Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930
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Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930 Oscar Terán

Carpeta de trabajo

Diseño original de maqueta: Hernán Morfese Procesamiento didáctico: Adriana Imperatore / Hernán Pajoni

Primera edición: febrero de 2000

ISBN: 978-987-1782-63-5

© Universidad Virtual de Quilmes, 2000 Roque Sáenz Peña 352, (B1876BXD) Bernal, Buenos Aires Teléfono: (5411) 4365 7100 | http://www.virtual.unq.edu.ar

La Universidad Virtual de Quilmes de la Universidad Nacional de Quilmes se reserva la facultad de disponer de esta obra, publicarla, traducirla, adaptarla o autorizar su traducción y reproducción en cualquier forma, total o parcialmente, por medios electrónicos o mecánicos, incluyendo fotocopias, grabación magnetofónica y cualquier sistema de almacenamiento de información. Por consiguiente, nadie tiene facultad de ejercitar los derechos precitados sin permiso escrito del editor.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 Impreso en Argentina Esta edición de 500 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2000 en el Centro de Impresiones de la Universidad Nacional de Quilmes, Roque Sáenz Peña 352, Bernal, Argentina.

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Actividades

Leer con atención

Para reflexionar

Indice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Objetivos del curso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10 La problemática del campo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .11 Unidad 1. La cultura estética y la cultura científica . . . . . . . . . . . . . . . 17 1.1. La consolidación del Estado nacional y la Generación del 80 a través de la visión de Miguel Cané (h) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 1.2. La Generación del 90 y el movimiento positivista argentino . . . . 29 1.3. El bioeconomismo de José Ingenieros y el proyecto de una nación moderna en el cono sur americano . . . . . . . . . . . . . . 36 1.4. La producción de Ernesto Quesada y su visión del problema de la nación a través del problema de la lengua . . . . . . . . . . . . . . . . 43 Unidad 2. El modernismo cultural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 2.1. Estructura del campo intelectual en la Argentina a principios del siglo XX. Emergencia del escritor frente al intelectual científico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 2.2. Caracterización del modernismo cultural . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 2.3. El Ariel de Enrique Rodó: el modernismo cultural define una identidad latinoamericana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 2.4. Las conferencias de 1913 de Leopoldo Lugones en la disputa por la definición de una nacionalidad argentina . . . . . . 70 Unidad 3. Crisis del liberalismo y reacción antipositivista . . . . . . . . . . 85 3.1. El balance del Centenario entre el homenaje y las dudas de la conciencia liberal: El juicio del siglo de Joaquín V. González . . . 85 3.2. La nueva problemática mundial y nacional a par tir de 1914. El ocaso de un liberal reformista: Joaquín V. González . . . . . . . . . . . 94 3.3. La influencia de la primera visita de Or tega y Gasset a la Argentina y el surgimiento de la "nueva sensibilidad" . . . . . . . . 101 3.4. La "nueva sensibilidad" en el ideario de la Reforma Universitaria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .110 Unidad 4. De la crisis del liberalismo a los nuevos recorridos culturales de 1920 y 1930 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 4.1. El planteamiento latinoamericanista de José Ingenieros. Los tiempos nuevos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 4.2. La ruptura de Leopoldo Lugones con el legado liberal . . . . . . . 132 4.3. La crisis del 30. Ensayística y surgimiento del revisionismo histórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140 4.4. El marxismo de Aníbal Ponce . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .149 Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

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Introducción La historia intelectual es una disciplina que investiga las representaciones ideológicas en diversas sociedades en determinados períodos históricos. Por “representaciones” debe entenderse un conjunto de significados, esto es, de ideas y creencias generalmente asociadas a valores. Puede así tener como objeto de estudio el modo como en el pasado se representaba o significaba la idea de “nación”, pero también las concepciones sobre el espacio y el tiempo, la figuración del “niño”, del “comerciante”, y un largo “etcétera”. Es fundamental, por ende, tener siempre presente que cuando se está hablando de una historia de las representaciones no nos estamos preguntando “cómo era la realidad” en ese momento, sino “cómo la veían” los contemporáneos. Un ejemplo tomado del gran historiador suizo Huizinga permite aclarar esta idea. En su libro El otoño de la Edad Media dice que los hombres del siglo XVI “no veían” a la naciente burguesía, sino que seguían considerando que el sector social fundamental era la nobleza. De manera que podría decirse que dejaron de percibir a la clase social que iba a revolucionar la historia. Y sin embargo, concluye Huizinga, también lo que los contemporáneos no ven forma par te de su manera de representarse la realidad. Dicho de otra manera: a la historia intelectual no le interesa si las representaciones que encuentra formuladas en una serie de discursos del pasado eran verdaderas o falsas. Lo que le interesa es comprenderlas y tratar de explicar por qué fueron producidas. Un notable historiador medievalista francés, Georges Duby, dice que su ambición consiste en restituir lo mejor posible la imagen que los seres humanos de tiempos pasados se hacían de su situación en el mundo. Y en poder ver ese mundo a través de los ojos de aquellos hombres. De modo que la historia intelectual pone el acento en ese registro de la vida histórica. Considera por ello que las ideas y significados no son una mera expresión de otros aspectos de la realidad (económicos, sociales o políticos), sino que poseen su especificidad. Considera asimismo su carácter irreductible dado que –como ha escrito Ricoeur- la vida social tiene una estructura simbólica, o como han dicho filósofos como Cassirer, los seres humanos son “animales simbólicos”, esto es, que viven en un entramado de símbolos que otorgan sentido a sus prácticas, que ordenan su mundo y su experiencia económica, social, política, etc. También podemos citar una aseveración de Raymond Williams contenida en La política del modernismo: “El análisis de las representaciones –dice el gran historiador inglés de la cultura- no es un tema separado de la historia, sino que las representaciones son par te de la historia, contribuyen a la historia, son elementos activos en los rumbos que toma la historia, en la manera como se distribuyen las fuerzas, en la manera como la gente percibe las situaciones, tanto desde dentro de sus apremiantes realidades como fuera de ellas”. Pero no sólo no pretende sustituir a la historia económica, social o política, sino que debe atender ne-

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cesariamente a los resultados de ellas, por considerar que las representaciones se constituyen dentro de un complejo proceso en donde inter vienen todas esas otras variables de la vida histórica. Se trata entonces de comprender y explicar las producciones simbólicas del pasado. Pero aquí es preciso establecer una serie de diferencias entre distintos tipos de objetos de estudio de esta historia de las representaciones, así fuere de manera esquemática. Siguiendo en par te a Robert Darnton, vemos así que existe una historia de las ideas, que tiene como objeto el pensamiento más sistemático, del tipo de las historias de la filosofía; una historia intelectual, que incluye también modos de pensamiento informal, climas de ideas, movimientos literarios; luego, una historia social de las ideas, que estudia la producción, circulación y recepción de las ideologías en distintas instancias de la sociedad, y la historia cultural, que toma a la cultura en el sentido antropológico, incluyendo las ideas del mundo y las mentalidades colectivas, que en la tradición historiográfica francesa se llama “historia de las mentalidades”. Para entender rápidamente el sentido de esta última, se dice que ella abarca aquel conjunto de creencias y representaciones compartidos desde el rey de Francia hasta el último de los campesinos de su reino. (Lo que piensan de común Rivadavia y el último de los gauchos de la campaña bonaerense en la década argentina de 1820). Frente a la idea (obra consciente de un individuo par ticular), la historia de las mentalidades pone de relieve los grandes bloques de creencias, anónimos, involuntarios, no sabidos, no conscientes. Puede tratarse así de las representaciones del espacio, del tiempo, de la muer te, de la sexualidad, del cuerpo, etcétera. Pero además, en toda sociedad existen diversos grupos que construyen distintos tipos de representaciones. Puede así por ejemplo realizarse una historia de la cultura popular o una historia de la cultura de los intelectuales. Por cier to, dependerá de cada situación el grado de autonomía que cada una de ellas tenga respecto de la otra, y no será difícil encontrar muchas veces préstamos y contaminaciones entre la cultura popular y la intelectual. Con esto quiero señalar que se está hablando en términos indicativos, que intentan sin embargo definir una tendencia en el tipo de análisis propuesto. Dado que en ocasiones uno podrá encontrarse con abordajes que cruzan diversos estilos o metodologías per tenecientes a diferentes abordajes de historias de las representaciones antes señalados. En cuanto al presente curso, el mismo se ubica dentro de una historia de las representaciones construidas desde el campo de la cultura de los intelectuales, esto es, de quienes tienen acceso a un conjunto de prácticas, discursos y destrezas letradas que no son patrimonio del conjunto de la sociedad. Se selecciona así un conjunto de representaciones construidas por una serie de intelectuales argentinos entre las décadas de 1880 y 1930. De la masa de esas inter venciones, se ha prestado mayor atención a las reflexiones que apuntaron a ofrecer respuestas a las problemáticas sociales y nacionales de esas décadas, tal como dicha problemática apareció organizada en cada coyuntura histórica.

Objetivos del curso 1. Introducir a los estudiantes en la problemática general de la historia intelectual, a par tir de los desarrollos de la disciplina en las últimas décadas,

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pero sin subestimar una tradición más prolongada tanto en el área internacional como en la Argentina. 2. Presentar un panorama de las corrientes de ideas en el período considerado en la Argentina, seleccionando algunos casos altamente representativos de las ideologías dominantes en cada etapa y a través de intelectuales igualmente relevantes. 3. Estimular a los estudiantes para que, a par tir de la comprensión y asimilación de los contenidos desarrollados, puedan problematizar dichos contenidos y plantearse la posibilidad de profundizar los conocimientos adquiridos.

Problemática del campo En esta sección nos introduciremos en algunos aspectos de la disciplina que pretende organizar este curso: la historia intelectual. Dicha disciplina se ha beneficiado de la revolución teórica más significativa ocurrida en este siglo en el interior de las ciencias sociales. Esa revolución ocurrió en el ámbito de la lingüística y de la filosofía del lenguaje. Quiero presentarles brevemente dos aspectos de estos desarrollos teóricos que gravitan sobre el modo de practicar la historia intelectual. La primera referencia remite al Curso de lingüística general del suizo Ferdinand de Saussure, publicado por dos de sus discípulos en Ginebra en 1915. Yo diría que su utilidad para nosotros reside en aler tarnos contra el realismo ingenuo que, aplicado al terreno de la lengua, la considera como un mero reflejo de la realidad. Dicho de otro modo: en ese Curso, Saussure enuncia una teoría que muestra la extraordinaria complejidad de los hechos de lenguaje. En lo allí dicho podemos encontrar algunas indicaciones acerca de cómo leer un texto. Para comenzar, atengámonos a dos principios presentes en el Curso saussureano: al primero lo llamaremos principio de constitutividad y al segundo lo designaremos como principio estructural. El principio de constitutividad está contenido en la teoría del signo de Saussure. Esa teoría se opone a la concepción de la lengua como una nomenclatura, esto es, como una lista de términos que se corresponden con las cosas a las que nombran. Lo erróneo de esta manera de considerar la lengua residiría en suponer un conjunto de ideas completamente hechas que preexisten a las palabras. Es decir, primero el sujeto parlante tendría la idea o imagen de “árbol” y luego expresaría esa idea mediante la palabra correspondiente para referirse a ese objeto de la realidad. Por el contrario, Saussure argumenta que el pensamiento no está organizado independientemente del lenguaje. Tanto el pensamiento como el lenguaje, en realidad, son dos masas informes que sólo pueden distinguir elementos dentro de sí mismos a par tir de su mutua ar ticulación. La figura que Saussure utiliza para explicar este hecho “en cier ta manera misterioso” es la del contacto entre la masa de agua marina y la masa de aire que se le superpone: Sólo a par tir del contacto de ambas es como pueden formarse las olas en tanto deslindamientos de unidades diferenciadas. No hay, pues, pensamiento sin palabras, ni palabras sin pensamiento. Si esto es así, significa que la palabra no es una expresión pasiva del pensamiento (no es que primero se piense y luego

Es necesario aclarar que sin duda la historia de las ideas no necesitó esperar a estos desarrollos para realizar aportes fundamentales a la comprensión de lo que los seres humanos de otros tiempos sintieron y pensaron; en definitiva, cómo organizaron su percepción de la realidad. Pero creo que una referencia a esos procesos teóricos puede servir no sólo para conocer cierto estado actual del debate, sino sobre todo para adoptar ciertas precauciones a la hora de analizar los discursos del pasado.

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se le ponga un sonido a esa idea), sino que la palabra par ticipa en la conformación del pensamiento. Esta noción se esclarece cuando se completa la definición saussureana del signo. Éste es una realidad de dos caras inseparables: un concepto y una imagen acústica (el signo “árbol” se compone del concepto de árbol y de la imagen acústica que ar ticulamos cuando decimos “árbol”). Ahora bien: Saussure propone designar al concepto con el nombre de significado y a la imagen acústica con el de significante. El signo es, entonces, una entidad compuesta necesariamente por un significante y un significado. El significante es la par te “material” del signo: cuando utilizo el lenguaje hablado, el significante son las ondas de aire que pongo en movimiento a través de mis órganos fonadores, para producir esos sonidos que llamamos “palabras”. Cuando escribo en esta pantalla que usted está leyendo, el significante son las ondas informáticas que producen esas marcas sobre la pantalla, marcas que llamamos “letras”. A su vez, el significado es el sentido del signo, o sea, lo que ese signo “quiere decir”. El ejemplo del semáforo ilustrará estas nociones. El semáforo es un sistema de emitir señales a través de signos de diversos colores. El significante cuando está encendido el color rojo está conformado por las vibraciones lumínicas que producen ese color del espectro. El significado en este caso es “detenerse”. Una vez comprendidas estas afirmaciones, será posible entender el alcance de las mismas para la historia intelectual a través de lo que llamamos el principio de constitutividad de la teoría del signo. Pero para ello es preciso agregar otra característica decisiva del signo, vinculada con la relación entre el significante y el significado. Esa característica sostiene que la relación entre el significante y el significado es arbitraria. Cuando Saussure dice que esta relación es arbitraria está diciendo que no es natural, esto es, que no hay nada que determine espontáneamente que al objeto mesa le adjudiquemos en castellano la palabra “mesa”. La prueba reside en que la multiplicidad de lenguas existentes tienen otras palabras para referirse a las mismas entidades: table, Tisch, tavola, etcétera. Utilizando el otro ejemplo, puede verse con facilidad que los colores del semáforo (sus significantes) tienen una relación igualmente arbitraria con sus significados (se podría haber decidido que el verde significara “detenerse”, etc.). Decir entonces que no existe una relación natural entre el significante y el significado implica reforzar el carácter constitutivo del lenguaje al sostener que el significante (la palabra en tanto sonido o rasgos sobre una superficie, si queremos decirlo de un modo figurado) no es la expresión de una realidad pre-dada o dada con anterioridad a la palabra misma. Al referirse a su exitoso libro Las palabras y las cosas, Michel Foucault declaró por eso que se trataba de un título irónico de un problema serio: porque no existen ni palabras ni cosas, sino la “y” que las junta y las hace ser lo que son. Veamos ahora lo que hemos llamado el principio estructural, del cual esta teoría lingüística (y sus derivados) va a extraer naturalmente su designación de “estructuralista”. Dicho principio reposa sobre otra característica del signo: su carácter relacional. Esto significa que cada signo o elemento del sistema no tiene sentido por sí solo, sino que se define necesariamente en dependencia con los demás. Así, cada elemento se define de acuerdo con el lugar que ocupa dentro del sistema o estructura de la lengua. Para comprender este tipo de afirmaciones puede apelarse a ejemplos tomados de los juegos. Si pensamos en el ajedrez, diremos que las piezas que lo componen

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son como los signos de la lengua. Cada figura posee un significante (la forma material que se le ha dado) y un significado (lo que ese elemento “quiere decir”, lo que ese elemento “vale”). La relación entre significantes y significados es igualmente arbitraria: un alfil tiene diversas representaciones o formas materiales en distintos diseños del juego de ajedrez. Y el valor de cada pieza, lo que cada pieza significa o vale, está en una relación inescindible con el resto de las piezas. Esto significa que cada pieza está “en función” de las demás. Puede entonces apelarse para comprender la idea a la noción de función en matemática. Si escribo x = 4 + 3, es evidente que el valor de x depende necesariamente del valor de los otros términos, ya que si modifico cualquiera de ellos se modifica ipso facto el valor de x. Pero existe otro factor en el cual el ejemplo del ajedrez es útil para entender la revolución lingüística de Saussure. Pensemos por un momento que el ajedrez funciona como un lenguaje. Tiene sus “palabras”, que son las diferentes piezas, y combina o “mueve” estos elementos de diversas maneras. Puede decirse entonces que el ajedrez tiene su “diccionario”, como texto donde está contenida la totalidad de los términos que la lengua acepta como válidos. Pero el modo como las piezas se pueden mover no es libre: está estrictamente regulado por un conjunto de reglas. El ajedrez tiene así su “gramática”, en tanto conjunto de reglas que indican las combinatorias posibles (y por ende las que están prohibidas). A esta gramática también la podemos denominar “código”. Las consecuencias de estas afirmaciones son enormes, y permiten comprender la afirmación de Saussure de que “en lingüística no aceptamos, en principio, que haya objetos dados (...) El enlace que se establece entre las cosas preexiste a las cosas mismas y sir ve para determinarlas”. Esto es, que el reglamento del ajedrez es anterior a los movimientos que se ejecutan, la gramática es anterior a las frases que formo, y el código precede al mensaje. La lengua, entonces, no es una nomenclatura porque la teoría del signo saussureana afirma la inseparabilidad del significado respecto del significante. No es posible mantener una relación directa con el significado, sino que siempre el sujeto se encontrará con que “entre” su propia conciencia y el significado se ha “interpuesto” el significante. Además, en ese sistema cada elemento remite necesariamente a otro para poder significar, y lo que significa depende de su posición, según el principio estructural. Por fin, esta estructura es un código que precede a los elementos que combina, con lo cual se asemeja a una “retícula” o “malla” que permite “ver” cier tos elementos y oculta otros. La teoría saussureana alcanzaría su mayor gravitación a partir de la segunda posguerra, sobre todo cuando muchos de sus principios fueran trasladados a la antropología a través de Lévi-Strauss y, a par tir de allí, fueran implementados en los estudios literarios (Roland Barthes), marxistas (Louis Althusser), psicoanalíticos (Jacques Lacan) y filosófico-culturales (Michel Foucault). Volviendo a la historia intelectual, podemos comprender dos afirmaciones provocativas que el antropólogo francés Lévi-Strauss incluyó en su libro El pensamiento salvaje, de 1962. Parafraseando a Pascal, sostuvo que “la lengua es una razón humana que tiene sus razones, y que el hombre no conoce”. Simplemente, se quiere decir que cada vez que hablamos no tenemos más remedio que obedecer al código de la lengua, pero que este código no es un producto nuestro y que no podemos modificarlo a voluntad. La otra frase dice que “la Revolución Francesa, tal como se la conoce, no ha existido”.

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Estas afirmaciones pueden entenderse mejor si las oponemos a aquello a lo que efectivamente se oponen: al positivismo historiográfico. Uno de sus representantes máximos, el historiador francés Fustel de Coulanges, escribió en La monarquía francesa en 1888:

“Poner las ideas personales en el estudio de los textos es el método subjetivo (...) La única habilidad del historiador consiste en extraer de los documentos todo lo que contienen y en no añadir nada de lo que no contienen. El mejor de los historiadores es el que se atiene lo más posible a los textos, el que los interpreta con la mayor justeza, el que no escribe e incluso no piensa más que a par tir de ellos”. Se ajustaba estrictamente a lo que había sido la consigna del positivismo historiográfico implantada por el alemán Ranke: la tarea de la historiografía consiste nada más y nada menos que en relatar las cosas tal como ocurrieron.

Ahora bien: precisamente a par tir de aquellos desarrollos de lo que sería denominado “estructuralismo”, cundió la confianza en que era posible dar cuenta de un texto atendiendo exclusivamente a su propio contenido. Una de las consecuencias de esta manera de encarar los textos fue una dura crítica a la idea de influencia, de la cual la historia de las ideas había hecho uso y abuso. Uno de sus críticos expresó entonces irónicamente que el antiguo historiador de las ideas se parecía a una suer te de “detective inmoderado”, que va a una casa a investigar un crimen, y para hallar al culpable comienza por detener a todos sus habitantes, sigue luego por los de todo el edificio y termina deteniendo a los transeúntes que pasaban por esa calle y sus aledaños. Para prevenirse de esos excesos del uso de elementos extratextuales, el estructuralismo tomó al texto como una entidad autónoma y atendió solamente a sus relaciones intratextuales, prescindiendo por completo de su contexto (histórico, social, político, lexical, institucional, personal...). Sin embargo, las críticas a este tipo de lectura inmanentista del texto encontraron apoyo en otra corriente de reflexión acerca del lenguaje, que puede ser localizada en una par te de la obra del filósofo Ludwig Wittgenstein y su teoría sobre los “juegos de lenguaje”. Leamos las siguientes afirmaciones de Wittgenstein: “Cómo se comprende una palabra, qué significado tiene, no lo dicen las palabras solas”. “Eso está recogido en el resto de las acciones, en una totalidad de reglas inducidas en un sistema general, en una forma general de vida.” “Por eso no debe aislársela, separársela.” Como se verá, estos juicios son lo opuesto de la lectura intratextualista. Aquí, el significado de las palabras está íntimamente ligado a las situaciones, a las instituciones, a las “formas de vida de los hombres”. Para comprender mejor estas diferencias debemos aclarar algunas nociones lingüísticas básicas. Digamos entonces que una lengua puede verse desde tres puntos de vista. El sintáctico consiste en determinar las reglas de combinación de los elementos y las que permiten construir frases correctas. La semántica se propone determinar el significado de esas fórmulas, esto es, que si en la sintáctica el análisis es interno, la semántica nos envía hacia otra cosa (que puede ser una “cosa” u otro lenguaje). Finalmente, la pragmática describe el modo como se usan esas fórmulas.

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El análisis estructuralista, entonces, pondrá el acento en el momento sintáctico, mientras Wittgenstein lo pondría en el pragmático, ya que –argumentaes el uso que hacemos de los términos lo que determina su significado. De manera que tanto la sintáctica como la semántica están para él subordinadas a las relaciones de la actividad humana en que estas expresiones son usadas. Esto quiere decir que nadie podría comprender el sentido de muchas de nuestras palabras si no fueran usadas haciendo cosas. Precisamente, un “juego de lenguaje” está constituido por una situación pragmática. Un ejemplo: un albañil está con su ayudante y pronuncia una serie de palabras: “cuchara”, “ladrillo”, “cal”, “arena”, “agua”, etc. Fuera de ese contexto, esas mismas palabras (que en él son entendidas como órdenes para ejecutar cier tos actos) querrían decir cosas diferentes (imagínense el caso de un profesor dictando una clase de filosofía que de pronto dice esas mismas palabras; evidentemente, su significado sería diferente).

Retengamos como conclusión esta idea: las palabras y las frases no significan sino dentro de un deter minado contexto, y en la historia intelectual quienes así piensen serán llamados contextualistas.

Así, si pensamos este módulo como pensamos un juego de lenguaje, entonces tendremos que acordar que este documento no significa por sí solo, sino que es menester ponerlo en relación con otros textos, esto es, construir una serie de textos que agruparemos y seleccionaremos del conjunto de los documentos disponibles. Tomemos para esclarecer más esta cuestión un ejemplo de Ryle, recordado por el antropólogo cultural Clifford Geertz. Se trata de una situación en la que están reunidos tres muchachos. Uno de ellos le guiña el ojo derecho a otro con un gesto de complicidad. Un segundo guiña el ojo derecho porque tiene un tic. El tercero guiña el mismo ojo parodiando al primero. Para un obser vador “objetivo”, es decir, para una máquina fotográfica que hubiera fotografiado estos tres guiños, todos ellos significarían lo mismo. Y sin embargo, sabemos que su significado es enteramente diferente. Para comprender entonces el significado de esos gestos es preciso contar con un contexto del que la máquina fotográfica (o el obser vador “objetivo”) carece. A raíz de los resultados de ese ejemplo, el historiador alemán Koselleck expresa que el sentido preciso sólo puede resultar del contexto de todo el documento, pero también de la situación del autor y de los destinatarios, de la situación político-social, del hábito lingüístico del autor y del de la generación precedente. Un texto, entonces, debe ser “contextualizado”; hay que rodearlo de otros textos. Pero este contexto es algo más que ese conjunto de otros documentos que hemos seleccionado. Implica entender cuál era el contexto de significación de los autores de esos textos. De lo contrario, correríamos el riesgo de atribuirle o demandarle a esos textos problemas o respuestas que esos autores o textos no podían ni formularse ni responder, simplemente porque estaban inmersos en “otra lengua” (con otro diccionario, con otra gramática). Para poner un ejemplo tomado de un contextualista como Quentin Skinner: es ilegítimo llamar a Petrarca “el primer hombre del Renacimiento” por-

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que Petrarca no podía tener noción de esa manera de caracterizar ese período histórico, simplemente porque esa categoría no existía. Del mismo modo, es preciso determinar qué es lo que cier tos términos significaban para los contemporáneos, para no atribuirle, por ejemplo, al concepto “democracia” utilizado por Platón el mismo significado que le atribuimos nosotros en otro contexto histórico y cultural. Por fin, podrá verse que la definición misma de lo que es contexto y de lo que no lo es implica un problema. Así, se dice que para un astrónomo su contexto está mucho más determinado por lo que pasa en Saturno que por lo que ocurre en su país. De todas maneras, estas inter venciones tienden a corregir los excesos del intratextualismo, y a recordar que la historia de las ideas es la historia de la relación entre lo que son las ideas y lo que no son las ideas. En términos más técnicos, Foucault dice en La arqueología del saber que la historia intelectual consiste en la relación entre la “serie discursiva” y la “serie no discursiva”. Estos son algunos de los dilemas entre los que se debate actualmente la historia intelectual. Otros vinculados con otras categorías de análisis, así como con los contenidos historiográficos de este curso, serán vistos a lo largo de su mismo desarrollo.

Sobre la base de lo arriba expuesto y de su propia lectura del texto de Saussure, exponga la teoría del signo saussureana y for mule con sus propios tér minos el modo en que la misma puede incidir sobre la historia intelectual.

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La cultura estética y la cultura científica Objetivos

1. Enmarcar el clima de ideas del 80 dentro del proceso económico-social del período. 2. Señalar las problemáticas dominantes en la época para la elite intelectual. 3. Describir rasgos centrales de la estructura de pensamiento de Miguel Cané.

1.1. La consolidación del Estado nacional y la Generación del 80 a través de la visión de Miguel Cané (h) Algunos rasgos del 80 En la década de 1880 se consuman procesos modernizadores en las áreas política, económica y social. Se concluye con la construcción del Estado nacional, que aparece entonces como el monopolizador de la fuerza legítima, mientras la ciudad de Buenos Aires es federalizada, dando fin a un conflicto que había recorrido toda la breve, pero no por eso menos compleja, vida nacional. Al frente de ese Estado, el presidente Julio A. Roca prosigue y acelera el proceso modernizador, claramente obser vable en el desarrollo económico y social, así como en la sanción de las leyes laicizantes de educación y de registro civil, que colocaban en manos del Estado el control poblacional hasta entonces dividido con la Iglesia católica. Pacificado el país con la derrota de las insurgencias regionales frente al poder central y, por otra par te, la apropiación de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas en la llamada Campaña del Desier to, abrieron para los vencedores un enorme territorio, sobre el cual las inversiones, especialmente inglesas, iban a desplegar una extensa red de vías férreas. Inscripta expresamente en una división internacional del trabajo que la ubicaba en el rubro productor de bienes agropecuarios, la Argentina experimentó a par tir de entonces un espectacular crecimiento económico. En el plano social, la nota más relevante estuvo constituida por el formidable proceso inmigratorio. Se trataba de un proyecto fundacional de las elites progresistas argentinas, pero que ahora encontraba condiciones excepcionales de realización, debido al proceso de expulsión poblacional de los países europeos, sobre todo sud-occidentales y por una economía nacional que cada vez requería mayor cantidad de mano de obra. La Argentina fue así el país del mundo que absorbió la mayor cantidad de población extranjera en relación con su población nativa. (Los Estados Unidos de

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Romero, José Luis, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, Ediciones Solar, Buenos Aires. Es un libro de lectura obligatoria que complementa los contenidos de toda la materia.

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América recibieron una mayor cantidad de inmigrantes en términos absolutos, pero menor respecto de la población preexistente.) Por razones de opor tunidades laborales, fundadas a su vez en características estructurales de la economía argentina (tales como el régimen latifundista de apropiación de la tierra), la mayoría de los recién llegados se ubicó en las zonas litorales y dentro de ellas, especialmente en ciudades como Rosario y sobre todo Buenos Aires. En esta última (donde transcurrirá predominantemente el proceso cultural que obser varemos), en el período considerado, el porcentual de extranjeros llegó a igualar al de los nativos, y si se toma el sector de los adultos varones, vemos que para entonces la proporción era de un argentino nativo por cada cuatro extranjeros. José Luis Romero caracterizó esa nueva situación como la de una “sociedad aluvial”, y esa misma sensación fue experimentada por algunos contemporáneos de dicho proceso: al obser var el censo de 1895, Rodolfo Rivarola manifestaba así que había encontrado "una sustitución de la sociabilidad argentina, y no una evolución". Los ejemplos de señales de alarma dentro de la elite ante la magnitud del proceso podrían fácilmente multiplicarse. Y es que los inmigrantes, lejos de adoptar la posición pasiva que desde la mirada de la dirigencia muchas veces se les adjudicaba, manifestaron una activa par ticipación en la actividad económica pero también en la vida sindical y en cier tos aspectos de la política. Ahora bien, el fenómeno inmigratorio es relevante desde nuestra perspectiva de la historia intelectual porque en torno del mismo pueden organizarse los demás factores que definirán la “problemática” del período, entendiendo por tal aquel conjunto de cuestiones que fueron constituidas como interrogantes por par te de los miembros de la elite político-intelectual. En efecto, y como ha sintetizado Maristella Svampa, cuatro son las “cuestiones” o problemas que atraviesan el período 1880-1910: la cuestión social, la cuestión nacional, la cuestión política y la cuestión inmigratoria. Por “cuestión social” debe entender se los desafíos que en ese proceso de moder nización planteaba la emergencia del “mundo del trabajo” urbano. Ese ámbito era precisamente aquel en el cual en mayor proporción se ubicaban los extranjeros. Pero además en ese mundo del trabajo surgirán los movimientos sindicales que canalizarán la conflictividad social de esos años. Socialistas y anarquistas protagonizarán esas luchas, y en ambos casos puede encontrar se una mayoritaria par ticipación de extranjeros. La “cuestión nacional” refiere al proceso de construcción de una identidad colectiva de carácter nacionalista. Este proceso está presente aquí y en todo el arco de los países occidentales. Pero en la Argentina se halla fuer temente subrayada por la presencia de esa considerable masa de extranjeros, renuentes además a nacionalizarse (para 1914 el índice de nacionalizaciones no alcanza al 2% de los extranjeros). La “cuestión política”, por fin, indica el dilema planteado por el régimen político imperante, caracterizado como un liberalismo excluyente o una república aristocrática, donde la clase gobernante y dominante considera legítimo el tutelaje sobre la mayoría de la población hasta tanto se den las condiciones para el pasaje hacia la república real fundada en la soberanía popular. Y aquí nuevamente podrá encontrarse que dicha exclusión se encuentra ampliada por la ciudadanía de los extranjeros (aun cuando también

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los nativos padecen esta circunstancia: por ejemplo, en las elecciones de 1876 en Buenos Aires votó sólo poco más del 9% de los habilitados para hacer lo). Este último aspecto se halla legitimado por el discur so de los gobiernos de Roca y Juárez Celman, que consideran que la política debe ser neutralizada para dar fin a las luchas facciosas y de ese modo dejar vía libre al progreso económico. Pero también se encuentran expresas opiniones contrarias al ejercicio del sufragio, en boca de miembros destacados del elenco gober nante. Eduardo Wilde, ministro del Interior de Juárez Celman y activo propulsor de las leyes laicas, dirá en una car ta que el sufragio univer sal es “el triunfo de la ignorancia univer sal”, y Miguel Cané en mayo de 1896 le expresa a Pellegrini que "cada día que pasa -y teniendo ante los ojos el ejemplo de esta Francia asombrosa- adquiero mayor repugnancia por todas esas imbecilidades juveniles que se llaman democracia, sufragio univer sal, régimen par lamentario, etcétera”. La crisis del 90, empero, volverá a politizar el escenario, y en el mismo surgirán el movimiento de la Unión Cívica (luego Radical) y el Par tido Socialista, los cuales, de allí en más, presionarán para la ampliación del mercado electoral, hasta su efectivización por la Ley Sáenz Peña de sufragio univer sal sancionada en 1912.

El programa de Miguel Cané (h) Ahora pasaremos a obser var el modo en que estas cuestiones fueron tratadas en los escritos de un miembro altamente representativo de la generación del 80: Miguel Cané (h). Para entonces, el período post Caseros se ha cerrado con el triunfo del Estado nacional, aunque las luchas intraelites han dejado marcas de cuya persistencia da cuenta el relato del ochenta, donde se refieren las pasiones políticas que habían agitado a la República desde 1852, reflejadas en las divisiones y odios entre provincianos y por teños o entre nacionalistas y autonomistas, como cuando Miguel Cané evoca en Juvenilia aquel día de abril de 1863 en que crudos y cocidos "estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad". Este miembro relevante de la clase dirigente, cuyo linaje lo conecta con el patriciado, había iniciado su carrera de escritor en La Tribuna y El Nacional, y de allí en más protagonizará una carrera típica entre los miembros de su grupo: militante autonomista; director general de Correos y Telégrafos; diputado; ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia; intendente de Buenos Aires; ministro del Interior y de Relaciones Exteriores. Será él quien relatará con orgullo que en 1882 ningún extranjero podía creer "al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo". Y sin embargo, no son pocos los miembros de la elite letrada que desde temprano obser van inquietos cómo, junto con logros valorados, el torrente modernizador ha acarreado fenómenos indeseados o incomprensibles, tanto más preocupantes luego de la crisis financiera y los acontecimientos políticos del 90. A par tir de éstos, y como ha escrito Natalio Botana en La tradición republicana:

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"Los viejos antagonismos que permanecían latentes desde hacía ya diez largos años y los desmembramientos parciales que aquejaron al autonomismo convergieron, todos ellos, en una coalición opositora donde par ticiparon fuerzas políticas de diferente signo: el par tido liberal de tradición mitrista; los dirigentes alejados del tronco autonomista con motivo de las elecciones del 86; la Unión Católica de Estrada, Goyena y otros que se había organizado en tiempos de las querellas originadas por las leyes laicas, y, por fin, un grupo de antiguos militantes, fieles a la tradición populista del autonomismo bonaerense, donde sobresalían Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen".

Saliendo del terreno de la política, podemos ahora considerar cuál fue la reacción y cuáles fueron las representaciones de las transformaciones materiales que la corriente modernizadora desper tará en Miguel Cané, como exponente altamente representativo de un sentimiento de la elite. El concepto de “lo moderno” implica como rasgo definitorio central el de la valoración de “lo nuevo” como bueno. Esto es, frente a sociedades tradicionales donde lo nuevo es vivido como una amenaza de desestabilización, la modernidad es aquel momento epocal que valora lo nuevo por el hecho de ser nuevo. De allí que se acepte como igualmente valorable la noción de una temporalidad veloz y de un espacio cambiante. Ambos elementos tendrán un ámbito privilegiado de expresión en las representaciones del ámbito urbano y de la relación campo-ciudad. Esas imágenes se hallaban entonces instaladas en la Argentina dentro de una corriente caudalosa de impresiones sobre la ciudad de Buenos Aires, generada por memorialistas que experimentan la premura por fijar en la letra aquello cuya pronta desaparición prevén. Al analizar los textos de Miguel Cané, vemos que también él percibe con nitidez al movimiento acelerado como un rasgo definitorio de la modernidad, pero he aquí que ese movimiento carece a sus ojos de una finalidad, y por ende se trata de un mero agitarse sin sentido: "¡A prisa, a prisa! -le escribe a su hija-. La vida se acor ta, el mundo se estrecha y en el orden moral los vagos e indefinidos horizontes del pasado desaparecen; agitémonos en este movimiento febril, para tener, por lo menos, la ilusión de marchar hacia un objetivo!". La representación de Cané del fenómeno urbano se halla ubicada en el punto de giro entre el legado de la filosofía de la Ilustración en el siglo XVIII (que ponía a la ciudad como el foco de la civilización) y la visión contraria de "la ciudad como vicio", según la caracterización de Carl Schorske. En textos de los primeros años de la década del 80, Cané veía con complacencia -como escribe en En viaje- que "las ciudades se transforman ante los ojos de sus propios hijos que miran absor tos el fenómeno". Pero no tardará en señalar que esas mismas modificaciones ver tiginosas atentan contra la estabilidad del refugio hogareño y con valores que a su entender deberían ser preser vados de la corriente modernizadora. Para obser var ese giro, puede recurrirse como contrastación a uno de los últimos textos de Sarmiento, quien fue uno de los grandes organizadores de la representación hasta entonces dominante de la relación ciudad-campo. Cuando se ocupó en 1887 de la oposición entre el crecimiento lento de las ciudades europeas y el acelerado de las argentinas, manifestó su complacencia por esto último y celebró el hecho de que la ciudad de La Plata naciera “de un golpe con calles, avenidas, bosques,

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squares, luz eléctrica y palacios, hasta Obser vatorio, para todas las funciones sociales", al par que "el movimiento de tranways, ferrocarriles, vapores, excede a la de todas las ciudades y puer tos de esta par te". En cambio, en el discurso de Cané aparece la búsqueda de un algo invariante que permanezca por debajo de los cambios. En otra car ta a su hija, le relata que eso es lo que ha encontrado en la zona de la Gare d’Orléans en París, que “parece plantada desde principios del mundo”, con “el mismo ómnibus o el mismo fiacre de siempre, como el cochero que, amoldándose a su oficio, se perpetúa idéntico”, y en “una mesa del mismo viejo restaurante, el mismo mozo, con el cabello blanco ya, os saluda por vuestro nombre y emprende la tarea eterna de confeccionar un menú que resulta siempre el mismo". Por el contrario, un argentino que en el último cuar to de siglo sólo haya visitado esporádicamente a Buenos Aires, "llegado a la plaza de la Victoria se encuentra con que todos los aspectos de su infancia, esas visiones que vinculan profundamente para una vida entera, se han transformado. En un primer regreso, la torre del Cabildo desaparecida; más tarde la vieja Recova, luego el teatro Colón, la clásica esquina de Olaguer y, por fin, la Avenida de Mayo, que se abre ante sus ojos tan inesperada, tan insólita, que parece inverosímil. ¿Cómo es posible que en ese caleidoscopio constante se llegue a la sensación del hogar?". Por ello –y noten ustedes que aquí se está invir tiendo la valoración sarmientina- le desagrada la ciudad de La Plata, "que cuando deje de ser campo será el triunfo de la banalidad". En el mismo texto de Condición del extranjero en América, Sarmiento imagina con alegría que “el inmigrante Rosetti”, que ha ido de paseo a su país natal, al regresar a Buenos Aires "no va a reconocer su calle, su antiguo alojamiento, porque ha sido sustituido por un palacio". En cambio, Miguel Cané confiesa que, a riesgo de ser tratado de bárbaro, le sería muy grato ver en Buenos Aires “algún aspecto de mi infancia, [...] con mucho pantano y mucha pita". Es decir, con esos restos de campo que la ciudad ha invadido y aniquilado. Existe otro lamento de Cané ante el avance de la modernización. Es el que se refiere a la pérdida de la deferencia tradicional, esto es, del respeto y la distancia que guardan “los de abajo” hacia los superiores. Contamos con un párrafo que suele citarse al respecto, y que resulta imprescindible para comprender la posición de Cané, porque ella ilustra el modo como imaginaba lo que para él debería ser un buen orden social. En su ar tículo "En la tierra tucumana" se quejó de la pérdida de “la veneración de los subalternos como a seres superiores, colocados como por una ley divina inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano". "¿Dónde, dónde están –se pregunta entonces- los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que ser vir bien y fielmente? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las for tunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sir ve un sir viente europeo que nos roba, se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor". Como contrapar tida emerge la revalorización de las provincias del interior y sobre todo de las campañas, donde "quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa".

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Estas opiniones permiten entender el sentido de las críticas de Cané y otros miembros de su grupo al avance de la democracia. Para ellos el término “democracia” no significaba sólo ni sobre todo un nuevo tipo de legitimidad política fundado en la soberanía popular, sino lo opuesto a un orden jerárquico aristocrático. Una clásica afirmación de La democracia en América, escrita a mediados del siglo XIX por el francés Alexis de Tocqueville, permite comprender esta noción: "La aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena que llegaba desde el aldeano hasta el rey. La democracia la rompe y pone cada eslabón apar te. Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón”. Miguel Cané reconocerá esta influencia al decir que "hace ya más de medio siglo que Tocqueville reveló a la Europa el curioso fenómeno de la democracia natural, que había encontrado en los Estados Unidos", y de tal modo predijo "el ascendiente irresistible de las masas". Estas opiniones muestran aquello que decíamos, en el sentido de que la democracia no es un concepto que se deduzca espontáneamente del liberalismo. El liberalismo pone como valor supremo la liber tad del individuo. Para el liberalismo clásico de raíz anglosajona, la liber tad –podemos decires un adjetivo que sólo se puede predicar del individuo: sólo el individuo es libre, y nada hay por encima de ese individuo libre: ni el Estado, ni la nación, ni la clase, ni la raza... Y como la democracia pone el acento sobre la igualdad, muchas veces a lo largo de su historia el liberalismo ve que la igualdad conspira contra la liber tad. Otras veces, ve que la igualdad conspira contra el orden. Es el caso del liberalismo conser vador. La siguiente frase que Vicente Fidel López escribió en esos años en su Historia de la República Argentina sintetiza bien estas posiciones: "Porque somos sinceramente liberales, no somos ni podemos ser panegiristas de los extravíos democráticos con que la Revolución Francesa de 1789 se salió de los límites del gobierno libre, evidentemente incompatible con el sufragio universal y con la soberanía brutal del número, que es siempre ignorante de los deberes que impone y que exige el orden político". Esta necesidad de enfatizar el orden frente a la liber tad se reforzaba para Cané ante la profundización de la conflictividad social entre el movimiento obrero y el accionar anarquista, por un lado, y los sectores dominantes por el otro. Aquéllos eran años de una fuer te presencia anarquista en el mundo occidental, que acompañaba su acción gremial con espectaculares atentados terroristas. Entonces Cané, al dar cuenta de los asesinatos de Carnot, Cánovas, la emperatriz Isabel, el rey Humber to I, el presidente Mackinley, concluye que "la revolución social está en todas par tes" para atacar a la propiedad, es decir, a "la piedra angular de nuestro organismo social", el suelo que da vida a las nociones de gobierno, liber tad, orden, familia, derecho, patria. Sin embargo, también existe allí mismo un llamamiento a la serenidad y a la confianza en la coerción legal: si "ellos nos suprimen por la dinamita –escribió-, nosotros los suprimimos por la ley". Dentro de este espíritu presentó su proyecto de ley de Residencia en 1899, que fue aprobado tres años después. En su ar tículo 1º decía: "El Poder Ejecutivo podrá, por decreto, ordenar la salida del territorio de la Nación a todo extranjero que haya sido condenado o sea perseguido por los tribunales nacionales o extranje-

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ros por crímenes o delitos de derecho común." El 2º establecía que, con acuerdo de ministros, podrá ordenar la expulsión de "todo extranjero cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social". Sabemos que esta ley fue utilizada por el Estado en diversas ocasiones para expulsar a extranjeros cuyas prácticas políticas y/o sindicales fueron consideradas riesgosas por ese mismo Estado, y recurrentemente se le han endilgado a Cané severas críticas por lo que se considera un arbitrio excesivo en manos del sector dirigente. Otro factor inquietante para Cané y los miembros de la elite político-intelectual es el tema de la decadencia de las viejas vir tudes republicanas. En su libro Notas e impresiones, atribuye esa decadencia a un exceso de consumo: "La marcha ver tiginosa del país, la alegría de la vida, la abundancia de placeres, la improvisación rápida de for tunas, habían encandecido la atmósfera social. Las mujeres pedían trapos lujosos, coches y palcos, los hijos jugaban a las carreras y en los clubs; y el pobre padre, de escasos recursos, cedía a la tentación de hacer gozar a los suyos y caía en manos del corruptor que husmeaba sus pasos." Se trata de un tema fuer temente instalado dentro de los diagnósticos de la elite, que construía una oposición entre el dinero y la vir tud. Ya Eduardo Wilde había anunciado de acuerdo con Sarmiento que "se avecinaba la 'era car taginesa'". Miguel Cané proseguirá esta construcción simbólica, y lo hará mediante dos estrategias de razonamiento: por una par te, opone los valores espirituales a los económicos (la economía o el mercado, podría decirse, atentan contra el cultivo de los bienes espirituales). Y por otra par te, vincula esos valores espirituales con las vir tudes patrióticas. En el discurso de homenaje a Sarmiento en 1888, esta sensación se ha hecho angustiada: "Siento, señores –dice-, que estamos en un momento de angustioso peligro para el por venir de nuestro país", porque "no se forman naciones dignas de ese nombre, sin más base que el bienestar material o la pasión del lucro satisfecha". Para la historia intelectual es interesante obser var este tipo de construcciones. Porque por un lado a veces, lejos de ser novedosas, se las encuentra en diversas realidades nacionales y aun en diversas épocas. Puede relacionarse esta opinión con una interpretación del historiador de la cultura Pocock, para quien en los tiempos modernos se construyó un tópico en torno de la lucha entre un ideal agrario y señorial, que identifica la propiedad de la tierra con aquello que fija una legítima per tenencia a la patria, y que al mismo tiempo ve a los comerciantes como un sector ligado a bienes muebles, y por ende como una clase cosmopolita y ajena a los ideales patrióticos. Puede argumentarse con fundamento que en la ciudad de Buenos Aires de fines del siglo pasado, la visión de una sociedad marcada por la heterogeneidad y animada por valores económicos provocó una situación que los sectores dirigentes vieron como un peligro. Y dentro de ese peligro aparece una conducta defensiva de la elite, típica de aquellos sectores que observan con desconfianza la “invasión” de los recién llegados dentro de sus propios espacios de sociabilidad. Contamos con un fragmento de Cané de su ar tículo “Cepa criolla” donde expone esa sensación. Es interesante tener en cuenta el modo en que lo hace. Porque en este pasaje el cuerpo femenino y el cuerpo de la patria aparecen como análogos, y lo que permiten esta analogía es que ambos poseen dos notas comunes: linaje y castidad. Dirigiéndose a miembros de su propio grupo, dice así:

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"Les pediría más sociabilidad, más solidaridad con el restringido mundo a que per tenecen, más respeto a las mujeres que son su ornamento [...] para evitar que el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su manito de Tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando obser vo sus ojos clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país [...] Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuando es posible, sino colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. [...] Cerremos el círculo y velemos sobre él".

Tenemos entonces en estos textos una visión que oscila entre la preocupación y la alarma. Es un tema controver tible, de debate, determinar cuán grande fue la alarma del sector dirigente ante estos fenómenos que considera negativos para la construcción de una nación moderna y civilizada. Los textos son bastante elocuentes en cuanto a mostrar la existencia de ese malestar. Pero también existen testimonios de que seguía viva la confianza en que esos inconvenientes podían ser controlados. Y que podían y debían ser controlados "desde arriba", según la concepción general que había guiado a la elite argentina en su visión de la relación entre gobernantes y gobernados. Esta concepción –sumamente expandida en el mundo europeo de entoncesdice que para la construcción de un buen orden social debe existir una minoría dirigente. Natalio Botana ha señalado esta circunstancia en su libro El orden conser vador:

"Esta gente –dice refiriéndose a la elite argentina- representó el mundo político fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, en el vértice del dominio, una elite o una clase política; abajo, una masa que acata y se pliega a las prescripciones del mando; y entre ambos extremos, un conjunto de significados morales o materiales que generan, de arriba hacia abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobier no".

Releamos ahora, para detenernos allí, la frase final que se refiere a ese “conjunto de significados morales o materiales que generan, de arriba hacia abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobierno”. ¿A qué tipo de argumentación responde esta afirmación? Fíjense

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que allí se dice que la creencia que se debe generar está destinada a justificar lo bien fundado del régimen. Se trata entonces de una cuestión de fundamentos. Ahora bien: cuando en la teoría política se habla de una cuestión de fundamentos, se está hablando del tema de la legitimidad. Y el tema de la legitimidad es una cuestión básica, esencial, en toda sociedad. Esto puede decirse de otro modo: el problema de la legitimidad responde a la que tal vez sea la pregunta básica de la teoría política: ¿por qué obedecemos (a las leyes, a las costumbres, etcétera)? Hay dos respuestas: obedecemos por consenso o por coerción, es decir, porque estamos de acuerdo con lo que esas leyes dicen, o porque tememos represalias en caso de no hacerlo. Ahora bien: se sabe que este último caso llevado al extremo implica la vigencia de un orden político autoritario, que apela a la fuerza porque no puede convencer a sus gobernados. Se sabe también que, paradójicamente, este régimen “fuer te” es en realidad débil, precisamente porque no construye consenso. Un gobierno sólido, por el contrario, es el que convence a sus gobernados de un conjunto de creencias y valores que es preciso compar tir. Pero esta pregunta por la legitimidad dirigida hacia la sociedad, también se formula respecto de los gobernantes: ¿qué es lo que los legitima o autoriza para mandar? De modo que si antes se preguntaba ¿por qué obedecemos?, ahora la pregunta es ¿por qué mandamos? En un sistema político democrático, donde se respeta el criterio del sufragio universal y el principio de “un hombre, una mujer, un voto”, la respuesta a esa pregunta es: mandamos porque así ha sido decidido por la mayoría de los ciudadanos, que de tal manera nos habilitó para el ejercicio del mando. Naturalmente, no era ése el principio al que podían apelar Miguel Cané y los demás integrantes de la clase dirigente argentina en aquellos años en que no existía en la Argentina un sistema político democrático. Explícitamente Cané repudia además ese tipo de sistema, al que considera para nada decisivo respecto de la suer te de un país, o bien, en otras opor tunidades, realmente nefasto para una nación. No estaba solo en estas opiniones, que eran compar tidas y promovidas activamente por numerosos intelectuales europeos, que afirmaban –como los franceses Ernest Renan e Hyppolitte Tainela necesidad de un gobierno de las aristocracias. El fundamento o la legitimidad de ese tipo de gobiernos no reposa entonces en el número sino en la calidad. El criterio de legitimidad y autolegitimidad se define entonces a través de las cualidades que posee minoría gobernante. Las cualidades que para Cané definen esa legitimidad están enumeradas en un pasaje que escribió luego de asistir en Londres a una función en el Covent Garden:

"He ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular, la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener irreprochable, la for tuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuer tes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza".

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La clase dirigente debe autolegitimarse entonces en el linaje, el saber y la vir tud. Obsér vese que también debe tener for tuna, pero no como un fin en sí mismo, sino como aquello que “aleja de las pequeñas miserias que marchitan el alma y el cuerpo”. Miguel Cané fue uno de los fundadores del Jockey Club. Estos mismos principios aparecen en la redacción de sus estatutos, y la finalidad que de ellos se desprende es que el Jockey debe ser un ámbito de sociabilidad para la formación y reproducción de la elite, donde para tener acceso al mismo se pone el acento en ese conjunto de hábitos de “distinción, de belleza y de cultura”, más que en la posesión de capital dinerario. Puede pensarse que de este modo la elite argentina estaba implementando lo que se denomina un principio de “distinción”, esto es, de la apropiación de cier to tipo de valores que los otros no poseen y difícilmente puedan alcanzar. Al menos, no lo pueden alcanzar con el dinero. Dicho de otro modo, se trata de decidir un conjunto de bienes que no circulan en el mercado, esto es, que no son valores de cambio, que no se pueden ni comprar ni vender. De allí la impor tancia adjudicada a la formación cultural de la elite. De allí también que aquella preocupación que antes vimos dirigida hacia una sociedad que contiene elementos de decadencia porque ha puesto los valores económicos sobre todos los demás, será más inquietante cuando se encuentren rasgos semejantes en la propia elite. Porque de ser así, ésta estaría perdiendo nada más y nada menos que su autolegitimidad para el ejercicio de la dirección de la sociedad. He aquí un momento temprano de su escritura donde esta inquietud se expresa: "Nuestros padres –escribe en sus Ensayos- eran soldados, poetas y ar tistas. Nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas. Ahora un siglo, el sueño constante de la juventud era la gloria, la patria, el amor; hoy es una concesión de ferrocarril, para lanzarse a venderla al mercado de Londres". Si éste es el diagnóstico, ¿cuál es la terapia que Cané imagina? Para detectarla, vamos a seguir un proyecto aparentemente menor pero en realidad estratégico. Estratégico para Cané (porque es el modo como piensa una tarea de recomposición de la elite), y estratégico para nosotros que tratamos de comprenderlo, porque en “escala micro” pueden obser varse las vacilaciones y reacciones de par te de la elite ante el curso del proceso modernizador. Y bien: dicho programa en el caso del autor de Juvenilia puede leerse en una institución que Cané contribuyó activamente a crear en 1896: la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El discurso que él mismo pronunció en 1904, en el acto de transmisión de su decanato de dicha facultad, constituye una pieza clave para comprender su programa. Es preciso tener en cuenta que hasta entonces (y también luego, pero Cané quisiera que eso no fuera así) la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires es la institución intelectual fundamental en la provisión de cuadros estatales dentro de la clase dirigente. Para verificarlo bastaría con mirar la cantidad de abogados que forman par te de la función pública en sus distintos niveles. Ahora bien: en el mencionado discurso, Cané sostiene que dicha facultad “ha muer to de aislamiento, que es la tuberculosis especial de los centros de cultura cuyos órganos no se adaptan bien a las funciones para que se crean". Y sobre la base de este supuesto, propone que ese lugar sea ocupado por "la modesta Facultad de Filosofía y Letras", en cuya sede se halla "el por venir intelectual de nuestro país", destinada a ser en sí misma un correctivo al par ticularismo y la especialización.

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Cuando Cané denuncia al especialismo como un mal, naturalmente le contrapone un saber totalizador. Se trata de un tópico clásico activado en todo proceso modernizador. Se dice al respecto que la modernidad se caracteriza entre otras cosas por producir una “autonomización de las esferas de competencia”. Puede obser varse así el modo como los valores fundamentales (verdad, belleza y bondad, objetos de la filosofía, la estética y la ética) pasan a ser tratados por separado. En la premodernidad, todos ellos formaban par te de un universo de discurso que ar ticulaba estas diversas esferas, ya sea mediante la metafísica o mediante la religión. Permítanme dar un par de ejemplos para hacer comprensible esta cuestión. Cuando Maquiavelo (1469-1527) escribe El Príncipe, dice que los actos del soberano no tienen que ser medidos con la moral tal como la conciben los individuos, puesto que existe una “razón de Estado” que es un campo específico y diferenciado de la moral. Cuando Galileo en el siglo XVII funda la ciencia físico-matemática, lo hace sobre un supuesto imprescindible: separa a la naturaleza de la divinidad. Dicho de otro modo: la argumentación de Galileo se apoya de hecho en un presupuesto: en el mundo natural no hay milagros, es decir, Dios no inter viene permanentemente en la naturaleza (haciendo, como creían los medievales, brotar una fuente en determinado lugar). Y esto tiene que ser así porque si hay milagros no hay ciencia, no puede cumplirse con el requisito necesario de la previsibilidad (esto es, que si ocurre a necesariamente tiene que ocurrir b). Y para que esto sea así es necesario que la naturaleza se separe de la divinidad, y la ciencia de la religión. Y es necesario que la naturaleza sea una entidad autónoma en el sentido estricto de la palabra: autónomo es aquello que tiene leyes propias de funcionamiento. Otro ejemplo en otra dirección pero con el mismo sentido. Hacia mediados del siglo XIX el poeta francés Charles Baudelaire publica un libro que genera un escándalo; se titula Las flores del mal. Las poesías que lo componen exploran temas como la prostitución, la sexualidad, los “paraísos ar tificiales”, etc. Temas todos ellos (y de allí el escándalo seguido de la prohibición del libro y del procesamiento de su autor) que no resultaban edificantes para los cánones de la época. Temas, entonces, que no eran “morales”. A pesar de todo, dichos poemas lograron imponerse como una revolución estética. Podría decirse entonces que lo que se valoró en ellos fue su belleza, y se decidió con ese gesto que la belleza es un valor independiente, autónomo, respecto de la moral. Se decidió, de acuerdo con el título del libro, que puede haber flores (bellas) aunque sean flores del mal... Este mismo movimiento puede obser varse como un rasgo general de la modernidad en diversos registros. A esta separación de esferas de competencia, le corresponde una diferenciación de funciones y una división del trabajo, que desemboca en la especialización. Como reacción ante esta situación, se elevan voces que reclaman alguna instancia de re-totalización de los saberes, alguna instancia que pueda ar ticular estas diversas disciplinas, porque se piensa que si dicha instancia no existe, esos saberes pueden perder su sentido. De otra manera: aparecen reclamos por que, aceptando la especialización y a los especialistas, existan otros sujetos intelectuales capaces de funcionar como un “hombre universal”, según el ideal clásico. Creo que ahora podrá comprenderse el sentido del proyecto de Cané vinculado con la creación de una facultad de filosofía y letras: lo que plantea, a través de esta facultad, es una empresa de re-totalización y de re-espiritualización de la cultura argentina, a la que ve amenazada por el mercantilismo y

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la especialización de funciones. Ambos males deben ser contrarrestados por una formación intelectual donde se le otorgue un peso relevante a las disciplinas clásicas, y en primer lugar a la enseñanza del griego y del latín. ¿Por qué? Porque Cané, como tantos en su época, cree que estas lenguas son algo más que idiomas de un pasado prestigioso: cree también que contribuyen a formar armónicamente las facultades intelectuales. Contribuyen asimismo a atacar el mal moderno de la especialización, esto es, a esos emprendimientos donde algunas personas saben mucho de un solo aspecto de la realidad y así pierden de vista la comprensión del conjunto. Justamente, lo que una elite debe tener siempre presente es esa visión de conjunto, que es lo que la habilita para tutelar y dirigir al resto de la sociedad. Esa totalidad está amenazada por el avance de la modernización; entonces Cané apela a un operativo de re-totalización que recurre a la moralización y estetización de la cultura, así como a la recuperación de valores patriótico-republicanos. Quiero reiterar entonces que el proyecto de facultad de filosofía y letras que Cané elaboró, permite imaginar la representación de su modelo de sociedad. Apelemos ahora a un texto: se trata de un ar tículo titulado “la enseñanza clásica”. Se trata de una sociedad dividida entre habitantes laboriosos, prácticos y especializados en algún sector del saber y de la producción, por un lado, y por el otro, una minoría letrada dotada de la máxima espiritualidad y universalidad. Los primeros transformarán, sobre la base de los conocimientos de bases científicas adquiridos en la instrucción secundaria, el suelo de la patria, hasta extraer el máximo de riqueza. Mientras en la nueva facultad de filosofía, "sin ruido, sin pretensiones, sin ambiciones casi diría terrenales, nos entregaremos a la cultura intensiva del espíritu de aquéllos que, siguiendo la ley de su organismo, dan la espalda al mundo de la for tuna, para correr en pos de satisfacciones quizás más fecundas y duraderas". Para concluir con este tema, es interesante obser var que el mismo desarrollo de dicha facultad, inclusive durante el rectorado de Cané, mostrará las dificultades de ese proyecto, y con ello algunos rasgos de la nueva sociedad que se estaba definiendo en la ciudad de Buenos Aires. En principio, el estudiantado que recluta no es precisamente el de la elite, que sigue prefiriendo la Facultad de Derecho. En cambio, reclutará su público entre maestras que ven allí una posibilidad de una carrera superior y alumnos que trabajan y que pueden compatibilizar esas tareas con el estudio. En 1904 éstas son las conclusiones a las que había llegado el profesor de Ciencias de la Educación Dr. Francisco Berra al referirse a la facultad de Filosofía: "No conozco alumno que se consagre por completo a los cursos de la Facultad; todos, o casi todos, tienen un empleo o ejercen alguna profesión, que les absorbe la mayor par te del día, y, algunos, hasta horas de la noche; y si hay quien no desempeñe cargo público o ejerza profesión, sigue los cursos de otra Facultad". Igualmente, en los recuerdos del escritor y crítico literario Rober to Giusti se cruzan apellidos de alumnos del primer año de esa facultad que evidencian que esa institución ha empezado a ser penetrada por lo que una década más tarde Lugones llamará "la plebe ultramarina": Ferrarotti, Ravignani, Bianchi, Debenedetti... Espero entonces que los textos de Miguel Cané (h) y estos episodios culturales hayan mostrado las inquietudes de este miembro de la elite ante el proceso modernizador, y luego tanto su proyecto para un operativo de reeducación de la elite destinado a su relegitimación, como los obstáculos para

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conseguirlo. En los puntos siguientes veremos las alternativas que a esos dilemas propuso la “cultura científica” en las voces de Ernesto Quesada y de José Ingenieros.

Describa diversas reacciones de Miguel Cané ante la moder nización, y vincúlelas con el proyecto de creación de una facultad de filosofía y letras.

1.2. La Generación del 90 y el movimiento positivista argentino

Características generales del positivismo En el terreno intelectual, el período 1890-1910 está hegemonizado por el movimiento positivista. Aun cuando en rigor debería hablarse del predominio de la “cultura científica”. Con esta designación se pretende cubrir una serie de textos e inter venciones más amplias que aquélla a la que refiere el término positivismo. Ya que –como veremos- esta designación describe un conjunto de postulados al que no todos los intelectuales argentinos considerados positivistas están coherentemente adheridos. En cambio, sí todos ellos construyen sus discursos desde una mirada pretendidamente científica, mirada que al traducirse en textos se beneficia del enorme prestigio adquirido por las ciencias en el siglo XIX. Quiero decir que ese prestigio, incrementado por el surgimiento de nuevas teorías (como el darwinismo en la biología), oficia de criterio de legitimidad, y de verosimilitud, es decir, de esos discursos trasladados a otro tipo de análisis de la realidad (como la sociología o la historia, por ejemplo). Para comprender lo que se acaba de leer, es necesario contar con una referencia a algunos aspectos centrales de la filosofía positivista. El más relevante es el que dice que sólo podemos tener conocimientos teóricos si contamos con “datos” o “hechos” que nos proporcionan nuestros sentidos (vista, oído, tacto, etc.). Este carácter del positivismo es lo que Kolakowski en La filosofía positivista denomina “fenomenismo”, dado que el fenómeno es aquí ese dato que aparece ante la sensibilidad. De modo que si carecemos de estos datos sensibles nos resulta imposible validar o invalidar una serie de juicios, tales como los de la existencia del alma o de Dios. Ese tipo de juicios son aquéllos de los que se componen la metafísica y la religión, pero también las disciplinas que contienen juicios de valor como la estética o la ética. Esta última, se compone de juicios prescriptivos (“No matarás”) que refieren no a la realidad sensible sino al ámbito inexperienciable del deber ser. Este tipo de juicios quedan para el positivismo relegados al terreno de lo incognoscible. En cambio, la labor del intelectual positivista se centra en obser var los hechos y establecer relaciones regulares entre ellos, relaciones regulares a las que denomina “leyes”. Por ejemplo, luego de una serie de obser vaciones sobre la naturaleza podrá establecerse la ley de que toda vez que se mezclan dos sustancias en determinadas condiciones, se produce un compuesto preciso. Pero también que cuando en una sociedad existen tales y cuales circunstancias aumenta o disminuye la tasa de suicidios, etcétera.

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Los principales exponentes de la filosofía positivista fueron en el siglo XIX el francés Auguste Comte en la primera mitad de esa centuria y el inglés Herbert Spencer en la segunda. El filósofo francés gravitó especialmente sobre un conjunto de intelectuales estrechamente vinculados al normalismo argentino, como Pedro Scalabrini, Alfredo Ferreira, Víctor Mercante y Rodolfo Senet. Para el período que nos ocupa, en cambio, la presencia de Spencer resultó largamente dominante. El filósofo inglés había construido con enorme persistencia un sistema evolutivo destinado a dar cuenta de la totalidad de lo existente, mediante una serie de trabajos publicados principalmente en las décadas de 1860 y 1870, tales como los Primeros principios, Principios de biología, Principios de psicología, Principios de sociología y Principios de ética. Según ellos, el universo era representado como un gigantesco mecanismo sujeto a una causalidad inexorable que se identificaba con la marcha misma del progreso indefinido, el cual adoptaba la forma de la gran ley de la evolución. Formulaba así una concepción prometedora de vastas, aunque no totales cer tidumbres, que trasuntaba optimismo respecto del destino del hombre, constituyéndose en uno de los últimos grandes relatos en tanto filosofía de la historia dadora de sentido del mundo y de la vida. Tempranos testimonios de la influencia del positivismo spenceriano pueden hallarse en una conocida referencia de Sarmiento en Conflicto y armonías de las razas en América, donde manifiesta "llevarse bien" con Spencer, o en una car ta de 1893 de Eduardo Wilde al general Roca en la que caracteriza al filósofo inglés como "la potencia intelectual más grande en el mundo". En el terreno de la cultura intelectual institucionalizada, contamos con el discurso con que Rodolfo Rivarola inauguró a fines de siglo la cátedra de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Allí daba cuenta del “estado de la cuestión” en el campo filosófico recurriendo a la descripción de Hyppolite Taine contenida en Los filósofos clásicos del siglo XIX:

"Los espiritualistas consideran las causas o fuerzas como seres distintos, diversos de los cuerpos y de las cualidades sensibles [...], de tal modo que detrás del mundo extenso, palpable y visible hay un mundo invisible, intangible, incorporal, que produce al otro y lo sostiene. Los positivistas consideran las causas o fuerzas, principalmente las causas primeras, como cosas situadas fuera del alcance de la inteligencia humana [...]; limitan las investigaciones de la ciencia y la reducen al conocimiento de las leyes".

Para terminar con este señalamiento de la presencia del positivismo dentro de las nuevas camadas de intelectuales de la elite, citemos dos últimos testimonios. El primero lo hallamos en los recuerdos de formación intelectual de Joaquín V. González. Allí se refiere a Taine y a Zola como integrantes de "las modernas escuelas" que reemplazaron al romanticismo, dando paso "a las novísimas teorías fundadas en la biología, la psicología y las leyes naturales de la sociedad". Por fin, antes de su encuentro con el marxismo, Juan B. Justo relata que sus "más impor tantes lecturas de orden político y social habían sido, hasta entonces, las obras de Herbert Spencer".

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Esta corriente de ideas colocaba la figura del intelectual científico como la de un sacerdote laico dotado de capacidades explicativas superiores. Dicho prestigio era evidentemente inseparable del ganado entonces por la ciencia, tanto en su eficacia cognoscitiva cuanto en sus aplicaciones técnicas. Y ese prestigio oficiaba de criterio de verosimilitud transferido a los discursos que aun retóricamente adoptasen los protocolos científicos. Pocas citas como ésta del "Ensayo sobre Bacon", publicado en 1837 por el influyente historiador y político inglés Thomas Macaulay, resultan tan exhaustivamente representativas de aquel ambiente espiritual. Dice así:

"[La ciencia] prolongó la vida; mitigó el dolor; extinguió enfer medades; aumentó la fertilidad de los suelos; dio nuevas seguridades al marino; suministró nuevas ar mas al guerrero; unió grandes ríos y estuarios con puentes de for ma desconocida para nuestros padres; guió el rayo desde los cielos a la tierra haciéndolo inocuo; iluminó la noche con el esplendor del día; extendió el alcance de la visión humana; multiplicó la fuerza de los músculos humanos; aceleró el movimiento; anuló las distancias; facilitó el intercambio y la correspondencia de acciones amistosas, el despacho de todos los negocios; per mitió al hombre descender hasta las profundidades del mar, remontarse en el aire; penetrar con seguridad en los mefíticos recovecos de la tierra; recorrer países en vehículos que se mueven sin caballos; cruzar el océano en barcos que avanzan a diez nudos por hora contra el viento. Éstos son sólo una parte de sus frutos, y se trata de sus primeros frutos, pues la ciencia es una filosofía que nunca reposa, que nunca llega a su fin, que nunca es per fecta. Su ley es el progreso."

En la Argentina, una valoración semejante la encontramos en un escrito de Juan María Gutiérrez titulado "El año mil ochocientos setenta y la reforma". "La voz ciencia en el diccionario del año 1870 –escribe en La Revista de Buenos Aires en 1869- es sinónima de verdad". Aquélla "no puede menos que ser revolucionaria; es decir, demoledora de la obra del error, con el objeto de edificar otra nueva en su lugar, porque en esto consiste el progreso, que es el destino forzoso de la humanidad, y la ciencia es el ministro de ese progreso". Y en el surco de Macaulay afirma que la ciencia "desecha el misterio, porque éste es cuando menos la char latanería del oscurantismo; [...] llena de amor y de caridad entra en la atmósfera pestilente para descubrir los gérmenes que la emponzoñan, facilitando su destrucción; entra en los lupanares y las mansiones del crimen para salvar almas, buscando con las cifras materiales de la estadística las leyes morales que pueden prevenir los delitos; da los músculos y el organismo del buey al hierro [...]; con la llave del crédito penetra en los cofres de todos y acumula sumas fabulosas para transformar de tal manera la geografía del globo que podamos realizar en cuarenta días el viaje que Magallanes en el espacio de muchos años; ella, por último, ha creado lo que se llama industria, y por medio de la economía política y de la educación, ha mostrado que riqueza es moralidad, que la instrucción es el bautismo que re-

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dime del pecado y que para que un pueblo sea rico, inteligente y vir tuoso, es indispensable que sea libre". En el siglo XIX, los mayores prestigios en la ciencia los había obtenido del formidable desarrollo de las disciplinas médico-biológicas. Y Claude Bernard y Char les Darwin son los símbolos de esta expansión científica sobre nuevos aspectos de la realidad. En este aspecto, Florentino Ameghino será entre nosotros quien de modo más entusiasta adhiere a la celebración de la ciencia a par tir de dichos éxitos, como se ve en la cita siguiente, que tanto recuerda a la de Macaulay:

“La ciencia (escribe en 1881) ha llegado a investigar y conocer un grandísimo número de las leyes de la naturaleza que rigen en nuestro planeta y aun en la inmensidad del espacio. Ahí podréis ver que los adelantos de la física, la química y la mecánica han producido verdaderas maravillas que no tendrían nada que envidiar a los famosos palacios encantados y demás obras que los supersticiosos pueblos orientales atribuyen a las hadas, a los magos y a los nigromantes. Allí veréis que, gracias a los adelantos de la mecánica, el hombre ha conseguido fabricar verdaderas ciudades flotantes que atraviesan el océano en todas direcciones, transpor tando naciones de uno a otro continente. Con los adelantos de la óptica ha penetrado el secreto de otros mundos que se encuentran a millares de millares de leguas de distancia de la tierra. Por medio de la electricidad se ha adelantado al tiempo, ha arrebatado el rayo a las nubes, transmite la voz amiga a luengas distancias y reproduce la luz solar en plenas tinieblas nocturnas. Con el descubrimiento del vapor y sus aplicaciones, ha multiplicado sus fuerzas a lo infinito, y en el día cruza la atmósfera con mayor velocidad que el vuelo de las aves, viaja por la superficie de la tierra y del agua con pasmosa celeridad, desciende al fondo del mar y pasa por debajo de las más altas montañas. A cada nuevo descubrimiento se hacen de él mil aplicaciones distintas y este mismo conduce a otros de más en más sor prendentes".

Provenientes del mundo europeo, libros de gran venta como Fuerza y materia, de Büchner, o Los enigmas del universo, de Haeckel, divulgaron esa versión cientificista hacia sectores mucho más amplios que los específicamente intelectuales. Y por cier to que en la Argentina difícilmente pueda encontrarse a alguien que haya encarnado aquella figura de manera más cabal que Florentino Ameghino, como lo seguirán revelando, ya finalizando el siglo XX, su prestigio como símbolo del progresismo laico y la oposición que seguía reclutando entre los sectores católicos tradicionales. Dentro de la cultura letrada más general, fue José Ingenieros el que encarnó hasta 1910 con mayor justeza la representación del intelectual positivista. Sin embargo, su ingreso al positivismo no fue inmediato. Y resulta interesante obser var sus primeros pasos para atender a la complejidad del panorama de las ideas en el fin del siglo XIX en esta par te del mundo.

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El primer José Ingenieros En principio, y en cuanto a su colocación social, es preciso adver tir que José Ingenieros viene “de otro lado” que la gran mayoría de quienes integrarán la elite intelectual en esos años. Estos últimos en general cuentan con linaje, con capital económico y per tenecen al elenco político dirigente. Ingenieros, en cambio, ha nacido en Palermo, Italia, en 1877, y su infancia transcurrió en Montevideo. Luego cursó sus estudios en Buenos Aires, hasta graduarse de médico. De modo que es alguien que desde sus inicios está librado a la “carrera del talento”, personificando uno de los primeros extranjeros que por este medio alcanza altos niveles de consagración intelectual y de reconocimiento social a par tir de sus producciones intelectuales. Esto resultó posible porque para entonces está empezando a configurarse lo que el sociólogo Pierre Bourdieu ha llamado un “campo intelectual”. Precisamente, cuando obser vamos el caso de José Ingenieros en este aspecto, podemos suponer que se está empezando a cumplir un proceso (que ya se ha dado con mucha anterioridad en otras par tes) de constitución de un campo intelectual. Y su emergencia es lo que permitirá la aparición del intelectual moderno, entendiendo por esto a aquel sujeto que funda su legitimidad fundamentalmente en su capital simbólico. Esto es: ya no se trata de quienes como Sarmiento o Alberdi o Mitre tenían una práctica intelectual que era una par te o continuación de su actividad política. En estos casos, puede obser varse una transferencia de una legitimidad que no proviene de sus estrictas destrezas intelectuales, sino del ejercicio de la política. Es la política lo que legitima esos textos. En cambio, el intelectual moderno tiende a legitimarse, como dije, en su capital simbólico. Esto, en el caso de Ingenieros, podría decirse así: sus libros son considerados legítimos porque en ellos el intelectual muestra sus saberes. Por lo demás, las primeras actividades de Ingenieros lo muestran militando dentro del recientemente creado Par tido Socialista Argentino, presidido por Juan B. Justo y cuyo primer secretario fue precisamente José Ingenieros. Seguramente al calor de esta adhesión política publicó en 1895 su primera obra significativa, titulada ¿Qué es el socialismo?. Dos años más tarde fundó y dirigió con Leopoldo Lugones el periódico La Montaña. Tanto en el libro como en el periódico, Ingenieros revela una concepción del capitalismo entendido como un sistema radicalmente negativo, en tanto mecanismo inexorablemente productor de miseria y parasitismo. Es interesante señalar que esta caracterización del capitalismo no es ajena a la matriz conceptual del anarquismo. Aquí el capitalismo tiende a ser explicado a par tir de un hecho extraeconómico, un hecho en rigor político en tanto remite al poder, y que es imaginado como una violencia originaria contra la naturaleza humana. La clase dominante es una clase ociosa que parasita a los productores y que se apropia autoritariamente del poder político. Se asiste entonces –escribe Ingenieros- a "la corrupción entronizada en los altares del poder", para terminar proclamando que "somos par tidarios de la supresión de la autoridad erigida con fines políticos". Este socialismo penetrado de elementos anarquistas es por ello definido como "el más noble de los ideales que han agitado a la humanidad, y el más justo de los pabellones que los oprimidos enarbolan, flameando al impulso del aura voluptuosa de la liber tad, bajo los rayos regeneradores de la ciencia y del progreso"...

Dicho brevemente, este concepto se refiere a un espacio social diferenciado, con sus propias leyes, reglas y normas. Esto implica que el intelectual está situado en un sistema de relaciones que incluye por ejemplo a editores, público, etc., y que este campo o espacio define las condiciones de producción y circulación de sus productos. Lo específico de dicho campo es que lo que en él se produce y circula es “capital simbólico”, y allí los sujetos (los intelectuales) luchan por apropiárselo. Esta categoría de campo intelectual intenta así establecer un tipo de relación no mecánico entre lo social, lo económico y político y la práctica intelectual. Frente a las versiones reduccionistas que ven a dichas prácticas como una “expresión” directa de intereses económicos o políticos, la noción de campo intelectual sostiene que esos intereses no influyen directamente sobre los intelectuales, sino que ellos están mediados por la pertenencia a ese campo, que tiene relativa autonomía en cuanto a sus normas de consagración, luchas, diferenciación, etcétera.

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En dichos escritos, entonces, se remarca el carácter antirreformista de sus posiciones, como cuando se afirma que "para ser socialistas es indispensable ser revolucionarios". Se posibilita así el acercamiento con algunos grupos anarquistas, con los cuales pueden variar los medios pero "en la aspiración final unos y otros coincidimos". Que estas afirmaciones delineaban una posición heterodoxa dentro del Par tido Socialista lo cer tifica la nota del periódico anarquista El perseguido de marzo de 1897, que informa sobre las divergencias en el seno del socialismo local y cree obser var la consolidación de la corriente "antiautoritaria" encabezada por Ingenieros. No resulta extraño entonces que un número de La Montaña abra sus páginas a expresiones liber tarias: ofer ta prontamente rechazada por un representante de esa corriente que de paso cuestionará "el economismo de Loria". Achille Loria era un marxista italiano de influencia dentro de los lineamientos del marxismo de la II Internacional. Dicho marxismo estaba fuer temente penetrado por el tipo de lectura cientificista y aun positivista del momento. Bajo estas determinaciones, resultaba coherente atender a los aspectos de la teoría de Marx, que remarcaba el papel desempeñado por los fenómenos económicos en la vida histórica. De manera que resultaba subrayado lo que Marx en la Contribución a la crítica de la economía política había designado como “base” o “infraestructura”, respecto de la cual el papel de la “superestructura” (instituciones jurídicas y políticas, ideologías...) resultaba secundarizado en su eficacia. De allí, naturalmente, resultaba una visión fuer temente economicista del marxismo. Así que cuando desde el anarquismo se le reprocha a Ingenieros su lorianismo, en rigor se está señalando atinadamente uno de los rasgos que comienzan a aparecer progresivamente en sus escritos. Y al responder a su vez al rechazo anarquista, en un ar tículo seguramente redactado por Ingenieros, aunque sin firma, se sostiene que al italiano Aquiles Loria le cabía el mérito indudable de haber mostrado que "la cuestión social reviste actualmente una forma económica", a la cual incluso deben subordinársele los fenómenos políticos y religiosos. De todos modos, estas novedades no eliminaban el carácter fuer temente contestatario de sus inter venciones. Dicho carácter no era ajeno a la reactivación de la política generada a par tir de la crisis y revolución de 1890. Empero, es posible que la recomposición de la situación económica, la recuperación del control político por par te de fracciones de la elite y lo que Ingenieros comienza a percibir como la pasividad de los sectores trabajadores hayan sido motivos para que nuestro autor varíe su diagnóstico y sus propuestas. En escritos de los últimos años del siglo XIX, atribuye esa pasividad a la opresión de la burguesía, que reduce a los trabajadores a verdaderas "máquinas humanas". Por eso, si ahora se descree de la capacidad transformadora de la clase trabajadora, es impor tante ver cómo se configura la alternativa de cambio, puesto que el sujeto motorizador de esa alternativa configura una posición ético-política que Ingenieros sostendrá a lo largo de toda su producción intelectual. El escenario que Ingenieros pinta en esos ar tículos juveniles no puede ser en principio más desesperanzador. La clase dominante aparece hundida en la degeneración que produce el parasitismo y, en el otro extremo del espectro social, los oprimidos han sido bestializados por un poder autoritario y explotador. Y sin embargo, existe una elite que puede desempeñar el papel de movilizador de las conciencias. Se trata de las "minorías activas". La capacidad que ellas pueden apor tar reside en su saber, que las coloca "en condiciones

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de influir directamente sobre la marcha de los gobiernos poniendo en jaque a los conser vadores de todas las escuelas". Este pasaje es fundamental. En el texto, Ingenieros construye un sujeto, y lo habilita (lo autoriza, lo legitima) en tanto depositario del conocimiento. Ese conocimiento es muy preciso, y consiste en la función de "esgrimir las armas de la ciencia y de la razón contra los defensores de la opresión, de la fe y de la injusticia". Sin dudas, lo que Ingenieros propone es la figura del intelectual-científico. Sin dudas, era también una forma de proponerse a sí mismo como consejero del príncipe. Porque además en ese pasaje habla de una influencia que se ejercería “directamente” sobre el poder. Diseña así una concepción que descree de una legitimidad fundada en la representación de la mayoría (esto es, democrática) y apuesta –según una convicción ampliamente compar tida en la época- a una inter vención “desde arriba”, desde el Estado, donde puedan coincidir el poder y la ciencia, el político y el científico. Nótese que la per tenencia a esa elite es independiente de la per tenencia de clase, definiéndose más bien por su autolegitimación en el interior del campo intelectual o, dicho de otro modo, en la posición que se ocupa no como derivado de una condición social, sino por el solo ejercicio del talento y del mérito. Estos nuevos pronunciamientos marchan juntos con una revisión del carácter del capitalismo. En su escrito "De la barbarie al capitalismo", de 1898, el cambio ya no era pensado como una irrupción súbita que cor ta abruptamente con el pasado, sino más bien como un estadio dentro de un proceso cuya continuidad es preciso rescatar. El sistema capitalista ha dejado de ser el sistema improductivo denunciado en los años 1895-97, para ser descripto con algunos caracteres positivos, como el de desarrollar las fuerzas productivas y generar una clase social (el proletariado) destinada a superarlo. Distinguirá asimismo entre un “capitalismo malo” y otro “bueno”. El primero ha sido el implantado en Iberoamérica, mientras que el buen capitalismo fue trasplantado por Inglaterra en Nor teamérica. Con ello, Ingenieros se inscribía en una polémica que se tornará aguda a par tir de 1898, esto es, de la derrota de España en la guerra con los Estados Unidos. La pregunta que entonces organiza esa polémica es: ¿por qué en el nor te se ha desarrollado una potencia mientras en el sur impera el atraso? Las diversas respuestas a esta interrogante animarán una buena par te de la ensayística hispanoamericana de esos años. Pero, para concluir con esta primera descripción de la cur va político-intelectual de Ingenieros, debo decir someramente que junto con estas adhesiones intelectuales y políticas, Ingenieros llegó a formar par te del círculo que Rubén Darío constituyó en torno de sí mismo en su estadía en Buenos Aires. Este maridaje entre anarquismo y modernismo no resultaba en absoluto imposible: más bien, son diversos los casos de ese encuentro que pueden verse entre los intelectuales hispanoamericanos del momento. Y ello era así porque entre ambos existían una serie de puntos de contacto en los que aquí no podemos ingresar. Baste con concluir con una cita de Ingenieros donde éste relata la superposición de ambas experiencias. En sus notas autobiográficas, dice así:

"Siendo estudiante universitario, me vinculé con un grupo de obreros soñadores que predicaban el socialismo y con ello me aficioné a leer libros de sociología. Al propio tiempo, gustando

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de las letras, frecuentaba el Ateneo, donde Rubén Darío concentraba el interés de los jóvenes. En 1898 el poeta Eugenio Díaz Romero editó la revista El Mercurio de América, que fue auspiciada por Darío y en la que colaboramos casi todos los ateneístas del último tiempo".

De este modo podemos tener una visión de la situación intelectual del momento, en la cual se destaca su complejidad. Complejidad, en el sentido de que, así como el discurso del joven Ingenieros es una trama tejida por los diversos hilos del anarquismo, el socialismo y el modernismo, en la cultura del Buenos Aires finisecular se contempla una abigarrada superposición de estéticas y teorías: el romanticismo tardío y acriollado; el liberalismo y republicanismo heredado de los “padres fundadores”; un catolicismo fuer temente afectado por su derrota en las leyes laicas pero pronto a comenzar su recomposición; las ver tientes del socialismo y el anarquismo; las corrientes realistas y naturalistas; el modernismo literario y cultural...

1.3. El bioeconomismo de Ingenieros y el proyecto de una nación moderna en el cono sur americano Desde entonces, el voluntarismo de inspiración anarquista dejará paso a una visión evolutiva extraída del spencerismo. El encuentro de estas nociones evolucionistas con las del marxismo economicista producirá una síntesis que Ingenieros denominará como bioeconomismo. De Spencer adoptará lo que considera “las nociones fundamentales del sistema”, que pasa a enumerar:

“La experiencia empírica determina el conocimiento, las sensaciones son relativas y constituyen la base del pensamiento, la realidad es única, todo fenómeno responde a un determinismo riguroso, toda la realidad evoluciona permanentemente. Nociones que podemos traducir diciendo: la unidad de lo real (monismo) se transforma incesantemente (evolucionismo) por causas naturales (determinismo)". Pero dado que los seres humanos –a diferencia del resto de los animales- producen sus propios medios de subsistencia, puede concluir que "las sociedades humanas evolucionan dentro de leyes biológicas especiales, que son las leyes económicas". De todas maneras, esta lectura biologista de la realidad social está penetrada por las extensiones del darwinismo al análisis de la sociedad, esto es, de aquella derivación que recibe el nombre de “sociodarwinismo”.

Nociones como las de "raza", "medio" o "lucha por la vida y super vivencia de los más aptos" eran así trasplantadas al ámbito social, produciendo muchas veces visiones racistas. Esto es notorio en Ingenieros, quien en esta etapa de su pensamiento considera que en la sociedad imperan esas leyes que realizan una justa selectividad mediante "un trabajo de eliminación de los más débiles por los más fuer tes".

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Pero además de estas coordenadas bioeconomistas, la mirada sociológica de Ingenieros estará igualmente encuadrada por categorías y módulos de análisis provenientes de su formación médica y, en especial, de su especialización en las enfermedades mentales. Recapitulando esa par te de su formación, años más tarde dirá: "En la universidad he cursado simultáneamente dos carreras, que me permitieron adquirir nociones de ciencias físico-naturales y de ciencias médico-biológicas; vocacionalmente cultivé las ciencias sociales y no fui indiferente a las otras. Especialicé luego mis estudios en patología ner viosa y mental, vinculándome a su enseñanza en la Facultad de Medicina". Estas nuevas adscripciones teóricas ocurrían junto con la adscripción de Ingenieros a nuevos espacios institucionales. Hacia 1899 abandona su militancia en el Par tido Socialista y tres años más tarde renuncia a su afiliación al mismo (aunque siempre “votará socialista”). En 1900 obtiene el cargo de jefe de clínica en el Ser vicio de Obser vación de Alienados de la policía de Buenos Aires, cuya dirección desempeñará entre 1904 y 1911, y desde 1907 dirige el Instituto de Criminología anexo a la penitenciaría nacional. También en 1900 se hace cargo de la dirección de los Archivos de Criminalogía, Medicina Legal y Psiquiatría, donde permanecerá hasta 1913. De su vasta producción, ahora me interesa seleccionar un par de escritos donde Ingenieros toma como objeto el estudio de la sociedad. Veremos entonces la manera en que funciona la argumentación positivista.

La sociología argentina En 1908 Ingenieros publicó un ar tículo titulado “De la sociología como ciencia natural”, que luego incorporó a su libro Sociología argentina.

“Hagamos aquí un ejercicio de lectura posible de un texto, aplicándole una serie de preguntas muy tipificadas: quién habla, para quién habla, qué dice. La respuesta a “¿quién habla?” no se refiere al personaje empírico, esto es, está prohibido responder: “José Ingenieros, nacido en Paler mo, Italia, etc.”. En cambio, la pregunta interroga acerca del modo como se construye el personaje del autor según el propio texto. Igualmente, la pregunta ¿para quién habla? no refiere al público real, sino al público imaginario al que, según el texto, se pretende llegar. El análisis concreto de este caso per mitirá comprender más cabalmente lo que quiero decir. Primero, entonces, ¿quién habla? o ¿quién es el “autor”? El artículo indicado viene precedido de un “Prefacio” que per mite una respuesta. Leámoslo: “(...) “las opiniones expuestas a continuación no pueden corresponder a las tendencias de ningún partido político o de tal historiador. Una circunstancia de ese género no agregaría autoridad a lo escrito. La interpretación de la experiencia social no ha sido nunca la nor ma de la acción política colectiva, generalmente movida por pasiones e intereses de los que sólo pocos tienen conciencia; los historiadores suelen reflejar sus senti-

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mientos personales o los de su grupo inmediato, supeditando a ellos los hechos, cuando no son desviados de la verdad por las naturales inclinaciones de temperamento imaginativo.” Y prosigue: “Los cambios sociológicos suelen operarse sin que las colectividades adviertan el rumbo de su propio itinerario. (...) Los grupos sociales suelen ser como bajeles que marchan sin brújula, arrastrados por corrientes cuyo secreto reside en causas mesológicas y biológicas que la conciencia social no sospecha. Por eso algunas conclusiones enunciadas en esta construcción sintética deben contrastar con muchas ideas aceptadas por hábitos y por inercia mental; desvíanse de las nor mas consagradas por la rutina, rebelde siempre a toda nueva síntesis”. Y por fin: “Pensado sin preocupaciones de raza, nacionalidad, clase o partido...”

Y bien. Es evidente que Ingenieros se presenta como un investigador “objetivo”. Además, para alcanzar dicha objetividad es preciso independizarse de todo interés político, ya que en las visiones políticas imperan las pasiones, y las pasiones obnubilan la verdad y dan rienda suelta a la imaginación. Nótese, entonces, que aquí la objetividad, es decir, la ciencia, aparece en las antípodas de la actividad política. Nótese, así, que de este modo se está diciendo que el saber (científico) debe ocupar un espacio autónomo respecto de la política. Es una manera de demandar la independencia del intelectual y de fundar en suma las pretensiones de un intelectual moderno, en el sentido antes señalado, de ser alguien que se legitima en su propia práctica intelectual. Y añade de modo notable: “Una circunstancia de ese género no agregaría autoridad a lo escrito”. Esto es, el intelectual debe permanecer lejos de las redes del poder para enunciar la verdad, pero además quienes no lo hacen porque per tenecen al ámbito político (como Cané, pero también Ramos Mejía, etc.), no pueden pretender que su posición política autorice o legitime su práctica intelectual. Las sociedades –prosigue- son movidas por fuerzas extraordinariamente complejas, de las cuales la mayoría no tiene conciencia. Son así “como bajeles que marchan sin brújula”. Pero si lo que Ingenieros propone a continuación es el develamiento de algunas de esas leyes, quiere decir que per tenece a una minoría, a una elite, que puede ver lo que los demás no ven. El intelectual, entonces, se ha separado del político, y ahora se separa de la mayoría. Y por hacerlo corre el riesgo de que sus ideas “deben contrastar con muchas ideas aceptadas por hábitos y por inercia mental”. Al escribir esto, el autor se dibuja a sí mismo como una figura vanguardista: se trata del intelectual que, solo y contra las opiniones imperantes, penetra en la riesgosa selva de las convenciones y los intereses creados, armado de una par ticular clarividencia adquirida en el ejercicio de la ciencia. ¿Quién habla?, pues un intelectual moderno, un intelectual “científico”, independiente del poder, miembro de una pequeña vanguardia de ilustrados. De esos saberes científicos, el intelectual extrae la fuente de su legitimidad: a la pregunta ¿Qué lo autoriza a usted a hablar? (que otros han respondido de hecho: mi linaje, mi posición política o social, los avales con los que cuento y que prologan mis libros, etc.), la respuesta del autor de la Sociología argentina es: mi saber.

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Acerca de la segunda cuestión voy a ser más breve. El público imaginario de un texto puede determinarse por diversas vías. Por ejemplo, el modo en que está escrito, el sistema de citas (o de no citas) al que recurre, etc. Y parecería ser que los textos de Ingenieros apelan a una jerga que demanda de quien los lee, cier to tipo de destrezas intelectuales que no forman par te de un público amplio. La cantidad muchas veces abrumadora de referencias de otros intelectuales que aparece en sus escritos, muestra un mismo criterio, así como la búsqueda de un criterio de legitimidad apoyado en estar al día con los sabios europeos. En general, y salvo algunas excepciones, este tipo de escritos están en la época destinados a los pares, es decir, a los miembros del propio grupo. Pero no sólo del propio grupo intelectual, sino –en el caso de Ingenieros- de un grupo más amplio del que también formaría par te un sector de la clase política. En suma, la estrategia de Ingenieros parece clara: el intelectual científico debe permanecer fuera de las mallas de la política para garantizarse su objetividad, pero desde esos saberes puede aleccionar al príncipe (que en esta etapa de José Ingenieros es el elenco del presidente Roca). Por fin, qué dice. En “De la sociología como ciencia natural” lo primero que debe destacarse es el término natural. Con ello se dice obviamente que las sociedades humanas son un hecho del mismo rango ontológico, del mismo nivel de “ser”, que los demás fenómenos naturales. En este caso, una sociedad humana no es esencialmente distinta que una sociedad de hormigas o de abejas. Si esto fuera así, se cumpliría un principio positivista canónico: la unidad de la ciencia. Es decir, que todos los fenómenos de la realidad deben ser estudiados siguiendo el mismo método, consistente en agrupar hechos y vincularlos mediante leyes. Además, la humanidad es una especie biológica que vive sobre la superficie de la tierra luchando con otras especies por la super vivencia. Y cada sociedad es un agregado de individuos, dentro de los cuales se conforman grupos que a su vez también compiten, aun cuando poseen cier ta homogeneidad de intereses, de creencias y de aspiraciones. De ser así, los ancestros de los seres humanos actuales ya debían de vivir en sociedad por naturaleza, con lo cual se “excluiría todo hipotético contrato social”. Esto último es fundamental, puesto que muestra que el positivismo debía mantener una relación conflictiva con el liberalismo. Más de una vez, en efecto, Ingenieros se va a oponer “desde la ciencia” al triple dogma de la Revolución Francesa (liber tad, igualdad, fraternidad). A la liber tad, porque la ciencia muestra que en el universo impera un rígido determinismo. A la igualdad, dado que el darwinismo señala con evidencias que los organismos vivientes de cualquier índole son naturalmente desiguales, y que esas desigualdades son las que explican el triunfo de unos y el fracaso de otros en su adaptación al medio. Por fin, la fraternidad está asimismo desmentida porque entre esos individuos lo que domina es la lucha por la supervivencia. Las sociedades luchan entonces por adaptarse al medio. Ese medio es heterogéneo, y ello determina variedades en la conformación de esos grupos. Esas variedades determinan la existencia de razas distintas y desiguales. Ahora, detengámonos un momento en este concepto de raza para filiar su estatuto dentro del sistema de Ingenieros. El término “raza” no refiere siempre a la misma definición. Puede así hablarse de una “raza griega” acentuando el carácter de una cultura. Es decir,

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se trata de una definición cultural del término raza. En el caso de Ingenieros, esta noción ya remite a la biología, y viene construyéndose desde mediados del siglo XIX, avalando las posiciones racistas que clasifican a las razas en más y menos aptas para determinado tipo de funciones. De modo que cuando hablamos de “racismo”, hacemos referencia a las doctrinas seudocientíficas que consideran que existe una correspondencia estricta entre determinadas características somáticas y determinadas capacidades intelectuales y morales. Estas doctrinas encontraron argumentos en su favor en los desarrollos del darwinismo, puesto que en sus análisis aquellos caracteres físicos que definen la suer te de las especies en la lucha por la super vivencia son caracteres heredados o genéticos. En este punto, existe un aspecto por esclarecer que tiene mucho que ver con el modo como los positivistas construyeron sus propias visiones de la sociedad. Este punto forma par te de la polémica entre la visión de Lamarck y la de Darwin acerca de la evolución de las especies. El primero sostenía también que los seres vivientes sobrevivían adaptándose al medio. Y agregaba que aquéllos que lograban tal objetivo transmitían a su descendencia los caracteres adquiridos. Para Darwin, en cambio, los caracteres adquiridos no se heredan: sólo se heredan los caracteres genéticos, innatos.

La polémica se entiende sobre la base del ejemplo de la discusión en torno de las jirafas. Se hallaron restos de jirafas con el cuello corto. Lamarck argumentó que esas jirafas de cuello corto habían vivido perfectamente adaptadas a su medio hasta que cambios en el medio ambiente, cambios climáticos, determinaron la extensión de los pastizales. Sólo quedaron las hojas de los árboles. Entonces algunas jirafas iniciaron un proceso de estiramiento del cuello para alcanzar ese alimento. Estiraron así sus cuellos, y luego trasmitieron esa característica adquirida (por el ejercicio) a su descendencia. De allí que esas jirafas hayan sobrevivido, y las que permanecieron con el cuello corto hayan perecido.

Darwin se opone a este argumento. En una época –dice- convivían jirafas de cuello cor to con otras de cuello largo. Se produjeron los mencionados cambios en el medio ambiente, y las que pudieron sobrevivir fueron aquéllas que ya estaban mejor dotadas para esas nuevas circunstancias, es decir, las de cuello largo. Las demás desaparecieron. ¿Qué tiene que ver esto, se preguntará usted, con los temas de historia intelectual que nos ocupan? Mucho. Y mucho independientemente de quién tenga razón en la polémica. (En rigor, como polémica científica está saldada: Darwin tenía razón. Pero Darwin no aplicó sus conclusiones a las sociedades humanas, como sí lo hicieron los sociodarwinianos. Y tiene mucha impor tancia porque si se es lamarckiano se le atribuirá mayor impor tancia al medio y a la capacidad de la cultura para modificar a la naturaleza. Dicho de otro modo: el programa que en los tiempos modernos proviene de la Ilustración (y que vemos funcionar en las elites argentinas del siglo XIX) sostenía que a través de la educación desde los ilustrados hacia las masas, era posible imbuirlas de una serie de saberes y valores. Naturalmente, toda versión duramente racista se opone a este programa ilustrado, porque piensa a la raza

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como una determinación imposible de ser modificada por la educación y la cultura. Este racismo antiilustrado, podría decirse, resulta relativizado por las versiones del lamarckismo trasladadas al análisis de lo social. Ahora bien: en el texto analizado, Ingenieros afirma que “la evolución humana es una continua variación de la especie bajo la influencia del medio en que vive”. De manera que el medio aparece como un elemento que produce efectos sobre las agrupaciones humanas, y ello introduce un factor que relativiza (sin eliminarlo en absoluto) la concepción racista de este período del pensamiento de Ingenieros.

Debo decir por último que las versiones racistas gozaban de un amplio consenso dentro de la intelectualidad occidental de entonces. Más aún: muchos de quienes profesaban esas doctrinas eran personajes progresistas y aun militantes de partidos de izquierda. Quiero decir con ello que las doctrinas racistas no habían adoptado el carácter que tienen para nosotros a la luz del nazismo y del Holocausto.

Sea como fuere, sobre estas bases, Ingenieros elaborará su diagnóstico y su proyecto de nación. Existe entonces una base biológica, un medio dominante y unas prácticas económicas que interactúan en la evolución de las sociedades. En nuestro país, tal como lo expone en “La formación de una raza argentina” operaron en principio tres causas principales en la conformación de dicha raza: la desigual civilización de las sociedades indígenas y luego de las conquistadoras, y la desigualdad del medio físico en que vivieron. En el nor te de América se produjo el más feliz resultado, debido a “la excelencia étnica y social de las razas blancas inmigradas, el clima propicio a su adaptación y su no-mestización con las de color”. En la zona tropical de América del Sur se han dado las peores consecuencias, mientras que en la zona templada, a la que per tenece la Argentina, si bien existieron núcleos numerosos de razas inferiores (indios, negros), el cruzamiento ha sido progresivo, puesto que se ha operado un auténtico proceso de “blanqueamiento” de la sociedad, y a ello ha contribuido muy favorablemente el proceso inmigratorio. Sobre esta base étnica actúan las fuerzas económicas. Fuerzas económicas enormemente favorecidas por la ferocidad del medio argentino, que permite una enorme creación de riquezas agropecuarias. A ellas se le sumarán las provenientes de una industria aún incipiente. Y según un esquema que cree en la transparencia de las relaciones entre economía y política, Ingenieros pronostica que ese desarrollo productivo definirá clases sociales diferenciadas, que abrirán las condiciones de posibilidad para un funcionamiento político moderno. En un escrito de 1904, este paradigma se plasma sobre la hipótesis de la existencia de cuatro sectores políticos fundamentales: dos par tidos de gobierno que representarían respectivamente a la clase rural -como una especie de fracción tory- y a la burguesía industrial -que cubriría naturalmente la zona de los whigs-, flanqueados en extremos opuestos por los retrógrados y por "los impacientes, radicales y socialistas de todo cor te, que no retroceden ante la eventualidad de una crisis revolucionaria para apresurar la realización de sus ideas y suplir por la fuerza el número que les falta". Como se ve, se trata indudablemente de uno de los períodos en los que el

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horizonte real acordado al socialismo se ha estrechado más profundamente, lo cual coincide con uno de los momentos de mayor acercamiento por par te de Ingenieros al roquismo. El poderío de la Argentina augura, para José Ingenieros, un destino manifiesto de potencia imperialista en el cono sur americano. En realidad, nuestro autor cree que el imperialismo es expresión pacífica de la lucha darwiniana entre las naciones. Además, el expansionismo obedece a inexorables leyes objetivas, y por lo tanto, el fenómeno imperialista tiene el mismo carácter que otros fenómenos naturales (como la lluvia o el granizo). Este carácter es el que lo pone al abrigo de eventuales juicios morales. La Argentina puede entonces aspirar a un liderazgo semejante al estadounidense en este sector del continente. Para ello, tiene varios atributos positivos: su riqueza creciente, su clima templado y sus núcleos de población blanca.

Para contextualizar estas afir maciones, debe tenerse en cuenta que estas creencias eran auténticas convicciones de época que abarcaban desde los sectores nacionalistas y liberales hasta algunos socialistas, y que en general giraban sobre argumentos de distinto nivel, que podían hablar tanto de "la responsabilidad del hombre blanco" a lo Kipling (esto es, de la “misión” de tutelar a las demás razas), así como de que sólo las naciones capaces de convertirse en imperios resultarían finalmente viables.

El notable intelectual alemán Max Weber expresaba, por ejemplo, en 1897 que únicamente la falta de visión política o el optimismo ingenuo podían ignorar la inevitabilidad del expansionismo burgués y un desemboque necesariamente violento, para el que era menester prepararse. No obstante, el imperialismo imaginado por Ingenieros se caracterizaría por un expansionismo esencialmente pacífico y difusor de la civilización. Sobre estos supuestos, el discurso positivista de Ingenieros asume una tarea obligada dentro de la problemática de ese momento nacional: la definición de una nación y una nacionalidad. A diferencia de otros intelectuales del momento, y por razones que pueden comprenderse a par tir de su origen inmigratorio, podemos decir que la nación de Ingenieros no está en el pasado sino en el por venir. A diferencia de lo que veremos, por ejemplo en Ernesto Quesada y que ya ha sido señalado en Cané, Ingenieros es de los que piensan que, a partir de la mezcla que se está produciendo con el apor te extranjero, en un futuro aún indeterminado surgirá una nueva “raza” que definirá el tipo del argentino. Mientras ese futuro llega, la clase gobernante debe entender que, ante los conflictos que se producen en el mundo del trabajo, no debe implementarse una política coercitiva sino consensual. Para ello, debe atenderse a la educación de la clase obrera y al mejoramiento de sus condiciones de vida, dado que –escribe- "la retórica antiburguesa y dinamitera es el plato favorito de las multitudes descontentas". Piensa asimismo que cuanto más civilizada es una sociedad, más se desarrolla la solidaridad social. Un episodio donde creyó encontrar las condiciones propicias para este tipo de propuestas fue el proyecto de ley de reforma laboral planteado por Joaquín V. González. Por eso Ingenieros lo saluda como uno de los "más osados reformadores del presente siglo". Su

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aprobación, agrega, prácticamente realizaría el programa mínimo del Par tido Socialista Argentino. Vemos aquí entonces a Ingenieros colocado en el mismo terreno de un reformista liberal como González. Que dicha posición no era compar tida por el Par tido Socialista, quedó pronto en evidencia cuando sus representantes parlamentarios se opusieron al proyecto. Esta actitud se debió a dos tipos de factores. Uno, explícito, dado que el proyecto introducía dentro de su ar ticulado la Ley de Residencia. El otro, que puede suponerse, remite a una diversa concepción de la política y de la relación con el Estado que planteaba Ingenieros. Para los socialistas, en efecto, ese tipo de reformas debía obtenerse “de abajo hacia arriba”, mediante la concientización y la lucha de los trabajadores. ¿Cuál es, por fin, el modelo de sociedad que Ingenieros propone o imagina? A par tir de diversos de sus textos, su universo social parece constar de tres sectores. En la cima, las minorías idealistas y sabias, encargadas de motorizar las reformas, el cambio. Luego, las multitudes honestas, productivas y mediocres, auténticos baluar tes del orden. Marginando de este universo a los sujetos de la locura y el delito, Ingenieros prevé para la Argentina un futuro de grandeza, que la torna excepcional dentro del contexto latinoamericano. Estos discursos mantendrán su vigor hasta el año del Centenario. Pero en la segunda década del siglo, entre el ascenso del yrigoyenismo y el estallido de la gran guerra europea, la vieja elite del 80 y del 90 será cuestionada en su legitimidad y, por otra par te, el positivismo perderá la hegemonía dentro del campo intelectual. Para ello, contribuyó sin duda la brutal experiencia de la guerra, experiencia que los contemporáneos interpretaron como la ruptura entre la ciencia y la vir tud, en el sentido de que aquellos avances del saber ahora mostraban una eficacia mor tal en los instrumentos bélicos que habían contribuido a crear. De allí que cuando volvamos en este curso a reencontrarnos con Ingenieros, éste ya no será valorado por ser el jefe de fila del positivismo, sino por los nuevos derroteros que su pensamiento y su militancia irían adoptando en torno de la reforma universitaria, la defensa de la revolución rusa y su prédica en favor del antimperialismo latinoamericano. Pero antes, vamos a desarrollar otra deriva de la cultura científica mediante la descripción de cier tos recorridos textuales de la obra de Ernesto Quesada.

Señale las características generales de la filosofía positivista y luego indique en qué aspectos los textos leídos de la Sociología argentina, de José Ingenieros, se adecuan a dicha filosofía.

1.4. La producción de Ernesto Quesada y su visión de la cuestión de la nación a través del problema de la lengua

Figura de intelectual y proyecto reformista Ernesto Quesada nos presenta una figura de intelectual, en algunos aspectos, distintiva respecto de otros miembros de la elite intelectual. Nacido

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en Buenos Aires en 1858, su recorrido está íntimamente ligado a la carrera diplomática de su padre, Vicente Gregorio Quesada, quien luego de su experiencia como funcionario de la Confederación urquicista, pasará a desempeñar cargos en el ser vicio exterior nacional. Así es como Ernesto Quesada viajará a Bolivia, Brasil, Estados Unidos, España, México, Alemania, Austria y Rusia. Luego de estudiar en París, donde tiene como profesores a Renan y Fustel de Coulanges, es decir, a dos intelectuales prominentes y ampliamente reconocidos en escala internacional (aun cuando es cier to que la figura de Renan tiene un alcance más general, en tanto Fustel de Coulanges lo posee más específicamente en el campo de la historiografía). De regreso en Buenos Aires, se gradúa de abogado. Su posición política lo muestra cercano al régimen surgido en el ochenta: tanto Roca como Juárez Celman lo contarán entre sus filas. Además de este recorrido rápidamente reseñado, en lo que nos interesa, debe señalarse que a principios de siglo es designado profesor titular de la cátedra de Sociología en la Facultad de Filosofía y Letras por teña. Un rasgo distintivo de su forma mental, podríamos decir, reside en que Quesada muestra (comparativamente con sus pares de la elite) una relación más pacificada y hasta celebratoria de la modernidad. Léase la siguiente frase referida a la ciudad de Buenos Aires, y resultará evidente que nada en ella está asociado con la melancolía a lo Cané por una edad dorada perdida. Por el contrario, se entusiasma ante "la vida febriciente y mareadora de esta Buenos Aires, tan yankee por el torbellino de sus negocios y por la atmósfera mercantil estupenda en que está revuelta". Análogos comentarios se encuentran respecto de la realidad rusa en un libro que publica en 1888 titulado Un invierno en Rusia, donde nuevamente revela su admiración hacia ese prodigio tecnológico moderno que es la construcción de las líneas férreas transiberianas. Esto no significa que en Quesada no se halle presente el diagnóstico dominante, dentro de su grupo, respecto del predominio de los valores económicos en la realidad nacional. Así, en 1882 escribe que la Argentina "es un país completamente absorbido por la sed de riquezas". Y si bien alaba el progreso científico-tecnológico, advier te que "el mercantilismo ciego, o el culto exclusivo del bíblico becerro, no puede ser el ideal de una nación entera". Y sin embargo, tiene una mirada comprensiva aun hacia fenómenos negativos de la modernidad, como si los considerara desvíos parciales de un sendero que de todos modos conduce inexorablemente al progreso. Así, aun ante la crisis del 90 (que había sido recibida por muchos como el final de una ilusión centrada en la creencia de que la Argentina había entrado en una senda de progreso ininterrumpida y sin sobresaltos), Ernesto Quesada evalúa que dicha crisis no debe traducirse en un rechazo total del modelo económico vigente. Es preciso sí corregir los excesos que han alentado la fiebre especulativa y las ganancias mal habidas. A pesar de todas las dificultades, Quesada sigue manteniendo una confianza básica: "a nuestras espaldas –dice- no hay problemas pavorosos: el por venir se nos presenta despejado". ¿En qué se fundaba esa confianza?, podemos preguntarnos. En primer lugar, Quesada adhiere a la tesis básica de su grupo, en el sentido de que la Argentina es un país en construcción y con enormes posibilidades económicas. Esas condiciones materiales son las que posibilitarán el desarrollo de otros valores, como los políticos y culturales. La garantía de todo ello reside

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en la existencia de una minoría ilustrada que, desde el Estado, informe a la sociedad (“informe” está dicho en el sentido de “dar forma”). Incluso (y es el camino que propone Quesada), que pueda anticiparse a producir reformas en algunas cuestiones. Así es como Quesada va a encarar la “cuestión social”, aler tando sobre la formación de un mundo del trabajo al que es preciso tener en cuenta para evitar que aquí ocurran sucesos, para él, tan desgraciados como los que han agitado a otros países tras propuestas de cambios revolucionarios. Por ello, en un momento contrasta la solución plagada de horrores intentada por la Comuna de París de 1871 con lo que llama el "hermoso movimiento" de las Trade Unions inglesas. En esa misma línea, le parece positivo que los socialistas argentinos se nucleen en torno de la línea de Juan B. Justo, que traduce un programa de reformas razonables, y que al mismo tiempo puede ser vir como dique ante las tendencias anarquistas. Se trata, en suma, de la posición de un gradualista, que cree que debe atenderse a la cuestión social, pero valorando altamente el orden. De allí que la propuesta más atractiva le parecerá la de la Iglesia católica. Sabemos que desde el Vaticano el papa León XIII había considerado llegado el momento de abordar el problema en toda su amplitud, y lo hizo en 1891 en su célebre encíclica Rerum Novarum. Quesada valora altamente este documento, pero lo que más llama su atención son los círculos católicos argentinos fundados por el cura Grote, con sus casi cinco mil afiliados. Revela así nuestro autor una visión precisa ante un fenómeno que irá en ascenso de allí en más: el modo como la Iglesia católica reconquistaba posiciones entre los sectores populares luego de su derrota en la querella de las leyes laicas de la década del 80. En términos más doctrinarios, la solución católica le parece mejor que la socialista debido a que no postula el inter vencionismo estatal, dañino para Quesada del principio moderno de "la acción del individuo". Pero si miramos sus textos con mayor cercanía, nos damos cuenta de que aspira a una justa medida de inter vención estatal y libre acción del mercado. Esa acción del Estado es lo que ve con buenos ojos, por ejemplo, cuando apoya la creación del Depar tamento Nacional del Trabajo. Esta institución estatal tiene la función, precisamente, de conocer, mediante la elaboración de estadísticas fidedignas, cuál es la condición de las clases trabajadoras en la Argentina. Justamente, en función de ese proyecto, es como Bialet Massé elaboró al respecto su conocido informe en 1904. Pero además de confiar entonces en la actitud tuteladora de una elite estatal sobre una sociedad en formación, Quesada confía asimismo en conocer las leyes de funcionamiento de esa sociedad a través de la naciente disciplina de la sociología. En las clases sobre sociología dictadas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, despliega así con notable idoneidad para los parámetros de la época una serie de conocimientos referidos a esta disciplina. En un recorrido que par te de Comte y desemboca en Spencer, nos muestra que estamos efectivamente ante un intelectual moderno, en el sentido de que hace valer sus destrezas intelectuales y el acceso a fuentes extranjeras como criterio de legitimidad de su práctica. Y en el terreno filosófico, aparece una explícita adhesión a Spencer, a quien considera "el más grande monumento filosófico de la segunda mitad del siglo XIX", capaz de dar cuenta del modo como las leyes de la evolución dirigen el orden de las cosas, desde la concentración de las masas nebulosas siderales hasta las acciones asociativas de los seres humanos.

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Lengua y nación Como todos los intelectuales de ese momento, Ernesto Quesada no permaneció indiferente al tema de la definición de una identidad nacional, directamente vinculada con la cuestión de la nacionalización de las masas. La consideración de esa problemática la realizó a través de una reflexión sobre el idioma nacional. Por cier to, no se trataba de un tratamiento novedoso: en rigor, el mismo se inscribe en la larga estela de una tradición romántica que se remonta hasta Herder en el siglo XVIII. Dicha tradición había establecido la idea de que la lengua, el idioma, era un factor central en la definición y constitución de una nacionalidad. Para Quesada, también la identidad nacional es el núcleo aglutinador para la constitución de una población dotada de homogeneidad, a su entender indispensable para “gestionar” una sociedad. Ahora bien: antes de proseguir con el modo en que Quesada desarrolla su reflexión al respecto, quiero introducir una cuestión que tiene que ver con esta cuestión, aunque sin duda la desborda. Y quiero introducirla porque creo que ella constituye un tema crucial en toda cultura derivativa como la nuestra. Debo aclarar que la expresión “cultura derivativa” es sumamente problemática. Y es problemática porque cuando se dice “derivativo” se está suponiendo que hay algo que no es derivado. Y si no es derivado, entonces es autóctono (es decir, no viene de otra par te, sino que proviene de sí mismo). Entonces, es cuando alguien podría decir con razón que el sintagma “cultura derivativa” es, en realidad, una redundancia, al menos desde que comienza a haber contacto entre poblaciones diversas (y esto es algo que, como se dice, “se hunde en la bruma de los tiempos”). Puesto que en definitiva toda cultura sería derivativa, en el sentido de que es prácticamente imposible encontrar desde entonces culturas que no hayan recibido apor tes, mezclas, contaminaciones, influencias, de otras culturas. Y sin embargo, pienso que si se acepta sin reparos algo que parece tan evidente, perdemos una categoría que permite diferenciar zonas culturales y, al mismo tiempo, analizar un problema que los intelectuales de esta par te del mundo han sabido colocar como una cuestión decisiva en su manera de pensarse y de pensar su propia cultura. Los ejemplos son numerosos; tomemos uno. Tomemos, por ejemplo, la noción de “revolución” tal como la encontramos en la historia francesa y como la vamos a encontrar en el Río de la Plata a par tir de 1810. Autores como el historiador francés recientemente fallecido Francois Furet han seguido la construcción de este concepto, y han llegado a la conclusión de que el término “revolución” a la francesa es sumamente diferente del mismo término en la tradición política inglesa y nor teamericana. Y no es, podría decirse, que los ingleses no hayan hecho su revolución política moderna en 1688 y los nor teamericanos en 1776. Lo que ocurre, dicen, es que los franceses van a entender, a raíz de su propia revolución de 1789, un proceso por el cual ese acontecimiento político rompe simultáneamente con el criterio de legitimidad anterior (la monarquía de derecho divino), con la religión (católica) y con el pasado (el Antiguo Régimen). Es lo que se llamará una revolución extrema o “jacobina”. (En tanto que las revoluciones inglesa y nor teamericana se ven a sí mismas como continuando con par tes del legado anterior, y en rigor, muchas veces realizándolo efectivamente, así como viniendo a restaurar una situación anterior que habría sido deformada por los abusos de los gobernantes a quienes fue preciso derrocar.)

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Si esto fue así, es posible pensar, desde la historia intelectual, que esa noción de “revolución” a la francesa se constituyó en el interior de un complejísimo proceso político, social y cultural. Ocurrió en la coyuntura específica de la Francia de fines del XVIII, en el seno de un proceso animado por sectores sociales emergentes, en el curso de un desarrollo económico par ticular y tramitado en el medio de un debate intelectual animado, en el ámbito de la cultura letrada, por figuras emblemáticas al respecto como Voltaire y Rousseau. Trasladémonos ahora ver tiginosamente al Río de la Plata de principios del XIX. Tomemos los escritos de Mariano Moreno. En ellos vamos a encontrar referencias, conceptos, categorías, ideas en fin, que provienen de ese legado francés, y que muchas veces tienden a pensarse a sí mismos bajo el modelo de la revolución francesa. Por ejemplo, cuando lo envía a Castelli a cumplir con la orden de fusilamiento de los amotinados dirigidos por Liniers, le escribe: “Vaya pues doctor, usted, que, como los revolucionarios franceses, ha dicho alguna vez que cuando lo exige la salvación de la patria debe sacrificarse sin reparo hasta el ser más querido”. Se trata de un lenguaje revolucionario, jacobino, esto es, que trasmite unas ideas que han sido producidas en otro sitio y en situaciones muy diversas. Situaciones tan diversas como, por ejemplo, la circunstancia de que la Revolución de Mayo tiene su principio –como ha argumentado Halperin Donghi- en una causa exógena: la derrota de la monarquía española en el seno de las guerras napoleónicas. Esto es, no se puede hablar aquí de sujetos locales que por determinados motivos van generando un proyecto revolucionario, etcétera. Y sin embargo, Moreno, Castelli, Monteagudo, toman expresa inspiración en la revolución francesa, es decir, la toman como su faro, su guía. Y toman a Francia como el origen de esas ideas revolucionarias.

Si esta argumentación ha sido comprendida, ahora se podrá resignificar la expresión “cultura derivativa”. Por ella, me refiero a áreas culturales que tienen sus centros reconocidos en ámbitos exteriores a sí mismas, y que imaginan que en esos centros la cultura es autóctona y que allí sí las ideas están en su lugar, según la feliz expresión del brasileño Roberto Schwartz. En realidad, el artículo de Schwartz se titula “Las ideas fuera de lugar”, y es una discusión con aquellas vertientes nacionalistas que critican como una actitud “colonizada”, aquélla de introducir ideas o categorías provenientes de otras realidades que la propia. Dejo aquí este punto que de otro modo nos desviaría de nuestros objetivos principales. Pero concluyo diciendo que precisamente este problema, el de las “ideas fuera de lugar” o del derivativismo, va a ser una idea muy presente en la tradición intelectual argentina y latinoamericana. Una y otra vez los intelectuales de esta parte del planeta se van a preguntar cómo construir una cultura autóctona, dónde ir a buscarla (así, por ejemplo, se van a preguntar cuál es la auténtica arquitectura argentina, pero también, como ha mostrado el antropólogo Eduardo Archetti, cuál es el modo peculiar, original, único, de jugar al fútbol que tienen los argentinos...). Y se van a preguntar, como sería el caso llevado al extremo por Borges, cómo escribir en argentino con una lengua que no es autóctona sino heredada.

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El Diccionario de la Real Academia Española define “idiosincrasia” así: “Rasgos, temperamento, carácter, etc., distintivos y propios de un individuo o de una colectividad”. Subrayo entonces el término distintivo. Aprovecho además para recordarles que el uso de los diccionarios y enciclopedias es un apoyo imprescindible allí donde no comprendemos cabalmente el significado de un término o la filiación de un personaje o suceso histórico.

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Podemos ahora, teniendo en cuenta este breve ex cursus, volver a nuestro Ernesto Quesada. En el momento de su inter vención, y en aquella tarea de construir una cultura nacional específica, se va a encontrar con un “cuadro de situación” que puede esquematizarse del siguiente modo. Los escritos de Alberdi habían legado dos líneas de definición de la nacionalidad. Una, dentro de un nacionalismo constitucionalista, político y universal (o al menos "occidental"), contenido en los argumentos y frases como los de Acción de la Europa en América, que enfatizaban el hecho de que "la patria no es el suelo" sino un conjunto de valores que, al haber sido impor tados del Viejo Mundo, permitían afirmar que "la Europa, pues, nos ha traído la patria, si agregamos que nos trajo hasta la población que constituye el personal y cuerpo de la patria". Había además dejado tendida otra línea, elaborada desde la influencia del liberalismo económico que había conocido en Adam Smith. De allí extraía una consigna clásica que le gustaba repetir: "ubi bene ibi patria": donde están los bienes económicos, allí está la patria. Pero más allá de sus diferencias entre ambos modos de plantear una definición de la nacionalidad, lo interesante para nosotros es que en ambos casos hay una coincidencia llamativa: ninguno de los dos busca incorporar a la definición de la nacionalidad argentina elementos, valores o características idiosincrásicas. Y justamente al llegar a un escrito de Quesada de 1882, titulado “Los juegos florales en Buenos Aires”, nos encontramos con que nuestro autor lamenta que el lema ubi bene ibi patria se hubiese conver tido en la definición moderna de la nacionalidad. Escribe: “Hoy todo eso ha desaparecido casi: La patria... ¿quién se preocupa de ella mientras no sea atacado el propio bolsillo? Ubi bene, ibi patria, es el lema moderno”. Obser vamos entonces que se ha producido una radical variación en el modo de definir la nacionalidad en el interior de la elite. Y por supuesto que podemos rápidamente dar cuenta de esta variación, porque Quesada, como sus coetáneos, contempla la realidad nacional desde un presente poblado por una inmigración masiva y animada, ante los ojos de la clase dirigente, de aquel referido afán de enriquecimiento a toda costa y sobre todo otro valor. De modo, tal vez más interesante, podemos señalar que aquí se está dando vuelta además una manera de definir la relación entre Estado y mercado. Ya que si Alberdi pudo creer en aquella fórmula, era porque creía que el mercado tenía una capacidad espontánea para producir el lazo social y aun la identidad nacional. El cambio significativo, entonces, al llegar a las inter venciones de Ernesto Quesada es que, a par tir de las últimas décadas del siglo XIX, se inicia la marcha hacia un nacionalismo culturalista. Contamos con un indicador altamente representativo en el campo de la elite letrada, y es la publicación en 1888 del libro La tradición nacional, de Joaquín V. González. Esta nueva circunstancia tiene fundamentalmente que ver con la magnitud y las características del proceso inmigratorio, que ha redefinido el panorama anterior. Porque ahora la minoría dirigente siente, por diversos motivos, la necesidad de diferenciarse de los recién llegados, y para ello considera preciso dotarse de un linaje prestigioso al que los recién llegados no puedan tener acceso. Estas confrontaciones encontraron un terreno privilegiado en torno de la cuestión del idioma nacional. Dicha discusión se organizó a fin del siglo, a partir del libro de Luciano Abeille titulado Idioma nacional de los argentinos. Allí este escritor de origen francés reiteraba la creencia de que una lengua es "la expresión del alma de una comunidad", "el resultado de las acciones individuales y colectivas que constituyen la vida en común de una nación, y no el

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fruto de los gramáticos", y concluía proclamando la existencia de un idioma argentino propio. Por su par te, los razonamientos de Quesada contenidos en su libro El problema del idioma nacional resultan altamente representativos de la complejidad que el problema revistió ante la mirada de la elite. Con un trabajo minucioso, comienza por dar cuenta de la inusitada pluralidad de lenguas existente en Buenos Aires. Refiere así que cada grupo, sea italiano, vasco, inglés, etc., usa en la conversación diaria su propio idioma, como el gaucho usa el suyo. Todavía más: cada agrupación tiene su diario, impreso en su idioma de origen, siendo esta ciudad cosmopolita la que tiene la prensa más variada, desde periódicos en turco y hebreo hasta los en gallego, catalán y vascuence... Pero junto con este registro de la pluralidad, la mirada de Quesada se torna más sensible a las deformaciones del español que obser va en Buenos Aires en labios de los extranjeros. Ante esta situación, en El criollismo en la literatura argentina, publicado en 1902, aborda la pregunta crucial: en un país multilingüístico, ¿cuál es, o cuál debe ser, la verdadera lengua nacional? No puede ser, dice, el lenguaje vulgar de las clases populares, sino la lengua noble usada por escritores y gente culta. Acaso –escribe- "¿en qué par te del mundo la manera de hablar de los campesinos es considerada como la lengua del país?". El peligro real surge entonces cuando las jergas usadas en la vida diaria aspiran a ser consideradas como dignas de expresar la literatura nacional. En cambio, el lenguaje que debe unificar el idioma es el lenguaje culto, para que, "por sobre nuestro cosmopolitismo, se mantenga incólume la tradición nacional, el alma de los que nos dieron patria, el sello genuinamente argentino, la pureza y gallardía de nuestra lengua". Pero he aquí, que ésa, “nuestra lengua”, no es autóctona sino heredada, puesto que la lengua que Quesada termina postulando como el idioma nacional es la lengua española (naturalmente, no una lengua autóctona sino heredada de los conquistadores). Lo español terminaría entonces configurando la tradición nacional. Pero aun así, en la argumentación de Quesada es necesario que exista alguna entidad propia, nacional, específica, que sir va de puente o de traducción entre ese pasado español y la nueva nacionalidad argentina. Ésa es la función argumentativa y simbólica que cumplirá la figura del gaucho. El gaucho será entonces construido en su discurso como un tipo profundamente hispánico. Los gauchos argentinos, en definitiva -escribe Quesada-, no son sino "los andaluces de los siglos XVI y XVII transplantados a la pampa". Pero aquel origen que remite a España va a experimentar una suer te de especificación autóctona, propia del medio argentino. Surge entonces una versión del gaucho que, apelando a la teoría del medio (que en los tiempos modernos remite a El espíritu de las leyes de Montesquieu), fabrica lo que podríamos llamar una geogénesis. Es lo que Quesada sostiene en la siguiente cita:

"La vida aislada en las soledades de las llanuras sin fin, les dio [a los gauchos] su razón y linaje: tor náronse melancólicos y resignados, modificando su carácter, que ganó en seriedad lo que perdió en brillantez. Y así, el descendiente de andaluz, a la larga, se convirtió en el gaucho argentino". Podemos entonces entender que el demiurgo ter mina siendo la pampa. Es bueno recor-

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dar, para señalar otro giro de significados, que la pampa para la Generación del 37 era el desierto, y que ese desierto era el mal que había que conjurar. Ahora, en cambio, la pampa aparece dotada de potencias nacionalizadoras.

Lo que nos interesa remarcar en este momento es que de este modo y tempranamente Ernesto Quesada se inscribía en la cur va de resignificación de la figura del gaucho, que se va transfigurando ante los ojos de la elite. Así, de definir un material escasamente aprovechable para la civilización, ahora comienza a desempeñar una función simbólica puesta al ser vicio de la construcción de una tradición nacional legítima. Estas diversas reelaboraciones al respecto, como las señaladas de Joaquín V. González, seguirían puliendo los costados considerados negativos del gaucho. Tendremos opor tunidad de obser var el momento en que este movimiento llega a su punto terminal, en lo sustantivo, cuando en 1913 Leopoldo Lugones pronuncia sus conferencias de El payador. Pero para que esa construcción mítica cumpla cabalmente su cometido, ha sido necesario para Quesada que el gaucho real se haya extinguido. No hay que confundir al actual habitante del campo con aquella figura legendaria, ya que –dice- “los actuales paisanos ni siquiera han conser vado el legendario chiripá; los puesteros son irlandeses; los peones, italianos; los mayordomos, ingleses o alemanes... ¿Qué queda del gaucho verdadero, en medio de esa mezcla de tantas razas? ¡Nada; nada!". Y concluye: "Yo mismo, que escribo estas líneas desde un establecimiento de campo, vecino también al gran centro argentino, no veo gauchos a mi alrededor: la peonada es extranjera, el paisanaje campero ha desaparecido". Y cita por fin a un crítico extranjero donde se obser va que la muer te del gaucho es una suer te de transustanciación: de una materia cuyas imperfecciones no podían disimularse, ha pasado a la pureza estética del espíritu. La cita que reproduce dice así:

"El gaucho ha muer to, la civilización le ha matado dulcemente, sin convulsiones, y ahora su alma respira otra vida más dulce, la vida del recuerdo, la de la poesía. Y ahora que, para bien de la civilización y la cultura argentina, ha desaparecido de la impura vida social, ahora es cuando debe entrar en la gloria del ar te a gozar de la perdurable vida poética...". "La muer te, al depurarlo de las impurezas de la realidad, le abre las puer tas de la leyenda. La muer te es la gran poetizadora; la muer te, que sedimenta la tradición, único verdadero fondo de toda poesía; sólo es poético lo que, habiendo vivido, reposa en la eternidad."

Para terminar, no quiero dejar de indicar que este trabajo de resignificación de la figura del gaucho, contaba en su favor con el apoyo del más amplio operativo hispanista, sumamente activo en esos años y acicateado tanto desde la Península como desde Hispanoamérica, a par tir de la derrota es-

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pañola en la guerra con los Estados Unidos en 1898. Y las posiciones de Ernesto Quesada son un claro exponente de este giro. Cuando a Juan María Gutiérrez la Real Academia Española le ofreció ser correspondiente de la misma en esta par te del mundo, ese miembro de la Generación del 37 rechazó el convite, por considerar que los argentinos no debían atenerse a normas dictadas por ese guardián de la pureza del idioma. En cambio, en 1896 Quesada acepta dicho cargo. Es de notar, asimismo, que en función de esta rear ticulación con lo que ya se empieza a llamar la madre patria, Quesada encuentra elementos de hermandad con el resto de las naciones hispanoamericanas, y en esa misma línea alimenta un creciente discurso antinor teamericanista. Al hablar de un escritor guatemalteco, aprovechará para señalar que la presencia nor teamericana en el Canal de Panamá constituye una seria amenaza para el porvenir de la raza hispano-americana. De modo, que si en los países del sur no se reacciona, "levantando el espíritu de nacionalidad a la altura envidiable del que anima a los yanquis, es fatal el triunfo de éstos". A ese avance del "Tío Sam" y del "imperialismo yanqui" sobre el resto de América sólo puede detenerlo otra potencia de esta región. Naturalmente, y con una idea en expansión dentro de la elite, ese papel le estaría reser vado a la Argentina. Aquí cerramos el desarrollo de la Unidad 1 del programa. En ella hemos visto, sobre el trasfondo de un representante de la generación del 80 como Miguel Cané (h), el despliegue de algunas inter venciones tramadas desde lo que he denominado la cultura científica. En la unidad siguiente, consideraremos la manera en que desde otra matriz estético-ideológica (el modernismo cultural) se respondió a iguales o análogas problemáticas.

Reflexione en tor no del problema de la “mezcla” poblacional tal como puede ser planteado desde la mirada de la elite ante los diversos componentes posibles de la misma (cuál debe ser la “base”, a qué resultado final se aspiraría, etc.).

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El modernismo cultural 2.1. Estructura del campo intelectual en la Argentina a principios del siglo XX. Emergencia del escritor frente al intelectual científico. En 1966 el sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu publicó en la revista Les temps modernes, dirigida por Sar tre, un ar tículo destinado a tener una larga repercusión, que llega hasta el presente. Lo tituló “Campo intelectual y proyecto creador”. Proveniente del marxismo, Bourdieu discrepaba sin embargo con la lectura reduccionista que un marxismo simplificado y economicista realizaba del hecho cultural, en la línea de algunos escritos expresamente esquemáticos del propio Marx, como el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política. En este breve texto Marx mostraba su “esquema arquitectónico” de visualización de la estructura social. En la base o infraestructura ubicaba a los factores económicos (fuerzas productivas, relaciones sociales de producción...) y en la cúspide de la pirámide, a la “superestructura”, compuesta por las formaciones político-jurídicas e ideológicas, y sostenía la determinación de esta última a par tir de la primera. Esto es, que las formaciones culturales, en lo que nos interesa, estarían determinadas por el ámbito de la economía. Como se verá fácilmente, esto podía conducir (y de hecho condujo) a una lectura de la realidad social e histórica en donde los fenómenos simbólicos eran una suer te de emanación vicaria de los fenómenos económicos. Burlándose de esta visión, fue el propio Sar tre quien ridiculizó esta postura con una frase que hizo for tuna: “Es cier to, Valery era un pequeño burgués, pero no todo pequeño burgués es Valery”. Es decir, que las posiciones de clase por sí solas no pueden dar cuenta de las producciones culturales. Para oponerse a esta relación directa y mecánica entre base y superestructura, y entre la estructura social y el intelectual o ar tista, Bourdieu ideó la noción de “campo intelectual”. Según ella, el intelectual estaría posicionado dentro de una estructura o campo que posee autonomía respecto de aquellas determinaciones. “Autónomo” quiere decir “aquello que posee sus propias leyes de funcionamiento”. El campo cultural aparece así como un espacio de relaciones que define las condiciones de producción de los bienes culturales o simbólicos. Para ampliar esta noción podemos recurrir a una conferencia que Bourdieu dictó en 1976 titulada “Algunas propiedades de los campos”. “Los campos –dice allí- se presentan para la aprehensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en dichos espacios y pueden analizarse en forma independiente de las características de sus ocupantes”. Para comprender esta afirmación, pueden ustedes ahora recurrir a las nociones aprendidas de la lingüística de Saussure. En efecto, lo que aquí Bourdieu está haciendo, es definir las condiciones de posibilidad de la producción intelectual como una serie de posiciones que son funciones, en la medida en

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que se definen mutuamente, al modo como cada signo de la lengua remite a todos los demás y a una estructura general que lo comanda. Esta definición al mismo tiempo tiene en cuenta el fenómeno típico de la modernidad referido a la especialización de esferas de competencia o, si se quiere, vinculado con la generación de diversos campos autónomos en tanto sistemas regidos por leyes propias. El proceso de secularización independizó a estas diversas esferas del ámbito religioso, y esas esferas adquirieron criterios propios de legitimidad (recuerden lo señalado hace unas clases tomando como ejemplo Las flores del mal de Baudelaire). En “Campo intelectual y proyecto creador”, leemos:

“A medida que los campos de la actividad humana se diferenciaban, un orden propiamente intelectual, dominado por un tipo particular de legitimidad, se definía por oposición al poder económico, al poder político y al poder religioso, es decir, a todas las instancias que podían pretender legislar en materia de cultura en nombre del poder o de una autoridad que no fuera propiamente intelectual.”

Precisamente, “entre” el intelectual y la sociedad en su conjunto o dividida en clases y estratos, el “campo” aparece como mediador. Este campo está compuesto por un capital común, que activa una lucha por su apropiación entre quienes per tenecen al mismo. El campo intelectual se caracteriza por la acumulación de “capital simbólico”, entendiendo por éste el acer vo de destrezas intelectuales y saberes capaces de producir efectos de poder. (No todo saber tiene consecuencias digamos “políticas”.) Los agentes de ese campo (los “intelectuales”) disputan entonces la apropiación de ese capital, y lo hacen dentro de un sistema de normas que regulan esa disputa. Habrá criterios de legitimación, de consagración, etc. Y podrá obser varse, por ejemplo, el modo como los distintos agentes se ubican según ocupen las posiciones predominantes dentro del campo, o bien aspiren a ocuparlas. Los primeros adoptarán generalmente posiciones más or todoxas, más conser vadoras, en tanto que los que aspiran a ocupar esas posiciones, sostendrán posturas más iconoclastas, más heterodoxas, más “antiacadémicas”. Esta noción nos sir ve para introducirnos en el nuevo período que vamos a analizar: aquél que transcurre entre 1890 y el Centenario, teniendo como eje el modernismo cultural. Porque en ese momento puede afirmarse que en la Argentina comienza a aparecer un campo intelectual, en el sentido de que la práctica intelectual se inclina a tornarse específica, sujeta a sus propias normas, independizándose tendencialmente de las otras esferas de competencia, tales como la economía, la política, la posición social, etc. La práctica intelectual, entonces, progresivamente ya no va a ser una continuidad de otras prácticas. Estaremos en el momento en que entran en declinación aquello que David Viñas llamó los gentlemen escritores, para referirse a miembros de la generación del 80 para quienes la escritura era una continuación de su posición socio-política. Esto es lo mismo que decir que estamos en presencia de la emergencia del intelectual moderno o, incluso, del intelectual sin más. La práctica intelectual tiende a profesionalizarse, y extrae sus criterios de legitimidad de esa misma práctica: ya no del capital

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político o económico, sino del capital simbólico. Un contemporáneo de ese proceso, Ricardo Rojas, señaló que “a fines del siglo pasado la labor literaria iba dejando de ser un esparcimiento de generales y doctores para conver tirse en una profesión libre”, aunque agrega inmediatamente que esa profesionalización no se lograba sin esfuerzo, y que el ámbito que el escritor utilizaba para dar ese paso era el ofrecido por el periodismo. En efecto, el diario La Nación, sobre todo, fue el ámbito donde ejercieron su labor periodística muchos de los nuevos escritores como Rober to Payró. Pero también es cier to que el escritor sintió muchas veces amenazado el ejercicio de una práctica más específica por el mismo oficio periodístico. Otra vez Ricardo Rojas recuerda en un momento que Rubén Darío había prometido la escritura de una serie de libros que nunca realizó: “Y esto –dice- fue debido a que tuvo que empeñar su tiempo en escribir extensas notas para dicho diario como forma de ganarse la vida”. Por otra par te, y como fue señalado por Sarlo y Altamirano, este proceso coincide o se superpone con la implantación del modernismo literario en nuestro escenario nacional, y además con una continuación del tratamiento del tema de la identidad nacional o de la definición de una nacionalidad, en los términos en que lo hemos visto aparecer en Quesada, pero ahora tratados desde otras matrices estéticas y conceptuales. De ese modo, a la figura del intelectual-científico promovida por el positivismo se le iba a sumar la del intelectual-escritor, y de ese modo la cultura estética iba a avanzar en sus pretensiones de hegemonía sobre el campo intelectual. Como el puer torriqueño Julio Ramos y otros han argumentado, estos intelectuales en ciernes se encontraron en el seno de una encrucijada. Por una par te, las prácticas de mecenazgo se hallaban en proceso de extinción, y por la otra, aún no existía un mercado para sus escritos, que debieron paliar con la señalada práctica del periodismo. Entonces los intelectuales encontraron que en el horizonte de su época existía una demanda formulada tanto desde el Estado como desde la sociedad, y ésta era una demanda de nacionalismo. Y localizaron en ello no sólo un tema de reflexión y de elaboración, sino también un punto en torno del cual legitimar su propia situación como intelectuales. Decir la nación se convir tió así en un desafío y en un estímulo. El modernismo cultural par ticipó de ese emprendimiento, y para comprender el carácter de su inter vención es preciso pasar ahora a considerar las características generales de este movimiento.

2.2. Caracterización del modernismo cultural El fenómeno del modernismo literario y cultural debe verse en el interior de un fenómeno más vasto: el de la llamada “reacción antipositivista”, claramente instalada en el escenario europeo en la última década del siglo XIX. Movimiento difuso, de límites imprecisos y animado por una diversidad de voces, sin embargo compar te algunas características que permiten visualizarlo con mayor nitidez. El historiador de las ideas, Ar turo Ardao, ha expresado vívidamente el clima existencial que la albergó, como reacción ante un programa cientificista o positivista que no daba respuesta a “el puesto del hombre en el cosmos”. Para este intelectual uruguayo, la sensación de estar "al borde de ese océano inmenso de lo desconocido, en cuyo fondo se halla la causa de todas las causas, y cuyas riberas fugitivas no hay

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bajel que pueda abordar", promovió como contrapar tida un anhelo insaciable de saber que concluirá por engendrar, según los temperamentos, "o el misticismo exaltado de los metodistas o el escepticismo utilitario y positivista de los epicúreos". Naturalmente, esta reacción debía tener por blanco al núcleo mismo de la cultura positivista, esto es, a las ciencias. Y efectivamente, en 1889 un influyente escritor francés, Ferdinand Brunetière, publicó en un órgano cultural ampliamente conocido por los intelectuales argentinos (la Revue des Deux Mondes) una serie de ar tículos referidos a lo que denominó “la bancarrota de la ciencia”. Acusó allí al materialismo y cientificismo de minar las fuentes de la moral, además de sostener que la ciencia no ha cumplido su promesa de develar todos los misterios, que no es capaz de describir al hombre en su mayor dignidad espiritual sino sólo como un animal más, que no ha podido por eso remplazar a la religión y que, por ende, es incapaz de proveer una moral que sólo ésta puede brindar. Y es que el movimiento positivista había comenzado a dar señales de agotamiento entre algunos sectores intelectuales, en par te porque sus conclusiones traían como resultado, según la síntesis de Jean Pierrot, una visión desencantada de la vida humana por su sometimiento a las necesidades impiadosas del determinismo psíquico, psicológico y social, que aplasta al hombre bajo las leyes de la herencia; a la especie, bajo las de la evolución y al individuo excepcional, bajo la ley del gran número afirmado por la democracia, mientras el amor no es más que la sumisión inconsciente a la voluntad ciega del instinto de super vivencia de la especie y la fe religiosa, un recuerdo nostálgico. Dentro de este movimiento puede señalarse en términos precisos la influencia en ascenso de las filosofías vitalistas (con Nietzsche a la cabeza) o de las que colocan el acento en la escisión entre mundo de la naturaleza y mundo del espíritu, o de las que al modo de Bergson establecen un cor te esencial entre la conciencia y el mundo físico. En el terreno estético, es el momento de la disolución de la representación realista del naturalismo y del pasaje al impresionismo, y en la literatura, de la difusión de los movimientos decadentista, parnasiano, simbolista... Señalaré sólo algunos elementos del decadentismo francés, por algunas analogías que tendrá con el modernismo hispanoamericano. El texto símbolo de esta corriente fue el libro de Huysmans titulado À rebours, que puede ser traducido como A contrapelo, Contra la corriente o, tal vez mejor, como Contranatura. Ya que en efecto, en este libro aparecido en 1884, su personaje central (Des Esseintes) luce como el modelo del decadente, y así hace gala de exotismo, esteticismo, morbidez y rechazo del mediocre mundo burgués, mientras se dedica al cultivo exacerbado de lo ar tificial, lo contranatural, lo antinatural. Este personaje, por ejemplo, se aleja de todo y se encierra en una casa cuyas paredes tapiza y acolcha para mejor rechazar el mundo exterior. Y al único objeto natural que convive con él, una tor tuga, le cubrirá el caparazón con piedras preciosas. Entre nosotros, Darío expresará un proyecto similar cuando diga en 1888: “hacer rosas ar tificiales que huelan a primavera, he aquí el misterio”. Este clima venía acompañado de una estructura de sentimientos esteticista, aristocratizante, sensualista, hedonista y de la creencia de hallarse en un “fin de época”. La figura social que esta estética construirá será la del dandy (en rigor, continuando una tradición romántica), es decir, un individuo que cultiva los elementos señalados, que los traduce en su propia vestimenta y gestualidad y

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que busca hacer de su propia vida una obra de ar te. Oscar Wilde es uno de los casos de realización de este ideal. Y bien: tenemos así dibujado en gruesos trazos este clima o este subclima (puesto que convive con otros) estético-intelectual. Algunas de esas inspiraciones va a ser posible encontrarlas en el caso del modernismo hispanoamericano, aunque también con evidentes diferencias. El modernismo literario es un movimiento que se desenvuelve básicamente en hispanoamérica entre 1890 y 1910 (obsér vese que coincide puntualmente con el período de la cultura científica y positivista). Sus principales representantes fueron en primer lugar su reconocido jefe de fila, Rubén Darío, y luego otros escritores como el colombiano José Asunción Silva, el cubano Julián del Casal, el mexicano Gutiérrez Nájera, Leopoldo Lugones, el uruguayo Herrera y Reissig, el peruano José Santos Chocano, el guatemalteco Gómez Carrillo, el mexicano Amado Ner vo, el boliviano Jaimes Freyre, el venezolano Rufino Blanco Fombona. Ahora, siguiendo a grandes rasgos a Carlos Real de Azúa, vamos a considerar cuáles son las características que definirían a este movimiento estético-cultural. La primera es la “voluntad de belleza”. Estamos en presencia de un movimiento que coloca como valor fundamental el de la belleza, así como podría decirse que la cultura científica coloca en ese sitio al valor de la verdad. Aun cuando hay que tomar cier tos recaudos ante esta afirmación, ya que el modernismo tendrá una concepción de la belleza por la cual podrá hacer de ella una suer te de órganon para penetrar, para conocer, la auténtica realidad. Luego, el cultivo de esta belleza implica la adopción de una postura adversa a cualquier realismo ingenuo y a todo lo práctico. (En esta última línea, el modernismo no hacía sino proseguir una consigna del romanticismo: aquélla que le hacía decir a uno de sus poetas que “todo lo útil es feo”.) Así, ante un mundo que percibe adocenado, mediocre y falto de belleza, el héroe modernista adoptará diversas alternativas. Una de ellas será la de recurrir a la búsqueda de “situaciones-límite” (sensoriales, psíquicas y éticas), para garantizar la ruptura con los “convencionalismos burgueses”. De allí provendrá el gusto por lo morboso, la explotación de un erotismo exacerbado por actitudes sacrílegas, el encomio de lo refinado, exquisito y aristocrático, así como el exotismo y el interés por realidades muy alejadas en el tiempo y en el espacio. Todo ello dentro de lo que Real de Azúa designa textualmente como “la pugna por la perfección de la escritura poética y prosística enriquecida lingüística y sintácticamente por cualidades de eufonía, ritmo, relieve y color dentro de estilos personales que valoran como metas de calificación la sugestión, el matiz, la rareza, la levedad, la innovación de formas y estructuras (especialmente poéticas)”. Ángel Rama a su vez señala al respecto un carácter epocal: la insatisfacción por el presente, que podemos encuadrar dentro de las características señaladas del decadentismo europeo. Se trata, dice el crítico uruguayo, de “esa sensación de vacío y soledad que se posesionó de los ar tistas del período y que en buena par te implicó una crítica, expresa o tácita, a la nueva sociedad burguesa creadora del universo contemporáneo”. El modernismo compar te de este modo un humor de “fin de época” que acompaña la designación de ese momento con el nombre de fin-de-siécle, que alude a una época crepuscular, a un “final de fiesta”, cuando la mayoría de los invitados ya se han retirado, comienza a amanecer y a los últimos asistentes sólo les queda en la boca el sabor de la resaca. En América Latina, esa sensación en

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algunos estratos de intelectuales adquirió connotaciones par ticulares y complejas. Por un lado, se encuentran reiterados gestos de desagrado de los modernistas ante cier tos fenómenos de la sociedad burguesa. Básicamente, ante su “materialismo”, su economismo, su “mal gusto”, que además relega a los ar tistas a posiciones de marginalidad. En un cuento llamado El rey burgués, publicado en 1887, Rubén Darío expone linealmente esta idea. Ante un rey muy rico, un día llevan “una rara especie de hombre”: un poeta. Éste le expone al soberano todo su programa estético, que implica una forma de vida. En vano: el rey burgués no comprende el sentido de esas palabras, y a la hora de asignarle un lugar en su palacio (un lugar en la sociedad, podríamos decir), le impone una función precisa que debe desempeñar siempre parado al lado del estanque de los cisnes: “Daréis vueltas a un manubrio –le dice-. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre”. Así lo hace el poeta, hasta que, con la llegada del invierno, olvidado de todos, murió de frío mientras en el palacio se celebraba un festín “y la luz de las arañas reía alegre en los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas”. Esta misma idea fue expuesta otra vez por Darío en un poema titulado Abrojos:

“Puso el poeta en sus versos todas las perlas del mar, todo el oro de las minas, todo el marfil oriental; los diamantes de Golconda, los tesoros de Bagdad, los joyeles y preseas de los cofres de un Nabab. Pero como no tenía por hacer versos ni un pan, al acabar de escribirlos murió de necesidad.”

Como verán, la contraposición es más que explícita, y figura esa incomodidad, esa falta de lugar, que el ar tista modernista experimenta en una sociedad que ve volcada al consumo conspicuo, al lujo acompañado de mal gusto. El mismo Darío, en la Historia de mis libros, lo dijo claramente al referirse a sus propios escritos: “el símbolo es claro, y ello se resume en la eterna protesta del ar tista contra el hombre práctico y seco, del soñador contra la tiranía de la riqueza ignara”. Pero junto con esta sensación, que debe ser vista como una actitud reactiva frente a ese costado “burgués” de la modernización, existe asimismo otra sensación que es más bien de lamentación ante lo que experimentan como el retraso de la propia realidad latinoamericana con respecto a otras par tes del mundo, donde la modernidad ha alcanzado un mayor desarrollo. En este sentido, el modernismo adopta aspectos ambiguos, ya que si muchos de sus postulados pueden verse en el sentido anterior como reactivos ante la modernización, existe, por este otro costado, un reclamo de modernidad vinculado con este sentimiento de retraso cultural, que también pudo

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conectarse con el ansia por vivir en ciudades más metropolitanas que las que perciben como aldeas en sus propios países. Y decir “ansia de metrópolis” implica confesar un deseo específicamente moderno, en tanto la gran ciudad es motor y resultado de ese mismo proceso modernizador. En cuanto al sentimiento de retraso cultural, Ángel Rama lo registra con agudeza en el caso de un prominente intelectual positivista mexicano, Justo Sierra, cuando en su viaje a Estados Unidos no oculta la conmoción que le causa la contemplación por primera vez de un auténtico Rembrandt. Y en cuanto a la relación con el mundo urbano, cuando en 1893 Darío llegó a Buenos Aires a los veintitrés años de edad, registró esa admiración: “Buenos Aires –escribió- modernísimo, cosmopolita y enorme”. O sea, que ante la gran urbe se verifica lo que otro modernista, Julián del Casal, expresó: la circunstancia de que el modernismo tuvo “el impuro amor de las ciudades”. Junto con ello, (y aquí vuelve a surgir la ambigüedad) en esa misma ciudad de Buenos Aires, con sus 600.000 habitantes de entonces, Darío lamenta que no haya más de doscientas personas que compren un libro de autor nacional. Dicho esto, es preciso agregar que muchas de estas características son indistinguibles de las que más de un siglo atrás había implantado el romanticismo. Y además, que estas características estilísticas, trasladadas al terreno ideológico producen resultados igualmente ambiguos. Dicho de otra manera, que estamos en presencia de un conjunto de enunciados cuyo resultado práctico no es unívoco. De allí, de hecho hubo modernistas que adoptaron posiciones de derecha y otros que alcanzaron altos niveles de simpatía y aun de compromiso con el anarquismo. En suma, para citar nuevamente a Real de Azúa, “existen, en realidad, muchas pruebas de que estilos y escuelas ar tísticas son, a menudo, ideológicamente ambiguas o, aún más exactamente, polisémicas”. Esto es, que de esos programas estéticos no se puede deducir una política. Y sin embargo, es posible explicitar concretamente algunas de las posiciones que desde el modernismo se produjeron, y que contribuyen a determinar mejor su función en el ámbito cultural hispanoamericano en general y argentino en par ticular. Es lo que podríamos llamar los tópicos modernistas. El filón antieconomicista o, mejor aún, antiburgués fue uno de ellos. La figura del burgués que el modernismo construye es más cultural que económica, y el tipo del héroe modernista se constituirá en las antípodas de aquélla. El burgués es precisamente un sujeto que pone como valor más alto el del dinero, pero también a una escala módica. Esto es, no se trata de los grandes capitanes de industria y mucho menos de los capitalistas dispuestos a grandes apuestas y a grandes riesgos empresariales. Se trata más bien de lo que llamaríamos en este terreno un “pequeño burgués”, con la connotación negativa que ese término siguió adquiriendo hasta no hace demasiado. Aunque también, puede este tipo aparecer encarnado en burgueses ricos (aquéllos de “panzas rotundas”, como escribían), cuya riqueza está en relación directamente proporcional con su mal gusto, esto es, con su incapacidad estética. A este carácter de “idealismo antieconomicista”, se le puede sumar al modernismo la tendencia cosmopolita que lo animó, aun cuando –como veremos- esa tendencia no obstaculizó una reflexión que intentó definir identidades colectivas (la hispanoamericana, la nacional) de carácter específico. Es así como, tanto el hispanismo como el latinoamericanismo encontraron un suelo propicio en su interior. En esa línea es que produjo una reacción de

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protesta, indignación y confrontación contra el expansionismo nor teamericano, aunque no llegó a transformarse en una expresión “antimperialista”. Fue allí donde se concluyó prácticamente de acuñar la representación latinoamericana de un Estados Unidos como tierra del pragmatismo, y del nor teamericano (en realidad, el yankee) como de un sujeto tosco, escasamente ilustrado y volcado sobre todo a habilidades prácticas.

Para hacer un breve desvío por el tema de los cursos diversos entre la realidad y el pensamiento (para decirlo de un modo incorrecto pero para comprendernos rápidamente), es interesante remarcar aquí por qué no puede hablarse en este momento de antimperialismo sin cometer un anacronismo. Y no puede hablarse de antimperialismo dado que el término “imperialismo” tal como nosotros lo comprendemos no existía. En todo caso, el imperialismo era visto como un fenómeno fundamentalmente político, y aun militar, y refería a la capacidad expansionista de algunas naciones. Además, estaba sumamente difundida entre las elites occidentales la idea de que una nación que no estuviera en condiciones de alcanzar ese rango de nación imperial, era una nación difícilmente viable. Hemos visto, por ejemplo, el modo como José Ingenieros proyectaba para la Argentina justamente ese tipo de evolución en el cono sur americano. Es notable asimismo el desfasaje temporal entre la emergencia del fenómeno imperialista y las primeras tematizaciones de esa cuestión, considerándolo como un fenómeno económico. Aquí podría decirse con Hegel que “el pensamiento llega siempre tarde”. De hecho, el primer trust, o la primera empresa trustificada, la Standard Oil, surge a mediados de la década de 1880. Y ello es la manifestación de que el capitalismo ha empezado a funcionar de otra manera, que ya no se está ante el capitalismo de libre concurrencia tal como lo había teorizado Marx. Y sin embargo, los primeros tratamientos teóricos al respecto van a tener que esperar casi dos décadas, hasta que el socialdemócrata J. A. Hobson publica en Londres, en 1902, Imperialismo. Un estudio. Más aún: si se piensa en el momento en que este término va a pasar a ser una categoría usada masivamente por los sectores intelectuales de izquierda –y de allí se va a expandir a otros ámbitos, hasta tornarse, por momentos, en una suerte de noción de sentido común, es claro que habrá que esperar hasta fines de la segunda década del siglo, con los estudios de Rosa Luxemburgo y sobre todo del clásico de Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo. En fin: este breve ex cursus tiene otra vez la intención de introducir temas de reflexión en torno de cuestiones típicas de la historia intelectual, como es en este caso el del variable significado de los mismos términos en diversos momentos y el del campo de visibilidad de los contemporáneos respecto de fenómenos de su propio presente.

Podemos ahora retornar al modernismo, para que lo visto nos sir va como puente hacia el tratamiento de un producto concreto que se mueve dentro del universo del modernismo cultural, como puede ser considerado el libro Ariel de Enrique Rodó. Vimos entonces que el modernismo proclamó un marcado y explícito elitismo, en este caso, el de las minorías del ar te, el de los adoradores de la belleza. Aun cuando también es cier to que dentro de los escritos de los modernistas es posible no sólo encontrar páginas en defensa de los oprimidos, sino militantes posturas anarquistas. (Y en rigor, se pueden encontrar líneas de pasaje entre el elitismo modernista y el vanguardismo anarquista). Pero ha sido señalado que esta colocación del valor

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de lo bello como el supremo dentro de la escala axiológica del modernismo, que conduciría coherentemente al proyecto de cultivar el “ar te por el ar te”, resultó en Hispanoamérica extremadamente minoritario si no inexistente. Y se ha señalado asimismo, en esta misma línea, que esta situación tiene mucho que ver con la posición compleja del escritor modernista en el terreno social de estos países, signada como se ha dicho por la caída del mecenazgo y la debilidad del mercado para las obras de la cultura intelectual. En esta última dirección, no podían mirar sino con inocultada envidia el faro europeo. Piensen solamente que, para tomar el caso de un contemporáneo francés, un escritor reconocido como Guy de Maupassant podía vivir (y muy bien) de la venta de sus escritos, mientras son conocidos y recurrentes los lamentos de los escritores locales por la ausencia de público. Este fenómeno (que forma par te de una mirada hacia los intelectuales desde la sociología de la cultura) puede combinarse con otro que refiere a la construcción de una legitimidad del intelectual centrada en el reconocimiento social de su práctica. Entonces es cuando debemos retomar la argumentación de que los intelectuales argentinos detectaron que había una demanda simbólica enunciada tanto desde el Estado como desde la sociedad, y que esa demanda estaba localizada en la definición de una identidad nacional, dentro del proceso de nacionalización de las masas antes señalado. He aquí entonces que, de hecho, el escritor encontró un tema para el cual lo habilitaban sus competencias intelectuales. Y al inter venir en este debate, encontró asimismo una fuente de legitimidad y de reconocimiento social (y estatal). Claro que al hacerlo se introducía también de hecho en una cuestión que era eminentemente política (en el sentido de que la definición de una nacionalidad involucraba inexorablemente diferenciaciones de posiciones de poder dentro de la sociedad argentina). Con lo cual reaparecía la pregnancia de la política aun en el horizonte de quienes, como los modernistas, habían tratado de expulsarla del ámbito de su creación, para dedicarse a la construcción de obras solamente legitimadas por la belleza, esto es, por la práctica del ar te por el ar te. Precisamente, en el punto siguiente veremos el modo como el ensayo de matriz modernista inter vino a través de Enrique Rodó en la definición de una identidad latinoamericana, y con Leopoldo Lugones de una identidad argentina.

Indique y comente las características del moder nismo cultural.

2.3. El Ariel de Enrique Rodó: el modernismo cultural define una identidad latinoamericana Como escribió Alber to Zum Felde, “Rodó es el primer uruguayo que ha logrado –en el primer cuar to del 900- la más alta consagración en HispanoAmérica”. En efecto, su ensayo de ideas titulado Ariel, publicado en 1900, es un clásico del ensayo hispanoamericano, alcanzando una vasta repercusión en el subcontinente a lo largo de varias décadas. Aún hacia 1930, podría decirse que existen en ese escenario dos libros clásicos de ensayo que

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van a seguir siendo una especie de “sermones laicos” dirigidos a las juventudes de esta par te del mundo: el citado de Rodó y El hombre mediocre, de José Ingenieros. Resultará fundamental para la persistencia de dicha repercusión el hecho de que ambos textos ingresaron como material ideológico –por decirlo de alguna manera- del movimiento de la Reforma Universitaria a par tir de 1918, en la medida en que –como es sabido- dicho proceso fue el primer movimiento de características realmente latinoamericanas en nuestro siglo, con una enorme capacidad de penetración en el seno de los sectores estudiantiles e intelectuales de estas latitudes. Los motivos de este éxito serán considerados en la Unidad 3. José Enrique Rodó (1871-1917), entonces, es uno de los intelectuales uruguayos que mayor repercusión logró fuera de su país, y esa repercusión la obtuvo precisamente a par tir de su Ariel. A la hora de definir filiaciones, digamos que sobre este libro la influencia de Ernest Renan es clara y explícita: “Leed a Renan –escribe Rodó precisamente en Ariel-, aquellos de vosotros que lo ignoréis todavía habréis de amarle como yo. Nadie como él, me parece, entre los modernos, es dueño de ese ar te de ‘enseñar con gracia’, que Anatole France considera divino”. Y en una car ta a Unamuno del 12 de octubre de 1900 le dice: “Mis dioses son Renan, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas, y para el estilo, Saint-Victor, Flaubert, el citado Renan”. En diversos aspectos, algunos de los cuales ya fueron relativamente anticipados en tratamientos anteriores, esa presencia de Renan ayuda a comprender el sentido de las construcciones ideológicas de Rodó. A lo largo de la siguiente exposición del Ariel, confío en que, contando además con algunos criterios aprendidos, estemos en condiciones de percibir dichas influencias. Comencemos por un rápido resumen, antes de pasar a un tratamiento más detallado. Ariel se divide en tres par tes. En la primera se invoca a la juventud, construyendo con ella un sujeto capaz de recomponer una situación de crisis y decadencia. Asimismo, allí alaba la personalidad integral del hombre, contra el espíritu desmembrador de la especialización profesional. En la segunda, se elogia a las minorías selectas y a las jerarquías intelectuales contra las tendencias democráticas y en definitiva mesocráticas (esta asimilación de democracia con mediocridad o nivelación hacia abajo es un tema que se viene elaborando a lo largo del siglo XIX). La tercera, por fin, es la más célebre de este ensayo de ideas, y es en ella donde se define la tensión entre Estados Unidos de América e Hispanoamérica, y desde allí se propone una identidad hispanoamericana. Vayamos ahora a los detalles. El libro se inicia con un epígrafe que indica el público imaginario al que el texto o el discurso se dirige: A la juventud de América. Con ello, se invocaba un sujeto que desde el romanticismo había sido construido como un sector etario incontaminado, con lo que se consideraban diversas máculas de los tiempos modernos. Es decir, que cuando se la invoca, es porque existen desvíos o defectos que es preciso corregir, y para ello se instruye a estos jóvenes que deben adoptar una función estrictamente misional. Esta invocación atravesará dos décadas, y en 1918 será la misma que voceará la Reforma Universitaria. Para apoyar esta elección, Rodó escribirá: “Yo os digo con Renan: ‘La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida’.” Y es que la juventud es la encargada de encarnar los ideales nuevos, y así promover la renovación de los tiempos. “Toca al espíritu juvenil la iniciativa audaz, la genialidad innovadora”, escribe en Ariel.

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Estas juventudes lo son de América, aunque en rigor la América de Rodó es en realidad más restringida: no abarca tampoco al Brasil, puesto que se trata de la América antes española: de Hispanoamérica. Dicho sea de paso, aquí tenemos otra disputa por un nombre que es una definición y una disputa en muchos aspectos política. La pregunta es ¿cómo designar el subcontinente al que per tenecemos? Toda respuesta es interesada. En la época del Ariel se está recomponiendo, como vimos antes, la descendencia, el linaje, con España, de manera que “Hispanoamérica” parece un título legítimo. Pero desde Francia, y vinculado con el proyecto de expansionismo francés hacia América (incluyendo sobre todo la aventura de Maximilano y la invasión a México en la década de 1860), se promueve el término “Latinoamérica” para abrir una filiación con aquel país. Ya en el siglo XX, otros términos van a ser propuestos, siempre tratando de definir una identidad que es al mismo tiempo un proyecto: Iberoamérica, Indoamérica..., hasta que en las últimas décadas ingresan en esas consideraciones de per tenencia países de la zona del Caribe con lenguas francesa, inglesa, etcétera. Volvamos al texto de Rodó. Luego de esta invocación a las juventudes hispanoamericanas, se pasa a describir a los personajes de lo que podemos llamar “un encuentro pedagógico”, y de una pedagogía que incluye contenidos conceptuales y valorativos. La relación que se narra es en este aspecto nítida: ella transcurre “de arriba hacia abajo”. Se trata de una relación asimétrica, y Rodó es explícito cuando se refiere a una “voz magistral”, que circula naturalmente desde “el viejo y venerado maestro” hacia sus “jóvenes discípulos”. Por estos elementos es que se ha dicho que el Ariel per tenece al género del “sermón laico”, es decir, que se trata de un mensaje cuyos contenidos no son directamente religiosos pero en el cual el emisor adopta la figura y la retórica de un sacerdote. El maestro de Ariel, en efecto, dice expresamente que desea que su discurso forme par te de la “oratoria sagrada”. Este maestro es llamado Próspero, en alusión al sabio mago de La Tempestad, una obra de Shakespeare. Precisamente, Renan había escrito un drama filosófico-político que ya había adoptado los mismos símbolos, y al que tituló con el nombre de la antítesis de Ariel: lo llamó Calibán. En la pieza de Renan, Próspero es vencido y suplantado por Calibán, encarnación de la grosera sensualidad instintiva, que simboliza asimismo a las masas ignaras, democráticas y materialistas, que se imponen sobre una aristocracia sabia. Por el contrario, Ariel simboliza –dice Rodó- “la par te noble y alada del espíritu”, “el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos instintos de la irracionalidad”. El tiempo en que los valores y el estilo de vida juvenil, innovador y armónico que Rodó propugna lo encuentra en un tópico que ha sido instalado por la representación romántica de la polis griega. “Cuando Grecia nació, los dioses le regalaron el secreto de su juventud inextinguible. Grecia es el alma joven.” Este tópico recorrerá todo el texto, y veremos el modo en como, al pensar en esta representación de la polis griega (más Atenas que Espar ta), Rodó está pensando lo que considera un buen orden social. Esta asunción de un modelo, en definitiva, pagano no le impide a Rodó incorporar a la tradición que está construyendo también el legado cristiano. Y ésta será una característica permanente del texto que Rodó construye. Como ha dicho Zum Felde, “todo Ariel es un constante juego dialéctico de conciliación y síntesis de antinomias”. Por ejemplo, esta misma actitud Rodó la llevará a un debate acerca de la decisión oficial de prohibir la exhibición de

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crucifijos en las oficinas públicas. Opuesto a esta idea, a pesar de no ser católico, Rodó afirma así en Liberalismo y jacobinismo, de 1906, que su espíritu aspira a remontarse a aquella “esfera superior desde la cual la religión y la ciencia aparecen como dos fases diferentes, pero no inconciliables, del mismo misterio infinito”. Dentro de este mismo espíritu que intenta armonizar concepciones diversas, el Ariel adopta la versión de la Vida de Jesús de Renan, donde Cristo es despojado de su carácter divino para adoptar la forma de un hombre superior al estilo de los héroes de Carlyle. Desmiente entonces Rodó –en directa referencia a Nietzsche- que el cristianismo sea esa religión que entristeció la tierra. El éxito del cristianismo sobre el mundo viejo habría consistido incluso en que opuso “el encanto de su juventud interior –la de su alma embalsamada por la libación del vino nuevo- a la severidad de los estoicos y a la decrepitud de los mundanos”. Pasa revista luego a lo que hemos visto como un tema de época: la idea de hallarse en una edad de decadencia, de debilitamiento o, para decirlo con el lenguaje androcrático de la época, de “afeminamiento”. Desde los románticos hasta ahora, Rodó considera que se ha recorrido una cur va de decadencia que desemboca en nuestro conocido Des Esseintes, es decir, en el personaje símbolo del decadentismo y por ende –escribe Rodó- de “los ener vados de voluntad y corazón en quienes se reflejan tan desconsoladoras manifestaciones del espíritu de nuestro tiempo”. Ante esos tipos humanos, que son síntomas de una decadencia más generalizada, es preciso ofrecer otros ideales capaces de superar esa crisis en la que se ha introducido la modernidad. Ésta es la función desempeñada en el libro por los llamamientos en pro de la restauración del “hombre total”. Esta fórmula pretende responder al avance de la tendencia fragmentadora de la modernidad (fragmentación de las esferas de competencia ya señalada, pero también de la producción a través de la división del trabajo, o del espacio en las grandes ciudades, etc.), y Rodó, en este caso, localiza ese fenómeno en la especialización. Ya el filósofo francés Henri Bergson había publicado a fines del siglo pasado un ar tículo referido al tema, precisamente con ese título. El factor que anima estas inter venciones es el referido proceso de fragmentación, que es obser vado reactivamente como la incapacidad de una totalización o una ar ticulación de los saberes, que antes había estado garantizada por la religión o por la filosofía. Ahora, el desarrollo de las ciencias ha dejado sobre el panorama un conjunto de saberes específicos sin ningún hilo que los comunique, que los ar ticule. Como reacción, es obser vable en las distintas escuelas ideológicas del momento intentos por cubrir ese vacío. Dentro del positivismo, por ejemplo, la filosofía evolucionista de Spencer había construido una de las últimas filosofías de la historia dadora de sentido del conjunto de lo real (desde la evolución del cosmos, de las especies y las sociedades, hasta las religiones, las costumbres, etc., etc.). En el caso de Rodó, admitiendo que es legítimo vincularse “individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de la vida”, considera preciso tener presente “la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su vir tud comunicativa”. Aquella mutilación sería producto de una enseñanza utilitaria; naturalmente, la restitución de lo perdido deberá estar a cargo de aquel tipo de enseñanza que

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Rodó, con Renan y otros, imagina como el remedio necesario: la educación estética. Esta tendencia se hunde en una larga historia de las ideas que remite a los textos de Schiller, en los cuales la belleza aparece como la instancia capaz de ar ticular lo bueno y lo verdadero. Una cultura estética que identifique así belleza con armonía clásica permitirá al mismo tiempo imaginar un buen orden social, según un conjunto de supuestos que habían sido desplegados por Renan, y en otro aspecto por Hyppolite Taine. No eran por cier to modelos extraños para quien tuviera sus faros instalados en el horizonte de la cultura francesa, dado que sus influencias en la segunda mitad del siglo XIX sólo eran comparables a la que Voltaire y Rousseau habían ejercido en el XVIII, por lo que pudo decirse que "Francia había perdido los dos ojos al morir Renan (1892) y Taine (1893)". ¿De qué manera puede pensarse este pasaje desde una concepción estético-clasicista a la de imaginar un orden social? La respuesta la ofrece el mismo Rodó. Cito del Ariel:

“Atenas supo engrandecer a la vez el sentido de lo ideal y el de lo real, la razón y el instinto, las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Cinceló las cuatro fases del alma. Cada ateniense libre describe en derredor de sí, para contener su acción, un círculo perfecto, en el que ningún desordenado impulso quebrantará la graciosa proporción de la línea”.

Aquí se cierra un recorrido argumentativo, que vamos a condensar. Primero, y dentro de un legado que coincide con el modernismo literario y cultural antes visto, Rodó coloca como valor supremo el de la belleza. Luego, postula que dicho valor puede ser vir de elemento aglutinador, ar ticulador, de las fracturas que la modernidad induce. Un paso más, y asistimos a la definición de ese concepto de belleza: bello es idéntico a armonioso, esto es, la presencia de una composición, de una totalidad, donde no aparezca “ningún desordenado impulso”, ningún elemento disruptivo o disonante. Se trata, en fin, no de recomponer aquella plenitud de la polis griega: “en nuestros tiempos –sigue el Ariel-, la creciente complejidad de nuestra civilización privaría de toda seriedad al pensamiento de restaurar esa armonía”. Pero sí de incorporar una porción de ese espíritu para contrabalancear la tendencia utilitarista, materialista e igualitaria o democrática. Porque la armonía en la que Rodó piensa es un orden bien concer tado y jerarquizado. Responde así a la inquietud que atraviesa el pensamiento liberal del siglo XIX, centrado en la presencia de las masas en la escena pública que las elites político-intelectuales consideran amenazante, tanto para el orden social como para el mejor despliegue de los valores humanos. Aquí de nuevo el recorrido ideológico de Ernest Renan, muestra muy precisamente el camino que conduce desde sus primeras expectativas confiadas en la ciencia y el progreso hasta las dudas atormentadas frente a la presencia de las masas y el consiguiente descenso de los valores considerados nobles. De modo que, así como los intelectuales reaccionarios franceses habían filiado la decadencia nacional a par tir de 1789, los liberales comenzaron a verla después de 1848, y esta crisis se expresó en la consigna "Plutôt les Russes que les Rouges" (“Mejor los rusos que los rojos”). Por fin, los acontecimientos

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de la Comuna terminarán por cristalizar en ellos el horror a las masas. En el mensaje de La reforma intelectual y moral, "escrito en las dolorosas semanas" del dramático año francés de 1871, Renan volvía a arremeter contra las ideologías radicales, la mediocridad y el materialismo, para concluir denunciando en la democracia "el más enérgico disolvente de toda vir tud que el mundo haya conocido hasta aquí". Es que la democracia así comprendida en la línea de Tocqueville- configuraba un fantasma que amenaza a las sociedades con un proceso homogeneizador que sólo puede nivelar hacia abajo, y para el cual se reser va el término "mediocridad", prontamente difundido en el fin de siglo por la crítica de Nietzsche al "último hombre" contenida en el Zaratustra, así como por el éxito de las piezas dramáticas de Ibsen. Rodó se plantea este mismo problema pero lo resuelve según su esquema conciliador de los opuestos, apaciguador de los conflictos. Y para ello, nuevamente algún tópico del modernismo cultural le resultará funcional. El escenario es conocido: por un lado, una sociedad materialista, utilitaria e ignorante de la belleza (según las pautas de El rey burgués). Por el otro, la minoría de la belleza, amenazada por la invasión del “canibalismo”. ¿Qué hacer, dónde refugiarse? El modernismo cultural tiene la respuesta preparada: hacia el reino interior. Cito a Rodó: “Aun dentro de la esclavitud material, hay la posibilidad de salvar la liber tad interior”. Y entonces relata un cuento que transcurre “en el Oriente indeterminado e ingenuo”, donde un rey que tenía comercio con el mundo, sin embargo guardaba para sí un reducto cerrado.

“En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como guijas lavadas por la espuma”. “Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad [...] a todas las corrientes del mundo, existía en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca”.

Pero además, ese reino interior es superior en valor al del “yo exterior”, como diría Bergson, que permanece en relación con el mundo material y utilitario. Porque –concluye Rodó este pasaje argumentativo- “sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podéis llamaros, en realidad, hombres libres”. Para terminar mi comentario sobre este punto de Ariel, diré que aquí, en esta última frase, puede detectarse un sentido que invier te otra vez un legado lejano. Y esa inversión es absolutamente análoga a la que se lee en el final de Un enemigo del pueblo, de Ibsen. Allí el Dr. Stockman enuncia una frase terminante: “-El hombre más libre es el que está más solo”. Vean ustedes que aquí, en esta frase, se ha quebrado la línea de la tradición republicana. Porque en la idea republicana, por el contrario, la realización de la liber tad se obtiene sólo en la medida en que se par ticipa de la res publica, de la cosa pública, de los asuntos de la comunidad. Esto es, sólo la per tenencia a la polis, a la Ciudad, hace hombres libres. La comunidad, podríamos decir, es “dadora de liber tad”, al constituir a los individuos en ciudadanos. A ese principio remitía el ideal de la Revolución Francesa centrado en la fraternité. Pero ahora, tanto en Ibsen como en Rodó, la liber tad sólo puede

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realizarse en la estricta medida en que el individuo abandona precisamente el ámbito de lo público para refugiarse en su interioridad, en la más pura soledad. El cambio simbólico es realmente notable. Por lo demás, el cultivo de la belleza, en tanto máxima realización humana, está reser vado a unos pocos. De ese modo, Rodó combina la inevitable aceptación de la democracia (inevitable porque es un hecho fuer temente instalado en la propia tradición), por un lado, con un espacio destinado a una minoría intelectual, por el otro. “La superfluidad del ar te no vale para la masa anónima de los trescientos denarios”, se lee en el Ariel. Custodios de la belleza, los miembros de esa aristocracia del espíritu lo son al mismo tiempo del “interés universal”, porque nada como el ar te encierra “la vir tualidad de una cultura más extensa y completa, en el sentido de prestarse a un acordado estímulo de todas las facultades del alma”. De ese modo, “la vir tud es también un género de ar te”. Así, lo que Rodó plantea es una estética que en rigor es también una ética. Explícitamente dicho: “Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno”. “A medida que la humanidad avance, se concebirá más claramente la ley moral como una estética de la conducta”. Y esta manera de pensar una estética de la existencia, está vaciada sobre el mismo molde de la belleza entendida como armonía, porque cuando se la asuma “se huirá del mal y del error como de una disonancia; se buscará lo bueno como el placer de una armonía”. Este ideal debe rastrearse en el modelo ateniense, en la moral armoniosa de Platón. Pero no sería suficiente, ya que dicha moral carecería del espíritu de la caridad. Entonces, en un nuevo movimiento discursivo de sincretismo, Rodó incorpora en el Ariel el legado cristiano: “La perfección de la moralidad humana consistiría en infiltrar el espíritu de caridad en los moldes de la elegancia griega”. A este ideal se opone, empero, la concepción utilitaria de la vida, y esta concepción se halla vinculada en la época con las ideas democráticas. Pero si esta acusación contra la democracia ha sido difundida con brillo entre otros por Renan, aquí Rodó se separa de su maestro, debido a que no está dispuesto a tirar por la borda lo que llama “la obra de la Revolución” americana, y que ve asociada íntimamente con el programa democrático. Este razonamiento aparece en diversos intelectuales del siglo XIX y de la época que se asoma al siglo XX. Halperin Donghi escribió que en la Argentina, a diferencia de otros países hispanoamericanos, la democracia no era un objetivo a lograr sino que era par te del problema, debida a la temprana irrupción de las masas en la escena política, activadas por la revolución y por la guerra civil. Par te de un problema que, de todos modos, se había constituido en una tradición innegable. En ese marco, Rodó escribe: “El espíritu de la democracia es esencialmente para nuestra civilización un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse”. Lo único que se puede y se debe hacer es, otra vez, conciliar el principio democrático con el aristocrático. Para ello, la democracia que se debe rescatar en ningún caso ha de ser sacrificada a los caprichos de la multitud. Para que eso no ocurra, la sociedad debe ser tutelada por “una activa autoridad moral”. De modo que si la igualdad social ha destruido para bien las jerarquías “imperativas e infundadas”, no debe ocurrir lo mismo con las legítimas jerarquías del espíritu. Conectando esta cuestión con el tema de la inmigración que llega a las playas uruguayas, Rodó considera que debe siempre imperar la calidad sobre el número. Porque “la multitud, la masa anónima, no es

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nada por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o de civilización según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral”. Este predominio de una elite espiritual en la conducción de la sociedad es lo que asimismo garantizará que no se recaiga en la nivelación hacia abajo, que Rodó, con sus referentes intelectuales, llama la mediocridad. De otro modo, se impondrá el odio hacia lo extraordinario, la ferocidad igualitaria del jacobinismo, la tiranía irresponsable del número. La democracia y la ciencia no deben entonces estar ausentes de los valores que una sociedad hispanoamericana debe contener. Y la misión de la educación pública consiste en divulgar dichos valores. Ella, guiada por el Estado, debe garantizar la igualdad de opor tunidades. Pedro de allí en más, no debe bloquear la emergencia de las desigualdades, que provienen de “las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad”. Así, la democracia admite un espacio para la aristocracia, que ha de ser una aristocracia del mérito, una “meritocracia”. La democracia puede entonces convivir con una aristarquía de la moralidad y la cultura. Sobre estas bases, los dos últimos apar tados del Ariel (V y VI) están destinados a definir la identidad hispanoamericana en contraposición con la norteamericana. Porque la concepción utilitaria de la vida es lo que define al americanismo (en rigor, “nor teamericanismo”). Sin embargo, esa “democracia formidable y fecunda” ha seducido por su potencia a muchas mentes latinoamericanas, dentro de un afán imitativo que Rodó llama nordomanía. Ello no le impide pasar lista a los aspectos admirables de la realidad de Estados Unidos (el imperio de la liber tad, el culto del trabajo, el afán conquistador del pionero, el espíritu asociativo, la eficacia en la aplicación de las ciencias). Por todo ello, puede concluir que “aunque no les amo, les admiro”... Se pregunta entonces si ese país constituye el espejo en que los hispanomaericanos deben mirarse, o el faro que indica el camino de una civilización que realice “las legítimas exigencias del espíritu”. Como ya puede imaginarse, la respuesta es negativa, y lo es en función de que la civilización del Nor te ha absolutizado ese espíritu práctico, ese afán utilitario que ha desembocado en una civilización materialista, y por ende escasamente abier ta a los valores de la espiritualidad, que como sabemos quiere decir abier ta a los valores estéticos. Se trata en definitiva de una sociedad “positivista”, y al decir esto podemos percibir cómo un término que designa una corriente filosófica ya se ha conver tido, en la pluma de Rodó, en un término moral axiológicamente negativo.

“La idealidad de lo hermoso no apasiona al descendiente de lo verdadero. Tampoco le apasiona la idealidad de lo verdadero. Menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo. No le lleva a la ciencia un desinteresado anhelo de verdad, ni se ha manifestado ningún caso capaz de amarla por sí misma. La investigación no es para él sino el antecedente de la aplicación utilitaria”.

En Del Plata al Niágara, publicado en 1897, Paul Groussac ya había introducido elementos fuer temente cuestionadores de la civilización nor teamericana, e incluso se había referido a dicho espíritu como calibanesco. Porque

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si como asevera Spencer, el progreso se corresponde con una diferenciación creciente de las par tes constituyentes de cualquier realidad, a Groussac le parece evidente que, "en lo fundamental -las ideas, los gustos, las aptitudes y las funciones sociales-, la novísima evolución de los Estados Unidos se caracteriza por una marcha continua hacia la homogeneidad. Su progreso material, entonces, equivaldría a un regreso moral; y ello sería la confirmación de que la absoluta democracia nos lleva fatalmente a la universal mediocridad". Y también como en Rodó, el criterio para la valoración encomiástica de una sociedad residirá para Groussac en el cultivo de los valores estéticos, manifestado en la frecuentación de las bellas ar tes, en las que los nor teamericanos huelgan tanto como abundan en aplicaciones técnicas y en descubrimientos de inmediato resultado industrial. He aquí una condensación de características, que de allí en más formarán par te de una imagen prototípica del nor teamericano, que llegará a configurar una suer te de sentido común del modo como los latinoamericanos percibirán a aquella sociedad. Esta visión será incluso compar tida por algunos nor teamericanos críticos de su propia cultura, desde Sinclair Lewis en su Babbitt, pasando por Waldo Frank, hasta Richard Morse en El espejo de Próspero (que como se ve inspira su título directamente en el Ariel). Por el contrario, Ariel –símbolo y faro de América Latina- “significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en ar te, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres”. Y aun cuando vencido una y mil veces por Calibán, resurge siempre victorioso y alado. (Algunos pensarán que este tipo de razonamiento constituye una auténtica estrategia de la consolación.) Y sin embargo –prosigue el Ariel-, ambas par tes de América pueden componer con sus diferencias un resultado positivo, en vir tud de una inducción recíproca entre los progresos de la actividad utilitaria y la ideal. Es por eso que Rodó predice que “la obra del positivismo nor teamericano ser virá a la causa de Ariel”. El libro se cierra con la despedida de los discípulos por par te del viejo maestro. Al salir a la calle, al abandonar, digamos, el huer to cerrado, se reproduce por última vez la estructura de sentimientos que organiza el texto: “sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud”. Pero el más joven de los discípulos pronuncia las finales palabras de esperanza: “Mientras la muchedumbre pasa –dijo-, yo obser vo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador”. Un discurso que había comenzado instalando una relación discipular jerárquica, concluye reiterando la misma figura de arriba hacia abajo. De arriba hacia abajo, ahora, se derraman las semillas que fecundarán, aunque ella ni siquiera lo sepa, a esa multitud conver tida en una tierra fér til pero pasiva, a la espera del gesto del sembrador.

Contraste el moder nismo cultural con lo que en la unidad anterior llamamos la “cultura científica”. Luego, esclarezca su significado tratando de incluir la mayor cantidad de características posibles según lo desarrollado por Rodó en el Ariel.

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2.4. Las conferencias de 1913 de Leopoldo Lugones en la disputa por la definición de una nacionalidad argentina Comencemos esta nueva unidad reiterando que, en la cultura intelectual construida entre 1890 y el centenario, resulta relevante determinar el modo como las diversas corrientes doctrinarias o estéticas inter vinieron en "la querella de la identidad nacional". En la subunidad anterior vimos el modo como José Enrique Rodó diseñó una identidad de alcance hispanoamericano. Ahora seguiremos la estrategia discursiva que Leopoldo Lugones adoptó para definir una identidad nacional, a través de las seis conferencias que pronunció en el teatro Odeón en 1913 y que luego recopiló y amplió en su libro El payador, publicado en 1916. Si para comenzar preguntamos ¿quién habla?, es preciso decir que para entonces Leopoldo Lugones tiene ya un prestigioso recorrido por las letras argentinas, que lo colocan en la cúspide de los reconocimientos intelectuales del momento. Para este momento, Lugones se ha conver tido en “el poeta nacional”, consagrado en su opor tunidad por Rubén Darío y pasando a formar par te de esa suer te de intelectualidad paraestatal construida en torno del régimen gobernante. Sus Odas seculares con motivo del Centenario han refirmado ese lugar que ocupa en el momento de dictar aquellas conferencias. Podemos concluir entonces que por la entidad intelectual de quien emite el mensaje, se representa un acto consagratorio en donde el prestigio del diser tante y el modo de enunciación de su discurso se comunican con el contenido de lo afirmado. Pero el que habla ahora es ya no es el intelectual-científico a la Ingenieros, sino el escritor. Este escritor además es modernista, esto es, se caracteriza por el don de la palabra bella. Éste es el capital intelectual de Lugones, y a este capital intelectual lo va a conver tir en capital simbólico, según lo antes expuesto. Nuevamente, entonces, el tratamiento de Lugones nos recuerda algunos aspectos del modo de entender la historia intelectual. Se trata de examinar más la producción de efectos de verosimilitud que de juzgar los valores de verdad o falsedad que los discursos contienen. Recurriendo otra vez a Pierre Bourdieu, en su libro Lo que quiere decir hablar. La economía de los cambios lingüísticos, sostiene que los discursos no están sólo destinados a ser comprendidos (como puro instrumento de comunicación), sino que también son signos de riqueza destinados a ser evaluados, "y signos de autoridad destinados a ser creídos y obedecidos". Complementando esta hipótesis con el género y la estética lugonianos, puede ser virnos una reflexión de Georges Steiner incluida en su libro La muer te de la tragedia: "También la poesía –dice- tiene sus criterios de verdad. En realidad, son más exigentes que los de la prosa, pero son diferentes. El criterio de verdad poética es de coherencia interna y convicción psicológica". Por fin, tal vez a este mismo carácter de su escritura se refiriera Borges al decir de Lugones: "Sus razones casi nunca tenían razón; sus epítetos, casi siempre"... Y bien, podremos ver que ese mismo criterio de producción de verosímiles está argumentado en el mismo texto de El payador. Para ello, el “operativo Lugones” reside en elaborar primero una reducción de cultura a literatura, para colocar luego en el centro de la patria la misión del poeta. Sigamos su recorrido. Por empezar, "toda la cultura -dice- es asunto de lenguaje", “incluida ciencia, ar te, política, guerra, comercio”. "Ello demuestra -agrega- la eficacia del

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verso como elemento de cultura. La clase gobernante que suele desdeñarlo, envilecida por el utilitarismo comercial, tiene una prueba concluyente en aquel éxito. [...] La verdadera gloria intelectual per tenece, entre nosotros, a un poeta". Este poeta es José Hernández en tanto autor del Mar tín Fierro, pero a nadie se le escapa que es otro poeta –el propio Lugones- el que está colocando a la práctica poética por encima de todas las demás. Ahora bien: ¿de dónde extrae la poesía este privilegio, privilegio que le corresponde poner en práctica al poeta? Habla Lugones: "De propio modo el ar tista, en vir tud de leyes desconocidas hasta hoy, nace con la facultad superior de descubrir en la belleza de las cosas la ley de la vida”. El poeta, por ende, es un predestinado como "elemento representativo de la vida heroica en su raza". Obser ven entonces que el ar te poético es una disposición innata: eso no se aprende, dice Lugones; con eso se nace. Una manera vieja y típica de sostener que hay habilidades y vir tudes que no forman par te del repar to democrático. Pero obser ven además que la poesía no es sólo un producto que apunta a impresionar la facultad del gusto y a satisfacer en todo caso al “buen gusto”. Y no lo es porque se puede “descubrir en la belleza de las cosas la ley de la vida”. Esto es lo que he llamado el uso de la belleza como órganon, es decir, como instrumento, ya no para gozar estéticamente sino para conocer. A través de la belleza se llegaría así a la verdad. La estética sería una lógica. Si estos atributos son los que legitiman la palabra de Leopoldo Lugones, eso mismo explica que en su diser tación se encuentren estratégicamente distribuidos pasajes de intensa elaboración estilística que funcionan como una argumentación por la estética. Quiero ejemplificar con esto aquella función atribuida al discurso y destinada a convencer, para lo cual el efecto buscado es el de la verosimilitud. Así, junto con desarrollos conceptuales e informaciones presuntamente históricas, las conferencias de Lugones contienen pasajes que, a través de un estilo canonizado en la época como bello (el del modernismo literario), se dirigen a la sensibilidad para tornar creíble el contenido de lo afirmado. Esto es, que la forma del decir (el estilo, la retórica) cumple una función argumentativa fundamental. Ejemplar en este punto, es el celebrado pasaje sobre el incendio en la pampa. Vale la pena transcribirlo in extenso.

“Y los incendios. “Una centelleante siesta, sobre el campo abatido donde no volaba un pájaro, algún casco de vidrio que concentraba los rayos solares sobre el pasto reseco, la colilla encendida que alguien tiró al pasar, o la combustión espontánea de la hierba acumulada meses antes por ese arroyo, ahora enjuto, iniciaban la catástrofe. La llama, al principio incolora en el resplandor del día, reventaba con la violencia de un volcán. Desequilibrado por su brusca absorción, el aire despertaba en un soplo que muy luego era brisa. Entonces empezaba a marchar el fuego. “Pronto la humareda, acuchillada de lampos siniestros, rodaba sobre los llanos su lóbrego vellón. Sobrepujaba ya al mismo solazo la llamarada escarlata. Dilatado más arriba en nubarrón, el incendio entristecía la campaña que iba a asolar, con un crepúsculo rojizo como la herrumbre. Un instante vacilaba aquella masa, parecía retroceder, abriéndose su entraña tenebrosa desgarrada por lúgubres fogones. No era sino para revolverse más atizada en un derrumbe colosal sobre la indefensa planicie, sofocándola con sus llamas, devorándola con los millones de dientes de sus

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ascuas y de sus chispas. Esparcía el viento a la distancia su hálito de horno, oíase de lejos el jadeo aterrador con que avanzaba rugiendo como el tigre, a ras de tierra. Parecía que su propio fuego iba dándole alas vertiginosas. Las manadas sorprendidas no alcanzaban a huir, aunque se disparasen a la carrera. Hasta los pájaros caían al vuelo alcanzados por un flechazo de llama. Al desesperado baladro del vacuno en agonía, juntábase el relincho desgarrador de la tropilla caballar que se acoquinó, desatinada, acertando tan sólo a cocear el fuego; el silbo delirante de la gama rodeada, el gañido fatídico del perro cimarrón. Aquellas voces del desierto llevaban al alma la desolación de los espantos supremos. En la asfixia del chamusco el rescoldo exhalaba un hedor de pólvora. Muy adelante del foco, llovían ya aristas incandescentes. Arremolinábanse los vilanos volando por el aire en copos de yesca encendida. Así la quemazón saltaba cauces y barrancos, vadeaba los arroyos, despabilando como candelillas las biznagas de sus márgenes, roía como si fuesen tabaco los mismos limpiones de tierra seca.”

Dicho sea de paso, ante los abusos de este último recurso, y dentro de la disputa que los más jóvenes llevarán adelante contra Lugones en la década de 1920, Borges alguna vez diría socarronamente que el error de Lugones había consistido en creer que para escribir bien había que usar todo el diccionario...

En este pasaje ustedes encuentran rasgos de la escritura modernista, tales como el anhelo de perfección formal, la llamada “voluntad de estilo”, el impresionismo, la riqueza de la descripción sensorial, así como la búsqueda cultista en Lugones de vocablos alejados del léxico común. Volvamos ahora a las características generales del texto. Si ahora continuamos preguntando: “¿desde dónde habla?”, se obser va inmediatamente que la inter vención de Lugones tiene un alto carácter institucional. En efecto, se trata de la presentación del intelectual ante un público dentro del cual se encuentran el presidente Roque Saenz Peña y sus ministros; es decir, que aquí el intelectual alcanza un rango de legitimidad extremo ante el poder. Y no sólo porque el Poder Ejecutivo en pleno está presente en el teatro Odeón donde se desarrollan las conferencias, sino porque además el tema que los convoca es la reivindicación del poema de Hernández como epítome de la nacionalidad argentina. En este último sentido, la prédica de Lugones no era original, si se piensa que se inscribía en un camino antes recorrido en las valoraciones positivas del poema hernandiano por Pablo Subieta (1881), Unamuno (1894), Menéndez y Pelayo (1895), Mar tiniano Leguizamón o Ricardo Rojas, entre otros. Pero como se dijo, aquí el prestigio, la autoridad del emisor del mensaje, se traslada al contenido de lo afirmado. Leamos la siguiente cita de Real de Azúa referida a Rodó pero que es extensible para comprender que se trata de un código de época (un código diríamos perdurable) a través del cual se obser va cier to funcionamiento del campo intelectual: "Impor taba también mucho el emisor del llamado. Guyau, una de las autoridades máximas para el Rodó de esos años, había recordado en un libro de vasta nombradía la frase de Victor Hugo:

“`Le poéte a charge des ámes' (El poeta a cargo de las almas), un aser to que cifra muy bien la convicción romántica en la responsabilidad del escritor en cuanto heredero de las autoridades espirituales tradicionales en su función de guía, orientador de la sociedad y oteador de caminos inéditos. Pese a los grandes altibajos que en el curso del siglo esta concepción había experi-

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mentado, zonas de muy alta revaloración de esta creencia se relevan hacia el fin del ochocientos. Legatario de la tarea revolucionaria de la promoción de los `filósofos', del `poeta-Moisés' de Vigny, baqueano en la tierra prometida, del `ar tista faro' de Baudelaire, el escritor siente a menudo recaer sobre él la función de dar significado nuevo a una existencia individual y a un vivir social cuyos rumores parecían perderse entre la anarquía ideológica, el pesimismo y la delicuescencia decadentista. Si de tal manera se concebía la misión del clerc, es explicable que cier ta altivez magistral, docente, sea inseparable de estos empeños que no pueden imaginarse cumplidos en el nivel igualitario (y entonces inconcebible) del diálogo”.

Entonces, resumiendo, la inter vención de Lugones posee un alto efecto de verosimilitud por la figura de poeta profético que encarna, por la palabra bella que oficia de creadora de verosímiles y, además, por el carácter institucional de su actuación ante un público dentro del cual se encuentran el presidente Roque Sáenz Peña y sus ministros. Esto a su vez determina que el intelectual alcance un rango de legitimidad extremo ante el poder, especialmente porque el tema que los convoca (esto es, la respuesta a la pregunta ¿de qué habla?) es la búsqueda de la expresión genuina del "alma" argentina. En el terreno del contenido, entonces, comencemos por decir que el sistema de argumentación lugoniano funciona sobre la base de un pilar material que es el héroe. En clave heredada del fin de siglo, se asistía como reacción, frente al igualitarismo democrático y la presencia de las masas, al privilegiamiento de la personalidad excepcional. Aquí es donde resulta notoria la influencia de Nietzsche o de Ibsen, y más atrás la conocida obra de Carlyle sobre los héroes y el prestigio del libro Hombres representativos, de Emerson. Entonces, para Lugones la heroicidad es la materia, el punto de par tida argumentativo en la definición de la nacionalidad. Esta heroicidad estuvo encarnada en el gaucho. Y si de heroicidad se trata, es sabido que el género para decir lo heroico guerrero es la poesía épica. De allí la necesidad de definir al Mar tín Fierro de Hernández como un poema épico. Punto de par tida, entonces, es la existencia de un héroe material, y este héroe material es el gaucho. Y subrayo que es un punto de par tida para remarcar que se trata, en el discurso de Lugones, de una condición necesaria pero no suficiente; ni suficiente ni tampoco (como se verá) privilegiada o dominante. Porque esa entidad material existe en una suer te de existencia imperfecta, vir tual, potencial. Para que alcance toda su perfección es preciso que sea espiritualizada. El trasfondo ideológico de esta convicción lo ofrece el espiritualismo modernista o, mejor aún, su veta antimaterialista. Por eso Lugones dice: "La materia es tosca; mas, precisamente, el mérito capital del ar te consiste en que la ennoblece espiritualizándola". Prosiguiendo con el símil, Lugones enuncia su modelo de civilización: "Para mí, aquel resultado histórico de las Termópilas [donde se habrían enfrentado la civilización griega y la barbarie persa y este otro de la ciencia [en tanto "comunicación puramente etérea del telégrafo sin hilos", por ejemplo] provienen del mismo concepto de civilización: el dominio de la materia por la inteligencia, la transformación de la fuerza bruta en energía racional".

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La materia entonces es la base de la historia, pero lo único que puede darle sentido es una forma: la materia debe ser informada (aquí podríamos remontarnos incluso hasta la filosofía aristotélica y aun platónica en cuanto al privilegiamiento adjudicado a la forma sobre la materia). Antítesis de la materia, esa “forma” es necesariamente espiritual. Releyendo lo indicado hasta aquí, se puede obser var cómo a par tir de esta afirmación, el discurso de Lugones puede seguir estableciendo jerarquías que transfiere al terreno de las figuras históricas y sociales. Porque el pilar material de la nacionalidad será entonces el gaucho, pero como la materia por sí sola no alcanza a definir una entidad efectivamente existente, efectivamente digna, efectivamente valiosa, es preciso informarlo, darle forma, que es lo mismo que espiritualizarlo. Naturalmente, aquí el escritor poeta, el modernista, el cultivador de la forma, encuentra su preciso lugar. Justamente, en El payador se considera al ideal de belleza como "la máxima expansión de la vida espiritual", y, en el terreno del lenguaje, se postula que el mismo "reducido a su esencia original [...] no es más que música y metáfora", con lo cual se equipara a la poesía con el ar te supremo que es la música. Esta última afirmación tampoco es gratuita: la música es el ar te por excelencia porque no tiene ninguna “materia”, ningún referente, porque no “habla de nada” de lo real, y así es pura inmaterialidad, pura espiritualidad. Y bien: ahora Lugones acaba de decir que la poesía compar te ese sentido esencial con la música. Llegados a este punto. Concluimos que ahora es posible establecer la pareja héroe-poeta, como fundadores -el uno material, el otro espiritual- de un linaje y de un fundamento, pero dentro de una jerarquía evidente: "los héroes -dice Lugones- revelan materialmente la aptitud vital de su raza [...] El poema, la aptitud espiritual, que es lo más impor tante [...], la mente que mueve las moles". Esta última frase (“la mente que mueve las moles”) condensa de manera excepcional una par te del programa y la estrategia lugonianos en cuanto a su representación de un orden social, político y al lugar que allí le cabe al intelectual. Justamente, José Hernández ya ha comenzado esa tarea al espiritualizar al gaucho en el poema Mar tín Fierro, y al hacerlo ha detectado la esencia de la nacionalidad, que reside en "un estado espiritual al cual llamamos el alma de la raza". La raza y la nacionalidad son espíritu, y así forman sistema con la poesía, en tanto ella es palabra y música, que –como vimos- es la esencia del ar te en tanto máxima espiritualización de la materia. En un sentido, podemos pensar que Lugones prosigue la tarea de Quesada, en la medida en que coloca en la lengua el eje de la nacionalidad. Pero da un paso más, porque ahora esa lengua no sólo es la lengua culta, sino una determinada lengua dentro de la lengua culta. Es la lengua poética. Porque la poesía es lo que para Lugones transforma un idioma en una obra de ar te; aquello -podría decirse- que toma la materia de la lengua y la espiritualiza. “Y como el idioma –concluye Lugones- es el rasgo superior de la raza, como constituye la patria en cuanto ésta es fenómeno espiritual, resulta que para todo país digno de la civilización no existe negocio más impor tante que la poesía". Obviamente, lo que Lugones está diciendo es que el escritor poeta (que es él mismo) es quien debe gozar del mayor reconocimiento social, puesto que es nada más y nada menos que el que dice la patria, pero ya no porque exprese una realidad anterior (el gaucho, en este caso, como también en Quesada), sino porque en rigor el poeta hace la nacionalidad al espiritualizar (poetizar) la noble pero tosca realidad que aquel héroe material encarnaba.

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La poesía está dotada en el texto de un cuádruple privilegio: es expresión par ticular de la vida heroica de las razas; descubre "la relación de belleza que constituye la armonía de las cosas"; realiza una función general del ar te, que es "la espiritualización de la materia", y, por fin, detecta el sentido verdadero que la historia ha ocultado. En este último sentido, el poeta es un hermeneuta, un intérprete, alguien que ve signos, huellas, marcas, que los demás no pueden descifrar. Éste es un tema que se hunde en la lejana historia de las ideas y de las mentalidades. Piensen simplemente en la tragedia Edipo, de Sófocles. Allí hay todo un tema instalado en cuanto a lo que se ve y a lo que no se ve. Edipo es el hombre de la desmesura: ha resuelto el enigma de la Esfinge, ha asesinado a su padre y se ha casado con su madre. Y sin embargo (o tal vez por eso), no ve, no ve las evidencias de esas desmesuras que lo van a llevar al límite mismo del horror humano. El que ve, es el viejo adivino ciego. Y cuando Edipo ve, cuando se da cuenta, se arranca los ojos. De uno u otro modo, este tópico atraviesa los siglos, y con el romanticismo retorna canónicamente. Se trata del poeta visionario, del poeta profeta. El personaje que concentra estos atributos es Victor Hugo. Un libro de Bénichou sobre el período se llama precisamente El tiempo de los profetas.

Busque en un diccionario etimológico la palabra vate. Asociar el significado a la figura del poeta, profeta y visionario, sobre el que estamos reflexionando.

Entre nosotros, y dentro de la corriente romántica, Sarmiento realiza esa autoconstrucción en un célebre pasaje del Facundo. Cuando narra su par tida hacia el exilio chileno, dice que al pasar por los Baños de Zonda escribió con carbón esta frase: On ne tue point les idées. Entonces el gobierno “mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico [...] Oída la traducción, ‘Y bien’, dijeron. ‘¿qué significa esto?”. El pasaje es claro: Sarmiento escribe en la lengua de la civilización (el francés), los bárbaros no pueden entender su significado, no pueden develar el jeroglífico. Quien sí puede hacerlo es el propio Sarmiento. Él es entonces el hermeneuta, el que puede develar los signos que los otros no pueden comprender.

Pero hay más al respecto, y aunque nos alejemos un tanto del texto de Lugones, no quiero dejar de indicarlo, para poder proponerles algunas reflexiones. Primero, que cuando Sar miento traduce aquella frase (que literalmente dice: “Las ideas no se matan”), escribe “A los hombres se degüella: a las ideas no”. Piensen ustedes en esta traducción, que es una “translación”. Y piénsenlo porque ése va a ser uno de los grandes temas de una cultura derivativa como la argentina, esto es, de una cultura que tiene que traducir a partir de los focos que considera más prestigiosos de la cultural occidental. Y además, Sar miento atribuye esta frase a un escritor francés (Fortoul), que en realidad no es el autor, sino que pertenece a Diderot. ¿Qué les sugiere este equívoco con respecto al lugar en la cultura occidental de un intelectual sudamericano?

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Entonces, Sarmiento, un miembro de la elite político-intelectual argentina, a mediados del siglo XIX se siente habilitado para desempeñar el papel de intérprete, de hermeneuta. Y es notable que en el mismo Facundo, dentro de los “tipos” que describe como producto de la pampa, va a incluir tres figuras positivas de gauchos: el cantor, el rastreador y el baqueano (la negativa es “el gaucho malo”, de cuya semilla surgirá Facundo Quiroga y luego Rosas). Obser ven que hay dos tipos que compar ten la vir tud de la hermenéutica con el propio Sarmiento: el rastreador y el baqueano son los que ven signos en la tierra, en las huellas, en los pastos, cuyo sentido pueden interpretar y así orientarse en el terreno. Ahora, retornando a las conferencias de El payador, vemos que otro miembro de la elite intelectual, Leopoldo Lugones, en tanto poeta, es el que sabe, en función de hermeneuta. Allí es donde el texto abunda en un alarde etimológico. Porque aquí el hermeneuta es el que restituye el sentido originario de las palabras. Ese sentido se ha perdido, haciendo aparecer una tradición que no es la verdadera. Aquí Lugones cree –en la línea de la lingüística entonces dominante- en la existencia de un sentido originario, de una palabra primordial, como cuando afirma que "la palabra primordial y característica del hombre es pues mama", y “los nombres primordiales del universo resultaron de esta primera palabra". Estas etimologías lugonianas suelen ser arbitrarias. Doy un solo ejemplo. Él establece que la etimología de la palabra "canoa" remite al latín canna. Pero si vamos al Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de J. Corominas (Madrid, Gredos, 1984, v. I, p. 809), leemos: "Canoa, del arauaco de las Lucayas, 1a. doc.: 1492, Diario de Colón, 26 octubre; Nebr. ('canoa, nave de un madero: monoxilum' [...] Según Freiderici, el vocablo arauaco debía ser préstamo del caribe, donde tiene la forma kanwa [...] Del español pasó el vocablo a todas las lenguas modernas [...]". La forma caprichosa de estas etimologías de Lugones no es empero caprichosa respecto de la estrategia argumentativa del texto, porque esta estrategia tiene una línea conductora básica. Recordémosla: se trata de definir una nacionalidad, la argentina. Esa nacionalidad debe construir un linaje. Ese linaje Lugones no lo quiere encontrar ni en el indio ni en España. Lo va a localizar en el gaucho, pero en un gaucho que no remite a ninguna de esas dos realidades. Porque Lugones quiere conectar lo argentino con la herencia clásica, con la herencia greco-latina. Por eso dice en esas conferencias que "nosotros per tenecemos al helenismo". Cumple así un doble objetivo: diseña una historia que dota a la nacionalidad argentina de un linaje propio, pero que simultáneamente elude las referencias al pasado indígena y a la herencia española y católica, manteniéndose fiel a los lineamientos sentados por la versión liberal desde el siglo XIX. Pero además, según la temática que hemos visto instalada por Rodó en el Ariel, el griego es el ideal que permite imaginar la restauración de una sociedad armónica frente a los efectos disolventes de la modernidad. Lugones insiste por eso en que existen analogías naturales entre el alma helénica y la argentina, por extravagantes que esas semejanzas nos puedan resultar: "A este respecto –dice-, he presenciado en los carnavales de La Rioja algunas escenas de carácter completamente griego", donde hay individuos "bajo coronas de pámpanos" o se obser va "una damajuana de vino cuyo empajado con asas recuerda la ánforas de Arcadia"... Es así como construye una tradición, que es un linaje tramitado mediante una mitología de la historia. El legado greco-latino fue interrumpido por el

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cristianismo, esa "religión -afirma Lugones en la línea de Nietzsche- de esclavos, de desesperados, de deprimidos por los excesos viciosos [...], y su correspondiente iglesia cuyo misticismo oriental perseguía la anulación del individuo". Interrumpida la civilización pagana por el triunfo de ese dogma oriental, este último animará la España posterior. En ella "el castellano paralítico de la Academia corresponde a la España fanática y absolutista", pero por suer te estamos tan separados de ella como ella misma del espíritu que animó a los primeros conquistadores, lo cual nos permite afirmar que "lo que nosotros restauramos y seguimos restaurando es la civilización por ella perdida". Porque aquel pasado clásico sobrevivió en la Provenza, donde lo encontraron los últimos caballeros andantes, que fueron justamente los primeros conquistadores hispanos, quienes así trajeron al mundo recién descubier to "por un compatriota espiritual, un ligur precisamente, el germen del futuro definitivo Renacimiento". Esta línea cultural es la que será heredada por el gaucho. Y no se crea -agrega- que esta afirmación compor ta “un mero ejercicio del ingenio", porque "Mar tín Fierro procede verdaderamente de los paladines”, es “un miembro de la raza hercúlea." Pero he aquí, que aquello heredado por el gaucho no es un concepto intelectual o moral, sino una emoción eterna alimentada en la belleza, que "viene a ser, así, el vínculo fundamental de la raza". El gaucho entonces –pilar material de la nacionalidad- acaba de ser comunicado con un linaje que lo remite hasta la antigüedad clásica. De esa antigüedad, el valor definitorio tomado por Lugones es el mismo que el adoptado por Rodó, y en consonancia con el canon modernista. La belleza es el valor supremo. Esta belleza es entendida en términos clásicos como armonía. Y estos valores son aquéllos que sólo la poesía puede realizar. Pero ¿qué es el gaucho así imaginado por Lugones? De los cuatro tipos señalados en el Facundo (el rastreador, el baqueano, el gaucho malo y el cantor), Lugones toma el último: el gaucho será básicamente el payador, que compar te con el poeta el privilegio de la palabra bella y de la armonía suprema brindada por la música. La música per tenece además al ámbito de lo espontáneo, hasta el punto de que "el ritmo fundamental del cual proceden todos los que percibimos es el que produce nuestro corazón". Por eso, es la revelación más genuina del carácter de un pueblo. Y es notable que Lugones insista en que por este lado se produce un contacto entre cultura letrada y cultura popular. No es casual –dice- que en el Cuándo, por ejemplo, se utilice un sistema similar al de Bach.. Y apelando a un argumento populista, sostiene que en su sencillez campesina, estos miembros del pueblo saben más verdadera música que los contrapuntistas de conser vatorio. Lo que concilia cultura alta y cultura popular es un tercero que los comunica, que no es otro que el alma de la raza: "Cuando nuestros gauchos se regocijan con el poema que a los cultos también nos encanta, es porque unos y otros oímos pensar y decir cosas bellas, interesantes, pintorescas, exactas, a un verdadero gaucho". Es una manera, como se ve, de afirmar una identidad por sobre las diferencias sociales. ¿Cuál fue asimismo el apor te del gaucho a la causa concreta de la construcción de una nación? El gaucho fue –dice Lugones- “el héroe y civilizador de la Pampa", y triunfó allí donde fracasó la conquista española, que no pudo conquistar el desier to, que no pudo contra el indio. Porque explícitamente, y siguiendo el legado dominante de la tradición liberal argentina, los nativos quedan excluidos de esta construcción de una identidad nacional. Para ello,

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el texto lugoniano traza una típica bestialización del Otro: esas "razas sin risa" poseen "la har tura taimada de la fiera. Todo en ellas era horrible, física y moralmente hablando". "Untados con enjundia de ñandú o de potro, para mejor resistir la intemperie y el hambre, venían clamoreando su alarido aterrador, fétidos y cerdudos los guerreros salvajes". De allí que no exista ninguna “cláusula inclusiva” para los aborígenes en el discurso lugoniano. Por eso "aquel problema no tenía otra solución que la guerra a muer te", y "la ocupación definitiva de la Patagonia resultó, pues, una verdadera 'conquista del desier to'". La funcionalidad del gaucho en aras de la civilización habría residido en su carácter de entidad intermedia. Era preciso un sujeto que fuera genuino de la pampa pero que albergara el estímulo de la civilización. "La eficacia del gaucho consistía, pues, en ser, como el indio, un elemento genuino de la pampa, aunque más opuesto a él por igual razón”. Para avalar esta superioridad del gaucho sobre el indígena, Lugones apela otra vez a una axiología estética: puesto que la sensibilidad del gaucho –dice- “resultaba simpática al bien de la música que el alma salvaje desconocía". Fue así el "elemento diferencial y conciliador a la vez entre el español y el indio". Luego, y a la hora de componer la figura del gaucho, Lugones apela a un recurso romántico que había practicado Sarmiento: describir su traje, su vestimenta. Este principio argumentativo se apoya en el supuesto romántico de que la realidad es una totalidad expresiva, y que se expresa a través de sus par tes. Por eso, para Sarmiento describir un traje es describir una cultura: "cada civilización –leemos en Facundo- ha tenido su traje". Miremos ahora la descripción que hace del traje del gaucho: está formado por "el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta cor ta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos". Por el contrario, en Lugones, la descripción de la vestimenta gaucha se realiza por una saturación de elementos, todos ellos impor tados. Ese traje está compuesto por el "tirador", "que todavía por tan los campesinos húngaros, rumanos y albaneses", mientras que "los primitivos pastores griegos usaban, precisamente, botas análogas". El poncho es “heredado de los vugueros de Valencia". Los tamangos son una especie de rústico calzado sin suelas, de cor te enteriz, “como los calcei romanos". En suma, "el gaucho habíase creado, asimismo, un traje en el cual figuraban elementos de todas las razas que contribuyeron a su formación". De todas esas razas, como se ve, ninguna es americana, y con ello se remarca que aquello que de bárbaro contenía en la descripción sarmientina, ahora ha sido expurgado de su vestimenta. En este momento de la argumentación retorna la función del ar tista. Ya que si los elementos que componen al gaucho son de diverso origen, el poeta es el encargado de armonizarlos en un todo coherente. El ar tista entonces es el restaurador de la armonía, del hilo del sentido de una historia, de la continuidad de un linaje, que pueda mostrar que el ser nacional no es frankensteiniano, diríamos, como en el Mar tí de Nuestra América. Efectivamente, en este texto altamente significativo del intelectual cubano, publicado en 1891, surge una impugnación del modo de componer una identidad nacional americana a par tir de la incorporación pasiva, puramente imitativa, de elementos europeos. Ya que de tal manera "éramos –escribió Mar tí- una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Nor teamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor". De este modo, como dice agudamente Julio Ramos:

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"El discurso martiano, nuevamente, se sitúa ante la fragmentación e intenta condensar lo disperso". Pero fundamentalmente –agrega- "en Nuestra América el caos no es efecto de la 'barbarie', de la carencia de moder nidad; la descomposición de América es producida por la exclusión de las culturas tradicionales del espacio de la representación política. De ahí que Nuestra América proponga la construcción de un 'nosotros' hecho justamente con la materia excluida por los discursos -y los Estados- moder nizadores": el indio, el negro, el campesino.

Para Lugones, en cambio, es el gaucho, así definido como heredero de una tradición que no es autóctona, quien configura la roca dura de la nacionalidad. Y lo es en principio por su literal apor te de sangre en las guerras de la independencia. Allí su sangre fue “el elemento experimental”. Y todo cuanto es propiamente nacional, viene de él.

“La guerra de la independencia que nos emancipó; la guerra civil que nos constituyó; la guerra con los indios que suprimió la barbarie en la totalidad del territorio; la fuente de nuestra literatura; las prendas y defectos fundamentales de nuestro carácter; las instituciones más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación, y la estancia que ha civilizado el desier to: en todo esto destácase como tipo".

Los gauchos contuvieron asimismo otro rasgo que a Lugones le parece encomiable, porque se aviene con su idea de una sociedad jerárquica tutelada por una aristocracia. Y es que "los gauchos aceptaron, desde luego, el patrocinio del blanco puro con quien nunca pensaron igualarse política o socialmente, reconociéndole una especie de poder dinástico que residía en su capacidad urbana para el gobierno". Del mismo modo, la relación armónica de la sociedad en formación estaba asegurada porque este elemento dispuesto a la obediencia convivía con una elite legítima para el ejercicio del gobierno. He aquí el retrato de esa elite deseada por Lugones, que en no pocos aspectos hace pensar en cier ta imagen del general Mitre: "Aquellos patrones formaban, por lo demás, una casta digna del mando”. Uno de ellos regresaba del desier to, y "en la correspondencia que iba recorriendo pasaban respetables membretes de Londres, citaciones del Senado, alguna esquela confidencial del presidente de la República; pues tales hombres, caudillos de gauchos en la pampa, eran a la vez los estadistas del gobierno y los caballeros del estrado." "Maestros en las ar tes gauchas, éranles corrientes al mismo tiempo el inglés del Federalista y el francés de Lamar tine. En sus cabeceras solían hallarse bien hojeadas las Geórgicas [...] Tostados aún de pampa, ya estaban comentando a la Patti en el Colón, o discutiendo la última dolora de Campoamor entre dos debates financieros"... No deja sin embargo Lugones de señalar como un mal las prácticas fraudulentas en la política. “No obstante, agrega, aquella oligarquía tuvo la inteligencia y el patriotismo de preparar la democracia contra su propio interés,

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comprendiendo que iba en ello la grandeza futura de la nación". No debemos olvidar que Lugones pronuncia estas conferencias en 1913, es decir, un año después de que ha sido aprobada la ley de sufragio que lleva el nombre de quien, como presidente de la república, lo está escuchando: Roque Sáenz Peña. Esa misma clase dirigente fue por ende la que puso "los fundamentos de la sociedad democrática: la instrucción pública, la inmigración europea, el fomento de la riqueza y la legislación liberal". Empero, precisamente la realización del proyecto inmigratorio marca un déficit en su gestión, porque en atención del mismo se pospuso al hombre de la pampa: "Él, como hijo de la tierra, tuvo todos los deberes, pero ni un solo derecho, a pesar de las leyes democráticas". "Pospuesto al inmigrante que valorizaba para la burguesía los llecos latentes de riqueza, fue paria en su tierra, porque los dominadores no quisieron reconocerle jamás el derecho a ella". Ya en 1910, en un libro titulado Didáctica, Lugones había adherido a la alarma presente en la elite, y con tonos cada vez más agresivos. "La inmigración cosmopolita tiende a deformarnos el idioma con apor tes generalmente perniciosos, dada la condición inferior de aquélla. Y esto es muy grave, pues por ahí empieza la desintegración de la patria. La leyenda de la Torre de Babel es bien significativa al respecto: la dispersión de los hombres comenzó por la anarquía del lenguaje". Y en El payador incluye una célebre frase, que adopta casi la forma del desafío en un duelo criollo:

"La plebe ultramarina, que a semejanza de los mendigos ingratos nos armaba escándalo en el zaguán [...] Solemnes, tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal".

Esa clase dirigente no vio lo que había de justo en las reacciones de los criollos contra “el gringo industrioso y avaro”, aunque también contra la detestable autoridad de campaña. No hubo intentos de conciliarlo con aquel elemento europeo, cuya rudeza apor taba, sin embargo, las vir tudes del trabajo metódico. Mas luego de todo este complejo desarrollo en defensa del gaucho, Lugones reitera el movimiento de Ernesto Quesada. Para que el gaucho se convir tiera en símbolo de la nacionalidad –sostiene- fue necesaria su extinción real, por lo cual ésta no debe lamentarse: "Su desaparición es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su par te de sangre indígena". Podría aquí recordarse la prevención de Jürgen Habermas en su Teoría de la acción comunicativa con respecto a este tipo de construcciones tradicionalistas: "La dificultad del tradicionalismo de la cultura –escribió el filósofo alemán- consiste en que tiene que ocultar sus principios fundamentales; pues sólo necesitan de ese tipo de evocación aquellas tradiciones que han perdido el aval de las buenas razones. Todo tradicionalismo lleva la marca de un neotradicionalismo". De todas maneras, Lugones insiste en que el espíritu gaucho subsiste a pesar de su extinción como tipo étnico y social. Por eso, "fácil será hallar en el gaucho el prototipo del argentino actual". "No somos gauchos, sin duda;

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pero ese producto del ambiente contenía en potencia al argentino de hoy, tan diferente bajo la apariencia confusa producida por el cruzamiento actual. Cuando esta confusión acabe, aquellos rasgos resaltarán todavía, adquiriendo entonces una impor tancia fundamental el poema que los tipifica, al faltarles toda encarnación viviente". Asimismo, en su música folklórica se halla la verdadera nacionalidad, y no en ese producto de mezcla, de hibridación, que es el tango. Aquí Lugones compar te un juicio negativo compar tido por la elite, y que seguirá presente hasta en Borges. En la música campera –dice Lugones- está la verdadera esencia de la nacionalidad, y “no en las contorsiones del tango, ese reptil de lupanar, tan injustamente llamado argentino en los momentos de su boga desvergonzada". También, esta historia de un linaje se confunde por momentos con la historia de su propia familia, según un movimiento tan perceptible en Sarmiento o Alberdi, consistente en identificación de historia familiar con historia de la patria. Así, cuando Lugones establece la genealogía y la continuidad civilizatoria a través de la música, todo ese gigantesco proceso milenario que parte de Grecia parece haber trabajado para desembocar en el hogar paterno y en la estancia, donde la "dulce vihuela gaucha que ha vinculado a nuestros pastores con aquéllos de Virgilio" se trasmutó en la "música compañera de las canciones de mi madre". Y al hablar de esa sabia oligarquía, incluye así la figura de su propio suegro: “hombre de duros lances con la montonera, solía llevar en el bolsillo de su pellón un diccionario de la rima...". Asimismo, relata haber leído más de una vez el Mar tín Fierro ante el fogón que congregaba a los jornaleros de la estancia después de la faena. Por ejemplo, esta descripción sin duda bucólica, con un final evocador de la épica:

“La soledad circunstante de los campos, la dulzura del descanso que sucedía a las sanas duras tareas, el fuego doméstico cuyas farpas de llama iluminaban como bruscos pincelazos los rostros barbudos, componían la justa decoración. Y las interjecciones pintorescas, los breves comentarios, la hilaridad dilatada en aquellas grandes risas que el griego elogia, recordábanme los vivaques de Jenofonte".

El que sabe, es asimismo el que ha visto en sus viajes y el que posee. Las siguientes son algunas referencias donde estas mostraciones aparecen en el texto: "El 'fiador' o collar [...] figura en el jaez de una antigua miniatura persa, que lleva el número 2265 del Museo Británico". "Tengo una vieja espuela de fierro, procedente de San Luis, enteramente igual a otra inglesa del siglo xvi que se halla en la colección del Museo Victoria y Alber to, en Londres". Al finalizar las conferencias, contamos con la crónica del diario La Nación para tener un alcance mayor del significado y la repercusión de las conferencias de Lugones.

"Al terminar Lugones –leemos en la crónica-, el público entero, de pie, le aclamó largamente, impresionado, conmovidos mu-

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chos hasta las lágrimas. Fue un momento de triunfo como no lo ha obtenido y disfrutado, en nuestros tiempos, ningún escritor, ningún conferenciante ante el público argentino". Y "al decir Lugones las últimas palabras, la sala lo aclama, obligándole por dos veces a presentarse en el escenario, donde su aparición redoblaba la fuerza de los aplausos y de los bravos interminables. Buena par te del público espera luego a Lugones en el vestíbulo del Odeón, y en la calle, donde estas manifestaciones se repiten, efusivas, conmovidas, cuando el escritor abandona la casa de sus triunfos".

Pero además, esa crónica no deja de señalar algo que se inscribe en la misma línea de reivindicación nacionalista que las conferencias que comenta. Era uso en la época traer intelectuales europeos que pronunciaban conferencias en los teatros argentinos. Por eso La Nación celebra que "sobre estas tablas, que parecían destinadas al monopolio de la literatura extranjera, sea dicho sin sombra de reproche, antes con todo respeto y estimación, hemos probado que las cosas nuestras contadas por un escritor nuestro, eran también dignas de interesar nos en belleza y en verdad". Y el propio Lugones completa en la crónica un nuevo sentido de su inter vención: "Felicítome –dice- por haber sido el agente de una íntima comunicación nacional entre la poesía del pueblo y la mente culta de la clase superior; que así es como se forma el espíritu de la patria". "Mi palabra no fue sino la abeja cosechera que lleva el mensaje de la flor silvestre a la noble rosa del jardín". He aquí al poeta de la patria conver tido nada más y nada menos que en el mediador privilegiado entre el pueblo y la clase dirigente. Al concluir su inter vención, Leopoldo Lugones ha operado una repolitización de la cultura intelectual y del modernismo literario. Al decir lo que dijo, del modo como lo dijo y ante quien lo dijo, asumió una función eminentemente política. Se refuerza así la verificación de la escasez de seguidores de la ideología del ar te por el ar te en América Latina, y en cambio la for taleza de la asunción de "la función social de la belleza" y, en fin, de la pregnancia de la política sobre el intelectual de esta par te del mundo, con la consiguiente dificultad para separar “las esferas de competencia” como rasgo de la modernidad. Por otra par te, y ya en el orden de los contenidos, la interpretación lugoniana de la identidad nacional se inscribió vigorosamente desde el poder en el amplio arco de la querella por la nacionalidad. Que esta versión no dejó de causar sorpresa y oposición lo revelará la posterior encuesta de la revista Nosotros, así como las impresiones francamente confundidas de ese otro miembro de la elite intelectual que fue Juan Agustín García: "Lugones considera a Mar tín Fierro como un poema épico –escribió-, y su concepto fue aplaudido con entusiasmo por manos enguantadas"... Pero de allí en más la ecuación criollista figurará en el imaginario nacional como una de las que con mayor eficacia habrán inter venido en esta recurrente disputa por la definición de una identidad nacional.

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Sobre la base de lo expuesto, compare las versiones y las operaciones discursivas que realizan Quesada y Lugones con respecto a la construcción de la figura del gaucho como ancestro de la nacionalidad argentina.

Bourdieu, Pierre. “Campo intelectual y proyecto creador”, en Pouillon, Jean, y otros, Problemas del estructuralismo, Siglo XXI, México, 1967. Real de Azúa, Carlos. Modernismo e ideologías, separata de la revista Punto de Vista, Buenos Aires, año IX, n. 28, noviembre de 1986. Rodó, Enrique. Ariel, vs. eds.

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Crisis del liberalismo y reacción antipositivista

3.1. El balance del Centenario entre el homenaje y las dudas de la conciencia liberal: El juicio del siglo, de Joaquín V. González En esta unidad se desarrollarán algunos aspectos de la cultura letrada en la Argentina en la segunda década del siglo XX. Tomaremos como ejes ordenadores de ese período dos fenómenos de diversa índole: la llamada “reacción antipositivista” y la crisis del liberalismo. Ambos fenómenos están de algún modo entrelazados, debido a que en rigor la crisis del liberalismo y la pérdida de la hegemonía intelectual del positivismo han sido proyectadas sobre el gigantesco telón de fondo de la gran guerra de 1914-1918. Pero antes de ingresar en esos aspectos, vamos a leer con cier to detenimiento, apelando a una exposición que glosa el texto considerado, un libro que tiene el expreso propósito de oficiar de balance de época. Se trata justamente de El juicio del siglo, de Joaquín V. González, publicado en 1910. La función de este escrito dentro del curso es ofrecer una mirada de un miembro de la elite político-intelectual, prácticamente en el momento de cierre de su experiencia al frente del Estado, esto es, antes de experimentar las derrotas electorales posibilitadas por la ley Sáenz Peña de 1912 hasta desembocar en la de 1916 a manos del radicalismo liderado por Hipólito Yrigoyen. En el momento en que escribe aquel texto, Joaquín Víctor González tiene tras de sí una notable carrera político-intelectual. Nacido en Nonogasta, La Rioja, en 1863, y descendiente de una familia tradicional de la provincia, cursó sus estudios de abogacía en la Universidad de Córdoba. Fue gobernador de La Rioja, diputado y senador, así como ministro del Interior en la segunda presidencia de Roca y de Justicia e Instrucción Pública en la de Quintana. Periodista y profesor de enseñanza secundaria y universitaria, fundó en 1905 la Universidad de La Plata, universidad que presidió hasta 1918. Entre sus obras más significativas figuran La tradición nacional, Mis montañas, Patria, El juicio del siglo, La Patria Blanca, Estudios constitucionales, Patria y Democracia. Figura intermedia entre los gentlemen escritores y los intelectuales más profesionalizados como Ernesto Quesada (según ha indicado Darío Roldán), en 1910 González par ticipa con su escritura del fundamental número del diario La Nación destinado a celebrar el Centenario. El juicio del siglo es el texto allí incorporado y está dividido en dos par tes: “El ciclo de la Revolución” y “El ciclo de la Constitución”. Al repasar la escritura de la historia nacional, González no duda que esa tarea está básicamente realizada, en sus rasgos fundamentales, por las historias de Vicente Fidel López y de Bar tolomé Mitre. Más aún: “ya no será posible alterar aquellas líneas y rasgos fundamentales” que ambos construyeron. De modo que encontramos que se han constituido unas versiones

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historiográficas que habrían “normalizado”, digamos, la visión del pasado en el interior de la elite. Y no se trata de un dato menor, habida cuenta de la impor tancia del género historiográfico para construir un sentido colectivo en los tiempos de la modernidad, es decir, en los tiempos en que el proceso de secularización erosiona y finalmente bloquea las posibilidades de que esa función dadora de sentido pueda ser ejercida por la religión. No obstante, existe un propósito revelado por el propio González que muestra la influencia de la cultura científica sobre su manera de encarar los documentos del pasado:

“Es tiempo ya de empezar el análisis científico que procure arrancar la historia del dominio de las causas accidentales, transitorias o personales, para ensayar la deducción de leyes constantes o periódicas, radicadas ya sea en los caracteres étnicos y territoriales invariables, ya en las propias enseñanzas del pasado más remoto, ya por fin en la sistematización de las ideas, principios o teorías expuestas por los escritores de la época”.

Animado de este espíritu, El juicio del siglo comienza por la Revolución de Mayo. Esta revolución ha tenido causas fundamentalmente internas, con lo cual la liber tad y la independencia son logros propios de los argentinos o, mejor, de los sudamericanos, puesto que se trataba de un sentimiento expandido por todo el ámbito hispanoamericano. Mas si esa revolución fue el origen más inmediato de la nación argentina, González insiste con algo que forma par te de sus propias convicciones y de sus propias relaciones políticas presentes: que la historia argentina tiene raíces más profundas, y que esas raíces llegan hasta la Colonia:

“Las nacionalidades no son árboles adventicios nacidos en tierra movediza, de la semilla viajera que el viento transpor ta a su capricho de una región a otra; ellas son como los gigantescos olivos, ombúes o encinas de los solares paternos, cuyas raíces se pierden en las más profundas capas del suelo, recogen su savia de los más remotos países, y cuya sombra ha cobijado generaciones y más generaciones de abuelos y nietos. [...] Y lo que constituye la personalidad, el alma, el timbre, la fuerza y vitalidad de una nación, es la constancia y convencimiento de la ley de unidad que vincula el núcleo viviente con sus remotos orígenes ancestrales”.

Pueden ver ustedes aquí en acto, por así decir, una manera perfectamente instalada, canónica, de imaginar la nacionalidad y la nación. Se trata de una argumentación que tiende a exorcizar el azar, lo aleatorio, lo casual, y más bien a sostener que la nación ha sido y es tan eterna como el agua y el aire, adoptando casi la forma de un fenómeno de la naturaleza, en el sentido en que se trata de extraerla, de sacarla, del ámbito de los entes históricos, en el sentido fuer te del término. Mediante este procedimiento discursivo, lo que se

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persigue sin duda es dotarla de un pasado prestigioso, tanto más prestigioso si se hunde “en la bruma de los tiempos”. González lo dice explícitamente: “Nuestra nacionalidad será, pues, más perfecta y consciente mientras más hondamente pueda atestiguar las raíces de su genealogía; y los fenómenos, lecciones y caracteres de su historia serán tanto más ejemplares y docentes cuanto con mayor precisión puedan determinarse sus orígenes, sus conexiones, sus ascendencias, en el pasado inmediato de los tres siglos coloniales y en el más remoto de la raza materna, en la cuna europea de la civilización de que preceden su sangre y su genio” (subrayo aquellos términos que cumplen esa función de imaginar la nacionalidad argentina dotada de un pasado que la comunica con los orígenes mismos del mundo europeo u occidental). Incluso la determinación de las fronteras, esto es, la representación territorial, como elemento inescindible del concepto de nación, responde para nuestro autor a causas perfectamente detectables científicamente. El mapa de las naciones y pueblos desprendidos del virreinato del Río de la Plata, a pesar de “las varias contingencias y reacciones de la política revolucionaria”, volvía una y otra vez a rediseñarse como siguiendo fuerzas objetivas independientes de esos azares, “cual si obrase una ley de gravitación incontestable”. Las guerras de la independencia son vistas asimismo en cier to sentido como en una relación de continuidad, y de continuidad sobre el surco común de la civilización, con la gesta conquistadora de los españoles. Por eso, dice González, “no hay error, y sí mucho heroísmo, en el paralelo que resulta entre los primeros conquistadores que surcan las tierras vírgenes e ignotas fundando pueblos, abriendo rutas y domando barbaries, y sus descendientes de tres siglos que las recorren de nuevo sobre sus huellas tras del nuevo ideal liber tador” Resumiendo, entonces, la nación argentina estaba formada en las conciencias de los habitantes de esta par te del mundo antes de los sucesos revolucionarios. Nuestra historia nos comunica con un lejano pasado que es el del entero occidente. Y las guerras de independencia contra los españoles vienen a continuar una similar tarea civilizadora que desempeñaron en su momento los mismos españoles al conquistar América. Pero cerrada la época de las guerras contra la ex metrópoli, se debe dar cuenta del hecho que movilizó tantos intentos explicativos desde el siglo pasado: las guerras civiles. A su propósito, González enuncia un dato que considera permanente y constitutivo de la historia político-social argentina, y que por eso puede proponerse como ley del desarrollo nacional. Es la discordia, fundada en rivalidades personales o en antagonismos latentes, de regiones o de facciones; la discordia que asume las formas más violentas e inconciliables y se condensa en la lucha por el predominio sobre la acción interior, “con una fría e inconsciente indiferencia por la acción conjunta o externa, al grado de sacrificarle esta última a manera de víctima propiciatoria”. El disenso interno es para González no sólo un elemento constitutivo de la historia nacional que explica el pasado. Puede verse en el texto que es un dato presente aún en la Argentina del centenario. A pesar de esto, el proceso histórico se fue desenvolviendo progresivamente. Si ello fue así, González no duda que se debió a la existencia de una elite, “un núcleo de hombres selectos”, y es impor tante atender a las características positivas que para él definen esa aristocracia dirigente: “la cultura, la disciplina mental y la secular herencia doméstica” ligada a “los más puros orígenes de la raza”. Y nuevamente, al definir en qué residía la superioridad intelectual y moral de “esos varones incorruptibles”, considera uno

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de los valores más decisivos el contacto con la antigüedad a través de la lectura de los clásicos realizada en los colegios tanto de Córdoba como de Buenos Aires. No obstante, la ley de la discordia interna va a malograr estas capacidades. Vuelve entonces González a un hecho siempre destacado por la tradición política argentina: el ejemplo de Chile, que, luego de asegurar el orden constitucional por la car ta de 1833, se libró de las violentas luchas internas que padeció la Argentina. En fin, no es casual que esta aseveración venga después de otra referencia a la pérdida de la Argentina a manos del país trasandino de Punta Arenas, en el extremo sur. Lo que González está sin duda viendo es que Chile logró niveles de estatalidad tempranos y envidiables, allí donde esa tarea en la Argentina demoró hasta consumarse en 1880. Fue esa ventaja la que le permitió a Chile constituir aquello sin lo cual González piensa que no hay nación viable, esto es, una clase gobernante imbuida de ideales nacionales y no de grupo o facción. Lo que llama la “ley histórica de la discordia intestina” resurge así como clave explicativa de los males argentinos. Las guerras civiles (fundadas en conflictos internos, sobre todo entre Buenos Aires y el Interior, que no encuentran el modo de resolverse mediante la búsqueda pacífica del consenso) transcurren al mismo tiempo que se dan una serie de intentos siempre frustrados por dotarse de esbozos constitucionales. La causa de esto fue “la falta de expresión directa o sincera de la voluntad popular, libre y ampliamente consultada”. Es muy difícil no suponer que en este párrafo González está otra vez pensando desde su propio presente, ni bien se considera que para entonces se halla en marcha el proyecto de reforma electoral del cual él par ticipa activamente, y que dos años más tarde se consumará en la llamada Ley Sáenz Peña de sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio. La anarquía –sigue diciendo El juicio del siglo- produjo a su vez, desde el fondo de las masas inorgánicas, los conductores representativos o caudillos. Y en esta línea de análisis, González tropieza inexorablemente con la pregunta crucial que estimulaba la reflexión desde la generación del 37 hasta su presente. Es la misma pregunta del Facundo: ¿por qué, y cómo, un país que había realizado exitosamente una revolución liberadora había recaído en la anarquía y luego en el despotismo? El despotismo, se sabe, alude a los gobiernos de Juan Manuel de Rosas. Dentro de un tratamiento distanciado, como el que ya hemos visto en Quesada, y que para eso recurre a la “objetividad” científica, Joaquín V. González intenta explicar realmente el “fenómeno Rosas”. En principio, su origen no debe buscarse en las clases bajas, de las cuales pueden salir asesinos, malvados o delincuentes, y jamás en la mano del caudillo que concentra el poder. Por el contrario, surge de las clases más selectas, porque de algún modo el caudillo contiene “una calidad superior”. Para que esa calidad superior se exprese es preciso que el primer elemento, las masas incultas, demanden su ser vicio o su representación. Pero para que tengan derecho a la demanda, o para que las masas se sientan con derecho a la demanda, han sido necesarias las guerras de la independencia. En verdad, González apela a la explicación que, podríamos decir, desde el Facundo de Sarmiento hasta Revolución y guerra de Halperin Donghi se prepara la respuesta. Ésta dice que el fenómeno revolucionario y el de la guerra activaron al mundo rural (lo “desencapsuló”, para Sarmiento), lo mismo que

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decir que a par tir de 1810 el poder se ruraliza, pasa a otro escenario, en lugar de aquél de las ciudades donde residía en la época colonial. Casi textualmente, González repite a Sarmiento: las ciudades llamaron en su ayuda a las campañas, “para renovar o refrescar sus filas diezmadas por la fatiga o las continuas guerras de exterminio recíproco”. Otra manera de interrogar al enigma de la revolución argentina al que González apela, es preguntarse cómo es posible ese pasaje, que en rigor es una ruptura, del gobierno ilustrado de Rivadavia, aun con sus errores, al siguiente predominio de Rosas. “¿Cómo se opera en el país –escribe- esta transformación tan substancial de la cultura en barbarie, de la clase de antiguo y aristocrático abolengo en aquella oclocracia feroz y desordenada?” La respuesta de González no deja de ser sorprendente, porque viene a decir que la pregunta está mal planteada, ya que no existió una transformación sino una sustitución de un grupo por otro. No había, entonces, “huevo de la serpiente” agazapado y oculto en el interior de la clase alta. Porque es inadmisible que “la alta clase, la culta y sedimentaria de los dos siglos y medio de influencia universitaria y plutocrática, hubiese doblegado voluntariamente la cer viz a la capa adventicia que la tiranía y las montoneras habían levantado de la nada, de la pasividad o la ser vidumbre”. Ocurrió, entonces, que la clase alta fue literalmente expatriada, exiliada adentro o afuera del país. Mientras las montoneras, dice, cabalgaban entre el polvo por todo el país, “en el fondo de los hogares cultos, como los guardianes de las antiguas aras sagradas, vivían recluidos y cultivando en silencio los patrios ideales y anhelos”. Impotentes para hacerse oír por la multitud (con lo cual la responsabilidad se dirige hacia esta última), pagaron el duro precio de estar ante masas ignorantes. El remedio entonces es el que recoge del viejo legado ilustrado: el programa educativo, destinado a imbuir de ideas y valores a esas multitudes argentinas. Aquel sector patricio debió mientras tanto esperar a que la república se recuperara, para volver a salir a la luz, intacto. Ésa fue la opor tunidad que brindó Urquiza, y que abrió el “ciclo de la Constitución”, al que ahora González se aboca. En búsqueda siempre de leyes o de “principios” que den sentido y unidad a la historia nacional, Joaquín Víctor González considera entonces que existen en todo ese transcurso de la organización constitucional dos principios dominantes. El primero, es el que llama el carácter ejecutivo de los gobiernos locales. Por esto entiende sencillamente que las instituciones argentinas no son la expresión cabal de una voluntad soberana manifestada por el sufragio, sino implementadas desde arriba por sobre dicha voluntad. El segundo, que la forma federativa terminó por imponerse en la conciencia nacional a pesar de las fuer tes tendencias centralistas. Puestos en movimiento, las derivas, los cursos de esos dos principios parecen iluminar a su entender buena par te de la historia nacional. Estos dos principios marchan conjuntamente, y el no haber atendido a un preciso equilibrio entre ambos desembocó para González en situaciones negativas cuando no críticas. Así sucedió por ejemplo con la supresión de poderes municipales como el de Buenos Aires, y su sustitución en 1821 por un poder omnímodo fundado en el sufragio universal, pero en un sufragio universal “antiliberal”. Si atendemos a esta afirmación, si nos detenemos en ella por fuera del texto analizado, reencontramos uno de los grandes temas y problemas del liberalismo no sólo en la Argentina: el de cómo ar ticular liberalismo con democracia. Circunstancia sin duda agudizada por

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la función del propio González hacia 1910, en tanto par te central del proyecto de reforma electoral, pero que tiene antecedentes históricos precisos en la experiencia del liberalismo en el mundo, y que ahora vamos a repasar rápidamente para enmarcar la problemática de González y de los liberales argentinos en general. Históricamente, el liberalismo se formó por la voluntad de emancipación de los individuos respecto de las coerciones, tanto materiales como espirituales, ejercidas por los que poseían la autoridad. Y conceptualmente, como su nombre lo indica, lo que define al liberalismo es la colocación de la liber tad como el valor supremo. Esta liber tad, como vimos en el punto referido a Miguel Cané, es la liber tad del individuo. Dijimos: la liber tad es un término que sólo se puede predicar en el individuo. Esto es, no hay pueblo, nación, raza, etc., libres. Y entonces es cuando se percibe con entera claridad que democracia y liberalismo per tenecen a dos órdenes de necesidades y razonamientos. Porque la democracia –pensada desde la política- refiere a un criterio de legitimidad (sólo es legítimo un gobierno que reposa sobre la soberanía popular), y el liberalismo sostiene a su vez que un gobierno legítimo es sólo aquél que respeta la liber tad individual. Ahora bien: puede ocurrir empíricamente, y es pensable lógicamente, que un régimen democrático atente contra la liber tad. Se plantea entonces la evidencia de que la liber tad política, instituida para proteger la autonomía individual, se vuelva contra ésta y la destruya. Históricamente, además, es la lección que extrae el pensamiento liberal de los sucesos revolucionarios en Francia. Las masas en la escena política pueden conver tirse en una amenaza para la liber tad. Ha aparecido entonces un fantasma que el liberalismo de todo el siglo XIX tratará de exorcizar: el fantasma de la dictadura de las masas, el fantasma de la dictadura de la mayoría. Esta es la preocupación que anima la obra de Alexis de Tocqueville, la figura más descollante, junto con Benjamin Constant, del pensamiento liberal francés del siglo XIX. En La democracia en América (1835-1840), Tocqueville desplaza la atención desde la democracia como fenómeno político y la analiza como criterio social, esto es, como sinónimo de sociedad igualitaria, con lo cual –como dice Merquior- “no quería decir una sociedad de iguales sino una sociedad en que la jerarquía ya no era la regla o el principio aceptado de la estructura social”. Y lo que Tocqueville vio es que la igualdad no genera necesariamente la liber tad, sino que incluso puede ser su opuesto. Porque la revolución ha disuelto en Francia las instituciones secundarias que existían entre el individuo y el Estado, y ha dejado sobre la escena una polvareda de individuos amenazados en su liber tad por la centralización y el riesgo del despotismo estatal. Así, la democracia genera individualismo, y el individualismo se traduce en actitudes egoístas, privatistas, y por ende deviene en un obstáculo para la evolución de las vir tudes cívicas o republicanas. El despotismo al que Tocqueville teme es al despotismo social más que político, mientras, tendencialmente, el temor del primer liberalismo era el temor al exceso de poder del Estado. Y ese temor a la democracia, a la mayoría, como eventual enemiga de la liber tad y de otro tipo de vir tudes, va a conducir a redefiniciones de los criterios mismos de la relación entre liberalismo y democracia, y a la reconsideración de la idea democrática. En ambos casos, lo que se va a introducir son criterios de redefinición de la raíz del vocablo democracia: se va a discutir lo que significa “pueblo”, entendiendo por ello aquel conjunto de

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sujetos que son los titulares de derechos políticos o, dicho de otro modo, aquéllos que forman par te de la ciudadanía. Justamente, lo que se llama el liberalismo doctrinario del siglo XIX se abocó a tematizar esta situación: cómo hacer compatible el liberalismo con la democracia, o sea, la liber tad con la igualdad. Algunas de las respuestas transitaron esa referida redefinición de la ciudadanía o del sujeto político. Se decidió así, por ejemplo, que un ciudadano era aquél que tenía una renta determinada, y esto, traducido al terreno del voto, adoptó el nombre de sufragio censatario. Otra alternativa culminó, de hecho o de derecho, en el sufragio capacitario: tienen derecho a votar, es decir, son ciudadanos aquéllos que tienen determinado tipo de capacidades, en general vinculadas con el acceso a cier tos saberes (de allí derivará la consigna sarmientina de “educar al soberano”, entre otras). Otra lo vinculará con la par ticipación en determinado círculo de vir tudes, etcétera. Retornando ahora a El juicio del siglo, podemos decir que, en la tradición argentina, el problema está relacionado con el pasaje de la república posible a la república verdadera, en los términos en que lo había definido Alberdi. Hay un tiempo social donde las liber tades son ilimitadas pero sólo en el campo de la sociedad civil, en el terreno del mercado. A este tiempo de la economía lo debe suceder el tiempo de la política, cuando existan ciudadanos, y ese tiempo será el de la república real, es decir, aquél en el que se abra la par ticipación política de todos a través del sufragio universal. En el “entretiempo”, una elite debe tutelar a las masas. En el pasaje que estamos analizando de El juicio del siglo, es significativo que, al referirse al decreto rivadaviano del 24 de diciembre de 1821, que instauró lo que González con Estrada llama la creación de “un poder casi omnímodo fundado sobre el sufragio universal”, agregue media página más adelante que “el general Mitre afirma que Rivadavia sólo conoció el libro de Tocqueville después de su destierro, y que su entusiasmo llegó al colmo y se puso a anotarlo con verdadero deleite”. Es altamente significativo que González ofrezca esta referencia en esta par te de su trabajo, porque entonces es evidente que el problema que se está planteando es el mismo al que se abocó el liberalismo doctrinario. Y aquí es donde cobra todo su sentido la frase de Estrada que reproduce al caracterizar de “antiliberal” a esa instauración del sufragio universal. Porque el mismo estaba destinado a implementarse sobre “una masa desorganizada, indefensa, privada de todo campo de vida y gobierno propio, y de todo medio de recomponer las instituciones cuando trepidan, si no es por un patronazgo dictatorial o faccioso”. El resultado de semejante error “democrático”, pero de una “mala democracia”, de una democracia que instaura la dictadura de la mayoría, fue sin duda para González el gobierno de Rosas. El Restaurador de las Leyes es así un producto de ese tipo de expresión de la voluntad popular, de ese tipo de democracia. Afor tunadamente, prosigue González, ese estado de cosas fue destituido por la batalla de Caseros, que abrió la hora de la reorganización nacional, posibilitada por la conjunción de los dos grandes hombres del momento: Urquiza y Mitre. Continuada la labor constitutiva en las presidencias de Avellaneda y Sarmiento, debemos notar que el aspecto central a través del cual González mide el avance civilizatorio es el de la educación. Entonces, se produce en el texto un súbito salto hacia consideraciones que ya no remiten a un pasado cancelado, sino que se abren hasta el propio presente de González.

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Veamos el siguiente párrafo, donde se acusa la desidia de las clases propietarias con respecto a la educación, ya “por la genial y congénita desconfianza recíproca de las altas clases hacia los que de educación se ocupan, ya porque las influencias religiosas dominan aún el alma de la clase plutocrática, ya porque una indiferencia censurable parece aquejar el ánimo de las gentes acaudaladas acerca del fomento privado de la cultura pública”. Y esto es tanto más grave porque a ello se debe que “la eficacia política de la educación sea apenas digna de nota”. Las generaciones de su presente estarían así inmer sas en “un estado de desintegración y descomposición celular de esos vínculos ideales que constituyen el bloque fundamental de toda sociedad viable y prospectiva”. Como verán, El juicio del siglo incluye aquí un difundido sentimiento dentro de la elite, acerca de que existen obstáculos inquietantes para el desenvolvimiento del proyecto argentino, y que muchos de esos obstáculos están instalados en el interior de la propia clase dirigente o llamada a desempeñar tal función. Puede entonces adelantar un juicio confir matorio de esa inquietud: “desde hace algunas décadas, el desarrollo progresivo de la instrucción viene en razón inver sa de la for mación del tipo moral de las clases superiores”. Por eso mismo, es escasa la influencia de la cultura letrada, de la cultura culta, sobre “el alma de su pueblo, tan trabajada y disputada por las preocupaciones de la política, del comercio o las industrias”. Esa crítica a la clase poseedora lo conduce a ubicar otro aspecto de su incapacidad en su “sedimento ancestral aristocrático”, que le hace considerar deleznables prácticas económicas como el comercio, que son las que fomentan el progreso de las naciones. Adhiere así al juicio de un obser vador nor teamericano: “Las grandes for tunas de los argentinos nativos han sido construidas sobre el valor creciente de su propiedad raíz y son debidas al natural crecimiento del país más que a su propia iniciativa o espíritu de empresa”. Es aquí donde adquiere su sentido la fundación de la Univer sidad Nacional de La Plata, porque en ella González coloca (como Cané con la Facultad de Filosofía y Letras, pero en una dirección diferente) el proyecto de una innovación educativa de la clase dirigente inscripta dentro de los cánones de la cultura científica. (En rigor, la misma ciudad de La Plata, como objeto urbanístico, ha sido vista como desarrollo del programa del iluminismo científico: con la geometría de sus calles y diagonales, con sus edificios emblemáticos, tanto republicanos como “científicos”: museo de ciencias naturales, obser vatorio astronómico, univer sidad...). Los tres últimos apar tados del libro están ya dedicados más expresamente a los temas del presente. Celebra entonces la llamada conquista del desier to, y aquí no quedan palabras de elogio para los indígenas, del tipo de las que de cier to modo había entonado hacia las razas autóctonas en La tradición nacional. “Extinguido el indio por la guerra, la ser vidumbre y la inadaptabilidad a la vida civilizada –leemos en El juicio del siglo-, desaparece para la República el peligro regresivo de la mezcla de su sangre inferior con la sangre seleccionada y pura de la raza europea, base de nuestra étnica social y nacional”. La aper tura de esos inmensos territorios “a la grande industria nativa y extranjera” es la base además para que el extranjero, “junto con el nativo” (que, como se verá, no es el indio), realicen la prosperidad propia y del conjunto de la nación. Alaba entonces que el espíritu de la Constitución haya garantizado de tal manera el triunfo sobre el pasado, el desier to y la raza

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misma, “renovando el germen de la sangre primitiva e inoculando en ella la savia de una energía nueva”. Otro punto central de un balance crítico de la historia de cien años se encuentra en las for mas adoptadas que otros van a llamar la “política criolla”. La escisión entre clases dirigentes y dirigidas ha fomentado un espíritu per sonalista en la política argentina. La par ticipación de la ciudadanía y,, para ello, la construcción de una ciudadanía, serán entonces las tareas pendientes que González deja planteadas. No ignora González, por otra par te, que ya se ha producido un desfasaje notorio entre Buenos Aires y el resto del país. A ese régimen unitario disfrazado de federalismo, piensa, debe poner le límites la for mación de “una clase superior de capacidades directivas, en una larga tradición univer sitaria o colegial”. Junto con ello, la mezcla racial con los europeos seguirá haciendo su trabajo progresivo. Eliminados el indio y el negro, la sociedad argentina muestra, por la mezcla del europeo y el mestizo, un predominio creciente de la raza blanca, que a González, como a toda la clase dirigente de su tiempo, le parece un capital humano invalorable. Es cier to que dentro del elemento extranjero han aparecido fenómenos inesperados y no deseados como el de la introducción de ideas y prácticas socialistas y anarquistas. Pero aquí González se distancia de la línea básicamente coercitiva planteada por otra par te del grupo gober nante. Por eso, luego de un primer recur so a la fuerza represiva, “un criterio más científico y sereno juzgó que tales actos son manifestaciones orgánicas de un estado per manente, de una etapa de evolución social de la humanidad, y prefirió buscar en las fuentes de toda legislación las causas propias y los remedios, en su caso, para contener y dirigir esas ideas y anhelos de una clase tan numerosa y tan influyente en la vida de la sociedad, y para curar las si adoptasen for mas morbosas o anor males”. Era un camino en el cual podía, sin duda, coincidir con positivistas de tendencia socialista como José Ingenieros. El balance del siglo concluye así con fe en la capacidad de la nación argentina para enfrentar los problemas presentes y por venir. Encuentra base para esa esperanza en lo que son ya tenaces creencias argentinas: la extensión del territorio (la extensión, entonces, ya no es el mal de la República Argentina, como en Sar miento y Alberdi, sino su bendición); las cualidades de la raza nacional, y la vir tud y cultura de sus grandes hombres, tanto guerreros y estadistas como pensadores. Además, la nueva época que se inicia en el mundo será, piensa, “de amplitud de los conceptos humanitarios y sociales en las relaciones de los pueblos”. Es preciso retener esta prospectiva optimista para comprender los textos desesperanzados del mismo González ante fenómenos con la gran guerra de 1914-1918 y el ascenso del radicalismo yrigoyenista. Esos serán algunos de los aspectos que consideraremos en la siguiente unidad.

Reflexione acerca de las características que para Joaquín V. González definen la elite de la época de la independencia: “la cultura, la disciplina mental y la secular herencia doméstica” ligada a “los más puros orígenes de la raza”.

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3.2. La nueva problemática mundial y nacional a par tir de 1914. El ocaso de un liberal reformista: Joaquín V. González. Esta nueva problemática está definida a par tir de 1914 por diversos acontecimientos externos e internos. En el campo internacional, la llamada Primera Guerra mundial, transcurrida entre 1914 y 1918, se considera como un auténtico quiebre civilizatorio en todo el mundo occidental. En el mismo escenario, la revolución rusa de 1917 implicó un suceso de vastísimas consecuencias políticas y culturales, que redefinió la escena mundial hasta muy recientemente. En la Argentina, el ascenso del yrigoyenismo al gobierno en 1916 significó el fin de una etapa política, marcada por la retirada de la clase dirigente que hasta entonces había conducido al Estado, y el consiguiente ascenso de otro sector que no sólo tenía otra representatividad social, sino también un estilo de relación gobernantes-gobernados y un estilo político claramente diferente del anterior. Dos años más tarde de este recambio político, el estallido de la Reforma Universitaria en Córdoba, prontamente extendido a otras universidades del país, marcaba en su medida un proceso de radicalización que se vivía en todo el arco occidental. Todos estos sucesos fueron vividos, por fin, sobre el trasfondo de la crisis del liberalismo. De manera que, dentro de un período relativamente prolongado, el tratamiento del tema de la nación está sometido a la presión de cambiantes fenómenos políticos, culturales y sociales. De allí que no sólo el marco general ofrecido por las teorías de la modernización deban ser utilizadas, sino asimismo atender a esos acontecimientos que oficiaron de campos problemáticos para los intelectuales argentinos de la época posterior al centenario: - La primera guerra mundial. - El ascenso del populismo yrigoyenista. - El conflicto social leído bajo la retícula de la revolución rusa. - La crisis del liberalismo. - La crisis civilizatoria occidental. Ejemplifiquemos brevemente algunos significados que fueron asociados a estos sucesos. En cuanto a la guerra, Sigmund Freud ha dejado en Lo perecedero un relato clásico de aquella crisis vivida desde la intelectualidad progresista y cosmopolita, que ilustra cabalmente una estructura de sentimientos generalizada en ese sector. Para él, la guerra significó lo siguiente:

"Se desencadenó y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de ar te que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y ar tistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho de lo que creíamos estable."

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Entre nosotros, en 1918 Carlos Ibarguren par tiría de esa sensación en un libro titulado La literatura y la gran guerra, pero para enjuiciar severamente a la civilización de la cual –pensaba- esa guerra había sido un producto.

"Diríase que nos toca en suerte asistir al derrumbamiento de una civilización y al final de una edad histórica; sufrimos en este instante sombrío una inquieta confusión espiritual [...]". Las causas que se le adjudican a esa crisis (materialismo, decadentismo, democracia y aburguesamiento) involucran finalmente a la cultura científica: "La mentalidad de nuestra generación se ha desenvuelto y nutrido bajo el influjo de la filosofía y de la literatura materialista que [...] anegó el alma de la Europa a fines del siglo XIX. El idealismo y el espiritualismo fueron ahogados por un nuevo dios: el laboratorio que revelaba a los hombres la verdad inclemente de la ciencia positiva. El moderno espíritu científico, que nos hizo ver todo a través del prisma desconsolador de la materia, nos enseñó que el determinismo es ley del universo y nos mostró a la fatalidad como cauce de nuestra efímera vida. El escepticismo y el pesimismo abriéronse, entonces, atormentando el alma egoísta, sensual y refinada, que caracterizó a la época que termina. El siglo de la ciencia omnipotente, el siglo de la burguesía desarrollada bajo la bandera de la democracia, el siglo de los financieros y de los biólogos, se hunde, en medio de la catástrofe más grande que haya azotado jamás a la humanidad".

Es preciso tener en cuenta que esta crisis señalada en la Gran Guerra fue considerada en general no sólo como el fin de una época, sino al mismo tiempo como el comienzo de una nueva y mejor. La guerra fue considerada como un suceso “palingenésico”, esto es, como una hecatombe generalizada que venía a arrasar los males de la anterior etapa para inaugurar “los tiempos nuevos”. La revolución rusa de 1917 fue leída de esa manera por vastos sectores de la intelectualidad occidental, sobre todo en sus primeros años. Precisamente José Ingenieros presentó su libro de evaluación de este suceso con el título antes mencionado de Los tiempos nuevos, y ese libro –sobre el que volveremos- terminaba afirmando que “ha comenzado ya, en todos los pueblos, una era de renovación integral”. En este marco, Joaquín V. González había sido un propiciador conspicuo de la reforma electoral, buscando a través de ella una relegitimación de la clase dirigente, dado que "las fuerzas sociales que dan existencia real a nuestra cultura presente no tienen representación formal en la ley". Concebía asimismo a dicha reforma como el modo de evitar desbordes institucionales indeseables. "Es preciso evitar a toda costa las revoluciones por medio de las reformas y hacer imposibles las rebeliones por medio de la fuerza”, escribió, en aras de lo que llamaba “la combinación armónica” de los diversos componentes de una sociedad, que ha de avanzar haciendo de sus diferencias un estímulo para el progreso y no una excusa para enfrentamientos de aniquilamiento. Como argumento destinado a convencer a los más remisos de su propio grupo respecto de la opor tunidad de la implantación del sufragio extendido, creía cumplida la finalidad que se había impuesto la educación pública, en el sentido de ser vir de forja para una nueva y auténtica ciudadanía. "Cuarenta y cinco años llevamos de educación popular –decía en un ar tículo titulado

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precisamente “La reforma electoral”-, y no es posible suponer, aun con el criterio más pesimista, que ellos no hayan producido ningún resultado en el sentido de aumentar la media general de cultura del pueblo argentino". Inclusive, su programa de reformas puede llegar a incluir medidas que avancen sobre los espacios y las configuraciones socio-económicos. "Así, el extranjero laborioso y culto que viene a esta tierra [...] para labrar en ella y en la mente de sus hijos, no formará jamás hogar verdadero, ni proliferará en generaciones selectivas en él, mientras la Nación y sus provincias no le ofrezcan la prenda suprema de su confianza fraternal, en la forma de la parcela de tierra en propiedad exclusiva para él y su descendencia". Y sin embargo, producidos los resultados electorales posteriores, debe de haber vuelto a leer lo que él mismo había escrito en El juicio del siglo, donde en un pasaje disonante respecto del tono generalmente celebratorio del texto, brinda una visión sombría de la matriz que se habría consolidado en la Argentina, y que oscurecía el horizonte del proyecto liberal. Escribió:

“Ni la educación de las escuelas ni la que viene de la vida han podido destruir los viejos gérmenes, ni menos abatir los troncos robustos que han colocado en nuestros hábitos los vicios, violencias, errores y fraudes originarios de nuestra reconstrucción nacional. La prosperidad del país, como obra de un conjunto de fuerzas internas y externas, inferiores y superiores, antiguas y contemporáneas, no basta para cubrir toda la mercancía ni para for tificar todo lo averiado en las largas jornadas del camino; las clases diversas de la sociedad, enriquecidas unas, civilizadas otras, y las demás obligadas a someterse al yugo del orden y de la paz, por impotencia o por interés, no han adquirido por eso toda la cultura extensiva que hiciera imposible una reviviscencia de barbarie o de desorden, cuando dejasen de pesar sobre ellas las fuerzas que ahora las sujetan o las encauzan.”

Alejado posteriormente del par tido gobernante hasta 1916, y miembro fundador de Par tido Demócrata Progresista, Joaquín V. González será testigo privilegiado de sucesos que sólo podían ensombrecer aún más su visión. Mirando ese panorama ahora desde 1920, no duda sin embargo de la ideología aristocrática y tutelar que había compar tido con la generación del 80. Un país prospera -escribió entonces en un ar tículo de título enjuiciador (“Si el pueblo pensara más...”)- cuando hombres superiores sustituyen con "su propia y personal inspiración a la de una conciencia ausente de un pueblo analfabeto y barbarizado por la ociosidad y la consiguiente miseria", o cuando la escuela y la educación "han ido engrosando la elite culta de la sociedad superior", y ésta irradia su acción "hacia las capas populares inferiores en orden de capacidad". De allí que justifique en su Estudio sobre la Revolución la necesidad de "imponer [la constitución] desde arriba a un pueblo que no se hallaba educado para levantarla sobre los cimientos de su voluntad, acción y dinamismo democrático; había que hacer andar la maquinaria adquirida y armada a tan alto precio, en ausencia del constructor y del técnico habituado a su mecanismo".

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Este examen es la confesión de un error, y ese error es nada menos que la Ley Sáenz Peña. A su vez, dicho error ha nacido de un falso diagnóstico, que confundió lo aparente con lo real. Ya que por debajo de la tranquilizadora superficie estaba algo del orden de “la Argentina profunda”. Así, "después de la era orgánica y progresiva que sólo per turban los movimientos de 1890 y 1905, sin alterar su ritmo fundamental; después de las conquistas electorales de 1904 y 1912, que hicieron creer en la cimentación de la democracia por la conquista del sufragio [...] pudo considerarse consolidada la vida constitucional”. Pero en realidad “no cesan los rumores medrosos del viento subterráneo [...], anuncio cier to de la tempestad en la superficie [...] Un temor ner vioso de la próxima mudanza [...] destruye toda esperanza de arraigo y de seguridad y toda fe en el por venir", sigue escribiendo en La patria blanca, y con ello avala al menos dos sospechas: la de la existencia de una Argentina profunda y “bárbara”, que se opone a los vientos de la civilización, y la de que, entonces, las ideas de la modernidad pueden estar “fuera de lugar” respecto de esa realidad profunda y tenaz. Después de todo, el triunfo yrigoyenista le sugiere una síntesis que no puede ser más desesperanzadora. Porque ha terminado afirmándose “el partido revolucionario y conspirador, el cual, adueñado del gobierno en 1916, sólo ha manifestado tendencias regresivas, ha renovado los peores vicios de los tiempos anteriores, y amenaza destruir todo el legado de civilización y cultura que la actual generación ha recibido”, y por otra par te, esos mismos resultados muestran sin dudas la incapacidad de constituir par tido orgánicos y constitucionales en la Argentina. No hay ninguna duda de que para conser vadores y socialistas, los dos grandes bloques políticos de la oposición de ese momento, el régimen de Yrigoyen es ilegítimo. Y es ilegítimo porque está fundado sobre un sistema de valores que en sí mismo es ilegítimo. Lo que ocurre, como ya se ha dicho, es que aquí aparecen dos criterios de legitimidad: uno fundado en la mayoría y otro fundado en valores. Yrigoyen se legitima porque tiene la mayoría de los electores en su favor. Y del otro lado se piensa que esa legitimidad no es tal porque Yrigoyen no responde a un conjunto de valores republicanos, etc., que son aquéllos que para los sectores opositores son los que dan real legitimidad a una gestión de gobierno. De modo, que en esos años se está abriendo un escenario temible. Temible porque cuando hay disparidad de criterios de legitimidad, disparidad en los fundamentos mismos de lo que es la legitimidad, se abre una confrontación que difícilmente pueda resolverse a través del conflicto pacífico, y es posible que tarde o temprano aparezca una lógica de amigo-enemigo fundada en la mutua descalificación del adversario. De esto último hay muchos testimonios escritos. Un conser vador como Alfonso de Laferrére va a decir en un momento que el par tido Radical es una “banda de beduinos mandada por un santón”. Lo que registran los memorialistas de la época y las protestas de los conser vadores en la época es que precisamente lo que se ha terminado son cier tas buenas costumbres que tienen que ver con la deferencia. Esto es: que la Casa Rosada está poblada de una suer te de zoológico (tal como ellos lo describen), que las antesalas del despacho presidencial están pobladas por un mulato en camiseta, una mujer que da el pecho a su hijo, etc., escenas que evocan muy rápidamente algunas reacciones de los sectores antiperonistas frente al ascenso del peronismo. No se trata solamente de que hay sectores que han ascendido económica y socialmente; se trata de que

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estos sectores están ocupando un espacio público que está rompiendo con anteriores criterios de diferencia y de deferencia. Cier tas pautas de representación de una sociedad diferenciada, donde los de abajo y los de arriba tienen que hacer las cosas que tienen que hacer, se han roto. Y se han roto a par tir de la emergencia de una forma populista de la política. Populista es la creencia en que los “simples” son más sabios que los letrados, y son más sabios porque no están contaminados por la academia, la universidad, etc., sino que han pasado –como se dice- por “la universidad de la vida”. Populista es una relación masas-líder no mediada por la estructura par tidaria, sino incorporando una suer te de relación directa entre ambos. Populista es la atención de las masas colocada, no en un programa de propuestas, sino más bien en una relación con un dirigente carismático. Todo esto funda otro estilo político, y ese estilo político es lo que socialistas y también miembros del elenco antes dominante llamaban la “política criolla”. No se trata entonces, de un problema de justicia social. Nadie más dispuesto a reconocer la justicia social que los socialistas, y sin embargo protestan contra esta forma de irrupción de las masas en la escena política, que consideran una manera alienada de par ticipar en la misma. El socialista Carlos Sánchez Viamonte escribe en 1930 un libro que se llama El último caudillo. Podría decirse que se trata de una expresión de deseos: Yrigoyen acaba de ser derrocado por un golpe militar, y Sánchez Viamonte piensa que Yrigoyen ha sido el último caudillo. Y dice en un momento que “la diferencia entre el Régimen [el mote con el que Yrigoyen designaba a los conser vadores] y la Causa [la manera como Yrigoyen llamaba a su propio movimiento] es una diferencia estética, porque todo el mundo sabe –concluía- que la Causa tiene mal gusto”. Creo en suma, que se trataba de reacciones típicas ante un fenómeno recurrente y constitutivo de un rasgo profundo de la cultura argentina, difícilmente hallable a este nivel en otros países latinoamericanos: el rasgo del igualitarismo argentino. Esto es, la convicción de que todo individuo está en un nivel de igualdad de derechos, o sea, lo contrario de la autopercepción imperante en sociedades más estratificadas socialmente. Hace unos años, el sociólogo Guillermo O’Donnell escribió un ar tículo donde cotejaba dos modos de tramitar una discusión en Brasil y Argentina, a par tir de frases de la vida cotidiana. En el Brasil, en el fragor de una discusión, sir ve como criterio de autoridad para impresionar al otro decir: “¿Sabe usted con quién está hablando?”. Trasladada esta frase a la Argentina –dice O’Donnell- la respuesta sin embargo sería: “¿Y a mí qué mierda me impor ta?”. Para volver a los años que estamos considerando, agregaré que en 1922 aparece un libro de un intelectual sobreviviente, digamos, del ochenta. El libro se llama Sobre nuestra incultura y su autor es Juan Agustín García, autor a principios del siglo (dentro de los parámetros de la “cultura científica”) de La ciudad indiana. En ese libro donde proclama que “si algo por su esencia no es democrático es la cultura”, este miembro desplazado de la vieja clase dirigente lamenta el desconocimiento de los estudiantes hacia quien él considera un joven historiador prestigioso, y vincula este desconocimiento jerárquico al triunfo del “viejo aforismo criollo que late en el fondo del alma popular y anima toda su poesía: ¡Naides es más que naides!”. Volviendo a González, vemos que no se ha dado tampoco para él el pasaje a una democracia auténtica, porque el pueblo argentino no piensa por sí mismo y delega su facultad electoral sin plena deliberación. Apelando como

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tantas veces a la minorización de la ciudadanía, concluye que “darle el poder democrático [al pueblo] antes de saber pensar es hacer el mal a sabiendas, porque impor ta poner la máquina en manos de un niño; es entregar ese pueblo a la voracidad de las bajas pasiones de los caudillos sin responsabilidad ni escrúpulos". Mientras el pueblo no sea capaz de escrutar su propio querer, saber y sentir, “será, en el mejor de los casos, un menor, un incapaz, un aprendiz, un aspirante a soberano, un pupilo bajo tutela, un soberano bajo regencia”. Tardíamente, González descubriría que la oposición del general Roca y otros al proyecto de reforma electoral, motorizado por el propio González, no había estado tan descaminado. En definitiva, esa Argentina profunda y resistente a la modernidad era la de la vieja “política criolla”, es decir, la Argentina caudillesca y clientelar. Cuando en mayo de 1920 escribe “La prueba del sistema electoral en vigor”, señala que sigue predominando en la cultura política nacional “el elemento personal”, “dando en ese sentido la cultura política un salto atrás de cerca de un siglo”. La propia ley electoral, por más bien intencionada que esté, resulta así a su entender el “instrumento dócil de un presidente elector”. Tanto por herencia como por deficiencia cultural, por vicio o por comodidad, “más se inclinan nuestras masas electoras al prestigio personal de sus caudillos que al valor de los principios o del credo político de su par tido”. La prueba está en que “se han dado casos de elecciones en las que el principal candidato no había dicho una sola palabra de programa, ni formulado promesa alguna, y la mayoría comicial favoreció al candidato silencioso”. Se trataba, como ustedes verán, de lamentos análogos a los que desde su fundación venía enunciando, desde otro ángulo de la representatividad social, el Par tido Socialista argentino contra “la política criolla”. Apelando a una imagen a lo Sísifo, González considera que en el proceso de formación de la democracia argentina nos hallamos en un momento semejante al de aquéllos condenados del Dante, que empujaban una mole de piedra hacia lo alto de una colina, a cuya cima nunca pueden llegar, porque, “exhaustos de fuerzas, la mole los vence, se derrumba, y ellos deben renovar eternamente el esfuerzo. La pesada roca de nuestra educación democrática, con la cual íbamos ya a una respetable altura, ha caído otra vez al plano, y sigue cayendo todavía. ¿Cuánto tiempo tardaremos los argentinos en volverla a levantar?". Esa misma mirada larga tornará hacia 1920 a desconfiar en una escala casi paranoica del proceso inmigratorio, alarma tanto más significativa puesto que González había sido un incansable propulsor de dicho proyecto. Del sujeto laborioso, educable y ciudadanizable que González preveía apenas una década antes, considera ahora que el extranjero se puede conver tir o se ha conver tido en la Argentina, "en un peligro social y nacional, desde el punto de vista del tipo social o político del inmigrante, calificado o no, que entra a engrosar la masa extranjera en esta tierra". "No queremos significar con esto que desconocemos la acción civilizadora, educadora y for taleciente del extranjero intelectual y laborioso en nuestro país", pero había que rechazar a los inmigrantes enfermos, vagos, indigentes y también "al profesional de ideas subversivas contra el orden político o social". Por fin, un ar tículo titulado “Juan sin Patria” permite obser var de manera condensada la cur va recorrida por el proyecto reformista del sector de la clase dirigente con el cual González se identificó. Ahora, "Juan sin Patria es un ciudadano del mundo [...] es cosmopolita, agente bolchevique, revolucionario

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y todo, y ha fundado aquí una sociedad anónima que se ocupa de apagar todo movimiento o acción dirigidos a hacer revivir el sentimiento de la nacionalidad argentina". Temía así esa realización de lo que para él significaba la forma más extrema de la negación de la democracia y del progreso pacífico: “La forma extrema de las doctrinas de Karl Marx –citaba- es la que Lenin y Trotsky han puesto en práctica en Rusia, con terrible resultado”. Era el fin de la ilusión en la fusión del inmigrante con el nativo para la construcción de una sociedad fuer te y progresista. Significativamente, establecía entonces una ar ticulación entre el fenómeno del radicalismo yrigoyenista y el de la subversión comunista. “Un par tido político dominante, que nada sabía de doctrinas sociales en boga, hace treinta anos que viene sembrando e incubando ar tificialmente los más bárbaros e insidiosos odios en la sociedad nacional, hasta dividirla en dos campos inconciliables”. Y el agitador sindicalista, maximalista o anarquista sabe cuál es el resor te que hay que tocar para activar la rebelión, porque “ha descubier to el valor electoral del gremio para el estado mayor gobernante”. Juan sin Patria se ha travestido así, a la criolla, en caudillo electoral, “y tiene ya asegurado su asiento en el Congreso en la primera campana próxima, con el concurso de muchos argentinos con patria que por no votar por conciudadanos suyos de tradición o de capacidad probadas [...] prefieren votar por él”. Obsér vese aquí, entonces, la demanda de González de un voto capacitario, o de la definición de una ciudadanía que no se pliegue simplemente a la norma “un hombre, un voto”, sino que demanda cier tas calidades, cier tas capacidades, para bloquear los efectos a su entender disolventes de una democracia plebeya. Y es que no basta –dice- tener una Constitución que se llame republicana, democrática y representativa: “se necesita que ese concepto cuantitativo se complete con el de capacidad”. Denuncia allí mismo que el ferrocarril no sólo transpor ta ahora los frutos del trabajo honesto, sino también a “los emisarios y por tadores sutiles del derrotismo anárquico y del desorden social hasta las más remotas aldeas del nor te y oeste, donde los peones y jornaleros criollos, que aún gozan de la apacible comunidad patriarcal con el dueño de la finca, comienza a sentir la turbadora influencia del profesional huelguista”. Esta última cita es interesante por condensar algunos sentidos de esa cur va de un liberal progresista que González encarnó. En efecto, se ponen en juego en esta afirmación diversas figuraciones. En principio, el ferrocarril, esto es, el símbolo del progreso decimonónico, en tanto instrumento donde ciencia y técnica se han aliado para derrotar la distancia, penetrar en los territorios más ignotos e incivilizados (piénsese en la saga del ferrocarril en el cine nor teamericano), realizando uno de los símbolos de la modernidad: la velocidad. Y ahora, a los ojos de González el ferrocarril invier te su sentido, y de vehículo del progreso se convier te en literal transpor te de la subversión. Y con ello, en lugar de venir a “iluminar”, a llevar las luces (según la inevitable metáfora iluminista) a las zonas interiores de la oscuridad premoderna, viene en rigor a disolver “la apacible comunidad patriarcal”, donde seguía verificándose esa relación de deferencia señorial que hemos visto asimismo añorar, pero mucho antes, a Miguel Cané. Ante tantos cambios ajenos a todo lo que había previsto y deseado, Joaquín V. González confiesa sincera y dramáticamente en 1920 la pérdida del poder de interpretar el sentido de las señales de su tiempo, con lo cual reitera aquel gesto de José María Ramos Mejía, pero ahora en la escala de un

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fracaso gigantesco. Con palabras que no dejan de evocar la cita inicial de Freud, Joaquín Víctor González revelaba toda su desazón:

“¿Qué hacemos? ¿Adónde dirigir la mirada? ¿En qué región del pensamiento o de la acción se halla la flecha indicadora del buen derrotero? La guerra ha apagado las luces, ha borrado los rastros en la arena, ha extraviado los signos guiadores en la noche y ha derrumbado las piedras miliarias de los antiguos caminos".

Pagaba así el duro precio de mantenerse adherido a un sistema de creencias y valores que los “tiempos nuevos” venían a desquiciar. Y venían a desquiciar porque de ese derrumbe González sólo ve los restos de un puro naufragio. Heredero per tinaz del viejo legado iluminista, que había confiado en el programa pedagógico centrado en la cultura científica y racionalista para educar a las masas y así construir una ciudadanía culta y vir tuosa, luego de una etapa de tutelaje por par te de la elite a la que él mismo per tenecía, obser va ahora que esa pedagogía se ha estrellado contra lo que considera las fuerzas ocultas y oscuras de un pasado antiliberal. Obser va además, con la evidencia de los hechos, que esa misma elite ha sido desalojada de la dirección del Estado por un sector al que no le reconoce sino falencias e incapacidades intelectuales y republicanas. Compar te de tal modo la denegación de legitimidad a los nuevos hombres del radicalismo. Hubo, sin embargo, quienes realizaron otra lectura de tan novedosos sucesos. Y si los consideraron no como un ocaso sino como un nuevo amanecer, fue porque los proyectaron sobre un nuevo trasfondo de ideas e ideales. Un fragmento de esas otras interpretaciones de la realidad nacional y mundial es lo que veremos en las próximas unidades.

Analice qué inversiones de significado pueden hallarse en González respecto de la tradición liberal del siglo XIX argentino.

3.3. La influencia de la primera visita de Or tega y Gasset a la Argentina y el surgimiento de la “nueva sensibilidad” Hemos visto en el punto anterior, en que se caracterizó a la guerra iniciada en 1914 como el síntoma de una crisis civilizatoria, como el punto de viraje de un mundo que había caído. En general, ésta es una valoración compar tida, hasta nuestros días. Así, cuando Eric Hobsbawm escribió hace pocos años su historia del siglo XX, siguió considerando que este siglo comienza justamente en 1914. ¿Eran totalmente nuevas estas sensaciones que así sancionaban el fin de un ciclo? La respuesta es negativa. Porque si la crisis del positivismo o de la cultura científica y la crisis del liberalismo son dos datos centrales de dicho viraje, sabemos que es posible encontrar impugnaciones a ambos ya

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desde las últimas décadas del siglo XIX. Si queremos colocar estos señalamientos críticos dentro de un panorama más amplio, podemos decir que es legítimo caracterizarlos como par te de lo que Franco Crespi ha llamado la crisis de la modernidad tardía, para referirse a una serie de fenómenos culturales que definen lo que ya hemos caracterizado como un clima fin-de-siecle. Según Crespi, los rasgos fundamentales de esa crisis, leída desde la filosofía, consistieron en el reconocimiento de los límites del saber, así como en la ausencia de fundamento absoluto, y, vinculada con ello, en la desaparición de una finalidad objetiva que pudiese sustentar una filosofía de la historia. El florecimiento espiritualista se ar ticuló con esa crisis, y fue otra de las notas distintivas de la cultura del fin de siglo occidental, que tendrá en Francia uno de sus ejes. Así, mientras la generación de los años 1860 y 1870 estaba inmersa en las categorías biológicas y dominada por el esquema básico de la teoría de la evolución, dentro de lo que hemos llamado la “cultura científica”, hacia 1890 comenzó un giro decisivo en la cultura intelectual. Desde entonces el clima de ideas comienza a llenarse de aquellas inter venciones de cor te espiritualista a las que nos hemos referido como erosionando el edificio positivista, y aun erosionándolo “desde adentro”. Se produce entonces la recuperación de un filósofo irracionalista como Schopenhauer, y con pensadores como Guyau, Renouvier y Boutroux se prepara en Francia un camino que desembocará en Henri Bergson para la elaboración de una nueva filosofía que reclamará la naturaleza creadora y libre de la conciencia y de la personalidad humana, rompiendo con la tendencia a subsumir los fenómenos humanos en categorías inspiradas en las ciencias físico-naturales, y cuestionando genéricamente al “positivismo”, entendiendo por ello (aunque en sentido estricto en algún caso no resultara filosóficamente acer tado) una corriente materialista, naturalista, mecanicista y férreamente determinista. Dentro de este clima, en 1896 Fouillée publica un libro titulado El movimiento idealista y la reacción contra la ciencia positiva, donde indica que, invir tiendo a Comte, ahora "el corazón se rebela contra la inteligencia". Con términos que alguien atribuye a Tolstoi, empieza a hablarse de "la bancarrota de la ciencia", hasta que Ferdinand Brunetière retoma en 1896 la cuestión en una serie de ar tículos de la Revue des Deux Mondes, ampliamente frecuentada por los intelectuales argentinos. Sintéticamente, acusa al materialismo y cientificismo de minar las fuentes de la moral, así como que la ciencia no ha cumplido su promesa de develar todos los misterios, que es incapaz de describir al hombre en su mayor dignidad espiritual sino sólo como un animal más, que no ha podido por eso remplazar a la religión y que por ende es impotente para fundar una moral. Otras líneas de crítica hacia la cultura científica se referían a lo que se interpretaba como el carácter disolvente en que puede desembocar el afán mismo de conocimiento y de crítica, en la medida en que el exacerbamiento analítico puede destruir creencias socialmente aglutinadoras (las creencias religiosas, por ejemplo), sin sustituirlas por otras nuevas e igualmente eficaces. En la cultura europea esta variante se halla representada de diversas maneras, y constituye uno de los arietes de la reacción antipositivista, que puede hallarse bien en los diversos tipos de dualismo (yo intelectual / yo espiritual; ciencias de la naturaleza / ciencias del espíritu...) que comienzan a poblar la filosofía para garantizar a una zona de las facultades y prácticas humanas un carácter irreductible a la naturaleza y por consiguiente a las expli-

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caciones deterministas de la biología, la sociología o la psicología experimental. Quiero decir ahora, que estos fenómenos forman par te de un estrato de la cultura intelectual europea. Pero es necesario agregar que este estrato convive con el positivismo y la cultura científica, aun cuando puede obser varse que esta última va a ir siendo colocada cada vez más a la defensiva. Sin embargo, si bien estas corrientes están en ascenso, la cultura científica sigue ocupando un lugar fundamental entre los saberes consagrados. Habrá que esperar a la primera guerra para que estas inter venciones encuentren ya una suer te de realización que viene a resultar algo así como una profecía cumplida. Para concluir con este aspecto, quiero proponerles que entendamos ese clima antipositivista como formando par te de un cuestionamiento más amplio, que entonces se torna epocal, civilizatorio, diría. Lo que se cuestionaba, en suma, era el espíritu de la Ilustración, del cual el positivismo y la cultura científica eran legítimos herederos. Para ejemplificar, concretamente dicho cuestionamiento lo voy a tomar brevemente en uno de sus puntos más altos (si no, lisa y llanamente, el más alto). Lo voy a remitir a la figura y los escritos de Nietzsche, en una cita que condensa de manera magistral ese estado de ánimo. La cita per tenece a la Tercera Intempestiva, de 1874, y dice así:

“Las aguas de la religión disminuyen de caudal y dejan tras de sí pantanos y lagunas; las naciones se enfrentan de nuevo con viva hostilidad y buscan desgarrarse. Las ciencias, cultivadas sin medida y con la más ciega indiferencia, desmenuzan y disuelven todo lo que era objeto de firme creencia; las clases cultivadas y los estados civilizados se ven barridos por una corriente de negocios magníficamente desdeñosos. Nunca siglo anterior fue más secular, más pobre en amor y en bondad. Los medios intelectuales no son sino faros o refugios en medio de este torbellino de ambiciones concretas. Cada día se vuelven más inestables, más vacíos de pensamiento y amor. Todo está al ser vicio de la barbarie que se aproxima, todo, incluso el ar te y la ciencia de este tiempo.”

De manera que cuando lleguemos a 1914, esto es, a la gran guerra, este clima de ideas y sentimientos ya está instalado en algunos sectores intelectuales. Pero la guerra oficiará de aglutinadora de esos sentimientos de malestar en la cultura, y será vista como el fin de una época y el inicio de otra. Volveremos brevemente sobre esto y sobre la crisis del liberalismo en el último punto de esta unidad, referida al recorrido de Joaquín V. González. Lo hasta aquí dicho sir ve como referente epocal para comprender el efecto de la introducción de la filosofía antipositivista en la Argentina. Un punto clave en este sentido fue la primera visita de José Or tega y Gasset a nuestro país. En julio de 1916, el filósofo José Or tega y Gasset, de treinta y tres años de edad, llegó a la Argentina para dictar una serie de conferencias, invitado por la Asociación Cultural Española. Venía de una Europa en plena guerra y contaba, como car ta de presentación, con algunos libros como Meditaciones

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del Quijote, aparecido dos años antes. En general, el papel vastamente renovador de la filosofía de habla española que Or tega desempeñó, se apoyó en su conocimiento de la filosofía alemana, a la que accedió en diversas estadías en aquel país. De ese modo, Or tega funcionará como un activísimo mediador entre el mundo hispánico y la cultura filosófica alemana. En sus diversas charlas, Or tega y Gasset denunció una y otra vez lo que consideraba un anacronismo cultural insostenible. Ese anacronismo era la terca super vivencia de la tradición positivista, continuada en numerosas cátedras de las universidades locales. Vino a decir entonces que la juventud argentina no se había dado cuenta de que el positivismo hacía tiempo que había muer to y que le resultaba sorprendente que en la Facultad de Filosofía y Letras aún se dieran cursos sobre "la momia de Spencer". No se priva luego el conferencista de asociar la catástrofe europea de la guerra con la de una época -el siglo XIX (que otros llamaban ya "el estúpido siglo XIX")- que caracteriza como "una edad que gozó de la menor filosofía", en evidente alusión al clima positivista de aquel siglo. Y aun en el momento de despedirse, en la novena conferencia, confiesa: "No he de ocultaros que con alguna extrañeza he hallado la ideología argentina más recluida de lo que esperaba dentro de ideas que en el resto del mundo han perdido buena par te de su vir tud". El impacto sobre su auditorio fue sin duda espectacular. Las crónicas de la época dan cuenta de su éxito y de sus exposiciones, abier tas y para especialistas, colmadas de un público amplio y de intelectuales argentinos. Para medir el sentido de ese impacto contamos con la edición de dichas conferencias, y es indudable que una de las armas que Or tega puso en juego para ejercer tal atractivo consistió en que, quizás por primera vez, el público argentino se encontró con alguien tan bien dotado de destrezas intelectuales semejantes, con alguien que hablaba desde la filosofía académica y que al mismo tiempo gozaba de las habilidades del conferencista, dentro de un género en que el ar te de la exposición y la retórica era fundamental. (Por ejemplo, como han quedado los manuscritos de Or tega de esas conferencias, pueden verse al margen de sus páginas indicaciones tales como "cambiar el tono de la voz", etc.) Es cier to que ese mismo estilo fue denunciado por algunos de los positivistas argentinos como una marca de escaso rigor, pero es aún más evidente que el discurso de Or tega venía a satisfacer una demanda creciente a la que los filósofos o profesores de filosofía argentinos aún no habían abastecido suficientemente. La "buena nueva" que Or tega viene a difundir está señalada en la expresión "nueva sensibilidad", de modo que es preciso entender qué es lo que eso significaba. Esta nueva modalidad de entonar el discurso filosófico iba a estar asociado con otro tema de índole dispar, pero que en la época se iba a tornar progresivamente dominante dentro de las preocupaciones de los círculos político-intelectuales. "Una nación -había dicho Or tega- no puede vivir saludablemente sin una fuer te minoría de hombres reflexivos, previsores, sabios". El tema que así se instalaba (en el interior de la referida crisis del liberalismo y de las formas de representación parlamentaria) era el de la búsqueda de una nueva jefatura intelectual y moral. Vayamos entonces a las conferencias. En rigor, no es sencillo determinar el carácter preciso de esa filosofía a par tir de dicha lectura, porque lo que allí Or tega expone no es una filosofía sistemática o ar ticulada, sino una suer te de "estímulos filosóficos", de señalamientos críticos contra cier tas maneras

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del pensar filosófico. Esas maneras que combate son las que genéricamente pueden asociarse al positivismo, y por ello, en sus charlas Or tega formula en la Argentina la versión hasta entonces más atractiva de la llamada "reacción antipositivista". Nutrido de la filosofía de Husserl que ha conocido en Alemania, pero también de la filosofía de Bergson, Or tega compar te, con el creador de la fenomenología y con el filósofo francés, una serie de cer tezas básicas de largas consecuencias. Una de ellas dice que entre la conciencia y la realidad natural existe una diferencia de esencia y no de grado. Por el contrario, la psicología positivista había visto una graduación continua, sin saltos, desde los fenómenos psíquicos más elementales y las funciones superiores. Así, el conocimiento seguía una ruta progresiva que nacía en la sensación, pasaba por la percepción y llegaba hasta el concepto. Sumando conceptos se armaban los juicios, y juntando juicios se producía un razonamiento. Hasta no hace demasiado, los manuales de psicología de la escuela secundaria argentina mantenían este esquema.

Consulte los actuales manuales de psicología y observe cuál es el tipo de concepción que hoy se presenta respecto de la relación entre conciencia y realidad natural.

Para la psicología positivista, entonces, entre los datos más elementales del conocimiento y los más complejos sólo existe una diferencia cuantitativa. En cambio, las corrientes espiritualistas, presentes y en ascenso en Europa desde la última década del siglo XIX (el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, de Bergson, es de 1889; las Investigaciones lógicas, de Husserl, de 1900-1901), compar ten la idea de que la conciencia es una realidad cualitativamente diferenciada de la realidad natural, y que, por ende, no basta con una acumulación pasiva de datos para producir conocimiento. Es preciso, por el contrario, que esa conciencia sea activa. Precisamente, en la primera conferencia Or tega y Gasset dice:

"El empujón que da al átomo el átomo, la conmoción del ner vio, el torpe pensamiento y la turbia emoción del niño y del hombre primitivo carecen para nosotros de un inconfundible elemento, el cual hallamos activo en esos otros fenómenos que llamamos: juicio científico, acción moral, goce estético".

Ese "inconfundible elemento", sigue Or tega, "muy difícil es describirlo adecuadamente en pocas palabras", pero puede experimentarlo cualquiera que revier ta su conciencia hacia dentro de sí misma. Entonces se le aparecerá un riquísimo mundo de deseos, apetencias, voliciones, sentimientos, percepciones, etcétera. De todo eso que, traduciendo un término alemán, llamará vivencias. Para que ese mundo aparezca en su absoluta especificidad, en su total irreductibilidad, es preciso salirse de la "actitud natural", del realismo como creencia que también compar ten las ciencias. Precisamente, "el positivismo

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-dirá- es la actividad justa y propia de las ciencias naturales". Pero he aquí que lo que es su defecto es al mismo tiempo su única posibilidad de existencia. Ya que si las ciencias se apar tan de esta actitud natural, "sufrirán un descarrilamiento. Dentro del cuerpo de la física o de la biología, la filosofía no tiene nada que hacer: sólo puede originar per turbaciones. Pero igualmente es monstruoso querer labrar una filosofía con la tesitura positivista. La filosofía y las ciencias naturales son órganos distintos aptos para percibir objetos distintos: la física los reales, la filosofía los ideales". Como verán, se trata de practicar una dualización en el campo de los saberes que reconoce la legitimidad de la práctica científica, pero que recupera al mismo tiempo un espacio propio para la filosofía. Y el espacio que recupera (el de la conciencia, el de los objetos ideales, el de los valores) será el espacio privilegiado en una escala que asciende desde lo fundamentado hacia el fundamento. Es decir, la filosofía es la ciencia de los fundamentos y puede dar sentido a las ciencias, pero no a la inversa. Además, la conciencia se abre hacia el campo de la acción, porque ella misma no se compone de cosas sino de actos. "Somos en cuanto psique pura actividad". Prosiguiendo con la consigna de que es necesario romper con la actitud ingenua y natural para ingresar en el campo de la filosofía, en la segunda charla expresó que "la función de la duda consiste precisamente en romper lo que en la conferencia anterior decíamos: la creencia ingenua, ciega, infundada, y exigirle la prueba". Por no haber comprendido esto es que el positivismo ha incurrido en dos errores fatales: el biologismo y el psicologismo. Por el biologismo se llegó a entender la conciencia como un derivado utilitario. "Basándose en esto, dijo Or tega, la biología define concretamente el sistema de vida como el de un conjunto de sistemas de funciones útiles en el individuo". Esto es, la conciencia es un derivado de las necesidades vitales. Hay una frase de Nietzsche que expresa esta idea a la que ahora se opone el nuevo espiritualismo. Dice lo siguiente: "En un planeta perdido en los espacios infinitos, unos animales astutos inventaron la inteligencia", y con ella los seres humanos dominaron a las demás especies y expandieron la propia. Pero si esto es así, la conciencia no posee autonomía, y si no posee autonomía algo así como la verdad es impensable, porque el juicio estará en función de otra cosa, como por ejemplo en función de la super vivencia o del éxito (esto es lo que piensa el pragmatismo filosófico: un juicio es "verdadero" si produce una práctica eficaz). En cuanto al psicologismo, es aquella tendencia también de matriz positivista que dice que la verdad es aquéllo que no podemos dejar de pensar, debido a nuestra par ticular estructura psíquica. En la quinta conferencia se lo identifica como aquella corriente que piensa que los grandes principios lógicos (el de identidad, que dice A = A, o un perro es un perro, o el no contradicción que dice que "es imposible que a y no a", o sea, que no es posible que esto sea un perro y no sea un perro), que esos grandes principios lógicos -decía- no responden a criterios objetivos vinculados con la verdad en cuanto tal, sino a nuestra imposibilidad psíquica de concebirlos de otra manera. Or tega cita entonces a un filósofo de la época, Theodor Lipps, para ilustrar esa posición "Decir que las cosas son de este o el otro modo, segura e indubitablemente, quiere decir que nosotros, en vir tud de la naturaleza de nuestro espíritu, no podemos pensarlas más que de esa manera". Ahora bien: tanto biologismo como psicologismo le resultan a Or tega y Gasset posiciones nefastas porque ambos desembocan en un vicio esencial:

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el relativismo. Relativista es quien piensa que la verdad no es en sí sino relativa a; esto es, que depende de nuestra época histórica, de nuestra estructura mental, de nuestra posición social, etc., etc. Decir esto, es lo mismo que decir que lo que es verdad para mí no lo es para otro y viceversa. Y decir esto, en definitiva es decir que no hay verdad, si por tal se entiende un juicio o proposición que tenga validez necesaria y universal, o sea, que valga en todo tiempo y lugar. De este modo el relativismo (“la verdad depende de”) desemboca en el escepticismo (no hay verdad). Y aquí Or tega aplica la crítica clásica, proveniente de la filosofía antigua, al relativismo y al escepticismo. "Este relativismo -dice- puede reducirse a escepticismo, porque al punto pensamos: esta opinión de Stuart Mill y esta opinión de Theodor Lipps, ¿no son a su vez sino opiniones que dependen de la constitución de la especie psicológica hombre? ¿Con qué derecho se impone entonces como verdad?". El argumento es sencillo: si afirmo que toda verdad es relativa, entonces esta misma afirmación es relativa y por ende no puede aspirar a la verdad absoluta. Si digo que “no hay verdad”, entonces este juicio tampoco lo es. Existe otro factor desarrollado ya desde la primera conferencia, que tiene un comienzo que a los oídos de los intelectuales argentinos debió resultarles familiar, puesto que estos oídos ya estaban en par te trabajados por el modernismo cultural. Dijo Or tega: "El tiempo que entre vosotros llevo sólo me ha permitido ver vuestras avenidas y vuestras plazas y vuestros edificios, toda esa opulencia de vuestra vida exterior que no ha acer tado a conmoverme, que casi me enfada porque parece estorbar el afán que me ha traído entre vosotros de buscar la intimidad argentina, penetrar en su morada interior...". Este desprecio entonces por los brillos materiales, económicos, y el elogio de la morada interior son temas que hemos visto aparecer recurrentemente a lo largo del curso, y en esto me apoyo para afirmar que no se trataba de un discurso extraño a los oídos argentinos. Esta "morada interior" está concebida sin duda en las antípodas de los intereses materiales, e incluso de la materia misma en tanto concepto filosófico. Esta morada interior es la de la conciencia, y esta conciencia es espiritual. Esto es lo que en un momento Or tega llama -con términos que invitan al equívoco- "idealismo subjetivista". Y puede inducir a equívocos porque el "yo" or teguiano no es el del modernismo cultural, que es un refugio frente al mundo, que permite la reclusión en la pura subjetividad de un yo estetizado y encantado. El yo or teguiano es un yo fuer temente implicado con la época y con el mundo. Implicación que está expresada en la célebre frase de Or tega "yo soy yo y mis circunstancias", es decir, que no existe posibilidad de aislar al yo de la realidad, al yo del no-yo. Por eso, enseguida el autor de El tema de nuestro tiempo agrega en su conferencia que "no podemos permanecer dentro del quid pro quo [tomar una cosa por otra] en que se funda el idealismo; no podemos reducir el sujeto al objeto, como hizo Aristóteles, pero tampoco el objeto al sujeto, como en par te hizo Kant y resueltamente hizo Fichte". Sobre estas ideas gravita la idea de intencionalidad, tomada del filósofo alemán Brentano, de quien a su vez también la tomará Husserl. En la séptima y octava conferencias se refiere explícitamente a ella. Y no vacila en afirmar que "esta idea de la conciencia como acto intencional, como acto de referencia a objetos [...] está llamada a volver de arriba abajo toda la psicología y de rechazo toda la filosofía contemporánea". Para que ustedes comprendan, así fuere esquemáticamente, de qué se trata, diré que esta idea fue expresada diciendo que "toda conciencia es conciencia de", esto es, que no

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Jean Paul Sartre “Un concepto clave de la fenomenología de Husserl: la intencionalidad”, en: El hombre y las cosas, Losada, Buenos Aires, 1960.

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hay posibilidad de separar la conciencia del objeto al que se dirige, al que “intenciona”. Desaparece con ello el riesgo del solipsismo (que concluye que sólo puedo saber que yo existo, pero no puedo salir de mi interioridad, de mi subjetividad, de mi yo). Y desaparece porque es de la esencia de la conciencia estar siempre dirigida a lo que ella no es, al objeto. "Quiebra -dice Or tega- la mazmorra del subjetivismo, del solipsismo, para el que sólo el yo existe, y toda la infinita variedad de los objetos cobra sus derechos". Or tega indica algunas nociones sobre el concepto de conciencia: "En suma, se vier te sobre todo el contenido de nuestra conciencia este carácter de aferrarse a algo, de estar ocupado en algo, de estar atendiendo a algo; en suma, lo que en otro tiempo se llamó el carácter intencional, la intencionalidad o lo propio del fenómeno psíquico, a diferencia de lo íntimo. Y aquí tenéis cuál es el centro de los estudios en toda la Europa: la intencionalidad de los fenómenos psíquicos". El mundo de la realidad -dice- se divide en dos grandes provincias: las cosas físicas y las cosas psíquicas, y no hay más. Pero el mundo psíquico tiene una mayor jerarquía ante el mundo físico, porque es el encargado de dar sentido al otro. "No podemos -afirma en la sexta conferencia- buscar las significaciones en el mundo exterior, tenemos que hallarlas en el mundo interior". Contra el biologismo, contra el psicologismo, contra el relativismo, contra el escepticismo. Por la positiva, esto implicará emprender la tarea de fundar una verdad en sí, una verdad sin supuestos. Al respecto esto subraya Or tega: "Falta pues una ciencia de los últimos fundamentos de la vida. Éste es el sentido de la filosofía. Como véis, es lo que el sentido de la ciencia realiza, su mismo poder de heroísmo, de racionalidad, de independencia espiritual". Debo recalcar el término heroísmo, porque aquí reside un pasaje de una serie de afirmaciones que transcurren dentro del discurso filosófico, y de pronto se nos revela que ese saber es un saber heroico. "En general -expresó entonces Or tega-, el filósofo tiene predilección por lo peligroso". Y en la novena y última conferencia volverá sobre el tema: "La vida del intelectual no es en par te alguna del mundo cómoda: tiene un destino de heroísmo. En medio de los otros hombres, ocupado fríamente cada cual con su negocio y afán par ticular, ha de vivir el intelectual ardiendo en exaltación, proclamando a toda hora los derechos ideales, desinteresados, superfluos, magnánimos del espíritu". Y esto es aún más ineludible en los países que por su estructura viven demasiado urgidos por la ambición económica, porque una nación no puede vivir saludablemente sin una fuer te minoría de hombres reflexivos, previsores y sabios, y este emprendimiento implica una decisión heroica. Un discípulo de Alejandro Korn, y por consiguiente par tícipe de la reacción antipositivista, Angel Vassallo, publicó en 1954 un libro en cuyo título sigue resonando esta consigna: ¿Qué es filosofía? O de una sabiduría heroica. Quiero señalar esto por un motivo muy preciso. Porque en este caso estamos trabajando un discurso filosófico dentro de la historia intelectual. Y ustedes tienen todo el derecho a preguntarse qué tiene que ver ese discurso con la construcción de constelaciones culturales más amplias que aquéllas en las que se interesan los especialistas de la filosofía. La respuesta comenzó siendo: tenemos que ver en qué consiste eso que se llamó la "nueva sensibilidad", que sabemos que tuvo un efecto amplio, porque la vamos a encontrar presente como inspiración en asociaciones y revistas de la época, porque la vamos a reencontrar en los años 1920's en la revista de vanguardia más emblemática, la revista Mar tín Fierro; porque la vamos a obser var

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formando par te de cier to espíritu de la reforma universitaria, que configuró un movimiento juvenil y estudiantil de alcances latinoamericanos. Entonces, tomamos las conferencias de Or tega para tratar de extraer de ese discurso filosófico algo así como un clima de ideas, como la "coloración" que esas ideas destilan. Para eso no hay más remedio que comprender ese discurso, que forma par te de un género, la filosofía, que tiene su propia tradición, modo de reflexionar, etc. Así hemos llegado a comprender dos o tres cosas. Que Or tega se opone a las pretensiones de la biología y la psicología para explicar, para dar cuenta, para decir la conciencia. Y como la conciencia es el espíritu, esas ciencias, las ciencias, están incapacitadas para dar cuenta de lo espiritual, que al mismo tiempo está en la escala superior de una jerarquía axiológica. Al mismo tiempo, las ciencias no pueden dar cuenta de sus propios fundamentos, no pueden encontrar un fundamento incondicional, un fundamento absoluto. Forman así par te de las tendencias relativistas que desembocan en el escepticismo. Y por fin, para no recaer en la misma situación, es preciso modificar la actitud existencial, la posición en el mundo. Porque las ciencias (y los científicos) tienen una actitud “natural”, están animadas de un temple de ánimo que es el del realismo ingenuo, que permanece en la superficie de las cosas y no llega hasta los fundamentos últimos. En su libro más famoso, La rebelión de las masas, de 1930, Or tega dirá que “el científico es el prototipo de el hombre-masa”. En cambio, la filosofía rompe con ese espíritu, rompe con la conducta convencional, rompe con la actitud natural, y para hacerlo debe asumir una actitud a contrapelo, una actitud en definitiva de vanguardia, que es una actitud heroica. Vemos entonces, cómo en esas conferencias Or tega se construye a sí mismo, en tanto filósofo, como abanderado de esa empresa "fundamentalista" o extremista (ir a los fundamentos, "a las cosas mismas", como decía Husserl) y de una empresa rupturista. "De todos modos -dice Or tega-, comprenderéis que la actitud de la filosofía no puede ser otra que un extremo radicalismo. No puede contentarse, como todas las ciencias par ticulares, con conceptos de qué par tir, que son penúltimos, sino que tienen que hacer tabla rasa de sus creencias y dentro no sólo de lo que hay motivo concreto para dudar, sino ampliar su duda hasta el infinito, dudar de todo". Todo esto configura ya no una actitud puramente teórica sino de una teoría que requiere una ética que remita a la acción. Y sobre la base de esta actitud se podrá imaginar una política. En relación con este tema, las masas son vistas por Or tega como inmersas en un activismo potente pero ciego para la duda y los valores intelectuales de la alta cultura. Por eso dice que "toda filosofía popular y sencilla suele ser una desgracia que nos ocurre". Y en la quinta conferencia agrega: "La mayor par te de los hombres vive proyectada hacia el apresamiento y negocio de las cosas: con sobrado motivo, pues, han de oír siempre entre burlones y suspicaces esas extrañas, quiméricas pendencias de filósofos". El ejemplo que pone, es indudable en su propósito de construir, como antítesis de la figura del filósofo, la del negociante, la del homo economicus: “¿No ha de parecer burlesco al hacendado que se ponga en sospecha la existencia de sus toros obesos que están ahí mugiendo en la pradera?" "¿Es justo que el filósofo venga con tales sospechas a per turbarle en su negocio?" A este net-otium (neg-ocio) le opone la figura clásica del ocio. No es justo, dice, que "el hombre del negocio con las cosas pretenda imponer su criterio al filósofo ¡que es el hombre del ocio ante las cosas, que sólo aspira

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a reflejarlas, a comprenderlas en toda su pulcritud!". Sobre estos supuestos, el intelectual filósofo, el filósofo de la nueva sensibilidad podrá autoproponerse como par te de una nueva jefatura intelectual. Y lo hará sobre la base de la vida como disciplina, vida esforzada que aspira siempre a superarse a sí misma, a trascenderse a sí misma permanentemente. La crítica a la "visión biologista" se apoya también en este aspecto, ya que el darwinismo coloca el acento en la adaptación al medio, y con ello, según Or tega, se olvida de la vida. Ya que "la vida no es esa actividad secundaria, que no hace sino dar la respuesta al agente del medio físico, sino que es una actitud ar tificial creadora que consiste en el aumento de su propio ser”, en “henchimiento" de su propio ser. Estas ideas se incluyeron entonces en el clima de ideas que a par tir de 1914 está desplazando al positivismo de su centralidad en el campo intelectual. Acerca de su gravitación, podemos hablar al obser var algunos de esos tópicos incluidos en el discurso de la reforma universitaria. También en ellos podremos ver la dificultad que los intelectuales argentinos allí par ticipantes tenían para desagregarlos del modernismo cultural. Y si consideramos luego algunos textos del representante local de la “reacción antipositivista”, Alejandro Korn, podremos obser var el carácter más moderado de la misma respecto del mensaje or teguiano, y enunciar algunas reflexiones con relación a este “moderatismo”, que no es exclusivo del campo de la filosofía. A estas cuestiones nos abocaremos en el punto siguiente.

Señale las características del “yo” orteguiano.

3.4. La “nueva sensibilidad “ en el ideario de la Reforma Universitaria. La reacción antipositivista en la obra de Alejandro Korn Como es sabido, la reforma universitaria es un movimiento político-estudiantil iniciado en Córdoba en 1918, que alcanzará una notable expansión latinoamericana. Desde México hasta la Argentina, su mensaje, sus encuentros, sus congresos y sus publicaciones organizarán uno de los movimientos de alcances continentales más exitosos en todo el siglo XX. Habrá que esperar hasta la revolución cubana para encontrar otro movimiento de estos alcances latinoamericanistas. Tomando algunos de los documentos representativos producidos por el reformismo universitario, trataremos ahora de detectar algunas ideas o constelaciones de ideas que modelen su visión de algunos fenómenos sociales y políticos, vinculando este aspecto con lo desarrollado en el punto anterior. Para comenzar, es preciso entender que no existe un sistema de ideas homogéneo, sistemático, de la reforma universitaria. Pero tanto en sus documentos oficiales cuanto en los testimonios de algunos de sus principales representantes puede rastrearse, si no un sistema, al menos una constelación de temas y un estilo compar tidos. En uno y otro aspecto, encontramos en la reforma entonaciones ideológicas que hemos visto presentes en la "nueva sensibilidad", así como un proyecto también allí presente: el de la construcción de una nueva elite dirigente.

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En el primer sentido, el principal exponente de los mensajes de la reforma, Deodoro Roca, decía explícitamente en el I Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios: "Y yo tengo fe en que para estas cosas y para muchas tan altas como ésta viene singularmente preparada nuestra generación. En palabras recientes he dicho que ella trae una nueva sensibilidad". Y el discurso de Héctor Ripa Alberdi en el Primer Congreso Internacional de Estudiantes, de 1921, asocia directamente la empresa estudiantil con el rechazo del positivismo y se responde que esa misión ha sido cumplida: "Fue menester liber tarse del peso de una generación positivista, una generación que, al desdeñar los valores éticos y estéticos, dejó caer en el corazón argentino la gota amarga del escepticismo". Para esos mensajes, existieron en la Argentina condiciones de recepción que tienen todo que ver –como se ha dicho- con aquello en lo que consiste la historia intelectual: esto es, con la relación entre las ideas y lo que no son las ideas. En este caso, es nítido que en esos años el nuevo escenario argentino aparece rediseñado en torno de tres hechos centrales: el remplazo del tradicional sector dirigente por el nuevo elenco yrigoyenista; la gran guerra, y la emergencia de las ver tientes extremas del fascismo y el bolchevismo. En principio, el yrigoyenismo traía consigo no sólo otra representatividad social; también abrevaba en una cultura política y poseía manifestaciones estilísticas que para los miembros de la elite desplazada únicamente podían sonar tan extravagantes como para operar de criterio deslegitimador del gobierno radical. Se abría así aquella inconmensurabilidad de legitimidades que Halperin Donghi ha remarcado. Mientras el nuevo gobierno se legitimaba en los votos, la vieja elite desplazada consideraba que el criterio de legitimidad debía fundarse en cier tas cualidades de los gobernantes, cualidades que veían ausentes en el elenco radical. La guerra, como hemos visto, fue interpretada como el fin de una época y el inicio de una nueva época signada por la crisis terminal del liberalismo, pero además –como también hemos visto- sir vió de formidable marco condensador de malestares culturales que provenían del ambiente intelectual del 900. Otro protagonista de la reforma universitaria, Saúl Taborda, opinaba así en La crisis espiritual y el ideario argentino que "la guerra y sus consecuencias [...] nos han notificado a todos, urbi et orbis, a europeos y a americanos, la falencia efectiva de Occidente". Aquí es donde podemos introducir una cuestión compleja y escasamente explorada hasta el presente. He dicho en el punto anterior que las conferencias de Or tega debieron de hallar oídos receptivos, en la medida en que ya estaban “trabajados” por la sensibilidad modernista. Esto es cier to en cuanto a algunos temas que el modernismo había instalado (el antieconomicismo, su carácter “antiburgués”, su elitismo...). Pero para comprender más cabalmente el carácter de la “nueva sensibilidad” es preciso tratar de indicar algunos de sus rasgos diferenciales respecto del modernismo literario y cultural. Ocurre, sin embargo, que los jóvenes animadores de la reforma universitaria por momentos no parecen percibir esas diferencias, y homologan inspiraciones de matrices teóricas diversas. Esto no es ninguna novedad ni ningún señalamiento crítico. Se trata de una verificación corriente respecto de discursos emitidos en el seno de procesos político-culturales de esas dimensiones, que no tienen pretensiones de extrema coherencia intelectual

En realidad, el período cultural que transcurre en la Argentina entre 1914 y 1930 es de los menos explorados por los investigadores. De allí que contemos con escasos análisis teóricos en los que apoyarnos también para el dictado de un curso de estas características.

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por sobre otras urgencias. Lo contrario sería caer en el error de considerar que la historia es un eterno congreso de matemáticos... Verdad es asimismo que algunos textos señeros para los reformistas tienen un estatuto, una factura, digamos, compleja. Por ejemplo, uno de esos libros va a ser sin duda El hombre mediocre, de José Ingenieros. Y bien: cualquiera que se acerque a este texto escrito, por que se lo consideraba el representante máximo del positivismo argentino, va a encontrar una factura claramente disonante con aspectos centrales de aquella filosofía y, como contrapar tida, una entonación que se pretende “idealista” (en un sentido igualmente vago). Es así como los discursos reformistas muestran a veces clamorosas marcas del legado arielista. Ripa Alberdi, por caso, evoca con admiración la época en que, "bajo la fresca sombra de los plátanos, se congregaban los jóvenes atenienses para escuchar la palabra honda y serena del maestro; allí se entregaban al ocio divino de pensar, que es la mayor ventura de los hombres". Deodoro Roca abundará sobre la misma veta cuando en el discurso de clausura del I Congreso Nacional de Estudiantes recordaba "las oscuras prácticas de Calibán". Y allí mismo construye una tradición que vincula a la reforma universitaria con el legado del nacionalismo cultural y criollista. Reivindica por eso algunas "voces altas" que entonces emergieron, con Ricardo Rojas a la cabeza, las que "irrumpieron en las ciudades, cuando la turba cosmopolita era más clamorosa, y nuestros valores puramente bursátiles". Se trata, como se ve, de un discurso que tranquilamente remite al clima del centenario y aun de inter venciones de la generación del 80. Pero esa lectura en la estela de Rodó convivió, estuvo super puesta, aun en los mismos autores, con otra más afín al espíritu de "la nueva sensibilidad". Incluso la representación de la guerra europea contuvo una versión como aquélla que hemos visto en Car los Ibarguren. Deodoro Roca en 1918 utiliza así el acontecimiento bélico para filiar su propia adscripción generacional:

"Per tenecemos a esta misma generación que podríamos llamar 'la de 1914', y cuya pavorosa responsabilidad alumbra el incendio de Europa. La anterior se adoctrinó en el ansia poco escrupulosa de la riqueza, en la codicia miope, en la superficialidad cargada de hombros, en la vulgaridad plebeya, en el desdén por la obra desinteresada, en las direcciones del agropecuarismo cerrado o de la burocracia apacible y mediocrizante".

Sin duda, estos procesos fueron tramitados en la Argentina desde una realidad mucho menos crítica que la europea, y ello ha sido utilizado para explicar el moderatismo de las vanguardias estéticas argentinas de los años veinte. Pero aun aceptando que el retorno del bienestar económico y social, luego de la severa crisis de la guerra, protegió a la Argentina de las profundas fracturas experimentadas por la conciencia europea, puede verificarse que existieron síntomas en la cultura -y el reformismo universitario es uno de ellos- que tienden a matizar la imagen del sentimiento de autosatisfacción de esos años. Así, cuando algunos de aquellos jóvenes intelectuales fueron incluidos en 1923 en la encuesta de la revista Nosotros, la respuesta de otro cordobés, Brandan Caraffa, no vacila en vincular los he-

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chos de la reforma con la autorrepresentación de una generación que se considera en el seno de una crisis de renovación inaugurada por la guerra, y vincula esta misma circunstancia con el "estado de ánimo creado en el país por la revolución universitaria de Córdoba, estado de ánimo trágico que nos hizo posible asimilarnos la inquietud enorme del mundo post-guerra" y que induce el deseo de vivir dignamente la hora propia y repudiar "todo lo que no esté hecho con sangre". Encuentran ustedes aquí dos aspectos que el mensaje de Or tega seguiría instalando. Uno, que hemos señalado antes, se refiere al “talante heroico”, digamos, que anima su inter vención filosófica. Y el otro que no hemos visto pero que forma par te de un legado or teguiano de larga duración: el tema de las generaciones, según el cual cada generación aparece en la historia animada de una determinada perspectiva desde la cual dotarse de una cosmovisión y organizar su relación con la realidad. Y en los mensajes de los reformistas del 18, no caben dudas de que se autoconstruyen como una nueva generación que ha venido a romper con la anterior (identificada con el positivismo, el adocenamiento y la catástrofe de la guerra), y que a esa ruptura la piensan en términos de un nuevo espíritu generacional ético y mental. Y es que el programa or teguiano incluía un mandato generacional que se inscribía en una teoría de las elites. En principio, para que una generación no fuera un hecho meramente biológico, era preciso que tuviera una clara noción de sí misma y estuviese animada de una potencia espiritual opuesta a los valores económicos. En una de sus conferencias, Or tega había dicho que “todo pueblo que quiera ser persona y sujeto histórico no puede contentarse con la riqueza económica y tiene que aspirar a ser una potencia espiritual”. Esta pulsión espiritualizante tenía en el caso argentino un alcance latinoamericanista, ya que si "el yo americano" -lamentaba Or tega- parece estar "todo él deformado por la interpretación del yo europeo", a la nueva generación le compete desempeñar una tarea americana. Si vamos ahora al Manifiesto liminar de la reforma, esto es, al documento inaugural, fundacional, fechado el 21 de junio de 1918 y atribuido a la autoría de Deodoro Roca, encontramos tres rasgos salientes que son posibles de rastrear en el mensaje or teguiano (aunque no sólo en él): el americanismo, el juvenilismo, el espíritu heroificante. Este manifiesto aparece dedicado por “la juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”, y expresa su juvenilismo heroificante al sostener que "las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas espirituales" y que "la juventud vive siempre en trance de heroísmo". Años más tarde, el espíritu de este mensaje sigue resonando en Saúl Taborda en su citado libro al escribir:

"Una generación rebelde, ardorosa, enamorada del riesgo, del peligro, de la violencia, acomete contra la existencia burguesa, muelle y anquilosada. Frente a sus principios forjados por la razón, postula el instinto y la intuición. Frente a la forma sin contenido, el heroísmo creador. Ya la guerra misma fue heroísmo de masas. [...] Desde los días de Nietzsche y desde la prédica de Sorel, izquierdas y derechas intuyen la inconsistencia del pacifismo inventado por la cobardía interesada del yanqui sin eternidad y sin historia".

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Por otra par te, la crisis del liberalismo alentó en el mundo occidental la puesta en cuestión de la democracia parlamentaria y la búsqueda de modelos alternativos, que a veces apelarían a una revitalización de la teoría de las minorías activas. Precisamente, Or tega y Gasset iba a ser uno de esos incansables defensores de la ver tebración aristocrática de la sociedad. Tras las huellas expresas de estas ideas se ubica Deodoro Roca cuando expresa que "la existencia de la plebe y en general la de toda masa amorfa de ciudadanos está indicando, desde luego, que no hay democracia. Se suprime la plebe tallándola en hombres. A eso va la democracia. Hasta ahora -dice Gasset [esto es, dice Roca que dice Gasset]-, la democracia aseguró la igualdad de derechos para lo que en todos los hombres hay de igual. Ahora se siente la misma urgencia en legislar, en legitimar lo que hay de desigual entre los hombres". En el I Congreso Nacional de estudiantes universitarios, el mismo Roca planteaba con entera claridad un programa elitista, vanguardista y juvenilista-estudiantil. “El mal –expresó- ha calado tan hondo que está en las costumbres del país. Los intereses creados en torno de lo mediocre –fruto característico de nuestra civilización- son vastos. Hay que desarraigarlo, operando desde arriba la revolución. En la universidad está el secreto de la futura transformación”. Justamente, y dentro de un pasaje político entonces autorizado, será Julio V. González (hijo de Joaquín V.) quien dará cuenta, desde el interior de la reforma universitaria, del fracaso de la generación del 80, con una argumentación en la cual veía al radicalismo como una fuerza avasalladora y brutal, cuyos dirigentes no tenían "la menor noción de gobierno ni conceptos de Estado", pero que "cumplió la misión de cavar un abismo en el cual quedaba definitivamente sepultada la generación que había manejado el país desde el 80 hasta 1916". Rasgo distintivo de los tiempos, por fin, puede verificarse que también en la Argentina se abrió así en algunos sectores la búsqueda de una nueva jefatura espiritual. Existía además toda una tradición nacional, por la cual los letrados pudieron sentirse avalados para asumir una función dejada vacante por el presunto vacío de la clase política. La reforma universitaria no dejó de contener esas pretensiones, y fue así como no pocos de sus animadores leyeron ese mandato a la luz de mensajes heroificantes vaciados en el molde de un espiritualismo juvenilista, meritocrático y elitista.

Explique por qué se ha sostenido el carácter elitista, juvenilista y estudiantil del discurso de la refor ma universitaria, y a qué aspectos del pensamiento de la “nueva sensibilidad” orteguiana podrían referir esas características.

La reacción antipositivista en la obra de Alejandro Korn Alejandro Korn (1860-1936) es el representante más reconocido de la reacción antipositivista en la Argentina. Luego de haber cursado medicina, especializándose en psiquiatría, se convir tió en profesor de filosofía, actividad que ejerció en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Allí contó

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con una serie de discípulos que proseguirían su línea de pensamiento durante un prolongado período. Su magisterio ha sido reconocido, sobre todo, en el ejercicio oral de su enseñanza, dado que su obra escrita no es numerosa y se compone en general de ar tículos o inter venciones relativamente breves. De dicha obra tomaremos algunos elementos para filiar el carácter de su posición antipositivista y espiritualista. En su escrito Influencias filosóficas en la evolución nacional aparece claramente su relación con el positivismo y, como el título del texto propone, se trata de enlazar la evaluación del movimiento filosófico con la evolución nacional misma. Y en efecto, Korn realiza una reconstrucción de ambos procesos que ya resultaba prácticamente canónica, y seguirá siéndolo durante mucho tiempo. Después de Caseros, una minoría dominante y antidemocrática, impuso una “orientación positiva” a la vida del pueblo argentino. “Fue –agrega- una imposición de sentimientos e ideales exóticos” y no el desarrollo lento y espontáneo de “gérmenes orgánicos preexistentes en un proceso biológico normal”. Esta imposición trajo consecuencias negativas sobre las clases populares, mientras las clases dirigentes se dejaron seducir por los éxitos y valores puramente económicos. Como vemos, se trata del mismo lamento que hemos visto enunciarse desde 1880. Como vemos, asimismo, cuando Alejandro Korn habla de “positivismo” lo entiende no sólo en su referencia a un movimiento filosófico sino a un módulo cultural, que implica no solamente saberes, sino también valores y prácticas, esto es, toda una eticidad. Es esta extensión del término la que a su vez hace que considere que el positivismo no es una ideología impor tada, sino autóctona. Y uno de sus representantes sería por ende Juan Bautista Alberdi. Para afirmar esto, Korn se basa en el conocido economicismo de Alberdi, es decir, en su aplicación de la economía política inglesa a su proyecto de construcción de la nación. Más aún, en un ar tículo de 1927 titulado “Filosofía argentina”, leemos que el positivismo argentino “fue expresión de una voluntad colectiva. Si con mayor claridad y eficacia le dio forma Alberdi, no fue su credo personal. Toda la emigración lo profesaba, todo el país lo aceptó”. Sin embargo, esta posición de denuncia se complementa con otra proveniente de una visión evolutiva de la cultura nacional. Porque no vamos a encontrar en Korn afirmaciones rupturistas del tipo de las que pudimos hallar en Or tega o en algunos jóvenes intelectuales argentinos que en la década del 20 se van a nuclear en una revista llamada Inicial. Korn par ticipa activamente en 1917 de la formación del Colegio Novecentista, creado expresamente para combatir al positivismo. Pero he aquí, que dicho colegio va a expedir una declaración que el propio Korn considerará algunos años más tarde de “exceso de sensatez”. En la par te referida al positivismo, decía así: “nacidos y en él criados, los hombres de este siglo advier ten que no podrían borrar de su tradición cultural, sin descalabro, la huella impresa en ella por la ideología que fue característica de la época precedente. Cualquiera que sea su juicio sobre el positivismo, es ante todo reconocimiento de un fenómeno dado, irremediable en el desarrollo de la cultura”. Se trata, a no dudarlo, de una visión del desarrollo de la cultura y de la formación nacional que viene a decir que en la Argentina ambas progresan por acumulación. Cumplida su tarea por el positivismo, la reacción contra él debe ser bien venida, pero esto no implica renunciar a una tradición que forma par te del desarrollo orgánico de la ideología argentina.

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De todos modos, a la hora de adherir a una filosofía, Korn no duda que su lugar está junto con el espiritualismo en ascenso, especialmente con el desarrollado por Henri Bergson, en quien reconoce a “la autoridad más alta que ha logrado invadir nuestro ambiente”. Lo que de él parece seducirlo, sobre todo, es la concepción bergsoniana de la conciencia, que se traduce en la aper tura de una zona de liber tad, allí donde el positivismo había establecido las férreas leyes del determinismo naturalista. No en vano, uno de los más conocidos escritos de Korn se titula La liber tad creadora. En un ar tículo de 1926 titulado “Bergson” describe de manera didáctica su comprensión de esa filosofía. Par tiendo del Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, muestra la crítica bergsoniana hacia la descripción positivista de la conciencia. Para el filósofo francés, aquella concepción albergaba un grave equívoco, centrado en la confusión entre el espacio y el tiempo. El espacio es la categoría que permite aislar los hechos en una coexistencia discontinua, de establecer entre ellos relaciones bien delimitadas: La ciencia se apropia de estas posiciones espaciales, las cuantifica y les otorga el carácter de necesarias. Esta misma operación la realiza con el tiempo: lo espacializa y lo cuantifica. Éste es “el tiempo de los relojes”. Pero si nos volvemos vigorosamente (“heroicamente”, también dirá Korn) hacia nuestro yo profundo, podemos captar otro tipo de realidad, que no es espacial ni cuantificable, sino temporal, pura continuidad, sin soluciones de continuidad, esto es, citando a Bergson, “una multiplicidad cualitativa”. Con este movimiento argumentativo, quiero agregar que Bergson combatía al positivismo en su propio terreno: el del “hecho”, el del dato. Y le decía al positivismo, que en efecto se trataba de atender a los datos, pero no a los datos mediatos, como el del espacio, sino a los datos inmediatos que aparecen ante la conciencia, como el del tiempo. Y de esta oposición entre lo espacial y lo temporal Bergson, y Korn con él, desprende un doble aspecto de la actividad psíquica. Existe un yo profundo, que es el yo de la temporalidad cualitativa, y un yo superficial, que es el yo que vive en el espacio, digamos, el yo pragmático, el yo de la práctica con las cosas, que es el mismo que el yo de la ciencia. De esa manera Korn celebra en Bergson haber hallado una salida para la eterna polémica filosófica entre liber tad y determinismo: “Después del análisis que precede, ya podemos sospechar la solución. La necesidad impera en el dominio de la espacialidad, donde rigen las relaciones cuantitativas; la liber tad se halla en el dominio de la duración pura, en el impulso creador que surge de las profundidades de la conciencia”, cita entonces a Bergson, con ecos de un espíritu que ya hemos obser vado en Or tega y Gasset: “Obrar libremente es tomar posesión de sí mismo, refugiarse en la duración pura”. Comentando una crítica de Guido de Ruggiero a Bergson, en el sentido de que “quería salvar la cabra y la col”, Alejandro Korn manifiesta sin ambages que ese emprendimiento le parece absolutamente valioso. Dentro de un espíritu componedor que recuerda a Rodó, podríamos traducir esta posición en el sentido de que Korn no está dispuesto a renunciar a cier tos elementos de la modernidad como la ciencia y la técnica, sólo que pretende introducirlos dentro de una jerarquía subordinada a otros valores y prácticas del espíritu. En un ar tículo titulado “La máquina es un instrumento dócil”, dice que la ciencia y la técnica se hallan “más allá del bien y del mal”, apelando así a la discutida concepción de que ambas son instrumentos neutros cuyo sentido depende de la mano y la mente que las manejen. “Toda la inferioridad del

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animal –decía tempranamente Bergson- está ahí: en un especialista”. Y por ello, la ciencia debía estar subordinada a un principio superior, a un principio moral, al modo como la máquina debe obedecer al hombre y no a la inversa. De tal suer te, insisto, es posible pensar en una conciliación entre los desarrollos de una modernidad desencantadora del mundo y el re-encantamiento espiritualista de la conciencia. Fíjense ustedes que es una análoga colocación a la que Alejandro Korn ha mostrado en su relación con el positivismo. En su ar tículo “Del mundo de las ideas”, de 1930, escribió:

“En realidad se nos ofrece este dilema. No podemos continuar con el positivismo, agotado e insuficiente, y tampoco podemos abandonarlo. Es preciso, pues, incorporarlo como un elemento subordinado a una concepción superior que permita afirmar, a la vez, el determinismo del proceso cósmico como lo estatuye la ciencia, y la autonomía de la personalidad humana como lo exige la ética”.

La lectura del bergsonismo, que Alejandro Korn practica, es entonces una lectura “moderada”. Y es preciso decir aquí que no fue ésta la única lectura posible. De hecho, el fundador del anarco-sindicalismo, Georges Sorel, era un asiduo concurrente a los célebres seminarios de los miércoles de Bergson en la Sorbona, y su teoría revolucionaria está expresamente asentada en principios extraídos del bergsonismo. Sin ir más lejos, es la concepción de la liber tad de Bergson la que Sorel utilizará para oponerla al “adocenamiento” en que ve sumido al marxismo de la época, al marxismo de la II Internacional, por creer a pies juntillas en el carácter determinista de las leyes de la economía, que condenan la acción del proletariado a la espera pasiva del derrumbe final. En su lugar, Sorel enunciará su teoría de la huelga general revolucionaria como palanca para destruir al capitalismo, y su apelación a los mitos (y no a la ciencia) como movilizadores de la conciencia de los trabajadores. Es interesante tener en cuenta que aquel grupo de la revista Inicial que les comenté, de principios de la década del 20, va a tener una fuer te y explícita influencia soreliana, y a par tir de ella va a entonar discursos ideológico y políticamente extremistas, que bien podían colocarlos cerca de las posiciones fascistas o bolcheviques, pero que compar tían entonces su carácter antiburgués, antiliberal y extremista. Pero si bien este fenómeno de radicalización ha sido mostrado en nuestra cultura del período, es innegable que permanece como dominante el clima intelectual que ha llevado a hablar del “moderatismo”, aun de las vanguardias estéticas. En efecto, si se contrastan los movimientos vanguardistas locales con los europeos (cubismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc.) o aun con algunos países latinoamericanos como el Brasil, salta a la vista una notable diferencia en cuanto al grado de radicalidad de estos últimos y a su carácter más “diver tido” que desgarrado o intenso, podríamos decir, si pensamos en la revista Mar tín Fierro, animada por escritores como Oliverio Girondo o Jorge Luis Borges. La explicación de esta situación ha recaído naturalmente en el señalamiento del carácter de bonanza económica, estabilidad política y ascenso social del período. En efecto, superadas las consecuencias más gravosas de la primera posguerra,

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con su secuela de desocupación y crecimiento de la conflictividad social (que desembocó en los graves episodios de la Semana Trágica de 1919), la Argentina retomó la interrumpida senda del crecimiento, y la presidencia de Alvear ha sido vista como el momento de condensación de una Argentina feliz y reconciliada. En semejante situación, se entiende, los impulsos rupturistas y extremistas encuentran una “sociedad amor tiguadora” (como se ha dicho del caso uruguayo) que frena necesariamente su expansión si no su existencia. De allí que para encontrar inter venciones desencantadas sea preciso ir a buscarlas o bien en algunas revistas juveniles como la mencionada Inicial, o bien en la exploración de las zonas oscuras del progreso argentino (el de los casos de la inmigración fracasada, o el del costo psíquico-moral del ascenso social) tratados por el género del grotesco en el teatro, por algunos tangos como Qué vachaché de Enrique Santos Discépolo, o en la narrativa y las Aguafuer tes por teñas de Rober to Arlt. Producciones que, no casualmente, debido a la imagen dominante de los años veinte como años de pura bonanza, suelen ser atribuidos a la década de 1930... Volviendo a Korn, digamos que ese espíritu de moderatismo evolucionista lo trasladó a su lectura del proceso argentino. Por eso, si no cuestionaba estructuralmente, por ejemplo, el modelo económico del 80, era porque suponía que los efectos negativos de sus logros podían corregirse en el sentido de la justicia social. De hecho, ya hacia el final de su vida, luego de ingresar en el Par tido Socialista, escribe un ar tículo titulado “Nuevas Bases” en el cual reclama la necesidad de ampliar el programa alberdiano, dirigiéndolo hacia la realización de mayores niveles de justicia social. Si la finalidad del “positivismo” alberdiano había residido en la acumulación de riquezas, en una especie de etapa de acumulación originaria de capital, la hora actual es para Korn el momento de la redistribución de dichos bienes, aunque ello implique la relativización del derecho de la propiedad privada. Estas preocupaciones estarán incentivadas a par tir de la crisis económica mundial de 1929, momento en el cual se quiebra la alianza económica exitosa que nuestro país había mantenido con el Reino Unido. Es simultáneamente el estallido de lo que se impone con la fuerza de una evidencia: que el capitalismo no puede garantizar la generación de empleos para la subsistencia de grandes capas de trabajadores. Entonces es cuando Korn piensa que “la desocupación de millones de obreros en los países de cultura más avanzada plantea a mi juicio en los momentos actuales el problema de mayor interés”. Ante esos pavorosos problemas, Korn retoma el mensaje renovador, pero, claro, de una renovación que no apela a las rupturas extremas del tipo de las de Lugones, sino las de un reformismo activo. En este punto, es preciso recordar que Alejandro Korn fue un adherente y animador entusiasta de la reforma universitaria. Además, esta actividad la compar tió muy cercanamente con José Ingenieros, de manera que los representantes máximos de los dos movimientos filosóficos antagónicos estaban unidos en su práctica político-universitaria. La política, entonces, predominaba por sobre las diferencias filosóficas, y a par tir de este hecho ustedes podrán extraer algunas reflexiones relacionadas con el tipo de intelectual del cual este hecho estaría hablando. Pero lo que ahora me interesa señalar, es que hacia los años 1930, Korn escribe un ar tículo cuyo título resume la conclusión: “La Universidad ha fracasado”. Y si la misión de la universidad reformista se ha frustrado, es porque no ha sabido darle “unidad espiritual al conjunto heterogéneo de sus intregrantes” ni cuidar “los intereses de la cultura nacional”.

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Esto que Korn decía ya en el seno de la crisis del 30, había formado parte de una tensión interna del propio movimiento e ideario de la reforma. Esta tensión estaba fundada en la autocolocación que la ideología de la reforma adjudicaba a los estudiantes. Miembros de una institución educativa estatal, debían al mismo tiempo desbordar los límites institucionales para colocar sus saberes al ser vicio de los sectores sociales desprotegidos. Esta misión tomó la forma de lo que se estableció como “extensión universitaria”. En 1920, al inaugurar estos cursos de extensión, el centro de estudiantes de la Facultad de Derecho por teña produjo un manifiesto ilustrativo al respecto. “Nos proponemos, ante todo, demostrar la impor tancia de la ley como fuerza específica de cualquier estado social, y ofrecer en cursos breves, elementales y objetivos, vistas amplias sobre nuestra legislación vigente”. Y agregaba: “Ciudadanos y trabajadores: En la tierra fecundada con sangre y con lágrimas, hay anuncios de próximo alumbramiento”. Esos términos (“alumbramiento”, “palingenesia”, “tiempos nuevos”), recurrentes en las proclamas de la época, tienen un referente privilegiado en esos años: la revolución rusa de 1917. Es ella la que aparece en el horizonte, aun de agrupamientos que no están dispuestos a adherir al comunismo. Pero existen otros que sí lo están, y que desde ese lugar impulsan la radicalización del movimiento estudiantil y comienzan a plantear muy tempranamente que la reforma universitaria ha fracasado, porque no ha podido resolver la cuestión social. Uno de esos grupos es el que a par tir de 1920 comienza a publicar la revista Insurrexit, subtitulada significativamente revista universitaria. Para que ustedes tengan acceso, así sea a un escorzo de esa fracción del campo universitario, voy a transcribir un editorial titulado “Universidad” que publican en el número 7, de marzo de 1921. Refiriéndose a la universidad afirma: “Éste es un templo, el de la imbecilización”. Pero “no más templos sino talleres, ha dicho el educador comunista Lunatcharsky”. “No nos emocionamos por la reforma universitaria. Incompleta como es, es sobre todo débil e inútil metida en medio del sistema capitalista. Ni una reforma sir ve para nada.” Y terminaba: “Compañeros universitarios, que hacen caso al vigilante y a la historia. ‘Liguistas’, nacionalistas, futuros médicos, abogados, ingenieros, filósofos, aspirantes a oficiales de reser va, dirigentes futuros, escuchen, al abrirse de nuevo las facultades, nuestra palabra: ¡viva la revolución rusa! ¡viva la revolución social! ¡viva el comunismo!”. Este discurso habla, entonces, del proceso de radicalización vivido en algunos sectores del estudiantado y la intelectualidad vinculado con la revolución de Octubre. Tendremos ocasión de seguir este proceso en la Unidad 4, a través del recorrido del intelectual marxista Aníbal Ponce. Y cuando llegamos a la década de 1930 vemos que el mayor animador intelectual de la reforma universitaria, Deodoro Roca, ha llegado a consecuencias análogas. En un ar tículo de 1936 titulado “La Reforma universitaria no será posible sin una ‘reforma social’”, leemos que la juventud ha aprendido “que el problema de la Universidad no es un problema solo, aislado y asilado. Es más que nada la resultante de un problema profundo, amplio, concreto y formidable: el problema social”. Vimos entonces en esta unidad un cier to despliegue de textos, de intervenciones que nos han dado la imagen de un recorrido por la cultura intelectual argentina entre 1910 y la década siguiente. Par timos del balance de Joaquín González sobre el siglo transcurrido desde la revolución de Mayo,

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cuando aún es un miembro prominente del gobierno del “orden conser vador”. Luego, sus desencantadas reflexiones cuando el panorama anterior se ha visto radicalmente alterado por la gran guerra, el ascenso del yrigoyenismo y la revolución rusa. Esta crisis del liberalismo (y de un liberal reformista como González) está proyectada sobre el ascenso, en el campo de la cultura, de la reacción antipositivista. Tomamos entonces, como momento de introducción de la “nueva sensibilidad”, las conferencias de Or tega de 1916, tratando de detectar en ellas algunos tópicos y estilos que gravitarán en otros campos de prácticas. Aquí visitamos algunos contenidos ideológicos de la reforma universitaria y cier tos textos de Alejandro Korn. Respecto de ellos, tuvimos opor tunidad por fin de indicar el moderatismo de muchos de sus planteos, y al mismo tiempo la tensión que habitaba los discursos provenientes de las filosofías espiritualistas de la conciencia en boga. Estas filosofías contenían la posibilidad de extremar sus mensajes en términos contestatarios del orden cultural y social. No fue ése el tenor dominante en la Argentina, pero hemos señalado algunos casos donde dicho proceso de radicalización es innegable. En la unidad siguiente continuamos con esta problemática, ahora entroncada en los recorridos político-intelectuales de Ingenieros y Lugones. Concluiremos con la totalidad del curso, por fin, mostrando algunos fenómenos de la década del 30: el nacionalismo revisionista de los hermanos Irazusta y el marxismo de Aníbal Ponce.

Vincule la mayor cantidad de tópicos de la “nueva sensibilidad” con contenidos de los discursos de la reforma universitaria.

Merquior, José Guilherme. Liberalismo viejo y nuevo, FCE, México, 1993, pp. 13-96. Or tega y Gasset, José. Meditación de nuestro tiempo. Las conferencias de Buenos Aires, 1916 y 1928, FCE, México, 1996, conferencias 7ª. Y 8ª. González, Joaquín V. El juicio del siglo, Centro Editor de América Latina, 1979. Korn, Alejandro. Obras completas de Korn, Claridad, Buenos Aires, 1949.

Referencias bibliográficas Aguilar, E., y otros. Or tega y la Argentina, FCE, México, 1997. Barlow, Michel. El pensamiento de Bergson, FCE, México, 1968. Farré, Luis, y Lér tora Mendoza, Celina A. La filosofía en la Argentina, Editorial Docencia, Buenos Aires, 1981. Freud, Sigmund. “Lo perecedero”, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, v. III. Ibarguren, Carlos. La literatura y la gran guerra, Agencia General de Librerías y Publicaciones, Buenos Aires, 1920.

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Kohan, Néstor (selección y estudio preliminar). Deodoro Roca, el hereje, Biblos, Buenos Aires, 1999. Korn, Alejandro. Obras completas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1949. Laín Entralgo, Pedro. La generación del noventa y ocho, Espasa-Calpe. Madrid, 1979. Medin, Tzvi. Or tega y Gasset en la cultura hispanoamericana, FCE, México, 1994. Merquior, José Guilherme. Liberalismo viejo y nuevo, FCE, México, 1993. Or tega y Gasset, José. Meditación de nuestro tiempo. Las conferencias de Buenos Aires, 1916 y 1928, FCE, México, 1996. Por tantiero, Juan Carlos. Estudiantes y política en América Latina. El proceso de la reforma universitaria (1918-1938), Siglo XXI, México, 1978. Roldán, Darío. Joaquín V. González, a propósito del pensamiento político-liberal (1880-1920), Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1993. Stuart Hughes, H. Conciencia y sociedad. La reorientación del pensamiento social europeo, 1890-1900, Aguilar, Madrid, 1972. Terán, Oscar. En busca de la ideología argentina, Catálogos, Buenos Aires, 1986.

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De la crisis del liberalismo a los nuevos recorridos culturales de 1920 y 1930 Los efectos de la guerra, el bolchevismo y el fascismo resultaron atenuados en la Argentina, pero si se busca una inquietud política proyectada sobre el fondo de aquella crisis del liberalismo, basta recordar los derroteros disímiles pero igualmente antiliberales recorridos en esos años por José Ingenieros y Leopoldo Lugones. Esto es, los dos intelectuales de mayor reconocimiento del período (uno dentro de la cultura científica y el otro de la estética) son aquí el síntoma de que el liberalismo ha perdido, en buena medida, su capacidad de obtener el grado de consenso y de hegemonía imperante hasta el momento. Aun dentro de una cultura liberal de baja densidad, como se ha señalado, el liberalismo no había sido tan expresamente condenado como habría de serlo en las inter venciones de estos dos intelectuales. En los puntos siguientes nos abocaremos a describir las posiciones de ambos. Es sabido que las mismas son, en muchos aspectos, antagónicas. Ingenieros saludará a la revolución rusa y se enrolará en las luchas del antimperialismo latinoamericanista; Lugones tomará la senda del nacionalismo autoritario con explícitas adhesiones al fascismo mussoliniano. Pero también nos interesará ver en qué medida, dentro de esas posiciones disímiles, hay elementos compar tidos, y esos elementos compar tidos son el rechazo de la democracia liberal y la búsqueda de una nueva representatividad política. En este último aspecto, se verá cómo, tanto Ingenieros como Lugones, retoman o continúan sus posiciones elitistas de vieja data.

4.1. El planteamiento latinoamericanista de José Ingenieros. Los tiempos nuevos Las posiciones políticas e ideológicas que adoptará José Ingenieros a partir de la segunda década del siglo XX se ar ticulan con variaciones, que se producen tanto en su colocación respecto del poder político, cuanto en su manera de seguir adherido al credo positivista. Como recordarán, nos habíamos despedido de Ingenieros hacia la fecha del centenario, cuando a través de su libro Sociología argentina pudimos ver el modo como pensaba la consolidación de una nación potencia en el cono sur americano, sobre la base de las ventajas de la Argentina en términos de medio y raza. Pero hacia 1911, se produce un acontecimiento aparentemente pequeño, pero que visto posteriormente es como el síntoma de un cambio que ya no se detendrá. Según el régimen de designación de profesores del momento (esto es, pre reforma universitaria), Ingenieros es propuesto para la cátedra de Psicopatología de la Facultad de Medicina, dentro de una terna en la que ocupa el primer lugar. Como correspondía, luego

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el Poder Ejecutivo seleccionaba a quien iba a ocupar el cargo. Y he aquí que es elegido otro en su lugar. Sus biógrafos dicen que por presiones de la iglesia católica. Lo cier to es, que ante esta situación, el autor adopta una actitud sin duda extrema: renuncia a todos sus cargos públicos, cierra su consultorio, repar te su biblioteca y decide emprender un autoexilio hasta tanto siga en el gobierno el entonces presidente de la República, Roque Sáenz Peña. Paralelamente, en car tas desde su residencia en Europa confiesa haber ingresado en una “crisis de idealismo romántico cuyo desenlace para mi personalidad intelectual no sé prever". Desde allí mismo escribe el libro destinado a desnudar lo que considera el clima aplastante y convencional que caracterizaría el estilo de Sáenz Peña y sus colaboradores. De allí surgirá el libro sin duda más exitoso de Ingenieros, El hombre mediocre, aparecido en 1913. Hasta aquí, los “hechos”. Tratemos de dotarlos de algunos posibles significados. Hay algunos datos que llaman la atención. Primero, la hipersensibilidad demostrada en la desmesura de la respuesta. Puede ser sin duda una protesta adecuada ante un acto considerado no sólo injusto sino también agraviante. Para el momento, Ingenieros goza de un alto prestigio nacional e internacional en la especialidad. Puede ser visto asimismo como el crecimiento notorio de un prestigio de intelectual que desde esa posición se atreve a desafiar públicamente al poder. Pero no se puede dejar de asociar esa respuesta a movimientos que se están produciendo dentro del gobierno de la “república posible”. Después de todo, en la misma época de la publicación de El hombre mediocre, Rodolfo Rivarola enunciaba nítidamente las bases reales de la concepción que la animaba: "El oficialismo tiene una teoría que rara vez confiesa pero que es su idea-fuerza, la teoría de la función tutelar del gobierno o de los gobernantes respecto del pueblo". Este esquema había funcionado no sin conflictos pero sí con eficacia desde el 80, y el roquismo había sido uno de sus momentos paradigmáticos. Empero, ahora sopor taba la oposición del radicalismo -abstencionismo electoral acompañado de conspirativismo cívico-militar-, que se combinaba de hecho con un movimiento obrero liderado por los anarquistas y cuyos ataques -huelgas y atentados personales- llegarían a su punto culminante e iniciarían su declinación en el mismo año del centenario. Los riesgos de esta situación eran percibidos desde fines del siglo XIX por par te de una fracción de la misma clase gobernante que tendría en el propio Sáenz Peña la cabeza más visible de un proyecto de reforma electoral tendiente a abrir controladamente una mayor par ticipación política. Él será uno de los representantes de la línea promotora de la reforma electoral, finalmente triunfante ante la oposición de los sectores menos aper turistas, más próximos a la desconfianza del general Roca respecto del sufragio popular. Es razonable suponer entonces que Ingenieros, así como también Lugones, se sintiera más afín al roquismo, en tanto compar tían la concepción de una relación jerárquica, tutelar y elitista entre gobernantes y gobernados. Vale la pena recordar que años antes Ingenieros había elogiado el "gran sentido de las realidades prácticas" de Julio A. Roca. En ese mismo año de 1913, Ingenieros envió una nota desde Alemania al decano de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Allí decía estar convencido de que en circunstancias como aquéllas, el estudioso debe apar tarse, puesto que "esa crisis moral de la intelectualidad argentina sólo puede combatirse con ejemplos de dignidad y de renunciamiento". Antes,

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inmediatamente después de su postergación en la terna académica, había dirigido una car ta abier ta al mismo presidente de la república donde declaraba, entre otras cosas, que la grandeza argentina no se medía únicamente por el número de cabezas de ganado, y le anunciaba que desde Europa haría la autopsia moral del culpable. Al analizar el texto donde dicha “autopsia moral” se realiza, esto es, El hombre mediocre, vemos que configura asimismo otro dato significativo, ya que se trata de un resultado atípico respecto de su anterior producción positivista. Cualquiera que se asome a este ensayo, percibirá esa atipicidad desde su célebre iniciación: “Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resor te misterioso de un ideal”. Claro que, justamente, dicha noción de “ideal” es aquélla que difícilmente podía conciliarse con el sistema determinista del positivismo duro. De manera que el otro factor llamativo que quería subrayar es que, para recolocarse en el campo político-intelectual, Ingenieros atenuará de hecho su voluntad de positivismo y dará cabida en su discurso a nociones que tienen una vida forzada en su interior. Tan es así que para definir qué es un ideal, Ingenieros apela a la imaginación (y no al intelecto) como función anticipadora, con lo cual "un ideal es una hipótesis”, y “la imaginación, fundándose en la experiencia, elabora creencias acerca de futuros perfeccionamientos". Esta noción, será desde su misma aper tura uno de los pivotes teóricos de El hombre mediocre, que esquemáticamente se estructura en torno de la siguiente secuencia teórica: la definición del ideal y su función social; la determinación del sujeto social por tador del mismo; la contrapar tida representada por la mediocridad, y los momentos históricos donde la misma impera, hasta desembocar en los efectos políticos que estas nociones implican. Para comprender el programa que anima al libro, aclaremos la contrapartida de “el hombre mediocre”. Se trata del hombre por tador de ideales, del “hombre idealista”. A diferencia de “la paciencia imitativa” que caracteriza al primero, los auténticos idealistas son profundamente creativos. Prosiguiendo con su concepción elitista, Ingenieros supone que estos hombres idealistas están encarnados en una “selecta minoría" que se recluta entre la juventud. Todo lo anterior no significa que se postule el aniquilamiento de la mediocridad, porque la diferenciación es un fenómeno útil y, en última instancia, ineludible, dado que no es concebible el perfeccionamiento social como un producto de la uniformidad de todos los individuos. La misma "naturaleza se opone a toda nivelación, viendo en la igualdad la muer te". Por eso, los igualitaristas son enemigos del progreso, que surge de la dialéctica entre el impulso de los idealistas y el contrapeso de los mediocres. Sin embargo, existe un momento en que los mediocres pueden tornarse peligrosos. Es cuando su influencia se torna dominante en los gobiernos y en las sociedades, y eso es lo que Ingenieros pretende denunciar en la figura de Sáenz Peña. Estaríamos así frente a una de esas sociedades en decadencia en la que a los jóvenes originales se les cierra el acceso al Estado y donde los intelectuales están de más, mientras los apetitos materiales proliferan en el ambiente propicio de las burguesías sin ideales y entregadas a la acumulación económica. Quiero notar además (porque se engarzará con sus posiciones posteriores), que en el libro que comento, Ingenieros denuncia "la degeneración del

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sistema parlamentario", porque esos sistemas a su entender promueven la marginación del hombre extraordinario. Aquí es notable la utilización de categorías y opiniones provenientes de la filosofía de Nietzsche, y sabemos que el contacto de Ingenieros con las obras de este filósofo se verificó muy tempranamente. Refiriéndose a él, en 1919 reconocerá en una reedición de sus Crónicas de viaje "algunos rastros de la única moda intelectual a que fui sensible en mi juventud". José Ingenieros construía así una representación política eticista, que rechazaba el proyecto del reformismo conser vador en curso y desconfiaba del ascenso político de sectores sociales más amplios. Dicho de otro modo: el esquema de control político oligárquico únicamente es criticado cuando no se pliega al arbitrio de las minorías ilustradas y vir tuosas sino que es implementado por mediocres minorías. Será justamente este eticismo, que impregna progresivamente los textos de Ingenieros, el estímulo movilizador de amplios sectores de las capas intelectuales en toda América Latina. Desde extremos opuestos del continente, los ejemplos no escasean, y dan cuenta del profundo impacto de El hombre mediocre en todo el subcontinente, y sobre él se cimentó la gran popularidad que acompañó el nombre de Ingenieros durante décadas. La obra se convir tió en lectura obligada de los jóvenes, en una escala de influencia hispanoamericana sólo equiparable al Ariel de Rodó. Dicho sea de paso, una reciente encuesta del diario Clarín acerca de los ensayos del siglo XX, ha vuelto a colocar a este libro a la cabeza de los mismos. Cuando El hombre mediocre apareció, la reforma electoral había sido aprobada un año antes. En abril de 1912 las primeras elecciones legislativas con el nuevo sistema dieron el triunfo a los radicales en la Capital Federal, y el oficialismo se vio igualmente derrotado en Santa Fe. Alarmado, en 1913 Julio A. Roca aler taba:

"La anarquía no es planta que desaparezca en el espacio de medio siglo, ni de un siglo, en sociedades mal cimentadas como la nuestra. Vean ustedes lo que ocurre en México: allí ha resurgido con todos sus caracteres de violencia, en cuanto cayó el gobierno fuer te que la sofrenó durante treinta años. Y aquí puede suceder lo mismo [...] Ya veremos en qué se convier te el sufragio libre, cuando la violencia vuelva a amagar".

El descontento del sector hasta entonces colocado en la dirección del Estado se tornará mayor cuando en 1916 las elecciones lleven a Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la república. Dos años atrás Sáenz Peña, poco antes de morir, había cedido el cargo a Victorino de la Plaza, con lo cual Ingenieros podía cumplir la promesa de retornar al país sólo cuando quien lo había postergado en su carrera académica ya no fuese primer magistrado del país. Pero coincidiendo con su regreso en 1914, un acontecimiento de características epocales (el estallido de la gran guerra europea) demandó rápidamente su inter vención. De allí en más, escribiría una serie de extensas notas analizando la nueva situación, notas que luego integraría en un libro de título paradigmático: Los tiempos nuevos.. Los dos temas que recorren el libro son la guerra europea y la crisis social. En la “Adver tencia”, Ingenieros dice que el tratamiento de estas cuestiones no

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está reñido con haberse dedicado hasta entonces básicamente a “la investigación científica” y al “cultivo de los estudios filosóficos”, puesto que ahora lo anima un “idealismo fundado en la experiencia”, mucho más apto para capturar el aire de los tiempos que “las rutinas del profesionalismo universitario” (vean ustedes el modo como Ingenieros ha comenzado a construir su propia figura como la de un outsider del sistema intelectual institucionalizado). Ese idealismo otorga a su discurso un tono largamente optimista, ya que inclusive la guerra es obser vada como una catástrofe que es –como he dicho antes- el anuncio de una nueva aurora. El ar tículo destinado a comentarla se titula “El suicidio de los bárbaros”, y en su desarrollo se producen una serie de modificaciones de su anterior registro ideológico. En principio, los “bárbaros” son ahora los europeos, incluyendo a la propia Francia, con lo cual la categorización de larga data, que colocaba a la civilización en Europa y a la barbarie en América se ha inver tido. Ahora América, y luego Latinoamérica, es considerada como el territorio donde se realizarán los valores de la modernidad y la justicia social que no han podido realizarse en el Viejo Mundo. Con estas afirmaciones, Ingenieros compar tía el americanismo que será una nota distintiva de vastos sectores de la intelectualidad latinoamericana en esos años, y que incluso será promovido por algunos intelectuales extranjeros, como el ya citado Or tega y Gasset y el escritor nor teamericano Waldo Frank. La civilización europea, que entonces se suicida en la guerra, ve imperar el triunfo de los valores retrógrados, que para Ingenieros animan una lucha multisecular (que también aplicará a su lectura de la historia argentina). Lo que llama las fuerzas “feudales” se ha impuesto a “las fuerzas morales” (éste será el título de otro de sus libros de éxito). Por el contrario, son estas últimas las que obtendrán la victoria en América, donde se podrán armonizar “las aspiraciones de los que trabajan y de los que piensan”. En “Ideales viejos e ideales nuevos” define con mayor precisión esa antinomia que recorre los tiempos modernos. El espíritu positivo nació para Ingenieros con el Renacimiento, y ese inicio coincidió con el derecho al libre examen y a la ilimitada investigación de la verdad. Con ello, nuestro autor permanecía adherido fielmente al ideal ilustrado de la liber tad de crítica y de la consigna kantiana del “¡atrévete a saber!” y su consiguiente programa pedagógico de penetración del conocimiento en todas las capas de la sociedad como condición de un buen orden social. Ese legado fue encarnado por “minorías revolucionarias”, que son las mismas que animaron las revoluciones nor teamericana y francesa, y luego las revoluciones sudamericanas. Por ello, en este nuevo ar tículo (escrito en 1918, cuando las fuerzas alemanas aún parecen más cercanas a la victoria), Ingenieros retoma anteriores fidelidades. “Mis simpatías –escribe- están con Francia, con Bélgica, con Italia, con Estados Unidos, porque esas naciones están más cerca de los ideales nuevos”. Pero extiende esas simpatías a un espacio novedoso y de largas consecuencias sobre su modo de mirar la escena internacional. “Mis simpatías, en fin –agrega-, están con la revolución rusa, ayer con la de Kerensky, hoy con la de Lenin y de Trotsky”. Finaliza enunciando las nuevas aspiraciones que –supone- serán cosas corrientes para las nuevas generaciones. Veamos el listado de realizaciones que demanda: “el nuevo régimen tributario, la desaparición de los privilegios de clase, los derechos de los trabajadores, la capacidad política y civil de la mujer, la asistencia social por el Estado, los tribunales de arbitraje en

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materia internacional, la eugenesia, la supresión de las burocracias parasitarias, la igualdad de las iglesias ante el Estado, la educación integral, etc., etc.”. Estos logros serán posibles mediante la educación, aunque en otros sitios, como en Rusia, haya habido que apelar a la revolución. Y si ello es así, es porque la vieja civilización ha caducado, y esa vieja civilización se identifica a sus ojos con el régimen capitalista en la economía y con la democracia parlamentaria en la política. La guerra que asoló a Europa no es a su entender una consecuencia de la innata maldad de los seres humanos, sino “la consecuencia natural, estricta, inevitable, del régimen capitalista”. Ese régimen conduce a una degradación moral que se ha manifestado en los tratados de Versalles, impulsados por “la burda negociación comercial”. Ve entonces al mundo social (con categorías que había utilizado en su juventud anarco-socialista) escindido entre parásitos y productores. “’Qué piden los parásitos vencedores? Beneficios, privilegios, intereses, dinero. ¿Qué defienden los parásitos vencidos? Beneficios, privilegios, intereses, dinero”. A pesar de las buenas intenciones del presidente Wilson, los ideales terminaron siendo vencidos por los intereses materiales, o por lo que se llamará los “intereses creados”, ante los que claudicaron tanto los burgueses como los políticos. Frente a estas fuerzas retrógradas se levantaron las clases trabajadoras, y la revolución rusa es un ejemplo colosal de ese fenómeno. Con ese espíritu se acerca a analizar la revolución rusa, y con ese análisis hará una presentación del fenómeno revolucionario al público argentino en una célebre conferencia. Uno de los ar tículos en que sintetizó esa visión tiene por título “Significación histórica del movimiento maximalista”. Allí obser va ese proceso como la realización de un clima de “palingenesia social” difundido desde hacía décadas en el mundo, y al que la guerra aceleró. Esta última, comenzó siendo una mera confrontación interimperialista entre Alemania e Inglaterra, en la cual sólo Francia representaba la presencia de una conciencia democrática. Era, en suma, una guerra carente de ideales, hasta que el presidente nor teamericano Wilson pareció adjudicarle un sentido moral. Fue entonces cuando “un escritor justamente admirado”, Leopoldo Lugones, realizó un llamamiento para involucrar a la Argentina en el conflicto que fue seguido por el propio Ingenieros. (Vale la pena recordar la posición neutralista del gobierno de Yrigoyen ante la guerra.) Pero las posteriores negociaciones de Versalles desmintieron esas pretensiones y volvieron a poner al desnudo que se había tratado de una guerra carente de ideales. Entonces, contrastando con este escenario que Ingenieros considera indigno, se produjo la revolución rusa, cuya presentación ante el público argentino realizó Ingenieros en una conferencia pronunciada en un teatro por teño el 8 de mayo de 1918. El fenómeno es interesante, porque se trata sin duda de una de las primeras recepciones de la revolución rusa entre nosotros (aunque es bueno aclarar que no contamos con un estudio pormenorizado de dicha recepción). De allí que es impor tante determinar cómo Ingenieros “ve” la revolución rusa, pero antes mirar de dónde toma las referencias y la información con las cuales arma su discurso. Aquí y allá, Ingenieros va dando cuenta de sus fuentes de información: un trabajo sobre la economía soviética de un nor teamericano, una entrevista del jefe de la misión de la Cruz Roja nor teamericana con Lenin (publicada por la revista Claridad de Buenos Aires en 1920); ar tículos de la revista España, de Madrid; un conjunto de testimonios publicados en Buenos

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Aires en 1920 con el título de Documentos del Progreso; notas del corresponsal del Chicago Daily News; de la revista Clar té!, de París; ar tículos del órgano La Internacional Comunista; alguna nota del diario ruso Izvestia, que Ingenieros hará traducir para su Revista de Filosofía... También sabemos que es impor tante detectar el lugar que se construye para emitir dicho discurso, es decir, ese lugar que lo habilita para tornar verosímil su discurso, respondiendo en suma a la cuestión de “quién habla”. Esto aparece respondido en un pasaje destinado a definir “los cimientos económicos de la nueva Rusia”. Dice allí:

“Sin la mordaza de intereses creados ni el acicate de beneficios personales, en la plena independencia de opinión que sólo puede tenerse renunciando a todo lo que no sea producto del propio esfuerzo, no per teneciendo a ningún par tido o comunión política, no deseamos engañarnos ni nos interesa engañar a otros”. Asimismo, las personas de instintos fuer tes y de razonamiento débil juzgan a través de sus pasiones e intereses del momento, y precisamente a ese género per tenecen tanto las clases enriquecidas como las necesitadas, “porque la for tuna o la miseria no pueden dar serenidad de juicio a quien no la ha adquirido en las severas disciplinas del estudio y de la meditación”.

Como verán, Ingenieros se construye su lugar discursivo apelando a viejos y nuevos instrumentos legitimadores de la palabra verdadera. Viejo, muy viejo (como que remite a los orígenes de la filosofía griega), es el argumento de que la verdad está donde no está el interés, y que por ende, el intelectual debe practicar una suer te de ascesis, de desprendimiento purificador que lo pone en condiciones de detectar y enunciar la verdad. Más novedoso es el hecho de que ahora, para ello, también es menester no per tenecer “a ningún par tido o comunión política”, ¿acaso el tema que lo convoca, nada menos que la revolución rusa, no es un tema altamente político? Sin duda lo es, e Ingenieros no lo ignora, sólo que cuando dice “política” y “políticos” ya ha arrojado esos términos en el interior del campo de “los intereses creados”. La política cae así bajo el desprestigio de la política entendida como profesión, de la política que a través del parlamentarismo viola la representación de los auténticos intereses sociales. Es decir, esa “mala política” ha quedado impugnada como par te de la crisis del liberalismo. Sobre ese vacío dejado por la política y los políticos, avanza el rol del pensamiento y de los intelectuales. Y en esa línea, Ingenieros se pliega a un movimiento extendido en esos años a escala internacional y que desde Francia, liderado por Henri Barbusse, Anatole France y Romain Rolland, tiene como órgano de expresión de sus ideas e ideales a la revista Clar té!. A par tir de la misma, encontraremos en la década de 1920 en diversos lugares de América Latina, incluyendo a la Argentina, publicaciones periódicas de izquierda con el mismo nombre: Claridad. Ahora bien: ¿cómo presenta y se representa la revolución rusa? Una primera y fundamental respuesta a esta cuestión la encontramos en su ar tículo “La democracia funcional en Rusia”. Allí interpreta la aparición del sistema de organización en soviets como formando par te de una nueva filosofía

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política. Y de una nueva filosofía política que viene a ser justamente la opuesta a la representación parlamentaria, en tanto instancia que falsea la soberanía. Y la falsea porque si bien la soberanía moderna ha sido afirmada como un derecho individual y contra los privilegios de clase, al hacerlo distribuyó la representación cuantitativamente. Si bien obtuvo así la disgregación de los privilegios del antiguo régimen, al mismo tiempo suprimió el carácter funcional de la representación. Es a esa representación funcional a la que es preciso retornar, y es ese retorno lo que cree ver en el fenómeno de la Rusia soviética. Esas “funciones” Ingenieros las piensa como formando par te “natural” del organismo social (a diferencia de la ar tificialidad representativa que construyen los políticos profesionales), y entre ellas enumera en distintos pasajes diversos agrupamientos corporativos que deberían formar parte de los cuerpos legislativos. Allí deberían estar los representantes de los intereses de la producción, la circulación y el consumo de las riquezas; representantes de la agricultura, la industria, el comercio, los bancos; los de los capitalistas y de los trabajadores. Pero no sólo deberán estar representadas las funciones económicas, sino también las educativas, morales y jurídicas. Este tipo de representación política es el que cree, entonces, ver realizado en Rusia: “la llamada ‘república federal de los soviets’ no es, en efecto, otra cosa que una primera experiencia del sistema representativo funcional”. Así, un consejo o soviet es “una corporación o sindicato técnico de escultores, de economistas, de ferrocarrileros, de higienistas, de músicos, de arquitectos, de zapateros, de sociólogos, de aviadores”... Y bien: basta que citemos la definición del término “corporativismo”, tomado del Diccionario de política de Bobbio y Matteucci, para reconocer que lo que Ingenieros llama “democracia funcional” no es otra cosa que un sistema corporativista del tipo del que unos años más tarde implantará el fascismo de Mussolini en Italia. Dice el mencionado Diccionario: “El corporativismo es una doctrina que propugna la organización de la colectividad sobre la base de asociaciones representativas de los intereses y de las actividades profesionales (corporaciones).” En cuanto a sus repercusiones en su propio país, Ingenieros, fiel a su concepción de la historia, considera que tarde o temprano todos los movimientos políticos y sociales europeos repercuten en América, y que ello no podrá dejar de suceder respecto de la influencia de la revolución rusa. Esta última, en suma no es más que un nuevo fenómeno que forma par te de la expansión de la civilización y por ello, los sujetos sociales que encarnarán ese nuevo espíritu no podrán reclutarse entre “los indios residentes entre los Andes y las fuentes del Amazonas”, sino en una par te de la sociedad, “en los jóvenes, en los innovadores, en los oprimidos, pues son ellos la minoría pensante y actuante de toda sociedad”. Por cier to, la unidad de fines no excluye disparidades acerca de los medios. Así, dice, los políticos creen realizable el socialismo a través de acciones parlamentarias; los obreros, mediante la acción sindical organizada; los intelectuales, por una previa revolución de los espíritus. De todos modos, son las circunstancias de cada caso las que determinan la correcta elección de los medios. Por ello, piensa, es legítimo que en Rusia se haya pasado a la acción insurreccional, dado que, “excluido el criterio de la colaboración de clases, fue inevitable establecer la llamada dictadura del proletariado”. Pero -aclarará una y otra vez- las “aspiraciones maximalistas” serán muy distintas en cada país, tanto en sus métodos como en sus fines. En cada

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sociedad, el maximalismo será la tendencia a realizar el máximo de reformas posibles dentro de sus condiciones par ticulares. Pero al adherir al proyecto de constitución de una internacional del pensamiento, Ingenieros enuncia una serie de medidas básicas a par tir de las cuales imaginar el reordenamiento social y político. Ellas son, en el plano interior, la implementación de un federalismo que tenga sus bases en las funciones sociales; representación proporcional de las entidades productivas en los cuerpos deliberativos; extensión del control social a todos los ramos de la producción y del consumo; posesión colectiva de los medios de producción por los productores técnicamente organizados; eliminación de los parásitos del trabajo humano; educación integral laica; defensa de la liber tad de pensamiento, etcétera. Y junto con ello, predice que “el capitalismo está condenado a desaparecer por sus fallas intrínsecas”. Ahora bien: cuando atendemos a las características con las que piensa al capitalismo, percibimos que se trata de una concepción sin duda diferenciada de la concepción de los marxistas, tanto socialistas como comunistas. En rigor, se trata de una definición que se hallaba de algún modo presente en sus textos juveniles (en un folleto titulado Qué es el socialismo y en el periódico La Montaña), esto es, en aquéllos en los que su visión del capitalismo aparece con claras improntas de origen anarquista. Dicha definición se apoya en la categoría de “parasitismo” y se entrelaza con categorías más morales que económicas. Así, en el citado “Enseñanzas económicas de la revolución rusa” leemos que la condena a muer te del régimen capitalista deriva de la formación en su seno de una clase parasitaria instalada entre los productores y los consumidores. Es esta clase parasitaria la que -obser ven- “posee los resor tes políticos del Estado, dispone de la complicidad moral de las iglesias dogmáticas y se apuntala en la violencia de ejércitos y policías”. Y la desaparición de esta clase parasitaria es lo que Ingenieros identifica con la revolución social que se habría producido en Rusia. La revolución por venir, entonces, ha de reposar sobre las “fuerzas morales”, encarnadas en esa vanguardia de las minorías del saber y ahora de la vir tud. Es también lo que ocurrió en la revolución bolchevique, donde “la minoría ilustrada del pueblo ruso, con una clarividencia sólo igualada por su energía, arrancó el mecanismo del Estado a las clases parásitas y lo puso al ser vicio de las clases trabajadoras”. La energía que pusieron en esa empresa sólo fue posible por tratarse de “hombres que no eran políticos profesionales”. Y por todo ello, la humanidad se encuentra en una encrucijada que es mucho más que un conflicto económico y social, porque para Ingenieros se está ante una confrontación decisiva entre dos concepciones morales. De esa lucha, Ingenieros predice el triunfo de los revolucionarios. Porque –piensa- “ha comenzado ya, en todos los pueblos, una era de renovación integral”. Se trataba entonces, como habrán visto, de una de las formas de dar cuenta de la crisis civilizatoria identificada con la crisis del liberalismo y del capitalismo, previendo con optimismo un renovador salto hacia delante. De esta manera, Ingenieros aparece como un exponente claro de la década ilusionada de los años 20’s.

A través de Los tiempos nuevos, cuál sería el modelo de una buena sociedad para Ingenieros.

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4.2. La ruptura de Leopoldo Lugones con el legado liberal En la Unidad 2 tuvimos opor tunidad de encontrarnos con un Lugones ya consagrado, en el momento de pronunciar las conferencias de El payador. Como ahora tenemos que considerar sus escritos y pronunciamientos sobre todo políticos, es bueno que tengamos, así fuere sintéticamente, una referencia más amplia a su itinerario. Leopoldo Lugones (1874-1938) es conocido como el escritor más importante desde la última década del siglo XIX y las primeras del siglo pasado (es decir, el siglo XX). Brevemente, digamos que es alguien que proviene del interior (ha nacido en Villa María del Río Seco, provincia de Córdoba), y -como tantos otros jóvenes en busca de consagración- se afinca en Buenos Aires en 1896. Aquí forma par te del círculo agrupado en torno de Rubén Darío, quien lo reconoce y lo consagra como un auténtico poeta inscripto dentro del modernismo literario. En esos mismos años, Lugones milita dentro del Par tido Socialista y desarrolla un discurso y adopta posiciones que lo colocan -junto con José Ingenieros- en una posición extrema dentro de dicho par tido. Esto está har to documentado a través del periódico La Montaña, que dirige siempre con Ingenieros, donde sus ar tículos tienen un tono agresivamente antiburgués y antisistema. Para que ustedes tengan una idea del tenor de dichas inter venciones, podemos citar brevemente una de las contenidas en una serie de notas que publicó con el título de “Los políticos de este país”. En la del número 4, del 15 de mayo de 1897, se refiere al presidente José Evaristo Uriburu: es un viejo inser vible, un pobre viejo, un hongo pegado por trasplante a la pata del sillón presidencial y germinado en la casualidad, o tal vez en la pasividad, pues aquélla suele ser en la Argentina condición de triunfo político no despreciable, y ésta buen indicio de prostitución barata”. En cuanto a Roca: “se dice no robará en la futura presidencia porque está muy rico. He aquí un cálculo político del más genuino cuño burgués. Para no robar se necesita haber robado ya, hasta har tarse. Consecuencia moral de los que peregrinan a Luján y envían a los hijos a los internados jesuíticos. He aquí, por otra par te, las manos en las cuales está la suer te del pueblo. ¿Qué otra cosa puede merecernos la clase elevada, la gente decente, sino desprecio y asco?”. Como se verá, de trata de un discurso panfletario y agresivo de quien poco después, exactamente en 1903, apoyará la candidatura de Quintana, es decir, de un miembro de aquel sector gobernante al cual denostaba pocos años antes. Junto con ello, otras variaciones se producirían. En La Montaña del 1º de mayo del 97 firmaba un editorial titulado “La fiesta del proletariado”, donde protestaba contra:

“la tiranía económica” y contra “los amos y los ser viles”. Y proseguía: “Protestamos de todo el orden social existente: de la República, que es el Paraíso de los mediocres y de los ser viles; de la Religión, que ahorca las almas para pacificarlas [...]; del Ejército, que es una cueva de esclavitud donde vale más el hocico que la boca [...]; de la Patria, supremamente falsa y mala, porque es hija legítima del militarismo; del Estado que es la maquinaria de tor tura bajo cuya presión debemos moldearnos como las fichas de una casa de juego; de la Familia, que es el poste de la esclavitud de la mujer y la fuente inagotable de la prostitución”.

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Un discurso, ahora, penetrado de la retórica y del contenido doctrinario del movimiento anarquista. En cambio, cuando en 1905 publica La guerra gaucha su modelo de relación entre “los de arriba” y “los de abajo” se ha modificado radicalmente. Ya no llama a estos últimos, como en el citado artículo del 1º de mayo, a guardar “la mecha” porque “la mecha ha de ser vir para otras cosas”, en obvia alusión al método de “la propaganda por los hechos”. Ahora plantea una relación de vida señorial que bien podía suscribir Miguel Cané. Habla así de “aquella democracia feudal de la estancia criolla donde el patrón debía ser el primer hombre de campo, y donde el peón apreciaba, mucho más que el jornal, el buen trato merecido; verdadero sistema de cooperación que armonizaba la más sincera simpatía hacia los humildes con la posesión natural del señorío”. Así lo veremos atravesar un extenso período de fuer te vinculación con el régimen conser vador, hasta que en la década del 20 va a pasar a posiciones que desembocarán en un nacionalismo antidemocrático, autoritario y militarista. Mucho se ha hablado por todo ello de la versatilidad política de Lugones, y sin duda que no pueden ignorarse esos virajes. Pero también es preciso prestar atención a cier tas líneas de continuidad o, mejor, a una línea de continuidad que recorre desde su anarco-socialismo de fines del XIX, su liberalismo desde entonces hasta los veinte y su nacionalismo autoritario hasta su suicidio en 1938. Y esta línea de continuidad –compar tida por vías distintas con Ingenieros- es su elitismo, es decir, su convicción de que siempre es función de una minoría (del talento, de la belleza, de la vir tud, de la fuerza, según los casos) dirigir a masas que deben ser guiadas o tuteladas ante su incapacidad para hacerlo. Esta actitud aristocrática, amasada con un “elitismo de ar tista”, es lo que encontramos cabalmente expresada una vez más en 1916, en ocasión del discurso que pronunció acerca de la muer te de Darío. Justamente, Darío ha sido el poeta absoluto y nada más que poeta. Y con una evidente alusión a El rey burgués –ese cuento de Darío al que nos referimos al hablar del modernismo-, Lugones agrega que por eso mismo “la gente” que pasa “resoplante bajo su saco de oro suele creerlo inútil porque canta”. Además, el ar tista superior, como modelo de vida, es aquél que no imita; sólo crea; es el que persigue “diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual”. Rubén Darío, por lo demás, renovó radicalmente el idioma castellano incrustándole la influencia francesa, dice Lugones, y este gesto debe saludarse porque con ello los países hispanoamericanos obtuvieron la independencia idiomática, que es la independencia espiritual de España. Y en este momento de su discurso, Lugones introduce de lleno el tema político vinculado con las posiciones ante la guerra en curso en Europa. “Amar a Francia –dice- es ya una obra de belleza”, pero además “la justicia de la humanidad es la justicia de Francia”. De allí que cuestiona “la miserable neutralidad de los pueblos que se llaman libres”. Vale la pena recordar que esa “miserable neutralidad” era la posición del gobierno de Hipólito Yrigoyen ante el conflicto bélico. En este momento de su producción, Lugones asume entonces una misión militante en contra de la neutralidad. Producto de dicha militancia son una serie de textos que pasaremos a analizar, pero antes repararemos en una producción de 1910 donde veremos el tipo de concepción de la nación, que irá variando hasta desembocar en los textos diferenciados de los años veinte.

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El libro en cuestión se titula Didáctica, y el tema no es ajeno a Lugones, quien durante el período 1900-1910 se ha desempeñado durante cinco años discontinuos como Inspector General de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial. El capítulo que allí nos interesa es el que se denomina “Enseñanza patriótica”. En él, la patria aparece definida más como una idea que como un hecho. De allí, que si el territorio y la raza son par tes constitutivas de toda idea de nación, ocurre que la raza, tal como Lugones la piensa, es más una realidad cultural que biológica. Por otra par te, no hay en la Argentina problema territorial, dada la generosidad con que ha sido dotada por la naturaleza. “Lo que nos falta –escribe Lugones- es educar esta masa humana, que apenas constituye un pueblo, y que como raza es un misterio todavía. De allí la impor tancia adjudicada a la escuela, en tanto institución encargada tradicionalmente de ‘la formación de las almas’”. La enseñanza que la escuela debe impar tir, reconoce en esta etapa de Lugones dos principios: la liber tad y la justicia. Se opone por eso (y aquí se producirá un giro en su pensamiento político) a toda empresa de conquista de países civilizados entre sí (porque –agrega- “sería excesivo aplicar respetos de patria a las tribus salvajes que no la tienen, así como negar la influencia civilizadora de algunas conquistas en regiones bárbaras”). Y se opone a dicha empresa dado que considera que ella forma par te del “concepto militarista de hacer patria”. Por el contrario, una nación se mide por el grado de civilización alcanzado, y la civilización se identifica con la realización de valores como la liber tad, la justicia y el trabajo productivo. Lo que entonces llama el “romanticismo militarista” lo considera par te de la civilización cristiana en decadencia. (El anticristianismo será un rasgo recurrente en las posiciones de Lugones y en su interpretación del curso de la historia universal. Volveremos sobre esto.) Y el militarismo es una idea negativa porque reposa también sobre un ideal de “argentinización antiextranjera y egoísta”. El militarismo, en suma, es una forma de “pesimismo práctico”, que estriba en la creencia vulgar de que el estado de guerra es natural. Y en este pasaje, Lugones establece una suer te de visión rápida de la historia universal, visión que –como ustedes verán- evoca completamente la concepción sobre la relación entre el gaucho y el poeta que hemos visto que pondrá en práctica en El payador. Así, la primera civilización es guerrera, un acto de fuerza, como la madera cor tada por el hacha. Pero a medida que la civilización avanza se va puliendo, “su labor tórnase estética”. Ése es el progreso, que sustituye la violencia por el ingenio. “Y la sociedad es una obra compleja, dirigida cada vez más por esa forma de ingenio que llamamos política, y cada vez menos por la fuerza militar”. El mejor tipo de argentino será entonces aquél que alcance el mayor grado de civilización. Y esta civilización consiste simplemente en parecerse a los demás seres humanos civilizados. Esto no significa que deba ser una copia total de aquéllos, porque un país en formación requiere un carácter nacional, que debe ser inculcado por la escuela. Dentro de este programa, otra vez la enseñanza y la uniformización del idioma resulta fundamental. Nuevamente puede verse en estas líneas, el papel preponderante que se le da a la palabra, y con la palabra, naturalmente, a quienes la fijan, la cultivan y formulan sus modelos; esto es, al escritor o, mejor, al poeta. La patria es para Lugones una cuestión de espíritu, y como el espíritu se manifiesta en el idioma, preser var la integridad del idioma es preser var la integridad de la patria. Reencontramos aquí la inquietud que vimos instalada hacia fines del siglo

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XIX en torno del libro de Abeille sobre el idioma nacional de los argentinos. Lugones manifiesta así su preocupación:

“La inmigración cosmopolita tiende a deformarnos el idioma con apor tes generalmente perniciosos dada la condición inferior de aquélla. Y esto es muy grave, pues por ahí empieza la desintegración de la patria. La leyenda de la Torre de Babel es bien significativa al respecto: la dispersión de los hombres comenzó por la anarquía del lenguaje”.

Este modelo de una república liberal restrictiva, abier ta a la influencia de los focos civilizados y recelosa de algunos costados de la inmigración, progresista y pacifista, proseguirá formando par te de su pensamiento durante el desarrollo de la gran guerra europea y así hasta ingresar en la década de 1920. Precisamente, durante la guerra publicará numerosos ar tículos destinados a la prensa argentina, especialmente al diario La Nación, desde donde difundió un comprometido apoyo a la causa de los aliados y contra la política oficial de la neutralidad. En 1917 reunió dichos ar tículos y los publicó en un libro con el título de Mi beligerancia. En él, las causas de la guerra son atribuidas a un exceso de militarismo y a la reemergencia de la barbarie encarnada en el germanismo. Francia aparece así como tierra de la liber tad, y esa distinción torna ineludible, a su entender, el apoyo activo a la causa de los aliados. Dicho de otro modo, la guerra no es una guerra de intereses sino un combate entre principios e ideales, y la Argentina debe tomar el par tido de aquÉllos que corporizan los ideales de la civilización. Pero a par tir del enfrentamiento bélico, Lugones enuncia otra vez una suer te de breve interpretación general de la historia universal que llama “mi teoría histórica”. Ella está construida sobre la base de su per tinaz anticristianismo. Porque el cristianismo –dice- es una de las tantas religiones orientales destinada a implantar “el dogma asiático de la obediencia, o derecho divino, o principio de autoridad”, que vino a quebrar la línea de la civilización occidental, greco-latina, que apunta siempre al logro de la liber tad individual. He aquí resumida esta versión lugoniana: “La civilización europea, de la cual formamos par te, habría consistido en una perpetua lucha de la liber tad pagana con el dogma asiático de la obediencia, que tomó a los bárbaros del Nor te como instrumento político para subyugar, destruyéndolo, al mundo romano”. Naturalmente, la Alemania de entonces sería la reencarnación de ese dogma de obediencia. Por fin, un ar tículo publicado en abril de 1917, titulado “Neutralidad imposible”, es altamente representativo del conjunto de argumentaciones que sustentan su posición pro aliada. Comienza por asumir que la guerra ha llegado a América, a par tir de la inter vención nor teamericana, y que por eso es aún más cuestionable toda política de neutralidad fundada en el resguardo de intereses nacionales par ticulares. Porque lo que está en juego es el valor supremo de la liber tad frente al despotismo encarnado en Alemania. “He creído necesario precisar –dice- la moral de la guerra, a fin de que se vea mejor cómo es, imperativamente, la misma para nosotros, y cómo nos obliga a ponernos de par te de los Estados Unidos”.

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Este apoyo a Estados Unidos coincide con las posiciones de entonces de Ingenieros, y en rigor con buena par te de la intelectualidad progresista, que argumentaba dicho apoyo no sólo en la oposición a Alemania sino también en el mensaje pacifista y democrático del presidente nor teamericano Wilson. Era la creencia de que se trataba de librar “la guerra para terminar con todas las guerras” y que el mensaje de Wilson era una expresión de aquellos valores morales. Inclusive Lugones no deja de percibir que en su propio discurso se está produciendo una variación que rompe con la representación tradicional del mundo yankee, que podemos rastrear desde fines del siglo XIX dentro de las elites argentinas y expandida a escala continental con la guerra hispano-nor teamericana. Como sabemos, aquella representación (que el Ariel recogió) asimilaba la cultura nor teamericana con los intereses económicos y las conductas pragmáticas, alejadas de todo lo que pudiera considerarse como valores espirituales. Pero en esa instancia –sigue Lugones- “los ‘mercaderes yanquis’, cuyo materialismo ha dado tanto asunto a la latinidad verbal, emprenden ahora una guerra idealista”. Esta posición pro nor teamericana, incluye asimismo una oposición a la política de los socialistas en general y de los revolucionarios rusos en par ticular, quienes a su entender ponen su interés par ticular sobre la razón y la justicia. De tal manera, la guerra ha agrupado por un lado a las democracias y por el otro “a las potencias de opresión”. Concluida la guerra, la prédica política de Lugones no cesará, pero la derrota de Alemania despeja el camino para que su crítica se centre en lo que pasa a ser el principal enemigo: el comunismo. En 1919 publica, dentro de esta campaña, un libro al que titula La torre de Casandra. La elección del título es una autocolocación de su figura político-intelectual, porque Casandra en la mitología griega era una sacerdotisa troyana a quien nadie creía no obstante la exactitud de sus anuncios. Lugones defiende así el acier to de sus predicciones y posiciones ante la pasada guerra. Así, fue uno de los pocos que no creyeron en el triunfo alemán, y aquí fue en lo único que coincidieron radicales y conser vadores. “El pueblo, como es natural, se equivocó junto con ellos”, dado que este pueblo estaba “envilecido por el lucro y ebrio con esa triste liber tad electoral”. Es interesante que reparemos en la nueva posición de Lugones, porque evoca a su modo la actitud del Ingenieros de unos años antes. Ahora Lugones ya no encuentra oídos receptivos dentro de la clase gobernante, ni de hecho ni de derecho. De hecho, porque el gobierno yrigoyenista no requiere los ser vicios del intelectual, y sobre todo del intelectual que es Lugones. De derecho, porque el propio Lugones se encuentra alejado del sistema de ideas y valores que el nuevo elenco gobernante expresa. Entonces, vemos que el intelectual Lugones adopta dos posiciones básicas. Por una par te, ésta que le vemos construirse como una moderna Casandra, que es la del “profeta clamando en el desier to”, la de una voz tan verdadera como escasamente escuchada. (Al llegar a la década de 1930, quien encarnará de manera paradigmática esa posición será Ezequiel Mar tínez Estrada.) De manera que cuando Lugones “mira hacia arriba”, hacia el Estado, encuentra unos personajes con los que no tiene nada que ver y con los que nada quiere saber. Cuando mira “hacia abajo” lo que está es ese pueblo ignorante, que hace que Lugones escriba “cuando el soberano no puede leerme, porque es analfabeto el infeliz para desgracia de mis pecadoras letras”. El escritor entonces sigue escribiendo, pero sabe que escribe para una minoría. Esta minoría ya no está tampoco entre los políticos, que han pasado

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a formar par te en bloque de un mundo de decadencia y mediocridad incapaz de ser por tador de los auténticos valores. Incluso la política como actividad, como práctica, le parece innoble, y por eso escribe en este libro: “yo no hago política ni la haré porque me repugna”. Esa minoría, en estos años, parece ser entonces una minoría abstracta, un lugar vir tual. Y Lugones, por consiguiente, aún no ha encontrado aquéllo que Ingenieros sí ha localizado en las juventudes idealistas, protagonistas de la reforma universitaria y del antimperialismo latinoamericanista. Lugones encarna entonces una figura que recorre el mundo de los intelectuales occidentales: un personaje en busca de una nueva jefatura intelectual y moral, de un nuevo sujeto capaz de dirigir un proceso nacional asentado en valores nobles. Sabemos que esa búsqueda parece terminar para él en los primeros años de la década del ’20, cuando decide que ese nuevo sujeto es el ejército argentino. Pero para que esa elección se torne argumentable, Lugones deberá haber variado algunos ejes de su visión ideológica, tal como veremos. De La torre de Casandra tomaré ahora el ar tículo con el que cierra el libro, para dejar a Lugones en este borde anterior a su pasaje a las nuevas posiciones. El ar tículo tiene un título arquetípico: “Ante las hordas”. Esta referencia a las hordas evoca otra vez las imágenes de Cané referidas a un círculo, a un grupo, asediado, amenazado por una eventual invasión. En la tradición occidental esa imagen evoca la amenaza y la invasión de los “bárbaros” penetrando en la civilizada Europa (en Grecia, en Roma...). Y en su presente, Lugones considera que esas hordas son ahora las masas comunistas o, como se decía en la época, las masas “maximalistas”. Para colmo, prevé (y en verdad su predicción es sorprendente) que la influencia comunista no tardará en llegar nada menos que a China, porque allí también impera “el espíritu colectivista”. Ese espíritu colectivista congenia más, a su entender, con la monarquía que con la república. “La dictadura proletaria (cito) es la sustitución de la dictadura nobiliaria bajo una misma tiranía permanente: ideal de esclavos que, como es natural, debía nacer en una autocracia militarista. Pues el socialismo, no hay que olvidarlo, es un invento alemán”. Frente a este peligro, la voz de Lugones clama por una estrecha alianza panamericana con el liderazgo nor teamericano, eso que sigue llamando “el americanismo wilsoniano”. Ésa debe ser la barrera opuesta a “las hordas”, a “las plebes siniestras”. Y hacia el interior de su propio país, Lugones enuncia algunas pocas medidas de reorganización económica destinadas a resolver problemas de justicia social, como cier ta redistribución de la tierra. Así, piensa, la Argentina podrá realizar la síntesis formidable entre “el idealismo latino de la liber tad” y “el realismo anglosajón”. Entre esas posiciones de 1919 y las de cuatro años más tarde publicadas en un libro ahora llamado Acción, ya se ha producido la modificación intelectual y política que conver tirán a Lugones en un referente del nacionalismo autoritario, en esos años aún lentamente en ascenso. Pero en este sentido, claramente no se trata de un itinerario personal, sino de representaciones políticas e intelectuales surgidas de un contexto nacional e internacional preciso. Este contexto es el mencionado de los años 1914-1918 y los inmediatos de posguerra, y sus características más generales ya han sido referidas con anterioridad. Ahora debemos agregar otro dato que va a ser de significativa relevancia en la radicalización hacia la derecha del pensamiento de Lugones, entre otros. Se trata de la situación económico-social de esos años, caracterizada por una crisis de inusitada severidad, que implicó un descenso notorio

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del salario real y un altísimo porcentaje de desocupación, calculado entre el 12 y el 19 %. Esta situación estaba combinada con una mayor permisividad por par te del gobierno radical hacia el movimiento obrero, de manera que la conflictividad social creció y se expresó en numerosas huelgas y movilizaciones. El punto crítico de ellas se alcanzó, como es sabido, en la llamada Semana Trágica de enero de 1919, con un saldo de numerosos obreros muertos durante la represión. Las clases dominantes y los sectores del orden vieron estos acontecimientos sobre el telón de fondo, o con las lentes de los sucesos que en Rusia habían desembocado en la revolución bolchevique. Comenzaron así a organizarse en agrupaciones nacionalistas y anticomunistas, como la Liga Patriótica, surgida al calor de los sucesos de la Semana Trágica. En ese contexto, la figura de Leopoldo Lugones le sumará al movimiento nacionalista su enorme prestigio de escritor nacional y un ámbito privilegiado de difusión de sus ideas. Vale la pena recordar al respecto, que la prédica ferozmente antiliberal del Lugones de los años 1920’s tiene lugar desde las páginas del diario La Nación. Es cier to también que su par ticular visión del proceso histórico y sus adhesiones teóricas (nietzschismo, alabanza del paganismo y denostación del cristianismo) harán de Lugones un personaje disonante con otros afluentes del nacionalismo de derecha argentino, especialmente dentro del nutrido contingente proveniente del catolicismo. Sea como fuere, ya en 1923 aparecen las primeras muestras contundentes del viraje ideológico que se ha producido en Lugones. Justamente en ese año pronuncia una serie de conferencias organizadas por la Liga Patriótica. En ese mismo año fueron agrupadas en forma de libro con el título de Acción y publicadas por el Círculo Tradición Argentina. De ellas, la que se titula “Ante la doble amenaza” sintetiza las nuevas adhesiones ideológicas de nuestro autor. La primera amenaza es la difusión del pacifismo (es decir, de aquello que pocos años antes Lugones había defendido y difundido). Este pacifismo conlleva una política de desarme o de no reequipamiento del ejército y la marina que puede resultar letal para la defensa de la soberanía nacional en un mundo que ha ingresado, a su criterio, en un período de paz armada. La otra amenaza reside en la presencia invasora de “una masa extranjera disconforme y hostil”. No se trata, prosigue, de desconocer el legado pro inmigratorio de los padres fundadores, pero sí de reaccionar ante esa extranjería activista que ha protagonizado las últimas grandes huelgas, trayendo desde afuera la discordia. “A la discordia la han traído de afuera”, dice y repite Lugones a lo largo de la conferencia. Y si esto es así, ello significa -y este razonamiento es estratégico en su alocución- que no hay guerra civil en la Argentina, sino una guerra nacional contra esos extranjeros. Y esto for talece un argumento xenófobo y de legitimación de los verdaderos “dueños de la patria”. Cito a Lugones:

“La condición de ciudadano compor ta dominio y privilegio para administrar el país, porque éste per tenece exclusivamente a sus ciudadanos, en absoluta plenitud de soberanía. Nosotros ejercemos el gobierno y el mando. Somos los dueños de la constitución. Del propio modo que la dimos, podemos modificarla o suprimirla por acto exclusivo de nuestra voluntad. [...] Su residencia [de los extranjeros] es siempre condicional respecto a su so-

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beranía, mientras que ésta no lo es respecto a ninguna voluntad extranjera. Somos los dueños del país. Y de tal modo, si sólo quedáramos mil argentinos entre diez millones de extranjeros residentes, seríamoslo sin duda; porque cuando esto dejara de suceder, el hecho revelaría que el pueblo argentino había también dejado de existir bajo una dominación extranjera”.

Ante esta doble amenaza, el recurso salvador pasa por un acto de fe nacionalista, por la reactivación del patriotismo como religión. “Tenemos –proclama Lugones- que exaltar el amor de la Patria hasta el misticismo, y su respeto hasta la veneración”. Una manera de mostrar ese patriotismo es adoptar medidas de expulsión de quienes propagan las ideologías comunistas. La consigna no puede ser más clara: “Tenemos que afrontar virilmente la tarea de limpiar el país, ya sea por acción oficial, ya por presión expulsora, es decir, tornando imposible la permanencia a los elementos perniciosos, desde el malhechor de suburbio hasta el salteador de conciencias”. Y es preciso criticar a esos argentinos pudientes que como muestra de falso humanitarismo han contribuido con dinero para socorro de los hambrientos de Rusia, pero permanecieron insensibles cuando “nuestra peonada obrajera del interior sucumbía al hambre, la miseria y los contagios”. Pasa luego, dentro del estilo oratorio y retórico de época, a saludar a cada una de las provincias argentinas y algunos de sus grandes hombres. Llama la atención que aún permanecen en su ideario patrio los héroes del panteón liberal. Rivadavia, Sarmiento, Mitre. Ya no llama tanto nuestra atención que al final convoque a los presentes a un juramento patrio, y que al hacerlo diga que “en este instante siento que todo el país jura por mi boca”... Un señalamiento final sobre otro contenido de este discurso. La explícita alabanza del régimen fascista: “Italia acaba de enseñarnos cómo se restaura el sentimiento nacional bajo la heroica reacción fascista encabezada por el admirable Mussolini”. Al año siguiente, a estos pronunciamientos Lugones le sumará el hallazgo del nuevo sujeto político destinado a recomponer una nación que ve desquiciada por estas amenazas. Como se sabe, se trata del célebre “Discurso de Ayacucho”, con el cual se refiere al que pronunció en Lima en 1924, y como par te de la comitiva oficial, en conmemoración de la batalla de ese nombre que puso fin al dominio español sobre estas tierras de América. Su frase más conocida y citada es la que dice: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Esto significa que las fuerzas armadas tienen que hacerse cargo de salvar la contradicción que aparece en nuestros países entre la autoridad y la ley. La ley es el conjunto de las constituciones liberales del siglo XIX, pero ocurre que ese sistema –dice- está caduco. Entonces se impone lo que considera la solución necesaria: “El ejército es la última aristocracia, vale decir, la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica”. Lugones ha encontrado aquello en cuya busca había par tido en la inmediata posguerra: una nueva jefatura política. Junto con estas posiciones autoritarias, antidemocráticas y circulantes dentro de un discurso nacionalista integrista, el punto de mira más general de Lugones se encuentra transformado. Esto aparece claro en su libro La organización de la paz, de 1925. Aquí cuestiona al antes admirado presidente

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Wilson (que ahora ha pasado a ser el jefe del “cristianismo wilsoniano”) y al proyecto de la Liga de las Naciones. Dar votos a los países débiles en el concier to internacional es, a su juicio, tan erróneo como darlo a los individuos débiles en los comicios nacionales. Porque los débiles son más que los fuertes y, de ese modo, la democracia es un régimen que empuja a la decadencia. Este sistema es propio del cristianismo, con su cultura de la piedad, “que lleva dos mil años de fracaso ante la vida incomprensible e inexorable”. Por el contrario, lo que la guerra ha demostrado es que no ha triunfado la democracia sino la fuerza, es decir, la vida; la vida que es “incomprensible e inexorable”. En general, lo que vemos aquí es que el trasfondo ideológico que subyace a las nuevas posiciones lugonianas remite al vitalismo, esto es, a ese conjunto de las llamadas “filosofías de la vida” que emergen en Alemania hacia fines del siglo XIX y principios del siglo pasado, con nombres de la talla de Dilthey o Simmel pero también de Nietzsche, cuya presencia en Lugones parece innegable. Estas filosofías tienen en común una posición antiintelectualista, en el sentido de que el intelecto, la razón, es incapaz de captar la verdadera esencia de la realidad, que es una realidad fluyente y vital. Podemos entonces reflejar el texto de Lugones: “La vida no es creyente ni racional, sino instintiva y misteriosa en su evolución, cuyo origen, dirección y finalidad -si alguna tiene- ignoramos”. Y obser ven en la continuación de la cita el modo como Lugones ar ticula esta visión vitalista con sus posiciones políticas: “La pretensión humana de adecuar la vida a conceptos metafísicos fracasó con la teología. Ahora fracasa con el racionalismo, creador de la democracia”. De este modo, Leopoldo Lugones aparece incluido dentro de la crisis del liberalismo, y creo haber podido mostrar que su pasaje a posiciones antiliberales lo coloca en un campo ideológico amplio y en expansión en la década del 20, que hemos visto formar par te en términos generales de los mensajes de “la nueva sensibilidad” or teguiana, espiritualista y antipositivista. También el culto de la acción, el activismo y el decisionismo presentes en Lugones forman par te de las nuevas constelaciones ideológicas de la década de 1920. Llegado el año de 1930, Lugones verá arribada la hora de poner en práctica sus ideas, estrechamente asociado al golpe de ese año encabezado por el general Uriburu, cuyo mensaje de asunción se dice que fue redactado por nuestro escritor. De hecho, cuando poco antes del golpe publicó su nuevo libro La patria fuer te, ese libro fue editado por el Círculo Militar. A estas adhesiones seguirá el desengaño del fracaso del régimen de Uriburu. En los últimos años de su vida, revisa sus posiciones anticristianas y se acerca al catolicismo. En febrero de 1938 se suicida con cianuro en el recreo El Tropezón del Tigre. Las causas de esta determinación siguen siendo objeto de polémica.

4.3. La crisis del 30: ensayística y surgimiento del revisionismo histórico La ensayística El año 1930 es considerado un período de viraje en la historia argentina. El golpe de Estado encabezado por el general José Félix Uriburu es el dato más notorio para avalar esa consideración, teniendo en cuenta que se trataba de la primera vez desde 1862 que se interrumpía por vía de la fuerza la

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sucesión constitucional del orden presidencial. Junto con ello, la década que con ese hecho se inauguraba, ha quedado configurada en la representación de los argentinos con la caracterización que de ella formuló un periodista nacionalista: “la década infame”. La “infamia” de la “década infame” residiría para esa mirada en la práctica sistemática del fraude electoral, la corrupción instalada en esferas estatales, la “entrega” al “imperialismo británico”; la desocupación que siguió a la crisis económica mundial desatada en 1929 (que algunos estimaron hasta en un 28%), etcétera. No obstante, hoy la historiografía tiende a reconsiderar esa valoración global de la década, al menos en dos direcciones. Por un lado, no ocultar bajo ese mote aspectos novedosos y creativos generados en esa década; y segundo, preguntarse qué elementos realmente novedosos per tenecen a ese período y cuáles en realidad son un legado que proviene de momentos anteriores. Yendo a nuestro campo de análisis, podemos decir que en el plano cultural un rasgo reconocido largamente en la década es la productividad alcanzada por el ensayo de autointerpretación, cuyo máximo exponente canonizado es Radiografía de la pampa, de Ezequiel Mar tínez Estrada. Hemos visto en otros momentos culturales la existencia del ensayo como género a par tir del cual los argentinos tendieron a interpretar su situación, y en rigor podemos establecer una cronología que abarcaría el ensayo romántico (con el Facundo de Sarmiento como producto cumbre); el ensayo “científico” de matriz positivista (Ingenieros, Bunge); el ensayo modernista (Rodó, Lugones), y –hasta donde nos interesa- el ensayo construido desde las matrices de la “nueva sensibilidad”. Para caracterizar rápidamente a este tipo de ensayística se la ha filiado a par tir de lo que sería su “método” de abordaje de la realidad nacional, y a este abordaje se lo ha caracterizado como “intuicionismo ontológico”. Esto es, ahora el intelectual se posiciona frente a la realidad dispuesto a detectar su esencia a través de una suer te de “visión” inmediata (precisamente, el verbo intuire en latín significa “ver”). Este abordaje entonces ya no recurre al intelecto, al razonamiento, según el modelo de la cultura científica, sino a una potencia de la conciencia habilitada para captar la realidad en sí misma, dentro de una constelación de ideas que forman parte de la reacción contra el positivismo. Y bien: a lo que quería llegar era a determinar, a par tir de esta breve aclaración, que el ensayo prototípico de la década del treinta, Radiografía de la pampa, se inscribe dentro de estas características, pero –como se ha vistoestas características han sido elaboradas en el período anterior. De hecho, es en la década del veinte cuando aparecen escritos y ensayos de intelectuales extranjeros que así reflexionan sobre la realidad americana. Or tega y Gasset publica varios ar tículos en esta dirección (“Car ta a un joven argentino que estudia filosofía”, 1924; “Hegel y América”, 1928, “La pampa ... promesas”, 1929); el alemán Hermann Keyserling, que en 1929 visita la Argentina, las Meditaciones sudamericanas. Incluso un ensayo que es considerado prototípico de la década del 30 como El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Or tiz, que, en realidad, cabe perfectamente dentro de los cánones generados en los veintes a par tir de las vanguardias literarias. Estas consideraciones tienden a aler tar acerca del cuidado que es preciso adoptar cuando se realizan periodizaciones, en este caso, en el ámbito de la historia de la cultura. De todos modos, Radiografía de la pampa, de 1933 (así como Historia de una pasión argentina, publicado poco después por Eduardo Mallea), tienen rasgos que resultan, creo, par ticulares de la ensayística de los

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años treinta. Podríamos decir, para ampliar el panorama, que una buena parte del ensayo científico o positivista estuvo dedicado a principios del siglo pasado, a dar cuenta de lo que se percibía como “los males latinoamericanos”. Estos males fueron visualizados sobre el trasfondo ofrecido por la exitosa experiencia nacional de los Estados Unidos de América. Entonces, la pregunta que anima aquellos ensayos científicos es ¿por qué aquí no ocurre lo que sí ocurrió en el Nor te? Sabemos que muchas de las respuestas van a estar orientadas en clave racial, y en ese sentido el pronóstico argentino no fue tan pesimista como el de otros intelectuales hispanoamericanos de países donde el fondo indígena subsistente era realmente mucho más considerable. Pero además, la experiencia argentina –como vimos- generaba sin duda en las elites algunas dudas y temores, pero en general podía exhibir una serie de éxitos, sobre todo al cotejarla con otras experiencias hispanoamericanas. Ahora bien: al arribar a la década del 30 las nuevas elites intelectuales están en el seno de un proceso nacional que por primera vez en más de medio siglo ha experimentado severos impactos. Uno de ellos (y no el menor), es que la Argentina ha perdido los beneficios de su anterior colocación en la división internacional del trabajo como producto de la gran crisis económica, que está redefiniendo un nuevo mapa económico mundial. Dicho sea de paso, si se miran los registros económicos, se comprueba que la Argentina es uno de los países que más rápidamente van a salir de la crisis y, sin embargo, parecería ser que los contemporáneos de la misma la vivencian con mayor gravedad. Pero esto no hace sino ilustrar los recaudos por adoptar y las dificultades para medir las sensaciones de bienestar o malestar de una sociedad en determinados períodos históricos. En el caso que nos ocupa, en principio podría decirse que la crisis que se produce es mucho más que económica. En rigor, es una crisis que afecta autoimágenes argentinas largamente construidas. Afecta sin duda a la creencia argentina en la excepcionalidad de este país y a su destino de grandeza; rasgos que fueron señalados en la ensayística de principios del siglo por un miembro de la elite conser vadora como Juan Agustín García en sus estudios de psicología social. Y afecta material y simbólicamente las expectativas reales e imaginarias depositadas en la movilidad social ascendente. La Argentina entonces es construida en esa ensayística del 30 como un país que ha perdido el nor te, y que debe arreglar cuentas con su propia conciencia. Se trata entonces de ensayos que se preguntan por las razones de esa crisis (¿dónde está la culpa?), que suelen deslizarse hacia temas de identidad nacional (¿qué somos, cómo somos los argentinos?). Para tramitar esas preguntas se van a elegir distintas estrategias. En el caso de Radiografía de la pampa, Mar tínez Estrada des-historiza la realidad nacional, es decir, la descripción de los distintos fenómenos que conformarían la esencia de la Argentina adoptan la forma de estructuras naturales, de capas geológicas que en cada instancia repiten lo mismo, y lo que repiten es una suer te de eterno retorno de males que definen un país sin alternativas, sin destino. Desde su comienzo, se nos muestra que el nuevo mundo descubier to por los españoles “había nacido de un error, y las rutas que a él conducían eran como los caminos del agua y del viento”. En ese nuevo mundo, la futura Argentina es Trapalanda, una ciudad de oro macizo que los conquistadores imaginaron pero que nunca existió. Beatriz Sar lo ha escrito al respecto en Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930: “El estupor de los años treinta habita debajo de la seguridad omniexplicativa:

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tanto las modalidades políticas como las costumbres privadas parecen haber sido invadidas por el Mal. Para Mar tínez Estrada la sociedad es irredimible y por eso su voz es la de un profeta que se sabe clamando en el desier to”. El libro se cierra sintomáticamente retomando la polaridad sarmientina entre civilización y barbarie, pero con la confesión de un fracaso. Porque la civilización consistió en la aplicación de una serie de disfraces (las palabras “disfraz”, “simulacro”, “espejismo”, “caricaturas” abundan en el libro), en la adopción de formas externas de lo europeo. “Y así (cito de Radiografía...) se añadía lo falso a lo auténtico. Se llegó a hablar francés e inglés; a usar frac; pero el gaucho estaba debajo de la camisa de plancha”. “Lo que Sarmiento no vio –concluye Mar tínez Estrada- es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muer tos.” León Sigal ha sintetizado este tema diciendo que el libro que comentamos revela “la persistencia de la barbarie, de su normalidad, la vida secreta y poderosa que sigue teniendo, junto con el fracaso de los proyectos fundadores que de ella resulta”. Esa realidad profunda ocultada por apariencias es uno de los elementos centrales a través de los cuales Eduardo Mallea escribe la citada Historia de una pasión argentina. No podemos entrar en su consideración, pero sí nos sir ve para señalar que nuevamente encontramos esa dicotomía, que en Mallea se expresa en una “Argentina visible” y otra invisible, y sobre todo para remitir esta dicotomía a esa figura que hemos visto aparecer en las conferencias de Or tega y Gasset, que a su vez remiten a la relación entre las formas y su expresión. En la década del 20, el dominicano Pedro Henríquez Ureña –que residirá en la Argentina- había dado a conocer un libro de título pirandelliano: Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Se trata entonces en todos estos casos de la creencia de una realidad esencial, americana o nacional, que no alcanza a encontrar su auténtica expresión, la manera correcta de fenomenizarse, de aparecer de una manera en que la apariencia guarde correspondencia con su esencia.

Un libro fundador del revisionismo histórico Es notable, pero cuando de esta ensayística de los años treintas vamos a otro género, a par tir del cual se trata de dar cuenta de la pérdida del rumbo argentino, nos encontramos con moldes categoriales análogos. Me refiero a la producción de uno de los fenómenos más notorios de esa década en el campo cultural: la emergencia del revisionismo histórico. En su caso, se acude a la historiografía para explicar aquella pérdida, y entonces se va a elaborar una versión de gran éxito de allí en más: en la Argentina existe una “historia oficial”, que ha sido elaborada por los vencedores o por los dueños del poder, y esta historia oficial ha ocultado a la historia verdadera, a la historia real, a la historia profunda y esencial. La historia argentina oficial es así (y ése será el título de un libro revisionista) la historia falsificada. Otra vez, entonces, el tema del disfraz, de la máscara, del ocultamiento y –en el caso del revisionismo- de una idea conspirativista de la historia: existen fuerzas ocultas pero poderosas que maquinan modos permanentes de perjudicar al país y desviar su destino de grandeza.

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Veamos ahora, entonces, el texto fundador de esa tradición historiográfica. Se trata del libro La Argentina y el imperialismo británico, de los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, aparecido en 1934. Estos escritores habían sido par te fundamental de una experiencia periodística de fines de la década anterior. El 1º de diciembre de 1927 había aparecido el periódico La Nueva República, cuyo director era precisamente Rodolfo Irazusta y su secretario de redacción otro notable escritor nacionalista: Ernesto Palacio. La prédica del periódico es profundamente antiirigoyenista, y este movimiento nacionalista va a apoyar activamente el golpe de 1930. Suele repetirse que el general Uriburu era un lector atento de La Nueva República. Se trata de un nacionalismo elitista, con marcas explícitas de entronque con la vieja línea del pensamiento reaccionario y conser vador post Revolución Francesa. Los hermanos Irazusta valoran mucho a Edmund Burke, un notable intelectual inglés que en 1790 escribe Reflexiones sobre la Revolución Francesa, que es un libro de denuncia del proceso francés y de denuncia, podría decir, de los males de la modernidad en la política. Esto es, el señalamiento de las consecuencias, a su entender catastróficas, a par tir del momento en que una sociedad decide sustituir el criterio de legitimidad del antiguo régimen, fundado en la monarquía, por el nuevo criterio de legitimidad fundado en la soberanía popular. Los hermanos Irazusta –dicho sea de paso- han hecho una muy provechosa experiencia intelectual en Europa; y ello explica el carácter destacado de sus inter venciones, en donde suelen remitir en el fondo al republicanismo clásico y donde insisten, una y otra vez, que república y democracia no son sólo diferentes, sino antinómicas, puesto que “la nueva república” en la que piensan es una república aristocrática. Su programa es claramente elitista, antiliberal y nacionalista al colocar a la nación como eje ar ticulador de todo su pensamiento. En el número 13 de La Nueva República, del 5 de mayo de 1928, Ernesto Palacio define un cier to programa de este nacionalismo:

“El nacionalismo persigue el bien de la nación, de la colectividad humana organizada. Considera que existe una subordinación necesaria de los intereses individuales al interés de dicha colectividad y de los derechos individuales al derecho del Estado. Esto basta para diferenciarlo de las doctrinas del panteísmo político, las cuales se caracterizan por el olvido de ese fin esencial de todo gobierno: el bien común, para sustituirlo por principios abstractos: soberanía del pueblo, liber tad, igualdad, redención del proletariado. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden, autoridad, jerarquía.”

Debemos notar, antes de ingresar en el tratamiento del libro de los hermanos Irazusta de 1934, que en la época de La Nueva República los nacionalistas –como señala Zuleta Álvarez- no postulaban el revisionismo histórico ni la reivindicación de Rosas como par te fundamental de su programa cultural y político. Sí expresan dos sentimientos que formarán par te de la base, del suelo sobre el cual seguirán elaborando el edificio revisionista. La crítica a Inglaterra y a lo que llaman “la oligarquía argentina”, que resultan impen-

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sables la una sin la otra. Porque, argumentan, el hecho que explica la penetración e intromisión inglesa en los asuntos argentinos es su asociación con una clase que ha claudicado en sus funciones de clase dirigente, de una elite que con su dependencia viene a sancionar la dependencia del propio Estado argentino. Y con ello, podríamos decir, la nación no es en realidad una Nación, sino una factoría, un remedo de nación, una apariencia (otra vez) de nación. Veamos ahora La Argentina y el imperialismo británico, cuyo subtítulo es Los eslabones de una cadena. 1806-1933. Este subtítulo es impor tante porque el texto está dividido en tres par tes (las dos primeras se supone que las escribió Julio y la tercera Rodolfo Irazusta). Las dos primeras son el análisis del pacto Roca-Runciman, firmado en 1933. En ese pacto la Argentina paga tributo para seguir manteniendo cier ta cuota de su comercio exterior, fundada en la expor tación de bienes agropecuarios y fundamentalmente de carne hacia el Reino Unido. El tercer capítulo se llama “Historia de la oligarquía”. Lo que los Irazusta están tratando de demostrar es que el pacto Roca-Runciman, que consideran gravoso para los intereses nacionales, en realidad es una consecuencia necesaria del accionar de una clase social que ha pasado de ser una aristocracia para degenerar al conver tirse efectivamente en una oligarquía. Se ha pasado entonces del gobierno de los mejores, según los criterios de un republicanismo aristocrático, simplemente al gobierno de los pocos. Para explicar este proceso recurren entonces al género historiográfico, que los guía en la reconstrucción de la totalidad de la historia argentina, con el objetivo de mostrar que lo que acaba de ocurrir no es más que una consecuencia de movimientos históricos anteriores, que reposan sobre un sector de la sociedad que ha abandonado su misión de efectiva clase dirigente. Lejos entonces de lo que podría suponerse, en el sentido de encontrar sobre todo una fuer te impugnación a Inglaterra, de lo que se trata es de abrir un juicio a esta clase dirigente argentina que no ha estado a la altura de las circunstancias como clase dirigente. Dos intelectuales, convencidos de que la historia depende sobre todo de las elites, elaboran una explicación acerca de esta claudicación. Podría decirse que aquí retornan viejos temas que hemos visto: aquella sospecha de Miguel Cané, de Lucio V. López y de otros, acerca de que la clase dirigente argentina decae, que está inficionada de valores que no son los valores republicanos y aristocráticos, de una clase dirigente que ha perdido su legitimidad. Y éstos se miden en función de su capacidad de defensa de los intereses nacionales. Y el juicio resulta severo porque los Irazusta se encuentran con una clase nacional que no está en condiciones de defender los intereses nacionales. La historia encargada de dar sentido y ofrecer una explicación será una historia política, que es aquélla donde los hermanos Irazusta piensan que se inscriben las determinaciones capaces de modificar las sociedades y la historia. Existen al respecto referencias explícitas e implícitas al decisionismo, entendido como la imposibilidad de apelar a estructuras trascendentes a la propia decisión política y a las cuales recurrir para fundar y legitimar un orden. Lo único que sostiene la decisión es la decisión misma, es un acto autofundado. Por ello, no escriben una historia económico-social al modo como la estaban practicando los socialistas, los comunistas, los marxistas, quienes van a explicar una situación de dependencia respecto de Inglaterra fundada en un razonamiento que busca en la economía las reglas de inteligibi-

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lidad del proceso histórico. Además, el ejercicio mismo de la historiografía es una función política. En su Ensayo sobre Rosas, de 1935, Julio Irazusta lo expresa acabadamente: “Es casi inevitable -escribe- hacer política cuando se hace historia. El que no se ha formado un criterio definido sobre la política de un país, difícilmente podrá comprender los fenómenos históricos del mismo”. En otras palabras, lo que los hermanos Irazusta dicen es que el escándalo que acaba de ocurrir con la firma del tratado es un escándalo político. Y lo es porque el sector gobernante ha puesto sus intereses agroexpor tadores por encima del bien común. Pero no porque la economía agroexpor tadora en sí resulte cuestionable. En realidad, en el libro se dice que sería conveniente para la Argentina contar con cier to desarrollo industrial, sobre todo para crear fuentes de trabajo, pero con una “tendencia a la armonía económica entre la manufactura y los productos fáciles del agro argentino”. O sea, que en este terreno no van más allá de la concepción del ministro Federico Pinedo, ese ex socialista que forma par te del Par tido Socialista Independiente y que termina formando par te del gobierno del general Justo. Es él quien comienza cier to proceso de sustitución de impor taciones, pero expresando que frente a la caída de los términos que regulaban el mercado internacional, al lado de la rueda mayor agropecuaria argentina tiene que crearse una “rueda menor” industrial, es decir, la industrialización aparece no como un proyecto estratégico o dominante, sino como acompañando los efectos más gravosos de la crisis, junto con el mantenimiento del predominio de la economía agroexpor tadora tradicional. Un punto de par tida de la argumentación de los Irazusta reside en el postulado de que la Argentina es “un país que no depende de ningún otro”, y que por eso puede encarar con serenidad la perspectiva de las más peligrosas coaliciones y mantener su independencia. Si esto fuere así, esto es, si no existen razones geopolíticas o económicas que determinen el establecimiento de relaciones de dependencia con otras naciones, pero al mismo tiempo el pacto Roca-Runciman viene a develar esa relación de dependencia respecto de Gran Bretaña, la explicación a esa asimetría debe buscarse, otra vez, en el terreno de la política. O mejor dicho, de un determinado tipo de política, tipo de política que no nace con el pacto recientemente firmado, sino que se hunde tan lejos en el pasado nacional que en rigor se confunde con la configuración misma de la Argentina. Y decir que se identifica con la configuración misma de la nación, significa, para los Irazusta, que se identifica con el momento fundacional de la Argentina liberal. Ese momento lo colocan en el período rivadaviano y más específicamente en 1825, año en que Rivadavia firma el pacto con Inglaterra para el pago de la deuda. Establecen así una filiación entre aquel pacto y el presente, y esa filiación es eminentemente política, tal como lo vemos en la siguiente cita: “es por fidelidad a un hecho político, no a un principio económico, que el tratado de 1933 continúa el de 1825. En efecto, es la dependencia argentina de Inglaterra, no la liber tad de comercio, lo que ambos establecen”. Y si ésa es la consecuencia del tratado de entonces, lo que ellos consideran la base del error de Saavedra Lamas (el ministro de Relaciones Exteriores argentino en aquel momento) nos ilustra muy precisamente acerca de aquella prioridad acordada por nuestros autores a la política. Ya que el error de Saavedra Lamas consistió en creer que “la política de los países es materia para la teorización jurídica, y no que la teorización jurídica sea el instrumental de la política”. Y esta afirmación

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desemboca en un enunciado de características generales o programáticas: “En lo referente al crédito exterior se puede asegurar que la política rige a la economía.” Sobre ese razonamiento se instala la impugnación fundamental, que es el enjuiciamiento a una elite que no ha estado a la altura de los intereses nacionales. Y para dar cuenta de este defecto, La Argentina y el imperialismo británico apela a una serie de argumentaciones que en realidad pueden rastrearse hasta en la generación del 37. Se trata de impugnaciones de corte romántico-populista que cuestionan el conocimiento abstracto, libresco, de la realidad. Para designarlos, Napoleón Bonapar te había acuñado una expresión: son los idéologues, los “ideólogos”, esto es, intelectuales a quienes su doctrinarismo, su teoricismo, el ejercicio de su razón abstracta, ajena a la experiencia, los aleja de la realidad, los aleja de la verdadera realidad. (Otro término que formará par te del léxico populista posteriormente, y que vamos a encontrar en autores como Ar turo Jauretche o Hernández Arregui, es uno análogo tomado de la tradición rusa: intelligentzia.) Los Irazusta toman en un pasaje, como ejemplo de este saber abstracto, al introductor de la reformas borbónicas, modernizadoras, en el mundo hispano colonial: Carlos III, caracterizado como el que aplicó “la ideología a la cosa pública”. La característica más notable de este sector o de este “tipo” humano y político es precisamente su “impermeabilidad a las luces de la experiencia”. Sobre la base del señalamiento de ese error de Rivadavia, que trataba de fundar instituciones perfectas y no una gran nación, se reinstala entonces la contrapar tida positiva: don Juan Manuel de Rosas, “un hombre que sobre tener el arrastre popular de los caudillos provinciales y el patriotismo inflamado de un San Mar tín o un Dorrego, tenía tan férrea voluntad para el bien de la Patria como los rivadavianos para el mal, y era más inteligente y culto que todos ellos juntos”. Más culto en el sentido de que “no era pueblerino como Rivadavia, sino hombre de campo que sabe cómo se ata una carreta”. En La Nueva República del 31 de enero de 1927 Rodolfo Irazusta escribió un ar tículo, del cual el siguiente párrafo es útil para entender algunas de las matrices más profundas de esta estructura de pensamiento. Dice así: “En todas las grandes civilizaciones el médico o el curial han sido subordinados del señor agrario, que la naturaleza de las cosas ha hecho para dirigir y gobernar [...] La democracia odia la riqueza con nombre, que honra y obliga a su posesor, que establece la natural jerarquía. Prefiere el capital anónimo, el dinero vagabundo y sin entraña”. Queda así instalada una tipología para caracterizar dos tipos de elites: una, denostada por los Irazusta, que es la de los letrados abstractos y librescos, y otra, la alabada, conformada por los hombres dotados de un saber práctico y capaces de instalar una correcta relación entre clase dirigente y pueblo. En cambio, el predominio del “tipo rivadaviano” va a determinar que “el patriciado argentino” desaparezca de la vida pública como factor preponderante, y entonces “el principio aristocrático de los ser vicios prestados al país es sustituido por el favor del extranjero”. Lo que ven renacer entonces desde su propio presente de los años 1930 es justamente ese “tipo rivadaviano”, tipo tanto más peligroso para los intereses nacionales en la medida en que ese presente es una época en que el mundo experimenta una formidable ruptura económica debido al peso de la crisis y al resurgimiento de los nacionalismos y los imperialismos. De allí, la necesidad de lanzar un grito de aler ta, y ese grito tiene la forma de la memoria histórica: para los Irazusta

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es preciso recomponer el hilo de la historia de la dependencia argentina, que se identifica con la historia de esa aristocracia devenida oligarquía, que va a ser la historia misma del liberalismo argentino. Es preciso, entonces, rehacer la verdadera historia, ya que el liberalismo no sólo construyó materialmente una historia opuesta a los intereses nacionales, sino que luego construyó un relato historiográfico destinado a autojustificarse, y, por ende, ese relato debía resultar falso. Ya “esa montaña de errores” que se llama Rivadavia ha sido escamoteada por esa historiografía. Esa tarea de falsificación no ha sido por lo demás sólo un recurso librado a la retórica y al relato. Ha habido –dicen- una falsificación literal, material, decidida en el ocultamiento de documentos. Lean la siguiente frase del libro: “Andrés Lamas (abuelo de nuestro canciller) expurga los archivos históricos”. Aquí la continuidad de la traición se ha conver tido ya en una continuidad de familias, de linajes. Por eso, es que para responder a la pregunta del por qué del tratado Roca-Runciman (al que Jauretche llamará desde su óptica nacional-populista “el estatuto legal del coloniaje”), los hermanos Irazusta consideran necesario reconstruir la historia de la oligarquía argentina. Es esa historia la que ha desembocado en el desventajoso tratado con Gran Bretaña, porque “la posición de nuestros recientes negociadores –dicen- estaba determinada por la historia”. Y –como vimos- esa historia comienza antes de 1852, antes de Caseros. Está dicho explícitamente, y de un modo que ilustra cierta matriz del pensamiento de los Irazusta: “”En cuanto es posible fijar con precisión el nacimiento de los seres morales, la oligarquía argentina vio la luz el 7 de febrero de 1826”, con la presidencia de Rivadavia. Porque –y esto es impor tante- Rivadavia encarnó el progreso, impulsó el progreso, pero ocurre que el progreso resultó opuesto a la independencia, a la soberanía nacional.

Rivadavia estaba dispuesto a sustentar avances en el terreno civil y económico “que le parecían más importantes que “la existencia política de la nación”. “Aquellos hombres cultísimos –prosigue el libro-, que habían impuesto despóticamente el progreso, provocaron la ruina de la patria”. Ésta es una clave de la interpretación de los Irazusta.

El libro termina diciendo: “dada la historia que hemos narrado, el empleo de los oligarcas en la diplomacia era lo menos indicado, y su compor tamiento difícilmente podía diferir del que ha sido”. Es decir, es una clase que ha desviado su destino nacional y el pacto es una consecuencia de esa traición de la clase dirigente. De ahí en adelante el mensaje es claro: se trata de localizar una nueva clase dirigente que, desde la política, reinstale criterios de soberanía nacional. Uno podría decir: es una reflexión sobre las elites que se distingue claramente de la argumentación populista, Acá no hay ningún reclamo a las masas, ni ningún reclamo de reconocimiento de las masas, como sí lo va a haber en el nacionalismo populista de Jauretche. Acá se trata de una clase dirigente que se ha separado de los intereses nacionales. En el caso del nacionalismo populista es una clase dirigente que se ha divorciado de los sentimientos populares y de los intereses populares.

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Por fin, lo que los argentinos conocen en el presente es así “la historia falsificada por los emigrados y difundida por los maestros exóticos de reciente impor tación”. Aquí puede verse cómo se construyen dos enemigos de la visión nacionalista: los “unitarios”, los letrados abstractos y antinacionales, por una par te, y la inmigración por la otra. De la conjunción de estos males es fácil inducir la figura que encarnará al anti-Rosas, y por consiguiente al candidato en ascenso para ser el depositario de todos los males nacionales: Domingo Faustino Sarmiento, esa –dicen- “caricatura de Estados Unidos, pero despojada de orgullo, de potencialidad, de ambición”. La sustitución de la aristocracia por la oligarquía trajo así como consecuencia la promoción de diversas medidas y estrategias reñidas con la verdadera nacionalidad: la enseñanza laica, el anticriollismo, el antihispanismo, el privilegiamiento de las ciudades frente al campo, el predominio de los políticos profesionales. De allí que el libro alcance su realización cuando obser va esos antivalores formando par te de la constelación de ideas y creencias de Julio Roca (h), jefe argentino de la delegación negociadora con Runciman. “El jefe de nuestra delegación –leemos en el libro de Julio y Rodolfo Irazusta- renegaba de la tradición colonial y del período del gobierno rosista, como si creyera que en el primer caso no había Estado argentino y que, en el segundo, el gobierno estaba idealmente repar tido entre los emigrados residentes en Chile, Uruguay y Brasil. No podía pues decirles a los ingleses que su deseo de inver tir capitales en nuestro suelo era anterior a ningún llamado, puesto que desde temprano dieron famosos aldabonazos en nuestra puer ta, y al fracasar con los cañones volvieron con la sonrisa, sin condiciones de ninguna especie”. Quedaría así propuesta una lectura de la historia argentina que inver tía el panteón de la historiografía liberal y que se fundaba sobre otros valores que los de esa tradición. La historia había sido, así, revisada y explícitamente instalada en el centro de un debate político. Hacer historiografía es entonces una función política, a veces casi podría decirse que imaginada como idéntica a la política. La repercusión de esta versión, con sus argumentaciones, sus ideologemas, hasta su estilo polémico, fue realmente muy alta en sectores sociales amplios en nuestro país. El “revisionismo histórico”, se convir tió en una suer te de “sentido común” de los argentinos, o de numerosos argentinos, a la hora de obser var su propio pasado. Finalmente, lo que los hermanos Irazusta proponían era no sólo una revisión de ese pasado. Era la denuncia de una elite divorciada del país y separada de la plebe. De allí en más, propondrán la búsqueda de una nueva jefatura espiritual y política que garantice un nuevo encuentro entre clase dirigente y pueblo. Pero ésa ya es otra historia que desborda los marcos temporales fijados para esta unidad y este curso.

4.4. El marxismo de Aníbal Ponce En cambio, vamos a abordar ahora un pensamiento construido en el otro extremo del arco ideológico que acabamos de visitar. De esa manera, tendremos la posibilidad de ver una cur va cultural que nos vuelve a conectar con el pensamiento del progresismo argentino, hasta el punto de que en Aníbal Ponce (puesto que de él se trata) encontramos un punto de ar ticulación que viene de la cultura científica, pero que ahora introduce categorías adoptadas del marxismo y estímulos políticos provenientes de la izquierda comunista mundial.

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Aníbal Norber to Ponce nació en la ciudad de Buenos Aires en 1898 y murió en México en 1938. Huérfano de padre y madre a temprana edad, realizó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Buenos Aires, mientras trabajaba para su sustento y el de su hermana. Luego de un intento frustrado de cursar medicina, orientó su formación autodidáctica hacia la psicología y la crítica literaria. Ingresó en 1920 a dictar Psicología en el Instituto Superior del Profesorado Secundario y par ticipó de la Revista de Filosofía, creada y dirigida por José Ingenieros. A la muer te de éste, Ponce lo sucedió en dicha conducción, hasta la desaparición de la revista. Prosiguió desplegando una intensa actividad político-cultural, tanto mediante la publicación de la revista Dialéctica como en proyectos guiados por su adhesión al movimiento comunista internacional. En 1936 fue cesanteado de sus cargos docentes por motivos políticos. Se exilió en México, donde murió poco después, a los cuarenta años de edad, como consecuencia de la mala praxis médica de quien lo asistió por heridas sufridas en un accidente de carretera. Como vemos, esta cur va biográfica tan brevemente expuesta habla de cambios notorios en el contexto argentino e internacional respecto de los anteriores intelectuales analizados. Y en efecto, dicha cur va biográfica resultaría impensable sin el contexto de la revolución rusa y de la expansión de su influencia, así como del marxismo, hacia la región latinoamericana. Justamente, durante el período productivo de Ponce (desde la década de 1920 hasta su muer te), la presencia de la revolución rusa, del programa comunista internacional y del marxismo en su versión leninista irá ganando terreno en América Latina y también en la Argentina. Manifestación de esta creciente presencia es la realización en 1929 de dos congresos –uno en Buenos Aires y otro en Montevideo- organizados por la rama sudamericana de la Internacional Comunista. Esto que llamo “creciente presencia” no debe empero ser exagerado, teniendo en cuenta que el Par tido Comunista argentino en las elecciones de fines de la década del ’20 no alcanza al uno por ciento de los votos. Pero junto con esto, hay que recordar que esta presencia va a ser mayor entre sectores de la intelectualidad de izquierda, dentro de la cual encontraremos a Ponce. Pero cuando lo encontremos, Ponce habrá atravesado por una experiencia intelectual que lo inscribe dentro de una tradición par ticular, y en esa tradición par ticular par ticipa de la creencia de que marxismo y comunismo forman par te de un desarrollo más que de una ruptura tanto con la cultura liberal como con el sistema económico-social argentino. Para ubicarnos en esa trayectoria, podemos dividir la producción de Ponce en tres etapas. La primera, nos muestra una serie de textos ubicables dentro de la herencia de la generación del 80, esto es, adoptando el legado del liberalismo y trabajados dentro de cánones de la cultura científica. Abarca desde los primeros escritos juveniles hasta La vejez de Sarmiento, de 1927. La segunda, entre 1918 y 1932, donde se opera un desplazamiento hacia posiciones de cor te socialista y marxista. Abarca desde su ar tículo “Examen de conciencia” hasta “Sarmiento, constructor de la nueva Argentina”. Y la tercera y última, donde hay una asunción sistemática del marxismo, que va desde 1933 con el “Elogio del Manifiesto Comunista” hasta el final de su vida. En la primera etapa, su adhesión a los logros de la generación del 80, tanto política como culturalmente, incluye compar tir con ella el modelo adoptado: la cultura francesa. Y dentro de ella, algunos intelectuales-faros que Ponce mantiene como válidas fuentes teóricas. Uno de ellos, sin duda central,

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va a ser Hyppolite Taine. En una nota que publicó en la Revista de filosofía, en 1928, reconoce que el escritor francés fue “una de las admiraciones más fer vorosas de mi juventud”. Ese deslumbramiento estuvo centrado –según lo relata el mismo Ponce- en la tesis tainiana (puesta en práctica en la Historia de la literatura inglesa y en la Filosofía del ar te) acerca de “la posibilidad de analizar la literatura de un pueblo como un indicio seguro de su psicología”, con lo cual “el fenómeno estético dejaba de ser la creación milagrosa de que hablaba el romanticismo para conver tirse en un simple fenómeno natural sometido a leyes”. Como pueden ver, la fascinación ponceana se inscribe dentro de su adhesión a los cánones de la cultura científica. Por cier to que en ese año de 1928 no dejará de reprocharle a Taine haberse encerrado en su torre de marfil ante los sucesos revolucionarios de la Francia del siglo XIX, así como haber dado una versión “pequeño-burguesa” de la Revolución Francesa en Los orígenes de la Francia contemporánea. Pero de todos modos cerrará su homenaje aconsejando a los estudiantes tener siempre sobre sus escritorios el busto de Voltaire sobre el libro de Taine Los filósofos clásicos. Recuerda asimismo la influencia a su entender benéfica que Taine ejerció sobre algunos intelectuales del 80 como Groussac, José María Ramos Mejía o Juan Agustín García. Esta aceptación de un modo de ver la realidad nacional desde estos parámetros coincide en Ponce con una profunda hispanofobia que lo lleva a renegar de toda la tradición española. En este aspecto, es notable ver que nuestro autor continúa la que había sido la línea dominante de la elite liberal argentina hasta 1890, pero que a par tir de entonces comienza a virar hacia posturas hispanistas (es el caso, entre otros, de Ernesto Quesada y luego de Manuel Gálvez). En este sentido, es como si el legado liberal más claro comienza a pasar a quienes van a integrar el campo de la izquierda argentina en formación. Asimismo, aún en una fecha tan tardía, podría decirse, como 1923 (teniendo en cuenta la existencia para entonces de una ya larga reivindicación criollista), Ponce sigue adherido a lineamientos que ya ni su maestro Ingenieros sustentaba. Escribe en la revista Nosotros que existen en la Argentina dos civilizaciones en conflicto: “una indio-gaucho-mulata; otra, blanca-euro-argentina. La primera, destinada a desaparecer por su nulidad evidente, mantiene con algún vigor sus tradiciones oscuras, sus gustos plebeyos, su odio al extranjero, sus estrechos sectarismos”. Y concluye: “Blancos, europeos y argentinos, nos sentimos [...] herederos de la tradición greco-latina, magnífica en su claridad y elegancia”. Entonces va a comenzar asimismo su acercamiento a posiciones socialistas, concibiendo al socialismo no como antagónico sino como complementario o continuador del modelo liberal reformista. Pero ya a mediados de la década del ’20 revela la dificultad para colocarse en posiciones más eclécticas. “Los tiempos posteriores a la guerra –escribe- han llevado a los extremos; no hay par tidos de equilibrio, de discreción o de prudencia: o la derecha del ‘facio’ o la izquierda de la hoz y el mar tillo”. El momento en que comienza a producirse ese pasaje hacia las nuevas posiciones es –como he dicho- su ar tículo “Examen de conciencia”, una conferencia de 1928 destinada a examinar la revolución de Mayo, pero que sirve como motivo para brindar su versión de la historia argentina. Por un lado, Ponce mantiene aquí su caracterización eurocéntrica, es decir, su visión de la Argentina como un país cuyas clases dirigentes triunfantes cumplieron con la tarea de incluirlo dentro de la esfera europea como modelo. Esto que lla-

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mo “esfera europea” no incluye naturalmente a España, y la Argentina se beneficia así según Ponce, respecto de otras naciones hispanoamericanas, por haber recibido menor influencia hispánica y por haber mantenido la formación de su nacionalidad separada del elemento indígena y del componente mestizado que configuró al gaucho. Descripto éste en términos terminantemente descalificatorios para integrarse a la civilización, Ponce celebra entonces el apor te inmigratorio como un nuevo punto de par tida para el progreso argentino. Esta celebración del proyecto del 80 (o de lo que él interpreta como el proyecto del 80) contiene ahora sí una torsión marxista, dentro de un razonamiento que durante mucho tiempo resultará recurrente en el pensamiento comunista. Las “tareas” históricas por desarrollar siguen siendo las que se definen en torno del ideal civilizatorio proveniente del legado del Renacimiento y de la ilustración, pero esas tareas que antes fueron llevadas a cabo por la burguesía, ahora –ante la incapacidad de ésta- deben pasar a ser asumidas por la clase obrera, por el proletariado. Se trata, en suma, no de la variación de un programa sino del ejecutor del programa. Por eso Ponce puede mantener intacto, aún en 1932, el panteón liberal, el listado de los “padres de la patria”, porque los ve como formando par te de la empresa burguesa de construcción de la nación cuando la burguesía era la clase destinada a hacer avanzar la historia. Del mismo modo, establecerá una ver tiginosa continuidad entre la revolución de Mayo y la revolución rusa, al sostener que los ideales de esta última son “los mismos ideales de la Revolución de Mayo en su sentido integral”. Sobre la formación del pensamiento de Ponce pesa asimismo, de manera expresa, la influencia y los acontecimientos de la Reforma Universitaria. En un ar tículo de 1927 refirma esta circunstancia, y resulta interesante reencontrar allí la idea compar tida por muchos jóvenes intelectuales de que pertenecían a una suer te de "generación de 1914", en la medida en que –como cita Ponce- la guerra fue “la gran liberatriz”. Sobre los restos del desastre europeo, la Reforma Universitaria es vista por Ponce como la traducción de los procesos revolucionarios que asoman desde Oriente y se proyectan ahora sobre la Argentina. Pero –sigue Ponce- para 1923 la reforma estaba exhausta y había caído en manos conser vadoras. Y justamente allí, introduce una valoración que nos permite medir la distancia que lo separa de otros jóvenes de la reforma –y de la dirección del movimiento estudiantil- que sí adherían a los estímulos teóricos propagados por el espiritualismo y el vitalismo. En cambio, para Ponce los jóvenes universitarios carecieron de una teoría adecuada o, peor aún, tuvieron por buena -dice- “las enseñanzas del ‘novecentismo’, la ‘nueva sensibilidad’, la ‘ruptura de las generaciones’”; en fin, toda una serie de vaguedades que “lo mismo podían ser vir a un liberalismo discreto que a una derecha complaciente”. En este ar tículo escrito en un período de fuer te obrerismo dentro del comunismo internacional, Ponce encuentra por eso la explicación de lo que considera el fracaso de la reforma en el carácter “pequeñoburgués” de los estudiantes. “El obrero, por eso, lo miró con simpatía pero sin fe”. Y es que en esa etapa Ponce reitera que no hay espacio para los matices. “La guerra europea –concluye-, que aceleró la decadencia de la sociedad capitalista, ha planteado los problemas actuales en términos extremos: o burgués o proletario”. En este camino, los dos escritos que marcan su adhesión ya nítida al marxismo son el ar tículo “Elogio del Manifiesto Comunista” y el libro Educación

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y lucha de clases, de los años 1933 y 1934. Al año siguiente reforzará estas adscripciones con su viaje a la URSS, adscripciones que incluían naturalmente ubicarse dentro del marco de influencias del comunismo internacional liderado por la Unión Soviética y, en el plano nacional, por el Par tido Comunista. Cuando esto ocurre, la Internacional Comunista (o Comintern o III Internacional) está atravesando por lo que se denomina su etapa de “clase contra clase”, definida en su VI Congreso, de 1928. Dicho rápidamente, esta posición par te de una caracterización de máximo enfrentamiento interclasista, que determina que los par tidos comunistas no deben establecer ningún tipo de alianzas con sectores burgueses, ni aun con la socialdemocracia, considerada una aliada objetiva de los regímenes burgueses y aun de los reaccionarios y de los fascistas. Como ha escrito un historiador de la III Internacional, Aldo Agosti, una lectura simplista y economicista del capitalismo llevó a la Comintern a ver sólo dos alternativas: o la dictadura terrorista de la burguesía (con lo que se identificaba al fascismo) o la dictadura comunista del proletariado. Al aplicar, por ejemplo, esta caracterización a la situación local, el Par tido Comunista argentino declaraba en agosto de 1928 que “el gobierno de Yrigoyen es el gobierno de la reacción capitalista, como lo demuestra su política represiva, reaccionaria, fascistizante, contra el proletariado en lucha”. Compar tiendo esta orientación general, Aníbal Ponce seguirá denunciando a las burguesías latinoamericanas en su conjunto por su carácter atrasado y dependiente del imperialismo inglés. Por esto último, ya no son burguesías “nacionales” en el sentido de que no encarnan los intereses de la nación, y por eso las “tareas nacionales” deben pasar a manos del proletariado. Y al mirar hacia la socialdemocracia local, cuestionará tanto a la tradición teórica socialista representada por el libro Teoría y práctica de la historia, de Juan B. Justo, como la actuación de destacados políticos del Par tido Socialista. Asimismo compar tirá la visión catastrofista de la III Internacional, que realizaba un análisis económico del cual extraía la conclusión del inminente derrumbe del sistema capitalista mundial. En definitiva, piensa, el fascismo no es más que una manifestación de esa decadencia, que le permite mantener el poder sólo por vía coercitiva. Éste es un punto interesante respecto del modo como se definía la situación imperante dentro del campo comunista y de la izquierda en general. Piensen ustedes que ante el fenómeno fascista esta interpretación que Ponce compar te es la dominante dentro de la Comintern, esto es, que el fascismo es un fenómeno apoyado fundamentalmente en el terror implantado desde el Estado. Será el comunista Antonio Gramsci quien dará la otra versión de ese fenómeno, y para eso se valdrá de una lectura del marxismo que atiende a los fenómenos “superestructurales” de la cultura. De este modo, se planteará el problema de la hegemonía, es decir, del modo como el fascismo se valió no sólo de la coerción sino, sobre todo, de una adhesión activa de las masas italianas sobre la base de haber implantado fuer temente una serie de consignas e ideas. Es interesante anotar que el marxismo de Gramsci es un marxismo que dialoga con las filosofías espiritualistas de la época (con Benedetto Croce, por ejemplo), mientras que el marxismo que Aníbal Ponce entona sigue adherido a las matrices del intelectualismo cientificista. Por eso, cuestiona el pensamiento de Henri Bergson calificándolo de místico, irracionalista y por ende reaccionario, y rescata al Marx entroncado con la ilustración y, en definitiva, el positivismo o la cultura científica. De todos modos, y para no confundir, debo agregar que los

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famosos Cuadernos de la cárcel, de Gramsci, recién serían conocidos en la segunda posguerra. Siguiendo con nuestro desarrollo, sabemos que, por diversos motivos (dentro de los cuales el principal fue la derrota de la izquierda alemana y el ascenso de Hitler al poder), en 1935 la III Internacional dio un viraje en su “caracterización de la etapa”, como se decía, clausurando su etapa de “clase contra clase” y abriendo una línea que desembocaría en la concepción de los “frentes populares”. Se señaló entonces como central la contradicción fascismo-antifascismo, y por consiguiente, la necesidad de subordinar toda política de alianzas a la lucha contra el fascismo. De allí que apareció como legítimo y necesario los establecimientos de alianzas con fuerzas hasta ayer consideradas enemigas: los par tidos socialdemócratas, las fuerzas burguesas antifascistas, los defensores de los valores democráticos. El Par tido Comunista argentino se plegó a ese cambio estratégico, y en 1935 produjo un documento en el cual sostenía que “el camino argentino para llegar a ese gran frente nacional antimperialista es llegar ya ahora a un acuerdo entre todos los par tidos de oposición sobre la base de un programa común de defensa de las más amplias liber tades democráticas”. Para nuestros fines, es impor tante indicar que junto con este reposicionamiento, el movimiento comunista internacional adoptó una actitud de acercamiento hacia los intelectuales, contrastante con la del período anterior, caracterizado por posiciones de marcada desconfianza hacia las presuntas desviaciones “pequeño burguesas” de los intelectuales. Este acercamiento determinó la aparición de una serie de instituciones encargadas de agrupar a intelectuales provenientes de otros arcos del espectro ideológico y político, pero unidos por su común voluntad antifascista. En la Argentina, una de ellas fue la Agrupación de Intelectuales, Periodistas y Escritores (AIAPE), de la cual Aníbal Ponce fue presidente a par tir de 1935. En estos últimos años de su vida es cuando aparecen algunas posiciones que relativizan su anterior lectura del marxismo tan estrechamente ligada a la matriz cientificista. También algunas consideraciones donde surge el indicio de que había comenzado una revisión de su anterior comprensión del pasado nacional, comprensión que había aceptado sin fisuras y aun extremando la dicotomía civilización-barbarie como clave interpretativa de todo ese pasado. De esa manera, ya en su exilio mexicano escribe que tanto Alberdi como Sarmiento deben ser reconocidos por su apor te a lo que considera la lucha contra el “feudalismo”, pero en tanto intérpretes de la burguesía liberal son insuficientes en “la actual etapa de la revolución agraria y antimperialista”. Más significativo aún es su viraje respecto de la visión de la figura del gaucho. Porque aquí va a pasar de aquel cuestionamiento radical en clave biologista, que hemos señalado antes, a otra posición donde incluso Juan Moreira (ya no digamos Mar tín Fierro) pasará a encarnar “las protestas todavía inconscientes de las masas populares contra el capitalismo imperialista que las trituraba”. Estas últimas variaciones pueden detectarse en una serie de sus últimos escritos, agrupados con el título de “La cuestión indígena y la cuestión nacional”, que publicó en el diario El Nacional de México entre fines de 1937 y principios de 1938. Describe allí en los términos circulantes dentro de la comintern el tema de “la cuestión nacional”. Aclara así que la cuestión nacional se dirimió primero dentro del orden capitalista, como necesidad de las burguesías de llevar adelante los procesos de unificación nacional. Pero ahora, en

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su presente, la existencia del fenómeno imperialista ha determinado que la lucha por la soberanía nacional pase a manos del proletariado. Las demandas nacionales de Irlanda, de Polonia o de Finlandia -prosigueformaban par te de la cuestión nacional “civilizada y culta”. Pero ahora ha aparecido otra cuestión nacional, “incivilizada e inculta” que se agita en Asia, África y América Latina. Obser ven ustedes que el tono y cier to contenido del discurso de Ponce ha iniciado un proceso de giro. La palabra “civilizada” está utilizada en sentido crítico e irónico, y la apelación es a las masas ya no de Europa sino de los países coloniales o dependientes del imperialismo. Además, el mismo Ponce, que había adherido a ideas de cor te racial para impugnar la figura del gaucho, ahora se torna en un crítico de aquellas “burguesías europeas” que para redondear sus negocios debían condenar a muer te en las colonias a los indios, los negros, los amarillos. Las clases obreras europeas, además, como la inglesa y alemana, con sus respectivos par tidos socialistas, han sufrido la pérdida de su espíritu combativo por haberse beneficiado del proceso encabezado por sus respectivas burguesías. Esas “aristocracias obreras”, según los términos de la época, mal pueden verse como aliadas de las clases oprimidas del mundo colonial. Finalmente, al referirse a la situación de las masas indígenas en toda América, pero también en la Argentina en el siglo XIX, Ponce de hecho relativiza su juicio enteramente favorable al proyecto liberal, ya que –termina diciendo- los intereses de la burguesías nacional determinaron el exterminio de los indios. Es muy posible que estas modificaciones tengan que ver con el nuevo contexto de Ponce, esto es, el México de fuer tes canteras indígenas pero además el México cardenista en donde el movimiento indigenista alcanzaba por entonces un desarrollo realmente considerable. Sea como fuere, la temprana muer te de Ponce cerró el curso de ese eventual nuevo camino.

Analice la siguiente frase del libro de Julio y Rodolfo Irazusta que hemos comentado: “Aquellos hombres cultísimos que habían impuesto despóticamente el progreso, provocaron la ruina de la patria”. Establezca las relaciones que pueden argumentarse en la relación progreso-patria (o nación).

Irazusta, Julio y Rodolfo. La Argentina y el imperialismo británico. Los eslabones de una cadena, Tor, Buenos Aires, 1934. Barbero, María Inés, y Devoto, Fernando. Los nacionalistas, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983. Ponce, Aníbal, antología de sus textos en Terán, Oscar. Aníbal Ponce: ¿el marxismo sin nación?, Cuadernos de Pasado y Presente. Siglo XXI, México, 1983.

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Referencias bibliográficas Barbero, María Inés, y Devoto, Fernando. Los nacionalistas, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983. Bobbio, Norber to, y Matteucci, Nicola. Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1981. Ingenieros, José. El hombre mediocre, vs. eds. Irazusta, Julio. Genio y figura de Leopoldo Lugones, Eudeba, Buenos Aires, 1968. Lugones, Leopoldo e Ingenieros, José (directores). La Montaña. Periódico socialista revolucionario [1897], Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1996. Lugones, Leopoldo. La guerra gaucha, 1905, vs. eds. -.-, La torre de Casandra, Atlántida, Buenos Aires, 1919. -.-, Los tiempos nuevos, vs. eds. -.-, Mi beligerancia, Otero y García, 1917. -.-, Prosas, Editorial Losada, Buenos Aires, 1992. Ponce, Aníbal. Obras completas, revisadas y anotadas por Héctor P. Agosti, Editorial Car tago, Buenos Aires, 1974. Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Nueva Visión, Buenos Aires, 1988. Terán, Oscar. Aníbal Ponce: ¿el marxismo sin nación?, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, México, 1983 (reproducido en: En busca de la ideología argentina, Catálogos, Buenos Aires, 1986). Zuleta Álvarez. El nacionalismo argentino, Ed. La Bastilla, Buenos Aires, 1975.

Cronología Esta cronología tiene como única función brindar una serie de datos, sobre todo culturales, para que ustedes tengan algunas referencias que les permitan ubicar cier tos acontecimientos y así tener una idea más general sobre los períodos considerados en el curso. Ha sido realizada sobre la base de las cronologías de la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela, a la que se les han agregado otras cronologías de diversos orígenes, así como de fichajes cronológicos personales. Obviamente, el listado no sólo no es exhaustivo, sino que para que dichos datos tengan cabal sentido deben ser ar ticulados a través de un relato historiográfico. Con ese objetivo, recomiendo la Historia Argentina dirigida por Halperin Donghi y editada por Paidós, la Historia argentina contemporánea de Luis Alber to Romero publicada por el Fondo de Cultura Económica y la Nueva historia argentina, que está siendo editada por editorial Sudamericana.

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Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

1880

Revolución derrotada de Carlos Tejedor en Buenos Aires. Presidencia de Roca. Acrecentamiento de inversiones inglesas. Federalización de Buenos Aires.

H. Taine: Filosofía del ar te. E. Zola: Naná. Maupassant: Bola de Sebo. Menéndez Pelayo: Historia de los heterodoxos españoles (-82). Rodin: El pensador.

O. V. Andrade: El nido de cóndores. Florentino Ameghino: La antigüedad del hombre en el Plata. J. M. Ramos Mejía: La neurosis de los hombres célebres en la historia. Buenos Aires recibe los restos de San Martín. Muere Estanislao del Campo.

1881

Tratado de límites con Chile. Creación de moneda única para todo el país. Ley de aduana. Consejo Nacional de Educación. Ser vicio telefónico. Venta por ley de territorios conquistados al indio: incremento de latifundios. Fiebre especulativa.

Renoir: El almuerzo de los remeros. F. de Saussure enseña lingüística en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París (-91). Muere Carlyle

Lucio V. López: Recuerdos de viaje. José Hernández: Instrucción del estanciero. Cambaceres: Pot-pourri. E, Gutiérrez: Hormiga negra. F. Fernández: Solané. Debate Mitre- Vicente Fidel López.

1882

Segunda Exposición Industrial. Se instala el primer frigorífico en San Nicolás (Buenos Aires). Dardo Rocha funda La Plata. El Congreso Pedagógico enfrenta a liberales y católicos. Fundación del club socialista Worwärts. Watson Hutton introduce la práctica sistemática del fútbol.

Inter vención inglesa en Egipto e italiana en Eritrea. Koch descubre el bacilo de la tuberculosis. Charcot: experiencias en la Salpetrière.

La Nación nombra a Mar tí corresponsal en Nueva York.

1883

Modernización edilicia y urbanística de Buenos Aires. Entre 1883/91, la devaluación de la moneda alcanza 332%. V. F. López: Historia de la República Argentina (-93). D. F. Sarmiento: Conflicto y armonías de las razas en América. Chile ocupa Arequipa. Tratado de Ancón, donde Perú cede Tarapacá, Tacna y Arica.

Los franceses en Indochina y guerra franco-china. Emancipación del Trabajo, primera organización marxista rusa, creada por Plejanov y Akselrod en Suiza. Kautsky funda Die Neue Zeit. Muere Marx. Dépez realiza el primer transpor te de energía eléctrica a distancia. Nietzsche: Así hablaba Zaratustra (-91). Stevenson: La isla del tesoro. Bourget: Ensayos de psicología contemporánea. Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu. Amiel: Diario íntimo.

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Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

1884

Concluye Campaña al Desier to, desalojando indios del sur. Ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Creación del Registro Civil. Contrato para construcción del puer to de Buenos Aires según el proyecto de E. Madero. Ferrocarril trasandino argentino-chileno.

Spencer: El hombre contra el Estado. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Huysmans: A contrapelo. Daudet: Safo. De Lisle: Poemas trágicos. Verlaine: Poetas Malditos. A. Gaudí: La sagrada familia. Degas: Las planchadoras.

V. F. López: La Gran Aldea. Cané: Juvenilia. Groussac: Fruto vedado. Zeballos: Callvucurá y la dinastía de las piedras. Ameghino: Filogenia. Representación circense de Juan Moreira. Muere en París Juan Bautista Alberdi.

1885

Distribución de tierras indígenas entre jefes y oficiales de la Campaña al Desier to. Conflictos con Chile por los límites patagónicos. Inauguración de la Bolsa de Comercio. Primeros embarques de carne enfriada a Londres. Lucha de candidaturas para la sucesión de Roca.

Nietzsche: Más allá del bien y del mal. Marx: El Capital (tomo II), compilado por Engels. Andersen: Cuentos. Zola: Germinal. Twain: Huckleberry Finn. Muere Víctor Hugo.

G. Rawson: Estadística vital de Buenos Aires. G. E. Hudson: La tierra purpúrea. Cambaceres: Sin rumbo. R. Obligado: Poesías y Santos Vega. D. F. Sarmiento funda el diario El Censor.

1886

Presidencia de Juárez Celman (12/X). Grandes inversiones, incremento de obas públicas, aumento de comunicaciones, lento predominio del cereal sobre la lana. Modificación de la ganadería (pasturas, mestizajes) por expor tación de carne congelada. Se sanciona la ley de organización de territorios nacionales. Código Penal y de Minería. Primera Exposición ganadera en Palermo. Podestá estrena Juan Moreira. Muere José Hernández. Sara Bernhardt por primera vez en Buenos Aires.

1887

Se constituye la Unión Industrial Argentina. Se funda en Buenos Aires “La Fraternidad”, organización ferroviaria gremial. Primer Censo general del municipio: Buenos Aires cuenta aproximadamente con 435.000 habitantes.

1o de mayo: huelga de obreros de Chicago por jornada laboral de ocho horas; la policía acusa de atentado a sus líderes. Hertz descubre las ondas electromagnéticas. Rimbaud: Las iluminaciones. Moréas: Manifiesto simbolista. D´Amicis: Corazón. Kraft-Ebing: Psicopatología sexual. Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Tolstoi: Sonata a Kreutzer. Chejov: Cuentos. Rodin: El beso.

Ejecución de los cinco dirigentes obreros anarquistas de Chicago. Gran conmoción nacional e internacional. Invención del neumático. D´Annunzio: Las elegías romanas.

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Año

1888

Argentina y América Latina

Mundo exterior

Andrade: Obras poéticas. Cambaceres: En la sangre. Mitre: Historia de San Mar tín.

Strindberg: Hijo de sir vienta. Pérez Galdós: For tunata y Jacinta. Van Gogh: El padre Tanguy. Debussy: La doncella elegida.

Se promulga la ley de matrimonio civil. Fuer te desvalorización de la moneda.

Strindberg: La señorita Julia. Ibsen: La dama del mar. Chejov: La estepa. Van Gogh: Autorretrato. Gauguin: El cristo amarillo. Debussy: Arabescos. Rimsky-Korsakov: Sheherezade.

J. V. González: La tradición nacional. Muere Domingo Faustino Sarmiento. Darío: Azul.

1889

Se proclama la República en Brasil y Pedro II abandona el país.

Fundación de la Segunda Internacional. Establecimiento del 1° de mayo como fecha de reivindicación de la jornada de ocho horas. Primer rascacielos en Nueva York. Exposición Internacional de París: la torre Eiffel. Eastman: fotografía en celuloide. Bergson: Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.

1890

Quiebra la banca inglesa de mayor injerencia en la economía nacional: la Baring Brothers. Grave crisis financiera. Se constituye la Unión Cívica, que poco después se divide en la Unión Cívica Nacional (Mitre) y la Unión Cívica Radical (Alem). Alem, Aristóbulo del Valle e Hipólito Yrigoyen encabezan el sector popular de la revolución del 26 de julio, que es vencida pero que obliga a renunciar al presidente y posibilita el ascenso de Carlos Pellegrini, cuyo gabinete integra el mitrismo.

C. Lombroso: El delito político y la revolución. W. James: Principios de Psicología. Wundt: Sistema de filosofía. Zola: La bestia humana. Wilde: El retrato de Dorian Gray. Frazer: La rama dorada. Hamsun: Hambre. Cézanne: Jugadores de car tas. Suicidio de Van Gogh.

Mansilla: Entre nos. Causeries de los jueves.

1891

Se inaugura el Banco de la Nación Argentina. Comienza a aplicarse el sistema de impresiones digitales descubier to por Juan Vucetich. Eduardo Schiaffino organiza en el Palacio Hume de Buenos Aires una exposición donde presentan obras Della Valle, Ballerini, Giúdice, Correa Moreales, Mendilaharzu, Sívori, Malharro, Caraffa, de la Cárcova y Bouchet.

Encíclica Rerum Novarum de León XIII inicia nueva actitud de la Iglesia Católica ante la cuestión social. C. Doyle: Las aventuras de Sherlock Holmes. Gauguin: Las mujeres de Tahití. R. Strauss: Muer te y transfiguración. Muere Rimbaud.

Mar tel: La Bolsa. Ocantos: Quilito.

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Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

1892

Se impone la fórmula presidencial encabezada por Luis Sáenz Peña, en un clima político de gran violencia.

H. Ford construye su primer modelo de automóvil.

Se funda en Buenos Aires El Ateneo, institución cultural que preside Guido Spano y en la que actúa Lucio V. López, Mansilla, Obligado y otros intelectuales de prestigio. Lugones edita, con otros amigos, El pensamiento libre, periódico “literario-liberal”, escrito casi totalmente por él.

1893

Yrigoyen encabeza una revolución en la provincia de Buenos Aires. J. V. González: Mis montañas. Rubén Darío en Buenos Aires.

E. Haeckel: El monismo. Poincaré: Nuevos métodos de la mecánica celeste. Wilde: El abanico de Lady Windermere. Menéndez Pelayo: Antología de la poesía Hispanoamericana. Hauptmann: Los tejedores. Toulouse-Lautrec: Jane Abril ante el Moulin Rouge. Leoncavallo: Los payasos. Mueren Ernest Renan y Walt Whitman.

Ford construye su primer automóvil. Diesel construye el motor de gas-oil. Morey: primer proyector cinematográfico. Jean Grave: La sociedad moribunda y la anarquía. Mallarmé: Verso y Prosa. Aparece en Londres el primer número de la revista The Studio con la ilustración Salomé de Beardsley. Munch: El grito. Chaikovski: Sinfonía Patética. Dvorak: Sinfonía del Nuevo Mundo.

1894

El radicalismo triunfa en las elecciones de congresales y es elegido senador nacional Leandro N. Alem, que se ve obligado a renunciar a su banca, siendo sustituido por Bernardo de Yrigoyen. Semanario La Vanguardia (más tarde diario) del Par tido Socialista. E. de la Cárcova: Sin pan y sin trabajo.

1895

1896

160

Proceso Dreyfus. Nicolás II zar de Rusia. Marx: Edición del Volumen III de El Capital. Durkheim: Las reglas del método sociológico. Dilthey: Ideas sobre una psicología descriptiva y analítica. Büchner: Darwinismo y socialismo. Kipling: El libro de la jungla. Debussy: Preludio a la siesta de un fauno.

El 21 de enero, al renunciar Sáenz Peña, asume la presidencia José Evaristo Uriburu. Se realiza el Segundo Censo Nacional: la población total es de 4.044.911 habitantes con una concentración urbana del 43% (Buenos Aires, 664.000; Rosario, 90.000; La Plata 70.000; Córdoba, 47.000; Tucumán, 34.000). La economía inicia una etapa de recuperación.

Röntgen: los rayos X. Lumière: primer aparato cinematográfico. Expedición polar de Nansen.

Una nueva fuerza asoma al escenario político e inter viene por primera vez en una elección: el Par tido Socialista Argentino. Se suicida Alem

Fundación del Daily Mail. Primeros juegos olímpicos en Atenas. Marconi: la telegrafía sin hilos. Becquerel: la radiactividad.

Wells: La máquina para explorar el tiempo. Unamuno: En torno al casticismo. Conrad: La locura de Almayer. Gauguin instalado en Tahití. Cézanne: Los bañistas. Muere Engels.

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y muere Aristóbulo del Valle. Se agudiza la tensión con Chile por la fijación de hitos en la Cordillera de los Andes (hay aprestos bélicos).

Ribot: Psicología de los sentimientos. Kropotkin: La anarquía. Bergson: Materia y memoria. Renouvier: Filosofía analítica de la historia. Puccini: La bohemia. Gauguin: Nacimiento de Cristo. Muere Nobel; se establecen los premios que llevan su nombre.

Rubén Darío: Prosas profanas y Los raros. Creación de la Facultad de Filosofía y Letras.

1897

Por razones políticas se produce un duelo entre Yrigoyen y Lisandro de la Torre. Se funda la Universidad de la Plata. Tranvía eléctrico en Buenos Aires. Fray Mocho: Memorias de un vigilante y Un viaje al país de los matreros. Lugones: Las montañas del oro. Lugonese Ingenieros editan el periódico La montaña.

1898

Julio A. Roca es elegido nuevamente presidente. Fundación del Jardín Botánico. Se instala en Buenos Aires el primer ascensor. Fray Mocho: En el mar austral. R. Payró, La Australia Argentina. Revista Caras y Caretas (hasta 1939). Julián Aguirre: Tristes argentinos, para piano.

Polémica en París entre Ferdinand Brunetière y Marcelin Berthelot sobre “la bancarrota de la ciencia”. Adler: primer vuelo en aeroplano. A. Gide: Los alimentos terrestres. Wells: El hombre invisible. Canivet: Idearium español. Rostand: Cyrano de Bergerac. Rousseau (“Le Douanier”): La gitana dormida.

España entra en guerra con los EEUU.Filipinas, Puer to Rico y las islas Guam cedidas a EEUU. Por 20 millones de dólares; anexión definitiva de Hawaii. Se reabre el caso Dreyfus en Francia. L. Daudet y Maurras fundan Acción Francesa. Surge el Par tido socialdemócrata en Rusia. Mueren Bismarck y Gladstone. Le Bon: Psicología de la muchedumbre. Rosa Luxemburgo: Reforma y Revolución. Zola: Yo acuso. Wilde: Balada de la cárcel de Reading. D´Annunzio: El fuego. Howard: Mañana..., teoría de la ciudad-jardín. Rodin: Balzac

1899

1900

El 1° de mayo sale el primer número de El Sol, semanario ar tístico-literario que durante cuatro años dirigirá Alber to Ghiraldo. Wilde: Prometeo y Cía. A. Alvarez: Manueal de patología política. C. Zumeta: El continente enfermo.

La peste bubónica hace estragos. Monumento a Sarmiento en Palermo. Roca cumple el segundo año de su segundo período presidencial. La población del país se estima en 4.600.000 habitantes.

Segundo proceso Dreyfus. Tolstoi: Resurrección. Rilke: Canción de amor. Veblen: Teoría de la clase ociosa. Haeckel: Enigmas del Universo. Maurras: Tres ideas políticas. Zola: Fecundidad. Ravel: Pavana para una infanta difunta. Sibelius: Sinfonía N° V. Guimard: entradas al Metro de París. Nace Federico García Lorca.

Asesinato de Humber to I y ascensión de Víctor Manuel III. Freud: La interpretación de los sueños. Husserl: Investigaciones lógicas. Croce: Materialismo histórico y

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J. A. García: La ciudad indiana. Leguizamón: Montaraz. Ocantos: Pequeñas miserias.

economía marxista. Ellen Kay: El siglo de los niños. Chejov: Tío Vania. Puccini: Tosca. A. Gaudí: Parque Güell. Mueren Ruskin, Nietzsche, Wilde.

Rodó: Ariel. J. Sierra: Evolución política del pueblo mexicano.

1901

Tensa situación con Chile por problemas fronterizos. Se establece el ser vicio militar obligatorio. Se quiebra la alianza Roca-Pellegrini. Inmigrantes: entran 125.951. Se inauguran Los Mataderos de Liniers. Constitución e independencia formal de Cuba; enmienda Platt que autoriza a los EEUU a inter venir en la isla. Segundo Congreso Panamericano celebrado en México.

Asesinado el presidente Mc Kinley en EEUU. Le sucede Theodoro Rooselvelt. Tratado Hay-Pauncefote sobre el canal de Panamá. Freud: Psicopatología de la vida cotidiana. Maeterlinck: La vida de las abejas. Th. Mann: Los Buddenbrook. B. Muere Toulouse-Lautrec.

M. Cané: Notas e impresiones. H. Quiroga: Los arrecifes de coral.

1902

El rey de Inglaterra, como árbitro, zanja la cuestión de límites entre Argentina y Chile. Se promulga la “ley de residencia”. Doctrina Drago: niega la inter vención militar extranjera en reclamo de deudas.

Fin de la resistencia filipina a EEUU. Alianza anglo-japonesa. EEUU. Adquiere las acciones francesas del canal de Panamá. Se concluye la construcción del Transiberiano.

E. Quesada: El criollismo en la literatura. Payró: Canción Trágica. Coronado: La piedra de escándalo.

Gide: El inmoralista. C. Doyle: El sabueso de los Basker ville. Croce: Estética. H. James: Las alas de la paloma. Debussy: Pelléas y Mélisande. Muere Emile Zola.

Ultimatum de Gran Bretaña a Alemania, bloqueo de puer tos venezolanos, bombardeo de Puer to Cabello.

1903

C. O. Bunge: Nuestra América Colombia rehúsa ratificar el tratado Hay-Herran con EEUU. Sobre el Canal. Insurrección en Panamá y declaración de independencia, reconocida por EEUU. Tratado cediendo zona del Canal. Cuba cede bases a EEUU. (Guantánamo). Batlle y Ordóñez presidente de Uruguay. F. Sánchez: M´hijo el dotor.

1904

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Con la abstención del Par tido Radical se realizan elecciones presidenciales que consagran la fórmula Quintana-Figueroa Alcor ta. Se mantiene el clima de agitación so-

Escisión entre bolcheviques y mencheviques en el Congreso de Socialistas rusos en Londres. Ford: construcción de fábrica de automóviles. Hnos. Wright: vuelo en aeroplano. Lévy-Bruhl: Moral y ciencia de las costumbres. Gorki: Los bajos fondos. Shaw: Hombre y superhombre. Dewey: Estudios de teoría lógica. Muere Paul Gauguin.

Los japoneses hunden la flota rusa en Port Arthur y Vladivostock. T. Garnier: Proyecto de la ciudad industrial. Pirandello: El difunto Ma-

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cial. Anarquistas y socialistas disponen numerosas huelgas. Informe Bialet Massé sobre el estado de las clases obreras en el interior del país. 20.000 km de líneas ferroviarias.

tías Pascal. R. Rolland: Juan Cristobal (-12). J. London: El lobo de mar. Puccini: Madame Butterfly. Picasso se instala en Bateau-Lavoir. Fundación de L´Humanité. Muere Chéjov.

Mansilla: Memorias. Ingenieros: La simulación en la lucha por la vida. Payró: Sobre las ruinas. Lugones: El imperio jesuítico.G. de Laferrere: Jettatore.

1905

Conato revolucionario del Par tido Radical. Sus principales dirigentes, salvo Yrigoyen, son encarcelados. Se dicta la ley del descanso dominical. Creación de la Academia Nacional de Bellas Ar tes. César Duayen (Emma de la Barra): Stella. Laferrère: Locos de verano. Payró: Marco Severi. Lugones: Los crepúsculos del jardín y La guerra gaucha. Se difunden La morocha de Saborido-Villoldo y El choclo, de Villoldo. Darío: Cantos de vida y esperanza. F. Sánchez: Barranca abajo y En familia. P. Henriquez Ureña: Ensayos críticos.

1906

1907

Los japoneses ocupan Port Arthur. “Domingo Rojo” en San Petersburgo. Ley de 9 horas en Francia. Segunda presidencia de Th. Roosevelt en EEUU. Lorentz, Einstein, Minkowski: la relatividad restringida. Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho. Rilke: Libro de las horas. Los fauves en Francia; Die Brücke en Alemania. Matisse: La alegría de vivir. Rilke, secretario de Rodin, en París. Isadora Duncan en Rusia. Muere Julio Verne.

Muere Quintana. Figueroa Alcor ta completa el período presidencial. Ley de amnistía para los sublevados de 1905. Mueren Mitre, Pellegrini, Bernardo de Irigoyen y Miguel Cané

Rehabilitación de Dreyfus. Huelgas en Moscú. Terremoto en San Francisco.

Payró: El casamiento de Laucha. Almafuer te: Lamentaciones. C. M. Pacheco: Los disfrazados. Lugones: Las fuerzas extrañas.

U. Sinclair: La jungla. Keyserling: Sistema del mundo. Bierce: Diccionario del Diablo. Muere Paul Cézanne.

Se descubre petróleo en Comodoro Rivadavia. Huelga de inquilinos en Buenos Aires. Sangrienta huelga de estibadores. Creación del Depar tamento Nacional del Trabajo. Se reglamenta el trabajo de mujeres y niños en las fábricas.

Encíclica Pascendi contra el modernismo. Fundación de la Compañía Shell.

Premio Nobel de la Paz a Th. Roosevelt.

Bergson: La evolución creadora. Gorki: La madre. W. James: Pragmatismo. George: El séptimo anillo. Sorel: Reflexiones sobre la violencia.

Banchs: Las barcas. A. Chiappori: Bordeland. Ramos Mejía: Rosas y su tiempo. Revista Nosotros. Darío: El canto errante. R. Rojas: El país de la selva.

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1908

Larreta: La gloria de don Ramiro. Laferrère: Las de Barranco. Banchs: El libro de los elogios. Carriego: Misas herejes. El fusilamiento de Dorrego, primera película con argumento filmada en Argentina. Se inaugura el Teatro Colón. Quiroga: Historia de un amor turbio

Bélgica se anexa el Congo. Creta se une a Grecia. Austria se anexa Bosnia-Herzegovina. En Turquía se produce la revolución de los jóvenes turcos. Asesinato de los reyes de Por tugal, coronación de Manuel. Jornada de ocho horas en minas británicas. Blériot atraviesa la Mancha en avión. Chester ton: El hombre que fue jueves. Fundación del periódico Acción Francesa en París (Maurras, L. Daudet, Bainville, Bourget). El cine descubre California: nacimiento de Hollywood.

1909

Numerosas huelgas. El jefe de policía de Buenos Aires muere víctima de un atentado.

Taft presidente de EEUU. Semana trágica en Barcelona y fusilamiento de Ferrer.

Jorge Newbery recorre en globo un distancia de 541 km. en 13 horas.

Lenin: Materialismo y empiriocriticismo. Marinetti: Manifiesto futurista. Maeterlinck: El pájaro azul. Stein: Tres vidas. Braque: Cabeza de mujer. Ballets rusos de Diaghilev en París. Fundación de La Nouvelle Revue Francaise (Copeau, Gide, Claudel y Schlumberger).

R. Rojas: La restauración nacionalista. Rodó: Motivos de Proteo. Lugones: Lunario sentimental. En México, Ateneo de la Juventud: Caso, Reyes, Henríquez Ureña, Vasconcelos. Visita de Anatole France a la Argentina.

1910

Con el retiro de la oposición, R. Sáenz Peña gana las elecciones presidenciales. Centenario de la Independencia. Llegan a Buenos Aires la Infanta Isabel, Clemenceau, Marconi, Blasco Ibañez. Buenos Aires cuenta con 1.300.000 habitantes. Payró: Las diver tidas aventuras de un nieto de Juan Moreira. Gerchunoff: Los gauchos judíos. Ugar te: El por venir de la América española. Lugones: Odas seculares, Didáctica. M. Gálvez: El diario de Gabriel Quiroga. Muer te de F. Sánchez.

Japón se anexa Corea. La Unión Sudafricana entra al Commonwealth. Rilke: Cuadernos de Malte Laurids Bridge. Russell-Whitehead: Principios de Matemática. Lévy-Bruhl: Las funciones mentales en las sociedades inferiores. Stravinski: El pájaro de fuego. Mueren: Tolstoi, Mark Twain y Robert Koch.

Ferrocarril trasandino ValparaísoMendoza.

1911

El poder ejecutivo envía al Congreso un proyecto sobre el sufragio secreto y obligatorio. El movimiento feminista gana la calle en Buenos Aires. Banchs: La urna. Sánchez Gardel: Los mirasoles. Lugones: Historia de Sarmiento. Muer te de Ameghino. Porfirio Díaz renuncia a la presiden-

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Sun-Yat-sen proclama la República de Nankin. Amundsen en el polo sur. Paso del cometa Halley. Rutherford: teoría atómica nuclear. F. Boas: El significado del hombre primitivo. D. H. Lawrence: El pavo

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cia en México; Madero presidente; Zapata presenta el Plan de Ayala. Batlle y Ordoñez asume por segunda vez la presidencia en Uruguay.

real blanco. Jarry: Ubú encadenado. Saint-John Perse: Elogios. Kandinski y Klee fundan El jinete azul. Duchamp: Desnudo bajando una escalera N°1.

Bingham descubre Machu Picchu. En París, revista Mundial (Darío).

1912

Sáenz Peña promulga la ley que establece el voto secreto y obligatorio. El Par tido Radical se presenta a elecciones y envía legisladores al Congreso Nacional. “El grito de Alcor ta”, huelga de agricultores. B. Roldán: La senda encantada. Rojas: Blasón de Plata. La revista Caras y caretas publica la Autobiografía de Rubén Darío. Muere Carriego.

1913

Ingresan 365.000 inmigrantes, pero más de 200.000 retornan. Se inaugura en Buenos Aires el primer tren subterráneo. Ingenieros: El hombre mediocre. Gálvez: El solar de la raza. Carriego: El alma del suburbio. Capdevila: Melpémone. Lugones pronuncia las conferencias en el Odeón que integrarán después El payador. Aparece el diario Crítica. Rodó: El mirador de Próspero.

1914

Tercer Censo Nacional. El país cuenta con 7.885.000 habitantes, el 30 por ciento de los cuales es extranjero. El Gran Buenos Aires concentra alrededor de 2.000.000 de habitantes. Muere Sáenz Peña y le sucede Victorino de la Plaza. Comienzan a sentirse los efectos de la primera Gran Guerra. Gálvez: La maestra normal. Menéndez Pidal en Buenos Aires. Darío: Canto a la Argentina. Mueren A. Alvarez y J. M. Ramos Mejía.

Comienzo de la primera guerra balcánica. Protectorado francés sobre Marruecos. Trabajo en cadena de las fábricas Ford. C. Jung: Transformación y símbolo de la libido. Claudel: Anunciación a María. A. France: Los dioses tienen sed. Shaw: Pigmalión. R. Luxemburgo: La acumulación del capital. Papini: Un hombre acabado. A. Machado: Campos de Castilla. Ravel: Dafnis y Cloé. Schoënberg: Pierrot lunaire. Muere Menéndez Pelayo.

Nueva guerra balcánica. Poincaré presidente de Francia, Wilson de EEUU. Freud: Totem y tabú. Proust: En busca del tiempo perdido (-27). Apollinaire: Alcoholes y los pintores cubistas. Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Stravinski: La consagración de la primavera. Malevich: Manifiesto del suprematismo. Primera gran exposición de ar te moderno: Armory Show de Nueva York.

Primera guerra mundial. Francia, Inglaterra, Rusia, Bélgica, Ser via, Montenegro y Japón contra Austria, Hungría, Alemania y Turquía. Asesinato de Jaurès en París. Ley antitrust en EEUU. Invasión de Bélgica. Batalla del Marne. Kafka: En la colonia penitenciaria. J. R. Jiménez: Platero y yo. Joyce: Dublineses. Or tega y Gasset: Meditaciones del Quijote. Dreiser: El titán. Chaplin: Carlitos periodista.

La armada nor teamericana ocupa Veracruz. Huer ta renuncia y Carranza asume la presidencia; Zapata y Villa contra Carranza. El canal de Panamá es librado al tráfico internacional. Nace la industria petrolera venezolana.

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1915

El Par tido Radical proclama la fórmula Yrigoyen-Luna para la próxima contienda electoral. En el campo sindical, se constituye la FORA del 9°Congreso, con exclusión de los anarquistas. En Buenos Aires, se inaugura la Estación terminal de ferrocarriles de Retiro.

Italia declara la guerra a Austria. Declaración de guerra aliada a Bulgaria. Alemania declara la guerra submarina y los aliados deciden el bloqueo marítimo. Triunfos alemanes en el frente ruso. China restablece la monarquía hasta el final de la guerra europea.

Güiraldes: El cencerro de cristal. Fernández Moreno: Las iniciales del misal. Almafuer te: Evangélicas. Nobleza gaucha, primer éxito popular del cine argentino.

Einstein: Teoría de la relatividad general.

1916

Yrigoyen gana las elecciones. El 12 de octubre asume la presidencia alentado por el entusiasmo popular. González Pacheco: Las viboras. Gálvez: El mal metafísico y La maestra normal. A. Storni, La inquietud del rosal. B. Lynch: Los caranchos de la Florida. Mar tínez Zuviria: La casa de los cuer vos. Lugones: Cuentos fatales. R. Rojas: Argentinidad. Almafuer te: Poesías. B. Roldán, El rosal de las ruinas. Visita de Or tega y Gasset a la Argentina. EEUU admite oficialmente que Santo Domingo se halla bajo estado de ocupación militar. En México continúan las graves convulsiones: Pancho Villa incursiona en territorio estadounidense y Carranza envía a Wilson un ultimátum para que sus tropas abandonen el territorio mexicano.

Kafka: La metamorfosis. Maiakowski: La nube en pantalones. Wölfflin: Principios fundamentales de la historia del ar te. Trakl: Sebastián en el sueño. Griffith: El nacimiento de una nación.

Batalla de Verdun y de Somme.. Rumania entra en guerra. Ofensivas rusa e italiana. Segunda Conferencia Socialista Internacional. Congreso Socialista Francés. Formación del Spar takusbund en Alemania. Asesinato de Rasputín en Rusía. Reelección de Wilson en EEUU. Barbusse: El fuego (premio Goncourt). Freud: Introducción al psicoanálisis. Joyce: Retrato del ar tista adolescente. Dewey: Democracia y educación. Saussure: Curso de lingüística general (póstumo). Movimiento Dada en Zurich. Or tega y Gasset: Personas, obras y cosas; El espectador.

Azuela: Los de abajo. Muere Rubén Darío.

1917

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El hundimiento de los buques “Toro” y “Monte protegido” por submarinos alemanes crea una tensa situación diplomática. Yrigoyen mantiene el principio de neutralidad frente a las presiones para declarar la guerra a Alemania. Notable aumento de huelgas y de cantidad de huelguistas. En las elecciones municipales por teñas triunfan los socialistas.

EEUU declara la guerra a Alemania. Abdicación de Nicolás II. Lenin en Rusia: habla al Congreso panruso reunido en Moscú, reclama la soberanía del proletariado y la deposición de Kerenski. El Soviet toma el poder en Petrogrado: la Revolución Rusa. A. Machado: Poesías completas. Valéry: La joven Parca. Lenin: El estado y la revolución y El imperialis-

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

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R. Rojas: Historia de la literatura argentina (1er tomo). Lugones: Mi beligerancia. Gálvez: La sombra del convento. Giusti: Crítica y polémica. Fernández Moreno: Ciudad. H. Quiroga: Cuentos de amor, de locura y de muer te. Muere Rodó, Almafuerte, el arquitecto Buschiazzo. Yrigoyen instaura el 12 de octubre como Día de la Raza. Muere C. O. Bunge.

mo fase superior del capitalismo. Hamsun: Los frutos de la tierra. A. Berg: Wozzeck (-22). Mary Pickford: Pobre niña rica. Original Dixieland Jazz Band: Dixie Jazz Band One Step (primer disco de jazz). Mondrian: De Stijl.

Puer to Rico se transforma en territorio de los EEUU. Brasil declara la guerra a Alemania.

1918

En Córdoba comienza el movimiento de la Reforma Universitaria, de rápidas proyecciones en el ámbito universitario nacional y en el americano. Petróleo en Plaza Huincul. Huelga en establecimientos metalúrgicos. Se funda el Par tido Socialista Internacional (futuro Par tido Comunista). Hudson: Allá lejos y hace tiempo. Quiroga: Cuentos de la selva.A. Storni: El dulce daño. Mar tínez Estrada: Oro y piedra. Contursi: Mi noche triste. Juan Alvarez: El problema de Buenos Aires. C. Alberini: Axiogenia. César Vallejo: Los heraldos negros. Tropas de Estados Unidos ocupan las ciudades de Colón y Panamá. Suspensión de relaciones Chile-Perú. Nueva constitución en Uruguay.

1919

Se generaliza la huelga de obreros metalúrgicos. La “semana trágica” en Buenos Aires y serias repercusiones en el interior del país. Se funda la Liga Patriótica: presidente M. Carlés. Se funda la Universidad del Litoral. Gálvez: Nacha Regules. Fernández Moreno: Campo argentino. Lugones: La torre de Casandra. México: en una emboscada muere asesinado Emilio Zapata. Arguedas: Raza de bronce. Quiroga: Cuentos de la selva.

Fin de la Primera Guerra Mundial. Conferencia de Versalles. Los “catorce puntos” de Wilson. Ruptura entre los aliados y los soviets. Lenin establece el gobierno en Moscú. Derecho de voto a las mujeres en Inglaterra. Italia y Austria se repar ten Yugoslavia. Guerra de liberación de la ocupación rusa y alemana por par te de los países bálticos. Spengler: La decadencia de Occidente. Kautsky: La dictadura del proletariado. Luxemburgo: Programa de la Liga Espar taco. Gómez de la Serna: Pombo. Apollinaire: Caligramas. Ozenfant y Le Corbusier: Después del cubismo. Modigliani: Retrato de mujer.

Saldo de la Primera Guerra Mundial: 10 millones de muertos. Desintegración del imperio austro-húngaro. Tratado de Paz en Versalles, que quita colonias a Alemania. Fundación de la III Internacional Comunista en Moscú. Italia: aparición de los “fascios”. Se crea la “Sociedad de las Naciones”. Proclamación de la República de Baviera. Rosa Luxemburgo, Liebkneck y otros militantes, asesinados. Entrada de Gandhi en la lucha por la independencia de la India. Frustrada revolución en Egipto. Gide: Sinfonia pastoral. Keynes: Consecuencias económicas de la paz. Ungaretti: La alegría. Hesse: Demian. Pound: Cantos (-57). Gropius crea la Bauhaus. Primer periódico tabloide en EEUU.

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1920

Recuperación del salario real y disminución de las huelgas. Primera transmisión radiofónica organizada: Parsifal desde la azotea del teatro Coliseo. Comienza la construcción del primer rascacielos en Buenos Aires: el Pasaje Barolo. La Comisión Nacional de Casas Baratas construye el barrio Cafferata.

Disolución del Imperio Turco. Comienza a sesionar la Sociedad de las Naciones. En Alemania, se funda el Par tido Obrero Nacionalsocialista (nazi). Ley seca en EEUU. II Congreso de la III Internacional en Leningrado y Moscú: se adoptan los 21 puntos de Lenin.

Franco: La flauta de caña. Eichelbaum: La mala sed. Carlos Ibarguren: La literatura y la gran guerra. A. Korn: La liber tad creadora. En México es asesinado Carranza. Le sucede Alvaro Obregón. Alessandri es elegido presidente en Chile.

1921

Fundación del Par tido Comunista. Huelgas en la Patagonia duramente reprimidas. Promulgación del Código Penal. Asesinato político del gobernador de San Juan, Amable Jones. Primer Congreso de la Unión Democrática (Cristiana) Argentina. Inauguración del actual Teatro Nacional Cer vantes. Creación del Instituto de Investigaciones Históricas en la Fac. de F. y Letras por teña. R. Rojas: Historia de la literatura argentina. Revista Prisma. Fernández Moreno: Nuevos poemas. José Gabriel: Evaristo Carriego. Lugones es elegido miembro de la Corporación Intelectual de la Liga de las Naciones. Gómez Cornet y Figari exponen en Buenos Aires. A su regreso de España, Borges difunde el ultraísmo.

Totsky: Terrorismo y comunismo. O´Neill: Emperador Jones. Maiakovski: 150.000.000. Valle Inclán: Divinas palabras. Fitzgerald: De este lado del paraíso. Cavafis: Poemas (publicados en 1935). Primer film expresionista: El gabinete del doctor Caligari, de R. Wiene. Mueren Pérez Galdós y A. Modigliani. Knut Hamsun: Premio Nobel de Literatura.

Fundación de los Par tidos Comunistas Italiano y Chino. Se funda el Par tido Nacional Fascista en Italia. Irlanda se convier te en par te del Imperio Británico. Huelga minera en Gran Bretaña. Hitler preside el Par tido Nacionalsocialista en Alemania. Lenin pone en práctica la nueva política económica. En EEUU, repercusión del caso SaccoVanzetti. Einstein: premio Nobel de Física. Scheler: De lo eterno en el hombre. Pirandello: Seis personajes en busca de un autor. Jung: La psicología del inconsciente. Chaplin: El pibe; Von Stroheim: Mujeres insensatas. Revista Ultra en España.

Vasconcelos Ministro de Educación en México. IV Conferencia Panamericana en La Habana. Quiroga: Anaconda. Neruda: La canción de la fiesta. Revista Alfar en Montevideo. Orozco, Rivera y Siqueiros fundan el Sindicato de Pintores de México.

1922

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Fundación de la Unión sindical Argentina (no están incluidos la corriente anarquista del V Congreso ni los comunistas). Yrigoyen se opone a un proyecto de ley de divorcio. La

Mussolini marcha sobre Roma: ascenso del fascismo en Italia. Constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Se escinde el Par tido Socialista Italia-

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

Año

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fórmula del radicalismo antipersonalista: Alvear- González, se impone en las elecciones presidenciales por 460.000 votos contra 370.000 de todos los par tidos opositores.

no. IV Congreso de la III Internacional: Stalin, Secretario General del Par tido Comunista Soviético.

Girondo: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Güiraldes: Xaimaca. Cancela: Tres relatos por teños. Gálvez: Historia de arrabal. Marechal: Los aguiluchos. Lugones: Las hojas doradas. R. Rojas: Los arquetipos. Suicidio de B. Roldán. Inauguración de los Cursos de Cultura Católica. Aparece la revista Los Pensadores.

B. Malinowski: Argonautas del Pacífico occidental. Lévy-Bruhl: La mentalidad primitiva. Weber: Economía y sociedad. Joyce: Ulises. Valéry: El cementerio marino. Mar tin du Gard: Los Thibault. Eliot: Tierra yerma. Muere Proust. Benavente: Premio Nobel de Literatura.

Fracasa el acuerdo de unión propuesto por varios países centroamericanos. Se pone en práctica el plan de evacuación de las tropas nor teamericanas de Santo Domingo. Gira de Vasconcelos por varios países de América. Vallejo: Trilce. Semana de Ar te Moderno en San Pablo (Mario de Andrade, Manuel Bandeira).

1923

El anarquista Wilkens da muer te al jefe de la represión de la Patagonia, Coronel Varela. Alvear emprende la construcción de numerosas obras públicas. Un acontecimiento depor tivo conmueve al país: el encuentro boxístico Firpo-Dempsey. Borges: Fer vor de Buenos Aires. Castelnuovo: Tinieblas. C. Nalé Roxlo: El grillo. Revistas Inicial y Valoraciones. Or tega y Gasset funda la Revista de Occidente. Conferencia Panamericana en Chile: primer tratado de Cooperación.

1924

Es reglamentado por ley el trabajo de mujeres y de menores. Juan B. Justo electo senador por la Capital. Se reúne en Buenos Aires el primer Congreso Internacional de Historia y Geografía de América. Lynch: El inglés de los güesos. González Lanuza: Prismas. R. Rojas: Eurindia. E. Castelnuovo: Malditos. Petorutti introduce la pintura de vanguardia: exposición en la Galería Witcomb.

Golpe frustrado de Hitler en Alemania. Primo de Rivera impone dictadura en España. República de Turquía: régimen de Kemal Ataturk. Victoria laborista en Inglaterra. Francia y Bélgica ocupan la cuenca del Rhur. El Fascista, par tido único en Italia. Primer empleo de la BCG contra la tuberculosis. Rilke: Elegías de Duino. Lukacs: Historia y conciencia de clase. Cassirer: Filosofía de las formas simbólicas. Esenin: El Moscú de las tabernas. Or tega y Gasset funda la Revista de Occidente.

Muer te de Lenin. Stalin y Trotski se disputan el poder en la URSS. Se proclama la República de Grecia. Asesinato del diputado socialista Matteoti en Roma. Inglaterra y Francia reconocen a la URSS. R. Alber ti: Marinero en tierra. Breton: Manifiesto surrealista y La revolución surrrealista (-29) (con Vitrac, Pérec, Eluard, Aragon, Leiris). Stalin: Los principios del leninismo.

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Año

1925

Argentina y América Latina

Mundo exterior

Revistas Mar tín Fierro (Girondo, Marechal, Borges, Molinari, Prebisch) y Proa. Lugones viaja a Lima para la Celebración del Centenario de la batalla de Ayacucho. Agitación internacional por su discurso “La hora de la espada”.

Mann: La montaña mágica. Eluard: Morir de no morir. Hitler: Mi lucha (25). Eisenstein: La huelga. Klee expone en Nueva York. Muere Kafka.

Bajo la conducción de Mosconi, crece YPF, la empresa estatal dedicada a la explotación del petróleo. Se establece la comunicación telegráfica directa con España. Einstein y el principe de Gales visitan el país.

Pacto de Locarno (Alemania y los aliados). Virulencia racista en EEUU: el Ku-Klux-Klan. Muer te de Sun Yat-sen en China. Fundación de la Liga revolucionaria de la juventud vietnamita. Hindenburg presidente de Alemania. Trotski destituido de sus funciones.

Creación de la Unión Latinoamericana (Ingenieros, Palacios, Ugar te, del Mazo, Julio V. González). Borges: Luna de enfrente, Inquisiciones. Revista Sagitario en La Plata. Mariani: Cuentos de oficina. Girondo: Calcomanías. R. Carbia: Historia de la historiografía argentina. Vasconcelos: La raza cósmica.

1926

Llega a Buenos Aires, en un vuelo por etapas, desde España, el hidroavión “Plus Ultra”. El ejercicio financiero arroja un superávit de dos millones de pesos. Güiraldes: Don Segundo Sombra. Larreta: Zogoibi. Marechal: Días como flechas. Barletta: Royal circo. Arlt: El juguete rabioso. N. Olivari: La musa de la mala pata. Borges: El tamaño de mi esperanza. Mallea: Cuentos para una inglesa desesperada. González Tuñón: El violín del diablo. Revista Claridad. Grupo Que, en Buenos Aires (A. Pellegrini). Marinetti visita Buenos Aires; exposición en su honor. Inauguración del monumento a dorrego, de R. Yrurtia. Aparece la revista Claridad. Crece el conflicto entre el gobierno y la iglesia en México; la guerra de los cristeros. Desembarco nor teamericano en Nicaragua; comienza oposición armada a Sandino. W. Luis Pereira de Souza, presidente de Brasil; se adopta el cruceiro como moneda. Mariátegui funda la revista Amauta en Lima (-30).

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Dos Passos: Manhattan Transfer. Or tega y Gasset: La deshumanización en el ar te. Dreiser: Una tragedia americana. Kafka: El proceso. Fitzgerald: El gran Gatsby. Exposición de pintores surrealistas en París: Eisenstein: El acorazado Potemkim. Chaplin: La quimera del oro. Nacimiento del “charleston”. Fundación del New Yorker. G. B. Shaw: Premio Nobel de Literatura.

Huelga genearl en Gran Bretaña. Comienza la dictadura de Salazar en Por tugal. Alemania ingresa a la “Sociedad de las Naciones”. Hirohito emperador de Japón. Dictadura de Pilsudski en Polonia. Creación del Círculo Lingüístico de Praga. Valle Inclán: Tirano Banderas. R. Alber ti: Cal y canto. MaoTse-Tung: Sobre las clases sociales en la sociedad china. T. E. Lawrence: Los siete pilares de la sabiduría. Hemingway: El sol también sale. Exposición de Chagall en Nueva York y de Klee en París. F. Lang: Metrópolis. Renoir: Nana. Murnau: Fausto. “Edad de oro” de los comics (-30). Muere C. Monet.

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

1927

Al término de la presidencia de Alvear las diferencias internas del par tido Radical se muestran irreconciliables. Creación del Par tido Socialista Independiente.

Chiang-Kai-shek rompe con el Par tido Comunista chino e instala su gobierno en Nankin. En Italia, for talecimiento del fascismo y disolución de sindicatos. Ejecución de Sacco y Vanzetti en EEUU. Se inaugura en Bruselas el Congreso de los pueblos oprimidos.

Lugones: Poemas solariegos. R. Rojas: El Cristo invisible.L. Barletta: Royal Circo. Luiggi Pirandello habla en el Jockey Club de Buenos Aires. Revista La Nueva República. Muerte de R. Güiraldes. Ibañez, presidente de Chile. Nueva ocupación de Nicaragua. Sandino jefe de la resistencia.

1928

Yrigoyen elegido presidente por segunda vez. La prosperidad llega a su punto culminante: las expor taciones del orden de los doscientos millones de libras esterlinas oro. Muere Juan B. Justo. Macedonio Fernández: No toda es vigilia la de los ojos abier tos. González Tuñón: Miércoles de ceniza. A. Discepolo: Stéfano. Borges: El idioma de los argentinos. Aparición de la revista católica Criterio. Muerte de R. Payró. Inauguración del palacio de Correos y Telégrafos.

Lindbergh: primer vuelo transatlántico sin escala. Heidegger :Ser y tiempo. Hesse: El lobo estepario. Kafka: América. Cocteau: Orfeo. Garcia Lorca estrena Mariana Pineda. Primer film de dibujos animados sonoro con El gato Félix. Eisenstein: Octubre. H. Bergson: Premio Nobel de Literatura.

Primer Plan Quinquenal de la URSS. Trotstki enviado a Siberia. Hoover electo presidente de EEUU. M. Scheler: El puesto del hombre en el cosmos. M. Mead: Adolescencia en Samoa. D. H. Lawrence: El amante de Lady Chatterley. A. Huxley: Contrapunto. Woolf: Orlando. Sholojov: El Don apacible. Breton: Nadja. Propp: Morfología del cuento. García Lorca: Romancero gitano. Brecht: La ópera de tres centavos. Ravel: Bolero. Braque: La mesa redonda. Buñuel: El perro andaluz.

Obregón, reelegido presidente en México, muere asesinado poco después. Henríquez Ureña: Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

1929

Crecen las versiones sobre el aislamiento de Yrigoyen respecto de la opinión pública y de los hombres de su par tido. Asesinato de Lencinas en Mendoza. Aparece en Buenos Aires el colectivo. Borges: Cuaderno San Mar tín. N. Olivari: El gato escaldado. M. Fernández: Papeles de Recienvenido. Gálvez: Humaita. R. Arlt: Los siete locos. Le Corbusier, Waldo Frank y Keyserling visitan el país. Muere Paul Groussac.

Crack bursátil en Nueva York, con vastas repercusiones mundiales. Victoria electoral del laborismo en Gran Bretaña. Creación del Estado de Vaticano, por el Concordato de Letrán. Albania invadida por Italia pasa a ser protectorado. Trotski desterrado a Constantinopla. Propagación del gangsterismo en EEUU favorecido por la prohibición. K. Manheim: Ideología y utopía. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas. Reich: Materialismo dialéctico y psicoanálisis. Faulkner: El soni-

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Año

1930

Argentina y América Latina

Mundo exterior

Muere Batlle y Ordoñez en Uruguay, le sucede Brum. Mientras Sandino resiste, Moncada es designado presidente de Nicaragua. En escala de diversa intensidad, la crisis económica de los EEUU comienza a afectar las economías de los países latinoamericanos.

do y la furia. Hemingway: Adiós a las armas. Moravia: Los indiferentes. Remarque: Sin novedad en el frente. Se inaugura el Museo de Ar te Moderno en Nueva York. Thomas Mann: Premio Nobel de Literatura.

Efectos de la crisis económica. Derrota del yrigoyenismo en las elecciones de renovación parlamentaria de la Capital Federal. Golpe militar encabezado por Uriburu. Se disuelve el Congreso y se dicta la ley marcial. Fundación de la CGT como fusión de la Unión Sindical y la Federación Regional.

Tras el putsh de Munich, intentos de Hitler por vía legal: cien diputados nacionalsocialistas electos. Cae Primo de Rivera en España. Fundación en Por tugal del par tido único “Unión Nacional”. Gandhi inicia en la India el segundo gran movimiento de desobediencia civil.

Borges: Evaristo Carriego. R. González Tuñón: La calle del agujero en la media. Barletta funda El Teatro del Pueblo. Lugones: La grande Argentina y La patria fuer te. E. Banchs: Ayer. C. Sánchez Viamonte: El último caudillo. R. Doll: Crítica. Pettorutti, Spilimbergo y Gramajo Gutiérrez exponen en los salones de ar te de Buenos Aires. Fundación del Colegio Libre de Estudios Superiores.

Musil: El hombre sin atributos (-43). Dos Passos: Paralelo 42. Auden: Poemas. Quasimodo: Agua y tierra. Hammett: El halcón maltés. Buñuel: La edad de oro. El “burlesque” en cine: H. Lloyd, B. Keaton, Laurel y Hardy, Hnos. Marx. Klee: En el espacio, Premio Carnegie para Picasso. Rouault ilustra La pasión y El circo de Suárez. Fotografías de Car tier-Bresson. Suicidio de Maiakovski.

Leguía es destituido por un golpe militar en Perú; fundación del APRA (antes México, 1924). Getulio Vargas llega al poder en Brasil.

1931

El gobierno anula las elecciones parlamentarias ganadas por el radicalismo en la provincia de Buenos Aires, y convoca a elecciones nacionales con exclusión de las principales figuras del Par tido Radical. Son sofocados intentos de rebelión. Lynch: De los campos por teños. Scalabrini Or tiz: El hombre que está solo y espera. Castelnuovo: Larvas. R. Arlt: Los lanzallamas. Victoria Ocampo funda la revista Sur.

Republicanos ganan elecciones municipales en España. Alfonso XIII renuncia, proclamación de la República. Japón ocupa Manchuria. Crisis generalizada en EEUU. Trotsky: La revolución permanente. H. Miller: Trópicos de cáncer. García Lorca: Poemas del cante jondo. Esculturas de Giacometti.

Terra inicia mandato presidencial en Uruguay.

1932

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El general Justo, candidato triunfante del Par tido Demócrata Nacional, asume la presidencia. Primera ley de impuesto a los réditos.

Hinderburg derrota a Hitler en elecciones presidenciales en Alemania, y F. D. Rooselvet a Hoover en EEUU. Se frustra el proyecto de

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

Borges: Discusión. Girondo: Espantapájaros.

Mussolini de crear bloque de cuatro potencias (Italia, Francia, Alemania e Inglaterra). Manchuria, estado independiente. Aumenta agresividad de Japón. Constitución del reino de Arabia Saudita.

Revolución constitucionalista en San Pablo, Brasil. Alessandri por segunda vez presidente de Chile. Encuentros armados en la frontera boliviano-paraguaya.

1933

Muere Yrigoyen; una multitud acompaña sus restos. En Londres se firma el tratado Roca-Runciman sobre intercambio comercial. Mar tínez Estrada: Radiografía de la pampa. Lynch: El romance de un gaucho. N. Olivari: La mosca verde. Rojas: El santo de la espada. Prosigue la guerra entre Bolivia y Paraguay; profundo avance de las tropas paraguayas. En Uruguay, Terra asume la totalidad del poder. Huelga general, cae Machado en Cuba; lo sucede Grau San Mar tín; revuelta de los suboficiales de F. Batista.

1934

El cardenal Pacelli inaugura en Buenos Aires el XXXII Congreso Eucarístico internacional. Los socialistas triunfan en la Capital Federal en la elección de diputados. El Graf Zeppelin sobrevuela Buenos Aires. Mallea: Nocturno europeo. R. González Tuñón: Poemas de Juancito caminador. Rodolfo y julio Irazusta: La Argentina y el imperialismo británico. García Lorca y Neruda en Buenos Aires. Vargas nombrado presidente por la Asamblea en Brasil; Lázaro Cárdenas electo en México. Sandino,

A. Huxley: Un mundo feliz. Céline: Viaje al fin de la noche. Caldwell: El camino del tabaco. Sholojov: Campos roturados. Romains: Los hombres de buena voluntad (-47). Artaud: Manifiesto del teatro de la crueldad. Aleixandre: La destrucción o el amor. Calder expone en París. Paul Valéry pronuncia una conferencia sobre “la política del espíritu”.

Moratoria y devaluación del dólar. Roosevelt asume el mando en EEUU, en medio de una terrible crisis, e impone la política del “New Deal”. Economía alemana en quiebra: 5 millones de obreros sin trabajo. Incendio del Reichstag. Hitler nombrado canciller. Iniciación de la campaña antisemita. Creación de los campos de concentración. Pacto de las cuatro potencias (Italia, Francia, Inglaterra, Alemania). Se crea la “Falange” en España. Malraux: La condición humana. García Lorca: Bodas de sangre. Stein: Autobiografía de Alice B. Tocklas. Salinas: La voz a ti debida. Cooper-Schoedsacks: King Kong. El nazismo clausura la Banhaus. Se levanta la censura contra J. Joyce en EEUU.

Muer te de Hindenburg y ascenso de Hitler en Alemania. Mussolini funda el Estado Corporativo. Los comunistas chinos, enfrentados a Chiang-Kai-shek, inician la retirada: “la larga marcha”. El canciller Dollfus asesinado en Viena. La URSS ingresa a la Sociedad de las Naciones. EEUU concede la independencia a Filipinas. “Política del buen vecino” de Rooselvet respecto a América Latina. Reich: Psicología de masas del fascismo. Guérin: Fascismo y gran capital. F. de Onís: Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932). Pessoa: Mensaje.

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Año

1935

Argentina y América Latina

Mundo exterior

asesinado por la Guardia Nacional en Nicaragua. Negociaciones para poner término al conflicto entre Paraguay y Bolivia. Supresión enmienda Platt en Cuba. Represión contra el APRA en Perú, que pasa a la clandestinidad.

Dalí ilustra los Cantos de Maldoror. Congreso de escritores soviéticos en Moscú: el “realismo socialista”. Pirandello: Premio Nobel de Literatura.

El senador Lisandro de la Torre denuncia el monopolio de los frigoríficos en el comercio de carnes. Durante el debate, es asesinado el senador Bordabehere. Justo inaugura el Banco Central. El presidente del Brasil, Getulio Vargas, visita la Argentina.

Hitler implanta el ser vicio militar obligatorio. Leyes racistas de Nüremberg. Campaña militar de Mussolini en Africa; invasión a Etiopía. La Sociedad de las Naciones aplica sanciones contra Italia. Chiang Kai-sheck, presidente de China.

Borges: Historia universal de la infamia. Mallea: Conocimiento y expresión de la Argentina. Dickman: Madre América. J. Irazusta: Ensayo sobre Rosas. E. Palacio: Catilina. E. S. Discépolo: Cambalache. Muere en un accidente aéreo Carlos Gardel. La Comedia Nacional Argentina inicia sus actividades en el Cervantes. Se constituye el grupo FORJA en Buenos Aires.

P. Hazard: La crisis de la conciencia europea. Eliot: Asesinato en la Catedral. Hitchcock: Treinta y nueve escalones. Muere Henri Barbusse.

Se firma la paz entre Bolivia y Paraguay. En Brasil, diversos estallidos revolucionarios alentados por Prestes son sofocados por el gobierno. Muere Gómez después de ejercer un poder omnímodo durante 27 años en Venezuela. Quiroga: Cuentos del más allá. Neruda: Residencia en la tierra. J. M. Arguedas: Agua.

1936

Se reúne en Buenos Aires la Conferencia de la Consolidación de la Paz; asiste F. D. Rooselvet. Saavedra Lamas recibe el Premio Nobel de la Paz. Borges: Historia de la eternidad. Mallea: La ciudad junto al río inmóvil. González Tuñón: La rosa blindada. En Perú, el aprismo triunfa en las elecciones, pero éstas son anuladas. En México, Cárdenas crea la Confederación de Trabajadores de México. Somoza presiona a Sacasa a renunciar (VI) y se hace elegir presidente de Nicaragua (8/XII). Gómez destituido en Cuba. Huelga petrolera en Venezuela y formación

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Mussolini proclama el Imperio Italiano; anexión de Etiopía. Rearme alemán. Constitución del Eje Roma-Berlín. Elecciones del Frente Popular en España. Levantamiento de Franco contra el gobierno. Se inicia la guerra civil española. Apoyo de Mussolini: 50.000 soldados. Frente popular en Francia encabezado por Leon Blum. Roosevelt reelegido en EEUU. En Moscú se inician los Procesos. Faulker: Absalón, Absalón. Pavese: Trabajar cansa. Gide: Regreso de la URSS. Wright: Casa Kaufmann (Pennsylvania). Feyder: La kermesse heroica. Chaplin: Tiempos modernos. Mueren Unamuno, Pirandello y Gorki. García Lorca es fusilado.

Historia Intelectual en la Argentina entre 1880 y la Década de 1930

Año

Argentina y América Latina

Mundo exterior

de la CTV. Coronel David Toro, presidente de Bolivia (-37). Era del “socialismo militar” (-39). Vallejo: España, apar ta de mí este cáliz.

1937

Mallea: Historia de una pasión argentina. Nalé Roxlo: Claro desvelo.

Franco es proclamado Caudillo. Aviación alemana bombardea Almería y Guernica. En Francia se desintegra el Frente Popular. Japón interviene militarmente en China. Alemania e Italia se retiran del Comité de no-inter vención.

Vargas promulga la Car ta Orgánica que da origen al “Estado Novo”; disolución del Parlamento y los par tidos políticos. Cárdenas nacionaliza ferrocarriles en México.

W. Benjamin: La obra de ar te en la época de su reproductibilidad técnica. Picasso: Guernica. Renoir: La gran ilusión. Se reabre la Bauhaus en Chicago.

Or tiz, candidato apoyado por el oficialismo, gana las elecciones presidenciales. Se denuncian actos de fraude.

Neruda: España en el corazón. O. Paz: Raíz de hombre; Bajo tu clara sombra. Quiroga se suicida.

1938

Asume Or tiz como presidente. Gálvez: Hombres en soledad. Bernández: La ciudad sin Laura. González Lanuza: La degollación de los inocentes. Alfonsina Storni se suicida. Leopoldo Lugones se suicida en el recreo “El Tropezón” del Tigre. De este autor, se editan Romances del Río Seco y Roca (inconcluso). Cárdenas expropia las instalaciones de compañías petroleras extranjeras. Aguirre Cerda, candidato del Frente Popular, gana las elecciones en Chile. Conferencia Panamericana en Lima.

Hitler ocupa Austria. Ultimátum alemán a Praga. Pacto de Munich entre Inglaterra, Francia, Alemania e Italia por la situación checoslovaca. Leyes antisemitas en Italia. Batalla del Ebro en España. Se retiran las Brigadas Internacionales. Sar tre: La náusea. Th. Wilder: Nuestro pueblo. M. Hernández: Cancionero y romancero de ausencias (-41). Mumford: La cultura de las ciudades. Moore: Figura inclinada. Siegel y Shuster: Superman. Carné: El muelle de las brumas. Disney: Blanca Nieves.

Vasconcelos: Ulises criollo. Muere Vallejo en París.

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