones divergentes. Aunque la red de relaciones de origen no se destejió por com pleto con la migración, cobró por cierto un nuevo sentido. A tra vés de sus cartas a Alemania, Ella intentó que los lazos de afecto que configuraban -ju n to a su fam ilia patagónica- su noción de hogar, no se desatasen. La correspondencia unía los dos fragmen tos en los que se había separado el hogar (en el sentido más res tringido, su esposo y sus hijos, y en el más amplio, su parentela alemana, Kiel, su ciudad, y Alemania, su patria). Las cartas habi litaban la creación de una única arena de relaciones sociales que incluía su lugar de origen y al país adonde, siguiendo el cam ino trazado por Hermann, había migrado. Ella creó una realidad transnacional que la protegía de la soledad aunque no la curaba de la m elancolía.7 Vivía en la Patagonia pero las relaciones y los afectos que completaban el sentido de su vida y configuraban su identidad estaban localizados a miles de kilómetros de su realidad cotidiana. Figurativamente, el destino de sus cartas era su hogar. En la noción de hogar de Karen, D inam arca también ocupó -co m o Alemania para Ella- un lugar central. Sin embargo, la lo calización simbólica de sus respectivas patrias difiere notable m ente. El pequeño país del que Karen salió pensando en un pronto retorno, fue el que, recreado, encontró en la pampa ar gentina. Un universo construido a la medida de los inmigrantes en el cual el hogar com o patria se había resignificado en sím bo los que convivían sin demasiado con flicto con la nueva realidad. Una D inam arca pampeana que com o sucedáneo de la D ina marca europea morigeraba la extrañeza y el azoramiento, la so ledad y la m elancolía. Un lugar donde era posible continuar con viejas prácticas, interactuar con m ujeres y hombres que com par tían significados y representaciones m ás o menos com unes y,
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sobre todo, com unicarse en el mismo idioma. Sumergida desde su llegada a Necochea en la “colon ia”, Karen m antuvo unos vín culos mucho más ligeros que Ella con su viejo mundo. Su madre vivía en la Argentina, en el mismo país donde conoció a su es poso y nacieron sus hijos, un lugar que albergaba un paisaje so cial de definidos contornos donde “todos eran daneses". Su nue vo mundo estaba impregnado de viejos significados y entonces Dinam arca dejó de ser el destino al que im aginar el regreso. El hogar había sido transplantado a la pampa y guardaba formas del pasado que lo hacían un pequeño continente de sentidos a partir del cual adaptarse al nuevo país.
Notas 1 María Brunswig de Bamberg (ed .), Allá en la Patagonia. La vida de una mujer en una tierra inhóspita, Buenos Aires, Vergara, 1 9 9 5 . Según la compiladora de las cartas de las que aquí nos valemos, Ella m antuvo la correspondencia hasta la muerte de su madre, en 1 9 5 8 , con una frecuencia promedio de quince días. 2 Tomé prestada esta expresión de John Banville en su novela El mar, Buenos Aires, Anagrama, 2 0 0 6 . 3 Ella volvió de visita a Alemania en 1 9 2 9 y allí quedaron sus hijas mayores al cOidado de una tía para asistir a la escuela. Aunque Ella regresó a la Argentina, el m atrim onio Brunswig m antuvo los planes de volver pronto a Alemania y ra dicarse definitivamente en su patria. Sin embargo, la llegada del nazismo al poder los obligó a tom ar la decisión de llam ar a sus hijas mayores de vuelta a la Argen tina. Luego, el estallido de la Segunda Guerra demoró el proyecto original con el que habían llegado al país en los años 1 920. Finalmente, cuando el nazismo y la guerra culm inan, el regreso no pudo concretarse. * A pesar de que los asentam ientos rurales no fueron parte de un proyecto de colonización, los inm igrantes las llamaban colonias porque en algunas regio nes de los partidos del sudeste de la provincia de Buenos Aires se registraron n i veles muy altos de concentración de daneses lo que les perm itió vivir en mundos relativamente cerrados. 5 Los daneses estaban afincados en Tandil desde los años 1 8 6 0 , en tanto que los primeros núcleos de inmigrantes en Tres Arroyos. N ecochea y Coronel Dorrego datan de fines de la década de 1890.
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6 A poco de llegar a N ecochea, Karen estudió castellano en una escuela de las monjas católicas de esa ciudad. 7 El transnacionalism o ha sido definido com o una situación en la que los inmigrantes m antienen vínculos familiares, económ icos, culturales y políticos a través de las fronteras internacionales, y en efecto hacen de su país de origen y de! país donde están afincados una única arena de relaciones sociales.
CAPÍTULO 7
M arcos Alpersohn y Boris Garfunkel: Dos colonos judíos
En el capítulo anterior recorrimos la historia de dos mujeres in migrantes, de sus adaptaciones al nuevo país, de sus vínculos con el pasado y de la resignificación de sus identidades de géne ro. En las páginas que siguen abordaremos las trayectorias m i gratorias de dos judíos que llegaron a la Argentina a principios de la década de 1890. O riginarios de Podolia, una región del im perio ruso ubicada en la actual Ucrania, Marcos Alpersohn y Boris Garfunkel pasaron parte de su vida en la Colonia M au ricio, uno de los asentam ientos rurales creados en las cercanías del pueblo bonaerense de Carlos Casares por la Jew ish Colonization Association. Ambos dejaron registro de su experiencia mi gratoria. El primero en C olonia M auricio. M em orias de un colono judío, publicadas en idish en la Argentina en 1 9 2 2 ;1 y el segun do, en N arro mi vida,2 las memorias que en su vejez Garfunkel le dictó al poeta César Tiempo y que fueron publicadas por su fa milia en 1960, un año después de su muerte. Más allá de sus especificidades, estos dos testim onios resul tan difíciles de clasificar en un género específico. Sin duda, ambos comparten numerosos rasgos con la m em oria y la auto biografía; sin embargo, la historia colectiva del grupo con el que migraron y el proyecto de la JCA ocupan un lugar tan preponde rante que las trayectorias personales parecen desdibujarse y el re lato toma la forma de una crónica de la colonia M auricio. El tono, los intereses, el énfasis puesto en la colonización y en al gunos aspectos que parecen haber marcado los primeros años de aquella empresa (por ejemplo, el conflicto entre colonos y admi 151
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nistradores de la com pañía) vertebran los relatos de estos h om bres que en sus años de juventud se unieron al proyecto del Barón Mauricio Hirsch, torciendo (com o otros m illones de in migrantes) el curso de sus propias vidas, pero también el de sus mujeres y sus hijos. En buena medida, la elección de reconstruir el pasado entram ándolo en la densa m alla de la experiencia co lectiva, se explica por la naturaleza de la m igración de los colo nos judíos, que a diferencia de la mayoría de los europeos que llegaron al Río de la Plata durante los años aluviales, no fue ni individual, ni de varones jóvenes, ni estuvo m ayormente susten tada en redes sociales, sino de fam ilias que viajaron en grupos a través de la gestión de una institución colonizadora.
"M ojaba la pluma en mis lágrimas registrando nuestr as pocas alegrías y muchas penas” Marcos Alpersohn, que había nacido en 1 8 60 en Lantzkroin, en el seno de una familia judía tradicional, llegó a Buenos Aires en 1891 con el primer grupo de inm igrantes de la que sería la colo nia Mauricio. Tenía 31 años y lo acompañaban su m ujer y sus tres hijos. A poco de su arribo, Alpersohn, que en Podolia escri bía artículos en periódicos de lengua hebrea, empezó a publicar opúsculos en los que denunciaba el mal trato de los adm inistra dores de la JCA hacia los colonos, un tem a al que dedicaría buena parte de sus recuerdos de los primeros treinta años de su vida en la Argentina.3 A diferencia de la mirada benevolente y contemporizadora que Alberto G erchunoff nos presentaba en su novela Los gauchos judíos, cuyos trazos de personalidad tenían una fuerte inspira ción bíblica y una perfección que los alejaba de los estereotipos difundidos en la Argentina de principios del siglo XX, las m em o rias de Alpersohn revelan el con flicto en la comunidad y con s
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truyen una imagen com pleja de los colonos y de su experiencia de adaptación. En un amplio arco entre la adm iración y la críti ca implacable, este colono nos habla de judíos dignos, honestos e idealistas empeñados tenazm ente en crear una Nueva Sión en la pampa (acercándose de ese modo a las imágenes que pobla ban la ficción de G erchunoff), pero tam bién de aventureros de ocasión, ladrones, estafadores y prostitutas. De esa suerte, la co lonia de los primeros tiempos es descripta com o un “fangal po blado por incontables alimañas de todo tipo y color [...] algunos andaban a la pesca de peces ajenos y otros se preocupaban pre guntándose ¿dónde está la tierra que nos prom etieron?”. El relato está impregnado de recuerdos en los que prim an la frustración y el pesimismo; y la recreación del pasado está sus tentada en el ancestral mandato judío de recordar la historia. De ese modo, la m em oria individual se nutre, com o sostenía M aurice Halbawchs, de la m em oria colectiva. La evocación de la tem prana experiencia de los colonos abunda en sus apelaciones a las capas más profundas de la tradición hebrea. Los con flictos en el interior de la colonia, sobre todo aquellos desatados entre los agricultores y los administradores, ya por el incum plim iento de las promesas de entrega de tierra, grano y vivienda, ya por el trato despótico al que las autoridades de la com pañía sometían a estos recién llegados vulnerables y enfrentados a la alteridad de una nueva realidad, evocan otras experiencias traum áticas que jalonaron la historia del pueblo israelita: la más cercana en el tiempo, la opresión en la Rusia zarista de la que habían escapa do atraídos por un amplio horizonte pampeano de libertades y prosperidad; y la más distante, el cautiverio en Egipto. La "cadena de penurias”, de las que los administradores son sindicados por Alpersohn como los principales responsables, pocas veces se intem im pe en este relato sombrío. La hostilidad y el enfrentam iento tenían sus causas más inmediatas en las duras condiciones de los primeros meses. La llegada a la colonia fue un
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renovado arribo al desierto, a la inmensidad de un desolado campo pampeano sin lotear y sin espacios para alojar a los inm i grantes. Campamentos de carpas malolientes sumieron a hom bres, mujeres y niños en el hacinam iento y la sordidez de los peo res conventillos porteños o rosarinos. Varios meses transcurrieron allí en una “pesada atmósfera que oprimía [...] roídos por una in tensa nostalgia y un penoso presentimiento: el de un de nuevo es clavos fuim os". Apesadumbrados pasaron los judíos su primer Peisaj4 en la pampa argentina a la espera de las tierras prometidas. La Pascua trajo nuevos aires y renovó el curso de los duros meses de espera y sufrim iento. Pocos días después de Peisctj, los colonos recibieron el anuncio de que comenzaría el reparto de los lotes. “Todo el que era llamado a la adm inistración para ir al campo debía retirar una bolilla y su parcela era fijada según el número que la suerte había puesto en su m ano [...]." La entrega de la tierra renovó las expectativas de “hacer huerto y jardín, construir una casa, criar aves y vacas y traer a nuestros padres desde Rusia y Galitzia". Esta es una de las pocas ocasiones en las que el relato habla del mundo de relaciones familiares y socia les que Alpersohn y su m ujer habían dejado atrás. Rusia y la vida que precedió a la migración permanecen ausentes del relato en el que tam poco hay alusiones a la preservación de vínculos a tra vés del intercam bio epistolar, el envío de remesas o a la llamada de conocidos y parientes. Es posible que todas o alguna de estas situaciones hayan sido parte de la vida del colono, sin embargo, en la form a de sus olvidos y en la selección de sus recuerdos, esos planos no son relevantes. A la hora de reconstruir su historia personal entram ada en la de la colonia, el pasado que más gra vita en su memoria es el de la tradición hebrea. Sus evocaciones remiten de modo insistente a la tenacidad de los colonos para preservar la observancia de una abigarrada trama de rituales en un ambiente extraño y hostil. Esas prácticas resignificadas eran la expresión de la unidad e integración de una com u
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nidad cuya vida se sostenía en un equilibrio precario. En la inesta bilidad del nuevo contexto, el recuerdo de un nutrido calendario religioso daba forma a las escasas prescripciones que regulaban la compleja experiencia de la colonización signada por el conflicto y la aflicción, pero también animada por la esperanza y el desafío. Eran las vísperas del Peisaj de 1894 [...] había un horno y allí nos reunimos para preparar panes ácimos. Nuestro grupo estaba com puesto en su totalidad por gente co n o cedora de la ley judía. Leizer N isensohn era el encargado de la harina; Ravinovich, del agua, yo y Roizenwaser, los amasadores [...]
“Llegaron las festividades. ¡Q ué jubilosamente se celebró ese Sukkot5! ” La recurrencia a las celebraciones y los ritos como ordenadores de la crónica de la colonia y de la memoria de Alpersohn surcan el relato en el que no faltan, sin embargo, las referencias a aquellos miembros del grupo que no respetaban la ley y hacían caso omiso del mandato bíblico: “Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus m andam ientos”. El miedo al olvi do, el pecado cardinal del que (entre los hebreos) derivan todos los demás, ejerce un potente influjo sobre los recuerdos del autor, sobre los fragmentos de pasado que recupera y evoca y sobre su intento de incluir en una m isma trama de significado la expe riencia individual, la historia de las tres primeras décadas de la colonia, las enseñanzas judías y el mandato bíblico. En la cadena de tradiciones que sostiene la memoria colectiva, la observancia del canon de la Torah aporta un orden y un sentido a la vida en el nuevo país, conecta la historia remota con la más reciente y crea una nueva tradición sustentada en la colonización.
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Al tiem po que la colonia queda engarzada en la larga trayec toria que remite a los ancestrales m andatos del grupo, la vida de Alpersohn y la de su familia permanecen subsumidas en la más abarcadora experiencia de los colonos com o comunidad. La es posa, a la que su memoria evoca en contadas ocasiones, está re presentada en las alusiones a las “pioneras judías [...] esas dig nas y valerosas mujeres a las que veo envueltas en una rutilante luminosidad [...] com batían a la par de sus maridos, burlándose de las privaciones [...] entregadas con alma y vida a trabajar la tierra”. En esta imagen Alpersohn sintetiza la resignificación de la identidad fem enina pero tam bién del grupo en su conjunto. En la pampa argentina, la agricultura “redime” a hombres y m u jeres judíos librándolos del estigma de la especulación y la im productividad, y arrancándolos de la vida urbana y el ejercicio del com ercio. Sin embargo, esa redención tenía el signo de la dificultad y el conflicto y, entonces pocas veces el relato abandona su tono apesadumbrado. Una de esas excepciones es el recuerdo de la pri mera cosecha. Cuando sus frutos se asoman, el testim onio se tiñe de optimism o y la comunidad es presentada en el umbral de “un sustento seguro y sereno en un país libre”. Una vez más, las mujeres judías, "virginales doncellas de singular belleza y prísti na m irada", acom pañan a estos fragmentos de la memoria en la que el cuadro angustioso es interrumpido por una escena espe ranzada. Sin embargo, el desenlace de estos episodios que pare cieran augurar el advenimiento de la promisión que alberga la pampa, es anticlim ático: una torm enta de viento y granizo des truye el trabajo del año, la llegada de un nuevo director impone una disciplina más severa y opresiva, los gauchos invaden com o “malón salvaje" la colonia alzándose con el ganado y com etien do asaltos y violaciones y, en 1896, la m uerte del Barón Hirsch condena “a la orfandad y el desamparo a los colonos" que que dan a merced de una adm inistración ineficaz y corrupta. Enton
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ces, la rueda sigue su curso hacia la transform ación de esta por ción elegida del pueblo judío, pero lo hace por un cam ino "ten e broso” bajo el “yugo opresor de los administradores” que regen teaban una empresa que M auricio Hirsch había gestado en el espíritu de la filantropía. La mem oria no abandona la huella de la denuncia ni el mandato enraizado en la tradición de no olvi dar “las pocas alegrías y las muchas penas” que, esta vez, se es condían tras las promesas de libertad de la pampa argentina.
“La sagrada y absorbente empresa de nuestra redención” De ese modo definía Boris Garfunkel la conversión de miles de inm igrantes judíos en colonos y la resignificación de su propia identidad. Enmarcadas en un discurso de redención que retom a ba los ideales que anim aron al Barón Hirsch en su colosal em presa colonizadora, las memorias de Garfunkel tienen num ero sos planos en com ún con los recuerdos de Alpersohn, a la vez que se distancian de éstos en el tono y en la estrategia narrativa, más cercana al género autobiográfico. No están ausentes, sin embargo, los pasajes que adoptan la form a de una crónica, ni la denuncia y la evocación del conflicto. A diferencia del relato de Alpersohn que principiaba con la lle gada de los colonos al puerto de Buenos Aires, su estadía en el Hotel de Inmigrantes y el traslado en tren a Carlos Casares, G ar funkel, que dedica su escrito a sus hijos y sus nietos, recuerda su vida desde la infancia. Rusia, la niñez y la temprana juventud, la relación con su padre, y sus primeros tiempos de matrimonio con Braine Kantor -la mujer que lo acompañaría durante cincuenta años-, ocupan una importante porción de N arro mi vida. Este hombre que había nacido en Krilivetz, un pequeño pue blo de Podolia, era hijo de un rico com erciante venido a menos que, en sus buenas épocas, se dedicaba al tráfico de cereales, leña
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y madera y además participaba en la política local como miem bro de la Duma y del tribunal de justicia regional. El m enor de una familia de siete hermanos, Boris quedó huérfano de madre a los diez días de vida. Cuando el m uchacho acababa de cumplir 16, su padre le anunció "con la mayor naturalidad del mundo" que desde ese m om ento podía considerarse com prom etido con la hija de una viuda rica y devota porque unos días antes "él había concertado una entrevista con la madre de mi novia a ins tancias de un casam entero que se le había aparecido en el hotel en el que se hospedaba en Kamenetz”. Dos años pasarían, sin embargo, hasta que el joven conocie ra a su prometida. Cumplidos los 18 años, el padre le anunció que partían hacia Kamenetz para la boda. En unos pocos días transcurrió todo. Al encuentro con Braine, “una joven delgada, esbelta y de bella facciones”, siguieron el casam iento y la mu danza a la casa de la suegra donde se alojaría la flam ante pareja. Un año más tarde, nacía la primera hija del m atrim onio, m ien tras Boris se ganaba la vida en el com ercio de nueces. Aunque su m ujer había aportado una sustanciosa dote, la situación no era buena porque el negocio no prosperaba, la prole crecía y Boris seguía dependiendo de la ayuda de su suegra. Entonces, el joven comenzó a gestar el proyecto de emigrar. Palestina apareció na turalm ente com o el prim er destino posible, pero un anuncio de la Jew ish Colonization Association publicado en un diario local torció su rumbo hacia las colonias sudamericanas. Como tantas otras mujeres de la época, Braine debió sumar se al proyecto de su marido dejando atrás su hogar para partir hacia un destino incierto en un barco que llevaba a otros 23 7 pa sajeros judíos, la mayoría de ellos “pobres y vestidos con andra jos...”. El habitus, esas disposiciones inculcadas por las condicio nes materiales de la existencia y por la educación familiar, orientaron la reacción de la m ujer cuando, a pocos meses de la muerte de su madre, su esposo le propuso abandonar Podolia y
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buscar nuevos horizontes en Argentina. Su respuesta revela el fuerte arraigo de las tradiciones patriarcales y de la hegemonía m asculina en las representaciones de género: ‘‘Las madres hebre as siempre enseñan a sus hijas solteras: ‘Cuando te cases habrás de acom pañar a tu esposo donde fuera [ ...] ’. Fiel a esta enseñan za sólo puedo decirte [...] que a cualquier lugar iremos contigo nuestros hijitos y yo”. En poco tiempo, Braine se encontraría en medio de un mundo nuevo ubicado en las antípodas del hogar contenido y confortable que había dejado atrás. ‘‘Descendía el sol en el hori zonte” cuando los Garfunkel llegaron a Carlos Casares. En la es tación del pueblo, un galpón de chapas donde los administrado res de la colon ia habían dispuesto "ca m a s” de paja cubiertas de lonas y bolsas, fue el dorm itorio de los inm igrantes. A la m a ñana siguiente una caravana de carros los trasladó a la colonia donde "tres hileras de carpas independientes pero unidas una ju nto a otra m ediante paredes com unes de lona” esperaban co mo único albergue a las familias. La tierra aún no había sido lo teada. Como el de Alpersohn, el relato de Garfunkel está surcado de penurias y marcado por el conflicto entre colonos y adminis tradores. Sin embargo, quizá porque el propósito de ambos escri tos es tan disímil (el de uno es la denuncia, el de otro, legar a sus descendencia el recuento de sus “propios tiempos históricos”), el centro de N arro mí vida, se desplaza de la colonia a la experien cia individual, al hogar, la m ujer y la prole. La m em oria recupera entonces minuciosas descripciones de la rutina doméstica y el laboreo agrícola, de la exitosa “asimila ción a la nueva condición de agricultor”, de la “sagrada empresa de nuestra redención”. Garfunkel reelabora de manera explícita su identidad al dar cuenta de su transform ación “en un colono tesonero y próspero [...] llegué a sembrar esa temporada 50 hec táreas [...] no descuidaba las actividades de ‘la granja’. Cada tar
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decita ordeñaba la vaca para obtener la leche destinada al consu mo diario de la familia. La leche excedente la dejaba estacionar en un lugar fresco [para preparar] ia manteca que necesitábam os”. Braine no fue ajena a esa conversión. En el relato de su ma rido aparece transform ada en una de aquellas “pioneras judías" ideales que evocaba Alpersohn. Transplantada a las dificultosas condiciones de una colonización incipiente, obligada a vivir en carpas com unes y malolientes, en precarios ranchos de adobe mi mujer no exhaló nunca una queja. Muy al contrario, casi dina que cumplía su labor con satisfacción y hasta con alegría [...] me ayudaba en todo lo posible en las ta reas rurales. C on cuatro criaturas -la mayor de las cua les tenía apenas ocho a ñ o s- [...] se levantaba de m adru gada, hacía fuego en el horno [...] ponía la leche a hervir [...] cocinaba para el almuerzo y la cena, dos veces por semana lavaba y planchaba la ropa de toda la familia, [...] amasaba y horneaba el pan [...] en Europa no esta ba acostumbrada a realizar ninguno de estos trabajos. Silenciosas y abnegadas, aceptando sin vacilar las rústicas condi ciones de la vida colona, las mujeres (la propia en el caso de G ar funkel y las de la comunidad en el de Alpesohn) son vistas por los ojos masculinos com o ideales compañeras de parejos yugos. Ellas no han dejado testim onio de su subjetividad y por lo tanto ignoramos cóm o vivieron en la intimidad aquellas adversas con diciones y cóm o resignificaron sus identidades de género. Quizá también sintieron el amargo desasosiego de Ella Brunswig, el in tenso apremio de una realidad de comodidades escasas y labores abrumadoras. Ideales de esposas y esposas ideales que siguen, com o Braine, el sino errante de su marido, que en la década de 1910 decidió abandonar la colonia para buscar nuevos horizontes en Buenos
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Aires. Aunque en ese m om ento Boris emprendió un cam ino que lo alejaría del mundo rural, cuando su m em oria evoca aquellos años en los que volvió a la vida urbana, el discurso enfatiza su identidad colona. En “este confín del mundo descubierto [...] por hombres de la estirpe de los perseguidos, los judíos encon traron la tierra que les había estado vedada y en la que com o el labrador cabal en el que me convertí [...] acostum bré a mis hijos al trabajo agrícola” . De manera paradójica, la vida de la familia adoptaría en el cam bio de siglo una dinám ica que la alejaba del campo y la agricultura. Hijos profesionales y una empresa de electrodom ésticos,6 m arcarán el futuro de los Garfunkel. Sin embargo, cuando Boris revisita el pasado elige representarse com o el judío redimido por la agricultura, com o el colono que cumplió con el ideal del Barón Hirsch. C om o Alberto G erch u n off en su celebrada obra (y posible m ente influenciado por su lectura), el colono tam bién da cuen ta del grado de adaptación de los judíos a la Argentina y de su propia asim ilación. Al tiem po que la agricultura lo redime, for jado al amparo de “las libertades que g en erosam en te ofrece esta nueva Tierra P rom etida", G arfunkel se tran sform a en ciudada no. En un paisaje que m uta de la desolación a los campos sem brados, las casas dignas, las mujeres y hom bres productivos y las escuelas donde los niños aprenden en castellano y hebreo, las lenguas de sus dos m undos, el colono se representa integra do al nuevo país. Su discurso revela esa integración de una par ticu lar m anera: Boris elige fechas em blem áticas del calendario local para hacerlas coincid ir con los hitos de su propia vida. En el prólogo de su m em oria, resalta la coincidencia de haber na cido un 12 de octubre “tan lejos de América [...] de este extre mo austral del Nuevo M undo [donde] en con tré un país que [...] m e perm itió laborar sus tierras, convertirm e [ ...] y partici par en la edificación de una nueva Babel en la que todos se com prenden".
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Cuando esa Babel celebraba el más im portante jalón de su historia, un siglo de libertad, la fam ilia de inm igrantes judíos empezaba a cumplir el sueño del hijo doctor. “En 1910, el año del Centenario -inolvidable para todos los que hemos tenido la suerte de vivirlo- ingresó Salomón a la Facultad de M edicina.” Inmigrante, colono, ciudadano y exitoso empresario, en su “ilusión autobiográfica” Garfunkel desplaza el centro de aten ción desde la colonia y los judíos de Mauricio, a su experiencia personal. Valiéndose de los ideales que sustentaba a la im agina ción de la Argentina de los años de las grandes migraciones, construye una representación de su larga vida que revela una tra yectoria singular, pero tam bién numerosos fragmentos de la pro funda m utación de la sociedad de la época.
Notas 1 La versión original constaba de tres tom os. El primero de ellos fue tradu cido al castellano por Eliau Toker y editado en 1 9 9 2 en Carlos Casares por la Comisión Centenario de la Colonización judia en Colonia M auricio. En dicha traducción se basa este capítulo. 2 Boris Garfunkel, Narro mí vida, Buenos Aires, edición de autor, 1960. 3 Alpersohn vivió más de cuatro décadas en la colonia. Falleció en Buenos Aires en el invierno de 1947. 4 Pcisaj es la Pascua judía. 5 Se refiere a la fiesta de los Tabernáculos y recuerda cuando los judíos resi dían en viviendas precarias en el desierto durante la salida de Egipto con rumbo a la Tierra Prometida. 6 En sus primeros tiempos en Buenos Aires, Garfunkel se dedicó a la fabri cación de muebles, hasta que fundó la empresa BGH (Boris Garfunkel e Hijos).
CAPÍTULO 8
Eugenia Sacerdote. Una italiana en el exilio “Nunca he podido volver a nadar com o lo hacía en el M editerráneo” El contexto del que Eugenia Sacerdote partió y la sociedad a la que llegó eran muy diferentes a los mundos de salida y de arribo de Ella Brunswig y Karen Sunesen. Las tres mujeres comparten, sin embargo, la experiencia de la guerra. Ella, com o vimos, aunque se detiene escasamente en la contienda, la atravesó en Alemania. Entre tanto, Karen atisbo desde la pampa la sangrienta lucha en la que el Viejo C ontinente se involucraba. Ninguna de las dos mujeres sufrió de manera prolongada o directa los desconcertan tes tiempos de la entreguerra,1 ni se vio tan afectada como Eugenia por el cruel influjo de la Segunda Guerra Mundial. El final de la infancia de la italiana transcurrió signado por el trau matismo de la catástrofe con que se inauguró el siglo XX. Un largo cortejo de sufrimientos que incluyeron a más de 6 7 0 .0 0 0 muertos y un m illón de heridos, aquella “guerra redentora" tuvo un enorm e costo para Italia. La fragilidad económ ica y política, la ausencia de satisfacción a la am bición hegemónica en el Adriático, la patente incapacidad para incidir en su destino y re coger los frutos de una victoria que las cláusulas de los tratados de paz transform aron en mutilada, gestaron un escenario social y político en el que ferm entó el fascismo, de cuyo ascenso y con solidación tam bién Eugenia fue testigo y víctima. La naturaleza del testim onio en el cual se basa este capítulo, que aborda la vida de una médica judía exiliada del régimen de Benito Mussolini, tam bién difiere de los relatos de la alem ana y la danesa. No se trata de la vida cotidiana recreada en la inme 163
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diatez de una narrativa epistolar, ni del pasado evocado en las entrevistas. En los años finales de su vida, Eugenia Sacerdote es cribió De los Alpes al Río de la Plata. Recuerdos para mis nietos.2 Esta mirada atrás de los cam inos recorridos, tiene más puntos de contacto con el testim onio de Boris Garfunkel, de quien habla mos en el capítulo anterior, que con los de sus dos congéneres. Empero, más allá de la naturaleza de los testim onios, lo que marca la diferencia entre Eugenia y el resto de los inm igrantes a los que se refiere esta segunda parte del libro, es que antes de la llegada del fascismo al poder, la italiana ni siquiera se había im a ginado fuera de su patria. El recrudecim iento de la dictadura de M ussolini la empujó a una salida forzada en busca de refugio. La médica integró la profusa corriente de exiliados que buscaban amparo en la Argentina y ante la que la clase dirigente se m os traba colmada de cautelas que contradecían los principios de la "política de puertas abiertas” enraizada en la tradición m igrato ria nacional desde mediados del siglo XIX. Eugenia formó parte de la “colonia hebraica italiana”, un pe queño grupo de refugiados (alrededor de trescientas fam ilias) que llegaron al país después de que, en 1938, el gobierno fascis ta promulgase las leyes raciales que segregaban a la comunidad judía de la permanencia en cargos públicos, y que les impedían la posesión de empresas con más de un centenar de empleados, de propiedades rurales y edificios, el ejercicio de funciones direc tivas en el sistema financiero y en el mundo periodístico, o la publicación de libros y la presentación de obras. Las memorias, que fueron escritas cuando Eugenia había traspasado el umbral de los 9 0 años, están marcadas por su si tuación de exiliada, de m ujer y de judía. Además, a la condición de género viene a sumarse la de haber sido una profesional. En este plano, la configuración de su testim onio tam bién diverge de los relatos de Ella y Karen. Para Ella el espacio doméstico con s tituía su principal dominio para Karen la iglesia y la comunidad
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de daneses del sur de la provincia de Buenos Aires eran los dos apoyos de la resignificación de su identidad, m ientras que en el relato de Eugenia, la trayectoria científica está colocada en el cen tro de la vida que revisita en la vejez. La memoria com o reconstrucción y representación del pasa do contiene aspectos privados y sociales. La m anera en que se re cuerda una trayectoria individual está unida a la pertenencia del protagonista a un contexto social determinado. La mem oria per sonal es tam bién m em oria colectiva. De esa suerte, el recuerdo de Eugenia está construido desde una subjetividad individual profunda y profusamente influida por el contexto en el que transcurrió su vida. La guerra, la posguerra y el fascism o, la ex periencia compartida del exilio, el penoso derrotero de su inclu sión en el mundo profesional y en el campo de la investigación científica en la Argentina, son los grandes trazos que organizan el relato en el que la médica configuró su m em oria y resignificó retrospectivamente su identidad. Las dos escenas que inauguran De los Alpes al Río de ¡a Plata... rem iten a la infancia. Principia el testim onio un recuerdo que ofrece una entrada apropiada a la impronta con la que la guerra implacable teñía sus días. Unas muchachas entonando Trípoli, bel sol d 'amore, m ientras una m añana cualquiera, sacudían col chones y frazadas en el patio central del edificio donde Eugenia vivía con su familia. Titti, una muñeca de celuloide rosa con ves tido marinero, la acompaña en esta obertura del recuerdo. Las dos imágenes son evocadas en una escala que las conecta desde lo co tidiano con las fuerzas que term inarían enfrentando al mundo en guerra y a las que ni siquiera una niña podía sustraerse en aque llos años tensos de principios del siglo XX. Las muchachas musi taban aquella canción y Eugenia las escuchaba ajena a la relación que su memoria estableció (o buscó establecer de m anera delibe rada) en la revisita de su infancia. Trípoli, bel sol... le cantaba a la Italia triunfal que había anexado una colonia en África en la
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búsqueda tenaz de conquistas imperiales que la ayudaran a supe rar el complejo de inferioridad de la Sorella frente al resto de Europa. Titti “tenía un problem a”, recuerda la médica, "en la es palda llevaba grabado M ade in G erm any". Una frase que encar naba el cén it de la era imperial e imperialista y que resumía las aspiraciones alemanas de convertirse en primera potencia m u n dial. El inicio de la contienda pondría en riesgo el destino de la m uñeca. Los herm anos mayores de Eugenia, insensibles al des consuelo de la niña y arguyendo que “no podían tener un ene migo en casa", liaron una cuerda al cuello de Titti y la colgaron de una lámpara. En la continuidad del relato, la muerte y el luto de la guerra se transform an en el telón de fondo de la vida cotidiana de una jovencita de 13 años. La escuela, un vestido de piqué blanco, las visitas a la quinta en Valsalice a las afueras de Turín, la com pa ñía de Camila, su niñera, un padre enferm o, una madre agobia da. Teresa, la cocinera de la familia, revela en su escueta inter vención en el recuerdo, la dim ensión más íntim a y descarnada de la catástrofe. Una tarde, m ientras Eugenia merendaba, la m ujer arrem etió furiosa en la cocina arrojando sobre la mesa una medalla con un m oño tricolor mientras exclamaba entre so llozos: "iEsto es todo lo que quedó de m i m arido!”. M ientras que la infancia es revisitada a partir de un con ju n to de recuerdos que remiten con distinta intensidad a la guerra, la evocación de los tiempos de la adolescencia y la juventud tem prana com ienza en el sim bólico 1922, el año de la m archa sobre Roma. La inicial moderación del gobierno de Mussolini, escon dida tras la doble lógica de la ilegalidad más total y el respeto a la legalidad, es seguida por una escalada de violencia y terror que se abre con el asesinato del diputado socialista G iacom o M atteotti; y que prosigue con la ascensión del régimen expresada en el saludo fascista, en la profusión de camisas negras y en los al tisonantes discursos del líder desde el balcón de la Piazza Vene-
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cia. Esos recuerdos se superponen sin tensión con la inocente evocación de las primeras salidas y los bailes juveniles, que coin ciden con los del Liceo Femenino. La anciana mira aquella educa ción a la distancia y se detiene para rem arcar que, gestado en el seno mismo del fascismo, en el Liceo no había espacio alguno para la form ación de la mujer independiente y moderna que ella term inaría siendo. Aquel lugar no servía para m ucho [...] se ponía especial énfasis en la enseñanza de las labores domésticas [...] en la preparación de un ajuar de bebé [...] Mussolini pensa ba que las mujeres servían sólo para procrear futuros sol dados para la patria [...] esos que term inaron siendo las victimas de la Segunda Guerra Mundial. En este punto, las formas de autorepresentación que Eugenia utiliza para reconstruir y resignificar su identidad de género, están atravesadas por la resistencia a una ideología dom inante que sólo veía en la mujer a una esposa y madre ejemplares. En consonancia con esa concepción del lugar de la mujer, Eugenia prosigue el recuerdo con su ingreso a la facultad de m e dicina en los tempranos años treinta. Esa época de su juventud, en la que com o m ujer escapó al molde cerrado del dominio do m éstico para sumergirse en la vida pública, coincide con el re crudecim iento del autoritarism o del régimen. La universidad se transform ó en una de las cajas de resonancia de ese fenóm eno: se enseñaba doctrina fascista en las aulas, los estudiantes eran obligados a escuchar los discursos del Duce y se enfrentaban de manera descarnada entre el pro y el antifascism o. La memoria de esa década cruel se expresa al menos en dos registros. De un lado, la irrefrenable ‘‘tentación totalitaria” y sus repercusiones en la vida cotidiana; y de otro una experiencia universitaria que, marcada en el recuerdo por la libertad de pen
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sam iento, la horizontalidad de las relaciones entre hombres y mujeres y la intensa sociabilidad, parece todavía preservada de las expresiones más trágicas del autoritarism o. Una vida que re corre círculos concéntricos que conform e van abriéndose tocan una realidad social y política cada vez más restrictiva expresada en el som etim iento de la sociedad a una politización exacerbada, y en la voluntad de m antener a los opositores vigilados y a las mentes controladas. En esos años, Eugenia conoció a su futuro marido. El testi m onio revela los primeros tiempos de la relación y el casam ien to con notoria distancia y escasa emotividad: Maurizio era un ingeniero rom ano, [...] con un apellido raro que ni siquiera había oído bien [...] se interesó m ucho por mi trabajo científico [...] No supe nada más de él por seis meses hasta que lo volví a encontrar una noche en casa de mi profesor Herlitzka de quien era pri mo [...] en el otoño de 1937 se convirtió en mi marido y tuve que mudarme a Roma. Poco después, el primer embarazo y el nacim iento de su hija se superponían con la promulgación de las leyes raciales y la perse cución a los judíos. Roma se volvió agobiante y peligrosa, "los alemanes regenteaban por todas partes [...] mientras am antaba a Livia abrí el diario y encontré la terrible noticia de que 9 0 pro fesores titulares fueron despedidos de la universidad por su co n dición de judíos La impiedad y el terror se revelan de modo elocuente en el relato en el que Eugenia construye pasajes den sos en los que logra transm itir al lector su zozobra y su tem or cuando describe las consecuencias que sobre su círculo íntim o (fam iliar y profesional) tuvieron las leyes de 1938. Sus herm a nos perdiendo sus puestos de trabajo, su primo refugiado en un hospital de un pequeño pueblo donde las m onjas católicas am
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paran su identidad del acecho de las fuerzas fascistas, sus profe sores marchando al exilio, un destino inm inente e inexorable también para ella. En 1939, Eugenia y su familia debieron aban donar Italia con rumbo a la Argentina donde su marido, por ese entonces empleado de la empresa Pirelli, había obtenido una promesa de trabajo en una planta que se inauguraría en Buenos Aires. El recuerdo se detiene en la partida y Eugenia evoca el des consuelo de su madre, un sentim iento que la mujer pronto vol vería a experim entar cuando el exilio term inase por desmembrar a la fam ilia. Unos pocos meses después de la migración forzada de su única hija, sería el tu m o de los varones. Giorgio y Paolo buscaron refugio en Francia tratando de seguir cam ino desde allí hacia los Estados Unidos. Los primos, compañeros de juegos de la infancia, probarían esa m isma senda que fatalm ente se trans formó para ellos en un callejón sin salida. Poco antes del cruce de la frontera con Suiza un com ando fascista los ejecutó. Euge nia, sin embargo, permaneció ajena al triste destino de sus seres queridos pues el estallido de la Segunda Guerra dio inicio a dos largos años de incom unicación y desconcierto. El pequeño mundo autocontenido del Turín de la infancia y la temprana ju ventud se habían desvanecido bajo el opresivo peso del régimen. Un buen día, después de una penosa incertidumbre, llegó un te legrama de su madre que anunciaba: “Estamos todos bien en Nueva York”. Cuando Eugenia se casó con Maurizio, imaginó “que iba a lle var una vida sencilla y feliz en Roma, y sin embargo, me encontré con que debía prepararme para atravesar situaciones difíciles y dolorosas en pocos años”. Los primeros tiempos en el nuevo mundo estuvieron jalonados por las dificultades y los sobresaltos. A poco de llegar a Buenos Aires, donde un reducido grupo de refugiados hebreo-italianos los ayudaron a conseguir alojamiento y a familia rizarse con la ciudad, Maurizio debió partir a Brasil. La guerra pos
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puso la apertura de la nueva planta de Pirelli y el ingeniero no tuvo otra alternativa que aceptar un trabajo en San Pablo y dejar a su m ujer y su hija en Buenos Aires. La contienda, aunque tenía su es cenario en el Viejo Mundo, marcaba con su implacable influjo la vida cotidiana y las decisiones de la familia refugiada en el Cono Sur. Nadie podía arriesgar una fecha para el regreso de Maurizio, pues todo dependía de la intensidad y la duración del conflicto. Después de unos meses de desasosiego, Eugenia decidió mudarse a San Pablo. En pocos años, aquel pasar sencillo y apacible que había imaginado cuando se trasladó de Turín a Roma, se había convertido en una vida errante que transcurría en pensiones y casas alquiladas, en un tránsito forzado que la distanciaba cada vez más de su pasado reciente y de sus anhelos futuros. La carrera científica que había configurado una parte sustancial de su iden tidad, quedó suspendida como un recuerdo y como un quiebre pe noso e injusto. El auspicioso destino de la joven judía de la Italia de los años 1930, que integraba el equipo de un prestigioso profe sor de Turín y era parte de un renombrado instituto de investiga ciones, giró de manera abrupta e irremediable cuando las ambicio nes fascistas de fundir a una Italia dividida en un molde racial unitario dieron curso ¿ las leyes antijudías. Reestablecida en Buenos Aires después de la estancia de la fa milia en San Pablo, Eugenia intentó recuperar desde los márgenes su carrera profesional. Comenzó a frecuentar la biblioteca de la Facultad de Medicina intentando establecer contactos con la cá tedra de Histología para poder emplear la experiencia de trabajo de Italia. Supo por la bibliotecaria “que esa cátedra funcionaba en Pasteur y Cangallo, en una pequeña casa muy fea que parece un verdadero conventillo”. Por cierto, recuerda Eugenia, “la descrip ción no fue exagerada [...] era un sitio horrible y deprimente” que contrastaba con el recuerdo de la "herm osa Universidad de Turín”. La recepción tampoco resultó alentadora “lo primero que el profesor m e dijo fue que no tenía ningún cargo para ofrecer
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me, pero si quería podía empezar a concurrir al laboratorio”. De ese modo, la italiana comenzaba a transitar por un sinuoso cam i no de inserción en el mundo científico local. En su dimensión profesional, la trayectoria de vida de Euge nia revela los cambios ocurridos en el papel de la m ujer a lo largo del siglo XX. Tanto solteras com o casadas ingresaban masiva mente al mercado de trabajo y ocupaban el espacio público, au n que la participación en ese nuevo dom inio extra doméstico, que impulsó la destrucción del universo fem enino Victoriano y la liberalización de las costumbres, dependió en m ucho de la perte nencia social, la edad, la educación y la región del mundo en la cual esas mujeres viviesen. Entre el trabajo fuera y dentro del hogar se abría un espec tro amplio en uno de cuyos extrem os es posible ubicar a Euge nia, m ientras que en el otro, se encuentra la vida de su cuñada Adriana (la herm ana de M aurizio). Una m ujer que ganaba te rreno en el mundo de la educación y de la ciencia al amparo de otra que contribuía a su carrera perm aneciendo en el hogar, de dicada a la doble responsabilidad de criar a sus hijos y de cuidar a sus sobrinos. Adriana y su fam ilia tam bién vivían el exilio en Buenos Aires. Esa mujer, cuyo universo de referencia no excedía los contornos domésticos, le facilitó a Eugenia la recuperación de su identidad profesional. “Estando mi cuñada [...] podía tra bajar tranquila porque [ella] me ayudaba con las tareas de la casa y lo que es más im portante cuidaba de mis hijos en mi au sencia". La carrera científica vuelve a ubicarse en el centro de la vida y de la m em oria y se transform a en el dom inio desde el cual Eugenia resignifica su identidad de m ujer y de inmigrante. Desde un punto de partida muy incipiente, en los márgenes y con un título que no había logrado su reválida, durante los años del pri mer peronismo, la médica encontró su lugar en el campo de la investigación y la ciencia para retom ar el curso que la promulga-
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ción de las leyes raciales había interrum pido. De esa suerte, des pués del final de la guerra, Eugenia se integró al Instituto de Medicina Experimental3 donde m ontó un laboratorio de cultivos celulares. Pocos años más tarde, a principios de la década de 1950, fue convocada para form ar parte del Instituto M albrán en el que trabajó durante los duros tiempos de la epidemia de polio mielitis. En esos años, visitó varios centros de investigación de enfermedades infecciosas en los Estados Unidos y Canadá para estudiar los efectos de la vacuna Salk. La última parte de la década del cincuenta y los años sesen ta fueron un tiempo de consolidación en su vida profesional. Durante la gestión del presidente Arturo Frondizi logró revalidar su título italiano, poco después obtuvo un puesto por concurso en la Universidad de Buenos Aires e ingresó al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Integrada a la Facultad de Ciencias Exactas fue testigo del duro golpe infligido a la edu cación superior por la dictadura m ilitar de Juan Carlos Onganía. La Noche de los Bastones Largos del 2 9 de julio de 1966, reedi tó escenas en las que el pasado y el presente volvían a encontrar se: La intervención, la represión, la destrucción de laboratorios y bibliotecas y la m archa al exilio de colegas y amigos, revivían crueles episodios de su vida universitaria italiana. Como en toda memoria, en la de Eugenia, las selecciones también son deliberadas y los recuerdos tienen intensidades di ferentes. La infancia, su juventud com o estudiante y profesional en Italia y la carrera científica en el exilio argentino ocupan un lugar prominente. Entre tanto, el mundo doméstico, los hijos y su esposo, tienen una presencia desdibujada. En la revisita de su vida, Maurizio es una figura elusiva a quien su mujer dedica es casas evocaciones. Se nos revela m ejor cuando Eugenia lo recuer da después de la muerte com o un com pañero comprensivo "que respetaba mucho m i trabajo y nunca se opuso a mis estudios ni a mis viajes Sobre la infancia de sus hijos, el relato tiene
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una notoria parquedad, y salvando las referencias a los tres n a cim ientos, Eugenia no habla de ellos hasta la adultez. Leonardo, el mayor de los dos varones, se ha recibido de ingeniero y se ha mudado a Río Negro, Livia ha ganado una beca y ha partido hacia N orteam érica y Mauro estudia ingeniería. La visita de su madre es una evocación colmada de intensi dad en la que Eugenia rememora la dicha y la pena del reencuen tro. En cam ino de regreso a Italia, en 1947, la m ujer pasó un tiempo breve en Buenos Aires. Volver a verla morigeró la ruptu ra irremediable abierta por el exilio en la historia de Eugenia. Los detalles más felices (sus hermanos se habían casado con nortea m ericanas, habían tenido hijos, su prim a Rita había obtenido una beca para estudiar en Saint Louis) convivían con los más do lorosos (la m uerte de sus primos en la frontera italiana a m anos de los fascistas y numerosos profesores y compañeros de estudio judíos que no alcanzaron a escapar) dando forma a un relato ávido que intentaba recrear los vínculos y recuperar im aginaria m ente el tiem po. El final de la visita y el regreso de su madre rea vivaron viejos dolores pero a la vez movilizaron la resignificación de la noción de hogar. Italia, la patria, volvía a ser el lugar de los afectos y el espacio desde donde recuperar recuerdos desdibuja dos de la infancia y la juventud. Aunque sus hermanos y sus primos permanecieron en Estados Unidos, el regreso de su madre al origen permitía recrear de manera imaginaria el lugar de la familia, ese pequeño mundo autocontenido que, aunque no había podido sustraerse a las im placables fuerzas del totalitarism o, tampoco había desaparecido por completo con la ruptura interpuesta por el exilio. Para Euge nia existía en la memoria, como un espacio vulnerable, com o una zona de clivaje. Sin embargo, el cristal aunque frágil no había al canzado a quebrarse y a partir de ese lugar débil e incierto, Italia, com o hogar, podía recuperarse. Aunque Eugenia permaneció en la Argentina, la vuelta de su madre fue un motivo para visitar su
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país cada tres o cuatro años. Esos viajes hacia el origen estaban acompañados del dulce dolor de una nostalgia incesante “que (le) abría el corazón”. En esos “recuerdos maravillosos” en los que, desde la vejez la médica vuelve a ver "las casitas con sus te chos rojos, los prados donde iba de pequeña a recoger margaritas y violetas”, el hogar cobra el sentido de la infancia y la patria el de la madre. La Argentina, el país donde se vio forzada a vivir (y donde también eligió seguir viviendo cuando las puertas del re greso se abrieron) simboliza el refugio donde pudo subsanar la discontinuidad de su existencia “desarrollando (su) pasión por la ciencia”, donde nacieron dos de sus hijos, y donde invirtió gran des energías para compensar las pérdidas y para recrear su iden tidad configurando un nuevo mundo de representaciones. Sin embargo, el extrañam iento y las sensaciones de ajenidad la perse guirían hasta sus últimos días, " [...] aquí todo es demasiado in menso, grandes llanuras y el mar, frío y con oleaje [...] nunca he podido volver a nadar como lo hacía en el M editerráneo”. La vida de Eugenia revela algunos detalles del desagarro que para miles de europeos significó el exilio en los años de la pos guerra. Una forma discontinua de existencia, una rasgadura pro vocada por la falta de opciones, los exiliados carecían de libertad para elegir. Partir era la única forma de salvaguardar la integri dad física y moral. Privada de su tierra, de sus raíces, alejada de sus afectos, sometida a una penosa incertidum bre, Eugenia re construyó su vida en la Argentina. Cuando las puertas selladas de Italia volvieron a abrírsele al finalizar la guerra, siguió vivien do de este lado del mar. Quizá era tarde para ella. ¿Qué quedaba del país de la juventud, de la vida universitaria, de los profesores y los colegas? Su madre prefirió regresar a recoger fragmentos para reconstruir una identidad que irrem ediablem ente seguiría siendo incompleta. Eugenia recuperó parte de la suya (sus nocio nes de hogar y de patria) desde la distancia. Eligió no volver y al hacerlo dejaba de ser una exiliada para transform arse en una in
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migrante. Pero, ¿lo era realmente? Probablemente no. En su ima ginario la nostalgia del exilio la acompañaría tenaz y caprichosa hasta el final de sus días.
Notas 1 Recordemos que Ella emigró a la Argentina en 1 9 2 3 y Karen vivía en Argentina cuando la guerra estalló. 2 Eugenia Sacerdote de Lustig, De los Alpes al Río de la Plata. Recuerdos para mis nietos, Buenos Aires, Leviatán, 2 0 0 6 . 3 En la actualidad el Instituto de Oncología Roffo.
Epílogo
La Argentina de la inmigración masiva se sostuvo en gran medi da en las imágenes de un país abierto en el que la movilidad so cial, a partir del trabajo, era un horizonte posible. La extraordi naria heterogeneidad que la m arcaba por todas partes, se había gestado al amparo de la mirada ilusionada de las clases dirigen tes, m entoras de la nación, sobre las bondades de poblar el de sierto con europeos. Sin embargo, las puertas se cerraron (o al menos intentaron hacerlo) durante épocas críticas de la historia del país, en particular las que coincidieron con el impacto de la guerra en la econom ía, la sociedad y la política local. En ese re novado contexto, el elogio de la diversidad dio paso al reavivam iento de viejos prejuicios, com o el antisem itism o, y a la gesta ción de nuevos, com o el tem or a exiliados y refugiados. Esos años en los que la democracia se topó con una salida autoritaria, impusieron una dura prueba a la sociedad abierta y cosmopolita. Desde entonces, la ilusión que cim entaba la idea original de un suelo en el que se enraizasen retoños de Europa, comenzó a volverse cada vez más lejana y borrosa. El país aluvial fue cediendo paso a otro que ya no resultaba atractivo para los eu ropeos cuando el Viejo Mundo se recuperaba del brutal desgarro de la Segunda Gúerra Mundial. Para entonces, la Argentina había cambiado su fisonom ía. Si el crisol no se había cumplido total mente, la integración había tomado un curso lento pero tenaz en el que los colores múltiples de la textura social languidecían y se sintetizaban en una tonalidad cada vez más uniforme. En la ur dimbre, la tela todavía ocultaba, sin embargo, el dispar colorido de los hilos sobre los que se tejió el país de los inmigrantes. 177
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La inm igración fue un mito fundacional, se transform ó en un rasgo cultural del im aginario nacional y dio forma a la iden tidad de una sociedad que la vinculaba de manera indisoluble con su edad de oro, con los años en que la carrera hacia el pro greso parecía no tener límites. Estas afirm aciones no niegan la persistencia de lógicas y configuraciones del pasado indígena y criollo con el que los europeos que llegaron tem prano a las cos tas del Plata debieron crear una zona de contacto que gravitó sobre sus adaptaciones a nuevo país m ucho antes de que éste adoptase su babélico aspecto. Es de esa época, de los años que dan inicio al aluvión inm i gratorio y de su largo curso sometido a vaivenes, a flujos y reflu jos, de la que se ha ocupado este libro y que intentó adoptar dos miradas de un mismo problema: la de la inm igración com o fe nóm eno social y la de los inm igrantes com o actores. Esos sujetos, que en general no podían sustraerse al influjo de imperativos políticos, económ icos, sociales y culturales que li mitaban su agencia, eran al mismo tiempo capaces, desde un lugar silente y anónim o, de articular estrategias individuales y familiares que superando aquellos desmedidos obstáculos, les permitieran torcer el curso de sus vidas y a la vez, en la sum a de los derroteros individuales, provocar (sin quererlo) m utaciones en sus contextos de origen y en sus lugares de destino. La inmigración mirada en su conjunto, com o un gran fenó m eno revelado en los registros de desembarco, los censos o las estadísticas vitales, no es, por cierto, la síntesis de aquellas vidas surcadas por rasgos propios. Los ejemplos a los que apelamos en los últim os capítulos, con la quizá desmedida intención de su mergir imaginariam ente al lector en la experiencia de vivir a uno y otro lado de mar, nos recuerdan que las trayectorias de m illo nes de europeos coincidían en numerosos planos pero a la vez divergían en las particularidades de la acción individual, en la im pronta que cada uno impuso a la condición de género, al
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papel de la familia, a la lucha pertinaz por no olvidar, a la obser vancia de rituales que daban sentido a unas existencias en trán sito, a las nostalgias del hogar y del pasado, a las perspectivas personales sobre la integración al nuevo país. Entre convergencias y divergencias se fueron configurando y reconfigurando iden tidades y representaciones sim ultáneam ente en dos niveles: el de las historias de vida y el la historia que es, más allá de éstas, la existencia de las sociedades. La experiencia individual de cada inm igrante fue una realización única de un fenóm eno general.1
Notas 1 Parafraseo a Clifford Geertz en The Social History o f an /ndonesian Town, Cambridge, MIT Press, 1961, pp. 1 5 3 -5 4 .