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HISTORIA DE LA IGLESIA HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS I OBRA DIRIGIDA POR
PEDRO
BORGES
BIBLIOTECA DE
AUTORES Declarada
CRISTIANOS
de
interés
HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS
nacional
37
(SIGLOS XV-XIX)
ESTA COLECCIÓN SE PUBLICA BAJO LOS AUSPICIOS Y ALTA DIRECCIÓN DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA LA COMISIÓN DE DICHA PONTIFICA UNIVERSIDAD ENCARGADA DE LA INMEDIATA RELACIÓN CON LA BAC ESTÁ INTEGRADA EN EL ANO 1992 POR LOS SEÑORES SIGUIENTES:
Volumen I: Aspectos
generales
OBRA DIRIGIDA POR
PEDRO
BORGES
PROFESOR DE HISTORIA DE AMERICA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
PRESIDENTE:
Excmo. y Rvdmo. Sr. D. FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR, Arzobispo coadjutor de Granada y Gran Canciller de la Universidad Pontificia. VICEPRESIDENTE:
Excmo. Sr. D. JOSÉ
MANUEL SÁNCHEZ CARO,
Rector Magnífico.
VOCALES: Dr. JOSÉ ROMÁN FLECHA ANDRÉS, Vicerrector Académico y Decano de la Facultad de Teología; Dr. JUAN LUIS ACEBAL LUJAN, Decano de la Facultad de Derecho Canónico; Dr. LUCIANO PEREÑA VICENTE, Decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología; Dr. ALFONSO PÉREZ DE LABORDA, Decano de la Facultad de Filosofía; Dr. JOSÉ OROZ RETA, Decano de la Facultad de Filología Bíblica Trilingüe; Dr. VICENTE FAUBELL ZAPATA, Decano de la Facultad de Pedagogía; Dra. M.a FRANCISCA MARTÍN TABERNERO, Decana de la Facultad de Psicología; Dra. M.a TERESA AUBACH Guíu, Decana de la Facultad de Ciencias de la Información; Dr. MARCELIANO ARRANZ RODRIGO, Secretario General de la Universidad Pontificia. SECRETARIO:
Director del Departamento de Publicaciones.*
B I B L I O T E C A DE A U T O R E S C R I S T I A N O S E S T U D I O T E O L Ó G I C O DE SAN I L D E F O N S O DE T O L E D O Q U I N T O C E N T E N A R I O (ESPAÑA) MADRID • MCMXCII
MADRID • MCMXCII
Esta obra ha sido editada con la participación de la COMISIÓN NACIONAL PARA EL QUINTO CENTENARIO DEL DESCUBRIMIENTO D$ AMÉRICA.
ÍNDICE
GENERAL
Págs. COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN
xv
PRÓLOGO
xvn
PARTE I
CUESTIONES
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1992, Quinto CentenariojEspaña), Madrid 1992, y Estudio Teológico de San Ildefonso de Toledo, Toledo 1992. Depósito legal: M. 44.375-1991. ISBN: 84-7914-053-4. Obra completa. ISBN: 84-7914-054-2. Tomo I. Impreso en España. Printed in Spain.
GLOBALES
CAPÍTULO 1. La historia d e la I g l e s i a e n H i s p a n o a m é r i c a y Filipinas, p o r Pedro Borges I. Nociones II. Historiografía de la Iglesia en Hispanoamérica III. Sistematización d e la historia de la Iglesia en Hispanoamérica .. Nota bibliográfica
5 5 6 11 15
CAPÍTULO 2. La I g l e s i a y e l d e s c u b r i m i e n t o d e América, p o r Luis Arranz Márquez I. La Iglesia y los descubrimientos antes de Colón II. La religiosidad d e Colón y su proyecto descubridor III. Colón y los eclesiásticos Nota bibliográfica
19 19 22 29 32
CAPÍTULO 3. La d o n a c i ó n pontificia d e las Indias, por Antonio García y García I. Las bulas alejandrinas II. Antecedentes medievales III. Interpretaciones d e las bulas alejandrinas Nota bibliográfica
33 33 35 38 44
CAPÍTULO 4. La Santa S e d e y la I g l e s i a americana, por Pedro Borges I. Marginación directiva de la Santa Sede II. El problema del representante pontificio en Indias Nota bibliográfica
47 47 55 60
CAPÍTULO 5. El Patronato y e l Vicariato R e g i o e n Indias, por Alberto de la Hera I. Antecedentes del Patronato indiano II. Génesis del Patronato indiano III. Del Patronato al Vicariato indiano Nota bibliográfica
63 63 67 74 78
CAPITULO 6. El r e g a l i s m o i n d i a n o , por Alberto de la Hera I. Patronato-Vicariato-Regalías
81 82
índice general
VIII
índice general Págs.
II. El regalismo III. El regalismo en Indias IV. Conclusión Nota bibliográfica
85 88 95 96
CAPÍTULO 7. La e c o n o m í a d e la I g l e s i a americana, por Ronald Escobedo Mansilla 99 I. Los diezmos 99 II. El sínodo parroquial y los estipendios 113 III. Los ingresos de las Ordenes religiosas 114 IV. La financiación de las misiones 118 V. Los subsidios eclesiásticos 124 VI. La consolidación de los vales reales 124 VII. Mesadas, medias anatas y anualidades eclesiásticas 129 VIII. La Bula de la Santa Cruzada 130 Nota bibliográfica 133 PARTE II
LA IGLESIA
DIOCESANA
CAPÍTULO 8. Organización territorial d e la I g l e s i a , por Antonio García y García l^y I. Archidiócesis o sedes metropolitanas 139 II. Diócesis 14Ü III. Parroquias de españoles j^c IV. Doctrinas o parroquias de indios 1*^ Nota bibliográfica *5¿ CAPÍTULO 9. El e p i s c o p a d o , por Francisco Martín Hernández I. Implantación del episcopado en América II. Estructura episcopal III. Múltiple actuación de los obispos IV. Radiografía de u n episcopado V. Los obispos ante la emancipación americana Nota bibliográfica
155 155 157 J^l lj>5 1°° 1'^
CAPÍTULO 10. Las asambleas jerárquicas, por Antonio García y García 175 I. Juntas eclesiásticas | JJj II. Sínodos diocesanos j°¡? III. Concilios provinciales 1|5 Nota bibliográfica *8 CAPÍTULO 1 1 . El c l e r o d i o c e s a n o , p o r Federico R. Aznar Gil I. La constitución del clero secular II. El modelo'del clérigo diocesano III. Los curas de indios IV. Conclusión Nota bibliográfica
IX
Págs. CAPÍTULO 12. Las O r d e n e s r e l i g i o s a s , por Pedro Borges I. Observaciones generales II. Las Ordenes misioneras III. Las Ordenes n o misioneras IV. Las Ordenes y Congregaciones femeninas V. La vida religiosa n o institucionalizada Nota bibliográfica
209 209 212 226 230 233 234
CAPÍTULO 13. La e x p u l s i ó n d e la C o m p a ñ í a de J e s ú s , por Magnus Mórner 245 I. El decreto de expulsión 245 II. Ejecución del decreto 252 III. Reacciones ante la expulsión 254 IV. Consecuencias de la expulsión 255 V. Las «Temporalidades» 256 Nota bibliográfica 258 CAPÍTULO 14. El c l e r o i n d í g e n a , p o r Juan B. Olaechea Labayen I. Primeras experiencias en las Antillas II. Primeras experiencias en el continente III. El largo proceso de consolidación IV. El clero mestizo V. Episcopologio indígena Nota bibliográfica
261 261 263 268 275 277 279
CAPÍTULO 15. La c r i o l l i z a c i ó n d e l c l e r o , p o r Bernard Lavallé I. Los orígenes del criollismo II. Las Ordenes religiosas y el problema criollo III. Otros factores de la lucha IV. Criollismo eclesiástico e ideología Nota bibliográfica
281 281 285 292 295 296
CAPÍTULO 16. La Inquisición, por Elisa Luque Alcaide I. Orígenes y tipos de la Inquisición en América II. La Inquisición episcopal y monástica III. El Tribunal del Santo Oficio IV. El Provisorato p a r a indios Nota bibliográfica
299 301 302 305 315 317
CAPÍTULO 17. La I g l e s i a y l o s n e g r o s , por Ildefonso Gutiérrez Azopardo 321 I. La Iglesia y la trata negrera 322 II. Legislación religiosa sobre los negros 326 III. La evangelización 327 IV. Actuaciones especiales con los negros 331 V. Los negros y la Iglesia 334 VI. La otra cara de la moneda 335 Nota bibliográfica 337
l 9 3
|~!q 19-; 20á 207 208
CAPÍTULO 18. P a n o r a m a d e la I g l e s i a d i o c e s a n a , por Eduardo Cárdenas 339 I. El marco socio-religioso americano 339 II. Luces y sombras de la cristiandad americana 346 Nota bibliográfica 358
índice general X
índice general
XI Págs.
Págs. PARTE III
19. Las prácticas piadosas. Los sacramentos, por Eduardo Cárdenas I. La semana del cristiano y los días de fiesta II. Las devociones populares III. Los sacramentos IV. El año litúrgico V. La muerte cristiana Nota bibliográfica
CAPÍTULO
361 361 364 371 373 377 380
20. Hagiografía hispanoamericana, por Lorenzo Galmés .. 383 Protomártires indígenas de América (1498) 383 Beatos indígenas mexicanos (1527, 1529 y 1539) 385 Venerable Luis Cáncer (f 1549) 385 San Luis Bertrán (1542-1569) 386 Venerable Gregorio López (1542-1596) 387 Mártires mexicanos en Japón (1597, 1627 y 1632) 388 Beato Sebastián de Aparicio (1502-1600) 388 Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) 389 San Francisco Solano (1549-1610) 390 Santa Rosa de Lima (1586-1617) 390 Venerable Vicente Bernedo (1562-1619) 391 Mártires jesuítas del Paraguay (1628) 392 San Martín de Porres (1579-1639) 393 San Juan Macías (1585-1645) 394 Santa Mariana de Jesús (1618-1645) 395 Venerable Francisco de Pamplona (1597-1651) 395 San Pedro Claver (1580-1654) 397 Venerable Pedro de Bethencourt (1626-1667) 397 Beata Ana de los Angeles Monteagudo (1602-1686) 398 Venerable José de Carabantes (1628-1694) 399 Venerable Antonio Margil de Jesús (1657-1726) 400 Beato Junípero Serra (1713-1784) 400 Nota bibliográfica 401
CAPÍTULO
21. Pensadores eclesiásticos americanos, por Isaac Vázquez 405 Bartolomé de las Casas (1484-1566) 405 Juan Focher (f 1572) 407 Diego Valadés (n. 1533) 409 Alonso de Veracruz (1507-1584) 409 Luis López (t 1596) 410 José de Acosta (1540-1600) 410 Miguel Agía (f d. de 1604) 412 Jerónimo Moreno (mediados del siglo xvn) 414 Juan Rodríguez de León (mediados del siglo xvn) 414 Alonso de Sandoval (1576-1651) 414 Juan de Alloza (1598-1666) 415 Pedro de Alva y Astorga (1601-1667) 415 Juan de Almoguera (f 1676) 416 Alonso deja Peña Montenegro (f 1687) 416 Diego de Avendaño (1594-1688) 417 Andrés Miguel Pérez de Velasco (siglo xvm) 418 Pedro José Parras (1728-1784) 418 Nota bibliográfica 419
CAPÍTULO
LA IGLESIA
MISIONAL
22. Estructura y características de la evangelización, por Pedro Borges 423 I. La Corona, eje de la evangelización 423 II. Organización misional 429 III. Características generales de la evangelización 432 Nota bibliográfica 435
CAPÍTULO
23. Los artífices de la evangelización, por Pedro Borges ... 437 Las Ordenes misioneras 437 Los obispos y el clero diocesano 449 Los españoles y criollos seglares 450 Los colaboradores indígenas 451 Nota bibliográfica 453
CAPÍTULO
I. II. III. IV.
24. Dificultades y facilidades para la evangelización, por Pedro Borges 457 I. Factores adversos 457 II. Factores favorables 462 III. Factores mixtos 463 IV. Apreciación de conjunto 468 Nota bibliográfica 469
CAPÍTULO
25. La expansión misional, por Pedro Borges I. Sistemas de despliegue misional II. Curso crono-geográfico de la expansión Nota bibliográfica
CAPÍTULO
471 471 474 494
26. La metodología misional americana, por Pedro Borges 495 I. Elaboración de la metodología misional 495 II. Principios metodológicos básicos 503 Nota bibliográfica 506
CAPÍTULO
27. Sistemas y lengua de la predicación, por Pedro Borges 509 I. Sistemas de predicación 509 II. El problema de la lengua 514 Nota bibliográfica 519
CAPÍTULO
28. Primero hombres, luego cristianos: la transculturación, por Pedro Borges 521 I. El principio de la dignificación del indígena 521 II. El esfuerzo misionero de dignificación 526 III. Apreciaciones sobre la promoción 533 Nota bibliográfica 534
CAPÍTULO
29. El sistema de reducciones, por Jaime González Rodríguez 535 I. Orígenes y-evolución del sistema 535 II. Doble proceso de reducción 540 III. El pensamiento misionero sobre el sistema de reducciones 544 Nota bibliográfica 547
CAPÍTULO
índice general XII
índice general
XIII
Págs. Págs.
CAPÍTULO 30. M é t o d o s d e catequización, por Josep-Ignasi Sarányana I. Las primeras experiencias pastorales americanas II. Las juntas eclesiásticas de México III. La «Instrucción» de Jerónimo de Loaysa IV. Los manuales para misioneros V. Las síntesis misionológicas del III límense y del III mexicano ... VI. Rasgos generales de la posterior catequesis americana Nota bibliográfica
549 550 551 554 557 561 563 569
CAPÍTULO 3 1 . M é t o d o s d e p e r s u a s i ó n , por Pedro Bprges I. La captación de la benevolencia II. Presentación atractiva del cristianismo III. La erradicación del paganismo IV. La «extirpación de la idolatría» V. La demostración directa del cristianismo VI. Métodos de autoridad VII. Métodos verticales VIII. Métodos capilares o de contacto IX. Métodos de educación Nota bibliográfica
573 573 574 575 578 586 587 589 589 590 591
CAPÍTULO 32. La nueva cristiandad indiana, p o r Pedro Borges I. La respuesta cristiana del indio II. El cultivo pastoral de los neoconversos III. La vivencia indígena del cristianismo Nota bibliográfica
593 593 599 604 611
CAPÍTULO 3 3 . G r a n d e s e v a n g e l i z a d o r e s a m e r i c a n o s , por Lorenzo 615 Galmés 6 Ramón Pane (1493) }5¡ Pedro de Córdoba y su Comunidad (1510-1521) 616 Los doce apóstoles franciscanos de México (1524) 617 J u a n de Zumárraga (1458-1548) 61S Domingo de Betanzos (1480-1549) 6iy Gregorio de Beteta (f 1562) 6¿U Pedro de Gante (t 1572) °*A Vasco de Quiroga (t 1578) %i Agustín de la Coruña (1508-1589) °£2 Gonzalo de Tapia (1561-1594) °/« Diego de Porres (siglo xvi) ^.j.. Diego de Torres Bollo (1551-1638) °~g Antonio Llinás de Jesús María (1635-1693) „7 Eusebio Francisco Kino (1645-1711) fi9¿ Francisco Palou (1723-1790) °29 Nota bibliográfica
PARTE IV
LA IRRADIACIÓN
DE LA
IGLESIA
CAPITULO 34. La a n e x i ó n d e A m é r i c a a l a luz d e la t e o l o g í a , por 6 3 3 Luciano Pereña 635 I. Protagonistas: Escuela de teólogos
II. Intervención: Etica de la conquista III. Resultados: Pastoral de los derechos humanos IV. Conclusión: Trascendencia histórica Nota bibliográfica
638 642 646 647
CAPÍTULO 35. La I g l e s i a a m e r i c a n a y l o s p r o b l e m a s d e l i n d i o , por Pedro Borges 649 I. Observaciones sobre la actuación de los eclesiásticos 649 II. La Iglesia ante los problemas antillanos 651 III. La Iglesia ante las conquistas 655 IV. La Iglesia ante los problemas laborales 659 V. La Iglesia ante el problema d e la racionalidad del indio 662 VI. La Iglesia ante la esclavitud 665 VII. La Iglesia y la imposición tributaria 667 Nota bibliográfica 667 CAPÍTULO 36. La I g l e s i a y l a s culturas p r e h i s p á n i c a s , por Pedro Borges 671 I. Supresión de las culturas indígenas 671 II. Conservación y transmisión de las culturas indígenas 676 Nota bibliográfica 682 CAPÍTULO 37. Los e c l e s i á s t i c o s y e l g o b i e r n o d e l a s I n d i a s , por Ismael Sánchez Bella 685 I. Colaboración en las tareas públicas 685 II. Eclesiásticos en cargos públicos 691 III. Conclusión 695 Nota bibliográfica 695 CAPÍTULO 38. La I g l e s i a y la e n s e ñ a n z a s u p e r i o r , por Jaime González Rodríguez 699 I. Las fuentes 699 II. Centros superiores n o universitarios 700 III. Las Universidades 706 Nota bibliográfica 711 CAPÍTULO 39. La I g l e s i a y la e n s e ñ a n z a e l e m e n t a l y secundaria, p o r Jaime González Rodríguez I. Observaciones generales II. La enseñanza elemental para hijos de caciques III. La enseñanza elemental para la mujer IV. La enseñanza elemental para niños V. La Iglesia y la enseñanza secundaria Nota bibliográfica
715 715 717 719 722 725 727
CAPÍTULO 40. Los e c l e s i á t i c o s y las c i e n c i a s profanas, por José Luis Abellán 73 j I. Derecho internacional 73^ II. La guerra: una ruptura del orden internacional '.'.'.'.'.'.'.'.'.'. 734 III. La economía política 735 IV. Antropología cultural , 737 V. Una hazaña botánica: la de Mutis 739 VI. El americanismo de los jesuítas expulsos '.'.'.'.'.'.'.'.'.'.'. 741 VIL Conclusión ' ~¿4 Nota bibliográfica y. .
xiv
índice general Págs.
CAPÍTULO 4 1 . Literatos e c l e s i á s t i c o s h i s p a n o a m e r i c a n o s , por Juana Martínez Gómez 747 I. Crónicas en verso 747 II. El teatro 747 III. La poesía 751 IV. La prosa 755 V. Sor J u a n a Inés d e la Cruz 758 Nota bibliográfica 760 CAPÍTULO 42. La I g l e s i a y l a b e n e f i c e n c i a , p o r Josefina Muriel I. Centros benéficos en las Antillas II. Centros benéficos e n Nueva España III. Centros benéficos en Guatemala IV. Centros benéficos en América del Sur Nota bibliográfica
761 762 763 772 772 778
CAPÍTULO 4 3 . La I g l e s i a y l o s d e s c u b r i m i e n t o s g e o g r á f i c o s , p o r Mariano Cuesta I. Primer período: 1492-1550 II. Segundo período: 1550-1824 Nota bibliográfica
781 782 784 796
CAPITULO 44. La I g l e s i a y l a Ilustración, p o r Jaime González Rodríguez. 799 I. El clero y el regalismo 800 II. El clero y las instituciones culturales 801 III. El clero y la enseñanza elemental y media 802 IV. El clero y la enseñanza superior 804 Nota bibliográfica 811
COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN
ABELLÁN, JOSÉ LUIS, Doctor en Filosofía, Universidad Complutense, Madrid. AKRANZ MÁRQUEZ, LUIS, Doctor en Historia de América, Escuela Universitaria Pablo Montesino, Madrid. AZNAR GIL, FEDERICO R., Doctor en Derecho Canónico, Universidad Pontificia, Salamanca. BORGES, PEDRO, Doctor e n Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid. CÁRDENAS, EDUARDO, jesuíta, Doctor en Historia Eclesiástica, Universidad Gregoriana (Roma) y Universidad Javeriana (Bogotá). CUESTA, MARIANO, Doctor en Historia de América, Universidad Complutense, Madrid. ESCOBEDO MANSILLA, RONALD, Doctor e n Filosofía y Letras, Universidad del País Vasco, Vitoria. GALMÉS, LORENZO, dominico, Doctor en Teología, Centro Teológico de los Padres Dominicos, Barcelona. GARCÍA Y GARCÍA, ANTONIO, franciscano, Doctor en Derecho Canónico, Universidad Pontificia, Salamanca. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, JAIME, Doctor en Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid. GUTIÉRREZ AZOPARDO, ILDEFONSO, Doctor en Antropología Americana, Universi-
815 815 818 822 828 830 832
dad de los Andes, Bogotá. HERA, ALBERTO DE LA, Doctor en Derecho, Universidad Complutense, Madrid. LAVALLE, BERNARD, Doctor en Historia, Universidad de Burdeos-III. LUQUE ALCAIDE, ELISA, Doctora e n Historia de América, Universidad de Navarra, Pamplona. LYNCH, JOHN, Doctor en Historia, Institute of Latín American Studies, Londres. MARTÍN BERRIO, RAÜL, Doctor en Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid.
CAPÍTULO 46. Arte r e l i g i o s o h i s p a n o a m e r i c a n o , p o r Raúl Martín Berrio 835 1/ La arquitectura 835 II. La escultura 849 III. La pintura 853 Nota bibliográfica 854
Pontificia, Salamanca. MARTÍNEZ GÓMEZ, JUANA, Doctora en Filología Hispánica, Universidad Complutense, Madrid. MÓRNER, MAGNUS, Doctor en Historia, Universidad de Góteborg (Suecia). MURIEL, JOSEFINA, Doctora en Historia, Instituto de Investigaciones Históricas, México.
CAPÍTULO 4 5 . La I g l e s i a y l a i n d e p e n d e n c i a h i s p a n o a m e r i c a n a , p o r John Lynch • I. La crisis d e la Iglesia colonial II. Las raíces ideológicas de la independencia III. Respuesta de la Iglesia a la independencia IV. Los libertadores y la Iglesia V. La Iglesia poscolonial Nota bibliográfica
MARTÍN HERNÁNDEZ, FRANCISCO, Doctor en Historia Eclesiástica, Universidad
OLAECHEA LABAYEN, JUAN BAUTISTA, Doctor en Filosofía y Letras, C u e r p o Facul-
tativo de Archiveros y Bibliotecarios, Madrid. PEREÑA, LUCIANO, Doctor en Filosofía y Letras, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid) y Universidad Pontificia de Salamanca (Madrid). SÁNCHEZ BELLA, ISMAEL, Doctor en Derecho, Universidad de Navarra, Pamplona. SARANYANA, JOSEP-IGNASI, presbítero, Doctor en Teología, Universidad de Navarra, Pamplona. VÁZQUEZ, ISAAC, franciscano, Doctor en Historia Eclesiástica, Pontificio Ateneo Antoniano, Roma.
PROLOGO
La presente Historia de la Iglesia aspira a plantear de una manera imparcial y clara los diversos y complejos aspectos que presenta esta institución en Hispanoamérica y Filipinas desde su descubrimiento hasta su independencia. En este primer volumen se abordan los aspectos generales o que se refieren a la Iglesia hispanoamericana y filipina en su conjunto. En el segundo se expondrán los aspectos territoriales, es decir, el curso de esa misma Iglesia en las diversas regiones que se estudiarán. Renunciando a una exhaustividad imposible, en ambos se ha procu- • rodo conjugar la concisión con una moderada amplitud en la exposición de los temas, a la que sigue una Nota Bibliográfica para que el interesado pueda profundizar en ellos. El tratamiento de cada tema se ha encomendado a un historiador plenamente acreditado en la materia que aborda como, en muchas ocasiones, lo evidencia la bibliografía de cada capítulo. En la selección de los autores se ha seguido el criterio de su especialización, no el de sus ideas ni el de su condición personal. Por ello, en la lista figuran españoles e hispanoamericanos junto con franceses, ingleses y suecos. De ellos, unos son religiosos o sacerdotes diocesanos; otros, seglares católicos; unos terceros, seglares, desde el punto de vista religioso indiferentes, y algunos, agnósticos. La diversidad de autores ha originado repeticiones y hasta divergencias de posturas en el enjuiciamiento de algunos hechos. Las primeras se han mantenido para dejar debidamente enmarcada la exposición del autor. Las segundas se han respetado porque la uniformidad de pensamiento se ha considerado menos importante que el incondicional respeto al Ubre criterio de cada cual. La obra no es la historia de la Iglesia de España en América. Es la exposición del proceso religioso, humano y cultural compartido durante una determinada y característica época por una comunidad de pueblos unidos por la sangre, la historia, la cultura, la lengua, la religión y el destino, pero actualmente demasiado disgregados aún en espíritu, en unas ocasiones, por la subsistencia de prejuicios y, en las más, por el desconocimiento o la incomprensión de nuestra común historia.
xvill
Prólogo
Quede aquí constancia de la gratitud a todos los autores por su generosa y valiosa colaboración, motivada principalmente por su deseo de aportar luz a un proceso histórico en el que todavía queda mucho que profundizar. Madrid, 12 de octubre de 1991. LA DIRECCIÓN
HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS I
PARTE
CUESTIONES
I
GLOBALES
CAPÍTULO 1
LA HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA YFILIPINAS Por PEDRO BORGES
Antes de exponer la historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas conviene aquilatar el sentido de los términos utilizados, proporcionar una visión de cómo se ha venido abordando esta historia o, lo que es lo mismo, analizar brevemente la historiografía eclesiástica americana, y razonar los criterios o enfoque adoptados en la presente obra.
I. A)
NOCIONES
Historia de la Iglesia
Por Historia de la Iglesia se entiende, en la presente obra, la narración de la actividad humana o temporal de esta institución, a sabiendas de que para el creyente esta actividad no es más que una parte de otro aspecto sobrenatural que el historiador no puede captar como tal y que lo da o no por supuesto, según que comparta o no la fe del creyente. Puesto que se trata de hacer historia, el propósito es narrar los hechos acontecidos, situarlos en el lugar y momento en que ocurrieron y tratar de explicarlos históricamente. El hecho de que esta historia sea la de una actividad humana quiere decir que su objetivo no es elaborar una historia del pueblo de Dios ni de la salvación, porque esto entraña una connotación sobrenatural. Tampoco consiste en trazar una teología de la historia, porque esto no le incumbe al historiador, sino al teólogo. Excluye, además, todo intento de hacer lo que hoy se denomina una historia comprometida, porque no se trata de defender ni de atacar nada, sino sólo de exponer lo ocurrido y tal como ocurrió. Desde el momento en que esta historia se enfoca bajo un prisma global, se tomará a la Iglesia con sentido de totalidad. Esto exige un esfuerzo de equilibrio que no deforme la visión insistiendo en unos aspectos más que en otros, como suele acontecer cuando, por ejemplo, se considera a la Iglesia bajo la óptica predominante de su cometido liberador.
6 B)
P.I.
Cuestiones globales
Hispanoamérica
Bajo el término de Hispanoamérica se engloban todos los territorios en los que desarrolló su actividad España desde 1492 hasta 1824, fecha esta última que se adopta, a pesar de su inexactitud, como el punto final del proceso de independencia o emancipación de las actuales naciones hispanoamericanas. Se trata, por lo mismo, de un concepto geográfico distinto de lo que inadecuadamente se suele denominar América latina o Latinoamérica, pues excluye a Brasil pero incluye también a California, todo el sur de los Estados Unidos y el sureste de esta misma nación. C)
Filipinas
Es sabido que durante los siglos XVI a x v m y gran parte del xix la historia de Filipinas, incluida la eclesiástica, es inseparable de la de Hispanoamérica, razón por la cual se ha optado por darle cabida también en la presente obra. Por tratarse de un aspecto territorial de la Iglesia, su estudio se insertará al final del segundo volumen, precedido del correspondiente análisis de la historiografía eclesiástica del archipiélago. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que en Filipinas rigieron los mismos principios generales que en Hispanoamérica (por ejemplo, el Real Patronato, el Vicariato Regio, el sistema de elección de los obispos, los criterios de división de las diócesis, la transformación de las misiones en doctrinas, etc.), por lo cual no se volverá a insistir en ellos al tratar de esas islas. Ahora bien, como de hecho tampoco se puede confundir con ella, respecto de este archipiélago se ha adoptado u n criterio de exposición de la historia que le es propio. II.
HISTORIOGRAFÍA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA
Tomando el término de historiografía en su sentido más amplio, la narración de la actividad humana de la Iglesia en Hispanoamérica arranca prácticamente desde el propio descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492. Puede decirse, incluso, que este punto de partida aún hay que adelantarlo más, puesto que los eclesiásticos intervinieron también en la gestión del proyecto colombino y ya entonces se escribió sobre ello. Lo escrito desde ese momento sobre la historia de la Iglesia en Hispanoamérica puede clasificarse en cuatro grandes apartados: fuentes documentales, fuentes narrativas, estudios monográficos e historias globales, lo que en buena parte tiene aplicación también a Filipinas. A)
Fuentes documentales
Las fuentes documentales están constituidas por los documentos de toda índole relacionados con la actividad de la Iglesia y que consisten en escritos unitarios con uno o varios destinatarios concretos, generalmente breves, y que, salvo excepciones, n o estaban llamados a difundirse por medio de la imprenta.
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La mayor parte de ellos permanecen todavía inéditos, pero desde finales del siglo XIX se vienen editando valiosísimas colecciones de los mismos, siguiendo normalmente u n criterio territorial. Dentro de su variadísima gama, estos documentos se pueden estructurar en cinco tipos fundamentales: 1. Documentos pontificios, que suelen referirse al nombramiento de obispos, erección de diócesis, concesión de privilegios y promulgación de indulgencias. Están constituidos por las bulas, breves y demás documentos de la Santa Sede expedidos para el Nuevo Mundo o relacionados con él. 2. Documentos legislativos, bien fueran de la Corona española o de las autoridades eclesiásticas, tanto americanas como españolas, los cuales tocan todos los aspectos de la Iglesia americana. Suelen corresponder a la información recibida del lugar de los hechos a los que se refieren, razón por la cual constituyen un reflejo de lo que sucedía en América y un indicador de cómo se tenía que proceder en adelante. De esta índole son las numerosísimas reales cédulas, reales órdenes o pragmáticas de la Corona referentes a asuntos eclesiásticos; las disposiciones de los obispos y de los superiores de las Ordenes religiosas; las normas de los concilios provinciales, de los sínodos diocesanos y de los capítulos o congregaciones de los religiosos. 3. Documentos informativos, consistentes en cartas, memoriales, informes, atestados, relaciones de las visitas pastorales y las descripciones de una situación o de un hecho concreto. Normalmente se elaboraban para conocimiento de las autoridades, sobre todo de la Corona, y sus autores actuaban unas veces oficialmente, mientras que otras lo hacían a título particular. Este tipo de documentos suman muchos millares, describen toda clase de acontecimientos, suelen descender incluso hasta lo personal y lo más corriente es que el autor exponga al destinatario su propia opinión sobre lo que estaba sucediendo o lo que convendría proveer. Por ello, constituyen una fuente de información de primerísima mano y de una riqueza prácticamente inagotable. 4. Documentos polémicos, destinados a mantener o ratificar una determinada postura o a socavar la contraria. Pueden revestir una forma cualquiera de las indicadas al hablar de los documentos informativos, pero se distinguen de ellos en que ofrecen el peligro de la falta de objetividad. Su número es también muy elevado, debido a las numerosas controversias mantenidas en América, y se refieren, sobre todo, a los problemas relacionados con las conquistas armadas, las encomiendas, la esclavitud de los indios, las diversas formas de predicar el Evangelio, las disputas mantenidas por los obispos y los religiosos a propósito de los privilegios de estos últimos o de la entrega de las parroquias de indios al clero diocesano, a las divergencias entre las autoridades civiles y las eclesiásticas, a las disensiones surgidas dentro de las Ordenes religiosas y a las diferencias entre los miembros de una misma Orden, sobre todo con motivo de la cuestión de la alternativa o alternancia de los cargos entre peninsulares y criollos. 5. Documentos propagandísticos, elaborados para resaltar los méritos
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propios o los de la Orden a la que pertenece el autor, o bien con el fin de edificar a los lectores o de suscitar vocaciones misioneras. Las célebres Cartas Anuas de la Compañía de Jesús perseguían las dos últimas finalidades, mientras que las circulares que en el siglo XVIII distribuían por los conventos de España los reclutadores de voluntarios para las misiones representan sendos ejemplos de la última. El inconveniente de estos documentos no consiste en que falseen la verdad para conseguir su objetivo, cosa que no hacen, sino en que insisten o recogen casi exclusivamente lo que conviene para su objetivo, omitiendo todo lo demás. B)
Fuentes narrativas
Bajo esta denominación se incluyen las narraciones o exposiciones de la actividad de la Iglesia en Hispanoamérica elaboradas con fines de difusión por medio de la imprenta, aunque diversas circunstancias terminaran muchas veces por impedir la consecución de este objetivo. Estas fuentes narrativas están constituidas fundamentalmente por las Historias propiamente dichas (a veces denominadas Crónicas, sobre todo en el caso de franciscanos y agustinos), las Vidas o biografías de personajes eclesiásticos destacados y las Relaciones de una situación o de un hecho determinado y que no son más que una especie de historias en pequeño. Por su mismo objetivo, estas tres clases de fuentes entrañan diferencias intrínsecas, en el sentido de que una Historia o Crónica, por necesidad, abarca siempre un campo geográfico y cronológico más amplio que el de las otras dos, de las que las biografías se restringen, a su vez, a un solo personaje, mientras que las Relaciones pueden constituir una verdadera historia o ceñirse al simple relato de un acontecimiento. Tanto unas como otras, sobre todo las Historias o Crónicas, revisten las siguientes características: 1. En la mayoría de los casos son obra de autores que escribían en el Nuevo Mundo o que habían estado en él, aunque su impresión se efectuara fuera de América, y más concretamente en España. Además, en muchos casos, los autores son testigos personales de lo que relatan. 2. Salvo casos muy concretos, como el de Gil González Dávila, perteneciente al clero secular, los autores suelen ser religiosos y obedecer en la elaboración de la obra al encargo de sus superiores. 3. La narración de los hechos se basa en documentos auténticos o en el testimonio de quienes los presenciaron y hasta protagonizaron, razón por la cual constituyen una valiosísima fuente que sustituye a una documentación que no ha llegado hasta nosotros. 4. Tanto los superiores al encargar la obra como el autor al elaborarla persiguen dos fines fundamentales: el brillo de la propia Orden, implícita o explícitamente deducido de la actuación de sus miembros, y la ejemplaridad del lector, perseguida mediante el relato de lo edificante. Este doble propósito no excluye la veracidad de la historia, pues el autor siempre se propone narrar hechos ciertos, pero sí es corriente que la cercene, en el sentido de omitir lo que no contribuya a su propósito.
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5. Junto con esta sincera búsqueda de la verdad, al menos parcial, los autores sienten una tentación irresistible hacia lo maravilloso, lo que les conduce a insistir en el carácter mesiánico, providencialista y hasta milagroso de los acontecimientos, hasta la primera mitad del siglo XVII. Desde esta época en adelante, dicha tendencia cede el paso a la simple insistencia en lo extraordinario, pero ahora ya con más precauciones y menor insistencia en lo sobrenatural. El cambio obedeció al decreto promulgado por el papa Urbano VIII en 1625, y ratificado en 1634, por el que prohibió la impresión de obras que hablaran de milagros, revelaciones y dotes de santidad sin la previa aprobación de la autoridad eclesiástica o de la Sagrada Congregación de Ritos. 6. Característica de toda esta producción histórica es también la insistencia en las grandes dificultades que la propia Orden o el personaje biografiado tenían que vencer en la realización de su labor. Las dificultades fueron reales, pero lo que sorprende es el deseo de hacerlas resaltar y la frecuente omisión, sobre todo desde el siglo XVII en adelante, de las también ciertas facilidades de que gozaban los protagonistas. 7. En el contenido de estas obras predomina la narración del acontecer eclesiástico, pero es muy frecuente que se les dedique asimismo una mayor o menor atención a los sucesos civiles o profanos, entre los que destacan la previa conquista armada del territorio y, en el caso de las historias misionales, la descripción de la historia y costumbres indígenas. De aquí el valor etnográfico que suelen entrañar estos relatos. 8. Exceptuados también casos muy concretos, como el ya citado de Gil González Dávila (Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias Occidentales, dos vols., Madrid, 1644-45), que se refiere a la jerarquía americana, su carácter de religiosos y los objetivos que persiguen inducen a estos autores a restringir la historia eclesiástica a la historia de la propia Orden religiosa. Lo más corriente es que esta restricción geográfica y temática se haga constar en el título de la obra. Pero a veces no se consigna, por lo que sucede que, en casos como los de los franciscanos Toribio Paredes de Benavente o Motolinia {Historia de los indios de Nueva España, hacia 1555), Jerónimo de Mendieta (Historia eclesiástica indiana, de finales del siglo XVI) o José Torrubia (Monarquía indiana, comienzos del siglo XVII), el título hace esperar un contenido eclesiástico más amplio del que se ofrece en realidad. El mismo González Dávila se restringe, en contrapartida, a la jerarquía eclesiástica cuando parece que su propósito es abarcar a toda la Iglesia. 9. Una obra como la de Francisco de Gonzaga (De origine Seraphicae Religionis Franciscanae, Roma, 1587), junto con la de González Dávila, que abarcan a toda América, constituyen, por lo mismo, una excepción en la tendencia general de este tipo de obras a restringirse a aquel o aquellos territorios concretos que fueron escenario de la actividad de la propia Orden. Por añadidura, esta limitación territorial no sigue un criterio geográfico, sino el del ámbito de la Provincia religiosa o Misión a la que pertenece el autor, de manera que la historia no es la de un territorio como tal, hi la del ocupado por una determinada Orden tomada en su conjunto, sino la del correspondiente a una determinada Provincia o Misión, circunstancia que
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suele figurar en el título de la obra. Esta es la razón de que, en conformidad con la extensión geográfica de la Provincia o Misión, a veces la narración se limite a un territorio muy concreto, por ejemplo, Michoacán, Florida o Chiloé; en determinados casos y lugares, se escojan unos territorios y se prescinda de otros, lo que acontece entre los franciscanos de Nueva España, en la que tuvieron varias Provincias; en ocasiones se amplía a un territorio muy extenso, por ejemplo, toda Nueva España o el Perú; en otras circunstancias se yuxtaponen territorios muy alejados entre sí, hecho muy frecuente entre los franciscanos y jesuítas, por la diversidad de escenarios en los que desarrollaron su actividad las Provincias y Colegios de Misiones. 10. La producción histórica de los jesuítas refleja una mentalidad más moderna que la perteneciente a las restantes Ordenes religiosas. Por otra parte, tanto una como otra evolucionaron con el transcurso del tiempo. En todas se observa, sin embargo, una clara tendencia cronologista, consistente en una excesiva servidumbre a la sucesión de los años, de manera que estas historias, en ocasiones, terminan convirtiéndose en verdaderos anales, mientras que en otras se ordenan en función de la sucesión cronológica de los Provinciales o de las Congregaciones de la respectiva Provincia. 11. Finalmente, en esta producción resalta también la importancia que se le concede a la fundación de conventos y a las biografías, hasta el punto de que alguna de estas obras, como, por ejemplo, la del dominico Alonso Franco (Segunda parte de la historia de la Provincia de Santiago de México, Orden de Predicadores de la Nueva España, México, 1645), más que una historia propiamente dicha es una especie de santoral no oficial, pues en la práctica se limita a trazar biografías. C)
Estudios monográficos
Ya en la época contemporánea, los estudios monográficos y, por lo mismo, de carácter restringido constituyen el modo actualmente más frecuente de abordar la historia de la Iglesia en la América española. En conjunto, estos estudios abordan los aspectos más dispares de la Iglesia, bien con fines simplemente de divulgación, bien con objetivos y bases científicos. Esta disparidad impide su clasificación en este lugar, la cual viene a coincidir, por otra parte, con las diversas facetas eclesiásticas en que está estructurada la presente obra. Desde el punto de vista de su forma y del ámbito de su contenido, una clasificación de los mismos puede ser la siguiente: 1. Artículos de revista, que constituyen el tipo más frecuente y cuyo contenido es también el más restringido, tanto temática como cronológicamente. Esta limitación se ve compensada por la concretez y exactitud de los datos y apreciaciones. 2. Monografías propiamente dichas, mediante las cuales se procura agotar el tema elegido. Suelen circunscribirse a los siguientes aspectos principales, delimitados además geográfica y cronológicamente: a) una institución, principalmente bajo la forma de Obispado, Orden o Provincia religiosa; b) un territorio, diocesano o misional; c) una idea o corriente ideológica, como la teocracia pontifical o el Real Patronato; d) un personaje eclesiástico,
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bajo la forma de biografía o del estudio de su pensamiento u obra escrita; e) el análisis y edición de una obra inédita o que se considera necesitada de una nueva edición o estudio. 3. Historias de la Iglesia en una nación determinada, de las que algunos países poseen varias, pero cuya calidad, salvo excepciones, como las de México, Colombia, Perú, Chile y Argentina, n o responde a las exigencias actuales y menos tratándose del período anterior a la independencia americana. D)
Historias globales de la Iglesia
Las historias globales de la Iglesia en Hispanoamérica, es decir, las obras que tratan de abordar todos sus aspectos, son seis, pertenecientes a los autores siguientes: 1. Antonio Ybot León, a quien le incumbe el mérito de haber sido el primer autor moderno (1954-1963) que ha abordado el tema con una visión global y científica, lo que hace que su obra aún siga teniendo valor a pesar de su antigüedad, si bien en algunos puntos ya ha quedado superada. 2. Leandro Tormo, quien en 1962 elaboró un breve resumen, difundido mecanográficamente, en el que predomina el criterio de la selección de temas, así como la claridad en la exposición. 3. León Lopetegui, Francisco Zubillaga y Antonio Egaña, cuya Historia, aparecida en 1965-1966, ofrece una visión satisfactoria de las cuestiones globales, aunque con excesiva mezcla de lo profano con lo religioso; en lo referente a Nueva España, hay temas que se tratan exhaustivamente, mientras que otros puntos, e incluso períodos, apenas se tocan; en lo referente al hemisferio meridional, su propio autor reconoce que trató de presentar «más un episcopologio que una historia eclesiástica» (II p.XXII). 4. Enrique D. Dussel, autor de tres obras y director de una cuarta, en las que desde 1967 viene ofreciendo una visión propia, en la que se esfuerza por trazar una teología de la historia, pero incurre en tópicos ya superados, generaliza situaciones exclusivas del siglo XVI y, cuando intenta hacer historia propiamente dicha, ofrece visiones generales a base de testimonios o situaciones concretos y unidireccionales. 5. Hans-Jürgen Prien, quien, en 1978 en alemán y en 1985 en castellano, ofrece una visión rica en datos concretos, pero carente de enfoque, dirigida a demostrar posturas previamente adoptadas y en gran parte anacrónicas, por desconocimiento de los avances realizados últimamente en este campo.
III.
SISTEMATIZACIÓN DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA
Desde el momento en que se toma en todo su conjunto, aunque sólo sea durante una época determinada, la historia de la Iglesia en Hispanoamérica, debido precisamente a lo complejo de su actuación, plantea el difícil problema inicial de su sistematización.
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En este punto caben tres posibilidades: la sistematización geográfica, la sistematización cronológica y la sistematización temática, según que se adopte como criterio de estructuración la geografía, la cronología o los diversos aspectos de la actividad eclesiástica. A)
Sistematización geográfica
Es la adoptada por L. Lopetegui, F. Zubillaga y A. de Egaña, quienes parten de la diferenciación entre los dos hemisferios para, dentro de ellos, seguir utilizando el criterio geográfico al abordar los distintos temas, excepto los de carácter global. Esta sistematización ofrece el inconveniente de que, por una parte, no corresponde a la realidad evolutiva de la Iglesia, y por otra, obliga a incurrir en numerosas repeticiones, en ambos casos debido a la sustancial identidad de la actividad de la Iglesia en cada región geográfica en una misma época o momento. De hecho, y tomada en su conjunto, la Iglesia no evolucionó en Hispanoamérica en función de un hemisferio o de otro, y ni siquiera en función de los diversos territorios, sino que lo hizo practicando en todos una conducta que sólo se diferencia en detalles si se trata de una misma etapa. La evolución general se produce con el paso del tiempo, no con el cambio de región. A esto se añade la dificultad de delimitar los territorios geográficos, los cuales no coinciden tampoco con la evolución de la Iglesia. Tratándose de América, el criterio geográfico sólo es posible, e incluso necesario, en el caso de territorios determinados, hasta el punto de que incluso resulta de difícil aplicación cuando la historia de la Iglesia se estructura por naciones, debido a que éstas no se corresponden con las estructuras anteriores a 1824. A pesar de este inconveniente, y por razones que se consignarán más adelante, así se estructura el segundo volumen de la presente obra, como lo hace también Dussel desde el segundo volumen de su Historia General. B)
Sistematización cronológica
Egaña divide en 1966 la historia de la Iglesia en América del Sur en tres etapas, correspondientes a las tres dinastías que reinaron en España desde 1492 hasta 1824. Esta división ofrece el inconveniente de que el cambio de dinastía no supuso en la Iglesia el inicio de ninguna modificación suficientemente profunda, amplia y generalizada como para hacer coincidir con ese hecho el comienzo de una nueva etapa. Alberto Methol Ferré, al distinguir en 1968 una primera etapa de expansión y organización (1492-1620), a la que hace seguir una segunda, de dualismo entre Iglesia establecida y Misión (1620-1808), adopta una periodización que de hecho refleja una realidad, pero sólo parcialmente. La expansión de la Iglesia continuó con posterioridad a 1620, y el dualismo entre las dos Iglesias, además de que comenzó desde finales del siglo XVI, no parece criterio válido para establecer una nueva etapa, pues ese dualismo no dejó de ser un hecho externo, impuesto por las circunstancias, que no afectó a la vida de la Iglesia tomada en todo su conjunto.
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Dussel distingue cinco períodos cronológicos, a los que denomina: los primeros pasos (1492-1519); las misiones en Nueva España y Perú (1519-1551); la organización y afianzamiento de la Iglesia (1551-1620); los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispánica (1620-1700); la decadencia borbónica (1700-1808). La etapa comprendida entre 1492 y 1519 reviste, en efecto, caracteres propios que la distinguen de las demás. La que se hace arrancar de 1519 (inicio de la conquista de México por Hernán Cortés) es, indudablemente, de predominio misional, pero no se puede restringir a Nueva España y al Perú, ni clausurarse en 1551 (fecha de la celebración del primer concilio provincial de México), porque en ese momento la evangelización estaba en su plenitud en Nueva España, saliendo de sus graves dificultades iniciales en el Perú, sin acabar de asentarse en la Florida, comenzando en El Salvador, Nicaragua, Nueva Granada y Tucumán, afianzándose en Guatemala, Ecuador y Chile y sin haber penetrado todavía en el resto de América. En cuanto al período comprendido entre 1551 y 1620, resulta difícil comprender por qué esa organización comienza en 1552, cuando es muy anterior, y se cierra en 1620, cuando la Iglesia ya estaba definitivamente organizada y consolidada en la segunda parte del siglo XVI. Caracterizar al siglo XVII por los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispánica es cercenar la historia misional - q u e hizo mucho más que originar conflictos- y dar por inexistente a la Iglesia establecida. La etapa comprendida entre 1700 y 1808 es ciertamente borbónica, y en algunos aspectos decadente, pero en otros fue de renovada prosperidad. Prien establece en 1978 y 1985 tres períodos sucesivos, aunque haciendo la acertada advertencia previa de que la división no le satisface plenamente por la imposibilidad de hallar un principio que sirva de criterio indiscutible de periodización: el del choque entre la civilización ibérica y la amerindia; el del desarrollo del cristianismo latinoamericano bajo el signo del modelo de «Cristiandad», y el de la crisis de la «Cristiandad» latinoamericana en la época de la Ilustración y de la emancipación política. El hecho del choque o, si se prefiere, encuentro entre las dos civilizaciones no parece un criterio válido que se pueda aplicar a la historia de la Iglesia, y, por otra parte, en el terreno misional se dio siempre. El modelo de «Cristiandad», tal como entiende Prien este término, tampoco se circunscribe a un período determinado. Durante la etapa de emancipación sí se puede hablar de crisis, originada por las alteraciones políticas, pero el calificativo no cuadra a la época de la Ilustración, deficiente en unos aspectos, pero brillante en otros. Esta disparidad de enfoques en la sistematización cronológica de la historia de la Iglesia en Hispanoamérica ya es por sí misma un síntoma de que la periodización está muy lejos de ser fácil, porque -como observa atinadamente Prien- no se dispone de ninguna base clara para distinguir etapas cronológicas. Tomada en su conjunto, es decir, englobando bajo una misma perspectiva a la Iglesia establecida y a la Iglesia misionera o en vías de constitución, en la historia eclesiástica hispanoamericana solamente aparecen dos etapas
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claramente distintas de las demás: la de 1492-1523, que fue de experimentación o tanteos, y que ciertamente no se puede calificar de próspera, y la de 1808-1824, que fue de crisis, al verse sacudida la Iglesia por los acontecimientos políticos. Tal vez, incluso, pueda distinguirse una tercera etapa, comprendida entre 1523, fecha del paso definitivo de la evangelización al continente americano, y 1568, momento en el que ya se consideró definitivamente consolidada la Iglesia en el Nuevo Mundo y desde el cual comienza a distinguirse entre Iglesia establecida e Iglesia misionera, si bien la diferenciación definitiva no sobreviniera hasta finales de la centuria. Durante el resto del tiempo no cabe distinguir etapas suficientemente diferenciadas entre sí porque n o se produjo ninguna situación plenamente distinta o porque los grandes hechos que ocurrieron no afectaron a la Iglesia, tomada en su totalidad, hasta el punto de poder hablar de una nueva fase en ella. Esto no quiere decir que la Iglesia del siglo XVIII no se distinguiera de la de comienzos del siglo xvil o que hechos tan graves como la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 no afectaran profundamente a la Iglesia. Lo que se quiere significar es que desde 1568 hasta 1808 no intervino ningún elemento suficientemente decisivo como para considerar que toda la Iglesia hispanoamericana entró en una nueva etapa. Para proceder a una división cronológica suficientemente fundada durante este prolongado período de tiempo comprendido entre 1568 y 1808 hay que distinguir entre Iglesia diocesana, es decir, la ya constituida y consolidada definitivamente, e Iglesia misional o en vías de constitución, porque en este caso ya se pueden establecer fechas que indican el comienzo de nuevas fases, generalmente no simultáneas, en cada una de ellas. De hecho, en esta misma obra, al abordar el tema de la expansión de la evangelización se establecerá una división cronológica o periodización basada en el curso de la acción misionera, pero que no vale para la Iglesia constituida. Cabe advertir, sin embargo, que ni en la Iglesia diocesana ni en la Iglesia misional se dispone durante el período indicado de fechas divisorias tan decisivas o claras que excluyan la posibilidad de toda otra sistematización cronológica igualmente fundada. C)
Sistematización temática
El enfoque de la historia de la Iglesia en Hispanoamérica por temas es el utilizado por A. Ybot León, quien estructura su obra en cinco grandes apartados o aspectos eclesiásticos: la Iglesia y el descubrimiento; la Iglesia y los naturales; la Iglesia y el Estado; la Iglesia y la conquista española; la implantación de la jerarquía y la implantación de la fe, epígrafe este último bajo el cual aborda la acción de las Ordenes misioneras, sobre todo desde el punto de vista de la evangelización. Procediendo también por temas, L. Tormo distingue el de la evangelización y el de la Iglesia en la crisis de la independencia, cada uno de los cuales constituye el objeto de cada uno de los dos volúmenes de que consta su obra, a falta del segundo.
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Esta sistematización temática es, asimismo, la adoptada en Quito en 1973 por el Primer Encuentro de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en Latino-América (CEHILA), basado en la cual J. Villegas propone en 1975, como grandes temas de estructuración, la evangelización, la organización de la Iglesia y la «vida cotidiana» de la cristiandad americana. Cualquiera de estos criterios es válido. En la presente obra, sin embargo, se ha preferido partir del hecho incuestionable de que la Iglesia se desarrolló en Hispanoamérica desde el primer momento siguiendo dos vías simultáneamente, en gran parte paralelas: la de la Iglesia diocesana o plena y definitivamente constituida, y la de la evangelización o Iglesia en vías de constitución, que aquí denominaremos Iglesia misional. Además, se tiene también en cuenta que, tanto desde una vía como desde la otra, esta Iglesia desarrolló una actividad exterior o irradiación en cuya virtud influyó en mayor o menor grado, pero las más de las veces de una manera decisiva, en el mundo en que se desarrollaba, pero sin que esta actuación formara parte intrínseca de la propia Iglesia. Establecidos estos tres grandes campos de actividad eclesiástica, se analizan las principales manifestaciones o aspectos de la actuación de la Iglesia en cada uno de ellos, a sabiendas de que algunos de estos puntos se repiten, pero que lo hacen con un enfoque distinto según que se trate de la Iglesia diocesana o de la Iglesia misional. El posterior estudio de la Iglesia siguiendo una sistematización geográfica está concebido —según se indicó ya anteriormente— como un complemento de la visión global, es decir, para dejar constancia de cómo la Iglesia fue desarrollando en cada una de las unidades territoriales en las que se ha dividido Hispanoamérica (división, por otra parte, susceptible de otros muchos enfoques) una acción que, dentro de un mismo marco cronológico, fue fundamentalmente idéntica en todo el subcontinente.
NOTA
BIBLIOGRÁFICA
Bibliografías generales R. STREIT, continuado por J. DIDINGER, J. ROMMERSKIRCHEN y J. METZI.ER, Bibliotheca Missionum, 1 (Münsteri. W., 1916: obras de índole teórica), 2 (Aachen, 1924: obras de 1493 a 1699), 3 (Aachen, 1927: obras de 1700 a 1909), 24 (Roma-FriburgoViena, 1967: obras de 1910 a 1924), 25 (Roma-Friburgo-Viena, 1967: obras de 1925 a 1944), 26 (Roma, 1968: obras de 1945 a 1960); revista Bibliografía Missionaria, iniciada en 1933, de carácter anual y con una sección sobre Iberoamérica; F. ESTEVE BARBA, Historiografía indiana (Madrid, 1964); A. SANTOS, Bibliografía misional 1-2 (Santander, 1965). Abundante bibliografía en A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 1-2 (Barcelona, 1954-1963). Selección de bibliografía moderna E. DUSSEL, «Introducción bibliográfica de la historia de la Iglesia en América», en Para una historia (véase más adelante), 41-45, e Historia general de la Iglesia en América Latina 1 (Salamanca, 1983), 88-93; P. BORGES, «Historiografía de la evangelización americana», en V. VÁZQUEZ DE PRADA e I. OLABARRI, Balance sobre la historiografía iberoamericana, 1945-1986 (Pamplona, 1989), 187-219.
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Fondos eclesiásticos americanos: Roma P. BORGES, «Documentación americana en el Archivo General de la Orden Franciscana en Roma»: Archivo Ibero-Americano 18 (Madrid, 1958), 151-206; E.J. BURRUS, «Historical Documents in the Central Jesuit Archives»: Manuscript 12 (St. Louis, 1968), 133-161; N. KOWALSKY, Inventario'del Archivio Storico de la S. C. de Propaganda Pide (Roma, 1961); N. KOWALSKY-J. METZLER, Inventor) of the historical Archives ofthe S. Congregation for the Evangelizaron of Peoples or «De Propaganda Fide» (Roma, 1983); L. PASTOR, Guida delle fontiper la storia dell'America Latina negli archivi ecclesiastici d'Italia (C. del Vaticano, 1970); J. SHMIDLIN, «Die áltesten Propaganda Materialen für Amerika mission (1622-1657)»: Zeitschrift für Missionswissenschafl 1 (Schóneck-Beckenried 1925), 183-196.
PARMIÑO, «Archivo arzobispal de Quito»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 15-17; 1. RESTREPO POSADA, «LOS archivos eclesiásticos colombianos»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 1-2 (Medellín, 1966), 169-173; O. ROMERO ARTETA, «índice del archivo de la antigua Provincia de Quito de la Compañía de Jesús»; Boletín del Archivo Nacional de Historia 9 (Quito, 1965), 180-191;J. SURIA, Catálogo general del archivo arquidiocesano de Caracas (Caracas, 1964); V. TRUJILLO MENA, «Archivo arzobispal de Lima»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 11-15.
Fondos eclesiásticos americanos: España L. GÓMEZ CAÑEDO, «El Archivo General de Indias y la historia de la Iglesia en América»: Archivo Hispalense 207-208 (Sevilla, 1985), 223-232; F. DE LEJARZA, «LOS archivos españoles y la misionología»: Missionalia Hispánica 4 (Madrid, 1947); 525-585; F. MATEOS, «La Colección Bravo de documentos jesuíticos sobre América»: Revista Chilena de Historia y Geografía 134 (Santiago, 1966), 197-269; R. MOTA, «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Consejo de Indias de 1551-1600», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 85-203; ID., «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo General de Indias, 1551 -1650», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1991), 1-322; C. VÁRELA, «Documentos franciscanos en el Archivo de Protocolos de Sevilla», en Actas del II Congreso sobre los franciscanos 473-484; H. ZAMORA, «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo de Indias de Sevilla hasta 1550», en Actas del II Congreso sobre los franciscanos 1-83; ID., «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo General de Indias, 1651-1700», en Actas del III Congreso sobre los franciscanos 183-322.
Documentos pontificios Véase el capítulo 4 del presente volumen.
Fondos eclesiásticos: América e n general L. GÓMEZ CAÑEDO, «Some Franciscan Sources in the Archives and Libraries of America»: The Americas 13 (Washington, 1956-7), 141-174; L. HANKE, «Archivos eclesiásticos de América Latina»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 8-10; R. R. HILL, «Ecclesiastical Archives in Latin America»: Archivum 4 (París, 1954), 135-144. Fondos eclesiásticos: América Septentrional y Central A. AlJBRY-A. INDA, El tesoro gráfico y documental del archivo histórico diocesano de San Cristóbal de las Casas (Chiapas, 1985); A. CHAVES, Archives of Archidiocesis of Santa Fe, 1678-1900 (Washington, 1957); M. GEIGER, Calendar of Documents in the Santa Barbara Mission Archives (Washington, 1947); L. GÓMEZ CAÑEDO. Archivos eclesiásticos de México (México, 1982); L. MEDINA ASCENSIO, Archivos y bibliotecas eclesiásticas (México, 1966); F. MORALES, Inventario del Fondo Franciscano del Museo de Antropología e Historia de México (Washington, 1978). H. POLANCO BRITO, «Archivos eclesiásticos de la República Dominicana»: Boletín CEHILA, 16-17 (1979), 26-29; I. DEL RÍO, «Documentos sobre las Californias que se encuentran en el Archivo Franciscano de la Biblioteca Nacional»: Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas 2 (México, 1971), 9-22; ID., Guía del Archivo Franciscano de la Biblioteca Nacional de México (México, 1975). Fondos eclesiásticos: América Meridional F. BARREDA, «Libros parroquiales de ciudades del Perú»: Revista del Instituto Peruano de Investigaciones Genealógicas 10 (Lima, 1957), 79-85; «El archivo de jesuítas en el Archivo Nacional de Chile»: Historia 13 (Santiago, 1976), 352-381; R. M. GABRIEL, Catálogo del archivo de Mojos y Chiquitos (La Paz, 1973); C. LÓPEZ-F. CAJÍAS, «Archivo de la catedral de Santa Cruz de la Sierra»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 17-28; R. MOLINA, Misiones argentinas en los archivos europeos (México, 1955); J. H.
Otras fuentes archivísticas En los índices o catálogos sobre archivos, fondos o colecciones documentales americanas en general.
Documentos sobre la Iglesia e n diversos territorios americanos Véase la bibliografía de cada capítulo del volumen segundo de esta obra. Documentos sobre las Ordenes religiosas Véase la nota bibliográfica del capítulo 12 del presente volumen. Documentos eclesiásticos varios En todas las colecciones documentales de índole general referentes a América o un determinado país. Fuentes narrativas P. BORGES, «Notas sobre la historia de los agustinos en América», en Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional, 1 (Valladolid, 1990), 457-482; F. J. CAMPOS, «Lectura crítica de las crónicas agustinianas del Perú, siglos xvi-xvii»: Ibíd., 237-260; M. DE CASTRO, «Fuentes documentales para la historia franciscana en América.», en Actas del I Congreso sobre los franciscanos 111-171; J. L. MORA MÉRIDA, «Bibliografía e historiografía básicas de la Orden de Predicadores en América», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del ICongreso Internacional (Madrid, 1988), 839-854. Historias globales de la Iglesia A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 1-2 (Barcelona, 1954-1963); L. TORMO, Historia de la Iglesia en América Latina 1-3 (Friburgo-Madrid, 1962), mecanografiada; L. LÓPETEGUI-F. ZUBILIAGA-A. EGAÑA, Historia de
la Iglesia en la América Española, 1-2 (Madrid, 1965-1966); L. LOPETEGUI, La Iglesia española y la hispanoamericana de 1493 a 1810, en R. GARCÍA VlLLOSLADA, Historia de la Iglesia en España, 3/2 (Madrid, 1980), 363-441; E. D. DUSSEL y otros autores, Historia general de la Iglesia en América Latina, 1 (Salamanca, 1983: introducción general); 5 (Salamanca, 1984: México); 6 (Salamanca, 1985: América Central); 7 (Salamanca, 1981: Colombia y Venezuela); 8 (Salamanca, 1987: Perú, Bolivia y Ecuador); H. J. PRIEN, La historia del cristianismo en Latinoamérica, trad. (Salamanca, 1985). Sistematización de la historia d e la Iglesia E. D. DUSSEL, Hipótesis para una historia de la Iglesia en América Latina (Barcelona, 1967); ID., Historia general, I, 80-102, 299-329, 706-716; A. METHOL FERRÉ, «Las épocas. La Iglesia en la historia latinoamericana»: Víspera, 6 (Montevideo, 1968), 68-86; Para una historia de la Iglesia en América Latina (Barcelona, 1975), de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en Latinoamérica (CEHILA); J- VILLEGAS, «Criterios generales de una periodización de la historia de la Iglesia en América Latina»: Para una historia, 57-76; P. TRIGO, «Apuntes para una historia de la Iglesia en América Latina»: Sic 47 (1984).
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CAPÍTULO 2
LA IGLESIA Y EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA Por Luis ARRANZ
MÁRQUEZ
La historia de la Iglesia en América comienza con el papel que desempeñó en la preparación del descubrimiento del Nuevo Mundo. Es sabido, sin embargo, que la Historia tiene poco que ver con los saltos en el vacío, y que cualquier acontecimiento, máxime si es trascendental, no suele ser fruto de la casualidad, de lo repentino e insospechado. Antes bien, suele ajustarse a procesos de lenta gestación, producto de muchas experiencias y saberes acumulados. En tal sentido, el hallazgo americano que culmina en 1492 hinca sus raíces en varias centurias atrás.
I.
LA IGLESIA Y LOS DESCUBRIMIENTOS ANTES DE COLON
Hasta el siglo XII, los geógrafos cristianos, totalmente condicionados por la fe, sometieron la geografía y la cosmografía a los dictados del dogma. Ni Ptolomeo ni el saber clásico en general podían contrarrestar el lenguaje literal de la Biblia; Jerusalén y los Santos Lugares se convirtieron así, de la mano de grandes y venerables Padres de la Iglesia, en el centro de cualquier representación cartográfica, a la vez que la distribución de aguas y tierras era dibujada de forma simétrica en los mapamundis de la época. Igualmente, cada uno de los parajes que aparecían en las Sagradas Escrituras, como el Paraíso Terrenal, los Jardines del Edén, Tarsis, Ofir, el reino de Sabá, las tierras de Gog y Magog, se convirtieron en objetivo a localizar por los geógrafos cristianos. Cada uno, a su modo, los situaba en lugares tan lejanos como imprecisos. Y para lejanía e imprecisión, nada como el Oriente Extremo, o el Norte, también extremo y frío. El despertar de la cristiandad comenzó allá por el siglo XI, auténtico jalón de una Edad Media conflictiva y guerrera, y se consolidó en el XIII. El hecho va muy de la mano de ese acontecimiento espiritual, caballeresco, económico y político, entre otras cosas más, que conocemos como las Cruzadas. Con ellas se inauguraba la primera gran toma de contacto de la cristiandad con Oriente, aunque fuera el próximo, el más cercano a Europa. Detrás de esos grandes desplazamientos de peregrinos a Tierra Santa, el impacto del Oriente asiático encandiló al instante a no pocos espíritus inquietos.
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A)
£1 relato de los grandes viajeros cristianos
Los auténticos precursores de los grandes viajes en dirección a los confines de Asia fueron hombres de Iglesia, cristianos de hábito pertenecientes a las Ordenes mendicantes, franciscanos y dominicos, que entre los siglos XIII y XIV pusieron a prueba su gran celo misional y no poco espíritu de aventura. Tres hechos, de enorme impacto para la cristiandad de entonces, enmarcan este acontecer viajero desbrozando caminos y rutas. En primer lugar, la formación del imperio mongol empezó a traspasar las tierras asiáticas y algunos grupos comenzaron a acercarse peligrosamente a la antesala de Europa por el lado de Hungría y Polonia. Una segunda realidad habla, al comenzar el siglo xm, de un nuevo resurgimiento del Islam por las tierras resecas del norte de África y cercano Oriente, con un balance de triunfo sobre los cristianos en Tierra Santa. Por último, y en correspondencia con lo anterior, el fracaso estrepitoso de ese gran empeño de la cristiandad, al que llamamos Cruzadas, que quiso ser más de lo que fue. En medio de este panorama político y religioso se enmarcaron diversos movimientos espirituales del Occidente cristiano prestos a divulgar el Evangelio entre los infieles. Los primeros en sentir esa Iglesia en marcha proyectándose sobre el Próximo Oriente y norte de África fueron los franciscanos y los dominicos. A partir del concilio de Lyon (1245), el papa Inocencio IV quiso sustituir la Cruzada por la misión, impulsando varias expediciones de religiosos mendicantes a tomar contacto con el mundo mongol. Aun cuando la primacía en el tiempo corresponde a los dominicos, han de ser las expediciones franciscanas, mejor conocidas y documentadas, las que más influyan en los viajes, navegaciones y descubrimientos posteriores. Fray Juan de Piancarpino pasa por ser uno de los primeros y más grandes expedicionarios. En 1245 emprendió viaje al imperio mongol en calidad de legado papal. Llevaba la misión secreta de obtener toda la información posible sobre el mundo tártaro. Sus impresiones quedaron reflejadas en una obra titulada Ystoria mongolorum, la primera de este género de literatura. Fue muy celebrada en su tiempo, al igual que las noticias sobre las tierras, climas, usos, costumbres y religión de los mongoles. Al hacerse eco del famoso Preste Juan, alimentó una de las leyendas más sugestivas del bajo Medievo. Siguió la ruta interior de Asia, la utilizada por las grandes invasiones asiáticas. Por las mismas fechas (1253), el fraile flamenco Guillermo de Rubruc, con el consentimiento del Papa y del rey de Francia, inicia otro viaje por ruta parecida a la de Piancarpino. A su regreso escribe una muy notable relación describiendo el trayecto seguido y aportando muchos datos geográficos, etnológicos y lingüísticos de los mongoles y de la comunidad de cristianos nestorianos que vivían entre los tártaros. Una vez en Europa, visita París, y allí relata sus conocimientos geográficos a Rogerio Bacon. Fue el primero que dijo que el Catay era la zona que los antiguos llamaban Seres. Metidos en el siglo XIV, los franciscanos en China y los dominicos en Persia pretendían dar continuidad a las misiones de Asia. En tal labor mere-
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ce destacarse el esfuerzo ejemplar desarrollado por fray Juan de Montecorvino, quien, haciendo gala de una paciencia verdaderamente franciscana y un positivo balance evangelizador, fue elevado a la dignidad de arzobispo de Cambalic (Pekín) en 1307. Su correspondencia, completada con la de otros frailes (fray Peregrino de Castello y fray Andrés de Perugia), causó gran impacto en la cristiandad y un deseo de avivar el flujo viajero hacia Oriente. Otra experiencia digna de reseñar fue la de fray Odorico de Pordenone, el cual, tras varios años recorriendo toda la China meridional, permaneció tres años (de 1325 a 1328) en Cambalic. En la relación de su viaje dejó constancia de muchos detalles pintorescos sobre islas, ciudades, hombres y leyendas que Marco Polo había silenciado. Podemos cerrar el ciclo de grandes frailes viajeros pertenecientes a los siglos XIII y XIV con la delegación papal que encabezó fray Juan de Marignolli en 1342. Tres años después, en vísperas de derrumbarse el imperio mongol, había recorrido Zaitón, Sumatra, Ceilán, Costa de Malabar, Golfo Pérsico, Ormuz y Tierra Santa. Su experiencia quedó reflejada en una crónica muy apreciada. Además de los misioneros, debieron de ser numerosos los mercaderes europeos que llegaron a China, aunque falten sus relatos al estilo del de Marco Polo, que residió en Catay (China) desde 1271 hasta 1295 y que nos legó su famoso Libro de las cosas maravillosas. Propiciaba este intercambio la excelente organización del imperio mongol, su receptividad y tolerancia para con los demás pueblos. Pero todo entra en crisis, y a mediados del siglo XIV sobreviene un paréntesis de más de un siglo en las ansias y necesidades europeas por descubrir, cuando a la desintegración del pueblo tártaro le sigue el cierre de fronteras de la dinastía Ming en China, el resurgir del islam por el sur de Asia y Próximo Oriente, la crisis religiosa de la Iglesia católica (cisma de Occidente, crisis de la Orden franciscana) y la caída social y económica de Europa ocasionada por la peste negra. B)
El saber académico de la Iglesia
La gran preocupación de los autores cristianos a partir del siglo x m será cómo armonizar la experiencia de lo que se va comprobando con lo que dicen los Libros Sagrados y el saber de los antiguos, que empieza a ser conocido. En suma, había que adaptar herencia clásica, tradición cristiana y experimentación, verdadero trípode en el que se apoyarán los grandes descubrimientos geográficos. Para ello resultó decisiva la labor difusora de árabes yjudíos a través de ese puente cultural que fue la Escuela de Traductores de Toledo. El mundo clásico había tenido en Ptolomeo el mejor compilador de la Antigüedad en materia de Geografía y Astronomía. Su penetración en el Occidente cristiano se hizo a través de traducciones y comentarios árabes que, a su vez, inspiraron y fundamentaron obras de destacados eclesiásticos y hombres de saber del mundo universitario europeo. El tratado de Astronomía de Ptolomeo, que pasa al árabe con el título de Almagesto, será conocido y ampliamente popularizado en la cristiandad
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gracias a un resumen hecho a mediados del siglo XIII por Sacrobosco en su obra De Sphaera Mundi. Rogerio Bacon, un franciscano nada ajeno a lo que sus hermanos de Orden escribían sobre sus viajes asiáticos, sugería en su obra Opus Maius la posibilidad de la existencia de otro continente, que tanto Asia como África podían extenderse más al sur, y que la zona tórrida era habitable. Sin embargo, el autor que sintetiza mejor el difícil equilibrio y la extraña mezcolanza que estaban conformando los escritos geográficos es el cardenal francés Pierre d'Ailly. Su obra Imago Mundi (1410), famosa por el gran uso que de ella hará Cristóbal Colón, era un compendio de erudición bíblica, clásica y árabe; algo parecido a una enciclopedia del saber de su época. No faltan en ella fábulas y leyendas de todo tipo (pigmeos, monóculos, acéfalos, amazonas, teoría sobre las aguas...), la ubicación de lugares bíblicos (Paraíso Terrenal, Tarsis, Ofir...), y las teorías de profetas o de pseudoprofetas como Esdras, que reducía el Océano a algo perfectamente navegable en pocos días si el viento era favorable. II. A)
LA RELIGIOSIDAD DE COLON Y SU PROYECTO DESCUBRIDOR
La religiosidad de Colón
Uno de los signos más destacados que caracterizan la personalidad de Cristóbal Colón -aunque a algunos les parezca extraño- es el de ser y sentirse, religiosa y culturalmente hablando, un hombre medieval, una persona con la imaginación, credulidad e ignorancia características del Medievo y, como tal, proclive a dar a sus actos, ideas y proyectos, sobre todo si eran tan inesperados como trascendentales, un sentido religioso profundo. Y a medida que avanza el tiempo y se confirma la importancia de lo descubierto, lejos de mitigarse ese sentimiento, se arraigará en él un mesianismo profético, una profunda convicción de ser el siervo elegido por la Providencia, el predestinado, el portador de Cristo (Cristo-ferens) o apóstol de los nuevos pueblos a través de cuya acción descubridora ha de extenderse el Evangelio. Los que le conocieron, como el padre Las Casas, cuentan que «en las cosas de religión cristiana sin duda era católico y de mucha devoción; cuasi en cosa que hacía y decía o quería comenzar a hacer, siempre anteponía: "En el nombre de la Santísima Trinidad haré esto..." Ayunaba los ayunos de la Iglesia observantísimamente; confesaba muchas veces y comulgaba; rezaba todas las horas canónicas como los eclesiásticos o religiosos; enemicísimo de blasfemias y juramentos; era devotísimo de Nuestra Señora y del seráfico padre San Francisco; pareció ser muy agradecido a Dios por los beneficios que de la divinal mano recibía, por lo cual, cuasi por proverbio, cada hora traía que le había hecho Dios grandes mercedes, como a David...». En 1501, el mismo Cristóbal Colón resumía en parte su trayectoria personal al expresarse así: «Hallé a Nuestro Señor muy propicio, y hube de El para ello espíritu de inteligencia. En la marinería me hizo abundoso; de astrología me dio lo que
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abastaba, y ansí de geometría y aritmética; y ingenio en el ánima y manos para dibujar esferas, y en ellas las ciudades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio. En este tiempo he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras, cosmografía, historias, crónicas yfilosofía,y de otras artes ansí que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable, a que era hacedero navegar de aquí a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución dello; y con este fuego vine a Vuestras Altezas...» B)
El proyecto colombino
Este y otros pasajes de recuerdos parecidos nos trasladan al momento en que a Colón le sobreviene algo inesperado y crucial que le abre el entendimiento «con mano palpable»; y ese algo se refería a que era posible navegar a las Indias atravesando el Océano, y con tales signos se le presentó que él, «pecador gravísimo», no dudó en considerarlo un «milagro evidentísimo», con lo cual «me abrió la voluntad para la ejecución dello». A partir de esos momentos, «¿quién duda que esta lumbre no fuese del Espíritu Santo, así como de mí?», dirá; es un fuego lo que tiene dentro, unos deseos incontenibles por descubrir. Con la fe del elegido por la Divinidad, responderá aquello que dijo San Mateo: «Oh Señor, que quisiste tener secreto tantas cosas a los sabios y revelárselas a los inocentes». En tratándose de milagros y revelaciones, los sabios podían ser preteridos a los inocentes e ignorantes, como se sentía Colón. Así reza en los Libros Sagrados y así lo creía el futuro descubridor. Los partidarios del predescubrimiento interpretan estos pasajes a la luz de ese preconocimiento que tenía Colón de lo que quería descubrir a la otra orilla del Océano. Defienden que dicho conocimiento le había llegado al navegante a través de otras personas (un piloto cualquiera, por ejemplo, a quien el mar desplazó hasta allá y al regreso tuvo tiempo de informar a Colón antes de morir), y no de una experiencia personal. Por otra parte, al aceptar el predescubrimiento, la figura de Colón, además de su proyecto descubridor, ha tomado nuevos rumbos interpretativos. El navegante genial, intuitivo, soñador y tenaz, y su grandioso proyecto son de esta manera más comprensibles. Colón tiene un conocimiento muy aproximado de lo que va a buscar y trata de adaptar todo (signos, lecturas, testimonios bíblicos, opiniones de escritores y filósofos) a lo que sabe que existe a una distancia determinada que no es la que manejan los entendidos. Religioso como es, atribuye a esta información secreta, que le ha llegado de súbito, el carácter de signo providencial, por lo que un gran sentido religioso empapa todas sus acciones. Y con el convencimiento del predestinado rectifica a quien haya que rectificar y elabora teorías originales y grandiosas. El año de 1480, aproximadamente, pudo ser el punto de arranque para poner en marcha su proyecto descubridor. Sin embargo, por mucho secreto que tuviera a su alcance y aunque ardiera en deseos de descubrir, no podía •levar a cabo la empresa solo. Tenía que buscar apoyos, «convidar» a algún Principe que lo respaldara con dinero y hombres. Pero cualquier príncipe exigía un proyecto viable o al menos razonablemente defendible ante cualquier junta de expertos. A Colón sólo le queda el camino de la preparación y el estudio. Como
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navegante práctico puede defenderse, mas no así como teórico de saberes cosmográficos, astronómicos o matemáticos. En ese campo se va a entablar la contienda a la hora de aprobar o rechazar tan revolucionario proyecto. Y es precisamente ahí donde la distancia entre su saber y el de la ciencia del momento se hace insalvable. Por ello ninguna junta de expertos, ni en Portugal ni en Castilla, le será favorable. Aun así, lo sorprendente es que triunfó. 1. La biblioteca colombina. Es evidente que no todas las obras manejadas por el descubridor de América tienen el mismo valor. Con buen criterio, los historiadores conceden prioridad absoluta a las lecturas que hace antes de 1492, porque es en ellas donde se apoya para allanar el camino del triunfo. Metido con urgencia en un aprendizaje acelerado, allá por los años ochenta del siglo xv, Colón empieza a manejar algunas obras que eran como compendios o enciclopedias del saber de su tiempo. Huelga decir que la utilidad de su consulta para un aprendiz como Colón, e incluso para cualquier iniciado, era enorme, ya que en ella se podían encontrar referencias de todo tipo (clásicas, árabes, bíblicas) sin tener que acudir a las fuentes originales. A esta categoría pertenecen la Imago Mundi, del obispo Pierre d'Ailly o Pedro de Alliaco, y la Historia rerum ubique gestarum, de Eneas Silvio Piccolomini, más tarde papa Pío II. Fueron sus dos grandes libros de cabecera, como demuestran las cerca de 1.800 apostillas o anotaciones al margen pertenecientes a su pluma. En sus páginas encontró y subrayó distintas teorías sobre la reducción de las dimensiones del Océano (predominio de las tierras sobre las aguas), con el especial relieve dado a la particularísima teoría del pseudo Esdras, para el que, de las siete partes en que dividía la esfera terrestre, seis eran de tierras continentales y una sola de agua, por lo que el Océano era fácilmente navegable. Igualmente mereció su atención todo lo que esos autores -especialmente Ailly— contaban de los parajes bíblicos, como el Paraíso Terrenal, Tarsis, Ofir, reino de Sabá, etc.; o de mitos clásicos, como el de las amazonas; o de fábulas y leyendas de monstruos. También en esas obras encuentra y destaca referencias a cálculos y mediciones, a grados y millas. Por ejemplo, aun estando de acuerdo con Alfragano en que el grado terrestre tenía 56 millas y 2 / 3 , a la hora de traducir esto a medidas reales la discrepancia con respecto a las dimensiones de la esfera terrestre era más que ostensible: Alfragano asignaba a la circunferencia del ecuador unas medidas casi exactas (unos 40.000 kilómetros), mientras que Colón las reducía una cuarta parte (unos 30.000 kilómetros). La explicación era que cada uno manejaba una milla distinta: la milla árabe, de casi 2.000 metros, para aquél, y la itálica, de unos 1.500 metros, para Colón. La tercera fuente informativa manejada por Colón por estas fechas procedía de una carta y de un mapa que en 1474 envió el físico, astrónomo y matemático florentino Toscanelli al rey de Portugal a través de su amigo el canónigo lisboeta Fernando Martins. Ambos documentos condensaban el nuevo proyecto ofrecido a Portugal: llegar a las Indias atravesando el Atlán-
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tico en lugar de seguir la ruta africana. El proyecto se parecía al plan colombino, pero no era igual. Los portugueses, tras su estudio, lo archivaron. Toscanelli había elaborado su propuesta con abundante información proporcionada por los grandes viajeros de los siglos x m y xiv (misioneros y, especialmente, Marco Polo) y alguno del siglo XV. Calculaba para el océano Atlántico una distancia casi doble de la actual, pero creía que esta dificultad -poco menos que insalvable con los medios de la época- podía ser superada porque en el camino, a modo de escalas, situaba numerosas islas, como las de Antilla y el Cipango. Sobre la isla Antilla había demasiada fantasía y no era muy de creer. Sin embargo, la referencia al Cipango, una isla distante del continente asiático 1.500 millas o 375 leguas, a la que no pudo conquistar ni siquiera el Gran Can, como había declarado Marco Polo, entusiasmaba al futuro descubridor de América. Dicha isla pasaba por ser abundantísima en oro, perlas y piedras preciosas, hasta el punto de que los templos y casas reales se cubrían de oro puro. Descubrir el Cipango - n o se olvide- fue el objetivo principal del primer viaje colombino. Del sabio florentino al que inspira Marco Polo recoge también detalles referentes a la tierra firme continental, a las provincias o regiones del Catay, Mangi y Ciamba, que, según creían, formaba parte del imperio del Gran Can. Y digo según creían porque a finales del siglo xv Europa aceptaba todavía el mundo descrito por Marco Polo; es decir, la situación política de Asia tal como era a finales del x m y principios del XIV. Tal situación -como es sabido- no era ya ni parecida: el imperio mongol de Asia se había desintegrado cien años antes de que escribiera Toscanelli y de que Cristóbal Colón soñara con el Cipango y con las tierras del Gran Can. Otras obras de consulta directa, como la Geografía de Ptolomeo, el Libro de Marco Polo o la Historia Natural de Plinio, por citar ejemplos concretos, pueden ser consideradas de manejo más tardío o incluso secundario. 2. Las tierras que encontró. El principal objetivo del primer viaje fue descubrir el Cipango de Toscanelli y Marco Polo. Ahora bien, lo que para éstos era una isla lo redujo Colón a una simple región de la isla Española, que los indios llamaban Cibao, y en la que tiempo después se encontrarían ricas minas de oro. El anuncio de su descubrimiento fue sorprendente. Sucedió en el primer viaje. Había recorrido las Bahamas y llegado a Cuba, a la que identifica en principio con una provincia del Gran Can. Recorre parte de la costa y pasa a la isla Española (Haití). Y el 4 de enero de 1493, cuando apenas se entiende con los indios, divisa Monte Cristi, un monte muy singular que, según el historiador Juan Manzano, es el que le sirve para orientarse y encajar todas las noticias que tenía. En ese mismo momento dirá «que el Cipango estaba en aquella isla», y añadirá que de allí a las minas de oro del Cibao -su Cipango- «no había veinte leguas». El 9 de enero exclamaba que «había hallado lo que buscaba». Otra isla que parece tener perfectamente localizada era Yamaye o Jamaica. El 6 de enero de 1493, sin ni siquiera haberse aproximado a ella, la situaba con toda precisión detrás de la isla de Cuba por la banda del sur, y
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añadía que distaba de la tierra firme «diez jornadas de canoa, que podían ser sesenta o setenta leguas, y que era la gente vestida allí...» Esa zona continental a la que se refiere Colón parece ser la de Paria o costa norte de América del Sur. Además de islas, Colón situaba en su proyecto descubridor dos tierras firmes: una que suponía más lejana, la de «más allá», y que correspondería a los dominios asiáticos del Gran Can, siguiendo en este caso a Toscanelli. La tierra firme de «más acá», sin embargo, podría referirse a la más cercana a Europa; es decir, a la costa septentrional de América del Sur, desconocida por todos, excepto por él, y a la que llamará térra incógnita o Nuevo Mundo. En ambos casos pertenecería al ámbito asiático, bien como gran península continental (térra incógnita) o bien como tierra desgajada de Asia, formando así un mundo nuevo y también ignorado por todos. Mención especial merece la gran revelación hecha por Colón ese mismo 6 de enero de 1493 sobre la Isla de las Mujeres o Matininó y que amplía con detalles muy sugestivos en fechas siguientes, al igual que sobre la isla de Carib, caribes o caníbales. Cuando aún no había pisado ninguna de estas islas e incluso navegaba lejos de ellas asegura que ambas distaban entre sí diez o doce leguas; que la isla de Carib era «la segunda a la entrada de las Indias», mientras que Matininó «es la primera isla, partiendo de España para las Indias, que se halla». A la hora de interpretar algunos signos y explicar al mundo algún que otro secreto, ni el tiempo ni el espacio serán barreras suficientes para contener la fértil imaginación colombina, como se verá a continuación. 3. Tierras y lugares de fantasía en el proyecto colombino. A nadie debe extrañar que un hombre como Colón, plenamente convencido de ser instrumento divino y que respiraba medievalismo por los cuatro costados, se sienta autorizado -sobre todo después de su triunfo- a disputar con sabios y filósofos, a rectificar a geógrafos, astrónomos y astrólogos, a completar lo que han dicho santos doctores y sacros teólogos. A ese convencimiento se le unía otro: el orgullo del que no habla de oídas acerca de las tierras extremas del Oriente que cree recorrer, sino por vista de ojos y con la autoridad que> impone ser observador directo de tamaña experiencia. Con tales convencimientos y un curioso juego de coincidencias y relaciones, la mente siempre predispuesta del descubridor confeccionará stí propio mundo de fantasía y originalidad, un mundo realmente nuevo. Localizar los lugares que se citan en la Biblia se había convertido para todo buen cristiano en asunto de importancia durante la Edad Media. Si ese buen cristiano se llamaba Colón, tenía aficiones geográficas y cosmográficas y además andaba fuertemente tocado de providencialismo, ubicar cualquier paraje bíblico era no sólo importante, sino trascendental; era más aún: una obligación irrenunciable que él, como siervo elegido por Dios, tenía para con el resto de los mortales. De entre todos los lugares bíblicos, el Paraíso Terrenal importaba de manera especial. Durante siglos, muchos habían especulado sobre sus características y localizacipn. La cristiandad fue acuñando la idea de su lejanía no
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sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Encajaba así en el impreciso Oriente, o sea, tanto como no decir nada. Personas muy sabias habían escrito que el Paraíso estaba en lugar prominente, entre montañas tan altas, tan altas que quedó a salvo del Diluvio, y que de su fuente manaban aguas abundantísimas que descendían en cuatro grandes ríos paradisiales -Nilo, Ganges, Tigris y Eufrates- regando el Jardín de las Delicias y distribuyendo el agua por la tierra, que esas aguas al caer provocaban un ruido ensordecedor y formaban un gran lago, que su clima era suave y estaba en un lugar lejano e impreciso del Oriente para unos, mientras que otros hablaban de zonas equinocciales o australes. A la vuelta del primer viaje, el Almirante de las Indias dirá en su Diario que la templanza del ambiente, los aires bonancibles y la quietud de las aguas y de los mares antillanos eran tales que «aquellas tierras que agora él había descubierto» pertenecían al fin del Oriente y, por tanto, estaban próximas al Paraíso Terrenal. El descubridor solía pasar con enorme facilidad de la creencia a la teoría y a la explicación del hecho que observaba o que quería observar. Llegado a ese punto, los signos externos cobran gran fuerza y se convierten en piezas de apoyo a la hora de elaborar su teoría cosmográfica de la Tierra. La forma de la Tierra que imagina Colón no es propiamente esférica, sino «que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pegón, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en un lugar de ella fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este pecón sea la más alta e más propinca al cielo, y sea debajo de la línea equinoccial». Sostiene que la Tierra se compone de dos partes o hemisferios distintos: el occidental, que tenía forma semiesférica, y el hemisferio oriental, donde situaba las Indias, en forma de pera, con un vértice o pezón situado debajo de la línea equinoccial. Justo en esa zona prominente, la «más propinca al cielo», en esa elevación de la Tierra imaginada por Colón, éste situaba el Paraíso Terrenal. No se olvide que en sus lecturas previas había encontrado que el Paraíso estaba en lugar prominente. Si esto era así -y así lo creía-, al atravesar el Océano marchaba en pos del Paraíso. Por lo tanto, la Providencia a buen seguro le pondría en su camino signos evidentes de que ello era así y a él capacidad para interpretarlos. Esos aires temperantísimos, ese clima delicioso como en abril en el Andalucía, esas manadas de hierba muy verde y que parecía hierbas de ríos que era el mar del Sargazo, esa corriente de agua que atribuye a corriente fluvial y que le hace exclamar el 17 de septiembre de 1492, en contra de todo sentido común: «que el agua de la mar hallaba menos salada desde que salieron de las Canarias», eran signos evidentísimos de que navegaba al encuentro del Paraíso. Existe un punto o línea oceánica que en Colón se va reafirmando como una verdadera frontera de hemisferios, a partir de la cual se suceden los sl gnos citados: el meridiano que pasa a 100 leguas al oeste de las Azores. Fue allí donde observó por primera vez la variación de las agujas de la brújula, que nordesteaban. Y es tal la importancia que asigna a ese meridiano, que
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llegará a explicarlo así: «En pasando de allí al Poniente, ya van los navios aleándose hacia el cielo suavemente... como quien traspone una cuesta». Por fin, en 1498 (tercer viaje), cuando recorría el golfo de Paria, encuentra la clave para ilustración de sus lectores: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de esos santos y sacros teólogos. Y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vezina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo». La explicación que se forja don Cristóbal es la siguiente: el golfo de Paria, casi cerrado al mar, parecía un gran lago de agua dulce por la aportación de los caudalosos ríos continentales que desembocaban allí. Impresionó al Almirante cómo esa masa de agua dulce chocaba violentamente con la salada del mar, originándose continuos e intensos ruidos, algo similar a lo que Pierre d'Ailly había escrito del Paraíso. Y tan convencido estaba de esto que a una de las zonas cercanas a Paria la bautizó con el nombre de los Jardines, quizá pensando en los mismísimos Jardines del Edén. Con ser importantísimo para Colón localizar el Paraíso, los parajes bíblicos no se agotaban ahí. La siempre autorizada pluma del cardenal francés D'Ailly había escrito que en los confines del Oriente se encontraban el reino de Tarsis y la isla de Ofir, adonde el rey Salomón había enviado a buscar tesoros para levantar su famoso templo. Pues bien, tras llegar a la isla Española, descubrir el Cibao -su Cipango- y conocer que al sur de la citada isla había otras minas -las futuras de San Cristóbal, a orillas del Jaina-, declarará tajante: «Tarsis y Ofir estaban precisamente en esa zona de la Española». Y para demostrar más autoridad aún, se ve en la obligación de tener que rectificar a los imaginativos escritores medievales, que rodeaban estas regiones de monstruos y dragones, porque él, tras recorrer la zona, anuncia que no había encontrado ninguno y sí, en cambio, «gente de muy lindo acatamiento». Otra isla y reino envueltos en leyenda de riqueza y sabor bíblico será Saba. También parecía estar esperando el mundo que el «apóstol» Colón se la diera a conocer; hecho que sucedió durante el segundo viaje. Un testigo - C u n e o - nos cuenta que poco antes de llegar a la «isla grossa» -poco importa en este caso que sobre su localización no haya acuerdo entre los historiadores- el Almirante, entre misterioso y teatral, pero muy seguro, se dirigió a la tripulación con estas palabras: «Señores míos: os quiero llevar al lugar de donde salió uno de los tres reyes magos que vinieron a adorar a Cristo; el cual lugar se llama Saba. Y cuando hubimos llegado a aquel lugar (sigue diciendo Cuneo) preguntamos a los naturales su nombre y nos dijeron que se llamaba Sobo. Entonces el señor Almirante nos dijo que Saba y Sobo era la misma palabra, pero que no lo pronunciaban bien allí».
C.2. III. A)
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COLON Y LOS ECLESIÁSTICOS
El apoyo franciscano a Colón
Cualquier historiador, con muy buen criterio, acostumbra a asociar indefectiblemente la figura de Colón y el descubrimiento de América con el convento de Santa María de-la Rábida y la Orden franciscana, sobre todo entre 1485 y 1492. Durante esos siete •años que transcurren desde que nuestro navegante abandona Portugal -primavera de 1 4 8 5 - y culmina su gesta descubridora, pocos lugares resultan tan decisivos para el éxito de su empresa como ese recinto franciscano enclavado en la margen izquierda del río Tinto, en el cogollo de ese hervidero náutico que era la ría de Huelva. Sus frailes vivían la aventura del océano y las novedades en materia de descubrimientos y cosmografía o astrología no sólo por su directa vinculación con los pueblos marineros de la zona, sino también por la gran preocupación científica y misionera consustanciales con el mejor espíritu franciscano. Antes de que Colón llamara a sus puertas, frailes de La Rábida tenían en su haber ya acciones misionales tanto en Canarias como en el África occidental portuguesa. Cuentan que Cristóbal Colón salió a toda prisa de Portugal acompañado de su hijo de corta edad, Diego, y entró en Castilla por Palos de la Frontera. La meta parecía ser Huelva, donde vivían Miguel Muliarte y Violante Muñiz, cuñados de Cristóbal Colón, los cuales podrían hacerse cargo del pequeño Diego mientras él gestionaba su proyecto descubridor en la corte itinerante de los Reyes Católicos. Entre Palos y Huelva se erguía el convento franciscano de Santa María de la Rábida, un lugar cuyas puertas siempre se abrían, según mandaba la regla del santo de Asís, a todo peregrino, extranjero, menesteroso; a todo viajero cansado que pidiese algo de comer o alojamiento. Quizá por necesidad de los Colón, quizá por el prestigio de la propia comunidad franciscana en materia de descubrimientos y cosmografía, la visita a La Rábida ciertamente estaba justificada. Para la mayoría de los historiadores hubo dos visitas de Colón a tan famoso convento: la primera, en 1485, y la segunda, en 1491. En ambas recibió apoyos decisivos. Durante la visita y estancia de 1485, el futuro descubridor entró en contacto con un «frayle astrólogo», un estrellero, que también se decía en castellano; es decir, un experto en cosmografía. Su nombre ha quedado difuminado entre el anonimato y la confusión. No obstante, parece que nada tiene que ver este buen fraile con los muy conocidos nombres de fray Antonio de Marchena y de fray Juan Pérez. Tras su conversación y por medio de su influencia, Colón debió de entrar en contacto con algún experimentado marinero de Palos. Y también es posible que obtuviera carta de recomendación para algún franciscano de la corte, objetivo principal de Colón una vez que dejara en Huelva a su hijo Diego, en casa de sus cuñados. Sabemos poco acerca de dónde y cuándo se entabla amistad entre el futuro descubridor y fray Antonio de Marchena. Quizá en la corte durante los Primeros momentos. La primera entrevista del navegante con los Reyes
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Católicos - n o se olvide- data del 20 de enero de 1486. Pero que fray Antonio de Marchena fue un hombre decisivo en el triunfo colombino nadie lo puede discutir: «Nunca yo hallé ayuda de nadie, salvo de fray Antonio de Marchena, después de aquella de Dios eterno», recordará tiempo después el mismo Almirante. Reunía en su persona tres características de especial valor: era buen astrólogo y experto en cosmografía; tenía influencia en su Orden y ante los reyes, y demostró ser partidario incondicional del proyecto colombino. En una carta de los monarcas a Colón, fechada el 5 de septiembre de •1493, ante los preparativos del segundo viaje, se recomendaba al Almirante que llevase consigo a «fray Antonio de Marchena, porque es buen astrólogo, y siempre nos paresció que se conformaba con vuestro parescer». El cronista López de Gomara dice que Colón «en poridad descubrió su corazón» a Marchena, es decir, en secreto, que bien pudo ser de confesión, con lo que quedaba a cubierto de indiscreciones. En secreto pudo descubrir a este buen franciscano quién era él, de dónde venía, cuál había sido su actividad en Portugal y qué información tenía acerca de las tierras que quería hallar. El Almirante nos lo retratará como fraile constante. De la segunda visita y estancia de Colón en La Rábida -la de 1 4 9 1 - data su relación con otro personaje clave: fray Juan Pérez. Colón, tras casi siete años de fracasos, se disponía a dejar Castilla. Pero antes lo vemos merodear por la ría de Huelva en compañía de su hijo Diego. Y como queriendo rememorar sus primeros pasos, acabará llamando a la puerta del convento y pidiendo «que le diesen para aquel niñico, que era niño, pan y agua que bebiese». La escena, de tan repetida, se conoce a la perfección: le abre la puerta fray Juan Pérez, quien, al verle extranjero, se interesa por él y le pregunta quién era y de dónde venía. Conversan ambos y, «viendo el dicho fraile su razón», éste manda llamar a su amigo García Hernández, médico de Palos y entendido en astronomía, para que opinase sobre los razonamientos colombinos. Estos debieron de ser bastante convincentes, a juzgar por la actuación posterior: fray Juan Pérez, que en su mocedad había servido en la casa de la reina «en oficio de contadores», y como religioso le titulan confesor de la misma, hombre, por tanto, con prestigio en la corte, escribe a la reina en favor de Colón. Esta agradece el servicio y pide al fraile que se presente ante ella, dejando «al dicho Cristóbal Colón en seguridad de esperanza hasta que su alteza le escribiese». Fray Juan Pérez será el representante colombino a la hora de redactar las Capitulaciones de Santa Fe de 1492. Por último, el apoyo de los frailes de La Rábida fue crucial cuando llegó la hora de formar las tripulaciones que gobernarían la Pinta, la Niña y la Santa María. Es difícil pensar que sin el apoyo franciscano los Pinzones y cuantos los seguían allá donde éstos fueran se hubieran decidido a cruzar la Mar Tenebrosa mandados por un desconocido que se llamaba Cristóbal Colón. Y para remate de fechas y símbolos, el 2 de agosto de 1492, festividad de la Virgen de la Rábida, patrona de la comarca, en acabando los actos del día, el Almirante mandó embarcar a toda la gente, iniciando, al amanecer del día 3, el Gran Viaje descubridor.
C.2. B)
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Relaciones de Colón con otros eclesiásticos
Otro de los frailes constantes, aquel que «siempre desque yo vine a Castilla, me ha favorecido y deseado honra», se llamaba fray Diego de Deza. Pertenecía a la Orden dominica. Fue profesor de teología de la Universidad de Salamanca, maestro del príncipe d o n j u á n desde el verano de 1485 y también confesor del Rey Católico. Su influencia en la corte era evidente, como evidente fue asimismo el apoyo firme que prestó al proyecto colombino. El recuerdo de estos tiempos y su familiaridad quedan recogidos a la perfección en aquella confidencia hecha a su hijo Diego en una carta de 1505: «Si el señor obispo de Palencia (Deza) es venido o viene, dile cuánto me ha placido su prosperidad, y que si yo voy allá, que he de posar con su merced aunque el non quiera, y que habernos de volver al primero amor fraterno, y que non le poderá negar porque mi servicio le hará que sea así». Considera que «fue causa que sus Altezas oviesen las Indias, y que yo quedase en Castilla, que ya estaba camino para fuera». Sin lugar a dudas, el peso del dominico actuó decisivamente ante el Rey Católico. Como presidente de la Junta de expertos que estudió el proyecto colombino desde el principio, justo es señalar a fray Hernando de Talavera, quien además ayudó económicamente al descubridor. No obstante, el apoyo de este buen fraile Jerónimo, con fama de santo varón y confesor de la reina, no fue - q u e sepamos- ni mucho menos comparable al de Deza y Marchena. Eclesiástico también, aunque por vida y costumbres entra más en la categoría de alta nobleza, fue don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo y hombre de mucho prestigio y gran autoridad. Parece que a partir de 1489 se mostró muy complaciente con Colón. Por último, ya metido en horas bajas de crisis y desencanto, es decir, posteriores al gran triunfo de 1492, el Almirante relega un tanto a la Orden franciscana, alguno de cuyos miembros ayudaron a la caída del virrey Colón, para volcarse en adelante con el monasterio cartujo de las Cuevas de Sevilla, donde residía un fraile amigo y confidente: fray Gaspar Gorricio. La celda de este italiano de Novara y, por extensión, el recinto de la Cartuja toda sirvieron, en las horas amargas del declive colombino, no sólo de lugar de paso y estancia frecuentemente, sino también de centro seguro donde custodiar archivo y caudales de la familia Colón. El Libro de las Profecías es obra de ambos. Dios elige a los suyos -siente Colón- para llevar a cabo señaladas acciones, como la protagonizada por él al descubrir las Indias. Y con la certeza de quien ha recorrido parajes indianos próximos al Paraíso Terrenal proclama que «toda la cristiandad debe tomar alegría y facer grandes fiestas y dar gracias solemnes a la Santa Trinidad», porque lo que estaba oculto se desveló para «refrigerio y ganancia» de todos los cristianos. Esto sentía y así lo anunciaba al mundo entero en su famosa carta al regreso del primer viaje.
NOTA
BIBLIOGRÁFICA
Iglesia y descubrimientos antes de Colón A. VAN DEN WINGAERT, Sínica franciscana 1 (Quaracchi-Florencia, 1929), donde se recogen los escritos de los franciscanos que viajaron a Asia durante los siglos XIII y XIV; J. P. Roux, Les explorateurs au Moyen Age (París, 1967); M. MOLLAT, Les explorateurs du xiw et XIV siécle (París, 1984); L. PETECH, Ifrancescani nell Asia Céntrale e Oriéntale nel XIu e xiv secólo, en Espansione del francescanesimo tra Occidente e Oriente nel secólo xni (Assisi, 1979), 213-240; J. SÁNCHEZ HERRERO, «Precedentes franciscanos del descubrimiento de América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 15-75. Religiosidad de Colón A. MlLHOU, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español (Valladolid, 1983). Colón y los franciscanos A. ORTEGA, La Rábida. Historia documental crítica, 1-4 (Sevilla, 1925-6); A. RUMEU DE ARMAS, La Rábida y el descubrimiento de América (Madrid, 1968); J. MANZANO, Fray Antonio de Marchena, principal depositario del gran secreto colombino, en Andalucía y América (Sevilla, 1984), 514 ss; J. GIL FERNÁNDEZ, «Los franciscanos y Colón», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 97-110. Este tema se aborda además en todas las monografías referentes a Colón al tratar de la etapa comprendida entre 1485 y 1492, entre las que destacan: J. MANZANO y MANZANO, Cristóbal Colón. Siete años decisivos de su vida, 1485-1492 (Sevilla, 1964); L. ARRANZ MÁRQUEZ, Don Diego Colón, almirante, virrey y gobernador de las Indias 1 (Madrid, 1982), 33-72. Colón y otros eclesiásticos El tema aparece tratado en todas las biografías sobre Cristóbal Colón. Sobre los dominicos concretamente, véase: J. L. ESPINEL, «Cristóbal Colón y Salamanca», en J. L. ESPINEL y R. HERNÁNDEZ, Colón en Salamanca. Los dominicos (Salamanca, 1988), 18-49. Financiación del viaje descubridor M. ANDRÉS «Contribución dineraria de la diócesis de Badajoz al descubrimiento de América»: Archivo Ibero-Americano 47 (Madrid, 1987), 3-55; ID., Dinero, cultura y espiritualidad en torno al descubrimiento y a la evangelización de América (Bogotá, 1991).
CAPÍTULO
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LA DONACIÓN PONTIFICIA DÉLAS INDIAS Por A N T O N I O GARCÍA Y GARCÍA
P o r d o n a c i ó n pontificia d e las Indias se e n t i e n d e la e n t r e g a q u e el p a p a Alejandro VI hizo e n 1493 del N u e v o M u n d o a los reyes d e Castilla y L e ó n m e d i a n t e la p r o m u l g a c i ó n d e c u a t r o d o c u m e n t o s d e n o m i n a d o s vulgarmente bulas alejandrinas.
I.
LAS BULAS ALEJANDRINAS
Los d o c u m e n t o s pontificios e n cuestión son las bulas siguientes: 1. ínter coetera, del 3 d e mayo d e 1 4 9 3 , p o r la q u e el P a p a c o n c e d e a los reyes d e Castilla y L e ó n todas las islas y tierras firmes, descubiertas ya o q u e d e s c u b r i e r a n e n el f u t u r o , siempre q u e n o estuvieran ya sometidas a algún p r í n c i p e cristiano y bajo la condición d e q u e enviaran a ellas evangelizadores. Es la d e n o m i n a d a b u l a d e donación, a la q u e M a n u e l G i m é n e z F e r n á n dez señala la fecha del 17 d e mayo. 2. ínter coetera, del 4 d e mayo d e 1 4 9 3 , q u e r e c o g e m u c h o s pasajes d e la anterior, a la q u e amplía y concreta, c o n c e d i é n d o l e a esos mismos reyes «todas las islas y tierras firmes descubiertas y p o r descubrir, halladas y p o r hallar, hacia el occidente y mediodía, fabricando y c o n s t r u y e n d o u n a línea del Polo Ártico, q u e es el s e p t e n t r i ó n , hasta el Polo Antartico, q u e es el mediodía, ... la cual línea diste d e las islas q u e v u l g a r m e n t e llaman Azores y C a b o V e r d e cien leguas hacia o c c i d e n t e y mediodía, siempre q u e n o p e r t e neciesen ya a algún príncipe cristiano». A este d o c u m e n t o , al q u e Giménez F e r n á n d e z señala la fecha del 2 8 d e j u n i o , se le suele d e n o m i n a r b u l a de partición o d e demarcación. F u e modificad o p o r el T r a t a d o d e Tordesillas d e 1494, e n el sentido d e q u e esa línea q u e b r a d a señalada p o r el P a p a fuera sustituida p o r o t r a q u e c o r r i e r a d e n o r t e a sur a 3 7 0 leguas al oeste d e C a b o V e r d e , lo q u e equivalía al meridian o 46° 3 5 ' . 3. Eximiae devotionis, del 3 d e j u l i o d e 1 4 9 3 , r e p r o d u c c i ó n e n p a r t e d e las dos a n t e r i o r e s y q u e c o n c e d e a los reyes d e Castilla y L e ó n , p a r a las tierras q u e d e s c u b r i e r a n , los mismos privilegios o t o r g a d o s a n t e r i o r m e n t e a P o r t u g a l p a r a los territorios descubiertos p o r él e n África. 4. Dudum siquidem, del 2 5 d e s e p t i e m b r e d e 1 4 9 3 , m u y breve e n c o m p a r a c i ó n c o n las tres anteriores, p o r la q u e se amplía la d o n a c i ó n «a
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todas y cada una de las islas y tierras firmes halladas o por hallar, descubiertas o por descubrir, que estén, o fuesen, o apareciesen a los que navegan o marchan hacia el occidente y aun al mediodía, bien se hallen tanto en las regiones occidentales como en las orientales y existen en la India». Es la denominada bula de ampliación. Los cuatro documentos, sobre todo los tres primeros, contaban con los antecedentes de las bulas expedidas a favor de Portugal, entre las que destacan la Romanus Pontifex de Nicolás V, del 8 de enero de 1455; la ínter coetera de Calixto III, del 13 de marzo de 1456; y la Aeterni Regis de Sixto IV, del 21 de junio de 1481. La promulgación de estos documentos pontificios expedidos a favor de los reyes de Castilla y León estuvo sin duda motivada por el interés de los Reyes Católicos en mantener en exclusiva el dominio de los territorios recién descubiertos y por descubrir, cortando el paso a las pretensiones de otros monarcas europeos que quisiesen participar en los frutos del descubrimiento, como era de temer de inmediato, sobre todo por parte del rey portugués y del de Francia. Prescindiendo de otras cuestiones discutibles y discutidas que se agitan en torno a las bulas alejandrinas, emerge ante nosotros el principal problema para la finalidad del presente capítulo, a saber, el fundamento jurídico en que se basó Alejandro VI para donar a los Reyes Católicos tan extensos territorios. Es evidente que, por su extensión, este regalo pontificio es territorialmente muy superior a la donación constantiniana de los falsificadores pseudoisidorianos del siglo IX, y que, según algunos, constituye, como luego veremos, el fundamento jurídico que la donación de Indias tenía en la mente de Alejandro VI. Otra diferencia entre ambas donaciones radica en el hecho de que la pseudoisidoriana era falsa, mientras que la de Alejandro VI emerge de documentos cuya autenticidad está fuera de toda duda. Pero hay todavía otra diferencia que aquí nos interesa mucho subrayar. Al filo del siglo IX todo el mundo sabía cuáles eran los territorios del antiguo Imperio romano, que coincidían con los límites de la mayor parte del mundo entonces conocido, mientras que ni Colón, ni Alejandro VI, ni los Reyes Católicos, ni nadie en 1493 tenía la más remota idea de que se incluyera en la donación alejandrina lo que hoy llamamos América. Por el contrario, comenzando por Colón y acabando con todos los demás protagonistas de esta historia, se ignoraba la existencia de todo lo que media entre las costas orientales de Asia y las islas Azores, espacio que se suponía, erróneamente, mucho más pequeño de lo que es y además no se sospechaba la existencia de un continente como las Américas en dicha área, sino a lo sumo algunas islas o archipiélagos. De ahí el nombre de Indias con que se designó a las tierras recién descubiertas, por considerarlas prolongación natural y cercana de la India y demás tierras orientales de Asia. Veamos por separado los antecedentes medievales de este tipo de donaciones y las diversas interpretaciones que se han dado acerca de la naturaleza de la donación alejandrina de las Indias.
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II. ANTECEDENTES MEDIEVALES Para la comprensión del tema resulta imprescindible exponer primero, aunque sea muy sumariamente, cuál era el modelo de teoría política medieval, sobre todo por cuanto concierne a las relaciones entre el poder temporal, por un lado, y el espiritual, por otro, o, como entonces se decía, entre el sacerdocio, de una parte, y el imperio y los reinos, de otra. Las diferentes teorías sobre esta materia se elaboran sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xil, y sus autores son principalmente los canonistas, los civilistas y los teólogos. Estos autores estaban de acuerdo en una sola cosa, dándose en lo demás un notable pluralismo de opiniones. Todos compartían la tesis de que todo poder, tanto espiritual como temporal, viene de Dios. Pero los pareceres se dividían al querer determinar a través de quién se transmitía este poder a los humanos. Desde este punto de vista cabe distinguir dos posiciones: la monista y la dualista. Los monistas defendían que el poder se transmitía de Dios a los hombres a través de una única persona. Para unos esta persona era el Papa, y para otros el Emperador o los reyes. En el primer caso tenemos el llamado monismo hierocrático. En el segundo, el monismo laico, que a su vez podía ser cesáreo o regio. Representantes bien conocidos del monismo hierocrático son, entre los antiguos, Alvaro Pelagio, Egidio Romano, Jacobo de Viterbo, Agustín de Ancona, Alejandro de Santo Elpidio, Guillermo de Cremona, etc. Entre los modernos se puede mencionar a A. Ybot León, J. Baumel, Barcia Trelles, P. Imbart de la Tour, M. Serrano Sanz, F. J. Montalbán y P. Castañeda. Manuel Giménez Fernández y Alfonso García Gallo suponen que el verdadero título fue el descubrimiento y ocupación, que las bulas no vinieron más que a reconocerlo, a petición de los reyes de Castilla, con el fin de evitar las apetencias de otros soberanos europeos sobre aquellos territorios. Obviamente, tanto el uno como el otro estudian otros varios aspectos de las bulas distintos del fundamento jurídico de la donación pontificia, sobre los que hacen muchas observaciones que pueden ser atinadas. Ninguno de los dos admite ningún monismo propiamente dicho, ni hierocrático ni regio o cesáreo. Como partidarios del monismo laico de tipo imperial es obligado recordar a Marsilio de Padua, Guillermo Ockham, etc. Para el monismo regio es típico el caso de los asesores jurídicos de Felipe el Hermoso, de Francia, en su lucha contra Bonifacio VIII. Es obvio que un episodio como la donación pontificia de las Indias encajaba perfectamente dentro de la teoría monista hierocrática, según la cual Dios había dado el dominio del mundo a Cristo hecho hombre. Cristo lo había dejado a San Pedro y sus sucesores con la condición de que lo evangelizaran. Uno de éstos, Alejandro VI, había a su vez donado una parte del mundo, como eran las Indias, a los reyes de Castilla, Fernando e Isabel, y a sus sucesores. Pero esta teoría, como veremos en seguida, era minoritaria entre los autores de la Edad Media. Los autores de la teoría cesárea atri-
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buían esto mismo al emperador, el cual, según ellos, era el dueño del mundo (dominus orbis) y ejercía su dominio, ya directamente, ya concediendo en feudo alguna parte del mismo a los reyes y otros mandatarios temporales. El monismo cesáreo fue defendido por un grupo de autores más minoritario todavía que el monismo hierocrático. La mayoría de los autores medievales no es partidaria del monismo, sino del dualismo. Según esta teoría, el poder viene de Dios a los hombres por dos vías, entre sí independientes, a saber: el poder secular, a través del príncipe temporal, y el poder espiritual, a través de los jerarcas de la Iglesia. Dentro del dualismo había, a su vez, dos matices importantes: unos creían que el poder espiritual se transmitía de Dios a la Iglesia sólo a través del Papa, y otros también a través de los obispos. Algo parecido ocurría en la esfera temporal, donde unos sostenían que el poder se transmitía sólo a través del emperador, mientras que otros afirmaban que también se transmitía a través de los demás príncipes temporales que ejercían un poder soberano, como era el caso de los reyes o de cualquier otro príncipe que fuese realmente independiente de otros poderes temporales. La denominación de teocracia para explicar la teoría política medieval creemos debe ser desechada, porque teocracia propiamente dicha es la teoría según la cual es Dios quien directamente gobierna el mundo, diciendo en cada caso a sus representantes lo que tienen que hacer. Tal fue el caso de Israel en tiempos del caudillaje de Moisés y durante las monarquías de Israel y de Judá, así como en el caso de algunos grupos exaltados muy minoritarios del catolicismo y más tarde del protestantismo, que no ejercieron especial influjo en la historia de la cuestión que aquí nos ocupa. Dentro de la posición dualista falta todavía explicar un punto muy importante, cual es el de las relaciones entre el poder espiritual y el temporal. Sobre esta materia todos estaban de acuerdo en tres principios doctrinales, aunque no siempre en su aplicación práctica. Según dichos tres principios, ambos poderes, espiritual y temporal, eran distintos entre sí, y en principio también independientes el uno del otro. Ambos poderes debían colaborar entre sí debido a su unidad de origen en Dios y al hecho de que eran unos mismos los subditos de entrambas potestades, salvo en el caso de los infieles, que en el Medievo eran considerados como enemigos comunes de entrambos poderes, espiritual y temporal, y por ello habitualmente se hallaban en guerra con los cristianos. Dicho sea de paso, infiel y mahometano era casi idéntico para el hombre medieval. Generalmente se admitía una cierta superioridad del poder espiritual sobre el temporal. Pero la puesta en práctica de este principio constituyó una fuente inagotable de problemas y litigios entre el poder espiritual y el temporal. Para unos esta superioridad del poder espiritual sobre el temporal facultaba al Papa o a los obispos, según los casos, para intervenir en la esfera del poder temporal, siempre que el gobierno del príncipe secular atrepellase, ajuicio de la Iglesia, algún valor ético o, como entonces se decía, ratione peccati, es decir, por razón del pecado implícito en la actuación del poder secular. Estas intervenciones eclesiásticas en lo temporal fueron mayores o menores según los diferentes pareceres, dependiendo en buena medida del
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poder fáctico de cada uno de los protagonistas eclesiásticos y seculares de cada episodio histórico. Por muy fácil que pueda parecer la distinción entre estas cuatro teorías (monismo hierocrático, monismo laico, dualismo eclesiástico y dualismo laico), hay que advertir que no eran en la práctica monolíticas e irreductibles. El paso de una a otra no era en la práctica tan brusco como pudiera parecer a primera vista. Un mismo asunto, como la suplencia de la justicia secular, la deposición de un príncipe temporal, etc., podía a veces justificarse tanto desde un punto de vista monístico hierocrático como desde el dualístico. Y, dentro del dualismo, había, obviamente, por lo menos dos modos de entenderlo y de aplicarlo, según que nos fijemos en los puntos de vista de los representantes del poder espiritual o de los del temporal. Es obvio que cada uno de estos dos poderes trataba de amplificar las atribuciones y de restringirlas a expensas del otro poder. Así, por ejemplo, la representación de la realeza castellana en las monedas medievales se realiza con un fuerte sentido dualista en favor del rey, y lo mismo ocurría con las coronaciones y unciones regias en Castilla, donde la intervención de la Iglesia es la excepción, mientras que su ausencia es lo normal. En la práctica resultaba con frecuencia imposible solucionar satisfactoriamente las relaciones entre ambos poderes a base de estas cuatro teorías. Y esto fue particularmente verdadero en el tránsito de la Edad Media a la Moderna. Por ello se recurrió a los concordatos o acuerdos especiales entre ambos poderes, al margen del derecho canónico medieval, en los que la Iglesia encontró la ayuda material de las monarquías absolutas de entonces, cediendo a éstas ciertos derechos que por el ordenamiento canónico común pertenecían a la Iglesia en exclusiva. En este contexto se sitúa el Patronato Regio de los reyes castellanos para Granada, Canarias y Puerto Real, primero, y para el Nuevo Mundo, después. La cristiandad medieval era una realidad más vivida que definida. En la práctica consistía en la agrupación de los reinos cristianos de Europa, bajo la dirección de los Papas, sobre todo con fines de cruzada contra el Islam o eventualmente contra otros enemigos de la cristiandad o del bien público. No se olvide que esta cristiandad medieval adquiere una configuración muy distinta según que se realice por una u otra de las cuatro teorías del poder político que acabamos de exponer en apretada síntesis. El síndrome del miedo al Islam estaba muy difundido en toda la cristiandad medieval, sobre todo a partir de la caída de Constantinopla en manos de los turcos, en 1453. Los príncipes cristianos, el pueblo y especialmente la Santa Sede, eran extremadamente sensibles a este problema. Los Papas fomentaron a lo largo de la Edad Media las cruzadas contra los mahometanos, particularmente en el Próximo Oriente, norte de África y en la Península Ibérica. Los romanos pontífices de la segunda mitad del siglo xv dirigieron unas 70 bulas a Portugal, de las que 47 abordan el tema de la cruzada contra el Islam. En el contexto de los descubrimientos portugueses en África y hacia Oriente, doblando el cabo de Buena Esperanza, se piensa en atacar a los mahometanos por la espalda, en una especie de operación tenaza. Para este efecto se creyó contar con la ayuda potencial del supuesto Preste Juan,
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que, según la leyenda, era un príncipe cristiano cuyo reino estaba situado en las costas del nordeste de África. En las bulas de cruzada dirigidas a los lusitanos se les facultaba para ocupar las tierras que descubrieran, porque se presumía que allí había mahometanos, cosa que en unos casos era cierta, pero que en otros, como en Canarias, era falsa. En todos estos casos no se impone a Portugal la obligación de evangelizar las tierras descubiertas y ocupadas, porque era cosa sabida que los mahometanos no se convertían al cristianismo. La propiedad de dichas tierras se les concede sólo cuando las hayan ocupado de hecho. Teniendo como telón de fondo el cuadro doctrinal que acabamos de describir, se produjeron a lo largo de la Edad Media varias donaciones pontificias de territorios, si bien de escaso valor y significado. Hay un documento apócrifo del siglo IX, llamado Constitutum Constantini, o donación constantiniana, elaborado por falsificadores anónimos, según el cual el emperador Constantino el Grande (306-337), al trasladar a Constantinopla la capital del Imperio romano, donó al papa Silvestre (314-335) los territorios del Imperio romano de Occidente. Dichas tierras fueron ocupadas por los diversos reinos germánicos que en ellas se establecieron. Pero quedaban una serie de islas mediterráneas, como Córcega, Cerdeña, Capri, Malta, Elba, Capraia, etc., que no constituían reino alguno y que se suponía pertenecían al patrimonio de San Pedro, o sea, a la Santa Sede, en virtud de la mencionada falsa donación de Constantino. De hecho, los papas medievales realizan a lo largo de la Edad Media varias donaciones a determinados reinos de estas islas mediterráneas e incluso atlánticas, como la investidura que otorga Clemente VI de las islas Canarias a Luis de la Cerda, en 1344. III.
INTERPRETACIONES DE LAS BULAS ALEJANDRINAS
Está claro que, puesto que las solicitaron y las acataron, los Reyes Católicos, así como los de Portugal, admitían la validez de la donación pontificia, de la misma manera que lo hicieron también muchos de sus sucesores. He aquí algunos ejemplos a este respecto. Isabel la Católica consignaba en 1504, en una de las cláusulas de su testamento: «ítem, porque al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y tierra firme del mar Océano descubiertas y por descubrir...» El jurista Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, elaboró en 1571 una obra titulada Gobernación espiritual de las Indias, cuerpo legislativo, destinado a ser oficial, aunque no lo llegó a ser, en cuya introducción pone en boca de Felipe II su agradecimiento a Dios por el hecho de que el Papa «les encargase y concediese a ellos y a sus sucesores los reyes de Castilla y León el reino, señorío y descubrimiento de aquel nuevo mundo incógnito». La Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias de 1681 inicia su libro tercero dejando constancia de que, «por donación de la Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señores de las Indias Occidentales, islas y tierra firme del mar Qcéano descubiertas y por descubrir».
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En este pasaje la fundamentación del derecho a la posesión de las Indias en argumentos complementarios de la donación pontificia puede interpretarse como un síntoma del debilitamiento de valor de las bulas alejandrinas, de las que de hecho a lo largo del siglo xvn se fue prescindiendo cada vez más. En cuanto a los motivos y el alcance de la donación, las opiniones de los juristas fueron evolucionando con el tiempo. A)
Desde 1493 hasta Francisco de Vitoria (1539)
Durante este período la posición más común fue la monística hierocrática; es decir, que el Papa había recibido de Cristo el dominio del mundo, y Alejandro VI concedió las Indias, que son una parcela del mismo, a los reyes castellanos, exigiéndoles a cambio que enviaran misioneros a evangelizarlas. Así lo entendió también la Corona castellana. Veamos el parecer de algunos personajes de esta época sobre este particular. Fr. Alonso de Loaysa, provincial de los dominicos, afirma en 1512 que el dominio de las Indias por la Corona española se basa en la donación pontificia y se hizo efectivo iure belli, es decir, con la conquista. El también dominico Fr. Matías de Paz escribió en 1512 un tratado, De dominio regum Hispaniae super indos (Del dominio de los reyes de España sobre los indios), en el que considera todavía válida la falsa donación de Constantino del siglo IX. Conviene aclarar que la donación de Constantino fue entendida de dos maneras por los autores que creían en su autenticidad: unos sostenían que Constantino no había hecho otra cosa que devolver al Papa lo que era suyo ya en virtud de la donación del mundo por Cristo a sus sucesores; otros, en cambio, no relacionaban la pseudodonación constantiniana con el hecho de que el Papa fuese o dejase de ser señor del mundo por derecho divino. En realidad, la falsedad de la donación constantiniana había sido puesta en evidencia en 1440 por el humanista italiano Lorenzo Valla, a quien estos autores del siglo XVI parecen ignorar. Matías de Paz aduce, además, como algo distinto la donación del mundo por Cristo a sus sucesores los Papas. Añade todavía que los infieles pueden ser privados de su soberanía o autonomía política por el mero hecho de ser infieles y no querer convertirse. El consejero de la Corona por espacio de veinte años, Juan López de Palacios Rubios, escribió entre 1 5 1 2 y l 5 1 6 s u obra De insulis maris Oceani ouas vulgus Indias appellat (De las islas del mar Océano vulgarmente llamadas Indias). Es posible que interviniera también en el denominado Requerimiento que había que hacer a los indígenas, dándoles la opción de someterse a la Corona española de grado o por fuerza, aduciendo como argumento que el r ey de Castilla había recibido aquellas tierras del Papa y éste de Cristo. Por lo que a nuestro tema se refiere, sostiene las mismas ideas que Matías de Paz, es decir, el dominio directo del Papa sobre todo el mundo y en especial sobre !as tierras del antiguo Imperio romano en virtud de la doctrina monista hierocrática y de la pseudodonación constantiniana. Bernardo o Bernardino de Mesa, dominico, predicador del rey y obispo
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de Badajoz de 1521 a 1524, afirmaba, según una referencia de Bartolomé de las Casas, que el fundamento de la conquista y dominio de España en Indias era la donación de Alejandro VI. El licenciado Gregorio López (1496-1560) sostenía que la donación pontificia autorizaba a la Corona para hacer efectiva la soberanía sobre los indígenas en Indias, de las que ya era dueña en virtud de la donación de Alejandro VI. Idéntica doctrina encontramos también en Martín Fernández de Enciso, autor o coautor de las Leyes de Valladolid de 1513, quien en 1516 escribió un memorial en el que da por sentada la legitimidad de la donación pontificia de las Indias, de acuerdo con el poder directo o dominio que tiene el Papa en todo el mundo como vicario de Cristo. La misma doctrina sostienen otros personajes de la época, como Miguel de Salamanca, Barrios, Reginaldo de Morales, Vicente de Santamaría, etc. Fr. Miguel de Salamanca conecta la donación pontificia con la evangelización de los indígenas, aunque no se para a razonar este nuevo fundamento de la donación. En todo caso, preludia la posición de Francisco de Vitoria. Como contrapunto, no faltan en este período algunos autores que sostienen la teoría monística cesárea. Estos autores niegan al Papa todo poder sobre el mundo, y a su donación todo valor, porque, según ellos, el único dueño del mundo es el Emperador. Merecen recordarse en España, bajo este aspecto, al navarro Miguel de Ulcurrun y al valenciano Fernando de Loaces, quienes publican sus obras en 1525. Pero sostienen esta doctrina en términos generales, sin aludir para nada al caso concreto de la donación de las Indias por Alejandro VI a la Corona castellana. B)
De Francisco de Vitoria (1539) a Juan Solórzano Pereira (1629)
Esta etapa difiere de la anterior en que se pasa decididamente del monismo hierocrático al dualismo, es decir, que el Papa no tiene ningún dominio temporal sobre el mundo ni puede por este título hacer ninguna donación a nadie. Pero puede hacer todo aquello que sea preciso para cumplir con el derecho y el deber que tiene de anunciar el Evangelio y proveer al bien espiritual de las almas que le están encomendadas. He aquí el pasaje de Francisco de Vitoria más incisivo sobre esta materia: s «El Papa tiene potestad temporal en orden a las cosas espirituales, esto ea^ en cuanto sea necesario para administrar las cosas espirituales... La prueba cU? ello está en que el arte a la que corresponde un fin superior es imperativa y preceptiva de las artes que se ocupan de fines inferiores subordinados a ese fin superior, como se lee en Aristóteles. Ahora bien, el fin de la potestad espiritual es la felicidad última y, en cambio, el fin de la potestad civil es la felicidad política; luego la potestad temporal está subordinada a la espiritual... Y se confirma por el hecho de que aquel a quien se le encarga el cumplimiento de una misión se entiende que se le ha concedido todo lo que para su cumplimiento es necesario. Ahora bien, el Papa por mandato del mismo Cristo es pastor espiritual y esta misión no puede ser impedida por la potestad civil. Y como Dios y la naturaleza no pueden fallar en las cosas necesarias, indudablemente
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le fue concedida al Papa potestad temporal en todo aquello que sea necesario para la administración de las cosas espirituales. »Por esta razón puede el Papa invalidar las leyes civiles que fomentan el pecado, como derogó las leyes acerca de la prescripción de mala fe... Y por la misma razón cuando los príncipes están en discordia sobre los derechos de algún reino y están para llegar por ello a la guerra, puede el Papa ser juez y examinar el derecho de las partes y dar sentencias, que han de aceptar los príncipes con el fin de evitar los daños espirituales que necesariamente habrían de producirse al estallar la guerra entre principes cristianos. Y aun cuando el Papa nunca o casi nunca haga esto, no es porque no pueda, ... sino por miedo al escándalo: no sea que los príncipes crean que le mueve la ambición; o también para evitar la rebeldía de los príncipes contra la Sede Apostólica. Por la misma razón también puede deponer en ocasiones a los reyes y nombrar otros nuevos, como ya ha sucedido. Y ciertamente que ningún verdadero cristiano debería negar esta potestad al Papa...» (Relectio de indis, pars prima, cap. 2, núm. 7).
Es claro cómo Francisco de Vitoria desplaza toda esta cuestión del monismo hierocrático al dualismo o, dicho de otra manera, niega el poder directo del Papa en los asuntos temporales; pero sostiene que puede tomar decisiones sobre ellos con el poder indirecto que le confiere el derecho y el deber de mirar por el bien espiritual de las almas. Según esto, el papa Alejandro VI no podía donar las Indias a los reyes castellanos con un poder directo que no tenía, pero sí con el poder indirecto que dimanaba de la obligación y el derecho del Papa de mirar por el bien espiritual de aquellos infieles que habitaban el Nuevo Mundo. El pensamiento de Vitoria es el que informa a los autores que en lo sucesivo se ocuparon de esta materia. En la práctica, ni los monarcas europeos que establecieron su dominio en tierras americanas se sintieron limitados por los derechos de los reyes españoles, derivantes de la donación pontificia ni éstos la adujeron como título para excluir a los nuevos países colonizadores de tierras americanas, como es el caso de los franceses, ingleses y holandeses. Por ello los autores extranjeros como Hugo Grozio y su escuela citan reiteradamente las obras de Vitoria y otros autores de su escuela. C)
De Juan Solórzano Pereira (1629) hasta la actualidad
Juan Solórzano Pereira, en su obra De Indiarum ture sive de insta Indiarum Occidentalium gubernatione 1-2 (Madrid, 1629 y 1639) y en su otra obra de la Política indiana (Madrid, 1647), trata por todos los medios de demostrar, contra Jean Bodin, Marta y otros, que España no había recibido en feudo las tierras de Indias, sino como simple donación pontificia. En la primera de las obras citadas no explica si la donación pontificia se basa en un supuesto poder directo del Papa en lo temporal o en un poder indirecto. En la Política indiana, en cambio, sostiene el más rígido monismo hierocrático del poder directo del Papa sobre el mundo, en el que se basaría, según Solórzano, el papa Alejandro VI para donar las Indias a los monarcas hispanos. La diferencia de Solórzano con respecto al regalismo borbój; del siglo XVIII radica en que busca un fundamento de dere, poder temporal en una donación pontificia que supuestame
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dicho derecho. Para los regalistas del siglo xvill la Corona tenía el dominio temporal conferido directamente por Dios, sin intervención de donaciones pontificias. Por ello el control de la Iglesia del siglo XVIII por el poder temporal es mucho más duro que en los tiempos de Solórzano Pereira. A partir del final del antiguo régimen la cuestión de la donación pontificia deja de ser actualidad y comienza a ser historia. Las teorías para explicar el fundamento jurídico de la donación pontificia se reducen a cinco: monística hierocrática, arbitral, feudal, el título de la inventio o res nullius (hallazgo o cosa sin dueño) y la dualista. Veamos brevemente en qué consiste cada una de estas teorías y su posible verosimilitud. Según la teoría monística hierocrática, Dios habría otorgado el dominio del mundo a Cristo, Cristo al Papa y éste habría donado a los reyes de Castilla una parte tan importante del orbe como son las Indias. Así entendieron la donación alejandrina la Corona española y la generalidad de los autores con anterioridad al padre Francisco de Vitoria (1539). También hay historiadores, incluso actuales, que adoptan esta teoría para explicar la naturaleza de la donación alejandrina. La Corona, sin embargo, se muestra poco entusiasta de esta teoría a partir de Solórzano Pereira. En los documentos de la donación no hay nada que apoye ni que contradiga esta teoría. En todo caso, hay que distinguir entre el modo como entendieron este problema los autores posteriores a 1493 y la mente de Alejandro VI cuando expidió los documentos de la donación de las Indias a los reyes de Castilla. Alejandro VI no dice una sola palabra acerca del fundamento jurídico de su donación, por lo que las bulas alejandrinas son, en rigor, compatibles con cualquiera de las teorías que tratan de explicar dicho fundamento. La teoría arbitral supone que el Papa actuaba como arbitro entre los reyes castellanos y el portugués, y estos documentos vienen a resolver la cuestión de los límites entre los dominios de una y otra monarquía en su expansión hacia Occidente. En realidad, el lenguaje de la bula parece irreconciliable con esta teoría del arbitraje, ya que en ella se afirma: concedimus et donamus (concedemos y donamos) por la autoridad del Papa y no en virtud de los poderes conferidos por las partes a un arbitro. Esta teoría fue sostenida en tiempo de los Reyes Católicos por el italiano Pietro Martire di Anghiera (Pedro Mártir de Anglería) y por Hugo Grozio en el siglo XVII. En realidad, la donación alejandrina no fue un arbitraje técnicamente hablando, pero el Papa sí tuvo que pronunciarse por una de las dos opciones posibles al solicitarle los reyes castellanos que se pronunciara por el dominio exclusivo de éstos sobre aquellos territorios. Otros autores, como Jean Bodin, Josef Hóffner, Jacobo Antonio Marta, E. Stádler, Silvio A. Zavala, etc., explican este problema diciendo que el Papa concede enfeudo aquellas tierras a los reyes castellanos, por lo que el título de conquista y retención de las tierras del Nuevo Mundo se basaría en el hecho de que los reyes de Castilla poseían aquellos territorios como feudatarios de la Santa Sede. Como es obvio, esta teoría feudal presupone la aceptación de la teoría monística hierocrática, en virtud de la cual podría el Papa dar en feudo las tierras del Nuevo Mundo a los reyes de Castilla. Es,
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pues, una especificación ulterior de la teoría monística hierocrática. Solórzano Pereira dedicará en el siglo XVII no pocas páginas a la refutación de esta teoría. Otros, en fin, explican la donación de las Indias en virtud de una doctrina del derecho romano, que constituye todavía hoy un título originario del dominio de las cosas, a saber, el hallazgo de las mismas sin que pertenezcan a ningún dueño. Se conoce como la teoría de la inventio o de la res nullius (hallazgo o cosa sin dueño). Según esto, más que de una donación, se trataría de un reconocimiento por parte de la Santa Sede de que los reyes castellanos poseían legítimamente las Indias en virtud del título de haberlas descubierto y de que no tenían dueño o, lo que es lo mismo, no había allí reinos constituidos. Ciertamente que al filo de 1493 tal vez se podía pensar de buena fe que ésta era la situación. Posteriormente, con el descubrimiento de reinos como el de los aztecas de México y el de los incas del Perú, ya no se podía afirmar tal cosa. Pero, en todo caso, esta teoría parece contraria al texto de las bulas alejandrinas, ya que allí no se habla de ningún reconocimiento, sino de donación, puesto que se usan las palabras concedemos y donamos. A mi juicio, la donación alejandrina puede explicarse desde la teoría dualista, que más arriba quedó explicada, según la cual el Papa podía hacer todo lo necesario para cumplir la misión espiritual de la Iglesia en el mundo en su doble vertiente, la salvación de los cristianos y la evangelización de los que todavía eran infieles. Esta teoría del dualismo que Francisco de Vitoria aplicó al caso de la donación pontificia de las Indias había sido formulada mucho antes por los canonistas medievales, como queda ya indicado en este mismo capítulo al hablar de los antecedentes medievales. El mérito de Vitoria no está en la invención de esta doctrina, sino en su aplicación al problema de las bulas alejandrinas. Es obvio que la Iglesia carecía de medios para llevar el Evangelio a tan lejanas tierras como las recién descubiertas en el Nuevo Mundo. Por lo que pudo parecer lógico echar mano para ello de la ayuda de un príncipe cristiano, pactando con él las condiciones en que ambas partes iban a colaborar en este plan. Cuando estas bulas se expidieron aún no había noticias de que allí existiesen reinos u organizaciones políticas de alguna entidad, sino de unas sociedades en fase todavía tribal. En las bulas alejandrinas no se habla para nada del posible carácter de cruzada contra los musulmanes, si bien no se descarta que en la mente del Papa pudiera parecer conveniente para el interés del pueblo cristiano que los reyes castellanos ocupasen unas tierras que entonces se suponían mucho más cercanas de lo que realmente eran de las fronteras orientales del poderío musulmán. En todo caso, el elemento de juicio más seguro en toda esta cuestión es que nos hallamos ante unos documentos pontificios solicitados por los propios monarcas castellanos no porque abrigaran dudas sobre la legitimidad de su dominio en Indias, sino porque querían defenderlo contra los otros monarcas cristianos con un refrendo pontificio. En este sentido, la teoría dualística, con apoyos notorios en la de la inventio y res nullius, es la más verosímil.
NOTA BIBLIOGRÁFICA Fuentes F. J. HERNÁEZ, Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas 1 (Bruselas, 1879) 12-14 (primera bula ínter coetera), 15-16 (bula Eximiaedevotionis), 17-18 (bula Dudum siquidem); F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes de la conquista (Madrid, 1979), 165-185, donde se omite la bula Eximiae devotionis. También reproducen los documentos M. Giménez Fernández y A. García Gallo, que se citarán más adelante. Antecedentes medievales F. PÉREZ EMBID, Los descubrimientos en el Atlántico y la rivalidad castellano-portuguesa hasta el Tratado de Tordesillas (Sevilla, 1948); D. MAFFDEI, La Donazione di Costantino nei giuristi medievali (Milán, 1964); F. MATEOS, «Bulas portuguesas y españolas sobre descubrimientos geográficos», en Actas del Congreso Internacional de historia de los descubrimientos 3 (Lisboa, 1961), 327-414, y Missionalia Hispánica 19 (Madrid, 1962), 5-34 y 129-168; F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes, 21-30; A. GARCÍA Y GARCÍA,
«Sacerdocio, Imperio y Reinos»: Cuadernos informativos de derecho histórico, procesal y de la navegación 2 (Barcelona, 1987), 499-552, con trece páginas de bibliografía sobre este tema; ID., «El derecho común medieval y los problemas del Nuevo Mundo»: Rivista Internationale di Diritto Comune 1 (Roma, 1990), 121-154; H. VAN DER LINDEN, Précédents médiévaux de la colonie en Amérique (México, 1954); CH. M. DE WITTE, «Les bulles pontificales et 1'expansión portugaise au xiv e siécle»: Revue d'Histoire Ecclésiastique 28 (Louvain, 1953), 683-718; 49 (1954), 438-461; 51 (1956), 413-453, 809-836; 53 (1958) 5-46, 443-471. Interpretaciones (selección por orden cronológico) H. VAN DER LINDEN, «Alexander VI and the Demarcation of the maritime and colonial Domains of Spain and Portugal, 1493-1494»: The Hispanic American Historical Review 22 (Durham, 1916), 1-20; V. BELTRÁN DE HEREDIA, «Un precursor del Maestro Vitoria: el P. Matías de Paz y su tratado "De dominio Regum Hispaniae super indos"»: La Ciencia Tomista 40 (Salamanca, 1929), 173-90; P. DE LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1 (Roma, 1959) 153-204 (Las grandes bulas misionales de Alejandro VI, 1493) y 511-519 (La bula alejandrina ínter coetera, del 4 de mayo de 1493); E. STÁDLER, «Die Urkunde Alexanders VI zur westindische Investitur der Krone Spanien von 1493»: Archiv fúr Urkundenforschung und Quellenkunde des Mittelalters 15 (1938), 145-58; ID., «Die Cruciata Martins V. von 4. April 1418»: Ibíd., 17 (1941), 304-18; ID., «Die "Donatio Alexandrina" und die "Divisio mundi" von 1493»: Archiv fúr katholisches Kirchenrecht 117 (1937), 363-402; ID., «Die westindischen Lehnedikte Alexanders VI, 1493»: Ibíd., 118 (1938); J. MANZANO Y MANZANO, «Los justos títulos de la dominación castellana de Indias»: Revista de Estudios Políticos 4 (Madrid, 1942), 267-309; ID., «El derecho de la Corona de Castilla al descubrimiento y conquista de las Indias del Poniente»: Revista de Indias 3 (Madrid, 1942), 397-427; ID., «Nueva hipótesis sobre la historia de las bulas de Alejandro VI referentes a las Indias», en Memoria del IV Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano (México, 1976), 327-59; M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias. Nuevas consideraciones sobre la historia, sentido y valor de las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias (Sevilla, 1944), tirada aparte de Anuario de Estudios Americanos 1 (Sevilla, 1944), 107-168; L. WECKMAN, Las bulas alejandrinas de 1493 y la teoría política del papado medieval. Estudio de la supremacía papalsobre las islas, 1091-1493 (México, 1949); ID., «The Middle Ages in the Conquest of America»: Speculum 26 (1951); ID., «The Alexandrine Bulls of 1493: Pseudo-Asiatic Documents», en First Images of America. The Impact ofthe New World in the Oíd, ed. by F. Chiappelli, 1 (Los Angeles, 1976), 201-9; V. D. SIERRA, «Nueva hipótesis sobre la
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CAPÍTULO 4
LA SANTA SEDE Y LA IGLESIA AMERICANA Por PEDRO BORGES
El hecho de que la historia de la Iglesia en América necesite un apartado especial sobre las relaciones de la Santa Sede con esa misma Iglesia obedece a que el papel desempeñado en ella por el Pontificado no fue el que cabría esperar de su carácter de autoridad máxima y de director supremo de la institución. Este papel, cuyo conocimiento es imprescindible para comprender el sistema de dirección de la Iglesia americana, consistió fundamentalmente en que, por una serie de circunstancias, la Santa Sede permaneció en gran parte marginada de la dirección de la Iglesia americana, hasta el punto de que sólo intervino en aquellos asuntos en los que no podía ser sustituida por ninguna otra autoridad o en los que le solicitó su intervención la Corona española. A este planteamiento fundamental cabe añadir los infructuosos esfuerzos que tanto la Corona como el Pontificado hicieron en determinados momentos por incrementar su respectivo influjo en la Iglesia americana.
I. A)
MARGINACION DIRECTIVA DE LA SANTA SEDE
Proceso de marginación
El proceso de marginación de la Santa Sede respecto de la Iglesia americana arranca de las propias bulas ínter coetera, del 3 de mayo y 4 de mayo de 1493, por las que el papa Alejandro VI le concedió las Indias a la Corona de Castilla y trazó la línea de demarcación de las mismas. Ambos documentos les imponen a los reyes castellanos la obligación de enviar al Nuevo Mundo «varones probos y temerosos de Dios, instruidos y experimentados, para adoctrinar a los indígenas y habitantes dichos en la fe católica e imponerlos en las buenas costumbres, poniendo la debida diligencia en todo lo antedicho». Esta cláusula, que reviste la forma de precepto gravemente vinculante, entraña al mismo tiempo la concesión a los reyes de una facultad que en principio no les competía. En adelante, la Corona no sólo no renunció nunca a esta facultad de poder enviar misioneros a América, sino que la ejerció siempre bajo la doble forma de fomentar el viaje al Nuevo Mundo de
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los evangelizadores que consideraba necesarios y poseían la licencia del respectivo superior y la de negar el paso a los que no consideraba convenientes. La Santa Sede, por su parte, no sólo no revocó tampoco nunca esta facultad regia, sino que en determinados momentos, como en 1522, 1544 y 1554, exigió que los futuros misioneros contasen con la licencia de la Corona además de con la del propio superior para dirigirse a ultramar, mientras que en 1532 incluso autorizó al emperador Carlos V a enviar al Nuevo Mundo, aunque por esta sola vez, a 120 franciscanos, 70 dominicos y 10 Jerónimos sin necesitar para ello la licencia de sus superiores. A esta automarginación pontificia respecto del envío de misioneros la propia Santa Sede añadió en el mismo año de 1493, mediante la bula Piis fidelium, del 25 de junio, la concesión al benedictino fray Bernardo Boil o Buil, jefe de la primera expedición misionera que se dirigió a América, de una serie de facultades que en la práctica lo convirtieron en vicario pontificio para el Nuevo Mundo. La concesión no entrañó ulteriores consecuencias porque Alejandro VI, obrando con clarividencia, no accedió al deseo de los Reyes Católicos de que esas facultades recayesen automáticamente en la persona que ellos designaran, sino que las restringió a fray Bernardo Boil, quien renunció implícitamente a ellas al regresar a España a finales de 1494. La marginación definitiva de la Santa Sede sobrevendría, desde comienzos del mismo siglo XVI, como consecuencia de una serie de concesiones hechas por el Pontificado a la Corona española y de otra serie de facultades que los reyes castellanos se arrogaron por su cuenta, todo lo cual abocó en los sistemas denominados del Patronato Real, del Vicariato Regio y del Regalismo Borbónico (véanse los ce. 5 y 6). Entre las facultades que la Corona se arrogó en este punto cabe destacar la del pase regio, establecido en 1538 y consistente en que no se pudiera ejecutar en América ninguna bula ni breve pontificio que no hubieran sido examinados y aprobados previamente por el Consejo de Indias (Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, libro 1, título 9, ley 2). Esta prohibición, renovada y especificada en diversas ocasiones posteriores y que estuvo vigente hasta la independencia, se completó en el mismo año de 1538 con la disposición de que el embajador de España en Roma no impetrara de la Santa Sede documento pontificio ninguno cuya gestión no le fuera encomendada por el mismo Consejo de Indias (Recopilación, ley 9). Fuera del ordenamiento jurídico institucionalizado, uno de los síntomas más claros de esta política oficial de marginación de la Santa Sede lo representa la conducta de Carlos V con motivo de la celebración del concilio de Trento (1545-1563). Convocada la reunión, el obispo de Santo Domingo y presidente de la Audiencia de Nueva España, Sebastián Ramírez de Fuenleal, junto con los obispos de México, Juan de Zumárraga; de Tlaxcala, Julián Garcés; y de Oaxaca, Juan de Zarate, reunidos en asamblea en la capital novohispana, le expusieron al emperador en 1537 su deseo y su deber de asistir al concilio. Llegaron incluso a destacar a España representantes suyos con esa misión. La respuesta del Emperador fue que no era necesaria esa asistencia
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porque él se preocuparía de hacer llegar al conocimiento de los Padres conciliares los problemas de la naciente Iglesia novohispana. Fuera de Pío V desde 1568 y de la Congregación de Propaganda Fide a raíz de su fundación en 1622, a cuyas posturas se aludirá más adelante, la Santa Sede ofreció pocas muestras de discordancia con esta marginación practicada por la Corona española, consciente tal vez de su impotencia, si ya no de los inconvenientes que su oposición entrañaría. Entre estas pocas muestras figuran su deseo de estar representada en Indias por algún delegado pontificio, su oposición al proyecto de Patriarca indiano concebido por la Corona española y sus reticencias ante la especie de código del derecho público de la Iglesia en América representado por el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias o Código Ovandino, de 1571, que la propia Corona no se atrevió a promulgar por la más que previsible oposición de la Santa Sede. De este código solamente se promulgaría en 1574 la parte correspondiente al Real Patronato, la cual no dejó de originar varias protestas en la propia Iglesia americana, entre ellas la ya algún tanto tardía de Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima. B)
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Tres datos concretos, uno perteneciente a 1538, el segundo a 1571 y el tercero a finales del siglo xvi, son especialmente reveladores de la situación en que terminó encontrándose la Santa Sede respecto de la Iglesia americana. En 1538, el papa Paulo III tuvo que anular cierto breve anterior porque, según le había comunicado el emperador Carlos V, el documento había perturbado el estado próspero y el buen gobierno de las Indias. En 1571 se nos dice que Pío V se encontraba angustiado ante el dilema de considerarse obligado en conciencia a intervenir en América para reformar determinadas deficiencias, pero que al mismo tiempo temía disgustar a Felipe II si lo hacía. Hacia 1590, Gregorio XIV se muestra entusiasmado en dos ocasiones distintas ante el ejercicio que los reyes españoles hacían de sus derechos y ante el esfuerzo que, basados en esas facultades, realizaban para la propagación de la fe. Otra serie de hechos confirman lo que estos tres datos no hacen más que reflejar: que Roma poseía un mayor o menor conocimiento de lo que acontecía en América; que cuando intervino lo hizo sin tratar de alterar radicalmente la situación, si ya no es que, como Gregorio XIV, la aceptó incluso con entusiasmo, y que cuando intentó modificar por propia cuenta algún aspecto de esa situación se encontró con una grave dificultad para hacerlo debido a la oposición de los reyes españoles, como se verá más adelante. La Santa Sede dispuso de cuatro canales oficiales para saber lo que acontecía en ultramar, consistentes en la embajada de España en el Vaticano (de la que algún tiempo formó parte un agente especial para los asuntos de Indias), en su Nunciatura en Madrid, en las visitas ad limina, es decir, a la
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Santa Sede, de los obispos americanos, y en los informes de las Ordenes religiosas. Los informes de la embajada estuvieron necesariamente mediatizados por la Corona. Al nuncio de la Santa Sede en Madrid solían acudir, en cuanto les fuera posible, los eclesiásticos americanos que estaban descontentos de la situación indiana, pero la Corona siguió la táctica de mantenerlo lo más alejado posible de los asuntos americanos, conducta que renovó expresamente en fechas tan tardías como 1755 y 1788. La visita de los obispos americanos a la Santa Sede fue ordenada por el papa Sixto V en 1585 y programada para cada cinco años, posteriormente ampliados a diez. Pero quedó privada en gran parte de su valor desde el momento en el que la Corona preceptuó que no la realizaran los obispos personalmente, sino sus representantes o procuradores y que el informe sobre el estado de la respectiva diócesis no se remitiese directamente al Papa, sino al Consejo de Indias, el cual pondría en conocimiento del embajador lo que juzgara conveniente para que éste lo hiciera llegar al Papa. Los informes oficiales de las Ordenes religiosas también estuvieron sometidos al filtro del Consejo de Indias y en el caso de la franciscana, además, al del Comisario General residente en Madrid. Sin embargo, en este punto ya fue más difícil la mediatización del Consejo de Indias, porque los Procuradores que la Compañía de Jesús destacaba a Roma tras la celebración de sus Congregaciones Provinciales americanas o los delegados que las restantes Ordenes enviaban a sus respectivos Capítulos Generales, que se solían celebrar en la Ciudad Eterna, podían informar al Papa sobre lo que sucedía en ultramar a través de sus superiores generales si ya no es que lo hacían ellos mismos personalmente. Así pues, exceptuado el caso de estos últimos, la Santa Sede apenas podía recibir de América otra información oficial que la mediatizada por el Consejo de Indias. Extraoficialmente, la situación se planteó en otros términos desde el momento en que la Corona castellana nunca pudo impedir totalmente la filtración de noticias americanas al Pontificado. Sendos instrumentos de información lo constituyeron la publicación de obras referentes a América, la recepción de cartas y memoriales enviados desde ultramar sin pasar por el Consejo de Indias y hasta los informes confidenciales de eclesiásticos, sobre todo religiosos, que viajaban hasta la Ciudad Eterna, a veces incluso de una manera más o menos clandestina. Para comprender estos viajes hay que tener en cuenta que la Santa Sede siempre constituyó el último y supremo recurso de los eclesiásticos americanos, sobre todo de los que por algún motivo estuvieran descontentos de la situación oficial. En este sentido, Ismael Sánchez Bella ha recogido una abundante muestra de estos informes llegados a Roma entre 1567 y 1751 al margen de la estrecha vigilancia del Consejo de Indias. Según él mismo, «esta relación, no exhaustiva ni mucho menos, es una muestra de la importancia de la información llegada a Roma sobre la(,Iglesia en Indias» (Iglesia y Estado, 57-62).
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La afirmación corresponde plenamente a la verdad, pero cabe advertir que esa importante información es proporcionalmente exigua dadas la magnitud y la complejidad del Nuevo Mundo. Por lo que se refiere al aspecto concreto de la intervención pontificia, de ella se deduce que la marginación de la Santa Sede no debe entenderse en sentido absoluto, como si se encontrara totalmente desligada del mundo americano, sino en el de que no pudo o no quiso intervenir directamente en la dirección de aquella Iglesia, dejándola en manos de la Corona castellana, y en el de que su intervención activa y directa en esos asuntos solamente tuvo lugar en ocasiones y por motivos muy concretos. 1. Intervención pontificia mediatizada. Para conocer hasta qué punto y en qué asuntos intervino la Santa Sede en la Iglesia americana nada mejor que el análisis de los documentos pontificios promulgados al respecto. A falta de un bulario pontificio que recoja exhaustivamente esos documentos, el mejor instrumento de estudio lo constituye de momento el elaborado en forma de Compendio por Baltasar de Tobar en 1694, el cual ofrece la ventaja de haber sido confeccionado para facilitar precisamente las tareas gubernativas del Consejo de Indias y la de haber constituido una colección documental utilizada por ese organismo. De los 502 documentos pontificios que se extractan en este Compendio, promulgados entre 1493 y 1644, de los que 449 se refieren a América y 53 a Filipinas y Extremo Oriente, 203 versan sobre los privilegios de los religiosos (77) y sobre cuestiones internas de las Ordenes (126), como creación de Provincias, especificación de las facultades de los superiores o cuestión de la alternativa; 81 sobre la erección de iglesias catedrales o modificación de los límites de las diócesis; 51 sobre nombramientos de obispos; 38 sobre concesión de indulgencias; 16 sobre estudios y universidades; 10 sobre concesiones pontificias a los reyes españoles; 9 sobre los indios, referentes a su esclavitud, bautismo, impedimentos matrimoniales, días de ayuno o abstinencia, cumplimiento pascual y absolución de casos reservados; 8 sobre concilios y sínodos; 7 sobre los diezmos; 3 sobre hospitales, y 72 sobre asuntos varios, como causas criminales de los clérigos, cruzada, Inquisición, días de ayuno, precepto pascual o Inmaculada Concepción. De estos 502 documentos, 313 abordan asuntos relacionados con la potestad de Orden del Sumo Pontífice: erección de iglesias catedrales, facultades espirituales de los obispos, privilegios de tipo espiritual de los religiosos, concesión de indulgencias, prescripciones sobre los días festivos, de ayuno y abstinencia o de cumplimiento pascual, composición de bienes mal adquiridos, absolución de eclesiásticos, regulación de estos últimos en causas criminales, dispensas de impedimentos matrimoniales para los indígenas, normas sobre la administración de sacramentos, disposiciones sobre casos reservados, declaraciones sobre la entonces pía creencia en la Inmaculada Concepción y facultades de los superiores religiosos. Las restantes 47 disposiciones pontificias no atañen a la potestad de Orden, pero exigían la intervención del Papa precisamente para que pudieran ser tales, como los privilegios concedidos a los reyes, la fundación de hospitales, la validez académica
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de los estudios o la ratificación pontificia de los estatutos de las Ordenes religiosas. Así pues, solamente queda el 28,2 por 100 de disposiciones pontificias (un total de 142) que versan sobre asuntos de índole jurisdiccional, en su mayoría referentes a cuestiones internas de las Ordenes religiosas y sólo una pequeña parte a la celebración de concilios y sínodos, aranceles o asuntos de régimen eclesiástico. Añadiendo a estos documentos los referentes al nombramiento de los obispos, omitidos por Tobar, la primera conclusión que se deduce es que la intervención de la Santa Sede en América se produjo sobre todo para solucionar asuntos que entraban dentro de su irrenunciable e insustituible potestad de Orden y, por lo mismo, de tipo puramente espiritual, inalcanzables para la Corona. La segunda conclusión es que, como afirman muchos de esos mismos documentos o sabemos por otras fuentes, su promulgación no obedeció la mayoría de las veces a iniciativa personal del Papa de turno, sino a petición de la propia Corona española, fundándose en sus derechos o presionando para la defensa de sus intereses. La tercera conclusión consiste en que las relativamente pocas veces que intervino en asuntos ajenos a su potestad de Orden se restringió a temas que también la Corona consideraba de jurisdicción propia y en los cuales solicitó la intervención pontificia únicamente para reforzar o ratificar sus propios deseos o prescripciones. Si se tiene en cuenta la ya aludida práctica del placet regio o visto bueno de la Corona para todos los documentos relativos a América, pero ajenos a ella, es fácil de imaginar las pocas posibilidades que le quedaban a la Santa Sede para poner en práctica en el Nuevo Mundo iniciativas propias o no conformes con las directrices oficiales. 2. Intervención pontificia directa. Fuera de los casos ya aludidos o, dicho en otros términos, saliendo de la marginación y mediatización en que se encontraba, la intervención activa y directa de la Santa Sede en asuntos eclesiásticos indianos o relacionados de alguna manera con la Iglesia americana adquirió varias formas. a) Desde este punto de vista merece reseñarse en primer lugar la actuación del papa Paulo III al declarar mediante la bula Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537, que los indios, al igual que los demás hombres, «no han de estar privados ni se han de privar de su libertad ni del dominio de sus cosas». Se trata de una de las pocas intervenciones pontificias que llegaron a adquirir verdadera trascendencia a pesar de haberse promulgado al margen de los círculos oficiales. La iniciativa de su promulgación partió del dominico Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, y fue gestionada por el también dominico Bernardino de Minaya. Más directamente relacionada con el desarrollo de los asuntos americanos fue la creación en julio de 1568, por Pío V, de una comisión de cuatro cardenales que elaborasen una serie de normas destinadas a enderezar unas Indias a las que el Papa consideraba «malísimamente gobernadas». Concebida en un principio como un equipo permanente encargado de velar por «la conversión de los infieles en general, tanto orientales como occidentales», la comisión terminó restringiendo su objetivo a arbitrar los
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medios más adecuados para convertir al cristianismo a los indígenas americanos a fin de sugerírselos a la Corona española con motivo del nombramiento de Martín Enríquez de Almansa para virrey de Nueva España (16 de mayo) y de Francisco de Toledo para virrey del Perú (20 de mayo). Tras una serie de consultas con diversas personas informadas sobre las Indias, la comisión adoptó un conjunto de conclusiones que dieron lugar al envío por el Papa, a mediados de agosto, de seis Breves dirigidos a Felipe II y a otros cinco personajes de la corte en los que les invitaba a que se preocupasen por el bien de los nativos americanos. En noviembre de ese mismo año, el nuncio en Madrid entregó además a Felipe II una Instrucción en este mismo sentido. La respuesta del monarca fue que ya estaba todo debidamente encarrilado con las instrucciones entregadas a los nuevos virreyes. b) A las presiones ejercidas por la Santa Sede obedece también el hecho de que Felipe II ordenara en 1588 la visita y reforma del Consejo de Indias por don Pedro de Moya y Contreras, arzobispo de México. Con esta iniciativa, el monarca español puso término a las gestiones que la Santa Sede llevaba realizando infructuosamente desde 1566 para que se le permitiera el envío de un Nuncio a América. Lo que no está claro es si Felipe II arbitró esa medida para eludir las insistentes presiones pontificias o lo hizo personalmente convencido de que era necesario introducir reformas en la dirección de los asuntos americanos, como se le decía desde Roma. c) La creación en Roma de la Congregación de Propaganda Fide el 22 de junio de 1622, ratificada el 14 de diciembre de ése mismo año, dio lugar a toda una serie de intentos de intervención directa por parte del nuevo organismo en los asuntos indianos, de los que sólo llegaron a cristalizar algunos. La Congregación inició sus actividades integrada por 12 cardenales, cada uno de ellos encargado de una región misional. América o las Indias Occidentales se confiaron al cardenal español Gil de Albornoz, quien, junto con el secretario, Francesco Ingoli, concibió el plan inicial de establecer en Madrid un Consejo permanente para los asuntos de las Indias Occidentales y Orientales bajo la dirección de la propia Congregación. El proyecto no llegó a realizarse debido a la oposición de la Corona española. La petición por parte del propio organismo de informes sobre los diversos territorios misionales dio lugar a que de todos ellos llegaran memoriales a Roma, entre los que destacan, de entre los procedentes de ultramar, los enviados por los franciscanos Gregorio Bolívar y Diego Ibáñez, los agustinos Pedro Nieto y Agustín Zamudio y el dominico Diego Collado. A base de ellos redactó sendas memorias misionales Francesco Ingoli en 1625, 1628 y 1644, y estableció la Congregación su plan de actividades. Por lo que se refiere a América, además de estudiar el ya antiguo proyecto de una Nunciatura indiana, así como el envío de visitadores y de vicarios apostólicos, de los que se hablará en el apartado siguiente, la Congregación realizó una serie de intentos frustrados de intervenir en el Nuevo Mundo, al mismo tiempo que logró de hecho cierta influencia en él.
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Entre los primeros figuró el proyecto, acariciado en 1625, 1631 y 1632, de enviar misioneros extranjeros a América, sobre todo italianos, sin que consiguiera alterar la política seguida hasta entonces por la Corona española en este punto. El 11 de septiembre de 1626 envió una Instrucción, ignoramos a quién, en la que abogaba por la evangelización de los indios del Marañón, cuya capital, Borja, se había fundado en 1619 y la cual se convirtió desde 1638 en el punto de partida para el establecimiento de las célebres misiones jesuíticas de Mainas, del Marañón o del Amazonas. Al examinar la obra Advertencias para los confesores, publicada en 1633 por el franciscano mexicano Juan Bautista Viseu, la misma Congregación volvió a intervenir en los asuntos,americanos, aunque infructuosamente, al negar no el derecho del Patronato Real sobre la Iglesia indiana en el caso de los templos que fundaran los reyes, sino el carácter que estos últimos se atribuían de delegados o vicarios de la Santa Sede en América. Esta postura volvió a reiterarla en 1643 y 1644, fecha esta última en la que negó aún más explícitamente las facultades vicariales de los reyes españoles. La negación volvió a manifestarla de nuevo en 1684. En 1634 protestó, aunque de nuevo infructuosamente, por la real orden de que los religiosos que administraban Doctrinas o parroquias de indios quedaran en adelante sometidos a la jurisdicción de los obispos. En 1636 realizó otro intento de intervención directa en los asuntos de la Iglesia americana a la vista del memorial enviado a Roma por el agustino Pedro Nieto sobre las buenas perspectivas misionales apreciadas en California por los carmelitas descalzos. La Congregación estudió el asunto y, a sugerencia suya, el Papa ordenó al Nuncio en Madrid que le propusiera al Rey el envío a dicho territorio de misioneros agustinos y carmelitas. El Consejo de Indias, disgustado por el hecho de que los religiosos americanos acudieran directamente a Roma, le respondió al Nuncio que todos los asuntos indianos corrían a cargo de la Corona española y se desarrollaban satisfactoriamente. Finalmente, en 1669 negó el derecho de la Corona a imponer el pase regio o visto bueno del Consejo de Indias a todos los documentos procedentes de la Santa Sede para que se pudieran ejecutar en ultramar. La negación del derecho a imponer esta medida tampoco surtió efecto alguno. La intervención más directa y eficaz de la Congregación de Propaganda Fide en los asuntos americanos de las efectuadas hasta ahora tuvo lugar con motivo de la fundación de las misiones capuchinas. Como fruto de las gestiones realizadas por el capuchino Francisco de Pamplona, la Congregación decidió el 3 de agosto de 1646 confiar a la Provincia de Castilla la misión africana de Benin y la americana del Darién, de las que sólo se responsabilizó de esta última. La iniciativa de Propaganda suscitó graves recelos y la consiguiente oposición en el Consejo de Indias, vencidos los cuales Francisco de Pamplona estableció la misión a comienzos de 1647. Posteriormente, en 1648, la misma Congregación autorizó al P. Pamplona a regresar a Madrid para gestionar el envío de una segunda expedición al Darién, cuyo viaje fue aprobado por Propaganda el 20 de julio
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de 1649. Aunque abandonada en 1653, esta misión del Darién fue la única de toda América que durante su existencia dependió directamente de la Congregación, sin que por ello se independizase totalmente de la Corona española. El mismo Francisco de Pamplona obtuvo de Propaganda, el 20 y 29 de julio de 1649, la concesión a los capuchinos de la isla de Granada. Abandonada ésta debido a la ocupación francesa, la Congregación lo autorizó a fundar la ciudad venezolana de Concepción como base para una misión en la región de Nueva Barcelona o Píritu. Esta última no llegó a establecerse debido a la prohibición regia de 1651, motivada por la intervención de Propaganda. El P. Pamplona intentó anular esa prohibición recurriendo de nuevo a la institución romana, pero ahora ya sin efecto porque falleció el 31 de agosto de ese mismo año. Establecida la misión de Cumaná en 1657, los capuchinos siguieron relacionándose con la Congregación en el sentido de que ésta intervino durante algún tiempo en el nombramiento de los prefectos de la misión y en el de que éstos la informaban de sus vicisitudes, por lo menos hasta 1668. Posiblemente obedeciera también a iniciativa de Propaganda el memorial sobre la esclavitud de indios en Chile que a finales de 1674 entregó el nuncio al monarca español y que éste remitió al Consejo de Indias para que lo estudiara y le informara de lo que acontecía. Un nuevo caso de intervención de Propaganda en los asuntos indianos lo representan la autorización y los privilegios concedidos al franciscano Antonio Llinás para la fundación, en 1683, del Colegio de Misiones de Propaganda Fide de Querétaro (México). En 1685, la Corona concebiría sospechas sobre esta intervención, pero esto no fue óbice, debido a las gestiones del también franciscano Francisco Díaz de San Buenaventura, para que el organismo pontificio autorizara posteriormente la fundación de otros 16 Colegios de esta misma índole, resolviera las dudas sobre sus estatutos, les concediera determinados privilegios y recibiera de ellos detallados informes misionales. Estas relaciones entre los Colegios franciscanos de Misiones y la Congregación de Propaganda, que no excluían la actuación del Consejo de Indias, representan la intervención más duradera y permanente del instituto pontificio en la Iglesia americana, aunque sólo fuera sobre puntos que la Corona toleraba benévolamente. d) Como colofón de esta serie de intentos de intervenir en América por parte de Propaganda cabe citar su nombramiento para Prefecto de Guatemala del canónigo Juan Bautista Goggi, el cual resultó infructuoso debido a la oposición del Consejo de Indias.
II.
EL PROBLEMA DEL REPRESENTANTE PONTIFICIO EN INDIAS
Las ya aludidas delegación pontificia otorgada en 1493 a Fr. Bernardo Boil y la comisión cardenalicia instituida por Pío V en 1568 no son más que sendos reflejos de la persuasión de que la Iglesia americana necesitaba una
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autoridad eclesiástica que", en nombre de la Santa Sede, se preocupara sobre el terreno de los asuntos espirituales del Nuevo Mundo. La percepción de esta necesidad fue general, sólo que la Santa Sede trató de solucionarla a base de proyectos que intensificaran su presencia en América con mengua de la oficial, mientras que la Corona española excogitó un sistema que marginara aún más al Pontificado. El resultado fue que, ante este insalvable conflicto de intereses, el problema nunca llegó a solucionarse porque ese anhelado representante pontificio en Indias nunca llegó a existir. A)
Necesidad de una autoridad pontificia e n Indias
La persuasión de la Corona española y de la Santa Sede de que América necesitaba la presencia en ella de un representante pontificio la reflejarán los intentos realizados por ambas para el establecimiento de esa institución. En el campo extraoficial, y sin intentar agotar todos los testimonios al respecto, cabe destacar que esa necesidad la consignaron personajes tan diversos entre sí, por su profesión y por el lugar y momento en los que la hicieron constar, como los franciscanos de la Española en 1500, un dominico de esa misma isla en el segundo decenio del siglo XVI, Hernán Cortés en 1524, el franciscano Martín de Valencia en México ese mismo año, un anónimo mexicano en 1526, el franciscano Juan de Zumárraga en 1537, este mismo obispo mexicano junto con sus colegas de Nueva España también en 1537, el provisor de Lima Luis Morales en 1541, los dominicos Bartolomé de las Casas y Antonio de Valdivielso en Nicaragua en 1545, dos caciques colombianos en 1553, el seglar Pedro Gallo en México en 1569, el franciscano Diego Salado de Estremera en México en 1570, el arzobispo de Lima en 1613 y el agustino Pedro Nieto en 1636. A este representante pontificio por el que abogan lo designan unas veces con el nombre de nuncio, otras con el de delegado y unas terceras con el de legado a látere, delegado natural, legado nato, patriarca, juez o subdelegado, pero todos coinciden en reconocer la necesidad de que en el Nuevo Mundo hubiera una autoridad suprema con especiales facultades pontificias para solucionar los problemas que allí se planteaban. La razón que esgrimen para ello consiste en que la lejanía de Roma impedía la pronta solución de esos mismos problemas. Este mismo hecho lo reconocería el propio Felipe II en 1572 al afirmar que «si se hubiese de recurrir a Roma se dejarían de proveer o si se proveyesen vienen a tiempo que ya son partidas las flotas y navios y cuando llegan en otras ya son mudadas las cosas». B)
Proyectos pontificios de solución
El primero en percibir y tratar de solucionar esta necesidad fue el papa Alejandro VI; pero, tan pronto como en 1493 les propuso a los Reyes Católicos el envío de nuncios a las Antillas, los Reyes se opusieron al proyecto y lograron transformarlo en la especie de delegación pontificia concedida ese mismo año a Fr. Bernardo Boil y que en 1500 la desempeñaba un eclesiástico anónimo. >
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El segundo paso de la Santa Sede en este mismo sentido consistió en otorgar el carácter de legados suyos a los franciscanos Juan Glapion y Francisco de los Angeles Quiñones cuando en 1523 se disponían a viajar a Nueva España. Carlos V no estuvo de acuerdo con esta delegación, la cual tampoco surtió efecto porque los religiosos no llegaron a emprender el viaje. Aunque parezca extraño, porque no se conjuga bien con la tendencia monopolizadora de la Corona española, la Reina gobernadora de España se dirigió el 9 de octubre de 1549 al embajador español en Roma para comunicarle que había pedido al Papa que nombrara al arzobispo de México legado a látere de Su Santidad «con plenísimo poder apostólico para proveer muchas cosas que se ofrecen y declarar dudas que cada día ocurren y remediar otras que sólo Su Santidad o su Legado a látere pueden hacer» (E. LlSSON CHAVES, La Iglesia de España en el Perú, I, n.° 4, 161). Accediendo seguramente a esta petición oficial, el papa Paulo III designó en 1550 legado a látere de la Santa Sede a dicho arzobispo, sin que nos consten de momento más detalles sobre este hecho más bien insólito dentro de las relaciones entre la Santa Sede y la Corona española. Pío V pensó de nuevo en el problema al concebir en 1568 la idea de enviar a América a alguien que recogiera información veraz y completa sobre lo que sucedía en el Nuevo Mundo, proyecto que sustituyó poco después por el de destacar a él un nuncio pontificio. Este segundo proyecto desagradó a Felipe II, por lo que el Papa desistió de la idea y centró su atención en la ya aludida comisión cardenalicia creada ese mismo año. La ineficacia de los acuerdos adoptados por esta comisión le hizo recordar al Papa, en octubre de 1571, el proyecto de Nunciatura, al menos en el Perú, bien por creerlo más factible en esta región debido a la presencia del virrey don Francisco de Toledo o bien por considerar a ese territorio más necesitado que los demás de un representante pontificio, pero su muerte en 1572 le impidió seguir gestionando la idea. Con el ascenso al solio pontificio de Gregorio XIII, este proyecto de Nunciatura indiana adquiriría el carácter de un auténtico y prolongado forcejeo diplomático entre la Santa Sede y la Corona española, si bien el renovador del mismo fue el nuncio en Madrid, quien le propuso el proyecto al cardenal secretario de Estado en enero de 1579. Aceptada la propuesta por Roma, el nuncio lo gestionó primero de una manera extraoficial, hasta que en mayo se decidió a exponérselo a Felipe II. La ausencia de respuesta por parte de este último a lo largo de 1579, 1580 y 1581 aconsejó en marzo de 1582 cambiar de táctica y sustituir el proyecto del nuncio por el de destacar visitadores, a lo que en 1584 se añadió que estos visitadores fueran españoles. Gregorio XIII murió en abril de 1585 sin haber obtenido respuesta de Felipe II, aunque parece que éste estuvo a punto de adoptar una decisión al respecto a finales de 1582, puesto que el virrey del Perú le decía en carta del 15 de febrero de 1583 que «el Patriarca o Legado nato que se había de proveer en estas Provincias hasta ahora no ha venido recaudo para esto» (LISSON CHAVES, Ibíd., IV, 377). Con Sixto V, sucesor de Gregorio XIII desde el 24 de abril de 1585, se
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La aparición de una doctrina que justifícase tal situación fáctica no podía hacerse esperar. Confundiendo -era casi inevitable que así sucedieralo que Cristo ha dado a Pedro con lo que Pedro ha recibido de la historia, se buscó el modo de apoyar doctrinalmente la realidad efectivamente vivida; la teocracia vino a constituir así la tesis teológica y jurídica que trató de fundamentar en la voluntad divina el poder universal del Papa también en lo temporal. Y, pensemos lo que pensemos de la debilidad de sus argumentos -la teocracia hace siglos que aparece totalmente abandonada-, su efectiva aceptación durante el Medievo la convierte en un factor indeclinable para la comprensión de aquellos momentos históricos. Por otra parte, y presupuestos los datos de los que partía, el edificio doctrinal teocrático poseía una lógica interna. Su base es la convicción de que todos los hombres están llamados por Dios a la salvación, y la tarea de gobernarles ha de ser también tarea de facilitarles los medios y el camino de alcanzar aquélla. En consecuencia, y siendo Dios también el origen de todo poder - n o hay potestad que no provenga de Dios-, hay que concluir que solamente son legítimos los gobiernos temporales que cumplen la antedicha finalidad. Ello conlleva la exigencia de que todo príncipe legítimo ha de ser cristiano, puesto que los gobernantes infieles ni dirigirán a sus pueblos según la Ley divina ni les han de ayudar a obtener la salvación. En consecuencia, los príncipes infieles, no habiendo recibido de Dios su poder, no lo poseen legítimamente; y los príncipes cristianos que lo ejerzan para condenación y no para salvación de sus subditos, que no respeten en su acción de gobierno la Ley divina, pierden por ello el derecho que de modo legítimo adquirieron. De ello se deducen dos facultades para el Papa, Vicario de Dios en la tierra y que en su nombre posee la potestad de asegurar los medios para que todos los hombres puedan salvarse: la facultad de privar de su soberanía a los gobernantes cristianos que la ejercieren para el mal y no para el bien y la de conceder al príncipe cristiano que considere más adecuado para ello el derecho de conquistar cada tierra de infieles, con el deber inherente de cristianizarlas y procurar así la salvación eterna a sus habitantes. Los Papas ejercieron largamente ambos poderes a lo largo del Medievo, las más de las veces a solicitud de los propios pueblos sometidos a un monarca cristiano prevaricador y de los mismos príncipes cristianos dispuestos a la conquista y conversión de tierras paganas, de pueblos infieles. La intensa actividad descubridora portuguesa, sobre todo durante los siglos XIV y XV, se apoyó de forma constante en esta autoridad pontificia así reconocida, y no fue otro el caso de Castilla, cuando quiso asegurar la conversión de las tierras reconquistadas a los musulmanes en la Península Ibérica y cuando se lanzó también a las empresas descubridoras ultramarinas. Pero la conversión de los pueblos infieles -condición de legitimidad de la concesión de soberanía por parte del Romano Pontífice- llevaba consigo la exigencia de un sistema de misionalización, primero, y de atención luego a los nuevos cristianos. A priori hubiese sido natural que la labor evangelizadora correspondiese a misioneros enviados por la Jerarquía eclesiástica para
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que trabajasen en las tierras incorporadas a la soberanía de monarcas cristianos. Pero tal a priori hubiese sido una posibilidad abstracta, impensable o irrealizable entonces. La obligación de evangelizar correspondía a la adquisición del dominio, del que constituía la condición y la consecuencia. Una vez que existieron en Europa reinos cristianos constituidos y desarrollados más allá de los primitivos reinos altomedievales, el Pontificado, que había llevado la iniciativa del envío de misioneros a las tierras bárbaras o no romanizadas, cede esa tarea en manos del poder político, y surgen las instituciones que hacen posible el ejercicio de tal tarea por parte de los señores temporales. Una de esas instituciones, posiblemente la de mayor trascendencia histórica, fue el Derecho de Patronaato. En esencia, consiste en la presentación por parte del poder político de las personas que han de ser investidas de los cargos eclesiásticos -fundamentalmente se refiere a la estructura jerárquica de las diócesis: obispos, canónigos, párrocos-. Aunque se ha observado por la doctrina que no necesariamente han de confundirse presentación y patronato, ya que puede darse derecho de presentación sin derecho de patronato, y viceversa, lo cierto es que, después de los siglos de evolución de la figura, el Patronato se configura fundamentalmente como un derecho de presentación para cubrir cargos eclesiásticos; la presentación -es decir, la selección de candidatos- toca al poder político investido del derecho patronal, y la potestad pontificia se reserva el nombramiento. Es a lo que alude Felipe II cuando en la Ley 1, Título VI del Libro I de la Nueva Recopilación de 1565 afirma: «Por derecho y antigua costumbre y justos títulos y concesiones apostólicas, somos patronos de todas las iglesias catedrales destos reinos, y nos pertenece la presentación de los arzobispados y obispados y prelacias y abadías consistoriales...» B)
El Patronato en la Edad Media
En la Edad Media se había hecho frecuente el recurso al Patronato como forma de implicar al poder político en la empresa de expansión del cristianismo. El Derecho de Patronato no se concedía sin contraprestaciones: por lo común, se pedía a los príncipes el esfuerzo económico preciso para establecer la Iglesia en los nuevos territorios infieles que se habían de evangelizar. Surgen así los dos conceptos patronales de parte del Estado que suponen la prestación que éste hace a cambio del derecho de presentación que la Iglesia le reconoce: tales dos conceptos son la fundación y la dotación. El poder político, en los lugares de conquista adquiridos mediante concesión pontificia de la soberanía, adquiere el deber de establecer la Iglesia y ayudarla en su obra cristianizadora. A tal efecto, recaerá sobre las autoridades civiles la obligación de fundar iglesias y edificios de culto y de dotarlas adecuadamente para su mantenimiento y el de los clérigos que han de estar a su servicio; el derecho de presentación significará la contrapartida a este deber impuesto a los príncipes seculares. Debe notarse que la contrapartida al esfuerzo económico de los monarcas que envían a su costa misioneros, que les edifican iglesias y que les
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conceden rentas para su mantenimiento, es la propia concesión de la soberanía, que en ejercicio de la doctrina teocrática los Papas atribuyen a los príncipes sobre las tierras de infieles con el deber paralelo y correspondiente de cristianizarlas. El Patronato aparece como un más aún, como aparecerán en su momento las concesiones a los Reyes de las rentas de diezmos. Es decir, las Coronas ciertamente hicieron posible la extensión de la fe en Europa primero, y luego en América y, en parte también, en Asia, África y Oceanía, pero se hicieron pagar triplemente: con la concesión de los títulos de dominio, con el Patronato y con los diezmos a cuya percepción renuncia la Iglesia en favor del Estado. Muchas concesiones por parte de la Iglesia al poder político; pero sin ellas no habría habido cristianización, dado que sólo los recursos económicos estatales la hicieron posible en la mayor parte de los casos. No siempre, por supuesto, van todas estas instituciones unidas. El ejercicio de la potestad teocrática acompañó fundamentalmente -es el punto que aquí nos interesa- a Portugal y Castilla en el desarrollo de sus empresas ultramarinas, jalonadas de intervenciones pontificias que donaban a los reinos citados las tierras de infieles que descubriesen y conquistasen. Correspondientemente, en toda concesión papal va inserta la obligación cristianizadora que se impone a los Reyes. Pero no necesariamente -durante los siglos descubridores, hasta el descubrimiento de América- aparecerá el Derecho de Patronato en cada uno de los casos en que una nueva concesión papal somete a la soberanía de Portugal o Castilla un nuevo territorio. C)
Precedentes inmediatos del Patronato indiano
Así, conviene referirse, por constituir precedentes inmediatos del Patronato indiano, a los casos de la conquista y cristianización de las Canarias, de la costa de África y del reino de Granada. 1) Canarias. En el caso canario, aquellas islas fueron convertidas en un principado y donadas al infante don Luis de la Cerda para su conquista y cristianización por el papa Clemente VI, mediante la bula Tuae devotionis sinceritas, de 15 de noviembre de 1344. El así creado príncipe de la Fortuna; murió sin haber emprendido siquiera la empresa de conquista del archipiélago; pero lo que nos interesa resaltar es que en esa primera intervención, pontificia, en orden a la expansión atlántica del cristianismo en relación con, España -puesto que al menos se trataba de un infante español, aunque exiliado en Francia-, aparece la concesión de soberanía y la obligación di cristianizar, pero en ningún modo el Derecho patronal. 2) Portugal. Otro tanto hay que indicar en el caso de la expansión portuguesa en el Atlántico. La muy larga labor de descubrimiento y coloni zación llevada a cabo por Portugal -cuya reconquista peninsular concluy „ en fecha temprana, permitiéndole volcarse pronto en tareas ultramarinas-, contó siempre con el respaldo pontificio. Fue, pues, una muy singular, aplicación a una gran empresa descubridora de los principios de la teocracia; sin embargo, tampoco el Derecho de Patronato intervino en la labor cristianizadora encomendada por los Papas al Portugal medieval, cuyos tres grandes documentos -las bulas Romanus Pontifex, de Nicolás V; ínter coetera
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de Calixto III, y Aeterni Regis, de Sixto IV- regulan la donación a Portugal de las tierras africanas y el consiguiente deber de evangelizarlas, e incluso establecen un sistema de dirección espiritual de la cristianización fuera de los márgenes propios del Derecho patronal. Una de estas tres bulas merece la pena que le prestemos una momentánea atención: la ínter coetera de Calixto III, del 13 de marzo de 1456. Mediante la anterior bula Romanus Pontifex, del 8 de enero de 1455, Nicolás V había declarado que desde los cabos Boj ador y Num hasta toda la Guinea y más allá hasta donde se extendiera la playa meridional africana, todo pertenecería al Rey de Portugal y sus sucesores. En tales regiones, los monarcas portugueses tendrían derecho de conquista y comercio, y asimismo de fundar iglesias y enviar clérigos. Estamos, pues, ante una clásica concesión de soberanía y un plan evangelizador que la justifica. Pero, siendo necesario que tal plan se organice y desarrolle de forma que resulte eficaz, la subsiguiente bula ínter coetera, arriba citada, venía a conceder a la Orden de Cristo -una Orden religioso-militar cuyo Gran Maestre era el infante don Enrique el Navegante, y tras él lo fueron los Reyes portugueses- toda la jurisdicción y potestad en materia espiritual en las mismas tierras concedidas el año precedente mediante la bula Romanus Pontifex. 3) Canarias-Granada-Puerto Real. Tampoco, pues, se establece para Portugal, propiamente hablando, un Derecho de Patronato como sistema de intervención del poder político en la vida de la nueva cristiandad que se pretende que surja en las tierras infieles a conquistar o conquistadas. En cambio, sí que veremos aparecer el Patronato en un tercer momento, cuando la Corona de Castilla afronta la definitiva conquista de las islas Canarias y del reino de Granada. Efectivamente, la bula Orthodoxae Fidei, del papa Inocencio VIII, dada el 13 de diciembre de 1486, concedió a los Reyes Católicos el Patronato sobre todas las iglesias de Granada, las Canarias y Puerto Real, es decir, el derecho de presentación -como de forma expresa señala la bula- sobre las iglesias catedrales, monasterios, prioratos conventuales; un derecho de presentar a las personas idóneas ante la Sede Apostólica, a la que toca el nombramiento. Tardará aún siglos la concesión a los Reyes de España del Patronato universal sobre todos sus reinos, lo que no ocurrirá sino por obra del Concordato de 1753, estipulado entre Benedicto XIV y Fernando VI. Pero el Patronato universal para Granada y Canarias anticipará el deseo de los Reyes Católicos de poseer ese derecho, que será la forma establecida legalmente para instaurar la religión cristiana en dos importantes territorios infieles que la Corona de Castilla adquiere por conquista: Canarias y Granada. II.
GÉNESIS DEL PATRONATO INDIANO
Se ha dicho que «desde los primeros momentos, al presentarse la Iglesia n el suelo indiano, surgió en la mente de Fernando el Católico, maestro ya en e l arte de estructurar una sólida política religiosa, la idea de organizar la Iglesia ultramarina según el modelo de la Iglesia granadina, recientemente e
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establecida tras la conquista de aquel reducto del poder musulmán» (EGAÑA). Tal afirmación debe ser matizada, pues el sistema patronal granadino fue efectivamente modelo del aplicado en América, pero no inmediatamente, sino en fecha tardía: solamente en 1508 aparecerá el Derecho de Patronato indiano, después de una serie de intentos de organizar la naciente cristiandad americana según otros modelos. A)
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Actuaciones pre-patronales
Como es sabido, apenas tenida noticia del descubrimiento de América, va la Santa Sede a proceder a la donación de las nuevas tierras a Castilla, dentro del modelo teocrático que hasta aquí hemos dejado dibujado. Y, como ha demostrado García-Gallo, el modelo seguido a tales efectos fue el modelo portugués. Ya ha quedado indicado que Portugal recibió a lo largo del siglo XV tres bulas fundamentales, que establecen el régimen de sus conquistas africanas: por la Romanus Pontifex se le otorgó la soberanía sobre las tierras que conquistase; por la ínter coetera se concedió a la Orden de Cristo el gobierno espiritual de las tierras así donadas; por la Aeterni Regís se demarcaron las zonas de navegación y conquista entre Portugal y Castilla, dado que ésta tenía intereses en la zona a partir de su dominio sobre las Canarias. Castilla, en la primavera de 1493, obtuvo del papa Alejandro VI asimismo tres bulas, las famosas bulas alejandrinas, que han servido durante cuatro siglos para justificar y apoyar la incorporación de las Indias a la Corona castellana. Mucho se ha discutido sobre estas bulas. Lo único que a los efectos del estudio del Patronato indiano interesa resaltar aquí es cuanto sigue. Primero, que las tres bulas se corresponden en exacto paralelismo con las tres bulas portuguesas, a las que siguen muy de cerca, de modo que la bula; alejandrina ínter coetera de 3 de mayo de 1493 es una bula de donación de tierras y concesión de soberanía, la ínter coetera de 4 de mayo de 1493 lo es' de demarcación de zonas de navegación y conquista entre Portugal y Castilla y la Eximiae devotionis de 3 de mayo de 1493 lo es de privilegios en orden al gobierno espiritual de las nuevas tierras. Segundo, que las bulas ínter coetera, que conceden sobre las nuevas tierras un derecho de soberanía, lo hacen imponiendo la obligación de evangelizar, sin la cual el Papa no podría justificar su intervención donando tierras infieles a un príncipe cristiano. Tercero, que esa obligación de evangelizar impuesta a los monarcas de Castilla se contiene en las bulas ínter coetera de 1493 en forma expresa é* idéntica en ambos documentos, indicándoles a los Reyes que «deberán destinar» a la evangelización «varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes citados en la Fe católica e inculcarles buenas costumbres». Cuarto, que la bula Eximiae, como paralela de la ínter coetera portuguesa, es la suma de privilegios espirituales portugueses trasladados literalmente a Castilla. Quinto, que, a los efectos de convertir en efectivo ese deber de destinar misioneros que las bulas castellanas imponían, de nada sirve la Eximiae, pues el modelo portugués, basado en la atribución a la Orden de Cristo de una serie de facultades espirituales en tierras de conquesta, no es trasladable a Castilla, donde ni hay
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una Orden similar ni podría actuar la portuguesa. Sexto, que por ello la bula Eximiae del 3 de mayo de 1493 fue útil a los solos efectos de equiparar a Castilla con Portugal en cuanto al trato dado por la Santa Sede a ambas Coronas, pero careció de eficacia en lo que hace a servir para la organización de la Iglesia en Indias. Tanto era así que los Reyes Católicos obtuvieron una cuarta bula, la Piis fidelium, del 26 de junio del mismo año, nueva por completo y que rompe ya con los precedentes portugueses, innovando para Castilla un sistema evangelizador indiano: el de la aplicación del principio del «deberéis destinar» mediante la elección y destino por parte regia de un misionero; presentación de éste por los Reyes al Papa, y bula pontificia dirigida a tal misionero -Fr. Bernardo Boil, un fraile catalán de la Orden de los Mínimos que ya había servido en otros asuntos desde hacía años al rey don Fernando-, a él y no a los Reyes, en la que el Papa le informa de que los monarcas han «decretado destinarte a estas partes -las nuevas tierras descubiertas- para que en ellas por ti y por otros presbíteros seculares o religiosos idóneos para ello y designados por ti se predique y siembre la palabra de Dios». Y, a tales efectos, el Papa concede a Boil una relación de facultades de gobierno en sí propias de la Sede Apostólica, de manera que, aunque la palabra no se utilice expresamente, el fraile destinatario de la bula Piis se convierte en una especie de vicario papal para la puesta en marcha de la Iglesia en las Indias Occidentales. Ciertamente, el sistema de la bula Piis no es el sistema patronal. Tiene con él de común la presentación regia ante el Papa del candidato para cubrir un puesto eclesiástico, candidato que el Pontífice procede a designar para el puesto en cuestión; pero ni se trata de una provisión de beneficios eclesiásticos mediante la presentación, puesto que no se trata de proveer beneficios, sino de enviar una misión, ni la Corona asume el deber -esencial como contraprestación al Patronato- de fundar y dotar las iglesias. La misión Boil fracasó de modo absoluto. El vicario papal y el virrey Colón no se entendieron, chocaron en todos los terrenos, y aunque cupo a Boil el honor de celebrar la primera misa que se dijo en el Nuevo Continente, su labor se vio entorpecida por sus continuos enfrentamientos con el Almirante descubridor y se vio obligado a regresar a la Metrópoli en la primera ocasión en que ello fue posible. El fracaso de Boil apartó al Rey Católico de seguir el mismo sistema para en adelante. Limitarse a aplicar las bulas de 1493 significaba para la Corona poseer, sí, la facultad de seleccionar a los misioneros, pero nada más. Y una hipotética segunda bula Piis, que enviase a las Indias un nuevo vicario papal sucesor de Boil, podía conducir a resultados similares. Y ello sin tener en cuenta que la conquista había de continuar y multiplicarse, y el sistema del envío unipersonal del religioso o clérigo así seleccionado no Podía multiplicarse al infinito. B)
Concepción y gestión del Patronato
Debe de ser en ese momento cuando el Rey Católico concibe la idea y toma la decisión de recurrir en Indias al sistema patronal, ya puesto en
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marcha para Granada y las Canarias. Y no son claros los motivos por los que no obtuvo tal derecho durante el pontificado de Alejandro VI. Este Pontífice, que tan generoso se había mostrado con los reyes de Castilla en 1493, nunca les otorgó el Patronato indiano; sin embargo, ya cercano al fin de su vida, un año y medio antes de su muerte, otorgó a los Reyes Católicos el derecho de percibir los diezmos de las Iglesias de Indias. La bula Eximiae devotionis del 15 de noviembre de 1501, que contiene tal concesión, no puede pasarnos inadvertida. El Pontífice trató muy hábilmente, mediante la misma, de resolver el problema de la implantación de la Iglesia en Indias sin necesidad de recurrir a la concesión del Derecho de Patronato. Que el concurso de la Corona para fundar y desarrollar la nueva cristiandad ultramarina resultaba imprescindible, era patente a todas luces. La Santa Sede no podía por sí misma enviar misioneros a América, mantenerlos allí y construir para ellos los edificios de culto, vivienda y asistencia precisos, dotándolos además con la renta precisa para su mantenimiento. Esto podía decirse de diócesis, monasterios, parroquias, de la totalidad de la necesaria estructura de la Iglesia indiana, a comenzar por el propio viaje atlántico de los evangelizadores, imposible de todo punto fuera de los buques controlados por la Corona y costoso por encima de los recursos eclesiásticos. De modo que la intervención real a efectos de fundar y dotar resultaba, como hemos dicho, imprescindible. Y precisamente fundación y dotación son los dos conceptos patronales típicos, los que han estado presentes durante todo el Medievo a medida que el Patronato se desarrolla, y el derecho de presentación -el Patronato secular sobre los beneficios eclesiásticos- era la normal contrapartida de aquellos conceptos de fundación y dotación. Alejandro VI, en 1501, pide a los reyes que funden y doten; es decir, que hagan la fuerte inversión inicial de carácter económico, necesaria cada vez y en cada lugar, para instaurar la Iglesia en Indias y garantizar su funcionamiento. Y, en contrapartida, en lugar del Patronato, concede a los reyes los diezmos. Son éstos los tributos económicos que los fieles habían de pagar anualmente a la Iglesia para contribuir a su mantenimiento; el Papa obtiene de la Corona en cada caso una especie de crédito, y lo devuelve con intereses a lo largo de los años futuros, permitiendo a los reyes hacer suyos los diezmos que tocaría cobrar a la Iglesia. Los Reyes Católicos habían solicitado los diezmos, y la concesión de Alejandro VI responde a sus expectativas; pero para los monarcas se trataba en aquellos momentos de un derecho menor, a largo plazo -tardaría tiempo en resultar rentable-, y no susceptible de ocupar el lugar del Patronato. De modo que la adquisición de este Derecho continúa siendo un interés primordial de la Monarquía después de obtenida la donación decimal, y ya durante el pontificado del nuevo papa Julio II. Con este Pontífice preparó el rey Fernando la instauración en Indias de las primeras sedes diocesanas. La creación de diócesis y el nombramiento de obispos suponía ya la realidad de una Iglesia organizada en los territorios indianos, y a la vez daba pie al juego del Derecho patronal de haberse éste concedido, pues precisamente el punto clave y central de todo ( Patronato regio sobre un reino es la presenta-
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ción por parte de los monarcas de las personas destinadas al episcopado. Cuando Fernando el Católico solicita del Papa la erección de las primeras diócesis americanas, desea también que se le confirmen los diezmos y que se le otorgue el Patronato, sin el cual las nuevas sedes quedarían ocupadas por prelados no elegidos por él. Pero Julio II no satisfizo esta parte de las pretensiones regias. Mediante la bula Illius fulcüi prcesidio, del 15 de noviembre de 1504, el Papa erigió las tres primeras diócesis indianas: la metropolitana de Yaguata y las sufragáneas de Magua y Baynúa, las tres en la isla Española -actual Santo Domingo-, pero sin mencionar en absoluto ni el Patronato ni los diezmos; es decir, accediendo al deseo regio de que se creen las diócesis, pero sin atribuir algún tipo de derechos en ellas a la Corona. La fecha de la bulla Illius coincide con la muerte de Isabel la Católica. La Corona de Castilla fue entonces a parar a su heredera, doña Juana, casada con el archiduque de Austria don Felipe el Hermoso. Ausentes ambos cónyuges de España al morir doña Isabel, el Rey Católico ocupará interinamente la Regencia en nombre de su hija ausente. Y durante ese período en que don Fernando gobierna Castilla por doña Juana, a la espera de la llegada de ésta, el monarca rechazará la creación de las tres diócesis precisamente por venir hecha sin concesión patronal. Y enviará a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, las instrucciones necesarias para que la cuestión se resuelva definitivamente, mediante la concesión del Derecho de Patronato y la confirmación definitiva de los diezmos. El proceso se interrumpe como consecuencia de la nueva situación política castellana. La llegada de la reina doña Juana supuso la toma del poder por su marido, el archiduque Felipe, y la práctica expulsión de don Fernando de tierras de Castilla, de modo que tuvo que retirarse a sus estados de Aragón, de donde él era el rey y donde doña Juana no sería reina mientras él viviese. La unidad española corrió así serio peligro de romperse, y la obra toda de los Reyes Católicos se había venido a tierra. Doña Juana y don Felipe no tenían aún treinta años, y poseían además un heredero, el futuro emperador Carlos, por lo que, pese a la locura de la reina, hubiesen podido reinar en Castilla largo tiempo, quedando el poder en manos del rey consorte. Don Fernando, consciente de esa realidad y que no esperaba ver -dada su edad- el final del reinado de su hija y de su yerno en Castilla, buscó un heredero varón para sus reinos aragoneses, tratando así de evitar que un día don Felipe llegase a reinar también en Aragón. Ese plan de don Fernando, nacido de su falta total de entendimiento con su yerno y de la locura de su hija, hubiese en efecto - d e salir según los deseos del monarca- supuesto la exclusión de doña Juana de la herencia aragonesa, que habría ido a parar al hijo varón de don Fernando, que éste buscó mediante su segundo matrimonio, el celebrado con doña Germana de Foix. Sin embargo, las cosas siguieron otro camino del todo diferente, pues ni doña Germana dio a don Fernando el deseado varón ni don Felipe reinó en Castilla más de pocos meses. En el mismo año en que llegaron a Castilla los nuevos monarcas en primavera, falleció en otoño don Felipe; doña Juana quedó viuda y absolutamente privada de razón, y Castilla tuvo que llamar de nuevo a don Fernando, que ocupó la regencia hasta su propia muerte, que
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coincidió prácticamente con la mayoría de edad de Carlos V y su llegada al trono de Castilla y al de Aragón, es decir, de España. Baste este breve paréntesis para ambientar el momento en que don Fernando vuelve a hacerse cargo del gobierno de Castilla, cuya reina, doña \ Juana, está impedida por la locura. Apenas tornado al viejo reino, el Rey j Católico reanuda su política atlántica, que su yerno había abandonado. Y el j papa Julio II verá llegar de nuevo al embajador del terco rey, que solicita de 1 nuevo el Derecho de Patronato para las Indias Occidentales. Ya desde 1505, al rechazar la bula Ulitis, viene don Fernando apremian-1 do al embajador en Roma para que el Patronato sea por fin concedido. En] la real cédula de Segovia de 13 de septiembre de aquel año, el rey advertía j a Rojas: «Yo mandé ver las bulas que se expidieron para la creación e ' provisión del arzobispado e obispado de la Española -se refiere a la bula: Illius fulciti- en las cuales no se nos concede el patronazgo de los dichos i arzobispado e obispados, ni de las dignidades e canonjías, raciones e benefi-! cios con cura o sin cura que en la dicha Isla Española se han de erigir.» Y} adelantaba «el rey sus pretensiones, en tono casi de exigencia», afirma Bruno I en su obra El Derecho Público de la Iglesia en Indias. «El Papa -continúa este I autor- debía concederle el patronato ("es menester", decía) sobre los arzobispos y obispos de las Indias, y esto perpetuamente a mí e a los reyes que en ] estos Reinos de Castilla e de León sucedieren.» Y en relación, en la misma ] línea, con otros beneficios eclesiásticos, insistía el monarca a su embajador:; «Es menester que en la dicha bula del patronazgo -la que el Rey quiere I conseguir- mande el Papa que no puedan ser erigidas las dichas dignidades \ e canonjías e otros beneficios sino de mi consentimiento, como patrón.» «A este privilegio -añade Bruno- debía acompañar el derecho de presentación | real en la provisión canónica de sus titulares.» Y aún era más amplia la.j solicitud real: «Es menester que Su Santidad mande que yo e la persona oj personas a quien yo se lo cometiere, faga la dicha división e apartamiento, e | el dicho arzobispado e cada uno de los dichos obispados hayan de gozar de \ ámbito e territorio que así les fuere señalado.» C)
Concesión pontificia del Patronato
Tres, pues, eran las pretensiones del rey, cuyo contenido iba más allá del; mero Derecho patronal: la presentación -justamente el contenido esencial • del Patronato-, los diezmos y el derecho de fijar los límites de las diócesis. En todas ellas se ratifica apenas regresa a Castilla después de la muerte de] Felipe el Hermoso. El 3 de julio de 1508, un nuevo embajador, Fernandoi Tello, volverá a insistir ante Julio II, y el 28 de ese mes y año otorgará el' Pontífice la bula Universalis Ecclesiae, documento capital de la historia eclesiástica indiana y española: indiana, porque en ella se concede finalmente el Derecho de Patronato, base y fundamento de toda la ordenación jurídica castellana acerca de la Iglesia en Indias; española, porque, aparte de que las Indias eran parte de la Corona de España, el Patronato indiano será mencionado como un precedente a la hora de conceder el Patronato universal sobre los reinos de España -los territorios europeos de la Corona-, lo que sucede en 1753 en el Concordato entonces firmado entre Fernando VI y
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Benedicto XIV. Hecho éste singular, porque supone que el Derecho de Indias va a servir de modelo para el de Castilla, después de siglos en que el Derecho castellano se utilizó como modelo para crear el Derecho indiano. La bula Universalis Ecclesiae concede efectivamente el Patronato, pero sin mención alguna ni de los diezmos ni de los límites diocesanos; los primeros habían sido concedidos en 1501 por Alejandro VI, pero Fernando el Católico pretendía una nueva concesión ligada al Derecho patronal; el derecho de fijar los límites de las diócesis nunca había sido reconocido a los reyes, y continuaba sin concederse después de no aparecer mencionado en la bula patronal. Consecuencia inmediata de la concesión patronal fue entonces la revocación de la anterior erección de las sedes de Yaguata, Magua y Baynúa, que no había agradado al rey. Se pensó ahora que no convenía situar en la Española las tres nuevas diócesis y que tampoco era deseable constituir con las tres una provincia eclesiástica con un metropolitano (recuérdese que Yaguata tendría ese carácter) al frente. Como resultado de estas nuevas propuestas regias, en el Consistorio del 6 al 13 de agosto de 1511 Julio II erigió las que de hecho fueron por fin las tres primeras diócesis americanas, tres obispados sujetos al metropolitano de Sevilla: Santo Domingo y Concepción, en la Española, y San Juan de Puerto Rico. Ligado al nombramiento de los tres primeros obispos - q u e lo fueron Fr. García de Padilla, don Pedro Suárez de Deza y don Alonso Manso, respectivamente para las tres diócesis indicadas- está el tema de la definitiva concesión de los diezmos. Don Fernando sabía poseerlos desde 1501, y así lo dice al embajador Rojas en su ya citada cédula de Segovia de 1505: «Ya sabéis como yo e la serenísima Reina mi mujer, que haya santa gloria, teníamos por donación apostólica todos los diezmos y primicias de las Indias e tierra firme del mar océano, al tiempo que acordamos de facer en la dicha isla Española los dichos arzobispado e obispados -se refiere a los erigidos en 1504-.» Y añade el Rey: teníamos intención «así mesmo de facer donación a los dichos arzobispo, y obispos, e iglesias, y beneficiados, de los dichos diezmos e primicias, reserbando para Nos los dichos diezmos que en estos Reinos se dicen tercias...». Es evidente que el plan de don Fernando sobre los diezmos, que finalmente pondrá en práctica después de obtenido el Patronato, venía también de antiguo. Ahora, cuando ya la bula Universalis le ha hecho Patronato de las iglesias de Indias, aún obtendrá el Rey del Pontífice una nueva bula sobre diezmos, la Eximiae devotionis, del 8 de abril de 1510, por la cual Julio II otorgaba a los reyes don Fernando y doña Juana, su hija, y a sus sucesores, el privilegio decimal a cambio de la construcción de iglesias y de su dotación. Un año más tarde, el 8 de mayo de 1512, el rey concedía a los tres primeros obispos, arriba ya citados, en la Concordia de Burgos, esos mismos diezmos que acababa de obtener del Papa. Y así los diezmos donados a la Corona, y redonados por ésta a la Iglesia, se convirtieron en una fuente de alivio para la Real Hacienda, que los utilizó para las atenciones a la propia Iglesia, cubriendo sus necesidades con los propios diezmos redonados; en un alivio segundo para el mismo erario real, que se reservó siempre una parte de los
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mismos, y en una ayuda, en fin, para la Iglesia, que tuvo en los diezmos cobrados y percibidos cada año la garantía de unos medios económicos que le resultaban imprescindibles para su acción pastoral. El otro objetivo, el derecho de fijar los límites de las diócesis, aunque asimismo deseado y solicitado por don Fernando, nunca fue concedido por la Santa Sede de modo general, pero sí que en cada caso particular pudo la Corona obtener satisfacción; el desconocimiento de la geografía americana obligó a la Santa Sede a confiar muchas veces a los reyes la determinación de tales límites, pero en todo caso se trataba de mercedes aisladas, contenidas ocasionalmente en las propias bulas que iban erigiendo las diócesis, y dependió de cada momento y del punto de vista de cada Pontífice el que tales concesiones fuesen más amplias o más restringidas, más raras o más frecuentes. III.
DEL PATRONATO AL VICARIATO INDIANO
Lo esencial del Patronato, sin embargo, no está ni en los diezmos ni en los límites diocesanos, sino en las concesiones efectivamente contenidas en la bula Universalis Ecclesiae, de 1508. A su tenor, nadie podrá, sin consentimiento real, construir o erigir iglesias, y el rey poseerá el derecho de presentación en toda clase de beneficios. De hecho, es el ejercicio habitual del Derecho de Presentación la base fundamental de la influencia del poder real en la Iglesia de Indias. Pero no se limitó a ello la interpretación y la utilización que la Corona hizo del Patronato. Sostenida por sus juristas, la Monarquía española fue paulatinamente ampliando la esfera de sus competencias en materia eclesiástica, hasta conseguir un abanico amplísimo de facultades, que figuraron en la legislación y en la doctrina como propias del rey en virtud del Patronato, pero que iban mucho más allá de los más amplios límites de interpretación del mismo, según aparece en la bula que lo concediera. Convendrá, pues, fijar la atención en dos hechos: primero, cuáles fueron esas competencias que extralimitan el Patronato y dónde quedaron fijadas y cómo quedaron establecidas, y, segundo, si los derechos así establecidos constituían o podían seguir siendo llamados Derechos de Patronato y, en caso negativo, cómo pueden ser calificados. A)
Prácticas superpatronales
Para determinar cuáles fueron las competencias que bajo el nombre de patronales llegó a ejercer la Corona, la doctrina suele fijarse en la real cédula de Felipe II dada en Madrid el 4 de julio de 1574, considerada la Cédula magna del Patronato regio. En ella, el Rey comienza asentando los títulos de dicho Patronato: título de descubrimiento, adquisición, edificación y dotación de las tierras y de los edificios eclesiásticos en ellas erigidos; en segundo término, derecho por concesión apostólica. Sobre estos dos títulos, uno de Derecho de gentes y el otro de Derecho canónico, declara el Monarca fundarse la forma jurídica del Patronato; forma imprescindible totalmente,
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e inherente no a la persona, sino a la misma Corona, y ello privativamente. Seguidamente se expone el ámbito de aplicación del Derecho patronal: 1) Provisión de todos los beneficios eclesiásticos de las Indias, incluso «cualquier oficio eclesiástico o religioso»; 2) Derecho de erección, del que no queda excluida «iglesia catedral, ni parroquial, monasterio, hospital, iglesia votiva, ni otro lugar pío ni religioso». De este cuerpo jurídico, por el principio de que quien concede el fin concede los medios necesarios para tal fin, resultaba que el rey estaba capacitado para dar el pase a los misioneros y a sus superiores, presentar al obispo los párrocos y doctrineros, y entender en su remoción, control y punición. Igualmente, caía bajo el examen regio toda la documentación eclesiástica referente a las Indias, de cualquier procedencia, bulas papales, edictos conciliares y episcopales. A estos derechos correspondía la obligación regia de sostener todo el complejo de la obra misionera indiana, con lo cual el Patronato obtenía la forma jurídica de contrato oneroso. Este carácter precisamente, según Solórzano Pereira, hace que el Patronato indiano «sea inmune de la disciplina tridentina derogatoria de los derechos patronales en general» (EGAÑA). De este texto, que refleja bien la realidad patronal, podemos deducir unas consecuencias que se derivan igualmente del análisis del concepto que del Patronato tuvo, junto a la Corona, la doctrina oficial de los siglos del dominio español en Indias: 1.a) El Patronato no procede exclusivamente de la concesión papal, sino que es propio de los reyes por haber incorporado las nuevas tierras al mundo cristiano. 2.a) Como un Patronato entendido tan ampliamente no puede ser el mucho más estrecho contenido en la bula Universalis de 1508 - q u e tiene un tenor bastante preciso-, la concesión papal se pone en relación sobre todo con las bulas alejandrinas de 1493, mucho más genéricas y que por decir menos podían entender como diciendo mucho más, es decir, que por ser muy generales podían ser entendidas muy ampliamente y hacer residir en ellas para en adelante la base del poder eclesiástico de los reyes en América. 3.a) Dado que los derechos que tocan a los reyes en virtud del patronato conllevan para los mismos reyes el deber de erigir las iglesias y dotarlas, y los monarcas han cumplido con esta obligación, ya no pueden ser privados nunca del Patronato, que así se ha hecho irreversible y escapa al propio poder papal, que ya no tiene facultad para privar de él a la Corona. 4.a) Este Patronato ya no suprimible, debido a los reyes en cuanto que éstos han cumplido con su contraprestación, no es ya el restringido patronato de la bula Universalis -la presentación de candidatos para los oficios eclesiásticos-, sino el amplísimo Patronato que arranca de la Real Cédula de 1574, y que se trasladará a las Leyes de Indias recopiladas en 1680. 5.a) Este Derecho patronal confiere a los reyes, sustancialmente: a) el derecho de presentación a todos los beneficios de Indias; b) el pase regio o control de todos los documentos eclesiásticos destinados a las Indias; c) la exigencia a los obispos de un juramento de fidelidad a la Corona; d) determinadas limitaciones a los privilegios del fuero eclesiástico; e) los recursos de
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fuerza, o apelación de los tribunales de la Iglesia a los del Estado; f) la supresión de las visitas ad limina de los obispos de Indias; g) el envío al Consejo de Indias y no a Roma de los informes episcopales sobre el estado de las diócesis; h) el control de los traslados de clérigos y religiosos a Indias; i) el control de las actividades de las órdenes religiosas, mediante informes que los superiores habían de dar periódicamente sobre las mismas; j) la intervención real en los Concilios y Sínodos; k) el gobierno de las diócesis por los presentados por el rey para las mismas, antes de que llegasen las bulas papales de nombramiento; l) la disposición regia sobre los bienes de expolios y vacantes y en general sobre los diezmos; m) los límites al derecho de asilo. Probablemente, esta relación no es exhaustiva, pero está tomada de reales cédulas dictadas a lo largo de siglos y en especial de la Recopilación, y ayuda a hacerse una idea de en qué se convirtió el Derecho de Patronato con el paso de los años, a partir del mero derecho de presentación concedido en la bula de 1508. B)
Del Patronato al Vicariato
Esta misma relación de facultades que la Corona llega a poseer y ejercitar nos obliga a plantearnos lo que anunciábamos como un segundo interrogante: ¿puede este conjunto de poderes regios seguir denominándose -y se ejercían ya en la época de Felipe II, si no todos, sí la mayor parte- Derecho de Patronato? La doctrina ha solido distinguir tres épocas en la historia del Regio Patronato indiano: la época propiamente patronal, que coincidiría con el siglo XVI; la época del Vicariato, a identificar con el siglo xvil; y la época del Regalismo, es decir, el siglo XVIII. A la exactitud de esta división y su coincidencia con los tres siglos de dominio español en Indias ayuda el hecho de que cada uno de tales siglos posee una personalidad y una historia propia: Felipe II murió en 1598 y Carlos II en 1700, con lo que el siglo xvi es exactamente el de los Austrias mayores, el xvil es el siglo de los Austrias menores, y la Casa de Borbón llega a España precisamente en el inicio del xvill. Cada siglo, una historia; cada siglo, una etapa en las formas que adopta el Patronato Regio. El período propiamente patronal va desde 1508 -concesión del Patron a t o - hasta 1574 -Real Cédula sobre el Patronato-. Con ésta quedan señaladas y establecidas unas facultades regias que sobrepasan ya el estricto ámbito del Derecho de Patronato. Pero aún no se trata de unas facultades nuevas extrañas al Patronato, sino nada más de una interpretación amplia del mismo, y Felipe II se mantuvo durante todo su reinado relativamente dentro de esos márgenes en el ejercicio de sus poderes patronales sobre las iglesias de Indias. Por tanto, bien puede aceptarse la tesis que identifica el siglo XVI con la etapa del Patronato. El Regio Vicariato indiano resulta ser la doctrina que los juristas áulicos del XVII defendieron como la propia del derecho que tocaba a los reyes en sus posesiones atlánticas. Tiene su principal representante en Juan de Solórzano Pereira, autor de una obra monumental, De Indiarum Iure (1629-1639),
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de la que él mismo publicó una versión reducida en lengua española bajo el título de Política indiana (1647). El De Indiarum Iure fue a parar al índice de Libros Prohibidos y suscitó una polémica cuya otra parte fue el fiscal general de la Cámara Apostólica, Antonio Laelio. En resumen, se trata de lo siguiente: el desarrollo de las funciones que los monarcas se autoatribuían - o que los juristas les atribuían y los reyes aceptaban y ejercían- había alcanzado tales cotas, las facultades reales eran ya tantas en cuanto a la dirección de la Iglesia indiana, que ni podían ampararse ya bajo el nombre de Derecho de Patronato ni podían suponerse concedidas en la bula patronal de 1508. Se arbitró entonces una fórmula nueva: la verdadera fuente de la concesión pontificia de facultades espirituales a los reyes no es ya la bula Universalis de Julio II, sino las mucho más genéricas bulas alejandrinas, sobre cuya inconcreción cabía basar cualquier supuesto. Y el supuesto que en ellas se basó fue el del carácter de vicario papal en Indias que el Pontífice habría concedido al rey de Castilla. Los monarcas castellanos, pues, resultaban así ser vicarios pontificios -así se afirmó- para el gobierno espiritual de las Indias, y por tanto no poseían unas facultades limitadas y tasadas, sino cuantas fuesen necesarias para dirigir a la Iglesia en Indias. De ahí la denominación de Vicariato que se da a tal doctrina. Dado que este capítulo está dedicado al estudio del Patronato, dejaremos un mayor detalle sobre la evolución que convierte al Vicariato en Regalía para el capítulo dedicado al estudio del Regalismo. Baste ahora decir que el Vicariato -evolución amplificadora del Patronato propia del siglo xvil- deja a su vez paso en el xvín a la nueva tesis de las regalías mayestáticas, en cuya virtud se pasará a afirmar que las facultades que posee el rey en Indias en materia espiritual no le vienen de una concesión pontificia -como se decía que provenía el Vicariato-, sino de la propia esencia de la soberanía. Las facultades regias eran inherentes a la Corona, a la Majestad: eran regalías o derechos reales, y la doctrina que así lo sostuvo recibe el nombre de Regalismo. Dejando para otro capítulo, pues, el estudio del Regalismo, diremos ahora sobre el Vicariato que coincide con el Patronato en que se trata de una concesión papal -real o pretendida-, y coincide con las regalías en que las facultades regias son tan amplias cuanto pueda ser preciso para el gobierno de la Iglesia indiana en todas sus facetas. Como ha expresado Leturia, los creadores originarios de la tesis vicarial no fueron los juristas de corte, sino los religiosos, y en particular los franciscanos. En efecto, las Ordenes religiosas habían sido las primeras en evangelizar América, y para facilitarles tal labor dictó Adriano VI, en 1522, la famosa bula Omnímoda, que concedía amplias facultades cuasi-episcopales a los superiores de las Ordenes. Cuando luego se fue creando la jerarquía ordinaria diocesana, los obispos juzgaron que los privilegios excepcionales otorgados por la Omnímoda a los religiosos habían dejado de tener razón de ser, y pretendieron suprimirlos, apoyados en el concilio de Trento, que trató de robustecer precisamente la autoridad episcopal. La larga lucha entre obispos y Ordenes que siguió y que dura hasta mediado el siglo XVIII, llevó
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a los religiosos a buscar una y otra vez el apoyo real en favor de sus derechos, y para fortalecer la autoridad regia en la que se amparaban construyeron la tesis vicarial, según la cual los reyes están instituidos como «delegados de la Silla Apostólica y sus Vicarios generales, constituidos por la bula alejandrina del año de 1493 y sus referentes que los elevaron y sublimaron a esta dignidad» (ALVAREZ DE ABREU). La base doctrinal la sentó el franciscano Fr. Juan Focher en su Itinerarium catholicum proficiscentium ad infideles convertendos (publicada en 1574), y la desarrollaron otra serie de autores religiosos. Solórzano la recibe y le da su definitiva formulación técnica, y la Corte defendió siempre al autor contra las protestas y condenas procedentes de Roma, donde la Santa Sede se negaba - y se negó siempre- a aceptar la afirmación de que los Papas hubiesen nunca delegado en los reyes sus facultades de gobierno para las Indias, constituyéndoles sus vicarios en ellas. Y no sólo la corte: un escritor tan insigne como el obispo Fr. Gaspar de Villarroel, que ignoraba la condenación del libro de Solórzano cuando escribió en 1656 su Gobierno eclesiástico pacífico, aceptará de plano la tesis vicarial y dará como razón para aceptarla precisamente el dato de que era defendida por Solórzano Pereira. Las palabras de Villarroel no dejan lugar a dudas sobre su pensamiento: «Aunque el patronazgo no da por su naturaleza jurisdicción en las cosas eclesiásticas, no sucede así en el patronazgo de nuestros Reyes Católicos, porque este patronazgo tiene gran suma de privilegios, en virtud de los cuales unos doctores llaman al rey vicario general, otros (y muchas veces) legado a látere, porque el papa puede, aunque no sea eclesiástico el rey, darle jurisdicción en lo civil y en lo criminal.» Otros muchos autores del mismo siglo defendieron la tesis vicarial, tales como Frasso, Salgado, etc. Son confirmadores del pensamiento de Solórzano y precedentes de la aún más avanzada tesis regalista, que se insinúa durante la segunda parte del XVII y se consolida definitivamente en el nuevo ambiente del XVIII, traído a España y a las Indias por las ideas ilustradas y la Monarquía borbónica.
NOTA
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CAPÍTULO 6
EL REGALISMO INDIANO Por ALBERTO DE LA HERA
Durante los siglos XVI y XVII la Iglesia de Indias fue dirigida mediante un sistema mixto, en el que concurrían las competencias tanto de la Santa Sede como de la Monarquía española. Aquélla había concedido a ésta, al producirse el Descubrimiento, la soberanía sobre los nuevos territorios descubiertos y por descubrir; lo había hecho en virtud de las facultades que la teocracia —doctrina predominante durante el Medievo para explicar las mutuas relaciones entre el poder eclesiástico y el civil- reconocía al Sumo Pontífice como señor del orbe, al que correspondía el derecho de conceder a los príncipes cristianos las tierras de infieles a efectos de que las cristianizasen. La soberanía así adquirida, pues, entrañaba el deber de evangelizar, que recaía, en consecuencia, sobre los nuevos soberanos establecidos por el Papa sobre los pueblos paganos. De faltar aquéllos a esta obligación, la base de la concesión de soberanía dejaría de estar presente y la concesión misma quedaría invalidada. Pero, en contrapartida, si la cristianización se llevaba a cabo por los príncipes, al haber quedado cumplida su parte en el pacto con la Santa Sede, la soberanía otorgada por ésta se transformaba en irrevocable, transmitiéndose a los sucesores de los primeros príncipes de manera perpetua. De hecho, este sistema condujo al gobierno de la Iglesia indiana -dado que en las Indias españolas se produjeron todos los acontecimientos que conducían a una tal situación- por parte del poder político. Sobre la base de la concesión efectuada a los Reyes Católicos por Alejandro VI en 1493, los monarcas castellanos acometieron la empresa evangelizadora. Y una vez acometida obtuvo don Fernando del papa Julio II, en 1507, el Derecho de Patronato sobre todas las iglesias de Indias. Tal privilegio reafirmaba el deber de cristianizar de los reyes, convirtiendo defacto a España en lo que se ha llamado un Estado misionero; la conciencia de encontrarse ante un deber ineludible, impuesto a España como requisito y fundamento de su propio dominio sobre América, se convierte en la Monarquía hispana en una auténtica concepción religiosa de su obra política, «y es precisamente esa conciencia religiosa la que, al fusionarse con la vocación imperial, va a posibilitar la formulación de una nueva concepción teológico-religiosa del Estado, plasmada en la idea del Estado-misión» (DE LA HERA-MARTÍNEZ DE CODES).
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El Estado cargó así con la total responsabilidad, pero también con la total competencia, sobre la dirección de la labor evangelizadora y, una vez nacida allí y establecida definitivamente la Iglesia, sobre esta misma. El Derecho patronal solamente autorizaba a la Corona a proponer al Papa las personas que habían de ser investidas de los cargos eclesiásticos; no es todo, pero es mucho, puesto que ninguna dignidad ni ningún oficio, desde el arzobispado de Lima a la última parroquia, se confirió nunca a otro candidato que al propuesto por la autoridad civil. E incluso sobre los superiores de las Ordenes religiosas, aun no produciéndose su nombramiento a propuesta del monarca, existió en virtud del propio Patronato un estrecho control, intensificado a partir de la real cédula de Felipe II de 1574 y del intento por este rey de creación del cargo de comisario de Indias, que solamente llegó a existir en la Orden franciscana. I.
PATRONATO-VICARIATO-REGALIAS
El Derecho de Patronato fue entendido progresivamente de manera cada vez más favorable a la Corona. Algunas instituciones en especial intensificaron de manera muy notable la competencia civil sobre la vida eclesiástica indiana: a) el hecho de que los obispos hubiesen de prestar, al tomar posesión de sus cargos, un juramento de fidelidad a la Santa Sede quedaba muy condicionado por la cláusula que se añadía al mismo, en cuya virtud los obispos juraban tal fidelidad sin perjuicio de la debida al rey; b) la obligación de los obispos de enviar periódicamente un informe a la Santa Sede sobre el estado de sus diócesis la cumplían enviando dicho informe al Consej o de Indias, que no la hacía luego seguir hasta Roma; c) los obispos indianos no efectuaban, bajo el pretexto de la distancia y consiguiente duración del viaje, la visita ad limina, y aunque tal medida tomada por la Corona pareció ciertamente justificada por la razón antedicha, no hay duda de que limitaba de modo excepcional el conocimiento e intervención de la Santa Sede sobre la Iglesia indiana; d) los documentos papales atinentes a las Indias habían de pasar por el control del Consejo, sin cuyo pase no se tramitaban ni surtían efectos en América; e) los obispos y demás autoridades de la Iglesia americana, en medio de este ambiente y a tenor de estas normas - q u e sustancialmente la Santa Sede toleró sin proponer otras ni protestar las existentes-, vivieron siempre en la convicción de que obedeciendo al rey cumplían con su deber y su conciencia. Es decir, consideraban a la Corona como la que reunía de hecho la efectiva competencia para el gobierno de la Iglesia indiana. Todo ello nos conduce, efectivamente, a la conclusión de que el poder de la Santa Sede sobre la Iglesia en América fue genérico, mientras recayó específicamente sobre la Corona. La única verdadera intervención -nunca dejada en otras manos- de la Santa Sede fue el nombramiento de los obispos y la creación de las diócesis. La evangelización fue llevada a cabo por los misioneros, y el gobierno de la Iglesia ya establecida por las autoridades eclesiásticas, bajo el control y dirección inmediata del poder civil. Lo cual convirtió de hecho a los reyes en delegados de la Santa Sede
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para el gobierno eclesiástico de las Indias, es decir, en vicarios del Sumo Pontífice. Es la tesis vicarial, nacida en América por obra de algunos frailes interesados en la protección real para sus privilegios y desarrollada luego por los juristas áulicos del siglo xvil, en particular por Juan de Solórzano. La aceptaron los sucesivos cultivadores del Derecho eclesiástico indiano; la aceptó la Corona y con ella el Consejo de Indias y los restantes organismos de gobierno metropolitano y colonial, y la aceptaron los propios obispos y eclesiásticos, en buena medida en virtud de la tolerancia de facto que la Santa Sede le otorgó, pese a haber salvado siempre los principios, como lo prueba el que, de un lado, nunca se interrumpiera la designación de prelados y demás actuaciones ordinarias del Papado en relación con América, y de otro, el que la obra de Solórzano fuese incluida y mantenida a ultranza en el índice de Libros Prohibidos, si bien este dato lo desconocieron en América los prelados, que mantuvieron durante tres siglos su dependencia de la Corona, bajo la cual, efectivamente, el Nuevo Continente fue cristianizado y se asentó en él una floreciente cristiandad (EGAÑA, BRUNO). El Vicariato es, pues, un desarrollo abusivo del Patronato, pero que tiene de común con él su condición de concesión de la Santa Sede a la Corona, es decir, su origen eclesiástico. Cierto que nunca lo concedió la Santa Sede, pero como concedido por ella se presenta por la doctrina oficial española, y Roma, si niega esa concesión, permite su aplicación en la práctica. Comparando Patronato con Vicariato, escribe Giménez Fernández que «en su origen, el Real Patronato Indiano fue durante el siglo XVI, bajo el influjo de Soto y Vitoria, y según la genial concepción de Juan de Ovando (1570), una institución jurídico-eclesiástica por la que las autoridades de la Iglesia universal confían a los reyes de Castilla la jurisdicción disciplinar en materias canónicas mixtas de erecciones, provisiones, diezmos y misiones, con obligación de cristianizar y civilizar a los indígenas; la que, bajo el criterio centralizador de la política de Felipe II a partir de 1580, transformaron los legistas del Consejo de Indias, especialmente Araciel, Solórzano y Frasso en el Regio Vicariato indiano, institución jurídica eclesiástica y civil por la que los reyes de España ejercitan en Indias la plena potestad canónica disciplinar con implícita anuencia del Pontífice, actuando dentro del ámbito fijado en las concesiones de los Pontífices y en la legislación conciliar de Indias». Las bases del Vicariato Regio son, pues, estas dos: que se trata de un poder disciplinar sobre la Iglesia indiana que abarca la totalidad de las materias atinentes a su gobierno, en cuanto tal poder sea encomendable a seglares -es decir, en cuanto su ejercicio no requiera la potestad de orden ni se refiera a lo dogmático-, y que los reyes lo poseen por delegación de la Santa Sede -delegación otorgada expresamente por los Papas en las bulas alejandrinas o implícitamente aceptada por los Pontífices ante su ejercicio de hecho-, lo cual, precisamente, les permite llamarse vicarios papales para las Indias. De manera clara encontramos expuesta esta doctrina también en los juristas del siglo XVIII:
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«Son nuestros Reyes -escribía Rivadeneyra- Delegados de la Santa Sede Apostólica por la Bula de Alexandro VI que comienza ínter coetera, y como tales Delegados y Vicarios Generales les compete el exercicio de la autoridad, jurisdicción y gobierno Eclesiástico y Espiritual en todas las materias tocantes a lo Religioso y Eclesiástico de aquellos Reynos, con plena y absoluta potestad para disponer a su arbitrio todo lo que les pareciera más conveniente al espiritual gobierno, ampliación y extensión de la Religión cathólica, culto Eclesiástico, conversión de los Infieles y progresos espirituales de los Fieles, como consta expresamente en la misma Bula: es corriente entre todos nuestros Regnícolas: supuesto y assentado inconcusamente en muchas Cédulas y Leyes citadas por ellos».
La objeción de que no pueda encomendarse tal jurisdicción a seglares no les resulta desconocida a aquellos autores, pero, y ello puede dar muestra de la seguridad con que se pronuncian, en lugar de intentar probar que tal delegación de poderes pontificios en quienes no pertenecen a la jerarquía eclesiástica es en sí misma posible, para justificar a partir de ahí que se hiciera la concesión del Vicariato a los reyes -como pretenden que ocurrió-, siguen los juristas áulicos el camino inverso y prueban que la delegación de funciones eclesiásticas en personas civiles es posible porque los reyes de España la poseen. Así, por ejemplo, expresa esta idea Alvarez de Abreu: «La confirmación de todo lo referido en orden a que no repugna el que en un Príncipe temporal recaigan derechos Eclesiásticos y espirituales por merced Apostólica la podemos tomar de nuestros propios derechos, pues en virtud de especiales concesiones, indultos y privilegios apostólicos están cometidas y encargadas a nuestros Reyes en las Indias, sin limitación alguna (y no obstante que un Romano Escritor intentó oscurecerlo —la referencia es obvio que alude a Lelio y su refutación del pensamiento de Solórzano-) todas las veces, y autoridad de Su Santidad, y como Delegados de la Silla Apostólica, y sus Vicarios Generales, constituidos por la Bula Alexandrina del año 1493 y sus referentes, exercen la Eclesiástica y espiritual gobernación de aquellos Reynos, así entre Seculares como entre Regulares, con plenaria potestad para disponer de todo aquello que les pareciere más conforme y seguro en el espiritual gobierno, en orden a conferir, ampliar, establecer y promover la Religión Católica y el aumento espiritual de los fieles y conversión de los infieles que habitan en ellos».
Pero cuando Rivadeneyra y Abreu escriben, ya en el siglo xvm, se ha dado un nuevo paso en la atribución de poderes a los monarcas en el gobierno de la Iglesia. Ha aparecido, en efecto, una nueva figura, la Regalía, y una nueva doctrina, el Regalismo, que serán las propias y específicas de la tercera etapa de la acción cristianizadora de las Indias por parte de la Corona española. Giménez Fernández la ha caracterizado en la misma línea que acabamos de ver que sigue para su descripción del Patronato y el Vicariato. Refiriéndose a este último, escribe: «Pero ni aun esta amplísima jurisdicción bastó a los Borbones españoles, imbuidos del absolutismo nacionalista de Luis XIV; y a partir de Fernando VI, por sus legistas (Olmedo, Rivadeneyra, Campomanes, Ayala) se inicia la evolución doctrinal que culmina en la reforma de la Iglesia Indiana intentada por Campomanes y demás ministros de Carlos III, apoyándose, frente al Pontifica-
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do y contra la autonomía disciplinar del Episcopado y de las Ordenes Religiosas, en la llamada Regalía Soberana Patronal, institución jurídica meramente civil por la que los Reyes españoles borbónicos se arrogan la plena jurisdicción canónica en Indias como atributo inseparable de su absoluto poder real, fundamentándolo en las doctrinas antipontificias del absolutismo, el hispanismo y el naturalismo». II.
A)
EL REGALISMO
Concepto
La Regalía no es, por supuesto, una creación ni del siglo XVIII ni tampoco -como de la alusión a Luis XIV pudiera desprenderse- de finales del xvn. En sí misma, la Regalía no es sino un derecho de la Corona, un derecho regio, algo que corresponde al rey por el hecho de serlo. El uso fue a lo largo del tiempo reservando la palabra, si no de modo exclusivo, sí acercándose a ello, para los derechos de los monarcas en el terreno eclesiástico. Tanto que hoy llamamos Regalismo a la doctrina que consideró a los príncipes como detentadores de un poder de gobierno sobre las materias eclesiásticas, no en virtud de concesiones pontificias, sino en base a su propia condición de soberanos. Por tal razón, Giménez Fernández, que ha denominado al Patronato institución eclesiástica y al Vicariato institución eclesiástica y civil -queriendo reflejar que en aquélla la concesión es pontificia, y la misma procedencia tiene su contenido, y que en ésta la concesión se supone pontificia y su contenido es una ampliación civil de lo que los reyes realmente poseían por privilegios otorgados por los Papas-, llama a la Regalía institución meramente civil: ni su contenido procede de concesiones papales ni su origen tampoco; los reyes dicen poseer los derechos correspondientes por su propia condición de soberanos, y tales derechos son fijados por la misma doctrina áulica que crea la teoría. Pero no se trata ni de una doctrina ni de unos derechos que nazcan en los siglos xvii-XVHl ni que en ellos se ejerciten por vez primera. En otro lugar he sostenido que el Regalismo estaba ya presente en la acción regia en las Indias desde el momento mismo de la primera conquista y que para limitarlo, en el caso de España, al siglo x v m hay que añadirle el calificativo de borbónico. Quise con ello expresar que cabe, y existe, un concepto amplio de regalismo, que en tal sentido sería aplicable a las relaciones Iglesia-Estado y al correspondiente reparto de competencias desde los orígenes mismos de la cristiandad. En efecto, la Iglesia y el Estado -y no sólo en el ámbito del cristianismo, sino que se trata de un fenómeno común a todos los Estados y religioneshan competido siempre por el ejercicio del poder social. Diferentes doctrinas han ido con el pasar del tiempo proponiendo soluciones a la doble competencia de ambas instituciones sobre unos mismos fenómenos de relaciones humanas. Y por muchas variantes que tales relaciones hayan podido presentar y que las doctrinas hayan podido ofrecer, cabe hacer una síntesis que las reduciría a tres: hierocratismo o teocracia -predominio de la Iglesia sobre el Estado-, regalismo o cesaropapismo -predominio del Estado sobre la Iglesia- y separación entre ambos poderes, con índices mayores o meno-
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res de colaboración entre ambos. Siempre en líneas muy generales, el cesaropapismo fue típico del Imperio romano cristiano; la teocracia predominó durante la Edad Media, el regalismo caracteriza la Edad Moderna, y la separación es lo propio de la Edad Contemporánea. Varias razones explican el predominio del pensamiento regalista durante los siglos xvi a xvni, en un ritmo de intensidad que aumenta progresivamente desde el principio al fin de esa Edad, en tal medida que el siglo x v m resulta ser, efectivamente, el siglo regalista por antonomasia: de un lado, la decadencia del Papado, que había alcanzado el fin de su inmenso prestigio medieval con ocasión del cisma de Occidente, y que ya nunca vuelve a tener el poder que poseyera antes del cautiverio de Aviñón; de otro, el fortalecimiento del Estado a partir del desarrollo de las nacionalidades en el paso del siglo xv al xvi, y, en fin, como última causa, la Reforma protestante. B)
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Origen
Que la decadencia del Papado y el fortalecimiento de los nuevos Estados diesen pie a la sustitución de la teocracia por el regalismo es tan lógico que no precisa explicación alguna. Conviene, en cambio, detenerse un momento en la influencia sobre el Regalismo de la Reforma luterana. Martín Lutero confió el supremo poder en las iglesias reformadas al poder civil; en los países en que el protestantismo se impuso, los monarcas se convirtieron en auténticas cabezas de las correspondientes iglesias. La cantidad de poder que este fenómeno acumuló en las monarquías protestantes se comprende bien si se piensa en la importancia que conservaba la vida eclesiástica en la sociedad europea de aquel tiempo. Sobre esta base es fácil comprender que las monarquías católicas, que manteniéndose fieles al Papado no podían disponer de poderes comparables a los que Lutero había puesto en manos de los monarcas de la Reforma, añorasen la posesión de facultades de gobierno tan amplias como las disfrutadas por las coronas protestantes. Aunque tal hecho pudiese no ser consciente, motivó sin duda un movimiento de acercamiento de las monarquías católicas a las tesis regalistas, en cuya virtud los príncipes poseerían poderes amplísimos en el campo eclesiástico. El Regalismo se nos presenta así como una herejía administrativa; la herejía en la que caen los países católicos en un terreno que, al no afectar a lo dogmático y al no provocar tampoco el cisma, pues la sumisión al Papa como cabeza suprema de la Iglesia no se altera en lo esencial, permitió la conservación de la unidad religiosa en contraste con su ruptura en el mundo de la herejía doctrinal, es decir, en el ámbito dominado por el protestantismo. Naturalmente, la primera aparición del pensamiento regalista bajo la forma de una doctrina que reivindica poderes eclesiásticos para el monarca, en cuanto que supone un acercamiento a las tesis protestantes, había de rondar verdaderamente la herejía no sólo administrativa -ya se comprende que utilizamos aquella palabra de un modo elástico-, sino también dogmática. Tal fue el caso de la Asamblea del Clero francés, que patrocinó Luis XIV en 1682, y que dictó los Cuatro Artículos Galicanos: 1) ni los Papas ni la Iglesia tienen poder alguno sobre los príncipes temporales en cuanto tales;
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2) el Concilio general ha de ser considerado superior al Papa; 3) el primado papal ha de ejercerse respetando los derechos de las iglesias locales; 4) los decretos papales, en cuestiones de fe, no son irreformables mientras no reciban la conformidad de toda la Iglesia. Roma reaccionó contra esta doctrina, que traspasa los límites de lo administrativo, para negar principios dogmáticos, y Luis XIV hubo de dar marcha atrás. Pero de ahí arranca un fuerte Regalismo que en Francia recibe el nombre de Galicanismo, que tenía raíces muy antiguas en aquel reino y que proclamará para todo el siglo x v m la competencia del príncipe en cuestiones temporales de la Iglesia - p o r las que se entendió todo lo no relacionado con la fe y aun se llegaba a rozar el control de las declaraciones papales en tal terreno- en base, sobre todo, a dos argumentos: uno, que así ha sido querido por Dios al dividir los poderes entre el Papa y el Monarca por derecho divino, y dos, que tales son las antiguas libertades de la Iglesia galicana —entendiendo por tales los derechos de gobierno de las instituciones eclesiásticas galas en momentos del Medievo, en que el Papado aún no ha comenzado a ejercer sus facultades en la forma centralizada e inmediata sobre toda la Iglesia en que lo hizo posteriormente-, libertades que los pontífices no pueden ni desconocer ni disminuir. C)
Difusión
Bajo diferentes formas el fenómeno regalista se extendió por toda la Europa católica y adoptó diferentes nombres según los varios países. En Francia ya sabemos que se denominó Galicanismo. En Alemania, Febronianismo, denominación tomada de Justino Febronio, el seudónimo utilizado por Nicolás von Hontheim para publicar su libro De statu Ecclesiae, verdadero compendio de ideas cesaropapistas que seguían una tradición que contaba con nombres tan ilustres como Marsilio de Padua, el teorizante del poder imperial en las luchas contra el Pontificado en la Edad Media, y Van Espen, el profesor de Lovaina creador de la orientación regalista del Derecho canónico moderno. En Austria se utilizó el nombre de Josefinismo, tomado del emperador José II, el Rey Sacristán -según el despectivo apelativo que le aplicara Federico el Grande-, que regulaba hasta el número de velas que habían de lucir durante las funciones sagradas. En Italia, con el nombre de Jurisdiccionalismo, presidió la política de los Borbones en Ñapóles y Parma, y de los Habsburgo-Lorena, en Toscana. En Portugal bajo el marqués de Pombal, primer ministro de José I, y en España bajo los reyes de la Casa de Borbón, instaurada a partir del comienzo del siglo x v m en virtud del testamento de Carlos II y de la Guerra de Sucesión, el Regalismo -con esta denominación- inspiró toda la obra de gobierno de la Ilustración y marcó profundamente las relaciones entre las dos Coronas peninsulares y la Santa Sede. No deja de ser un interesante testimonio del modo en que el Regalismo de la corte, y el de los autores que en torno a la misma giran era recibido por buena parte de la opinión nacional el hecho de que, en Portugal, se atribuya la locura de la reina doña María I, entre otras causas, a su convicción de que su padre, José I, se había condenado sin duda como consecuencia de su
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política regalista, y en España se considerase por muchos a los Borbones como una dinastía antiespañola, contraria a nuestras tradiciones, y fomentadora de una descristianización ilustrada de la nación, en contraste con la muy católica Casa de Austria, idea de la que se hará tardío pero significativo eco Menéndez Pelayo. El Regalismo se impone en España, en efecto, a todo lo largo del siglo XVIII, y perduran muchos de sus principios en la centuria siguiente. Había tenido precedentes, y no es conforme a la exactitud de los hechos atribuirlo en exclusiva a la Casa de Borbón. Bajo Felipe IV, el Memorial de Chumacero y Pimentel ya recogía una importante serie de reivindicaciones de la Corona frente a la Sede Apostólica que pueden muy bien calificarse de regalistas. Pero es importante subrayar que el Regalismo borbónico, o dieciochesco, no aumenta tanto - e n comparación con tiempos anteriores- las intromisiones reales en la disciplina eclesiástica cuanto modifica los fundamentos de tales intromisiones. Como se ha dicho anteriormente, en relación con el caso indiano, el Patronato y el Vicariato se asemejan en que ambos son considerados como concesiones pontificias, y se diferencian en que el segundo tiene un contenido mucho más amplio que el primero. Pues bien, el Vicariato y la Regalía tienen prácticamente un mismo contenido, apenas aumentan las intromisiones regias en el campo de lo eclesiástico al pasarse de aquél a ésta; la diferencia esencial está en que el Vicariato lo poseen los príncipes -según afirman- por haberles sido otorgado por los Papas, y la Regalía es un derecho nato de la Corona que la Santa Sede tiene el deber de respetar. Por eso, el Memorial de Chumacero y Pimentel, que constituye un lugar común cuando se quiere recurrir a los precedentes austrias del Regalismo borbónico, lo es en cuanto representa una reclamación real a Roma para que se reconozcan a los reyes más amplios derechos y competencias, pero en lo que hace a los fundamentos doctrinales que lo sustentan no obedece aún a la idea típicamente regalista del derecho divino de los reyes para ejercer el control y gobierno de la disciplina eclesiástica. Esta doctrina aparece ya en el reinado de Felipe V, de la mano de los escritos de Macanaz y Alvarez de Abreu; inspirará las relaciones con Roma de Fernando VI y sus ministros, defendida por Mayáns y Sisear; será la propia de los autores que escriben bajo Carlos III - u n Rivadeneyra, por ejemplo, un Campomanes, igualmente- y de los ministros que con este monarca gobernaron. Y, como es lógico, se aplicó a las Indias de manera decidida y aun atrevida, tratando de avanzar allí actitudes que luego se querría trasladar a la metrópoli. III.
EL REGALISMO EN INDIAS
Un estudio del Regalismo en Indias, pues, no es tanto una aportación de intromisiones regias en la vida eclesiástica cuanto un análisis del pensamiento y la doctrina. Si en el capítulo sobre el Patronato los temas fundamentales eran su concesión a los reyes de Castilla para todos sus territorios de América, al tratar del Regalismo son pocos los nuevos puntos de inciden-
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cia del poder real en las Indias que no se hubiesen manifestado con anterioridad y,' por supuesto, en vano intentaríamos buscar una huella de la concesión pontificia de privilegios regalistas. Por ello, nuestra atención se ha de verter sobre los siguientes puntos: la política económica de Felipe V en Indias, en la que sí aparece alguna interesante novedad de éstas que no existieron con anterioridad y resultan, por tanto, ser frutos del pensamiento regalista; la política conciliar de Carlos III, que constituye el principal ejemplo de aplicación del Regalismo en Indias; algunas actuaciones aisladas de Carlos IV en Indias, que son consecuencia de actitudes suyas de gobierno en relación con la metrópoli; y el pensamiento que está detrás de todos estos actos, los justifica y los apoya, dando lugar a un intento de revisión general de la obra legislativa indiana, hasta pensarse en una nueva Recopilación que sustituyese a la de Carlos II y que obedecería en materias eclesiásticas a los principios informadores de la doctrina regalista. A)
Política económica de Felipe V
Cuando Felipe V ocupa definitivamente el trono de España no alienta el propósito de alterar sustancialmente la política religiosa de sus predecesores en los territorios ultramarinos. Sin embargo, imbuido él y sus ministros del galicanismo de su abuelo Luis XIV, sí que comienza en la metrópoli una nueva era en lo que hace a las relaciones entre la Santa Sede y el poder civil. Es sabido que Clemente XI se vio obligado en un momento dado a reconocer al archiduque Carlos como rey de España durante la Guerra de Sucesión; ello dio motivo a varios cierres de la Nunciatura en Madrid, y la política religiosa del primer Borbón, conducida en diferentes épocas por el obispo de Málaga, don Gaspar de Molina, y por el abate Alberoni, llevará a no pocos enfrentamientos con Roma, que fueron dejando su huella en las mutuas actitudes entre la Corona española y el Papado. Pero, para las Indias, los reflejos de tales hechos fueron más bien escasos. Las reivindicaciones anteriores de la época de Felipe IV, y las nuevas que Macanaz y otros autores ponen ahora en marcha, se referían a la península; las Indias poseían desde mucho atrás el Patronato universal, que se convierte, en cambio, en la metrópoli en la meta de todos los esfuerzos regalistas, hasta lograr su reconocimiento en el Concordato de 1753. Todo lo cual, para las Indias, carece de particular interés. El problema regalista indiano aparece por vez primera, de manera digna de especial atención, a raíz del planteamiento del problema de la atribución de las rentas vacantes. «Con nombre de vacantes entendemos en este Discurso -escribía Alvarez de Abreu- únicamente aquellos frutos, especies o rentas que por razón solamente del derecho decimal, concedido a los señores Reyes Católicos, se adeudan y causan en la Metrópoli, o Diócesis Vacante, durante su orfandad: los mismos que en Sede plena habían de percibir y gozar el Prelado Metropolitano, o Diocesano, y las Dignidades, Prebendados y demás Ministros de las Iglesias de Indias, por razón de estipendio, o congrua sustentación, en virtud de las erecciones y estatutos de las tales Iglesias, y órdenes de Su Majestad». Fue precisamente Abreu quien convirtió este tema en una cuestión
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candente, que para él mismo concluyó con la concesión de un título de nobleza, el marquesado de la Regalía -pocas veces un título reflejará con mayor precisión el motivo por el que fue otorgado-; para la Corona, en lo que se afirmó que significaba el descubrimiento de unas nuevas Indias -tal fue el importe de las nuevas rentas que pasó a percibir-; para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en la consagración primera de los principios regalistas de nuevo cuño en los albores del siglo de la Ilustración. La cuestión en sí no parecía justificar la trascendencia que llegó a revestir. Las rentas vacantes mayores, que correspondían a los arzobispados y obispados, se habían atribuido siempre en las Indias a la Corona, a los solos efectos de su distribución en fines píos; se reservaban a los futuros ocupantes del cargo las rentas vacantes menores, como las de canonjías y prebendas. Así se mantuvo el tema durante dos siglos, no sin discusiones que trataban de llevar tales rentas a poder real, pero sin que ese cambio se operase nunca. Alvarez de Abreu estudió detenidamente el tema y llegó a la conclusión de que las rentas de vacantes eran libre propiedad de la Corona, que podía darles el uso que estimase oportuno. Dada la extremada duración de las vacantes indianas, como consecuencia del complicado sistema de provisión patronal de los cargos eclesiásticos, los productos de las vacantes tenían un montante altísimo. Cuando Abreu logró convencer a los medios oficiales y al rey, a través de un complejo proceso de estudios, Juntas y exámenes de la temática, la Corona vio aumentados en enorme medida sus ingresos provenientes de América, y si bien normalmente destinó tales rentas a atender necesidades de la propia Iglesia y de los pobres, ello le descargó del deber de atender estas obligaciones con otros fondos de la Real Hacienda. El resultado económico para la hacienda pública resultó, en todo caso, muy brillante, y Abreu debe buena parte de su fama a tal logro. Lo importante en toda esta cuestión es que Alvarez de Abreu provocó con sus actuaciones una decisión real sobre un tema de administración eclesiástica en que se deja de lado cualquier entendimiento con la Santa Sede para tomarse una decisión innovadora en materia de primer orden por la sola autoridad de la Corona. Este es el Regalismo. Sin mediar ni privilegio ni negociación, en materia en que durante dos siglos -bajo Patronato y Vicariato- la norma había sido otra y la Santa Sede la había defacto aceptado, el rey actúa por su propia autoridad e innova radicalmente el tratamiento jurídico de la cuestión. Y ello en base a un razonamiento de corte doctrinal regalista. Este es el punto que hay que subrayar, porque por vez primera el Regalismo incide sobre el gobierno eclesiástico de las Indias con todos los perfiles que le son propios. B)
Política conciliar de Carlos III
Bajo Carlos III se programa una reestructuración general del gobierno de las Indias. «Los políticos de la dinastía borbónica comprobaron, una vez más, que era imposible seguir gobernando las posesiones ultramarinas con los anticuados e inapropiados órganos disponibles de la administración. En todos los sectores había surgido una inédita problemática que desbordaba a los virreyes, carentes, por otrp lado, de colaboradores. Había que realizar
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reformas» (MORALES PADRÓN). Y entre tales reformas estaban las que se hacían precisas en la Iglesia. Era necesario crear nuevas diócesis y llegar hasta confines hasta entonces inatendidos; dotar al clero de una formación coherente con las nuevas corrientes filosóficas y científicas; someter más estrechamente a las Ordenes religiosas - d e por sí autónomas frente a la Corona, como dependientes de órganos propios de poder situados en Roma, lejos del influjo real- a la vigilancia de los obispos. Los jesuítas controlaban en Indias los principales centros educativos y una de las zonas de mayor interés por el éxito de los métodos de evangelización y desarrollo aplicados: las Reducciones. La orientación de los centros educativos a los que acudía la clase dirigente había de adecuarse a las nuevas corrientes, y era la Iglesia la que dirigía tales centros. Se hacía, pues, necesaria una profunda reforma del sistema precedente, muy particularmente en este terreno. Pero reformar la Iglesia resultaba tarea imposible para la Corona, aun recurriendo a las prácticas regalistas. Para reformar la Iglesia resultaba imprescindible contar con ella. Y la política de Carlos III buscó precisamente eso: la aceptación por la propia Iglesia del sistema regalista, de modo que la propia autoridad eclesiástica impusiese las reformas que la Corona deseaba. El rey pudo dar un golpe de fuerza: la expulsión de los jesuítas. Así arruinó las Reducciones, pero privó a la Compañía de Jesús de su gran resorte de poder, prestigio y recursos, hasta lograr luego su extinción por decisión -arrancada por las Cortes católicas de Europa- de Clemente XIV. Privó así también a la clase dirigente de las orientaciones educativas que los jesuítas imponían. Eso ya era mucho. Pero el Regalismo no podía contentarse con eliminar a la Compañía; esto supuso remover el principal obstáculo a la política de reformas - d a d o que los jesuítas, desde sus enfrentamientos con el galicanismo, significaban un importante bastión de defensa contra los derechos de las Coronas frente al Papado-, pero seguía siendo preciso llegar a la reforma completa, en sentido ilustrado, del pensamiento, la enseñanza y las estructuras y actuación de la Iglesia en Indias. A lograrlo tendieron las subsiguientes medidas de Carlos III, concretadas sobre todo en la puesta en marcha de la celebración de concilios provinciales en todos los territorios de América. La idea Carolina de confiar a los concilios americanos la reforma de la administración de la Iglesia en sentido regalista resulta sumamente inteligente. Si se conseguía que fuesen los propios prelados de Indias quienes aprobasen las nuevas normas por las que debía regirse la Iglesia americana, la Corona quedaría de un lado exculpada de haber promovido ella misma la adopción de los principios regalistas, y de otro apoyada en su nueva política, al consistir ésta en cuidar de la aplicación de lo que los propios prelados, a través de los sínodos, hubiesen establecido. A tal efecto, la real cédula de 21 de agosto de 1769, habitualmente denominada el Tomo Regio, procurará la puesta en marcha de la reunión de una serie de concilios en todos los territorios indianos. En sí misma, la iniciativa no podía merecer el menor reproche. Intensa durante el siglo XVI, la celebración de sínodos en Indias había disminuido notablemente durante el XVII. «El concilio de Trento —recuerda Bruno— había ordenado la celebra-
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ción de los concilios provinciales cada tres años. Por las distancias y dificultades de viajes obtuvo Felipe II el breve de San Pío V, de 12 de enero de 1570, que prorrogaba en Indias a cinco años el plazo de los concilios; plazo que Gregorio XIII alargó a los siete años el 12 de julio de 1584 por pedido de Santo Toribio de Mogrovejo. Finalmente, Paulo V, el 7 de diciembre de 1610, amplió esta facultad al permitir la celebración de concilios de doce en doce años». De hecho, los plazos no se cumplieron, y si bien hubo más numerosos sínodos diocesanos y escasos provinciales, la vida conciliar indiana pivotó sobre dos series de concilios, que se agrupan en un estrecho margen de tiempo a fines del siglo xvi: los tres concilios mexicanos y los cinco limeños, celebrados aquéllos en 1555, 1565 y 1585, y éstos en 1552, 1567, 1583, 1591 y 1601. Con posterioridad no había vuelto a reunirse un concilio provincial en ninguna de las dos grandes sedes antes del Tomo Regio de Carlos III. Fueron el concilio III de México y el III de Lima, presididos, respectivamente, por los arzobispos don Pedro Moya y Contreras y Santo Toribio de Mogrovejo, los que marcaron para siempre la legislación conciliar de Indias. En ambos virreinatos la vida eclesiástica se rigió en adelante por las normas emanadas de ambos concilios, en cuyas actas se reúne una extensa regulación de cuantos puntos eran de interés para la administración espiritual y temporal de la Iglesia; los concilios posteriores, hasta Carlos III, siguen en todos los territorios americanos muy de cerca el camino trazado por los dos concilios mencionados. Carlos III y sus ministros encontraron, pues, fácil el camino para potenciar una política favorable a la celebración de nuevos concilios provinciales; el resultado de su acción fueron los concilios IV mexicano y VI de Lima, de 1771 y 1772, y más tarde, en 1774-78, el de Charcas y algunos otros de menor trascendencia en relación a los de las dos capitales virreinales. La preparación del Tomo Regio había sido objeto de una cuidadosa labor, en la que tuvieron mano los principales asesores de Carlos III, y muy en particular Campomanes. Giménez Fernández ha descrito con abundantes detalles el proceso en su monografía sobre el tema (vid. en la bibliografía). La real cédula o Tomo Regio de 1769 indicaba a sus destinatarios, de parte del monarca, «la obligación que me incumbe, en consecuencia de lo dispuesto por las leyes de mis Reinos, de los derechos de mi patronazgo real, de la protección que debo a los cánones y de la regalía aneja a la corona desde los principios de esta monarquía, a promover la congregación y celebración de concilios nacionales o provinciales, indicando los puntos que se han de tratar en ellos» (publica el texto del Tomo Regio Tejada y Ramiro, al frente de las actas del IV Concilio Límense, en su Colección de Cánones de la Iglesia de España y de América). Es cierto que ninguno de los concilios promovidos por Carlos III llegó a tener validez canónica; «una vez más, la invasión del poder civil impedía el libre desenvolvimiento de la Iglesia» (GÓMEZ HOYOS). Pero ése es un punto a analizar más adelante. Valga ahora subrayar las últimas palabras del texto del Tomo Regio que ha quedado insertado líneas arriba: el rey marcará los puntos a tratar en los concilios. Con esta medida se trataba precisamente de
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llevar de la mano a la jerarquía eclesiástica americana hacia el terreno en que la Corona tenía interés en promover una nueva normativa de sentido regalista; el Tomo señala que los concilios previstos tienen como objeto «exterminar las doctrinas relajadas y nuevas», es decir, el probabilismo jesuítico, «restableciendo también la exactitud de la disciplina eclesiástica y el fervor de la predicación». Se establecía que los sínodos debían examinar «los excesos que cometan en la exacción de derechos los subalternos de sus tribunales eclesiásticos; formar «un catecismo abreviado» y revisar los catecismos «puestos en las lenguas naturales de los indios», siempre para liberar la enseñanza de la fe de las doctrinas de los jesuítas, que son la bestia negra de esta política de reforma. En la misma línea se dispuso en el Tomo Regio que los concilios prescribieran que «no se enseñe en las cátedras por autores de la Compañía proscritos». Igualmente se ordenaba poner límites «en las fundaciones de capellanías» y que no se permitiese «perpetuar los bienes de patrimonio», para no «enajenar de las familias estas raíces ni sacarles del patrimonio de los seculares», primeros pasos, como se puede advertir, de la futura política desamortizadora. El rey debía señalar el momento más oportuno para la celebración, y a ésta debían acudir y estar siempre presentes los representantes de la Corona de Indias para «proteger al concilio y velar en que no se ofendan las regalías, jurisdicción, patronazgos y preeminencia real». «Más centralización -comenta Bruno- de la obra conciliar en manos del rey no era concebible sino en los Estados divididos del común tronco romano». Tiene interés esta cita del historiador argentino, ya que conecta con algo que más arriba hemos dejado indicado: hay en el regalismo una especie de sueño de los monarcas católicos por disponer sobre la Iglesia de jurisdicción semejante a la que en virtud de la Reforma adquirieron los monarcas protestantes, y las prácticas regalistas, si bien se operan en un contexto general de mantenimiento de la fe católica y de sumisión al Romano Pontífice, tienden sin duda a independizar a las iglesias nacionales de la directa dependencia de Roma, sometiendo al episcopado en todo lo posible a la alta dirección de sus actuaciones que provenía de la Corona. La celebración de los dos importantes concilios IV mexicano y VI de Lima tuvo lugar bajo estas coordenadas. En el caso de México, el arzobispo Lorenzana se sometió en un todo a las indicaciones de la real cédula de 1 769; las decisiones del concilio constituyen el más importante documento legalista de origen eclesiástico que se produjo en orden al gobierno de la Iglesia indiana, y, de haberse llegado a aplicar, la orientación del Regalismo hubiese sido un hecho consumado en la historia eclesiástica de América. Sin embargo, nunca logró la Corona que la Santa Sede aprobase ese concilio; incluso ni llegó a intentarlo seriamente. Y sin la aprobación de sus actas, su inmediata aplicación en Indias sin contar para nada con el Romano Pontífice hubiese significado un cisma, situación a la que Carlos III ciertamente no pretendía llegar. Algo se caminó en esa dirección bajo Carlos IV, cuando el ministro Urquijo, durante la vacante de la Sede Apostólica a la muerte de Pío VI,
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pretendió trasladar a la jurisdicción civil la competencia sobre multitud de cuestiones eclesiásticas; pero el hecho no dejó huella en nuestra historia, y no pasa de constituir una curiosa anécdota. Por lo que hace al Concilio VI de Lima, los prelados del virreinato peruano resultaron mucho más prudentes que los del de Nueva España; aceptaron las directrices regias para la celebración de la asamblea, y el programa que fijaba su contenido y orientación, de forma muy matizada, y las actas consiguientes ni siguen la línea regalista del concilio mexicano, ni agradaron a la Corte, ni llegaron tampoco nunca a ponerse en práctica. Hasta el momento de la independencia, la América española continuó rigiéndose sustancialmente en este campo por las líneas maestras señaladas y establecidas en los concilios paralelos, ambos con el ordinal III, de México y Lima de finales del siglo XVI. C)
Actuaciones aisladas de Carlos IV
Ya hemos apuntado que Carlos IV exacerbó la actitud regalista de su padre, pero lo hizo más en relación con la metrópoli que con los reinos de ultramar, a raíz del real decreto de 5 de septiembre de 1799, tildado de heterodoxo por Menéndez Pelayo y de cismático por Giménez Fernández, y que éste atribuye sobre todo al ministro Marqués de Cavallero -«de quien no se sabe decir si fue más infame que necio o más necio que infame»- y aquél a don Mariano Luis de Urquijo, el futuro colaborador de José Bonaparte, que como ministro de Carlos IV alentaba «sueños jansenistas de una Iglesia pura y nacional» (COMELLAS). En relación con América, el regalismo de Carlos IV se concretó fundamentalmente en el intento de puesta en práctica inmediata de nuevas leyes, que limitaban notablemente el fuero eclesiástico, tanto personal como real. El hecho fue consecuencia del complicado sistema de dotar a las Indias de una nueva Recopilación que sustituyese a la de 1680, la cual por una parte se había quedado evidentemente anticuada -aunque sólo fuese por la multitud de nuevas normas legales emanadas por la Corona a lo largo de veinte años del siglo XVII y la primera mitad del XVIII-, y por otra estaba agotadísima y resultaba prácticamente inencontrable, y no se quería reimprimir dado precisamente el anterior factor de quedar ya muy anticuada. Para sustituirla, y tras varios esfuerzos infructuosos anteriores, formó Carlos III una Junta, encargada de elaborar lo que vino en denominarse Nuevo Código de las Leyes de Indias. Fue nombrada por real cédula de 9 de mayo de 1776 y desarrollada a partir del 7 de septiembre de 1780, como continuación de trabajos precedentes que han estudiado particularmente Manzano Manzano y Muro Orejón. La labor de la Junta - q u e por otra parte existía todavía, y con igual cometido, que nunca concluyó, en el reinado de Fernando V I I - durante el reinado de Carlos III y Carlos IV se redujo a elaborar un nuevo Libro I de la Recopilación, precisamente el de las Leyes eclesiásticas. La doctrina ha estudiado este Proyecto de nuevo Libro I (Muro Orejón, De la Hera), para concluir que se trata del más desarrollado de todos los intentos de aplicar el Regalismo al gobierno de la Iglesia indiana. La Junta discutió a fondo tanto los principios doctrinales del Patronato, el Vicariato y el Regalismo, como sus aplicaciones prácticas en Indias; repasó cuidadosamente tanto toda la
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literatura al respecto como la totalidad de la legislación recopilada y no recopilada. Sus actas son, pues, el mejor documento que poseemos -continúan inéditas en el Archivo de Indias de Sevilla, habiendo publicado Muro la mayor parte de su Proyecto de nuevo Libro I del Código indiano- para conocer el sentido de la política regalista y su reflejo en la legislación indiana, y, por tanto, en la administración de la Iglesia en América. Si bien todo ello —al no haber entrado nunca en vigor la proyectada segunda Recopilación- no es sino documentación doctrinal, no vida real del influjo del poder civil en la Iglesia indiana. Cuando la Junta entregó, en 1790, a Carlos IV el Proyecto de nuevo Libro I, el monarca no lo puso en vigor. Sin embargo, en una real cédula de 25 de marzo de 1792 estableció que se fueran «poniendo sucesivamente en uso y práctica las decisiones comprendidas en dicho nuevo Código en todos los casos que ocurrieren, librando las cédulas y provisiones que resulten conforme a su tenor, al que deberán acomodar también su respuesta los fiscales y promover su observancia». Curiosa forma de proceder con un texto que ni se imprimió ni se dio a conocer, y al que deberían atenerse los fiscales, que no tenían acceso a él. Curiosa manera de hacer entrar en vigor un texto, no directamente, sino a través de futuras disposiciones, que cuando fueren necesarias sobre puntos concretos deberían dictarse a su tenor. La realidad es que nunca se dictó disposición alguna a tenor de ese Proyecto de cuerpo legal ni es de creer que fiscal alguno lo tuviera nunca en cuenta; en cambio, el propio monarca sí que ordenó formalmente que algunas, muy pocas, de las nuevas normas del Proyecto tuviesen vigencia y se aplicasen. Muro las ha reseñado, y ha de recordarse que su incidencia sobre la vida indiana resultó totalmente negativa. Se trataba -como antes se ha indicado- de leyes que limitaban el privilegio del fuero, y la inmediata consecuencia de sus aislados intentos de aplicación resultó ser una alteración grave de la estabilidad de las relaciones de la Iglesia y el Estado en Indias, dándose lugar incluso a alteraciones del orden público, a la vista del celo inusitado con que las justicias reales se dieron a liberar presos y abrir cárceles eclesiásticas, y provocándose varias cartas de protesta al rey, hasta caer en el olvido casi inmediato las nuevas medidas, que constituían el único y desafortunado intento de aplicar a las Indias un sistema de gobierno en lo eclesiástico de carácter estrictamente regalista. IV.
CONCLUSIÓN
Todo ello viene a probar que el regalismo, en la práctica, no llegó a modificar la competencia de la Corona sobre la Iglesia indiana. Las pocas veces que lo intentó seriamente -proyecto de nuevas leyes, concilios, supresión del Fuero-, a nada efectivo se llegó. Se trata, pues, ante todo, de un movimiento doctrinal, de una nueva forma de entender y explicar la autoridad real sobre las materias eclesiásticas. Hijo del jansenismo (Miguélez), estrechamente emparentado con el galicanismo y luego con el Racionalismo y el pensamiento de la Ilustración, el regalismo indiano no alcanzó nunca los niveles prácticos que en la teoría propugnaron sus defensores y expósito-
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res. Rivadeneyra analizó con brillantez su naturaleza en u n famoso libro, su Manual Compendio de el Regio Patronato Indiano, p e r o c u a n d o quiso pasar d e la teoría a la práctica, c o m o asistente real en el IV Concilio Mexicano, solamente logró c o l a b o r a r en u n a o b r a inútil y sin futuro. Y C a m p o m a n e s sobresalió, en su Tratado de la Regalía de Amortización o e n su Juicio imparcial sobre el Monitorio de Parma, c o m o formidable teórico de las nuevas opiniones, p e r o su contribución a la redacción del Tomo Regio n o logró c o n d u c i r a b u e n p u e r t o el p r o y e c t o de involucrar a la Iglesia indiana en su p r o p i a r e f o r m a de u n a m a n e r a suficientemente eficaz. Los reyes vigilaron siempre con e x t r a o r d i n a r i o celo q u e se respetasen sus d e r e c h o s patronales; el 14 d e j u l i o d e 1765 Carlos I I I se a u t o p r o c l a m ó «vicario y delegado de la Silla Apostólica», a s e g u r a n d o q u e «compete a mi real potestad intervenir en t o d o lo c o n c e r n i e n t e al g o b i e r n o espiritual d e las Indias, con tanta amplitud, q u e n o sólo m e está concedida p o r la Santa Sede sus veces en lo e c o n ó m i c o de las d e p e n d e n c i a s y cosas eclesiásticas, sino también en lo jurisdiccional y contencioso, reservándose sólo la potestad d e o r d e n , d e q u e n o son capaces los seculares». Un texto precioso, p e r o vicarial y n o regalista, c o m o su p r o p i a lectura evidencia. Y si bien las regalías a p a r e c e r á n con frecuencia n o m b r a d a s j u n t o al p a t r o n a t o y el vicariato en textos legales d e la época, lo h a r á n f o r m a n d o u n t o d o las tres instituciones, y sin u n a v e r d a d e r a voluntad real d e i n t e r r u m pir la jurisdicción pontificia e i m p e d i r su proyección e n Indias.
NOTA
BIBLIOGRÁFICA
La bibliografía que sigue completa la ofrecida en el capítulo sobre el Patronato Regio, añadiendo algunos títulos específicos sobre el Regalismo, así como las obras de consulta citadas en el texto. Obras clásicas A. DE CASTEJÓN, voz «Regalía», en Alphabetum iuridicum (Madrid, 1678); J. FEBRONIUS, De statu Ecclesiae (Bullioni, 1768); MARSILIO DE PADUA, Defensorpacis, ed. Scholz (Hannover, 1932-1933); F. DE RÁBAGO, Correspondencia reservada e inédita, ed. Pérez Bustamante (Madrid, s. f.); Z. B. VAN ESPEN, IUS ecclesiasticum universum (Madrid, 1791). Estudios modernos Q. ALDEA, Iglesia y Estado en la España del siglo xvn (Comillas, 1961); S. ALONSO, • El pensamiento regalista de Francisco Salgado de Somoza (Salamanca, 1973); J. L. COMELLAS, Historia de España Moderna y Contemporánea (Madrid, 1974); A. DOMÍNGUEZ ORTIZ, La sociedad española en el siglo xvui (Madrid, 1956); M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, El Concilio IV Provincial Mexicano (Sevilla, 1939); ID., «Las Regalías Mayestáticas en el derecho canónico indiano»: Anuario de Estudios Americanos 6 (Sevilla, 1949), 799-812; A. J. GONZÁLEZ DE ZUMÁRRAGA, Problemas del Patronato indiano a través del «Gobierno Eclesiástico» de fray Gaspar de Villarroel (Vitoria, 1961). A. DE LA HERA, «Evolución de las doctrinas sobre las relaciones entre la Iglesia y el poder temporal», en Derecho Canónico (Pamplona, 1975); ID., «La Junta para la corrección de las Leyes de Indias»: Anuario de Historia del Derecho Español 32 (Madrid,
C.6.
El regalismo indiano
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1962), 567-580; ID., «Notas para el estudio del regalismo español en el siglo XVIII»: Anuario de Estudios Americanos 31 (Sevilla, 1974), 409-444; ID., «LOS precedentes del regalismo borbónico según Menéndez Pelayo»: Estudios Americanos 14 (Sevilla, 1957), 33-39; ID., «Reforma de la inmunidad personal del clero en Indias bajo Carlos IV»: Anuario de Historia del Derecho Español 30 (Madrid, 1960), 553-616; ID., voz «Regalismo»: Diccionario de Historia Eclesiástica de España 3 (Madrid, 1973); ID., El regalismo borbónico en su proyección indiana (Madrid, 1963); J. MANZANO, «El Nuevo Código de las Leyes de Indias (Proyecto de Juan Crisóstomo de Ansótegui)»: Revista de Ciencias lurídicasy Sociales 73-4 (Madrid, 1936), 5-82; J. LÓPEZ ORTIZ, El regalismo indiano en el Gobierno Eclesiástico-Pacífico de don fray Gaspar de Villarroel (Madrid, 1947); I. MARTÍN MARTÍNEZ, Figura y pensamiento del cardenal Belluga a través de su -Memorial antirregalista a Felipe V» (Murcia, 1960); ID., Fundamentos doctrinales e históricos de la posición antirregalista del cardenal Belluga (Murcia, 1960); M. MENÉNDEZ PEÍ AYO, Historia de los heterodoxos españoles 5 (Santander, 1947); M. MIGUÉI.EZ, Jansenismo y regalismo en España (Valladolid, 1985);F. MORALES PADRÓN, Historia de España, 14: América Hispana hasta la creación de las nuevas naciones (Madrid, 1986); A. MURO OREJÓN, «Leyes del Nuevo Código vigentes en América»: Revista de Indias 1 (Madrid, 1944), 443-472; ID., «El Nuevo Código de las Leyes de Indias»: Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales 12-16 (Madrid, 1929-1935); V. RODRÍGUEZ CASADO, «Iglesia y Estado en el reinado de Carlos III»: Estudios Americanos 1 (Sevilla, 1948), 5-57; J. SARRAILH, La trise religieuse en Espagne á la fin du XVlll' siecle (Oxford, 1951); ID., L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIII' siecle (París, 1954).
CAPÍTULO 7
LA ECONOMÍA DE LA IGLESIA
AMERICANA
P o r RONALD ESCOBEDO MANSILLA
La Iglesia, por su origen, naturaleza y fines, es una institución sobrenatural, pero, por estar compuesta de hombres y dirigida a los hombres, necesita de medios materiales para su sostenimiento y el cumplimiento de sus fines. Historiográficamente constituye así un interesante objeto de estudio, pero mucho más cuando, como ocurre con la Iglesia en Indias, la labor misional incorpora todo un continente a la Cristiandad y casi todas las tareas educativas y asistenciales están en sus manos, asumiendo así la responsabilidad que compete en primer lugar a la sociedad y después, por el principio de subsidiariedad, al Estado. El objeto de estudio cobra mayor interés por las especiales relaciones de la Corona con la Iglesia en América, derivadas del Real Patronato y de la donación pontificia de los diezmos. Mientras se mantuvo una perfecta sintonía en la consecución de los fines espirituales, estas relaciones, pese a la pérdida de autonomía de las autoridades eclesiásticas, fueron benéficas para la Iglesia, el Estado y la sociedad, pero posteriormente, sobre todo a partir del siglo xvni, las virtualidades regalistas de tales relaciones fueron utilizadas por la monarquía para, es justo decirlo, sin olvidar del todo sus compromisos con la Iglesia, intentar una instrumentalización y buscar afanosamente mayores beneficios económicos.
I. A)
LOS DIEZMOS
La concesión
El 16 de noviembre de 1501, por la bula Eximiae devotionis sinceritas del papa Alejandro VI, se concedió a los Reyes Católicos la percepción de los diezmos de todas las islas y provincias indianas. Es oportuno destacar que este hecho coincide con el momento en que comienza a declinar la figura del descubridor y virrey de las Indias, don Cristóbal Colón, quien, con su personalidad y las amplísimas prerrogativas de las capitulaciones de Santa Fe, había dominado los primeros años de la colonización, y con el momento en que la Corona decide tomar directamente las riendas políticas de aquellos nuevos y todavía misteriosos territorios, para instaurar definitivamente el
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aparato estatal castellano en Indias, como efectivamente se hizo con la llegada del primer gobernador, Nicolás de Ovando, a la isla de la Española. La cesión decimal del papa Alejandro VI se hacía, como se expresa en la bula, en consideración a la fidelidad católica de los reyes y a su decidido empeño de extender la fe entre los nuevos gentiles. La contrapartida fundamental de la cesión era que los monarcas españoles se comprometían a dotar con bienes del Estado las iglesias que se erigiesen y a mantener dignamente a los prelados y demás pastores, lo mismo que el culto divino. Es interesante anotar, aunque sin ánimo de introducirnos en una discusión jurídica, que la bula de concesión diezmal es anterior a la Universalis Ecclesiae, del 28 de julio de 1508, por la que se otorgó a los monarcas . castellanos el Patronato indiano. En consecuencia, el origen de la cesión de los diezmos no arranca de los derechos patronales, pero también es cierto que, en la práctica, uno y otro derecho forman una unidad y se confunden. En 1504, a petición de los reyes, el papa Julio II creó las tres primeras diócesis americanas, con una iglesia metropolitana y dos sufragáneas, a la vez que se nombraban los respectivos titulares. La erección efectiva de las iglesias americanas tardaría, sin embargo, una década más. Al rey Fernando -acababa de morir Isabel- no le agradaron en absoluto los términos de la bula, en primer lugar porque la creación diocesana no se basaba en el derecho patronal, que aspiraba a conseguir para las Indias, y por el tratamiento de la cuestión diezmal. Mientras sus embajadores trabajaban activamente para conseguir una y otra cosa, no se hicieron efectivos los nombramientos episcopales y el rey siguió legislando y disponiendo de los diezmos, construyendo iglesias y sosteniendo al clero. Superadas en lo fundamental las dos cuestiones principales, se decidió proceder a la erección de las iglesias, pero antes, a petición del rey y de los obispos electos, se efectuó una reforma de la nonnata organización eclesiástica. Las tres primeras diócesis se asentaban en la isla de la Española; ahora, para dar respuesta a la expansión de la colonización y a su dotación económica, se creaban sedes en las otras islas y se suprimía la archidiócesis para pasar a depender de la de Sevilla. En efecto, una de las razones principales para proceder a esta reestructuración era la dotación diezmal, exigua en sí, dadas las condiciones económicas de las islas, y más aún después de que la Corona consiguiera exonerar definitivamente de los diezmos a la producción de metales preciosos y a las perlas. Las principales características que tendrían en adelante los diezmos en Indias se definen de alguna manera en la llamada Concordia de Burgos, pactada entre los reyes, los obispos electos y el poderoso administrador de los asuntos indianos, el obispo de Palencia Juan Rodríguez de Fonseca. En el documento, firmado por Fernando y su hija Juana el 8 de mayo de 1512, se realiza la redonación de los diezmos - q u e la Santa Sede había concedido a los monarcas- a los nuevos obispos y se determina de forma expresa el destino de los fondos: «Los cuales diezmos es voluntad de sus altezas que se partan por los dichos obispos, iglesias, clerecía, fábricas y hospitales y otras cosas que adelante irán especificadas». Es conveniente señalar que éste no era, sin embargo, un compromiso
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universal, sino un acuerdo marco, como se diría ahora, un modelo que tenía que actualizarse siempre y en cada caso en la erección de nuevas diócesis. El acuerdo sobre la división de los diezmos que se estableció con la erección de la diócesis de México se constituyó en el modelo y en el punto de referencia obligado. La Recopilación de 1681, que recoge esta fórmula, consagra legalmente una práctica generalizada. B)
La distribución decimal
La división que se estableció -salvo algunas particularidades locales, en la mayor parte de los casos sin mayor relevancia- fue la siguiente. Se dividió la masa decimal en dos mitades; de la primera correspondía la mitad al ordinario y la otra al cabildo catedralicio. De la segunda mitad se hacía una nueva división en nueve partes, que se distribuían de la siguiente forma: dos novenos para el rey -para la Real Hacienda—, cuatro novenos para los párrocos -beneficíales- y uno y medio, respectivamente, para hospitales y fábricas de iglesias. Esta complicada, aunque no difícil, distribución de los fondos ha llevado a algún error de bulto. Quizá se pueda visualizar mejor si trasladamos la distribución a sus valores porcentuales. % Obispos Cabildo Rey Beneficíales Fábrica de iglesias Hospitales
25 25 11,11 22,22 8,33 8,33
Este es, insisto, el reparto habitual, pero en los documentos de creación de las diócesis podían pactarse algunas variantes, como las que recoge Dubrowsky, en algunos casos sumamente peculiares; por ejemplo, el de Córdoba de Tucumán, en el que la Corona se reserva sólo dos veintisieteavos del total -alrededor del 7,40 por 100-, o el de Buenos Aires, en el que la Corona se asigna dos tercios de las primicias -relativamente importantes en la zona por su producción ganadera- y nada de los diezmos, que, dicho sea de paso, como señala el propio Dubrowsky, fueron escasos durante los siglos XVI y xvii por la pobreza de la región y la resistencia de sus habitantes. Sobre estas cargas, sin romper la división porcentual, se impusieron nuevas obligaciones sobre la recaudación decimal, muy parecidas a los situados que gravaban otros ingresos fiscales. Por ejemplo, sostenimiento de seminarios y universidades, cuotas para el Patriarcado de Indias y los cardenales romanos, etc. En algún caso concreto, como en las diócesis de Guamanga o Trujillo, en el Perú, antes de proceder al reparto decimal se separaban doscientos cincuenta pesos para el mayordomo, administrador de los diezmos en las respectivas diócesis. La modificación más importante de carácter general en la distribución decimal se dio al final del período español, dentro de un ambiente de crisis fiscal generalizada y consecuente avidez recaudatoria de la Monarquía, que estudiaremos más adelante. Me refiero a la práctica duplicación de la partici-
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pación real en el producto de los diezmos. En efecto, en 1804, amparándose en un breve del papa Pío VII, que le concedía algunas gracias sobre las rentas eclesiásticas, en consideración de las circunstancias bélicas y fiscales, y «... usando de la suprema autoridad que me corresponde en los diezmos de las Iglesias de aquellos Dominios, mando que, sin alterar en nada el método que, conforme a las leyes, está establecido para su cobranza y distribución, se deduzca en cada Obispado un noveno de todo el valor de su gruesa antes de tocar en ella para la deducción de la casa excusada y demás divisiones y aplicaciones que se harán después en el sobrante que resulte, y debiendo dicho noveno entrar en la Caja de Consolidación». El nuevo noveno decimal se establecía, pues, sobre toda la recaudación, y no como los dos novenos tradicionales, que eran sobre la mitad. La participación de la Hacienda Real, en consecuencia, se duplicaba, y teniendo en cuenta además que era sobre la masa bruta, antes de cualquier descuento, la participación del rey, a partir de este momento, debió de afectar a no menos de la cuarta parte de los ingresos decimales. C)
Qué debía diezmar
Los diezmos, de raigambre bíblica, comienzan a adquirir formas jurídicas en el derecho positivo de la Iglesia desde el siglo vi como un impuesto o tributo que obliga a todos los fieles cristianos a contribuir al sostenimiento del culto y de sus ministros con una décima parte de los frutos o ganancias lícitamente adquiridos. Los usos y costumbres imperantes en Castilla a finales del siglo XV y comienzos del XVI son los que determinan la implantación y desarrollo inicial de los diezmos en Indias. Los diezmos podían ser de dos clases: prediales -los procedentes de los frutos de la tierra- y personales -los que se originaban en las rentas laborales-. En el momento de su introducción a Indias los diezmos personales habían caído ya en desuso: el gravamen no supo adaptarse a las nuevas formas económicas, producto del desarrollo capitalista; de tal forma que los sectores más rentables quedaron exceptuados, en contra de los tradicionales, que habían perdido su importancia económica anterior. En efecto, diezmos personales y rediezmos quedaron expresamente prohibidos. Esta última prohibición, la de los rediezmos, pretendía confirmar el principio de que un mismo producto no debía tributar dos veces o, dicho de otra manera, se dejaban excluidos los productos industriales o manufacturados. Sin embargo, la costumbre medieval estaba todavía muy cercana, de tal forma que el obispo Valverde -«el frayle de Cajamarca»- intentó cobrar diezmos personales a sus feligreses, quienes protestaron enérgicamente ante el rey, que reiteró la orden de que no se cobrara este tipo de tributo eclesiástico. Desde los primeros momentos también quedaron excluidos de los diezmos los productos de las minas y de las pesquerías de perlas - q u e podían considerarse frutos de la tierra-. Esta pretensión real fue concedida expresamente por la Santa Sede en 1510 y estipulada definitivamente en la Concordia de Burgos. No cabe duda de que con ello se quitaba a la Iglesia en América el rubro más sustancioso y el sector en el que la Corona tenía puestas sus esperanzas económicas y fiscales, y eso que todavía se estaba
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lejos de sospechar las enormes posibilidades de la minería argentífera del continente. Otras exclusiones de menor entidad son las que gozaban los materiales de construcción como la cal, ladrillos y tejas, o el producto de la caza y de la pesca. En definitiva, el diezmo en Indias quedó reducido a la producción agropecuaria, que, en principio y como se desprende del nombre, afecta a una décima parte de la producción, a la que habría que añadir las primicias, es decir, los primeros frutos de la tierra o de los ganados. Pero este porcentaje es sólo orientativo, pues en cada diócesis se establecen tablas reguladoras para los diferentes productos, que se aproximan a esa proporción, aunque generalmente no la sobrepasan. Los pagos debían hacerse en especies y no en dinero. Disposición taxativa que impidió encontrar una solución sencilla para la contribución de algunos productos difíciles, como la caña de azúcar. En Canarias ya se había planteado el problema y en Indias se le dio la misma solución: los productores debían contribuir en azúcar refinado y no en su materia prima, como pretendían los agricultores. D)
Quiénes debían diezmar
Partiendo de los mismos principios que establecíamos en el epígrafe anterior, los sujetos de la contribución son todos los bautizados que se dediquen a las actividades afectadas por el impuesto. Aunque no afecte directamente a Indias, es interesante anotar el concepto de diezmo real, es decir, el que se establece en función de la cosa y no de la persona, por el que en Castilla se obligaba a tributar a los judíos. En América no existió teóricamente este problema, pero sí el de que muchos sectores sociales intentaron escabullirse de esta obligación, como los encomenderos y los miembros de las Ordenes militares. Los controvertidos y polémicos casos de los indios y de las Ordenes religiosas merecen que les dediquemos, poco más adelante, un tratamiento más detenido. Las pretensiones de los caballeros de las Ordenes militares han sido estudiadas por Guillermo Lohmann. El caso más sonado y el que de alguna forma inicia la polémica es el del primer virrey novohispano, don Antonio de Mendoza, quien se negó a pagar diezmos con la excusa de su condición de caballero de Santiago. La reacción de la Corona fue inmediata. En 1554 le ordenó no sólo contribuir normalmente como cualquier otro subdito, sino además abonar los diezmos atrasados. La excusa del virrey tenía, sin embargo, una base cierta: desde 1175 la Orden estaba autorizada a recibir los diezmos de sus miembros. Estos consiguieron en 1551 una provisión real por la que los caballeros residentes en Indias diezmaran a favor del convento de Santiago de la Espada, en Sevilla. La ambigüedad de la disposición podía interpretarse, y así lo hicieron los caballeros indianos, como dispensa de hacerlo en sus respectivas diócesis. Desde ambos virreinatos las autoridades eclesiásticas protestaron. En Nueva España, además, como una determinación colectiva de los obispos reunidos en el primer concilio mexicano. La respuesta del rey - e n 1558 para Nueva España y al año siguiente para el P e r ú - fue inequívoca: recordando el precedente de don Antonio de Mendoza, se reiteraba la
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orden de que los caballeros de las Ordenes militares diezmaran en Indias. Pese a que la voluntad real había quedado suficientemente clara, los pleitos entre los caballeros y las autoridades diocesanas continuaron por mucho tiempo, obligando a reiterar frecuentemente la orden de que vestir los hábitos de tales Ordenes -Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa- no les daba ningún privilegio en este terreno. E)
El indio y el diezmo
Los indios americanos, en general, fueron exceptuados de la obligación de diezmar. Una afirmación tajante y cierta, pero que necesita de muchas precisiones y matizaciones para comprender o intentar aproximarse a su verdadero alcance. La cuestión fue ampliamente debatida en la época. Por una parte estaban los religiosos, quienes se mostraron siempre reacios a que los indios diezmaran, basando principalmente su argumentación en que los naturales eran nuevos en la fe y en que ya pagaban otras cargas al Estado, como los tributos, de los que estaban exonerados en Indias todos los españoles, y, sobre todo, en que los indígenas no debían entender, ni remotamente, que su condición de cristianos comportaba una nueva carga económica. En el otro lado estaban los obispos y el clero secular -apoyados muchas veces por las autoridades locales-, quienes opinaban que los indios, como los demás cristianos, estaban obligados a pagar los diezmos para no hacer acepción de personas, sobre todo cuando, con el tiempo, iban dejando de ser nuevos en la fe; el que contribuyeran -decían- permitiría establecer un ordenamiento diocesano más funcional y eficaz, como en cualquier otro país católico. La argumentación de unos y otros es abundante, con razones pastorales, jurídicas, históricas, económicas, y el lector de tales informes se siente confuso, como debieron de sentirse las autoridades que tuvieron que tomar una decisión. Unos y otros tienen razón desde sus respectivos puntos de vista. Esta confusión es la que, creo, explica la acción vacilante de la Corona en los primeros momentos, para tomar después una actitud más decidida a favor de exonerar a los indios de la renta decimal, aunque adoptando una serie de medidas correctoras. «Al principio los indios no diezmaban -nos dice Castañeda, que es quien mejor ha estudiado la cuestión inicial en la Nueva España-. Así lo reglamentaba una Real Cédula fechada en Monzón el 2-VIII-1533; los indios no pagarían diezmos por ser nuevos en la fe, pero permitía a cambio tomar la cuarta parte de los tributos que pagaban al Rey o al encomendero. Sólo unos meses más tarde otra Real Cédula exponía abiertamente la conveniencia de que pagaran los diezmos como en Castilla, a no ser que los inconvenientes fueran muy graves. En las instrucciones al Virrey Mendoza se insiste en la necesidad de hallar el medio adecuado para que los naturales paguen los diezmos eclesiásticos "que según la ley divina y humana son obligados a pagar". Poco después, el Obispo de Tlaxcala pidió los diezmos del pastel, azafrán y seda, y el virrey informó que lo debía "tomar por sí y un capítulo de la Instrucción". Una clara obligación, aunque limitada por el tiempo, se les impuso en 1538 [por dos años, los diezmos del pan y semillas] y aunque la Junta reunida con Tello de
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Sandoval acordó lo contrario, la Corona estaba decidida a una clara imposición: la Real Cédula de 1544 mandaba pagar el diezmo de ganados, trigo y seda, con tal de que para cobrarlos se pongan arrendadores». Por una cédula de 1555, ante las airadas protestas de las Ordenes religiosas, el rey desautorizó el intento del episcopado novohispano de extender la cobranza del diezmo a los naturales. Dos años después se reiteró la orden de exoneración y en el mismo sentido se escribió a la Audiencia de Lima. Todo esto no significa, por supuesto, que la polémica remita, pero poco a poco las iglesias diocesanas se dan cuenta de que tienen la batalla perdida. En el segundo concilio mexicano, por ejemplo, en 1565, se admite ya la exclusión de los indios del régimen decimal «excepto de las tres cosas que están mandadas pagar por la Ejecutoria Real», es decir, el ganado, el trigo y la seda, en consideración de que son productos de Castilla. Aquí nos encontramos precisamente ante una de esas matizaciones importantes a las que antes nos referíamos. La disposición se dictó por primera vez a la Audiencia de México en 1543 y se reiteró un año después en la Ejecutoria citada por Castañeda y que menciona el concilio. Entre octubre de 1549 y junio de 1557, como dice Dubrowsky, se hizo extensiva a los restantes territorios indianos. Aunque no tengo la referencia legal exacta, en algunas regiones novohispanas debió de introducirse bastante pronto el llamado diezmo de conmutación, es decir, el pago de cuatro reales y medio por cabeza, que liberaba a los indios de cualquier otra carga en esta materia. De esta forma, cuando a comienzos del siglo xix se intentó cobrar a los indios del obispado de Oaxaca diezmos por los productos de las tierras alquiladas a españoles, por cédula de 1808 se recordó que, por «costumbre inmemorial», con el diezmo de conmutación se eximía a los naturales de cualquier otra contribución decimal. En el virreinato peruano la polémica fue igualmente dura. Pero las soluciones -quizá por contarse con la experiencia novohispana- fueron más claras y lineales. Ya en los primeros títulos de encomienda entregados por el gobernador don Francisco Pizarro se especificaban con claridad las obligaciones del encomendero para con el doctrinero, al tasarse los salarios y alimentos que debía recibir, «... en tanto que no hay diezmos de que el dicho clérigo o religioso se pueda sustentar». Los obispos reunidos en el segundo concilio límense (1567) reconocen su derrota en el intento de introducir a los indios en el régimen decimal y aceptan esta fórmula para el sostenimiento de los doctrineros; sólo piden que se les pague antes que a los encomenderos. En la Tasa General del virrey Toledo - q u e reglamentó definitivamente en Perú la cuestión tributaria- se separó una parte de los tributos -ya fueran de encomenderos o del rey- para la paga de corregidores, protectores de indios, curacas... y, lo que ahora interesa destacar, de los doctrineros. En algunas tasas, como la del repartimiento de Papres, en la provincia de Huamanga, se especifica el reparto: para el encomendero, 529 pesos, 110 piezas de ropa, 90 fanegas de maíz y 72 de papas; para los justicias, 100 pesos; para los caciques, 100 pesos; para el sínodo del doctrinero, 435 pesos,
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y 30 más para la fábrica de la iglesia. Esta última aportación, unida a las de las cofradías que se formaban en estas parroquias indígenas, sirvió para, como dice Lorenzo Huertas, dar realce a los templos de las zonas rurales y no solamente a los de las ciudades. En este relato es importante no perder de vista una de las cuestiones claves: que lo que s"e ventila es el sostenimiento económico de una buena parte, si no de la mayoría, de sacerdotes con cura de almas, las de indios cristianizados, que stricto sensu no puede considerarse ya labor misional y que componen la mayor parte de la población americana. De esta manera, en el núcleo de la polémica sobre la incorporación de los indios al régimen general de los diezmos - q u e continuó con la misma fuerza, aunque más espaciadamente, en las dos siguientes centurias- nos encontramos siempre dos grandes cuestiones de fondo. Una, estrictamente económica: la insuficiencia de la recaudación decimal para mantener la administración diocesana, hasta tal punto que es uno de los frenos para la creación de nuevas diócesis. La de Arequipa, por ejemplo, creada por primera vez en 1577, tuvo que esperar hasta 1609 para su definitiva erección por la oposición del obispado del Cuzco, del que se desmembraba. La otra cuestión es la pugna entre los dos cleros, en este caso por la ocupación de las doctrinas de los indios. La paulatina incorporación de los curatos al clero secular -la conocida como secularización de doctrinas-, que se acelera en el siglo XVIII, no comportó, sin embargo, ningún cambio resaltable en orden a la incorporación del indio a la administración general del diezmo. La única vez, que sepa yo, que se trató de modificar seriamente el régimen decimal fue en la famosa Junta Magna de 1568, reforma que se incluyó en las instrucciones secretas entregadas al virrey Toledo para que si, llegado el caso, lo viera posible y conveniente, lo introdujera en el Perú. En efecto, se sugería la conveniencia de introducir a los indios en el régimen general para solucionar los problemas económicos de las iglesias diocesanas, pero esta reforma comportaba una nueva distribución decimal que mirara a la asistencia económica de los doctrineros. La masa decimal se dividía en tres partes: la primera, para el sustento del obispo, del cabildo y demás beneficiados; la segunda, para «las iglesias, curas y beneficiados»; la tercera, de la que se pagaría la fábrica de iglesias y los dos novenos a la Corona, pero ahora no de la mitad, sino del total de la masa; es decir, la Real Hacienda percibiría el doble, pero con compromiso de «socorrer a las obras pías de que hubiere necesidad, con tanto que quede congrua sustentación a las iglesias y a sus ministros». El proyecto, es ocioso advertirlo, no se llevó a la práctica, pero nos muestra cuál era el pensamiento de los consejeros y su temor a las protestas de los religiosos, expresado en el mismo documento, que les lleva a adoptar la actitud de secreto y a recomendar al virrey que actúe con cautela. El Código Ovandino recogía poco más tarde muchas de las conclusiones de la Junta Magna. También en el arzobispado de Lima los indios consiguieron un régimen tan excepcional como el diezmo de conmutación novohispano. En efecto, desde finales del siglo XVI habían suscitado un contencioso que, aunque
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fallado favorablemente en 1597 por la Audiencia de los Reyes, no-logró la confirmación del Consejo de Indias hasta 1655. En adelante los indios debían pagar un «diezmo» en razón de veinte a uno -la mitad del general, un 5 por 100- de todos los frutos que recogieren, pero en compensación se les liberaba de todas las otras contribuciones anejas; es decir, por una parte, debía descontárseles de la tasa del tributo lo correspondiente al doctrinero, el tomín del hospital y el medio para la fábrica de la iglesia, y, por otra, del diezmo de los frutos de Castilla, cuya recaudación debió de dar lugar a equívocos y maltratos por parte de los diezmeros. La resolución del Consejo no se puso en práctica hasta una década después. Los oidores de la Audiencia, en funciones de gobierno por la muerte del virrey conde de Santisteban, que ejecutaron la medida, expresan sus dudas: «Sobre si esto ha de ceder en utilidad de los indios o engaño suyo, hay diferentes dictámenes; lo mostrará el tiempo». F)
El diezmo y las Ordenes religiosas
Poco más adelante trataremos del sostenimiento económico de las Ordenes religiosas y de sus obras apostólicas, pero ahora al tratar de los diezmos es necesario adelantar ya algunos conceptos. «Las Ordenes religiosas en América -nos dice Castañeda- al principio no tuvieron propiedades, "se fundaron en toda pobreza y así perseveraron por mucho tiempo". Pero, "de poco tiempo a esta parte", los dominicos y agustinos comenzaron a adquirir bienes raíces e introdujeron diversas granjerias. Así escribía Su Majestad a la Audiencia del Perú. Era un hecho. Las constituciones tridentinas permitieron poseer en común a todos los religiosos —excepto a los franciscanos- y, al aumentar el número de conventos y sus obligaciones apostólicas, comenzaron a aceptar mandas y herencias y a tener bienes propios y otras granjerias. Una legislación abiertamente protectora los amparaba y el fuerte sentimiento religioso de aquellas comunidades cristianas contribuía a que fuese realidad». Las Ordenes tradicionales habían adquirido desde los siglos medievales privilegios pontificios que las exoneraban de los diezmos. La Compañía de Jesús consiguió en el transcurso del siglo XVI los mismos derechos, expresados aún con más fuerza y claridad. Tal derecho parecía, pues, incontrovertible. Las autoridades diocesanas reaccionaron de inmediato ante esta práctica que atacaba directamente la economía de las iglesias locales, y mucho más a partir de las últimas décadas del siglo XVI, en que las adquisiciones, por una u otra vía, comienzan a aumentar de forma vertiginosa, detrayendo muchas veces propiedades de españoles que hasta ese momento habían contribuido con regularidad al sostenimiento de las iglesias diocesanas. Las protestas de los obispos ante el Consejo de Indias y la Santa Sede, amparadas en argumentos históricos y jurídicos que se remontaban a las Siete Partidas, se alargan en juicios interminables, sin conseguir resultados positivos. La actitud de los consejeros hasta 1624 es dubitativa. Parece estar en su ánimo el peso de los privilegios pontificios, pero ese año la actitud oficial cambia radicalmente, para hacer causa común con los obispos y las iglesias diocesanas. Se había encontrado, por fin, un argumento jurídico tan
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poderoso como el que esgrimían los religiosos, es decir, considerar los diezmos más como una regalía que como un impuesto eclesiástico, basándose precisamente en la Eximiae devotionis, que cedió los diezmos a la monarquía con la obligación de mantener a la Iglesia y a sus ministros. Las consecuencias de este cambio de orientación eran, pues, elementales: por una parte, los privilegios pontificios perdían su peso argumentativo y, por otra, resultaba injusto con el Fisco Real retraerle los medios para cumplir con sus deberes económicos. La sentencia, aunque tardó todavía algunos años -se dictó el 20 de febrero de 1655-, no podía ser de otra manera: las Ordenes religiosas fueron condenadas a pagar «todos los diezmos que se adeudasen de sus haciendas y bienes diezmables y los adeudados desde la contestación de la demanda». Ante el recurso de las religiones, dos años después, el 16 de junio de 1657, se modificó la sentencia en su parte más drástica, la que les obligaba a pagar los retrasos. En adelante estarían obligados a pagar los diezmos desde la fecha de la sentencia de revista. Todas las Ordenes religiosas se avinieron al cumplimiento de la disposición judicial menos la Compañía de Jesús, que el 3 de julio de ese mismo año interpuso recurso de segunda suplicación, que le fue admitido. El juicio, removido ocasionalmente, se aletargó en el Consejo de Indias cerca de un siglo, durante el cual los bienes raíces de la Compañía continuaron, en general, sin pagar los diezmos. En 1748 el Procurador General de la Compañía en Indias presentó ante el rey Fernando VI la propuesta de una solución pactada, transaccional, para solucionar «los gravísimos inconvenientes que ocasionaba la litis pendencia en el dilatado tiempo de casi un siglo que había pasado sin terminarse el recurso de segunda suplicación». La transacción, consultada a una Junta particular formada por cuatro miembros del Consejo de Castilla y aprobada por el Real Decreto de 9 de enero de 1750, consistía en que el rey, como «dueño absoluto y único de los diezmos», daba por concluido definitivamente el pleito y la Compañía de Jesús quedaba obligada a pagar este derecho «de todos los frutos diezmables de las haciendas y bienes que entonces poseía y en lo futuro adquiriese, aunque fuesen novales», pero en la proporción de treinta a uno, en lugar del diez a uno general que pagaban los particulares y las Ordenes religiosas. El privilegio real incluía, además, la posibilidad de que los administradores de las propiedades jesuíticas hicieran el pago con una simple declaración jurada. Pese al «silencio perpetuo» que el Real Decreto imponía a todas las partes, «las Santas Iglesias de Nueva España y algunas del Perú» protestaron inmediata y enérgicamente por el privilegio concedido. Con el ascenso al trono de Carlos III los recursos de los apoderados eclesiásticos americanos comenzaron a ser escuchados en la corte, donde las simpatías anteriores habían cambiado muy desfavorablemente para los hijos de San Ignacio. El 4 de diciembre de 1766 se despachó una cédula por la que se declaraba írrita y sin ningún valor la concesión de Fernando VI. Los argumentos utilizados para esta retractación son verdaderamente fuertes. Se acusa, por una parte, a la Compañía de haber sorprendido la
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buena fe del rey. No pudo estar, dice Carlos III, en el «ánimo del Rey mi hermano conceder una gracia o privilegio tan exorbitante en perjuicio no sólo del Real Patrimonio, sino también de las Iglesias, Hospitales y Casas piadosas, y demás partícipes de los Diezmos». Por otra, el peligro del agravio comparativo para las demás Ordenes religiosas que con toda razón y méritos, se dice, querrán gozar de los mismos privilegios. En adelante, aunque prácticamente no hubo tiempo para ello al decretarse poco después la expulsión, la Compañía debía pagar los diezmos por el régimen general del diez a uno. G)
La administración decimal
En la administración de los diezmos se puede establecer un principio general que, como ocurre con muchos otros aspectos de la cuestión diezmal, admite todo tipo de excepciones y matizaciones: cuando la recaudación de los diezmos cubre las necesidades de una iglesia diocesana, éstos son administrados por los propios eclesiásticos; en caso contrario, cuando el fisco tiene que cubrir, por insuficiencia de la recaudación, los salarios de los clérigos y obispos y las otras necesidades eclesiales, se administran por los oficiales reales. La norma general que recoge la Recopilación de 1681 para establecer una u otra administración es la dotación suficiente de la catedral, aunque sin fijar una cantidad. Pero tenemos, por otra parte, un criterio - q u e se repite frecuentemente en la legislación- que nos puede servir para este objetivo: la congrua sustentación del obispo, que, se dice, no debe bajar de los quinientos mil maravedís, es decir, los 1.835 pesos de a ocho, lo que -haciendo una extrapolación aproximativa- supondría que la recaudación total debía rondar los 7.340 pesos para que los diezmos fueran directamente administrados por la autoridad eclesiástica. Lo normal en los primeros momentos fue la administración de los oficiales reales, pero poco a poco la gran mayoría de las diócesis indianas adquirieron una relativa solvencia y, por lo tanto, su autonomía administrativa. La mayor parte de las diócesis debieron de alcanzar relativamente pronto esa mayoría de edad, como se puede ver, por ejemplo, en esta relación de las iglesias peruanas correspondiente a los primeros años del siglo xvil: Diócesis Trujillo Quito Guamanga Cuzco Arequipa La Paz La Plata Santa Cruz Tucumán Paraguay
Diezmos
Dos novenos
39.392 30.500 14.256 44.352 24.744 20.292 45.094 14.820 8.712 1.140
4.376 3.338 1.584 4.928 2.749 2.257 7.898 1.649 968 160
Castañeda, de quien tomamos estos datos cuantitativos, nos ofrece un cuadro más completo de la iglesia metropolitana de Los Reyes. En 1620, los
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diezmos rindieron 170.160 pesos de a ocho, de los que, deducidos los 1.714 de gastos generales -mayordomo, contador, solicitador de pleitos, abogados, escribanos, etc.—, los 314 de la casa excusada y los 5.059 del 3 por 100 que correspondía al Seminario, quedaron 163.582 pesos, sobre los que hubo que efectuar la división prevista en la legislación. Al Arzobispo y al Cabildo les correspondieron, respectivamente, 40.895 pesos. De esta última, la cuarta capitular, se pagaron: Al deán A cada una de las cuatro dignidades A cada uno de los diez canónigos A cada uno de los seis racioneros A cada uno de los seis medio racioneros
2.371 2.055 1.580 1.106 553
Eran cantidades con las que no debían sentirse muy satisfechos. La gruesa ciertamente era mucho mayor que en otras diócesis, pero también había que repartirla entre un número mayor de beneficiados. En 1763 consiguieron éstos una cédula por la que se ordenaba «que de las vacantes menores se completen al deán 3.200 pesos; a las dignidades, 2.600; a los canónigos, 2.200; a los racioneros, 1.500, y a los medio racioneros, 800». Los novenos y medio de fábricas de iglesias y hospitales sumaron 13.632 pesos, respectivamente. De los cuatro novenos beneficiales, que suman 36.351 pesos, cobraron sus haberes los párrocos, capellanes, sacristanes, organistas, pertigueros, canicularios, etc. En las diócesis de administración autónoma, generalmente nos encontramos con un núcleo directivo formado por el mayordomo y dos jueces hacedores, nombrados respectivamente por el Prelado y el Cabildo eclesiástico, que debían estar, entre otras cosas, presentes en los remates y distribución de los productos. La recaudación por menor se realizaba por personal subalterno, los diezmeros, pero muchas veces se arrendaba a particulares, sistema habitual en la época con otro tipo de rentas, pero aquí el problema radicaba en que muchos beneficiarios eran clérigos, lo que provocó la protesta de los contribuyentes y de los oficiales reales. Esta costumbre se abandonó por disposiciones reales y por la propia condena de los concilios americanos, en cuanto que se oponía a los cánones que prohibían a los eclesiásticos todo tipo de negocios. En este sentido, y aunque ahora nos refiramos a un aspecto absolutamente legal, una de las mayores dificultades, tanto para los contribuyentes como para los funcionarios reales, era la firmeza e incluso dureza de los administradores eclesiásticos, quienes estaban tentados de utilizar con excesiva frecuencia las excomuniones reservadas al obispo. Para evitar estos problemas, aunque con escasos resultados, se ordenó que los mayordomos fueran seglares. El Estado trató de mantener siempre bajo su control la recaudación y distribución de los diezmos, incluso cuando la administración corría a cargo de los propios eclesiásticos, lo que, como fácilmente se puede deducir, provocó multitud de roces y enfrentamientos. Este interés se explica, por lo menos, por dos razones. En primer lugar, porque se trataba de reafirmar el carácter realengo de la renta, y después porque la Corona tenía intereses
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económicos directos en la recaudación, comenzando por los dos novenos y otros beneficios que veremos más adelante. Aunque muchas veces, por la cortedad de los ingresos, la Corona hacía cesión temporal de la parte de los diezmos que les correspondía a las propias iglesias o la gastaba en obras piadosas, mantenía el criterio de que esta parte debía primero ingresar en las arcas reales. Por lo tanto, fue norma habitual que a los remates asistieran los representantes del rey (funcionarios reales y oidores) en las capitales audienciales y los corregidores en las provinciales, para controlar los intereses reales. La reunión de tan heterogéneos personajes fue también otra fuente de litigios, ahora por cuestiones protocolarias, que sólo se resolverán en la segunda mitad del siglo XVIII, en consonancia con los principios que inspiran la política de entonces, es decir, el reforzamiento del regalismo y el control más eficaz de los recursos fiscales. En 1770 se ordenó, por ejemplo, a los virreyes de Lima y Santa Fe que el orden en los remates debía ser el siguiente: primero, el corregidor, seguido por el juez eclesiástico, y por último los oficiales reales. En caso de ausencia, el corregidor debía ser sustituido en la presidencia por un funcionario real. En efecto, a lo largo del siglo x v m se incrementaron los intentos de intervención real en la administración decimal y, como dice Carmen Purroy, durante el reinado de Carlos III se multiplicaron las medidas legislativas al respecto: «Se darán disposiciones que afectarán al nombramiento de los contadores de diezmos y a la administración, arriendo y distribución de los diezmos. Se intentará cortar todos los abusos que se dieran, señalar el interés de la Corona en los dos reales novenos, excusado, noveno y medio de fábricas y hospitales, cuatro novenos beneficiales, etc., y, finalmente, controlar a todos aquellos que pudieran actuar en contra de sus intereses». En 1772, por una cédula circular dirigida a todas las altas autoridades indianas, se ordenó la formación de juntas especiales, compuestas en las capitales audienciales por el prelado, como presidente, un oidor y un fiscal de la Audiencia, y en las sedes provinciales por el prelado, el gobernador y su asesor, con el exclusivo fin de averiguar los diezmos, obvenciones y otras rentas que recibían los curas, en orden a regular los sínodos que percibían de las cajas reales. En este mismo sentido se ordenó la convocatoria de sínodos diocesanos, que pusieran «pronto remedio en los excesos y desórdenes» en este terreno. En 1772 se crearon en las capitales virreinales contadurías generales de diezmos con el fin de controlar mejor todos los intereses reales en la administración de los diezmos. En Lima, por ejemplo, se nombró como contador a José Sánchez y se le asignó como colaboradores a dos oficiales amanuenses. El virrey Amat expresa en su Relación de Gobierno su satisfacción por la medida, que permitió - d i c e - poner orden en las cuentas y reactivar la renta en muchas diócesis, cobrándose los derechos reales en «los tiempos y plazos prevenidos».
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Dos años después, en 1774, en esta misma línea de actuación, se dio una orden más trascendente y controvertida, al disponerse que en adelante los contadores de diezmos de las respectivas diócesis serían nombrados por la Corona y no por los cabildos eclesiásticos. Sus atribuciones y salarios no sufrirían variación, aunque se ordenaba su asistencia obligatoria a los arrendamientos y distribución de los diezmos. La medida fue muy mal recibida por los eclesiásticos indianos, muy especialmente por la Iglesia Metropolitana de México. Y no era para menos, pues de alguna manera recortaba la autonomía administrativa que se había concedido a las diócesis con suficientes recursos y suponía, por otra parte, una intromisión en los asuntos internos de los obispados. Entre los muchos argumentos de oposición cabe destacar el de que dichos contadores no se ocupaban exclusivamente de asuntos relacionados con la administración decimal, sino de otras muchas y complejas cuestiones de la economía diocesana. Esta cédula de 1774 es importante también por una declaración expresa de principios que intenta justificar medidas de esta naturaleza contra el estamento eclesiástico: los diezmos eran un bien patrimonial de la Corona, al que ésta no había renunciado y que, por lo tanto, podía disponer libremente de ellos, con la sola condición de mantener a las iglesias. En diciembre de 1776 se ordenó que a los remates de los diezmos asistiera un contador del Tribunal de Cuentas y el fiscal de la Real Hacienda, cargo de novísima creación, y cuatro meses después, en abril de 1777, se culminaba de alguna manera esta paulatina pero decidida intromisión del Estado en la administración decimal con la creación de una Junta de Diezmos en cada obispado, compuesta por ministros reales y jueces hacedores, que debía controlar todos los pasos de la administración decimal según el reglamento que acompañaba a la cédula, reglamento que regulaba minuciosamente la recaudación y distribución y que fue continuado en los años sucesivos con una abundante legislación que descendía a los más mínimos detalles. H)
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Beneficios de la Real Hacienda sobre los diezmos
La redonación de los diezmos a las iglesias diocesanas redujo la participación directa del Estado, como ya hemos visto, a los dos novenos. Y, como también ya se ha dicho, durante mucho tiempo la mayor parte de estos ingresos revirtieron de una u otra manera a las iglesias. En el siglo XVIII la Corona comenzó a engrosar con estas rentas las arcas reales, legislando, por ejemplo, que debían separarse de la masa decimal antes de cualquier carga o descuento que se hiciera sobre la recaudación total de los diezmos. Esta política fiscal tiene su culminación con la duplicación de los novenos reales. Desde 1617 comenzó a discutirse sobre la titularidad de las rentas de los prelados en sede vacante, es decir, desde el momento de la muerte o traslado de un arzobispo u obispo hasta que el nuevo tomaba posesión del cargo o al menos hasta que fuera confirmado con el fiat pontificio. Tiempo que en Indias generalmente, dadas la lejanía del poder central y las enormes distancias de sus territorios, tendía a dilatarse por largos períodos. En 1626, por una real cédula que fue recogida después por la Recopilación de 1681, se
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decretó que tales rentas, las vacantes mayores, correspondían a la Corona, en virtud de la concesión pontificia de los diezmos. En 1737 se ordenó lo mismo para las vacantes menores, es decir, para las que se producían a la muerte, traslado o renuncia de las dignidades, canónigos y demás beneficiarios del cabildo catedralicio. Ambas rentas eran recaudadas por los funcionarios reales y llevadas en cuentas aparte como ramos separados de la Real Hacienda. Al menos teóricamente, el producto de estos rubros debía emplearse en fines religiosos, como costear los gastos que suponía el envío de misioneros desde la Península a América. Además de las pensiones de limosnas y obras pías, desde 1796 se ordenó que se separara una tercera parte de la renta de ambas vacantes para el Montepío Militar y después mil pesos para el Montepío de Ministerios, aunque esta última carga la compartía con el fondo de la Pensión de la Orden de Carlos III, para cuyo sustento se gravaron las rentas de los obispos y prebendados del Cabildo. Al obispado de Caracas le correspondían, por ejemplo, 2.100 pesos, distribuidos de la siguiente manera: al obispo, 900 pesos; al deán, 140; a las dignidades, 100; a los canónigos, 440 en total; a los racioneros y medio racioneros, 120 y 100 pesos respectivamente, también en conjunto. En compensación de estos beneficios, el Estado español se mostró siempre generoso con la Iglesia indiana, asumiendo con responsabilidad los compromisos que había adquirido con la Santa Sede de evangelizar a los naturales y de sostener las necesidades de la Iglesia y sus ministros. Sin poder hacer un balance exacto, se puede afirmar sin temor a equivocarse que en los dos primeros siglos el sostenimiento de la Iglesia corrió no sólo a cargo de los productos decimales, sino también de otros fondos fiscales, pero esta afirmación creo que no se puede mantener a partir del siglo XVIII, cuando la avidez recaudatoria del Estado, como hemos visto y tendremos oportunidad de volver sobre ello, apuntó directamente a la Iglesia y al estamento eclesiástico. II.
EL SÍNODO PARROQUIAL Y LOS ESTIPENDIOS
Además de la parte correspondiente de los diezmos, la Iglesia americana dispuso de otras dos fuentes de ingresos, que fueron el sínodo y los estipendios. El sínodo, en cuanto subvención parroquial (para distinguirlo del sínodo misional), era la cantidad que la Corona española asignaba a los párrocos de indios o doctrineros, fueran sacerdotes seculares o religiosos, «de los tributos que dan los indios», porcentaje que Antonio Acosta calcula para el Perú del siglo XVII entre el 20 y el 25 por 100 de esos tributos. Esta asignación parece haberse establecido a mediados del siglo xvi, pero no fue nunca uniforme. Ante la imposibilidad de trazar su proceso de evolución, he aquí dos ejemplos de la misma. En el arzobispado de Lima había en 1599 ún total de 237 doctrinas o parroquias de indios, 118 de ellas a cargo de clérigos seculares y 122 al
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cuidado de religiosos. Los primeros percibían por término medio 400 pesos ensayados por doctrina, mientras que la cantidad asignada a los segundos era de unos 350 pesos. En 1598, la Corona entregaba las siguientes cantidades en los distritos que se consignan a continuación: Lima Trujillo Huánuco Chachapoyas
15.290 8.852 4.871 2.677
pesos y 3 tomines pesos y 1 tomín pesos y 1 tomín pesos
De estas cantidades se detraía el 3 por 100 para el seminario. En total, 950 pesos y 4 tomines. Por lo que se refiere a los estipendios, los concilios segundo y tercero de México (1567 y 1585), así como el primero, segundo y tercero de Lima (1552,1567 y 1582-83), prohibieron a los párrocos de indios que recibieran donativo alguno por parte de los nativos por la administración de los sacramentos. A pesar de ello, Antonio Acosta calcula para el Perú del siglo XVII que cada indígena adulto entregaba medio real de ofrenda en misas y festividades, así como un peso por derechos de matrimonio, bautismo y entierros, con lo que la cantidad anual percibida por cada doctrinero se podría calcular en 3.848 pesos. III.
LOS INGRESOS DE LAS ORDENES RELIGIOSAS
La labor misional, la incorporación al cristianismo del nuevo continente, fue una tarea casi exclusiva de las Ordenes religiosas, y la atención de los criollos recayó también en gran medida sobre los religiosos. Esta presencia de los religiosos se prolonga además con otras muchas iniciativas educativas y asistenciales. Una tarea, en definitiva, de grandes proporciones que, como toda labor humana, requirió el sostén material de los recursos económicos. Las iglesias diocesanas contaban, como hemos visto, con unos importantes, aunque limitados, recursos, procedentes de los diezmos, para realizar más o menos parecidos fines. Las Ordenes religiosas, además de algunas ayudas concretas por parte del Estado que veremos poco más adelante, tenían como principal sustento lo que la generosidad de los fieles podía ofrecerles. En los primeros momentos, las limosnas y las pequeñas ayudas del Fisco fueron relativamente suficientes para sostener los reducidos núcleos de misioneros, pero a medida que los conventos crecen y se multiplica el número de vocaciones criollas, que se da respuesta a las necesidades culturales y asistenciales que plantea la sociedad indiana, que se construyen templos - q u e hoy son una parte importante del patrimonio artístico y monumental, del que los países iberoamericanos se sienten orgullosos-, y, por último, a medida que las misiones se extienden a los pueblos indígenas de la América marginal, las Ordenes religiosas tuvieron que aceptar no solamente las limosnas en dinero o especie, sino bienes permanentes -propiedades urbanas y rurales- que aseguraran rentas estables. La eficacia del sistema
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hizo que los religiosos abandonaran los escrúpulos iniciales de aceptar sólo las donaciones o los bienes patrimoniales, para comprar e invertir en estos bienes. A)
La limosna de vino y aceite
Uno de los rubros más interesantes y permanentes de la ayuda de la Corona a la Iglesia fue la llamada limosna del vino y del aceite, que comprendía además las velas y medicinas, y de la que se beneficiaron no sólo las parroquias, sino también las Ordenes religiosas. Castañeda nos proporciona nuevamente los datos cuantitativos de lo que percibían por este concepto los conventos de las diferentes Ordenes religiosas en el virreinato peruano: Dominicos Franciscanos
Lima Guamanga Cuzco Arequipa La Paz Potosí Huánuco Trujillo Loja Guayaquil Chile Chachapoyas Piura Buenos Aires TOTAI
Agustinos
Mercedaríos
Jesuítas
Total
5.397 528 988 620 305 1.049 250 325 200 150 397 -
5.230 522 2.010 750 459 1.825 250 755 200 150 175 220 100
3.518 1.074 228 603 1.230 250 676 200 150 -
3.446 1.016 718 313 1.778 250 254 669 150 100
2.049 228 650 246 270 1.016 150 162 100
19.642 1.278 5.738 2.562 1.949 6.899 1.000 2.010 600 600 1.403 220 150 300
10.209
12.646
7.929
8.694
4.871
44.351
La limosna se pagó durante algún tiempo del fondo de tributos vacos, en cumplimiento de órdenes reales, a la espera de que se situaran repartimientos para ellos y, en todo caso, debía pagarse de la masa común. Según una relación del Tribunal de Cuentas, en 1630, de los tributos vacos se pagaron a los conventos como limosna del vino y del aceite 30.180 pesos. B)
Los bienes de las Ordenes religiosas
Exceptuadas las Ordenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y capuchinos), todas las demás estaban legalmente capacitadas para poseer bienes propios, ya que el voto de pobreza las obligaba individual, pero no colectivamente. Sin embargo, el Concilio de Trento (1545-1563) autorizó también a los dominicos y agustinos a poseer bienes comunitarios, con lo que sólo los franciscanos y los capuchinos permanecieron obligados a la pobreza individual y comunitaria. Por ello, las limosnas de los particulares a los pobres de San Francisco fueron siempre más generosas. No la posesión de estos bienes, sino la cuantía, que en algunos momentos y lugares se juzgó excesiva, dio lugar a desavenencias. Las primeras reacciones contra la situación proceden de los prelados diocesanos, en cuanto que suponía una merma de sus ingresos decimales. La
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Corona durante mucho tiempo mantuvo una actitud indiferente al respecto, pese a que en una fecha tan temprana como 1535 prohibiera a los particulares, bajo graves penas, vender tierras a las iglesias, monasterios o cualquier persona eclesiástica, disposición que nunca se derogó y que pasó de forma textual a la Recopilación de 1681, pero que igualmente no tuvo tampoco nunca ningún efecto práctico y objetivo. La acumulación de bienes raíces en manos de los religiosos llegó a i convertirse en un serio problema para la sociedad indiana y para el Estado. Los privilegios de las Ordenes religiosas las exoneró, como ya se ha dicho, de los diezmos hasta mediados del siglo XVII, y, en diferente medida y con dudosa legalidad, de otros impuestos civiles, como alcabalas y almojarifazgos. Este hecho era considerado por los restantes productores, y no sin razón, como una injusta competencia. Pero la mayor competencia provenía de la excelente administración de los fundos agropecuarios, especialmente de los que estaban bajo la dirección de los jesuítas. Estos factores, pero sobre todo la inmovilidad de la propiedad en manos de los religiosos, comenzaron a preocupar al Estado. Desde el siglo XVII son cada vez más numerosas las voces que denuncian las «enormes» propiedades y rentas de las Ordenes, que -se dice con hiperbólica alarma, que habría que contrastarla con estudios sobre la propiedad, que todavía no existen- acaparan la cuarta, la tercera parte, de las propiedades inmobiliarias y que en definitiva amenazan con apoderarse de todo. La rica información del expediente promovido en los primeros decenios del siglo por los ordinarios indianos, y de forma especial por los peruanos, contra las Ordenes religiosas, que se guarda en el Archivo de Indias, ha permitido al profesor Castañeda sistematizar muchos de los datos económicos que se recogen en él y del que ahora presentamos un breve resumen. En el virreinato peruano, alrededor de 1612, las propiedades agropecuarias de las diferentes Ordenes religiosas sumaban un total de «48 haciendas, 12 molinos, 37 estancias de ganado, nueve trapiches, cinco estancias de muías, cuatro huertas, una estancia de vacas, dos tejares, 23 viñas y dos estancias de panales: repartidas en las zonas agrícolamente más importantes. Así, el 50 por 100 de las haciendas están situadas en torno a Lima, Cuzco, Trujillo, Quito, Arequipa y Potosí. Concretamente, en Lima están más del' 20 por 100. De igual modo, el 50 por 100 de los ganados se localiza e n : Cuzco, Trujillo, Quito, Santiago de Chile y Guamanga. Y en cuanto a las . viñas, casi el 70 por 100 se concentra en lea, Nazca, Guamanga y Mendoza. Los molinos y trapiches están cerca de Lima, Quito y otras ciudades importantes». Según la misma documentación, las rentas que los religiosos obtenían j anualmente en todo el virreinato peruano, excepto en la Presidencia de] Santa Fe, por alquileres, censos o capellanías eran las siguientes: Dominicos Agustinos Mercedarios Jesuítas
75.575 75.100 49.600 79.160
Castañeda suma estas rentas a las procedentes de los sínodos -el salario
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que reciben los religiosos del Erario por sus funciones en las doctrinas de indios- y las limosnas del vino y del aceite que reciben las Ordenes, para compararlas con el número de conventos y el número de religiosos. Del resultado se pueden obtener muchas e interesantes conclusiones: Conventos Santo Domingo .. San Francisco San Agustín La Merced C. de Jesús TOTAL
48 71 44 50 23
Capital por cada uno 2.657,8 523,5 2.248,8 1.754,8 4.214,3
236
1.900,3
Rcli_iosos
694 789 549 541 412 2.985
Capital por cada uno 183,8 47,1 180,2 153,1 235,2 150,2
Sánchez Bella recoge, por su parte, las quejas de las autoridades civiles y eclesiásticas en el siglo xvni, entre las que cabe destacar la carta de la Audiencia de México del 16 de mayo de 1735, en la que informa del crecido número de propiedades que adquieren los regulares, especialmente los jesuítas: «Que dicha Religión de la Compañía era dueña de 80 haciendas de ganados, labores e ingenios de azúcar en aquel distrito, que le producían sus frutos y esquilmos regularmente en cada año 400.000 pesos, de los cuales le correspondía pagar diezmos a S. M. y al Arzobispo, 40.000, y sólo había pagado en el año antecedente de 1734 poco más de 7.000 pesos, con cuyos 400.000 pesos refiere que se mantiene hasta 155 religiosos que tienen los Colegios de aquella Provincia y que les sobran caudales para comprar más haciendas. Que los Colegios que dicha Religión tenía en el Obispado de la Puebla, en el de Michoacán, en el de Guadalajara y en el de Yucatán, se alimentaban de las rentas y frutos de las haciendas de que eran dueños en dichos Obispados, y lo mismo sucedía con los demás Colegios que tenían en las Gobernaciones y distritos de las Audiencias de Guatemala y Santo Domingo. Que a los 120 jesuítas misioneros que se mantenían en las Provincias de la Nueva Vizcaya se les pagaba de las Reales Cajas anualmente 39.705 pesos, 7 tomines y 11 granos». Las innumerables quejas y recursos llegaron a preocupar seriamente a las autoridades centrales, y desde comienzos del siglo XVII se estudia el asunto concienzudamente en los consejos y en juntas especiales, aunque sin llegar nunca a un principio de solución. El anciano y experimentado jurista Juan de Solórzano decía en 1647 al respecto que «había cerca de un siglo que se había movido esta controversia y que estaba tan en los principios que todavía no se había contestado». El asunto era realmente difícil. La famosa ley de Carlos V, recogida en la Recopilación de 1681, no se había cumplido nunca. Intentar hacerla cumplir después de tantos años de práctica contraria era una tarea casi imposible. ¿Cómo se podían distinguir los bienes que se habían adquirido por patrimonio, herencia, donación, etc., de los comprados a los laicos por los eclesiásticos, que era en definitiva lo único que prohibía la disposición de 1535? Dictar una ley general prohibitoria se enfrentaba directamente con los privilegios concedidos por la Corona y la Santa Sede a los religiosos y con los
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derechos e inmunidad eclesiásticos y, lo que no se dice en la documentación, socialmente muy costosa, por las protestas que generaría en los subditos indianos cualquier medida violenta contra los regulares. Las opiniones, sin embargo, están divididas. La mayor parte opina que en materias de regulación de la propiedad e impuestos fiscales el príncipe tiene plenas facultades sobre los privilegios e inmunidades eclesiásticas, pero otros se inclinan a pensar que la situación no es tan grave como denuncian los prelados seculares y algunas autoridades civiles indianas, porque son necesarios para mantener a las Ordenes y sus obras y que incluso en la exención de tasas fiscales lo no pagado no es tan perjudicial para el Fisco, porque el grueso de los impuestos al comercio se recauda con los productos ultramarinos y no con la producción de la tierra, y que lo dejado de percibir se compensa con las ventajas de la producción de los fundos en manos eclesiásticas. Pero ni unos ni otros se atreven a tomar una resolución en «materia tan escrupulosa» y coinciden en la solución: consultar con la Santa Sede. El tiempo y la costumbre parecían jugar a favor de los religiosos. Amparados en esta confianza, no repararon en lo peligroso de la actitud de actuar bajo un régimen de excepción, de privilegios que ofendían a parte de la sociedad civil. Y el Estado no supo distinguir dos elementos claros: el derecho de todos los subditos -laicos o religiosos- a la propiedad, por una parte, y, por otra, la regulación de la misma o de los derechos tributarios que de ella se derivaban. De estas actitudes se originarán graves consecuencias para las Ordenes religiosas y otros eclesiásticos. Durante el período español, las propiedades directamente administradas por los religiosos no fueron afectadas -salvo la brutal desamortización que comportó la expulsión de los jesuítas-, pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII el regalismo borbónico - e n el que actúan algunos políticos, todavía soterradamente, laicistas y anticlericales- y la avidez recaudatoria de la Monarquía, abocada a una grave crisis financiera, vuelven sus ojos sobre los bienes de la Iglesia y de los eclesiásticos para iniciar una política gradualmente expoliatoria. IV.
LA FINANCIACIÓN DE LAS MISIONES
Las concesiones de la Santa Sede a la Corona española, muy especialmente la del Real Patronato, se hicieron con la condición de que los reyes se responsabilizaran de la evangelización de los aborígenes de las Indias. Esta responsabilidad la cumplieron con gran celo desde los primeros momentos hasta la independencia de las repúblicas americanas, sobre todo en lo que respecta al envío de misioneros, hasta el punto de tomar la iniciativa cuando los superiores de las Ordenes religiosas ponían trabas o se olvidaban de sus deberes en este terreno. A)
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Cuestiones globales
Financiación de las expediciones misioneras
El envío de misioneros es un tema bien estudiado, primero, por los artículos de Castro Seoane en la revista Missionalia Hispánica y, después, en
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una amplia y magnífica monografía, por Pedro Borges, libro en el que se dedican dos capítulos a los aspectos económicos, que ahora resumimos con las propias palabras del autor: «Si se ha observado, casi todos los aspectos económicos de las expediciones misioneras eran sufragados por la Real Hacienda». «Expresado este mismo pensamiento de una manera exacta, habría que decir que el erario regio se hizo cargo de cuantos gastos llevaba consigo la preparación de las expediciones misioneras, con la vista puesta en el pago oficial de todo lo estrictamente necesario para el viaje (matalotaje, vestuario, ajuar de dormir, pasaje, cámara, fletes y equipaje), a veces obrando incluso con generosidad (adquisición ocasional de libros, utillaje y enseres varios), pero procurando evitar siempre lo superfluo». «En el deseo de los monarcas españoles, el religioso que se dispusiese a ir a América en calidad de misionero no debería verse obligado a solicitar ayuda económica de nadie, ni siquiera de sus superiores, para realizar el viaje. Iba a "descargar la conciencia regia" en lo referente a la obligación misionera de la Corona y, por lo mismo, fue ésta la que corrió con los gastos anejos al desplazamiento». La subvención regia en algunos casos fue más que suficiente, permitiendo a los expedicionarios, como lo atestiguan algunos testimonios, invertir en libros, pero en otros muchos no cubría todas las necesidades, planteando a los religiosos verdaderas dificultades económicas y estrecheces en los viajes, ya de por sí largos y penosos. Desde «finales del siglo XVI hasta 1680 se dio una clara desproporción entre lo aportado por la Corona y el coste real de los efectos». En 1607 se hizo un baremo de precios que, aparte de estar ya bajo su valor real, no se subieron, pese a la lenta devaluación monetaria, hasta 1680, diferencias que en raras ocasiones eran subsanadas con aportaciones extraordinarias. «Parece que con el aumento del presupuesto establecido por la Recopilación de 1681 se aminoró la diferencia existente». Esta financiación de las expediciones misioneras no terminaba con la llegada de los evangelizadores al primer puerto americano. En este punto comenzaba un nuevo proceso de financiación, similar al anterior, pero en el que las cantidades se cargaban a la Caja de la Real Hacienda del territorio al que iban destinadas las expediciones. B)
El sínodo misional
Hasta bien entrado el siglo XVII, en la documentación fiscal no nos encontramos ordinariamente con partidas específicas para sustentar las obras misionales, si exceptuamos las esporádicas ayudas ordenadas por los virreyes y gobernadores. Al llegar a este punto se hacen necesarias algunas precisiones. Por misiones ha de entenderse, como se hace en nuestros días, la labor religiosa entre indios infieles o muy recientemente convertidos. La primera evangelización, que coincide con el núcleo de la colonización, la recibieron los indígenas de la América nuclear, la de las altas culturas precolombinas, que pronto se constituyeron en poblados o reducciones, pero que como nuevos en la fe, según se decía en la época, necesitaban de una especial asistencia espiritual a cargo de doctrineros, subvencionados por los subsidios, como ya
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P.I.
Cuestiones globales
se ha visto en epígrafes anteriores; forman, así, una porción de la Iglesia que comparte muchas de las formas eclesiales de la que, para entendernos, podemos llamar Iglesia criolla, producto natural del trasplante de la Iglesia peninsular a América y que fundamentalmente se centra en las ciudades de españoles. Así pues, habría que distinguir esos tres niveles eclesiales: el de la que hemos llamado Iglesia criolla, en pueblos y ciudades de españoles; el de los curatos o doctrinas, y el misional propiamente dicho, en tierras de expansión de la frontera. De estas nuevas misiones se hicieron cargo, como ya era norma desde los primeros momentos de la cristianización de América, las Ordenes religiosas. Recibían el personal misionero enviado por la Corona española para que obligatoriamente, al menos durante diez años, se dedicaran a las misiones vivas, pero no los medios económicos suficientes para mantenerlas, por lo que, en consecuencia, tuvieron que ser sostenidas por las mismas Ordenes religiosas con sus propios ingresos, las limosnas de los fieles o con parte del producto de sus propiedades, a las que dedicaremos posteriormente un estudio aparte. Desde finales del siglo XVII, pero sobre todo a lo largo del XVIII, la actividad misional se incrementa de forma sorprendente; se presta cada vez más interés, por ejemplo, a los indígenas de las selvas suramericanas o a los que habitan las semidesérticas regiones del norte de la Nueva España. Este nuevo impulso misionero coincide con dos hechos fundamentales: la creación desde 1683 de los Colegios franciscanos de Propaganda Fide -Querétaro, San Fernando, Ocopa, Moquegua, hasta un total de diecisiete- y la expansión de las fronteras del Imperio español en América, que intenta dar respuesta a la inquietante presencia de potencias extranjeras en el nuevo continente, aunque sería injusto atribuir el apoyo económico del Estado, del que vamos a hablar a continuación, a sólo un interés coyuntural o instrumental. En efecto, es alrededor de estas fechas cuando en las cajas reales comienzan a aparecer de forma regular subvenciones a los misioneros, aunque al obispo de Caracas, según nos dice el contador Limonta, le pareciera que esto era un hecho que contribuía a disminuir el celo y la eficacia de los religiosos «por haber enseñado la experiencia que en los años precedentes se habían mantenido los operarios antecesores con mayores progresos en las reducciones y edificación, sin el sufragio de la mencionada limosna; [...] se había seguido, desde entonces, no pequeño perjuicio, e inquietudes a las misiones, e igual atraso en la edificación y progresos; siendo cierto que sin la referida limosna se mantuvieron los religiosos con más crédito, tenían ornamentadas sus iglesias, y hechas para la reducción de los indios entradas muy costosas». Pero lo que no se nos dice es de dónde provenía el dinero necesario para realizar esta labor. Esta limosna a la que se refiere el obispo, denominada sínodo misional, es la que se ordenó desde 1721 para los misioneros capuchinos de la provincia de Andalucía en Venezuela, consistente en cincuenta pesos para la compra de hábitos, cera, pan y vino. Progresivamente se fue extendiendo el sínodo y aumentando la asignación. De esta manera, a fines del siglo x v m y comien-
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zos del XIX, a los veinticuatro capuchinos de Barinas se les pagaban ciento cincuenta pesos a los sacerdotes y cien a los legos. Trece dominicos de la misma provincia recibían doscientos pesos. En Cumaná, a los treinta y un misioneros capuchinos se les asistía con ciento once pesos a cada uno. «En Barcelona existe la misión de los religiosos observantes de Piritú, o del colegio de propaganda, con hospicio en la misma ciudad; mantienen empleados dieciocho religiosos en veintidós pueblos y gozan del estipendio de ciento cincuenta pesos anuales». En una cédula de 1717 se hace mención a otra de 1714 en la que se ordenaba que «a los doctrineros de las seis doctrinas establecidas en Piritú se les pagase el mismo estipendio que a los misioneros, por la imposibilidad de contribuir los indios cosa alguna; de que se deduce que en aquel tiempo debían llevar muchos años de conversión». Los capuchinos de Guayana cobraban una asignación anual de doscientos pesos. Los de la provincia de Navarra y Cantabria en Maracaibo cobraban un sínodo de ciento cincuenta pesos, pero «gozan además veinticinco pesos de oblata asignados por juntas de Real Hacienda». Limonta termina su informe con estas no menos interesantes palabras: «la Real Hacienda costea a los misioneros en los términos que va expresado, y aunque en algunas soberanas disposiciones se consignaron sus gastos sobre ramos determinados, hoy se hacen de la masa común, tanto en lo que corresponde a sus transportes como en lo que respecta a las pensiones, sínodos o limosnas anuales». Lo mismo que en Venezuela sucede en otras regiones en donde se realiza esta labor misionera. C)
La Compañía de Jesús. El fondo piadoso
Decíamos anteriormente que en gran medida el coste de la labor misional en Indias corrió a cargo de las Ordenes religiosas y que el sostenimiento de muchos centros misionales se hizo con el fruto de las denostadas propiedades de esas mismas Ordenes. El caso de la Compañía de Jesús, muy activa en una y otra faceta, en la misional y en la administración de propiedades para el sostenimiento de sus labores, nos puede ilustrar perfectamente la comprensión de esta materia, mucho más cuando se cuenta con la abundante documentación de la Orden y la que generó su expulsión de los territorios de la Monarquía. En efecto, muchas de sus propiedades, después de la expulsión, o fueron malbaratadas o mal administradas, dedicándose sus fondos a las necesidades del Erario -entre las que también está el mantenimiento de los expulsos-, pero buena parte de ellas fueron respetadas, bien por su innegable vinculación con la atención espiritual o por sostener obras piadosas o culturales, cosa que en la Compañía no era difícil delimitar, porque generalmente había procurado la autonomía financiera de sus labores, asignándoles una fuente de ingresos concreta. En Chile, por ejemplo, y desde la vertiente misional que ahora nos interesa, el presidente Balmaceda decidió que «se debía costear de Bucalemu, dos para Colchagua y dos para Maule; de Ligueimo, dos para Rancagua; dos de San Pablo para Colina, Chacabuco, Ligua, Purutún y Petorca». Las
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Cuestiones globales
misiones del Arauco encargadas a los jesuitas, como dice Bravo Acevedo, se financiaban con dinero procedente del Erario; por lo tanto, aquí el problema era sólo designar a los religiosos que debían sustituirlos. En Venezuela se dispuso algo por el estilo, asignando algunas tierras para que los dominicos continuaran las misiones de los jesuitas expulsados. Pero el caso más ilustrativo es el de la Nueva España, para el que contamos con un documento de excepción, el informe general sobre las misiones del virrey conde de Revillagigedo, del 30 de diciembre de 1793. En el virreinato septentrional las labores misionales de la Compañía habían alcanzado una gran expansión, muy especialmente en el norte y, consecuentemente, siguiendo la línea argumentativa anterior, también eran de consideración los bienes que servían para financiar esta vasta labor. Con la expulsión de los jesuitas, nos dice el virrey, «éstos dejaron más de 800.000 pesos en dinero, efectos, cantidades impuestas a réditos y fincas rústicas que forman el fondo piadoso con que se sostienen y establecen las antiguas y nuevas misiones». Revillagigedo aprovecha la ocasión de ofrecer estos datos para arremeter contra el descuido de los administradores de los fondos, que amenaza con destruirlos: «En los tiempos presentes podrá llegar el caso de que el Erario del Rey se constituya en nuevos y no cortos gravámenes para que se continúen los progresos de la conquista espiritual de los indios californios, porque las fincas del fondo piadoso continúan con precipitación a su decadencia, y porque no hay quien se dedique a la solicitud de otros bienhechores que [...] establecieron el fondo con sus gruesas limosnas, siendo ellos por consecuencia los verdaderos agentes de la propagación de la fe en la península de California y de la extensión de los reales Dominios de Su Majestad, impidiendo que sean ocupadas por potencias extranjeras». Entre las antiguas misiones de las que nos habla el virrey hay unas que mantienen una buena administración espiritual y material y otras en las que la decadencia es evidente. Entre las primeras destacan las de la Baja California, que habían estado casi exclusivamente en manos jesuitas, y que pasaron a franciscanos y dominicos, quienes comenzaron a percibir un sínodo de trescientos cincuenta pesos anuales sobre el fondo piadoso, sin recibir nada de los españoles, soldados, indios y castas de los presidios. Los edificios de las iglesias se mantenían en buen estado -especialmente las de las diez primeras misiones-, «bien provistas de ornamentos, vasos sagrados y plata labrada». Igualmente se mantenía el sistema de reducción y trabajo de los indios: «los propios, rentas o fondos de cada pueblo de misión se reducen a la labranza del campo y cría de ganados, cuyas cosechas y esquilmos disfrutan los indios en comunidad, bajo la administración de sus misioneros, quienes hacen verdaderamente de padres espirituales y temporales, de suerte que el indio trabaja cuando se lo mandan, y el producto de sus afanes se invierte en el sobrio sustento y humilde vestuario de ellos y de sus familias, aplicándose lo que sobra al culto divino y fomento de los mismos pueblos». De todas formas, para Revillagigedo, que no puede ocultar su admiración por los «regulares extinguidos», la comparación es favorable a las etapas anteriores, «pero esto se atribuye a que podían sostenerlas y fomentarlas con
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las cuantiosas limosnas que agenciaban, a la máxima prudencia de no mantener en las misiones a religioso alguno que no fuere muy a propósito»; a que posteriormente se habían incrementado las enfermedades venéreas y, por último, a que al ejecutarse la expulsión no fueron reemplazados con la misma premura «y se entregaron las temporalidades a individuos ineptos y codiciosos que las disiparon notablemente». En muchas otras misiones las consecuencias fueron peores, más aún cuando se suman otros factores y, entre ellos, la secularización de algunas doctrinas, a cuyos nuevos curas no se les asignó un sínodo suficiente. La decadencia se hizo ostensible no sólo en el retroceso de los logros espirituales, sino también de los materiales, de tal manera que no es difícil elegir un ejemplo entre los muchos casos que consigna el virrey: «pues es cierto que en las Misiones de la Pimería Baja han ido cada día a su mayor decadencia, como lo acreditan las ruinas de sus iglesias, casas, trojes y almacenes, el despojo de sus bienes de campo (bien que se atribuye a las hostilidades de los bárbaros), la miseria en que viven los indios reducidos, sus faltas de subordinación y asistencia al trabajo y a las doctrinas...». Entre las nuevas misiones que se crearon después de la expulsión de la Compañía destacan de forma ostensible las de la Alta California, gracias al esfuerzo de los fernandinos o franciscanos procedentes del Colegio de San Fernando de México, que recibían del fondo piadoso cuatrocientos pesos de sínodo, más una ayuda de mil pesos para cuando se iniciaba una nueva misión. «Con este auxilio y con los que también facilitan en lo posible las misiones radicadas, con los que proporciona el afán o cuidado apostólico de los padres ministros y con el trabajo personal de los indios, se fabrican las iglesias y casas de pueblo, los trojes y almacenes, se compran y habilitan los ornamentos y vasos sagrados, los utensilios y aperos de labranza y finalmente las semillas para sembrar y el corto pie de ganados para la procreación de ellos». Revillagigedo nos traslada con evidente satisfacción los datos cuantitativos que avalan sus palabras: son ya 8.431 los indios que viven en los pueblos, y sus fincas producen: 24.640 26.286 4.040 402 3.338 15.197 2.497 7.625 1.719
cabezas cabezas cabezas cabezas cabezas fanegas fanegas fanegas fanegas
de de de de de de de de de
ganado vacuno ganado lanar ganado caprino ganado porcino ganado equino trigo cebada maíz fréjoles, garbanzos, lentejas y habas.
Pero lo más importante es que los «religiosos fernandinos y dominicos desempeñan completamente las obligaciones de su sagrado instituto» y los indios se convierten y avanzan en el conocimiento de la fe cristiana.
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P.I. V.
Cuestiones globales
LOS SUBSIDIOS ECLESIÁSTICOS
Como antes se dijo, las largas discusiones sobre las propiedades eclesiásticas no habían llegado a ninguna conclusión práctica, pero evidentemente todo ello conducía a reforzar la opinión subjetiva sobre el poder económico del estamento eclesiástico y, unido a la multisecular tradición de acudir a los particulares con préstamos y servicios graciosos, en el siglo XVIII dio como resultado que las autoridades centrales, en sus siempre insatisfechas necesidades económicas, vieran aquí una posibilidad de obtener pingües ganancias. En España, el clero comenzó a contribuir a las necesidades fiscales con el llamado subsidio eclesiástico desde 1563, concedido por Pío IV a Felipe II en un Breve del 2 de marzo de 1560; pero, como dice el contador de Caracas José de Limonta, «quedaron exentas por el mismo Breve las iglesias de Indias y no hay memoria de que antes de 1700 se extendiese a estos dominios la propia gracia». La «gracia» concedida por el Papa en los mismos comienzos del siglo se extendió a América, concediendo un millón de ducados «por una vez sobre las rentas del Estado eclesiástico de ambas Américas, a fin de sustentar la guerra contra los infieles, que habían intentado poblar el Darién, y otros cualesquiera que intentasen ocupar y hostilizar sus provincias». La imposición, encargada a los propios obispos indianos, debía cobrarse en partes proporcionales a lo largo de diez años, pero no hay constancia de que surtiera el menor efecto. VI.
UNA CUASI DESAMORTIZACIÓN: LA CONSOLIDACIÓN DE LOS VALES REALES
Las medidas regalistas en contra de la Iglesia se acentúan a partir del reinado de Carlos IV, que además coincide con el inicio de una de las etapas más agitadas de la vida de España, en la que su fiscalidad -siempre precariaroza con la bancarrota, situación propiciada sobre todo por el enorme esfuerzo bélico que tiene que soportar con sus exiguos recursos. Liehr, en un excelente artículo, plantea con relativa amplitud esta cuestión, y Sánchez Bella resume todas las medidas exactorias contra la Iglesia y el estamento clerical. La medida general que se adoptó para solucionar la grave situación fiscal fue la creación de los llamados vales reales, antecedente de alguna manera del actual papel moneda, cuyo origen, de esta forma, se podría fijar en 1780. En un principio no tuvo otro valor que el de letras de cambio, con un interés del 4 por 100 -inferior al crédito ordinario- y amortizable en veinte años, que endosados podían ser negociados en las cajas reales y el comercio al por mayor. Este recurso comenzó a ser usado cada vez con más asiduidad, hasta convertirse en el medio más fácil de endeudamiento fiscal, pero las consecuencias fueron también inmediatas: la desconfianza del público y la inflación. Ante ello, la Corona, a partir de 1799, se vio obligada a restringir las
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nuevas emisiones e incluso a retirar los billetes en circulación. Pero lógicamente esta operación tenía un coste elevado. En 1798 se creó en Madrid una Caja de Amortización. «A esta Caja -nos dice Liehr- le transfirió una serie de impuestos propios, sin embargo insuficientes. Similar a Francia, la España tradicional y católica sólo podía impedir la bancarrota amenazante a causa del excesivo endeudamiento estatal mediante la confiscación de bienes de la Iglesia. En el año de 1798 comenzaron las autoridades de la Corona a ofrecer en pública subasta al mejor postor, o bien a cancelar, los bienes raíces y censos de las cofradías, obras pías, memorias y patronatos de legos; a partir de 1805, también los de las casas de la misericordia, los hospitales y hospicios, así como los de las casas de reclusión y de expósitos, y desde 1807 incluso los de capellanías y otras instituciones eclesiásticas». En compensación de tales ventas los acreedores eclesiásticos recibieron el 3 por 100 de intereses anuales. Según los cálculos de Richard Herr, los 1.600 millones de reales de vellón que ingresaron por este concepto en la Caja de Consolidación suponían una sexta parte de los bienes eclesiásticos en España. Pero lo curioso de todo esto es que tan cuantiosos fondos no se dedicaron al fin anunciado, a la amortización de los vales reales, que, dicho sea de paso, entraron en una pendiente constante de devaluación, hasta llegar a valer sólo un 10 por 100 de su valor nominal. El producto de la Caja de Amortización fue considerado como un ingreso fiscal más, que se dedicó especialmente a los gastos militares. Hasta 1804 esta política hacendística se restringió a la Península, pero, ante la continuidad de la crisis fiscal agravada por la guerra contra Inglaterra, se extendió a las posesiones ultramarinas, con las mismas o muy parecidas características que se han visto para la metrópoli. La diferencia más importante está en el tipo de interés de los vales, el 5 por 100, que era el habitual en Indias. A imitación también de España, en América se crearon en las principales capitales las llamadas Juntas Superiores de Consolidación, y en las capitales de provincia, sedes de diócesis, las Juntas subalternas, todas dependientes de un nuevo organismo central, la Comisión Gubernativa de Consolidación. Pero ni la ejecución práctica ni las consecuencias de estas medidas radicales fueron las mismas que en Europa. A diferencia de España, en los territorios americanos los bienes eclesiásticos -sobre todo los afectados por la desamortización- no consistían básica y directamente en bienes raíces, sino en censos sobre éstos. La propiedad estaba en manos de particulares, pero en general, por necesidades de capitalización, gravados con los censos eclesiásticos. En consecuencia, los afectados no fueron sólo los organismos eclesiásticos, sino los pequeños y medianos propietarios, que no pudieron hacer frente a los créditos pendientes. Tales medidas, que venían a romper uno de los principales circuitos financieros y crediticios, junto con el hundimiento de muchos pequeños y medianos propietarios y productores, causaron tal malestar en la población indiana que muchos autores opinan que hay que incluirlas dentro de las causas de la Independencia americana. En enero de 1809 la Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias dio
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marcha atrás derogando la Real Orden de 1804, con enorme satisfacción y alivio de los subditos americanos. Entre esos cinco años -sigo los cálculos de Liehr-, en las posesiones españolas de ultramar debieron de recaudarse por este concepto y por otro de mucha menor entidad -los excedentes de las cajas de censos de los indios- más de quince millones de pesos, según la siguiente distribución: Virreinato de la Nueva España Virreinato del Perú Virreinato de Nueva Granada Virreinato del Río de la Plata Capitanía General de Chile Capitanía General de Caracas Capitanía General de Cuba Capitanía General de Guatemala Capitanía General de Filipinas TOTAL (APROXIMADO)
10.320.000 1.500.000 450.000 367.000 164.000 350.000 350.000 1.500.000 353.000 15.400.000
De estos ingresos, descontados los gastos de administración, llegaron a Madrid unos catorce millones de pesos de a ocho, que, como en el caso de la desamortización española, no se dedicaron al fin aparentemente previsto, la convalidación o amortización de los vales, sino a cubrir los enormes huecos fiscales, especialmente los gastos de guerra y el pago del llamado subsidio de neutralidad a Francia, que en realidad desde el principio había sido la intención cuando se extendió esta controvertida medida a los territorios ultramarinos. El bien informado Contador sigue narrando cómo en 1717 el papa Clemente XI había concedido un segundo subsidio de millón y medio de ducados, pero que no debió de tener tampoco ningún resultado, porque el 8 de marzo de 1721 concedió el tercero, tomando ahora como disculpa la prosecución del éxito de las armas españolas contra los moros en su asedio contra la ciudad de Ceuta; la cuota subía ahora a dos millones de ducados, cobrables del 6 por 100 de las rentas eclesiásticas. La nueva «gracia» corrió la misma suerte que las primeras, es decir, la más completa indiferencia. En 1740 Fernando VI obtuvo un nuevo subsidio de dos millones de ducados, también sobre el 6 por 100 de las rentas eclesiásticas, que no anulaba el anterior, pero que al año siguiente, «atendiendo al estado eclesiástico de sus dominios de la América, se dignó perdonarle la mitad del importe de los dos subsidios con tal que por los Prelados y Cabildos se aprontase la otra mitad», es decir, se les condonaba la mitad con la condición de que efectivamente se cobrasen los dos millones de ducados. Esta disposición no fue suficiente para vencer las reticencias de los eclesiásticos, pese al recuerdo reiterado de las órdenes reales. En 1783 sólo se habían cobrado 272.210 ducados. Ese año se expidió una orden a todos los gobernantes indianos para apremiar a los prelados a la confección de relaciones de las rentas de los cleros regular y secular, de las que sobre el 6 por 100 debían cobrarse los subsidios, bajo pena de cargo grave en sus respectivas residencias. En 1790 se reiteró la misma orden. En el entretanto habían cumplido con confeccionar las relaciones de
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rentas veintinueve diócesis de las cuarenta y dos existentes; se habían recaudado aproximadamente quinientos mil ducados de los dos millones de los subsidios, y dos archidiócesis -México y Guatemala- y tres obispados -Cuba, La Habana y Oaxaca- habían recaudado ya su parte correspondiente. A partir de este momento ya no hay ningún otro documento desde el gobierno central que inste al cumplimiento de los subsidios, y, por lo tanto, es imposible saber hasta qué punto tuvo efectividad, si no es de forma fraccionada. En la Caja de Caracas existe constancia, por ejemplo, de que hasta el año 1804 se recaudaron un total de 84.653 pesos, de los que se remitió poco más de la mitad. Es difícil saber, insisto, si se recaudó la cantidad total. Lo más probable es que se siguieran cobrando algunas cantidades, pero que nunca se llegara a cubrir el cupo de los dos millones de ducados. En España, por concesión de Benedicto XIV, la percepción del subsidio se hizo perpetua en espera de la única contribución. La reforma fiscal, con el establecimiento de un impuesto personal y progresivo, se adelantaba así exclusivamente con el estamento clerical. Con la tendencia a unificar la legislación indiana con la americana, no hubiera sido raro que también se hubiera hecho en América si los acontecimientos de uno y otro lado del Atlántico no lo hubieran impedido, pero, por la vía de los hechos, el subsidio era ya una contribución permanente. En 1795, por presión de los ministros de Carlos IV, el papa Pío VI concedió un nuevo subsidio de treinta millones de reales distribuidos entre los dos cleros de Ultramar, para sostener, dice la bula, «la muy cruel y peligrosa guerra que está haciendo contra los impíos enemigos de la religión y de la potestad de los Reyes». El 7 de diciembre de 1799 se ordenó la cobranza de la mitad del subsidio, es decir, de quince millones de reales. Se encargó de la administración a las oficinas de la Santa Cruzada, en cuanto que tenía jurisdicción estatal y no eclesiástica. Se otorgaba un plazo de seis meses para las diócesis que todavía no hubieran entregado una relación de rentas eclesiásticas. Y se declaraban los ingresos mínimos que debían quedar exentos de la contribución, que, por otra parte, son los mismos que habían regido en los anteriores subsidios: tres mil ducados en las iglesias catedrales, cien en los curatos y veinticuatro ducados de oro en los beneficios simples. La Contaduría General hizo el reparto de los quince millones de reales, que recoge Sánchez Bella de un documento de la sección Contaduría del Archivo de Indias, interesante para el propósito que ahora nos ocupa, pero sobre todo para hacernos cargo, al menos en la versión de las autoridades centrales, de las posibilidades económicas -incluye todo tipo de rentas de ambos cleros- de las diferentes circunscripciones eclesiásticas americanas. (Las cantidades se ofrecen en pesos fuertes, que tiene cada uno veinte reales:) Principal Caracas Cuba La Habana Luisiana
207.000 189.461 563.714 3.000
Subsidio 15.510 14.196 42.239 226
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Puerto Rico Guayana México Puebla de los Angeles Michoacán Oaxaca Guadalajara Yucatán Durango Nuevo León Sonora Manila Nueva Segovia Nueva Cáceres Cebú Guatemala Comayagua Nicaragua Chiapas Lima Arequipa : Trujillo Quito Cuzco Guamanga Panamá Chile Concepción Cuenca Charcas La Paz Tucumán Santa Cruz de la Sierra Paraguay Buenos Aires Santa Fe Popayán Cartagena Santa Marta Maracaibo TOTAL
Cuestiones globales
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Principal
Subsidio
15.000 50.093 1.170.746 866.666 946.197 472.574 447.091 170.839 204.295 104.986 39.900 110.830 43.289 7.023 5.500 481.988 65.068 43.481 93.653 996.474 370.867 249.746 153.000 349.819 266.849 37.500 208.468 62.443 115.677 180.000 56.000 66.612 69.352 25.907 32.000 135.997 37.500 124.717 15.300 49.852
1.123 3.753 87.723 64.940 71.123 35.410 33.500 12.806 15.308 7.866 2.990 8.304 3.243 526 412 36.116 4.874 10.750 7.015 74.664 27.790 18.713 11.468 26.210 19.994 2.809 15.641 4.677 8.667 13.847 4.196 4.989 5.197 1.941 2.397 10.191 2.810 9.346 1.146 3.736
10.006.474
750.000
Las dificultades p a r a hacer efectivo este n u e v o subsidio d e b i e r o n d e ser muy parecidas a las q u e obstaculizaron la c o b r a n z a d e los anteriores. «En 1807 -nos dice Sánchez Bella- la Contaduría General informa sobre la falta de noticias para poder ejecutarse el repartimiento de los 60 millones de los subsidios concedidos sobre las rentas del estado eclesiástico de Indias por breves de 1795 y 1799, ni tampoco el prorroteo general del antiguo subsidio de dos millones de ducados de plata. Faltan todavía los informes de Buenos Aires, La Paz, Quito, Popayán, Panamá, Caracas, Puerto Rico y Cebú. Cabe pensar que lo mismo que, al parecer, ocurrió con el viejo subsidio, tampoco debió poder cobrarse en Indias más que una pequeña parte del nuevo».
VII.
La economía de la Iglesia americana
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MESADAS, MEDIAS ANATAS Y ANUALIDADES ECLESIÁSTICAS
Desde 1 6 2 5 , p o r concesión del p a p a U r b a n o V I I I , t o d o s los cargos eclesiásticos d e provisión real, lo mismo q u e lo venían h a c i e n d o d e s d e antig u o los civiles, d e b í a n p a g a r al E r a r i o u n a mesada, es decir, u n a dozava p a r t e del salario anual. Pocos a ñ o s después, e n 1 6 3 1 , c u a n d o esta c o n t r i b u c i ó n se multiplicó p o r seis p a r a los cargos seculares, convirtiéndose e n media anata, los eclesiásticos siguieron a b o n a n d o exclusivamente la mesada. Esta situación se m a n t u v o hasta 1 7 5 4 , a ñ o e n q u e F e r n a n d o VI o b t u v o u n a b u l a p a r a c o b r a r la m e d i a a n a t a a t o d o s los eclesiásticos provistos p o r el rey e n cualquier beneficio, pensión u oficio eclesiástico, c u a n d o la r e n t a a n u a l superase los trescientos d u c a d o s o su equivalente e n otras m o n e d a s . Sin e m b a r g o , n o p a r e c e q u e tal disposición se llevara a la práctica e n América. E n 1 7 7 5 , Carlos I I I r e i t e r ó c o n más fuerza la o r d e n y c o n la misma p e r e n t o r i e d a d se recogió e n el artículo 2 0 9 d e la Instrucción d e I n t e n d e n t e s d e N u e v a España, p r o m u l g a d a al a ñ o siguiente. De este n u e v o i m p u e s t o se e x c e p t u ó a los p á r r o c o s , quienes, i n d e p e n d i e n t e m e n t e d e sus ingresos, seguirían a b o n a n d o la mesada d e la f o r m a a c o s t u m b r a d a . U n o y o t r o gravamen c o n t i n u a r í a n p a g a n d o c o m o siempre u n 18 p o r 100 más, p a r a costear su r e m e s a a la Península. Las exacciones sobre la provisión d e cargos y beneficios eclesiásticos n o p a r a r o n ahí. E n 1 7 9 5 se había c o n c e d i d o a la C o r o n a t o d o el p r o d u c t o d e las vacantes eclesiásticas p a r a la amortización d e los vales reales, pese al peligro q u e r e p r e s e n t a b a q u e estos cargos n o se proveyesen, b u s c a n d o el beneficio e c o n ó m i c o del Erario. E n c o m p e n s a c i ó n d e q u e el m o n a r c a n o hiciera uso de este privilegio, Pío V I I concedió c o n el mismo fin - l a amortización d e los v a l e s - u n a anualidad d e «todos los beneficios eclesiásticos - e x c e p t u a n d o n u e v a m e n t e a los curas p á r r o c o s y d o c t r i n e r o s - , seculares y regulares d e cualquier g é n e r o o d e n o m i n a c i ó n q u e sean, c o m o dignidades mayores y m e n o r e s , canonicatos, p r e b e n d a s , capellanías colativas, p r e s t a m e r a s , beneficios y oficios, bien sean d e los reservados a Su Santidad o d e p r e s e n t a c i ó n real u o r d i n a r i a , o d e p a t r o n a t o activo o pasivo, laical o eclesiástico, secular o regular, q u e vacaren e n España, Indias e islas adyacentes». La presión c o n t r a el e s t a m e n t o eclesiástico e r a tan g r a n d e q u e c u a n d o , e n 1810, se pensó c o b r a r u n a nueva exacción p a r a ayudar la financiación d e la g u e r r a c o n t r a los franceses, el C o n t a d o r d e la C o n t a d u r í a del Consejo d e Indias dirigió al g o b i e r n o u n escrito, q u e recoge Sánchez Bella, q u e es e n este sentido muy ilustrativo: «Los prebendados de que se trata, además de las cargas de anualidades, subsidios y medio-annatas, tienen la del noveno, la de satisfacer en vida, conforme al estatuto o práctica general adoptada en los cabildos, el gasto funeral, que es de bastante consideración, sin los otros que son sabidos, de modo que los de primera entrada indistintamente no pueden contar en tres años cuando menos con renta alguna. Estos enormes gravámenes y otros de que más adelante se hará mérito, los ha sufrido el estado eclesiástico con un celo heroico, aun sin concurrir la causa santa que en el día-defiende la Nación, y aunque se suponga como debe, en honor de aquél, que su espíritu se halle dispuesto a continuarlo, el agregar o imponerle en el día un descuento como el de la mitad de la renta, es lo mismo que reducir a los prebendados a un estado de pobreza, indecoroso a su elevado carácter».
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LA BULA DE LA SANTA CRUZADA
La bula de la Santa Cruzada es un ingreso de la Real Hacienda que en poco o nada benefició económicamente a la Iglesia indiana, pero se justifica que la tratemos ahora en cuanto que su cobranza se hizo por concesiones pontificias y por aparentes razones religiosas o espirituales. Esta limosna, que por su obligatoriedad tiene casi las características de un impuesto, hunde sus raíces, como los diezmos, en las costumbres y legislación de la Castilla bajomedieval. Nació de las concesiones pontificias a los reyes de las limosnas o donativos que hacían los fieles para sostener la lucha de los cristianos contra la ocupación musulmana de la península Ibérica. Con la caída del último bastión islámico, perdió su secular justificación, pero no desapareció, sino que, como dice Carande, cambió exclusivamente su destino porque la reconquista de Granada es el «término de una lucha de siglos, pero es a la vez introito de una nueva era». La Monarquía española, en efecto, se vio comprometida a partir de entonces en un doble frente: en la lucha contra el turco más allá de sus fronteras y en la defensa de la ortodoxia católica más cerca de ellas. La persistencia de ambos problemas le dio a la concesión un carácter permanente, aunque teóricamente tuviera que renovarse cada tres años. La bula de la Santa Cruzada en esta nueva etapa fue concedida por primera vez para Castilla por el papa Julio II en 1509 y extendida a las Indias por breve de Clemente VII del 24 de agosto de 1529. Sin embargo, la introducción en los territorios americanos, como ocurre con otros impuestos, se hizo gradualmente y de una forma que hace difícil precisar fechas y circunstancias. López de Caravantes da a entender que, aunque antes se cobrara en las Indias, sólo a partir de la bula de Gregorio XIII de 1573 adquirió plena vigencia y universalidad. Por esta bula y otros documentos pontificios, que consideraban su lejanía de la metrópoli y las grandes distancias internas, se determinó que las predicaciones se hicieran cada dos años. Las concesiones de la Santa Sede se hacían para largos períodos. Así, por ejemplo, el papa Gregorio VII concedió a Felipe II en 1578 seis predicaciones, pero antes de que se cumpliera el tiempo, en 1585, Sixto V otorgó otras seis predicaciones y así sucesivamente otros pontífices, de tal manera que López de Caravantes calculaba en 1614 que las predicaciones concedidas llegaban hasta 1660. Las tasas de las limosnas, siguiendo las directrices de la bula de 1573, fueron fijadas por el Comisario General de la siguiente manera: a) Virreyes y sus mujeres, 10 p. ensayados. b) Arzobispos, obispos, inquisidores, abades, priores, dignidades y canónigos. Caballeros de las Ordenes militares. Presidentes, oidores, alcaldes, fiscales, alguaciles mayores, secretarios y relatores de las audiencias. Gobernadores, corregidores, alcaldes y regidores. Encomenderos y pensionistas del Erario. Capitanes generales, alcaides de castillos y fortalezas. Abogados. Hombres con bienes superiores a los diez mil pesos. Y, en general, las mujeres de los mencionados, 2 p. ensayados. c) Todas las demás personas, excepto indios y negros, 1 p. ensayado. d) Frailes, monjas y otros españoles pobres, 2 tomines.
e) f) g) h) i)
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Mendicantes y mujeres de servicio, 2 tomines. Caciques, 1 p. ensayado. Los demás indios, negros y mulatos (hombres y mujeres), 2 tomines. Bulas de difuntos, 1 p. ensayado. Bulas de difuntos (tasas inferiores), 2 tomines.
En el cuadro precedente las cantidades se consignan en pesos ensayados (doce reales). Solórzano, Limonta y otros autores registran las mismas clases de tasas, aunque añadiendo una nueva: la de tercera clase, con el valor de un peso y que afectaba a los que tenían unas rentas sobre los seis mil pesos, pero la diferencia fundamental está en que las tasas se registran en pesos de a ocho, lo que significaría en la práctica una disminución del valor de la bula. En los primeros años del siglo xix -con el mismo motivo que encontramos en el aumento o creación de nuevos gravámenes, es decir, la convalidación de vales reales- la limosna se aumentó en un 50 por 100. Además de estas clases de bulas existía otra llamada de composición, que tenían que pagar las personas con presuntas ganancias malhabidas, los transgresores de normas eclesiásticas, los obligados por la concesión de algunas dispensas eclesiásticas y algunos otros casos relacionados con el Derecho Canónico. Caravantes nos ofrece un cuadro del número y distribución de las bulas en el virreinato peruano, interesante desde muchos puntos de vista, demográfico, sociológico y, desde el que ahora nos interesa, económico: VIVOS
DIFUNTOS 2 tomines
De composición
1.951 1.163
3.242 2.741
1.233 548
10.153 110.862 1.393 6.924 4.215 28.570 1.556 6.370
2.360 178 467 227
2.300 282 759 629
1.325 60 429 119
34.593 510.897
6.346
9.953
3.714
10 pesos
2 pesos
1 peso
2 tomines
Lima Cuzco Charcas, Tucumán, La Paz y La Barranca Chile Quito Tierra Firme ..
2
1.674 596
11.776 183.283 5.500 174.888
1.416 404 715 204
TOTAI.ES
2
5.009
1 peso
La predicación bianual debía producir, por tanto, 184.903 pesos ensayados. Después de descontar los gastos propios de la administración -20.339 de las comisiones de los tesoreros (un 11 por 100 de la recaudación) y 9.000 pesos de salarios de los ministros del Tribunal- quedaban, o debían quedar, aproximadamente unos 155.000 pesos para la Hacienda. La primera consecuencia que se saca de la tasa de la bula es su universalidad, sin excepciones, sin distinción de razas, sexo ni estado civil: desde el virrey hasta el último negro pobre o fraile desvalido. Tan universal que incluso alcanza a los difuntos que no hubieran regularizado en vida su contribución y cuyos parientes quisieran ganarles las indulgencias concedidas. La segunda consecuencia es que, contrariamente al sistema impositivo
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vigente, el valor d e la limosna es relativamente p r o p o r c i o n a l , g r a v a n d o más a los más p u d i e n t e s . C o m o es lógico s u p o n e r , u n a c o n t r i b u c i ó n q u e afectaba a t o d a la población tenía q u e r e n d i r m u y b u e n o s beneficios al Estado, tal c o m o se c o m p r u e ba p o r las cifras q u e h e m o s a n o t a d o . La importancia económica y la consec u e n t e complejidad administrativa aconsejaron la creación d e tribunales d e la Santa C r u z a d a e n cada u n a d e las sedes d e los distritos audienciales. La cédula q u e así lo dispuso - 1 6 d e abril d e 1 6 0 9 - c o n c r e t ó también su c o m p o sición: u n comisario subdelegado, n o m b r a d o p o r el Comisario General, residente en España; u n asesor, q u e debía ser el o i d o r más antiguo, y u n c o n t a d o r , c a r g o q u e debía d e s e m p e ñ a r l o el funcionario real más a n t i g u o d e la respectiva Caja, a u n q u e p o c o después, e n algunas sedes, d a d o el volumen d e la r e c a u d a c i ó n y d e q u e su c o m e t i d o principal e r a c o n t r o l a r estos ingresos, se creó u n cargo específico, el d e c o n t a d o r d e la Santa Cruzada, q u e llegó a t e n e r g r a n relevancia en la administración indiana. La administración d e la renta, c o m o e n otros m u c h o s casos, se llevó d e dos formas, bien p o r administración directa, es decir, e n m a n o s d e los oficiales reales, q u e recibían el fruto final r e c a u d a d o p o r tesoreros especiales, o bien p o r administradores particulares, c o n quienes se firmaba u n asiento, forma esta última a la q u e se d i o preferencia. Los dos p r i m e r o s asientos tuvieron u n carácter general p a r a casi t o d o s los territorios indianos, con u n o s beneficios d e la q u i n t a y sexta p a r t e d e la recaudación, respectivam e n t e . El fracaso del s e g u n d o c o n t r a t o aconsejó q u e e n adelante los asientos se firmaran, p a r t i c u l a r m e n t e , e n cada obispado. Pese a lo q u e h e m o s afirmado sobre q u e la limosna d e la bula d e la Santa C r u z a d a n o benefició e c o n ó m i c a m e n t e a la Iglesia, ya q u e el p r o d u c t o se dedicaba casi e n su totalidad a los fines p r o p i o s del Estado, hasta la s e g u n d a mitad del siglo x v m se m a n t u v o u n a cierta a u t o n o m í a - l a r e n t a n o se incluía en la masa común d e la Real H a c i e n d a - y su administración se regía p o r formas cuasieclesiásticas. P e r o incluso esta ficción a u t o n ó m i c a debió resultar molesta p a r a el regalismo b o r b ó n i c o . E n m a r z o d e 1 7 5 0 se consiguió u n breve del p a p a Benedicto X I V q u e p e r m i t i ó la total secularización d e la renta, q u e pasó a ser considerada u n r a m o más d e la H a c i e n d a , y su administración, incluido el T r i b u n a l privativo, fue reorganizada p a r a p o n e r l a direct a m e n t e e n m a n o s d e los funcionarios fiscales. L a O r d e n a n z a d e I n t e n d e n tes d e B u e n o s Aires es e n este sentido s u m a m e n t e expresiva: « C o r r e s p o n d e a mi s u p r e m a regalía la plena facultad d e administrar, r e c a u d a r y distribuir, con i n d e p e n d e n c i a absoluta del Comisario General d e C r u z a d a y d e m á s Apostólicos, t o d o el p r o d u c t o d e la Santa Bula». Desde finales del siglo XVin se c r e ó u n a nueva bula p a r a América, la del indulto de las carnes saludables, p o r la q u e los beneficiarios p o d í a n c o m e r carnes, huevos y lacticinios e n C u a r e s m a y otros días d e abstinencia, c o n excepción del Miércoles d e Ceniza, d e los viernes d e Cuaresma, d e miércoles a sábado d e la S e m a n a Santa y d e las vigilias d e las g r a n d e s fiestas litúrgicas. La concesión pontificia corría en E s p a ñ a desde 1779, p e r o Carlos I V consiguió e x t e n d e r l a a Indias desde el bienio 94-95. El valor d e las bulas se tasó siguiendo el m o d e l o d e la Santa C r u z a d a y e n su administración también se
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m a n d ó e x p r e s a m e n t e seguir este m o d e l o . La disculpa inicial p a r a establecer la bula del indulto fue la d e s o c o r r e r a los p o b r e s , p e r o muy p r o n t o , e n 1798, se aplicó a la amortización d e vales reales.
NOTA
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PARTE
LA IGLESIA
II
DIOCESANA
CAPÍTULO 8
ORGANIZACIÓN TERRITORIAL DE LA IGLESIA Por ANTONIO GARCIA Y GARCÍA
Desde el punto de vista territorial, la Iglesia se estructuró en América de dos distintas formas. Una de ellas, que podría denominarse Iglesia de estructura tradicional, estaba integrada por los españoles, los criollos y, según las circunstancias, por los mestizos, y mantuvo siempre la organización territorial de la vieja cristiandad europea: archidiócesis o sedes metropolitanas, diócesis y parroquias. La razón que explica la identidad de estructura de esta Iglesia americana con la europea radica en el hecho de que se trata de una Iglesia constituida, desde el primer momento, a imagen y semejanza de la que existía contemporáneamente en la Europa cristiana. Se da, en cambio, prácticamente desde los primeros momentos en América una Iglesia en vías de formación mediante la actividad evangelizadora, integrada por los indígenas que se iban incorporando al cristianismo. Esa Iglesia presentó dos formas o estructuras cronológicamente consecutivas en cada territorio: la propiamente misional o en proceso de constitución y la posmisional o Iglesia definitivamente constituida, la cual, salvo algunos detalles, en su estructura no se diferencia de la Iglesia tradicional o hispanocriolla, a la que en principio debía terminar integrándose. La estructura de la Iglesia misional se aborda en la presente obra al hablar de la evangelización. El presente capítulo se refiere únicamente a las estructuras territoriales de la Iglesia constituida, tanto a la de carácter tradicional o hispano-criolla como a la de carácter posmisional o integrada por los indígenas desde el momento en el que, según los diversos territorios y tiempos, se le consideró ya suficientemente evolucionada. Las estructuras territoriales concretas a las que este capítulo se refiere son las archidiócesis o sedes metropolitanas, las diócesis, las parroquias de españoles y las doctrinas o parroquias de indios. I.
ARCHIDIÓCESIS O SEDES METROPOLITANAS
Hasta el año 1546, todas las diócesis americanas dependieron de la archidiócesis de Sevilla (España). La enorme distancia que separaba a Sevilla de América creaba situaciones insostenibles. Por ello, en 1533, 1536 y 1544 se pensó en fundar en América sedes arzobispales independientes. El plan formulado en 1544 fue cursado a Roma en 1545. En él se pedían tres arzobispados para el Nuevo Mundo, petición que encontró favorable acogi-
140
P.II.
La Iglesia diocesana
da en 1546. Las tres sedes elevadas a la dignidad metropolitana fueron México, Santo Domingo y Lima. Siguiendo el mismo proceso por el que se rigió la subdivisión de las diócesis o la creación de nuevos obispados, en 1564 se creó la sede metropolitana de Santa Fe de Bogotá y la de La Plata (Chuquisaca o Sucre) en 1609, elevando a la categoría de sedes metropolitanas los dos obispados correspondientes. En el cuadro que sigue a continuación se recogen en la primera columna las sedes metropolitanas, con la fecha de elevación a tal categoría, y en las columnas siguientes las diócesis asignadas a cada arzobispado desde 1504 a 1591, de 1592 a 1667, de 1668 a 1799 y desde 1800 hasta la independencia americana. La fecha de fundación de cada una de estas diócesis puede verse en el cuadro que dedicamos a los obispados en el apartado siguiente. ARZOBISPADO
1504-1591
1592-1667
1668-1799
1800...
MÉXICO 1546
Antequera Chiapas Guadalajara Michoacán Tlaxcala Vera Paz Yucatán
Durango Guatemala Nicaragua Comayagua
Linares Sonora
California Chilapa
STO. DOMINGO 1546
Puerto Rico Cuba Florida Venezuela Santa Marta
Santiago de Cuba Venezuela
Nueva Orleans S. Cristóbal de la Habana Guayana
Arequipa Cuzco Charcas (La Plata) Río de la Plata Tucumán Popayán
Concepción Quito Guamanga Santiago de Chile Panamá Trujillo
Cuenca
Cartagena Popayán Quito
Santa Marta
Mérida Antioquia
LIMA 1546
SANTA FE DE BOGOTÁ 1564
LA PLATA 1609
Asunción Sta. Cruz de la Sierra La Paz Buenos Aires Tucumán
II.
Cochabamba Guayaquil Maynas
Córdoba
DIÓCESIS
Veamos sucesivamente la difusión de la institución diocesana en América, límites, proceso fundacional, características o tipología.
C. 8. A)
Organización territorial de la Iglesia
1^1
Difusión
Llama la atención el hecho de que en los territorios hispanos de América se crearon muy pronto y con gran rapidez los obispados, hasta cubrir enteramente aquellos inmensos territorios. Fue también rápida y efectiva la subdivisión de una diócesis en varias, según lo fueron exigiendo las circunstancias demográficas, el número de neoconversos y la excesiva extensión del territorio. He aquí el cuadro de todas las diócesis fundadas en América, incluyendo también las que se suprimieron y las que fueron trasladadas a otra sede diferente de la fundacional. La presentación en letra cursiva de los nombres de algunos obispados significa que éstos fueron proyectados, pero no llegaron a fundarse o desaparecieron bajo esa denominación, ya por haber sido suprimidos, ya por haberse trasladado a otras ciudades de las que deriva su nuevo nombre. En una primera columna damos el nombre de la diócesis; en la segunda, la fecha de la real cédula cuando se conoce; en la tercera, la del consistorio en que la Santa Sede aprobó la fundación de cada nueva diócesis; en la cuarta, la fecha de erección, y en la quinta, las traslaciones (la abreviatura tr. significa trasladada), supresiones y otras circunstancias: Erección
Diócesis
Real Cédula
Consistorio
Arequipa
1576
?- 3-1620
Antequera (Oaxaca) Asunción de Baracoa (Cuba) Asunción (Paraguay) Baynúa (Isla Española) Bogotá: ver Santa Fe Buenos Aires Caracas Carolense (México) Cartagena Concepción de la Vega (Isla Española) Concepción de Chile Córdoba (Argentina) Ciudad Real (Chiapas) Comayagua Composiela (Nueva Galicia)
1534
15- 4-1577 20- 7-1609 2 1 - 6-1535
1546
11- 2-1517 1- 7-1547 15-11-1504
28- 9-1522 10- 1-1548
1617
6- 3-1620
1518 1533
24- 1-1519 24- 4-1534
26- 6-1622 7- 3-1638 1-12-1526 28- 6-1538
Traslado o s u p r e s i ó n
tr. 1522
tr. a Tlaxcala
8 y 13-11-1511 8-12-1763 1699 26- 2-1538 6- 9-1531 18- 7-1548
Coro (Venezuela)
2 1 - 6-1531
Cozumel (Yucatán) Cuenca (Ecuador) Cuzco Durango (Nueva Vizcaya) Florida Guamanga (hoy Ayacucho, Perú) Guadalajara Honduras Huamanga: ver Guamanga
24- 1-1519 1786 . 8- 1-1537
5-10-1535
1-12-1526 4- 9-1537
11-10-1620 5-12-1520
1- 9-1623
20- 7-1609
2- 1-1615
10- 5-1560 1609
tr. a Guadalajara en 1560 tr. a Caracas en 7-3-1638 tr. a Mérida en 1561
desaparece hacia 1527
142
P.II.
Erección
Real Cédula
Consistorio
Jamaica (abadía) La Habana La Paz La Imperial (Chile)
1556
15- 3-1520 1787 4- 7-1605 22- 3-1563
La Plata (Charcas)
1551
27- 6-1552
23- 2-1553
León (Nicaragua) Lima
26- 2-1531 7- 9-1543
3-11-1534
3 1 - 5-1541
Diócesis
Maynas (hoy Chachapoyas, Perú) Mérida (Yucatán) México Michoacán Nicaragua Nuevo León (México) Oaxaca: ver Antequera Panamá: ver Santa María del Darién Pátzcuaro Penco (Chile) Popayán Puebla de los Angeles Puerto Rico: ver San Juan Quito Salta San J u a n de Puerto Rico Santa Cruz de la Sierra Sania Cruz de la Vega Santa Fe de Bogotá Santa María la Antigua del Darién Santa Marta 1 Santa Marta II Santiago de Cuba Santiago de Chile Santiago del Estero Santiago de Guatemala Santo Domingo
9- 7-1560 1527
Túmbez (Perú) Valladolid (Honduras) Valladolid (Michoacán)
desaparece la ciudad en 1599 y tr. a Penco arzobispado desde 1609
5- 9-1530
arzobispado 1546
desde
18- 8-1536 26- 2-1531 1777
Diócesis Tucumán: ver Santiago del Estero Tzintzuntzán (Michoacán) Veragua Vera Paz Yaguata (Isla Española) Yucatán
1540
hacia 1524 8- 7-1550 7- 2-1603 27- 8-1546 3-10-1539
3 1 - 5-1540
8- 1-1546
8 y 13-11-1511 4- 7-1605 8 y 13-11-1511 22- 2-1549
9- 9-1531 7-11-1574 20- 6-1637 1556 1532 8 y 13-11-1511
suprimida en 1626 1534 tr. a Concepción 1763 8- 2-1547
27-
9-1579 1806
16- 9-1512 integrada en Santo Domingo arzobispado desde 1564
11- 9-1562
9- 9-1513 10- 1-1534 15- 4-1577 7- 3-1638 27- 6-1561 10- 5-1570 18-12-1534 12- 5-1512
1-12-1521
tr. a Córdoba en 1699 arzobispado 1546
14-10-1616 28-12-1571
desde
tr. a la Puebla de los A n g e l e s en 3-10-1539 tr. en 1571
6- 9-1531 15- 4-1577 20- 7-1609
23-10-1529 1571
tr. a Panamá hacia 1524 tr. a Santa Fe en 1539
20-10-1537
1790 1779 13-10-1525
1576
en
suprimida
Organización territorial de la Iglesia
R e a l Cédula
Consistorio
13-11-1534
18-8-1536
1534
143
Erección
Traslado o s u p r e s i ó n
1527
tr. en 1538 a Pátzcuaro tr. a Panamá
27- 6-1561 11- 5-1504 19-11-1561
La temprana y rápida fundación de las diócesis en la América hispana, así como su ulterior desdoblamiento de una diócesis en varias, contrasta con la praxis seguida en el caso de los territorios de colonización portuguesa, donde este fenómeno se verifica más tardía y lentamente. Por ello, tampoco la actividad conciliar y sinodal tiene en los territorios de expresión lusitana la relevancia que adquirió en la América de habla española. B)
Santo Tomás de la Guayana (hoy Ciudad Bolívar, Venezuela) Sonora (Hermosillo) Tlaxcala
Trujillo (Honduras) Trujillo (Perú)
1805 19-11-1561 2- 9-1530
Traslado o s u p r e s i ó n
arzobispado desde 1546 integrada en la diócesis de Concepción de la Vega
15-11-1504
Magua (Isla Española)
C.8.
La Iglesia diocesana
Delimitación de las diócesis
Las demarcaciones que constituían la geografía eclesiástica americana se parecen a muchas de la primitiva Iglesia y de la Alta Edad Media, en que sus límites no son prevalentemente geográficos, sino demográficos. En Indias, esta fluidez de límites es mayor al principio que en épocas más tardías del siglo XVII-XVIII. También es mayor en zonas muy extensas y poco pobladas que en las de mayor densidad demográfica. La delimitación estaba bien definida en el caso de obispados únicos insulares como, por ejemplo, Santo Domingo, Cuba o Puerto Rico, mientras hubo en cada una de estas islas obispado único. Aunque con menos exactitud, la delimitación tampoco ofrecía problemas mayores cuando se trataba de alguna diócesis única en todo un territorio, ya que entonces el obispado coincidía con la zona donde se daba la presencia española. A veces también se situaba la frontera en algún accidente geográfico como, por ejemplo, el río Orinoco como frontera meridional de la provincia eclesiástica de Santo Domingo, hasta que las sucesivas fundaciones de nuevas sedes episcopales vinieron a modificar la geografía eclesiástica en este punto. Debido a la fluidez de fronteras diocesanas, en el mapa de las diócesis y archidiócesis sólo aparecen los nombres de las sedes, sin fijar unos límites concretos, que generalmente no tenían, al menos en el sentido actual de esta palabra. Un sistema bastante corriente, pero impreciso, de fijar los límites entre las diócesis consistía en asignar a una 15 millas en dirección a la otra diócesis limítrofe, y viceversa, partiendo por su mitad la distancia que quedaba en medio de estas dos franjas de 15 millas. Por lo dicho se explica perfectamente el número, relativamente elevado, de conflictos de competencias entre los obispados limítrofes cuando se trataba de cobrar los diezmos, realizar la visita canónica, asistencia del clero a los sínodos diocesanos y otros actos semejantes.
144 C)
P.ll.
La Iglesia diocesana
Fundación de las diócesis
Por derecho común de la Iglesia, la única autoridad que desde el siglo XI podía fijar y modificar los límites de las diócesis y archidiócesis era la Santa Sede. Pero en América, en virtud del Real Patronato, la Corona consiguió de la Santa Sede el derecho de proponer los límites de cada nueva diócesis o la modificación de los ya existentes. La Corona intentó varias veces obtener la facultad de establecer los límites, y no sólo la de proponerlos a la Santa Sede. Así, por ejemplo, Fernando el Católico solicitó dicha facultad al Papa el 13 de septiembre de 1509, cuando se planeaba la fundación de las tres primeras diócesis de la isla Española (Santo Domingo), sin que obtuviera respuesta alguna. El 26 de junio de 1513 reitera la misma propuesta, con el mismo resultado. Dada la dificultad real de fijar desde Roma, con el más absoluto desconocimiento de la geografía americana, la delimitación de las nuevas diócesis, en la práctica Roma no tuvo más remedio que aceptar las propuestas que sobre esto hacía la Corona al proponer, en virtud del derecho patronal de presentación, el primer obispo electo a la Santa Sede. En todo caso, ésta se reservaba el derecho de oponer cualquier objeción si había fundamento para ello. La facultad de cambiar los límites no se dio de modo general, sino para casos concretos, como ocurrió, por ejemplo, el 2 de junio de 1544 para el traslado de la sede episcopal de Tlaxcala a Puebla de los Angeles, o el 13 de julio de 1548 para la fundación del obispado de Guadalajara. La localización de las diócesis, lo mismo que la de los centros del poder civil en el Nuevo Mundo, se realizó, en gran parte, en estrecha dependencia de la expansión de la presencia hispana en América. Así se explica la fundación de varias diócesis en la Española, que luego se integran en una sola, y la de la capital y principales núcleos de población en ambos virreinatos de México y de Perú. En épocas más tardías se fundan también algunas diócesis siguiendo la penetración de los misioneros y el ritmo de las conversiones. D)
Características de las diócesis americanas
Aparte de algunos aspectos especiales ya expuestos de las diócesis americanas en relación con las del resto de la cristiandad, hay que subrayar aquí el carácter misional que se da en los comienzos de la mayoría de ellas. Recuérdese que la obligación impuesta a los monarcas españoles desde las bulas alejandrinas de 1493 era la evangelización de las tierras descubiertas y por descubrir. La Corona y la Iglesia española, especialmente las Ordenes religiosas, hicieron honor a esta finalidad. Pero el derecho entonces vigente en toda la cristiandad se adaptaba mal a la situación americana. Por ello, la Santa Sede concede grandes privilegios a los protagonistas de la evangelización, que fueron los religiosos principalmente. Concedió asimismo a la Corona un protagonismo grande en esta tarea, recogido en el Patronato Regio, que la Corona trató todavía de ampliar a base del Vicariato Regio. Gracias a estas concesiones fue posible la evangelización, pero también debido a ellas surgieron no pocos conflictos entre la Santa Sede y la Corona, por una parte, y entre el clero secular y los religiosos, por otra. Por ello, un
C.8.
Organización territorial de la Iglesia
145
obispo en América no era ante todo un administrador como en Europa, sino un pastor que tenía que ocuparse no sólo de los pocos o muchos españoles que hubiese en su diócesis, sino también de los naturales convertidos al cristianismo y colocados bajo su jurisdicción. Debido a la larga distancia para recurrir a Roma, pero también a esta finalidad misional, se otorgan a los obispos de América importantes facultades que en la vieja cristiandad estaban reservadas a la Santa Sede. Tal era el caso de los pecados y penas reservadas a la Sede Apostólica, incluso contenidos en una famosa bula que se daba cada año el día de Jueves Santo y que por ello es conocida como la bula In coena Domini; la dispensa de los grados de consanguinidad y afinidad, que sólo podía otorgar la Santa Sede, etc. Por las mismas causas, la administración de la justicia en las diócesis de América era diferente que en Europa, ya que las apelaciones en primera instancia iban dirigidas al metropolitano o arzobispo, y en segunda instancia al obispo más próximo. Si las dos sentencias eran concordes, la decisión pasaba a cosa juzgada, sin necesidad del recurso a la Santa Sede. Si no eran concordes, se recurría a otro obispo cercano, quien zanjaba definitiva e inapelablemente la cuestión debatida. Esta experiencia misional americana fue el precedente más notable del derecho canónico misional moderno, que se inspira ampliamente en el caso americano, sobre todo en cuanto a la concesión a los misioneros y obispos de numerosas facultades que el derecho común reservaba a la Santa Sede. Otras estaban reservadas por derecho común a los obispos, y la Santa Sede las extiende a los misioneros, que generalmente eran religiosos. El hecho de que la evangelización de América haya corrido en su mayor parte a cargo de los religiosos hizo que se planteara varias veces la cuestión de que las diócesis americanas fueran regulares y no seculares, es decir, que estuviesen encomendadas a los religiosos y no a los clérigos seculares. Los obispos de las diócesis de América fueron escogidos de ambos cleros, secular y regular, con predominio del segundo sobre el primero hasta 1660, fecha en la que se invierte la relación. Hernán Cortés estaba convencido de que las personas indicadas para la evangelización no eran los clérigos seculares, sino los religiosos. Por ello llega a proponer el cambio de la jerarquía tradicional de la vieja cristiandad por la formada de miembros de las Ordenes mendicantes, entre cuyos miembros habría que escoger los obispos. Sugería asimismo la supresión de los canónigos y otras estructuras diocesanas, que en la Nueva España resultaban gravosas y de escasa eficacia. Carlos V desestimó la sugerencia de Cortés. Pero Felipe II, años más tarde, la consideró acertada y se la propuso al Papa, que la rechazó. En realidad se conservó la jerarquía tradicional de la Iglesia, pero aun esto quedó mitigado por el hecho de que la mayoría de los obispos de América fueron captados entre los miembros de las principales familias religiosas hasta mediados del siglo XVII. La Junta Magna de 1568 coincidía con la opinión de Felipe II en esta materia. En 1572, el monarca propuso al Papa que los canónigos fuesen regulares, es decir, miembros de las Ordenes religiosas, basándose en el mejor ejemplo de los religiosos y en el menor costo de su manutención.
P.H.
146
En realidad no se llegó a adoptar, como criterio general, esta propuesta de 1572, pero en la práctica se nombró con frecuencia a obispos de la Orden religiosa mayoritaria en la diócesis, que es justamente el criterio que siguió y sigue todavía la Congregación de Propaganda Fide en los territorios de misión. La subdivisión de la diócesis en arciprestazgos, tomada del derecho común, se puso en práctica también en América. Pero la decisión la tomó frecuentemente el rey, oído el parecer de la autoridad eclesiástica.
III.
PARROQUIAS DE ESPAÑOLES
Como ya indicamos más arriba, las parroquias de régimen tradicional estaban integradas por españoles, criollos y a veces mestizos. Frecuentemente se las denomina «parroquias de españoles». Solían estar al cargo de un cura secular y se regían por el derecho común de la Iglesia universal, aunque dentro de su territorio hubiera también indígenas ya convertidos al cristianismo. Omitimos aquí una descripción pormenorizada de su régimen, ya que éste es un tema que, según indicamos al principio, cae fuera de este capítulo. IV. A)
C. 8.
La Iglesia diocesana
DOCTRINAS O PARROQUIAS DE INDIOS
Concepto
Eran las parroquias formadas por indígenas, las cuales adquirían su condición jurídica de tales al perder su carácter inicial de «misión» a cargo de los evangelizadores. Las misiones o centros misionales solían convertirse en Doctrinas o Parroquias de indios después de diez o veinte años, según las diferentes épocas y zonas, de iniciada la evangelización de un territorio. En las fuentes contemporáneas se advierte con frecuencia una cierta vacilación a la hora de identificar las doctrinas con las parroquias de indios. La vacilación está justificada, ya que por un lado los indígenas convertidos reciben en las doctrinas los mismos cuidados pastorales que los demás fieles en las parroquias de tipo tradicional. Pero jurídicamente se dio con frecuencia el caso de que los doctrineros o párrocos de indios no poseían el cargo a perpetuidad o, como se decía en términos más técnicos, no tenían un beneficio parroquial perpetuo. Por derecho canónico común de la Iglesia universal, era éste un elemento esencial en el concepto de párroco y de parroquia. Transformadas en una nueva unidad o institución jurídica, estas Doctrinas o Parroquias de indios a veces se entregaban al clero secular, a veces seguían al cargo de los misioneros, convertidos jurídicamente en doctrineros o párrocos de indios. Con el tiempo, y a veces tras largas discusiones y controversias, los religiosos terminaban entregándolas al clero secular, excepto los jesuítas, que no acostumbraban a hacerlo. Las razones alegadas por los obispos para que pasaran al clero secular
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las doctrinas, los argumentos de los religiosos en sentido contrario, así como el punto de vista de la Corona, están bien recogidos en la Relación que el licenciado D. Juan Velázquez hizo ante el Consejo de Indias el 1 de octubre de 1632, que citamos en la bibliografía al final de este capítulo. Entre otras cosas, transcribe y comenta las reales cédulas de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, en las cuales unas veces se manda que las doctrinas de los religiosos pasen a los seculares, mientras que en otros casos se ordena que sigan en manos de los religiosos. La posición cambiante de la Corona depende, entre otras cosas, de los argumentos de una y otra parte y de la legislación de la Iglesia contenida en el concilio de Trento y en las bulas pontificias, especialmente en la Exponi nobis de Pío V, del 24 de marzo de 1567, y en la Quantum animarum cura de Gregorio XIV, del 16 de septiembre de 1591. En el título 13 de la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias del año 1681 se recoge la legislación que regirá en lo sucesivo sobre los doctrineros seculares, aunque en parte afecta también a los doctrineros religiosos. A estos últimos se refiere especialmente el título 15 de la misma Recopilación. Y estas normas son las que, en principio, rigen en lo sucesivo para ambos tipos de doctrinas de seculares y de religiosos. Fueran clérigos seculares o religiosos, estos doctrineros o párrocos de indios estaban sujetos al obispo del territorio, a diferencia de los misioneros, que no lo estaban. Los doctrineros seculares estaban sujetos al obispo en todo, los religiosos sólo en cuanto a la cura pastoral. En la presentación de los clérigos seculares para doctrineros intervenía el obispo. En la de los religiosos lo hacía el superior religioso. En ambos casos se solía exigir, entre otros requisitos, el de conocer la lengua de los indígenas de quienes iban a ser párrocos o doctrineros. Los conceptos o categorías territoriales eclesiásticas que acabamos de describir tienen sus términos civiles correlativos. Pero conviene distinguir perfectamente las instituciones eclesiásticas de las civiles. A la misión, llamada también a veces conversión, solía corresponder en lo civil una reducción o agrupación de los indígenas en poblados. A la doctrina corresponde en lo civil un pueblo o municipio. Otro aspecto en que aparece nítida la distinción entre misión y doctrina radica en las diferentes normas por las que ambas instituciones se regían. Así, por ejemplo, el misionero no cobró sínodo a estipendio de parte de la Corona hasta finales del siglo XVII, mientras que el doctrinero lo hizo desde la segunda parte del XVI. Correlativamente, los indígenas no pagaban tributos en las misiones, mientras que sí estaban obligados a pagarlos una vez integrados en las doctrinas. B)
Evolución histórica
Veamos ahora el largo camino recorrido por las doctrinas a través de un prolongado proceso, en el que cabe distinguir cuatro etapas: 1) Las doctrinas bajo los encomenderos o la autoridad regia (1524-52). En las Ordenanzas de buen gobierno, dictadas por Hernán Cortés el 20 de marzo de 1524, las encomiendas y las doctrinas adquieren una configuración muy
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precisa. Entre otras cosas, dispone Hernán Cortés que los encomenderos en posesión de más de un millar de indígenas estuvieran obligados a pagar un sacerdote que los instruyera en la fe católica. La provisión de los misioneros para evangelizar o atender pastoralmente a los indígenas de cada encomienda pertenecía al respectivo encomendero. En los territorios o indígenas directamente dependientes de la Corona tocaba a ésta proveer de misioneros que se encargasen del cuidado espiritual de los naturales. La duración del cargo del misionero en la doctrina era temporal y dependía de la autoridad del encomendero o de la autoridad regia, según que se tratara de indígenas que estaban encomendados a algún español o que dependían directamente del rey. El salario o estipendio era pactado por ambas partes, es decir, por los doctrineros y la autoridad que los contrataba. En esta primera etapa es claro que no es lo mismo doctrina que parroquia, ya que esta última era un beneficio o cargo perpetuo, mientras que la doctrina era temporal. 2) Las doctrinas bajo los obispos (1552-67). Por una Real Cédula del 23 de septiembre de 1552 se ordena que en adelante los obispos nombraran a los clérigos encargados de las encomiendas, retirándoseles a los encomenderos tal atribución, sistema que defienden los concilios americanos que a partir de Trento se celebran en aquellos territorios. Pero en las doctrinas de los religiosos, que eran la inmensa mayoría, esta norma no se observa, basándose los religiosos en sus privilegios, según los cuales les bastaba con tener la autorización de los superiores de la respectiva Orden para el nombramiento y remoción de los religiosos que trabajaban en las doctrinas. La duración en el cargo era temporal en esta segunda etapa, como lo era en la anterior. El estipendio o salario seguía a cargo de los encomenderos. El concilio de Trento ordenó que la actividad pastoral se encuadrara en todas partes en territorios bien delimitados, otorgando a sus titulares carácter perpetuo e inamovible en el cargo. Correspondía a los obispos el examen previo, el nombramiento, la visita y corrección, así como la remoción de los doctrineros, tanto si eran religiosos como si eran seculares. San Pío V derogó esta norma, en cuanto afectaba a la labor de los religiosos en América, los cuales podían seguir ateniéndose a sus antiguos privilegios, como antes del concilio de Trento. Las disposiciones reales mantienen el derecho de visita del obispo a las doctrinas, que los religiosos rechazan, sobre todo en Nueva España, por ser contrarias a sus privilegios. En conclusión, las doctrinas atendidas por el clero secular, que eran las menos, dependían directamente del obispo, mientras que las de los religiosos seguían rigiéndose por su derecho privilegiado de exención con respecto al obispo en cuanto al nombramiento, examen previo, visita canónica, remoción, etcétera. El breve de San Pío V fue revocado por Gregorio XIII, quien urge la disciplina del concilio de Trento en esta materia. Gregorio XIV, por su
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parte, permite a los religiosos atenerse a la norma de San Pío V. En 1622, Gregorio XV vuelve a urgir las disposiciones del concilio tridentino, aunque esta orden encontró fuerte oposición en América. Todas estas disposiciones, en buena parte contrarias entre sí, se explican, al menos en parte, por la insuficiencia del clero secular para hacerse cargo de un elevado número de doctrinas desparramadas en zonas muy extensas, circunstancia que dificultaba también el control episcopal tal como lo concebía el concilio tridentino. 3) Las doctrinas bajo el Real Patronato (1567-74). Por una Cédula Real del 3 de septiembre de 1567 se impone la presentación regia para el cargo de los clérigos doctrineros o encargados de las doctrinas de indígenas. Los obispos y superiores religiosos realizaban la colación o institución canónica en el cargo en favor del candidato presentado, según que se tratara de clérigos seculares o religiosos. En caso de urgencia podían los obispos y superiores indicados proveer en el cargo a los misioneros, pero con la promesa previa de recurrir antes de dos años al Consejo de Indias en demanda de la presentación regia. El estipendio de los doctrineros corre a cargo de los encomenderos, con lo que sigue produciéndose una excesiva dependencia de los clérigos doctrineros con respecto a los encomenderos mencionados. Para evitarlo, el arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa, manda que el salario de los doctrineros se pusiese aparte, al ser depositados los tributos recaudados, quienes lo recibirían de los depositarios de los tributos y no directamente de los encomenderos. Al introducirse el cargo de corregidor se encargó a éste de pagar a los doctrineros, liberándoles de la dependencia demasiado directa de los encomenderos. Esto ocurría en la década de los años setenta del siglo XVI, y tardó por lo menos unos diez años en imponerse a escala general. La excesiva intervención de la Corona en esta etapa se basa en la pretendida e interesada identificación de las doctrinas con los beneficios eclesiásticos perpetuos, ya que estos últimos eran de presentación regia, por establecerlo así la bula de Julio II, por la que se crea el Real Patronato en favor de los reyes de España. Los obispos se opusieron, aunque sin resultado positivo, a estas normas de la Corona. Es innecesario decir que, en teoría, los obispos tenían razón. Pero en la práctica no les fue reconocida por las autoridades temporales. 4) Las doctrinas bajo la reorganización del Real Patronato (1574 en adelante). La Junta Magna del Consejo de Indias de 1568 se planteó, con una seriedad como nunca se había hecho hasta entonces, el problema de las doctrinas al cargo de los regulares, debido a las desavenencias sobre el nombramiento y la dependencia de los párrocos de indios surgidas entre los obispos y las Ordenes religiosas, en este caso los franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios. A pesar de las amenazas de los religiosos de abandonar incluso América si se les sometía a la jurisdicción episcopal, la Junta reconoció las facultades de los obispos en este punto. Al mismo tiempo, sin embargo, concibió el proyecto de que «las iglesias catedrales que de aquí adelante se erigieren sean regulares». Dicho en otros términos, que los obispos de América fueran
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escogidos en adelante de entre las Ordenes misioneras, con la esperanza de que los religiosos doctrineros no tendrían inconveniente en someterse a los obispos. Esta última idea no llegó a cuajar, pero aun así la siguió defendiendo en los años inmediatamente posteriores el franciscano Jerónimo de Mendieta, quien incluso le hizo recapacitar de nuevo sobre ella a Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, cuando éste proyectaba el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias. La solución de la Junta Magna a este problema consistió en insistir en ía necesidad de la presentación regia para ejercer el cargo de párroco de indios, observando los siguientes trámites: 1) Examen previo de los candidatos por el obispo, requisito que ya había exigido el concilio de T r e n t e 2) El obispo diocesano escogía a los opositores más aptos, pasando los nombres a la autoridad secular. 3) La autoridad secular elegía a uno de la lista y lo presentaba de nuevo al obispo. 4) El obispo daba la colación canónica e institución del cargo al presentado. La Real Cédula del Patronato de 1574 insiste en que esto se hace no sólo para los beneficios propiamente dichos, sino también para los repartimientos de indígenas y para aquellos lugares en donde no hubiese beneficios perpetuos constituidos. La colación de unos y otros debía hacerse de forma que los curas pudieran ser removidos del cargo según la voluntad del superior eclesiástico. Pero el rey se reservaba el derecho de presentar por su cuenta, sin mediar los dos primeros requisitos o trámites que acabamos de indicar, a los que él creyese conveniente, pudiendo en este caso otorgárseles el cargo de forma perpetua e inamovible. Los virreyes y autoridades inferiores sólo podían otorgarlos con carácter temporal. Los obispos protestaron por este sistema, según el cual su cometido se limitaba a una simple mediación entre las autoridades civiles y los candidatos elegidos por la Corona, con la única intervención de dar a éstos la colación canónica e informar sobre sus cualidades personales. Pero la única modificación o correctivo de estas normas fue la inobservancia por parte de algunos obispos. Por otra parte, se concedió a las autoridades civiles inferiores al rey el otorgar también estos cargos con carácter perpetuo. Más afortunados fueron los religiosos, quienes siguieron usando la vieja fórmula, en la que la intervención del patrono era casi teórica, ya que se limitaba a confirmar a aquellos religiosos que los superiores designaban previamente. Pero en 1624 se unifica el sistema de ambos tipos de doctrinas, es decir, de las del clero secular y de las de los religiosos. A partir de dicha fecha, los religiosos elaboran una terna, y de ésta la autoridad civil presenta uno de los tres. La colación correspondía al superior religioso. A partir del siglo xvni, con la desaparición de las encomiendas, las doctrinas se denominan parroquias. El nombre de parroquias también se les da a veces con anterioridad a esta fecha, pero se simultanea con el de
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doctrinas, creando una cierta confusión en los lectores actuales y en no pocos estudiosos de estas materias. Al lado de las parroquias de españoles, las antiguas doctrinas se llaman ahora parroquias de indios. En todo caso, el criterio para distinguir una doctrina de una parroquia consiste en ver si la doctrina estaba constituida o no en beneficio perpetuo, en cuyo caso es sinónimo de parroquia. Si no era perpetuo, entonces tal doctrina es algo jurídicamente diferente de la parroquia, aunque su finalidad y servicios pastorales fueran idénticos. C)
Régimen
La legislación civil y eclesiástica sobre las parroquias es aplicable en gran parte a las doctrinas, debido a la interrelación que existe entre ambas instituciones. 1) Legislación civil. Según diferentes reales cédulas de varios monarcas que van desde Carlos V hasta Felipe IV, recogidas en la Recopilación de leyes de los Reynos de Indias (lib. 1, tít. 2), la Corona puso gran empeño en proveer, en la parte que le tocaba, a la erección de los templos de las doctrinas y parroquias de América. En la ley 1 de dicho título se manda que los virreyes, presidentes y gobernadores informen al rey sobre las iglesias fundadas y las que conviniere fundar para la doctrina y conversión de los naturales. En la ley 6 se especifica y se añade cuanto sigue: «Mandamos a nuestros virreyes, presidentes y gobernadores que, guardando la forma que se les da por la ley primera de este título, tengan mucho cuidado de que en las cabeceras de todos los pueblos de indios, así los que están incorporados a nuestra Real Corona como encomendados a otras cualesquier personas, se edifiquen iglesias donde sean doctrinados y se les administren los santos sacramentos, y para esto se aparte de los tributos que los indios hubiesen de dar a nos y a sus encomenderos cada año lo que fuere necesario, hasta que las iglesias estén acabadas, con que no exceda de la cuarta parte de los dichos tributos. Y esta cantidad se entregue a personas legas, nombradas por los obispos, para que la gasten en hacer las iglesias a vista y parecer y con licencia de los dichos prelados y nuestros virreyes, presidentes y gobernadores tomen las cuentas de lo que se gastare y de las iglesias que se hicieren y nos envíen relación de todo». La ley 7 añade todavía: «Mandamos a los oficiales de nuestra Real Hacienda que, con parecer del gobierno y prelado de la provincia, de cualesquier maravedís nuestros que sean a su cargo, provean a cada una de las iglesias que se hicieren en pueblos de indios, puestos en nuestra Real Corona, y encomendados a personas particulares, de un ornamento, un cáliz con patena para celebrar el santo sacrificio de la misa, y una campana, por una vez, al tiempo que la iglesia se fundare». En las parroquias que se hicieron en pueblos de españoles, donde había indígenas que les estaban encomendados, se manda en la ley 3 que un tercio del costo fuera a cargo de la Real Hacienda; otro, de los vecinos encomenderos de naturales, y otro, a cargo de los propios indígenas. En la ley 19 se ordena que los indígenas edifiquen las casas de los
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clérigos que están a sü cargo y que dichas casas queden anejas a las respectivas iglesias, donde prestan su servicio dichos clérigos. El resto de las leyes de este título y otras concordantes con éstas tratan de controlar que se cumplan las normas establecidas sobre la erección de las iglesias, su financiación, sus ornamentos, la administración de los bienes, etcétera. 2) Legislación eclesiástica. Las normas emanadas de los obispos, ya en los concilios provinciales, ya en los sínodos diocesanos y visitas episcopales, así como en otros decretos de cada obispo diocesano, tratan preferentemente de las cualidades y deberes personales de los doctrineros y párrocos, así como del buen funcionamiento y eficacia de la labor evangelizadora y pastoral de los mismos. En el capítulo 10 de esta misma obra se indican los principales temas tratados por los concilios y sínodos en relación con el presente argumento de las doctrinas y parroquias. Destacan, entre otras normas, las que se refieren a la obligación de conocer las lenguas indígenas por parte de los doctrineros y párrocos, el buen ejemplo que debían dar a los nativos, su dedicación a la predicación, a la instrucción de los mismos y al culto, j u n t o con otras normas de conducta y de la metodología a seguir en el trato con los indígenas. Como valoración de conjunto, se puede afirmar que la rápida difusión e implantación de las misiones, de las doctrinas y parroquias de indios constituyeron una sabia readaptación del derecho canónico común a las especiales condiciones del Nuevo Mundo. Su eficacia fue grande, pese a las dificultades y controversias derivadas de la multiplicidad y complejidad de las cinco autoridades que, según los casos, podían intervenir en la regulación de la tarea evangelizadora y pastoral sobre los indígenas. Como queda ya indicado, estas autoridades eran la Santa Sede, la Corona, los obispos, los superiores religiosos y los encomenderos. El resultado obtenido, que en líneas generales es altamente positivo, se debe sobre todo al elevado espíritu de sacrificio y abnegación de la mayor parte de los evangelizadores, que les permitió afrontar y superar las inmensas dificultades y obstáculos que se oponían a su labor, como eran las grandes extensiones, con frecuencia poco pobladas, las distancias enormes que tenían que recorrer, sin contar con las difíciles comunicaciones, y el complejo sistema vigente, en el que intervenían numerosas autoridades, cuyas atribuciones no eran siempre fáciles de compaginar.
NOTA
BIBLIOGRÁFICA
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Indias (Madrid, 1681), libro 1, título 2 (iglesias catedrales y parroquiales), título 7 (arzobispos, obispos y visitadores apostólicos), título 13 (curas y doctrineros), título 15 (religiosos doctrineros); libro 6, título 9 (encomenderos). Véase el apartado Archidiócesis y diócesis. Visiones globales F. DE ARMAS MEDINA, Cristianización del Perú, 1532-1600 (Sevilla, 1953); E. D. DUSSEL y otros, Historia general de la Iglesia en América Latina 1 (Salamanca, 1983): Introducción general; 6 (Salamanca, 1985): América Central; 7 (Salamanca, 1981): Colombia y Venezuela; A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia en la América Española desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. Hemisferio sur (Madrid, 1966); A. GARRIDO, La organización de la Iglesia en el reino de Granada y su proyección en Indias. Siglo xvi (Sevilla, 1979); R. RlCARD, La conquista espiritual de México (México, 1947); V. TRUJII.I.O, La legislación eclesiástica en el virreinato del Perú durante el siglo XVI con especial aplicación a la jerarquía y a la organización diocesana (Lima, 1981); E. VÁZQUEZ VÁZQUEZ, Distribución geográfica y organización de las Ordenes religiosas en Nueva España. Siglo xvi (México, 1965); A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 2 (Barcelona-Madrid, 1962). Archidiócesis y diócesis Creación y división: J. M. GARCÍA GUTIÉRREZ, Bulario de la Iglesia en México (México, 1958); F. J. HERNÁEZ, Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia en América y Eilipinas 2 (Bruselas, 1879), 5-346; B. DE TOBAR, Compendio bulario índico (1962) 1-2 (Sevilla, 1954-1966). Estudios: E. D. DUSSEI., Les évéques hispanoaméricains, défenseurs et évangélisateurs de l'indien, 1504-1620 (Wiesbaden, 1970); G. VAN GULIK y otros, Hierarchia catholica medii et recentioris aevi 3-7 (Münster-Patavii, 1922-1968); A. R. SlLVA, Documentos para la historia de la diócesis de Mérida 1-5 (Caracas, 1927). Parroquias y doctrinas F. DE ARMAS MEDINA, «Evolución histórica de las doctrinas de indios»: Anuario de estudios americanos 9 (Sevilla, 1952), 101-129; Cartas de Indias 1-3, en Biblioteca de Autores Españoles, vol. 264-266 (Madrid, 1974): frecuentes alusiones al tema, por ejemplo, cartas n. 8-10, 12, 19, 35, 53, 73 y 79; J. FRIEDE, «Los franciscanos y el clero en Nueva Granada en el siglo XVI»: Missionalia Hispánica 14 (Madrid, 1957), 271-309; A. GARCÍA Y GARCÍA, «LOS privilegios de los franciscanos en América», en Actas del II
Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 205-289; ID., «Los privilegios de los religiosos en Indias. El Breve «Exponi nobis», de Adriano VI», en Proceedings of the 8th international Congress of Medieval Canon Law (Cittá del Vaticano, en prensa); J. GARCÍA ICAZBALCETA, Cartas de religiosos (México, 1941), 53-63, 163-178; L. GÓMEZ CAÑEDO, El reformismo misional en Nuevo México (1760-1768). Ilusiones secularizadoras del obispo Tamarón (Guadalajara, México, 1981). A. LÓPEZ, «Fray Esteban de Asensio y las doctrinas en el Nuevo Reino de Granada (Colombia)»: Archivo Iberoamericano 21 (Madrid, 1924), 28-63; ID., «Misiones o doctrinas de Michocán y Jalisco (Méjico) en el siglo xvi, 1525-1585»: Ibíd., 18 (Madrid, 1922), 341-435; 19 (1923), 235-279; F. MORAI.ES, «Pueblos y doctrinas en México, 1623»: Ibíd., 42 (1982), 941-964; P. J. DE PARRAS, Gobierno de los Regulares de la América, ajustado religiosamente a la voluntad del rey 1-2 (Madrid, 1783); V. PlHO, «La secularización de las parroquias y la economía eclesiástica en la Nueva España»: Journal de la Société des Américanistes 64 (París, 1977), 81-88; F. SCHOLES, Moderación de doctrinas de la real Corona administradas por las Ordenes Mendicantes, 1623 (1959); A. TIBESAR, «Doctrina vérsus Mission»: The Americas 14 (Washington, 1957), 115-124; B. VELASCO, «Conflicto entre el obispo del Cuzco y el Provincial de los agustinos sobre la visita de doctrinas en el siglo xvill»: Missionalia Hispánica 19 (Madrid, 1962), 229-237.
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Aspectos concretos Junta de 1568: P. DE LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1 (Roma-Caracas, 1959), 59-100; D. RAMOS, «La crisis indiana y la Junta Magna de 1568»: Jahrbuch für Geschichte von Staat, wirtschaft und gesellschaft Lateinamerikas 23 (Kóln-Wien, 1986) 1-61; principalmente, 17-20. Diócesis regulares: A. GARCÍA Y GARCÍA, «Orígenes franciscanos de praxis e instituciones indianas», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 303-306.
CAPÍTULO
9
EL EPISCOPADO Por FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ
La iniciativa de que se implantase el episcopado en América pertenece a los franciscanos de la Española (actuales República Dominicana y Haití). El 12 de octubre de 1500 le decía fray Juan de la Deule al cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo y confesor de Isabel la Católica, que en la isla se necesitaban religiosos y clérigos «y sobre todo alguna persona buena para prelado, pues hay tantos sobrados (en España) y la tierra de aquí es grande y la gente de ella son tantas que son muy necesarios». En otro documento de esa misma fecha, tanto fray Juan de la Deule como sus compañeros fray Juan Robles y fray Juan de Trasierra dan por supuesto, y se muestran favorables a ello, que la Corona enviaría a no tardar a la isla «alguna persona idónea como conviene para plantar en esta tierra la Iglesia para que, siendo tal, tenga cuidado de proveer todas las cosas necesarias a su plantación». Compartiendo esta misma idea, Nicolás de Ovando, gobernador de la Española, le pedía también a la Corona, en 1504, que enviase a ella no sólo sacerdotes, sino también obispos.
I.
IMPLANTACIÓN DEL EPISCOPADO EN AMERICA
El 27 de diciembre de 1504 le respondía Fernando el Católico a Nicolás de Ovando en los siguientes términos: «A lo que decís que hay necesidad de un prelado, ya está proveído como conviene y, placiendo a Dios, presto irán prelados». Igualmente estaba interesado fray Diego de Deza, obispo entonces de Palencia, que tanto influía en el ánimo del monarca. Así se deja decir el mismo Cristóbal Colón en carta que poco antes manda a su hijo Diego, desde Sevilla, el 1 de diciembre: «Acá se dice que se ordena de enviar tres o cuatro obispos de las Indias, y que al señor obispo de Palencia está remitido esto». A)
Los primeros pasos
No andaba desacertado el Almirante, ya que a petición, sin duda, del monarca, el 20 de noviembre del citado año había dado el papa Julio II la bula Illius fulciti praesidio, por la que creaba las primeras diócesis americanas, asignando «perpetuamente toda la Isla Española como Provincia Metro-
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politana de la Iglesia de Hyaguata, con un Arzobispo allí, mientras exista, y las diócesis de Magua y Bainoa», y nombrando a sus respectivos obispos: Fr. García de Padilla, Pedro Suárez de Deza y Alonso Manso. De este modo quedaba proyectada la primera provincia eclesiástica de América. Surge entonces el problema del Patronato Real y el rey Fernando no permite que se publique la bula mientras no se le reconozca su prerrogativa del Patronato, por el que el rey tendría en sus manos el derecho de presentar los candidatos al episcopado, reservando al Papa la institución canónica, y el nombramiento de todos los puestos de la Iglesia americana, además del manejo de los diezmos, pero con la obligación de proveer las necesidades económicas eclesiásticas. «Es menester que Su Santidad conceda el dicho Patronazgo de todo ello, perpetuamente, a mí o a los Reyes que en estos reinos de Castilla o de León subcedieren...», comunica el rey a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, el 13 de septiembre de 1505. Venció el firme propósito de Fernando y el 28 de julio de 1508 el mismo papa Julio II concedía el derecho de Patronato y de presentación de los obispos de las iglesias del Nuevo Mundo a los soberanos españoles por la bula Universalis Ecclesiae. Tampoco se dio curso a esta nueva bula, pues el primer proyecto había quedado anticuado y convenía tener presente, además, a la isla de Puerto Rico, que había sido incorporada recientemente a la Corona. Tampoco interesaba constituir ya una provincia eclesiástica, sino que las tres diócesis propuestas quedaron como sufragáneas de Sevilla. Se resuelve el problema por medio de la bula Romanus Pontifex, que el 8 de agosto de 1511 da también Julio II, por la que quedaban erigidas las diócesis de Santo Domingo y de Concepción de la Vega, en la Española, y la de San Juan, en la isla de Puerto Rico. Los presentados para obispos seguían siendo los mismos. B)
C.9.
La Iglesia diocesana
«El primer obispo que a Indias pasó»
Alvaro Huerga ha reivindicado para Puerto Rico el carácter de primera iglesia particular del Nuevo Mundo, ya que su obispo Alonso Manso fue el primero que pasó y pastoreó personalmente su diócesis (La implantación de la Iglesia, 50). El P. Las Casas, que como testigo de vista estaba bien informado, lo afirmó ya con toda claridad: «El primer obispo que... vino consagrado fue el licenciado D. Alonso Manso». Los tres que habían sido propuestos fueron consagrados en Sevilla y D. Alonso llegó a Puerto Rico el 25 de diciembre de 1512. La fecha constituye la primera piedra miliar de la eclesialización formal de América. García de Padilla murió en Getafe, en 1515, sin llegar a ocupar su sede. Suárez de Deza se retrasó un año o poco más. Es seguro que a principios de 1514 ya estaba allí. A Padilla le sucede en la diócesis de Santo Domingo el italiano Alejandro Geraldini: llega en 1516 y muere en 1524. Le sucede el Jerónimo Luis de Figueroa, que no llegó a consagrarse. Ya entonces se pensaba en fundir los dos obispados - d e Concepción de la Vega y de Santo Domingo- en uno solo, lo que se realizaría pocos años más tarde. También Suárez de Deza, ante las
El episcopado
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dificultades que se le presentaron, volvería pronto a España para no regresar más a las Indias. II.
ESTRUCTURA EPISCOPAL
El «presto irán prelados» a América de Fernando el Católico, primer proyecto, como indicábamos, de su eclesialización, se fue cumpliendo en rápidas y sucesivas etapas. A)
Paulatino incremento de los obispos
A las diócesis de Puerto Rico y de la Española le sigue la de Santa María la Antigua del Darién en 1513 (trasladada más tarde a Panamá) y la abadía de Jamaica. Para el Darién fue nombrado fray Juan de Quevedo, franciscano, quien acepta el nombramiento «movido con muy buen celo y deseo del servicio de nuestro Señor y acrecentamiento de su santa fe», para procurar «la conversión y salvación de las ánimas de los indios». Cuando llega, lo encuentra todo desproveído. Vuelve a España y muere en Barcelona en 1519. Dos años antes se había fundado el obispado de Asunción de Baracoa (trasladado después a Santiago de Cuba); después (1519), la diócesis Carolense, sin límites fijos (en Yucatán), y al año siguiente la de Tierra Florida, también en Tierra Firme. Para la Carolense se nombra al dominico Julián Garcés, quien pasará más tarde a México, pero ya como obispo de Tlaxcala. Desde 1524 es el Consejo de Indias el que se encargará de los problemas del episcopado hasta finales de la época colonial. A él se debe, en 1526, el nombramiento de Garcés para Tlaxcala, sede que será trasladada más tarde, en 1539, a Puebla de los Angeles. En 1527, a instancias del Emperador, propone a fray Juan de Zumárraga para la nueva diócesis de México. Viene éste a Nueva España antes de ser consagrado y tiene serias diferencias con la primera Audiencia. De vuelta a España, muestra ante el Consejo la importancia de la institución episcopal en América, por lo que en adelante tomará éste en mayor consideración el juicio de los obispos, sobre todo como protectores de indios. Zumárraga es consagrado en 1534. El historiador Ernest Scháfer indica como una de las causas de la aceleración en la fundación de los obispados un motivo propiamente misional: «Casi al mismo tiempo o poco más tarde que en México, en el continente se fundaron también los obispados de Nicaragua, Guatemala, Honduras y Santa Marta, y no creemos equivocarnos suponiendo que esta labor fervorosa esté en relación con las leyes de protección de los indios, salidas en 1526. Pues la defensa y conversión de los indios es declarada en los nombramientos de los nuevos prelados como una de sus más importantes tareas y juega un papel resaltante en las propuestas de personas hechas por el Consejo de Indias» (El Consejo real y supremo de las Indias II, 191). El Consejo era partidario de duplicar los cargos. Así, en el caso de Juan de Talavera, prior del Prado de Valladolid, monje Jerónimo, a quien se nombra obispo y gobernador de Honduras (Comayagua) en 1531. También
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Tomás de Berlanga fue presentado como obispo y gobernador de Panamá, y lo mismo sucede en otros casos. De este modo se ahorraba nuevos problemas en la selección y nombramiento de un gobernador en tan difíciles territorios. Las diócesis van aumentando según iban aumentándose las necesidades y la extensión territorial. Catorce diócesis existían ya en 1536, y el Consejo había provisto a casi todas ellas siendo todavía sufragáneas de Sevilla, lo que alargaba inmensamente los trámites judiciales. De nueva creación eran las diócesis de León de Nicaragua, Oaxaca, Michoacán (para la que fue propuesto el oidor de la segunda Audiencia de México y gran protector de los indios D. Vasco de Quiroga), Coro, Cartagena y Santa Marta, en Venezuela. Ante las nuevas exigencias de administración el Consej o pensaba, desde 1533 y reiterado el 26 de enero de 1536 en la consulta respectiva, que México debía ser constituida en metropolitana americana. Sin embargo, la Corona aplazó dicha fundación. El cabildo municipal de México realizó en 1544 una instancia ante el Consejo y éste se dirigió al Emperador el 8 de septiembre para pedirle la elevación de México como metropolitana de Nueva España. En esto influyó mucho el licenciado Ramírez de Fuenleal, obispo de Cuenca, ex obispo de Santo Domingo y segundo presidente de la Audiencia de México, pero proponiendo más bien el aplazamiento de la cuestión. Había de tenerse en cuenta, sin embargo, «porque consideraba incongruente que la Iglesia del Nuevo Mundo careciese del orden reinante en toda la cristiandad». El 20 de junio de 1545 se pide a la Santa Sede la erección de tres arzobispados ultramarinos, y al año siguiente, en el consistorio de 11 de febrero, eran creadas las tres primeras archidiócesis americanas: la de Santo Domingo, con jurisdicción sobre las Antillas, la costa caribe y de Venezuela y Colombia (diócesis de San Juan de Puerto Rico, Santiago de Cuba, Coro, Santa Marta, Cartagena y Honduras); la de México, sobre los territorios del Norte, desde Guatemala hasta el Mississippi (diócesis de Michoacán, Guatemala, Chiapas, fundada en 1539, y Guadalajara, de 1548), y la de Lima, diócesis erigida en 1541, y cuya archidiócesis iba a comprender todo el sur americano, desde Nicaragua y Panamá, en el istmo, hasta la Tierra del Fuego (diócesis de Cuzco, de 1537, Panamá, Nicaragua, Popayán y Quito, de 1546). Si en 1536 existían 14 obispados, treinta años después eran 26. «Este número extraordinariamente alto muy probablemente, por lo menos en la mayoría de los casos, está relacionado con el fomento de los indios, especialmente vivo en las leyes en 1542-1543, pero, de otro lado, también con el gran desarrollo de las colonias» (E. SCHÁFER, o. c , 207). En los cincuenta años siguientes la situación se estabiliza. En 1570 se crea Tucumán y en 1577 Santa Marta (II). En la primera mitad del siglo xvn (de 1603 a 1620) es cuando el Consejo de Indias realiza su último esfuerzo organizativo creando las diócesis que fijan definitivamente el panorama jerárquico de América hispana hasta el siglo xix. Se divide Charcas, creando La Paz y Santa Cruz; entre Quito y Lima se crea Trujillo; se separa del Cuzco la diócesis de Arequipa y Guamanga (Ayacucho); se eleva a metropolitana la de Charcas; se crea el
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obispado de Buenos Aires... En 1620 existían en Hispanoamérica 34 arzobispados y obispados. Algunas habían sido suprimidas y otras no pasaron de mero proyecto. También hubo traslados de sede (v. gr., los de Tlaxcala, Michoacán o Chiapas), buscando núcleos de población de más importancia geográfica, cultural y económica. B)
Trayectoria socio-política y religiosa
También observamos correlaciones entre la situación de la colonización y de la misión y la fundación de los obispados, pues en ésta intervenían los intereses financieros de las coronas ibéricas que, como titulares patronales, eran responsables de aquélla. Esto explica -extendiéndonos a todo el ámbito hispanoamericano- que el primer obispado de Brasil no llegue a fundarse hasta 1551 (el de San Salvador de Bahía), cuando ya eran tan numerosos en los dominios hispanos. La historia de la Iglesia brasileña se caracteriza por la lenta conformación de las estructuras eclesiásticas a través del influjo perturbador del regalismo. No llegará a contar más que con un arzobispado, seis obispados y dos prelaturas hasta bien entrado el siglo xix. En ello influyeron las condiciones sociales y políticas que se iban presentando. Lo mismo ocurre en Hispanoamérica, aunque con significado contrario. Siguiendo la huella de conquistadores, misioneros y colonizadores, se fundan los primeros obispados en las Antillas Mayores y después en Tierra Firme. Pronto se pasa al golfo del Darién, a México y más tarde a Lima, en el corazón de América del Sur. De aquí parte una línea expansiva hacia el norte -obispados de Quito, Popayán y Santa Marta- y hacia el sudeste, al espacio rioplatense, con los obispados de La Plata en Chuquisaca, Río de la Plata, en Asunción del Paraguay, y Tucumán, en Santiago del Estero. Una tercera línea se dirige por el sur hacia Chile, donde en 1559 se funda el obispado de Santiago de Chile. Es el camino que siguieron los misioneros, que siguieron los obispos y, aun cronológicamente, la fundación de los obispados. De forma parecida, la fundación y subdivisión de los arzobispados responden a la creación de centros políticos, económicos y misioneros de cada momento. En el caso de Santo Domingo puede decirse que prima un criterio marítimo: todas las sedes eran ciudades-puertos que daban sobre el Caribe, por lo que también pertenecía a su arzobispado Trujillo de Honduras. En el caso de Lima se daba la primacía al Pacífico, y por ello Panamá y León de Nicaragua eran sus sufragáneas. A México, jurisdicción territorial, se le daba por límites los del imperio azteca y las culturas mayas. En 1564 se funda el arzobispado de Santa Fe de Bogotá, que recibe de Santo Domingo las diócesis de Cartagena y Santa Marta, dada la menor importancia socio-política y económica que iba teniendo aquélla. Lo contrario ocurre en América Central, en la que por la importancia creciente que iba teniendo se favorece la elevación de Guatemala al rango arzobispal (1743). Chile sigue vinculado a Lima dadas las fáciles comunicaciones marítimas existentes entre ellos; pero en 1609, cuando se funda la archidiócesis de
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La Plata, se separó de la de Lima la jurisdicción de la diócesis platense por el auge económico de Charcas, así como la de Paraguay y Tucumán, otorgándosele igualmente las recientes diócesis de La Paz y Santa Cruz, y tiempo después la de Buenos Aires. Tales cambios de dependencia, además de un progreso en la organización de la naciente Iglesia, indican la línea humana y de civilización que se iba desarrollando al par de su otra organización política y económica. En resumen, puede observarse que en toda Hispanoamérica hubo en el siglo XVI solamente cuatro archidiócesis (Santo Domingo, México, Lima y Santa Fe de Bogotá); se agrega una en el XVII (La Plata, en la actual Bolivia), y en el xvin llegan hasta diez (las de Guatemala, Quito y La Habana; se une la de Caracas, que en realidad se funda en 1803). Durante el siglo XIX llegarán a 16 los arzobispados. C)
Sistema y criterios de selección
Ya se dijo en su lugar que una de las facultades de que gozaban los reyes castellanos en virtud del Reaj Patronato era la de presentar candidatos para el desempeño de las dignidades y beneficios eclesiásticos, el más importante de los cuales era el episcopado. Así, pues, desde 1508, el nombramiento de obispos para América por parte del Papa estuvo siempre precedido de la presentación de la correspondiente terna de candidatos adelantada por la Corona a través de su embajador ante la Santa Sede. Sobre los requisitos que debían reunir los candidatos ofrece datos muy específicos el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias, obra principalmente del jurista Juan de Ovando, firmada y presentada a Felipe II en 1571 por siete miembros del Consejo de Indias para que se convirtiera en el código oficial indiano, aunque no lo consiguió. A pesar de ello, su texto es muy importante porque refleja lo acostumbrado hasta entonces y porque en ella se inspira la denominada Real Cédula del Patronazgo expedida en San Lorenzo del Escorial el 1 de junio de 1571. En ambos documentos se especifica como primer requisito para el episcopado que los candidatos fueran «los más beneméritos», criterio de selección que, en el caso de los residentes en América, se basa en una destacada labor espiritual entre los indígenas. Por supuesto, se tiene también en cuenta la conducta personal y, además, la limpieza de sangre, comprobada mediante una información que abarcara a los padres y cuatro abuelos del candidato. Fue tal la importancia que en la segunda parte del siglo XVI se le dio a la selección de los futuros obispos y a la erradicación en la Iglesia americana de todo posible litigio entre un clero y otro, que la Junta del Consejo de Indias de 1568 y Juan de Ovando, personalmente, en 1571 e inspirándose en el franciscano Jerónimo de Mendieta, concibieron el proyecto de que los obispos americanos se escogieran exclusivamente de entre las Ordenes religiosas, para la formación en el Nuevo Mundo de una Iglesia integrada por diócesis y parroquias de Regulares, es decir, de religiosos. La mayor parte de los obispos que gobernaron diócesis americanas
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fueron de origen peninsular. A pesar de ello, tanto el Código Ovandino como la Real Cédula del Patronazgo consignan normas muy concretas sobre el modo como los Virreyes, Audiencias, Obispos y Superiores religiosos debían proceder para seleccionar a los posibles obispos y proponerlos a la Corona como candidatos al episcopado a fin de que ésta los presentara como tales a la Santa Sede. La Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, recogiendo sendas reales cédulas de 1629, 1663 y 1667, ordenó en 1681 que se siguiera practicando la «antigua costumbre» de que, antes de entregarle los documentos necesarios para su ordenación episcopal, el nombrado prestara juramento de que se comprometía formalmente a reconocer y respetar los derechos del Real Patronato de la Corona sobre la Iglesia americana (libro 1, título 7, ley 1). Entre otras normas sobre los obispos contenidas en la legislación oficial americana figuran la de trasladarse a su diócesis lo antes posible, la de residir en ella, la necesidad de la previa licencia oficial para viajar a España, la de llevar una serie de libros de gobierno y la de visitar personalmente su circunscripción, sobre cuyos resultados y necesidades debería informar pormenorizadamente al Consejo de Indias. III. A)
MÚLTIPLE ACTUACIÓN DE LOS OBISPOS
Relaciones interjurisdiccionales
Las relaciones interjurisdiccionales de los obispos fueron de diversa índole. A veces son ellos quienes colaboran también con la administración colonial. Son conocidas, por ejemplo, las actuaciones del arzobispo Juan de Zumárraga en México; las de Jerónimo de Loaysa, primer metropolitano limeño, en la formación del Perú colonial por encima de las discordias y partidismos de almagristas y pizarristas; las de Santo Toribio de Mogrovejo, quien desde 1580 a 1606 dirige realmente la historia peruana, a pesar de tener junto a él un virrey tan virtuoso como era don Francisco de Toledo. Otras veces ocurre que los obispos son quienes tienen que oponerse a los excesos y arbitrariedades de los conquistadores e incluso de los mismos gobernadores. El primer obispo-arzobispo de México, fray Juan de Zumárraga, significará la única oposición con autoridad ante la primera Audiencia, con personajes como Guzmán y Delgadillo. Durante los caóticos años de 1528-1532 salió enaltecido el episcopado, no sólo por la acción que él mismo lleva a cabo, sino igualmente por la del obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, que como presidente de la segunda Audiencia mexicana puso los fundamentos del nuevo orden colonial. Los obispos mexicanos siguen quejándose del autoritarismo que ejerce el Patronato sobre la administración de la Iglesia y sobre ellos mismos. Así, el arzobispo Moya de Contreras o Juan Medina y Rincón, obispo de Michoacán. Los de la zona maya se enfrentan a veces con situaciones más delicadas.
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Un ejemplo típico de las relaciones con el poder civil fue el de fray Antonio de Valdivieso, de Nicaragua, el cual, como deja ver en sus cartas, tiene conciencia del peligro que corre ante el gobernador Contreras, sus hijos y partidarios, aunque continúa inflexible en mantener su jurisdicción y defender a sus indios. Fue asesinado, como es bien sabido, en 1550. Andando los años, en 1591, el obispo de Cuzco, fray Gregorio de Montalvo, llegará a calificar de «luteranismo» la opresión de la Iglesia en nombre del Patronato Real. También fray Gaspar de Andrada, obispo de Guatemala, fue apresado por el gobernador en 1611. El de Nicaragua, fray Juan Ramírez (1601-1609), se opone igualmente a la Audiencia por las mismas causas y muestra cómo los españoles producen escándalo en la conciencia de los neófitos y perjudican profundamente la evangelización. En el Yucatán fueron más graves aún los problemas, sobre todo durante el gobierno de fray Diego de Landa (1573-1579), que contó con la sistemática enemistad de los gobernadores. Fray Tomás Castilla (1552-1567) se queja, en carta al rey, del cautiverio en que vive la Iglesia de Chiapas, «muy afligida y apocada» -le dice— por las intromisiones del poder civil. Algo parecido ocurre en el Nuevo Reino de Granada, donde las relaciones entre prelados y gobernadores comenzaron mal desde sus mismos orígenes. El protector de los indios Tomás Ortiz, nombrado en 1528, debió regresar en 1532 porque su situación era insostenible; fray Sebastián de Ocampo fue desterrado y Lobo Guerrero tuvo que enfrentarse al presidente Sande en Santa Fe. Dramático fue también el caso de Juan del Valle, primer obispo de Popayán. De indomable coraje, pudo mantener incólume la jurisdicción eclesiástica ante el teniente del gobernador Cepero, en 1552, ante el capitán Pedro de Cuéllar, ante el oidor licenciado Briceño, contra Luis de Guzmán y Falcón en 1556. Pide a la Audiencia de Santa Fe que le haga justicia, pero no le hacen caso. Viene a España para hablar con los del Consejo y le ocurre lo mismo. Se propone ir a Roma para presentar sus quejas al Papa, y muere en el camino, en un lugar desconocido de Francia. En Panamá, al primer obispo, fray Juan de Quevedo, le toca enfrentarse con Pedrarias, apoyando, quizá con demasiado celo, la política de Vasco Núñez de Balboa. Si de momento se mostró partidario de que se «herrasen y se vendieran públicamente los indios como esclavos», luego se opone a ello con toda su fuerza. Contra la venta de esclavos y el «herrar los indios» clama enérgicamente Vasco de Quiroga en México, quien antes de ser nombrado obispo había ya escrito y dirigido a los del Consejo su célebre Información en Derecho, repleta de argumentos. En el Perú se suceden los casos. Fray Vicente Valverde sufre persecución de parte de autoridades y encomenderos. Santo Toribio de Mogrovejo -el más célebre de todos- ha de defenderse contra la imposición absolutista del Patronato, exponiéndose a repetidas y graves acusaciones. Llega a mandarse desde España que sea reprendido por la Audiencia y por el virrey. El caso se repetirá más tarde -aunque distintas fueran las circunstancias- con el obispo de Puebla, en México, Juan Palafox y Mendoza. Punto de fricciones fue también el espinoso caso de la delimitación de
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diócesis. El rey, según concesión pontificia como parte del Patronato, no tenía derecho a constituir los límites diocesanos, sino solamente a proponerlos y cambiarlos. Pero en la práctica, Roma, que no tenía conocimientos locales exactos, seguía las proposiciones de Madrid, a pesar de que la cuestión de límites era delicada, pues estaba ligada al problema de los diezmos, que los obispos tenían que colectar de sus diversas colectividades humanas. Tocando a zonas fronterizas se entablan cuestiones o pleitos de límites, ya que uno u otro obispado cobraban o querían cobrar los diezmos; no sólo el obispo se interesaba, sino igualmente el cabildo y a veces hasta las autoridades civiles, porque (no siempre) los límites eclesiásticos eran los límites jurisdiccionales civiles. El 20 de febrero de 1534 el Consejo propuso por Cédula Real una solución general al problema de los límites, que por tan ambigua casi resultó inútil y no pudo evitar sucesivos pleitos. Cuando ya se instalan las instituciones que regirán las Indias durante tres siglos -audiencias, virreinatos y gobernadores-, seguirán a veces los enfrentamientos entre el poder civil, partidario en general de la clase encomendera, y la Iglesia, que, por medio de sus obispos, religiosos y doctrineros, seguirá tomando la defensa del indio. El episcopado conserva todavía mucho de su poder espiritual, aunque a veces tenga que rendirse a la evidencia de que sigue siendo una institución más del engranaje de la Corona regalista española. B)
Acción conjunta de los obispos
Si en un principio, concretamente en el Caribe, se acusan arbitrariedades en el trato que se da a los indios: compra y venta de esclavos, el pago exagerado de tributos, los trabajos forzados, etc., que suscitan las protestas, entre otros, de un Montesinos o un P. Las Casas, al instituirse la administración episcopal, ésta trata de oponerse con las fuerzas de que dispone. En Puerto Rico, el obispo Alonso Manso tiene serios problemas con ocasión de los diezmos, hasta el punto de que tuvo que dejar por algún tiempo su gobierno. Pedro Suárez de Deza, en la Española, conoció también el desaire y la incomprensión. Los casos se repetirán después en Tierra Firme. Según avanza el misionero, allí está presente, a su vez, la actividad del episcopado. Por eso no puede hablarse con exactitud, como a veces se ha pretendido, de diferencias y aun de conflictos que pudieran haber existido entre la Iglesia misionera y la que pudiéramos llamar la Iglesia colonial, de la jerarquía. El mismo Dussel (El episcopado latinoamericano, 254) ha demostrado que el lugar común, según el cual los obispos son los exponentes de la Iglesia colonial y las Ordenes religiosas los de la Iglesia misionera, no coincide con el resultado de la investigación histórica, por lo menos no en forma generalizada, y más en este período en el que se aprecia en muchos obispos hispanoamericanos una profunda preocupación por la defensa de los indios. Se desprende, además, de las actuaciones particulares de cada uno, de las Juntas apostólicas o eclesiásticas que se tuvieron (la primera en la que participó un obispo se celebró en México en 1532) y de los concilios y
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sínodos, donde queda bien clara su preocupación misionera y la labor conjunta del episcopado en esta y en otras materias. Veamos alguna de sus características. La máxima significación corresponde a los concilios provinciales de México y del Perú, ya que estas circunscripciones eclesiásticas eran los centros más importantes de la organización eclesiástica de la América hispana. En los primeros (1551 Perú y 1555 México) se nota como una ruptura entre la primera gran época misionera y la fase organizadora de la Iglesia, que empieza con los sínodos. En los segundos (1567 y 1565, respectivamente) se recoge la doctrina y los artículos de reforma del concilio de Trento, que había sido clausurado en 1563. No fue fácil conseguir su celebración, y no sólo por problemas de comunicación y de transporte. Las constituciones del peruano de 1567 no fueron aceptadas por el Consejo de Indias y tampoco obtuvieron el refrendo del Rey ni del Papa, aunque sus declaraciones se adaptaban plenamente al espíritu del Tridentino, pero hablaban también de derechos e internas autonomías. Serían aceptadas y revalidadas por los padres del Concilio III, y así las aprobaciones pontificia y real, que canonizaron todo el conjunto de este concilio, canonizaron también las constituciones del II. El III de Lima se celebra bajo la presidencia, previa convocatoria, de su arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo en 1582. Es considerado como el «Concilio Tridentino de América» y por la importancia de sus constituciones supera incluso al III mexicano, celebrado tres años más tarde. El santo arzobispo deseaba con urgencia un concilio que estableciera entre frailes y clérigos la uniformidad en la forma de catequizar a los indios, en el catecismo, en la administración de los sacramentos, en el rito de la misa, y en las formas que habrían de adoptarse ante la nueva situación misionera. Lo cumplió con creces el concilio. Igualmente, sirvió para que los obispos hispanoamericanos crecieran en la autoconciencia del papel relevante que habían de seguir ejerciendo en aquella nueva Iglesia. Fuera de estas asambleas conciliares o sinodales, la obra conjunta de los obispos se extiende a otros aspectos de su labor pastoral. Ellos cuidan de la reforma del clero y se encargan de erigir parroquias. A finales del siglo XVI, por ejemplo, había en el arzobispado de México 470 parroquias, que llegan a 844 en 1755. En el de Lima llegaban a 161 en 1799, regentadas por 660 sacerdotes. En cuanto a éstos, por poner otro caso, en la diócesis de Durango había 257 en 1765, mientras que en 1960 sólo llegaban a 101. Igualmente, estos obispos se cuidaban de fundar colegios, de favorecer la creación de universidades (las de Lima y México, por citar algunas), ayudaban a los religiosos en la implantación de doctrinas o catequesis y en las tierras de misión, erigían colegiatas y catedrales y atendían a la formación del clero, tema este de no pocos concilios provinciales. Ya Ramírez de Fuenleal trata de establecer un preseminario en la Española. Zumárraga está presente en la fundación del colegio de Santa Cruz en Santiago de Tlatelolco, donde se atiende también a la formación sacerdotal y que luego llevarán los franciscanos. Vasco de Quiroga funda una especie de seminario en Pátzcuaro de Michoacán. El P. Juan de la Plaza, jesuita, presenta al conci-
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lio III mexicano un memorial, Sobre el Seminario, que fue acogido por los padres conciliares. Otros obispos intentan establecerlos en sus diócesis, pero sólo en el siglo xvm, sobre todo en la región mexicana, se fundan seminarios conciliares propiamente dichos, como el de Puebla de los Angeles, en 1641. Desde 1538 a 1809 son 50 los seminarios o centros de formación sacerdotal que pueden contarse en la América hispana. También Brasil, desde 1690 a 1760, cuenta con ocho de ellos. Es la magnífica labor de un episcopado comprometido desde el primer momento en la formación de sus propias Iglesias. IV.
RADIOGRAFÍA DE UN EPISCOPADO
Para una panorámica general, sin que queramos pormenorizar la vida y la actuación pastoral de cada uno de los obispos, presentamos estos datos, que entresacamos de los estudios que sobre el tema vienen realizando Paulino Castañeda Delgado y Juan Marchena Fernández. A)
Número
Entre los años 1500 a 1800 fueron 681 los obispos que ocuparon las diócesis americanas. Casi una cuarta parte del total (el 23,6 por 100) ocupa el espacio de 1500 a 1620, y esto nos indica el lento proceso de formación de la Iglesia diocesana de América, si lo comparamos con los más de 300 prelados que ocuparon sus sedes sólo en el siglo xvill. Pero si tenemos en cuenta que sólo también en cincuenta años (1511-1560) se erigieron 27 diócesis y se nombraron 44 obispos, el esfuerzo parece importante y los logros conseguidos de verdadero interés en lo institucional. Hubo sedes vacantes durante algunos años, pero en general el número de obispos que permanecen en sus diócesis es bastante elevado, a pesar de las dificultades que se les presentaban desde que eran nombrados en España hasta el momento de llegar a América. Iban hacia una Iglesia todavía en formación, sin medios suficientes para levantar su propia catedral, parroquias, seminario, etc. En ocasiones ni siquiera tenían señalados los límites de la diócesis que iban a regentar; buena parte de la feligresía que se les asignaba estaba todavía por convertir; el clero era reducido; la oposición a veces de parte de encomenderos y aun de gobernadores era manifiesta, y adversas las condiciones mismas de la climatología. Ellos habían dejado en España cargos y puestos acomodados -canonjías, cátedras de universidad, prioratos o provincialatos-, para lanzarse a la aventura de América. Eran como los demás misioneros u otros sacerdotes seculares que se enrolaban para la conquista espiritual de aquellas tierras. B)
Procedencia
Los prelados del siglo xvi proceden en su mayoría de la Península. Pero es significativo que también en este siglo haya algún obispo americano, lo que indica un proceso de criollización, que irá acentuándose a lo largo del
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siglo xvii: de los diecinueve prelados criollos, cuatro corresponden a este siglo y quince son nombrados en el siguiente. El 70 por 100 de los peninsulares procede de Castilla, Extremadura y Andalucía, tradicionalmente más relacionadas con el mundo americano. Notable es la aportación de las Ordenes religiosas y de los centros culturales y universitarios, como pueden ser los de Salamanca y Valladolid. También en América se mueven en torno a los centros máximos de población y de cultura: México y Perú. C)
Origen social No son muchos -apuntan los referidos autores- los datos que ofrece la documentación. Es común a todos las exigencias que se aplicaban a cualquiera que en aquel tiempo quería acceder al estamento clerical, bien fueran religiosos o sacerdotes seculares. Es decir, la limpieza de sangre, legitimidad, buenas costumbres, probanzas de hidalguía y nobleza, etc. Estas se presuponían, por lo que no suelen constar en las ejecutorias que se realizan para su elevación al episcopado. Sí aparecen otras que avalan sus méritos o condiciones particulares: si son doctores, licenciados, catedráticos, canónigos, priores, provinciales, misioneros, sin que se hagan alusiones a su origen familiar humilde o plebeyo. Se ignoran, o simplemente se callan. No pocos procedían de la nobleza, en su acepción más genérica («calidad noble»), y aun del estamento militar, lo que también nos indica la relación que existía en un principio entre la élite política y administrativa y la Iglesia americana. De parte de allá se observa una tendencia a reafirmar su clase criolla, bien pertenezcan al clero secular o regular. Tienen a gala presentarse como descendientes de los conquistadores o de los primeros pobladores, de solar conocido y de rancia nobleza castellana, o de las familias más ilustres de Indias. De este modo se ponían en pie de igualdad respecto a los que llevaban el gobierno de aquellas tierras. D)
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La Iglesia diocesana
Procedencia clerical
Hasta 1660, la mayor parte de los prelados americanos pertenecen al clero regular. Tal vez porque, fuera de los centros de población o de las regiones marítimas, los extensos territorios que se asignaban a las diócesis seguían siendo campos de misión, en los que trabajaban generalmente los religiosos. Abundan, por tanto, los obispos que son dominicos, franciscanos, mercedarios, agustinos, Jerónimos, benedictinos, de San Francisco de Paula, carmelitas, cartujos y jesuítas: unos 111 sobre los 161 de este período. Sobresalen, entre ellos, los mendicantes: casi el 50 por 100 del total de las prelaturas recayeron, por ejemplo, en los dominicos. Lo mismo ocurre con los obispos criollos, pues 13 de los 19 pertenecen asimismo al clero regular. Sin embargo, vemos por otra parte que durante el reinado de Carlos I y parte del de Felipe II se hacen esfuerzos por mantener prelados del clero secular y de señalada importancia. Recordemos a Alonso Manso, canónigo de Salamanca y que fue rector de su Universidad; a Vasco de Quiroga, oidor de la segunda Audiencia de México y excelente humanista; a Juan F. Fernan-
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dez de Ángulo, letrado de los Consejos e insigne predicador en la corte; a Sebastián Ramírez de Fuenleal, consejero de los monarcas; a Alonso de Fuenmayor, presidente del Consejo de Navarra y catedrático en Salamanca; a Diego de Covarrubias, conocido canonista; a Santo Toribio de Mogrovejo, de excelente carrera universitaria en Salamanca. En este primer período doblan en número al total de los demás obispos. Más tarde predominan los seculares: los franciscanos en tiempo de Felipe II, en el que se mantienen también los Jerónimos; los agustinos en el de su sucesor, Felipe III, y los dominicos en todo tiempo. A finales de siglo tienen éstos 26 obispos en América, cifra no alcanzada por los seculares hasta bien avanzado el siglo XVII. Pero si al principio es mayor el número de religiosos, con el siglo XVIII aumenta el número de obispos que proceden del clero secular. E)
Formación académica
Puede decirse, siguiendo a los dos autores citados, que el episcopado americano poseyó en general un alto grado de formación académica y cultural. Hasta 1620 abundan los licenciados, luego son los doctores y maestros. Han seguido los cursos de Teología, también los de Derecho y algo menos los de Escritura. En el segundo período decrecen los de Derecho, desaparecen los licenciados en Escritura y se incrementan los doctores en Teología, de un 40 a un 80 por 100. Hay también doctores y licenciados en Derecho Canónico, en ambos Derechos, en Artes, en Filosofía, etc. Como puede verse, más importan los conocedores de la teología y prácticas pastorales que los eminentes juristas. Por las Universidades de Salamanca y de Valladolid pasan un 50 por 100 de los obispos que marchan a América. Y los que, de jóvenes, llegan todavía en período de formación, buena parte de ellos hace estudios en las Universidades de México y de Lima, prefiriéndose, además, a los que muestran más experiencia americana. A esta formación académica se une el que pudiéramos llamar «cursus honorum» de los elegidos. El mayor número lo ofrecen los cargos desempeñados en las Ordenes religiosas. En cuanto al clero secular, predominan los que pertenecen a los cabildos catedralicios, eran capellanes y confesores en la corte, o se dedicaban a la carrera docente. No son muchos los que proceden de parroquias o de campos de misión, quizá por exigírseles una mayor experiencia para la administración diocesana. Encontramos asimismo algunos obispos auxiliares, que son nombrados después prelados ordinarios. El caso se repite entre los criollos. Los del clero secular eran chantres, deanes o arcedianos de sedes importantes; el resto, priores, comisarios generales, etc. Solamente uno fue catedrático en Lima. Puede decirse, haciendo una última valoración, que el episcopado americano está a la par del episcopado que queda en la Península. De sedes españolas van algunos a América, y de sedes americanas son igualmente trasladados a España. Nunca se pensó en una Iglesia de América y en otra de la Península. Unos y otros pertenecen a una misma Iglesia, diríamos nació-
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nal. Son elegidos en condiciones igualitarias, de formación intelectual y de apostolado. Esto explica el rápido afianzamiento y crecimiento de la Iglesia americana, caso poco frecuente en la historia de las misiones y en tan extensos e inexplorados territorios como eran aquéllos. A finales del siglo xvi estaba ya organizada la Iglesia en América. Sigue consolidándose después, pero siempre con sentido de permanencia estable cual había sido y seguía siendo la de España. Figuras eminentes del episcopado pasan por ella, santos algunos de ellos, excelentes organizadores, buenos pastores y reformadores, defensores siempre de la causa de los indios. Algunos padecieron y hasta murieron por ella. No es caso de hacer ahora el recuento de ellos ni de seguir cada uno de sus pasos, pues excede los límites de este estudio. Sólo recordar alguno de los nombres principales: Alonso Manso, Ramírez de Fuenleal, Juan de Quevedo, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, P. Las Casas, Julián Garcés, Juan del Valle, Antonio Valdivieso, Francisco Marroquín, Alonso de Montúfar, Vicente Valverde, Toribio de Mogrovejo, Bartolomé de Ledesma, Bernardo de Alburquerque, Domingo de Santo Tomás, Agustín de la Coruña, Pedro de la Peña, Pablo de Torres, Diego de Medellín, Juan Palafox y Mendoza... Así fue aflorando este episcopado, hasta que le llegan los años difíciles de la emancipación americana. Algo tuvieron que ver con ella y por eso ofrecemos algunas referencias como capítulo final del presente estudio. V.
LOS OBISPOS EN LA EMANCIPACIÓN AMERICANA
Los obispos americanos, como ocurre de ordinario con los de España, se habían mostrado siempre fieles a la Corona, pues, en definitiva, por razón del Patronato y por medio del Consejo de Indias, a ella le debían su asignación al episcopado y la ayuda que se les prestaba. A)
ta 9.
La Iglesia diocesana
Durante la preindependencia
Los primeros movimientos insurreccionales iban a poner a prueba su lealtad a la Corona por una parte y por otra la fidelidad a sus diocesanos y a la causa de emancipación que se fue extendiendo por la América hispana. La Iglesia de las Indias iba quedando decapitada con ocasión de tales movimientos. Lo peor era que los gobernantes de la Península, en cuyas manos estaba el nombramiento de los obispos, estaban inficionados de ideas regalistas y antirromanas, de modo que trataban de obtener el nombramiento de prelados sumisos al poder regio, aunque no fueran ni muy apostólicos ni muy ejemplares. El episcopado de las Indias era dócil instrumento de los funcionarios reales para mantener en obediencia al monarca sus extensos dominios. Al comenzar el siglo, no eran muchos los habitantes inquietos de las novedades políticas. Aquella obediencia hubiera quedado inalterada, al menos por una larga serie de años, de no haber ocurrido en España la invasión napoleónica. Pero desde que se propaló por América la noticia de la abdicación de los Borbones y de la usurpación del trono por Napoleón, la inquie-
El episcopado
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tud cundió por doquiera. Hasta entonces se había considerado al rey como representante de Dios. Como aquél había abdicado, ¿quién tenía ahora la legítima autoridad? La oposición a las autoridades intrusas fue general. Pero quedó también sembrada la semilla del desconcierto. Aunque se ha repetido que el episcopado se opuso a la independencia, es falso. Lo que sí es cierto es que, en las circunstancias tan confusas que se produjeron, tampoco en América hubo una autoridad reconocida por todos. La actitud de los pueblos va a ser varia, como también la de sus directores, tanto políticos como eclesiásticos. B)
De 1808 a 1814
En una primera fase, la que va de 1808 a 1814, la situación es caótica; la invasión napoleónica de España no tiene aceptación ninguna en América, pero sigue aumentando la duda: ¿cuál es la autoridad legítima? Algunos reconocen a la Junta Central de Cádiz, pero otros protestan contra esta resolución, sobre todo cuando tienen noticia de la Constitución que allí se había jurado, a todas luces, según ellos, antirreligiosa y anticlerical. El cura Hidalgo encabeza la rebelión armada contra «el mal gobierno» y al grito de «Viva la Virgen de Guadalupe». Se establecen Juntas en Quito, Buenos Aires y Caracas, que desconocen a las españolas, llegando algunas hasta a proclamar su independencia. Cuando torna Fernando VII, las aguas parecen volver a su curso, pero de nuevo se levanta la protesta -segunda fase- cuando éste se ve obligado a jurar una Constitución que suprime las Ordenes religiosas y lastima los sentimientos de los católicos fervientes. El movimiento armado contra España se generaliza: Itúrbide en México, San Martín en Argentina y Chile, Bolívar en Venezuela, Colombia y Perú. De poco sirve que poco antes, el 30 de enero de 1816, el papa Pío VII hubiera exhortado, por medio de la encíclica Etsi longissimo, a los pueblos de América a sujetarse de nuevo a la autoridad del monarca español. La actitud de los obispos, como la del clero y el pueblo fiel, no pudo ser uniforme en aquellas condiciones tan diversas. En un primer momento, hasta 1814, el desconcierto es general y refleja el caos de la Península. Por ello mismo, no puede hablarse de actitud cerrada del episcopado. Así tenemos que si, por ejemplo, los arzobispos de Charcas y de Caracas aceptan la independencia, o el obispo de Quito, para evitar la discordia, encabeza la Junta independiente, no todos obran así. Encontramos, citando un caso contrario, a un arzobispo de México y a los obispos de Puebla y Oaxaca, los cuales reiteran la excomunión en que el gobernador de la mitra de Michoacán ha declarado incursos al cura Hidalgo y a todos sus seguidores. C)
De 1814 a 1824
Más uniformidad puede hallarse en la segunda fase, pues ni los obispos ni el clero desconocen abiertamente la autoridad del rey que ha sido restablecido en el trono. Mientras la lucha independentista sigue su curso, buena parte del episcopado continúa adicta a la Corona. En Venezuela, donde se combate ferozmente, el gobierno español obliga al arzobispo de Caracas a
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La Iglesia diocesana
regresar a la Península. Hubiera hecho lo mismo con el obispo de Quito, que muere en Lima desterrado de su diócesis. Fernando VII hace nombrar en estos años 28 obispos para las sedes que habían ido vacando, y es natural que designara sujetos fieles a la Corona, aunque fueran criollos. El desconcierto se hace todavía más general cuando el monarca tiene que jurar la Constitución de Cádiz. Los mismos católicos y no pocos eclesiásticos empiezan entonces a dudar. Por otra parte, acostumbrado como estaba el clero a recibir todo de España, ve que ahora se encuentra desamparado. Además, los obispos, de acuerdo con la tradición plurisecular de la iglesia patronal, estaban obligados a prestar un juramento de fidelidad personal al rey como cabeza del Patronato. Con frecuencia los obispos también creyeron ver en los rebeldes masones o liberales a unos enemigos de la Iglesia, a pesar de que los jefes locales trataron con todas sus fuerzas de asegurarse la simpatía de la Iglesia oficial. También hay que tener en cuenta que la jerarquía, por el nombramiento de los 28 obispos de las 42 diócesis hispanoamericanas, de absoluta fidelidad realista, ya no presentaba la misma composición. Como muestra de este desconcierto puede citarse el caso del referido arzobispo de Caracas, Narcís Coll y Prat. A diferencia de otros prelados, que cuando se inicia la revolución se limitan a retirarse de su cargo, él quiso permanecer con su rebaño. Fracasada la segunda república de Venezuela, y como se preocupara de consolidar nuevamente las estructuras eclesiásticas, después de que el clero durante años se hubiera dividido entre patriotas y realistas, en 1816 fue separado de su sede y llamado a la Península. Según una tradición no garantizada, habría respondido al reproche del monarca por no haber manifestado una actitud íntegramente fiel al rey: «Que él no había ido a Venezuela a ser capitán general, sino a guiar su rebaño como arzobispo». Aquí se refleja el dilema de la jerarquía: tanto los realistas como los rebeldes patriotas exigían de ella una postura clara y definida, a la que no podían arriesgarse habida cuenta de los cambios que continuamente se sucedían y que despojarían a la Iglesia de su dirección. Coll y Prat había aceptado antes la independencia como hecho consumado, declarando en el acto solemne: «Si Venezuela se gloría de haber entrado al círculo de naciones, mi iglesia venezolana también puede gloriarse de ocupar su sitio entre las iglesias católicas nacionales...» (1811). No le faltaron diferencias con el insurrecto Miranda ni con el propio Bolívar, pero, abierta o solapadamente, siguió al lado de los patriotas, llegando incluso a llamar a todos los cristianos «a profesar la independencia y a someterse a la obediencia del gobierno libre». Simultáneamente había declarado disuelto el Patronato, sometiendo su iglesia directamente al Papa, medida que no fue aceptada ni por los propios patriotas. Otros obispos se mostraron, sin embargo, realistas inflexibles. Así, fray Custodio Díaz Carrillo, de Cartagena, quien, frente a la mayoría de su cabildo eclesiástico, no quiso prestar el juramento a la junta local en 1810, lo que le supondría la expatriación y una vacancia de cuatro años. Su sucesor, instalado bajo el signo de la restauración monárquica en 1817, el basiliano Gregorio José Rodríguez, demostró ser un realista verdaderamen-
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te fanático; exigía a los fieles que gritasen «viva el rey» al entrar y salir de la catedral y llegó a calificar a los patriotas en una carta pastoral de «enemigos de Dios y del rey». Tuvo que escapar de Cartagena, como lo hizo su colega Jiménez Enciso, de Popayán, el cual llegó a forzar a muchos que le siguieran y unirse a las tropas reales en su retirada. Tachó de «hijo del diablo» al provisor Manuel María Urrutia, nombrado sin su consentimiento. Se reconcilió después con Bolívar y los patriotas y volvió a ocupar la sede, prometiendo fidelidad al nuevo gobierno constituido. En 1823 escribía a Pío VII que creía «no haber ningún movimiento revolucionario en el mundo que hubiera perjudicado menos a la religión que el de Nueva Granada». Es verdad que en 1821 había todavía muchos obispos que residían en sus diócesis, pero se daban también algunas vacantes. Además, algunos obispos, desconcertados ante la revolución, habían regresado a España o los habían obligado a irse. Notable fue el caso del arzobispo de México, Pedro Fonte, que creyó contra su conciencia coronar a Itúrbide emperador y se salió de la capital, so pretexto de visitar la archidiócesis; apenas llegó a un puerto del golfo, se embarcó para España, en donde ya vivían varios de la América del Sur, algunos trasladados a diócesis de la Península. En la etapa final de la independencia, las cosas variaron también en México: allí había sido desencadenada por el levantamiento liberal de España (1820). A causa de los decretos, al parecer antieclesiásticos, de las Cortes españolas, muchos miembros de la jerarquía mexicana y del clero creían deber apoyar el movimiento de independencia para defensa de la religión, para salvar a México del influjo de los liberales. Y esto ayudó a aumentar más el desconcierto. En las sedes en donde seguía residiendo el obispo legítimo se mantenía la vida cristiana en sus cauces, pero en donde la sede no estaba ocupada, o por muerte o por ausencia del prelado, no siempre se mantuvo la debida disciplina, y o había dudas sobre la legitimidad del vicario, o el gobierno se entremetía para nombrar gobernador de la mitra. Algún caso se presentó entre los pocos obispos criollos. Uno de ellos, Rafael Lasso de la Vega, de Panamá, fue presentado por Fernando VII, como ferviente realista, para la sede de Mérida de Maracaibo, donde hizo un llamamiento a la fidelidad al rey y hasta 1820 defendió tenazmente la causa de España. Luego de una entrevista con Bolívar, se convirtió en íntimo colaborador para la reconstrucción de la jerarquía eclesiástica en la antigua Nueva Granada. El 31 de julio de 1823 suplicaba a Roma, de acuerdo con Bolívar, la preconización de nuevos obispos de Guayana, Santa Marta, Cartagena, Antioquia, Quito y Cuenca, dos arzobispos para Bogotá y Caracas, un auxiliar para sí mismo, más la erección de una nueva sede en Guayaquil. Todo ello a espaldas del Regio Patronato, indicando los nombres aceptos al gobierno republicano. Naturalmente, Fernando VII reaccionó con tonos violentos en 1827. En cambio, el ya mencionado obispo de Quito, Cuero y Caicedo, también criollo, se dejó persuadir en 1810 por el cabildo para aceptar la presidencia siquiera honorífica de la segunda junta revolucionaria; en 1812 movilizó todos los medios disponibles eclesiásticos en defensa de la revolución y tras los primeros triunfos de las tropas realistas tuvo que abandonar
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Quito. Siguió un enfrentamiento jurisdiccional entre el provisor capitular nombrado por el obispo y el nombrado anticanónicamente por las autoridades españolas y el cabildo. No pudo ocupar su sede y fue expulsado en 1815; se confiscaron sus rentas, muriendo en 1816 en Lima en una completa miseria. D)
Durante la posindependencia
A punto de consumarse la independencia, y a instancias de algunos obispos y de otros eclesiásticos que llegaron a Roma, tratóse desde aquí de solucionar de alguna manera la situación. Pío VII decidió entablar relaciones con los obispos de Colombia y enviar a Chile al obispo Muzi como vicario apostólico, acompañado por dos monseñores, Mastai Ferreti, que llegaría a ser el papa Pío IX, y Sallusti. La embajada de Muzi fracasó y el Papa siguiente, León XII, constreñido por el embajador español, firma el breve Etsi iam diu, en el que deploraba los grandes males que aquejaban a la Iglesia en América y exhortaba a los obispos a enaltecer los méritos de Fernando VIL La indignación que el breve provocó en las repúblicas americanas fue incontenible. Ello hizo que el Papa se decidiera, al fin, a nombrar dos arzobispos y cinco obispos para la Gran Colombia, lo que motivó la expulsión del nuncio de Madrid. Desde España se hizo lo posible para que no siguieran nuevos nombramientos. El Papa siguiente, Pío VIII, tampoco se atrevió a romper con España y se limitó a nombrar algunos vicarios apostólicos, aunque sí envió a Río de Janeiro un nuncio, Pietro Ostini, con facultades para toda América; pero el regalismo imperante en el nuevo Imperio, aun entre el clero, hizo fracasar al prelado. Desde México había llegado también a Roma un enviado oficial del nuevo gobierno, el canónigo Vázquez. El 26 de abril de 1829 muere el último obispo residente en la República, el de Puebla, y el enviado trata de conseguir el nombramiento de nuevos obispos. Gregorio XVI nombra a seis de los candidatos que proponía el gobierno mexicano para las sedes vacantes. No tardó en hacer lo mismo con otras de América del Sur, de modo que para 1836 sólo había ocho sedes vacantes en las nuevas repúblicas. Quedaban algunos prelados desterrados, cuya renuncia el Papa acabó por obtener (como la de los de México y Antequera). A la muerte de Fernando VII, el mismo Papa decidió entrar en tratos con los gobiernos independientes: reconoció primero al de Nueva Granada (1833), a México y al Ecuador (1836) y a Chile (1840). Fuera de las islas de Cuba y de Puerto Rico, cuna de la Iglesia americana, había dejado de existir oficialmente la dominación española en América.
NOTA
BIBLIOGRÁFICA
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CAPÍTULO
10
LAS ASAMBLEAS JERÁRQUICAS Por A N T O N I O GARCÍA Y G A R C Í A
Las asambleas jerárquicas de que se trata en este capítulo son, por orden cronológico de su aparición en la Iglesia hispanoamericana, las juntas eclesiásticas, los sínodos diocesanos y los concilios provinciales. Las juntas eclesiásticas carecen de las formalidades jurídicas de los concilios y sínodos, tales c o m o convocatoria oficial, personas con derecho y obligación de asistir, normas que afectan al desarrollo de tales asambleas conciliares y sinodales, etc. Por ello, estas juntas son de menor rango jurídico que los concilios y sínodos, aunque n o necesariamente menos eficaces para el gobierno y reforma de la Iglesia. El más antiguo ejemplo que se conoce de estas juntas es el llamado concilio de Jerusalén, celebrado hacia el año 52, que en realidad n o fue un concilio, sino una asamblea del mismo género que las juntas eclesiásticas. El sínodo diocesano es la asamblea del obispo con el clero de su diócesis que ejerce la cura de almas, los representantes de los monjes y de los religiosos y, eventualmente, con la presencia de algunos seglares. Su celebración anual es obligatoria desde el concilio IV Lateranense de 1215. Prescindiendo de otras clases de concilios particulares, nos interesan aquí los provinciales, en los que se reúne el arzobispo metropolitano con los obispos sufragáneos de su provincia eclesiástica, praxis que se realiza en la Iglesia desde la segunda mitad del siglo II. Estas asambleas conciliares debían celebrarse semestralmente desde el siglo IV, anualmente desde el siglo x m y cada tres años a partir del concilio de Trento (1545-1563). Los concilios provinciales cobran especial importancia en la nueva cristiandad americana, mientras su frecuencia e interés decae en Europa.
I.
JUNTAS ECLESIÁSTICAS
Aunque los misioneros trataron de aplicar en América el derecho canónico entonces vigente en toda la cristiandad, pronto se percataron de que el derecho común de la Vieja Europa era impracticable, bajo más de un aspecto, en el Nuevo Mundo. Así, por ejemplo, era imposible celebrar sínodos ni concilios provinciales en América, donde no existía provincia eclesiástica alguna con anterioridad a 1546, sino que desde 1512 pertenecían a la archidiócesis de Sevilla todas las iglesias y posibles diócesis americanas. En algunos territorios tampoco había obispos diocesanos, con lo cual tampoco podía tener lugar la celebración de los sínodos.
C. 10. 176
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La Iglesia diocesana
Este desfase entre la disciplina de la Iglesia prevista para Europa y las realidades del Nuevo Mundo trató de obviarse concediendo a los misioneros facultades especiales, como las contenidas en el breve Exponi nobis de Adriano VI, del 10 de mayo de 1522, por el que se autoriza a los misioneros de las órdenes mendicantes para realizar todo lo necesario donde no hubiese obispos o distasen más de dos dietas (unos cuarenta kilómetros), excepto para aquellos actos que requerían carácter episcopal. Pero los problemas emergentes de la predicación de la fe a los indígenas y de la administración de los sacramentos a los recién convertidos eran tantos y tales, que los religiosos optaron por reunirse en las juntas eclesiásticas que tuvieron lugar entre 1524 y 1546. Estas asambleas se conocen comúnmente como juntas eclesiásticas, salvo la primera, que se denomina también junta apostólica, debido al papel preponderante que jugaron en ella los franciscanos llamados los Doce apóstoles de México. A)
Junta Apostólica de México, 1524
Esta junta tuvo lugar en la Iglesia de San José de la capital azteca en el verano de 1524. Como los antiguos concilios y sínodos, dio comienzo con la celebración de la santa misa y con la profesión de fe. Presidió la reunión el superior de los franciscanos, fray Martín de Valencia. Los restantes miembros de la asamblea eran Hernán Cortés, otros trece o catorce franciscanos, cinco sacerdotes seculares y tres o cuatro laicos. No había ningún obispo entre los participantes. El primer obispo de México fue el franciscano fray Juan de Zumárraga, electo en 1528, consagrado en 1533 y elevado al rango de arzobispo en 1548. No se conservan actas de esta primera asamblea. Hay, en cambio, un resumen que permite hacerse una idea bastante cabal de sus decisiones. Se obligaba a los gobernadores de los poblados a enviar a los indígenas a la iglesia para asistir a las funciones sagradas y oír la instrucción religiosa. Se ordenó impartir a los niños una instrucción religiosa acomodada a su capacidad y se les enseñaba, además, a cantar. Algunos sacramentos presentaban especiales dificultades, por lo que merecieron especial atención por parte de la junta. Así, se planteó el problema del grado de instrucción religiosa necesario antes del bautismo, tanto para los niños como para los adultos. En relación también con el bautismo, se comprobó la imposibilidad de ungir al bautizado con los santos óleos debido a que no había olivos en aquellas tierras que suministrasen el aceite para confeccionar el crisma. El desconocimiento de las lenguas indígenas hacía prácticamente imposible la confesión de los nativos en aquellos comienzos de la evangelización de Nueva España. La junta se mostró más bien restrictiva en conceder la Eucaristía a los indígenas, decidiendo administrársela sólo a los más instruidos. El matrimonio planteaba muchos problemas. El principal era, sin duda, el de la validez de los matrimonios que los indígenas habían contraído anteriormente a la conversión, asunto realmente difícil, porque la realidad americana no encajaba dentro de los supuestos de la teología y de la disciplina matrimonial que entonces estaban en vigor en Europa. Prudentemente, la junta no adoptó acuerdo alguno sobre esta materia.
Las asambleas jerárquicas
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La confirmación no planteaba problemas desde el momento en que podían administrarla los religiosos en virtud de los privilegios contenidos en el breve de Adriano VI antes aludido. B)
Juntas de México de 1532
Según las recientes y nuevas conclusiones de Fernando Gil, en 1532 se celebraron en México cinco juntas eclesiásticas, cuatro más de las conocidas hasta ahora. A la primera, convocada por el presidente de la Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal, para comienzos de 1532, asistieron los superiores de los franciscanos y dominicos para estudiar las dudas surgidas en la evangelización, así como las quejas que algunos españoles tenían de los religiosos. En la segunda, celebrada a comienzos de abril, participaron los obispos de México, Juan de Zumárraga, y de Tlaxcala, Julián Garcés, más una representación de los religiosos. En ella se trató de la moderación de los támemes o tributos indígenas. El día 1 de mayo inició sus sesiones una tercera junta, en la que participaron Ramírez de Fuenleal, Zumárraga, varias autoridades seculares, cuatro franciscanos y cuatro dominicos. Se conservan las actas de esta junta en el Archivo General de Indias de Sevilla. El motivo para esta reunión de las autoridades civiles y eclesiásticas fue una carta del emperador Carlos V, en la que les pedía un censo de los habitantes de Nueva España, junto con otros detalles sobre los indígenas, en orden a un mejor gobierno de aquellas tierras. Lo más interesante de la respuesta de la junta, por cuanto concierne al presente argumento, es la impresión positiva que sus miembros reflejan respecto de los naturales, tanto en lo referente a su capacidad para la vida civil como para la cristiana: Todos dixeron que no hay dubda de aver capacidad y suficiencia en los naturales, y que aman mucho la doctrina de la fe, y se ha hecho y se hace mucho fruto, y las mugeres son honestas y amigas de las cosas de la fe y trabajadoras (LLAGUNO, La personalidad, 13). Es sintomática la observación que formulan los miembros de la junta acerca de que los indígenas debían ser evangelizados únicamente por los religiosos, sin la intervención de los otros españoles, tema que vuelve a aparecer repetidas veces en los años subsiguientes. El 23 de mayo tuvo lugar una nueva junta, ahora con la presencia de Hernán Cortés y de representantes del cabildo secular, para revisar las conclusiones de la celebrada a comienzos de abril, las cuales habían sembrado descontento entre los colonos. En esta del 23 de mayo y en la de comienzos de abril se inspiró la real cédula del 13 de septiembre de 1533 sobre los tributos de los indios. Finalmente, el 27 de mayo, Zumárraga, la Audiencia y el cabildo eclesiástico celebraron otra junta para tratar de los diezmos y de la designación de los dignatarios eclesiásticos.
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Junta de México de 1535
El mismo historiador Fernando Gil opina que a finales de noviembre de 1535 se celebró en México una junta, retrasada por otros hasta el mismo mes del año siguiente. El virrey de Nueva España, don Antonio de Mendoza, convocó a ella a Sebastián Ramírez de Fuenleal y a los obispos Zumárraga y Garcés «para poner concordia y armonía entre los religiosos de las Ordenes mendicantes» sobre los ritos que debían observarse en la administración del bautismo. D)
Juntas de México de 1536
Siempre según las nuevas conclusiones de Fernando Gil, en 1536 se celebraron en México dos nuevas juntas, ambas por indicación de la Corona y convocadas por el virrey. En la primera, celebrada en abril, se estudió una «minuta» elaborada por el Consejo de Indias para que, a base de ella, la Audiencia, los prelados y los religiosos redactasen una «memoria de las cosas que les pareciesen de que los naturales de aquella tierra debían ser avisados y apercibidos así en las idolatrías y sacrificios que solían hacer como en los otros malos ritos y costumbres». Sus conclusiones se recogieron en una real cédula del 10 de junio de 1539. En la segunda, celebrada a comienzos del verano, se volvió a abordar el tema de los tributos de los indios, ya tratado en 1532. E)
Junta de México de 1537
Se reunieron Ramírez de Fuenleal, Zumárraga, Garcés y el obispo de Oaxaca, Juan de Zarate. Los tres, en carta dirigida al Emperador, le insisten en el deber y el derecho que los obispos de Nueva España tenían de asistir al concilio de Mantua; en la conveniencia de congregar a los indígenas en poblados para su mejor promoción humana y religiosa; en la necesidad de aumentar el número de los religiosos y de reducir el de clérigos seculares debido a la mayor dificultad existente para proveer a la congrua sustentación de los segundos; en la conveniencia de no exigir diezmos completos a los indios, y en el traído y llevado tema de la reincidencia de los indígenas en la idolatría. La cuestión de la asistencia de los obispos de Nueva España al concilio de Mantua (que no se llegó a celebrar) fue respondida negativamente por el Emperador, alegando que él haría llegar a dicho concilio los problemas americanos. Las demás cuestiones siguieron todavía recorriendo un largo camino en ulteriores reuniones, concilios, sínodos, pragmáticas reales, etcétera. F)
C. 10.
La Iglesia diocesana
Juntas de México de 1539-1540
La junta de 1539, denominada por algunos primer concilio mexicano, se celebró por orden del Emperador, influyendo también en ella una bula de Paulo III que obligaba a una revisión de la praxis bautismal, tratando de dirimir la controversia planteada ya en la junta de 1535.
Las asambleas jerárquicas
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En la de 1539 tomaron parte Zumárraga, Zarate y el obispo de Guatemala, Francisco Marroquín, varios franciscanos, el provincial de los agustinos y otros peritos. A comienzos de 1540, reunidos en nueva junta, los tres obispos escribieron al Emperador para informarle de los acuerdos adoptados en 1539. G)
Junta de México de 1541
La celebró el obispo Zumárraga en su propia casa con los representantes de los franciscanos, dominicos y agustinos a raíz de lo que el mismo Zumárraga denomina Unión Santa o asociación de estas tres órdenes para, en reuniones periódicas, «conformarse en todas sus acciones» contra el proyecto de organizar el territorio en parroquias al cargo del clero secular. Los reunidos llegaron a la conclusión de que debían preferirse los religiosos a los clérigos seculares en la administración de las parroquias de indios y en la atención espiritual a los indígenas de las encomiendas. H)
Juntas de México de 1544
En 1542 las denominadas Leyes Nuevas reformaron las encomiendas de indígenas que se hacían a favor de los colonos españoles, medida que alborotó a estos últimos. Para estudiar la cuestión, primero por propia iniciativa y luego convocados por Francisco Tello de Sandoval, llegado a Nueva España en calidad de visitador para promulgar dichas leyes, se reunieron en 1544 los obispos Zumárraga y Zarate, además del deán de Oaxaca y de los representantes de los franciscanos, dominicos y agustinos. Una Relación sumaria, emanada de esta junta y enviada a la corte, constituye una reafirmación tajante de la conveniencia de que se mantuvieran las encomiendas. Sin ellas, los miembros de la asamblea no veían forma de llevar a cabo la colonización de aquellas tierras ni la evangelización de los indios. I)
Junta de Gracias a Dios (Honduras) de 1544-1545
En esta junta se reunieron Francisco Marroquín, Bartolomé de las Casas y Antonio de Valdivielso, obispos de Guatemala, Chiapas y Nicaragua, respectivamente. Se desconoce a qué conclusiones llegaron. J)
Junta de México de 1546
El visitador Tello de Sandoval reunió esta junta, a la que acudieron los obispos Zumárraga, Marroquín, López de Zarate, Vasco de Quiroga y Bartolomé de las Casas, que representaban a las diócesis de México, Guatemala, Oaxaca, Michoacán y Chiapas, respectivamente. No se conservan sus actas, pero los resultados aparecen reflejados en los cronistas de la época. Entre sus conclusiones destacan las siguientes: la legitimidad del poder político de los reinos indígenas y, por consiguiente, la obligación de mantener en sus puestos a los jefes nativos; ilegitimidad de las guerras contra los indios; legitimidad de la evangelización, la que sólo podía y debía hacerse por medios pacíficos; obligación de los reyes de Castilla de sostener económica-
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La Iglesia diocesana
mente la evangelización americana; obligación de restituir por parte de todos los que no habían observado estos principios, como era el caso de los conquistadores, encomenderos y cuantos con ellos habían colaborado en conculcar estos principios. Este contexto se recoge bien en el Catecismo de Bartolomé de las Casas, publicado en el mismo año de 1546. Se acordó también redactar catecismos o doctrinas para los indígenas, a los que ya se había adelantado, entre otros, el propio Juan de Zumárraga. Esta conjunción de catecismos y doctrinas tiene claros precedentes en sínodos medievales de la península Ibérica y de otras partes, y será el logro mayor del Concilio III de Lima de 1582-83. K)
¿Junta de Lima, 1545?
Suelen hablar los autores de una supuesta junta celebrada por el arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa. Pero más bien parece tratarse de un escrito de dicho prelado titulado Instrucción de la orden que se ha de tener en la doctrina de los naturales, que no consta suficientemente haber sido aprobado por junta alguna.
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En el virreinato de Perú había en 1792 un total de 1.818 sacerdotes seculares y 1.891 religiosos para una población cercana al millón de personas. En este caso no se trataba de una Iglesia enteramente «colonial», puesto que la mayoría de los clérigos diocesanos eran criollos, y algunos incluso obispos: Sebastián Goyeneche, de Arequipa; Juan Manuel Moscoso y José Pérez y Armendáriz, del Cuzco. Aunque los peninsulares predominaban entre los oficios eclesiásticos más altos y competían con los criollos por los beneficios más pingües y por los más acreditados de las Ordenes religiosas, había suficiente número de plazas como para satisfacer la demanda criolla. La Iglesia peruana no era tan rica como la mexicana, pero también seguía contando con recursos muy importantes. Casi un tercio de los edificios de Lima eran iglesias, monasterios o instituciones eclesiásticas, y muchas de las Ordenes religiosas asentadas en la ciudad poseían extensas propiedades rurales. Los ingresos del arzobispo de Lima rivalizaban con los del propio virrey y, en general, el alto clero disfrutaba de un apetecible nivel de vida. No obstante, y por debajo de la superficie, en Perú no menos que en México, la Iglesia estaba debilitada por deficiencias y divisiones. Reflejo como era de la estructura colonial, se encontraba dividida entre élites y masa, ricos y pobres, peninsulares y criollos, blancos e indios. Muchos obispos permanecían aislados en sus palacios, dejando el contacto con la población indígena de la sierra para el doctrinero, a menudo ausente. Además, estos curas constituían uno de los varios grupos con intereses propios -corregidores, caciques, hacendados, propietarios de minas- que competían por el trabajo y los recursos de las comunidades indias y que imponían exacciones económicas cada vez más elevadas a los indios, quienes ya tenían que pagar el tributo de la alcabala y otros gravámenes. Los doctrineros competían desde una posición favorable debido a su carácter de agentes esenciales de control social, cometido que desempeñaban a menudo mediante apaleamientos y encarcelamientos más bien que a través de la cura pastoral, convirtiéndose de hecho en instrumentos del Estado colonial. La debilidad estructural de la Iglesia iba acompañada de una condescendencia religiosa o de una inercia que la hacían vulnerable a todo cambio repentino. La ausencia de una real amenaza política o de un estímulo intelectual durante el período de la colonia le impidió a la Iglesia estar preparada para los acontecimientos ocurridos desde 1810. Había poco sentido de identidad entre los miembros de la Iglesia. Naturalmente, todos eran católicos, unos más fervientes que otros. Pero este carácter de católico no entrañaba una fuerte convicción de lealtad para con la Iglesia; hasta los liberales y los anticlericales eran nominalmente católicos y normalmente no atacaban a la Iglesia como tal. En consecuencia, ante el desafío que se le presentó en el curso de la independencia, la Iglesia no reaccionó apelando a los fieles, sino dirigiendo la vista a la Corona y, posteriormente, a los nuevos dirigentes republicanos para que la protegieran debidamente. Es cierto que la Iglesia se preocupaba por guiar a sus miembros, por predicar el Evangelio y por administrar los sacramentos, y que consideraba
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La irradiación de la Iglesia
fundamental su función espiritual. A pesar de ello, durante la colonia los obispos y el alto clero eran considerados frecuentemente como burócratas, cuya primera obligación era para con el Estado. Esta actitud no cambió totalmente durante la independencia. El sacerdocio se siguió considerando más como una carrera que como una vocación, y al sacerdote se le miraba como a un profesional que prestaba sus servicios a cambio de sus honorarios. Resultaba difícil distinguir entre la vocación verdadera y la basada en el interés económico o en la posición social, valores que muchos sacerdotes perseguían abiertamente. Sin embargo, estos intereses existían y se consideraban amenazados, primero por el Estado borbónico, y luego por los varios gobiernos que le siguieron. ¿Proporcionó la Iglesia algún indicio de su pensamiento político para defender su doctrina y sus intereses? ¿Hasta qué punto influyó el pensamiento eclesiástico en la generación de 1810?
II.
LAS RAICES IDEOLÓGICAS DE LA INDEPENDENCIA
En la independencia hispanoamericana convergen tres líneas de ideología política: la escolástica, la Ilustración y el nacionalismo criollo. A)
La escolástica
Se ha debatido mucho sobre la influencia de estas ideas. Una corriente de pensamiento le atribuye la primacía a la filosofía escolástica y a la tradición española. Según esta interpretación, las «doctrinas populistas» de Francisco Suárez y de los neoescolásticos españoles sentaron las bases ideológicas de las revoluciones hispanoamericanas. A este respecto se argumenta que el «constitucionalismo» español se manifestó en el funcionamiento de las leyes e instituciones coloniales españolas, así como el resurgimiento de los cabildos. Por su parte, las teorías sobre la soberanía popular sostenidas por los teólogos españoles de los siglos XVI y xvii proseguían sobreviviendo en las universidades coloniales y posteriormente se utilizaron para justificar la resistencia. Los escritos del jesuíta Suárez contienen quizá la afirmación más clara del origen popular y de la naturaleza contractual de la soberanía. Suárez argumenta que el poder lo concede Dios con consentimiento del pueblo a través del contrato social. Una vez transferida al gobernante, esa autoridad no puede recuperarse sin una razón suficiente, como la ausencia del propio legislador o su incapacidad para atender al bien común. En virtud de ello, en el caso de tiranía está permitida la resistencia pasiva e incluso la activa. En caso contrario, hay obligación de obedecer. Dicho en pocas palabras: el origen popular de la soberanía, la resistencia a la tiranía, las limitaciones al poder real, son otras tantas ideas que están presentes en el pensamiento de Suárez y en las tradiciones españolas. Esta influencia se manifestó por vez primera en la oposición a las reformas borbónicas. En este contexto, en la acción de los comuneros de Nueva Granada de 1781 se ha visto la inspiración de las ideas, hacía mucho
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tiempo consignadas y generalmente admitidas, sobre el bien general de la comunidad, sobre sus derechos a manifestar a la Corona los propios intereses mediante representantes y mediante la negociación con la burocracia colonial y sobre el derecho a defenderlos por la fuerza en caso necesario. En el lenguaje de los comuneros se han percibido reflejos de las ideas políticas y de las tesis de la escolástica y del gobierno españoles, tesis transmitidas a la América española a través de las enseñanzas de los teólogos y de las prácticas del gobierno de los Habsburgo. Por lo mismo, al movimiento comunero se le ha venido considerando como una reacción al quebrantamiento de estos acuerdos consuetudinarios, animado por la compartida creencia en un «corpus mysticum politicum, con sus tradiciones, cuyo objetivo era lograr el bien común de toda la comunidad» (PHELAN, 87). Estas ideas, consideradas en un primer momento como contrarias al absolutismo borbónico, se habían hecho ya más concretas en 1810. En esa época se argumentaba que el derecho de la población a ejercer la autoridad civil tras la forzada abdicación del rey no se limitaba a las Juntas y a la Regencia española, sino que constituía una facultad esencial de todas y cada una de las provincias de los territorios ultramarinos españoles. Este fue el justificante del movimiento de las Juntas de la América española y, en último término, de la independencia; el lazo con la Corona se había roto y, con ello, el contrato social; el poder revertía al pueblo, que quedaba libre para establecer un nuevo gobierno, tal como lo habían mantenido siempre la tradición española y la filosofía escolástica. No todos los historiadores comparten esta interpretación. Sin duda ninguna, en las bibliotecas hispanoamericanas había ejemplares de las obras de Suárez, Vitoria y Mariana, pero ello no significa que se leyeran con avidez o que se estudiaran en los cursos universitarios, y mucho menos como libros de texto. El trazado preciso de las corrientes ideológicas y de las raíces intelectuales es notablemente escapadizo y resulta difícil establecer con toda certeza cuáles fueron las fuentes del pensamiento revolucionario hispanoamericano. Juan José Castelli argumentaba en el cabildo abierto de Buenos Aires del 22 de mayo de 1810 que la inexistencia de un gobierno legítimo en España devolvía la soberanía al pueblo bonaerense, con lo que se podía instalar un nuevo gobierno, como de hecho se hizo. Tal es la doctrina de la «soberanía popular», a la luz de la cual hay que admitir que la idea de que, ante la inexistencia de soberanía, el poder revierte al pueblo era similar a la doctrina de Suárez. Sin embargo, esa tesis no era exclusiva de ninguna escuela de pensamiento político; no contenía referencia alguna al origen divino del poder, que constituye la base de la teoría suareciana; además de que se disponía de una fuente de inspiración para ella más reciente y más lógica: la Ilustración del siglo XVin. También son contradictorios los hechos ocurridos en Nueva Granada. Los patriotas de 1810 citaban a Santo Tomás de Aquino en apoyo de l a soberanía popular y para justificar la guerra contra España. Pero los acontecimientos se precipitaron y la Carta Constitucional de Cundinamarca (3 de mayo de 1811) hablaba ya de «los derechos imprescriptibles del hombre y del
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La irradiación de la Iglesia
ciudadano», utilizando el lenguaje del siglo XVlii, no el de la época de la escolástica (GÓMEZ HOYOS, II, 415). En México, el sacerdote insurgente J osé María Morelos aseveraba que la soberanía residía esencialmente en el pueblo y que, debido a las circunstancias del momento, el pueblo había recuperado su usurpada soberanía, por lo que quedaba disuelta para siempre la dependencia del trono español. Morelos cita a Suárez, pero su actuación sobrepasó ampliamente a este último y responde mejor al nacionalismo criollo que a la tradición española. La influencia ideológica de la Ilustración y del nacionalismo criollo parece haber suplantado a la de la escolástica en los años posteriores a 1810. B)
La Ilustración
La versión española de la Ilustración despojó a esta última de ideología y la redujo a un programa de modernización dentro del orden establecido. La modernización quedó en deuda con el pensamiento del siglo xvm: la valoración de los conocimientos utilitarios, el empeño por aumentar la producción mediante las ciencias aplicadas y la creencia en el influjo benéfico del Estado fueron otros tantos reflejos de esa época. Tal como le decía a su sucesor el virrey Antonio Caballero y Góngora, era menester que las ciencias utilitarias y exactas sustituyeran a la especulación insustancial, y en un reino como el de Nueva Granada, con productos por explotar, caminos que trazar, minas que perforar y ciénagas que desecar, había más necesidad de gente formada para observar y medir que para filosofar. Una modernización de esta índole, a la que la Iglesia no se opuso en manera alguna, se interesaba más por la técnica que por la política. Sin embargo, la América española también pudo beber la nueva filosofía directamente en sus fuentes inglesas, francesas y alemanas. La literatura de la Ilustración circulaba con relativa libertad. En México había un público para Newton, Locke y Adam Smith, y otro para Descartes, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Rousseau, Condillac y D'Alembert. Sus lectores se encontraban entre los altos funcionarios, los miembros de los estamentos mercantil y profesional, el mundo universitario y los eclesiásticos. Perú fue la patria de un grupo de intelectuales, muchos de ellos salidos del Real Colegio de San Carlos, miembros de la Sociedad Económica y colaboradores de El Mercurio Peruano, sacerdotes criollos incluidos, que estaban familiarizados con las ideas del contrato social, la primacía de la razón y el culto a la libertad. A pesar de ello, la Ilustración no fue en manera alguna un fenómeno universal en América, y su influencia fue cronológicamente tardía. Las rebeliones de 1780-81 debieron poco, si es que le debieron algo, al pensamiento ilustrado, el cual solamente comenzó a echar raíces entre ese momento y 1810. Su difusión se intensificó en la década de 1790: en México, la Inquisición comenzó a reaccionar, alarmada menos por la heterodoxia religiosa que por el contenido político de la nueva filosofía, a la que consideraba sediciosa, «contraria a la quietud de los Estados y Reynos», repleta de «prin-
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cipios generales sobre la igualdad y libertad de todos los hombres» y en algunos casos un medio para difundir el conocimiento de «la espantosa revolución de Francia, que tantos daños ha causado» (PÉREZ MARCHAND, 122-4). C)
El nacionalismo criollo
En general, sin embargo, la Ilustración inspiró en sus seguidores criollos no tanto una filosofía de liberación cuanto una actitud de independencia respecto de las ideas e instituciones heredadas, así como una preferencia de la razón sobre la autoridad, la experiencia sobre la tradición, la ciencia sobre la especulación. Este fue también el caso de Bolívar. El Libertador se dejó impresionar especialmente por Hobbes y Spinoza, al mismo tiempo que estudiaba también a Helvetius, Holbach y Hume. Era consciente asimismo de que las obras de Montesquieu y de Rousseau habían influido en él no en el sentido de que le inspiraran un programa concreto, sino en cuanto fuentes de educación y de conocimiento. En general, a Bolívar hay que situarlo del lado de la Ilustración, invocando los conceptos de moda de la soberanía popular, del derecho natural y de la igualdad, al mismo tiempo que defendía la «constitución», la «ley» y la «libertad». Hubo también muchos sacerdotes que, con carácter individual, suscribieron estas tesis, aunque la Iglesia se mostró hostil a ellas en cuanto institución, y aún no había logrado entenderse con el pensamiento ilustrado. El nacionalismo criollo guarda un paralelo más estrecho con los orígenes y el curso de las revoluciones hispanoamericanas que con la escolástica e incluso con la Ilustración. Las exigencias de libertad y de igualdad expresaban una profunda conciencia, un sentido cada vez más desarrollado de la identidad, una convicción de que los americanos no eran españoles. A lo largo del siglo XVIII los hispanoamericanos comenzaron a descubrir de nuevo su propia tierra en una literatura exclusivamente americana. Su patriotismo era americano, no español, tal como comenzaron a expresarlo algunos intelectuales criollos en México, Perú y Chile, y alimentaban un nuevo sentimiento de patria. Entre los primeros en darle una expresión cultural al «americanismo» figuran los jesuítas criollos expulsados de sus patrias en 1767, los cuales se convirtieron en el exilio en los precursores literarios del nacionalismo americano. Estos jesuítas se dedicaron a escribir para combatir la ignorancia que se tenía de sus países y sobre todo para destruir el mito de la inferioridad y la degeneración de los hombres, animales y plantas del Nuevo Mundo, mito difundido por algunos escritores de la Ilustración. Manuel Lacunza, Juan Ignacio Molina, Francisco Javier Clavijero, Andrés Cavo, junto con otros jesuítas exiliados, reflejaban el pensamiento de otros muchos americanos menos capacitados para ello. En México constituyó una poderosa fuerza de alienación de los mexicanos respecto del gobierno español la búsqueda de una identidad americana, conglomerado compuesto por la exaltación del pasado indígena, por el
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resentimiento ante los privilegios de los peninsulares y por el culto a Nuestra Señora de Guadalupe. Todos los grupos étnicos podían desfilar bajo estas banderas -los criollos, los indios, los mestizos y los mulatos- y todos podían identificarse con «Nuestra Santa Madre de Guadalupe», la cual había mostrado una especial predilección por México. Morelos declaró que, «a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos» (LYNCH, 351). Esta consignación de la igualdad social no se derivaba del pensamiento escolástico ni de ninguna declaración de los derechos humanos, sino de la conciencia de una identidad común en cuanto mexicanos. El patriotismo criollo estaba fuertemente marcado por la religión. Morelos decía al obispo de Puebla que «somos más religiosos que los europeos», aseguraba luchar por «religión y la patria», y afirmaba que ésta era «nuestra santa revolución».
III.
RESPUESTA DE LA IGLESIA A LA INDEPENDENCIA
La reacción inmediata de la Iglesia al movimiento independentista no nació de la escolástica, de la Ilustración o del nacionalismo criollo, sino del instinto natural de defensa. A)
Los obispos
Con independencia de lo que pudieran pensar algunos sacerdotes individualmente, la Iglesia, en cuanto institución, se mostró implacablemente hostil. ¿Podría sobrevivir la religión católica si desaparecía el sistema español? La independencia dejó al descubierto las raíces coloniales de la Iglesia y reveló su origen extranjero. Además, dividió a la Iglesia. La mayoría de los obispos rechazó la revolución y permaneció leal a la Corona, consciente de la amenaza que suponían la independencia y el liberalismo para la posición establecida de la Iglesia. Estos obispos denunciaron la rebelión contra la autoridad legítima como un pecado y un delito, como algo herético, al mismo tiempo que ilegal. En México, el obispo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, eclesiástico por lo demás moderado, denunció la rebelión como el mayor pecado y delito que un hombre podía cometer, y calificó de ateo y de «pequeño Mahoma» al sacerdote insurgente Miguel Hidalgo (PÉREZ MEMEN, 83). Aunque capacitados para justificar su postura desde el punto de vista religioso, los obispos no fueron capaces de ocultar el hecho de que ellos eran españoles, de que estaban identificados con España y de que en realidad estaban negando la posibilidad de una Iglesia americana. El obispo Benito de la Lué y Riega votó en el cabildo de Buenos Aires del 22 de mayo de 1810 por la continuación del gobierno virreinal, argumentando que «mientras exista en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debe mandar a los americanos» (VARGAS UGARTE,
293).
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Iglesia e independencia hispanoamericana
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Un obispo no podía arriesgarse a ser neutral. Aquellos cuya lealtad a la Corona infundía sospechas eran llamados a capítulo. De hecho, al obispo del Cuzco, Pérez y Armendáriz, se le privó de la diócesis. El obispo de Caracas, Narciso Coll i Prat, aunque básicamente de sentimientos realistas, fue considerado como simpatizante de los republicanos, y en 1816 fue requerido desde España para que diera cuenta de su conducta. Entre la restauración de Fernando VII en 1814 y la revolución liberal española de 1820, la metrópoli cubrió veintiocho de las treinta y ocho diócesis americanas con nuevos obispos, no todos peninsulares, pero sí de incuestionable lealtad; a todos se les instó a «cooperar con su ejemplo y doctrina a conservar los (derechos) de la soberanía legítima que reside en el rey nuestro señor» (LETURIA, II, 90). Los obispos realistas colaboraron en la financiación, armamento y actividad de las fuerzas antiinsurgentes y lanzaron armas y excomuniones contra sus enemigos. La actitud del arzobispo de Quito, José Cuero y Caicedo, quien aconsej ó a sus párrocos que aceptaran la Junta revolucionaria de 1809, fue un caso totalmente excepcional para esa fecha. Posteriormente, cierto número de obispos aceptaron la independencia una vez convertida en hecho consumado y a la vista de que el liberalismo parecía haber triunfado en España. El obispo de Mérida, Rafael Lasso de la Vega, criollo nacido en Panamá, abrazó la causa republicana en 1821 y se convirtió en uno de los más firmes aliados de Bolívar, así como en su primer lazo de unión con Roma. El obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso Padilla, también evolucionó del realismo al republicanismo, y en 1823 recomendaba la causa de la independencia ante el papa Pío VIL Pero éstas fueron excepciones. La mayoría de los obispos, nombrados bajo el sistema del Patronato y condicionados por un siglo de regalismo, eran proespañoles y hostiles a la independencia. B)
El clero
Por el contrario, los clérigos apoyaron la independencia en su mayoría. El bajo clero, sobre todo el clero secular, era predominantemente criollo. Este clero estaba dividido, al igual que la élite criolla en general, pero muchos se sentían inclinados a apoyar el movimiento de las Juntas y, llegado el caso, la independencia. Esta actitud era reflejo de la profunda división económica y social existente entre la jerarquía eclesiástica y la masa del clero. Algunos sacerdotes individuales desempeñaron papeles importantes en cuanto dirigentes de la lucha, muchos más fueron activistas a un nivel inferior y numerosos voluntarios se convirtieron en capellanes de los ejércitos libertadores. En México, el movimiento independentista inicial estuvo dominado por sacerdotes, entre los que destacan Miguel Hidalgo, cura rural de mentalidad avanzada, y José María Morelos, líder guerrillero por naturaleza. Capitaneado por ellos, un sector del clero hizo que el populacho, los indios y los mestizos se pusieran en pie de guerra en una vasta área del México centrooccidental para defender la religión, afirmando que las autoridades virreinales proyectaban entregar el país a los franceses. En total fueron 401 los
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clérigos que se decantaron abiertamente por las fuerzas insurgentes en México, sin contar los que permanecieron en la sombra. Aunque relativamente modesta, esta cifra encubre la verdadera contribución del clero a la independencia: esos clérigos fueron los dirigentes, tanto militares como políticos, y su opción por la independencia fue a menudo decisiva para escorar a favor de ella a grandes sectores de la población. Los clérigos criollos ayudaron a encaminar el curso de la rebelión, a enderezar la lucha ideológica contra los realistas en la prensa insurgente y a definir los objetivos políticos en los manifiestos y en las Constituciones. Algunos, incluso, dirigieron a los soldados en el curso de las batallas. Por debajo de Hidalgo y de Morelos hubo otros sacerdotes, como Mariano Matamoros, José Navarrete, Pedro Delgado, José Izquierdo o fray Luis Herrera. Como réplica a los sacerdotes insurgentes, el virrey abolió el fuero eclesiástico y autorizó a los generales realistas a juzgar y ejecutar a los clérigos rebeldes (25 de junio de 1812). Desde el comienzo de la rebelión hasta finales de 1815 los realistas ejecutaron en México a 125 sacerdotes. Esta política resultó contraproducente, pues fue condenada por el Gobierno de Madrid y fomentó entre el clero el apoyo al movimiento independentista. Los sacerdotes criollos comenzaron a luchar por la inmunidad del clero. Mariano Matamoros puso en pie a un escuadrón especial de dragones, al que entregó como estandarte una bandera negra con una cruz roja, las armas de la Iglesia, y la leyenda: «Morir por la inmunidad eclesiástica» (FARRISS,
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En el resto de la América española el clero desempeñó un papel similar al de México, aunque menos dramático, en los movimientos independentistas, primero suministrando dirigentes y luchadores, y luego reaccionando como un grupo de intereses contra los ataques de los liberales a sus privilegios de 1820. En Argentina apoyó la independencia cierto número de sacerdotes criollos, los cuales desempeñaron un papel de primera línea en el establecimiento del nuevo orden. En el Perú de 1822, 26 de los 57 diputados del Congreso eran sacerdotes. En Quito fueron tres sacerdotes los que proclamaron la independencia en 1809, mientras que en 1814 un general realista contó a cien sacerdotes entre los patriotas. En Nueva Granada, mientras los obispos eran casi todos realistas, la mayoría del clero favorecía o aceptaba la independencia. Unos, como el canónigo Andrés Rosillo, le proporcionaban dirección política; otros hacían de capellanes, y unos terceros, como el dominico fray Ignacio Marino, hasta se convirtieron en líderes guerrilleros en los Llanos orientales. Su participación indujo a un dirigente revolucionario a calificar los sucesos del 20 de julio de 1810 de «revolución clerical», (GONZÁLEZ, 259). De los 53 signatarios del Acta de Independencia, 16 eran eclesiásticos. El padre Juan Fernández de Sotomayor, párroco de Mompós y futuro arzobispo de Cartagena, publicó en 1814 un Catecismo o instrucción popular en el que calificaba de injusto al régimen social colonial español y de enemi-
gos de la religión a los sacerdotes que lo apoyaban, argumentando que la verdadera religión les impedía a los novogranadinos volver a la dependencia colonial, porque el cristianismo se podía acomodar a los distintos sistemas de gobierno. El franciscano Diego Padilla fundó el periódico «El Aviso al Público» para proporcionar soporte ideológico a la revolución, defender la libertad y la independencia y demostrar que los patriotas de Nueva Granada estaban defendiendo la religión contra la impía Francia (GÓMEZ HOYOS, II, 304-8). Por supuesto, en Nueva Granada, lo mismo que en otras partes, hubo también clérigos realistas contrarios a estos puntos de vista y que consideraban como un deber religioso obedecer a la monarquía. De hecho, el Catecismo de Fernández de Sotomayor fue condenado por la Inquisición por sus ideas antimonárquicas. También hubo división de opiniones entre los propios clérigos patriotas, entre los conservadores y los liberales, entre los centralistas y los federalistas. Todos, sin embargo, fueran realistas o republicanos, se valían de la religión para justificar y popularizar su causa. El punto de inflexión de la Iglesia en la América española fue el año 1820, fecha en la que la revolución liberal ocurrida en España obligó al rey a abandonar el absolutismo y aceptar la constitución de 1812. El régimen liberal de 1820-1823 dejó sentir sus consecuencias en la América española. Los liberales españoles eran tan imperialistas como los conservadores y no le hicieron concesiones a la independencia. Al mismo tiempo eran también decididamente anticlericales y atacaban a la Iglesia, sus privilegios y sus propiedades. Finalmente, obligaron a la Corona a pedirle al Papa que no reconociera a los países hispanoamericanos y que nombrara obispos fieles a Madrid. La combinación del liberalismo radical y del imperialismo renovado fue algo que hasta los obispos realistas de América consideraron excesivo, hasta el punto de que algunos de ellos comenzaron a poner en tela de juicio las bases de su lealtad. Uno de los primeros obispos republicanos de la América española fue fray Antonio Gómez Polanco, obispo de Santa Marta, quien se mostró a favor de Bolívar y j u r ó la República de Colombia el 26 de noviembre de 1820. Obispos anteriormente leales como Rafael Lasso de la Vega (Mérida), Higinio Duran (Panamá), José Orihuela (Cuzco) y José Sebastián Goyeneche (Arequipa), se unieron al movimiento independentista a lo largo de los años posteriores a 1820 junto con uno de los obispos realistas más intransigentes, Salvador Jiménez de Enciso, de Popayán. Lasso de la Vega, que había excomulgado a los dirigentes rebeldes, explicó su conversión al republicanismo en una carta dirigida a la Santa Sede en 1821 con las siguientes palabras: «Jurada la Constitución por el Rey Católico, la soberanía volvía a la fuente de que salió, a saber: el consentimiento y disposición de los ciudadanos. Volvió a los españoles, ¿por qué no a nosotros?» (LETURIA, II, 175). Incluso en México los decretos anticlericales de las Cortes españolas de 1820 indujeron a la Iglesia a poner en tela de juicio su adhesión al Gobierno imperial y la indujeron a mirar de una manera más favorable la independencia. Los prelados que anteriormente habían identificado sus intereses con
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los del Gobierno español y le habían agradecido a éste su apoyo económico y moral ahora estaban convencidos de que ese mismo Gobierno era enemigo de la Iglesia y de que su obligación era oponerse a él. La prohibición de establecer nuevas capellanías y obras pías, los ataques a los conventos y a las Ordenes religiosas, la erosión de las propiedades eclesiásticas y, sobre todo, los decretos que abolían la inmunidad clerical - n o sólo la de los insurgentes, sino incluso la de todos los eclesiásticos leales-, alertaron a la Iglesia y la persuadieron de que el mayor peligro del liberalismo no provenía de los revolucionarios americanos, sino de los constitucionalistas españoles. El nuevo libertador, Agustín de Iturbide, explotó a su favor el dilema de la Iglesia y propuso una fórmula de independencia, el Plan de Iguala, que satisfacía a todos los grupos de intereses de México sobre la base de tres garantías: «unión, religión, independencia». Con la única excepción de Pedro de Fonte, arzobispo de México, la jerarquía apoyó a Iturbide y con ello le ganó el apoyo del clero y del público en general. Este apoyo de la Iglesia fue decisivo para Iturbide y garantizó el éxito a su movimiento, porque la Iglesia puso de su parte a las masas católicas, que podían poner en tela de juicio los privilegios y las propiedades, pero acataron el mensaje transmitido por los sacerdotes desde los pulpitos en el sentido de que Iturbide era el salvador de la religión contra la impía España. Esta actitud es la que explica el hecho de que, con posterioridad a 1820, México obtuviera la independencia en tan poco tiempo y con tan poca violencia. También explica por qué la Iglesia emergió de la independencia con sus privilegios intactos. C)
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Poca fue la ayuda que la Iglesia americana recibió de Roma durante este período de crisis y de divisiones. El papa Pío VII y su secretario de Estado, el cardenal Consalvi, no eran en manera alguna reaccionarios, pero la experiencia europea les persuadió de que el mayor peligro para la Iglesia prove- > nía de la revolución. Ignorantes del significado del nacionalismo criollo, consideraron los movimientos independentistas de la América española como extensión del cataclismo revolucionario que observaban en Europa, por lo que le prestaron su apoyo a la Corona española. En el marco de un mundo hostil, Fernando era considerado como un aliado leal y católico, como un adversario del liberalismo digno de confianza. Durálite los años 1813-1815, los rebeldes hispanoamericanos trataron en vano de que el Papa les escuchara, mientras que este mismo Papa solamente tardó ocho días en expedir un breve en favor de Fernando VII cuando éste se lo pidió. La encíclica promulgada en este sentido, Etsi longissimo (30 de enero de 1816), exhortaba a los obispos y al clero de la América española a «destruir completamente» la semilla revolucionaria sembrada en sus países y a explicar claramente a la población las terribles consecuencias de la rebelión contra la autoridad legítima, al mismo tiempo que elogiaba las virtudes de Fernando VII y la lealtad del pueblo español a él (LETURIA, II, 110-113). La influencia de esta encíclica en la América española no fue decisiva. Es indudable que confirmó la postura de los obispos que ya eran leales, pero
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los dirigentes de la independencia y sus seguidores supieron convivir con ella sin ninguna crisis de conciencia. El presidente del Congreso de Angostura, Juan Germán Roscio, ordenó en 1819 a sus representantes en Europa que iniciaran negociaciones con Pío VII «como jefe de la Iglesia católica y no como señor temporal de sus legaciones» y que le informaran de que Nueva Granada, Venezuela y toda la América española que se había levantado contra la dependencia colonial eran países católicos, así como de que no había autoridad más legítima que la derivada del pueblo (LETURIA, III, 432). Roma todavía no estaba en condiciones de aprender estas necesarias lecciones o de aceptar la compatibilidad del republicanismo con el catolicismo. Sin embargo, pocos años después el Papado adoptó una postura más neutral, en parte debido a las peticiones procedentes de la América española y a la preocupación por las necesidades de aquellos fieles, y en parte como reacción a las medidas anticlericales decretadas por los Gobiernos liberales españoles tras la revolución de 1820, las cuales culminaron con la expulsión del nuncio de la Santa Sede en enero de 1823. Finalmente, para poner orden en la vida religiosa de la región, el Papa accedió a enviar una misión al Río de la Plata y Chile presidida por un «vicario apostólico», monseñor Giovanni Muzzi, de la que formaba parte el joven canónigo Giovanni María Mastai Ferretti, futuro Pío IX. La misión recopiló una valiosa información, pero, desde otros puntos de vista, fue un fracaso, encorsetada como estuvo por la rigidez de su jefe y por la intransigencia de los políticos de Buenos Aires y de Santiago, aunque también es cierto que ya antes de que abandonara Italia se habían deteriorado las relaciones entre Roma y la América española. A la muerte de Pío VII fue elegido papa León XII, el 28 de septiembre de 1823. Dos días más tarde recuperó el poder absoluto en España Fernando VII, lo que reavivó la utópica esperanza de recuperar América. Con ello pareció restablecerse el eje Roma-Madrid. León XII fue un firme defensor de la soberanía legitimada y vio en la restauración de Fernando VII la oportunidad de proteger los derechos de la Corona y de la Iglesia en América. Su oposición a la independencia desentonaba de la opinión pública internacional y surgió en el momento en el que los ejércitos de liberación estaban a punto de conseguir su victoria final. Esto no le disuadió de promulgar la encíclica Etsi iam diu (24 de septiembre de 1824), en la que elogiaba ante la jerarquía hispanoamericana «las augustas y distinguidas cualidades que caracterizan a nuestro muy amado hijo Fernando», y la invitaba, lo mismo que al pueblo español, a acudir en «defensa de la religión y de la potestad legítima» (LETURIA, II, 265-271). En realidad, la encíclica no satisfizo ni a Fernando VII, que hubiera deseado un precepto más concreto de obediencia al monarca, ni a la jerarquía americana, que la consideró como una aberración sin sentido para la población. La política pontificia para con la independencia de la América española fue un error político, fruto de la apreciación humana, no de la doctrina de la Iglesia. Pero fue también un error que resultó caro, porque un vacío en la dirección de la Iglesia (que los Gobiernos seculares se apresuraron a rellenar) privó de nombramiento a muchas sedes vacantes y colaboró a la desmoralización de la Iglesia en América. Cuando la irrevocabilidad de la indepen-
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dencia y la necesidad de cubrir las sedes vacantes obligaron al Pontificado, a partir de 1835, a reconocer a los nuevos gobiernos, el gran daño ya estaba hecho. Los nuevos gobiernos, por su parte, estaban ansiosos de establecer relaciones directas con la Santa Sede, conscientes indudablemente de que este entendimiento con Roma les facilitaba la tarea de afirmar su propia legitimidad y la de gobernar a una población profundamente católica.
IV.
LOS LIBERTADORES Y LA IGLESIA
Los líderes independentistas se mostraron de palabra favorables a la religión y trataron de tranquilizar al estamento eclesiástico y a la opinión pública: los discursos, los manifiestos y los actos de independencia solían ser deferentes para con la religión católica y contener promesas sobre su mantenimiento. Sin embargo, bajo la superficie, muchos libertadores eran más proclives al secularismo que a la religión y se veían influidos por la creciente ola de escepticismo religioso. En Buenos Aires, Manuel Belgrano, secretario criollo del consulado, consigna en su autobiografía que, siendo estudiante en España, abrazó las ideas de la Revolución francesa y suscribió los principios de «libertad, igualdad, seguridad y propiedad». El político liberal Bernardino Rivadavia, aunque exteriormente católico, era un fervoroso partidario del utilitarismo y del control de la religión más que de su fomento. Su Ley de Reforma del Clero (21 de diciembre de 1822) suprimió el fuero y los diezmos eclesiásticos, traspasó al Estado las cargas anejas a los diezmos, incluido el sostenimiento del seminario; suprimió algunas Ordenes religiosas, confiscó sus propiedades, restringió el número de sus miembros y prohibió el establecimiento de otras. Gobiernos como el de Rivadavia mostraron ser más realistas que los Borbones. La misión Muzzi quedó atónita por lo que vio en Buenos Aires, mientras que en Chile fue testigo de otros casos de intervención del Estado en la Iglesia. Simón Bolívar parece haber estado influido por algunas de las ideas de la época, aunque resulta imposible afirmar si llegó a perder totalmente la fe. Es cierto que el tema religioso lo aborda con precaución, pero por debajo de esta apariencia exterior late un elemento de escepticismo y en privado ridiculiza a veces a la religión. Según su ayudante, Daniel Florencio O'Leary, católico irlandés, Bolívar fue «un ateo total», cuya única creencia consistía en que la religión era necesaria para gobernar y cuya asistencia a misa era puramente formal. A pesar de ello, y también según O'Leary, siempre consideró necesario adaptarse a la religión de los ciudadanos contemporáneos suyos. Bolívar era demasiado político como para permitir que sus objetivos fundamentales se vieran comprometidos por un anticlericalismo gratuito, y mucho más por una abierta postura de libre pensamiento. El hizo todo lo que pudo por desestabilizar a la Iglesia, pero tenía que actuar con mucha precaución en una sociedad profundamente católica. En el discurso pronunciado ante el Congreso constituyente de Bolivia afirmó que su Constitución boliviana (1826) excluía a la religión de todo papel público, y hasta
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estuvo a punto de declarar que la religión era un asunto puramente privado, una cuestión de conciencia, no de política. Se inhibió expresamente de dictar normas para una Iglesia establecida o para una religión del Estado, persuadido de que el Estado debía garantizar la libertad religiosa, sin prescribir ninguna religión determinada. De esta manera, Bolívar defendió una postura de tolerancia en la que la religión debe basarse en sus propios recursos y méritos, sin apoyo de prescripciones legales. Se trata de una postura excepcional que de momento no llegó a prevalecer en la América española. Bolívar fue un idealista, pero también un hombre práctico; por tanto, debemos dejarle la palabra. Trató de establecer las relaciones con la Santa Sede, y de manera circunstancial sus representantes consiguieron del papa León XII, en 1827, que los obispos reconocieran la independencia de la Gran Colombia y de Bolivia. Al congratularse de los nombramientos episcopales para Bogotá, Caracas, Santa Marta, Antioquia y Guayana, Bolívar brindó por los nuevos obispos y renovó los signos de unión con la Iglesia católica y con la Santa Sede: «Los descendientes de San Pedro han sido siempre nuestros padres, pero la guerra nos había dejado huérfanos... La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera Arca de la Alianza» (LETURIA, II 314). Durante su última dictadura en Colombia promulgó medidas concretas en favor de la tradicional religión de la América española, como la enseñanza del catolicismo en las escuelas y el restablecimiento de las casas religiosas suprimidas. En su lecho de muerte recibió los últimos sacramentos y murió como católico, en el seno de una Iglesia «bajo cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir hasta la muerte» (GUTIÉRREZ, 266). A pesar de ello, pocos son los rastros de esta creencia en su pensamiento político. Carente de una profunda motivación religiosa, Bolívar parece haber desarrollado una filosofía de la vida basada en el utilitarismo. Las pruebas de esto las suministran no sólo sus contactos formales con James S. Mili y con Jeremías Bentham, sino sus propios escritos, en los que el principio supremo de la felicidad se convierte en la fuerza motriz de la política. Esto ocurrió también con otros dirigentes hispanoamericanos, como el centroamericano Cecilio del Valle, el argentino Bernardino Rivadavia y el mismo colega de Bolívar, Francisco de Paula Santander, todos los cuales estuvieron profundamente influidos por Bentham. En su construcción del nuevo sistema político, los líderes de la independencia buscaron una legitimación moral para lo que estaban haciendo; encontraron la inspiración no en el pensamiento político católico, sino en la filosofía de la edad de la razón. En su búsqueda de una alternativa al absolutismo y a la religión, los liberales se atuvieron al utilitarismo como a una filosofía moderna capaz de darles la legitimidad moral e intelectual que anhelaban. Esto constituyó una amenaza concreta para la Iglesia, a la que ésta reaccionó no por medio del debate, sino recurriendo al Estado; no mediante la discusión, sino mediante la represión. En Colombia, Santander y sus correligionarios liberales trataron de incorporar los tratados de Bentham a los estudios de derecho, hasta que sus
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esfuerzos fueron anulados por la reacción conservadora. Las obras de Bentham se convirtieron en objeto de ataque por parte del clero y de los otros conservadores, y el materialismo, el escepticismo y el anticlericalismo del filósofo inglés fueron declarados nocivos para la religión católica. Bolívar se vio obligado a adoptar decisiones dolorosas. Convencido, para este momento, de que la Constitución y las leyes de Colombia eran excesivamente liberales y amenazaban con la disolución del Estado y de la sociedad, y percatado además de que el clero constituía un poderoso grupo de intereses capaz de minarle su posición, Bolívar tuvo que definirse. En 1828 prohibió la enseñanza de los Tratados de legislación civil y penal en las universidades colombianas y ordenó que esos cursos fueran sustituidos por el estudio de la religión católica. Desde este momento comenzó en Colombia un prolongado proceso de conflictos entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y el secularismo, entre el conservadurismo y el liberalismo.
V.
LA IGLESIA POSCOLONIAL
La Iglesia quedó debilitada como consecuencia de la independencia. Sus lazos con la Corona habían sido tan estrechos que el derrocamiento de la segunda no pudo menos que repercutir en la primera. Esto representó una oportunidad, al mismo tiempo que una pérdida. La Iglesia americana, libre del sofocante puño del Estado borbónico, ahora se encontraba en situación de volverse más directamente hacia Roma en busca de dirección y de autoridad; al comienzo su búsqueda fue vana, pero, con el tiempo, cuando el Papado respondió a las necesidades americanas, la Iglesia giró de España hacia Roma, de la religión ibérica hacia la religión universal. Esto evitó el surgimiento de iglesias nacionales, pero no aventó la amenaza del control estatal de la Iglesia. El patronato, el derecho de los reyes a la presentación de candidatos para los beneficios eclesiásticos, fue reclamado ahora por los gobiernos nacionales y colocado en manos de políticos liberales y agnósticos. El tema fue objeto de discusión durante largos años. En México se dio un prolongado e inflexible debate entre los políticos, que querían el patronato para el Estado, y el clero, que propugnaba un papel para el Papado y la Iglesia. En Argentina, Rivadavia estableció un control casi completo del Estado sobre las personas y las propiedades de la Iglesia, tradición que conservó Juan Manuel de Rosas y que traspasó a sus sucesores. Sólo de una manera gradual llegaron los Estados seculares a considerar el patronato como un anacronismo y clausuraron el asunto mediante la separación de la Iglesia y el Estado. A lo largo de los años posteriores a 1820 se percibió con claridad que la independencia había debilitado las estructuras básicas de la Iglesia. Muchos obispos, como el arzobispo Fonte, de México, habían abandonado su diócesis y regresado a España, mientras que otros habían sido expulsados y unos terceros habían muerto y no habían sido sustituidos. Presionada por el gobierno español, Roma se negó a repetir en el caso de México lo que había hecho en el de Colombia al reconocer a los obispos colocados en las sedes
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vacantes. Por lo mismo, la responsabilidad de las diócesis vacantes debe ser compartida por Roma, que se abstuvo del reconocimiento, y por los gobiernos liberales, que planteaban el dilema de que se aceptaran sus propios nombramientos o ninguno. En Argentina, Chile y Uruguay, la jerarquía ordinaria no se restableció hasta 1832, y en Perú, hasta 1834-35. En el momento de su independencia, Bolivia no tenía ni un solo obispo, situación en la que permaneció hasta 1829. Tras la muerte del obispo de Puebla, en abril de 1826, México permaneció sin obispos hasta 1831, fecha en la que Roma cedió y reconoció a los obispos presentados para las sedes vacantes. Inexistente la jerarquía, no había nadie que pudiera hablar en nombre de la Iglesia, pues la ausencia de un obispo significa la pérdida de la autoridad docente en una diócesis, la falta de gobierno y de disciplina y la imposibilidad de administrar ordenaciones y confirmaciones. La penuria de obispos iba indefectiblemente acompañada de penuria de sacerdotes y de religiosos. La Iglesia quizá llegara a perder durante estos años el cincuenta por ciento de su clero secular y una cifra todavía mayor de su clero regular. El número total de eclesiásticos mexicanos descendió de 9.439 en 1810 a 7.019 en 1834, descenso que en una población de 6.200.000 personas significó una reducción del 2 por 1.000 habitantes en 1810 al 1,1 por 1.000 (PÉREZ MEMEN, 271-272). En Perú descendió tanto la cantidad como la calidad de las vocaciones; en Bolivia estaban vacantes ochenta parroquias en el momento de la independencia; en Venezuela había en 1837 doscientos sacerdotes menos que en 1810. En los nuevos países, las parroquias quedaron desatendidas, no había quien celebrara misas ni administrara sacramentos y los sermones y la catcquesis se espaciaron. Fue ahora cuando apareció en la América española la escasez de vocaciones, momento en el que España había dejado de ser la fuente automática de reposición de las mismas. También los fondos económicos de la Iglesia se vieron dañados por la independencia. Los ejércitos armados requisaban el dinero, la plata de las iglesias, los edificios, la tierra y los almacenes. Los diezmos, fuente vital de ingresos para la Iglesia, primero fueron reducidos por el vendaval de las guerras y luego por la acción de los nuevos gobiernos, los cuales suprimieron las prescripciones estatales para su colectación, en Argentina en 1821 y en Perú en 1846. El gobierno liberal de México suprimió en 1833-34 la colectación forzosa de los diezmos y trató de limitar la independencia fiscal de las corporaciones eclesiásticas. A lo largo y ancho de toda la América española el interés de los préstamos eclesiásticos decayó debido a que los nuevos gobiernos.dominados por latifundistas, adoptaron diversas medidas para reducir los pagos de las hipotecas y otras anualidades debidas a la Iglesia. Los nuevos gobernantes, igual conservadores que liberales, codiciaban las propiedades y rentas eclesiásticas, no necesariamente para reinvertirlas en el bienestar o en el desarrollo, sino para convertirlas en ingresos estatales. De esta manera, la secularización de las propiedades eclesiásticas, iniciada por los Borbones mediante la confiscación de las propiedades de la Compañía de Jesús en 1767, fue continuada ahora a un ritmo más veloz por
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los g o b i e r n o s republicanos, la mayoría d e los cuales a d o p t a r o n medidas n o sólo p a r a atacar a las p r o p i e d a d e s d e las diócesis, sino también p a r a d e s p o seer d e sus bienes a las O r d e n e s religiosas. Estas m e d i d a s constituyen u n p u n t o d e partida d e la erosión d e las p r o p i e d a d e s eclesiásticas a lo largo del siglo XIX, y, p o r a ñ a d i d u r a , debilitaron la infraestructura d e la Iglesia. Los obispos, los sacerdotes y las organizaciones religiosas se vieron obligados a buscar sus fuentes d e ingresos, n o e n los recursos i n d e p e n d i e n t e s d e la Iglesia, sino e n las aportaciones d e los fieles o e n los subsidios del Estado. La i n d e p e n d e n c i a d e la América española fue u n movimiento político e n el q u e u n a clase dirigente nacional le a r r e b a t ó el p o d e r a u n a clase dirigente española, sin introducir e n la e s t r u c t u r a social más q u e cambios marginales. La composición d e la Iglesia era, e n p a r t e , u n espejo d e la composición d e la.sociedad. Los obispos y el alto clero constituían la élite, j u n t o con los latifundistas, los funcionarios y los comerciantes. P o r el c o n trario, m u c h o s m i e m b r o s del bajo clero se identificaban c o n los p o b r e s y seguían r e c o r d a n d o las o b r a s d e misericordia corporales. A pesar d e estos fallos estructurales, la Iglesia siguió siendo u n a institución p o p u l a r y conservó la lealtad d e las masas p o p u l a r e s : criollos, mestizos e indios. Así es c o m o p u d o sobrevivir a la i n d e p e n d e n c i a , c o n su misión defendida, p e r o inactiva; sus p r o p i e d a d e s reales, p e r o disminuidas; sus oficios intactos, a u n q u e vacantes. N o e r a u n a Iglesia e n declive, y si t e m p o r a l m e n t e se sintió débil, el Estado a ú n lo e r a más. A raíz d e la i n d e p e n d e n c i a , la Iglesia se hizo más estable, más p o p u l a r y a p a r e n t e m e n t e más rica q u e el E s t a d o . Este último r e a c c i o n ó t r a t a n d o de controlar, gravar y limitar a la Iglesia, así c o m o i n t e n t a n d o cambiar la balanza a su favor. Esto fue lo q u e constituyó el siguiente desafío d e la Iglesia poscolonial.
NOTA BIBLIOGRÁFICA General M. BATLLORI, El abate Vizcardo. Historia y mito de la intervención de los jesuítas en la independencia de Hispanoamérica (Caracas, 1953); ID., Del descubrimiento a la independencia. Estudios sobre Hispanoamérica y Filipinas (Caracas, 1979);J. M. DÍAZ MORENO, «Actitud de la Iglesia en la independencia de los países de expresión española y subsiguientes relaciones Iglesia-Estado»: Theologia 21 (Braga, 1986), 195-274, y en Derecho canónico y pastoral en los descubrimientos luso-españoles y perspectivas actuales (Salamanca, 1989), 195-274; P. DE LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1-2 (Roma-Caracas, 1959-1960); J. LYNCH, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826 (Barcelona, 1976); D. ROPERO REGIDOR, «Los capuchinos de Andalucía y el proceso emancipador de Hispanoamérica», en Andalucía y América en el siglo XIX 1 (Sevilla, 1986), 51 -81; L. TORMO y G. AIZPURU, La Iglesia en la crisis de la independencia (Madrid, 1961); R. VARGAS UGARTE, El episcopado en los tiempos de la emancipación sudamericana (Lima, 1962). Raíces ideológicas G. FIGUERA, La Iglesia y su doctrina en la independencia de América (Caracas, 1960); R. GÓMEZ HOYOS, La revolución granadina de 1810. Ideario de una generación y de una
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CAPÍTULO 46
ARTE RELIGIOSO HISPANOAMERICANO Por RAÚL MARTÍN BERRIO
El panorama del arte religioso hispanoamericano es amplísimo, toda vez que nace y se desarrolla en un espacio tan dilatado como el comprendido entre el norte de California y la Florida hasta el Cono Sur del continente, exceptuado Brasil. Esta parcela del arte, felizmente fecundada por el esfuerzo diario de los religiosos y plasmada en obras arquitectónicas, humildes o colosales, o en esculturas, como las muy interesantes del Perú, o en cuadros figurativos, en su conjunto constituye una admirable muestra del tesón emprendedor de aquellas personas que supieron dar vida a la quarta orbispars hasta convertirla en un objetivo apetecido por la mayoría de los Estados europeos. I. A)
LA ARQUITECTURA
Santo Domingo
1. Conventos. Franciscanos, dominicos y mercedarios son los religiosos que acometen inicialmente la evangelización de las Indias. Y aquí tuvieron sus Ordenes casas-conventos, dotadas de iglesia. Aunque solamente se yergue la de los dominicos, podemos pensar sin peligro de grandes errores que todas tenían una definición y unos rasgos comunes. El modelo arquitectónico sería éste: una nave amplia, de estilo gótico isabelino, con un ábside ochavado y capillas laterales entre los contrafuertes Rodrigo de Liendo pasa a Indias en 1527 y declara en 1555 haber edificado la iglesia del convento de los mercedarios. Piratas, terremotos y desidia generalizada acabaron con ella. Hoy es un recuerdo. Los franciscanos cavan los cimientos de su iglesia en 1544, para terminarla en 1644. También los movimientos sísmicos la asolaron. Los dominicos inician los trabajos de la suya en 1524, para terminarla poco después, en 1535. Con respecto al esquema general del templo conventual, ya aludido, los dominicos ofrecen la novedad de adoptar un estilo que es una variante del gótico-catalán, influido por el espíritu de la Contrarreforma. Su iglesia presenta unas capillas laterales comunicadas entre sí, aunque sin galería; también incluye una especie de nave transversal situada entre el testero y tramas occidentales, que no sobrepasa la profundidad de las capillas. La
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cabecera del templo se caracteriza por su hipertrofia, que avanza el desarrollo del espacio de la cúpula. Se penetra en su interior por siete vanos dispuestos a tal efecto. 2. Catedral. La catedral de Santo Domingo se construye, como era de esperar de una sociedad altamente imbuida en una mentalidad tardomedieval, de acuerdo con el gusto por lo gótico. Hay que mantener como fecha de iniciación de obras el período comprendido entre 1520 y 1525. En 1527 se ejecutaba la puerta de los pies o principal y diez años más tarde se ponían las bóvedas. Todo debía estar acabado o casi acabado cuando en 1541 es consagrado el templo. En lo fundamental, los materiales empleados habían sido las vigas de madera, el lodo y el barro, por lo que los primeros comentarios que sobre ella se recogen no se muestran muy entusiasmados por la obra. La traza no tiene autor conocido. La ejecución de la obra pudiera deberse a la dirección de Luis Maya y a Rodrigo de Liendo. Formalmente se trata de tres naves de similar altura, como corresponde al arquetipo de la iglesia-salón. La nave central, en el extremo de su cabecera, está rematada por un ábside; sin embargo, los laterales acaban en un paramento plano. La torre del campanario y las capillas laterales completan el conjunto arquitectónico, que en suma es de una extremada pesadez de formas, careciendo de espacios amplios. Después de 1625, el Renacimiento influyó en el gusto de los habitantes de Santo Domingo. Por ello, las obras de la mejora y reforma que en su catedral se llevan a cabo recogen ya esta tendencia estilística. En 1535 se ejecuta la capilla de Santa Ana, considerada como la obra renacentista más antigua de Santo Domingo. Su bóveda, de media naranja, descansa sobre veneras a manera de pechinas. De muy parecidas características será la capilla-sepulcro del obispo Geraldini. La portada principal posee un aire de indefinición, aunque sus formas nos avisan ya de un estilo renacentista próximo. Su disposición de dos cuerpos, flanqueados por columnas pareadas enmarcando el conjunto, tiene el inconveniente de no conseguir una deseada unidad con el retablo que ocupa la parte central. El intento de efecto clasicista insinuado por un friso con grutescos se pierde ante la presencia de una doble puerta central de grandes proporciones. Sensación que se acentúa por la existencia de un parteluz estrictamente medieval. No obstante, sus decoraciones son extremadamente delicadas y de fina ejecución. B)
Puerto Rico
En San Juan se alza la iglesia de San José. Su planta es de cruz latina y de una sola nave, tiene una bóveda de crucería y su decoración está inspirada en motivos renacentistas. La catedral de Puerto Rico ha sufrido gran número de modificaciones sobre el modelo original, y aun de reconstrucciones obligadas por el paso de los años y los avatares que la han venido afectando. No obstante, se puede
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adivinar su traza inicial, que fue de tres naves rematadas en tres capillas que constituyen la cabecera. El elevado nivel cultural de los puertorriqueños facilitará la llegada a la isla del estilo neoclásico a finales del siglo XVIII, aunque sin la fuerza necesaria para alejar a las aficiones anteriores. La iglesia mayor de San Germán es un buen ejemplo de ello. El neoclasicismo preside su fachada de los pies, mientras que su interior es mudejar en cubiertas y soportes. C)
Cuba
El barroco afecta a la arquitectura cubana de manera apreciable. Las influencias necesarias para ello llegan de España, y en la isla son convenientemente transmutadas, adaptándolas al clima, materiales y costumbres locales. Hay construcciones que, con respecto al tiempo histórico del barroco, resultan arcaizantes. De 1738 es la iglesia de San Francisco, dotada de torrefachada y gran austeridad decorativa. De 1745 es la iglesia de los mínimos de San Francisco de Paula, también de sencillísima decoración, pero en esta ocasión el templo fue dotado en su exterior de una espadaña mixtilínea, y la iglesia de San Agustín, que pese a poseer una torre que la embellece por encima de lo que consigue el resto de lo construido, también está presidida por un aire general de sencillez. Estas construcciones compartieron el tiempo con otras de neto sabor mudejar. Durante la primera mitad del siglo XVIII, los elementos arquitectónicos más usuales son el pilar ochavado, las torres de planta octogonal, alfices y arcos semioctogonales, siendo su uso frecuente, por ejemplo, en la iglesia del seminario y en la del Cristo del Buen Viaje. Todavía es más frecuente su uso en ciudades como Santiago y Guanabacoa. La afición por lo mudejar justifica que las jerarquías eclesiásticas de Santiago opten por un templo de madera de cinco naves, diseñado por Pedro Fernández en 1806 sobre otro proyecto próximo al barroco propuesto por Bucéta, de clara inspiración peruana. En 1735 hay voluntad de construir una iglesia mayor, pero los esfuerzos para ello no cuajaron. Durante muchos años La Habana no tuvo una iglesia o templo de alguna calidad artística estimable. Cuando se produjo la expulsión de los jesuítas de los territorios pertenecientes al Estado español (1767), en La Habana la iglesia estaba en obras de construcción desde 1748. Fue terminada y dedicada a parroquia mayor, para después ser elevada a la categoría catedralicia. Es un edificio religioso importante dentro del área antillana. Sus pilares hablan del barroco limeño, de cuyo modelo son diseñados, al igual que los entablamentos y los claves de los arcos. Por el contrario, en la planta se rompe el vínculo peruano, al proyectarse cuadrangular y estática, sin movimiento. Pero, en el exterior, el movimiento hace su aparición a través de sinuosidades y riquezas ornamentales; todo queda intensificado por la disposición de unas columnas sumamente esbeltas. El barroquismo de la obra
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se confirma con la traza de un remate mixtilíneo, torres de desigual forma y proporciones y una portada festoneada con gruesos baquetones. A finales del siglo XVIII llegan también a Cuba las propuestas de los modelos neoclásicos. Más que un estilo fue una moda, cuya aceptación llevaba implícito el descanso del barroco. Sí se hicieron algunas cosas conforme a la nueva tendencia, pero en Cuba sobrevive (tan hondo había calado) el gusto por las formas barrocas y mudejares. D)
México
1. Conventos mexicanos del siglo XVI. La arquitectura religiosa se centra en sus comienzos en la construcción de conventos, caracterizados por su amplitud, dada la enorme feligresía indígena que hay que atender dentro de él, y por su indudable utilidad de fortificación, desde donde poder defenderse en caso de peligro exterior. Las construcciones conventuales, góticas y mudejares en sus inicios, a los pocos años añaden a estos estilos un tercero: el renacentista. Por tanto, desde el punto de vista arquitectónico, este pluralismo hace difícil su equiparación cronológica con los edificios, que en cuanto a evolución estilística siguen un desarrollo tradicional. A esto hay que sumar que ninguna de las expresiones estilísticas aquí encontradas lo son en su sentido más puro, o a la manera europea de iguales fechas, con excepción de algunas portadas o capillas de indios, pero nunca como obras de conjunto, sino sólo en alguno de sus detalles. Pero siempre primaron las construcciones que evidenciaban su significado cristiano y una cierta intención de permanencia definitiva en aquellos lugares. Nada en ellas era provisional o circunstancial. El gótico peninsular ya decadente fue trasplantado, como lo suyo, por aquellos cristianos viejos, que así prolongaban su vigencia arquitectónica. Sus iglesias son de planta de nave única con cabeceras poligonales y crucería en sus altas bóvedas. Las arquerías siguen en templos y claustros los modelos carpanales y escarzanos, y en menor proporción también emplean los trilobulados y los conopiales, sobre todo en las portadas. Arquitectos peninsulares y frailes extranjeros dedicados a la escultura serán los principales introductores del Renacimiento en Nueva España. Aparece y convive con el gótico, que se resiste a desaparecer, razón por la que no hay un solo convento de estilo renacimiento puro. Su implantación plena está sumida en progresos y represiones continuas. Los dominicos imponen en el último tercio del XVI los templos con crucero, en sustitución de los góticos de nave única. También se va a generalizar por estas fechas el empleo de las cubiertas de cañón, gracias a los agustinos, quienes desde años tempranos las introducen en sus edificaciones religiosas. Las columnas renacentistas de fuste liso son muy utilizadas en claustros y portadas de conventos, pero los capiteles que rematan no se ajustan en sus formas y motivos decorativos a lo renacentista. Igual fenómeno sucede con los arcos, que, aun siendo de traza renacentista, mantienen secciones goticistas.
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Sin embargo, la decoración, por el empleo masivo de grotescas formas vegetales o animales, sí está más identificada con lo clásico. Portadas como la del convento de Acolman contienen profusamente una rica variedad y elementos que permiten considerarlo como una muestra del plateresco mexicano. Es comúnmente aceptado el ordenamiento que del Renacimiento mexicano estableció el eminente historiador, del arte Diego Ángulo Iñíguez. Según él, en una fase inicial (1535-1550) se da una mezcla de formas góticas y renacentistas. Dentro de ella se construyeron los grandes conventos góticos, en los que ya emerge ocasionalmente la decoración de sus portadas, como ocurre en los conventos de Atlixco, Calpan, Texcoco y en la capilla de indios de Tlalmanalco. A ésta siguió una segunda fase, de 1550 a 1564, en la que las estructuras góticas se mantienen coexistiendo ya con un plateresco nítido, sobre todo en las capillas abiertas y en las portadas, entre las que destacan las de Yecapixtla, Acolman, Yririá y Cuitzco. Por último, durante un tercer período, que abarca desde 1565 hasta los últimos años del XVI, el esfuerzo constructor se centra en la edificación de las grandes catedrales mexicanas, renacentistas en su ejecución. Se buscará en este momento, globalmente conceptuado como claroscurista, la simplicidad ornamental, dejando a un lado el exceso de motivos del plateresco. Se impone en las portadas lo geométrico, en formas de almohadillas, puntas de diamante, casetones y molduras, como sucede en las de Actopan, Yanhuitlan, Tecali y Coixtlahueca. El mundo indígena está presente en las tres fases por dos factores: uno, por la interpretación que su sensibilidad indígena hace de los elementos decorativos foráneos; otro, por el aporte de motivos propios que introduce en el conjunto, de los que los más abundantes son los de carácter vegetal, como el cacto y los quiotes, o los tallos de maguey, el maíz y los enormes pétalos. Motivos mitológicos aztecas aparecen con frecuencia en las pilas bautismales. Otros, considerados de aportación indígena, son los glifos, los rodetes, las gotas de agua y las líneas de molduras paralelas y horizontales. El convento, como muestra de la arquitectura religiosa, es básicamente una pluralidad de disposiciones funcionales. Comprende un atrio cercado y en los ángulos de sus extremos capillas-posas, mientras en el centro tiene dispuestas unas gradas sobre las que descansa una cruz. Traspasado el atrio, y al fondo, está situado el templo, flanqueado por la casa-convento y la capilla de indios, respectivamente. El atrio cercado destaca por su singularidad con respecto a sus antecedentes andaluces inmediatos. Esto es por su extensión y por cobijar las posas. Puede ser que su tamaño excesivo con respecto al total de lo construido no buscase efectos estéticos, sino que simplemente sea la consecuencia de obtener un espacio controlado y suficiente como para acoger la mayor cantidad posible de indígenas. Las posas son de planta cuadrada y adosadas en los paramentos que forman los ángulos. Sus frentes se abren mediante arcos de medio punto.
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Fueron concebidas para dignificar el espacio que las aloja, para celebraciones rituales y también para evangelizar indígenas. La cruz, decorada con flores y escenas de la Pasión, colocada en el centro del atrio, anuncia la cercanía del templo, lugar fundamentalmente sagrado. La iglesia o templo consiste normalmente en una nave larga, limpia de crucero y de capillas laterales. Su cabecera tiene forma poligonal. No obstante, y como excepción, pueden hallarse iglesias de cabeza plana y con cuerpo de tres naves, sobre todo durante los primeros años. Después los dominicos las generalizan en las alzadas por ellos. Las naves quedan separadas por columnas de estilo gótico-mudejar. Planta y alzada son góticas. Construyen dos coros, dos vanos de entrada, uno a los pies y otro en el lado del evangelio, y emplean para cubrir el conjunto bóvedas y terceletes simples, enriquecidos con círculos y conopios sobre el altar. Los agustinos utilizaron sobrias bóvedas de cañón para cubrir. La torre es una elevación aprovechando uno de los contrafuertes que flanquean la portada. Generalmente se eleva poco, excepto en el caso de los agustinos, en el que suele estar dispuesta por el exterior, adosada y con una sensación de robustez y altura suficiente como para recordarnos las atalayas de un fuerte militar. Sensación que se intensifica con la existencia de los caminos de ronda y en cuyos vértices se alzan pequeñas garitas con aberturas convenientemente dispuestas para desde ellas agredir a un hipotético ofensor. También como espacio dedicado al culto, el convento posee la capilla de indios. Se diferencia radicalmente del templo en que es un espacio abierto, aunque no en su totalidad. Su ábside está cubierto, pero no la nave o lo que sería lógicamente la nave. Este espacio resultaba altamente conveniente por su informalidad para disponer a los indígenas con más libertad y desahogo, en un ambiente más próximo a la naturaleza que el que ofrecía el templo cerrado y convencional. Capillas de indios que merecen ser tenidas en cuenta por su representatividad son las de Teposcolula, la de Cuernavaca, la de San José de los Naturales de la ciudad de México, la Real de Cholula y la de Tlalmanalco. La casa-convento se levanta junto al lado de la epístola del templo. Su dimensión es mediana o reducida, ya que no se concibe para alojar a una comunidad extensa. Se dispone en torno a un claustro muy reducido, con columnas y dos galerías. Cada lado tenía dos o tres arcos nada más. Sus cubiertas fueron generalmente bajas y de madera policromada las franciscanas; de crucería y más altas, como correspondía a claustros más amplios, las de los agustinos, destacando las de Acolman, Actopan, Ixmiquilpan y Yuriría. 2. Catedrales mexicanas del siglo XVI. Como superación de las creaciones platerescas y claroscuristas de los franciscanos, agustinos y dominicos, sobrevienen en México las formas renacentistas, que, al alcanzar su plenitud, se manifiestan rotundamente en la construcción de las catedrales. Los órdenes clásicos quedan fielmente observados y mantenidos en estructuras y alzadas, con la impronta de algún arcaísmo.
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Todas las catedrales mexicanas tienen su antecedente en alguna iglesia mayor, que presta sus ruinas y cimientos para que parcialmente sirvan de arranque a su alzado. La catedral de México se comenzó a construir en 1563, pero no se abrió formalmente al culto hasta 1667. Inició su construcción Claudio de Arciniega e intervinieron posteriormente en ella Juan Miguel de Agüero y Juan Gómez de Mora. Su planta es rectangular, de 110 por 55 metros. El testero, plano, sobresaliendo únicamente en su parte central un perímetro semihexagonal que aloja por el interior la cabecera de la capilla de los Reyes. Los cuatro ángulos de la planta tenían en el proyecto original cuatro torres, de las que sólo se alzan dos, las de los pies, y como obra tardía. Se diseñaron y ejecutaron tres puertas a los pies del templo, dos en el testero, más otras dos en el extremo de los brazos del crucero. Esta disposición y número de vanos de acceso refleja una indudable reminiscencia del gusto por lo gótico. Su planta es grandiosa y espectacular. Consta de tres naves más dos capillas laterales, todas atravesadas por la del crucero, de sección superior a las anteriores. La nave central es más ancha que las laterales; en ella se sitúan el coro, la capilla mayor y la capilla de los Reyes. Los soportes que recogen el peso de las cubiertas y separan las naves son dos pilares con medias columnas toscanas adosadas a sus frentes. Dada la altura con que se proyectan las cubiertas, los soportes resultaron excesivamente largos con respecto a los cánones clásicos. Sus cubiertas, en proyecto, fueron góticas, como se observa en las que cubren las capillas existentes entre la cabecera y el crucero. Sin embargo, se utiliza la bóveda váida para cubrir las laterales. Igual sucede en las capillas laterales, desde el crucero hasta los pies, donde vuelven a darse las bóvedas váidas, recorridas radialmente por una decoración de dibujos. En el siglo XVII, la nave central fue cubierta con una bóveda de cañón con lunetas, y sobre el crucero se dispuso una cúpula de planta octogonal, mientras la capilla de los Reyes quedó con una bóveda esquifada. Aunque en sus orígenes su trazado buscó la semejanza con la catedral de Sevilla, idea que pronto quedó abandonada por el cúmulo de inconvenientes que encerraba, es evidentemente con la catedral de Jaén con la que tiene reiterados y abundantes parecidos. La catedral de Puebla, coetánea a la de México, tiene una disposición de su interior muy similar también a la de esta última, aunque también posee una mayor unidad de estilo y un tono menor en lo general que el logrado para el templo metropolitano. Destacan por su airosidad las dos torres de que está dotada. A la catedral de Mérida, las dos adjetivaciones que mejor la definen son las de primorosa y elegante, debido a sus bóvedas, magníficamente aparejadas. Sus obras pertenecen a la segunda mitad del siglo xvi; la piedra tallada empleada en sus muros de traza de sillería, la dirección de los trabajos Pedro de Aulestia y Juan Migu