Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina 9786076282496

Agradecimientos 11 Introducción 13 Primera parte. Pensar la Guerra Fría en América Latina 19 Segunda parte. América Lati

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Agradecimientos 11
Introducción 13
Primera parte. Pensar la Guerra Fría en América Latina 19
Segunda parte. América Latina y la Guerra Fría temprana,
1946-1954: las tensiones político-económicas
y sus resultados 63
Tercera parte. La Revolución cubana:
punto de inflexión de la Guerra Fría en América Latina 89
Cuarta parte. La década del terror 129
Quinta parte. El conflicto político-militar
centroamericano 183
Epílogo 233
Ensayo bibliográfico 241
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Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina
 9786076282496

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31/07/18

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Entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, América Latina atravesó un dramático periodo marcado por golpes de Estado, insurgencias guerrilleras y revoluciones, así como inestabilidad y violencia políticas permanentes. En las actuales sociedades latinoamericanas, aún son visibles las secuelas de décadas de autoritarismo gubernamental y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. A pesar de ello, desde la historia son contados los esfuerzos por interpretar en su conjunto un periodo tan convulso. Esta obra cubre este vacío, mostrando las particularidades que asumió la Guerra Fría en América Latina. Vanni Pettinà sostiene la tesis de que la geopolítica que moldeó la Guerra Fría, producto de posiciones políticas e ideológicas irreconciliables por parte de las dos superpotencias, en América Latina ayudó a descarrillar el lento y complejo proceso de ampliación de los derechos políticos y sociales que había comenzado en decenios anteriores. A partir de un análisis que entreteje las trasformaciones del contexto mundial con las dinámicas de los procesos políticos locales, esta obra proporciona las claves para comprender una de las etapas más complejas de la historia contemporánea de América Latina.

La Guerra Fría en América Latina

Vanni Pettinà

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Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina

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VANNI PETTINÀ EL COLEGIO DE MÉXICO

Imagen de portada: Muerte al invasor, 1962, Rafael Morante.

HISTORIA MÍNIMA DE

LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA

Colección Historias Mínimas Director Pablo Yankelevich Consejo editorial Soledad Loaeza Carlos Marichal Óscar Mazín Erika Pani Francisco Zapata

HISTORIA MÍNIMA DE

LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA

Vanni Pettinà

EL COLEGIO DE MÉXICO

980.033 P5113h Pettinà, Vanni. Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina / Vanni Pettinà. — 1a ed. — Ciudad de México, México : El Colegio de México, 2018. 260 p. ; 21 cm. — (Colección Historias mínimas). ISBN 978-607-628-249-6 Incluye referencias bibliográficas. 1. América Latina — Historia — 1948-1980. 2. América Latina — Historia — 1980 —. 3. Cuba — Historia — Revolución, 1959 — Influencia. 4. Guerra Fría — Influencia. 5. Política mundial — Siglo XX. I. t. II. Ser.

Primera edición, 2018

DR  ©  El Colegio de México, A.C. Carretera Picacho Ajusco No. 20 Ampliación Fuentes del Pedregal Delegación Tlalpan C.P. 14110 Ciudad de México, México www.colmex.mx ISBN 978-607-628-249-6 Impreso en México

ÍNDICE Agradecimientos 11 Introducción 13 Primera parte. Pensar la Guerra Fría en América Latina 19 Segunda parte. América Latina y la Guerra Fría temprana, 1946-1954: las tensiones político-económicas y sus resultados 63 Tercera parte. La Revolución cubana: punto de inflexión de la Guerra Fría en América Latina 89 Cuarta parte. La década del terror 129 Quinta parte. El conflicto político-militar centroamericano 183 Epílogo 233 Ensayo bibliográfico 241

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Nada más complicado que los principios y los fines. ¿Cuándo empezamos a contar?, ¿cuándo nos detenemos? Nuestros diez dedos le han dado al sistema decimal un carácter concluyente; podemos asir el diez y sus múltiplos. Manos sobre el tiempo: décadas. Juan Villoro, Tiempo transcurrido

AGRADECIMIENTOS* La escritura de este libro ha implicado numerosas deudas intelectuales con colegas y amigos. Si la publicación ha tomado una forma mayormente compleja en sus intentos de explicar en profundidad la historia de América Latina durante la Guerra Fría, lo debe, en primer lugar, a Antonio Annino, quien leyó el primer borrador de este trabajo. Tres observaciones de Annino a ese primer texto fueron suficientes para replantear de forma importante algunos de los apartados clave de mi trabajo y me permitieron reorientarlo hacia su forma actual, donde las interpretaciones de los problemas estudiados han alcanzado, espero, mayor profundidad. Sin la generosidad e inteligencia quirúrgica de Antonio, este libro no llegaría a manos del lector con esta presentación. La misma deuda tengo con José Antonio Sánchez Román, que ha leído tres versiones distintas del manuscrito, sin ahorrarse críticas constructivas y valiosas sugerencias para superar algunos callejones sin salida en los que, en algún momento, se encontraba el texto. Una de las ventajas mayores de desempeñarme como profesor-investigador en El Colegio de México ha sido la posibilidad de abrir la puerta de mi cubículo y, en un día cualquiera, discutir de historia, con tiempo y sin prisa, con Soledad Loaeza y Carlos Marichal. Soledad ha hecho una lectura crítica atenta y generosa de mi trabajo, ayudándome a darle una forma conceptual y de estructura mucho más acabada. Y, sin embargo, creo que el mayor impacto de Soledad en este trabajo se debe a un privilegiado proceso de intercambio intelectual que he ido desarrollando con ella desde mis primeros días en El Colegio. Carlos también ha tenido la generosidad de leer y comentar * El presente trabajo recibió ayuda del proyecto de investigación HAR2015-66 152-R, mineco, España.

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mi texto con atención. Este trabajo también está en deuda con él, más que por la simple lectura del texto, por las largas conversaciones que hemos mantenido a lo largo de estos años y que me han ayudado a entender mejor la historia de este continente. Paolo Riguzzi ha sido otro lector atento y crítico de mi trabajo, ayudándome a ajustar y precisar algunas de sus partes más importantes. Gerardo Sánchez Nateras también ha contribuido de forma importante al resultado final, gracias a sus lecturas detalladas, a nuestras discusiones y sus importantes investigaciones sobre la historia del conflicto político-militar en América Central. Erika Pani, Fernando Purcell, Eric Zolov, Sebastián Carassai, Julián Gómez Delgado y David Jorge también leyeron este trabajo, o algunas de sus partes, ofreciéndome consejos preciosos en términos de contenido y forma para ayudarme a mejorar el texto. Gabriel Samacá me proporcionó material de sumo interés sobre la historia de la guerrilla latinoamericana. Quisiera agradecer también a los lectores anónimos sus comentarios, que han sido cruciales para corregir problemas estructurales del texto y mejorar sus secciones. Un agradecimiento particular a Ana González Masegosa, que ha trabajado duramente en el proceso de edición del libro, lanzándose en la empresa heroica de transformar el itañol de quien escribe en un castellano que resulte comprensible para los lectores. Finalmente, quisiera agradecer también a todos mis estudiantes de doctorado, Claudia Piña, Gerardo Sánchez Nateras, Ilbel Ramírez Gómez y Martín Humberto González Romero, que representan un estímulo constante para hacer mejor mi trabajo de investigador y profesor. Este volumen ha sido escrito pensando en los estudiantes de posgrado y otros, con el objetivo de ofrecerles un instrumento analítico que les ayude a comprender mejor la realidad que estudian. Este libro está dedicado a las tres An(n)as de mi vida. A Anna, mi madre, por haber estado siempre hasta que la vida se lo permitió; a Ana, mi compañera, porque sencillamente nada de lo que hago en esta vida sería posible sin ella; y a Arianna, nuestra hija, con la esperanza de que el mundo del que su padre escribe en este libro no vuelva nunca más.

INTRODUCCIÓN Hubo un tiempo en que los súbditos del Imperio británico parecían haber desarrollado una habilidad peculiar para definir con palabras y locuciones el comienzo y el final de complejas épocas históricas. Una tarde de agosto de 1914, mirando desde sus ventanas en Londres cómo el día iba dejando paso al atardecer, sir Edward Grey, secretario del Exterior del Reino Unido, sintetizó en pocas y sugerentes palabras la catástrofe que habría de azotar a Europa en los años sucesivos: “las luces van a apagarse en toda Europa y ya no las volveremos a ver brillar en nuestras vidas”. Tres décadas más tarde, en marzo de 1946, otro británico ilustre, Winston Churchill, fijaba con sus palabras el comienzo de una nueva y dramática época: “desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero”. Con estas palabras, Churchill describió el proceso que, entre 1946 y 1947, condujo a un mundo todavía postrado por las barbaries producidas por la Segunda Guerra Mundial hacia un nuevo conflicto que, bautizado por otro británico, George Orwell, como Guerra Fría, se prolongó hasta el final de la década de los años ochenta. Protagonistas iniciales del enfrentamiento que por más de cuarenta años sacudió al mundo fueron Estados Unidos y la Unión Soviética, los dos exaliados que habían emergido victoriosos al final del segundo conflicto mundial. En pugna por el control geopolítico del planeta y en competencia por la imposición de sus respectivas interpretaciones de la modernidad, la lucha entre Washington y Moscú tuvo su epicentro inicial en el escenario eurasiático. Sin embargo, a partir de la mitad de los años cincuenta, al hilo del proceso de descolonización —política y económica—, la contraposición ya englobaba por completo a Asia, Medio Oriente, África y América Latina. Durante décadas, la rivalidad entre Washington y Moscú se cruzó con la vida de pueblos y naciones pertenecientes a las más diversas 13

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áreas del orbe, alterando su desarrollo político, económico y cultural en lo que Odd Arne Westad ha definido como Guerra Fría global. Las imágenes más cruentas que las radios y las televisiones de todo el mundo transmitieron durante las largas décadas del enfrentamiento entre Moscú y Washington procedieron, principalmente, de los conflictos que la Guerra Fría propició o recrudeció en el llamado Tercer Mundo. La Guerra de Vietnam, el asesinato de Patrice Lumumba, la guerra civil en el Congo, los golpes de Estado en Irán, Guatemala o Chile, la invasión de Suez, el conflicto árabe-israelí, la entrada de los “barbudos” en La Habana, el estallido de las guerrillas en toda América Latina o los desaparecidos de las siniestras dictaduras de América del Sur representaron sólo algunos de los eventos y procesos asociados con la confrontación entre la URSS y Estados Unidos. Este libro tiene como objetivo ofrecer una reflexión crítica acerca de la Guerra Fría en uno de los tantos escenarios conflictivos del Tercer Mundo, es decir, el área continental latinoamericana. Como en otras regiones del Tercer Mundo, en América Latina el conflicto entre las dos superpotencias se sobrepuso a complejos procesos locales de transformación social, económica y política. La convergencia entre estos procesos dio pie a un periodo de más de cuatro décadas de fuerte inestabilidad política y económica, de polarización interna y de episodios de dramática violencia. Este libro relata ese proceso y las distintas formas en que la Guerra Fría afectó a América Latina entre 1947 y el final de la década de los años ochenta. El primer reto que enfrentó esta síntesis fue la dificultad de pensar América Latina como un espacio único y no exclusivamente en función de una escala nacional. Es evidente que intentar analizar en conjunto una región de 22 222 000 km², integrada por 20 países caracterizados por importantes diferencias étnicas, culturales, de idiomas y tradiciones políticas, no representa una tarea fácil. En este sentido, el lector no encontrará en este texto un estudio detallado de la evolución histórica de cada uno de los países de la región a lo largo de 40 años. Lo que el libro busca delinear, en cambio, es la presencia de procesos, problemas y puntos de inflexión generales que marcan tendencias a nivel continental y que ayudan a pensar la historia de la región en su conjunto durante los años de confrontación entre Washington y la URSS. La esperanza es que a partir

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de este trabajo se pueda generar una reflexión que en el futuro permita entender mejor hasta qué punto cada realidad nacional se acercó o se alejó de las dinámicas que se manifestaron o que, en otras palabras, resultan visibles al ojo del historiador a nivel regional. El segundo reto que se enfrentó fue proporcionar un relato de esa época que intentara recuperar la autonomía de los procesos políticos, sociales y económicos latinoamericanos durante los años de la Guerra Fría. Frente a una historiografía que ha privilegiado tradicionalmente el punto de vista estadounidense en el estudio del periodo que nos ocupa, este libro intenta rescatar la perspectiva de los países latinoamericanos en su difícil proceso de adaptación a las dinámicas producidas por el conflicto bipolar. No se trata, evidentemente, de subestimar el impacto decisivo que la hegemonía estadounidense tuvo sobre el continente. Tampoco se pretende negar que las injerencias de Washington representaron un rasgo importante de la forma en que la Guerra Fría se manifestó en la región. Sin embargo, frente a ese contexto, este estudio se centra especialmente en los dilemas que la pugna ideológica y geopolítica entre las dos superpotencias planteó para los países de la región y las distintas respuestas que los actores latinoamericanos dieron a un escenario que, después de 1946-1947, se tornó desafiante. El tercer reto que planteó la escritura de este libro fue proporcionar una historia del periodo que no fuera episódica. La imagen tradicional que tenemos de la Guerra Fría en América Latina se asocia a los episodios más cruentos que la caracterizaron, por ejemplo, los golpes de Estado, los desembarcos de marines o los estallidos revolucionarios. En cambio, en este libro intentamos ofrecer algunas claves interpretativas que ayuden a entender no sólo las crisis que puntuaron el periodo sino, sobre todo, la evolución general de la época en que estos episodios se enmarcaron. Para desentramar el complejo legado histórico de la Guerra Fría en la región el libro está dividido en cinco secciones. La primera parte está dedicada al análisis historiográfico y conceptual de la Guerra Fría en América Latina. En esta sección se analiza el contexto historiográfico general en que emergieron los primeros intentos de comprender la historia de Latinoamérica durante la Guerra Fría y la evolución de las distintas corrientes interpretativas sobre este pro-

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blema. En segundo lugar, en este apartado se propone una reflexión acerca de cómo puede definirse, desde un punto de vista conceptual, la Guerra Fría en América Latina y cuál puede ser su cronología tentativa. La escasez de trabajos de síntesis sobre la historia de la región durante los años del enfrentamiento bipolar nos obliga a construir, en esta parte, los cimientos interpretativos de la época y de sus problemas. Así pues, más que una síntesis de la literatura existente, el trabajo apunta a la construcción de herramientas que ayuden a conceptualizar y analizar la especificidad de América Latina en el contexto de la Guerra Fría. Se trata de un punto crucial para intentar, como se ha dicho, romper un relato episódico de esas décadas y ofrecer, en cambio, un análisis estructural del periodo y sus problemas. En la segunda parte de este trabajo se analiza la forma en que los primeros años de la Guerra Fría interfirieron con la evolución política y económica del continente. En particular, este apartado muestra cómo la Guerra Fría ejerció presiones desestabilizadoras sobre la gobernabilidad político-democrática y económica de la región y las distintas formas en que los países se adaptaron a estas dinámicas. En esta sección se muestra cómo, desde un principio, la Guerra Fría se presentó como un proceso homogéneo en términos de las dinámicas que desencadenó en la región, pero muy variado si tomamos en consideración los resultados que estas mismas dinámicas produjeron, en combinación con procesos locales, en los distintos países latinoamericanos. Como se expone en este apartado, ese desfase se debió principalmente a la diversidad con que los países de la región se adaptaron a los nuevos retos políticos, ideológicos y económicos generados por el conflicto bipolar a nivel internacional y sub­re­gio­ nal latinoamericano. La tercera parte ofrece una reflexión sobre la forma en que las tensiones acumuladas durante la primera década de la Guerra Fría desembocaron en la Revolución cubana y se analizan las consecuencias que produjo su triunfo en los demás países del continente. Así se explora la formación de distintos grupos guerrilleros que se inspiraron en la Revolución cubana y que recibieron apoyo material de La Habana, así como su impacto en las sociedades latinoamericanas. Al mismo tiempo, en esta sección se analizan las respuestas que,

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desde una perspectiva no revolucionaria, algunos países de la región dieron a las inquietudes levantadas por el experimento cubano. Por último, se analiza la forma en que la Revolución cubana obligó a Estados Unidos a replantear su estrategia hacia la región, dando lugar a la Alianza para el Progreso. En la cuarta y quinta partes del libro se estudian las interconexiones entre el conflicto bipolar y la oleada de violencia política que durante los años setenta y ochenta azotó a América del Sur y América Central. En estos capítulos se intenta explicar de qué forma la Guerra Fría favoreció la formación de las cruentas dictaduras en la América meridional y cuál fue su impacto sobre los conflictos políticos armados en América Central. Además, en estos apartados se relatan los hechos que ensangrentaron la región y, a partir de un análisis de la conexión entre los procesos locales y las dinámicas internacionales producidas por el conflicto bipolar, se intenta ofrecer algunas claves para entender la violencia que marcó ese periodo. Para concluir, este libro tiene la ambición de ofrecer una imagen de conjunto lo más completa y original posible en sus planteamientos interpretativos. La idea es que el texto pueda servir como una primera herramienta para acercarse al estudio del periodo y como una plataforma crítica para el desarrollo de futuros trabajos sobre la época, sus procesos y sus problemas.

PRIMERA PARTE. PENSAR LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA LA NUEVA HISTORIOGRAFÍA DE LA GUERRA FRÍA Y AMÉRICA LATINA: UNA HISTORIA POR ESCRIBIR

Entre los años cincuenta y noventa tres grandes corrientes historiográficas: ortodoxa, revisionista y posrevisionista, ofrecieron interpretaciones diferentes sobre los orígenes del conflicto empezado en 1946 entre Estados Unidos y Moscú. En los años inmediatamente posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, los ortodoxos, como Herbert Feis o Arthur M. Schlesinger Jr., se concentraron en el problema de quién debía ser responsabilizado por haber dado comienzo a la Guerra Fría. En el ámbito de sus reflexiones sobre el tema de las responsabilidades, estos autores coincidieron en sostener que la confrontación había surgido principalmente a raíz de la agresión estalinista hacia Europa Oriental, lo que había obligado a Washington a poner en marcha una estrategia de contención de la política expansionista de la URSS. Un lustro más tarde, los revisionistas, como William Appleman Williams, Gabriel y Joyce Kolko, Walter LaFeber y Anders Stephanson, criticaron las posiciones de los ortodoxos, afirmando que la Guerra Fría había tenido su origen en la agresividad de las políticas neoimperiales estadounidenses que suscitaron las suspicacias de Stalin y la URSS. Esta interpretación cobró fuerza durante los años sesenta, en el clima de protestas contra la escalada de la intervención estadounidense en Vietnam y de crítica a la política exterior de la superpotencia. Por último, entre los años setenta y la década de los noventa, los posrevisionistas, como John Lewis Gaddis o Melvyn Leffler, intentaron ofrecer una síntesis más equilibrada del conflicto, atendiendo al ajuste de las estrategias de 19

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ambas potencias en la encrucijada de la segunda posguerra y al papel que desempeñaron los distintos actores institucionales estadounidenses, como el Congreso o el Ejecutivo, al facilitar el estallido de la confrontación bipolar. Entre estas tres corrientes los lectores solían encontrar poco espacio para la reconstrucción de las percepciones, los problemas y los dilemas ideológico-estratégicos que transcendían el punto de vista estadounidense. Todo ello porque, a pesar de sus diferencias, de acuerdo con estas interpretaciones, la historia de la Guerra Fría coincidió con el relato del conflicto entre las dos superpotencias analizado, básicamente, desde la perspectiva histórica estadounidense. Sólo en tiempos recientes, con la aparición de la denominada “nueva historia de la Guerra Fría”, se ha intentado superar el reduccionismo de las tres principales corrientes interpretativas sobre el conflicto entre Estados Unidos y la URSS que acabamos de mencionar. La definición de la “nueva historia de la Guerra Fría” representa una estrategia lingüística provisional, utilizada para indicar una serie de innovaciones historiográficas que, desde perspectivas distintas, han intentado corregir el reduccionismo de los autores ortodoxos, revisionistas y posrevisionistas. La descentralización del foco de estudio sobre la Guerra Fría, es decir, el abandono de una perspectiva de análisis centrada sólo en la historia de Estados Unidos, ha sido el rasgo distintivo de estas investigaciones. Sin duda, una premisa central para la consolidación de esta tendencia historiográfica ha sido la apertura de nuevos archivos fuera de Estados Unidos. De hecho, las primeras innovaciones más significativas han sido los trabajos que, a partir de fuentes primarias inéditas, procedentes de archivos de la ex URSS, se han aventurado en la reconstrucción del punto de vista soviético frente al de Estados Unidos. Autores como Vladislav Zubok, Constantine Pleshakov y Andrea Graziosi establecieron una nueva veta de trabajo, renovada recientemente por jóvenes estudiosos como Artemy Kalinovsky, Jeremy Friedman o Alessandro Iandolo, entre otros. Los trabajos de estos autores han sido importantes por su impacto sobre nuestra capacidad de comprensión de las distintas dinámicas políticas, económicas y sociales que caracterizaron la acción política de la URSS en Europa y en el Tercer Mundo durante los años

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de su enfrentamiento con Washington. En el caso de Friedman, además del intento de comprensión del punto de vista soviético, se ha añadido la reconstrucción del papel desempeñado por China en el Tercer Mundo, un tema desatendido por la historiografía tradicional sobre la Guerra Fría. De igual importancia para la renovación del campo historiográfico sobre el periodo, y particularmente relevante para el caso latinoamericano, ha sido la publicación, entre el final de los años noventa y la primera parte de la década del 2000, de la obra de Odd Arne Westad. En su trabajo más importante, The Global Cold War, enfocado especialmente en las dimensiones globales que alcanzó el conflicto entre las dos superpotencias, Westad ha intentado incluir al Tercer Mundo, por primera vez, como objeto de estudio central para adquirir una comprensión completa del periodo y sus problemas. En el relato de Westad, las periferias no son analizadas sólo como escenario estático del enfrentamiento entre las dos superpotencias, sino, sobre todo, como sujetos activos de la Guerra Fría. Westad define la Guerra Fría como un proceso de enfrentamiento entre dos visiones antagónicas de la modernidad, que encontraron terreno fértil en el Tercer Mundo para demostrar el mayor valor de su perspectiva. Al mismo tiempo, el trabajo del historiador noruego ha intentado mostrar la forma en que las élites del Tercer Mundo buscaron adaptarse o, incluso, aprovecharse de dos propuestas que iban acompañadas de ingente ayuda material, aunque esto también implicara una fuerte dosis de injerencia política por parte de Moscú o Washington en los asuntos internos de los países que pretendían ayudar. A partir de los trabajos de Westad, el estudio de la Guerra Fría ha dejado de ser la historia de la confrontación entre Occidente, considerado como la suma de Estados Unidos y Europa, y la URSS. Es decir, a partir de esta nueva perspectiva, la historia de la Guerra Fría ha comenzado a incluir al Tercer Mundo como parte integrante de los relatos históricos sobre el periodo. Los nuevos estudios estimulados por la obra de Westad han mostrado las presiones brutales, pero también las oportunidades que abrió la Guerra Fría, por medio de la interacción triangular entre los proyectos hegemónicos soviético y estadounidense, y los procesos de alineación de las élites locales del Tercer Mundo con el conflicto

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Este-Oeste. El involucramiento de las dos superpotencias trajo consigo intervenciones militares, golpes de Estado y sangrientas guerras civiles. Países tan significativos, desde el punto de vista demográfico y político, como Indonesia, o las vastas áreas pertenecientes a los eximperios europeos en África, fueron sacudidos por el cruce entre las dinámicas de confrontación bipolar y los procesos de transformación política y económica locales. La historiografía, sin embargo, ha destacado también los espacios de oportunidad que el nuevo sistema internacional generó para aquellos países o actores políticos que supieron o pudieron aprovechar el conflicto. Por ejemplo, en el caso argelino, como ha mostrado el trabajo pionero de Matthew Connelly, la capacidad del Movimiento de Liberación Nacional de aprovecharse de las dinámicas bipolares en beneficio propio fue un factor clave para la obtención de su independencia de Francia a mitad de los años sesenta. Lo mismo se podría decir para el caso del Egipto independiente, donde Gamal Abdel Nasser logró recibir apoyo económico y militar de ambas superpotencias, gracias a su capacidad de utilizar las corrientes bipolares a favor de su proyecto de construcción nacional y de desarrollo económico. Otro ejemplo es el caso de India, un país que fue capaz de jugar con las rivalidades bipolares para obtener ayuda y apoyo por parte de las dos superpotencias. En América Latina, la Guerra Fría produjo resultados similares a los experimentados por otras regiones del Tercer Mundo entre 1947 y el final de la década de los años ochenta. El continente vivió durante este periodo un aumento sustancial del intervencionismo estadounidense, experimentó una dramática polarización interna y, a largo plazo, vio el fortalecimiento de los actores más conservadores de los países de la región. Los golpes de Estado apoyados por la Central de Inteligencia Americana (cia) en Guatemala en 1954, o en Chile en 1973; los intentos estadounidenses de sofocar la Revolución cubana a partir de 1960; la intervención militar de Washington en países como República Dominicana en 1965; la lucha armada, adoptada al hilo de la Revolución cubana como instrumento de cambio social y la proliferación de inusitadas prácticas represivas llevadas a cabo por los regímenes dictatoriales de América del Sur testimonian de forma viva el impacto dramático que la Guerra Fría tuvo sobre el con-

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tinente. Al mismo tiempo, en América Latina, el conflicto bipolar pareció abrir oportunidades en un número reducido de casos. Realidades como las de Cuba, Costa Rica y México representaron casos de países que supieron adaptarse con cierto éxito al escenario desfavorable generado por la proyección del conflicto bipolar sobre el continente. Dentro del nuevo contexto historiográfico cuya evolución acabamos de reseñar, la incorporación de la historia de América Latina durante y en conexión con las dinámicas desencadenadas por la Guerra Fría ha avanzado lentamente. Existen pocos estudios de caso que relacionen, desde una perspectiva latinoamericana, los procesos políticos regionales o nacionales con las dinámicas activadas por la Guerra Fría y, sobre todo, apenas tenemos intentos de síntesis que adopten una escala hemisférica. Como ha subrayado hace tiempo Mark T. Gilderhus, la historia de América Latina durante y en relación con la Guerra Fría es fragmentada regional y temáticamente, y no hay acuerdo sobre su hipotética cronología. En este sentido, parece oportuna la afirmación de una importante estudiosa de la Guerra Fría en América Latina, Tanya Harmer, al indicar, en una reciente síntesis de la trayectoria histórica latinoamericana a lo largo del conflicto bipolar, que: “la historia de la Guerra Fría en América Latina sigue esperando a ser escrita”. En el caso latinoamericano, la producción historiográfica de autores particularmente influyentes como Stephen Rabe o Greg Grandin, sólo por citar algunos, ha mostrado cierta dificultad para abandonar una perspectiva analítica donde resulta predominante el análisis del papel de la política exterior estadounidense. El primer resultado de este enfoque es que la historia del continente entre 1947 y 1989 es relegada a un apéndice regional de la propia historia estadounidense; en segundo lugar, tenemos una abundancia de relatos que se han centrado en el estudio de las crisis espasmódicas que marcaron el periodo, planteadas principalmente como producto de las injerencias norteamericanas, que han dado lugar a una historiografía que podríamos definir como episódica. Por último, como ha destacado Richard Morse en su célebre ensayo El espejo de Próspero, esta perspectiva favorece una imagen continental como “víctima”, “paciente” o “problema” que impide ver, en cambio, los

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espacios de autonomía de los procesos políticos latinoamericanos, así como la presencia de procesos de resistencia o negociación que sucedieron de forma constante entre el poder hegemónico estadounidense y las distintas realidades latinoamericanas. Pero, más allá de la cuestión de la hegemonía norteamericana, ¿es posible encontrar un hilo conductor coherente que explique el periodo tomando en cuenta también las dinámicas internas de la región y la agenda de los actores locales? Es evidente que los estudios sobre la política exterior estadounidense y el impacto que ésta tuvo sobre el subcontinente son cruciales, dado el peso político y económico preponderante que, después de la Segunda Guerra Mundial, adquirió Estados Unidos en la región. Sin embargo, los trabajos de historiadores como Rabe y Grandin deberían constituir sólo una parte de nuestra apreciación de la trayectoria histórica latinoamericana durante la Guerra Fría. La otra parte de este relato tendría que explicar por qué y en qué forma las injerencias norteamericanas interactuaron con el sustrato político latinoamericano y, también, cuáles fueron los resultados de esta interacción. Finalmente, sería oportuno integrar al debate sobre la historia latinoamericana durante la Guerra Fría un eje de estudio relacionado con las relaciones que los países de América Latina mantuvieron, como parte del Sur global, con las otras regiones periféricas durante los años del conflicto bipolar. Algunos estudios de caso han avanzado en estas líneas intentando recuperar, sobre todo, un punto de vista latinoamericano en el estudio del impacto de la Guerra Fría sobre el área. Sin embargo, cabe señalar que estos trabajos, con alguna excepción, no acometen la tarea de buscar una interpretación general alternativa de la Guerra Fría en América Latina, distinta del relato tradicional que presenta el periodo como resultado de la hegemonía estadounidense. Con respecto al problema de la agenda latinoamericana, un primer intento de rescatar con lucidez los límites y la capacidad de los actores latinoamericanos de llevar a cabo una agenda político-económica autónoma, a pesar del peso constringente de las presiones bipolares, ha sido la investigación de Kyle Longley publicada a finales de los años noventa sobre la Costa Rica de José Figueres. Otro caso emblemático de heterodoxia, con respecto a los problemas historio-

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gráficos que hemos señalado, lo representa la obra de Piero Gleijeses; y, entre los muchos trabajos de este autor, vale la pena mencionar sus estudios sobre las misiones cubanas que, entre los años sesenta y ochenta, brindaron un apoyo decisivo a los procesos de descolonización en África. En sus reflexiones sobre este tema, a partir de la publicación en 2002 del libro Conflicting Missions, Gleijeses ha reconstruido con gran precisión la forma en que Cuba planificó y puso en marcha una estrategia de política exterior autónoma con respecto a las dinámicas bipolares y capaz para librarse de sus efectos constrictivos. En este sentido, según las reconstrucciones de Gleijeses, las misiones cubanas especialmente en África occidental acontecieron de forma autónoma con respecto a la política exterior soviética desafiando, además, tanto a Estados Unidos como a las fuerzas africanas que, como Suráfrica, se oponían al proceso de descolonización. A partir del trabajo de historiadores como Longley y Gleijeses, la historiografía sobre América Latina ha emprendido el camino hacia, en palabras de Max Paul Friedman, la retirada de “las marionetas”, para devolver a los países latinoamericanos su centralidad como actores históricos capaces de desarrollar una agenda política suficientemente autónoma en el contexto envolvente del conflicto bipolar. Pocos años después, la línea trazada por Westad a nivel global y por historiadores como Longley y Gleijeses para el caso latinoamericano ha sido retomada por la importante obra colectiva coordinada por Daniela Spenser, Espejos de la Guerra Fría, publicada en 2004. Este libro ha sido reeditado posteriormente en una versión en inglés: In from the Cold, en este caso coordinada por Spenser y Gilbert Joseph y provisto de nuevas secciones temáticas con respecto a la versión en castellano. Espejos de la Guerra Fría fue publicado poco antes de la aparición del libro de Westad y, sin embargo, ya se encuentra plenamente insertado en el debate que reivindica el papel de la periferia como agente histórico activo en el marco de los procesos detonados por la Guerra Fría después de 1947. El libro coordinado por Spenser y Joseph representa, ciertamente, un importante punto de inflexión historiográfica por la manera en que ha contribuido a transformar la forma de pensar la relación entre la región y las dinámicas bipolares. Sin embargo, se trata de una

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primera aproximación en la que la naturaleza del volumen editado limita en parte la construcción de un eje interpretativo sistemático de los procesos de interacción entre América Latina y el conflicto bipolar. Algunas de las líneas temáticas abiertas por el trabajo de estos autores han sido profundizadas en otra obra editada por el propio Joseph y Greg Granding, A Century of Revolution, publicada en 2010 y sobre la cual volveremos con más atención en la siguiente sección. Recientemente, el nuevo enfoque centrado sobre la perspectiva latinoamericana ha encontrado una recepción positiva en los trabajos de autores como Hal Brands, Eric Zolov, Patrick Iber o la propia Tanya Harmer. Aunque los autores mantienen significativas diferencias interpretativas y de intereses temáticos, en sus trabajos han logrado desplazar el hilo narrativo del problema de la hegemonía estadounidense al de los procesos locales continentales, y han intentado contribuir a la definición de una perspectiva latinoamericana del conflicto bipolar. Por otro lado, en el marco del proceso de renovación del ámbito historiográfico relacionado con el estudio de América Latina y la Guerra Fría, se debe registrar también la aparición de importantes trabajos producidos por autores latinoamericanos como Roberto García Ferreira, Aldo Marchesi, Hugo Fazio Vengoa y Cecília Da Silva Azevedo, entre otros. Como ocurrió con los trabajos de la nueva historiografía de la Guerra Fría mencionados con anterioridad, también en el caso latinoamericano el nuevo enfoque centrado en una perspectiva continental ha podido desarrollarse gracias al acceso a nuevas fuentes primarias procedentes de acervos documentales latinoamericanos antes inaccesibles a los investigadores. Brands es el primer estudioso en décadas en intentar pensar y escribir una síntesis continental de la experiencia latinoamericana durante la Guerra Fría. El trabajo de Brands representa una primera e importante aproximación hacia una síntesis del periodo, hecha a partir del punto de vista y de los procesos regionales latinoamericanos. Aunque su trabajo tiene el mérito de intentar superar el reduccionismo de los relatos históricos basados exclusivamente sobre el problema de la política exterior hegemónica estadounidense, también presenta algunos límites. En el ámbito cronológico, uno de los

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problemas principales es que el autor hace coincidir el comienzo de la Guerra Fría en América Latina con el triunfo de la Revolución cubana y descuida el análisis del periodo formativo del conflicto bipolar, comprendido entre finales de los años cuarenta y la década de los cincuenta. Además, la investigación tiende a reducirse a un estudio de las raíces de la violencia política que azotó con particular fuerza a América Latina durante los años setenta, más que a un estudio sistemático de la Guerra Fría en el subcontinente latinoamericano. Parte de la crítica ha señalado también el problema de la equivalencia que el autor establece entre la violencia política practicada por actores de derecha, particularmente por el Estado, y la producida por la izquierda revolucionaria. Finalmente, la recuperación del punto de vista latinoamericano no puede conducir, como el trabajo de Brands sugiere en algunos fragmentos, al desentendimiento de las responsabilidades históricas de la hegemonía estadounidense en determinar algunos de los eventos más traumáticos de la historia regional durante la Guerra Fría. Dentro de esta breve reseña, es importante mencionar la contribución de Eric Zolov y, en particular, su intento de reforzar un enfoque, al mismo tiempo latinoamericano y transnacional, del estudio de la década de los años sesenta. En el volumen especial Latin America in the Global Sixties, publicado por la revista The Americas y editado por Zolov, los distintos autores se proponen estudiar, desde una perspectiva transnacional, las contribuciones originales que países y actores latinoamericanos dieron, independientemente de las influencias europeas o estadounidenses, a la construcción de la década del disenso. Aunque el volumen se limita finalmente al estudio de la construcción de los espacios contraculturales latinoamericanos, refuerza la línea metodológica basada sobre una perspectiva regional. Es particularmente interesante, entre los trabajos que recientemente han intentado renovar el campo historiográfico sobre América Latina y la Guerra Fría, el estudio de Patrick Iber sobre la dimensión cultural del conflicto bipolar en la región. En teoría, el texto de Iber está acotado al estudio de algunas de las instituciones culturales más importantes que estuvieron involucradas directamente en la pugna ideológico-cultural continental que se desenvolvió en el marco de la Guerra Fría. Sin embargo, el trabajo tiene importantes

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implicaciones para nuestra comprensión general de la forma en que el conflicto bipolar se proyectó en el área. En particular, siguiendo el hilo del anticomunismo de algunos sectores de la izquierda continental, la investigación de Iber contribuye a resaltar la autonomía de los procesos políticos regionales con respecto al proyecto hegemónico estadounidense, y matiza el maniqueísmo de la contraposición entre derecha e izquierda como eje articulador del conflicto bipolar en América Latina. En su importante monografía sobre el derrocamiento del gobierno democrático de Salvador Allende en Chile, Tanya Harmer también ha intentado devolver protagonismo al punto de vista regional durante uno de los episodios más dramáticos de la Guerra Fría latinoamericana. En su obra, Harmer rescata la capacidad de los actores continentales de desarrollar sus propias agendas estratégicas y explora la forma en que las élites locales lucharon, independientemente de las presiones estadounidenses, su propia Guerra Fría en la región. Sin relativizar el peso de la política exterior de Washington en apuntalar el proceso que condujo al derrocamiento de Allende, Harmer ha reconstruido con gran habilidad el entramado de conexiones interamericanas que condicionaron el desarrollo de los eventos chilenos, dedicando especial atención al papel desempeñado por países como Cuba o Brasil. Dentro del ámbito de la historiografía latinoamericana, los autores mencionados han enfocado sus trabajos e investigaciones en múltiples direcciones: Fazio Vengoa, por ejemplo, ha analizado de forma interesante la historia de las relaciones entre la URSS y América Latina y, en particular, el modo en que los soviéticos construyeron una red de instituciones académicas para mejorar su entendimiento de la realidad latinoamericana. García Ferreira ha estudiado la relación entre los aparatos de seguridad estadounidenses, los de Uruguay y la trayectoria del exilio de Jacobo Árbenz después de su derrocamiento en 1954. Además, el historiador uruguayo ha estudiado la forma en que las dictaduras regionales centroamericanas, independientemente de las presiones estadounidenses y de forma paralela a los proyectos de la cia, tramaron acciones en contra del presidente reformista guatemalteco. Es sugerente también la investigación sobre los Cuerpos de Paz es­ta­ dou­nidenses en Brasil de Cecília Da Silva Azevedo. La historiadora

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brasileña coloca su trabajo dentro de una línea interpretativa poscolonial que matiza de forma convincente las interpretaciones más rígidas de las relaciones interamericanas producidas por la historiografía inspirada en la teoría de la dependencia o por autores norteamericanos. Sin negar el peso de la hegemonía estadounidense, en su trabajo, Da Silva Azevedo subraya la presencia de resistencias y los reajustes imprevistos en las jerarquías de poder predeterminadas. Finalmente, el trabajo de Marchesi se ha enfocado en el estudio de los movimientos armados de izquierda latinoamericanos durante los años sesenta y setenta. Las investigaciones del historiador uruguayo han reconstruido la forma en que los movimientos guerrilleros al Sur del continente reelaboraron de forma crítica las derrotas del foquismo cubano, dando vida a un nuevo repertorio de acciones pensado a partir de las especificidades de las realidades políticas, sociales y demográficas sudamericanas. Además, Marchesi ha mostrado la forma en que este proceso de reelaboración tuvo un carácter regional que trascendió los limites artificiales impuestos por la existencia de fronteras nacionales. Probablemente, como ha señalado el propio Marchesi en un ensayo de análisis historiográfico, el mayor límite de las aportaciones latinoamericanas sobre el impacto de la Guerra Fría en la región ha sido la imposibilidad de superar el ámbito nacional como unidad de análisis de sus investigaciones. La consecuencia principal de este enfoque “nacional” ha sido la escasa capacidad de elaborar síntesis históricas que coloquen al subcontinente como unidad de análisis y que permitan identificar la presencia de procesos y cronologías generales que nos ayuden a definir la Guerra Fría en su dimensión “regional” latinoamericana. Volviendo al problema de la falta de análisis general sobre América Latina y la Guerra Fría, recientemente Tanya Harmer se ha aventurado en un primer intento de superar la variable nacional y producir una síntesis interpretativa de lo que significó la Guerra Fría para el conjunto latinoamericano. A pesar de que esta iniciativa —de rellenar los vacíos presentes en la historia— tiene una naturaleza particularmente concisa, que limita su alcance, no deja de plantear una serie de elementos importantes para el debate de la definición del fenómeno y su posible cronología. Harmer propone analizar la Guerra Fría como un proceso de enfrentamiento ideológico entre

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el capitalismo y el socialismo. Según esta aproximación, es necesario situar el comienzo del conflicto en 1917, cuando los planteamientos marxistas encontraron una aplicación concreta en el régimen revolucionario soviético y una acogida importante en la propia América Latina. Aunque esta interpretación no resulta del todo persuasiva, tiene el mérito de contribuir a fomentar una discusión necesaria sobre el tema. En el próximo apartado se analizará el debate sobre el problema de las definiciones conceptuales y cronológicas de la Guerra Fría en América Latina, en un contexto en que la discusión historiográfica se encuentra todavía en una fase incipiente.

DEFINIR LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA: PROBLEMAS DE INTERPRETACIÓN Y DE CRONOLOGÍA

Como hemos visto, sólo recientemente y con cierta lentitud la historiografía ha empezado a estudiar la Guerra Fría en América Latina desde el punto de vista latinoamericano y no exclusivamente desde la perspectiva de la expansión y presión hegemónica estadounidense sobre el continente. Nos encontramos entonces con el problema de escribir una historia mínima del periodo y de sus problemas sin que exista, podríamos afirmar, una historia máxima sobre la cuestión. Este contexto historiográfico deficitario nos obliga a formular aquí un primer intento de reconstrucción tanto de las dinámicas que, desde un punto de vista latinoamericano, caracterizaron al periodo que conocemos como Guerra Fría, como de una cronología coherente de este proceso en la región. El énfasis sobre el punto de vista latinoamericano no significa prescindir de un análisis del papel desempeñado por el proyecto hegemónico estadounidense en el subcontinente; más bien, se trata de evaluar de qué forma los actores latinoamericanos se adaptaron a los cambios regionales que se produjeron a raíz de las mutaciones que el proyecto hegemónico estadounidense, global y regional, registró después del comienzo del enfrentamiento con la URSS. Al mismo tiempo, se trata de comprender qué nivel de autonomía mantuvieron las naciones y los actores latinoamericanos frente a dinámicas que, como las bipolares, tendían a reducir su espacio de maniobra.

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Para empezar nuestro recorrido, necesitamos precisar en qué medida y si es posible afirmar que la Guerra Fría —cuyo comienzo data de 1946 a 1947— constituyó en América Latina un periodo histórico diferenciado con respecto a las épocas precedentes. No se trata de una discusión banal ya que, por ejemplo, autores como el ya citado Grandin han formulado hipótesis que tienden a cuestionar la autonomía del periodo. En particular, Grandin, en su introducción al libro A Century of Revolution, ha planteado que, en el fondo, la Guerra Fría representó en América Latina la intensificación de dinámicas ya afloradas en las décadas precedentes. En este sentido, Grandin propone entender la historia reciente latinoamericana a partir de la suma de dos procesos evidentes por lo menos a partir de la Revolución mexicana. En primer lugar, el autor destaca los intentos de cambio revolucionario llevados a cabo por parte de distintos actores latinoamericanos con el objetivo de subvertir el orden oligárquico que había caracterizado la mayoría de los regímenes políticos surgidos de las guerras de independencia en contra del Imperio español. En segundo lugar, señala el peso creciente que la estrategia de contención de los cambios revolucionarios por parte del poder hegemónico estadounidense alcanzó a partir del comienzo del siglo xx. Para Grandin, estas dinámicas entraron ciertamente en una etapa más intensa, a partir de 1945, pero no por eso el inicio del conflicto entre la URSS y Estados Unidos delineó la presencia de nuevos procesos. En otras palabras, de acuerdo con esta lectura, el bipolarismo acentuó, mas no generó, la dialéctica conflictiva entre el cambio revolucionario y la contención hegemónica que podemos observar a lo largo de la Guerra Fría latinoamericana. Tanya Harmer, en uno de los estudios ya mencionados, propone analizar la Guerra Fría en América Latina como un proceso de enfrentamiento ideológico entre capitalismo y socialismo y sus respectivas ideas de modernidad. Como hemos observado antes, de acuerdo con esta interpretación, el comienzo del conflicto se remontaría, también en su vertiente latinoamericana, a un periodo comprendido entre 1917 y la Segunda Guerra Mundial. Según la estudiosa británica, a lo largo de este periodo los planteamientos marxistas encontraron una representación política sólida en el proyecto soviético y tuvieron una importante acogida en la propia América Latina, generando las

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condiciones para el enfrentamiento entre los modelos del capitalismo y el socialismo. En su lectura de la Guerra Fría como conflicto eminentemente ideológico, Harmer aplica al contexto latinoamericano el esquema interpretativo propuesto por Westad, quien, como hemos señalado, ha leído la Guerra Fría principalmente como disputa entre dos visiones de modernidad: la capitalista y la socialista. Estas dos interpretaciones plantean algunos inconvenientes desde el punto de vista interpretativo. En primer lugar, durante los años veinte y treinta, la mayoría de los grandes choques políticos en el interior de los países latinoamericanos se articularon a partir de un conflicto ideológico entre fuerzas nacionalistas, reformistas o radicales, y las vertientes ideológicas más conservadoras de las élites oligárquicas latinoamericanas. El zapatismo o el cardenismo en México, el “autenticismo” de Grau San Martín en Cuba, el aprismo peruano o el radicalismo argentino plantearon la necesidad de importantes cambios sociales colocándose, sin embargo, dentro de una senda nacionalista, en algunos casos explícitamente anticomunista y, sin duda, no marxista. Además, como muestra con claridad Patrick Iber en su libro La Guerra Fría cultural en América Latina, en esta fase la izquierda marxista se encontraba desgarrada por los conflictos internos, estimulados principalmente por la consolidación del estalinismo en la URSS. En este sentido, parecería correcto afirmar que en los años veinte y treinta los movimientos marxistas latinoamericanos estuvieron más concentrados en una suerte de Guerra Fría interna que en la pugna en contra de la modernidad estadounidense y, por ello, ampliamente marginados dentro de los contextos políticos regionales. Por último, habría que considerar que, cuando el papel de los comunistas adquirió más importancia, entre el final de los años treinta y la década de los cuarenta, su relación con las otras fuerzas políticas estuvo más marcada por una estrategia de colaboración que de antagonismo. En segundo lugar, es discutible afirmar que las intervenciones estadounidenses durante la primera parte del siglo xx sucedieron de forma sistemática para frenar los procesos de cambio regional. En México, por ejemplo, la lógica que las injerencias de Washington siguieron parecería estar más relacionada con la búsqueda de gobiernos estables y legítimos, como señala la decisión de no reconocer el

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gobierno de Adolfo de la Huerta, que con un intento de prevenir la consolidación del cambio social. Por otro lado, con la excepción de México, el Caribe y América Central antes de 1945, el peso de las injerencias hegemónicas estadounidenses no se comparó con el que alcanzó de forma tan dramática a partir de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. En las regiones meridionales del continente, el impacto de la hegemonía estadounidense fue más bien escaso hasta la segunda mitad del siglo xx. De hecho, el apoyo que Washington dio durante esta fase al instrumento multilateral panamericano muestra con claridad la debilidad y los límites del proyecto hegemónico estadounidense a escala continental, más que su naturaleza todopoderosa. Habría que tomar en cuenta, además, algo que la historiografía usualmente parece no considerar con suficiente atención: entre 1933 y 1945, a raíz de las políticas de buena vecindad del presidente Franklin Delano Roosvelt, Washington abandonó el intervencionismo como posible instrumento de su política exterior regional y la política exterior estadounidense, lejos de limitarlos, desempeñó un papel importante al apuntalar los procesos de cambio regionales. Es más, estudios recientes, como el de Tore C. Olsson, han mostrado que, durante esta etapa, hubo una importante convergencia ideológica entre el New Deal y los procesos revolucionarios latinoamericanos. Como muestra Olsson en su libro, la administración Roosevelt no sólo apoyó el proceso de redistribución radical de tierras lanzado por el presidente Lázaro Cárdenas en México, sino que lo utilizó como modelo para sus políticas de reforma agraria en el sur de Estados Unidos. En este sentido, resulta discutible la teleología que hay en la base de estas lecturas que, forzando una curiosa relativización de la etapa roosveltiana, generan una imagen largamente ahistórica basada en una presunta continuidad entre los años veinte y treinta, y las décadas de la Guerra Fría. Como podemos apreciar en este breve repaso, la reflexión sobre el problema de la definición de la Guerra Fría en América Latina implica pensar de forma paralela y consustancial su cronología. En otras palabras, se trata de interrogarse acerca de qué procesos definieron lo que llamamos “Guerra Fría en América Latina” y cuál es el arco cronológico en el que estas dinámicas se desarrollaron. El problema de la definición es agrandado por el hecho de que, como señala

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Harmer, la expresión semántica “Guerra Fría” ha sido formulada para definir una serie de procesos políticos inherentes al área geopolítica euroasiática. Cabe entonces preguntarse si la expresión Guerra Fría y los procesos que esta expresión quiere sintetizar tienen también relevancia para el contexto latinoamericano. Para deshacer estos nudos, en este trabajo empezamos con el planteamiento de la imposibilidad de desvincular la vertiente ideológica del proceso de transformaciones geopolíticas que acompañó al conflicto entre las dos superpotencias. La Guerra Fría fue, para decirlo de manera sintética, una confrontación ideológica entre dos visiones de la modernidad en competencia, la socialista y la capitalista, como ha sido planteado por Westad y como ha señalado Harmer al referirse al contexto latinoamericano. En este trabajo coincidimos con Westad y con Harmer en que, en el plano ideológico, esta contraposición ya existía a partir de la primera mitad del siglo xx. Sin embargo, aquí sugerimos que no fue hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial cuando ambas visiones contaron con las bases materiales adecuadas para adquirir atractivo y capacidades operativas globales. El triunfo de la URSS en los campos de batallas europeos otorgó a la opción socialista, en su vertiente soviética, la fuerza política, económica e ideal necesaria para proyectarse hacia el exterior con eficacia y para plantearse como una forma realmente competitiva de modernidad antagónica a la capitalista. Estas consideraciones valen también para explicar la capacidad estadounidense de proyectar a escala global, y de forma tan atractiva, su propia visión del mundo después de 1945. Fueron las consecuencias políticas y económicas de esta guerra las que permitieron a Washington acumular un poderío económico y militar que confirió una fuerte legitimidad a su interpretación de la modernidad. Es decir, si es cierto que el conflicto ideológico entre capitalismo y socialismo existió en el plano ideológico a partir de 1917, es difícil pensar que sin el vacío de poder dejado por la disolución de los imperios europeos y, consecuentemente, la transformación de la URSS y de Estados Unidos en superpotencias, sus visiones antitéticas de modernidad habrían podido tener tanta fuerza de atracción (y de imposición) en Europa y en el Tercer Mundo, como la que tuvieron después de 1945. En conclusión, como ha destacado Adame Tooze,

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aunque la idea de 1918 y 1919 como precedente de la Guerra Fría sea sugerente, la falta de simetría entre los dos poderes ideológicos, políticos y económicos, como la que prevaleció después de 1945 entre Estados Unidos y la URSS, la torna débil. Si lo que planteamos es cierto, es decir, si la Guerra Fría en cuanto tal no existió en los hechos hasta 1945, sería cuestionable utilizar este concepto en el contexto latinoamericano para definir procesos que preceden a esa fecha. En segundo lugar, la Guerra Fría, además de articularse alrededor de una contraposición entre modernidades antagónicas, constituyó o, mejor dicho, generó después de 1945 un sistema internacional nuevo, con una coherencia y reglas de funcionamiento distintas con respecto al precedente que se había basado en el orden europeo vigente. Sin añadir a la dimensión de conflicto ideológico la presencia de este sistema internacional regulado por la existencia de un antagonismo bipolar de orden militar, económico, jurisdiccional y no sólo ideológico, no podríamos entender eventos como la derrota de la revolución en Hungría en 1956, el triunfo del movimiento de independencia en Argelia culminado en 1962 o la transformación socialista de Cuba después de la victoria del movimiento nacionalista de Fidel Castro en 1959, sólo por citar algunos ejemplos. Sin duda, estos eventos se explican a partir de las herramientas ideológicas que el conflicto entre el socialismo y el capitalismo brindó a las élites o a los actores de los países mencionados. Sin embargo, es también la concurrencia de un sistema internacional caracterizado por reglas precisas de funcionamiento, capaz de suministrar recursos, incentivos y castigos, lo que ayuda a entender algunos desenlaces. El sistema internacional creado por la Guerra Fría impactó de forma decisiva y novedosa sobre la evolución histórica de las sociedades mundiales, delimitando o condicionando la capacidad de acción de los distintos actores nacionales, subnacionales o transnacionales. Este impacto se hizo sentir en Europa con la división que, desde “Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático”, fue vivida en carne propia por los habitantes del Viejo Continente. Sin embargo, su efecto fue inmediato también en otras áreas del globo, desde Irán hasta Corea, pasando por China. A pesar de la lejanía de los que fueron los focos iniciales del conflicto, también América Latina

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se vio impactada de forma clara y nítida por la conformación de nuevas estructuras y dinámicas de poder internacional que articularon, desde un punto de vista geopolítico, la Guerra Fría a partir de 19461947. Para concluir, en este estudio planteamos que fueron las mutaciones geopolíticas y materiales que ocurrieron después de 1945, y que dieron protagonismo a la URSS y a Estados Unidos como actores globales, las que contribuyeron a dar plenitud a un conflicto ideológico, entre el socialismo y el capitalismo, que se había gestado en potencia por lo menos desde 1917. Es necesario entender, entonces, de qué forma la nueva geopolítica de la Guerra Fría posterior a 1945 articulada a partir de esa contraposición ideológica fue absorbida y se entrelazó con los procesos locales. La Guerra Fría en América Latina representó, como han señalado Hal Brands y Soledad Loaeza, una “yuxtaposición” de conflictos y, añadimos nosotros, de distintas temporalidades. Las dinámicas de antagonismo geopolítico e ideológico, desencadenadas por el enfrentamiento entre Washington y Moscú a partir de 1946-1947, se entrelazaron con los procesos de cambio político, social y económico que se habían puesto en marcha en el subcontinente latinoamericano a partir de la crisis de 1929. Como ha subrayado Tulio Halperín Donghi, coincidiendo con lo que el historiador argentino ha definido como madurez del orden poscolonial latinoamericano al final de los años veinte, América Latina había emprendido un lento, dificultoso y heterogéneo proceso de ampliación de los perímetros políticos y sociales nacionales. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, este recorrido había desembocado en una progresiva democratización de una buena parte de los regímenes políticos continentales. Al mismo tiempo, la autarquía generada por la crisis de 1929, y posteriormente reforzada por la Segunda Guerra Mundial, había favorecido la puesta en marcha de un proceso de diversificación económica que apuntaba a la creación de un sector industrial más robusto y que había fortalecido los sectores urbanos de las sociedades latinoamericanas. Al final de la conflagración, como indica Halperín Donghi, el panorama político-­económico latinoamericano se caracterizaba así por una cierta predilección por el constitucionalismo democrático, complementado por un reformismo social cuya

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base económica estaba fundamentada en una estrategia de ampliación del sector industrial mediante políticas activas de sustitución de importaciones. La Guerra Fría, definida como nuevo sistema internacional antagónico, basado sobre una contraposición radical ideológica entre el socialismo y el capitalismo, se sobrepuso a estos procesos, interfiriendo con ellos de forma constante durante más de cuatro décadas, hasta moderar sus efectos hacia finales de los años ochenta. Al hablar de interferencias, consideramos que esta confrontación tornó más difíciles los procesos de cambio político y social en América Latina y, en consecuencia, las sociedades se vieron más polarizadas y propensas a la inestabilidad. Las interferencias que ocurrieron sobre este proceso al comenzar el conflicto bipolar se materializaron por medio de dos fases convergentes relacionadas, una con el ámbito internacional, que aquí definimos como “fractura externa”, y la otra con los escenarios domésticos de los países latinoamericanos, que hemos llamado “fractura interna”. En primer lugar, la Guerra Fría se extendió por el hemisferio como consecuencia de los cambios que experimentó la política exterior estadounidense hacia la región a partir del inicio de su confrontación con la URSS. Es cierto que, por lo menos hasta 1959-1960, la amenaza soviética no se manifestó de forma directa en el área. Sin embargo, al plantear Washington su enfrentamiento con Moscú como un conflicto de orden global, la política exterior estadounidense hacia América Latina registró profundos cambios. En particular, el reacomodo posterior a 19461947 produjo en el subcontinente una ruptura radical de la forma en que las relaciones interamericanas se habían articulado durante la larga etapa de las políticas de buena vecindad de Roosevelt. Durante los años treinta y cuarenta, la política exterior estadounidense había asumido paulatinamente un papel tolerante e incluso convergente con los procesos de cambio social continentales. A partir de 1946-1947, Washington volvió a recuperar una posición antagónica frente a las dinámicas de transformación que atravesaban las sociedades latinoamericanas. Por otra parte, la Guerra Fría en América Latina se caracterizó por una fuerte revitalización de los actores políticos y económicos

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más conservadores de las sociedades continentales, lo que hemos definido como “fractura interna”, causando una quiebra significativa en el avance del proceso de reforma política y social regional. Por razones ideológicas, económicas, sociales y de configuración del sistema internacional, los sectores más conservadores de las sociedades latinoamericanas habían visto su poder relativamente debilitado durante los años treinta y cuarenta. Sin embargo, las élites más conservadoras encontraron en la coyuntura diseñada por el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo del conflicto bipolar un espacio provechoso para recuperar protagonismo político y obstaculizar la consolidación de los procesos de democratización y ampliación de los derechos sociales. A continuación trataremos en detalle la naturaleza y evolución de las dos fracturas.

LA FRACTURA EXTERNA

Durante los años treinta y cuarenta, la política de “buena vecindad” y el impulso adquirido por el proceso de cambio político que se gestó a nivel continental después de 1929 se entrelazaron reforzándose recíprocamente. Durante este periodo, el poder hegemónico estadounidense acompañó, y no se opuso como había hecho, aunque de forma selectiva después de 1823, a los proyectos de cambio político y social continentales, apuntalando desde el exterior el proceso de ampliación de las angostas estructuras políticas y económicas continentales heredadas del periodo poscolonial. En primer lugar, a lo largo de las décadas de los años treinta y cuarenta hubo una convergencia creciente entre los modelos socio-­ económicos adoptados en el sur y el norte del continente. La tendencia hacia una mayor intervención del Estado en la regulación de la economía fue un proceso que ocurrió de forma paralela en gran parte de la región, principalmente como respuesta a la crisis de 1929. Con sus diferencias y matices, mayor planificación e intervencionismo estatal fueron ingredientes tanto del New Deal roosveltiano como del proceso de diversificación económica que marcó a distintas realidades latinoamericanas durante los años treinta y cuarenta.

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Además, la convergencia entre Norte y Sur fue reforzada por un escenario internacional donde el ascenso de los totalitarismos en Europa obligó a Washington a buscar, en clave defensiva, mayor diálogo con los países latinoamericanos. Uno de los resultados más importantes de este acercamiento fue la mayor tolerancia, cuando no entendimiento, que Washington demostró hacia algunos de los actores más comprometidos con los procesos de cambio social en América Latina, en muchos casos pertenecientes a movimientos nacionalistas y de corte populista. La reacción comedida de los Estados Unidos de Roosevelt frente a la nacionalización del petróleo llevada a cabo en 1938 en México por parte del presidente Lázaro Cárdenas, la cooperación con los gobiernos nacionalistas “auténticos” en Cuba o la relación de mutuo apoyo entre el Brasil de Getúlio Vargas y Washington, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, son sólo algunos de los ejemplos que ayudan a visualizar una relación distinta entre Estados Unidos y los movimientos de reforma social latinoamericanos. Como recuerda Marcello Carmagnani, desde un ángulo económico, la mayor convergencia entre Washington y los procesos de cambio en el sur del continente se hizo también evidente por medio del apoyo que distintas instituciones financieras públicas estadounidenses brindaron a los proyectos de desarrollo económico, industrialización y diversificación llevados a cabo por distintos gobiernos latinoamericanos. Durante los años treinta y cuarenta, organismos como el Export/Import Bank o el Fondo de Estabilización del Tesoro o la Agencia Federal de Préstamos fueron utilizados cada vez con más frecuencia para ayudar a las economías, las finanzas y la estabilidad de las divisas latinoamericanas. No es casualidad que, como resultado de esta convergencia en esta fase, como lo ha señalado Joseph, una figura como Fidel Castro citase más a Thomas Paine o a Jefferson que a Lenin, mientras Roosevelt representaba uno de sus grandes héroes políticos. Otro elemento significativo de esta nueva etapa de las relaciones interamericanas fue el abandono del intervencionismo militar estadounidense, una práctica que había caracterizado de forma preponderante la actitud diplomática de Washington hacia la región, especialmente en América Central y el Caribe, desde finales del siglo xix. En

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la VII Conferencia Internacional Americana celebrada en Montevideo en 1933, Washington abrazó el principio de no-intervención en los asuntos internos o externos de un país latinoamericano como nuevo elemento constituyente de su política hacia la región. La nueva postura estadounidense fue sancionada por decisiones como la retirada de sus tropas de Haití, país donde se encontraban estacionadas desde 1916, o la derogación de la Enmienda Platt en 1934, un apéndice aprobado por el Congreso de Estados Unidos e integrado a la Constitución cubana de 1901 que legalizaba las intervenciones de Washing­ ton en la isla. La convicción con que fue adoptado y sostenido este principio fue tal que, desde 1933 hasta 1954, fecha del golpe de Estado planificado por la cia en contra de Jacobo Árbenz, no hubo una sola intervención militar estadounidense en el continente. Finalmente, a lo largo de esta fase, también fue distinta la relación que se estableció entre Washington y los partidos comunistas latinoamericanos. Esta novedad fue el reflejo de la evolución del sistema de alianzas internacionales entre los años treinta y la Segunda Guerra Mundial y su impacto sobre las relaciones entre los comunistas estadounidenses y la administración de Roosevelt. Durante el New Deal, y especialmente entre 1936 y 1939, el Partido Comunista de Estados Unidos, liderado por Earl Browder, apoyó en el marco de la nueva estrategia frentista adoptada por el Comintern, en 1935, las políticas de reforma interna y la política exterior antifascista de Roosevelt. Después de la ruptura causada por la firma del pacto Ribbentrop-Molotov entre Stalin y Hitler, en agosto de 1939, la convergencia entre comunistas estadounidenses y Roosevelt volvió a reanudarse durante los años de la alianza que Moscú y Washington establecieron en contra de Hitler. En 1946, Browder llegó, incluso, a proponer la polémica disolución del Partido Comunista, alegando que la etapa de reformas rooseveltianas había eliminado los presupuestos para una solución revolucionaria de los problemas sociales del país. La posición de Browder fue correspondida por parte de los new dealers con una suerte de tolerancia velada hacia los comunistas estadounidenses, una posición que se acentuó durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Durante esos años, y como reflejo de estos eventos, la presencia de los comunistas en distintos gobiernos latinoamericanos o su apoyo

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externo a gobiernos reformistas en la región no suscitó problemas particulares para la diplomacia estadounidense. Los partidos comunistas latinoamericanos, por su parte, a raíz de la política frentista aprobada por el Comintern, habían flexibilizado su estrategia y se mostraron dispuestos a apoyar coaliciones amplias que respaldaran agendas de reforma. En Cuba, entre 1940 y 1944, en Chile entre 1936 y 1941, en Ecuador, durante los gobiernos de José María Velasco Ibarra, o en Costa Rica al final de la Segunda Guerra Mundial, los comunistas desempeñaron un papel cada vez más importante, apoyando significativas agendas de reforma social y política. En síntesis, las políticas de buena vecindad no generaron el proceso de ampliación de los perímetros políticos y sociales de las naciones latinoamericanas durante los años treinta y cuarenta. Sin embargo, sí se cruzaron con él y lo apuntalaron de forma proporcional a la importancia política, económica y militar que Estados Unidos había adquirido continentalmente durante los años treinta y cuarenta. Así como el ciclo de reformas había sido posible por una conjunción de factores internos y externos, la fase compleja en que entró después de 1945 se debió a la confluencia de variables domésticas e internacionales generadas al calor del conflicto bipolar. En este sentido, el cambio de la política exterior estadounidense hacia el subcontinente, como consecuencia del comienzo de la Guerra Fría, representó el factor que, desde una perspectiva externa, rompió el equilibrio reformador de los años treinta y cuarenta. La política exterior de Washington hacia la región no se mantuvo constante durante todo el conflicto bipolar. Como veremos, a lo largo de las distintas fases que atravesó la propia confrontación con la URSS y también en función del contexto de política interna, la política norteamericana fue cambiando las formas, las prioridades y, en definitiva, su manera de proyectarse en el hemisferio. No obstante, hubo continuidades importantes en la manera en que Washington lidió con América Latina a partir de su confrontación con Moscú. Estas continuidades generaron una política exterior que alteró irremediablemente lo que había sido el paradigma de interacción regional durante las presidencias de Roosevelt. En particular, las modificaciones que se aportaron al modelo roosveltiano devolvieron a la política exterior estadounidense el carácter antagónico que, con

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respecto a los procesos de cambio político y social continentales, había mantenido, aunque de forma selectiva y no sistemática, entre 1823 y 1933. En primer lugar, la Guerra Fría determinó la puesta en marcha de una política radical de anticomunismo que, como había ocurrido en Europa Occidental, presionó, coincidiendo con la aprobación de la Doctrina Truman (marzo 1947) y el lanzamiento de la estrategia del Containment, a los gobiernos latinoamericanos para que ilegalizaran o excluyeran del juego político a los partidos comunistas nacionales. Esta política, cuyos detalles examinaremos detenidamente en el próximo capítulo, representó una consecuencia directa de la perspectiva global con la que Washington se enfrentó a la URSS. A pesar de la escasa capacidad de proyección que la URSS tenía en América Latina en la tesitura posbélica, Washington veía los partidos comunistas latinoamericanos como quintas columnas de Moscú en el continente y, por ende, los consideraba un peligro para el mantenimiento de su hegemonía regional. La historiografía ha debatido de manera amplia, sin encontrar un consenso, sobre si la adopción de una estrategia tan agresiva de anticomunismo global representó una reacción estadounidense desmedida frente al peligro real que los partidos comunistas locales, especialmente en el caso latinoamericano, representaban en el marco del enfrentamiento con la URSS. Lo que sí es cierto es que la exclusión de los partidos comunistas, particularmente activos durante la década de los cuarenta, favoreció una rápida polarización de los contextos políticos nacionales latinoamericanos. Además, la exclusión de las fuerzas marxistas contribuyó a debilitar la alianza reformista que, entre el final de los años treinta y la década de los cuarenta, se había articulado en distintos países alrededor de un eje nacionalista-comunista. De hecho, el anticomunismo estadounidense se transformó, en distintos casos, en antinacionalismo, ya que, como ocurrió en Guatemala con el gobierno de Jacobo Árbenz o en Cuba durante las últimas fases del proceso insurreccional liderado por Fidel Castro, las fuerzas nacionalistas buscaron, como ya había ocurrido en algunos casos durante los años treinta y cuarenta, el apoyo comunista para sostener sus proyectos políticos. Oponiéndose a los comunistas, en Guatemala o en Cuba, Washington acabó por enfrentarse también a los proyectos de cambio promovido por fuerzas

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nacionalistas, limitando fuertemente el margen de maniobra de los bloques políticos progresistas y reduciendo su capacidad de interlocución con los actores políticos latinoamericanos reformadores. En síntesis, se podría decir que el anticomunismo de la política exterior estadounidense alentó una escalada de tensiones interamericanas, favoreció la polarización política interna y el auge de propuestas políticas conservadoras y/o autoritarias que Washington apoyó externamente en clave antisoviética. En segundo lugar, el comienzo de la Guerra Fría alteró también la política económica norteamericana hacia el subcontinente. En América Latina, el apego estadounidense a las posturas librecambistas que chocaban directamente con los proyectos de diversificación industrial proteccionista latinoamericanos se sintió con particular vehemencia. Washington se mostró reticente en apoyar, como sí lo había hecho durante los años cuarenta, los proyectos de desarrollo económico continental por medio de ayuda y préstamos de instituciones multilaterales como el Export/Import Bank o, después de 1945, mediante el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (hoy Banco Mundial). Esta actitud fue, en parte, fruto de un rechazo ideológico norteamericano frente a los proyectos de industrialización liderados por los Estados latinoamericanos y sus implicaciones proteccionistas y crecientemente estatalistas. Como ha afirmado Mario del Pero, la visión de reorganización posbélica internacional estadounidense, el llamado Embedded Liberalism, se basaba en la facilitación del libre comercio internacional y la remoción de los obstáculos al aumento de la inversión privada. Washington estaba convencido de que una mayor interdependencia económica serviría para facilitar el “crecimiento, garantizar estabilidad política y estimular la paz entre las naciones”. Es cierto que este modelo admitía, entre los elementos necesarios para su funcionamiento, la posibilidad de una importante intervención del Estado en la planificación y ejecución de políticas sociales internas. Sin embargo, esto no implicaba empatía hacia el proteccionismo y el estatalismo latinoamericanos y, todavía menos, simpatía para las peticiones de varios gobiernos de la región para que Washington apoyara con dinero público los proyectos desarrollistas. La reticencia de Estados Unidos en apoyar el desarrollismo latinoamericano fue también el producto de la nueva geopolítica de la

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Guerra Fría y de su impacto sobre las políticas estadounidenses de contención global del comunismo. En otras partes del mundo, Estados Unidos mostró cierta flexibilidad ideológica en la formulación de su política económica exterior. En Europa, con el Plan Marshall, en India, Afganistán o Egipto, con distintas formas de ayuda directa, la administración Truman y sucesivas presidencias apoyaron proyectos de desarrollo que preveían una amplia participación estatal y fuertes dosis de proteccionismo. Estas formas de cooperación con modelos de desarrollo económico, desde un punto de vista estadounidense heterododoxos, se mantuvieron hasta el final de la Guerra Fría, mostrando el lado pragmático de la política exterior de Washington. Sin embargo, en América Latina, la política exterior eco­nómica estadounidense expuso en este campo una fuerte intransigencia, bien ejemplificada por el lema adoptado por la administración Eisenhower: Trade not aid, con referencia a la estrategia que los países de la región tenían que adoptar para su desarrollo. Esta diferencia se debió a que la ausencia, durante la primera fase de la Guerra Fría, de una amenaza soviética tan directa como la que había en Asia, Medio Oriente o Europa disminuyó la capacidad de negociación de los gobiernos latinoamericanos frente a Estados Unidos. A partir de 1947, los recursos estadounidenses se canalizaron de manera creciente hacia los nuevos confines del conflicto bipolar, donde la amenaza global comunista era percibida como más apremiante. Primero Europa, y después Asia y Medio Oriente captaron crecientes cantidades de recursos económicos estadounidenses, privando a América Latina de aquel apoyo que en los treinta y cuarenta había contribuido a estabilizar y fomentar las economías regionales. Hubo excepciones importantes a esta norma, como ocurrió con la tolerancia e incluso apoyo norteamericano al proyecto desarrollista mexicano de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (pri) o al boliviano de los gobiernos del Movimiento Nacionalista Revolucionario (mnr). Además, a raíz de la Revolución cubana, que materializó por primera vez desde el estallido del conflicto bipolar la presencia de una amenaza soviética directa en el continente, Washington formuló por medio de la Alianza para el Progreso una estrategia de apoyo económico más sensible a las exigencias latinoamericanas.

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Sin embargo, se trató de un breve paréntesis, revertido en parte durante la administración de Lyndon B. Johnson. En comparación con otras regiones del Tercer Mundo, durante y a causa de la Guerra Fría, América Latina encontró más dificultades para sensibilizar a Washington acerca de sus necesidades económicas y de respeto hacia la autonomía de su modelo de desarrollo. Por último, con respecto a la etapa roosveltiana, la Guerra Fría marcó un regreso poderoso del intervencionismo militar estadounidense, directo o encubierto, en los asuntos internos de los países latinoamericanos. El papel crucial que tuvo la cia en el golpe en contra del gobierno guatemalteco de Árbenz en 1954, los múltiples intentos de truncar la Revolución cubana, el desembarco de marines en República Dominicana en 1965, el apoyo determinante que se otorgó a los militares golpistas en Chile que, en 1973, derrocaron al gobierno democrático de Salvador Allende o, finalmente, las intervenciones en América Central a lo largo de la década de los años ochenta pusieron una lápida sobre el principio no-intervencionista adoptado durante la era roosveltiana. Estas intervenciones respondieron a los nexos que Estados Unidos estableció entre los procesos y las agendas progresistas de cambio social local, que no siempre involucraban a actores de izquierda marxista, y su propio conflicto con la URSS. Las injerencias estadounidenses se intensificaron de forma importante después del triunfo de la Revolución cubana, un evento que, como veremos, materializó para Washington, por primera vez desde 1947, la presencia de una amenaza soviética directa y mediada por Cuba en el continente. Las intervenciones demostraban en gran medida la incapacidad de Washington de cooptar, liderando o coadyuvando, los procesos reformistas regionales, como había ocurrido durante los años treinta y cuarenta. El anticomunismo y el antinacionalismo estadounidenses, en contextos en que los comunistas y los nacionalistas apoyaban las agendas de reforma, inhibieron la capacidad de Washington para ejercer una hegemonía constructiva sobre los procesos de cambio, dejando en muchos casos el intervencionismo y la alianza con las fuerzas más conservadoras como única opción para controlar esos fenómenos. El peso de las presiones que la política exterior estadounidense ejer­ ció a partir de 1946-1947 en contra de los procesos de cambio en Amé-

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rica Latina fue directamente proporcional a la centralidad, ahora ya global, que Estados Unidos había adquirido desde un punto de vista económico y político después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1946, los actores latinoamericanos más comprometidos con los planes de reforma se enfrentaron a la suspicacia u hostilidad de una potencia que antes sólo era hemisférica y que ahora se había convertido en global. LA FRACTURA INTERNA

El segundo elemento que define lo que llamamos Guerra Fría latinoamericana fue la paulatina revitalización de los actores más conservadores de la región durante los años del conflicto bipolar. Nuevamente, la consolidación de estos sectores en los años posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial se puede entender si se considera la yuxtaposición de procesos y temporalidades distintas. Por un lado, esta revitalización descansó en fenómenos políticos y económicos cuya temporalidad se encontraba profundamente enraizada en las especificidades históricas de los contextos latino­ americanos. Por otro lado, este fenómeno se reforzó por la forma en que las nuevas dinámicas ideológicas, económicas y políticas generadas por el conflicto bipolar en el sistema internacional impactaron sobre América Latina, entrelazándose con su sustrato político y social. En algunas partes del subcontinente, el mayor dinamismo que adquirieron las fuerzas más conservadoras se debió, en gran medida, a la forma en que el proceso de reintegración económica del continente al orden económico internacional favoreció los proyectos político-económicos de la vieja oligarquía. La crisis del 29 y posteriormente el aislamiento comercial producido por las circunstancias creadas por la conflagración mundial habían supuesto un incentivo para el desarrollo de industrias locales, cuyas producciones suplieron la desaparición de las importaciones. Además, frente a la debilidad de los mercados externos, una parte de las élites económicas tradicionales había reaccionado diversificando parte de sus inversiones en los sectores más dinámicos de las economías nacionales, relacionados, principalmente, con las producciones industriales destinadas al mercado

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interno. En la mayoría de los países latinoamericanos, terratenientes e industriales abandonaron su predilección por el laissez-faire y no solamente toleraron, sino que buscaron que el Estado interviniera con políticas activas de estímulo del mercado interno. Por ello, como ha destacado Rosemary Thorp, en esa encrucijada, la diversificación industrial y la economía de exportación convivieron sin grandes conflictos intersectoriales. La conclusión de la guerra, sin embargo, terminó con la soledad latinoamericana, corrigiendo así la excepcionalidad de la coyuntura propicia para la diversificación y la industrialización. La reactivación económica y comercial internacional, así como la reconversión para usos civiles de la industria bélica estadounidense, eliminaron la ventaja del aislamiento comercial que había ocurrido a partir de 1929 en América Latina y pusieron a las industrias continentales frente al problema de la competencia con complejos manufactureros más desarrollados tecnológicamente y, por ende, más competitivos. La diversificación necesitaba ahora de una apuesta clara y determinada por parte de los gobiernos y de las sociedades latinoamericanas para poder llevarse a cabo. Albert O. Hirschman ha señalado que el crecimiento industrial pasaba de ser una respuesta natural a la crisis del 29, a la necesidad de transformarse en política de Estado. En particular, proseguir con la diversificación industrial en el nuevo escenario posbélico requería, como ha afirmado Halperín Donghi, que los recursos generados por las exportaciones fueran transferidos al sector industrial. La transferencia de estos recursos implicaba, a su vez, una extensa ampliación de las funciones del Estado en el ámbito fiscal, pero también en la capacidad de elaborar políticas activas de desarrollo industrial. En otras palabras, proteccionismo e intervencionismo estatal representaban medidas indispensables para proteger el proceso de diversificación en la nueva coyuntura posbélica. Este escenario ponía a las sociedades latinoamericanas frente a la disyuntiva de tener que elegir entre dos modelos que, desde un punto de vista de las políticas macroeconómicas, presentaban profundos problemas de compatibilidad y armonización. El enfrentamiento entre opciones económicas distintas reflejaba la contraposición entre actores políticos y sociales con diferentes visiones de sus respectivas sociedades. Especialmente en los países de

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mayor tamaño, donde la diversificación económica había sido más incisiva, la industrialización era apoyada por una coalición de grupos sociales que por distintas razones se habían beneficiado del crecimiento del sector manufacturero. Durante los años treinta y cuarenta el proceso de diversificación había implicado un importante aumento de los sectores obreros en países como Argentina, Uruguay, Chile, Brasil y México. Además, el crecimiento del mercado interno y la ampliación de la burocracia estatal habían generado un incremento significativo de las clases medias urbanas. Debe señalarse, también, que una parte importante de las nuevas industrias dependía, en un contexto de mayor competencia internacional, de la ayuda y protección estatal para poder prosperar y del mercado interno para colocar su producción. Todos estos sectores veían favorablemente la consolidación de un modelo económico que les había generado beneficios y estaban dispuestos a apoyar la ampliación de aquellas funciones del Estado necesarias para reforzar la diversificación. Después de la Segunda Guerra Mundial, los núcleos sociales que se habían beneficiado de la industrialización durante los años treinta y cuarenta se volvieron centrales para la puesta en marcha y la defensa de una serie de políticas definidas como desarrollistas, que a nivel continental encontraron en Raúl Prebisch y la Comisión Económica para América Latina (cepal) sus principales teóricos y voceros. Con variaciones importantes, el desarrollismo apostó por una estrategia de industrialización por sustitución de importaciones basada en medidas de proteccionismo comercial, en el aumento del intervencionismo estatal en el plano monetario y fiscal, en la planificación económica y, en algunos casos, en la adopción de leyes de reforma agraria. La forma en que la defensa de la modernización económica, por medio de la industrialización, encontró representación política mostró un importante nivel de eclecticismo en la región. El populismo, es decir, una alianza interclasista entre sectores obreros, de clase media urbana y manufactureros dependientes del Estado, fue la opción que se desarrolló de forma más emblemática en países como Argentina y Brasil durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En estos países, como ha señalado Antonio Annino, la defensa de la supuesta modernidad económica no se canalizó necesariamente por

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medio de mecanismos democrático-liberales. El populismo, en cambio, se caracterizó por la presencia de fuertes procesos de movilización social y amplios índices de sindicalización que se concretaron bajo el paraguas de un régimen político de rasgos autoritarios o semi-­ autoritarios y con fuertes tintes corporativistas. Es decir, los populismos privilegiaron, aunque con importantes matices, la ampliación de los derechos sociales sobre la defensa de los derechos políticos; rasgos característicos de este fenómeno se pueden encontrar también, con cierto adelanto, durante los años treinta en la etapa cardenista de la Revolución mexicana. El “autenticismo” cubano de Grau San Martín o Prío Socarrás contenía también algunos elementos típicos del modelo populista resguardados, sin embargo, dentro de una matriz constitucional de tipo liberal-democrático. Otra de las modalidades por las que se manifestó este tipo de tendencia política fue, como en el caso de Chile o Ecuador, a través de alianzas entre fuerzas liberales y partidos de inspiración marxista, bajo la forma de los frentes populares. Asimismo, en el repertorio latinoamericano no faltaron experimentos genuinos de democracia socialmente incluyente como en Uruguay y Costa Rica. A nivel general, se podría afirmar que el nacionalismo, entendido como proyecto de consolidación de un Estado-nación representativo de los intereses de distintos actores sociales frente al proyecto oligárquico, fue el elemento que caracterizó, desde un punto de vista ideológico, a la mayoría de los actores reformistas latinoamericanos de la época, fueran populistas, socialistas o democráticos. En cambio, a la adopción de la industrialización como modelo de desarrollo integral se oponían aquellas fuerzas, probablemente menos significativas desde un punto de vista numérico, pero tradicionalmente más vinculadas a los centros de poder político y económico, que consideraban el proyecto desarrollista incompatible con su visión socioeconómica. Las medidas desarrollistas favorecían un proceso de acumulación del capital considerado dañino para el sector exportador que, en cambio, necesitaba de unas políticas comerciales de apertura hacia el exterior y de una intervención reducida del Estado en la regulación de los procesos económicos nacionales. No es casualidad que, de hecho, en un país como México, el proceso de industrialización liderado por el Estado haya encontrado un consenso muy am-

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plio entre los distintos sectores sociales y políticos. En esta nación la Revolución mexicana había destruido la vieja oligarquía terrateniente, eliminando así un peligroso enemigo de la modernización económica por medio de la industrialización. En su oposición hacia las políticas activas de industrialización, los sectores exportadores estaban acompañados por aquellos núcleos industriales que, por su tamaño o conexiones internacionales, podían prescindir de la ayuda y la protección estatal. Estos núcleos económicos veían con recelo la construcción de un Estado proteccionista, fiscalmente fuerte y orientado hacia una mejora de las condiciones obreras, medidas todas que aumentaban sus costos de producción. La candidatura del barón azucarero Robustiano Patrón Costas, por parte del Partido Demócrata Nacional (pnd), en las elecciones argentinas de 1943, ofrece un ejemplo emblemático de la naturaleza de estos sectores. Como ha señalado Torcuato di Tella, Patrón Costas representaba un núcleo de poder conectado a la economía de exportación que, aunque no descartaba cierto apoyo por parte del Estado, se oponía de forma tajante al proteccionismo sistemático que necesitaba la incipiente industria del país para sobrevivir en la encrucijada de la segunda posguerra. Para estos actores, oponerse a un modelo económico que juzgaban incompatible con sus intereses implicaba limitar la capacidad de influencia política de los sectores que se habían beneficiado de la industrialización. Después de la Segunda Guerra Mundial, el retorno hacia regímenes de liberalismo-constitucional con sufragio limitado o, directamente, la adopción de fórmulas autoritarias, representaron las estrategias privilegiadas por los sectores oligárquicos o de derechas. Como han mostrado los trabajos de Juan Linz, Guillermo O’Donnel o Fernando Henrique Cardoso, en el caso latinoamericano la preferencia de las élites económicas por modelos autoritarios se debía a la demostrada facilidad de acceso a los procesos decisionales a través de canales informales que estos regímenes les garantizaban. Al contrario, estos estudios han señalado que los modelos autoritarios han mostrado usualmente una fuerte tendencia a reducir el impacto de los grupos populares sobre los procesos de toma de decisiones.

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Es importante señalar que el comienzo de la Guerra Fría, desde sus fases iniciales, contribuyó a inclinar la balanza de las relaciones de fuerza a favor del proyecto económico y político respaldado por los sectores más conservadores de las sociedades latinoamericanas. Por un lado, como hemos señalado, la propia dinámica de reconexión del subcontinente con los flujos comerciales internacionales puso en tela de juicio las ventajas del proceso de diversificación, volviendo a reforzar la posición de los defensores, políticos y económicos, de las ventajas comparativas. Por otro lado, el sistema internacional imaginado por la nueva potencia hegemónica, basado en una concepción liberal del orden económico mundial, era evidentemente más compatible con el proyecto respaldado por estos sectores. En este sentido, el liberalismo económico de las élites oligárquicas facilitaba su alineación con el antidesarrollismo de la política exterior estadounidense en contra de aquellos grupos nacionalistas que, por distintas razones y posiciones ideológicas, defendían un modelo de desarrollo y de sociedad basados en la industrialización liderada por el Estado. Además, los sectores más conservadores de las sociedades latinoamericanas se vieron reforzados también por la puesta en marcha de políticas anticomunistas que el comienzo de la Guerra Fría favoreció en la región. Como se ha señalado, especialmente entre el final de los años treinta y la primera mitad de la década de los cuarenta, actores y partidos de inspiración marxista habían participado activamente en el proceso de consolidación democrática y de ampliación de los derechos sociales en el continente. La expulsión de los comunistas del juego político democrático, que tuvo lugar en numerosos países de la región después de 1947, tuvo el efecto inevitable de reforzar los grupos que habían sido antagónicos en los procesos de cambio social y político en sentido más inclusivo. Asimismo, el anticomunismo constituyó una poderosa coartada para tratar de bloquear cualquier intento de reforma social llevado a cabo incluso por grupos no marxistas. En un ambiente enrarecido por la histeria anticomunista, no resultó difícil limitar la capacidad de maniobra de grupos políticos reformistas simplemente acusándolos de ser marxistas. La acusación pretendía basarse en el hecho de que ambos grupos compartían, efectivamente, agendas de reforma profunda de los sistemas políticos, económicos y sociales latinoamericanos. Ça va sans

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dire que la alianza que los grupos más conservadores mantuvieron con Washington, a partir de una postura común de oposición a la supuesta amenaza comunista, representó otro poderoso aliciente para que las fuerzas más conservadoras recobraran protagonismo y fortaleza después de 1945. La combinación de estas dinámicas permite comprender la relativamente rápida inversión del proceso de democratización y el avance social germinado hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, y que para los primeros años cincuenta había sido revertido en numerosos países de la región. A final de los años cincuenta y a lo largo de la década de los sesenta, la consolidación de proyectos conservadores entró en una nueva y acelerada fase. Esto se debió a que la coalición que había apoyado durante los años treinta y cuarenta el proceso de diversificación económica se fue desarticulando incluso en aquellos países —como Chile, Argentina o Brasil— en donde había sobrevivido después de 1945, dando como resultado que la industrialización y el nacionalismo incluyente o democrático tomaron distintos caminos en muchos casos. En Brasil, a partir de 1964, o en Argentina en 1966, podemos observar la consolidación de gobiernos nacionalistas, favorables a la industrialización y, sin embargo, opuestos a los procesos de ampliación de la participación popular. En Chile se observa, también, el incremento sustancial de tensiones intersectoriales dentro de la coalición político-económica que había apuntalado la consolidación democrática, la industrialización y el avance social, conduciendo a un diferendo entre el capital y el trabajo que habría de profundizarse hacia finales de los años sesenta y principios de la siguiente década. De alguna forma, desde la segunda mitad de los años sesenta, con la excepción significativa de México, en muchos países latinoamericanos empezó a plantearse la posibilidad de una industrialización sin desarrollismo. Y, durante los años setenta, la disociación entre ambos elementos se volvió, de hecho, un rasgo típico de los regímenes militares de América del Sur. La estrategia de las juntas militares apostó claramente por desmantelar con sistematicidad las políticas activas de industrialización, apoyándose en el gran capital nacional monopolista, en alianza con las grandes inversiones interna-

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cionales y con los sectores exportadores para generar, supuestamente, un nuevo y más exitoso modelo de desarrollo. La mutación de los proyectos de desarrollo económico, el reajuste de las alianzas políticas y la irrupción de los militares en la vida política de un número importante de países latinoamericanos estuvieron directamente conectados con dos procesos que maduraron hacia el final de los años cincuenta y durante la década de los sesenta. En parte, como ha destacado Richard Gillespie al referirse al caso argentino, la escisión entre intereses industriales y populares se debió a que, en el escenario de los años sesenta y setenta, caracterizado por una creciente competencia del capital internacional con el capital nacional, “los sacrificios de la clase obrera, y no sus mejoras”, representaron “una condición previa esencial para aumentar los niveles de inversión y el crecimiento capitalista nacional”. Las crecientes tensiones entre capital y trabajo se debieron al hecho de que, para el final de los años cincuenta, las políticas de industrialización por sustitución de importación habían completado su primera fase, o easy phase. La necesidad de reajustar las políticas macroeconómicas relacionadas con el proceso de diversificación generó fuertes tensiones entre los sectores económicos de las sociedades latinoamericanas y, como destaca Eduardo Silva, en particular, entre el capital y el trabajo, y en quiénes debían pagar el costo de los ajustes. Sobre estas tensiones se injertaron las dinámicas desestabilizadoras generadas por la segunda gran novedad que se produjo hacia el final de la década de los años cincuenta, es decir, el triunfo de la Revolución cubana. Esta revolución facilitó la regionalización o, en palabras de Harmer, una “latinoamericanización” de la Guerra Fría. Es decir, después del triunfo revolucionario cubano, las sociedades latinoamericanas absorbieron internamente y de una forma mucho más sistemática los ejes conflictivos que sustanciaron el conflicto bipolar. Como hemos señalado, la mayoría de los países de la región registraron a partir de 1959 una fuerte polarización interna que se materializó en el enfrentamiento entre quienes apoyaban la revolución y su paradigma de cambio y un grupo heterogéneo que veía con miedo las posibles consecuencias de adoptar el modelo cubano. El nivel de polarización fue proporcional a la atracción que generó la revolución, sobre todo, en amplios sectores de las juventudes

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latinoamericanas. Esta capacidad de atracción radicó en el hecho de que la Revolución cubana mostró un camino posible de resistencia frente a las dificultades que los movimientos de cambio social habían encontrado en el subcontinente después de 1946-1947. Asimismo, su triunfo reveló la posibilidad de solucionar, por medio de una ruptura radical, el problema de las relaciones con el poderoso vecino norteamericano, cuyas injerencias hegemónicas se habían acentuado fuertemente después de 1947. En este sentido, el socialismo como medio para avanzar en la modernización económico-social y el emplazamiento de este proyecto bajo el paraguas geopolítico soviético representaron una propuesta de ruptura radical y, sin embargo, particularmente atractiva para hacer frente a los dilemas que el comienzo de la Guerra Fría había planteado para los procesos de cambio social en América Latina. Fidel Castro mostraba que, de seguir el ejemplo cubano, las fuerzas comprometidas con el cambio no necesariamente tenían que acabar como el proyecto de Árbenz, aplastado por la tijera conformada por las élites conservadoras nacionales y la potencia hegemónica estadounidense. El atractivo de la vía cubana fue amplificado por los intentos de la élite revolucionaria para exportar su modelo a los otros países latinoamericanos. Como veremos en las páginas que siguen, después del triunfo de los barbudos, Cuba se transformó en un verdadero hub revolucionario y La Habana apoyó con dinero, armas, entrenamiento militar e ideológico a un número muy importante de ciudadanos latinoamericanos decididos a transformarse en revolucionarios. No es extraño que la receta propuesta activamente por la Revolución cubana haya resultado atractiva para amplios sectores de la izquierda latinoamericana nacionalista y marxista. Tampoco resulta sorpresivo que el entusiasmo revolucionario de las juventudes latinoamericanas se transformara en pavor entre los sectores conservadores. De hecho, la inestabilidad social producida por la radicalización de la lucha política contribuyó a empujar a sectores de la emergente clase media urbana y a grupos industriales a prestar su apoyo a soluciones políticas más conservadoras que, sin embargo, daban la ilusión de una mayor estabilidad interna. Aunque el tema necesita ser investigado a profundidad, los trabajos de Soledad Loaeza y de Ariel Rodríguez Kuri sobre el México de los sesenta, o de Sebastián Carassai

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para la Argentina de los setenta, muestran claramente un fuerte desplazamiento de las clases medias urbanas hacia posiciones más conservadoras, quizás no en el orden cultural, pero sí en el ámbito político. Esta dinámica permite comprender la asunción, madurada durante los años sesenta y llevada a sus consecuencias más extremas a lo largo de la década siguiente, de un papel cada vez más protagónico por parte de las instituciones militares en la vida política de muchos países latinoamericanos. Aunque, como ha señalado Alain Rouquié, las instituciones castrenses tenían en América Latina una larga tradición de partidismo e injerencia en la vida civil, en los años setenta este fenómeno asumió un carácter más radical y sistemático. Durante esta etapa, los ejércitos, especialmente en los países de América del Sur, no intervinieron como en el pasado con el único fin de regular el funcionamiento del sistema político, generalmente a favor del statu quo, cuando éste parecía incapaz de cumplir sus funciones. En esta nueva fase, la intervención de los militares tuvo objetivos más ambiciosos, cuyo fin último estuvo representado por la reorganización radical de las estructuras sociales y económicas de sus respectivos países. Los militares respondían, desde una perspectiva ultraconservadora, a los retos planteados por la Revolución cubana y a su impacto polarizador y, también, al desgaste del modelo relacionado con la industrialización por sustitución de importaciones (isi). Dentro de este contexto, su estrategia apuntó hacia la eliminación física de los sujetos más radicalizados y hacia la construcción de nuevas bases económicas que, además, eliminaran de raíz cualquier capacidad de movilización de las masas populares. La presencia de un diseño de reorganización nacional tan amplio explica por qué los militares no se limitaron a la represión feroz de los sectores insurgentes en sus respectivos países. La desarticulación del modelo desarrollista, la alianza con las inversiones extranjeras y con algunos grupos poderosos del empresariado nacional y, evidentemente, con los viejos sectores exportadores, representaron la estrategia de las fuerzas armadas para eliminar de raíz las causas de las convulsiones vividas por muchos países latinoamericanos después de 1959. En el fondo, los militares y sus aliados interpretaron correctamente que el modelo desarrollista había representado la base estructural que había favorecido el crecimiento numérico de las masas populares y su

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capacidad de movilización y, por ende, la extensión de sus derechos. Eliminar las estructuras desarrollistas y adoptar nuevas formas de acumulación de capital planteaba la posibilidad de destruir las bases de la fuerza alcanzada por los sectores populares entre los años treinta y la década de los sesenta. Nuevamente, la capacidad de maniobra que los militares tuvieron en la implementación de sus proyectos ultraconservadores no sería comprensible sin tomar en cuenta el soporte externo recibido por la política anticomunista estadounidense, en el marco de su conflicto con la URSS y, después de 1960, con la Cuba socialista. Si las fuerzas armadas latinoamericanas y las élites más conservadoras percibieron con miedo la capacidad de la Revolución cubana de cambiar los equilibrios de fuerza dentro las sociedades latinoamericanas, Washington temió su capacidad de modificar los equilibrios de poder regionales a favor del Bloque Socialista. El proyecto castrense de eliminación física de los sectores radicales y de las estructuras que habían hecho posible la movilización popular, a pesar de las dramáticas violaciones de los derechos humanos que implicó, coincidió con las prioridades de seguridad regional de Washington, recibiendo así un amplio apoyo por su parte. Hasta que la pugna entre Estados Unidos y la URSS finalizó, a principio de la década de los noventa, pudo romperse la convergencia entre anticomunismo estadounidense y proyectos conservadores latinoamericanos, permitiendo a las dinámicas políticas continentales recobrar importantes espacios de autonomía. En síntesis, en nuestro intento de definición del fenómeno Guerra Fría latinoamericana, podemos identificar un proceso de transformación socioeconómica y política iniciado en América Latina a partir de 1929, y una segunda dinámica puesta en marcha por el comienzo del conflicto bipolar, expresado en un primer momento en la política exterior estadounidense hacia la región. Ambas dinámicas se cruzaron a partir de 1946-1947, quedando entrelazadas hasta la década de los ochenta. El cruce y choque de estos dos procesos en el subcontinente dio lugar a un periodo histórico con una autonomía propia con respecto al precedente y, como veremos, con una cronología específica. A este periodo y a estas dinámicas les podemos denominar, por lo tanto, como Guerra Fría latinoamericana.

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LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA: SU RELACIÓN CON LA CRONOLOGÍA GENERAL DEL CONFLICTO BIPOLAR

La cronología interna de la Guerra Fría en América Latina no corresponde del todo con los bloques temporales en que ha sido dividida tradicionalmente la historia del conflicto. Generalmente la historiografía ha dividido la Guerra Fría en una primera fase de enfrentamiento agudo entre las dos superpotencias, entre 1947 y la mitad de los años cincuenta, con su epicentro en Europa y una parte de Asia. La partición de Europa entre los dos bloques, con episodios tan dramáticos como el bloqueo de Berlín en 1948, o la Guerra de Corea en Asia que, con más de un millón de víctimas, fue uno de los episodios más cruentos de la confrontación bipolar, representarían algunos de los eventos característicos de este periodo. Una segunda fase empezaría con la muerte de Stalin en 1953 y la asunción del poder por parte de Nikita Jruschov. Esta segunda etapa se caracterizaría por un primer intento de distensión entre las dos superpotencias. El lanzamiento de la llamada coexistencia pacífica en 1955, la estrategia del nuevo líder soviético para desplazar el conflicto de la posible confrontación militar a una competencia entre modelos de sociedad y de desarrollo, produjo, efectivamente, la ilusión de una posible relajación del conflicto. Sin embargo, esta fase se vio bruscamente interrumpida por la Crisis de los Misiles en Cuba, en octubre de 1962, y por el desbordamiento del conflicto de los territorios eurasiáticos hacia las periferias del mundo, incluyendo a Medio Oriente, África y América Latina. La paulatina regionalización de la Guerra Fría fue, en realidad, una consecuencia directa de la coexistencia pacífica lanzada por Jruschov, pues tal estrategia implicó una absorción completa de las periferias mundiales, el así llamado Tercer Mundo, en las dinámicas de conflicto entre Moscú y Washington. Según la cronología convencional, la destitución de Jruschov en 1964, en buena parte como consecuencia de las tensiones generadas en el seno de la élite soviética a raíz de la Crisis de los Misiles, habría conducido gradualmente a un nuevo intento de distensión. Conocido como la Détente, éste habría culminado en la década de los años

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setenta con la aprobación de una serie de acuerdos internacionales sobre control de armamentos, los Strategic Arms Limitation Talks Agreement, o salt i (1972) y ii (1979), y los acuerdos de Helsinki, en 1975, en los que se reconocía de manera formal el respeto a la soberanía del adversario y a su integridad territorial, además de ofrecer una serie de instrumentos para la tutela de los derechos humanos en las respectivas zonas de influencia. En la tercera etapa, según la interpretación más clásica, las tensiones político-militares entre las dos grandes potencias se agudizaron nuevamente al concluir los años setenta y culminaron al final de los años ochenta con la implosión del Bloque soviético, su disolución, la supuesta victoria del Bloque occidental y la conclusión de la Guerra Fría. Como se ha señalado, la periodización de la Guerra Fría en América Latina pareció seguir una cronología distinta de la que hemos delineado. A diferencia de Europa y Asia, en el subcontinente latinoamericano los primeros años del conflicto impactaron de forma indirecta y menos violenta. En esta fase, la región experimentó las consecuencias de la Guerra Fría, sobre todo a partir de su reubicación político-económica dentro del nuevo sistema internacional. El resultado de este proceso fue una gradual inversión de las dinámicas de democratización y una desaceleración de las agendas de ampliación de los perímetros sociales de las naciones latinoamericanas, como muestran con bastante claridad los casos de Colombia, Perú, Venezuela y Cuba entre 1948 y 1952. No obstante, hay que destacar que no se trató de un proceso homogéneo. Aunque países como Brasil, Chile y Argentina también experimentaron el impacto negativo del comienzo de la Guerra Fría sobre los procesos de cambio social o político, durante esta etapa no hubo fenómenos tan bruscos como los golpes de Estado que ocurrieron en los países citados. Finalmente, como veremos en la siguiente sección, países como México y Costa Rica, resistieron, incluso, con mayor eficacia el impacto desestabilizador de la primera etapa de la Guerra Fría en la región. A lo largo de esta primera fase, el continente vio una fuerte acumulación de tensiones sociales y políticas internas, unida a un aumento significativo de las fricciones con Estados Unidos. Sin embargo, en este periodo América Latina no experimentó la virulencia con que se

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vivió el inicio del conflicto bipolar en Europa o en algunas regiones de Asia. La conclusión de esta primera y relativamente menos turbulenta etapa del paso de América Latina por las dinámicas activadas por el conflicto bipolar llegó de la mano del golpe de Estado orquestado en Guatemala por la cia, en contra del gobierno reformista de Jacobo Árbenz. La caída de éste en 1954, producida por la oposición de los sectores guatemaltecos más conservadores a los proyectos de reforma promovidos por el presidente y por la intervención en clave anticomunista de Estados Unidos, mostró, por primera vez, todas las potencialidades destructivas que el conflicto bipolar podía alcanzar en el subcontinente. En particular, el golpe reveló de qué forma tan poderosa las grandes fracturas ideológicas y geopolíticas producidas por la Guerra Fría podían amplificar y radicalizar los conflictos locales, provocando resultados muy dramáticos. Sin embargo, fue a partir de 1959, con el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista por parte del Movimiento 26 de Julio y la decisión de Fidel Castro de transformar en sentido socialista el proceso revolucionario cubano, cuando América Latina se incorporó plenamente a la primera línea del conflicto bipolar. El triunfo de la Revolución cubana y su plena incorporación al campo socialista liderado por la URSS representaron un punto de inflexión y guiaron la región hacia una segunda y mucho más conflictiva etapa de su proceso de interacción con el conflicto bipolar. Lo que caracterizó este periodo fue la rápida expansión de grupos guerrilleros apoyados por La Habana, principalmente de tipo rurales, a lo largo y ancho del continente. Esta segunda etapa de fervor revolucionario dio la ilusión de que la revolución y sus acólitos regionales tenían realmente los medios y las capacidades para cambiar las relaciones de fuerza internas en las sociedades latinoamericanas y, consecuentemente, la posición de la región en el marco del conflicto EsteOeste. En este sentido, América Latina no sólo no experimentó los halagos de lo que en Europa se presentaba como un primer intento de distensión, sino que, las tensiones generadas por el dinamismo cubano, que encontraron su colofón en la Crisis de los Misiles de 1962, pusieron fin al primer intento de arreglo entre las dos superpotencias.

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Esta segunda etapa de la Guerra Fría latinoamericana llegó a su conclusión a finales de la década de los sesenta. La transición hacia una nueva fase del conflicto en el área latinoamericana no se debió tanto a un relajamiento de las tensiones internas e internacionales; más bien, fue el producto del desgaste de la ofensiva revolucionaria en el continente y el comienzo de una contraofensiva represiva sin precedentes que catapultó al subcontinente hacia una de sus etapas más oscuras. Como se comentó antes, la polarización y la inestabilidad social coadyuvadas por la Revolución cubana convencieron a un número creciente de ciudadanos latinoamericanos, especialmente de clase media, de que la única solución al caos hacia el cual parecían asomarse sus países radicaba en la intervención de los militares y en la represión de los sectores insurgentes. Los temores de los sectores moderados se sumaron al deseo de las élites políticas y económicas más conservadoras de eliminar la capacidad de movilización popular y convergieron con la política exterior de contención del comunismo de Washington, creando el contexto propicio para la intervención de los militares y la implementación de planes radicales de represión. Este proceso se hizo particularmente evidente en las regiones meridionales de América Latina, donde una serie de golpes de Estado llevados a cabo por las fuerzas armadas, apoyados directa o indirectamente por Washington, instauraron en países como Brasil, Chile, Uruguay, Argentina y Paraguay verdaderos regímenes de terror. Sin embargo, este fenómeno no se limitó sólo a los países de América del Sur. Durante los años setenta, por ejemplo, también en México, país que había mostrado una mejor capacidad de adaptación a las dinámicas desencadenadas por la Guerra Fría, hubo fenómenos de fuerte polarización interna y de represión estatal que habían sido desconocidos durante los años cincuenta y parte de los sesenta. Así pues, si en Europa la década de los años setenta fue la de la consagración de las dinámicas de distensión, en los países latinoamericanos se registró un incremento de las tensiones internas, de la violencia y de las injerencias estadounidenses en el marco de una estrategia de contención del comunismo internacional. La cuarta y última fase de la Guerra Fría en América Latina se ubica en la década de los años ochenta, cuando los procesos de polari-

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zación y conflictos internos se desplazaron desde el sur del continente hacia los países de América Central, que se transformaron en teatros de cruentas guerras civiles. Tales enfrentamientos fueron protagonizados por grupos guerrilleros de izquierda, en parte apoyados por Cuba, y por los ejércitos respaldados por sectores conservadores de las sociedades locales y, nuevamente, por la política exterior anticomunista de Estados Unidos. En esta fase se observa un proceso de realineación y convergencia de los tiempos históricos del subcontinente con la cronología y las dinámicas generales de la Guerra Fría descritas anteriormente. En otras palabras, si la década de los ochenta fue, a nivel general, un periodo de reintensificación de las dinámicas de confrontación entre las dos superpotencias, América Latina, de hecho, representó uno de los epicentros más agudos de este proceso. La Revolución sandinista en Nicaragua o las guerras de guerrillas en países como El Salvador o Guatemala representaron episodios en los que situaciones de fuerte conflicto social interno se transformaron en ocasiones propicias para la intervención extranjera y en campos de batalla ideológica en el marco del conflicto Este-Oeste. En síntesis, podemos observar cómo la cronología de la Guerra Fría en América Latina indica un proceso de constante aumento de las tensiones internas e internacionales que no experimentó en ningún momento pausas de distensión como las que sucedieron en Europa a finales de los años cincuenta y, sobre todo, durante los años setenta. La implosión de la URSS y la conclusión de la confrontación Este-Oeste permitió en la región latinoamericana una difícil y progresiva distensión de los procesos de conflicto interno. El final de la Guerra Fría tuvo un impacto decisivo en la restauración de la democracia en América del Sur, en el comienzo de la transición democrática mexicana y en la conclusión de las sangrientas guerras civiles en América Central. Y, sin embargo, como veremos al final de este libro, aunque la conclusión de la Guerra Fría liberó los procesos políticos latinoamericanos de las interferencias externas, los dilemas y los retos sociales, políticos y económicos para la región siguen siendo enormes.

SEGUNDA PARTE. AMÉRICA LATINA Y LA GUERRA FRÍA TEMPRANA, 1946-1954: LAS TENSIONES POLÍTICOECONÓMICAS Y SUS RESULTADOS LA CONCLUSIÓN DE LA “PRIMAVERA” DEMOCRÁTICA

La conclusión de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo del conflicto bipolar encontraron a Europa en su año cero y, en cambio, a América Latina inmersa en un clima de optimismo y fuertes expectativas con respecto a su futuro. Entre 1944 y 1946, como han reconstruido Leslie Bethell e Ian Roxborough, la región parecía haber emprendido un camino de esperanzadora consolidación democrática. A escala hemisférica se registraba el progreso de coaliciones y agendas sociales que promovían la ampliación de los derechos sociales, y el proceso de industrialización, como ha destacado Halperín Donghi, avanzaba envuelto en un clima de confianza. La oleada democratizadora de 1944-1946, aunque breve, representó la culminación de un periodo de cambios políticos y sociales que el subcontinente había experimentado de forma sostenida a partir de la década de los años treinta y que, como hemos visto, se había apoyado en premisas tanto de orden interno como de carácter externo. Bethell y Roxborough han distinguido tres fases distintas en esa oleada democratizadora. En primer lugar, a partir de 1944 la democracia se reforzó en contextos políticos donde ya existían rasgos de competencia electoral libre. Dentro de este marco, destacaron la victoria de Teodoro Picado en Costa Rica en 1944, la de Mariano Ospina Pérez en Colombia en 1946 y, finalmente, en el mismo año, la victoria en Chile del tercer candidato consecutivo elegido con los votos del Frente Popular, Gabriel González Videla. 63

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En segundo lugar, la oleada democratizadora impactó en contextos políticos formalmente democráticos y que, sin embargo, se habían caracterizado por la presencia de gobiernos oligárquicos o socialmente represivos. En Ecuador, en la primavera de 1944, la Alianza Democrática Ecuatoriana (ade), integrada por socialistas, comunistas, conservadores y disidentes liberales, derrocó mediante un golpe al gobierno de Carlos Arroyo del Río y dio comienzo a un proceso constituyente que culminó con la elección de José María Velasco Ibarra. En Cuba, la victoria del Partido Revolucionario Cubano Auténtico (prca) de Ramón Grau San Martín, en 1944, inauguró un proceso de consolidación democrática y ampliación de derechos sociales que se prolongó hasta el golpe de Fulgencio Batista, en 1952. En Venezuela, la izquierda nacionalista no comunista de Acción Democrática (ad), liderada por Rómulo Betancourt, derrocó en el otoño de 1945 al gobierno de Isaías Medina Angarita, propiciando tres años de intensas reformas sociales. En Perú, en el verano de 1945, José Luis Bustamante y Rivero ganó las elecciones con el apoyo de Alianza Popular Revolucionaria Americana (apra), partido con una fuerte base popular que había vivido en la ilegalidad durante una década. En México también, como ha señalado Soledad Loaeza, encontramos huellas de este proceso durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho. La separación de los militares de la participación política directa, la aprobación de la reforma electoral de 1946 y la creación del Partido Revolucionario Institucional (pri) parecían colocar a México en la misma senda de consolidación democrática. En tercer lugar, el ciclo democrático arrasó con regímenes genuinamente autoritarios, como lo atestiguan las victorias de Juan José Arévalo en Guatemala, en 1944, que ponía fin a la dictadura de 13 años de Jorge Ubico; el triunfo del Frente Democrático Antifascista en Bolivia y la progresiva democratización del Estado novo de Getúlio Vargas en Brasil. En Argentina, la victoria de Juan Domingo Perón, en 1946, aconteció en el marco de una pugna electoral que interrumpía una década de autoritarismo inaugurada en 1930 por el golpe de Estado del general José Félix Uriburu. La presencia de un entorno internacional particularmente favorable, generado por el clima ideológico de la Segunda Guerra Mundial y por las políticas de buena vecindad, coadyuvó a la consolida-

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ción e, incluso, ampliación del proceso de cambio social y político iniciado en América Latina después de 1929. Durante la Segunda Guerra Mundial, la democracia como arma ideológica había servido para cohesionar el bloque liderado por Estados Unidos frente al totalitarismo nazi-fascista. Lo anterior, junto a las políticas de buena vecindad ya señaladas, facilitó en América Latina un cambio de las relaciones de fuerza en favor de los actores más comprometidos con el cambio social y político en los respectivos países. Finalmente, el proceso de consolidación democrática se acompañó del optimismo económico que caracterizó el escenario latinoamericano de la inmediata posguerra. Este optimismo se debía al hecho de que, en un primer momento, la aprobación de un nuevo sistema económico internacional, en el verano de 1944 en Bretton Woods, que iba a sustituir al que se había articulado a partir del patrón oro, parecía favorecer la posición relativa del subcontinente latinoamericano. En Bretton Woods, Washington suscribió su compromiso con la construcción de una arquitectura financiera internacional cimentada sobre instituciones multilaterales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo, con tareas tanto de reglamentación de los flujos financieros como de apoyo a los procesos de desarrollo periféricos. Con la contribución decisiva de los países latinoamericanos, Estados Unidos había intentado conciliar, en palabras de Daniel J. Sargent, la libertad y expansión del comercio internacional con el mantenimiento del Estado de bienestar en el centro y su construcción en las periferias. Como han subrayado Eric Helleiner y Carlos Marichal, habían sido justamente el protagonismo y las aportaciones de los países latinoamericanos al debate los que, en Bretton Woods, llevaron a la inclusión del problema del desarrollo económico de las periferias del mundo en la agenda multilateral internacional. Los países latinoamericanos, cuyas delegaciones representaban casi la mitad de los gobiernos asistentes a la conferencia, apoyados por los new dealers, lograron que el modelo de cooperación económico-financiero interamericano, fraguado durante la etapa de las políticas de buena vecindad, fuera integrado en los mecanismos y en las instituciones creadas en 1944. En Bretton Woods emergió un nuevo orden económico internacional que, en teoría, se mostraba más sensible al

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problema del desarrollo periférico y de los posibles instrumentos y mecanismos para fomentarlo.

DESARROLLISMO VERSUS GUERRA FRÍA

Al final de la década, sin embargo, el optimismo del periodo posbélico dio lugar, de forma muy rápida, a un pesimismo que, en América Latina, caracterizaría con pocas excepciones el lapso que conocemos como Guerra Fría. La primera línea de conflicto que se generó en América Latina, a raíz del comienzo del antagonismo entre Estados Unidos y la URSS, se manifestó en el marco del debate entre Norte y Sur del continente sobre cooperación económica interamericana. Para proseguir con el proceso de industrialización, en un contexto posbélico marcado por un aumento de la competencia internacional, los países latinoamericanos necesitaban aumentar su productividad por medio de estrategias de modernización tecnológica y de mejoras de las infraestructuras. Puentes, carreteras y puertos servían de complemento a unas fábricas que, a su vez, necesitaban renovar las maquinarias vetustas y tecnológicamente obsoletas. Sin embargo, llevar a cabo una modernización rápida de las plantas se tornó particularmente difícil en un contexto en el que la reconstrucción de Europa absorbía incesantemente los capitales, principalmente británicos y estadounidenses, necesarios para aumentar la productividad industrial. Además, el enorme aumento del flujo de importaciones hacia América Latina, que siguió a la reactivación económica posbélica a nivel internacional, erosionó las reservas monetarias, indispensables para importar capitales, y produjo presiones inflacionarias. La falta de capitales y la erosión de las reservas dificultaron la acumulación de recursos para la puesta en marcha de un plan de fortalecimiento estructural, un problema que también se amplificó por la falta de capacidades técnicas. Las respuestas que emergieron, tanto dentro de los países como por parte de la recientemente creada Comisión Económica para América Latina (cepal), liderada por Raúl Prebisch y moldeada sobre las Comisiones Económicas de Naciones Unidas para Europa, Asia y

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Oriente Lejano, implicaban, entre otras, la introducción de medidas proteccionistas y el aumento de las inversiones estatales. Además, se planteaba la necesidad de atraer más capital extranjero y préstamos internacionales para apoyar el proceso de desarrollo de industrias siderúrgicas, automovilísticas, eléctrica y petroquímica. Asimismo, la cepal recomendaba el mejoramiento de las infraestructuras nacionales para aumentar la competitividad de la economía y estimular la creación del mercado interno. Como recuerda Víctor L. Urquidi, economista mexicano muy cercano a Prebisch, debido a que el concepto de planificación sonaba demasiado cercano a “planificación socialista”, la cepal recurrió al de programación del desarrollo que, de todas formas, suponía una fuerte implicación del Estado en orientar “los recursos para el desarrollo”. En el plano internacional, los gobiernos latinoamericanos solicitaron un mayor compromiso estadounidense con los proyectos de desarrollo económico, sobre todo por medio de préstamos de instituciones multilaterales como el recién creado Banco de Desarrollo y Reconstrucción Internacional o el Export/Import Bank, una institución que, como se ha visto, durante la Segunda Guerra Mundial había aumentado significativamente su presencia en América Latina. Algunos líderes e intelectuales latinoamericanos llegaron a solicitar un Plan Marshall para el subcontinente, justificado en el apoyo político y económico que los países latinoamericanos habían brindado a Estados Unidos y a los Aliados en su esfuerzo bélico en contra de las Potencias del Eje. Además, considerada su dependencia de las exportaciones de productos primarios, una parte importante de países latinoamericanos pedían la puesta en marcha de mecanismos continentales de estabilización de los precios de las commodities. En el fondo, estas peticiones resultaban coherentes con el clima de cooperación y entendimiento que se había creado entre el Norte y el Sur del continente durante los años treinta y cuarenta y que el nuevo orden económico internacional creado en Bretton Woods parecía haber incorporado. Desde un punto de vista económico, las medidas tomadas y las solicitudes de ayuda externa tenían el objetivo de corregir los desequilibrios entre exportaciones de productos primarios e importaciones de capitales que empezaban a marcar de manera peligrosa el desempeño de las economías latinoamericanas en la etapa de posguerra.

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El problema era que, en muchos de sus puntos centrales, la agenda desarrollista latinoamericana chocaba con las posiciones estadounidenses dictadas por la Guerra Fría y que rápidamente vaciaron de contenidos los compromisos que, en Bretton Woods, Washington había suscrito con la región. Los primeros atisbos de que la posición de la región latinoamericana, dentro del nuevo sistema internacional diseñado por la Guerra Fría, no sería tan propicia como se había imaginado en un primer momento se manifestaron durante las Conferencias Interamericanas que sucedieron entre 1945 y 1948 (Chapultepec en 1945, Río en 1947 y Bogotá en 1948). Los encuentros entre los delegados de América Latina y de Estados Unidos se transformaron en foros de conflicto abierto y profundo, donde chocaron de modo frontal las nuevas prioridades norteamericanas y las de la mayoría de los países latinoamericanos. En la conferencia de Chapultepec de 1945 emergieron fuertes discrepancias sobre la reorganización del espacio económico latinoamericano posbélico. William Clayton, secretario adjunto de Comercio de Estados Unidos, rechazó la posibilidad de crear mecanismos para estabilizar los precios de las materias primas latinoamericanas que estaban en caída. Además, Clayton señaló que los recursos públicos estadounidenses estaban comprometidos en la reconstrucción europea y que América Latina tenía que utilizar las fuerzas del mercado y de la competencia para apuntalar sus economías. Las presiones norteamericanas para postergar las decisiones en el ámbito económico se acompañaron de avances en la cooperación político-militar. Es decir, Washington se negaba a discutir posibles formas de robustecer la cooperación económica Norte-Sur, pero deseaba reforzar los vínculos de alianza política y militar regional ante una posible amenaza soviética. La derrota de la Tercera Posición a principios de los años cincuenta, un intento de la Argentina peronista de resistir a las lógicas bipolares construyendo un bloque continental independiente, mostró claramente el acotamiento de la autonomía regional frente a los procesos desencadenados por la Guerra Fría que reforzaban el proyecto hegemónico estadounidense. Loris Zanatta y Mariano Aguas han indicado que el fracaso de la iniciativa estratégica peronista se debió, en parte, a los propios límites del tercerismo

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que, a pesar de la propaganda peronista, resultó ser un intento anacrónico de contraponer la hegemonía regional argentina al poder global de Estados Unidos. Sin embargo, la derrota fue, en parte, consecuencia directa de la forma en que Washington accionó para eliminar cualquier espacio político regional que no estuviera completamente alineado con la política exterior estadounidense y sus objetivos en el marco de lucha en contra de la URSS. Las negociaciones en el rubro de la cooperación militar culminaron en la conferencia de Río de 1947 con la aprobación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (tiar). El tiar establecía que un ataque en contra de un país de la región constituía un ataque contra todos los otros, poniendo en marcha un mecanismo de defensa colectiva. Durante la reunión, Raul Fernandes, ministro brasileño de Relaciones Exteriores, reivindicó con fuerza la necesidad de afrontar los graves problemas socioeconómicos que vivía el continente en la etapa posbélica. Sin embargo, a pesar de los intentos estadounidenses de tranquilizar a las delegaciones latinoamericanas, la tarea nuevamente fue pospuesta, encargando al Consejo Interamericano Económico-Social (ia-Ecosoc) la realización de estudios profundos sobre la cuestión. La elección del ia-Ecosoc como agencia interamericana encargada de discutir las formas en que Norte y Sur podían aumentar su cooperación en pos del desarrollo regional simbolizaba una meditada decisión política, tomada con el objetivo de debilitar las posiciones más militantes de la cepal. Ésta representaba una institución con una orientación muy alineada con la agenda desarrollista latinoamericana; en cambio, el ia-Ecosoc tenía una posición menos aguerrida y comprometida con la industrialización continental. Finalmente, por su funcionamiento y ubicación, ya que su sede se encontraba en Washington, Estados Unidos tenía sobre la ia-Ecosoc una capacidad de influencia mucho mayor que sobre la cepal, cuyos cuarteles generales estaban en Santiago de Chile. Las tensiones alcanzaron su clímax en la IX Conferencia Interamericana celebrada en Bogotá en 1948. En la capital del país andino, Estados Unidos y los países latinoamericanos acordaron la creación de la Organización de Estados Americanos (oea) y la aprobación de una declaración anticomunista conjunta en clave antisoviética. Sin embargo, como había acontecido en Chapultepec y en Río, en Bogotá

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tampoco se logró la ratificación de una carta económica regional a causa de las fuertes divergencias que ocurrieron alrededor del modelo económico interamericano. En un célebre discurso, George Marshall, secretario de Estado norteamericano y uno de los autores del plan de reconstrucción europeo, recordó a los países latinoamericanos que los compromisos militares, económicos y financieros de su país con Europa Occidental, Alemania, Austria, Grecia, Turquía, Medio Oriente, China, Japón y Corea imposibilitaban un mayor flujo de recursos públicos estadounidenses hacia América Latina. Se recordó de nuevo a los delegados latinoamericanos que el mercado, las inversiones extranjeras y el libre comercio representaban la clave para resolver los problemas y los desequilibrios económicos continentales. De alguna forma, los conflictos que se generaron en las reuniones interamericanas entre Norte y Sur del continente mostraron que, coincidiendo con el comienzo de la Guerra Fría, se había activado una rápida inversión de los planteamientos sobre desarrollo discutidos e incorporados en Bretton Woods. El comienzo de la Guerra Fría y la reorientación de las prioridades estratégicas estadounidenses determinaron, por lo menos en América Latina, una evolución más rígida de los planteamientos estadounidenses sobre la economía internacional. Muy pronto, Estados Unidos renegó de sus compromisos con el desarrollo regional, apuntando en lo económico a la introducción de un paradigma más radicalmente librecambista. Este patrón se oponía al proteccionismo y al estatismo nacionalista incluyente latinoamericano y acabó por alinear a Washington con el modelo económico basado en las exportaciones primarias defendido por diversos sectores conservadores de los países latinoamericanos. La radicalización de los planteamientos librecambistas estadounidenses en América Latina no sólo respondió a un giro ideológico. Durante los años treinta y cuarenta, Washington había tolerado e incluso empatizado con nacionalizaciones, proteccionismo y reformas agrarias en países tan importantes como México y Brasil entre otros, y había apoyado, por medio de préstamos del Export/Import Bank y de otras instituciones, los procesos de desarrollo industrial local. Al escalar el conflicto bipolar en Europa y a partir del triunfo de la Revolución china en octubre de 1949, con su extensión a Asia, las prioridades estadounidenses cambiaron radicalmente, relegando

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a América Latina a una posición periférica en la agenda de política exterior norteamericana. Washington empezó a invertir ingentes recursos económicos y financieros en regiones donde la amenaza soviética era percibida como real e inminente. En Europa, con el Plan Marshall, o en India y Filipinas en el marco del Point IV Program y de ayudas bilaterales, la administración Truman intervino con abundante apoyo económico directo y apuntaló sin recelos proyectos esestatistas que, en su afán proteccionista o industrializador, no distaban mucho de la agenda desarrollista latinoamericana. En cambio Washington, que temía profundamente un desbordamiento de sus capacidades económico-financieras a raíz de sus nuevos compromisos globales, se mostró reacio en extremo a invertir dinero público en América Latina para favorecer los proyectos de industrialización y desarrollo. Las menores posibilidades de una expansión soviética en el hemisferio occidental asignaron a esta región una prioridad política inferior durante los primeros años de la Guerra Fría, determinando un flujo reducido de recursos estadounidenses. La receta norteamericana para el desarrollo latinoamericano en la etapa posbélica, basada en liberalizaciones y atracción de inversión privada, representó un acercamiento de bajo costo a los problemas regionales, en un momento en que Washington estaba involucrado en otras áreas del planeta. La baja centralidad política del continente dentro de la agenda estratégica estadounidense aumentó indiscutiblemente la capacidad de algunos grupos económicos norteamericanos, interesados en frenar la industrialización latinoamericana, de condicionar a su favor la toma de decisiones en Washington. Sin embargo, fue el contexto geopolítico de la segunda mitad de los años cuarenta el factor que desempeñó un papel determinante en orientar las decisiones de política económica estadounidense en un sentido negativo para la región latinoamericana. En contraposición a los proyectos desarrollistas latinoamericanos, Estados Unidos adoptó una postura antagónica con respecto al proceso de cambio que el subcontinente había emprendido dos décadas antes. Al chocar con los industrialistas y los nacionalistas dentro del marco de las nuevas prioridades establecidas por la Guerra Fría, Estados Unidos favoreció, en diversos casos, a los exportadores y sus posiciones políticas, interfiriendo negativamente con el

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proceso de democratización política y social de la región. Dado el peso económico y político de Washington a nivel hemisférico y global, el cambio en el continente se enfrentaba ahora a un obstáculo nuevo y poderoso. COMUNISMO Y ANTICOMUNISMO

Una segunda línea de fractura que se manifestó en las sociedades latinoamericanas a raíz del comienzo del conflicto bipolar fue la rápida puesta en marcha entre 1947 y 1953 de medidas anticomunistas. La línea anticomunista asumida por muchos gobiernos de la región hundía sus raíces en un sustrato local genuinamente antimarxista. Sin embargo, no sería posible entender la rapidez con que fueron puestas en marcha determinadas políticas sin considerar el aumento exponencial de las presiones estadounidenses para que, a partir del invierno de 1947, los partidos comunistas latino­ americanos fueran ilegalizados y para que los líderes sindicales comunistas fueran purgados de las centrales de trabajadores latinoamericanas. Como han subrayado Roxborough y Bethell, durante la década de los años cuarenta los partidos comunistas latinoamericanos y sus derivaciones sindicales habían adquirido un papel de progresiva importancia en la vida política del continente. Durante los años treinta, los partidos comunistas latinoamericanos habían sido en su mayoría víctimas de la esquizofrenia del Comintern. En 1928 el VI Congreso del Comintern, con la enunciación de la doctrina del socialfascismo, había decretado la oposición a cualquier tipo de alianza con fuerzas socialistas o progresistas no comunistas. En 1935, el VII Congreso había revisado sus posiciones adoptando la estrategia del Frente Popular, permitiendo a las fuerzas comunistas participar en alianzas con otros actores progresistas de sus respectivos países. Sin embargo, la alianza entre la Alemania nazi y la URSS de Stalin, sancionada por el pacto Ribbentrop-Molotov del verano de 1939, había vuelto a aislar a los partidos comunistas latinoamericanos. Finalmente, después de la invasión alemana de la URSS, iniciada en junio de 1941, y el establecimiento de alianzas entre Moscú y los otros países en guerra contra Hitler, Stalin había vuelto a flexibilizar su estrategia, alentando

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la cooperación entre comunistas y las otras fuerzas progresistas no marxistas. Dentro de este contexto, a partir de 1941, los comunistas latinoamericanos y sus distintas ramificaciones sindicales habían adquirido una importancia creciente apoyando agendas políticas de ampliación de derechos sociales y, en algunos casos, también de consolidación de los procesos de democratización. La mayor importancia readquirida a lo largo de los años cuarenta se tradujo en un fuerte crecimiento de los militantes comunistas que en la región se quintuplicaron, pasando de un total de 100 000 en 1939 a 500 000 en 1947. El caso chileno es probablemente uno de los más representativos de este fenómeno. A partir de 1936, con las pausas dictadas por las políticas erráticas del Comintern, el Frente Popular vio a comunistas y socialistas apoyando juntos a candidatos presidenciales victoriosos como Pedro Aguirre Cerda (1938-1941) y Juan Antonio Ríos (19421946). En 1946, después del ínterin conservador de unos pocos meses de Alfredo Duhalde Vásquez, el candidato radical Gabriel González Videla fue elegido presidente con el apoyo de comunistas y socialistas. En Ecuador, también participaron comunistas y socialistas en la Alianza Democrática Ecuatoriana que, en 1944, llevó al poder a José María Velasco Ibarra. En Costa Rica, los comunistas, conocidos como Partido Vanguardia Popular, caracterizados por una fuerte independencia del Comintern, participaron entre 1940 y 1948 en la contienda electoral del lado de los candidatos ganadores, Rafael Calderón Guardia (1940-1944) y Teodoro Picado (1944-1948), logrando que se adoptaran importantes reformas sociales en el país. En Brasil, los comunistas, a pesar de haber sido reprimidos en los años treinta, se acercaron a Getúlio Vargas durante los años cuarenta, al considerar que su agenda de reformas sociales lo calificaba como la fuerza menos reaccionaria del país. Al apoyar a Vargas, las fuerzas marxistas se habían decantado por la opción más antidemocrática desde un punto de vista procedimental, pero socialmente más progresista. En todos estos casos, el denominador común de la participación comunista en alianzas con partidos no marxistas había sido la presencia de una agenda de reformas sociales compartida y, con la evidente excepción de Brasil, de apoyo al proceso democratizador.

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En Argentina y Bolivia el tipo de dinámica política que guio estos tipos de alineamientos se vio influido por la relación cercana que Perón y el mnr habían mantenido con el fascismo internacional. En estos contextos, a pesar de sostener Perón y el mnr agendas de reforma social, los comunistas se decantaron por apoyar a actores distintos, formando alianzas más conservadoras en lo social, y en donde el elemento de conexión estaba representado por una posición común de oposición al totalitarismo nazi-fascista. Menor fue el impacto de los partidos comunistas en realidades como México, Cuba (desde 1944), Venezuela y Perú, donde las agendas reformistas fueron hegemonizadas (discursiva o fácticamente) por fuerzas progresistas no marxistas, como el pri, el prca, Acción Democrática (ad) y el apra, respectivamente. En estos países, encontramos un nacionalismo de izquierda no marxista que se encargó de asumir una agenda de reformas sociales de manera independiente o autónoma de los partidos comunistas locales. La ruptura de la Gran Alianza después de 1945 y el anuncio de la Doctrina Truman en marzo de 1947 condujeron a una rápida ilegalización y marginación de las fuerzas comunistas en el continente. La secuencia del proceso de ilegalización de los partidos comunistas —mayo de 1947 Brasil, abril de 1948 Chile, julio de 1948 Costa Rica, 1953 Colombia y Cuba—, la purga de elementos comunistas de los movimientos sindicales y la exclusión de su participación en los gobiernos nacionales a lo largo del mismo periodo muestran la rapidez y la intensidad de la polarización política puesta en marcha por el comienzo del conflicto bipolar. El proceso de ilegalización y contención de las fuerzas comunistas y de los sindicatos debilitó las alianzas políticas interclasistas reformistas. En países como Cuba, México, Venezuela y Perú, donde el nacionalismo de izquierda había actuado con independencia de las fuerzas marxistas, el impacto sobre la articulación de agendas reformistas fue evidentemente menor. Sin embargo, en estos países también la ilegalización de las fuerzas marxistas contribuyó a la polarización de las sociedades locales, lo que produjo, con excepción de México, importantes efectos de desestabilización en el futuro inmediato. Venezuela, por ejemplo, durante los años sesenta se transformó, con el apoyo de los comunistas locales, en uno de los focos guerrilleros

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más importantes a nivel continental y Cuba, como se ha mencionado, después de 1959 fue el epicentro de un proceso revolucionario con participación comunista. En Argentina y en Bolivia, donde el peronismo y el emennerismo habían articulado proyectos de reforma social, no sólo independientes, sino completamente antitéticos al marxismo, el impacto de la oleada anticomunista fue, en cualquier caso, menos significativo. De hecho en Argentina, en las décadas posteriores al comienzo de la Guerra Fría, el conflicto político y social se fraguó alrededor del dualismo entre el peronismo y un heterogéneo bloque antiperonista. En Bolivia, la pugna política se basó en la contraposición entre emennerismo y, como en Argentina, una muy poco homogénea amalgama de distintas fuerzas políticas.

EL RETROCESO DEMOCRÁTICO-SOCIAL EN LA REGIÓN: DINÁMICAS Y MATICES

Entre 1948 y 1954, se produjo en América Latina una gradual inversión de la “Primavera” Democrática y social vivida por el continente durante los años cuarenta y, especialmente, entre 1944 y 1946. A mitad de la década de los años cincuenta, el continente se enfrentaba a un panorama desolador: los regímenes autoritarios estaban en pleno auge y las políticas de reforma social habían registrado una brusca interrupción de su avance. El golpe de Estado de 1948 en Venezuela contra el presidente de ad, Rómulo Gallegos, y el consecuente establecimiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, la instauración de la dictadura del general Manuel Odría en Perú en el mismo año, el golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952 en Cuba y el de Gustavo Rojas Pinilla en 1953 en Colombia son los ejemplos más emblemáticos de la inversión del ciclo democrático-­ reformador que se había consolidado en la inmediata segunda posguerra. Incluso en países que mantuvieron una aparente democracia formal se restringieron los derechos políticos; en Brasil, por ejemplo, la caída de Vargas condujo hacia un proceso electoral más competitivo que culminó con la elección de Eurico Gaspar Dutra. Sin embargo,

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ésta fue seguida por una reforma constitucional, aprobada en septiembre de 1946, que excluía del voto a los analfabetos (una porción muy significativa de la población brasileña) en un claro intento de mantener el proceso de apertura dentro de un marco de democracia elitista. Además, el gobierno de Dutra ilegalizó el Partido Comunista Brasileño (pcb) y reprimió con fuerza los movimientos sindicales. En Argentina, la victoria de Perón también había acontecido en el marco de un proceso electoral competitivo y, sin embargo, la introducción de elementos corporativos, aun manteniendo su atención hacia las reformas sociales, supuso un recorte del pluralismo democrático en el país. El derrocamiento de Perón en 1955 y el lanzamiento de la llamada “Revolución libertadora” empujó al país hacia un largo periodo de inestabilidad, marcado por continuas intervenciones del ejército en la vida civil. En Chile, durante el gobierno de González Videla, se mantuvo un aparente apego a las formas democráticas constitucionales. Sin embargo, la aprobación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia en septiembre de 1948, conocida como “Ley Maldita”, determinó la ilegalización del Partido Comunista, la despedida de centenares de funcionarios comunistas de la administración pública chilena, la eliminación de 26 000 votantes de este partido de los registros electorales y, finalmente, la puesta en marcha de una serie de medidas antisindicales. La ley supuso un fuerte retroceso en la calidad democrática del país y la ruptura de la alianza con los comunistas debilitó, como ha señalado Huneeus, la puesta en marcha de una agenda de reforma social efectiva, sobre todo en el campo chileno, donde el peso de la vieja oligarquía seguía siendo importante. En México, el comienzo del conflicto bipolar favoreció, junto a los procesos políticos internos, el enfriamiento del tímido proceso de democratización del régimen político posrevolucionario emprendido por Ávila Camacho por medio de reformas constitucionales a partir de 1946. En México y en Argentina (hasta 1955) el retroceso democrático que siguió al comienzo del conflicto bipolar no significó necesariamente un abandono del proyecto desarrollista o de las políticas de ampliación de los derechos sociales. Sin embargo, en Brasil, Chile,

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Colombia, Cuba, Perú y Venezuela la conclusión de la “Primavera” Democrática coincidió con una desaceleración tanto de la agenda de modernización económica desarrollista como de la puesta en marcha de políticas sociales más atentas a los sectores menos favorecidos de los países latinoamericanos. El retroceso democrático y las dificultades para mantener una agenda desarrollista representaron los elementos característicos de la Guerra Fría latinoamericana en sus primeros años de gestación. Sin embargo, la historiografía más reciente, por el momento todavía limitada a unos pocos casos de estudio regionales, ha subrayado también la presencia de matices importantes que sería oportuno introducir en este esquema interpretativo. El impacto de las dinámicas estructurales de la Guerra Fría fue diverso y dio lugar a casos muy distintos de adaptación al nuevo contexto. En un extremo, encontramos el caso de Costa Rica capaz de salvar, en plena tormenta, el proceso de democratización interna y de mantener una agenda de desarrollo social incluyente. En un punto intermedio se colocaría México, país que al comienzo de la Guerra Fría alentó la consolidación de una forma de gobernabilidad autoritaria. Sin embargo, el país pudo mantener una agenda desarrollista, llevada a cabo a pesar de la oposición estadounidense hacia la adopción de recetas económicas de este tipo. En el extremo opuesto se sitúa Guatemala, que concentró en su expresión más dramática las dinámicas destructivas activadas por el enfrentamiento bipolar y señaló la llegada de una fase nueva del conflicto a tierras latinoamericanas. Es decir, los acontecimientos que condujeron al derrocamiento del gobierno democrático y reformista de Jacobo Árbenz en el país centroamericano, en 1954, mostraron las consecuencias dramáticas que las fuerzas centrípetas desatadas por el conflicto entre Moscú y Washington podían producir en América Latina en casos extremos y en determinadas condiciones. Oposición al desarrollismo nacionalista y anticomunismo internacional propiciado por Estados Unidos, acompañados por la reactivación de fuerzas locales conservadoras, fueron los elementos que ayudan a explicar el trágico desenlace que puso fin al proceso de democratización y ampliación de los derechos sociales que había emprendido el país centroamericano después de 1944.

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COSTA RICA, MÉXICO Y GUATEMALA: LOS DISTINTOS COLORES DE LA GUERRA FRÍA TEMPRANA LATINOAMERICANA

Costa Rica

Durante la década de 1940, primero con la administración de Rafael Ángel Calderón Guardia y posteriormente con la de Teodoro Picado, Costa Rica consolidó sus instituciones democráticas y puso en marcha un proyecto de gradual expansión de los derechos sociales. La experiencia costarricense durante los años cuarenta muestra la forma en que la convergencia entre las políticas de buena vecindad y la alianza entre el nacionalismo progresista y las fuerzas marxistas pudo articular una sólida base para los procesos de reforma en América Latina. El modelo costarricense de democracia incluyente fue posible gracias a la convergencia entre el Partido Republicano Nacional (prn) de Calderón y Picado y los comunistas costarricenses, liderados por Manuel Mora y Vanguardia Popular, sobre una agenda de reforma social gradual. Al mismo tiempo, el proceso de transformación recibió entre 1940 y 1948 el apoyo político y económico de Washington, sin que la alianza con los comunistas representara un problema. La alianza entre el prn y Vanguardia Popular permitió, como ha señalado Kyle Longley, que una agenda de reformas graduales se impusiera frente a la oposición representada por los terratenientes y sectores conservadores de clase media. Como en muchos otros países de América Latina, las convergencias que hicieron posible la primavera costarricense se disolvieron hacia el final de la década con el comienzo de la confrontación bipolar. La alianza entre vanguardistas y nacional-republicanos enfrentó una creciente oposición, liderada por José Figueres y el Partido Social Democrático (psd). Figueres desconfiaba de los comunistas, cuya ideología reputaba autoritaria y antilibertaria. Sin embargo, su proyecto político compartía con republicanos y vanguardistas una fuerte orientación social que habría de marcar su agenda en los siguientes años. Aunque Washington tardó en asumir una posición crítica hacia la alianza entre vanguardistas y nacional-republicanos, a partir de

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1948 empezó a mostrar cada vez más recelo hacia la participación política de los comunistas en el gobierno del país. Durante la breve guerra civil que precedió a las elecciones presidenciales de 1948, en las que se enfrentaron las fuerzas que apoyaban Picado y Calderón (candidato por la alianza) a las de Figueres, Washington tomó partido por este último, contribuyendo a su victoria final. En el siguiente periodo, lo que permitió a Figueres resistir frente a las fuerzas destructivas, que a partir de ese momento y en unos pocos años azotaron Guatemala, fue la capacidad del líder costarricense de utilizar su anticomunismo para reducir el nivel de las injerencias estadounidenses sin renunciar a una política económica nacionalista y socialmente progresista. Mientras Figueres nacionalizaba bancos, aumentaba los impuestos al capital e incrementaba las intervenciones del Estado en la gestión de la economía nacional, entre mayo y junio de 1948, aprobó también una serie de medidas anticomunistas que incluyeron la ilegalización de organizaciones marxistas, desactivando la suspicacia de Estados Unidos y garantizando la autonomía del proceso de reforma costarricense. Esta autonomía se mantuvo también en los años siguientes, cuando la fuerza destructiva de la Guerra Fría, a partir del golpe en Guatemala, mostró toda su virulencia. La fundación del Partido Liberación Nacional (pln) en 1951, que Figueres orquestó desde la sombra durante los cuatro años de gobierno de Otilio Ulate, junto con su vuelta al poder entre 1953 y 1957, permitió la consolidación en el país centroamericano de un sistema democrático y el mantenimiento de una agenda social inclusiva. Un ejemplo de la capacidad de Costa Rica para mantener una agenda político-económica autónoma de las presiones estadounidenses fue la renegociación promovida por Figueres, durante su segundo mandato, del estatus fiscal de la United Fruit Company (ufco), el coloso agroalimentario estadounidense que operaba en varios países de América Central. Ya que la reforma intentaba modificar la posición fiscal de la ufco en términos favorables para el Estado costarricense, desde un primer momento, el coloso bananero intentó mostrar el peligroso izquierdismo de Figueres buscando conectar la defensa de sus intereses económicos con las prioridades anticomunistas de la política exterior estadounidense. El objetivo de esta estrategia era, evidentemente, provocar una intervención de Washington en

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el país, como la que se estaba preparando en Guatemala. Sin embargo, con habilidad, Figueres jugó nuevamente sus credenciales anticomunistas frente al Departamento de Estado, evitando la posible convergencia entre intereses privados y políticas globales anticomunistas. Finalmente, en 1954, la ufco se vio forzada a aceptar un aumento de la carga fiscal sobre sus ganancias de 15 a 30% y una subida sustancial de los impuestos sobre sus vastas propiedades en el país. La comparación con los eventos guatemaltecos nos permitirá apreciar con más claridad el éxito del sistema político costarricense en adaptarse a la agresividad de las dinámicas desencadenadas por la Guerra Fría en la región. México

México, como ha subrayado Soledad Loaeza, también experimentó hacia el final de los años cuarenta un intento de consolidación democrática de las instituciones diseñadas durante el periodo de institucionalización del régimen revolucionario en los años veinte. En 1946, durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho, en el país se aprobó una reforma constitucional que introdujo una nueva ley electoral y se puso en marcha el proceso de renovación del Partido de la Revolución Mexicana (prm) que culminó, en el mismo año, con la creación del Partido Revolucionario Institucional. Además, se excluyó a las fuerzas armadas de la participación en la vida política del país, reduciendo así su capacidad de injerencia en los asuntos civiles, y se intentó reintegrar a las fuerzas de oposición en el juego político del cual habían sido excluidas durante la década de los años veinte. Como indica Loaeza, aprovechando una coyuntura internacional propicia, la intención de Ávila Camacho era modificar el funcionamiento del sistema político mexicano, volviéndolo más democrático y liberal. Sin embargo, el comienzo de la Guerra Fría y el desplazamiento del énfasis prodemocracia como eje de la política exterior estadounidense hacia el anticomunismo distorsionó el conjunto de reformas puestas en marcha por el presidente mexicano. En particular, las nuevas dinámicas internacionales hicieron que la centralización, que Ávila Camacho interpretaba como instrumento para reforzar una democracia política y electoral más efectiva e incluyente, fuera

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aprovechada por fuerzas internas menos propensas al pluralismo, para consolidar, en cambio, un modelo de Estado más autoritario. Dentro de la propia clase dirigente revolucionaria, no todos habían visto con buenos ojos la apertura de Ávila Camacho. De hecho, Soledad Loaeza y Lorenzo Meyer señalan que el corporativismo autoritario que había caracterizado el funcionamiento del sistema político mexicano era preferido a una evolución democrática del régimen, tanto por la derecha como por la izquierda de la familia revolucionaria mexicana. Además, como recuerda Meyer, la centralización autoritario-­ corporativa, que garantizaba estabilidad interna y un discreto anticomunismo, recibió apoyo firme de Washington, que la interpretaba como un mecanismo de defensa frente a posibles infiltraciones del comunismo internacional o un aumento de la influencia de la URSS sobre el país. Si la convergencia de intereses entre actores internos y mutaciones internacionales conectadas con la Guerra Fría favorecieron en México una inversión de los procesos de apertura democrática, fue mucho más cohesionada y firme la reacción de la clase política del país en defensa de un modelo de modernización económico de tipo desarrollista. Fueron varios los factores que permitieron a México mantener una mayor capacidad de autonomía en la elección de su sistema económico frente a un escenario internacional potencialmente adverso. En primer lugar, la Revolución de 1910 había debilitado internamente a los sectores que, en otros países de América Latina, se oponían tajantemente a la adopción de un modelo económico desarrollista basado sobre la expansión del sector industrial. La violencia del propio proceso revolucionario y sucesivamente la progresiva aplicación de la reforma agraria, aun con sus limitaciones, habían socavado el poder de la oligarquía terrateniente del país. Aunque el lanzamiento del proyecto industrializador durante la administración de Miguel Alemán (1946-1952) supuso un cambio radical en la relación entre el gobierno federal y el problema de la redistribución de la tierra, sobre todo en comparación con la era cardenista, esto aconteció más por el intento de construir un sector agroindustrial en apoyo de la industria, que por presiones de la vieja oligarquía latifundista. Es decir, la concentración de tierras en algunas regiones del país,

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después de 1945, representó un fenómeno nuevo relacionado con la industrialización y no un repunte de poder de las viejas clases terratenientes prerrevolucionarias. Habría que precisar que, en términos de relaciones sociales, la creación de un sistema agrícola moderno volcado a la exportación no evitó la creación de fuertes tensiones con otras formas de propiedad como, por ejemplo, el ejido. La mecanización y la concentración de la tierra, elementos considerados por la élite política posrevolucionaria como más adecuados para la creación de un sector agrícola exportador, chocaron y muchas veces aplastaron las formas ejidales de producción que tenían dimensiones reducidas y encontraban fuertes dificultades para modernizarse. Estos conflictos emergieron con fuerza, por ejemplo, en la Comarca Lagunera, donde el choque entre modernización agrícola y defensa de la propiedad comunal fue particularmente intenso. Dicho esto, el fenómeno de concentración de la propiedad de la tierra que ocurrió después de los años cuarenta aconteció como consecuencia de la industrialización y no representó, en este sentido, un obstáculo político para la diversificación de la economía como ocurrió en otros países de la región. En segundo lugar, la estabilidad que el sistema político mexicano había alcanzado paulatinamente a partir de los años veinte, acompañada por el papel marginal que los comunistas mexicanos tuvieron frente a la hegemonía ideológica del nacionalismo-revolucionario, permitió al país enfrentarse a las fuerzas centrípetas, desencadenadas por la Guerra Fría en su fase inicial, de forma más sólida. Como en el caso de Costa Rica, las credenciales no-comunistas de la élite política revolucionaria protegieron el régimen político de posibles injerencias externas. Además, la legitimidad de la cual todavía gozaba el régimen revolucionario durante las primeras fases del conflicto bipolar le permitió desactivar el potencial desestabilizador que la Guerra Fría tuvo en otros países de la región. Finalmente, la élite política mexicana supo leer e interpretar las dinámicas bipolares con cierta dosis de habilidad, llegando a utilizarlas para fomentar el proyecto de desarrollo económico del país. La política exterior mexicana, marcada por la búsqueda de una autonomía relativa con respecto a las presiones del vecino todopoderoso, no sólo sirvió como instrumento de legitimación interna del régimen,

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sino que fue utilizada también como instrumento para reforzar el proyecto de modernización económica estatista del país. La autonomía relativa de la política exterior mexicana se manifestó en la decisión de mantener relaciones con la Cuba socialista, a pesar de las fuertes presiones estadounidenses; con los guiños al proyecto político del Tercer Mundo a partir del comienzo de los años sesenta, que se transformaron en posición de liderazgo durante los setenta y con el acercamiento a la URSS, iniciado durante el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964) y culminado durante la presidencia de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976). Esta política fue posible gracias a la estabilidad política interna mexicana y al consenso generado por el paradigma revolucionario-­ nacionalista que incrementó de forma importante la capacidad de negociación del país frente a Washington, de modo que, hasta uno de los más despiadados intérpretes de la política exterior estadounidense, Henry Kissinger, tuvo que reconocer, durante un encuentro con el secretario de Relaciones Exteriores de Echeverría, Emilio Rabasa, que México, a diferencia de otros países del Tercer Mundo, sabía cómo negociar y obtener lo que quería de Washington. La mezcla de estos factores otorgó a México una estabilidad tal que fue el único país en eludir las peligrosas corrientes de la Guerra Fría manteniendo, hasta el comienzo de la década de los años ochenta, el mismo sistema político y el mismo modelo de desarrollo económico. Guatemala

En marzo de 1945, Juan José Arévalo, procedente de la clase media guatemalteca y exmaestro con formación universitaria en Argentina, tomó posesión como presidente del país, después de haber ganado las elecciones con 85% de los votos con una plataforma reformista. El líder del recién creado Partido de Renovación Nacional (prn) tomaba las riendas de un país extremadamente pobre, con una élite latifundista muy poderosa y la presencia de fuertes intereses económicos extranjeros concentrados alrededor de las plantaciones bananeras de la United Fruit Company (ufco). Guatemala, marcado por fuertes divisiones entre la población ladina y las otras tres etnias (la indígena, y

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las minorías china y negra), salía, además, de la dictadura de 13 años del general Jorge Ubico Castañeda. La capacidad de Ubico de mantenerse en el poder por un periodo tan largo se debió a la paulatina militarización de la sociedad que el dictador había favorecido, a la alianza que había tejido con los poderosos terratenientes del país y a su condescendencia con el capital extranjero y con la ufco en particular. Frente a este escenario, como ha mostrado Piero Gleijeses, de forma gradual el gobierno de Arévalo introdujo algunas importantes reformas sociales en el país, como un nuevo Código del Trabajo, aprobado en 1947, que permitía la sindicalización de los trabajadores, la prohibición de desahucios arbitrarios en el campo, la institución de mecanismos de conciliación, la regulación del trabajo de menores y mujeres y la semana de trabajo de 48 horas. En 1948, el gobierno creó el Instituto de Seguridad Social que, para 1951, tenía asegurados a miles de trabajadores urbanos. Sin embargo, el programa reformador del gobierno de Arévalo encontró fuertes dificultades en el campo, donde los terratenientes locales y la ufco mantenían un firme control y detenían la implementación de la reforma agraria. La tarea de consolidar y expandir en las zonas rurales las reformas inauguradas por Arévalo recayó en su ministro de Defensa, Jacobo Árbenz, elegido presidente en 1950 con el apoyo de los principales partidos progresistas del país, incluidos el Partido de Acción Revolucionaria (par), el prn, el todavía ilegal Partido Comunista de Guatemala y las principales fuerzas sindicales guatemaltecas. Árbenz tenía como objetivo principal transformar la estructura productiva guatemalteca, dependiente de las exportaciones bananeras y controlada por empresas extranjeras, en una economía más moderna. El pilar de esta estrategia era la implantación de un modelo de industrialización por sustitución de importaciones que para ser llevado a cabo necesitaba una transformación radical del campo por medio de la reforma agraria. Desde las primeras etapas de su carrera política, Árbenz había mostrado una fuerte voluntad para reformar las estructuras políticas y sociales de su país, una actitud que se había radicalizado al darse cuenta de la inefectividad de la acción transformadora de los principales partidos reformistas guatemaltecos durante el gobierno de Arévalo. Como indica Gleijeses, desde finales de los años cuarenta el

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proceso de radicalización de Árbenz lo condujo a un paulatino acercamiento con los comunistas guatemaltecos, proceso que se aceleró decididamente durante sus primeros dos años de gobierno. Como había ocurrido con Calderón y Picado en Costa Rica, y como ocurriría en Cuba con Castro, también para el nacionalismo de Árbenz el comunismo representó un recurso ideológico y político crucial para llevar a cabo el proceso de reforma profunda del país cuya pieza central, como hemos visto, era la reforma agraria. La ideología marxista de modernización proporcionaba a Árbenz nociones importantes sobre cómo acelerar el proceso de reforma del país, mientras que la alianza con los comunistas le ofrecía una estructura política más sólida por medio de la cual llevar a cabo el proyecto de cambio. Las reformas de Árbenz atrajeron en un primer momento un fuerte rechazo por parte de las dictaduras que gobernaban los otros países del istmo centroamericano. Ya en 1952, como han señalado, entre otros, los trabajos de Aaron Coy Moulton, Roberto García Ferreira y Nicholas Cullather, los líderes de los principales países de la región, es decir, dictadores como Juan Manuel Gálvez en Honduras, Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, Anastasio Somoza en Nicaragua y el dictador dominicano Rafael Trujillo, habían empezado a moverse para derrocar al gobierno de Árbenz. Los líderes regionales recibieron inicialmente apoyo de la cia para la realización de sus planes, en la que fue bautizada como Operation Fortune (pbfortune), una iniciativa autorizada por Washington que preveía la organización de una invasión de Guatemala por parte de fuerzas paramilitares anticomunistas. Sólo fue por la intervención, en el último minuto, del secretario de Estado Dean Acheson, quien estaba en contra de revertir la política de no-intervención inaugurada durante la época de buena vecindad, lo que permitió que se abortara la operación. La hostilidad de la élite política regional estaba azuzada por el miedo a que las reformas implementadas por el militar guatemalteco pudieran representar una inspiración para procesos análogos en sus respectivos países. Más que el supuesto comunismo de Árbenz, para los “somozas” y los “trujillos” de la región, el temor era que sus sistemas de poder y privilegios cayeran frente a procesos de cambio inspirados en la figura y en las reformas del líder político guatemalteco.

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Si Árbenz sobrevivió al órdago de sus vecinos, el paso de la administración demócrata de Truman a la republicana de Dwight Eisenhower determinó el futuro de su gobierno y de sus reformas. En el verano de 1953, alarmado por las noticias que llegaban del país centroamericano y que describían el ascenso de la influencia comunista, Eisenhower, con el conocimiento de un muy restringido círculo de altos funcionarios de su gobierno, lanzó la Operation Succes (pbsuccess) cuyo objetivo último era la organización, por parte de la cia, de un golpe de Estado en contra del gobierno de Árbenz. Dada la desorganización de la oposición interna a Árbenz, la estrategia de la cia apuntó a involucrar a algunos sectores del ejército, liderados por el coronel Carlos Castillo Armas, y a un contingente de exiliados que, con el apoyo logístico de Anastasio Somoza y entrenados por la propia agencia, tenían que entrar en Guatemala desde Honduras para dar comienzo a un golpe de Estado. La operación fue ejecutada con éxito en junio de 1954 y, el 24 de ese mes, Árbenz se vio obligado a renunciar a la presidencia y buscar asilo político en México. La historiografía ha debatido largamente sobre las distintas interpretaciones del golpe de Estado que con el apoyo de la administración Eisenhower condujo al derrocamiento del gobierno reformista de Árbenz. En un primer momento, las interpretaciones se han centrado en el peso de las presiones que la ufco ejerció sobre Washington para derrocar a Árbenz y frenar la transformación del campo guatemalteco. La reforma agraria del gobierno de Árbenz constituía sin duda una amenaza muy seria para la compañía que, en los años cincuenta, poseía en Guatemala 566 000 hectáreas de plantaciones y que, con 15 000 trabajadores, representaba la empresa con más tierra y fuerza de trabajo del país. Aunque la actividad de lobby de la ufco no puede ser desestimada, las investigaciones de Gleijeses han puesto claramente de manifiesto cómo el elemento crucial en determinar la animadversión estadounidense hacia Árbenz fueron consideraciones relacionadas con el conflicto bipolar. En particular, el protagonismo que los comunistas guatemaltecos adquirieron en el marco del proceso de transformación del país, sobre todo, a partir del lanzamiento de la reforma agraria en enero de 1952, activó una creciente hostilidad hacia el gobierno reformista

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guatemalteco, primero, por parte de la administración Truman y, después, por la de Eisenhower. En realidad, aunque los nexos entre los comunistas guatemaltecos y el gobierno de Árbenz eran reales y fuertes, mucho más borrosa era la cuestión de una posible presencia soviética en el país centroamericano que, como asumía la diplomacia estadounidense, implicaba esta alianza. Sabemos que Moscú vio con simpatía el gobierno de Árbenz y Checoslovaquia lo apoyó con una modesta entrega de armas que habían sido incautadas por los soviéticos a los alemanes durante de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el trabajo reciente de Michelle Getchell ha mostrado con claridad que fue sólo después del derrocamiento de Árbenz, y justamente a raíz del golpe que involucraba a la cia, cuando la URSS tomó una posición más beligerante hacia la intervención estadounidense en el país centroamericano y cuando su interés hacia América Latina, de hecho, se hizo más definido. Un factor que puede ayudar a comprender la exagerada reacción estadounidense frente a los eventos guatemaltecos procede de las posibles conexiones globales que los diplomáticos estadounidenses trazaron entre éste y otros procesos similares que se estaban desarrollando en las periferias del mundo en esos mismos años. En agosto de 1953, por ejemplo, otra operación encubierta de la cia había derrocado en Irán al gobierno nacionalista de Mohammad Mossadegh. En ese caso, según lo que ha sido reconstruido por la historiografía más reciente, el factor que empujó a la administración Eisenhower hacia la intervención fue la interacción entre el gobierno de Mossadegh y los comunistas iraníes, que Washington interpretó como un proceso que podía favorecer la expansión de la influencia soviética en la región y en el país. Es plausible pensar que en Irán, país con una larga frontera con la URSS y objeto de rivalidad entre las dos superpotencias justo después de la Segunda Guerra Mundial, una expansión de los comunistas locales pudiera conducir a una sovietización del país. Sin embargo, otra cosa era Guatemala, un pequeño país centroamericano distante de la URSS, de poca importancia geoestratégica y con un partido comunista de dimensiones reducidas. Los diplomáticos estadounidenses, no obstante, parecieron medir los eventos guatemaltecos con la misma vara con que habían encarado los eventos en Irán

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pocos meses antes. De alguna forma, se había consolidado en el establishment político y diplomático estadounidense una percepción global de la amenaza comunista en el mundo y, a partir de 1953, sobre todo en las periferias, parecían borrarse los matices que la geografía, la geopolítica y las características peculiares que los procesos políticos de cada país tendrían que haber sugerido. La lectura de los eventos guatemaltecos sin los matices que su posición geográfica y política planteaban respondía, de hecho, a la mayor rigidez que la estrategia estadounidense de contención de la URSS había adquirido a principio de los años cincuenta. La historiografía ha señalado que Paul Nitze, quien en 1950 sucedió a George Kennan en la dirección del Policy Planning Staff del Departamento de Estado, imprimió una mayor carga ideológica y mayor rigidez a la po­ lítica exterior estadounidense. Un rasgo distintivo de las nuevas políticas, sintetizadas en el documento de planificación estratégico conocido como National Security Council 68 (1950) y en cuya elaboración Nitze tuvo gran influencia, fue justamente la eliminación de las áreas de prioridad estratégica que Kennan, en cambio, había diseñado para la contención de la URSS. Premisas estratégicas como ésta hacían posible que los eventos en Guatemala tuvieran, a los ojos de los diplomáticos estadounidenses, la misma gravedad que acontecimientos como los de Irán, país objetivamente más sensible estratégicamente para la superpotencia y más expuesto a la supuesta amenaza soviética. Melvyn Leffler ha afirmado que durante la Guerra Fría los funcionarios estadounidenses se mostraron, a veces prudentes y otras irreflexivos y precipitados en sus reacciones frente a los escenarios de crisis internacional que se generaron después de 1945. En relación con Guatemala, es evidente que la segunda definición describe mejor la actitud de Washington, que estableció arbitrariamente conexiones entre un proceso de cambio genuinamente local, aunque apoyado por los comunistas, y la posibilidad de una intervención soviética. En todo caso, los eventos guatemaltecos ofrecieron un dramático adelanto de la forma extrema en que la Guerra Fría, por medio de una poderosa conjunción de factores internos e internacionales, podía afectar, obstaculizándolos o incluso pulverizando, los procesos de cambio social y político continentales.

TERCERA PARTE. LA REVOLUCIÓN CUBANA: PUNTO DE INFLEXIÓN DE LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA En enero de 1959, después de poco más de dos años de lucha armada contra el régimen de Fulgencio Batista entre las selvas de la Sierra Maestra, Fidel Castro, el líder del Movimiento 26 de Julio, entró triunfante en La Habana. Se concluía así la etapa de la insurrección armada en contra de la dictadura y, en el país, se abría una fase de profundo cambio revolucionario que transformaría los cimientos internos del régimen político isleño y la dinámica de sus relaciones con el exterior. Desde un principio, la característica principal del proyecto político liderado por Castro fue la fuerte determinación de romper con una tradición política que juzgaba incapaz de producir los cambios necesarios para el desarrollo de Cuba. Elementos como el antipactismo, entendido como rechazo al acuerdo tácito entre partidos de signo ideológico distinto para encubrir el mantenimiento del statu quo, habían representado puntos centrales del ortodoxismo de Chibás, movimiento en el cual Castro había empezado su actividad de militancia política. Para Castro, Cuba necesitaba un proceso de reforma radical, que podía suceder sólo por medio de una ruptura tajante con las lógicas y prácticas políticas del pasado. Este cambio implicaba un reajuste radical de los equilibrios sociopolíticos del país a favor de las clases populares y una contención importante de la capacidad de influencia de las llamadas clases económicas. Dentro de esta última categoría, el liderazgo revolucionario diferenciaba entre sectores con potencial revolucionario, como los industrialistas, y enemigos, como los terratenientes y los importadores, que habían impedido un desarrollo económico incluyente. Sin embargo, a pesar de estos matices, el proyecto revolucionario subordinaba los intereses particulares de estos grupos a un diseño superior, que apuntaba a una refundación del país y que daba protagonismo a las exigencias largamente 89

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desatendidas de los sectores marginales del pueblo cubano. La victoria en contra de Batista no era suficiente para garantizar la puesta en marcha de una etapa de reforma radical de las estructuras políticas, económicas y sociales, como la que imaginaban el líder de los barbudos y su entourage. Para llevarse a cabo, la transformación del país necesitaba evitar que las dinámicas políticas tradicionales asfixiaran el impulso revolucionario. Para el Movimiento 26 de Julio el riesgo era que, a pesar de haber ganado la guerra en contra de la dictadura, se perdiera la batalla política para la transformación del país. La premisa central para evitar el estrangulamiento del proyecto de cambio fue la fuerte centralización del poder político en el liderazgo revolucionario, llevada a cabo con éxito durante el primer año de la revolución. El largo periodo de lucha armada y la victoria militar en contra de Batista habían conferido al Movimiento 26 de Julio y a Castro una legitimidad política formidable, instrumento que los barbudos usaron para crear un centro de poder colocado fuera de las instituciones políticas tradicionales y capaz de condicionar poderosamente la evolución de las dinámicas políticas del país. Además, como han señalado Annino y Rafael Rojas, Castro mostró de inmediato, a través de sus discursos y apariciones públicas, una inusitada capacidad de conexión con las masas, otro factor que contribuyó a aumentar su poder frente a los sectores más moderados del espectro político cubano. Los revolucionarios usaron estos elementos para limitar, hasta anularla por completo, la capacidad de influencia de los núcleos menos radicales, que en la fase posterior a la insurrección se concentraban alrededor de la figura del presidente Manuel Urrutia y del primer gabinete revolucionario integrado por figuras moderadas como la del primer ministro José Miró Cardona. El aplazamiento indefinido de las elecciones, impuesto por Castro durante los primeros meses que siguieron al triunfo revolucionario, gracias a un hábil uso de su carisma y legitimidad, dejaban clara la voluntad del líder de eliminar cualquier obstáculo que pudiera dificultar la consolidación de su proyecto político. Para el líder cubano, las elecciones planteaban el riesgo de desplazar el proceso de cambio hacia un terreno pantanoso, donde la vieja politiquería podía hacer uso de sus artilugios para recuperar el control de la iniciativa política.

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Los conflictos entre radicales y moderados aumentaron durante el primer año de gobierno, sobre todo a raíz del incremento de la influencia de los comunistas, un hecho que se hizo particularmente visible por las posiciones que miembros del Partido Socialista Popular (psp) empezaron a ocupar en el recién creado Instituto de Reforma Agraria (inra), encargado de supervisar el proceso de reforma del campo que comenzó en mayo de 1959. Otro foco de conflicto fueron las ejecuciones sumarias de exbatistianos, alrededor de 1 330, llevadas a cabo por los guerrilleros durante las primeras semanas y meses en el poder. Junto al aplazamiento de las elecciones, la rápida inclusión de los comunistas cubanos en el proyecto de transformación de la nación representó otra clara manifestación del radicalismo con que Castro quería enfrentarse a la viscosidad de las estructuras políticas y económicas tradicionales del país. Aunque durante gran parte de la fase insurreccional las relaciones entre el Movimiento 26 de Julio y el psp habían sido hostiles, éstas mejoraron durante los últimos meses de la lucha en contra de Batista. La alianza entre el nacionalismo de Castro y el marxismo cubano se fraguó gracias a la experiencia, cualificación, capacidad de movilización y conexiones externas que los comunistas isleños ofrecían a los jóvenes revolucionarios. Además, la alianza respondía a la propensión que el proyecto político-económico revolucionario mostraba para la estatización de la economía, un aspecto que volvería a aparecer con todavía más claridad durante la campaña de nacionalizaciones del verano de 1960. La convergencia entre la revolución nacionalista de Castro y los comunistas cubanos se cimentó, entonces, sobre un cálculo de naturaleza fuertemente pragmática que apuntaba a una rápida consolidación del proyecto de reforma radical del régimen político y económico del país. Frente a la incontenible popularidad de Castro y su creciente capacidad para movilizar las masas a favor de su proyecto y decisiones, poco pudieron las protestas de Urrutia y los otros moderados que se oponían a la creciente influencia de los comunistas y a la radicalización del proceso revolucionario. En junio de 1960, Urrutia dimitió y Castro, quien desde febrero había asumido el cargo de primer ministro en lugar de Cardona, dio comienzo a una fase más acelerada de transformaciones. En el verano inició una campaña de nacionalización de propiedades extranjeras, especialmente estadounidenses,

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que condujo a la expropiación de más de 500 empresas. La propensión hacia el dirigismo económico se acentuó con la promulgación de la Ley de Reforma Urbana en octubre de 1960, que establecía la estatización de las viviendas y que condujo a una fuerte y muy popular redistribución de inmuebles entre los sectores más desfavorecidos de la población. Lo que permitió a Castro acelerar la radicalización del proceso de transformación por medio de semejantes reformas fue, como han mostrado en detalle los estudios de Annino, el aumento de las políticas activas de movilización de masas. Éstas tomaron formas muy distintas, como la muy exitosa campaña de alfabetización lanzada en 1961 y llevada a cabo por 300 000 brigadistas que, como recuerda Rafael Rojas, enseñaron a leer y escribir a por lo menos 707 000 campesinos cubanos. Fue también muy importante la ofensiva militar en la sierra de Escambray, liderada por Dermidio Escalona y Raúl Méndez Tomassevich, en contra de grupos de inconformes que, contrariados por la creciente influencia de los comunistas sobre el proceso revolucionario, decidieron alzarse en armas en contra del proceso revolucionario. Otro papel crucial fue el desempeñado por la conquista del principal sindicato cubano, la Central de Trabajadores de Cuba (ctc), en noviembre de 1959, y la puesta en marcha de políticas salariales redistributivas que aseguraron al líder revolucionario crecientes cuotas de apoyo entre las clases populares. La movilización de las masas, la fuerte centralización política que marcó en su proceder la estrategia de Fidel Castro, la estatización de la economía y el comienzo de un fuerte proceso redistributivo fueron los elementos que, junto a la alianza con los comunistas cubanos del psp, caracterizaron y apuntalaron desde un punto de vista interno el proceso revolucionario y sus éxitos iniciales. En el plano externo, la política exterior de la revolución mostró también una carga rupturista, que condujo hacia la decisión de establecer una alianza político-económica con el Bloque Socialista y la declaración de Castro, en abril de 1961, que sancionaba el carácter socialista de la Revolución cubana. El acercamiento entre la Cuba revolucionaria y la URSS respondió a la estrategia de ruptura externa que la revolución planteó desde sus primeros meses de vigencia. Como ha destacado Gleijeses, los principales líderes revolucionarios

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consideraban que los cambios planteados internamente habrían sido difíciles de negociar con Estados Unidos. Según confesó Ernesto Che Guevara a Richard Goodwin, un consejero cercano al presidente Kennedy, durante un encuentro que los dos mantuvieron en el verano de 1961, al margen de la Conferencia Interamericana de Punta del Este, los cubanos no deseaban un entendimiento con Estados Unidos porque, en el fondo, eran conscientes de que un acuerdo era imposible. Washington, durante los primeros meses de la Revolución cubana, había moderado su oposición a Castro y había adoptado una actitud relativamente cautelosa. En abril de 1959, Castro viajó a Washington y, aunque el presidente Eisenhower había rechazado encontrarse con él, el líder revolucionario fue recibido por el vicepresidente Richard M. Nixon. Sin embargo, a partir del verano, la aplicación de la reforma agraria que afectaba importantes propiedades estadounidenses y la ampliación de la influencia comunista exacerbaron las tensiones entre Washington y el gobierno revolucionario. La evolución negativa de las relaciones bilaterales frente a las primeras medidas de reforma tomadas por la revolución confirmaba las sospechas originales del liderazgo cubano. Como le había señalado Guevara a Goodwin, los barbudos creían que el tenor de los cambios que la revolución planteaba y la determinación en llevarlos a cabo libres de injerencias externas tornaba inevitable el conflicto con Estados Unidos y, efectivamente, las primeras reacciones hostiles que, después de una fase de cautela inicial, emanaban de Washington, apuntaban a que la tesis de los líderes del Movimiento 26 de Julio era correcta. Frente a este escenario, la alianza con la URSS planteaba la posibilidad de colocar el proceso de cambio revolucionario dentro del perímetro defensivo representado por el Bloque Socialista protegiéndolo, según los cálculos de los dirigentes revolucionarios, de las posibles injerencias estadounidenses. En febrero de 1960, Anastas Mikoyan, vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS y brazo derecho del premier Nikita Jruschov, viajó a Cuba con la excusa de inaugurar una vasta exposición soviética de ciencia, técnica y cultura, previamente expuesta en Nueva York. En realidad, el importante político soviético viajaba para encontrarse directamente con los líderes

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revolucionarios y ponderar la posibilidad de tejer lazos más estrechos con el país. La visita fue un éxito y el encuentro con los revolucionarios despertó el entusiasmo del viejo bolchevique. A raíz de del viaje de Mikoyan, la URSS firmó un significativo convenio económico, según el cual, Moscú se comprometía a adquirir 425 000 toneladas de azúcar cubana y a suscribir la compra de un millón más de toneladas anuales. Además, la visita de Mikoyan produjo también la concesión a la isla de una línea de crédito de 100 millones de dólares y la oferta de petróleo soviético. Es importante señalar que la forma en que Castro pudo conectar de manera tan audaz el proceso de cambio doméstico en Cuba con la protección soviética no habría sido posible sin los cambios que la estrategia exterior de la URSS registró después de 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin y la asunción del poder por parte de Jruschov. Con la muerte del viejo líder revolucionario y la llegada al poder de una nueva dirigencia encabezada por Jruschov, la estrategia internacional de Moscú rompió con el realismo y el aislamiento de la era estaliniana tardía, volviendo a recuperar con fuerza su carácter utópico e internacionalista que revindicaba la capacidad transformadora del instrumento revolucionario. A partir de 1953, la URSS intentó desplazar el conflicto con Washington, del plano del enfrentamiento militar al de competencia entre modelos sociales y económicos. La doctrina de la coexistencia pacífica, lanzada por Jruschov en 1956, en el marco del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, proponía bajar las tensiones bipolares y ganar la partida con Occidente basándose en la supuesta superioridad del modelo socio-­ económico soviético sobre el capitalista occidental. Estrictamente vinculada a este replanteamiento estuvo la decisión de Jruschov de apostar con fuerza sobre el Tercer Mundo como posible terreno propicio para mudar las relaciones de fuerzas con Occidente a favor de Moscú. En las periferias, despojadas por el imperialismo y el neocolonialismo occidental y necesitadas de insumos materiales e ideológicos para construir su desarrollo económico, la URSS podía mostrar la superioridad de su modelo sobre el de Washington y, con el tiempo, desplazar a los nuevos países hacia el campo socialista.

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A partir del XX Congreso, los ideólogos soviéticos concentraron su actividad en la elaboración de un nuevo andamiaje ideológico para facilitar la interacción con el Tercer Mundo. En la Declaración de Moscú de 1960, se introdujo el concepto de “Estados nacional-democráticos” y se recuperó la teoría del “camino no-capitalista de desarrollo”, como fundamentos de la política exterior soviética hacia las periferias. A partir de estos conceptos, la URSS estableció la posibilidad para los partidos comunistas locales de forjar alianzas con las fuerzas y gobiernos de la burguesía nacional surgidos de la descolonización, así como con aquéllos de América Latina empeñados en llevar a cabo una estrategia de modernización económica de los respectivos países o, según los soviéticos, de emancipación del neocolonialismo estadounidense. El papel de los comunistas en estos contextos tenía que ser el de empujar progresivamente a la burguesía hacia un programa de desarrollo económico no capitalista. Para Moscú, políticas concretas como la aplicación de leyes de reforma agraria y la industrialización liderada por el Estado eran cruciales para alcanzar una verdadera independencia política y, posteriormente, para la implantación del socialismo. Dentro de este marco, la URSS apoyó el movimiento de descolonización en Asia, Medio Oriente y África, sosteniendo la creación de frentes de liberación nacionales, liderados por fuerzas nacionalistas, y que no necesariamente tenía que incluir o ser encabezados por los comunistas. Por otro lado, Jruschov lanzó una agresiva política de ayuda económica, técnica y de expansión de las relaciones comerciales con los gobiernos nacionalistas de los países del Tercer Mundo, como India, Indonesia, Birmania, Afganistán, Egipto, Congo o Mali. En esta primera fase, la estrategia de Jruschov gozó de la ventaja de que el modelo socioeconómico soviético, basado en un proceso de modernización económica liderado por el Estado, se adaptaba mejor que la receta liberal-capitalista a las exigencias de los países del Tercer Mundo. De alguna forma, la URSS respondía a la necesidad del Tercer Mundo global, incluida América Latina, de acelerar su proceso de desarrollo en condiciones de desventaja o “retraso” como había sido el caso de la propia experiencia histórica soviética. La transformación planificada de la URSS, de ser un país agrícola a una potencia industrial, acontecida en un lapso en extremo corto y tras superar grandes

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obstáculos, presentaba una imagen muy atractiva para los corazones y las mentes de los líderes del Tercer Mundo. América Latina no quedó exenta de las atenciones de Moscú y, a partir de 1953, el subcontinente fue englobado, de manera progresiva, junto a otras áreas periféricas en la estrategia de acercamiento del Kremlin hacia el Tercer Mundo. El primer país en estrechar lazos más cercanos con la URSS fue Argentina que, en agosto de 1953, firmó un tratado comercial y de pago para aumentar los niveles de interacción comercial con el Bloque Socialista. A comienzos de 1956, el premier soviético Nikolai Bulganin formalizó oficialmente la oferta soviética de ayuda económica y de ampliación de vínculos comerciales con América Latina. A raíz de este giro, a finales de la década, la interacción entre América Latina y el Bloque Socialista se profundizó de forma significativa. En 1958, Argentina tenía firmado con Polonia un acuerdo para adquirir maquinaria y carbón a cambio de quebracho, cueros, lanas y aceite de linaza. Además, el país tenía suscritos varios acuerdos bilaterales con Alemania Oriental, Bulgaria y Rumania, con un intercambio total estimado de varias decenas de millones de dólares. Finalmente, en el marco de estos acuerdos, para cubrir el saldo comercial deficitario, la URSS ofreció vender a Argentina equipo petrolero y un millón de toneladas de petróleo. Moscú también decidió establecer una línea de crédito de 100 millones de dólares para financiar futuras importaciones. Durante el mismo periodo, Brasil aumentó significativamente sus intercambios comerciales con Moscú y los otros países del Bloque Socialista. Finalmente, tampoco México fue ajeno a ese proceso de cortejo y acercamiento. El 18 de noviembre de 1959, Anastas Mikoyan y un nutrido grupo de 29 acompañantes desembarcaron en México, donde inauguraron una imponente exposición de productos industriales y científicos soviéticos, además de entrevistarse con las autoridades del país. Aunque el acercamiento con México no produjo resultados concretos inmediatos, sí representó la base sobre la cual se desarrollaron las relaciones durante los años setenta, cuando se firmó un tratado económico bilateral con el Bloque Socialista. La alianza de Castro con la URSS, después del triunfo de la Revolución cubana, tuvo como premisa central el giro de la política exterior soviética hacia el Tercer Mundo y América Latina entre 1953 y el

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final de los años cincuenta. La apertura de la URSS a los movimientos nacionalistas del Tercer Mundo y a los países en desarrollo hizo que ésta se encontrara lista para recibir, secundar y asociarse al proyecto de emancipación planteado por los revolucionarios cubanos. En este sentido, el desplazamiento de Cuba hacia la órbita soviética señalaba, en buena parte, el éxito de la apuesta de Jruschov. La estrategia soviética no sólo permitió a Moscú atraer a líderes y países en Asia y África donde la descolonización vivía una de sus fases de avance más dramáticas; también le permitió sustraer a la esfera de influencia estadounidense piezas tan valiosas como la de una isla, pequeña, pero con una importancia geoestratégica tradicionalmente muy significativa para Washington. Es importante señalar que la hostilidad estadounidense frente al desenlace del proceso revolucionario funcionó como aliciente para que se consolidara la alianza entre Moscú y La Habana. La decisión tomada por la administración Eisenhower de impedir que las refinerías de propiedad de empresas estadounidenses elaboraran el crudo soviético condujo a la nacionalización de sus instalaciones en junio de 1960. En respuesta, la administración Eisenhower redujo, hasta casi eliminarla, la cuota de azúcar cubana que Estados Unidos compraba a la isla; el gobierno cubano respondió, como hemos visto, con una amplia oleada de expropiaciones. En agosto de 1960, la escalada de tensiones alcanzó otra cima con la aprobación, durante la reunión de la oea de San José, de una declaración, promovida por Washington y a la que sólo México se opuso, que condenaba la intervención de potencias extracontinentales en los asuntos de las repúblicas americanas. La agresividad con que la política exterior estadounidense lidió con la evolución del proceso revolucionario dio el último empujón para que se concretara, en términos todavía más sólidos, el acercamiento entre Moscú y La Habana. Desde el otoño de 1960 la URSS empezó a brindar importante ayuda militar (alrededor de 40 000 toneladas de material) a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far) de Cuba. La alianza con la URSS, fraguada entre 1959 y 1960, fue un hecho histórico para Cuba y, en gran medida, también para el continente. Desde el punto de vista latinoamericano, la convergencia entre La Habana y Moscú representó la primera ruptura significativa de la Doctrina

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Monroe desde su proclamación en 1823. Desde el punto de vista cubano, la alianza colocó a la isla, por primera vez en su historia independiente, fuera de la esfera de influencia estadounidense y dentro de un sistema de alianzas completamente inédito que apuntaba a eliminar cualquier vestigio de interferencia norteamericana en los asuntos internos de la isla. Aunque la relación entre la Revolución cubana y la URSS estuvo atravesada por tensiones y marcada por importantes divergencias estratégicas, sí cumplió con su objetivo principal: garantizar al proceso revolucionario una fuerte dosis de auto­ nomía. CUBA Y LA NUEVA IZQUIERDA LATINOAMERICANA: ENTRE CONTRACULTURA Y REVOLUCIÓN

En 1964, un informe del Policy Planning Council del Departamento de Estado, citado por Piero Gleijeses, subrayaba de forma sutil que el mayor peligro procedente de Cuba no era la actividad de distribución de armas, propaganda o, incluso, entrenamiento de subversivos; para los analistas del Departamento de Estado, el mayor problema estaba representado por el impacto galvanizador que la simple existencia del régimen cubano tenía sobre los movimientos de izquierda en numerosos países latinoamericanos. Para los analistas estadounidenses, hasta el triunfo de Castro, nadie en América Latina habría podido plantear, esperando tener éxito, la construcción de un régimen político que desafiara la certidumbre de la hegemonía estadounidense y el poder de las élites locales. Aunque Castro hubiese interrumpido su estrategia de apoyo activo a los movimientos revolucionarios latinoamericanos, la simple existencia de la revolución habría alentado el compromiso de los movimientos de izquierda continental con un cambio radical de las estructuras sociopolíticas de sus respectivos países. El éxito de la consolidación del proceso revolucionario cubano, entre 1959 y 1961, representó un poderoso imán para algunos sectores de la izquierda latinoamericana, marxista y nacionalista, que habían visto reducida su capacidad de maniobra a causa de los espacios angostos que la Guerra Fría había generado para los procesos de cambio regionales. Las innovaciones tácticas y estratégicas introducidas por la Revolución cubana y su aparente éxito generaron

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un nuevo modelo de acción política que dio la ilusión de poderse replicar fuera de los confines de la pequeña isla del Caribe. La revolución pareció brindar las claves para romper los nudos internos e internacionales que, después de 1945, habían estrangulado la prosecución del proceso de ampliación de los perímetros sociales y políticos de las naciones latinoamericanas. El faro de la Revolución cubana no habría sido tan poderoso si la heterogénea izquierda latinoamericana no hubiera atravesado, en esos años, una profunda renovación de las formas de hacer y percibir la política. El éxito del modelo cubano fuera de los confines de la isla se debió a que había oídos dispuestos a escuchar los mensajes heterodoxos procedentes de la isla caribeña. La revolución se cruzó, en este sentido, con un amplio fenómeno de renovación de la izquierda latinoamericana iniciado en la segunda mitad de los años cincuenta y desencadenado por un poderoso cambio generacional que, según Eric Zolov, abarcó una dimensión mucho más amplia que la política y que se relacionaba con las prácticas culturales, el discurso y las sensibilidades estéticas. Se trató de un giro de carácter contracultural del que la dimensión política representaba una parte importante, pero no la única. Como recuerda Zolov, al citar la experiencia del intelectual mexicano Roger Bartra, los exponentes de la nueva izquierda latinoamericana podían tener bien custodiadas en sus casas grandes cantidades de cocktails molotov y, al mismo tiempo, una cantidad parecida de bolsas de mariguana. En el plano político, la nueva izquierda latinoamericana contestaba sobre todo la actitud de supuesta renuncia que la vieja izquierda, en gran parte filosoviética, había mostrado frente a las dificultades que encontraban los procesos de transformación continental. Es cierto que la izquierda tradicional había visto sustancialmente reducida su capacidad de maniobra por el inicio del conflicto bipolar y la difusión de un profundo clima de anticomunismo doméstico e internacional; sin embargo, leales a la línea soviética, la mayoría de los partidos comunistas continentales había reaccionado frente a estas presiones manteniendo una estrategia basada en el frentismo y la vía electoral como instrumentos de lucha política. Ésta era una opción que, independientemente de las presiones externas, les condenaba inevitablemente a cierto grado de inmovilismo. Como se ha visto, mu-

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chos de estos partidos se encontraban ilegalizados y, por ende, excluidos de las competencias electorales en las que aspiraban a participar. La crítica a esta inmovilidad fue potenciada por eventos como la ruptura chino-soviética, que entró en su fase aguda justo durante la década de los años sesenta. La crítica de China al supuesto conformismo de la URSS y a su falta de compromiso con los procesos revolucionarios en el sur del mundo, ejemplificada según Pekín por la adopción por parte soviética de la doctrina de la coexistencia pacífica en 1956, tuvo un fuerte eco en la izquierda latinoamericana. El dinamismo con que China defendió sus razones en el exterior, frente a la ruptura con la URSS, y junto con el mensaje cubano, contribuyeron a radicalizar amplios sectores de la izquierda latinoamericana. En un continente que, durante los años sesenta, seguía experimentando un proceso de desarrollo socialmente injusto, con injerencias externas y formas de autoritarismo conservador, el mensaje cubano de cambio rápido y radical, amplificado por la imagen pasiva de la URSS y de los partidos comunistas tradicionales promovida por China, se consolidó en sectores importantes de la nueva izquierda continental. En 1961, desde su exilio cubano, John William Cooke, delegado de Perón en Argentina después de su derrocamiento en 1955, declaró que era imposible concebir el proceso de liberación nacional sin una revolución social. Como señala Zolov, la Revolución cubana “exacerbó y finalmente permitió cristalizar” las tensiones ideológicas que se habían acumulado, aun sin ser su causa directa. Este escenario sería suficiente para explicar, independientemente del apoyo directo cubano, el surgimiento de una nueva izquierda radicalizada y de la lucha armada como nueva forma de acción política. Como recuerda Jorge Castañeda, el fenómeno guerrillero se desarrolló también en contextos como México donde, por no enturbiar las relaciones con el único país que no había roto relaciones diplomáticas, La Habana se abstuvo de intervenir directamente en apoyo a los movimientos de lucha armada. Sin embargo, durante la década de los años sesenta, la difusión del ejemplo cubano en América Latina no fue un fenómeno de mera emulación. Su expansión fue activamente impulsada por el apoyo directo que La Habana prestó a numerosos grupos que decidieron tomar las armas en contra del statu quo. El apoyo brindado a la lucha

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armada respondió, en parte, al internacionalismo revolucionario que constituyó un elemento importante de la ideología cubana y, en parte, a un cálculo estratégico que vio en la proliferación de grupos armados inspirados en la revolución un instrumento de defensa de las injerencias estadounidenses. Desde la Segunda Declaración de La Habana en febrero de 1962, emitida a manera de respuesta a la decisión de la oea de expulsar al país de la organización, Castro había dejado claro que la tarea del revolucionario era hacer la revolución y no “sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo”. Para Castro y los dirigentes cubanos, apoyar a movimientos políticos revolucionarios era una cuestión de internacionalismo y de solidaridad con aquellos grupos que querían transformar, en nombre de la justicia social, el statu quo continental. Como recuerda Gleijeses, “Cuba ayudó a aquellos que tenían la voluntad de pelear, incluso si no pertenecían al Partido Comunista local”. Al mismo tiempo, el apoyo que sobre todo entre 1960 y 1967 el gobierno revolucionario de la isla ofreció a las guerrillas latinoamericanas respondió a un cálculo de tipo estratégico. Durante los primeros años sesenta, la presión estadounidense sobre Cuba y los intentos de Washington por derrocar al régimen revolucionario se intensificaron. En abril de 1961, una expedición de cubanos entrenados por la cia intentó invadir la isla, desembarcando en la playa de Bahía de Cochinos con la idea de dar comienzo a un levantamiento nacional en contra del gobierno revolucionario. La expedición fracasó por problemas logísticos de los asaltantes, en parte causados por la falta de apoyo aéreo estadounidense, y también por la reacción eficaz del ejército revolucionario que contaba con armamento de tipo avanzado brindado por los soviéticos. Sin embargo, la derrota fue sobre todo el resultado del amplio consenso del que gozaba internamente el régimen, un factor que impidió que la noticia de la invasión desencadenara en el país una movilización general en contra del gobierno, como había imaginado con cierta ingenuidad la cia. A pesar del fracaso, las presiones estadounidenses no disminuyeron y la amenaza de una posible invasión de la isla organizada por Washington se mantuvo, al grado de originar, en el otoño de 1962,

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una de las crisis internacionales más dramáticas de la historia. En la primavera de aquel año, Jruschov empezó a plantear entre sus más cercanos colaboradores la posibilidad de implantar en la isla una serie de ojivas nucleares que pudieran funcionar como medida disuasoria frente a los intentos estadounidenses de acabar con el proceso revolucionario cubano. La historiografía ha debatido si, en realidad, la idea soviética representó un medio para disminuir el desequilibrio estratégico-nuclear en que la URSS se encontraba en aquel momento y resolver a favor de ésta el impasse de Berlín. Aunque estos factores probablemente jugaron un papel importante, la documentación más reciente parece confirmar que en la base del plan de Jruschov hubo un genuino deseo de proporcionar al proceso revolucionario cubano una protección estructural de las intervenciones estadounidenses. Después de haber mostrado en una fase inicial su escepticismo hacia la propuesta soviética, en el verano, también el líder máximo de la Revolución cubana dio su beneplácito y Moscú empezó el complejo proceso de instalación de 40 misiles nucleares entre las palmas cubanas, la llamada operación “Anadyr”. El descubrimiento de las instalaciones militares soviéticas por parte de Washington, en octubre de 1962, condujo a un forcejeo directo entre las dos superpotencias que llevó el mundo al borde de una guerra nuclear que se conoció como la Crisis de los Misiles. La resolución de la crisis pasó por la retirada de los misiles a cambio de un compromiso secreto en el que Washington se abstendría de invadir la isla, además de retirar los misiles Júpiter de Turquía. Sin embargo, el régimen revolucionario interpretó el acuerdo como una señal da la debilidad soviética en su compromiso de defender la isla, una imagen ciertamente reforzada por las acusaciones de Mao, que criticaba la decisión de Jruschov de retirar los misiles. En este sentido, especialmente a partir del bienio 1961-1962, el apoyo cubano a la guerrilla en otros países latinoamericanos respondió también a un intento de desplazar la atención de Washington de la isla a otros potenciales focos rojos en el hemisferio. Como ha afirmado Gleijeses, según Castro, Estados Unidos no habría sido capaz de dañar a Cuba si “toda América Latina se encontraba en llamas”. Además, el cálculo cubano era que el triunfo de movimientos guerrilleros en otros países de la región habría podido conducir al estable-

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cimiento de regímenes continentales afines al cubano, rompiendo así el aislamiento al que la oea había sometido a la isla en 1962. Ernesto Che Guevara, quien había acompañado a Castro desde los días de su exilio mexicano, y Manuel Piñeiro, responsable de la Dirección General de Liberación Nacional dentro de la Dirección General de Inteligencia (dgi), fueron las figuras que asumieron la tarea de planificar la política de ayuda cubana a las guerrillas latinoamericanas. Además de su aportación directa en el terreno como líder guerrillero, en América Latina y en África, Guevara tuvo también un impacto crucial en definir la trayectoria de lucha política en el continente con sus teorizaciones sobre las formas de lucha armada. Por medio de sus reflexiones, sintetizadas en la llamada teoría del foquismo, Guevara defendió la guerrilla rural como instrumento capaz de crear las condiciones objetivas para generar procesos revolucionarios de amplia escala en los países latinoamericanos y en el Tercer Mundo. Si la teoría revolucionaria maoísta prescribía un lento y minucioso proceso de preparación política de las masas rurales como prerrequisito para el estallido revolucionario, para Guevara la lucha de guerrilla en el ámbito rural tenía la capacidad de generar de forma acelerada las condiciones necesarias para la revolución. Como ha destacado Dirk Kruijt, basándose en la experiencia de la insurrección cubana en contra de Batista, para Guevara la instalación de un foco guerrillero rural, incluso de pequeñas dimensiones, representaba un motor suficiente para encender fenómenos de sublevaciones generales. El foquismo se volvió, durante los años sesenta, la forma de lucha armada elegida por miles de ciudadanos latinoamericanos, en prevalencia de joven edad, para transformar las realidades políticas de sus respectivos países. Según estimaciones de los servicios de inteligencia estadounidenses, citados por Gleijeses, entre 1961 y 1964 pasaron por Cuba para recibir entrenamiento militar e ideológico “por lo menos” entre 1 500 y 2 000 ciudadanos latinoamericanos. Al mismo tiempo, Cuba apoyó con materiales, recursos financieros e instructores a los distintos movimientos guerrilleros de la región. En el invierno de 1966, durante la I Conferencia Tricontinental organizada por La Habana, el apoyo sistemático a los procesos revolucionarios en el Tercer Mundo, incluida América Latina, se institucionalizó con la creación de

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la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina (ospaaal). El mensaje de Guevara, leído a los participantes de la Tricontinental y que llamaba a la creación de “dos, tres… muchos Viet-Nam”, no dejaba dudas con respecto a la función que los cubanos atribuían a la nueva organización. En el verano del año siguiente, el diseño de la nueva arquitectura internacionalista era completado con la fundación de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (olas). La ospaaal y la olas nacieron con el objetivo de difundir material y la ideología del modelo revolucionario cubano y de apoyar los movimientos de lucha armada en América Latina y en el Tercer Mundo. Hacia el final de la década de los años sesenta, los intentos de coordinación cubanos habían tenido cierto éxito y, según la reconstrucción de Kruijt, los más importantes movimientos guerrilleros de la región, como Ação Popular (ap) y mnr de Brasil, las far de Guatemala, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir) y el Ejército de Liberación Nacional (eln) de Perú, el Movimiento Revolucionario Oriental (mro) de Uruguay y, finalmente, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir) de Venezuela tenían pequeñas oficinas operativas en La Habana. Según Kruijt, en los años setenta también los Montoneros argentinos y el Ejército de Liberación Nacional (eln) de Colombia se habían instalado con oficinas estables en Cuba. Como recuerda Jonathan Brown, las primeras incursiones cubanas ocurrieron en la cuenca caribeña. En el verano de 1959, a pocos meses del triunfo de los barbudos, una expedición de 60 hombres, entre cubanos y dominicanos del Movimiento de Liberación Dominicana (mld), cuyo entrenamiento había sido supervisado por Camilo Cienfuegos, zarparon de las costas orientales de Cuba para desembarcar en la República Dominicana con el objetivo de derrocar al régimen de Trujillo. La primera misión cubana acabó en un completo desastre, ya que las tropas dominicanas, alertadas de la expedición, tuvieron tiempo de prepararse y recibir en condiciones a los asaltantes. Después del fracaso en República Dominicana fueron Venezuela, Argentina y Guatemala los países que atrajeron la mayoría de los recursos cubanos. En Venezuela, en 1960, el sector juvenil del partido ad, liderado por Rómulo Betancourt, fue expulsado por sus simpatías

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castristas y decidió crear el mir. Además, la victoria de Castro había empujado al Partido Comunista de Venezuela (pcv) a votar a favor de la lucha armada como estrategia política en sustitución de la pugna electoral. En el transcurso de pocos años operaban en el país alrededor de 20 grupos guerrilleros inspirados en el ejemplo cubano. En noviembre de 1963, un cargamento de tres toneladas de armas y municiones, cuya procedencia era directamente reconducible a Cuba, fue descubierto en una playa del país. Además, en 1963 La Habana ayudó a la formación de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (faln), lideradas por Douglas Bravo, que representaron un intento de mayor coordinación entre los distintos grupos guerrilleros inspirados en Cuba que estaban activos en el país. Entre 1964 y 1965, sin embargo, la guerrilla procubana venezolana sufrió varios reveses militares y un duro golpe político por la decisión del pcv de abandonar la lucha armada a favor de una nueva estrategia de participación electoral. Probablemente en el intento de evitar la debacle de la guerrilla, de acuerdo con Krujit, en los años sucesivos el nivel de implicación cubano fue aumentando y La Habana, que hasta entonces había brindado entrenamiento y armas, empezó a ofrecer asistencia directa en territorio venezolano. En 1966 Cuba envió a Venezuela, para que se integrara en las faln, al importante cuadro revolucionario Arnoldo Ochoa y, en 1967, otro contingente de venezolanos y cubanos de las far, entre quienes se encontraba uno de los comandantes que había liderado la lucha contra los rebeldes del Escambray, Raúl Menéndez Tomassevich, desembarcaron en la playa de Machurucuto. Sin embargo, como ha señalado Brown, la creciente división interna en los grupos revolucionarios, junto con la mejor capacidad contrainsurgente del ejército venezolano, mermaron las capacidades de acción de los guerrilleros. Además, como destaca Brown, mientras la mayoría de los países latinoamericanos se enfrentaron al reto de las guerrillas inspiradas y apoyadas por Cuba en una situación de precariedad económica, Venezuela vivía en aquel momento el auge de su industria petrolera. Los recursos procedentes de los hidrocarburos pudieron ser utilizados para programas sociales y para mantener un buen nivel de equipamiento y entrenamiento de sus fuerzas armadas. Finalmente, subraya nuevamente Brown, la riqueza producida por el petróleo

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permitió a Venezuela reducir las injerencias estadounidenses y tratar a la par con Washington, limitando así la difusión de sentimientos antiimperialistas que podrían haber representado una sólida base de apoyo para los movimientos guerrilleros. Para 1967, el impulso revolucionario en Venezuela parecía haber llegado a su conclusión. En Argentina, la influencia activa y pasiva de la Revolución cubana también se hizo sentir con particular vehemencia. De hecho, según el propio Fidel Castro, el país del Cono Sur estaba justo después de Venezuela de acuerdo con la agenda de prioridades estratégicas cubanas. En el país, por impulso del propio Guevara, que por ser su patria le había dado una prioridad absoluta, a partir de 1962 La Habana ayudó de forma decisiva en la planificación e implantación de un foco guerrillero en Salta, en el noroeste del país. El Ejército Guerrillero del Pueblo (egp), liderado por Jorge Ricardo Masetti (Comandante segundo), fundador de la agencia de noticias cubana Prensa Latina, operó hasta 1964, cuando el gobierno de Arturo Illia lo derrotó y Masetti desapareció en los bosques de la selva de Orán. El apoyo cubano a los focos guerrilleros argentinos no se apagó con el fracaso del efímero experimento representado por el egp. Por medio del ya mencionado Cooke, las relaciones entre las franjas de izquierda del peronismo y La Habana se habían ido estrechando durante 1960, año del primer viaje del representante de Perón a La Habana. Según lo ha señalado Brown, aunque la relación entre Cooke y Perón se había debilitado, el exsecretario del líder justicialista fundó la Acción Revolucionaria Peronista (arp) y bajo su paraguas, sólo en 1962, alrededor de 500 argentinos viajaron a Cuba para recibir entrenamiento militar. Entre éstos se encontraban algunos de los futuros fundadores y líderes de las Fuerzas Armadas Peronistas (fap), que en 1968 dieron vida al foco revolucionario en Taco Ralo. Otro grupo que recibió apoyo por parte de Cuba fue el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) liderado por Roberto Santucho. El primer viaje de Santucho a Cuba se remontó a la primavera de 1961. Durante su estancia de seis meses, el futuro líder del erp había observado con interés la evolución del experimento cubano y había madurado la idea de llevarlo a suelo argentino. Santucho, quien a su vuelta a Argentina había contribuido a la fundación del Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt), volvió a Cuba como parte de una nu-

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trida delegación argentina liderada por Cooke en 1967, en ocasión de la reunión de olas. Los encuentros mantenidos con otros militantes argentinos durante esta nueva estancia en Cuba y, probablemente, el entrenamiento militar recibido, condujeron a la fundación del erp (el brazo armado del prt) y a la instalación de un foco guerrillero rural en la región de Tucumán. Durante la reunión fundacional de olas en 1967, estaban también presentes dos de los futuros fundadores del grupo guerrillero peronista Montoneros, Fernando Abal y Norma Arrostito, que residieron en la isla hasta 1968, donde recibieron adiestramiento militar antes de volver a Argentina. De acuerdo con Krujit, desde 1961 Cuba había recibido integrantes de la Ligas Camponesas y del pcb para brindarles entrenamiento militar. Después del golpe que en 1964 derrocó al gobierno progresista de Goulart, el país experimentó una rápida expansión de grupos guerrilleros apoyados desde La Habana. En particular, de acuerdo con las reconstrucciones de Krujit, miembros del mnr, fundado por el cuñado de Goulart y exgobernador del estado de Rio Grande do Sul, Leonel Brizola, recibieron entrenamiento en Cuba con el objetivo de crear tres focos guerrilleros en Brasil. Como buena parte de la primera oleada foquista, también los intentos del mnr fueron fácilmente reprimidos por el ejército. Como en el caso argentino, también en Brasil el proyecto revolucionario-guerrillero recobró impulso a raíz de la reunión de olas en 1967. Durante el encuentro de olas, Carlos Marighella empezó a planificar la creación de la Ação Libertadora Nacional (aln), organización a la que poco después se añadió Vanguardia Armada Revolucionária (var). Como veremos en el próximo capítulo, Marighella introdujo una importante variación en la teoría foquista que desplazaba el centro de la acción guerrillera del ámbito rural al urbano. Por lo menos en el caso de Brasil, tampoco el cambio de escenario resultó propicio para el triunfo guerrillero y, para el principio de los años setenta, el impulso revolucionario se había reducido fuertemente debido a las muertes de Marighella y Lamarca, en 1969 y 1971, respectivamente. En Centroamérica, Cuba invirtió ingentes recursos en Guatemala, otro lugar al que Guevara estaba ligado por haber vivido allí en primera persona la experiencia del gobierno de Árbenz y su dramá-

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tico derrocamiento en 1954. En Guatemala, Cuba apoyó activamente el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre, fundado por oficiales del ejército del país y que, una vez integrado por miembros del Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt), se transformó en Fuerzas Armadas Revolucionarias (far). Aunque Cuba apoyó a las far con armas, entrenamiento y apoyo logístico, sus capacidades operativas durante los años sesenta fueron limitadas y no fue hasta la década de los años setenta cuando la guerrilla guatemalteca logró alcanzar un nivel de operatividad significativo. Durante la década de 1970, los cubanos desempeñaron un papel importante en el entrenamiento de la guerrilla nicaragüense y, durante los años setenta y ochenta, le proporcionaron importante asesoría política y material. Colombia, Perú y Bolivia, donde el Che Guevara perdió la vida en octubre de 1967, en un intento de encender el foco de la revolución en la región andina, fueron otros de los países donde Cuba intentó apoyar, con menor o mayor éxito, los focos guerrilleros locales. En este contexto, el caso colombiano resulta particularmente interesante por la forma en que los conflictos y formas de movilización guerrillera que existían con anterioridad al triunfo de la Revolución cubana giraron hacia el guevarismo. En Colombia, formas de resistencia y autodefensa armada rural habían representado un recurso usado, especialmente en un primer momento, por militantes del Partido Liberal y, después del golpe del general Gustavo Rojas Pinilla, también por los conservadores. De hecho, después del oscuro asesinato del popular líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, en el llamado Bogotazo de 1948, el país descendió en un dramático proceso de confrontación armada interna. Las causas y los cauces de ese proceso son complejos. Se puede afirmar que una confluencia de factores como la debilidad institucional del Estado (especialmente en las zonas rurales), fuertes conflictos agrarios y caciquización del liderazgo político, tanto liberal como conservador, fueron todos factores que contribuyeron al fenómeno conocido como “La Violencia”. La amnistía proclamada durante la dictadura de Rojas Pinilla dio la ilusión de haber podido contener la confrontación militar y, sin embargo, la persistencia de fuertes tensiones sociales en el campo volvió a brotar con la creación de las Unidades de Autodefensa de Masas promovidas por el Partido Comunista Colombiano (pcc) y especialmente concentradas en la lla-

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mada República de Marquetalia. Como ha destacado Krujit, las nuevas expresiones de resistencia armada fueron reprimidas por el Ejército de Colombia, apoyado en clave anticomunista por Washington. La forma en la que el sistema político colombiano respondió a estos fenómenos una vez agotada la opción militarista de Rojas Pinilla representa, quizás, uno de los ejemplos más claros de connubio entre revitalización conservadora interna y apoyo estadounidense en el marco de la Guerra Fría. En particular, frente a la persistencia de brotes de resistencia armada, los dos principales partidos del país, el Conservador y el Liberal, decidieron dar vida en 1957 a un pacto de alternancia en el poder, el Frente Nacional que, de hecho, establecía una suerte de democracia controlada en Colombia. Aunque, como ha señalado recientemente Robert A. Karl, el primer presidente del Frente, el liberal Alberto Lleras Camargo, en un primer momento trató de liderar un proceso de reformas sociales y de pacificación del país, sus intentos chocaron con los límites estructurales que la alianza con el Partido Conservador impuso a la agenda de reformas. No sólo los gobiernos del Frente no llevaron a cabo una reforma agraria real sino que, como ha señalado Luis Herrán-Ávila, liberales y conservadores reforzaron la legislación anticomunista y, con el renovado apoyo político y material estadounidense, robustecieron la estrategia contrainsurgente frente a las guerrillas locales. La defensa del statu quo promovida por la convergencia entre elementos conservadores locales y la política exterior estadounidense representó un imán poderoso para la difusión de las doctrinas cubanas. El nacimiento de uno de los principales grupos guerrilleros del país andino, el Ejército de Liberación Nacional (eln), tomó forma a partir de la confluencia de corrientes disidentes liberales, ya familiarizadas con la guerrilla durante el periodo de “La Violencia”, y grupos católicos bajo el nuevo influjo que el paradigma y apoyo directo cubano tuvo sobre grupos de jóvenes estudiantes. Según ha afirmado Rafael Pardo Rueda, estos núcleos recibieron entrenamiento militar en Cuba en el periodo posterior a la Crisis de los Misiles de 1962. Liberales disidentes y estudiantes entrenados en Cuba formaron, en 1964, el primer núcleo del eln que hasta 1974 fue liderado por Fabio Vásquez Castaño. La fuerza que la “componente católica” mantuvo en eln es bien representada por el martirio del padre Camilo

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Torres Restrepo, exponente de la teología de la liberación, quien se unió al grupo guerrillero en 1965 y murió un año después, durante un enfrentamiento con el ejército colombiano. El caso de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), fundadas en 1966, siguió una evolución parecida. Las farc tenían sus raíces en los movimientos de autodefensa liberales, y en este caso comunistas, surgidos después de 1948 para resistir la represión de los gobiernos conservadores. Dos de sus más importantes comandantes, Manuel Marulanda y Juan de Jesús Trujillo Alape (alias “Ciro Trujillo Castaño”), antes de pertenecer a las farc, habían militado en organizaciones guerrilleras y de autodefensa liberales. Las discrepancias ideológicas entre las farc y Cuba limitaron la cantidad de ayuda y apoyo que este núcleo de guerrilla colombiana recibió de la isla. En Chile, investigaciones recientes han mostrado que Cuba, a pesar de las peticiones de apoyo de formaciones como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir), fundado en 1965 y sobre el cual la Revolución cubana ejerció una influencia importante, prefirió apostar en un primer momento por actores clásicos como el Partido Socialista (ps) de Salvador Allende. Como veremos en el próximo capítulo, sin embargo, la postura cubana cambió dramáticamente entre 1970 y 1973, cuando La Habana armó al mir en un intento por defender el gobierno de Allende de los ataques internos y externos que, finalmente, causaron su derrocamiento en septiembre de 1973. Hacia el final de la década de 1960, las iniciativas cubanas de apoyo directo a los movimientos guerrilleros foquistas latinoamericanos empezaron a disminuir en número e intensidad. Como ha destacado Harmer, para la mitad de los años setenta, informes de la propia cia juzgaban que la participación de La Habana en las aventuras revolucionarias en el continente había alcanzado su punto más bajo en 15 años. Aunque la estrategia de apoyo a la guerrilla armada repuntó al final de la década en coincidencia con los brotes revolucionarios centroamericanos, entre el final de los años sesenta y buena parte de la década de los setenta La Habana redujo su nivel de involucramiento en los procesos de cambio social y político latinoamericano llevados a cabo por medio de la lucha armada. Esta decisión respondió, en primer lugar, al hecho de que la estrategia cubana de exportación de la lucha armada había generado

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desde un principio choques con las directrices generales de la política exterior soviética en el continente. En América Latina, Moscú parecía conformarse de momento con la victoria que, para su estrategia global, representaba el triunfo de la Revolución cubana y su conversión socialista. Más allá de los confines cubanos, Moscú consideraba que la región se encontraba bajo la firme influencia estadounidense. Esto no implicó un abandono por parte de Moscú de la idea de ampliar su influencia sobre la región. Para los soviéticos, la Revolución cubana había roto el fatalismo geográfico que hasta 1959 había considerado como inevitable la pertenencia de América Latina dentro de la esfera de influencia estadounidense. Sin embargo, la estrategia soviética implicaba la adopción de una política diferente de la cubana. Moscú apostaba por una ampliación gradual de las relaciones económicas y políticas bilaterales con los países latinoamericanos que socavara a largo plazo la hegemonía estadounidense. Para los soviéticos, además de que la estrategia cubana era inefectiva, tenía el gran inconveniente de generar peligrosas crisis con Washington en un área que para la URSS no era tan prioritaria como otras partes del Tercer Mundo. Fidel Castro había tenido la oportunidad de escuchar las críticas soviéticas, por boca misma de los representantes de los principales partidos comunistas latinoamericanos, en un encuentro celebrado en La Habana en 1964. Si durante los años sesenta, a pesar de las divergencias con Moscú, Cuba había mantenido una fuerte autonomía en la puesta en marcha de su estrategia, hacia el final de la década, los cubanos se volvieron más sensibles a las presiones soviéticas. Esto se debió en parte a la situación económica de la isla, donde el proyecto de industrialización no había avanzado con éxito y el fracaso de la zafra de 10 millones de toneladas, anunciada por Castro con bombo y platillo en 1970, mostraba las disfunciones generales de la gestión económica de la primera etapa revolucionaria. A raíz de estos problemas, Cuba optó por reforzar sus lazos económicos con la URSS; esto implicó recibir mayor ayuda por parte de Moscú, cediendo en parte a las presiones soviéticas y reduciendo el nivel de apoyo a las guerrillas latinoamericanas. La sovietización de Cuba, mostrada de forma emblemática por la defensa pública de Castro de la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia, en 1968, marcaba el final de la

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etapa más dinámica de la estrategia cubana de apoyo a la revolución en Latinoamérica. Sin embargo, la disminución del apoyo cubano a los focos latinoamericanos se debió también a una serie de factores endógenos al escenario político latinoamericano. En primer lugar, la muerte del Che Guevara en Bolivia, en 1967, mientras intentaba generar un foco guerrillero, mostró casi de forma visual el fracaso del experimento foquista en el continente. A pesar de los esfuerzos cubanos, ningún país de la región había seguido el camino revolucionario apoyado con armas, asesores militares y dinero otorgado por La Habana; la isla se encontraba, a 10 años del triunfo de los barbudos, más aislada que nunca. Al contrario, los pocos países que en los años sesenta y setenta parecieron girar hacia la izquierda lo hicieron, o por la vía electoral, como Chile en 1970, o por medio de golpes de Estado llevados a cabo por militares progresistas, como en Perú y Panamá en el otoño de 1968. Esta situación propició, sin duda, un replanteamiento de las líneas estratégicas cubanas que condujo a un intento de reducción de las tensiones provocadas por el apoyo brindado a los movimientos guerrilleros de otros países. En paralelo, Cuba recuperó una estrategia diplomática más ortodoxa que, por lo menos, permitió a la isla reanudar relaciones con varios países latinoamericanos como Chile, Perú, Venezuela, Colombia, Panamá y Argentina, que se sumaron a México, país que nunca rompió relaciones diplomáticas con la isla. Frente a la reducción de su internacionalismo latinoamericano, Cuba redirigió sus esfuerzos hacia el continente africano, donde su apoyo a los procesos de descolonización de las áreas pertenecientes al Imperio portugués fue decisivo para obtener y mantener la independencia de los nuevos países. En Angola, sobre todo, la ingente intervención militar al lado de las fuerzas del Movimiento Popular de Liberación Angola (mpla), de Agostinho Neto, permitió a este grupo resistir los ataques sudafricanos, de Estados Unidos y otras facciones locales angolanas que ponían en riesgo una efectiva independencia del país. Paradójicamente, si el foquismo —la doctrina elaborada a partir de la experiencia cubana— mostraba en América Latina todos sus límites, en África, lejos de casa y donde Cuba intervino militarmente de una forma mucho más convencional, La Habana cosechaba éxitos decisivos.

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A partir de la celebración de la Conferencia Tricontinental, en La Habana, en enero de 1966, Cuba fue buscando asumir un papel cada vez más central en el emergente movimiento de países pertenecientes al Sur global que contestaban el orden político y económico supuestamente basado sobre los intereses y la hegemonía del Norte. Mientras en América Latina reducía silenciosamente su intervención directa, África y, más en general, el Tercer Mundo se volvieron los escenarios principales de la acción cubana entre el final de los años sesenta y la década de los setenta.

NO TODO ES REVOLUCIÓN. TEMOR Y REACCIONES A LA REVOLUCIÓN CUBANA EN AMÉRICA LATINA

La Revolución cubana no sólo encendió el espíritu de una parte importante de las juventudes latinoamericanas empujándolas hacia posiciones de mayor radicalismo; también sembró ansiedad y hostilidad en amplios sectores de las sociedades que veían con temor el mensaje radical de cambio promulgado por los barbudos. “Ay, señor”, escribía una ciudadana mexicana al presidente Gustavo Díaz Ordaz, en una carta recogida por el historiador Ariel Rodríguez Kuri, en el momento más tenso de la protesta estudiantil, “le ruego [que] si en sus venerables manos está [,] ponga paz en los ánimos de esos jóvenes en parte alocados”. Pocos meses después, el 2 de octubre de 1968, como en respuesta a esta solicitud, el gobierno mexicano reprimió de manera sangrienta una concentración de estudiantes reunidos en la plaza de las Tres Culturas, ubicada en la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco de la Ciudad de México. Como ha reconstruido Jaime Pensado, lejos de ocasionar una sublevación en contra de la represión, la masacre de Tlatelolco recibió un apoyo importante por vastos sectores de la sociedad mexicana, en particular por parte de ciudadanos comunes y de clase media. En Argentina, en mayo de 1969, la insurrección popular recordada como “Cordobazo”, por el nombre de la ciudad de Córdoba en que aconteció, inició un proceso que, al radicalizarse y derivar en violencia política organizada, acabó generando reacciones parecidas a las registradas por Rodríguez Kuri en el caso mexicano. Como ha

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señalado Sebastián Carassai, las simpatías que en sectores de las clases medias ocasionaron las rebeliones obrero-estudiantiles se fueron diluyendo al ritmo en que la violencia social, espontánea y reactiva a la represión, fue perdiendo protagonismo frente a un ascendente proceso de violencia política, organizada y de carácter permanente. Lejos de apoyar las acciones armadas de las guerrillas que entre el final de los años sesenta y el principio de la década posterior se multiplicaron en el país, amplios núcleos de la población argentina, que Carassai define como “mayoría silenciosa”, adoptaron una actitud de rechazo a la violencia revolucionaria. En más de una ocasión los juicios negativos sobre el fenómeno implicaron el reconocimiento del impacto pernicioso que, desde el extranjero, es decir, Cuba, ideologías foráneas ejercían sobre las juventudes del país. En este sentido, es importante señalar que la Revolución cubana tuvo un fuerte efecto polarizador en las sociedades latinoamericanas. Si, por un lado, a lo largo de varias décadas las hazañas de los barbudos encendieron los sueños revolucionarios de numerosos jóvenes latinoamericanos, por el otro, despertaron un profundo temor en sectores significativos de las clases medias. El miedo hacia la inestabilidad o, en otras palabras, hacia la bandera del socialismo que la experiencia cubana enarbolaba y amenazaba con exportar, movieron partes importantes de las sociedades latinoamericanas hacia posiciones políticas implícitamente más conservadoras. Aunque los estudios sistemáticos sobre la radicalización conservadora no abundan, las investigaciones de Jaime Pensado, Soledad Loaeza, Ariel Rodríguez Kuri, David Sheinin, Sebastián Carassai o Ernesto Bohoslavsky ayudan a ver que el giro hacia el conservadurismo de estos sectores apuntaló el ciclo autoritario que se gestó durante los años sesenta para llegar a su plena maduración en la década siguiente. Es decir, el temor cubano y la adopción de posiciones políticas más conservadoras por parte de la “mayoría silenciosa” se tradujeron en un apoyo más o menos tácito a las respuestas autoritarias y militarizadas que se fueron articulando frente a la radicalización de la izquierda entre el final de los años sesenta y la década de los setenta. El margen de maniobra —casi absoluto— del que gozaron las estrategias de represión llevadas a cabo por las juntas militares latinoamericanas en los años setenta fue posible por el silencio que mantuvieron amplios sectores de las socie-

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dades latinoamericanas. Este silencio tuvo que ver en parte con el miedo a volverse objeto de la represión estatal, pero también con la convicción inconfesable de que “la reorganización nacional” representaba un paso necesario para poner orden en países convulsionados por las movilizaciones populares y las acciones de la guerrilla. Aunque el apoyo de la “mayoría silenciosa” no implicara un aval a la represión clandestina y a los macabros métodos que las dictaduras militares implementaron para combatir a los grupos insurgentes, lo cierto es que los gobiernos de facto decían encontrar en él su base de legitimación. Fuera del ámbito social, en el plano del análisis político, la revolución tuvo un impacto importante sobre las estrategias políticas de algunos de los países más importantes de la región. El militarismo de los sesenta y setenta representó, por lo menos en parte, una respuesta a los retos y dilemas activamente evidenciados por la experiencia cubana y, sin embargo, de ninguna forma el fenómeno juntista acotó el espectro de las reacciones a la Revolución cubana. De hecho, países tan importantes como México durante la presidencia de Adolfo López Mateos (1958-1964); Brasil, entre el final de la presidencia de Juscelino Kubitschek y la de João Goulart (1958-1964); Venezuela durante los gobiernos de Rómulo Betancourt y, sobre todo, de Rafael Caldera (1969-1974) y Argentina durante el mandato de Arturo Illia (1963-1966) hicieron frente a movimientos revolucionarios intentando reforzar el perfil social de los procesos de desarrollo económico nacionales. Es decir, en lugar de elegir la represión como instrumento para limitar la carga desestabilizadora de la Revolución cubana, algunos países eligieron un camino centrado sobre la aceleración de los planes de reforma social. El intento de reforma agraria promovido por Goulart en Brasil con el patrocinio de Celso Furtado; el aumento de la tasa de redistribución de tierra y la ampliación del Estado social en México con López Mateos; las políticas sociales venezolanas, apoyadas en el petróleo o, finalmente, el desarrollismo de cara más social de Illia representaron, en forma y medidas distintas, intentos de contener desde una óptica reformista los impulsos de radicalización atizados por la Revolución cubana. Como ha afirmado el historiador Boris Fausto en relación con Brasil —afirmación que, sin embargo, podemos extender a los otros países—,

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estas políticas no eran socialistas, pero sí intentos de modernización del sistema capitalista y de reducción de las desigualdades a partir de la acción del Estado. El impacto del triunfo revolucionario cubano se hizo sentir también en la forma en que algunos de estos países modificaron su política exterior después de 1959. Durante los años sesenta Brasil y México, por ejemplo, se esforzaron de forma importante para formular políticas y estrategias exteriores más diversificadas que lograran atenuar la naturaleza constringente del bipolarismo. Las élites políticas de estos países no compartían el camino radical elegido por los cubanos, pero entendían que el fenómeno revolucionario se había fraguado en las profundas e irresueltas tensiones sociales que atravesaban el continente y que la Guerra Fría había contribuido a exacerbar. Además opinaban que el bipolarismo, que en América Latina básicamente se había traducido en un aumento de la dependencia de Estados Unidos, había limitado las posibilidades de diversificación económica. La modernización y la transformación de la economía eran consideradas bases para dar vida a sociedades más justas e incluyentes y el único antídoto posible al brote de nuevas experiencias inspiradas en Cuba. La urgencia de la diversificación y, por ende, de una política exterior que facilitara este proceso aumentó por el hecho de que, para México y Brasil, como para muchos otros países latinoamericanos, la década de los sesenta había planteado el problema de cómo garantizar la prosecución del proceso de industrialización en un contexto internacional cada vez menos favorable. Los países latinoamericanos que habían apostado por la industrialización se enfrentaban al agotamiento de la primera fase del modelo de sustitución de importaciones. Por un lado, el problema era la incapacidad de producir bienes capitales, hecho que convertía a la región dependiente de su importación, principalmente de Estados Unidos; por el otro, las fluctuaciones de los precios internacionales de productos primarios, cuyas exportaciones financiaban la adquisición de capitales industriales latinoamericanos, creaba desequilibrios constantes de las balanzas comerciales de los países de la región. Las consecuencias eran un creciente endeudamiento externo y una inflación constantemente fuera de control. Las dificultades económicas creaban una base de descontento en crecimiento que, a su vez, potenciaba a nivel

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regional el mensaje revolucionario cubano y el proceso de polarización interna. Estas consideraciones condujeron a México y Brasil, por ejemplo, hacia la búsqueda de una política de acercamiento a lo que se conformaría como un novedoso movimiento político de países pertenecientes al Tercer Mundo. En Brasil, la llamada “Política externa independente”, puesta en marcha por Goulart, planteaba tanto un estrechamiento de los lazos entre países latinoamericanos como un acercamiento al Sur global. Brasil participó en las conferencias de Países No-Alineados de Belgrado (1961) y El Cairo (1964). México siguió los pasos integracionistas de Brasil, apoyando la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (alalc) sancionada en el Tratado de Montevideo de febrero de 1960 y que, además de México, incluía a Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay. En el tablero global, por razones de prudencia, México no tomó parte en la Conferencia de Belgrado; sí lo hizo en la del Cairo, llegando a tener, durante la década de los años setenta, una posición de primer plano en el movimiento político de países del Tercer Mundo. El reforzamiento de los mecanismos de integración económica regional, así como los acercamientos al bloque del Tercer Mundo, representaban intentos de corregir aquellas dinámicas internacionales, políticas y económicas, que entorpecían los procesos de desarrollo interno. En el caso del Tratado de Montevideo, el intento era la organización de un mercado común latinoamericano que favoreciera un mayor comercio regional entre productos complementarios. De forma parecida, para estos países el acercamiento al Tercer Mundo era benéfico en la medida en que planteaba la posibilidad de un frente común, con peso político suficiente, para modificar aquellas dinámicas económicas internacionales que obstaculizaban la prosecución del proceso de desarrollo económico. En particular, la regulación del comercio mundial, la estabilización de los precios internacionales de las materias primas, la facilitación y aumento de la ayuda internacional eran elementos de una agenda común entre países en desarrollo en la cual México y Brasil estaban particularmente interesados. La puesta en marcha de políticas internas más inclusivas y de políticas exteriores más autónomas y diversificadas representaba intentos de responder a los mismos dilemas que la Revolución cubana

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había enfrentado, sin embargo, eligiendo un camino de transformación estructural menos radical. Sin duda es indicativo de las dificultades que la tesitura generada por la Guerra Fría planteó para los proyectos de reforma gradual el hecho de que estos intentos culminaron de forma negativa en ambos países. En Brasil, el derrocamiento de Goulart en 1964 y la toma del poder por parte del ejército liderado por Humberto de Alencar Castelo Branco dio vida a un régimen militar que habría de perdurar hasta 1985. La represión en contra de partidos políticos, fuerzas sindicales o intelectuales de izquierda representó una característica del régimen desde sus fases iniciales. Sin embargo, el perfil represor se fue radicalizando después de la aprobación por parte del Consejo de Seguridad Nacional, durante una reunión a la que la prensa brasileña denominó como “A Missa Negra”, del Ato Institucional 5 (ai-5), que confería al presidente de la república poderes extraordinarios y que suspendía un número importante de derechos constitucionales. A partir de entonces, Brasil fue abriendo camino a la aplicación sistemática de detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones. En México, la sucesión presidencial de 1964 llevó al poder a un exponente de la que podríamos definir como el ala más conservadora del priismo: Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), exsecretario de Gobernación con López Mateos. La matanza estudiantil de octubre de 1968, ordenada por el nuevo presidente, abrió a un periodo de represión de las fuerzas de izquierda que habría de culminar, como veremos en el próximo capítulo, en los años de la “guerra sucia” de la década de los setenta.

ESTADOS UNIDOS FRENTE A LA REVOLUCIÓN

La radicalización y polarización de los años sesenta produjo importantes transformaciones en la política exterior estadounidense hacia el subcontinente latinoamericano. Como se ha señalado, después de la Segunda Guerra Mundial Washington había colocado a América Latina en una posición marginal dentro de la nueva agenda de política exterior diseñada en el marco del conflicto con la URSS. Una consecuencia de esa decisión fue la rigidez ideológica con la que la administración Truman lidió con los proyectos desarrollistas de los países

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latinoamericanos. La situación no mejoró con la llegada al poder, en 1953, de la administración republicana de Dwight Eisenhower. Al contrario, la posición estadounidense se volvió todavía más inflexible. Para los funcionarios de la nueva administración, el aumento de las inversiones privadas y la creación de un clima propicio para atraerlas eran, junto con el incremento del comercio, los instrumentos necesarios para generar mayores niveles de desarrollo en el continente. Bajo el lema Trade not Aid, entre 1953 y 1958, América Latina recibió sólo 783 millones de dólares en préstamos y ayudas, menos de 7% del total desembolsado por Estados Unidos en el mundo. Como recuerda Jeffrey Taffet, Corea del Sur e India recibieron durante este periodo más ayuda que todos los países de América Latina en su conjunto. Hacia el final de los años cincuenta, las crecientes tensiones interamericanas producidas por la rigidez de Washington alcanzaron niveles críticos bien ejemplificados en mayo de 1958, con el intento de linchamiento del vicepresidente Richard Nixon durante la etapa caraqueña de su viaje por América Latina. El “episodio de Caracas” mostró que había sectores de las sociedades latinoamericanas que identificaban en las políticas de Washington uno de los elementos corresponsables del subdesarrollo económico continental y, a la vez, uno de los principales obstáculos para la superación de esa condición. La administración Eisenhower, frente a esta hostilidad, inició una revisión de sus posiciones económicas hacia la región, incluso antes del triunfo de la Revolución cubana. Aunque de forma muy tardía, la presidencia republicana empezó a plantearse un aumento de los flujos de ayuda hacia el hemisferio y, sobre todo, empezó las gestiones para la creación del Banco Interamericano de Desarrollo, una antigua petición de los países latinoamericanos desatendida muchas veces por Washington. Al mismo tiempo, después de haberlos acogido inicialmente de forma escéptica, la administración republicana recuperó los lineamientos de la Operación Panamericana, un esquema de cooperación económica continental que el presidente brasileño Juscelino Kubitschek había propuesto en mayo de 1958. Basándose en esta iniciativa, que intentaba crear una alianza interamericana para el desarrollo, en septiembre de 1960 el Congreso de Estados Unidos aprobó un fondo de ayuda económica para América Latina, el Social Progress Trust Fund.

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Sin embargo, fue solamente con el estallido de la Revolución cubana y la asunción del poder por parte de la administración de John F. Kennedy (1961-1963) que se registró un cambio sistémico en la posición de Washington sobre el problema de la ayuda económica a nivel interamericano. Por un lado, la revolución planteó un dilema crucial para Estados Unidos, que vio en su existencia un desafío a la esencia misma de su estrategia de política exterior en el marco de la Guerra Fría. La presencia de un país aliado de la URSS, a poco más de 90 millas de las costas estadounidenses y comprometido a exportar al resto del continente su propio modelo de cambio político y social inspirado en el socialismo, retaba a la superpotencia en su propio patio trasero y violaba, como se ha subrayado con anterioridad, por primera vez, la proclamación de la Doctrina Monroe (1823). La necesidad de evitar el contagio cubano en la región condujo a la administración del joven presidente Kennedy a formular, por primera vez desde el comienzo de la confrontación con la URSS, una estrategia de política exterior específica para América Latina. Bajo el nombre de Alianza para el Progreso, esta estrategia planteó inducir de forma artificial y planificada la aceleración del desarrollo económico y social en la región, considerando que sólo un cambio de las estructuras sociales de los países podía prevenir la difusión de la herejía cubana y, por ende, del comunismo soviético. La Alianza para el Progreso sería incomprensible sin tomar en cuenta la fuerte influencia que la teoría de la modernización, y el grupo de científicos sociales que estaban relacionados con ella, tuvo sobre la administración del joven presidente demócrata. David Halberstam, en un famoso libro de 1971, utilizó la formula The Best and the Brightest para definir los principales componentes de la administración Kennedy, destacando la íntima conexión entre la crème de la academia estadounidense y la presidencia demócrata. Kennedy estaba efectivamente convencido de que las modernas ciencias sociales y, en cierta medida también las humanidades, podían proporcionar al poder político de la nación una guía para navegar en las crecientes complejidades del mundo contemporáneo. El número de académicos y su posición dentro de la administración ejemplificaban la centralidad de estas disciplinas para la nueva presidencia. Walt Whitman Rostow, del Center for International Studies (cis) del Massachusetts Institute

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of Technology (mit) de Boston, fue nombrado primero viceconsejero de Seguridad de la administración y, posteriormente, director del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado. Varios académicos de las más prestigiosas universidades estadounidenses participaron en las distintas actividades de la nueva administración: John Kenneth Galbraith (Harvard) fue nombrado embajador en la crucial legación diplomática de la India; Lincoln Gordon (Harvard) sirvió en la task force para América Latina, para luego ser nombrado embajador en Brasil; Eugene Staley (Stanford) participó como consultor para Vietnam. Dentro de este contexto de íntima conexión entre academia y procesos decisionales, la Alianza para el Progreso descansaba sobre las reflexiones de un grupo de científicos sociales del cis del mit, entre los cuales destacaban el propio Rostow y Max Millikan quien sirvió, además, como consultor de la Agencia para el Desarrollo Internacional (aid), creada por Kennedy en noviembre de 1961. Durante la década de los años cincuenta, el cis, financiado también por la cia, había empezado una serie de investigaciones sobre el papel que podía y debía desempeñar la ayuda económica estadounidense a los Estados poscoloniales frente a la competencia que representaban los ofrecimientos soviéticos de cooperación con los países de la periferia. En éste y otros foros, los científicos sociales del mit se propusieron articular una teoría de la “modernidad”, identificada y plasmada a partir de la experiencia del desarrollo económico capitalista occidental, que pudiera competir con la versión soviética basada en el marxismo. La necesidad de una narración occidental que explicara y proporcionara una receta para inducir altos índices de desarrollo económico y que fuera alternativa a la soviética se había hecho todavía más urgente a partir de la segunda mitad de los años cincuenta. Como se ha visto, después de 1956 la URSS de Nikita Jruschov había intentado desplazar el conflicto bipolar de la confrontación militar a la competencia entre modelos socioeconómicos. Dentro de este contexto, los soviéticos proponían una receta basada en el involucramiento progresivo del Estado en la gestión de los procesos económicos, con el propósito de crear una sociedad industrial moderna. Está claro que el fin último del proyecto soviético era, coherentemente con la ideología marxista-leninista, la creación de un sistema

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comunista y que, en ese ámbito, la transformación industrial sería sólo un segmento del proceso socioeconómico que tenía que conducir hacia él. Sin embargo, parte de este proceso, y en especial la creación de una sociedad industrial gracias a determinadas políticas estatales y a la planificación, captaba el interés de numerosas realidades del Tercer Mundo, incluso de América Latina, que apostaban por la industrialización como forma de emancipación política frente al “imperialismo” occidental o, en términos cepalinos, del centro frente a la periferia. La capacidad soviética, justificada por su propia historia posrevolucionaria, de planificar la transición de una economía agrícola hacia una sociedad industrial, permitió a la URSS ejercer atracción sobre muchas realidades del Tercer Mundo. En el fondo, como se ha visto, había sido justamente esta predisposición soviética hacia los procesos de cambio en las periferias lo que le había permitido acercarse con éxito al nacionalismo de Fidel Castro. La teoría de la modernización estadounidense estaba pensada para hacer frente a la teleología de la modernidad soviética, proponiendo un modelo de desarrollo no-comunista, como bien muestra el título de uno de los textos clave producidos por Rostow, The Stages of Economic Growth: A Non-Communist Manifesto, publicado en 1960. En el libro de Rostow se planteó que un plan bien articulado de ayuda económica permitiría a los países menos desarrollados, como los de América Latina, moverse hacia una fase de despegue (take off) que conduciría a formas más avanzadas, estables y modernas de desarrollo económico. Una economía moderna, construida gracias a la intervención de la Alianza para el Progreso, podía representar la base para la articulación de un régimen político democrático y estable. Justamente, el papel que tenía que desempeñar la Alianza era el de proporcionar los insumos financieros y la ayuda técnico-política inspirada en la teoría de la modernización y necesaria para la planeación y puesta en marcha de los procesos de desarrollo económico latinoamericanos. Hay que subrayar que, en este esquema, un papel importante lo desempañaba, también, el uso de la fuerza militar y de las actividades de contrainsurgencia. Para Rostow, estos instrumentos eran cruciales para defender el proceso de desarrollo inducido cuando

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éste, al moverse de un estadio hacia el siguiente, se encontraba en una condición de vulnerabilidad. Para evitar que la insurgencia comunista pudiera aprovecharse de esta condición y hacerse con el control del país, Rostow proponía que la ayuda americana se canalizara también hacia el reforzamiento de las fuerzas militares y de sus capacidades de inteligencia y de contrainsurgencia. Sobre todo en el Tercer Mundo, la estrategia comunista se apoyaba sobre tácticas de insurgencia y guerrilla y era allí donde Washington tenía que intervenir, potenciando las capacidades de los ejércitos, en este caso latinoamericanos, para hacer frente a estos escenarios. Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso en un discurso el 13 de marzo de 1961, durante un encuentro organizado por la Casa Blanca para el cuerpo diplomático latinoamericano en el que anunció un vasto plan decenal para el desarrollo económico. El contenido de la Alianza fue concretado en agosto de ese año durante el encuentro de Punta del Este, Uruguay, donde la mayoría de los países latinoamericanos y Estados Unidos firmaron la Carta de Punta del Este, un documento que establecía los principios y objetivos del nuevo plan de desarrollo económico interamericano. Según las promesas de los funcionarios de la administración Kennedy en Punta del Este, el nuevo plan contaba con una dotación financiera inicial de 10 000 millones de dólares que, sin embargo, durante la década podrían alcanzar, según los representantes estadounidenses, los 20 000 millones. Sobre estas bases, la Alianza se proponía generar un crecimiento económico continental no inferior a 2.5% anual, aumentar la productividad de la agricultura, el acceso a la educación y la esperanza de vida de cinco años para 1970. Al mismo tiempo, el programa se proponía proporcionar agua potable y servicios de alcantarillado en las zonas urbanas y agrícolas. A pesar de sus propósitos y ambiciosos objetivos, la Alianza se enfrentó con obstáculos y problemas relacionados en parte con la falta de una estructura burocrática apta para su puesta en marcha, en parte también causados por la falta de una financiación adecuada. Por otro lado, la Alianza se enfrentó con los límites de su propia formulación conceptual. La idea de una modernidad universal, reconstruida a partir de una síntesis parcial de la evolución histórica occidental, que podría ser exportada a otros países, mostró sus

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límites en el momento de ser trasladada a otras realidades sociales, culturales y económicas. Desde un principio, la Alianza para el Progreso sufrió la falta de organización burocrática eficiente y ágil. La dirección del programa había sido inicialmente entregada al portorriqueño Teodoro Moscoso, uno de los creadores de la Operación Manos a la Obra (Operation Bootstrap), un plan de desarrollo económico diseñado por el Estado que había cosechado resultados positivos en Puerto Rico. Sin embargo, la Alianza quedó integrada también en la Agencia Interamericana de Desarrollo (aid), dependiente, a su vez, del Departamento de Estado. Como ha señalado Taffet, a causa de esta estructura poco lineal, Moscoso nunca tuvo el poder suficiente para articular una estrategia completamente autónoma que garantizara una aplicación eficaz de las medidas establecidas en Punta del Este. A los problemas de organización burocrática se sumaron rápidamente los límites que el Congreso estableció para financiar los programas promovidos por la Alianza. El Congreso de Estados Unidos recortó de forma sistemática y significativa todas las solicitudes de financiación para la Alianza presentadas por Kennedy entre 1961 y 1963, creando fuertes problemas prácticos y de imagen para la administración demócrata y su programa estrella en la región. Asimismo, la Alianza no logró involucrar del todo a los países latinoamericanos en su puesta en marcha, de modo que limitó su alcance. Sin embargo, éste y otros temas estaban probablemente conectados con el problema de las bases teóricas en que descansaba la Alianza. Como ha subrayado correctamente una parte de la historiografía, la Alianza representó una receta vertical y tecnocrática que no contemplaba tomar en cuenta las especificidades políticas, sociales o económicas de las distintas realidades con las que pretendía interactuar. No obstante, es posible argumentar que sus límites intelectuales o teóricos eran todavía más profundos. El universalismo de la teoría de la modernización sobre el que descansaba la Alianza era una construcción artificial, articulada a partir de una imagen reduccionista y en cierta medida arbitraria de la que había sido la experiencia histórica occidental, y que el programa de Kennedy quería replicar de forma inducida en América Latina. El paso de una fase tradicional a la modernidad no era un proceso tan lineal como la

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teoría de la modernización planteaba, en primer lugar, porque las propias definiciones de lo tradicional y lo moderno resultaban de difícil conceptualización. Además, en cualquier caso, la reducción de esta transición a un simple problema de crecimiento económico representaba un límite evidente, tanto de la teoría de la modernización, como de la Alianza. Esto podría ayudar a explicar el impacto diferenciado que la Alianza tuvo en los países latinoamericanos. En países como Brasil, Chile o México, donde el Estado y sus instituciones tenían mayor capacidad de intervención, los recursos procedentes de la Alianza pudieron ser aprovechados de forma relativamente más exitosa. La construcción de nuevas carreteras, puentes, unidades habitacionales modernas o sistemas de drenajes en zonas rurales representaron algunos de los proyectos propiciados por la Alianza en esos países. Al contrario, en países de menor institucionalidad como los centroamericanos, el binomio modernidad-crecimiento económico resultó, incluso, contraproducente. En países como El Salvador, Guatemala o Nicaragua, la Alianza favoreció una modernización económica que aumentó la productividad agrícola y, de la mano de un mayor crecimiento, produjo también una mayor diversificación social. Sin embargo, las intervenciones de la Alianza alentaron también el aumento de la, ya por sí misma, alta concentración de la propiedad de la tierra y el desplazamiento de formas tradicionales de cultivo con graves consecuencias sociales. En contextos en donde el Estado tenía reducidas capacidades de intervención, los frutos del mayor crecimiento económico no necesariamente beneficiaron al conjunto de la sociedad. De modo que, en América Central, como veremos en el último aparatado de este libro, la Alianza incentivó la cristalización de sociedades fracturadas y con niveles potencialmente explosivos de conflicto social. Por otro lado, en el fondo, eran aspectos como el excesivo tecnicismo o el economicismo, considerados como elementos articuladores de la modernidad europea, que habían sido blanco de las críticas más profundas en el seno de las propias sociedades occidentales, como lo evidencian las reflexiones sobre la modernidad de autores como Walter Benjamin o Theodor W. Adorno entre otros. Basar un recorrido artificial de acceso a la modernidad a partir de

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aquellos elementos que una parte de la cultura occidental había identificado como potencialmente negativos por sus riesgos de derivas autoritarias, como hacía la teoría de la modernización, colocaba a la Alianza en un sendero peligroso. No es de extrañar que la historiografía reciente haya revelado que en su aplicación concreta la Alianza tendió a favorecer, en algunos casos, el fortalecimiento de corrientes autoritarias y militares en las sociedades y en los aparatos institucionales latinoamericanos. En un trabajo reciente Thomas Field, por ejemplo, ha reconstruido el proceso de interacción de los programas de la Alianza destinados al desarrollo en Bolivia con su impacto sobre las dinámicas sociales e institucionales del país andino. Field ha mostrado cómo la aplicación de los programas de ayuda económica en el sector minero boliviano evidenció, desde un principio, la íntima conexión entre desarrollo y uso de la fuerza militar sobre el que descansaba la Alianza. Determinados en aumentar la productividad de las minas nacionalizadas de Bolivia, los economistas de la Alianza no dudaron en sugerir la puesta en marcha de una estrategia destinada a disciplinar los combativos sindicatos bolivianos como medio para modernizar un sector estratégico de la economía del país. En el marco del llamado Plan Triangular, Washington financió la modernización del sector minero, incluyendo ayuda material y técnica al ejército boliviano, para la represión de los sectores sindicales que se oponían a las nuevas y regresivas normas laborales planteadas por el proyecto. El resultado final de la puesta en marcha de la Alianza en Bolivia fue que, mientras los recortes financieros a los programas socavaron desde un principio, e independientemente de los fallos estructurales de la Alianza, su capacidad de promover el desarrollo económico, se fomentó una militarización de las relaciones políticas con consecuencias muy negativas a largo plazo para la sociedad y para el funcionamiento del sistema político del país andino. El episodio boliviano no representó una excepción. Las actividades de contrainsurgencia y de potenciamiento de las fuerzas militares eran un postulado de la “teoría de la modernización” de Rostow aceptado por el propio Kennedy. Desde los strategic hamlets, usados en contra del Frente Nacional de Liberación de Vietnam, hasta los programas de entrenamiento y capacitación de los aparatos de contrainsur-

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gencia de los ejércitos latinoamericanos, el factor militar representó un elemento central de la estrategia diseñada por la administración Kennedy en el Tercer Mundo y en América Latina. Estos programas no fueron la causa principal de la oleada de violencia que azotó a América del Sur y América Central durante la década de los años setenta y parte de la de los ochenta. Sin embargo, sí desempeñaron un papel importante en determinar la particular dureza con que los ejércitos regionales, empapados de la doctrina de contrainsurgencia impartida durante los años sesenta, reaccionaron frente a los focos de conflicto social. Finalmente, la Alianza, como muchos otros programas elaborados por la administración de los best and brightest, no cumplió con las expectativas generadas en su anuncio en 1961. Además su desarrollo se vio duramente afectado cuando, después del asesinato de Kennedy en Dallas, en noviembre de 1963, su vicepresidente Lyndon B. Johnson asumió el poder. Aunque en un primer momento Johnson pareció compartir la importancia del programa, a lo largo de su presidencia el peso de la Alianza para el Progreso dentro de la agenda de política exterior estadounidense se fue reduciendo. Frente a la escalada de la guerra en Vietnam que Johnson alentó durante su presidencia, América Latina volvió a moverse hacia los márgenes del tablero estratégico estadounidense. Mientras la Alianza perdía importancia, Johnson en 1965 intervenía militarmente por medio del desembarco de marines en la República Dominicana para prevenir que la toma del poder por parte de Juan Bosch diera lugar a una “cubanización” de la isla. La Alianza fracasó en dar una respuesta efectiva al problema del desarrollo económico latinoamericano, pero dejó una pesada herencia sobre la posible evolución de los sistemas políticos latinoamericanos. Como veremos en los siguientes capítulos, la militarización promovida por este proyecto, sin ser su causa principal, tuvo un papel importante en incentivar los niveles de violencias inauditos que ensangrentaron la región en los años setenta.

CUARTA PARTE. LA DÉCADA DEL TERROR DISTENSIÓN EN EUROPA, ESCALADA EN EL TERCER MUNDO Y AMÉRICA LATINA

En comparación con los peligrosos niveles de confrontación alcanzados por el conflicto bipolar en los años cincuenta y primeros de los sesenta, la historiografía ha definido la década de los años setenta como una época marcada por un paulatino proceso de distensión entre las dos superpotencias. Según esta interpretación, entre el final de los años sesenta y la segunda mitad de la década de los setenta las tensiones entre las dos superpotencias se redujeron y se establecieron mecanismos que favorecieron el diálogo y la recomposición pacífica de sus respectivas divergencias. Durante la época de la détente, la administración republicana de Richard M. Nixon y el liderazgo soviético de Leonid Brézhnev, que había sucedido a Jruschov en 1964, lograron encontrar puntos de mayor convergencia en una serie de temas que habían representado tradicionalmente ámbitos de enfrentamiento entre las dos superpotencias. Una parte de la historiografía ha señalado que la détente fue el resultado de la peligrosa escalada nuclear de los años cincuenta y sesenta. Frente al peligro de aniquilación recíproca planteado por el crecimiento desmesurado de los arsenales de los dos bloques, la creación de mecanismos de cooperación representó una medida ineludible para evitar un “Armagedón atómico”. Estudios más recientes, sin embargo, han reconstruido un escenario de mayor complejidad, donde la combinación de factores políticos y económicos, además de los de índole militar, crearon una coyuntura propicia para la distensión entre los dos bloques. 129

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Los estudios más recientes han señalado que, hacia el final de los años sesenta, una parte de la élite política estadounidense se persuadió de que, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se encontraba en una inédita condición de debilidad económica y militar. Las dramáticas dificultades encontradas en Vietnam, donde Washington se enfrentaba a la imposibilidad de ganar el conflicto, y los profundos problemas financieros evidenciados, entre otros factores, por la creciente debilidad del dólar en esos años y su crisis a comienzos de la década de los setenta, insinuaban que Washington ya no tenía la misma capacidad de proyección militar y económica mantenida de forma casi hegemónica desde 1945. Según autores como Daniel Sargent, con el objetivo de mantener o posiblemente recuperar a mediano plazo una posición de plena hegemonía, la estrategia de la administración Nixon apostó por una reducción táctica de las tensiones con Moscú. Según los planes de Nixon y Henry Kissinger, su principal consejero de política exterior y posteriormente secretario de Estado, la disminución de las tensiones con la URSS permitiría a Washington concentrarse e incluso obtener la cooperación de Moscú en la resolución de los problemas internos e internacionales que estaban erosionando las bases de la hegemonía estadounidense. El ejemplo más representativo era el conflicto indochino en el que, según los cálculos de Washington, la capacidad de influencia de Moscú sobre Vietnam del Norte podría resultar decisiva para lograr un acuerdo de paz que fuera honorable para Estados Unidos. Salir, cuanto antes y de forma digna, del pantano vietnamita era también un paso crucial para liberarse de la carga económica de una guerra imposible de ganar y que estaba asfixiando a la economía del país. Otro aspecto que desde el punto de vista de Washington incentivó la búsqueda de una disminución de las tensiones internacionales fue, según Jeremi Suri, el contexto de fuerte conflictividad social en Estados Unidos, que había ido en aumento a lo largo de los años sesenta. La rápida expansión demográfica de la época y el acceso universal a la educación universitaria contribuyeron a crear una poderosa masa crítica interna, formada por jóvenes insatisfechos con el statu quo del sistema político estadounidense. Para Suri, la necesidad

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de concentrarse en la contención de las expresiones más activas y radicales de estos fenómenos de contestación sugirió a la élite política del país rebajar las tensiones externas para poder retomar el control de los problemas internos. La apuesta de Nixon y Kissinger por una reducción de las tensiones no representaba un rechazo estructural de las dinámicas de confrontación con la URSS, sino una relajación momentánea, planificada para permitir a Estados Unidos regenerar las bases internas de una renovada hegemonía global, militar y económica. Desde el punto de vista soviético, las razones que empujaron hacia una disminución de las tensiones internacionales eran en parte similares y en parte diferentes a las de su contrincante. Por un lado, la posibilidad de la distensión resultaba atractiva para un entorno político que había vivido con creciente inquietud el carácter aventurero de Jruschov en política exterior. No es casual que la forma improvisada con la que el líder soviético había gestionado la crisis cubana de los misiles figurara entre las primeras y más importantes razones para su remoción en 1964. Después de una etapa política considerada innecesariamente costosa e irresponsable por parte del círculo político liderado por Brézhnev, el país necesitaba ahora concentrar más recursos en la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos soviéticos en la URSS y en los de Europa Oriental. La necesidad de enfocarse en el contexto interno se acentuó en la URSS por fenómenos de protesta social parecidos a los experimentados por Estados Unidos durante los años sesenta. En la Unión Soviética los años sesenta vieron emerger lo que Suri ha definido como un nuevo “lenguaje del disenso”, tan bien representado en el libro Un día en la vida de Iván Denísovich, la corrosiva obra de Aleksandr Solzhenitsyn sobre los gulags soviéticos. La amplia difusión en la URSS de los samizdat ­—textos mimeografiados y distribuidos clandestinamente— mostraba la rápida expansión de un sentimiento de fuerte disconformidad dentro del espacio soviético, que encontraría su colofón dramático en la Primavera de Praga de 1968. En este sentido, tanto para Moscú como para Washington, la distensión significaba también la posibilidad de concentrar más recursos en el contexto doméstico para contener la explosión de un disenso que amenazaba desde adentro la estabilidad del Bloque Oriental.

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Si los problemas internos de ambos países contribuyeron al intento de alcanzar la distensión por cauces parecidos, fue distinta la forma en que el contexto internacional empujó a las dos superpotencias hacia la búsqueda de mayor cooperación. Como hemos visto, para Washington, la distensión emergía de una inédita percepción de debilidad en el escenario internacional. En cambio, para Moscú, el impulso hacia la distensión resultaba de una imagen de fuerza, basada sobre la fuerte expansión cuantitativa y cualitativa del aparato militar soviético. El periodo de la distensión estuvo precedido, como han señalado Svetlana Savranskaya y William Taubman, por una fuerte carrera de rearme que vio el presupuesto de defensa soviético crecer 40% entre 1965 y 1970. A lo largo de esta fase, prevaleció en el entorno político de Brézhnev un regreso casi instintivo hacia los cimientos de la política exterior estaliniana, favorecido también por la falta de control que durante los primeros años de su mandato tuvo el nuevo secretario general sobre la gestión de las cuestiones internacionales. Dentro de este marco se llevaron a cabo operaciones como el intento de recomponer la fractura con China, la adopción de posiciones más rígidas con respecto al Bloque Occidental y una fuerte apuesta para el rearme nuclear. El auge de la política exterior neoestaliniana fue rápidamente revertido por la consolidación del liderazgo de Brézhnev que, con el tiempo, generó una visión moderada con respecto a la cuestión de las relaciones con el otro bloque. No obstante, a pesar de las políticas de distensión que Brézhnev acabó por apoyar, el rearme nuclear se mantuvo constante en la política soviética de esos años. Gracias al incremento de los gastos militares, hacia el final de la década de los años sesenta, Moscú alcanzó finalmente la paridad estratégica nuclear con Estados Unidos. Desde el punto de vista soviético, las aperturas estadounidenses y las sucesivas invitaciones a una reducción de las tensiones bipolares significaban que Washington reconocía por fin el poderío soviético. Para Moscú la détente implicaba que, frente a la nueva posición de fuerza de la URSS, Estados Unidos se veía finalmente obligado a pactar en lugar de mantener una estrategia de enfrentamiento. La détente se construía, por lo tanto, sobre bases contradictorias que hacían de la distensión una maniobra táctica y no estructural,

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susceptible de ser reconsiderada en cualquier momento y, por ende, frágil. La primera consecuencia de la naturaleza táctica de la distensión fue su discriminación geográfica. Mientras en Europa las dos superpotencias consideraron que la distensión era compatible con sus prioridades estratégicas, en el Tercer Mundo siguieron manteniendo altos niveles de confrontación. De este modo, en el Viejo Continente la distensión produjo resultados tangibles que condujeron, en primer lugar, a un reconocimiento por parte de Moscú y Washington del statu quo geopolítico emergido de la Segunda Guerra Mundial. En agosto de 1970, Alemania Occidental y la URSS firmaron un tratado en el que ambos países renunciaban al uso de la fuerza y apostaban por una normalización del orden europeo. Pocos meses después, el canciller alemán Willy Brandt reconoció de forma definitiva los confines del Óder-Neisse, consolidando la configuración de las fronteras emergidas como consecuencia de la conclusión de la Segunda Gran Guerra. Finalmente, en 1972 las dos Alemanias firmaron otro tratado que las reconocía como países soberanos. Con la normalización europea, y de las dos Alemanias en particular, se cerraba uno de los episodios más dolorosos y traumáticos que generó el conflicto bipolar en Europa. El proceso de distensión registró también resultados importantes en el campo de las negociaciones bilaterales sobre el control del armamento nuclear que culminaron durante la cumbre de Moscú, en mayo de 1972, con el salt i. Según el acuerdo alcanzado por Brézhnev y Nixon, las dos superpotencias se comprometían a congelar sus respectivos arsenales nucleares poniendo freno, por primera vez desde 1949, a la carrera armamentística nuclear. El proceso de distensión continuó a pesar de la renuncia de Nixon, en agosto de 1974, como consecuencia del escándalo Watergate y la asunción de la presidencia, un mes después, por parte de su vicepresidente, Gerald Ford. De hecho, reunidos en Helsinki en agosto de 1975, la URSS, Estados Unidos y la mayoría de los países europeos sancionaron el zenit de la détente con la firma del Acta Final de la Commission on Security and Cooperation in Europe. El acuerdo multilateral, dividido en tres secciones conocidas como Baskets, reconocía de forma definitiva las fronteras establecidas tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Como corolario de este

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principio, el Acta Final establecía el principio de no intervención en los asuntos internos de los países firmantes del acuerdo. Además, la carta de Helsinki apelaba al reforzamiento de los mecanismos de cooperación económica entre los bloques y, finalmente, en su tercera sección introducía una serie de principios relacionados con el respeto y la defensa de los derechos humanos. El salt i, el reacercamiento entre las dos Alemanias y la mayor cooperación bilateral, aunque conducida en su mayor parte por medio de cauces secretos, representaron indudablemente avances importantes en términos de distensión. Sin embargo, en el Tercer Mundo, incluida América Latina, la distensión entre ambas potencias no consiguió detener, ni siquiera aminorar, los conflictos abiertos o evitar el surgimiento de nuevos. En plena détente, durante la Guerra del Yom Kippur, en octubre de 1973, las dos superpotencias se enfrentaron indirectamente, armando y apoyando a sus respectivos aliados. Es cierto que el contexto general menos tenso creado por el proceso de distensión ayudó a que la administración Nixon y Brézhnev encontraran una salida momentánea al atolladero generado en Medio Oriente por el conflicto entre Israel, Egipto y Siria. No obstante, la participación de las dos superpotencias en el conflicto mostraba la fragilidad de las bases sobre las que descansaba la distensión. Otro lugar donde la distensión mostró sus límites fue África occidental a mitad de los años setenta, donde las dos superpotencias, en este caso acompañadas por la intervención cubana, se enfrentaron en el marco del proceso de descolonización de las posesiones portuguesas. Cuba y la URSS apoyaron política y militarmente al Movimiento Popular de Liberación de Angola (mpla). En cambio, bajo la guía de Kissinger, la política exterior estadounidense maniobró llegando incluso a apoyar al ejército sudafricano, brazo militar del universalmente condenado Estado del Apartheid, para evitar que la independencia de Angola se transformara en una victoria del Bloque Socialista. Si en Europa la détente se desplegaba con cierto éxito y en Medio Oriente mostraba sus luces y sombras, en África y en América Latina el proceso de distensión brilló por su ausencia y evidenció la naturaleza contradictoria de sus bases. En particular, entre el final de los años sesenta y la década de los setenta, América Latina se vio

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sometida a una oleada de tensiones sociales, violencia y episodios de represión sangrienta, puestos en marcha por dictaduras militares que provocaron dramas humanos nunca experimentados por la región en su historia contemporánea. Como gran parte de la Guerra Fría en América Latina en la mayoría de los países, y sólo con algunas excepciones, estos procesos fueron el resultado de la intersección de conflictos autóctonos con las presiones generadas sobre el continente por las injerencias de la política exterior estadounidense de contención global del comunismo. Las intervenciones directas o indirectas de la superpotencia en América Latina durante los años setenta, como había ocurrido en los años cincuenta y sesenta, siguieron gestándose al hilo del conflicto bipolar y fueron el resultado de las ansiedades de seguridad y control sobre la región que la confrontación con la URSS generaba en Washington. Habría que destacar que, en realidad, el nivel de intervención directo soviético en esta área fue, durante la década de los años setenta, muy bajo. Como hemos visto, desde el punto de vista soviético, América Latina estaba colocada dentro de la esfera de influencia estadounidense y la política exterior de Brézhnev se movió con gran cautela en una región en la que la superpotencia socialista decidió aplicar en gran medida las directrices de la distensión. En líneas generales, la política soviética hacia los países de la zona latinoamericana buscó incrementar las actividades comerciales y de cooperación económica; además, Moscú continuó apostando por una estrategia de participación electoral basada en la alianza entre los partidos comunistas locales y las fuerzas más progresistas de los respectivos países. Esta posición moderada, por ejemplo, hizo que la URSS limitara su apoyo político y económico incluso al gobierno socialista de Salvador Allende cuando éste se encontró acorralado por las agresivas políticas estadounidenses. La escasa presencia soviética en América Latina no implicó, sin embargo, la ausencia de dinámicas directamente relacionadas con la Guerra Fría en la región. En particular, lo que se puede apreciar a lo largo de este periodo es una paulatina regionalización del conflicto bipolar que, en el caso de América Latina, se manifestó a través de la rivalidad entre Cuba y Washington, pero también entre Cuba y los aparatos militares de las dictaduras latinoamericanas. Hay que señalar

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que esta contraposición no dejó de representar un producto directo de la Guerra Fría. La supervivencia de Cuba como experimento de cambio social heterodoxo en el contexto latinoamericano y su capacidad de proyección externa no habrían sido posibles sin el apoyo político y material de la URSS. Las iniciativas cubanas en la región crearon en más de una ocasión conflictos entre la isla y la URSS. De hecho, las reticencias soviéticas en apoyar las acciones cubanas en América Latina limitaron de forma significativa, como se ha señalado antes, la estrategia de La Habana de soporte a los sectores más radicales de la izquierda latinoamericana. Sin embargo, apunta Harmer, aunque durante los años setenta Cuba tuvo que redimensionar su apoyo o, más bien, su participación directa en las guerrillas regionales, la isla no cesó de representar un faro y una plataforma para los movimientos que planteaban procesos de cambio radical en el continente. Las armas y los instructores cubanos redujeron su presencia en los países latinoamericanos, pero Cuba siguió siendo un refugio y un centro de entrenamiento y asesoría política para los revolucionarios de la región. En este sentido, el miedo hacia una expansión comunista en el continente, acentuado por la amenaza cubana, no dejó de producir en Washington efectos importantes. La superpotencia siguió reaccionando con fuerza frente a procesos de cambio político y social locales que, en muchas ocasiones, Washington enmarcaba dentro de un contexto de enfrentamiento bipolar. Al mismo tiempo, durante los años sesenta el anticomunismo radical estadounidense había sido ampliamente absorbido por sectores importantes de las sociedades latinoamericanas y, sobre todo, de las fuerzas armadas. No cabe duda de que la política anticomunista global estadounidense generó un contexto propicio para los procesos represivos llevados a cabo por los regímenes militares latinoamericanos entre el final de los años sesenta y la década de los setenta. Sin embargo, es importante señalar que las acciones represivas germinaron dentro de las sociedades latinoamericanas de forma relativamente autónoma de las presiones estadounidenses. Anticomunismo, miedo a la inestabilidad y un creciente consenso acerca de la necesidad de desmovilizar los sectores populares radicalizados por la Revolución cubana son factores que contribuyen a explicar tanto la proliferación de regímenes dictatoriales como la puesta en marcha de

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políticas de represión radical y de estrategias de profunda reorganización socioeconómica y de política interna. Dentro de este contexto, con respecto a los años sesenta, la década de los setenta presentó dos novedades sustanciales. En primer lugar, hacia el final de los años sesenta, líderes revolucionarios como Raúl Sendic en Uruguay o Carlos Marighella en Brasil propusieron nuevas formas de lucha armada que replanteaban la ciudad como lugar de la actividad guerrillera. Brands afirma que, a pesar de mantener una continuidad ideológica con las experiencias revolucionarias de los años sesenta, el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (mln-t) de Uruguay, los Montoneros en Argentina o el mir chileno, entre otros, hicieron de las ciudades el blanco de las actividades de lucha armada, llevando a cabo robos a bancos, atentados, secuestros y enfrentamientos con las fuerzas del orden y el ejército. La aparición de lo que Aldo Marchesi ha definido como “nuevos repertorios de lucha” se debió a la forma en que los militantes de la izquierda revolucionaria, sobre todo en Sudamérica, reelaboraron la derrota de las primeras experiencias guerrilleras de los años sesenta inspiradas en el foco rural cubano. Las bases de esta revisión encontraron sus formulaciones teóricas en libros como Estrategia de la guerrilla urbana, del anarquista español Abraham Guillén, publicado en 1967, o en los documentos estratégicos de Jorge Torres. En particular, la obra de Guillén, excombatiente en la Guerra Civil española y cercano a los Tupamaros, teorizaba que las características sociales y demográfica de países como Argentina y Uruguay, donde una parte importante de la población estaba urbanizada, hacían de la ciudad y no del campo, como en Cuba, el lugar apto para desarrollar la lucha guerrillera. Estas reflexiones influyeron sobre la decisión de los Tupamaros de instalar focos revolucionarios en los centros urbanos de Uruguay. Sin embargo, como señala Marchesi, el intercambio continuo de ideas y el debate entre militantes procedentes de distintos países de América del Sur hicieron que las decisiones tomadas por los Tupamaros en Montevideo acabaran por ser adoptadas también por otros grupos como el mir chileno, distintas organizaciones revolucionarias pertenecientes a la constelación peronista o el grupo brasileño aln fundado por Marighella. Es cierto, como afirma Marchesi, que la revisión de las teorías foquistas cubanas representó una iniciativa autónoma

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de estos grupos, que fue posible porque militantes y exiliados convivieron en centros urbanos como Montevideo, Santiago de Chile y Buenos Aires durante los años setenta, en donde intercambiaron ideas y debatieron. Sin embargo, el impacto cubano en favorecer estos procesos de revisión no debe ser minusvalorado. Como ha señalado Krujit, muchos de estos nuevos grupos surgieron durante la primera conferencia de la olas que, como se ha destacado con anterioridad, se celebró en 1967 en La Habana, con la intención de reforzar los movimientos guerrilleros en la región. Es justamente en 1967 en ocasión de la reunión de olas que, por ejemplo, líderes como Marighella diseñaron sus grupos de lucha armada urbana. La segunda novedad radica en el hecho de que, entre el final de los años sesenta y la década de los setenta, los grupos guerrilleros de izquierda fueron reprimidos por parte del Estado con una violencia extrema. Bajo la égida de la doctrina de seguridad nacional (dsn), la reacción de los aparatos del Estado y del ejército en países como Argentina, Chile, Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay transformó a los ciudadanos en enemigos y blanco de una represión que no excluía medios tan extremos como la tortura y la desaparición forzosa. La dsn representó un conjunto de principios militares, políticos y económicos utilizados por los ejércitos de distintos países latinoamericanos para hacer frente de forma integral al problema de la insurgencia de izquierdas en la región y a la inestabilidad que ésta había producido. La doctrina descansaba sobre la idea de que la expansión de la insurgencia comunista no sólo representaba un proceso militar, sino que se basaba en la difusión de ideas e ideologías que poco a poco habían calado en las respectivas sociedades. Por ello, la dsn planteaba que para luchar en contra de la insurgencia era necesario, ante todo, combatir a los actores culturales, ideológicos, políticos y sociales que habían creado las premisas para su difusión. Se trataba de una guerra total en contra de determinados sectores de la sociedad, que implicaba la restricción de las libertades individuales, el uso de técnicas de tortura e intimidación y, finalmente, la puesta en marcha de un ambicioso plan de reingeniería socioeconómica. Para llevar a cabo el programa de “regeneración nacional”, la dsn planteaba que el ejército representaba, en el contexto de caos que había ido convulsionando a la región, la única institución organizada y

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fiable. Debido a que las fuerzas armadas eran el único actor en condiciones de garantizar estabilidad y gobernabilidad, la dsn proponía la necesidad de que el ejército tomara el control de las instituciones políticas de los distintos países y asumiera la responsabilidad directa de la planificación económica. El golpe de Estado en Brasil en 1964, el de Hugo Banzer en Bolivia en 1971, los de Chile y Uruguay en 1973 y, finalmente, el de Argentina en 1976, aunados a los procesos represivos que les siguieron, fueron fieles reflejos de los principios de la dsn. Dentro de este marco hubo importantes excepciones en la aplicación de los principios enunciados por la dsn, por ejemplo, la Junta Militar liderada por el general Juan Francisco Velasco Alvarado que gobernó Perú entre 1968 y 1975. En Perú, como en los otros países de la región mencionados, el ejército intervino para ocupar las instituciones y prevenir una posible expansión comunista. Sin embargo, como han señalado Carlos Aguirre y Paulo Drinot en un estudio reciente, el régimen que emergió del golpe se caracterizó por poner en marcha políticas desarrollistas y de fuertes tintes redistributivos que recibieron gran apoyo interno por el Partido Comunista prosoviético del Perú, la democracia cristiana, exlíderes sindicales y de la guerrilla, así como de los sectores progresistas de la Iglesia católica. Velasco Alvarado proclamó una reforma agraria de calado que redistribuyó tierras, nacionalizó industrias como la petrolera o la minera y buscó una política exterior tercermundista que transcendiera las constricciones impuestas por la lógica del enfrentamiento bipolar. La experiencia peruana respondió, a la par de la de las otras juntas, a una concepción que identificaba a los militares como la única institución capaz de frenar el impulso desestabilizador de la Revolución cubana y de hacer frente al problema de la modernización económica del país. Sin embargo, fue un caso peculiar en la década de los setenta, debido a que eligió usar la institución y el poder castrense para dar vida a un proceso de reorganización sociopolítico y económico del país en clave antielitista. No obstante, a pesar de sus tintes progresistas, como los otros movimientos inspirados en la dsn, el régimen de Velasco Alvarado se basaba en una concepción autoritaria del poder. La junta intentó dar vida a un mecanismo jerárquico y vertical de consolidación de su legitimidad a través del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (Sinamos) que, hacia el final de la década, chocó con una

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sociedad civil crecientemente activa y que demandaba autonomía y libertad de la tutela militar. La dsn se nutrió de fuentes “intelectuales” distintas. En primer lugar, descansó sobre una larga tradición de intervencionismo de los ejércitos latinoamericanos en los asuntos políticos de los respectivos países. Pronunciamientos, golpes e intervenciones de distinto tipo representaron elementos constantes en el proceso de formación de numerosos Estados-naciones latinoamericanos desde la época de las independencias. Operativamente, la doctrina se nutrió de experiencias como la estrategia contrainsurgente elaborada y usada con cierto éxito por el ejército francés en contra del movimiento de independencia argelino durante los años sesenta. También es necesario destacar la repercusión que tuvieron los procesos de formación en estrategias de contrainsurgencias que se habían propagado en la región durante los años sesenta al hilo de las teorías estadounidenses patrocinadas por Kennedy y los modernizadores tipo Rostow. Efectivamente, como ha reconstruido Stephen G. Rabe, a partir del National Security Action Memoranda (nsam) 88, la administración Kennedy estudió las formas en que Washington podía potenciar las capacidades contrainsurgentes de los ejércitos latinoamericanos para hacer frente a la amenaza cubana y a los procesos de desestabilización política regionales. Las enseñanzas contrainsurgentes encontraron un canal de difusión efectivo en la Army School of the Americas (Escuela de las Américas), un centro de entrenamiento para militares latinoamericanos del ejército estadounidense ubicado en Fort Gulick, Panamá, y en la Special Warfare School de Fort Bragg, en Carolina del Norte. Según cálculos de Michael McClintock, sólo en la Escuela de las Américas se graduaron cada año en tácticas contrainsurgentes y de guerra no convencional alrededor de 1 400 estudiantes de procedencia latinoamericana. Además, como recuerda el mismo autor, las técnicas integrales de contrainsurgencias también se difundieron en América Latina gracias a grupos móviles de instructores que se desplazaban a los países latinoamericanos para impartir cursos sobre estas materias. Asimismo, durante la administración de Kennedy se pusieron en marcha una serie de programas de cooperación policial entre Washington y distintos gobiernos latinoamericanos, llevados a cabo por el Office of Public Safety.

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La influencia estadounidense sobre la aplicación de la dsn y, en general, sobre el ciclo de violencia que asoló al continente, no se limitó a estos programas. Todavía más relevante fue, probablemente, la cobertura política que Nixon y Kissinger dieron a la represión estatal que se desencadenó en un número importante de países latinoamericanos durante los años setenta. Esta cobertura tácita facilitó en gran medida el desenvolvimiento material de la represión y contribuyó a que crímenes y violaciones de derechos humanos sin precedentes fueran perpetrados por parte de las juntas militares de forma impune. Washington mostró un significativo nivel de cinismo al apoyar directa o indirectamente los procesos de represión latinoamericanos porque éstos, en el fondo, golpeaban a actores sociales y políticos que Nixon y Kissinger consideraban aliados o “compañeros de viaje” del comunismo internacional, sin importar si eran cubanos, soviéticos, o ambos. El grado de implicación estadounidense en la transformación autoritaria de los regímenes políticos de los distintos países latinoamericanos y en la represión que acompañó a estos procesos varió de forma importante. Si en un contexto como el mexicano el papel de Estados Unidos fue, según el estado actual de las investigaciones, poco relevante, mucho más decisivo fue su impacto en Chile, donde la cia desempeñó un rol crucial en la organización del golpe de Estado en contra del gobierno de Salvador Allende. En Brasil, Argentina y Uruguay, el apoyo diplomático estadounidense fue importante en la medida en que ofreció ayuda técnica y cobertura política a las juntas, pero no fue tan decisivo como en el caso chileno. En estos países los procesos golpistas, a pesar de converger con los intereses estratégicos estadounidenses, se desarrollaron de forma autónoma de Washington y sin registrar las presiones injerencistas que experimentó el gobierno de Allende. En este sentido, es importante señalar que la dsn y la represión de las juntas no representaron de ninguna forma una imposición externa o un diseño impuesto por Washington sobre la región. Las fuerzas armadas de los países latinoamericanos se fueron organizando de forma autónoma para hacer frente a la amenaza de la insurgencia comunista desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Como recuerda Hal Brands, países como Perú y Brasil, por ejemplo, habían creado

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al final de los años cuarenta y durante la década de los cincuenta, instituciones como el Centro de Altos Estudios Militares (caem) y la Escola Superior de Guerra, respectivamente. Éstas y otras instituciones similares en distintos países latinoamericanos se nutrían de un anticomunismo visceral y planteaban un papel intervencionista para el ejército frente a los procesos de desestabilización experimentados por la región en concomitancia con el comienzo de la Guerra Fría y posteriormente acelerados por el triunfo de la Revolución cubana. En los años sesenta y setenta, más que una imposición, hubo una mayor convergencia entre Norte y Sur del continente sobre la función de las fuerzas armadas y de las técnicas contrainsurgentes como medios necesarios para derrotar a la supuesta conspiración comunista internacional. Así, la llamada guerra sucia fue, en los años setenta, un proceso en cierta forma colaborativo entre las fuerzas armadas latinoamericanas y la estrategia de seguridad estadounidense frente a la amenaza que la Revolución cubana proyectaba sobre el continente en el marco de la Guerra Fría. El origen interno de las ideas que inspiraron a las dictaduras latinoamericanas se evidencia de manera más clara en los planes económicos y en los objetivos de reingeniería social de las juntas militares. Si el entrenamiento ofrecido por Washington a los ejércitos de la región contribuyó al empoderamiento de las fuerzas armadas como sujeto político y a la brutalidad de sus técnicas contrainsurgentes, los proyectos económicos de las juntas mostraban una fuerte autonomía teórica por parte de los militares. Aunque la cara más visible de la dsn estuvo representada por los actos de represión indiscriminada, la doctrina de los militares tuvo un alcance y objetivos mucho más profundos que la simple eliminación física de los opositores. Como han demostrado de manera convincente autores como Alfredo Pucciarelli, Ricardo Sidicaro, Eduardo M. Basualdo, Ana Castellani y Eduardo Silva, la estrategia de las juntas militares planteaba la necesidad de modificar las estructuras económicas que habían permitido la consolidación de los sectores populares y afianzado su capacidad de movilización. Como has destacado Sidicaro en una reflexión sobre el caso argentino, una observación que, sin embargo, se podría extender al caso de las otras juntas militares de la región, los procesos represivos y las políticas económicas inscritos en la dsn tendieron a

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modificar de forma radical las estructuras sociales, económicas y políticas que habían permitido la participación de los sectores populares. En países como Argentina y Chile, el planteamiento de estos objetivos por parte de las juntas militares condujo a la puesta en marcha de políticas antidesarrollistas que, sin embargo, tomaron forma y tuvieron resultados distintos. En Argentina el antidesarrollismo de la junta condujo a un modelo que Ana Castellani ha definido como “acumulación de capital basado sobre la construcción de ámbitos económicos privilegiados”. La estrategia de la Junta Militar argentina eliminó subsidios, abrió la economía y facilitó el ingreso de las inversiones privadas. Uno de los resultados fue la destrucción del tejido industrial protegido del país y el aumento del impacto del sector financiero sobre la economía nacional. Sin embargo, como señala Castellani, el modelo también se caracterizó por el mantenimiento de una importante relación clientelar entre el Estado y un grupo reducido y privilegiado de conglomerados industriales nacionales y extranjeros que apoyaron a la junta. El resultado fue un sistema híbrido en el que, a pesar de las proclamas liberales de los militares, se mantuvo una dosis discrecional de intervencionismo estatal. El vínculo discrecional entre Estado e iniciativa privada no resolvió los problemas del modelo desarrollista que la junta quería solucionar. En cambio, la eficiencia general del sistema empeoró y, en particular, la decisión relativa a la nacionalización de la deuda privada de las empresas vinculadas al Estado impactó de manera dramática sobre el equilibrio financiero del país, como se hizo evidente con el estallido de la crisis de la deuda. En Chile, en cambio, señala Eduardo Silva, después de una etapa de desarticulación gradual de las políticas desarrollistas, el país experimentó una segunda fase de apertura mucho más radical de su economía, promovida por una serie de grupos económicos, tanto industriales como agropecuarios, bien equipados para la competencia internacional. En este sentido, en el país andino la aplicación de las recetas neoliberales ocurrió a partir de la segunda mitad de los años setenta de forma mucho más radical y consecuente que en el caso argentino. A pesar de estas diferencias, en ambos casos el resultado de los procesos de reorganización económica fue la articulación de un modelo donde destacaba la concentración de la riqueza, caracterizado

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por rasgos sociales de dramática exclusión. La otra analogía importante que encontramos es la del apoyo que una parte de los actores económicos dieron a los procesos represivos al interpretarlos como un atajo para reformar los sistemas económicos que, de acuerdo con sus interpretaciones, el modelo desarrollista había tornado ineficientes y disfuncionales. La facilidad con la que la represión y la restructuración del modelo económico se llevaron a cabo por parte de los gobiernos militares descansó sobre otro factor independiente de las presiones internacionales generadas al calor de la Guerra Fría y profundamente anclado en la que había sido la evolución de los procesos sociopolíticos de los años sesenta. La violencia de las operaciones de contrainsurgencia, que permitió la imposición de un modelo económico socialmente regresivo, encontró tolerancia e incluso complicidad, no sólo en una parte de las élites económicas, sino también en sectores de clase media que veían con creciente temor el radicalismo de las juventudes y la desestabilización de sus respectivas sociedades. Evidentemente, el protagonismo que los centros urbanos adquirieron para las actividades guerrilleras a partir del final de los años sesenta, sobre todo en países como Argentina, Chile, Brasil y Uruguay, colocó a las clases medias en la línea de fuego de la que habían estado alejadas durante la fase foquista de la actividad armada de la izquierda revolucionaria. El temor de estos sectores generó un ambiente social propicio para que la represión estatal en países como Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y México (en este último aunque en una medida y forma distinta) se desarrollara sin encontrar obstáculos significativos en la sociedad civil. En síntesis, en los años setenta, nos encontramos en la región con un proceso de múltiples rupturas a lo largo de fisuras generacionales, culturales y de clase que cuestionaron de forma dramática el sistema de alianzas políticas y sociales de las décadas anteriores. La polarización desencadenada por estos clivajes fue azuzada por procesos coyunturales como la Revolución cubana, la difusión de la dsn, el contexto internacional de contraposición bipolar que favorecía la agudización de las heridas en lugar de ayudar a su curación y, finalmente, las dificultades que el modelo desarrollista encontró a partir de la segunda parte de los años sesenta. La interacción de estos procesos ayuda a

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comprender la forma dramáticamente violenta que asumieron los procesos políticos latinoamericanos durante la década de los años setenta.

DE TLATELOLCO A LA GUERRA SUCIA MEXICANA

En el apartado anterior se ha insistido en que la violencia que marcó a la región durante los años setenta fue producto de procesos convergentes; por un lado, la polarización política interna y la reacción por parte de determinados actores, fuerzas sociales y aparatos del Estado; y, por el otro, el apoyo que Washington dio directa e indirectamente a los procesos de transformación autoritaria y represión interna. Sin embargo, se ha argumentado también que, aunque en el caso de América del Sur este binomio fue más constante, existieron importantes diferencias a nivel regional. Y en este contexto, México representa otra vez un caso particular con respecto al cuadro general. En países como Brasil, Argentina o Chile el papel de Estados Unidos, de una forma u otra, fue importante a la hora de coadyuvar al comienzo de los regímenes autoritarios y su permanencia en el poder. Además, como hemos visto, Washington ofreció una cobertura político-diplomática a las juntas que no determinó, pero sí facilitó la puesta en marcha de políticas represivas particularmente feroces. En cambio México, como había ocurrido durante la primera fase de la Guerra Fría, mantuvo cierta autonomía incluso en la puesta en marcha de sus propias políticas represivas. De acuerdo con las investigaciones más actuales, parece prudente afirmar que el país representó un caso en que la militarización de la represión y el comienzo de la guerra sucia que se llevó a cabo por el Estado y las fuerzas armadas ocurrieron al margen de las presiones, la ayuda y la connivencia de las administraciones de Nixon y Ford. Es cierto, como afirma Soledad Loaeza, que la élite política mexicana mantenía un recelo constante hacia posibles injerencias estadounidenses y que este temor, probablemente, empujó al presidente Díaz Ordaz a enfrentarse a la insurgencia interna de manera radical, sin esperar a las presiones del vecino del norte. Sin embargo, la represión también fue una reacción autónoma de la élite política mexicana frente a una serie de problemas de gobernabilidad interna que se veían, desde el punto de vista del régimen,

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exacerbados por el impacto de la Revolución cubana. Asimismo, México presentó otra gran diferencia con los procesos represivos llevados a cabo en el sur del continente durante los años setenta. Como se ha mencionado, además de la eliminación física de los sujetos radicales, el objetivo más profundo de las juntas militares fue la destrucción del modelo desarrollista. En México, en cambio, los procesos represivos cohabitaron con una de las fases de mayor expansión del proyecto de desarrollo económico liderado por el Estado, como fue la presidencia de Echeverría. México enfrentó entre la segunda mitad de los años sesenta y la década de los setenta, problemas parecidos a los que experimentaron otros grandes países de la región. El modelo desarrollista daba muestras de agotamiento; la Revolución cubana había favorecido la polarización política interna y el régimen, de marcados rasgos autoritarios, no lograba readaptarse de manera satisfactoria a los cambios sociales generados por su propio impulso modernizador. La respuesta del régimen mexicano fue, en este sentido, sorpresiva con respecto a las dinámicas regionales dominantes. Si por un lado los gobiernos del pri integraron en su respuesta elementos típicos de la guerra sucia, como represión, desapariciones y torturas, a diferencia de las juntas chilenas, uruguayas, bolivianas y argentinas, en lugar de proceder con la desarticulación del modelo desarrollista reforzaron su aplicación. En México, el asesinato por parte de elementos del ejército del activista de Morelos Rubén Jaramillo y de su familia, en mayo de 1962, representó un claro indicio del nivel extremo al que podía llegar la represión estatal, incluso en un gobierno que quería aparentar una relativa sensibilidad social como el de López Mateos. Jaramillo protagonizó importantes movilizaciones campesinas en el estado de Morelos dirigiendo la ocupación de miles de hectáreas de tierra. Aunque el grado de implicación del Ejecutivo federal en la eliminación de Jaramillo nunca fue esclarecido por completo, es posible que el miedo a que las movilizaciones se ampliaran, cuestionando la legitimidad de un gobierno que seguía manteniendo la redistribución de tierras como punto central de su agenda, condujera al asesinato del líder social. La represión de actores inconformes de la sociedad registró un salto cuantitativo y cualitativo sustancial en octubre de 1968, cuando

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el ejército mexicano disolvió un mitin estudiantil que se estaba celebrando en el espacio abierto de la plaza de las Tres Culturas, ubicada en la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Aunque tampoco en este caso se han esclarecido bien los hechos, la intervención del ejército y de distintos cuerpos policiales causó, según distintos cálculos, entre 46 y 300 víctimas, 100 heridos y alrededor 1 000 detenciones. Las tensiones entre el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y el movimiento estudiantil, que había crecido exponencialmente, sobre todo en la capital del país, aumentaron de forma continua durante todo el verano de 1968. En ese año, México organizó los Juegos Olímpicos y quería mostrar al mundo la supuesta modernidad alcanzada por el régimen posrevolucionario. De hecho, la emergencia de un movimiento estudiantil crítico, compuesto por los hijos de la clase media que, al menos en los centros urbanos se había expandido de forma importante al amparo del crecimiento propiciado por la revolución, atestiguaba los cambios sociales que se habían producido en el país. Por otro lado, su represión evidenció también la incapacidad del régimen de conciliar la modernización económica con el abandono del paternalismo autoritario que caracterizó a los gobiernos mexicanos desde la institucionalización de la revolución durante la década de los años veinte. Este paternalismo y la forma altamente represiva que alcanzó fueron potenciados por el impacto desestabilizador que la Revolución cubana tuvo en el país, a pesar de que su régimen político era, en teoría, fruto de la primera revolución social del siglo xx. Según varios estudios, Díaz Ordaz estaba convencido de que detrás del movimiento había una conjura internacional comunista para desprestigiar y desestabilizar al país durante la cita crucial de las Olimpiadas. Las paranoias del presidente descansaban sobre la fuerte polarización que, después del triunfo de la Revolución cubana, había marcado a un país que a diferencia de otros se había mantenido estable en las fases iniciales de la Guerra Fría. En un primer momento, el gobierno mexicano acogió favorablemente los eventos revolucionarios en tierras cubanas, interpretándolos como una continuación de la propia experiencia revolucionaria de 1910. Sin embargo, la transformación socialista de la revolución y la apuesta de Castro por exportar el modelo cubano modificaron la

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postura de la élite gobernante. Conforme la Revolución cubana se fue radicalizando, la élite política mexicana empezó a mirar con recelo al modelo que los barbudos estaban desarrollando en la isla y que querían exportar en América Latina. Esa revolución parecía subrayar las debilidades y deficiencias de la experiencia mexicana que, aunque había producido avances importantes en varios rubros, no había logrado dar vida a un país socialmente incluyente ni eliminar del todo sus profundas fracturas internas. Muy pronto, el mensaje de transformación radical que llegaba desde La Habana empezó a impactar con fuerza en el escenario doméstico, revitalizando el ambiente de conflicto social interno. En marzo de 1961, el expresidente Lázaro Cárdenas presidió en la Ciudad de México la Conferencia Latinoamericana por la Soberanía Nacional, la Emancipación Económica y la Paz. Como ha destacado Renata Keller, la conferencia tenía como objetivo subrayar el problema de la pobreza y de la falta de desarrollo en América Latina ofreciendo al mismo tiempo una defensa de la Revolución cubana frente a los ataques del imperialismo estadounidense. Como resultado de la conferencia, Cárdenas dio vida a una nueva formación política, el mln, que recogía el renovado mensaje emancipador de la Revolución cubana, transformándolo en actor político. Muy pronto, el mln creó su brazo sindical campesino, la Central Campesina Independiente, en un intento de romper el charrismo de los sindicatos más tradicionales cooptados por el régimen posrevolucionario. A partir de la invasión de Bahía de Cochinos, en abril de 1961, las movilizaciones internas en defensa de la Revolución cubana se incrementaron, como bien ejemplifica la marcha de miles de personas que culminó en el Zócalo de la Ciudad de México, el 18 de abril de ese año, con un discurso del propio Cárdenas. En los meses sucesivos, las protestas estudiantiles, en varios casos violentas, se extendieron por los estados de Nuevo León, Michoacán y Jalisco, mientras en el campo aumentaban las ocupaciones de tierras por parte de ejidatarios y en las fábricas los obreros se declaraban en huelga. Como recuerda Soledad Loaeza, en el lado opuesto del espectro ideológico tampoco faltaron las movilizaciones, en este caso, en contra de la Revolución cubana. Grupos católicos lanzaron campañas en contra de la revolución y en defensa de la religión, mientras los

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empresarios amenazaban con no pagar impuestos o no invertir si el gobierno no actuaba en contra de la “infección revolucionaria” de los “barbudos” cubanos. Díaz Ordaz inauguró su presidencia teniendo que hacer frente a fuertes protestas protagonizadas, en primer lugar, por los médicos residentes y, posteriormente, por el propio personal sanitario general. El 23 de septiembre de 1965 se registraron las primeras manifestaciones de grupos guerrilleros con el ataque al cuartel de Ciudad Madera, en el estado norteño de Chihuahua, por parte de un comando de estudiantes, maestros y campesinos que formaban parte del Grupo Popular Guerrillero (gpg). Como ha estudiado a profundidad Alexander Aviña, dos años después, Lucio Cabañas y Genaro Vázquez daban vida, en Guerrero, a una fuerte movilización que condujo a la creación de dos de las fuerzas guerrilleras más activas del país, el Partido de los Pobres (PdlP) y la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (acnr). Las distintas movilizaciones, en las ciudades y en el campo, de estudiantes y campesinos que se registraron a partir de 1961 mostraron la naturaleza caleidoscópica de la crisis del régimen mexicano que la Revolución cubana había delatado. Por un lado, las protestas estudiantiles, como se ha dicho, evidenciaban cierto éxito del proceso de modernización económica que la Revolución mexicana había puesto en marcha. Éste, como ha destacado Soledad Loaeza, había beneficiado en gran medida a la clase media del país y, ahora, sus hijos, los estudiantes, criticaban la disonancia entre el carácter excluyente de un sistema político autoritario y el “bienestar” que éste mismo había contribuido a crear. En el campo, en cambio, la situación era distinta; ahí, las ocupaciones de tierras y la aparición de células guerrilleras mostraban los problemas que seguían afectando a los campesinos mexicanos 50 años después del triunfo de la Revolución de 1910. Para entender el fenómeno, Ariel Rodríguez Kuri ha llamado la atención sobre los aspectos demográficos que subyacían a la radicalización del campesinado mexicano durante los años sesenta. En esa década el país había acelerado su tasa de urbanización con una fuerte concentración en la Ciudad de México y, sin embargo, a causa de un crecimiento demográfico explosivo, también había aumentado de forma importante la

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población en el campo. Mientras el número de personas que dependían económicamente de la agricultura había crecido, la participación del sector en la producción de la riqueza nacional había descendido de forma considerable. La radiografía del sector mostraba, como ha indicado Soledad Loaeza, un campo moderno dedicado a la exportación (concentrado en el noroeste del país) y pequeñas propiedades con baja productividad que determinaban situaciones de pobreza e inestabilidad laboral. En cierta medida, la escasa productividad de la pequeña propiedad se debía a la capacidad de los grandes dominios que se dedicaban a la exportación y podían atraer recursos privados y públicos para su desarrollo. Este fenómeno seguía, en parte, la lógica del propio proceso de industrialización del país, que necesitaba apoyarse en un sector agrícola dedicado a la exportación. Sin embargo, como ha mostrado Aviña, para el caso del estado de Guerrero, el problema del escaso desarrollo del campo mexicano se debía también a los fenómenos de cacicazgos regionales que permitían a los grandes empresarios obtener apoyos y recursos públicos por medio de sus relaciones con la élite política del país. En el campo, la Revolución cubana, con su propuesta de cambio radical por medio de la organización de grupos de lucha armada, proyectaba un ejemplo atractivo para hacer frente a los graves problemas que, de forma estructural, afectaban a los sectores margi­ nales. La masacre de octubre de 1968 representó un punto de aceleración y radicalización, y un punto de inflexión en la dinámica de ruptura entre el régimen político y una parte de la sociedad civil mexicana. En Tlatelolco se hizo patente la incapacidad del régimen de reabsorber el disenso de parte de la sociedad por medio de cauces institucionales, imprimiendo a la confrontación un carácter violento que habría de desembocar en la guerra sucia de los años setenta. La expansión de la lucha armada rural y urbana a lo ancho del país y la reacción encubierta del gobierno mexicano frente a su difusión alcanzaron su clímax durante la década de los años setenta, particularmente bajo la presidencia de Echeverría. La combinación simultánea de políticas de cooptación de la protesta, incremento de la redistribución de la riqueza y de la tierra y, al mismo tiempo, la

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puesta en marcha de lo que algunos autores han definido como “terrorismo de Estado” imprimieron a la presidencia de Echeverría un carácter casi esquizofrénico. Por un lado, las políticas redistributivas de distinta naturaleza intentaron mejorar la calidad de vida, tanto de los trabajadores de la industria como de una parte del ámbito rural. De forma parecida, los intentos de promulgar una reforma de los impuestos más progresiva, frustrada por la oposición del sector empresarial, demostró la voluntad del gobierno federal de aumentar sus capacidades de intervención económica y social. Además, Echeverría intentó una tímida apertura del sistema político, que reforzara los mecanismos de representación de la oposición y una solución del problema estudiantil. Esas medidas se acompañaron de una política exterior que quería hacer de México uno de los líderes de las reivindicaciones del Tercer Mundo en contra del bloque de países industrializados e imperialistas. En el contexto latinoamericano, esta política implicó el apoyo de México al gobierno de Salvador Allende y una política de mayor cercanía con la Cuba socialista. En el ámbito más amplio del Sur global, significaba el intento de asumir el liderazgo del Tercer Mundo en foros como el Grupo de los 77 (G-77), la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (unctad) o en la Asamblea General de las Naciones Unidas. La iniciativa estrella de esta estrategia fue la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, que el propio Echeverría presentó en la Tercera Cumbre de la unctad celebrada en Santiago de Chile, entre abril y mayo de 1972. La carta y, más en general, la política de integración con el Tercer Mundo recuperaba la táctica seguida durante la presidencia de López Mateos que había sido interrumpida durante la era de Díaz Ordaz. La política de Echeverría buscaba modificar aquellos mecanismos del sistema económico internacional que dificultaban los procesos de desarrollo periféricos. Los obstáculos que el país enfrentaba para avanzar con el proceso de desarrollo nacional eran, para los mexicanos, el origen de las tensiones sociales de las que había surgido la Revolución cubana y que amenazaban con subvertir el orden político, incluso en países más estables como México. Por otro lado, la presidencia de Echeverría estuvo marcada por la puesta en marcha de una amplia estrategia represiva, en gran parte

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encubierta que, como ya se mencionó, incluyó torturas, detenciones arbitrarias y desapariciones. La administración tuvo que hacer frente a alrededor de 30 grupos guerrilleros urbanos y rurales que habían ido apareciendo desde 1965. A diferencia de lo que ocurría en otros países latinoamericanos, estos grupos no contaban ni con el apoyo de Cuba, que mantenía una posición de no intervención en los asuntos mexicanos, ni del mundo del trabajo, anclado en el sindicalismo oficial. De hecho, según los resultados de las investigaciones actuales, se ha podido reconstruir el apoyo que Corea del Norte dio al Movimiento de Acción Revolucionaria (mar), uno de los grupos guerrilleros activos en el país. Sus integrantes, después de haberse politizado en la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patricio Lumumba en Moscú, recibieron entrenamiento militar e ideológico en Corea del Norte. En cambio, hasta la fecha, no se han podido documentar intentos parecidos por parte de Cuba. La decisión cubana de no inmiscuirse directamente en los asuntos internos mexicanos mostró, por un lado, cierta gratitud frente a las posiciones críticas que México había tomado, aunque de forma contradictoria, frente a los intentos estadounidenses de aislar la Revolución cubana. Por otro lado, al no querer inmiscuirse en los asuntos internos mexicanos, Cuba daba muestras de pragmatismo. Su decisión permitía a La Habana no entorpecer sus relaciones con el único país con el que había mantenido ininterrumpidamente relaciones diplomáticas, hecho que le permitía no estar completamente aislada política y logísticamente de la región. A pesar de los límites que marcaron a los grupos armados mexicanos de izquierda, su activismo y determinación plantearon para el régimen político un serio problema de seguridad y legitimidad política. Las cifras de la represión estatal proporcionan una imagen fiel de la intensidad que alcanzó la lucha entre el Estado y los distintos grupos subversivos activos en el país. Según los cálculos estimados por Fernando Herrera Calderón y Adela Cedillo, durante el periodo comprendido entre 1964 y el final de la década de los años setenta, más de 3 000 personas desaparecieron o fueron ejecutadas, hubo quizás 3 000 prisioneros políticos y alrededor de 7 000 ciudadanos fueron torturados. La represión se ejerció en los principales centros urbanos y de forma intensa en las zonas rurales de los estados

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de Sonora, Chihuahua, Guerrero, Oaxaca y Chiapas, donde se concentraban las actividades guerrilleras. A causa de la derrota de las guerrillas y debido en parte a que en la década de los ochenta la Guerra Fría se encaminaba hacia su final, la guerra sucia en México empezó a disminuir hacia el final de los años setenta, para bajar dramáticamente de intensidad después de la Ley de Amnistía promulgada por José López Portillo, en 1978.

EL CHILE DE ALLENDE

Durante la primera parte de la década de los años setenta, Chile se transformó en un campo de batalla crucial de lo que Harmer ha definido como Guerra Fría interamericana. La derrota o supervivencia del gobierno socialista de Salvador Allende se convirtió en el objetivo de una pugna interna, pero también de actores externos que, mediante un violento forcejeo, hicieron de Chile el punto neurálgico de su confrontación en el marco del conflicto ideológico y geopolítico propiciado por la Guerra Fría. El 11 de septiembre de 1973 el comandante en jefe de las fuerzas armadas chilenas, el general Augusto Pinochet, traicionó su mandato constitucional llevando a cabo con éxito un golpe de Estado en contra del gobierno de Allende. El golpe y la feroz represión que le siguieron pusieron fin a tres años de gobierno de la Unidad Popular (up), una alianza de seis partidos de la izquierda chilena que, bajo la candidatura de Allende, había ganado las elecciones presidenciales chilenas en 1970. Las raíces del proceso que condujo hacia la brusca interrupción del orden constitucional chileno se hallan en un complejo entramado de factores internos e internacionales. En síntesis, podríamos afirmar que las dificultades que encontró el proceso de desarrollo económico del país durante los años sesenta generaron una creciente polarización y fuertes tensiones internas que alcanzaron su clímax durante los primeros años de la década siguiente. La polarización interna posibilitó la injerencia de actores externos que vieron en Chile un campo de batalla crucial, dentro del contexto de enfrentamiento bipolar, para desplazar los equilibrios regionales y globales

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a su favor. La intervención de estos actores, en particular de Estados Unidos, Brasil y Cuba, durante el gobierno de la up, acentuó la polarización y la desestabilización, favoreciendo así la intervención del ejército. Los militares, imbuidos de principios inspirados en la doctrina de seguridad nacional (dsn), decidieron que su intervención representaba la única forma de reorganizar la economía, la política y la sociedad del país para evitar, según ellos, el caos y la transformación del país en un régimen comunista. Como muchos otros países latinoamericanos, durante la década de los años sesenta, Chile había registrado crecientes dificultades para llevar a cabo un proceso de modernización económica basado en la expansión del sector industrial. En realidad, como se ha visto, los problemas del proceso de industrialización en la región se habían manifestado ya en los primeros años de la Guerra Fría. Durante la década de los años sesenta, sin embargo, los retos que enfrentaba la industrialización se incrementaron por la dificultad que los países —que habían apostado con más determinación por la diversificación industrial— encontraron para garantizar niveles suficientes de formación de capitales. Este cuello de botella era agrandado por el hecho de que la capacidad de estos países para importar bienes de capital dependía de las exportaciones primarias cuyos precios, después de 1945, se habían caracterizado por una fuerte volatilidad. Además del problema de la inestabilidad de los precios, los sectores primarios de los principales países latinoamericanos sufrían por su escasa productividad, consecuencia de un sistema de producción poco innovador, herencia a su vez de la permanencia de las estructuras oligárquicas en el campo. Finalmente, este cuadro problemático sufrió también las presiones del importante crecimiento demográfico que los países de la región registraron después de concluir la Segunda Guerra Mundial. En Chile, como en muchos otros países de la región, estas dificultades conformaron una economía vulnerable, con tasas de crecimiento bajas e inestables y niveles de inflación muy significativos. Durante los años cincuenta el país había registrado escasas tasas de crecimiento económico, alrededor de 0.3% durante la presidencia de Ibáñez, acompañadas por fuertes desajustes en la balanza de pagos y altos niveles de inflación que tocaron picos de 33.3%. Durante el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) se logró un creci-

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miento económico más sostenido que con Ibáñez, alrededor de 2.7%; sin embargo, la inflación siguió en niveles altos, 44.3% al final de su mandato, y el endeudamiento externo se incrementó de forma importante. Empero, los intentos de combatir la inflación por medio del control de los salarios e imponiendo un régimen de austeridad generaron graves enfrentamientos sociales. Al mismo tiempo, los tímidos intentos de reforma agraria, puestos de manifiesto con la creación de la Corporación de Reforma Agrícola y del Instituto de Desarrollo Agropecuario, no consiguieron modernizar el sector. Como ha afirmado Alan Angell, el liberalismo económico de Alessandri benefició a las élites económicas más conservadoras del país sin que éstas tuvieran la capacidad de renovarse y, de paso, permitir la modernización de la economía en su conjunto. Las tensiones sociales generadas por la gestión de Alessandri hicieron que las elecciones de septiembre de 1964 tuvieran como protagonistas a los partidos defensores de los intereses de las clases sociales más perjudicadas por el liberalismo económico y la austeridad de los conservadores, es decir, la up, encabezada por el líder socialista Salvador Allende, y al Partido Demócrata Cristiano (pdc) de Eduardo Frei. La derecha, reorganizada alrededor del Frente Democrático, después de la derrota electoral en las elecciones parlamentarias complementarias en Curicó, decidió retirar su candidato y apoyar a Frei, a quien veía como el último baluarte entre Allende y la presidencia. Los programas políticos de la up y del pdc no se distanciaban en el fondo de forma sustancial. Industrialización, reforma agraria y reorganización de las industrias mineras constituían los puntos centrales en la agenda de la izquierda de Allende y en lo que los democratacristianos de Frei definían como el programa de la Revolución en Libertad. Sin embargo, la necesidad de diferenciarse, potenciada en parte por la exigencia de dar respuesta a las presiones anticomunistas estadounidenses, empujaron a la Democracia Cristiana a acentuar su perfil antimarxista militante, infundiendo a la campaña electoral un carácter particularmente áspero y polarizado. Como ha afirmado Marcelo Casals, las elecciones chilenas de 1964 adquirieron el tono de una encrucijada dramática para el continente, en la que era considerada como una lucha entre la civilización occidental y la propagación de la enfermedad comunista. La actividad de propaganda de la

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en la denominada “campaña del terror” que, entre otros propósitos, intentó proyectar una imagen de Allende como un Castro chileno, influyó sobradamente en la aspereza que asoló la contienda presidencial de 1964. Según Peter Kornbluh, la cia gastó alrededor de cuatro millones de dólares en la campaña de Frei y otros tres en actividades de propaganda en contra de Allende. La victoria de Frei implicó la rápida puesta en marcha del programa de cambio económico y político planteado por el pdc. La reforma agraria intentó crear, mediante mecanismos de redistribución de la tierra y del apoyo por parte de organismos estatales, una pequeña clase de productores que sustituyera a los viejos terratenientes. La idea era, por un lado, aumentar la productividad de un sector estancado y, por el otro, socavar las fuentes del poder económico y electoral del conservadurismo chileno. Al mismo tiempo, la sindicalización puesta en marcha de forma paralela a la redistribución de tierras apuntó a disminuir el poder de la otra fuerza política competidora, la up, y remplazarla en las organizaciones campesinas chilenas. El pdc cumplió con su promesa de reforma, lanzando un proceso de modernización de la minería. Así se llevó a cabo la llamada “chilenización” y el Estado se transformó en socio inversionista de las compañías mineras, que tenían que comprometerse a reinvertir parte de sus ganancias en la modernización del sector con el objetivo de hacerlo más productivo. La reforma agraria y la “chilenización” de la minería iban dirigidas a atacar las raíces de las fuentes de debilidad económica del país. Al aumentar la productividad de los sectores agrícola y minero se buscaba brindar al sistema económico chileno la estabilidad y los recursos necesarios para continuar con el proceso de industrialización. Según las reflexiones de Halperín Donghi, la “Revolución en Libertad” de los demócratas cristianos produjo resultados importantes y, sin embargo, no en la cuantía y rapidez suficientes para modificar de forma estructural el aparato social y económico del país. Tanto la “chilenización” como la reforma agraria necesitaban tiempo para dar resultados concretos en términos de mayor eficiencia y productividad para poder garantizar una mayor estabilidad general del sistema económico de Chile. Por otro lado, la reforma

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agraria avanzaba con inevitable lentitud mientras dejaba desprovistas de tierra a un tercio de las familias que se pretendía atender. Estas familias y los numerosos campesinos “sin tierra” rechazaron los intentos de sindicalización democristianos, engrosando las filas de las organizaciones de izquierda. En el sector urbano la sindicalización intentada por el pdc tampoco dio resultados contundentes y, sin embargo, condujo a un proceso de movilización contendido, como ha afirmado Halperín Donghi, sobre todo por el socialismo y sus posiciones guevaristas. Las dificultades que encontraron las reformas llevadas a cabo por el pdc y la incapacidad de controlar la inflación, que para 1970 había vuelto a subir llegando a 34.9%, ofrecieron a la up la ocasión de ganar las elecciones de 1970 con la cuarta candidatura a la presidencia de Salvador Allende. Empezaba así la etapa de gobierno de la up que concluiría, de forma dramática, con el derrocamiento de Salvador Allende, su suicidio en el Palacio de la Moneda asediado por el ejército golpista y el comienzo de la larga y violenta dictadura del general Augusto Pinochet. Allende, que había ganado las elecciones con 36.2% de los votos totales, lideraba un heterogéneo y conflictivo grupo de partidos que, bajo la bandera de la up, aglutinaba a socialistas, comunistas, radicales y cristianos sociales. Líder histórico de los socialistas, Allende tenía una visión radical sobre la forma que la lucha política tenía que asumir en el continente. Sin embargo, aunque el presidente de la up defendía un programa de transformación drástica de las estructuras sociales, políticas y económicas del país, también reivindicaba la necesidad de hacerlo dentro del orden legal marcado por la Constitución. La idea de llevar a cabo un cambio revolucionario dentro del marco constitucional, con una mayoría electoral reducida y sin el control del Congreso, planteaba por sí misma contradicciones y obstáculos difíciles de superar. Sin embargo, la agenda de transformación del gobierno chileno se enfrentó también a un poderoso entramado de dificultades generado por la presencia de actores internos e internacionales hostiles al proceso de cambio propiciado por la up. Internamente, Allende intentó acelerar el proceso de reforma agraria iniciado por el pdc, completar la nacionalización del cobre,

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aumentar el poder salarial de los trabajadores y acelerar el proceso de desarrollo industrial, ampliando de forma sustancial la intervención directa del Estado en la economía. Como ha señalado Alan Angell, las primeras medidas del gobierno condujeron efectivamente a un fuerte aumento de los salarios por encima de la inflación. Al mismo tiempo, se establecieron mecanismos estatales de control de precios y de abastecimiento de productos. En julio de 1971, el gobierno nacionalizó con el apoyo parlamentario de la oposición la industria del cobre, avanzó rápidamente en el control directo del sector financiero nacional y aumentó el número de empresas industriales expropiadas. Como consecuencia, la amplitud de los sectores de la economía bajo el control del Estado, la llamada Área de Propiedad Social (aps), se expandió de forma considerable. Las nacionalizaciones del sector industrial y financiero desempeñaron un papel central en generar una fuerte animadversión entre los grandes capitalistas chilenos que, a partir de 1971, asumieron una actitud todavía más activa y beligerante en contra de las acciones de la up. Durante su primer año de gobierno, la oposición parlamentaria impidió que la up lograra aprobar una nueva legislación de reforma agraria. Las intervenciones gubernamentales tuvieron que ocurrir dentro del marco legislativo diseñado por la reforma aprobada durante el gobierno del pdc; en este sentido, su impacto fue menos radical del planteado originalmente. En una primera fase, las reformas del gobierno y, en particular, la expansión del gasto y de los salarios impulsaron el crecimiento económico. Sin embargo, ya a partir de 1972, la estrategia puesta en marcha por el ministro de Economía de Allende, Pedro Vuskovic, empezó a dar muestra de agotamiento. El aumento salarial y la ineficiencia de los sectores industriales, mineros y agrícolas, expropiados o nacionalizados, crearon una situación de fuerte desequilibrio y de conflicto con los grandes empresarios nacionales, a la que se unía la caída de los precios internacionales del cobre. La inflación volvió a descontrolarse; hubo una fuerte disminución de las reservas, acompañada por la incapacidad de pago de la deuda externa y la desestabilización de la balanza de pagos. Además, los aumentos salariales, en un mercado interno con problemas de desabastecimiento, generaron un amplio mercado negro.

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La gestión económica erosionó las bases del nuevo Ejecutivo, mientras las divisiones políticas internas de la up y las propias contradicciones de una revolución, llevada a cabo dentro de los marcos constitucionales defendidos por Allende, desestabilizaron el gobierno. La coalición que apoyaba a Allende vivió crecientes tensiones, sin duda aumentadas por los efectos sociales de la crisis económica. Mientras el Partido Comunista asumía la defensa de una posición moderada sobre el ritmo de las transformaciones y la ampliación de los mecanismos de participación popular directa, grupos como el mir incrementaron sus acciones destinadas a movilizar a las masas. En octubre de 1972 una huelga de los auto­trasportistas en contra de Allende paralizó el país y ofreció a los sectores más radicales de la coalición una ocasión para incrementar la movilización popular fuera de las estructuras de partido y del gobierno de la up. La organización de los “cordones”, grupos de trabajadores y ciudadanos movilizados para la defensa del gobierno, se reforzó en aquel mes para suplir el desabastecimiento creado por la huelga de camiones organizada en contra de Allende. El fortalecimiento de organizaciones populares autónomas del sistema de partidos y del gobierno preocupó tanto a los socialistas (incluido Allende) y comunistas como a amplios sectores de clase media del país. Episodios como la llamada Marcha de las Ollas Vacías, en diciembre de 1971, vieron congregarse, por ejemplo, a mujeres de clase media y alta que protestaban contra el desabastecimiento que asociaban a los programas de reforma socialista del gobierno de Allende. Como en el caso de la izquierda, estos sectores empezaron también a organizarse para hacer frente a lo que percibían como descontrol político e ingobernabilidad económica, por medio de grupos gremiales como el Frente Nacional del Área Privada (Frenap), el Comando Nacional de Defensa Gremial o las agrupaciones de transportistas y las de pequeños comerciantes. El bando conservador manifestó sus formas más extremas de intervención mediante grupos paramilitares como Patria y Libertad, organización derechista financiada por la cia y responsable de actos de sabotaje y ataques en contra de simpatizantes del gobierno de la up. Como hemos comentado, las nacionalizaciones industriales habían generado una situación de creciente conflicto con los grandes capitalistas del país. Sin embargo, la gestión económica desordenada

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y las crecientes incursiones del Estado en la regulación del mercado interno habían creado también fuertes tensiones con los medianos empresarios del país que, en teoría, representaban un sector que la up quería integrar en su proyecto de reforma del país. De manera menos evidente pero igual de convulsionado se encontraba el Ejército del país, dividido entre la lealtad constitucional y las tentaciones golpistas. El asesinato del jefe de Estado Mayor del Ejército, René Schneider, pocas semanas después de la victoria de Allende por parte de un grupo de militares apoyados por la cia y liderados por el general retirado Roberto Viaux, que ya había sido autor de un intento de golpe en 1969, ofreció una imagen clara de las tensiones que atravesaban las fuerzas armadas. Éstas crecieron paralelamente a la crisis económica y al progresivo involucramiento de actores externos en los acontecimientos chilenos, especialmente de Brasil y de Estados Unidos, determinados en hacer fracasar la experiencia de gobierno de la up, para así prevenir la virtual expansión en la región del modelo de la vía chilena al socialismo. Diferente, como veremos, fue el papel de Cuba, decidida a intervenir en la defensa del gobierno de la up y, sin embargo, limitada por el rotundo apego de Allende a la legalidad constitucional del país.

LA GUERRA FRÍA INTERAMERICANA: CUBA, BRASIL, ESTADOS UNIDOS Y LA BATALLA DE CHILE

La debilidad interna del experimento chileno y sus múltiples contradicciones atenuaron la capacidad del país para prevenir interferencias externas transformándolo, de hecho, en un campo de batalla de lo que Harmer ha definido como “Guerra Fría interamericana”. En este sentido, los dramáticos niveles de ingobernabilidad económica y polarización que, como hemos visto, se nutrían de causas internas, no serían comprensibles en su total dimensión sin considerar la forma en que fueron potenciados por las estrategias desestabilizadoras puestas en marcha en contra del gobierno de Allende por actores externos. Como ha expuesto Nicola Miller, la presencia soviética en Chile mantuvo un perfil bajo durante el lapso de gobierno de la up. El viaje

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que Allende realizó a la URSS a finales de 1972, cuando la crisis económica interna estaba alcanzando su apogeo, dejó claro al líder chileno que Moscú no iba a intervenir de forma decisiva en la defensa del gobierno de la up. Durante el encuentro con la cúpula del gobierno soviético, encabezada por Brézhnev, Allende fue criticado por su incapacidad de tejer una alianza con todos los sectores progresistas del arco político chileno. Para los soviéticos, la incapacidad de mantener una política de alianza también con los sectores moderados era la razón de la debilidad del proyecto político de la up; en la URSS entendían que, de no resolverse esa situación, el proyecto de la up estaría condenado al fracaso. Es probable que esta evaluación pesimista desaconsejara a Brézhnev y a su entorno a tensar las relaciones con Estados Unidos en la región, apoyando un experimento político cuyo destino era muy probablemente el fracaso. Además, como ha señalado Olga Uliánova, en la decisión soviética también influyeron cálculos de tipo económico. En particular, el presidente del Consejo de Ministros, Alekséi Kosyguin y el presidente del Comité para la Seguridad del Estado (kgb), Yuri Andropov, lograron imponer un punto de vista según el cual era aconsejable evitar asumir con Chile una política de ayuda dispendiosa, como la que Moscú había establecido con Cuba después de 1959. El conjunto de estos factores, como ha destacado Miller, hizo que el nivel de la ayuda acordada durante el viaje de Allende quedara muy por debajo de las expectativas y las necesidades del gobierno de la up, dejando al presidente chileno con la clara sensación de que la URSS no le apoyaría sustancialmente. Si las relaciones con la URSS no respondieron a las que debían tener dos países cercanos y aliados, la dinámica entre el Chile de Allende y la Cuba socialista fue muy distinta. Desde los primeros días posteriores al triunfo de la Revolución cubana, Allende había desarrollado una relación de fuerte amistad con Castro, basada en su simpatía por el experimento cubano. A raíz de los cambios revolucionarios y los intentos estadounidenses por sofocarlos, Allende y un sector importante del socialismo chileno habían experimentado una radicalización de sus posiciones políticas iniciales, abrazando la idea de la lucha armada revolucionaria como un instrumento para propiciar el cambio político en la región. Mientras el Partido Comunista de Chile

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había mantenido una posición más ortodoxa, en línea con las directrices moderadas procedentes de la URSS, los socialistas se identificaron cada vez más con las formas de hacer política de la nueva izquierda regional, inspiradas en Cuba y apoyadas por este país. Como señala Harmer, Allende, que había visitado Cuba en varias ocasiones, apoyó las actividades del eln en Bolivia después de la muerte del Che y su propia hija, Beatriz, se convirtió en una de las líderes de la extensión chilena del grupo guerrillero boliviano. Allende consideraba que los problemas de injusticia social de la mayoría de los países de la región se debían a un sistema económico internacional organizado desde los centros del poder político occidental, en el caso de América Latina, Estados Unidos. De acuerdo con esta posición, imbuida de la teoría de la dependencia, esta configuración internacional daba ventaja a los intereses de los países desarrollados y condenaba a la periferia a una posición de subalternidad económica estructural. Para romper la dependencia que los países del Tercer Mundo tenían con el centro capitalista y de sus clientes nacionales, era necesario un movimiento revolucionario del Sur global que, en el contexto latinoamericano, no excluía el recurso a la lucha armada. De este modo, durante el breve mandato de Allende, Chile intentó desempeñar un papel central en los foros internacionales que, como el G-77 o unctad, aglutinaban a los principales países en desarrollo. No es casual que la Tercera Reunión de la unctad (unctadiii), de 1972, la misma en la que el presidente mexicano Luis Echeverría anunció la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de las Naciones, se celebrara con todo fasto en Santiago de Chile. Al mismo tiempo, Allende apoyó verbal y materialmente la lucha armada en el continente. El activismo de Allende en el plano global y sus intentos de transformación radical en el plano regional respondían a su convicción de que el clima de distensión global ofrecía, por primera vez desde el comienzo de la Guerra Fría, la oportunidad de llevar a cabo cambios estructurales, sin desencadenar necesariamente la reacción convergente entre las fuerzas chilenas más conservadoras y la intervención hegemónica estadounidense. Si en el plano internacional el eje tercermundista y revolucionario orientó la acción política de Allende, en el plano interno la actitud del presidente de la up fue más matizada. Allende consideraba

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que Chile, por sus características políticas y sociales históricas, no ofrecía un terreno propicio para la lucha armada, una opinión al parecer compartida también por el Che, que nunca consideró al país andino como un posible escenario para el desarrollo de un núcleo foquista. Para Allende, el cambio revolucionario en Chile era posible sólo dentro de los confines marcados por la Constitución democrática del país. El apego a la legalidad de Allende no era compartido por Castro quien, a inicios de los años setenta, consideraba que, aunque Allende había ganado democráticamente las elecciones, el proceso de cambio interno no tendría éxito sin la organización de su defensa armada. Durante su larga visita a Chile en noviembre de 1971, Fidel Castro observó con preocupación la ebullición de los grupos de extrema derecha, el ruido de sables dentro del ejército y las divisiones internas de la izquierda chilena. Para Castro, Allende tenía que preparar una defensa popular y armada del proceso revolucionario, razón por la que La Habana estaba armando y entrenando al mir. Sin embargo, la posición legalista de Allende frenó bruscamente los intentos cubanos de armar el proceso de cambio de la up. Según los estudios realizados por Harmer, los cubanos habían ido acumulando en su propia embajada de Santiago de Chile un número suficiente de armas y de equipamientos diversos para resistir por lo menos un mes, frente a un posible intento de derrocamiento del gobierno de la up por parte de los militares. Sin embargo, ya en la primavera de 1972, Allende había solicitado a Cuba que suspendiera su entrega de armas al mir, excepto en el caso de un golpe militar. El compromiso con la legalidad de Allende llegó hasta el punto de rechazar la ayuda armada cubana que, probablemente, habría podido salvar su vida en mitad del golpe de Estado y del asedio al Palacio de la Moneda. En este sentido, la intervención material más importante de los cubanos fue el entrenamiento y la entrega de equipo de combate al llamado Grupo de Amigos Personales (gap), una suerte de guardia presidencial que acompañaba a Allende. De manera paralela a la limitada ayuda militar proporcionada por La Habana a Allende, es necesario destacar la importante actividad de asesoría que los cubanos ofrecieron a su gobierno sobre los temas más conflictivos, por ejemplo, la nacionalización del cobre.

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La Habana, en más de una ocasión, aconsejó al presidente chileno adoptar una actitud prudente en el manejo de las relaciones con Estados Unidos, con el fin de reducir al mínimo posible las razones que pudieran desencadenar la hostilidad de Washington. Como recuerda Harmer, en el invierno de 1972, los asesores cubanos desempeñaron un papel importante para que, a pesar de la oposición de varios sectores de la up, Allende decidiera ofrecer una compensación a una de las principales empresas mineras estadounidenses nacionalizadas por el gobierno. Sin embargo, la legalidad de Allende y la prudencia alentada por los cubanos en las relaciones con Estados Unidos no fueron suficientes para disipar dudas y temores en Washington y en Brasilia sobre la peligrosidad de la vía chilena al socialismo. La administración Nixon no había prestado particular atención a la situación chilena durante la campaña electoral en las elecciones que, según sus estimaciones, conducirían casi seguramente a una derrota de Allende. La victoria de la up, sin embargo, generó tensiones inmediatas en Washington. Para la administración Nixon, Allende y la vía chilena al socialismo, así como la función de bisagra que el Chile socialista podría desempeñar entre los distintos “sures” del mundo, representaban amenazas intolerables a la hegemonía de la superpotencia en la región y, posiblemente, a escala global. Para el gobierno de Nixon, el proceso de cambio socialista pacífico podía representar un ejemplo para otras realidades de la región y del mundo, y tenía que ser bloqueado cuanto antes. Los temores estadounidenses hacia la vía chilena se reflejaron, como ha señalado Harmer, en el memorándum de decisión del Consejo de Seguridad Nacional 93, en donde se planteó la necesidad de mostrar a las otras repúblicas latinoamericanas la oposición estadounidense al gobierno socialista de Allende para que éstas asumieran, también, una actitud crítica. Además, el documento identificaba a las dictaduras militares de la región como los aliados naturales para reforzar la hegemonía estadounidense y prevenir la difusión del cáncer chileno. En este sentido, la actitud y las razones de base de la hostilidad de la administración Nixon hacia el gobierno de la up mostraban claramente que, a pesar de las esperanzas de Allende, la lógica de la détente no tenía cabida en el contexto latinoamericano de la década

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de los años setenta. Al contrario, en Chile, la vehemencia de la oposición estadounidense al proceso de transformación inaugurado por el gobierno de la up alcanzó niveles parecidos, o incluso superiores, a los que habían caracterizado las políticas estadounidenses hacia la región durante las primeras fases de la Guerra Fría. En Chile se concentraron todos los fantasmas que habían articulado la política exterior estadounidense hacia la región en concomitancia con el comienzo del conflicto frente a la URSS. El socialismo de Allende y su proyecto de desarrollo estatal con un marcado acento nacionalista encendieron en Washington las alarmas y los miedos que habían guiado su estrategia latinoamericana en los momentos más agudos del conflicto bipolar. Como se ha expuesto a lo largo de estas páginas, las debilidades del gobierno de Allende tenían raíces profundas en las políticas económicas del gobierno de la up y en las divisiones internas del gobierno. Sin embargo, estas dificultades, y especialmente las relativas a los problemas de gobernanza económica, se acentuaron por las intervenciones abiertas y encubiertas de Washington, que se manifestaron desde los primeros días de la administración de Allende. La historiografía ha señalado que, por medio de la llamada Operación Project fubelt (Track i y ii), la administración estadounidense invirtió ingentes recursos en la desestabilización del gobierno de Allende incluso antes de que éste se iniciara. fubelt representaba el marco general de las operaciones que Washington puso en marcha a partir de una reunión celebrada en la Casa Blanca en septiembre de 1970 entre Nixon, Kissinger, el director de la cia, Richard Helms, y otros funcionarios gubernamentales. A partir de esa reunión, de la que nos ha quedado la triste y famosa expresión: make the economy scream, pronunciada por Nixon en relación con las acciones a emprender para destruir la economía chilena, Washington lanzó, como ha mostrado Kornbluh, una vasta y encubierta operación para prevenir la asunción del poder por parte de Salvador Allende. Ésta se articuló desde un principio por medio de los llamados Track i y Track ii, dos estrategias que se presentaron con diferentes matices, pero ambas enfocadas a generar las condiciones para un golpe de Estado en Chile.

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Washington intentó impedir que Allende tomara posesión al colaborar en el secuestro y asesinato del jefe de Estado Mayor del ejército, René Schneider, por parte de un grupo de militares retirados del ejército chileno. Según las investigaciones de Kornbluh, elaboradas a partir de material desclasificado, en los planes de la administración Nixon el secuestro de Schneider desencadenaría la intervención del ejército, la contrarreacción de las fuerzas fieles a la up y, finalmente, la asunción del poder por parte del expresidente Frei, presentado como único medio para evitar una guerra civil en el país. En cambio, el fallido secuestro que condujo al asesinato de Schneider produjo una fuerte indignación en el país, lo que ayudó a Allende a acceder a la presidencia en octubre de 1970. La estrategia de la cia permitió profundizar el clima subversivo dentro del ejército que existía independientemente de la actitud de Washington y que, a su vez, descansaba en la hostilidad que una parte importante de las élites y clases medias del país mostraban hacia el proyecto político, económico y social de Allende. Sin embargo, es cierto que el apoyo material de la cia y la cobertura política de la administración Nixon potenciaron en gran medida las dinámicas subversivas en el país. Las maniobras de la administración Nixon prosiguieron en los meses siguientes, orientadas principalmente a la desestabilización económica del gobierno de la up. Esta estrategia asumió distintas formas, desde la drástica disminución de préstamos por parte de organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, propiciada por Washington, hasta las trabas puestas a la renegociación de la deuda pública chilena en manos de instituciones financieras estadounidenses. Destaca que la única partida de ayuda bilateral que aumentó de manera considerable después de la elección de Allende fue la relativa a la cooperación militar destinada al ejército chileno. Además de estas iniciativas, la acción encubierta de la administración estadounidense condujo a la inversión de ingentes recursos en una serie de actores que se oponían con vehemencia a Allende, como el periódico El Mercurio, o los partidos de oposición o agrupaciones de extrema derecha como Patria y Libertad. Además, la cia canalizó por medio de sociedades privadas ayuda económica a las asociaciones

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involucradas en la huelga de autotransportistas de octubre de 1972 que paralizó la economía chilena. También, según las aportaciones recientes de la historiografía, el otro actor internacional que desempeñó un papel importante en la desestabilización, así como en el derrocamiento de Allende, fue la dictadura militar brasileña. La documentación actual sólo permite dibujar los contornos de la participación de Brasil en el proceso que condujo al golpe de Estado de 1973 en contra de Allende. Lo que se puede afirmar a partir de los estudios de Harmer es que con la elección de Allende las relaciones entre Washington y Brasilia se fueron estrechando cada vez más, a partir de una fuerte convergencia ideológica anticomunista y de un intento común de prevenir tanto la difusión del “virus” cubano como del chileno. Como se recordará, con el derrocamiento de Goulart en 1964 y la asunción del poder por parte de Castelo Branco, el sistema político brasileño se transformó en un régimen autoritario regido por las fuerzas armadas. Durante los gobiernos de Arthur da Costa e Silva (1967-1969), Emílio Garrastazu Médici (1969-1974) y Ernesto Geisel (1974-1979), el régimen autoritario brasileño se caracterizó por un proyecto de desarrollo económico liderado por el Estado mediante fuertes medidas intervencionistas y de fomento a la industrialización. En el periodo comprendido entre 1969 y 1973, conocido como “milagro brasileño”, el país registró una tasa de crecimiento medio de 11.2% dentro de un contexto de relativa estabilidad inflacionaria. Como ha subrayado Boris Fausto, bajo la guía de una élite tecnócrata liderada por Antônio Delfim Netto, el Estado brasileño intervino en la economía controlando salarios, subvencionando empresas por medio de concesiones de créditos en condiciones favorables o reducción de impuestos. Aunque el país registró altas tasas de crecimiento, debido a que mejoró su planta industrial y diversificó las exportaciones, antes dependientes del café, el modelo económico brasileño tuvo su principal punto débil en el plano social. El modelo económico de la dictadura, gracias al marco autoritario sobre el cual descansaba, pudo contener la expansión salarial y esto, aunado a las medidas fiscales y financieras de apoyo a la gran industria y a la reducción del gasto social, tuvo el efecto de reforzar dramáticamente la desigualdad social en el país.

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En el plano externo, la dictadura brasileña se caracterizó por un creciente activismo, cuyo objetivo fue la puesta en marcha de una estrategia regional de contención de las fuerzas de izquierda y de apoyo a los sectores conservadores de las sociedades latinoamericanas. Como ha señalado Harmer, la Junta Militar brasileña liderada por Médici tuvo un papel crucial en favorecer el golpe de Estado que, en 1971, derrocó al gobierno progresista de Juan José Torres González en Bolivia, llevando al poder al general Hugo Banzer, alineado sobre posiciones de radical anticomunismo. Los brasileños desempeñaron también un papel importante en determinar la derrota de la alianza de izquierda uruguaya, denominada Frente Amplio, en las elecciones del invierno de 1971. La documentación disponible, relativa a la intervención brasileña en Chile en contra de Allende, no permite reconstruir los detalles de la estrategia de la dictadura; sin embargo, distintas fuentes parecen confirmar que el anticomunismo de la junta brasileña condujo al gobierno de Médici a considerar el gobierno de Allende como el mayor peligro para la región. Los brasileños mantuvieron con Washington un diálogo fluido sobre la peligrosidad de la vía chilena como elemento de desestabilización en la región sudamericana y, en muchos casos, la posición de Brasilia resultó ser, incluso, más radical y agresiva con respecto a Allende que la de Nixon y Kissinger. Entre las acciones que los brasileños emprendieron para contener a Allende estuvieron el control del consulado chileno en Brasil y la puesta en marcha de conversaciones para dar vida a un movimiento de resistencia, en Chile, en contra de la up. Fueron significativos los contactos que los propios golpistas chilenos mantuvieron, según consta en los documentos, con los militares brasileños justo en las semanas anteriores al putsch. El complejo entramado de presiones e injerencias que se desataron sobre Chile, durante los tres años de gobierno de la up, tuvieron el efecto de acelerar la intervención del ejército chileno en la vida política del país. En junio de 1973, los militares intentaron una primera intervención, en lo que se conoció como el “Tanquetazo”, pero fueron derrotados fácilmente por las fuerzas leales del general Prats y por la resistencia puesta en marcha por las organizaciones de izquierda. Sin embargo, en el verano, el agravamiento de la crisis eco-

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nómica, las fuertes divisiones dentro del propio gobierno de la up y la creciente movilización de las organizaciones de derecha y sus aliados externos, que entre otros resultados condujo a la dimisión de Prats, cambiaron la relación de fuerzas en el país y en el ejército. El sucesor de Prats, el general Augusto Pinochet, lideró después de un primer momento de duda el levantamiento en contra de Allende. El golpe empezó a las ocho de la mañana del 11 de septiembre y fue anunciado a la población por medio de mensajes de las fuerzas armadas retransmitidos por las radios de la oposición. Allende, instalado en el Palacio de la Moneda, logró transmitir por medio de Radio Magallanes un último y emotivo mensaje al pueblo chileno, en donde se intuyó que el presidente de la up pagaría con su vida la determinación de no rendirse al golpe. En su discurso, Allende evitó expresamente llamar a la resistencia y anunció que, después de las tinieblas que habrían de acompañar al golpe, el país y su pueblo tendrían que resurgir. Después de haber rechazado el ultimátum de la junta que le ordenaba entregarse, Allende resistió en el palacio los bombardeos de la aviación chilena y, finalmente, se quitó la vida después del mediodía. La vía chilena al socialismo representó un intento de superar los límites impuestos al cambio por inercias conservadoras o proyectos hegemónicos dentro de un marco democrático. La muerte de Allende, en un Palacio de La Moneda asediado por las tropas golpistas de Pinochet, mostró claramente las fuertes dificultades que en América Latina conllevó, durante la Guerra Fría, conjugar cambios sociales con institucionalidad democrática. En su determinación por mantener el proceso chileno dentro de un marco constitucional, Allende había desatendido los consejos de Fidel Castro, quien planteaba la imposibilidad de armonizar cambio y democracia frente a la agresividad de los poderes políticos y económicos del país. La vía chilena intentó superar esta contradicción, mientras Castro, en Cuba, aceptó convivir con ella hasta sus últimas consecuencias. Con la muerte de Allende llegó a su final el proceso de cambio en Chile y en el país se instauró una de las dictaduras más represivas de la región sudamericana. Imágenes como la del Estadio Nacional de Chile, utilizado durante y después del golpe como campo de internamiento y tortura de prisioneros políticos, ofrecen una representación impactante de una dictadura que, entre 1973 y 1990, registró entre 30 000

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y 40 000 víctimas de la represión. De ellas, se calcula que alrededor de 3 000 fueron ejecutadas extrajudicialmente, y más de 1 102, desaparecidas. La represión y la restructuración del sistema económico, antes llevada a cabo de forma más cauta y posteriormente con rapidez, de acuerdo con un modelo ultraliberal apoyado por una parte de las élites económicas del país, representaron los dos elementos distintivos del régimen militar chileno. Según Eduardo Silva, durante la fase preparatoria del golpe, los militares chilenos se habían acercado al llamado Monday Club, un grupo de economistas con estudios en la Universidad de Chicago y de empresarios pertenecientes, en su mayoría, a los conglomerados Edwards y Bank Holding Company (bhc). Ambos grupos, aunque de composición e intereses distintos, habían llegado a la conclusión de que el modelo desarrollista había introducido distorsiones significativas en el funcionamiento del sistema económico chileno y que por ello era necesario llevar a cabo una reforma profunda. A estos industriales chilenos se unían las organizaciones sectoriales de los exportadores primarios que, como hemos visto, se opusieron desde el final de la Segunda Guerra Mundial al modelo desarrollista y que habían sido profundamente afectadas por la aplicación de la reforma agraria durante los gobiernos de Frei y de Allende. En las formulaciones de las posiciones económicas del Monday Club, las tesis monetaristas de los Chicago Boys desempeñaron un papel importante. Como señala Claudia Kedar, los Chicago Boys eran egresados de la Universidad Católica de Chile que, gracias a un programa financiado por las fundaciones Ford y Rockefeller, bajo el patrocinio del Departamento de Estado, habían estudiado con Milton Friedman en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. El Monday Club elaboró un plan de acción llamado “Ladrillo”, que sirvió como hoja de ruta del proyecto de reforma económica de la junta durante los primeros años en el poder del régimen golpista. Hasta 1975, prevalecieron en las formulaciones de la política económica del régimen los postulados gradualistas del grupo empresarial Edwards que, aunque potencialmente competitivo en el mercado internacional, había desarrollado una predisposición para producciones destinadas al mercado nacional. Su vocación interna desaconsejaba al grupo una apertura brusca de la economía y sugirió, en cam-

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bio, la adopción de lo que Silva ha llamado un “camino gradualista de reformas económicas internas”. Las conexiones que el grupo Edwards tenía con algunos de los ministros clave encargados de diseñar la política económica de la junta durante sus primeros dos años en el poder aseguró que las posiciones gradualistas tuvieran preeminencia sobre postulados más radicales. El término “gradualismo” no tendría que generar confusión. Los planes de la junta, incluso en esta primera y “moderada” fase, incluyeron la puesta en marcha de políticas de liberalización interna y, sobre todo, de una dura estrategia antisindical. Frente al reto que la prosecución de la industrialización planteaba en el país, las élites económicas decidieron resolverlo mediante la desarticulación del modelo desarrollista en detrimento de los trabajadores y a favor del gran capital. A partir de 1975, coincidiendo con la consolidación del poder personal de Pinochet, la transformación neoliberal de la economía chilena entró en una fase más acelerada. El aumento del comercio internacional y de los instrumentos financieros externos generaron, sin duda, una serie de incentivos para que los grandes grupos económicos chilenos decidieran radicalizar la apertura de la economía. Y, sin embargo, un papel importante lo desempeñó la estrategia de conversión hacia un grupo con propensión internacional emprendida por el conglomerado Edwards. Hacia la mitad de la década, este grupo había completado su transición, de productor para el mercado doméstico a internacionalista, permitiendo un desplazamiento del equilibrio interno en la coalición económica que apoyaba la junta hacia posiciones más radicales en términos de reformas estructurales. En el plano externo, el apoyo político que Washington brindó a la junta, debido a que apreciaba sus políticas anticomunistas, fue sólido. Como señala Harmer, Estados Unidos concedió casi de inmediato un préstamo de 24 millones de dólares para adquirir granos y, para 1974, Chile recibió 48% de los préstamos concedidos a la región latinoamericana a través del programa Food for Peace. Washington también apoyó generosamente al régimen militar por medio de préstamos multilaterales concedidos por la aid y el Banco Interamericano de Desarrollo. Sin embargo, la relación entre Washington y la junta liderada por Pinochet no fue tan idílica como se podría pensar. Como ha

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mostrado el trabajo de Harmer, en más de una ocasión la junta se quejó con Washington porque éste permitía la libre expresión en suelo estadounidense de opositores al régimen. Además, los militares chilenos protestaron en algunas ocasiones por la que consideraban una falta de apoyo suficiente por parte de Washington en la lucha regional anticomunista. La compleja relación que Chile mantuvo con las instituciones financieras multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (fmi) complementa y confirma la reconstrucción de Harmer. Los estudios de Kedar indican que la interacción entre los Chicago Boys y el fmi estuvo marcada por profundas tensiones causadas, principalmente, por la voluntad de los economistas chilenos de evitar intervenciones por parte del organismo multilateral. Los trabajos de Harmer y Kedar muestran, una vez más, que el fenómeno de las juntas y sus planes para rediseñar el orden político, económico y social representaron proyectos genuinamente autóctonos. Washington ejerció sin duda influencia sobre estos procesos, aunque sólo fuera por la promoción de las tesis monetaristas que por medio de las becas propiciadas por el Departamento de Estado facilitó. Y, sin embargo, el anticomunismo militante y la adopción del modelo neoliberal fueron elecciones locales, llevadas a cabo por una coalición de intereses que tenían sus pilares en los militares y en algunos de los más importantes grupos económicos del país. Los objetivos de estas políticas, alcanzados plenamente durante los años de la dictadura, fueron la eliminación del tejido industrial intermedio que había prosperado durante la etapa desarrollista, la desmovilización de las clases populares y la adopción de un nuevo modelo que favoreciera los grandes conglomerados y, en menor medida, los intereses de grupos extranjeros. Como hemos señalado anteriormente, bajo la Junta Militar chilena se consolidaba la propuesta socioeconómica de una industrialización sin desarrollismo.

LA NOCHE MÁS LARGA: LA ARGENTINA DE VIDELA, MASSERA Y AGOSTI

Argentina, al igual que los otros países de la región, experimentó al hilo de la Guerra Fría una evolución extremadamente autoritaria de

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su sistema político, una fuerte polarización interna y el auge de la doctrina de seguridad nacional (dsn) entre sus fuerzas armadas. Durante la dictadura que ensangrentó al país entre 1976 y 1983, en lo que los militares liderados por los altos jerarcas castrenses Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti denominaron como Proceso de Reorganización Nacional, el país se sumergió en una etapa represiva que dejó un número dramático e inédito de víctimas civiles. La instauración de la Junta Militar había representado el trágico colofón de un largo periodo de crisis que empezó en 1955 con el derrocamiento de Perón y la proscripción política del movimiento político peronista en la que fue denominada como “Revolución Libertadora”. En marzo de 1962 el gobierno democrático de Arturo Frondizi fue destituido otra vez por un movimiento militar. Después del breve paréntesis de retorno a la legalidad bajo el gobierno de Arturo Illia, de la Unión Cívica Radical del Pueblo (ucrp), el país volvió a regirse por una dictadura militar bajo el mando de Onganía, durante el periodo conocido como Revolución Argentina. Finalmente, la victoria del peronista de izquierda Héctor Cámpora, en las elecciones de marzo de 1973, el regreso de Perón en junio y su victoria en las elecciones anticipadas de septiembre, crearon la ilusión de que el largo ciclo de inestabilidad que se había abierto en 1955 llegaba definitivamente a su final. Se trataba, sin embargo, de una ilusión que habría de durar poco. En los casi 20 años que separaron al triunfo de la llamada Revolución Libertadora y el retorno de Perón en 1973, el país, como muchas otras repúblicas latinoamericanas, había experimentado grandes dificultades en la articulación de un modelo económico diversificado e incluyente. Aquí también, la dependencia de un sector exportador fluctuante e ineficiente y, sin embargo, indispensable para la generación de las divisas necesarias para la prosecución del proceso de industrialización había creado, como en México o Chile, importantes desajustes. Las distintas recetas propuestas a lo largo de los 20 años dentro de un marco básicamente desarrollista no lograron dar vida a un sistema económico estable. Endeudarse, aumentar la masa monetaria, creando a su vez inflación, atraer inversión externa en prejuicio de la industria nacional, o reducir los salarios para

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aumentar la competitividad, fueron caminos explorados a costa de fuertes turbulencias internas. Especialmente hacia el final de la década, bajo la dictadura de Onganía, el modelo económico recuperó una estrategia de fuerte atracción de inversiones extranjeras que ya se había intentado con Frondizi. La devaluación del peso argentino en 40% y la disminución de las tarifas externas buscaron atraer mayores inversiones; sin embargo, el resultado principal fue el fuerte debilitamiento de las pequeñas y medianas empresas que encontraron grandes dificultades para importar capitales a causa de la devaluación, y enfrentaron una creciente competencia por parte de firmas extranjeras tecnológicamente mejor equipadas. Desde un punto de vista social, las medidas de Onganía incrementaron los problemas de desempleo o subempleo que el país experimentaba con particular intensidad desde la segunda mitad de los años cincuenta. La insurrección general de la ciudad de Córdoba, en mayo de 1969, cuando estudiantes, militantes sindicales e incluso sectores moderados de la sociedad tomaron las calles en contra de las autoridades, señaló el estado de extrema tensión social que se había generado en el país. Como señala Pucciarelli, la estrategia desarrollista no supo dar vida a un sistema industrial eficiente y equilibrado y, hacia el final de la década, este escenario abrió una brecha irresoluble entre la gran burguesía monopolista, que podía sobrevivir sin el impulso estatal, y esa mediana burguesía que había proliferado durante y gracias al modelo desarrollista. De este modo, bajo el liderazgo del ministro Martínez de Hoz, una parte de la industria argentina apoyó a la Junta Militar y sus políticas de represión, porque servían a su estrategia de desarticulación del modelo desarrollista. Además de las convulsiones económicas, el escenario político argentino estuvo marcado por la hipoteca que Perón, a pesar de su exilio y de estar lejos del poder, había dejado sobre el funcionamiento del sistema político del país. La proscripción del peronismo y el consecuente boicot de las elecciones ordenado por Perón hasta el final de los años sesenta perjudicaron la estabilidad política de Argentina, en virtud de la fuerte legitimidad que el justicialismo seguía manteniendo en sectores importantes de la población del país. Este escenario se vio agravado por otro factor peculiar del panorama político argentino: la convergencia que hubo durante algunos años, de forma

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un tanto excéntrica, entre la izquierda revolucionaria, influida por la experiencia cubana, y el peronismo. Hacia el final de los años sesenta, el país vio la aparición de varios grupos guerrilleros, como los Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far). Como se ha señalado, estos grupos estaban influidos y apoyados por Cuba, así como por el catolicismo de base y la teología de la liberación, en la medida en que su mensaje social coincidía con las inquietudes de cambio que atravesaban sectores importantes de la juventud argentina. Lo que unía a estos grupos —excepto al erp, que no había abandonado del todo los planteamientos foquistas— fue la decisión de hacer del espacio urbano su campo de batalla. Los Montoneros y las far dieron prueba de una creatividad ideológica sorprendente y de cierta ingenuidad política al asociar el ideario cubano con la figura de Perón, a quien identificaban como líder y figura provista de un fuerte potencial revolucionario. Una de las primeras acciones de los Montoneros fue, de hecho, el asesinato en mayo de 1970 del general Pedro Eugenio Aramburu, líder de la Revolución Libertadora que en 1955 había derrocado a Perón. Este equívoco de fondo, que a la postre produjo consecuencias dramáticas para los grupos insurreccionales argentinos, fue aprovechado por el propio Perón hasta el momento de su regreso a Argentina en 1973. Desde su exilio, el viejo líder justicialista utilizó todas las fuerzas de que disponía, sin importar que éstas representaran a la derecha o la izquierda revolucionaria, para crear las condiciones políticas necesarias para su regreso. Sin embargo, una vez reinstalado en el poder, Perón eligió liquidar a los grupos revolucionarios y consolidar políticamente su poder mediante una alianza con los sectores más conservadores del peronismo representados por la figura, de reminiscencias rasputinianas, de José López Rega. Las intenciones reales de Perón se concretaron de forma muy clara en la que pasó a la historia como la masacre de Ezeiza. El 20 de junio de 1973, las organizaciones de la izquierda revolucionaria peronista: Montoneros, far y fap, organizaron un mitin de masas en los bosques de Ezeiza, para recibir al líder que regresaba después de 18 años de largo exilio. Sin embargo, el acto se transformó en una batalla campal entre los grupos de izquierda y los de ultraderecha, apoyados por López Rega, dejando sobre el terreno numerosas víctimas.

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El discurso que Perón pronunció después de la masacre invitaba a la desmovilización y sancionaba el abandono del ala izquierdista-insurreccional del peronismo para abrazar definitivamente la versión más clásica y conservadora del movimiento. La masacre produjo la dimisión de Cámpora y la convocatoria a nuevas elecciones. Éstas fueron ganadas, como se ha dicho, por la fórmula Perón-María Estela Martínez de Perón, popularmente conocida como “Isabelita” y tercera esposa del líder argentino. Después de haber atizado y utilizado el alma revolucionaria del movimiento, responsable a su vez de una grave ligereza en su lectura del peronismo como fenómeno histórico, el viejo general, que se reinstaló en el poder, pretendía deshacerse de ella. Su llamamiento tuvo, como era previsible, un efecto reducido. Mientras los Montoneros suspendieron momentáneamente sus actividades, el erp siguió pisando el acelerador de la insurgencia, multiplicando sus acciones y ataques. Además, se registró una intensificación de la persecución extrajudicial llevada a cabo por organizaciones paramilitares como la Triple A, dirigida por López Rega y financiada por el gobierno que, entre 1973 y 1976, se responsabilizó del asesinato de alrededor de un millar de militantes de izquierda. Se trató de un paso importante que colocó a la política de seguridad bajo la ilegalidad, acelerando la polarización y la radicalización de los grupos guerrilleros. Persecución y enfrentamientos desenmascararon el equívoco en que había vivido el ala insurreccional del movimiento. En un mitin multitudinario que se celebró en mayo de 1974 en la centralísima Plaza de Mayo de Buenos Aires, los Montoneros criticaron a Perón por sus políticas represivas y, en respuesta, éste les expulsó del movimiento. El resultado fue la intensificación de las acciones de la guerrilla urbana y, paralelamente, el incremento de la persecución de militantes de izquierda, peronistas o no, guerrilleros o simples disidentes, por parte de aparatos clandestinos del Estado. A las tensiones con el ala insurreccional se añadieron las difíciles condiciones en que Perón recuperó el poder. La Argentina de comienzos de los años setenta era un país estancado, con graves problemas económicos y que atravesaba profundos conflictos sociales acumulados a lo largo de más de 15 años. Como ha señalado Liliana de Riz, Perón volvía al poder con la idea de una “democracia integrada”

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donde cabían todos los sujetos no violentos. Sin embargo, Perón fracasó en su intento de armonizar los intereses de los distintos sectores de la población argentina, como demostró el naufragio de la Gran Paritaria, el acuerdo social que, en los planes del viejo líder, sustituiría el pacto social aprobado durante la breve presidencia de Cámpora. Ni siquiera el carisma del general pudo resolver los problemas estructurales que se habían acumulado durante casi dos décadas, como lo demostró el incremento de las huelgas en los últimos meses de su vida y el estado de insubordinación que marcó la actitud de la dirigencia obrera. La muerte de Perón en julio de 1974 dejó el gobierno formalmente en las manos de su esposa, Isabelita, y de su íntimo colaborador López Rega, que se encargó de intensificar la persecución extrajudicial de los integrantes de los distintos grupos insurreccionales. De hecho, frente al órdago de la derecha peronista, los grupos de la guerrilla urbana argentina reaccionaron con fuerza, aumentando el alcance y número de sus incursiones militares. Según datos citados por Novaro, en diciembre 1975 se registraron 62 asesinatos de carácter político, en enero del año siguiente 89 y en febrero, 105. La toma del poder por parte de los militares liderados por Videla, Massera y Agosti, que se consumó con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, respondió a la situación de ingobernabilidad económica en que parecía hundirse el país y a la polarización que tuvo como consecuencias la difusión cada vez mayor de la movilización obrera y, sobre todo, de episodios de lucha armada. Los militares argentinos, imbuidos de doctrinas contrainsurgentes francesas y de los principios de la dsn, intervinieron preocupados por una posible cubanización del contexto político y para poner fin a la inestabilidad que, a su juicio, la subversión de izquierda causaba en el país. Es más, como en el caso chileno, también en Argentina la junta aspiraba a solucionar los problemas estructurales que habían dificultado el proceso de desarrollo del país. Atribuyendo a la movilización popular una parte importante de los problemas argentinos y al modelo desarrollista, la base que había hecho posible el empoderamiento de los sectores populares, bajo el lema: “Achicar el Estado para agrandar la nación”, los militares y su ministro de economía, Martínez de Hoz, se lanzaron en un ambicioso proyecto de restructuración del modelo económico del país.

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El Proceso de Reorganización Nacional (prn), nombre con el cual los militares argentinos se refirieron a su programa de intervención, se propuso como objetivo central la eliminación física de los ciudadanos involucrados en la guerrilla o que apoyaban las opciones insurreccionales. Sin embargo, el alcance del prn se extendió también a los que se opusieron a la dictadura o que estaban cerca de la izquierda peronista. La determinación y violencia con la que los militares persiguieron y victimizaron a sus propios ciudadanos alcanzó niveles dramáticos. Lugares como la Escuela de Mecánica de la Armada o el taller mecánico Olimpo, ambos en plena zona urbana de Buenos Aires, o la Perla, en la provincia de Córdoba, se transformaron en campos de concentración donde de forma extrajudicial los marinos y miembros del ejército encarcelaron, torturaron de manera cruel, violaron e hicieron desaparecer de forma sistemática a miles de ciudadanos del país, a los que tiraban en las aguas del río de la Plata desde aviones militares. Los cálculos sobre el número de víctimas varían entre 10 000 y 30 000 ciudadanos desaparecidos en el periodo 1976-1983, a lo que debe añadirse un número mucho mayor de afectados por las persecuciones y la violencia estatal. Estos números ayudan a entender el impacto que tuvo el prn, planificado y ejecutado por la junta que lideraba Videla. El prn no era simplemente un proyecto de contención de la violencia que había atravesado de forma creciente el panorama político y social argentino; se trataba, por el contrario, de un proyecto que tenía como objetivo una restructuración radical del tejido social argentino, eliminando de raíz los focos de disenso e inconformidad que emergieron y se radicalizaron en el país a lo largo de varias décadas. El alcance del proyecto político-social puesto en marcha por la Argentina de Videla implicó, en este sentido, un proceso de modernización ultraautoritaria cuyo objetivo era la reconstrucción del país a partir de bases político-culturales extremadamente conservadoras y socialmente excluyentes. En paralelo a la represión, las políticas económicas de la junta intentaron conseguir los objetivos de cambio estructural del país. Como ha señalado Basualdo, la Junta Militar argentina lanzó un plan económico de redistribución de los ingresos que fue altamente perjudicial para los trabajadores, así como una política monetaria que apostó a la desindustrialización selectiva y a la “financiarización” del motor económico

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del país. Como en el caso chileno, el objetivo de la junta fue la destrucción de los tejidos medianos de las empresas nacionales que habían florecido gracias a las políticas desarrollistas. En Argentina los planes de la junta también se apoyaron en una coalición de intereses que, como ha destacado Basualdo, incluyeron a algunos de los grandes grupos industriales nacionales, como Grupo Pérez Companc, Bridas, Astra, Soldati y Macri, y sectores relacionados con la inversión extranjera. La particularidad del caso argentino, con respecto al chileno, fue el menor impacto que tuvo en este país la aplicación radical de recetas neoliberales. En este sentido, los estudios de Pucciarelli, Castellani y Basualdo han mostrado que algunas empresas siguieron recibiendo importantes transferencias por parte del Estado mediante distintos mecanismos, sobre todo gracias a los contactos y relaciones y, en palabras de Pucciarelli, arreglos especiales que mantuvieron con la junta. Mecanismos como la privatización periférica, el diferencial entre tasas de interés interna e internacionales y la nacionalización de la deuda privada, frenaron una apertura completa de la economía, como ocurrió en Chile después de 1975, y permitieron que se conformara un modelo de capitalismo clientelar ineficiente, socialmente regresivo y excluyente. Un aspecto importante para entender la relativa libertad con que la Junta Militar argentina pudo llevar a cabo su estrategia de exterminio fue la tolerancia que un sector importante de la sociedad manifestó frente a la represión de los militares. Como ha señalado Carassai, la mayoría de las clases medias del país tuvo, a partir del inicio de la década de los años setenta, una actitud de creciente crítica con respecto al proceso de radicalización política y de difusión de la violencia armada que, según sus percepciones, se producía al hilo de las movilizaciones juveniles. Es decir, en lugar de apoyar a la minoría politizada de jóvenes, la “mayoría silenciosa” se desplazó hacia posiciones de creciente crítica de la movilización juvenil y de las que eran percibidas como sus consecuencias negativas. En general, en la percepción de las clases medias, las consecuencias del proceso de politización juvenil fueron identificadas con una difusión exponencial de la violencia. Esta crítica, después del paréntesis del “Cordobazo”, se manifestó en una creciente indolencia y alejamiento de la política

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oficial. El no activismo de las clases medias representó su forma de expresión crítica hacia la naturaleza invasiva de la actividad política de las organizaciones políticas e insurreccionales. La convivencia cotidiana con la violencia y la crítica indolente hacia la movilización política y sus consecuencias, en un contexto socialmente inestable y crecientemente polarizado, crearon un escenario propicio para las políticas represivas de la junta de Videla. De esta forma, la llamada al orden y a la estabilidad encontró en 1976 un terreno fértil entre las clases medias del país. El otro pilar que apuntaló de forma importante a la junta y sus acciones fue la manera en que actuó la política exterior estadounidense bajo la administración Ford y el asesoramiento brindado por Kissinger en relación con el prn. Aunque será necesario esperar a que la documentación recientemente desclasificada por la administración Obama sea analizada en profundidad, con la información que se dispone actualmente podemos afirmar que el prn fue conocido de manera amplia y, en buena parte, apoyado por miembros de la administración Ford. Informes diplomáticos estadounidenses, publicados por la organización National Security Archive, documentan de forma clara el apoyo que el propio Henry Kissinger, en calidad de secretario de Estado de Ford, dio a los golpistas, animándolos a que acabaran cuanto antes el trabajo que estaban haciendo. La rapidez aconsejada por Kissinger respondía a la exigencia de que la Junta Militar argentina actuara de forma que el Congreso de Estados Unidos no tuviera el tiempo de interferir en sus acciones sangrientas. Además, la documentación muestra también la determinación de Kissinger de apoyar económicamente a la junta para consolidar su posición en el poder. Apartado del ejercicio directo del poder, Kissinger intentó entorpecer de distintas formas los intentos de la administración Carter, que sucedió a Ford en 1977, para contener así las terribles violaciones de derechos humanos cometidas por la dictadura. Desde la perspectiva de Ford y Kissinger, la Junta Militar se encontraba en medio de una guerra civil que obligaba a hacer frente a fuerzas terroristas de izquierda que tenían que ser controladas cuanto antes. Aunque menos crucial que en el caso chileno, también en Argentina el cruce entre la política exterior de seguridad de Estados Unidos en el marco del conflicto bipolar, el proceso de polarización

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radicalizado por la llamada de la Revolución cubana y los dilemas del desarrollo económico explican la forma violenta que marcó el periodo que conocemos como Guerra Fría. La convergencia, que durante los años setenta aconteció entre una política exterior estadounidense particularmente agresiva y la presencia de gobiernos militares en la totalidad de países del Cono Sur y Brasil, permitió incluso que los fenómenos represivos alcanzaran un nivel de coordinación regional por medio de la que se conoció como Operación Cóndor. En noviembre de 1975, representantes de las juntas militares chilena, argentina, uruguaya, paraguaya y boliviana se reunieron en Santiago de Chile para reforzar su cooperación en la lucha en contra de la insurgencia de izquierda. Durante esta reunión, como ha indicado John Dinges, los militares latinoamericanos institucionalizaron un mecanismo de intercambio de información y de cooperación policiaca, que les permitió implementar exitosas medidas contrainsurgentes a nivel interestatal. La Operación Cóndor se compuso de tres elementos. En primer lugar, se creó un centro coordinador, ubicado en Santiago, que tenía la tarea de generar una base de datos con información relativa a los posibles objetivos y organizaciones vinculadas con la supuesta subversión. La fase dos de esta operación tenía como objetivo llevar a cabo acciones en contra del enemigo, como asesinatos, secuestros e interrogatorios con torturas. Por ejemplo, según ha expuesto J. Patrice McSherry, en el marco de la fase dos, en 1976, fueron secuestrados en Buenos Aires, y posteriormente asesinados, dos legisladores uruguayos: Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, famosos por su oposición al régimen militar que llegó al poder en 1973. La acción se llevó a cabo por un comando integrado por militares argentinos y uruguayos, con el pleno apoyo de la junta de Videla. En el marco de la fase dos, prisioneros de toda América Latina fueron internados y torturados en centros clandestinos como Automotores Orletti, en Buenos Aires, por donde pasaron centenares de ciudadanos uruguayos, bolivianos y chilenos. Según la investigación de McSherry, este centro clandestino era operado de forma conjunta por militares de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay. Por último, la tercera fase planteó operaciones en contra de objetivos que se encontraran fuera de la región latinoamericana. En este

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marco, la Operación Cóndor asesinó, en 1974 en Buenos Aires, al general chileno Carlos Prats, opositor de Pinochet, y a su esposa Sofía Cuthbert. Asimismo, en Washington, en 1976, a Orlando Letelier, quien había sido ministro de Exteriores del gobierno de la Unidad Popular. La Operación Cóndor representó el resultado extremo del fervor anticomunista del que estaba empapada la élite militar latinoamericana, convencida de estar peleando en una guerra sin fronteras en contra de una conjura cubano-soviética. Como veremos en el siguiente capítulo, este extremismo ideológico no fue exclusivo de las élites militares sudamericanas, sino que fue plenamente compartido por sus homólogos de América Central.

QUINTA PARTE. EL CONFLICTO POLÍTICO-MILITAR CENTROAMERICANO La Guerra Fría en América Latina tuvo su dramático colofón en el estallido de conflictos armados internos en algunos países del istmo centroamericano. Estos conflictos representaron la síntesis extrema de los factores que, de forma tan disruptiva, habían azotado la región desde 1947. América Central representaba la zona donde las estructuras de poder de tipo oligárquico habían permanecido más estáticas durante la segunda parte del siglo xx. A lo largo de la década de los setenta, las oligarquías exportadoras, apoyadas por el ejército, seguían manteniendo una considerable influencia en unos países donde la población agraria era mayoritaria —64% en Guatemala, 60% en El Salvador y Nicaragua—, además de estar marcados por profundas desi­gualdades sociales. De hecho, como señala Bataillon, para mediados de los años sesenta en Guatemala los ingresos de los agroexportadores eran todavía entre 20 y 100 veces superiores a los de los trabajadores agrícolas y campesinos minifundistas, en Nicaragua entre 10 y 50, y en El Salvador entre tres y 100 veces. Los países del istmo, además, se caracterizaban por una redistribución fuertemente inequitativa de la tierra, que representaba la base estructural de la desigualdad social. En Guatemala, 2.1% de los productores agrícolas controlaban 72% de las tierras cultivables, en Nicaragua 22% disponía de 85% y en El Salvador 2% tenía el poder sobre 57.5% de los terrenos. Centrados en la producción y exportación de café, bananas, algodón, carne de res y azúcar, los grupos oligárquicos centroamericanos representaban poderosas camarillas de poder con una fuerte capacidad de condicionar el funcionamiento de los respectivos sistemas políticos. Durante los años sesenta, la región experimentó un proceso de cambio social estimulado en parte por los efectos de un incipiente pro­ 183

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ceso de diversificación económica liderado por las propias élites y en parte por el impacto de la Alianza para el Progreso de Kennedy. Se trató de cambios reducidos que no afectaron de forma profunda la naturaleza extremadamente desigual de las estructuras sociales de los países centroamericanos. Sin embargo, el proceso de cambio fue suficiente para que la mayor diversificación social chocara con las estructuras de poder tradicionales, reacias a ceder espacios y a transformar la naturaleza patrimonialista del Estado en un sentido más inclusivo. En el caso centroamericano también podemos observar en sus niveles más extremos el efecto de las fuerzas centrípetas que la Guerra Fría desencadenó sobre el subcontinente latinoamericano mediante la combinación de las que hemos definido como fractura interna y externa. Las tensiones sociales y políticas internas en los países centroamericanos fueron potenciadas por las sistemáticas injerencias externas que la Guerra Fría propició en la región. Las conexiones que las superpotencias, sobre todo Estados Unidos, establecieron entre los procesos conflictivos locales y su confrontación en el marco de la Guerra Fría obstaculizaron la búsqueda de mecanismos pacíficos de resolución de las tensiones internas y, al contrario, exacerbaron los niveles de violencia. El miedo estadounidense a que las confrontaciones internas de estos países pudieran favorecer la gestación de una segunda Cuba en América Central hizo que Washington dificultara la transición hacia regímenes más abiertos y socialmente incluyentes. Durante la administración Carter hubo intentos de corregir esta actitud, pero no resultó fácil abandonar una política exterior basada en la lógica de confrontación bipolar. Con la llegada al poder de Ronald Reagan, en cambio, Washington giró hacia un estilo de política exterior inspirada en la interpretación más ideológica y radical de su rivalidad con Moscú. La víctima de este giro fue América Central, donde el retorno explícito de una política de intervención anticomunista incendió la región, contribuyendo a generar dramáticos niveles de violencia y violaciones a los derechos humanos de los actores más vulnerables de las sociedades centroamericanas. Por otro lado, la determinación cubana de apoyar las fuerzas que se planteaban la modificación radical de un orden sociopolítico anacrónico e injusto dio fuerza y capacidad de resistencia a los movimientos de guerrilla que en Nicaragua, El Salvador y Guatemala se opusie-

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ron a las estructuras de poder tradicionales. Como había ocurrido con el gobierno de Allende y con excepción del apoyo material otorgado al gobierno sandinista, la URSS mantuvo una intervención limitada en los conflictos centroamericanos. Nuevamente, fue Cuba quien desempeñó un papel de ayuda material y de asesoría política mucho más de­ terminante y en línea con la regionalización de los conflictos que empezó entre el final de los años sesenta y la década de los años setenta. Sin embargo, no debe incurrirse en el error de considerar el conflicto armado centroamericano como una historia de confrontación binaria entre los dos bloques o entre Cuba y Washington. Hacia el final de los años setenta, diversos actores regionales habían cobrado mayor protagonismo y se vieron involucrados en el lento proceso de descomposición de crisis en Nicaragua, Guatemala y El Salvador que amenazaba la estabilidad regional. Frente a las ambigüedades de la política de Carter y al radicalismo del neointervencionismo de Rea­ gan, países como Venezuela, Panamá, Costa Rica y México adquirieron una creciente asertividad que usaron para intentar contener la degeneración de la crisis centroamericana. En el otro ángulo del espectro ideológico, dicha crisis favoreció también la progresiva implicación de algunas de las más sangrientas dictaduras de América del Sur. Argentina, en particular, intentó desempeñar un papel de apoyo a las dictaduras centroamericanas, coherente con la despiadada cruzada interna llevada a cabo en contra de la izquierda. La activación de estos actores señalaba la progresiva erosión del bipolarismo y el movimiento hacia un sistema internacional más diversificado en sus centros de poder, que se consolidaría de forma más estable al final de la década de los años ochenta.

CARTER Y AMÉRICA CENTRAL

Los dos eventos que desencadenaron nuevos y cruentos episodios de conflictividad armada y de injerencia externa en la región centroamericana fueron, por un lado, el cambio de política exterior que sucedió en Estados Unidos como consecuencia de la elección presidencial del candidato demócrata Jimmy Carter. Por otro lado, el conflicto político-militar en el istmo se vio alentado por el proceso de

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insurrección nicaragüense y el consecuente triunfo, en julio de 1979, del Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln). Carter se mantuvo fiel a sus promesas de campaña al llegar a la presidencia en 1977 e intentó imprimir en la política exterior estadounidense hacia la región latinoamericana un carácter nuevo con respecto a la era de Nixon, Ford y Kissinger. Desde un punto de vista simbólico, el elemento que marcó el giro de Carter fue la negociación para la restitución del Canal de Panamá, que concluyó con éxito en septiembre de 1977. Sin embargo, el punto neurálgico de la nueva estrategia estadounidense hacia la región fue la identificación del respeto de los derechos humanos como eje central de la nueva política exterior de la superpotencia. Este cambio se nutrió de diferentes elementos. Por un lado, en la elección de este nuevo enfoque influyó la animadversión moral que Carter, por su peculiar formación político-cultural, sentía hacia la ligereza ética con la que Kissinger había alineado la política exterior estadounidense con las posiciones de las dictaduras latinoamericanas y sus graves violaciones de los derechos humanos. Algunos autores han querido ver en la pertenencia de Carter a la Iglesia baptista el sustrato moral y religioso de la asunción de los derechos humanos como eje de su política exterior. En realidad, como han destacado historiadores como Daniel Sargent, es probable que el factor que más influyó en esa elección fuera la experiencia del presidente demócrata como político de formación liberal en el sur segregacionista de Estados Unidos. Carter ocupó, entre otros, el cargo de gobernador del estado de Georgia y fue en este entorno donde el futuro presidente adquirió la convicción de que el gobierno federal tenía la obligación de intervenir para favorecer el desarrollo de una agenda de derechos civiles. Para Carter, la intervención federal era la única garantía para que determinados derechos encontraran su aplicación real frente a las resistencias de los poderes locales que, tradicionalmente, se habían opuesto a su aplicación. Además, el tema de los derechos humanos se colocaba dentro de una agenda de política exterior que apuntaba a disminuir el peso de la confrontación Este/Oeste como factor determinante en el diseño de la estrategia internacional de la superpotencia. En este replanteamiento fue central el impacto de las posiciones y reflexiones de algunos

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asesores particularmente cercanos a Carter, como Zbigniew Brzezinski o Richard Gardner, que sostenían que el sistema internacional había dejado atrás su naturaleza bipolar para entrar en una fase de mayor multipolaridad y de interdependencia. Problemas como la cuestión energética, central después del shock petrolero de octubre de 1973, la superpoblación o las demandas de cambio social procedentes de los países del Sur global requerían respuestas colectivas y no un acercamiento binario como el que planteaba la lógica bipolar tradicional. Para estos asesores, en más de una ocasión un anticomunismo visceral y poco racional había empujado a Estados Unidos a cometer errores imperdonables, como la intervención en Vietnam o el apoyo otorgado de forma cínica a las siniestras dictaduras de América del Sur. En esos momentos, según Carter y sus consejeros, la política exterior de Estados Unidos, en lugar de colocarse del lado de las justas demandas de cambio social, había terminado por favorecer a las fuerzas más conservadoras. En ese sentido, los derechos humanos eran una apuesta más de la nueva forma de pensar la política exterior estadounidense. Ésta debía transformarse en un agente proactivo de cambio, involucrado en la resolución constructiva de los cada vez más complejos problemas internacionales. Un corolario importante de la nueva política pro derechos humanos y, en general, de la nueva filosofía subyacente a la acción exterior de la nueva administración, fue el rechazo del intervencionismo que había marcado, sobre todo en América Latina y en otras regiones periféricas, la praxis estadounidense durante la Guerra Fría. Como veremos, la oposición de Carter a las que consideraba prácticas “imperiales” tuvo un impacto decisivo en la formulación de su estrategia hacia la crisis nicaragüense de finales de los años setenta. La consecuencia directa y más concreta de estas decisiones fue la creciente presión que la nueva administración ejerció sobre los regímenes dictatoriales latinoamericanos para que éstos pusieran fin a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos y comenzaran a promover procesos de transición democrática. Estas presiones no tuvieron un simple carácter retórico. En el verano de 1977, por ejem­plo, el Departamento de Estado decidió condicionar la concesión de una nueva ayuda militar a los regímenes de la región a que se introdujeran mecanismos de respeto a los derechos humanos. Bajo esta polí-

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tica, la ayuda militar a Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay descendió de forma notable durante los primeros años de la presidencia de Carter. La nueva administración, además, por medio de sus diplomáticos y embajadores, intentó ejercer presiones directas sobre los miembros de las dictaduras de la región para que éstas aflojaran las garras de su represión indiscriminada. La creación de oficinas de dere­ chos humanos en el seno de las representaciones diplomáticas estadounidenses, por ejemplo, respondía a esta nueva lógica. La estrategia de la presidencia Carter no dio todos los frutos deseados en América del Sur donde, en muchos casos, los militares prefirieron renunciar a la ayuda estadounidense para poder mantener su autonomía represiva. Sin embargo, las maniobras de Carter tuvieron un impacto más tangible en América Central, donde los regímenes autoritarios eran tradicionalmente más dependientes del apoyo político, económico y militar de Estados Unidos. No obstante, como analizaremos, tampoco en América Central el giro radical dado por la presidencia demócrata estadounidense resultó tan fácil de ser llevado a cabo, ni tan efectivo para solucionar las complejas crisis a las cuales se enfrentaba la nueva administración.

EL TRIUNFO DE LOS SANDINISTAS EN NICARAGUA

Desde el principio de su administración, Carter tuvo que centrar su atención en Nicaragua donde, hacia finales de los setenta, el régimen dinástico de la familia Somoza se había debilitado considerablemente. La dinastía familiar de los Somoza había empezado en los años treinta, cuando Anastasio Somoza García, desde su posición de jefe de la Guardia Nacional de Nicaragua (gn), había logrado, con el apoyo estadounidense, hacerse del poder en el país. Hasta concluir los años setenta, por medio de una estrategia que había mezclado de manera hábil dosis de populismo, clientelismo, mano dura y ayuda estadounidense, los Somoza habían logrado gobernar Nicaragua directamente o por medio de presidentes fantoches. La dinastía de los Somoza había gobernado un país que presentaba importantes diferencias con sus vecinos en términos de estruc-

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turas sociales y económicas. Como señala Rose Spalding, en contraste con El Salvador, por ejemplo, en Nicaragua la oligarquía exportadora no había representado a un grupo tan cohesionado como en otros países centroamericanos. En primer lugar, las grandes familias nicaragüenses no se habían concentrado exclusivamente en la producción de café y habían abrazado también el cultivo de plantaciones de bananas y de la madera, dando así lugar a una economía basada en una estructura productiva exportadora relativamente plural. Durante los años cuarenta, la economía se había diversificado, generando, en el caso de Nicaragua, una intensa competencia entre los distintos grupos económicos, lo cual había limitado su cohesión interna y, en consecuencia, su capacidad de ejercer una influencia determinante sobre la estructura política. El bajo perfil político de los grupos económicos se había consolidado durante los años veinte y, eviden­temente, reforzado durante el largo dominio de la familia Somoza, periodo en el que el Estado dinástico había desarrollado un control decisivo sobre el comportamiento político de las élites económicas del país. Es importante señalar que la diversificación de las actividades económicas de los grupos oligárquicos del país, enmarcada dentro de una estructura económica exportadora, descansaba, como en los otros países del istmo, sobre deplorables condiciones sociales de las masas campesinas, que vivían en pobreza y condiciones de dramática exclusión social. La diferencia con otros países de la región se debió al hecho de que la familia Somoza pudo imponerse sobre otros grupos oligárquicos que se encontraban más divididos que en Guatemala o El Salvador. Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta se crearon las condiciones para una modificación de la pasividad tradicional de las élites económicas y para el surgimiento de núcleos de sociedad civil más activos y críticos con las condiciones sociales y políticas del país. A lo largo de este periodo, el país experimentó lo que Gilles Bataillon ha definido como “modernización desde arriba”, un proceso que introdujo elementos de creciente complejidad social en el país. Factores como la ampliación del Estado, el crecimiento económico marcado por elementos de diversificación que incluían el fortalecimiento de la industria de transformación y la mo­dernización del campo y la urbanización favorecieron una mayor, aunque todavía reducida,

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estratificación social en el país. La “modernización desde arriba” produjo dos resultados principales. En primer lugar, empujó a los grupos económicos nicaragüenses, tradicionalmente desmovilizados, hacia el aumento de su activismo político. Esto se debió, en parte, al hecho de que para mantener o incrementar los niveles de dinamismo experimentados durante la fase de “modernización desde arriba” los grupos económicos más importantes del país necesitaban de un aparato estatal más moderno del que representaba o estaba dispuesto a conceder el somozismo. En parte, el nuevo dinamismo de la etapa modernizadora había encontrado un límite importante en el patrimonialismo del régimen familiar de los Somoza que, durante los años cincuenta y sesenta, había ampliado ávidamente su control sobre las actividades económicas del país limitando las posibilidades de expansión de los otros grupos. Estos factores rompieron los mecanismos de cooptación que el Estado patrimonial nicaragüense había ejercido con éxito sobre las clases económicas del país e impulsaron a los sectores productivos hacia una revitalización política que muy pronto los condujo a enfrentarse con el régimen. Por otro lado, la “modernización desde arriba” produjo el surgimiento de una sociedad civil más activa y beligerante, un fenómeno reforzado durante los años sesenta por el impacto de la Alianza para el Progreso. Desde el punto de vista de la mejora de las condiciones materiales del campesinado, la estrategia diseñada por la administración Kennedy había sido poco exitosa. Es más, su énfasis sobre el aumento de la productividad y la modernización económica había incentivado un ciclo de nueva concentración de la tierra, contribuyendo así a desplazar al campesinado tradicional fuera de sus propiedades y dando lugar a un proceso de urbanización desordenada de la capital Managua. Sin embargo, la Alianza había generado también importantes expectativas de cambio en el imaginario de una parte de la sociedad nicaragüense que ahora estaba menos propensa a aceptar la exclusión social y la pobreza en que vivía la mayoría de la población del país. Al final de los años sesenta, la combinación de este proceso de cambio con el comienzo de una fase de crisis económica había impulsado el surgimiento de nuevos grupos de oposición al régimen de Somoza. Estos grupos gravitaron en un primer momento alrededor del líder del Partido Conservador, Fernando Agüero; y, después,

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del dueño del periódico La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro. Hacia el final de esa década, el fsln, principal organización guerrillera del país, incrementó su actividad. Fundado en La Habana en 1961, éste había adoptado en sus inicios, con escaso éxito, la doctrina foquista como estrategia político-­militar para derrocar al régimen de Somoza. No obstante, en el marco del proceso de debilitamiento del sistema de poder de los Somoza y en un contexto social todavía caracteri­ zado por una dramática desigualdad y la pobreza extrema de una parte importante de la población rural, el fsln volvió a cobrar fuerza y dinamismo. En esta fase, la capacidad represiva del régimen le permitió controlar fácilmente los primeros núcleos de oposición. Luis Somoza, que sucedió a su padre Anastasio, asesinado en 1956, cerró La Prensa y encarceló a Chamorro. Agüero, a su vez, se vio forzado a huir a Estados Unidos. El fsln, como había ocurrido a principios de los años sesenta, fue derrotado militarmente por la represión de la Guardia Nacional. Ésta, más numerosa y bien equipada, contaba con el entrenamiento ofrecido por la Escuela de las Américas, por donde pasaron entre los años cincuenta y sesenta más oficiales nicaragüenses que los de cualquier otro país de la región. A pesar de las derrotas, las movilizaciones sociales y políticas siguieron e incluso se incrementaron durante la década de los setenta, a lo largo de la que fue la segunda etapa de gobierno de Anastasio Somoza Debayle, el último heredero de la dinastía familiar. Frente al terrible terremoto que devastó Managua en 1972, el régimen se vio expuesto a críticas cada vez más duras que señalaron su ineficacia ante los graves acontecimientos y su corrupción estructural. Por ejemplo, según Walter LaFeber, de un total de 32 millones de dólares de ayuda norteamericana enviada por Nixon, el gobierno de Somoza logró justificar el gasto de sólo 16 millones. La Guardia Nacional vendió en el mercado negro los medicamentos destinados a los damnificados y las empresas de la familia Somoza monopolizaron la reconstrucción que siguió al terremoto, impidiendo la participación de otras compañías. La gestión ineficaz y corrupta, tanto del drama social ocasionado por el terremoto como del proceso de reconstrucción, impactaron con fuerza sobre la ya erosionada legitimidad del régimen. La indignación

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que siguió a estos eventos se canalizó políticamente en la creación de la Unión Democrática de Liberación (Udel), liderada por Chamorro. Estos eventos favorecieron también la enésima revitalización del fsln. El 27 de diciembre de 1974, el grupo llevó a cabo con éxito el secuestro de un número significativo de altos oficiales del gobierno nicaragüense y de gobiernos extranjeros que se encontraban reunidos en una cena navideña. Después de haber negociado y obtenido un pago de un millón de dólares, los rehenes fueron liberados y los sandinistas, como habían acordado con el régimen, pudieron huir sin ser perseguidos. Sin embargo, la estrategia represiva puesta en marcha por la dictadura en los meses siguientes al blitz navideño tuvo un fuerte impacto sobre la organización que, otra vez, volvió a encontrarse diezmada y en condiciones materiales muy mermadas. La nueva derrota militar y el surgimiento de una nueva oposición moderada frente a Somoza impusieron un replanteamiento de la plataforma ideológica sandinista. La revisión de la praxis político-militar del movimiento, alentada también por la muerte en 1976 de su líder fundador, Carlos Fonseca Amador, alejó el fsln de la ortodoxia foquista de los años sesenta, acercándolo al movimiento general de oposición a Somoza. La discusión acerca de una nueva estrategia que se produjo durante la segunda mitad de los años setenta dio lugar, en un primer momento, a la división del fsln en tres facciones distintas. Un primer grupo, llamado Guerra Popular Prolongada (gpp) e inspirado en la guerra de liberación vietnamita, sostenía que para romper el aislamiento de la guerrilla nicaragüense era necesario construir un movimiento con base rural. Para líderes del gpp, como Tomás Borge, eso requería un trabajo lento y paciente de politización de las masas campesinas y también de atención a sus necesidades. Los miembros del gpp se instalaron en las regiones rurales y montañosas del país, construyendo escuelas, ofreciendo servicios de asistencia sanitaria y promoviendo la reforma agraria entre los campesinos. El segundo grupo, llamado Tendencia Proletaria (tp), preconizaba que el éxito de la guerrilla dependía de su capacidad de interpretar y aprovechar las tensiones creadas por la incipiente modernización del país. La presencia de una nueva, aunque reducida clase de trabajadores urbanos, sugería a los miembros de tp, como Luis Carrión o Jaime Wheelock, que la clave de la victoria era la construcción de un

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partido de masas de orientación comunista y una guerrilla apoyada en los trabajadores de las ciudades. A pesar de sus diferencias, tanto la gpp como la tp rechazaban la colaboración con los actores de oposición moderada a Somoza y consideraban que los tiempos políticos y sociales en el país todavía no se encontraban maduros para llevar a cabo operaciones militares de gran alcance en contra del régimen. El tercer grupo, conocido como Tendencia Insurreccional o Terceristas, consideraba que la movilización emprendida por parte de la sociedad nicaragüense a lo largo de la década ofrecía una oportunidad única para dar lugar a una insurrección general en contra de la dictadura de Somoza. Para alentar este proceso, los Terceristas, liderados por los hermanos Daniel y Humberto Ortega, plantearon la necesidad de realizar acciones militares que hicieran patente la debilidad política del régimen. Por otro lado, esta facción del fsln creía que, en la fase en que se encontraba el país hacia la segunda mitad de los años setenta, no existían las condiciones para una revolución socialista. Sin abandonar la ideología marxista-revolucionaria, los Terceristas consideraban que la prioridad estratégica tenía que ser derrocar al régimen somocista y que, para cumplir con este objetivo, era necesaria la formación de una amplia alianza con los sectores moderados de la sociedad nicaragüense. El programa que los Terceristas propusieron para favorecer la aglutinación de todas las fuerzas de oposición abandonaba el radicalismo del fsln de los sesenta y, mediante muestras de flexibilidad y pragmatismo, ofreció democratización y un plan de reforma social moderado como puntos centrales de su agenda. La creación, en la primavera de 1977, del llamado Grupo de los Doce (G-12), un grupo de notables nicaragüenses procedentes de las clases acomodadas del país, representó la puesta en marcha más clara de esta estrategia de moderación. El G-12 se presen­ taba como núcleo respetable de un futuro gobierno provisional que habría de suceder a Somoza para completar así el proceso de moderación táctica de los Terceristas. La actividad política de los sandinistas, acompañada por las recientes posiciones pro derechos humanos de la nueva administración Carter, dieron como resultado un fuerte aumento de la presión político-militar sobre la dictadura. En septiembre de 1977, Somoza,

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que el mes anterior había tenido un ataque al corazón y que se encontraba en una posición de momentánea debilidad política, decidió levantar la Ley de Estado de Sitio que había sido proclamada en 1974 a raíz del ataque sandinista de Navidad. Paralelamente a sus iniciativas políticas, los sandinistas desarrollaron también los aspectos militares de la estrategia puesta a punto para derrocar a Somoza, incrementando el número y el impacto de sus incursiones armadas. A comienzos de octubre de 1977, los Terceristas lanzaron una ofensiva general en contra del régimen desde sus bases clandestinas en Costa Rica y Honduras. Aunque la ofensiva resultó un fracaso, investigaciones recientes han mostrado que su realización fue clave para acelerar la internacionalización del conflicto nicaragüense. Como ha destacado Gerardo Sánchez Nateras, la ofensiva de octubre y sus secuelas obligaron a un número creciente de países, como Venezuela, Costa Rica y Panamá, a posicionarse gradualmente a favor de la destitución de Somoza y, a lo postre, del lado de los sandinistas. El punto de inflexión en el proceso de internacionalización del conflicto fue el incidente que ocurrió, pocos días después de la conclusión de la ofensiva de octubre, en la frontera entre Nicaragua y Costa Rica. Como se ha destacado anteriormente, las unidades sandinistas habían lanzado su ofensiva desde bases clandestinas ubicadas en territorio costarricense lo que, inevitablemente, creó fuertes tensiones diplomáticas entre Costa Rica y la dictadura de Somoza. Estas tensiones alcanzaron su clímax cuando la aviación somocista atacó a una delegación del gobierno de Costa Rica que estaba inspeccionando la zona fronteriza entre los dos países para mostrar que, en realidad, no había sandinistas operando en la frontera. El ataque ocasionó fuertes protestas por parte de Venezuela, Panamá y, evidentemente, Costa Rica. La incapacidad de la dictadura para gestionar el conflicto desde un punto de vista internacional, aunado a las hábiles gestiones sandinistas, hicieron que estos países acabaran por apoyar, aunque fuera a regañadientes, a los sandinistas, frente a un régimen incapaz de permitir una transición pacífica. No cabe duda de que el proceso de internacionalización del conflicto encontró otro poderoso aliado en la política centroamericana de la administración Carter. Como se señaló anteriormente, la admi-

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nistración demócrata tuvo como pilar de su política latinoamericana el respeto a los derechos humanos. De acuerdo con este enfoque, al comienzo de la nueva presidencia, Washington ejerció presiones crecientes para que Somoza respetara los derechos humanos en el país. Después del asesinato, en enero de 1978, del líder de la oposición moderada Chamorro y de la huelga general que convulsionó al país, Washington redobló sus esfuerzos para que Somoza cesara las violaciones de los derechos básicos y reanudara su diálogo con la oposición moderada. Sin embargo, la dictadura continuó mostrando su absoluta reticencia en comenzar un proceso de transición democrático que, inevitablemente, implicaba negociar con la oposición. Frente a esta negativa, la administración Carter se encontró atrapada en un dilema estratégico de difícil solución. Por un lado, la posibilidad de que una guerrilla de origen marxista accediera al poder en Nicaragua no representaba un horizonte apetecible, incluso para una presidencia que quería transcender los límites de la política internacional bipolar. Por otro lado, la administración estadounidense era reacia a llevar a cabo una política demasiado intervencionista, cercana a la “presidencia imperial” de la que Carter y sus con­sejeros querían alejarse, tanto en términos filosóficos como en la praxis. Una cosa era presionar para que la dictadura respetara los derechos humanos y otra era intervenir con presiones económicas, políticas o militares directas para que Somoza dejara el poder. El resultado de esta posición fue una política tímida, que durante una primera fase de la crisis permitió a la dictadura mantenerse firme en el poder. A la larga, sin embargo, la falta de presiones contundentes por parte de Washington, frente a un régimen que no tenía intención de transferir voluntariamente el poder a la oposición, contribuyó a reforzar a los grupos que, como el fsln, Carter quería marginar de la transición. El asesinato de Chamorro, del que se acusó de inmediato al hijo mayor de Somoza, Anastasio Jesús Somoza Portocarrero, El Chigüín, de ser el autor intelectual, mostró que la posibilidad de una transición pacífica era imposible y que el recurso a la lucha armada quedaba, también para las fuerzas más moderadas, como la única opción para acabar con la dictadura. La huelga general de dos semanas, impulsada por los líderes empresariales del país después del asesinato

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de Chamorro, lanzó la consigna de que la única solución posible del conflicto era la renuncia de Somoza. Los Terceristas se sumaron a la llamada y además lanzaron una serie de operaciones militares en varios centros urbanos del país. El mensaje de los sandinistas, amplificado por el G-12, apuntaba a que sin la lucha armada no existía posibilidad de derrotar al régimen, y éste emergía como el único discurso con sentido político en las circunstancias por las que atravesaba el país a inicios de 1978. Frente a esta situación, la inconsistencia de la posición estadounidense, aunada al paulatino fortalecimiento de los sandinistas después del asesinato de Chamorro, obligó a los países de la región, que no apoyaban explícitamente a Somoza, a tomar una posición más activa con respecto al conflicto nicaragüense. En un primer momento, entre 1977 y comienzos de 1978, Venezuela, Panamá y Costa Rica intentaron convencer a Washington de que ejerciera toda su influencia para forzar a Somoza a transferir el poder a los sectores moderados de la oposición. Como Washington, estos países temían que la persistencia de la crisis acabara por favorecer la victoria de las fuerzas de oposición más radicales, como el fsln, escenario que veían con temor. Dictaduras como las de Honduras y Guatemala apoyaban por afinidades político-ideológicas al régimen somocista. En cambio, Venezuela, Panamá y Costa Rica habían mantenido una posición crítica con respecto a la dictadura dinástica de la familia Somoza. Estos países deseaban una transición democrática en Nicaragua, pero veían con recelo la posibilidad de consolidación de una nueva Cuba en el istmo. Ante la ambigüedad de la posición estadounidense y con la intención de mantener algún tipo de influencia en el escenario possomocista en caso de victoria del fsln, Venezuela, Panamá y Costa Rica decidieron empezar a apoyar directamente a los sandinistas. Como ha reconstruido Sánchez Nateras, en la decisión de estos países fue determinante, también, la intensa actividad diplomática llevada a cabo por agentes del fsln, que abrieron canales de comunicación directos con los principales líderes políticos de estos países. A partir de finales de 1977, Carlos Andrés Pérez y Omar Torrijos, presidentes de Venezuela y Panamá, respectivamente, empezaron a proporcionar financiación directa a los sandinistas. Costa Rica, a su vez, siguió

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apoyando logísticamente el movimiento, dejándolo operar desde su territorio y permitiendo que sus principales líderes residieran en el país sin ser molestados. La ambigüedad de la política de Carter representó también un fuerte aliciente para la paulatina intervención de fuerzas y países que veían con temor la posible caída de Somoza. En este contexto, los trabajos de Ariel C. Armony han permitido evidenciar el fuerte compromiso de la dictadura argentina con el régimen de Somoza. Antes de la llegada de Carter al poder, elementos de la Guardia Nacional nicaragüense realizaron entrenamientos en tácticas contrainsurgentes en las academias militares argentinas, como el Colegio Militar de la Nación o la Academia de Policía Coronel Ramón L. Falcón. Con el aumento de las tensiones entre la dictadura y la administración demócrata, Somoza recurrió con más consistencia a la ayuda de las dictaduras sudamericanas. Los militares nicaragüenses recibieron formación en inteligencia militar y contrainsurgencia por parte del coronel Mohamed Alí Seineldín, un ferviente anticomunista y ultranacionalista perteneciente al ejército argentino. Además, un grupo de oficiales argentinos desempeñó un papel importante en la formación de la fuerza de élite nicaragüense, conocida como Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (eebi), que peleó en contra del frente sur sandinista, dirigido por Edén Pastora e integrado por brigadas de guerrilleros internacionalistas procedentes de varios países latinoamericanos. Finalmente, Argentina proporcionó ayuda militar a Somoza cuando Carter, al comienzo de 1979, redujo la ayuda de Washington a la dictadura nicaragüense. Entre tanto, en junio 1978, Carter dio una nueva prueba de la inconsistencia de su política hacia la crisis en Nicaragua. Durante una conversación que mantuvo con Torrijos, Carter dejó entender que Washington estaba listo para retirar de forma definitiva su apoyo a Somoza. Torrijos trasladó inmediatamente la conversación a Somoza quien, temeroso de perder el apoyo estadounidense, anunció la liberación de prisioneros políticos, el regreso de los exiliados, la reforma del Código Electoral para asegurar un voto honesto y la invitación a la Comisión sobre Derechos Humanos de la oea para que visitara el país. Impresionado por el giro dado por Somoza, dos semanas más tarde, como ha reconstruido Coatsworth, Carter envió al dictador

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nicaragüense una carta de felicitación por las medidas tomadas. El mensaje de Carter, como era de esperar, fue considerado por Somoza como una prueba del crédito que el régimen seguía gozando en Washington y fue suficiente para que el dictador nicaragüense reconsiderara sus concesiones. En agosto, la Iglesia católica de Nicaragua, observando con inquietud la escalada de la crisis, emitió un comunicado oficial pidiendo la formación de un gobierno de transición, subrayando la necesidad de evitar una solución a la crisis monopolizada por opciones extremistas. El 22 de agosto, los Terceristas, preocupados a su vez de que la iniciativa de la Iglesia representara el preludio a una solución moderada que, con el apoyo estadounidense, les habría excluido, lanzaron una acción espectacular al mando de Edén Pastora, el Comandante Cero. Un comando de Terceristas atacó el Palacio Nacional y logró secuestrar a los diputados que allí se encontraban reunidos. Los rehenes fueron liberados a cambio de 500 000 dólares, la liberación de la mayoría de los sandinistas encarcelados por la dictadura y el libre tránsito del comando y de los prisioneros liberados hacia Venezuela y Panamá. En septiembre, galvanizados por el éxito de su hazaña, los sandinistas lanzaron un nuevo ataque en contra de varios cuarteles de la Guardia Nacional. La reacción de la Guardia Nacional fue particularmente violenta y las imágenes de la represión y de los bombardeos de la aviación dieron la vuelta al mundo, contribuyendo a reforzar la percepción negativa del régimen somocista y la necesidad de una solución al conflicto. El deterioro de la situación y el espectro de una victoria sandinista obligaron a la administración Carter a moverse con un poco más de decisión. Como ha señalado Coatsworth, en primer lugar, Washington cortó el suministro de armamento a la dictadura con excepción de las órdenes ya efectuadas. Los efectos de la decisión de Carter fueron mitigados por el suministro de armas israelitas que llegaron a Nicaragua desde El Salvador, Guatemala y Honduras, pero el peso político implícito en la decisión impactó sobre la estabilidad de la dictadura. En segundo lugar, la presidencia de Carter incrementó su presión sobre Venezuela, Costa Rica y Panamá para que suspendieran el apoyo a los sandinistas. Finalmente, a mediados de septiembre, la administración demócrata intentó poner en marcha una mediación

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patrocinada por la Organización de los Estados Americanos (oea) entre Somoza y las fuerzas moderadas, reunidas en el Frente Amplio de Oposición (fao), para comenzar un proceso de transición democrática en el país. De la simple presión para que se adoptara una agenda de respeto a los derechos humanos, la administración Carter dio un paso más en su involucramiento directo en la resolución política de la crisis. Sin embargo, nuevamente, el apego de Carter a una política de no injerencia limitó el alcance de su iniciativa mediadora. Somoza, en ausencia de presiones más contundentes que la administración estadounidense rehuía poner en marcha, siguió rechazando un acuerdo aceptable para las fuerzas de oposición. Al final de 1978, el fracaso de un último intento de mediación, centrado en la convocatoria de un plebiscito en el que el pueblo tenía que votar la permanencia de Somoza o la formación de un gobierno provisional, mostró que las negociaciones se habían frustrado de forma definitiva. El naufragio de esta última iniciativa se debió al rechazo de Somoza de permitir la supervisión internacional del plebiscito, alegando que se trataba de una violación inaceptable de la soberanía nacional. Si quedaba alguna duda con respecto a la imposibilidad de solucionar la situación por vía pacífica, la oposición de Somoza a finales de año se en­ cargó de disiparla. La reacción de los países antisomocistas de la región frente al fracaso de las negociaciones fue inmediata. Costa Rica decidió romper relaciones con Nicaragua y reactivó, junto con Panamá y Venezuela, el apoyo logístico, financiero y militar a los sandinistas. Al mismo tiempo, los Terceristas habían lanzado varias operaciones diplomáticas con la finalidad de confirmar a los países que les apoyaban que su objetivo no era la instauración de un régimen procubano en el país. El propio Fidel Castro, consultado por el presidente de Venezuela, ofreció garantías de que éste no era ni su objetivo ni el de los sandinistas. En el marco de estas maniobras, con la ayuda de Cuba y Panamá, países donde se había celebrado una serie de reuniones preparatorias, en marzo de 1979 las tres facciones sandinistas, reunidas en La Habana, anunciaron su reunificación. La reunificación de los sandinistas en un único grupo produjo dos consecuencias importantes. Por un lado, la unidad entre los tres grupos había sido considerada por los cubanos como un prerrequisito

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crucial para otorgar más ayuda material al fsln, ya que Castro consideraba que el faccionismo había representado la debilidad principal de las fallidas ofensivas revolucionarias foquistas de los años sesenta. Dadas las fuertes divisiones entre los sandinistas, hasta enero de 1979 los cubanos habían ofrecido al grupo principalmente entrenamiento militar y asesoría político-estratégica. Sin embargo, en ausencia de un proceso de reunificación, La Habana había rechazado ofrecer mayor apoyo militar al fsln. Finalmente, el acuerdo firmado en La Habana entre gpp, tp y Terceristas permitió a los sandinistas recibir mayor apoyo cubano. De hecho, a partir del acuerdo, Panamá se transformó en una base logística de gran importancia para que cantidades importantes de equipamiento militar cubano, ligero y pesado, llegara al fsln. Por otro lado, la reunificación del fsln, donde el liderazgo era ejercido por los más moderados Terceristas, representó una garantía ulterior para la oposición moderada de que el escenario posterior a Somoza no desembocaría en un monopolio del poder por parte de fuerzas extremistas. En abril, reforzados por sus nuevas provisiones militares y gozando de una renovada unidad política, los sandinistas lanzaron una ofensiva general en contra de un régimen cada vez más aislado internacionalmente y debilitado internamente. De hecho, el 20 de ese mismo mes, otro importante actor regional, México, decidió romper relaciones diplomáticas con Nicaragua y asumir un perfil más activo en el conflicto. En particular, el gobierno mexicano comenzó a apoyar a los sandinistas con fondos y decidió permitir que su territorio fuera utilizado para aprovisionar al fsln. Para junio, la ofensiva sandinista, apoyada por la Brigada Internacional, integrada por guerrilleros centroamericanos, colombianos, chileno-cubanos, argentinos del erp y de los Montoneros y liderada por el cubano Alejandro, se había desbordado a lo ancho del país. Estados Unidos hizo un último intento para evitar una victoria sandinista pidiendo la intervención de una fuerza multilateral de mantenimiento de la paz liderada por la oea. Según ha reconstruido Brands, el fracaso de esta última iniciativa fue determinado por la oposición de México, Costa Rica, Panamá y Venezuela. El vacío político-diplomático generado en América Central por la nueva estrategia exterior de Carter era tal que, para el verano de 1979, estos países

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habían cobrado un protagonismo inédito en una región tradicionalmente subalterna a la hegemonía estadounidense. Al mismo tiempo, la posición prosandinista que estos gobiernos habían asumido entre 1977 y 1978 representaba un claro alegato de las capacidades político-diplomáticas desplegadas por el fsln a lo largo de la crisis. La internacionalización del conflicto fue, en este sentido, una de las claves políticas que aseguró al fsln la victoria estratégica sobre un régimen que demostró, en cambio, ser incapaz de ganar la partida diplomática en juego. Frente al desmoronamiento del régimen, Washington se vio obligado a entablar conversaciones directas con los sandinistas sobre la futura composición del gobierno que habría de suceder a Somoza. El 18 de junio se conformó un gobierno provisional que respondía, de facto, a las exigencias de moderación estadounidense. Al lado de sandinistas de primera plana como Daniel Ortega y representantes del G-12, como Sergio Ramírez Mercado (miembro clandestino del fsln), entraron también, como parte del nuevo gobierno, la viuda de Chamorro, Violeta Barrios de Chamorro, y el empresario Alfonso Robelo Callejas. Sin embargo, como ha destacado María Dolores Ferrero Blanco, el peso de los sandinistas en el nuevo Ejecutivo fue predominante y condicionó fuertemente su acción política. Conformado un nuevo gobierno que mantenía, por lo menos aparentemente, una composición aceptable, Washington envió a su secretario de Estado, Cyrus Vance, para que le comunicara a Somoza que el tiempo de su régimen había acabado. El dictador, sin recursos internos y sin apoyo internacional, dejó el país el 17 de julio 1979 para exiliarse en Miami, donde asistió a la disolución de su brazo armado, la siniestra Guardia Nacional. Somoza fue asesinado en 1980 en Paraguay, donde residía, por un comando guerrillero internacionalista integrado por miembros del erp argentino. Empezaba para los sandinistas el reto de la transición de la guerra en contra de Somoza al gobierno de un país convulsionado y dividido por las tensiones políticas sociales acumuladas a lo largo de décadas. A este reto se añadía, además, el problema de enfrentarse al sucesor de Carter a la presidencia, Ronald Reagan, un exactor de Hollywood que había basado toda su fortuna política y su campaña electoral en la crítica feroz de las políticas moderadas de Carter. Con

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Reagan, el multilateralismo y la búsqueda de soluciones colectivas a los problemas que de forma apremiante afectaban al mundo salían de escena. Con el nuevo presidente, las agujas del reloj volvieron a retroceder, revitalizando un enfoque político internacional inspirado en las etapas de mayor tensión del conflicto bipolar.

EL CONFLICTO EN EL SALVADOR

Para finales de la década de los años setenta en El Salvador, la oligarquía cafetalera y los militares seguían ejerciendo un control determinante sobre los centros de poder político y económico del país. Al término de ese decenio, la oligarquía tradicional del país aún controlaba el proceso de producción y venta en el exterior del principal bien de exportación: el café, que para aquel entonces representaba 53% de todos los ingresos generados por las exportaciones del país. Además, durante el siglo xx, la decisión de las familias más importantes del país de diversificar sus actividades había ampliado la red de intereses de la vieja oligarquía. Para el final de los años setenta, las viejas élites eran dueñas de la rama de transformación industrial del café y desempeñaban un papel central en el sector bancario y financiero de El Salvador. La alianza entre la oligarquía y las fuerzas armadas había encontrado representación política en el Partido de Conciliación Nacional (pcn), fundado a comienzos de los años sesenta. El orden político-económico oligárquico se apoyaba en estructuras sociales atravesadas por crecientes tensiones. La explosión demográfica de la posguerra, que había visto crecer la población de 1 443 000 habitantes en 1931 a 2 500 000 en 1961 y a 3 549 000 en 1969, había generado nuevas e intensas presiones en un país que, como se ha señalado, estaba tradicionalmente marcado por profundas desigualdades. En particular, el crecimiento demográfico aumentó el problema de la concentración de la tierra. Entre 1950 y 1975, el porcentaje de campesinos sin tierra había pasado de 11.8% a 41%, lo que ocasionó una situación social explosiva. Durante los años sesenta, como en Nicaragua, la aún limitada diversificación económica del país liderada por las élites había favorecido la consolidación de nuevos actores sociales y la transformación

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gradual de los espacios políticos en los que cabe situar la creación, en 1960, del Partido Demócrata Cristiano (pdc) liderado por el alcalde de San Salvador, José Napoleón Duarte. El pdc creció sustancialmente durante los años sesenta apoyado, por un lado, por la Alianza para el Progreso, deseosa de contribuir a la gestación de un actor reformista alejado del marxismo o de posiciones procubanas; por otro, la expansión de la Democracia Cristiana había sido reforzada por las nuevas posiciones que la Iglesia latinoamericana asumió entre el Concilio Vaticano II, concluido en 1965, y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968. El reformismo del partido de Duarte encontró en la teología de la liberación y en la nueva doctrina social de la Iglesia importantes aliados para defender la causa del cambio y la inclusión social en el país. A comienzos de los años setenta el pdc, aliado con el Movimiento Nacional Revolucionario (mnr) —una formación de carácter social-­ demócrata liderada por Guillermo Manuel Ungo— y la Unión Democrática Nacionalista (udn) —grupo de fachada del Partido Comunista ilegalizado desde 1932—, habían intentado conformar una alternativa electoral al conservadurismo del Partido de Coalición Nacional (pcn). En las elecciones de 1972, Duarte y Ungo se presentaron como candidatos a presidente y vicepresidente respectivamente, con un programa que incorporaba la reforma agraria y la democratización del régimen político del país. Como era de esperarse, la plataforma reformista del pdc, del mnr y de la udn encontró una fuerte oposición por parte de la oligarquía y de un sector de los militares que, por medio del fraude, lograron evitar su victoria electoral y proclamaron presidente al coronel Arturo Molina. Las dificultades encontradas para articular un proceso de reforma político-social en el país por medio de mecanismos democráticos tuvieron como efecto la revitalización de las guerrillas salvadoreñas. Éstas se dividían en grupos armados con inspiraciones tácticas-ideológicas distintas. Las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (fpl), inspiradas en el nombre de un importante miembro del Partido Comunista asesinado en 1932 por el general Maximiliano Hernández Martínez, eran lideradas por el exsecretario del Partido Comunista de El Salvador (pcs), Salvador Cayetano Carpio, apodado “comandante Marcial”, y representaban el grupo guerrillero más im-

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portante del país. Las otras fuerzas eran el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), surgido de la juventud del Partido Demócrata Cristiano y del Partido Comunista, y liderado por Joaquín Villalobos; las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (farn), nacidas a su vez de una ruptura con el erp, después de que sus dirigentes ordenaran la ejecución de uno de sus integrantes más importantes, el poeta Roque Dalton, acusado de ser un espía cubano-soviético y también miembro de la cia; y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (prtc). Estos grupos surgieron o se revitalizaron después del fracaso del intento democrático de 1972, mientras que las Fuerzas Armadas de Liberación (fal), brazo armado del Partido Comunista Salvadoreño, se crearon en 1979. Durante la primera parte de la década de los setenta, las guerrillas tuvieron un campo de acción limitado y basado en acciones puntuales, como incursiones o secuestros. La reacción del bloque oligárquico-militar frente a las distintas formas de movilización salvadoreña se caracterizó por recurrir al uso indiscriminado de la represión policiaca y de tipo paramilitar. Una de las organizaciones más activa en la represión paramilitar fue Organización Democrática Nacionalista (Orden), creada en los años sesenta para limitar la expansión de la Democracia Cristina en las áreas rurales del país. El ejército y los paramilitares protagonizaron la desaparición y el asesinato de maestros. También curas de zonas rurales y campesinos sufrieron un incesante acoso por parte del Estado y los paramilitares, dispuestos a eliminar cualquier forma de disenso y movilización en las zonas no urbanas del país. El punto de inflexión en la movilización política y armada en el país ocurrió después del enésimo fraude electoral que, en 1977, llevó al poder al general Carlos Humberto Romero Mena, militar de alto rango, quien había planificado y ordenado numerosos actos de represión acontecidos en los años anteriores. Durante la transición presidencial, la acción violenta de los escuadrones de la muerte —grupos paramilitares relacionados con el ejército— se incrementó sus­tan­ cialmente y el número de asesinatos entre campesinos y sacerdotes, líderes sindicales y políticos se disparó de forma dramática. Frente a este contexto, la llegada al poder de Carter y su anunciada política de apoyo a los derechos humanos dejó entrever la espe-

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ranza de un cambio en el país. Y, efectivamente, en un primer momento la diplomacia estadounidense empezó, como ocurrió en Nicaragua, a ejercer presiones sobre Romero para que cesaran las violaciones sistemáticas de los derechos humanos. La visita del padre Timothy S. Healy, rector de la Universidad de Georgetown en Washington D.C., a El Salvador a comienzo de 1977 y su informe sobre las atrocidades cometidas por fuerzas militares y grupos irregulares del ejército salvadoreño inclinaron la balanza del debate interno estadounidense del lado de los defensores de los derechos humanos. Las maniobras de la nueva administración produjeron algunos resultados, conduciendo a la aparente reducción de las atrocidades en contra de los disidentes. Sin embargo, para noviembre de 1977, el gobierno de Romero había vuelto a introducir una legislación, la Ley para la Defensa y Garantías del Orden Público, que autorizaba a la policía y al ejército a reprimir cualquier forma de oposición al gobierno. El resultado fue un nuevo incremento de la represión por parte de las autoridades y, también, de las actividades de la guerrilla, un escenario que favoreció la polarización ulterior del contexto político interno. En 1979, frente al deterioro de la situación en el país, la administración Carter volvió a ejercer nuevas presiones sobre el gobierno salvadoreño, que accedió a abrogar la Ley para la Defensa y Garantías del Orden Público. Sin embargo, este aparente retorno a la moderación no condujo a una disminución de la violencia. Al contrario, la actividad criminal de los escuadrones de la muerte y del ejército en contra de curas rurales, campesinos y activistas siguió inalterada. Por otro lado, en mayo de 1979, las fpl, aprovechando el clima de radicalización en el país, lograron llevar a cabo el secuestro y asesinato del ministro de Educación, Carlos Herrera Rebollo. Pocos meses después, en julio, el derrocamiento de Somoza a mano de los sandinistas causó un profundo impacto sobre la visión que Washington mantenía con respecto a la crisis en El Salvador. El miedo a que una segunda Nicaragua se repitiera en El Salvador representó un fuerte incentivo para que la administración Carter se moviera con mayor decisión en contra de Romero. En septiembre, Washington planteó directamente a Romero la posibilidad de su renuncia, un gesto que un sector reformista del ejército interpretó políticamente como una oportunidad para intervenir. Después de

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un fallido intento de golpe de Estado el 12 de octubre, pocos días después, el 15 de ese mismo mes, un grupo de oficiales pudo levantarse con éxito y, con el beneplácito de Washington, logró derrocar a Romero. El golpe de octubre había sacado a la luz la presencia de un profundo conflicto dentro del ejército, dividido entre un sector más joven y con propensión reformista, liderado por el coronel Adolfo Majano, y un sector tradicional y conservador aglutinado alrededor de los coroneles Abdul Gutiérrez y José Guillermo García. Esta división afectó de forma negativa los intentos de reforma de la Junta de Gobierno, apoyada por los jóvenes oficiales, que operó entre el otoño de 1979 y enero de 1980. La junta, integrada por civiles como Ungo y militares como Majano, reinstauró plenas libertades civiles, declaró la nacionalización del comercio de exportación del café y del sector bancario, e intentó llevar a cabo una reforma agraria. Además, trató de desmantelar las principales organizaciones paramilitares como Orden y destituir a los mandos del ejército más comprometidos con la represión social en el país. El nuevo programa gubernamental de la junta fue boicoteado sistemáticamente por los sectores económicos oligárquicos afectados por las reformas y por los grupos del ejército liderados por Gutiérrez y García. Además, la apertura democrática alentó un poderoso proceso de movilización social que se manifestó por medio de marchas, protestas colectivas y otras actuaciones. La movilización de la sociedad civil mantuvo en su mayoría un carácter pacífico, aunque se registraron también acontecimientos de índole más violenta. Estos eventos permitieron al ejército y a los grupos paramilitares, oficialmente desmovilizados, desencadenar acciones de represión indiscriminada que volvieron a ensangrentar el país. Finalmente, a pesar de su bienvenida inicial y de su apoyo a las reformas propuestas por la junta, la administración Carter mantuvo una relación tibia con el nuevo gobierno. En particular, Washington temía que las purgas de oficiales promovidas por la junta condujeran a la disolución del ejército, como había ocurrido con la Guardia Nacional en Nicaragua, y propiciara una situación de caos que pudiera ser fácilmente aprovechada por la guerrilla para hacerse del poder.

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Otro factor que influyó en la asunción de una posición más conservadora por parte de la administración Carter fue la invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979. La entrada de tropas soviéticas en el país centroasiático fue presentada por una parte del espectro político estadounidense como una violación de las políticas de distensión y alentó las críticas republicanas hacia Carter, cuya política exterior de contención del comunismo fue puesta en cuestión por ser excesivamente débil. Esta percepción de debilidad era discutible, sobre todo si se considera que durante los años setenta el Tercer Mundo siguió siendo teatro de enfrentamientos e intervenciones entre las dos superpotencias y sus respectivos aliados. Sin embargo, Carter se volvió el blanco de las críticas de un núcleo de intelectuales denominados “neo­con­ serva­do­res”, que clamaban retornar a una estrategia de confrontación más decidida con el totalitarismo soviético y sus aliados regionales. Las posiciones neoconservadoras fueron rápidamente adoptadas por Reagan durante su campaña electoral, otorgando a la crítica en contra de las políticas de Carter una extraordinaria fuerza política. Los dilemas que plantearon las críticas neoconservadoras y la cuestión de una peligrosa desarticulación interna en El Salvador afectaron la elaboración por parte de Carter de una estrategia sólida hacia el país centroamericano. El resultado fue una política contradictoria que apoyaba al mismo tiempo a los sectores reformistas de la junta y a los grupos conservadores del ejército involucrados en las más brutales violaciones de los derechos humanos en el país. En enero de 1980, frente a la imposibilidad de seguir con su plan de reformas a causa de la oposición interna conservadora y consciente del escaso apoyo de Washington, la junta renunció y se formó un segundo gobierno en el que el sector civil estaba representado por los democratacristianos. Sin embargo, como quedaba demostrado por las continuas intervenciones del ejército en contra de los movimientos sociales, de religiosos y campesinos, el control político real era ejercido por los sectores conservadores de las fuerzas armadas. En 1980, como ha señalado Gilderhus, las fuerzas de seguridad asesinaron a nueve mil salvadoreños, en su mayoría civiles. La violencia desatada por los militares sobre los ciudadanos de su propio país representó una presión políticamente insoportable para la Democracia Cristiana que se fracturó internamente. Mientras

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el ejército aumentaba su intervención, implementando nociones como la de los “pueblos estratégicos”, aprendidas en la Escuela de las Américas durante los años sesenta, un sector del pdc decidió retirar su apoyo al nuevo gobierno, provocando la caída de la segunda junta y su sustitución por una tercera en la que, además de los militares, sólo permanecía Duarte. Entre marzo y diciembre de 1980 una serie de acontecimientos condujeron a El Salvador hacia una situación de guerra civil. En primer lugar, el 24 de marzo un escuadrón de la muerte integrado por militares en activo asesinó a Óscar Romero, el arzobispo metropolitano de San Salvador, que había criticado en más de una ocasión y con dureza a los militares y a la oligarquía del país. En el funeral de Romero las fuerzas de seguridad dispararon sobre los asistentes, asesinando a 50 de ellos e hiriendo a 600, lo que sirvió para subrayar una vez más el nivel de impunidad alcanzado por las fuerzas armadas salvadoreñas. Como había ocurrido en Nicaragua, la extrema polarización interna alcanzada en El Salvador alentó el proceso de reorganización en las filas de la oposición. En abril, la oposición civil fundó el Frente Democrático Revolucionario (fdr), una organización de masas que aglutinaba a los más importantes partidos políticos del país, a la mayoría de los sindicatos, organizaciones religiosas y campesinas, movimientos estudiantiles y corporaciones profesionales. En segundo lugar, entre octubre y diciembre, las distintas fuerzas guerrilleras del país lograron un acuerdo de unificación, dando vida a un mando conjunto denominado Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln). La unificación de los principales grupos guerrilleros en una única organización fue, en gran medida, resultado de las gestiones cubanas y, en particular, del propio Fidel Castro y de Manuel Piñeiro. Como apunta Krujit, Castro se había enfrentado directamente con el comandante Marcial, al que criticaba su dogmatismo y personalismo, y sólo a costa de un duro trabajo de mediación los cubanos habían logrado convencer a los distintos grupos guerrilleros para que formasen el fmln. La creación del fmln abrió las puertas a la ayuda del Bloque Oriental y de otros países socialistas coordinada por Cuba. Según Hal Brands, el fmln recibió ayuda (aunque no sabemos en qué can-

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tidad y de qué calidad), procedente de Corea del Norte, Vietnam y Europa Oriental que, después de haber pasado por Cuba, era entregada al fmln en El Salvador. Otra parte de la ayuda recibida por el fmln fue canalizada por medio de Nicaragua bajo la coordinación cubana. Los cubanos entrenaron a los reclutas salvadoreños y ayudaron y proporcionaron a la guerrilla personal militar calificado. De acuerdo con Krujit, los líderes del fmln desarrollaron una relación casi paternal con Fidel Castro, con quien discutían los más importantes planes estratégicos. Finalmente, Cuba desempeñó un papel crucial en la atención a los heridos de la guerrilla, que recibieron cuidados en la isla para ser redesplegados después en El Salvador. Mientras, el descontrol alcanzado por la junta de Duarte, en términos de represión, había llegado a tal punto que ni siquiera religiosos con pasaporte estadounidense se podían sentir seguros. El 2 de diciembre de 1980, un grupo de militares vestidos de paisanos detuvo en el aeropuerto de San Salvador a un grupo de religiosas estadounidenses, a las que llevaron a un descampado donde fueron violadas y asesinadas por los uniformados. Hacia el final del año, con la creación de nuevas organizaciones de oposición y con el aumento de la violencia estatal fuera de todo control, la situación interna del país se orientó hacia una guerra civil. Todo esto, a la espera de que el nuevo presidente republicano de Es­ ta­dos Unidos concretara la radicalidad de los enunciados de política exterior proclamados durante su campaña electoral.

GUATEMALA: TIERRA SIN PAZ

El golpe de Estado que en 1954 derrocó a Jacobo Árbenz implicó para Guatemala la rápida y cruenta inversión de las reformas que habían caracterizado el gobierno del llamado “soldado del pueblo”. Bajo el liderazgo de Carlos Castillo Armas, la reforma agraria lanzada por Árbenz fue revocada, se aprobaron leyes extremadamente restrictivas en el ámbito de la organización sindical y se eliminó el sufragio universal. El golpe empujó hacia el exilio a numerosos militantes del Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt) y a la persecución y encarcelamiento de activistas sociales y políticos que se habían invo-

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lucrado en el proyecto reformista de Árbenz. Además, según los estudios de Stephen M. Streeter, en las semanas y meses después del golpe, se registraron fusilamientos y ejecuciones extrajudiciales, la más grave de las cuales aconteció en la plantación bananera de Tiquisate donde fueron asesinados 1000 campesinos. La esperanza de Estados Unidos de que el golpe de Estado condujera al país hacia una senda de estabilización y hacia una configuración política interna aceptable en el marco de la Guerra Fría pronto se vio frustrada. Aunque Guatemala quedó firmemente en manos de fuerzas anticomunistas, se vio atravesada por una profunda inestabilidad política que se llevó por delante al propio Castillo Armas, asesinado en 1957. Además, la deficiente gestión de la economía por parte del nuevo régimen y de las juntas militares que le sucedieron se tradujo en bajas tasas de crecimiento económico en los años posteriores al golpe, un factor que dificultó la estabilización social del país. A pesar de la represión, los sectores de la sociedad guatemalteca que apoyaron a Árbenz se mantuvieron activos después de 1954. En noviembre de 1960, por ejemplo, la decisión de utilizar Guatemala para el entrenamiento de un cuerpo de expedición apoyado por la cia para la invasión a Cuba provocó el levantamiento de sectores del ejército que habían simpatizado con Árbenz. El motín, liderado por el Movimiento 13 de Noviembre, alcanzó dimensiones importantes y casi derrocó al gobierno militar de Miguel Ydígoras Fuentes. Dos años después, un grupo de oficiales disidentes, que participaron en el intento de golpe, fundaron en colaboración con el pgt un grupo guerrillero que tomó el nombre de Fuerzas Armadas Rebeldes (far). Las far, que adoptaron el foquismo como estrategia de lucha militar y política, recibieron entrenamiento en Cuba y ayuda para conseguir armas. Paradójicamente, estos mismos militares habían reci­ bido entrenamiento militar en tácticas de contrainsurgencia por parte de Estados Unidos en el marco de su estrategia de contención del “virus” cubano. Estas fuerzas, que nunca superaron las 500 unidades, en 1966 fueron prácticamente derrotadas por el ejército guatemalteco. En la década de los años sesenta, como Nicaragua y El Salvador, Guatemala también registró limitadas modificaciones de sus estructu-

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ras sociales y un relativo proceso de diversificación económica controlado por las élites. Empujada por la ayuda procedente de la Alianza para el Progreso y por importantes flujos de inversiones extranjeras, la economía del país creció con fuerza. Igual que en los otros países, la Alianza mostró menor impacto a la hora de convencer a las élites locales para llevar a cabo reformas sociales y políticas significativas que acompañaran el proceso de crecimiento como pedían algunos sectores de la sociedad civil del país. La firme oposición de las élites y de los militares a un genuino proceso de reforma se manifestó otra vez en 1963, cuando las elecciones que indicaban con toda probabilidad una victoria del viejo líder progresista Juan José Arévalo fueron canceladas por un golpe de Estado apoyado por Washington. En julio de 1966 los aires de cambio parecieron por fin concretarse con la elección de Julio César Méndez Montenegro, candidato del Partido Revolucionario (pr), formación a la que había pertenecido el propio Árbenz. La llegada al poder de Méndez Montenegro había sido apoyada por Washington después de que, a final de los años cincuenta, como han señalado Robert Trudeau y Lars Schoultz, el partido había expulsado a su ala izquierda. A pesar del viraje hacia el centro del pr, la candidatura de Méndez Montenegro fue apoyada externamente por el pgt y las far, que vieron en su elección la posibilidad de abrir una nueva etapa, aún limitada, de reformas en el país. Sin embargo, las ilusiones relativas a la posibilidad de un cambio dentro de una senda democrática se enfrentaron rápidamente con la realidad de la situación política guatemalteca. Como había ocurrido en El Salvador durante la etapa de la primera junta, en Guatemala también la acción reformadora del nuevo gobierno encontró la oposición firme de sectores conservadores del ejército, que tenían su brazo político en el Partido Institucional Democrático (pid), liderado por el coronel Carlos Arana Osorio, y las élites del país, representadas por el ultramontano Movimiento de Liberación Nacional (mln) fundado por Castillo Armas en 1954. El mln, además, fundó a mitad de los años sesenta su brazo armado, la Mano Blanca, un grupo paramilitar que sembró el terror en contra de los actores sociales más comprometidos con los procesos de reforma política y social en el país. El gobierno de Méndez Montenegro fue incapaz de frenar las acciones del ejército y de los grupos paramilitares que lograron inti-

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midar de forma sistemática a los actores sociales más críticos y derrotar a los grupos guerrilleros arraigados en el campo. Al comienzo de su mandato, el nuevo presidente fue obligado a firmar un documento en el que se comprometía a dejar manos libres al ejército en las acciones de contrainsurgencia. En este marco, la represión fue dirigida por el coronel Carlos Arana y presentada como una intervención en contra de injerencias cubano-soviéticas en el país. Es preciso señalar que el apoyo brindado a la candidatura de Méndez Montenegro por parte de las far y del pgt había permitido al ejército identificar a sus líderes y militantes, facilitando su eliminación. En sus acciones contrainsurgentes, Arana fue apoyado por un millar de Boinas Verdes estadounidenses, enviados en calidad de asesores militares para adiestrar a la tropa guatemalteca en acciones de contrainsurgencia moderna. Al más clásico estilo de la Alianza para el Progreso, las acciones de contrainsurgencia financiadas por Estados Unidos incluyeron también intervenciones civiles, bajo el programa Operación Honestidad, que pretendían mejorar las condiciones de las poblaciones en las regiones del altiplano. En la guerra en contra de las oposiciones y de la guerrilla, el precio mayor lo pagó la población civil, mayoritariamente indígena, ubicada en las áreas de enfrentamiento más cruento entre guerrillas, ejército y paramilitares, como Zacapa y Chiquimula. En Guatemala como en El Salvador, curas radicales, campesinos indígenas, líderes de la oposición y líderes sindicales se transformaron en blanco de los grupos paramilitares y del ejército, dejando entre 5 000 y 10 000 víctimas. Las acciones represivas escalaron de forma dramática a partir de 1970, cuando Arana tomó las riendas del poder en calidad de presidente y lanzó una ofensiva contrainsurgente de vastas dimensiones. Según las cifras proporcionadas por Trudeau y Schoultz, quienes citan a la Comisión de Familiares de Personas Desaparecidas de Guatemala, entre 1970 y 1975, 15 000 personas desaparecieron en el país a raíz de la ofensiva del nuevo gobierno. En este caso, también, las acciones militares fueron acompañadas por intervenciones en el ámbito civil bajo el Plan Nacional de Desarrollo, que intentó introducir mejoras en el campo. Entre 1975 y el final de la década, por medio de elecciones fraudu­ lentas, en el país se alternaron, como de costumbre, gobiernos mili-

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tares y de la oligarquía. Sin embargo, la represión en las ciudades y en el campo, aunada a la evidente imposibilidad de reforma del sistema por medio de mecanismos democráticos, condujeron a una reorganización y radicalización de las fuerzas de oposición. En Guatemala, la naturaleza desempeñó también un papel importante en alentar un nuevo proceso de fermento social. En 1976, el país fue arrasado por un poderoso terremoto que causó 22 000 víctimas y un millón de desplazados. El proceso de reconstrucción y de autoorganización en la gestión de la ayuda por parte de los damnificados produjo una fuerte movilización de la sociedad guatemalteca que contribuyó a la formación de nuevas organizaciones sociales y políticas. En primer lugar, el campesinado expulsado de sus tierras a raíz del boom exportador de los años sesenta, víctima de la represión del ejército y de los paramilitares, e indefenso frente a las consecuencias del terremoto, se reorganizó alrededor de núcleos de autodefensa coordinados por el Comité para la Unidad Campesina (cuc). El cuc, además, estableció rápidamente conexiones con organismos no gubernamentales en el exterior, que aumentaron su operatividad y visibilidad internacional. Paralelamente a la formación del cuc, en los años setenta surgió una segunda generación guerrillera. De la derrota de las far a finales de los años sesenta emergieron tres grupos revolucionarios particularmente activos durante la década de los setenta. En 1972, se fundó el Ejército Guerrillero de los Pobres (egp), afianzado en la provincia de Quiché, en una región con alta densidad de población indígena llamada Ixcán. El nacimiento del egp se acompañó por la creación, en 1971, de la Organización del Pueblo en Armas (Orpa), nacida también de una escisión de las far y por la reorganización de esta última después de estar al límite de la derrota al cierre de los años sesenta. Además, seguían operando en el país núcleos guerrilleros de lo que quedaba de las viejas far. Al concluir los años setenta, el egp controlaba una buena parte del Quiché y había desarrollado suficientes capacidades para llevar a cabo acciones en algunas de las mayores ciudades de la región. El egp gozaba, además, del apoyo directo cubano. De acuerdo con Krujit, los primeros reclutas de este grupo guerrillero fueron entrenados

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en Cuba y, posteriormente, un número importante de sus miembros siguió recibiendo formación militar en la isla. El nuevo fermento social y la difusión de una segunda oleada de grupos armados causaron una reacción particularmente dura por parte de los militares. En 1974, el ejército se aseguró nuevamente el poder por medio de elecciones fraudulentas que llevaron a la presidencia al general Kjell Eugenio Laugerud García y, en 1978, con la elección del general Romeo Lucas García. Instalado firmemente en el poder, el ejército volvió a incrementar de forma dramática el nivel de represión, especialmente después de que la nueva guerrilla lograra asesinar, en junio de 1975, a un terrateniente odiado por la población y apodado el “Tigre de Ixcán”. La acción represiva golpeó a los partidos de la oposición moderada, como el Partido Social Demócrata (psd) y el Frente Unido para la Revolución (fur), cuyos líderes, Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta, fueron asesinados en 1979. Del mismo modo, centenares de militantes del Partido Demócrata Cristiano fueron aniquilados entre 1980 y 1981. En el campo, la represión fue, incluso, mayor. La masacre de la ciudad de Panzós en el norte del país, el 29 de mayo de 1978, representó el evento más emblemático de este nuevo ciclo de violencia estatal. La pequeña ciudad de Panzós se caracterizaba por una fuerte concentración de población indígena que sobrevivía gracias a modestas parcelas de tierra cultivadas familiarmente. La Alianza para el Progreso y sus incentivos para la modernización agrícola transformaron el área en un lugar de cría de ganado vacuno para la producción de carne. El resultado fue el aumento de la productividad agrícola en la región, pero también la expulsión de los indígenas de sus tierras. Cuando, el 29 de mayo, los indígenas de la etnia maya solicitaron en la plaza del pueblo la ayuda de las autoridades para recuperar sus tierras, fueron recibidos a balazos por el ejército, con un balance de víctimas que varía, según las distintas versiones, entre 34 y varios centenares. Este hecho constituyó evidentemente una de las numerosas formas que tomó la represión en el país desde 1954. Sin embargo, insertado en el clima de nuevas movilizaciones generales, su resultado fue la radicalización del campesinado y una mayor integración con las fuerzas guerrilleras del país, consideradas como única defensa frente a las brutalidades del ejército.

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A partir de 1978-1979, las poblaciones indígenas del altiplano que, como afirma Jennifer Schrirmer, hasta el momento habían preferido la acción política organizada a la militar, empezaron a engrosar las filas guerrilleras. Este proceso fue facilitado por la apertura de la guerrilla, incluidas las posiciones de mando, a los indígenas cuando, hasta entonces, estos roles habían sido ocupados de forma mayoritaria por los ladinos (mestizos). De los países centroamericanos convulsionados por los conflictos armados, Guatemala fue la nación en la que las presiones de la nueva administración Carter resultaron menos efectivas. La administración demócrata determinó en 1978 el condicionamiento de la ayuda militar al respeto de los derechos humanos, y entre 1979 y 1980 impuso el bloqueo de ayuda para el desarrollo. El gobierno guatemalteco —que pudo valerse de la ayuda militar israelita en lugar de la estadounidense— atenuó, por lo menos en parte, el impacto de la decisión de Estados Unidos y continuó con su actividad de brutal re­ presión. La llegada de Reagan y el retorno hacia una política basada en la interpretación más muscular de la Guerra Fría coincidió en Guatemala con la toma del poder por parte del gobierno de Efraín Ríos Montt. El resultado de esta combinación dio lugar a una de las etapas más cruentas del conflicto armado guatemalteco, que culminaría con el genocidio de las poblaciones mayas del país por parte de las fuerzas de seguridad gubernamentales.

AMÉRICA CENTRAL BAJO LAS GARRAS NEOCONSERVADORAS

Hacia el final de los años setenta, la distensión que marcó la relación entre Moscú y Washington se encaminó hacia su crisis final. La conclusión de la distensión, en el fondo, fue causada por la debilidad de sus propios cimientos estructurales. Como se ha destacado, la détente funcionó en el escenario europeo, donde el acercamiento entre las dos potencias permitió que se resolvieran los dramáticos contenciosos que existían desde el comienzo de la Guerra Fría. Sin embargo, el acercamiento entre las dos superpotencias nunca tuvo bases sólidas, esto es, la plena y mutua aceptación entre los dos principales

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contrincantes. Estados Unidos y la URSS siguieron enfrentándose directamente, o por medio de sus aliados, en Angola y Etiopía. Moscú continuó apoyando a Cuba que, si bien había reducido su intervención directa en la organización de guerrillas en América Latina, seguía siendo un polo importante de atracción y de apoyo para los movimientos revolucionarios en la región y en el Tercer Mundo. El derrocamiento de Allende en Chile e, incluso, los titubeos de Carter en América Central mostraron que la desconfianza y la hostilidad seguían marcando la percepción recíproca de las dos superpotencias en las periferias del mundo. En Estados Unidos la distensión nunca había acabado de consolidarse como una estrategia aceptada por todo el arco político e ideológico del país. Como hemos visto, hacia el final de los años setenta, la détente y las políticas de Carter habían empezado a recibir críticas cada vez más duras por parte de los neoconservadores. Según la lectura neoconservadora de las dinámicas internacionales, la distensión y la debilidad de Carter habían hecho perder a Estados Unidos su posición de liderazgo global y de fuerza, permitiendo la expansión del comunismo global. Desde un punto de vista teórico, estas nuevas corrientes de intelectuales militantes rechazaban las tesis de la interdependencia de Carter, que consideraban una interpretación inocente de la realidad. Como supuestamente demostraban las aventuras soviéticas en Angola en 1975 y en Etiopía en 1978, o la expansión de la influencia de la URSS en países como Irán, Mozambique y, finalmente, Nicaragua, la posición de la presidencia demócrata había facilitado la consolidación del poder de Moscú en las periferias. Dentro de este contexto, los neoconservadores opinaban con vehemencia que Wash­ington tenía que volver a enfrentarse con la URSS con contundencia, haciendo uso de todos los instrumentos políticos, económicos o militares a disposición para limitar su expansión y, sobre todo, determinar su derrota final. La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979 venía a confirmar las tesis de los neoconservadores: Moscú se había aprovechado, y continuaba haciéndolo, de la debilidad estadounidense bajo la lógica de la distensión. Las hazañas militares soviéticas en Asia Central contribuyeron a justificar los argumentos que, desde un principio, los neoconservadores y la plataforma de Reagan habían

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utilizado para la formulación de sus propuestas de política exterior. Para el candidato republicano, la tarea del nuevo presidente era la de restablecer el predominio estadounidense a escala global, hacer frente a las revoluciones en las periferias y revertir así el avance del comunismo global. En América Latina, la política neoconservadora de la administración Reagan implicó el restablecimiento de relaciones cordiales con regímenes como las dictaduras de América del Sur, que representaban valiosos aliados en la lucha contra la expansión soviética. Además, esta nueva estrategia apostaba por un compromiso mayor frente a la contención del comunismo en América Central donde, según interpretaciones neoconservadoras, la victoria sandinista había subrayado de forma evidente las consecuencias de la debilidad de Carter. En el contexto latinoamericano, el abandono de las políticas de Carter a favor de los derechos humanos y el realineamiento de Washington con las dictaduras regionales encontró un apoyo teórico particularmente significativo en las tesis de la politóloga neoconservadora Jeane Kirkpatrick. Las posiciones de la científica política estadounidense fueron trazadas con claridad en un artículo publicado en noviembre de 1979 en la revista Commentary, titulado “Dictatorships and Double Standards”. La tesis central de Kirkpatrick estaba centrada en la necesidad de diferenciar entre regímenes totalitarios como los marxistas y regímenes autoritarios como los de América del Sur. La historia mostraba que los primeros eran dramáticamente más represivos y que no tenían posibilidad de evolucionar hacia la democracia. Los segundos, en cambio, sí podían transformarse en democracias y, por eso, entre los dos males, Washington tenía que elegir este último, sobre todo cuando los regímenes autoritarios representaban un baluarte y un precioso aliado en contra de la subversión comunista. Las ideas de Kirkpatrick, a quien Reagan nombró embajadora ante las Naciones Unidas, se vieron reflejadas en la nueva aproximación entre Washington y las dictaduras de América del Sur después de enero de 1981. Sin embargo, el impacto más fuerte se registró en América Central, región que desde el principio de su administración Reagan decidió transformar en el laboratorio principal de sus nuevas políticas de ferviente anticomunismo.

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EL ISTMO EN LLAMAS

La combinación entre la victoria sandinista en Nicaragua y la asunción del poder por parte de una nueva y agresiva administración republicana elevaron las tensiones en América Central a un nivel todavía más dramático del alcanzado durante la época de la presidencia Carter. En Nicaragua, como en Rusia después de la Revolución de febrero de 1917, convivieron después del verano de 1979 dos fuentes de poder alternativas y rivales entre sí. A la caída de Somoza, en el país se instauró un gobierno de unidad provisional, la Junta de Gobierno, dirigida por Daniel Ortega e integrada por otros dos simpatizantes sandinistas y por dos miembros de la oposición liberal, Violeta Chamorro y Alfonso Robelo. El gobierno provisional se acompañó por un órgano legislativo, el Consejo de Estado, integrado por 33 miembros entre representantes del sector privado y de los partidos políticos próximos a las clases acomodadas del país, en el cual los sandinistas tuvieron la mayoría. Estos organismos coexistían, además, con la estructura político-militar sandinista, representada por la Dirección Nacional del fsln, una poderosa fuente de poder fáctico cuya legitimidad estaba directamente relacionada con el papel determinante desempeñado por los sandinistas en la derrota militar de Somoza. El sector liberal de la oposición a Somoza y los sandinistas habían compartido la lucha en contra del régimen. Sin embargo, la visión de país que estas dos fuerzas tenían difería de forma sustancial. Los primeros imaginaban un país donde la iniciativa privada y el mercado tenían que representar los ejes estructurales para el desarrollo futuro. En cambio, aunque los sandinistas no representaban un bloque homogéneo, para ellos la derrota del dictador constituía sólo un primer e indispensable paso hacia la construcción de un país nuevo, donde la acción estatal tenía que garantizar la justicia social. Durante los primeros meses de gobierno, el proyecto sandinista se materializó por medio de una fuerte ampliación de las funciones reguladoras y fiscales del Estado. Además, el peso del sector público en la economía fue aumentando de forma importante gracias a las expropiaciones llevadas a cabo por colectivos de trabajadores. Final-

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mente, el gobierno puso en marcha un plan de reforma agraria que condujo a la expropiación de todos los latifundios del país y a la introducción de formas cooperativas de producción agrícola. La adopción de estas medidas económicas por parte de los sandinistas fue facilitada por la fuerte movilización popular que el fsln organizó en apoyo a sus reformas. Ésta se canalizó por medio de las nuevas organizaciones de masas, como los Comités de Defensa Sandinista, la Asociación de Mujeres Nicaragüenses Luisa Amanda Espinoza, la Juventud Sandinista y los distintos sindicatos que los sandinistas crearon durante sus primeros meses en el poder. Las reformas sandinistas, y sobre todo las expropiaciones y el aumento del intervencionismo del Estado en la economía, encontraron desde un comienzo la oposición de organismos como el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep). A lo largo de 1979, la prosecución del plan de reforma sandinista y la fuerte ampliación del control político por parte del fsln generaron una espiral conflictiva imparable con el sector moderado del espectro político nicaragüense. Al principio del nuevo gobierno, el fsln había logrado la destitución como jefe de las Fuerzas Armadas del exoficial de la Guardia Nacional Bernardino Larios, y su sustitución por Humberto Ortega. En diciembre, apoyados por grandes movilizaciones populares, los sandinistas volvieron a remodelar el gabinete remplazando a los ministros de Planeación, Agricultura y de Industria, todos de corte liberal, con miembros cercanos al fsln. En abril de 1980, el foco del conflicto se desplazó hacia el Consejo de Estado, donde los miembros de fsln ampliaron su presencia, causando las protestas y, finalmente, las renuncias de Alfonso Robelo y Violeta Chamorro de la junta. En noviembre, el conflicto alcanzó su punto culminante cuando el fsln anunció la postergación de las elecciones hasta 1984, sancionando la ruptura definitiva con los sectores liberales del país. A mediados de 1980, la unidad nacional que había seguido a la caída de Somoza era sólo un recuerdo lejano y el país se encontraba dividido entre el bloque sandinista y una alianza de fuerzas liberales que giraba alrededor del partido de Robelo, el Movimiento Democrático Nicaragüense (mdn), el periódico La Prensa y el Cosep. El otro foco de conflicto para la Nicaragua possomocista vino del frente externo. La administración Carter nunca había visto de

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manera favorable el ascenso de los sandinistas, pero en un primer momento había elegido una estrategia de appeasement. Por medio de ayuda económica para la reconstrucción y de una posición moderada, Washington continuó con su intento de limitar la radicalización de la revolución y fortalecer a los sectores moderados de la sociedad nicaragüense. Durante 1980, sin embargo, la posición de la administración Carter con respecto a los sandinistas se hizo más rígida y agresiva. En realidad, ningún evento fue catalizador de este cambio. Como ha afirmado Coatsworth, los sandinistas y la administración Carter perseguían estrategias opuestas y una escalada de las tensiones era un acontecimiento probable. La relación problemática entre el fsln y Washington reflejaba la tensa relación que, a su vez, los sandinistas mantenían con los sectores liberales del país. El fsln siguió una política interna de centralización del poder y de progresiva estatización de la economía que se encontraba en las antípodas del liberalismo de Carter. Además, los sandinistas no podían ni querían esconder sus raíces marxistas y revolucionarias. Estas posiciones y la puesta en marcha de políticas coherentes con la ideología del movimiento, incluida la relación cercana con la Revolución cubana, no podían más que ser interpretadas como amenazas por una administración que temía, desde 1978, la instauración de una nueva Cuba en la región. En este contexto, los temores estadounidenses se vieron acentuados por la propia política exterior sandinista, que oscilaba entre el no-alineamiento y el apoyo a las guerrillas centroamericanas como el fmln. La cercanía entre el fsln y el fmln estaba basada, en primer lugar, en la convergencia ideológica entre los dos grupos. Pero, además, la dirección sandinista consideraba que la presencia activa de otras fuerzas guerrilleras en la región podía generar un segundo frente centroamericano y, al desviar la atención hacia estos nuevos focos, era posible reducir, por lo menos en parte, las presiones hostiles de Washington. Como había ocurrido con Cuba, para Nicaragua exportar la revolución respondía también a una estrategia de defensa de su experimento político de reforma radical. No sabemos con certeza cuál fue la cuantía de la ayuda que Nicaragua brindó, sobre todo, a los grupos revolucionarios salvadoreños durante 1980. En enero de 1981, el fmln lanzó una ofensiva

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final en contra de la junta presidida por Duarte, con la intención de tomar el poder o de alcanzar una posición de ventaja estratégica antes de que Reagan asumiera la presidencia. La administración Carter manifestó tener pruebas evidentes de la ayuda nicaragüense al fmln. Según Coatsworth, es probable que Managua apoyara la ofensiva, aunque la ayuda fue escasa y su impacto sobre las capacidades ofensivas de la guerrilla muy reducido. Por otro lado, el trabajo más reciente de Andrea Oñate parecería indicar que el aporte nicaragüense al fmln fue más significativo de lo que se había pensado inicialmente. Según la reconstrucción elaborada por Oñate, la ayuda nicaragüense se nutrió de materiales procedentes del Bloque Soviético, cuya adquisición había sido mediada por Cuba y que desde la isla fueron repartidos vía Nicaragua en El Salvador. De cualquier modo, la operación resultó un fracaso, en gran medida, gracias al apoyo militar dado al ejército salvadoreño por Carter que, después de haberlo suspendido a raíz del secuestro, violación y asesinato de las religiosas estadounidenses en diciembre de 1980, lo había reactivado para contener la ofensiva del fmln. Además, el aporte de las dictaduras de América del Sur a los militares salvadoreños entre 1979 y 1981 resultó importante a la hora de determinar la de­ rrota del fmln. Lo cierto es que la ofensiva y el supuesto apoyo nicaragüense sí ofrecieron a la nueva administración republicana de Reagan un pretexto perfecto para desencadenar una política agresiva hacia el fmln y, posteriormente, en contra de los sandinistas. En un primer momento, la administración Reagan se centró en un escenario salvadoreño en el que temía que el fmln, a pesar del fracaso de su ofensiva, conservara aún la capacidad necesaria para obtener el control del país. La administración estadounidense planteó una política agresiva, indiferente a la cuestión de los derechos humanos y centrada en reforzar las capacidades militares del ejército salvadoreño para poder derrotar a la guerrilla. Con Reagan, la ayuda militar pasó de 5.9 millones de dólares en 1980 a 196.6 millones en 1984, su momento más alto. La prosecución del conflicto político-armado en el país y la escalada de la violencia, favorecida también por la nueva política de militarización de Reagan, incrementaron las presiones del Congreso

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norteamericano sobre la administración para encontrar una solución al conflicto. Para mantener el flujo de ayuda militar al ejército salvadoreño, la administración republicana empezó a moverse para acompañar su agresiva política con una estrategia que, por lo menos en apariencia, intentase favorecer la recomposición política del escenario del país. En mayo de 1982 se celebraron en El Salvador las elecciones para una nueva Asamblea Constituyente. Sin embargo, el Frente Democrático Revolucionario (fdr), que representaba a la mayor parte de la izquierda, decidió no participar en unos comicios que consideraba que eran una farsa. Las elecciones brindaron la mayoría de los escaños a la coalición entre el Partido de Concertación Nacional (pcn) y una nueva formación política, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), fundada en 1982 y liderada por Roberto D’Aubuisson, ultraderechista y líder de los escuadrones de la muerte involucrados en el asesinato del arzobispo Óscar Arnulfo Romero. Como ha señalado Brands, para D’Aubuisson, un líder moderado como Duarte que, además, había participado en las juntas cívico-militares de los años anteriores, era un “comunista que cree en dios”. D’Aubuisson fue elegido presidente de la Asamblea y una de sus primeras medidas fue la suspensión del proceso de tímida reforma agraria puesta en marcha con poco éxito por las juntas precedentes. A la aprobación de una nueva Constitución siguieron las elecciones que, en 1984, dieron la victoria al pdc y a Duarte como candidato presidencial. Los gobiernos del pdc, apoyados por Washington, tuvieron un impacto relativamente reducido en la mejora de la situación del país. A pesar del apoyo de Reagan, para quien Duarte representaba sobre todo una maniobra de relaciones públicas frente al Congreso y a la opinión pública de su país, el gobierno del pdc fracasó en el intento de mejorar las condiciones sociales de la mayoría pobre de El Salvador. Además, también resultó incapaz de frenar la violencia y dar comienzo a nuevas tentativas de paz creíbles. En 1989, al final del mandato de Reagan, Arena ganó las elecciones presidenciales, en un país donde el número de víctimas asociadas al conflicto había alcanzado la cifra espantosa de 70 000 personas. Sin haber podido derrotar a la guerrilla, la intervención de Reagan había tenido el único efecto de incrementar los altos niveles de violencia.

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No fueron menos dramáticas las consecuencias de las políticas de Reagan sobre Nicaragua después de 1981. Como ha señalado Coatsworth, entre enero de 1981 y el final de 1983, la nueva administración republicana desarrolló una política hostil y agresiva hacia lo que consideró un régimen comunista alineado con Cuba y con la URSS. Apoyado por las dictaduras sudamericanas, Washington supervisó y ayudó a la creación de una fuerza paramilitar, la Contra, integrada por exmiembros de la Guardia Nacional de Somoza que se habían reagrupado en el Frente Democrático Nacional. En marzo de 1981, el presidente republicano autorizó un presupuesto de 19.5 millones de dólares para que la cia organizara operaciones encubiertas en contra de los sandinistas que incluían, entre otras propuestas, la creación de un grupo paramilitar formalizada por medio de la National Security Decision Directive de 17 de noviembre. Como ha destacado Peter Kornbluh, la justificación oficial que Reagan dio para apoyar la creación de la Contra dentro del marco de las acciones en oposición a los sandinistas fue la necesidad de bloquear el supuesto flujo de armas que salía de Nicaragua hacia el fmln. Esta justificación sirvió a Reagan para intentar eludir la oposición del Congreso de Estados Unidos a que recursos públicos fueran utilizados para el derrocamiento de los sandinistas. A pesar de estos intentos, a partir de diciembre 1982, el Congreso logró imponer severas medidas de control al apoyo de Reagan a la Contra. Para evadir estos límites, la administración Reagan puso en marcha un esquema de financiación ilegal supervisado por el coronel Oliver North y coordinado por la cia y el Departamento de Estado. El esquema, gestionado como si fuera una empresa privada, logró canalizar hacia la Contra ayuda procedente de países como Brunei, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Israel, Panamá, Arabia Saudita y Taiwán. Además, Reagan autorizó la venta secreta de armas estadounidenses a Irán, país contra quien, después del triunfo de la Revolución islámica, estaba vigente un embargo y cuyos ingresos fueron usados para financiar a la Contra. Entre 1984 y 1986, logrando eludir las restricciones que el Congreso había impuesto a la administración Reagan en su guerra centroamericana, la Contra había recibido de Estados Unidos más de 50 millones de dólares en ayuda.

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A pesar de las justificaciones oficiales, la Contra, que para 1983 llegó a tener 10 000 efectivos, había sido pensada desde un principio como un instrumento para derrocar a los sandinistas. La Contra se moldeó a partir de la experiencia de la fuerza militar que había destituido a Árbenz en 1954 e intervino desde bases en Honduras y, de forma menos continua, en Costa Rica. Los ataques indiscriminados de la Contra a pueblos indefensos, escuelas y hospitales rurales habían causado, hasta 1985, la muerte de 3 652 civiles, habían herido a 4 039 más y, finalmente, secuestrado a otros 5 232. Las acciones de la Contra provocaron severos agravios a la población civil y obligaron al gobierno sandinista a desviar crecientes recursos de los programas sociales hacia la guerra. Al mismo tiempo que apoyaba a la Contra, la administración Reagan utilizó también los Unilaterally Controlled Latino Assets (ucla) en acciones encubiertas contra el gobierno sandinista. Los ucla, según el estudio de Kornbluh, fueron comandos entrenados y supervisados por la cia, formados por ciudadanos reclutados en El Salvador, Honduras, Chile, Argentina, Ecuador y Bolivia. En Nicaragua, por ejemplo, los ucla desempeñaron un papel importante en el plan de colocación de minas en los puertos nicaragüenses, empezado en 1984, que condujo al hundimiento de una importante cantidad de navíos comerciales con consecuencias nefastas para la economía nicaragüense. La imagen de la Revolución sandinista como proceso revolucionario alineado con Cuba y la URSS que la administración Reagan utilizó para justificar sus políticas representó una simplificación extrema de las posiciones del fsln. Es evidente que la cercanía ideológica entre los sandinistas y la Revolución cubana hizo de la isla un interlocutor muy importante para el fsln. Además, también es cierto que cuando la actividad de la Contra empezó, los gobiernos sandinistas recibieron ayuda crucial tanto de Cuba como de la URSS. La ayuda cubana se centró principalmente en los sectores de la educación, los servicios médicos, la construcción y el entrenamiento de personal militar nicaragüense. Cuba y el Bloque Oriental proporcionaron también importante ayuda militar que los cubanos transportaron al país centroamericano por vía aérea, con seis vuelos diarios realizados entre 1983 y 1989.

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Sin embargo, como ha observado Coatsworth, las políticas interna y externa del fsln nunca estuvieron completamente alineadas con la posición de los países socialistas. En primer lugar porque, como se ha señalado, a pesar de cierta centralización, Nicaragua contaba con un sector empresarial particularmente combativo que limitó la capacidad operativa de los sandinistas, tanto en el frente interno como en su política exterior. Un alineamiento acrítico con Cuba y la URSS habría generado resistencias más fuertes de las que ya existían en el país, lo que los sandinistas intentaron evitar, en parte por pragmatismo, en parte porque un sector del fsln creía en un proyecto más plural de país. En segundo lugar, el escenario internacional en que se desarrolló la Revolución sandinista era mucho más diversificado del que había existido, por ejemplo, durante las décadas de los años cincuenta y sesenta. Durante la década de los años setenta hubo un aumento importante del protagonismo político de los actores latinoamericanos que se involucraron directamente, en grado y momentos distintos, en el conflicto político-armado centroamericano. No faltaron, ya se ha visto, las intervenciones de los regímenes de América del Sur, con Argentina tomando un papel protagonista, en la ayuda a las dictaduras y fuerzas paramilitares de la región. Desde 1981, Argentina entrenó en tácticas contrainsurgentes a exmiembros de la Guardia Nacional de Nicaragua en instalaciones ubicadas en Buenos Aires, Guatemala, El Salvador y Honduras. Como ha señalado Armony, el ejército argentino acompañó al entrenamiento militar de la Contra con un profundo adoctrinamiento ideológico, que propuso una interpretación de la intervención en contra de los sandinistas como parte de una cruzada regional para enfrentar la penetración soviética y cubana en el hemisferio. Las tácticas que los oficiales argentinos enseñaron a sus homólogos nicaragüenses se basaron en la experiencia de la represión despiadada en contra de los Montoneros y los demás grupos guerrilleros argentinos, y admitieron explícitamente el recurso sistemático a la violación de los derechos humanos como instrumento de intimidación. A partir de final de 1981 los argentinos establecieron su cuartel general en Tegucigalpa, desde donde los militares José Osvaldo Ribeiro y Santiago Hoya supervisaron en colaboración con los estadounidenses las acciones de la Contra. Como ha señalado Armony, Ribeiro y Hoya habían sido

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figuras muy destacadas en las operaciones de inteligencia de la guerra sucia en contra de la guerrilla argentina y tenían un amplio historial de violaciones en materia de derechos humanos. Y, sin embargo, lo que se manifestó como una progresiva erosión del bipolarismo durante la primera parte de los años ochenta no sólo enfrentó a Nicaragua con las dictaduras de la región, sino que le proporcionó un número creciente de aliados. En este sentido, si, como hemos visto, para Cuba la alineación con la URSS representó también una estrategia de defensa del radicalismo interno frente a las injerencias estadounidenses, Nicaragua pudo aprovecharse de un contexto internacional donde el peso del bipolarismo fue menos constringente. Más allá de los movimientos armados centroamericanos como el fmln, los sandinistas contaron con la existencia de un amplio grupo de países, entre los cuales adquirió creciente importancia México, que se oponía a las políticas de Reagan. La presencia activa de estos países ofreció a los sandinistas una fuente de ayuda material y político-diplomática importante. Además, permitió al fsln responder a las acusaciones de la administración Reagan acerca de su supuesto alineamiento con el Bloque de Países Socialistas.

EL FRENTE LATINOAMERICANO PARA LA PAZ

México fue uno de los países que más involucrado estuvo en la ayuda a Nicaragua y, más en general, en el intento de dar solución a la crisis general centroamericana, durante las presidencias de José Ló­ pez Portillo (1976-1982) y de Miguel de la Madrid (1982-1988). Como se ha mencionado, en mayo de 1979, el país había roto relaciones diplomáticas con el gobierno de Somoza, justificando su decisión ante las inadmisibles violaciones de los derechos humanos perpetradas por la Guardia Nacional. Gracias a los recursos generados por el descubrimiento y puesta en producción de importantes reservas de petróleo, México no escatimó esfuerzos en apoyar materialmente a la Revolución sandinista, una vez que ésta había asumido el control del país. Según ha señalado Fabián Herrera, López Portillo abasteció a los revolucionarios con petróleo y con líneas de crédito, que durante los primeros meses del gobierno sandinista llegaron a

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representar 31.7% de los préstamos totales recibidos por Managua. Entre 1979 y 1981 el apoyo mexicano superó los 500 millones de dólares. La posición mexicana con respecto a la Revolución nicaragüense mostró de qué forma las ambiciones de autonomía mexicana frente a Estados Unidos, mantenidas desde el comienzo de la Guerra Fría, podían ser ahora fundamentadas con mayor fuerza gracias a los recursos petroleros. El papel de México también fue importante, como ha sido anotado, en el intento de articular una solución político-diplomática al conflicto centroamericano. En 1980, los primeros pasos en esta dirección sucedieron con la firma del Acuerdo de San José (asj) entre México y Venezuela. Según este convenio, los dos países se comprometían a suministrar 160 000 barriles de petróleo diarios a la región y ofrecían créditos por el equivalente a 30% de sus facturas petroleras con tasas de intereses moderadas. La idea política que subyacía al asj mostraba que para México la crisis centroamericana era, en primer lugar, una crisis social y que sólo el mejoramiento de las condiciones de desarrollo económico de la región podía darle respuesta. En el fondo era la prosecución lógica de la política exterior mexicana frente a las turbulencias generadas por el cruce entre crisis locales y presiones generadas por la Guerra Fría. Como había sucedido un par de décadas antes, en ocasión de la Revolución cubana, la respuesta mexicana a los tumultos revolucionarios regionales apostaba por una solución no militar, como la que proponía Washington, y que atacara las raíces socioeconómicas de la inestabilidad. La diferencia entre los años sesenta y la década de los ochenta era que, en un mundo sediento de petróleo, la abundancia derivada de la puesta en producción del macroyacimiento de Cantarell, empezada en 1979, ofrecía ahora al país latinoamericano una capacidad de maniobra mucho mayor. En el marco de esta estrategia, en agosto de 1981, México y Francia emitieron una declaración conjunta en la que se reconocía al fmln y al fdr salvadoreños como fuerzas políticas re­ pre­sen­ta­ti­vas. La declaración franco-mexicana dio un importante reconocimiento a un sujeto armado mostrando, una vez más, que desde el punto de vista mexicano la solución a la crisis de la región podía venir sólo de una estrategia política que implicara a todos los actores involucrados en el conflicto.

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Las maniobras mexicanas culminaron con la articulación de un núcleo de países organizados en el Grupo Contadora que, entre 1983 y 1986, buscó distintos recursos diplomáticos para contener la fuerza de la injerencia estadounidense en Nicaragua y brindar una solución multilateral al conflicto centroamericano. El Grupo Contadora, fundado en la homónima isla panameña en enero de 1983 por México, Colombia, Panamá y Venezuela, nació con el propósito de poner fin a un conflicto que había trascendido los confines nicaragüenses y que, bajo el impulso de las cada vez más intensas intrusiones estadounidenses, había abarcado y desestabilizado a la región entera. Como señala Carlos Rico, las maniobras militares realizadas por Estados Unidos en Honduras en octubre de 1981, conocidas como Ojo de Halcón y, un año después, el establecimiento de bases militares norteamericanas en el país centroamericano habían aumentado la percepción de una posible intervención directa estadounidense en el conflicto. Al problema de la Contra, que operaba desde Honduras y Costa Rica, y a la beligerancia de la guerrilla salvadoreña, se añadía el temor de una desestabilización todavía más profunda al hilo de una posible intervención estadounidense en contra de Nicaragua. La constancia con que el Grupo Contadora desarrolló su actividad diplomática fue crucial para la resolución de la crisis nicaragüense, sobre todo cuando, hacia el final de la década, la política dura de Reagan entró en una fase de crisis. Desde septiembre de 1984, los sandinistas habían aceptado la mediación del Grupo Contadora y habían accedido a la mayoría de sus peticiones. A cambio de la renuncia estadounidense a la fuerza, los sandinistas se habían comprometido a interrumpir su ayuda al fmln, a facilitar el regreso de los consejeros militares soviéticos y cubanos a sus respectivos países, a la reducción de las dimensiones del propio ejército y, finalmente, a aceptar la supervisión estadounidense sobre la implementación de estas cláusulas. Entre 1984 y 1987, la administración Reagan y sus aliados regionales se opusieron a las propuestas del Grupo Contadora e intentaron obstaculizar su puesta en marcha. Sin embargo, hacia el final de la década, una serie de factores modificaron las posiciones estadounidenses. Por un lado, después de años de guerra se había hecho patente la incapacidad de la Contra para derrotar militarmente a los sandi-

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nistas. El fracaso de la Contra debilitaba de raíz la estrategia de Reagan, obligando a la administración a un replanteamiento de su política centroamericana. Por otra parte, el estallido del escándalo relativo a la venta de armas a Irán, conocido como Irangate, y la condena oficial de la operación efectuada por Reagan, por parte de una comisión del Senado estadounidense en noviembre de 1987, infirieron un duro golpe a la estrategia del presidente republicano. Aunque el Grupo Contadora no había resultado completamente exitoso, sí había sido crucial en imponer la exigencia de una salida diplomática al conflicto, frente a las reticencias de los actores involucrados y, sobre todo, de Washington. Para el verano de 1987, la situación de fuerte debilidad en que se encontraba la presidencia Reagan la obligó a considerar un nuevo plan de mediación propiciado por el presidente de Costa Rica, Óscar Arias Sánchez. El llamado Plan Arias no representaba de hecho una derrota para la administración republicana. Más bien, implicaba que Estados Unidos renunciara a su intento de derrocamiento de los sandinistas. Sin embargo, a diferencia de los planes propuestos por el Grupo Contadora, dicho acuerdo suponía severas violaciones a la soberanía de Nicaragua. En realidad, la iniciativa de Arias se presentaba como un plan integral para la pacificación y democratización, no sólo de Nicaragua, sino de toda la región centroamericana. Según lo establecido por este proyecto, países como Guatemala, Honduras y El Salvador se comprometían formalmente a cesar la represión armada y a poner en marcha mecanismos que facilitaran la transición hacia un sistema político plural. No obstante, resultaba claro que, de acuerdo con la propuesta de Arias, Nicaragua era el país que se veía obligado a cumplir con un mayor número de compromisos y renuncias. Todo esto considerando que el régimen nicaragüense no era producto de un golpe de Estado, sino de una revolución en contra de una dictadura, y que su soberanía había sido violada por los ataques de un grupo paramilitar sostenido por países extranjeros. Según la iniciativa de Arias, el gobierno sandinista tenía que negociar un armisticio con la Contra, al que tenía que seguir la expulsión de los consejeros militares soviéticos y cubanos. Estados Unidos, por su lado, se comprometía a interrumpir la ayuda al grupo paramilitar nicaragüense. Al mismo tiempo, el gobierno sandinista,

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presidido por Daniel Ortega, tenía que permitir el comienzo de un proceso de transición democrática, crear una comisión electoral integrada por todos los partidos y fijar fechas para las elecciones. El Plan Arias, también conocido como Esquipulas II, por haberse formalizado en la ciudad homónima de Guatemala, ofrecía a los sandinistas la única e importante ventaja de liberarse del cerco militar y económico impuesto por Washington. Como ha señalado Coatsworth, el fsln, accediendo a firmar Esquipulas II, aceptaba intercambiar la soberanía por la paz, con la esperanza de concluir el dramático conflicto que atormentaba al país desde comienzos de la década de los ochenta y poder así concentrarse en los planes de reforma interna. La debilidad de la administración republicana, por un lado, y el pragmatismo sandinista, por el otro, constituyeron las bases sobre las que descansó el final del conflicto en Nicaragua. Sin embargo, como subraya Coatsworth, hubo otros factores que facilitaron la firma del proceso de paz. Entre éstos, vale la pena mencionar el apoyo del Grupo Contadora, el largo trabajo diplomático de México y el agotamiento que el ciclo de violencia había producido en la región, ablandando la posición de los actores más recalcitrantes en El Salvador, Guatemala y Honduras. Finalmente, de forma más general, se puede concluir que la firma del tratado fue posible por los cambios que se produjeron en América Latina hacia el final de la década de los ochenta. La caída de las sangrientas dictaduras de América meridional y su sustitución por gobiernos frágiles pero democráticos anunciaron el fin del conflicto bipolar y la extrema polarización que éste había propiciado en América Latina. El largo conflicto dejó a la región centroamericana destrozada. Los miles de muertos producidos por la represión, la militarización de la política y el proceso de eliminación física de los sectores más críticos de la sociedad, sumado al retraso económico generado por la guerra, dejaron una fuerte hipoteca sobre la futura estabilidad de los países de la región. Los incipientes procesos de democratización que florecieron ahí durante los años noventa tuvieron que enfrentarse a esta dura realidad. De manera que, efectivamente, el final de la Guerra Fría no implicó la conclusión de los conflictos sociales internos en los países centroamericanos. No obstante, su conclusión sí

QUINTA PARTE. EL CONFLICTO POLÍTICO-MILITAR CENTROAMERICANO

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dio por terminado ese peligroso mecanismo de conexión entre los procesos de conflicto local y las dinámicas internacionales de naturaleza conflictiva, incentivados por la contraposición bipolar. Aunque para América Central quedó un largo camino por recorrer para encontrar la paz y la justicia, camino que hasta la fecha no parece haberse consolidado del todo, el final de la Guerra Fría sirvió para recomponer la fractura externa que tanto contribuyó a enrarecer el conflicto político-armado regional.

EPÍLOGO La noche del 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov, último presidente y secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, anunciaba en un discurso televisado la disolución de la URSS, decisión que se hizo efectiva el 31 de ese mismo mes. Desde 1985, año en que asumió el cargo de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus), Gorbachov había intentado enfrentarse a los graves problemas políticos y económicos que minaban desde hacía tiempo las bases del experimento soviético. Por medio de las políticas de la Glásnost (transparencia y apertura) y la Perestroika (reconstrucción), el nuevo líder de la URSS había intentado revitalizar un régimen soviético que no lograba mantener el ritmo de la competencia con el Bloque Capitalista. Durante el largo periodo de gobierno de Brézhnev el proyecto soviético había cristalizado en un gigante militarmente poderoso y, sin embargo, económicamente ineficiente y políticamente estancado. Para transformar la URSS en un Estado moderno, más eficiente y abierto hacia las demandas de una sociedad civil cada vez más despierta, Gorbachov había puesto en marcha una serie de reformas económicas y políticas. No obstante, esas reformas no lograron revitalizar al gigante atrofiado; al contrario, tuvieron como principal efecto el desmoronamiento del régimen político emergido de la Revolución de 1917. En América Latina, las consecuencias del colapso de la URSS fueron amplias y dramáticas. Para Cuba el colapso de su principal aliado significó el comienzo de un periodo de redimensionamiento de las metas políticas y económicas planteadas por la Revolución cubana. El final de la ayuda soviética anuló la capacidad cubana de proyectarse militarmente hacia el exterior e imposibilitó la continuación de una política de apoyo a los movimientos de lucha armada en el Tercer Mundo. Internamente, durante lo que se conoció como “periodo 233

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especial”, la isla atravesó una larga etapa de fuerte escasez material, que enfrentó a la sociedad a dramáticos problemas de subsistencia que afectaron lo más elemental. Sin el apoyo material soviético y frente a una situación de creciente privación, emergieron con fuerza los aspectos más negativos de un sistema político que desde un principio se había caracterizado por una fuerte centralización política. Además, afloró el problema de un régimen cada vez más centrado en la figura de su líder histórico, Fidel Castro, que ya había aprendido la lección del fracaso de la Perestroika y estaba determinado a defender el proyecto revolucionario cubano, incluso frente a los dramáticos costos sociales y políticos que planteaba el desmoronamiento de su aliado clave, la URSS. La decisión de sobreponer el salvamento del régimen revolucionario por encima de cualquier otra consideración, incluso del bienestar inmediato de sus ciudadanos, produjo una ruptura irresoluble entre el liderazgo revolucionario y una parte importante de la población. La caída de la URSS y el forzoso repliegue cubano implicaron la disolución de los proyectos más radicales de transformación de las angostas estructuras sociales, políticas y económicas latinoamericanas. Cuando, en diciembre de 1991, en la plaza del Kremlin desapareció para siempre la bandera de la URSS, en América Latina el sueño de un cambio revolucionario, ya de por sí debilitado por sus propias derrotas, sus errores y la brutal represión estatal, comenzó a desvanecerse. Por otro lado, la conclusión de la Guerra Fría pareció conducir los procesos políticos continentales a la misma situación del bienio 1946-1947, cuando el estallido del conflicto bipolar determinó una cesura en las dinámicas de consolidación democráticas regionales. Durante los años ochenta, el progresivo debilitamiento de las tensiones bipolares bajo los golpes de la Perestroika de Gorbachov, quien rechazaba la necesidad de competir globalmente con el capitalismo, facilitó la paulatina desmilitarización de los procesos y de los sistemas políticos latinoamericanos. Como han subrayado Scott Mainwaring y Aníbal Pérez-Liñán, si en 1978 en el continente sólo Colombia, Costa Rica y Venezuela podían definirse como democracias, para 1992, en la región, sólo Haití y Cuba seguían rigiéndose por sistemas políticos formalmente no democráticos. Argentina en 1983, Brasil en 1985, Chile en 1988-1990, Uruguay en 1984, Paraguay en 1989-

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1992, seguidos por los países centroamericanos hacia finales de los ochenta e inicios de los noventa, transitaron hacia un sistema de elecciones plurales, de virtual separación de poderes y con menor incidencia de los militares sobre la vida pública de los respectivos países. En este contexto, México otra vez representó un caso peculiar, ya que, a pesar de una paulatina apertura durante los años noventa, sólo en el año 2000, con la elección de Vicente Fox, el país registró una plena alternancia de partidos en el poder. Una multiplicidad de factores incidió sobre el retorno hacia una senda de democratización, en un proceso en el que la región parecía reanudar los hilos de un discurso abandonado forzosamente hacia el final de los años cuarenta. Los gobiernos militares de la región salieron, en distintos niveles, deslegitimados. La dictadura argentina, por ejemplo, se vio fuertemente afectada por la improvisada decisión de invadir las islas Malvinas en 1982 y la consecuente y humillante derrota frente a las tropas del Reino Unido. Sin embargo, a pesar de las diferencias regionales, en última instancia el fin de las dictaduras estuvo determinado por su incapacidad para gobernar y por su falta de legitimidad a partir del estallido de las crisis de las deudas. Entre 1970 y 1980, la deuda exterior latinoamericana pasó de 30 000 a 240 000 millones de dólares y al paso de una década todos los regímenes militares (así como las administraciones en México y Venezuela, bajo las presidencias de los populistas autoritarios José López Portillo y Carlos Andrés Pérez) se apoyaron en una alianza con la banca internacional, norteamericana, europea y japonesa, que les proporcionó flujos constantes y crecientes de fondos. La abundancia de estos recursos financieros se debía a los altos precios que había alcanzado el petróleo durante los años setenta por las políticas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (opep) y los vastos beneficios generados en los países productores, que habían sido depositados en los grandes bancos occidentales y japoneses. Las dictaduras utilizaron estos fondos, tanto para cubrir déficits como para apoyar proyectos de obras y empresas públicas de las que se beneficiaron muchos de los altos gerentes de compañías en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, y que, en muchos casos, eran oficiales militares de alto rango. Una parte de los fondos también se utilizó para sostener la compra de armas y alentar el frenesí de competencia militar

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que en esos años contribuyó a mantener un clima de militarismo y conflictividad en la región. Pero toda la estructura de apoyos financieros que recibieron los gobiernos latinoamericanos en la época de auge de las deudas se vino abajo con una simple decisión de la Reserva Federal estadounidense, bajo la dirección de Paul Volker, quien resolvió subir las tasas de interés de manera dramática entre 1980 y 1981. Esas medidas provocaron que el pago de las deudas externas contraídas por los gobiernos latinoamericanos fuera virtualmente imposible de saldar. A ello se agregó la disminución de los precios del sector primario latinoamericano, a causa del estancamiento de la economía internacional, que empujaron a las dictaduras a la bancarrota. Como ha señalado Peter Smith, las presiones políticas que la insolvencia financiera ejerció sobre las juntas militares de América del Sur facilitaron la restitución del poder a los actores civiles. En este contexto, como ha subrayado Carlos Marichal, la excepción fue probablemente Chile. Aunque la dictadura de Pinochet había recurrido en exceso al financiamiento externo, en 1985 pudo llevar a cabo un proceso de reestructuración financiera, particularmente doloroso desde el punto de vista social, y mantenerse en el poder hasta 1989. Además, la estabilidad de las dictaduras también fue afectada por los excesos de la represión que acabaron por alejar de las juntas incluso a los sectores moderados de las clases medias y empresariales. Como recuerda nuevamente Smith, fueron los hijos de las clases medias el principal blanco de la represión del ejército, un factor que a medio plazo enajenó sus simpatías hacia los militares. En países como Brasil, el rechazo hacia el autoritarismo militar involucró también a sectores empresariales importantes. El desarrollismo de la junta brasileña había implicado una paulatina ampliación de la intervención del Estado en la economía, limitando los espacios de la iniciativa privada y determinando su creciente descontento con la gestión del ejército. Como se comentó antes, la continua erosión del poder autoritario en América Latina no sería del todo comprensible sin tener en cuenta el impacto que el final del conflicto bipolar tuvo en la región. La disminución de las tensiones internacionales ayudó a cerrar la fractura externa que, como se mencionó al comienzo del libro, al final de los

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años cuarenta había desempeñado un papel importante en incentivar una deriva autoritaria y represiva en el subcontinente. En este sentido, la debilidad interna de los proyectos conservadores y autoritarios latinoamericanos fue amplificada por la gradual desaparición de las injerencias externas, que habían transformado cada conflicto local en una prueba de fuerza entre los dos bloques. La disolución de la URSS, y con ella la desaparición de las ansiedades geopolíticas estadounidenses, eliminó el poderoso factor de distorsión representado por las intervenciones abiertas o encubiertas estadounidenses, devolviendo a la región una mayor autonomía política interna. La llegada al poder, a comienzos de la primera década del siglo xxi de gobiernos de izquierda en Argentina, Bolivia, Ecuador o Venezuela habría sido intolerable para Estados Unidos durante la Guerra Fría. La consolidación de este tipo de regímenes representa, quizás, la prueba contrafactual más importante para medir la forma en que las dinámicas internacionales, relacionadas con el conflicto bipolar, distorsionaron, a partir de 1946-1947, la evolución de los acontecimientos políticos continentales. Sin embargo, sería un error pensar que la conclusión de la Guerra Fría haya transportado a la región hacia una etapa caracterizada por la ausencia de problemas y conflictos. Lamentablemente, la democratización no ha sido el único efecto que el final del conflicto bipolar ha contribuido a producir en la región. La disolución de la URSS y la pérdida de atractivo de un modelo socioeconómico basado en la redistribución y que se contraponía al capitalismo han tenido profundas consecuencias en la región. En particular, este proceso se ha traducido en un viraje acrítico hacia un modelo económico de tipo neoliberal, basado en los preceptos del llamado Consenso de Washington. Nuevamente, hay que destacar cómo la adopción de este paradigma económico no ha representado una imposición unilateral estadounidense. El estancamiento del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, agravado por la crisis de la deuda, y el peso de una importante élite tecnocrática latinoamericana, convencida de la bondad del nuevo modelo, representan factores cruciales para explicar el giro hacia el neoliberalismo. El neoliberalismo en América Latina, como en otras áreas del Tercer Mundo, ha sido presentado como un nuevo camino hacia la modernidad frente a los supuestos

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límites que el modelo de industrialización estatista habría demostrado tener. Sin embargo, como ocurrió con el problema de la democratización, el cambio de modelo económico sería poco comprensible sin tener en cuenta el impacto del final de la Guerra Fría. Como ha señalado Duccio Basosi, la conclusión del conflicto bipolar y el cambio de modelo económico estuvieron conectados. La escasa capacidad de proyección soviética en América Latina a comienzos de los años ochenta facilitó el viraje latinoamericano hacia un modelo de tipo neoliberal. La falta de un contrapeso geopolítico e ideológico al modelo neoliberal dificultó la articulación de una propuesta alternativa para hacer frente a la crisis de la deuda, propiciando la adopción de una serie de medidas macroeconómicas neoliberales diseñadas por la élite tecnocrática latinoamericana, apoyadas por Estados Unidos y por los organismos internacionales con sede en Washington. Como sea, el panorama social y político que arroja como herencia el final del conflicto bipolar en América Latina está hecho de claroscuros. La democracia y el final de la brutal represión estatal representan un activo para la región. Sin embargo, las crecientes desigualdades sociales que afectan a América Latina cuestionan nuevamente la posibilidad de emprender un camino de estabilidad política en un contexto de paz y justicia social. La conclusión de la Guerra Fría deja así en herencia un resultado paradójico: por un lado, la desaparición de las tensiones bipolares ha facilitado el proceso de democratización procedimental de los regímenes políticos latinoamericanos; por otro, la desaparición de la URSS ha favorecido la instauración de un modelo económico que, al incentivar la desigualdad y la concentración de la riqueza, ha vaciado paulatinamente de sustancia a las instituciones democráticas. A su vez, las desigualdades y el vaciamiento de las instituciones democráticas han conformado un contexto particularmente propicio para la proliferación del crimen organizado, basado en el lucrativo negocio del tráfico de drogas. Finalmente, el reto planteado por el narcotráfico se ha visto fuertemente ampliado por el hecho de que la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, en lugar de atacar las raíces del problema, es decir, fortalecer los mecanismos de participación democrática real y la lucha frente a las desigualdades, ha elegido una estrategia militarizada.

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La encrucijada en que se encuentra la región en la actualidad no es, en este sentido, menos desafiante que la vivida durante la Guerra Fría. Es más, la conclusión del conflicto bipolar deja al desnudo las debilidades que siguen marcando, independientemente del contexto externo, a todo el subcontinente. El fin del conflicto entre Moscú y Washington ha sanado, en cierta medida, aquella fractura externa que contribuyó de forma importante a determinar el carácter dramático de la Guerra Fría latinoamericana. La relación entre la región y Washington aún está marcada por un evidente desequilibrio de poder que favorece a este último. A pesar de esto, la desaparición de la URSS ha eliminado la poderosa base ideológica, el anticomunismo, que justificaba la forma invasiva y violenta con que Estados Unidos ejerció su hegemonía durante el conflicto bipolar. Desafortunadamente, la mayor autonomía política que este proceso ha brindado a la región no se ha traducido en una recomposición de la fractura interna que, como hemos visto en la primera parte de este libro, representó el segundo punto esencial de conflicto de la trayectoria histórica latinoamericana durante la Guerra Fría. Al contrario, una parte importante de las élites latinoamericanas ha utilizado su mayor autonomía para acentuar los aspectos más regresivos y patrimonialistas de las políticas económicas propiciadas por el Estado dentro del nuevo marco democrático. Finalmente, el recurso a la violencia como herramienta para el ejercicio del poder político sigue representando en muchos contextos regionales un fenómeno importante; México y los países de América Central son los ejemplos más emblemáticos de este problema. Así, la ruptura de las dinámicas de corresponsabilidad entre las expresiones políticas más conservadoras de las sociedades latinoamericanas y la hegemonía estadounidense, típica de la Guerra Fría, deja a las élites latinoamericanas la responsabilidad exclusiva e ineludible de garantizar a la región un futuro de paz y de mayor inclusión social. La Guerra Fría puede haberse acabado, pero los retos que enfrenta América Latina siguen siendo vastos, amenazantes y de soluciones extremadamente complejas.

ENSAYO BIBLIOGRÁFICO PRIMERA PARTE

El debate historiográfico sobre la Guerra Fría

Para una visión general sobre la historiografía de la Guerra Fría, sus problemas, debates y cronología, véanse las distintas contribuciones contenidas en Odd Arne Westad (ed.), Reviewing the Cold War: Approaches, Interpretations, Theory, Londres, Frank Cass, 2000. Para una apreciación de la evolución más reciente del debate, véase Melvyn P. Leffler y Odd Arne Westad (eds.), The Cambridge History of the Cold War, vol. i, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2010; y el ensayo de Westad en Joel Isaac (ed.) y Duncan Bell (coed.), Uncertain Empire: American History and the Idea of the Cold War, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2012; Prasenjit Duara, “The Cold War as a Historical Period: An Interpretive Essay”, Journal of Global History, vol. 6, núm. 3, noviembre de 2011, pp. 457-480; Akira Iriye, “Historicizing the Cold War”, en Richard H. Immerman y Petra Goedde (eds.), The Oxford Handbook of the Cold War, Oxford, Oxford University Press, 2013, pp. 15-31; Federico Romero, “Cold War Historiography at the Crossroads”, Cold War History, vol. 14, núm. 4, 2014, pp. 685-703. Obras de referencia para la historiografía ortodoxa son: George F. Kennan, American Diplomacy, Chicago, University of Chicago Press, 1951; Herbert Feis, Churchill, Roosevelt, Stalin; The War they Waged and the Peace they Sought, Princeton, Princeton University Press, 1957; Arthur M. Schlesinger, Jr., “Origins of the Cold War”, Foreign Affairs, octubre de 1967, pp. 22-52. Para la perspectiva revisionista: William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplo241

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macy, Cleveland, World Pub. Co., 1959; Joyce y Gabriel Kolko, The Limits of Power: The World and United States Foreign Policy, 1945-1954, Nueva York, Harper & Row, 1972; Walter LaFeber, America, Russia, and the Cold War, 1945-1971, Nueva York, Wiley, 1972; Anders Stephanson, Manifest Destiny: American Expansionism and the Empire of Right, Nueva York, Hill and Wang, 1995. Para las dos vertientes de la perspectiva posrevisionista, véanse las obras de Melvyn P. Leffler, A Preponderance of Power: National Security, the Truman Administration, and the Cold War, Stanford, Stanford University Press, 1992; For the Soul of Mankind: The United States, the Soviet Union, and the Cold War, Nueva York, Hill and Wang, 2007 y Melvyn P. Leffler y David S. Painter, Origins of the Cold War: An International History, Nueva York, Routledge, 2005; y las obras de John Lewis Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War, 1941-1947, Nueva York, Columbia University Press, 1972; Strategies of Containment: A Critical Appraisal of American National Security Policy during the Cold War, Nueva York, Oxford University Press, 1982; We Now Know: Rethinking Cold War History, Oxford, Clarendon Press y Nueva York, Oxford University Press, 1997. Para profundizar el debate entre las distintas corrientes del posrevisionismo véase especialmente: Melvyn P. Leffler, “The Cold War: What Do ‘We Now Know’?”, The American Historical Review, vol. 104, núm. 2, abril de 1999, pp. 501-524 y Mario del Pero, Between Long Peaces and Cold Wars. The Historiography of John Lewis Gaddis, Paper for the Panel Critical Historiography of International History, Seventh European Social Science History Conference, Lisboa, febrero de 2008. Para las obras que han abierto nuevas perspectivas sobre el punto de vista soviético en el marco de la nueva historiografía sobre la Guerra Fría, véase: Vladislav Zubok y Constantine Pleshakov, Inside the Kremlin’s Cold War: From Stalin to Khrushchev, Cambridge, Harvard University Press, 1996; Vladislav M. Zubok, A Failed Empire: The Soviet Union in the Cold War from Stalin to Gorbachev, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2007; David C. Engerman, “Learning from the East: Soviet Experts and India in the Era of Competitive Coexistence”, Comparative Studies in South Asia, Africa, and the Middle East, vol. 33, núm. 2, 2013, pp. 227-238; David C. Engerman, “The Second World’s Third World”, Kritika: Explorations in

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Russian and Eurasian History, vol. 12, núm. 1, invierno de 2011, pp. 183-211; Andrea Graziosi, L’URSS dal trionfo al degrado: storia dell’Unione Sovietica, 1945-1991, Boloña, Il Mulino, 2008; Artemy M. Kalinovsky, Long Goodbye: The Soviet Withdrawal from Afghanistan, Cambridge, Harvard University Press, 2011; Laboratory of Socialist Development: Decolonisation, Cold War Politics, and the Struggle for Welfare and Equality in Soviet Tajikistan, Ithaca, Cornell University Press, 2018; Jeremy Friedman, Shadow Cold War: The Sino-Soviet Competition for the Third World, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2015; Alessandro Iandolo, “The Rise and Fall of the Soviet Model of Development in West Africa, 1957-1964”, Cold War History, vol. 12, núm. 4, noviembre de 2012, pp. 683-704; “Beyond the Shoe: Rethinking Khrushchev at the Fifteenth Session of the United Nations General Assembly”, Diplomatic History, vol. 41, núm. 1, enero de 2017, pp. 128-154. Dentro de la nueva historiografía sobre la Guerra Fría, el libro que ha implicado un mayor cambio de perspectiva analítica al integrar el Tercer Mundo como campo de estudio es: Odd Arne Westad, The Global Cold War: Third World Interventions and the Making of our Times, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2007. Para una imagen panorámica de conjunto acerca de las evoluciones más recientes de esta perspectiva historiográfica, véase: Robert J. McMahon (ed.), The Cold War in the Third World, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2012.

América Latina y la Guerra Fría

Las obras importantes en el marco de la incipiente nueva historiografía sobre la Guerra Fría en América Latina son: Kyle Longley, The Sparrow and the Hawk: Costa Rica and the United States during the Rise of José Figueres, Tuscaloosa, University of Alabama Press, 1997; Piero Gleijeses, Conflicting Missions: Havana, Washington, and Africa, 19591976, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2002; Daniela Spenser (coord.), Espejos de la Guerra Fría: México, América Central y el Caribe, México, ser/ ciesas/ M.A. Porrúa, 2004 (en su versión en inglés parcialmente ampliada: Gilbert M. Joseph, Daniela Spenser [eds.],

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In from the Cold: Latin America’s New Encounter with the Cold War, Durham, Duke University Press, 2008); Hal Brands, Latin America’s Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2010; Roberto García Ferreira, Bajo vigilancia: la cia, la policía uruguaya y el exilio de Jacobo Árbenz en Uruguay (1957-1960), Guatemala, ceur-Editorial Universitaria, Universidad de San Carlos de Guatemala, 2013; y, en coedición con Fernando Aparicio y Mercedes Terra, Espionaje y política: Guerra Fría, inteligencia policial y anticomunismo en el sur de América Latina, 1947-1961, Uruguay, Ediciones B, 2013; Tanya Harmer, Allende’s Chile and the Inter-American Cold War, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2011 (en su versión en castellano: El gobierno de Allende y la Guerra Fría interamericana, Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013); Aldo Marchesi, “Revolution Beyond the Sierra Maestra: The Tupamaros and the Development of a Repertoire of Dissent in the Southern Cone, Montevideo (19621968)”, The Americas, vol. 70, núm. 3, enero de 2014, pp. 523-553; del mismo autor: “Southern Cone Cities as Political Laboratories of the Global Sixties: Montevideo (1962-1968), Santiago de Chile (19691973), Buenos Aires (1973-1976)”, EIAL, vol. 28, núm. 7, diciembre de 2017; Eric Zolov, “Introduction: Latin America in the Global Sixties”, The Americas, vol. 70, núm. 3, enero de 2014, pp. 349-362; Patrick Iber, Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America, Cambridge, Harvard University Press, 2015. Para profundizar el debate sobre las definiciones e interpretaciones tradicionales y más recientes de la Guerra Fría en América Latina y su evolución, véase: Mark T. Gilderhus, “An Emerging Synthesis? U.S.-Latin American Relations since the Second World War”, Diplomatic History, vol. 16, núm. 3, 1992, pp. 429-452; Max Paul Friedman, “Retiring the Puppets, Bringing Latin America Back In: Recent Scholarship on United States-Latin American Relations”, Diplomatic History, vol. 27, núm. 5, 2003, pp. 621-636; Greg Grandin, The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War, Chicago, University of Chicago Press, 2004; Greg Grandin, “Off the Beach: The United States, Latin America, and the Cold War”, en Jean-Christophe Agnew y Roy Rosenzweig (eds.), A Companion to post-1945 America, Malden, Blackwell Pub., 2006; también la introducción de Greg Grandin en Greg Grandin y G. M. Joseph (eds.), A Century of Revolution: Insur-

ENSAYO BIBLIOGRÁFICO

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gent and Counterinsurgent Violence during Latin America’s Long Cold War, Durham, Duke University Press, 2010; Stephen G. Rabe, The Killing Zone: The United States Wages Cold War in Latin America, Nueva York, Oxford University Press, 2012; Soledad Loaeza, “Estados Unidos y la contención del comunismo en América Latina y México”, Foro Internacional, vol. liii, 1 (211), enero-marzo de 2013, pp. 5-56; Tanya Harmer, “The Cold War in Latin America”, en Artemy M. Kalinovsky, Craig Daigle (eds.), The Routledge Handbook of the Cold War, Londres y Nueva York, Routledge/ Taylor & Francis Group, 2014; Vanni Pettinà y José Antonio Sánchez Román, “Introduction to Beyond US Hegemony: The Shaping of the Cold War in Latin America”, Culture & History Digital Journal, vol 4, núm. 1, 2015, pp. 1-4; Aldo Marchesi, “Escribiendo la Guerra Fría latinoamericana: entre el Sur ‘local’ y el Norte ‘global’”, Estudios Históricos, vol. 30, núm. 60, 2017, pp. 187-202. Un estudio que muestra de forma clara la convergencia ideológica entre el New Deal y los procesos revolucionarios latinoamericanos, en este caso en México, es: Tore C. Olsson, Agrarian Crossings. Reformers and the Remaking of the US and Mexican Countryside, Prince­ ton y Oxford, Princeton University Press, 2017. Aunque el libro de Tulio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza Editorial, 1970, tiene ya décadas de haberse publicado (y ampliado en versiones sucesivas), sigue ofreciendo algunas de las claves interpretativas más sólidas para com­ pren­der la historia del continente durante la Guerra Fría.

SEGUNDA PARTE

Para un análisis del impacto de la Guerra Fría sobre los procesos políticos y sociales latinoamericanos durante la etapa temprana del conflicto bipolar, en conjunto y en casos específicos, véase: Tulio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza Editorial, 1970; Marcello Carmagnani, L’America latina dal ‘500 a oggi: nascita, espansione e crisi di un sistema feudale, Milán, Feltrinelli, 1975; Leslie Bethell (ed.) e Ian Roxborough (coed.), Latin America between the Second World War and the Cold War, 1944-1948,

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Cambridge, Cambridge University, 1992; Torcuato S. Di Tella, Historia de los partidos políticos en América Latina, siglo xx, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; Antonio Annino, “Ampliar la nación”, en A. Annino, L. Castro Leiva y F.-X. Guerra, De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja/ Obra Cultural, 1994; David Rock (ed.), Latin America in the 1940s War and Postwar Transitions, Berkeley, Los Ángeles y Oxford, University of California Press; Leslie Be­thell e Ian Roxborough, “The Impact of the Cold War on Latin America”, en Melvyn P. Leffler y David S. Painter (eds.), Origins of the Cold War: An International History, Nueva York, Routledge, 2005, pp. 299-316; Rafael Pardo Rueda, Entre dos poderes: de cómo la Guerra Fría moldeó América Latina, Bogotá, Taurus, 2014. Para profundizar el problema del nuevo sistema económico internacional, el comienzo de la Guerra Fría y las relaciones interamericanas, véase: Albert O. Hirschman, “The Political Economy of Import-Substituting Industrialization in Latin America”, The Quarterly Journal of Economics, vol. 82, núm. 1, febrero de 1968, pp. 1-32; Stephen G. Rabe, “The Elusive Conference: United States Economic Relations with Latin America, 1945-1952”, Diplomatic History, vol. 2, núm. 3, 1978, pp. 279-294; Rosemary Thorp, Progreso, pobreza y exclusión: una historia económica de América Latina en el siglo xx, Wash­ing­ ton, Banco Interamericano de Desarrollo, 1998; Joseph L Love, “The Rise and Fall of Structuralism”, en Valpy FitzGerald, Rosemary Thorp, Economic Doctrines in Latin America: Origins, Embedding and Evolution, Houndmills, Palgrave, 2005, pp. 157-181; Víctor L. Urquidi, Otro siglo perdido: las políticas de desarrollo en América Latina, 19302005, México, Fondo de Cultura Económica/ El Colegio de México (Fideicomiso Historia de las Américas), 2005; Edgar J. Dosman, The Life and Times of Raúl Prebisch, 1901-1986, Montreal, McGill-­Queen’s University Press, 2010; Carlos Marichal, Nueva historia de las grandes crisis financieras: una perspectiva global, 1873-2008, Buenos Aires, Debate, 2010; Luis Bértola, José Antonio Ocampo, The Economic De­ velop­ment of Latin America since Independence, Oxford, Oxford University Press, 2012; Barry Carr, “Bogotá Conference (1948)”, en Alan McPherson (ed.), Encyclopaedia of U.S. Military Interventions in Latin America, Santa Bárbara, abc-clio, 2013, pp. 39-41; Eric Helleiner, Forgotten Foundations of Bretton Woods: International Development and

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the Making of the Postwar Order, Ithaca y Londres, Cornell University Press, 2014. Además de las obras mencionadas, para profundizar algunos casos emblemáticos que se analizan en esta sección del libro: Argentina: Loris Zanatta y Mariano Aguas, “Auge y declinación de la tercera posición. Bolivia, Perón y la Guerra Fría, 1943-1954”, Desarrollo Económico, vol. 45, núm. 177, abril-junio de 2005, pp. 2553; Brasil: Stanley E. Hilton, “The United States, Brazil, and the Cold War, 1945-1960: End of the Special Relationship”, The Journal of American History, vol. 68, núm. 3, diciembre de 1981, pp. 599-624; Rafael R. Ioris, Transforming Brazil: A History of Na­tional Development in the Postwar Era, Nueva York y Londres, Routledge/ Taylor & Francis Group, 2014; Costa Rica: Kyle Longley, The Sparrow and the Hawk: Costa Rica and the United States during the Rise of José Figueres, Tuscaloosa, University of Alabama Press, 1997. Bolivia: James F. Siekmeier, Aid, Nationalism, and Inter-American Relations: Guatemala, Bolivia, and the United States, 1945-1961, Lewiston, E. Mellen Press, 1999; Chile: Carlos Huneeus, La Guerra Fría chilena: Gabriel González Videla y la Ley maldita, Santiago, Debate, 2009; Fernando Purcell, ¡De película! Hollywood y su impacto en Chile 1910-1950, Santiago, Taurus, 2012. Una interesante perspectiva comparada entre la experiencia chilena y la brasileña puede encontrarse en Ernesto Bohoslavsky, “Os partidos de direita e o debate sobre as estratégias anticomunistas (Brasil e Chile, 1945-1950)”, Varia Historia, vol. 30, núm. 52, Belo Horizonte, enero-abril de 2014, pp. 51-66; Colombia: Luis Herrán Ávila, “Convergent Conflicts: The Cold War and the Origins of the Counterinsurgent State in Colombia (1946-1964)”, en Frank Jacob (ed.), Peripheries of the Cold War, Würzburg, Königs­hausen & Neumann, 2015, pp. 319337; Robert A. Karl, Forgotten Peace. Reform, Violence and the Making of Contemporary Colombia, Oakland, University of California Press; Guatemala: Piero Gleijeses, Shattered hope: The Guatemalan Revolution and the United States, 1944-1954, Princeton, Princeton University Press, 1991; Stephen Schles­inger, Stephen Kinzer, Bitter Fruit: The Story of the American Coup in Guatemala, Boston, Harvard University/ David Rockefeller Center for Latin American Studies, 1999; Nicholas Cullather, Secret History: The cia´s Classified Account of Its Operations in Guatemala 1952-1954, Palo Alto, Stanford University Press, 1999; Miche-

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lle Denise Getchell, “Revisit­ing the 1954 Coup in Guatemala: The Soviet Union, the United Nations, and ‘Hemispheric Solidarity’”, Journal of Cold War History, vol. 17, núm. 2, primavera de 2015, pp. 73102; Roberto García Ferreira, “Usted bien sabe que los mi­litares, gente práctica, hacen las cosas más rápidamente que los diplomáticos: notas acerca del rol de Honduras como actor regional anticomunista en 1954”, ponencia presentada en la Segunda Sesión del Seminario de Historia Internacional El Colegio de México/ unam, México, 7 de junio de 2016; México: Lorenzo Meyer, “La Guerra Fría en el mundo periférico: el caso del régimen autoritario mexicano. La utilidad del anticomunismo discreto”, en Daniela Spenser (coord.), Espejos de la Guerra Fría: México, América Central y el Caribe, México: ser/ ciesas/ M.A. Porrúa, 2004, pp. 95-117; Soledad Loaeza, “La política de acomodo de México a la superpotencia. Dos episodios de cambio de régimen: 19441948 y 1989-1994”, Foro Internacional, 2010, vol. 50, núms. 3-4, pp. 627-660; “La reforma polí­ti­ca de Manuel Ávila Camacho”, Historia Mexicana, vol. 63, núm. 1 (249), julio-septiembre de 2013, pp. 251358: Vanni Pettinà, “Adapting to the New World: Mexico’s International Strategy of Economic Develop­ment at the Outset of the Cold War, 1946-1952”, en Vanni Pettinà y José Antonio Sánchez Román, Beyond US Hegemony: The Shaping of the Cold War in Latin America, Culture & History Digital Journal, vol 4, núm. 1, 2015, pp. 1-16. Para Cuba y la region del Caribe: Charles D. Ameringer, The Cuban Democratic Experience: The Auténtico Years, 1944-1952, Gainesville, University Press of Florida, 2000; Vanni Pettinà, “A Preponderance of Politics: The Auténtico Governments and US-Cuban Economic Relations, 1945-1951”, Journal of Latin Amer­ican Studies, vol. 46, núm. 4, noviembre de 2014, pp. 723-753; Aaron Coy Moulton, “Building Their Own Cold War in Their Own Backyard: The Transnational, International Conflicts in the Greater Carib­bean Basin, 1944-1954”, Cold War History, vol. 15, núm. 2, 2015, pp. 135-154. TERCERA PARTE

Para profundizar en la causas y evolución del proceso revolucionario cubano, véase: Antonio Annino, Dall’insurrezione al regime. Politiche di massa e strategie istituzionali a Cuba 1953-1965, Milán, Franco An-

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geli Editore, 1984; Thomas G. Paterson, Contesting Castro: The United States and the Triumph of the Cuban Revolution, Nueva York, Oxford University Press, 1994; Louis A. Pérez, Cuba: between Reform and Revolution, Nueva York, Oxford University Press, 1995; Marifeli Pérez-Stable, The Cuban Revolution: Origins, Course, and Legacy, Nueva York, Oxford University Press, 1999; Julia E. Sweig, Inside the Cuban Revolution: Fidel Castro and the Urban Underground, Cambridge, Harvard University Press, 2002; Vanni Pettinà, Cuba y Estados Unidos, 1933-1955: del compromiso nacionalista al conflicto, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2011; Lillian Guerra, Visions of Power in Cuba: Revolution, Redemption, and Resistance, 1959-1971, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2012; Rafael Rojas, Historia mínima de la Revolución cubana, México, El Colegio de México, 2015; Jonathan C. Brown, Cuba’s Revolutionary World, Cambridge, Massachusetts; Lon­ dres, Harvard University Press, 2017. Además de las obras generales señaladas sobre la historia de la Revolución cubana, para profundizar en la política exterior de Cuba después de 1959, véase: H. Michael Erisman, Cuba’s International Relations: The Anatomy of a Nationalistic Foreign Policy, Boulder, Westview Press, 1985; Jorge I. Domínguez, To Make a World Safe for Revolution: Cuba’s Foreign Policy, Cambridge, Harvard University Press, 1989; Piero Gleijeses, Conflicting Missions: Havana, Washington, and Africa, 1959-1976, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2002; Piero Gleijeses, “Las motivaciones de la política exterior cubana”, en Daniela Spenser (coord.), Espejos de la Guerra Fría: México, América Central y el Caribe, México, ser/ ciesas/ M.A. Porrúa, 2004, pp. 151174; Tanya Harmer “Two, Three, many Revolutions: Cuba and the Prospects for Revolutionary Change in Latin America, 1967-1975”, Journal of Latin American Studies, vol. 45, núm. 1, 2013, pp. 61-89. Sobre la Crisis de los Misiles, véase: Aleksandr Fursenko, Timothy Naftali, One Hell of a Gamble: Khrushchev, Castro, and Kennedy, 1958-1964, Nueva York, Norton, 1997; Sergo Mikoyan, The Soviet Cuban Missile Crisis: Castro, Mikoyan, Kennedy, Khrushchev, and the Missiles of November, Washington, D.C., Woodrow Wilson Center Press y California, Stanford University Press, 2012. Para profundizar en el estudio del giro de la política exterior soviética hacia el Tercer Mundo, véase: Aleksandr Fursenko and Ti-

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mothy Naftali, Khrushchev’s Cold War: The Inside Story of an American Adversary, Nueva York, Norton, 2006; Andrea Graziosi, L’URSS dal trionfo al degrado: storia dell’Unione Sovietica, 1945-1991, Boloña, Il Mulino, 2008; Alessandro Iandolo, “The Rise and Fall of the Soviet Model of Development in West Africa, 1957-1964”, Cold War History, vol. 12, núm. 4, noviembre de 2012, pp. 683-704; “Beyond the Shoe: Rethinking Khrushchev at the Fifteenth Session of the United Nations General Assembly”, Diplomatic History, vol. 41, núm. 1, enero de 2017, pp. 128-154. Para el acercamiento soviético hacia América Latina, después de la muerte de Stalin y de la Revolución cubana, véase: Nicola Miller, Soviet Relations with Latin America, 1959-1987, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1989; Ilya Prizel, Latin America through Soviet Eyes: The Evolution of Soviet Perceptions during the Brezhnev Era 1964-1982, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1990; Vanni Pettinà, “Mexican-Soviet Relations, 1958-1964: The Limits of Engagement”, cwihp e-Dossier 65, 3 de septiembre de 2015; Tobias Rupprecht, Soviet Internationalism After Stalin: Interaction and Exchange between the USSR and Latin America during the Cold War, Cambridge, Cambridge University Press, 2015; Vanni Pettinà, “¡Bienvenido Mr. Mikoyan!: tacos y tractores a la sombra del acercamiento soviético-mexicano, 1958-1964”, Historia Mexicana, vol. 66, núm. 2 (262), octubre-diciembre de 2016, pp. 793-852. Para una perspectiva de conjunto sobre la historia de los movimientos guerrilleros latinoamericanos y su relación con la Revolución cubana, véase, además de los textos generales señalados: Richard Gott, Guerrilla Movements in Latin America, Garden City, Doubleday, 1971; Jorge Castañeda, La utopía desarmada, México, Joaquín Mortiz, 1993; Jorge Castañeda, Compañero: The Life and Death of Che Guevara, Londres, Bloomsbury, 1997; Manuel Piñeiro Losada y Luis Suárez Salazar (eds.), Che Guevara and the Latin American Revolutionary Movements, Melbourne, Ocean Press, 2001; Richard Gillespie, Soldados de Perón. Historia crítica sobre los Montoneros, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; Eduardo Pizarro Leongómez, Las farc (1949-2011): de guerrilla campesina a máquina de guerra, Bogotá, Norma, 2011; Pablo A. Pozzi, Claudio Pérez (eds.), Por el camino del Che: las guerrillas latinoamericanas: 1959-1990, Buenos Aires,

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Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina, Facultad de Filosofía y Letras; Santiago, Universidad Academia de Humanismo Cristiano; Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Red Latinoamericana de Historia Oral/ Imago Mundi, 2012; Eugenia Palieraki, “¿Bajo el signo de Fidel? La Revolución cubana y la ‘nueva izquierda revolucionaria’ chilena en los años 1960”, en Alfredo Riquelme Segovia y Tanya Harmer (eds.), Chile y la Guerra Fría global, Santiago, RIL Editores, 2014; Dirk Krujit, Cuba and Revolutionary Latin America: An Oral History, Londres, Zed Books, 2016. Para un análisis del contexto político y social latinoamericano contemporáneo a la Revolución cubana, véase: Eric Zolov, “Expanding our Conceptual Horizons: The Shift from an Old to a New Left in Latin America”, A Contra Corriente, vol. 5, núm. 2, invierno de 2008, pp. 47-73. Sobre la cuestión de la reacción conservadora frente a la movilización de la nueva izquierda latinoamericana después del triunfo de la Revolución cubana, véase: Ariel Rodríguez Kuri, “El lado oscuro de la Luna: el momento conservador en 1968”, en Erika Pani (coord.), Conservadurismo y derechas en la historia de México, México, Fondo de Cultura Económica/Conaculta, 2009, pp. 512-559; Jaime M. Pensado, Rebel Mexico: Student Unrest and Authoritarian Political Culture during the Long Sixties, Stanford, Stanford University Press, 2013; David M. K. Sheinin, Consent of the Damned: Ordinary Argentinians in the Dirty War, Gainesville, University Press of Florida, 2012; Sebastián Carassai, The Argentine Silent Majority: Middle Classes, Politics, Violence, and Memory in the Seventies, Durham y Londres, Duke University Press, 2014. Para profundizar en los intentos de Brasil y México de limitar los efectos de la Revolución cubana desde una perspectiva reformista, véase: Boris Fausto, História do Brasil, São Paulo, Edusp: Fundação para o Desenvolvimento da Educação, 1994, especialmente pp. 337-­377; Soledad Loaeza, “Modernización autoritaria a la sombra de la superpotencia, 1944-1968”, en Erik Velásquez García et al., Nueva historia general de México, México, El Colegio de México, 2010, pp. 653-­ 697; Vanni Pettinà, “Global Horizons: Mexico, the Third World, and the Non-Aligned Movement at the Time of the 1961 Belgrade Conference”, International History Review, vol. 38, núm. 4, pp. 741-764.

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Para el caso de Venezuela, véase la obra citada de Tulio Halperín Don­ ghi, en especial: pp. 589-592. Los trabajos más completos sobre la Alianza para el Progreso: Stephen G. Rabe, The Most Dangerous Area in the World: John F. Kennedy Confronts Communist Revolution in Latin America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1999. Jeffrey F. Taffet, Foreign Aid as Foreign Policy: The Alliance for Progress in Latin America, Nueva York, Routledge, 2007. Para un análisis crítico de los límites de la Alianza para el Progreso y su relación con la promoción de instrumentos políticos autoritarios, véase: Thomas Field, From Development to Dictatorship: Bolivia and the Alliance for Progress in the Kennedy Era, Ithaca y Londres, Cornell University Press, 2014 (en su versión en castellano: Minas, balas y gringos. Bolivia y la Alianza para el Progreso en la era de Kennedy, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, Centro de Investigaciones Sociales, 2016). Sobre la relación entre la Alianza para el Progreso y la teoría de la modernización, véase: Nils Gilman, Mandarins of the Future: Modernization Theory in Cold War America, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2003; Michael E. Latham, The Right Kind of Revolution: Modernization, Development, and U.S. Foreign Policy from the Cold War to the Present, Ithaca, Cornell University Press, 2011.

CUARTA PARTE

Las obras importantes para entender el periodo de la Détente son: Raymond L. Garthoff, Detente and confrontation: American-Soviet Rela­ tions from Nixon to Reagan, Washington, D.C., Brookings Institution, 1994; Odd Arne Westad (ed.), The Fall of Detente: Soviet-American Relations during the Carter Years, Oslo (Boston), Scandinavian University Press, 1997; Jeremi Suri, Power and Protest: Global Revolution and the Rise of Detente, Cambridge, Harvard University Press, 2003; Jussi Hanhimäki, The Flawed Architect: Henry Kissinger and American Foreign Policy, Nueva York, Oxford University Press, 2004; Jeremi Suri, Henry Kissinger and the American Century, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 2007; Fredrik Logevall y Andrew Preston (eds.), Nixon in the World: American Foreign Relations, 1969-

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1977, Oxford, Nueva York, Oxford University Press, 2008; Mario del Pero, The Eccentric Realist: Henry Kissinger and the Shaping of American Foreign Policy, Ithaca, Cornell University Press, 2010; Daniel J. Sargent, A Superpower Transformed: the Remaking of American Foreign Relations in the 1970s, Oxford, Oxford University Press, 2015. Además, el segundo volumen de la Cambridge History of the Cold War ofrece un conjunto de ensayos importante para comprender la época. Para la perspectiva soviética sobre la détente, véanse los libros de Andrea Graziosi, Vladislav Zubok y Jeremy Friedman ya señalados en la parte primera de este ensayo, además del capítulo de Svetlana Savranskaya y William Taubman, “Soviet Foreign Policy, 1962-1975”, en la Cambridge History of the Cold War. Sobre la doctrina de seguridad nacional, véase: Alicia García, La doctrina de la seguridad nacional (1958/1983), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1991; Michael McClintock, Instruments of Statecraft: U.S. Guerrilla Warfare, Counterinsurgency, and Counter-Terrorism, 1940-1990, Nueva York, Pantheon Books, 1992; Stephen G. Rabe, The Most Dangerous Area in the World: John F. Kennedy Confronts Communist Revolution in Latin America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1999; Francisco Leal, “La doctrina de seguridad nacional: materialización de la Guerra Fría en América del Sur”, Revista de Estudios Sociales, núm. 15, junio, 2003, pp. 74-87; Mario Ranalletti, “Contrainsurgencia, catolicismo intransigente y extremismo de derecha en la formación militar argentina. Influencias francesas en los orígenes del terrorismo de Estado (1955-1976)”, en Daniel Feirstein (ed.), Terrorismo de Estado y genocidio en América Latina, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2009, pp. 249-281; Hal Brands, Latin America’s Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2010; Esteban Damián Pontoriero, “Preparativos de guerra: ejército, doctrina antisubversiva y planes represivos en los orígenes del terror de Estado, 1973-1976”, RUHM, vol. 5, núm. 10, 2015, pp. 319-339; “En torno a los orígenes del terror de Estado en la Argentina de la década de los setenta. Cuándo, cómo y por qué los militares decidieron el exterminio clandestino”, Papeles de Trabajo, vol. 10, núm. 17, 2016, pp. 30-50; Stephen G. Rabe, The Killing Zone: The United States Wages Cold War in Latin America, Nueva York, Oxford University Press, 2016. Para un panorama sobre las peculiaridades del caso

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peruano en el contexto de la doctrina de seguridad nacional, véase: Carlos Aguirre y Paulo Drinot (eds.), The Peculiar Revolution: Rethinking the Peruvian Experiment under Military Rule, Austin, University of Texas Press, 2017. Para los procesos de movilización social y la guerra sucia en México, véase: Soledad Loaeza, Clases medias y política en México: la querella escolar, 1959-1963, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Internacionales, 1988; Sergio Aguayo Quezada, 1968: los archivos de la violencia, México, Grijalbo, 1998; La charola: una historia de los servicios de inteligencia en México, México, Grijalbo, 2001; Verónica Oikión Solano y María Eugenia García Ugarte (eds.), Movimientos armados en México, siglo xx, Zamora y México, El Colegio de Michoacán/ ciesas, 2006; Ariel Rodríguez Kuri y Renato González Mello, “El fracaso del éxito, 1970-1985”, en Erik Velásquez García et al., Nueva historia general de México, México, El Colegio de México, 2010, pp. 746-799; Soledad Loaeza “Modernización autoritaria a la sombra de la superpotencia, 1944-1968”, en Erik Velásquez García et al., Nueva historia general de México, México, El Colegio de México, 2010, pp. 653-697; Fernando Herrera Calderón y Adela Cedillo (eds.), Challenging Authoritarianism in Mexico: Revolutionary Struggles and the Dirty War, 1964-1982, Nueva York, Routledge, 2012; Jaime M. Pensado, Rebel Mexico: Student Unrest and Authoritarian Political Culture during the Long Sixties, Stanford, Stanford University Press, 2013; Alexander Aviña, Specters of Revolution: Peasant Guerrillas in the Cold War Mexican Countryside, Oxford, Oxford University Press, 2014; Renata Keller, Mexico’s Cold War: Cuba, the United States, and the Legacy of the Mexican Revolution, Nueva York, Cambridge University Press, 2015. Para la historia chilena durante el periodo estudiado, véase: Joaquín Fermandois, Chile y el mundo, 1970-1973: la política exterior del gobierno de la Unidad Popular y el sistema internacional, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1985; Alan Angell, “Chile since 1958”, en Leslie Bethell (ed.), The Cambridge History of Latin America, Cambridge, Nueva York, Cambridge University Press, 1991, vol. 8, pp. 311-382; Alan Angell, Chile de Alessandri a Pinochet: en busca de la utopía, Santiago, Andrés Bello, 1993; Olga Uliánova, “La Unidad Popular y el golpe militar en Chile: percepciones y análisis sovieti-

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cos”, Estudios Públicos, núm. 79, invierno de 2000, pp. 83-171; Eduardo Silva, The State and Capital in Chile: Business Elites, Technocrats, and Market Economics, Boulder, Westview, 1996; Carlos Huneeus, El régimen de Pinochet, Santiago, Sudamericana, 2000; Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, New Press, 2003; Los EEUU y el derrocamiento de Allende: una historia desclasificada, Barcelona, Santiago, Ediciones B Chile, 2003; Jonathan Haslam, The Nixon Administration and the Death of Allende’s Chile: A Case of Assisted Suicide, Londres y Nueva York, Verso, 2005; Alfredo Riquelme Segovia, Rojo atardecer: el comunismo chileno entre dictadura y democracia, Santiago, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2009; Tanya Harmer, Allende’s Chile and the Inter-American Cold War, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2011; Tanya Harmer, “Brazil’s Cold War in the Southern Cone, 1970-1975”, Cold War History, vol. 12, núm. 4, 2012, pp. 659-681; Rafael Sagredo Baeza, Historia mínima de Chile, México, El Colegio de México/ Turner, 2014; Tanya Harmer y Alfredo Riquelme Segovia (eds.), Chile y la Guerra Fría global, Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile/ Instituto de Historia, Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política/ RIL Editores, 2014; Claudia Kedar, “The International Monetary Fund and the Chilean Chicago Boys, 1973-1977: Cold Ties between Warm Ideological Partners”, Journal of Contemporary History, febrero de 2017, pp. 1-23. Argentina: Juan Carlos Torre y Liliana de Riz, “Argentina since 1946”, en Leslie Bethell (ed.), The Cambridge History of Latin America, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 1991, vol. 8, pp. 73-194; Ricardo Sidicaro, La política mirada desde arriba: las ideas del diario La Nación, 1909-1989, Buenos Aires, Sudamericana, 1993; Tulio Halperín Donghi, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires, Ariel, 1994; Marcos Novaro y Vicente Palermo, La dictadura militar, 1976-1983: del golpe de Estado a la restauración democrática, Buenos Aires, Paidós, 2003; Carlos Osorio (con la asistencia de Kathleen Costar), National Security Archive Electronic Briefing Book, núm. 104, 4 de diciembre de 2003; Carlos Osorio y Kathleen Costar (eds.), National Security Archive Electronic Briefing Book, núm. 133, 27 de agosto de 2004; Alfredo Pucciarelli (coaut.), Empresarios, tec-

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nócratas y militares: la trama corporativa de la última dictadura, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2004; Clara E. Lida, Horacio Crespo y Pablo Yankelevich (eds.), Argentina, 1976: estudios en torno al golpe de Estado, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2007; Richard Gillespie, Soldados de Perón. Historia crítica sobre los Montoneros, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; Ana Castellani, Estado, empresas y empresarios: la construcción de ámbitos privilegiados de acumulación entre 1966 y 1989, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2009; Daniel Gutman, Sangre en el monte: la increíble aventura del erp en los cerros tucumanos, Buenos Aires, Sudamericana, 2010; Marcos Novaro, Historia de la Argentina: 1955-2010, Buenos Aires, Siglo XXI Editores/Fundación osde, 2010; Sergio Morresi “Un esquema analítico para el estudio de las ideas de derecha en Ar­ gentina (1955-1983)”, en Ernesto Bohoslavsky (comp.), Las derechas en el Cono Sur. Siglo xx. Actas del taller de discusión, Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2011, pp. 27-47; Clau­ dia Kedar, The International Monetary Fund and Latin America: The Argentine Puzzle in Context, Filadelfia, Temple University Press, 2013; William Michael Schmidli, The Fate of Freedom Elsewhere: Human Rights an U. S. Cold War Policy Toward Argentina, Ithaca, Cornell University Press, 2013; Sebastián Carassai, The Argentine Silent Majority: Middle Classes, Politics, Violence, and Memory in the Seventies, Durham y Londres, Duke University Press, 2014; Pablo Yan­ kelevich (coord.), Historia mínima de Argentina, Madrid, Turner/ El Colegio de México, 2014; Federico Finchelstein, Orígenes ideológicos de la “guerra sucia”. Fascismo, populismo y dictadura en la Argentina del siglo xx, Buenos Aires, Sudamericana, 2016; también los ensayos contenidos en Horacio Verbitsky y Juan Pablo Bohoslavsky (eds.), The Economic Accomplices to the Argentine Dictatorship: Outstanding Debts, Nueva York, Cambridge University Press, 2016; Jon Lee Anderson, “Does Henry Kissinger Have a Con­science?”, The New Yorker, 20 de agosto de 2016, en especial el texto de Eduardo Basualdo. Para profundizar en el problema de la lucha armada antes y durante la dictadura, véanse también los documentales de Andrés Di Tella, Montoneros, una historia, 1998, y Gabriel Corvi y Gustavo de Jesús, Errepé, 2004.

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Sobre la Operación Cóndor, véase: John Dinges, The Condor Years: How Pinochet and his Allies brought Terrorism to Three Continents, Nueva York, New Press, 2004; J. Patrice McSherry, Predatory States: Operation Condor and Covert War in Latin America, Lanham, Rowman & Littlefield Publishers, Inc., 2005.

QUINTA PARTE

Los siguientes trabajos ofrecen un análisis general del conflicto político-militar centroamericano con estudios focalizados sobre Nicaragua, El Salvador y Guatemala: Walter LaFeber, Inevitable Revolutions: The United States in Central America, Nueva York, Norton, 1983; Robert S. Leiken (ed.), Central America: Anatomy of Conflict, Nueva York, Pergamon Press, 1984; Saul Landau, The Guerrilla Wars of Central America: Nicaragua, El Salvador, and Guatemala, Nueva York, St. Martin, 1993; John H. Coatsworth, Central America and the United States: The Clients and the Colossus, Nueva York, Twayne Publishers, 1994; Alain Rouquié, Guerras y paz en América Central, México, Fondo de Cultura Económica, 1994; Dirk Kruijt, Guerrillas: War and Peace in Central America, Nueva York, Zed Books, 2008; Gilles Bataillon, Génesis de las guerras intestinas en América Central (1960-1983), México, Fondo de Cultura Económica, 2008, y del mismo autor: “De la lucha contra el tirano a la dictadura totalitaria; las revoluciones de Cuba (1959) y Nicaragua (1979)”, Istor, año 10, núm. 40, 2010, pp. 5-30. Específicamente sobre Nicaragua, véase: Gary Prevost, “Cuba and Nicaragua: A Special Relationship?”, Latin American Perspectives, vol. 17, núm. 3 (The Sandinista Legacy: The Construction of Democracy), verano de 1990, pp. 120-137; Walter Kurt, The Regime of Anastasio Somoza, 1936-1956, Chapel Hill, University of North Carolina, 1993; Rose Johnson Spalding, Capitalists and Revolution in Nicaragua: Opposition and Accommodation, 1979-1993, Chapel Hill, University of North Carolina, 1994; Mark Everingham, Revolution and the multiclass coalition in Nicaragua, Pittsburgh, University of Pittsburgh, 1996; William M. Leogrande, “Making the Economy Scream: US Economic Sanctions against Sandinista Nicaragua”, Third World Quarterly,

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HISTORIA MÍNIMA DE LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA

vol. 17, núm. 2, junio de 1996, pp. 329-348; María Dolores Ferrero Blanco, La Nicaragua de los Somoza: 1936-1979, Huelva, Universidad de Huelva, 2010; Gerardo Sánchez Nateras, “The Sandinistas Revolution and the Limits of the Cold War in Latin America, 1978-1979”, Cold War History, DOI 10.1080/14682745.2017.1369046. Sobre Guatemala, véase: Jennifer G. Schirmer, The Guatemalan Military Project: A violence Called Democracy, Filadelfia, University of Pennsylvania, 1998; Stephen M. Streeter, Managing the Counterrevolution: The United States and Guatemala, 1954-1961, Athens, Ohio University Center for International Studies, 2000; “Nation-Building in the Land of Eternal Counter-Insurgency: Guatemala and the Contradictions of the Alliance for Progress”, Third World Quarterly, vol. 27, núm. 1 (From Nation-Building to State-Building), 2006, pp. 57-68; Manolo E. Vela Castañeda, Los pelotones de la muerte. La cons­trucción de los perpetradores del genocidio guatemalteco, El Colegio de México, 2014. Sobre El Salvador, véase: Eduardo Colindres, Fundamentos económicos de la burguesía salvadoreña, San Salvador, uca Editores, 1977; Hugh Byrne, El Salvador’s Civil War: A Study of Revolution, Boulder, Lynne Rienner Publishers, 1996; Andrea Oñate, “The Red Affair: fmln-Cuban Relations during the Salvadoran Civil War, 19811992”, Cold War History, col. 11, núm. 2, 2011, pp. 133-154; Erik Ching, Stories of Civil War in El Salvador: A Battle over Memory, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2016. Sobre la política exterior estadounidense hacia América Central durante los años de la presidencia de Jimmy Carter y Ronald Reagan, véase: Morris Blachman, William LeoGrande y Kenneth E. Sharpe (eds.), Confronting Revolution: Security through Diplomacy in Central America, Nueva York, Pantheon Books, 1986; Thomas W. Walker (ed.), Reagan versus the Sandinistas: The Undeclared War on Nicaragua, Boulder, Westview Press, 1987; John H. Coatsworth, Central America and the United States: The Clients and the Colossus, Nueva York, Twayne Publishers, Toronto, Maxwell Macmillan Canada y Nueva York, Maxwell Macmillan International, 1994; William M. LeoGrande, Our Own Backyard: The United States in Central America, 19771992, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1998; Mark T. Gilderhus, The Second Century: U.S.-Latin American Relations since 1889, Wilmington, Scholarly Resources, 2000.

ENSAYO BIBLIOGRÁFICO

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Sobre la intervención de la Junta Militar argentina en el conflicto centroamericano, véase: Ariel C. Armony, Argentina, the United States, and the Anti-communist Crusade in Central America, 1977-1984, Athens, Ohio University Center for International Studies, 1997. Sobre el papel de México durante los años del conflicto centro­ americano y sobre el Grupo Contadora, véase: David R. Mares, “Mexico’s Foreign Policy as a Middle Power: The Nicaragua Connection, 1884-1986”, Latin American Research Review, vol. 23, núm. 3, 1988, pp. 81-107; Carlos Rico, “Hacia la globalización”, en Blanca Torres (coord. gral.), México y el mundo: historia de sus relaciones exteriores, t. 8, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Internacionales, 2010; Fabián Herrera León, “El apoyo de México al triunfo de la Revolución sandinista: su interés y uso políticos”, Anuario Colom­ biano de Historia Social y de la Cultura, vol. 38, núm. 1, enero-junio de 2011, pp. 219-240.

EPÍLOGO

Sobre la cuestión de la deuda latinoamericana, véase: Carlos Marichal, Historia de la deuda externa de América Latina, México, Alianza Mexicana, 1988; “The Finances of Hegemony in Latin America: Debt Negotiations and the Role of the United States Government, 1945-2005”, en Fred Rosen, Empire and Dissent: The United States and Latin America, Durham, Duke University Press, 2008, pp. 90117. Sobre la dimensión de política internacional inherente al problema de la deuda: Duccio Basosi, “The Missing Cold War: Reflections on the Latin American Debt Crisis, 1979-89”, en A. Kalinovsky y S. Radchenko, The End of the Cold War and The Third World. New Perspectives on Regional Conflict, Londres, Routledge, pp. 208-228. Sobre la etapa neoliberal, véase: Stephan Haggard y Robert R. Kaufman, The Politics of Economic Adjustment: International Constraints, Distributive Conflicts, and the State, Princeton, Princeton University Press, 1992; Raewyn Connell y Nour Dados, “Where in the World Does Neoliberalism Come from? The Market Agenda in Southern Perspective”, Theor Soc., núm. 43, 2014, pp. 117-138; Vanni Pettinà

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y Artemy M. Kalinovsky, “From Countryside to Factory: Industrialisation, Social Mobility, and Neoliberalism in Soviet Central Asia and Mexico”, JEP Special Issue on Socialisms in Development, vol. xxxiii, núm. 3, 2017, pp. 91-118. Sobre el proceso de democratización en América Latina: Peter Smith, Democracy in Latin America: Political Change in Comparative Perspective, Nueva York, Oxford University Press, 2005; Scott Main­ waring y Aníbal S. Pérez-Liñán, Democracies and dictatorships in Latin America: Emergence, Survival, and Fall, Nueva York, Cambridge University Press, 2013.

Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina se terminó de imprimir en julio de 2018, en los talleres de Gráfica Premier, S.A. de C.V., Calle 5 de febrero 2309, col. San Jerónimo Chicahualco, 52170, Metepec, Estado de México. Portada: Pablo Reyna. Tipografía y formación a cargo de Ediciones de Buena Tinta, S.A. de C.V. Compuesto en Adobe Garamond Pro y Berkeley LT Book de 11.5, 11, 10 y 9 pts. Cuidado de la edición a cargo de Agustín Herrera Reyes, bajo la supervisión de la Dirección de Publicaciones de El Colegio de México.