Historia universal: Edad Moderna [III, Ed. varies.] 9788431621674, 8431621672, 9788431622688, 8431622687, 9788431624408, 843162440X, 9788431630911, 8431630914


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Historia universal: Edad Moderna [III, Ed. varies.]
 9788431621674, 8431621672, 9788431622688, 8431622687, 9788431624408, 843162440X, 9788431630911, 8431630914

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HISTORIA UNIVERSAL

H1STOR i A UNIVERSAL Edad Moderna Volumcn IIJ

Antonio Dominguez Ortiz Calw-i *œ v mirmbrc ce h Real Acadcniv ie la Histéria

Vicens Vives

ÍNDICE

Presentación.......................................................................................................... La Edad Moderna: concepto y periodizaciún, I. Bibliografía, 3. Capítulo I Europa en los Albores de la Edad Moderna.............................................. I. Recuperación demográfica, 4; 2. Transformaciones en el mun­ do rural. 7; 3 Rasgos sociumentalcs, 8; Bibliografía. 15.

Capítulo II Los pueblos de Africa y Asia eu (os comienzos de la Edad Moderna . 1. El Africa negra. 17; 2. Civilizaciones del Asia monzonica, 20; 3. El subcontinenlc inditi, 22; 4 Apogeo de la China de los Ming, 23, 5. Japón en el siglo XVI, 26; Documentos, 29; Biblio­ grafía, 32. Capítulo 111 América precolombina........................................................................................... 1. Origen y antigüedad del hombre americano, 33; 2. Culturas precolombinas, 34; 3. Los aztecas y mayas. 35; 4 Incas y Chib Chat». 39; Documentos, 43; Bibliografía, 45. Capítulo IV La era de los grandes descubrimientos ............................................................ 1. Los medios y los fines. 46; 2- Los descubrimientos portugue­ ses, 49; 3. Culón y el descubrímíe nio. 52; 4 Los extranjeros ante el descubrimiento, 55; Documentos. 57; Bibliografía, bO. Capítulo V La evolución política en los Estados europeos...................................... 1. El occidente. 61; 2. Italia, Europa central, 70; 3. Europa unen tal. 77; Documentos, 83; Bibliografía, 85.

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4

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61

Vil

vnr

HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

Capítulo VT Lo conquista y colonización de América .

.................................. 1. El contacto con tas altas culturas. 88; 2. La aculturación, 92; 3- Organización jurídica de ta América española, 95; 4. La explo­ ración de América del Norte. 97; Documentos, 98; Bibliogra­ fía, 101.

Capítulo Vil El renacimiento............... 1 Concepto. Caracteres generales. 102; 2. Invención y difusión de ta imprenta, 104; 3. La revolución educativa. 106; 4. El huma­ nismo italiano, 109; 5. El renacimiento nórdico, 113; 6. El rena­ cimiento en Francia e Inglaterra, 117; 7. El renacimiento en Es­ paña y Portugal. 119; Documentos, 122; Bibliografía, 124. Capítulo VIII Rasgos y figuras del arte renacentista................................. I. La arquitectura renacentista italiana. 127; 2. Escultura y pin­ tura Italianas, 130; 3. La escueta veneciana de pintura, 131; 4. El manierismo, 132; 5. El renacimiento Cuera de llalla. 134; Docu­ mentos, 136; Bibliografía. 137. Capítulo IX Las crisis religiosas .............. 1. La Iglesia a comienzos de la Edad Moderna» 139; 2. Lutero y el luteranismo, 144; 3. Repercusiones políticas y sociales, 147; 4. Nacimiento de otras comunidades protestantes, 150; 5. El pro­ testantismo en fos países escandinavos, 155; 6. Enrique VIII. El cisma de Inglaterra, 156; Documentos, 159; Bibliografía, 161.

87

102

126

138

Capítulo X

Religión y política cu el siglo XVI europeo................................................. 163 1. Carlos I y los problemas religiosos, 164: 2. La contrarreforma católica. El concillo de Trento, 169; 3. Los Papas y ta reforma católica, 172; Documentos, 176; Bibliografía, i79. Capítulo XI Religión y política en el siglo XVI (II): los potencias oceídcntulc« en el ánimo tercio del siglo > ........... I. Rasgos básicos de la política filipina, 180; 2. El eclipse de Fran­ cia, f 82; 3. La Inglaterra de María Isabel, 186; 4. Felipe IV y los Países Bajos. El nacimiento de Holanda, 191; Documentos, 196; Bibliografía, Í97.

Capítulo XII La península Ibérica en el siglo XW. Problemas internos .... 1. El marco institucional español, ¡99; 2. Crecimiento demográ­ fico y económico, 203; 3. Permanencia y cambios en tas estruc*

180

199

ÍNDICE

IX

turas sociales, 206: 4. Peculiaridades de la sociedad espafiola, 208, 5. Portugal en el siglo XVI. 211: Documentos, 214; Bi­ bliografía, 215.

Capítulo XIH Turquía. El África berberisca........................................................................... 217 I. El imperio turco, 217: 2. La Persia de los Safévidas. 222 : 3. Los Estados berberiscos 223: 4. La piratería, 225; Documentos, 227; Bibliografía, 228. Capítulo XIV El Estado europeo del renatimlento y del barroco...................................229 1. Los instrumentos del Poder, 233; 2. Monarquía absoluta y re­ presentación nacional, 240; El Estado moderno ¿creación natural o artificio humano?, 242; Documentos. 243; Bibliografía, 245. Capítulo XV La crisis del siglo XVII.........................................................................................246 I. La demografía, 246: 2. Economía. 248; 3. Aspectos sociales. Las revueltas, 250; 4. Los factores políticos, 253; Documen­ tos, 256; Bibliografía, 257. Capítulo XVI La constelación política europea hasta la Paz de WesCtalU ... 1. La Francia do Enrique IV y Richelieu, 260; 2. Alemania c Italia en vísperas del gran conflicto, 263; 3. La Guerra de los Treinta Años, 266; Documentos, 270: Bibliografía, 271.

259

Capítulo XVII Los últimos Austrias españoles........................................................................... 273 1. La Espafin de Felipe III, 273; 2. Felipe IV y el Conde Duque, 276; 3. La gran crisis de la monarquía, 278; 4. El reinado de Car­ los II ¿ocaso o aurora?, 280; 5. La Restauración de Portugal, 285; Documentos. 286; Bibliografía, 289. Capítulo XVín Las revoluciones Inglesas. Apogeo de Holanda................................................ 290 L Los comienzos de la nueva dinastía, 29D; 2, El archipiélago bri­ tánico en vísperas de la revolución, 292; 3. La primera revolución inglesa y sus interpretaciones, 294; 4. La Restauración y la Gran Revolución, 298; 5. Apogeo de Holanda, 300; Documentos, 302; Bibliografía, 304.

Capítulo XIX La época de Luis XIV......................................................................................... 305 1. La política de Luis XIV y sus instrumenios, 306; 2. Política de expansión (1659-1684), 310: 3. Equilibrio y crisis, 311; Docu­ mentos, 314; Bibliografía, 316.

X

HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

Capítulo XX Los Estados escandinavos. Polonia. Rusia...................................................... 317

1. Los Estados escandinavos y la lucha por el Báltico, 317; 2. Apogeo y crisis de Polonia, 319; 3. Rusia desde Iván IV a Pedro el Grande, 323. Capítulo XXI Las Iglesias y el sentimiento religioso en el siglo XVII ....

327

1. El Pontificado, 327; 2. Disputas teológicas, 330; 3. La vida reli­ giosa en los países católicos, 334; 4. Las iglesias protestantes. El pietismo, 337; Documentos, 340; Bibliografía, 341. Capítulo XXII La economía europea en los siglos XVI y XVII.............................................. 341

1. La demografía, 343; 2. La economía agrícola, 348; 3. Activi­ dades industriales, 353; 4. El comercio y los transportes, 355; 5. El capitalismo comercial y financiero, 359; 6. La coyuntura y los precios, 363; Documentos, 365; Bibliografía, 367. Capítulo XXIII América en el siglo XVII

........................................................................................... 369

1. La América española. Política y administración, 369; 2. Eco­ nomía y sociedad, 371; 3. Religión y cultura, 373; 4. Brasil colo­ nial, 375; 5. Franceses y británicos en el Nuevo Mundo, 377; 6. Corsarios y piratas, 378; Documentos, 380; Bibliografía, 383. Introducción al siglo XVIII....................................................................................384

Capítulo XXIV Las relaciones internacionales de 1700 a 1763 .............................................

387

1. La Guerra de Sucesión española y la Paz de Utrecht, 387; 2. En busca de un nuevo orden europeo, 391; 3. La Guerra de Sucesión de Austria y la Guerra de los Siete Años, 393; Documentos, 397; Bibliografía, 398. Capítulo XXV El Mediterráneo latino en la era reformista...................................................... 399

1. Los primeros Borbones de España, 403; 2. Carlos III de Es­ paña, 408; 3. Portugal en el siglo XVIII, 411; Documentos, 413; Bibliografía, 414. Capítulo XXVI Francia e Inglaterra en el siglo XVIII.....................................................................415

1. La regencia y el reinado de Luis XV, 415; Luis XVI. Vísperas de Revolución, 420; 3. Inglaterra en el siglo XVIII: la consolida­ ción de la monarquía constitucional y la unión con Escocia, 422; 4. La época de Walpole, 424; 5. La época de los Pitt, 426; 6. Ir­ landa, 428; Documentos, 430; Bibliografía, 431.

ÍNDICE

XI

Capítulo XXVII El Estado de la Ilustración........................................................................................... 432

1. Europa Central, 432; 2. Europa central y oriental. El imperio germánico, 437; 3. Nacimiento del poder prusiano, 439; 4. La monarquía de los Habsburgo, 444; 5. La política reformista de José II, 445; Documentos, 448; Bibliografía, 449. Capítulo XXVIII Europa oriental y septentrional............................................................................ 450

1. Rusia entre el Este y el Oeste, 450; 2. La Rusia de Pedro I; 3. Las reformas interiores, 452; 4. Rusia después de Pedro el Grande, 454; 5. Catalina II, 456; 6. El primer reparto de Polo­ nia, 459; 7. La expansión rusa en Asia, 461; 8. Escandinavia en el siglo XVIII, 463; Documentos, 464; Bibliografía, 466. Capítulo XXIX América hasta la sublevación de las colonias inglesas....................................... 467

1. América hispana en la política internacional, 467; 2. La Admi­ nistración territorial, 470; 3. Población y sociedad, 471; 4. La polí­ tica económica, 474; 5. La cultura colonial, 476; 6. Las colonias británicas de Norteamérica, 477; 7. Los franceses en América, 479; 8. Brasil en el siglo XVIII, 480; Documentos, 482; Biblio­ grafía, 485. Capítulo XXX Las culturas extraeuropeas en los siglos XVII y XVIII ....

486

1. Asia. El África negra, 486; 2. La trata de negros, 488; 3. India en el siglo XVII, 491; 4. Rivalidades coloniales en la India, 492; 5. Los holandeses en Indonesia, 494; 6. China. La caída de los Ming. El imperio Manchó,- 496; 7. China y Europa, 498; 8. La claustración voluntaria del Japón, 500; 9. Los españoles en el Pacífico. Filipinas, 502; Documentos, 505; Bibliografía, 508. Capítulo XXXI Ideas y creencias.......................................................................................................... 509

1. Deísmo y ateísmo, 512; 2. Los grandes nombres, 515; 3. El mo­ vimiento filosófico en otros países, 519; 4. La Iglesia católica, 521; 5. La atracción del misterio, 524; Documentos, 527; Bibliogra­ fía, 529. Capítulo XXXII Arte y ciencias en los siglos XVII y XVIII...................................................... 530

1. Aspectos sociales del barroco y el neoclasicismo, 530; 2. Arte sagrado y arte profano. Pintura y escultura, 533; 3. El urbanismo neoclásico, 535; 4. La música, 538; 5. La ciencia renacentista, 542; 6. La ciencia en el siglo XVII, 544; 7. La ciencia europea en el siglo XVIII, 547; Documentos, 550; Bibliografía, 552.

XII

HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

Capítulo XXXIII Economía y sociedad en la Europa del siglo XVIII....................................... 553

1. Un siglo de ascenso demográfico, 553; 2, El progreso agrí­ cola, 556; 3. La industria y las comunicaciones, 560; 4. El pensa­ miento económico social, 564; 5. Transformaciones sociales, 567; Documentos, 571; Bibliografía, 572.

PRESENTACION

LA EDAD MODERNA: CONCEPTO Y PERIODIZACIÓN

El concepto de Edad Moderna es artificial en la medida en que la his­ toria humana es un todo continuo en el que nada muere del todo y nada se conserva sin cambios. Pero se justifica en cuanto dentro de ese continuo hay puntos privilegiados, aceleraciones y cambios de tendencia. Recono­ ciendo sus profundas conexiones, los siglos xiv y xvi europeos ofrecen una imagen muy distinta; esto es de evidencia inmediata y todos los reconocen. ¿En dónde colocaríamos la frontera? Eso depende del punto de vista; no será la misma para un historiador de la Iglesia o de las formaciones polí­ ticas que para uno del arte o de la economía. En todo caso, no será una frontera lineal sino una zona de transición que puede durar decenios. Aunque por razones de comodidad se elija un año preciso, coincidente con algún hecho de máxima importancia, nunca se produce un corte brusco. No importa la fecha precisa en que Gutenberg o algún predecesor suyo inventara la impresión con tipos móviles puesto que, a pesar de la velo­ cidad con que se propagó el invento lo hizo en forma de ondas concén­ tricas que alcanzaron los diversos pueblos europeos en fechas distintas.

La sensación de Modernidad la tuvieron los humanistas cuando, con razón o sin ella, se sintieron portadores de una cultura distinta de la que había reinado en los siglos que Petrarca (y después de él otros muchos) llamó tenebrosos. Pero, curiosamente, Petrarca llamó a la Edad que siguió a la caída de Roma Edad Nueva, por oposición a la antigua, la clásica, la prestigiosa. El concepto de Edad Moderna, aunque flotara en el ambiente, no tomó cuerpo hasta que no se perfiló la Edad Media como entidad sustan­ tiva, cosa que sucedió en las universidades alemanas en el siglo xvn, se generalizó en el siglo xvm y entró en el torrente circulatorio de los ma­ nuales y libros de texto en el xix. Desde entonces, a pesar de las discu­ siones que provoca, la existencia de una Edad Moderna ha quedado anclada en nuestro mundo intelectual. Lo que se discute son sus caracteres, sus límites y sus divisiones internas. Por primera vez, a partir del siglo XVI,

HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

2

puede hablarse de una historia universal, ya que al realizarse la unidad planetaria todas las culturas quedaron marcadas en mayor o menor grado por la europea; pero es en función de esta cultura occidental como se define la Edad Moderna.

Infinitas veces se ha intentado hacer el inventario de las novedades que ofrece la Modernidad. Entre los diversos ensayos hay diferencias pero también coincidencias lo bastante numerosas como para asegurarnos de que no se trata de una creación artificial. Veamos, por ejemplo, los carac­ teres que le adjudica Tierno Galván, los cambios definidores del paso de una edad a otra:

a) Sustitución del erotismo, en sentido amplio (divino y humano) por la sexualidad. b) Aparición del análisis introspectivo como método estético y cien­ tífico.

c)

Interpretación de la naturaleza desde el experimento y la inducción.

d)

Predominio de ideologías de sentido individual más que corporativo.

e) Aparición de grandes espacios económicos definidos políticamente.

f)

La inteligencia como un valor en el mercado.

Al desarrollar estas características Tierno alude a otras derivadas como el amor al paisaje o el desarrollo del uso de la ropa interior, hecho de gran significación económica (impulso a la industria textil) y espiritual (aparta­ miento de la naturaleza); pero esta última parece contradictoria con otras anteriores; y falta en el esquema apuntado la expansión demográfica y urbanística.

Puede advertirse la coincidencia de varios o todos de estos rasgos con los que se atribuyen a la cultura urbana y a la cultura burguesa. Desde el punto de vista de la periodización se advierte la dificultad de situar crono­ lógicamente fenómenos de tal amplitud y además no cuantificables, salvo el demográfico, que sí tiene un arranque preciso: el siglo xv, que es tam­ bién (y no por azar) el siglo en que comienzan los grandes descubrimientos. Se explica, pues, que aunque algunos hayan avanzado el comienzo de los tiempos modernos hasta el siglo xni y otros lo hayan retrasado hasta el xvii, sean mayoría abrumadora los que colocan en el xv el giro deci­ sivo de la cultura occidental. Que en él se elija la caída de Constantinopla, el descubrimiento de la imprenta o el primer viaje de Colón entra dentro de lo anecdótico. En cuanto a su terminación, el uso más corriente sigue situándola en la época de las revoluciones, o sea, en las postrimerías del Siglo Ilustrado, si bien hay una tendencias, especialmente en los países anglosajones, a retrasar los comienzos de la Contemporaneidad hasta muy avanzado el siglo xix, adscribiendo a la etapa anterior las fases iniciales de la llamada Revolución Industrial y los esfuerzos que realiza por mantenerse el Antiguo Régimen, el antiguo orden político-social. En realidad, conforme

PRESENTACIÓN

3

adquiere más lejanía y más perspectiva, la época situada entre, digamos, 1780 y 1870, se nos aparece como una etapa de transición. Pero en esta obra seguimos el criterio habitual y nos detendremos en el umbral de las revoluciones norteamericana y francesa. Las divisiones internas en el interior de este espacio también han produ-cido muchas controversias. La historia positivista sobrevaloró la fecha de 1648, señalada por los tratados de Westfalia. La época anterior fue lla­ mada por algunos historiadores, sobre todo pertenecientes a la escuela alemana, Alta o Temprana Edad Moderna. Cuando se impuso la historia cultural resultó muy cómoda la división en tres épocas correspondientes al Renacimiento, al Barroco y a la Ilustración que, poco más o menos, coincidían con los siglos xvi, xvn y xvin, aunque disminuyendo su rigidez cronológica. Los estudios posteriores han afinado esta división basándose en consideraciones de tipo socioeconómico; según admitamos un largo o un corto siglo xvu, el xvi terminaría hacia 1560-1580 o en 1600-1620. El paren­ tesco del xvi con los años finales del xv es generalmente reconocido, si bien sobre el carácter de dicha centuria hay dos posturas: la de los que acentúan la persistencia de los rasgos baj omedievales y los que, siguiendo a Hauser, piensan que la modernidad del siglo XVI le asegura una fisonomía propia frente a los tiempos anteriores y posteriores.

La división tripartita, que muchos siguen admitiendo como válida, se ha complicado con la consolidación del Manierismo como fenómeno cultural intermedio entre el Renacimiento y el Barroco, relacionable con la Contra­ rreforma y con la temprana tendencia regresiva que algunos creen poder discernir en la segunda mitad del siglo xvi. Pero la cuestión sigue siendo debatida y el Manierismo no parece tener la sustantividad que los otros grandes conceptos antes citados; más bien se relaciona con modalidades estéticas que con fenómenos profundos. Hauser, Febvre y, en alguna me­ dida, Braudel, admiten una diferencia entre las dos mitades del siglo xvi, la primera, hundiendo sus raíces en pleno siglo xv (desde 1450); la segunda, prolongándose hasta los comienzos del siglo xvu pero sin que la cesura establecida alrededor de 1550 destruya su fundamental unidad.

CAPITULO I

EUROPA EN LOS ALBORES DE LA EDAD MODERNA

Descartada la teoría de la ruptura, se admite, sin embargo, una consi­ derable aceleración, e incluso cambios de sentido en ciertos aspectos, en la Europa de la segunda mitad del siglo xv, entendiendo Europa en un sentido restringido; los países del Este no sólo participaron en menor medida de estos cambios sino que en no pocos de ellos se manifestaron fenómenos regresivos a consecuencia de la conquista turca. El cambio de signo, patente en la Europa centro-occidental, con especial fuerza en re­ giones privilegiadas como los Países Bajos y Lombardía, tuvo también bolsas de inmovilismo y atraso; Cerdeña y Escocia, por ejemplo, siguieron viviendo mucho tiempo aún al margen de los acontecimientos. Fue una superficie relativamente reducida en comparación con la del planeta, diga­ mos tres millones de kilómetros cuadrados, la que incubó la mayor revo­ lución material y espiritual de la historia humana; a través de altibajos, superado el parcial eclipse del siglo xvu, ampliada sin cesar a nuevos terri­ torios, acabó por transformar la faz entera de la tierra. 1.

RECUPERACIÓN DEMOGRAFICA

Tras los desastres del siglo xiv y comienzos del xv que sembraron toda Europa de despoblados, villages desertés, lost villages, hubo un impulso demográfico desigual, difícil de medir por la escasez de material estadís­ tico, pero indiscutible en conjunto, apreciable a través del crecimiento de las ciudades, la aparición de nuevos centros de población, la puesta en cultivo de nuevas tierras y la emigración a partir de comarcas super­ pobladas. Los cálculos más fiables acerca de la población de los países europeos hacia 1500 atribuyen seis millones de habitantes a España, uno a Portugal, 16 a Francia, dos a los Países Bajos, cuatro y medio a las Islas 4

EUROPA: ALBORES EDAD MODERNA

5

Británicas, doce a Alemania, cuatro a Polonia, nueve a Rusia, cinco a Hun­ gría y siete a los Balcanes. En total, unos ochenta millones de habitantes, que un siglo después se convertirían en cien. Solamente China reunía una masa humana comparable a ésta. Con dicha cifra Europa recuperaba, o quizá sobrepasaba ligeramente, el óptimo alcanzado dos siglos antes, hacia el año 1300. No están claros los motivos de este avance demográfico, que hoy nos parece muy lento pero que para la época resulta notable, sobre todo te­ niendo en cuenta que desde fines de la Edad Media se produjo en Europa un cambio en la nupcialidad que lo apartó del modelo habitual; este cambio consistió en un retraso de la fecha del matrimonio, rasgo que desde en­ tonces fue típico del mundo occidental y que estuvo ligado a cambios en el comportamiento social y la mentalidad; rasgo que denota, entre otras cosas, una actitud más responsable, una preocupación en los contrayentes de no fundar un hogar sin tener asegurada una base económica estable. Este retraso afectó al hombre más que a la mujer; por eso influyó poco en la natalidad, que siguió siendo elevada. También siguió siendo altísima la tasa de mortalidad infantil, aunque no podemos hacer comparaciones con los siglos anteriores. El progreso demográfico debió estar ligado a una mejor alimentación, quizá mejores condiciones higiénicas y sanita­ rias, aunque, en conjunto, siguieron siendo muy deficientes; más que nada, a una menor virulencia de las epidemias, aunque las hubo, muy mortíferas, e incluso una enfermedad nueva, la sífilis, originaria de América, según todos los indicios. Del incremento urbano se pueden ofrecer, en casos concretos, datos comprobables. Sevilla, por ejemplo, estaba en pleno crecimiento a princi­ pios del siglo xvi, a pesar de la persecución contra judíos y conversos, a pesar de la emigración a las Indias. En 1400 llegó a tener solamente quince o veinte mil habitantes. Un siglo después llegaba a 40.000. El signo de esta recuperación es que se había sentido con arrestos para emprender la cons­ trucción de su enorme catedral. Pero aún no había llegado su gran mo­ mento: la superaban Granada y Lisboa, que con 70.000 habitantes era entonces la mayor ciudad peninsular. Inglaterra y Francia concentraban su vitalidad en sus respectivas capi­ tales, índice de una muy temprana centralización. París era la mayor ciudad de la Cristiandad: unos 150.000 habitantes, repartidos en partes casi iguales entre la orilla izquierda del Sena, con la Sorbona y el abiga­ rrado barrio latino y la derecha, donde se asentaban la municipalidad y el palacio real. Entre ambas, entre el Poder y la Inteligencia, la isla de la Cité, con Nuestra Señora de París.

Parecida dualidad en Londres, no a un lado y otro del río, sino a la izquierda del Támesis: en un extremo Westminster, el centro religioso, en el otro la Torre, el centro político-militar. Entre ambos, la City, el cen­ tro de los negocios. Pero Londres estaba al finalizar el siglo xv muy por debajo de París; no más de 50.000 moradores; su crecimiento desmesurado empezaría en el siglo xvi.

6

HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

La dispersión política y económica de Alemania tenía su reflejo en la multiplicidad de ciudades muy activas a pesar de su pequeño tamaño. Hamburgo, Colonia, Lübeck, Danzig, Nuremberg, Francfort del Main, Augsburgo, la misma Viena tenían entre 20 y 40.000 habitantes, pero eran ciu­ dades en el pleno sentido de la palabra, centros industriales y comerciales, con muy poca población rural, y lo mismo podía decirse de las florecientes ciudades flamencas: Brujas, encrucijada mercantil ligada al comercio de la lana española y los paños ingleses, no suplantada todavía por Amberes; Gante, Ipres, Lille...

Muy intensa fue siempre la urbanización de Italia, favorecida por la multitud de pequeñas cortes principescas. En la Italia del Sur había gran­ des aglomeraciones semirrurales. Ñápoles disputó mucho tiempo la pri­ macía a París en cuanto al número de habitantes. Roma, que en la Edad Media había estado a punto de desaparecer, que hubiera desaparecido como ciudad de no ser por la presencia de los Papas, se benefició de la restauración del pontificado, y creció desde menos de 25.000, a raíz del Cisma de Occidente, a más de 50.000 a principios del siglo xvi. El saqueo de 1527 interrumpió sólo de modo momentáneo este crecimiento. En cam­ bio, Florencia encontró en torno a los 70.000 un techo que no logró superar.

La Italia del Norte debía a su intensa actividad económica su amplia constelación de ciudades. Citaremos sólo tres: Venecia, que en 1500 tenía cien mil habitantes y que, a pesar de las leyendas sobre su decadencia siguió creciendo, Milán y Génova, estas dos algo inferiores y con menos capacidad expansiva; más una larga serie de otras ciudades grandes (para los patrones de la época) o medianas: Padua, Verona, Ferrara, Pavía, Brescia, Cremona... En las marcas fronterizas de este núcleo central europeo la densidad urbana decrece rápidamente: a lo largo del Báltico hay algunas ciudades hanseáticas y escandinavas, ninguna de gran tamaño. Tampoco había nin­ guna ciudad rusa de más de 50.000 habitantes, aunque es posible que Novgorod y Moscú se aproximaran a esta cifra. Por último, Constantinopla, en decadencia total en el momento de la conquista turca, se recu­ peró con gran rapidez al convertirse en capital del imperio otomano hasta sobrepasar, en 1600, el medio millón de habitantes. Pero ya no pertenecía al espacio europeo. Por pequeñas que fueran estas ciudades su importancia política, econó­ mica y cultural las convertía en condensaciones de fuerza y en verdaderas protagonistas de la trama histórica; encontramos sus nombres continua­ mente porque eran nudos de comunicaciones, sedes gubernamentales, resi­ dencia de magnates, sabios, reformadores. La caída de una ciudad variaba el curso de una campaña militar; la implantación de una universidad influía en el ambiente cultural del contorno.

I

EUROPA: ALBORES EDAD MODERNA

2.

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TRANSFORMACIONES EN EL MUNDO RURAL

Entre la Jacquerie francesa y la gran revuelta campesina inglesa de 1381 de una parte y la gran revolución altoalemana de 1525 queda un siglo xv hasta cierto punto tranquilo. No es que faltaran alteraciones campesinas, porque, como acertadamente escribió Marc Bloch, «la revuelta agraria es tan inseparable del régimen señorial como la huelga de la empresa capitalista», pero es indudable que bajaron en número y gravedad, como si una etapa de prosperidad hubiera pasado por ese mundo rural que, oscu­ recido por el brillo de la red urbana, no dejaba de ser la base de todo el sistema social, con un setenta, ochenta y hasta noventa por ciento de la población, según las comarcas. Numerosos datos se refieren a esa mejoría de la población campesina. Incluso algunas revueltas son prueba de poten­ cia y madurez, como la guerra sostenida por los remensas catalanes en el reinado de Juan II, que no fue una mera algarada, sino una lucha soste­ nida con energía, perseverancia y éxito. Fue uno de los pocos levanta­ mientos campesinos que consiguió sus objetivos. Es muy problemático que los síntomas de mejora se deban a un cam­ bio climático. Parece que en el siglo xv y primera mitad del xvi las tem­ peraturas fueron algo más altas, lo que beneficiaría a las tierras europeas situadas al norte del paralelo 50, pero ningún conclusión general puede extraerse de este hecho. En cambio, no es discutible que aumentó la de­ manda por el incremento demográfico y el auge de las ciudades. En el caso del viñedo esto parece muy claro. No sólo había más hombres sino que tenían más capacidad adquisitiva, comían mejor. Lo más importante, el trabajo del campesino, era más apreciado, más buscado. Los señores tra­ taron de procurarse un mayor número de brazos, y lo hicieron por dos procedimientos que corresponden a dos mentalidades, a dos sistemas so­ ciales: al este del Elba se reforzaron los vínculos que sujetaban los hom­ bres a la tierra y se endurecieron las prestaciones exigidas de ellos; al oeste los señores rurales procuran atraer campesinos disminuyendo las corveas, las banalidades o derechos exclusivos, y la baja de los censos y de las ren­ tas, la conmutación de éstas a metálico (que se devaluaría rápidamente) y el alargamiento de los plazos del arriendo a dos o tres generaciones. In­ cluso conceden en muchas regiones los propietarios (Sur de Francia, nor­ te de Italia) unos tipos de arrendamiento enfitéutico, indefinidos, que prác­ ticamente equivalen a la enajenación del dominio útil contra el pago de un canon. Algo que participa de las ventajas del sistema feudal (la segu­ ridad de no ser expulsado de la tierra) limando sus asperezas, reduciendo o anulando las marcas de la servidumbre personal. En definitiva, esta es la solución que prevaleció en Cataluña. Pero hay que ponerse en guardia contra las generalizaciones, porque la diversidad de situaciones era enorme. Al mismo tiempo que en Cataluña se llegaba a una estabilidad en Galicia el campesino se hallaba sumido en una miseria de la que no saldría en todo el Antiguo Régimen. Mientras en Fran­ cia el régimen feudal se dulcificaba y desaparecía casi del todo la adscrip­ ción a la gleba en Inglaterra el labriego, aunque personalmente libre, se

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veía expulsado de sus tierras por las ovejas; los propietarios cerraban los campos (endosares) y los dedicaban a la producción de lana que daba más rendimiento con menos mano de obra. «Donde había doscientos campesi­ nos se ven ahora sólo uno o dos pastores», decía el Parlamento de Lon­ dres en 1489. Un mapa de «Las tres Europas», elaborado por Bartolomé Bennassar, nos muestra, dentro de su forzosa simplificación, cual era la situación so­ ciojurídica a comienzos de la Edad Moderna: el Este (Rusia, Polonia, Paí­ ses bálticos, Alemania oriental, Balcanes) es la Europa feudal, de un feu­ dalismo sin paliativos: grandes señores dominan sobre masas de siervos, y con el tiempo irán acentuando aún más su dominio. Francia del norte, la mayor parte de Alemania y Austria, Escandinavia, Italia del Sur, Irlanda y ciertas regiones de España, como Galicia y Valencia están bajo un feuda­ lismo mitigado: el régimen señorial, con grandes diferencias en su inten­ sidad, en su dureza. En el resto de España, el sur de Francia, el norte de Italia y la Gran Bretaña predominan los alodios (propiedad libre) o los señoríos meramente jurisdiccionales; si el señor tiene tierras las explota de forma no distinta a la de un particular, por medio de trabajadores even­ tuales o de arriendos cortos. Hay que añadir que este último régimen pue­ de ser más desfavorable para el campesino que el anterior. Aunque suscite ciertas reservas, este esquema suministra una visión global del problema agrario europeo desde una óptica sociojurídica aunque no sin relación con los desarrollos económicos. 3.

RASGOS SOCIOMENTALES

Este es un terreno movedizo en el que hay que aventurarse con suma precaución como lo demuestra la variedad de interpretaciones. Así, mien­ tras Huizinga en El dedinar de la Edad Media dibujó el cuadro de una sociedad refinada, decadente, un fin de siéde teñido de suave melancolía, otros autores, quizá con menos talento literario pero con gran acopio de datos, insisten en que el siglo xv europeo no produce la sensación de un crepúsculo sino de una explosión de vitalidad, no exenta de violencia y grosería, un ansia de gozar de la vida en todos los aspectos, ya en las fiestas principescas ya en las kermesses flamencas, sin que la persistencia de las danzas de la muerte y otros elementos macabros fueran más que un con­ trapunto que realza la voluntad de vivir y gozar. Todo era ocasión para los festejos más variados: celebración religiosas y cívicas, recepciones de príncipes, carnavales, torneos, competiciones deportivas, espectáculos, en los que participan todas las clases sociales, aunque algunos sean más pro­ pios de la nobleza, por ejemplo, las justas., el Palio de Siena, que todavía se celebra. En cambio, los antecedentes del fútbol, como el calcio florentino, apasionaban al pueblo. En Inglaterra se prohibió varias veces, sin éxito, a partir del siglo xiv.

La elevación del nivel de vida, la mayor disponibilidad de dinero, in­ fluyeron en la generalización de unos hábitos de lujo y derroche, por ejem-

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pío, los vestidos carísimos, tejidos con hilos de oro y plata, que ya no fue­ ron patrimonio de unos cuantos potentados. Si en las mansiones princi­ pescas se amontonaban los objetos raros y preciosos, las joyas, las pintu­ ras, los libros miniados, los objetos de oro, coral y marfil, los inventarios de personas de la clase media también testifican el enriquecimiento cre­ ciente. Incluso en el pueblo, «la introducción de los jornales en dinero en lugar de los antiguos pagos en especie trajo consigo nuevas libertades... Ahora el trabajador puede gastar su jornal a su capricho, procurarse tiem­ po libre y dedicar sus ocios a lo que le plazca. Las consecuencias fueron incalculables en el plano cultural» (Hauser). Un siglo más tarde todo cambiaría. Ya a fines del siglo xvi se anuncia­ rían las sombras del xvn de varias formas: indicios de superpoblación, baja de los salarios reales, intransigencia religiosa, puritanismo moralizan­ te, restricciones a la libertad de expresión. Con todas las excepciones que se quiera, las perspectivas europeas hacia el año 1500 parecían más prome­ tedoras que en 1600. Aquella coyuntura favorable era el resultado de un proceso de recuperación que llenó todo el siglo xv, el siglo de la imprenta, de los descubrimientos y de muchos otros avances que, sin ser espectacu­ lares, pusieron en manos del hombre europeo un instrumental que aumentó su productividad, y ese es el secreto del incremento de riqueza y consu­ mo. A los molinos de agua y viento, herencia medieval, se sumaron nuevas técnicas minero-metalúrgicas, construcción de los primeros altos hornos (desde 1535), tornos de hilatura y un arsenal de bombas, poleas, engrana­ jes, bielas, fuelles mecánicos y otra infinidad de aparatos, fruto de la inge­ niosidad del hombre occidental. Si en el siglo xiv, el siglo de Marco Polo, la superioridad de la cultura china era todavía evidente, en el xv no sólo se llegó a un equilibrio sino que el dinamismo europeo no cesó desde en­ tonces de desnivelar la balanza a su favor. Lo que frenó el progreso fue la falta de una fuente de energía abundante y barata, que no se encontraría hasta las postrimerías del siglo xvui. Entre esa variedad de aparatos mejorados sin cesar estaban los relo­ jes, instrumentos y símbolos a la vez. El deseo de tener una medida exac­ ta del tiempo forma parte del afán de racionalidad de aquella época, que se manifiesta en aspecto muy variados: técnicas contables, trabajos esta­ dísticos, previsión, planificación, presupuestos, todo lo que suele llamarse mentalidad burguesa, que es lo mismo que mentalidad moderna. Entre los pueblos antiguos y orientales la distribución del tiempo se hacía de forma muy vaga, se medía con relojes de sol o de arena muy imperfectos. En los países islámicos la gente se guiaba por las oraciones del muecín para tener una idea aproximada de la hora, y en Occidente las masas ru­ rales desconocían el reloj, miraban el sol o las estrellas. Para espacios bre­ ves acudían a otras fórmulas: «la duración de un Credo», por ejemplo. Pero en las ciudades ya empezó a haber relojes públicos desde el siglo xiv, y los privados aumentaron desde el xvi. Nürenberg se especializó en relojes de bolsillo. Felipe II, para que el personal de las audiencias entrase y saliese a su hora mandó «que en cada una haya relox que lo puedan oir». Llevar más allá la exactitud no era costumbre; no se hablaba de minutos, y mucho menos de segundos.

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Este afinado sentido de la temporalidad se correspondía con un para­ lelo interés por la exactitud en la espacial idad; la cartografía, la represen­ tación de la Tierra, llegó entonces a un punto de perfección que, con los métodos de la época, era insuperable. Formaba parte este empeño del in­ terés por representarse al mundo como algo sujeto a número y medida, y éste era el primer paso para comprenderlo y dominarlo. Cuando los espa­ ñoles llegaron al Nuevo Mundo, lo primero que hicieron fue medir y con­ tar; aplicaban así las normas que habían producido las casi perfectas es­ tadísticas de las ciudades-Estado italianas. La presencia, la conciencia de la muerte, no eran incompatibles con la alegría de vivir. No existía el afán actual de ahorrar a los vivos la visión del moribundo, de «hacer salir el cadáver por la puerta trasera». Se acep­ taba la muerte como un hecho normal que enlazaba con la vida y la com­ pletaba. Esta actitud tenía varias raíces: La fe cristiana, por supuesto, pero también el sentido pagano y renacentista de la jama, la gloria, como algo que asegura la inmortalidad y que se consigue de varios modos: con ha­ zañas, con obras maestras, con legados benéficos, con algo que forzara a la comunidad a recordarlo siempre y honrar su memoria. Tercera y no me­ nos importante raíz de este sentimiento, la solidez del vínculo familiar; el hombre sobrevive en sus parientes, en sus hijos ante todo, pero no sólo en ellos, en todo su linaje (recuérdese la fuerza del nepotismo en los papas italianos). Una fundación religiosa cumplía con todos estos objetivos a la vez: proporcionaba culto a Dios y sufragios a los fundadores, enaltecía su fama, que se hacía imperecedera en los suntuosos mausoleos y las efigies de bronce y mármol. Cuando no se podía tanto, se contentaban con una ins­ cripción sepulcral que era como un curriculum vitae del difunto y que no es­ taba destinado, como hoy, al olvido en un apartado cementerio, sino que siempre quedaba expuesto a la vista de todos en un lugar bien visible. La fi­ nalidad familiar se cumplía no sólo asegurando a los miembros honrosa se­ pultura sino destinando una renta perpetua para que un miembro del clan viviera del producto de una capellanía, lo que lo ponía al abrigo del siempre posible deterioro de su status social. Hay otros medios de alcanzar la inmortalidad distintos de la pompa fu­ neraria; por ejemplo, la construcción de un gran palacio, que llevará, más que el nombre de su creador, el de toda su estirpe. La moda empezó en Italia (palacios venecianos, florentinos) y se extendió a toda Europa. O bien, dentro de un plano individual, el retrato, forma artística no desconocida en la Edad Media, pero más propia de los tiempos modernos hasta hacerse un género propio. Con frecuencia se asocia la efigie al de su esposa e hi­ jos, y también a la representación de la divinidad, de la virgen y los san­ tos. Aunque aparezcan en actitud subordinada, de donantes, es claro que ellos, los que encargaron el cuadro, son los verdaderos protagonistas, como el canciller Rollin en la Virgen de van Eyck. La progresiva secularización de la vida europea es un hecho que no hay que interpretar como un menor interés por los fenómenos religiosos. La cultura dejó de ser monopolio del clero, pero los aristócratas y los burgue­ ses cultos no mostraron menos interés por las cuestiones teológicas que

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los eclesiásticos. No fue una oposición sino una diversificación y enrique­ cimiento. Antes del movimiento de separación de la Iglesia y el Mundo que se inició con el concilio de Trento y la creación de los seminarios, la sepa­ ración entre eclesiásticos y seglares seguía una línea muy borrosa. Era frecuente que una persona fuera, sucesiva o paralelamente, obispo y diplo­ mático, sacerdote y militar, monje y artista. Y esta confusión fecunda se extendía al pueblo, que en las iglesias rurales celebraba sus asambleas y sus fiestas. El protestantismo siguió esta línea cuando trabajó por derri­ bar las murallas que separaban la jerarquía eclesiástica de la masa de los fieles. Hubo iglesias, comunidades, que rechazaban la existencia de una clase sacerdotal, pero ello no quería decir que fueran enemigos del sacer­ docio sino que cada fiel es un sacerdote.

Tampoco habría que imaginarse al nacimiento de la Europa, moderna como el triunfo súbito de la razón. No sólo en las capas más bajas y en las zonas rurales siguieron vigentes las viejas supersticiones; en las altas tenían gran crédito, e incluso acrecentado con apariencias científicas: La Astrología y la Alquimia siguieron teniendo mucho prestigio; era frecuente que un personaje notable tuviera entre los miembros de su séquito un as­ trólogo. La superstición astrológica fue en aumento hasta el pleno barroco. En cuanto a la Alquimia, baste decir que un monarca tan sesudo, tan poco amigo de gastar dinero en balde como Felipe II, subvencionó un charlatán que prometía fabricar oro. El auge de la brujería fue una de las conse­ cuencias de esta ola de irracionalidad. Nunca se temió tanto a las brujas y nunca se sacrificaron a esta absurda creencia tantas pobres mujeres como en los dos primeros siglos de la Edad Moderna. Fue aquella una época de grandes contrastes en la que el esplendor del arte y la extensión del saber chocaban con una existencia material apenas cambiada; «casas inhóspitas y frías, asientos incómodos, viajes a pie y a caballo. Todo con fuertes contrastes: el día y la noche con insuficiente ilu­ minación; el verano y el invierno, cuyo rigor atenúan mal las hogueras en grandes chimeneas, cuando el viento pasa a través de las rendijas y la tinta se hiela en los tinteros. La vida aparece rodeada de peligros, pues en todos los países la fuerza pública es rara, los caminos estrechos y tor­ tuosos, los bosques abundantes y espesos. Ello obliga a estar siempre dis­ puesto a la defensa o a tomarse la justicia por su mano, y a ser apto para las iniciativas enérgicas y las resoluciones repentinas» (R. Mousnier). Esta inseguridad explica que todo el mundo llevara armas, bien la es­ pada, arma noble, o cualquier otro instrumento. El arma de fuego entró en las costumbres diarias con tanta rapidez como en los campos de bata­ lla. El bandolerismo fue un fenómeno general, y con tales raíces sociales que los más duros castigos no pidieron suprimirlo. Algunos papas, como Sixto V, hicieron la prueba en la campiña romana. Sicilia, Cataluña, Esco­ cia y tantas otras regiones tomaron por ello triste celebridad, pero el fe­ nómeno era general, y no limitado a las bajas esferas; hubo muchos no­ bles bandoleros, víctimas de la crisis nobiliaria que afectó a casi todo el estamento. Aunque disfrazaran sus actividades con motivos ideológicos era la pobreza lo que los impulsaba.

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La sociedad estamental no sólo estaba minada por una movilidad que acudía a todos los medios legales e ilegales para procurarse un ascen­ so en la jerarquía. También estaba rodeado por masas que tienen un vago parecido con lo que Toynbee llamó proletariado externo. Mucha gente vivía en la sociedad estamental sin integrarse a ella por variados moti­ vos: raciales, sociales, económicos, religiosos, psicológicos. Hacia el año 1500 la esclavitud había prácticamente desaparecido en Europa a ex­ cepción de la península ibérica y de algunos prisioneros musulmanes que remaban en las galeras de Venecia y Génova. También España y Por­ tugal eran una excepción en cuanto a la agudeza del problema judío, que en las demás naciones europeas, tras Las matanzas y expulsiones de la Baja Edad Media, había dejado de suscitar la ira de las muche­ dumbres. Colonias de judíos sefardíes (occidentales) y asquenazim (centroorientales) se habían formado o reconstituido en las ciudades comercia­ les de Italia y Alemania. Eran escasos en Francia y escasísimos en Inglate­ rra. En los Países Bajos aún no se había constituido por estas fechas el que después fue importante foco hebreo de Amsterdam. Numerosas, pero po­ bres y aisladas de su entorno, eran las juderías del este (Polonia, Rusia) mientras que en Constantinopla, en Salónica y otras ciudades de la Europa turca la llegada de judíos hispanos con notable nivel de cultura y aptitud profesional formaría florecientes comunidades dotadas de una cohesión in­ terna que facilitó la conservación de su cultura propia hasta tiempos muy recientes.

Los agresivos y asociales han existido siempre; no eran más numero­ sos en los tiempos iniciales de la Edad Moderna; la diferencia respecto a nuestros tiempos estriba en que todavía entonces no se confiaba en el Es­ tado como mecanismo protector y represor. El noble ofendido se tomaba la justicia por su mano, bien personalmente, acudiendo al duelo, bien por medio de sicarios, y en el pueblo predominaba una mentalidad semejante que, en caso de ofensa a uno de sus miembros, ponía en juego la solidari­ dad de todo el clan familiar. La fuerza pública era casi inexistente y la mayoría de los crímenes quedaban impunes; bastaba al agresor con ale­ jarse del lugar del suceso para que fuera casi imposible atraparlo. Las comunidades campesinas proveían a su autodefensa, pero los caminos y los bajos fondos urbanos eran enormemente peligrosos. Por su parte, la jus­ ticia pretendía compensar su escasa eficacia con el refinamiento de los su­ plicios, que se pretendía fueran ejemplares. Ser perseguido por la justi­ cia no era de por sí una marca humillante; era más bien sencilla la reha­ bilitación de un homicida, ya por medios espirituales (peregrinaciones, obras piadosas) ya con servicios militares. Dentro de aquella sociedad refinada había una veta de violencia que aparecía con el menor pretexto. Había también marginaciones sexuales de diverso tipo. Las relaciones heterosexuales gozaban de una gran tolerancia que con el transcurso del tiempo se fue restringiendo. La prostitución femenina estaba reconocida y reglamentada; toda ciudad de alguna importancia tenía sus burdeles vi­ gilados por la municipalidad, lo que no impidió que, a raíz del descubri­ miento de América, se extendiera la sífilis con una fuerza tremenda. Puede

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decirse que sustituyó a la lepra, azote de la Edad Media, que en la Mo­ derna estaba en franca decadencia. Esta permisividad fue bastante restrin­ gida desde mediados del siglo xvi, tanto en los países católicos como en los protestantes, bajo el influjo de la ola de moralización que determinó, por ejemplo, que en 1623 se cerraran todos los prostíbulos en España. Las relaciones homosexuales eran reprobadas con el máximo rigor. Las ciu­ dades renacentistas de Italia tenían mala fama en este aspecto; en 1403 se constituyó en Florencia un organismo estatal, el Oficio de la Honestidad, con el fin de regular e incluso favorecer la prostitución femenina para ata­ jar la homosexualidad. Medidas semejantes se tomaron en Venecia; las miles de prostitutas serían vigiladas y toleradas, pero los culpables de homosexualidad incurrirían en la muerte, incluso en la muerte de hogue­ ra. El mismo incremento de rigor se observa en España; los Reyes Católi­ cos impusieron la pena capital, y Felipe II, viendo que ni aun así desapa­ recían tales prácticas, determinó que la forma de muerte de los sodomitas sería el fuego. El pobre no era de por sí un marginado. La pobreza no era vergonzosa. Aunque hubiera gran trecho de la teoría a la realidad, las enseñanzas evan­ gélicas lavaban a la pobreza de la afrenta que llegó a suponer en otros tipos de cultura. La limosna era una obligación y una práctica cotidiana. Caba­ lleros, prelados y comunidades la practicaban como rutina ordinaria y como carga extraordinaria en caso de calamidad pública. La asistencia al menesteroso revestía mil formas, desde la limosna callejera al socorro dis­ creto al pobre vergonzante, a la persona de calidad que no podía mostrar en público su miseria. Se admitía como evidente que las rentas de la Igle­ sia, una vez detraídas las cantidades necesarias para mantener el culto y sus ministros, pertenecían a los pobres, y aunque tal principio no se mantu­ viera con rigor bastaba para asegurar a la Iglesia un prestigio popular y constituirla en pieza clave del orden social; remediaba una carencia, lle­ naba un ámbito que el Estado no reclamaba como suyo. En aquellos tiem­ pos en que no existía seguridad social, si fallaba la solidaridad familiar, ¿quién se ocuparía de los huérfanos, tan numerosos en unos siglos de epi­ demias terribles; o de los mutilados de guerra? Hasta fines del siglo xvn no se preocupó Luis XIV de construir los Inválidos. Lo normal era que el soldado mutilado tuviera que recurrir a la mendicidad; sólo los más afor­ tunados hallaban una plaza de alcaide de un castillo o de sirviente en un monasterio.

A pesar de las prescripciones evangélicas, el pobre era considerado con una mezcla de afecto y de temor, porque la frontera entre el mendigo y el bandido no era siempre clara. En la Edad feudal cada uno tenía señalado su puesto; al aflojarse las estructuras se multiplicaron los vagabundos, un problema del que tuvieron que ocuparse los escritores y gobernantes. El tratado De subventiones pauperum de Luis Vives fue escrito a petición de la municipalidad de Brujas e influyó en la legislación flamenca; halló la oposición de los que, como Domingo de Soto, se oponían a la ingerencia del Estado y defendían la libertad de pedir y dar conforme a una corrien­ te que halló su más alta expresión en el espiritualismo franciscano, basado

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en la idealización de la pobreza. Lentamente, los poderes públicos fueron evaluando las dimensiones económicas y sociales del problema; en los últi­ mos años del reinado de Isabel de Inglaterra se elaboraron las primeras Poor Laws, leyes de pobres, con tardías repercusiones en el continente; re­ percusiones cada vez más desfavorables al pobre, asimilado casi al delin­ cuente y encerrado en la época de la Ilustración en hospicios que eran como prisiones. La sociedad renacentista empezó también a tomar conciencia de la existencia de otros marginados: minusválidos, expósitos, dementes... Michel Foucault ha escrito unas páginas impresionantes sobre el loco, suce­ sor del leproso en la reprobación popular, privado de toda asistencia mé­ dica y, cuando la sociedad se decidió a hacer algo, encerrado, encadenado, junto con los deficientes mentales y los peligrosos sociales.

¿Colocaríamos también a la mujer entre los marginados? Si pensamos que el siglo xvi fue el siglo de Vittoria Colonna, Margarita de Navarra, Isa­ bel I y Teresa de Jesús habría que responder que no. Si miramos a la su­ bordinación legal y real de la mujer en casi todos los órdenes de la vida tendríamos que decir que sí, aunque no limitándola a la época que con­ sideramos, cuyo carácter patriarcal fue tan acusado como el de las ante­ riores y posteriores. Pero lo que sí puede afirmarse es que, con todas sus limitaciones, el status de la mujer occidental era tan superior al de las otras, y concretamente la islámica, que es con la que estaba en más di­ recto contacto, que esa diferencia abismal era, justamente uno de los ras­ gos diferenciadores de la sociedad occidental. Esta sociedad occidental tenía una aguda conciencia de su peculiaridad, de su personalidad, de su superioridad. Las disensiones internas no dismi­ nuían su sentimiento de solidaridad frente al exterior, al extraño, definido siempre en términos religiosos: el pagano, el musulmán. El primero no suscitaba la animosidad, más bien la curiosidad, el interés, tan visible en el ansia de información que siguió a los primeros descubrimientos. El musulmán, en cambio, era el enemigo hereditario. La Europa renacentista vivía bajo ese temor, muy vago en los países apartados, muy agudo en todo el Mediterráneo, sometido a la amenaza de la piratería, y en el centro-este, roído poco a poco por el avance de la formidable potencia otomana. Por eso, si la caída de Constantinopla causó consternación, la de Granada fue celebrada con júbilo porque se rompía uno de los dos brazos de la tenaza islámica.

La conciencia de un peligro común es un fuerte factor de cohesión. La idea de Europa, identificada con la Respublica Christiana, se fortaleció por este peligro justamente cuando las disidencias internas trabajaban en con­ tra de este sentimiento de unidad europea. Los humanistas lo combinaron con el de un primer nacionalismo, porque, bien entendidos, no son senti­ mientos incompatibles. Eneas Silvio Piccolomini, luego papa Pío II, Bessarion, Erasmo, autor de un Tratado sobre la guerra contra los turcos, asi­ milaban Europa a Cristiandad y a civilización. Torcuato Tasso veía la lu­ cha contra los turcos como la de Europa contra Asia; Ariosto deploraba

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que el «turco inmundo» ocupase Constantinopla, Camoens se refería a la «pobre Europa» combatida por «el feroz otomano». Ninguno se expresó con tanta claridad como nuestro Luis Vives: «Hay una zona que se ex­ tiende entre Cádiz y el Danubio, entre el Mediterráneo y el Atlántico, que es la muy potente y valerosa Europa. Si nos uniésemos todos sus habitan­ tes no sólo seríamos iguales a Turquía sino superiores a toda Asia; lo demuestran el genio y el valor de sus naciones, lo enseñan las hazañas que han realizado. Nunca Asia ha podido resistir las fuerzas, aún no comple­ tas, de Europa». Es por esta vocación europeísta de Vives por lo que le hacía sufrir el espectáculo de sus discordias. Que, a pesar de ellas, lograra elevarse a un rango mundial que nunca antes había tenido es, en efecto, una demostración de la virtualidad del genio europeo.

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CAPITULO II

LOS PUEBLOS DE AFRICA Y ASIA EN LOS COMIENZOS DE LA EDAD MODERNA , El concepto de Modernidad sólo puede aplicarse a los pueblos extra­ europeos con muchas reservas. No tiene ningún sentido aplicarlo a las culturas precolombinas de América pero sí a las afroasiáticas, al menos a las que sufrieron las consecuencias del contacto con los europeos y vie­ ron sensiblemente alteradas sus condiciones de vida. Uno de los rasgos de la Modernidad es precisamente esta interacción de pueblos y culturas, este esbozo de unidad planetaria que tuvo como protagonistas a los europeos, sobre todo a las potencias coloniales. El destino de los otros continentes dependió en gran manera de la manera como se realizó este contacto. Aus­ tralia, apenas vista o entrevista por algunos navegantes, quedó fuera del horizonte europeo hasta fines del siglo xvni y sus habitantes (¿300.000?) siguieron anclados en el Paleolítico, en una intemporalidad ajena al marco histórico. América fue el continente más profundamente afectado por la irrup­ ción europea; Asia, con excepción del vacío siberiano, sólo fue abordada de forma periférica, motivando reacciones muy diversas; sólo Filipinas fue objeto de una aculturación profunda. En conjunto, la masa asiática se mostró bastante impermeable. Africa fue un caso intermedio entre Amé­ rica y Asia; no fue enteramente subyugada como la primera pero tampoco fue recompensada con la donación de formas más elevadas de cultura. La acción de los europeos en África fue más negativa que positiva.

Entre las sociedades tradicionales de África y de Asia el Islam fue una formación cultural diferente, dotada de una asombrosa capacidad de ex­ pansión. Su núcleo fue el imperio turco, prolongado hacia el oeste por los Estados del África mediterránea y hacia el sur por los ribereños del Mar Rojo hasta el Océano índico. Las culturas amerindias precolombinas re­ sultan ser así las únicas que quedaron truncadas de un modo brusco. Re­ 16

ÁFRICA Y ASIA: COMIENZOS EDAD MODERNA

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servamos un capítulo especial para dichas culturas, otro posterior para el imperio turco y territorios contiguos y en este bosquejamos la situación de los pueblos de Asia y del Africa negra en el tránsito del siglo xv al xvi. 1.

EL AFRICA NEGRA

El Africa verdadera, el Africa negra, empieza en el Sahara; las costas septentrionales de aquel continente están más ligadas al mundo mediterrá­ neo, aunque accidentes históricos hayan cavado un profundo foso entre sus pueblos y los de la ribera norte. Para los europeos medievales el Africa negra era un misterio poblado de fábulas. El Islam mantuvo contacto más estrechos y los relatos de viajeros como El Edrisi y Ibn Batuta muestran un conocimiento directo y detallado de los países situados al norte de la selva ecuatorial. El contacto con el mundo islámico a través de las rutas saharianas y el índico se ejerció muy pronto y con notables consecuencias. Al sur del Ecuador el continente se estrecha, y también sus posibilidades naturales. El Kalahari no es un desierto tan extenso y temible como el Sa­ hara, pero a través de éste llegaban ideas y productos del ancho mundo, mientras que de la extremidad sur de África no podía llegar nada aprove­ chable. Sólo había culturas primitivas y un océano vacío que no es ca­ mino para ninguna parte. La historicidad del África negra quedaba limi­ tada a las sabanas y estepas subsaharianas, el macizo de Abisinia, las me­ setas lacustres y un trozo de la costa oriental. El resto pertenece más a la Etnografía que a la Historia.

Incluso aquellos pueblos más evolucionados del norte y este han teni­ do que luchar para que se les reconozca su derecho a ser incluidos en la historia universal; sólo en los últimos decenios, aprovechando los relatos de viajeros y misioneros, las tradiciones locales y las excavaciones arqueo­ lógicas, se está reconstruyendo su pasado. Sabemos ya que tuvieron for­ maciones políticas importantes, ciudades populosas, una economía diversi­ ficada y manifestaciones artísticas de interés, aunque falten los grandes monumentos que levantaron mayas y aztecas, indios e indonesios. Eviden­ temente, eran culturas modestas, sin escritura; formaciones políticas ru­ dimentarias, economías frágiles. Compararlas con las contemporáneas de la Europa renacentista es una exageración insostenible; pero había prome­ sas y realizaciones que no llegaron a madurar, en parte por su propia de­ bilidad interna, en parte por la forma en que se hizo el contacto con Occi­ dente.

El Africa del Oeste, entre el Sahara y el Congo, entre el Chad y el At­ lántico, presentaba la mayor densidad cultural y humana. Pudo influir la relación con los pueblos del Nilo y del desierto; también la variedad de producciones en un territorio amplísimo donde se pasa del desierto a la estepa, a la sabana y al bosque, creando las condiciones para intercambios ventajosos. La agricultura era de azada (sólo Etiopía conocía el arado), iti­ nerante en la mayoría de los casos, intensiva en algunos otros, como el cultivo del arroz de irrigación en el gran bucle del Niger. Los cereales más

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corrientes eran el mijo y el sorgo. Había también un gran consumo de raí­ ces, sobre todo el ñame. Por imperfecta que fuera esta agricultura era capaz de originar excedentes para sostener artesanos, mercaderes y una casta dirigente.

Una enorme inferioridad de Africa fue no haber conocido la rueda ni los animales de carga. El hombre-bestia, el porteador, fue allí una maldi­ ción, como en muchas regiones de América. Se servían, cuando ello era posible, de vías navegables. Como es sabido, la mayoría de los ríos africanos son inabordables desde el mar; pero, pasados los rápidos que salvan el es­ calón de las mesetas interiores, tienen amplísimos trechos navegables para piraguas y aun para buques de mayor calado. La economía minera del Áfri­ ca occidental se basaba en el oro y el hierro. El primero dio lugar a un activo comercio; el oro era cambiado por sal por los caravaneros, que lue­ go lo trasladaban a Marruecos hasta que Portugal fue a buscarlo a sus mismas fuentes, a los puertos africanos. El hierro era trabajado por artesanos que gozaban de gran prestigio; en algunas partes de África eran mirados como seres sagrados. En el rei­ no de Benin (cerca de la desembocadura del Niger) floreció una escuela de admirables fundidores de bronce que producían estatuillas empleando la técnica de la cera perdida. La alfarería, el trabajo del vidrio y los textiles también estuvieron bien representados. El caballo fue introducido muy pronto en el Sudán; más al sur su empleo era imposible, más que por la abundancia de bosques, por los estragos de la mosca tsé-tsé, que impedía cualquier actividad ganadera. La introducción del caballo, y más tarde de las armas de fuego, favoreció la formación de entidades políticas que po­ dríamos llamar Estados, porque dio a una minoría poder suficiente para dominar vastos espacios. Jack Goody distingue dos tipos de estados en el África occidental: los de la estepa, basados en el caballo, la espada y la lanza, y los del bosque (sobre todo, la costa atlántica) que utilizaron las armas de fuego europeas. No conferían una superioridad grande porque eran armas imperfectas que los artesanos locales eran incapaces de fabri­ car. Ante los europeos la inferioridad del negro africano era patente en el aspecto militar. Sus eternas guerrillas, dirigidas a la obtención de escla­ vos (pues eran sociedades esclavistas) se mantenían dentro de sus límites. Pocas veces, y con poco éxito, hubo reacciones armadas contra los invaso­ res del exterior. También era patente la inferioridad militar de las socieda­ des animistas frente a los árabes y bereberes; se había puesto de mani­ fiesto en la Edad Media y volvió a demostrarse en esa guerra santa desen­ cadenada hacia 1492 que especialistas en la historia de África del Norte como E. F. Gautier y De la Roncière relacionan con la emoción causada en el mundo islámico por la caída de Granada: Esta agresividad islámica des­ pertaba de vez en cuando reacciones en el África pagana, como la destruc­ ción del reino de Malí por los Songhay. El mapa político del África occidental señala como principales reinos los de Kanem, al norte del lago Chad; Songhay, con el importante centro comercial de Tombuctú, Ghana, que se situaba más al interior y más al ñor-

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te que el Estado actual de este nombre, y Malí. En el África central los yorubas habían creado el reino de Benin y el del Congo, el más extenso de los creados por la expansión de los bantúes; su unidad política era la al­ dea, presidida por un jefe hereditario con arreglo al sistema matrilineal imperante en estas sociedades poco o nada afectadas por el Islam. La mu­ jer desempeñaba un papel importante en todos los aspectos de la vida. La realeza era electiva y de carácter divino; su poder dimanaba de la creen­ cia en sus poderes taumatúrgicos y de su capacidad de disponer de un pa­ trimonio que se incrementaba con los bienes que dejaban al morir los no­ bles. En principio, como en el antiguo Egipto, la tierra era del rey, que permitía a sus vasallos el usufructo. Las relaciones con los europeos co­ menzaron con la llegada de Diego Cao a la desembocadura del Congo en 1482. Los congoleños estaban bien dispuestos hacia el Cristianismo; su rey se bautizó y tomó el nombre de Juan I; su sucesor, Alfonso (1506-1543) fue un cristiano piadoso que prohibió el culto a los fetiches, construyó igle­ sias y dio a su capital el nombre de San Salvador, pero los misioneros por­ tugueses eran escasos, y la actuación de los europeos, poco acorde con las enseñanzas evangélicas, produjo extrañeza y consternación en el monar­ ca y en su pueblo, lo que redundó en perjuicio de los portugueses y de los congoleños.

En la meseta de Katanga surgieron otros reinos bantúes, como los de Luba y Lunda, simples federaciones de tribus, menos estructurados que el del Congo. Los portugueses, que no lograron implantarse con solidez al norte del Ecuador, contentándose con puntos de apoyo en las islas (Santo Tomé, Fernando Póo) hallaron terreno más propicio al sur, donde no había for­ maciones políticas consistentes, e hicieron de Angola uno de los primeros centros de la trata de esclavos.

En el África oriental, muy influida por el Islam, más que reinos halla­ mos ciudades comerciales habitadas por mercaderes árabes, africanos y mestizos. Entre estos puertos, simples puntos de apoyo para el tráfico por el mar Rojo y el índico y el interior apenas había relaciones. En el siglo xv Mombasa era la ciudad más importante. La presencia portuguesa, aunque apoyada en efectivos muy pequeños, tuvo serias consecuencias a partir del viaje de Vasco de Gama. En 1505 establecieron una factoría en Sofala; los otomanos enviaron de tarde en tarde expediciones para defender aquel confín remoto de su área de inflencia, y los portugueses los defendieron con armadas procedentes de Goa; Mombasa fue varias veces tomada y sa­ queada sin que por eso dejara de ser el más activo centro comercial del África Oriental.

En lo que hoy es Zimbawe se situó el reino de Monomotapa; los por­ tugueses descubrieron allí en el siglo xvi ruinas de ciudades y de fortifica­ ciones hechas con grandes bloques de piedra, aunque con técnica arquitec­ tónica primitiva. El florecimiento de esta misteriosa cultura parece estuvo ligado a la explotación de minas de oro. En el límite entre el área musulmana y la pagana se sitúa un reino cris­ tiano, el de Etiopía, que es también una frontera étnica, en la que confluyen

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negros, semitas y cainitas. Apoyados en el poderoso bastión de sus altas montañas los etíopes resistieron el empuje de los gallas y somalíes islami­ zados que ocupan la costa. A fines de la Edad Media los occidentales y los etíopes estaban acosados por el mismo enemigo, el Islam; a los ojos de los europeos el emperador de Abisinia se transfiguró en el mítico Preste Juan, posible aliado, cuyas fuerzas militares se creían fabulosas. Que fuera un heterodoxo (monofisita) no se sabía o no importaba. La realidad era dis­ tinta; los etíopes necesitaban la ayuda europea y establecieron algunos con­ tactos. Yeshak, en la primera mitad del siglo xv, estuvo en relación con los reyes aragoneses. Zara Yacob (1434-1468) envió delegados al concilio de Flo­ rencia. Desde fines del siglo xv los contactos fueron más efectivos; esta vez la ayuda se esperaba de los portugueses, que en 1520 enviaron un embajador. El peligro era inminente, porque los turcos otomanos lanzaron una doble ofensiva: desde el norte, siguiendo el valle del Nilo, y desde el este, a tra­ vés del Mar Rojo. Etiopía fue salvada por refuerzos portugueses enviados por el virrey de la India. En Roma surgieron esperanzas de recatolizar aquella apartada parcela de la Cristiandad; llegaron misioneros jesuítas, pero su proselitismo suscitó una reacción adversa; en 1652 una sublevación tuvo como consecuencia la expulsión de los misioneros y Etiopía siguió siendo un país aislado y casi ignorado por el Occidente.

Al iniciarse los tiempos modernos Africa se ofrecía como un continente lleno de posibilidades; luego, el interés que despertaba fue decreciendo; Europa se volcó hacia América, o bien pasó de largo por sus costas en bus­ ca de las riquezas del Extremo Oriente. El agotamiento del oro del Sudán, incapaz de competir con la avalancha de metales preciosos del Nuevo Mun­ do, puede haber sido uno de los motivos de tal desinterés. No hay que in­ vocar la capacidad de resistencia armada de sus habitantes, sus enferme­ dades (no hubo ciudades africanas tan mortíferas como Panamá, Portobelo o Veracruz) o las dificultades para el asentamiento de colonos blancos, que eran reales pero no insuperables ni extensibles a todo el continente. Quizás influyó más la dificultad de abordar desde la costa el interior si­ guiendo las vías navegables. Ahora bien, ni los seguidores de Cortés en Méjico ni los de Pizarro en Perú hicieron uso de vías fluviales. Lo cierto es que tras unos comienzos prometedores las relaciones con el África negra se limitaron a contactos periféricos, cuyo principal interés comercial se concentró cada vez más en el tráfico de esclavos. Los africanos esperaban mucho de sus hermanos europeos, pero la verdad es que recibieron muy poca ayuda. 2.

CIVILIZACIONES DEL ASIA MONZÓNICA

Examinando el mapa de culturas que Braudel elaboró siguiendo las pau­ tas del etno-antropólogo Hewes salta a la vista una semejanza entre Euro­ pa y el Asia monzónica; ambos espacios pertenecen a las «Civilizaciones agrícolas con arado», mientras el Asia central y nórdica entraba en la ór­

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bita de los pueblos nómadas y ganaderos. En el plano humano dicha seme­ janza se traducía en el hecho de que, hacia 1500, tanto Europa como el Extremo Oriente asiático eran dos grandes concentraciones humanas. A lo largo de siglos la población de China y la de Europa han sido equivalentes; sólo en los últimos decenios la crisis de la natalidad europea ha inclinado la balanza en favor de China. La población del subcontinente indio siem­ pre ha sido casi tan numerosa, y la de Insulindia y Japón, sin alcanzar ci­ fras absolutas tan elevadas, a causa de su menor superficie, ha ofrecido unas densidades unitarias tan altas e incluso más elevadas.

Estos dos grandes focos de la población humana siempre estuvieron en comunicación, aunque fuera de forma indirecta y precaria. En la Edad Moderna la expansión marítima de los europeos produjo un contacto más directo, sin llegar a ser íntimo, sin alterar las sustanciales diferencias que se esconden bajo esa superficie analogía de la agricultura de gran rendi­ miento y consiguiente posibilidad de alimentación para un número elevado de hombres, porque ni las técnicas agrícolas eran las mismas ni la orga­ nización social, ni la dinámica política ni la mentalidad. La necesidad de buscar el cultivo que proporcionara más alimento por unidad de superficie confinó a vastas regiones asiáticas en el monocultivo del arroz; la alimen­ tación europea era más abundante y variada, con un gran consumo de car­ ne. Los asiáticos sacaron poco partido de sus zonas montuosas, que en Europa proveían de recursos forestales y ganaderos. Dependían los orien­ tales casi solo del motor humano, multiplicado en Occidente por la fuerza de los animales y la utilización de los cursos de agua. Chaunu calcula que en el siglo xvi el hombre europeo disponía de cinco veces más energía que el chino. Con esto se compensaba y superaba ampliamente la inferior productividad de la agricultura europea frente a la asiática de regadío. En opinión de J. Pirenne la irrupción europea en el Pacífico y el índico tuvo efectos nefastos para las culturas asiáticas. Mientras turcos y portu­ gueses se disputaban el dominio de los mares, China renunciaba a la na­ vegación de altura y se limitaba al cabotaje. La ocupación del estrecho de Malaca por los portugueses dividió el Asia litoral en dos partes: China, Japón y Filipinas de un lado; de otro, India, Persia, Turquía y un Egipto cada vez más ruralizado en el que Alejandría era poco más que una aldea. Compara el citado historiador las invasiones turcas con las bárbaras, las expediciones portuguesas, que se apoderaron de la navegación del índico con la irrupción de los árabes en el Mediterráneo, China tan aislada como Bizancio y la situación de Asia entre el xv y el xvi con la de Europa en los siglos v-vn. En ambos casos, al cerrarse los caminos del mar, viejas civi­ lizaciones decaen, y con ellas las ciudades en las que se concentraba la economía de relación y la vida cultural. Estas comparaciones suscitan re­ servas; la tendencia al aislamiento de las altas culturas asiáticas no era un hecho nuevo; la diferencia de nivel técnico pudo haberse superado, como lo hicieron los japoneses en el siglo xix. China no esperó a la llegada de los europeos para renunciar a sus planes de expansión oceánica. No fue el po­ der, fue la voluntad lo que les faltó. De todas maneras, es cierto que el contacto Asia-Europa se hizo en Asia, como en África, de forma unilateral.

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en beneficio de los europeos, aunque los asiáticos demostraran mucha más capacidad de resistencia que los africanos.

3.

EL SUBCONTINENTE INDIO

La India es más pequeña que China, pero su complejidad es mucho ma­ yor. Razas, lenguas y religiones forman un mosaico enrevesado que siem­ pre ha impedido todo sentimiento de unidad, aunque a veces el invasor (musulmán en la Edad Media, británico en la Contemporánea) impusiera una unidad artificial. Desde la meseta irania el Islam se infiltró muy pron­ to en la India, se impuso por la fuerza, desarrolló un proselitismo activo que, a la postre, resultó minoritario. El hinduismo, forma evolucionada del brahmanismo, permaneció como religión de base con todas sus impli­ caciones sociales, con su conccepción pesimista del mundo y de la existen­ cia, con su estructura social basada en el sistema de castas. El sultanato de Delhi era el más poderoso de los varios que se dividían el norte del país, pues controlaba la llanura indogangética, centro vital de la India; aunque sometidos, los hindúes conservaban bastante poder en los grados intermedios; los musulmanes sólo dominaban en exclusiva en el nivel más elevado. Una revuelta de los príncipes de Afganistán dio mo­ tivo a la intervención de Baber, a quien se llamó el Gran Mogol por su le­ jano parentesco con Gengis Khan, pero era un turco-persa de religión islá­ mica que aliaba cierta cultura con una crueldad y un despotismo sin lí­ mites. Tras dominar las ciudades afganas atravesó los pasos montañosos que conducen a la India con un ejército bien provisto de artillería, venció al sultán de Delhi y se proclamó soberano de todas las Indias. Cuando mu­ rió en 1530 su dominio se extendía hasta Bengala y había vencido a la po­ tente coalición de guerreros de Rajputa, que dominaban gran parte de la cuenca del Indo. Sin embargo, el verdadero fundador del imperio mogol fue su nieto Akbar (1556-1605), por sus adquisiciones territoriales y por sus reformas admi­ nistrativas, que tendían a convertir lo que empezó siendo una mera dicta­ dura militar en un verdadero Estado, aunque fuera un estado expoliador, en el que una corte suntuosa, un ejército numeroso y una legión de fun­ cionarios vivían a costa de un campesinado que en años normales tenía que conformarse con hacer una sola comida y en los estériles se moría de hambre. La persecución religiosa cesó, tras haber destruido o convertido en mezquitas gran número de templos hindúes; esta relativa tolerancia se debía, a la vez, a que Akbar, por sus orígenes persas, era más inclinado al chiísmo que a la ortodoxia musulmana, y al deseo de suavizar el odio y desprecio mutuo entre conquistadores islámicos e indios sometidos. Con­ trajo matrimonio con una princesa hindú, y en sus últimos años realizó una curiosa tentativa de sincretismo religioso con vistas a fundar una re­ ligión que fuera aceptable para musulmanes, hinduistas y cristianos y de la que él mismo sería el jefe semidivino. Su ejército, en el que se mezclaban los cañones con los elefantes, era un símbolo de esta mezcla de culturas.

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En el sur de la India varios Estados continuaban las tradiciones hin­ dúes. El más importante, el de Vijayanagar, fundado en el siglo xiv, llegó a su apogeo en el xvi hasta que, en 1565, su capital fue destruida por un ata­ que islámico. Aquel estado llegó a tener un ejército muy numeroso, alimenta­ do por las milicias «feudales» que los jefes o señores locales ponían a dispo­ sición del soberano. El renacimiento hindú se concretó aquí en el culto a Siva, elevado a la categoría de dios supremo. Otro testimonio del renacimien­ to hinduista del siglo xvi es la composición del Ramayana («el lago de las gestas de Rama»), Aunque compuesto por un brahmán, la figura de Rama, tal como aquí se nos describe, es tan parecida a la de Cristo que es im­ posible dejar de ver una influencia europea, lo que significa que aunque los europeos sólo poseyeran entonces algunos puntos de la costa (Goa, Diu, Bombay, cedida por los portugueses al rey de Inglaterra en 1661) su influencia se extendía hacia el interior. Hubo también contactos entre el Hinduismo y el Islam, patentes en el arte, en la música e incluso en la mística, como lo muestra la carrera de Kabir, que intentó conciliar el su­ fismo con la doctrina hindú. Estos casos eran, sin duda, excepcionales y favorecidos por la ausencia de dogmatismo del alma india, dispuesta siem­ pre a reconocer que la verdad puede presentarse bajo apariencias muy di­ versas, pero también demuestran que el subcontinente continuaba ejer­ ciendo su misión de crisol de pueblos y culturas aunque dentro de lími­ tes impuestos por un hinduismo que (como el Islamismo) no era sólo una creencia sino todo un sistema de relaciones humanas.

Este fue el mayor escollo con que tropezó el proselitismo cristiano. Ante la impermeabilidad de aquella cultura los misioneros adoptaron dos tácti­ cas: o bien iniciarse en los grados superiores de la jerarquía, adoptar las costumbres de los brahmanes en cuanto no chocaran de frente con el Cris­ tianismo, hacer prosélitos en las castas superiores y beneficiarse frente al pueblo del prestigio resultante de esta actitud. O bien acercarse al pueblo, predicarle una religión que honraba la pobreza y la humildad, que no re­ conocía las castas. Esta segunda solución fue la más común, la que adoptó San Francisco Javier, apóstol de los pescadores, de los desheredados. La primera la siguió otro jesuíta, Roberto de Nobili, que alcanzó un conoci­ miento profundo de la lengua y literatura védica y fue reconocido por los brahmanes como uno de los suyos. Pero en esta actitud se encerraba el peligro de querer compatibilizar con el Cristianismo ritos y creencias di­ fícilmente compatibles. El conflicto estalló en el siglo xvn y se prolongó hasta que la Santa Sede resolvió contra el criterio de los jesuítas la cues­ tión de los ritos malabares.

4.

APOGEO DE LA CHINA DE LOS MING

China, más extensa que la India, tiene, sin embargo, mucha más cohe­ sión; siempre ha sido el mayor Estado nacional del mundo; a pesar de ciertas diferencias étnicas entre chinos del norte y del sur, a pesar de la existencia de dialectos bastante diferenciados, la unidad básica del pueblo

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chino es indudable, y además, siempre han sido conscientes de ello. No son obstáculo las poblaciones alógenas que en otro país constituirían minorías importantes, como los Chuang y Miao del Suroeste; no son más que islotes perdidos en la inmensa masa china. Salvo un corto número de musulma­ nes inquietos, la multiplicidad religiosa tampoco fue nunca un obstáculo serio para la convivencia. El confucionismo se impuso como religión (más bien, filosofía y norma de vida) de las clases cultas y de la administración, mientras el budismo y el taoísmo reclutaban sus adeptos en las capas in­ feriores de la población, pero nunca las divisiones fueron tajantes, y era frecuente que un chino que seguía los preceptos morales de Confucio fre­ cuentara las pagodas budistas y buscara la ayuda de un curandero taoísta en sus enfermedades. Esta indefinición no debe tomarse por indiferencia; por el contrario, las prescripciones rituales y mágicas, muy complicadas, se seguían al pie de la letra, incluso en las operaciones militares, que ha­ bían de tener en cuenta las normas de los sacerdotes, astrólogos y hechi­ ceros. La dinastía de los Ming (1368-1644), nacida de una reacción, nacional contra los mongoles, fue una de las más largas, brillantes y estables de toda la historia china, aunque ya desde mediados del siglo xvi diera señales claras de decadencia. Además de la China propia, tierras fértiles, regadas por los monzones, los emperadores consideraban vasallos suyos a los príncipes de Corea, Sin-Kiang (Turquestán chino), Tibet, Birmania, Siam y Viet-Nam. Las relaciones con los turbulentos mongoles fueron variadas, pero en los momentos brillantes de aquella dinastía reconocieron la soberanía china. Ocasionalmente llegaron a Nankin tributos de países tan alejados como Samarcanda, Java, Ceilán y el golfo Pérsico. Era, realmente, el Imperio Central, rodeado de una corona de satélites y vasallos. El sentimiento de superioridad, la explicable arrogancia de los chinos hacia los bárbaros fue una de las causas que dificultaron el entendimiento entre Oriente y Occi­ dente. «Fue una catástrofe para la humanidad que la llegada de los euro­ peos coincidiese con el momento en que los chinos se encontraban en la cima de su orgullo. Dos grandes civilizaciones fueron condenadas a conocerse poco y mal y a seguir, en el fondo, extranjeras una a otra.» (R. Mousnier).

Por ello, los gobernantes chinos supieron con sorpresa, pero sin alar­ ma, la llegada de unos extraños hombres narigudos procedentes del oeste; los portugueses ya frecuentaban los puertos desde 1514; en 1557 se esta­ blecieron en Macao, que aún conservan; en 1575 los españoles, recién lle­ gados a Filipinas, iniciaron una aproximación que no condujo a nada en el aspecto político; Felipe II tuvo la sensatez de no intentar la conquista de China, como le aconsejaban algunos misioneros. Hubo, sí, un comercio chino con Filipinas, y a través de ellas, con América y Europa. En pos de los milites ibéricos llegaron los misioneros; san Francisco Javier murió a la vista de China; otros jesuítas penetraron en ella y lograron adquirir una in­ fluencia notable en la corte. Los holandeses llegaron más tarde, y sin preocu­ paciones misionales; en 1624 estaban en Taiwan, la isla hermosa (Formosa), tal como la habían bautizado los portugueses. Tampoco ellos pudie­ ron o quisieron aventurarse hacia el interior.

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La política del gobierno chino frente a los extranjeros no fue hostil, pero sí reservada, cautelosa. Por motivos mal aclarados China había re­ nunciado a unos planes de expansión que en el siglo xv pudieron haberla convertido en potencia mundial; juncos de alta mar con medios técnicos perfeccionados llegaron a Ceilán, Yedda, el puerto de la Meca, quizá tam­ bién a Madagascar y la costa de Mozambique. A partir de mediados de la citada centuria este plan de expansión se interrumpió bruscamente, sin duda por falta de objetivos concretos; los europeos sabían lo que iban a buscar al Nuevo Mundo; los chinos no se proponían buscar oro ni propa­ gar su fe. Aquélla sólo fue una aventura individual a la que siguió una ten­ dencia al enquistamiento; se dificultó la salida de los chinos y se trató de limitar al máximo los contactos con los europeos. Al pueblo se le hacía creer que iban a pagar tributo al emperador; los interesados (gobernantes, mercaderes) sabían que no era así, que aquellos hombres eran negocian­ tes ávidos, groseros, un peligro potencial. Mucho más acuciante era el peligro real de las piraterías e incursiones de los japoneses en las costas y, sobre todo, la permanente amenaza mon­ gola en el norte que obligaba a continuas escaramuzas, el sostenimiento de un ejército numeroso y costosas obras de reparación y ampliación de la Gran Muralla, que aunque remonta a la dinastía de Han, anterior a la era cristiana, en su forma actual es casi toda obra de los siglos xvi-xvii.

La emigración desde la China del Sur, siempre la más poblada, a la del norte, favorecía los planes de resistencia a los mongoles. En China se rea­ lizaron censos detallados desde fechas antiquísimas, aunque se discuta so­ bre su fiabilidad. Se supone que la población creció desde 50 millones en el siglo xv a 100 o quizá más en el xvu. Este es el índice más claro de la prosperidad alcanzada bajo los Ming, gracias a la paz interior, el orden y un bien estudiado sistema de protección contra las calamidades naturales y su consecuencia, las hambres, azote milenario de China, sobre todo en sus regiones septentrionales. Taoístas y budistas predicaban la solidari­ dad y la caridad como medio de ayudar a los desvalidos, pero los gobernan­ tes, inspirados en el racionalismo confuciano, creían que la ayuda estatal era más eficaz y pusieron en marcha una organización muy completa, pu­ diéndose decir que aquella nación estuvo protegida con más eficacia con­ tra el hambre en el siglo xvi que en el xix. La elevada proporción de población urbana era reflejo de una sociedad muy plural, con sectores secundarios y terciarios muy activos, tanto en el campo de la administración como del artesanado, el comercio y las pro­ fesiones liberales. Pekín no era ya la capital, pero ya en esta época tenía todos sus rasgos esenciales, incluyendo la ciudad prohibida; Nankín, má­ ximo centro administrativo, rondaba el millón de habitantes, pero era Sucheu, en el delta del Río Azul, la ciudad más grande de Asia y del mundo con más de dos millones de habitantes. Gobernar un país tan inmenso requería una sólida organización políti­ ca y social. El emperador era representante de la divinidad y responsable de la prosperidad general, en especial de que hubiera cosechas abundantes;

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las calamidades minaban su prestigio. El poder ejecutivo estaba repartido entre los ministerios de Personal, Hacienda, Ritos, Guerra, Justicia y Obras Públicas. Venían después las autoridades provinciales y locales de las tre­ ce provincias (grandes como naciones) subdivididas en prefecturas. Estos altos cargos administrativos se conferían a letrados que en repetidos exá­ menes habían demostrado conocimientos suficientes de los textos clásicos y eran capaces de componer poesías y redacciones sobre temas de huma­ nidades y el arte de gobernar.

En la base, la población se dividía por grupos familiares, no tribales sino artificiales, entre los cuales se elegían las autoridades locales. Este sis­ tema, en apariencia perfecto, empezó a deteriorarse en el siglo xvi desde la cúspide, desde la corte, donde los eunucos intrigaban y dominaban hasta convertirla en algo parecido a la corte de los sultanes turcos. Las escuelas de mandarines no escaparon a esta degradación, sin contar con que un sis­ tema educativo basado en primores caligráficos y filológicos y en el estu­ dio y la imitación servil de textos antiquísimos contrastaba con el empuje que en Europa estaban tomando los estudios científicos y el espíritu de in­ vención. China cada vez se cerraba más sobre sí misma, sin admitir nin­ guna innovación. El favoritismo y la relajación convirtieron los exámenes en una farsa; los puestos oficiales se daban a los cortesanos y a los que les hacían grandes regalos. Como los sueldos en la carrera administrativa eran pequeños, el lujo de los oficiales superiores sólo podía ser fruto del abuso de poder. Al mismo tiempo se estaban verificando en el campo alte­ raciones profundas en las relaciones entre propietarios y colonos; los lati­ fundios «feudales» (usando esta palabra por sus lejanas analogías con el sistema europeo) dieron paso desde el siglo xvi a la gran propiedad de se­ ñores absentistas que consumían las rentas lejos del lugar donde se gene­ raban, con lo que aumentó la miseria de los campesinos. Estas y otras causas prepararon la catástrofe en la que se hundió el imperio de los Ming. 5.

JAPÓN EN EL SIGLO XVI

La llegada de los europeos al Japón coincidió con una época de impor­ tantes transformaciones en este país. Desde fines del siglo xn se había consumado la desposesión del Mikado por el Shogunato. La naturaleza di­ vina del emperador hacía imposible su destitución, pero los shogun lo ha­ bían confinado a un papel puramente simbólico, religioso, en su corte de Kyoto. Tenían alguna semejanza con los reyes holgazanes merovingios, pero algunos de los shogun también fueron holgazanes, y como no disponían de cobertura religiosa fueron depuestos o muertos, de suerte que, mientras la dinastía imperial permaneció inalterable, hubo varias dinastías de shogun en medio de una áspera lucha por el poder.

Con frecuencia se ha comparado el régimen político-social del Japón en la Edad Moderna con el feudal de la Europa medieval. En efecto, el poder del shogun había ido debilitándose hasta mediados del siglo xvi,

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mientras crecía el de los daymios, verdaderos señores feudales, casi reyes independientes, como aquel príncipe Satsuma que desde Kiushiu, la gran isla meridional, mantenía relaciones comerciales y diplomáticas con China, Formosa, Insulindia e incluso trató, sin éxito, de disputar a los españoles la posesión de Luzón, la isla septentrional de Filipinas. La iglesia budista también se había feudalizado. Los monasterios poseían grandes extensio­ nes de tierras, y si los daymios mantenían ejércitos particulares integra­ dos por feroces guerreros mercenarios, los samurais, los monasterios dis­ ponían también de bonzos guerreros y tomaban parte en las luchas por el poder.

Las ciudades, aunque minoritarias, tenían importancia decisiva; eran, ante todo, centros comerciales, en ellas residían colonias extranjeras y a través de ellas los japoneses disponían de ventanas sobre el mundo exte­ rior. Kyoto, ya que no centro de poder, si era un foco cultural importante, con estudios superiores e imprentas según el sistema chino. También lo eran los monasterios y las cortes de algunos daymios, protectores de ar­ tistas y hombres de letras. Algunos autores han señalado el parecido con las pequeñas cortes renacentistas de Italia. El campesinado japonés, que componía la inmensa mayoría de la po­ blación, estaba sometido a una servidumbre que se había ido aligerando gracias a las oportunidades que ofrecía la anarquía feudal; muchos se ha­ bían alistado como guerreros, otros habían marchado a las ciudades, no pocos se habían enriquecido gracias a la piratería y al comercio.

A los primeros viajeros europeos el Japón les daba la impresión de ser un país sumamente poblado; sus densidades eran realmente superiores a las europeas, aunque a costa de mantener un nivel de vida ínfimo. El campsino apenas veía una moneda; la circulación monetaria estaba limitada a las ciudades. Su medio de trueque y de pago era el arroz que recolectaba en su parcela, pero del que, una vez descontada la simiente, el pago al señor y el impuesto apenas podía disponer, y debía completar su parca comida con raíces y tubérculos. El pescado, abundante, era casi la única fuente de proteínas, porque la carne siempre fue un lujo en el Japón tra­ dicional.

Desde mediados del xvi se asiste a una restauración del poder central, no a favor del Mikado, que sigue encerrado en Kyoto, sino de los shogun, que constituyen verdaderas dinastías y minan el poder de los daymios, debilitados por la guerra civil permanente y por las revueltas campesinas. Uno de ellos, Oda Nobunaga, se apoderó de Kyoto, venció a los daymios rivales, destruyó el poderoso monasterio de Hieizan, arrasándolo hasta los cimientos, y cuando estuvo bien establecido su poder destituyó al último shogun de la dinastía Ashikaga (1573). A sú muerte le sucedió uno de sus lugartenientes, Hideyoshi, otra poderosa personalidad, hijo de un campe­ sino. A causa de su humilde origen no se atrevió a tomar el título de sho­ gun, lo que no impedía que fuera el soberano efectivo y que impusiera a los daymios la autoridad superior del bakufu, o sea, la administración civicomilitar centralizada.

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Mediante el Estatuto Territorial de 1591 Hideyoshi impuso al Japón un rígido cuadro social que tiene ciertas semejanzas con la evolución del Bajo Imperio Romano y con la de Rusia en el siglo xvm; como en estos casos, la intención era reforzar el poder del Estado a costa de la libertad de los campesinos; se realizó un catastro en el que se anotaron todas las fincas, todas las familias campesinas agrupadas en aldeas, solidarias para el pago de los impuestos. Se prohibió modificar la situación existente, de suerte que el campesino permanecía unido a la gleba y no podía cambiar de profesión. Era un reforzamiento del feudalismo, pero más en beneficio del Estado que de los daymios, que también veían reforzada su dependen­ cia respecto al bakufu. Siguiendo el patrón de los grandes dictadores, Hideyoshi quiso aumen­ tar su prestigio por medio de una política exterior agresiva, pero sus ten­ tativas de conquistar Corea fracasaron ante la resistencia de la marina y el ejército de la China de los Ming. Poco después moría, y los daymios cre­ yeron llegado el momento de reconquistar su poderío. Un compañero de armas de Hideyoshi, Tokugawa Yeyashu, impidió la vuelta al pasado. La contienda civil tuvo el aspecto de una guerra entre el Norte, más identifica­ do con la idea unificadora, y el Sur, en el que eran aún muy fuertes las ten­ dencias disgregadoras de la oligarquía feudal. Después de su victoria, Ye­ yashu se proclamó shogun (1603), restableció la paz interior y se comportó de forma no muy diferente a como lo hacían sus contemporáneos, los mo­ narcas absolutos de Europa. La dinastía que fundó duró hasta el restable­ cimiento del Mikado en 1867.

La actitud de los japoneses frente a los occidentales evolucionó desde la inicial apertura hasta el rechazo total. Los hechos se conocen, las mo­ tivaciones se discuten. Desde 1543 se señala la presencia de portugueses en las islas meridionales. En 1549 san Francisco Javier desembarcó en Kagoshima y dejó allí plantada la semilla de la heroica cristiandad japonesa. A la vez que los misioneros llegaban los mercaderes. Los daimios se intere­ saron mucho por las armas de fuego y por la revolución que podían signi­ ficar en el arte de la guerra. Su expansión fue lenta, por la dificultad de adquirirlas y porque a los samurais les repugnaba su uso, contrario a las leyes del bushido (honor militar). Su arma preferida siguió siendo el gran sable, que también utilizaban en el suicidio ritual, harakiri. Pero también en Europa las armas de fuego tardaron mucho en desplazar a las blancas y también suscitaron al principio mucha repugnancia por parte de los ca­ balleros.

La actitud de los japoneses ante los extranjeros y las novedades que aportaban estuvo marcada unas veces por el interés y otras por el rechazo. Es indudable que en la expansión del cristianismo intervinieron factores materiales; para los daymios la posibilidad de contactos comerciales; para los campesinos, posible promoción social, ayuda médica, y a veces, cum­ plimiento de la orden de su señor pues fueron bastantes los que se bau­ tizaron y aconsejaron o incluso ordenaron hacer lo mismo a sus vasallos. Así llegó a haber pronto más de cien mil cristianos en el sur. Las ventajas

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citadas no explican la firmeza de muchos en su nueva fe, que conservaron a pesar de la persecución y el martirio. En un análisis histórico es peligrono querer reducir los hechos a un solo factor e ignorar la complejidad del alma humana. A Roma llegaban noticias optimistas sobre una posible con­ versión en masa de los japoneses; en 1587 desembarcaron 150 jesuitas, pero el mismo año Hideyoshi formuló la primera prohibición contra el Cristianismo, y antes de terminar el siglo ya habían muerto por su fe los primeros mártires. Sin embargo, todavía no existía una voluntad de aislamiento, como lo prueban las embajadas que enviaron a Europa; una que salió de Nagasaki en 1582 llegó dos años y medio después a Madrid, donde fueron recibidos y agasajados por Felipe II. En 1585 se embarcaron en Alicante para Roma. En 1613 otra misión numerosa salió, también con la finalidad de visitar al Romano Pontífice. En 1614 pasó por Sevilla, en cuyo archivo municipal se conserva una carta original en japonés. La presencia hispanoportuguesa tuvo, pues, un cariz fuertemente mi­ sional, aunque no se descuidaran los aspectos comerciales. Los holandeses llegaron más tarde, con fines puramente mercantilistas. El profesor Murakawi hizo un estudio de las palabras extranjeras incorporadas al lenguaje Japonés; cuarenta nueve son préstamos del español y el portugués, algunas tan claras y bien conservadas como pan, tabako, manteka, sabon, karta (de la baraja), bidoro (vidrio), etc. Palabras holandesas enumera 29. Las inglesas son mucho más numerosas, pero de origen posterior.

DOCUMENTOS EXTRACTOS DE LA BULA «ROMANUS PONTIFEX» (1455) CONCEDIENDO A LOS REYES DE PORTUGAL LAS TIERRAS QUE DESCUBRIESEN NAVEGANDO HACIA LA INDIA

«Nicolás, obispo, siervo de los siervos de Dios. Para perpetua memoria de las cosas. El Romano Pontífice, discurriendo con cuidado paternal sobre todas las regiones del mundo, las cualidades de los pueblos que viven en ellas, y deseando alcanzar su salvación, ordena lo que estima ha de ser agradable a su Divina Majestad para que las ovejas que le fueron confiadas se reduzcan al redil único del Señor y obtengan la felicidad eterna... Esto creemos prevenirlo ayudando con gracias especiales a aquellos reyes y príncipes católicos que, como atletas de la fe cristiana y púgiles intrépidos, no sólo reprimen la crueldad de los sarracenos y demás infieles enemigos del nombre cristiano sino que les combaten en partes remotísimas para defensa y aumento de la misma Fe y les someten a su dominio temporal, no

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reparando en trabajos y gastos. Y así lo hacemos para que dichos reyes y príncipes, soportando cualquier gasto, se animen a proseguir esta obra tan digna de loa. Recientemente llegó a nuestros oídos, no sin gran gozo y alegría de nuestro espíritu, que nuestro dilecto hijo el infante Enrique de Portugal... abrasado en ardor de la Fe y en el celo de la salvación de las almas, pobló de fieles, en el mar Océano, ciertas islas deshabitadas, y por su industria muchos naturales recibieron el sacramento del Bautismo. Además, como llegase a su noticia que nunca se había navegado en este mar Océano, hacia las costas meridionales y orientales, y que ninguna noticia cierta teníamos de la gente de aquellas partes, creyendo prestar en esto un servicio a Dios, por su esfuerzo hacía navegable el referido mar hasta los indios, que, según se dice, adoran el nombre de Cristo, para entrar en relación con ellos y moverlos en auxilio de los cristianos contra los sarracenos y hacer guerra a los pueblos gentiles y paganos que por allá existen, muy influidos por la secta del nefandísimo Mahoma, y predicar entre ellos el santísimo nombre de Cristo, que desconocen. Por eso, siempre bajo la autoridad real, de veinticinco años a esta parte, con grandes trabajos, peligros y gastos, no ha cesado de enviar, en navios muy ligeros, que llaman carabelas, un ejér­ cito de gentes a descubrir el mar y las provincias marítimas hacia las par­ tes meridionales y el polo antàrtico. Después de haber estas naves descu­ bierto muchos puertos, islas y mares llegaron a la provincia de Guinea, y continuando la navegación llegaron a la boca de cierto gran río que se juz­ ga ser el Nilo. Y contra los pueblos de aquellas partes durante algunos años se hizo la guerra, y en ella fueron subyugadas y poseídas pacíficamente muchas islas vecinas. Después de ello, muchos guineanos y otros negros, capturados por la fuerza, o por cambio con cosas no prohibidas, o por otro contrato legítimo de compra, fueron traídos a estos reinos citados... También hemos sabido que el rey (Alfonso) y el infante (D. Enrique) temiendo que algunos, empujados por la codicia navegasen a estas partes y tratasen dé usurpar el fruto y gloria de esta obra, llevando, con fines de lucro o de malicia a los infieles hierro, armas, cuerdas, o que les enseñasen el arte de navegar, con lo que se harían los enemigos más fuertes y se entorpecería o cesaría la continuación de esta empresa... prohibieron que nadie, salvo sus navegantes y naves, se atreviese a navegar a estas pro­ vincias, contratar en sus puertos o pescar en sus mares. Mas podría ocurrir con el tiempo que personas de otros reinos, empujadas por la envidia, ma­ licia o codicia, pretendiesen navegar, contratar o pescar en las dichas pro­ vincias, puertos, islas y mares así adquiridos... Nos, atendiendo a que anteriormente al citado rey Alfonso se concedió por otras epístolas nuestra facultad plena para a cualesquier sarracenos y paganos y otros enemigos de Cristo invadirlos, conquistarlos, vencerlos y someterlos, y reducir a servidumbre perpetua a las personas de los mis­ mos, y apropiarse para sí y sus sucesores sus reinos, ducados, condados, señoríos, posesiones y bienes... Por el tenor de la presente decretamos y declaramos que las provincias, islas, etc., ya adquiridas o que puedan ad­ quirirse en adelante, y también esta conquista desde los cabos Bojador y Nun por toda Guinea hasta la playa meridional... las donamos perpetua­ mente al citado rey Alfonso, a los reyes sus sucesores y al Infante...»

Francisco Morales Padrón: Teoría y leyes de la Conquista, Madrid, 1979, capítulo I.)

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EL REINO DE SIAM VISTO POR UN EUROPEO DEL SIGLO XVI

«Los siameses creen en Dios, creador de Cielo y Tierra, que da gloria a las almas de los buenos y infierno a los malos, y que cada hombre tiene dos espíritus custodios, uno que lo guarda y otro que lo tienta. Es gente muy religiosa y amiga de venerar a Dios. Le edifican grandes y magníficos templos de piedra en los que tienen muchos ídolos en figura de hombres y mujeres que dicen estar en el Cielo porque vivieron bien en la tierra, y tienen imágenes que los recuerdan, pero no las adoran... Los templos son grandes y suntuosos, y los reyes gastan mucho en esto. Todo rey, al heredar el reino, comienza en honor de Dios un templo, y algunos dos y tres, y los dotan con grandes rentas. Tienen estos templos pirámides altí­ simas, doradas con láminas de oro de la mitad arriba y pintadas de varios colores de la mitad abajo. En la cúspide ponen una especie de sombrero, y alrededor muchas campanas, tan ligeras que tocan con el más leve soplo de aire. Los sacerdotes de estos templos son muy venerados y, a su modo, reli­ giosos, y tan honestos que dentro de sus casas no puede entrar mujer, ni siquiera gallinas, por ser hembras. Y si alguno falta en esta materia es expulsado. Su hábito es de un paño de algodón amarillo, porque este color, por su semejanza con el oro, está dedicado a Dios. Van rapados y descal­ zos. Son muy templados en comer y beber, y si alguno bebe vino lo ape­ drean por ello. Tienen muchos ayunos todo el año, sobre todo en un tiem­ po en que todo el pueblo concurre a los templos a oír sermones, como en­ tre los cristianos en Cuaresma. En estos sacerdotes está toda la sabiduría, porque no sólo estudian las cosas de su religión sino los movimientos de los cielos y de los planetas y otras cosas de la Filosofía natural. Creen que el mundo tuvo principio y que hubo un diluvio general, y que el término de la duración del mundo es de ocho mil años, de los que ya han pasado seis mil. Dicen que el fin del mundo ha de ser por el fuego. Son grandes astrólogos, y no mueven un pie sin consultar sus oráculos. Aunque siguen las horas del sol no tienen relojes, y sólo en las casas del rey hay un reloj de agua, que a las horas tañe con tanta fuerza que se oyen en toda la ciudad. Con esta Astronomía y Astrología mezclan otras artes como la Geomancia, la Piromancia y mil formas de hechicería. También son los sacerdotes los maestros de los saberes comunes, como leer, escribir y las artes liberales, que las enseñan en los templos, y allí van los niños a aprenderlas. Los mandamientos y ceremonias de su religión los aprenden en su lengua común, y los de ciencias en una lengua antigua que es entre ellos como entre nosotros la lengua latina. Escriben a nuestro modo, de izquierda a derecha. Tienen grandes bibliotecas, todas de manus­ critos, por no tener imprenta como los chinos. Este reino está regado por el río Menam, que lo hace muy abundante en mantenimientos. La agricultura es la principal ocupación, por lo que este reino es poco frecuentado de mercaderes, ya que faltando la industria fal­ tan los productos de ella, que podrían comprar otros pueblos... aunque hay oro, plata y otros metales que se llevan para otras partes.» Joao de Barros: Asia. Dos feitos que os por­ tugueses fizerem no descobrimento e conquista dos mares e térras de Oriente. 1552-1563, Tercera década, libro 2.a, capítulo V, Del reino de Siam.)

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BIBLIOGRAFÍA

a) AFRICA Tras una larga época de desinterés total por la historia de Africa en general y del Africa negra en particular, hoy se realizan esfuerzos por rescatar del olvido esa parcela de la historia de la Humanidad. Hay varias historias generales de aquel continente, como la patrocinada por la UNESCO en ocho volúmenes, de los cuales el IV concierne a los siglos xii-xiv y el V a los siglos xvi-xvin. Hay traducción española (Madrid, Tecnos). Otra empresa ambiciosa es The Cambridge History of Africa, cuyo tercer volumen cubre los años 1500-1600 y el cuarto el período 1600-1790. De dimensiones más modestas, la Histoire de l’Afrique Noire de J. Ki-Zerbo (Paris, 1972) y el volumen Africa de la «Historia siglo XXI» (tomo 32).

De carácter más específico son obras como la de Jack Goody: Technology, Tradition and the State in Africa (Londres, 1971) o Economie change in Preco­ lonial Africa, de Philip D. Curtin (1975).

Interesan también para el Africa negra las obras generales sobre descubri­ mientos y colonización, entre las que ocupa un lugar destacado la de V. Magalhaes-Godinho: L'Economie de l’Empire portugais aux XV" et XVIe siècles (París, 1969). b) ASIA

Los pueblos asiáticos cuentan con abundante historiografía propia, aunque poco accesible a los europeos. Para una primera toma de contacto pueden ser útiles los volúmenes de la «Historia Universal Siglo XXI» dedicados a la India (XVII), China (XIX) y Japón (XX), el manual de M. Edwards: Asia in the European Age, 1498-1955 (Londres, 1961), las obras clásicas, y todavía útiles, de René Grossset: Histoire de la Chine, L'Empire des Steppes, Les civilisations de VOrient (París, 1930, 4 volúmenes, etc.) y, con criterios más modernos, las de C. R. Boxers, especialmente, South China in the Sixteenth Century (Londres, 1953) y The Christian century in Japan, 1549-1650 (Berkeley, 1951).

CAPITULO III

AMERICA PRECOLOMBINA

El título de Nuevo Mundo (Novus Orbis) que desde el descubrimiento se aplicó a América le cuadra muy bien, pues no sólo fue conocido en fecha tardía por los habitantes del Viejo sino que la vida humana se implantó en él con gran retraso. Desde el primer momento los españoles se intere­ saron por aquella nueva humanidad que surgía ante sus ojos y por los problemas filosóficos y teológicos que implicaba; recogieron antiguas tra­ diciones, formularon hipótesis, describieron sus monumentos, ritos y cos­ tumbres y los compararon con los del Mundo Antiguo; por eso los infor­ mes y relatos de cronistas y misioneros son todavía hoy de un gran valor para conocer la situación de América antes de su contacto con los eu­ ropeos. En tiempos más recientes nuestros conocimientos en esta materia se han ampliado enormemente con la aplicación de variadas técnicas; se han descubierto códices pictográficos y literarios indígenas; sociólogos y etnó­ grafos han estudiado grupos humanos actuales que, en muchos casos ape­ nas han evolucionado. Y, sobre todo, la exploración arqueológica del doble continente ha suministrado un material tan abundante que la Prehistoria de América, dentro de sus inevitables lagunas e incertidumbres, constituye hoy una ciencia asentada sobre sólidas bases. 1.

ORIGEN Y ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE AMERICANO

Todos los datos conocidos apuntan hacia el origen asiático del hombre americano. Ya por el estrecho de Bering, que en otros tiempos fue puente terrestre, bien siguiendo la línea de costa, silueteada por archipiélagos, que se extienden entre Siberia de un lado y el litoral de Alaska y Canadá de otro, gentes de tronco mongoloide, análogas a las tribus siberianas ac33

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tuales, pasaron del Viejo Mundo al Nuevo y paulatinamente se extendie­ ron hasta el extremo sur, hasta el estrecho de Magallanes. Hay muchas ra­ zones para tener esta teoría por válida; ante todo, las geográficas, percep­ tibles con sólo echar una ojeada al mapa; raciales, pues, a pesar de sus nu­ merosas variedades, hay ciertos rasgos comunes a la mayoría de las tribus amerindias, y estos rasgos son predominantemente mongoloides, aunque haya indicios de otros componentes étnicos (p. e. precaucásicos) explica­ bles porque no debió haber una, sino varias migraciones, separadas por lapsos extensos de tiempo. Otro argumento se deriva de la ubicación en la costa norpacífica de la más antigua cultura americana conocida. No faltan autores (Graebner, Rivet, Imbelloni...) que postulan la llegada al conti­ nente sudamericano de inmigrantes australoides y polinesios, con argumen­ tos de tipo cultural o racial. La posibilidad de tales viajes a través de mi­ les de kilómetros de Océano, a pesar de su dificultad, no puede descartar­ se por completo. Es posible que, voluntariamente o por azar, pequeños grupos de Polinesia o Insulindia arribasen a los países andinos, pero ni esto pasa de ser una mera posibilidad ni el número de los así llegados po­ dría ser considerable. La antigüedad del hombre americano puede establecerse hoy con algu­ na seguridad, más por el estudio de los productos de su industria que por el de sus restos, muy escasos. Dos elementos han contribuido a precisar su cronología: el conocimiento de las vicisitudes de la época glacial y el método de datación del radiocarbono. La cultura de nodulos y lascas, en el oeste de los actuales Estados Unidos, es la más antigua que se ha hallado hasta ahora; parece análoga a la de hachas de mano del Paleolítico Infe­ rior europeo y su antigüedad se calcula entre 35-40.000 años a.J. La misma cultura se encuentra en varios lugares de América Central y Meridional, pero en fechas mucho más recientes, lo que habla en pro de una lenta emi­ gración norte-sur. En la Patagonia meridional los hallazgos de mayor anti­ güedad no deben sobrepasar los 10.000 años a.J. Conviene advertir que por estas fechas en Europa se estaba ya en la transición del Paleolítico al Mesolítico, lo que quiere decir que el desarrollo cultural americano se hizo desde un principio con gran retraso respecto al de Eurasia.

2.

CULTURAS PRECOLOMBINAS

Es uno de los enigmas de la historia humana por qué, colocadas ante unas circunstancias semejantes, unas culturas se desarrollan, otras se es­ tancan y otras decaen y se extinguen. En el caso americano esta diversidad de comportamientos es muy llamativa. Se comprende que algunos grupos, situados en medios geográficos adversos, hayan visto frenado su progreso; toda su ingeniosidad se ha dirigido a asegurar la mera subsistencia, y así su vida ha permanecido inalterable durante milenios: es el caso de los es­ quimales en el extremo norte y de los patagones y fueguinos en el extremo sur; pero esa razón no es válida para las tribus de la Amazonia, alto Ori­ noco, Chaco, California y otras muchas regiones que permanecieron, y en

AMÉRICA PRECOLOMBINA

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parte permanecen aún, en el estadio cultural más primitivo: el de meros cazadores, pescadores y recolectores que era el de sus lejanos antepasados, los primeros ocupantes del continente. La lenta marcha hacia formas superiores de cultura se inició con los comienzos de la agricultura, hecho que estuvo en probable relación con el fin de la época glacial y que se operó paulatinamente, a partir del V o VI milenio a.J. a la vez (o con poca diferencia) en los altiplanos de México central y del Perú, en lo que más tarde sería la sede de las más altas cul­ turas. Las primeras plantas cultivadas (calabazas, fríjoles) serían un mero complemento de la caza y la recolección. Fue el cultivo del maíz el que dio un impulso decisivo a la sedentarización e hizo posible alcanzar el ni­ vel demográfico necesario para que surgiera una cultura evolucionada, con cerámica, industria textil, habitaciones permanentes y superestructura po­ lítico-religiosa. Este paso decisivo, comparable a la revolución neolítica del Viejo Mundo, fue franqueado en el Nuevo en distintas fechas, entre el IV y el II milenio y aparece ya claramente establecido en el I en ciertas áreas privilegiadas: meseta de Anahuac, península de Yucatán, meseta colombia­ na, altiplanicies y valles andinos. En otras áreas muy extensas, que inclu­ yen la mayor parte de los actuales Estados Unidos, la evolución no fue tan lejos; sus pueblos permanecieron en la fase de grandes cazadores, con agri­ cultura complementaria y sedentarización incqpipleta, intermedia entre nues­ tro Paleolítico Superior y el Neolítico y así permanecieron hasta la lle­ gada del hombre blanco.

Es lógico que las culturas superiores americanas hayan atraído la aten­ ción preferente de arqueólogos e historiadores, como ya atrajeron la de los conquistadores y misioneros españoles. Dos de ellas se encontraban en pleno apogeo al producirse el contacto con los europeos: la inca y la azte­ ca, seguidas de otras dos que por entonces desempeñaban un pape] secun­ dario: la maya, muy decaída tras siglos de esplendor, y la chibcha, que nunca alcanzó la altura de las precedentes. 3.

LOS AZTECAS Y MAYAS

El esplendor de la cultura azteca fue el resultado final de largos es­ fuerzos realizados por culturas precedentes, que cubrieron las etapas in­ termedias a partir de las fases más primitivas. Factor decisivo fue el cul­ tivo del maíz, proceso muy lento, que terminó con la obtención de híbri­ dos de alto rendimiento. Entre el III y el II milenio a.J. la sedentariza­ ción era ya un hecho consumado, apoyado no sólo en el maíz sino en otras plantas alimenticias y también en el algodón, con una productividad lo bastante alta como para generar excedentes que permitieran la existencia de una superestructura jerárquica y de un sector laboral no primario. El proceso alcanzó su mayor intensidad en el Valle de México, con fuerte in­ fluencia de la cultura olmeca, cuya ubicación en la zona costera del Atlán­ tico no deja de plantear problemas, pues constituye una excepción a la re­ gla de que las altas culturas americanas se asentaron en comarcas trópica-

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

les con suficiente altitud para modificar los efectos del clima tropical, hu­ yendo de las tierras bajas, húmedas en exceso, cubiertas de selva y mal­ sanas. Se ha pensado que la base de esta cultura olmeca estaría, más que en la agricultura, en el comercio marítimo y terrestre, y habría desempe­ ñado un papel de intermediaria y difusora; la discusión sigue abierta. Lo cierto es que, en esta región más bien hostil se han encontrado sepulturas con ricos ajuares, grandes edificios, talla de piedras duras y una estatuaria colosal.

En una fase posterior encontramos en el Valle la cultura de Teotihuacán, cuyo florecimiento corresponde, como el de los mayas, a los primeros siglos de nuestra era, y como la de éstos merece el título de civilización, ya que en ella se desarrollaron elementos superiores: grandes santuarios, observatorios astronómicos, palacios con columnas y falsa bóveda, relieves, pinturas murales y orfebrería. La capital debía tener en el siglo vi d.J. más de cien mil habitantes, cifra que por entonces ninguna ciudad de Europa alcanzaba, excepto Bizancio. Sus restos colosales, que cubren bastantes ki­ lómetros cuadrados, tienen como eje la Vía de los Muertos, que termina en la pirámide de la Luna. A un lado y otro de la Vía se alzan la ciudadela, la pirámide del Sol, el templo de la Agricultura y otras grandes construc­ ciones, que no pudieron edificarse sin un poder político con mando abso­ luto sobre masas sometidas. El paralelismo con el Egipto faraónico es evi­ dente, y se refuerza con otros elementos: carácter teocrático del Imperio, politeísmo, escritura jeroglífica, calendarios, etc.

Más al sur, en territorio zapoteca (Oaxaca) se desarrolló otra área cul­ tural, muy influida por los mayas, que tuvo como metrópoli a Monte Alban, también con pinturas murales, sepulcros suntuosos, cerámica muy ori­ ginal, templos, pirámides y locales para el juego de pelota. En el siglo viii la civilización de Teotihuacan desaparece, probable­ mente por la irrupción de pueblos guerreros del norte, sin que, por falta de documentación, podamos decir si hubo, como parece lógico, factores internos de disgregación que prepararan su ruina. Tras un largo y confuso periodo renacen las formas culturales superiores con los toltecas, bárba­ ros del norte afinados por el contacto con las culturas precedentes; su ca­ pital y centro religioso fue Tule, recientemente excavada, aunque ha pro­ porcionado restos de mayor interés Chichón Itzá, en situación excéntrica, más bien dentro del área maya. Los toltecas heredaron las actividades constructoras y otros elementos propios de sus predecesores, sin alcanzar su grandeza y con un sentido militarista acusado.

Esta evolución se acentuó cuando, en el siglo xm llegan al Valle de México nuevas bandas procedentes del septentrión, entre las cuales destacó la de los aztecas, fundadores de Tenoxtitlan, antecesora de la México ac­ tual, en 1325, y cabeza de una confederación formada por tres entidades políticas, tres ciudades estado: Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopán. El im­ perio azteca sometió pueblos diversos, reduciéndolos a la condición de tri­ butarios mediante guerras despiadadas, lo cual facilitaría más tarde la conquista española. Su arquitectura, calendario, aprovechamiento del sue­

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lo y otros muchos elementos estaban tomadas de las culturas preexisten­ tes, en ocasiones con progresos, como ocurre con la escritura, plasmada en códices de piel de venado, de los que se conservan algunos de época pre­ hispánica, y otros posteriores a la conquista cuyo valor es inapreciable. En otros casos la evolución resultó desfavorable, por la rigidez de la organiza­ ción social, en la que, a más de la distinción, dentro del pueblo gobernan­ te, entre superiores e inferiores, había masas de esclavos, no pocos de ellos destinados al sacriñcio. Desde el principio llamó la atención de los occidentales el carácter san­ griento de su religión y de sus dioses, a los que se sacrificaban millares de víctimas abriéndoles el pecho con un cuchillo de obsidiana para sacarles el corazón. El resto del cuerpo era después devorado. Como estas prácticas son impropias de una cultura tan avanzada se han ensayado varias expli­ caciones, entre ellas el carácter sombrío de su religión; sus dioses necesi­ taban víctimas humanas para subsistir y los aztecas se las proporcionaban por deber, no porque encontraran un placer en ello. Contra esta explica­ ción (que puede tener una parte de verdad) milita el carácter guerrero y cruel de aquel pueblo, que solía elegir los géneros de muerte más penosos para los vencidos y que en todo momento se mostró implacable y se atrajo el odio de los pueblos sometidos. Recientemente, otra explicación ha sido propuesta por Michael Harner para explicar el canibalismo azteca. A partir del siglo xiv la presión demográfica llegó a ser muy grande en el Valle y comarcas adyacentes; la dieta, compuesta de maíz, alubias y otros vegeta­ les, era pobre en grasas y aminoácidos; la caza, escasa, se reservaba a las clases superiores: el pueblo ingería cuantos reptiles e insectos tenía a su alcance. En esta situación, el consumo de la carne de muchos miles de hombres sacrificados podía considerarse como un aporte alimenticio muy estimado, y la prueba es que se lo reservaban las clases superiores; los populares sólo tenían derecho a comerse a los prisioneros que hicieran, con lo que se estimulaban sus instintos guerreros, base de la superviven­ cia del imperio.

Cuando llegaron los españoles a México el imperio azteca se hallaba re­ gido por Moctezuma II (1502-1520) y nada hacía presagiar su próximo fin; por el contrario, Tenoxtitlán reforzaba su posición dentro de la confede­ ración, con tendencia a reducir a sus dos aliados al papel de vasallos. Fue un golpe de fuerza exterior, no causas de debilidad interna, los que pu­ sieron fin a la construcción politicomilitar más potente del Nuevo Mundo. Por el contrario, la cultura maya se encontraba ya en su ocaso cuando los europeos entraron en contacto con ella, y sólo recientemente, gracias al estudio de sus códices y de las grandiosas construcciones soterradas por la vegetación tropical se ha podido medir su verdadera importancia. Hoy se pueden reconstruir con bastante aproximación las grandes líneas de su historia. Una de sus originalidades fue su continuidad, a lo largo de mu­ chos siglos, con una base racial uniforme que aún se conserva, compatible con variedades lingüísticas. Continuidad también en cuanto no sufrió in­ vasiones demoledoras; fue una cultura bastante cerrada en sí misma, cuya

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

curva de crecimiento, apogeo y descenso puede seguirse a través de la ar­ queología, lo que no obsta para que hubiese contactos íntimos con las culturas vecinas, sobre todo la olmeca y la tolteca; como ya quedó apun­ tado, Chichón Itzá parece haber sido una colonia tolteca en territorio maya. A su vez, los mayas prestaron muchos elementos a las altas cultu­ ras confinantes, hasta el punto de ser difícil en ocasiones deslindar la apor­ tación propia de cada una. Continuidad geográfica en fin, con un núcleo centrado en la península de Yucatán y extensiones hacia el interior y los territorios actuales de Guatemala, Honduras y sur de México. Cultura de llanura tropical, no de alta meseta como las andinas y las del Valle de México. Los mayas se sedentarizaron hacia el 2.000 a.J. pero el tránsito hacia la alta cultura fue muy lento. La primera fecha segura en la historia maya es la de 292, fecha de la talla de la primera estela que conocemos. Florecía por entonces el llamado Imperio Antiguo; después, el predominio de Chichen Itzá sirve de divisoria al Imperio Nuevo, pero estas denominaciones no deben inducir a error; no se trataba de un organismo político unificado sino de una serie de ciudades-estado, unas veces confederadas, otras rivales y enemigas, gobernadas por oligarquías urbanas. Hacia 1200 la ciudad de Mayapan destruye a Chichen y obtiene la hegemonía, que conserva hasta 1441 en que es, a su vez, destruida, produciéndose un estado de confusión y anarquía que facilitó la conquista española. Sin embargo, los conquista­ dores no se interesaron mucho por aquella región, pobre en metales pre­ ciosos, y el último reducto, la ciudad de Tayasal, escondida en medio de la selva, conservó su independencia hasta 1697. Otros autores prefieren a esta clasificación basada en hechos políticos otra de fundamentos cultura­ les: periodo Preclásico, hasta el siglo m dJ. Clásico, del ni al x y Post­ clásico.

Se ha investigado y fantaseado mucho acerca de las causas de la deca­ dencia maya: agotamiento del suelo, cambios climáticos, dificultad de sos­ tener una superestructura complicada a base de una agricultura de mante­ nimiento... Es posible que concurrieran todas estas causas y se agravaran con las luchas finales entre las ciudades-Estado, aunque las guerras no fue­ ron ni frecuentes ni devastadoras. La conciencia del frágil equilibrio en que reposaba su civilización determinaba el sentido agrario de su religión y la dependencia respecto a las fuerzas naturales. Observaban los astros con cuidado minucioso y, como los aztecas, confeccionaron calendarios de gran precisión. Gracias a su rigurosa cronología conocemos más fechas exactas del pasado maya que de ninguna otra cultura precolombina. Cálcu­ los recientes afirman que el campesino maya disponía de la mitad de los días laborables para obtener de su parcela (milpa), el alimento necesario a base de maíz, fríjoles, hortalizas y tubérculos, y dedicaba la otra mitad a cultivos comerciales o de prestigio, como el algodón o el cacao, en benefi­ cio de la clase dirigente, el trabajo en las tierras estatales y a las obras públicas. El bosque proporcionaba maderas, frutos y productos tintóreos y era considerable la pesca fluvial y marítima. Precisamente esta variedad de recursos es lo que hace difícil comprender que la decadencia de aquel pueblo tuviese como causa el agotamiento de la tierra.

AMÉRICA PRECOLOMBINA

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En ciertos aspectos, la cultura maya fue la más avanzada de la América precolombina; sus conocimientos astronómicos, su numeración decimal, análoga a la nuestra, su arte constructivo y decorativo resisten la compara­ ción e incluso superan a las más altas creaciones de incas y aztecas; como ellos, construyeron grandiosos palacios, templos sobre plataformas esca­ lonadas, pirámides y juegos de pelota. Las concepciones filosófico-religiosas tenían analogías con las aztecas; se basaban en una teogonia compli­ cada y un concepto del universo basado en ciclos que se suceden indefini­ damente. Los códices jeroglíficos mayas no han podido ser descifrados, pero tenemos una traducción de su libro sagrado, el Popol Vuh que es también un texto cosmogónico impregnado de honda poesía; es la joya de la literatura americana anterior a Colón.

4.

INCAS Y CHIBCHAS

El imperio inca fue la réplica del azteca, no inferior en logros cultura­ les, a pesar de que el medio geográfico en que se desenvolvió era más des­ favorable; entre una costa árida y el infierno verde que era y es la selva amazónica, la cordillera andina sólo ofrece al hábitat humano estrechos valles, laderas amenazadas por la erosión y altas mesetas de aire enrare­ cido. La herencia que recogieron los incas era comparable por su riqueza a la que aprovecharon los aztecas. Ya en el milenio II antes de Cristo el templo de las Manos Cruzadas, en los Andes Centrales es un interesante ensayo arquitectónico que desarrolla en el milenio I la llamada cultura de Chavin, con templos sobre grandes plataformas, rampas y graderías, tal vez con influencia mesoamericana a través de posibles contactos maríti­ mos. Desarrollo de la cultura anterior, ya dentro de nuestra era, es la cultura de Tiahuanaco, contemporánea de la de Teotihuacan, con edifica­ ciones de gran envergadura, cultivo irrigado en terrazas y metalurgia del cobre y del oro, aunque orientada sólo hacia el arte y la ornamentación. Paralelamente a estas culturas andinas o interiores, en las costas peruanoecuatorianas, otras culturas (Mochica, Chimú) creaban una arquitectura de adobe y ladrillo, tejidos bellísimos y una cerámica policromada muy origi­ nal, con representaciones antropomorfas de contenido erótico.

No tuvieron los incas una cronología tan precisa como los aztecas y ma­ yas; tampoco una escritura y por ello, aunque la fecha de su aparición fuera reciente sólo podemos reconstruir su historia a través de los relatos orales recogidos por los conquistadores, a los que no podemos dar dema­ siado crédito, aunque entre esas tradiciones las haya tan curiosas como las que nos transmitió el inca Garcilaso, hijo de un capitán español y una princesa de la sangre real de los incas. De acuerdo con esas tradiciones, los incas, tribu originaria de las orillas del lago Titicaca, crearon a partir del siglo xii d.J. el imperio de Tahuantinsuyu o Reino de las Cuatro Regio­ nes. En su expansión tuvieron al principio como aliados a los quechuas; luego quedaron sometidos, aunque transmitieron a sus dominadores su len­ gua, que aún pervive. Como los aztecas, los incas eran un pueblo guerre-

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ro, aunque no cruel y sanguinario. A partir de las altiplanicies peruano-bo­ livianas se extendieron hacia el sur, englobando el norte de Chile y de la Argentina, pero sobre todo, hacia el norte, hasta el actual Estado ecuatoria­ no. Este proceso expansionista se hallaba aún en pleno vigor cuando Biza­ rro lo segó de raíz al frente de un puñado de españoles.

Al Estado inca se le ha llamado imperio socialista con poca propiedad, pues se trataba de una sociedad muy jerarquizada, en la que la férrea dis­ ciplina a la que estaban sometidos los campesinos era quizás un medio de conseguir que sobre un suelo mediocre viviesen varios millones de per­ sonas con técnicas agrícolas rudimentarias y produjesen el excedente ne­ cesario al mantenimiento de una numerosa casta sacerdotal y de una ad­ ministración exigente. Esto se logró mediante una coerción rigurosa y una inspección continua que no dejaba mucho lugar a la libertad individual ni a la iniciativa personal. La antigua Esparta, el Egipto faraónico, el Para­ guay misional (por no hablar de otras planificaciones más recientes) no llegaron a construir un hormiguero tan perfecto. La tierra estaba dividida en lotes que se atribuían a unidades familiares (ayllus), que mediante el trabajo comunitario obtenían el mínimo vital. El Estado no les exigía di­ nero (inexistente) ni una cuota de las cosechas, sino trabajo. Para ello, ade­ más de formar parte de su ayllu, unidad natural basada en el parentesco, el indio plebeyo (hatanruna) estaba encuadrado en unidades artificiales de base decimal, partiendo de la pachaca, grupo de cien vasallos, con múl­ tiplos y submúltiplos. El grupo más numeroso, el hunu, comprendía diez mil. Al frente de estas unidades se hallaban funcionarios pertenecientes a la clase superior y designados por el soberano. Los efectivos de esta aristocra­ cia burocrática parece ascendían a 3.333. Su grado superior lo constituían los curacas, gobernadores de las provincias. A falta de documentación es­ crita o numérica el control se llevaba por medio de los quipus, cuerdas con nudos cuya forma y colores tenían un valor convencional. A cambio del trabajo obligatorio y la obediencia sin réplica a las órdenes emanadas de los órganos de gobierno (incluso la de traslado obligatorio a otras zonas del país) el indio tenía asegurada su subsistencia; grandes almacenes esta­ tales proveían de alimentos y vestidos, al par que servían de reguladores en caso de fallar las cosechas. Todavía existía un escalón inferior al de los hatanruna, el de los yanacona, carentes de libertad personal, no adscritos a una tierra determinada sino a las tareas que les fueran ordenadas. Lo mismo en las clases superiores (sacerdotes, guerreros, funcionarios) que en la intermedia (sin duda, la más numerosa) y en la servil, el nacimiento regulaba de antemano la pertenencia a la misma. La movilidad social era prácticamente nula.

En la cúspide de esta pirámide estaba el Inca, jefe supremo y absoluto, hijo del dios solar, Viracocha, a quien nadie tenía derecho a mirar de fren­ te. Cuando llegaron Pizarro y los suyos reinaba Atahualpa, duodécimo Inca. Se trataba, pues, de una institución relativamente reciente, porque es po­ sible que varios de los Incas anteriores reinaran simultáneamente.

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Si por los atributos personales del emperador y por ciertos rasgos de su sistema social el Perú prehispánico ha sido comparado al antiguo Egip­ to, por su perfecta administración y la grandiosidad de sus obras públicas se impone el paralelo con Roma, en especial en cuanto a la red de carrete­ ras, que se extendían de norte a sur, por miles de kilómetros, salvando obstáculos naturales formidables; como las vías romanas, estaban provis­ tas de mansiones para los correos reales, que podían hacer la distancia Cuzco-Quito en diez días, récord notable para un pueblo que carecía del caballo y de cualquier medio rápido de transporte. Las construcciones ci­ clópeas asombran por la magnitud de los bloques que tuvieron que labrar y trasladar; en el Cuzco, la capital política, los conquistadores pudieron admirar las murallas, los templos del Sol y de la Luna, con revestimientos interiores de oro y la inmensa fortaleza o ciudadela de Sacsahuaman. El máximo derroche del trabajo humano se dio en Machu Pichu, que parece haber sido un centro religioso. Allí, en lo más intrincado de los Andes, las pandientes rocosas fueron talladas en graderíos y las cimas aplanadas para construir un complejo de edificios que, tras la conquista, quedaron olvida­ dos en su remoto emplazamiento hasta que arqueólogos de nuestro siglo los dieron a conocer. Las demás culturas sudamericanas quedan a gran distancia de la inca, incluso las que, en las altas mesetas y valles de la actual república de Colombia, alcanzaron en ciertos aspectos un notable grado de desarrollo, en especial la orfebrería de los quimbayas y chibchas, habitantes de una región rica en oro donde se ubicó el mito de El Dorado. Estos pueblos practicaban una agricultura basada en especies semejantes a las de otras culturas intertropicales: maíz, leguminosas, raíces y tubérculos, con téc­ nicas muy rudimentarias pero suficientes para asegurar una densidad de población elevada. No fue una cultura urbana, lo que prueba que su evo­ lución se hallaba aún muy retrasada; los españoles hallaron sólo nume­ rosas aldeas autónomas o federadas y jefes locales en lucha por la supre­ macía. A más de la orfebrería, basada en la aleación de oro y cobre, y que nos ha dejado piezas muy notables, tuvieron industrias cerámicas y textiles, y una religión con culto solar que, a diferencia de los incas, prodi­ gaba los sacrificios humanos. *

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Una valoración global de las culturas precolombinas debe partir de su inmensa variedad, desde las más’ elementales hasta otras muy evolucio­ nadas; pero incluso en éstas hay fallos sorprendentes. Mayas, aztecas e incas fueron sorprendidos por la invasión occidental en pleno Neolítico, pues si la metalurgia no les fue desconocida se limitó a la producción de objetos de adorno. La falta de animales domésticos, con la excepción (demasiado exigua para alterar el balance de conjunto) de las llamas y vicuñas de los Andes, no sólo fue responsable de graves carencias alimen­ ticias sino de un motor de trabajo no humano. La ausencia del arado y de la rueda hay que ponerla en relación con la de animales de tiro, configu­ rando así un cuadro semejante al de las culturas negras de Africa, con

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resultados también semejantes: cultivo de azada, comercio reducido por el precio prohibitivo del transporte, etc. En estas circunstancias, el naci­ miento de altas culturas, la creación de grandes ciudades, de extensos imperios con millones de habitantes la construcción de obras públicas y de edificios imponentes sólo podía lograrse a través de regímenes polí­ ticos absolutos, de un carácter teocrático que reforzaba la obediencia de los súbditos, y con una organización social muy rígida, en la que se exigiera a cada uno el máximo esfuerzo, no sólo para sí mismo sino para las em­ presas comunitarias, reforzada con un complemento de trabajo esclavista, puesto que el esfuerzo muscular era la única energía disponible. La vida intelectual tenía que estar marcada por el conformismo y por el hándicap que representaba la ausencia de escritura; mayas y aztecas se asomaron al mundo de la palabra escrita sin entrar resueltamente en él.

Hay que hacer referencia a otro aspecto sobre el cual hay muchas discu­ siones y muchas nebulosas; una alta cultura exige un nivel mínimo de densidad; ese nivel mínimo fue ampliamente rebasado en ciertas áreas, e incluso se produjeron fenómenos de superpoblación. ¿Cuál era la pobla­ ción de América en el momento en que se produce la llegada de los europeos? Esta cuestión no tiene un interés meramente científico; inter­ vienen también aspectos políticos, y ya desde muy pronto los adversarios del imperio hispánico le hicieron cargo no sólo de la destrucción de aque­ llas civilizaciones sino del aniquilamiento físico de sus habitantes, empresa para la que les sirvió de punto de apoyo la Brevísima relación de la des­ trucción de Indias de Las Casas. La controversia ha perdido vigor en el terreno pasional, pero se mantiene abierta en el de la pura investigación. Nadie niega que el Descubrimiento causó una baja drástica, sobre todo por las epidemias causadas por la introducción de virus y bacterias para las que los organismos indígenas no disponían de defensas. En 1600 los ame­ rindios eran muchos menos que en 1500. ¿Se puede cuantificar ese descenso? N. Sánchez Albornoz ha resumido el estado de la cuestión. La tendencia hacia las cifras altas se impone en los últimos años. Chaunu y la escuela de Berkeley no sólo aceptan las cifras que Las Casas dio para las Antillas, y que solían considerarse muy exagerada sino que las hallan modestas. En cuanto al México central, Cook y Borah, basándose en fuentes estadís­ ticas de la administración hispana, calculan en 25 millones su población en el momento del desembarco de Cortés. Era, sin duda, la región más po­ blada de América; pero también el Perú incaico tenía varios millones de habitantes. Y si había áreas amplísimas despobladas, otras tenían una ocu­ pación humana mayor de la que en principio se pensó. Las praderas de Norteamérica, aunque ocupadas por grandes cazadores, con una agricul­ tura de importancia secundaria, debieron tener más del millón de habi­ tantes que se le suponía. En total, y teniendo en cuenta las incertidumbres de estos cálculos, debemos contentarnos con suponer que el Nuevo Mundo estaba poblado en 1500 por 50-80 millones de seres, concentrados, en su gran mayoría, en unas pocas zonas privilegiadas.

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DOCUMENTOS LEYES DE NEZAHUALCOYOTL, REY DE TEZCOCO, EN EL MÉJICO PREHISPANICO (SIGLO XV) Si alguna mujer hacía adulterio, viéndolo el marido, ella y el adúltero fuesen apedreados; si el marido no lo viese, sino que por oídas lo supiese, averiguando ser verdad, ella y el adúltero fuesen ahorcados. Si alguna persona forzase a algún muchacho y lo vendiese por esclavo, fuese ahorcado. Si alguna persona, aunque fuese principal, tomase de su autoridad al­ guna tierra, como fuese grande y el dueño se fuese a quejar, averiguándo­ se ser así le ahorcasen por ello. Si alguna persona matase a otra, fuese muerto por ello. Si alguna hija de algún señor o caballero se averiguase ser mala, que muriese por ello. Si alguna persona mudase las mojoneras que hubiese en las tierras de los particulares, muriese por ello. Si se averiguaba que alguno de los sacerdotes, o de aquellas personas que tenían a su cargo los ídolos se amancebase o emborrachase, muriese por ello. Que ningún señor se emborrachase so pena de privarle del oficio. Si se averiguase ser alguno somético (sodomita) muriese por ello. Si alguno o alguna alcahuetease a mujer casada, muriese por ello. Si se averiguase ser alguna persona hechicera, haciéndolo con algunos hechizos, o diciéndolo por palabras, o queriendo matar a alguna persona, muriese por ello y sus bienes fuesen dados a sacomano (a saqueo). Si algún principal mayorazgo fuese travieso o si entre dos de estos tales hubiese alguna diferencia sobre tierras u otras cosas, al que no quisiese estarse quedo por ser soberbio y mal mirado le fuesen quitados sus bienes y puestos en depósito de una persona que diese cuenta de ellos para el tiempo que le fuese pedido. Si alguna persona fuese casada y la mujer se quejase del marido y qui­ siese descasarse, los hijos que tuviese en ella el marido los tomase y los bienes fuesen partidos por iguales partes, siendo el marido el culpable. Si alguna persona hurtaba en cantidad y se averiguaba, el tal ladrón fuese esclavo de la persona cuyo era lo que hurtó, y si la persona no lo quería, fuese vendido a otra para pagarle su robo. Si alguna persona se vendiese por su propia autoridad, pudiese ha­ cerlo; si se vendiese dos veces, el primer dueño a quien fue vendido lo llevase, y el segundo perdiese el precio que había dado por él. Si alguna persona vendía dos veces una tierra el primer comprador quedase con ella, el segundo’perdiese lo que dio por ella y el vendedor fuese castigado. (Fernando de Alva, Ixltilxochitl: Nezahualcoyotl Acolmiztli, 1402-1472. Selección de textos y prólogo por Edmundo O’Gorman, México, 1972, pp. 152-154.)

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LA CASA DE LAS VÍRGENES DEL SOL EN EL PERÚ PREHISPANICO

«Tuvieron los reyes Incas en su gentilidad y vana religión cosas gran­ des dignas de mucha consideración, y una de ellas fue la profesión de per­ petua virginidad que las mujeres guardaban en muchas casas de recogi­ miento que para ellas en muchas provincias de su imperio edificaron... Diremos particularmente de la casa que había en El Cuzco, a cuya seme­ janza se hicieron las que hubo después en todo el Perú. »Es así que un barrio de los de aquella ciudad se llamaba Allahuaci, quiere decir casa de escogidas; es el que está entre las dos calles que salen de la plaza mayor y van al convento de Santo Domingo, que solía ser casa del Sol. La una de las calles... cuando yo salí de aquella ciudad el año 1560 era la calle principal de los mercaderes. La otra es la que sale del medio de la plaza y va al mismo convento... Entre ellas y el templo del Sol quedaba una isla grandísima de casas y una plaza grande, donde se ve claro la falta de relación verdadera que tuvieron los historiadores que dicen que las vír­ genes estaban en el templo del Sol y que eran sacerdotisas, y que ayudaban a los sacerdotes en los sacrificios, habiendo tanta distancia de una casa a otra y siendo la principal intención de aquellos reyes incas que en esta de las monjas no entrasen hombres ni en la del Sol mujeres. Llamábase casa de escogidas porque las escogían o por linaje o por hermosura. Habían de ser vírgenes, y para seguridad de que lo eran las escogían de ocho años abajo. »...... Habían de ser hijas de los incas, así del rey como de sus deudos, legítimos y limpios de sangre ajena, porque habiendo de tener hijos del Sol como ellos imaginaban, no era razón que fueran bastardos, mezclados de sangre divina y humana. Por tanto, habían de ser de legítinma sangre real, que era la misma del Sol. Había de ordinario mil quinientas monjas, y no había tasa de las que podían ser. »Vivían en perpetua clausura, no tenían locutorio ni torno ni otra parte donde pudieran hablar ni ver hombre ni mujer. Aun el propio Inca no quería gozar del privilegio que como rey podía tener de las ver y hablar. Sólo la Coya, que es la Reina y sus hijas, tenían licencia de entrar en la casa y hablar con las encerradas. »Tenían para el servicio de la casa y de las monjas quinientas mozas, que también habían de ser doncellas... El principal ejercicio que las muje­ res del Sol hacían era hilar y tejer y hacer todo lo que el Inca traía sobre su persona de vestir y calzar, y también para la Coya, su mujer. Labraban asimismo toda la ropa finísima que ofrecían al Sol en sacrificio... »Hacían a sus tiempos el pan llamado Canen para los sacrificios que ofrecían al Sol en las fiestas mayores (y) la bebida de que el Inca y sus pa­ rientes aquellos días festivos bebían. Toda la vajilla de aquella casa, hasta las ollas, cántaros y tinajas, eran de oro y plata, como en la casa del Sol. Había asimismo un jardín con árboles y plantas, yerbas y flores, aves y animales contrahechos de oro y plata como los que había en el templo del Sol.

»La monja que delinquía contra su virginidad la enterraban viva, y al cómplice mandaban ahorcar; y porque les parecía poco castigo matar un hombre solo por delito tan grave como violar una mujer dedicada al Sol mandaba la ley matar con el delincuente su mujer, hijos, criados y también sus parientes, y todos los vecinos y moradores de su pueblo, y todos sus

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ganados. Derribaban el pueblo y lo sembraban de piedras. Ésta era la ley, más nunca se vio ejecutada, porque jamás se vio que hubiesen delinquido contra ella.»

Inca Garcilaso: Primera parte de los Comen­ tarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú, su idolatría, leyes y gobierno en paz y guerra. Lisboa, 1609, libro IV, capítulos 1-3.)

BIBLIOGRAFÍA Bosch Gimpera, P.: La América prehispánica, Barcelona, Ariel, 1975. Comple­ tísima bibliografía. León Portilla, M.: La visión de los vencidos, México, 1959. Soustelle, J.: La vida cotidiana de los aztecas, México, 1956. Diego de Landa, Fr.: Relación de las cosas de Yucatán, Introducción y notas de H. Pérez Martínez. México, 1938, El P. Landa fue obispo de Mérida del Yu­ catán en la época colonial y recogió multitud de tradiciones y datos de obser­ vación directa. Recinos, A.: Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiche, México, 1953. Thompson, J. E.: La civilización de los mayas, México, 1936. Metraux, A.: Les incas, París, 1965. Las culturas precolombinas: Número extra de Historia 16, junio de 1978. Sánchez Albornoz, N.: La población de América Latina, Madrid, Alianza, 1973.

CAPITULO IV

LA ERA DE LOS GRANDES DESCUBRIMIENTOS

Nunca faltaron en la historia espíritus curiosos, navegantes atrevidos, descubrimientos ocasionales, pero esto no tiene nada que ver con la serie de empresas dirigidas desde Europa a partir del siglo xv, con espíritu de continuidad, de tal envergadura que necesitaban el apoyo de los Estados y cuyo resultado fue hacer saltar los moldes geográficos convencionales, revolucionar la economía y establecer la unidad planetaria bajo un signo europeo, presidido por la triple fuerza de su población, trasplantada en grandes masas, de sus armas, que se revelaron superiores, y de su cultura que, en mayor o menor proporción, se extendió a otros continentes, influ­ yendo e incluso suplantando a las culturas indígenas. Esta enorme marea salida de las costas europeas, rodeó, sin adentrarse mucho, el litoral afri­ cano, llegó a los países bañados por el índico y el Pacífico y sumergió totalmente América. Es uno de los mayores hechos (probablemente el ma­ yor) de los que caracterizan a la Modernidad. Vamos a ver sus comienzos, que fueron los más espectaculares, aunque su desarrollo no ha cesado hasta nuestros días. 1.

LOS MEDIOS Y LOS FINES

Para explicar el empuje que a partir del siglo xv tomaron los descubri­ mientos marítimos suele aducirse el gran perfeccionamiento de los instru­ mentos náuticos, pero ni estos avances técnicos eran tan grandes ni fueron los determinantes sino los efectos del interés por las navegaciones a distancia. El conocimiento de la brújula era muy antiguo, y ya generali­ zado en el Mediterráneo en el siglo xm. Por la misma fecha había ya ti­ mones en los mares del Norte, aunque en el Mediterráneo no se adoptara hasta la centuria siguiente. La Cartografía hizo grandes progresos en la Baja Edad Media, pero es evidente que no podía preceder sino seguir a los 46

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descubrimientos. Los barcos no experimentaron cambios sustanciales des­ de el siglo xiii hasta el xviii. Sólo perfeccionamientos, mejoras sobre un tipo básico, a saber, una estructura de madera movida por remos o velas (o por ambos medios) de variadas formas pero siempre de pequeño ta­ maño; hasta el descubrimiento de la navegación a vapor los desplaza­ mientos superiores a mil toneladas eran excepcionales; la mayoría de los buques tenían entre cincuenta y trescientas.

La innovación principal del siglo xv resultó de una fusión del tipo de navio atlántico, de un sólo mástil provisto de vela cuadrada y el medite­ rráneo, que podía tener hasta tres palos con velas latinas, o sea, triangu­ lares. La carabela, el instrumento ágil de las empresas descubridoras, recibió de los ibéricos su forma definitiva; era un navio de pequeño tone­ laje y tres mástiles, de formas redondeadas, aunque no tanto como las carracas y otros grandes navios comerciales, de poco calado, incómodos, pues tenía poco espacio disponible, pero muy veloz y marinero, capaz de afrontar olas de diez metros de altura y de recorrer más de 250 kilómetros diarios con viento favorable. No es verdad que pudiera navegar contra el viento, pero sí podía aprovechar impulsos laterales mediante un hábil manejo de la orientación de las velas. Los problemas náuticos principales eran la determinación del punto en que se hallaban y la estimación del camino recorrido. El primero hacía tiempo que estaba resuelto (aunque con amplio margen de error) en cuanto a la latitud, observando la altura del sol por medio de muy antiguos instrumentos: astrolabio, cuadrante, ballestilla. Las observaciones había que completarlas con las tablas astro­ nómicas que indicaban la altura del sol en cada día del año. En cambio, la determinación de la longitud no recibió solución satisfactoria hasta la invención del cronómetro, muy avanzado el siglo xviii. Estimulados por los premios ofrecidos, fueron muchos los que idearon métodos; bastantes de ellos mencionó Alonso de Santa Cruz en su Libro de Longitudes, aun­ que ninguno satisfactorio; un método corriente era calcular la velocidad del barco, como medio de saber la distancia recorrida, pero esto nunca se consiguió más que por unas aproximaciones muy pobres, sobre todo si el mar estaba agitado. Los cálculos que consignó Colón en su Diario con­ tienen errores enormes. En el viaje de regreso llegaron a las Azores cuan­ do creyeron que estaban a vista de las costas de Portugal. Formar un buen piloto requería ciertos conocimientos teóricos, pero era fundamental la práctica, la intuición y las dotes personales. Ello explica el extraordinario éxito de Colón, que no fue un hombre de ciencia.

Las motivaciones de los descubrimientos fueron variadas; la simple curiosidad o el afán científico sólo podían actuar a escala individual; nin­ gún capitalista, ningún Estado arriesgaba grandes cantidades por esos motivos. La motivación religiosa parece más sólida, pero unida a otras, nunca o casi nunca por sí sola; el espíritu de cruzada actuaba, y el espíritu misio­ nero; los vemos citados continuamente, en las órdenes reales, en las bulas pontificias, en los relatos de los cronistas, pero siempre asociados con

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otros motivos; el misionero que se lanza en solitario o en pequeños grupos a evangelizar en tierras de infieles siempre ha sido un subproducto de la empresa primaria que hace posible su gesto. Motivos políticos y sociales; los vemos aparecer con frecuencia, por ejemplo cuando los monarcas españoles y portugueses, o los grandes señores castellanos, viendo cerrado el ciclo de la Reconquista, piensan continuarla al otro lado del Estrecho, en tierras de África; o cuando los reyes de Francia e Inglaterra, ante el aumento de poder y prestigio que los monarcas ibéricos han adquirido quieren tener ellos también su parte en el Nuevo Mundo descubierto. Los motivos sociales se manifestaron de variadas formas, siempre tendentes a incrementar el status social: plebe­ yos que buscan riqueza, prestigio, ennoblecimiento, minorías perseguidas en busca de libertad, fracasados que aspiran a rehacer su vida, etc. Por último, tenemos los motivos económicos, que se distribuyen en una amplia gama; busca de beneficios comerciales, de materias primas indis­ pensables, de energía barata (esclavos) y de oro. En conjunto, estos mo­ tivos económicos parecen ser los esenciales, aunque en muchas empresas vayan asociados a otros, aunque los grandes mercaderes y capitalistas pocas veces financien los descubrimientos y se limiten a beneficiarse de los ya efectuados. El oro fue el gran móvil de estas empresas. Aunque siempre fue apre­ ciado, en la Edad Media declinante este ansia tomó más fuerza. Colón, en lo poco que nos queda de sus escritos, aparece literalmente obsesionado por el oro. Anotó los pasajes bíblicos relativos a Salomón, la reina de Saba, el país de Ofir, y en su ejemplar de la Imago Mundi de Pedro de Ailly aparecen subrayados o anotados todos los pasajes referentes a meta­ les preciosos. Para él, buen genovés, el oro era «cosa santísima», mediante el cual se podrían recuperar los Santos Lugares. Precisamente, a fines del siglo xv, la economía europea, en plena expansión, necesitaba medios de pago metálicos, porque las letras de cambio y otros medios fiduciarios no habían alcanzado suficiente desarrollo. Además, había una gran demanda de oro para joyas, vestidos y obras de arte. El deseo de obtener directa­ mente el oro africano, el oro de Sudán y Guinea sin pasar por interme­ diarios fue factor esencial en los descubrimientos portugueses.

Los esclavos no habían desaparecido nunca de los países europeos. Sin embargo, su demanda en Europa era pequeña; fue en los propios países descubiertos donde surgió la demanda. No fue una causa sino una conse­ cuencia. Los italianos pronto se especializaron en el tráfico de esclavos, así como los cristaos novos (criptojudíos) portugueses. Hacia 1500 Portugal era ya un país esclavista y también, en menor proporción, Andalucía y Canarias.

Otros productos buscados eran el azúcar, las drogas, los tintes y apres­ tos, el incienso, pero todos éstos caían bajo la denominación general de especias, que no incluían sólo condimentos (canela, clavo, pimienta, gengibre) sino otros productos raros y exóticos, cuya demanda era entonces

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grande. El gusto por las comidas muy sazonadas, con salsas fuertes, que aún se conserva en los países orientales, eran entonces general en Europa. No se trataba solo de gastronomía; era preciso con frecuencia disimular el olor y el gusto de alimentos en mal estado de conservación por falta de frigoríficos y otros medios hoy corrientes. Siempre se han asociado las especias con los descubrimientos, y aunque se haya exagerado su papel no cabe duda de que fue importante. Venecia basó gran parte de su pros­ peridad en este tráfico. Génova también, pero quedó desplazada por el avance turco. Caffa, en el Mar Negro, fue uno de los pocos islotes super­ vivientes de sus antiguos puestos comerciales con Oriente. Heers asegura que Marco Polo no fue un caso aislado; las actas notariales genovesas mencionan mercaderes que vivían en la India y en China, por lo menos hasta que los Ming cerraron el Imperio a los extranjeros. Entonces debió surgir la idea de buscar una nueva ruta hacia el Extremo Oriente rodeando África.

2.

LOS DESCUBRIMIENTOS PORTUGUESES

Aunque muy pronto los italianos, sobre todo los genoveses, se habían interesado por las rutas atlánticas, los países ibéricos estaban en mejor situación para ponerse al frente de las exploraciones. Había una ventaja inicial importante: mientras el Mediterráneo era un mar compartido, en el que luchaban duramente dos civilizaciones, el Atlántico era sólo cristia­ no y, por ello, más seguro. El campo de acción de la Corona de Aragón era el Mediterráneo; los disturbios en que Cataluña se vio inmersa en el siglo xv pueden explicar que, a pesar de su tradición marítima, comercial y cartográfica, no desempeñara un papel de primera fila en los descubri­ mientos. Castilla sí se interesó pronto por el espacio oceánico. En las costas de Huelva y Cádiz abundaron los marinos expertos y atrevidos, unas veces pescadores, otras mercaderes o piratas. Canarias fue, desde el prin­ cipio, una prolongación natural de Andalucía, y andaluces formaron la base de la población, aunque también hubo portugueses y genoveses, de acuerdo con el carácter mixto de aquellas empresas colonizadoras. Cuando se firmó la paz con Portugal (tratado de Toledo de 1480) los Reyes Cató­ licos, reconociendo el monopolio portugués en Africa, se reservaron, sin embargo, las islas Canarias, cuya importancia en la empresa americana se revelaría fundamental. Varias circunstancias destacarían el papel de Portugal en los descu­ brimientos: una, permanente: su situación geográfica; otras, coyunturales: el déficit de cereales, las perturbaciones políticas, las devaluaciones mone­ tarias que arruinaron a una parte de la clase media nobiliaria y la empujó a la aventura. La presencia de grupos extranjeros, algunos altamente cuali­ ficados. Además de los genoveses, a los que se encuentra siempre en los puntos clave, coincidieron en el siglo xv portugués bastantes extranjeros: judíos castellanos expulsados (uno de ellos, el gran matemático y cosmó­ grafo Abraham Zacuto), alemanes (Behaim, Martin de Bohemia), flamencos

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y borgoñescs. Las Azores llegaron a ser llamadas islas flamencas. Por úl­ timo, la coincidencia en aquel siglo de personalidades notables de la dinastía de Avis, como el infante D. Enrique, Alfonso V el Africano y el rey Juan II. Las navegaciones portuguesas fueron en su mayoría empresas estatales, aunque la iniciativa privada tuvo amplio lugar en las islas. Mucho se ha hablado de la «política del secreto», que no fue exclusiva de Portugal, pues todas las naciones quisieron reservarse la noticia de sus descubrimientos, ni tampoco fue una política constante de Portugal. «Creemos que su de­ mostración es imposible para la primera mitad del siglo xv y problemática para la posterior», escribe Verissimo, quien cree que la ocultación y falsea­ miento de mapas y datos debió ser algo coyuntura!, en todo caso tardío, e impulsado por el hecho de que hubo pilotos portugueses, como Maga­ llanes y Cortereal, que se pusieron al servicio de monarcas extranjeros.

Acerca del carácter y propósitos del infante D. Enrique también se ha discutido, se ha tratado de demistificar su figura, se han rectificado pun­ tos, como la existencia de una supuesta Escuela de Sagres, que nunca exis­ tió, si por tal se entiende un centro de enseñanza. La religiosidad del Infante es indiscutible; otra cosa es discutir si en él primaba sobre los inte­ reses mercantiles, como opina la escuela tradicional, o si éstos eran predo­ minantes, como sostienen Teófilo Braga y Bensaude. Lo que parece inne­ gable es que con el tiempo el impulso religioso se redujo a levantar algunas iglesias y bautizar en masa, con hisopo, a los esclavos. Los hitos de esta expansión son bien conocidos. La conquista de Ceuta en 1415 no fue el prólogo a los descubrimientos, sino a una posible con­ quista de Marruecos que nunca llegó a realizarse. Los viajes tomaron conti­ nuidad a partir de 1422. Se llega al cabo Blanco en 1441. En 1456 el vene­ ciano Cadamosto y el genovés Usodimare se hacen a la vela y llegan a Gambia, obteniendo oro y esclavos. El año siguiente una bula de Nicolás V, Romanas Pontifex, amplía otras precedentes hasta hacer de Portugal la única beneficiaría legal de las tierras descubiertas o por descubrir. Al mis­ mo tiempo se descubren (o redescubren, pues aparecen ya en mapas del siglo xiv) las islas Azores y Madera, que inmediatamente se convierten en centros de cultivo de la caña azucarera. Don Enrique murió en 1460, y las complicaciones en que se halló el rey Alfonso V suspendieron el ritmo de las navegaciones, pero por poco tiempo; en 1469 Fernán Gómez recibió el monopolio comercial a condición de explorar cada año cien nuevas leguas de costa. Se llega a Costa de Oro, levantándose allí el castillo de San Jorge de la Mina; a su sombra se desa­ rrolló una ciudad bajo el signo de la exportación del oro sudanés, de donde cada mes llegaba una carabela para llevar a Portugal el oro recolectado. En realidad, el oro llegaba de muy lejos, del Alto Volta, del Mali, llevado por porteadores que regresan cargados con vino, paños, objetos de vidrio y coral.

El funcionamiento de este comercio es parecido al que luego implan­

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tara Castilla para el tráfico americano; los particulares deben registrar las mercaderías que cargan en las carabelas y entregar a la vuelta el oro en la Casa de Moneda de Lisboa para que se los devuelvan acuñado, una vez satisfechos los derechos reales. Las cantidades obtenidas no eran muy fuertes; a principios del siglo xvi la Casa de Moneda acuñaba poco más de 400 kilos de oro anuales; esto era muy poco para las necesidades de Europa, que sólo se vieron colmadas con los tesoros del Nuevo Mundo. Al llegar al golfo de Guinea los exploradores debieron pensar que esta­ ban en el extremo sur de África debido a la dirección hacia el este de la costa. En esta región de calmas ecuatoriales la navegación a vela tropezaba con enormes dificultades. Había que avanzar en zigzag, aprovechando las alternativas brisas de mar y tierra, o bien alejarse casi hasta la costa del Brasil para buscar vientos del oeste. Sin embargo, el ritmo de los viajes no disminuyó; ahora la principal finalidad no era la explotación de los recursos de África sino de la India, objetivo que se suponía próximo. En 1484 Diego Cao, acompañado por el cosmógrafo alemán Martin Behaim llegó a la desembocadura del Congo (Zaire, en la actualidad). Behaim, vuelto a Nuremberg, dibujó en 1492 el famoso mapamundi que era un inventario del saber geográfico de su época. Bartolomé Díaz dobló el cabo de las Tormentas (cabo de Buena Espe­ ranza) en 1487, comprobó que a partir de aquel punto la costa tomaba dirección norte y regresó con esta noticia. El camino hacia la India que­ daba abierto. Poco después moría el rey, pero el viaje de Colón dio impulso a los preparativos, pues D. Manuel comprendió que había llegado el mo­ mento decisivo. Tres buques de unas cien toneladas con un total de 148 hombres salieron de Lisboa el 25 de marzo de 1497. Un año después llega­ ban a Mozambique; con dificultad hallaron un piloto árabe que, en un mes de nagevación directa, los condujo a Calicut, en la India, donde cargó especias en cantidad suficiente para cubrir los gastos del viaje. En una segunda expedición ya no llegó a Calicut como amigo sino al son de los cañones. Se había despertado la suspicacia de los traficantes árabes ante el nuevo competidor, y la actitud de los príncipes indios era indecisa.

La creación del Estado de la India, con capitalidad en Goa (1503) indi­ caba el deseo de no limitar la acción portuguesa al campo comercial; se extendería también al dominio político, aunque solo en la medida nece­ saria para asegurar las rutas comerciales. Los virreyes Almeida y Alburquerque tuvieron como misión, de una parte, hacer frente a los buques que el Soldán de Egipto armaba en el Mar Rojo, y de otra continuar las expe­ diciones en dirección oriental hasta llegar a las islas de las Molucas, má­ ximas productoras de especias. En esta marcha, la conquista de Mala­ ca (1511) fue un hito fundamental. Allí entraron en contacto los portu­ gueses con los chinos, y desde ella dirigieron embajadas a los reinos vecinos y buques a las islas de las especias. De esta manera se formó un Estado colonial portugués basado en el agua más que en la tierra. Era una red de puntos de apoyo para sostener una ruta marítima. En ningún momento se intentó la conquista de vastas

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extensiones. Tampoco hubieran bastado para ello los cortísimos contin­ gentes comprometidos en aquella empresa, donde la grandeza y la fragi­ lidad iban juntas. Grandeza por haber relacionado dos mundos, Occidente y el Extremo Oriente, que antes sólo tenían raros y precarios contactos; fragilidad porque aquellos puntos de apoyo, muy distantes entre sí, habi­ tados por un corto número de portugueses, dependían del dominio del mar; cuando ingleses y holandeses tuvieron superioridad marítima sólo sobrevivieron algunos eslabones de aquella cadena: Goa, Macao, Timor... En cambio, las islas atlánticas y Brasil, que parecían logros menos espec­ taculares, resultaron ser, a la larga más sólidos; gracias a ellos la gran aventura colonial portuguesa tiene hoy resonancia y porvenir.

3.

COLÓN Y EL DESCUBRIMIENTO

Es posible que Cristóbal Colón sea el personaje humano que haya produ­ cido una más amplia bibliografía, que haya motivado más investigaciones; sin embargo, su carrera está llena de lagunas, de enigmas, desde la fecha y lugar de su nacimiento hasta el destino de sus restos mortales. Sin entrar en detalles ni polémicas diremos sólo que según la hipótesis ligur, la más probable con gran diferencia, fue hijo de un tejedor de lana de Génova; debió nacer aquí, a fines de 1450 o comienzos de 1451. La procedencia genovesa está atestiguada por el testimonio de Colón, de sus parientes y ami­ gos, y por otros muchos indicios; explica también la temprana vocación marinera de Colón. Entre las hipótesis alternativas ha tenido últimamente mucha notoriedad la que Henri Vignaud emitió en 1913 y luego popula­ rizó Madariaga: Colón procedería de una familia de judíos catalanes emi­ grados a Génova cuando las persecuciones de 1391, pero Jacques Heers, gran conocedor de la vida genovesa acaba de demostrar su escaso funda­ mento; entre otras cosas, porque en Génova no había judíos.

Las actas notariales genovesas, tan abundantes sobre la familia Colón, escasean luego de forma que apenas se sabe nada seguro acerca de la niñez y juventud de Cristóbal Colón. Cuando llegó a Portugal hacia 1476 o 1477 (pero también es posible que antes) ya llevaba un bagage de conocimientos marinos que incrementó en aquel medio náutico portugués, frecuentado por sabios y aventureros de todas las naciones. Colón contrajo matrimonio con Felipa Moniz de Perestrello, perteneciente a un clan con intereses en las islas Madera. Las noticias que recogió y la lectura de obras de Cosmo­ grafía y Viajes fueron perfilando una idea que no le pertenecía en exclu­ siva pero que él persiguió con tenacidad incansable y ejecutó luego con pericia sin igual: la travesía atlántica en busca de las Indias. ¿Hubo, ade­ más, un predescubridor, un marino que llegó a ellas y confió a Colón su secreto? El hecho no es imposible, aunque tampoco demostrable. Otro pun­ to que se discute también de la tesis tradicional es si Colón buscaba solo un nuevo camino o buscaba nuevas tierras. No son finalidades incompa­ tibles; ahora bien, las palabras y los actos de Colón indican que su idea básica era hallar un nuevo camino a las Indias orientales, a los países del

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oro, el marfil y las especias. A esta idea básica del provecho material se sumaba otra idea religiosa, incluso mística: extender la fe cristiana, hacer la Cristiandad rica y fuerte, capaz de derrotar al Islam y recuperar los Santos Lugares; entre toda la herencia medieval que hay en Colón ninguna es tan clara como esta idea de Cruzada. Ir a China y Japón, a los países que describió Marco Polo con los nom­ bres de Catay y Cipango, navegando hacia el Oeste era una idea que ya se les había ocurrido a otros, y que se basaba en un cálculo erróneo de las dimensiones terrestres. Desde Tolomeo se habían hecho muchos cálculos que variaban entre 30.000 y 43.000 kilómetros para la circunferencia ecua­ torial (la cifra verdadera es de 40.000). Colón eligió la más corta, error expli­ cable si se piensa que un sabio alemán, Martin Behaim, bien conocido en los medios portugueses, dibujó por entonces una esfera terrestre basada en tales distancias y en las que aparecían las costas de Asia en frente de las de Europa.

Sin embargo, en la corte del rey Juan II de Portugal había entendidos cosmógrafos que declararon el proyecto de Colón basado en cálculos erró­ neos. Despechado y sin arraigo en Portugal desde la muerte de su mujer, llegó a España; primero trató de conseguir la ayuda de los grandes señores andaluces; uno de ellos, el duque de Medinaceli, estaba dispuesto a rea­ lizar la empresa por su cuenta, pero la reina Isabel recabó para la Corona su realización. Los dictámenes adversos y la guerra de Granada demo­ raron su realización tanto tiempo que Colón hubiera quizás abandonado España sin el apoyo de influyentes personajes, entre ellos dos frailes del monasterio franciscano de La Rábida, fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena. Otro obstáculo de última hora surgió por las pretensiones exor­ bitantes de Colón; pretendía el cargo de Almirante del Océano, gobernador y virrey de todos los países que descubriera y el diezmo de todas sus rentas para sí y sus descendientes. Con obstinación increíble, ya se mar­ chaba de Santa Fe hacia un incierto destino cuando Isabel I ordenó que se le concediera todo lo que pedía. Éste fue el origen de los interminables pleitos sostenidos por Colón y sus descendientes, pues de mantenerse aquellas promesas América no hubiera sido de España sino de la familia Colón. La primera expedición salió de Palos con una carabela de cien o ciento veinte toneladas y dos de cincuenta o sesenta; quizás iban en total un centenar de hombres, aunque los identificados son 87, entre ellos dos o tres extranjeros, una docena de vascos y gallegos y una mayoría de anda­ luces, sobre todo, bravos y experimentados marinos de Palos (con los her­ manos Pinzón), Huelva, Moguer y otros pueblos del condado de Niebla, tierra del duque de Medina Sidonia, quien, sin embargo, no participó en la aventura. Descontando un mes de estancia en Canarias, la travesía sólo duró 34 días; desde entonces en adelante esa fue la duración habitual del viaje, más bien más que menos. La extraordinaria pericia náutica de Colón halló desde la primera tentativa la ruta adecuada.

Mucha tinta se ha gastado en vano para saber cuál de los islotes de

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las Bahamas, todos iguales, fue el que Colón abordó el 12 de octubre de 1492. Luego exploró las costas de la isla Española (Santo Domingo). Allí perdió la nao capitana, la Santa María; con sus restos formó un rudimen­ tario fuerte donde 39 hombres de la tripulación esperarían el próximo viaje. Colón escapó por milagro a la muerte a su regreso. Llegó el 4 de mar­ zo de 1493 a Lisboa con la Niña pocos días después de que Martín Alonso Pinzón llegada con la Pinta a Galicia.

Las nuevas del Descubrimiento corrieron tan aprisa que antes de que Colón llegara a Barcelona, donde lo esperaban los reyes, ya se había im­ preso allí su carta con el resumen del viaje, y a las pocas semanas la noticia circulaba por toda Europa. Aunque no se medía todavía la dimen­ sión exacta del Descubrimiento se adivinaba su inmenso alcance. No era una nueva ruta, ni eran unas islas, era un Mundo Nuevo lo que se ofrecía a España, al Occidente entero, y así lo llamó Pedro Mártir de Anglería, el humanista milanés al servicio de los Reyes Católicos cuando tituló su obra latina Décadas de Orbe Novo. En cambio, Colón permaneció firme hasta el fin en su error, identificando, contra toda evidencia, las tierras que había descubierto con Asia, rechazando con irritación lo que consti­ tuía su verdadera gloria, la de descubridor de un continente. Los reyes, en adelante, suministrarán todo lo necesario para nuevas expediciones. El segundo viaje de Colón es mal conocido, las referencias son confusas, y es posible que, como sostiene Juan Manzano, Colón llegara en él, y no en el tercero, como suele admitirse, a la costa de Venezuela. Colón, sin tomarse reposo trabajó y navegó hasta el fin, dio pruebas de ser peor gobernante que marino, fue traído preso a España, pasó increíbles fatigas en un cuarto viaje y murió con la amargura de que sus servicios no eran debidamente recompensados (1506). En total, reconoció el Mar Caribe, descubrió las Grandes y varias de las Pequeñas Antillas, la costa de Amé­ rica del Sur entre la desembocadura del Orinoco y el istmo de Panamá y buena parte del litoral de América Central.

Aún antes de morir Colón ya el monopolio que pretendía sobre los descubrimientos se había roto; navegantes del condado de Niebla, conoce­ dores de la ruta, se lanzaron a la aventura con permiso o sin él. Alonso de Ojeda, Pedro Alonso Niño, Vicente Yáñez Pinzón, el compañero de Colón en el primer viaje, Diego de Lepe y Rodrigo de Bastidas, entre 1499 y 1502 exploraron el litoral de Colombia y Venezuela trayendo como botín perlas, abundantes en la isla de La Margarita, maderas tintóreas y esclavos. La ra­ pidez y facilidad con que se desarrollaron las expediciones demostraron, al par que la pericia de aquellos marinos andaluces, que el Nuevo Mundo descubierto no era una tierra lejana e inaccesible sino algo que estaba al alcance de la mano. Desde el principio, el viaje se convirtió en algo acce­ sible, corriente, mucho menos largo y peligroso que los viajes portugueses contorneando Africa.

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4.

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LOS EXTRANJEROS ANTE EL DESCUBRIMIENTO

Los Reyes Católicos se apresuraron a legalizar las consecuencias del Descubrimiento y la posesión de las tierras descubiertas amparándose en el principio reconocido de la autoridad papal sobre las tierras poseídas por infieles. Les favorecía la circunstancia de que el solio pontificio estaba ocupado por el valenciano Rodrigo de Borja (Alejandro VI) con quien, además de los vínculos patrios, estaban ligados por favores e intereses recíprocos. Sin dificultad, pues, obtuvieron en 1493, apenas regresado Colón, la bula Inter Caetera (completada por otras) que les atribuía todas las tierras situadas más allá del meridiano situado cien leguas al oeste de las Azores, autorizándolos para «someter a sus habitantes y moradores y convertirlos con el auxilio de la divina misericordia a la Fe Católica».

El rey Juan II de Portugal experimentó una gran contrariedad al ver regresar a Colón de su primer viaje, que él podría haber patrocinado. Reclamó las tierras descubiertas como suyas, por hallarse al sur del para­ lelo de las Canarias, o sea, en el espacio que le reservaban las bulas papales y el tratado de Alcázovas-Toledo. En efecto, las Antillas están más al sur que Canarias, pero ¿hasta dónde debía extenderse la línea señalada en Alcázovas, señalada pensando en los descubrimientos africanos, no en un ignorado continente situado mucho más al oeste? La pretensión del rey portugués era insostenible, pero Fernando e Isabel tenían interés en man­ tener con él buenas relaciones, y por el tratado de Tordesillas (1494') acce­ dieron a desplazar el meridiano divisorio 270 leguas más al oeste. Las consecuencias fueron de una magnitud que entonces no podían preverse, pues gran parte del Brasil quedaría así englobado en la órbita portuguesa. Dicho meridiano tenía un antimeridiano que pasaba muy cerca de las Islas de las Especias. El conflicto, pues, iba a reproducirse, y se zanjó por Carlos V en el Tratado de Zaragoza (1529) cediendo sus derechos a Por­ tugal a cambio de una entrega de 350.000 ducados.

Por el tratado de Tordesillas los dos Estados ibéricos se habían repar­ tido todo el orbe no cristiano, pero claro está que este designio tan ambi­ cioso no se iba a realizar en su totalidad. Aunque con predominio español, la empresa americana fue internacional, y en ella intervinieron hombres de diversas nacionalidades, unos al servicio de la Corona de España, y otros al de diversos poderes. Entre los primeros hay que contar, además de Co­ lón, al florentino Amérigo Vespucci, establecido en Sevilla como tantos de sus compatriotas. Era hombre de notables conocimientos teóricos y prác­ ticos; tomó parte, por cuenta de la banca en que servía, en el apresto del segundo y del tercer viaje de Colón. Luego se embarcó él mismo, y aunque hay mucha controversia acerca de lo que él cuenta en sus escritos, es indu­ dable que navegó con Ojeda y Juan de la Cosa (el autor del primer mapa de América) por la costa venezolana; después, en 1501-1502, hizo, bajo los auspicios de Portugal, otro largo viaje de reconocimiento por las costas de Sudamérica, en el curso del cual llegó hasta el Río de la Plata y quizá hasta la Patagonia. En este viaje se le impuso la convicción de que las

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tierras descubiertas tenían que ser un continente independiente de Asia. Vuelto a España, fue nombrado piloto mayor de la recién creada Casa de Contratación; entre sus obligaciones estaba la de examinar los pilotos, construir instrumentos náuticos y dibujar mapas de las rutas y países descubiertos.

Muchas veces se ha tratado a Vespucci de falsario y se le ha acusado de haber robado a Colón la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo; pero tuvo conciencia (contra la obstinada negativa de Colón) de la entidad propia de aquellas tierras, y en la imposición del nombre no tuvo él ninguna parte. Fue un impresor alemán, Waldseemüller quien, al publicar en 1507 una edición de Tolomeo, colocó en la introducción las cartas en que Vespucci daba cuenta de sus viajes acompañándolas de este comentario: «Hoy estas partes del mundo, Europa, África y Asia, han sido mejor exploradas, y una cuarta ha sido descubierta por Amérigo Vespucci; y como Europa y Asia han recibido nombres femeninos, no veo razón para que no se llame a ésta América, es decir, tierra de Amérigo». Muy tempranas también, e igualmente llenas de incertidumbre, son las expediciones de otro italiano, Juan Caboto, quizá genovés de nacimiento, aunque establecido en Venecia primero y más tarde en Inglaterra. El rey Enrique VII, que ya había estado en relaciones con Cristóbal Colón a tra­ vés de su hermano Bartolomé, pesaroso quizá de haber desaprovechado aquella ocasión, prestó apoyo al proyecto de Caboto de buscar nuevas tierras al oeste, a pesar de las reclamaciones del embajador español en Londres. En 1497 partió de Bristol con una pequeña nave y 18 hombres; el punto al que arribó debió ser Terranova o el sur del Labrador, que creyó ser parte de Asia. Aunque no encontró habitantes hizo al regreso una descripción optimista de aquellos inhóspitos parajes y el rey le concedió los medios para emprender una expedición mucho más importante el siguiente año. Sin embargo, los resultados fueron escasos; se supone (por­ que las noticias son pocas y confusas) que exploró zonas litorales de Ca­ nadá y Nueva Inglaterra. Luego, Juan Caboto desaparece de la escena en circunstancias mal conocidas. Su hijo Sebastián, que lo había acompañado en su segundo viaje, desempeñó el cargo de cartógrafo real hasta que, viendo el escaso interés de los reyes ingleses por las exploraciones, vino a España, donde desempeñó varias misiones. Al final de su vida retornó a Inglaterra; a mediados del siglo xvi, operando por cuenta de la compañía comercial Merchants Adventurers, impulsó la exploración del paso del Noreste hacia las Indias Orientales. Como es sabido, aquellos esfuerzos resultaron vanos ante la barrera que representan los hielos del Océano Polar al norte de Rusia y Siberia. Estas tentativas, escasas y mal coordi­ nadas, no fueron suficientes para asegurar la presencia efectiva de los británicos en América antes del siglo xvn. Portugal actuó de manera diferente. Después de asegurarse el mono­ polio de la exploración de África y de la ruta oriental hacia la India trató de ver el provecho que podría sacar de aquellas nuevas tierras descu­ biertas al oeste. A pesar de largas polémicas subsisten dudas acerca del

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descubrimiento del Brasil. Es probable que Vicente Yáñez Pinzón llegara al cabo de San Agustín en 1500 y casi seguro (a pesar de las reticencias de los historiadores portugueses) que Amérigo Vespucci recorrió las costas brasileñas, pero de estas expediciones no resultó ninguna consecuencia durable. La colonización del Brasil comenzó con la llegada, quizá fortuita (de nuevo nos encontramos reducidos a conjeturas) de Pedro Álvarez Cabral. Había salido de Lisboa en 1500 con una fuerte armada en dirección a la India. La experiencia había ya enseñado que para llegar directamente al cabo de Buena Esperanza era conveniente apartarse mucho de la costa africana para hallar vientos favorables; su rodeo hacia el oeste fue tan grande que llegó hasta Brasil. Pero aún tardarían bastantes años hasta que los reyes de Portugal se decidieran a colonizar aquellas tierras.

DOCUMENTOS

BARTOLOMÉ DÍAZ DESCUBRE EL CABO DE BUENA ESPERANZA

«Además de colocar estelas de piedra (padroes) en lugares señalados con el cómputo de las distancias que recorrían en la costa africana, • po­ nían también nombres a los cabos y ensenadas que descubrían. Siguiendo su rumbo por el mar corrieron trece días con las velas a medio mástil y como los navios eran pequeños y los mares ya más fríos y no tales como los de Guinea... pusieron rumbo al este, pensando que la costa corría de norte a sur como hasta allí, pero viendo que pasaban días sin dar con ella hicieron rumbo al norte y llegaron a una ensenada que llamaron de los Vaqueros por las muchas vacas que veían en tierra guardadas por sus pastores. Como no llevaban quien conociera su lengua no pudieron ha­ blar con ellos, antes, como gente espantada de tal novedad, se llevaron sus ganados para el interior, y sólo supimos de ellos que eran negros de pelo revuelto como los de Guinea. Siguiendo adelante llegaron a una isla a 33 grados sur, donde pusieron una estela llamada de la Cruz. Aquí, como la gente estaba temerosa de los grandes mares que habían pasado, empezaron a quejarse y pedir que no fueran más allá, que los bastimen­ tos se acababan, y que la nao que los traía de reserva había quedado tan atrás que cuando llegara ya todos habrían muerto de hambre. Que ya era bastante lo que habían descubierto, pues la tierra se corría hacia el este, por lo que parecía que habían dejado atrás algún gran cabo y que lo mejor sería volverse y descubrirlo de camino. Bartolomé Díaz, para satisfacer las quejas de la gente, saltó a tierra con los capitanes, oficiales y algunos marineros principales y bajo jura­ mento les mandó declarasen lo que creían se debía hacer en servicio del Rey, y todos dijeron que se volviesen. Pero como su designio era seguir adelante y sólo quiso hacer aquella consulta para cumplir con las instruc­

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ciones que tenía de consultar las cosas de mayor importancia, les pidió que navegasen aún dos o tres días más, y si no hallasen cosa que les obligase a seguir adelante darían la vuelta, lo que le fue concedido. Al cabo de estos días lo único que hallaron fue un río que está a 25 leguas más allá de la isla de la Cruz, a 32 grados y dos tercios de latitud. Llegados a la isla de la Cruz, cuando Bartolomé Díaz se apartó de la estela que había levantado fue con tanto dolor y sentimiento como si dejara un hijo desterrado para siempre, recordando con cuánto peligro de su persona y de toda su gente habían llegado allí sólo para conseguir aquéllo, habiéndoles negado Dios el fin principal de la expedición. Partidos de allí dieron vista a aquel grande y notable cabo, encubierto por tantos siglos, como aquél que no sólo se descubre a sí mismo sino a otro nuevo Mundo de tierras, al cual Bartolomé Díaz y sus compañeros, a causa de los peligros y tormentas que pasaron al doblarlo le dieron el nombre de Tormentoso, pero, el rey Don Juan, al volver ellos al reino, le dio otro nombre más ilustre, llamándole Cabo de Buena Esperanza, por la que prometía del descubrimiento de la India, tan esperada y por tantos años buscada.» (Joao de Barros: Asia. Dos jeitos que os por­ tugueses fizeram no descobrimento e conquista dos mares e térras de Oriente, 1552-1563. Prime­ ra década, libro 3.°, capítulo IV.)

EL DESCUBRIMIENTO DE LA PRIMERA TIERRA AMERICANA RELATADO POR COLÓN SEGÚN EL EXTRACTO DE SU DIARIO DE A BORDO HECHO POR EL PADRE LAS CASAS

Lunes 8 de octubre Navegó al Oesudoeste y andarían entre día y noche 11 leguas y media o doce, y a ratos parece anduvieron en la noche quince millas por hora. Tuvieron la mar como el río de Sevilla. Gracias a Dios, dice el Almirante. Los aires muy dulces, como en abril en Sevilla, que es placer estar en ellos. Pareció la yerba muy fresca; muchos pajaritos del campo, y tomaron uno que iba huyendo al sudoeste, grajos, ánades y un alcatraz. Martes 9 de octubre

Navegó al sudoeste. Anduvo cinco leguas. Mudóse el viento, y corrió al oeste cuarta al noroeste y anduvo cuatro leguas. Después, con todas, once leguas de día y a la noche veinte leguas y media. Contó a la gente 17 le­ guas. Toda la noche oyeron pasar pájaros.

Miércoles 10 de octubre Navegó al oesudoeste. Anduvieron a diez millas por hora, y a ratos doce, y algunos ratos a siete. Entre día y noche 59 leguas. Contó a la gente 44 leguas no más. Aquí la gente ya no lo podía sufrir; quejábanse del largo viaje, pero el Almirante los esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos que podrían haber. Y añadía que por demás

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era quejarse, pues que él había venido a las Indias, y que había de prose­ guir en hallarlas con ayuda de Nuestro Señor. Jueves 11 de octubre

Navegó al oesudoeste. Tuvieron mucha mar, más que en todo el viaje habían tenido. Vieron pardelas y un junco verde junto a la nao. Vieron los de la carabela «Pinta» una caña y un palo, y tomaron otro palillo labrado, a lo que parecía, con hierro, y un pedazo de caña y otra yerba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela «Niña» también vieron otras seña­ les de tierra y un palillo cargado de escaramojos. Con estas señales respi­ raron y alegráronse todos. Anduvieron en este día hasta puesto el sol 27 leguas. Después del sol puesto navegó a su parecer camino al Oeste. Andarían doce millas cada hora, y hasta dos horas después de media noche noventa millas, que son veintidós leguas y media. Y porque la carabela «Pinta» era más velera e iba delante del Almirante, halló tierra, y hizo las señas que el Almirante había mandado. Esta tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana, puesto que (aunque) el Almirante a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vido lumbre, aunque fue cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra... A las dos horas después de media noche pareció la tierra, de la cual estarían dos leguas. Amainaron todas las velas y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el viernes que llegaron a una isleta de los Lucayos que se llamaba en lengua de indios Guanahani. Luego vieron gente des­ nuda, y el Almirante saltó a tierra en la barca armada, y Martín Pinzón y Vicente Yáñez su hermano, que era capitán de la «Niña». Sacó el Al­ mirante la bandera real, y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde que llevaba el Almirante en todos los navios por seña, con una F y una Y. Encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz' y otra de otro. Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas, y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escobedo, escribano de toda el armada ,y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le dieran por fe y testimonio como él por ante todos tomaba posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reyna, sus señores...

(Martín Fernández de Navarrete: Colección de viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV, to­ mo I, Madrid, 1825.)

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BIBLIOGRAFÍA Una bibliografía medianamente completa sobre los temas que abarca el pre­ sente capítulo debería comprender muchos centenares de obras. Varias de las que a continuación se citan contienen selecciones bibliográficas susceptibles de orien­ tar al lector.

GENERALIDADES SOBRE LOS DESCUBRIMIENTOS Chaunu, P.: La expansión europea (siglos XIII al XV), Barcelona, 1972. Parry, J. H.: La época de los descubrimientos geográficos, Madrid, 1964. Vilar, P.: Oro y moneda en la Historia, Barcelona, 1969. Pérez Embid, F.: Los descubrimientos en el Atlántico hasta el Tratado de Tordesillas, Sevilla, 1948. Rey Pastor, J.: La ciencia y la técnica en el descubrimiento de América, Bue­ nos Aires, 1945. DESCUBRIMIENTOS PORTUGUESES Cortesao, J.: Os descobrimentos portugueses, Lisboa, 1960-1962, 2 volúmenes. Boxer, Ch. R.: O Imperio colonial portugués, Lisboa, 1977. Verissimo, J.: Historia de Portugal, tomos II y III, Lisboa, 1980. Godinho, V. M.: L’économie de l'Empire Portugais aux XV' et XVI' siècles, París, 1969.

COLON Y EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Ballesteros Beretta, A.: Historia de America y de los pueblos hispánicos. En esta colección que él dirigió son de su pluma los volúmenes Génesis del Descu­ brimiento y Cristóbal Colón. Morison, S. E.: El Almirante del Mar Océano. Vida de Cristóbal Colón, Bue­ nos Aires, 1945. Ésta y otras obras de Morison tienen especial interés por los conocimientos náuticos de su autor. Heers, J.: Christophe Colomb, París, 1981. La más moderna biografía, por un buen conocedor del ambiente de la época. De las Casas, B.: Historia de las Indias, edición Pérez de Tudela, Madrid, 1959, cinco volúmenes. Manzano, J.: Cristóbal Colón. Siete años decisivos de su vida. 1485-1492, Ma­ drid, 1964. En esta obra y en Colón y su secreto, Madrid, 1964, plantea una serie de interesantes y controvertidas hipótesis. Rumeu de Armas, A.: España en el Africa Atlántica, Madrid, 1956. Rumeu de Armas, A.: Colón en La Rábida. Hernández Sánchez-Barba, M.: Historia Universal de América, Madrid, 1981. Magnani, A.: America Vespucci, Roma, 1924. Willianson, J. A.: The Voyages of the Cabots and the English discovery of North America, Londres, 1962.

CAPITULO V

LA EVOLUCION POLITICA EN LOS ESTADOS EUROPEOS

1.

EL OCCIDENTE

Las formaciones estatales del oeste europeo mostraron una notable precocidad, formaron monarquías con alto grado de unificación, clara supe­ ración del complejo feudal y organismos administrativos eficaces: funcionariado, ejército, hacienda pública, instancias superiores judiciales, control sobre los poderes intermedios. Eclipses parciales debidos a fallos humanos (como fue el caso en Castilla durante el reinado de Enrique IV) no afec­ taron a las líneas generales de un movimiento que se apoyaba en sólidas bases socioeconómicas y mentales y podía superar cualquier desfalleci­ miento pasajero. Gracias a ello, dichos Estados alcanzaron la supremacía político-militar en Europa e iniciaron la conquista y europeización de otras partes del mundo. Veamos, en rápido esquema, la situación de cada uno de estos Estados en las décadas iniciales de la Edad Moderna.

a) Portugal

En el siglo xv, e incluso en el xvi, los portugueses no rehusaban llamar­ se españoles; eran conscientes de pertenecer a una unidad geográfica, his­ tórica y cultural superior, a lo que ayudaba el recuerdo, avivado por los humanistas, de la Híspanla romana. El cultivo del castellano se propagaba de modo espontáneo; fueron centenares los escritores lusitanos (algunos de primera fila) que se expresaron en este idioma. La idea de una federación con Castilla, como producto de uniones dinásticas, no era rechazada, siem-, pre que la individualidad portuguesa, muy desarrollada, muy consciente, no se viese afectada. Cuando esta idea se puso en práctica en 1580 se com­ probó que no era tan fácil superar las antinomias; al tomar España un sentido político concreto los portugueses ya no quisieron llamarse espa­ ñoles; pero ello pertenece a una época posterior. 61

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El largo reinado de Alfonso V (1438-1481) fue un forcejeo entre aspira­ ciones opuestas; proseguía la exploración de la costa africana; era ésta la empresa más prometedora; pero, además, el rey creyó factible la conquista de Marruecos, sin que la posesión de algunas plazas aisladas compensara los esfuerzos hechos durante años. Muy interesado estaba también en lo que ocurría en los otros reinos peninsulares y tampoco le acompañó la fortuna ni el acierto. Los catalanes, en Lucha contra Juan II de Aragón, le negaron vasallaje y ofrecieron la corona a D. Pedro, cuñado de Alfon­ so V, pero el apoyo de éste resultó ineficaz y el mando de D. Pedro en Barcelona, efímero (1460-1462). Luego se produjo el conflicto sucesorio en Castilla. Al morir Enrique IV el rey portugués decidió apoyar a Juana la Beltraneja, su sobrina; incluso proyectó casarse con ella y realizar la uni­ dad castellano-portuguesa. El desarrollo desfavorable de la campaña puso fin a sus planes y el tratado de Alcazovas, aunque reconocía los intereses atlánticos de Portugal, consagraba la supremacía peninsular de Castilla.

Juan II (1481-1495) tuvo que enfrentarse a la aristocracia, muy potente por la debilidad del anterior reinado; su más alto representante, el duque de Braganza, fue degollado como culpable de conspiración. Permanecía el designio de mantener buenas relaciones con Castilla, e incluso una even­ tual unión, que podría materializarse como fruto del casamiento del here­ dero Alfonso con Isabel, hija de los Reyes Católicos, pero la muerte del príncipe truncó tal perspectiva y además dejó a su padre en un estado de tal prostración que su actividad política en los últimos años de su vida fue casi nula. Falto D. Juan de heredero, le sucedió su primo D. Manuel el Afortu­ nado (1495-1521) quien, persistiendo en la idea del predecesor, casó con Isabel, la viuda del príncipe Alfonso. Pudo haber llegado a reinar en toda la Península, porque en 1497 moría el príncipe D. Juan, heredero de Cas­ tilla y Aragón, pero el año siguiente moría la joven reina dejando un hijo recién nacido, Miguel, heredero de Castilla, Aragón y Portugal; jurado como tal por las Cortes de los tres reinos, murió también el año 1500. De esta manera espectacular incidía la alta mortalidad propia de la demo­ grafía antigua en el destino de los pueblos. De un posterior enlace con María, hermana de Isabel, no hubo descendencia.

El nombre de D. Manuel va unido a recuerdos gloriosos: el descubri­ miento del Brasil, el apogeo político y comercial del imperio lusitano, los fuertes ingresos por la comercialización de las especias, el originalísimo gótico final o manuelino de Alcobaza, Belem y Batalha. Su época, su rei­ nado, fue una cúspide y a la vez el presagio de un descenso. El carácter frágil de aquel apogeo dimanaba de la propia insuficiencia estructural: un pueblo de poco más de un millón de habitantes con una base agraria poco elástica por falta de espacio, con un déficit permanente en cereales y unos intereses comerciales y financieros concentrados en una clase redu­ cida, una casta cerrada y además perseguida, los criptojudíos. Los Reyes Católicos presionaron a D. Manuel para que, siguiendo su ejemplo, los expatriara; el rey lusitano, consciente del vacío que dejarían, prefirió bauti­

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zarlos pro forma y prohibir que emigraran, prometiéndoles un trato bené­ volo pero más tarde, en 1536, Juan III introdujo el tribunal de la Inqui­ sición y las ciudades comerciales de Francia (Burdeos, Nantes, Ruán) de Holanda y Turquía se enriquecieron con la llegada de estos sefardíes en la misma medida que España y Portugal se empobrecían. b)

España

El tratamiento puramente dinástico de la historia condujo a una visión extremadamente pesimista de Castilla bajo el último Trastamara, Enri­ que IV (1454-1474). No hay ninguna duda de que en esos veinte años los asuntos públicos fueron objeto de una gestión desastrosa, pero tampoco puede haberla de que la corona de Castilla, en conjunto, estaba en plena fase expansiva. El motor pudo ser la expansión demográfica, aunque la insuficiencia documental impide una prueba terminante, pero los datos que se tienen corroboran tal hipótesis. Hubo un incremento en la produc­ ción agraria y artesanal, la circulación monetaria, la construcción naval, la exportación de lanas y otros fenómenos que apuntan todos, lo mismo que la actividad constructora, en la misma dirección: una tremenda vita­ lidad, sobre todo en dos zonas: las tierras entre el Duero y el Tajo y la Baja Andalucía. Estos signos positivos aparecían contrariados o enmascarados por la incapacidad del rey, incapaz de resistir las presiones de una clase media y alta nobiliaria, muy fuerte precisamente en las dos zonas citadas, cuyas ambiciones, posibilidades de ascenso y aun mera supervivencia estaban en peligro por las transformaciones económicas que se estaban produciendo, traducidas en un descenso de las rentas reales. Los nobles reaccionaron sobre todo de dos maneras: tratando de apoderarse de las tierras comu­ nales y, realengas e intensificando su influencia en los municipios. El ca­ mino más corto y seguro era que el monarca les cediera sus derechos jurisdiccionales en las villas y ciudades de realengo; esta era la ambición de los señores, la razón de sus bandos, de sus cambios de postura, y el rey no encontraba otro medio de pacificarlos que irles entregando municipios. No sabemos a donde hubiera conducido este proceso si no se hubiera producido un golpe de timón con los nuevos reyes, Isabel y Fernando. Su tarea parecía imposible, porque los que temían las consecuencias de un gobierno fuerte se alinearon con la princesa Juana, hija de Enrique IV con más probabilidad que de su favorito D. Beltrán, pero el problema de su legitimidad ni es resoluble ni importa demasiado; el hecho es que, a pesar del apoyo del rey lusitano a doña Juana, Isabel triunfó, por la fide­ lidad de la mayoría de los municipios, de mucha parte de la nobleza, que por patriotismo o por oportunismo jugó su carta, y por el apoyo de su suegro Juan II de Aragón. La guerra civil no fue un fenómeno profundo, no fue seguida de repre­ salias ni dejó huellas durables. La nobleza renunció a parte de sus usur­ paciones a cambio de consolidar otras; pero quedó bien entendido que en

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adelante su papel político, aunque brillante, sería subordinado. No habría más que una soberanía, la representada por la Monarquía. La vitalidad del pueblo castellano encontraría exutorios apropiados: la conquista de Granada, las guerras de Italia, la colonización de América.

Junto a una Castilla hegemónica por su mayor superficie, población y hasta por una incipiente centralización, la confederación catalanoaragonesa atravesaba en el siglo xv un mal momento. Los huecos dejados por las pestes del siglo anterior se llenaron con dificultad; hacia 1500 Castilla (desde el Cantábrico hasta el Estrecho) había recuperado y quizá sobre­ pasado los 4 o 5 millones de habitantes que tendría en 1300, mientras el conjunto Cataluña-Aragón-Valencia-Mallorca no llegaba al millón. La más pujante era Valencia, la más postrada Cataluña, por la crisis económica y los estragos de la guerra que sostuvo contra Juan II; guerra civil dé motivaciones complejas, en la que se ventilaba la supremacía política de Barcelona en el Principado, y que se complicaba con el pleito de los remensas, campesinos sujetos a prestaciones feudales, de cuyos aspectos más duros fueron liberados por don Fernando en la Sentencia de Guada­ lupe (1486). Al morir Juan II la unión de Castilla y Aragón fue un hecho. Después de haber exagerado durante siglos el alcance de esta unión prevalece hoy la opinión contraria: la unión habría sido puramente personal, revocable. De hecho, al morir la Reina Católica en 1504 y sucederle, en virtud de su testamento, Juana y Felipe de Borgoña, Castilla y Aragón volvieron a sepa­ rarse, aunque por breve tiempo, pues al morir Felipe, el Rey Católico reinó en Castilla en nombre de su hija, enferma mental. Sin embargo, esta se­ gunda interpretación tampoco es totalmente exacta; la unión, aunque incom­ pleta, tenía gérmenes muy sólidos; hubo una legislación económica común en ciertos puntos, proteccionismo, apoyo a la marina, reforma monetaria basada en el ducado veneciano como divisa o prototipo; hubo un Tribunal de la Inquisición, instrumento poderoso de gobierno, con mando único; hubo, sobre todo, una política exterior común. Los extranjeros no se enga­ ñaban cuando hablaban del Estado español como una realidad. La expre­ sión nación española, tan frecuente en la Baja Edad Media, encontraba así su traducción en el lenguaje político, aunque subsistieran las instituciones particulares, las aduanas interiores y otros rasgos diferenciales propios de las diversas entidades políticas de cuya fusión debía nacer, a través de un proceso muy lento, el futuro Estado unificado y centralizado.

Esta formación política, a la que, con las reservas apuntadas, se puede llamar Estado español, sin perjuicio de su interna variedad tenía un carác­ ter preferentemente castellano por varias razones: el mayor peso especí­ fico de Castilla, que abarcaba más de las tres cuartas partes de la población y del territorio global; el origen castellano de la dinastía, ya que los Tras­ támaras reinaron en Aragón desde el Compromiso de Caspe (1411), la fuer­ za expansiva de la economía y de la cultura castellana, que entonces se hallaban en su mejor momento y el incremento que supusieron, de una parte, la incorporación de dos pequeños reinos, el de Granada, último re­

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siduo de la presencia islámica en España y el de Navarra, que, tras fluc­ tuar entre sus dos grandes vecinos, quedó adscrito a la órbita castellana en 1515, aunque con pleno respeto a la personalidad y las instituciones del reino navarro. Sin calidad de reino pero también con un grado notable de autonomía, se incorporó a Castilla el archipiélago canario. Por último, las Indias Occidentales, aunque permanecieron abiertas a los naturales de los otros reinos peninsulares, tuvieron una vinculación especial con la corona castellana. Sin embargo, esta poderosa entidad política que acababa de surgir, aunque de predominio castellano, heredó la política tradicional de Aragón, basada en la expansión mediterránea, de preferencia hacia Italia, y el consi­ guiente enfrentamiento con Francia. Apenas realizada, o a punto de reali­ zarse, la unidad peninsular, la política sutil de Fernando el Católico, uno de los más hábiles diplomáticos de todos los tiempos, iba a tejer una red de alianzas, utilizando el medio habitual de los enlaces dinásticos, que, al par que tendían al aislamiento de Francia, situarían a España en el primer plano del mapa político europeo. Antes de Carlos V existía ya una política española de tipo imperialista pero de interés nacional y proseguida por vías más lógicas y más acordes con los intereses españoles que la llevada luego a cabo por el internacionalismo carolino. c) Francia

La Francia de fines del siglo xv tenía una superficie más reducida que la actual. Las diferencias más importantes se aprecian en la frontera orien­ tal; quedaba lejos del Rin y apenas tocaba los Alpes por la interposición del ducado de Saboya. En la frontera pirenaica los cambios han sido me­ nores: al producirse la conquista de Navarra por Fernando el Católico, una pequeña porción, al norte de la cordillera, quedó segregada del resto; son los mil y pico de kilómetros cuadrado del actual país vascofrancés más el territorio de Bearne. Este pequeño residuo mantuvo, no obstante, ciertas notas individuales y los borbones se llamaron, hasta 1789, reyes de Francia y de Navarra. Al otro extremo de los Pirineos, el condado del Rosellón fue español hasta 1659. La anexión de Córcega se efectuó en el siglo XVIII. La incorporación de la amplia banda de tierras que entre Francia y Alemania formó la antigua Lotaringia fue un objetivo perseguido tenaz­ mente por los reyes franceses y lo alcanzaron en dos etapas fundamen­ tales, seguidas de dos rectificaciones de menos envergadura. Primera etapa, a fines del siglo xv: destrucción del Estado borgoñón y apropiación de parte de sus restos. Segunda, en el xvn: conquistas de Luis XIV. Las ad­ quisiciones secundarias fueron: Lorena en el siglo xvin y Saboya en el xix. Los duques de Borgoña pertenecían a una rama colateral de los Valois; sus territorios occidentales caían, teóricamente, en la órbita de la soberanía francesa, y los orientales en la del Imperio Germánico. De hecho, fueron independientes y llegaron a dominar en una serie de territorios discon­

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tinuos, heterogéneos, algunos de ellos de los más poblados, ricos y cultos de Europa. Hoy resulta fácil decir que no podía consolidarse un Estado de raíces tan diversas, pero las mismas y mayores diversidades se dieron en los territorios austríacos, que permanecieron unidos hasta 1918. Benelux es la herencia, el resto actual de lo que pudo haber sido una grande y durable construcción política; ello requería unas dotes que tuvieron los antecesores de Carlos el Temerario y que a él le faltaron; murió cuando cercaba a Nancy (1477), capital de Lorena, cuya adquisición le hubiera permitido soldar los dos núcleos principales de sus territorios. No tuvieron los duques de Borgoña tiempo para construir un aparato estatal que supliera la falta de un sentimiento nacional; a su desaparición, todo el edificio se desplomó y cada una de sus partes, impotente, trató sólo de salvar sus privilegios, su identidad secular. Casándose con María, la hija del Temerario, Maximiliano recibió su herencia, no como Rey de Romanos (futuro emperador) sino como jefe de la Casa de Habsburgo; una herencia enormemente valiosa, aunque preñada de largos conflictos. En esencia se componía de dos grandes bloques: al norte los Países Bajos, un conjunto de territorios heterogéneos que, además del territorio actual de Bélgica, Luxemburgo y gran parte de Holanda, comprendía un trozo en el ángulo nordeste de Francia. Al sur, dos países con población de habla francesa: el Franco Condado, dentro de los límites del Sacro Imperio, y el ducado de Borgoña, fuera de él.

Reunidos en Gante los representantes de Holanda, Flandes, Brabante y Hainaut al morir el Temerario reconocieron la soberanía de su hija previa la aceptación del Gran Privilegio, un documento constitucional que, com­ pletado con otras leyes y disposiciones, les garantizaba una amplísima autonomía, incluyendo el uso de los idiomas propios, la provisión de cargos en naturales de cada territorio y la reorganización del Gran Consejo que, compuesto por aristócratas y magistrados, cooperaría con el duque en todo lo referente a política interior y exterior.

Luis XI de Francia (1461-1483) era la contrafigura del último duque de Borgoña; carecía de su valor personal pero poseía la inteligencia y astucia que a él le faltaban. La muerte de Carlos le ofreció la ocasión de absorber sus posesiones, pero tras varios años de guerra con Maximiliano y María de Borgoña, se firmó la paz de Arras (1482). Mediante esta paz, completada más tarde por la de Senlis, Francia recibía Borgoña y Picardía, quedando el grueso de las posesiones en poder de la Casa de Hbsburgo. El reparto dejó insatisfechos a los dos adversarios; ni los Habsburgo se consolaron nunca de la pérdida del ducado de Borgoña, ni los franceses renunciaron de buena gana a Flandes y el Franco Condado. Bajo las luchas dinásticas y las combinaciones de la alta diplomacia latía un sentimiento que más bien que nacionalista podía llamarse particu­ larista en aquellas tierras situadas entre Alemania y Francia; los habitantes de cada condado, territorio o municipio se sentían muy apegados a su ciu­ dad y su entorno inmediato y a sus instituciones de autogobierno. Estaban dispuestos a ser fieles a una construcción política superior siempre que

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dentro de ella se respetaran su personalidad y sus privilegios. No sólo era el egoísmo material el que los impulsaba; existía también un apego a la tradición y un fuerte patriotismo local. La ciudad de Gante ofrece de ello una prueba, con sus revueltas contra Maximiliano y más tarde contra su nieto, Carlos V. Otro ejemplo es el comportamiento del Franco Condado; sus habitantes eran franceses de lengua, pero siempre fueron fieles a los Habsburgo que respetaban su autonomía, y sólo por la fuerza se les incor­ poró a Francia en el siglo xvn. El gobierno de los Países Bajos resultaba, por eso, muy complejo; aquel conjunto de ciudades y provincias de pobla­ ción muy densa, de economía muy rica, con sus guildas o asociaciones comerciales, sus gremios artesanos, sus enfrentamientos sociales, sus colo­ nias extranjeras, abundantes en centros cosmopolitas como Gante, Brujas y Amberes, su infinita variedad de leyes y costumbres locales requería tener a su frente una persona de grandes cualidades y muy conocedora del país. Lo peor que pudo hacer Felipe II fue enviar a Flandes a un duque de Alba, incapaz de darse cuenta de aquella realidad tan distinta de la castellana, ni de comprender que no estaba en juego sólo un problema reli­ gioso sino de libertad política. Cuando más adelante estallaron las guerras de religión los flamencos que permanecieron católicos también permanecieron fieles a los reyes de España, en parte porque creían que un monarca remoto respetaría mejor sus libertades; les repugnaba pasar al dominio de la monarquía francesa. Sin embargo, ello no significaba forzosamente ser incluidos en un régimen centralista. El principal adversario que hallaron los monarcas franceses fue la nobleza, contra la que Luis XI hubo de sostener una lucha cons­ tante y que no quedó sometida del todo hasta el reinado de Luis XIV. En cambio, la Monarquía respetó la personalidad de regiones como Pro­ venza, Languedoc, el Delfinado, llamado así porque era patrimonio del del­ fín, el heredero de la Corona. En ellas, lo mismo que en la anexionada Bofgoña, había asambleas, Estados regionales, más activos que los Estados Generales, rara vez reunidos. Había también parlamentos, con atribuciones no sólo judiciales sino, en parte, gubernativas. El más viejo núcleo de la monarquía francesa, la Isla de Francia, con centro en París, ampliado con las regiones contiguas, era la parte más centralizada. Caso especial cons­ tituía el ducado de Bretaña que, aunque sometido a la soberanía feudal del rey francés, fue de hecho independiente hasta que en 1491 la última du­ quesa, Ana de Bretaña, contrajo matrimonio con Carlos VIII. Esta unión personal se transformó en definitiva, sin perjuicio de que subsistiera un fuerte particularismo bretón.

Liquidado, de momento, el problema borgoñón, alejado el peligro inglés (Inglaterra sólo conservaba la plaza de Calais en territorio francés), res­ taurada la autoridad real, Carlos VIII y Luis XII iniciaron la aventura ita­ liana; el primero, con su marcha hacia Nápoles, que la acalorada fantasía del rey francés imaginaba como un trampolín hacia el objetivo de los cru­ zados, hacia Oriente. Tras el éxito inicial llegó la intervención española y la retirada bajo el hostigamiento del Gran Capitán.

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Luis XII reiteró la tentativa de su antecesor. Para esquivar la hostilidad del principal adversario concertó con Fernando V el reparto del reino de Ñapóles (tratado de Granada, 1500) pero al incluir entre sus pretensiones el ducado de Milán, feudo imperial, se granjeaba un nuevo adversario. La conquista de Nápoles fue fácil; no volvió a haber una dinastía napoli­ tana independiente hasta el siglo xvm; pero la presencia francesa fue efí­ mera: surgieron discordias acerca del tratado de reparto, y los franceses, vencidos en Ceriñola y Garellano, se retiraron del país. No volvieron a intentar la conquista de Nápoles, concentrando su interés en Milán. Tras una larga serie de intrigas diplomáticas y episodios guerreros, Luis XII murió sin haber conseguido ninguno de sus objetivos italianos. El primer paso del nuevo rey, Francisco I, fue la reconquista de Milán, lograda en la batalla de Mariñano, en la que quedaron deshechos los mercenarios sui­ zos que defendían la causa de los Sforza (1515). Terminaba así la primera fase de las guerras de Italia, a la que seguirían las sostenidas entre Fran­ cisco I y Carlos V.

Las guerras de Italia han dado origen a una inmensa bibliografía que arranca desde los autores contemporáneos, impresionados por los sucesos. Hoy, su trama militar y diplomática, de sobra conocida, interesa menos. Sin embargo, situando aquellos sucesos en la perspectiva de la época, hay que reconocer su importancia. Era el primer signo de la potencia del Es­ tado francés, reorganizado, recuperado de los desastres de la guerra de los Cien Años, teniendo como base un territorio rico y una población que era la más densa de Europa. Fue, a la vez, la irrupción en la política europea de una nueva gran potencia, la España de los Reyes Católicos. El duelo entre ambas dominaría el tablero europeo durante dos siglos. Se ponía de manifiesto la capacidad expansionista que por su propia diná­ mica interna tenían los nuevos estados nacionales, en contraste con la debilidad de la fragmentada Italia. Fueron también aquellas guerras el banco de pruebas de las nuevas armas y de los nuevos ejércitos del Rena­ cimiento quedando patente la superioridad de la infantería española sobre la caballería pesada francesa. d) Islas británicas En el archipiélago británico había dos Estados soberanos: Inglaterra y Escocia, y dos territorios dependientes de Inglaterra: Irlanda y Gales. Es­ cocia vivía muy apartada del resto de Europa, salvo en la región meridio­ nal, las Tierras Bajas, donde, en el siglo xv, se advierten signos de renova­ ción en la vida económica y cultural, atestiguada por la construcción de iglesias y palacios góticos, lejanos reflejos del humanismo y la creación de una universidad propia que evitara a los escolares tener que ir a Oxford, Cambridge o París. Aunque el inglés se había impuesto ya como lengua urbana y de cultura el gaélico estaba aún muy extendido y no carecía de expresión literaria. En la corte de Edimburgo reinaban los Estuardo. Su política interior consistía en no chocar con los poderosos jefes de clanes que detentaban gran parte del poder, y en el exterior en mantener buenas

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relaciones con Francia como garantía contra un posible ataque de Ingla­ terra. Jacobo IV, fiel a esta alianza, invadió el territorio inglés cuando se produjo un conflicto entre Enrique VIII y el rey de Francia; la incursión terminó en el desastre de Flodden, donde murió Jacobo con miles de sus soldados (1513). Su hijo Jacobo V heredó la corona a los dos años, añadién­ dose los desórdenes propios de una minoría a las dificultades producidas por unos gastos estatales superiores a los que un país pobre y atrasado podía soportar; luego se añadieron los disturbios producidos por la pe­ netración de las doctrinas protestantes; Jacobo V siguió fiel a la Iglesia católica, y también su hija y sucesora María Estuardo, cuya tormentosa vida terminaría con la decapitación en la Torre de Londres. En el reino de Inglaterra la transición hacia los tiempos modernos fue más rápida y marcada, aunque sea imposible trazar una línea divisoria con la Edad Media, que no pocos retrasan hasta la crisis religiosa y la separa­ ción de Roma. No obstante, ya desde el siglo xv se advierten rasgos seme­ jantes a los observados en España y Francia: decadencia de la nobleza, afirmación del poder real, robustecimiento del Estado, renovación de la economía. La nobleza tradicional salió muy quebrantada de la Guerra de los Cien Años y de la guerra de las Dos Rosas, conflicto dinástico en cuyo origen estaba la decepción causada por el desenlace de las interminables hostilidades con Francia. Tras seis años de sangrienta lucha civil la dinas­ tía de Lancáster fue suplantada por la de York, representada por Eduar­ do VI (1461-1483). La nación vivió años de paz y el temor a una nueva guerra civil facilitó una solución pacífica a la nueva crisis dinástica surgida a la muerte de Eduardo; se resolvió con la proclamación de Enrique de Tudor (Enrique VII, 1485-1509) un miembro de la familia de Lancáster que contrajo matrimonio con Isabel de York, uniendo así los derechos y los partidarios de ambas ramas. La nueva dinastía reinaría con brillantez durante el siglo xvt, e Inglaterra iniciaría su carrera como potencia inter­ nacional, muy favorecida por la hostilidad de los Dos Grandes, Francia y España. El casamiento del príncipe de Gales, Arturo, con Catalina, hija de los Reyes Católicos, formaba parte de los planes diplomáticos de ambas naciones. Arturo murió, al parecer sin consumar el matrimonio (así lo juró Catalina en el posterior proceso de divorcio). Quedaba como heredero su hermano Enrique el futuro Enrique VIII, y contrajo matrimonio con la viuda, pues subsistían las mismas razones políticas y además no habría necesidad de devolver los 200.000 ducados de dote, una cantidad muy considerable para la Inglaterra de entonces, más bien pobre y con poco más de tres millones de habitantes.

La escasez de hombres había tenido repercusiones considerables; se habían aflojado o disuelto los vínculos serviles, sin que, a pesar de ello, el estrato más bajo de los campesinos mejorase; el beneficio más claro fue para la gentry, la clase media rural que, según las ocasiones, intensificó los cultivos o cercó las tierras y las destinó a la explotación ganadera. La cabaña lanar creció, alimentando la industria textil y dejando un sobrante para la exportación, que se dirigió, sobre todo, a las ciudades manufac­ tureras de los Países Bajos. Las relaciones económicas entre ambos países

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se concretaron en un tratado comercial, el Iniercursus Magnas. En el primer tercio del siglo xvi ya empezaban a desarrollarse los gérmenes que hicieron de Inglaterra una potencia económica, política y naval. En teoría, los Tudor tenían un poder muy restringido por las atribuciones del Parlamento y el apego de la población a sus libertades; en la práctica, no teniendo que temer los manejos de una aristocracia fuerte y dueños de la jerarquía eclesiástica después de la ruptura con Roma, los Tudor iban a gobernar de un modo absoluto, como tantos otros monarcas europeos.

Todavía Inglaterra no tenía colonias, aunque sí dos territorios anejos, subyugados, que no añadían mucho a su poder; ambos eran de raza gaélica, el país de Gales e Irlanda; Gales fue asimilado sin gran esfuerzo y con poca violencia. El caso de Irlanda era muy distinto; los ingleses nunca prac­ ticaron allí una política de asimilación; por el contrario, el Estatuto de Kilkenny, en 1367, consagraba la segregación entre las dos razas y la prohi­ bición de los matrimonios mixtos. El odio era mutuo y los incidentes continuos, pero se esquivaba la guerra abierta. Al iniciarse la era de los Tudor, aunque permaneciese la ficción de la soberanía inglesa sobre el conjunto de la isla, la autoridad real se limitaba a una estrecha zona en tor­ no a Dublín. Todo lo demás obedecía a los jefes locales o a los grandes señores ingleses que poseían extensos dominios. Entre éstos destacaba el duque de Kildare, que con el título de lugarteniente o virrey era casi sobe­ rano en Irlanda. El cisma de Enrique VIII ahondó el foso entre el gobier­ no inglés y los irlandeses, que permanecieron católicos; se produjeron disturbios y rebeliones a lo largo del siglo xvi, si bien la situación no em­ pezó a ser desesperada para los irlandeses hasta los tiempos de Cromwell. 2.

ITALIA. EUROPA CENTRAL

a) Italia

Bajo el aspecto abigarrado del mapa político de la Italia renacentista se escondía una cierta unidad de raza, lengua y cultura, con las lógicas diferencias, que eran estatales y pudieron haber sido meramente regionales, pues las dificultades para constituirse, como Inglaterra, Francia y España, en estado nacional, no eran insuperables; lo que faltó, ante todo, fue una tradición, y también un núcleo originario; ninguno de los Estados italia­ nos era lo bastante fuerte para asimilar a los demás. Dificultades adicio­ nales nacieron del intervencionismo extranjero y de la soberanía temporal de los Papas, que no podía ser eliminada ni imponerse a las demás. Italia era sentida como una unidad, pero la idea de una Italia políticamente unificada no pasó de ser el sueño de algunos patriotas o de algunos huma­ nistas seducidos pof el brillo y el poder de la antigua Roma.

Más allá de las divisiones políticas se inscribían otras todavía hoy perceptibles: un Norte muy poblado, culto, rico y activo, con gran propor­ ción de población urbana con larga experiencia de libertades y autogo­ bierno; y un Sur agrario, feudal, retrasado, con urbes populosas también,

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pero con una imagen semejante a las que hoy ofrecen las del Tercer Mundo. Oposición no lineal, matizable, pero que ofrece pocas dudas al tras­ ladarla sobre un mapa; Toscana pertenecía al Norte, los Estados de la Iglesia, en su conjunto, al Sur, aunque en este concepto de la Italia meri­ dional había grados, escalones; en lo más alto, Roma y su entorno; des­ pués, el reino de Nápoles; poco diferente de él, Sicilia y por último, an­ clada en la Edad Media e incluso más allá, Cerdeña.

El modelo típico del Norte era la ciudad-Estado; la excepción era el ducado de Saboya, más francés que italiano. Es una paradoja (pero una paradoja explicable) que el menos italiano de aquellos Estados acabara haciendo la unidad de Italia. La ciudad-Estado podía diluirse en un con­ junto más amplio sin que la capital perdiera nunca su protagonismo. Flo­ rencia ,por ejemplo, incorporó Siena, Pisa y otras ciudades. El caso de Venecia es aún más claro porque la Serenísima llegó a tener un dominio territorial muy extenso tanto fuera de Italia (Chipre, Creta, costa dàlma­ ta, etc.) como dentro de ella, en la Terra Ferma, acrecentada poco a poco: Vicenza, Verona, Padua, Bérgamo, Brescia... de suerte que, además de gran potencia marítima llegó a ser también un país de rica agricultura; pero el centro de decisión siguió siendo Venecia.

Tanto Venecia como Génova fueron repúblicas oligárquicas, dominadas por familias de origen mercantil, aunque invirtieran parte de su fortuna en bienes raíces. Más frecuente fue el caso del señorío, el Principado; una familia se apodera del poder, unas veces por la fuerza, otras por elección popular que luego se transformó en dominio vitalicio; en este caso, la familia reinante pedía la confirmación de las dos autoridades supremas de la Cristiandad: el Papa y el Emperador; mejor aún, de las dos con lo cual legitimaban su poder frente a las pretensiones de los que habían sido sus iguales y se habían convertido en súbditos. El origen de estas familias principescas era vario: estirpes ilustres, ricas, condotieros afortunados... Así dominaron primero los Visconti y luego los Sforza en Milán, los Gon­ zaga en Mantua; los Este en Módena, etc. Los comienzos de la Edad Moderna fueron especialmente movidos; era una época de contrastes, de revueltas, propicia a la ascensión meteòrica y a la caída fulminante de familias ambiciosas. El caso más ilustrativo y mejor estudiado es el de Florencia. El desarrollo industrial había provo­ cado conflictos sociales de una amplitud desconocida en Italia (Génova también los tuvo pero de menos envergadura). La lucha entre la oligarquía mercantil y los Ciompi (proletarios) había facilitado el ascenso de los Medicis, banqueros riquísimos. La constante lucha de unas ciudades con otras y de las distantas fac­ ciones dentro de cada ciudad hizo surgir políticos y diplomáticos de gran habilidad. Todos los rasgos esenciales del Estado moderno se desarro­ llaron allí precozmente, pero les faltaba el tamaño adecuado. Sólo Venecia tenía los recursos necesarios para que hubiera que contar con ella en la política internacional; tenía una de las primeras armadas del mundo, riqueza suficiente para contratar ejércitos mercenarios, un personal poli-

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tico de primer orden y un aparato gubernativo y represivo cuya eficacia se hizo legendaria. El órgano supremo, el Gran Consejo, agrupaba a las dos mil familias, en su mayoría comerciantes, que representaban el estrato superior. Era, pues, una oligarquía, aunque abierta: se podía ingresar en ella si se hacían buenos negocios. La misión del Gran Consejo era elaborar las leyes y nombrar los cargos públicos, incluyendo los senadores. Éstos, en número de 300, se reunían casi diariamente y su principal tarea era la dirección de la política exterior, de la que estaban perfectamente infor­ mados gracias a las relaciones que enviaban los embajadores y que consti­ tuyen una preciosa fuente histórica. Lo que era el Senado para la política internacional era el Consejo de los Diez para la interior; entre ambos resu­ mían lo esencial del gobierno veneciano, pues el Dux, cargo supremo, era más bien decorativo. La policía, dependiente de los Diez, era de una terrible eficacia. El sistema colegial y la frecuente renovación de los car­ gos impedían toda posibilidad de poder personal; no hubo revoluciones ni golpes de Estado. Tampoco la capital cayó nunca en poder de un agresor extranjero, y los habitantes de las posesiones exteriores, bien gober­ nados, permanecieron fieles. Venecia fue un ejemplo casi único de estabi­ lidad. Hacia 1500 el avance turco de un lado y los descubrimientos de los portugueses y españoles por otro pusieron la república en dificultades. Se ha discutido hasta qué punto afectó a Venecia la pérdida del monopolio del tráfico de especias; la opinión tradicional, que la calificaba de desas­ tre, fue seguida por otra que exageraba en sentido inverso; hoy los crite­ rios opuestos se han aproximado; es indudable que la noticia de que en Amberes se había puesto a la venta, en 1501, un cargamento de pimienta portuguesa, produjo consternación en Venecia; pero el tráfico por las vías tradicionales no se interrumpió nunca, y este comercio tampoco era el único que sustentaba su prosperidad. El siglo xvi veneciano fue muy bri­ llante en todos sentidos, aunque es verdad que la marcha ascendente de la ciudad se había detenido; su población quedó estabilizada en torno a los 150.000 habitantes. Génova estaba mucho más desfavorecida por la naturaleza, sin posibi­ lidad de expansión y con la peligrosa vecindad de Francia que se hizo sentir duramente. Al comenzar el siglo xvi ya había orientado sus activi­ dades hacia la Península Ibérica; con el tiempo, su vinculación a la monar­ quía española llegó a ser estrechísima, tanto en el plano político como en el comercial y financiero. Su sistema bancario llegó a ser el más perfecto de Europa. Al frente de la república, había un Dogo, con más poderes que el dux veneciano, pero nombrado sólo por dos años. Hasta principios del xvi el Grande y Pequeño Consejo incluían, junto a la aristocracia mer­ cantil, algunos representantes artesanos que más tarde fueron eliminados. El Estado milanés, aunque interior, también tenía una función comer­ cial por los pasos de los Alpes que comunican Alemania con Italia; esta circunstancia también le daba un interés político, y por ello los empera­ dores alemanes y después los reyes españoles tuvieron empeño en asegu­ rarse su control. Tenía Milán una antigua y gloriosa tradición de libertad cívica pero al fin, los milaneses quedaron sometidos a la dependencia inte­

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rior (los Visconti, luego los Sforza) y exterior. Le faltaba al ducado la salida marítima, y aunque tenía una gran riqueza agrícola escaseaba aque­ lla activa burguesía que había impulsado el crecimiento de Venecia y Genova. El Milanesado en la Edad Moderna no fue protagonista sino ob­ jeto, presa codiciada de las grandes potencias, España, Francia y el Impe­ rio hasta quedar incluida en la órbita de la primera después de Pavía.

Si sólo Venecia (y, en alguna medida, Saboya) tenían medios para man­ tener una política internacional propia, el destino de los Estados minúscu­ los, como la república de Lucca y los ducados de Mantua, Módena y Urbino era el de átomos, granos de polvo empujados en la dirección del viento más fuerte. Las vicisitudes del Estado de la Iglesia en el tránsito de la Edad Media a la Moderna demuestran el enorme error que constituyó la aspiración del Pontificado a una soberanía temporal extensa en lugar de limitarse a con­ trolar el Patrimonio de San Pedro, o sea, la Ciudad Eterna y su entorno inmediato. Los Papas del Renacimiento, fueron, a la vez, Papas políticos, guerreros algunos, como Julio II, con olvido de sus deberes como jefes de la Iglesia, y siempre con el resultado de una mezcla perniciosa entre lo espiritual y lo temporal, conflictos con soberanos católicos, uso abusivo de la excomunión como medio de presión, etc. Ese afán expansivo no lo po­ dían realizar hacia el sur, donde chocaban con el reino de Nápoles, sobre el cual reclamaban una soberanía que, en la práctica, se limitaba a la entrega de un obsequio simbólico. Hacia el norte, la república de Siena se mantuvo independiente hasta que en 1557 Felipe II la entregó a los duques de Florencia, pero entre los Apeninos y el Adriático había una serie de señoríos feudales y ciudades libres que cayeron en la órbita de la soberanía papal, aunque las libertades municipales y el espíritu de revuelta de los feudales redujeran muchas veces dicha soberanía a mera apariencia. El lí­ mite más septentrional lo alcanzó Julio II, que conquistó Bolonia, arrebató Parma al ducado de Milán y disputó Rávena a los venecianos. Hubo des­ pués un reflujo, y a lo largo del siglo xvn la autoridad de los Papas fue contestada no sólo por los grandes feudales (Colonna, Orsini) sino por los bandoleros que infestaban la Campiña Romana. Un testimonio de este confuso revoltijo lleno de resonancias medievales es la persistencia hasta hoy de la república de San Marino.

El reino de Nápoles era la más extensa de las formaciones políticas de Italia; juntamente con Sicilia y Cerdeña había entrado desde el siglo xm en la órbita hispánica, primero bajo soberanos aragoneses, luego en el gran complejo imperial de los Habsburgo. El poder de los feudales, de los ba­ rones, en Nápoles era grande, pero la monarquía, apoyada por el pueblo, tenía también una autoridad considerable. La muerte de Alfonso el Mag­ nánimo (1458) produjo una división de sus dominios: Juan II de Aragón le sucedió también en Sicilia y Cerdeña, mientras que un bastardo, Ferran­ te, fue proclamado rey de Nápoles. Su posición era comprometida, porque una fuerte proporción de barones seguían fieles a la antigua dinastía fran­ cesa, los Anjou, representada entonces por Renato, cuñado de Carlos VIL

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Lo que confería mayor gravedad a este pleito es que detrás del preten­ diente anjevino estaba Francia, mientras España entera, una vez realizada su unidad, sostendría a Ferrante. Así, un problema interno de Italia se iba a convertir en cuestión europea. Y aún la complicaba más la cercanía de los turcos, que en 1480 habían saqueado ferozmente a Otranto. En este mundo italiano, culto, alegre, despreocupado, la noticia de que Carlos VIII había atravesado los Alpes produjo temores y esperanzas. Llegó a Nápoles sin haber librado una verdadera batalla, sólo escaramu­ zas que confirmaron lo que los previsores temían: la indefensión de Ita­ lia, denunciada mucho antes por Petrarca: «¿Hasta cuándo, pobres de no­ sotros, tendremos que ver que se pida ayuda a los bárbaros para esclavi­ zar a Italia? ¿Hasta cuándo pagaremos a los que vienen a destrozar a los italianos?» La impotencia era efecto de la división en pequeños estados y en facciones dentro de cada estado. Los enemigos de los Médicis aclama­ ron a los franceses al entrar en Florencia, y los partidarios de los Anjou cuando entraron en Nápoles. No carecían los italianos de virtudes milita­ res ni es muy exacta la visión caricaturesca que se da de los condotieros. Más bien les faltaba un ideal por el que combatir, y, llegado el caso, pre­ ferían contratar mercenarios suizos o compatriotas suyos, contratistas mi­ litares, que eso eran los condottiere; acudían con sus mesnadas a sus clientes por un precio estipulado, procuraban hacer un buen trabajo, intro­ dujeron en el arte militar innovaciones que más tarde copió el Gran Ca­ pitán pero no se les podía exigir que combatieran hasta la muerte. Destronada la rama bastarda, Nápoles vivió largo tiempo bajo el régi­ men español. Periódicas insurrecciones, como la que se produjo en 1547 ante el anuncio de que se iba a introducir la Inquisición española, no im­ pidieron una convivencia pacífica de ambas culturas; muchas familias es­ pañolas se arraigaron en el sur de Italia, y no pocas italianas vinieron a España. Lentamente, la impronta catalanoaragonesa fue sustituida por la castellana; este fenómeno se advierte con especial claridad en Cerdeña, aunque allí, hasta tiempos muy recientes, se hablaba catalán mayoritariamente en Alghero. La base económica y social de las tierras del Sur per­ maneció poco alterada; el baronazgo napolitano se vio incrementado con los nuevos títulos que creó y las tierras que enajenó la monarquía espa­ ñola para procurarse recursos, pero aquella nobleza rara vez volvió a cons­ pirar contra los monarcas o sus representantes, los virreyes. Más bien, como en España, tras haber renunciado a toda veleidad política, se esforza­ ba por mantener su posición social, y en este sentido les convenía mante­ ner el orden establecido.

b) Los países alemanes

Alemania, mucho mayor que Italia, tenía también un mayor grado de división, a pesar de que contaba con una institución, el Imperio, que, pen­ sado en su origen para toda la Cristiandad, se había reducido a ser el úni­ co principio que aseguraba una mínima unidad a todo el conjunto germá­ nico. Alemania no fue, como Italia, objeto de la política internacional, pero

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tampoco fue protagonista porque las fuerzas contrapuestas que en ella se agitaban se neutralizaban. El título de emperador daba tan poca potencia real que puede parecer extraño que hombres como Maximiliano o Car­ los V se afanaran por conseguirlo, pero también hay que reconocer que si no hubieran llevado el globo, el cetro y la corona imperial su imagen sería menos destacada en la historia. La fama (el prestigio) era uno de los re­ sortes de la mentalidad renacentista, y en este aspecto Alemania y su em­ perador ostentaban la primacía. Aquel vasto y caótico mundo que bajo el mando imperial agrupaba a los príncipes, prelados, señores, ciudades libres y caballeros atravesaba desde fines de la Edad Media una etapa de intensa vitalidad. Las ciudades mer­ cantiles de la Hansa declinaban por la concurrencia de los puertos dane­ ses y holandeses, pero la economía capitalista había irrumpido con gran fuerza entre el Elba y el Rin, entre el Mar del Norte y los Alpes; sus má­ ximos representantes, los Fugger, Welser, Manlich y Hostetter, eran a la vez grandes mercaderes, promotores industriales y financieros, especiali­ zados en arriendos de rentas señoriales, eclesiásticas y estatales y en présta­ mos a los príncipes. El mayor negocio de la época, la financiación de la elección de Carlos V, requirió movilizar 851.000 florines, aportados en su mayoría por Jacobo Fugger, quien tenía amplia participación en otra de las grandes fuentes de riqueza: la industria minera, en la que Alemania tuvo la primacía por la abundancia y variedad de yacimientos (oro, plata, cobre, hierro y el mercurio de Idria) y por las innovaciones en la técnica minerometalúrgica. Sólo en las minas del Tirol trabajaban cerca de 20.000 hombres a principios del siglo xvi. La vida urbana estaba muy desarrollada; el control de las ciudades, lo mismo las que pertenecían a un príncipe que las repúblicas libres, estaba en manos de un alto patriciado, una casta muy cerrada, pero en el siglo xv fueron numerosas las revueltas de los elementos excluidos. No eran moti­ nes de hambre; sus protagonistas solían pertenecer a los gremios más ca­ lificados, artesanos y profesionales. El movimiento partió de las ciudades industriales de Flandes y el Rin y se propagó al resto con resultados di­ versos: en unas ciudades la aristocracia mantuvo su monopolio, en otras cedió parte de sus atribuciones en el gobierno municipal.

Las revueltas de los caballeros y de los campesinos sí tenían una base económica. Había un proletariado nobiliario formado por caballeros que no dependían de ninguna autoridad, sólo de la teórica autoridad imperial, a los que las guerras, el lujo y la desvalorización de la moneda habían arruinado; no pocos se dedicaron al bandidaje, originando, como reacción, la formación de ligas para el mantenimiento del orden. Estas ligas, de caba­ lleros o de ciudades, que se apoyaban o combatían, era una manera de evi­ tar la anarquía que se cernía sobre Alemania ante la inoperancia de un poder central. Su vida era efímera, pues respondía a necesidades de mo­ mento; la más vigorosa, la Liga de Suabia, llegó a disponer de 30.000 sol­ dados, pero también acabó disolviéndose. Los disturbios campesinos respondían al empeoramiento de su condi-

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cíón por la presión de los derechos señoriales y la extensión de las normas del Derecho Romano que propagaban los letrados recién salidos de las universidades; solían revestirse de formas religiosas y alcanzaron su cul­ men con la gran revuelta de 1525.

La tendencia propicia al reforzamiento de las formaciones estatales con­ siguió logros en los principados de cierta entidad; el prototipo podría ser la continua ascensión del ducado de Baviera bajo los Wittelsbach y su conversión en un estado moderno mediante los instrumentos ordinarios: funcionariado, fiscalidad, ejército... En un punto esencial, sin embargo, se apartaba esta evolución de la que siguieron los grandes Estados occidenta­ les: los príncipes no reforzaron su autoridad absoluta, más bien la com­ partieron con la Iglesia, los nobles y los representantes de las 'ciudades; a cambio de que éstos les otorgaron subsidios consintieron que las asam­ bleas intervinieran cada vez más en los asuntos generales del gobierno. Estos avances a escala regional no tuvieron su contrapartida en pro­ gresos en cuanto a la organización del Reich en su conjunto. Ni siquiera las fronteras del Imperio estaban claras; en teoría, llegaban hasta el Mosa y el Ródano, pero la formación del Estado borgoñón y su posterior des­ membramiento dejaron entre Alemania y Francia una frontera llena de sinuosidades, de enclaves, de jurisdicciones compartidas, de embrollos ju­ rídicos que más tarde aprovecharía Luis XIV. Al sur, los cantones suizos se habían separado de hecho del cuerpo imperial; cuando la Dieta quiso imponerles una sanción se llegó a un choque armado, ventajoso para los suizos, que por la paz de Basilea (1499) vieron de hecho reconocida su in­ dependencia, aunque en el Derecho Público internacional no se consagrara hasta los tratados de Westfalia. En el este la situación era también flotante; Bohemia y Moravia, que se unieron algún tiempo al reino de Hungría, después volvieron a ser partes del imperio. En cambio, quedó definitivamente fuera la Prusia oriental, incorporada a Polonia a consecuencia de la derrota de los Caballeros Teu­ tónicos (Paz de Thorn, 1466). Y en el norte los ducados de Schleswig y Hols­ tein pasaron a ser propiedad de la dinastía danesa. Aun con estas mer­ mas, era amplio el territorio sobre el que regía el Reichstag o Dieta del Imperio. En 1500 se componía de tres curias o cámaras que deliberaban por separado: la de los electores (tres eclesiásticos y cuatro seculares), la de los príncipes, formada por unos 120 prelados, abades y otros altos car­ gos eclesiásticos y un número algo más elevado de duques, condes, baro­ nes y otros señores. La tercera curia la constituían representantes de las principales ciudades, que habían obtenido este derecho en 1489. Aun así re­ forzada, la Dieta era de una inoperancia manifiesta por su lentitud para resolver y la falta de ejecución de muchos de sus acuerdos.

Federico III, de la casa de Habsburgo, poco hizo en su largo reinado (1440-1492). El arzobispo Bertoldo de Maguncia se constituyó en el defen­ sor de los proyectos de reforma más urgentes, la paz territorial (Landfrie­ de) que pusiera fin a las guerras entre Estados imperiales, la creación de un Tribunal Supremo, una moneda común y un impuesto para dotar al

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Imperio de recursos propios; tales medidas, aunque elementales, encontra­ ron la oposición de la Dieta y del propio emperador. Federico III fue más eficaz tratándose de las conveniencias de su propia dinastía; además de asegurar para su hijo Maximiliano el título de Rey de Romanos, concertó una serie de enlaces matrimoniales con arreglo a la conocida máxima de La Casa de Austria: «Los reinos que a otros procura Marte a ti te los da Venus». El más cargado de futuro de estos enlaces fue el de Maximiliano y María de Borgoña, del que nacería Felipe el Hermoso, padre de Carlos V.

Maximiliano (1493-1516) es una figura atrayente, llena de humanidad y de buenos deseos, aunque pocas veces le acompañara la fortuna. La Dieta de 1495, reunida en Worms, realizó la mayor parte de las propuestas de Bertoldo de Maguncia, canciller imperial; se estableció la paz territorial, la Alta Cámara de Justicia y un impuesto territorial que aunque rendía poco era ya, junto con las otras instituciones, el esbozo de un estado fede­ ral. El emperador resistía estas novedades; le parecía que, al instituciona­ lizarlas, perdía su autoridad discrecional; al fin las fue aceptando, junto con otras introducidas por él mismo y que poco a poco iban configurando el Imperio como un Estado. Carlos V intentó seguir por el mismo camino, pero el estallido de la Reforma y la guerra civil detuvieron este movimien­ to hacia la unificación del Reich alemán. El poder real de los emperado­ res siguió residiendo en sus propias posesiones: Austria, Estiria, Carintia, Tirol, Alsacia... Luego llegó la herencia de María de Borgoña y en 1526, Bohemia y Hungría. Los Habsburgo austríacos, aun sin la aportación espa­ ñola, ya representaban una fuerza propia considerable, pero Alemania si­ guió siendo una nación trágicamente dividida, un Estado a medio hacer.

3.

EUROPA ORIENTAL

Dentro de este concepto vago de Europa Oriental, que ha variado a tra­ vés de los siglos, pueden distinguirse, situándonos en los albores de la Edad Moderna, tres grandes sectores: Los Balcanes, territorio ocupado o inme­ diatamente amenazado por los turcos; Hungría, Bohemia y Polonia; Rusia. Los tres eran marcas, zonas fronterizas de Europa aunque en grados muy distintos. Mientras Bohemia y el oeste de Polonia ofrecían características claramente occidentales, Rusia estaba muy influida por sus contactos con Asia y Bizancio, y había territorios de carácter intermedio. El contraste entre germanos y eslavos, y entre la obediencia a Roma o la pertenencia al cisma ortodoxo, así como la evolución de las relaciones sociales, de ten­ dencia inversa a las que predominaban en Occidente, matizaban también de diversas maneras esta variedad. Dejando para otro capítulo el examen de las consecuencias derivadas del avance turco vamos a intentar una es­ cueta síntesis de estos pueblos que ocupaban un área bastante superior a los de Occidente pero no experimentaron una ampliación colonial, una ex­ pansión marítima.

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a) Polonia. En los siglos xiv-xv Polonia se robustecía como nación y como Estado. La dinastía de Jagellon reunía el reino de Polonia con el gran ducado de Lituania, cuya extensión era inmensa, pues a más de Lituania propiamente dicha se extendía por Rusia Blanca y Ucrania casi hasta el Mar Negro. Transformando, de hecho, la monarquía electiva en hereditaria, los Jage­ llon parecía que iban a seguir el mismo camino que las monarquías occi­ dentales en la construcción de un estado moderno, pero esta evolución se interrumpió. El punto de inflexión fue la dieta de 1468 que dio el primer paso para inclinar la balanza a favor de la aristocracia. Por otra parte, la unión con Lituania trasladaba sus propios problemas al conjunto de Polo­ nia; la masa de campesinos rusos no causaba dificultades; se respetaba su religión ortodoxa y se les aseguraba una protección contra el avance turco. En cambio, la minoría alemana, aunque numéricamente pequeña, era un elemento de discordia. Los alemanes habían sido los creadores de la ma­ yoría de las ciudades en Europa centro-oriental; formaban una burguesía a la que se añadió otra de inferior calidad, la formada por los judíos askenazim. Antigermanismo y antisemitismo fueron constantes en la historia de los países orientales.

Sin embargo, no era esta burguesía de las ciudades, sin poder político, lo que más preocupaba sino la odiada Orden Teutónica, que se había esta­ blecido en las tierras conquistadas a los eslavos y lituanos y cuyo com­ portamiento era tiránico. Los caballeros eran ricos gracias a la exporta­ ción de cereales, ámbar y otros productos en navios propios que llegaban hasta España; eran valientes pero carecían de consideraciones para sus vasallos. La nobleza, el clero y las ciudades de Prusia estaban exasperados; llamaron en su auxilio al rey de Polonia y tras doce años de guerra la ba­ talla de Thorn (1466) consagró la desaparición de los Teutónicos como fuerza política; Polonia se incorporó Pomerania, Danzig y Marienburgo; el Gran Maestre de la Orden conservó Prusia, en calidad de feudo polaco. Cuando en 1490 murió Matías Corvino, rey de Hungría, y fue elegido para sucederle Ladislao Jagellon, rey de Bohemia, hermano de Juan Alber­ to, rey de Polonia, parecía que los Jagellon iban a constituir la potencia hegemónica en todo el este europeo, pero estas ilusiones duraron poco; Bohemia y Hungría ingresaron en la órbita de los Habsburgo y el poder real en Polonia entró en rápido declive, no por falta de cualidades de sus re­ presentantes, porque tanto Segismundo I (1506-1548) como Segismundo II (1548-1572), los dos últimos Jagellon, tuvieron buenas intenciones y una vi­ sión clara de los hechos, pero se hallaron sin posibilidad de acción ante la nobleza, en especial ante la numerosa y turbulenta schlachta, la nobleza in­ ferior, defensora de unas libertades que consistían en oprimir a sus vasa­ llos y negar todo poder al Estado, pero también fue grande la responsa­ bilidad de la alta nobleza, poseedora de latifundios, productora de cerea­ les para la exportación, importadora de productos de lujo, competidora de la burguesía urbana en condiciones desleales. Las leyes sociales en favor de la nobleza se completaron con las políticas hasta hacer de Polonia, bajo

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apariencias monárquicas, una república oligárquica. Después de la dieta de 1468 los hitos más destacados en esta evolución fueron: Las Leyes de 1493 y 1496 completadas con otra de 1564, que, por una parte, abolían los dere­ chos aduaneros, imponían el libre cambio (en favor del comercio nobilia­ rio) y traían como consecuencia la ruina de la industria; y de otro, aparta­ ban de la carrera militar a los que no fuesen nobles y sometían a los cam­ pesinos a la justicia señorial. Las resoluciones de las dietas de 1520-21 adscribieron los siervos a la gleba y excluyendo la justicia real de los territorios señoriales. El privilegio de Mielnik (1501) seguido de otros análogos, que estable­ cía los poderes del Senado, tan extensos que el poder del rey quedaba muy disminuido.

El golpe final se dio cuando, extinguida la dinastía de Jagellon, es elegi­ do rey un francés, Enrique de Valois, previa la firma de unos acuerdos (pacta convenía) que quitaban al rey todo poder efectivo (1573), Desde en­ tonces puede decirse que el rey de Polonia reina pero no gobierna; el poder pertenecía a los nobles representados en la Dieta y en el Senado. b)

Bohemia, Hungría

Estos dos reinos quedaron, por azares dinásticos, eventualmente uni­ dos aunque sus problemas eran muy distintos; Bohemia (incluyendo Moravia) formaba parte del Reich alemán y la mezcla de razas era intensa y conflictiva; gran parte del movimiento hussita tuvo como impulsor el sen­ timiento antigermánico de los bohemios; Jorge Podiebrad, rey de Bohemia (y, en calidad de tal, elector del Imperio) se mostró favorable a los hussitas lo que le costó ser excomulgado por el Papa; logró mantenerse en el poder, pero después de él los Jagellon (Ladislao y Luis) se inclinaron hacia los católicos. Aunque con menos fuerza que en Polonia, la presión de la nobleza también se manifestó, mas quedó cortada en seco por la muerte de Luis II en Mohacs y la sucesión de los Habsburgos, que emprenderían una lucha victoriosa contra los privilegios aristocráticos. Potente frente a los campesinos sojuzgados, la aristocracia bohemia de origen eslavo que­ dó sometida y resentida. El resentimiento estallaría durante la guerra de los Treinta Años, que señaló, a la vez que el afianzamiento del poder ab­ soluto de los Austrias, el auge de la germanización en Bohemia. Los húngaros no eran eslavos como los checos de Bohemia sino un pue­ blo de origen turanio, centroasiàtico, aunque tempranamente cristianiza­ dos y europeizados. También aquí hubo una penetración de los germanos, creadores de ciudades, sin llegar al antagonismo racial que existía en Bo­ hemia. Pueblo de feudales y campesinos, con escasa burguesía, encontró campeones esforzados en su lucha contra la progresión de los turcos, que avanzaban a lo largo del Danubio; primero en Juan Hunniade, luego en su hijo Matías Corvino (1458-1490) afortunado guerrero y gobernante ilustra­ do, fundador de la universidad de Presburgo (Bratislava en eslavo) donde llevó profesores eminentes, a la vez que llamaba de Italia campesinos y ar­

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tífices. Llegó a conquistar la mayor parte de Austria, incluida Viena, y aun­ que estas conquistas fueran efímeras, Croacia permaneció vinculada de forma durable a Hungría. El imperio de Matías Corvino, brillante y fugaz, fue una prefiguración del futuro imperio austrohúngaro, pero con predo­ minio magiar. Todo se hundió al morir en 1490. Ladislao II de Bohemia, su sucesor, pactó con los Habsburgo, que habían de recibir su herencia; pactó con los nobles, a quien Corvino había tenido bien sujetos. Luis II, hijo de Ladislao, al tener noticia de un inminente avance turco multiplicó las peticiones de ayuda con escaso éxito; con un reducido ejército se en­ frentó a 100.000 turcos provistos de numerosa artillería en Mohacs donde fue derrotado y muerto (1526).

Este desastre iba a sellar el destino de Hungría para muchos años. Toda la llanura danubiana, incluyendo Belgrado y Buda, quedó bajo el dominio turco; un pequeño trozo al norte y oeste fue unido a los dominios de los Hasburgos y al este Transilvania, amplia región de mesetas y llanu­ ras donde se mezclaban húngaros, alemanes y rumanos, y que había gozado de amplia autonomía dentro de la monarquía magiar, quedó de hecho con­ vertida en principado independiente bajo la soberanía nominal de Turquía. c) Rusia

La historiografía reciente modifica o pone en duda varios tópicos tra­ dicionales, como la destrucción total de la cultura de Kiev, la asiatización del pueblo ruso y su aislamiento de Occidente o la predestinación del gran ducado de Moscú para constituirse en el núcleo rector del futuro imperio, olvidando que Novgorod, Kazan o la zona rusa del Gran Ducado de Lituania tenían también posibilidades de constituirse en centros de atrac­ ción para todo el conjunto. Fue en el siglo xv cuando, tras el colapso de la Horda de Oro, se afirmó el protagonismo de Moscovia, favorecida, sin duda, por su posición central pero también por la energía de sus rectores que supieron superar las enormes dificultades que hallaron en su camino hasta afirmar la supremacía de una región extensa pero pobre, boscosa, de población diseminada y con muy bajo nivel de vida, sobre los territorios contiguos, algunos de ellos herederos de muy antiguos tradiciones cultu­ rales y en mejores condiciones para recibir los impulsos estimulantes de los países occidentales. Ivan III (1462-1505) inició la rápida ascensión del principado moscovita, con fuerte ayuda de la Iglesia, dentro de la cual no faltaban los que, impre­ sionados por la caída de Constantinopla, pensaban que Moscú la reempla­ zaría, que sería la «tercera Roma». El matrimonio de Iván con Sofia Pa­ leólogo, sobrina del último emperador bizantino, alimentó aquellos sue­ ños, que luego heredó el paneslavismo. Austria y el Papa se hicieron la ilu­ sión de que Sofía, que había hallado refugio en Occidente, podría orientar los esfuerzos de aquella naciente potencia hacia la unión de las iglesias cristianas y la lucha contra los turcos, pero Iván sólo tomó de la herencia bizantina los aspectos externos: el cetro, el globo y el águila bicéfala. Un adversario temible para Turquía sólo podría serlo Rusia mucho más tar­

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de, cuando hubo hecho su unidad, y ésta fue la tarea de los primeros zares. Hacia el norte el gran competidor era la república comercial de Novgorod, que fue sometida, junto con su extenso territorio, que se extendía has­

ta el mar Blanco, y con las colonias que tenía esparcidas a lo largo del alto Volga. Muchas de sus más importantes familias fueron expulsadas y sustituidas por boyardos, nobles fieles al soberano moscovita. También fue anexionado el gran ducado de Tver. Las repúblicas de Pskov y Riazán con­ servaron cierta autonomía en espera de su anexión total. En las estepas del sur y del este los tártaros seguían representando una amenaza, hasta que en 1480 Iván se sintió bastante fuerte para rom­ per toda ligadura con los restos de la Horda de Oro. Más difícil resultaba integrar los vastísimos territorios de población rusa que dependían del du­ cado de Lituania, cuya conquista abriría además a Rusia los puertos del Báltico. Los recursos de Rusia no bastaban para esta tarea; el ejército de­ pendía de los técnicos extranjeros que podían suministrarle armas de fue­ go, pero era difícil hallarlos, y los polacos y lituanos tenían interés en pre­ sentar a los rusos como bárbaros peligrosos a los que no se les debía su­ ministrar armas. Tuvo más éxito Iván en el llamamiento a artistas italia­ nos que edificaron en el Kremlin las basílicas de la Dormición, del Arcán­ gel y de la Anunciación. Los últimos años de Iván III fueron amargados por cuestiones sucesorias y por la resistencia de la Iglesia rusa a ceder sus inmensas propiedades; lejos de prestarse a cooperar para las necesidades de la nación, el sínodo de 1503 declaró que los bienes eclesiásticos eran sagrados e inalienables.

Basilio III siguió la política de su padre y tropezó con los mismos obs­ táculos. Dejó un hijo de corta edad que con el nombre de Iván IV el Te­ rrible pasó a ser uno de los personajes más célebres y discutidos de la His­ toria. Es difícil juzgarlo con exactitud porque la documentación pereció en su mayor parte en uno de los incendios que Moscú, ciudad edificada con madera (excepto el Kremlin) ha sufrido; lo que se sabe de él con certeza lo asemeja a Pedro I el Grande, hasta en el detalle de haber dado muerte a su hijo, pero dentro de la consabida brutalidad la de Iván IV alcanzó tales cotas que han hecho dudar de que fuera enteramente responsable de sus actos. El espectáculo de la anarquía promovida por los boyardos durante su minoridad pudo influir en el trato despiadado que infligió a la antigua nobleza a partir de su coronación, en 1547, pero no se comprenden las ra­ zones de la creación de la oprichnina, que era un Estado dentro del Esta­ do, regido por una milicia de más valor policíaco que militar, que durante años despojó, deportó y asesinó con total impunidad, de preferencia a los nobles, pero no sólo a ellos. De su furia fue también víctima Novgorod, arrasada con muerte de la mayoría de sus habitantes. La fundación de Arkangel, en el Mar Blanco, fue un sucedáneo de aquella república comer­ ciante que durante siglos había asegurado los contactos de Rusia con Occi­ dente. Sin embargo, dentro de aquella furia homicida había algunas ideas profundas: la reorganización administrativa en el sentido del absolutismo, sumisión de la Duma o asamblea de príncipes al poder real, leyes sobre la recluta militar, sustitución de la antigua nobleza por otra basada en el

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funcionariado, el servicio y la total obediencia, fijación de los campesinos al suelo y asunción del título de zar. Las líneas maestras de la constitu­ ción rusa estaban echadas, y las turbulencias que Llenaron las décadas fina­ les del siglo xvi y casi todo el xvn dilataron su realización sin alterarlas de modo sustancial. En política exterior los éxitos alternaron con los fracasos. A pesar del inmenso espacio de que disponía, Rusia (ya se debe hablar de Rusia mejor que de Moscovia) tenía un complejo de cerco y de aislamiento. La sangrien­ ta conquista de Kazan y el sometimiento pacífico de Astrakán dejaban en poder del zar la cuenca del Volga hasta el Caspio, y abierta la puerta de Siberia. Los tártaros del sur seguían siendo enemigos temibles; en 1571 llegaron hasta Moscú, cuya población quedó diezmada; pero resistió la fuerte muralla del Kremlin. Fuera de él, en la Plaza Roja, se elevó la ex­ traordinaria catedral de San Basilio en conmemoración de la conquista de Kazán y Astrakán.

La aspiración constante de Iván IV, como lo había sido de su padre y su abuelo, era acercarse a Europa, conquistar el territorio ocupado por los lituanos y abrirse paso hacia el mar abierto. La disolución de la Orden de los Portaespadas, similar a la Teutónica, ofrecía una posibilidad, pues quedaba vacante la soberanía sobre Estonia, Livonia y Curlandia, o sea, las actuales repúblicas de Estonia y Letonia, con puertos tan importantes como Tallin (Reval) y Riga. Pero había otros pretendientes a la sucesión: Suecia, que acabó dominando la porción norte del territorio disputado y Polonia-Lituania el sur. Tras larga guerra Iván IV tuvo que capitular; sólo se le concedió el fondo del golfo de Finlandia, donde siglo y medio más tarde se edificaría Petersburgo. El zar murió poco después (1583) dando paso a un largo período de anarquía. Dos años antes, en un arrebato de furor, había matado a su hijo Iván. La tan buscada apertura al Occidente se redujo a los privilegios concedidos a una compañía inglesa, Muscovy Company, revocados luego a favor de los holandeses. El problema bá­ sico, la ruptura de la incomunicación, subsistía. El reinado de Iván IV, fundamental en tantos sentidos, en éste dejaba las cosas como estaban. Apertura política limitada, apertura cultural limitadísima, a pesar de la presencia de algunos artistas italianos, y de la introducción, a mediados del siglo xvi, de una imprenta en Moscú que apenas produjo más que obras litúrgicas. Insignificantes también los intercambios, por el pésimo estado de las rutas, por la escasez de productos de exportación, todo lo cual se reflejaba en una economía natural, de trueque, salvo (en modesta medida) en las ciudades, algo más provistas de moneda.

ESTADOS EUROPEOS: EVOLUCIÓN POLÍTICA

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DOCUMENTOS EL PRIMER TRATADO COMERCIAL DE INGLATERRA CON RUSIA «Iván Vasilievich, por la gracia de Dios, emperador de Rusia, Gran Du­ que de Novgorod, Moscovia, a todos los que vengan, lean o oigan las pre­ sentes, saluda: «Puesto que Dios ha puesto en los diversos Estados y reinos del mundo diferentes producciones útiles, de modo que crezca, en relación a las recíprocas relaciones; y puesto que entre los hombres nada hay más deseable que la unión, sin la cual, ninguna criatura puede vivir con tran­ quilidad... considerando además cuánto sean necesarias las mercancías que procuran a los hombres todo lo que necesitan para su nutrición, para los vestidos, para los placeres, y para todo lo que pueda hacer la vida agradable; y que ayuda a que estas mercancías, transportadas de diversos países, no falten a nadie; y que quienes las transportan gocen de nuestra amistad y vivan como en la edad de oro... por estas y otras buenas consi­ deraciones, en vista particularmente de las graciosas cartas acordadas por la altísima, excelente y potente reina María, por la gracia de Dios, reina de Inglaterra, de Francia, etc., en favor de los comerciantes súbditos suyos, gobernadores, cónsules, asesores y la comunidad de comerciantes aventu­ reros para el descubrimiento de tierras, etc. hemos acordado y acordamos a esta compañía y a sus sucesores los favores, inmunidades, franquicias, li­ bertades y privilegios expresados a continuación y acordamos por nosotros y por nuestros sucesores plena licencia, facultad, autoridad y poder a los gobernadores, cónsules y miembros de compañía y sus sucesores, para ellos y sus directores, empleados a sueldo, dependientes, servidores, etc. de en­ trar segura y libremente con sus mercancías y propiedades de cualquier tipo en nuestros puertos, en las ciudades y tierras, de residir, viajar, ven­ der o comprar toda clase de mercancías y géneros de cualquier nación, con­ dición o estado o rango, y con los mismos u otros buques, bienes y mer­ cancías, de salir y dirigirse a su gusto a otros Estados y reinos, o de con­ tinuar su comercio en nuestro imperio o nuestros dominios, libre y tran­ quilamente, sin que ninguna restricción, impedimento, exación, empréstito, derecho de paso, de residencia o de aduana, impuesto o tasa alguna, puede ser gravada por su persona, sus barcos, mercancías y propiedades, de modo que en lo sucesivo no tengan necesidad de salvoconducto o licencia gene­ ral o particular, nuestra o de nuestros sucesores, en ninguna plaza de nuestro dominio. Prometemos a los comerciantes mentados que ni ellos, ni sus mercan­ cías serán retenidas o requisadas como pago de deudas que no fueran personales, o de las cuales no se hubieran erigido en fiadores ni por ofen­ sas o crímenes cometidos, en cuyo caso será estatuido solamente por no­ sotros. Autorizamos a los comerciantes mentados a nombrar y elegir a su gusto corredores, agentes de arrendamiento, carreteros, mediadores y todos los artesanos y obreros que precisen para su comercio, de hacerles prestar un juramento, de castigarles o despedirles cuando falten a sus compromisos, sin que sean contradichos o molestados en ello por nosotros, nuestros su­ cesores, ministros, oficiales, o cualquier otro súbdito nuestro. Prometemos y acordamos a los comerciantes mentados y sucesores, que toda persona recomendada a nosotros y a nuestros sucesores, cónsules y asesores de la compañía inglesa, para ser administrador en jefe en nuestro

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imperio y en nuestros dominios, tendrá plenos poderes y autoridad para el gobierno y la conducta de todos los ingleses que tienen o tendrán acce­ so o residencia en nuestros Estados: que les harán justicia en sus causas, quejas o litigios entre ellos: que podrán convocarles para discutir y hacer aquellas determinaciones que juzguen al buen orden y gobierno de los citados ingleses, como infligir sobre todos o cada uno de ellos, ofendidos y ofensores, sanciones y penas, e incluso cárcel según los casos. Si sucediera que alguno de los citados comerciantes u otros ingleses se rebelase contra el administrador en jefe o sus delegados, o se rehusara a obedecerle, ordenamos que nuestros oficiales, agentes y súbditos presten asistencia y socorro al administrador en jefe para obligar a los rebeldes a obedecerles, y para encarcelarlos o castigarlos más severamente a petición del administrador en jefe, etc. En caso de quejas o litigios entre súbditos nuestros y extranjeros, pro­ metemos plena justicia a éstos: serán llamados lo antes posible, y si están ausentes podrán elegir y designar procurador, etc. Si alguno de los comerciantes o sus gentes fuera, Dios no lo quiera, muerto o herido por nuestros súbditos, nuestros oficiales harán justicia sin dilación: y si sucediese que alguno de los administradores, agentes, servi­ dores de los citados comerciantes ofendiese o matase a algún súbdito nues­ tro, los comerciantes patronos suyos no serán inquietados ni vejados en sus personas: y sus bienes no serán saqueados o confiscados, sino que es­ tarán exentos de toda pérdida o vejación. Todo inglés arrestado por deudas, no podrá permanecer en prisión des­ de el momento en que se dé suficiente seguridad, etc.» (DAmaso de Lario: La proyección exterior de Iván IV, en «Estudis», t. 2.°).

SENTENCIA ARBITRAL DE GUADALUPE POR LA QUE FERNANDO V LIBERÓ A LOS «PAYESES DE REMENSA» CATALANES (1486) «Por cuanto por parte de los dichos pageses se nos ha hecho gran clamor de los seis malos usos que los señores exigen de ellos, los cuales son remensa personal, intestia, cugucia, exorquia, arcia y firma de spoli violenta... los cuales contienen evidente iniquidad, sentenciamos que no se observen ni hayan lugar, y declaramos los dichos pageses y sus descen­ dientes ser libres y quitos de ellos. Pero, en compensación, declaramos ser los dichos pageses obligados a pagar por cada capmas (masía, finca rústi­ ca) sesenta sólidos de moneda barcelonesa, o tanto censo como montaran a razón de veinte mil por mil (5 por 100). Item, anulamos el derecho que los señores pretenden tener de mal tractar los dichos pageses, y si de él usaren, que puedan recurrir a Nos o a nuestros oficiales, delante de los cuales los dichos señores sean obliga­ dos a comparecer y responder, pero por esto no pretendemos quitar a los dichos señores la jurisdicción civil, si alguna tienen sobre los dichos pageses. Item, sentenciamos que los pageses hayan de prestar homenaje de propiedad a sus señores tantas veces cuantas aquellos quieran, recono­ ciendo que tienen las masías y casas con sus tierras, honores y posesio­ nes por dichos señores, pero sin cargo de remensa personal ni de los cinco malos usos restantes... y que, no obstante dicho homenaje puedan reñun-

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ciar y dejar los dichos masos, casas y tierras cuando quieran, y que se puedan ir libremente donde quieran con todos sus bienes muebles, excep­ tuando el cubo principal, pagando empero a los dichos señores todo lo que les deban hasta el día que se irán, y que en dicho caso la útil señoría sea consolidada a la directa, de manera que sea facultad del señor hacer del mas o casa, tierras, honores y posesiones lo que le placiera como pleno señor de aquellas, y que por res de lo sobredicho no sea hecho perjuicio alguno a los señores en la directa señoría... Y si por ventura los dichos pageses y sucesores suyos por los dichos señores fuesen requeri­ dos... a les hacer préstamos o donativo alguno, que non sean tenidos de hacerlo... Item, declaramos que si los dichos pageses se irán de los dichos man­ sos y los dejaran sin voluntad de los señores, puedan los señores ocupar­ los y establecer a los que quieran pasados tres meses... Item, sentenciamos que el pagés sin licencia del señor pueda vender, dar o permutar sus bienes muebles, excepto el cubo mayor y principal del mas o casa... y que no pueda vender a persona extraña el mas ni las tierras más contiguas, pero las que haya adquirido por su industria, las pueda enajenar sin licencia del señor...» (Resumen del texto inserto por Jaume Vicens, en su Historia de los remensas, apéndice II).

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CAPITULO VI

LA CONQUISTA Y COLONIZACION DE AMERICA

A las dos primeras fases, descubrimiento y busca del paso hacia el oeste, sigue la de la conquista, no sustituyendo a las anteriores sino aña­ diéndose a ellas. No cesó el afán descubridor, antes se aumentó con el éxito extraordinario de las expediciones conquistadoras; se buscaban nue­ vas réplicas de México y Perú, se corría tras el mito de El Dorado, y en su busca se internaban los exploradores en la selva virgen, atravesaban de­ siertos tórridos, punas heladas, ríos cien veces más anchos que los de su patria, obsesionados por fábulas, sin distinguir entre espejismos y reali­ dades. ¡Tantas veces la realidad había superado la más fantástica imagi­ nación! La fiebre descubridora remitió, sin desaparecer nunca, en la se­ gunda mitad del siglo xvi, cuando reiterados fracasos impusieron la con­ vicción de que no volverían a presentarse oportunidades tan excepcionales como las que tuvieron los compañeros de Cortés y Pizarro. La búsqueda del paso hacia el oeste perdió también vigor al comprobar que las tierras descubiertas eran un fin en sí mismas, no una pantalla que dificultaban el camino hacia las verdaderas Indias, hacia el Extremo Orien­ te y sus riquezas. Un esclarecimiento básico se alcanzó cuando, en 1513 Núñez de Balboa y su pequeña hueste, tras una marcha terrible a través de la selva mortífera del istmo panameño, descubrió el Mar del Sur, o sea, el Pacífico, y tomó posesión de él en nombre del rey de España. Despejada esta incógnita geográfica, restaba una ardua tarea: rodear la masa continental y atravesar el océano recién descubierto para arribar a la tierra de la seda y las especias. La disputa entre Castilla y Portugal acer­ ca de la pertenencia de las islas Molucas impulsaba a las dos naciones a zanjarla mediante el hecho consumado, la ocupación de aquel centro pro­ ductor de especias. Juan Díaz de Solís salió de Sanlúcar en 1515 con tres carabelas y llegó el siguiente año a lo que después se llamó Río de la Plata; se adentró en el estuario y fue muerto por los indígenas en una embos­ cada. Los supervivientes regresaron a España. 87

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En 1519 se aprestó en Sevilla otra expedición de mayor envergadura: cinco naos con 265 hombres, al mando de Fernando de Magallanes, portu­ gués, que se había despedido del rey don Manuel I. Conocemos al detalle la marcha del viaje gracias al diario que llevó un tripulante italiano, Pigafetta. En noviembre de 1520 hallaron el paso deseado, el estrecho de Magallanes. Aún restaba lo peor, la travesía del Pacífico, muclio más larga de lo que pensaban; tres meses y veinte días tardaron en arribar a las Molucas, con muchas bajas a bordo y en un estado de extrema postración. Prosiguen su viaje, muere Magallanes en una emboscada con otros tripu­ lantes y es sustituido por Elcano. Abordan las Molucas y llenan de especias la nao Victoria, única que quedaba en estado de navegar; en ella, tras sufrir penalidades sin cuento, recorrieron el índico y tras costear el África occidental llegaron a Sevilla el 8 de septiembre de 1522 dieciocho espec­ tros, protagonistas del viaje más fantástico que han realizado los humanos. Hazaña de incalculable trascendencia científica aunque de escaso alcance práctico; la ruta marítima hacia el Asia existía pero era casi impracticable. Los ensayos que más tarde hicieron los británicos por hallar un paso por el Norte fracasaron por completo; la única solución era atravesar América por el punto más estrecho, poniéndose de relieve el gran interés estratégico y económico del istmo de Panamá.

1.

EL CONTACTO CON LAS ALTAS CULTURAS

Si la exploración de tierras desconocidas y de rutas inéditas ofrece pá­ ginas de enorme dramatismo, nada supera en interés científico y humano al choque de las altas culturas autóctonas de América con los hombres blancos. Eran dos culturas separadas por abismos cronológicos y, más aún, tecnológicos y mentales las que se afrontaban. Cierto que más hondo era el abismo entre los conquistadores y las culturas inferiores; pero éstas, o bien se extinguieron rápidamente o se sustrayeron a la destrucción por el aislamiento o el desinterés de los recién llegados. Su vencimiento parece lógico; en cambio, la rápida destrucción de imperios poderosos ante el empuje de huestes muy reducidas es un hecho tan asombroso que, de no existir sobrada evidencia, se tendrían por relatos fabulosos o muy exage­ rados. El formidable imperio azteca fue atacado por Cortés con 400 espa­ ñoles. Mayor aún fue la desproporción en Perú: en Cajamarca, frente a miles de indios armados, Pizarro sólo tenía 180 hombres.

La explicación reside sólo parcialmente en la superior tecnología europea: las armas no eran tan desemejantes, pues la mayoría de los espa­ ñoles portaban armas blancas y las escasas armas de fuego (arcabuces y unos pocos cañoncitos) eran de poco alcance. Su efecto fue más bien psico­ lógico, así como el de los caballos y perros; eran novedades que impre­ sionaban a unas masas que no estaban seguras de que aquellos hombres fueran humanos. Su aparición les hizo un efecto parecido al que nos causaría una invasión de extraterrestres. Ideas religiosas y antiguas tradi­ ciones reforzaban estos temores supersticiosos. El caso es particularmente

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claro en México, donde Moctezuma, al recibir noticias de la llegada de unos hombres blancos y barbados procedentes del Océano, creyó que se trataba del regreso de Quetzalcoatl, el dios-serpiente, previsto por sus libros sa­ grados. Se invoca también el fatalismo de las religiones americanas, basa­ das en un eterno retorno de las culturas que nacen y mueren sin que la voluntad humana pueda impedirlo. Pero estas filosofías no debían influir mucho en el comportamiento del hombre corriente. Si éste, en un princi­ pio, acogió (no en todas partes) a los españoles como miembros de una raza superior e incluso como encarnaciones de la divinidad, su actitud cambió al convencerse de que eran hombres mortales, hombres como los demás. Pasado el efecto de sorpresa, lo mismo en México que en Perú hubo una fuerte reacción.

Por parte española, el factor psicológico también tuvo importancia gran­ de; estaban convencidos de su absoluta superioridad, y las hazañas reali­ zadas, los triunfos conseguidos reforzaron su convicción; el sentido del honor, la emulación, la evidencia de ser los actores de un drama grandioso, los sentimientos religiosos y patrióticos centuplicaban su esfuerzo en los momentos más difíciles. Pero no hubieran sido hombres si no hubieran sentido miedo; sus cronistas lo confiesan; la matanza ordenada por Alvarado de la nobleza azteca reunida en el Gran Templo de Tenochtitlan tuvo como causa el nerviosismo que le produjo el verse aislado con su gente en medio de una masa de guerreros de cuyas intenciones sospechaba; y del estado de ánimo de los compañeros de Pizarro ante la llegada del Inca escribe López de Gomara: «A algunos hasta se les soltaba el vientre de ver tantos indios de guerra». Contra ese pavor reaccionaban atacando con fu­ ror, como hombres en situación desesperada. Y el éxito coronó su increíble audacia. Los contrastes en el comportamiento de los indígenas no fueron menores: desde el terror pánico al desprecio de la muerte; la afrontaron con serenidad los altos dignatarios que rodeaban a Atahualpa y que no abandonaron a su soberano, y los incontables héroes anónimos de la últi­ ma resistencia de Tenochtitlán. Los factores tecnológicos y psicológicos encierran, pues, una parte de la explicación, pero hay que acudir también al político. Los dos grandes imperios indígenas eran construcciones muy jerarquizadas y absolutistas, mantenidas gracias a una disciplina férrea. Por ello, la desintegración, al producirse, había de ser total. Los conquistadores percibieron pronto las líneas de fractura de estos colosos y las aprovecharon con gran habilidad; no eran sólo combatientes; también demostraron ser buenos psicólogos y finos diplomáticos. Hemos visto que el imperio azteca era una federación regida por una raza minoritaria que se haba impuesto por sus condiciones guerreras y que era odiada por sus vecinos, sometidos a razzias y guerras salvajes para obtener prisioneros que ofrecer a Huitzilopochtli y sus san­ grientos sacerdotes. Entre estos vecinos eran los tlascaltecas los que más fiera resistencia ofrecían y los que ofrecieron la mayor ayuda al pequeño ejército de Cortés.

Hernán Cortés abandonó las costas de Cuba a fines de 1518 contra la

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voluntad del gobernador-Diego Velázquez. Un año después entraba en la capital del imperio y apresaba al emperador, que se entregó sin resistencia. Al abandonar la capital para hacer frente a Panfilo de Narváez, enviado por Velázquez para someter a quien consideraba como un indisciplinado rebelde, estalló la revuelta en la capital azteca; vuelve Cortés victorioso pero no puede contenerla; Moctezuma es muerto por sus propios súbditos; el encanto mítico se ha desvanecido; los españoles, acosados, se baten en retirada; una parte logra escapar; otra es sacrificada según el ritual, sus corazones arrancados y sus cuerpos comidos. En esta crisis es la fidelidad de los tlascaltecas la que hará posible la victoria final, y el símbolo de esa fidelidad fue La Malinche, doña Marina, consejera, intérprete y amante de Cortés. La lucha en la ciudad anfibia de Tenoxtitlán resultó terrible; la consecuencia fue la destrucción casi total de la ciudad, en la que mu­ rieron luchando muchos miles de aztecas (1521). Caída la capital, apre­ sado y luego muerto por orden de Cortés su emperador Cuautchmoc, el imperio azteca dejó de existir. Las posteriores expediciones organizadas por Cortés y sus lugartenientes en todas direcciones no encontraron seria resistencia; desaparecido el pueblo dominante toda aquella gigantesca cons­ trucción se derrumbó. El caso del imperio inca, aunque tiene puntos de semejanza, presenta también otros peculiares y distintos. Allí el elemento dominante, no era un pueblo entero sino una casta. El factor de discordia interna estaba re­ presentado no por oposiciones entre pueblos dominantes y sometidos sino por disensiones dentro de la familia real; Atahualpá se hizo con la corona frente a su hermano Huáscar, pero éste continuaba teniendo partilarios. Los preparativos de Pizarro fueron lentos; su plataforma de lanzamiento no fue Cuba, como para Cortés, sino Castilla del Oro, o sea, el istmo de Panamá; sus primeras expediciones, las de 1524 y 1526, se limitaron a reconocer 1 costa y tomar noticias sobre lo que ocurría en el interior. La tercera, emprendida en 1531, constaba sólo de ciento ochenta infantes y siete jinetes embarcados en tres navios y luego recibieron pequeños re­ fuerzos enviados por su socio Diego de Almagro. Tras una marcha llena de penalidades hallaron al inca con su innumerable ejército en Cajamar­ ca. Atahualpa ya había dominado su primer sentimiento de temor cre­ yendo que eran de raza divina y comprobó que eran pocos y tan humanos como él. Después de satisfacer su curiosidad pensaba liquidarlos a todos, excepto a un herrero, un barbero y un hombre diestro en domar caballos. Los españoles comprendieron que un golpe de audacia ayudado por la sorpresa era lo único que podía salvarlos. La entrevista-emboscada terminó con la matanza de innumerables indios, aterrorizados por el ruido de los arcabuces y la embestida de los caballos, y la prisión del inca (1532).

Con mucha razón se ha censurado que Pizarro, tras haber hecho pagar a Atahualpa el mayor rescate de la historia, lo hiciera ajusticiar. Parece que la decisión la tomó contra su voluntad, obligado por Almagro y por los oficiales reales. Un hermanastro de Atahualpa, el inca Manco, fue nom­ brado jefe de los indígenas, y en su compañía tomaron los españoles posesión de la capital, el Cuzco. Esta dualidad de gobierno duró poco;

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Manco halló que su poder era ficticio y aprovechó la rivalidad surgida entre Pizarro y Almagro por el reparto del botín para sublevar a los indí­ genas y cercar el Cuzco. La tentativa fracasó, lo mismo que el cerco de Lima, la nueva ciudad creada por Pizarro. En adelante el fragor de la lucha iba a concernir sólo a las pequeñas bandas de conquistadores; las masas indígenas, cuya natural pasividad había sido reforzada por siglos de gobierno autoritario, fueron meras espectadoras de las contiendas de sus nuevos amos, y no pocas tribus sometidas les prestaron colaboración.

Las culturas secundarias resistieron más tiempo; causas, el menor inte­ rés por parte española y la menor trabazón interna que no hacía posible decidir la suerte del territorio con una o dos batallas. La cultura maya estaba en plena decadencia a la llegada de los hispanos. Tras unos recono­ cimientos costeros, Francisco de Montejo se internó en Yucatán; las hosti­ lidades, muy diseminadas, entrecortadas de paces y treguas, terminó en 1545, pero mucho después de esta fecha se sometieron algunas comuni­ dades aisladas. La tierra era pobre, no había oro, no interesaba. Sí había oro en lo que el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada llamó la Nueva Granada, el país de los chibchas, dividido en varias comunidades políticas rivales. Quesada, Belalcázar y otros capitanes lo recorrieron durante años sosteniendo escaramuzas, fundando centros de población, recogiendo oro y esmeraldas. Algunas de sus ciudades estaban llamadas a gran porvenir: Cartagena de Indias en la costa, Santa Fe de Bogotá en el interior; incluso llegaría, ya en el siglo xvin, a formar virreinato propio. Fue en esta región donde se incubó el mito de El Dorado, que tenía un fundamento real: la ceremonia de entronización de un jefe local en el lago sagrado de Guatavita, en la que entraba con la cabeza y los pies cubiertos de polvo de oro. Los araucanos se hallaban en un nivel mucho más bajo que los chib­ chas. Ocupaban el Chile central y desbordaron hacia el este a la región de Tucumán. Pertenecían a un Neolítico con agricultura diversificada, incluso irrigación, pocas y pobres industrias y agrupaciones tribales. Con tan escasos medios hostigaron durante siglos a los colonos, manteniendo en la frontera una guerrilla semipermanente. La figura de Caupolicán simbo­ liza esta voluntad de resistencia. Cuanto más descendía el nivel de cultura menor era la implantación española, por falta de interés y por la debilidad de la estructura sociopolítica que no permitía el fenómeno de sustitución. En el caso de las tribus dispersas y nómadas la condición previa del some­ timiento y aculturación era la reducción, la sedentarización, tarea que rea­ lizaron los misioneros con variado éxito. El conquistador desdeñaba estas tareas; a pesar de sus caminatas interminables no era un dominador de espacios sino de hombres; cuanto más escasos y menos organizados eran éstos menor era su interés por ocupar unas tierras que no proporcionaban un botín momentáneo ni un tributo permanente, ni puestos administra­ tivos bien remunerados. Estos hechos, más que la escasez de hombres blancos, fue lo que detuvo la expansión colonial en la segunda mitad del siglo xvi. Incluso dentro de sus amplísimos límites había bolsas de terri­ torios insumisos. En ese estado de estancamiento permaneció la América

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española durante el siglo xvn; en el xvin se reanudó La ocupación territo­ rial gracias a nuevos planteamientos políticos y económicos.

2.

LA ACULTURACION

El contacto de dos culturas siempre produce alteraciones en ambas; no necesariamente más profundos en la vencida (recuérdese el caso de Grecia y Roma). Pero si la cultura vencida es, además, de nivel técnico inferior, tiende a producirse un fenómeno de sustitución por La juzgada superior, sustitución más o menos completa, pero nunca total. En el caso del contacto Europa-América fueron las culturas indígenas más desarro­ lladas las más afectadas, mientras las más inferiores fueron preservadas en unos casos por su aislamiento, en otros por su incapacidad de adap­ tación. Estos fenómenos siempre son recíprocos; el vencedor no sólo da sino que recibe y, como veremos más adelante, los préstamos americanos a Europa fueron, en ciertos aspectos, de gran importancia. Veamos ahora, de forma forzosamente muy sintética, los cambios experimentados por las culturas aborígenes. Fueron de todo orden; afectaron al número y compo­ sición de sus stocks humanos, a su cultura material y a sus manifestacio­ nes espirituales: lengua, creencias, etc.

El descenso de la población indígena fue siempre uno de los cargos que se imputaron a los conquistadores europeos, en especial a los españoles, aunque el comportamiento de los anglosajones fue mucho más drástico. En las últimas décadas el problema ha sido replanteado de forma más científica; se reconoce el descenso, más fuerte incluso de lo que se pen­ saba, ya que las investigaciones acusan densidad muy elevada en ciertas áreas, llegando a la superpoblación; pero la responsabilidad de los ocu­ pantes se diluye, por cuanto la disminución sólo en muy pequeña medida fue causada por agresión directa; las causas de las mortalidades excep­ cionales fueron, sobre todo, las nuevas enfermedades introducidas por los blancos, en especial la viruela, cuyos estragos (para los que entonces no se conocía remedio) fueron pavorosos. A su vez, los indígenas recompen­ saron a los recién llegados con la sífilis, que en el siglo xvi alcanzó en Europa una terrible virulencia teniéndose que crear hospitales especiales para atender a los numerosos atacados por esta enfermedad, a la que se dieron los nombres de mal francés (morbo gallico) y bubas. En las Antillas el exterminio de la población aborigen fue rápido y casi total, por la fragilidad de aquellas sociedades cuyas estructuras fueron brutalmente aniquiladas por el trabajo forzoso. En el Méjico Central es donde mejor se conoce la evolución de la población indígena gracias a una documentación abundante y rigorosa que ha sido explotada por la Escuela de Berkeley; sus resultados son los siguientes:

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Año 1519 » 1523 » 1548 » 1568 » 1580 » 1595 » 1605

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25’3 millones de amerindios » » 16'8 » » 6’3 » » 2'6 » » 1'9 » » 1’3 » » 1'07

Después de esta fecha las fuentes se hacen más escasas y menos fiables. Parece probable que el punto más bajo de la población india se tocase entre 1630 y 1650 (entre 800.000 y 1.000.000) y que después se efectuase una recuperación, tal como ocurrió en la metrópoli. Los datos para el virreinato del Perú son más fragmentarios, pero la tendencia a la baja, aunque menos radical, es indudable. En el Perú había, en 1570, 1.264.530 tributarios y su número había bajado a 589.033 en 1620. La suerte de las comunidades primitivas fue muy variada; muchas preser­ varon sus efectivos; otras fueron afectadas de forma negativa, por ejemplo, por las expediciones de los bandeirantes brasileños al interior en busca de esclavos. En los establecimientos de franceses e ingleses en Norteamérica su disminución se debió a la caza de indios y al alcoholismo introducido por los europeos.

Hay un hecho que, en cierta medida, palia el dramático significado de las anteriores cifras: la extensión del mestizaje. Los ibéricos no tenían pre­ juicios raciales como los nórdicos; además, mujeres blancas pasaron a Indias en fecha tardía y escasa proporción, a pesar de las órdenes de la Corona para que los maridos se reunieran con sus mujeres. Las uniones, casi siempre irregulares, con las indias, fueron la regla. Conquistadores y colonos rara vez recurrieron a la violencia: las tribus amigas les ofrecían muchachas, y es indudable la seducción que para las indígenas tuvieron aquellos extranjeros prestigiosos. Algunas pocas contrajeron nupcias con personajes de alto rango; Pizarro, por ejemplo, casó con una hermana de Atahualpa. Pero eran más frecuentes las uniones efímeras, de las cuales surgió una masa de mestizos que fue incrementándose y se complicó con uniones posteriores con negros y mulatos hasta formar un mosaico va­ riadísimo. La Corona prohibió la esclavitud de los indígenas. Para hacer frente a su disminución y a su escasa aptitud para trabajos duros se introdujeron esclavos negros en el Nuevo Mundo, fenómeno de gran trascendencia que analizamos en otro lugar. Es probable que en la América española entrasen en el siglo xvi unos 80.000, y una cifra aún más elevada en Brasil. Al mesti­ zaje indígena, vino a sumarse un elevado porcentaje de mulatos, rara vez producto de uniones legítimas, por el desprestigio unido a la condición ser­ vil; con gran frecuencia fue el producto del servicio doméstico de las negras. De todas maneras, el aumento de blancos, negros y razas híbridas sólo en pequeña parte compensaba el enorme descenso de la población indígena. Fue en los siglos posteriores cuando se afirmó cada vez más el carácter multirracial de América.

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La aculturación material se efectuó por diversas vías: voluntarias, so­ bre todo en los estratos altos y medios de la sociedad indígena, y forzosas, resultante de la desintegración de sus antiguas células familiares y polí­ ticas, la proletarización, el trabajo obligatorio en las minas (mita), etc. Las ciudades fueron, como siempre ocurre en estos casos, los más activos agentes de aculturación. Los indios que alcanzaban cierto nivel de vida co­ piaban el traje, vivienda y adornos de los españoles. Los artesanos apren­ dían nuevas técnicas. Muchos elementos de la cultura importada tuvieron una difusión rápida y general; incluso las tribus insumisas aprendieron pronto a domesticar el caballo y a servirse de las armas de los europeos. En cambio, es sorprendente hasta qué punto cada una de las dos comu­ nidades en presencia siguió fiel a sus hábitos alimenticios; a los españoles costó mucho habituarse a un nuevo tipo de alimentación, y se hacía llevar de España a unos precios exorbitantes trigo, aceite, especias y, sobre todo, vino, el más importante de los cargamentos de las flotas. Por su parte, los indios siguieron consumiendo sus alimentos tradicionales, en los que el maíz tenía y tiene un lugar importante. Los aspectos de las culturas indígenas que los conquistadores tuvieron más interés en destruir (podría decirse, los únicos que tuvieron interés en borrar) fueron los religiosos. Lo primero que hacían era destruir sus ídolos y prohibir que en adelante se les adorase. La represión corrió a cargo de los obispos; más adelante se implantó en las Indias el tribunal de la Inquisición pero sólo para la población blanca. Los indios quedaron exentos por el sentido tutelar y paternalista que respecto a ellos tuvo la administración española. La cristianización fue emprendida con ahínco desde el primer momento, y en ella tomaron parte no solamente los misio­ neros sino los propios conquistadores, que reprochaban a los indios el culto a seres inanimados y en lenguaje rudimentario trataban de explicarles los misterios del cristianismo. Los vencidos recibieron una cristianización superficial a la que ayudó la adaptación de fiestas y lugares sagrados a las nuevas creencias; el caso más famoso es el del santuario de Guadalupe, edificado sobre el lugar en que los aztecas veneraban a la diosa Tonantzin. En lugares apartados con­ tinuaron durante mucho tiempo celebrando sus antiguos ritos y venerando a sus ídolos, pero, en general, el indígena terminó aceptando la nueva religión, incluso con entusiasmo, si bien más en sus aspectos externos que en la vivencia íntima; las supersticiones, el alcoholismo y una sexualidad muy libre eran continuamente denunciadas por los visitadores eclesiásticos sin lograr su erradicación.

En contraste con el ardor puesto en borrar todo vestigio de la religio­ sidad autóctona, los españoles respetaron el uso de las lenguas vernáculas e incluso las hicieron objeto de estudio, como lo testimonian las numerosas obras de carácter filológico debidas a los misioneros. La extensión del cas­ tellano se hizo por los cauces normales: los centros de educación, la convi­ vencia, el prestigio que se atribuía a la capacidad de expresarse en el idio­ ma de las clases dominantes. Estos factores actuaban con más fuerza en las

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ciudades, mientras que en los medios rurales las lenguas indígenas se con­ servan aún.

3.

ORGANIZACION JURÍDICA DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

Los reyes hispanos concibieron a las Indias como una prolongación del territorio metropolitano, Su vinculación a Castilla era la consecuencia ló­ gica de la participación mayoritaria de los castellanos en el descubrimiento y conquista. Los monarcas trataron de construir allí una especie de Castilla ideal, purgada de los defectos que tenía la Castilla europea, muchos de los cuales tenían difícil corrección. Se prohibió el paso a todos aquéllos que tuviesen alguna tara legal o social, se pretendió impedir la creación de una poderosa casta feudal que representara un peligro para la Corona y se ase­ guró el predominio del rey en el ámbito eclesiástico mediante el Patronato Universal, que ponía en sus manos la concesión de todas las prebendas, como ya lo habían conseguido en Canarias y Granada, y que en el conjunto de España no se logró hasta el concordato de 1753. Pero en la construcción de esta sociedad ideal había que tener en cuenta otros factores: la distan­ cia, la subordinación política y económica a la metrópoli, la existencia de una mayoritaria población indígena. Por eso fue preciso dotar a las Indias de una legislación especial; las leyes de Castilla sólo tendrían un papel su­ pletorio. Esta legislación de Indias proliferò de tal modo que fueron pre­ cisas varias recopilaciones, hasta llegar a la más famosa, la de 1680, cuyas 6.336 leyes sólo representan una pequeña parte de lo que se legisló sobre la materia. Puesto que aquellos territorios tenían categoría de reinos, la suprema autoridad sería un virrey, casi siempre de alta cuna, dotado de poderes y prerrogativas superiores a las de cualquier otra autoridad. En 1535 se creó el virreinato de Nueva España y en 1542 el del Perú. Cada uno de ellos comprendía un cierto número de gobernaciones, subdivididas en corregi­ mientos. En los distritos fronterizos en los que primaba el factor militar se crearon capitanías generales. En el orden judicial, pero también a veces con atribuciones gubernativas, estaban las audiencias, compuestas, como en España, de un presidente y varios oidores. A la omnímoda autoridad de los virreyes servían de contrapeso la autoridad y la influencia de los prelados y de las audiencias. El municipio americano se desarrolló con vigor bajo el patrón castellano, sin las deformaciones que en éste se fueron acumulando. Fue donde los criollos, los descendientes de españoles, pudie­ ron desplegar una actividad política y disfrutar de unos puestos de mando que en las más altas jerarquías administrativas les disputaban con ventaja los españoles peninsulares. La idea de que el municipio era una fuente autó­ noma de poder fue lo que impulsó a Cortés a crear, apenas desembarcó en el continente, el municipio de Veracruz. Antes de que existiera la ciudad física existió como ente jurídico, y su cabildo, formado por los soldados de su hueste, le confirió los poderes que legitimaban su situación frente al gobernador de Cuba.

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

España gobernó su imperio americano a través de una red de ciudades y caminos, como en la Antigüedad hizo Roma, como después hizo Ingla­ terra. La población de origen español era minoritaria incluso en las ciuda­ des, salvo excepciones (Buenos Aires, fundada en una zona casi despo­ blada). Pero mientras en las urbes alcanzaba promedios del 10 al 50 por 100, en las zonas rurales podían recorrerse grandes distancias sin encontrar hombres blancos; si los había era siempre en misiones de mando: los curas, los corregidores, los encomenderos, los terratenientes, que con fre­ cuencia coincidían con los anteriores. La encomienda indiana fue una ver­ sión mitigada del feudalismo. Las encomiendas eran circunscripciones te­ rritoriales cuyos habitantes, en vez de tributar al rey, eran tributarios del encomendero, estando a cargo de éste la protección y defensa de los natu­ rales. La institución, concebida como un medio de recompensar a los con­ quistadores sin esclavizar a los indios, se desnaturalizó muy pronto; cada vez en mayor número se atribuyeron encomiendas a burócratas no resi­ dentes, a sus mujeres y a sus hijos; las funciones tutelares pocas veces tuvieron efectividad; sí las tuvieron en muchas ocasiones el abuso y la rapiña. Sin embargo, en un punto se mantuvo firme la Corona: a pesar de todas las ofertas rehusó conceder la perpetuidad para no constituir dinas­ tías feudales; siempre se reservó el derecho a nombrar o confirmar los encomenderos. La institución decayó en el siglo xvn y finalizó en el xvm.

Muchas veces se ha hecho notar la discordancia entre unas leyes justas y protectoras de los indios y una realidad mucho menos satisfactoria. El alto sentido moral de las leyes de Indias deriva de la voluntad mos­ trada por los reyes desde el comienzo de crear un Estado de derecho. El afán de legalismo, llevado a extremos ridículos, se manifiesta con el requerimiento que los descubridores debían hacer a los nativos, y que era una exposición de los títulos legales que tenía la Corona de Castilla a aquellos territorios. Se basaban en las concesiones hechas en las bulas pon­ tificales y suponían un orden de ideas totalmente extrañas al indio. Las noticias que llegaban a España del mal tratamiento que se daba a los in­ dios complicaron la cuestión de los justos títulos con el de las relaciones entre conquistadores y conquistados, supuesto que todos eran vasallos de la Corona y tenían derecho a ser protegidos.

Corresponde a los dominicos la gloria de haber sido los más enérgicos defensores de los indígenas. Abrió la serie fray Antonio de Montesinos, con su famoso sermón de 1511 en Santo Domingo, pero fue su compañero de hábito fray Bartolomé de las Casas quien con su continuo batallar consi­ guió remover con más fuerza las conciencias. Si Fernando V sólo consintió de mala gana en reunir una junta de teólogos, Carlos V, de carácter menos codicioso y más abierto a la generosidad, fue mucho más allá que ningún otro monarca de la época colonial. Las leyes nuevas de 1542 querían dar una libertad no meramente formal, sino real al indio; por eso provocaron la sublevación de los conquistadores del Perú acaudillados por Gonzalo Pizarro; aunque fue vencido y ejecutado, la Corona intuyó el peligro de enajenarse a quienes tenían en Indias la fuerza militar y diluyó bastante el contenido de las citadas leyes. Otra novedad contenían éstas: en adelan­

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te, los descubridores no debían requerir a los indígenas a que se some­ tieran, sino a que escucharan la predicación del evangelio; se aceptaban los planteamientos del también dominico Vitoria, quien no fundaba la legiti­ midad de la conquista en la donación papal sino en la obligación de ex­ tender la fe y el derecho a quebrantar la resistencia de los que obstaculi­ zaran su predicación. Insistiendo en este nuevo espíritu, las Ordenanzas de 1573 recomendaban evitar las guerras de conquista; la tarea de los españoles debía ser descubrir, poblar y pacificar. En efecto, desde media­ dos del siglo xvi las acciones guerreras fueron esporádicas. Queda la duda de saber qué hubiera ocurrido si en sus exploraciones los colonos hubieran hallado un reino indígena rico en oro y vasallos como en Perú o México. ¿Se hubieran limitado a establecer con él relaciones de buena vecindad? A pesar de la citada oposición entre teoría y práctica, cuerpos legales y realidad, es indudable que la suerte del indígena estuvo mejor tutelada en la América española que en otros territorios coloniales donde los indí­ genas fueron aniquilados sin que nadie experimentara escrúpulos de con­ ciencia. El debate Las Casas-Sepúlveda es uno de los grandes acontecimien­ tos del siglo xvi. Ninguno de los dos se atrevía a contradecir la autoridad de Aristóteles y su teoría de las razas inferiores predestinadas a la escla­ vitud. Pero Sepúlveda afirmaba y Las Casas negaba que los indios pudie­ ran colocarse en esa categoría de razas inferiores. 4.

LA EXPLORACION DE AMÉRICA DEL NORTE

La masa continental nordamericana fue explorada con mayor retraso que la del centro y sur. Al terminar el siglo xvi su conocimiento se reducía a las costas atlánticas y la colonización apenas estaba iniciada. Por parte española hay que señalar el descubrimiento de la Florida por Ponce de León, gobernador de Puerto Rico (1513) y la posterior expedición al mismo territorio de Pánñlo de Narváez, que resultó desgraciadísima. Uno de los pocos supervivientes fue Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien, tras una mar­ cha increíble a pie pudo regresar a Nueva España bordeando todo el Golfo de México. La misma ruta siguió Hernando de Soto, quien con una numerosa y fuerte expedición, desembarcó en Florida, cruzó el Mississipi y, habiendo enfermado y muerto de fiebres, fue sepultado en uno de los brazos de este río (1542). Sus compañeros construyeron unos buques rudi­ mentarios y pudieron llegar a México. Ningún asentamiento estable dejaron tras de sí estas expediciones; sin embargo, las pretensiones españolas se extendían a todo el litoral nordatlántico y en 1565 el asturiano Pedro Menéndez de Avilés recibió el título de Adelantado de la Florida. Su jurisdicción se extendía hasta el extremo norte, hasta la Tierra de los Bacallaos (Terranova y Labrador), donde ya pescaban los vascos. Fundó la ciudad de San Agustín, la más antigua del actual territorio de los Estados Unidos, habiendo primero aniquilado una colonia de calvinistas franceses. Trató de establecer una comunicación per­ manente con La Florida, dejó soldados en los fuertes y llevó misioneros.

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

Pero estos establecimientos, muy escasos de gentes, muy aislados de los centros vitales del poder español, llevaron una vida lánguida o fueron abandonados. Incluso las pesquerías de Terranova desaparecieron por la competencia hostil de franceses e ingleses. Gestas como la del piloto Es­ teban Gómez, que recorrió aquellas costas hasta llegar al río Hudson, al posterior emplazamiento de Nueva York, fueron hazañas extraordinarias sin consecuencias. Lo mismo puede decirse de las exploraciones que de México se dirigieron a los territorios septentrionales: la del visionario fray Marcos de Niza, que vio o creyó ver las Siete Ciudades de Cíbola, la de Vázquez Coronado, quien comprobó que las famosas ciudades eran sim­ ples aldeas y descubrió el río y cañón del Colorado, etc. Las exploraciones inglesas, tras una temprana fase de interés (viajes de Juan y Sebastián Caboto, 1496-1508) sufrieron una larga interrupción hasta fines del siglo xvi, en que de nuevo se reanudan con la búsqueda del paso al Extremo Oriente por el noroeste (Frobisher, Davis, Hudson, Baffin) y por el noreste, es decir, por las costas de Laponia y Siberia. En ambos sen­ tidos hallaron la ruta bloqueada por los hielos, y el único resultado fue una extensión de los conocimientos geográficos y algunos precarios estable­ cimientos humanos. Quizá, por el momento, el saldo más positivo estuvo en el reforzamiento de las pesquerías británicas en Terranova y Labrador, de bastante importancia económica. De allí desplazaron a los españoles, pero hallaron una fuerte competencia en los franceses. Éstos también atravesaron un largo período de desinterés entre las expediciones de Verrazzano y Cartier y el fin de las guerras de religión, que impusieron una larga paus^. en las empresas exteriores. Jacques Cartier realizó entre 1533 y 1543 cuatro viajes por el río San Lorenzo y echó los cimientos de lo que luego serían las dos ciudades principales del Canadá francés, Quebec y Montreal. Pero las decepciones y la falta de apoyo por parte de la metró­ poli obligaron a los colonos a renunciar a la empresa. En conjunto, la exploración de América del Norte avanzó durante el siglo xvi lo bastante para que se pudieran trazar mapas muy aproximados de sus costas, aunque la implantación europea apenas hizo progresos.

DOCUMENTOS LIMA, CUARENTA AÑOS DESPUÉS DE SU FUNDACIÓN

«Tendrá como dos mil vacinos españoles, los treinta encomenderos, y los demás pobladores, tratantes y oficiales, y en su comarca veinticinco o

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veintisiete mil indios tributarios, repartidos en ciento treinta y seis repar­ timientos, los seis puestos en la Corona Real, los demás en particulares. Están tasados en cincuenta y cinco o cincuenta y seis mil pesos; y, asimis­ mo (hay) de doce mil negros arriba. Reside en esta ciudad la Audiencia desde el año 1542, en que residen, desde el dicho tiempo, el Virrey, que tiene el gobierno del distrito desta Audiencia y de la de Charcas, Chile, Quito y Panamá, y tiene de salario treinta mil pesos, y cuatro o cinco oidores y un fiscal, con 1.300.000 marave­ dises cada año de salario, con los demás oficiales ordinarios de la Audien­ cia, y desde el año de 1573 tres alcaldes de corte con el mismo salario, con sus escribanos, y tres oficiales reales, tesorero, contador y factor, y la Caja Real, en que entran todas las rentas reales de las ciudades de este distrito, y una casa de fundición y otra de moneda, que estuvo hasta el año de 72, que se pasó a la ciudad de la Plata por estar más cerca de don­ de se saca la plata. Reside en esta ciudad la catedral desde el año 1529 o 30 en que se eri­ gió en obispado, y en arzobispado desde el año de 47, que tiene por su­ fragáneos a Santiago y a la Imperial de Chile, las Charcas, Cuzco, Quito, Panamá y Nicaragua. En la catedral hay cuatro dignidades y seis canóni­ gos; hay asimismo en esta ciudad inquisición de dos inquisidores y un fiscal desde el año de 70. Hay además en la ciudad tres parroquias, cinco monasterios de frailes y dos de monjas... (entre ellos) el monasterio o casa recogida de mestizas, hijas de españoles e indias, que se llama San Juan de la Penitencia, donde se crían y enseñan buenas costumbres y todas la­ bores. Fundóle el marqués de Cañete a costa de la Hacienda Real; débasele mil pesos cada año que después se los quitaron... y así quedó la casa muy pobre. Hay otra casa de la cofradía de la Caridad, de solas mujeres reco­ gidas, donde casan y remedian algunas. Hay asimismo en esta ciudad dos hospitales, uno grande de españoles a donde se curan de todas enfermedades; fundóle el marqués de Cañete a costa de la Hacienda Real y otro de indios que fundó el arzobispo, tam­ bién rico. Tiene de jurisdicción esta ciudad más de cien leguas por lo largo de la costa... Su asiento es un llano, seis leguas de la sierra y dos de la mar del Sur, a la ribera de un río que pasa por junto a las casas por la parte del norte, en el cual hay una puente de cal y canto de siete ojos que hizo el marqués de Cañete. No es navegable el río en barcos, aunque el virrey D. Antonio de Mendoza lo intentó, pero no salió con ello, porque el río va muy tendido y no tiene fondo, y es muy pedregoso. La traza de la ciudad es de calles anchas, largas y derechas que se atraviesan unas con otras. Son las casas de adobes, cubiertas con unas este­ ras y un poco de barro, que como no llueve en la tierra basta. Hácense al­ gunas ya de ladrillo, y comiénzanse a cubrir de tablas y de madera. Para edificios traen piedra del Guarco, y yeso y cal hay mucha en la comarca. Hay en la plaza una fuente de buena agua que se trae encañada una le­ gua y cuarto della, y demás de esto, por una acequia grande que se saca del río por la parte del oriente se lleva agua de pie a todas las mas de las casas de la ciudad. El temple de esta ciudad es bueno, ni frío ni caliente, aunque como no llueve en todo el año, si no es por el invierno un rocío pequeño, hay mucho polvo. Háse hecho enferma esta ciudad de diferentes enfermedades, y sos­ péchase que por la abundancia de frutas y otras comidas, y por las nieblas continuas que tiene sobre sí el invierno, y así, hay muchos catarros y ro­

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madizos. Háse tratado de mudarla al puerto del Callao, que es mejor asien­ to y más fresco por el mar.» (Juan López de Velasco: Geografía y descrip­ ción universal de las Indias, publicada por Don Justo Zaragoza. Madrid, 1894, pp- 463-466.)

PARECER DE UN TEÓLOGO SOBRE LOS TÍTULOS LEGÍTIMOS QUE JUSTIFICAN LA CONQUISTA DE LA INDIA POR LOS ESPAÑOLES

El primer título puede denominarse de la sociedad y comunicación natural. Respecto a esto, sea la primera conclusión: los españoles tienen derecho a andar por aquellas provincias y a permanecer allí, sin daño alguno de los bárbaros, sin que se les pueda prohibir por éstos. Pues en todas las naciones se tiene por inhumano acoger mal a los huéspedes y extranjeros, sin causa especial alguna. Y, por el contrario, por humani­ dad y cortesía, portarse bien con los huéspedes, a no ser que los estranjeros hicieren mal al llegar a otras naciones. Al principio del mundo, como todas las cosas eran comunes, era lícito a cada uno dirigirse y re­ correr cualquier región que quisiera. Y no se ve que esto se haya qui­ tado por la división de las cosas. Pues nunca fue intención de las gentes por tal división quitar la comunicación de los hombres. Se puede todo lo que no está prohibido o produce injuria a otros o es en detrimento de otros; es así que, como suponemos, tal peregrinación de los españoles es sin injuria o daño de los bárbaros; luego es lícita. Por derecho natural todas las cosas son comunes a todos, y el agua corriente y el mar, y los . ríos y puertos; y las naves, por derecho de gentes, es lícito atracarlas a ellos, y por la misma razón se consideran públicas; luego a nadie puede prohibirse usar de ellas. De lo que se sigue que los bárbaros harían injuria a los españoles si se lo prohibieran en sus regiones. Ellos admiten a todos los otros bárbaros de cualquier parte; luego harían injuria no admitiendo a los españoles. Porque si los españoles no pudieran andar entre ellos, esto sería por derecho natural, divino o humano. Por el natural o divino cierta­ mente se puede. Si, pues, hubiera una ley humana que lo prohibiera sin alguna causa de derecho natural y divino, sería inhumano y no racional, y, en consecuencia, no tendría fuerza de ley. Otro segundo título puede haber, a saber: la causa de la propagación de la religión cristiana. En cuyo favor, sea la primera conclusión: los cristia­ nos tienen derecho a predicar y anunciar el evangelio en las provincias de los bárbaros. En segundo lugar se muestra por lo dicho. Porque si tienen el derecho de andar y comerciar entre ellos, pueden por tanto enseñar la verdad a los que quieran oírle, sobre todo en lo que atañe a la salvación y la felicidad mucho más que en lo que atañe a cualquier disciplina humana. Tercero, porque en otro caso, quedarían fuera del estado de salvación si no se permitiera a los cristianos ir a anunciar el evangelio. Cuarto, porque la corrección fraterna es de derecho natural, como el amor; y como todos ellos están no sólo en pecado sino fuera del estado de salvación, por tanto corresponde a los cristianos corregirles y dirigirles, y aún parece que están obligados a ello. Quinto y último, porque son prójimos, como arriba se ha

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dicho. Es así que Dios manda a cada uno cuidar a su prójimo; luego co­ rresponde a los cristianos instruir a los ignorantes en las cosas divinas. (Francisco de Vitoria: Relectio prior de Indiis recenter inventis. ettb. Reedición de T. Urdanoz, Madrid, 1960.)

BIBLIOGRAFÍA Además de las historias generales de América pueden consultarse, para obte­ ner una orientación en la inmensa bibliografía existente sobre el tema, las obras siguientes:

Morales Padrón, F.: Historia del Descubrimiento y conquista de América, 3." edición, Madrid, 1973. Amplia bibliografía en cada capítulo. Chaunu, P.: Conquéte et exploitation des nouveaux mondes, «Nouvelle Clio», 26 bis. Bibliografía de 1931 títulos. Céspedes, G.: América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1983. Góngora, M.: El Estado en el Derecho Indiano, Época de fundación, 1492-1570, Santiago de Chile, 1951. Básico para la historia institucional. Cortés, H.: Cartas de relación... al emperador Carlos V. Numerosas ediciones. Madariaga, S. de: Hernán Cortés, Buenos Aires, 1945. Ricard, R.: La conquista espiritual de México, traducción española, México, 1947. Ballesteros Gaibrois, M.: Descubrimiento y conquista del Perú, Madrid-Barce­ lona, 1963. Wachtel, N.: Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570), Madrid, 1976. Zabala, S.: El mundo americano en la época colonial, México, 1967, dos vols.

Los tres volúmenes publicados hasta ahora por Cook, S. F. y Borah, W.: Essays in Population history (Berkeley, 1971-1979) constituyen la más notable aportación a la historia demográfica de la América colonial. Un documentado re­ sumen es La población de América Latina de Sánchez Albornoz, N. (Madrid, 1973).

CAPITULO Vil

EL RENACIMIENTO

1.

CONCEPTO. CARACTERES GENERALES

Se ha teorizado tanto sobre el Renacimiento que Wallace K. Ferguson, al analizar las diversas interpretaciones, tuvo que prescindir de mucho material para que cupiesen en un volumen; y, desde entonces (1948), la literatura sobre el tema se ha enriquecido con muchos títulos. Las diver­ gencias versan sobre el origen, el carácter, el ámbito espacial y temporal; en realidad, sobre todos sus aspectos. Nacida en el círculo de los huma­ nistas, la palabra rinascita, Renacimiento, no se refería tanto a una supues­ ta resurrección de la antigüedad clásica como a una renovación del hombre y de su mundo, en parte por inspiración clásica y en gran parte también como fruto de una renovada vitalidad. Ninguno de los grandes huma­ nistas aspiró a ser meramente un discípulo, un copista de los antiguos. Siglos después se analizó el concepto no ya como algo vivido sino his­ tórico; fue un análisis de sus valores estéticos; Ruskin se centró en sus realizaciones artísticas, Voigt en las literarias, pero en 1855 Michelet, ya de vuelta de sus entusiasmos medievalistas, al escribir la introducción al tomo séptimo de su Historia de Francia, se fijó más bien en el cambio experimentado por las creencias y por el conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, quien le dio sus verdaderas dimensiones fue el historiador suizo Jacobo Burckhardt, quien no ignoraba el aspecto artístico del Rena­ cimiento, incluso le consagró una obra; pero en la que se ha hecho clásica, La Cultura del Renacimiento en Italia (1859) prescindió de él de un modo deliberado. Su primera parte, titulada «El Estado considerado como un mecanismo», arranca de la situación política de Italia en el siglo xm; la segunda estudia «El Desarrollo del Individuo»: la cuarta «El Descubri­ miento del mundo y del hombre»; la quinta está consagrada a «La Socia­ bilidad y las Fiestas», y la sexta y última a «Las costumbres y la Religión». 102

EL RENACIMIENTO

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Resulta extraordinario que en una época situada a caballo entre la histo­ riografía romántica y la positivista Burckhardt realizara una obra tan pró­ xima a lo que hoy denominamos historia total. Él se refirió sólo a Italia, pero es evidente que consideraba que otros países de Europa habían lle­ gado al mismo grado de desarrollo y a los que eran aplicables las mismas técnicas de estudio. La mayor aportación que después se haya hecho con­

cierne a la historia de la Economía, un campo para el que Burckhardt no estaba preparado. En lo demás, lo que se ha hecho es continuar la explo­ ración de los caminos que él había abierto. Alfred von Martin insistió en las raíces burguesas del Renacimiento, tanto en las ciudades italianas como en otros países europeos; Dilthey y su discípulo Cassirer pusieron más atención en la cultura espiritual, H. von Thode y K. Burdach aclararon las relaciones entre la religiosidad bajo medieval, preferentemente urbana, en especial la figura de San Francisco de Asís, con los movimientos renacen­ tistas. Todo esto está dentro de la tradición de Burckhardt, que reconoció la falsedad de la antinomia Edad Media-Renacimiento.

La exploración en otras direcciones ha resultado decepcionante o total­ mente falsa, por ejemplo, los intentos de explicar por métodos psicoanalíticos las grandes figuras renacentistas, la interpretación racista que inició el siglo pasado el francés Gobineau y que a principios de éste desarrollaron teóricos alemanes afines al nazismo, o bien la distinción que popularizó Pastor, el historiador de los Papas, de un Renacimiento cristiano y otro pagano. La profundidad religiosa del Renacimiento no puede ponerse en duda por el hecho de que hubiera individuos de vida inmoral, algunos es­ cépticos y quizás algún ateo aislado. Distinto es el problema de la relación entre renacentismo y reforma religiosa, muy complicado y que ha reci­ bido respuestas diversas. La literatura sobre todos los aspectos del Rena­ cimiento se enriquece sin cesar con nuevas aportaciones, sigue habiendo controversias tanto sobre el concepto general como sobre aspectos parcia­ les, pero parece haberse hecho ya la unanimidad sobre ciertos principios que hace un siglo aún no estaban claros. El Renacimiento no fue un fenómeno elitista reducido a ciertas mani­ festaciones superiores de cultura y fomentado por mecenas principescos; fue, por el contrario, la manifestación del crecimiento de la sociedad occi­ dental entera, «una prodigiosa expansión de la vida en todas sus formas que, en conjunto, alcanzó sus más altas manifestaciones de 1490 a 1560, sin que quedara estrictamente delimitado entre ambas fechas» (Roland Mousnier).

Contó con un soporte socioeconómico en las regiones más vitales de Europa: señoríos y repúblicas italianas, ciudades libres alemanas y fla­ mencas, zonas vitales de España y Francia, sureste de Inglaterra, puntos aislados en la Europa del Este. No importa que algunas de estas comarcas atravesaran crisis económicas, pues la relación no era estricta ni hay que buscar ningún determinismo; lo que sí resulta evidente es que ninguna de las bolsas de pobreza de Europa pudo ser un foco renacentista. Es inútil buscar un tipo abstracto de «hombre renacentista». La iníluen-

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cia del movimiento La sufrieron todos los hombres cultos en grados di­ versos, incluso los que repudiaban sus principios. Para poner un ejemplo conocido diremos que las órdenes religiosas, en especial Las más aferra­ das a la enseñanza escolástica, representaron, en conjunto, la oposición a tales ideales y, sin embargo, en la Neoescolástica que se desarrolló, en buena parte desde universidades españolas del siglo xvi, aparecen valores típicamente renacentistas, como el sentido crítico, el recurso a las fuentes (los Loci Theologici de Melchor Cano) y un latín, no muy puro pero menos pedestre que el que se usaba en las escuelas medievales. También hay acuerdo casi general en cuanto a las relaciones con la cultura medieval; no hubo ni mera continuación ni ruptura sino mezcla de ambas cosas, en proporciones diversas según las épocas y lugares; la transición fue más suave en el norte; parece más abrupta en Italia, aunque no hay que dejarse impresionar demasiado por las invectivas de los huma­ nistas. En todas partes la herencia medieval siguió viva. El eco que halló en Florencia la predicación de Savonarola es una buena prueba.

2. INVENCIÓN Y DIFUSIÓN DE LA IMPRENTA A pesar de prolijas investigaciones subsisten lagunas y enigmas en cuanto a la invención de la imprenta que no afectan a lo esencial. Su ante­ cedente es la xilografía o reproducción por medio de planchas de madera grabada con imágenes y algún texto corto. Se conocía en China desde fechas remontísimas, y en Europa fue bastante usada en la Baja Edad Media para reproducir imágenes, oraciones e incluso libritos con un re­ sumen de la Gramática Latina de Donato. Los caracteres movibles, que son los que hacen posible la impresión de un número indefinido de textos con el mismo material, se descubrieron en China en el siglo xi. Los chinos te­ nían, además, otros dos elementos indispensables: papel barato y tintas adecuadas. Sin embargo, aunque el invento se propagó a Japón y Corea, no se desarrolló en gran escala, tal vez porque el sistema chino de escritura exige el empleo de muchos miles de caracteres.

La imprenta europea no debe nada a la de China aunque siguiera el mismo camino: xilografía, letras sueltas y, como los tipos en madera no pueden reproducirse en gran cantidad, producción de tipos metálicos por medio de matrices. La aleación usada (plomo, estaño y antimonio) debió ser fruto de largos ensayos y es la que siguió usándose durante siglos. Estos ensayos se efectuaban ya desde 1420 o 1430 con participación de varias personas. Es posible que el holandés Coster hiciera algunos tipos sueltos y que un discípulo suyo estuviera en contacto con Johann Gensfleich, de Maguncia, llamado Gutenberg, a quien se atribuye la invención, al pa­ recer con entera justicia, a pesar del proceso que le movieron unos so­ cios suyos. Gutenberg, asociado con Fust, que proporcionó las sumas necesarias para completar el invento, imprimió en Maguncia la célebre bula de 40 líneas que no tiene fecha ni pie de imprenta pero una nota manuscrita la atribuye a Gutenberg. Debió imprimirse en 1455. Fust se

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retiró de La sociedad y con Peter Schoeffer imprimió otras obras, entre ellas el Psalterium de 1457, primera que lleva indicación del impresor.

Como la Biblia de Maguncia, es una obra maestra, bellísima. La imprenta es una de las pocas invenciones que desde el principio resultó perfecta. La Biblia de 36 líneas, sin fecha (1457 o 1458) debió imprimirse en Bam-

berg, la segunda ciudad que tuvo imprenta.

La difusión rapidísima del nuevo invento demuestra que respondía a una necesidad; a la vez, proporciona una visión del área que abarcaba la cultura occidental. Un mapa como el inserto en La aparición del libro de L. Febvre y H. J. Martin, muestra que en 1500 la zona de máxima densidad de ciudades con imprenta abarcaba el centro-sur de Alemania y el centronorte de Italia. Entre estos dos focos incluían casi la mitad de lass 236 ciu­ dades con imprenta. Francia tenía unas cuarenta, España 26, Inglaterra sólo cuatro, veinte los Países Bajos. Había pocas en Alemania del norte y casi ninguna más allá de Viena y Danzig. Estas cifras, sin embargo, pueden inducir a error porque equiparan una ciudad con un sólo y efímero establecimiento a otras que se convir­ tieron en centros activísimos, por ejemplo, París y Lyon. Roma tuvo im­ prenta desde 1467, dos años antes que Venecia, pero esta ciudad pronto adquirió la primacía en Italia gracias a la actividad de Aldo Manuccio, cuyo establecimiento fue un centro humanístico de primer orden. Allí trabajó Erasmo varios años; de sus prensas salieron primeras ediciones de clá­ sicos griegos y latinos. Aldo expresó el júbilo que le producía libertar a los clásicos de los «enterradores de libros», los bibliófilos que tenían ejempla­ res únicos para su exclusivo uso. El caso de Manuccio es único, pues organizó una verdadera academia de grandes humanistas, pero en plan más modesto también Plantina en Amberes o Estienne en París y Ginebra conjugaron la actividad intelectual con la industrial.

Los incunables, es decir, los impresos anteriores a 1501 que aún exis­ ten, son sólo una parte de los que han resistido a la acción del tiempo. Se calcula que en medio siglo se imprimieron más de 30.000 obras, que a una tirada media de 500 ejemplares serían más de 15 millones de volú­ menes. En el siglo xvi las cifras respectivas serían de 150 a 200.000 y de 150 a 200 millones de ejemplares, pues ya para entonces la tirada media había subido a mil ejemplares. Son cifras que hoy nos parecen modestas pero que entonces resultaban enormes. Hasta el siglo xv sólo algunas insti­ tuciones y personas ricas podían tener bibliotecas, y éstas constaban, cuan­ do mucho, de unos pocos centenares de volúmenes. Pocos estudiantes po­ dían permitirse el lujo de tener sus propios libros, de donde la necesidad de seguir los cursos por medio de apuntes; incluso para un profesor poseer una docena de obras representaba un desembolso grande, un año de sueldo o más. La imprenta rebajó el costo a menos de la décima parte, y desde entonces todo el mundo, incluso los artesanos, pudieron tener libros. El po­ der expansivo de las ideas se multiplicó enormemente. Erasmo no hubiera ejercido tal influencia si sus obras no se hubieran difundido en ediciones de miles de ejemplares. La lectura de la Biblia, que antes era patrimonio

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

de unos pocos, que la mayoría sólo conocía de oídas, en resúmenes, en cor­ tos fragmentos, estuvo al alcance de todos. Hubo trece ediciones anteriores a la de Lotero. La rapidísima expansión de las ideas de reforma religiosa no se explica sin la imprenta.

Es comprensible que Los poderes estatales y eclesiásticos se alarmaran ante un medio de propaganda tan poderoso y quisieran controlarlo; algu­ nos obispos concedieron indulgencias a los vendedores y compradores de libros, pero fueron más las medidas represivas; la previa censura apare­ ció muy pronto, primero en forma de autorizaciones sueltas, luego como medidas de carácter general, sometidas por el Papa Alejandro VI y por el V Concilio de Letrán a los obispos. Los Reyes Católicos también estable­ cieron el permiso previo oficial. La imprenta, que creó una nueva industria con muchos puestos de tra­ bajo, arruinó a multitud de copistas y miniaturistas, arte en la que se ha­ bían especializado individuos y corporaciones, como los Hermanos de la Vida Común de Deventer (Holanda). La desaparición de los libros manus­ critos fue paulatina y nunca total. Durante algún tiempo los bibliófilos se resistían a admitir en sus colecciones aquellos productos que les parecían una falsificación. Se conocen ejemplares de libros impresos con blancos para ser iluminados a mano.

Llevados del interés comercial, los impresores editaron las obras de mayor demanda: obras religiosas, jurídicas, textos escolares... Como era imposible reproducir toda la herencia de la Edad Media se produjo una selección; muchas obras cayeron en el olvido, mientras que otras cono­ cían gran difusión. Fue también la imprenta una gran palanca de unifica­ ción ortográfica y lingüística. Se simplificaron los tipos y reglas de escri­ tura; mientras los alemanes seguían fieles a la escritura gótica, en los países latinos se impuso la letra romana, con una simplicidad que contrastaba con la variedad de tipos de letra manuscrita que hacía tan engorroso el aprendizaje y la lectura. Mayor alcance tuvo la unificación lingüística den­ tro de cada uno de los grandes ámbitos nacionales europeos; los dialectos más fuertes se impusieron a costa de los más débiles, contribuyendo a que el castellano se generalizara no sólo en Castilla sino en toda la Penín­ sula Ibérica, el londinés en Inglaterra, el toscano en Italia, etc. El caso del toscano muestra que este fenómeno no era estatal, sino cultural; no fue Florencia la región de más antigua y potente tipografía, pero sí la que produjo más y mejores escritores. La imprenta no creó sino que amplificó un hecho que acabaría por identificar el dialecto toscano con el italiano.

3.

LA REVOLUCIÓN EDUCATIVA

Si la imprenta fue un vehículo poderoso del humanismo su acción fue complementada por otros muy eficaces, entre los que hay que contar los contactos personales entre los humanistas por medio de viajes y de una intensa actividad epistolar; la estrecha amistad que ligó a Erasmo con Luis

EL RENACIMIENTO

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Vives es un ejemplo de este tipo de relaciones. El problema de la trans­ misión de la cultura preocupó a los humanistas, conscientes de que es algo

ciaron la nostalgia de la antigua fe con el descontento por los cambios económicos que se estaban experimentando, como el alza de precios y la extensión de las enclosures. Se agregaron intrigas palatinas contra Somer­ set, que fue depuesto y ejecutado. Le sucedió en el cargo de Protector o regente el duque de Warwick, por muy poco tiempo, pues el joven y do-

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

líente rey murió, dando paso a una mutación radical en el panorama de la vida inglesa.

María, hija de Catalina de Aragón, había sido declarada bastarda, pro­ ducto de una unión incestuosa y nula. Sin embargo, fue proclamada reina a la edad de 37 años. Si su reinado no hubiese sido tan breve (1553-1558) es probable que los cambios que introdujo fueran definitivos. Su decisión de volver a la antigua fe, aboliendo la legislación anterior, respetó, sin embargo, lo referente a bienes monacales, en torno a los cuales se habían creado fuertes intereses. Contrajo matrimonio con su sobrino Felipe, que pronto se convertiría en Felipe II; matrimonio que para ella tuvo valor sentimental y para él fue una amarga pildora que tragó por razo­ nes de Estado, pues no sólo era once años más joven que su mujer sino que entraba en Inglaterra como mero rey consorte, sin atribuciones pro­ pias. Sin embargo, los ingleses comprendieron que con Felipe entraba la política y la influencia española; tropas inglesas combatieron junto a los tercios españoles en el norte de Francia (batalla de Gravelinas) y aunque la guerra fue favorable, la pérdida de Calais fue sentida como un desastre, porque Inglaterra perdía su cabeza de puente sobre el continente. El nombramiento como consejero de asuntos religiosos del cardenal Pole, hombre culto y moderado, parecía que había de encaminar por cau­ ces de concordia el tratamiento de la cuestión religiosa; no fue así. Hubo numerosos procesos y casi 300 ejecuciones, entre ellas las de personajes destacados, como Crammer y Latimer, que valieron a María su sobrenom­ bre de Sanguinaria. El Parlamento aceptó la nueva legislación con el mis­ mo servilismo con que recibió las órdenes de Enrique VIII. Revueltas de importancia no hubo y es difícil saber el giro que habrían tomado las cosas de no haber intervenido la muerte prematura y sin descendencia de María.

El reinado de Isabel I, hija de Ana Bolena (1558-1603) es uno de los más largos y brillantes de la historia inglesa; desde entonces Inglaterra entró por la puerta grande en la gran historia, en la Historia Universal, y ello a pesar de su pequeñez territorial y demográfica. No obstante los numerosos trabajos que se le han consagrado su personalidad guarda aún repliegues enigmáticos, por ejemplo, cuáles eran sus verdaderas, íntimas convicciones religiosas y por qué rehusó la mano de todos sus preten dientes, incluyendo la de Felipe II, a pesar de que tuvo una vida senli mental intensa. ¿Fue, realmente, la Reina Virgen? ¿Por qué? Preguntas que hacen hoy encogerse de hombros a muchos historiadores. Sin eni bargo, de haber enlazado con Felipe o con otro príncipe europeo su reinado habría tenido distinto signo. A pesar de todos los roces la amistad con España contra Francia seguía siendo casi un dogma para los hombres de Estado ingleses; las relaciones hispano-inglesas fueron ambiguas largo l lempo, pero la excomunión decretada contra Isabel por el Papa Pío V hacia imposible toda alianza.

El motivo de la excomunión es que para aquella fecha (1570) entre

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Isabel y Roma se habían roto todos los puentes. El Prayer Book había sido restablecido con pequeñas variantes; el Acta de Supremacía obligaba a los eclesiásticos a prestar al soberano juramento de fidelidad como jefe de la Iglesia; juramento que parece prestaron 9.000 de los 9.400 párrocos; una nueva versión de la Biblia fue redactada, y los «39 artículos» incluían el matrimonio de los clérigos, la Escritura como única fuente de fe y ¡a reducción de los sacramentos a dos, el Bautismo y la Eucaristía, ésta entendida de un modo distinto al católico.

Aún había comarcas enteras donde el catolicismo era mayoritario. Una de ellas, la llamada Frontera, la zona al norte del Tyne, próxima a Escocia, de vida rural y arcaica, plagada de bandoleros, con una organización social

parecida a la de los clanes escoceses. Costó una verdadera campaña so­ meter aquella altiva aristocracia y establecer el protestantismo y la auto­ ridad real en el Yorkshire, Cumberland y Northumberland. Pero había oposición religiosa en todo el país, e incluso en Londres. Con el tiempo la actitud de Isabel se fue endureciendo, y quizá no hizo menos víctimas por motivos religiosos que la Sanguinaria.

El tratado de Blois con Francia (1572) fue otro paso hacia el cambio de alianzas. Los factores determinantes de la ruptura abierta con Es­ paña fueron tres: la ayuda a los insurgentes holandeses mediante el en­ vío de un cuerpo de seis mil hombres (1584). Los repetidos ataques de Hawkins, Drake y otros marinos a las colonias y el comercio españoles en América, expediciones piráticas en las que la propia reina participaba en calidad de accionista y beneficiaría de los cuantiosos beneficios, y la muerte de María Estuardo.

María Estuardo era católica y medio francesa, pues su madre era María de Guisa, gobernadora durante la minoría de su hija con el apoyo de tro­ pas francesas. La propaganda calvinista penetró en Escocia en su versión

rigorista, presbiteriana. Su apóstol fue John Knox y halló partidarios deci­ didos en gran parte del pueblo; también de la nobleza, que aspiraba a lecularizar en su provecho los bienes eclesiásticos y formó un Covenant (Liga) de carácter militar. A más de los problemas que tuvo en Escocia por los disturbios religiosos y por su vida sentimental tumultuosa, María le hallaba envuelta en los de la propia Inglaterra puesto que por sus venas Corría sangre de los Tudor, y los que no reconocían a Isabel como reina legítima estaban prestos a aclamar a María. Así lo hizo una parte de la nobleza del norte, pero esta circunstancia fue la que más jugó en contra luya. Incapaz de dominar los furiosos remolinos de la política escocesa,

Muría huyó a Inglaterra esperando hallar hospitalidad en su prima Isabel. Lo que encontró fue 18 años de prisión y al fin, el proceso y la decapita­ ción a los 44 años de edad (1587). El motivo alegado, su supuesta compli­ cidad en las varias conspiraciones que se anudaron para libertarla y colo■Mrla en el trono inglés.

Está fuera de duda que Felipe II figuraba entre los que deseaban tauella solución. La muerte de María Estuardo eliminaba toda esperanza de apartar de la escena a Isabel y su política antiespañola. El plan, largo

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tiempo trazado, de una expedición militar contra Inglaterra se puso en marcha. Los detalles de la preparación, desarrollo y fracaso Snal de la Amada de Inglaterra (nadie la llamó entonces Invencible) se conocen hoy con bastante aproximación y se juzgan con una imparcialidad que antes faltaba. Los fines que perseguía Felipe II eran, en parte, religiosos, pero, sobre todo, políticos: volver a tener en Inglaterra una aliada, cortar las expediciones piratas y el apoyo a los sublevados de Flandes. Las explica­ ciones que se dieron en España al fracaso fueron de dos órdenes: naturales (tormentas furiosas: Envié a la Escuadra a luchar contra los hombres, no contra los elementos') y un fallo humano: la mala dirección del almirante, duque de Medina Sidonia. Pero la investigación reciente demuestra que las verdaderas causas de un fracaso que hubiera podido preverse fueron de otro género: insuficiencia financiera: se había pensado en una armada monstruo de 500 buques que hubiera barrido cualquier resistencia, y sólo se reunieron 130, muchos confiscados a particulares, de variados tipos, sin superioridad alguna, ni en número ni en artillería, sobre la escuadra britá­ nica. Errores técnicos, el principal no haber previsto que la Armada no podía embarcar las tropas de invasión de Alejandro Farnesio porque no disponía de un puerto de aguas profundas en las costas flamencas. Ha­ biendo fallado esta finalidad, tras varios encuentros no decisivos con los ingleses, la Armada rodeó por el Norte las Islas Británicas, perdiendo en este viaje bastantes barcos, y regresó a España con 76; de los otros 54 se calcula que los ingleses capturaron o hundieron diez, las tormentas des­ truyeron 24 y otros 20 se dieron por desaparecidos. Era un serio revés, no un desastre. El verdadero desastre fue el que experimentó la economía castellana cuando Felipe II, para continuar la guerra, obtuvo de las Cortes un impuesto llamado de Millones que gravaba los principales artículos de consumo y que desde entonces gravitó pesadamente sobre la nación hasta el siglo xix.

La guerra se prolongó hasta la muerte de Isabel con golpes no deci­ sivos por ambos bandos; el más espectacular, el saqueo de Cádiz en 1596. Por su parte, Felipe II y Felipe III enviaron escuadras a Irlanda, donde los católicos, o sea, la mayoría de la población, luchaban a la vez contra la imposición del anglicanismo y contra una política que arruinaba la per­ sonalidad de los irlandeses, destruía los antiguos clanes, imponía los mar­ cos administrativos ingleses y, lo que era más grave, britanizaba comarcas enteras mediante la implantación de colonos protestantes, expulsión de la población indígena o reducción de la misma al estado de siervos mise­ rables. Estas expediciones, muy mal coordinadas, no tuvieron éxito. Tam­ poco puede decirse que la labor de los misioneros formados en colegios jesuíticos alcanzara más fruto que el de confortar y alentar una minoría católica cada vez más reducida en Gran Bretaña y una mayoría sometida e impotente en Irlanda. Los últimos años del reinado de la Reina Virgen fueron difíciles. Tam­ bién en Inglaterra se dejaban sentir los efectos de la guerra en forma de crecimiento de la Deuda pública, de los subsidios y de los monopolios lisíales. Impuestos directos no se querían introducir, porque el Parla­

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mentó, cuya docilidad hacia Los reyes se había puesto de manifiesto, hu­ biera reaccionado de forma negativa, como más tarde comprobaron los reyes Estuardos. Reunido pocas veces y por breve tiempo, nadie imagi­ naba entonces la importancia que había de adquirir en el siglo siguiente. Era una enorme fuerza potencial.

Isabel, como más tarde Victoria, dio su nombre a una época de la his­ toria inglesa por dos motivos: por haber coincidido con etapas prósperas, creativas, y no sólo en el aspecto económico (la era elisabetiana fue la de Shakespeare, Bacon, Marlowe, Raleigh, Spencer), y porque ambas reinas, sin poseer unas dotes especiales ni una gran personalidad encarnaron el tipo humano que en su tiempo preferían los ingleses.

4.

FELIPE II Y LOS PAISES BAJOS. EL NACIMIENTO DE HOLANDA

Dos cosas han dañado la reputación de Felipe II y de los españoles en general ante la historia, en especial entre los países nórdicos: la fraca­ sada invasión de Inglaterra y la lucha en Flandes. La segunda, en mucho mayor grado y con mayor fundamento que la primera. En ambas empre­ sas se ha querido ver la expresión de un orgullo vencido, la tentativa de una nación fanática de aplastar a un pueblo libre, el juicio de Dios que dio la victoria al pequeño David contra una potencia infinitamente más fuerte sobre el papel. Como en todas las leyendas históricas hay en ésta una parte de verdad, aunque muy desfigurada por la pasión, solo que la cuestión habría que plantearla no en el dilema bondad-maldad sino en el acierto o error. Obstinándose en la empresa de Flandes, Felipe II y sus dos inmediatos sucesores no hicieron nada que no se ajustara a las nor­ mas entonces vigentes, lo cual no quita para que fuera un inmenso error cuyas consecuencias pagaron ambas partes y de la que Castilla salió más perjudicada que Holanda. Los Países Bajos españoles eran en el siglo xvi uno de esos conjuntos políticos que no se dejan definir con precisión. Teóricamente parte del Sacro Imperio, apenas mantenían lazos reales con él, y tampoco eran muy fuertes los que unían sus diecisiete provincias. Los duques de Borgoña habían poseído Flandes y Artois, antiguos feudos de la corona de Francia, Holanda, Zelanda, Hainaut, Namur, Brabante, Limburgo y Luxemburgo. Carlos V les añadió las provincias que hoy forman el norte de Holanda, es decir, Frisia, Groninga, Gueldres, Utrecht, Overyssel y el condado de Zutphen, y por un acta de 1548 dotó a este conjunto de cierta unidad, aunque cada provincia siguiera teniendo leyes y personalidad propia. Bruselas hacía el papel de capital porque allí se reunían los Estados Generales y era la sede del gobernador general, representante del soberano. El obispado de Lieja, situado a lo largo del Mosa, propiedad de los obispos-señores, era un enclave que separaba a Luxemburgo de las restantes provincias. La primera gobernadora fue Margarita de Austria, efímera esposa del príncipe don Juan, tía, por tanto, de Oarlos V. Fue sucedida por Marín

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de Hungría, hermana del emperador, y por Margarita de Parma, fruto de amores extra conyugales de don Carlos. Para desempeñar sn tarea contaban con tres consejos: el de Estado, que se ocupaba de la política, el Consejo privado, de tareas sobre todo judiciales, y el Consejo de Hacienda. Con independencia de estos órganos generales de gobierno cada provincia tenía un gobernador (statuder) y unos Estados provinciales.

Esta forma muy descentralizada de gobierno respondía a la historia, a las tradiciones locales y a las diferencias étnicas. Como en la actualidad (el límite lingüístico apenas ha variado) al sur del paralelo de Bruselas vivían los valones, que usaban un dialecto francés, y al norte los flamencos que hablaban el holandés y otras lenguas germánicas emparentadas. Pero la diferencia lingüística se salvaba con el uso muy extendido del latín como idioma de cultura y no daba lugar a enfrentamientos. En cambio la intro­ ducción de una diversidad religiosa provocó los más sangrientos conflic­ tos. El calvinismo comenzó a reclutar prosélitos en las provincias limí­ trofes con Francia y en Amberes, gran ciudad comercial y cosmopolita. Los placarás o edictos de Carlos V y Felipe 11 no pudieron impedir sus pro­ gresos. Felipe obtuvo del Papa la creación de 14 nuevos obispados, confió el gobierno a Margarita y regresó a España. Nunca más volvería a los Países Bajos, aunque siguió día por día sus vicisitudes. Su larga estancia allí no le había servido para comprender la psicología de sus vasallos ni la naturaleza de los problemas que allí se planteaban. Éstos eran sobre todo de naturaleza religiosa, pero, sobreimpuestos, aparecieron otros de índole económica y política. No hay que olvidar que los Países Bajos siem­ pre han sido una de las grandes encrucijadas terrestres, navales y fluviales de Europa. Las relaciones comerciales y culturales con Castilla eran anti­ guas e intensas, pero, a diferencia de Italia, la comprensión recíproca y los contactos humanos no profundizaron mucho. Felipe dejó como consejero de Margarita a Antonio Perrenot, más cono­ cido como cardenal Granvela; él sí conocía el país porque procedía del Franco Condado, territorio francés de origen borgoñón muy ligado por consiguiente a los Países Bajos. Desde el principio tuvo enfrente a la más alta aristocracia: los condes de Horn, de Egmont y de Montigny y Guillermo de Nassau, príncipe de Orange. Granvela tuvo que retirarse. Los aristócratas convencieron a Margarita de que debían ser suavizados los edictos contra los herejes, so pena de empobrecer el país. El conde de Egmont llegó a Madrid aconsejando las medidas conciliadoras, pero Felipe no sólo se negó a ello sino que anunció su propósito de introducir la Inquisición. Los calvinistas, todavía minoritarios pero decididos, empe­ zaron a agitarse; acudieron a un banquete provistos de zurrones y escu­ dillas, como los gueux (mendigos) que fue el nombre con que se les conoció en adelante. Los desórdenes alcanzaron enorme gravedad en el verano de 1566: multitud de iglesias y monasterios fueron saqueados y las imágenes hechas añicos. La reacción de Felipe II fue terrible, y el hom­ bre que escogió el menos adecuado para completar la acción militar con la política; el duque de Alba llegó el año siguiente con un ejército de españoles, italianos y alemanes, venció con facilidad, obligó a dimitir a

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Margarita, estableció un Tribunal de los Tumultos que condenó a muerte a un millar de personas, entre ellos los condes de Horn y Egmont y, para pagar Las tropas, introdujo nuevos impuestos sobre la propiedad y las transacciones. Engañado por una calma aparente, el rey dictó un perdón en 1570.

En realidad, la lucha sólo había comenzado y se prolongaría durante ochenta años. A la oposición de los calvinistas se unió la de muchos cató­ licos que se encontraron ante un dilema: obedecer al rey, que defendía su religión y pisoteaba sus libertades políticas o a los sublevados que defendían su libertad y atacaban su religión. Las respuestas a este dilema fueron variadas. En el fondo, fue la cuestión religiosa la que dividió a los Países Bajos en los dos estados actuales: Bélgica, de mayoría católica, y Holanda, de confesión mezclada pero de origen ligado a la revuelta protestante.

Reforzados desde el exterior (Alemania, Inglaterra, Francia) los calvi­ nistas regresaron y comenzó una lucha deprimente, de largos asedios, en una tierra anfibia, en la que los costosos éxitos apenas servían para nada. Los calvinistas tenían los refuerzos inmediatos y el recurso del mar. Los refuerzos enviados desde España e Italia tenían que recorrer distancias enormes y exigían gastos fabulosos. Aquellas tierras se convirtieron en la tumba de los soldados y de los tesoros de España. El duque de Alba, desa­ lentado, se retiró, don Luis de Requesens llegó con instrucciones para ce­ der en todo menos en el terreno religioso, lo que invalidaba cualquier pro­ ceso negociador. Además no tenía fondos suficientes, lo que motivaba perió­ dicos tumultos de las tropas mercenarias; el más terrible, el que en 1576 motivó la muerte de miles de habitantes de Amberes a manos de la soldadesca. Para restablecer una situación que se había degradado de un modo terrible el rey de España envió a su hermano bastardo don Juan de Austria. Se encontró frente a frente no sólo de los calvinistas sino de los propios católicos que, por la Pacificación de Gante, se habían comprometido a expulsar a todas las tropas extranjeras. Sólo a este precio consiguió don Juan ser recibido como gobernador en Bruselas. El camino parecía abierto a las ambiciones de Guillermo de Orange, quien aspiraba a ser reconocido jefe de los flamencos sin distinción de religión; pero no todos los calvinistas tenían su actitud transigente; lo que en el fondo deseaban no era la libertad religiosa sino la extirpación del catolicismo. La lucha se reanudó con un nuevo ejército que llevó de Italia Alejandro Farnesio. Hombre de grandes dotes militares y políticas, Farnesio alternó las victorias con los gestos de apaciguamiento. La división del país era ya un hecho; las provincias del sur, las provincias católicas, se habían unido por la Pacificación de Gante, las calvinistas formaron la Unión de Utrecht. Farnesio, que no podía oiré cerles la libertad religiosa a la que Felipe II seguía tenazmente opuesto, estuvo muy cerca de alcanzar la victoria total, sobre todo después de que el asesinato de Guillermo de Orange (1584) desalentara a los calvinistas. Dos factores impidieron la pacificación: el apoyo inglés y francés a los

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sublevados, que ya empezaban a llamarse los holandeses, porque en la provincia de Holanda tenían su fuerza principal; y la dispersión de la polí­ tica internacional de Felipe II, que quería alcanzar demasiados objetivos a la vez. En los años finales del siglo Inglaterra y Francia le preocupaban más que los Países Bajos. Farnesio tuvo que distraer tropas para apoyar a la Liga, para defender a París de Enrique de Borbón. El resultado fue que no pudo culminar ninguna de sus empresas. Poco antes del asesinato de Guillermo de Orange los calvinistas habían terminado con la ficción que habían mantenido hasta entonces y que se explica dentro de las normas de fidelidad monárquica vigentes; la Decla­ ración de Independencia de 1581 sustraía las siete provincias del norte a la autoridad del rey de España; en adelante se organizarían como una repú­ blica federal bajo el mando o la dirección de un Statúder electivo que en adelante fue casi un patrimonio de la Casa de Orange. Antes de terminar el siglo las Provincias Unidas tuvieron representación diplomática y fueron reconocidas como estado independiente por Inglaterra y Francia. Cada vez se impuso más el nombre de Holanda para designar al conjunto porque esta provincia, gracias a su enorme desarrollo comercial y pesquero, a la construcción naval y a la bolsa de Amsterdam, apareció como el centro neurálgico del nuevo estado, el que proporcionaba los recursos necesarios para la interminable guerra y el pago de los mercenarios extranjeros. En vez de un motivo de ruina las hostilidades fueron allí impulso creador de riqueza.

A pesar de su obstinación, Felipe II comprendió que antes de morir debía dejar en orden los asuntos del norte. La continuación de la guerra con Francia no tenía sentido, y así se lo hizo comprender la diplomacia papal, que se esforzó mucho para que ambas potencias católicas pudieran unirse contra Inglaterra, enemigo principal. «Mientras españoles y fran­ ceses se disputaban ciudades, plazas, migajas de tierra, holandeses e ingle­ ses se apoderaban del mundo», dice Braudel. La conquista de las bocas del Escalda consumaba la ruina de Amberes en provecho de Amsterdam, el Mediterráneo y el índico quedaban abiertos a ingleses y holandeses. Por otra parte, a pesar del alto nivel de las llegadas de plata americana, en 1597 el rey de España había tenido que hacer una nueva suspensión de pagos. Había que hacer la paz por lo menos con uno de los tres adver­ sarios; como las negociaciones efectuadas en Boulogne con los britá­ nicos fracasaron se decidió a firmar con Francia la paz de Vervins (1598). Una paz blanca, ligeramente ventajosa para Enrique IV, que no por eso abandonaría sus designos antiespañoles. En 1601, al anexionarse la Bresse y el país de Gex, en la ruta más corta entre Milán y el Franco Condado obligaba a desviar la vital ruta entre Italia y Flandes; pero no se llegó a la ruptura abierta; ambos adversarios se observaron sin atacarse hasta el asesinato del rey francés en 1610. La solución para el problema de los Países Bajos resultaba más difícil. Reconocer la independencia de los sublevados parecía una afrenta al ho­ nor español y una traición a su misión religiosa. Felipe II eligió otro ca­

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mino: entregar Las provincias católicas a su hija Isabel Clara Eugenia y a su marido el archiduque Alberto de Austria. En teoría la solución era perfecta; se reconocía la personalidad política de los Países Bajos, se inte­ resaba a la rama austríaca de los Habsburgo en el problema a través de Alberto, se desligaba España de aquella costosa responsabilidad pero sólo en apariencia, porque España seguiría supliendo la insuficiencia militar de la Flandes católica y además se quería conservar allí una base ofensiva contra Inglaterra. La retirada era sólo aparente. Había además una cláu­ sula de reversión a España en el caso de que los archiduques no tuvieran sucesión, como así ocurrió. Flandes seguiría pesando todavía medio siglo sobre la política y las finanzas de España. Hacer un balance objetivo del reinado de Felipe II es imposible pues depende de las premisas ideológicas que se adopten. Koenigsberger opina que mientras el imperialismo carolino tuvo teóricos, como Gattinara y Guevara, el filipino careció de ellos; a falta de plan de conjunto se movió dentro de unas ideas básicas que trataban de adaptarse a las cambiantes circunstancias. Entre estas ideas fundamentales destaca tres: La defensa de la Monarquía contra los enemigos interiores y exteriores. La defensa de la Religión Católica. La administración de una justicia imparcial a los súb­ ditos (The statecraft of Philip II). El tercero de estos ideales fue el más logrado. Más tarde se recordaría con nostalgia en Castilla la época en que hasta los magnates más encumbrados temían a los representantes de la justicia real, la época en que un simple oidor de Granada llegaba a Se­ villa y ordenaba la ejecución de don Alonso de Girón, emparentado con la más alta aristocracia andaluza.

La defensa de la religión católica la aseguró en el interior de España concediendo un apoyo sin límites a la Inquisición, y lo mismo sucedió en Italia. Ayudó, aunque por medios que él no sospechaba ni quería, a que Francia permaneciera dentro del orbe católico. Fracasó en Inglaterra y dividió los éxitos y los fracasos en Flandes. En adelante habría un Flandes católico y otro protestante. Su tentativa de restaurar el catolicismo en Inglaterra fracasó totalmente. En conjunto mereció el epíteto que suele dársele de campeón de la Contrarreforma. La defensa de la Monarquía en el plano temporal tuvo éxitos y fracasos. En realidad, desde un punto de vista territorial cuantitativo el saldo es favorable: perdió las Siete Pro­ vincias pero verificó la anexión de Portugal y su imperio colonial, y el do­ minio español se extendió por nuevas regiones de América y por el Pací­ fico. Hablando en términos imperialistas los éxitos superaron a los reveses; pero esos éxitos se consiguieron a costa de una pérdida de la vitalidad cas­ tellana cuyas consecuencias aparecerían muy pronto.

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DOCUMENTOS VIAJES Y ALBERGUES EN LA INGLATERRA ISABELINA Con el desarrollo del comercio, de la explotación agrícola y de la prosperidad general los caminos estaban más frecuentados que nunca por caballeros y peato­ nes de todas clases que viajaban por necesidad o por placer. La costumbre medieval de las peregrinaciones había contribuido a dar a las gentes el gusto de los viajes y del turismo, que sobrevivió a la costumbre religiosa de visitar los sepulcros sagrados. Las aguas medicinales sustituyeron a los pozos mila­ grosos. Ya, como dice Camden, Buxton, en el lejano Derbyshire, era un lugar de reposo de moda para muchos nobles y caballeros que iban allí a beber las aguas y se alojaban en las bellas mansiones construidas por el conde de Shrewsbury para fomentar el desarrollo del lugar. Bath no conocía todavía su boga posterior porque, a despecho de la reputación de sus aguas, el lugar era sórdido e inconfortable. Las posadas de la Inglaterra isabelina tenían una manera peculiar de aco­ ger a los pasajeros. Fynes Moryson, que había experimentado la hospitalidad de los caminos de media Europa escribía de acuerdo con su experiencia:

«No hay en el mundo posadas como las de Inglaterra ni por la comida y la baratura ni por el agrado del servicio que se le ofrece al viajero, incluso en los lugares más pobres. Desde que un viajero penetra en ella se ve rodeado de atenciones, le toman el cabello y le dan de comer, mientras otro servidor conduce el huésped a su habitación y aviva el fuego y un tercero le quita las botas y las limpia. Entonces, el posadero o su mujer vienen a visitarlo; si quiere comer con ellos o en la mesa redonda con los demás la comida le costará seis peniques, y en algunos sitios sólo cuatro, pero esta costumbre no es propia de gentileshombres. Si quiere comer en su habitación encarga lo que prefiere y puede, incluso, ir a la cocina a ordenar lo que más le apetece, y cuando se sienta a la mesa el posadero o su mujer le hacen compañía o, si tienen muchos clientes, le hacen por lo menos una visita, y quedan muy agradecidos si les pide que se sienten. Durante la comida, sobre todo si tiene compañía, le ofrecen música que puede aceptar o rehusar, y si viaja solo los músicos lo saludarán con una alborada a la mañana... Si al marcharse da algunos peniques a la camarera y al caballerizo le desean un buen viaje.» Por desgracia, esta acogida tan cordial podía encubrir algún siniestro designio. Shakespeare nos ha mostrado el reverso de la medalla, y su testi­ monio es corroborado por los relatos de William Harrison, el cual alaba la comida, los vinos, la cerveza, la ropa escrupulosamente limpia de las camas y de la mesa, la tapicería que cubre los muros, la llave que dan de su habitación al viajero, el qual goza de una libertad que contrasta con el trato tiránico que experimentan los viajeros en el continente, pero los mo­ zos serviciales e incluso el jovial posadero eran, con frecuencia, cómplices de los bandidos. Antes de la época de los cheques y de los billetes de banco grandes sumas de oro y plata eran transportadas por carretera; los criados sopesaban los bagages del pasajero para adivinar el contenido y pasaban la información a sus compinches. La posada guardaba su buena reputación porque dentro de ella no se cometía ningún robo; los bandidos surgían unas millas más allá, en el camino. G. M. Trevelyan: Historia social de Inglate­ rra, capítulo VI.

RELIGIÓN Y POLÍTICA SIGLO XVI: ÚLTIMO TERCIO

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EL DUQUE DE ALBA CONCIERTA UNA PARTIDA DE ARCABUCES PARA EL EJÉRCITO DE FLANDES «Primeramente el dicho Jaques le Roy, mercader, se obliga de hacer y entregar en la villa de Amberes cinco mil cañones de arcabuz de hierro bueno y limpio, bien labrados. Los mil de ellos que tiren una pelota de una onza y los cuatro mil restantes a trece adarmes la pelota. Todos enca­ balgados en sus cajas de buena madera, con sus serpentinas, llaves, baguetas, rascadores, sacapelotas, moldes y las demás cosas necesarias para car­ gar y descargar y tirar los dichos arcabuces, y sus frascos (de pólvora) cubiertos de buen cuero y guarnecidos de hierros buenos y fuertes, de la bondad, peso, grandeza y talle conforme se la ha dado la muestra... Para que los dichos arcabuces se hagan tales y seguros como conviene al servicio de Su Majestad y que en ellos no haya fraude, se obliga el dicho Jaques le Roy a que todos los que dellos reventaren o descubrieren señal peligrosa para reventar, en término de seis meses después que los hubiere entregado los tornará a recibir y en su lugar entregará otros tantos buenos y a conformidad de la muestra. Para que lo susodicho haya efecto le mandaremos librar hoy en Fran­ cisco de Lejalde, pagador de este ejército dieciséis mil ciento cincuenta y tres escudos de a treinta y nueve placas cada uno, moneda de estos esta­ dos y treinta y tres placas más, que es la entera valor y precio de los dichos cinco mil arcabuces y sus pertrechos, conforme al asiento que con él se ha hecho, que se le pagarán por tercias partes, la primera luego de presente para que comience a hacer los dichos arcabuces, otra tercia cuando hubiere entregado la mitad de los cinco mil arcabuces, y la otra cuando los entregare todos a las personas que por nos fuere ordenado. Y porque los dichos arcabuces conviene que en breve tiempo se acaben de hacer, el dicho Jaques le Roy se obliga a los hacer y entregar dentro de seis meses, que se han de contar desde el día que se le pagará la primera tercia parte... Fecho en Bruselas a postrero de febrero de 1569 años. El duque de Alva.» (René Quatrefages: Los tercios españoles, apéndice 14.)

BIBLIOGRAFÍA EL IMPERIO FILIPINO Le Flem, J. P. y otros: «La frustración de un Imperio», tomo V de la Historia de España dirigida por Tuñón de Lara, con amplia bibliografía, a la que remi timos, así como las que figuran en las obras generales sobre los Auslrias de Elliott, J. H., y Domínguez Ortiz, A. Sólo haremos notar que, por extraño que

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parezca, no existe una obra de conjunto realmente completa y satisfactoria sobre Felipe II y su reinado.

Thompson, I. A. A.: Guerra y decadencia en ¡a España de los Austrias, Barce­ lona, 1981. FRANCIA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI

Lapeyre, H.: Las monarquías europeas del siglo XVI, colección «Nueva Clio», tomo 31. Davis, R.: «La Europa Atlántica desde los Descubrimientos hasta la Industria­ lización», Historia Universal, Siglo XXL Elliott, J. H.: Europa dividida, 1559-1598. Babelon, J. P.: Henri IV, París, 1982. Imhof, A.: Der Friede van Vervins, 1966. Livet, G.: Las guerras de religión, Barcelona, 1971. Jacquart, J.: La France du milieu du XV siècle à la fin du XVI‘, Paris, 1966. Mandrou, R.: Introduction a la France moderne. 1500-1640, Paris, 1961. INGLATERRA

Caren, L. y Braure, M.: L'évolution politique de l'Angleterre moderne, 14851660, col. «Evolución de la Humanidad», 1960. Zeller, M. H.: Elisabeth I, reine d’Angleterre, Paris, 1953. Stone, L.: The crisis of the Aristocracy, 1558-1641, 1965. Wernham, R. B. y otros: Before the Armada: The Growth of English Foreign Policy, 1458-1588, 1966. Andrews, K. R.: Elizabethan privateering, sobre el corso británico en 15851603, Cambridge, 1964. Mattingly, G.: La Armada Invencible, Barcelona, 1961.

LOS PAÍSES BAJOS Pirenne, H.: Histoire de la Belgique, tomos III y IV. Parker, G.: The Dutch Revolt, Londres, 1977. Parker, G.: Spain and the Netherlands, 1559-1659. Ten studies, 1979. Essen, L, van der: Alexandre Farnese, Bruselas, 1933-1939. Essen, L. van der: El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659. Quatrefages, R.: Los tercios españoles, 1567-1577, Madrid, 1979.

CAPITULO XII

LA PENINSULA IBERICA EN EL SIGLO XVI. PROBLEMAS INTERNOS. Para los dos Estados peninsulares el siglo xvi fue de importancia funda­ mental, en el orden interno y externo. Los límites cronológicos no coin­ ciden con exactitud para las vicisitudes del reino portugués, en el cual la fecha de 1580 señala un hito importante: un rey castellano sustituye a su dinastía nacional por extinción de la rama principal; pero también la sus­ titución de Felipe II por Felipe III, coincidente con un cambio de coyun­ tura, tuvo para el reino lusitano consecuencias importantes. Expuestos en capítulos anteriores los hechos que configuran la trama esencial de la política internacional, vamos a sintetizar los rasgos estruc­ turales sin perder de vista que la interrelación entre unos y otros fue muy estrecha. 1.

EL MARCO INSTITUCIONAL ESPAÑOL

Al morir en 1504 la reina Isabel se disolvió el vínculo que mantenía uni­ das las coronas de Castilla y Aragón; en su testamento, Isabel nombraba heredera a su hija Juana, cuya incapacidad mental era previsible. El for­ cejeo entre su padre, don Fernando, y su marido, Felipe de Borgoña, por ejercer un poder que ella no estaba capacitada para asumir, se resolvió a favor del segundo por la malquerencia de la mayor parte de la nobleza de Castilla, deseosa de sacudir un yugo que encontraba pesado. Don Fernan­ do, convencido de que su papel en Castilla había terminado, casó por se­ gunda vez, con Germana de Foix, buscando un acercamiento con Francia, y emprendió un viaje a Italia. La muerte inopinada de su yerno y la agra­ vación definitiva del estado mental de su hija le devolvieron el dominio sobre Castilla. En realidad, lo que ejercía era una regencia en nombre de su nieto Carlos de Gante, mas no por ello su poder era menos absoluto, ya lo ejerciera directamente, ya por intermedio del cardenal Jiménez de Cisne

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ros, arzobispo de Toledo, gobernador del reino en sus prolongadas ausen­ cias. Lo único que le interesaba de Castilla era que contribuyese a sus pla­ nes de política exterior, y que la alta nobleza, todavía plena de resquemo­ res y añoranzas, respetara su autoridad y no recomenzara sus tradiciona­ les banderías e insolencias; por ello castigó con un rigor que entonces pa­ reció excesivo, al sobrino del Gran Capitán, culpable de haber promovido disturbios en tierras cordobesas. Casi al fin de su vida incorporó el reino de Navarra, que había quedado incrustado entre formaciones políticas muy superiores, dividido entre sus opuestas atracciones y paralizado por sus diferencias internas. Con el res­ paldo moral que le prestó su aliado el Papa Julio II, enemigo de Francia, y la ayuda del bando pro castellano de los beamonteses, Fernando se apo­ deró del reino navarro, excepto una pequeña parte que quedó en poder de Francia (1512). Así se completó la unidad española; unidad, sobre todo, en función de la política exterior, que dejaba intactas Las atribuciones de los antiguos reinos. Si en éstos se produjeron cambios, que en los.reina­ dos siguientes llegaron a ser profundos, no fue en función de una unidad es­ tatal todavía incompleta sino del reforzamiento de la autoridad real y de los sacrificios que exigía su política internacional. Por estas fechas era la nobleza castellana la que llevaba con más im­ paciencia este reforzamiento de la autoridad monárquica; lo mismo al pro­ ducirse el alejamiento temporal de don Fernando, que a su muerte y du­ rante la breve regencia de Cisneros (1516-17) hubo alteraciones nobiliarias de poco alcance, porque los más comprendían que los tiempos en que se obtenía provecho combatiendo a la Corona habían pasado. Era preciso ahora conciliarse su favor, ponerse a su servicio, y estos servicios fueron ampliamente remunerados. En la Corona de Aragón, a las antiguas luchas partidistas habían sucedido el cansancio y el apaciguameinto; nada tenían que temer los reyes de su aristocracia. Los bandos que aún subsistían eran puramente personales y el bandolero llegó a descalificarse y conver­ tirse en mero problema de policía rural.

La coronación de Carlos de Gante como rey de los diversos reinos de España y, poco después, como emperador alemán, no modificó de manera formal el marco institucional preexistente. Sin embargo, de hecho se pro­ dujeron por vía indirecta transformaciones de cierta entidad, sobre todo en Castilla. En Andalucía, que dentro de Castilla tenía rasgos peculiares, la nobleza, escasa pero elevada, influyente y apoderada del gobierno de las ciudades, se alarmó ante el movimiento de las Comunidades, que surgió en Castilla propiamente dicha. En dicho movimiento confluyeron varios fac­ tores: xenofobia ante la presencia de los rapaces flamencos que formaban el séquito del joven e inexperimentado soberano; temor a las complica­ ciones que para Castilla surgirían a consecuencia de su inserción en un im­ perio de pretensiones universalistas, reacción defensiva de las libertades municipales amenazadas y, en extensas áreas campesinas, un movimiento antiseñorial que alarmó a la nobleza y la apartó del movimiento, deter­ minando su fracaso (Villalar, 1521).

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Es probable que fueran estas tendencias sociales las que incitaran a las oligarquías urbanas reunidas en La Rambla (Córdoba) a unirse para mantener las tierras andaluzas en situación de alejamiento hostil al movi­

miento comunero, contribuyendo así a su caída.

En cambio, en Valencia el relativo vacío de poder creado por la marcha de Carlos a Centroeuropa dio origen a un movimiento popular (Germa­ nas ) cuyo significado no fue político sino social; expresión del descontento del proletariado y aun de las clases medias urbanas contra la nobleza; a diferencia de Castilla podía ésta contar con la sumisión de sus vasallos is­ lámicos, y por ello, mezclando las motivaciones religiosas con las sociales, los agermanados los obligaron a recibir el bautismo so pena de muerte. Lo mismo que las alteraciones castellanas, las del reino de Valencia, que se extendieron también a Mallorca, fueron reprimidas por las fuerzas fieles a Carlos; eran las que identificaban la fidelidad al monarca con el manteni­ miento de una sociedad de privilegios. La lección fue dura y de efectos per­ manentes; en adelante, cada revuelta suscitará la desconfianza inmediata de los privilegiados, aunque ellos se sintieran también agraviados por la tendencia del poder real a intensificar y ampliar el área de sus compe­ tencias. En Castilla las consecuencias de las comunidades fueron de especial intensidad; no hubo ningún intento en adelante de resistir por la fuerza los mandatos reales; sólo se registraron incidentes aislados duramente re­ primidos, y no volvió a darse un acuerdo entre los distintos estamentos para formar un frente de oposición. La razón de esta falta de acuerdo era simple: los reyes querían incrementar sus recursos haciendo contribuir a los privilegiados, política que a éstos parecía mal pero que los miembros del Tercer Estado, o sea, el 90 por 100 de la población aplaudían como un avance hacia la justicia fiscal. En 1538 Carlos V planteó a las Cortes reu­ nidas en Toledo la necesidad de pagar un impuesto sobre los mantenimien­ tos que recaería sobre todos los vasallos sin distinción; ante la oposición de los representantes de la Nobleza y del Clero desistió, pero en adelante no volvió a convocarlos, y las Cortes de Castilla se compusieron, en ade­ lante, de sólo 36 procuradores, dos por cada una de las 18 ciudades con voto en Cortes. La representatividad de estas asambleas, que era ya muy baja, descendió aún más, y también su capacidad para resistir ios hala­ gos y presiones del gobierno. En adelante votaron con escasa resistencia los nuevos impuestos, a cambio de mercedes individuales. Funcionaron tam­ bién las Cortes como transmisoras de las aspiraciones de las oligarquías urbanas, que unas veces coincidían, y otras no, con la voluntad de la ma­ yoría del país. La Corona accedió muchas veces a sus peticiones, y muchas de ellas se convirtieron en leyes, pero también contestó con gran frecuen­ cia en forma dilatoria («en esto se irá mirando») o negativa («no conviene se haga novedad»). La independencia de los municipios castellanos también disminuyó mucho; siguieron teniendo amplísimas atribuciones de orden local y por ello sus cargos eran muy codiciados. Los reyes sacaron partido de esta apetencia para vender cargos de regidores, jurados, escribanos, et­ cétera, con lo que disminuyó cada vez más su carácter representativo y

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popular. Sólo se conservó, en parte, en las municipios pequeños. Unos y otras tenían que someter sus ordenanzas a la aprobación del Consejo de Castilla, máximo responsable del orden interior, sin el cual no podían to­ mar ninguna decisión de alguna importancia. Los señoríos se mantuvieron, e incluso se crearon otros nuevos por Car­ los V, y Felipe II a expensas de los pueblos de señorío episcopal o de Ór­ denes Militares. Pero ya todos los señores, antiguos y modernos, habían renunciado a cualquier veleidad política y sólo veían en el señorío una fuente de prestigio y de ganancias. El Estado les garantizaba su disfrute contra el extendido malestar de los vasallos; los tribunales reales evita­ ban los peores abusos, juzgaban en apelación las causas pero en cuanto los pleitos intentados para que los pueblos revertieran a la Corona sólo en muy contados casos tuvieron éxito. El sometimiento de los municipios y los señoríos explica de qué forma, contando con una maquinaria burocrática muy reducida, pudieron los re­ yes españoles de la Casa de Austria controlar eficazmente el país. Nombra­ ban el alto personal de los consejos, chancillerías y audiencias y, por me­ dio de ellos, se servían de las autoridades municipales y señoriales como agentes secundarios sin necesidad de costearlos. Así la Castilla del siglo xvi, siguiendo las vías trazadas por los Reyes Católicos, llegó a ser el más com­ pleto de los grandes Estados modernos. Lo demuestra, entre otras cosas, la relativa perfección y abundancia del material estadístico que reunieron.

A pesar de los precedentes españoles e italianos, esta maquinaria per­ fecta no hubiera estado a punto de no contar con los dos primeros Habsburgo, dotados de altas cualidades personales. Carlos V no se interesó mu­ cho por los problemas de orden interno; contó, en cambio, con colabora­ dores eficaces, y suplió la falta de un órgano de gobierno conjunto con una actividad viajera incansable, que, sin duda, aceleró su desgaste físico y precipitó su muerte. Su hijo Felipe tuvo también acierto para escoger bue­ nos colaboradores sin concederles por ello demasiada autoridad. Sus gus­ tos eran sedentarios; sustituía el conocimiento directo de los problemas por la visión siempre deformada que de ellos dan los documentos escri­ tos. Fue un burócrata nato, y no es casualidad que los documentos de los grandes archivos nacionales registraran enormes incrementos durante su reinado. Se imponía la creación de una capital, y el lugar elegido fue Ma­ drid, tal vez por su proximidad a El Escorial, su residencia predilecta. El paisaje austero y el genio castellano se acomodaban bien al carácter intro­ vertido del monarca. Por inercia, la capital ya no se movió de Madrid, y este hecho tuvo grandes consecuencicas. Aunque las instituciones de auto­ gobierno de los demás reinos que formaban la inmensa Monarquía perma­ necieran invariables, el hecho de que Madrid fuera la residencia del rey y la sede de los consejos, incluso de los no castellanos (Indias, Italia, Flandes) dio la impresión en el Extranjero de que la Monarquía estaba regida por españoles, y en España de que lo estaba por castellanos; lo que era cierlo sólo en parte, pues fueron muchos los nobles de otras procedencias que ostentaron elevados careos.

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Mientras en Castilla ocurrían estas profundas transformaciones insti­ tucionales, en la confederación catalanoaragonesa las cosas apenas cam­ biaron. EL alejamiento de los reyes, su menor dinamismo, el convencimien­ to de que no se podría sacar de ella tantos recursos como podía ofrecer Castilla, el apego a sus antiguas instituciones torales eran motivos para no innovar nada. Cataluña se mantuvo quieta; en Valencia y Baleares el movimiento de las comunidades no determinó ningún cambio en el De­ recho público. Siguió habiendo un virrey en Valencia, lo mismo que en Cataluña y Aragón, y unas Cortes, mucho más representativas que las de Castilla, porque siguieron concurriendo delegados de los tres estamentos, y eran muchas las ciudades y villas que tenían derecho a enviarlos. El mu­ nicipio mantuvo su estructura tradicional; la presión fiscal se mantuvo mu­ cho más reducida que en Castilla. Ni siquiera el sangriento episodio de Antonio Pérez fue aprovechado por Felipe II para alterar la situación vi­ gente. Aragón seguía separada de Castilla por una frontera, y cuando el infiel secretario, tra shuir de su prisión, la hubo atravesado, pudo considerarse a salvo. Al acogerse al tribunal de Justicia de. Aragón, legalmente no podía ser perseguido por ninguna otra jurisdicción. Felipe II pensó salvar el obstácu­ lo sirviéndose del tribunal de la Inquisición, estrechamente sometido a la autoridad real. La reacción del pueblo aragonés, ante aquel ataque a sus fueros, fue violenta; Antonio Pérez, liberado de la cárcel inquisitorial, huyó a Francia. El Justicia Mayor Lanuza, que intentó resistir a las tropas reales, fue decapitado, pero los fueros aragoneses conservaron su vigencia, con modificaciones no sustanciales (1591).

2.

CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO Y ECONÓMICO

A pesar de la falta de estadísticas globales, todos los indicios apuntan hacia una demografía estacionaria en la época de los reyes Católicos; la tendencia al aumento se hallaba frenada por causas políticas: expulsión de judíos y musulmanes, condena y huida de judaizantes, unidas a causas na­ turales: persistencia de las crisis epidémicas, entre las que fue terrible la de 1507-1508. Muy extensa también y, como la anterior, acompañada de grave escasez de alimentos, fue la de 1521; entre ésta y la de 1580 se ex­ tienden seis decenios entrecortados por crisis de menor intensidad que no impidieron un aumento demográfico de gran importancia. Es probable que se pasara de poco más de seis millones de habitantes a cerca de ocho. Los últimos años del siglo fueron de crecimiento moderado o estancamiento, y con la invasión epidémica de 1597-1601 se cierra el ciclo positivo, con una ganancia que tal vez superó el 30 por 100, porcentaje excepcional dentro de los patrones de la demografía antigua. Es posible que la tasa de incremento fuera aún mayor en las ciudades. Aunque la población urbana era en alto grado minoritaria respecto a la rural, su significación socioeconómica y política era muy grande. Su alio índice de crecimiento se relacionaba con una serie de hechos concomitan­ tes: favorable coyuntura económica, con desarrollo de los sectores secuu

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daría y terciario; tendencia de los nobles y grandes propietarios rurales a trasladarse a la ciudad; incremento de la burocracia estatal y municipal, etcétera. Las zonas más urbanizadas eran dos: Castilla desde Burgos hasta Toledo y Andalucía. La primera heredaba la primacía político-económica de Castilla en la Baja Edad Media, pero declinó sensiblemente a lo largo del siglo xvi, mientras crecía vigorosa el área andaluza gracias a la repobla­ ción de las antiguas comarcas fronterizas y al enorme impulso que supuso la colonización de América. La combinación de la capitalidad de la Baja Andalucía, que se iba perlilando como la zona de más rica agricultura, y el monopolio del tráfico americano elevó la población de Sevilla de 45.000 habitantes en 1500 a más de 120.000 en 1600, lo que la situó entre las ciudades más populosas de Europa. En la Castilla del siglo xvi no había ciudades de tal tamaño; Bur­ gos, en el apogeo de su prosperidad, no pasó de 20.000 habitantes, y en el último tercio del siglo inició una rápida y profunda caída. Valladolid se defendió mejor, y el traslado de la Corte durante los años iniciales del xvn retrasó su inevitable decadencia. El caso de Toledo fue más dramático; a fines del xvi aún conservaba casi 60.000 almas, pero luego la atracción de Madrid y el declive de su industria sedera la redujeron a la tercera parte. En las regiones orientales, Valencia era la tercera ciudad de España y, tras la expulsión de los moriscos de Granada, la segunda, aventajando a Barcelona, que arrastraba una etapa de marasmo. En Aragón, la superio­ ridad de Zaragoza fue siempre indiscutible.

Las migraciones interiores eran intensas. Aparte de los movimientos es­ tacionales determinados por el ritmo de las cosechas había otros de caráccter definitivo determinados por el atractivo que las tierras ricas y poco pobladas del sur ejercían sobre las poblaciones del norte y por los vacíos que dejaban las frecuentes y mortíferas epidemias. La presencia de vascos, cántabros, asturianos y gallegos en Andalucía se intensificó en esta época. Las oportunidades de empleo y los altos salarios atrajeron también una in­ migración extranjera muy variada, que abarcaba desde poderosos merca­ deres hasta jornaleros y mendigos, muchos de los cuales se camuflaban como peregrinos a Santiago, según describe el conocido episodio de Ricote, el morisco que regresa disimulado entre peregrinos alemanes, des­ crito por Cervantes en El Quijote.

La producción agraria fue estimulada por el crecimiento demográfico. En comparación con la demanda causada por 1,5 a 2 millones de habitan­ tes adicionales, la de los 150.000 americanos (no serían más los que consu­ mían productos europeos) era poca cosa, aunque en el área de la Baja An­ dalucía impulsara un incremento del olivar y, sobre todo, del viñedo. Sin embargo, la principal responsabilidad del aumento del área vitícola en el conjunto peninsular fue un incremento de la demanda que encontró in­ mediata respuesta porque el viñedo era más rentable y menos sujeto a las Hacinaciones climáticas que los cereales. El cultivo cerealista siguió siendo, no obstante, el más extendido. Como la productividad permaneció cslaeionada en unos niveles muy bajos hubo que extender el área cultivada

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a terrenos marginales, roturar bosques y disputar a la Mesta las zonas de pastos. Los resultados fueron insuficientes, y ello, combinado con una serie de malos años agrícolas y los defectuosos sistemas de almacenamiento y transporte, causó, a partir de 1580, como en toda la cuenca mediterránea, crisis alimenticias sólo en parte resueltas con importaciones de trigo del Báltico. Es probable que estas dificultades estén relacionadas con el final del gran empuje demográfico de los decenios centrales de aquel siglo. Un rasgo notable de la economía española del Antiguo Régimen fue la escasa importancia de las explotaciones mineras; el cobre se importaba, el hierro apenas se extraía más que en Vizcaya, entre los metales preciosos únicamente la plata conoció el episodio brillante pero fugaz de las minas de Guadalcanal. Había una modesta extracción de azufre y plomo; sólo el mercurio de Almadén experimentó un crecimiento sustancial por la gene­ ralización en América de la técnica de la amalgama para el laboreo de los minerales argentíferos.

Otro sector primario que no alcanzó el debido desarrollo fue la pesca. En las costas andaluzas, salvo las pesquerías del atún, se manifestó una re­ gresión por el peligro que representaban los piratas. En el norte las pes­ querías fueron más activas. La sardina fue siempre un recurso importante para Galicia; en las costas cantábricas también se practicó la pesca de al­ tura, destacando la del bacalao en aguas de Terranova. Sin embargo, la tendencia era decreciente, y las importaciones de pescado salado aumen­ taban.

Salvo raras excepciones, la industria se mantuvo a nivel de artesanía; fue el siglo xvi el del gran empuje de la ordenación gremial, con todas sus virtudes y defectos. Sólo en ciertos sectores restringidos puede hablarse de establecimientos industriales, casi siempre en el ámbito textil, donde se impuso la capacidad económica de los mercaderes-fabricantes, que re­ dujeron a dependencia a los maestros agremiados y combinaron su pro­ ducción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el binomio Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área ur­ bana; caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más típico de ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proleta­ riado urbano fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre. Hay que mencionar también el auge de ciertas artesanías situadas en el límite indeciso entre la obra artesanal y la artística (talla, platería, pintura, cue­ ros repujados, tapices) que respondían a la gran demanda de artículos sun­ tuarios para iglesias y mansiones señoriales.

Paralelo a este florecimiento industrial fue el crecimiento de una bur­ guesía mercantil, en buena parte de origen judeoconverso, que empalmaba con la que ya en la Baja Edad Media había animado centros viejocastcllanos como Burgos y Medina del Campo. En el xvi continúa esta tradición, se insinúa incluso en el dominio de las finanzas estatales con figuras como Rodrigo Dueñas, banquero de Carlos V, y Simón Ruiz, que hizo préstamos a Felipe II, pero las expectativas se truncaron por motivos variados y acer ca de cuya importancia relativa se discute; influyó mucho el efecto negn

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tivo de las guerras con Inglaterra y Holanda; varios de los más conocidos hombres de negocios desviaron entonces su actividad hacia la región an­ daluza, que, además de su propia riqueza, servía de plataforma para los negocios con América. Otro factor relacionado con el anterior fue la cre­ ciente fiscalidad, sobre todo tras el desastre de la Invencible (1588) y la implantación de un impuesto sobre artículos de primera necesidad, llama­ do de Millones, que no cesaron de ser denunciados como desastrosos y que, en opinión de Modesto Ulloa, produjeron la descapitalización de la economía castellana. Factores psicológicos también intervinieron, retra­ yendo de los negocios a todos los que aspiraban al ennoblecimiento. Estas consideraciones no afectaban a los mercaderes y financieros ex­ tranjeros, sobre todo a los genoveses, que fueron los grandes beneficia­ rios de la alianza con España. Su presencia en ella era antigua; ya desde la Baja Edad Media había genoveses comerciando en Castilla y hasta en el reino islámico de Granada; pero en el siglo XVI su presencia se intensificó; desbancaron a sus concurrentes alemanes en el papel de banqueros regios; es lógico que su actuación provocara rechazo y protestas; en la literatura popular aparecen con colores apenas menos sombríos que los judíos; las Cortes protestaron del monopolio que pretendían en variados terrenos, por ejemplo, la exportación de lanas. Él mismo Felipe If intentó, con la quie­ bra estatal de 1575, sustituirlos con banqueros españoles, pero sólo consi­ guió introducir una gran perturbación en las finanzas reales y en todos los mercados y circuitos monetarios de Europa; superada la crisis, los geno­ veses volvieron, más poderosos que nunca. Esta dependencia exterior no fue sino uno de los aspectos del fracaso de la burguesía castellana, evi­ dente ya en el último tercio del xvi; su repliegue hacia las inversiones tranquilas, en deuda del Estado (juros) y en tierras repercutió de manera decisiva en el futuro de la economía hispana y en los cambios en la es­ tructura social. 3.

PERMANENCIA Y CAMBIOS EN LAS ESTRUCTURAS SOCIALES

La teoría, de origen medieval con resonancias clásicas, sobre la es­ tructura que debía tener toda sociedad bien constituida, permaneció inmu­ table. No se diferenciaba de modo sustancial de la que regía en los códi­ gos de otras naciones occidentales; debía haber una nobleza dotada de ciertos privilegios; la cualidad de noble se transmitía por la sangre, pero también podía ennoblecer el rey atendiendo a méritos y servicios, que se suponía fueran de orden militar, aunque cada vez más, se concedieron por servicios administrativos, e incluso por dinero. No abusaron tanto de esta facultad los reyes de España como los de Inglaterra y Francia, por ejemplo.

La jerarquía nobiliaria abarcaba una gama muy extensa y con varian­ tes de unos países a otros. En Castilla ocupaban el puesto superior los grandes, cuyo número fijó Carlos V en veinticinco; este número creció has­ ta alcanzar el centenar en 1700, si bien las antiguas casas: Infantado, Alba, Velasco, Medinaceli, Medinasidonia, siguieron siendo las más ricas y prestí­

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as. Seguían los títulos, también en número creciente: condes y marses, pues Los duques tenían todos, automáticamente, la condición de □des. Los caballeros formaban una especie de clase media urbana; mus de sus miembros se beneficiaban del monopolio de los cargos muñi­ rles de las principales ciudades, lo que les proporcionaba muchas oca­ les de enriquecimiento. Por último estaban los hidalgos, muy numerosos el norte, hasta formar en Asturias y Cantabria la mitad de la población; cho menos, pero con cifras todavía elevadas, en Galicia y tierras cen­ íes, y muy escasos al sur del Tajo; en Andalucía pueblos de miles de litantes no tenían hidalgos o sólo media docena de familias. En cam, en esa mitad sur ciudades como Sevilla, Córdoba, Jerez, Baeza, Übeda, ijillo y otras presentaban elevadas concentraciones de títulos y cabaros. En los países que integraban la Corona de Aragón el sistema era el mis>, aunque con algunas variantes; la principal, la existencia de una clase origen mercantil, intermedia entre la verdadera nobleza y el Estado neral: los ciudadanos honrados, una clase rica e influyente en los grans municipios comerciales, y más que en ninguno en el de Barcelona, don: dominaban en la Generalidad y el Consejo de Ciento. En Vizcaya y tipúzcoa la estratificación social escapaba a las normas habituales; sus ibitantes originarios (allí la distinción entre el vecino y el simple residenera muy marcada) obtuvieron el reconocimiento de la hidalguía general; ) así en Álava, más cercana al modelo castellano. En conjunto, había en España un diez por ciento de nobles, pero esta ledia es ilusoria, pues resulta de la superposición de una zona norte dont nobleza era casi general y otra sur en la que era una cualidad rara.

El estamento eclesiástico siguió conservando su jerarquía propia y tam­ bién conservó, a través de todos los cambios, su aprecio legal y social; inluso lo aumentó, al reformar sus costumbres y al situarse en muchas ocaiones en una postura populista frente a exigencias estatales desmesúra­ las. Conservó también, por su radical conservatismo, todas las anomalías reredadas, las infinitas situaciones de excepción y privilegio y, lo que re;ultaba más chocante por su injusticia, la tremenda desigualdad en el re­ harto de las rentas, que hacía vivir a unos en la abundancia superflua y a >tros en una estrechez rayana en la miseria. Estos contrastes no se daban ;olo comparando el alto y el bajo clero; dentro del episcopado, el arzobis­ po de Toledo tenía rentas cuarenta o cincuenta veces mayores que los jbispos de Guadix, Albarracín o Mondoñedo. Había parroquias con veinte :eligreses y otras con veinte mil, abadías riquísimas y conventos cuyos mo­ cadores apenas tenían lo necesario para no morir de hambre. Fuera por egoísmo o por rutina, no se intentó poner remedio a esta situación. El Estado General o Llano, era llamado también de los buenos hombres cecheros (de pecho, tributo). Si los nobles eran el 10 por 100 de la pobla­ ron y los eclesiásticos, con los familiares que compartían sus privilegios urídicos, el 3 por 100, todo el resto constituía el Estado General. En él ¡staban confundidos el terrateniente y el peón agrícola, el rico mercader

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y el buhonero. Lo único que tenían de común era el no pertenecer a las clases privilegiadas, pero dentro de él Las distinciones de clase eran muy marcadas.

Si la teoría de la sociedad jerárquica permaneció inmutable, la realidad impuso una acomodación a los cambios, sobre todo económicos. Estos cambios se observaron con más fuerza en las zonas dinámicas, las grandes ciudades,. Andalucía entera y algunas comarcas centrales de Castilla; en ellas la capilar!dad social era fuerte, los nuevos ascendían a la hidalguía por variados medios, compraban cargos municipales y estatales, enlazaban con viejas familias aristocráticas, recibían y asimilaban inmigrantes. Entre estos inmigrantes había bastantes hidalgos pobres del Norte, no pocos de los cuales acababan por perder la condición de tales y quedar confundidos en la masa pechera. La mezcla de la vieja nobleza con la nueva aristocracia del dinero constituyó, de un lado, las oligarquías urbanas, de otro, en el ámbito rural, los poderosos, que fueron los que patrocinaron las exencio­ nes de los lugares y su conversión en villas con gobierno autónomo, con­ trolado por ellos.

Dentro de un marco jurídico inmutable, el clero también experimentó cambios, sobre todo el regular. Las antiguas órdenes monásticas se limi­ taron a mantener sus efectivos; en cambio, las órdenes urbanas: domini­ cos, franciscanos, agustinos, etc., así como las que se crearon nuevamente en el siglo xvi, los jesuítas sobre todo, reclutaron con facilidad nuevos miem­ bros porque su ideal de servicio a la comunidad estaba más acorde con la mentalidad de los nuevos tiempos, y el apoyo de particulares y munici­ pios era mayor. El incremento de fundaciones, muy fuerte hasta el primer tercio del siglo xvn, llegó a preocupar a las órdenes antiguas, a las Cortes y al Estado. Pero no fueron las cortapisas legales las que pusieron trabas eficaces a su expansión, sino el agotamiento del impulso espiritual y la crisis económica, hechos que se sitúan fuera ya de los límites cronológicos de este capítulo. 4.

PECULIARIDADES DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA

Los rasgos antes descritos encuentran analogías en otras sociedades oc­ cidentales; pero hay otros que son específicos de España. La sociedad hispa­ na, en conjunto, aunque jerárquica no dejaba de tener ciertos aspectos de­ mocráticos por la comunidad de ideas y sentimientos básicos (honor, reli­ giosidad) y por cierta llaneza de trato que suavizaba las diferencias; la fami­ liaridad entre amos y criados, entre ricos y pobres se aprecia a través de las obras literarias y llamaba la atención de los extranjeros. En cambio, fuera de los límites de la sociedad reconocida estaban, no solamente los hors la loi que existen en cualquier época y en cualquier parte, sino cate­ gorías enteras de personas; cincuenta mil esclavos y trescientos mil moris­ cos. Judíos, o más bien, criptojudíos, seguía habiendo, si bien en pequeñas cantidades; muchos conversos, descendientes de antiguos judíos, más o menos mezclados con cristianos viejos; también a ellos les alcanzaban las

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las discriminatorias que les impedían alcanzar determinados cargos lores, pero no formaban una minoría coherente como los moriscos, en general, tenían voluntad de integración, participaban, gracias a su dinamismo, de las corrientes de ascenso social y, en gran mayoría, iguieron hacer olvidar, más pronto o más tarde, su origen. ontra ellos iban dirigidos principalmente los estatutos de limpieza de re, un rasgo completamente hispánico; en todos los países existían, en la oficial o privada, informaciones para probar la nobleza de sangre, sólo en España se hacían pruebas para demostrar la ausencia de sanislámica o judía. Los estatutos, nacidos en Toledo a mediados del sixv, se extendieron paulatinamente a toda España, abarcando primero rminadas órdenes religiosas, luego, muchos cabildos catedralicios, Or­ es Militares, Inquisición y otras corporaciones. Con el tiempo, incluso nios de menestrales exigieron para poder ingresar en ellos que el canito superase tales pruebas. Nunca constituyeron una ley general del ado; no se les pidió a los obispos, ni a los funcionarios, pero de forma raoficial se tenían muy en cuenta los antecedentes de cada uno, y a en no tuviera sangre limpia le era muy difícil (pero no imposible) abrirpaso a los altos honores. La batalla de los estatutos quedó decidida indo Paulo en 1555 y Felipe II el año siguiente sancionaron el estatuto Toledo, impuesto, contra tremendas resistencias, por el arzobispo Marez Silíceo. Desde entonces, los ataques frontales a los estatutos fueron ¡tituidos por los esfuerzos sinuosos hechos por los afectados para esqui­ cios. En cambio, los moriscos se presentaban como una minoría compacta, nsciente de su identidad y orgullosa de ella; sólo en algunas limitadas munidades residentes en Castilla se estaba produciendo un comienzo i asimilación. Los 125.000 moriscos valencianos y los 70.000 que residían i Aragón formaban comunidades rurales con una modesta clase media ; tenderos, artesanos, médicos-curanderos y alfaquíes; estos últimos, a lás de impartir secretamente los ritos del Islam, trataban de perpetuar 1 conocimiento, cada vez más debilitado, de la lengua morisca. En el eino de Granada permanecieron, tras la conquista cristiana, más de la aitad del medio millón de musulmanes; este número quedó bastante reduido tras el levantamiento de 1501, seguido de conversión forzosa. Bastanes moriscos huyeron a tierras norteafricanas desafiando las prohibiciones, i veces aprovechando incursiones de los piratas.

La situación de aquella minoría se hacía cada vez más difícil frente a jna población cristiana vieja que deseaba sus tierras, que los trataba con dureza y que invocaba los motivos religiosos para justificar su actitud, darlos V visitó Granada en 1526, se dio cuenta del problema y lo abordó con aquel talante de tolerancia que mantuvo hasta que la gravedad de la amenaza protestante le convirtió, en sus últimos años, a la más ro­ tunda intransigencia. A falta de una solución, que no existía, trató de sua­ vizar el problema morisco por medio de una moratoria de cuarenta años, durante los cuales podrían usar sus vestidos, lengua, costumbres, todas

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sus señas de identidad cultural salvo La religión mahometana. Se esperaba lograr así una paulatina asimilación, que sólo se produjo en muy pequeña escala, por el apego de los moriscos a su cultura y por la barrera que levantaba frente a ellos la dureza y la intransigencia de Los cristianos vie­ jos. La Inquisición, aunque tenía órdenes de proceder con benevolencia, cada vez procedió con más rigor. Las autoridades civiles tampoco actuaban con imparcialidad; solamente los marqueses de Mondéjar, que ostentaban el cargo de capitanes generales, mostraron un poco de comprensión hacia la población morisca. Al cumplirse los cuarenta años de plazo Felipe II se negó a prorrogarlo, las tensiones se agravaron, a la vez que sobre la producción y comercio de la seda, una de las hetividades básicas de los moriscos, se abatía una fuerte crisis. Todas estas causas conjuntas determinaron la sublevación de 15681570 en la que se cometieron grandes crueldades por ambas partes. Los moriscos supervivientes, poco más de ochenta mil, fueron desterrados y distribuidos por ciudades y pueblos de Andalucía occidental y Castilla; unos pocos millares consiguieron permanecer hasta la expulsión general de 1610. Gran parte del territorio del reino de Granada quedó devastado; hubo una repoblación con colonos cristianos, pero muchas aldeas y luga­ res desaparecieron para siempre.

La revuelta de los moriscos granadinos no halló eco en Valencia y Ara­ gón. No obstante, se sabía que su descontento era grande, que algunos estaban en connivencia con los piratas y que ansiaban una ayuda exterior, ya fuera de potencias islámicas o protestantes. El peligro no era ilusorio, pues en la guerra de Granada habían combatido algunos destacamentos turcos, y en el interior de la Península había pocas tropas entrenadas. Fe­ lipe II, en 1580, estuvo a punto de decretar la expulsión total, pero se con­ sideró que las pérdidas materiales serían grandes, sobre todo para algunos grandes señores valencianos y aragoneses. Las esperanzas de llegar a una evangelización más efectiva no se habían desvanecido. En bastantes ocasio­ nes se dieron normas para formar un clero especialmente preparado para esta tarea sin que llegara a alcanzarse una real eficacia. Estas alternativas de esperanzas y de rigores llenaron los últimos años de Felipe II y los -primeros de Felipe III hasta que en 1609 triunfó el criterio intransigente y se decretó la expulsión. La existencia de numerosos esclavos (más de cincuenta mil en España y pocos menos en Portugal) era otro rasgo peculiar de la Península, pues en el resto de Europa la esclavitud era desconocida o reducida a contados individuos; lo que no obstaba para que existiera en el este una servidum­ bre campesina no muy distante de la auténtica esclavitud. De forma que, de una parte, España era una tierra de libertad y de acendrada fe cris­ tiana, pero a la vez era mirada como una tierra donde había esclavos y donde había judíos y musulmanes, lo que le confería una nota de exotismo, al par que argumentos a las sátiras que corrían en Italia, en Francia y otras partes contra los españoles.

Salvo en Canarias, donde la mano de obra servil fue empleada con

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idancia en los trabajos agrícolas, la esclavitud hispana fue, sobre todo, éstica, y por ello más humana que en América. En la Baja Edad Media ncia fue un importante mercado esclavista, pero en el siglo xvi su papel >e, permaneciendo Lisboa como el núcleo principal, seguido de Sevilla. Corte (Toledo, Valladolid, Madrid) atrajo esclavos porque formaban e del séquito de la aristocracia y de la alta burguesía: su posesión > a ser un indicador de prestigio y éxito social. Fenómeno urbano, ape­ se le encontraba en los campos, fuera de la Andalucía Baja y el sur de tugal. Regiones enteras del centro y del norte peninsular apenas re­ caban algún que otro esclavo. Las fuentes de la esclavitud eran dos: uerra, que proporcionaba esclavos blancos (moriscos, berberiscos, tur) y la trata, ejercida por traficantes en el Africa Negra; la marea negra lirigió hacia las Indias, dejando flecos y retazos en esta extremidad occital de Europa. Fácilmente asimilables, los negros recibían sin dificultad >autismo, y no pocos sé integraron en la sociedad cristiana. Las huellas mestizaje son aún visibles en algunos puntos del Algarbe portugués le la costa onubense. Los esclavos mahometanos mantenían con más ón su personalidad y eran más propicios a intentar la huida a su tierra origen. El apogeo de la esclavitud se sitúa hacia 1600; decayó en el xvn, .mero con lentitud y al final de manera acelerada, hasta la desaparición si total.

PORTUGAL EN EL SIGLO XVI

El reinado de Manuel I (1495-1521) ha sido siempre reconocido como la >oca más gloriosa de Portugal; prosiguen las expediciones marítimas, de s que ya se ha dado cuenta, y sus ganancias enriquecen a la Corona y a na emprendedora burguesía. Las construcciones en estilo manuelino (moasterio de Belem, capillas imperfeitas de Tomar) son testimonios de la iqueza y del poder creador del pueblo portugués, que en el mismo tiempo rodujo su más notable pintor: Ñuño Gonzalvez. La expresión literaria Lie de alta calidad y, en buena parte, de lengua castellana, fenómeno que iguió dándose en todo el siglo xvi e incluso parte del xvn; así lo denuestra no sólo la producción -de grandes escritores como Gil Vicente o orge de Montemayor, sino multitud de composiciones incluidas en el Cancionero General.

Este hecho no era sino la expresión literaria de una situación que tam­ bién tenía un aspecto político: la fluidez de un sistema estatal con tron­ eras no definitivas y en el que se manifestaba una tendencia hacia la unifi:ación de todos los pueblos peninsulares sin mengua de sus caracterís:icas propias. Alfonso V había intentado unir Castilla y Portugal abrazando .a causa de la Beltraneja. Don Manuel y los Reyes Católicos buscaron el mismo fin por el casamiento del monarca portugués con dos princesas castellanas. La influencia de Castilla se advierte también en los intentos de reforma eclesiástica y en el decreto de expulsión de los judíos, promul­ gado en 1496, aunque don Manuel, poco deseoso de perder aquella minoría

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rica y dinámica obstaculizó su salida, de suerte que, en definitiva, la ma­ yoría de ellos permanecieron en calidad de conversos (marranos), la ma­ yoría más bien criptojudíos que auténticos cristianos. En el reinado de Juan III (1521-1557) se inicia el declive, en parte por motivos externos, en mayor parte aún por las contradicciones internas en que se debatía Portugal. El pequeño reino estaba embarcado en una tarea de dimensiones casi planetarias que superaba sus modestos recursos. La población de Portugal se calcula en poco más de un millón de almas en el siglo xv; a mediados del xvi, siglo expansivo, alcanzó 460.000 fuegos o vecinos, incluyendo una gran proporción de hogares de mujeres que vi­ vían solas, por soltería, viudez o ausencia del esposo, por lo que el índice multiplicador debe ser bajo; a lo sumo, cuatro personas por fuego. La sangría requerida por las empresas colonizadoras era grande: Gentil da Silva la calcula en dos mil salidas anuales en la época manuelina y luego, cuando Brasil superó en atracción a la India Oriental, cinco mil o más, y eran pocos los que regresaban de tierras tan remotas. Parcial contrapar­ tida de estas pérdidas era el ingreso de numerosos esclavos negros y la aparición de un mestizaje, sobre todo en Lisboa y en el Algarbe. Lisboa, con 130.000 habitantes, tantos como Sevilla o Venecia, era, como ellas, uno de los grandes centros de tráfico mundial. Muy de lejos le seguían Braga, centro religioso de la nación, Coimbra, sede de famosa universidad y Opor­ to, aún lejos de ser un gran mercado de vinos de fama internacional.

Las diferencias de clases eran profundas. Entre una iglesia rica y una aristocracia poderosa, de un lado, y una masa popular de muy bajo nivel de vida apenas figuraba, como grupo intermedio, más que el de los con­ versos, que hacían el papel de un cuerpo extraño y a la vez indispensable enquistado en el cuerpo nacional. Contra ellos se creó la Inquisición por­ tuguesa (1536) que actuó con gran dureza y cobró un elevado tributo en vidas y haciendas, sin que los amenazados pudieran recurrir a la emigra­ ción, que les estaba prohibida. La compensación (y, a la vez, la causa) de su marginación social era el acaparamiento de las actividades finan­ cieras y mercantiles. A estos problemas se unieron los derivados de la extinción de la dinas­ tía de Avis. Don Sebastián, sucesor de Juan III, era un joven impulsivo, fantástico, con espíritu mitad de cruzado, mitad de Quijote; arrastró, contra su voluntad, al pueblo portugués, a la aventura de una invasión de Marruecos que terminó con el desastre de Alcazarquivir (1578) que costó a Portugal, además de la muerte de su rey, de parte de la nobleza y miles de soldados, el empobrecimiento causado por el pago de los rescates por los numerosos prisioneros. Los dos años de reinado del cardenal don En­ rique, tío abuelo de don Sebastián, estuvieron dedicados a buscar una solución a la cuestión dinástica. Don Enrique obtuvo permiso papal para casarse sin obtener sucesión, Pretendían la Corona, entre otros, don An­ tonio, prior de Crato, bastardo real, y la duquesa de Braganza; pero con más derechos, según la legalidad dinástica, Felipe II, hijo de Isabel de Portugal, nieto, por tanto, de don Manuel el Afortunado. Don Felipe había

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ntado disuadir a su sobrino don Sebastián de la aventura marroquí, a cuando se produjo el desastre hizo valer sus derechos de acuerdo con deología de la época. Invocar en contra el sentir del pueblo portugués trasladar nuestras ideas sobre la soberanía nacional a un contexto hisico muy diverso. Por otra parte, si en la masa popular existía indudable aversión a reciun rey castellano, sectores influyentes de las clases altas y medias eran orables, ya por apego a la legitimidad monárquica, ya por las ventajas 3 esperaban se derivasen para un Portugal declinante de la unión con uayor potencia militar y económica del mundo. Estos sentimientos triunon en las cortes de Almeirin, que ofrecieron la corona lusitana a don Fee. Sin embargo, al margen de las Cortes, don Antonio halló partidarios e ofrecieron resistencia, y aunque ésta fue fácilmente vencida por el ircito del duque de Alba, la sangre derramada fue una semilla de contraxión para el futuro. Don Felipe hizo una larga estancia en Portugal 580-1582) y se esforzó por atraerse a la nación portuguesa. Salvo estascer la corte en Lisboa, se puede decir que concedió todo lo que se le dio: unión meramente personal, de suerte que no sólo el reino sino el iperio de Portugal permaneció separado del reino o imperio de Castilla, n sus leyes propias, ejército, armada, fiscalidad, etc. Incluso la Inqui:ión portuguesa siguió siendo autónoma, contra las normas de rígida ntralización vigentes desde un principio para la Inquisición española, ubo nuevas oportunidades para los políticos, militares y diplomáticos; suavizó la situación de los marranos o cristianos nuevos, y tuvieron portunidades de acceso a los mercados del ámbito hispánico. Más ade­ nte, muchos de ellos, obtenido el permiso de emigrar, se establecieron i Amberes, Madrid, Sevilla y América. Para remediar el permanente décit portugués en granos, autorizó don Felipe la exportación de trigo casteano, a pesar de que, desde 1580, el abastecimiento de Castilla tropezaba on dificultades. La unión de los dos mayores imperios coloniales formaba 1 conjunto político más vasto que había conocido la historia.

Sin embargo, las decepciones llegaron pronto; la primera, las pérdidas le la gran Armada contra Inglaterra, cuyo punto de reunión fue precisanente Lisboa. Luego, la agresividad holandesa e inglesa, dirigida en gran parte contra el comercio portugués; la persistencia de un difuso sentiniento anticastellano. Paradójicamente, tras la unión de 1580, la literatura portuguesa en castellano disminuyó. Sin embargo, la acogida dispensaba ;n Portugal a Felipe II fue cordial, y las razones para mantener la unión pastante sólidas.

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DOCUMENTOS CARLOS V SIGUE VIGILANDO LOS ASUNTOS DE LA MONARQUIA DESDE SU RETIRO DE VUSTE. CARTA A LA REGENTE JUANA SOBRE HABER REPARTIDOS LOS OFICIALES DE LA CASA DE CONTRATACIÓN EL DINERO QUE LLEGÓ DE INDIAS SIN PERMISO DEL MONARCA (1 DE ABRIL DE 1557) «Hija: Cuando aquí yo supe que Ruy Gómez era llegado allá, yo estaba para escribiros sobre esta negra suelta deste dinero que estaba en Sevilla, y dejélo de hacer hasta ahora así para saber de él, si era posible que fuera verdad tan gran bellaquería, como por ver si con el tiempo se me pasaba la cólera que desde que lo supe he tenido; la cual, por ser tan justa, no solamente no se pasa, mas cada día se me acrecienta más, y se me acre­ centará hasta que yo sepa que los que tienen culpa en ella lo remedien, de manera que el rey mi hijo no venga a recibir el afrenta que recibirá si no se remedia. En verdad, si cuando lo supe tuviera salud, yo mismo fuera a Sevilla a ser pesquisidor de donde esta bellaquería procedía, y pusiera todos los de la Contratación en parte y los tratara de manera que yo sacara a luz este negocio, y no lo hiciera por tela ordinaria de justicia, sino por la que convenía para saber la verdad. Y después por la misma juzgara a los culpados, porque al mismo instante les tomara toda su hacienda y la vendiera, y a ellos los pusiera en parte donde ayunaran y pagaran la falta que habían hecho. Digo esto con cólera y con mucha causa, porque estando yo en los trabajos pasados con el agua hasta encima de la boca, los que acá estaban muy a su placer cuando venía un buen golpe de dinero nunca me avisaban de ello que juntamente no me avisasen que ya era suelto. Y ahora, que ya de siete o ocho millones que eran llegaron ya se habían ve­ nido a parar en cinco, hanlo hecho tan bien que estos cinco millones han venido a parar en quinientos mil ducados. Y no me quitarán de la cabeza que esto no se puede haber hecho sino con dar parte y buena de ello a los que lo han hecho soltar, y el juez que allá va que ha de hacer sino lo mismo que los otros, y que averiguará en ello sino lo que le tendrán mandado. De todo esto no me contento. Ayer me enviaron a decir prior y cónsules de mercaderes de Sevilla que iban a Valladolid a hacer un gran servicio al rey mi hijo y me hicieron preguntar si yo quería que pasasen por acá a avisarme de lo que traían; mandóles decir que no, aunque yo estuve por dejarlos venir, y no por saber lo que traían, sino por saber cómo y por qué medios habían sacado su dinero. Y yo os prometo (aseguro), hija, que si yo los dejara venir lo supiera aunque los hiciera pedazos. Así, hija, que en esto no veo otro remedio sino averiguar esto y tornar a coger el dinero que han soltado, pues dicen que fue sóbre fianzas, y si no, castigar muy bien en sus haciendas los de la Contratación y todos los que en esta bellaquería han tenido culpa.»

(M. Fernández Alvarez: Corpus documental de Carlos V, tomo IV, documento DCCXLIV.) FELIPE II PROHÍBE ESTUDIAR EN UNIVERSIDADES EXTRANJERAS

Porque somos informados que, como quiera que en estos reinos hay insignes universidades y estudios y colegios donde se enseñan y aprenden

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y estudian todas artes y facultades y ciencias, en las cuales hay personas muy doctas y suficientes en todas las ciencias que leen y enseñan las dichas facultades, todavía muchos de los nuestros súbditos y naturales, frayles, clérigos y Legos, salen y van a estudiar y a aprender a otras universidades fuera destos reinos, de que ha resultado que en las univer­ sidades y estudios de ellas no hay el concurso y frecuencia de estudiantes que habría, y que las dichas universidades van de cada día en gran dismi­ nución y quiebra; y otrosí; los dichos nuestros súbditos que salen fuera destos reinos, allende el trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extranjeros y otras naciones, se distraen y divierten, y vienen en otros inconvenientes; y que asimismo la cantidad de dineros que por esta causa se sacan y se expenden fuera destos reinos es grande, de que al bien pú­ blico de este reino se sigue daño y perjuicio notable. Y habiéndose en el nuestro Consejo platicado sobre los dichos inconve­ nientes y otros que de lo susodicho resultan y se recrescen, y sobre el reme­ dio y orden que convenía y debiera darse, y conmigo consultado, fue acordado: que debíamos mandar y mandamos a todas las justicias de nuestros reinos y a todas cualquier personas de cualquier calidad que sean a quien toca y atañe lo que en esta ley está contenido, que de aquí adelante ninguno de los nuestros súbditos y naturales, eclesiásticos y seglares, fray­ les y clérigos ni otros algunos, no puedan ir ni salir destos reinos a estudiar ni a enseñar ni aprender, ni estar ni residir, en universidades, estudios ni colegios fuera destos reinos; y que los que hasta ahora y al presente estu­ vieren y residieren en las tales universidades, estudios y colegios, se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la data y publicación de esta nueva ley. Y que las dichas personas que, contra lo contenido y mandado en esta nuestra carta, fueren y salieren a estudiar y a aprender, y a enseñar, leer y residir y estar en las dichas universidades, estudios y colegios fuera destos nuestros reinos, o los que, estando ya en ellos, no salieren ni partieren fuera dentro del dicho tiempo sin tornar, ni volver a ellos, seyendo eclesiásticos, frayles o clérigos de cualquier estado, dignidad o condición, sean habidos por extraños y ajenos de estos reinos, pierdan y les sean tomadas las temporalidades que en ellos tuvieren; y los legos, cayan o incurran en perdimiento de todos sus bienes y destierro per­ petuo de estos reinos; y que los grados y cursos que en las tales univer­ sidades, estudiando y residiendo en ellas contra lo por Nos en esta carta mandado, no les valgan ni les puedan valer a los unos ni a los otros para ninguna cosa ni efecto alguno.

(En el párrafo siguiente exceptúa de la prohi­ bición las universidades de Roma, Nápoles y Coimbra y el Colegio Español de Bolonia. Noví­ sima Recopilación, libro VIII, título IV, ley 1.“)

BIBLIOGRAFÍA Además de las obras generales de Elliott, Lynch, Domínguez Ortiz y Fer­ nández Alvarez sobre España en los tiempos modernos, y la bibliografía sobre

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los reinados de Carlos V y Felipe II, aducida en los capítulos I y VII, damos a continuación una breve selección de obras concernientes al siglo xvi español. Maravall, J. A.: Las Comunidades. Una primera revolución moderna, 2." edi­ ción, Madrid, 1979. Pérez, J.: La revolución de las Comunidades de Castilla, traducción española, Madrid, 1977. Gutiérrez Nieto, J. I,: Las Comunidades como movimiento antiseñorial, Ma­ drid, 1973, Bennasar, B.: Valladolid en el Siglo de Oro, Valladolid, 1983. Salomon, N.: La vida rural castellana en tiempos de Felipe II, 1964, traducción española, Barcelona, 1973. Viñas Mev, C.: El problema de la tierra en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1941. Fernández Alvarez, M.: La Sociedad española del Renacimiento, Salamanca 1970. Caro Baroja, J.r Los moriscos del reino de Granada, Madrid, 1976. Domínguez, A. y Vincent, B.: Los moriscos: Vida y tragedia de una minoría, Madrid, 1978. Domínguez Ortiz, A.: Los judeoconversos en España y América, Madrid, 1971. Carande, R.: Carlos V y sus banqueros, 2." edición, Madrid, 1965. Ui.i.oa, M.: La Hacienda Real de Castilla en el reinado de Felipe II, Madrid, 1977. Marañón, G.: Antonio Pérez, Madrid, 1947.

PORTUGAL Y SU IMPERIO Mauro, F.: Le Portugal et l’Atlantique, 1570-1670, París, 1960. Magai.iiaes Godinho, V.: L’économie de l’empire portugais aux XVe et XVI' siècles, Paris, 1969. Bottinhaii, I.: Le Portugal et sa vocation maritime. Histoire et civilisation d’une Nation, Paris, 1977. Gentil i>a Silva, J.: Economía y Sociedad en el Portugal del siglo XVII. En prensa. Válido también para el XVI.

CAPITULO XIII

TURQUIA. EL AFRICA BERBERISCA.

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EL IMPERIO TURCO

La conquista de Constantinopla (1453) tuvo una resonancia más bien lentimental que efectiva, pues ya hacía tiempo que la histórica ciudad, nuy decaída, formaba un enclave dentro del territorio dominado por los urcos, que habían llegado mucho antes a la península balcánica. El avance otomano estuvo favorecido por las discordias en aquella zona sureste de Europa donde la formación de un Estado nacional era imposible; allí se mezclaban griegos, venecianos, eslavos, albaneses y rumanos, y esta diver­ sidad racial estaba agravada por las querellas religiosas; predominaba la ortodoxia, pero eran numerosos los cristianos de rito latino, y quedaban no pocos restos de aquellos bogomilas cuyas ideas habían propagado en otros tiempos en Occidente albigenses y cátaros.

La estructura social tampoco favorecía la resistencia a ultranza frente al invasor. Reinaba en todas partes un régimen señorial muy duro, y no pocos campesinos debieron ver la conquista otomana como una liberación. En Albania, tras la derrota, la nobleza se refugió en Durazzo y otras pose­ siones venecianas del Adriático, y cuando éstas cayeron, en la propia Italia, mientras la mayoría de los campesinos abrazaba el Islam. En otros territorios el comportamiento de los vencidos fue inverso: se islamizaron los señores para conservar su posición privilegiada mientras las masas seguían fieles a la ortodoxia, lo que debía constituir una fuente de debi­ lidad y conflictos internos. Los sultanes otomanos (califas a partir de 1517) no advertían los peligros de esta acumulación de pueblos diversos y, con una mentalidad en la que se mezclaban el expansionismo imperialista y el mito de la guerra santa, continuaron su avance en todas direcciones: al este chocaban con los persas, de quienes los separaban diferencias reli­ giosas: los turcos son sunnitas, los persas chiítas. En el transcurso de 217

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luchas seculares los turcos llegaron a ocupar la llanura mesopotámica (Irak) sin conseguir nunca abordar la meseta irana, verdadero centro del poderío persa. Embajadas persas llegaron en diversas ocasiones a Occi­ dente, y en más de una ocasión esta rivalidad salvó una situación compro­ metida para las potencias cristianas. La expansión turca tuvo hacia el norte límites mal definidos; tanto a través del Mar Negro como de los principados de Valaquia y Moldavia, núcleos de la actual Rumania, llegaron a las estepas del sur de Rusia, península de Crimea y orillas del Caspio, anexionadas de una forma casi teórica, mediante un protectorado sobre los pueblos nómadas que habi­ taban estas extensiones. Por vago que fuera este dominio, no dejaba de constituir al Mar Negro en un lago turco, al que sólo en fecha muy tardía, en el siglo xvm, consiguieron los soberanos rusos tener acceso. Mucho mayor interés tenía la conquista de Siria y Egipto, verificada por Selim I en 1516-1517 casi sin lucha, mediante un acuerdo que respetaba a la caba­ llería mameluca la situación que allí disfrutaba de minoría militar domi­ nante. Gracias a la ocupación de Egipto el Imperio otomano tuvo acceso al mercado africano de oro y esclavos, y al Mar Rojo, vehículo del trá­ fico de especias. El dominio turco en la península de Arabia siempre fue más teórico que efectivo; las tribus beduinas no reconocían ninguna auto­ ridad, y a pesar de la comunidad de religión siempre fue muy viva la enemistad entre turcos y árabes; pero la soberanía sobre Arabia, aunque de escaso valor material, proporcionaba a los sultanes turcos el prestigio moral de custodios de las ciudades santas del Islam. Todos los musul­ manes esparcidos desde España hasta las Molucas veían en el Gran Turco a la suprema autoridad, al defensor de la fe.

El frente de avance más amenazador era el que apuntaba hacia el oeste. Tras la ocupación de los Balcanes los turcos no podían dar un paso más sin tocar zonas vitales de Occidente. Las reacciones fueron varias, desde la solidaridad ante el peligro común hasta la escandalosa alianza de Fran­ cisco I, rey Cristianísimo de Francia, con el máximo enemigo de la cris­ tiandad. El avance turco apuntaba en dos direcciones, terrestre y marí­ tima; en 1521 cae Belgrado, con lo que quedaba amenazada la línea del Danubio y toda la llanura húngara. En efecto, en 1526 el desastre de Mohacs, en el que pereció el rey Luis II de Hungría, señaló la desaparición de esta nación como entidad unida e independiente. Hungría quedó divi­ dida en tres partes: la occidental, una estrecha faja, débil antemural de Austria, en poder de los Habsburgo; la central, con Buda y Pest, bajo la inmediata soberanía turca; la oriental, o sea Transilvania, como protec­ torado turco, aunque sus príncipes gozaron de bastante autonomía, incluso en materia de política internacional. No fué raro, en adelante, ver a los príncipes de Transilvania practicar un juego de báscula entre otomanos, polacos y Habsburgos; el carácter montuoso del territorio, en contraste con la indefensión de la llanura húngara, favoreció esta libertad de movi­ mientos de los príncipes transilvanos, no menos suspicaces frente a los soberanos austríacos que ante los sultanes turcos.

TURQUÍA. AFRICA BERBERISCA

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El próximo objetivo era Viena, cuya posesión permitiría el acceso a Europa central; el primer asedio, puesto por Solimán el Magnífico en 19, fracasó; el segundo, realizado con fuerzas imponentes en 1532, susó tanto temor que los alemanes dejaron de lado por un momento sus erellas religiosas; Carlos V, al frente de grandes contingentes de aletnes protestantes y católicos y de unidades españolas se aproximó a la idad; Solimán no esperó el choque y prefirió ajustar una tregua. Viena llegó a estar en peligro hasta mucho después, hasta 1683, fecha del últio asalto turco a Occidente. En el mar, la amenaza grave fue despejada or españoles moriscos y cristianos) que realizó la proeza de atravesar el lesierto no halló en la capital del Sudán los tesoros que esperaba. Tomnictú había dejado de ser un mercado del oro y más que una ciudad era ma gran aglomeración de cabañas. Fue un incidente sin consecuencias, Hinque los hispanos dejaran larga descendencia mestiza que aún hoy per­ dura.

La política de báscula que practicaban entre turcos y cristianos y la preferencia que parecían mostrar por éstos atrajeron sobre los monarcas saadíes las iras del clero musulmán y su sustitución por la dinastía alauita. En los últimos decenios del siglo xvn Muley Ismail reanudó las relaciones con el Sudán, pero no para obtener oro sino esclavos negros, de los que formó el núcleo de un numeroso ejército; con él obligó a los ingleses a abandonar Tánger, arrebató a los españoles Larache y sitió sin éxito Ceuta y Melilla. Estos éxitos escondían una realidad negativa: el progresivo apar­ tamiento de Europa, una involución sin horizontes. 4.

LA PIRATERÍA

En la Edad Moderna existieron tres grandes focos piratas: el Medite­ rráneo, el mar de la China y el Caribe. En el primero la piratería era endé­ mica desde la Antigüedad, sobre todo en el Mediterráneo oriental, donde la multitud de islas, promontorios y ensenadas ofrecen sitios ideales para establecer nidos piráticos. En la Edad Media se tiñó de lucha religiosa, aunque nunca faltaron los que despojaban con total imparcialidad a corre­ ligionarios y enemigos. Los uscoques (eslavos) del Adriático llegaron a ser un caso típico, y en pleno siglo xvi eran uno de los mayores problemas de la república veneciana. En los tiempos modernos las actividades piráticas adquirieron una gravedad extraordinaria, porque el aumento del tráfico facilitaba la captura de valiosas presas. Los piratas adoptaron las innova­ ciones y mejoras del armamento y la construcción naval, y sus naves eran capaces de entablar combate con las de grandes potencias marítimas. Las rivalidades de éstas también intervinieron, hasta el punto de que mu­ chas veces no era fácil trazar la raya divisoria entre la guerra regular y la pura piratería, la cual no se ejerció en un solo sentido: hubo piratas cristianos, como los muchos y muy audaces del sur de España que hacían entradas en Berbería. Entre Canarias y la costa marroquí-sahariana el

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juego de golpes y contragolpes era constante, y su presa habitual los es­ clavos, pues no había apenas otra riqueza aprovechable. Conforme avan­ zaba el siglo xvi esta piratería cristiana lúe decayendo. En el siglo xvm fueron renombradas las proezas de Barceló y otros capitanes mallorquines. Los marinos cantábricos preferían el corso contra las naves mercantes enemigas: franceses, ingleses, holandeses; no era el corso piratería, sino forma legal de guerra marítima. Si los europeos se desinteresaron del ataque a Berbería era por su poco rendimiento. País pobre y sin apenas comercio naval, no era fácil conseguir presas que justificaran el coste y el riesgo. En cambio, turcos y berberiscos intensificaron sus hostilidades en dos formas: caza de naves de pesca o comercio y asalto a poblaciones costeras. El botín humano era el principal, pero también se obtenían a veces presas muy valiosas; incluso llegaron a capturar algunos navios sueltos de la Carrera de Indias. Las rudimentarias formaciones estatales del norte de África, que no practica­ ban la piratería por su cuenta, y se aprovechaban de ella por la parte que correspondía al bey de Túnez, al dey de Argel o al sultán de Marruecos. La amenaza pirática llegó a ser tan grande en todo el litoral italiano e ibérico que la población se concentró en pueblos grandes y bien fortifi­ cados dejando despobladas zonas costeras valiosas, y la pesca de altura casi desapareció; incluso las sencillas barcas que no se alejaban de la costa estaban en peligro. Las medidas defensivas fueron de dos clases: fortificaciones costeras y escuadras de vigilancia formadas por galeras. A pesar del dinero y esfuerzo invertidos, y aunque a veces se asestaban a los piratas fuertes golpes, su erradicación no se lograba por su gran movi­ lidad y la enorme extensión que había que defender; se vio a piratas ber­ beriscos atacar las costas cantábricas, aparecieron a la altura de las Azores, en Inglaterra y hasta en Islandia. El único remedio efectivo hubiera sido la ocupación de los puertos. Fue, con este objeto, no con un ideal de cru­ zada que después de Cisneros se había abandonado, por lo que Carlos V conquistó Túnez, desde donde se ejercía una presión insoportable sobre Baleares y Sicilia, y Felipe III Larache. Pero Túnez se perdió, Larache tam­ bién a fines del xvn, y Argel, foco principal de piratería, nunca fue tomada.

La expulsión de los moriscos españoles revitalizó grandes zonas del Mahgreb; la llegada de 250.000 trabajadores laboriosos, unos labradores expertos, otros artesanos o mercaderes, transformó ciertas llanuras de Tú­ nez y ensanchó ciudades marroquíes como Tetuán, Fez y Xauen. No po­ cos, por sed de ganancia o de venganza, se dedicaron al negocio pirático; en Salé, junto a Rabat, moriscos extremeños y andaluces formaron una curiosa república pirática semiindependiente. Pero la capital de la pira­ tería era, sin duda, Argel. En la primera mitad del siglo xvi era, según Braudel, «ciudad andaluza, berberisca, turca y de renegados griegos, todo a la vez». Luego tomó un aspecto más italiano y desde 1600 llegaron tam­ bién ingleses y holandeses al olor de la ganancia, aportando técnicas euro­ peas que hicieron temible la escuadra argelina, no sólo en galeras ser­ vidas por remeros cautivos sino en navios de alto bordo con poderosa

TURQUÍA. ÁFRICA BERBERISCA

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artillería. En el apogeo de su poder Argel era una ciudad cosmopolita de cien mil habitantes, de ellos más de veinte mil cautivos, y si el número no era más elevado es porque muchos de ellos, cansados de esperar el rescate, renegaban, lo que les proporcionaba la libertad de forma auto­ mática. Las naciones europeas trataron varias veces de extirpar aquel cáncer; Luis XIV ordenó bombardear Argel en diversas ocasiones; también los ingleses, sin obtener resultados. Otras prefirieron pagar un tributo fijo para asegurar la inmunidad de su tráfico. Al comenzar el siglo xix Argel practicaba todavía la industria pirata, y ello proporcionó el pretexto para la ocupación francesa.

DOCUMENTOS EL GOBIERNO DE ARGEL EN EL SIGLO XVII

«El gobierno de esta ciudad y de todo su reino depende principalmente de un gobernador que el Turco ordinariamente provee cada tres años, y algunas veces por menos y otras por más, como le parece; el cual no siem­ pre es turco, más también renegado, o moro criado entre los turcos, a su usanza y costumbres. A este gobernador llaman en lengua turquesca Bajá, y que es título que tienen los gobernadores de grandes reinos, y propia­ mente no quiere decir rey, mas gobernador. Pero entre cristianos está ya en uso llamarse rey al gobernador de Argel, y al de Túnez y otros. Los turcos le llaman sultán. Tampoco este cargo le da el Turco por mere­ cimientos o servicios, más por favor de sus bajás o consejeros supremos y por otros intercesores que son por ello muy bien pagados, y así, quien más da y presenta ése alcanza el cargo. Este rey, en cuanto a las cosas de guerra, todo lo ha de comunicar con los jenízaros y su Agá, y sin parecer suyo no puede emprenderla. Si él no va en persona y la empresa no es de importancia sírvese de un capitán general que llaman Belerbey... Este cargo le provee el Turco junto con el de rey, y vienen ambos juntamente a Constantinopla, y se da a persona experta. Es cargo de mucha honra y respeto. En las cosas de paz tiene el rey muchos que le ayudan a gobernar; primeramente un turco o renegado que se llama el Galifa, que cuando sale el rey de Argel entra en su lugar, y le sirve de consejero en todos los nego­ cios, los cuales, siendo criminales, el rey por sí sólo los determina, aunque pueden apelar al Agá de los jenízaros, que muchas veces revoca o modera la sentencia del rey. Para las causas civiles tienen dos jueces que llaman Cadies, uno de nación turco y otro moro; suelen ser hombres entendidos en su ley y Alcorán, pero por muy grandes letrados que sean son todos muy ignorantes y sentencian los pleitos sólo por lo que les parece, porque no tienen leyes escritas, ordenanzas, estatutos ni decisiones de doctores

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Ordinariamente el castigo de justicia es de palos y más palos, que dan al condenado estando tendido boca abajo, y después de bien molido de esta parte le revuelven a la otra y le dan otros tantos en la barriga, en los pechos y aún en las plantas de los pies. Pocas veces ahorcan alguno, si no es algún público ladrón y malhechor, o que mató a otro. Pero si es turco todo se disimula. Los tributos por la mayor parte los saca el rey de los aduares de alar­ bes, que viven en sus tiendas a cien, doscientas, trescientas, seiscientas y más tiendas por aduar, los cuales obedecen a uno que llaman el jeque, y cada jeque paga un tanto al rey de Argel, todo en dinero o parte en dinero y parte en trigo, carneros, vacas, camellos, manteca y miel. Y como todos los alarbes son gentes feroces e indomables, es menester que cada año el rey envíe cuadrillas de soldados y turcos jenízaros a coger estos tributos a mano armada. Coge también tributo el rey de las posiciones que son obligados todos los alcaydes y gobernadores de tierras a darle cada año... Otra parte de renta consiste en lo que le cabe de lo que los corsarios roban, porque es uso que de siete partes tiene una, así de cristianos cautivos como del di­ nero, ropa y mercaderías que se toma, aunque hay algunos que no se conforman con el séptimo y toman el quinto...» (Diego de Haedo: Topografía e Hisloria ge­ neral de Argel, Valladolid, 1612, parte primera, capítulo 51.)

BIBLIOGRAFÍA Braudel, F.: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, Madrid, 1976. Mantran, R.: Histoire de la Turquie, «¿Que sais-je?». Cornevin, R.: Histoire de l’Afrique, tomo 2.°, siglos xvi-xx, París, 1966. Coles, P.: The Ottoman Impact on Europe, Londres, 1968. Gautier, E. F.: Le passé de l’Afrique du Nord, Paris, 1937. Sources médites de l’Histoire du Maroc. García Gómez, E.: Españoles en el Sudán, Revista de Occidente, 1935. Sobre la expedición a Tombuctú realizada por Ahmed IV en 1591. González Busto, G.: La república andaluza de Rabat en el siglo XVII. Epalza, M. de y otros: Etudes sur les moriscos andalous en Tunisie. TúnezMadrid, 1973. Sugar, P. F.: Southeastern Europe under Ottoman Rule. 1354-1804, 1977. Bono, S.: I corsari barbareschi, Torino, 1964.

CAPITULO XIV

EL ESTADO EUROPEO DEL RENACIMIENTO Y DEL BARROCO Max Weber desarrolló la idea de que los organismos estatales montados sobre bases racionales, aunque tuvieron precedentes muy antiguos, sólo adquirieron su total configuración en la Europa del Renacimiento. Sus bases eran una burocracia profesional y un derecho nacional cuyas raíces están en el Derecho romano. También fue una novedad la política económica estatal plasmada en el mercantilismo. Con anterioridad, las formaciones estatales sólo practicaban una política fiscal (en beneficio de los gober­ nantes) y de beneficiencia y abastos (en beneficio de los gobernados) pero normalmente estas últimas competencias no las ejercía el Estado sino el municipio.

El ya antiguo debate entre partidarios y adversarios de la base nacional en la fundación del Estado moderno puede aclararse considerando que hubo una gran variedad de situaciones. Con el Renacimiento, al par que se desvanecía el mito de una Europa cristiana unida, se fortificó un sen­ timiento nacionalista basado en recuerdos clásicos; los italianos recordaban las glorias de la antigua Italia, los franceses, la unidad política y cultural que constituyó la antigua Galia, los habitantes de la Península Ibérica que­ rían reactualizar la Hispania clásica y los alemanes se sentían descen­ dientes de los germanos. Estas ideas eran propias de una minoría culta, pero incluso entre las clases populares existía una conciencia difusa de pertenecer, no sólo a una ciudad o un señorío, sino a un grupo humano más amplio. Estas aspiraciones se realizaron o fracasaron, sin que poda­ mos achacarlo a la mayor o menor intensidad del sentimiento nacional; no era en Italia menor que en Francia. Sin embargo, mientras Francia se convertía en un Estado unitario y bastante centralizado, Italia siguió sien­ do un ámbito cultural y una expresión geográfica, lo que no fue un obstácu­ lo para que fueran los pequeños Estados italianos los que proporcionaron los primeros modelos de estados nacionales. 220

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La consecución o el fracaso del Estado nacional fue, pues, el resultado de factores externos. En Italia, el predominio político extranjero fue un obstáculo insuperable. En Alemania, los obstáculos provenían de la atomiza­ ción feudal y la existencia de un emperador que suscitaba recelos entre los pequeños principes. Después, la querella religiosa retrasó aún más el logro de un Estado nacional alemán. En definitiva, sólo España, Francia e Inglale rra se convirtieron en grandes monarquías nacionales, e incluso sería más lógico hablar en estas fechas de un Estado castellano que de un Estado es­ pañol. En efecto, la consecución de este tipo de Estado no sólo se hallaba obstaculizado en un sentido. Si por abajo tenía que superar la disgregación en pequeños núcleos, por arriba a veces tendió a convertirse en vastos orga­ nismos supranacionales, llamados convencionalmente imperios. No el impe­ rio alemán, cuya inoperancia era manifiesta; tampoco el imperio turco o el ruso, ni el Estado polaco. A pesar de su complejidad no podemos comparar­ los a los imperios occidentales porque no habían alcanzado la categoría de Estados en el sentido moderno de la palabra. En realidad, sólo hubo dos verdaderos imperios en Occidente: el de los Habsburgos austríacos y el de los Habsburgos españoles. Su diferencia respecto a los posteriores imperios coloniales creados por Holanda, Inglaterra y Francia radica en que no se componían de una metrópoli y unas colonias sino de una federación de Estados autónomos y con iguales derechos, aunque uno de ellos, aquel en que la Corte tenía su residencia permanente, adquiriese más prestigio y más responsabilidad. Estos dos imperios habsbúrgicos estuvieron siempre tarados por una fuerte herencia medieval, anacrónica e irracional, sobre todo el imperio español. Cada una de sus partes tenía una estructura admi­ nistrativa casi perfecta. En cambio, las instituciones imperiales perma­ necieron en estado rudimentario: un consejo de Estado de atribuciones mal definidas y sin órganos ejecutivos y unos secretarios reales. Ni ejér­ cito común, ni hacienda imperial, ni política económica de conjunto. En realidad, el monarca era el único nexo entre territorios dispares. Así era, y no podía ser de otro modo, pues lo mismo en Austria que en España, cuando los monarcas quisieron reforzar estas estructuras se hallaron ante resistencias invencibles. No eran estos imperios como el romano pro­ ductos de la conquista militar sino de fusiones dinásticas con aquiescen­ cia implícita de las poblaciones, y esta aquiescencia estaba supeditada al autogobierno y la conservación de sus instituciones.

Había también dificultades técnicas para realizar grandes Estados multi­ nacionales; las comunicaciones eran casi tan lentas como en la Antigüedad. Desde el comienzo de la Edad Moderna los soberanos trataron de orga­ nizar correos rápidos. Los Habsburgo confiaron este servicio a la familia Tassis con carácter de monopolio, y lo organizaron con notable eficacia por medio de caballos de posta. Pero una orden salida de Madrid tardaba cua­ tro días en llegar a Cádiz, diez o doce a Bruselas, tres meses a México y un año a Manila. En estas condiciones, el control del poder central sobre las diversas partes del Imperio tenía que ser deficiente. La máxima operatividad se consiguió con territorios de un máximo de 400 a 500.000 km2 que era la superficie de Francia y de Castilla-Aragón. Sin embargo, los

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Estados de tamaño medio (Escocia, Portugal, Baviera, Venecia) fueron numerosos, y aún más los pequeños y los minúsculos en Italia y en la pulverizada Alemania. Algunos de ellos, como Linchtenstein y Monaco, aún existen, fósiles vivientes de situaciones pretéritas. El concepto de frontera natural no era desconocido. Todos admitían que los Alpes eran la frontera septentrional de Italia; los franceses te­ nían presente que el Rin dividió los galos de los germanos, y en la paz de los Pirineos justificaron la anexión del Rosellón con la conveniencia de situar la frontera en esta divisoria. Sin embargo, las fronteras entre Estados no tenían el rigor que adquirieron en la Edad contemporánea. Más que una línea era una zona llena de enclaves, irregularidades y terri­ torios disputados. No se consideraba anormal que el obispado de Lieja formara una cuña dentro de los Países Bajos borgoñeses o que el ducado de Saboya se encontrara a caballo de los Alpes, con población de habla italiana en una vertiente y francesa en la otra. La frontera tenía todavía mucho del carácter de la marca medieval, disputada y de límites indecisos. Dentro de este territorio, grande o pequeño (la perfección de la estruc­ tura estatal es independiente del tamaño) vivían hombres cuya situación jurídica era diversa, pero todos ellos dependían, directa o indirectamente, de una autoridad suprema. La existencia y la necesidad de una autoridad nunca fueron contestadas en la Edad Moderna; en las revueltas, tan frecuen­ tes, siempre se apelaba de la autoridad ilegítima a la legítima, de la injusta a la justa. El anarquismo no existió. La autoridad suprema podía concretarse en una oligarquía nobiliaria o burguesa; éste era el caso de las repúblicas italianas y de las ciudades libres alemanas. Pero era general la creencia de que la forma republicana sólo podía realizarse en unidades estatales de poco tamaño; las medianas y las grandes fueron, sin excepción, monárquicas, a veces electivas (Alemania, Polonia) y con más frecuencia hereditarias.

Max Weber distinguía tres tipos de autoridad en cuanto al origen de su legitimidad: la tradicional la traía del mero hecho de su antigüedad, del carácter sagrado de la tradición, la racional se apoyaba en la vigencia de unas ordenaciones legales de origen humano; la carismática en el ca­ rácter sobrehumano, heroico o divino, del depositario de la autoridad. Es fácil advertir que estas notas corresponden mejor a un mando indi­ vidual que a uno colegiado. Los monarcas renacentistas y barrocos acu­ mularon los tres tipos, con tendencia a la acentuación del segundo, el legalista. La tendencia a racionalizar las situaciones, que en los descubri­ mientos españoles conduciría a los requerimientos, obligó a los pensadores a realizar grandes esfuerzos para procurar una base legal al poder monár­ quico. En ello trabajaron dos corrientes de pensamiento no opuestas sino complementarias, las dos de origen muy antiguo, si bien actualizadas por los pensadores modernos. Una lo derivaba de la tradición romanista reco­ gida por Ulpiano y el código de Justiniano: «En virtud de la antigua lex regia todo el derecho y toda la potestas del pueblo romano fueron transfe­ ridas a la potestas del emperador». Los legistas, con su falta de sentido

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histórico, consideraban vigente aún esta ley, no sólo en favor del empe­ rador sino de todos los príncipes seculares.

La tradición eclesiástica medieval, renovada por la neoescolástica, deri­ vaba la autoridad real de Dios, bien directamente (dirección predominante en Francia) bien a través de un consenso popular: se discutía entre los escolásticos españoles si el pueblo, una vez que había transferido su poder originario al principe, podía recobrarlo. La opinión más extendida era nega­ tiva, y así, esta dirección venía a confluir con la romanista; las dos desem­ bocaban en el reconocimiento del poder absoluto del príncipe, heredero, de una vez para siempre, de la soberanía popular original. Sólo en fecha mucho más tardía empezó a prevalecer la idea de que la soberanía popular no era una base teórica, perdida en orígenes .míticos, sino un principio siempre activo. Con excepciones y matices, el poder absoluto del soberano se impuso en la Edad Moderna, lo mismo contra los resabios feudales del pasado que contra los gérmenes democráticos de un futuro aún lejano. Su carácter sagrado era reconocido expresamente en algunas de las princi­ pales naciones. Los reyes de Francia eran ungidos en la catedral de Reims y el pueblo les atribuía la virtud de curar ciertas enfermedades. Como demostró Marc Bloch en Los reyes taumaturgos, no constituían en este punto una excepción. «El trono real, escribía Bossuet, no es el trono de un hombre sino el trono del propio Dios. Los príncipes actúan como mi­ nistros de Dios y son sus representantes en la tierra». Sin este recono­ cimiento por parte de los eclesiásticos del carácter sagrado de los prín­ cipes no se explicaría ni el regalismo español ni el galicanismo francés ni la sujección de la Iglesia al Estado en los países protestantes. De este papel esencial del monarca en el Estado moderno deriva la importancia que se atribuía a su educación; debía ser lo más completa posible, reuniendo los conocimientos teóricos con los que debían capaci­ tarle para alternar en una corte en la que aún reinaban las costumbres caballerescas. Por eso, además de los principios generales de las ciencias debía dominar la equitación, el manejo de las armas y los bailes corte­ sanos. Debía conocer, además de la lengua o lenguas de sus súbditos, el latín, instrumento internacional de cultura y relación. La enseñanza reli­ giosa debía ser también teórica y práctica, y a todo esto debía añadirse el conocimiento de los asuntos públicos, de la administración de su país y de los países extranjeros. Un programa tan extenso estaba muy por en­ cima de la capacidad de la mayoría de los futuros reyes, a pesar de que se les buscaban los mejores preceptores. Los que quisieron cumplir con escru­ pulosidad sus obligaciones prolongaron su aprendizaje una vez llegados a la edad adulta; Felipe IV de España nos relata cómo se esforzó en aprender los variados idiomas que se hablaban en sus dominios. Pedro I de Rusia quiso completar su educación por medio de una larga estancia en Occidente. Ni los mejores métodos educativos podían cambiar las tendencias bá­ sicas de la personalidad. De ahí el papel esencial que desempeñó el carác­ ter de los soberanos en la historia europea: Carlos V, Enrique VIII de Inglaterra, Felipe II, Carlos II de España, Luis XIV, Pedro el Grande, Fede-

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co de Prusia y tantos otros influyeron, para bien o para mal, de manera ecisiva en los destinos de sus pueblos y en los de Europa entera. LOS INSTRUMENTOS DEL PODER

La creciente complicación de los servicios había sedentarizado las rimitivas Cortes ambulantes, lo cual originó la fijación de las capitales de js Estados. París, Londres, Roma, Lisboa, etc. tuvieron tal categoría dese épocas remotas. También los diversos Estados que formaban la confeeración catalano-aragonesa. En cambio, Castilla no la tuvo hasta muy trde, a pesar del alto grado de perfección que alcanzó su aparato burorático. Los Reyes Católicos viajaron continuamente a través de sus reinos, 'ambién Carlos V, cuyo temprano agotamiento físico se debió en parte a stos continuos desplazamientos. Fue uno de los rasgos medievales de su arácter, influido por el hecho de que ni el Imperio alemán ni Borgoña i Castilla tenían capital. También influiría la convicción de que sólo con u presencia física podía el monarca estar bien informado y, a la vez, atisfacer el anhelo de sus vasallos. Felipe II no tenía vocación itinerante ii apreciaba el contacto directo con el pueblo y acabó convirtiendo en efinitiva lo que en Madrid empezó siendo una estancia provisional. Éste ue el origen de la fortuna de la Villa.

El ámbito de competencias del Estado en los siglos xiv y xvn era infilitamente más reducido que hoy. Seguía centrado, como en la Edad 4edia, en dos terrenos: en el interior, el mantenimiento del orden, tanto naterial como social, lo cual implicaba poderes legislativos y la suprema nstancia de la justicia. En el exterior, todo lo referente a relaciones interlacionales, ya pacíficas (diplomacia) ya guerreras. Y como sostén de estas ictividades, una hacienda estatal cada vez más exigente. Estos siguieron ¡iendo los dominios básicos de actividad, pero, además, el nuevo Estado ¡e atribuyó competencias sobre, prácticamente, todos los ámbitos de la tctividad humana: la economía, las relaciones laborales, la beneficencia, a educación, la Iglesia... Lo que ocurría es que, a diferencia de lo que toy vemos, estas prerrogativas no las ejercía directamente sino a través le cuerpos intermedios, particulares, señoriales, municipales, eclesiásticos, i los que dejaba una amplísima autonomía, reservándose los gobernantes as funciones de supervisión y control necesarias para mantener las líneas ’enerales del sistema. Incluso en aquellas materias de competencia exclu­ siva del poder central, como la hacienda estatal y las fuerzas armadas, solía dejar en manos de particulares las tareas de reclutamiento, fabrica­ ron de armas, recaudación de impuestos, etc. por medio de contratas y trriendos, y así ocurrió hasta el fin del Antiguo Régimen, aunque con flara tendencia a la disminución, sobre todo en el Siglo Ilustrado.

A pesar de estas limitaciones, el Estado necesitó cada vez más agentes para cumplir sus funciones. «El desenvolvimiento que la Administración, con sus colaboradores, va a tomar desde el siglo xv en adelante, escribe Maravall (Estado Moderno y mentalidad social) constituye tal vez el hecho

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más relevante en la vida política occidental desde los últimos tiempos de la Edad Media. Y si en el Renacimiento sigue habiendo príncipes, señores, guerreros, artesanos, labradores, etc. y todos ellos en alguna medida han cambiado, tal vez ninguno de dichos tipos... presente la honda transfor­ mación y la novedad que caracterizan al tipo de los burócratas».

No es exacto, en cambio, que el Estado moderno se pueda definir como un Estado de funcionarios de tipo burgués; porque, si bien el funcionario

suele responder, en líneas generales, al modelo burgués, permanecían den­ tro del aparato estatal muchos elementos que, estando a su servicio, no merecen la calificación de funcionarios, sino más bien el de magistrados, en el sentido que tenía esta palabra en la antigua Roma, o recordaban el ser­ vicio caballeresco de tipo medieval. Cuando un prelado o un noble repre­ sentaba a su rey en una embajada, cuando un grande de España o un par de Francia eran puestos al frente de un ejército no estaban actuando como fun­ cionarios; esta palabra hay que reservarla para designar a los que se dedica­ ban al servicio del Estado como una profesión para la que se necesitaba una preparación especial y por la que recibían un sueldo. El Estado no podía funcionar sin éstos, pero necesitaba de aquéllos para ciertos servicios rele­ vantes y costosos. El gobernador de un Estado, el alto mando militar de un ejército debía ser un personaje de gran categoría nobiliaria porque los nobles no querían obedecer a una persona inferior a ellos en rango.

Esta regla valía también para un cargo que, sin ser oficial, se fue imponiendo en muchos Estados: el de primer ministro, privado o valido, que recaía en una persona que tenía la amistad y confianza del soberano y le ayudaba en sus tareas de gobierno sin especificación de funciones. Hubo validos en el siglo xvi, pero su papel fue especialmente importante en el xvu. Todos los titulares de estos cargos (Lerma, Olivares, Richelieu, Mazarino, Somerset, Buckingham) fueron nobles, pero todos se atrajeron la impopularidad, y el odio de otros nobles de más alto rango. A fines del xvu los validos van desapareciendo. La lucha entre el funcionario proce­ dente de la clase media nobiliaria o burguesa y la alta nobleza que había cambiado su antigua independencia por el servicio a la Corona, de la que extraía grandes ventajas, fue una constante en todas las monarquías occi­ dentales. En las orientales, sobre todo en Rusia, donde era difícil reclutar funcionarios con la necesaria preparación intelectual, se llegó a la burocratización obligatoria de la nobleza (nobleza de servicio). En occidente se llegó a un ’resultado análogo por opuesto camino: el ennoblecimiento de la alta burocracia, fenómeno de especial significación en Francia, donde se constituyó una nobleza de toga opuesta a la nobleza de espada. La principal fuente de reclutamiento de los funcionarios fueron las facultades universitarias de Derecho, puesto que lo primero que se exigía de ellos era una formación jurídica. Esto era esencial, ya que, al no existir división de poderes, los consejos, tribunales y demás organismos adminis­ trativos tenían competencias a la vez ejecutivas y judiciales, y a veces también legislativas, produciéndose así la multitud de jurisdicciones y los conflictos de competencia característicos del Antiguo Régimen. Cuando era

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un noble, un militar sin estudios el titular de un cargo, necesitaba el auxi­ lio de un legista en calidad de ayudante.

Una nueva situación se creó al generalizarse en toda Europa la venta de cargos públicos. Los reyes siempre habían acudido a la venta de cargos para proporcionarse recursos. Otras veces eran los señores los que ven­ dían cargos dentro de su señorío. También los propietarios de un cargo podían venderlo a otra persona. Pero lo que fue en la Edad Media un re­ curso eventual se fue generalizando en el siglo xvi, y en el xvn, con los apuros financieros de Los Estados, llegó a ser una importante fuente de ingresos para las monarquías europeas. La costumbre de que los aspirantes entregaran una cantidad al secretario real o alguna otra persona influyente para gestionar su nombramiento fue un antecedente que contribuyó a aca­ llar los escrúpulos reales. En Inglaterra, donde el rey disponía de pocos cargos que vender, se prefirió la venta de títulos nobiliarios. En España, Carlos V y Felipe II vendieron numerosos cargos, aunque más bien muni­ cipales que estatales. El sistema llegó a su cumbre bajo Felipe IV, en cuyo reinado se vendieron miles de cargos, la mayoría inútiles o perjudiciales, y casi todos de escasa importancia. En cambio, en la Francia del siglo xvii se pusieron en venta incluso los más altos cargos de la administración, la Justicia y el Ejército, y desde 1604, por la institución de la paulette, me­ diante el pago de un derecho especial, sus titulares podían transmitirlo a sus sucesores, de forma que los coroneles, los magistrados de los parla­ mentos y los altos funcionarios de finanzas constituyeron dinastías, de ori­ gen burgués por lo común, pero de apariencia feudal y, en sus más altas categorías, ennoblecidas. La Monarquía Ilustrada no siguió vendiendo car­ gos pero respetó las situaciones adquiridas, pues para rescatarlos hubiera tenido que entregar grandes sumas de dinero. Más que aburguesar el poder, la venalidad de oficios feudalizó parte de la burguesía, atraída no solo por la rentabilidad de esta inversión sino por el prestigio de ciertos altos cargos, que facilitaba incluso las alianzas matrimoniales con miem­ bros de la antigua nobleza. Hay que advertir, sin embargo, que tratándose de puestos de responsabilidad el titular, aunque fuera su propietario por compra o por herencia, debía acreditar la necesaria competencia.

El afianzamiento de la autoridad real en los Estados occidentales puede seguirse a través de la evolución de dos instituciones básicas: los consejos y los secretarios reales. Tanto éstos como aquéllos dependían del nombra­ miento real. Sin embargo, los consejos, derivados del antiguo consejo de notables que rodeaba a los reyes medievales, en los que entraban persona­ lidades de alta categoría, tenían mayor independencia que los secretarios, y a veces se permitían contradecir los deseos del rey. En alguna medida, los consejos representaban la voluntad de la nación, o al menos, la de sus clases más influyentes. Aunque algunos consejeros fueran personajes des­ tacados, no ostentaban ninguna representación; sólo eran agentes del rey. De acuerdo con Mousnier podríamos distinguir en la referida evolución las si guientes etapas:

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El rey gobierna con ayuda de consejos, llegándose en ocasiones u una especialización de éstos (polisinodia). 2. a Se mantienen las competencias de los consejos y también se re­ fuerzan las de los secretarios reales, llegándose a un equilibrio entre ambos sistemas. Crece enormemente el número de funcionarios. 1. a

3. “ El rey gobierna a través de sus secretarios, que toman el nombre de ministros. El papel de los consejos se limita cada vez más a la rutina administrativa, permaneciendo alejados de las altas deci­ siones. 4. a

La complejidad creciente de la administración obliga al rey, aun manteniendo en teoría su autoridad suprema, a delegar las deci­ siones en los ministros. Aparece el gabinete de ministros y la figura del primer ministro.

Las dos primeras fases son propias de los siglos xvr y xvn y las dos últimas más bien a fines del xvn y del xvm. Dentro del esquematismo de esta imagen, sirve para darse una idea de la evolución en los Estados occidentales, sobre todo España y Francia.

Además de un cuerpo de funcionarios, el Estado moderno necesitaba unos recursos de los que carecían las monarquías medievales en las que el concepto del impuesto como servicio público era desconocido. Los nobles servían con las armas, los eclesiásticos con oraciones y consejos, y esta exención tributaria la mantuvieron hasta el Sn del Antiguo Régimen como prueba de su rango privilegiado. Sólo aceptaban contribuir en forma de donativos o por medios indirectos que salvaran el principio de su inmu­ nidad. El Tercer Estado sí contribuyó, pero con gran resistencia, ya que muy poco del gasto público beneficiaba a la comunidad; casi todo se invertía en gastos cortesanos y militares. Se estaba muy lejos del concepto de Estado-Providencia y, por tanto, su sostenimiento se miraba como un sacrificio que había que reducir lo más posible. Casi todas las luchas y revueltas, ya en las asambleas, ya en las calles y campos, tuvieron como origen la resistencia a una fiscalidad que resultaba odiosa. Hoy nos parece extraña aquella tremenda resistencia, que al final acabó con la Monarquía Absoluta. Comparadas con las cifras actuales, aquella presión fiscal nos parece muy leve; sin embargo, la agravaban varios factores; su desigualdad, ya que los más ricos eran los menos gravados; la recaudación en metálico, en una época en que la economía dineraria no se había generalizado; los campesinos, sobre todo, tenían grandes dificultades para procurarse mo­ neda metálica; la concurrencia de otras exacciones, como los derechos señoriales y el diezmo eclesiástico; el sistema recaudatorio, hecho por arrendatarios que procuraban su máximo beneficio. Y, sobre todo, la sensa­ ción de que el impuesto era un dinero derrochado sin fruto, un sacrificio sin contrapartida. Esto explica la gran lentitud con que se transformó la hacienda pú­ blica medieval, basada en unos derechos feudales de escaso rendimiento, cu una hacienda de tipo moderno. Ante la resistencia de las asambleas

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representativas los reyes utilizaron medios diversos, llamándolos regalías, o sea, atribuciones reales, que no necesitaban autorización; una de estas regalías fue la venta de cargos y honores; otra, de la que se abusó mucho, las alteraciones monetarias. Aún asi, la financiación de guerras casi conti­ nuas y cada vez más costosas fue para los Estados europeos un problema Insoluble que les obligó a contraer grandes deudas. Los banqueros regios, ■lemanes (Fugger), genoveses (Spinola), franceses (Samuel Bernard), etc. ganaron mucho en ciertas épocas, pero el resultado final les fue desfa­ vorable. En la Edad Moderna la guerra era una realidad permanente; en la Media, también. La diferencia estaba en que en vez de un gran número de pequeños conflictos hubo un número menor de grandes enfrentamientos. La Monarquía absoluta puso paz en el interior y guerreó en el exterior. Salvo caso de invasión, las zonas internas no fueron teatro de guerras.

Hubo comarcas que la experimentaron con terrible frecuencia, mientras que otras, alejadas, disfrutaron de largos períodos de paz. Desaparecidas las guerras señoriales, las guerras sólo fueron reales, estatales, hechas con

efectivos más numerosos, con material más costoso, por lo tanto, mucho más caras. Los particulares ya no podían costearlas. Los pequeños Estados sólo podían hacerlas en calidad de satélites, de auxiliares. Las grandes potencias sí podían, pero a costa de apretar los tornillos de la fiscalidad y endeudarse. Si se hacían tantas guerras era porque las clases dirigentes no las temían demasiado; eran una fuente de prestigio y de ganancias. El culto al héroe estaba dentro de la ideología renacentista. Más tarde, los motivos personales fueron sustituidos por la impersonal Razón de Es­ tado, pero todavía Luis XIV, a fines del siglo xvu, hizo guerras por motivos de prestigio personal, y aún podrían hallarse ejemplos en el xvm.

El nacimiento de un ejército permanente fue producto de la necesidad de disponer en todo momento de un cuerpo de tropas regulares, profe­

sionales, eficaces, dependiendo sólo del jefe del Estado, en vez de las abiga­ rradas cohortes formadas por las milicias señoriales y municipales, que en adelante jugaron un papel de segundo plano. La posesión de un ejército permanente y de armas nuevas y costosas, la artillería, el arma de inge­ nieros, la racionalización de las actividades militares por medio de servi­ cios de intendencia, sanidad, información, cuerpos jurídicos, administra­ ción, etc. al par que ponía en manos de los reyes un instrumento de polí­ tica internacional los situaba tan por encima de los señores feudales y de las municipalidades que toda rebelión era imposible a menos que la subversión alcanzara a todo el cuerpo social. Por ello, los estudios de his­ toria militar, tras un período de desinterés, han vuelto a llamar la atención de los historiadores. La guerra, su preparación y sus consecuencias, entran de lleno en el campo de la historia económica, social, científica y mental. Su exploración reserva todavía muchas sorpresas.

La evolución a partir de los ejércitos renacentistas a los de la Ilustra­ ción puede resumirse en dos puntos: aumento de los efectivos y translor mación de la técnica. En las guerras de Italia Carlos V y Francisco I se

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enfrentan con unos 20.0000 soldadas cada uno. Felipe II empleó en 1557 efectivos mucho más numerosos: unos 50.000 hombres, que batieron a los 40.000 franceses en San Quintín. Aún más numeroso fue el ejército de Flandes en tiempos del duque de Alba y de Alejandro Farnesio; entre 60 y 70.000 hombres de varias nacionalidades. En el siglo xvn, a pesar de la crisis demográfica y económica, los efectivos siguieron aumentando. El es­ tado militar de la Monarquía española que el Conde Duque presentó en 1625 mencionaba, además de los setenta mil hombres de Flandes, otros muchos repartidos por todo el Imperio. A finales del siglo Luis XIV llegó a reunir más de 200.000 combatientes, y 300.000 en la guerra de Sucesión de España. El procedimiento usual para reunir estos contingentes consistía en con­ ceder a capitanes y otros personajes licencias de reclutamiento, aunque, antes de ser admitidos los reclutas en el ejército real tenían que pasar una inspección y ser aprobados. Los que se alistaban lo hacían por dinero, afán de aventuras, por huir de la justicia y, en menor número, por cumplir la obligación militar que pesaba sobre el estamento nobiliario. Cuando los efectivos reclutados eran insuficientes se hacían levas de vagos y malean­ tes y se condenaban malhechores al servicio militar. La acentuación de estas prácticas en el siglo xvn fue uno de los motivos que desprestigiaron el servicio de las armas. También se recurría a mercenarios extranjeros, sobre todo suizos y alemanes, cuya disciplina dependía de la puntualidad de las pagas.

Para disminuir el enorme gasto de los mercenarios y asegurar un reclu­ tamiento cada vez más escaso los diversos países europeos intentaron intro­ ducir algunas modalidades de servicio militar obligatorio. El intento tro­ pezó con gran resistencia; más fácil era formar milicias locales defensivas; a cambio de gozar las ventajas del fuero militar los ciudadanos se encua­ draban en batallones y compañías y se entrenaban algunos días cada mes. El valor de estas milicias era escaso y cuando se las quiso emplear como tropas regulares dieron poco resultado. El arte militar no experimentó a lo largo de los siglos xvi y xvn cam­ bios revolucionarios pero sí transformaciones constantes que, a la larga, dieron por resultado un tipo de ejército muy distinto del bajomedieval. Las armas blancas siguieron usándose por la mayor parte de los soldados. La pica era todavía considerada en el siglo xvn el medio más eficaz de contener la caballería enemiga. Era arma de nobles, mientras los arca­ buceros y mosqueteros eran de inferior categoría social, quizá porque su manejo era muy penoso. Los éxitos de la infantería española se debieron, en parte, a que sus jefes comprendieron la importancia de las armas de fuego y aumentaron su proporción dentro de la unidad combatiente. Arca­ buz y mosquete (el mosquete era un arcabuz más pesado que se apoyaba en una horquilla para disparar) eran armas lentas, pero eficaces a corta distancia: hasta cien o doscientos metros. En la Guerra de los Treinta Años la infantería sueca introdujo el cartucho de pólvora, que abreviaba las operaciones de carga. Lentamente, el número de soldados que se ser­

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vían de armas de fuego fue igualando y luego superando al de los que sólo tenían armas blancas.

La Caballería también experimentó cambios considerables. Las lanzas pesadas, que constaban de un caballero cubierto de hierro y rodeado de tres o cuatro auxiliares ligeramente armados, fueron las tropas de choque a fines del siglo xv. En el xvi esta caballería de corte feudal fue sustituida por otra más ligera, que ya no tenía como única arma la lanza; también usaban el sable, y, más tarde, hubo jinetes armados de pistola o carabina. La Artillería, que en la Edad Media sólo se empleaba para combatir las fortalezas, fue desde el Renacimiento un arma en las batallas, con fuego eficaz hasta un kilómetro. Construidos de bronce o de hierro, el número de cañones no cesó de aumentar; se formaron fábricas, arsenales, escuelas donde se proporcionaba a los artilleros una formación teórica con base matemática. Para defenderse de esta arma temible se renovó también el arte de la fortificación, en el que tuvieron largo tiempo la primacía los Ingenieros italianos y los españoles formados en su escuela; luego pasó a los franceses, instruidos por Vauban, cuyos métodos adoptaron todas las naciones,

Al hacerse la guerra cada vez más técnica, científica y costosa fueron quedando desplazados no sólo los señores particulares sino los Estados pequeños y atrasados, incluyendo los imperios extraeuropeos. Aún dentro de Europa los Estados de gran potencialidad económica fueron los más poderosos, y se comenzó a utilizar la economía como arma de guerra, ya para reforzar las fuerzas propias ya para debilitar las del adversario. La potencia bélica de la Francia de Luis XIV no se comprende sin los esfuer­ zos de Colbert, ni la victoriosa defensa de Holanda frente al poderío español sin tener en cuenta los recursos económicos y financieros de la pequeña república. Y la Economía, no sólo fue un soporte de la guerra, sino causa de las guerras cada vez con mayor frecuencia, hasta llegar a la de Sucesión de España, que tuvo como una de los principales motivos la lucha por el predominio comercial en América. El naciente Capitalismo reforzó la capacidad bélica de las naciones y fue, a su vez, causa de con­ flictos en un juego de influencias recíprocas en el que es difícil saber cuál de los dos factores tuvo la primacía.

La diplomacia fue otro instrumento estatal para las relaciones inter­ nacionales, no nuevo pero sí renovado, en el que también las ciudades-Estados italianas dieron la pauta de lo que después se desarrolló en gran escala en los grandes Estados de occidente. A los contactos esporádicos sucedieron las representaciones permanentes, en las que los enviados, aun­ que pertenecieran a la aristocracia, tenía ya algunos rasgos del funcio­ nario. «Los Reyes Católicos, escribe José A. Maravall, son quizá los pri­ meros soberanos de un gran Estado que se apropian esta novedad y practican con cierta amplitud el envío de representantes diplomáticos permanentes. Desde 1480 tienen uno en Roma y poco después en Inglaterra, Venecia, el Imperio, los Países Bajos. Otros soberanos siguen muy pronto el nuevo sistema». Incluso el Imperio Otomano desarrolló una actividad

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diplomática intensa. Los pequeños Estados italianos trataron de compen­ sar su inferioridad militar con un perfecto sistema de información. Roma siguió siendo un magnífico observatorio y el Senado veneciano fue el cuerpo deliberante mejor informado gracias a su magnífica red de emba­ jadores. En el siglo xvn los Estados occidentales mantuvieron contactos con Rusia, Persia e incluso llegó a España una embajada japonesa. Pero estos contactos ocasionales tenían poco que ver con la labor continua, paciente, de unos diplomáticos especializados que desde cada una de las cortes europeas enviaban a la suya informes sobre todo coanto ocurría y trabajaban por crear clientelas adictas recurriendo a todos los medios, incluso la intriga, el espionaje y el soborno.

2.

MONARQUÍA ABSOLUTA Y REPRESENTACIÓN NACIONAL

El avance de la monarquía absoluta fue lento y lleno de altibajos debido a las resistencias que encontró en diversos estamentos sociales. Una teoría romántica que tiene parte de verdad, pero demasiadas excepciones para poder ser aceptada en bloque, sostiene que el ascenso de los reyes se vio facilitado por el apoyo del pueblo, que veía en ellos a sus protectores fren­ te a las clases privilegiadas. Lo que realmente ocurrió en la mayoría de los Estados es mucho más complicado. En una primera fase, cuando la autoridad real aún estaba muy sujeta a contestación, buscaron la alianza de los municipios frente a los feudales; pero ni se pueden identificar las oligarquías municipales con el pueblo, cuyos estratos más humildes solían estar apartados del gobierno de las ciudades, ni esa postura de la mo­ narquía fue duradera. Cuando la aristocracia se convenció de que la auto­ ridad real era demasiado sólida para ser derribada se aproximó a ella, y la Monarquía se convirtió en un sólido bastión contra todo peligro de sub­ versión social violenta. No por ello dejó la monarquía de ser popular. Aparte de su carisma tradicional, incluso religioso, las masas populares sentían que el retorno al poder de la aristocracia feudal le sería muy perju­ dicial. La monarquía, por lo menos, aseguraba la paz interna, sus tribu­ nales de apelación podían ser un recurso contra las arbitrariedades de la justicia señorial y el poder absoluto del monarca era siempre una espe­ ranza para los oprimidos. En la Francia de Luis XIV altos funcionarios en inspección castigaron duramente a señores culpables, como ocurrió en los Grands Jours de Auvernia. Esta esperanza no existía para los campesinos polacos o húngaros, enteramente al arbitrio de sus señores.

En Castilla era habitual llamar Reino tanto al conjunto de los esta­ mentos sociales como a su representación, las Cortes, y el papel de éstas era mantener un diálogo con el rey, con la administración real acerca de los intereses de ambas partes, que no pocas veces se miraban como contra­ puestos, lo que no es de extrañar, porque la nación y las Cortes repro­ baban la invasión por el poder real de dominios antes reservados a poderes intermedios, el exceso en los gastos cortesanos e incluso las guerras, con frecuencia no nacionales sino dinásticas. Esta contraposición Rey-Reino,

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con diversas formas y denominaciones existió en todas partes. Fue un

proceso de siglos el identificar el interés del soberano con el de la nación. Cuando esta identificación llegó a consumarse ya no hubo diálogo sino monólogo; al Estado del Renacimiento y del Barroco había sustituido el de la Ilustración, en el cual las asambleas representativas poco o nada tenían que hacer.

Sin embargo, en el transcurso de esos dos siglos la trayectoria no fue unitaria. Si en unas naciones la Monarquía acabó triunfando, en otras retrocedió. Siguiendo la clasificación de Koenigsberger podríamos distin­ guir tres grupos: A.

Estados en los que las asambleas afirmaron su supremacía. Tal su­ cedió en Polonia, donde la Dieta nobiliaria redujo a la impotencia a la Monarquía; en Inglaterra, tras un siglo xvi de indiscutible predominio monárquico, en el xvn el Parlamento reivindica su su­ premacía y la obtiene por ]a revolución de 1688. En Holanda aún se fue más allá: en 1581 es abolida la Monarquía y el poder supremo pasa a los Estados Generales.

B.

Países en los que la Monarquía se afirma como el poder supremo. Este grupo es el más numeroso; en Castilla las Cortes son ampu­ tadas a partir de 1538 de sus dos estamentos privilegiados; caen bajo la dependencia regia y dejan de ser convocadas después de la muerte de Felipe IV. En Francia los Estados Generales no son for­ malmente abolidos pero dejan de ser convocados a partir de 1614. No volverán a ser reunidos hasta la gran revolución. Lo mismo sucedió en Saboya. En Bohemia, tras la batalla de la Montaña Blanca (1620) el absolutismo regio se ejerce sin límites.

C.

Hubo situaciones intermedias en Hungría, en Sicilia, en varios Es­ tados alemanes, en Suecia, donde las luchas entre reyes y parla­ mentos experimentaron violentas oscilaciones. En los países de la Corona de Aragón las Cortes, aunque disminuidas y convocadas cada vez tras más largos intervalos, no quedaron tan degradadas como las de Castilla.

Queda fuera de esta clasificación la Dieta del Imperio alemán (Reichstag) porque no representaba individuos ni estamentos sino Estados.

Aún simplificado, este esquema no da una idea completa de la enorme variedad de situaciones que había en Europa. Por ejemplo, la interrupción de las convocatorias de los Estados Generales de Francia no se extendió a los Estados provinciales, que siguieron teniendo amplias atribuciones en re­ giones como Bretaña, Borgoña, Provenza, Languedoc y Delfinado. La mo­ narquía absoluta nunca llegó a ser totalmente absoluta a causa de la multi­ tud de usos, costumbres, tradiciones y privilegios locales con los que no se atrevió a romper.

Evidentemente, las asambleas representativas eran reflejo de una es­ tructura social. En este sentido es como pueden llamarse representativas.

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Cuando no representaban al pueblo es porque éste no tenía ningún poder de decisión. Muchas de estas asambleas nacionales eran bicamerales: una cámara de privilegiados y otra de comunes o municipios en los que la representación popular era variable. Según los casos dominaban los gre­ mios, la burguesía, la pequeña nobleza o una mezcla de estos elementos. Bicamerales eran, por ejemplo, el Parlamento inglés, la Dieta polaca, las asambleas escandinavas y las de muchos principados alemanes. En otros casos, Nobleza y Clero estaban separados, dando origen a una división tricameral: Estados Generales franceses, Cortes catalanas y valencianas, Cortes castellanas hasta 1538. En Aragón la nobleza alta y la baja tenían cámaras distintas, lo que originó un sistema tetracameral. Siempre, esta división material en cámaras reflejaba una división análoga en estamentos.

3.

EL ESTADO MODERNO, ¿CREACIÓN NATURAL O ARTIFICIO HUMANO?

El Estado puede concebirse, bien como el resultado de fuerzas espon­ táneas cuyo impulso nace de la naturaleza humana, bien como un artificio ingenioso, producto de la razón, que lo ha creado como crea una máquina. La primera postura es la de los jusnaturalistas y filósofos cristianos; la segunda, prescindiendo de antecedentes de la Antigüedad clásica, despunta en el Renacimiento y, a través de los teóricos racionalistas del siglo xvm, empalma con los constitucionalistas del xix. Si los renacentistas conside­ raron al Estado como un mecanismo fue en parte porque vivían en una época en la que se multiplicaban los inventos, y también veían cómo la actividad humana creaba, modificaba y destruía Estados. Frente a la es­ cuela tradicional que veía el poder del soberano, la estructura de la so­ ciedad, su representación estalmental y otros factores estatales predeter­ minados por la voluntad divina a través de la sociabilidad que había impreso en el alma humana, los nuevos teóricos consideraban al Estado como una creación artificial, empírica, no sujeta a leyes eternas, autosuficiente en todos los terrenos, incluso en el moral. Maquiavelo, en el Arte de la guerra, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y, sobre todo, en El Príncipe (1513), una de las obras de más amplia y durable influencia, no creó un sistema completo del Estado como construcción autónoma; lo que hizo fue plasmar en una serie de máximas inconexas sus experiencias como gobernante y embajador de Florencia en aquel revuelto mundo político en el que la fuerza y la astucia eran las determinantes del éxito. El fondo de su pensamiento es que el fin justifica los medios, y el fin del gobernante debe ser el interés del Estado, al que hay que subor­ dinar toda otra consideración. Estas ideas parecieron escandalosas, anti­ cristianas, y dentro del clima antirreformista fue incluido El Príncipe en el índice romano.

Los jesuítas fueron sus mayores adversarios, aunque con distintos ma­ tices: mientras el español Ribadeneira lo condenaba en términos duros, el italiano Giovanni Botero intentó dar una versión aceptable para la ideo-

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logia cristiana de los principios maquiavélicos en su Ragion di Stato (1589), obra de escaso valor, «mezquino recetario práctico», pero la expresión

Razón de Estado que él acuñó sí tuvo mucho éxito. La Razón de Estado, sobre la que Meinecke ha escrito un libro clásico, es la doctrina que enseña a conservar y acrecentar la fuerza del Estado. A pesar de críticas y prohibiciones, Maquiavelo siguió teniendo enorme Influencia en los medios gobernantes católicos, no sólo porque resolvía la antinomia Rey-Reino a favor del primero, a favor del Príncipe, en el que se concentraban todos los poderes, sino porque resumía en una serie de consejos y máximas la experiencia política acumulada por un hombre de aguda inteligencia. Un autor francés de la segunda mitad del siglo xvi decía que El Príncipe se había convertido en el Corán de los cortesanos. Antonio Pérez, Mazarino, los ilustrados, fueron admiradores suyos. Su in­ fluencia es clara en los Seis libros de República de Bodino, y en el siglo xvu Hobbes recoge y amplifica sus tesis. Mientras en las aulas se enseñaba que el Estado era el producto de unos principios teológicos y estaba sujeto a las mismas reglas morales que los individuos, políticos y arbitristas en sus concepciones teóricas y los gobernantes en sus acciones prácticas manejaban la máquina gubernamental como un producto artificial del ingenio humano sujeto sólo a sus propias leyes.

DOCUMENTOS EL PRÍNCIPE Y EL EJÉRCITO SEGÚN MAQUIAVELO

«El príncipe no ha de tener otro objeto ni cultivar otro arte que el que enseña el orden y disciplina de los ejércitos, porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte tiene tal utilidad que no sólo mantiene en el trono a los que nacieron príncipes sino que con fre­ cuencia hace subir a tal dignidad a hombres privados, y al contrario, varios príncipes que se ocupaban más de gozar de las delicias de la vida que de las cosas militares perdieron sus Estados. . Francisco Sforza, no siendo más que un simple particular, llegó a ser duque de Milán, mientras que sus hijos, por haber huido de las fatigas de la profesión militar, de duques que eran pasaron a ser simples particulares... Entre otras calamidades que se atrae el príncipe que no entiende nada de la guerra está la de ser despreciado por sus soldados y no poder fiarse de ellos... No sólo debe tener bien ordenadas y ejercitadas sus tropas sino que debe ir a menudo de caza, con lo que de una parte acostumbra su cuerpo a la fatiga y por otra aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las montañas, las entradas de los valles, la situación de las llanuras, la naturaleza de los ríos y lagos, y este es un estudio en el qué

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debe poner la mayor atención, porque tales conocimientos le serán útiles en dos aspectos: primeramente, dándole a conocer su país le servirán para defenderlo mejor, y además, se da cuenta de lo que debe ser olio país que no tenga a la vista... El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer historias (Nota de Napoleón a esta frase: "¡Desgraciado del estadista que no las lee!”) y al contemplar las acciones de los varones insignes debe notar particularmente cómo se condujeron en las guerras, examinando las causas de sus vicio rías, a fin de conseguirlas él mismo, y las de las derrotas, a fin de no expe rimentarlas. Debe, sobre todo, como hicieron ellos, escoger entre los anli guos héroes un modelo cuyas proezas estén siempre presentes en su ánimo.» (Maquiavelo: El Príncipe, capítulo XV ) LEYES FUNDAMENTALES DE LA MONARQUÍA FRANCESA

«El rey de Francia es soberano por derecho natural, pues esta forma de gobierno dura en el país desde hace más de mil años. Como no accede a la Corona por elección de los pueblos no está obligado a conquistar su benevolencia. Tampoco accede por la fuerza, lo que le evita ser cruel y tirano. La sucesión real sigue las leyes de la naturaleza, del padre al hijo primogénito, o al pariente más próximo, con exclusión de los hijos natu­ rales y de las mujeres. El reino es patrimonio de un único soberano y no se divide. Es en Francia costumbre general, no sólo de la familia real sino de todas las grandes casas, que el primogénito obtenga la herencia íntegra, y que a los demás hijos quede solamente lo necesario para mantener su rango de una manera decente. Esta institución sirve para conservar la grandeza y riqueza de las casas particulares y de los estados, mientras que la división de la herencia entre todos los hijos los reduce pronto a la nada. Los bastardos no son admitidos en Francia a la sucesión, excepto en algunos casos en que se deroga la prohibición por vía de gracia, pero la ley prohíbe tener en cuenta los hijos ilegítimos de los reyes para la sucesión a la Corona, y esta ley ha estado siempre en vigor desde Carlomagno. La ley sálica, o bien una costumbre secular con fuerza de ley excluye a las mujeres del trono; de esta manera se garantiza que el rey de Francia será siempre un francés y que no ocurrirá lo que en otros estados, donde nunca se sabe con seguridad quién heredará la Corona, que con frecuencia recae en persona de una nación odiosa o enemiga. Así España cayó en poder de los flamencos, y Nápoles y Sicilia en poder de España. Francia no tiene que temer tales desgracias.»

(Miguel Suriano: Relación de su embajada en Francia, en Barozzi-Berchet: Relazioni degli ambasciatori veneti. Francia, siglo XVI, tomo primero.)

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BIBLIOGRAFÍA Naef, W.: La Idea del Estado en la Edad Moderna, traducción española, Ma­ drid, 1947. Duran», G.: Etats et Institutions, XV1-XVIII siècles, París, P.U.F., 1963. Touchard, J.: Histoire des idées politiques, París, P.U.F., 1965, dos volú­ menes. Maravall, J. A.: Estado Moderno y mentalidad social, Madrid, Revista de Oc­ cidente, 1972, dos tomos. Fundamental. Hartung, F. y Mousnier, R.: Quelques problèmes concernent la Monarchie absolue, X Congreso Internacional de Ciencias Histéricos. Meinecke, F.: La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, traducción española, Madrid, 1959. La obra original apareció en 1929. Koenigsberger H. G.: Dominium regale o Dominium politicum et regale, Bo­ letín de la Academia de la Historia de Madrid, septiembre 1977. Cipolla, C.: Cañones y velas en la primera jase de la expansión europea. Bar­ celona, 1967.

El reciente interés por la historia militar, que ya dio origen a Guerra y Ca­ pitalismo, de Werner Sombart, puede seguirse a través de obras como las de André Corvisier: Armées et Sociétés en Europe de 1494 à 1789 (P.U.F. 1976) y G. N. Clark: War and Society in the XVII century (Cambridge, 1958). El interés de las ventas de cargos públicos fue desvelado por K. W. Swart: The sale of offices in the XVII century, La Haya, 1949. A esta rápida vision glo­ bal han seguido monografías de las que la más importante es la de R. Mous­ nier: La vénalité des offices sous Henri IV et Louis XIII, Rouen, 1946. Garret, M.: La diplomacia del Renacimiento, Madrid, 1970.

La bibliografía sobre Maquiavelo y el maquiavelismo es inmensa. Una buena introducción es el Maquiavelo, de A. Renaudet (Madrid, 1966).

CAPITULO XV

LA CRISIS DEL SIGLO XVII

El siglo xvii nunca tuvo buena fama. Entre el siglo del Renacimiento y el de la Ilustración siempre ha ofrecido la imagen de una centuria depri mida. Primero fue criticado en virtud de criterios estéticos, pero desde hace varios decenios esos criterios han variado; se reconocen los méritos de la literatura y el arte barrocos. Ahora son los economistas, sociólogos y demógrafos los que han esparcido una visión pesimista. La crisis del si­ glo XVII se ha convertido en uno de los tópicos más discutidos de la histo riografía actual. No es un problema que esté aclarado; por el contrario, cuanto más profundizan las investigaciones más se reconoce su comple­ jidad y la dificultad de formar un juicio global. 1.

LA DEMOGRAFÍA

En el aspecto demográfico es donde parece menos discutible que se produjo una crisis profunda. Aunque se carece de estadísticas seguras y con frecuencia se han exagerado las cifras de mortandad, es seguro que aquel siguo fue pródigo en mortalidades catastróficas que no sólo anularon la tendencia natural al crecimiento (pues la natalidad seguía siendo muy alta) sino que en varias ocasiones y en diversas regiones se produjeron des­ censos absolutos, de suerte que en 1700 la población del continente europeo difería muy poco de la que tuvo en 1600. Los progresos de algunas na­ ciones estuvieron contrapesados por los descensos de otras, produciéndose un estancamiento global. La sífilis ya no tenía la terrible virulencia que en el siglo anterior y la lepra estaba en regresión. En cambio, la peste bubónica produjo enormes estragos en organismos debiilitados por ham­ bres frecuentes: el hacinamiento de las ciudades, faltas además de las más elementales normas sanitarias (agua corriente, alcantarillado) hicieron que en ellas fuesen especialmente grandes los estragos, aunque las poblaciones

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CRISIS DEL SIGLO XVII

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rurales también sufrieron mucho. El ambiente en las poblaciones atacadas era semejante al del siglo xtv, durante la Peste Negra: angustia ante la amenaza constante de la muerte, recurso a los consuelos de la religión,

hipersensibilidad, suspicacia, búsqueda de responsables, cierre de teatros, caza de brujas... Muchos de estos rasgos, típicos del Barroco, tienen su origen en la amenaza constante de la muerte.

Aunque las mortalidades excepcionales fueron numerosas, vamos a in­ dicar algunas de las más graves: entre 1596 y 1603 una peste originada en los puertos del mar del norte recorre todas las costas atlánticas, devasta la mayor parte de la Península Ibérica y llega hasta Marruecos, donde también causó muchas víctimas; sólo el Sáhara pudo limitar su progresión. En 1630 la epidemia se enseñoreó del norte de Italia y de allí pasó por un lado a la Europa Central y, por otro, a través de la Francia mediterránea, hasta Cataluña. Manzoni, en Los novios, trazó un cuadro que se ha hecho clásico de la peste de Milán.

Desde 1618 hasta 1648 ocurrieron las devastaciones brutales de la gue­ rra de los Treinta Años que despoblaron amplias regiones de Alemania y Austria. A mediados de siglo la epidemia se cebó con gran fuerza en las regiones mediterráneas; procedente, tal vez, del norte de Africa, apareció en 1647 en Valencia, de aquí pasó a Murcia y Andalucía, donde hubo ciudades que perdieron la mitad de sus habitantes. En 1652-1653 sufrían sus efectos Cataluña y Aragón y luego, a través de las islas (Mallorca, Cerdeña), en 1655-1656 llegó a Italia, donde Nápoles padeció más que ninguna otra ciudad.

En la segunda mitad del siglo xvn las grandes epidemias perdieron en frecuencia e intensidad, aunque todavía las hubo tan fuertes como la que en 1665 atacó a Londres y la que, de 1676 a 1686, afectó a gran parte de España. La peste de Marsella de 1720 puede fijarse como el término de estas grandes catástrofes; después se entra en el régimen demográfico mu­ cho más favorable del siglo xvm.

Aunque los cálculos estadísticos son poco seguros, puede calcularse que la población europea en aquella centuria osciló en torno a los cien

millones de habitantes, de los cuales casi veinte correspondían a Francia, la más poblada y no de las más afectadas por las epidemias. Pequeños avances registraron Rusia (de 11 a 12 millones), Inglaterra (de 4,5 a 5,5), Holanda y los países escandinavos. Italia tenía en conjunto unos doce mi­ llones, España registró un mínimum de población hacia 1650-1660 y des­ pués de una lenta subida tenía en 1700 una cifra semejante a la de cien años atrás. Pero la caída más impresionante fue la de Alemania; algunos autores hablan de una pérdida de casi la mitad de la población: de 18 a 10 millones, pero, aunque este cálculo sea exagerado, no cabe duda de que fue la nación que más sufrió en sus efectivos humanos. Estos datos globales, aun cuando fueran exactos, desfiguran bastante los hechos, ocultan las variedades regionales y cronológicas; dentro del

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estancamiento demográfico francés hubo islotes de crecimiento, como lia demostrado Baherel para la Baja Provenza. En España bajó mucho la población de la Meseta, pero hubo un crecimiento sostenido en las zonas periféricas: Galicia, Granada, Valencia, y las mismas distinciones tendría­ mos que hacer en los demás paises. Incluso en Alemania hubo regiones que incrementaron sus efectivos humanos por la llegada de emigrantes de las zonas más castigadas.

2.

ECONOMÍA

Con la misma prudencia hay que tratar la decadencia económica, dis­ tinguiendo épocas, sectores,* comarcas. Es muy aventurado fiarse de los juicios pesimistas emitidos por los contemporáneos; hay que atenerse a criterios objetivos, cuantificables. Por ejemplo, los rendimientos de los diezmos. Es un hecho que en muchas partes de la Europa católica los diez­ mos permanecen estacionarios o incluso bajan, lo que indica una dismi­ nución de la producción agrícola. ¿A qué puede deberse? Se han invocado razones climáticas; hubo un empeoramiento que se acentuó en la segunda mitad del siglo xvn; descenso de temperaturas, lluvias excesivas de prima­ vera que pudrían los cereales, alternando con años de sequía. Los testi­ monios en este sentido son numerosos; sin embargo, hay que tener en cuenta que en el siglo xvm las temperaturas continuaron siendo más ba­ jas de lo que habían sido en la época renacentista y de lo que son en la actualidad. A pesar de todo hubo progreso agrícola bajo la Ilustración. EJ factor climático puede explicar desastres parciales, no la atonía general de la producción agraria, que dependería más del estancamiento de la técnica, los bajos rendimientos, la crisis demográfica, que restó brazos a la producción y bocas al consumo, los bajos precios que desanimaban a los productores, la concentración creciente de las propiedades y la correla­ tiva ruina de muchos pequeños labradores. Completaban este cuadro una pésima comercialización y la falta de reservas de alimentos, hechos respon­ sables de las frecuentes y graves crisis de abastecimiento. En una región moría la gente de hambre mientras en otra sobraban alimentos, sin que los transportes, lentos y caros, pudiesen remediarlo. Un hecho también a considerar es el inexplicable retraso con que se propagaron las plantas útiles procedentes del Nuevo Mundo. Lo mismo el maíz que la patata eran ya conocidos en Europa, y cultivados en algunas comarcas, pero hubo que esperar hasta el siglo xvm para que sus estimulantes efectos se dejaran sentir plenamente. En una época en que la economía comercial, precapitalista, se limi­ taba a una red de ciudades unidas por rutas, la mayoría de la población y del territorio europeo dependían en lo esencial de una agricultura que en buena parte era de autoconsumo. Por tanto al no haber despegue en el sector agrario todo auténtico progreso quedaba bloqueado. Incluso hubo en la Europa del Este un aumento de la población agraria, pero a costa del incremento de la servidumbre rural. Frente a hechos de tal magnitud,

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poco significaba que continuaran en Holanda los trabajos de desecación de polders, trabajos que, por otra parte, disminuyeron su ritmo a partir de 1650.

Aunque minoritaria, la economía comercial no dejaba de tener gran importancia, y como es mensurable en algunos de sus aspectos esenciales, lobre ellos se ha volcado la investigación y se han construido teorías. El sector sobre el que más se ha trabajado y discutido es el comercio americano: volumen de tráfico, llegada de metales preciosos y repercu­ sión en los precios. La teoría más aceptada en los últimos años fue que

el descenso del comercio americano, moderado hasta 1620, rápido después de esta fecha, y espectacular a partir de 1640, influyó en la degradación monetario (sustitución de la plata por el cobre), el estancamiento de los precios y la atonía económica, que se manifestó con gran fuerza en Es­ paña, y en mayor o menor medida, afectó a todo el Occidente. Estos con­ ceptos están ahora sujetos a revisión, se está trabajando sobre los datos de la segunda mitad del siglo, que Hamilton y Chaunu dejaron fuera de tu ámbito de estudio. Morineau, utilizando gacetas holandeses y otras fuentes, ha llegado a la conclusión de que el descenso de los envíos de plata no fue tan grande como se había dicho. Por otra parte, aunque se lograra establecer estadística dignas de cré­ dito, siempre quedarían pendientes las cuestiones a que ya se aludió en otra lección anterior: ¿Hasta qué punto dependía el nivel de precios de las llegadas de metales preciosos? ¿Cuál era exactamente ese nivel: el de los precios en plata o en cobre? Esta segunda pregunta resulta de espe­ cial interés para la economía española, pues la abundancia de moneda de vellón llegó casi a expulsar de la circulación, a la de plata. Los precios-

plata tuvieron durante aquel siglo bastante estabilidad, e incluso ten­ dencia a la baja pero medidos en vellón (cobre) que era la moneda que utilizaban casi todos los consumidores, los altibajos fueron tremendos. Y por encima de todos estos interrogantes sigue flotando, como para el siglo anterior, otro fundamental: ¿Hasta qué punto alza de precios equi­ vale a prosperidad?

Combinando estos datos con los del tráfico de barcos por el estrecho del Sund, la producción sedera veneciana y otros índices, Ruggiero Ro­ mano sugiere una imagen de la coyuntura del siglo xvu en que la crisis no se produce bruscamente sino por etapas; de 1600 a 1620 se mantienen los niveles anteriores; en 1619-1622 se franquea un escalón descendente; es, en realidad, el comienzo del siglo xvu económico, considerado como siglo regresivo. A partir de entonces disminuye el crédito, se invierte la relación plata-oro, hasta entonces favorable a la primera, decaen las emisiones monetarias, aparece la inflación medida en moneda de cuenta, fenómenos que son síntomas de males más profundos, sobre todo de referudalización de la sociedad y de la tierra. Concretándonos a la economía española no cabe duda de que un primer escalón hacia la profundidad de la crisis se había franqueado ya antes de 1620, aunque desde esta fecha se hiciera más patente. Luego, llegaron

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

otros: 1627 y, sobre todo, 1640. Los decenios centrales del siglo fueil los peores. Frente a este inicio temprano de la crisis, la economía de! Europa nordatlántica parece haber resistido mejor, hasta 1640-1650, cuan en Inglaterra y Países Bajos la depresión se hace patente.

El caso de Francia es más complicado. El fondo de la depresión toca hacia 1680, precisamente cuando España empezó a salir de ella, prolongó mucho, hasta 1730 o 1740, y afectó lo mismo a la población que la producción y a la renta. Pero ésta es una impresión global que no < cluye las grandes variedades regionales.

3.

ASPECTOS SOCIALES. LAS REVUELTAS

La crisis social suele concretarse ahora en una palabra: refeudalizaciói En el este de Europa tiene un significado muy claro: la gran propieda noble aumenta sus derechos sobre un campesinado reducido a una serv dumbre cada vez más dura. En el oeste, la cosa está menos clara y ha muchas polémicas acerca de aquel concepto. Braudel considera como sír toma de refeudalización que la tierra ya no se considerara como fuente d| provecho sino de consideración social. Muchos miembros de la clase me dia, muchos burgueses enriquecidos, sobre todo entre las clases dirigente urbanas (funcionarios, mercaderes, miembros de profesiones liberales compran tierras como paso previo para obtener un título nobiliario. N< hacen inversiones, o bien éstas son suntuarias: t construyen una vivienda lujosa, jardines, etc. Aprovechan las dificultades de los pequeños cult: vadores para adquirir a bajo precio sus parcelas, y lo mismo hacen lo grandes y medianos labradores. Hay, pues, un aumento de la gran prc piedad. La Iglesia participa también en este fenómeno, y lo mismo esta tierras eclesiásticas que las nobiliarias quedan amortizadas, fuera de h circulación. Paralelamente aumenta la deposesión y proletarización de lo; campesinos. Estos fenómenos se dan con claridad en la Europa medite rránea (España fue un caso típico) y, con más o menos fuerza, tambiér en los demás países. El ansia por el ennoblecimiento traduce una falta de interés por las actividades comerciales e industriales a causa de su escasa valoración so­ cial. No era este un hecho nuevo, pero quizá cobra más fuerza en la Europa mediterránea por coincidir con una época de depresión económica. Para satisfacer esta demanda, los soberanos venden títulos de nobleza y seño­ ríos. España, Francia, Italia suministran abundantes ejemplos de esta acti­ tud. Pero que se trataba de un estado de espíritu generalizado lo demues­ tra que la mayor cantidad de venta de títulos de nobleza ocurriera en la Inglaterra de Jacobo I y Carlos I. En cambio, en la venta de cargos pú­ blicos fue la Francia de Luis XIII y Luis XIV la que batió todos los ré­ cords; incluso los más altos cargos de la Justicia fueron puestos en venta, mientras en Italia y en España fueron los cargos municipales y los puestos secundarios de la administración real los enajenados.

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Nació así una nueva clase, una burocracia que, en sus rangos más altos Confinaba con la nobleza pero que, en general, se mantenía dentro de los límites de la clase media. La existencia de estos fenómenos es indudable; filás difícil resulta su interpretación. Por una parte parece como si aquella

Sociedad se hubiera hecho más rígida, más jerárquica, más ansiosa de honores. En este sentido se podría hablar de un retroceso con relación a la sociedad renacentista más abierta, más susceptible a la capilaridad, al ascenso por el mérito o por el éxito. Pero, de otra parte, el hecho de que Cualquiera que dispusiera de dinero, fuera cual fuere su origen, pudiera

Comprar un cargo indica que no se trataba de una sociedad cerrada. El acceso de las capas superiores de la burguesía a la nobleza, ya por Compra del correspondiente título real o por otros procedimientos, no era Un fenómeno nuevo, aunque quizá tuvo más intensidad en este siglo que en el precedente. Los enlaces entre familias nobles y burguesas fueron Otro medio de facilitar el ascenso de los miembros del Tercer Estado.

También hay que admitir que esta aspiración a la condición nobiliaria no excluía el interés por ganancias no procedentes de la renta de la tierra, que era el ingreso más típicamente noble. A medida que la burguesía de los negocios perdía parte de sus miembros por ascenso a la clase superior surgían de las capas inferiores otros que la reemplazaban. Incluso puede

dudarse (por lo menos, en el caso francés) de que las alianzas entre no­ bles y burgueses hicieran siempre olvidar a estos últimos el origen de su fortuna. Se conocen casos de familias nobles que emparentan con grandes comerciantes para ampliar y aportar nuevos fondos a sus negocios. Tam­ bién resultaban útiles estas alianzas para que los apellidos nobles no aparecieran directamente mezclados en empresas mercantiles o finan­ cieras. El empleo de intermediarios y testaferros está probado en muchos casos.

El creciente vigor del Estado actuaba en forma contraria al robuste­ cimiento de la feudalidad en varios sentidos; de una parte, atrayendo a la nobleza a la Corte, que era donde podían obtenerse pensiones, mercedes y cargos lucrativos. En todas partes, salvo en Inglaterra, la alta nobleza abandona sus viejos castillos y sus residencias campestres y se hace cons­ truir mansiones suntuosas en la capital, o hace largas estancias en los sitios reales. Este género de vida cortesano resultaba muy costoso por el lujo que había que desplegar. Muchas veces, empobrecidos y cargados de deudas, los nobles tenían que abandonar la corte y hacer una larga estan­ cia en sus dominios patrimoniales para rehacer su fortuna. O bien, si te­ nían suficiente influencia, redoblaban sus peticiones y su servilismo ante el soberano y sus ministros. En la Francia de Luis XIV es en donde estos fenómenos se aprecian con más claridad, pero también se dan en el resto de Europa, excepto Polonia que constituye una excepción. Incluso en el débilísimo reinado de Carlos II de España, aunque se advierten una gran recuperación del poder que los nobles habían perdido bajo Felipe II y Felipe IV, no actúan como cuerpo nobiliario, sino de forma individual, tratando los más favorecidos de sacar fruto de su influencia por medio de cargos y pensiones, no de otorgamiento de tierras y señoríos, que era la

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actitud feudal, y la que predominó antes de la época de los Reyes Cató líeos. Por estas y otras razones, el concepto de refeudatización no está nada claro que pueda aplicarse al siglo xvn; en el sector rural, porque la con­ centración de tierras no cambió en nada el modo de producción ni la con­ dición jurídica de los campesinos; más bien se observa, en las regiones donde la baja de población fue notable (caso de Castilla), cómo éstos im­ ponen unas condiciones de arriendo más favorables. Tampoco hay pruebas de que progresara el autoconsumo. En los sectores secundario y terciario hubo, en conjunto, una atonía inversora y un estancamiento, pero no hay que olvidar que aquel siglo fue el de las grandes compañías comerciales, que la disminución del tráfico ultramarino parece no fue tan fuerte como se había creído y que los Estados crearon nuevas fuentes de actividad, ya en las fábricas estatales, ya por el incremento de la recaudación, qu*exigía un aumento paralelo de los financieros y recaudadores, algunos de los cuales (los fermiers généraux franceses) constituyeron un núcleo muy sólido de alta burguesía. Y desde el punto de vista social por el ascenso incesante de las capas medias a la nobleza y por el mayor sometimiento de ésta a la realeza, acabando por adoptar una actitud de sumisión que en nada recordaba la de un siglo antes. Un gesto como la actitud desa­ fiante del condestable de Castilla ante Carlos I en las Cortes de Toledo de 1538 resultaría impensable en el reinado de Felipe IV. La nobleza fran­ cesa tardó más tiempo en someterse y el gran Condé luchó junto a los espa­ ñoles contra su soberano como antes había hecho el condestable de Borbón. Pero esta independencia fue seguida de una sumisión total hacia Luis XIV. Otro fenómeno muy extendido en el siglo xvn fue la debilitación de las clases medias. Una parte ascendió a la clase superior y otra mucho mayor se proletarizó. La situación de las clases inferiores se hizo muy penosa por diversas causas; manifestación de su descontento fueron las numerosas revueltas, que contrasta con la relativa tranquilidad interna imperante en la mayor parte de Europa en la época de la Ilustración. Estas revueltas atraen la atención de numerosos investigadores, sobre todo desde que Porschnev mostró cuán numerosas habían sido en la Francia de Luis XIII y hasta qué punto la historiografía tradicional había olvidado estos hechos. Juntamente con él, Trevor Roper, Mousnier, Elliott y otros han tratado de clasificar e interpretar estos movimientos. Kamen en «El Siglo de Hie­ rro», las divide en tres grupos: revueltas urbanas, revueltas campesinas y bandolerismo social. Pero a esta clasificación se le pueden hacer varias objecciones: la revuelta urbana es casi siempre inseparable de la rural; no es posible que si la ciudad está alborotada sus contornos permanezcan tranquilos y viceversa; los motivos de descontento, ya sean políticos, econó­ micos o sociales, solían afectar a amplias zonas, una comarca, incluso una región. En cuanto al bandolerismo se trata de un fenómeno endémico que por su continuidad no debe confundirse con las alteraciones de carácter súbito, explosivo, limitado en el tiempo y el espacio.

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Los primeros que llamaron la atención sobre el carácter revolucionario de aquel siglo se fijaron, sobre todo, en las revoluciones de tipo político,

que eran las que más había destacado la historia clásica: las revoluciones inglesas, la Fronda, las revoluciones de Cataluña y Portugal, la de Nápoles, el alzamiento de los checos en 1618, la gran revuelta de los cosacos, etc. Después, la atención, se ha dirigido hacia las motivaciones religiosas, econó­ micas y sociales y han sido exhumados muchos disturbios, caudillos anó­ nimos y represiones sangrientas. En realidad, es difícil hacer una tipo­ logía de las revueltas porque se mezclan con frecuencia diversos motivos. Hubo, por una parte, motines de hambre, causados por las adversas cir­ cunstancias económicas, la pérdida de las cosechas, el precio inasequible del pan. Estos motivos aparecen claros en las revueltas andaluzas de 16471652, que tuvieron su máximo exponente en las ciudades: Granada, Córdo­ ba, Sevilla, porque si bien los malos años agrícolas eran fatales para los campesinos pobres aún se hacían sentir con más dureza sus efectos en los artesanos que quedaban sin trabajo, en las clases inferiores urbanas que no podían comprar pan y veían disminuir las limosnas. Pero en esas revueltas se aprecia la presencia de miembros de las clases medias, e Incluso la simpatía de parte del clero y de algunos hidalgos, por la exce­ siva presión fiscal y el malestar general. Se unían, pues, motivos econó­ micos y sociales con otros políticos y se protestaba del mal gobierno, cuya presión se hacía insoportable y que agravaba, en vez de aliviar, el efecto de las calamidades naturales. Sin embargo, el apoyo de las clases instrui­ das y pudientes siempre fue muy limitado, por el temor a la plebe desa­ tada. Al fin acababan poniéndose al lado de un orden y de un gobierno por el que sentían muy poca estima pero cuya caída temían, a pesar de todo.

De igual modo, en los disturbios de los croquants y Nu-Pieds que se ex­ tendieron prácticamente a toda Francia, aunque el motor fue la exaspera­ ción popular por la vida cara, los impuestos y las levas militares, miembros de otras clases sociales, del clero, de la burguesía urbana, les prestaron también apoyo, con las mismas limitaciones que en España. En cambio, la Fronda tuvo más colorido político, y políticas fueron las revueltas de Cata­ luña y Portugal, en las que intervinieron todas las clases, y eso fue lo que les dio mayor fuerza y gravedad. La revolución napolitana de 1647-1648 es el mejor ejemplo de cómo una revuelta de hambre en una gran ciudad se extiende a todo un reino, toma carácter político (independencia de España apoyándose en los franceses) y de cómo la clase nobiliaria, simpatizante en un principio, se alarma ante el cariz de reivindicación social que van tomando los disturbios y apoya el restablecimiento del régimen anterior. En cuanto a la revolución inglesa que comenzó en 1640, se analiza en otro capítulo su carácter extremadamente complejo.

4.

LOS FACTORES POLÍTICOS

Trevor Roper creía que las causas de la crisis europea eran esencial­ mente políticas. Primero las enfocaba en cuanto a los gastos excesivos de

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Iiin cortes; los soberanos, y a su ejemplo la alta nobleza, dilapidaban gimi cimtidad de recursos sustrayéndolos a la inversión productiva. Después, ante las críticas de que fue objeto su teoría, la amplió, poniendo en prinici lugar los gastos imputables al desarrollo de la burocracia y, sobre todo, los gastos militares. En el caso español el asunto parece evidente; las con­ tinuas guerras obligaron a una superñscalidad que arruinó, ante todo, u Castilla y, en menor grado a los demás reinos de la Monarquía. En compnración con los gastos militares los debidos al fausto y al derroche, aunque no desdeñables, pasan a segundo plano. Con más o menos intensidad, eslr esquema es aplicable a todos los Estados europeos. Haciendo intervenir en los gastos militares las destrucciones debidas a las revueltas, y las causadas por el paso y merodeo de los ejércitos, las pérdidas en el poten­ cial productivo resultan impresionantes, sobre todo teniendo en cuenta In escasa capacidad de recuperación de aquel tipo de economía. En este sen tido resulta interesante comparar la velocidad de la recuperación ele Alemania después de la Segunda Guerra Mundial con la prolongadísima depresión que sufrió después de la guerra de los Treinta Años.

La necesidad de destinar la mayor parte de los recursos a gastos mili tares y cortesanos impidió que los Estados del Barroco ampliaran la ór bita de sus atribuciones y perfeccionaran su aparato administrativo. El aumento de personal burocrático no debe inducir a error, pues se débil» más a la práctica de la venta de cargos que a una extensión de funciones; ello dio lugar a la existencia de muchos funcionarios ociosos, inútiles y aun perjudiciales, porque tenían que resarcirse a costa del público del dine­ ro que habían pagado por obtener su cargo. La administración central si guió ocupándose muy poco de atenciones tales como la enseñanza, la sanidad, la beneficencia, las obras públicas y el desarrollo económico, que seguían encomendadas a la Iglesia, los municipios o la iniciativa individual, y en amplios sectores estuvieron muy desatendidas. Suele caracterizarse al xvn como un siglo de reforzamiento del poder absoluto de los príncipes. Esta visión resulta demasiado simplista y ba­ sada, sobre todo, en el caso francés. Las excepciones son importantes y numerosas; en Inglaterra, Holanda y Polonia la institución monárquica perdió terreno en favor de las asambleas parlamentarias; en Hungría y en varios principados alemanes se llegó a una situación de equilibrio entre ambos poderes. En la propia España, el eclipse de las Cortes en el rei­ nado de Carlos II fue paralelo al del poder monárquico. No hubo, pues, una evolución homogénea y ello explica que Naef, especialista en estudios de historia política, acabara renunciando a encontrar un denominador co­ mún y afirmara que cada país había evolucionado de una manera peculiar. En el caso de la Europa Central esto se ve con claridad, pues no sólo fracasan los Habsburgos en sus aspiraciones unitarias sino que cada Es­ tado presencia un arreglo peculiar entre la monarquía y las asambleas más o menos representativas que compartían con ella el poder; algunas, como las de Bohemia, desaparecen, y el monarca se apodera de todos sus po­ deres; otras, como Baviera, quedan debilitadas, reducidas a una Diputación

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Q comisión permanente, y otras (Mecklemburgo, Würtenberg) conservan |US atribuciones tradicionales. El efecto de los conflictos bélicos sobre la organización política y sobre todos los aspectos de aquel siglo fue profundo; las guerras se hicieron

Cada vez más caras y más destructoras, los efectivos empleados cada vez más numerosos, y el material guerrero más abundante y perfeccionado. Us bandas de aventureros fueron siendo reemplazadas por ejércitos regu­ lares con oficialidad profesional, para cuya formación se crearon cátedras de matemáticas aplicadas, artillería y fortificaciones, y una evolución si­ milar se produjo en las fuerzas navales. Se fue advirtiendo la relación entre •I nivel técnico e industrial de un pueblo y su capacidad militar. El merCantilismo colbertista está relacionado con la gran capacidad bélica que le exigió a la Francia de Luis XIV. Estos principios llegaron a su perfec­ ción en el siglo xvni, cuando las frecuentes guerras no impidieron un progreso material notable; pero en el xvn la coexistencia de las antiguas prácticas guerreras, con sus bandas indisciplinadas y destructoras y las exigencias fiscales con vistas a crear instrumentos militares más eficientes determinaron una sobrecarga que resultó excesiva para las débiles econo­ mías nacionales. 'Las conclusiones que pueden sacarse de un panorama tan complejo pue­ den sintetizarse así:

Con independencia de aspectos brillantes y logros indiscutibles hubo Una crisis del siglo xvn, muy visible en la demografía, y también apreciable en la coyuntura económica.

Esta crisis fue común a toda Europa aunque en grado variable, figu­ rando la España interior y la Europa central entre las regiones más dura­

mente afectadas.

Aunque los síntomas de crisis aparecen antes de finalizar el siglo xvi y en algunos aspectos se prolongan hasta los comienzos del xvm, en general coincide con el siglo xvn, si bien las etapas son diversas. El fondo de la depresión puede situarse en los decenios centrales,

No hubo una causa única sino varias causas que se influyeron mutua­ mente. Aunque puede discutirse cuál de ellas actuó más intensamente es

Indiscutible el papel preeminente de los factores políticos, sobre todo a través de los numerosos y devastadores conflictos guerreros, incluyendo los de tipo revolucionario.

Estos caracteres generales incluyen una variedad extrema de situaciones nacionales y regionales. Las oposiciones más patentes aparecen entre

a) Una Europa Oriental y una Europa Occidental cuyos modelos polí­ ticos y sociales son distintos. b)

Una Europa nordatlántica y una Europa mediterránea, de las cua­ les la primera fue afectada por la crisis más tardíamente y con menos intensidad.

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Y, como telón de fondo, no hay que olvidar la existencia de un conti nente americano, prolongación del europeo, y relacionado también di alguna manera con aquel ambiente de crisis.

DOCUMENTOS ESCENAS DE LA EPIDEMIA DE 1649 EN SEVILLA

Sabíase ya que Triana, calle de las Vírgenes, y de la Galera, Hierro Viejo y Carretería estaban apestadas, de que se vivía con algún recate», y con dicha ocasión se entró mucha gente en esta ciudad, que fue recogida con su ropa, y en particular en posadas y casas de gente pobre. Este fue el principio de la mayor mortandad que no se ha visto otra entre cristianos, como diré después. Sobrevino esto sobre la mejor salud que me parece había gozado esta ciudad eternamente, porque de ningún modo se oía por las calles la campanilla del Santísimo Sacramento, no se veía un entierro. Y con ser esta parroquia (del Sagrario) siempre regu lada por de 14.000 vecinos, hubo muchos días sin entierro alguno. Y ahora, como voy diciendo, sin dar lugar a que los comulgasen, o confesasen, em­ pezó a morir un sinnúmero de gente. Estos señores de la ciudad en caso tan repentino se vieron confusos, tanto por lo dicho, como por estar la ciudad alcanzada, y dióse cuenta a Su Majestad (Dios le guarde) y atropellaron con todo inconveniente, y en todo cuidado el señor regente, oidores y alcaldes. Muy en breve se armó un hospital, y por la ayuda de muchas obras pías en el de la sangre armaron muchas sillas que fueron conduciendo enfermos a dicho hospital, y tantos, que en poquísimos días recogieron 2.000 y más, que ocasionó que con morir tantos en cada día, morían otros tantos en aquel campo, sin poder ser admitidos, que no había sitio con ser tan grande el hospital, que es de los mayores de España. Y no se perdió todo, porque el convento de Santa Justa y Rufina, extramuros de esta ciudad, que es de padres Capuchinos, acudieron a confesar y comulgar a los muchos que acudían, que lo solían hacer a voces donde se oyeron horribles y tremendas cosas, y el tiempo no daba más lugar. Hágase reparo que esta gente que digo iba a el hos­ pital era la más desvalida, y aún de ésta los que iban era por no tener con quien confesarse. En el cuerpo de la ciudad faltaron en breve los curas, y algunos reli­ giosos que administraban los sacramentos, y es fácil de creer que cuando no fuera el contagio, sólo esta falta de ministros de los sacramentos ate­ morizó mucho a la gente, y llegó a tanto, que en más de 4 días no se admi­ nistró los sacramentos en muchas parroquias. Y en este medio se socorrió la bondad de Dios que llegó un socorro de religiosos de diferentes órdenes enviados de Córdoba por su santo obispo, que ya lo es de esta ciudad. Era tal la confusión, que llevaban el Santísimo por las calles corriendo, sin

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llevar una tan sola luz, y muchos días aún sin estola, ni persona que le acompañase. Para el cuerpo de la ciudad se dispusieron carros que no cesaban de recoger cuerpos muertos por las calles, que conducían al campo de Ta­ blada, donde está la ermita de San Sebastián... Para desocupar las casas, porque no quedasen de noche ]os difuntos dentro, los llevaban a los cemen­ terios y encima de Gradas, y por las calles muchos, demás de los que se caían muertos, y en portales. Lo más ordinario era encima de las Gradas (de la catedral) a la Puerta del Perdón, cincuenta, a veces más y pocas menos, y a este respecto en las demás collaciones. Me contó un señor con­ tador que vive en la calle de las Cruces que desde allí por su oficio había de ir al hospital, que tres veces estuvo para volverse por los difuntos que le cerraban el paso. Dejo de decir los muchos que a ojos de cristianos se comieron perros y lechones. Testigo me es Triana, y mis pecados que lo ocasionaron... Díjome un señor contador que en el Hospital y Tablada se enterraban cada día más de mil cuerpos, y esto era cuando todas las parroquias y conventos recibían cuerpos... Creáronse unas cuadrillas de hombres que estaban en Gradas y se alquilaban, y estaban continuamente de día y de noche llevando cuerpos muertos a los carneros. Y siendo seis cuadrillas de a cuatro no bastaban. Antes que se acabaran los entierros, quiero decir de cruz y clérigos, que no se veía otra cosa en las calles de esta ciudad, iban en cada uno diez y más cuerpos. Llegándome a los pareceres que me­ jor me parecen, en particular al del secretario del señor regente (de la Audiencia) que me dijo que hasta hoy, 26 de agosto serán los muertos 130.000. Todos los demás suben muy altos, y hay quien llega a 200.Ó00. Aténgome a lo primero, y Dios sobre todo.» (F. Morales Padrón: Memorias de Sevilla. Córdoba, 1981.)

BIBLIOGRAFÍA Hill, C. y otros: Crisis in Europe, Londres, 1965, colección de artículos apa­ recidos en «Past and Présent» y reunidos en un volumen. Primera síntesis de­ dicada al tema de esta lección. Chaunu, P.: La civilisation de l'Europe classique, París, 1966, traducción castellana, 1975. Insiste, sobre todo, en la importancia y la intensidad de la crisis demográfica. Kamen, H.: The Iron Century, versión castellana: El Siglo de Hierro, 1977. Vi­ sión global con copiosa bibliografía. Nueva Historia del Mundo Moderno, de la Universidad de Cambridge, tomo IV. Introducción General, de J. P. Cooper y capítulo 1° de F. C. Spooner.

Entre los numerosos artículos de revista citaremos dos de Ruggiero Romano: Tra XVI e XVII secolo. Una crisi económica («Rivista Storica Italiana», 1962) y Encore la crise de 1619-1622 («Annales», enero de 1964).

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Dos obras básicas sobre revueltas del xvn: Les soulèvements populaires en France, Paris, 1963; hay traducción española, y Fureurs paysannes, de R. Mousnii:k, París, 1967; también hay edición española, Editorial Siglo XXI. Sti-iínsgaard, N.: The économie and poliiical, crisis of the seventeenth century, XIII Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Wallerstein, I.: Y a-t-il une crisis du XVII' siècle?, «Annales», enero-febrero, 1979. Parker, G., editor: The general crisis of lhe XVI1 century, 1978. Villar!, R.: Rebeldes y reformadores del siglo XVI al XVII, Barcelona, 1981.

CAPITULO XVI

UX CONSTELACION POLITICA EUROPEA HASTA LA PAZ DE WESTFALIA

Desde el punto de vista político el siglo xvn puede considerarse divi­ dido en dos mitades. La primera está caracterizada por la lucha en pos del predominio continental que tiene su desenlace en la paz de Westfalia (1648) completada por las paces de los Pirineos (1659) y Oliva (1660). La segunda, también de signo guerrero, constituye la era de Luis XIV y se define por los designios hegemónicos de este monarca y los esfuerzos de las restantes potencias para contrarrestarlos.

Juntamente con otros factores, analizados en el capítulo precedente, este ambiente guerrero y la multitud de destrucciones que produjo, fue responsable del estancamiento y decadencia de aquel siglo, sobre todo en los terribles decenios centrales. No eran malas las perspectivas europeas cuando comenzó. En el Impe­ rio Germánico, a pesar de las tensiones profundas, reinaba la paz desde hacía largo tiempo. El nuevo rey de España, Felipe III, deseaba la paz, y la muerte de Isabel de Inglaterra (1603) puso fin a las hostilidades con su más enconada adversaria. Francia se restableció durante el reinado de Enrique IV, que trajo la pacificación religiosa. Los turcos habían perdido agresividad y la plata americana seguía fluyendo con abundancia.

Estas perspectivas favorables se fueron desvaneciendo. En 1618 co­ mienza el gran conflicto político-religioso en Centroeuropea; todavía con carácter limitado y sin que nadie sospechara la amplitud que había de tomar. Hacia 1620 se acentúan los síntomas de recesión económica. En 1621 se reanudan las hostilidades entre España y Holanda y Felipe IV, impul­ sado por don Gaspar de Guzmán, proyecta restablecer el prestigio inter­ nacional español, quebrantado en el reinado anterior. Estos designios encuentran la oposición de una Francia en pleno auge. Las hostilidades se

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extienden; alcanzan a zonas periféricas: Italia, el Báltico. Inglaterra entra en una época de grandes dificultades internas y así, por escalones suce­ sivos, Europa va bajando hasta el fondo de la gran depresión. La situación general, que era buena en 1600 aparecía preocupante en 1621 y desespe­ rada en 1640. 1.

LA FRANCIA DE ENRIQUE IV Y RICHELIEU

Enrique IV de Francia fue el primer rey Borbón. La dinastía que él fundó en Francia tendría amplia difusión; se implantó en España con Felipe V, y dos hijos de éste, Felipe y Carlos, fueron el origen de los Borbones de Parma y Ñapóles. Una Francia mayoritariamente católica, pero cansada de guerras reli­ giosas acogió con entusiasmo la conversión del hugonote Enrique de Navarra sin profundizar demasiado en los motivos reales de su conversión. En vano la Liga Católica, con el apoyo de Felipe II, quiso continuar las hostilidades. Cuando el Papa otorgó la absolución todo pretexto para combatirle cesaba. Las ciudades que aún se le resistían, incluso París, se le entregaron, y en 1594 ya era el rey reconocido de toda Francia. La paz de Vervins puso fin al estado de guerra con España y pudo dedicarse a las tareas de reconstrucción de su país, terriblemente devastado.

La conversión de Enrique IV parece haber sido sincera a pesar de la frase cínica o escéptica que se le atribuye («París bien vale una misa»). Sin embargo, tenía que hacer un gesto de apaciguamiento hacia sus anti­ guos correligionarios y a esta finalidad respondió el edicto de Nantes (1598) el cual, al mismo tiempo que declaraba oficial el culto católico en toda la nación (excepto el Béarne, de abrumadora mayoría protestante), otor­ gaba una amnistía general y autorizaba el culto a los disidentes en una serie de lugares y en las residencias particulares de los señores feudales de aquella religión. En virtud de artículos secretos, el edicto reconocía también a los protestantes una serie de plazas de seguridad, con derecho a tener guarnición en ellas. El retorno de la paz favoreció la restauración económica. Las partidas de bandoleros que recorrían el país fueron destruidas. El protestante Sully, hombre de confianza del rey restableció las finanzas públicas, aun­ que para ello tuvo que recurrir a nuevos impuestos y ventas de cargos. Se fundaron manufacturas, algunas de carácter público, de acuerdo con el espíritu mercantilista y la producción agrícola se benefició del resta­ blecimiento de la seguridad y de acertadas medidas legislativas. El presti­ gio de la realeza, tan decaído, resurgió también. Aunque pretendía ser amigo del pueblo, Enrique IV no estaba por ello menos convencido del carácter absoluto y del origen divino de su autoridad.

La mayoría del pueblo francés lo reconocía así. Es verdad que no faltaban descontentos e incluso enemigos declarados. Antiguos partidarios de la Liga lo tuvieron siempre por un usurpador, muchos creían falsa su

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conversión y Le acusaban de conspirar en secreto en favor de los protes­ tantes. Los jesuítas fueron expulsados porque se les acusaba de fomentar la oposición. La orientación que dio Enrique a su política exterior parecía autorizar estas sospechas. Seguía siendo enemigo de la Casa de Austria, sostenía bajo cuerda a los holandeses contra España, contrajo una alianza con la Unión Evangélica, que agrupaba a los principales protestantes de Alemania y estaba a punto de tomar las armas contra los Habsburgo cuan­ do fue asesinado por Ravaillac (1610). El asesino era un antiguo miembro de la Liga y sin duda creyó prestar un servicio al catolicismo con su acto. Al mismo tiempo que era ejecutado, el Parlamento de París condenó a la hoguera el tratado De Rege del padre Mariana, en el que se justificaba, en ciertos casos, el regicidio.

Puede decirse que Ravaillac consiguió la finalidad que perseguía. La preponderancia española y católica pareció asegurada por la paralización de la política exterior francesa durante la regencia de María de Médicis, viuda de Enrique IV, en nombre de su hijo de corta edad. No sólo son abandonados los proyectos antiespañoles sino que se concierta el doble matrimonio del delfín Luis con Ana de Austria y la del príncipe de Asturias Felipe con Isabel de Borbón. Los protestantes temen por sus libertades, los nobles se agitan, exigen la convocación de unos Estados Generales que se reúnen en 1614 y serán los últimos que se celebren en Francia antes de la gran revolución. Contra todo pronóstico, el poder real sale de ellos refor­ zado, pues, contra los nobles y sus pretensiones se imponen los miembros del Tercer Estado, en el que predominaban los oficiales reales, los nuevos funcionarios que habían comprado sus cargos y, con sus pretensiones de formar una nueva nobleza (nobleza de toga) se habían atraído la enemistad de la antigua nobleza de sangre (nobleza de espada). El desprestigio de la regente apresuró la coronación de su hijo Luis, que con sólo trece años de edad tuvo unos difíciles comienzos de reinado, sin política definida, hasta que tomó contacto con Richelieu, mentor de Luis XIII e impulsor de una nueva orientación política que había de conducir a la primacía del Estado francés. Armand-Jean du Plessis, car­ denal de Richelieu, es uno de los personajes más importantes de la his­ toria. A partir de 1624 su colaboración con Luis XIII fue íntima y continua. Entre los dos personajes había ciertas afinidades; los dos eran católicos sinceros pero deseaban abatir el poder de la Casa d Austria, aunque ello debilitara indirectamente la posición internacional de la Iglesia. Los sacri­ ficios que tendría que soportar el pueblo para conseguir estos fines no les conmovían. «Todos los políticos están de acuerdo, decía Richelieu, en que si los pueblos gozan de un bienestar excesivo sería imposible conte­ nerlos dentro de las reglas de su deber». El rey y su ministro estaban de acuerdo en que todo debía ceder ante la Razón de Estado y ambos traba­ jaron en estrecha colaboración con esta finalidad. Luis, depresivo y enfenni zo, por un sentimiento de responsabilidad; Richelieu, trabajando más dura mente aún que su señor, pero sin esquivar los honores y la riqueza.

Luis XIII no fue un títere dominado por un favorito. Reconocía su-

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cualidades y le sostuvo contra todos sus enemigos porque sus ideas coin­ cidían en lo esencial. El ideario de Riclielieu ha dado lugar a muchos estu­ dios. Su base es la inmensa cantidad de escritos que dejó. Se discute sobre la autenticidad de los más famososs: las Memorias y el Testamento. Hoy se cree que si no salieron de su pluma tal como nos han llegado tampoco pue­ den calificarse de apócrifos. Son fragmentos y apuntes reunidos y reelabo­ rados que transmiten con bastante fidelidad sus ideas. Éstas eran, básica­ mente, dos: en el interior, establecer la autoridad suprema del Estado repre­ sentado por el rey; en el exterior: «detener los progresos de España». La an­ tigua visión de un Richelieu luchando por alcanzar las «fronteras natura­ les», por completar un mapa de Francia forjado de antemano ha dado paso a otra que nos presenta a un estadista firme en ciertos principios pero opor­ tunista y cambiante en cuanto a los medios de realizarlos. Más que alcan­ zar la frontera del Rin (frontera de la antigua Galia) luchó para romper la línea Milán-Flandes que habían trazado los Austrias y que él creía que asfixiaba a Francia. Para abrir brechas en aquella barrera y dar la mano a potenciales aliados en Italia y Alemania tenía que ocupar pasos y cabezas de puente: Pignerol en los Alpes, Brisach en el Rin, someter Lorena y mantener contacto con los holandeses. Era una política en apariencia de­ fensiva, pero que, en realidad, se traducía en avances, en conquistas. La premisa para realizar estos designios era conseguir un Estado fran­ cés fuerte y unido. Tanto los nobles como el pueblo fueron sujetos a una disciplina férrea; los motines de hambre, los disturbios por excesos fisca­ les fueron aplastados sin piedad. Los protestantes, que a principios del reinado se agitaron, creyendo en peligro las concesiones del edicto de Nantes, fueron reducidos por la fuerza. La Rochela, asediada, tuvo que capi­ tular (1628). Pero las concesiones del Edicto fueron mantenidas, porque no se les combatía como herejes, sino como rebeldes. Sin embargo, Richelieu temía el enfrentamiento abierto con España. Sabía que carecía de tropas entrenadas y de una marina potente. Reco­ nocía que el poder marítimo era el que permitía a los Habsburgo de Es­ paña mantener unidos territorios tan variados y dispersos, y sabía a la vez que Francia no tenía una marina comparable. También tenía que hacer frente al «partido devoto», formado por los partidarios de la alianza de España, los que creían que el «giro» que daba Richelieu a los aconteci­ mientos favorecía al protestantismo. Al frente de este partido estaba la propia reina, hermana de Felipe IV de España. Pero era muy escasa su influencia en Luis XIII, que sostuvo constantemente al cardenal.

Mientras pudo, Francia se limitó a combatir indirectamente a los Aus­ trias apoyando a sus enemigos. Pero tras la muerte de Gustavo Adolfo y la victoria española de Nordlingen apareció claro que ésto no bastaba. La declaración de guerra de Francia a España se produjo en 1635, y con ella los sacrificios que tuvo que hacer la nación francesa fueron muy grandes. Pero era ya un Estado fuerte y unido bajo el mando del rey y de su primer ministro.

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Ambos murieron con escaso intervalo: Richelieu en 1642, Luis en 1643; lejos aún de la victoria ñnal pero con buenas perspectivas de lograrla.

2.

ALEMANIA E ITALIA EN VÍSPERAS DEL GRAN CONFLICTO

La historia del Imperio germánico entre la paz de Augsburgo y el co­ mienzo de la Guerra de los Treinta Años no ofrece hechos de sobresaliente interés. Salvo episodios aislados se mantuvo la paz y, sin embargo, en aquel largo espacio de dos tercios de siglo, Alemania experimentó, si no un retroceso, un estancamiento, debido al traslado hacia el oeste del eje económico europeo. Ciudades atlánticas como Lisboa, Sevilla, Amsterdam, Amberes, superaban a las de la Hansa como centros de tráfico. La produc­ ción argentífera alemana no podía soportar la concurrencia de la plata americana, aunque la minería del cobre seguía mostrándose activa. En un espacio tan amplio las diferencias regionales eran grandes, y esto dificulta la apreciación de conjunto. Las zonas occidentales, a lo largo del Rin, fue­ ron las que experimentaron con más fuerza el contragolpe de los aconte­ cimientos que se verificaban al oeste. Las guerras de Flandes desorgani­ zaron parcialmente las rutas comerciales, el ascenso de Amsterdam se hizo a costa de la prosperidad de los puertos de la Hansa, y en la proxi­ midad de la conflictiva frontera entre Francia y los territorios de los Habsburgo el menor incidente podía llevar a un choque armado. Tal sucedió en 1580, cuando el arzobispo de Colonia se convirtió al protestantismo; o cuando se suscitó la sucesión de los ducados de Juliers y Cleves. En ambos casos estuvo a punto de estallar la guerra general. En cambio, otras ciudades y regiones de Alemania estaban hacia 1600 en plena prosperidad. Francfort del Main se benefició de la decadencia de Amberes y recogió muchos de sus mercaderes. No pocos judíos sefardíes, huyendo de España y Portugal, se establecieron en ella y en los puertos hanseáticos del Báltico: Bremen, Hamburgo, Lübeck, Danzig, llevando allí sus riquezas y su experiencia del comercio atlántico. En las llanuras de la Alemania centrooriental la agricultura, estimulada por el aumento de po­ blación, realizó avances. Las perspectivas para Alemania hubieran sido buenas, a pesar de la discordia religiosa, si hubiera realizado la unidad estatal como sus vecinos del oeste. Con ello, no sólo se hubiera conjurado el peligro de una guerra civil sino que se hubiera impuesto respeto a las potencias extranjeras y se hubiera podido esbozar una política económica común a toda el área germánica. Por desgracia, la idea nacional no hizo ningún progreso en Alemania. Hubiera tenido que encarnar en un Estado que sirviera de núcleo y agluti­ nante, y este papel no lo podían desempeñar los dominios patrimoniales de los Habsburgos, que ellos mismos estaban muy lejos de constituir un mo­ delo, o siquiera una promesa de Estado nacional.

Prescindiendo de algunos enclaves remotos, constaban de tres partes: Austria propiamente dicha, Bohemia y Hungría. Austria era homogénea en

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cuanto a su raza germánica y su religión católica; allí la Contrarreforma había erradicado el protestantismo casi del todo. En Bohemia la oposición entre germanos y eslavos parecía apaciguada. En cambio, permanecía muy vivo el recelo entre la comunidad católica y la protestante. En la porción de Hungría que había podido salvarse de la invasión turca la situación era aún más preocupante. No sólo el calvinismo había hecho allí grandes progresos sino que los magiares mostraban una repugnancia grande hacia el dominio austríaco y estaban dispuestos a invocar contra él el apoyo de los turcos. Sin embargo, no sería allí donde surgiría el conflicto. La paz de 1606 mantuvo al imperio turco alejado de las contiendas europeas y fue una suerte que su debilidad y sus discordias internas le impidieran aprovecharse de la terrible crisis que iba a sacudir la Europa central. Si las bases de su poder eran precarias, la calidad personal de los emperadores no era me­ jor. Rodolfo II (1576-1612) era un anciano soltero y medio loco que vivió sus últimos años encerrado en el castillo de Praga. Esta ciudad era el verdadero centro político, aunque Viena siguiera ostentando la capitalidad nominal. Al suceder a Rodolfo su hermano Matías, también anciano y sin descendencia se planteó el problema de la sucesión; Felipe III de España, bien representado por hábiles embajadores, reclamó y obtuvo, a cambio de la renuncia a sus derechos, la cesión de los pasos de los Alpes situados al norte de Milán, de importancia capital para la estrategia global de España. Otro candidato era Maximiliano de Baviera, hombre ponderado que tal vez hubiera evitado la catástrofe. Al recaer, finalmente, la corona en Fernando de Estiria, de un catolicismo intransigente, se desvaneció toda perspectiva de transacción.

Alemania vivía, en aquellos años iniciales del siglo xvn, en una calma tensa. El imperio era una ficción; la Dieta no era más que la reunión de los delegados de los centenares de ducados, principados y ciudades libres que formaban «un cuerpo irregular y monstruoso», como lo definió Puffendorf. El ambiente intelectual se espesaba; progresaban la astrología y otras supersticiones y la caza de brujas enviaba cada año a la hoguera centenares o miles de víctimas. También las pasiones religiosas se excita­ ban en vez de apaciguarse. Previendo un futuro choque, los príncipes pro­ testantes se agruparon en una Unión Evangélica (1608) a la que contesta­ ron los católicos con la formación de una Liga Católica. Italia compartía con Alemania el drama de la desunión política, si bien el abrumador predominio católico le restaba mucha de la gravedad que tenía al otro lado de los Alpes. Desde un punto de vista teórico, una buena parte de ella era feudo del Imperio. De aquí nacían las ingerencias de los emperadores, unas veces en apoyo de los Habsburgo hispanos, otras en beneficio de sus propias apetencias. Francia no había renunciado por com­ pleto a sus ambiciones italianas. Dos puntos de apoyo se le ofrecían: al oeste, el ducado de Saboya, que se aprovechaba de su situación estratégica para practicar con gran habilidad una política basculante entre España y Francia; al este, la república de Venecia, siempre temerosa por su incó­ moda postura entre los Habsburgo de Austria al norte y los de España en Milán, y por ello fiel a la amistad francesa.

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En conjunto, el predominio español estaba bien asentado, y gracias a ello Italia no experimentó directamente las consecuencias de la guerra de los Treinta Años, aunque hubo dos sangrientos episodios relacionados con la pugna francohispana: la guerra de Mantua (1628-30) y la revuelta de Masaniello en Ñapóles, a la que los franceses prestaron apoyo sin que, en fin de cuentas, obtuvieran resultados. La presencia española en Italia era muy sólida en las islas (Sicilia y Cerdeña) y en todo el sur, que compren­ día el reino de Ñapóles. En el norte su bastión principal era el ducado de Milán, no grande pero muy rico, y centro de un haz de rutas vitales. Para comunicarlo con España y el mar era imprescindible mantener la alianza con la república de Génova, la cual, a su vez, obtenía grandes ventajas co­ merciales de esta asociación. Entre el reino de Ñapóles y la Italia del Norte se situaban algunos otros estados, medianos, pequeños y minúsculos, incapaces de llevar una política exterior autónoma y atentos sólo al vaivén de la coyuntura inter­ nacional y al provecho que podrían sacar de la rivalidad entre las gran­ des potencias. Mediante esta política, los Médicis, convertidos en grandes duques de Toscana, preservaron la neutralidad de su estado y consiguie­ ron cierta prosperidad económica gracias a la paz y a una política de atracción de elementos económicamente provechosos. No pocos criptojudíos españoles hallaron asilo en el puerto de Liorna, creado para propor­ cionar una buena salida marítima a Toscana. La vida política estaba muerta, y aquella ciudad de Florencia que había sido teatro de tumul­ tuosa agitación se plegaba ahora con indiferencia o resignación al dominio absoluto de los duques.

El Estado de la Iglesia era, dentro de la escala italiana, extenso, pobla­ do y rico. Salvo algún episodio aislado, como la absurda guerra de Cas­ tro, emprendida por Urbano VIII para engrandecer a sus parientes, los Barberini, disfrutó de paz. También allí el gobierno era un absolutismo paternalista y estaba confiado a los eclesiásticos. Los seglares sólo tenían acceso a los cargos inferiores.

Aunque la división política de Italia era considerado como algo natu­ ral, en ciertas mentes bullía la idea de una Italia fuerte y libre de extran­ jeros. Era lógico que, siendo España la potencia hegemónica, contra ella se dirigieran los reproches. Incluso algunos papas se dejaron influir por sentimientos antiespañoles: Paulo IV en el siglo xvi, Urbano VIII en el xvn son sólo dos ejemplos. Algunos publicistas también se hicieron eco de estas ideas, en las que se mezclaban la añoranza de un antiguo primado italiano, pesar por la situación presente y esperanzas de un porvenir mejor. El do­ minico Campanella osciló entre una postura favorable a España y otra adversa que le hizo incurrir en proceso y prisión; pudo escapar de Ñápe­ les y huyó a Francia donde murió. Los críticos más acerbos estaban en el norte, y veían en los duques de Saboya los posibles defensores de la li­ bertad de Italia; Tassoni lanzó anónimas sus Filípicas, que son una sátira acerba contra la España de Felipe III; una España donde había «bellísimos campos de arena en los que no crecen más que matorrales; llanuras en las

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que sólo se encuentra una habitación por jornada; hermosas montañas de peña viva y montes en los que no hay una brizna de hierba ni una gota de agua; bellísimas ciudades hechas de madera y barro...». En suma, la con­ traposición entre una patria rica y de vieja cultura y unos extranjeros po­ bres e incultos que la dominan por la fuerza. La misma nota daban Fulvio Testi y Trajano Boccalini. Pero éstas aspiraciones difusas no encarnaron en una entidad política con suficiente fuerza para darles cuerpo; los prín­ cipes italianos eran demasiado débiles y la perspectiva de una Italia unida contra los extranjeros les parecía una utopía. Por otra parte, eran múlti­ ples los lazos políticos, económicos, culturales e incluso familiares entre Italia y España. Roma estaba llena de españoles que pretendían preben­ das eclesiásticas, y sin el oro español la ciudad no hubiera podido llevar su tren de vida fastuoso y edificar magníficas construcciones. Si los italianos se quejaban de ser explotados por los españoles, éstos se quejaban con más razón de ser exprimidos por los romanos. Los genoveses no podían prescindir del comercio con España. En Ñapóles y Sicilia había muchas ilustres y ricas familias de origen español, y en algunas ciudades de Cerdeña, Algher sobre todo, se conservaba intacto el carácter catalán de su cultura. Sobre todo, los más desapasionados tenían que confesar que era el dominio español el que mantenía la paz en la península y la defendía de las acometidas de los turcos y berberiscos.

3.

LA GUERRA DE LOS TREINTA ANOS

La Guerra de los Treinta Años es un buen ejemplo de cómo un conflicto localizado puede convertirse en una conflagración europea, incluso mun­ dial por la sucesiva integración de otros conflictos abiertos o tensiones latentes que existían en el seno de la comunidad europea; es patente la analogía con la progresiva ampliación de hostilidades que sucedió al drama de Sarajevo en 1914 después de casi medio siglo de guerra fría. En sus orígenes se mezclaron motivos religiosos, económicos, raciales y políticos; estos últimos predominaron conforme pasaba el tiempo, hasta dejar en segundo plano a los religiosos, que en un principio fueron los determinantes. La alta nobleza checa, en gran parte protestante, veía con preocupación como la dinastía germana de los Habsburgos, que venía mostrando bastante imparcialidad, estaba siendo cada vez más influida por las tendencias españolistas y jesuíticas, que habían de predominar si la corona recaía en Fernando de Estiria, como así sucedió en 1619. Ya an­ tes, en 1618, había surgido un conflicto a propósito de la construcción de una iglesia protestante en un dominio rural. Este minúsculo incidente desencadenó la crisis; una Asamblea compuesta por protestantes se apo­ deró del Hradschin o palacio real de Praga, donde tuvo lugar la simbó­ lica defenestración; dos ministros imperiales fueron arrojados por una ventana (sin graves daños para ellos). Los sublevados se apoderaron de la ciudad con apoyo popular, expulsaron a los jesuítas y entablaron negocia­ ciones con el emperador Matías con vistas a salvaguardar sus privilegios re­

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ligiosos y nobiliarios; también raciales, pues en el fondo subyacía la vieja rivalidad entre germanos y eslavos que siempre hab'a dividido a Bohemia.

Siguieron meses de negociaciones acompañadas de preparativos mili­ tares. La coronación de Fernando II acabó con toda posibilidad de com­ promiso; los bohemios entablaron negociaciones con todos los enemigos de los Habsburgo: Holanda, Venecia, los húngaros, pero sólo encontraron apoyo efectivo en el elector del Palatinado, Federico, príncipe calvinista y jefe de la Unión Evangélica, que fue solemnemente coronado en Praga. Fernando encontró aliados más sólidos: en Alemania, los miembros de la Liga Católica; en Italia, los tercios hispanoitalianos franquearon los Alpes. Por orden de Felipe III las mejores tropas de Flandes, a las órdenes de Espinóla invadieron el Palatinado. La batalla decisiva se dio en la Mon­ taña Blanca, fácil y rápida victoria imperial, a la que siguió la ocupación de Praga (1620). Todo el resto de Bohemia y Moravia fue ocupado también sin apenas resistencia. Pocas batallas tuvieron consecuencias tan grandes y duraderas como ésta. Los soldados que combatieron por Fernando habían sido objeto de una mentalización previa por parte de predicadores y misioneros para infundirles un espíritu de cruzada. La victoria parecía un juicio divino y la represión ejercida sobre los vencidos fue terrible. Calvinistas y lute­ ranos tuvieron que abjurar su fe o emigrar. Las posesiones de la aristo­ cracia checa protestante pasaron a manos de católicos y la autoridad del emperador en Bohemia y Moravia, contrarrestada hasta entonces por la$ asambleas provinciales, se ejerció en adelante sin trabas. Fue una trans­ formación a la vez política, religiosa y racial que modeló para siglos una nueva imagen de la corona de San Wenceslao. En el conjunto del imperio también fueron grandes sus efectos. El em­ perador convocó a los príncipes católicos a una Dieta, la cual sancionó la desposesión del elector del Palatinado; una parte de sus posesiones se atribuyó a Maximiliano de Baviera, otra a España, que añadía un nuevo eslabón a la cadena que unía Milán con los Países Bajos. Otro paso impor­ tante fue la ocupación de la Valtelina por tropas españolas. La Valtelina era el paso más fácil entre Italia y Austria a través de Suiza. Los príncipes protestantes veían con aprensión estos progresos del catolicismo y del poder imperial. También Francia estaba inquieta por la agresividad de los Habsburgo. Si la rama austríaca parecía próxima a ejercer su hege­ monía sobre toda Alemania, la rama española, bajo el mando del recién entronizado Felipe IV y de Olivares aspiraba a hundir el comercio holan­ dés del Báltico estableciendo puntos de apoyo en este mar. Por eso fue Cristián IV de Dinamarca el que inició la segunda fase de la guerra; pero no pudo obtener ayuda eficaz ni de Francia ni de Holanda ni de los protestantes alemanes. Fernando II lanzó contra él un ejército mandado por Wallenstein que forzó la capitulación del rey de Dinamarca (1629). Alberto de Wallenstein es una de las figuras más enigmáticas de la historia; noble checo convertido al catolicismo, reclutó, gracias a su for­ tuna personal, un ejército de mercenarios y aventureros que sólo dependían

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de él. Sus éxitos causaron su ruina final, porque parece cierto que seguía un doble juego y pensaba traicionar al emperador cuando fue asesinado por orden de éste. Pero antes de su terrible final acumuló riquezas, honores y victorias como pocos personajes Lo han hecho.

En 1630 Alemania parecía en vísperas de convertirse en un Estado uni­ ficado bajo el mando del emperador, y esta perspectiva no seducía ni si­ quiera a los príncipes católicos que le habían ayudado. Richelieu explotó este malestar y consiguió que la Dieta de Ratisbona exigiera el licéncia­ miento del ejército de Wallenstein. Entre los protestantes el disgusto se acentuaba en virtud del Edicto de Restitución, que ordenaba restituir a la Iglesia Católica todos los bienes secularizados desde 1552. Esta vez, el campeón de la causa protestante fue Gustavo Adolfo de Suecia; su reino comprendía también la actual Finlandia y amplios terri­ torios rusos, polacos y alemanes; disponía de un ejército aguerrido, basado en milicias locales, más disciplinado que las bandas de Wallenstein. Gus­ tavo Adolfo se interesaba por los asuntos militares, había aumentado la potencia de fuego de su infantería y había constituido una potente arti­ llería gracias a los recursos siderúrgicos de Suecia. La llegada de las tropas austríacas al Báltico se oponía a sus designios de convertir este mar en un lago sueco. Su intervención tuvo, pues, motivos a la vez políticos: expansión territorial; religiosos: apoyo al protestantismo amenazado de muerte y per­ sonales: deseo de alcanzar gloria y prestigio para él y para su pueblo. Detrás de él estaba la Francia de Luis XIII con su apoyo diplomático y sus subsidios.

Con la intervención de Gustavo Adolfo la guerra, hasta entonces favo­ rable a los Habsburgo, cambió de sentido y tomó una dureza y amplitud sin precedentes. Los imperiales habían saqueado e incendiado la ciudad de Magdeburgo, pero este hecho, que causó profunda impresión, no era sino el preludio de los horrores que iban a producirse. Las tropas suecas, engro­ sadas con las de Sajonia y otros Estados protestantes, avanzaron hacia el sur, triunfaron en Breitenfeld, entraron en Praga, luego se dirigieron hacia el norte y atravesaron el Rin en Maguncia sembrando el terror en todas partes. Incluso Richelieu estaba inquieto por los progresos fulminantes de su aliado, y aunque le arrancó la promesa de que el catolicismo sería respe­ tado en Alsacia, procuró que dirigiera su marcha hacia Baviera. Desde allí, el rey sueco remontó de nuevo hacia Sajonia y en Lützen murió a la cabeza de sus tropas victoriosas (1632). La muerte de Gustavo Adolfo produjo un giro completo en la lucha, la cual continuó durante la regencia del canciller Oxenstierna (en nombre de Cristina de Suecia) con menos vigor. En cambio, las tropas imperiales se reforzaban con los contingentes italoespañoles que enviaba Felipe IV al mando de su hermano el cardenal-infante don Fernando, el cual obtuvo en Nördlingen una victoria tan completa que parecía que el fin de la guerra estaba próximo (1634). Entonces fue cuando Francia se decidió a echar lodo su peso en la contienda declarando la guerra a España, con lo que la lucha se generalizó y complicó enormemente, afectando a la península

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Ibérica con las sublevaciones de Cataluña y Portugal y a la italiana con la revuelta de Ñapóles.

El cansancio de los contendientes era grande y el agotamiento de Ale­ mania, total. Fernando III, que había sucedido a su padre en el imperio, estaba dispuesto a transigir, y Felipe IV también deseaba la paz. Sin em­ bargo, las negociaciones, comenzadas en 1644, no terminaron hasta 1648, prolongando sin necesidad los sufrimientos de los pueblos. Se llevaron a cabo simultáneamente en Münster y en Osnabrück, ciudades de Westfalia, razón por la que se llaman así los tratados allí firmados. En conjunto constituyeron una victoria francesa y protestante. Los grandes designios de los Habsburgo de Viena quedaron truncados: el título de emperador seguiría siendo algo decorativo y nominal y los trescientos Estados ale­ manes serían prácticamente independientes, a pesar de la existencia de la Dieta imperial. Pero dentro de sus Estados patrimoniales los Habs­ burgo mantuvieron un poder absoluto, y ésta era una base sólida para un futuro engrandecimiento. Francia veía reconocida la posesión de los Tres Obispados (Metz, Toul y Verdun) y además recibía los derechos que al emperador correspondían en Alsacia, en términos bastante vagos que sirvieron de justificación a Luis XIV para anexionarse toda aquella tierra alemana. De esta manera, Francia llegaba al Rin, pero además, constituyéndose en defensora de las llamadas libertades germánicas, introducía una permanente división en el Imperio haciéndose cabeza y representante de todos aquellos príncipes ale­ manes que por un motivo o por otro estaban en desacuerdo con el empe­ rador. El monarca francés, gracias a su diplomacia, su prestigio y sus sub­ sidios, siempre hallaría aliados dentro de una Alemania más débil y más lejos de la unidad que nunca. Por uno de los tratados España reconocía la independencia de Holanda; pero seguía la guerra con Francia, que se prolongaría hasta la Paz de los Pirineos (1659).

En el aspecto religioso, las estipulaciones de la paz de Augsburgo con­ cernientes a los luteranos se extendieron a los calvinistas, que, en ade­ lante, gozaron de un estatuto legal en Alemania. La protesta del Papa Ino­ cencio X por este y otros artículos que creía atentatorios a los derechos de la Iglesia Católica resultó ineficaz. La era de las guerras de religión ha­ bía pasado; la de los Treinta Años comenzó por ser ante todo religiosa y terminó con un matiz sobre todo político. En adelante, el factor religioso, sin estar ausente de las contiendas, no sería el determinante. Otro indicio de la creciente secularización de las conciencias.

Aquella tremenda contienda no fue una guerra más; no se vería una conflagración tan extensa hasta las guerras napoleónicas. En ciertos as­ pectos fue precursora de las guerras mundiales del siglo xx, no sólo por la extensión del teatro de operaciones, que incluyó América, Asia y Africa por las rivalidades coloniales, sino por el papel que tuvo la propaganda oral y escrita, la importancia de las ideologías, la existencia de quintas

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columnas y Los sufrimientos inauditos de la población civil, sobre todo en Alemania, presa de los peores excesos de la soldadesca. Hubo comarcas alemanas que perdieron el tercio y quizá la mitad de la población. El con junto de la nación tardó un siglo en recuperarse.

Pero no fue sólo Alemania la que padeció. Aquellas décadas señalaron para casi toda Europa el fondo de la depresión, y en ella, aunque intervi­ nieran otros factores, hay que poner en primer lugar la torpeza y la maldad humanas manifestadas en forma de guerras crueles e innecesarias.

DOCUMENTOS DECRETO DEL GENERAL AQUAVIVA SOBRE EL TIRANICIDIO (1614)

Ante el revuelo causado por el asesinato de Enrique IV, que se atribuyó a las doctrinas de algunos jesuítas: «...Movido por justísimas causas ordenamos por el presente decreto, en virtud de santa obediencia, bajo pena de excomunión e inhabilitación para cualquier cargo, suspensión a divinis y otras penas reservadas a nuestro arbitrio, que en adelante ningún religioso de nuestra sociedad, en público o en privado, enseñando o aconsejando, mucho menos escribiendo libros, ose afirmar que es lícito a cualquier persona, con pretexto de tiranía, matar o maquinar la muerte de reyes o príncipes, no sea que con este pretexto se abra la vía a que se les cause daño, y a poner en riesgo su paz y seguri­ dad; a los cuales, más bien por decreto divino se debe reverenciar y obe decer como a personas sagradas, constituidas por Dios en aquella dignidad para el feliz gobierno de los pueblos. »Los padres provinciales que supieran algo de esto y no lo corrigieran y previnieran sus daños, ejecutando lo que en este decreto se ordena, no sólo incurrirán en las susodichas penas sino que serán privados de su cargo, para que todos sepan cual es el sentir de la Compañía en este punto y no padezca todo el cuerpo por el error de uno de sus miembros.» (Ratio Studiorum, III, n.° 31. Berlín, 1890.)

LAS RAZONES DEL INTERÉS QUE PARA FRANCIA TENÍA LA ADQUISICIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS ESPAÑOLES EXPLICADAS POR EL CARDENAL MAZARINO

«En primer lugar constituirían un puesto avanzado inexpugnable para la ciudad de París, que entonces podría llamarse con razón el corazón de Francia, y quedaría situada en el lugar más seguro del reino. En segundo lugar, saldríamos de la presente guerra con tanta utilidad y

POLÍTICA EUROPEA HASTA WESTFALIA

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reputación que ni las mal intencionados tendrían nada que objetar, vien­ do que la sangre vertida y los tesoros gastados tenían como recompensa la anexión de todo el antiguo reino de Austrasia. En tercer lugar, los culpables, descontentos y facciosos no tendrían tanta facilidad para evadirse y perderían la oportunidad de perturbar los asuntos políticos y conspirar con ayuda de los enemigos, siendo fácil ad­ vertir que todas las conspiraciones contra el Estado se han tramado de ordinario en los Países Bajos, en Lorena o en Sedán. En cuarto lugar, la potencia de Francia se haría temible a todos sus vecinos, en particular a los ingleses, que envidian su grandeza y no de­ jarían escapar ninguna ocasión de perjudicarla y disminuirla si una im­ portante adquisición no les quitara toda esperanza de éxito. En quinto lugar, si Francia ha de tomar algún territorio a la la Casa de Austria no puede ser más que por la parte de Flandes y Alemania, no sólo porque estos países son limítrofes sino porque cualquier éxito de su parte pone en seguida en peligro París, como se vio cuando la toma de Corbie (por los españoles) que nos obligó a levantar el sitio de Dole, que estaba ya próxima a rendirse. En sexto lugar, la adquisición de los Países Bajos nos garantizaría para siempre contra estos dos peligros. No se volverían a unir las fuerzas de nuestros enemigos, puesto que España no poseería nada por aquella par­ te, y extendiendo nuestras fronteras hasta el Rin no tendríamos que temer nada del emperador. El temor que tendría de nosotros le obligaría a mantenerse en nuestra amistad, y ello no contrribuiría poco a la tan de­ seable separación de las dos ramas de la Casa de Austria...»

(Instrucciones dictadas en 20 de enero de 1646 a los plenipotenciarios franceses en Münster, en Mignet: Négociations relatives á la succession d’Espagne, tomo I).

BIBLIOGRAFÍA Pennington, D. H.: Europa en el siglo XVII, Madrid, 1973. Ogg, D.: Europe in the XVII century. Chaunu, P.: Civilización de la Europa clásica. Mousnier, R.: Les Institutions de la France sous la Monarchie absolue, tomo II. Tapie, V. L.: La France de Louis XIII et de Richelieu, Paris, 1952. Methivier, H.: Le siècle de Louis XIII, col. «Que sais-je?». Preclin, E. y Tapie, V. L.: El siglo XVII, col. «Nueva Clio». Los papeles de Richelieu están en curso de publicación en los tomos de «Monumenta Europa«1 Histórica». Entre las biografías de dicho personaje una de las más completas, desde el punto de vista de su política internacional, es la de C. Burck i i ardí: Richelieu, Munich, 1961, 3 volúmenes.

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

Polisexsky, J. V.: The Thirty Years War, Londres, 1971. Dickmann, F.: Der Westfälische Frieden, Münster, 1959. La más importante de las obras sobre las paces de Westfalia. Cialdea, B.: Gli stali italiani e la pace dei Pirinei, Milán, 1961.

CAPITULO XVII

LOS ULTIMOS AUSTRIAS ESPAÑOLES

Los tres últimos Austrias españoles son designados a veces con el nom­ bre de Austrias menores, para indicar que no tuvieron el brillo de los dos primeros ni sus dotes de mando. Pero si es cierto que Felipe III fue un rey poltrón y Carlos II un incapaz, el largo reinado de Felipe IV fue uno de los más importantes de nuestra historia y su protagonista no carecía de dotes personales relevantes, oscurecidas por circunstancias adversas y trá­ gicos errores. Los tres se hallaban (siguiendo el proceso iniciado por Fe­ lipe II) no sólo españolizados sino castellanizados en la medida en que la estancia en la corte madrileña, con pocos contactos directos con los súb­ ditos y el ambiente de los otros reinos de la inmensa monarquía, influía en su óptica de gobernantes; pero siguieron considerando como deberes primordiales conservar íntegra la herencia territorial que habían recibido y prestar ayuda a la Iglesia Católica. En este aspecto siguieron fieles a las directrices básicas trazadas por Carlos I y Felipe II, aunque el declive del poder español les obligaran a efectuar concesiones en ambos terrenos.

Estos tres monarcas cubrieron un espacio cronológico que coincide casi exactamente con el siglo xvn. Sufrieron las consecuencias de la depresión de dicha centuria, depresión a la que contribuyeron en no poca medida con actos desafortunados, pero que en otros aspectos era independiente de su voluntad; esta circunstancia debe tenerse presente al enjuiciar su obra y el balance poco satisfactorio de su gestión. 1.

LA ESPAÑA DE FELIPE III

Este reinado se enmarca (1598-1621) en lo que se considera por unos como una primera fase o escalón de la gran depresión secular y por otros 273

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como el vestíbulo de La crisis propiamente dicha. EL crecimiento demográ fleo, que ya habia perdido vigor en las décadas anteriores, sufrió un retro ceso por dos hechos: uno inevitable, la invasión de la gran Peste Atlántica que durante cinco años f 1597-1602) recorrió casi toda La península can sando estragos de intensidad diversa: muy grande en todo el norte y ñor oeste, menores en La mitad meridional, pequeños o nulos en la fachada mediterránea. El segundo hecho fue producto de un hecho deliberado: la expulsión de los moriscos, que castigó precisamente las zonas que el con tagio había respetado. Las pérdidas por ambos conceptos sumaron, por lo menos, tres cuartos de millón, el diez por ciento de la población es pañola.

Otro factor desfavorable fue el carácter del monarca, no desprovisto de inteligencia pero sí de energía y de interés por las tareas de gobierno En este punto su contraste fue total con el carácter de Felipe II, quien se dio cuenta de las deficiencias del sucesor sin que pudiera hacer nada por evitarlo. La falta de autoridad del monarca fue llenada por las cama rillas palatinas, entre las que se estableció una lucha de influencias de la que salió victoriosa la que acaudillaba don Francisco Gómez de Sandoval, que, como marqués de Denia, tenía extensos intereses en el reino de Va lencia, donde estaba emparentado con la casa de los Borja; pero pesaba más en él la rama castellana de los Sandoval, y se esforzó por ampliar sus dominios de Lerma, villa de la que tomó el título de su ducado. Es po­ sible que el temporal traslado de la corte a Valladolid, que consiguió gra­ cias a su influencia ilimitada con el rey, se debiera al deseo de tenerle cerca de Lerma. El favorito era hombre corrompido, a cuya sombra medró una casta de hombres tan ávidos e inmorales como él. En un plano inferior el poderoso grupo de presión formado por los miembros de los colegios mayores universitarios de Salamanca, Valladolid y Alcalá se consolidó, acaparando la mayoría de los altos cargos civiles y eclesiásticos. Y en los más bajos niveles la inmoralidad administrativa se hizo cada vez más pública y descarada. Frente a estos factores negativos había otros positivos: el comercio con Indias se mantenía a niveles elevados, tanto en volúmenes de tráfico como en el de metales preciosos; la recesión no se hizo patente hasta los años finales del reinado, combinándose la disminución del comercio ultra­ marino con los efectos de la expulsión de los moriscos y la depresión de las zonas mesetarias. El duque de Uceda, hijo de Lerma y sucesor suyo en la privanza, patrocinó una Junta de Reformación, idea que recogieron los dirigentes del reinado posterior.

Beneficioso resultó el descenso de la actividad guerrera, cuya intensidad y gastos excesivos habían conducido a Castilla, al borde de la bancarrota. Felipe III, por temperamento y por necesidad, siguió una política pacifista. Fue ayudado por una serie de coincidencias: murió Isabel de Inglaterra, y el nuevo rey, Jacobo I, muy accesible a las sugestiones del habilísimo embajador español, conde de Gondomar, puso fin a las hostilidades me­ diante el tratado de 1604. Enrique IV, un enemigo potencial, fue asesinado

ÚLTIMOS AUSTRIAS ESPAÑOLES

27S

«n 1610 y su viuda, María de Médicis, se mostró partidaria de la amistad •ipañola. En Italia se desarrollaron incidentes de escasa gravedad; el pro­ blema holandés era el de más difícil solución. Felipe II llegó a conven­ cerse de ello y trató de deshacerse de aquella gravosa hipoteca cediendo tus derechos sobre los Países Bajos a su hija Isabel Clara, casada con el archiduque Alberto de Austria; pero la convicción de que las provincias Católicas necesitaban el apoyo de España mantuvieron el estado de guerra hasta que, por mutuo cansancio, se firmó una tregua de doce años (16091621) con la idea de que se convirtiera en paz definitiva. Sin embargo, esta política pacifista no era aprobada por el alto personal formado en la escuela del monarca anterior; de él formaban parte diplo­ máticos de gran valía, como el citado conde de Gondomar, que obtuvo del rey Jacobo de Inglaterra la sentencia de pena capital contra Walter Raleigh, culpable de actos de piratería en las Indias españolas, a pesar de que era un personaje de gran influencia. Iñigo de Cárdenas, que desde su

embajada de París concertó la doble boda que parecía garantía de la fu­ tura alianza entre Francia y España. Otros dos miembros de la alta no­ bleza, don Baltasar de Zúñiga y el conde de Lemos, tenían una influencia Ilimitada en la corte de Viena. En Italia, dos hombres representaban la política de mano dura y la resistencia a seguir las directrices concilia­ doras que llegaban de Madrid: el duque de Osuna, que actuaba con bas­ tante independencia en su virreinato de Nápoles, y el conde de Fuentes, gobernador de Milán. En la propia España no faltaban quienes criticaban lo que estimaban como política de abandonismo y desprestigio, al par que como una traición a los ideales de defensa de la catolicidad. Una fi­ gura importante de este grupo era el arzobispo de Valencia, Juan de Ri­ bera, que había protestado por la paz de 1604 con Inglaterra, en la que se incluía una cláusula de salvaguardia contra la Inquisición a los comer­ ciantes que vinieran a España, y también atacó duramente la tregua con Holanda.

Una victoria del partido intransigente fue la expulsión de los moriscos; otra, el apartamiento del viejo y corrompido duque de Lerma, quien

impetró de Roma el capelo de cardenal para precaverse de futuros ataques de sus enemigos. El estallido de la guerra de los Treinta Años llegó apenas efectuado este relevo; Madrid se puso al lado de los Habsburgo de Austria a la vez por solidaridad dinástica, por motivos religiosos y también porque siendo la monarquía hispánica la primera potencia mundial no podía desen­ tenderse de una conflicto en el que se jugaban los destinos de Centroeuropa. Con su apoyo, el emperador restableció momentáneamente su po­ der, pero aquéllo no fue sino el primer acto de un drama en el que España se iba a ver envuelta por largos años en unas condiciones muy difíciles; la recesión económica se acentuaba, la prodigalidad y mala administración de la Corte acentuaba los problemas financieros, y como había una gran repugnancia a imponer nuevas cargas tributarias (este era uno de los reproches que se habían hecho al monarca anterior) se recurrió a diversos arbitrios que, de momento, parecían ligeros hasta que el transcurso de los acontecimientos demostró su peligrosidad. Uno de ellos fue el aumento

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HISTORIA UNIVERSAL MODERNA

de la moneda fraccionaria, una forma primitiva de inflación. A la antigua moneda de vellón, formada por una liga de plata y cobre, se le duplicó su valor nominal, quedando el beneficio para la Real Hacienda, y se acuñaron grandes cantidades de moneda de cobre puro, dándole un valor muy supe­ rior al intrínseco. El gran beneficio realizable alentó la introducción desde el extranjero de gran cantidad de moneda fraudulenta, sobre todo desde Holanda (moneda pechelingue). A pesar de todo, la situación interior y exterior de España no parecía crítica cuando Felipe III, aún joven, murió en 1621, atormentado por los tardíos remordimientos que le causaba la evidencia de no haber cumplido bien sus obligaciones de rey. Fue una época brillante para las letras y las artes. Madrid, recuperada la capitalidad, comenzó a adquirir cierto aire monumental gracias a los palacios de los grandes y a obras públicas en las que aún campeaba el genio austero y grandioso de la escuela de Juan de Herrera, cuyo eco aún flota en el severo rectángulo de la Plaza Mayor. 2.

FELIPE IV Y EL CONDE DUQUE

Felipe III, además de Ana, casada con Luis XIII de Francia, había dejado tres hijos varones: el futuro Felipe IV, su hermano Fernando, a quien se le ordenó muy joven para que pudiese ser arzobispo de Toledo (posteriormente, cardenal: el Cardenal-Infante, más hombre de armas que de Iglesia) y otro hermano, Carlos, que falleció sin haber hecho nada destacable. La investigación reciente ha modificado la imagen tradicional de Felipe IV. Es verdad que, bajo su máscara de hombre impasible escon­ día un temperamento muy sensual; amaba la caza, el teatro y las mujeres; tuvo varios hijos bastardos de los que sólo reconoció uno, don Juan José de Austria; a los otros los colocó en obispados o en altos cargos civiles. No es, en cambio, cierto, que abandonara los asuntos públicos. Como Luis XIV, supo compaginar los placeres con la dedicación a sus tareas, y fue más sensible a los remordimientos que su sobrino, el rey francés. Incluso pecó en las etapas finales de su vida de una obsesión moralizante, que quería extender a sus súbditos, porque estaba convencido de que los desastres de la Monarquía eran manifestaciones de la ira divina por sus pecados y los de sus vasallos. Fue un rey de una gran cultura, que quiso aprender todas las lenguas que se usaban en sus reinos y que estuvo dotado de una sensibilidad artís­ tica excepcional y de grandes cualidades humanas, clemente y propicio al perdón. Quizá su apego a don Gaspar de Guzmán se debió a que tenía ciertas cualidades complementarias de las suyas; o tal vez esas cualidades eran defectos. Don Gaspar pertenecía a una rama secundaria de los Guzmanes y siempre tuvo cierto complejo de inferioridad ante los duques de Medinasidonia, que eran los representantes de la rama principal. Superó el complejo constituyéndose en árbitro de la monarquía más poderosa y llegó a padecer un auténtico delirio de grandeza. Lo mismo el condado de Oli­ vares que el ducado de Sanlúcar la Mayor (de ahí su sobrenombre de

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Conde Duque) eran señoríos modestos que él quiso ampliar hasta formar Un gran dominio, incluyendo el control de la ciudad de Sevilla, entonces

Ir más importante de España. Se han perdido la mayor parte de los docu­ mentos personales de don Gaspar, pero los que restan bastan para deli­ near su figura de gobernante: duro, autoritario, de una gran capacidad de trabajo, buen conocedor de las instituciones, pero muy poco o nada de las reacciones populares, la meta que se propuso fue reforzar la Mo­ narquía, afirmar la unión entre sus partes y hacerla respetar como poten­ cia hegemónica en el mundo. El grado de unidad y autoridad regia que había alcanzado Francia quería trasplantarlo a España, sin darse cuenta de las profundas diferencias. Ni era hombre de guerra ni tenía sed de conquistas; pero sus planes y la situación general de Europa tenían que conducir a ella. En sus primeros años concedió mucha atención a los planes de reforma interior. Se quiso moralizar la administración y, con el pretexto de castigar la corrupción administrativa, se trató con dureza a los hombres del equipo gobernante de Felipe III; el gran duque de Osuna murió en prisión y don Rodrigo Calderón, que había sido favorito del duque de Lerma, fue

degollado y confiscados sus mal adquiridos bienes. Una serie de decretos dictados en 1623 tendían a procurar el aumento de población, reducción de los gastos suntuarios, supresión de las mancebías, limitaciones en las pruebas de nobleza y limpieza de sangre, etc. Sin embargo, la política exterior era la que más atraída la atención del rey y de su primer ministro, y a ella fue subordinada la de reformas inter­ nas hasta el punto de acabar dictándose medidas mucho más dañosas que aquellas que en los primeros años del reinado se habían querido

corregir. Tal sucedió en el aspecto monetario; se siguieron haciendo acuña­ ciones de vellón para cubrir el déficit hasta que la inflación, agravada desde 1627 por malas cosechas, impuso una reducción de la moneda a su valor primitivo, imposición de tasas de precios y salarios y una bancarrota es­ tatal que puso fuera de juego a muchos de los financieros que venían colaborando con la Monarquía con empréstitos y asientos. Fueron reempla­ zados por hombres de negocios portugueses, sospechosos de judaismo (el Conde Duque estaba en este punto muy libre de prejuicios) y por los banqueros genoveses supervivientes de la bancarrota. Con este equipo mixto siguieron haciéndose los empréstitos y las transferencias de moneda al exterior hasta que sucesivas quiebras los fueron eliminando.

La tregua con Holanda no fue renovada porque tanto en Holanda como en España impusieron su criterio los que creían que se obtendría más

beneficios de la guerra que de la paz. En Madrid se achacaban los pro­ gresos económicos de Holanda y su incontenible expansión marítima a la tregua; pero la guerra no cambió nada esta situación; por mar, la ma­ rina del rey de España, aunque muy fuerte y numerosa, estaba dividida para atender a los muchos sectores amenazados; por tierra, la guerra de Flandes siguió siendo lo que antes había sido: una guerra de posiciones en un país cortado por infinidad de vías de agua y muchas plazas fortifi­

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cadas, cuyo asedio era largo y costoso. Breda se ganó, pero aquella vieloil« no solucionó nada. Aunque la desproporción de fuerzas parecía grande, Holanda formaba un reducto inconquistable [más tarde, Luis XIV sufrí 11« la misma experiencia) y sus riquezas le permitían alistar numerosos sol­ dados mercenarios. Aquella guerra ya no tenía las motivaciones ideoló­ gicas de la que se inició el siglo anterior; era una guerra por cuestionc'ii| económicas, en la que los holandeses obtuvieron grandes ventajas a cosí» j del sector portugués de la gran Monarquía hispánica. Se establecieron en ¡ Brasil, en algunas pequeñas Antillas y en la Insulindia, y obtenían enor I mes ganancias de los productos tropicales. España siguió una guerra nirtit defensiva que ofensiva hasta que en 1648 se resignó a reconocer lo qup hacía mucho tiempo era un hecho consumado: la independencia de ln* Provincias Unidas,

3.

LA GRAN CRISIS DE LA MONARQUÍA

Poniendo todas sus fuerzas en tensión, el gran complejo político diri gido desde Madrid obtuvo en Nordlingen una victoria que parecía deci siva; pero Richelieu, para evitar el dominio total de la Europa Central por los Habsburgo, en 1635 declaró la guerra a España. Fue un gesto atic vido, pues Francia no estaba muy preparada para la guerra. El mismo Richelieu confesaba que los españoles eran «maistres de la mer», y pin tierra los tercios y los jefes militares hispanos merecían su renombre; la frontera francesa no estaba tan defendida como la holandesa; en un avance impetuoso, el ejército del Cardenal Infante llegó hasta Corbie, a 80 kilómetros de París, pero allí se detuvo agotado, a la vez que una oleada patriótica recorría Francia y afluían los voluntarios. Mientras en los países hispanos faltaba la voluntad de continuar una guerra interminable, en una Francia que había puesto fin a sus discordias internas quedaban grandes re servas para continuar la lucha. En 1638 la victoria, puramente defensiva de Fuenterrabía, fue celebrada en Madrid con gran júbilo, y don Gaspar de Guzmán premiado por ello con nuevos honores y mercedes. Pero cuan­ do el año siguiente la escuadra de Oquendo fue destruida en el canal de la Mancha no se le exigieron responsabilidades. La marina francesa crecía y la española disminuía. El equilibrio tendía cada vez más a romperse en favor de la gran coalición anti-Habsburgo.

El hecho decisivo llegó con las revoluciones de Cataluña y Portugal, ex­ presión de la interior insatisfacción reinante, que en la sometida Castilla sólo se manifestaba en rumores, pasquines y algunos motines aislados, sin cohesión ni programa, mientras que, en los países que tenían una tradición de autogobierno adoptaba la forma de movimientos separatistas, contra los cuales el gobierno disponía de escasos medios represivos, ya que las tro­ pas de más valor se hallaban combatiendo fuera de la Península. El des­ contento de los campesinos catalanes por los excesos que cometían las tropas mal disciplinadas enviadas a la frontera del Rosellón, y el de la población urbana por las cargas y penalidades de la guerra produjeron

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|l Corpus de sangre de Barcelona (junio de 1640) en el que pereció el virrey, marqués de Santa Coloma. Este hecho, aunque gravísimo, no era todavía la tabelión abierta; las autoridades de Barcelona lo repudiaron, temían los des­ manes de las masas y pretendían llegar a un acuerdo con Madrid, pero entre

IOS miembros de la Diputación catalana había quienes ya estaban en contac­ to con agentes de Richelieu. En los consejos reales había también perple­ jidad y se discutía entre los partidarios de la clemencia y los del rigor. Cuan­ do en julio llegó la noticia de que también Tortosa se había sublevado triun­ fó la opinión de los segundos, se reunió un ejército con unidades hetero­ géneas y entonces los catalanes, franqueando el paso decisivo, pidieron ayuda militar a Luis XIII, reconociéndolo como soberano. El ejército Castellano fracasó ante Barcelona, luego se perdió Perpiñán, se luchó dura­ mente por Lérida y al fin la frontera quedó establecida por bastantes años en la frontera entre Cataluña y Aragón.

La separación de Portugal ocurrió en diciembre del mismo año y fue un acontecimiento aún más grave para la Monarquía, pues no solo creó Un nuevo frente dentro de la península sino que trajo aparejada la sepa­ ración del imperio colonial portugués, con la sola excepción de Ceuta. Aunque no se libraron grandes batallas, las continuas escaramuzas y expe­

diciones de saqueo, continuadas durante 28 años, resultaron desastrosas para las regiones fronterizas, especialmente Extremadura. No eran mejores las noticias en los otros frentes. El forcejeo con Ho­ landa disminuyó y se entablaron negociaciones de paz; los holandeses no querían tener frontera común con los franceses y el gobierno español comprendía que no tenía sentido continuar las hostilidades; pero aún se tardaría en acabar las interminables negociaciones acerca del reconoci­ miento de la independencia de Holanda. En cambio, continuaba viva la guerra con Francia. Pasado el efecto de sorpresa, favorable a las tropas españolas, la balanza se equilibró primero, y luego se desequilibró en favor de los franceses, más numerosos, más próximos al teatro de la lucha. En Rocroi (1643) resultaron destruidos los tercios más aguerridos. No fue, sin embargo, la batalla decisiva qu pregonó la propaganda francesa y que inmortalizó la elocuencia de Bossuet.

La caída del Conde Duque casi coincidió con la batalla de Rocroi. Fue el producto de tantos desastres y también de la impopularidad que le atrajeron su dureza y altivez. El rey, lo sospechaba, pero no advertía física­ mente la reprobación popular. Sí, en cambio, notó que los grandes ya no acudían a palacio. Olivares se había quedado solo con sus parientes y favoritos. Las esperanzas que suscitó su caída pronto se disiparon; la gue­ rra siguió, el rey trató de llevar personalmente todos los asuntos, según exigía la teoría de la monarquía absoluta; mas como ello era material­ mente imposible, escogió después otro valido, don Luis de Haro, sobrino del anterior, un noble cuyos agradables modales reconciliaron de nuevo al rey con la alta aristocracia pero que carecía de planes y programas. Haro y el rey sólo aspiraban a durar, a resistir, confiados en los recursos que, a pesar de todo, podían extraerse de tan enorme imperio y en que sus

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enemigos estaban igualmente exhaustos. Fue una lucha por ver quien aguantaba hasta el último minuto, y esta tenacidad tuvo una parcial re­ compensa: en WestfaLia se reconoció el hecho consumado de la indepen­ dencia holandesa, pero no se ajustó la paz con Francia, regida por un contrincante no menos obstinado: el cardenal Mazarino, que gobernaba con la regente en nombre del futuro Luis XIV. Aquella regencia fue pró­ diga en disturbios en Francia y los descontentos buscaban el apoyo de España; uno de los sublevados franceses era Luis de Condé, príncipe de sangre real. El duque de Lorena también buscó el apoyo de España. Gracias a los disturbios de la Fronda, y también a las antipatías que los franceses habían despertado en Cataluña, Barcelona, aislada, víctima de la peste, se rindió a don Juan José de Austria, el bastardo real (1652 >. Al restablecerse la autoridad dé Mazarino y el orden interno en Francia, la ventaja volvía a estar del lado francés, y esta ventaja se hizo abruma dora cuando, tras largas negociaciones de ambos contendientes con Ingla­ terra, Cromwell decidió que le tenía más cuenta unir sus fuerzas a Francia. Ya antes, sin previa declaración de guerra, los ingleses se habían apode rado de Jamaica. En 1657 la flota inglesa se apoderó de la mayor parte de los tesoros que traían los galeones, y en 1658 el ejército francés de Turena rindió Dunquerque, el puerto más activo del Flandes hispano desde que el de Amberes había quedado bloqueado. La paz se imponía, y se firmó en 1659. Aunque se le llamó paz de los Pirineos, se firmó en la isla de los Faisanes, situada en el río Bidasoa. Allí mismo, un año después, María Teresa, hija de Felipe IV fue entregada a su esposo Luis XIV. Seguía creyéndose que los matrimonios regios facilitaban el acercamiento entre los Estados. Pero ya se había demostrado lo contrario en las dobles bodas concertadas a principios del siglo, y ahora volvería a confirmarse; María Teresa no tendría más influencia con Luis XIV que su tía Ana con Luis XIII.

La mala fe de Luis XIV se puso de relieve apenas concluido el tratado. Las ganancias territoriales que obtenía Francia no eran extensas, aunque sí de gran valor estratégico: una serie de ciudades flamencas en el norte y el Rosellón en la frontera de los Pirineos. Las cláusulas comerciales le aseguraban, no sólo el comercio con la España peninsular sino, a través de ella, el fructuoso tráfico con América. Portugal quedaba excluida de la paz, y Felipe IV pensaba que, una vez aislado, su reconquista sería fácil. No sucedió así porque ni a Francia ni a Inglaterra interesaba que la mo­ narquía española recuperase su antiguo poder. Junto a los portugueses lu­ charon tropas británicas y franceses, no numerosas pero escogidas; el men­ guado ejército español, apenas sombra de sí mismo, aun reforzado con mer­ cenarios extranjeros, sufrió derrotas que amargaron los últimos días de Felipe IV. 4.

EL REINADO DE CARLOS II. ¿OCASO O AURORA?

El reinado de Carlos II es uno de los peor conocidos de la historia de España. Aunque se conocían con detalle los hechos político-militares y las

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Intrigas cortesanas, las realidades profundas de la nación quedaban sumer­ gidas en tinieblas. Las últimas investigaciones arrojan alguna luz sobre ellas y se está descubriendo un panorama más variado del que se suponía. Variado en cuanto al tiempo: se trata de un reinado largo: diez años de regencia (1665-1675) y veinticinco de gobierno personal (1675-1700). Es ló­ gico que dentro de él hubiese, no sólo altibajos coyunturales sino cambios de tendencia a largo plazo. Variedad regional también, y muy acusada. Los comportamientos de la periferia y de las zonas interiores fueron di­ versos, y también dentro de cada uno de estos grandes sectores. Visto desde la Corte el espectáculo de aquel reinado no puede ser más deprimente; no hay personajes destacados sino luchas sórdidas por el po­ der y la influencia; una sensación general de desgobierno y una caída ver­ tical del prestigio de España mientras subía el de Francia y la suplantaba como potencia rectora en todos los órdenes, incluido el intelectual. La rei­ na viuda, Mariana de Austria, se apresuró a deshacerse del consejo de

regencia que Felipe IV, consciente de su falta de dotes de gobierno, le había impuesto, y gobernó aconsejándose únicamente de su confesor ale­ mán, el P. Nithard, jesuíta, quien concentró sobre sí toda la odiosidad y a quien se le hizo responsable de todos los males del reino. Éstos, sin embargo, tenían difícil remedio, porque Felipe IV, con la mejor intención del mundo, había dejado a Castilla en escombros. La población había des­ cendido a su más bajo nivel a consecuencia de las atroces epidemias de mediados del siglo; industriales y artesanos estaban arruinados, el comer­ cio de Indias en manos de extranjeros, las rentas reales enajenadas en gran parte, de forma que, aunque los tributos eran muy pesados, la Real Hacienda apenas ingresaba líquidos unos seis millones de ducados, buena parte de los cuales se consumían en dotes a las damas de la reina y mer­ cedes a los cortesanos. Los recursos extraordinarios, ventas de lugares, de cargos, de títulos, etc. ya apenas rendían, porque se había abusado tanto de ellos que apenas surgían nuevos compradores. Nuevos impuestos hu­ bieran precisado una previa reunión de Cortes, a lo que no se atrevían, pues, por desacreditadas que estuvieran aquellas asambleas, podía mani­ festarse en ellas una oposición. En el reinado de Carlos II se celebraron cortes en Navarra y Aragón, pero no en Castilla. Faltaban, pues, los medios y la voluntad de practicar una política de guerra. Por desgracia, Luis XIV sí tenía esa voluntad. Con el pretexto de que no se le había abonado la dote de su mujer acometió los Países Bajos, y la expedición, conducida con poderosos medios, dio por resultado la rendición de una serie de plazas fuertes, a pesar de la valerosa resistencia de las fuerzas españolas y flamencas, inferiores en número. También se apoderó del Franco Condado, residuo del antiguo ducado de Borgoña, muy apegado a la dinastía austríaca, tan respetuosa con su secular autonomía; de ningún modo tenían sus habitantes la impresión de estar sometidos a España; fueron devueltos a su . situación anterior por la paz de Aquisgrán (1668) y entregados definitivamente a Francia diez años después, en la de Nimega.

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La inoperancia de la Corona y la decadencia de todas las instituciones políticas (Cortes, Consejos, Municipios) habían creado un vacío de poder que fue llenado, hasta cierto punto, por el estrato superior de la aristo­ cracia, los grandes de España, convertidos en el más fuerte grupo de pre­ sión. Sus pretensiones no consistían, como siglos antes, en disputar I» soberanía a la realeza sino en servirse de ella para el logro de sus ambi­ ciones personales. Para conseguirlo no necesitaban tener ejércitos parti­ culares ni restaurar sus ruinosas fortalezas; les bastaba explotar el descon tentó general contra el gobierno y utilizar el prestigio que aún les valían su fama, sus riquezas y sus extensos señoríos. El pueblo desdeñaba a los nuevos nobles que habían obtenido con dinero títulos y hábitos de las Órdenes militares; en cambio, seguía respetando a un duque de Medina celi, a un Condestable, a un duque de Alba o de Peñaranda. La reina re­ gente se resignó a la expulsión de Nithard, pero como era incapaz de mo •verse sin un favorito que moviera sus pasos entregó su voluntad a un mo desto hidalgo, don Fernando de Valenzuela, agraciado en poco tiempo con todos los honores, incluso el de grande de España, el más apreciado en­ tonces. La mayoría de edad del rey (1675) no cambió mucho las cosas. Carlos II era entonces un muchacho de catorce años, sin capacidad ni voluntad propias. Más adelante progresó en edad, pero no en inteligencia ni energía. Para colmo de males era enfermizo e impotente. Al principio vivió entre gado a su madre; después, presionado por los cortesanos, la recluyó en Toledo y consintió en que Valenzuela fuera desterrado de España. El hom­ bre a quien apoyaba la aristocracia, y que también recogía las esperanzas del pueblo era don Juan José de Austria, el bastardo de Felipe IV. Su tem­ prana muerte impidió saber si había en él un hombre de gobierno o sólo un ambicioso. El duque de Medinaceli primero, el conde de Oropesa después, osten­ taron el cargo de primer ministro, evolución del privado o valido, nom­ bres con que se designó a los que tuvieron la absoluta confianza de Fe­ lipe III y Felipe IV. A diferencia de Lerma o de Olivares, los grandes que gobernaron con Carlos II no estaban sostenidos por éste, sino que le­ erán impuestos por las poderosas camarillas cortesanas. El pobre rey tenía bastante con sus problemas personales. De sus dos matrimonios no con­ siguió descendencia y al divulgarse la noticia no sólo causó preocupación a sus súbditos sino que el problema de la sucesión al trono de España se­ cónvirtió en el eje de la política europea. Luis XIV, hijo y esposo de­ princesas españolas, estaba dispuesto a aprovechar esta oportunidad, sino para él, para su linaje y descendencia. Por ejemplo, su nieto Felipe, duque de Anjou, podría llegar a ser rey de España y de sus Indias. ¡Qué encum­ bramiento significaría esto para la casa de Borbón! ¡Cuántas ventajas se derivarían para Francia! El primer paso tenía que ser enviar un hábil embajador a Madrid, formarse allí un partido; después, borrar la mala imagen que de él tenían los españoles; por ello, en la paz de Ryswick, (¡iie puso fin a la agotadora guerra contra la Liga de Augsburgo, en la

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que también entraba España, se mostró muy generoso con ésta, devol­ viendo todas las conquistas hechas en Flandes y Cataluña.

Frente a las pretensiones de Francia estaban las de Austria. Un Borbón en Madrid hubiera sido el fin de la secular alianza entre las dos ramas de los Habsburgo, la consagración de la supremacía de los Borbones. Por eso,

también la diplomacia del emperador Leopoldo se movía con actividad. Había una tercera solución, que podía contentar a todos y evitar el esta­ llido de la guerra general: llegar a un reparto de aquella inmensa herencia, y en este sentido se hicieron varios planes, e incluso tratados formales, aunque secretos. Por mal que fueran las cosas, no carecían ni el rey espa­ ñol ni sus consejeros de un patriotismo que por fuerza tenía que revestir formas dinásticas. Había que evitar a todo trance la desmembración de aquel dilatadísimo imperio. Por eso, anulado un primer testamento, por muerte de su beneficiario, el príncipe de Baviera, nieto de la princesita de Las Meninas, Carlos II, en su lecho de muerte, prefirió designar sucesor, aunque fuera con íntima repugnancia, a Felipe de Anjou, nieto del que fuera su constante adversario. Los que así le aconsejaban pensaban que lólo el poder de Francia podría evitar el desmembramiento de la monar­ quía hispánica. Lo que había bajo este entramado sórdido y lamentable es lo que ahora sale a la luz con gran trabajo y una investigación paciente. En la demo­

grafía, la economía, la vida intelectual, la vida diaria las cosas tampoco andaban muy bien. Si se abren las crónicas del tiempo, las quejas son gene­ rales; si se consultan los documentos, se confirma la misma impresión; si se leen los informes de los embajadores y los relatos de los viajeros se aprecia cómo había descendido el antiguo respeto que la monarquía española suscitaba. El embajador veneciano Cornaro escribía al senado de su país en 1682: «No hay familia en España que no quiera vivir a costa de la Corona». Con mejor administración, España podría superar a Francia, pero, dada su indefensión, «es incomprensible que la Monarquía subsista... Las miserias que padecen los soldados infunden a las gentes un horror grande a las armas; por lo que, aunque todo el día resuena el tambor invitando al alistamiento, poquísimos lo hacen». Sin embargo, algunos empiezan a dudar de que la postración de España fuera tan grande. Henry Kamen ha publicado un artículo cuyo título de

por sí ya es revelador: La decadencia española: ¿un mito histórico? En él insiste en un hecho cierto: los españoles de la segunda mitad del siglo xvn exageraron la prosperidad de los buenos viejos tiempos; y, por comparación, encontraban mucho peores los suyos. Ahora bien, no sólo se trataba de comparaciones exageradas, sino de que, realmente, en 1640-1665 las cosas estaban muy mal. ¿Siguieron estando tan mal durante todo el reinado de Carlos II? Eso ya sería muy aventurado afirmarlo. Hubo pestes, pero ninguna tan mortífera como la de 1647-1652. Parece que la población siguió estancada en la Meseta a unos niveles bajos. En cambio, en la peri­ feria se advierten señales claras, incluso vigorosas, de recuperación demo­ gráfica. Es probable que tras haber descendido la población española de

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echo a siete millones en los dos primeros tercios del siglo volviera a su primitivo nivel hacia 1700. Las ciudades del interior, excepto Madrid, estaban muy decaídas: Burgos, Valladolid, Toledo, Segovia, León, ence­ rraban dentro de sus aportilladas murallas muchos solares, muchos con­ ventos y un pobre caserío. Diferente era el caso en Cádiz, Málaga, Alicante, puertos muy activos; en Valencia, que se había recuperado de la expulsión de los moriscos; en toda la Cataluña litoral, donde el resurgimiento está bien documentado a partir de 1680, a pesar de los daños producidos por las guerras con Francia. La recuperación demográfica era también notoria en Galicia y orla cantábrica, gracias en parte al inicio de la «revolución del maíz». Esta gramínea, mejor adaptada al clima húmedo que el trigo, per­ mitiría alimentar mayor número de seres humanos.

La ganadería se benefició de las tierras que habían quedado sin cultivo. La exportación de lanas siguió siendo activa, aunque más bien dirigida hacia el Mediterráneo que hacia el norte. El tráfico con las Indias también se recuperó en las últimas décadas del siglo, y aunque el mayor provecho era para los extranjeros, no poco quedaba en España en forma de comi­ siones, sueldos, impuestos, etc. Morineau sostiene con buenos argumentos que, tal como ocurriera con la demografía, el volumen de los caudales de América alcanzó su nivel más alto tras superar el bache de mediados del siglo. A esta recuperación económica contribuyó la creación de la Junta de Comercio en 1679 y la drástica deflación de la moneda de vellón di 1680, duramente sentida, mas beneficiosa a largo plazo. La presión fiscal siguió siendo elevada, si bien no tan agobiante comí en el reinado anterior. No se crearon nuevos impuestos y se concedieroi algunas desgravaciones. Por desgracia, las ventajas fueron más para las oligarquías locales que para el pueblo. En otro aspecto cambiarían también las cosas para mejor: se abandonaron los planes centralistas del Conde Du que, se respetaron los derechos de los países forales y éstos se sintieron más solidarios dentro de la patria común. En este sentido, el cambio di actitud de Cataluña resulta bien elocuente: en 1640 se echó en manos del rey francés; en el reinado de Carlos II, a pesar de la poca ayuda que recibía resistió con valor a los ejércitos de Luis XIV. Desde esta óptica, desastres como los que se abatieron sobre Castill; y Andalucía en 1677-1684: epidemias, sequías, inundaciones, etc. aparece i como fluctuaciones a corto plazo dentro de un largo ciclo positivo. Es paña, silenciosamente, recuperaba fuerzas. Lo demostró en la Gucri! de Sucesión cuando, mandada por gobernantes enérgicos, dio pruebas di gran vitalidad y de una capacidad guerrera que parecía haber perdido. Incluso en el terreno intelectual se dibujaba, tímidamente, un renací miento. Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar reaccionaban conlr¡ las fábulas que inundaban nuestra historia antigua; en Sanlúcar de Barra meda, Hugo de Omerique escribía el primer tratado español de Geomclrí; analítica; en Valencia, Zaragoza y Sevilla grupos de médicos introducía! las novedades que se producían en Europa no sólo en cuanto a su cieñe i; peculiar sino en lo referente a la Filosofía y ciencias fisicoquímicas, y ei

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Corte, tertulias reunidas en las moradas de algunos magnates discutían fuellas mismas novedades que la anquilosada ciencia oficial, universitaria, ! negaba a reconocer.

LA RESTAURACIÓN DE PORTUGAL

Sería inexacto decir que en 1640 Portugal recuperó su independencia, ues, en teoría al menos, nunca dejó de ser independiente. Su inclusión entro del gran conglomerado imperial en 1580 no suponía dependencia e Castilla, aunque su nuevo rey residiera en Madrid. Tanto las instituiones de la metrópoli como las de sus dependencias coloniales siguieron llenamente distintas, y lo mismo ocurría en el terreno religioso. La Inquiición portuguesa siguió dirigida por un inquisidor general, distinto del |ue regía el resto de la península y las Indias de Castilla. Los militares f funcionarios españoles en Portugal fueron muy pocos. En cambio, sí tubo en España políticos y militares portugueses de talla eminente, como Ion Cristóbal de Moura y don Francisco de Meló, que combatió en el Yente de Cataluña y dejó un relato de aquellos sucesos que es una obra fiásica dentro de la literatura castellana.

Sin embargo, si las clases altas aceptaron de buena gana la unión, entre las populares siempre se vio con recelo y disgusto. Fue en ellas donde flo­ reció el mito del sebastianismo, la creencia de que el rey don Sebastián no había muerto en África y volvería algún día para ocupar de nuevo el trono portugués. Salvo incidentes esporádicos, este estado de ánimo no produjo alteraciones graves durante los reinados de Felipe II y Felipe III; ambos hicieron una larga estancia en Lisboa y habían celebrado allí cortes. Felipe IV no visitó aquel reino, aunque en el célebre memorial que le dirigió Olivares al principio de su reinado le decía: «Es imposible no desa­ liente infinito la falta de asistencia real, y así tuviera por muy conveniente *1 asistir V.M. en aquellos reinos por algún tiempo». En el mismo memorial decía Olivares: «El corazón de los portugueses es fiel, y el descontento que muestran es de puro amor a sus reyes». Estas palabras denotan lo mal que conocía el favorito la situación real del vecino reino. Las clases altas, partidarias de la unión, habían ido cambiando de sentimientos por muy diversas razones; se pensó que la unión traería pros­ peridades a Portugal, sacaría su economía del marasmo, defendería su Comercio y sus colonias de la competencia y ataques de los holandeses y sucedió lo contrario, la pérdida de gran parte del imperio colonial por­ tugués. La libertad de movimientos concedida por los reyes de España a los criptojudíos y la benignidad con que los trataron también causó allí mal efecto, porque estaban apoderados de los negocios comerciales y financieros; al emigrar, primero a España y mucho después a Holanda, SU salida empobreció el país. La Inquisición portuguesa se lamentó de que disminuían sus rentas y se favorecía a los enemigos del Cristianismo.

En el reinado de Felipe IV, al intensificarse la crisis económica y

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aumentar las peticiones de dinero y soldados, el descontento -se hizo ge­ neral. En 1637 estalló en Évora un motín duramente reprimido. Olivares seguía sin darse cuenta de la gravedad de la situación. Aunque sabía que muchos pensaban en el duque de Braganza como futuro rey sólo pensó en atraérselo confiándole el mando de las pocas tropas que había en Por­ tugal. La regente, Margarita de Saboya, tampoco acertó a tomar medidas preventivas, de suerte que el movimiento que estalló en Lisboa en diciem­ bre de 1640 triunfó casi sin oposición. La guerra que siguió fue un conjunto de asedios y encuentros fronterizos de poca importancia militar hasta que, firmada la paz con Francia, Felipe IV se decidió a hacer un esfuerzo importante para reconquistar aquel reino. Los portugueses buscaron la alianza inglesa, que obtuvieron, aunque a muy alto precio: el casamiento de Carlos II Estuardo con la princesa Catalina fue comprado con una fuerte dote, la entrega de Tánger y Bombay y un tratado comercial muy ventajoso para los ingleses. Con apoyo francés y británico Portugal re chazó los ataques de España y obtuvo el reconocimiento de su indepen­ dencia en 1668.

El Portugal restaurado era un país de casi dos millones de habitantes con escasos recursos pero con unos extensos dominios coloniales. Los ho­ landeses fueron expulsados de Brassil, la trata de negros siguió siendo un fructuoso negocio en Guinea, Angola y otros territorios africanos y en Asia, aunque las pérdidas fueron muy grandes, aún conservaba algunos puntos de apoyo como Macao y Timor. La pérdida del tráfico de especias fue compensado con el incremento de la producción de azúcar y tabaco en las Indias Occidentales. El hecho más prometedor fue el descubrimiento en Brasil, al finalizar el siglo xvn, de importantes minas de oro. El primer rey de la Restauración, Juan IV de Braganza, murió antes de ver el fin de la contienda. Su hijo, Alfonso VI, fue un incapaz y acabó siendo destronado por su propia mujer y por su hermano Pedro, quien tuvo un largo reinado. No volvió a haber grandes episodios dentro de la política interior portuguesa. Pasados los tiempos de esplendor, muy supe­ ditado a Inglaterra, Portugal aparecía como una pequeña nación europea pero con un grande y prometedor imperio ultramarino.

DOCUMENTOS EL CONDE DE GONDOMAR PINTA EN 1619 UNA VISIÓN PESIMISTA DE CASTILLA Y EL IMPERIO «...Añadiendo a esto la despoblación, pobreza y miseria que tiene hoy España y que los extranjeros publican, que el caminar por ella es más pe­

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noso que par ninguna otra tierra desierta de toda Europa, porque ni hay camas ni posadas ni comidas por las grandes vejaciones y tributos que pagan los naturales, y esto no se puede negar, porque se experimenta yendo de Madrid a Burgos y Vitoria, y desde Madrid a Córdoba y Sevilla, que es lo que debía estar más bien proveído; y es también cierto que no hay príncipe, ni chico ni potentado, que quiera arrimársenos ni decla­ rarse por nuestro, porque ven que se pierden, y así lo lloran muchos se­ ñores de Escocia y de Inglaterra y todos los católicos de Irlanda, que se han ido acabando con Jas pensiones mal pagadas que V.M. les ha man­ dado señalar... Inglaterra y Holanda han ganado con las paces tanto como nosotros hemos perdido, y sólo diré que dejarnos sacar nuestras lanas, que son las mejores del mundo, y solo España tiene dentro de si aceite y todo lo demás necesario para labrar buenos paños, y sin embargo, lo más de que nos vestimos es de manufacturas de Inglaterra, de Holanda y de otras partes extranjeras y nos sacan por ello el oro y la plata y nos hacen ociosos. En España son más de cinco partes de seis los inútiles al co­ mercio y sustento de la vida humana, y en Inglaterra y Holanda no vienen a ser de ciento uno los ociosos y ésta es la causa porque crecen tanto en riqueza, poder y aumento de gente cuanto nosotros menguamos... Cada año salen de España más de doce millones de plata y oro, y no siendo aun diez los que entran, se va consumiendo tan insensiblemente el cau­ dal que para vivir viene a ser forzoso hacer moneda falsa y darle el valor que no tiene... estando esto en estado que para enviar diez ducados de Madrid a Toledo o Valladolid es necesario un criado que los lleve y haga otro tanto de costa. El guerrear hoy no se reduce a la fuerza sino a disminuir o aumentar amigos y comercios, y en esto es en lo que los buenos gobiernos deben poner toda su atención. Nuestros enemigos nos han enseñado bien esta arte y lo que han hecho con ella siendo tan inferiores en las fuerzas. La tregua se acaba con Holanda y no parece que esté aun resuelto lo que hemos de hacer; y lo que veo es el cuidado con que los holande­ ses se previenen por mar y tierra y como han ensanchado su estado y comercios con la paz, y lo mismo han hecho los mercaderes y estado co­ mún de Inglaterra, que es grandísimo el tesoro y riquezas que tienen y no hay parte donde no comercien... En Inglaterra vale la libra de pimien­ ta a menos de tres reales y en Madrid a más de ocho y así de aquel rei­ no meten más aquí que de Lisboa... Esta Monarquía se va acabando por la posta, pues V.M. se halla hoy con dos enemigos tan poderosos como son, el uno, todos los príncipes del Mundo, y el otro, todos los ministros y criados que servimos a V.M. (Carta del conde de Gondomar, embajador en Inglaterra, a Felipe III, fechada en Madrid, 28 de marzo de 1619. Publicada en Documentos para la historia de España, por el duque de Alba y otros, tomo 2.".)

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BOSSLET EVOCA LA BATALLA DE ROCROI «...Dios había escogido al duque de Enghien para defender a Luis XIII desde su infancia. Desde los primeros días de su reinado, a Los 22 años de edad, el duque concibió un proyecto que Los veteranos más experimen tados no pudieron imaginar y que La victoria justificó ante los muros de Rocroi. El ejército enemigo es más fuerte, elLo es cierto; se compone de esas viejas huestes valonas, italianas y españolas que nunca habían podi­ do ser destruidas. Pero ¿en cuánto habría que contar el valor que inspi­ raba a nuestras tropas la necesidad urgente del Estado, los éxitos ante­ riores y un joven príncipe de la sangre (real) que Llevaba la victoria en sus ojos? Don Francisco de Meló lo esperaba a pie firme, y, sin posibili dad de retroceder, los dos generales y los dos ejércitos parecían haber querido encerrarse en los bosques y los pantanos para decidir su querella, como dos valientes, en campo cerrado. »¿Qué vimos entonces? El joven príncipe parecía otro hombre. Emocio nado ante una situación decisiva su gran espíritu se manifestó por ente­ ro; su valor crecía con eL peligro y su clarividencia con su ardor. Durante la noche que pasó ante el enemigo como vigilante capitán fue el último en acostarse, pero nunca durmió un sueño más tranquilo. La víspera de un día tan grande está tranquilo; hasta tal punto se siente en su ambiente natural, y es sabido que la mañana siguiente, a la hora señalada, hubo que despertar de un profundo sueño a este nuevo Alejandro. Ved cómo vuela a la victoria o a la muerte; tan pronto como hubo comunicado a cada unidad el ardor que lo animaba pudo vérsele casi a la vez atacar el ala derecha de los enemigos, sostener la nuestra quebrantada, recoger al francés casi vencido, poner en fuga al español victorioso, esparcir en todas partes el terror y asombrar con su mirada fulgurante aquellos que esca­ paban a sus golpes. »Quedaba aquella temible infantería del ejército de España, cuyos grandes batallones compactos parecían torres, pero torres que podían re­ parar sus brechas, que permanecían inexpugnables en medio de un ejér­ cito derrotado lanzando fuego por todas partes. Tres veces el joven ven cedor se esforzó por romper aquellos intrépidos combatientes y las tres fue rechazado por el valeroso conde de Fuentes, a quien se veía, llevado en una silla, y a pesar de sus enfermedades, mostrar que un alma guerre­ ra es dueña del cuerpo que anima. Pero al fin, tuvieron que ceder. En vano, a través de los bosques, con su caballería de refresco, Bek precipita su marcha para caer sobre nuestros soldados agotados; el príncipe lo ha prevenido. Los batallones destrozados piden cuartel. Pero la victoria va a ser más terrible para el duque de Enghien que el combate; cuando avan zaba para recibir la palabra de estos valientes, éstos, desconfiados, te­ miendo un nuevo ataque por sorpresa, lanzan una descarga que enfu rece a los nuestros; no se vio entonces más que carnicería; la sangre en loquece a los soldados, hasta que el gran príncipe, que no podía ver dego llar a estos leones como si fueran tímidas ovejas, calma los furores y une al placer de vencer el de perdonar. ¡ Cuál fue el asombro de aquellos viejos soldados y de sus oficiales cuando vieron que sólo había salvación para ellos entre los brazos del vencedor! ¡Que hubiera salvado gustosa mente la vida al bravo conde de Fuentes! Pero se le encontró caído entre los miles de muertos cuya pérdida llorá aún España... El príncipe se arrodilló en el campo de batalla y reconoció que la gloria pertenecía al Dios de los ejércitos. Allí se celebró a Rocroi liberado, las amenazas de

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un temible enemigo convertidas en confusión suya, la Regencia consoli­ dada, Francia en reposo, y un reinado que debía ser tan feliz, comenzado bajo tan dichosos presagios.» (Oración fúnebre en honor de Luis de Bar­ bón, príncipe de Condé, en «Recueil des oraisons funèbres prononcées par... J. B. Bossuet», Pa­ ris, 1774, pp. 212-215.)

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CAPITULO XVIII

LAS REVOLUCIONES INGLESAS. APOGEO DE HOLANDA.

Inglaterra vivió dos revoluciones en el siglo xvii. Revoluciones poli ticas con amplias repercusiones sociales y religiosas. Esto da una imagen de inestabilidad, y durante mucho tiempo así se ha creído. Sin embargo, visto de modo global y a través de los criterios de la historiografía mas reciente, el resultado final de esta evolución aparece como un reforza miento y estabilización de las grandes tendencias que ya existían. Al fina lizar el siglo xvii Inglaterra aparece políticamente unida, la religión angli cana reforzada, la monarquía incuestionable, dentro de las normas anii absolutistas que estaban en la tradición inglesa, los cambios sociales más bien pequeños y orientados en una dirección homogénea, congruente con las tendencias que ya existían un siglo antes. Finalmente, los factores demográficos y económicos menos deprimidos que en el continente. 1.

LOS COMIENZOS DE LA NUEVA DINASTÍA

La muerte de Isabel I y la ascensión al trono de Jacobo I Estuardo trajeron para las islas algunas novedades importantes. Escocia e Ingla­ terra resultaron unidas bajo un mismo monarca; unión personal, que respetaba la plena autonomía de Escocia, pero que preparaba una unión más estrecha, y que desde entonces sería completa hacia el exterior, en el orden internacional. En adelante, Francia no podría jugar su carta tradi­ cional, oponer Escocia a Inglaterra; a lo sumo podría apoyarse, y con poco éxito, en un pretendiente, no en un rey efectivo. Otra novedad era el restablecimiento de la paz y la amistad con Es­ paña tras una larga tradición de lucha. El tratado de 1604, además de poner fin a las hostilidades, aseguraba ventajas a los comerciantes ingle­ ses, incluso la seguridad de no ser molestados por la Inquisición; un esbozo

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de libertad religiosa notable dentro del clima espiritual que reinaba en España. Sin embargo, en Inglaterra este cambio de política no era po­ pular, y no sólo por motivos ideológicos sino porque interrumpía las acti­ vidades piráticas que habían llegado a convertirse en normales y fructuosas para amplios sectores.

Jacobo I carecía de todas las dotes necesarias para convertirse en un rey popular; su aspecto físico era desagradable, y su sólida preparación

intelectual propendía a la pedantería. Tendencias íntimas le inclinaban a Ciertos individuos del sexo masculino con una amistad de carácter espe­ cial; uno de ellos, a quien hizo duque de Buckingham, se convirtió en Omnipotente favorito. El rey defraudó lo mismo a los presbiterianos que

a los católicos, quienes habían esperado que el hijo de María Estuardo les fuera favorable. Todavía existía en Inglaterra una masa considerable de católicos; algunos de ellos planearon volar el Parlamento el día en que debía inaugurarlo el rey; descubierta esta llamada conspiración de la pólvora se recrudeció la persecución anticatólica en todo el reino. El apego de Jacobo al anglicanismo dimanaba de que lo consideraba como uno de los pilares del poder absoluto al que aspiraba: una iglesia de Estado domi­ nada por el rey a través del nombramiento de obispos adictos y la perse­ cución de los disidentes. Miles de ellos, como los puritanos del Mayflower, prefirieron emigrar a tierras americanas en busca de libertad de conciencia. La mayoría de la población inglesa aprobaba la política religiosa de Jacobo I. Los motivos de desacuerdo eran, sobre todo, económicos y fis­ cales. Como todos los monarcas de la Edad Moderna, Jacobo se encontraba ante el problema de que los ingresos normales del Tesoro eran inferiores a los gastos. Aunque siguió una política pacífica, su tren de vida y el de sus favoritos exigían constantemente nuevos recursos, los cuales debían salir de impuestos votados por el Parlamento, cuyas atribuciones fiscalizadoras chocaban con el concepto que Jacobo tenía de sus atribuciones como rey absoluto. De esta manera, el problema fiscal se convertía, indirectamente, en problema político. Pero no sería él, sino su hijo Carlos quien tuviera que afrontarlo hasta sus últimas consecuencias. Jacobo se limitó a vivir de los arbitrios que le sugerían sus ministros y favoritos; contraer prés­ tamos, vender privilegios, monopolios, cargos y honores. Buckingham supo aprovechar el afán de ennoblecimiento que sentían los burgueses enri­ quecidos y creó una enorme cantidad de nuevos títulos, añadiendo a los tradicionales una nueva categoría nobiliaria: la de baronet. De esta forma (como estaba ocurriendo en España) surgían transformaciones sociales de la política fiscal de la Monarquía, indirectamente y sin propósito precon­ cebido. A pesar de las pocas simpatías que suscitaba, Jacobo murió sin haber experimentado conflictos serios. Con Carlos I, que le sucedió en 1625, ad­ quirirían creciente gravedad hasta desembocar en abierta insurrección. Carlos, siendo aún príncipe de Gales, intentó casarse con la princesa María, hermana de Felipe IV de España y recibió una cortés repulsa que le hirió profundamente. Por este motivo, y para satisfacer el anhelo po

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pular favorable a las hostilidades con España, se reanudó la guerra, pronlo terminada porque los resultados no compensaban Los gastos: un ataque u Cádiz fracasó, y las pérdidas del comercio inglés eran considerables, lili vez de María y La alianza española, Carlos optó por el matrimonio con Enriqueta de Borbón y la amistad francesa. Pero la noticia de que en el real palacio se celebraba la misa católica molestó al creciente antipa pismo de Las masas, cada vez más aLejadas de la antigua Iglesia. EL cato licismo se estaba convirtiendo en el refugio nostálgico de algunas nobles familias apegadas a la tradición. Mucha mayor gravedad tenía el malestar de las iglesias situadas a la izquierda de la oficial, o sea, de la anglicana, a la que el rey apoyaba tanto por convicción personal como por razones políticas. Lo mismo que su padre, estaba convencido de que sin episcopado no podía haber realeza. Contra esta norma iban los presbiterianos o puritanos, que no admitían obispos, y con mucha más fuerza Las pequeñas pero activas sectas que no admitían siquiera presbíteros y a las que se engloba bajo el nombre de independientes. La disidencia religiosa tenía especial gravedad en Escocia, donde el anglicanismo era minoritario; allí predominaban los presbite­ rianos. El rey, jefe de la iglesia oficial en Inglaterra, no tenía tales atribu ciones en Escocia; este fue uno de los puntos de arranque del futuro conflicto. El ejecutor enérgico y odiado de la política religiosa del rey fue Laúd, arzobispo de Canterbury. Bajo su inspiración se depuró el clero, se estableció una rigurosa censura, se introdujeron en la liturgia oñeial ciertos ritos semejantes a los católicos y (suprema imprudencia), se trato de imponer a los escoceses el Prayer Book o libro de oraciones inglés.

Igual impopularidad que Laúd con su dictadura eclesiástica acumulaba el conde de Strafford con su política económica. Su objetivo era propon cionar al monarca recursos independientes de la voluntad del Parlamento, en vista de que éste era menos dócil que los parlamentos continentales. Para ello ideó un sistema de tasas, controles y monopolios sobre ciertos productos de primera necesidad como la sal y el vino, basándose en que estos derechos eran regalías, no impuestos propiamente dichos, y por tanto, no necesitaban la sanción parlamentaria. Esta política ocasionó incidentes que iban caldeando la opinión; por ejemplo, el proceso al ca­ pitán Hampden por negarse a pagar un impuesto para la construcción de barcos (ship money) que solían pagar los habitantes de los puertos en ocasiones de emergencia y que el rey pretendía hacer general, 2.

EL ARCHIPIÉLAGO BRITANICO EN VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN

A pesar de estas manifestaciones de malestar, en la década que se inició en 1630 nada hacía presagiar la inminencia del estallido revolucionario. Las islas aparecían como un oasis de paz y bienestar frente a un continente que se hundía en la depresión económica y los desastres bélicos. Bajo la autoridad del monarca persistía la división entre las antiguas entidades políticas; pero mientras la de Gales quedaba difuminada, relegada al mero

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folklore, La personalidad de Escocia seguía siendo algo vivo, sentido con fuerza por sus habitantes, para los cuales la disidencia religiosa era tam­ bién una forma de manifestar su oposición política a cualquier intento de dominio inglés. Los tiempos del renacimiento escocés aún estaban remotos;

■ra todavía un país pobre, atrasado, que sólo en pequeña parte participaba de la renovación económica, y ello sólo en la Escocia del Sur, las Tierras Baj as (Lowlands) donde se hallaba la capital histórica, Edinburgo. En las Tierras Altas los antiguos clanes permanecían con sus formas de vida pri­ mitivas, de base ganadera, su organización casi feudal, su porridge, sus gaitas y su irrefrenable afición a guerrear contra los malditos ingleses.

Irlanda, indomable en el fondo, permanecía relativamente tranquila después de] fracaso de las rebeliones de comienzos de siglo, por falta de sincronización con las expediciones españolas que debían apoyarlas, en las postrimerías del reinado de Isabel. La colonización del Ulster por protestantes ingleses y escoceses sobre tierras confiscadas a los católicos, proseguía, sembrando la semilla de futuros conflictos. La Inglaterra propiamente dicha, con apenas cinco millones de habi­ tantes, era de extensión y demografía bastante inferior a otras grandes

potencias europeas, y tras la política intervencionista del siglo anterior se mantenía un poco al margen de los grandes conflictos. En la Guerra

de los Treinta Años se limitó a manifestar una simpatía más bien plató­ nica por la causa protestante. Esta neutralidad fue ún factor positivo, pero, a la vez, faltando un derivativo externo, acrecentó la violencia de las confrontaciones internas. No hubo grandes novedades en cuanto al desarrollo económico y social, sino un desarrollo lento y homogéneo de las tendencias anteriores, acusando ya en varios aspectos una notable anticipación en cuanto a fenómenos que más tarde se manifestarían en el resto de Europa. Por ejemplo, en cuanto a la temprana utilización de la hulla como combustible, progresos en la metalurgia, robustecimiento de una burguesía comercial e industrial, tendencias a la concentración de la propiedad rural, con extensión de los cercados (enclosures) a pesar de las protestas de los pequeños propietarios y colonos proletarizados y de los pueblos que se veían privados del disfrute de los pastos comunales. También fue resuelto el problema que planteaba el número creciente de parados, vagabundos y mendigos de una manera dura y eficaz que en el siglo xviii fue copiada por los gobiernos ilustrados del continente; la Ley de Pobres disponía que los municipios arbitrasen los recursos necesarios para socorrer a los necesitados, encerrar a los vagos y poner al cepo a los que abusaban de la bebida. Bajo apariencias filantrópicas, la sociedad, a costa de un sacrificio pecuniario, ponía en seguridad a elementos potcncialmente peligrosos o simplemente desagradables a la mentalidad bur­ guesa: las nubes de pedigüeños que asaltaban a los viajeros en Madrid, París o Roma eran desconocidas en Inglaterra. Las libertades personales no contaban cuando se carecía de medios de trabajo o de subsistencia. El concepto del pobre como imagen de Cristo había desaparecido.

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Aunque aún no existiera una auténtica revolución industrial crecían las ciudades, Londres más que ninguna, y a gran distancia de las demás, Su papel en la historia inglesa, si no tan grande como el de París en lu francesa, no dejaba de ser relevante. Extendida a lo largo del Támesis entre la Torre, centro de la autoridad real, y Westminster, núcleo reli­ gioso, aquella metrópoli de 250.000 habitantes era ya algo excepcional y ni las catástrofes consecutivas de la peste de 1665 y el incendio del si­ guiente año la abatieron; salió de ellas más grande y más monumental que antes, aunque el tradicional conservadurismo inglés, su deseo de reedi­ ficar su casa en la misma forma y en el mismo sitio, impidió el plan de una remodelación completa después del Gran Incendio.

3.

LA PRIMERA REVOLUCION INGLESA Y SUS INTERPRETACIONES

Suele hacerse comenzar la revolución inglesa en 1640, pero desde 1637 Escocia estaba en abierta rebelión. Comenzó en la catedral de Edinburgo con motivo de la introducción del Prayer Book y se extendió rápidamente por todo el país, de donde fueron expulsados los representantes de la autoridad real. Ante la gravedad de estos hechos, Carlos se resignó a convocar el Par­ lamento; lo disuelve a las tres semanas ante la actitud protestataria de­ sús miembros (Parlamento Corto) pero tiene que volverlo a convocar urgentemente porque el ejército escocés seguía avanzando y amenazaba a York. Este otro Parlamento, reunido a fines de 1640, no se disolvería has­ ta 1653 (Parlamento Largo). Él fue el motor más activo de la revolución. Uno de sus primeros actos fue el juicio y condena capital de Strafford. Años después sufrió la misma suerte Laúd, el otro instrumento de la política real. Los escoceses se retiraron a sus tierras, pero las noticias que llegaban de Irlanda aumentaron el clima de exasperación; allí los católicos habían matado a miles de colonos protestantes establecidos en el Ulster. Aunque ninguna responsabilidad cabía al rey por estos hechos, cada vez se espe­ saba más el ambiente contra él entre los elementos radicales y el Parla­ mento, donde se aprobó un verdadero voto de censura contra el rey, sus ministros y consejeros, entre los cuales se incluía a «los papistas discí­ pulos de los jesuítas». Carlos, sabiendo que este voto sólo había sido apro­ bado por muy escasa mayoría, pensó que si arrestaba a los más desta­ cados oponentes el Parlamento volvería a la obediencia; el golpe de mano fracasó, el pueblo de Londres tomó una actitud amenazadora y el rey abandonó la capital dirigiéndose hacia el norte del reino seguido de mu­ chos de sus partidarios, entre ellos gran parte de los miembros de ambas cámaras. Ambos bandos se prepararon para la guerra inevitable (1642). Los contingentes movilizados fueron considerables: unos 40.000 hom­ bres en el bando real y una cantidad aún mayor en el parlamentario. Los realistas tenían su fuerza principal entre la nobleza y las poblaciones

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Campesinas del norte y el oeste; los parlamentarios en el este, el sur y la población de las ciudades. Pero este reparto geográfico tiene numerosas excepciones. Hubo muchos indecisos, muchos que cambiaron de campo y Otros que se vieron impedidos de elegir libremente por las circunstancias. Como ocurre en todas las guerras civiles.

Esta guerra civil, sin embargo, no estuvo marcada por grandes atroci­ dades ni devastaciones; el país sufrió poco y la población indefensa fue respetada. Fue una guerra caballeresca y de ambiente algo medieval, con

muchas escaramuzas, golpes de mano y asedios, y muy pocas grandes ba­ tallas. Las dos principales, Marston-Moor (1644) y Naseby (1645) fueron

ganadas por los parlamentarios. Carlos buscó refugio en Escocia, trató de llegar a un acuerdo con el Parlamento de Edinburgo pero se negó a reco­ nocer la Iglesia presbiteriana movido por motivos religiosos. Era un angli­ cano convencido y sincero. Entonces los escoceses cometieron la indig­ nidad de entregarlo a sus enemigos mediante el pago de 400.000 libras en concepto de gastos de guerra.

El Parlamento de Londres tenía al rey en su poder, y sobre la forma de tratarlo se encontraba muy dividido. Siguieron largas negociaciones, el rey huyó y fue de nuevo apresado. Hubo nuevas acciones bélicas por parte de los realistas, y tratos con los parlamentarios moderados que veían el creciente peligro de un golpe militar. Como suele suceder después de una larga guerra, el ejército había engrosado con elementos de toda procedencia. Muchos de ellos repugnaban volver a la vida civil; otros estaban dispuestos a hacerlo mediante una indemnización y, en general, entre los militares parlamentarios se había producido una radicalización política y religiosa, no siendo pocos los que se declaraban republicanos. De la guerra había surgido un gran jefe militar y político. Oliverio Crom­ well, rico terrateniente, puritano ardiente, miembro del Parlamento Largo, en el que se había distinguido por su intransigencia. Al comenzar la lucha levantó a sus expensas un regimiento de hombres que, como él, compar­ tían el credo religioso de los independientes. Aquel «batallón de los santos» entraba en fuego cantando salmos. Por su resistencia fueron llamados iron­ sides (costillas de hierro). Cromwell obtuvo el mando supremo del ejército gracias a sus dotes militares y a sus victorias, y al llegar la paz sus compa­ ñeros de armas le aseguraron también el control del poder político. Des­ pués de triunfar de las últimas resistencias realistas procedió a una depu­ ración del Parlamento reduciéndolo a la pequeña minoría que comulgaba con sus ideas religiosas, y este Parlamento rabadilla (Rump Parliament) ordenó el procesamiento del rey, que fue condenado a muerte y ejecu­ tado en 1649. Abolida la monarquía, Cromwell gobernó nueve años (1649-1658) pri­ mero sin título oficial; desde 1653 con el de lord Protector. Rehusó el título de rey, aunque no sus insignias y atribuciones. Fue una dictadura militar, dura y sangrienta, que no tenía el apoyo de la mayoría de la nación, pero que aplastó sin piedad a todos sus enemigos. En Escocia Cromwell venció a los partidarios del pretendiente Carlos, hijo del monarca decapitado; en

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Irlanda actuó con verdadera ferocidad; el episodio más conocido es la des­ trucción de Drogheda, con muerte de la mayoría de sus habitantes. A conse­ cuencia de ia lucha la isla quedó medio despoblada, sus habitantes arruina­ dos, el culto católico fue prohibido y gran parte de las tierras confiscadas y repartidas a veteranos ingleses. También Cromwell tenia que hacer frente a pequeños grupos situados más a su izquierda, los niveladores, a quienes trataba de desacreditar suponiéndolos partidarios de nivelar o repartir las fortunas; en realidad, eran burgueses individualistas, lo mismo en el terreno religioso que en el político, que abominaban de la dictadura y del atosigante predominio de la iglesia puritana, de un moralismo mucho más estrecho que la angli­ cana. Los pecadores públicos eran expuestos a la vergüenza, se cerraron iglesias y teatros y la menor infracción al descanso dominical se convirtió en un delito.

Sin embargo, Cromwell tuvo apoyo en la burguesía de negocios a causa de su enérgica política exterior. El Acta de Navegación de 1651 iba diri­ gida contra los concurrentes más peligrosos, los holandeses, quienes res­ pondieron con una declaración de guerra, pero tras varias vicisitudes Cromwell consiguió firmar una paz ventajosa (1654). Liquidado este asun­ to volvió su atención a la lucha francoespañola; ambos contendientes es­ taban dispuestos a comprar su intervención, que sería decisiva. Creyó más productivo atacar a España; sus escuadras se apoderaron de Jamaica y un ejército inglés colaboró con el francés en la batalla de las Dunas y la conquista de Dunquerque. ¡

La dictadura de Cromwell era una situación violenta, excepcional, y él conocía su fragilidad. El carácter de su hijo y sucesor facilitó la transi­ ción. Ricardo Cromwell no tenía la ambición ni la energía de su padre; sus aficiones y amistades le llevaban hacia la aristocracia realista, parti­ daria de la restauración de los Estuardo. Quedaba un obstáculo: el ejér­ cito, verdadero dueño de la situación, y que temía represalias por el pa­ sado, estaba dividido. El general Monck, que mandaba la fuerza más importante y que mantenía contactos con el pretendiente Carlos, ordenó la convocatoria de elecciones, de las cuales salió un Parlamento realista, el cual restableció la antigua forma de gobierno, la Cámara de los Lores y la realeza en la persona de Carlos Estuardo. Carlos II regresó de su exilio en los Países Bajos y fue acogido en Londres con entusiasmo (1660). Con este acontecimiento termina la primera revolución inglesa y comienza la Restauración. La Revolución inglesa es uno de los hechos históricos acerca de los cuales más se ha escrito y discutido. Su bibliografía es impresionante y se enriquece sin cesar. Tras el relato de sus incidencias externas, ahora se investigan de preferencia las repercusiones a nivel local y familiar, bus­ cando la clave de comportamientos personales y de grupos que arrojen luz sobre sus verdaderas y últimas motivaciones; pues si los hechos son, globalmente, bien conocidos y no hay que esperar descubrimientos sensa­ cionales, en cuanto a su interpretación subsisten divergencias de criterio,

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