254 91 1MB
Spanish; Castilian Pages [367] Year 2015
Historia de la literatura española (en español)
Jesús Hurtado Bodelón
Prólogo de Bryant Creel
ISBN: 978-84-15930-58-7
© Jesús Hurtado Bodelón, 2015
© Punto de Vista Editores, 2015
http://puntodevistaeditores.com
[email protected]
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Índice
El autor
Prólogo
Capítulo I. ¿Qué es literatura? Y tú me lo preguntas
1. Los ingredientes de la literatura 2. La división en géneros 3. Las estrofas más usadas en nuestra literatura 4. Apuntes para una periodización
Capítulo II. La Edad Media. Ni tan bárbara ni tan oscura
1. Acotemos la Edad Media 2. Primitivas voces femeninas nos hablan de amor 3. La épica: entre juglares y héroes 4. Que por mayo era, por mayo: los romances 5. Mester traygo fermoso y la clerecía
6. Otras obras poéticas del XIII 7. El Libro de buen amor y otra poesía del siglo XIV 8. Y llega la prosa: el siglo XIII 9. Y sigue en el XIV
Capítulo III. Siglo XV, se inicia un nuevo rumbo
1. Camino del Renacimiento 2. Sin Dios y sin vos: la poesía en el XV 3. Las crónicas y tratados conviven con la novela 4. El teatro… ¡y La Celestina!
Capítulo IV. Siglo XVI, llegó el Renacimiento
1. El Renacimiento español 2. Yo no nací sino para quereros: Garcilaso y compañía 3. Dios siempre presente: poesía devota, ascética y mística 4. La prosa del siglo XVI y otra genialidad: el Lazarillo 5. El teatro renacentista: esperando a Lope
Capítulo V. Siglo XVII… y se convirtió en Barroco
1. Contrastes barrocos 2. Miguel de Cervantes, manco y escritor genial a tiempo completo 3. La poesía en el Barroco: empacho de genios 4. La prosa en el siglo XVII: amplio abanico de novedades 5. El teatro barroco: Lope y su revolución teatral
Capítulo VI: Siglo XVIII, ¡pobre siglo XVIII!
1 Luces y sombras del Siglo de las Luces 2. La poesía en el siglo XVIII: desgaste barroco y juegos neoclásicos 3. La prosa dieciochesca: afanes didácticos 4. El teatro en el XVIII: poco y mediocre
Capítulo VII. Siglo XIX, entre románticos y realistas
1. La primera mitad de siglo: el maremoto romántico 2. La poesía romántica: piratas y florecillas 3. La prosa en el romanticismo 4. El teatro romántico: la pasión escénica 5. La segunda mitad de siglo: el realismo y el triunfo de la burguesía
6. La poesía de la segunda mitad de siglo: ¡menos mal que estaba Bécquer! 7. La narrativa realista y naturalista: espejo de lo social 8. El teatro: entre la mediocridad y la complacencia
Capítulo VIII. Siglo XX. Hasta la Guerra Civil… nos íbamos pareciendo a Europa
1. La reacción contra el espíritu burgués 2. La princesa está triste…: la poesía en los primeros años de siglo 3. Los regeneracionistas y noventayochistas 4. Vino, primero, pura: el novecentismo 5. Tanto dolor se agrupa en mi costado…: la poesía hasta la Guerra Civil 6. El teatro hasta la Guerra Civil
Capítulo IX. Siglo XX. Desde la Guerra Civil hasta ahora, si se puede
1. Lento resurgir de las cenizas 2. De los álamos tengo envidia: la poesía a partir de la Guerra Civil 3. La narrativa después del conflicto: tremendista resurgir 4. El teatro después de la Guerra Civil: entre la renovación y la complacencia
Glosario
Bibliografía
General CAPÍTULO I (¿Qué es literatura?) CAPÍTULOS II y III (Edad Media y siglo XV) CAPÍTULOS IV, V y VI (Siglo de Oro y siglo XVIII) CAPÍTULO VII (Siglo XIX) CAPÍTULOS VIII y IX (Siglo XX)
El autor
Jesús Hurtado Bodelón (Ponferrada, 1964) es profesor de instituto de Lengua española y literatura, profesión a la que se dedica desde hace dieciocho años.
Su experiencia laboral, sin embargo, comenzó en el mundo de la televisión, en Andalucía, siempre detrás de las cámaras, como operador, ayudante de realización, etc.
Se licenció en Filología Española por la UNED (Sevilla), tras haber comenzado estudios en las universidades de Granada y León.
Poeta a ratos muertos, esta Historia de la literatura española (en español) es su primera obra publicada.
Para Martín, por su callado aliento.
Prólogo
Esta Historia de la literatura española (en español) resume la prolífica cultura literaria de España durante nueve siglos. Su brevedad tiene la ventaja de presentar la totalidad de la literatura española de una manera sintética y accesible que subraya los grandes rasgos de cada época. Pero en la medida en que el esfuerzo de ser breve ha requerido limitar la cantidad de detalles que evocan la genialidad y singularidad de obras y autores individuales, puede llevar a la impresión equivocada de que este libro es simplemente un catálogo de los escritores conocidos de cada época. El hecho, claro está, es que es un inventario bastante selectivo, un panorama cronológico de las más altas cimas de talento literario a través de los siglos junto con explicaciones sobre sus contextos históricos y su importancia artística. Para cada autor que aquí se menciona hay incontables otros que por verse menos favorecidos por la posteridad no están incluidos.
La abundancia de gran literatura que ha producido España contradice la opinión popular de que lo que tiene mucho valor tiene que escasear. Esa extraordinaria abundancia también ha creado una extraordinaria necesidad de libros como este. Presentando detalles sobre autores, obras y sus contextos históricos, los manuales e historias de la literatura pueden impedir que nuestra herencia literaria se fosilice y se vuelva un mero historial de nombres. Y dada la universal tendencia a comprender sólo lo que resulta generalmente familiar y reconocible, es especialmente importante incluir explicaciones sobre el fondo histórico de épocas en cuya literatura nuestro interés es principalmente histórico, la Edad Media y el Siglo de Oro. Una comprensión adecuada de los grandes clásicos españoles requiere un conocimiento de cómo sus obras reflejan el mundo que las produjo, un mundo cuya cultura difería de la nuestra por ser predominantemente aristocrático.
Conviene, pues, ver este libro como una guía a los mejores y más altos logros de
la literatura española, una guía que identifica lecturas fundamentales y que también puede servir como un estímulo para localizar y conocer los valiosos estudios monográficos que se han escrito sobre cada uno de los autores y las obras aquí mencionados. En su conjunto, esos estudios constituyen un magnífico tributo a una de las grandes literaturas mundiales, un tributo del que el ambicioso panorama que nos presenta Jesús Hurtado Bodelón forma una valiosa parte.
Bryant Creel
Capítulo I ¿Qué es literatura? Y tú me lo preguntas
1. Los ingredientes de la literatura
¿Qué es la literatura? Y, sobre todo, ¿qué tiene de específico la lengua literaria? ¿En qué se distingue la lengua literaria, utilizada para la creación, de la lengua utilizada en su función meramente representativa?
No es nada fácil contestar a estas preguntas. Lo literario tiene carácter complejo. Intervienen factores puramente lingüísticos, factores estéticos, sociales, de moda, incluso de mercado. Aún así, trataremos de exponer aquellas características que hacen que un texto pueda ser considerado como literario.
El psicólogo y lingüista alemán Karl Bühler ya exponía en 1918 la triple función que, para él, tenía el lenguaje. La función representativa o referencial era la primordial. El lenguaje se usa, fundamentalmente, para trasmitir información. Eso está claro. Además, añadía la función expresiva, con la que se muestran sentimientos y emociones por parte del emisor y la función apelativa o conativa, mediante la cual esperamos que el receptor haga algo (a través de una orden, un ruego, una pregunta, etc.). El lingüista ruso Roman Jackobson, integrante y animador del Círculo Lingüístico de Praga (1929), un grupo de sesudos lingüistas franceses, rusos y checos, proponía, además de otras, la función poética o estética, como aquella que pretende llamar la atención sobre el modo de decir las cosas. La diferencia con las funciones antedichas es que esta, en palabras del filólogo Fernando Lázaro Carreter, “priva a la lengua de cualquier conexión de orden práctico. Se trata de una función de lujo, que actúa sobre el signo mismo, conduciendo la atención del lector, del oyente o del espectador hacia el cómo del mensaje, antes de llevarla hacia su qué”.
En principio la lengua literaria es la misma que la no literaria. Ambas utilizan el mismo código (el código está formado por el conjunto de signos lingüísticos y
por las normas que rigen el uso de esos signos), los mismos sonidos, las mismas relaciones de significado… Pero el código de la lengua es complejo, el más complejo con el que cuenta el hombre para comunicarse. Esta complejidad se manifiesta, entre otras cosas, en que, usando una comunidad una misma lengua, esta se utilizará de manera diferente dependiendo del lugar y el momento (lo que se llama situación comunicativa), las personas que la utilicen, su formación, su extracción social, y la finalidad con que se use esta lengua. Surgen así los niveles y los registros lingüísticos. Todo el mundo entiende que no se hablará igual en una reunión de ministros, que en una cafetería; el lenguaje usado con un niño será diferente del usado con una persona mayor; en una carta dirigida a un periódico nos expresamos de modo diferente que en una entrevista y no hablan igual los médicos de Murcia que los estudiantes de un instituto de Oviedo. Todas estas diferencias se denominan variedades de uso, y cada una de ellas tiene diversas características.
Pues bien, una de estas variedades (que a su vez es muy compleja también) es la lengua literaria. Rafael Lapesa, filólogo de reconocido prestigio, enumeraba las cualidades que debía tener el lenguaje literario: claridad, propiedad, vigor expresivo, decoro, corrección, armonía, abundancia y pureza, aunque, afirma, estas cualidades eran deseables en cualesquiera expresiones verbales.
Por otro lado, muchos recursos literarios (“trucos” que el creador utiliza para hacer recaer la atención sobre el modo de decir y no solo sobre lo dicho) se encuentran también en otras variedades de uso. Por ejemplo, la hipérbole –que es una figura en principio literaria y que consiste básicamente en una exageración– podemos hallarla en el lenguaje coloquial: “Te estuve esperando una eternidad”. Cualquiera que oiga la intervención de un político, notará ciertas repeticiones al principio de algunas oraciones, es decir, anáforas. Asimismo, el lenguaje literario se puede “disfrazar” de lenguaje jurídico, deportivo, policial o científico en una novela.
Sin embargo, hay algo fundamental que caracteriza a la literatura de lo que no lo es. El carácter de ficción, de invención. El texto literario crea mundos poblados
de personajes, acciones, emociones que se nos presentan como verdaderos, pero que son producto del mundo interior de un creador. Este mundo solo existe dentro del autor de la obra literaria. Esto, en principio, no tiene nada que ver con la verosimilitud. Hoy en día gran parte de las creaciones literarias son verosímiles, es decir, podrían pasar por verdaderas, se ajustan a la lógica de lo veraz, pero no tiene por qué ser así. Las actualmente exitosas novelas de vampiros o magos, por citar algo, crean mundos falaces que el espectador asume, mientras dura la ficción, como posibles, aunque no verosímiles. Por el contrario, cuando a mediados de siglo XVI se publicó el Lazarillo, el público lector, acostumbrado a las novelas de caballerías y otros géneros nada realistas, abría la boca sorprendido por ese grado de verosimilitud que presentaban las andanzas de nuestro pícaro. Esta es quizás una de las razones de que la magistral novela picaresca sea anónima.
Además, este mundo está expresado mediante el lenguaje y, para la literatura, es tan importante el contenido como la forma de la expresión. Naturalmente, en el lenguaje formal (textos científicos, jurídicos, históricos, conferencias, ensayos, etc.,) la forma también está cuidada en el sentido de que lo expresado está hecho con corrección. Pero en literatura a veces el cómo es más importante que el qué (en poesía, la dicotomía forma-contenido llega a su máxima expresión a favor de la primera). Así, el autor de una obra literaria no solo está preocupado por mostrar un mundo (el contenido de la obra), sino que elabora el modo (la forma) de mostrarlo seleccionando palabra por palabra. Selección, he aquí un término importante. Mientras que en el lenguaje “común”, una vez elegida la palabra y construida la oración con todos los parabienes de la gramática, se da por buena y a otra cosa mariposa, es decir, se selecciona la siguiente palabra, se construye la siguiente oración y así hasta el final del texto; en la creación literaria, el autor no se olvida de las selecciones realizadas con anterioridad ni de las que pudo haber elegido y no eligió, ni de las relaciones sintácticas construidas, ni de los significados de los términos utilizados.
¿Y cómo se seleccionan las palabras? Pues en función de varios aspectos: de su significado propio, literal, es decir, del primero que viene en el diccionario (lo que se denomina significado denotativo), pero, sobre todo, de sus significados secundarios, añadidos, figurados (significados connotativos). Otros aspectos de
la palabra son tenidos en cuenta: su sonoridad, su acentuación, el número de sílabas, etc.
Es decir, el creador literario utiliza la lengua como materia prima para su arte, modelándola, seleccionándola. Esta selección del lenguaje conlleva que la atención del lector recaiga no solo en el contenido, sino principalmente en cómo está expresado dicho contenido (la forma o expresión).
Ello hace que el texto literario tenga una finalidad muy clara: conmover. Frente a otros textos que solo buscan informar (el periodístico, el científico, el judicial, etc.), el texto literario, además de informar, pretende entretener, hacer pensar, divertir, entristecer, sobrecoger… emocionar. Por eso la comprensión (en el sentido de interrelación, de aprehensión) o no de un texto literario es complicada. A veces depende del estado de ánimo del lector, de la empatía con los personajes, de recuerdos propios removidos. Muchos poemas, en fin, se entienden solo con el “corazón”, no con la lógica.
Además de todo esto, para que un texto sea literario debe ser percibido como tal por la sociedad. No tiene nada que ver con el éxito o el fracaso (que depende del gusto de cada época), sino con la idea que todos tenemos de lo que es literatura, idea que, por cierto, cambia con el paso de los años. Como producto artístico que es, la literatura se ve sometida a continuos análisis y reconsideraciones por parte de los críticos. Y como producto social, la literatura se somete a la consideración del público lector. Muchas veces ambos criterios (consideraciones de los críticos y éxito de público) se oponen, complicando aún más el hecho literario.
2. La división en géneros
Mucho se ha discutido acerca de la utilidad de las clasificaciones genéricas. Lázaro Carreter ya apuntaba “la escasa fecundidad que, a efectos críticos, ha tenido algo tan permanentemente traído y llevado por los siglos como son los géneros literarios. La suma de especulaciones sobre este problema y la innegable agudeza y profundidad de muchas de ellas, apenas han tenido efectos operativos”. La crítica idealista proponía, de hecho, la inexistencia de los géneros. La obra era única en sí misma y escapaba a cualquier taxonomía.
Bien es cierto que la clasificación por géneros existe desde Aristóteles (siglo IV a. C.) y que hasta la Edad Moderna se hacía de manera dogmática y reguladora. El filósofo heleno proponía la división de la obra literaria en tres géneros:
La épica (epos en griego significa narración), aquellas composiciones en verso que narraban las hazañas de un héroe. Más tarde se incluyeron en este género a la novela y al cuento, escritos en prosa.
La lírica, generalmente en verso. Expresaba los sentimientos del poeta.
La dramática, en la que, por medio de unos actores, se representaba un conflicto.
Así, el autor adoptaba bien la tercera persona (con la épica o narración) con la que el lenguaje desarrolla plenamente la labor referencial; bien la primera persona, la introspección sentimental, es decir, básicamente la función expresiva (con la lírica) o bien la alternancia entre la primera y la segunda personas (con la
dramática) en donde predomina, junto a la función expresiva –el yo–, la conativa –el tú–.
Esta división estuvo vigente hasta hace bien poco pero, sobre todo a partir del siglo XIX, se hace muchas veces difícil de aceptar: el escritor goza de una libertad de creación que hace que gran número de obras no puedan clasificarse según estos tres géneros. Además han aparecido nuevos medios de expresión artística que comparten muchos elementos con la literatura: cine, cómics, televisión, etc.
El género, mientras dura su existencia, que no es eterna, sirve de marco con sus estructuras propias a la creación. El artista se siente cómodo eligiendo determinado molde… y el público también. Los espectadores del sainete, lo mismo que los lectores de una fábula, por poner un par de ejemplos, ya saben qué les espera. Las convenciones están sobre la mesa. Solo les es dado a los genios romper el corsé del género y proponer nuevos caminos. Citando nuevamente a Lázaro Carreter, “es propia de un escritor genial su insatisfacción con los géneros recibidos y su búsqueda constante de nuevas fórmulas, que unas veces triunfan y otras no, quedando entonces como obras chocantes o anómalas en la producción de aquel autor”.
Aún así, y aunque solo sea como instrumento didáctico, que no es poco, y facilitador a la hora de moverse por las estanterías de librerías, bibliotecas y catálogos de editoriales, es conveniente proponer una división genérica sencilla. Este breve manual sigue la práctica generalidad de las obras que a esto se dedican con mayor extensión y que suelen organizar sus contenidos genéricamente. Tradición manda.
Se entiende tradicionalmente por género, cada una de las categorías en que se puede clasificar la obra literaria. El género tiene unos rasgos que constituyen una serie de “esqueleto estructural que yace bajo las obras concretas de ese género”, en palabras de Lázaro Carreter, y son categorías dinámicas: evolucionan,
caducan, reviven, incluso se mantienen aunque los parámetros sociales o culturales que los vieron nacer hayan cambiado…
Nuestra propuesta.
Esta es nuestra proposición, entendiendo las limitaciones e interpretaciones que pueda haber.
La poesía: comprende aquellas obras escritas en verso, sean de la medida que sean. Podemos delimitar varios géneros poéticos:
La poesía épica, que relata las hazañas de personajes convertidos en arquetipos de la comunidad: los héroes. Son propias de las naciones que germinan, que necesitan referencias y símbolos identitarios. Como la creación de colectividades suele conformarse a través de episodios bélicos y hechos heroicos, las hazañas guerreras son protagonistas en estas composiciones. Forman parte de la poesía épica las epopeyas de la Antigüedad grecolatina, los cantares de gesta medievales, los romances narrativos, las epopeyas renacentistas en las que se ensalzan las conquistas de los nuevos territorios, etc.
La poesía lírica, que, como hemos dicho, expresa sentimientos. El más común, pero no el único, es el amoroso. Además tenemos las églogas, conversaciones y quejas amorosas de pastores idealizados en el marco de una naturaleza también idealizada; las canciones, siguiendo un esquema estrófico complicado de origen provenzal; la poesía trovadoresca del amor cortés; las jarchas, cantigas de amigo, villancicos y cosautes, composiciones anónimas en las que una joven se queja por la ausencia del amigo; y muchas otras composiciones: madrigales, romances líricos, etc. Serían líricas las elegías y endechas, en las que se manifiesta dolor por la muerte de un ser querido o una desgracia colectiva. También aquellas composiciones que expresan, crítica, burla, angustia, como las letrillas satíricas,
las cantigas de escarnio, los epigramas, los poemas morales y metafísicos barrocos y tantos otros; las composiciones que ensalzan hechos memorables, como los himnos, o los dulces placeres de la vida, la dorada medianía y el bucolismo, como las anacreónticas, ciertas odas; o el sentimiento religioso, como la poesía ascética y mística…
Existe también una poesía doctrinal, cuyo fin es enseñar, adoctrinar. Mencionamos aquí las fábulas o las composiciones medievales del mester de clerecía o los solemnes poemas en alejandrinos o en arte mayor castellano. El mismo Libro de buen amor tiene, aparentemente, fin didáctico.
La narrativa: comprende los relatos escritos en prosa en los que un narrador cuenta una historia real o ficticia. Los géneros que encontramos, a grandes rasgos, son:
La novela, que es el relato extenso de una acción en la cual se describen ambientes, se narran hechos y se analizan conductas. En la actualidad es el género literario más común. Solo hay que pasearse por la sección de novedades de cualquier librería. La novela está subdividida a su vez en verdaderos líos taxonómicos: novela policíaca, histórica, histórico-policíaca, de ciencia-ficción, de suspense, etc. Hay, por otro lado, novelas que, bajo un marco narrativo, expresan, muchas veces en primera persona, la introspección propia de la lírica, estando a caballo entre dos géneros, así la novela sentimental del XV, la novela lírica, mucha de la prosa de Quevedo, Azorín… añadimos géneros reactivados o nacientes apoyados por el uso de la red: el cuaderno de bitácora o diario, los blogs…
El cuento es un relato breve. Cuando tiene finalidad didáctica se denomina apólogo. Actualmente los límites entre cuento y novela cada vez son menos claros. Las nuevas tecnologías facilitan la aparición de nuevos géneros, como el microcuento.
La leyenda constituye un relato de ficción a partir de un hecho histórico en el que predomina lo maravilloso. Cuento y leyenda no tienen claras sus fronteras, quizás sea la finalidad didáctica y el arquetipo los rasgos que definen más al cuento.
En el teatro se escenifica un relato real o inventado, en prosa o en verso. Los géneros son muchos. Tan solo citamos aquí los principales:
Tragedia. En su formato clásico, un héroe sostiene una lucha con el destino, ante el cual no le queda más remedio que sucumbir. Tradicionalmente se espera que los personajes sean elevados y el lenguaje solemne. Intentos ha habido de reelaborar en distintas épocas este género, aunque con poca fortuna. Dentro de la tragedia, y así lo quería su autor, se puede incluir la trilogía del campo andaluz, de Federico García Lorca.
Comedia. Generalmente es de tono desenfadado (muchas veces humorístico) y con personajes de extracción social media o baja. Se presentan conflictos cotidianos, situaciones equívocas, etc. El teatro burgués del XIX y principios del XX produce la alta comedia, de enorme éxito. A mediados del XX aparece la comedia del disparate, cercana al teatro del absurdo surrealista.
Drama. Aparecen personajes de la misma extracción social que la comedia. Los conflictos que se muestran son dolorosos, trágicos si se quiere, pero los personajes son más humanos.
Los pasos, entremeses y sainetes son obras breves, de tono humorístico, con personajes de baja extracción social, en muchos casos marginales (la prostituta y su rufián, el gitano, el chulo). Los dos primeros se representaban en los
entreactos de las obras más extensas, aunque a veces tenían duración suficiente como para que volaran en solitario. Este teatro, chusco y directo, gozó de enorme favor entre el respetable. Derivación sainetera es el astracán, creado por el dramaturgo gaditano Muñoz Seca.
Mucho menos favor tuvo el teatro experimental –surrealista, lírico, social, etc. – que durante el siglo XX se intenta llevar a cabo.
El auto sacramental, de origen medieval, era una pieza de larga duración, de carácter religioso en la que los personajes representaban símbolos. Se escenificaban verdades de la fe católica, sobre todo del misterio eucarístico.
Los géneros dramático-melódicos inundaron las escenas de los últimos tres siglos: género chico, zarzuela, óperas y operetas…
Debemos finalmente mencionar textos que están a medio camino entre la literatura y la exposición-argumentación, tanto en prosa como en verso, como el ensayo, el género del diálogo, los debates o los artículos de opinión periodísticos.
3. Las estrofas más usadas en nuestra literatura
Un poco de terminología no viene mal: Las estrofas son estructuras formadas por un número de versos y un esquema de rima dados que se repiten a lo largo del poema. Si este consta de solo una estrofa (un soneto, un romance o un proverbio machadiano del tipo: “Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar. / Pasar haciendo caminos, / caminos sobre la mar.”, por ejemplo) se trata de un poema monostrófico o monóstrofe. Si tiene alternancia de varias estrofas, poliestrófico, entonces. Cuando todos los versos de la estrofa tienen el mismo número de sílabas, se denomina estrofa isosilábica (por ejemplo, el soneto, cuyos versos son todos endecasílabos); y si se alternan versos de diferente medida, anisosilábica (así, la lira, en la que se combinan endecasílabos y heptasílabos o los cantares épicos medievales). Las estrofas pueden tener un número de versos cerrado (el cuarteto, con cuatro; el soneto, con 14, etc.) o indefinido (la endecha, la silva, etc.).
Atendiendo al número de versos, las más frecuentes en nuestra literatura son las que siguen:
De 2 versos: Pareado. Puede tener rima asonante o consonante. Isosilábico o anisosilábico, aunque lo normal es que tenga el mismo número de silabas en ambos versos, generalmente ocho. Aparece desde los primeros textos y pervive en los poetas del siglo XX. El pareado es muy propio de la literatura popular, de los dichos y refranes: Ande yo caliente, / ríase la gente…
De 3 versos: Terceto. De origen italiano, se introduce en España en el siglo XVI traído por los aires del Renacimiento. Tiene rima consonante y versos endecasílabos. Suele aparecer en rima encadenada (ABA-BCB-CDC…) o formando parte de otra estrofa, como el soneto, cuya estructura la componen dos
cuartetos y dos tercetos. Ha pervivido hasta la actualidad.
De 4 versos: Cuaderna vía. Estrofa medieval utilizada por los autores del mester de clerecía (siglo XIII) y poetas del siglo siguiente como Juan Ruiz, arcipreste de Hita o el canciller Ayala. Está formada por cuatro versos alejandrinos (de 14 sílabas) que riman en consonante entre sí. Suele denominarse, por ello, tetrástrofo monorrimo alejandrino, con perdón. Cada verso está dividido en dos hemistiquios heptasílabos.
Redondillas y cuartetas. Son estrofas octosílabas de rima consonante. La diferencia entre ellas está en la disposición de la rima: mientras que la cuarteta tiene rima encadenada o entrelazada (abab) la redondilla la lleva abrazada (abba). Debido a que la redondilla es mucho más utilizada y aparece ya en los primeros textos literarios, algunos autores consideran la cuarteta una variante de esta.
Copla. La estructura más común de la copla es aquella formada por cuatro versos con rima asonantada en los versos pares (-a-a). Es propia de la poesía popular, de cantos y bailes y la han usado poetas popularistas como Lope. El texto de Antonio Machado citado arriba, sin ir más lejos, es una copla. Otras estrofas aparecidas en la Edad Media han recibido el nombre de copla: la copla de arte mayor u octava castellana (formada por ocho versos de arte mayor dodecasílabos- con rima consonante, en la que se combinan dos cuartetos o un serventesio y un cuarteto), la copla de arte menor, (igual que la de arte mayor pero con versos más cortos, generalmente octosílabos), la copla castellana (formada por dos redondillas), la copla real (diez versos octosílabos de rima consonante divididos en dos quintillas)… Pero, sin duda, de entre estas coplas medievales sobresale la copla manriqueña (por Jorge Manrique, siglo XV) o de pie quebrado (algún verso -pie- mide la mitad que el resto). Consta de dos sextillas de rima consonante y ocho sílabas salvo los versos 3, 6, 9 y 12 que son tetrasílabos. Su esquema de rima es abc abc def def.
Seguidilla. Estrofa en origen formada por cuatro versos asonantados los impares cuyas medidas eran variables aunque con los versos impares de mayor longitud que los pares. Con el tiempo se regularizó el metro, quedando heptasílabos en los impares y pentasílabos en los pares. A menudo, a estos cuatro versos se les añadían tres de estribillo o bordón, por lo general en asonancia diferente y con medida 5-7-5 convirtiéndose en una estrofa de siete versos. La seguidilla, cuyos primeros ejemplos aparecen en el siglo XV, ha llegado a ser un metro muy usado y comparte con la copla las preferencias de la poesía popular a partir del XVII.
Cuartetos y serventesios. Lo dicho antes para la redondilla y la cuarteta vale para estas dos estrofas, con la salvedad de que ahora los versos son endecasílabos. También se considera el serventesio un tipo de cuarteto.
De 5 versos: Quintilla. Estrofa compuesta por cinco versos de arte menor, octosílabos, de rima consonante cuyo esquema permite variaciones a condición de que no quede ningún verso libre, es decir, sin rima, que no pueda haber más de dos versos seguidos con la misma rima y que los dos últimos no formen pareado. Sus posibles esquemas son, pues, abbab, abaab, aabab o ababa. Aparece en algunas poesías de cancionero y, más frecuentemente, en el teatro del Siglo de Oro.
Quinteto: Estrofa igual que la quintilla, con las mismas condiciones en cuanto a su distribución de rima pero con versos de arte mayor. Se cultivó sobre todo en la poesía dieciochesca y romántica.
Lira. También de procedencia italiana, como las estrofas en las que interviene el verso endecasílabo, debe su nombre al final del primer verso de la canción de Garcilaso (siglo XVI) Oda a la flor de Gnido: “Si de mi baja lira”. En su estructura se combinan versos heptasílabos y endecasílabos con rima consonante de la siguiente manera: 7a, 11B, 7a, 7b, 11B. Tuvo mucha acogida en el Renacimiento, decayó su uso en el Barroco y reaparece en el siglo XVIII y XIX. La lira tiene dos variantes: el sexteto lira, con diferentes modos de rima
(AaBCcC, abCabC, etc.) y el cuarteto lira (AbAb).
De 6 versos: La sextilla. Estrofa de seis versos de arte menor, por lo general octosílabos, de rima consonante con diferente distribución de rima: ababab, abcabc. Las coplas manriqueñas son dos sextillas con los versos 3, 6, 9 y 12 tetrasílabos. La sextilla se cultivó también en el Romanticismo.
El sexteto. Como la sextilla pero con versos endecasílabos. Una variante es el ya mencionado sexteto-lira, que combina versos de once y de siete sílabas, muy utilizado el siglo XVIII.
De 8 versos. La octava. Estrofa de ocho versos con muchas variantes: la octava castellana, dodecasílaba, utilizada en el siglo XV; la octava real, endecasílaba; la octava aguda, endecasílaba o con otros metros, etc.
De 10 versos. Décima. Estrofa de diez versos, de rima consonante y de arte menor con diferente distribución. La más conocida es la llamada décima espinela, por Vicente Espinel (siglo XVII), compuesta por dos cuartetas y dos versos de engarce con la siguiente distribución: abbaaccddc.
De 14 versos. El soneto. Es una de las estrofas más cultivadas desde su introducción definitiva por Boscán y Garcilaso en el Renacimiento. Está compuesta por versos endecasílabos con rima consonante estructurados en dos cuartetos y dos tercetos. Estos últimos pueden llevar rima encadenada, escalonada, etc. El esquema más clásico es el siguiente ABBA ABBA CDC DCD o CDE CDE. El soneto se ha cultivado hasta la actualidad y presenta multitud de variantes: sonetos dialogados, con añadido final o estrambote, con versos de arte menor o sonetillos, etc.
Romance. Constituye uno de los hallazgos más duraderos y más cultivados de la lírica occidental. Aunque tiene variantes, su estructura básica es la siguiente: serie indefinida de versos octosílabos con rima asonante en los pares quedando libres los impares (-a-a-a-a-a…). Las primeras muestras del romance aparecen en el siglo XIV y fue cultivado por casi todos los grandes poetas de nuestra historia. Según algunos estudiosos, el origen del romance hay que buscarlo en fragmentos desgajados de los cantares de gesta. Los romances de menos de ocho sílabas se denominan romancillos y los compuestos por endecasílabos, romances heroicos, pero los hay también dodecasílabos, alejandrinos, etc. La endecha es un poema elegíaco con estructura de romance heptasílabo o pentasílabo.
Silva. Serie indefinida de versos en los que se combinan heptasílabos y endecasílabos consonantados a voluntad del poeta. Algunos versos pueden quedar sueltos. Aparece en el siglo XVII y continúa su cultivo en los siglos siguientes. Admite numerosas variantes, una de las cuales, la silva arromanzada usada por Antonio Machado, combina el anisosilabismo de la silva y la estructura de rima del romance.
4. Apuntes para una periodización
La literatura, como producto social apegado al devenir de la Historia, participa de las mismas coordenadas político-sociales. Su periodización, compleja en muchos aspectos y usada solo como instrumento pedagógico aunque necesario, coincide esencialmente con las etiquetas con que la historiografía divide el continuum histórico: edades, siglos, periodos, movimientos, etc. Otras historias (de la música, del arte, etc.) también participan de estos marchamos, aunque hay terminología específica para cada una. Es también entendible que los periodos no duran lo mismo en unos países que en otros. Los estilos, movimientos, épocas… aparecen antes en sus lugares de origen. Características humanistas y renacentistas se observan ya en el siglo XIV y XV en Italia (el Trecento y Quattrocento) mucho antes que en el resto de Europa; el romanticismo se aprecia antes en Inglaterra o Alemania, cunas de este movimiento que no llega claramente a España hasta bien entrado el XIX. El realismo y el naturalismo aparecen con anterioridad en Francia, etc. Por otro lado hay corrientes, estilos o géneros propios de un país y no de otro. Las jarchas mozárabes son exclusivas de la península Ibérica; la corriente medieval representada por el vigoroso romancero no tiene parangón más allá del mundo hispánico…
La periodización en la literatura maneja, entre otros, los siguientes términos.
Edad. Utilizada casi exclusivamente para la Edad Media, comprende un periodo de varios siglos en los que se dan rasgos comunes de carácter muy general. Desde un punto de vista histórico, hay común acuerdo en considerar la caída del Imperio Romano de Occidente (fines del siglo V) como el punto de inicio de la Edad Media, aunque, para nuestro país, hay autores que incluyen al período germánico dentro de la Antigüedad y no sería hasta la entrada de los árabes en la península Ibérica a principios del siglo VIII que no se iniciaría esta larga etapa. Pero el caso es que, con respecto a la historia de la literatura en nuestra lengua, o en cualquier lengua neolatina, utilizaremos la expresión “literatura de la Edad
Media” para referirnos a los textos literarios escritos en la naciente lengua romance, y eso solo se produce a partir del siglo XII (XI, si incluimos las jarchas, escritas en mozárabe), por lo que los siglos anteriores quedan fuera de nuestra consideración.
Uno de los términos más utilizados por la historiografía es el término siglo. Así pues, se habla de la literatura del siglo XII, del siglo XIV, del siglo XIX, etc. Y es, pese a ser la menos científica de todas, la división que por motivos pedagógicos se sigue en numerosos manuales, este incluido. De hecho, es una “ventaja” que algunos grandes movimientos se desarrollen y alcancen su esplendor en una centuria; se habla entonces del siglo del Renacimiento (siglo XVI), del siglo del Barroco (siglo XVII…). El problema es que muchos autores o movimientos se han empeñado en estar a caballo entre dos siglos. La Celestina, publicada a fínales del XV, bien pudiera aparecer estudiada en la centuria siguiente; o qué decir de Cervantes, con un pie en el XVI y otro en el XVII; o Moratín, típico dieciochesco que publica sus comedias… en el XIX; o los modernistas, entre el XIX y el XX; etc. Además, los grandes periodos manifiestan sus características excediendo por delante o por detrás el límite secular. De ese modo, hablamos del Prerrenacimiento del siglo XV, del Posbarroquismo del XVIII, etc.
Es frecuente establecer la división de época (que puede coincidir con la de reinado) dentro de los siglos. De ese modo, en el siglo XV tendríamos la época de los Reyes Católicos, en el siglo XVI, la del reinado de Carlos I y la de Felipe II…
A partir de los trabajos del estudioso alemán Julius Petersen y, sobre todo, de Pedro Salinas, poeta integrante del grupo poético del 27, profesor y crítico literario, aplicados a la del 98, exitosa ha sido la acuñación del término generación para englobar a los artistas que, naciendo en cercanas fechas, y teniendo como catalizador un hecho histórico más o menos importante que los une, o una fecha en torno a la que nacen como autores, participan de unas preocupaciones comunes, tienen una educación y formación parecidas, entablan
relaciones entre ellos, se apoyan, colaboran o publican en las mismas revistas y órganos de difusión, etc. Así la generación del 98, cuya fecha hace referencia al año del desastre (pérdida de las últimas colonias españolas en América y Asia); la generación del 27, cuyo nombre viene del homenaje a Góngora celebrado en Sevilla con motivo del centenario de su muerte (1627); la generación de posguerra, etc.
Existen, además de los citados, otros términos, a veces sinónimos, que se utilizan con frecuencia. Corriente hace referencia al conjunto de características de un período anterior más o menos visibles que fluyen en otro posterior. Así, en el Renacimiento, la corriente tradicional o popular se manifiesta a través de los romances; la medieval culta, a través de los restos de poesía cancioneril, etc. En pleno período del realismo, es patente la corriente romántica de Bécquer, Rosalía… Movimiento denota acción, lucha, manifiestos, energía y creatividad. Las vanguardias de la primera mitad del XX son claros ejemplos. Hablamos, pues, de movimientos vanguardistas (el creacionismo, el surrealismo, etc.). Escuela implica un líder o maestro alrededor del cual surgen los seguidores o epígonos. Es un término bastante cuestionado aunque sigue apareciendo en los manuales. Tendremos, por ejemplo, las escuelas salmantina y sevillana de los siglos XVI y XVIII con características que las diferenciarían y que siguen a maestros como Fray Luis de León o Fernando de Herrera, en el XVI o Jovellanos y Lista en el XVIII.
En fin, la periodización en la historia de la literatura ha de tomarse siempre como instrumento pedagógico y sistematizador y como referencias flexibles y no dogmáticas, al igual que sucede con el concepto de género, para situar la obra original y personal de un autor.
Capítulo II La Edad Media. Ni tan bárbara ni tan oscura
1. Acotemos la Edad Media
Se entiende generalmente por Edad Media el largo período (para casi todos los autores, unos mil años) que transcurre entre la caída del Imperio Romano de Occidente a fines del siglo V y el Renacimiento, en el XVI. Este término venía a englobar aquella época que quedaba en el “medio” de dos momentos de esplendor cultural: la antigüedad greco-latina y el redescubrimiento renacimiento- de este tesoro clásico en la Edad Moderna.
Así, la Edad Media se definía por lo que faltaba: seguridad en los caminos, urbanismo, organización estatal, economía mercantil desarrollada, cultura, aprecio por la tradición libresca, cultivo de los géneros aristotélicos… es decir, época bárbara. Un mal sueño que solo iba a cambiar si el hombre volvía a sus fuentes clásicas.
Los límites de este extenso período son, por el inicio, la invasión de los pueblos germánicos, y, como final, otros acontecimientos, pero todos en fechas próximas, de entre mediados y finales del XV: la toma de Constantinopla por los turcos, la invención de la imprenta, el descubrimiento de América…. Algunos autores, en fin, retrasan la entrada en lo medieval hasta el siglo VIII considerando la expansión árabe por el Mediterráneo hasta Hispania como el fin del mundo clásico.
Pero un periodo tan largo no es ni mucho homogéneo. Así, se coincide en establecer diferencias entre la Alta Edad Media (hasta el siglo XI) y la Baja Edad Media (hasta el final). Numerosos hechos culturales y socioeconómicos que sería impertinente explicar aquí, definen esta separación. Separación que ha llevado a negar, por lo menos en esta última etapa medieval, la visión bárbara y oscura que de ella se tenía y a ver muchas luces en esa supuesta época de
tinieblas. Y a efectos de la literatura en lengua romance, solo a partir de los siglos XII-XIII, en que aparecen textos escritos en las nuevas lenguas, podemos iniciar nuestro recorrido. Más atrás, la cultura (y su lengua de expresión) es enteramente en latín o árabe y no nos corresponde ocuparnos de ella.
Incluso, y en este breve manual lo seguimos, es normal separar el siglo XV del resto, pues, aún con muchos aspecto medievales, esta centuria avanza ya claramente hacia lo humanista, lo grecolatino, la modernidad.
Vistas así las cosas, la extensa medievalidad queda reducida de mil a algo menos de trescientos añitos. Como infancia de nuestras letras tampoco es moco de pavo.
2. Primitivas voces femeninas nos hablan de amor
En todos los manuales sobre la historia de la literatura española se suele comenzar por el género lírico porque sus testimonios son los más antiguos. Pero sucede una cosa curiosa. Ni en la llamada lírica tradicional o popular ni en la culta, las primeras manifestaciones son en castellano. Tendremos que esperar bastante (a los primeros villancicos y romances líricos del siglo XIV) para que hallemos este tipo de composiciones en nuestra lengua.
La poesía lírica culta anterior a las composiciones en castellano tiene dos orígenes bien diferentes. Los poemas amorosos escritos en árabe clásico o hebreo, las muaxajas, y la poesía trovadoresca del sur de Francia escrita en provenzal (lengua de la antigua región de Provenza bastante parecida al catalán) que pronto pasa a Cataluña y encuentra su eco en las cantigas de amor y escarnio galaicoportuguesas. El tema amoroso es aquí tratado caballerescamente bajo las premisas del amor cortés, que traslada las relaciones feudales al amor. El enamorado es el vasallo, que jura fidelidad a la amada, su señor, midons, de la que espera el premio o galardón. De esta fuente surgirá en el siglo XV la abundantísima, apabullante producción de la poesía cancioneril castellana.
La poesía popular o tradicional (popular y tradicional son dos términos sujetos a controversia, pero utilizados recurrentemente) puede dividirse en tres grupos diferentes pero con curiosas coincidencias: jarchas, cantigas de amigo y villancicos (haremos notar ya desde este momento que villancico alude a una estrofa de origen árabe).
2.1 Las jarchas
Los poemas árabes o hebreos de tema amoroso llamados muaxajas, que se cultivan en Al-Andalus durante los siglos XI y XII, terminaban con un poemilla final muy curioso. Mientras que la muaxaja está escrita en árabe culto, ese poemilla final (jarcha significa precisamente ‘salida’, ‘final’) venía escrito, aun utilizando caracteres arábigos o hebreos, es decir, en aljamía, en mozárabe mezclado con árabe vulgar. Y mientras que en el poema amoroso culto oímos la voz de un poeta masculino, la voz de la jarcha es siempre femenina. Y muchas veces, el tema que desarrolla el poemilla tiene poco que ver con el del poema culto. En fin, razones hay para pensar que la jarcha es de mano diferente a la muaxaja.
Pero, ¿cómo era esta voz que surge de la jarcha? Ante un poema como:
“Vayse meu corazón de mib. ¿Ya, Rab, si se me tornarad? ¡Tan mal meu doler li-l-habib! Enfermo yed, ¿cuándo sanarad?” “Mi corazón se me va de mí. / Oh, dios, ¿acaso se me tornará? / ¡Tan fuerte el dolor por el amado! / Enfermo está, ¿cuándo sanará?”
Dámaso Alonso, poeta y crítico literario, integrante de la generación del 27, exclamaba arrobado: “Así cantaba la doncella. ¡Qué voz tan pura! De una lobreguez de siglos llega […] una voz fresca y desgarrada. Nítida, exacta, como si brotara ahora de la garganta en flor y de los labios que transparentan la sangre juvenil”.
En 1948 el arabista y hebraísta israelí Samuel Stern descubrió y publicó unas veinte jarchas. Cuatro años más tarde, otras 24 salieron a la luz, procedentes de
la mano del eminente arabista Emilio García Gómez. Los estudiosos tenían ya un corpus suficiente para estudiarlas. Pocas más se han descubierto después.
En estos poemillas, la voz la pone una joven. El tema que domina es la queja por la ausencia o tardanza de su enamorado, al cual se le nombra con el término polisémico árabe habib (‘amigo-amado’). A veces, la queja se hace en solitario, o ante el amado que se ausenta:
“Qué faré yo o que serad de mibi, habibi, non te tolgas de mibi.” “Qué haré yo o qué será de mí, / amigo, / no te apartes de mí”.
Otras veces las hermanas son confidentes de su pena:
“Garid, vos, ay yermanelas, ¿cómo contener é meu mali?” “Decid, ay hermanitas, / ¿cómo contendré mi mal?
También, en un ambiente de complicidad femenina, la madre asiste a la expectación de la joven ante la posibilidad de ver al amado:
“¿Qué faré, mamma?
Meu al-habib est´ad yana.” “¿Qué haré, mamá?/ Mi amado está a la puerta.”
Este amor no es solo puro y virginal, sino picante y a veces atrevido. ¿Para qué si no desea la presencia del habib una amorosa joven?
Métricamente son poemas breves, con rima consonante, aunque tampoco falta la asonancia. Abundan las estructuras paralelísticas. Muchas de ellas tiene cuatro versos octosílabos en los que riman los pares, quedando libre los impares. ¿A qué nos suena esto? Consultemos el Capítulo I.
Para terminar, una de las joyitas de la literatura hispánica. Desde aquí, casi mil años nos contemplan:
“¡Tant amare, tant amare, habib, tant amare! enfermeron welios nidios, e dolen tant male.”
2.2 Las cantigas de amigo
Antes del descubrimiento de las jarchas, las cantigas galaicoportuguesas eran el testimonio más antiguo de lírica popular peninsular. A diferencia de la generalidad de la lírica tradicional, estas composiciones vienen firmadas. Pero estos autores cultos, burgueses de Santiago de Compostela, como Joam Arias, o
clérigos, como Airas Nunes, o incluso reyes, como don Denís, nombre literario de Dionisio I, rey de Portugal de 1279 a 1325, el equivalente luso a nuestro Alfonso X, recogen e imitan las cancioncillas que circulaban por romerías, mercados y plazas, posiblemente como reacción a la artificiosa y cansina moda de la poesía trovadoresca de influencia provenzal de las cantigas de amor.
En estas composiciones vuelve a aparecer la voz de la joven, sola o acompañada de sus hermanas o madre. El tema amoroso, expresado mediante una panoplia de símbolos de significado erótico donde no faltan las olas, los ciervos, las fuentes o los avellanos, recorre estos poemillas. La ausencia del amado-amigo, su tardanza, tiñe de pena a la joven.
“Sedíame eu na ermida de San Simón e cercáronmi as ondas, que grandes son; Eu atendendo o meu amigo, eu atendendo o meu amigo…”
“Estaba en la ermita de San Simón/ y me cercaron las olas que grandes son; / yo esperando a mi amigo, / yo esperando a mi amigo”.
Para el medievalista Juan Victorio, “el que el protagonista sea femenino puede deberse a varias razones, la más verosímil de las cuales apuntaría al hecho de que el público al que iba destinada esta literatura era femenino”. Y apunta, con agudo sentido: “Nuestra lírica tradicional (nótese que aquí no hablamos solo de las cantigas galaicoportuguesas) lo sería pues, por transmisión femenina […] y estos versos se los pasaría cada madre a su hija: no se conoce vía más segura ni de más difícil prohibición”.
Formalmente, las cantigas de amigo suelen venir compuestas usando un modo especial de paralelismo en el que la acción avanza y retrocede, vuelve hacia adelante y, de nuevo, un paso atrás. Comprobémoslo con una de las cantigas más hermosas de Pero Meogo:
“Enas verdes herbas vi anda-las cervas, meu amigo. Enos verdes prados vi os cervos bravos,
Este curioso modo (llamado leixa-pren, es decir, ‘toma y deja’) de disponer las parejas de versos avanzando y retrocediendo, manteniéndose en el lugar con el estribillo, volver a dar un paso adelante, otro atrás, acercándonos y, de nuevo, alejándonos… ¿no recuerda a un baile?, ¿no nos transporta esto a una romería medieval, lugar sacro-pagano, en donde jóvenes de ambos sexos se encuentran y gozan del amor?
2.3 La lírica tradicional en castellano
Hasta la aparición de las compilaciones poéticas del siglo XV llamadas cancioneros, que recogen fundamentalmente composiciones cultas, y la de las colecciones de músicos de la época de los Reyes Católicos, como Juan del Encina o Lucas Fernández, apenas tenemos algún ejemplo temprano de lírica popular en castellano. Los primeros cancioneros, como el de Herberay des Essars, hacia 1468, ya recogen algunos cantarcillos de aire popular. Mucho más numerosos son los que aparecen en el Cancionero musical de Palacio, de fines del XV, y el Cancionero de Upsala, fechado ya en 1556. El gusto por lo popular, pues, iba in crescendo entre los autores cultos. Y continuará durante todo el Siglo de Oro. Así, de manera análoga al cultivo del romancero nuevo, los autores áureos escriben multitud de glosas y villancicos, coplas y un género de éxito: la seguidilla. Todas estas composiciones imitaban o entroncaban con las raíces de lo popular.
Este proceso de dignificación de la poesía popular continúa en los siglos XVIII y XIX. En el XX, autores como Machado o la corriente neopopularista de un Lorca o un Alberti no hacen más que recordarnos lo vivo de esta tradición.
Pero que no se recogieran por escrito hasta el siglo XV no significa que no existieran con anterioridad. Trazos escasos, pero firmes, confirman esta existencia invisible a la pluma culta: Así, quizás el primer cantarcillo en
castellano que tenemos es muy antiguo, antiquísimo, tal vez de fines del X, y viene recogido en la obra latina Cronicon Mundi de Lucas de Tuy (c. 1238):
“En Cañatañazor / perdió Almanzor / ell atambor”. Oras composiciones del XIII podemos encuadrarlas como líricas, así el extraño Eya Velar, de Berceo, de quien pronto hablaremos. En el XV las serranillas del Marqués de Santillana o algunas cantigas insertas en el Libro de buen amor, aún siendo creaciones cultas, respiran popularismo... Y existirían sin género de dudas, anónimas canciones de siega, labranza, romería, fiestas de mayas, Carnaval y muchas otras.
En la lírica tradicional castellana, la voz femenina comparte con la masculina el protagonismo, aunque es más frecuente aquella. Y el tema más recurrente, cómo no, es el amor, con sus múltiples variantes.
Así, encontramos a la joven que se queja de la ausencia del amado-amigo ¿Dónde habremos visto esto antes?
“Si la noche hace escura y tan corto es el camino, ¿cómo no venís, amigo?” Una vez más, la madre es confidente de la joven. “Amores me matan, madre ¿qué será triste de mí que nunca tan mal me vi?”
Y, como en las cantigas de amigo galaicoportuguesas, fuentes, flores, árboles, elementos de una naturaleza intensamente animada, constituyen piezas de un lenguaje simbólico de elevado erotismo. Veamos esta maravilla, en la que, bajo vetusta encina, y apartada de sus primeras intenciones, la joven goza con su amado:
“So el encina, encina, so el encina. Yo me iba, mi madre, a la romería; por ir más devota fui sin compañía; so el encina. Por ir más devota fui sin compañía; tomé otro camino, dejé el que tenía; so el encina. Halleme perdida en una montiña, echeme a dormir al pie del encina, so el encina.
A la media noche recordé, mezquina; halleme en los brazos del que más quería, so el encina. Pesome, cuitada de que amanecía porque yo gozaba del que más quería, so el encina.”
3. La épica: entre juglares y héroes
3.1 Consideraciones generales y orígenes de la épica
La épica medieval, heredera de algún modo de la epopeya clásica, está compuesta por los cantares de gesta, poemas de extensión variable, pero tirando a largos, en los que se narran las hazañas de seres pertenecientes a la casta guerrera que han sido elevados a la categoría de héroes y que simbolizan la colectividad. Sus virtudes, dentro siempre del sistema de valores feudomedievales, están exaltadas al máximo.
Los cantares de gesta (nótese el término cantar, pues eran recitados quizás acompañados de música o, por lo menos, entonados) aparecen en los momentos iniciales de las nacionalidades, cuando la comunidad necesita de elementos comunes con los que identificarse, aunque en la Península solo el reino de Castilla ha cultivado profusamente este género.
Además de otros (germánico, árabe, latino...) se ha apuntado como origen la épica francesa, muy desarrollada. No podemos negar la influencia efectiva que, en todos los órdenes de la vida, el país vecino ejerce sobre España. Algunos temas de su épica, como el de Roncesvalles, se cultivan aquí; calco francés es la expresión tan cidiana “llorar de los ojos”; etc. En estos dimes y diretes, hay quien afirma todo lo contrario: la épica francesa nace de la castellana y no al revés y se aportan argumentos para probarlo... Quizás lo más acertado sea considerar ambas épicas como ramas de un mismo árbol.
Formación de los cantares de gesta
Otra cuestión es dilucidar cómo surge un cantar de gesta. Los primeros estudiosos de estos temas, los románticos alemanes, consideraban el cantar como adición de primitivos romances breves y anónimos. La teoría individualista, propugnada por el prestigiosos romanista francés Joseph Bédier (1864-1938) proponía que el cantar es obra de un autor culto, que escribe muchos años después de los sucesos narrados y utiliza diferentes fuentes escritas. Se opone a ello la teoría tradicionalista del prestigioso filólogo Menéndez Pidal y otros. Según él, los cantares de gesta van surgiendo muy poco después de los hechos que se cuentan. Casi podía imaginar Pidal a un poeta-bardo siendo testigo de las gestas de El Cid, de ahí su presunto realismo. A partir una primera versión, el poema se reelabora una y otra vez, se amplía en algunos pasajes y diferentes versiones circulan por ahí. Varias manos intervienen en su redacción y una copia de eso, hecha mucho más tarde, es lo que nos ha quedado. Es decir, mucho antes de que alguien tenga la feliz idea de escribir la “obra definitiva”, la materia épica circula de boca en boca, en poemas breves o en otros cantares.
Lo que está claro para los críticos es que los cantares de gesta son producto de una mano culta. Lejos queda el pensar en un juglar iletrado que compone mentalmente un largo poema. Eso no impide que, dado que eran composiciones para ser recitadas, abunden los recursos a la oralidad. Es decir, se compone para un público que escucha, y no para un público lector. Así se explican las fórmulas apelativas dirigidas al respetable: oíd, ved, oiréis contar, etc.
Características de los cantares de gesta
Además de las mencionadas fórmulas apelativas (sepades, veredes) y otras fórmulas de oralidad, como exclamaciones (¡Dios qué fermoso…!) o el uso del estilo directo en los diálogos, existe un rasgo típico de estos cantares: los llamados epítetos épicos, fórmulas preestablecidas que se repiten para ponderar al personaje: así el Cid es el de la barba florida, o el que en buen hora cinxó espada, o es una fardida lança, etc. Es de notar que algunos de estos caracteres de oralidad son utilizados en otros géneros medievales, como los poemas de
debate, los del mester de clerecía…
La épica es básicamente anónima, como los romances primitivos. Los autores entregan a la comunidad su obra para que otros las puedan modificar, completar, fragmentar. La anonimia es un rasgo que aparece también en otras producciones medievales, como en el mester de clerecía, la lírica tradicional, etc. Pero si se demuestra finalmente que Per Abbat, el firmante del manuscrito que tenemos del Cantar de Mio Çid es su autor, como quieren algunos críticos, resultaría que nuestro único cantar completo es obra de un autor con voluntad de permanencia, como Berceo.
Siguiendo a Menéndez Pidal, los cantares de gesta, al menos sus primeras redacciones, se componen en fechas cercanas a los acontecimientos que narran, por lo que muchos datos históricos, geográficos o personales son verdaderos. Esto no impide que, a medida que se reelaboran estos cantares, se vayan incluyendo ingredientes novelescos que nunca son tan excesivos como en la épica francesa. Esta historicidad les valió que fueran usados como fuentes para las crónicas y eso nos ha valido para establecer la existencia de los poemas perdidos, que son casi todos, por cierto.
Formalmente, los cantares de gesta están compuestos por versos de medida irregular, frente al isosilabismo temprano de la épica francesa. Esto, junto a la rima asonante dispuesta en tiradas, demostraría el carácter arcaico de la épica castellana.
3.2 La figura del juglar en la transmisión de la épica
Que fuera una mano culta la autora de los poemas no impide que su transmisión se llevara a cabo por los “profesionales” del espectáculo: los juglares. El medio de transmisión influye poderosamente –en esto, como en todo– en las
características de lo trasmitido. Y los cantares de gesta se compusieron para ser recitados-interpretados, de ahí algunas de sus características “juglarescas”, que los hacen más dinámicos, como los abundantes diálogos, las vívidas descripciones, las fórmulas apelativas mencionadas arriba, etc.
Artífice de todo esto es el juglar, persona preparada, con conocimientos musicales, especializados algunos en el laúd, el atambor, el salterio, la flauta… Algunos preferían los recitados líricos, a otros les tiraban más las gestas de los héroes. Además sabían hacer juegos de prestidigitación, malabares, contaban chistes, chascarrillos… Había quienes estaban a la sopa en castillos sirviendo de entretenimiento a los señores; los había viviendo en villas como cualquier vecino; o los que seguían a los soldados en las largas marchas. Y no todos eran masculinos: las juglaresas llamaban poderosamente la atención, como queda patente en el Libro de Apolonio (siglo XIII), uno de los textos que integran el mester de clerecía:
“Luego el otro día, de buena madrugada levantose la dueña ricamient´adobada, priso una viola, buena e bien temprada, E salió al mercado violar por soldada Començó unos viesos e unos sones tales que trayén grant dulçor e eran naturales, finchíense de homnes apriesa los portales, non cabién en las plaças, subién a los poyales.”
Y los había itinerantes. Con sus llamativos ropajes iban de pueblo en pueblo con su tesoro de cantares, poemas líricos, romances, noticias recabadas en otros
lugares por los que había pasado… y recibían pago en metálico o, más comúnmente, en especie.
3.3 Cantares de gesta perdidos
Nuestra épica, es de ley repetirlo, fue compuesta para ser recitada. Este carácter oral ha sido causa de que apenas queden restos de ella (unos 5.000 versos), frente a la cantidad que se conserva de la francesa (un millón de versos), cuyos manuscritos se destinaban a la lectura. La transmisión a través de juglares y el carácter colectivo explica también la anonimia absoluta. Lo único que se conserva es el Cantar de Mío Çid, casi íntegro, unos versos del Cantar de Roncesvalles y parte del último cantar compuesto: las Mocedades de Rodrigo. El resto ha tenido que ser reconstruido gracias a las crónicas (los libros de historia de entonces). Las más interesantes, las que más prosifican los cantares y los utilizan como fuente histórica son la Crónica General, escrita por el rey Alfonso X el Sabio, la Crónica de Castilla , la Crónica de 1344 y la Crónica de veinte reyes, de los siglos XIII y XIV. Tenemos la suerte de que la prosificación muchas veces fue realizada de forma tan imperfecta y perezosa que se mantienen las asonancias y es fácilmente adivinable el texto base. Tal es el caso del cantar más antiguo que nos llega, el Cantar de los siete infantes de Lara, del que tenemos 560 versos reconstruidos por Menéndez Pidal.
Temas de los cantares de gesta
Los estudiosos que a esto se dedican han agrupado en tres ciclos los cantares supervivientes, atendiendo a los temas de los que tratan.
El ciclo de los condes de Castilla, al que pertenece el mencionado Cantar de los Siete Infantes de Lara, considerado el más antiguo de nuestros cantares, porque, bueno, la reconstrucción de Menéndez Pidal se hizo sobre la Crónica de 1344
que, a su vez, recogería la versión del cantar de 1320, refundición al parecer de una primera versión hecha en torno al año 1000… Es una historia bastante truculenta: por unas cuestiones de agravios, Doña Lambra, esposa de Ruy Velázquez, no para hasta hacer matar a los siete sobrinos de su marido. Intervienen moros, cárceles y atroces venganzas que incluyen cabezas cortadas y padres destrozados por el dolor. Al hermanastro de los infantes, Mudarra, le es dado vengar su muerte, quemando viva a doña Lambra entre otras cosillas. El Cantar de Fernán González también pertenece a este ciclo. Se ha conservado gracias a la versión en cuaderna vía hecha por un autor culto integrante de la escuela del mester de clerecía. Otros cantares de este ciclo son: La condesa traidora o el Romanz del infant García.
El ciclo cidiano (o de El Cid) está compuesto, entre otros, por el Cantar del Mío Çid y por el tardío Cantar de las Mocedades de Rodrigo, de poco valor. El Cantar del rey Fernando, en el que se narra la división que el rey hizo de su herencia entre sus cinco hijos y el Cantar de Sancho II, con el famosísimo suceso del cerco de Zamora y la celebérrima traición de Vellido/Bellido Dolfos, son otros textos pertenecientes a este ciclo.
Y el tercer ciclo es el carolingio (o de Carlomagno). Se conserva un centenar de versos del Cantar de Roncesvalles, que sigue, pero sin imitar, la Chanson de Roland francesa. En el Cantar de Bernardo del Carpio, este héroe leonés se alía con los árabes y navarros y vence a Carlomagno.
De los restos de otros cantares de gesta no pertenecientes a estos tres grupos temáticos destacamos brevemente el Cantar de la campana de Huesca por ser de tema aragonés. En él se nos narran los hechos acaecidos durante el reinado de Ramiro el Monje, de 1134 a 1157. Este rey, obligado a dejar el claustro y tomar la corona siendo anciano, decide poner fin a las rencillas entre los nobles mediante el expeditivo y resultón sistema de decapitarlos a medida que se personan ante él.
3.4 El Cantar de Mío Çid
Partes y argumento
El Cantar está dividido en tres partes: el cantar del destierro, el de las bodas y el de la afrenta de Corpes.
Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, es desterrado de Castilla por el rey, el recién coronado Alfonso VI. Malos consejeros enemistan al monarca con el más preciado caballero de Castilla. Antes de abandonar tierras burgalesas, deja a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas, doña Sol y doña Elvira, al cuido de los monjes de San Pedro de Cardeña. Va conquistando a los moros diferentes plazas y penetra en tierras de Huesca, protegidas del conde de Barcelona, al que también vence. En varias ocasiones, envía al Alfonso regalos en señal de vasallaje.
En el cantar segundo, El Cid se hace con la preciada ciudad de Valencia. Manda más presentes al rey y le solicita que puedan reunirse su mujer e hijas con él. Este, no solo concede el perdón al caballero, sino que dispone que Elvira y Sol se casen con los condes de Carrión. El Cid, naturalmente, debe acceder. Se celebran grandes bodas en Valencia.
En el cantar tercero, los condes deciden marchar con sus esposas a sus tierras, allá en el reino de León. El Campeador no puede negarse. En varias ocasiones, los condes se han mostrado como cobardes. Los caballeros castellanos se ríen de ellos y los de Carrión planean vengarse. A la cobardía añaden el rencor. En mitad del camino de regreso, en el robledal de Corpes, Guadalajara, los esposos atan y golpean a sus mujeres y las abandonan, dándolas por muertas. Un caballero de El Cid que seguía a la comitiva por orden del Campeador, quien no se fiaba nada, las encuentra y se las devuelve al héroe que, agraviado, solicita al rey justicia. Finalmente se enfrentan dos caballeros de El Cid contra los dos condes.
Vencen aquellos y doña Elvira y doña Sol se casan con los infantes de Navarra y de Aragón. La honra de El Cid es finalmente restituida.
Fecha y autor
La fecha de composición y el autor son dos de los secretos mejor guardados de la literatura española. Ríos de tinta se han escrito (y se han de escribir) acerca de este asunto… y eso que en los últimos versos el Cantar de Mío Çid viene fechado y firmado, (obsérvese, de paso, el temprano caso de leísmo):
“¡Quien escrivio este libro del dios paraiso, amen! Per Abbat le escrivio en el mes de mayo en era de mill e CC XLV annos.”
El problema es doble. Por un lado, los críticos consideran a Per Abbat o bien el autor del manuscrito o bien solo el copista (el verbo escribir puede significar también ‘copiar’ de una fuente anterior). Por otro lado, la fecha, 1245, que corresponde en el calendario actual a 1207, parece tener una raspadura que borraría otra C, con lo que se tendrían que añadir 100 años más, es decir, 1307.
Con respecto a lo primero, Menéndez Pidal consideró que el autor del cantar sería un juglar, que escribiría el texto en fechas muy cercanas a los hechos, en 1140, lo que explicaría su supuesto realismo geográfico e histórico. Más tarde modificó sus conclusiones y afirmó que a esta primera redacción se le uniría la mano de otro juglar que ampliaría el cantar con los elementos más novelescos. Su intervención se produciría pasado el tiempo y los recuerdos de la “verdad” en torno a El Cid podían haberse ido difuminando lo suficiente. El estudio de la lengua, de los detalles geográficos, etc., determinarían esta doble mano creadora.
La teoría de la doble autoría ha ido perdiendo apoyos. La mayoría de los críticos cree que el autor tiene que haber sido una persona culta, con conocimientos jurídicos, institucionales, legales y eclesiásticos, tal es análisis que del cantar se ha hecho. Este autor culto, quizás un clérigo, trabajaría sobre material preexistente (pensemos que hay dos obras escritas en latín que nos hablan de El Cid y que son anteriores al cantar: el Carmen Campidoctoris y el Poema de Almería, además del perdido Cantar de Sancho II entre otros), ya que la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, era muy conocida. Ajustando todo esto, algunos críticos consideran efectivamente a Per Abbat el autor del manuscrito.
Con respecto a la fecha de composición sucede algo parecido. Hay quienes la acercan mucho a los hechos narrados y quienes la retrasan hasta el siglo XIII. Cuanto más cerca de El Cid (que muere en 1099), más historicismo ven en el texto. Cuanto más lejos, más ven el cantar como obra de ficción. Sesudos análisis acerca de los datos histórico-geográficos que aparecen, las posibles interpolaciones (añadidos posteriores al texto), el estudio de la forma de las letras y la aparición de determinadas abreviaturas, la comparación con documentos de la época (es decir, la paleografía) ayudan a los críticos… a no ponerse de acuerdo. Finalmente, algunos estudiosos (los medievalistas Antonio Ubieto, Timoteo Riaño, etc.) consideran 1207 como fecha válida, es decir, la que aparece en el cantar. Tanto discutir para acabar en el mismo sitio…
Consideraciones finales
Sea quien sea el autor o la fecha de composición, el cantar está magníficamente escrito. No puede ser obra de un juglar semianalfabeto. Mezcla realidad y ficción en dosis adecuadas, nuestro héroe aparece con características quizás exageradas pero no desmesuradas. Buen esposo, padre adorable, fiel amigo y vasallo, moderado en sus juicios y gran estratega. El cuadro que de la Edad Media nos ofrece el manuscrito es fresco, verosímil, dinámico, apetecible. El viejo y maltratado códice, guardado como el tesoro que es en la Biblioteca Nacional en Madrid pero que podemos visitar en su edición escaneada desde el salón de
nuestra vivienda, ha tenido numerosas ediciones, tanto en transcripciones del castellano de hace ochocientos años, como en castellano moderno o incluso adaptadas a “los más pequeños de la casa” que nos posibilitan el acercamiento a una de las obras cumbre de nuestra literatura.
4. Que por mayo era, por mayo: los romances
Además de otros significados (historia o relación amorosa, narración, etc.), el término romance hace referencia a un poema formado por versos octosílabos, aunque los hay hexasílabos o de otras medidas, que riman en asonante los versos pares dejando libres los impares.
Es un gran hallazgo poético. Surgido en la Edad Media, ha sobrevivido a todas épocas y estilos y sus temas han servido de inspiración a otros géneros, fundamentalmente al teatro. Casi no ha habido poeta que se precie que no haya compuesto algún romance. Por citar casos modernos, dos de nuestros insignes autores del siglo XX, Antonio Machado y Federico García Lorca, han compuesto hermosos romances y es forma poética habitual de otras lenguas peninsulares. En palabras del reconocido hispanista británico Alan Deyermod: “la tradición romanceril hispánica es poco común por su calidad, su amplia aceptación social, su larga vida y su influencia en otros géneros literarios”.
El romance surgió de entre el pueblo y está siempre pegado a él. Su ritmo octosilábico, la asonancia de su rima, lo acercan a coplas, seguidillas y otras formas estróficas tradicionales. Aunque sea culto, el autor que compone un romance tiende a utilizar un lenguaje llano, nada afectado, incluso arcaizante. Es un buen traje que se adapta a todo tipo de situaciones. Si lo queremos más solemne, utilizamos el endecasílabo y lo convertimos en romance heroico, ahí es nada. Si lo queremos más dinámico, usamos las rimas agudas. Si, bajo su ropaje popular, alternamos metros cultos como el heptasílabo y el endecasílabo, obtenemos una mezcla perfecta con la silva arromanzada.
Finalmente, en los últimos siglos, los romances han sido el embalaje con el que por pueblos de toda la hispanidad han viajado noticias, sucesos bélicos, historias
truculentas de venganzas, asesinatos, ajusticiamientos, de la mano de los últimos juglares, los ciegos que, acompañados de sus zampoñas, llenaban plazas, palenques y pulperías aquí y en América. Pocos inventos estróficos en la literatura occidental han sido tan prolíficos, duraderos y juveniles como nuestro viejo romance.
4.1 Teorías sobre su origen
Como ya vimos cuando tratamos de los orígenes de la épica, los primeros en preguntarse cómo habían surgido los cantares de gesta fueron los románticos alemanes. Herder, Grimm, Wolf y compañía consideraban que el romance era el germen del cantar. Varios romances del mismo tema se irían uniendo con el paso del tiempo. Los romances están, pues, en la base de todo. Se generan de manera espontánea, por el autor-pueblo y cada colectividad crea su poesía popular.
La crítica tradicionalista española, empezando por el erudito catalán Manuel Milá y Fontanals y el maestro Menéndez Pidal opinaba todo lo contrario. Los romances, al menos los primitivos romances épicos e históricos, derivarían precisamente de los cantares de gesta. Son fragmentos de estos poemas pedidos insistentemente por el público que se desgajarían de su marco original y comenzarían a andar solos. Desde la segunda mitad del siglo XIV los viejos cantares épicos van dejando de gustar porque su forma y contenido se habían ido alejando de las preferencias del público, pero muchos episodios eran recordados por el pueblo. Estos fragmentos eran breves, iban al grano y recogían los momentos de más tensión. Libre ya, la escena que narra el romance se reorganiza y reequilibra. Y aparecen los elementos subjetivos, fantásticos, maravillosos, es decir, líricos. Para el filólogo y escritor leonés Santiago Trancón: “Sin duda, el receptor (el pueblo) es un creador indirecto de los romances, en la medida en que su gusto, sus reacciones e intereses, movían a los juglares a enfatizar determinados temas y adoptar fórmulas, estilos, vocabulario, etc.”
Formalmente también había argumentos a favor de este origen épico: los romances son versos de los cantares de gesta escritos separando sus hemistiquios. Aunque la métrica de los cantares es anisosilábica, en los más tardíos va predominando el hexadecasílabo dividido en dos hemistiquios octosílabos. Solo había que escribirlos separados, es decir, de 16A, 16A, 16A, 16A… del cantar se pasó a 8-, 8a, 8-, 8a, 8-, 8a, etc. del romance. Esto está ampliamente aceptado por la crítica.
La teoría individualista, por el contrario, afirma que el romance es obra de un autor concreto, independiente del cantar de gesta. Los romances condensan en muchos casos la acción. No es posible, pues, que sean fragmentos que se desgajan aquí y allí de los cantares, más bien serían producto de una consciente reelaboración.
Quizás lo acertado sea conjugar, como opinan los historiadores Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez, todas estas teorías. Es decir, los primitivos romances de tema épico o histórico parecen haber surgido de los cantares de gesta. Sin embargo, muchos otros serían creaciones más tardías que emplean materiales anteriores y que utilizan un lenguaje arcaizante a propósito. Una vez dados a la comunidad, esta los modifica y los amplía o los abrevia (existen variantes de un mismo romance). Nótese que aquí estamos hablando del romancero viejo, anónimo. El romancero nuevo sale de la mano de autores concretos.
4.2 Romancero viejo y romancero nuevo
Siguiendo las investigaciones del filólogo, crítico, y padre del medievalismo español Ramón Menéndez Pidal, aceptadas por la mayoría de la crítica, se divide el conjunto de romances entre viejo y nuevo.
Al romancero viejo pertenecen los compuestos en la Edad Media. Los más
antiguos se remontan al siglo XIV, pero la inmensa mayoría son del XV. Su conservación en letra impresa se produce en el XVI, a partir de la generalización de la imprenta, momento en el que se debió reelaborar gran cantidad de composiciones.
La fecha exacta de datación de los romances antiguos es imposible, salvo los que recogen hechos que valgan a otros autores como fuente para sus propios escritos, por ejemplo, los que sirven al canciller Pero López de Ayala para componer su Crónica a fines del XIV.
El romancero nuevo estaría formado por aquellos textos escritos en la Edad Moderna y son obra de poetas individuales que rechazan la anonimia. Las fronteras entre romancero viejo y moderno, sin embargo, no son claras. Los poetas cultos toman elementos de los romances antiguos y los rehacen, a veces incluyendo en la lengua palabras y expresiones arcaizante-populares para darles una mano de autenticidad y de sabor.
4.3 Clasificación temática de los romances
El romance condensa la acción prescindiendo de los elementos secundarios. Se pasa directamente al motivo sin rodeos. En el romance, verdaderas píldoras concentradas, están presentes los tres géneros clásicos. La mezcla de la narración con el diálogo expresivo nos acerca tanto al cuadro dramático que no podemos por menos que citar ampliamente a Santiago Trancón:
“En cuanto a la adscripción de los romances a un género literario concreto — poesía narrativa o épico-lírica—, es fruto igualmente de un reduccionismo […]. Lo más equivocado de este enfoque es que ignora los aspectos relacionados con la escenificación de los romances, o sea, que se limita al texto y, dentro de él, sólo a parte de sus componentes (estructura narrativa, elementos líricos), dejando
de lado la estructura dramática, los recursos teatrales, las relaciones con el público, elementos escénicos e interpretativos, etc., todo lo cual es imprescindible, no sólo para hacernos una idea más acertada de lo que en realidad eran los romances, cómo se producían y transmitían, sino para entender el texto mismo, lleno de referencias y elementos sólo plenamente comprensibles desde esta perspectiva global, escénica o teatral.” (Las cursivas son del autor.)
Prescindiendo de este elemento teatral, con el cual no podemos sino estar de acuerdo, estableceremos una clasificación no sin advertir la dificultad de la tarea debido al extenso número de composiciones y a que en muchas de ellas, los temas aparecen entremezclados.
Un grupo estaría formado por romances de tema bíblico y clásico, los menos populares sin duda. El público gusta más de hazañas guerreras y amores profanos, qué se le va a hacer.
Los romances líricos y novelescos, que no surgen de material preexistente y sirven de cauce para la ficción y el lirismo, constituyen un grupo numeroso. Son muy populares. En ellos se puede ver la manifestación del subconsciente colectivo que recrea mitos y motivos universales: amores imposibles, avisos de la muerte al enamorado, etc. La acción queda reducida a la mínima expresión y sirve de marco para el hecho trágico o anecdótico. Alguno de los romances más populares, como el romance de La infantina o el de El enamorado y la muerte pertenecerían a este grupo. Como muestra, reproducimos uno de los más sabidos de todo nuestro romancero viejo, el archiconocido Romance del prisionero:
“Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan
y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son, sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; dele dios mal galardón.”
Romances basados en personajes de la épica francesa y otros personajes caballerescos. Son también un grupo muy numeroso los romances que se reelaboran sobre personajes del ciclo carolingio y otros caballeros de creación autóctona. En ellos aparecen don Gaiferos, Durandarte o el conde Dirlos. Son romances en los que se exalta el comportamiento caballeresco propio de los cantares de gesta y de los libros de caballerías.
Los romances fronterizos recrean sucesos bélicos durante la Reconquista. Curiosamente, el musulmán suele ser ensalzado con virtudes muy positivas. Uno de los romances más bellos de este grupo (y de todo el romancero viejo) es el de Abenámar, cuya historicidad ha sido estudiada por Menéndez Pidal y cuyo
comienzo es de todos conocido:
“¡Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el día que tú naciste grandes señales había! Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida; moro que en tal signo nace no debe decir mentira.”
Los romances históricos narran acontecimientos de base histórica. Los romances serían el embalaje de contenidos noticiosos o propagandísticos. Uno de los temas más desarrollados es la guerra civil entre Enrique II y Pedro I.
El grupo más numeroso es el que recoge temas y personajes épicos. Los héroes de los cantares de gesta se pasean por los octosílabos romanceriles. Bernardo del Carpio, los siete infantes de Lara, Roldán o, sobre todo, el que más ha servido de fuente para estas composiciones: El Cid.
Dentro del ciclo del Campeador, destacan los dedicados al cerco de Zamora, suceso histórico en el que Sancho III pone sitio a la ciudad del Duero, gobernada por su hermana doña Urraca. El rey morirá a causa de la ¿traición, hábil estrategia? de Vellido Dolfos.
“Sobre el muro de Zamora vide un caballero erguido; al real de los castellanos da con grande grito: —¡Guarte, guarte, rey don Sancho, no digas que no te aviso, que del cerco de Zamora un traidor había salido;
Vellido Dolfos se llama, hijo de Dolfos Vellido, si gran traidor fue su padre, mayor traidor es el hijo; cuatro traiciones ha hecho, y con ésta serán cinco!”
5. Mester traygo fermoso y la clerecía
Aparentemente opuesto al oficio de los juglares, surge en el siglo XIII el mester u oficio de clerecía. Es quizás la primera escuela o el primer grupo poético de nuestras letras y a ella pertenece el primer poeta en lengua castellana de nombre conocido: Gonzalo de Berceo.
Desde que fuera acuñado el marchamo “mester de clerecía”, sintagma formado por el estudioso Milá y Fontanals en la segunda mitad del siglo XIX a partir de lo que aparece en la segunda estrofa del Libro de Aleixandre, los críticos no son unánimes ni en cuanto a su extensión cronológica ni en cuanto las características de dicha escuela. Tres son las opiniones al respecto: los estudiosos que consideran que, debido a la heterogeneidad de autores y obras, hay que suprimir la “marca”, como Francisco López Estrada; los que consideran que mester de clerecía hace referencia a un género poético que abarca los textos del XIII y del XIV, así Marcelino Menéndez Pelayo o Nicasio Salvador; o los que argumentan que solo los compuestos en el siglo XIII deben ser considerados como pertenecientes al “mester”, y no los del XIV, aunque hagan uso de la misma estrofa, como Alan Deyermond o la medievalista Isabel Uría.
Clave para el estudio de las características de este grupo de poetas es la segunda cuaderna vía del texto mencionado arriba: el Libro de Aleixandre, sobre la vida del conquistador Alejandro Magno, considerado el primero de esta escuela, molde según el cual se compusieron los demás y en el que quizás colaboró el propio Berceo.
En esta segunda estrofa aparecen los rasgos de este nuevo oficio. El caso es que, debido a que antes no existían los benditos signos de puntuación, varias son las lecturas que se han hecho de tan afamada cuaderna vía que a continuación se
reproduce, según la puntuación que propone el hispanista Raymond Willis (la acentuación es conforme a las reglas actuales):
“Mester traygo fermoso, non es de joglaría, mester es sen pecado, ca es de clereçía, fablar curso rimado por la cuaderna vía, a sylabas contadas, que es grant maestría.”
Otros autores eliminan la coma del final del segundo verso o la sustituyen por dos puntos. La interpretación, en fin, varía poco y estas discusiones bizantinas no afectan a lo importante: el contenido de la estrofa, el manifiesto que convierte a este grupo de autores en tan diferentes y tan nuevos.
Efectivamente, oponiéndose al mester u oficio de juglares, cuyas composiciones tienden a la irregularidad silábica, el nuevo oficio proclama la maestría de contar las sílabas, de la perfección que significa el isosilabismo (“sen pecado”, sin mácula), de la belleza que entraña frente a la tosquedad de lo juglaresco (“mester fermoso”), y todo ello de la mano de la gente instruida, culta “de clereçía”. Obviamente, aquí el término clerecía hay que tomarlo en su sentido lato, no exactamente de clérigos, pero sí de los que son capaces de entender la cultura libresca que, en la mayor parte de los casos, en aquella época era gente de iglesia. Es decir: el autor del Libro de Aleixandre es plenamente consciente de su oficio. De hecho se sabe que su creador o creadores, estaban relacionados muy directamente con la primera universidad española: los Estudios Generales de Palencia, fundada en 1208 por Alfonso VIII. Es a través de esta Universidad por donde penetra la influencia francesa que serviría de fuentes, por ejemplo, al mismo Libro de Aleixandre. El propio rey hizo venir a maestros franceses e italianos para enseñar escolástica y esta Universidad fue, junto con la de París, la única que tuvo facultad de teología.
Las divergencias del mester de clerecía con respecto al oficio de los juglares no terminan solo con el uso de la cuaderna vía. Dos diferencias más son destacables. Por un lado, los libros del mester se escribieron para ser leídos en los monasterios, delante de un público integrado por peregrinos, y alguno de sus textos, sobre todo los de Berceo, responden a la necesidad de atraer visitantes a unos centros monásticos que habían ido perdiendo el interés del público, entre otras cosas, a medida que la Reconquista avanzaba hacia el sur y se redescubrían para los cristianos septentrionales Sevilla, Jerez, Córdoba, Murcia y enormes territorios que repoblar.
Por otro, frente a las composiciones juglarescas, el contenido del poema del mester de clerecía se basa siempre en un dictado (o escripto), texto anterior que le sirve de base al que allegan numerosos materiales de tradición culta como la Biblia, las fuentes latinas u otras, como francesas o castellanas. La originalidad es un valor que aparecería siglos después.
Sin embargo, no es menos cierto que usan también de elementos y técnicas juglarescas para hacer atrayente su relato, como el estilo directo, dando voz a los distintos personajes o la inclusión de fórmulas apelativas dirigidas al público, todo ello para dar mayor viveza al texto: […] “Si vos me escuchássedes por vuestro consiment/ querríavos contar un buen aveniment” se lee en Berceo; o “Qui oír lo quisiere, a todo mi creer/ avrá de mí solaz, en cabo grant plazer” en el Libro de Aleixandre.
5.1 Gonzalo de Berceo
Aunque el Libro de Aleixandre se ha datado como el primero de los de clerecía, debemos detenernos en Gonzalo de Berceo, dada su trascendencia.
Comparado con los autores de esta época, tenemos abundante información
acerca de su vida. Primeramente, y no es poco en este siglo de anonimias, su nombre y lugar de nacimiento: Berceo, un pueblo de La Rioja. Por lo que dice aquí y allá en sus obras, sabemos que pasó gran parte de su vida en el monasterio de San Millán de la Cogolla como clérigo secular y que posiblemente fuera maestro de novicios y monjes. En este monasterio riojano existía un dinámico scriptorium en el cual compuso sus obras. Con probabilidad estudió en la Universidad de Palencia entre 1222 y 1227, según los especialistas. Así, la imagen que se tenía de Berceo ha ido cambiando desde las primeras visiones románticas. De ser considerado un poeta casi inculto, muy rural y cercano al pueblo, crédulo y descuidado en la dicción, se ha pasado, examinada a conciencia su obra, a una imagen que nos muestra a un creador muy culto, con conocimientos notariales, teológicos, musicológicos e incluso jurídicos, de gran perfección en la versificación, con especial dominio de la lengua castellana (los numerosos riojanismos de sus obras son, según los últimos estudios, o bien expresiones latinizantes o bien dialectalismos debido a los monjes copistas) y con un objetivo muy concreto: hacer publicidad del monasterio que le daba cobijo, San Millán.
Berceo nos ha dejado nueve poemas extensos y algunas traducciones de himnos latinos, si bien estas últimas de autoría discutida. Tradicionalmente, los poemas largos se clasifican según el tema: los poemas hagiográficos (la Vida de San Millán de la Cogolla, la Vida de Santo Domingo de Silos, el Poema de Santa Oria y el breve Martirio de San Lorenzo), los poemas marianos (Loores de Nuestra Señora , El duelo que fizo la el día de la Pasión de su Fijo y, el mejor de todos, los Milagros de Nuestra Señora) y los poemas doctrinales (el Sacrificio de la Misa y Los signos que aparecerán ates del Juicio). Es poco probable que Berceo haya escrito más obras, es decir, parece que no se ha perdido nada de su creación, lo que es algo inusual: nos ha llegado hasta nosotros la totalidad de la obra de un autor… ¡de hace casi 800 años!
Se desconocen las fechas de su composición y, por tanto, el orden en el que fueron escritas aunque posiblemente la Vida de San Millán fuera la primera, alrededor de 1230, y 1264 la fecha tope de la última, el Martirio de San Lorenzo.
Los Milagros de Nuestra Señora están compuestos por una introducción alegórica en la que el poeta se interna en verde y fresco prado, bajo el tópico literario del locus amoenus que se identifica con la Virgen, lugar de descanso para los caminantes-peregrinos. Le siguen 25 milagros en los cuales la madre de Jesús intercede a favor de los pecadores arrepentidos. Se inscribe esta obra dentro de un nuevo fenómeno, y es que en Europa, durante los siglos XII y XIII la figura de María está en auge.
5.2 Otros textos de clerecía
Del anónimo Libro de Aleixandre se han conservado dos manuscritos con variaciones que han suscitado polémica en torno a la posible identificación y origen del autor. Hoy por hoy, no está resuelta la cuestión. Se ha discutido si es el más antiguo (se han barajado muchas fechas: 1202, 1204, 1219… en cualquier caso, antes del Poema de Fernán González -1250-, sobre el que influye). Es, sin duda, el más extenso y el más ambicioso de todos los de clerecía. Empezaron poniendo el listón muy alto. Con la excusa de contarnos la vida de uno de los héroes de la antigüedad clásica más solicitados de la Edad Media, Alejandro Magno, este extensísimo poema (más de 2.600 cuadernas) pretende ser casi una enciclopedia que, teniendo como hilo conductor la vida del conquistador macedonio, a través de sus numerosas digresiones nos informa de múltiples objetos. Por ello muchas fuentes han sido utilizadas para componerlo. La base de las mismas viene a través del poema escrito en latín sobre la figura del conquistador macedonio Alexandreis, de Gautier de Chatillon, compuesto en torno a 1180. Pero en sus páginas encontramos descripciones de animales, lapidarios, tratados geográficos, botánicos, estudio de los pecados capitales, teorías astronómicas… y pese a seguir a las fuentes, el libro está dotado de indiscutible originalidad.
Por su parte, el Libro de Apolonio parece compuesto en 1240. También es anónimo y no hay ningún dato en la obra que nos permita siquiera alguna conjetura. Las fuentes en las que se basa son los textos latinos Gesta Apollonii y, sobre todo, Historia Apollonii regis Tyri. El libro narra los viajes y aventuras del
rey Apolonio, Luciana, su esposa y Tarsiana, la hija de ambos. Tormentas, naufragios, desapariciones y rencuentros finales marcan la obra, siendo una de las primeras muestras del género bizantino. Tiene gran interés literario. Los personajes están bastante individualizados y las acciones, engarzadas. Del autor, culto sin duda por su dominio del lenguaje, se destaca su capacidad de cristianizar un tema pagano. Las incoherencias o anacronismos, por ejemplo, cuando Tarsiana hace de juglaresa, son propios de esta literatura. Se trata de acercar el contenido al auditorio.
El Poema de Fernán González es el texto cuya datación, examinando los datos que aparecen en la propia obra, es la menos problemática. Siguiendo a la mayoría de los críticos, se compuso en 1250. Nos ha llegado un solo códice, el conservado hoy en la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial, con grandes errores de los copistas y en el que faltan fragmentos y la parte final. El autor usa múltiples fuentes. Así, además del Cantar de Fernán González, último conde de Castilla antes de su independencia del reino de León, el autor se basa en Berceo o el Libro de Aleixandre. El poema está estrechamente relacionado con el monasterio de San Pedro de Arlanza, para atraer peregrinos a este lugar, de modo parejo a como hace Berceo con el de San Millán.
Finalmente, inscrito en la tradición medieval del Pseudo-Catón (obras atribuidas al romano Catón y que son colecciones de consejos y sentencias) nos ha llegado Castigos y ejemplos que dio el sabio Catón a su hijo, de la segunda mitad de siglo, de mucho éxito en el siglo XVI.
6. Otras obras poéticas del XIII
Dos obras se ha conservado que debemos citar ahora: la Vida de Santa María Egipciaca y el Libre dels tres Reys d´Orient. A estos textos se les etiqueta como poemas hagiográficos de carácter juglaresco. Sus autores son cultos pero, en vez de utilizar la cuaderna vía, redactan sus obras usando recursos propios de juglares como la métrica irregular, quizás para acercar su contenido al público.
La Vida de Santa María Egipciaca, de principios del XIII, está basada en un texto francés. Nos muestra en dos partes bien diferenciadas las dos etapas de la vida de esta santa. Primero, mujer hermosa, rica, pero con alma sucia y pecadora:
“Esta de qui quiero ffablar María la hoí nombrar […] Tanto amava ffer sus plaçeres que non ha cura dotros averes…”
Más tarde, tras abrazar a Dios, su aspecto exterior es horripilante, pero encierra una hermosa y limpia alma.
El Libre dels tres Reys d´Orient, pese a lo que pueda parecer, es obra enteramente castellana. El título fue puesto posteriormente por otra mano sobre el único manuscrito que se conserva. Tiene principalmente dos fuentes: los Evangelios apócrifos y los Loores de la Virgen, de Berceo. Eso sitúa su fecha de
composición en algún momento después de 1240, momento en que el poeta riojano puede que escribiera su obra. Además del tema mariano, se relatan dos episodios de la vida de Jesús: su infancia y su muerte, por ello se ha propuesto otro título más acorde: Libro de la infancia y muerte de Jesús. Está compuesto por versos irregulares, aunque predominan los octosílabos.
También el curiosísimo poema ¡Ay Iherusalem! mezcla elementos cultos con características juglarescas. El tema de las cruzadas es bastante raro en nuestra literatura. De principios del siglo XIV tenemos La gran conquista de Ultramar, en prosa. Ahora nos encontramos con un poema posiblemente del tercer tercio del XIII en el que se exhorta el valor de los cristianos. Está compuesto por un poco más de 100 versos. Cada estrofa termina con un estribillo hexasílabo que repite siempre la palabra “Iherusalem” pospuesta a una preposición:
“¡Quánta grand batalla fuera en aquel día¡ Con los caballeros es la clerezía, por tomar pasión por la defensión de Iherusalem.”
En la Historia troyana polimétrica alternan prosa y verso. Es, según Menéndez Pidal, de hacia 1270, aunque algún estudioso la fecha a mediados del siglo siguiente. Se conservan fragmentos. Las combinaciones estróficas varían: cuadernas vías, sextinas octosilábicas, décimas de cuatro y ocho, etc., en un intento de adecuar la forma métrica al contenido.
6.1 Los poemas de debate
El género del debate es muy popular en esta época. En estas composiciones se enfrentan dos puntos de vista sobre una determinada cuestión. Su origen habría que buscarlo en los debates escritos en latín como ejercicios escolásticos, es decir, universitarios, y, aunque fueran compuestos por autores cultos, gozaron de aprecio por el público. Muchos temas tuvieron cabida en el género.
Los textos que conservamos son: la Disputa del alma y el cuerpo, poema muy antiguo, quizás de fines del XII o principios del XIII. Solo se conserva la intervención del alma. Parece basado en el Debat du Corps e de l´Alme francés.
La Razón feita d´amor (también llamado Razón de amor con los denuestos del agua y el vino), un poco posterior, es el mejor poema de debate de este siglo. Tiene dos partes bien claras: La primera, un poema amoroso de clara influencia galaicoportuguesa y la segunda, los denuestos, en un lenguaje casi vulgar, entre el agua y el vino. Tanta diferencia entre estas dos partes ha llevado algún crítico a considerar el texto como dos poemas diferentes.
“El vino fabló primero: - mucho m’es venido mal campanero, aqua, as mala mana, non querría aver la tu conpana; que quando te legas a buen vino, fazees lo feble e mesquino… - Calat; yo e vos no nos denostemos, […]bien sabemos que recabdo dades
en la cabeça do entrades: los buenos vos preçian poco, que del sabio façedes loco…”
En el poema Elena y María se confrontan un clérigo y un caballero, pero no directamente, sino a través de sus respectivas amantes. Se conserva en un manuscrito de reducidísimo tamaño, confeccionado con restos de papeles y letra y encuadernación descuidadas. De sus características se deduce que sería una “chuleta” que algún juglar debía llevar en el bolsillo por si la memoria fallaba. El texto está incompleto y no conocemos el final del mismo. En otros textos de esta temática, el clérigo solía ser el vencedor pero, en este caso, la solución apuntaba a ser la contraria. Parece, por sus dialectalismos, compuesto en tierras de León hacia 1280.
6.2 ¿Hubo teatro medieval? El Auto de los Reyes Magos
De la misma época son los escasísimos restos de teatro que nos quedan, tan pocos que los críticos se han preguntado si existiría realmente teatro medieval. Aparte los apenas 150 versos del Auto de los Reyes Magos, nada o casi nada hay hasta los primeros autores del XV.
Posiblemente, el origen del género en la Edad Media haya que buscarlo en la liturgia. La misma misa tiene ya algo de carácter teatral, así que se iría dando cabida a cortas representaciones, sobre todo en fechas determinadas: la Semana Santa, la festividades de Navidad… Estas breves interpretaciones adquirirían mayor entidad con el paso del tiempo (de hecho, el auto sacramental, uno de los géneros de origen sacro y de abundante producción andando el tiempo, se celebraba precisamente el día del Corpus Christi).
El Auto de los Reyes Magos es el único texto dramático anterior al XV. Es un fragmento de versos polimétricos que ocupan cinco escenas en las que los Reyes Magos van a adorar al recién nacido, no sin antes consultar con Herodes. Es además, analizadas sus características lingüísticas, de origen gascón y más parece rara avis que integrante de una rica tradición (de la que, en cualquier caso, no quedarían textos). Hay que esperar hasta el siglo XV para encontrar textos teatrales de entidad.
7. El Libro de buen amor y otra poesía del siglo XIV
Va siendo opinión general de las historias de la literatura el distinguir los poemas escritos en cuaderna vía del siglo XIII de los escritos en el XIV. Numerosas diferencias separan a unos de otros. Formalmente, el estricto corsé de esta estrofa se flexibiliza bastante. El constante tetrástrofo, omnipresente en todos los poemas del mester del XIII, empieza a alternar con otros metros en las obras del XIV. Así, en el Libro de buen amor (en torno a 1330 la primera redacción) junto a la cuaderna vía aparecen octosílabos asonantados y de pie quebrado. Tampoco se escribe ya tan “a sylabas contadas”. En el Rimado de Palaçio y en el Libro de miseria de omne, junto con hemistiquios heptasílabos los hay octosílabos y de rima asonante; otras estrofas se introducen en la Vida de San Ildefonso, etc. La vida de la cuaderna vía, en fin, fue intensa, pero breve.
Temáticamente tampoco estamos en el siglo pasado.
Los contenidos religiosos o épico-novelescos de finalidad didáctica del mester han dado paso a las preocupaciones morales, los textos se centran en el comportamiento del hombre, en su vida, ya sea amorosa o de “miseria”. Antropocentrismo temprano. El camino de desarrollo que venía del XIII y que alcanza los reinados de Alfonso XI y Pedro I, se rompe con la guerra entre Pedro y su hermanastro Enrique y los desastrosos reinados de Enrique II, Juan I y Enrique III. Las plagas bíblicas en forma de cismas religiosos, guerras civiles, peste negra, malas cosechas, miseria poblacional, campos yermos, esparcen la muerte por doquier; y en Europa, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra que afectó, cómo no, a la Península. Crisis de valores y pesimismo reflejado en la literatura.
De la poesía culta del siglo anterior, dominada por los cantares de gesta y el
mester de clerecía, queda poco. Algún resto de la épica, como el Poema de Alfonso XI. El gusto por las narraciones heroicas, históricas y novelescas se mantendrá, por supuesto, pero serán los romances los continuadores de tal preferencia.
La didáctica ejemplarizante variará desde la enseñanza de vidas ajenas, de santos o guerreros, hacia posturas más individualistas. Ahora cuento yo mis experiencias, así en el Arcipreste, Sem Tob o el canciller Ayala. El hombre gana terreno.
7.1 El Libro de buen amor
El Libro de buen amor es una de las obras más originales, misteriosas e inclasificables que nos han legado nuestras letras. Nada se sabe del autor, salvo su nombre y dignidad: Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Guadalajara, nacido quizás en Alcalá de Henares. Otros datos han sido discutidos, como por ejemplo si la prisión a la que se alude en el texto varias veces es real o metafórica. Más unanimidad hay en considerar ficticia la autobiografía de sus correrías amorosas.
El libro nos ha llegado en tres manuscritos con lecturas diferentes. Algunos críticos hablan de dos redacciones: una primera, de 1330 y otra posterior, de 1343, modificada y ampliada por el mismo autor.
Está compuesto por más de 1.700 cuadernas vías y otras composiciones de arte menor. Se trata de un conjunto muy heterogéneo en temas, tonos y voces que ha sido un galimatías para la crítica, la cual ha ido “desmontando” sus piezas para analizarlas casi independientemente, aunque los críticos coinciden en ver en la obra un plan general. El Arcipreste muestra clara conciencia de la unidad de su obra. Analizando este curioso texto, hay al menos las siguientes partes: Un relato amoroso autobiográfico con varias aventuras, por las que desfilen diferentes
tipos de mujeres, que terminan en fracaso. Aparecen, como ayuda en estos lances de amor, varios mensajeros, entre los cuales vemos a la vieja Trotaconventos, antecedente magistral de Celestina.
Entremetidas, unas serie de fábulas de diverso origen y tema, aunque el amoroso ocupa lugar importante. Aquí aparece el pobre pintor bretón Pitas Payas que, dejando a su joven mujer sola, dio en irse a los negocios. Para asegurarse la fidelidad de su media naranja, no se le ocurre otra cosa que pintarle un corderito en el bajo vientre… corderito que se borrará con los frotes y refrotes y que habrá que repintar apresuradamente ante la llegada de monseñor Payas. Con las prisas, el amante, en vez de pintar inocente cordero, pintó un carnero con tremendos cuernos y, así, en cuanto llegó el pintor ante su dama…
“Dixo don Pitas Payas: -Madona, sy vos plas, mostrat me la fegura e aja buen solas. (aja: haya) Diz la muger: -Monseñor vos mesmo la catat; (catar: ‘mirar’) fey y ardida mente todo lo que vollaz. Cató don Pitas Payas el sobre dicho lugar e vydo vn grand carnero con armas de prestar -¿Cómo es esto, madona, o cómo pode ser que yo pinté corder e trobo este manjar?” Commo en este fecho es sienpre la muger sotil e mal sabyda, diz: -¿cómo mon señer, en dos años petit corder non se faga carner? Vos veniesedes tenplano e trobariades corder.”
Otra pieza de este curiosísimo libro-puzzle la componen una serie de disquisiciones breves sobre multitud de asuntos, píldoras para saber un poco de todo: música, derecho, religión, astrología, arte de amar…
También se incluye una versión de una comedia en latín de grande éxito, el Pamphilus de amore, con la historia amorosa de don Melón de la Huerta y doña Endrina y la tercería inestimable de la vieja Trotaconventos.
Uno de los episodios más divertidos del Libro es una parodia de un cantar de gesta en la que luchan don Carnal (el Carnaval), con sus huestes de jamones y tocinos, ciervos y liebres y otros manjares y bebidas, contra doña Cuaresma y los suyos: atunes, sardinas, mielgas, el puerro cuelliblanco… ¿Cómo acabará? Una delicia de texto.
Finalmente, y también dispersos por toda la obra, numerosas composiciones líricas en versos de arte menor, tanto religiosas como profanas.
¿Para qué escribió este libro el Arcipreste? Parecen claros sus objetivos. Se supone que Juan Ruiz nos avisa de los peligros del mal amor, el amor carnal, frente al buen amor a Dios y lo hace según la vieja historia de enseñar deleitando:
“que pueda fazer un libro de buen amor aqueste que los cuerpos alegre e a las almas preste.”
Sin embargo, la jovial personalidad del vital Arcipreste, más invita precisamente a gozar de la vida que a orar. Además, el hombre es hombre y no podrá sustraerse a su destino. Ya lo decía el sabio por antonomasia:
“Commo dize Aristótiles cosa es verdadera, el mundo por dos cosas trabaja: la primera por aver mantenençia, la otra cosa era (mantenençia: ‘sustento’) por aver juntamiento con fenbra placentera.”
7.2 Otros poemas del siglo XIV. El Libro rimado de Palaçio
En general, la poesía de este siglo no alcanza elevadas cotas de calidad u originalidad, exceptuando la genial obra del Arcipreste.
De la primera mitad de siglo citamos la Vida de San Ildefonso, de hacia 1303. Este obispo de Toledo del siglo VII era alguien conocido y había aparecido en algún que otro texto. Uno de los Milagros de Berceo, “La casulla de San Ildefonso”, nos habla de este personaje, autor de un tratado sobre la Virgen y uno de los primeros reivindicadores de la madre de Jesús.
El Poema de Alfonso XI, de hacia 1348, es una versificación de la Crónica de Alfonso XI. Su autor, el leonés Rodrigo Yánez, escribe uno de los últimos textos épicos, pero alejado ya de los tiempos heroicos de El Cid y compañía. Además, el verso elegido, la cuarteta octosilábica, encierra la narración en demasiada rima, lo que se traduce en pesadez reiterativa. Usa como fuente, amén de la Crónica, otros textos de clerecía, como el Libro de Aleixandre.
Compuesto en la mitad de siglo aparece la singular obra Proverbios morales, del rabino Sem Tob de Carrión. Es un poema de contenido moral. Pero, lejos del dogma implacable, la duda metódica y el relativismo hacia todo es lo más novedoso del texto. Y no es de extrañar. El autor es judío. Esta obra, de la que se conservan cuatro manuscritos, uno en hebreo aljamiado, es un exponente de la imbricación del componente judío en la cultura medieval hispana (más tarde llamado a ser expulsado por nuestra tolerancia secular). El propio autor era consciente de que lo hebraico era ya inferior a lo cristiano y había que excusarse hábilmente:
“Non val´el açor menos por naçer en vil nío nin los exenplos buenos por los decir judío.”
También de aproximadamente la mitad de siglo son las Coplas de Yoçef, asimismo en aljamía hebrea. La cuaderna vía utilizada es ya irregular. Se acabó la “grant maestría”. Es un poema (en realidad, fragmentos) que trata de la vida de José. El mismo tema tiene otra obra aljamiada, pero esta vez en árabe, el Poema de Yuçuf.
A finales de siglo se componen dos obras más: el sombrío Libro de miseria de omne, y la Revelación de un ermitaño. El primero está escrito también en cuadernas vías ya irregulares. Es de un pesimismo subido. El hombre desciende de la podredumbre y vive rodeado de peligros en un amargo valle de lágrimas. El segundo desarrolla el tema de la disputa entre el alma y el cuerpo. Tampoco es muy alegre, que digamos.
El Libro rimado de Palaçio, del canciller Pero López de Ayala es el texto más encomiable de la segunda mitad de este turbio siglo. Don Pero participó en todos los acontecimientos políticos importantes de los cuatro reinados que vivió. Además de historiador, López de Ayala nos deja interesantes traducciones de obras italianas y latinas, lenguas que probablemente conocía. Es, en ese sentido, un claro avance del humanismo prerrenacentista.
El Rimado es un extenso poema en cuadernas vías, muchas de las cuales son hexadecasílabas. Incluye un largo fragmento en octavas de arte mayor castellano, formadas por versos dodecasílabos (el “Ditado”, sobre el cisma de Occidente), y numerosas composiciones líricas en octosílabos. Temáticamente el Rimado también es una reunión de materiales diferentes escritos en épocas diferentes unidos por algunas estrofas-bisagra. Estructuralmente tiene tres partes: La primera, posiblemente la más antigua, tiene varias subpartes. Una de ellas es una confesión de los pecados cometidos, un repaso crítico a la sociedad, estamento por estamento, no dejando títere con cabeza. Es la más interesante (y la más llevadera para el lector actual). Por ejemplo, de los “mercadores” dice:
“Pues, ¿qué de mercadores aquí podrié dezir? si tienen tal oficio para poder fallir, olvidan dios e alma, nunca cuidan morir: jurar e perjurar, sienpre en todo mentir. En sus mercadurías ha mucha confusión, ha mentira e ha engaño e ha mala confesión; dios les quiera valer e ayan su perdón, que quanto ellos non dexan dar prima por bordón.”
Esta primera parte termina con una serie de consejos: “los fechos de palaçio”, con el viejo tema de regimiento de príncipes y unas oraciones en octosílabos a la Virgen.
La segunda parte comienza con el mencionado “Ditado” y soluciones propuestas para arreglar el problema del cisma. Otras oraciones cierran esta parte.
La última es una glosa, es decir, unos comentarios, de Morales (o Moralia, en latín), extensa obra sobre moral cristiana compuesta por el papa San Gregorio Magno (590-604). Tres tonos diferentes: el subjetivo de la primera parte, el objetivo del “Ditado” y el puramente abstracto de la última.
8. Y llega la prosa: el siglo XIII
La aparición de la prosa literaria en lengua romance es relativamente tardía. A diferencia de la poesía épica y la lírica, cercanas al pueblo, memorizables gracias a ritmo y rima, la prosa requiere otro tipo de elaboración. Sus contenidos son más serios: didácticos, jurídicos, notariales… Más cultos. Y, para lengua de cultura, ya estaba el latín. Aún así, y prescindiendo de la finalidad literaria, es posible rastrear las primeras apariciones de prosa en castellano desde muy atrás. Los documentos notariales redactados en latín contienen a menudo muestras de romance, pues sus autores echaban mano de palabras en castellano al desconocer algunos términos latinos. Protocastellanas son también las palabras o expresiones que, a modo de explicación ante un latín ya difícil de entender, se redactaron en los márgenes de algunos documentos religiosos pertenecientes a los monasterios de San Millán de la Cogolla y Santo Domingo de Silos, las famosas glosas emilianenses y silenses de un temprano siglo X. Como documentos filológicos son inestimables, ya que son las primeras manifestaciones escritas conservadas de “algo” que más tarde sería el castellano, pero literariamente carecen de interés.
La prosa literaria de estos siglos, hasta el siglo XIII, estaba redactada en latín, y había mucha. Desde la Chronica Visegothorum hasta el Chronicon Mundi, de Lucas de Tuy, o la colección de cuentos de origen árabe Disciplina clericales, pasando por la importante Crónica Najerense, que serviría de modelo a los historiadores. Muchas de estas obras incluyen prosificaciones de cantares de gesta y la del tudense (de Tuy), quizás, el primer cantarcillo lírico en castellano (aquel ya mencionado de Almanzor y su tambor).
Del siglo XII es la creación de la Escuela de Traductores de Toledo, que adquirirá verdadero esplendor con Alfonso X vertiendo numerosas obras al castellano, siendo foco extraordinario de cultura y que, por ahora, traduce del árabe y el hebreo al latín.
Ya en el siglo XIII, en época del padre del rey Sabio, Fernando III (1217-1252), surgen textos de considerable extensión en prosa romance pero de desigual valor literario. El castellano comienza a adaptar su léxico a esta nueva forma de expresión. Ayudará, sin duda, un hecho trascendental: Fernando III ordena que todos los documentos notariales de interés sean redactados en castellano. Nuestra lengua se va equiparando al latín como lengua de cultura.
De la producción en prosa de este período son de destacar las dos mejores colecciones de cuentos, de amplia tradición oriental: el Calila e Dimma y el Sendebar.
El Calila e Dimma (o Digna) es la primera colección de fábulas vertidas al castellano. La mayoría de los críticos coincide en que fue traducida a nuestra lengua por orden del todavía joven infante Alfonso. Los protagonistas de estas fábulas son animales, incluyendo a los dos lobos que dan nombre al libro. Lo forman 15 historias independientes entre sí; algunas de ellas contienen personajes que relatan a su vez otras fábulas en una estructura que podemos denominar “de caja china”.
El Sendebar, o Libro de los engaños e los asayamientos de las mugeres, está compuesto por 23 cuentos unidos por el siguiente relato-marco: un príncipe debe defenderse ante su propio padre, que lo ha condenado a muerte, de una falsa acusación de violación vertida por la madrastra implicada. Como por arte de una maldición no puede hablar en siete días, siete sabios contarán en su defensa 13 historias. La madrastra contraatacará contando, a su vez, otras cinco. Pasados los siete días, el joven príncipe puede autodefenderse y narrará cinco fábulas más en su favor. El procedimiento para ir dilatando la ejecución es igual que en la famosa colección Las mil y una noches y la misoginia que destila es evidente con solo ver el título. Parece ser que la versión en castellano es obra del infante don Fadrique, hermano de Alfonso.
Esto de los cuentos tuvo mucha repercusión, no solo en la Península y no solo en este siglo. Autores como el inglés Chaucer o el italiano Bocaccio hacen suya esta técnica de ir hilvanando historias, con más o menos moralina, dentro de un ligero marco narrativo.
Además de estos textos, tenemos las traducciones de la Biblia a lengua romance. El texto más destacable es la Fazienda de Ultramar porque se completa con descripciones geográficas y relatos varios.
8.1 Alfonso X el Sabio
Con Alfonso X el Sabio (1252-1284) el castellano alcanza la definitiva mayoría de edad, no solo como lengua oficial (el rey amplía la orden de su padre y manda que todos los documentos sin excepción sean redactados en castellano) sino como lengua de transmisión de conocimientos científicos, históricos, jurídicos…
Razones de índole práctica, entre otras, explican este hecho: bajo su reinado y antes, en el de su progenitor, extensas zonas meridionales fueron reconquistadas e incorporadas a la corona castellana. Así, desde 1227 hasta 1262 se reconquistan, entre otras, Cáceres, Badajoz, Murcia, Sevilla, Cádiz… Territorios con importante población musulmana y judía quedan bajo el reino cristiano y la lengua de Castilla se acepta sin problemas como lengua de comunicación de las tres etnias (para judíos y musulmanes el castellano no posee la carga religiosa que sí tiene el latín).
Una de las labores fundamentales de Alfonso X se desarrolla al frente de la Escuela de Traductores de Toledo. Fundada en 1126 por Raimundo de Gascuña, arzobispo de esta ciudad de 1125 a 1152 vertía en latín las obras escritas en árabe o hebreo de contenido filosófico y científico, especialmente (de procedencia árabe, pero también india, persa o griega). Para ello se necesitaban dos expertos
en las lenguas de las culturas árabe y hebrea, por un lado, y latina, por otro. Como no existía nadie que se manejara con pericia en las tres, el texto pasaba por un estadio intermedio romance. Los árabes y judíos que traducían, lo hacían a un borrador en castellano, lengua que manejaban. Un clérigo, posteriormente, pasaba el texto castellano al latín. De este borrador no han quedado muestras. Alfonso X, simplemente, suprimió este segundo paso. Esto de la escuela no hay que entenderlo como un edificio con sus aulas, su cafetería y su multicopista, sino como un conjunto de estudiosos que desarrollan su trabajo usando unas mismas bibliotecas, unos mismos métodos y unas directrices comunes. Toledo se convertiría en esta época en uno de los centros de cultura más importantes de Europa.
Bajo la dirección directa del rey Sabio se compusieron numerosas obras de carácter científico. La labor enciclopédica que esto supuso llevó a dotar al castellano de léxico suficiente con que expresar tamaños conocimientos. La sintaxis adquiere agilidad y eficacias progresivas y la ortografía alfonsí se mantuvo hasta el siglo XVI.
De sus obras destacamos la Estoria de España, con la que pretendió hacer una historia exhaustiva de la península Ibérica. Es una obra inacabada. Algunos pasajes están burdamente redactados, como esperando una elaboración definitiva. La ingente cantidad de fuentes utilizada, muchas que superaban el marco geográfico peninsular, lo llevó a comenzar la redacción de la enciclopédica General Estoria, historia universal desde el inicio de los tiempos y, claro, también quedó inacabada. Otras obras salieron, no de sus manos, sino de su dirección. Recreativas, como el Libro de axedrez, dados e tablas; científicas, como las Tablas alfonsíes, en las se consignan los movimientos de los astros celestes y que fueron utilizadas hasta el Renacimiento; o el Lapidario, sobre el origen y cualidades de las piedras; etc.
“De la piedra a que dicen aljófar:
Hállanla en muchas partes, que son en la gran mar que cerca el mundo en derredor, en unas conchas muy grandes en que se crían ellas de esta guisa; que, cuando vienen los vientos de Septentrión ábrense y cogen aquella humedad que aducen”. Obviamente se refiere a la perla.
Las Siete partidas obedecen a la preocupación de dotar a los súbditos de sus reinos de un código legal común. Los temas tratados en ella son: religión, realeza, justicia y administración, matrimonio, relaciones comerciales… Supuso el mayor esfuerzo legislativo de su momento y, pese a no haber sido promulgada en vida del monarca, la obra ejerció una considerable influencia en épocas posteriores.
Las obras alfonsíes no son exactamente literarias y no es literario su mérito. Pero la labor del monarca Sabio para con el castellano es fundamental y supone la definitiva equiparación de nuestra lengua al latín.
La obra poética de Alfonso X, aunque de autoría discutida, se concreta en las 430 Cantigas de Santa María. Están escritas en gallego y alternan las composiciones más narrativas (parecidas a los milagros de Berceo, pero de calidad inferior) con las más líricas. Se conservan cuatro códices (ejemplares) salidos del taller alfonsí y en el de El Escorial (llamado así por estar en la biblioteca del monasterio de San Lorenzo de El Escorial) y en el de Madrid (de la Biblioteca Nacional) aparece la notación musical de alguna composición. Y el primero, además, está iluminado con hermosas miniaturas en las que se ven instrumentos musicales de la época, por lo que su importancia musicológica es trascendental. Esta obra se encuadra dentro de la “campaña publicitaria” a favor de la Virgen, personaje semiolvidado en el primer milenio de cristianismo y que ahora aparece como intercesora entre Dios y los hombres, como en los Milagros de Berceo.
8.2 Otras obras en prosa
Tras la muerte de Alfonso X sube al trono su hijo Sancho IV (1284-1295). Este monarca no sigue los empeños de su progenitor y la escuela de Toledo languidece hasta desaparecer. Sin embargo saldrá a la luz alguna obra que merece la pena ser citada.
Así las numerosas obras sapienciales, algunas de clara influencia árabe, como la Historia de la doncella Teodor que recuerda mucho a Las mil y una noches. Frente a la misoginia de obras como el Sendebar y otras, esta destaca por su feminismo. El mismo Sancho IV posiblemente escribiera el prólogo del Lucidario, conjunto de preguntas-respuestas sobre teología y filosofía. De la misma época es la colección de cuentos Castigos e documentos para bien vivir ordenados por el rey Sancho IV, que contiene consejos dados a su hijo, futuro Fernando IV, para la correcta administración de los reinos; y la curiosa Vida de Baarlam y Josafat de la India, versión cristiana de la leyenda de Buda en la que éste, hijo de un poderoso rey de la India, tras vivir ciertas experiencias con un leproso, un ciego y un viejo, profesa el cristianismo. Está llena de narraciones de origen oriental, obviamente. En general, el interés literario de estos textos es bastante reducido. Lingüísticamente, no hay avance con respecto a la prosa alfonsí. Avance que vendrá de la mano de Don Juan Manuel, pero ya en el siglo siguiente. A esperar, pues.
9. Y sigue en el XIV
En este siglo, y en parte gracias a la labor que emprendiera Alfonso X, el número de obras en prosa aumenta exponencialmente. A la corriente de secularización, que ampliaba la cultura más allá del ámbito eclesial y al creciente interés, por tanto, de las clases altas por la lectura, se unen como causas otras de índole tecnológica: el uso cada vez mayor del papel, soporte ligero y menos costoso de fabricar que el pergamino, aunque más delicado, y cuya introducción en Europa debemos, como en otras muchas otras, a los árabes, y el tímido comienzo del uso de las lentes.
La prosa en este siglo alcanza niveles superiores al anterior. Y, frente a la anonimia del XIII, destacan, por ejemplo, la personalidad de Don Juan Manuel, en la primera mitad de siglo, y la de alguien a quien ya conocemos, el canciller Pero López de Ayala, en la segunda.
Los grandes géneros que se cultivarán, a grandes rasgos, son: la prosa didáctica, en la estela de lo visto el siglo anterior, con la figura señera en la primera mitad de siglo de Don Juan Manuel; la prosa histórica, con numerosas crónicas, y es la personalidad creadora del canciller Ayala la que sobresale ahora; así como el pujante nuevo género que florecerá sobremanera en la centuria siguiente, esto es, las novelas de caballerías que, frente a los otros, no busca ni la enseñanza ni la información, sino sólo el entretenimiento.
La prosa didáctica
Además de Don Juan Manuel, de quien nos ocuparemos separadamente, mucha
es la prosa didáctica que se produce en este siglo. Por mencionar alguna obra, citamos Regimiento de príncipes, de Fray Juan García de Castrogeriz, enmarcado en el género de libros de enseñanza a los príncipes speculum principis, y que influiría en el Rimado del Palaçio del canciller Ayala.
Curioso es el Libro de la montería, de atribución dudosa para muchos críticos, pese al título: Libro de la montería que mandó escribir el muy poderoso rey don Alfonso de Castilla y de León, último deste nombre. Que, según sesudos cálculos, no puede ser otro que Alfonso XI, el Justiciero. Vienen en él recogidas descripciones geográficas de España, con la distribución de las piezas venatorias, botánicas y veterinarias, sobre todo de tratamientos de llagas y heridas de perros de caza con instrucciones muy precisas sobre su tratamiento y elaboración de medicinas naturales para su cura. Por ejemplo, cuando se trata de suturar, veamos estas recomendaciones: “e sean y (y: allí) dados tantos puntos quantos cumplieren, aujendo de punto a punto vna pulgada; e non sean muy apretados los puntos njn muy floxos”.
Las crónicas históricas
La obra más destacable en esta mitad de siglo, aunque de fecha incierta, es la Crónica de Alfonso XI. Ya hemos mencionado que el Poema de Alfonso XI es una versificación de esta obra. Posteriormente el texto fue ampliado en la Gran Crónica de Alfonso XI, añadiendo episodios más novelescos que la sobria primera Crónica. Son importantes la Crónica de Castilla, la Crónica de los veinte reyes, o la Crónica de 1344 porque utilizan cantares de gesta como fuente, lo que ha permitido a los estudiosos recomponer algunos fragmentos de nuestra épica, no por su valor literario. Aparte de los textos sobre historia propia, el tema de Troya estuvo muy presente en la Europa medieval. Ya del siglo anterior nos llegaba la Historia troyana polimétrica. Pues bien, en este tenemos la Historia de Troya de Beneyto de Sancta María hecha por mandato de Alfonso XI, basado en el Roman de Troie, mandado traducir por el mismo rey. Debíale gustar mucho al Justiciero este tema.
9.1 Las primeras novelas
La novela de caballerías fue el gran descubrimiento editorial del siglo (y del siguiente). En estos libros, el protagonista es un caballero, dechado de virtudes, que recorre el mundo luchando contra gigantes y defendiendo el amor de una dama a la que rinde pleitesía. Magos y encantadores le saldrán al paso en todo momento, algunos con aviesas intenciones, y él, con su espada, o a veces con su talante mismo, irá venciendo los obstáculos y llegará a conquistar reinos e ínsulas para su gloria. Adivina adivinanza: habrá un hidalgo, muchos años después que, de tanto leer estos libros, llegará a creerse caballero andante y saldrá por el mundo adelante a desfacer entuertos… ¿A quién nos estaremos refiriendo?
La primera novela de este género en nuestras letras es la Historia del cavallero Zifar, el qual por sus virtuosas obras et azañosas fue rey de Mentón, anónima pese a haberse sugerido algún nombre. Es una novela muy temprana, de 1300 o un poco más tarde. Está formada por cuatro volúmenes que nos dan cuenta de las aventuras del caballero Zifar, mezcladas muchas veces con ejemplos y sentencias. Es un libro que bebe de muchas fuentes, sobre todo orientales. No ha sido bien tratado por la crítica. De primitivo y de imperfecto en el ensamblaje de sus partes ha sido tachado el pobre.
Las historias del rey Arturo y sus caballeros de la tabla redonda fueron las que mayor difusión alcanzaron en Europa, pero su conocimiento no viene de ahora. En España la primera referencia a este tema la encontramos en el siglo XII y, más tarde, en Alfonso X. El mundo caballeresco de los buscadores del grial, Avalón, Lanzarotes y Merlines influyeron en nuestro más preciado caballero: Amadís.
La exitosa novela Amadís de Gaula nos ha llegado a través de una refundición hecha a fines de siglo XV o principios del XVI por Garci Gutiérrez de Montalvo, pero tenemos noticias de su existencia anterior pues, por ejemplo, aparece citada
en la obra Regimiento de príncipes citada arriba. El mismo López de Ayala, nacido en 1332, dice que la leyó en su juventud. Pero, pese a estas tempranas referencias, nos tendremos que ocupar de ella en el capítulo siguiente.
Otros libros de aventuras
Temprana es la redacción del libro La gran conquista de Ultramar, quizás incluso de fines del XIII. El cruzado Godofredo de Bouillon, conquistador del reino de Jerusalén en la primera Cruzada (1099), es la figura central del relato en el que alternan episodios más o menos realistas con otros totalmente fantásticos. Además citamos un libro de pretencioso título: nada menos que el Libro del conoscimiento de todos los reinos e tierras e señoríos que son por el mundo, ahí es nada. Su autor es un franciscano y su valor literario, menos que escaso. Claro, muchas de las cosas que cuenta están tomadas de otros libros.
9.2 Don Juan Manuel
Como escritor, el infante Don Juan Manuel (1282-1348), sobrino del Rey Sabio para más datos, tuvo mala suerte. Es lo más alejado que hay del escritor anónimo. Su noble origen, su papel central en los asuntos cortesanos de la época, su carácter ambicioso y su fuerte personalidad están en las antípodas del humilde autor que cede graciosamente su obra a la colectividad. Es el primer escritor moderno de nuestra literatura. Moderno en el sentido de que es el primero que se ocupa profesionalmente de lo que escribe, corrigiendo sus escritos, buscando insistentemente un estilo propio, dotando de unidad cada libro; el primero en cuidarse de que su obra fuera fielmente transmitida guardando copias de sus escritos… y decimos que tuvo mala suerte porque los manuscritos, celosamente depositados en el monasterio de Peñafiel, fundado por él mismo, se perdieron en un incendio y lo que nos ha llegado hasta nosotros son copias mediocres, llenas de erratas y defectos achacables no a su pluma. Aún así, conocemos el título de todos sus libros, pues los citó en un par de listas que incluyó en el prólogo general de sus obras y en el prólogo de su más lograda creación: El conde
Lucanor. Por estas listas sabemos que se perdió la mitad de su producción.
Citamos como importantes el Libro del cavallero et del escudero. Está basado en varias fuentes. A través de multitud de preguntas entre un caballero y su escudero se tratan temas de filosofía, ciencias naturales, arte de caballería…etc.
La historia de Barlaam y Josafat (la leyenda de Buda) se recrea ahora en el Libro de los estados. Es interesante, pues se muestran cumplidamente las ideas que el infante tenía de la sociedad estamental de su época, por lo que resulta especialmente jugoso para los historiadores. El resto de sus obras son menos reseñables, a excepción, claro está, del Conde Lucanor.
El Libro de los einxemplos del conde Lucanor et de Patronio, o el Conde Lucanor, para abreviar, se terminó de escribir en 1335. Tiene tres partes. La primera, la más sabrosa, está compuesta por 51 capítulos o einxemplos que contienen otros tantos cuentos engarzados en una trama muy sencilla con la misma estructura: el conde Lucanor, hombre de corte, inmerso en los vaivenes de su estamento, ante un problema surgido a él o a un pariente, pregunta a Patronio cómo actuar. El consejero, en vez de ir directamente al grano, le cuenta un cuento que tiene que ver con el problema planteado. Tras ello, Patronio aconseja a su señor: “e vos, señor conde, si queredes que lo que vos dixeren e lo que vos cuidardes sea todo cosa cierta, cred e cuidat sienpre todas cosas tales que sean aguisadas (‘razonables’) e non fuzas (‘esperanzas’) dubdosas e vanas”.
El conde sigue el consejo porque le agrada “lo que Patronio le dixo, e fízolo assí e fallose ende bien”. Interviene ahora muy brevemente la voz del narrador (una tercera persona que no es el infante) para informar que tal ejemplo satisfizo a don Juan y que hizo “estos viessos”. Termina, pues, el capítulo con los versos finales o moraleja: “A las cosas ciertas vos comendat / e las fuizas (‘esperanzas’) vanas vos dexat”, es decir, más vale pájaro en mano… Por cierto, estas citas textuales en castellano de la época están sacadas del einxemplo VII, “De lo que contesçió a una muger quel dizíen doña Truhana”. En él se narra la historia de
una mujer que llevaba sobre la cabeza una olla de miel para vender al mercado y se iba imaginado que, con lo que le dieran, compraría huevos que, luego gallinas, vendería y así, comprando y vendiendo iría aumentando su fortuna… ¿les suena esta historia?
9.3 Don Pero López de Ayala
Si nos centramos nuevamente en el canciller López de Ayala en este capítulo dedicado a la prosa es por su importante labor como historiador. Don Pero escribió cuatro crónicas que se ocupan de los reinados de los monarcas castellanos Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III, esta última interrumpida por la muerte del autor en 1407, con un estilo vivo, lleno de recuerdos personales aunque buscando la objetividad. Abarcan un período bastante largo: de 1350 a 1396, época convulsa en la historia castellana. Si consideramos el prerrenacimiento como el inicio del redescubrimiento de la cultura grecorromana y los escritorios latinos, no cabe duda de que el canciller, conocedor del estilo de Tito Livio o Salustio, es plenamente prerrenacentista.
Como hemos mencionado en otro lugar, López de Ayala participó en los sucesos más importantes del momento: sirve al rey Pedro I y lo apoya cuando estalla la guerra civil entre el monarca y su hermanastro Enrique de Trastamara. Cambia de bando y combate junto al pretendiente. Cárcel, honores, prebendas y mercedes. Apoya a su sucesor, Juan I. Embajadas en Francia y Aragón. Más cárcel tras la derrota de Aljubarrota, después, consejo de regencia del joven Enrique III, nombramiento de canciller mayor… Es, pues, un testigo privilegiado de los acontecimientos de su tiempo.
Las crónicas las escribió, parece ser, en su vejez, sobre notas escritas en su momento. Eso le permite tomar distancia y situarse como observador y no como protagonista. Su estilo es ameno, intercalando los datos históricos con descripciones, diálogos, arengas, etc. Son, aparte su alto valor literario, imprescindibles para conocer los aspectos sociales y políticos del otoño
medieval.
Capítulo III Siglo XV, se inicia un nuevo rumbo
1. Camino del Renacimiento
El siglo XV es un siglo de cambios. La influencia francesa, presente en todos los órdenes de la vida cultural durante la Edad Media, irá perdiendo fuelle en favor de Italia. De allí irán llegando las sucesivas oleadas de aire fresco. En poesía se mantienen los aspectos cortesanos de origen provenzal, pero a través del influjo de Petrarca. Este autor y Dante, con su poesía alegórica, son claras muestras del peso creciente del país mediterráneo. De Italia viene también el paulatino redescubrimiento de lo grecolatino. La lengua se nutre de cultismos, de construcciones latinizantes, creando, a veces, un lenguaje extremadamente artificioso. También la poesía cancioneril gusta de lo alambicado. Ello no es óbice para que poetas y público se dejen seducir además por lo popular. Baste recordar la presencia del Romancero viejo o las primeras muestras de teatro para ello.
La nobleza es menos guerrera y ruda. La burguesía empieza a desarrollarse en las ciudades. Juntos, nobles y burgueses, se interesarán vivamente por la cultura, que sale paulatinamente de la esfera religiosa. Socialmente es un siglo con muchos altibajos. Se arrastran numerosos problemas de la centuria anterior y el descrédito hacia reyes o validos provocará el auge de la sátira y la crítica. Solo con los Reyes Católicos y su fuerte presencia se calmarán estas procelosas aguas. En este reinado, el cultivo y estudio de las fuentes latinas y griegas alcanza su máximo desarrollo. Y la equiparación del castellano al latín es definitiva: vemos surgir la primera gramática de una lengua vulgar llevada a cabo por un latinista preclaro: Nebrija.
Italia y lo clásico cada vez más cerca. Todo está preparado, pues, para la llegada del Renacimiento.
2. Sin Dios y sin vos: la poesía en el XV
La característica más sobresaliente de la poesía culta de este siglo es la abundantísima producción de poesía cortesana, también llamada de cancionero. Es tremenda la cantidad de poetas que cultivan esta poesía artificiosa, alambicada y elegante. Algunos son nobles, otros, profesionales de la pluma.
La nómina se amplía con las figuras de tres poetas que deben ser mencionados aparte por su obra: el marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique.
Este es el siglo de la Muerte, siempre presente en continuas guerras, en la peste y en el hambre que provocan las crisis de subsistencia y que se arrastran de la centuria anterior. Su poder igualador, segando las vidas de altos y bajos a la misma altura (la Muerte se representa asiendo una guadaña), se convierte en tema recurrente en toda Europa. En este contexto surge el subgénero de las danzas macabras, representado en castellano únicamente por el poema Danza de la Muerte, en coplas de arte mayor castellano, pero que aparece como tema subyacente en muchas obras.
En época tan convulsa no es raro que aparezcan poemas críticos y satíricos. Así, contamos con composiciones como las Coplas de Mingo Revulgo, las Coplas de la panadera o las Coplas del provincial.
En fin, la poesía popular conoce un desarrollo abrumador con el romancero, del que nos hemos ocupado en el capítulo II.
2.1 La poesía cancioneril
La poesía del siglo XV ha llegado hasta nosotros gracias a numerosas antologías que reúnen obras de varios autores y que incluyen poemas de muy variado pelaje: amorosos, religiosos, satíricos, morales, cultos, de inspiración popular… Son los cancioneros. Algunos de estos fueron impresos en el mismo siglo XV o en el XVI y otros se conservan de forma manuscrita.
De los cincuenta existentes, unos son más importantes por su extensión o por la calidad de los poemas que se recogen. El más tempranero es el Cancionero de Baena, llamado así por su recopilador, Juan Alfonso de Baena. Contiene composiciones de fines del XIV y principios del siguiente. Es interesante porque incluye datos biográficos de cada autor.
De los años centrales del XV son el Cancionero de Stúñiga, recopilado en Nápoles hacia 1463 pero con composiciones de años anteriores; el de Palacio, más de gusto castellano y el de Herberay des Essarts, con composiciones de la corte de Navarra.
De época posterior, el más importante es el Cancionero General de Hernando del Castillo, editado en Valencia en 1511 y que recoge fundamentalmente poetas del reinado de los Reyes Católicos.
Podemos agrupar los poemas cancioneriles según su contenido.
Un grandísimo número de ellos tiene como tema el amor. Este es visto, con algunas diferencias, a través de la óptica del amor cortés, revelando la influencia galaico-provenzal. Uno de los elementos clave de la poesía trovadoresca es el
premio o galardón que el enamorado espera conseguir de su dama. Los primeros editores modernos de estas obras consideraban el galardón como premio, digamos, espiritual. El poeta estaba enamorado de forma platónica, con lo que no se quería ver, o se omitían directamente, las referencias sexuales. Las últimas lecturas de estas composiciones ponen de relieve que la sexualidad está muy presente en muchos de estos poemas, aunque generalmente de manera solapada y simbólica. La moral de los poetas hará que este deseo se quede solo en eso.
Y, si esto no bastara, la dama aparece como ser superior, inalcanzable, indiferente cuando no cruel. El poeta jura su fidelidad y entrega a este imposible y, debido a esta entrega, ya no es dueño de sí mismo. Ese estar y no estar, vivir y morir de amor se expresa mediante juegos de contraposiciones:
“No saben ni sé do ´stoy, ni partiendo partir puedo, ni do quedo no me quedo que tras mis suspiros voy. Tras vos voy doquier que vais, con vos me quedo si parto, y del alma me departo si me parto do quedáis. Nunca estoy adonde estoy, ni do ´stáis partirme puedo, ni do quedo no me quedo, que tras mis suspiros voy.”
Este amor es elevado con frecuencia a la categoría de devoción. La dama es colocada en lugar de Dios, con lo que el poeta vive en un estado de desamparo absoluto. Así, canta Jorge Manrique:
“Yo soy quien libre me vi, yo quien pudiera olvidaros, yo só el que, por amaros, estoy, desque os conoscí, sin Dios y sin vos y mí. Sin Dios, porqu’en vos adoro, sin vos, pues no me queréis, pues sin mí, ya está de coro, que vos sois quien me tenéis. Assí que triste nascí, pues que pudiera olvidaros, yo so el que, por amaros estó, desque os conoscí, sin Dios y sin vos y mí.”
Los contenidos morales son también frecuentes, así el desprecio del mundo y de los bienes materiales, el ubi sunt, el poder igualatorio de la muerte o la crítica hacia los poderosos. Tampoco faltan los poemas a contrafacta, versiones a lo
divino de poemas amorosos, moda que se impone sobre todo en la segunda mitad de siglo:
“Dime Señora, di, cuando parta d´esta tierra, si te acordarás de mí. [...] Cuando yo esté en el afrenta de la muy estrecha cuenta de cuantos bienes y renta de tu Hijo recesbí, si te acordarás de mí.”
Aparece reiteradamente la veta popular. Los villancicos, zéjeles o serranillas son buena muestra de ello. Y los romances son cada vez más frecuentes, como que el Cancionero General dedica un apartado a estas composiciones. Sin embargo, a veces es difícil establecer si el elemento popular de una composición es genuino o bien es un poema de mano culta con barniz popularizante. Para el caso es lo mismo: los poetas del XV van a ir descubriendo lo que en el Renacimiento y el Barroco será ya común.
2.2 El marqués de Santillana
Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (1398-1458), es la figura poética principal del reinado de Juan II. Perteneciente a una familia de la alta nobleza castellana, participó activamente en las luchas políticas de su época. Se opuso tenazmente al condestable de Castilla, Álvaro de Luna, valido del rey y
seria amenaza contra la casta a la que pertenecía Santillana. Alternó su vida pública con la dedicación a las letras siendo un admirador sin fisuras de los textos clásicos. La suerte es que, como no sabía latín ni griego, en su palacio de Guadalajara se rodeó de traductores un poco al estilo de Alfonso X con los que “a ruego e instancia mía, primero que de otro alguno, se han vulgarizado (se han vertido en castellano) en este reino algunos poetas, así como la Eneida de Virgilio, el Libro mayor de las transformaciones de Ovidio, las Tragedias de Lucio Anio Séneca y muchas otras cosas en que yo me he deleitado hasta este tiempo y me deleito”.
De hecho pidió a su hijo, estudiante a la sazón en Salamanca, que el poema de la Ilíada “lo paséis vos […] de la lengua latina al nuestro castellano idioma”.
En 1148 reúne en un volumen sus obras de juventud y se las envía al condestable don Pedro de Portugal prologándolas con el famoso Prohemio e Carta, un largo texto en prosa que se considera el primer tratado de poética del castellano. Entre otras cosas, el marqués diferencia las composiciones sublimes, las de autores clásicos; medias, en lengua vulgar pero inspirados por latinos y griegos, como Dante; y las ínfimas, populares, no sujetas a normas y despreciadas por don Íñigo por ser de “gentes de baixa e servil condición”. Si bien es cierto que no sería tanto el desdén cuando en su obra encontramos ejemplos de poesía con regustos ínfimos, como los Refranes de que dizen las viejas tras el fuego o las serranillas.
La obra poética del de Santillana puede dividirse en cuatro grupos. Al primero pertenecen las composiciones de inspiración trovadoresco-galaica, que son las de juventud y que lo incluirían en la extensa nómina de poetas de cancionero. Además de canciones y dezires, se deben destacar las serranillas, poemas en los que el poeta-caballero se encuentra con una doncella serrana en un bello paisaje. Se establece un corto diálogo en el que el caballero la solicita y ella lo rechaza.
El segundo grupo lo forman extensos poemas alegóricos de influencia italiana.
Símbolos, referencias clásicas, lenguaje latinizante… Aquí incluimos la Comedieta de Ponza, escrita en arte mayor castellano.
Italiano asimismo es el novedoso impulso de escribir “sonetos fechos al itálico modo”, intento no cuajado de incorporar el endecasílabo petrarquista a nuestras letras y que denota el influjo cada vez más creciente de Italia en nuestra cultura, en paulatina sustitución a la influencia francesa, tan presente en la Edad Media. Tendremos que esperar al siglo siguiente para que Boscán y, sobre todo, Garcilaso consigan la aclimatación del verso de once silabas con soberbia maestría.
Las obras morales le dieron al autor en su época enorme prestigio. Los temas de la fugacidad de la vida, el comtemptu mundi, etc. desfilan en el Diálogo de Bías contra Fortuna, la más extensa o los Proverbios. Su enemiga contra don Álvaro de Luna lo lleva a escribir Doctrinal de Privados cuando este había sido ya ejecutado. En esta obra, el mismo don Álvaro toma la palabra y confiesa sus muchos pecados. Es un buen poema que destila el odio que el moderado marqués no puede contener contra el condestable.
“Casa a casa ¡guay de mí!, e campo a campo allegué. Cosa ajena non dejé: tanto quise cuanto vi. Agora, pues, ved aquí cuánto valen mis riquezas, tierras, villas, fortalezas, tras quien mi tiempo perdí […]
¿Qué se fizo la moneda que guardé para mis daños tantos tiempos, tantos años: plata, joyas, oro e seda? Ca de todo no me queda sinon este cadahalso. Mundo malo, mundo falso, no es quien contigo pueda.”
2.3 Juan de Mena
El cordobés Juan de Mena (1411-1456) representa al estudioso, al típico hombre de letras, pero con clara conciencia política, que vive en Italia y se empapa de clasicismo. A su regreso a España estuvo muy cerca del poder. En sus escritos, persiguió un Estado poderoso que aplacara las luchas nobiliarias y, por ello, apoyó siempre al valido de Juan II, al traído y llevado Álvaro de Luna. Fue cronista oficial y secretario de cartas latinas (lengua que dominaba) del propio rey. Ha sido discutida por algunos su condición de converso, aunque nada hay de definitivo sobre eso.
La obra poética de Mena se divide tradicionalmente en tres grupos: las composiciones típicas de cancionero, la poesía alegórica, que le ha dado un lugar en el Parnaso, y la poesía doctrinal.
Al primer grupo corresponden poemas en verso corto, de tema amoroso que siguen en general la moda cancioneril, aunque con algún rasgo personal. Dentro
de este grupo de poemas amorosos debemos destacar Claro escuro. Es una especie de experimento polimétrico. Las estrofas de arte mayor, complicadas, llenas de alusiones eruditas, alternan con otras octosílabas de tono cancioneril, lo que, efectivamente, produce un efecto acusado de contraste. Parecido en su composición es El fijo muy claro de Hiperyión.
También en versos de arte menor está un grupo de poesías de circunstancias, de apoyo al valido real y otras satíricas. Algunos críticos consideran a Mena, además, autor de las Coplas de la panadera y las de Mingo Revulgo que veremos más abajo.
El extenso poema Coronación del marqués de Santillana fue compuesto para ensalzar al marqués por conquistar a los moros la plaza de Huelma. Pero tras ese pretexto, es un poema alegórico en el que se critica el mal gobierno.
El Laberinto de Fortuna es la obra más extensa y compleja del cordobés. Consta de 300 coplas (por ello se conoce también a esta composición con el nombre de Las trescientas) y se encuadra dentro de la poesía alegórica a lo Dante. La obra está dedicada…
“Al muy prepotente don Juan el segundo, aquel con quien Júpiter tuvo tal zelo que tanta de parte le fizo del mundo quanta a sí mesmo se fizo del çielo, al gran rey de España, al Çésar novelo; al que con Fortuna es bien fortunado,
aquel en quien caben virtud e reinado; a él, la rodilla fincada por suelo.”
…a quien fue entregada en 1444. El poeta, tras una serie de vicisitudes, entra en el palacio de Fortuna en el que hay tres ruedas, una del pasado, otra del presente y la tercera, del futuro, con siete círculos cada una que corresponden a los planetas. Para los estudiosos, el poema encierra la intención de hacer ver al rey la valía de Álvaro de Luna como único capaz de detener las luchas nobiliarias e imponer, adelantándose casi en siglos a lo que será la monarquía absoluta, un poder central fuerte.
La copla de arte mayor castellano utilizada es una estrofa propia de lo solemne. Sus acentos, distribuidos de manera casi uniforme, dotan al verso de un ritmo parecido al de toque de tambor –algunos dirían de pesadez, casi como de caballo trotón-. Esta rigidez obliga, a veces, a acentuar la palabra de manera diferente a la pronunciación normal (“tus grandes discordias, tus fírmezas pocas”; ponemos las sílabas acentuadas en cursiva). Además, el léxico oscuro y la sintaxis latinizante dificultan la comprensión del poema. Sin embargo, debemos decir que es el primer autor que rompe a propósito las “costillas” de la lengua para crear un lenguaje poético propio.
La obra de Mena se completa con poemas de contenido moral: el Dezir que fizo sobre la justicia y los pleytos es una sátira contra la justicia. Esta composición y El razonamiento que fizo con la muerte desarrollan el tema del Ubi sunt. Esta última se encuadra dentro de los poemas de las danzas macabras. El Debate de la Razón contra la Voluntad, incompleto, sigue el género medieval del debate.
2.4 Jorge Manrique
Poco se sabe de la vida de Jorge Manrique. El clásico dato de que había nacido en 1440 en la localidad palentina de Paredes de Nava ni siquiera es seguro. Lo que sí es cierto es que participó en los conflictos de su tiempo, como miembro de una de las familias nobles más poderosas, los Lara. El padre de Jorge Manrique, don Rodrigo, gran maestre de la Orden Militar de Santiago, murió en 1479 ante el castillo de Garci-Muñoz defendiendo los derechos de Isabel la Católica frente a la Beltraneja. La figura paterna fue muy importante en la vida del joven Jorge e influiría poderosamente en el contenido de su obra maestra, las Coplas a la muerte de su padre.
La obra de nuestro autor tiene claramente dos facetas. Por un lado la menos importante, por la que no hubiera, ni mucho menos, pasado a la fama. Está formada por poesía de cancionero amorosa y otras composiciones de tono burlesco. De otro, las Coplas, que le dieron pasaporte directo a la posteridad pues es una de las obras cumbre de la literatura en español.
Las composiciones amorosas se mueven dentro de las pautas del amor cortés, con todos sus tópicos y usando las figuras literarias propias de este género: paralelismos, paradojas, aunque, a decir de los críticos, con menos alambiques que otros poetas de cancionero. Los tres poemas burlescos tienen todavía menos interés.
Las Coplas a la muerte de su padre son el poema elegíaco más famoso de nuestras letras. Constan de 40 estrofas de dos sextillas de pie quebrado cada una (llamadas manriqueñas, claro) en las que el poeta exalta la figura de su padre no sin antes tratar soberbiamente el tema de la brevedad de la vida y del ubi sunt.
¿Quién no ha oído alguna vez la copla I?
“Recuerde el alma dormida,
abive el seso e despierte contemplando cómo se passa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, quán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parescer, qualquiere tiempo pasado fue mejor.”
Una de los aciertos de Manrique fue arriesgarse a utilizar el octosílabo, más propio de lo popular y no de lo serio y solemne del tema, que hubiera requerido un verso largo, como el arte mayor castellano. Este verso cercano y la desnudez de la expresión, con metáforas nada complicadas y aparente sencillez, centran la atención en el contenido, dotándolo de sobriedad y sinceridad. Esta falta de ornato ha permitido situar las Coplas en un limbo intemporal, en un clásico.
2.5 Otras poesías del siglo XV
Cerramos este apartado sobre poesía ocupándonos muy someramente de un grupo de composiciones de carácter satírico muy crítico con los poderosos. El clima de enemistades y luchas de poder que se vive ahora viene provocado por la aparición de una nueva nobleza, surgida tras la guerra civil castellana terminada
en 1369 que impuso a Enrique II de Trastamara sobre el legítimo Pedro I el Justiciero. El de Trastamara y sus sucesores concedieron enormes privilegios y favores a sus partidarios. A ello se une la aparición de la figura del valido. Todo esto hace que el poder real se debilite, llegando a su máximo en el reinado de Enrique IV el Impotente (1454-1474). Esta situación irá revertiendo con la subida al trono (tras otra guerra civil, por cierto) de Isabel I, la reina Católica, hermanastra del Impotente. La sátira, obra de la vieja nobleza o gente cercana a ella, incluirá al propio rey. Y no se libran otros estamentos, como religiosos, conversos o mujeres, ya puestos.
El poema Danza de la Muerte está fechado a mediados de siglo, y sigue las obras que sobre este motivo abundan en Europa si bien los críticos reconocen la superioridad de la composición española. La muerte, con su guadaña, trata por igual a ricos que a pobres, a señores, obispos o siervos. Es un vivo cuadro por el que desfila toda la sociedad de la época.
Las Coplas de la Panadera se compusieron también a mediados de siglo. En la obra se arremete contra los bandos que dividen Castilla y que lucharon en la batalla de Olmedo (1445). La crítica, dada su imparcialidad, considera al autor converso.
Las Coplas de Mingo Revulgo reflejan la crisis en la que se vive con Enrique el Impotente, cuando la nobleza consigue el máximo poder. Han sido atribuidas a diversos autores, aunque la atribución al franciscano Fray Íñigo de Mendoza es la que tiene más probabilidad. Tienen mayor valor literario que el resto que ahora vemos. A través de un diálogo alegórico, un adivino, Gil Arribato, y Mingo Revulgo, símbolo del pueblo, dibujan con gran pesimismo un retrato profundo de la situación en la que está Castilla.
Las Coplas del Provincial pertenecen también al reinado de Enrique IV, quizás de 1464. Exhiben un ataque contra la nobleza sin paliativos, sin ahorrar invectivas, aunque estas sean casi siempre de carácter sexual. Es, como el
anterior, un poema alegórico en el que la corte viene representada como un convento al que va a visitar el provincial de la orden. Este va preguntando a frailes y monjas:
“-Ah, fray conde sin condado, condestable sin provecho, ¿a cómo vale el derecho de ser villano probado? -A oder y ser odido y poder bien fornicar, y aunque me sea sabido, no me pueden castigar.”
3. Las crónicas y tratados conviven con la novela
Al igual que en poesía, el aumento en el número de textos con respecto al siglo anterior es abrumador. Y, también como en poesía, la influencia italiana y clásica se deja ver por doquier. Hemos cambiado efectivamente de perspectiva y, aún con miras medievales, la impronta clásica e italianizante augura nuevos tiempos que, por ejemplo, las traducciones de Cicerón a cargo de Alfonso de Cartagena, no hacen sino confirmar.
Abundante es la producción de prosa histórica, tanto de reinados, como de casos particulares. Asimismo la prosa didáctica nos deja muestras interesantes. Durante este siglo seguiremos contando con relaciones de cuentos y otras obras pedagógicas de diversos temas: religiosos, morales, de preceptiva poética. A este tipo pertenece la profunda labor de Nebrija y otros autores como Villena o Alfonso Martínez de Toledo.
Asistimos a la continuación y afianzamiento de las novelas de caballerías. Garci Gutiérrez de Montalvo refunde con materiales que no nos han llegado, pero que existían ya desde el XIV como vimos en el capítulo anterior, la versión del Amadís primitivo, sin embargo su publicación no sucede hasta principios del XVI y será en el Renacimiento cuando más epígonos tenga este género. Además de otros géneros, nace ahora uno que gozó de notable éxito: la novela sentimental. Rodríguez del Padrón y Diego de San Pedro escribieron las mejores.
3.1 Las crónicas. Otra prosa histórica
La prosa histórica conoce un gran desarrollo en esta centuria favorecido por el ambiente prehumanista y humanista que va llegando desde Italia y siguiendo el camino abierto por Pero López de Ayala al incorporar la influencia clásica en las crónicas.
Siguen escribiéndose, como en el siglo pasado, sobre reinados, como la Crónica del serenísimo rey don Juan II, de García de Santa María, Historia del cuarto rey don Enrique, de Diego Enríquez del Castillo, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, de Andrés Bernáldez y muchos otros. Otras se centran en contenidos de historia general, como la Suma de crónicas de España, del obispo Pablo de Cartagena, padre de Alfonso de Cartagena (sí, padre) y profundo conocedor de obras clásicas; Genealogía de los godos con la destrucción de España, de Pedro del Corral…
También sujetos particulares son motivo de tratados y biografías. Pero Rodríguez de Lena nos narra en el Libro del passo honroso un hecho ocurrido en 1434. El joven leonés don Suero de Quiñones se empeña en, con una argolla al cuello en señal de sumisión a su dama, derrotar a cuantos caballeros pasasen durante un mes por el puente que cruza el río Órbigo. Al rey Juan II le encantó la idea y mandó pregonarla por sus reinos. Acudieron caballeros de todas partes, incluso de Francia. Derribó a casi setenta el chaval.
Pérez de Guzmán (1376-1460), sobrino de López de Ayala y tío del marqués de Santillana, amén de su contribución a la nómina de poetas de cancionero, es autor de la memorable Generaciones y semblanzas, de 1450. Se trata de una reunión de breves biografías de personajes importantes de las cortes de Enrique III y Juan II que él conoció y trató. Pese a ello, procura ser objetivo y no pocas veces lo consigue. Aunque existe la huella de Salustio o Tácito, su estilo es personal, vivo y apasionado. Es la única obra original en prosa que conservamos de este autor.
Hernando del Pulgar (c. 1428- 1493) fue hombre de su época. Embajador en
Francia y otros lugares, secretario de los Reyes Católicos, gozó de enorme prestigio como diplomático y escritor. La obra fundamental es Claros varones de Castilla, inspirada en la obra de Pérez de Guzmán. Es, como la anterior, un conjunto de biografías, 24, de personajes de los reinados de Juan II y Enrique IV, por lo que puede considerarse una continuación de Generaciones y semblanzas. Los retratos poseen profundidad psicológica aunque es más diplomático en sus juicios. No olvidemos que los escribió estando en activo, mientras que su maestro lo hizo ya retirado del mundanal ruido. Más adelante redactó una crónica de los Reyes Católicos con estilo cuidado y lleno de erudición, y otras obras de menos interés. Como poeta, se le ha atribuido la autoría de las Coplas del provincial y las de Mingo Revulgo, pero con escaso fundamento.
3.2 La prosa didáctica
Enrique de Aragón (1384-1434) es personaje de vida novelesca. Dedicado más a las letras que a las labores propias de su sangre noble, tuvo mala suerte en la vida. Luchó por ser reconocido marqués de Villena, algo que no consiguió, perdió el maestrazgo de la orden de Calatrava, cargo para el que tuvo que renunciar al condado de Cangas de Tineo, fue acusado de impotente… murió alejado de la corte en su señorío de Iniesta dedicado al estudio. Sabía varias lenguas: latín, hebreo, francés, italiano, árabe… y tenía vastísimos conocimientos de astronomía, medicina, matemáticas o química que le dieron fama de nigromante ya en vida. El rey Juan II, en un acto de amor al conocimiento, mandó al fraile Barrientos… quemar casi todos sus libros.
Por tanto, la mayoría de su obra no ha llegado hasta nosotros, pues desapareció a manos del fraile o por haberse perdido con los años. Destacamos como curiosidad el tratado de urbanidad Arte de cortar del cuchillo, o Arte cisoria, documento inestimable para entender las costumbres de la época pero de escaso valor literario.
El Tratado de la fascinología o aojamiento nos explica los métodos para
contrarrestar hechizos y males de ojo. El Arte de trovar, tratado de poética es, sin embargo curioso por su contenido costumbrista. Tampoco tiene excesivo valor literario.
De Villena procede la más temprana traducción de la Divina comedia de Dante y de la Eneida de Virgilio a instancias del marqués de Santillana, su amigo. Es, por tanto, uno de los introductores del humanismo en la Península.
Alfonso Martínez de Toledo, más conocido como el Arcipreste de Talavera (1398-1468), destaca por el libro homónimo Arcipreste de Talavera, también conocido como Corbacho. Fue un hombre de excepcional cultura. En su tratado, de objetivos equiparables al de otro arcipreste famoso, el de Hita, pretende alabar el amor bueno, el que se dirige a Dios, y reprobar el carnal y mundano. De las cuatro partes de su tratado, la que más le ha valido para entrar en la galería de la fama es la segunda, que da cuenta de los “vicios y tachas y malas condiciones de las perversas mujeres”, que lo meten de plano en la corriente misógina del XV.
El libro contiene refranes, cuentos ejemplarizantes, etc. Utiliza un estilo variado según el público al que dirige parte del sermón: culto, medio o popular, lo que le da frescura al texto. Esta segunda parte, además, es un fresco dinámico de la vida de las gentes de su tiempo.
Es autor también de un par de obras hagiográficas: la Vida de San Ildefonso y la Vida de San Isidoro, compuestas en un estilo vivo, con diálogos y anacronismos propios de su época.
La obra de Elio Antonio de Nebrija (1441-1522) supone la equiparación efectiva del castellano con las lenguas de cultura, latín o griego, actitud plenamente renacentista, proceso que, recordemos, ya se había iniciado en los lejanos
tiempos de Fernando III. Nebrija, excepcional latinista, publica la Gramática de la lengua castellana en 1492, que es la primera gramática de una lengua vulgar y responde a la necesidad de dotar a un pueblo en expansión de un instrumento lingüístico uniforme y a la altura del latín.
La Gramática, que ocupa cinco libros, trata de ortografía, prosodia, acentuación, etimología, dicción y morfosintaxis.
Su labor como lexicógrafo incluye Diccionario latino-español (1495), Diccionario español latino (1498)…
Las colecciones de cuentos, de amplia tradición, nos dejan obras como el curioso Libro de los gatos, de hacia 1410, en el que, a modo de fábula, los animales protagonizan breves relatos de tinte satírico por el que desfilan todas las clases sociales. Está inspirado en las Narrationes del predicador inglés Odón de Cheritón:
“Un cazador andaba cazando perdices, e había malos ojos e llorábanle mucho. Dijo una perdiz a las otras: “Catad qué santo homme es este.” Dijo la otra perdiz: “¿Por qué dices que este homne es santo?” Respondió la otra: “¿Non ves cómo llora?” Et la otra respondió: “¿Tú non ves cómmo nos toma?” “Bien es ansí.” Ansí nos contesce con muchos obispos e muchos prelados e con otros señores, que paresce que son buenos e facen grandes oraciones con lágrimas, e matan a los sus subjetos, e tómanles lo que han a sinrazón. ¡Maldichas sean las lágrimas e las oraciones de los tales!”
3.3 La prosa de ficción
La novela de aventuras, siguiendo los pasos de la del Cavallero Zifar y de La gran conquista de Ultramar, sigue cultivándose con una serie de títulos publicados a finales de siglo, así la Historia del muy esforçado cavallero Clamades, hijo del rey de Castilla, de 1480, en el que el protagonista vivirá numerosas peripecias, como la de montar en un caballo de madera… ¿Dónde habremos visto eso?
Otras son: La Historia de los dos enamorados Flores y Blancaflor, que mezcla elementos de las narraciones moriscas y bizantinas y que se incluye en la tradición carolingia, ya que los protagonistas son los abuelos de Carlomagno, la Historia de los nobles caballeros Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe, El libro del esforçado cavallero Partinuples, la Historia de los amores de Paris y Viana. Son todas obras en las que las peripecias se suceden entre digresiones, los personajes están sumamente idealizados y los escenarios son imaginarios. A veces es difícil deslindar este tipo de novelas de las propias de caballerías y, de hecho, algunos autores las consideran precedentes del gran estallido del género en el siglo renacentista.
Un tipo de narración relativamente nuevo, nacido a mediados de siglo, viene a suponer las delicias del creciente público lector, formado por las cada vez más instruidas clases nobles y la emergente burguesía, incluidas las mujeres. Se trata de lo que los críticos han denominado la novela sentimental. Bebe su fuente en la concepción del amor cortés, de hecho es como un poema trovadoresco en prosa alargado con episodios narrativos. Estos están supeditados al verdadero meollo de la obra: la introspección y análisis del sentimiento amoroso. Este género se diferencia de la novela de caballerías en que ahora al protagonista no lo vemos en batallas fantásticas. El caballero es un perfecto ejemplo de cortesano, absolutamente fiel a su dama, cortés, arrojado mas sensato. Pero, como en las de caballerías, la acción se desarrolla en escenarios exóticos, lejanos y maravillosos.
El género se inicia alrededor de 1440 con la obra Siervo libre de amor, del gallego Rodríguez del Padrón, autor de hermosos poemas de cancionero. La
novela, que incluye breves composiciones líricas, está escrita en primera persona y con un estilo artificioso y de difícil lectura. El contenido desarrolla todos los elementos del amor cortés. Su autor estaba muy orgulloso de pertenecer a la nobleza y ese sentimiento aflora en la obra. Para él, la vida caballeresca es el súmmum de toda virtud.
Rodríguez del Padrón es autor, asimismo, de una obra que se opone a la concepción misógina que vemos en el Corbacho, por ejemplo. Se trata de Triunfo de las donas, que gozó de grande éxito, aunque con escaso valor literario.
El segundo autor, más importante que Rodríguez del Padrón es Diego de San Pedro. Es autor de dos novelas de mejor factura: el Tractado de amores de Arnalte y Lucenda de 1491 y la más famosa de todas la obras sentimentales: Cárcel de amor, de 1492.
La primera está narrada en forma epistolar. El protagonista sigue las pautas del amor cortés y hay estudiosos que han visto en su comportamiento algunos aspectos ridículos y absurdos. Quizás el autor no fuera consciente de ello, pero sí lo fue el anónimo escritor del primer acto de la soberbia Celestina. Como veremos más adelante, Calisto es un perfecto imitador de estos héroes sentimentales, a lo bobo.
En Cárcel de amor la técnica epistolar sirve también como medio para la introspección del sentimiento amoroso. Las fuentes en las que se basa son las mismas que para la anterior, una de ellas, naturalmente, el Siervo libre de amor, además de Dante y el petrarquismo.
Diego de San Pedro escribió un Sermón amoroso, tratado de ars amatoria, y el largo poema de contenido religioso Passión trobada, amén de otras
composiciones cancioneriles, algunas incluidas en sus novelas.
Antes de acabar este epígrafe hay algo que no debe pasarse por alto: a partir de la llegada de la imprenta a España, sobre 1472 (el primer libro se imprimió en Segovia), se multiplican los lugares de edición: Valencia, Barcelona, Sevilla, Burgos, Salamanca… Algunos libros fueron profusamente editados, como la citada Cárcel de amor, con sus ilustraciones desplegables.
4. El teatro… ¡y La Celestina!
Los años iniciales de este siglo siguen siendo parcos en testimonios dramáticos. Por los restos y testimonios que se allegan aquí o allá podemos establecer la existencia de autos relacionados con la festividad de Corpus Christi, como el Auto de la Pasión, de Alonso del Campo o el Auto de los santos padres, claros antecedentes de los autos sacramentales del Siglo de Oro; o el Auto de la huida a Egipto. En estas escenificaciones móviles se usaban carros con diferentes escenarios, vestuarios cuidados, máscaras, etc. Tenemos noticia del creciente interés de la nobleza por el teatro y de que en las fiestas palaciegas se representaban los momos, dramatizaciones pantomímicas con acompañamiento ocasional de un sencillo texto. Mientras tanto van apareciendo nombres en este proceso evolutivo: Gómez Manrique, Juan del Encina…
Completamente diferente es el caso de La Celestina. ¿Teatro, novela? ¿Chi lo sa? Genialidad, en cualquier caso. El hecho es que parece teatro para ser leído (el llamado teatro humanista) o novela con estructura dramática. Hasta su génesis es novelesca: un misterioso primer acto encontrado por un estudiante de Salamanca, un tal Fernando de Rojas, el cual se aplica soberbiamente a continuarlo. Dos son los personajes magistralmente creados: por un lado, la paródica figura del amante cortés, Calisto, que vive su novela de amor particular; por otro, Celestina, que acabó dando título a la obra, tal es su fuerza. Entre ellos los inolvidables criados, pupilas y la apasionada y real (por verosímil), Melibea. Para algunos críticos, la primera novela moderna.
4.1 Primeros autores. Gómez Manrique. Lucas Fernández. Juan del Encina
El autor que más primeramente elabora textos dramáticos de cierta entidad es el palentino Gómez Manrique (1412-1491). Es el suyo un teatro todavía muy
elemental, hierático, casi sin acción. Realmente, la dramaturgia lo ocupó esporádicamente. Su origen, era sobrino del marqués de Santillana y tío de Jorge Manrique, lo sitúa entre la alta nobleza y como partícipe de las luchas de poder de la época, siendo enemigo declarado de Álvaro de Luna.
La mejor pieza que compuso es la Representación del nacimiento de Nuestro Señor, de entorno a 1480, y aún así esta obra no tiene mucho de teatral. Se trata de un cuadro con doce personajes que hablan en cuartetas octosilábicas. Prácticamente no hay acción dramática. El lenguaje es sencillo, sin artificios y fácilmente comprensible por el pueblo, que es el destinatario de la obra:
“LO QUE DICE JOSEPE SOSPECHANDO DE NUESTRA SEÑORA: ¡O viejo desventurado!, negra dicha fue la mía en casar me con María por quien fuesse desonrrado. Yo la veo bien preñada, no sé de quién nin de quanto; dizen que de Espíritu Santo, mas yo de esto non sé nada.
EL ÁNGEL A JOSEPE O viejo de muchos días,
enel seso de muy pocos, el principal de los locos, ¿tú no sabes que Ysayas dixo: Virgen parirá; lo qual escivió por esta doncella gentil, honesta, cuyo par nunca será?”
Menos interés aún tiene la pieza Lamentaciones fechas para Semana Santa. Es autor de varios momos y de poemas cancioneriles, como es de rigor.
Los salmantinos Juan del Encina y Lucas Fernández representan un paso más en la evolución del teatro y están a caballo, como La Celestina, que estudiaremos abajo, entre el siglo XV y el XVI. Los incluimos aquí por empezar sus obras durante el reinado de los Reyes Católicos.
Juan del Encina (1468-1529), quizás neocristiano, bachiller en leyes por la Universidad de Salamanca, de cultura amplia, publica un cancionero con piezas poéticas y teatrales en 1496. Marcha a Roma, donde pasará casi el resto de su vida, a las órdenes de los papas Alejandro VI y Julio II.
Su obra lírica es de importancia capital, sobre todo en su faceta musicológica. En él se advierte el gusto popular, moda que sustituye en el reinado de Isabel y Fernando a la poesía cancioneril de inspiración trovadoresca. Para el estudio de la música antigua esta figura es fundamental.
En su producción teatral se distinguen las obras compuestas antes de 1496 de las escritas tras su paso por Italia. Las primeras son ocho églogas con temas religiosos y profanos. Son pieza breves y prácticamente sin acción dramática. Destaca el Auto del repelón, primera pieza cómica de nuestra literatura, en la que dos pastores, Piernicurto y Johán Paramás, son víctimas de las burlas de varios estudiantes.
El teatro de su segunda época es más trabado y complejo. De las tres piezas que tenemos, la más elaborada es la Égloga de Plácida y Victoriano en la que Plácida, ante el abandono de su amante “se va por los montes con la determinación de dar fin a su vida penosa”, como dice el autor en el argumento. La historia es bastante truculenta, con suicidios y resucitaciones incluidos.
Lucas Fernández (1474-1541), tal vez también cristiano nuevo, optó a la misma plaza de cantor de la catedral de Salamanca que Juan del Encina, al cual ganó y, de vida sencilla y nada agitada, prácticamente no salió de esa ciudad. Generalmente se le considera inferior a su paisano. El universo dramático, al faltarle el paso por Italia, es más limitado y viene a ser una prolongación del primer Encina. Su obra, publicada en 1514, está constituida solamente por un diálogo lírico y seis obritas, tres de contenido religioso (dos autos sobre el nacimiento y uno sobre la pasión) y tres profanas. El Auto de la Pasión pasa por ser el mejor de su autor.
4.2 La Celestina
La Celestina es una de las obras cumbre de la literatura en nuestra lengua. Las primeras ediciones que conservamos son la de Burgos de 1499, publicada por el editor Fadrique Alemán, y la de Toledo, de 1500, a cargo de Pedro Hagenbach (hago notar los apellidos; por cierto, ¿serían del mismo pueblo que Gutenberg?). El título inicial de la obra era Comedia de Calisto y Melibea. Estas ediciones contienen 16 actos, además de una carta dirigida por el “auctor a un su amigo”, un argumento y unos acrósticos (versos en los que se debe leer
la inicial de cada uno para componer un mensaje) que declaran el autor: “El bachiller Fernando de Rojas acabó la comedia de Calysto y Melibea y fue nacido en la puebla de Montalván”, ea.
Las ediciones de 1502 añaden cinco actos más, entre el XIV y el XV y con cambio de título incluido: Tragicomedia de Calisto y Melibea. Pero ya en una de las ediciones de este año, la de Sevilla, el título empezaba a poner las cosas en su sitio: Libro de Calisto y Melibea y de la puta vieja Celestina. En otra edición posterior, 1526, se incluye otro acto entre el XVIII y el XIX. A partir de la edición de 1519 el título es ya el actual: La Celestina, lo que da fe de la importancia que este personaje tiene en la obra.
Ríos de tinta se han escrito acerca del autor o autores de esta magnífica obra. La crítica unánimemente hace caso de lo que manifiesta Fernando de Rojas en la obra: él se encontró el acto I y no hizo sino continuarlo. Diferencias lingüísticas y de estilo, origen de las fuentes que sirven de inspiración, etc. parecen confirmar lo dicho. Con respecto al material añadido en posteriores ediciones, la generalidad de los estudios la atribuye también al de Montalbán, del que prácticamente nada se sabía hasta fechas relativamente recientes (y no es que sepamos ahora mucho). Tal vez que estudió en Salamanca (allí se encontraría el legajo del primer acto), y que vivió en Talavera, donde llegó a corregidor, a pesar de su posible origen converso. Sobre el autor del primer acto, nada hay definitivo y se ha manejado varios nombres: Juan Mena, Rodrigo de Cota…
El argumento de la obra es el siguiente. Calisto, joven noble de la localidad, se enamora perdidamente de Melibea. Desdeñado por esta, el joven acude, por consejo de su criado Sempronio, a las artes de Celestina, vieja alcahueta, experta en oficios barriobajeros y hechicera de turbio pasado.
Celestina accede a servir a Calisto, pago por medio. Pármeno, el otro criado de Calisto, fiel a su amo, intenta convencerlo de que rechace los oficios de la alcahueta porque, “a quien das tu secreto, das tu libertad”. El criado, ante las
malas palabras de su amo, decide entrar en el tándem Sempronio-Celestina. Se supone que habrá reparto de beneficios.
Después de hechizar unos ovillos, la vieja entra en casa de Melibea con la excusa de vender unos hilos y allí comienza a hablarle de Calisto. Al principio, la joven se opone siquiera a oír el nombre del enamorado pero, en sucesivas visitas, finalmente Melibea confiesa su amor. Ambos se verán en el jardín de Melibea y los encuentros amorosos pasan a la alcoba.
Mientras, Sempronio y Pármeno acuden a casa de Celestina. Allí se solazan con las pupilas de la vieja, Elicia y Areúsa, fogosas jóvenes de vida alegre. Un día, viendo que Celestina se hace la remolona con los pagos dados por Calisto, le exigen su parte y, ante la negativa de la vieja, los criados la cosen a cuchilladas. Acto seguido son presos y ajusticiados.
Calisto sigue en la inopia de su amor. Cambia a los dos criados por otros, Sosia y Tristán. Pero Areúsa y Elicia se vengan. Una noche, mandan a un matachín, Centurio, ir a las tapias de Melibea. Ante el ruido, Calisto sale precipitadamente de los brazos de su amante y, al bajar por el tapial, resbala y se abre la crisma muriendo en brazos de su criado.
A Melibea, roto su corazón, no se le ocurre otra cosa que arrojarse desde lo más alto de su palacio. La obra termina con el “planto de Pleberio”, padre de la moza, lleno de resonancias clásicas. Se dirige a Amor a quien increpa y termina, desconsolado: “¿Por qué me dexaste penado? ¿Por qué me dexaste triste y solo in hac lacrimarum valle?”
Uno de los problemas que plantea esta obra es su adscripción genérica. Realmente está a medio camino entre novela y teatro. Formalmente hay abundantes rasgos dramáticos: el estilo dialogado, no aparece la voz del
narrador, está dispuesto en escenas, la intervención de los personajes viene marcada, hay acotaciones y apartes… Pero su extensión, los cambios de lugar, de tiempo, las intervenciones demasiado largas, el ritmo lento la acercan a la novela. El problema se resolvió con el “descubrimiento” de la comedia humanística, género italiano básicamente escrito en latín, de moda durante el trecento y quattrocento. Se trata de obras dramáticas escritas para ser leídas adoptando la entonación y modulación necesarias según personajes y situación. Se funden de modo magistral elementos teatrales y novelísticos.
Si algo destaca sobremanera en esta obra es el tratamiento de los personajes. Calisto es un amante paródico de las novelas sentimentales. Es lo contrario del caballero discreto, virtuoso y valiente que vemos en la cortesía. No duda en ponerse en manos de una puta vieja, no le importa que sus amores corran de boca en boca por las plazas, en fin, su muerte, descalabrado por resbalarse de una tapia, no es precisamente honrosa. Su lenguaje y afectación son excesivos y es ridiculizado por sus criados, que lo tildan de bobo.
Los criados, codiciosos, lujuriosos, serviles solo cuando coinciden sus intereses con los de su amo, se disponen a gozar de la vida. Son pasionales y vengativos y recurren a la fuerza cuando no consiguen el dinero al que creen tener derecho.
Melibea es uno de los personajes menos hiperbólicos y más consecuentes. Sus parlamentos amorosos están en la línea de lo que se espera de una amante rendida pero, a diferencia de Calisto, devorado solo por el deseo, en Melibea florece el amor. El suicidio es el lógico final que le espera tras la muerte de su amante.
Sin duda, el personaje más impactante es la vieja Celestina. Vital, arrogante, es descrita con gruesos trazos realistas. Así dice Pármeno:
“Ella tenía seys oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hazer afeytes, y de hazer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primer oficio cobertura de los otros”. Hábil manipuladora, conocedora de la psicología de las personas está orgullosa de su trabajo y de su pasado:
“Bivo de mi officio como cada qual oficial del suyo, muy limpiamente. Si bien o mal bivo, Dios es el testigo de mi corazón.”
De auténtico best seller se puede calificar esta pieza, caso único, exceptuando El Quijote. Se conserva casi un centenar de ediciones, aunque se habla de 200, entre la fecha de aparición y 1640. Todos los reinos de la Península imprimen esta obra y a la altura de 1550 había sido traducida al italiano, alemán, holandés, inglés, francés... Entra en el Índice de libros prohibidos en 1640 y desaparece del mercado para no volver hasta el siglo pasado, con igual fuerza, cuando aparecen ediciones en polaco, japonés, ruso, árabe… “llegando a ser hoy día el texto medieval que más se edita y el más estudiado por los medievalistas”, según la especialista italiana Patricia Botta.
La Celestina dio origen al género celestinesco, si bien sus continuadoras están a mucha distancia del iniciador. Son relatos de amores, bastante desenfados, en los que interviene una alcahueta. El mejor de todos es, sin duda, La lozana andaluza, de Francisco Delicado. Son todas obras del siglo XVI.
Capítulo IV Siglo XVI, llegó el Renacimiento
1. El Renacimiento español
Durante los siglos XVI y XVII la literatura experimenta un desarrollo vertiginoso y una acumulación de autores y obras de notabilísima –cuando no magistral– calidad. Una rápida y nada exhaustiva enumeración (La Celestina, si la incluimos ahora, el Lazarillo, Garcilaso, Fray Luis, Herrera, Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, Calderón, etc., etc.) nos indica que estamos en una época de creación sin par. Siglo de Oro es el término acuñado para tan fructífera etapa cuyos inicios están sujetos a dudas (1499, 1ª edición de La Celestina conservada; 1514, publicación de la Biblia políglota de Cisneros; 1517, llegada al trono de Carlos I; 1526, entrevista entre Juan Boscán y Andrea Navaggiero…) pero cuyo final suele situarse unánimemente en el año de la muerte de Calderón de la Barca (1681). Un periodo áureo de más de cien años: el siglo del Renacimiento y el siglo del Barroco.
Dejando a un lado a los autores que opinan que no existió un verdadero Renacimiento en España (más adelante otros consideran que tampoco existió un romanticismo hispano…), opinamos que sí se dan todas las características que conforman este espíritu. Bien es cierto que nuestro Renacimiento tiene, como no es de extrañar, parámetros propios que lo hacen diferente. Fundamentalmente los estudiosos dividen el período en dos: el primer Renacimiento, coincidiendo con los reinados de Juana I y Carlos I, el Emperador, que abdica a favor de su hijo en 1555, y el segundo, el reinado de Felipe II, que termina con el siglo, en 1598.
El primero es considerado abierto, europeo. Las tendencias estéticas y filosóficoideológicas llegan a España, sobre todo desde la cuna italiana y desde el norte de Europa, y son acogidas con premura, bien que no con unanimidad, como también es normal. Desde los Países Bajos nos llega la fundamental presencia de Erasmo de Róterdam (1466-1536). Hombre de cultura pasmosa, conocedor de los clásicos y de los libros sagrados, es la figura humanista por antonomasia. En sus obras plantea el retorno a una Iglesia de mayor pureza y censura la relajación
de costumbres, el culto externo y la superstición en la que se ven envueltas las creencias religiosas.
La mucho más pagana poesía italianizante, por otro lado, nos inunda de temas y tópicos clásicos. Los sonetos se llenan de Dafnes, Heros o Apolos, mientras que Petrarca y Horacio se pasean por nuestros líricos. Se acogen los nuevos metros como el endecasílabo, nuevos moldes poéticos, como la lira, el soneto… en convivencia siempre con la poesía tradicional y, al menos en la primera mitad, la cancioneril.
Así, la nueva espiritualidad erasmista, el humanismo, el optimismo vitalista, la fe en hombre… impregnan las creaciones de este período.
El reinado de Felipe II marca un cambio en esta tendencia. La contrarreforma católica impulsada por el Concilio de Trento, que inicia sus sesiones en 1545 y se prolongarán durante 18 años, marca las pautas a partir de ahora. La defensa del catolicismo a ultranza frente al Norte reformista, el cierre ante cualquier novedad extranjera, contaminada de reformismo, la mirada interior -nacional y religiosa- dan un tono marcadamente nacional-católico. Surge ahora la máxima expresión del misticismo, la épica que canta las hazañas de Juan de Austria en Lepanto y en las Alpujarras o la conquista americana…
2. Yo no nací sino para quereros: Garcilaso y compañía
Apartando la poesía mística y ascética, de la que nos ocuparemos más adelante, la lírica renacentista asiste a la lucha de dos fuerzas contrapuestas. Por un lado, la permanencia de la tradición. En ella encontramos la corriente de poesía tradicional o popular, encarnada preferente, pero no únicamente, por los romances. En este siglo asistimos a la generalización del romancero viejo y, más tarde, a la composición de nuevos romances. Otros poetas, como Fray Ambrosio de Montesinos o Juan de Padilla, elaboran en las primeras decenas de siglo una hermosa poesía religiosa en moldes tradicionales.
Por otro lado, el cultivo de la poesía culta, del que El cancionero de Hernando del Castillo (1511) es buena muestra de ello. Garcilaso y Boscán, por ejemplo, no son ajenos a esta corriente. Y los poetas subsiguientes seguirán estas preferencias, que llegarán hasta el Barroco. La imprenta ayuda a popularizar estas compilaciones, que gozaron de enorme éxito. También cultas son las composiciones en el pesado metro del arte mayor castellano, “torpe avutarda” para Dámaso Alonso, que se mantiene hasta la segunda mitad de siglo, así, Luis Pérez publica su Alabanza a don Jorge Manrique (1564) usando este tipo de versos.
Frente a estas poesías de tradición, el aire fresco de la influencia italiana. Como estandarte, el verso endecasílabo, con su acertada alternancia acentual, recurrente en 6ª sílaba (mucho más raro en 7ª) y alternando en la primera parte acentos en 2ª, 3ª o, más escaso, en 4ª, elevando, entonces el ritmo. En palabras del maestro Alonso: “De la música del endecasílabo no nos saciaremos nunca”. A Boscán debemos los primeros intentos de calidad, eclipsados, naturalmente, por la poesía de su amigo Garcilaso. Y, convertido en clásico muy poco después de su muerte, su influencia se extenderá durante el Siglo de Oro. La adecuación de los metros italianos no se produjo sin rebeldía. La figura de Cristóbal de Castillejo representa la defensa, casi por motivos patrióticos y
antiextranjerizantes, de la vieja poesía tradicional frente a los finalmente triunfantes versos italianos. Un triunfo relativo, pues, como hemos dicho, nunca abandonarán nuestros poetas de cualquier época los metros tradicionales. Convivencia, pues, más que triunfo. De hecho, nuestro teatro clásico se nutre especialmente de estas composiciones.
Mucho se ha discutido acerca de la existencia de las escuelas salmantina y sevillana en la poesía de la segunda mitad de siglo. Tradicionalmente se enseña que la escuela salmantina, cuyo liderazgo correspondería a Fray Luis de León y al teórico El Brocense abogarían por una expresión, austera, reconcentrada; mientras que la escuela sevillana, encabezada por Herrera y Juan de Mal Lara, se orienta hacia la exuberancia formal, el cultismo y los hipérbatos latinizantes, encaminando sus pasos hacia el posterior barroquismo.
Completa el panorama lírico del reinado de Felipe II una serie de poesías épicas en línea con el interés nacional del Renacimiento. Destacan la Austriada y, sobre todo, la Araucana, de Alonso de Ercilla. Algún poema novelesco (Las lágrimas de Angélica, de Barahona de Soto, versión poética de los libros de caballería) y otros de menor importancia constituyen lo más importante en este reinado.
2.1 La lírica en la primera mitad de siglo
A grandes rasgos, la lírica refleja las diferencias entre los reinados de Carlos V y su hijo, Felipe II. En el primero se acogen con entusiasmo, aunque a partir de Garcilaso, las innovaciones europeas, italianas en su mayoría. Hasta ese momento, la poesía vive bajo el paraguas de lo hecho en la centuria anterior, en especial, del gran impulso dado en el reinado de los Reyes Católicos. La poesía cancioneril, la alegórica tras la estela de Juan de Mena, etc., se cultivan en estos primeros años. Dos poetas anteriores a Garcilaso debemos mencionar: Pedro Manuel Ximénez de Urrea (1486-1530?) y Rodrigo de Reinosa (1455?-1530?). Ambos continúan, pero con gracia y calidad, la poesía satírica y burlesca. El primero es además autor de espléndidos villancicos, romances y típicos poemas
de cancionero. Publicó su conjunto poético en el Cancionero, en el que aparece la Égloga de la tragicomedia de Calisto y Melibea, versificación del primer acto de esta inmortal obra.
“Razón manda que yo quiera perdonarte, aunque te fuiste, coraçón, pues que te diste a quien yo también te diera. Dasme mal, y bien te quiero; mas pues es bien empleado, siempre serás de mí amado mucho más que de primero. Y así que es razón te quiera aunque sin licencia fuiste, coraçón, pues que te diste a quien yo también te diera.”
Rodrigo de Reinosa es un poeta mundano. La influencia de La Celestina es clara en las Coplas de las comadres, ágiles y realistas. Lo rufianesco y prostibulario son del gusto de nuestro autor, así en Comienza el razonamiento por coplas, en que se contrahace la Germanía y fieros de los rufianes y las mugeres del partido. Tampoco faltan las parodias religiosas, etc. Junto a esto, es autor de romances y poemas religiosos en la línea de los contra-facta.
Fray Ambrosio de Montesinos (?-1513?) es un poeta de hondo sentir religioso. Su fe la expresará a través de los tradicionales metros populares. Su Cancionero (1508) está lleno de composiciones bellas y tiernas:
“Desterrado parte el niño, y llora. Díjole su madre así, y llora, -Callad, mi señor, agora Oíd llantos de amargura, pobreza, temor, tristura, aguas, vientos, noche escura, con que va nuestra señora, y llora; -Callad, mi señor, agora.”
Montesinos tradujo para los Reyes Católicos la Vita Christi, de El Cartujano, libro de gran influencia en la época.
Juan de Padilla (1467-1520) concibe la poesía exclusivamente como vehículo religioso. Siguiendo a Juan de Mena, compone un Retablo de la vida de Cristo, y Los doce triunfos de los doce apóstoles, poema alegórico de influencia dantesca. Usa para ello el dodecasílabo.
Si hay un autor en esta primera mitad de siglo cuya actuación es importante para la posteridad lírica, aparte Garcilaso, es, precisamente, su amigo Juan Boscán. Burgués catalán y hombre de corte, Boscán (c.1490-1542) es el primero en cultivar el endecasílabo en este siglo. La anécdota es bien conocida: Navaggiero, embajador de Venecia, hombre culto, admirador de los clásicos, se entrevista con Boscán en Granada en 1526. El embajador lo anima a que escriba sonetos y otros metros italianos en lengua castellana. De la mano del endecasílabo, entra Petrarca, la naturaleza idealizada como marco amoroso, una nueva sensibilidad en la que los clásicos latinos están presentes.
Su obra, junto con la de Garcilaso, fue editada tras su muerte por su esposa, doña Ana de Girón, en 1543. La componen los tempranos poemas de cancionero, según los moldes tradicionales y las poesías italianistas: casi 100 sonetos y 10 canciones, la Epístola a Mendoza, en tercetos encadenados, además de otras. Su estilo, aunque vívido y con algunos hallazgos expresivos, no llega a la altura de su amigo.
“Cargado voy de mí doquier que ando, y cuerpo y alma, todo me es pesado; sin causa vivo, pues que estó apartado de do el vivir su causa iba ganando.”
2.2 Garcilaso de la Vega
El toledano Garcilaso de la Vega (hacia 1501-1536) acompañó y luchó junto al emperador Carlos V en varias ocasiones, muriendo en acto de guerra en Muy (Francia). De elevada cultura, sensibilidad y cortesanía, pasa por encarnar el ideal de hombre renacentista. Se enamoró profundamente de Isabel Freyre (1505-1536), dama portuguesa que le sirve de inspiración para alguno de los
versos más hermosos de nuestras letras:
“Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo; vos sola lo escribisteis, yo lo leo tan solo, que aun de vos me guardo en esto. En esto estoy y estaré siempre puesto; que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo, de tanto bien lo que no entiendo creo, tomando ya la fe por presupuesto. Yo no nací sino para quereros; mi alma os ha cortado a su medida; por hábito del alma mismo os quiero. Cuando tengo confieso yo deberos; por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero.”
Es desterrado en 1531 por Carlos V debido a un oscuro pasaje que tiene que ver con la asistencia a una boda sin el real permiso. Reconciliado con el monarca, regresa a Nápoles, donde se empapa de la cultura italiana y clásica. Su temprana muerte nos deja escasas composiciones, pero de una soberbia calidad.
La obra garcilasiana, breve, está compuesta por composiciones tradicionales dentro de los parámetros cancioneriles y la poesía en metros italianos: una epístola dirigida a su amigo Boscán, dos elegías y lo mejor de todo: cinco canciones, tres églogas y entre 38 y 40 sonetos, dependiendo del editor. Los sonetos desarrollan muchos temas renacentistas: mitología, amor petrarquista, tópicos como el carpe diem y algún poema de circunstancias. Las églogas, consideradas lo mejor de lo mejor, se desarrollan dentro del género pastoril: las lamentaciones amorosas de pastores en un marco natural idealizado (locus amoenus). Algunos críticos intentan ver elementos autobiográficos en las lamentaciones de Nemoroso o Salicio, que así se llaman algunos pastores.
Se han repetido numerosas veces las características del estilo garcilasiano: naturalidad, sobriedad, decoro, elegancia y distinción. Ha sido el modelo a seguir por los poetas de su época y otros posteriores.
Seguidores de Garcilaso
De los epígonos de Garcilaso destacamos a Diego Hurtado de Mendoza (15031575), amigo de Boscán. También cultivó la poesía cancioneril y popular con villancicos, endechas…o los sonetos y canciones italianistas en los que no acaba de hacerse con la nueva técnica.
Hernando de Acuña (1518-1580) es autor de numerosas composiciones en metros italianos, aunque sin abandonar tampoco la tradición castellana. En su soneto Al Rey nuestro señor incluye el “lema” imperial “un monarca, un Imperio y una espada”.
Gutierre de Cetina (1520-1557?) es el más logrado sonetista de esta primera generación. Murió joven, parece ser que en las Indias. Es el único autor que no utiliza los metros tradicionales castellanos. Destacan sus hermosos sonetos y
madrigales de muy elevada altura lírica. Una composición, sin embargo, lo ha situado en el Parnaso: este hermosísimo madrigal:
“Ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sois alabados, ¿por qué, si me miráis, miráis airados? Si cuanto más piadosos, más bellos parecéis a aquel que os mira, no me miréis con ira, porque no parezcáis menos hermosos. ¡Ay tormentos rabiosos! Ojos claros, serenos, ya que así me miráis, miradme al menos.”
La reacción contra tanto soneto y tanta canción italiana vino de la mano, aunque no únicamente, de Cristóbal de Castillejo (1490-1550). Como es de esperar, utiliza casi exclusivamente el octosílabo castellano. Solo cuando quiere parodiar a algún autor usa el endecasílabo. Su abundante obra se suele dividir en tres partes: poesía “moral y de devoción”; composiciones de “conversación y de pasatiempo” en las que se incluye la Reprensión contra los poetas españoles que escriben en verso italiano; y poesía “de amores”, en las que demuestra pericia y calidad en los abundantes romances, canciones, glosas y otros poemas cancioneriles.
2.3 La lírica en la segunda mitad de siglo
La corriente petrarquista y horaciana son los dos pilares fundamentales de la lírica renacentista, no solo en España. Del poeta italiano Petrarca se toma una expresividad más adornada, más extensa del sentimiento; y del poeta romano clásico Horacio, la contención, la intensidad. Del primero, los temas predominantemente amorosos; del segundo, los morales. Ambas corrientes se funden de modo magistral en Garcilaso y, tras él, cada una de estas tendencias tiene su cabeza visible: del petrarquismo, el poeta sevillano Fernando de Herrera; el conquense Fray Luis de León (del que nos ocuparemos más adelante, cuando hablemos del ascetismo), de lo horaciano. Debido a ello, y sin mucha justificación según la gran mayoría de críticos, han surgido las etiquetas de escuela salmantina, en torno al poeta castellano y escuela sevillana, en torno a Herrera, como si estas dos figuras, además del influjo que ejercieron, fueran conscientes de ser cabeza de algo. Prejuicios regionales (supuestas seriedad y austeridad castellanas, luminosidad y gracia andaluzas) han influido en esto.
Sencillamente, los poetas que eligen la sonoridad, el léxico selecto, el verso amplio, el erotismo, independientemente de su lugar de procedencia, serían los que continuaran la corriente de Petrarca, y los que elaboran una poesía más circunspecta, de contenidos morales, los horacianos. Da la casualidad de que, quienes con mayor grado de perfección desarrollan estas dos líneas, son Herrera y Fray Luis.
Fernando de Herrera
De Fernando de Herrera, “el Divino” (1534-1597) se tienen pocos datos biográficos. Sabemos que apenas salió de su ciudad natal y que mantenía contactos con la Escuela de Humanidades fundada por el humanista, poeta, gramático y animador de la escuela sevillana, Juan de Mal Lara (1524-1571). Tenía un carácter callado, tímido y retraído y vivió casi exclusivamente centrado en la poesía. Estuvo literariamente enamorado de la condesa de Gelves, Leonor de Milán, que aparece en sus versos con el nombre de Luz, Estrella, Lumbre y otro tipo de términos lumínicos, a la que dedica melancólicos y lacrimosos
sonetos, como corresponde al poeta que se precie de petrarquista. Muerta la duquesa (antes de 1581), Herrera no creó nada nuevo y se dedicó a revisar sus versos.
Parece ser que se perdió la obra juvenil de este autor. De lo escrito en prosa conservado, además de la Relación de la guerra de Chipre y sucesso de la batalla naval de Lepanto (1572) sobresale el estudio sobre la poesía garcilasiana, auténtico tratado de poética de Obras de Garci Lasso de la Vega con anotaciones (1580).
El conjunto de su producción podemos dividirlo en canciones heroicas y en composiciones líricas.
En estas últimas, Leonor de Milán es objeto de un enamoramiento platónico correspondido, parece ser, con sincero afecto. En los sonetos (unos 78, aunque la obra herreriana presenta problemas textuales en cuanto a su fijación), el dolor por el amor no conseguido, la triste melancolía y la absoluta entrega amorosa constituyen el tono. La perfecta elaboración de la máquina poética nos da una cierta sensación de frialdad.
“Las hebras de oro puro que la frente cercan en ricas vueltas, do el tirano señor teje los lazos con su mano, y arde en la dulce luz resplandeciente; cuando el invierno frío se presente, vencedor de las flores del verano,
el purpúreo color tornando vano, en plata volverán su lustre ardiente. Y no por eso amor mudará el puesto; que el valor lo asegura y cortesía, el ingenio y del alma la nobleza. Es mi cadena y fuego el pecho honesto, y virtud generosa Lumbre mía, de vuestra eterna, angélica belleza.”
Compuso además en metros tradicionales castellanos siguiendo los usos de la poesía cortesana de finales del XV.
Sus poemas heroicos están la línea de exaltación de lo nacional que sucede en la segunda mitad de siglo. Cuatro himnos en endecasílabos y heptasílabos altisonantes y majestuosos: Canción por la pérdida del señor don Sebastián, dedicada a la muerte de este rey portugués en la batalla marroquí de Alcazarquivir (1578), Al señor don Juan de Austria, por la victoria contra los moriscos en las Alpujarras (1571), Canción al Santo Rey don Fernando, en conmemoración por el traslado de los restos del monarca a la capilla real (1579) y la mejor, Canción a la batalla de Lepanto, con motivo de tal suceso bélico ocurrido en 1571.
Algunos otros poetas de la segunda mitad del XVI
Baltasar de Alcázar (1530-1606) nació en Sevilla. Después de servir al Rey como soldado, siendo apresado por los franceses, llegó a ser administrador de las
posesiones de los condes de Gelves. Nunca publicó nada en vida. Solo conservamos de su obra un manuscrito de la mano del pintor Francisco Pacheco (1564-1644). Aunque también cultivó la poesía “seria”, religiosa y amorosa, Alcázar sobresale de entre los poetas de su época por una cosa: el humor. De sus versos surge imparable la alegría de vivir, los goces de la mesa y el vino, la desmitificación de la mujer, todo en metros cortos, ágiles y divertidos, completamente alejados del lirismo de los poetas de su generación. Comparemos si no el soneto herreriano con esta jocosidad:
“Mejor se podrán contar las pulgas en primavera, los piojos en galera, las moscas al vendimiar. Que tú, mi dulce fregona, las garrapatas, ladillas, liendres, granos y postillas que tienes en tu persona.”
El hispano-napolitano Francisco de Aldana (1537-1578) siguió la carrera militar participando en la batalla de San Quintín. Estuvo en Flandes y murió en la batalla de Alcazarquivir. Compuso canciones, epístolas en endecasílabos, octavas reales y sonetos de los que se conservan 45, algunos de ellos de tema pastoril de alto valor literario y de tema religioso, de cierto pesimismo cercano al Barroco, además de otros temas.
De Francisco de Figueroa (1536-1617), nacido en Alcalá de Henares, se conservan escasas composiciones. Destacan algunos sonetos petrarquistas y
otros de un tono pesimista que preludia a Quevedo.
Francisco de la Torre es un poeta de biografía casi desconocida, del que, por saber, no se sabe si existió siquiera. Tuvo como primer editor a Francisco de Quevedo, que publica sus composiciones en 1631. Versos líricos y Bucólica del Tajo son sus obras y en ellas utiliza la endecha, la égloga, liras y el soneto de clara raigambre horaciana.
Luis Barahona de Soto (1547-1595), de Córdoba, médico y alistado en la guerra contra los moriscos, fue elogiado por Cervantes, que lo consideraba uno de los “famosos poetas del mundo, no solo de España y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio” (Cap. VI de El Quijote). Fue autor del poema épico Las lágrimas de Angélica, de trama complicada y desmadejada y de poesías que siguen la senda petrarquista inaugurada por Garcilaso. Compuso también el texto elegíaco A la pérdida del rey don Sebastián en África y otras composiciones en metros cortos.
2.4 La épica
La figura del Emperador inspiró la composición de algún poema épico, como La Carolea (1560), de Jerónimo Sempere o Carlo famoso (1566), por Luis Zapata, de mayor extensión y complejidad. Ambos, pese a momentos de acierto, caen en lo pesado. Felipe II, encerrado en su despacho, poco pudo servir de motivo para estas composiciones. Los autores tuvieron, pues, que mirar alrededor. Juan Rufo compone La Austriada, editada en 1584, sobre dos sucesos en la vida de Juan de Austria, hermanastro del Rey Prudente: la pacificación de la rebelión morisca de las Alpujarras (Granada) y la victoria en la batalla naval de Lepanto (aquella en la que iba embarcado un tal Miguel de Cervantes…). Es un texto no breve, dividido en dos partes, escrito con sobriedad.
Los sucesos de la empresa americana, en este caso, sobre la conquista del sur de Chile, inspiran la mejor de estas composiciones: La Araucana, de Alonso de Ercilla y Zúñiga. Esta extensísima obra, de 37 cantos, escrita en octavas reales, dividida en tres partes, y cuya publicación sucedió en 1569, 1578 y 1589 respectivamente, relata las hazañas de conquista del valle de Arauco. Lo que separa este poema de otros, es que el autor se sitúa en el lado de los vencidos exaltando la resistencia del pueblo mapuche.
Otros temas históricos fueron usados como base para la épica clásica: El Gran Capitán inspira la temprana Historia Parthenopea (1516). Otros episodios de nuestra historia medieval sirven para Las Navas de Tolosa (1594), Los famosos y heroicos hechos del Cid (1568), o, más atrás, Primera parte de la historia de Sagunto, Numancia y Cartago (1589) y muchos otros.
La crítica actual ha valorado escasamente la épica culta. Se insiste en que es un género espeso, que reproduce esquemas de la poesía clásica de este tipo, sin suficiente frescura y autonomía con respecto a sus moldes. Sin embargo, que nos parezca pesado este género ahora contrasta con el enorme éxito del que gozaron en su momento: por ejemplo, mientras que del tan afamado Garcilaso hubo 15 ediciones en todo el Siglo de Oro, del poema de Ercilla conocemos 23 entre 1569 y 1632.
3. Dios siempre presente: poesía devota, ascética y mística
La literatura religiosa, presente desde los inicios −recordemos, por ejemplo, las creaciones de Berceo−, adquiere suprema importancia en este siglo, por otro lado, tan paganizante en otros aspectos. La tradición medieval, que siempre aflora en las letras hispanas, el humanismo y las reformas religiosas, la nueva espiritualidad subsiguiente, la reacción contrarreformista tridentina… explican en parte este auge al que no son ajenas las versiones “a lo divino” de muchas obras.
El ascetismo y el misticismo son dos corrientes -dos posturas vitales- que conviene distinguir. El asceta busca liberarse de todas las ataduras propias del cuerpo, mediante sacrificio y abstinencia en su camino de purificación y perfección. Es dable a cualquier cristiano (que lo intente, claro). El místico -alma elegida, sin embargo- va un par de pasos más allá. Su objetivo es la pretendida unión -alma con alma- con Dios. Sin embargo no es fácil a veces deslindar un camino -el ascético- de otro -el místico-.
Los tratadistas consideran tres “peldaños” o vías en el camino que conduce a la comunión con Dios.
La vía purgativa es el peldaño en el que se quedarían los ascetas. El alma se purifica, se libera de sus ataduras mediante el mantra de la oración y la contemplación.
La vía iluminativa (y la siguiente) es propia de místicos. El alma, liberada, comienza a percibir la presencia de Dios.
Por fin, a través de la vía unitiva el alma se une a Dios, gozando de su presencia en total ausencia del mundo. Son los momentos del éxtasis religioso y otras manifestaciones “raras”.
Varios son los orígenes que se han apuntado para explicar la mística española: tradición arábiga, origen noreuropeo, germen propiamente hispano u origen italiano. Quizás todos coadyuven.
Desde los estudios del erudito santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (18561912) se dividen las escuelas místicas, y aquí el término místico engloba a ascetismo, según la orden a la que pertenecen sus autores. A ella se superpone la división tripartita de mística intelectual (dominicos y jesuitas), afectiva (agustinos y franciscanos) y ecléctica (carmelitas). A esta última pertenecen los dos creadores más célebres del misticismo hispano: Santa Teresa y San Juan de la Cruz. No hay figura, entre los precedentes, coetáneos y continuadores de la mística que pueda compararse a ellos.
Un caso distinto es el de Fray Luis de León. Los estudiosos no coinciden. Unos lo dejan fuera de la mística, otros opinan que lo suyo es un acercamiento intelectual, un misticismo conceptual. Otros creen que sí llegó a esa unión con Dios. Sea como sea, su altura intelectual y creativa está fuera de toda duda.
Entre los autores dominicos destaca Fray Luis de Granada (1504-1588), autor de La guía de pecadores o de la Introducción al símbolo de la fe, su obra más importante. Su prosa es ampulosa, grandilocuente y un tanto pesada. Los jesuitas tienen como estandarte al Padre Ribadeneyra (1527-1611), autor de La historia sobre el Cisma de Inglaterra o El Tratado de la Tribulación. Pedro Malón de Chaide (1530-1589) o Fray Cristóbal Fonseca figuran entre los agustinos. El primero es autor del Libro de la conversación de la Magdalena, llena de vivas descripciones y ágil estilo. Fray Juan de los Ángeles (1536-1609) es el místico
más importante de los franciscanos. Compuso Triunfo del amor de dios o Lucha espiritual y amorosa entre dios y el alma.
3.1 Santa Teresa de Jesús
La abulense Teresa de Cepeda (1515-1582) ingresó a los diecinueve años en la orden del Carmelo. Su pasmosa actividad creadora y reformadora, sin embargo, se desarrolla en edad madura, a partir de los cuarenta años, cuando llega a fundar más de treinta conventos de carmelitas descalzos y a escribir toda su obra. Es en plena labor reformadora de la orden del Carmelo femenino cuando conoce, en 1567, al joven carmelita Fray Juan de San Matías (conocido tras su canonización como San Juan de la Cruz). Este encuentro marcará la vida espiritual del monje.
Santa Teresa no cursó estudios reglados, pero poseía una importante cultura fruto de sus numerosas y variadas lecturas entre las que no faltaban, obviamente, la Biblia, vidas de santos, los escritos de San Agustín y otras obras profanas como los libros de caballerías o el romancero.
Su obra pretende enseñar una doctrina basada, pues, en la experiencia y no acudiendo al apoyo de largas y sesudas citas de autoridades. Los críticos separan su producción en dos grupos: el de contenido autobiográfico y el más doctrinal.
Al primero pertenece la Vida, texto inicial aunque escrita en edad madura, entre 1561 y 1567. Es una autobiografía espiritual partiendo desde su infancia. La labor fundacional se plasma en el libro Fundaciones. Aquí se nos muestra todo el carácter y energía de la santa utilizados para vencer las no pocas dificultades de su empeño reformista.
El segundo grupo está compuesto por Camino de perfección, un tratado práctico, dirigido a las monjas, sobre la oración, Conceptos del amor de Dios; y su obra principal, Las Moradas o Castillo interior, escrito en 1577 y publicado más tarde por Fray Luis de León. En ella utiliza la alegoría de un castillo, las lecturas de libros de caballerías afloran ahora, en el que hay diferentes cámaras (moradas) que corresponden a la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. Las Cartas y algunas poesías, con menos interés que los libros en prosa, completan su creación literaria.
Aunque queda lejos ya el considerar a la santa como una humilde monjita, casi carente de formación, que escribe a impulsos exclusivamente de su corazón, los críticos coinciden en considerar el registro de Santa Teresa, no exactamente como descuidado, pero sí carente de todo artificio. La misma autora insiste en que lo suyo no es la escritura, en sus dificultades para plasmar en papel lo que necesita explicar. También consideraba que el mejor estilo para poder ser entendida por sus monjas era el sencillo, el familiar.
El castellano de Santa Teresa de Jesús, pegado al terreno, supone el abandono de la culta norma toledana, en vigor desde la Edad Media, y un regreso al castellano viejo. En muchos aspectos, su posición ante el idioma la acerca al gran poeta medieval Gonzalo de Berceo.
3.2 San Juan de la Cruz
Juan de Yepes (1542-1591) nace en la localidad de Fontiveros, Ávila. De joven ingresa en la orden del Carmelo y estudia en Salamanca, donde conocerá a Teresa de Ávila. San Juan tenía entonces 25 años y la santa lo incorpora de modo entusiasta a la labor reformadora de la orden, en este caso del Carmelo masculino. Esto le acarrea disgustos y persecuciones por parte de los contrarios a la reforma, de modo que es encarcelado en un convento toledano, encerrado durante más de ocho meses en una celda oscura y húmeda de la cual se fuga. Más tarde será nuevamente confinado en el convento de Peñuela (Jaén).
La de Ávila lo veía como un compañero de elevada sensibilidad y con una capacidad expresiva de una hermosura muy superior a la suya. De hecho, San Juan de la Cruz era, aparte su lado religioso, primordialmente poeta. Su formación incluye el conocimiento de los textos sagrados (su lectura preferida era la Biblia) y muchos humanísticos. Sabía retórica y dominaba el latín.
Su obra poética, no obstante, es muy escasa, pero le ha bastado para ser considerado uno de los mejores poetas de nuestras letras. No fue vista con buenos ojos por la jerarquía eclesial, aunque gozó de gran difusión. Los estudiosos dividen su creación poética en dos grupos: los poemas mayores y los menores.
El primer grupo está compuesto por lo más importante de su producción. Son las composiciones que recogen las experiencias místicas: el Cántico espiritual, Noche oscura del alma y Llama de amor viva. Más tarde, el mismo poeta comentó en prosa cada uno de poemas.
La inefabilidad de la experiencia mística lleva a San Juan a utilizar el lenguaje poético y ello es porque, en palabras de la filóloga y experta en San Juan, María Jesús Mancho Duque, “dada la naturaleza de las vivencias místicas, el sujeto que pretenda expresarlas se verá impulsado, impelido, a modificar el lenguaje normal” y qué mejor que la poesía y sus alegorías y metáforas, símbolos y antítesis:
“¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres.”
Ante la inefabilidad de la experiencia unitiva con Dios, el autor la convierte en amor carnal. Es poesía amorosa a lo divino en la que se expresa sublimemente la ansiosa búsqueda del amado, el esperado encuentro, la unión y gozo finales.
En Cántico espiritual San Juan utiliza de base el texto bíblico Cantar de los cantares, poema erótico “deformado” por la exégesis hasta convertirlo en una alegoría espiritual en donde el Esposo y la Esposa son, respectivamente, Cristo y la Iglesia. En manos del santo, la esposa es el alma del poeta.
En Noche oscura del alma se manifiesta el gozo del encuentro divino. El poema consta de ocho liras que se estructuran en los tres estadios del recorrido místico: la vía purgativa (estrofas 1 y 2), iluminativa (3-5) y unitiva (6-8). Una lectura que prescindiera del contenido religioso encontraría una de las poesías más hermosas en castellano.
“Quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado.”
Llama de amor viva, brevísimo poema de solo cuatro estrofas, prescinde de todo elemento narrativo. Asistimos, sin los estadios anteriores, al momento en que el alma se abrasa “de amor” ante Dios.
El segundo grupo de obras está compuesto por la Canción del pastorcico, de tema pastoril a lo divino, el bellísimo Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por la fe o Tras un amoroso lance, hermosa composición que recoge la tradición en la que se compara el lance amoroso con la caza, en este caso, de cetrería, además de otras glosas y romances.
3.3 Fray Luis de León
Nació en Belmonte, Cuenca, en 1527. Estudió en Salamanca, universidad de la que fue luego profesor. Ingresó muy joven en la orden de San Agustín. Se vio envuelto en las batallas que entre agustinos y dominicos existían en torno a la Universidad y debido a ello sufrió un proceso inquisitorial. Tampoco la personalidad de nuestro autor, de fuerte carácter, orgulloso de su saber y defensor a ultranza de sus ideas, ayudó en mucho. Se le acusó de conceder más importancia a la Biblia en hebreo que a la “oficial” Vulgata, es decir, de desviaciones judaicas, y de haber traducido al castellano el Cantar de los cantares, algo prohibido por la Iglesia. Fray Luis de León pasó por ello en la cárcel cinco añitos y, cuenta la tradición que, una vez absuelto, regresó a su aula con la frase: “Decíamos ayer…”
De tremenda cultura, conocía y admiraba a los autores clásicos Virgilio u Horacio, de los que toma numerosos motivos. Fue un acérrimo defensor de las traducciones a las lenguas vulgares de los textos sagrados para que fueran accesibles al creyente.
Se ha discutido ampliamente si Fray Luis era místico, asceta o ninguno de las dos cosas. Quizá fue un místico “intelectual” y no un místico que hubiera experimentado el “contacto” con la divinidad, a lo San Juan de la Cruz. Sus poemas son los de alguien que aspira a la paz, al sosiego, a la contemplación de la creación, más que de quien ha gozado de la unión con Dios.
Su obra se puede dividir en dos grandes grupos: las composiciones en prosa y las poéticas.
Numerosas son las que escribió en latín, de las que no vamos a ocuparnos. Redacta sin embargo unas cuantas en castellano que tienen como tema las Sagradas Escrituras, tema que él domina a la perfección. Por petición de su prima Isabel Osorio, desconocedora de la lengua de Cicerón, traduce el Cantar de los cantares. Se distribuyó en copias manuscritas y fue uno de las razones de su encausamiento. Con motivo de la boda de su sobrina, Fray Luis escribe La perfecta casada, que tiene interés como documento costumbrista. Además de otras, en 1583 escribe De los nombres de Cristo, su mejor obra en prosa. Su redacción fue comenzada en la cárcel, como escapatoria mental a su prisión, y sigue el género del diálogo renacentista. Marcelo (trasunto del propio autor) conversa con otros amigos sobre los nombres con se llama a Cristo en la Biblia.
El estilo de su prosa, lejos de la ampulosidad de Fray Luis de Granada, o del descuido de Teresa de Ávila, rezuma armonía y naturalidad típicamente renacentistas.
Sus poesías fueron reunidas en tres volúmenes. El primero de ellos, el más interesante, contiene las composiciones originales. Los dos restantes, traducciones de otras lenguas: latín, italiano, hebreo o griego. Las versiones de Horacio o Virgilio son de elevadísima altura.
Pero es en sus poemas originales, 23 odas, donde el creador magistral sobrevuela. Y de estas, las nueve que recogen el anhelo de paz, muchas veces producto de su estancia en prisión, son las más interesantes.
Destaca la primera, con la que abren todas las ediciones de la obra leonina: la bautizada como Oda a la vida retirada:
“Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido, y sigue la escondida senda por do han ido los pocos sabios que en el mundo han sido…”
Esta composición expresa el tópico literario del beatus ille (‘dichoso aquel’), pero sin la socarronería del original horaciano. Ahora, es verdaderamente sentida esta necesidad de sosiego, de aurea mediocritas ante los embates del mundo.
Muchas otras odas, como El aire se serena, dedicado a Francisco Salinas, músico y organista ciego, o las tres a Felipe Ruiz etc., denotan el espíritu cansado del siglo y las angustias terrenales y la aspiración a la belleza y a la paz simbolizadas en el aire, la luz, la música o el cielo. Así lo expresa en la hermosa Noche serena:
“Cuando contemplo el cielo de innumerables luces adornado, y miro hacia el suelo, de noche rodeado, en sueño y en olvido sepultado, el amor y la pena despiertan en mi pecho un ansia ardiente”
4. La prosa del siglo XVI y otra genialidad: el Lazarillo
No podemos iniciar el estudio de la prosa castellana renacentista sin mencionar a una de las figuras que más influyó en los humanistas españoles. Erasmo de Róterdam (1466-1536), pensador religioso holandés, proponía una nueva lectura de las Sagradas Escrituras, sobre todo del Nuevo Testamento, volviendo a la pureza de la religión, a una visión de Dios como redentor y no como castigador, a la unión del hombre con la divinidad desde el conocimiento y la templanza, rechazando las manifestaciones exteriores de religiosidad. Sus ideas influyeron en la obra de los humanistas españoles de la primera mitad de siglo. Y, siguiendo a Erasmo, el género utilizado para la exposición de las ideas fue el diálogo, de honda tradición clásica.
Típico del Renacimiento es el interés por conocer la historia nacional. Los autores se fijarán en dos esferas: la figura de Carlos V y la empresa americana. Una larga lista ocupan los historiadores del Emperador, muy preocupados por el estilo. Por otro lado, los historiadores de la época de Felipe II intentan dotar a sus crónicas de mayor rigor. Además existen preceptistas que escriben interesantes obras sobre poesía o teatro: Fernando de Herrera, el Pinciano, Bartolomé de Torres Naharro…
En el siglo XVI asistimos al nacimiento de un género cuya trayectoria dará magníficos frutos ya en la centuria siguiente pero que aquí se abre con una novela extraordinaria: el Lazarillo cuyas primeras ediciones conservadas son de 1554.Casi la totalidad de las características del género picaresco están en nuestro Lazarillo: un antihéroe obligado a contar su triste vida pues no hay nadie, salvo él, que se ocupe de su persona. Junto al picaresco, son del gusto del lector un cierto número de géneros narrativos que perviven del siglo anterior. Los libros de caballerías, a la cabeza de las cuales figura el Amadís de Gaula, gozaron de extraordinaria aceptación. Y no los leían solo gentes desocupadas. Carlos V, Santa Teresa, Bernal Díaz del Castillo… consumían con delectación estas
imaginativas narraciones. También nacida en el siglo anterior, la novela sentimental sigue leyéndose. El género pastoril, que toma el relevo al de caballerías, tendrá bastante éxito en la segunda mitad. Sin embargo su duración será breve: el último título se publicará en 1633. Típicamente hispano es la novela morisca. Los sucesos entre moros y cristianos, alterados en la medida que sea necesaria desde su base histórica, son el tema de estas historias. La novela corta, de origen italiano, y la escasamente seguida novela bizantina completan el cuadro narrativo de ficción de este siglo.
4.1 Prosa didáctica e histórica
Los diálogos y misceláneas
El diálogo o coloquio fue primeramente un tipo de ejercicio escolar universitario en el que se ponía a prueba la argumentación y contraargumentación sobre un tema. Erasmo utilizó este género en algunas obras y los prosistas didácticos de nuestras letras echaron mano del diálogo, aunque con general escaso interés literario.
Pero Mexía (1499-1551) es el primero en usar los diálogos. Su interés estriba en haber influido en autores posteriores. Cristóbal de Villalón, posiblemente converso, nacido a principios de siglo y muerto pasado 1588, es autor de la novela dialogada Tragedia de Mirrha (1536), La ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, diálogo bastante pesado acerca de las ventajas del mundo actual o el Provechoso tratado de cambios y contrataciones de mercaderes y reprobación de usuras, contra la especulación en el préstamo.
Sin embargo los textos que tradicionalmente le habían de dar fama, de inspiración claramente erasmista, el Crotalón y el Diálogo de las Transformaciones, que tienen además el interés de haber sido antecedentes del
Coloquio de los perros cervantino, y el mucho más reseñable Viaje a Turquía, si bien fueron durante siglos consideradas obras de Villalón, en la actualidad no parecen, a juicio de los críticos, de nuestro autor.
En el Crotalón se desarrolla un diálogo entre un zapatero y un gallo que al haber vivido varias vidas, puede contar numerosas historias. También el zapatero y el gallo son los protagonistas de las Transformaciones. El estilo de ambas composiciones es enteramente distinto y no pueden ser de la misma mano.
Para el Viaje a Turquía ha surgido un nombre, propuesto ya en el siglo XX por el prestigioso historiador e hispanista francés Marcel Bataillon: el botánico Andrés Laguna. Es esta una obra plenamente erasmista en forma de diálogo entre tres individuos: Juan de Votadiós, clérigo; Matalascallando, vividor y Pedro de Urdemalas, que regresa de un largo cautiverio en tierra de turcos. El libro está lleno de vívidas descripciones en un estilo ágil.
Los hermanos conquenses Valdés representan la cumbre del diálogo renacentista. Ambos están bajo la órbita de Erasmo. Alfonso de Valdés (1490-1532) nos deja dos debates interesantes: el Diálogo de Lactancio y un Arcediano, en el que se contrastan las opiniones a favor y en contra de Carlos V acerca del saco de Roma, ocurrido en 1527, por las tropas imperiales; y el Diálogo de Mercurio y Carón, que también gira sobre la defensa de la figura del Emperador. Más tarde aparecen numerosos personajes que son llevados en la barca de Caronte y de los cuales se nos dice que viven la religión de manera falsa e hipócrita.
Juan de Valdés (1490-1541) por su parte es autor del Diálogo de doctrina cristiana, de clara inspiración erasmista y, sobre todo, de una obra de mayor relieve: el Diálogo de la Lengua (1535). Es éste un título apasionante desde un punto de vista filológico, pues nos da una visión muy clara del castellano del siglo XVI y del ideal renacentista de la lengua, rechazando por un lado las modas excesivamente latinizantes a lo Juan de Mena y, por otro, los rasgos más vulgares Su admiración por el estilo de Jorge Manrique y el castellano
romanceril es manifiesta. Es curioso ver que muchos de los términos que propone fueron los finalmente triunfadores: “Por grossero hablar tengo dezir engeño; yo uso ingenio. Por levantar se solía decir erguir, pero ya es desterrado del bien hablar.” También vulgar es yantar, mientras que “en corte se dize comer”, etc.
Además de los citados, otros muchos autores usaron del diálogo para exponer sus ideas, así el cordobés Hernán Pérez de Oliva, con su Diálogo de la dignidad del hombre; el astorgano Antonio de Torquemada (Coloquios satíricos), autor también de la novela de caballerías Olivante de Laura, entre otras; Juan de Mal Lara, que abre una Escuela de Humanidades en Sevilla, su ciudad natal (1549) a la que asiste el mismo Fernando de Herrera y que compone Philosophia vulgar, siguiendo el modelo de los Adagia erasmistas; o Juan Huarte de San Juan, de Navarra, cuya única obra, Examen de ingenios, es un análisis de las diferentes personalidades del ser humano. Fue libro muy famoso y, a juicio de algunos críticos, pudo haber inspirado a Cervantes a la hora de definir al Quijote.
El franciscano Antonio de Guevara (1480- 1545) es autor de varias composiciones que gozaron de enorme popularidad, aunque fue siempre rechazado por los erasmistas debido a su supuesta falta de erudición y rigor. Publica en 1529 Marco Aurelio y Relox de príncipes, en la que cuenta a su modo la vida del emperador romano aderezándola con abundantes detalles inventados por él mismo. Se inscribe dentro de la tradición de regimiento de príncipes. 1539 es el año en el que sale a la luz lo mejor de su pluma: un conjunto de consejos dirigidos a la nobleza (Aviso de privados y doctrina de cortesanos), en donde aparece ya la postura del desprecio por la vida cortesana; Menosprecio de corte y alabanza de aldea, que ahonda en las ideas de la obra anterior aunque, a juicio de muchos, de modo más bien insincero; y la primera parte de sus Epístolas familiares. La segunda entrega es de dos años más tarde. Este par de obras consisten en cartas dirigidas a personalidades de la corte sobre asuntos muy dispares. Curiosa es De los inventores del arte de marear y de muchos trabajos que se pasan en galeras, con consejos sobre cómo aliviar el mareo, entre otras cosillas, publicada asimismo en 1539.
Las preceptivas
Bartolomé de Torres Naharro publica sus composiciones teatrales en un volumen bajo el título de Propaladia (1517). En el prólogo expresa sus ideas sobre el teatro: división en cinco actos, número ideal de personajes por pieza o el decoro, elemento principal del arte escénico: cada personaje debe actuar según su idiosincrasia y la situación en la que se halle, es decir, coherencia.
Gran parte de la preceptiva de este siglo se escribe en latín, por lo que queda fuera de este libro, como las obras sobre retórica del humanista valenciano Luis Vives (1492-1540), o de Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense (15231600), del que sí nos interesan sus Anotaciones y enmiendas (1574) sobre los poemas de Garcilaso de la Vega, en las que se indican con precisión las fuentes del poeta toledano.
Siguiendo con Garcilaso, Fernando de Herrera escribe otras Anotaciones (1580) sobre este autor. Hace un exhaustivo análisis de sus procedimientos poéticos y, a diferencia del Brocense, no considera que un poeta sea mejor cuanto más reproduzca los modelos clásicos. Al hilo de los comentarios sobre la lírica garcilasiana, Herrera nos transmite sus ideas sobre poética y estilística, en la que destaca la libertad creadora por encima de la rigidez aristotélica.
Alonso López Pinciano (1547?- 1627) publica su excelente Filosofía antigua poética (1596) estructurada en epístolas que la hacen más amena. Sigue las directrices aristotélicas, aunque con ciertas diferencias. La obra imita a la naturaleza, pero esta imitación debe basarse en el principio de verosimilitud.
La prosa histórica
El descubrimiento y conquista de las Indias da pie a un extenso número de crónicas de interés literario desigual aunque insustituibles para conocer la América colombina. El mismo Cristóbal Colón (1451-1506) dirige sus Cartas a los Reyes Católicos además del Diario de sus cuatro viajes con un estilo personal en el que se muestra la sorpresa por las novedades del mundo recién descubierto. Hernán Cortés (1485-1547) escribe cinco largas Cartas de relación y, junto al evidente interés que suscita la conquista de México, se nos muestra como un magnífico escritor, curioso y sorprendido. Gonzalo Fernández de Oviedo (14781557) nos lega su extensa Historia general y natural de las Indias, de excepcional valor histórico. Cabeza de Vaca, alistado en la expedición de Narváez para la conquista y exploración de la Florida, escribe Naufragios (1555), de crudísima viveza.
Bartolomé de las Casas (1474-1566) redacta la crónica que más escándalo levantó, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, gracias a la cual se promulgaron las Nuevas Leyes de Indias (1542), para evitar en lo posible los desmanes cometidos por los conquistadores. Una de las obras más sinceras acerca de la conquista es Historia verdadera de la conquista de Nueva España, escrita en su madurez por el colaborador de Cortés, Bernal Díaz del Castillo (1492-1584).
Son también muy abundantes las composiciones históricas de tema nacional, sobre todo en el periodo de Carlos V. Están escritas con marcado estilo, y su interés no es solo histórico, sino literario. Pero Mexía, citado arriba, es el cronista oficial del Emperador. Publica una Historia Imperial y Cesárea y una Historia del emperador Calos V, ambas con cierta objetividad. Luis de Ávila y Zúñiga (1500-1564) escribió Comentario de la guerra de Alemania, en el que pretende seguir a los historiadores clásicos. Francesillo de Zúñiga (1480?-1532), bufón de la corte del Emperador, escribe una satírica Coronica istoria, antecedente en algunos aspectos a la prosa de Quevedo o, andando el tiempo, al esperpento de Valle-Inclán, pero sin la plasticidad y riqueza expresiva de los geniales miopes.
De la época de Felipe II citamos a Diego Hurtado de Mendoza (1503-1574), autor, amén de poemas en la línea de Garcilaso, de la documentadísima Historia de la guerra de Granada, sobre la sublevación de Abén Humeya y los moriscos de las Alpujarras en 1568. El jesuita Juan de Mariana (1536-1624) es el más famoso historiador de su época. Su obra capital, escrita en latín y traducida por él mismo al castellano en 1601, es Historia de España. Sobresale la visión crítica que hace de su propio país, lo que le valió muchos ataques. En otro texto, De rege et regis institutione, que versa sobre las obligaciones del príncipe, llega a justificar el tiranicidio cuando así lo exijan las circunstancias.
4.2 El Lazarillo de Tormes
Las primeras ediciones conservadas de esta obra son de 1554. Una es de Burgos, otra de Alcalá de Henares y otra de Amberes. Las dos últimas parecen remitir a una anterior (llamada Y por el filólogo y especialista en novela picaresca Francisco Rico) que está emparentada con la de Burgos. Habría, por tanto, otra anterior (X) que sería la más antigua, salvo que esta edición derivara asimismo de otra anterior. Así las cosas, y después de sesudos estudios del texto, los críticos consideran que esta novela fue escrita en 1552 o 1553.
El Lazarillo es anónimo. Se han puesto encima de la mesa algunos nombres: Diego Hurtado de Mendoza, Juan de Valdés, su hermano Alfonso… En cualquier caso, esta obra tenía que ser anónima. Su crítica a los estamentos privilegiados, sobre todo a la Iglesia, está muy en la línea del erasmismo, erasmismo que, allá por 1550, ya no era ni mucho menos tan bien visto como lo había sido veinticinco años atrás, cuando la corte del Emperador estaba imbuida de este espíritu reformista.
Por otro lado, mientras que los géneros narrativos contemporáneos presentaban mundos idealizados, de cortesanos caballeros, gentiles príncipes moros, cultivados pastores enamorados, etc., en el Lazarillo vemos desfilar sin tapujos tramposos ciegos, clérigos de baja estofa, pobres hidalgos cuyo único tesoro es
la “negra honrilla”, pedigüeños, miseria y hambre. Es decir, una realidad con la que uno podía toparse nada más poner un pie en las calles de las imperiales y poderosas Españas. El shock que produjo encontrarse con este mundo fue enorme y mejor no ir firmando este tipo de libros, por si las moscas. No significa esto que esta novela refleje exactamente la realidad tal como era. El realismo narrativo no implica esto, sino que los personajes y situaciones que se muestras son, no solo verosímiles, sino posibles dentro de las coordenadas lógicas del lector de ese momento. Con el Lazarillo se abre la novela picaresca. Por sus páginas se destila amarga crítica de la sociedad. Sin embargo no debemos engañarnos. Mejor o peor imbricado, el elemento moralizante está siempre presente en este género.
El argumento, muy resumido, es el siguiente: Lázaro de Tormes, adulto ya, se halla ante la autoridad por culpa de “un caso” (una acusación) que debe ser explicado “muy por lo extenso”. Lázaro aprovecha y cuenta su vida: “paresciome no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona” Así nos relata su venida al mundo en Salamanca, cómo fue puesto de niño en manos de un ciego por su madre, humilde posadera de pasado turbulento. El ciego acoge a Lázaro como guía y lo va criando a base de empellones y malos tragos. El chaval tiene que lograr su subsistencia engañando cuanto puede al astuto ciego. Cuando lo abandona, no sin antes vengarse, topa con un clérigo en la toledana Maqueda. El avariento cura tiene toda su comida (escasos bollos de pan) guardados en un arcón. Lázaro ha de ingeniar mil formas para hurtar pequeños pedazos. Descubierto por el ensotanado, es puesto de patitas en la calle. Nuestro héroe, caminando, llegará a Toledo. Tras servir a un escudero más pobre que las ratas y a otros amos de los que casi apenas se nos cuenta nada, a excepción de un vendedor de bulas papales, falsario y charlatán, acaba en la “cumbre de toda fortuna” como pregonero de vinos y otras mercancías. Casado con la criada del arcipreste de San Salvador, debe defenderse ante el juez del supuesto delito de consentimiento de adulterio. La razón de que cuente su vida es clara: hacer ver que alguien que lo ha pasado tan mal, tiene motivos sobrados para estar contento con su estado actual.
El Lazarillo inaugura magistralmente el género de la novela picaresca cuyas características, sucintamente, son las siguientes.
Se trata de un relato autobiográfico, o sea, escrito en primera persona. Esto permite que el protagonista sea el narrador, seleccionando solo aquellos aspectos de la trama que le interesan y callando otros.
Es un relato retrospectivo, es decir, el pícaro relata su aprendizaje desde un estado adulto actual.
El tema central es la vida del propio pícaro, a través de episodios centrados en el servicio a diversos amos.
La finalidad de toda la narración es explicar y disculpar el estado de deshonor en el que actualmente vive el protagonista.
En fin, el retrato que nos hace el pícaro de los personajes con los que convive, mezquinos, innobles e inmorales en su mayoría, aunque pertenecientes a clases sociales infinitamente superiores a él, y de los que aprende, en la mayoría de los casos, a base de golpes y frustraciones, le permite vengarse de una sociedad que lo maltrata o lo margina.
4.3 Otros géneros narrativos
Las novelas de caballerías
Es el gran éxito editorial del siglo XVI con un público lector de “amplio espectro”: emperadores, conquistadores de las Américas, humanistas, santos…
Se han apuntado razones varias para explicar tal éxito: puro pasatiempo, añoranza de aventuras por parte de una nobleza cortesana, símbolo de un pasado heroico…
En 1508 Garci Gutiérrez de Montalvo elabora el Amadís de Gaula refundiendo material preexistente. Este personaje, se sabe por testimonios, ya era conocido dos siglos antes. Se desconoce quién inventó a Amadís, ni cuándo ni en qué lengua. De las antiguas redacciones que pudiera haber, conservamos solo unos fragmento de la primera mitad del siglo XV. Tampoco queda claro el nivel de intervención de Gutiérrez de Montalvo, qué añadió, qué suprimió…
Muy sucintamente el argumento es el que sigue: Amadís es hijo ilegítimo de Perión, rey de Gaulam y Elisena, princesa de Inglaterra. Enamorado de Oriana, hija de Lisuarte, rey de Inglaterra, es armado caballero y corre un sinfín de aventuras. Lucha contra gigantes, enanos, magos. Combate contra su hermano Galaor, desconociendo ambos su parentesco, hace penitencia amorosa en la peña Beltenebros y, tras numerosos viajes por Grecia, Alemania y otras tierras de Europa, casa con Oriana, con quien había tenido a Esplandián.
Las continuaciones del Amadís son numerosas y llevan los nombres de los sucesores del caballero: Las sergas de Esplandián (1510), su sobrino Florisando (1510), Lisuarte de Grecia (1514), que es hijo de Esplandián, Amadís de Grecia, que es hijo de Lisuarte…
Junto a los sucesores de Amadís, surgen otros caballeros: Palmerín de Oliva (1511), Felixmarte de Hircania, Primaleón, Belianís de Grecia, y un largo y caballeresco etcétera. Sin embargo tampoco faltarán detractores que ven en estos libros, sobre todo en las secuelas, una descabellada sarta de mentiras.
En fin, para darnos una idea de la apreciación que se tiene de las novelas de
caballerías a principios del XVII es fundamental leer el capítulo VI del Quijote en el que el cura y el barbero deciden escrutar la biblioteca del hidalgo manchego. Resultado: casi todos los libros de este género acaban siendo pasto de las llamas.
El género celestinesco
Como se mencionó en el capítulo anterior, La Celestina es el origen de un grupo de novelas que pretenden seguir la senda abierta por la magistral obra y que constituyen lo que se ha dado en llamar género celestinesco. Son relatos que buscan el mero entretenimiento, muy alejados del espíritu que alumbró la comedia de Fernando de Rojas. Han sido muy mal tratados por la crítica, a excepción de La lozana andaluza, (1528) de Francisco Delicado. De hecho, esta novela es considerada por algunos el germen del género picaresco. Por sus páginas discurre un vivo retrato de la Roma renacentista, ciudad papal pero llena de libertinaje. En ella se pasea Aldonza, hermosa andaluza convertida en la cortesana más famosa de la ciudad eterna.
Otros títulos celestinescos, de menor calidad literaria son la Segunda comedia de la Celestina (1534), mucho más alegre, menos pesimista y más picante que el relato del que parte; o la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, llamada Elicia (1542).
La novela sentimental y la novela pastoril
Sigue leyéndose, proveniente del siglo anterior, la novela sentimental. Además de las reediciones de Cárcel de amor, se escribe alguna más: Repetición de amores, Processo de cartas de amores que entre dos amantes passaron, de 1548…
El bucolismo virgiliano fue muy del gusto renacentista. Los lamentos amorosos de pastores en el marco de una naturaleza idealizada serán vertidos tanto en poesía (las Églogas de Garcilaso) como en prosa (la novela pastoril). El escritor portugués en lengua castellana Jorge de Montemayor publica la primera de esta serie, Diana (1559?). Esta obra, junto con la de Gil Polo, Diana enamorada (1564), son las mejores en su género. Y pastoril es la primera novela, de nulo éxito, por cierto, que publica Cervantes (La Galatea, 1584).
La novela morisca
Este género es, grosso modo, continuador de los romances fronterizos medievales. El moro, caballeresco y galante, responde a una idealización del mundo árabe. La descripción del lujo de las cortes moras es parte fundamental en estas novelas. Curiosamente, casi todos estos relatos moriscos aparecen intercalados en otras obras de mayor extensión, así la anónima y deliciosa Historia del Abencerraje Abindarráez y de la hermosa Jarifa, que se encuentra en la Diana de Montemayor; la Historia del cautivo, en la primera parte del Quijote (1605); la Historia de Ozmín y Daraja, en la novela picaresca Guzmán de Alfarache (1599)... La obra de mayor extensión de este género es la escrita por Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes o Guerras civiles de Granada, en dos partes (1595 y 1619). En la primera parte, el lujo de la corte nazarí está descrito con profusión y su visión idealizada llegará hasta el romanticismo, a autores como Washington Irving o Francisco Martínez de la Rosa.
La novela bizantina y la novela corta
La novela bizantina, que sigue la senda de los escritores clásicos del género redescubiertos ahora, es una sucesión de aventuras vividas por los amantes o miembros de una familia que son separados por un hecho fortuito, como un
naufragio o un rapto, y que culminan con un reencuentro final. Dentro de este género, de corta duración en el tiempo, se encuentran Los amores de Clareo o Florisea y trabajos de la sinventura Isea (1552) o La selva de aventuras (1565). Lope escribió una: Peregrino en su patria (1604), y la muerte evitó que Cervantes acabara su Persiles y Sigismunda (1617).
La novela corta de origen italiano, tuvo también breve vida. Inspirada en autores como Boccaccio, son relatos breves que buscan el entretenimiento. El valenciano Juan de Timoneda es el iniciador en España de este género. Este autor, que fue además compilador de romances, librero, editor y comediante, recreó o adaptó material italiano en los tres volúmenes que publicó: Sobremesa y alivio para caminantes (1569), El buen aviso y Portacuentos y el más interesante, el Patrañuelo (1565), que consta de 22 patrañas o cuentos de origen italiano pero estupendamente adaptados. Miguel de Cervantes (Novelas ejemplares, 1613) escribió 12 relatos breves. El genial autor se consideraba iniciador verdadero de este género, pues sus obras, a diferencia de lo anterior, eran enteramente originales.
5. El teatro renacentista: esperando a Lope
El siglo XVI representa una serie de ensayos, de pruebas –y de fracasos, la mayor parte de las veces– hasta la detonante llegada de Lope de Vega. Los tratados que estudian la historia de la literatura suelen incluir a Juan del Encina en el siglo XV, como se ha visto más arriba, pero bien podría aparecer ahora, pues está a caballo entre dos siglos. Lo mismo sucede con Lucas Fernández. Estos autores, y Gil Vicente, pertenecientes a la misma zona peninsular, crean un teatro de semejantes características: breves con muy escasa acción dramática.
Torres Naharro publica en Nápoles un compendio de sus piezas, Propaladia (1517), en cuyo proemio expone sus teorías sobre el teatro, lo que lo convierte en el primer texto español sobre dramaturgia. Supone un paso importante frente a sus coetáneos.
También en el siglo XVI comienza a desarrollarse el drama religioso que dará, con el tiempo, el auto sacramental. Son muchos los autores de dramas litúrgicos del XVI, pero de escasísimo valor, a juicio de los críticos. De todos ellos, en la segunda mitad de siglo, destaca el anteriormente citado Juan de Timoneda. Este autor y el sevillano Lope de Rueda escriben en torno a mediados de siglo. Ambos constituyen hitos en la evolución del teatro.
Durante la segunda mitad de esta centuria, Valencia ve florecer un conjunto de autores innovadores. Un joven Lope de Vega, desterrado allí en 1588, disfrutará y asumirá parte de estos postulados que, de modo intuitivo, venía desarrollando este grupo de dramaturgos. La comedia nueva lopista no podría entenderse sin Valencia y estos autores. Paralelamente, en Madrid y Sevilla se contaba con un número interesante de dramaturgos que estaban elaborando obras de tanteo. El más importante, sevillano como Lope de Rueda, es Juan de la Cueva.
No pensemos que el teatro en esta época contaba con una gran riqueza de medios. Los escenarios teatrales fijos (corrales de comedias) que son el lugar de representación de las comedias del Siglo de Oro, aparecen a finales de esta centuria y solo en las ciudades más importantes. Uno de los autores que nos da una rápida visión de las precarias condiciones del teatro en el XVI es el mismo Cervantes. En el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nos dice que “todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado, y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos.” Y el teatro se formaba con “cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos”; su adorno “era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo” Y, claro, en esas condiciones, “no había en aquel tiempo tramoyas, ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo”.
5.1 El teatro en la primera mitad de siglo
El teatro de tema religioso
Durante esta centuria se desarrollará intensamente el teatro religioso, representado en iglesias, conventos o cortes. Los textos conservados son ya varios centenares. Las tradicionales representaciones del ciclo de Navidad o de la Pasión y Resurrección irán perdiendo terreno según avanza la centuria a favor de un nuevo ciclo, el del Corpus Christi. El papa Juan XXII había establecido en 1317 que se celebrasen procesiones en las iglesias para conmemorarlo. En Castilla, la festividad alcanzó gran desarrollo, incluyendo en la propia celebración, algo inédito en el resto de Europa, pequeñas piezas teatrales sobre el sacramento eucarístico.
A medida que los postulados contrarreformistas impulsados por el Concilio de Trento (celebrado en sesiones discontinuas entre 1545 y 1563) hacían necesarias las representaciones de contenido más dogmático y multitudinario, la celebración sale fuera de la iglesia, se “profesionaliza” y se utilizan carros como escenarios, fundiéndose representación y procesión. La puesta en escena será cada vez más compleja y con más ornato.
El autor más representativo de este tipo de dramas en la primera mitad de siglo es Diego Sánchez de Badajoz. Sus 28 autos teatrales, publicados tras su muerte en 1554, se compusieron para las festividades de Navidad y Corpus. Las partes son las típicas de estas obras: una introducción de carácter cómico llevada a cabo por un pastor que usa un lenguaje rústico, el auto propiamente dicho y un villancico final.
Mencionamos aquí, porque sigue la misma línea teatral aunque sea de la segunda mitad de siglo, el Códice de Autos Viejos, un manuscrito que contiene casi un centenar de piezas dramáticas religiosas anónimas de difícil datación y poco valor literario. Los críticos establecen los límites de creación entre 1550 y 1575. Su objetivo es el adoctrinamiento religioso del pueblo.
El teatro profano
En la primera mitad de siglo se continúa elaborando un teatro en la línea de las églogas de Juan del Encina o Lucas Fernández. Son obras de argumento amoroso-pastoril, escritas en verso y divididas en varias jornadas. Junto a esto, dos figuras sobresalen en esta etapa primera:
Bartolomé de Torres Naharro, de cuya vida poco sabemos, sí que murió pasado 1530, que fue cautivo en Argel (el primero de nuestros autores cautivos… ¿cuál será el segundo?) y que pasó gran parte de su vida en Italia. Aunque el estudioso
Ángel Valbuena Prat lo considera integrante del grupo de los primitivos, junto a Encina y Gil Vicente, reconoce que “representa un periodo de transición” y su obra “posee todas las formas que ha de revestir el drama nacional creado por Lope y […] Calderón, por lo que podemos denominarle prelopista y precalderonista”. Ya hemos mencionado que en 1517 publica Propaladia, el conjunto de su dramaturgia. Torres Naharro divide, por influencias clásicas, sobre todo Horacio y Plauto, sus piezas en cinco actos o jornadas. Este último autor le influye poderosamente a la hora de pintar cuadros de costumbre, algo que hace con verdadera pericia. El mismo autor separa su producción en comedias a noticia, sobre “cosa nota y vista” según palabras de Torres, como Soldadesca y Tilenaria, llena de escenas picarescas y de soldados; y las comedias a fantasía, sobre “cosa fantástica (sic) o fingida”, como Serafina o Himenea, que preludia el género de capa y espada tan de moda en el siglo XVII. El teatro de Torres Naharro se reeditó en varias ocasiones a lo largo del XVI, pero fue tragado, como no es de extrañar, por el torbellino lopista.
Gil Vicente (1465, 1536?) nació en Portugal, quizás en Guimarães, aunque poco se sabe de su vida. De las once piezas teatrales redactadas en castellano, siete son de asunto religioso. Las primeras siguen la línea de Juan del Encina, como el Auto pastoril castellano (1502) o el Auto de los Reyes Magos (1503), “época arcaizante” para Valbuena Prat. Pronto abandona esta senda de la égloga y va introduciendo personajes alegóricos de mayor complejidad. Así ocurre con el Auto de los Cuatro Tiempos (1511) o el Auto de la Sibila Casandra (1513). La Trilogía de la Barca está relacionada con el tema de las danzas de la muerte medievales. De ellas, el Auto de la Barca de la Gloria (1519) viene escrita en nuestra lengua. La muerte acompaña a personajes de la clase social elevada: nobleza, rey, alto clero…
Las cuatro piezas de asunto profano están influidas por la obra de Torres Naharro y por la lectura de los libros de caballerías. A este grupo pertenecen la Tragicomedia de Amadís de Gaula o la Tragicomedia de Don Durados. Se trata da historias amorosas entre nobles caballeros en un estilo grave, de elevado lirismo y con motivos procedentes del amor cortés. Se suman dos farsas, el Auto de las gitanas y la Comedia del viudo, de menos interés, aunque, de algún modo, representa un precedente de los pasos y entremeses posteriores.
Que Gil Vicente escribiera parte de su obra en castellano es circunstancia nada extraña en aquella época, como lo atestigua la obra de Francisco Sá de Miranda, Luís de Camões, o el mencionado Jorge de Montemayor.
5.2 El teatro en la segunda mitad de siglo
En el panorama teatral en el reinado de Felipe II, y por simplificar, se aprecian dos tendencias: el teatro de contenido religioso y la corriente de inspiración clasicista. El desarrollo del auto sacramental es lo más reseñable con respecto al primero. Ya hemos mencionado arriba la publicación del Códice de Autos Viejos que contiene casi un centenar de obras aunque de escaso interés literario. Son todas anónimas, salvo una, el Auto de Caín y Abel, de Jaime Ferruz. Hay muchos otros autores de escasa importancia que cultivaron el drama religioso pero con altura literaria limitada. Quizás solo podemos destacar al ya mencionado Juan de Timoneda. Su teatro religioso está compuesto por tres autos, publicados en el volumen Ternario spiritual (1558) y dos Ternarios sacramentales (1575) en los que se sigue el proceso de alegorización propio de este género. Publicó también dos adaptaciones del autor romano Plauto: Anfitrión y Menechmos.
La corriente de inspiración clasicista está presente en todo el siglo y consiste básicamente en adaptaciones de obras latinas que se representan en universidades y colegios, por lo que se consideran realmente ejercicios llevados a cabo por intelectuales al margen del público. A medida que pasa el siglo, algunos autores comienzan a introducir temas nacionales, si bien continúan con la estructura y reglas aristotélicas. Así Elisa Dido, de Cristóbal de Virués, o Isabel y Alejandra, de Lupercio Leonardo Argensola. El mismo Cervantes (El trato de Argel y la Numancia, ambas de en torno a 1580) intentó la tragedia clásica. Este teatro fue devorado por el torbellino popular y nacional de Lope de Vega.
Junto a ello, en esta segunda mitad de siglo, Valencia se convierte en centro dramático de primer orden, como ya sabemos. El tamaño de la ciudad, la existencia de una importante población burguesa, los contactos con la cercana Italia, los espacios (corrales de comedias) que se habilitan… hacen que la vida teatral sea intensa. Los autores, complaciendo a un público con poca querencia a lo clásico, comienzan un camino diferente a la tragedia grecolatina, con más aciertos que fallos, pero sin el que no podría entenderse el nacimiento de la comedia nueva.
Uno de los creadores de esta hornada es Andrés Rey de Artieda (1544-1613). La única obra que conservamos de él, Los amantes, sobre la leyenda de los amantes de Teruel, apunta elementos de la comedia. Cristóbal de Virués (1550-?) fue poeta épico, además de dramaturgo. Escribió cinco tragedias inspiradas en Séneca publicadas en 1604. Intenta mezclar contenido trágico con ciertas dosis de intriga. Sus personajes caen en el exceso. Otro intento fallido, pues. Francisco Agustín Tárrega (1555-1602) es el creador que más cerca está del concepto de la comedia. Nos han llegado diez obras de este autor, una de las cuales, El prado de Valencia, llena de agilidad, intriga, diálogos vivos, está perfectamente en la línea de lo que hará Lope. Fue escrita en 1589, por lo que bien pudo ser vista por el Fénix de los Ingenios cuando llega a Valencia en 1588.
En Sevilla y Madrid la actividad teatral era también importante, aunque con menos “figuras” que en Valencia. Los autores asimismo buscaban nuevos caminos que alejaran la obra del cauce clásico. Estos, junto con los valencianos, son los llamados por la crítica prelopistas. Junto a Gabriel Lobo o Miguel Sánchez, de quienes nos han llegado dos piezas de cada uno (la Tragedia de la honra de Dido restaurada y la Tragedia de la destrucción de Constantinopla del primero y La guarda cuidadosa y La isla bárbara del segundo) destacamos al sevillano Juan de la Cueva.
Apenas disponemos de datos sobre este autor. De joven pasó unos años en México, publicó sus Comedias y tragedias en 1588 y debió de morir allá por 1610. Su labor como dramaturgo es importante porque supone nuevos intentos
en la creación teatral pero, según la crítica actual, no tuvo nada que ver con la creación de la comedia nueva: Lope, que fue desterrado en 1588 de la Corona de Castilla (y por tanto de Andalucía) estaba elaborando su nuevo concepto teatral cuando arribó al efervescente panorama valenciano, donde acabó de perfeccionar su visión del drama que daría paso al teatro nacional. De regreso a Madrid, estas nuevas ideas se desarrollaron plenamente. Sevilla y Juan de la Cueva, quedaron al margen. Y, como el resto, tuvieron que rendirse al empuje lopista.
Además de numerosas composiciones (el poema La conquista de la Bética, de 1603; dos burlescos, La batalla entre ranas y ratones y La Muracinda; uno didáctico, Los inventores de las cosas; otras composiciones alegóricas y varios romances), la obra dramática del sevillano se concreta en cuatro tragedias: La muerte de Virginia, Los siete Infantes de Lara, Ayax Telamón y El príncipe tirano. Y diez comedias, entre las que citamos Rey don Sancho, Saco de Roma, El Degollado, El Tutor, etc. La diferencia entre comedias y tragedias, dada por el autor en el título, no es clara. Es cierto que en las tragedias conserva ciertos elementos, como la naturaleza solemne de la trama, la inclusión de elementos maravillosos, etc., pero en estas obras hay ya claras concesiones a la comedia nueva: reducción de los actos, polimetría, eliminación del coro, etc. De su actividad da idea el hecho de que estrenó sus catorce piezas teatrales en tres años.
5.3 Lope de Rueda
Casi nada sabemos de Lope de Rueda, autor nacido en Sevilla a principios de siglo. Tras desempeñar el oficio de batihoja (es el propio Cervantes, admirador del sevillano, el que nos da esta información en el prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses), tuvo una vida itinerante por las ciudades más importantes de España, dedicándose como autor, actor y director al teatro. Murió probablemente en 1565.
Rueda es autor de cuatro comedias a lo italiano, bajo el influjo de la novedosa
commedia dell´arte, cuya finalidad es el mero entretenimiento: Los engañados, Medor, Armelina y Eufemia. Aún basadas en fuentes concretas, los textos son sometidos a un proceso de reelaboración que los separa de la mera adaptación: lengua más cercana a lo popular que sus modelos, mayor uso del diálogo, nuevos personajes, etc.
El gran invento de Lope de Rueda son los pasos, breves composiciones cómicosatíricas de diálogo vivo, personajes-tipo de baja o ínfima extracción social y muy escasa trama argumental. Son éstas piezas puestas al servicio del actor, para que pueda lucir sus habilidades. Los recursos primordiales de comicidad se basan en el uso lingüístico: tartamudeos, dobles sentidos, disparates… La acción suele terminar con aporreos o huidas ante el regocijo del respetable. El paso, antecedente del entremés, se representaba dentro de la comedia, con absoluta autonomía argumental con respecto a esta; más tarde pasó a ser representado entre los actos de la comedia, entre jornada y jornada.
Algunas de estas obritas fueron publicadas por Timoneda en dos volúmenes, El Deleitoso (1567), con siete piezas, y Registro de representantes (1570), con tres. Otras catorce están intercaladas, como se ha dicho antes, en sus comedias.
Capítulo V Siglo XVII… y se convirtió en Barroco
1. Contrastes barrocos
Es el Barroco una época de contrastes. En España, tras la muerte de Felipe II (1598), se entra en un largo proceso de descomposición y decadencia en los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II. La hegemonía española será sustituida por la de Francia. En estos momentos, se adoptan dos posturas contradictorias y semejantes a lo que sucedería, andando los siglos, y salvando todas las distancias, en la época del año del desastre (1898). Por un lado, el pesimismo, la conciencia de la descomposición del Imperio, la angustia, la cercanía de la muerte o el desengaño sufrido por unos pocos. Mientras, la mayoría del pueblo español asiste encandilada al lujo de la corte y a los corrales de comedias donde, por cierto, nada hay que recuerde angustia, desengaño y decadencia. Contraste es quizás el término barroco por excelencia.
La literatura adopta dos formas de expresión aparentemente opuestas pero con muchos puentes de unión entre ambas, el culteranismo y el conceptismo, que retuercen el lenguaje en expresión y contenido. Dos figuras geniales acaudillan cada corriente: Luis de Góngora y Francisco de Quevedo, respectivamente. A su vera, la corriente popular, el gusto por los romances, canciones de siembra o seguidillas encarnado sobre todo en Lope de Vega. El Barroco es todo esto a la vez, y, en especial, ocupación del espacio y ostentación de comportamientos desde los más sublimes hasta los más chocarreros. Desde la sensibilidad acentuada, hasta la burla más cruel. Desde la religiosidad procesional, hasta el picaresco reírse de todo. Disputas literarias, insultos, alabanzas sin parangón… todo es posible en este “teatrum mundi”.
2. Miguel de Cervantes, manco y escritor genial a tiempo completo
2.1 Vida
Miguel de Cervantes Saavedra nace, a juicio de la mayoría de estudiosos, en Alcalá de Henares en 1547. Poco se sabe de su infancia y juventud. Su padre era el cirujano Rodrigo de Cervantes (el oficio de cirujano no estaba, como ahora, prestigiado, ni muchísimo menos). De su madre, Leonor de Cortinas, nada sabemos. Para mejorar la situación económica, su padre se traslada a diversas ciudades: Córdoba, Valladolid, Sevilla, etc. En alguno de estos viajes, su familia lo acompaña.
Se ha hablado de la naturaleza judeoconversa de nuestro autor, pero nada hay definitivo. Pronto lo vemos en Italia adonde llega con apenas 20 años. La razón de su temprana salida de España está poco clara. Quizás tenga que ver una orden de destierro que se dictó contra un tal Miguel de Cervantes en 1569 por haber herido en duelo a otro tal Antonio de Sigura. Ya en Italia entra al servicio del cardenal Giulio Acquaviva (1546-1574), al cual sigue por numerosas ciudades: Roma, Florencia, Milán… En 1570 se hace soldado e interviene en la batalla de Lepanto (1571), en donde es herido, según sus propias palabras, en “la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.
De regreso a España, es capturado por los piratas berberiscos cuando las costas catalanas estaban a la vista y es enviado a Argel. Las cartas de recomendación que llevaba por su buen comportamiento en batalla hacen creer a los piratas que es persona importante y que pueden sacar apetecible rescate. Pero su familia es incapaz de costear lo que se pide y permanece “cinco (años) y medio cautivo,
donde aprendió a tener paciencia en las adversidades”. Tras varios intentos de fuga que darían para otras tantas novelas, los frailes trinitarios consiguen rescatarlo. De vuelta a España persigue sin éxito algún oficio que lo saque de la penuria; incluso en un memorial donde ensalza los servicios prestados a la corona, solicita pasar a las Indias para ocupar algún oficio de los que están vacantes. El mismo rey le contesta: “Busque por acá en que se le haga merced”, es decir, búsquese la vida. No sin esfuerzo, publica en 1585 su primera novela, La Galatea, de género pastoril y de menos que escaso éxito.
Hacia 1587 consigue el cargo de abastecedor para la Armada Invencible y de recaudador de impuestos, oficios muy estupendos que lo llevan desde Madrid a Andalucía a través de esos campos y ventas manchegos. Son años de penurias y sinsabores pero que le permiten entrar en contacto con la variada gente de los caminos. Cervantes tiene mala suerte y da con sus huesos en la cárcel en varias ocasiones. Según él mismo manifiesta, es en su estancia en la prisión de Sevilla (1594) donde comienza a elaborar El Quijote, quizás concebida en origen como novela corta. Por esta época escribe algunas de las novelas y comedias que sacará en 1613 y 1615 respectivamente. En 1604 lo vemos en Valladolid, donde se había establecido la corte. Desgraciados asuntos familiares lo persiguen: delante de su casa es herido don Gaspar de Ezpeleta y su familia (él y dos hermanas y su hija natural, llamadas las Cervantas) es detenida. Publicado El Quijote, en 1606 lo vemos ya en Madrid, adonde se había vuelto a trasladar la corte. Gracias al éxito de esta novela, su nombre ya es conocido y, aun con penurias, decide centrarse exclusivamente en su obra literaria y, así, en estos años publicará casi toda su producción. Muere, en fin, el 23 de abril de 1616 y se le entierra en el convento trinitario sito en la actual calle de Lope de Vega.
El retrato más conocido atribuido a Cervantes está colgado en la Real Academia Española, pintado, según reza, por Juan de Jáuregui en 1600. Sin embargo, la descripción más fiable del Manco de Lepanto corresponde a su propia pluma, inserta en el prólogo de sus Novelas Ejemplares:
“Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña […], la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha”.
2.2 Obra poética y dramática
Es lugar común citar la opinión que de sí mismo tenía Cervantes como poeta: “…tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo”, decía en el Viaje del Parnaso. Y es, efectivamente, la faceta menos valorada del genial escritor. Mucha de su poesía se encuentra intercalada en sus obras en prosa, y usa tanto de la poesía italianista como de los metros tradicionales. Además, están escritas en verso las obras teatrales extensas conservadas y un par de entremeses: La elección de los alcaldes de Daganzo y El rufián viudo.
Los dos libros donde encontramos mayor número de poemas son La Galatea y el Viaje del Parnaso.
El primero, inscrito en el género pastoril, se publica en 1585. La trama es un simple marco donde colocar los poemas, alguno de considerable extensión, como el Canto de Calíope, compuesto en octavas reales, que consiste en una galería por la que desfilan poetas de la época.
El Viaje del Parnaso es su poema más largo. Sale a la luz en 1614 y su contenido es parejo al Canto de Calíope. Para la mayor parte de los críticos es un libro pesado, reiterativo y con poco interés, aunque de calidad superior al Canto.
El teatro de Cervantes es muy superior a su poesía. El mismo Cervantes, en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses (1615), lo divide en dos partes, atendiendo a la época en el que fue compuesto. A la primera, entre 1580 y 1587, pertenecen dos tragedias conservadas: Los tratos de Argel y, la más importante, La Numancia, un canto épico al heroísmo numantino. Para muchos es la mejor tragedia del XVI. En ese prólogo sostiene que por aquella época compondría entre veinte y treinta comedias.
A la segunda época corresponden las ocho comedias a que hace referencia el título citado arriba, entre las que mencionamos El gallardo español, La casa de los celos, Los Baños de Argel, o Pedro de Urdemalas. Posiblemente algunas sean refundiciones o modernizaciones de textos escritos con anterioridad. Había que ponerse al día y, por esta época (entre 1600 y 1614) el teatro del XVI era barrido por el torbellino lopista: “entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica”, nos dice en el prólogo citado.
Los ocho entremeses, publicados junto con las comedias de la segunda época, son de una calidad extraordinaria. Están, salvo dos, escritos en prosa y siguen y superan la senda que abriera el admirado sevillano Lope de Rueda. De todos ellos, destacan de modo claro El viejo celoso y, sobre todo, El retablo de las maravillas.
El primero ha sido objeto de atención por la osada situación sexual que plantea. Una joven, casada con un viejo y obligada al encierro, goza de su amante casi delante de su marido, tapiz por medio.
En El retablo de las maravillas, dos cómicos llegan a un pueblo y despliegan un teatrillo que dicen es fabuloso. Solo podrán ver la representación aquellos que posean absoluta limpieza de sangre y sean hijos legítimos. Los cómicos comienzan a anunciar la aparición de personajes en su retablo maravilloso pero, como en realidad no se representa nada, los copetudos asistentes deben fingir ver lo que no ven. La crítica social es patente. La hipocresía queda expuesta ante el
ridículo general.
2.3 Obra en prosa
Ya hemos citado que La Galatea es la primera novela que publica Cervantes. El mundo pastoril, con sus idealizaciones, sus versos interminables, sus pastores con nombres tan sugerentes como Elicio, Erastro o Galatea, pese a saber perfectamente que este género era artificioso y convencional, este mundo, digo, era muy querido por nuestro autor. La novela parece inconclusa en su tenue acción y Cervantes prometió durante toda sus vida escribir la segunda parte. El mérito de la obra, sin embargo, es escaso, pero tiene el valor de mostrarnos que el manco genial anhelaba lo ideal y lo bello como oposición casi terapéutica al fracaso y desengaño personal. De hecho, El Quijote amplía, magistralmente a mi juicio, esta lucha entre el mundo que pudo ser, que debió ser y la cruda y agraz realidad.
Las doce Novelas ejemplares (1613) son el contrapunto al extenso Don Quijote. Cervantes afirmaba ser el primero en escribir novela (en aquella época se llama novela a lo que hoy llamaríamos novela corta) pues, efectivamente, sus argumentos eran originales y no estaban sacados del río italiano, como así hizo, por ejemplo, Timoneda. El significado del adjetivo ejemplares ha sido discutido ampliamente por la crítica que ha considerado dos variables. O bien nos decantamos hacia la supuesta enseñanza moral que impregnaría cada narración, por lo menos en oposición al molde original italiano; o bien consideramos el hecho de que son ejemplares en cuanto a su elaboración. Es decir, que Cervantes era bien consciente de que estaba abriendo un nuevo camino.
Generalmente se suelen dividir en dos grupos. En el primero están las narraciones de corte más idealista y mundano, con personajes más aristocráticos. Son las que más se acercan a la novella italiana. Aquí encontramos El amante liberal, Las dos doncellas o La española inglesa. En este grupo son especialmente interesantes, La Gitanilla y La ilustre fregona, donde la trama
comparte protagonismo con la descripción de la realidad, todo ello envuelto en un amable sentido del humor muy del gusto de Cervantes. El segundo grupo está constituido por las novelas más típicamente cervantinas. En algunas, El coloquio de los perros, el Licenciado Vidriera o la magistral Rinconete y Cortadillo, por ejemplo, importa más el retrato de la sociedad que la trama. En otras, El casamiento engañoso o El celoso extremeño, la intriga es, sin embargo, elemento importante.
Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicados de modo póstumo en 1617, pese a gozar de grande éxito en su momento y a ser considerada la mejor de sus criaturas por el autor, ha sido la novela peor tratada por la crítica posterior. Posiblemente la escribiera desde fines del XVI y es una nueva inmersión en el idealismo tan caro a nuestro autor. De los cuatro libros de los que consta, el último es el más breve y parece escrito apresuradamente. Quizás la muerte estaba llamando al insigne manco. Esta obra, que narra las innumerables aventuras de sus protagonistas, Persiles y Sigismunda, por tierras boreales hasta llegar a España y Roma, se inscribe en el género bizantino.
2.4 El Quijote
Argumento
La obra se publicó en dos entregas, en 1605 y en 1615, ambas con éxito rotundo. Algunos ejemplares de la edición de 1605, aparecida a principios de enero en Madrid, habían sido llevados en diciembre de 1604 a Valladolid, en esos momentos corte real. Así, los vallisoletanos tuvieron el honor de leer, antes que nadie, la magistral novela.
En la primera parte se recogen las dos salidas del hidalgo de su pueblo (sobre cuya identidad “irrecordable” se han vertido ríos de tinta). Alonso Quijano
decide convertirse en caballero andante y, ridículamente vestido con vieja armadura y a caballo sobre flaco rocín, abandona su casa. Es nombrado caballero por un ventero, vuelve a su casa molido a palos y el cura y el barbero examinan y queman los libros que supuestamente lo enloquecieron. Se piensa que este sería el final del primitivo Quijote, pensado tal vez, como novela corta. La salida segunda, esta vez acompañado de Sancho, al que promete el gobierno de una ínsula, incluye, entre otras, la famosa aventura de los molinos, la de los “ejércitos” de ovejas, la del yelmo de Mambrino y otros muchos materiales ajenos a la trama principal, como la Novela del cautivo, de tema morisco, o la Novela del curioso impertinente. Don Quijote regresa a su casa encerrado en una carreta, convencido de que está encantado.
La tercera salida ocupa la segunda parte. En esta no hay historias que distraigan al lector de la trama principal. Entre otras muchas peripecias, Sancho y don Quijote se encuentran con unos duques que los invitan a su palacio en donde sucede la aventura del caballo de madera Clavileño y el nombramiento de Sancho como gobernador de la ínsula Barataria, todo ello montado para regocijo de los duques. Don Quijote cambia de planes y, en vez de dirigirse a Zaragoza, decide ir a Barcelona, donde conoce al bandido Roque Guinart. Allí, nuestro héroe ve por primera vez el mar y, también allí, en las playas de Barcelona, es vencido por el misterioso Caballero de la Blanca Luna y obligado, en pro del honor debido a la orden de caballería, a regresar a su casa por tiempo de un año.
Vencido y cansado, nuestro hidalgo regresa a su hogar, donde recobra la razón antes de morir.
El Quijote, parodia
La obra fue concebida por el autor, y así entendida por el público, como una parodia de los libros de caballería. Todos los recursos de este género aparecen ridículamente desarrollados en nuestra obra, incluso la figura del supuesto sabio o autor “verdadero” del que el escritor de la novela caballeresca no era más que
un recopilador, aquí convertido en el moro Cide Amete Benengeli. La técnica consiste básicamente en contrastar la figura del caballero y las alucinaciones dementes de su mundo idealizado con la cotidiana y poco caballeresca realidad manchega: sus ovejas, sus posadas y mesoneras, sus odres de vino y sus galeotes. Naturalmente, para el lector del XVII, conocedor del género caballeresco, el contraste entre ambos mundos provoca mayor hilaridad que en nosotros, alejados de todo aquello. Sin embargo, a medida que avanza la obra, es la realidad la que se trasforma “dando la razón” al hidalgo (y a Sancho). Así, surgen caballeros retadores (el Bachiller Sansón Carrasco convertido en el Caballero de los Espejos y de la Blanca Luna), caballos encantados como Clavileño, gobiernos insulares, cabezas articuladas que hablan, etc.
Los personajes
Tradicionalmente se consideró a Sancho una mera contraposición de don Quijote. Efectivamente, a un personaje espigado, idealista, culto y valiente se oponía otro bajito, realista, zafio y cobarde. Esta postura se ha ido abandonando. Es cierto que uno es contrapunto de otro, pero a un héroe tan complejo como el hidalgo, tan polifacético, tan humano, corresponde otro igual de complejo y no menos humano. Cervantes, magnífico escritor y descriptor, no utiliza a sus personajes como estáticos símbolos. Son creaciones humanas que modifican su postura conforme viven. Así, por ejemplo, se ha hablado mucho de la quijotización de Sancho y de la sanchización de don Quijote. A su lado, una multitud de personajes, cada uno de ellos también magníficamente caracterizados, un mundo de ventas, caminos… paisanos y paisanajes que hacen de esta “la mejor novela del mundo”, la más leída, la que más ha influido en otros escritores y la más traducida del mundo mundial.
En 1614 se publicó inesperadamente el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de un tal Alonso Fernández de Avellaneda. Quién se esconde detrás de este nombre sigue siendo un misterio. Pese a ser una novela a veces divertida, no resiste ni de lejos una mera comparación con el original. Los personajes son planos, estáticamente ridículos y la trama repite hasta la saciedad
la serie “visión alucinada de don Quijote −aviso de Sancho− golpes al caballero”. Casi el único mérito estriba en que fue conocida por Cervantes mientras escribía la segunda parte de su obra y le hizo cambiar de planes en la redacción de El Quijote para hacer ver al lector que él era el verdadero autor del hidalgo y su Quijote, el único e irrepetible.
3. La poesía en el Barroco: empacho de genios
La poesía del Barroco profundiza en los caminos seguidos por la lírica renacentista. Pervive la poesía tradicional, con el cultivo generalizado del romance, en continuidad con el uso de esta estrofa en el siglo XVI (lo que se ha llamado el romancero nuevo) y que sirve para todos los temas: amoroso, burlesco, religioso, etc. El cancionero tradicional proveyó en numerosas ocasiones de temas al teatro. Villancicos, zéjeles y letrillas fueron escritos por autores cultos de este período. De las estrofas con “sabor” tradicional, goza de especial predilección la seguidilla. La poesía culta castellana en décimas, quintillas, etc., aparece con frecuencia en las comedias.
La poesía italianista, con sus sonetos y tercetos, se cultiva profusamente, no solo en su aspecto petrarquista continuador de Garcilaso o Herrera, sino también como soporte para la burla, la sátira o la moral y angustia existencial.
Por si esto no bastare, la importancia de la tríada de autores barrocos de este capítulo justificaría varios manuales. Aquí, Luis de Góngora andando entre la poesía popular, chocarrera, burlesca y crítica por un lado y la más excelsa contribución a la belleza en los sonetos y en los poemas largos (Soledades, Fábula de Polifemo y Galatea) por otro. Detrás de él, Juan de Tassis, Pedro Soto de Rojas y otros. Allí, Francisco de Quevedo y su sátira, su pesimismo, su sentido de lo justo, su apasionamiento. Contrastes… barrocos. Violencia y pasión, tan alejados de la postura de aquel Cervantes que, tras los golpes de la fortuna, había aprendido “a tener paciencia en las adversidades”. Poesía, teatro y prosa que dejarán honda huella en posteriores escritores. Y, entre Quevedo y Góngora, el autor más querido del público, aquel en el que literatura y vida más van de la mano: Lope de Vega. Su obra lírica es muy amplia. Su gusto por lo popular se manifiesta en el uso del romance. En las composiciones populares, seguidillas, villancicos, canciones de siega… se muestra el Lope más delicado, más vital. Los miles de sonetos, muchos de ellos contenidos en sus comedias,
recogen temas de todo tipo, especialmente los que describen sus vivencias amorosas y religiosas. Además, varios poemas épicos y novelas cortas. Un portento.
Otros autores, aun influidos por estos tres, permanecen más dentro de la sobriedad clasicista. Hablamos entonces de Rodrigo Caro, Francisco de Rioja, Esteban Manuel de Villegas o los hermanos Lupercio y Bartolomé Argensola.
Conceptismo y culteranismo
El conceptismo y el culteranismo (o cultismo) son dos tendencias existentes dentro de la literatura barroca, no solo en la poesía. Tradicionalmente se consideraba el conceptismo más propio de la prosa. El autor conceptista buscaría la expresión más concentrada, los dobles sentidos, la asociación ingeniosa, el pensamiento agudo, la forma castizamente española, etc. El culterano, por el contrario, se basaría en la expresión bella, la metáfora audaz y ennoblecedora, el léxico y la sintaxis latinizantes. Tradicionalmente también, se mantenía que conceptismo y culteranismo eran tendencias contrapuestas e irreconciliables. A la cabeza de la primera estaría Quevedo. Góngora sería el líder de la segunda. El hecho de que ambos autores se profesaran antipatía manifiesta (por no decir odio) ha ayudado a esta idea de oposición.
Sin embargo, esta visión simplista ya se ha superando. Conceptismo y culteranismo son dos manifestaciones cuyos límites son difusos. Los recursos típicos del primero (el concepto) y del segundo (la metáfora) en muchos casos son coincidentes. Ambos expresan asociaciones intelectuales entre objetos. Y el gran teórico barroco Baltasar Gracián, aquel que definiera el concepto como “acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos” citaba a Góngora como “águila en los conceptos”. Las dos tendencias, en fin, buscan el refinamiento, la complicación formal y la oscuridad conceptual en el lenguaje, todas ellas cosas muy barrocas, por cierto. El conceptismo estaría en la base del culteranismo, y este sería una vuelta de tuerca más, apoyado
sobremanera en la sintaxis y léxico latinos. Ambos estilos, para acabar, continúan la tradición de nuestras letras. Los conceptos, las metáforas agudas, el latinismo léxico y sintáctico se hallan presentes en la poesía cancioneril, en algunos hallazgos de la popular y en poetas del XV como Juan de Mena o en los místicos renacentistas.
3. 1 Góngora
Vida
El cordobés Luis de Góngora y Argote (1561-1627), posiblemente de origen converso, nace en una familia acomodada. Estudió en Salamanca entre 1576 y 1580, en donde empieza a componer y se va haciendo un nombre entre la pléyade. Recibió las órdenes menores y, años más tarde, las mayores, condición que le permite recibir beneficios eclesiásticos de la catedral cordobesa, lo que le valió para llevar una vida desenfadada, muchos toros, mucha poesía… Hizo varios viajes por Castilla en los que conoció a Quevedo. La difusión de la Fábula de Polifemo y las Soledades (1612-1613) desata la agria controversia entre seguidores de Góngora y su poesía nueva y detractores, entre los que destaca, cómo no, Quevedo (don Francisco inventa el término culterano como insulto: Góngora sería un luterano, es decir, un hereje, de las letras). Fijada su residencia en Madrid, se ordena sacerdote en 1616. En la corte pretende el favor del valido de Felipe III, el duque de Lerma. Una vida muy por encima de sus posibilidades económicas lo deja en una difícil situación. Caído Lerma, su principal benefactor, se ve forzado a volver a su ciudad natal en 1626. Su salud para entonces, ya está muy quebrantada.
Las relaciones de enemistad entre Góngora y Francisco de Quevedo, otro personaje de verbo fácil, agresivo y punzante, están llenas de anécdotas. Cuentan que, en 1625, Quevedo compró la vivienda donde Góngora vivía de alquiler. Convertido en su casero, don Francisco llamó a la puerta y puso al cordobés de patitas en la calle. Ante el “tufo a Soledades” que había en la vivienda, Quevedo
tuvo que quemar “pastillas Garcilasos” para “perfumarla y desengongorarla”.
De carácter orgulloso, el desdén y la aguda crítica mueven la vida de Góngora. Es un poeta cerebral. Así, sus poemas amorosos son perfectos ejercicios poéticos. Las composiciones religiosas son conmemorativas. No aparece la angustia vital sincera de Quevedo y el desengaño está visto desde una óptica distante.
Obra
Las composiciones de Góngora suelen dividirse en dos grupos atendiendo al metro utilizado. El primero comprendería lo escrito en metros cortos castellanos. El segundo estaría formado por las de metros cultos.
También cabe una división atendiendo a otro aspecto permanente en la obra gongorina: los poemas de tono burlesco, satírico, degradante; y aquellos en los que se busca la belleza absoluta.
Los romances y las letrillas son lo más importante de su obra en metros cortos. En las letrillas encontramos a un Góngora ora sentimental, ora satírico. La composición Ándeme yo caliente es una revisión barroca de la sentida Oda a la vida retirada de Fray Luis.
“Ándeme yo caliente y ríase la gente. Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías, mientras gobiernan mis días mantequillas y pan tierno, y las mañanas de invierno naranjada y aguardiente, y ríase la gente”.
Sus romances, sonoros, perfectos, se ocupan de variados temas: los hay amorosos, moriscos, burlescos, etc.
Góngora compuso un elevado número de sonetos que están a la altura del mejor Garcilaso. Como en la producción en versos cortos, los sonetos tienen variada temática: burlescos, como los dedicados a Lope o a Quevedo (“Anacreonte español, no hay quien os tope”), los dedicados a ciudades o la bellísima composición que desarrolla el tema del carpe diem (obsérvese la sobrecogedora gradación del último verso):
“Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido al sol relumbra en vano; mientras con menosprecio, en medio el llano mira tu blanca frente el lilio bello; mientras a cada labio, por cogello. siguen más ojos que al clavel temprano; y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello: goza cuello, cabello, labio y frente, antes que lo que fue en tu edad dorada oro, lilio, clavel, cristal luciente, no sólo en plata o viola troncada se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
Los poemas mayores, la Fábula de Polifemo y Galatea (1612) y las Soledades (1613 la Soledad I, 1614, la Soledad II) constituyen lo que se ha llamado el Góngora oscuro. El primero trata el tema clásico del cíclope Polifemo que, enamorado de la ninfa Galatea, mata al pastor Acis, su rival. Las Soledades, de exhuberancia sin parangón, constan de dos partes, la segunda inconclusa. La trama, el viaje de un joven náufrago, es un mero pretexto para las brillantes metáforas y el difícil lenguaje.
Estos poemas mayores provocaron una de las polémicas más sonadas de nuestra historia literaria. Desde el paródico punzón quevedesco (“¿Qué captas, noturnal, en tus canciones/ Góngora bobo con crespuculallas?”) hasta la argumentación más erudita del pintor-poeta Juan de Jáuregui, se atacó la artificiosidad y oscuridad de estas composiciones. Pese a ello, la nueva poesía tuvo sus seguidores entusiastas.
Don Juan de Tassis, conde de Villamediana (1582-1622), amigo y protector de Góngora, de escandalosa vida y novelesca muerte, es autor de poemas satíricos y amorosos de elevada calidad. Los sonetos petrarquistas son, pese a usar lugares trillados, de acabada perfección. No faltan tampoco poemas de contenido moral. Entre sus composiciones mayores destaca la Fábula de Faetón (1617), de 28
octavas, o la Fábula de Europa.
Fray Hortensio Félix de Paravicino (1580-1633) fue también seguidor de Góngora. Escribió sonetos siguiendo el paso de su amigo y maestro. La prosa de sus Sermones es recargada y llena de metáforas barrocas.
Pedro Soto de Rojas (1585-1658) publica en 1623 Desengaños de amor en rimas a instancias de su amigo Lope de Vega, de contenido petrarquista. Más tarde, con un lenguaje culterano, el bellamente descriptivo Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, sobre el jardín moro de su carmen granadino.
La mexicana Sor Juan Inés de la Cruz (1651-1695) escribió teatro siguiendo a Calderón, prosa y poesía. Muchos poemas son simples pasatiempos o encargos de su congregación, en metros cortos. Aunque de sus sonetos nos llega eco del cordobés, el poema que más claramente bebe de Góngora es el largo Primero sueño, composición en silvas, oscuro y difícil en el que suenan los sonidos de las Soledades.
3.2 Quevedo
Vida
El madrileño Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), hijo de familia noble, estudió en los jesuitas y en Alcalá de Henares, donde consigue una sólida formación humanística. Domina, además, el francés y el italiano. En Valladolid entra en contacto con Cervantes y Góngora. Recordemos que, a instancias del valido de Felipe III, el duque de Lerma, la corte se trasladó en 1601 a esta ciudad castellana. Quevedo se mueve con facilidad en palacio. Acompaña al séquito a
su regreso definitivo a Madrid en 1606. Es ya un poeta ampliamente conocido. Por estos años comienza a pleitear por unas posesiones de su familia en Torre de Juan Abad (Ciudad Real), asunto al que el autor da mucha importancia. Tras entablar relaciones con el duque de Osuna, marcha a Sicilia y Nápoles desempeñando misiones delicadas a medio camino entre diplomático y espía, entre las que está la posible participación en la conjura en Venecia (1618), hecho que, según se cuenta, lo forzó a escapar de esta república disfrazado de mendigo. Caído Osuna y vuelto a Madrid, se refugia en la Torre, ya de su propiedad.
Con la subida al trono de Felipe IV (1621) y entablada amistad con el nuevo valido, el conde-duque de Olivares, se permite trabajar a fondo en su obra pasando varios años en la Torre (1635-1639). Inesperadamente es detenido en 1639 y encerrado en San Marcos de León. No se sabe a ciencia cierta qué motivó tal hecho. El caso es que, caído el valido y puesto en libertad (1644), su salud ya está muy deteriorada. Tras un breve paso por la corte, se traslada a la Torre y, de allí, a Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), donde fallece.
Quevedo es una de las figuras más complejas y poliédricas de nuestras letras. Su carácter, rayano en lo depresivo, es, por momentos, desquiciado. Su obra (y él) pasa de la sensibilidad más exquisita, al apasionamiento exaltado. De la profundidad metafísica y moral, a la burla más soez; del dolorido poeta amatorio, al cantor de lo prostibulario. En Góngora, no podía tener un rival inferior, vuelca su malhumor, su agresividad, su frustración, su antisemitismo y su exacerbado patriotismo…
Obra poética
Curiosamente, don Francisco puso empeño en editar a Fray Luis de León y a Francisco de la Torre, pero descuidó sistemáticamente su propia producción. Muerto el miope genial, se publicaron dos volúmenes con sus composiciones: El parnaso español (1648) y Las tres últimas musas (1670). A juicio de los estudiosos, pueden dividirse en dos grandes grupos temáticos: Las poesías de
tono severo, moralista, grave y metafísico y las concebidas como expresión burlesca o amorosa, más creadas estas últimas como juego literario que como expresión de sinceros pensamientos.
Las poesías morales tratan los temas propios del Barroco: desprecio de los bienes mundanos, caducidad de la fortuna y fugacidad de la vida, tan presente en la época:
“¡Cómo de entre mis manos te resbalas! ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! ¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría, pues con callado pie todo lo igualas!”
Es en estas composiciones donde está lo mejor de su genio. Conectadas a estas, están los sonetos de asunto político. Quevedo es perfectamente consciente de la decadencia moral y política de España:
“Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados de la carrera de la edad cansados por quien caduca ya su valentía”.
Las composiciones amorosas son un bello ejercicio poético. Pese a crear sus sonetos desde un amor más bien intelectual (hay que decir que Quevedo era convencidamente misógino y que el matrimonio que celebró con doña Esperanza
de Mendoza fue todo menos sincero y apasionado) resultan de una hondura sobrecogedora, quizás fruto, no del amor en sí, sino de lo hondo con que nuestro poeta vivía las emociones. Polvo seré, mas polvo enamorado.
Para las composiciones burlescas, Quevedo prefiere el metro corto: romances, letrillas, aunque no faltan sonetos. Aquí aparece el conceptismo más arrebatado. Los juegos de palabras, los dobles sentidos, el calambur, todo tendente a la deformación caricaturesca y ridiculizadora. Es obligado citar el grupo de poemas que lanza como dardos contra el poeta cordobés. He aquí uno de los sonetos más conocidos de nuestra literatura:
“Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva, érase un peje espada mal barbado; era un reloj de sol mal encarado, érase un elefante boca arriba, érase una nariz sayón y escriba, un Ovidio Nasón Érase un espolón de una galera, érase una pirámide de Egito, las doce tribus de narices era; érase un naricísimo infinito, frisón archinariz, caratulera,
sabañón garrafal, morado y frito mal narigado.”
Por cierto, aunque algunos poemas se publicaron en antologías de varios autores viviendo Quevedo, muchos otros, sonetos satíricos, romances, letrillas, etc. corrieron de boca en boca o en manuscritos con cien variantes, lo que dificulta una edición cabal de su obra.
Obra en prosa
La obra en prosa de Quevedo es densa y abundante. En el siguiente epígrafe de este capítulo nos ocupamos del Buscón, su novela picaresca. Ahora, y por su importancia, destacamos brevemente los Sueños. Compuestos tempranamente, pero publicados en 1627, son fantasías satíricas. Bajo el viejo recurso de un sueño o una visión onírica, van desfilando todos los tipos y usos de la sociedad. Los dardos de don Francisco no olvidan a nadie: zapateros, sastres, validos, médicos. Arremete contra todos y contra todo sin sentir un ápice de empatía. El título completo es bien explicativo: Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños de todos los oficios y estados del mundo. A veces, estos análisis denotan el pesimismo del que es consciente de la decadencia del país. Otras, sin embargo, son simples entretenimientos burlescos.
Es autor de otras fantasías morales, como el Discurso de todos los diablos o infierno enmendado (1628), de calado filosófico más profundo que los Sueños. Una de las obras clave para entender el pensamiento quevedesco es La hora de todos y la fortuna con seso, publicada en 1650. También por ella desfila una sucesión de tipos y usos de la época.
Compuso además Quevedo numerosas obras de contenido histórico: España
defendida y los tiempos de ahora (1609), Política de Dios y gobierno de Cristo (1655), clave para conocer las opiniones políticas de Quevedo, etc. Y otras de contenido doctrinal en las que se muestra defensor del pensamiento estoico, pasado por el filtro cristiano: La cuna y la sepultura (1635) o Las cuatro pesetas del mundo (1651). La labor de crítico literario no puede desarrollarse sin usar a Góngora como blanco. Así, escribe Aguja de marear cultos y La culta latiniparla, ambos publicados en 1631.
3.3 Lope de Vega
Vida
Para saber de primera mano la vida de Félix Lope de Vega Carpio (1562-1635), el Fénix de los ingenios, no hay cosa mejor que leer su obra. Por ella circulan vivencias, amores y muchos datos que han sido luego corroborados por la investigación. Madrileño de origen cántabro, estudió en Alcalá de Henares, aunque no terminó su formación universitaria. Su carácter vital, enamoradizo y apasionado lo irá llevando de un amor a otro hasta el final de su vida. Sus mujeres aparecerán más o menos veladamente en toda su obra. El primer amor, Elena Osorio (Filis en sus composiciones) le produce arrebatos de celos y malestar. Parece ser que por imposición familiar, Elena debe aceptar amantes más ricos y poderosos que el joven Lope.
Suelta mi manso, mayoral extraño, pues otro tienes tú de igual decoro: suelta la prenda que en el alma adoro, perdida por tu bien y por mi daño. Ponle su esquila de labrado estaño,
y no le engañen tus collares de oro: toma en albricias este blanco toro que a las primeras yerbas cumple un año. Si pides señas, tiene el vellocino pardo, encrespado, y los ojuelos tiene corno durmiendo en regalado sueño. Si piensas que no soy su dueño, Alcino, suelta, y verásle si a mi choza viene; que aun tienen sal las manos de su dueño.
Debido a unos libelos que escribe contra la familia de Osorio es encausado. Se le condena a dos años de destierro que pasará en Valencia, no sin antes llevarse a su segundo amor, Isabel de Urbina (Belisa). Allí entra en contacto con la ferviente actividad teatral que reina en la ciudad que ya conocemos. El dato de que antes de llegar a Valencia se enroló en la Armada Invencible (1588) está lejos de ser confirmado. Desde la ciudad mediterránea envía a la corte comedias que va componiendo y su fama crece. Deja por fin Valencia y se instala en 1590, como secretario del duque, en la salmantina Alba de Tormes. Muerta su mujer, en 1595 regresa a Madrid.
Al poco, se casa con Juana de Guardo y, de paso, se amanceba con Micaela Luján (Camila Lucinda), con la que tiene varios hijos. Con su mujer vive “oficialmente” en Toledo. En Sevilla, con Micaela, con la que rompe en 1608. Dos años más tarde, lo vemos instalado en Madrid. Al morir Carlos Félix, su hijo predilecto, y su mujer Juana, entra en crisis y en 1614 se ordena sacerdote… para enamorarse poco después de la veinteañera Marta de Nevares (Amarilis o Marcia Leonarda). Por desgracia, Marta fue quedándose ciega. Además tenía episodios recurrentes de demencia. Murió en 1632. Poco a poco, los hijos del
poeta van abandonando el hogar. Los últimos años del Fénix los vive en soledad. Las estrecheces económicas tampoco ayudan. Su última hija, Antonia Clara, lo abandona y, abatido, nuestro autor muere en 1635.
Grandes fueron las exequias dadas a nuestro poeta, costeadas por su inconstante y voluble amigo el duque de Sessa. Amigo que, a todo esto, se olvidó de ciertos pagos, por lo que los restos del Fénix de los ingenios finalmente fueron a parar a un osario, perdiéndose para siempre.
En este epígrafe nos ocuparemos de su obra poética y en prosa. Queda para más adelante su extraordinaria labor como dramaturgo.
Obra poética lírica
Como poeta lírico, Lope está a la altura de Góngora y Quevedo. Pero, de temperamento vivo, optimista y dinámico, estuvo muy alejado de las preocupaciones metafísicas, del veneno y de la sátira de sus depresivos coetáneos.
Su estilo se ha definido como la perfecta conjunción entre el tradicional conceptismo español y las formas refinadas italianas provenientes del Renacimiento. Su inmensa producción poética –no olvidemos que en verso está escrito el abundantísimo conjunto de comedias– se suele dividir según el metro utilizado, como ya vimos con Góngora.
Las composiciones en versos cortos están constituidas por romances pastoriles y moriscos. Pero donde brilla con especial luz es en la recreación de las estrofas populares: cantares de siega, villancicos, seguidillas no tienen comparación en
nuestra lírica. Es el Lope más popular, más tierno y cercano.
Nuestro autor escribió cerca de tres mil sonetos, muchos incluidos en sus comedias, pero otros formando libros como las Rimas (1602), las Rimas sacras (1614) y las Rimas humanas y divinas de Tomé de Burguillos (1634).
Las Rimas constan, entre otros, de 200 sonetos por los que desfilan Filis y Camila Lucinda. Uno de los sonetos más conseguidos es el reproducido arriba, recreación pastoril de la rivalidad entre el poeta y el noble Francisco Perrenot, sobrino del poderoso cardenal Antonio Perrenot Granvela.
Rimas sacras, mucho más irregular en su calidad, aunque de notable éxito en su momento, viene movido por la ordenación de Lope. En los sonetos más personales, aquellos no dedicados a santos, festividades, etc., encontramos al Lope entrañable.
Las Rimas humanas y divinas están compuestas por el álter ego guasón del autor, el supuesto licenciado Tomé de Burguillos. Además de sonetos, algunos romances, villancicos etc., incluye el poema épico-paródico La gatomaquia, siete silvas en las que se describe la rivalidad de dos gatos, Marramaquiz y Micifuz, por conseguir la mano (mejor, la zarpa) de la hermosa gatita Zapaquilda. Lope se sirve de los lindos gatitos para ridiculizar las costumbres de la época.
Otros libros de poesía sacó el Fénix aunque, a juicio de la crítica, ninguno alcanza la altura de los comentados arriba. Citaremos los misceláneos La Filomena (1621) y La Circe (1624). Incluyen poemas narrativos, novelas cortas, epístolas y poesías varias. En el segundo volumen se incluye la fábula de los amores entre Polifemo y Galatea en un claro intento de emular a Góngora. También destacamos la composición La mañana de San Juan en Madrid, ágil documento costumbrista.
Obra poética épica
Pese al interés personal de convertirse en el poeta nacional, al igual que Herrera en el siglo anterior, Lope no cuajó como autor épico. Su personalidad ingeniosa, viva y ágil asoma por doquier y le impiden ese grado de distanciamiento y solemnidad necesario para el gran relato. Aún así escribió varios poemas épicos entre los que citamos La Dragontea (1598), sobre el corsario ingles Francis Drake; El Isidro (599), sobre la vida de San Isidro Labrador, patrón de Madrid y sobre esta ciudad; La hermosura de Angélica (1602), texto caótico, extenso y de difícil lectura o el largo Jerusalén conquistada (1608), tampoco muy afortunado. No es desde luego, y así lo ha demostrado el tiempo, donde encontramos al mejor Lope.
Obra en prosa
Tampoco descuidó nuestro autor la prosa, aunque era en el verso donde se encontraba más a gusto. Abarcó, eso sí muy brevemente, todos los subgéneros de la época. Solo evitó el picaresco. Su visión lírica, vital, por veces guasona pero siempre muy empática con el ser humano, le impidió acercarse a un género tan degradador de la realidad y tan pesimista.
La Arcadia (1598) es el ejemplo que Lope nos lega de novela pastoril. Los pastores que aparecen son trasunto de las personalidades que rodeaban al Fénix en su estancia en el palacio del de Alba. El peregrino en su patria (1604) es una novela bizantina, en la que se narran las visitas del protagonista a los centros marianos españoles. Tiene poco interés.
Lo mejor de la prosa es, sin duda, las Novelas a Marcia Leonarda, incluidas en
los volúmenes La Filomena y La Circe. Están alentadas por y dedicadas a Marta de Nevares. Lo más interesante es el tono epistolar de la narración. El poeta se dirige en todo momento a su receptora dando a la narración un marcado carácter teatral.
Pero, sobre todo, destaca el curioso libro La Dorotea (1632), obra, sin duda, influida por La Celestina. Se narran en este libro los amores de don Fernando y Dorotea obstaculizados por la vieja Gerarda, que prefiere al rico don Bela como amante para la joven. La valoración de esta obra, con numerosos elementos autobiográficos, eso sí, muy transformados, es cada vez más alta. Parece ser que, aun novelando los amores juveniles del Fénix con Elena Osorio, es obra de vejez. La actitud ante los recuerdos indica que ha pasado ya bastante tiempo.
3.4 Otros autores
Aun influidos en algunos aspectos por los estilos culteranos y conceptistas, hubo poetas que intentaron mantenerse en una poesía clasicista, más sobria y medida de tipo renacentista. Dentro de esta “tercera vía” están los poetas de la llamada escuela sevillana, seguidores del gran Fernando de Herrera. Son poetas cuyo estilo denota sobriedad clásica, pero su tono pesimista y gusto por el lenguaje colorista los incluye de pleno en el Barroco.
Rodrigo Caro (1573-1647) se merece un sitio en la pléyade por su contenido Canto a las ruinas de Itálica, usada como pretexto para ocupase del desengaño.
Francisco de Rioja (1538-1659) es figura principal de esta escuela sevillana. Lo más importante de su obra es una serie de poesías dedicadas a las flores: Al jazmín, Al clavel, etc. Su vida efímera, símbolo de la juventud y la fugacidad, le sirve para hablar de lo caduco.
“Pura, encendida rosa, émula de la llama que sale con el día, ¿cómo naces tan llena de alegría si sabes que la edad que te da el cielo es apenas un breve y veloz vuelo? y no valdrán las puntas de tu rama, ni tu púrpura hermosa a detener un punto la ejecución del hado presurosa”.
El capitán Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) es autor de una de las composiciones más bellas de este período, la Epístola moral a Fabio, en tercetos encadenados en los que se propugna la vida retirada y el estoico renunciamiento.
Un grupo de poetas aragoneses componen en versos menos coloristas y más contenidos aún. Dos nombres destacamos ahora: Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613), con obras de tonos moralizantes y algunos sonetos amorosos y satíricos, y su hermano Bartolomé (1562-1631), autor de sonetos y epístolas de repetitivo tono moral y religioso. Temas diferentes son los que a parecen en la obra de Esteban Manuel de Villegas (1589-1699). Conocedor profundo de la poesía grecolatina, sus composiciones de tono epicureísta, ágil y optimista tuvieron enorme éxito y preludian lo que habría de ser el género más característico del siglo siguiente.
4. La prosa en el siglo XVII: amplio abanico de novedades
El género picaresco, inaugurado magistralmente a mediados de siglo anterior con el anónimo Lazarillo y que tardó otro medio en dar su segundo ejemplo (El Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, 1599) es el que más y mejor se desarrolla en esta centuria, si bien en la segunda mitad lo podemos dar ya por finiquitado. Todas estas novelas siguen, a veces más y a veces menos, las características del género. Destaca, de entre todas, el Buscón del ínclito Francisco de Quevedo.
La novela satírica de costumbres supone una suerte de derivación del género picaresco. Sobresale El diablo cojuelo (1641), de Luis Vélez de Guevara. Juan de Zabaleta, de su lado, nos da una viva descripción de tipos y costumbres madrileñas, lo mismo que Francisco de Santos, imprescindibles para conocer el Madrid de la época.
Junto a la picaresca y la sátira costumbrista se desarrolla un tipo de novela cortesana de intriga novelesca y amorosa en ambientes refinados. Derivan de la novela corta italiana o de la bizantina. Se considera a María de Zayas como el mejor de estos autores. Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo o Alonso de Castillo Solórzano también escriben novela cortesana. Lope y Cervantes, por otro lado, se apuntaron a la novela bizantina.
En la prosa que no es de ficción siguen apareciendo crónicas históricas. Antonio de Solís (Historia de la conquista de Méjico, 1684) es el mejor historiador de Indias de este período. La prosa mística está presente, por ejemplo, en la persona de Sor María de Ágreda y su Mística ciudad de Dios. Con estilo conciso, Diego de Saavedra Fajardo escribe Idea de un príncipe político cristiano, un particular manual para príncipes. Pero la prosa didáctica alcanza su máxima altura con
Baltasar Gracián. Es la mayor expresión del conceptismo. Símbolos, juegos de palabras, zeugmas, etc. impregnan su obra. Su mejor libro, a juicio de la crítica, es El Criticón.
4.1 La novela picaresca
Las novelas de contenido idealista propias del siglo anterior ceden terreno a las que se orientan hacia el realismo, como la novela picaresca y la novela satírica de costumbres.
Aunque siguiendo al filólogo madrileño y especialista en el Siglo de Oro Alonso Zamora Vicente (1916-2006): “se ha venido olvidando demasiado frecuentemente que la novela picaresca es ante todo novela, es decir: recreación artística, voluntaria selección y parcelación de una realidad” y no fiel reflejo “de la realidad de una España concreta”.
Es extensa la nómina de obras que integran el género picaresco. Comenzamos por la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán (1547-1614?), publicada en dos partes (Madrid, 1599, Lisboa, 1604). Este autor sevillano, de vida desordenada y a veces disipada, estancias en la cárcel, deudas, etc., construye una de las novelas más complejas de este género. Un adulto galeote, Guzmán, nos relata su vida llena de vicisitudes. La narración está plagada de digresiones morales que la hacen lenta y de difícil lectura. Dentro de El Guzmán de Alfarache se insertan, como ya veíamos en El Quijote, varias novelas cortas completamente ajenas al tema central, una de las cuales, la historia de Ozmín y Daraja, es una interesante narración de género morisco.
Y un caso parecido al de El Quijote de Avellaneda sucedió con nuestro autor: un par de años antes de publicar la segunda parte, apareció un Guzmán, a cargo de un tal Mateo Luján de Sayavedra, personaje desconocido. Alemán se vio
obligado a modificar parte de la obra que ya tenía escrita. La calidad de la imitación es, como con Cervantes, bastante menor.
Francisco López de Úbeda publica en 1605 La pícara Justina. La protagonista, primera de nuestras mujeres-pícaras, vive una serie de aventuras con todo tipo de gentes. El autor, posiblemente leonés, hace gala de un estilo excesivamente pedante, aunque con una riqueza léxica encomiable.
Vicente Espinel (1550-1624), músico, poeta, y pícaro él mismo saca la Vida del escudero Marcos de Obregón en 1618, lleno de datos extraídos de su azarosa vida, de vivo estilo y fino humor.
En 1646 se publica la Vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesta por él mismo. Parece que este Estebanillo era bufón de corte. Con desparpajo se nos relatan estupendas aventuras en España, Italia y otros países.
La hija de la Celestina (1612), de Alonso de Salas Barbadillo, que no tiene nada que ver con la obra de Fernando de Rojas; Las harpías en Madrid (1631), La niña de los embustes (1632), Las aventuras del bachiller Trapaza (1637) o, la mejor de todas, La Garduña de Sevilla (1642) del vallisoletano Castillo Solórzano (1584- 1648), son títulos que añadimos a la pícara lista.
Una de las mejores novelas picarescas, como decíamos arriba, es, sin duda, la Vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, publicada en Zaragoza en 1626 y escrita por el magistral Quevedo. El protagonista, don Pablos, hijo de un barbero segoviano, entra al servicio de don Diego, muchacho de la misma edad, al cual acompaña en su educación en el internado del dómine Cabra, personaje exageradamente quevedesco y esperpéntico, que mata de hambre a sus pupilos (y a él mismo). La descripción
del dómine es una de las páginas maestras de la literatura y deja como dechado de generosidad al avaro cura de Maqueda lazarillesco.
“Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo.
[…] Los ojos, avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y obscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes […]; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que , de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos y pienso que por holgazanes y vagamundos se los había desterrado; [...] Traía un bonete los días de sol, ratonado, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. […] La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria”.
Más tarde, con los escasos dineros de la herencia de su padre y, despedido de don Diego, se va a Madrid. De camino conoce a un truhán que lo presenta a su selecto grupo de tunantes. Muchas son las aventuras que pasa en la Corte, cárcel incluida. La novela nos dice que, finalmente, don Pablos pasó a las Indias, aunque no le fue nada bien, “porque nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”.
Quevedo, representante de la desmesura barroca por antonomasia, nos ofrece un extraordinario relato donde el ridículo deformante se plasma a través de un lenguaje de marcado estilo conceptista, lleno de dobles sentidos, alusiones burlescas que encubren una amarga visión, barroca también, de la vida.
4.2 La novela satírica y costumbrista
Emparentada con la novela picaresca, se desarrolla lo que algunos críticos llaman novela satírica de costumbres. Junto a ella, los relatos costumbristas nos aportan impagable documentación acerca de la vida del Siglo de Oro.
En la novela satírica de costumbres, el protagonista, simple testigo ahora, cede espacio ante el cuadro social, picaresco o cortesano, muchas veces mezclado con elementos fantásticos o maravillosos. El coloquio de los perros, una de las Novelas ejemplares de Cervantes o los Sueños de Quevedo son dos ejemplos consumados de este género. Otras dos son reseñables: Los antojos de mejor vista y la superior El diablo cojuelo.
Rodrigo Fernández de Ribera (1579-1631) publica entre 1620 y 1625 Los antojos de mejor vista, obra muy útil y provechosa, compuesta y ordenada en castellano por Mr. Pierres de Tal. Mr. Pierres, un extranjero, acaba de llegar a Sevilla. Allí le prestan unos anteojos (los antojos) mágicos que le permiten ver la realidad tal como es. No hay lugar que escape a la sátira.
En 1641 el ecijano Luis Vélez de Guevara (1579-1644) saca a la luz El diablo cojuelo, novela a menudo incluida dentro del género picaresco. Un estudiante, perseguido injustamente, se refugia en una buhardilla. Allí encuentra una redoma en la que permanece encerrado el diablo. El estudiante lo libera y, en recompensa, es llevado a un viaje aéreo por varias ciudades españolas. El diablo levanta los tejados de las casas y el estudiante –y el lector– contempla lo que pasa en ellas, contraponiendo a la apariencia hipócrita, la satírica realidad. El estilo que muestra Vélez de Guevara está repleto de artilugios conceptistas: juegos de palabras, dobles sentidos, equívocos ingeniosos, etc. Esta magnífica obra casi llega a igualarse a la prosa del miope genial.
El costumbrismo nos ofrece algunos textos de indudable valor. Agustín de Rojas Villandrando (1572- 1635?) publica en 1603 el libro que le ha dado fama: el
Viaje entretenido. En forma de diálogo, la obra consiste en una mezcla de noticias y cosas curiosas. Uno de los episodios más conocidos y de estimable valor documental hace referencia a las agrupaciones teatrales de la época, ocho, según Villandrando: “bululú”, “ñaque”, “gangarilla”, “cambaleo”, “garnacha”, “bojiganga”, “farándula” y “compañía”. Por ejemplo, de la más humilde dice:
“El bululú es un representante solo, que camina a pie y pasa su camino, y entra en el pueblo, habla al cura y dícele que sabe una comedia y alguna loa, que junte al barbero y sacristán y se la dirá […] Júntanse éstos y él súbese sobre un arca y va diciendo: «agora sale la dama» y dice esto y esto; y va representando, y el cura pidiendo limosna en un sombrero, y junta cuatro o cinco cuartos, algún pedazo de pan y escudilla de caldo que le da el cura, y con esto sigue su estrella y prosigue su camino hasta que halla remedio”. En fin; si hay algún cómico de la legua, maltratado del hambre y los caminos, que merezca un monumento por su vida entregada al sinsabor de entretener a la gañanía es, desde luego, el pobre bululú.
Cristóbal Suárez de Figueroa saca a la luz el diálogo El pasajero (1617) influido por la obra de Villlandrando. Cuatro personajes de cuatro grupos sociales charlan de diversos asuntos de camino a Italia.
El día de fiesta por la mañana (1654) de Juan de Zabaleta es una variada galería de tipos y costumbres del Madrid del Siglo de Oro. Con vivas descripciones se nos muestra al avariento, al pretendiente, al poeta, al linajudo. En 1660 publica El día de fiesta por la tarde que incluye el cuadro La comedia, donde desfilan mujeres, mosqueteros, alojeros o el curioso apretador, “este es un portero que desahueca allí (en la cazuela del corral de comedias) a las mujeres para que quepan más”, y toda la variada fauna que asiste y vive del espectáculo por excelencia: el teatro.
4.3 Otros géneros novelísticos
La novela pastoril, continuadora de las Dianas de Montemayor o Gil Polo y que el mismo Cervantes cultivara (La Galatea, 1584) continúa publicándose, aunque las variaciones con respecto a lo producido en el XVI son importantes: ahora se da cabida a una mayor imaginación que vuelve en irreal el mundo pastoril. Hay incluso introducción de elementos religiosos. Muchos son los autores: Juan Arce Solórzano (Tragedias de amor, 1607), Cristóbal Suárez de Figueroa (La constante Amarilis, 1609), Jacinto de Espinel (El premio de la constancia y pastores de Sierra Bermeja, 1620)..., en la novela Cintia de Aranjuez, 1629, de Gabriel del Corral, la decadencia del género es patente.
Pero si hay un género prolífico en este siglo es la llamada novela corta de ambiente cortesano. Los personajes de estas narraciones son, por lo general, de lo más granado: damas, caballeros, hidalgos, ocupados solo en servir al amor. El escenario, preferentemente urbano, y el tema central de estos relatos, claro, es el amor. Quitando los elementos puramente fantásticos que contienen, estas novelas son un documento interesante desde el punto de vista social. Son muchos los escritores de novelas cortas cortesanas: Gonzalo de Céspedes (1585? -1638), Cristóbal Lozano (1609-1667), Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), o el autor teatral Tirso de Molina (1584-1648), que escribió dos colecciones de novelas, una de carácter profano, Los cigarrales de Toledo (1621), y otra de contenido sacro-moral, Deleitar aprovechando (1635). Nos detendremos brevísimamente, en tres de ellos.
Alonso de Salas Barbadillo (1581-1635), citado ya arriba cuando nos ocupamos del género picaresco, escribe una serie de libros con estilo vivo, dinámico y certero, llenos de buen humor por el que desfila la vida madrileña del Barroco. Mucho de su prosa se lo debe a Cervantes, de quien era amigo. Destacamos algunas obras suyas como El caballero puntual (1614), El sutil cordobés Pedro de Urdemalas (1620), Don Diego de Noche (1623), una de las mejores, o La estafeta del dios Momo (1627).
Alonso de Castillo Solórzano (1584-1648?), escritor vallisoletano de consumada
prosa, escribe numerosas novelas cortas influidas por el autor italiano del Trecento Giovanni Boccacio (1313-1375): un relato marco sirve de unión o hilo conductor a las narraciones incluidas en el texto. Su producción la inicia el volumen Tardes entretenidas (1625), compuesto por seis narraciones. Jornadas alegres (1626) consta de cinco relatos. En este libro, una viajera de camino a Madrid escucha de cinco acompañantes, durante los cinco días que dura el viaje, sendos relatos. Noches de placer (1631) incluye 12 novelas y cierra su producción Fiestas del jardín (1634), con cuatro.
María de Zayas Sotomayor (1590-1661) es la primera autora femenina de novelas. Sus obras son interesantes por las descripciones de elevado contenido sensual y por las tramas llenas de raptos, duelos y aventuras varias. Además, se ha visto a esta escritora como una adelantada a su tiempo en su intento igualatorio entre hombre y mujer. Está muy preocupada por dotar a sus narraciones de verosimilitud y no descuida, por ello, el marco histórico en el que se desenvuelve la historia, si bien consigue conjugar esta premisa con la abundancia de hechizos, encantamientos, etc., que aparece en sus novelas. Su estilo es directo, vivo, nada recargado, si bien las digresiones que intercala con frecuencia, entorpecen el ritmo para un lector actual. A pesar de ello, consiguió notabilísimo éxito. Publicó sus obras en dos volúmenes: Novelas amorosas y ejemplares. Honesto y entretenido sarao (1637), que contiene diez novelas, y Desengaños amorosos (1647), con otras diez. Al igual que en Boccaccio, existe un relato-marco en el que se inscriben estas narraciones.
4.4 La prosa histórica, política y mística
La prosa histórica del Barroco viene representada por numerosas obras en las que predomina el estilo conciso y el intento de rigor, pero su interés es poco. Quizá la característica más sobresaliente es que los historiadores de este siglo no redactan obras de carácter general y se centran en casos particulares, sucesos más locales y biografías. Todavía existen cronistas de Indias como el Inca Garcilaso de la Vega (no confundir con el insigne poeta toledano del Renacimiento) o Antonio de Solís.
El Inca Garcilaso (1539-1616) era hijo de una noble inca y de español. Redacta tardíamente unos Comentarios reales (1609), su mejor obra, un magnífico documento sobre el pueblo inca, que tendrá una segunda parte, Historia general del Perú, póstuma (1617).
El cronista oficial de Indias Antonio de Solís y Rivadeneyra (1610-1686) saca a la luz su Historia de la conquista de Méjico en 1684. Su obra, llena de barroquismos, es menos ágil que sus precedentes renacentistas, pero resulta más rigurosa y exacta. Es el mejor historiador de Indias de su época. Junto a ellos, otros nombres de menor entidad, pero entre los que deben citarse a Francisco Manuel de Melo (1611-1667), portugués que escribe varias obras en castellano, entre ellas, la mejor y más interesante Guerra de Cataluña (1645), y Francisco de Moncada (1586-1635), que se ocupa de los guerreros almogávares en Expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos (1623).
Después de la abundancia de libros místicos del siglo anterior, vemos un decaimiento en este. Algunos textos interesantes son los producidos por Eusebio Nierenberg, que publica Diferencia entre lo temporal y eterno (1643), o Miguel de Molinos, perseguido por la Inquisición por sus ideas quietistas (la pura contemplación y quietud del alma como acceso a Dios), que saca su Guía espiritual (1675). Pero la autora más reseñable es Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665), famosa por su correspondencia con Felipe IV, quien buscaba en ella alivio en situaciones difíciles pese a la poca preparación de la religiosa. Estas cartas no se conocieron hasta mediados del siglo XIX. Es autora de una larguísima e imaginativa vida de la virgen María, Mística ciudad de Dios (1670), llena de detalles inventados por ella misma.
Diego de Saavedra Fajardo (1584- 1648), murciano de familia hidalga y amplísima cultura teológica y humanística, es una personalidad clave en la historia diplomática de la España de su época, interviniendo en algunos sucesos claves de la política exterior.
Es autor de una crónica histórica y de algunos poemas de escaso valor, pero donde sobresale con fuerza es con su obra Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas (1640), tratado que se enmarca dentro del género regimiento de príncipes. Utiliza una serie de dibujos (los emblemas o empresas) que encabezan cada capítulo, siendo este una glosa o comentario de la representación gráfica. Sus ideas están en consonancia con una moral religiosa adrede alejada de la obra más exitosa del género: El príncipe, de Nicolás Maquiavelo (1469-1527).
La filología viene representada en este manual por tres nombres: Bernardo José de Aldrete (1565-1641), que publica Del origen y principio de la lengua castellana (1606), donde establece el castellano como consecuencia de una evolución del latín (algo que no se tenía muy claro entonces pues hay quien afirmaba, por ejemplo, lo contrario); Sebastián de Covarrubias, que saca su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), un diccionario etimológico y fraseológico de importancia suprema para conocer la lengua del XVII; y Gonzalo Correas (1570-1630), que sería la delicia de los estudiantes actuales pues propone una simplificación ortográfica para que a cada sonido equivalga solo una letra en su obra Vokabulario de refranes y frases proverbiales y otras fórmulas comunes de la lengua castellana, editada muy tardíamente a principios de siglo XX.
El jesuita Baltasar Gracián y Morales es el mejor prosista del Barroco. Nació en Belmonte, Zaragoza (ojo, no confundir con el pueblo homónimo de la provincia de Cuenca donde nació Fray Luis de León), en 1601. Siempre tuvo problemas con sus superiores por publicar sus escritos, algo que hacía bajo el pseudónimo de un supuesto hermano, Lorenzo Gracián. De hecho, tras la publicación de su obra más importante, El Criticón (1651), será desposeído de su cátedra de Zaragoza, obligado a ayunar y desterrado a Graus. Indignado, pide poder salir de la orden y se le da la callada por respuesta. Trasladado a Tarazona, muere en 1658.
Su densa obra, cercana al pesimismo de Quevedo, pero nunca resignada, puede ser dividida en cuatro tendencias.
La primera está constituida por los llamados “libros formativos”, breves obras en las que se pretende formar al hombre: El héroe, El político, El discreto, etc. Son obras primerizas. A esta tendencia se puede añadir el Oráculo manual (1647), libro que contiene 300 máximas comentadas.
El tema religioso, bastante ausente de este intelectual jesuita, aparece en su obra El Comulgatorio (1655), en el que despliega una prosa culterana, que contrasta con el resto de su producción, para explicar todas las ventajas de la comunión.
La tercera tendencia recoge la producción centrada en las teorías estéticas y literarias. En Agudeza y arte de ingenio (1648) Gracián analiza las figuras y recursos literarios necesarios para la creación de conceptos y metáforas. Incluye una antología de poetas nacionales y extranjeros que ejemplifican cada recurso.
Muy diferente es el tomo de su obra maestra, El Criticón. Se publica por partes en 1651, 1653 y 1657, respectivamente. Cada parte está dividida en capítulos que él llama crisis. En esta obra alegórica, dos personajes, Andrenio y Critilo, representan a la Naturaleza, la pasión, los impulsos y la conducta irreflexiva, por un lado, y a la Cultura, la inteligencia, el razonamiento, por otro, y que son los dos componentes indivisibles del ser humano. Juntos realizan varios viajes y viven numerosas aventuras. A través de esta obra, de una prosa grave y aguda por momentos, el pesimismo barroco se filtra en cada situación. Ante un mundo en decadencia, se impone la cautela, el “nadar y guardar la ropa”, el artificio de puertas afuera. El Criticón es considerada una de las creaciones magistrales de la literatura en nuestra lengua y su autor, uno de los más conocidos e influyentes fuera de nuestras fronteras.
5. El teatro barroco: Lope y su revolución teatral
La comedia nueva
Todo el siglo XVI, ya se vio, es una etapa de tanteos y fracasos, que van preparando el camino a la eclosión del XVII. Valencia fue en esta época germen de decisivos experimentos dramáticos. Debemos recordar la influencia que el teatro de esta ciudad supuso para el desterrado Lope. Sin la absorción de las novedades valencianas no podría entenderse la revolución que supuso la dramaturgia del Fénix que lo sitúan en España a la misma altura que Shakespeare en Inglaterra o Molière en Francia. Este nuevo modo de hacer fue plasmado en un documento fundacional en verso leído por Lope ante una academia madrileña. Se trata del texto: el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609).
En él se exponen los cambios que introduce el gran autor, que, básicamente, persiguen mezclar los dos géneros dramáticos aristotélicos: tragedia y comedia.
Lope reduce los actos o jornadas en los que se divide la obra a tres, en vez de los cinco del teatro clásico. Entre los actos se representan obras más pequeñas y que nada tienen que ver con la trama principal (entremeses, bailes), lo que produce en el público un efecto de distanciamiento y maduración.
El lenguaje y el tipo de estrofa variarán y se adecuarán a la situación y al personaje. El decoro y la verosimilitud están muy presentes en nuestro autor.
“Si hablare el rey, imite cuanto pueda la gravedad real; si el viejo hablare, procure una modestia sentenciosa; describa los amantes con afectos. […]Acomode los versos con prudencia a los sujetos de que va tratando. Las décimas son buenas para quejas; el soneto está bien en los que aguardan; las relaciones piden los romances, aunque en octavas lucen por extremo. Son los tercetos para cosas graves, y para las de amor las redondillas”. Acepta la unidad de acción del teatro aristotélico: “Adviértase que sólo este sujeto tenga una acción, mirando que la fábula de ninguna manera sea episódica, quiero decir, inserta de otras cosas que del primer intento se desvíen”.
Pero rechaza la unidad de tiempo, aunque se intente que “pase en el menos tiempo que ser pueda”. En fin, en el teatro de Lope se mezcla “la sentencia trágica a la humildad de la bajeza cómica”.
El teatro como espectáculo
La otra novedad en el teatro áureo tiene que ver con el lugar de representación. Ya en la segunda mitad del siglo XVI se habían empezado a habilitar escenarios provisionales. Uno de los espacios elegidos no era más que un corralón de vecinos, es decir, el patio interior de una casa de vecindad. A su imagen se crea el corral de comedias, patio rodeado de una galería abalconada con aposentos para el público más distinguido. En este patio existía un palco amplio y elevado, la cazuela, donde se sentaban las mujeres. Los hombres ocupaban otras localidades y, detrás y de pie, pagando la entrada más barata, si la llegaban a pagar, los mosqueteros, soldadesca y gente de pocos recursos a la que había que tener contenta pues podían, con sus gritos y bulla, echar a perder la representación.
Las representaciones comenzaban a las dos en invierno y a las cuatro en verano y duraban unas dos horas y media. El patio podía estar cubierto con un toldo a fin de proteger al respetable de las inclemencias. El decorado era prácticamente inexistente: una simple tela pintada que tanto servía para escenas en interior como en exterior.
No había descanso en ningún momento: el espectáculo se iniciaba con una loa que servía para atraer la benevolencia del público y terminaba con un baile o jácara. Ya hemos dicho que entre los actos se intercalaban otras piezas breves.
Las cofradías gestionaban el asunto, dedicando a obras pías y hospitales parte de la ganancia conseguida. Esto valió para que, pese a los innumerables intentos de prohibición por parte de los moralistas, el teatro, salvo en épocas determinadas (lutos reales, cuaresma, etc.), mantuviera abiertas sus puertas. Corrales de comedias existieron en las ciudades más importantes de España. En Madrid las cofradías construyeron el corral de la Cruz y el del Príncipe (en 1574 y 1582,
respectivamente), llamados así por estar en esas calles.
5.1 Lope de Vega y los lopistas
Su obra teatral
Lope es al autor más prolífico de nuestra escena. Su amigo Juan Pérez de Montalbán afirma que llegó a escribir 1.800 comedias y 400 autos. Quizás exagerase, pero las 426 comedias y 42 autos que nos han llegado de su pluma nos dan una idea del portento de este hombre. Su capacidad de creación debió de ser enorme. Él mismo nos dice, quizás exagerando, que podía escribir una comedia en “horas veinticuatro”. La clasificación de su obra no está, ya solo por el número, exenta de dificultades. Intentemos una:
En dos grandes grupos podemos dividir primeramente sus piezas. Por un lado, las obras de tema profano y, por otro, las de contenido religioso.
El primer grupo se subdivide a su vez en comedias basadas en historias y leyendas nacionales, las de asunto extranjero, las costumbristas y las pastoriles y mitológicas.
El grupo de contenido religioso contiene comedias sobre santos y temas bíblicos y el conjunto de autos sacramentales.
Las comedias sobre temas nacionales constituye el conjunto más importante. Lope se basó en leyendas y tradiciones, tanto orales como recogidas en crónicas
o romances. Por el escenario circula toda la historia de España, desde los romanos (La amistad pagada) hasta la época de Felipe II. Un grupo importante lo constituyen las basadas en temas extraídos de la épica: El bastardo Mudarra y Siete Infantes de Lara (1612), Las paces de los reyes (1612). Aquellas que se ocupan del honor individual y popular forman un conjunto con piezas memorables, así, Peribáñez y el comendador de Ocaña (1613), El mejor alcalde el rey (1620) o la soberbia Fuenteovejuna (1618?), entre otras. El caballero de Olmedo, publicada póstumamente en 1641, está basada en la misteriosa muerte de don Alonso Manrique, al parecer con cierta base real, y que había dado lugar al cantarcillo recogido en la misma comedia: “Que de noche le mataron / al caballero, / la gala de Medina, / la flor de Olmedo”.
Las obras sobre temas extranjeros incluyen algunas piezas reseñables como El castigo sin venganza (1621), intenso drama de honor situado en Italia pero, en general, son menos interesantes que las vistas anteriormente. A este grupo pertenecen otras basadas en la Antigüedad (Roma abrasada) o en la Edad Media (El rey sin reino).
Las comedias costumbristas o de capa y espada suelen tener menos variedad que las históricas o legendarias. El amor es el tema principal. Por ellas desfilan la dama, el galán, el criado que asume el papel de gracioso, las confidentes, etc., y se sitúan generalmente en ambientes palaciegos o, al menos, urbanos. La trama está llena de malentendidos, desplantes, celos… pero el final es siempre feliz. Destacamos aquí El acero de Madrid (1608), La viuda valenciana (1603), La dama boba (1613) o la deliciosa El perro del hortelano (1613), de ambiente aristocrático.
Menos interesantes son las piezas pastoriles y mitológicas. Lo mejor de estas obras reside en los momentos líricos, más que en la acción dramática. Citamos La Arcadia (1615) o Belardo furioso (1595).
Los dramas religiosos beben de la Biblia (El nacimiento de Cristo, El Anticristo)
o se recrean en las vidas de santos (Barlán y Josafá, sobre Buda, Lo fingido verdadero, sobre San Ginés, etc.). Son menos numerosas y menos interesantes.
Finalmente, los autos de Lope suponen un progreso cierto con respecto a lo hecho en la centuria anterior, pero habrá que esperar a Pedro Calderón de la Barca para que veamos estas piezas en su total plenitud. Aún así, los autos de Lope interesan por los momentos de elevado lirismo y sabor popular que contienen.
Lope vivió en vida el éxito creador. Su nombre producía admiración en propios y extraños. Los teatros se llenaban con sus piezas, gentes de todas clases sociales asistían a los corrales y era considerado “monstruo de la naturaleza”, como lo definió Cervantes, por no pocos. Su teatro cayó en aprecio en el siglo XVIII, pero los románticos lo volvieron a poner en candelero. Pese a su estilo a veces precipitado y a que la cantidad de obras (y por tanto, el tiempo que dedicó a crear cada una) le impidió la profundidad que vemos en los caracteres de Calderón o Shakespeare, el gran logro de Lope consistió en asumir la tradición nacional, convertirla en materia dramatizable y dársela a un público que sintonizó perfectamente con su propuesta.
Seguidores de Lope
Muchos son los autores que asumieron, aun con su toque personal, los postulados de Lope, y algunos de excepcional talla. El primero de ellos es Fray Gabriel Téllez (1584-1648), que firmaba sus obras como Tirso de Molina. Es, después de Lope y Calderón, el dramaturgo más importante de la época. Además de obra en prosa ya vista (Los cigarrales de Toledo, de 1621, colección de novelas cortas, en estilo ágil y desenvuelto; y Deleitar aprovechando, de 1635, con relatos hagiográficos y morales), es autor de magníficas piezas teatrales más cercanas al conceptismo ingeniosos que al artificio culterano. Tirso escribió piezas de contenido religioso como La venganza de Tamar; históricas, como La prudencia en la mujer, sobre la madre de Fernando IV, María de Molina (1265-
1321); o de enredo amoroso, que constituyen la parte más interesante de su producción. Entre estas últimas cabe destacar Don Gil de las calzas verdes (1635), en la que una mujer, disfrazada de hombre, sale en busca de su enamorado, o El vergonzoso en palacio (1606), quizás su primera comedia. Pero son El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630) y El condenado por desconfiado (1636) de lo mejorcito. En la primera, Tirso desarrolla por primera vez el fecundo mito de “don Juan”, personaje típicamente barroco que encarna el ansia de goces nunca satisfecha. En la segunda, un ermitaño desconfía de su salvación y decide llevar la vida de un bandolero.
El mexicano Juan Ruiz de Alarcón (1481-1639), de desgraciado aspecto físico, el pobre, lo que le acarreó no pocas burlas de otros autores, cultiva un teatro de contenido moral. Sin embargo es interesante notar el distanciamiento que tiene este autor con respecto al tema del honor, la nobleza y otros aspectos sociales del Barroco. Compuso unas 20 comedias históricas, mágicas y religiosas, pero sus piezas más interesantes son las de enredo, que reflejan costumbres urbanas. Los críticos consideran La verdad sospechosa (1630), el simpático comportamiento compulsivo-mentiroso del protagonista, su mejor obra.
Luis Vélez de Guevara (1579-1644), además del mencionado El diablo cojuelo, compone entremeses, autos sacramentales y, sobre todo, comedias, la mayoría de tema histórico. Sin embargo, el número de piezas conservadas es escaso. Nuestro autor utiliza a veces argumentos extraídos de otros autores, como Lope o Tirso. De su producción se destacan La serrana de la Vera (1603), escrita especialmente para la gran actriz Jusepa Vaca, El diablo está en Cantillana, sobre el abuso de Pedro I a una mujer casada, y su mejor obra: Reinar después de morir (publicada en 1652), que se centra en la trágica figura de Inés de Castro.
Antonio Mira de Amescua (1574?-1644) compone autos sacramentales, comedias de asunto religioso, históricas y de capa y espada. Sus mejores obras son El esclavo del demonio (1612) y La fénix de Salamanca (publicada en 1653). En esta última, una mujer, disfrazada de hombre, sale en pos de su amado.
Del mismo modo que los autores valencianos influyeron en Lope durante su estancia en esa ciudad, el Fénix dejó huella en aquellos, entre los que destaca Guillén de Castro y Bellvís (1569-1631). De sus piezas sobresalen las basadas en la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (Las mocedades del Cid, de 1618) y en las obras de Cervantes (Don Quijote de la Mancha o El curioso impertinente). Los romances también le sirven de inspiración (El conde Alarcos).
Curiosamente, una de las mejores obras de nuestro teatro áureo, La Estrella de Sevilla, atribuida tradicionalmente a Lope, es, a día de hoy, anónima.
La nómina de autores considerados menores incluye a Antonio Hurtado de Mendoza (1586-1644), Luis Belmonte Bermúdez (1587?-1650?), Felipe Godínez (1588-1637), Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), amicísimo y primer biógrafo del Fénix, Diego Jiménez de Enciso (1585-1634) y tantos otros. Esta somera lista da una ligera idea no solo de la cantidad de autores que siguen al maestro sino de la importancia de la actividad teatral y del teatro mismo como espectáculo “de masas” en aquella época.
5.2 Calderón de la Barca y los calderonistas
Vida
El madrileño Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) es el otro gran hito del teatro nacional. Tras estudiar en el prestigioso colegio de los Jesuitas se traslada a Alcalá de Henares y Salamanca, donde adquiere una sólida base humanística y teológica (1620). Regresa a Madrid, donde lo vemos ya escribiendo: gana un premio literario (1622), se representa su primera comedia (1623), etc. Hay datos que apuntan a que se alistó en el ejército y estuvo en Flandes e Italia, pero esto
está por confirmar.
Sus obras gustan en palacio y se convierte en dramaturgo oficial. Entre 1630 y 1640 Calderón está centrado en escribir. De su pluma salen en estos años sus mejores obras. Su reconocimiento público lo sitúa paralelo a Lope, aunque no abandona su actividad militar, participando, por ejemplo, en la guerra de Cataluña. En 1651 se ordena sacerdote a la vez que reconoce a su hijo Pedro José… y no para de escribir. Más tarde se traslada a Toledo como capellán. Escribe de encargo autos para la fiesta del Corpus y libretos del nuevo género musical procedente de Italia: la ópera. En 1663 regresa a la Corte. Pasó algunas dificultades económicas y siguió escribiendo hasta que le sobrevino la muerte.
Su obra
Es habitual comparar la obra de Lope con la de Calderón. Frente a lo prolífico del primero, lo que le da cierta improvisación de fondo y forma y poca profundización psicológica en los personajes, pero compensado por una indudable frescura, gusto popular y expresión viva y ágil, el teatro calderoniano es más intelectual, más pensado, de más amplias miras. Sus obras son dramáticamente más acabadas, la mecánica argumental, más perfecta. Pedro Calderón de la Barca utiliza un lenguaje muy cuidado, reuniendo los estilos conceptista y culterano. Y mientras en Lope desfila lo nacional, en Calderón predomina el símbolo de alcance más universal.
Se conservan 120 piezas largas y 80 autos, además de entremeses y otras piezas breves. La clasificación de las obras largas se suele dividir en dramas, de contenido trascendental muy cercanas a las tragedias; y comedias, de enredo e intranscendentes.
Los dramas de asunto bíblico y religioso recogen temas extraídos de la Biblia, de
contenido teológico o de la historia de la Iglesia, entre otros. Citamos La cisma de Inglaterra (1627), La devoción de la cruz (1634), El mágico prodigioso (1663), que recoge el tema de la venta del alma al diablo, o la magnífica Los cabellos de Absalón (1630), que sigue otra de Tirso, entre muchas más.
Los dramas histórico-legendarios incluyen algunas piezas maestras, como la famosa El alcalde de Zalamea (1642?), que sigue a otra homónima de Lope. En ella vemos nuevamente el honor avasallado por un poderoso. El pueblo, y su representante máximo, el alcalde Pedro Crespo, son restituidos en su honra por el mismo Felipe II. Otros títulos de este grupo son La niña de Gómez Arias (1638) o Amar después de la muerte (1633).
Los dramas de honor y celos plantean el recurrente tema del honor. El marido, ante la infidelidad (o solo sospecha) debe, por imposición social, cometer uxoricidio (la mal llamada violencia de género). Los celos, claro, son parte importante de las relaciones conyugales. De todo el grupo destaca El médico de su honra (1637). Gutierre decide acabar, mira qué bien, con la vida de su mujer doña Mencía, ante la sospecha de relaciones que pudiera haber tenido con el infante Enrique de Trastamara. A secreto agravio, secreta venganza (1637), El pintor de su deshonra (1645) o El mayor monstruo del mundo (1635) pertenecen a este grupo.
En los últimos años de su vida, Calderón se dedica a escribir dramas mayoritariamente mitológicos. Estas piezas, espectaculares y aparentes, muy del gusto barroco, se ven favorecidos por el desarrollo de la tramoya. Así, escribe Eco y Narciso o El hijo del sol, Faetón (ambas de 1661), etc.
Cerramos los dramas con dos obras soberbias en las que el destino juega un papel primordial. La primera es La hija del aire, publicada en 1653 pero escrita alrededor de 1640. La otra es, cómo no, La vida es sueño, escrita quizás unos años antes. Ambas tienen varios puntos en común. Los dos protagonistas, Semíramis y Segismundo, viven encarcelados para evitar un destino fatal.
Las comedias de capa y espada tienen una estructura más trabada, con enredos más complicados que la de sus grandes antecesores, Lope y Tirso. Los personajes están en constante confusión de identidades. Tapadas, embozados, malos entendidos constituyen recursos recurrentes de comicidad. Amores vigilados por celosos hermanos, mujeres atrevidas y desenvueltas pueblan las tablas en estas piezas. Algunas de ellas son de lo mejorcito del teatro calderoniano, como La dama duende o Casa con dos puertas, mala es de guardar, ambas de 1629.
Seguidores de Calderón
Más que seguidores, los autores que ahora mencionamos están en la misma línea que don Pedro, sin conciencia de que este ostentara el liderato. Es más bien la evolución de la comedia nueva a lo largo del siglo que avanza hacia una mayor perfección formal y una mecánica más rigurosa donde la acción dramática está más engarzada. Naturalmente, ninguno alcanza en calidad ni en cantidad al líder. De entre los primeros destaca, sobre todo, el toledano Francisco de Rojas Zorrilla (1607-1648). Su mejor época como dramaturgo es la que va entre 1630 y 1640. De entonces es la considerada pieza maestra suya: Del rey abajo ninguno (1640), de extraordinaria fuerza dramática, si bien existen dudas acerca de su paternidad. Aún así, es de los pocos autores que cuida la edición de sus obras, divididas en dos volúmenes publicados en 1640 y 1645. Es Rojas Zorrilla autor de un teatro un tanto truculento que no consigue elevar a tragedia. Además de la citada antes, escribió piezas históricas (El Caín de Cataluña) y mitológicas (Progne y Filomena, Lucrecia y Tarquino, etc.). Es autor también de obras cómicas. La mejor, sin duda, es Entre bobos anda el juego (1637). Además tocó el teatro religioso, con piezas de santos y autos sacramentales.
Jerónimo de Cáncer (1599-1655) compuso varias obras en colaboración con otros autores: Calderón, Rojas Zorrilla, Vélez de Guevara, etc. Es autor en solitario de dos comedias: Las mocedades del Cid, del mismo título que aquella que compusiera Guillén de Castro, y La muerte de Baldovinos.
Agustín Moreto y Cavana (1618-1669) crea un teatro muy cuidado y mesurado que lo aleja del exceso barroco, pero lo hace, por contra, menos brillante. Escribió comedias de asunto religioso (La adúltera penitente), comedias de enredo (El parecido en la corte) y comedias psicológicas o de carácter, entre las que está lo mejor de su producción: El lindo Don Diego y, sobre todo, la estupenda El desdén con el desdén (1654).
La nómina de dramaturgos es extensísima e incluiría a Álvaro Cubillo (15961661), el portugués Juan de Matos (1601-1692), Juan Vélez de Guevara (16111675), hijo del autor de El diablo cojuelo, Juan Bautista Diamante (1625- 1687?) o “los últimos del XVII”, Antonio de Bances Candamo (1662-1704), última gran figura en la estela de Calderón, o la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros. Todos ellos, en fin, no hacen más que repetir pálidamente lo dispuesto por don Pedro. Es el camino hacia la degradación del teatro barroco que va ocupando el siglo XVIII.
5.3 El auto sacramental, el entremés y otros géneros teatrales
El auto sacramental
Calderón definía el auto sacramental como “sermones puestos en verso” que representaban “cuestiones de la sacra teología”. Es una obra alegórica en un acto en la que se representa el misterio eucarístico, aunque hay autos que se ocupan de otros misterios o de la figura de la Virgen María. El auto es siempre alegórico: la personalidad del hombre se divide en actantes que entran en conflicto: la Voluntad, el Albedrío, etc. Otras personificaciones encubren conceptos: la Fe, la Ignorancia, el Alma. A veces estos y otros conceptos vienen representados por objetos: el olivo es la paz; la encina, la herejía, etc. Naturalmente, el público debe conocer esta simbología para poder interpretar el auto. Su origen está en las celebraciones festivas del día del Corpus, de raíces
medievales, llenas de máscaras, bailes… pero la comedia nueva influyó decisivamente en los autos. Los contrarreformistas giraron a lo sacro los elementos menos ortodoxos y convirtieron una fiesta popular en un acto de comunión social. Todos los autores de teatro cultivaron el auto sacramental: Lope, Tirso, Mira de Amescua, Rojas Zorrilla y, por supuesto, Calderón.
Se representaba en las plazas sobre carros engalanados con lujo. Música, danza, tramoya, convertían el auto en un gran espectáculo con fines propagandísticos. Sin embargo, este género fue agotándose durante el mismo XVII y el siguiente. Los moralistas los consideraron farsas excesivas y, andando el tiempo, fueron prohibidos en 1765.
El entremés
Es esta una pieza de corta duración que se representaba intercalada entre el 1º y 2º actos de la obra principal. Sirve de contrapeso a la comedia, ayuda a la maduración psicológica de la trama y entretiene al respetable. Su origen está en el paso renacentista y derivará, andando el tiempo, en el sainete ya como pieza independiente. Al principio, el entremés se escribía en prosa. Los personajes son simples y rápidamente identificables por el público: el bobo, la criada, la negra, el soldado holgazán, etc., con muy poca acción, escasos actores y recursos humorísticos sencillos.
Muchos autores cultivaron el entremés, al que no consideraban pieza menor, por ejemplo, Cervantes, de cuya obra nos ocupamos a inicios de este capítulo; o Calderón de la Barca, que está en todo. A ellos añadimos Quevedo, Moreto, etc.
Luis Quiñones de Benavente (1593-1651) es el mejor entremesista. Cultivó solo teatro breve del que creó, según algunos, hasta 900 piezas. Su obra, de claro tono costumbrista, es un gran fresco de la vida y la gente de su época.
Otros géneros menores que forman parte del espectáculo teatral son la loa, la jácara, el baile.
La loa, con uno o dos actores, abre la sesión teatral a modo de introducción. El objetivo es ir recabando la atención del respetable y solicitar su benevolencia, alabando la ciudad y a sus habitantes, ensalzando la profesionalidad de la compañía, etc. (recordemos que el público teatral de entonces podía chillar, patalear, o dar al traste con la representación; de ahí la necesidad de mantenerlos siempre ocupados con algo encima de la escena). Uno de los especialistas “loísticos” es Rojas Villandrando, que inserta 40 en su obra El viaje entretenido, vista arriba.
En el baile es importante la música y la danza, pero también el diálogo. Son piezas breves, ágiles, divertidas con un leve, levísimo argumento, aunque algunos se acercan al entremés. De hecho, Quiñones de Benavente, gran especialista, los llamaba entremeses cantados. Además los cultivaron Quevedo, Moreto, Cáncer, etc. El baile podía sustituir a un entremés o finalizar la representación.
Finalmente, la jácara (de jaque, `chulo´) es una pieza breve cuyos personajes son chulos, prostitutas y toda clase de rufianes. Peleas y golpes, siempre en clave humorística, a veces con danzas y cantos, conforman la jácara. Uno de los cultivadores importantes es Quevedo. Calderón escribió alguno, y Cáncer, Matos, etc.; si era muy breve, la jácara se integraba dentro de un entremés.
En general, y mucho más en estos géneros breves, claro, en el teatro del Siglo de Oro los personajes no están individualizados ni muestran demasiada profundidad. Son muchas veces personajes tipo (el galán, la dama, el gracioso, el rey, el villano…) cuyos roles están casi de modo exclusivo al servicio de la idea. Además de la moral religiosa y la defensa de la sociedad estamental, el
puntilloso comportamiento con respecto al honor y a la honra (el honor “social”) son temas frecuentes en estas obras. El teatro, espectáculo diario y centro de reunión de ricos y pobres, reyes y “escarramanes” o jaques, hombres y mujeres, se usa para educar al pueblo en la sociedad en que vive.
Capítulo VI: Siglo XVIII, ¡pobre siglo XVIII!
1 Luces y sombras del Siglo de las Luces
En el siglo XVIII conviven diferentes corrientes, algunas efectivamente propias de los nuevos tiempos, como el neoclasicismo, con otras pervivientes del pasado, así el posbarroquismo y otras que anuncian nuevos tiempos, como el prerromanticismo.
En cualquier caso, en esto, como en todo, a España llegan tarde y con menos vehemencia las ideas ilustradas, de modo que algunos se han preguntado si efectivamente se puede hablar de Ilustración en España.
Una de las consecuencias de este espíritu ilustrado, que cree en el progreso, la ciencia y la educación del pueblo, es la creación de la Real Academia Española (1713), la Biblioteca Nacional (1711), el Real Jardín Botánico (1755), el Museo de Ciencias Naturales (1771), cuyo edificio fue luego convertido en Museo del Prado, o las Sociedades Económicas de Amigos del País. Las reformas en la educación o en la Hacienda, entre otras, responden también a este impulso.
Y otra de las consecuencias que lleva consigo creer en el progreso y en las reformas es que en España comienza la figura del intelectual perseguido, encarcelado o exiliado por sus ideas, así los pensadores y políticos Melchor de Macanaz y Pablo Olavide, el científico Alejandro Malaspina, o algunas figuras que veremos aquí: Jovellanos, Moratín, Meléndez Valdés, Quintana, Blanco White… Una historia que, desgraciadamente, veremos repetida a menudo.
2. La poesía en el siglo XVIII: desgaste barroco y juegos neoclásicos
Pronto empiezan las primeras tímidas reacciones contra el barroquismo heredado, pero no es hasta el reinado de Carlos III (1759-1788) que no encontramos un verdadero grupo de poetas neoclásicos. Estos se organizaron en círculos, siempre minoritarios, como la Academia del buen gusto o la Fonda de San Sebastián. El universo poético se llena de romances bucólicos, poemas didácticos y cantos al vino y a otros placeres en los poemas anacreónticos. También se componen poemas de tono satírico, cívico-patriótico y filosófico. Completan el panorama las fábulas, breves poemas didácticos muy dentro del estilo ilustrado. Finalmente vemos aparecer poetas neoclásicos que, nacidos en la segunda mitad de siglo, apuntan ya elementos del romanticismo.
Salamanca reúne a un grupo de creadores cuyo máximo exponente será el extremeño Juan Meléndez Valdés. Y en Andalucía, surge el grupo sevillano, con Alberto Lista como máximo creador
2.1 Pervivencia del Barroco
Góngora y Quevedo son los modelos que se repiten, aunque no los únicos, en las primeras generaciones de poetas, así en la obra de Gabriel Álvarez de Toledo (1662-1714), “quevedista” o de José de León y Mansilla (?- 1730), declarado “gongorista”. El más famoso autor de este período es Diego de Torres Villarroel (1694- 1770) de verso ágil en sus letrillas, romances, seguidillas o sonetos de orientación clarísimamente quevedesca. Reunió sus composiciones en los volúmenes Obras, publicados en (1752 y 1794) y Juguetes de Thalía, entretenimientos del numen, editado en varios tomos. Es autor de una serie de pronósticos rimados (Almanaques) que lo hicieron muy popular y le reportaron pingües beneficios. Da la casualidad de que acertó algunos, como (ay, casi) la
fecha de la Revolución francesa:
“Con los mil contarás, con trescientos doblados y cincuenta duplicados, los nueve dieces más y entonces lo verás, mísera Francia: te espera tu calamidad postrera en tu rey y tu delfín, y tendrá por fin su fin tu mayor gloria primera”.
Es decir, 1000 + (300 x 2) + (50 x 2) + (9 x 10) = 1790
De los poetas nacidos en este siglo que continúan la tradición barroca, todos de escaso interés, destacamos a Alonso Verdugo y Castilla, conde de Torrepalma (1706-1767), llamado El difícil por su poesía oscura de influencia cultista. Algunos críticos han barruntado en Las ruinas algún atisbo romántico. Este poema fue leído en 1751 en la madrileña Academia del buen gusto, salón literario de vida efímera (1749-1751) que se reunía en el palacio de la condesa de Lemos y al que acudían poetas de adscripción barroca junto a otros seguidores de la nueva estética neoclásica.
2.2 El neoclasicismo poético
El desgaste de la poesía barroca y las nuevas ideas propugnadas por la Ilustración conducen a una minoría de autores que aspira a la poda del conceptismo precedente. Todos los retorcimientos barrocos que hasta ahora se tenían por muestra de ingenio: metáforas, retruécanos, hipérbatos… son considerados vicios poéticos. Garcilaso y Herrera, Fray Luis o Lope son los nuevos modelos.
Los poetas se reúnen en tertulias intelectuales, siempre minoritarias. Una de las más importantes, creada tras la Academia del buen gusto, es la madrileña Fonda de San Sebastián, fundada y animada por Nicolás Fernández de Moratín (17131780). Este autor cultivó numerosos géneros: anacreónticas, elegías, epigramas, poesía de circunstancias, etc. De tema taurino son los poemas Fiesta de toros en Madrid y la Canción a Pedro Romero. Su Arte de las putas es un poema aparentemente didáctico, lleno de humor e ironía.
Junto a él, otros autores destacables son Cándido María Trigueros (1736-1801), María Gertrudis de de Hore (1742-1801), José María Vaca de Guzmán (17441829?), etc.
También José Cadalso (1741-1782) y Gaspar Melchor de Jovellanos (17441811) cultivaron poesía. El primero, participante de la tertulia de la Fonda, ejerció enorme influencia en la escuela salmantina. Publica su obra, Ocios de mi juventud, en 1773. Junto a algunas composiciones de tono grave, satírico y amoroso, es el género anacreóntico el más utilizado por el autor. Por su parte, Jovellanos cultiva una poesía de tono cívico y heroico. Compuso epístolas (Epístola a Batilo –nombre poético de Meléndez Valdés–), sátiras (Sobre la mala educación de la nobleza) y versos menores de poco interés.
La escuela salmantina
El grupo de poetas más reseñable constituye la llamada escuela de Salamanca. Entre ellos destaca el extremeño Juan Meléndez Valdés, Batilo (1754-1817). Apoyó a José Bonaparte, lo que lo llevó a dejar España tras la derrota francesa (1814) muriendo en el exilio. Se iniciaba así una larga lista de intelectuales que por motivos políticos han debido abandonar las tierras que los vieron nacer. Publica sus versos en dos volúmenes, en 1785 y 1797. La versión definitiva de su obra, que preparaba para 1815, saldría a la luz póstumamente. Es Valdés un representante típico de la poesía neoclásica: por sus odas anacreónticas, églogas e idilios desfilan todos los tópicos dieciochescos: el canto al vino y a la vida bucólica, el espíritu galante, blando y frívolo desarrollado con exquisita elegancia, pero falto, como es de esperar, de verdadera sinceridad y pasión. El romance fue un metro muy utilizado por nuestro autor para desarrollar composiciones de tono didáctico, bucólico o amatorio en los que se ve la huella de Lope, mientras que la abundante adjetivación y el tono de algunos poemas anunciarían ya el cercano romanticismo. Más adelante, y por consejo de su mentor Jovellanos, su poesía derivará hacia contenidos filosóficos o religiosos.
Integrantes menores de esta escuela salmantina son Fray Diego González, Delio, (1733-1794), animador de este grupo; José Iglesias de la Casa (1748-1791) o el polemista Juan Pablo Forner, Aminta, (1756-1797). Todos ellos cultivan una poesía convencional, dentro de los parámetros ilustrados.
Meléndez Valdés ejerció el liderazgo de un segundo grupo de poetas radicados en la ciudad del Tormes que están a caballo entre la norma neoclásica y el nuevo espíritu liberal-romántico. De entre ellos (Francisco Sánchez Barbero, Juan Nicasio Gallego, etc.) destaca el madrileño Manuel José Quintana (1772-1859).
De carácter liberal, su espíritu ilustrado lo lleva a componer obras con títulos como Oda a la invención de la imprenta (1800) o A la expedición española para propagar la vacuna en América bajo la dirección de don Francisco Balmis (1806)
y cosas así. De contenido patriótico son los dedicados a héroes, como los poemas A Juan Padilla o A Guzmán el Bueno. La patria también inspira Al armamento de las provincias españolas contra los franceses y otras. Quintana asume las ideas ilustrado-liberales sin fisuras. Ataca el fanatismo y el oscurantismo representados, por ejemplo, en las figuras de la dinastía Austria y repugna toda exageración religiosa, cosa que le valió no pocas críticas.
Los fabulistas
La fábula no es invención de esta época, pero es un género que va muy bien con este espíritu ilustrado de crear textos con claro contenido didáctico. Se trata de breves composiciones protagonizadas por animales que representan vicios y virtudes humanas.
El alavés Félix María de Samaniego (1745-1801) escribió algún poema satírico, una colección de cuentos de tono picante (El jardín de Venus) y la colección de fábulas (Fábulas en verso castellano, 1781 y 1784) que le ha dado fama. Son un conjunto de 157 composiciones con finalidad meramente didáctica.
El tinerfeño Tomás de Iriarte (1750-1791) también asume los postulados ilustrados que consideran al escritor como un servidor público entregado a la educción del pueblo. Iriarte fue polemista, poeta anacreóntico, satírico, epistolar… y el mejor cultivador de la comedia urbana (El señorito mimado, La señorita malcriada, etc.), si exceptuamos a su epígono Leandro Fernández de Moratín. Son, como las moratinianas, obras teatrales de costumbres burguesas, con sencillo lenguaje, destinadas a la educación del respetable. Tradujo también obras del francés. Como didáctico, escribió el poema La música (1779), tema bien conocido por él, además de las Fabulas literarias (1782), colección de 67 cuentos de estilo ágil en los que queda manifiesta la defensa de los preceptos neoclásicos del autor.
La escuela sevillana
Un grupo de autores radicados en Sevilla escriben en los últimos años del neoclasicismo con un pie en el romanticismo, cuando la ideología liberal sustituye a las ideas ilustradas. Los poetas Francisco de Rioja y Fernando de Herrera se convierten en el modelo a seguir. La nómina no es pequeña e incluye a nombres como José de Marchena, también conocido como el abate Marchena (1768-1821); Félix Reinoso (1772, 1841) o José María Blanco White (17751841). Pero es Alberto Lista y Aragón (1775-1848) el autor más destacable. Fue matemático, teólogo y sacerdote de carácter tolerante. Publicó su obra en un volumen (Poesías, 1822) que recoge todos los géneros del momento: poesías líricas profanas, romances, idilios, poesía filosófica, amorosa y epigramática. En su extensa producción se unen la influencia de Horacio, Garcilaso, Rioja o el poeta inglés Alexander Pope (1688-1744).
3. La prosa dieciochesca: afanes didácticos
No puede decirse que el siglo XVIII sea el más rico desde el punto de vista de la narrativa y son escasos los frutos de cierta calidad, algo que se compensa con abundantes traducciones de autores extranjeros.
Muchas obras, tal es el caso de la novela Fray Gerundio, del padre Isla, utilizan el marco narrativo como mera excusa para elaborar textos de contenido didáctico. En otras ocasiones, es la supuesta correspondencia entre los personajes, como en Cartas marruecas de Cadalso, la que sirve de marco para el análisis y la crítica. A veces, como en los informes de Jovellanos, no hallamos rastro de estructura narrativa por ningún lado y lo que tenemos es el verdadero género de este siglo: el ensayo.
La labor publicista de los autores no traspasará de una minoría ilustrada que aceptará o combatirá, mediante polémicas, algunas rabiosas, sus ideas. Y las hubo sobre muchos temas: la existencia o no de ciencia en España, la publicación de determinadas obras, la tradición teatral barroca contra los nuevos vientos neoclásicos...
3.1 La narrativa y la prosa didáctica de la primera mitad de siglo
La prosa narrativa
La prosa narrativa de la primera mitad del XVIII está ocupada por la figura del salmantino Diego de Torres Villarroel (1694-1770). Su agitada y novelesca vida
(fue ermitaño, curandero, torero, astrólogo, incluso catedrático de matemáticas en Salamanca, lo que da idea del alto nivel exigido en nuestra más preclara Universidad) le sirvió de materia para escribir su obra fundamental: Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor D. Diego de Torres Villarroel (1743-1759), de estilo desenfadado y agudo. Su deuda con Quevedo, a quien intenta imitar, es reconocida por él mismo. También sigue al maestro en Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la corte (1727), primera parte de su obra Sueños morales. Para algunos críticos, es este el mejor texto del salmantino.
Las descripciones de los tipos sociales de Visiones y visitas…, de Diego de Torres Villarroel, beben directamente de la fuente quevedesca. Así nos pinta al lindo o petimetre: “Con su maleta de tafetán a las ancas del pescuezo, venía por este camino un mozo puta, amolado en hembra, lamido de gambas, muy bruñidas las enaguas de las manos […]. Era, en fin, un monicaco de éstos que crían en la Corte como perros finos con un bizcocho y una almendra repartidos en tres comidas”.
Además de otros escritos, Torres fue un importante divulgador. En sus textos vierte todo su conocimiento, a veces ramplón, muy conectado con su afición a la astrología. Así publica, por ejemplo, Tratados físicos, médicos y morales, Los temblores y otros movimientos de la Tierra, llamados vulgarmente terremotos, Anatomía de todo lo visible y lo invisible, etc. Escribió biografías, tratados de medicina casera, pronósticos, polémicas… lo que lo convierte en el autor más prolífico de su época y en uno de los más interesantes.
El jesuita leonés José Francisco de Isla (1703-1781) publica su obra más célebre, Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes en 1758. Se trata de una novela satírica que persigue ridiculizar a los predicadores que utilizaban una verborrea ampulosa y alambicada en sus sermones. Muchos debieron de sentirse reflejados, pues el revuelo que provocó el texto hizo que fuera prohibido por la Inquisición. El padre Isla escribió además numerosos textos polémicos, defendiendo a su amigo Feijoo, traducciones, obras satíricas,
etc. Son una delicia sus Cartas de Juan de la Encina (1752) contra un tal doctor José Carmona el cual había sacado a la luz un Método racional de curar sabañones, pedante y ridículo hasta el exceso.
La prosa didáctica
El gallego Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), de dilatada vida vinculada casi toda a la ciudad de Oviedo, y dedicada a la docencia y a las letras, es el máximo representante de la prosa didáctica dieciochesca. Su obra está muy en consonancia con el espíritu enciclopedista de su tiempo. Su carácter liberal y nada dogmático, tolerante y alejado de todo exceso, le valió no pocas críticas y polémicas, a las que acudió a veces con vehemencia. Es autor de una magna obra en ocho volúmenes publicada entre 1726 y 1740, el Teatro crítico universal, un gigantesco ensayo en el que caben todo tipo de conocimientos y reflexiones. A partir de 1742 comienza a sacar a la luz sus más de 150 Cartas eruditas y curiosas, del mismo estilo que el Teatro. Es autor de varios escritos polémicos, como Ilustración apologética (1729), en el que se defiende de los ataques contra sus obras.
El zaragozano Ignacio de Luzán Claramunt (1702-1754) fue hombre muy viajado, de espíritu cosmopolita, extraordinaria cultura y temprano integrante de la Real Academia Española. Su obra cumbre es la preceptiva Poética (1737), en cuatro libros, texto que desarrolla la estética neoclásica en España. Para Luzán, no es posible la buena creación sin la sujeción a unas normas pues las reglas impiden la deturpación de la obra y la preservan en su estado más puro y creíble. La crítica está dividida acerca de la influencia real que tuvo esta obra en las generaciones neoclásicas. Además de la Poética, Luzán es autor de una comedia y es poeta de parca obra. Compuso también textos historiográficos, gramáticos, etc.
El benedictino leonés Pedro José García Balboa, conocido como Padre Sarmiento, (1695-1771) publica su Demostración apologética (1732) en defensa
de su amigo y admirado Feijoo, de lectura difícil. Su interés por temas variados lo lleva a escribir Noticia sobre la verdadera patria de Cervantes, donde apunta, frente a la opinión general, que el manco de Lepanto no era madrileño, sino de Alcalá de Henares, una Historia natural, unas Reflexiones sobre el Diccionario de la lengua castellana, Origen y formación de las lenguas bárbaras, etc.
Otros nombres se pueden añadir a la nómina de prosistas didácticos: el oscense Blas Antonio Nasarre (1689-1751), el conquense Andrés Marcos Burriel (17191762), el historiador burgalés P. Enrique Flórez (1702-1773) o el valenciano Gregorio Mayáns y Siscar (1699-1781), uno de los autores más eruditos del siglo XVIII que escribió Orígenes de la lengua española (1737) o Retórica (1757).
3.2 La narrativa y la prosa didáctica de la segunda mitad.
La prosa de ficción
Si la narrativa de ficción no es el género fuerte de la primera mitad de siglo, menos lo es en la segunda, si exceptuamos la gran cantidad de traducciones de autores extranjeros. Pese a su éxito, estas narraciones fueron vistas con recelo por los moralistas, que no apreciaban nada bueno en ellas. De los autores patrios, es el alicantino Pedro Montengón (1745-1825) el escritor más afamado del momento. Publicó cinco obras de diversos temas: pastoril (Mirtilo), épicas (Atenor, Rodrigo)… Su texto más famoso es la primera, Eusebio, de contenido pedagógico, que sigue el modelo de Emilio de Jean-Jacques Rousseau (17121778). Otros autores de novela son: Francisco de Tójar (La Filósofa por amor o Cartas de dos amantes apasionados y virtuosos, 1799), Cristóbal de Nazarena (Vida y empresas literarias del ingeniosísimo caballero don Quijote de la Manchuela, 1767) o la divertida y aguda Los enredos de un lugar o historia de los prodigios y hazañas del célebre abogado de Conchuela el licenciado Tarugo, del famoso escribano Carrales y otros ilustres personajes que hubo en el mismo pueblo antes de despoblarse (1778), de Fernando Gutiérrez de Vegas.
El relato costumbrista, que ya había aparecido en nuestra tradición literaria, surge ahora de mano de Gómez Arias (Recetas morales, políticas y precisas para vivir en la Corte, 1743), Beatriz Cienfuegos (La pensadora gaditana, 1763), Juan Antonio Zamácola (Elementos de la ciencia contradanzaria para que los Currutacos, Pirracas y Madamitas de nuevo cuño aprendan por principios a bailar las contradanzas por sí solos o con las sillas de su casa, 1796) y otros títulos de parecida índole. Muchos de estos relatos fueron apareciendo en un novedoso medio de comunicación: el periódico.
El periodismo y las polémicas
Son muchas las publicaciones periódicas que surgen, algunas de vida efímera, en este siglo. Su papel es importante, pues sirven de altavoz a las ideas ilustradas que van empapando la vida intelectual española, así el Diario de los literatos de España (1737-1742) o el Diario de Madrid (publicado hasta 1918). Algunos articulistas reseñables son Francisco Mariano Nifo (1719-1803), editor, director y considerado el primer periodista moderno de nuestras letras; o José María Blanco White (1775-1841) que, además de poeta, es autor de artículos y otros libros, tanto en español como en inglés. Antes de exiliarse a Inglaterra, escribió en los periódicos sevillanos Correo literario y en Semanario patriótico. En Londres fundó el importante El español (1810) cuyos artículos levantaron vivas controversias en España por sus ideas liberales y soberanistas.
Ya hemos mencionado la proliferación en este siglo de las polémicas. Casi todos los autores participaron en alguna de ellas, muchas veces motivadas por la publicación de una obra, así por ejemplo, las del padre Isla, de Feijoo o de Luzán vistas arriba. Tampoco es infrecuente que el polemista vierta sus opiniones de manera “poco elegante” y que la inquina y las antipatías personales influyan decisivamente en sus opiniones. Un tipo especializado en polemizar fue el meridano Juan Pablo Forner (1756-1797), conectado con los poetas de la escuela de Salamanca y tan culto y leído como soberbio y desabrido. Polemizó contra Iriarte (pues este manifestó su opinión contra Meléndez Valdés), contra Cándido
María Trigueros, contra Ignacio López de Ayala, etc.
Otra prosa didáctica
Los estudios literarios, filológicos e históricos alcanzan, sobre todo en la segunda mitad, gran desarrollo. El concepto de progreso, implícita en la ideología ilustrada, impulsa a los eruditos a investigar en el pasado de nuestro país. Solo citaremos algunos nombres que, por su importancia, merecen aparecer: los bibliófilos Francisco Cerdá y Rico (1739-1800) y José Nicolás de Azara (1730-1804); el filólogo José Gómez Hermosilla (1771-1837); los historiadores Rafael Floranes (1743-1801) o Martín Fernández de Navarrete (1765-1844); y, sobre todo, el erudito, editor y crítico Tomás Antonio Sánchez (1725-1802), que publica la fundamental Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV (1779-1790) en cinco tomos, convirtiéndose en el primer editor moderno de nuestros autores medievales.
De entre toda esta pléyade ilustrada, destacan dos figuras centrales de la Ilustración: Cadalso y Jovellanos.
José Cadalso y Vázquez
El militar gaditano José Cadalso (1741-1782) fue un hombre cosmopolita y culto, que hablaba perfectamente francés e inglés y que encontró difícil acomodo entre sus compatriotas.
En 1771 estrena su tragedia Sancho García con rotundo fracaso. Esto, y la muerte de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, en 1771, lo sumen en una profunda tristeza pero no por ello abandona su actividad literaria, participando
activamente en la tertulia de la Fonda de San Sebastián. Enviado a Salamanca en 1773, traba amistad con los poetas de este círculo, sobre los que ejercerá notable influencia.
Como prosista destaca Los eruditos a la violeta (1772), obra satírica que ataca a los jóvenes presuntuosos que se las dan de conocer. Y entre 1789 y 1790 publica por entregas Noches lúgubres. Se trata de una obra dialogada dividida en tres partes o noches de claro tono romántico. El protagonista, Tediato, quiere desenterrar a su amada y llevársela a su casa. Pretende suicidarse junto a ella y pide, para ello, ayuda al sepulturero Lorenzo. Cartas marruecas es la obra más interesante de nuestro autor. Consta de noventa epístolas que se escriben tres personajes: Gazel, joven marroquí ansioso por saber y que está de viaje por España; Ben-Beley, anciano padre adoptivo del joven; y el caballero español Nuño, vividor, escéptico y alter ego del autor, que ayudará a Gazel a comprender la idiosincrasia del pueblo español.
La personalidad de Cadalso viene marcada por el desencanto y la melancolía, aspectos que, vertidos en su obra, lo acercarán a Larra y al romanticismo.
Gaspar Melchor de Jovellanos
El gijonés Jovellanos (1744-1811) ocupó altos cargos en la Audiencia en Sevilla (1767) y Madrid, participando activamente en tertulias y academias. La subida al trono de Carlos IV (1788) y la Revolución Francesa ponen en difícil situación a los ilustrados. Es desterrado pero regresa a la corte y en 1797 se le nombra ministro de gracia y justicia. Es objeto de continuas críticas por las reformas que propone y en 1801 será nuevamente desterrado a Mallorca.
Desde su conocimiento y experiencia trató de combatir la injusticia en la administración del Reino, la decadencia y el atraso conjugando su admiración
por Europa con el inmenso amor a su patria. Redactó para ello numerosos informes sobre temas económicos, sociales, políticos, etc.: Informe en el expediente de la Ley Agraria (1795), Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos (1796), el Plan general de Instrucción Pública (1809), etc. Escribe además otros textos didácticos, como el Elogio de las Bellas Artes (1781). También compone poesía satírica y epistolar (Epístola de Fabio a Anfriso, Epístola a Batilo) de tono moral, contribuyendo a dar una nueva orientación poética a sus amigos del grupo de Salamanca. Intentó la tragedia neoclásica (Pelayo) y es autor de una comedia en donde se huelen los aires prerrománticos: El delincuente honrado (1774).
Jovellanos, en definitiva, pasa por ser el prototipo de hombre ilustrado, moderado, culto, liberal, justo y más amigo de reformas que de revoluciones.
4. El teatro en el XVIII: poco y mediocre
El teatro del dieciocho basculará entre la corriente barroca, cada vez más huera y carente de contenido y las nuevas ideas, en sintonía con la Ilustración, que utilizarán el teatro como programa educativo para el pueblo. Autores de una y otra estética se enzarzaron en agrias polémicas, sobre todo, durante el reinado de Carlos III (1759-1788).
Tanto ortodoxos de la religión como neoclásicos coincidieron en ver los autos sacramentales como espectáculo excesivo y nefasto, tanto para la religión como para el buen gusto ilustrado, de modo que se consiguió su prohibición en 1765. Otro género será también objeto de las más furibundas críticas de los ilustrados. Es el sainete, heredero directo del entremés y que en este siglo alcanza autonomía y gracia del público.
El neoclasicismo intentó, sin éxito, adaptar la tragedia clásica al teatro español. La ausencia de tradición, la idiosincrasia del momento y la evidente falta de pericia de los tragediógrafos, entre otras cosas, dieron al traste con este intento. Tampoco gozó de espectacular aprecio por parte del público la comedia neoclásica, si exceptuamos a Leandro Fernández de Moratín, único autor que consiguió crear algo consistente.
El lugar de representación seguía siendo el corral de comedias. En Madrid se mantenían los antiguos teatros del Príncipe y de la Cruz. Curiosa es la enconada enemistad entre seguidores del teatro del Príncipe (los chorizos) y los de la Cruz (los polacos). Con algarabías y rechiflas, unos y otros intentaban tumbar las representaciones de sus enemigos teatrales, algo que no ayudaba nada, verdaderamente, al espectáculo teatral mismo.
Existían además el escenario del Buen retiro, para teatro cortesano y el de los Caños del Peral, casi exclusivamente operístico y zarzuelero.
4.1 El teatro posbarroco y el sainete
Con respecto a la dramaturgia posbarroca, agotada la creatividad y calidad de antes, los autores repiten, exagerando, viejas fórmulas. Tanto es así que son mejores las abundantes reposiciones de autores del Siglo de Oro, sobre todo Calderón, que lo nuevo que se escribe. El único recurso que les queda a estos dramaturgos es complicar la trama y la escenografía hasta lo indecible. Estos coletazos barroquistas llegarán hasta fines de siglo. Por ejemplo, contra este teatro escribirá Moratín La Comedia nueva o el Café (estrenada en 1792). De todos los autores de esta corriente barroca destacan los madrileños Antonio Zamora y José de Cañizares.
Zamora (fallecido en 1728) publicó sus piezas en el volumen Comedias nuevas (1728) pero, de nuevas, poco, pues muchas de ellas son adaptaciones de Calderón y otros autores barrocos. Escribió piezas heroicas, comedias de santos y de figurón y algunos sainetes, pero será recordado por su poco más que mediocre No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y Convidado de piedra (1722), versión del mito de Don Juan.
José Cañizares (1676-1750), como el anterior, refunde piezas barrocas de muchos géneros: comedias de figurón, de enredo, de magia, históricas, etc. Su teatro conoció el éxito de público y no son escasos los momentos de pleno acierto dramático. Su mejor obra, El dómine Lucas (estrenada en 1716), fue repuesta en numerosas ocasiones.
El sainete
Sin duda, el género que goza de mayor aprecio por el público, junto a otros como las comedias de magia y de santos, prohibidas por sus excesos en 1788, es el sainete. Pocas son las diferencias entre este y el entremés, quizás la mayor longitud y complejidad del primero, pero muchas veces úsanse ambos términos como sinónimos.
Son los sainetes piezas de tono burlesco, con personajes planos y ambiente costumbrista, muy pegadas al terreno. Sufrieron el desprecio de la clase ilustrada que veía en ellos, quizás exageradamente, una sarta de amoralidades y un claro mal ejemplo para el público.
Además de Diego de Torres Villarroel, que nos ha dejado algunos sainetes interesantes, es sin duda el madrileño Ramón de la Cruz (1731-1794) el mejor autor de estas piezas.
Por su amplia producción sainetera, escribió unos 400, desfila toda la galería de tipos populares madrileños, como el chulo o la maja y es un documento muy sabroso sobre las costumbres de la época. Su lenguaje, castizo, está lleno de expresiones coloquiales, tan alejadas de la invasión de galicismos de moda entre las clases afrancesadas, objeto de crítica por parte de don Ramón.
Sus sainetes nos evocan muy a menudo las escenas goyescas de fiestas, romerías y bailes, así las piezas La pradera de San Isidro (1766), El fandango de candil (1768) o La Plaza mayor de Madrid por Navidad (1765).
La sátira tampoco escapa a su pluma, especialmente la dedicada al petimetre o al
mismo teatro neoclásico, que él veía contaminado por lo francés.
Junto a Ramón de la Cruz componen sainetes muchos otros autores de menor importancia: los citados Antonio Zamora o José Cañizares, el andaluz Juan Ignacio González del Castillo (1763-1800), etc.
4.2 El teatro neoclásico
La tragedia neoclásica
Asistimos en este siglo a un nuevo intento de incorporar la tragedia clásica a los escenarios. La influencia de los grandes tragediógrafos franceses Pierre Corneille (1606-1684) y Jean Racine (1639-1699) y el rechazo al teatro barroco apuntalan este intento de no corta vida, pues muchas tragedias se seguirán representando solapadamente a los primeros triunfos del romanticismo. La tragedia neoclásica española abandona rápidamente los temas grecolatinos y bíblicos para incorporar elementos de la historia nacional, haciendo más atractivo el texto al público. El patriotismo, la virtud, la ejemplaridad, en fin, son los elementos presentes en estas obras. Muchos autores escribieron tragedias: Agustín Montiano (la Virginia, 1571), autor de dos Discursos sobre las tragedias españolas; Jovellanos (el Pelayo, 1769); Cadalso (Sancho García, 1771); Ignacio López de Ayala (Numancia destruida, 1775); etc.
Nicolás Fernández de Moratín escribió dos piezas de escaso éxito: Lucrecia (1763) y Hormesinda (1771) y otras dos que no llegaron a representarse, Guzmán el Bueno (1777) y La Petimetra (1762), esta última, comedia; pero el autor que consiguió crear el texto de más calidad fue el pacense Vicente García de la Huerta (1734-1787) que consigue con la Raquel (1778) aunar los preceptos neoclásicos con el espíritu nacional del teatro de Lope o de Calderón. De la Huerta escribe una obra de hondo apasionamiento, llena de vida y dramatismo,
muy alejada de la frialdad de las piezas de sus contemporáneos.
La comedia neoclásica
Hablar de la comedia neoclásica es hablar del madrileño Leandro Fernández de Moratín (1760-1828). El hijo de don Nicolás, tras unos inicios literarios titubeantes, consigue la protección del ministro de Carlos IV Manuel Godoy, que ampara su actividad teatral. Después de la entrada de los franceses en España, se posiciona al lado del rey José Bonaparte (1808-1813) y llega a ser bibliotecario mayor. Sale de la Península tras ser derrotados los galos, muriendo en París solo y triste. Sus comedias de costumbres burguesas, no demasiado brillantes, destacan empero entre la mediocridad de su época. Son pocas, solo cinco, pero han elevado a su autor a las más altas cimas de la literatura dieciochesca. Reflejan perfectamente el espíritu ilustrado: moderación, verosimilitud, sujeción a las reglas, afán didáctico.
Además de algunas adaptaciones, Moratín compuso El viejo y la niña (estrenada en 1786), El barón (en 1803) y La mojigata (en 1804), en verso; y La comedia nueva o el Café (en 1792) y El sí de las niñas, estrenada en 1806 con sonado éxito, en prosa. Es esta su mejor obra; en ella se desarrolla el tema recurrente en nuestro autor: la educación represora de los jóvenes y los malos matrimonios que se ven obligados a contraer. Es una pieza de trama sencilla pero muy efectiva, verosímil y amable en su final, en el que triunfa el amor sin intereses.
Capítulo VII Siglo XIX, entre románticos y realistas
1. La primera mitad de siglo: el maremoto romántico
Es este un movimiento que actúa sobre todos los órdenes de la vida y la cultura: literatura, música, política e ideología… Surge en un momento de grandes cambios. Guerras napoleónicas, despertar nacional, revoluciones, independencias y descolonizaciones conforman las coordenadas en las que se gesta. Y no es de extrañar que, ya en el siglo XVIII, los primeros países en los que aparece son los menos proclives a lo francés, cuna del clasicismo: Inglaterra y Alemania.
En Gran Bretaña, James Macpherson (1736-1796) publica los poemas atribuidos a Ossian, supuesto poeta céltico, con estilo medievalizante. En Alemania, el movimiento Sturm und Drang (de 1767 a 1785) rechaza la estética clasicista revalorizando el teatro calderoniano.
Desde estos países, la nueva sensibilidad pasará a Francia y de allí al resto de Europa.
Con respecto a España, tenemos que esperar a la muerte de Fernando VII en 1833 para que los liberales exiliados retornen con las ideas que habían ido madurando en su estancia fuera. En esos años se estrenan tres obras de clara adscripción romántica: La conjuración de Venecia, Macías y Elena, que son acogidas con entusiasmo por el público. A riesgo de simplificar, en el romanticismo español, como en el europeo, conviven dos posturas que reflejan la lucha ideológica de la burguesía pugnante: la liberal, con autores como Mariano José de Larra, José de Espronceda, etc. o la tradicionalista, con Enrique Gil y Carrasco, José Zorrilla... La recreación del pasado nacional, tan caro a estos autores, tendrá, por tanto, dos miradas casi opuestas según se sea de una u otra ideología: los románticos liberales verán el pasado como una etapa de lucha
contra el poder establecido, época de libertad donde las normas las ponía el individuo, de heroísmo, etc.; mientras que los tradicionalistas tendrán una mirada añorante de aquellos tiempos en que la sociedad estamental no estaba sujeta a terremotos y cada cual sabía qué lugar ocupaba, por la gracia de Dios. Esta reelaboración del pasado conllevará la valorización de dos creaciones fundamentales de nuestra tradición literaria: el teatro áureo y el romancero.
La mirada hacia atrás es un recurso de huída de una realidad no complaciente. El romántico es idealista, individualista y subjetivo. Con excepciones, el espíritu neoclásico le es, pues, hostil. La concepción que tiene de sí mismo coincide con la visión que más tarde (a finales de siglo y durante casi todo el XX) existe sobre el artista: alguien no sujeto a las normas, original, apasionado, en busca del numen que le abra las puertas de lo sublime.
Otra luctuosa coincidencia de los autores románticos es su temprana muerte. La enfermedad de moda, la tuberculosis, acabará con muchos de ellos. Además, la visión amarga que tienen los románticos de la realidad les provoca sentimientos de angustia metafísica que, en algunos casos, no pueden superar, llevándolos hacia el suicido.
En fin, el mismo romanticismo es de vida efímera. Hacia 1850 toma el relevo el realismo, pero este movimiento, aun rechazando los principios románticos, se desarrollará por las sendas abiertas por aquellos jóvenes apasionados.
2. La poesía romántica: piratas y florecillas
Generalmente, los estudios sobre poesía romántica dividen a los autores en dos grupos cronológicamente separados. Los primeros son aquellos que nacen en el siglo XVIII y escriben buena parte de su obra dentro del neoclasicismo. En ellos se producirá el trasvase de una corriente a otra: Los autores más importantes son Ángel de Saavedra, y Francisco Martínez de la Rosa.
La generación plenamente romántica tiene como centro a José de Espronceda, el mejor poeta romántico. A su lado están Nicomedes Pastor Díaz, Enrique Gil y Carrasco, José Zorrilla o Gertrudis Gómez de Avellaneda y otros.
2.1 Del neoclasicismo al romanticismo
El político y escritor granadino Francisco Martínez de la Rosa (1789-1862) inicia su producción poética siguiendo la estela de Meléndez Valdés en sus poemas anacreónticos o a Quintana en su composición patriótica sobre el sitio de Zaragoza. El espíritu romántico se observa en el poema Canción guerrera, en honor a la sublevación griega o la Elegía a la muerte de la duquesa de Frías (1830). La producción más personal la constituye la colección de epigramas El cementerio de Momo.
También sigue la huella de Meléndez Valdés y de Quintana el político cordobés Ángel María de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865). De influjo clásico es el temprano poema épico El paso honroso (1814). Pero la apertura hacia la estética romántica se produce con la epopeya en romance heroico El moro expósito (1834), sobre los infantes de Lara y el bastardo Mudarra. De 1841 son los
Romances históricos (sobre las figuras de Pedro I, don Álvaro de Luna, Colón y otros personajes de nuestra historia). Es autor de tres leyendas siguiendo al maestro de este género, José Zorrilla: La azucena milagrosa, Maldonado y El aniversario.
2.2 La plenitud de la lírica romántica
El extremeño José de Espronceda (1808-1842) tampoco escapa a la influencia neoclásica en sus comienzos (El pescador, Himno al sol, etc.), pero en el temprano El Pelayo (sobre 1835) se advierten ya claros elementos románticos. Exiliado en el extranjero (como el duque de Rivas, Martínez de la Rosa y tantos otros), a su regreso llega impregnado de la nueva estética que se reflejará en lo mejor de sus obras: los polimétricos El estudiante de Salamanca, poema narrativo sobre el mito de don Juan (1836) y el inconcluso El diablo mundo (1840-1842). Este último consta de seis cantos en el que destaca el Canto a Teresa, de gran hondura lírica, dedicado la mujer que tanto quiso y que tantos sinsabores le procuró.
Otros poemas más breves reflejan el gusto romántico por los personajes fuera de la ley, marginales, todos ellos libres, aunque sea en su desesperación y odio al mundo: La canción del pirata, El reo de muerte, El verdugo, etc. o que denotan la angustia vital, A jarifa en una orgía. Completa su obra una serie de composiciones de carácter patriótico y antiburgués: El dos de mayo, A la traslación de las cenizas de Napoleón, El canto del cosaco.
Otros poetas románticos
Junto a estas primeras figuras del romanticismo, un segundo grupo de autores presenta quizás menos brillantez y sonoridad en su lenguaje y más intimismo lírico, senda que más tarde seguirán los poetas posrománticos. De entre este
grupo citamos al leonés Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), de poesía íntima y melancólica (La violeta), aunque también cultivó poemas de tono épico (A la memoria del general Torrijos), oriental (El cautivo), etc.; el vallisoletano José Zorrilla (1817-1893), de abundante y exitosa aunque mediocre producción en la que es mejor lo escrito en su primera época, pues el resto es una repetición de viejos motivos, así los Orientales o las leyendas, de las que el autor se sentía más orgulloso (Para verdades el tiempo y para justicias Dios o A buen juez, mejor testigo); el gallego Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863), con poemas de tono pesimista y lúgubre (La mariposa negra); o la hispano-cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) que, influida por Zorrilla, elabora versos llenos de nostalgia y pasión (Amor y orgullo). Otros poetas con menor proyección son Juan Arolas (1805-1849), Salvador Bermúdez de Castro (1817-1883), Patricio de la Escosura (1807-1878) o Carolina Coronado (1823-1911).
3. La prosa en el romanticismo
La prosa alcanza un desarrollo no visto en el siglo anterior. Buena culpa de ello la tiene la creciente aparición de periódicos. El periodismo pasa por dificultades durante todo este periódico y está sujeto a los vaivenes políticos. Fernando VII prohíbe estas publicaciones menos las gubernamentales. Tras la muerte del Deseado, se reinicia la actividad de modo febril, pero la total libertad de expresión es un sueño.
Los artículos de fondo, los artículos de costumbre y las novelas de folletín aparecerán en este medio de difusión. El costumbrismo conocerá ahora sus mejores tiempos. Además de en cuadros o artículos de costumbres, estas vivas descripciones de tipos aparecen en numerosas novelas, de modo que a veces pesa más la descripción que la trama argumental.
Además de traducciones de las novelas de Walter Scott, se añaden numerosísimas de Dumas, Chateaubriand, Hugo, etc. El género de la novela histórica hace furor y en quince años se llegan a escribir y editar más de cien títulos. Con el tiempo, estas narraciones se plagarán de aventuras. Las formas de publicar se diversifican: existe la novela encuadernada, la novela por entregas y el folletín, publicado en los periódicos. Estos dos últimos modos abarataban considerablemente el precio de la obra permitiendo llegar a un público mucho más numeroso. Las historias así escritas complicarán hasta lo indecible las peripecias de los protagonistas. Y la premura en su creación, cuando no el tipo de público al que va dirigida, iba en contra de su calidad.
Finalmente, junto a la novela histórica y de aventuras, comienzan a publicarse a partir de 1840 novelas de contenido social con tramas situados contemporáneamente. Se publicaban también en folletín o por entregas e
influyeron en la posterior novela realista.
3.1 El costumbrismo
El costumbrismo romántico, subgénero narrativo que consiste en un texto breve, en prosa o verso, que tiene por objeto la descripción de ambientes y de personajes tipo, es un hito más de una trayectoria realista que ya veíamos en Lope de Rueda, la novela picaresca, Cervantes, etc. Su manifestación más clara se halla en los llamados artículos de costumbres.
Autores fundamentales de este subgénero son Serafín Estébanez Calderón o Ramón Mesonero Romanos. Estos articulistas, junto a otros como Larra o Gil y Carrasco colaboraban en las numerosas revistas costumbristas que a la sazón se publican.
El madrileño Mesonero Romanos, Curioso parlante, (1803-1882) escribió una serie de cuadros de costumbres centrados en su amada ciudad natal. Una extensa galería de tipos circula por las colecciones de artículos (Panorama matritense, 1835; Escenas matritenses, 1842; Tipos y caracteres, 1843-1862, etc.) en prosa ágil, sin amargura ni apenas crítica. Es autor de una serie de guías para paseantes de la capital: Manual de Madrid (1831), El antiguo Madrid (1861)…
El malagueño Estébanez Calderón (1799-1869) se especializó en su Andalucía. Nos deja, como mejor obra, unas Escenas andaluzas publicadas en periódicos a partir de 1831. A través de su prosa, riquísima en casticismos y voces populares de rancio sabor, se describen detalladamente ferias, bailes, escenas tabernarias que aún se leen con cierto gusto.
Se considera al madrileño Mariano José de Larra, o Andrés Niporesas, o Fígaro, o El pobrecito hablador, como firmaba (1809-1837), uno de los mejores periodistas de todos los tiempos. Larra fue un joven viajado y culto, de extraordinaria sensibilidad y elegancia (un dandi, dirían algunos), y de temperamento liberal que cuadraba mal con la España que veía, a la que criticaba amargamente pero con afán regeneracionista. Esto, unido a desgraciados lances amorosos y a un carácter depresivo y melancólico, lo llevó al suicidio con tan solo veintisiete años.
Sus más de doscientos artículos suelen dividirse en tres grupos: los artículos de contenido político, de ideología liberal; los de crítica literaria, en los que se refleja la educación neoclásica del autor; y los más interesantes de todos: los artículos de costumbres en donde, lejos de un Mesonero o un Estébanez, predomina, a veces no sin humor, la visión pesimista de nuestro país. La descripción de una escena le sirve de excusa para reflexionar sobre variados aspectos de nuestra especial forma de ser. En ese sentido, sigue la senda de los ilustrados Jovellanos, Cadalso y otros.
Seguido, admirado, releído, Larra es, para la mayoría de los estudiosos, la figura romántica más vigente y de mayor altura, ahí es nada.
3.2 La novela histórica
La novela romántica no se desarrolla plenamente hasta la instauración del romanticismo tras la muerte de Fernando VII. Además de otros de menor interés, es la novela histórica el género que alcanza mayores logros. Estas narraciones recrean el pasado sin que tengan mucho de documentadas. Sus protagonistas luchan contra una situación que los aboca finalmente a la muerte. Son muchos los autores que escriben novela histórica: Ramón López Soler (Los bandos de Castilla o El caballero del Cisne, 1830), Patricio de la Escosura (Ni rey ni Roque, 1835), Estanislao de Cosca (La conquista de Valencia por el Cid, 1831). Espronceda escribió la suya (Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, 1834) y
Larra también (El doncel de don Enrique el Doliente, 1844); pero, sin duda, la mejor novela histórica romántica, sin echar las campanas al vuelo, es El señor de Bembibre, (1844) del leonés Enrique Gil y Carrasco (1815-1846). El valor de esta novela reside, más que en su complicada trama o en la dudosa recreación histórica, en el lirismo que envuelven las descripciones paisajísticas. La pluma de Gil y Carrasco nos ofrece además un interesante Bosquejo de un viaje a una provincia del interior (1843), así como otra novela histórica (El lago de Carucedo, 1840), algunos artículos de costumbres y de crítica literaria y poesías.
3.3 Otros géneros narrativos
Los estudiosos están de acuerdo en ver en el modo de escribir por entregas el origen de la novela de aventuras. Con menos descripciones, los autores sitúan la trama, cada vez más complicada, en un vago pasado histórico. Algunos cultivadores de este género son Manuel Fernández y González (Los hermanos Plantagenet, 1858), Torcuato Tárrago (El ermitaño de Monsarrate, 1848), etc. La novela social, de moda a partir de 1840, participa de las mismas características de la novela histórica pero situando el argumento en la época actual y dando protagonismo a los problemas de la clase trabajadora, enfrentada a la burguesía y al clero. Algunas de estas obras son consideradas anticlericales. El autor más prolífico es el editor, periodista y político castellonense Wescenlao Ayguals de Izco (1801-1875). Sus obras eran seguidas por numerosos lectores, pero las narraciones suelen presentar defectos de forma y fondo debido a la precipitación con que son escritas. Los títulos de algunas, María o la hija de un jornalero (1846), El palacio de los crímenes o El pueblo y sus opresores (1855), Los pobres de Madrid (1857), etc. dan idea su contenido.
4. El teatro romántico: la pasión escénica
No es hasta 1834, año en que estrenan obra el duque de Rivas, Manuel Bretón de los Herreros o Mariano José de Larra cuando se certifica la instauración del romanticismo sobre las tablas. Es variado el número de géneros teatrales que cohabitan: los que provienen del siglo anterior, como las comedias de magia, la tragedia neoclásica o las que siguen el camino abierto por Moratín, el teatro de costumbres, la comedia burguesa o el intento de resucitar la comedia barroca.
Con respecto al lugar de representación, hay pocos cambios desde el XVIII. En Madrid seguían existiendo el teatro de la Cruz (demolido en 1859) y el del Príncipe. La competencia venía de la ópera y de un nuevo espectáculo: el circo.
Al igual que sucede en otros géneros, en los primeros años de siglo los autores nacidos en el XVIII seguirán escribiendo dramas ajustándose a las normas neoclásicas, pero el romanticismo llama a la puerta. A estos creadores les seguirá la generación plenamente romántica.
4.1 Primeros autores
Vuelven a ser Martínez de la Rosa y el duque de Rivas los autores de transición. El primero, a pesar de sus ideas clasicistas, es el iniciador del teatro romántico con dos obras importantes: Abén Humeya, estrenada en París en 1830 y en España en 1836, todavía bajo el peso de las normas; y La conjuración de Venecia, ya de claros tonos románticos. Pero la obra que definitivamente desata la pasión romántica sobre el escenario es Don Álvaro o la fuerza del sino (1834), del duque de Rivas. Este autor inició su producción teatral con tragedias
neoclásicas de tema nacional (Lanuza, 1822; Arias Gonzalo, 1827) y algunas comedias moratinianas (Tanto vales cuanto tienes, 1828). En Don Álvaro se dan todos los ingredientes románticos: noches tenebrosas, costumbrismo, orígenes misteriosos, muertes accidentales, suicidios fatales… En los últimos años de su vida sacó varias comedias siguiendo declaradamente a Lope o Tirso (La morisca de Alajuar, 1841; El desengaño de un sueño, 1842), etc.
Bretón de los Herreros (1796-1873) tuvo una dilatada vida teatral, no exenta de altibajos y amargas críticas por parte de sus contemporáneos, sobre todo al final de su vida. Estrenó su fama como dramaturgo en 1831 (Marcela o ¿A cuál de los tres?). Fue además poeta, crítico literario y articulista de costumbres. Como dramaturgo, ha dejado más de 100 piezas originales y numerosos traducciones. Sus primeras obras siguen la estela moratiniana (A la vejez, viruelas, 1817). El éxito de Marcela le sirvió para escribir varias obras de parecido esquema (Un tercero en discordia, 1833). Las siguientes comedias, todas de tramas muy sencillas, siguen el mismo camino de un teatro burgués, complaciente y superficial (Muérete ¡y verás!, 1837; El pelo de la dehesa, 1840, considerada la mejor de este autor). Con Elena (1834) inicia su faceta de autor romántico, bastante mediocre, por cierto. A esta se adscriben La batelera de Pasajes (1842) y otras más. Tradujo a Víctor Hugo, Voltaire, Schiller, etc. y versionó piezas del teatro áureo.
4.2 Autores plenamente románticos
Los autores que nacen entre 1806 y 1817 dan al público sus obras en plena explosión romántica. Los más importantes son tres: Hartzenbusch, García Gutiérrez y Zorrilla. A ellos se añade Larra con su drama Macías.
El madrileño Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) estrena en 1837 Los amantes de Teruel, de enorme contenido dramático pero de estructura muy meditada y nada improvisada, considerándose la pieza más perfecta del teatro romántico. Es autor de otros dramas de base histórica (Alfonso el Casto, 1814;
La jura en Santa Gadea, 1845), comedias de magia (La redoma encantada, 1839) y algunas moratinianas. Escribió además fábulas y artículos de costumbres y de crítica literaria. Su labor de editor lo llevó a publicar, a veces con demasiadas licencias, obras de Tirso, Lope o Calderón.
El gaditano Antonio García Gutiérrez (1813-1884) se dedica al teatro después del exitoso estreno de su mejor obra: El trovador (1836). Es una obra plenamente romántica, llena de pasión y dinamismo. Entusiasmó al respetable que aplaudió hasta hacer, por primera vez, que un autor saliera a escena a saludar. También escribió dramas de contenido histórico, muy en la línea del teatro del Siglo de Oro, como Simón Bocanegra (1843). Sus mejores obras de madurez son, sin duda, Venganza catalana (1864) y Juan Lorenzo (1865).
El vallisoletano José Zorrilla (1817-1893) es autor del drama más popular de todos los tiempos: Don Juan Tenorio (1844). Esta pieza, que sigue el mito del donjuanismo iniciado por Tirso, ha sido muy zarandeada por la crítica, que ve en ella cierta improvisación y lirismo ramplón (el mismo autor no consideraba este drama demasiado bien). No escasean, sin embargo, los momentos de efectismo teatral y los aciertos con que están pintados los protagonistas: don Juan y doña Inés.
Junto al Tenorio, dos piezas menos exitosas pero superiores, a juicio de los estudiosos: la temprana El zapatero y el rey (1840-1) y la mejor de todas: Traidor, inconfeso y mártir (1849).
Mariano José de Larra, con menos aciertos que en su prosa, cultivó de modo esporádico el teatro. Su primer estreno, No más mostrador (1831), es una pieza satírica, muy en la línea de sus artículos. En 1834 estrena Macías, una readaptación teatral de su propia novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente. Sin ser una obra plenamente encuadrable en el romanticismo, participa ampliamente de la estética de este movimiento. El protagonista encarna al enamorado rebelde que muere de amor.
Otros autores teatrales
A una altura inferior, pero completando la pléyade de dramaturgos románticos, debemos traer ahora a Patricio de la Escosura, que escribe La corte del Buen Retiro (1837), la exitosa Bárbara Bloomberg (1837) o la superior Don Jaime el Conquistador (1838). Los dramas de Gertrudis Gómez de Avellaneda llegan un poco tarde a la escena, cuando los acaloramientos románticos se están enfriando. Saca a la luz piezas históricas (Munio Alfonso, 1844; El príncipe de Viana, 1844), piezas de contenido bíblico (Saúl, 1849) y otras muchas entre las que destacan Los duendes de la camarilla (1855) o la mejor de todas: Baltasar (1858) de tema bíblico.
Otros autores son Espronceda (Blanca de Borbón), Mariano Roca de Togores (Doña María de Molina, 1837), José García de Villalta (El astrólogo de Valladolid ,1839), etc.
5. La segunda mitad de siglo: el realismo y el triunfo de la burguesía
Tras un período de inestabilidad política que culmina con la salida de España de Isabel II (1868) y la proclamación de la I República (1873-1874), se instaura el largo y aparentemente monótono periodo de la Restauración que ocupa los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII (1874-1931).
Durante esta segunda mitad de siglo se irá consolidando la alianza entre la alta burguesía ennoblecida y la nobleza aburguesada a la vez que el sistema capitalista se difunde: desarrollo de la banca, creación de la bolsa, industrialización, ferrocarril....
Asistimos a la definitiva separación de clases, que marcará la lucha social de parte del siglo XIX y del XX. Frente a las ideologías y partidos aburguesados conservadores, aliados del poder eclesial, militar y caciquil y a cierta minoría progresista que irá alumbrando el pensamiento demócrata, el pueblo se irá organizando en sindicatos y otros partidos de clase, algunos muy radicales, que conforman el movimiento obrero.
Hace ya tiempo que los críticos consideran el realismo, movimiento cultural de la segunda parte de siglo, como continuación, en muchos aspectos, del romanticismo y como superación del mismo. Qué duda cabe de que la característica fundamental del realismo, el intento de plasmar lo más fielmente posible la realidad contemporánea, se hallaba ya presente en tres productos típicamente románticos: la novela social, propia de los últimos años románticos, el periodismo y, sobre todo, el costumbrismo, con sus descripciones minuciosas de situaciones y personajes.
Y hacia 1880, el realismo derivará hacia el naturalismo. Es este una vuelta de tuerca auspiciado por el mecanicismo imperante en los últimos decenios de siglo. El escritor no es solo ya un espejo que refleja solo lo que ve, sino un científico en su laboratorio que experimenta con personajes y situaciones. ¿Es ese protagonista libre de actuar como quiera o se ve sometido a las leyes naturales y a las circunstancias que lo rodean o que han estado presentes en su infancia y juventud?
Si uno actúa movido por circunstancias socionaturales que no puede controlar, no es culpable de sus actos. Y ello chocaba con la idea cristiana del libre albedrío. Es por esto por lo que en España el naturalismo se asumió más como técnica que como postura.
6. La poesía de la segunda mitad de siglo: ¡menos mal que estaba Bécquer!
En el en general mediocre panorama lírico de estos años, algunos autores prolongan su vida poética bajo los mismos parámetros que los vieron nacer, aunque con menos extremismos que en sus años mozos, tal es el caso de José Zorrilla. Como tardorromanticistas o posromanticistas se suelen incluir a poetas que elaboran una poesía más intimista y recogida en la línea que ya había abierto, por ejemplo, Gil y Carrasco. Al lado de Rosalía, destaca descaradamente la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta que mayor influencia tuvo en la lírica de fines de siglo y del XX. Otros autores buscarán en el paisaje y paisanaje natal, con bastante retraso frente a la prosa costumbrista, el numen de su creación. Son los poetas regionalistas. La poesía oficial viene de la mano de Ramón de Campoamor, con una poesía burguesa, sensiblera y casi prosaica y Gaspar Núñez de Arce, cuya creación, interesada en los problemas morales de su tiempo, está más imbricada en su momento.
6.1 Bécquer
El sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es el máximo representante de una poesía que, agotada la explosión del lenguaje sonoro, brillante y excesivo, encuentra en el intimismo melancólico sus fuentes de creación. A ello contribuyen por un lado poetas, como el bilbaíno Antonio Trueba (El libro de los cantares, 1851), que “redescubren” la espontaneidad de la sencilla poesía popular y, por otro, la influencia de los lieder, poemas cortos y profundamente líricos del poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856), traducidos por Gil y Carrasco o Eulogio Florentino Sanz (1822-1881) y leídos con delectación por el sevillano.
Mucho se ha discutido acerca la originalidad de su obra principal, las Rimas. En
su momento fueron despreciadas por algunos. Núñez de Arce las calificó de “suspirillos germánicos”, pero la depuración que suponen las han elevado a las alturas del Parnaso. Salieron a la luz en 1871, aunque ha habido dificultades en cuanto a la fijación del texto definitivo. Generalmente se dividen según el tema. Unas se ocupan de la propia creación poética:
“Mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida, Y en el mar o en el cielo haya un abismo que al cálculo resista; mientras la humanidad siempre avanzando, no sepa a do camina; mientras haya un misterio para el hombre, ¡habrá poesía!”
Otras, las más numerosas, del amor en sus diferentes procesos: desde el gozo por el enamoramiento hasta los celos o la inevitabilidad de la ruptura y el desamor:
“Tú eras el huracán y yo la alta torre que desafía su poder: ¡tenías que estrellarte o que abatirme!... ¡No pudo ser! […] Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder; la senda estrecha, inevitable el choque... ¡No pudo ser!”
La poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, “frágil, alada y fugitiva”, en palabras del escritor Azorín, se expresa en un estilo sencillo, pero solo en apariencia. Se inicia el camino hacia la poesía pura, libre de toda deturpación retórica.
Bécquer escribió asimismo un conjunto de Leyendas (1871) que siguen la estela romántica, aunque con un lenguaje más contenido, de una sensibilidad que no empaña la narración. Su obra toda sigue siendo leída en la actualidad.
6.2 Rosalía y otros autores
La coruñesa Rosalía de Castro (1837-1885) se sitúa casi a la misma altura que Bécquer. Fue decisiva en el resurgimiento de la lírica escrita en gallego (Cantares gallegos, 1863; Follas Novas, 1880). En Las orillas del Sar (1884) encontramos los tonos pesimistas y dolorosos de una vida enfermiza, amarga y triste por la muerte de su hijo:
“Era apacible el día y templado el ambiente, y llovía, llovía callada y mansamente; y mientras silenciosa
lloraba yo y gemía, mi niño, tierna rosa, durmiendo se moría”...
El desgarro de esta poesía pasó sin pena ni gloria, casi como la de Bécquer, delante de las narices del autocomplaciente gusto burgués del momento, y no sería hasta el siglo XX que la crítica no situó a esta autora en el lugar que le corresponde.
Junto a estos dos grandes líricos, encontramos poetas de mucho menor calado y que apenas han resistido el paso del tiempo: el catalán Joaquín María Bartrina (1850-1880), el salmantino Ventura Ruiz de Aguilera (1820-1881), etc. Y también, menos profunda y más cercana al costumbrismo romántico es la poesía de otros autores regionalistas que, como ya hiciera Rosalía, encontraban en la descripción de la naturaleza y los ambientes rurales patrios su inspiración. Así el salmantino José María Gabriel y Galán (Castellanas, 1902), en cuya obra, muy popular en su tiempo, hallamos momentos de elevado lirismo; el valenciano Vicente Wenceslao Querol (Rimas, 1887) o el murciano Vicente Medina (La canción de la huerta, 1905). Algunos autores, como el malagueño Salvador Rueda (1857-1933), participan ya de las nuevas corrientes parnasianas y modernistas que van llegando.
6.3 Dos poetas de la burguesía
Bajo este epígrafe, discutible, agrupamos a los dos poetas “oficiales” del gusto burgués.
El asturiano Ramón de Campoamor (1817-1901) intentó el teatro (Guerra a la
guerra) y el ensayo, aunque sin éxito. Sus obras juveniles están en la línea del romanticismo imperante (Ternezas y flores, 1840) o se inspiran en autores clásicos (Ayes del alma, 1842) pero lo que le dio fama en vida fueron las Doloras (1846) y las Humoradas (1886), creaciones breves, en las que no falta, pese al prosaísmo imperante, cierta agudeza en los conceptos. Extensión del contenido de la dolora es Pequeños poemas (1872). Asimismo redactó algunas composiciones largas: Colón, El licenciado Torralba, etc. Campoamor fue autor de una obra tremendamente popular en su momento pero que no aguanta una lectura actual.
El político vallisoletano Gaspar Núñez de Arce (1843-1903), además de algún drama de nula repercusión (El haz de leña), elabora extensos poemas de versos brillantes y sonoros, rimbombantes y, desde una lectura de hoy, excesivos, aunque formalmente cuidados (Raimundo Lulio, 1875; La visión de Fray Martín, 1880). También compuso poemas que él llamaba hogareños: Maruja, 1886; La pesca, 1884 y una colección de poemas más breves, Gritos de combate (1875), de contenido moral y político. Su obra tampoco ha sobrevivido al paso del tiempo.
7. La narrativa realista y naturalista: espejo de lo social
Entrados de lleno en la segunda mitad de siglo (y en el período plenamente realista, que es a partir de la revolución del 68), se siguen editando novelas folletinescas y por entregas llenas de acción melodramática. Las primeras obras realistas –algunas publicadas en folletín– se vieron influidas por este tipo de novela.
Las técnicas de creación de la narración realista tienden todas al mismo objetivo: reflejar la realidad contemporánea. La materia novelable será la “sociedad presente” en palabras de Benito Pérez Galdós. Y es frecuente que el autor utilice la narración para defender una idea. Es lo que se denomina novela de tesis.
En la década de los 80 empiezan a llegar a España los influjos del naturalismo, movimiento auspiciado por el autor francés Émile Zola. En lo que respecta a España, los postulados naturalistas se utilizaron mucho más levemente. Pese a que las ideas de Charles Darwin habían empezado a conocerse, pese a la filosofía krausista que liberaba el pensamiento del yugo católico tradicional, la inercia católico-conservadora era demasiada… La polémica estaba servida.
Aún así, las traducciones de Zola son constantes y su éxito puesto fuera de toda duda. Los autores, dependiendo de su ideología, aceptarán (Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas Clarín, etc.) o rechazarán (Pedro Antonio de Alarcón o Juan Valera, por ejemplo) el naturalismo, aunque incluso los defensores de esta nueva estética negarán los aspectos más mecánicos, como el determinismo. Al fin, eran todos católicos.
El naturalismo fue aceptado –o rechazado– en seguida, pero allá por 1887 comienzan los autores a evolucionar hacia un realismo espiritualista, influidos, aunque indirectamente, por la novelística rusa. Se rechaza el positivismo naturalista y un cierto misticismo impregna la obra. Caminamos hacia los nuevos presupuestos que cierran el siglo XIX y anuncian la crisis de valores de la burguesía.
7.1 La transición desde el romanticismo
Dos autores se suelen considerar los iniciadores del realismo, aunque con un pie en la estética anterior: Alarcón y Bölh de Faber.
Aunque la publicación de las obras de la suizo-andaluza Cecilia Bölh de Faber, Fernán Caballero (1796-1877), sea tardía, por su prosa y por el momento en que las escribe debemos considerarla en realidad más romántica que realista. Su pensamiento conservador es patente en sus novelas y, pese a su admiración manifiesta por Balzac, sus narraciones están lastradas por la estética romántica. La primera obra publicada y la que tuvo más repercusión fue La gaviota (1849), repleta de vivas descripciones del paisaje y paisanaje andaluz por los que siente un sincero cariño. Es autora de otros relatos menos interesantes: La familia de Alvareda (1849), Un servilón y un liberalito (1855), etc.
El granadino Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) representa, frente a Bölh de Faber, un claro avance hacia la novela realista, bien que las descripciones en sus obras están más cerca aún del cuadro de costumbres romántico que de la precisión realista. Su evolución política lo llevó desde posturas anticlericales hasta un acérrimo conservadurismo, algo que se refleja en su obra. Además de crónicas de viajes (De Madrid a Nápoles), alguna crónica histórica (La Alpujarra) y de guerra (Diario de un testigo de la guerra de África) y de varias narraciones como la primeriza y romántica El final de Norma (1855), y las de madurez, claramente de tesis, como El escándalo (1875), El capitán Veneno (1881), etc., destaca sobre todo por su novela breve El sombrero de tres picos
(1874). El ambiente, los tipos, la indumentaria y la viveza del relato enlazan con las más vivas tradiciones orales populares y con el realismo de nuestra literatura del Siglo de Oro. Es desde luego su mejor obra y su lectura sigue siendo una delicia.
7.2 Dos cumbres en la narrativa realista: Valera y Pereda
Dos autores muy diferentes en carácter, ideología y forma de entender la literatura destacan en el panorama del relato realista: el elegante, mundano y escéptico Valera y el conscientemente provinciano y tradicionalista Pereda.
El aristócrata, político y académico Juan Valera y Alcalá Galiano (1824-1905) ingresó en el cuerpo diplomático (1847) lo que le permitió vivir en diferentes ciudades del mundo (Nápoles, Río, San Petersburgo, Francfort, etc.). Escritor sensible, irónico, refinado, pasa por ser el aristócrata de las letras. Antes de dedicarse a la novela, género por el que será conocido, escribió poesía y crítica. Es muy abundante su epistolografía, clave para conocer sus ideas y su vida. Compuso sus novelas en edad madura, entre 1874 y 1897. De entre ellas destaca claramente Pepita Jiménez (1874), de éxito rotundo, cuidado estilo y gracia sin par. Otras obras de Juan Valera son Doña Luz (1879), El comendador Mendoza (1877) o, sobre todo, Juanita la Larga (1896). Su creación está alejada de la novela de tesis y evita plasmar cualquier conflicto social propio del realismonaturalismo. En ese sentido es una rara avis del momento. En general, su estilo elegante, lleno de fina ironía, hace que merezca seguir leyéndose.
El santanderino José María de Pereda (1833-1906) se mantuvo siempre fiel a las ideas religiosas y políticas más conservadoras, maldiciendo la educación liberal y el ateísmo, e idealizando la “sencilla ignorancia de la vida campesina”, alejada de la influencia perversa de la ciudad. Sus novelas son marcadamente de tesis, así El buey suelto (1877), Don Gonzalo González de la Gonzalera (1878), etc. Pero sus mejores obras, las que pueden seguir leyéndose sin demasiados tapujos, pues están llenos de magníficos paisajes descriptivos y personajes sabiamente
caracterizados son, sin duda, El sabor de la tierruca (1882), La Puchera (189) y, sobre manera, Sotileza (1885) y Peñas arriba (1895), todas de ambiente santanderino (cántabro, habríamos de puntualizar hoy). Escribió a lo largo de su vida asimismo cuadros de costumbres (Escenas montañesas, 1864; Tipos trashumantes, 1877, etc.).
7.3 Benito Pérez Galdós
El canario Benito Pérez Galdós (1843-1920) representa la figura cumbre del realismo español del XIX. Prolífico autor, con él la novela alcanza pleno desarrollo. Se instaló muy pronto en Madrid, donde estudió leyes, y allí residió el resto de su vida dedicado plenamente a la creación literaria, convirtiéndose en el cronista de la sociedad capitalina. Viajó bastante por España y por el extranjero e intervino en sus últimos años en política.
De ideología liberal, cada vez más radical hasta casi integrarse en el republicanismo, Galdós ofrece un gran contraste con el tradicionalismo católico de un Pereda y ya desde sus primeras obras aborda los problemas sociales de su tiempo: las libertades individuales y religiosa, la miseria de las clases más desfavorecidas, la insalubridad de ciertos barrios madrileños, y dedica a la clase media todo su interés.
Situada en el agitado Trienio Liberal (1820-1823), La Fontana de Oro (1868) es su primera novela. El interés por plasmar la historia de su siglo se continúa con los extensos y extraordinarios Episodios nacionales (1873-1912), labor que lo ocupará gran parte de su vida. Constituyen una historia novelada del siglo XIX, desde la batalla de Trafalgar hasta el reinado de Alfonso XII.
Al mismo tiempo que redactaba los primeros Episodios, Galdós produjo varias novelas de tesis en torno al problema religioso en las que se advierte claramente
el influjo de sus ideas liberales. Pertenecen a este grupo Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), La familia de León Roch (1878) o Marianela (1878).
A continuación escribe las llamadas “novelas españolas contemporáneas”. En ellas ya no se defiende una tesis. Con técnica realista, a veces cercana al naturalismo, se describe la sociedad madrileña toda; los personajes ya no son tipos más bien esquemáticos, sino creaciones psicológicamente complejas y vivas. Entre la numerosa producción de esta época destacan El amigo Manso (1882), La de Bringas (1884), Lo prohibido (1884), Miau (1888), etc., y, sobre todo, la más acabada de todas: Fortunata y Jacinta (1886-1887), extensa novela en la que, a través de los dramáticos amores de Fortunata, de humildísima condición, con el burgués Juanito de la Cruz, esposo de Jacinta, contemplamos una viva visión del Madrid de la época.
Las novelas finales revelan un cambio en la orientación galdosiana. A partir de ahora, el idealismo, de acuerdo con la nueva sensibilidad que vive Europa y que presagia la crisis del espíritu burgués, impregna su obra. A ellas pertenecen títulos como Nazarín (1895), Misericordia (1897), El abuelo (1895), Halma (1895) o la tetralogía de Torquemada (1889-1895). En 1909 publica El caballero encantado, su último título reseñable. Es esta una novela diferente, en la que se alterna la realidad con sucesos maravillosos y está en la línea del pensamiento regeneracionista de fin de siglo.
Galdós también escribió numerosos artículos, cuentos (a menor altura que los de Pardo Bazán o Clarín) y, sobre todo, teatro, más de veinte piezas. Pertenecen a su última época y reflejan la tendencia espiritualista ya observada en su obra. Muchas de ellas son adaptaciones de sus obras en prosa, tanto de novelas como de los Episodios. No han sido bien tratadas por la crítica, en general resultan poco ágiles y no han aguantado el paso del tiempo, incluida su pieza escandalosamente más exitosa: Electra, de 1901.
7.4 Hacia el naturalismo: Pardo Bazán y Clarín
Dos escritores fundamentales, además de Galdós en algunas de sus novelas, participan de este movimiento que llega a España a partir de 1880: Pardo Bazán y Clarín.
La coruñesa Emilia Pardo Bazán (1851-1921), de familia liberal y progresista y pasmosa cultura allegada a través de múltiples lecturas y viajes, es la mayor representante del naturalismo en nuestras letras. Conocedora de las tendencias europeas, reunió en La cuestión palpitante (1883) una colección de artículos presentados en el Ateneo madrileño que causó escándalo en la pacata intelectualidad de su época. En ellos no acaba de defender las técnicas naturalistas, aunque en las novelas escritas por esa época se aprecia claramente esa tendencia. Así lo vemos en su obra más lograda (Los Pazos de Ulloa, 1886) y en su continuación (La Madre Naturaleza, 1887), en las que el ambiente natural determina a los personajes animalizando su comportamiento. No faltan vívidas descripciones del campo gallego. Es autora de otros relatos de interesante factura: El viaje de novios (1879) La tribuna (1882), Insolación (1889), o El cisne de Vilamorta (1885). Pardo Bazán pasa por ser la mejor autora de cuentos de su época. En muchos de ellos, en parte de su obra extensa y en artículos, manifiesta su ideología feminista. Es una clara defensora de la mujer y de su papel igualatorio en la sociedad.
Leopoldo Alas Clarín (1852-1901), aunque nacido en Zamora, estuvo vinculado a la ciudad de Oviedo toda su vida. Pese a no mantener contacto directo con los círculos literarios de Madrid, su producción tuvo una gran resonancia.
Escribió numerosos artículos de crítica literaria, llenos de fina intuición y sus antipatías no le impidieron independencia en sus juicios, convirtiéndolo el mejor crítico literario de la época.
Su breve obra de ficción nos deja la novela Su único hijo (1891) y La Regenta
(1884), considerada como una de las mejores en castellano. Adscrita al naturalismo, pero sin solazarse en la crudeza, su vivisección de la sociedad provinciana de la restauración, con inolvidables personajes como Anita Ozores, Fermín de Pas o Álvaro de Mesía es magistral y su lectura absolutamente recomendable.
Escribió además unos sesenta cuentos que tratan, entre otras cosas, de las vidas de personajes sencillos y humildes que acaban siendo víctimas de la sociedad. Adiós Cordera (1893), su cuento más famoso y uno de los mejores, describe la vida idílica de dos hermanos con la vaca Cordera. El tren se llevará al animal al matadero y los niños despertarán a una realidad dura y cruel.
7.5 Otros escritores realistas
Es extensísima la nómina de autores que, a caballo de los dos siglos, cultivan la novela realista-naturalista: el padre Coloma con su éxito Pequeñeces (1891) entre otras; José Ortega y Munilla, autor de El tren directo (1880), Cleopatra Pérez (1884), además de cuentos, artículos etc.; Alejandro Sawa, Salvador Rueda, Alfonso Pérez Nieva y tantos otros. Pero nos vamos a detener, aunque brevemente en dos figuras:
El prolífico escritor asturiano Armando Palacio Valdés (1853-1938) mezcla en su obra elementos naturalistas con un tono conciliador y amable, a veces rayano en el sentimentalismo que no impide, sin embargo, una lectura amena. Escribió Marta y María (1883), José (1885), la exitosísima La hermana San Sulpicio (1889) o la bella La aldea perdida (1903), etc. Describe con acierto paisajes y personajes:
“El escribano, don Casiano, no padecía ninguna clase de gastralgia ni aguda ni crónica. […] Bebía como un buey y orinaba como otro buey, y tenía un vientre
mayor que el de dos bueyes reunidos. […] Sus narices, de ventanas dilatadas, no le servían para olfatear el jabalí o el oso que cruzaban por el bosque, sino las pesetas que podía devengar el proceso que tenía entre las manos”
El escritor y político valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) es el gran epígono del realismo-naturalismo decimonónico. Autor fecundo de tremendo éxito, incluido el extranjero, sus mejores obras son las escritas a finales de siglo: Arroz y tartana (1894), La barraca (1898), Cañas y barro (1902). El campo valenciano es el escenario, vigorosamente descrito, donde se desatan las pasiones primarias de los personajes. Es autor asimismo de novelas de contenido social (La Catedral ,1903), de tema extranjero (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, 1916), históricas (El Papa del mar, 1925) o de tema taurino, como la exitosa Sangre y arena (1908). Su figura, vital y arrolladora y la aceptación de su obra le depararon no pocas críticas de autores más “intelectuales”.
8. El teatro: entre la mediocridad y la complacencia
Una de las características que presenta el género teatral a partir de la segunda mitad de siglo es la separación del público según sus preferencias. Desde la renovación dramática que había propugnado Lope de Vega, el teatro era interclasista pues nobles, burgueses, artesanos, pueblo, todos acudían a ver las mismas obras. El sentido comercial que comienza a establecerse en esta época hace que los empresarios busquen determinado público y, por ende, habrá obras más populares (o populacheras) y otras que se acomoden al recatado gusto burgués.
La burguesía huye de lo revolucionario y quiere asentar los privilegios alcanzados. Nada, pues, de extremismos. En ese contexto, se continúa con el drama histórico, pervivencia de la época anterior, aunque despojado de los excesos románticos. Y en su línea vemos florecer la alta comedia, que tiene pretensiones didácticas y moralizadoras en la senda dieciochesca, pero de clara tendencia conservadora. Toda la obra está escrita a fin de establecer una idea, de demostrar una tesis, lo que lastra irremisiblemente estos dramas. También de tesis es el nuevo teatro social. Se critica ahora la sociedad, los vicios hipócritas, los celos, el honor excesivo…
Frente a ellos, un intento de reavivar la comedia del Siglo de Oro y del romanticismo nos llega de la mano del incomprensible premio Nobel José de Echegaray.
Finalmente, el género chico, definido como pieza de teatro breve, habitualmente con música, y la zarzuela son algunos de los otros géneros teatrales de la época. El género chico recoge la tradición sainetera y sus características: un solo acto, personajes-tipo, sin hondura ni facetas, humorismo basado en lo populachero y
el equívoco… en fin, ingredientes para el éxito entre el naciente proletariado urbano pero de nulo interés literario.
8.1 La alta comedia
El autor que inicia este género es el hispanoargentino Ventura de la Vega (18071865) con su pieza El hombre de mundo, pero los comediógrafos más importantes son Manuel Tamayo y Baus y Adelardo López de Ayala. En ellos se da la evolución del drama histórico de raíz romántica a la comedia burguesa contemporánea.
El político andaluz López de Ayala (1829-1879) compuso alguna pieza histórica en su juventud (Un hombre de Estado, 1851) y altas comedias, que es lo más destacable de su producción: El tanto por ciento (1861), El nuevo don Juan (1816), etc.
También el madrileño Tamayo y Baus (1829-1898) comienza escribiendo dramas históricos en línea con el romanticismo (Juana de Arco, 1847; Locura de amor, 1855) y derivará más tarde hacia obras de tesis en las que se plasma su ideología conservadora: Lances de honor (1863), Los hombres de bien (1870). Su mejor obra, y una de las más destacables del triste panorama teatral de esta época, es Un drama nuevo (1867). En general, este teatro de tesis, moralizante y pacato, no ha resistido el paso del tiempo.
8.2 Renovación y tradición
Algún autor, como Enrique Gaspar (1842-1902), intenta renovar la escena con obras de teatro social (Las circunstancias, 1867; La levita, 1868), etc. Su
tentativa no solo se ocupó del texto, obras en las que la tesis pesa demasiado sobre la creación, sino en los movimientos escénicos, en la naturalidad con la que se debía actuar y en otros elementos de la puesta en escena. Y hubo quien, remando a contracorriente, intentó reavivar el teatro romántico y barroco, como el ingeniero y ministro madrileño José de Echegaray (1832-1916). Ningún crítico actual lo salva de la quema. El teatro de sus últimos años, pese a estar influido por el gran dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906), tratará de asuntos contemporáneos con igual fortuna.
8.3 Otros géneros dramáticos
El popular género chico (sainetes, zarzuelas, etc.) es de escasa calidad literaria y su interés radica más en ser considerado documento de época y, por supuesto, en la música, que en el texto y profundidad dramática. Los sainetes perpetúan el género nacido siglos atrás sin aportar nada nuevo. La zarzuela alcanza en estos años su esplendor (La verbena de la Paloma, 1894; La Revoltosa, 1897…).
Capítulo VIII Siglo XX. Hasta la Guerra Civil… nos íbamos pareciendo a Europa
1. La reacción contra el espíritu burgués
A fines del XIX, la tan ponderada fe en el progreso y en la ciencia está en crisis en la Europa industrial. En nuestro país esta situación se ve agravada por la pérdida de las últimas colonias, Cuba, Puerto Rico y Filipinas en el aciago 1898, año del desastre.
En Europa la burguesía rompe definitivamente lazos con el pueblo. Las desigualdades sociales se expresan cada vez de manera más extremada. La lucha de clases está servida.
Este capítulo abre la literatura del siglo XX, periodo complejo donde los haya pues se cruzan tendencias, se solapan corrientes, surgen movimientos a veces efímeros. Los autores de este momento participan en general de la crisis finisecular de valores y su obra se orienta hacia las nuevas sensibilidades que aparecerán en el siglo XX, reaccionando claramente contra el espíritu del realismo.
La literatura que, tras el bache del siglo XVIII, había empezado a dar obras interesantes en los últimos decenios del XIX, continúa su florecimiento en las generaciones que se suceden hasta la ruptura que supone la Guerra Civil, tanto que algunos estudiosos, no dudan en llamar a esta etapa la Edad de Plata de la literatura.
Son importantísimas en este momento las revistas literarias, pues se convirtieron en el medio de expresión más eficaz de las nuevas ideas. Y hubo muchas: Electra, Cervantes, Litoral, Caballo verde para la poesía, Cruz y raya, Revista de
Occidente… y, además de en las revistas, las nuevas ideas se discutían, a veces de manera vehemente, en las tertulias literarias.
2. La princesa está triste…: la poesía en los primeros años de siglo
El poeta fundacional del modernismo es el nicaragüense Rubén Darío. Por su permanencia en España y su influencia suele ser habitual estudiarlo en las historias de la literatura de España. Las innovaciones de Darío suponen un aire fresco en el panorama lírico del momento.
Existe un grupo de autores de estos primeros años (o últimos de siglo) que están en la órbita del modernismo de modo poco claro. Son más bien poetas que releen el romanticismo (Salvador Rueda, Manuel Reina) o regionalistas (José María Gabriel y Galán). Otros sí están más claramente situados en la senda de Darío, siendo Ramón María del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez los poetas que en los comienzos de sus respectivas producciones mejor representan la asunción de algunas características modernistas.
2.1 El modernismo. Rubén Darío
A pesar de su brevedad, unos veinte años, fue el modernismo un movimiento importante pues supone una renovación basal en la arquitectura lírica posterior. A nivel artístico constituye una reacción más contra el prosaísmo decimonónico.
Se buscan, por ende, ambientes mundanos, elegantes y exóticos. El lenguaje, de modo similar al romanticismo, vuelve a llenarse de sonoridad y brillantez. Y, también como en el romanticismo, aparece la tristeza, la melancolía, cuando no la angustia vital. El gusto por la Edad Media lleva a estos poetas a rescatar viejos moldes métricos, como el alejandrino. El autor modernista se pretende mundano y bohemio.
Con Rubén Darío (1867-1916), poeta, diplomático, aristocratizante, sensual y vividor, entran en las letras castellanas peninsulares los vientos cosmopolitas (parisinos y americanos mayormente). Darío vivió en París y entró en contacto con la poesía simbolista y parnasiana del país vecino. Aquí bebió de los románticos, pero también de los poetas medievales y clásicos.
Su obra fundamental se reduce a tres títulos: El primero, Azul (1888), inaugura la etapa modernista. Consta de una serie de cuentos de refinado y elegante estilo y unos hermosos poemas finales. Prosas profanas (1896) es la culminación de este nuevo estilo. Los elementos aristocráticos y medievalizantes impregnan los poemas de este libro. Quizás la composición que mejor refleje este movimiento, casi a un paso de lo cursi, sea Sonatina:
“La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color. La princesa está pálida en su silla de oro, está mudo el teclado de su clave sonoro, y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor…”
Cantos de vida y esperanza (1905) supone un cambio de rumbo: los hermosos símbolos palaciegos han sido sustituidos por lo hispánico y por la introspección.
Sus siguientes poemarios, El canto errante (1907), Poema de otoño (1910) o Canto a la Argentina (1910), inferiores en su conjunto, contienen sin embargo
momentos muy bellos.
2.2 En torno al modernismo
La obra de los poetas regionalistas sigue las corrientes románticas y realistas y su cultivo coincide con la explosión modernista, por lo que comparte algunos elementos con este movimiento. Hubo regionalismo asturiano (Constantino Cabal, José García Peláez), murciano (José Martínez Tornel, Vicente Medina), salmantino (Gabriel y Galán), cacereño (Luis Chamizo), etc.
Un grupo de poetas inicia su obra antes de los aires modernistas y va acogiendo con mayor o menor premura las novedades. Así Salvador Gil (1853-1907), Manuel Reina (1856-1905), Enrique Redel (1872- 1909) Antonio de Zayas (1871-1945), Tomás Morales (1885-1921), etc.
La prolongada vida del malagueño Salvador Rueda (1857-1933) y su prolífica producción (más de treinta poemarios) hacen difícil su encuadramiento. Cultivó la poesía regionalista (Cuadros de Andalucía, 1883) y sensible a lo Campoamor (Fornos, 1895); poesía erótica (Himno a la carne, 1890) y otras que recrean el mundo clásico (Trompetas de órgano, 1907), etc. Su capacidad de trabajo lo llevó a cultivar con asiduidad la narrativa y el teatro.
Tampoco el almeriense Francisco Villaespesa (1877-1936) escribió poco. Más de cincuenta poemarios, novela y teatro. Fue considerado en su momento el mayor de los líricos, aunque no muy bien tratado por la crítica posterior. Sus primeros volúmenes, Intimidades y Flores de almendro, etc. están en la línea decimonónica. La copa del rey de Thule (1899) lo incluye de lleno en el modernismo, que continúa con El alto de los bohemios (1900) o Rapsodias (1901), de estilo más contenido. La muerte de su mujer lo lleva a escribir uno de los más destacables: Tristitia rerum (1906). A partir de ahí, en la abundantísima
producción que le siguió, repite las fórmulas de su juventud.
Fue el sevillano Manuel Machado Ruiz (1874- 1947) más mundano, “señorito” y vividor que su hermano Antonio. Trabajó en París (1899), estancia que es de suma importancia en su obra. El golpe de Estado de 1936 lo sorprendió en Burgos. Atacado por su pasado liberal, tuvo que extremar sus adhesiones al franquismo amenazante, convirtiéndose, a su pesar, en el poeta oficial del régimen.
Sin embargo, Manuel Machado es un autor cada vez más reivindicado, de fina ironía, simbolismo depurado, señoritismo sano y menos superficial de lo que se venía considerando hasta hace poco.
Escribió teatro poético, algunas piezas en colaboración con su hermano y de grande éxito (La Lola se va a los puertos, 1930) y un sinfín de artículos, conferencias, ensayos literarios, traducciones, etc.
Sus primeras poesías están bajo el influjo de Bécquer pero ya reflejan su gusto por la poesía popular: seguidillas, coplas, etc. Tras su estancia en París publica el excelente Alma (1901) de tono simbolista y parnasiano; Caprichos (1905), peor tratado por la crítica aunque con aciertos y, sobre todo, Cante hondo (1912), de clara voz popular y flamenca, entre otros.
3. Los regeneracionistas y noventayochistas
El desastre de 1898 avivó la corriente de descontento que en sectores de la sociedad pensante existía contra la clase política. Era esta una postura que venía de atrás, de intelectuales que pensaban que había que regenerar el país con nuevas políticas agrarias, industriales, educativas. Uno de los intentos de mayor proyección en este sentido fue la fundación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) por Francisco Giner de los Ríos, un proyecto educativo laico basado en la filosofía del pensador alemán Karl Krause (1781-1832). El krausismo, de amplia difusión en nuestro país, defiende la educación sin dogmatismos, siendo fundamental la libertad de cátedra. Todas las figuras intelectuales importantes de esta época estuvieron directa o indirectamente relacionadas con la ILE.
Los regeneracionistas coinciden con los noventayochistas en su visión pesimista de España y buscan, a su modo, un remedio; aquellos, proponiendo soluciones “prácticas”; estos, renovando estéticamente el panorama volviendo los ojos a la esencia de España en una especie de nosce te ipsum.
No hay opinión unánime con respecto a la nómina de escritores que integran la nómina del 98. Digamos que el núcleo duro lo integran Unamuno, Baroja y Azorín. Maeztu es un autor más centrado en su labor como articulista, crítico y ensayista que como creador y, alrededor de estos, entran o salen dependiendo de los estudiosos los Machado, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Eduardo Marquina, etc.
3.1 En torno al regeneracionismo
En estas primeras decenas muchos autores continúan la estética realistanaturalista aportando más bien poco al panorama. Así Alejandro Sawa (Noche, 1888), Concha Espina (La esfinge maragata, 1914), Ricardo León (El amor de los amores, 1910), etc. Conectada con el naturalismo, se sitúa la novela erótica del mismo Sawa, Eduardo Zamacois o Felipe Trigo.
Algunos de estos narradores muestran inquietudes regeneracionistas, como Trigo, con obras de marcada crítica social (Jarrapellejos, 1914) o Silverio Lanza, de pensamiento “anarcoide” (La rendición de Santiago, 1907). A ellos añadimos los nombres de Ciro Bayo, Camila Bargiela, etc.
El diplomático granadino Ángel Ganivet (1865-1898), coetáneo de los hombres del 98, está muy cerca de Larra (lo imitó suicidándose con 33 años) o Unamuno. Su pensamiento coincide con el regeneracionismo, aunque su estilo está más cerca de la narración decimonónica. Su obra principal, Idearium español (1897), es un análisis de las especiales características del pueblo español. Escribió novelas de crítica social (La conquista del reino de Maya, 1897; Los trabajos del infatigable Pío Cid, 1898). Su estancia en Finlandia lo lleva a redactar Cartas finlandesas (1898) en donde compara agudamente las diferencias entre este pueblo báltico y el español.
3.2 Unamuno, Azorín y Baroja
El bilbaíno Miguel de Unamuno (1864-1936) es el escritor más profundo de la generación del 98. Acuñó el término “intrahistoria” para referirse a la vida anónima de la gente, verdadera historia de la que ocuparse. Fue un hombre en lucha consigo mismo, acosado por transcendentales pensamientos acerca del hombre, de Dios, de la inmortalidad...
Sus ensayos tratan varios temas: La crisis del patriotismo, Soliloquios y otras
conversaciones, Sobre la lengua española, etc. Se ocupa del alma española en En torno al casticismo (1895). La figura de don Quijote le inspira Vida de Don Quijote y Sancho (1905). El conflicto entre la fe y la razón lo lleva a escribir Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cristianismo (1925).
Sus piezas teatrales son estudios de la personalidad de sus protagonistas, sin apenas aparato escénico. Destacan Fedra (1910), Sombras de sueño (1926), El hermano Juan (934). Es un teatro muy intenso, escrito en sus últimos años.
La poesía de Unamuno, a veces dura, es de una profundidad lírica pasmosa. Los temas de sus composiciones son los mismos que los que ocupan su vida toda. Publicó varios poemarios: Poesías (1907), Rosario de sonetos líricos (1911), El Cristo de Velázquez (1920), Romancero del destierro (1928).
Las novelas más representativas son Paz en la guerra (1897), Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), La tía Tula (1921) o San Manuel Bueno, mártir (1930), en la que un sacerdote encarna el conflicto entre razón y fe.
Para el alicantino José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967) la literatura y el periodismo constituyen su único mundo. Es el cronista de su generación, a la que dedica agudas páginas de análisis.
Dos aspectos, unidos entre sí, sobresalen en la creación de Azorín: España (Castilla) y su paisaje y los clásicos. Ante el paisaje, adopta una actitud lírica. Es maestro en la descripción a pinceladas, como si de un pintor impresionista se tratara, de la inmensa llanura castellana y de sus pequeños pueblos. La misma actitud adopta cuando se acerca a los clásicos de nuestra literatura. De su obra destaca la trilogía que forman La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y El pequeño filósofo (1904). En ellos, como en su obra, la trama argumental deja paso a los elementos descriptivos. Más tarde intenta la novela vanguardista
(Félix Vargas, 1928; Superrealismo, 1929). Es autor de cuentos (Blanco en azul, 1929). Lo menos interesante de su producción es el teatro, faceta a la que se acercó tardíamente (Lo invisible, 1927).
El donostiarra Pío Baroja (1872-1956), estudió y ejerció la medicina, profesión que abandonó pronto para irse a Madrid y dedicarse a la literatura. Rebelde, crítico y pesimista, su pensamiento es típico de su generación, generación en la que él se empeñaba en no creer.
Baroja escribió teatro, algo de poesía, ensayos, biografías... pero en lo que más destacó fue en novela. Es lugar común considerar que Baroja componía sus narraciones con poca planificación. Sin embargo su estilo dinámico las dota de frescura sin igual y sus descripciones, de certeras pinceladas, consiguen una gran precisión.
Las narraciones comparten la visión propia de la generación en casos como César o nada (1910), El árbol de la ciencia (1911) o la trilogía La lucha por la vida (1904), soberbio fresco sobre la sociedad madrileña en el cambio de siglo.
Los relatos que se desarrollan en ambiente de aventuras y acción, como Zalacaín el aventurero (1909), El mayorazgo de Labraz (1903) o Las inquietudes de Shanti Andía (1911) etc., pueden contarse entre sus mejores obras.
Es autor de una extensa serie, Memorias de un hombre de acción (1913-1935), en la que se nos cuenta la vida de un supuesto antepasado suyo, Eugenio Avinareta.
Compone asimismo relatos breves (Vidas sombrías, 1900) y otros
autobiográficos. Su obra poética y ensayística es, a juicio de la crítica, inferior a su labor como novelista.
3.3 Antonio Machado
El sevillano Antonio Machado Ruiz (1875-1939), hermano menor de Manuel, nace en el seno de una familia progresista. Decisiva en su vida será su estancia en Soria como catedrático de francés (1907), pues allí conoce a la joven Leonor Izquierdo, con la que contrae matrimonio. La muerte de Leonor poco después (1912) le deja una herida de la que no se recuperará. En 1919 consigue el traslado a Baeza y más tarde a Segovia y a Madrid. Al estallar la Guerra Civil, en consonancia con sus ideas, colabora de modo claro con la República. En enero de 1939 abandona como un exiliado más nuestro país. Enfermo y abatido, quizás recibiendo los últimos rayos de sol y presintiendo la muerte, Machado no puede evitar recordar su niñez. En el bolsillo de su gastado abrigo, un papel con el último verso del poeta: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Murió el día 22 del mes de febrero en la localidad francesa de Colliure.
Fue un hombre de vida sencilla, alejado de cualquier deseo de figurar. De aspecto desaliñado y solitario. Los paseos meditabundos y la lectura constituían sus actividades más queridas.
Buscaba ante todo una poesía útil y sincera.
Por ello no comprendió ni compartió alguno de los experimentos de las vanguardias. Prefirió siempre acercarse a las formas métricas populares, siempre más frescas y emotivas (coplas, romances), aunque no desdeñó los metros cultos (silvas, sonetos...).
El primer libro que publicó lleva por título Soledades (1903), más tarde reeditado con poemas añadidos –Soledades, galerías y otros poemas (1907) –. Aquí ya aparecen las características machadianas: la melancolía y dolor expresado mediante símbolos: la tarde, el camino, el ocaso, el agua…
Campos de Castilla (1912) es su obra cumbre. En ella aparecen sus ambivalentes sentimientos por Castilla y Soria, su amor a Leonor y los recuerdos que, desde Baeza, tiene de ella. Contiene el extraordinario La tierra de Alvargonzález, extenso romance en el que unos labradores matan por codicia a su padre, y Proverbios y cantares, una serie composiciones epigramáticas sentenciosas y filosóficas:
“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar; pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”.
Su siguiente poemario, Nuevas canciones (1924), aunque heterogéneo, continúa la línea de Campos de Castilla.
Además de algunas piezas teatrales según la estética del teatro poético a lo Villaespesa, (La duquesa de Benamejí, Don Juan de Mañara, La Lola se va a los puertos, etc. o siguiendo la alta comedia benaventina (La prima Fernanda, Las adelfas), escritas en colaboración con su hermano, Machado es autor de una serie de consideraciones de tipo filosófico y estético escritas en prosa y puestas en boca de dos personajes apócrifos: Abel Martín y Juan de Mairena, publicadas a partir de 1926 en diversas revistas e incluidas en las sucesivas ediciones de Poesía completas del autor.
3.4 Valle-Inclán
El gallego Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936), tras iniciar Derecho en Pontevedra y pasar una temporada en México, se instala en Madrid donde construye un personaje –él mismo– mezcla de realidad y fantasía, de supuestos orígenes nobiliarios y desmesura señorial. Su extravagante atuendo, barba y melenas largas como sus levitones, gafas quevedescas, botines blancos de piqué y una manquedad producto de una discusión daban a Valle-Inclán aspecto novelescamente inolvidable.
Aunque tradicionalmente se le suele incluir en la generación del 98, poco tiene que ver con ella. Su estilo, muy preocupado por la belleza, lo sitúa en la órbita del modernismo del que es el prosista más significativo. Sin embargo, y esta es la gran creación valleinclanesca, progresivamente irá forjando una prosa de humor desgarrado y deformante: el esperpento. Es en esta segunda etapa en la que se aprecia una mayor preocupación por el tema de España.
Son encuadrables dentro de la primera época sus poemarios Aromas de leyenda (1907) o El pasajero (1920). De las novelas de esta etapa, además de Flor de santidad (1904), destacan las exquisitas cuatro Sonatas –de Primavera, Estío, Otoño e Invierno (1902-1905) –, memorias del donjuán gallego marqués de Bradomín. Otro grupo lo constituyen los relatos sobre La guerra carlista (1909). Su teatro modernista está compuesto por las piezas Voces de gesta (1912) o La Marquesa Rosalinda (1913).
Las obras pertenecientes a la época del esperpento son el poemario La pipa de Kif (1919); la trilogía narrativa de El Ruedo Ibérico (1927-32), caricatura de la corte de Isabel II y la demoledora sátira de un dictador de Tirano Banderas (1926).
El esperpento aparece en las obras teatrales Farsa y licencia de la reina castiza (1920), Los cuernos de Don Friolera (1921) y la mejor de todas, Luces de Bohemia (1924), donde un Madrid sórdido sirve de escenario a las pobres vidas (o muertes) de los protagonistas.
Las Comedias bárbaras (1907-22), formadas por Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de Plata y Divinas palabras (1920) son obras de ambiente gallego llenas de primitiva pasión.
4. Vino, primero, pura: el novecentismo
El novecentismo está constituido por los autores surgidos en torno a 1914, de ahí que también se conozca al grupo como generación del 14. Lo forman, además de creadores literarios, ensayistas de la talla de José Ortega y Gasset (1883-1955), Salvador de Madariaga (1886-1978), Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), Gregorio Marañón (1887-1960), José Bergamín (1895-1983), Manuel Azaña (1880-1940), Eugenio D´Ors (1882-1954), etc. y es considerado por algunos como el conjunto de pensadores más importante de la historia intelectual de España.
En cuanto a las obras de creación, es propio de este grupo que el lirismo no aparezca solo en verso, siendo el gran momento de la novela lírica. Otra característica es la búsqueda de la poesía pura, término, por otro lado, de difícil definición cuyo artífice esencial es Juan Ramón Jiménez.
La tríada fundamental de narradores de esta generación, con obras que sobreviven con altibajos al tiempo, la forman Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala y Wenceslao Fernández Flórez, a los que se podría añadir Ramón Gómez de la Serna.
4.1 Juan Ramón y la lírica novecentista
Juan Ramón Jiménez (1881-1958), onubense de carácter enfermizo y retraído, se instala en Madrid fundando la revista Helios. Casado con Zenobia Camprubí, viaja a Estados Unidos. De regreso a la capital, se convierte en padre espiritual de los jóvenes de la generación del 27. Abandona España al iniciarse la Guerra
Civil y vive en Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico, donde fallece dos años después de habérsele concedido el Premio Nobel de Literatura. Su personalidad poco sociable e hipersensible encontró refugio en la entrega total a su obra, a la que dedicó, sin fisuras, su vida. Por otro lado, Zenobia hizo lo mismo con el poeta: fue su esposa, madre, agente, enfermera y chófer.
Aparte los primerizos Ninfeas y Almas de violeta, ambos publicados en 1900 y repudiados posteriormente por Juan Ramón, los primeros poemarios (Arias Tristes, 1903; Jardines lejanos, 1904), lo incluyen en la estética modernista, pero sin el ornato excesivo o lujoso de este movimiento. Otros libros de este su “primer estilo” (Elejías –Juan Ramón usaba la j allí donde la ortografía exige g–, 1908; La Soledad sonora, 1908; Laberinto, 1911) unen a la nostalgia lánguida una brillante gama colorista. A esta etapa pertenece Platero y yo (1914), relato lírico en prosa lleno de delicadeza.
A partir de aquí, la poesía de Juan Ramón Jiménez traza un arco evolutivo que lo separaría del modernismo hacia la poesía pura.
La superación de la poesía modernista es definitiva en su siguiente obra: Diario de un poeta recién casado (1916). Eternidades (1918), Piedra y cielo (1919) y Segunda antolojía (1922) continúan esta línea en la cual se busca la pureza basada en la claridad y en la desnudez en un proceso de progresiva eliminación de todo aquello que no sea esencia poética.
Su producción en América (La estación total, publicada en 1946; Animal de fondo, 1948, Tercera antolojía, 1957…) marcará el constante perfeccionamiento de esa poesía pura en lo que él llamó “época suficiente o verdadera”. Destaca el largo poema en prosa Espacio (1941), que pretende un discurso poético mantenido, según sus palabras, “sólo por la sorpresa, por el ritmo, la luz, [...] por su esencia”.
De su evolución poética da cuenta esta composición citada innumerables veces:
“Vino, primero, pura, vestida de inocencia. Y la amé como un niño. Luego se fue vistiendo de no sé qué ropajes. Y la fui odiando, sin saberlo. […] …Mas se fue desnudando. Y yo le sonreía. Se quedó con la túnica de su inocencia antigua. Creí de nuevo en ella. Y se quitó la túnica, y apareció desnuda toda… ¡Oh pasión de mi vida, poesía desnuda, mía para siempre!”
Otros poetas
Junto a Juan Ramón, otros poetas, bebiendo todavía de la fuente modernista,
inician su particular viaje explorador hacia nuevas formas de expresión cercanas a las vanguardias, así Mauricio Bacarisse (1895-1931), Juan Ramón de Basterra (1888-1930), Juan José Domenchina (1898-1959) o José Moreno Villa (18871955). Estos creadores están ya generacionalmente conectados con el grupo del 27, constituyendo un continuo.
El zamorano León Felipe Camino (1884-1968) de vida bohemia e itinerante, de carácter rebelde, sufre las mismas angustias existenciales de un Unamuno. El dolor de España lo une también a la generación del 98. De clara filiación republicana, es uno más de los que deben abandonar España para enraizarse en el exilio americano.
Su primer libro de poemas editado, Versos y oraciones de caminante (1920), declara las constantes de su estilo: versos de sencillez formal con los que expresa desarraigo y angustia. Su siguiente poemario, Drop a star, es, según algunos estudiosos, claramente surrealista. La producción de 1936 a 1939 (La insignia, El payaso de las bofetadas, Español del éxodo y del llanto) respira el dolor por la derrota en la guerra y el exilio.
“Tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola. Mía es la voz antigua de la tierra. Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo…”
Los mismos motivos aparecen en sus obras americanas Ganarás la luz (1943) o Llamadme republicano (1950). Su poesía adquiere un alto grado de abstracción que lo acerca a la poesía pura.
4.2 Los prosistas
Los autores que ahora nos ocupan suponen una superación de la visión noventayochista aportando una nueva preocupación por los elementos técnicos y formales de la narrativa, utilizando además una variada gama de registros literarios.
La prosa del alicantino Gabriel Miró (1879-1930), clara pero cuidadosísimamente elaborada, es casi poesía. Sus obras destacan, más que por sus argumentos, por su lenguaje preciosista, su adjetivación, su lirismo. Es un magnífico descriptor de sensaciones, de lenguaje luminoso y sensible. Sus primeras obras, El libro de Sigüenza, (1917) y Años y leguas (1928) son un conjunto de breves narraciones cuyo protagonista es el seco paisaje alicantino. También las descripciones son más importantes que el argumento en sus obras más conocidas: Figuras de la Pasión del Señor (1916), Nuestro padre San Daniel (1921) o El obispo leproso (1926). A ellas se unen La palma rota (1909), Las cerezas del cementerio (1910), El abuelo del rey (1915)…
Pese a que publicó también ensayos y poesía, la prosa del asturiano Ramón Pérez de Ayala (1881-1962) lo acredita como el mejor novelista del novecentismo. Sus narraciones de la primera época, como Troteras y danzaderas (1913), magnífica visión de la bohemia literaria de Madrid o A. M. D. G. (1910), están cercanas al realismo, aunque el espíritu del 98 se refleja en la crítica social y moral. La segunda época marca un avance hacia lo simbólico y lo abstracto. Los personajes casi se han convertido en símbolos. Así en Belarmino y Apolonio (1921), Los trabajos de Urbano y Simona (1923), Tigre Juan (1926) o El curandero de su honra (1928). El argumento se detiene con frecuencia para dar paso a las reflexiones del autor.
El coruñés Wenceslao Fernández Flórez (1879?-1964) pasa por ser uno de los escritores con humor más fino de nuestras letras, lo que lo aleja un poco de sus contemporáneos. Pese a su numerosa obra narrativa, la verdadera vocación del gallego estaba en el periodismo, actividad que lo ocupó toda su vida. Fue también guionista, adaptando para el cine algunos trabajos suyos.
Sus primeras obras, Luz de luna, La familia Gomar (ambas publicadas en 1915) o Silencio (1918) lo incluyen grosso modo dentro del naturalismo. Volvoreta (1917) de corte regional, como la espléndida El bosque animado (1943), novela en donde el verdadero protagonista es el bosque gallego y sus habitantes, son lo mejor de su obra. Las narraciones satírico-humorísticas (El secreto de Barba Azul, 1923; Las siete columnas, 1926; o la magnífica El malvado Carabel, 1931) suponen la superación del realismo inicial. También son destacables la divertida El hombre que compró un automóvil (1932), Las aventuras del caballero Rogelio de Amaral (1933), etc. Es autor de un abundante número de novelas cortas: Fantasmas, El hombre que se quiso matar, Los trabajos del detective Ring, etc.
Lo que más destaca de la obra del madrileño Ramón Gómez de la Serna, Ramón, (1891-1963) es un breve y luminoso hallazgo que llamó greguería, invento con el que llenó varios libros: Greguerías selectas (1914), Novísimas greguerías (1929), Greguerías 1935 (1935)... Según Ramón, la greguería es “el atrevimiento a definir lo indefinible o a capturar lo pasajero”. En las greguerías se unen metáfora y humorismo estableciendo asociaciones extrañas, infantiles y epatantes, como en: “El rayo es una especie de sacacorchos encolerizado”.
Fue Gómez de la Serna novelista (El Ruso, 1913; El secreto del acueducto, 1922; El novelista, 1923; El torero Caracho, 1926…), dramaturgo (Los medios seres, 1929), biógrafo (Goya, 1928; Góngora, 1929), periodista, ensayista y conferenciante extravagante y animador de las letras de su momento. Desde la revista Prometeo y dirigiendo la tertulia del Café de Pombo impulsó muy pronto las ideas del nuevo arte, convirtiéndose en figura central de la vanguardia.
5. Tanto dolor se agrupa en mi costado…: la poesía hasta la Guerra Civil
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) provocó una tremenda convulsión que, a nivel artístico, supuso el rechazo a toda tradición anterior, creando un arte nuevo cuya característica sería la absoluta libertad de temas, formas, modelos y medios de expresión. Son los movimientos de vanguardia.
En España los jóvenes poetas participan de modo entusiasta en estos experimentos creativos. Sin embargo, pronto los furores del experimentalismo se van apagando. El peso y la calidad de nuestra tradición poética son suficientes como para que, bien es cierto que con nuevas miradas, se vuelva a componer usando los moldes populares – romances, coplas – o sonetos... Se sigue además el camino abierto por Juan Ramón, respetado y admirado por los jóvenes creadores, que lo consideraban maestro y guía.
Uno de los focos culturales más sobresalientes de esta época fue la Residencia de Estudiantes, fundada en 1910 por Alberto Jiménez Fraud e inspirada en los principios de la ILE. Muy pronto pensadores, escritores y científicos españoles, como Juan Ramón Jiménez, Ramón Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Unamuno, Santiago Ramón y Cajal, se vincularon a ella. En la Residencia de Estudiantes conferenciaron personalidades como Albert Einstein, Marie Curie, Howard Carter, etc. Y allí encontraron ambiente propicio para la convivencia, el estudio y la creación artística sus residentes: Dalí, Buñuel, Alberti, García Lorca, Guillén, etc. En la foto, García Lorca con otros residentes.
5.1 Las vanguardias
La originalidad y la obsesión por lo nuevo se convirtieron en valores supremos y la experimentación de nuevas formas iba a ser la actividad principal de los escritores de vanguardia. Imágenes insólitas, metáforas sorprendentes, asociaciones ilógicas, inexplicables desde la razón, desaparición de los signos de puntuación, modificación de los tipos de letras, etc. fueron características de esta nueva literatura.
Hubo numeroso movimientos vanguardistas, casi todos de efímera vida. Son los llamados –ismos: cubismo, dadaísmo, futurismo, ultraísmo, etc. El surrealismo fue el más duradero y en España alcanzó mayor y mejor difusión, tanto en la poesía de García Lorca, Vicente Aleixandre o Luis Cernuda, como en el cine de Luis Buñuel o la pintura de Salvador Dalí. Este movimiento se adentró en los espacios inconscientes del individuo tratando de sacar a la luz la parte oculta y esencial del hombre.
5.2 El grupo poético del 27
En 1927 se celebró en el Ateneo de Sevilla un homenaje al semiolvidado poeta barroco Luis de Góngora, considerado uno de los creadores de un lenguaje puramente poético. El acto sirvió para dar nombre a un grupo de calidad excepcional. Entre sus integrantes, nombres como Pedro Salinas, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca o Dámaso Alonso.
Estos autores, de personalidades muy diferentes, se sentían al principio atraídos por las propuestas renovadoras vanguardistas. Sin embargo muy pronto evolucionaron hacia una poesía personal entroncada en la tradición. De ese modo, sus creaciones muestran desde el inicio una sincera admiración por la poesía popular (el neopopularismo de García Lorca o Alberti, por ejemplo) y culta españolas.
La Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, el exilio para los que se fueron o la dura posguerra para los que se quedaron, marcó la vida y la obra de estos autores. Solo uno se “ahorró” casi todas estas desgracias: García Lorca, que fue asesinado por los sublevados en su Granada natal al mes de comenzado el conflicto fratricida.
5.3 Salinas, Guillén, Diego, Aleixandre y Cernuda
El madrileño Pedro Salinas (1898-1951), catedrático de literatura en la Universidad de Sevilla, es el poeta del amor. Amor sincero, expresado de modo cada vez más depurado, desde sus libros de iniciación (Presagios, Seguro Azar) hasta los plenos de madurez (La voz a ti debida, 1933; Razón de amor, 1936). A partir de la Guerra Civil se exilia en América donde publica Todo más claro (1949), libro en el cual se refleja honda inquietud y una visión desolada de la sociedad.
Además de una serie de ensayos y de narraciones –destaca La bomba increíble (1950) – y de incursiones en el teatro, Salinas es un gran crítico literario. Sus estudios (Literatura española, siglo XX, 1949; Ensayos de literatura hispánica, 1958), escritos con prosa clara, denotan un profundo conocimiento de la literatura y son de lectura recomendada.
El vallisoletano Jorge Guillén (1893- 1984) saca a la luz en 1928 su colección de poemas Cántico, que fue ampliando en cada edición hasta la última, en 1950. Guillén experimenta en su poesía el gozo por lo creado. Es un grito de alegría pero, eso sí, intelectualizado, analizado. El suyo es uno de los intentos más consecuentes en pos de la poesía pura. Una segunda entrega de su creación, agrupada bajo el título de Clamor, incluye las partes Maremagnum, Que van a dar en la mar y A la altura de las circunstancias (publicadas en el 1957, 1960 y 1963 respectivamente). Junto a la postura vital y positiva del libro anterior, se muestran sentimientos contradictorios de angustia y de preocupación por lo social. A Cántico y Clamor les sucedió el libro Homenaje (1967). Editó toda su
poesía hasta ese momento en una gran obra: Aire nuestro (1968). Es autor de algunos ensayos (Lenguaje y poesía, 1962). Su último libro de poemas, publicado muy cerca de su muerte, se llama Final (1980).
La poesía inicial del santanderino Gerardo Diego (1896-1987) se inicia bajo los influjos machadianos (El romancero de la novia), aunque pronto se sumerge en la vanguardia ultraísta y creacionista, movimiento del cual él es cofundador junto con el poeta chileno Vicente Huidobro (Manual de espumas, 1924). Paralelamente no deja de cultivar los moldes más clásicos como el soneto (Versos humanos, 1924; Alondra de verdad, 1941). De su última etapa destacan Canciones a Violante (1959) o Poemas mayores (1980).
El sevillano Vicente Aleixandre (1898-1984) vive en Madrid, donde entabla temprana amistad con Dámaso Alonso, quien le abre el mundo de la poesía de Rubén Darío. Juan Ramón Jiménez ejerce también profunda influencia en sus inicios; así se ve en su primer poemario: Ámbito (1928). Pero ya a partir de esta época se ve atraído por el movimiento surrealista (Espadas como labios, 1932; La destrucción o el amor, 1935).
Tras la Guerra Civil, Aleixandre publica Sombra del Paraíso (1944) y Mundo a solas (1950), de enorme influencia en los jóvenes poetas de entonces. Historia del corazón (1954) y En un vasto dominio (1962) señalan una nueva etapa en la que se superan las técnicas surrealistas. El lenguaje se concentra y el hombre es tratado dentro de su contexto histórico. Otras obras de su período final son Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974). Escribió además numerosos artículos. En su casa madrileña se estableció una tertulia poética a la que acudían los jóvenes autores del desolado panorama de posguerra. Se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 1977.
También sevillano, el elegante e introvertido Luis Cernuda (1902-1963) es autor de una obra poética original y sincera influida en su primera época por el surrealismo y por la poesía anglosajona más tarde. El tema central es la
oposición entre su mundo interior (expresión grave de intimidad) y las circunstancias externas hostiles a sus inclinaciones homosexuales. Sus libros de poemas, reunidos a partir de 1936 bajo el título de La realidad y el deseo, son Perfil del aire (1927), Los placeres prohibidos (1931), Donde habite el olvido (1934), Invocaciones (1935), Las nubes (1943), Vivir sin estar viviendo (1949) y Desolación de la quimera (1962). En ellos destila sincero sentimiento a través de versos de tremenda profundidad lírica.
En 1941 escribió en prosa poética Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano (1952). Es autor además de unos interesantes y agudos Estudios sobre la poesía española contemporánea (1957).
5.4 García Lorca y Alberti
La obra del gaditano Rafael Alberti (1902-1999) recorre diferentes tendencias de la poesía de su tiempo. Comienza su producción con Marinero en tierra (1924) de inspiración popular y con Cal y canto (1929) se suma al neogongorismo propio de su generación con motivo del centenario del poeta cordobés. Sobre los ángeles (1929), su libro más conocido, muestra la influencia surrealista. Durante la Guerra Civil, Alberti mantiene una intensa actividad política y literaria: publica los poemarios comprometidos El poeta en la calle (1936) y De un momento a otro (1937-39). Su producción posterior a la guerra señala un alejamiento de la consigna y una profundización lírica. Destacan sus poemarios Pleamar (1944), Ora marítima (1953) y otros, escritos en su exilio americano. Su vida en Roma le inspira en 1968 Roma, peligro para caminantes, espléndida colección de sonetos sobre la ciudad eterna vista desde una óptica diferente a la postal turística:
“Ratas que se meriendan los ratones, gatos de todas clases de etiquetas,
mugre en los patios, en los muros grietas y la ropa colgada en los balcones”.
Tras la muerte de Franco, regresa a España, donde sigue escribiendo, y no poco (Amor en vilo, 1980; Golfo de sombras, 1986; etc.).
Alberti también cultivó el teatro –El hombre deshabitado (1936) o Noche de guerra en el Museo del Prado (1956) – de evolución paralela a la de su poesía, y libros sobre pintores (Alberti fue un magnífico pintor) y otros literatos. Es destacable, por el valor que tiene para conocer la vida de este autor, sus memorias La arboleda perdida (1942 y 1987).
El granadino Federico García Lorca (1898-1936) es el mejor poeta de esta generación y uno de los grandes del siglo XX. Estudió Letras en Granada y música, su verdadera pasión, con Manuel de Falla. Trasladado a Madrid, se instala en la Residencia de Estudiantes. Viaja en 1929 a Estados Unidos y Cuba y a su regreso, instaurada la II República, funda la compañía de teatro universitario La Barraca, con la que recorrerá muchas regiones españolas escenificando a los clásicos. Su labor creativa en esta época es intensa. Los éxitos de sus obras teatrales lo llevan a Argentina, Uruguay... La sublevación franquista del 18 de julio de 1939 lo sorprende en Granada. Las ideas expresadas sobre sus paisanos (“En Granada se agita la peor burguesía de España”), su homosexualidad, su ideología republicana se confabulan contra su persona: es hecho prisionero y fusilado por las milicias franquistas en la madrugada del 19 de agosto, truncando una de las personalidades más creativas de la escena cultural del siglo XX.
Pese a la influencia de Juan Ramón de sus libros primerizos (Libro de poemas, 1921; Canciones, 1922) se advierten ya ciertos elementos simbólicos que aparecerán con toda plenitud en los siguientes poemarios. Y en Romancero gitano (1928) Lorca encuentra su voz propia en la que los símbolos (la luna, lo
verde, los caballos y los jinetes, el puñal) envuelven a los gitanos, seres de cultura ancestral, míticos y trágicos. Esta senda la continua en Poema del cante jondo (1931). A su amigo Ignacio Sánchez Mejías, dramaturgo y torero, dedica una de sus mejores composiciones con motivo de su muerte en los ruedos: Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías (1935). Y surrealista es Poeta en Nueva York (1935), agrio desdén por la civilización moderna de Norteamérica.
La labor de Lorca como dramaturgo es fundamental. Fue un gran innovador de la escena, explorando diversas líneas dramáticas: el drama histórico en Mariana Pineda (1923), piezas poético-costumbristas como Doña Rosita la soltera (1935), farsas como El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1923) o La zapatera prodigiosa (1930) y farsas de guiñol como Los títeres de cachiporra (1922-23), además de obras experimentales de influencia vanguardista: El público (1930), Así que pasen cinco años (1930), etc.
Pero sus obras más famosas son las tragedias de ambiente rural Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1936). Esta trilogía demuestra el interés de Lorca por la tragedia clásica. Encontró en la Andalucía rural el marco perfecto para plasmar el mundo agobiante de unas costumbres represoras en medio del cual los personajes luchan por cumplir sus deseos. Y tanto las fuerza interiores (las pasiones casi animales de los personajes) como las exteriores (la sociedad y sus implacables leyes) aparecen como elementos que hunden sus raíces en lo más profundo, en lo antiguo, en lo pagano.
5.5 Alonso, Prados, Altolaguirre y Hernández
Tras unos inicios juveniles influenciados por los aires modernistas (Poemas puros, poemillas de la ciudad, 1921), la poesía del madrileño Dámaso Alonso (1898-1990) deriva hacia lo que él llamó la poesía desarraigada: un grito de angustia y cólera ante la miseria y el dolor que lo rodea. Este amargo tono arranca con Oscura noticia (1944) y alcanza plenitud con su obra cumbre: Hijos de la ira (1944). En este panorama, solo la figura de Dios es un interlocutor
válido.
“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)[…] Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?”
El sentimiento religioso, matizado por cierto escepticismo, aparece en sus siguientes obras: Hombre y Dios (1956), Duda y amor sobre el ser Supremo (1985).
Dámaso Alonso debe ser considerado como uno de los mejores estudiosos de la poesía española. Sus ensayos sobre el poeta Góngora –edición crítica de Soledades, Estudios y ensayos gongorinos etc. – lo convierten en un especialista en el poeta cordobés. Dedicó también atención a la poesía medieval, al teatro de Gil Vicente, a San Juan de la Cruz, etc.
La poesía del malagueño Manuel Altolaguirre (1905-1959) está teñida de un
cierto neorromanticismo entreverado con influencias juanramonianas. Destacan sus libros Las islas invitadas (1926), Ejemplo (1927), Fin de un amor (1949).
Pero conviene destacarlo sobre todo por ser el editor de revistas fundamentales para la poesía, pues en ellas se da amplia cabida a las novedades de esta época, así las importantísimas Litoral, 1926-29; Poesía, 1930-31 o Caballo verde para la poesía, 1935-36, labor que llevó a cabo junto a su paisano Emilio Prados (18991962). La obra poética de este último (Vuelta, 1927) está dotada de fina musicalidad. La Guerra Civil le provoca dos poemarios desgarrados: Llanto subterráneo (1936) y Llanto de sangre (1937). Su obra en el exilio mexicano se impregna de una dolorida nostalgia. Destacan de esta época Jardín cerrado (1946) y La piedra escrita (1961).
El alicantino Miguel Hernández (1910-1942) ha sido considerado, en cierto modo, el hermano pequeño del 27. De orígenes humildísimos, las lecturas que hace casi a escondidas de los clásicos marcarán su obra. Esta se inicia con Perito en lunas (1933), muy en la línea neogongorina de la época. El rayo que no cesa (1936) es un conjunto de hermosos sonetos, casi todos amorosos, también de impronta barroca. En el libro se incluye la elegía a la muerte de su amigo oriolano Miguel Sijé, una de las composiciones más bellas de nuestras letras:
“Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano. Alimentando lluvias, caracoles y órganos mi dolor sin instrumento, a las desalentadas amapolas daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento...”
Estallada la guerra, publica poesía comprometida. A ella obedece Viento del pueblo (1937), de tonos reivindicativos. Su estancia en la cárcel y la miseria que sabe rodea a su mujer y a su hijo le inspiran el desolado Cancionero y romancero de ausencias, publicado póstumamente en 1958.
El influjo barroco también aparece en sus piezas teatrales Quién te ha visto y quién te ve (1934) o El labrador de más aire (1937). En esta última se mezcla la inspiración de Lope con la reivindicación de la clase trabajadora. Tampoco tiene excesivo interés El torero más valiente (1934).
6. El teatro hasta la Guerra Civil
El teatro sigue siendo el género que más industria mueve. Y también el más rentable, aunque aparecen nuevos competidores. Junto al floreciente teatro lírico, sobre todo zarzuelero, surgen el music-hall, la revista, el cine… Aún así, nuevas salas se abren en estos momentos y actores y, sobre todo, actrices (María Guerrero, Margarita Xirgu, Catalina Bárcena) son aclamadas como heroínas. Subsiste, eso sí, la separación entre los géneros populares (el género chico y el ínfimo) y el teatro más intelectual, rechazado por público y empresarios.
Perviven géneros del siglo anterior, como la alta comedia burguesa, evolución de la alta comedia decimonónica o el teatro cómico popular, que siguió la fórmula sainetesca encantando a un público acostumbrado a lo fácil.
Y también gozando del favor del respetable está el teatro en verso o teatro poético que, de la mano del modernismo, supone una reacción contra el prosaísmo realista.
Además, los jóvenes vanguardistas o prevanguardistas intentan un teatro de renovación de escasas consecuencias, salvo excepciones. Algunos autores elaboran gran parte de su producción en el exilio o tras la guerra. Uno de los protagonistas de estos intentos de cambio de la escena en los años veinte es Cipriano Rivas Cherif (1891-1967), que fundó, entre otras, las compañías Teatro de la Escuela Nueva, El Mirlo Blanco o El Caracol, escenificando obras de Unamuno, Valle, Chejov, García Lorca…
La República alentó y apoyó dos interesantes proyectos de teatro ambulante: el
Teatro del Pueblo, dirigido por Alejandro Casona, y la citada La Barraca, por García Lorca y Eduardo Ugarte. En ambos casos se trataba de mostrar nuestro teatro clásico por los pueblos y lugarejos, acercando el arte de Talía al pobre campesino.
6.1 Los géneros heredados
El autor más prolífico y reconocido de esta época es el madrileño Jacinto Benavente (1866-1954). Nobel de Literatura en 1922, conoce pronto éxito con la La noche del sábado (1903) y casi la única que ha resistido el paso del tiempo: Los intereses creados (1907). Compuso casi un centenar de obras, de tono moderadamente burgués, sin grandes conflictos ni hondura dramática, pero manejando sabiamente los recursos escénicos. Sus piezas abarcan distintos temas. La sátira, nunca excesivamente amarga, aparece en el grueso de sus trabajos, así las citadas o La ciudad alegre y confiada (1916), etc. Otro grupo lo constituyen los dramas rurales como Señora Ama (1908) o La Malquerida (1913), conectados con la novela de tesis. En general, el suyo es un teatro intrascendente y contemporizador con el gusto burgués.
Seguidores de Benavente son el político gallego Manuel Linares Rivas (18671938), inferior constructor dramático que Benavente o el madrileño Gregorio Martínez Sierra (1881-1948), autor de obras escritas en colaboración con su mujer María Lejárraga (1874-1974) (aunque parece ser que la “colaboración” en el matrimonio Martínez Sierra-Lejárraga consistió generalmente en que ella escribía las obras y él las firmaba).
La importancia de Martínez Sierra sobrepasa su labor como dramaturgo de suave ironía (Primavera en otoño, 1911; Mamá, 1912; La sombra del padre, 1909). Al frente de su compañía Teatro del Arte introdujo las corrientes europeas del momento; fundó, junto a Juan Ramón Jiménez, las revistas Helios (1903) y Renacimiento (1907). Es autor asimismo de novelas y cuentos (La humilde verdad, 1904), ensayos y poesía de clara influencia modernista (La casa de la
primavera, 1907).
El sainete, en vías de agotamiento, lanza su canto del cisne con la producción de ambiente andaluz de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero (18711938 y 1873-1944). Es el suyo un teatro localista e ingenioso. Compusieron más de doscientas obras entre sainetes (El patio, 1901) y comedias (Malvaloca, 1912). Sainetero y de ambiente gato es también gran parte del teatro del alicantino Carlos Arniches (1866-1943). Es experto en los recursos del lenguaje: chistes, equívocos, etc. Cultivó la tragedia grotesca, uno de cuyos mejores logros es La señorita de Trevélez (1916), de ágil acción y fines moralizantes. Y Pedro Muñoz Seca inventa el astracán, pieza en la que el humor absurdo, paródico y disparatado lo es todo. Chiste fácil, ramplonería, para la mayoría… El caso es que se sigue reponiendo La venganza de don Mendo (1918).
El teatro poético tiene, además de los citados Villaespesa y Machado, al barcelonés Eduardo Marquina (1879-1946) como uno de sus más fecundos y aplaudidos cultivadores. De verso acertado por momentos, sus obras de contenido histórico (Las hijas del Cid, 1908; En Flandes se ha puesto el sol, 1910; Don Luis Mejía, 1925) le reportaron enorme éxito de público. Compuso dramas de ambiente rural, lo mejor de su producción (La ermita, la fuente y el río, 1927) y otras piezas de ambiente contemporáneo. Como poeta, nada malo, tiene voz propia, a veces cercana al modernismo. Destaca su gusto por la naturaleza (Las vendimias, 1901; Elegías, 1905) y la expresión íntima y melancólica (Recogimiento, 1926), etc. Dedicado completamente a la literatura, escribió además novelas y cuentos.
En la estela de Marquina se hallan muchos autores: Antonio Rey Soto (18791966), Luis Fernández Ardavín (1896-1962) y otros, pero destaca la figura del gaditano José María Pemán (1897-1981), periodista, ensayista, poeta y dramaturgo de larga trayectoria. Como autor teatral se estrenó exitosamente con El divino impaciente (1933). Fue una de las personalidades literarias más populares y mimadas por el régimen franquista. Durante esta etapa, abandona el teatro en verso y escribe numerosas piezas de tesis (Hay siete pecados, 1943; La
casa, 1946; etc.) y comedias de costumbres más digeribles (La viudita naviera, 1960). Fue el poeta del nacional catolicismo (Poema de la Bestia y del Ángel), aunque no faltan composiciones de tono, por lo general, saleroso y gaditano (De la vida sencilla, Las flores del bien).
6.2 El teatro innovador
Ya hemos mencionado la labor teatral innovadora de Unamuno, Valle-Inclán o los poetas del 27. Sus piezas no cabían dentro del estrecho gusto popular de la época. Tampoco el teatro del barcelonés Jacinto Grau (1877-1958) tuvo aceptación pública. Su obra rechaza las convenciones del momento y busca los temas eternos intentando revitalizar la tragedia, en un primer momento (Entre llamas, 1915; El conde Alarcos, 1917; El burlador que no se burla, 1930), derivando más tarde hacia el teatro expresionista de carácter simbólico (La casa del diablo, 1939; En el infierno se están mudando, 1959).
Hacia los años veinte, muchos autores quisieron incorporar el espíritu vanguardista a su teatro. Como Grau, apenas tuvieron repercusión. Ya se ha citado la labor de Rivas Cherif y sus compañías teatrales, todas de vida breve. Entre estos autores hallamos a Ignacio Sánchez Mejías (189- 1934), casi más conocido como torero; Felipe Ximénez Sandoval (1903-1978); Valentín Andrés Álvarez (1891-1982), etc. Pero son las figuras de Jardiel Poncela y Casona las más interesantes.
El madrileño Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) fue dramaturgo, periodista, novelista y guionista en Hollywood y vivió tanto el éxito que le proporcionó una vida de glamour como el fracaso depresivo que lo llevó, en última instancia, a la muerte.
Las obras de Jardiel renuevan profundamente la escena. Su teatro es de un
humor surrealista, rayano en el absurdo, algo que nunca fue entendido por la crítica del momento. El tema amoroso es frecuente en sus piezas: Una noche de primavera sin sueño, 1927; Un adulterio decente, estrenada en 1935, etc. De tema policiaco son El cadáver del señor García (1930), Eloísa está debajo de un almendro (1940) o Los ladrones somos gente honrada (1941). Su mejor pieza es Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), de tema fantástico y disparatado. Escribió además algunas novelas en la misma línea humorística: Amor se escribe sin hache, ¡Espérame en Siberia, amor mío!, etc.
El asturiano Alejandro Casona (1903-1965), poeta y periodista, creó gran parte de su obra en Argentina, de donde regresó, tras su exilio, en 1962. Durante la República intervino en el proyecto Teatro del Pueblo y para ello adaptó y dramatizó textos de nuestro época áurea, como Sancho Panza en la ínsula, etc., recogidas en el volumen Retablo jovial. Casona cultiva un teatro idealista, optimista y humanizado de gran aceptación, en el que se establece el conflicto entre poesía y realidad (La sirena varada, 1930; Nuestra Natacha, 1935). Las obras escritas en el país americano siguen la misma tendencia: Prohibido suicidarse en primavera, 1943; Los árboles mueren de pie, 1949. La dama del alba (1944), de ambiente asturiano, es considerada la mejor de este autor.
El valenciano Max Aub (1903-1972), de origen alemán, muy comprometido con la República, escribió narrativa, guiones, ensayo, poesía y teatro. Sus primeras piezas dramáticas (Crimen, 1923) se inscriben en la estética vanguardista. Dirige el grupo de teatro ambulante valenciano El Búho (1935), de parecidos fines al Teatro del Pueblo. Durante la guerra escribe teatro de circunstancias y de guerra. En el exilio siguió componiendo, casi medio centenar de obras en total, que siempre permanecieron alejadas del escenario. Sus primeras novelas también son vanguardistas, de tono cercano al surrealismo (Geografía, 1925), aunque a partir de Luis Álvarez Petreña (1934) sus narraciones se cargarán de compromiso político. Las del exilio tienen como tema España (El laberinto mágico, 1939). No es el único que escribe gran parte de su producción fuera de la Península. Otros autores, Rafael Dieste (1899-1981), Paulino Masip (1899-1963), etc., así lo hacen, enriqueciendo considerablemente el mundo cultural de los países de acogida.
Capítulo IX Siglo XX. Desde la Guerra Civil hasta ahora, si se puede
1. Lento resurgir de las cenizas
Tras tres largos años, el 1 de abril de 1939 señala el final de la Guerra Civil y la instauración de la dictadura de Francisco Franco que durará hasta 1975. La nueva sociedad surgida de la guerra tendrá poco que ver con la anterior. La durísima posguerra y el aislamiento internacional conformaron un panorama desolador, sobre todo para los vencidos. No es hasta los años sesenta, los años del desarrollismo, que la escasez y penurias irán dando paso a la moderna sociedad de consumo. La muerte del dictador en noviembre de 1975 abrió un proceso de transición hacia un régimen democrático. La entrada de España en la OTAN y en la Unión Europea (1982 y 1986, respectivamente) supone la definitiva incorporación a los organismos internacionales de su entorno.
La Guerra Civil y el exilio posterior partieron en dos mitades, con poco contacto entre sí, la cultura y la ciencia de España. Se fueron poetas como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Rafael Alberti; novelistas como Ramón J. Sender, Francisco Ayala; dramaturgos como Alejandro Casona, Jacinto Grau, etc.
Pocos autores consagrados permanecieron en España (Vicente Aleixandre, Jardiel Poncela, etc.), pero su magisterio fue fundamental para los nuevos creadores, creadores que en muchos casos tuvieron que luchar contra el control impuesto por la censura.
Por fin, durante los últimos años de dictadura y, de modo claro, con la llegada de la democracia, asistimos a la concluyente “normalización” (si eso es posible en el arte) de la creación literaria.
2. De los álamos tengo envidia: la poesía a partir de la Guerra Civil
Tras la Guerra Civil, el instrumento más efectivo para el control de lo publicado fue la censura. La Ley de Prensa de 1938 imponía que cualquier escrito, excepto los de la Iglesia y los de la Falange, fuera revisado por la autoridad competente antes de ser publicado. Aún así, sería la poesía, por su carácter elitista, minoritario y, en principio, totalmente subjetivo, el género que más fácilmente pudo eludir la vigilancia censora.
La más difundida en un principio fue aquella que ensalzaba a los vencedores. Destaca la figura de Pemán con su Poema de la Bestia y del Ángel (1938). Los temas de esta poesía son el amor, el imperio y la religión.
Al despegue de la poesía contribuyeron tres figuras consagradas del grupo del 27 que permanecieron en España tras el conflicto: Gerardo Diego, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso. Estos dos últimos ejercieron mucha influencia sobre los poetas jóvenes de entonces: Aleixandre jugó un papel parecido al que Juan Ramón Jiménez había tenido para con los jóvenes poetas del grupo del 27 y de Dámaso Alonso surge la voz angustiosa de su poesía desarraigada que será seguida por no pocos poetas de posguerra.
2.1 La poesía en el exilio
Muchos poetas que habían alcanzado su madurez creativa en los años anteriores al conflicto continúan su producción fuera de España. La nómina es larga: Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Luis Cernuda, etc. A ellos se añaden otros autores más jóvenes que sufrieron el exilio o, directamente, crecieron fuera: José
Herrera, Arturo Serrano, Tomás Segovia… Sobre todos ellos, el desarraigo, la ruptura, la pesimista búsqueda de raíces pesa en sus obras. El alicantino Juan Gil-Albert (1904-1994), tras una breve estancia fuera, regresa y se recluye en un estricto exilio interior que dura hasta la muerte de Franco. Inició su producción poética con obras de influencia gongorina (Misteriosa presencia, 1936) y combatiente (Siete romances de guerra ,1937). En su largo exilio interior, su poesía se vuelve concentrada e intimista (Concertar es amor, 1954). Es autor de una variada producción de novela y relato corto.
2.2 La década de los 40. Las revistas literarias
El panorama poético comenzó muy pronto a dar muestras de una gran variedad de voces gracias a una serie de poetas. Como ya sucediera antes de la guerra, se sirven de las nuevas revistas como cauce de expresión.
En torno a Escorial (1940-1950) están las figuras de Dionisio Ridruejo (19121975), de obra cada vez más valorada; Luis Rosales (1910-1992), que compone en 1949 La casa encendida, uno de los mejores poemarios de la década; Leopoldo Panero (1909-1962), con obra de fuerte contenido religioso, sencilla y directa; Luis Felipe Vivanco (1907-1975), también de estilo ascético y sencillo. Junto a otros como Carmen Conde, Ildefonso Manuel Gil, Germán Bleiberg o Francisco Pino, forman la llamada generación poética del 36.
La revista Garcilaso (1943), pese a ser originariamente órgano de una poesía clasicista creada por jóvenes falangistas, acabó dando cobijo a poetas de otras orientaciones.
Fue fundada por José García Nieto (1914-2001), autor de una acabada poesía amorosa y religiosa en la que abunda el soneto.
En general, estas revistas acogían poemas de formas clásicas, con temas religiosos, amorosos, bucólicos, que daban una visión armoniosa de la realidad. Es muy amplia la nómina de los seguidores del clasicismo garcilasista: Rafael Montesinos, Rafael Morales, Vicente Gaos, etc.
Frente a Garcilaso y al garcilasismo surge la tendencia expresada en la revista leonesa Espadaña (1944). A la belleza clasicista de los poetas anteriores, opuso un estilo más directo, cercano al tremendismo. Fueron sus creadores Victoriano Crémer (1907-2009), autor de una obra comprometida con la realidad, y Eugenio de Nora (1923), en la línea de la poesía desarraigada que estaba haciendo por entones Dámaso Alonso con su poemario Hijos de la ira (1944). Esta visión angustiada de la vida está en consonancia con el período pesimista que atraviesa Europa después de la segunda guerra mundial.
A medio camino entre compromiso y clasicismo se situó la revista cordobesa Cántico (1947) de la mano de Pablo García Baena (1923) y Ricardo Molina (1917-1968). En las páginas de esta publicación se daba luz a poesías en las que el tono vital no estaba reñido con la forma.
Surge por cierto en aquella década de los 40 una curiosa continuación de las vanguardias en la revista Postismo, auspiciada por Eduardo Chicharro (19051964) y Carlos Edmundo de Ory (1923-2010). El postismo persigue una poesía absurda, disparatada e iconoclasta.
El irracionalismo posvanguardista aparece en la obra de los autores postistas y de otros, como Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta o, más adelante, en una de las creadoras más originales del momento y, al final de su larga carrera, con más seguidores entre el público infantil: Gloria Fuertes (1918-1998).
2.3 La poesía en los 50 y 60
La década de los 50 asiste al desarrollo de la poesía comprometida anunciada en los años anteriores.
El vasco Blas de Otero (1916-1979) se convierte en uno de los máximos representantes de la poesía social. En sus poemarios fundamentales, que dirige “a la inmensa mayoría” (Pido la paz y la palabra, 1955; Ancia, 1958; Que trata de España, 1964), concibe la poesía como medio para cambiar la sociedad.
De él es Cantar de amigo:
“Quiero escribir de día. De cara al hombre de la calle, y qué terrible si no se parase. Quiero escribir de día. De cara al hombre que no sabe leer, y ver que no escribo en balde. Quiero escribir de día. De los álamos tengo envidia, de ver cómo los menea el aire”.
También vasco, Gabriel Celaya (1911-1991), tras pasar por una temprana etapa romántica y vanguardista, forja su abundante producción (Paz y concierto, 1953; Cantos íberos, 1955; De claro en claro, 1956) como instrumento de oposición antifranquista.
Si bien la obra del madrileño José Hierro (1922-2002) se inicia en la poesía social con Quinta del 42 (1953), uno de sus mejores poemarios, pronto evoluciona hacia posturas más intimistas aunque siempre con un lenguaje sencillo, machadiano, que no le impide hondura expresiva. (Cuanto sé de mí, 1957; Libro de alucinaciones, 1964). Sus últimos poemarios (Agenda, Música) continúan la línea de emoción y llaneza en su expresión.
La obra arriba citada (Quinta del 42) ha dado nombre a un grupo de potas cercanos en tiempo y alma: José Luis Hidalgo, Julio Maruri, Miguel Ángel Argumosa… Otros poetas exploran la hondura humana: Leopoldo de Luis, Concha Zardoya, Ramón de Garciasol o Leopoldo de Luis.
El asturiano Carlos Bousoño (1923) crea una poesía existencial, profunda, de angustiado nihilismo (Primavera de la muerte, 1946; Noche del sentido, 1957; Metáfora del desafuero, 1988). Aparte su producción poética, su labor como crítico y estudioso de la literatura es trascendental.
A mediados de la década de los cincuenta, y consiguiendo plenitud expresiva en la década siguiente, aparece un grupo de poetas (Carlos Barral, José Ángel Valente, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Claudio Rodríguez, etc.; a los que posteriormente habrá que añadir a Félix Grande, Jaime Gil de Biedma o Francisco Brines) con una poesía que a veces es difícil de deslindar de la poesía social. Compartieron con los autores más comprometidos un sentido denunciador de la escritura que la llena de contenidos críticos. Pero, a pesar de las coincidencias con la poesía social, estos nuevos poetas presentan una mayor
preocupación por la forma poética, una mayor presencia del mundo interior del poeta, además de determinados rasgos irónicos ausentes en la poesía social.
2.4 La poesía a partir de los 70
En 1970 el crítico catalán José María Castellet publica una antología basada en la producción de un grupo de jóvenes poetas: Nueve novísimos poetas españoles. Allí da cuenta de los nuevos rumbos que explora la nueva poesía. A la nómina inicial de los autores antológicos (Antonio Martínez Sarrión, Pere Gimferrer, Félix de Azúa, Manuel Vázquez Montalbán, José María Álvarez, Leopoldo María Panero (hijo de Leopoldo), Guillermo Carnero, Vicente Molina Foix y Ana María Moix) se añaden en sucesivas ediciones los nombres de Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, José Miguel Ullá, Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca... Es esta una poesía que ha abandonado el compromiso político, que vive la sociedad de consumo, que se decanta por la revalorización de los aspectos formales de la lengua, muchas veces cercanos a las vanguardias por sus apuestas experimentales y que busca sus temas en la propia cultura de su tiempo: lenguaje publicitario, figuras del cine, del rock, aunque también de la tradición literaria.
Para muestra, La muerte de Beverly Hills, de Pere Gimferrer :
”En las cabinas telefónicas hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios. Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias que con el escote ensangrentado se refugian allí para morir. Última noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,
calles recién regadas con magnolias, faros amarillentos de los coches patrulla en el amanecer. Te esperaré a la una y media, cuando salgas del cine -y a esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo cuerpo era un ramo de orquídeas”.
A caballo entre los años 60 y 70 hay un nutrido grupo de poetas andaluces, un poco alejados de los centros editoriales de Madrid y Barcelona. Su nómina es extensa: Rafael Guillén, Fernando Quiñones, Vicente Núñez, Concha Lagos, Julia Uceda, etc. que publican en las numerosas revistas poéticas andaluzas (Alcaraván, Platero, Rocío, etc.), si bien no constituyen un grupo uniforme ni tienen rasgos comunes.
Finalmente, unos creadores, cuyas obras alcanzan plenitud en la década de los 70 y 80, están, por edad, desdibujados entre los autores de la extensa posguerra y los novísimos de los sesenta. En este grupo encontramos nombres consagrados como Antonio Gamoneda, de obra cada vez más reconocida, Manuel Fernández, Manuel Ríos Ruiz, Joaquín Marco, Félix Grande, Jesús Hilario Tundidor, etc., cuyas obras, de difícil caracterización, contienen desde la expresión barroquizante a la sensibilidad e intimismo no exento de pesimismo.
Resulta difícil establecer tendencias concretas en la poesía de esos años. Hay que tener en cuenta que muchos de los poetas mencionados continúan plenamente con su actividad poética y que casi todos han compaginado la poesía con la novela, la crítica, el teatro o el periodismo. A pesar de ello algunos críticos han visto un regreso a posturas intimistas, a un nuevo romanticismo recuperador de la sensibilidad perdida a causa de los experimentos formalistas anteriores.
Los poetas que surgen entonces, deciden hacer una poesía más pegada a la experiencia (precisamente, poesía de la experiencia es el nombre que le dan los estudiosos a este grupo), más del día a día, en la que el yo poético enlaza con la colectividad. Poesía democrática, fácil, en muchos casos cercana a la narración que hace que la poesía de esos años viva una nueva sentimentalidad, a la cabeza de la cual se sitúa el poeta granadino Luis García Montero. Otros nombres importantes son Ana Rossetti, Clara Janés, César Antonio Molina o Andrés S. Robayna.
2.5 La poesía en estos inicios de siglo
Al igual que sucediera con la publicación antológica de los novísimos en los años setenta, pero, a nuestro juicio, sin la revolución que provocó en su momento la antología de Castellet, recientemente ha aparecido algún título que recoge lo más granado de un conjunto de jóvenes poetas nacidos entre mediados de los sesenta y los ochenta que se ha dado en llamar generación del 2000. Estas antologías, entre las que está Poetas y poéticas para la España del siglo XXI (2009), de Rafael Morales Barba, La inteligencia y el hacha (2010), de Luis Antonio de Villena, o Mejorando lo presente (2011), de Martín Rodríguez Gaona, seleccionan una nutridísima nómina de autores con pocas cosas en común, o con unas cosas en común diferentes de las que suelen tener los componentes de una generación: como que coincidan en unas líneas expresivas compartidas, reconozcan un líder, hayan participado en algún especie de acto fundacional, o supongan una clara reacción contra el grupo precedente.
Estos jóvenes autores no van en principio contra nada. Suponen, sí, una renovación de la poesía de la experiencia precedente pero bucean en todo aquello que les aporte un nuevo lenguaje simbólico, incluido el surrealismo.
Los jóvenes (y no tan jóvenes) poetas, eclécticos, modernos, viajados, blogueros e internautas, de estilo directo y claro, interesados por todo lo que los rodea, expresan una voz que quiere ser universal, en la que el dato autobiográfico o la
experiencia personal se desdibujan rápidamente y quedan como meras anécdotas.
Nuevas experiencias, además, enriquecen el chispeante artista-poeta Ajo y su micropoesía, píldoras reflexivas entre la copla sentenciosa machadiana y la greguería de Ramón:
“Qué sustito haber nacido y toparse con tu ausencia qué sustito tener tanto tiempo y tan poquísima paciencia”.
Con la evidencia de mencionar solo a unos pocos y de dejar autores en el tintero, la nómina de esta generación del 2000 incluiría a Carlos Prado, Ana Gorría, Javier Rodríguez Marcos, Elena Medel, Martín López-Vega, Raúl Alonso, Luis Muñoz, Lorenzo Plana, Pablo García Casado, Andrés Neuman, y, como suele decirse, un largo etc.
3. La narrativa después del conflicto: tremendista resurgir
La Guerra Civil y sus consecuencias supusieron un trauma que pronto se vería reflejado en las producciones de los nuevos narradores. La novela realista, aquella que pretende reflejar la realidad que circunda al autor, fue durante varias décadas el modelo estético seguido por la mayoría de los autores. No es hasta la muerte de Franco y el advenimiento de la democracia que los escritores siguen sendas novelísticas en consonancia con el resto de Europa: policíacas, eróticas, históricas, etc. El nuevo clima político en el que nos encontramos permitirá una mayor confianza en la situación sociopolítica y el escritor se despega de esa necesidad de denunciar el estado general de las cosas. Las nuevas novelas tienen más que ver con las inquietudes personales y vitales de los autores.
3.1 La novela en el exilio
Para tener una visión cabal de la narrativa después de la Guerra civil debemos tener en cuenta la novela de autores del exilio. Dado que cada uno de ellos vive circunstancias individuales diferentes y habita en distintos países, sin un contacto directo con la madre España, elaboran su mundo de modo muy personal. Algunos autores, abandonando el país en plenitud de su carrera, publicarán poco o nada en el exilio, caso de Pedro Salinas o Pérez de Ayala. Los hay, sin embargo, que darán en el exilio los mejores frutos.
Las obras de Rosa Chacel (1898-1994), meditadas, lentas y existenciales, muy a lo Unamuno; de Francisco Ayala (1906-2009), de naturaleza introspectiva donde no falta lo grotesco; de Arturo Barea (1897-1957), de estética realista; etc. no fueron conocidas hasta los años ochenta por el público español. Muchos de estos autores cultivan, amén de la novela, el relato corto, el periodismo y el ensayo.
Entre los autores del exilio, merece especial atención el aragonés Ramón J. Sender (1901-1982), también periodista y ensayista, cuya narrativa se podría, con reservas, incluir en el realismo. Su máxima cumbre la hallamos en la certera Réquiem por un campesino español (1953), situada en la Guerra Civil. Escribe novela alegórica (Emen hetan, 1958), histórica (Míster Witt en el Cantón, 1935; Carolus Rex, 1963), autobiográfica (Crónica del alba) de tema americano, humorísticas, etc.
3.2 La novela en la década de los 40
Si bien hay una serie de escritores que continúan la estética del realismo decimonónico (Juan Antonio de Zunzunegui, Ignacio Agustí, José María Gironella, etc.), el panorama literario se vio prontamente sacudido por La familia de Pascual Duarte (1942).
El gallego Camilo José Cela (1916-2002), nobel de Literatura en 1989, inauguraba con esta obra el tremendismo, corriente que se caracteriza por exponer los aspectos más truculentos de una sociedad poblada por personajes amorales y complejos mediante un lenguaje lleno de crudeza.
Cela es muy innovador. Su narrativa, que alcanza una de las cotas más altas de la prosa española, por momentos muy cercana en la deformación grotesca y ridiculizadora a Quevedo y a Valle, abre caminos nuevos. Tras el tremendismo y una novela de, según él, “compás de espera” como Pabellón de reposo (1943), Cela revive la novela picaresca en Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944). Tienta la narración irracional en Oficio de tinieblas (1973) o Mazurca para dos muertos (1983), etc. en un progresivo abandono del hilo argumentativo tradicional. La última fase de su novelística se ha denominado “novelas de la indeterminación”, así Cristo versus Arizona (1988), mientras que Madera de boj (1999) nos devuelve la Galicia ancestral.
Cela cultivó profusamente el cuento (Esas nubes que pasan) a veces de rasgos grotescos y deformantes (Apuntes carpetovetónicos, Historias de España), la novela corta, la poesía, el periodismo, el ensayo y los libros de viajes.
Casi al mismo tiempo que Cela aparece la primera novela (Nada, 1945) de la catalana Carmen Laforet (1921-2004). Esta obra, incluida por algunos críticos dentro del tremendismo, refleja la decadencia de la burguesía barcelonesa. Sus obras inmediatamente posteriores (La isla y los demonios, Insolación), mejor construidas, han tenido menor acogida.
Por la misma época aparecen también la primera novela del gallego Gonzalo Torrente Ballester (Javier Mariño, 1943), obra retirada por la censura franquista, y del vallisoletano Miguel Delibes (La sombra del ciprés es alargada, 1948).
Prácticamente desapercibida para los lectores, la obra de Torrente Ballester (1910-1999) se reencuentra con el público tras la adaptación televisiva en los setenta de su obra más ambiciosa: Los gozos y las sombras (1957-1962), de estética realista. A partir de entonces se produjo el salto a la fama de este autor ya sesentón. Su estilo es denso y difícil, de claras influencias valleinclanescas.
Miguel Delibes (1929-2010) ha sido uno de los escritores más reconocidos del panorama novelístico actual. Su última novela, El hereje (1998), sobre las purgas religiosas en el Valladolid del siglo XVI, fue un rotundo éxito de crítica y público. Pero, quitando esta excepcional incursión a la novela histórica, la obra de Delibes se circunscribe al reflejo tierno y con fina ironía de los paisajes y la vida rurales, preferentemente castellanos (Diario de un cazador, 1955; Las ratas, 1962; El camino, 1950; El disputado voto del señor Cayo, 1978). Muchas de sus obras han sido llevadas al cine con mejor o peor acierto. En la mente de todos está el memorable personaje de Azarías de Los santos inocentes (1981).
3.3 La novela social de los 50
Se abría esta década con la impactante publicación de La colmena (1950) de Cela, soberbio fresco de la sociedad madrileña de posguerra, que tuvo enormes problemas de censura y es considerada la mejor novela de su autor. Quedaba inaugurada la novela social. Numerosos autores se suman con sus primeras obras a esta corriente.
Ignacio de Aldecoa (1925-1969) muestra el seco resplandor de las tierras castellanas en El fulgor y la sangre (1954) o Con el viento solano (1956), cercanas al tremendismo. Gran sol (1957) se ocupa, por contra, de la dura vida de los pescadores.
Jesús Fernández Santos (1926-1988) publica la obra coral Los bravos (1954). Más tarde derivará hacia una etapa intimista (El hombre de los santos, 1969). Cultivó al final de su carrera la novela histórica (Extramuros, 1978).
Juegos de manos (1954) o Duelo en el paraíso (1958) son las primeras novelas de Juan Goytisolo (1931). La denuncia social se muestra claramente en Campos de Níjar (1960). Sus novelas posteriores abandonan el realismo y se adentran en un subjetivismo narrado con técnicas vanguardistas.
Ana María Matute (Fiesta al noroeste, 1953), Carmen Martín Gaite (Entre visillos, 1957), José Manuel Caballero Bonald (Dos días de septiembre, 1962), Jesús López Pacheco (Central eléctrica, 1958) son otros autores que cultivan la novela social, a los que se les puede unir Delibes con La hoja roja (1959) y Las ratas (1962).
Una novela levantó en su momento mucha polémica por su técnica narrativa, acusando a su autor de haber grabado conversaciones reales de personas reales, tal es su vínculo con la realidad. Se trata de El Jarama (1956) de Rafael Sánchez Ferlosio, narrador que había dado a la luz en 1951 la extraordinariamente mágica Industrias y andanzas de Alfanhuí.
3.4 La década de los 60
Las novelas que empiezan a publicarse en la década de los sesenta asumen con mayores riesgos que sus predecesoras la necesidad de denunciar una sociedad y un régimen político anquilosados. Títulos como La zanja (1960) de Alfonso Grosso, La mina (1959) o Caminando por las Hurdes (1960) de Armando López Salinas, entre otros, son representativos de la preocupación de estos autores por denunciar la situación en el campo o las fábricas. Juan García Hortelano (Nuevas amistades, 1959; Tormenta de verano1962) o Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa, 1966) centran su crítica en la burguesía y en una intelectualidad fría y superficial.
Entre esta década y comienzos de la siguiente, sin abandonar la crítica social, los autores muestran una preocupación cada vez mayor por lo formal. Ya no se trata solo de denunciar. Se está haciendo novela, se está escribiendo, y los creadores buscan nuevas formas de concebir la obra. El Jarama había mostrado que la crítica social no estaba reñida con la experimentación. Así, en 1962 sale al público una novela que será importante para la novelística posterior pues marca los nuevos caminos de experimentación que, a partir de entonces, seguirá la narrativa. Se trata de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos (1924-1964). A esta nueva senda se sumaron numerosos escritores: Torrente Ballester con La saga/fuga de J.B (1972); Delibes, con Cinco horas con Mario (1966); Señas de identidad (1966) de Juan Goytisolo; Cela, con San Camilo 1936 (1969); Juan Benet (Volverás a Región, 1967); Manuel Vázquez Montalbán (Recordando a Dardé, 1969); José María Guelbenzu; Álvaro Cunqueiro… a los que añadimos la extraordinaria prosa de Francisco Umbral.
3.5 La novela en las últimas décadas del siglo XX
Las libertades conseguidas, la mejora en la economía y la definitiva reintegración al concierto europeo suponen también la internacionalización de la novela española. La crítica social ha quedado definitivamente atrás y la búsqueda de nuevos lectores (la búsqueda de mercado) juega un papel tan importante como cualquier otro: de los escasos miles de ejemplares que se publicaban antes, se ha pasado a hablar de decenas de miles, que se lo digan, si no, a Almudena Grandes, Arturo Pérez-Reverte o Lorenzo Silva. Los escritores participan del circo mediático y la conversión de novelas en películas acerca la obra del escritor a un mayor público, llenándose las pantallas con Bevilacquas, Alatristes o Lulús, por citar algo.
Durante los veinticinco o treinta últimos años han coexistido en el mercado novelas de todos los géneros, impensables en las décadas anteriores: novela histórica (recordemos lo dicho más arriba sobre El hereje de Delibes o los booms editoriales de Matilde Asensi, por poner solo un par de ejemplos), novelas humorísticas y de entretenimiento, psicológicas, de aventuras, de viajes, etc. Pero es quizá la novela policíaca la que ha conseguido un mayor auge en la obras de Juan Madrid, Andreu Martín o a Manuel Vázquez Montalbán y su inseparable detective Pepe Carvalho. Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada, 1978; El laberinto de las aceitunas, 1982) es autor también de excelentes novelas en las que se mezcla lo policíaco con lo misterioso, todo ello preñado de un humor inteligente. De tono policiaco, aunque no solo eso, son algunas de las mejores obras del jiennense Antonio Muñoz Molina (El invierno en Lisboa, 1987; Beltenebros, 1989; Plenilunio, 1997; o La noche de los tiempos, 2009, y Como la sombra que se va, 2014).
Los leoneses Julio Llamazares o Luis Mateo Díez y el extremeño Luis Landero nos muestran un realismo cuajado de humor, lleno de notas líricas y con magníficas descripciones paisajísticas y de caracteres. Juan José Millás ha publicado una extensa obra en la que se mezclan realidad y fantasía, todo ello en
un estilo cada vez más depurado.
Junto a ellos, José Luis Sampedro, Jesús Torbado, Javier García del Amo o Javier Marías son unos pocos nombres en la extensa nómina de autores actuales.
Asistimos a la aparición de numerosas obras escritas por mujeres: Rosa Montero, Carmen Rico Godoy, Soledad Puértolas, Adelaida García Morales, Carmen Posadas, Elvira Lindo... son solo algunos nombres para tener en cuenta.
Fenómenos del boca a boca convirtieron las obras de autores casi primerizos, como Carlos Ruiz Zafón, en creadores de éxito.
Finalmente, a ello añadimos las traducciones al castellano de autores consagrados en las diferentes lenguas peninsulares: Miquel de Palol, Manuel Rivas o Bernardo Atxaga sirven de mínimo botón de muestra.
3.6 La actualidad de la narrativa
En los años que llevamos de este siglo se acentúa lo visto en las últimas décadas del pasado. Multitud de autores y obras, booms exitosos, pluralidad de premios literarios y una engrasada maquinaria editorial y promocional que llena las secciones de novedades de librerías y suplementos periódicos.
A caballo entre los dos siglos, algunos de los nuevos autores forman grupos de común afinidad, así la llamada generación X o neorrealista, cuyo punto de salida fue la novela de José Ángel Mañas Historias del Kronen (1994), centrada en los
adolescentes urbanos y su desordenada vida rodeada de drogas, alcohol, sexo y música en donde escasean los valores tradicionales. El lenguaje utilizado, lleno de coloquialismos, exagerado uso del diálogo intrascendente y la propia temática desarrollada desató no pocas descalificaciones entre cierta crítica, lo que no impidió fugaces éxitos de ventas. La nómina de autores equis es larga: Lucía Etxebarria (Amor, curiosidad, prozac y dudas, 1997), Care Santos (La muerte de Kurt Cobain, 1997), Manuel Olcense (El relevo, 2005). O Ray Loriga, Benjamín Prado, Pedro Maestre, etc.
La llamada generación Nocilla, de menor recorrido incluso, incluía a una serie de jóvenes autores entre los que están Agustín Fernández Mallo, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta y otros. Las características de este grupo son la desestructuración del discurso narrativo y las múltiples referencias a la cultura pop y urbana.
Pero es el individualismo y la amplia convivencia de subgéneros lo que determina la narrativa en estos años. La novela se consolida como el género de preferencia. Los creadores, aparte estas corrientes mencionadas, ya no forman escuelas ni se integran en movimientos y por tanto es difícil establecer líneas comunes. Digamos que los autores van consolidando su propio estilo personal (o plegándolo en pro de un producto más accesible al gran público).
La acelerada y cambiante sociedad nuestra se ve reflejada en la caleidoscópica profusión de subgéneros: ciencia ficción, humor y parodia, erotismo, autobiografías, novela intimista, etc. Pero existen dos que encabezan las listas de best-sellers en estos últimos años en sintonía con los países de nuestro entorno y que ya se apuntaban en años anteriores: la novela histórica y la novela policiaca. En ambos subgéneros prima la historia sobre la experimentación formal. Interesa atraer al lector mediante ingredientes tradicionales: trama bien construida, personajes sólidos (que muchas veces crean sagas), lenguaje claro y poco rebuscado, construcción cercana a lo cinematográfico, etc.
La novela histórica, por lo general magníficamente documentada, recrea el pasado, así las narraciones de Ildefonso Falcones o Santiago Posteguillo, o bien lo reinterpreta a su placer, como la extraordinaria Autobiografía del general Franco, de Manuel Vázquez Montalbán. Los hechos documentados no tienen, sin embargo, por qué ser muy remotos, como en las novelas de Javier Cercas o Raúl Guerra Garrido. Y no faltan aquellas obras que mezclan lo histórico con la novela de suspense, acción o aventuras, muy en consonancia también con lo que sucede en Europa. Matilde Asensi es buena muestra.
La novela policíaca es el otro subgénero en expansión. Siguiendo la estela de lo iniciado en las últimas décadas del siglo XX, la novela policiaca se convierte casi en uno de los últimos refugios para la crítica social. Mafias y corruptelas políticas y empresariales constituyen el trasfondo de muchos de estos relatos. A la novela policiaca clásica, aquella que arranca de los años setenta y ochenta y en la que se encuadraban Andreu Martín, Juan Madrid, Francisco González Ledesma, plenamente activos, se acercan recientes narradores como los exitosos Lorenzo Silva o Domingo Villar. No faltaban incursiones desenfadadas renovadoras del género, como la ya clásica serie de Pepe Carvalho, de Vázquez Montalbán, o algunas obras citadas de Eduardo Mendoza.
En fin, contemplamos, en la línea de una cultura generalmente muy de grageas, el auge innegable de los relatos (y de los microrrelatos, subgénero a lo que naturalmente no es ajeno el uso de las nuevas formas electrónicas de comunicación), en el que militan acertadas plumas como la de José María Merino, Alberto Méndez, Andrés Neuman, Julio Llamazares, Juan Madrid, Luis Mateo Díaz o Juan José Millás, autor del subgénero articuento, breve narración en la que un hecho aparentemente banal da pie a ver el mundo de manera diferente, sorprendente o perturbadora.
4. El teatro después de la Guerra Civil: entre la renovación y la complacencia
Si en el campo de la poesía o de la novela los años de la posguerra han presenciado la aparición de un nutrido grupo de buenos escritores, el teatro se ha mantenido por lo general en un discreto segundo plano, en cuanto a su calidad, debido a circunstancias de tipo sociocultural y económicas, entre las que cabría citar la presencia de un vasto público conformista, que acude al teatro más como espectáculo evasor que a reflexionar sobre la sociedad en que vive. A ello añadimos la vigilante censura, el poco desarrollo de la industria teatral, circunscrita a muy pocas ciudades hasta hace relativamente poco y la competencia del cine.
Los autores que se exiliaron tras la guerra mantuvieron su actividad de creación dramática. Además de en algunas ciudades francesas, como Toulouse, fue en América donde dramaturgos, actores, directores y escenográfos mantuvieron una interesante actividad.
4.1 Teatro comercial. Teatro renovador
El que antes recupera su pulso tras la guerra es el teatro convencional, heredero de la comedia burguesa benaventina, caracterizado por el servilismo hacia los gustos de un público que solo buscaba la distracción y el olvido del pasado reciente, algo tampoco desdeñable, dadas las circunstancias. Pocos autores, empero, se salvan de la quema.
El granadino José López Rubio (1903-1996), autor de la inverosímil y
vanguardista novela Roque Six (1928), crea un teatro admirablemente construido. Sus mejores obras son Celos del aire (1949) y La venda en los ojos (1954). Dedicó gran parte de su quehacer a guiones y adaptaciones cinematográficas.
El fecundo autor madrileño Alfonso Paso (1926-1978) compuso casi doscientas comedias: Usted puede ser un asesino (1958), Las buenas personas (1961), La corbata (1962)... En sus obras, de diálogos ágiles, la clase media es la protagonista. Su teatro gozó del aprecio incondicional de público y régimen, pero asimismo del desprecio de la intelectualidad progresista.
El madrileño Ignacio Luca de Tena (1897-1975), ensayista, periodista, narrador, zarzuelista, etc., escribió una cuarentena de obras en la línea de la alta comedia burguesa de ideología tradicional y aburguesada. Dos mujeres a las nueve (1949), El cóndor sin alas (1951) o la exitosa ¿Dónde vas Alfonso XII? (1957) están entre lo mejor de su producción.
Edgar Neville (1899-1966), también de Madrid, fue novelista, guionista y director de cine y teatro. Su obra narrativa y de guionista se está revalorizando en la actualidad. De escasa producción teatral, sobresalen las comedias burguesas El baile (1952) o La vida en un hilo (1959).
Muchos nombres se pueden añadir a esta nómina: Joaquín Calvo Sotelo, Víctor Ruiz Iriarte, Carlos Llopis, Jaime de Armiñán, etc.
Al lado de estos autores, el madrileño Miguel Mihura (1905-1977), de modo parecido a Jardiel Poncela, se propuso renovar el tratamiento de los mecanismos humorísticos acercándolos al surrealismo y a la comedia del disparate. Su pieza más famosa, Tres sombreros de copa, fue escrita antes de la guerra, en 1932, pero se estrenó en 1952. Esta obra, llena de situaciones extravagantes y
surrealistas, antecedente del teatro del absurdo, fue demasiado moderna para su época.
Junto a estos, hubo autores que utilizaron la escena para criticar severamente la sociedad de posguerra. En estas obras aparecen personajes faltos de valores, de existencias fracasadas y sueños incumplidos. Abandonando el tono ligero y humorístico, pretenden un reflejo, ciertamente crudo, de la realidad humana. Dos son los dramaturgos fundamentales de esta línea: Buero Vallejo y Alfonso Sastre.
El guadalajareño Antonio Buero Vallejo (1916-2000) es considerado en la actualidad uno de los grandes dramaturgos españoles de todos los tiempos. Pese a ser el suyo un teatro poco amable, algunas obras (Historia de una escalera, 1949; Hoy es fiesta, 1956; El tragaluz, 1967 o La fundación, 1974) alcanzaron un éxito considerable. Algunas piezas suyas tienen fondo histórico: El sueño de la razón, Las Meninas, etc.
El madrileño Alfonso Sastre (1926) es, además de dramaturgo, creador de diferentes grupos de teatro (Arte Nuevo, Grupo de Teatro Realista, etc.). También ha escrito guiones de cine. En sus obras, la muerte, que coloca a los personajes en situaciones límite, desarrolla un papel fundamental, así en Escuadra hacia la muerte (1953), El pan de todos (1960) o La red (1961). Ha reflexionado a nivel teórico sobre el arte escénico (Anatomía del realismo, Crítica de la imaginación...).
4.2 El teatro realista y experimental. Los 60 y los 70
La labor renovadora de Buero Vallejo y Sastre facilitó la aparición de un grupo de dramaturgos que sale a la luz en los primeros sesenta y que, por los temas que trataron, fueron llamados generación realista. La obra de estos autores
evolucionó desde postulados de crítica social hasta producciones que, sin abandonar el reflejo crítico de la sociedad, se internaban por caminos de experimentación formal en técnicas dramáticas varias: el esperpento, la farsa, el teatro del absurdo, etc. El público en general seguiría siendo afecto al teatro más comercial, por lo que estos autores no pasaban de interesar a una minoría y los éxitos fueron escasos. Fuera de Madrid y Barcelona, casi ni existían. Entre ellos se hallan Carlos Muñiz (1927-1994), Lauro Olmo (1922-1994), José Martín Recuerda (1922-2007), Alfredo Mañas (1924-2001), etc.
Excepción a este grupo de autores poco representados son Antonio Gala (nacido en 1930) o Ana Diosdado (nacida en 1938), dramaturgos que, con argumentos bien construidos, lo que se ha dado en llamar “realismo convencional”, han contado con un público fiel. Y a su lado, Juan José Alonso Millán (nacido en 1936), con rentables comedias.
Pero hubo otros autores que propusieron una dramaturgia alejada de la realidad y con fuerte carácter simbólico, como el ciudadrealeño Francisco Nieva (nacido en 1927). En sus obras los elementos de tramoya, luces, decorados, es decir, todos aquellos elementos puramente visuales, constituyen aspectos importantísimos. Sus primeros éxitos los consigue tardíamente y como escenógrafo. No llega a estrenar hasta 1976 (Sombra y quimera de Larra). A partir de ahí, bien con adaptaciones o con obra original, su presencia en las tablas es asidua.
El caso del melillense Fernando Arrabal ilustra muy bien las dificultades con las que se enfrenta el autor teatral. El estreno de su primera obra en España, Los hombres del triciclo (1957), escrita tras una estancia en París, fue recibida con abucheos y con críticas negativas, lo que le impulsó a fijar definitivamente su residencia en el país vecino. Después de la muerte del dictador, se dieron a conocer algunas obras suyas sin demasiada aceptación por parte del público: PicNic, El cementerio de automóviles, etc. Es autor asimismo de obra narrativa (El entierro de la sardina, 1960) y poesía.
También por estas fechas comienzan a surgir grupos de teatro independiente que contribuyeron a refrescar la monótona escena española. En Madrid surgen las compañías Los Goliardos y Tábano; en Sevilla, el Teatro Lebrijano y La Cuadra; en Barcelona aparecen propuestas a través de grupos que siguen actualmente en cartelera: Els Joglars, fundado en 1962 y con un estilo teatral cercano al circo y la pantomima; Els Comedians, creado en 1971, cuyas puestas en escena, al aire libre generalmente, incluyen la participación del público; La Fura dels Baus, en 1979; etc.
4.3 El teatro en los últimos años de siglo XX
La llegada de la democracia y el clima de libertades que traía no supusieron, sin embargo, una renovación definitiva de la escena teatral. Incluso el teatro entró en una profunda crisis durante los últimos años setenta y los ochenta, entre otras cosas, debido a razones comerciales. Los nuevos autores, pese a su calidad reconocida, encontraban dificultades para estrenar sus obras y muchos de ellos debieron compaginar su labor teatral con otras: guiones cinematográficos, novela, periodismo.
Debemos destacar a José Luis Alonso de Santos (1942), con obras de exitosa recepción como La estanquera de Vallecas (1981) o Bajarse al moro (1985) o a José Sanchís Sinisterra (1940), con ¡Ay, Carmela! (1986), todas ellas llevadas felizmente al cine y adaptadas por los propios autores.
A partir de los noventa asistimos en España a un renacer del teatro en todos sus aspectos. Impulsado por políticas de subvención a la cultura, por la rehabilitación y reapertura de teatros en muchas ciudades del país, la inauguración de nuevos espacios teatrales y la creación de circuitos a nivel autonómico, no hay ciudad mediana que no tenga su temporada teatral. Sin embargo, la sempiterna crisis del teatro acecha…
4.4 La escena teatral en estos años del siglo XXI
Desde finales del siglo XX y en lo que llevamos del presente convive un variado número de autores teatrales pertenecientes a varias generaciones. De los dramaturgos realistas, aquéllos que escribieron e intentaron estrenar bajo la dictadura franquista, es quizás Buero Vallejo (muerto en 2000) el que más atrae e los productores teatrales. Junto a ellos, se siguen representado, aunque siempre con dificultad, textos de Arrabal, Nieva, o Gala. La generación de la Transición: Carmen Resino, Jerónimo López Mozo, Lourdes Ortiz, Alfonso Rodríguez Vallejo, Fermín Cabal, etc. está en plena madurez, gozando alguno de sus componentes de notabilísimo éxito de representación, como Alonso de Santos o Sanchis Sinisterra.
Pero a ellos se les une una generación de autores jóvenes, nacidos entre los años 50 y 60, que elaboran piezas que respiran los nuevos problemas de su tiempo. Así, no es extraño que aborden temas como la sexualidad, la emigración o la inversión de valores. Son muchos los creadores de esta nueva hornada: Paloma Pedrero, Ernesto Caballero, Sergi Belbel, Laila Ripoll, Itziar Pascual, Pedro Víllora. El más considerado de ellos es Juan Mayorga (1965). Las obras de este grupo, en general preocupado por la realidad actual y los problemas y angustias que provoca, están bien construidas. Son autores con una extraordinaria cultura teatral y escénica, siendo muchos de ellos directores de escena, profesores, adaptadores, etc. Un recurso recurrente en su dramaturgia es el usar la animalización de los personajes como mecanismo para exponer los problemas, así en La tortuga de Darwin o en Últimas palabras de Copito de Nieve, de Juan Mayorga.
Hace mucho tiempo que se produce la adaptación de piezas teatrales al cine, tanto del siglo XX (de Valle-Inclán vemos Divinas palabras, dirigida por José Luis García Sánchez en 1987 o de Fernando Fernán Gómez, Las bicicletas son para el verano) como clásicas (la magnífica El perro del hortelano, de Pilar Miró, sobre el texto de Lope de Vega llevado al cine con aplaudidísimo éxito en 1996). Pero desde hace unos años podemos observar el camino inverso: la adaptación a
las tablas de películas de nuestra filmografía como las adaptaciones de El pisito o El verdugo del guionista Rafael Azcona (muerto en 2008).
Aunque no es un hecho estrictamente literario, no podemos finalizar este somero vistazo al teatro de estos últimos años sin destacar la importancia que han tenido las llamadas salas de teatro alternativo para el arte escénico. Sin ellas no es posible comprender el fenómeno que nos ocupa pues estos espacios son, a juicio de muchos críticos y debido al poco caso que los programadores de las salas oficiales hacen de lo nuevo, donde se están llevando verdaderamente a cabo las propuestas de los autores recientes. Desde la pionera El Gallo Vallecano, fundada en 1978 y seguida poco después por la sala Cuarta Pared, en Madrid, no hay ciudad importante que no haya contado o no cuente todavía con un lugar alternativo: las madrileñas El Montacargas, Teatro de la Abadía, Tarambana, etc.; La Fundación, en Sevilla; Teatro Ensalle, en Vigo; El Huerto, en Gijón y un largo y esperanzador etcétera.
Glosario
alejandrino: Verso de catorce sílabas formado por dos hemistiquios heptasílabos separados por cesura o pausa. Su origen es francés y su nombre procede del primer poema donde se utiliza, el Roman d´Alexandre, siglo XII.
aljamiado: Texto escrito en lengua romance utilizando grafías árabes o hebreas.
amor cortés: Consideración del amor según el sistema social del feudalismo. Las relaciones dama-enamorado son vistas como las de señor-vasallo pues el enamorado jura fidelidad a su dama. Esta es, por lo general, de más elevada condición social y a menudo está casada. Suele responder con el silencio, la indiferencia o el desdén, lo que produce abatimiento y más amor en el enamorado. El amor cortés es uno de los temas más utilizados en la poesía trovadoresca y cancioneril.
anacreónticas: Poemas que exaltan los placeres de la vida, la comida, la bebida, el amor sensual o el goce ante la contemplación de la naturaleza. Toma su nombre del poeta griego Anacreonte (siglo V a. C.).
arte mayor castellano: Verso dodecasílabo de dos hemistiquios hexasílabos con acentuación bastante estricta. Recogió el relevo del verso alejandrino y prácticamente se difuminó en cuanto apareció el endecasílabo. Se utilizó para una poesía de tono solemne, de contenido didáctico-moral o histórico.
astracán: Subgénero de comedia creado por Pedro Muñoz Seca en la primera mitad del siglo XX. Se trata de un teatro caricaturesco, de humor fácil, al servicio de un público poco exigente.
aura mediocritas: Ver beatus ille.
beatus ille: Lat. “feliz aquel”. Tópico literario que, desde Horacio, recoge la aspiración del ser humano a una vida sencilla y campestre, alejada del bullicio envidioso de la ciudad, aunque la visión horaciana estaba impregnada de ironía. Conectado a él está el tópico del aura mediocritas, búsqueda de la paz y el bienestar espiritual basados en conformarse con las cosas sencillas. Como afirma el dicho: “No es más feliz el que más posee, sino el que menos necesita”
bohemia: Vida al margen de ciertas normas o convenciones sociales, algo desordenada y alocada propia de los artistas.
cancionero: Colección de poesías, en general de varios autores, de muy amplia aceptación durante el siglo XV y parte del XVI. Predomina en ellos la poesía amorosa, culta, cortesana y artificial, es decir, la llamada poesía cancioneril.
carpe diem: Lat. “goza de este día”. Tópico literario que recoge la idea de la necesidad de aprovechar el momento presente antes de que la vida, en su rápido transcurrir, nos lo impida.
conceptismo: Corriente literaria del Barroco que consiste en utilizar el concepto para expresar la realidad. Esto se consigue a través de la metáfora, la comparación, el contraste y otras figuras retóricas. Máximo exponente de esta estética es Francisco de Quevedo.
corral de comedia: Espacio habilitado permanentemente para la representación del teatro en el Siglo de Oro y en el XVIII. Estaba construido a semejanza de un corral de viviendas: un gran patio interior rodeado de una galería.
cuaderna vía: Estrofa formada por cuatro versos alejandrinos, divididos en dos hemistiquios heptasílabos y con rima consonante entre ellos. Fue usado por los poetas del mester de clerecía (XIII) y otros poetas del XIV.
culteranismo: Término que indicaba la especial afición de ciertos poetas a incluir cultismos en sus obras. En el Barroco, y gracias a la labor denodada de Quevedo, la palabra tenía significado peyorativo y pasó a englobar el estilo de Góngora y sus seguidores, unos herejes (luteranos) de la cultura.
cultismo: Palabra procedente del latín incorporada por vía culta en época tardía y que, al no haber sufrido los cambios de las voces normales o patrimoniales, es muy semejante a su étimo latino. Son cultismos términos como adolescente, ardor, digno, mágico, etc.
dadaísmo: Movimiento vanguardista fundado en plena I Guerra Mundial que rechazaba la racionalidad burguesa y los parámetros artísticos establecidos. Fueron sus fundadores el alemán Hugo Ball (1886-1927) y el franco-rumano Tristan Tzara (1896-1963).Ver –ismos.
Danzas macabras o de la muerte: Expresión que hace referencia a pinturas u obras literarias en las que la muerte, esquelética y portando una guadaña, obliga a personajes de diferente condición social a entrar en su macabro cortejo.
decoro: Adecuación del lenguaje de una obra a su condición genérica, calidad de personajes, situación, etc.
entremés: Breve pieza teatral humorística y popular compuesta para ser representada en los entreactos de una obra más extensa y que no tiene argumentalmente conexión con dicha obra.
figuras literarias: Recursos propios de la literatura y otros lenguajes expresivos que se apartan del modo normal de uso y que hacen recaer la atención sobre la forma del mensaje. Son figuras la metáfora, aliteración, símil, etc.
futurismo: Movimiento de vanguardia auspiciado por Filippo Marinetti que ensalza en sus composiciones los avances de la ciencia y la técnica. Ver –ismos.
gongorismo: Estilo literario de características latinizantes que desarrolló el poeta Luis de Góngora en el siglo XVII.
greguería: Frase breve que combina metáfora y humor. Su creador, en las primeras decenas del siglo XX, es Ramón Gómez de la Serna.
hagiografía: Obra que trata de la vida de un santo.
–ismos: Denominación genérica dada a los movimientos de vanguardia que aparecen en las primeras décadas del siglo XX.
juglar: Profesional del espectáculo que en la Edad Media se ganaba la vida recitando cantares de gesta y otras composiciones. Solía tener vida itinerante.
krausismo: (del filósofo alemán K. Krause) Doctrina filosófico-educativa basada en el laicismo, la libertad de cátedra y la tolerancia.
locus amoenus: Lat. “lugar ameno”. Tópico literario proveniente de la antigüedad que consiste en describir el marco en el que se desenvuelve la acción como un escenario natural apacible en el que no faltan árboles, flores, fuentes y pájaros canoros. Opuesto a él está el locus eremus o lugar yermo y desolado.
metáfora: Principal figura literaria que consiste en identificar un objeto con otro en función de su parecido. “Tus dientes son perlas”.
muaxaja: Composición medieval culta en árabe o hebreo. Suele terminar en un poemilla final o jarcha.
mozárabe: Cristiano que vivía en territorio de Al –Ándalus. Lengua románica (es decir, derivada del latín) muy influida por el árabe hablada por la población mozárabe.
neopopularismo: Corriente literaria de algunos poetas de la generación del 27, como Alberti o Lorca, que se manifiesta en el uso de moldes y temas inspirados en la tradición oral y la poesía popular.
pie quebrado: Verso inserto en una composición cuya medida silábica es la
mitad.
poesía visual: Composición poética en la que la disposición tipográfica del texto representa un objeto relacionado o evocado en la propia composición.
regeneracionismo: Corriente ideológica que propugnaba remediar el desastroso estado de España a finales del XIX mediante soluciones depuradoras. Caballo de batalla de los regeneracionistas era el sistema caciquil de la Restauración. Su máximo representante fue el aragonés Joaquín Costa.
rima asonante o parcial: Procedimiento de rima que consiste en la igualdad fonética de las vocales de final de verso a partir de la última vocal tónica.
rima consonante o total: Procedimiento de rima que consiste en la igualdad fonética de final de verso a partir de la última vocal tónica.
serranilla: Breve composición medieval en primera persona en la que se relata el encuentro del poeta con una pastora.
simbolismo: Término aplicado originariamente a la creación de una serie de poetas franceses de la segunda mitad del XIX (Rimbaud, Mallarmé, Verlaine, etc.) y que se extiende a buena parte de la poesía de entre siglos (modernismo, etc.). El poeta simbolista evita nombrar directamente los objetos y prefiere sugerirlos a través de otros elementos evocadores.
soneto: Poema de origen italiano de 14 versos endecasílabos formado por dos
cuartetos y dos tercetos. Es una de las estrofas más cultivadas en nuestra literatura desde su introducción en el Renacimiento.
surrealismo: Movimiento de vanguardia iniciado por el poeta A. Breton que pretende plasmar el funcionamiento real del pensamiento sin la sujeción a la razón, la lógica o la moral. Ver –ismos.
tempus fugit: Lat. “el tiempo huye”. Tópico literario que refleja el tema de la brevedad de la vida y la necesidad de prepararnos para la muerte.
tirada: Serie de versos que mantienen la misma asonancia.
tópicos literarios: También llamados “lugares comunes”, son motivos o temas que desde la literatura grecolatina han pasado a nuestras letras, así el tópico del carpe diem, locus amoenus, ubi sunt, etc.
trovador: Autor culto medieval que compone poemas en lengua vulgar con acompañamiento musical. Es un profesional que vive de su trabajo en la Corte, aunque a veces él mismo es un noble.
ubi sunt: Lat. “dónde están”. Tópico literario de origen bíblico en el que se cuestiona, a través de una serie de preguntas retóricas, qué ha sido de ciertos personajes famosos e importantes tras su muerte.
unidades de teatro: Coordenadas en las que se sitúa las obra teatral. Son tres: unidad de lugar, de tiempo y de acción. Las obras de teatro respetan o no estas
unidades según las épocas y autores. Las piezas que mantienen las unidades serían más clásicas, más aristotélicas, frente a las otras. La unidad de lugar consiste en que la obra se debe desarrollar en una misma localización o en localizaciones contiguas. La unidad de tiempo promueve que lo representado debe durar aproximadamente el mismo tiempo que la acción real. La unidad de acción (la única verdaderamente fijada por Aristóteles) consiste, entre otras cosas, en que las acciones secundarias deben converger e influir en la acción principal.
verso de arte mayor: Verso de 9 o más sílabas. En la tradición poética tardomedieval se aplica esta denominación al verso dodecasílabo.
versos de arte menor: Versos de 8 o menos sílabas. De todos ellos, el octosílabo es el más utilizado, sobre todo en las composiciones populares o de tono popular.
villancico: Poema tradicional octosilábico que consta de un estribillo, una o más estrofas o mudanzas y una vuelta en la que se repiten algunos versos del estribillo y que cierra cada mudanza. Es muy parecido al zéjel, con el que comparte el mismo origen árabe.
zéjel: Composición de origen árabe cuya estructura es parecida a la del villancico.
Bibliografía
General
ALONSO, Dámaso. De los siglos de oscuros al de oro. Notas y artículos a través de 700 años de letras españolas. Madrid, Gredos, 1982.
BLANCO AGUINAGA, Carlos, RODRÍGUREZ PUÉRTOLAS, José Luis y ZAVALA, Iris M. Historia social de la literatura española. Madrid, Akal, 2001.
GARCÍA LÓPEZ, José. Historia de la literatura española. Barcelona, VicensVives, 1987.
MAINER, José-Carlos. Historia mínima de la literatura española. Madrid, Turner, 2014.
PEDRAZA JIMÉNEZ, Felipe B. y RODRÍGUEZ CÁCERES, Milagros. Manual de la literatura española. XV Vols. Pamplona, Cénlit, 2001.
RICO, Francisco y otros. Historia y crítica de la literatura española. Barcelona, Crítica, 1999.
VALBUENA PRAT, Ángel. Historia del teatro español. Barcelona, Noguer, 1956
VALBUENA PRAT, Ángel y DEL SAZ, Agustín. Historia de la literatura española e hispanoamericana. Barcelona, Juventud, 1986.
CAPÍTULO I (¿Qué es literatura?)
DOMÍNGUEZ CAPARRÓS, José. Introducción al comentario de textos. Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, Instituto Nacional de Ciencias de la Educación, 1977.
ESTÉBANEZ CALDERÓN, Demetrio. Diccionario De Términos Literarios. Madrid, Alianza, 2004.
LAPESA MELGAR, Rafael. Introducción a los estudios literarios. Madrid, Cátedra, 1995.
LÁZARO CARRETER, Fernando. Estudios de poética. Madrid, Taurus, 1979.
QUILIS MORALES, Antonio. Métrica española. Barcelona, Ariel, 2004.
CAPÍTULOS II y III (Edad Media y siglo XV)
ALONSO, Álvaro. Poesía de Cancionero. Madrid, Cátedra, 1995.
BARBADILLO, María Teresa. Romancero y lírica tradicional. Barcelona, Debolsillo, 2002.
BOTTA, Patricia. Un “best seller” del Siglo de Oro. Sobre la Celestina. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007.
RIAÑO RODRÍGUEZ, Timoteo y GUTIÉRREZ AJA, Mª del Carmen. El Cantar de Mío Cid 2: fecha y autor del Cantar de Mío Cid. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.
RUSSELL, Peter E. Tradición literaria y realidad social en “La Celestina”. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
URÍA, Isabel. Panorama crítico del mester de clerecía. Madrid, Castalia, 2000.
VICTORIO, Juan. El amor y su expresión poética en la lírica tradicional. Madrid, La Discreta, 2001.
CAPÍTULOS IV, V y VI (Siglo de Oro y siglo XVIII)
ASENSIO BARBARIN, Eugenio. Itinerario del entremés: desde Lope de Rueda a Quiñones de Benavente: con cinco entremeses de D. Francisco de Quevedo. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Alicante, 2011.
CHAS AGUIÓN, Antonio. Garcilaso, poeta de cancionero. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
COULON, Mireille. Don Ramón de la Cruz y las polémicas de su tiempo. Alicante. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009.
FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel. Cervantes visto por un historiador. Madrid, Espasa Calpe, 2005.
PALACIOS FERNÁNDEZ, Emilio. Evolución de la poesía en el siglo XVIII. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
RIQUER, Martín de. Aproximación al Quijote. Barcelona, Teide, 1976.
ROZAS, Juan Manuel, CAÑAS MURILLO, Jesús. Estudios sobre Lope de Vega. Madrid, Cátedra, 1990.
- Significado y doctrina del “Arte nuevo” de Lope de Vega. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002.
SALA VALLDAURA, Josep María. El sainete en la segunda mitad del siglo XVIII: la Mueca de Talía. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009.
ZAMORA VICENTE, Alonso. Qué es la novela picaresca. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002.
- Lope de Vega, su vida y su obra. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 2002.
CAPÍTULO VII (Siglo XIX)
ESTEBAN SOLER, Hipólito. El realismo en la novela. Madrid, Cincel, 1989.
GULLÓN FERNÁNDEZ, Ricardo. Técnicas de Galdós. Madrid, Taurus, 1980.
SEBOLD Russell P. De ilustrados y románticos. Madrid, El Museo Universal, 1992.
SHAW, Donald L. Historia de la literatura española. El siglo XIX. Barcelona, Ariel, 1992.
SOBEJANO ESTEVE, Gonzalo. Universalidad de “La Regenta”. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
UMBRAL, Francisco. Larra. Anatomía de un dandy. Madrid, Comunidad de Madrid, Consejería de Educación, Visor Libros, 1999.
CAPÍTULOS VIII y IX (Siglo XX)
BARELLA, Julia. De los novísimos a la poesía de los 90. Clarín: Revista de nueva literatura, Nº 15, 1998.
CABELLO PINO, Manuel. García Lorca dramaturgo: figura central de la literatura española del siglo XX en el canon europeo. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Alicante, 2007.
CASTELLET, Josep Maria. Nueve novísimos poetas españoles, Barral Editores, Barcelona, 1970.
GIBSON, Ian. Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. Barcelona, Plaza y Janés, 1998.
- Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado. Madrid, Aguilar, 2006.
GULLÓN FERNÁNDEZ, Ricardo. Estudios sobre Juan Ramón. Alicante. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006
- Idealismo y técnica en Camilo J. Cela. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007.
- La generación poética de 1952. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.
- La joven poesía española: en torno a una Antología. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.
- Unidad en la obra de Antonio Machado. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.
MORALES BARBA, Rafael. Poetas y poéticas para la España del siglo XXI. Málaga, Agapea, 2009.
RIVERA GARCÍA, Antonio. En torno a la generación “fin de siglo”: los límites de la renovación cultural. Revista Internacional de Filosofía, nº 31, 2003.
ROMERO FERRER, Alberto. Entre el teatro de repertorio y las vanguardias: las experiencias dramáticas de los Machado, Azorín y Baroja. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008.
RUBIO, Fanny: Juan Ramón Jiménez en la poesía española de posguerra. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008.
SALINAS, Pedro. Literatura Española Siglo XX. Madrid, Alianza, 2001.
SOBEJANO ESTEVE, Gonzalo. Ante la novela de los años setenta. Alicante,
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009.
- Direcciones de la novela española de postguerra. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009.
TRAPIELLO, Andrés. Los nietos del Cid. La nueva Edad de Oro de la literatura española (1898-1914). Barcelona, Planeta, 1998.
VILLENA, Luis Antonio de. La inteligencia y el hacha (un panorama de la Generación poética de 2000). Madrid, Visor, 2010.