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de los desastres Crónicas de guerras, terremotos, inundaciones y epidemias JOHN WITHINGTON
TURNER NOEMA
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Historia mundial de los desastres
Crónicas de guerras, terremotos, inundaciones y epidemias JOHN W I T H I N G T O N
TRADUCCIÓN DE LAURA GONZÁLEZ DE RIVERA
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ÍNDICE
Introducción I.
Primera edición en español: mayo de 2009 Título original: A Disastrous History ofthe World. Chronicles ofWar, Earthquakes, Plague andFlood
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de la obra, ni su tratamiento o transmisión por cualquier medio o método sin la autorización escrita de la editorial.
Copyright © 2008 John Withington Publicado originalmente en 2008 por Piatkus Books D.R. © Turner Publicaciones S.L. Rafael Calvo, 42 28010 Madrid
www.turnerlibros.com ISBN: 978-84-7506-879-4
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Volcanes El lago Toba Santorini Pompeya El Etna Laki El m o n t e Asama Tambora El Krakatoa El monte Pelee El Nevado del Ruiz
15 16 18 22 24 27 28 31 36 42
II. Terremotos Antioquía Irán y Siria El gran terremoto de 1202 China Sicilia Tokio Asjabad Tangshan
45 47 48 48 49 52 57 58
III. M a r e m o t o s y tsunamis Diseño de la colección: Enric Satué Ilustración de cubierta: Pieter Brueghel el Viejo: El triunfo de la muerte, c. 1562 (detalle). © Museo Nacional del Prado Depósito legal: S. 705-2009 Printed in Spain
El gran tsunami del año 365 Lisboa Sanriku El tsunami de 2 0 0 4
63 64 68 70
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IV. Inundaciones El Diluvio Holanda El río Amarillo Johnstown Galveston El Yangtsé Huaraz Henan Venezuela V.
Tormentas La gran tormenta El gran huracán Dos años desastrosos Vera la terrible La tormenta más mortífera de la historia El huracán Mitch Myanmar
VI. Otros fenómenos climatológicos extremos y un misterioso envenenamiento Tormentas de granizo Tornados americanos Olas de calor en Estados Unidos La inundación monzónica de 1978 El tornado más mortífero Grandes ventiscas en Norteamérica Una ola de calor en Europa El misterio del lago Nyos VIL Epidemias La antigua Atenas Las plagas de Roma La Plaga dejustiniano La Peste Negra Epidemias más recientes
75 77 78 81 86 90 93 93 96
99 104 105 105 108 111 113
117 117 119 121 122 123 125 126
131 134 136 140 150
VIII. Otras enfermedades Un regalo de los conquistadores El tifus El cólera La enfermedad del sueño La gripe La malaria El sida IX.
X.
XI.
^ yq x§2 167 i68 176 !76
Hambrunas Egipto La gran hambruna India La hambruna irlandesa de la patata China Rusia tras la revolución Etiopía Corea del Norte
181 183 185 189 197 201 203 209
Guerras e invasiones Los romanos Atila Gengis Khan Tamerlán La Guerra de los Treinta Años La conquista manchú de China La masacre de Nanking La Segunda Guerra Mundial Hiroshima
211 213 216 218 221 225 226 234 242
Crímenes de Estado El Estado Libre del Congo Las masacres armenias AdolfHitler JosefStalin Mao Zedong PolPot Ruanda
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49 53 256 267 275 28 3 a8 7 2
XII. Rebeliones, motines y terrorismo La revuelta de Niká La rebelión de An Lushan Taiping Los disturbios de la partición de la India Terrorismo El incendio en el cine iraní El bombardeo aéreo de la India Lockerbie Los bombardeos de Bombay Los ataques a las embajadas de Estados Unidos en África Oriental El 11 de Septiembre Bali El asedio de Beslán Las bombas en los trenes de Bombay Irak
293 296 297 298 303 303 305 306 309 311 313 317 319 322 324
XIII. Incendios Roma El fuego de las mangas largas Moscú Incendios de teatros Santiago de Chile El incendio del bosque de Peshtigo Chicago Hoboken Un baile mortal Happy Valley El incendio de la prisión de Ohio El incendio del club nocturno Cocoanut Grove El incendio del supermercado de Asunción
327 329 330 332 335 336 338 341 344 344 345 346 349
XIV. Explosiones y envenenamientos masivos Rodas Courriéres Halifax
351 351 353
XV.
Oppau Honkeiko La ciudad de Tejas El grano envenenado de Irak Bhopal Chernóbil
355 356 357 359 361 365
Estampidas, derrumbes y ataques de pánico masivos Roma Chungking Lima Moscú ElHajj Seúl Lagos El puente de Bagdad
37 1 37 1 37 2 37 2 373 374 37 6 37^
XVI. Naufragios El Sultana El General Slocum El Titanic. El Emperatriz de Irlanda El Wilhelm Gustloff. El Doña PazYXJoola El Al-Salam Boccaccio 98
381 384 387 394 397 400 402 404
XVII. Accidentes de tren Modane El Túnel de Torre El "Expreso del Mercado Negro" Bihar La red del transiberiano Firozabad Egipto
407 408 408 410 411 413 414
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XVIII. Accidentes de avión París Los Rodeos Riad El choque de Jal La peor colisión en vuelo Madrid XIX.
Otros desastres de transporte Cali Los Alfaques El incendio del túnel Salang Ibadán Bakú YXKursk El funicular de Kaprun
INTRODUCCIÓN 417 4J9 423 424 427 42$
1
43 43 1 433 434 435 435 438
Kji uno pone el noticiario, con su sucesión de tsunamis, terremotos, inundaciones monzónicas, nuevas gripes y terrorismo internacional, nadie podrá echarle en cara que piense que el mundo se está volviendo cada día más peligroso. Pero lo cierto es que siempre hemos vivido rodeados de desastres. Pueden ser de origen natural, como los huracanes o las erupciones volcánicas; accidentales, como los incendios y los naufragios; o infligidos deliberadamente, como las guerras y las masacres. El género humano apenas había echado a andar cuando una erupción volcánica casi lo borra de la faz de la Tierra, hace setenta y cuatro mil años. Hace algo menos, en el siglo XIV, la Peste Negra hizo creer a muchos de nuestros ancestros que estaban al borde de la extinción. Luego, en el siglo XX, los grandes dictadores -Hitler, Stalin y M a o - dieron la impresión de estar compitiendo a ver quién mataba a más gente. Este libro narra la historia de los peores desastres, antiguos y modernos, de la humanidad; unos desastres que les costaron la vida a muchos millones de personas, pero que también sirvieron para que el género humano mostrara su faceta más valiente y generosa. Por el momento, hemos conseguido sobrevivir a todos ellos.
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I
VOLCANES
EL LAGO TOBA
V_x no de los desastres más remotos de los que tenemos noticia fue también probablemente uno de los que más cerca estuvieron de acabar con la raza humana. Hace unos setenta y cuatro mil años, se produjo una inmensa erupción volcánica en lo que hoy se conoce como el lago Toba, en la isla indonesia de Sumatra. Según ciertas teorías recientes, este suceso redujo la población humana de esa época, de un millón de personas aproximadamente, a sólo diez mil. La erupción fue una de las mayores de la historia; quizá unas veintiocho veces más violenta que la peor de los tiempos modernos, la del monte Tambora en 1815, de la que se hablará más adelante. Los vulcanólogos creen que duró nada menos que diez días, pero, como suele suceder con los volcanes, sus peores efectos no fueron los de la erupción en sí, sino los del enorme volumen de cenizas que arrojó a la atmósfera, y los de su efecto sobre el clima. Hoy estamos preocupados por el calentamiento global, pero Toba produjo un catastrófico enfriamiento climático, al escupir unos mil cien kilómetros cúbicos de piedras que impidieron que la luz del sol llegara a la Tierra y sumieron el planeta en un tenebroso invierno volcánico que duró seis años, con unas temperaturas que cayeron hasta los cinco grados. También se produjo una grave lluvia acida, que mató a plantas, animales y personas por todo el globo, mientras el mundo se dirigía hacia su última glaciación. En la zona central de la India hay un lugar donde todavía hoy quedan huellas de los seis metros de escombros que dejó allí apilados la catástrofe de Toba, mientras que algunas partes de Malasia quedaron cubiertas por una capa de desechos de casi diez metros de espesor. El lago Toba está cerca de una línea de falla que recorre el centro de Sumatra, uno de los puntos más débiles de la corteza terrestre; Indonesia sigue siendo probablemente el país con más actividad volcánica del
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mundo. Aquella remota erupción creó un gigantesco cráter que se llenó de agua, dando origen al lago, que es el mayor de su país y uno de los más profundos de la Tierra. Hoy, con sus ochenta kilómetros de longitud y sus acantilados de doscientos cincuenta metros de alto en algunos puntos, es una hermosa extensión de agua y uno de los mayores atractivos de Sumatra. Los sedimentos de la erupción crearon también el pintoresco islote de Samosir, en el centro del lago, que hoy es un famoso destino turístico.
SANTORINI Otro de los paraísos turísticos de nuestros días es Santorini, un pequeño anillo de islas volcánicas del mar Egeo, situado a unos doscientos kilómetros de la Grecia continental, famoso por las espectaculares puestas de sol que se pueden contemplar desde su bahía en forma de media luna. Esta bahía es de hecho el borde de un cráter, producido por una catastrófica explosión de origen volcánico hace unos tres mil quinientos años. En aquellos tiempos, Santorini era una única isla, de algo más de quince kilómetros de diámetro, que se alzaba con hermosa simetría hacia un pico montañoso central de unos mil quinientos metros de altura. Junto con la de Creta, la de Santorini era una de las grandes civilizaciones del mundo antiguo, y dominó el Mediterráneo oriental durante un milenio y medio, en la Edad de Bronce. El pueblo minoico que vivía allí era culto y sofisticado; amaba la escultura, la pintura y la joyería, y en sus viviendas había agua corriente fría y caliente y cuartos de baño. El terremoto vino a interrumpir su agradable existencia en un día aciago. Las paredes se agrietaron y se desmoronaron, las casas quedaron reducidas a escombros. Puede que mucha gente saliera huyendo entonces, quizá rumbo a la Grecia continental, o, más probablemente, en dirección a Creta, situada a unos ciento doce kilómetros. Pero no todos se fueron, o quizá algunos volvieron más tarde, porque hay restos que indican que se abrieron caminos apilando ordenadamente los escombros a los lados. Alguien improvisó una cocina al aire libre para hacer la comida, alguien subió una bañera a un tejado para recoger el agua de lluvia. Luego, no sabemos con exactitud cuánto tiempo después del terremoto, la reconstrucción se paró en seco. Probablemente, la pri-
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mera señal de alarma fueron una serie de temblores. ¿Salieron huyendo los minoicos entonces? Hay algunas evidencias de que sí. Cuando los arqueólogos desenterraron sus casas, quedaban pocos signos de presencia humana; no había apenas oro, plata ni objetos de valor, pero sí se encontraron utensilios domésticos y comida almacenada en los sótanos. Para quienquiera que permaneciera allí, lo que sucedió debió de ser el infierno. Hubo una primera erupción que cubrió la isla con una ligera capa de piedra pómez, como si fuese nieve. Luego cayeron rocas de mayor tamaño. Y entonces el pico de aquella hermosa montaña simétrica saltó por los aires, y una columna de humo y cenizas se elevó hasta más de treinta kilómetros de altura, con una explosión que se oyó desde el centro de África hasta Escandinavia, y desde el Golfo Pérsico hasta (¡ibraltar. La explosión produjo un cráter que el mar inundó enseguida, formando esa bahía tan característica de Santorini tal como la conocemos hoy, con sus altísimos acantilados de color negro, gris, caldera y vosa rodeando un lecho marino de cuatrocientos metros de profundidad. Más de cincuenta kilómetros cúbicos de isla se convirtieron en humo, y del cielo cayó una avalancha de piedra pómez y escombros incandescentes que cubrió la isla con una capa de más de treinta metros de espesor, sepultando cualquier forma de vida. Los que se hubieran refugiado en Creta corrieron también gran peligro, porque la erupción hizo estrellarse contra la costa cretense unas olas de más de noventa metros de altura. Los grandes palacios, como el de Cnossos, sufrieron terribles daños. Las casas quedaron en ruinas, los barcos naufragaron, y la tierra quedó ahogada y emponzoñada con enormes nubes de piedra volcánica y cenizas, que arrasaron los cultivos. Se cree que este desastre marcó el comienzo del declive de la civilización minoica. Fue una de las erupciones más violentas de todos los tiempos, quizá sólo superada en intensidad en los últimos cinco mil años por la del monte Tambora, de la que se hablará más adelante. La isla de Santorini permaneció deshabitada durante siglos, hasta que los fenicios se instalaron allí hacia el año 1200 a. de C ; aunque la zona todavía tiene actividad volcánica. Hoy día, en la bahía de la isla de Thira, la mayor del archipiélago que compone Santorini, hay dos islotes llamados Palea Kameni (Quemada Vieja) y Nea Kameni (Quemada Nueva) que emergieron a causa de las erupciones submarinas. Los arqueólogos no desenterraron hasta 1966 los restos, casi intactos, de la ciudad antigua enterrada en cenizas
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volcánicas, bajo lo que hoy es Acrotiri, y la llamaron "la Pompeya del Egeo". Había calles y plazas, casas de tres pisos con escaleras de piedra, sistemas de alcantarillado y desagües, y las paredes interiores estaban decoradas con hermosas pinturas de vivido realismo: monos, pescadores vendiendo su mercancía, damas elegantes y niños jugando. Algunos creen que Santorini es la Atlántida perdida, esa tierra que Platón describía como "una grande y maravillosa confederación de reyes que gobernaba sobre ella y muchas otras islas", hasta que "tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario [...] la isla de Atlántida desapareció hundiéndose en el mar". Y podría ser que la columna de cenizas que causó la explosión fuera la "columna de fuego" de la que habla la Biblia, que guió a Moisés y a los israelitas cuando abandonaban Egipto. Ciertamente, debió de ser visible desde el Nilo, elevándose hacia las alturas.
POMPEYA En Santorini se conserva la ciudad congelada en el tiempo, tal como estaba cuando sucedió el desastre. Pero nadie sabe con certeza qué pasó con sus habitantes. ¿Escaparon? Y, si no, ¿qué pensaron y sintieron mientras el cataclismo estaba a punto de engullirlos? En Pompeya, sin embargo, encontramos otra ciudad todavía mejor conservada, y además nos ha llegado un vivido relato de cómo se enfrentó el pueblo de Pompeya a su destino. Corría el año 79 de nuestra era, y las faldas del monte Vesubio daban cobijo a varias ciudades, gracias a la celebrada fertilidad de su suelo. Por entonces, casi nadie sabía que el monte era un volcán, aunque ya había entrado en erupción repetidas veces, destruyendo en una ocasión varios enclaves humanos de la Edad de Bronce. La zona también era propensa a los terremotos; en el año 62, un movimiento sísmico causó tantos daños en Pompeya, que diecisiete años después todavía se estaban reparando algunos. Pero los habitantes de la ciudad no se decidían a abandonarla, ni se alarmaban mucho por las cuevas de las que salía humo ni por los geiseres volcánicos de los Campos Flegreos, situados a de treinta kilómetros de sus casas, y que se creía que eran la entrada al Hades. Seguían cosechando felizmente las aceitunas y la fruta que crecían en abundancia por las laderas del monte, y recibían la llegada de
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nuevos habitantes que, atraídos por el sol y la brisa fresca, llegaban a Pompeya y se construían mansiones a cual más opulenta. La ciudad se enorgullecía de su anfiteatro de dieciséis mil asientos, de sus magníficos baños públicos, y de sus elegantes tabernas y burdeles. Las primeras señales del desastre que estaba a punto de aniquilarlos se dejaron sentir a principios de agosto del año 79, cuando empezaron a secarse los arroyos y las fuentes. También han sobrevivido documentos que hablan de que los perros, los gatos y el ganado estaban cada vez más inquietos. El 20 de agosto la tierra empezó a temblar con leves sacudidas. Plinio el Viejo, el mayor experto en historia natural de Roma por aquella época, acababa de llegar a las cercanías unas semanas antes, para hacerse cargo de la flota atracada en Puerto Miseno, a sólo treinta kilómetros del Vesubio, en la bocana del puerto de Ñapóles. Tenía entonces cincuenta y seis años, una leve obesidad, y ciertos problemas respiratorios. El día 24 de agosto empezó para Plinio el Viejo de la forma habitual: se tumbó al sol durante una hora, para darse a continuación un chapuzón en agua fría, y desayunar luego sustanciosamente. Acababa de sentarse para leer durante unas horas cuando entró precipitadamente su hermana, informándole de que acababa de ver una nube enorme y con una forma extraña en el cielo, hacia el noreste, y que parecía que se estaba haciendo de noche. Su sobrino, Plinio el Joven, que entonces contaba diecisiete años, escribiría luego que aquella nube parecía "un pino", que se alzaba a gran altura y que se iba abriendo "como en ramas" en la parte alta. Sobre las doce del mediodía se oyó un estruendo semejante a un trueno, a la par que el Vesubio se partía escupiendo fuego, cenizas, piedra volcánica y rocas. Los expertos estiman hoy que la erupción debió de producir una columna de humo a unos 850 °C, que se elevó hasta una altura de más de treinta kilómetros. Sin duda, la explosión causó un violento temblor de tierra y una densa lluvia de cenizas, que hizo desaparecer el sol y convirtió el día en noche. La reacción de Plinio el Viejo no sorprendió a su sobrino: "A mi tío, como hombre sabio que era, le pareció que se trataba de un fenómeno importante y que merecía ser contemplado desde más cerca". Entonces, decidió salir con unos pocos barcos a la bahía para verlo mejor desde allí; el joven decidió no acompañarle, diciendo que tenía que estudiar.
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El barco de Plinio el Viejo zarpó en dirección este, atravesando la bahía, y pronto se vio cubierto con densas nubes de cenizas calientes, mientras el sabio dictaba a un escriba sus observaciones y comentarios. Cuando trataban de acercarse al puerto, Plinio se encontró con que lo bloqueaban las rocas y la piedra pómez escupidas por el volcán. El timonel le rogó que volvieran, pero Plinio gritó: "¡La fortuna ayuda a los héroes!", y le ordenó continuar unos cinco kilómetros más, hasta Estabias, donde tomaron tierra. Al llegar allí, muchos de sus marineros habían sucumbido al pánico, así que, "para calmar sus temores con el ejemplo de su propia tranquilidad, ordena que sus esclavos le lleven al baño; después del aseo, se sienta a la mesa y come algo". Pero la noche fue aún más terrorífica, con terribles explosiones y rugidos, y grandes llamaradas saliendo de la montaña, de la que seguían cayendo cenizas. Al hacerse de día, "los frecuentes y fuertes temblores de tierra hacían tambalearse los edificios y, como si fuesen removidos de sus cimientos, parecía que oscilaban hacia uno y otro lado". Se enfrentaron entonces a un terrible dilema: ¿debían quedarse en la casa, corriendo el riesgo de que se derrumbara, sepultándolos, o huir, arrastrando el peligro de muerte que implicaban el humo y la lluvia de piedras, para intentar alcanzar sus barcos? Se decidieron por esta última opción, protegiéndose la cabeza con almohadas. El aire estaba envenado por el olor sofocante del azufre, y había tanta ceniza que tuvieron que ayudarse de antorchas para ver por dónde iban. Cuando llegaron a la playa, los temblores agitaban el mar con tal violencia que las naves eran zarandeadas como juguetes. Plinio pidió repetidamente que le dieran agua fría para beber, y luego se desplomó. ¿Fue víctima de sus problemas respiratorios, agravados por el gas venenoso, o fue un ataque al corazón a causa del esfuerzo? Sea como fuere, Plinio el Viejo murió allí, mientras que sus compañeros consiguieron escapar y relatarle todo el suceso a su sobrino. Plinio el Joven, en Miseno, había pasado una noche terrible en compañía de su madre. Las sacudidas sísmicas se habían vuelto "tan violentas que parecía que no sólo estaba temblando el mundo, sino que se estaba dando la vuelta", y el joven vio que "el mar retrocedía, a causa de un terremoto al parecer, quedándose muchas criaturas tiradas en la arena". Por fin consiguieron escapar por la costa, alejándose del volcán y dejando a sus espaldas "una horrible nube negra convulsionada por súbitas explosiones, que se retorcía como una serpiente y se abría mos-
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trando grandes lenguas de fuego mayores que relámpagos", al tiempo que el día se oscurecía como si se encontraran "en una habitación sellada y sin luz". Estuvieron a punto de ser arrollados por un multitud cada vez más densa que huía chillando, llorando y lamentándose: "unos llamaban a gritos a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus esposas o maridos... muchos alzaban las manos al cielo, implorando a los dioses, pero eran más quienes decían que ya no había dioses, y que aquélla era la última noche del mundo". Plinio el Joven vivió para contarlo, pero fueron muchos quienes perecieron en Pompeya. Algunos debieron de morir por el impacto directo de las piedras de más veinte centímetros de diámetro que llovieron sobre la ciudad. Otros seguramente fueron engullidos por la masa de piedra pómez y ceniza hirviendo que anegó las calles a una velocidad de noventa kilómetros por hora. Y otros quedaron enterrados, asfixiados, bajo sus propias casas, cuyos tejados cedieron bajo tres metros de escombros. Las cenizas de Pompeya son el sueño de cualquier arqueólogo: formaron un molde perfecto sobre cada cadáver al que cubrieron, protegiéndolo incluso después de su descomposición, con tal detalle que dejan ver claramente la expresiones faciales, e incluso los pliegues de la vestimenta. Se han encontrado en Pompeya y sus alrededores los restos de unos mil ciento cincuenta cadáveres, sobre una población que debió de rondar los veinte mil, lo que da a entender que fueron muchos quienes se dieron cuenta del peligro y consiguieron huir a tiempo. Además, éste debe de haber sido uno de los escasos desastres en los que los pobres tuvieron más posibilidades de sobrevivir que los ricos, porque probablemente huyeron antes quienes menos cosas poseían. La ira del Vesubio, sin embargo, afectó a un enorme radio, de forma que quizá no fuera suficiente con salir de Pompeya, y muchos se debieron de ahogar en el mar, que también sufrió los azotes del movimiento sísmico. La población costera de Herculano estaba todavía más cerca del Vesubio que Pompeya, y tenía una población de unas cinco mil almas. Probablemente fue engullida por la lava al rojo vivo en los primeros cinco minutos de la gran explosión. Decenas de personas, quizá cientos, trataron de encontrar refugio en los famosos baños de la ciudad, que estaban abiertos al mar, pero se encontraron con que unas enormes olas rompían contra ellos al tiempo que la avalancha hirviendo que bajaba 27
de la montaña entraba por las puertas y las ventanas de las casas, arrancando de cuajo columnas inmensas como si fuesen palillos. Algunas zonas de Herculano quedaron sepultadas a quince metros de profundidad, pero, mientras Pompeya se cubrió de ceniza y piedra pómez, fácil de levantar, el pueblo costero quedó sepultado bajo una capa como de cemento, que sólo se pudo penetrar con laboriosas perforaciones; fue una buena protección contra los buscadores de tesoros, que llegaron a Pompeya antes que los arqueólogos. Apretados muy juntos en un rincón, aparecieron siete adultos, cuatro niños y un bebé; una de las mujeres llevaba aún puestos varios anillos. Había panes dentro de un horno, y en las casas la mesa puesta con huevos, fruta, nueces y verdura. En una cama estaba acostado un niño enfermo con un plato de pollo, que aún no se había comido, al pie. Es una estampa impresionante de una comunidad en el momento en que el desastre la borró de la faz de la tierra. Estabias, donde pasó su última noche Plinio el Viejo, quedó también sepultada por la erupción. El Vesubio ha entrado en erupción muchas más veces, aunque ninguna desde 1944, y no ha habido otra que causara tal destrucción como la de aquel terrible mes de agosto del año 79.
EL ETNA Según una leyenda griega, que parece inspirada en los sucesos de la erupción de Santorini (de la que se ha hablado antes), en cierta ocasión Zeus se enfrentó con el gran monstruo Tifón, y "toda la tierra, y el firmamento y el mar hervían". El relato mitológico termina con la victoria de Zeus, que encarcela a su adversario bajo el monte Etna, en Sicilia, convertido desde entonces en la guarida desde donde Tifón comete sus fechorías volcánicas. Lo cierto es que el Etna ha sido uno de los volcanes más activos de los que hay documentación histórica, y ha entrado en erupción más de setenta veces desde el año 1500 a. de C. hasta el 1669 de nuestra era. Su nombre deriva de un término griego que significa "yo ardo". El monte Etna tiene una altura aproximada de tres mil trescientos metros. Una de las primeras descripciones que nos han llegado sobre él se la debemos al poeta griego Píndaro, que en el 475 a. de C. escribió:
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"El monstruo lanza al aire las más aterradoras fuentes de fuego, algo maravilloso de contemplar o incluso de escuchar". Se dice que, setenta y nueve años más tarde, fue este monstruo quien consiguió frenar a los cartagineses que intentaban conquistar la isla, y ya en el año 1169 de nuestra era tuvo lugar un episodio particularmente virulento, que causó la muerte a quince mil personas sólo en el puerto de Catania. La erupción más violenta de que se tiene noticia, sin embargo, llegaría exactamente cinco siglos después, en 1669. El monte llevaba semanas escupiendo piedras y gas sin causar daños; en marzo hubo un terremoto, acompañado por lo que el obispo de Catania describió como "terribles rugidos". Y luego, tres días después, se produjeron "tres terribles erupciones", con piedras que salían volando y cenizas y carbonilla "como lluvia abrasadora". El monte se había abierto a lo largo, con una enorme grieta de más de nueve kilómetros. La aldea de Nicolosi era la primera en línea recta desde el monte, y la mayoría de sus habitantes consiguieron huir a tiempo. Antes de que acabara ese mes, habían quedado arrasadas dos ciudades y algunos pequeños grupos de viviendas, y el ruido de truenos que salía del monte se oía a ochenta kilómetros de distancia. Los que huían de la erupción se concentraron en la localidad de Catania, donde trataban de apaciguar la ira divina saliendo en procesión con las sagradas reliquias de santa Ágata, la patrona local, y flagelándose, aunque con pocos resultados. A principios de abril, la lava llegaba a los alrededores de la ciudad. El día 23, ya cubría el puerto. Hacía falta tomar medidas más prácticas, así que un hombre llamado Diego Pappalardo organizó una cuadrilla de unos cincuenta hombres del pueblo, que, armados con palas y cubiertos con pieles de vaca empapadas de agua para protegerse del intenso calor, intentaron desviar el curso de la lava. Pero esa forma de salvar Catania sería la perdición de Paterno, la ciudad hacia la que se iba a dirigir el río de fuego si conseguían modificar su trayectoria. Según se cuenta, entonces salieron de Paterno quinientos hombres que se enfrentaron con los cincuenta de Pappalardo y les obligaron a abandonar el que se cree que fue el primer intento de la historia de modificar el curso de la lava volcánica. Enseguida se promulgó una ley que prohibía volver a emprender un proyecto semejante. Tras el fracaso de la expedición, Catania volvía a quedar a merced del Etna. La lava seguía cayendo contra la muralla de la ciudad, hasta que el día 30 de abril ésta cedió. Los cátanos construyeron barreras
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dentro del pueblo, pero no pudieron impedir que su parte más occidental quedara arrasada. Las cifras oficiales hablan de veinte mil muertos, pero muchos creen que en verdad fueron más de cien mil. Además de Catania, quedaron completamente destruidas al menos otras diez ciudades y pueblos más, y hubo grandes daños en muchas otras. La zona, que durante milenios había estado llena de fértiles huertos y hermosas mansiones, quedó convertida en una tierra baldía. Desde 1669, el Etna ha seguido entrando en erupción a intervalos regulares. En 1852 se cobró de nuevo muchas vidas, y en 1983 hubo cuatro meses de tan intensa actividad que las autoridades, alarmadas, anularon la ley que prohibe alterar el curso de la lava y trataron de desviarla con dinamita. En 2002 y 2003 hubo una erupción que se usó en la película La revancha de los Sith, de la saga de La guerra de las galaxias. El Etna aparece como el ficticio planeta Mustafar. "'
LAKI Al igual que Toba, del que se ha hablado antes, el volcán Laki, en Islandia, causó la muerte de personas que estaban a miles de kilómetros de distancia, cuando entró en erupción en 1783. Islandia ha sido siempre una tierra de geiseres hirvientes y masas de barro que se revuelven de forma misteriosa. El país está situado sobre una cordillera submarina atlántica donde se encuentran dos de las mayores placas tectónicas del mundo, separadas por una hendidura que se va agrandando, y de ahí que en su territorio haya más de doscientos volcanes. Posiblemente, nadie se sorprendió mucho cuando en la primera semana de junio se produjo una serie de terremotos. Después, alrededor de las nueve de la mañana del día de Pentecostés, el domingo 8 de junio, el volcán Laki entró en erupción. Jon Steingrimsson, un pastor luterano, escribió así sus impresiones: "Al principio, la tierra empezó a hincharse, con grandes bramidos y ruido de gases que venía de sus entrañas, y luego se partió en dos, rajándose y abriéndose como si un animal enloquecido estuviera destrozándola. Se veían volar por los aires, a indescriptible altura, grandes trozos de roca". Hubo violentas colisiones, ráfagas de fuego, humo y columnas de gases. "Fue terrorífico", reflexionaba el pastor, "contemplar las señales y la manifestación de la cólera de Dios". 24
La montaña se había rajado por los lados y la lava salía a borbotones; en palabras de un vulcanólogo, fue como si a la tierra le hubieran abierto la cremallera. Un torrente de piedras fundidas que alcanzó los ciento ochenta metros de profundidad anegó el cauce de un río cercano, para desbordarse después. El 18 de junio, el Laki escupió aún más lava a una temperatura de 1.000 °C, en un volumen que se ha estimado igual al del Mont Blanc. La fisura del monte tenía entonces veinticuatro kilómetros de longitud, y según Steingrimsson, la lava "fluía con la velocidad de un gran río henchido de agua de deshielo en un día de primavera [...] arrastrando grandes trozos de roca que daban tumbos de un lado para otro como grandes ballenas en el agua, pero al rojo vivo, resplandeciendo". La muerte se materializó de diversas formas: mediante la lava hirviendo, que arrasó veinte pueblos, los gases tóxicos, o las inundaciones causadas por los ríos que se desbordaron. Pero para Steingrimsson la erupción tuvo al menos un efecto beneficioso: literalmente, llenó al pueblo del temor de Dios. El pastor escribió que "el culto a Dios y los servicios públicos de la iglesia recuperaron un orden mucho más respetable y religioso". El 20 de julio, la lava amenazaba la aldea de Kirkjubsejarklaustur, donde el pastor pronunció lo que luego se conoció como su famoso "sermón del fuego", mientras su congregación rezaba fervientemente por salir de aquella con vida. Al salir de la iglesia vieron, maravillados, que el flujo de lava se había detenido a sólo un kilómetro y medio. Sin embargo, no fue un milagro, como todos creyeron: las erupciones continuaron hasta el mes de febrero del año siguiente, y para entonces la superficie cubierta de lava alcanzaba ya unos quinientos sesenta kilómetros cuadrados. El volcán también había dejado escapar una impresionante cantidad de contenidos tóxicos, entre ellos ciento veinte millones de toneladas de dióxido de azufre (más de lo que emiten juntas todas las fábricas europeas de hoy día durante tres años), que cayó a la tierra en forma de lluvia acida sulfúrica. "La hierba se volvió amarilla y rosa, y luego se pudrió de raíz", escribió Steingrimsson. "A los animales que vagaban por los campos las patas se les pusieron amarillas, y tenían heridas abiertas". Murieron cuatro quintas partes de las ovejas, unas ciento noventa mil, y la mitad de las vacas y los caballos. Se perdieron las cosechas y el mar se quedó sin peces, por la contaminación del agua en la costa. Llegó entonces la hambruna, y muchos se vieron forzados a subsistir royendo pieles de animal hervidas. Al final, murió una cuarta parte de la población de Islan-
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dia -unas diez mil personas-, a consecuencia directa de la erupción del Laki. La esposa de Steingrimsson fue una de las víctimas. Pasaron décadas hasta que la isla se recuperó por completo. Pero el volcán todavía se cobraría más vidas, muy lejos de las costas de Islandia. Ya el 10 de junio de 1783, cayeron cenizas sobre la ciudad de Bergen, en Noruega; luego, empezaron a llegar noticias sobre una "niebla seca" en Praga; mientras que en Berlín el sol se veía "rojo como si se hubiera sumergido en sangre". Esa misma niebla cubrió Francia muy pronto, y a finales de junio había llegado a Moscú y a Bagdad. En Gran Bretaña, la primera noticia sobre ella data del 22 de junio. Veinte días después, el diario Edinburgh Advertiser informaba de que una "densa niebla seca" con "un olor infecto" cubría "toda la superficie de Europa". Los barcos no osaban salir de algunos puertos porque no había suficiente visibilidad, y aquella neblina antinatural llegó a hacerse sentir incluso en las alturas de los Alpes. Además, el tiempo parecía haberse vuelto loco. En la zona oriental de Inglaterra se produjo, según los archivos, "la más severa helada", dañando seriamente las cosechas. Otros hablaron de un sol "al que le habían amputado los rayos". Gilbert White, un clérigo y naturalista de Hampshire que fue uno de los pioneros de la ecología en Gran Bretaña, escribió que aquel verano de 1783 fue "algo impresionante y portentoso, lleno de fenómenos horribles". La niebla duró aún varias semanas, y White la describió como "algo que no se parece a nada de lo que el hombre guarde memoria. El sol de mediodía se ve tan blanco como la luna cubierta de nubes". Benjamín Franklin, que estaba en París participando en las negociaciones del tratado de independencia de Estados Unidos, dejó escrito que "cuando los rayos del sol se concentran a través de un espejo ustorio, apenas alcanzan a prender fuego a un papel de estraza". Con buen tino, apuntó que "la enorme cantidad de humo" que había emitido el Laki podía ser la responsable del fenómeno. Un observador francés anotaba que "mientras el sol estuvo oscuro, la enfermedad causó innumerables muertes". En la cercana localidad de Chartres, el párroco afirmaba que la tercera parte de la población había sido "arrastrada a la tumba". En Broué, al oeste de París, los ciudadanos fueron a sacar al cura de la cama para que hiciera un exorcismo a aquella nube mortal, y las iglesias, se decía, estaban "inusualmente atestadas". El poeta inglés William Cowper dijo que en Inglaterra la gente afirmaba "con total convencimiento" que se avecinaba el día del Juicio 26
Final. Los campesinos empezaron a desplomarse en plena labor, y hubo lantos enfermos, según las anotaciones de Cowper, que "los agricultores tienen dificultades para recoger la cosecha; casi todos los días ha habido que sacar a los peones del campo, incapaces de trabajar, y muchos han muerto". De una muerte que, además, podía resultar de lo más cruel. Cuando se inhala dióxido de azufre, éste se convierte en ácido sulfúrico, que corroe los tejidos blandos de los pulmones y causa la muerte por asfixia. La tasa de muertos en Bedfordshire se duplicó aquel otoño, como empezó a ser habitual en toda la zona oriental de Gran Bretaña. Mientras tanto, por toda Europa se producían lluvias torrenciales, inundaciones súbitas e intensísimas rachas de granizo que mataban a los rebaños; ciertamente, se podía describir como "una perturbación casi universal de la naturaleza". En la lejana Alaska, la tribu Kauwerak llamó a 1783 "el año en que no vino el verano". A aquel verano y otoño turbulentos les siguió uno de los inviernos más largos y crueles en doscientos cincuenta años, ya que el dióxido de azufre seguía impidiendo el paso de los rayos del sol. El 14 de febrero de 1784, Gilbert White anotó que la helada había durado veintiocho días. El 4 de abril hubo una nevada "que llegaba a la tripa de un caballo". Con la primavera, los torrentes de deshielo causaron terribles inundaciones. La zona oriental de Estados Unidos sufrió también uno de los inviernos más largos y fríos de su historia, con temperaturas casi cinco grados más bajas de lo normal. Solamente en Gran Bretaña, se estima que murieron treinta mil personas a consecuencia de la erupción del Laki, y quizá unas doscientas mil en el resto de Europa occidental.
EL MONTE ASAMA El 5 de agosto de 1783, justo dos meses después del estallido del Laki, entró en erupción el monte Asama, en la isla principal del archipiélago japonés, Honshu. El volcán, de unos dos mil quinientos metros de altura, había estado escupiendo humo durante todo aquel verano, hasta que por fin explotó con un rugido terrorífico, cubriendo de lava, humo y cenizas una gran extensión. Esa explosión inicial mató a unas mil personas, pero las enormes nubes de cenizas bloquearon el sol y provocaron en todo el país el desplome de las temperaturas, dando pie a una racha
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de tiempo frío y húmedo que echó a perder la mayoría de las cosechas. Fue la mayor erupción del monte Asama desde 1108, y en Japón también 1783 fue denominado "el año sin verano". Pronto empezó a hablarse de pueblos enteros que se alimentaban de raíces y cortezas de árboles, y que mataban a los animales domésticos para comer; se contaban además muchas historias de gente desesperada que se estaba comiendo los cadáveres. Un gobernador militar puso en marcha una campaña de socorro masivo, condonando los impuestos sobre la tierra y entregando a la gente arroz y medicinas; salvó muchas vidas, aunque también hubo sitios donde las autoridades trataron de subir los impuestos. Algunos pueblos perdieron la tercera parte de sus habitantes, y en el puerto de Aomori se produjo un intento de rebelión popular: la gente se amotinó para impedir que se exportase arroz. Las cosechas no se recuperaron del todo hasta finales de esa década, y se estima que en total murieron un millón doscientas mil personas. El monte Asama sigue activo, y su última erupción se produjo en 2004.
TAMBORA Indonesia tiene ciento cincuenta volcanes, y en 1815 uno de ellos provocó otro "año sin verano". Los habitantes de Sumbawa, una isla situada a unos dos mil cuatrocientos kilómetros del lago Toba (del que se ha hablado antes) tenían fama por su miel, sus caballos y su madera de sándalo, que usaban para fabricar incienso y medicinas. El monte Tambora, de casi cuatro mil metros de altitud, se consideraba un volcán extinguido por parte de los europeos que empezaron a llegar a aquellas islas en 1512. La primera señal de que quizá no fuera así se produjo en 1812, cuando el monte empezó a retumbar. Dos años más tarde, emitió ligeros chaparrones de cenizas. Y luego, el 5 de abril de 1815, entró en una erupción tan estruendosa que la oyó, a casi mil trescientos kilómetros, en la isla de Java, sir Stamford Raffles, por entonces gobernador militar de la isla durante el breve periodo de ocupación británica. Al principio, todo el mundo pensó que había sido un disparo de cañón, y se envió a un destacamento de tropas para investigar. Al cabo de cinco días, la explosiones se hicieron todavía más intensas, y se oían ya hasta en Sumatra. A las siete de esa tarde, salieron de 28
l;i montaña tres columnas de fuego que se unieron formando una especie de masa de fuego líquido. Empezaron a llover trozos de piedra pómez de veinte centímetros de diámetro, y el flujo de lava hirviendo se desbordó montaña abajo, camino del mar, arrasando el diminuto reino de Tambora, que estaba al pie del monte, y toda la vegetación de la isla de Sumbawa. Los árboles, arrancados de cuajo, acabaron en el mar, convirtiéndose en balsas naturales en torno a la isla en una extensión de cinco kilómetros a la redonda. En Calcuta, a casi seis mil quinientos kilómetros de distancia, apareció uno de esos troncos seis meses más larde. El cielo se volvió negro en un perímetro de quinientos kilómetros, y cayeron cenizas a mil trescientos kilómetros de allí. Las erupciones continuaron hasta el mes de julio. Cuando por fin se detuvieron, Tambora tenía mil doscientos metros de altitud menos que antes, tras haber arrojado 1,7 millones de toneladas de ceniza y piroclastos al aire, hasta alturas de cuarenta y cinco kilómetros. Raffles envió a Sumbawa a un teniente llamado Phillips, que informó con desaliento: "La terrible miseria en que han quedado sumidos los habitantes de la isla es angustiosa. En los caminos se veían restos de cadáveres, y las señales de los lugares donde se había enterrado a otros; los pueblos están prácticamente abandonados, las casas caídas, los supervivientes dispersos buscando comida". Un capitán de barco que estaba cerca de la zona narraba: "un pueblo quedó inundado bajo seis metros de agua. Han muerto gran número de sus desdichados habitantes, y siguen muriendo muchos cada día". La cosecha de arroz había quedado "completamente destruida en gran parte de la isla, así que la situación de los desafortunados supervivientes va a ser ciertamente penosa". La cifra de muertos directos en la isla fue de doce mil, pero, como suele suceder con los volcanes, lo peor aún estaba por llegar. Hoy se cree que Tambora ha sido la mayor erupción volcánica de la que tengamos registros históricos, unas cuatro veces más violenta que la famosa explosión del Krakatoa (de la que se habla más adelante). Se cree también que, en conjunto, la hambruna y las enfermedades a las que dio pie causaron unas cuarenta mil víctimas más en la isla de Sumbawa, y hasta otras cuarenta mil en la vecina Lombok. Al igual que las de Laki y Toba, la erupción de Tambora afectó al sistema climático mundial. En Hungría y en Maryland cayeron precipitaciones de nieve de color marrón, y nieve roja en Italia; estos fenómenos
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se atribuyen a las cenizas volcánicas suspendidas en la atmósfera. Muchos países experimentaron puestas de sol espectaculares, que en Gran Bretaña sirvieron de inspiración al pintor J. M. W. Turner. Mientras tanto, en Suiza, aquel verano "húmedo y desagradable" dio como fruto un clásico de la literatura de terror. Percy y Mary Shelley y sus amigos, arruinadas las vacaciones, tuvieron que encontrar algo con que pasar las largas horas dentro de la casa de Lord Byron; se les ocurrió entonces hacer un concurso de historias de miedo, y Mary, que entonces tenía dieciocho años, inventó Frankenstein para la ocasión. También se atribuyó a la erupción de Tambora el espantoso tiempo que causó en parte la derrota de Napoleón en Waterloo. Los efectos se dejaron sentir hasta el año siguiente. En julio nevó en Inglaterra, y las malas cosechas provocaron revueltas populares exigiendo comida en la península de Anglia oriental y en Dundee. En Gales, familias enteras tuvieron que echarse a la calle para mendigar, y la hambruna golpeó Irlanda con fuerza. Los granjeros franceses tuvieron que pedir la protección de la policía cuando llevaban la cosecha al mercado para evitar que los asaltasen las masas hambrientas, y también hubo revueltas en Poitiers, en Toulouse y en el valle del Loira. Al otro lado del Atlántico, un periódico de Washington D. C. se quejaba de que "los rayos del sol han perdido su potencia habitual", y en junio se produjeron ventiscas que causaron numerosos muertos en la zona oriental de Canadá y en Nueva Inglaterra. Hubo que abrir, ante la grave falta de alimentos, comedores de caridad en Manhattan. La hambruna se cebó también en la provincia china de Yunnan, donde quedó arruinada la cosecha de arroz, como sucedió también en India, donde además de hambre hubo una epidemia de cólera. Se cree que la temperatura mundial bajó hasta tres grados, y hay estimaciones que dicen que sólo en Europa los muertos llegaron a ser doscientos mil a causa del frío, que quizá se intensificara todavía más debido a la erupción de otros dos volcanes -La Soufriére, en la isla caribeña de St. Vicent, y Mayon, en las islas Filipinas-, que llevaban tres años activos antes de este episodio de Tambora. Recientemente, un equipo de científicos norteamericanos e indonesios ha hallado evidencias del "reino perdido de Tambora". En 2006 se encontraron, enterrados bajo tres metros de escombros, cuencos de bronce, jarras de cerámica, objetos de fina loza y cristal y herramientas
de hierro. También hallaron los restos de una casa con dos esqueletos humanos dentro: una mujer en la cocina, alargando la mano hacia unas botellas de cristal soplado, y un hombre en el umbral, con un gran cuchillo en la mano. Un miembro de ese equipo dijo que Tambora podría llegar a ser "la Pompeya oriental". Mientras tanto, el volcán ha dejado claro que sólo está dormido; la erupción más reciente, afortunadamente leve, tuvo lugar en 1967.
EL KRAKATOA Sesenta y ocho años después de Tambora, Indonesia fue sacudida por otra erupción volcánica mortal, que convirtió en humo una isla entera. Quizá la de Tambora fuera más violenta, pero la de Krakatoa causó más muertos y se hizo más célebre. También en este caso, como en Tambora, la mayoría de los europeos que vivían en lo que entonces se llamaban las Indias Orientales Neerlandesas creían que el Krakatoa, situado en el Estrecho de Sunda, una zona densamente poblada que separa Java y Sumatra, estaba extinguido. Lo cierto es que no se había registrado actividad alguna en sus tres conos desde 1680. Y entonces, a primera hora de la mañana del 10 de mayo de 1883, el farero de First Point, en la entrada del estrecho desde Java, sintió un temblor de tierra que hizo tambalearse el faro desde los cimientos. Cinco días después hubo otro terremoto más intenso, que despertó a Willem Beyerinck, un funcionario colonial que vivía en la población Sumatra de Ketimbang. Al poco tiempo, ya se sentían sin pausa violentos terremotos en la vertiente del estrecho más cercana a Sumatra. Y entonces, en la mañana del 20 de mayo, un día despejado y caluroso, el capitán de una fragata alemana vio una nube blanca "ascendiendo a toda velocidad" desde el Krakatoa. Una hora más tarde, recordaba este hombre, la nube había alcanzado una altura de once mil metros, antes de "abrirse como un paraguas de modo que al poco rato sólo se veía una pequeña franja de cielo en el horizonte". Empezaron a caer cenizas, que cubrieron el barco en pocos instantes. Para los habitantes de la zona, estaba claro lo que había pasado: creían que en esa montaña moraba un dios con aliento de fuego, que debía de haber montado en cólera. Ocho pescadores que estaban en la isla recogiendo madera
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para fabricar sus barcos oyeron un gran estrépito; más tarde, le dijeron a la esposa de Beyerinck que al principio habían pensado que era un buque de guerra holandés haciendo prácticas en el estrecho, hasta que de repente la playa se había abierto en dos, escupiendo al aire grandes chorros de cenizas negras y piedras al rojo vivo. Los hombres habían salido corriendo y habían conseguido llegar a sus botes a nado. Beyerinck, al oírlo, se subió a un barco junto con su jefe y se fue a investigar. Los dos hombres tuvieron que abrirse camino a través de los gases asfixiantes y de las grandes olas que zarandeaban troncos de árboles derribados. Perboewatan, el más septentrional de los tres conos volcánicos de la isla, había entrado en erupción, la playa estaba escupiendo humo y fuego, y los árboles ardían. Para entonces, se oía el estruendo del Krakatoa a ochocientos kilómetros de distancia, y la ceniza ya había llegado hasta Timor, a más de dos mil kilómetros. Sin embargo, al cabo de una semana dio la impresión de que el volcán se había tranquilizado. Sesenta y ocho hombres se apiñaron entonces en el barquito Gouverneur-Generaal Loudon, que repartía el correo, para ir a echar un vistazo. Los ricos bosques tropicales de la isla habían desaparecido, dejando sólo algún tocón de árbol desnudo, y salía humo como de un horno. Unos cuantos se atrevieron incluso a subir hasta el cráter Perboewatan, del que aún emergía una columna de humo y cenizas, que continuó todavía activo durante unas cuantas semanas. El n de agosto, las autoridades neerlandesas enviaron a un capitán de la armada, H. J. G. Ferzenaar, a comprobar la situación. Para entonces, ya estaban en erupción los tres cráteres volcánicos, y había al menos catorce focos de humo. El capitán Ferzenaar pasó dos días en la isla; fue la última persona que la pisó como existía entonces. Durante las dos semanas siguientes, los barcos que pasaban por el estrecho siguieron informando sobre los alarmantes temblores de tierra, las nubes de ceniza que volvían el mar "lechoso" y las fumatas. En la tarde del domingo 26 de agosto, las cenizas se hicieron tan densas que la localidad de Anjer, en Java, quedó a oscuras en pleno día. Del cielo cayó una lluvia de piedra volcánica que duró seis horas y los barcos se soltaron de sus amarras. El buque británico Medea informó de la existencia de una columna de humo que se elevaba hasta una altura de veintisiete kilómetros, y, aunque estaban a una distancia de casi ciento treinta kilómetros, las explosiones sacudían el barco cada diez minutos.
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En Yakarta, más al este, las casas se movían y los cristales estallaban. La ciudad estaba cubierta de un humo de olor asfixiante, y la población empezó a huir. En aquel domingo, hubo un momento en que un carguero británico, el Charles Bal, que se dirigía a Hong Kong, pasó a sólo dieciséis kilómetros de distancia del volcán. Los que iban a bordo debieron de ser las personas más cercanas a la explosión que sobrevivieron al Krakatoa. Su comandante, el capitán Watson, contó después que había oído algo similar a "una serie de recias descargas de artillería con uno o dos segundos de intervalo". A las cinco de la tarde empezaron a volar piroclastos por los aires. Fue una noche "de terror": con "la cegadora lluvia de arena y ceniza, la densa oscuridad que nos rodeaba y nos cubría, rota sólo por los incesantes destellos de varios tipos de relámpagos diferentes, y los continuos rugidos explosivos del Krakatoa". A las once de la noche, el volcán se iluminó en medio de la oscuridad, con "ráfagas de fuego que parecían subir y bajar entre él y el cielo". Por suerte, al llegar la mañana el barco se hallaba ya a unos cincuenta kilómetros de distancia, pero seguían lloviéndole proyectiles, y a mediodía la oscuridad era tal que la tripulación tenía que andar a tientas por la cubierta. Doce horas más tarde, habían conseguido poner ciento veinte kilómetros de distancia respecto al volcán, pero aún lo oían rugir. Milagrosamente, no hubo heridos entre la tripulación, pero los que estaban en la costa estaban sufriendo una verdadera tragedia. Las convulsiones del Krakatoa hicieron que el mar experimentara grandes sacudidas, retirándose y avanzando en forma de tsunamis con olas de hasta cuarenta metros de altura. Sus primeras víctimas debieron de ser un grupo de obreros chinos que seguían trabajando estoicamente en una cantera cercana a Merak, en Java, a pesar del terrorífico estrépito, las llamas y las nubes de ceniza. A las siete y media de la tarde del domingo, la cantera se inundó, y todos murieron ahogados. Durante el resto de la tarde y la noche, el agua siguió arrasando pueblos, y al amanecer el domingo el mar cubría ya la localidad de Ketimbang. La familia y los sirvientes de Beyerinck consiguieron escapar subiéndose a las palmeras cuando llegaba la ola, y corriendo hacia el interior de la isla cuando se retiraba. Se contaba que un hombre que dormía en su casa se había despertado, todavía en su cama, en la cima de una colina.
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Al caer la noche en Anjer, un marino holandés, un hombre ya mayor, vio "una pequeña cordillera surgir del mar". También él consiguió salvarse trepando a una palmera cuando una gran ola barrió de nuevo la costa; pero muchos no tuvieron la misma suerte: "se veían pasar, flotando, los cadáveres de muchos amigos y vecinos. Sólo se salvó un puñadito de personas". Mientras tanto, el Gouverneur-Generaal Loudon soportaba los vaivenes de las olas, en las aguas que rodeaban Sumatra. Un pasajero contó después que el barco "daba un salto formidable, e inmediatamente después sentíamos como si nos zambulléramos en el abismo". Fue más o menos a esta hora cuando desapareció el principal puerto del sur de Sumatra: "donde, unos momentos antes, estaba Telok Betong, ya no había más que mar abierto". Un hombre europeo consiguió salvar la vida corriendo, pero vio perecer a muchos otros; una mujer tropezó, se le cayó el bebé al suelo y, en el momento en que se agachaba para levantarlo, el agua se los llevó a ambos. La ola envolvió también un barco cañonero y lo dejó caer en tierra, a dos kilómetros y medio de distancia; murieron sus veintiocho tripulantes. El Loudon consiguió volver a Anjer, pero el puerto de la ciudad ya no existía; recogieron allí a todos los supervivientes que encontraron. A las nueve de la noche, el agua arrasó Merak, dejando sólo dos supervivientes entre sus dos mil setecientos vecinos. Murieron incluso los cientos de personas que se habían refugiado en unas casas de piedra en un alto, a treinta y cinco metros sobre el nivel del mar. Una masa de coral de seiscientas toneladas de peso impactó contra el faro de Anjer, derribándolo y matando a la mujer y el hijo del farero. El hombre siguió en su puesto, sosteniendo la luz por si pasaba algún barco. La isla de Sebesi, al norte del Krakatoa, quedó cubierta por las aguas, y se ahogaron sus tres mil habitantes. El propietario de una pequeña plantación de arroz en el interior de Java, a ocho kilómetros del mar, pasó una verdadera odisea para salvarse. Tras un horrible estrépito, vio "una gran cosa negra" que avanzaba hacia él. "Era enorme, y muy violenta, y pronto nos dimos cuenta de que se trataba de agua. Se llevó por delante las casas y los árboles". Todo el mundo trataba de abrirse paso tierra adentro, hacia las zonas altas, pero muchos se ahogaron, atrapados por las aglomeraciones. La gente "forcejeaba y peleaba, chillando y gritando sin cesar. Los que quedaban debajo mordían a los que tenían encima para que se movieran... otros caían arrastrando a los demás". A las diez y dos minutos,
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llegó la explosión final del Krakatoa, que según se dice ha sido el ruido más intenso que jamás haya oído el ser humano moderno: se oyó en una doceava parte del globo terráqueo, y fue equivalente al estallido de mil bombas atómicas. En Singapur, a ochocientos kilómetros de distancia, la gente no se oía entre sí, ahogadas sus voces por el estrépito de "un rugido perfecto, como el de una catarata". El estruendo se dejó sentir a casi cinco mil kilómetros, en la isla de Rodrigues (océano índico): es la mayor distancia, que se sepa, que ha recorrido un sonido así. El ruido tardó cuatro horas en llegar, y el jefe de la policía de la isla informó de haber oído "el bramido distante de un armamento pesado". Las nubes de humo y de cenizas al rojo blanco llegaron a alcanzar casi cuarenta kilómetros de altitud en la atmósfera, y cubrieron una superficie mayor que toda Francia, dándole a la isla tropical de Yakarta una inusitada tonalidad invernal. El propio volcán Krakatoa desapareció, al convertirse en vapor casi veintinueve kilómetros cuadrados de piedra. Se han producido al menos cuatro erupciones volcánicas más intensas que la del Krakatoa, pero ésta fue la que causó más muertos, a consecuencia de los maremotos. Las olas llegaron a alcanzar alturas superiores a las del tsunami del océano índico del año 2004 (del que se habla más adelante), aunque no recorrieron tanta distancia. En total, quedaron devastadas unas ciento sesenta y cinco localidades, y hubo más de treinta y seis mil muertos, de los que sólo treinta y siete fueron europeos. El desastre aniquiló prácticamente toda la población de las zonas costeras del estrecho de Sunda, y causó el naufragio de seis mil quinientas embarcaciones. Willem Beyerinck y su mujer sobrevivieron, pero su hijo murió a consecuencia del calor y de los gases venenosos. Un marino contaba que, dos días después de dejar atrás las costas de Anjer, seguían navegando entre cadáveres: "grupos de cincuenta o cien personas, todos entremezclados". Las olas llevaron la muerte hasta lugares tan lejanos como Sri Lanka, donde una mujer pereció arrastrada por el mar. Hasta a doce mil kilómetros de distancia se vieron grandes bloques de piedra volcánica, que a veces llevaban pegado un esqueleto, sobrenadando las aguas costeras y causando estragos en las rutas de navegación. En una playa de Zanzíbar aparecieron huesos humanos, y los restos de dos tigres de Sumatra. Las noticias, que habían tardado varios meses en llegar al mundo exterior desde Tambora, llevaron al Krakatoa a los titulares del perió-
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dico norteamericano Boston Globe al cabo de cuatro horas. En los años transcurridos entre estos dos sucesos se había producido una verdadera revolución en las comunicaciones, y había ya cables submarinos que transmitían en código Morse de costa a costa; un representante de la firma Lloyd consiguió hacer circular la noticia justo antes de que el tsunami interrumpiera la conexión. En 1928, empezó a emerger del mar un nuevo volcán, en el lugar donde antes se había alzado el Krakatoa. En el año 2000, Anak Krakatau, "el hijo de Krakatoa" ya medía casi cuatrocientos metros, y los expertos creen que un día entrará en erupción con tanta violencia como su temible progenitor. Hoy día se mantiene una atenta monitorización de la actividad volcánica de Indonesia: siendo la población actual mucho mayor que la del siglo XIX, un nuevo Tambora o un nuevo Krakatoa constituiría una catástrofe de dimensiones mucho más trágicas.
EL MONTE PELEE A principios del siglo XX, la localidad de Saint Pierre, en la isla caribeña de La Martinica, se conocía como "El París de las Indias Occidentales". Era la principal ciudad de la isla, orgullosa de su imponente catedral, su prestigiosa escuela y sus veintiséis mil habitantes, entre los que se mezclaban blancos, negros y mulatos, algunos muy ricos y otros muy pobres. Había cafés, salones de baile y un teatro al que los productores del París europeo llevaban sus espectáculos. Saint Pierre se había convertido en un destino de vacaciones muy popular para europeos y norteamericanos; un visitante la describía como "la ciudad en miniatura más linda, más loca y más rica del mundo". Sus casas estaban pintadas con estuco de colores vivos, y las copas de las palmeras se alzaban hacia el cielo desde los patios y jardines. Se veían mujeres con vestidos de colores alegres subiendo por las calles en pendiente, calles de nombres tan exóticos como Climb-to-Heaven Street [calle Sube al Cielo], había arroyos de agua clara de manantial y el aire llevaba el perfume de la canela, el mango y el coco. Una de las muchas cosas deliciosas que se podían hacer en un día despejado era subir a hacer un picnic a las laderas del monte Pelee, "pelado", cuya abrupta altura dominaba la ciudad. Los nativos, sin
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embargo, lo llamaban "la montaña de fuego", porque en tiempos remotos había sido un volcán. En aquella época el monte, de mil doscientos metros de altura, echaba humo y resoplaba de vez en cuando, como un viejo que fumara en pipa, y en 1851 una erupción menor había cubierto de cenizas los prósperos barrios residenciales de Saint Pierre; sin embargo, la gente lo consideraba un animal domesticado. En abril de 1902, la bestia había empezado a gruñir y a expulsar gases sulfurosos por los agujeros que rodeaban la cima. El 23 de abril hubo temblores de tierra. A lo largo de los dos días siguientes, el Pelee estuvo escupiendo piedras y ceniza al aire, y el día 26 Saint Pierre volvió a amanecer cubierto de ceniza. El 27, unos cuantos intrépidos se atrevieron a subir al monte, y oyeron ruidos de lo más amenazadores, como si una gran caldera estuviera hirviendo bajo tierra. Para entonces, Saint Pierre ya olía más a huevos podridos que a mango o a coco. El 2 de mayo se oyeron explosiones más fuertes y hubo una serie de violentos temblores; luego, empezó a salir una gran columna de humo negro, y las cenizas cubrieron toda la parte norte de la isla. Los animales de granja empezaron a morir víctimas de la contaminación de la hierba y el agua; la esposa del cónsul estadounidense se lamentaba de que la potencia de los gases era tal que los caballos se caían muertos aún con los arreos colocados. Los bichos, por su parte, parecían haberse vuelto locos: la fábrica de azúcar del pueblo sufrió la invasión de miles de hormigas y de ciempiés de treinta centímetros de longitud que mordían a los caballos; había serpientes venenosas deslizándose por las calles. Cuando se llamó al ejército para que las mataran a tiros, ya habían picado a docenas de personas. En ese momento llegó a la ciudad el gobernador de la isla, Louis Mouttet, con la aparente intención de evaluar lo que estaba pasando. En realidad, tenía un objetivo oculto: una semana más tarde, se iban a celebrar unas elecciones locales importantes, y no quería que los comicios se vieran alterados por la gente que huía de la ciudad, así que nombró una comisión encargada de investigar la actividad del volcán. Aunque la única persona de esa comisión que poseía ciertos conocimientos científicos era el maestro de escuela de la ciudad, su informe afirmaba sin vacilaciones que "la seguridad de Saint Pierre está completamente garantizada". El periódico local, Les Colonies, por su parte, publicaba editoriales tranquilizadores, pero no todo el mundo estaba tan convencido:
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seguía lloviendo ceniza, y la montaña no dejaba de gruñir. Las tiendas y los negocios empezaron a cerrar, y miles de personas que vivían en la ladera del monte, aterrorizadas, buscaban refugio en los bares y hoteles de la ciudad. El 5 de mayo se fue la luz, y aparecieron pájaros muertos flotando en el mar. Y entonces, una masa de barro ardiendo empezó a bajar por las faldas del monte, en dirección a la fábrica de azúcar. Su propietario, Auguste Guerin, dijo que había oído "un ruido inmenso... ¡como si hubiera llegado el demonio! Y una avalancha negra, cubierta de humo blanco, una masa enorme, llena de bloques de gran tamaño", de casi diez metros de altura y ciento cuarenta metros de ancho, que avanzaba montaña abajo. Aquel barro humeante pasó a menos de diez metros de él; notó "su aliento mortal. Luego se oyó como un enorme choque, y todo quedó roto, ahogado y sumergido". Su hijo, su nuera y otras treinta personas murieron. La fábrica quedó sepultada bajo "una capa de barro que se convirtió en el negro sudario de mi hijo, su mujer y mis empleados". No era sino el principio. A pesar de los esfuerzos de las autoridades portuarias para detenerla, del puerto ya había partido una embarcación con sólo la mitad de la carga, y algunos de los habitantes más acaudalados de Saint Pierre estaban empezando a huir. Pero al día siguiente el gobernador apostó tropas en los caminos que rodeaban la ciudad para frenar el éxodo, y el diario Les Colonies se sacó de la nada a un tranquilizador catedrático que volvió a proclamar que no había peligro. Pero el monte Pelee, sordo a estas palabras, no depuso su actitud durante todo el día 7 de mayo. Entonces llegó la noticia de que el volcán La Soufriére, en la cercana isla de Saint Vincent, había entrado en erupción causando la muerte de mil seiscientas personas. Al día siguiente era la fiesta de la Ascensión. El día amaneció despejado y brillante; uno de los principales propietarios de plantaciones de la isla, Fernand Clerc, estaba desayunando con su mujer, sus cuatro hijos y unos amigos, cuando se dio cuenta de que la aguja del barómetro oscilaba como sin control. Pasadas las siete de la mañana, él y su familia huyeron de la ciudad en un coche de caballos; los amigos le acusaron de alarmista, y se empeñaron en quedarse. Cuarenta y cinco minutos después, la familia Clerc llegó a su casa de campo, a cinco kilómetros de distancia. En Saint Pierre, la gente llenaba las iglesias para asistir a misa de ocho. En el puerto había dieciocho embarcaciones,
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cutre ellas el vapor canadiense Roraima, con sesenta y ocho personas a bordo. El capitán estaba deseando soltar amarras, pero los pasajeros se apiñaban en cubierta para contemplar el Pelee en plena acción. Era un buen espectáculo, con grandes nubes de humo negro suspendidas sobre la montaña, lenguas de fuego asomando, y todo ello acompañado por una especie de rugido constante y ahogado. A las ocho menos ocho minutos, en palabras de Clerc, la nube que cubría la cima del Pelee "pareció volcarse de lado, con un gran estrépito, y caer sobre la ciudad". Fue como "un gran torrente de niebla negra", que llevaba a la cola una masa de fuego. Aquella visión terrorífica iba acompañada por una serie de golpes rítmicos, "como el rugido vibrante de una ametralladora Gatling en plena acción". Las cenizas ardiendo empezaron a caer también desde el monte, cegando el sol. El Pelee había explotado. Para entonces, el Roraima estaba a casi cuatrocientos metros de la costa. Thompson, el subcomisario de a bordo, lo relataba así: "Fue totalmente inesperado. Una de las laderas del volcán saltó por los aires, arrancada de cuajo, y cayó en dirección a nosotros como un muro de fuego sólido. Sonó como mil cañones. La ola de fuego nos cubrió y nos pasó por encima como el destello de un relámpago [...] y la ciudad se desvaneció ante nuestros ojos". La gente que estaba en la iglesia, oyendo el estrépito, salió corriendo y se arrodillaba en plena calle. De hecho, habían tenido lugar dos explosiones, una en sentido ascendente desde el cráter principal, y una segunda que se expandió hacia los lados. Aquella nube, a mil grados de temperatura, alcanzó Saint Pierre en menos de un minuto, incendiando todo lo que tocaba. Miles de botellas de ron estallaron en el muelle. La gente murió en el acto. Según Thompson, "tras la explosión, no se veía en tierra ni un ser vivo", y la nube en forma de seta cubrió el cielo con un paraguas de oscuridad de ochenta kilómetros de diámetro. En el puerto, más de una docena de barcos quedaron destruidos, quemados por la onda expansiva o hundidos por la gran ola que provocó. El suboficial Ellery Scott contó luego que el Roraima se había escorado hacia la derecha, en dirección al puerto, "y luego, con una sacudida repentina, se inclinó hacia estribor, y un buen tramo de la barandilla de sotavento quedó sumergida bajo el agua". Los mástiles y las chimeneas del barco fueron arrancados "como si los hubieran cortado con un cuchillo", y en la cubierta empezaron a aparecer focos de fuego. Thompson sobrevivió por-
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que se refugió bajo el catre de su camarote. Una criada contó que su señora había visto a dos de sus tres hijos morir abrasados, y que luego "me dio algo de dinero, me dijo que llevara a Rita [la niña que quedaba] con su tía, y chupó un trozo de hielo antes de morir". Scott buscó al comandante, pero al principio no fue capaz de reconocerlo por las terribles quemaduras. El capitán le ordenó que realizara un informe sobre la situación del barco, pero Scott nunca volvió a verlo. Aunque muchos de los miembros de la tripulación que salvaron la vida se habían quemado las manos, el oficial al mando se las arregló para conseguir una cuadrilla de cuatro personas con cubos de agua colgados de los codos para combatir las llamas. Sólo unas veinte personas de las que había a bordo sobrevivieron. En otros barcos, las cenizas ardiendo cubrieron la ropa de los hombres desde la cabeza a los pies, friéndolos vivos. Algunos saltaba por la borda, y se apagaban en el agua con un chisporroteo. El conde francés de Fitz-James tuvo la suerte de ir a bordo de un barco que estaba a más distancia mar adentro, y lo vio todo desde allí: "Se oía un ruido sordo que salía de las entrañas de la tierra, una música horrible que no puedo describir". Algunas naves quedaron destruidas "por un aliento de fuego", mientras que otras, como el Grappler, un barco que tendía cables submarinos, "sufrió el azote del remolino, y se hundió como si una gran fuerza lo arrastrara hacia abajo desde las profundidades". Al día siguiente, Fitz-James se unió a un grupo que bajaba a tierra, con la esperanza de ayudar a quienes estuvieran allí, pero no encontraron a nadie vivo: "Llamamos a gritos, y sólo nos respondió el eco de nuestras voces". Se tropezaron con cadáveres que tenían las ropas desgarradas como por un ciclón; unos estaban desfigurados e irreconocibles a causa del fuego, mientras que otros se veían intactos. Saint Pierre había quedado reducida a una masa de guijarros humeantes, con los árboles desgajados, y los tejados de zinc arrancados de cuajo y arrugados como si fueran de papel. Había por todas partes grandes piedras, "que parecían de enorme solidez, pero cuando las tocabas con la punta de la bota se deshacían en un polvo casi invisible". Sin embargo, hubo supervivientes: tres. Un zapatero de veintiocho años, León Compére-Léandre, estaba sentado en el umbral de su casa cuando sintió un viento terrible: "la tierra empezó a temblar, y el cielo se volvió negro de repente". Hacia el interior de la casa no había más de tres o cuatro pasos, pero darlos le costó lo indecible. Todo su cuerpo parecía arder. Entonces llegaron otras tres o cuatro personas "llorando
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v retorciéndose de dolor", y murieron casi de inmediato. "Enloquecido, v sin saber qué hacer", el hombre se había tumbado en la cama "sin moverme, esperando a morir". Unos minutos después, se recobró lo suficiente como para darse cuenta de que el tejado estaba ardiendo y, .Hinque le sangraban las piernas y estaba cubierto de quemaduras, consiguió recorrer a rastras una distancia de más de seis kilómetros, hasta que llegó a un pueblo vecino donde se puso a salvo. Probablemente, si sobrevivió fue porque su casa quedó justo al ras de la nube abrasadora. Más increíble fue la salvación de una jovencita llamada Havivra Da 1 l'rile. Esta chica estaba haciendo un recado para su madre cuando vio que caía lava desde uno de los costados del volcán: "primero iba siguiendo el camino, pero luego se hizo más ancho y se fue comiendo las casas que lo bordeaban". Después, vio "un río al rojo vivo" que venía por el otro lado de la ladera y cortaba el paso a los que trataban de huir. La joven salió corriendo hacia el puerto y saltó a una barca. Cuando miró hacia atrás, "todo el lado de la montaña más cercano al pueblo pareció abrirse y caer, hirviendo, sobre la gente que gritaba". Se desmayó entonces, a causa de las quemaduras causadas por las piedras y las cenizas que caían, y la rescató de su maltrecha embarcación una lancha francesa que estaba tres kilómetros mar adentro. Pero la historia más impresionante es la de Auguste Cyparis, un estibador de veinticinco años que estaba en la cárcel de Saint Pierre, en una celda de castigo aislada, esperando ser ejecutado por asesinato. De repente, oyó gente gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Me quemo!". Al cabo de cinco minutos, el hombre se dijo: "Ya nadie grita... sólo yo". Entonces, empezó a entrar humo ardiendo a través de la ventanita de su celda: "y yo bailando de un lado al otro, de derecha a izquierda, tratando de esquivarlo [...] Escuché y grité pidiendo ayuda, pero no vino nadie". Se pasó tres días, contó luego, "sin oler otra cosa que mi propio cuerpo quemándose [...] sin oír nada más que mis propios gritos de auxilio". Entonces, los lamentos llegaron a oídos de sus salvadores, que lo hallaron allí. La puerta de la celda de Ciparis era tan baja que sólo se podía entrar a gatas, y la única ventana era pequeña y con barrotes sólidos, que enseguida habían quedado bloqueados por los cascotes al derrumbarse los muros de la cárcel. Era una construcción de alta seguridad, que probablemente salvó la vida del convicto. Tras aquella odisea, las autoridades lo pusieron en libertad, y Cyparis empezó una nueva vida
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en el circo Barnum & Bailey, sentado en una reproducción de su celda como el "único" superviviente de la "Silenciosa Ciudad Muerta". Se tardó varios días en apagar todos los fuegos, y varias semanas en enterrar a los muertos. Luego la naturaleza volvió a tomar el control, y la vegetación exuberante cubrió gran parte de lo que había sido el París de las Indias Occidentales. Se volvieron a construir algunas casas: los pescadores levantaron chozas a lo largo de la costa, creando un pueblecito que en nada se parecía al antiguo Saint Pierre. El Pelee volvió a entrar en erupción en 1929, destruyendo casi todo el trabajo de estos hombres. Hoy día, la ciudad tiene sólo unos cinco mil habitantes.
EL NEVADO DEL RUIZ El monte Nevado del Ruiz, con sus nieves perpetuas en la cumbre, se alza hasta un altura de unos cinco mil cuatrocientos metros en los Andes colombianos, y forma parte del célebre "Anillo de Fuego" que bordea el Pacífico, donde se concentran tres cuartas partes de los volcanes activos del mundo. En 1845, una erupción causó flujos de lodo e inundaciones en los valles que rodean el monte, cobrándose alrededor de mil muertos. Pero la erupción dejó también un suelo fértil para el cultivo del algodón, el arroz y el café, entre otras cosechas, que hizo prosperar la comarca. El volcán se había comportado con perfecta urbanidad durante todo el siglo siguiente, aunque algunos vecinos seguían llamándolo "el león dormido", y en 1984 un grupo de montañeros dijo que habían sentido leves temblores de tierra y habían visto salir humo de la cima del monte. A lo largo de la primavera y el verano de 1985, el volcán continuó temblando, y en septiembre escupió una mezcla de vapor, piedras y cenizas que causó un flujo de lodo de casi veinticinco kilómetros. La próspera comunidad granjera de Armero se halla a unos cincuenta kilómetros al este del volcán. En octubre, un equipo de geólogos colombianos dio a conocer un informe en el que afirmaban que tanto Armero como otras localidades de alrededor de la base del monte se hallaban en peligro inminente; un equipo de vulcanólogos italianos trataron de convencer al gobierno para que pusiera en marcha las tareas de defensa de la población civil, avisando de que "lo peor aún puede estar por Ue-
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gar"; pero, como pasaban los días y no sucedía nada terrible, la alarma empezó a olvidarse. Y entonces, pasadas las tres de la tarde del 13 de noviembre, el Nevado del Ruiz experimentó una violenta explosión, que cubrió Armero con una lluvia de trozos de piedra pómez y ceniza. El alcalde y el cura, sin embargo, tranquilizaron a la población transmitiendo por radio mensajes de calma. A las siete de la tarde, la Cruz Roja dio orden de evacuar la ciudad, pero al poco tiempo paró la lluvia de ceniza y se canceló la evacuación. Dos horas más tarde, se oyeron dos violentas explosiones, y unos minutos después se vio salir una columna de humo y ceniza que se elevó hasta más de once mil metros de altura. Empezó entonces a salir piedra líquida, y a fundirse el manto glaciar. Por desgracia, las nubes impidieron a la gente de los pueblos cercanos ver cómo el hielo al fundirse se mezclaba con las piedras, formando flujos de lodo de quince metros de espesor que se derramaban en todas direcciones montaña abajo a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora. Uno de ellos sepultó la localidad de Chinchilla, matando a más de dos mil personas, y otros muchos pueblos quedaron arrasados. Armero, indefensa, estaba situada en un llano a orillas del río Lagunilla, que ya bajaba crecido al cabo de tres días de intensas lluvias. Cuando el flujo de lodo empezó a invadir su curso, el río se desbordó. Las aguas anegaron la ciudad a las once de la noche, cuando la mayor parte de la gente estaba ya durmiendo o a punto de irse a la cama. Un estudiante de geología que estaba haciendo un trabajo de campo en la zona, José Luis Restrepo, se hallaba alojado en el hotel de la ciudad. Él y unos amigos estaban oyendo la emisora de radio local, por la que se había retransmitido el mensaje tranquilizador del alcalde, cuando súbitamente la radio se quedó muda. Al cabo de quince segundos, se fue también la luz. Los jóvenes salieron corriendo a la calle en plena oscuridad. "Un río" bajaba por la calle, "arrastrando camas, dando la vuelta a los coches, arrollando a la gente". Volvieron entonces a toda velocidad hacia el hotel, que parecía de construcción bastante resistente, cuando, súbitamente, oyeron grandes explosiones y vieron "un muro de barro" que impactó contra la parte trasera del edificio. Las paredes y los techos se vinieron abajo, y quedó completamente destruido. Un mar de escombros y piedras arrasó Armero, "como un ejército de tractores". Mientras huía, José Luis sintió que se le hundían los pies en barro caliente, pero consiguió salvarse.
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Otro superviviente contó que el flujo de barro había hecho "un ruido quejumbroso como de una especie de monstruo. Parecía el fin del mundo". El barro se tragó el ochenta por ciento de las construcciones de la ciudad, enterrando a mucha gente que no tuvo tiempo ni de saber qué estaba pasando, y cortando el paso a los que trataban de huir. A las afueras de la ciudad, un corresponsal de la agencia Reuters contó que se veían supervivientes apiñados entre sí en la cima de una colina, al raso: "figuras sepulcrales... ancianos, mujeres y niños, cubiertos de barro gris reseco, con el cabello tieso; en plena noche sólo sus ojos abiertos te permitían apreciar que estaban vivos". Cuando llegaron cuadrillas a Armero, al día siguiente, se encontraron un revoltijo de árboles, vehículos y cadáveres mutilados en un océano de barro. Unos cuantos supervivientes heridos yacían profiriendo gemidos; hubo que construir, sobre el barro, puentes de acero corrugado para poder llegar a ellos. Más de treinta y seis horas después del desastre, miles de personas refugiadas en la cima de la colina, aterrorizadas por lo que aún pudiera hacer el Nevado del Ruiz, seguían sin comida, agua ni ayuda médica. Los helicópteros del ejército empezaron a izar gente para sacarla de allí; una mujer daba el pecho a su bebé mientras la subían. Pero el reportero de Reuters recordaba que él había visto morir con sus propios ojos a más de una docena de personas mientras esperaban la ayuda. Los helicópteros sólo podían operar de día, así que cuando se acercaba la oscuridad estallaban peleas desesperadas por ocupar alguna de las últimas plazas. En total, murieron más de veinticinco mil personas, entre ellas las tres cuartas partes de la población de Armero. El barro hirviendo actuó como una gigantesca incubadora de gérmenes, y de ahí que muchos de los que habían sobrevivido al flujo de lodo inicial con algunos rasguños murieran después a causa de las heridas infectadas. La erupción fue relativamente pequeña, pero el flujo de barro se convirtió en el mayor desastre volcánico del siglo XX tras la tragedia del monte Pelee. De los muertos, ocho mil eran niños. Casi de inmediato, empezaron a oírse amargas recriminaciones: los supervivientes afirmaban que se podrían haber salvado muchas vidas si se hubieran seguido las recomendaciones de los expertos. También hubo quejas sobre los equipos de rescate del país, diciendo que carecían de formación y de equipamiento; no tenían equipos de termografía ni sonares que les permitieran buscar a gente enterrada en el barro.
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II
TERREMOTOS
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ANTIOQUÍA
ntioquía, hoy Antakya, recibía en tiempos el nombre de "la Reina de Oriente": era una ciudad rica y cosmopolita, situada en una posición estratégica entre las principales rutas entre Oriente y Occidente. Su tamaño la convertía en la tercera ciudad del Imperio Romano, y con el tiempo fue también el centro comercial del Imperio Bizantino. Antioquía tenía calzadas amplias y pavimentadas, iluminadas con lámparas de aceite, soportales de mármol y hermosos baños públicos y anfiteatros. Su catedral octogonal, ricamente decorada, era la envidia del mundo, y en las casas, adornadas con hermosos suelos de mosaico, se cenaba en vajilla de plata y se bebía en copas de cristal. En la mitología griega, Antioquía era el lugar donde Dafne, perseguida por Apolo, había conseguido preservar su virtud convirtiéndose en un laurel. Según la tradición cristiana, Mateo había escrito allí su Evangelio, y fue también la ciudad en la que san Pablo empezó a predicar; además, en Antioquía se había empleado por primera vez la palabra "cristiano" para referirse a los seguidores de Jesús. Pero la ciudad tenía un inconveniente: era propensa a los terremotos. Uno de ellos, en el año 115, había estado a punto de acabar con la vida del emperador Trajano y la de su futuro sucesor Adriano. Trajano, convencido del que el suceso se había debido a la ira de los dioses de Roma por la expansión del cristianismo, hizo apresar al obispo de Antioquía, llevarlo encadenado a Roma y arrojarlo a las fieras del Coliseo. Cuatro siglos más tarde, los cristianos dominaban ya la ciudad, y el 29 de mayo del año 526 Antioquía se hallaba todavía más animada que de costumbre debido a que miles de fieles habían acudido a celebrar la fiesta de la Ascensión al día siguiente. A las seis de la tarde, según el testimonio del sabio Procopio, se produjo "un terremoto de impresionante violencia, que sacudió toda la ciudad". Al parecer, fue tan repentino que la mayoría de la gente no tuvo oportunidad alguna de escapar.
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Luego siguieron produciéndose temblores menores, y una serie de incendios que rodearon la ciudad, de forma que los que habían sobrevivido al terremoto corrían el riesgo de morir abrasados. Otro cronista de la época, Juan Malalas, que sobrevivió al desastre, dejó escrito que fue como si el fuego "hubiera recibido una orden de Dios para que no quedara un ser vivo sin quemar [...] Ni una morada, ni una sola casa de ningún tipo, ni una iglesia o monasterio, ni un solo lugar sagrado se libró de las ruinas". La gran catedral resistió las llamas durante cinco días "cuando ya todo lo demás había sucumbido a la ira de Dios". Luego, se incendió a su vez "y cayó derribada". Murieron unas trescientas mil personas, muchas de ellas de hambre o desangradas bajo los escombros, y algunos de los que sobrevivieron cayeron presos de los bandidos que, tras haber despojado a los muertos, se dedicaron a los vivos, matando a quienes oponían la menor resistencia. También las ruinas sufrieron el pillaje. Se dice que el más infame de aquellos ladrones fue un funcionario que usó a sus esclavos para amasar una gran fortuna en los días siguientes al terremoto y luego, repentinamente, cayó muerto. También se contaron varios milagros. Tres días después de la catástrofe, los supervivientes miraron al cielo y tuvieron la visión de la santa cruz flotando en el cielo, una visión que duró casi una hora, mientras la gente se arrodillaba y rezaba. Malalas afirmó que las mujeres embarazadas que habían quedado entre los escombros salían de ellos "con bebés recién nacidos ilesos". Hubo otros muchos sucesos extraordinarios "que no puede expresar la lengua humana, y cuyo secreto sólo conoce el Dios inmortal", pero ninguno de ellos hizo cambiar el hecho de que "la Gran Antioquía" había quedado arrasada. Malalas contó también que, en cuanto el emperador, Justiniano I el Grande, tuvo conocimiento de lo que había sucedido, "se quitó la corona y el manto de púrpura [...] y lloró". Luego, emprendió un gran proyecto de reconstrucción general, pero las réplicas del terremoto duraron más de un año, y la gente abandonó la ciudad. En noviembre de 528 hubo otro movimiento de tierra de gran intensidad, que mató a otras cinco mil personas y derribó muchos edificios recién reconstruidos. Algunos supervivientes escribían sobre el umbral de sus casas: "Cristo está con nosotros: mantente en pie"; pero la mayoría emigró. Justiniano trató incluso de cambiar el nombre de Antioquía, llamándola Teópolis, "la 46
Ciudad de Dios", pero no consiguió mejorar su suerte: en el año 540 lúe invadida por los persas, y dos años más tarde sufrió el azote de la peste (véase el capítulo Vil). Tras sufrir otros cuatro terremotos, fue conquistada por los árabes en el 636. La verdadera gloria de la antigua ciudad no se dejó ver hasta la década de 1930, cuando los arqueólogos descubrieron tesoros que yacían enterrados desde hacía más de mil años.
IRÁN Y SIRIA Oriente Medio ha sufrido terremotos devastadores con frecuencia. De uno de ellos, que tuvo lugar en el norte de Irán el 22 de diciembre del año 856, se dice que mató a doscientas mil personas, a lo largo de una franja de más de trescientos kilómetros de suelos fértiles. La antigua ciudad de Shar-e Qumis quedó arrasada y probablemente abandonada, mientras que en Damghan, una ciudad que aún hoy es conocida por sus almendras de fina corteza, murieron más de cuarenta y cinco mil personas. Dos generaciones más tarde, aún eran perceptibles los daños. Irán ha sufrido frecuentes catástrofes desde entonces. En 1780, un movimiento sísmico en la región de Tabriz mató a otras doscientas mil, y todavía en 2003 murieron veintiséis mil más en la ciudad de Barn. Este último hacía el número trece de los terremotos de gran intensidad que sufría el país en sólo treinta años. Alepo, en Siria, es una de las ciudades más antiguas del mundo. Está situada también en el punto de contacto de dos placas tectónicas, la africana y la arábiga. En el siglo X, fue sacudida por los terremotos en tres ocasiones. Luego, el 11 de octubre de 1138, tuvo lugar uno de los más catastróficos que haya conocido el mundo, destruyendo un inmenso castillo de la época de las Cruzadas, en Harim, y una iglesia cercana. Un fuerte musulmán llamado Atharib quedó asimismo arrasado, y murieron seiscientos soldados, aunque el gobernador y sus esclavos consiguieron salvarse. Algunos de los habitantes de Alepo se habían asustado al sentir los temblores que precedieron al terremoto en sí, y abandonaron la ciudad que, según los relatos de la época, quedó totalmente destruida, al igual que otras muchas. La historia dice que, en total, murieron unas doscientas treinta mil personas.
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EL GRAN TERREMOTO DE 1202 En julio de 1202, el que ha sido quizá el terremoto más destructor de la historia sacudió el Mediterráneo oriental. Según algunas estimaciones, mató a más de un millón cien mil personas, devastando el norte de Egipto, Siria, Irak y Palestina, y se dejó sentir hasta en lugares tan lejanos como Armenia y Chipre. Damasco, Tiro y Nablús (donde, según la historia, murieron treinta mil personas) sufrieron graves daños. Cayeron los muros de la ciudad israelí de Acre y los de Trípoli, y quedaron seriamente dañadas algunas preciosas reliquias romanas que se conservaban en la localidad de Baalbek, en el Líbano. Muchos de los que participaban en las Cruzadas creyeron que se trataba de un aviso de que el Juicio Final era inminente, sobre todo porque Jerusalén había quedado intacta. Cuando se dieron cuenta de que Egipto estaba también amenazado por una terrible hambruna (véase el capítulo ix), algunos decidieron que era hora de volver a sus países.
CHINA China está situada en el "Anillo de Fuego" del Pacífico, un lugar donde no sólo se concentran la mayor parte de los volcanes de la Tierra, sino también muchos de sus terremotos. El primero del que se tiene noticia tuvo lugar en el año 1831 a. de C , pero uno de los que más muertes han causado fue el de 1556, que devastó diez provincias y mató al menos a ochocientas treinta mil personas. El desastre tuvo lugar en la mañana del 23 de enero, con epicentro en la provincia de Shaanxi, una región de gran importancia financiera y comercial. Aunque se han producido muchos terremotos más violentos en el país, éste fue particularmente letal porque golpeó una zona densamente poblada, donde mucha gente vivía en cuevas artificiales excavadas en piedra blanda, que se vinieron abajo en un suspiro, matando en algunas zonas hasta al sesenta por ciento de la población. Pero los que habitaban las cuevas no fueron las únicas víctimas; en la ciudad de Huaxian cayó en pedazos hasta la última construcción, y murieron más de la mitad de sus habitantes. En otros lugares, la gente se precipitaba por unas simas de hasta dieciocho metros de ancho que
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se abrían bajo sus pies, o morían aplastados por los corrimientos de tierras. En el condado de Hua, un cronista escribió: "la tierra se alzaba de repente formando nuevos montes, o se hundía abruptamente convirtiéndose en nuevos valles [...] Las chozas, los edificios del gobierno, los templos y los muros de la ciudad se cayeron". Un estudioso llamado Qin Keda sobrevivió al terremoto, lamentando lo que él consideraba la estupidez de los que habían tratado de huir. En su opinión, la gente "debía agacharse y esperar. Aunque el nido quede destruido, puede que algún huevo permanezca intacto". No está claro que quienes se quedaron donde estaban hicieran mejor que los que intentaron salir corriendo. Hubo incendios que duraron días, tras el terremoto, y, dada la cantidad de gente que vivía al raso, se produjeron gran cantidad de robos y actos de pillaje. El terremoto que sacudió la provincia de Gansu el 16 de diciembre de 1920 fue aún más violento -8,6 en la escala de Richter, comparado con los 8,3 que se calcula para el desastre de 1556-, pero causó menos víctimas, ciento ochenta mil. Sin embargo, se cree que otras veinte mil perecieron tras perder sus casas, obligadas a pasar a la intemperie los meses de invierno. Un ciudadano de Ping-Liang hablaba así: "pensamos que el cielo había disparado toda su artillería; el suelo y la tierra parecían grandes olas". Igual que había sucedido en 1556, muchos de los muertos habían sido los que tenían su casa en las cuevas. Las tiendas de comestibles quedaron enterradas y los molinos destruidos, de forma que el hambre se convirtió en una tragedia añadida para los supervivientes. Sólo habían pasado siete años de este terremoto cuando otro sacudió la región que rodea Xining, causando doscientas mil víctimas.
SICILIA Las erupciones volcánicas y los terremotos son generados por las mismas fallas en la superficie terrestre, y Sicilia ha sido víctima de ambos tipos de fenómenos. Esta isla ha sufrido con frecuencia las actividades del Etna (véase el capítulo i), pero en los últimos días de 1908 la catástrofe llegó en forma de terremoto. El primer temblor se dejó sentir a las ocho y veinticinco de la mañana del 28 de diciembre. Un agente marítimo que estaba alojado en un hotel
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del puerto de Mesina se despertó bruscamente, y sintió que "caía por el espacio". Luego se produjeron una serie de choques horribles: "quedé cubierto de ladrillo y yeso [...] Busqué cerillas, encendí una y vi con horror que mi cama estaba al borde de un precipicio". El hombre consiguió salvarse atando las sábanas entre sí y descolgándose con ellas. Otros clientes del mismo hotel se tiraron por las ventanas, pero no sobrevivieron al impacto. Uno se despertó con el derrumbe del techo y se encontró atrapado, incapaz de mover las manos o los pies, pero vislumbró cerca de su cabeza un rayo de luz, que parecía tapado por una cortina; el hombre hizo un agujero en la tela a mordiscos y gritó a todo pulmón hasta que lo oyeron y lo rescataron. Un hombre llamado Francesco Calabresi, nativo de Mesina, dijo que "la tierra se agitaba de un lado a otro, como si algo le doliera mucho". Su casa se derrumbó, aprisionándole junto a su familia, pero el hombre consiguió salir a través de un agujero, y desde allí ayudó a los demás a escapar también. El epicentro del temblor estaba localizado bajo el Estrecho de Mesina, que separa Sicilia de la Italia continental. La vieja catedral y el hospital militar se derrumbaron, igual que los barracones militares, donde murieron ochocientos hombres. También perecieron cuarenta obreros que estaban trabajando en la línea férrea, bajo las ruinas de la estación. Muchos de los seiscientos cincuenta presos que había en la cárcel murieron al desmoronarse sus muros, pero los supervivientes consiguieron fugarse. A pesar del largo historial de terremotos que tiene Sicilia, se habían construido buen número de casas elegantes con endebles muros de guijarros y trozos de ladrillo, unidos con cemento de mala calidad y revocados después con ladrillo o piedra. Un turista norteamericano escribió: "Los grandes palacios de los ricos resultaron trampas mortales". Algunos, al venirse abajo, destrozaron también las viviendas más humildes de su alrededor. Un superviviente contó que había visto a una familia enloquecida de miedo y dolor, todos acurrucados bajo un paraguas junto a lo que quedaba de su casa, diciendo que preferían morir entre las ruinas. Pero, según The Times, fueron miles quienes abandonaron sus hogares "y se quedaron bajo la lluvia torrencial, medio desnudos, sin atreverse a volver a sus inestables moradas, y lamentándose al cielo". Algunos se precipitaron a las iglesias para rescatar las imágenes de los santos, y los llevaron en procesión hasta el campo. Otros subieron a las montañas,
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donde se podía encontrar a "campesinos, sacerdotes, soldados y nobles" refugiados juntos en las cuevas. Mientras tanto, en Mesina, los saqueadores arrasaban las tiendas y los almacenes y desvalijaban a los cadáveres; hasta los ciudadanos de bien se vieron obligados a rebuscar por donde podían algo de comida, agua o ropa. El ejército custodiaba los pocos bancos que permanecían en pie, y abatieron a tiros a dos hombres que intentaban robar uno de ellos. A las pocas horas del desastre, al puerto de Mesina acudieron naves británicas, italianas y rusas, y sus marineros tuvieron un papel crucial y heroico en la operación de rescate. Tres generaciones de la familia de Francesco Calabresi se habían pasado dos días a la intemperie, soportando el frío y la lluvia, cuando un grupo de marineros rusos -"ángeles", según Francesco- les proporcionaron comida y ropa, y organizaron su traslado fuera de la isla. A los rusos se les unió además una cuadrilla de marineros procedentes de un vapor gales que ayudó a los atrapados en los pisos altos a bajar de allí con escaleras y cuerdas. El capitán de un crucero ruso encontró, bajo un montón de escombros, a dos bebés ilesos "riendo y jugando con los botones de sus ropitas", mientras los soldados rescataban a un hombre, a su mujer y a sus ocho hijos que llevaban dos días temblando entre las ruinas. Habían sobrevivido gracias al pan, el vino y el coñac que habían encontrado bajo los escombros de una tienda. De estos marineros, murieron muchos, entre ellos un ruso al que aplastó un muro mientras llevaba en brazos el cadáver de una muchacha encontrado entre las ruinas del ayuntamiento. En ocasiones, los que participaban en el rescate tenían que retroceder ante los "desesperados" que saqueaban la ciudad; aunque los rusos en particular mantuvieron una admirable valentía frente a los pillos. Los barcos atracados en el puerto se vieron rodeados de botes atestados de gente que suplicaba por un poco de comida o por que les dejaran subir para escapar a un lugar seguro. Un solo crucero ruso rescató a más de mil. Algunos de estos barcos se convirtieron en hospitales flotantes, y los marineros también ayudaron a instalar tiendas de campaña para los refugiados junto al mar. Al otro lado del estrecho, en Calabria, la mayor parte de la ciudad de Reggio quedó reducida a escombros. Aquí, como en Mesina, hubo que decretar el estado de sitio debido a los saqueadores, y la población sacrificó a todos los perros y gatos, por si se volvían locos de hambre y de
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terror. El litoral quedó cubierto de un barro espeso, y se veía a los refugiados vagando medio desnudos hasta a cincuenta kilómetros de sus casas, "e incluso a delicadas muchachitas entre ellos", como decía The Times. Muchos niños pequeños murieron de frío, y se dieron numerosos casos de "delirio furioso". Este periódico también escribía que todas las casas que bordeaban la carretera entre Reggio y Lazzaro habían quedado destruidas, y que había grandes zonas inundadas por el maremoto que causó el seísmo. Uno de los lugares más afectados fue Bagnara,una localidad de diez mil habitantes que quedó completamente arrasada. También se hundieron numerosos barcos. En total, se estima que murieron unas noventa mil personas en Mesina, cuarenta mil en Reggio Calabria y otras veintisiete mil en las ciudades y pueblos situados a ambos lados del estrecho. De toda Europa llegaron donaciones para ayudar a la reconstrucción, y desde Estados Unidos se estableció una línea de cargueros que distribuían comida y medicamentos. Dos días después del desastre, los reyes de Italia, Víctor Manuel y Elena, llegaron a Mesina dispuestos a colaborar. La reina "se arremangó, se colocó un delantal y se puso a trabajar" cuidando a los enfermos y heridos. La ciudad se reconstruyó trazando calles anchas y con edificios de cemento reforzado, pero muchos de quienes habían perdido sus hogares, a sus familias o a sus amigos, no se quedaron allí para verlo: partieron buscando una vida nueva en otros lugares de Italia, o en América.
TOKIO Como China, Japón se halla también en el "Anillo de Fuego" del Pacífico, en el punto de contacto entre dos grandes placas tectónicas, la Filipina y la Norteamericana. El día de Nochevieja de 1703, Tokio, que entonces recibía el nombre de Edo, sufrió el impacto de un terremoto que derribó sus casas de madera y dio origen a numerosos incendios que devoraron las ruinas. Algunas fuentes hablan de hasta quince mil muertos. Faltaban dos minutos para el mediodía del sábado 1 de septiembre de 1923, cuando Tokio empezó de nuevo a temblar. La tierra se estaba moviendo bajo la bahía de Sagami, a ochenta kilómetros de distancia, y el primer temblor duró casi cinco minutos. Le siguieron dos más. En las calles se abrieron enormes grietas, tragándose a la gente y hasta los tran-
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vías. Los cables de la luz se partieron como hilos y serpenteaban por las calles, electrocutando a los desafortunados que encontraban a su alcance. Una descarga letal mató a todos los pasajeros de un tranvía, que aparecieron paralizados tal como estaban en el momento de morir. "Una mujer llevaba una moneda en la mano, como si estuviera a punto de pagar el billete", dijo un testigo. Roderick Matheson, el corresponsal en Tokio del Chicago Tribune, informaba: "La tierra oscilaba y bailaba, y dar un paso resultaba casi imposible [...] El rugido de los edificios viniéndose abajo se convirtió en bramido, y luego en un estrépito ensordecedor a medida que las estructuras, tambaleantes, se desintegraban y caían". La gente huía desesperada, "pálida de terror", chocándose entre sí y cayendo. Había quien se desmayaba y quien reía de forma histérica. El terremoto había llegado a la hora en que la gente estaba preparando la comida en los braseros al aire libre que se encontraban por entonces en casi todos los hogares japoneses. Estos aparatos, al volcarse, dieron origen a cientos de incendios, que finalmente causaron mayores daños que el terremoto propiamente dicho. En cuestión de pocos minutos, miles de casas estaban en llamas, y los que al principio habían decidido permanecer en ellas salían precipitadamente, llevándose lo que podían. Tokio tenía entonces unos cuantos bloques modernos de cemento en las avenidas principales, pero la mayor parte de la ciudad era aún un enorme pueblo, con callejas estrechas serpenteando entre casas unifamiliares de un solo piso pegadas entre sí, hechas de madera y papel y con el techo de paja. Estas calles estrechas quedaron enseguida bloqueadas por personas que huían desesperadamente, mientras que los incendios, pequeños individualmente, se iban uniendo en terribles conflagraciones que azotaban la ciudad, azuzados por los fuertes vientos del tifón que sacudía la costa. El gas que se fugaba de las cañerías rotas creaba devastadoras tormentas de fuego, consumiendo el oxígeno y arrasando todo a su alrededor; como además habían reventado las cañerías del agua, no tenían forma de combatir los incendios. Un periódico japonés decía que los bomberos se veían "impotentes por completo"; se intentó volar algunos edificios a modo de cortafuegos, pero no sirvió de nada. "Aquellas voladuras constantes reforzaban la sensación de que era la guerra", escribía The Times. Casi todo el barrio financiero y la mayor parte de los edificios oficiales quedaron destruidos. Una central eléctrica se desplomó matando a
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seiscientas personas, y también explotó un arsenal. En el incendio de una factoría de algodón perecieron mil seiscientas personas. Cientos trataron de buscar refugio en la cámara acorazada de un banco, y lo único que lograron con ello fue morir de calor o asfixiados. Otros se apresuraron a huir por un puente que cruza el río Sumida, y se vieron atrapados allí, entre los incendios que devoraban las dos orillas. Posteriormente, el río se salió del cauce, y cientos de personas murieron ahogadas. La policía y los bomberos eligieron un parque como zona de refugio, y allí se habían dirigido ya, hacia las cuatro de la tarde, más de cuarenta mil personas. Instantes después, una tormenta de fuego se cobraba la vida de unas treinta mil. La gente estaba tan apiñada que muchos murieron de pie; a otros se los llevaron por los aires las violentísimas rachas de viento, y caían a tierra convertidos en cenizas. Hubo gente que permaneció sumergida en un canal durante horas; se los halló después, con la cabeza desfigurada por el fuego. Hubo sin embargo una mujer que pasó un día entero metida en el agua hasta el cuello y con su bebé encima de la cabeza, y ambos sobrevivieron. Pereció además gran parte de la élite política de Japón al hundirse el suelo de la sala donde el primer ministro, recién nombrado, trataba de formar un gabinete de crisis; murieron veinte de sus hombres. Los bomberos no consiguieron controlar las llamas hasta el lunes. Entonces, las calles se llenaron de gente desesperada, muerta de hambre, buscando a sus seres queridos, tapándose la boca para no inhalar el humo asfixiante. Por la noche, seguían la búsqueda alumbrándose con lámparas de papel atadas a un palo. Los que tenían la garganta abrasada y no podían hablar mostraban nombres escritos en trozos de papel, o se colgaban letreros al cuello. En total, Tokio perdió más de trescientos mil edificios, entre ellos veinte mil fábricas y almacenes, cinco mil bancos, ciento cincuenta iglesias sintoístas, más de seiscientos templos budistas, muchos jardines de gran belleza, y mil quinientas escuelas y bibliotecas, entre ellas la de la Universidad Imperial, una de las más antiguas del mundo, con una colección irreemplazable de libros raros, documentos y objetos. El puerto de Yokohama, situado a unos treinta kilómetros, también sufrió terribles daños. El corresponsal del Times informaba: "Yokohama ha quedado barrida del mapa y, de sus ciudadanos, los que no están 54
muertos, están sin hogar". Un comandante de la fuerza aérea japonesa que sobrevoló la ciudad dijo que no había quedado en pie ni un solo edificio. El seísmo abrió grandes simas en las calles, deformó los muelles, derribó los puentes, arrojó un hospital entero por un acantilado y convirtió en escombros dos hoteles de grandes dimensiones, enterrando a sus ciento ochenta clientes. Doscientos escolares quedaron sepultados vivos dentro de un tren al que se le cayó encima un muro de contención. Al llegar el segundo y el tercer seísmo, la gente huyó en masa hacia la costa, tratando de abordar algún barco; la explosión de los depósitos de combustible del puerto abrasó a muchos. En ese momento, el barco de línea regular Empress ofAustralia estaba siendo remolcado fuera del puerto; miles de personas lo alcanzaron a remo y se refugiaron en él. Un pasajero de un vapor japonés contaba que no se dejaban de ver cadáveres flotando, y que aun así fueron capaces de subir a bordo a unos dos mil refugiados, que "se desperdigaron por toda la embarcación, en las sillas de cubierta y en los salones. Presentaban la estampa más penosa que se pueda imaginar [...] Madres con niños atados a su espalda, gente desnuda con horribles quemaduras, enfermos". El olor era "terrorífico [...], pero nos han dicho que muchos provienen de las mejores familias de Tokio y de Yokohama, y que si hubiéramos visitado esas ciudades antes del terremoto, hubiera sido un gran honor que nos invitaran a sus casas". Había niños huérfanos, víctimas cuyos miembros quebrados permanecían sin escayolar cuando, nueve días después del terremoto, volvieron a desembarcar "llevando cada uno una rebanada de pan y una naranja. No saben adonde van ni qué será ahora de ellos". Roderick Matheson consiguió llegar a Yokohama viajando en sampán, en coche o a pie, cruzando pueblos arrasados y carreteras con grietas de seis metros. Encontró a supervivientes que dormían al raso porque aún se dejaban sentir temblores cada pocos minutos, algunos tan severos que derribaban las pocas paredes que quedaban en pie. Quedaron destruidos sesenta mil edificios, igual que los muelles y el puerto, y el número de muertos se estimó en unos veinticinco mil. Como en Tokio, fueron las llamas las que se cobraron el mayor número de vidas, y hubo mucha gente que se ahogó tratando de sumergirse todo lo posible en agua o barro para protegerse del calor horrible, o por el impacto del maremoto que arrasó el puerto. En las áreas montañosas de los alrededores de la ciudad, muchas casas quedaron sepultadas o arrasadas por
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los corrimientos de tierra. En Nebukawa, una marea de barro de más de quince metros de altura se llevó por delante un tren de pasajeros y lo arrojó al mar, junto con la estación y el resto del pueblo; murieron más de trescientas personas. Luego empezaron las tareas de limpieza. Los equipos de rescate hacían hogueras con las pilas de cadáveres, mientras los supervivientes, en penosos grupos, aferrándose a las pocas pertenencias que habían conseguido rescatar, vivían con un cuenco de arroz al día. En algunos puntos de salvamento los militares tuvieron que desenvainar los sables para evitar que la gente, desesperada, robara las provisiones; y pronto empezaron a llegar informes que hablaban de robos, pillaje, violaciones y asesinatos. De la cárcel de Ichigaya, en Tokio, que estaba al borde del derrumbe, se habían fugado mil quinientos presos, y los restantes echaban abajo sus celdas. Sin embargo, la culpa del desorden recayó en los coreanos, que eran unos pocos miles de los habitantes de la ciudad. Se dijo que tenían bombas, o que estaban envenenando el suministro de agua. Hubo escuadrones de vigilancia que mataron a cualquiera de quien se sospechara que fuera coreano, entre ellos a muchos ciudadanos chinos, e incluso japoneses con acento poco familiar. El gobierno declaró el estado de sitio, y se hizo cargo de la protección de más de dos mil coreanos; sin embargo, turbas de linchadores atacaron en algunos lugares las dependencias policiales donde se custodiaba a los coreanos, a veces con ayuda de los supuestos guardianes de la ley y el orden. Según las cifras oficiales, fueron asesinados doscientos treinta y un coreanos, aunque otras fuentes hablan de varios miles. Más de trescientas cincuenta personas se enfrentaron a acusaciones de homicidio, intento de homicidio o agresión, pero la mayoría de los condenados lo fueron a penas leves, e incluso quienes llegaron a ir a la cárcel salieron enseguida, bajo una amnistía general. Varios políticos de izquierdas fueron secuestrados y asesinados por agentes de policía, que les acusaban de tratar de aprovecharse de la crisis para derrocar al gobierno. En medio de estas acciones brutales, los observadores se quedaban impresionados del estoicismo que mostró el pueblo japonés, y de la rapidez con que se recuperó. Informaba The Times: "No hay pánico, sino muestras de una paciencia extraordinaria". Durante todo el día y toda la noche se veía una interminable procesión de "gentes de todas las clases sociales, llevando bienes muebles y las posesiones que han podido sal-
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var, o tirando de carros y portaequipajes [...] familias enteras empujando sus cosas, muchas veces con los abuelos sentados encima del montón [...] los más débiles subidos a las espaldas de los más fuertes [...] con una exhibición de paciencia que va más allá de lo encomiable. Muchos hacían bromas, otros empezaban a reconstruir sus viviendas cuando aún estaban calientes las cenizas". Las tiendas y los negocios volvían a atender a la clientela en cuestión de días. Casi todos los países europeos enviaron ayuda, y la Flota del Pacífico estadounidense llegó con agua, comida y medicinas, menos de cuarenta y ocho horas después del seísmo. Las cifras finales elevaron el número de muertos a ciento cincuenta mil, más unos cien mil heridos graves. Casi 1,9 millones de personas quedaron sin hogar. En los primeros días, el gobierno se planteó si habría que reconstruir la capital en otro lugar, pero al cabo de siete años tanto Tokio como Yokohama estaban completamente recuperados, y apenas se veía huella de la catástrofe. En Yokohama se levantó una ciudad mucho mejor diseñada, pero los supervivientes de Tokio deseaban una casa similar en un lugar parecido al que antes habían habitado, así que la nueva capital llegó a estar tan atestada y congestionada, y a ser tan inflamable como antes. Esto iba a quedar demostrado veinte años después, cuando los norteamericanos que habían ayudado tan generosamente tras el gran terremoto, volvieron, esta vez como enemigos mortales (véase el capítulo x).
ASJABAD Mientras que el terremoto de Tokio llegó a los titulares de los periódicos de todo el globo de forma inmediata, tuvieron que pasar décadas hasta que el mundo supiera la verdadera historia del seísmo que devastó Asjabad, en Asia Central, en 1948. La zona tenía un largo historial de terremotos: en 1667 la localidad sedera de Samaxi, en lo que hoy es Azerbaiyán, quedó arrasada, y murieron ochenta mil personas. Casi tres siglos después, las tensiones entre la Unión Soviética y Occidente estaban en su punto más candente, convertida la alianza de tiempos de guerra contra Hitler en una guerra fría de tintes paranoides. Así que, cuando en octubre de 1948 un terremoto asoló Asjabad, que entonces era la capital de la república soviética de Turkmenistán, el líder sovié-
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tico Josef Stalin decidió no aceptar ayuda de ningún tipo procedente del mundo exterior; de hecho, hizo todo lo posible por guardar la catástrofe en secreto. Sólo tras la llegada del presidente Gorbachov con su política de glasnot (transparencia), en la década de 1980, admitieron las autoridades que habían muerto más de ciento diez mil personas. Se descubrió entonces que la mayoría de los principales edificios de Asjabad se habían derrumbado, incluyendo todos sus templos, y que también habían quedado arrasadas muchas de las localidades cercanas. Una mujer, que en aquel momento estaba ingresada en el ala de maternidad del hospital, contó que había oído un gran estruendo, y que luego todo había empezado a moverse hasta que las paredes y el techo se le cayeron encima. La mujer permaneció mucho tiempo en total oscuridad, oyendo los horribles gritos y gemidos que la rodeaban. Cuando por fin la sacaron de entre los escombros, oyó que un médico decía que sólo habían sobrevivido catorce de las sesenta y siete madres, y no más de siete bebés. Cuando vio a los niños que se habían salvado, sintió que el alivio la desbordaba: uno de ellos tenía el número 37 escrito con bolígrafo en la frente; el mismo número que ella llevaba en el pecho. Entre los que murieron estaban la madre y dos hermanas de Saparmyrat Nyyazow, que sería el primer presidente de Turkmenistán tras su independencia de la Unión Soviética en 1990. Nyyazow ha sido después duramente criticado por sus ofensas a los derechos humanos, pero como hijo parece haber sido intachable: levantó muchos monumentos a la memoria de su madre, y llegó a dar nuevo nombre al mes de abril, poniéndole el de ella. También hizo erigir un museo para documentar la catástrofe y se rodó una película titulada Los hijos del terremoto, narrando la historia de un niño que lleva una vida idílica hasta que el terremoto lo deja huérfano. El personaje estaba inspirado en parte en el presidente, pero el largómetraje nunca llegó a estrenarse, porque Nyyazow, furioso, abandonó la proyección durante un pase previo privado: le pareció que el pueblo turcomano no quedaba reflejado bajo un prisma suficientemente heroico.
TANGSHAN En 1976, un nuevo terremoto vino a cubrir de oprobio a otro régimen comunista, que también rehusó la ayuda externa. Esta vez, las víctimas 58
fueron los 1,6 millones de ciudadanos de la ciudad industrial de Tangshan, una localidad densamente poblada situada a unos ciento sesenta kilómetros al sureste de Pekín. Tangshan era la sede de uno de los mayores complejos de minería del carbón chinos, y muchas de las inmensas chimeneas de la ciudad mostraban la frase del presidente Mao: "Estad preparados para la guerra y los desastres naturales". Era el año del Dragón, que muchos chinos consideran aciago. En enero había muerto Zhou Enlai, el más anciano de los dirigentes fundadores del régimen comunista chino. Y entonces, al cabo de seis meses, empezaron a suceder cosas raras: el agua de los pozos subía y bajaba, o salían gases de ellos; los animales parecían inquietos, las gallinas se negaban a comer, los perros ladraban sin descanso, y los peces de colores saltaban de sus peceras. Por fin, cuando eran las cuatro menos cuarto de la madrugada del 28 de julio, China sufrió el impacto de su peor terremoto en más de cuatro siglos. El seísmo golpeó directamente el subsuelo de Tangshan, y en sólo veinte segundos una superficie de casi cincuenta kilómetros cuadrados de ciudad quedó reducida a escombros. La gente volaba por los aires, los edificios se derrumbaban, la vía férrea se combó, y se abrieron-enormes cráteres en el suelo. Un superviviente contaba que la tierra era "como el mar, todo se movía". La mayor parte de la gente estaba durmiendo, en mitad de un sofocante calor veraniego. A Ho Shu-shen, un experimentado oficial de policía, lo despertó su mujer; oyó entonces algo que sonaba como un tren de mercancías circulando bajo tierra, y "el suelo empezó a dar saltos, arriba y abajo". Su casa se derrumbó: "durante tres o cuatro minutos, no hubo ruido alguno. Luego oí gente gritando, por todas partes, en la oscuridad". Ho consiguió rescatar a su esposa y a sus tres hijos varones, pero perdió a su hija de catorce años. Entre todos, salvaron a diecinueve vecinos más y los organizaron para convertirse en un equipo de salvamento. Luego Ho abrió la marcha a través de la ciudad destrozada, llevando por única vestimenta los calzoncillos, pero blandiendo su pistola. Él y sus hijos montaron una comisaría de emergencia, y en los días siguientes arrestaron a setenta saqueadores, a los que encarcelaron en celdas improvisadas. Meng Jiahua estaba trabajando en el turno de noche, en una de las minas de carbón, cuando sintió que la tierra empezaba a moverse a su alrededor. Aterrado, él y sus compañeros trataron de huir saliendo a la