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Spanish; Castilian Pages 523 Year 2018
HISTORIA DE LA CIENCIA FICCIÓN EN LA CULTURA ESPAÑOLA Edición y dirección de Teresa López-Pellisa
La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 44
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.
Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
HISTORIA DE LA CIENCIA FICCIÓN EN LA CULTURA ESPAÑOLA
Edición y dirección de Teresa López-Pellisa
Iberoamericana • Vervuert • 2018
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Índice
Introducción: del inicio a la naturalización Teresa López-Pellisa ............................................................................
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Los orígenes de la ciencia ficción en la narrativa española Juan Molina Porras ............................................................................. 47 Narrativa 1900-1953 Mariano Martín Rodríguez ................................................................ 71 Narrativa 1953-1980 Mikel Peregrina Castaños ................................................................... 123 Narrativa 1980-2000 Yolanda Molina-Gavilán ..................................................................... 151 Narrativa 2000-2015 Fernando Ángel Moreno ..................................................................... 177 El teatro hasta 1960 Mariano Martín Rodríguez ................................................................ 195 Teatro 1960-1990 Miguel Carrera Garrido ...................................................................... 223
Teatro 1990-2015 Teresa López-Pellisa ............................................................................ 251 Cine 1900-1980 Iván Gómez ......................................................................................... 279 Cine 1980-2015 Rubén Sánchez Trigos......................................................................... 301 Televisión 1960-2000 Ada Cruz Tienda ................................................................................. 327 Televisión 2000-2015 Concepción Cascajosa Virino ............................................................. 357 Poesía 1900-2015 Xaime Martínez .................................................................................. 381 La narración gráfica 1900-2015 José Manuel Trabado Cabado............................................................. 413 Bibliografía........................................................................................... 479 Sobre los autores................................................................................... 517
Introducción: del inicio a la naturalización
Desde que se iniciara el siglo xxi ha aparecido un buen número de trabajos sobre la presencia y el sentido de la ciencia ficción en la cultura española. Esto ha permitido revalorizar un género que hasta ahora no gozaba de prestigio entre la academia y la crítica, a la vez que ha contribuido a conocer mejor una tradición que se remonta al siglo xix y que no ha dejado de cultivarse, en la literatura y el teatro, así como en el cómic, el cine y la televisión. De ahí que este sea un libro necesario en el panorama de la cultura española contemporánea. Se trata de un trabajo pionero en el que se aborda con voluntad panorámica la historia de la ciencia ficción española desde sus orígenes hasta el presente, en sus diversas manifestaciones ficcionales: narrativa, teatro, poesía, cine, televisión y cómic. El libro está estructurado en catorce capítulos redactados por diferentes investigadores especialistas en los diversos géneros artísticos estudiados, siguiendo la estela de la Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015), dirigida por David Roas, profesor titular de la Universidad Autónoma de Barcelona y director del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico. El género de la ciencia ficción se inaugura con el Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley y, aunque popularmente se considera que el término science fiction fue acuñado por Hugo
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Gernsback en 1926, Pablo Capanna (1990) asegura que hay registros que demuestran que William Wilson ya lo había utilizado en 1851. En cualquier caso, Gernsback define así el término: “Por cientificción quiero decir el tipo de historia que escribían Julio Verne, H. G. Wells y Edgar Allan Poe, una mezcla romántica con hechos científicos y visión profética” (apud Vinelli, 1977: 19-20), dando por sentado que el pensamiento especulativo y la ciencia son los elementos que caracterizan el género. Son numerosas las formas con las que la crítica se ha referido a la ciencia ficción: “cientificción”, “ciencia ficción”, “novela científica” (Wells), “mitos verdaderos” (Olaf Stapledon), “ficción especulativa”, “literatura de la imaginación disciplinada” (Judith Merril), “literatura de extrañamiento cognoscitivo” (Darko Suvin) o “imaginaciones razonadas” (Borges); pero lo cierto es que toda esta terminología, aunque difiere en ciertos matices, coincide en un elemento esencial, y es que la literatura de ciencia ficción en sus modalidades menos aventureras es subversiva, sugestiva y subyugante, porque siempre nos permite pensar que otro mundo es posible (ya sea desde lo utópico o lo distópico). Ahí radica la potencialidad de la fuerza imaginativa de la ficción: en su capacidad para proyectarnos. A lo largo del siglo xix este género literario proliferó y gozó de gran éxito entre el público y la crítica. En Gran Bretaña se popularizaron los scientific romances de la mano de H. G. Wells, y en Francia, lo merveilleux scientifique, con Julio Verne como escritor más insigne. A pesar de que podamos hablar de una protociencia ficción que se remontaría a la época grecolatina, la mayoría de estas obras contienen elementos que las sitúan más cerca de lo maravilloso que de la ficción especulativa, si bien es cierto que hay autores que consideran como protociencia ficción el período anterior a 1926, momento en que Hugo Gernsback acuña el término y el género se consolida. Una de las cuestiones que queremos dejar clara desde el principio es la idea que manejamos de la ciencia ficción en los diversos trabajos que componen este libro y que sostiene las reflexiones tanto teóricas como histórico-críticas que en ellos se desarrollan. El lector que se acerque a este libro debe asumir que no trataremos todo lo que concierne al ámbito de la literatura no mimética, por lo que el género fantástico, la fantasía épica o fantasy, el realismo mágico, el terror y lo
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maravilloso (incluyendo todas sus categorías) no aparecerán reflejados en los trabajos que aquí publicamos, aunque ello no sea óbice para que, en ciertas ocasiones, sobre todo cuando algún autor combina varios de estos géneros en su obra, aparezcan mencionados. Los participantes en este volumen han seguido la definición propuesta por David Roas (2001 y 2011), según la cual un texto fantástico puede tratar un tema sobrenatural o imposible, pero no por ello entrar automáticamente en la categoría de lo fantástico, entendiendo que “lo sobrenatural es aquello que transgrede las leyes que organizan el mundo real, aquello que no es explicable, que no existe, según dichas leyes” (Roas, 2001: 8). Julio Cortázar consideraba que lo fantástico genera sentimiento de extrañamiento frente a la realidad, a lo que debemos sumar “la presencia de un conflicto que debe ser evaluado tanto en el interior del texto como en relación al mundo extratextual” (Roas, 2009: 107), los personajes y el lector deben sentir la amenaza (Umheimliche) de lo sobrenatural. Ahí radica la diferencia entre lo fantástico y lo maravilloso, y no deberíamos mezclar los fantasmas con los monstruos, las máquinas o los cuentos de hadas.1 La ciencia ficción se caracteriza por narrar hechos imposibles, pero no por ello sobrenaturales, ya que, como explica David Roas, todos los acontecimientos extraordinarios tienen una explicación racional basada en la ciencia y la tecnología, sin que se genere ninguna amenaza intra- o extratextual. Esta posibilidad deja de lado cualquier resolución en la que la magia tenga cabida (como ocurre en la fantasía épica o en lo maravilloso). De este modo, la ciencia ficción nos propone una narrativa basada en la especulación imaginativa, ya sea a partir del ámbito de la ciencia y la tecnología o de las ciencias sociales y humanas (por lo que
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Los relatos maravillosos no plantean ninguna confrontación entre lo natural y lo sobrenatural, pues “cuando lo sobrenatural se convierte en natural, lo fantástico deja paso a lo maravilloso” (Roas, 2001: 10), como sucede en los cuentos de hadas. El realismo mágico o maravilloso “se distingue, por un lado, de la literatura fantástica, puesto que no se produce ese enfrentamiento siempre problemático entre lo real y lo sobrenatural que define a lo fantástico, y por otro, de la literatura maravillosa, al ambientar las historias en un mundo cotidiano” (Roas, 2001: 12), como sucede en Cien años de soledad.
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no es imprescindible encontrar elementos tecnológicos para catalogar un texto como perteneciente al género de la ciencia ficción). Darko Suvin (1984: 94) considera que la característica con la que podemos distinguir las diferentes modalidades de la ciencia ficción radica en la hegemonía narrativa de un novum (novedad o innovación) validado mediante la lógica cognoscitiva, que sirve como categoría mediadora entre lo literario y lo extraliterario (y puede ser una invención teórica, un fenómeno, una ubicación espacio-temporal, una máquina, una teoría filosófica, un escenario social o político alternativo, etc.). El novum de Suvin está validado por la lógica cognitiva y, por lo tanto, es producto de la razón y no de la magia. La ciencia ficción se caracteriza así por proponer mundos posibles en los que todos los fenómenos no miméticos tienen una explicación racional, lógica y verosímil. David Roas (2011a) marca el nacimiento de lo fantástico en el siglo xviii porque considera que es el momento en que se transforma la relación del ser humano con lo sobrenatural, y el racionalismo se impone a la fe propiciando que la ciencia desplace a la religión como método de conocimiento del mundo. Lo sobrenatural encuentra entonces refugio en la literatura y el arte, como un reducto en el que la superstición, el miedo a lo desconocido, el folclore y lo imposible pueden reformularse y pervivir al margen de los mecanismos de representación del mundo a partir del conocimiento racional. No nos puede extrañar que sea precisamente el siglo xix el que favorezca la aparición de un género literario como el de la ciencia ficción, en el que se combinan los elementos racionales con los extraordinarios o imposibles en un momento de convivencia entre el Siglo de las Luces, el Romanticismo y la incipiente modernidad. Para hablar del nacimiento del género de la ciencia ficción en el siglo xix es imprescindible recordar el contexto sociopolítico y económico en el que se publica Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, en 1818: la Primera Revolución Industrial (iniciada a finales del siglo xviii) supuso el mayor proceso de transformación económica, social y tecnológica de gran parte de Europa occidental y Norteamérica. La migración de las zonas rurales hacia la creciente economía urbana generó un desmesurado y desigual crecimiento de las ciudades, la mecanización del trabajo a partir del desarrollo de la maquinaria de
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la industria textil, la introducción de la máquina de vapor, el avance en la construcción de barcos y ferrocarriles, la invención de la energía eléctrica y, sobre todo, la aparición de dos clases sociales: la burguesía y el proletariado —que darían lugar a la creación de nuevas ideologías y movimientos políticos como el sindicalismo, el anarquismo y el comunismo—, generaron el caldo de cultivo necesario para la aparición de un género como el de la ciencia ficción, consagrado a reflexionar sobre la posibilidad de sociedades alternativas, la deshumanización del ser humano (a partir de las consecuencias de la maquinización de la sociedad tras la Primera y la Segunda Revolución Industrial que tan bien refleja Tiempos modernos (1936) de Charles Chaplin), la crítica al capitalismo y la sociedad de consumo, las consecuencias de la intervención humana en la naturaleza o nuestra relación con el Otro (a raíz de los conflictos sociales generados por los grandes flujos migratorios fruto de las necesidades de la clase obrera y las consecuencias devastadoras de las dos guerras mundiales). Desde su nacimiento a principios del siglo xix hasta su consolidación durante la primera mitad del siglo xx, este género literario ha ido evolucionado y transformándose, penetrando en diferentes zonas geográficas para adoptar distintos formatos y estilos. Hija del positivismo, la Ilustración y la Revolución Industrial, en la tradición literaria anglosajona la literatura de ciencia ficción ha logrado un reconocimiento y una consolidación que en otras culturas aún no ha obtenido, y lo que pretendemos con este libro es dejar constancia de la existencia de una tradición de ciencia ficción española que surge en el siglo xix y llega, sin interrupción, hasta nuestros días. Si examinamos la bibliografía académica existente sobre ciencia ficción española, es importante destacar el exhaustivo trabajo que ha llevado a cabo Mariano Martín Rodríguez sobre la bibliografía académica de estudios publicados entre 1950 y 2015, disponible en la revista Hélice. Reflexiones Críticas sobre Ficción Especulativa que él mismo dirige: “Bibliografía de tipo académica I” (vol. III, n.º 6, 2016), “Bibliografía de tipo académico II” (vol. III, n.º 7, 2016), “Bibliografía de tipo académico. Complemento”, (vol. III, n.º 8, 2017). También es importante mencionar publicaciones recientes como el monográfico sobre ciencia ficción española dirigido por Sara Martín y Fernando
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Ángel Moreno en la Science Fiction Studies (vol. 44, n.º 132, 2017), en el que se incluyen referencias sobre narrativa y cine, y la bibliografía recopilada por Julián Díez y Fernando Ángel Moreno (2014). Lo cierto es que la mayoría de estas referencias se centran en la narrativa, que ha sido el género mejor estudiado en la ciencia ficción española. También cabría mencionar aquí la ecléctica publicación de Fernando Martínez de la Hidalga (2002), además de los trabajos parciales sobre autores y períodos que diversos académicos han ido publicando a lo largo del tiempo, como los de Yolanda Molina-Gavilán (2002) o Cristina Sánchez-Conejero (2009), entre otros, por limitarnos a aquellos de intención panorámica desde el ámbito académico (ya que son numerosas las publicaciones en formas de artículos tanto por parte de académicos como por parte del fándom).
1. Los orígenes Ya hemos comentado que la ciencia ficción se inaugura en el siglo xix y se populariza rápidamente en Gran Bretaña y en Francia (así como en otros países europeos), y lo mismo sucede en España. El pensamiento liberal español de la primera mitad del siglo xix se fundamenta en el ideal de la Ilustración y la Revolución francesa, son años de convulsas transformaciones en las que el antiguo régimen pierde fuerza frente a la burguesía. La creación de una clase de intelectuales y científicos influidos por corrientes ideológicas y filosóficas como el krausismo, el positivismo y el darwinismo genera el caldo de cultivo para la creación de obras ficcionales utópicas, distópicas y de viajes al espacio. Juan Molina Porras abre esta publicación con un capítulo panorámico centrado en los orígenes de la narrativa de ciencia ficción española como preámbulo que marcará las bases de una producción de ciencia ficción consciente, y de calidad, durante las primeras décadas del siglo xx. Durante este período también resulta decisiva la influencia de Edgar Allan Poe, debido al éxito de sus traducciones en España (a partir de 1858), caracterizadas por cierto interés en la ciencia (a partir de la inclusión de prácticas científicas como el magnetismo y la hipnosis) (véase Roas [2011b]).
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El siglo xix es fundamental para el desarrollo de la tradición no mimética de la cultura española. Tanto la ciencia ficción como la narrativa fantástica (véase Roas y Casas [2008]) gozaron de gran éxito entre autores de gran prestigio, la crítica y los lectores de la época. La proliferación de las traducciones de E. T. A. Hoffman, Alexandre Dumas, Maupassant, Charles Nodier y Edgar Allan Poe, junto a la importación de los autores más relevantes de la ciencia ficción de Francia y Gran Bretaña, permitió que la prensa periódica dedicara un espacio destacado a este tipo de relatos. Juan Molina Porras apunta que algunos científicos y médicos utilizaron la ficción especulativa como un medio pedagógico y didáctico, al tiempo que este nuevo género literario se convertía en una vía de experimentación formal en el contexto de la modernidad. Autores de la generación del 98 escribieron ciencia ficción, como Azorín, Pérez de Ayala, Leopoldo Alas (Clarín), Ángel Ganivet, Pío Baroja (también autor de narrativa fantástica, como es el caso de Vidas sombrías, publicada en 1900) y Miguel de Unamuno, así como el premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal, y escritores como José Fernández Bremón, Marqués y Espejo, Amalio Gimeno y Cabañas, Nilo María Fabra, Giné y Partagás, José Zahonero o Rafael Comenge, entre una extensa nómina de autores, que analiza y comenta pormenorizadamente Molina Porras en el capítulo correspondiente. A finales del siglo xix destaca la publicación El Anacronópete (1887), de Enrique Gaspar, por ser la primera novela en la que se narra un viaje a través del tiempo en una máquina, anticipándose a La máquina del tiempo (1895) de H. G. Wells, a pesar de que el autor español termine resolviendo de manera realista la historia al convertirla en un sueño, dando a entender, de este modo, que la máquina realmente nunca existió. Una de las autoras del siglo xix más importantes del canon literario español, Emilia Pardo Bazán, inició su carrera como escritora con la novela de ciencia ficción Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina (1879), y cultivó este género en otros cuentos, además de contar con una importante producción de relatos fantásticos (Cuentos sacroprofanos, 1899) y maravillosos, aunque en las enseñanzas regladas la estudiemos como la autora que introdujo el naturalismo en España, sin mostrar su faceta no mimética. El presente
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volumen nos ha permitido llevar a cabo una revisión del canon literario español, tras comprobar que un gran número de publicaciones habían quedado sepultadas bajo la producción realista de autores que también habían cultivado lo fantástico y la ciencia ficción. Sobre la historia de lo fantástico en la cultura española véase David Roas y Ana Casas (2008) y Roas (2017), para comprender la cronología y períodos que marcan la evolución del género en España. A continuación mostraremos algunas de las características de la ciencia ficción española, que en ocasiones, ha seguido trayectorias paralelas o similares a las marcadas por estos autores en la historia de lo fantástico.
2. Modernismo y vanguardia Tras su nacimiento en el siglo xix, la ciencia ficción vivió su florecimiento y gran éxito durante la primera mitad del siglo xx gracias a las novelas científicas de H. G. Wells (cuyos textos fueron traducidos y tomados como modelo en toda Europa), la influencia de las novelas de aventuras científicas de Julio Verne y la poderosa producción norteamericana que dio lugar a la conocida como golden age (1938-1950). Tal y como señala Mariano Martín Rodríguez, algunos representantes del modernismo literario cultivaron la ciencia ficción y participaron de la renovación artística del momento, como Felix Aderca, Ferdinand Bordewijk, Karin Boye, Mijaíl Bulgákov, Karel Čapek, Alfred Döblin, Aldous Huxley, Frigyes Karinthy, Filippo Tommaso Marinetti, André Maurois, George Orwell, Pedro Salinas, Antoni Słonimski, Franz Werfel o Yevgueni Zamiatin, a cuya lista podemos añadir los nombres de Joseph Conrad, James Joyce, Henry James y Virginia Woolf (como ejemplos del modernismo que también cultivó otras modalidades de la narrativa no mimética). La modernidad preparó el terreno para la llegada de las vanguardias artísticas a partir de un proceso iniciado en el Romanticismo cuyas características fundamentales fueron la secularización del mundo, el predominio de la filosofía cartesiana racionalista y una fuerte conciencia rupturista con la tradición artística del pasado. Estos presupuestos generaron un momento idóneo para la renovación temática y formal
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en el arte y en la cultura, y la aparición de un nuevo concepto de belleza (promovido por Baudelaire) permitió que se incluyeran en el campo de lo estético elementos relacionados con lo artificial, las máquinas y la ciudad. El rechazo a la sociedad burguesa y a sus ideales de progreso, racionalidad y tecnología se vio reflejado en los textos distópicos de este período, en los que se mostraba que el progreso moral ya no venía acompañado de progreso científico y que el desarrollo industrial y científico conducía a la inevitable alienación del ser humano. En este contexto se produjo la crisis del concepto de representación realista, que vino acompañada (o propiciada) por la crisis del lenguaje reflejada en la Carta de Lord Chandos (1902), de Hugo von Hofmannsthal (cuya estela seguirían las teorías de la filosofía del lenguaje de Wittgenstein): el lenguaje (plástico y literario) ya no nos permitía aprehender la realidad. Ante tal situación, el lenguaje artístico tuvo que recurrir a lo simbólico y otras experimentaciones formales no miméticas que permitían medios de expresión artísticos más acordes con la realidad convulsa y cambiante que había perdido interés por el concepto de representación naturalista, y se comenzaron a explorar seriamente las vías de lo absurdo, lo onírico, lo fantástico y la ciencia ficción en el arte, la literatura, el cine y la arquitectura (tal y como se desprende de las propuestas de las vanguardias históricas y sus manifiestos). Quizás sea la época de 1900 a 1950 la más desconocida por la crítica, por lo que el lector se sorprenderá ante la extensa nómina de autores que encontrará reseñados en el trabajo que sobre la narrativa española de estos años presenta Mariano Martín Rodríguez, quien sostiene que durante esta etapa se cultivan dos modelos literarios: aquellos marcados por las aventuras científicas de Julio Verne, con cierto interés didáctico, cuya expresión la podríamos encontrar en los textos del Coronel Ignotus (José de Elola) y el Capitán Sirius (Jesús de Aragón), y aquellos marcados por las novelas científicas de H. G. Wells, que influyeron en los intelectuales de la época hasta 1936, entre cuyos autores podemos citar a José Fernández Bremón (también autor de narraciones fantásticas en Cuentos, 1879), Clarín, Azorín, José María Salaverría, Wenceslao Fernández Flórez y Ángeles Vicente (escritores, en su mayoría, que también cultivaron lo fantástico). Algunas de estas narraciones se muestran críticas frente al ideal
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positivista y la incipiente modernidad que no acababa de producirse en España (desde lo utópico y lo distópico), para repensarlos a partir de los modelos políticos y sociales alternativos que habían germinado a lo largo del siglo xix. Durante el modernismo y los años de la vanguardia tenemos que destacar la figura de Emilio Carrere, conocido por su obra poética, pero también autor de textos fantásticos (recordemos que Edgar Neville adapta al cine su novela La torre de los siete jorobados, 1924) y de ciencia ficción. Martín Rodríguez considera que La momia de Rebeque (1941), de Emilio Carrere, donde se narra la historia de un hombre que resucita en una sociedad comunista, es la primera narración utópica del período. La repercusión de la ciencia ficción en las vanguardias artísticas, tanto en las artes plásticas como en la escenografía teatral y el cine (principalmente la corriente futurista de Marinetti), tuvo cierto eco también en España. Mariano Martín Rodríguez señala que podemos encontrar elementos de ciencia ficción en los cuentos líricos “El vendedor de crepúsculos” (1926), de Gerardo Diego, y “Materia radiante”, de Azorín, y en la obra de Ramón Gómez de la Serna El dueño del átomo (1926), así como en los microrrelatos de sus Caprichos (1925/1956), “El gran gasómetro” (1920) o “Diez millones de automóviles” (1926), entre otros. La denominada “otra generación del 27” experimentó con los recursos antirrealistas que posibilitaban lo fantástico y la ciencia ficción tanto en el ámbito de la narrativa como en el de la poesía, tal y como refleja el capítulo de Xaime Martínez. Se considera El universo (1900), de Carlos Ferrer y Mitayna, como la obra pionera de la poesía de ciencia ficción española, iniciando una corriente de la que también participaron Gómez de la Serna y Pedro Salinas, hasta que la publicación del poema épico La nave (1959), de Tomás Salvador, supuso un punto de inflexión en la poesía española de ciencia ficción. Vicente Blasco Ibáñez fue uno de los escritores con mayor éxito de público durante este período tanto en España como en Estados Unidos, donde sus novelas Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) y Sangre y arena (1908) se adaptaron al cine. Una de sus obras más conocidas en la época, El paraíso de las mujeres (1922), no fue adaptada al cine, pero gozó de muy buena recepción entre el público, así como otros
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textos distópicos que le permitieron convertirse en un modelo para la renovación literaria española de la época. Martín Rodríguez considera que la principal corriente de la ficción científica española estuvo representada por un grupo de jóvenes intelectuales que siguieron los pasos de Ramiro de Maeztu hasta Londres tras el desánimo generado en el ambiente sociocultural después de la derrota de España en la guerra de Cuba (1898). Muchos de estos jóvenes se fueron a estudiar y a trabajar al extranjero para conocer las innovaciones que traía la modernidad a países industrializados como Francia, Alemania o Gran Bretaña. Entre el grupo de autores de esta generación que siguieron a Ramiro Maeztu a Londres se encontraban Ramón Pérez de Ayala, Luis Araquistáin y Salvador de Madariaga, a los que el propio Maeztu bautizó como London boys, y entre cuyos colegas británicos figuraban George Bernard Shaw y H. G. Wells. En este capítulo Martín Rodríguez sostiene que la tendencia más destacada de la ciencia ficción española de principios del siglo xx fue la crítica desde el punto de vista político debido al contexto de 1931, en el que la monarquía fue sustituida por la república democrática y las amenazas de revoluciones anarquistas o comunistas, así como fascistas, eran constantes. En este contexto la ciencia ficción se consideró como un vehículo idóneo para la crítica y el compromiso desde la proyección de diferentes escenarios político-sociales alternativos, como demuestra El banquete de Saturno (1931), de Matilde de la Torre, en la que se narra la construcción de un Estado socialista. El teatro fantástico y de ciencia ficción goza de una larga tradición en la historia de la cultura española, aunque muchas obras de estos géneros no hayan sido habitualmente catalogadas como tales. Si la novela fundacional de la ciencia ficción fue el Frankenstein (1818) de Mary Shelley, es importante recordar el éxito que obtuvieron en su época las numerosas adaptaciones teatrales que se hicieron de la novela, y, sobre todo, debemos mencionar que la palabra robot (obrero, siervo) se acuñó por primera vez en la obra de teatro R.U.R. (1920), de Karel Čapek. Entre algunos de los autores que también cultivaron el teatro de ciencia ficción durante estos años, Mariano Martín Rodríguez cita a Bulgákov y Marinetti, así como una extensa lista (nacional e internacional), entre la que cabría destacar la obra de Enrique Jardiel Poncela
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como exponente del teatro de humor vanguardista de la época que también cultivó la ciencia ficción en Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936); así como Ramón Pérez de Ayala (uno de los chicos de Londres de Maeztu), autor de Sentimental Club (1909); Ricardo Baroja y su comedia El pedigree (publicada en 1926), centrada en cuestiones eugenésicas; Honorio Maura, en la comedia 1945 (estrenada en 1924); Felipe Ximénez de Sandoval y Pedro Sánchez de Neyra, en Orestes I (estrenada en 1930), y Agustín de Foxá, en Otoño del 3006 (estrenada en 1954). La mayoría de estos textos son distópicos y utilizan, en algunos casos, el humor como recurso irónico (y distanciador). Y, por último, mencionar La mujer artificial o La receta del Doctor Miró, de Carlos Arniches y Joaquín Abati (estrenada en 1928), en la que se crea una mujer artificial siguiendo la estela de “El hombre de arena” (1816), de E. T. A. Hoffmann, y La Eva futura (1886), de Auguste Villiers de l’Isle-Adam, cuyo motivo reaparece en El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau (estrenada en Praga en 1925 bajo la dirección de Čapek), así como en otras obras dramáticas posteriores de Francisco Nieva y Ernesto Caballero (un motivo recurrente en la narrativa, el cine, el teatro y el cómic de ciencia ficción nacional e internacional, véase López-Pellisa [2015]). La pieza teatral de Jacinto Grau se gestó bajo la influencia de Niebla (1915), de Unamuno, y Seis personajes en busca de autor (1921), de Pirandello, en el contexto de los nuevos lenguajes de la modernidad. José Manuel Trabado se encarga del capítulo dedicado al cómic de ciencia ficción y considera que este género se inaugura con la publicación de “Un viaje al planeta Júpiter” (1907), de Joaquín Xaudaró, en la revista Gente Menuda. Las novelas de H. G. Wells y Verne, junto al imaginario audiovisual despertado por películas como Viaje a la Luna (1902), de Méliès, propiciaron el escenario para la publicación de historias como “Aventura original de Carancho, Barbilargo y el camarero Pascual” (1928), en las que las aventuras del viaje espacial predominan sobre cualquier otra temática. Es muy interesante que Trabado considere que las ilustraciones de Robida o Alvim Correa incluidas en las novelas de Verne y Wells se enmarcaban dentro del canon del sistema literario, frente a estas primeras manifestaciones gráficas (protocómics) relegadas a los márgenes del sistema editorial. La historia del cómic de ciencia ficción se transforma a partir de los años treinta,
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tras la aparición de héroes como Buck Rogers, Flash Gordon, Tarzán y Dick Tracy en las revistas pulp de la época dorada de la ciencia ficción norteamericana. La historieta de Flash Gordon fue creada por el dibujante Alex Raymond en 1934, y llegó a España en 1935 gracias a la revista Aventurero. Flash Gordon ha influido notablemente en toda una generación de dibujantes y guionistas españoles, como demuestran Tom, el dominador del universo (1930) y Las hazañas de Nick, pecho de hierro (1933), ambas dibujadas por Francisco Darnís con guion de José María Canellas Casals, o La guerra futura (1935), con dibujos de Farell. En estos años también se publica El universo en guerra (1935), de Jaime Tomás, y Guerra en la estratosfera (1937), de Salvador Mestres, basada en la película Things to Come (1936), con guion de H. G. Wells y estrenada en España como La vida futura (1937). El caso del cine es muy diferente al de la narrativa, ya que los elevados costes de producción que requiere, junto al escaso desarrollo industrial del país, hicieron que la producción cinematográfica española estuviera siempre a la zaga (en comparación con el caso francés y anglosajón). En Francia, el cineasta George Méliès se había convertido en el pionero del cine fantástico, de terror y de ciencia ficción con películas como Viaje a la Luna (1902) y Viaje a través de lo imposible (1904), inspiradas en las aventuras científicas de Julio Verne. Pero son muchos los países que integran la ciencia ficción en sus producciones cinematográficas vanguardistas: Iván Gómez destaca Aelita (Yakov Protazanov, 1924), en la Unión Soviética; Metrópolis (Fritz Lang, 1927), en la Alemania de Weimar; La vida futura (William Cameron Menzies, 1936), en Inglaterra, y Flash Gordon (Frederick Stephani, 1936), en Estados Unidos. En España el pionero del cine fantástico y de ciencia ficción es el turolense Segundo Chomón, con películas como El hotel eléctrico (1908) y El viaje a Júpiter (1909), aunque también pertenecen a este período Madrid en el año 2000 (1925), de Manuel Noriega, y El sexto sentido (1929) y Al Hollywood madrileño (1927), de Nemesio Sobrevila. Iván Gómez, en su capítulo dedicado al cine de 1900 a 1980, hace hincapié en la escasa financiación de la que disponía la incipiente industria cinematográfica española, a lo que debemos sumar la lamentable pérdida de la mayor parte de los materiales de esta época que dificultan el estudio y catalogación de las
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películas realizadas. Por todo esto, Iván Gómez sostiene que hasta la década de los sesenta no podemos hablar de una verdadera producción cinematográfica de ciencia ficción española.
3. La ciencia ficción durante la posguerra y la dictadura: el boom Aunque algunos críticos sostienen que durante la posguerra y el franquismo no se produjo ciencia ficción en España, los capítulos de este libro dedicados a este período, tanto en la narrativa como en el teatro, la poesía, el cómic, la televisión o el cine, presentan un extenso análisis y citas de obras que contradicen tales afirmaciones. Si hasta la Guerra Civil la ciencia ficción española tenía como principal referente la narrativa británica (Wells) y francesa (Verne), tras la trágica contienda se produjo un giro copernicano en la producción, estilo, formato y calidad del género bajo la influencia de la golden age de la ciencia ficción norteamericana. La aparición de la cultura de masas promovió una industria cultural que rápidamente encontró mercado en España, gracias a las políticas que tan bien se reflejan en películas como Bienvenido Mr. Marshall (Luis García Berlanga, 1953), y los modelos importados del pulp norteamericano dieron lugar al fenómeno de los bolsilibros en la narrativa de ciencia ficción española (publicaciones económicas de baja calidad con tramas estereotipadas cuyos autores publicaban con seudónimos anglosajones). Predominaba la cultura popular y esto favoreció el crecimiento del cómic de ciencia ficción (cuyo boom también se produce en estos años), hasta que en la década de finales de los sesenta y principios de los setenta se inicia un período de experimentación formal en la narrativa (Mariano Antolín Rato, Daniel Sueiro, Carlos Rojas o José María Merino), el teatro (con autores como Buero Vallejo, Ana Diosdado o José Rubial) y la televisión (Ibáñez Serrador). Por estas fechas el modelo pulp de la narrativa se ha trasladado al cine y predominan las producciones conocidas bajo el nombre de fantaterror, que podríamos considerar el equivalente cinematográfico español de los bolsilibros.
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La bomba increíble (1950), de Pedro Salinas, es la novela más representativa de la posguerra española del género de ciencia ficción. Martín Rodríguez sostiene que esta obra estaría emparentada con el modelo utópico/distópico, que desapareció durante el primer franquismo en España. En 1953 irrumpe el fenómeno de los bolsilibros y se toma como modelo el pulp norteamericano, que, como decíamos previamente, caracterizó la literatura comercial y la cultura de masas. Entre los autores que cultivaron esta modalidad, Mikel Peregrina destaca los nombres de José Mallorquí (autor de El Coyote), Ángel Torres Quesada, Antonio Vera Ramírez, Enrique Martínez Peñaranda, Francisco González Ledesma, Luis García Lecha o Pascual Enguídanos, autor de la famosa La saga de los Aznar. Las escritoras de la época también cultivaron con gran éxito el género del bolsilibro, entre cuyos nombres destacan María Victoria Rodoreda Sayol, Ralph Barby (seudónimo tras el cual se escondía el matrimonio Rafael Barberán Domínguez y Àngels Gimeno), María Luisa Vidal Alfonso o Elia Fernández Ramos (véase Robles [2016a]). Lo interesante es que toda esta producción marginal de aventuras científicas y espaciales convive con el reconocimiento de varias novelas premiadas por certámenes ajenos al género, a lo que debemos sumar la incursión de algunos creadores que comienzan a experimentar con la narrativa no mimética, tal y como se refleja en La nave (1959), de Tomás Salvador (autor ganador del Premio Nacional de Literatura y del Premio Planeta), en cuyo prólogo nos habla de la trascendencia de la ciencia ficción, y en Ruy Darch, los primeros hombres de Marte (1953), de Eduardo Texeira. A partir de la década de los sesenta el cultivo de lo fantástico y la ciencia ficción comienza a extenderse: Francisco García Pavón ya se aleja del realismo social en La guerra de los dos mil años (1967), donde podemos encontrar relatos críticos frente a la represión franquista, y Manuel García-Viñó plantea una nueva organización social (hombre-máquina) en Construcción 53 (1965). También escribieron obras de ciencia ficción Jorge Campos (ganador del Premio Nacional de Literatura en 1955), como lo demuestran sus Cuentos en varios tiempos (1971) o los relatos de Bombas, astros y otras lejanías (1992); Carlos Rojas (ganador del Premio Nacional de Literatura en 1968), con El futuro ha comenzado (1967), o Daniel Sueiro, con la
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novela Corte de corteza (1969), con la que ganó el Premio Alfaguara y en la que se narra un trasplante de cerebro (un tema muy habitual en el cine de la época; véase el capítulo de Iván Gómez). En la década de los setenta Jesús Torbado consiguió el Premio Planeta con la novela En el día de hoy (1976) (una ucronía sobre la victoria republicana en la Guerra Civil), Mariano Antolín Rato ganó el Premio de la Nueva Crítica con Cuando 900 mil mach aprox (1973), publicando poco después la excelente novela Campos unificados (1984) y el académico José María Merino ya se iniciaba en la ciencia ficción con La novela de Andrés Choz (1976) —sin abandonar la ciencia ficción y lo fantástico a lo largo de su carrera—. Estos años suponen un boom en la producción española de ciencia ficción, cuya madurez y consolidación no llegará hasta la década de los ochenta y, sobre todo, de los noventa. Sin lugar a dudas, la publicación de la revista Nueva Dimensión (1968-1983) fue determinante para la gestación de un público y una generación de autores de ciencia ficción en el país. La publicación periódica creada por Sebastián Martínez, Luis Vigil y Domingo Santos se encargó de introducir en España el formato del relato de ciencia ficción (traduciendo los cuentos más relevantes del panorama internacional y publicando a los autores españoles). Entre la larga lista de autores que aparecen en el capítulo que Mikel Peregrina le dedica a este período, cabría destacar a Domingo Santos, Alfonso Álvarez Villar, Francisco Lezcano Lezcano, Carlos Buiza (cuyos relatos fueron llevados a TVE por Ibáñez Serrador), Juan José Plans, Juan G. Atienza, Luis Vigil, el dúo María Guera y Arturo Mengotti, Teresa Inglés (ganadora del Premio Nueva Dimensión en 1977), el cineasta José Luis Garci (como autor de relatos, guionista y director de series y películas de ciencia ficción), Carlo Frabetti, Carlos Saiz Cidoncha, Javier Redal, Roberto Rodríguez Toyos, Ignacio Romeo, Jaime Rosal del Castillo o Gabriel Bermúdez Castillo, entre otros. Durante estos años fueron fundamentales las colecciones editoriales especializadas en ciencia ficción, como Nebulae, Edhasa, Acervo y Bruguera, gracias a las cuales los lectores españoles pudieron tener acceso a las traducciones de Isaac Asimov, Richard Matheson, Clifford D. Simak, Alfred Bester, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Alfred van
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Vogt o John Wyndham, entre otros, aunque no promovieran con efusividad la publicación de autores nacionales. A finales de los años setenta se produce otro fenómeno editorial decisivo para el desarrollo del género en España: la llegada del editor argentino Francisco Porrúa a Barcelona, fundador de la editorial Minotauro y editor de Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, supuso un punto de inflexión para el inicio de la naturalización de la narrativa de ciencia ficción en el mercado español. Porrúa había sido el primero en traducir las Crónicas marcianas de Ray Bradbury al español (cuyo prólogo le encargó a Jorge Luis Borges), y desde el primer momento potenció tanto la traducción de los grandes autores de la ciencia ficción anglosajona como la publicación de autores rioplatenses (como Carlos Gardini, Eduardo Goligorsky, Angélica Gorodisher, Mario Levrero, Alberto Vanasco y Ana María Shua), impulsando la ciencia ficción escrita en español. Es importante recordar que compró los derechos y tradujo (junto a Matilde Zagalsky) El señor de los anillos el mismo año en que se mudó a Barcelona, y que precisamente en la década de los 60-70 se produjo el boom de la narrativa hispanoamericana, que revolucionó el sistema editorial español. Esta renovación temática, estilística y del lenguaje, con obras en las que predominaba el relato frente a la novela, supuso un cambio en las letras españolas, que cada vez fueron asumiendo con mayor naturalidad los géneros no miméticos practicados por Cortázar, Bioy Casares o Borges. Durante el franquismo también se publicaron poemas de ciencia ficción gracias al trabajo que desarrolló la revista Nueva Dimensión. Poetas como Manuel Pacheco Conejo y Carlo Frabetti, así como toda una serie de poetas que comenzaron a publicar sus textos en la revista durante la década de los setenta, como Félix Obes Fleurquin, Eugenio León Folch, José Ángel Crespo y Luis Eduardo Aute, son un claro ejemplo de las inquietudes experimentales de una joven generación de poetas españoles. Pedro Casariego Córdoba y Luis Alberto de Cuenca, pertenecientes a la generación de los novísimos, también cultivaron una poesía de ciencia ficción que comenzaba a caracterizarse por la inclusión de elementos de la cultura popular y de la cultura de masas ya en estos años.
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Como se ha podido comprobar hasta el momento, durante la dictadura franquista podemos hablar de un boom en la producción de la ciencia ficción española, no tanto por la innovación y consolidación de una producción autóctona como por el crecimiento en el número de publicaciones, traducciones, colecciones, revistas y producciones audiovisuales. A pesar de que no le hemos dedicado un apartado específico a la censura durante la dictadura franquista, en el capítulo de Mikel Peregrina se reseñan distopías y relatos críticos frente al régimen dictatorial, cuyas publicaciones convivían con los bolsilibros y las películas del fantaterror. En 1964 Ray Bradbury fundaba la compañía teatral Pandemonium en Los Ángeles, dedicada a la producción teatral de ciencia ficción, mientras en España aumentaban los estrenos y publicaciones de dramas especulativos (aunque la mayoría de sus autores los presentaran sin esta marca genérica). En este contexto, el teatro de ciencia ficción español estudiado por Miguel Carrera también encontró su lugar entre las revistas especializadas, como Yorick y Nueva Dimensión, y entre varios dramaturgos que cultivaron el género, como el vanguardista José Ricardo Morales (Prohibida su reproducción, 1965; La cosa humana, 1966; Hay una nube en su futuro, 1966; Un marciano sin objeto, 1971, etc.) o el célebre Buero Vallejo (Premio Lope de Vega en 1949 y Premio Cervantes en 1986), con su conocida pieza El tragaluz (1967), y cuya admiración por H. G. Wells también se percibe en la ópera Mito (1968) y en La Fundación (1974), esta última quizás más cercana al género alegórico. Es importante mencionar la presencia, junto a Buero Vallejo, de otros dramaturgos fundamentales en el canon de la dramaturgia española, como es el caso de Alfonso Sastre. A pesar de que se le conoce por su faceta realista, también encontró en la ficción especulativa un modo de expresión para su compromiso político, como lo demuestran Uranio 235 (1946) o Ejercicios de terror (1973), inspirado en el Frankenstein de Mary Shelley, así como Los hombres y sus sombras (1988) y Demasiado tarde para Filoctetes (1990). Durante estos años también se estrena el drama Y de Cachemira, chales (1976), de la dramaturga Ana Diosdado. Miguel Carrera recupera a varios creadores del Nuevo Teatro Español en cuya obra encontramos manifestaciones de ciencia ficción,
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como Carlos Muñiz (El tintero, 1961) o Luis Mantilla (Ejercicios para equilibristas, 1980), y entre el repertorio vanguardista destacan las obras de José Rubial Los mutantes (1969), El rabo (1969) o El superagente (1969), junto a los nombres de Alberto Miralles, Eduardo Quiles y Antonio Martínez Ballesteros. Entre las obras publicadas por la revista Nueva Dimensión sobresale la distopía Sodomáquina, de Carlo Frabetti, estrenada en la primera HispaCon (1969) y premiada como mejor iniciativa europea en el campo teatral en la Convención Europea de Bruselas de 1978. Es interesante ver cómo en la inmediata posguerra ya se estaban publicando algunos de los cómics fundacionales de la ciencia ficción, entre los que José Manuel Trabado destaca Carlos el intrépido en 1942 (traducción del cómic norteamericano Brick Bradford, de William Ritt); Barton. El Gladiador del espacio (1941), de Edmundo Marculeta (autor de algunas versiones a la española de Flash Gordon); Ray de Astur (1943), de J. R. Villar; Red Dixon, de Joaquín Berenguer (guion) y Juan Martínez Osete (dibujo), y Al Dany (1953), de Víctor Mora y Francisco Hidalgo. Manuel Trabado sostiene que en las décadas de los treinta y cuarenta están vigentes dos modelos narrativos en el cómic de ciencia ficción: por un lado, encontramos aventuras de fantasía tipo folletín y, por el otro, historias influidas por el modelo de Flash Gordon (que tardará muchos años en ser superado). Durante el primer franquismo el personaje más popular del cómic español lo encarna Diego Valor, una adaptación del cómic británico Dan Dare Pilot of the Future a la radionovela, que tras su éxito radiofónico pasó al cómic en 1954, al formato televisivo en 1958 e incluso al teatro (siguiendo una estrategia transmedia que ya había iniciado Flash Gordon en el mercado norteamericano). Durante este período, Trabado destaca la colección Futuro. La Revista de las Rutas del Espacio (1953), en cuya edición participó José Mallorquí, y la adaptación al cómic en 1957 de la exitosa La saga de los Aznar, de George H. White (seudónimo de Pascual Enguídanos), así como la publicación de La nave del tiempo (1954), con guion de José Antonio Vidal y dibujo de Ambrós (también autor de El Capitán Trueno). Estas son las décadas del boom del cómic adulto (19671986), y son precisamente unas fechas fundamentales para el cómic
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de ciencia ficción español gracias al aumento de las revistas dedicadas al género y a la revolución que se llevó a cabo en el tratamiento del lenguaje gráfico (aunque algunas publicaciones continuaron en la línea de las aventuras espaciales). La experimentación formal de la década de los sesenta se plasma en publicaciones como Lavinia 2016 o la guerra dels poetes (1967 y 1968), creada por Enric Sió, con guion de Emili Teixidor, para la revista Oriflama, y en las creaciones gráficas que la generación de Josep Maria Beà, Carlos Giménez, Estaban Maroto, Enric Sió y Adolfo Usero publicó en la revista Nueva Dimensión. Mientras en Francia el colectivo de los Humanoïdes Associés (Moebius, Jean-Pierre Dionnet y Philippe Druillet) publicaba Métal Hurlant (1975), en España aparecían las revistas 1984 (1978), en la que colaboraron Josep Toutain y James Warren (el editor de revistas como Creepy, Eerie o Vampirella), Delta 99 y la serie de historietas 5 por infinito (creación de Maroto). Además de los autores que han entrado en el canon (Josep Maria Beà, Fernando Fernández, Miguelanxo Prado y Carlos Giménez), es importante mencionar la presencia de autores argentinos durante el proceso de creación y consolidación de la historia española del cómic de ciencia ficción (gracias a los trabajos de Ricardo Barreiro y Juan Giménez, Carlos Trillo y Horacio Altuna). En el capítulo sobre la producción del cine de ciencia ficción durante la posguerra y la dictadura, el académico Iván Gómez destaca la película Tres eran tres (1954), de Eduardo García Maroto, y sostiene que hasta los años cincuenta no veremos un aumento en la creación de este tipo de películas hasta la explosión de estrenos durante la década de los sesenta y setenta, dando lugar a lo que podríamos denominar como la edad de oro del cine de ciencia ficción en España: el boom del cine de ciencia ficción en España (por la gran cantidad de películas exploitation que se estrenan). En los años sesenta nace el Nuevo Cine Español con directores como Carlos Saura, Mario Camus, Basilio Martín Patino, Summers, Víctor Erice, Bardem y Berlanga. Mientras en el extranjero se están estrenando algunas de las películas más importantes de la historia del cine de género, como El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960), Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), 2001: una odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick), Barbarella (Roger Vadim, 1968), Alien: el octavo
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pasajero (1978, Ridley Scott), Encuentros en la tercera fase (1977, Steven Spielberg), Solaris (1972, Andréi Tarkovski), La naranja mecánica (1971, Stanley Kubrick) o Star Wars (1977, George Lucas), en España se estrena Gritos en la noche (1961), de Jesús Franco, iniciando una nueva etapa para el cine de género. El protagonista de la película, el Dr. Orloff, representa el estereotipo del mad doctor que utiliza sus conocimientos científicos sin ningún tipo de ética, una trama que se repetirá como una fórmula. Iván Gómez explica cómo durante el período conocido como fantaterror español predominó lo que se conoce como cine exploitation, con producciones ligeras para el gran público en las que el terror, la ciencia ficción y el erotismo se combinaban con gran éxito. El tema del científico loco es uno de los más comunes en las películas de esta época: aparece en Miss Muerte (Dans les griffes du maniaque, 1966), de Jesús Franco (junto a una larga lista del mismo director), además de los temas clásicos de la ciencia ficción, como el del fin del mundo en La hora incógnita (1963), de Mariano Ozores; el del monstruo en Cartas boca arriba (1966, Franco), Terror en el espacio (Terrore nello spazio, Mario Bava, 1965), El sonido de la muerte (José Antonio Nieves Conde, 1965) o Pánico en el Transiberiano (Eugenio Martín, 1972); lo distópico en Fata Morgana (Vicente Aranda, 1966), Una gota de sangre para morir amando (Eloy de la Iglesia, 1973); el cataclismo nuclear en El refugio del miedo (José Ulloa, 1974); los trasplantes de cerebro en Trasplante de un cerebro (Juan Logar, 1970), Memoria (Francisco Macián, 1974), Odio mi cuerpo (León Klimovsky, 1973); la criogenización en Largo retorno (Pedro Lazaga, 1975); el zombi en No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974); adaptaciones de Julio Verne en Viaje al centro de la Tierra (1977) y de Superman en Supersonic Man (1979), de Piquer Simón. Iván Gómez cierra el capítulo con ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976) y Arrebato (Iván Zulueta, 1979), tras una pormenorizada panorámica del nacimiento y desarrollo del cine de ciencia ficción en España desde 1900 hasta 1980. Resulta bastante paradójico que los espectadores del siglo xxi todavía consideren que no existe cine y televisión de ciencia ficción en España, cuando, desde que se iniciaran las primeras retransmisiones regulares de televisión a principios de los sesenta, la ciencia ficción
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tuvo una presencia continuada en la programación. Es la época de series de gran éxito como Doctor Who (1963-1989) y Star Trek (19661969). Ada Cruz Tienda, en su capítulo sobre la ciencia ficción en la televisión española (1960-2000), comenta el éxito que tuvieron las emisiones de The Twilight Zone (CBS, 1959-1964), emitida a partir de 1961 bajo el título de Dimensión desconocida; la serie The Outer Limits (ABC, 1963-1965), traducida como Rumbo a lo desconocido (cuya emisión se inicia en 1964); The Invaders (estrenada en España en 1968); The Outer Limits (en antena desde 1964 hasta 1967), y la serie juvenil británica Capitán Marte (Fireball XL5, ITV, 1962-1963). A los títulos citados tendríamos que añadir Battlestar Galactica (19781980), traducida como Galáctica, estrella de combate, y Space: 1999 (1975-1977), traducida en España como Espacio 1999. Ada Cruz sostiene que el público español de las décadas de los sesenta y los setenta estaba habituado a consumir este tipo de ficción televisiva, cuya presencia en TVE se consolidó tras la llegada a España desde Argentina de Narciso Ibáñez Serrador. Los guionistas televisivos de la ciencia ficción de esta época son Mercero, Garci, Plans, Tébar, Schaaff, Picas, Durán, Güell y, por supuesto, Ibáñez Serrador. Si, como hemos podido observar, en el siglo xxi y a principios del xx la mayor influencia del género vino de Francia y Gran Bretaña, y durante la primera mitad del siglo xx se importó el modelo norteamericano, a partir de los años sesenta y setenta ha sido decisiva la influencia latinoamericana en la creación del imaginario fantástico y de ciencia ficción en la cultura española (sin que perdiera su hegemonía la influencia de la ciencia ficción anglosajona). Ibáñez Serrador comenzó realizando remakes de guiones que había estrenado previamente en Argentina con gran éxito, en los que se percibía una fuerte influencia de Edgar Allan Poe y Ray Bradbury, tanto en los episodios que integran Mañana puede ser verdad (1964-1965) como en los capítulos de la exitosa serie Historias para no dormir (1966-1968; 1982). Es en este contexto en el que Luis Calvo Teixeira y Carlos Jiménez Bescós crean Doce cuentos y una pesadilla (UHF, 1967) a partir de unos guiones originales de Juan Tébar, y posteriormente llegan las emisiones de Hora once (UHF, 1968-1974), en uno de cuyos capítulos se adaptaba el relato de ciencia ficción “Cuento futuro”, de Leopoldo
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Alas (Clarín), y Ficciones (UHF, 1971-1974 y 1981), donde se juega con diferentes géneros tanto miméticos como no miméticos. Ada Cruz Tienda afirma que a partir de 1974 se dejan en segundo plano las adaptaciones de los clásicos en favor de la creación de guiones originales, como podemos ver en Crónicas fantásticas (con guiones de Juan José Plans y la dirección de Sergi Schaaff ). El director de cine José Luis Garci, colaborador habitual de Nueva Dimensión, publicó el libro Ray Bradbury, humanista del futuro (Ediciones Helios, 1971) y colaboró en la producción y dirección de algunas series de televisión de esta época, así como en el guion de las distopías La cabina (1972) y La Gioconda está triste (1977), dirigidas por Antonio Mercero (también autor del capítulo Los pajaritos, 1974). Lo cierto es que podemos afirmar que los años sesenta y setenta son los años de la explosión del género en España: el boom de los bolsilibros en la narrativa, el boom del fantaterror en el cine, el boom del cómic adulto (en el que tuvo un gran peso la ciencia ficción), el boom del mercado editorial (gracias a la aparición de numerosas editoriales especializadas y revistas), el boom hispanoamericano (introduciendo la literatura fantástica y el realismo mágico en la cultura española) y el boom de la presencia de lo fantástico y la ciencia ficción en la recién creada Televisión Española. Podríamos pensar en estas décadas (sesenta, setenta) previas a la consolidación como los años del boom de la ciencia ficción en la cultura española.
4. Transición y democracia: consolidación David Roas y Ana Casas (2008: 41-46) sostienen que entre 1980 y 2000 se produce la normalización del género fantástico en España debido a la conjunción de varios elementos: se consolidan como autores fantásticos Cristina Fernández Cubas, Alfonso Sastre, José María Merino, Ignacio Martínez de Pisón, Ángel Olgoso, Pilar Pedraza, Juan José Millás, Javier Tomeo, etc. A esto se suma la influencia del imaginario antirrealista latinoamericano (que había desembarcado en los años setenta), la reedición de los clásicos (Hoffmann, Poe, Lovecraft, Kafka, etc.) en editoriales especializadas, además de la influencia
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del cine (tanto de Hollywood como de otras tradiciones europeas y orientales). En el caso de la ciencia ficción asistimos a un boom en la producción del género entre los sesenta y los setenta, que a finales del siglo xx inicia un proceso de madurez y consolidación (especialmente en la década de los noventa). Durante las décadas de los ochenta y los noventa aparecieron un gran número de revistas especializadas que han sido fundamentales para el desarrollo del género: Kandame (editada por Miquel Barceló, 1980-1984), Gigamesh (dirigida por Alejo Cuervo, Julián Díez y Juanma Santiago, 1985-2006), BEM (1990-2000), El Fantasma (1993-1997) y Artifex (1997-2009), además de la colección Biblioteca de Ciencia Ficción de Ediciones Orbis (1985-1987) y la colección Nova, dirigida por Miquel Barceló en Ediciones B, entre otras publicaciones que el lector encontrará referenciadas en el capítulo correspondiente. Entre la lista de autores que destacan en los ochenta encontramos a Juan Miguel Aguilera, Elia Barceló, Juan Antonio Fernández Madrigal, Rafael Marín, Rodolfo Martínez, Javier Redal, Carlos Saiz Cidoncha, Julio Septién y Ángel Torres Quesada, entre otros. Para el análisis de estos años Yolanda Molina-Gavilán considera que Futuro imperfecto (1981), de Domingo Santos, y Nunca digas buenas noches a un extraño (1980), así como Lágrimas de luz (1984), de Rafael Marín, inauguran la ciencia ficción española moderna. A partir de la década de los ochenta la ciencia ficción española se caracteriza por el uso de fórmulas y temas más cercanos a la new wave (aunque sin llevar a cabo transgresiones formales). Como ejemplos de esta renovación en la ciencia ficción nacional se cita a Juan Miguel Aguilera y Javier Redal (Mundos en el abismo, 1988, e Hijos de la eternidad, 1989); a la periodista y escritora Rosa Montero (La función delta, 1981), y las novelas y relatos de José María Merino (destacamos La orilla oscura, 1985) y Gonzalo Torrente Ballester (Quizá nos lleve el viento al infinito, 1984). En la década de los noventa se produjo la aparición del fenómeno fándom en España. La organización e institucionalización de los aficionados al género de la ciencia ficción impulsó la publicación de la producción autóctona gracias a la fundación de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción (AEFCF) en 1991, reconvertida
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posteriormente en Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT). La creación de una institución de estas características permitió aglutinar a toda una serie de fans, lectores y críticos que promovieron el estudio de la historia del género en nuestro país, así como la organización anual del congreso HispaCon. La asociación también gestionó la publicación periódica de las antologías Visiones y Fabricantes de sueños (que todavía tienen vigencia en la actualidad), y favoreció la publicación de autores españoles como Daniel Mares, Félix J. Palma, Elia Barceló, Luna García y García, David Soriano, Manuel Jesús Garrido Galera, César Mallorquí, Armando Boix, Juan Manuel Santiago, Carlos Pavón, Javier Negrete, Rodolfo Martínez, Javier Cuevas, Ramón Muñoz, Raúl González del Águila y José Antonio Malagón. Yolanda Molina-Gavilán considera que las novelas más destacadas de la historia del género en esos años fueron Salud mortal (1993), de Gabriel Bermúdez Castillo, cuya característica primordial —ya ensayada en El señor de la rueda (1978)— fue la introducción de elementos locales que, según Molina-Gavilán, colaboraron en la “españolización del género”, y Consecuencias naturales (1994), de Elia Barceló, cuyas publicaciones anteriores, Sagrada (1989) y El mundo de Yarek (1993), la consolidaron como la escritora de mayor éxito en la historia nacional del género. También analiza la primera novela ciberpunk española, La sonrisa del gato (1995), de Rodolfo Martínez, así como el relato “El día que hicimos la transición” (1998), de Ricard de la Casa y Pedro Jorge Romero, y la novela La rosa de las nieblas (1999), de Lola Robles —ensayista y una de las escritoras más destacadas de la ciencia ficción española contemporánea, tanto por su narrativa como por su activismo—. También publicaron textos del género Suso de Toro (La sombra cazadora, 1995), Ray Loriga (Tokio ya no nos quiere, 1999) y Eduardo Mendoza (Sin noticias de Gurb, 1990). La poesía de ciencia ficción ya gozaba de cierta visibilidad en Estados Unidos gracias a la fundación de la Science Fiction Poetry Association en 1978. La escritora y académica Suzette Haden Elguien había tenido esta iniciativa, junto a la creación del premio de poesía de ciencia ficción Rhysling Award, cuyo galardón le otorgaron a Ursula K. LeGuin en 1982. En el contexto del territorio español no se creó el premio literario Ignotus para la mejor obra poética hasta 1994.
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Los trabajos académicos sobre poesía de ciencia ficción española son escasísimos, por lo que el trabajo llevado a cabo por Xaime Martínez podría considerarse el primer estudio panorámico (de los siglos xx y xxi). Es importante destacar la presencia de la poesía de ciencia ficción entre algunos integrantes de los novísimos; Pere Gimferrer y Leopoldo María Panero mostraron abiertamente su interés por la ciencia ficción y la literatura fantástica, pero sin lugar a dudas, los poetas más destacados en su relación con el género fueron Pedro Casariego Córdoba y Luis Alberto de Cuenca. A lo largo de esta trayectoria se ha comprobado que la ciencia ficción no era ajena a las artes escénicas. José Sanchis Sinisterra (Premio Nacional de Teatro, 1990) ya había cultivado lo fantástico con su conocida ¡Ay, Carmela! Elegía de una guerra civil (1986), y recurre a la ciencia ficción humorística en Perdida en los Apalaches (juguete cuántico) (1991). El dramaturgo Francisco Nieva había escrito varios dramas fantásticos y de terror (véase De Beni [2012]), hasta llegar a la ciencia ficción con algunas piezas breves que aparecen en Centón de teatro (1996), en las que critica a la sociedad burguesa de la época. A la trayectoria consolidada de estos dos dramaturgos en la década de los noventa, se deben sumar las creaciones de Ignacio García May, perteneciente a la generación Bradomín, cuya cultura televisiva y cinematográfica lo acercan a la cultura popular, tal y como se percibe en sus obras no miméticas El Dios Tortuga (1997), Lalibelá (1997) y la pieza ciberpunk Los años eternos (2002), sobre el viaje en el tiempo. Es importante mencionar que el imaginario de la ciencia ficción cobra importancia en la escena nacional e internacional a finales del siglo xx tras el advenimiento de la cultura digital y la aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos dramáticos. El gurú del body art cibernético Stelarc o las piezas interactivas de Orlan en el extranjero, junto a los estrenos de la Fura dels Baus y el teatro cíborg de Marcel.lí Antúnez Roca, posibilitaron la reflexión en torno al transhumanismo y las consecuencias del desarrollo informático e industrial a partir de cuestiones planteadas desde la cibercultura que en algunas ocasiones ya se habían desarrollado previamente en algunos textos de anticipación. José Manuel Trabado considera que la ciencia ficción ha sido el género predominante en el boom del cómic adulto tal y como reflejaron
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las revistas 1984, Zona 84, Totem y Cimoc. La combinación del cómic de aventuras con el humorístico fue una de las características de las producciones de este período, y, entre algunas obras que podríamos destacar, Trabado cita Lorna y su robot (1979), de Carlos Saiz Cidoncha y Alfonso Azpiri; Fragmentos de una Enciclopedia délfica (1983), basada en la Fundación de Asimov; ADN (1989), de Fernando de Felipe, con guion de Óscar Aibar; S.O.U.L (1990), con guion de Jaime Vane, y las series de Alfonso Font, como la titulada El prisionero de las estrellas y Clarke & Kubrick (1983), entre una larga lista de títulos que el lector podrá consultar en el capítulo correspondiente. Pero, tras el boom, José Manuel Trabado sostiene que en la década de los noventa se experimentó un retroceso en la industria del cómic y muchos de los autores que protagonizaron el boom de los setenta y de los ochenta no continuaron con su producción durante estos años. A pesar de la pervivencia de las revistas Krazy Comics (publicada entre 1991 y 1993), con autores como Miguel Ángel Martín, la aparición de la industria del manga con Akira (1984), de Katsuhiro Otomo, y Ghost in the Shell (1989), de Masamune Shirow, supuso un punto de inflexión en la historieta gráfica occidental. A finales del siglo xx el género de ciencia ficción estaba perfectamente instalado en Hollywood con películas que han pasado a la historia, como Blade Runner (1982), E. T. (1982), Regreso al futuro (1985), Terminator (1985) o Robocop (1987), y, mientras tanto, en España se producía una gran transformación en la industria a partir de la ley Miró (1983), cuyo objetivo era promover el cine de autor en contraposición al cine popular —el fantaterror exploitation que había proliferado durante las décadas de los sesenta y los setenta—. Tal y como explica Rubén Sánchez en su capítulo, esta situación afectó directamente a la producción de la ciencia ficción española durante los años siguientes a la Transición, y los espectadores se habituaron al consumo del cine de género extranjero. Durante los ochenta todavía se producían algunas películas bajo la estela del fantaterror y la época del destape, como muestran los títulos de Jesús Franco El sexo está loco (1981), El siniestro Dr. Orloff (1984) y Los depredadores de la noche (1988), así como Neumonía erótica y pasota, de Jaime Bayarri (1981). También pertenecen a este período Morbus (Ignasi P. Ferré, 1983), con
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guion de Isabel Coixet, la ucronía Si las mujeres mandaran (o mandasen) (José María Palacio, 1982), además de la parodia El E. T. E. y el Oto (Manuel Esteba, 1983) y Los nuevos extraterrestres (J. P. Simón, 1983), entre una larga lista que Rubén Sánchez comenta pormenorizadamente. En la segunda mitad de los ochenta se abandona el exploitation por un cine de calidad y prestigio al que pertenecerían películas como El caballero del dragón (Fernando Colomo, 1985) y El gran Serafín (José María Ulloque, 1987), adaptación del relato de Adolfo Bioy Casares, o El vivo retrato (Mario Menéndez, 1986), sobre la clonación. Durante la década de los noventa el cine internacional de ciencia ficción obtenía grandes éxitos con películas como Jurassic Park (1993), Doce monos (1995), Gattaca (1997) o Matrix (1999), y en España algunos de los directores más conocidos, como Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar, Jaume Balagueró, Javier Fesser, Miguel Bardem o Elio Quiroga, participaron más del género fantástico y de terror que de la ciencia ficción. Entre las películas que el lector encontrará mencionadas en este capítulo, me gustaría destacar Acción mutante (1992) y El día de la bestia (1995), de Álex de la Iglesia, así como Abre los ojos (1997), de Alejandro Amenábar, por tratarse de dos directores de afamada reputación que han continuado cultivando los géneros populares. Rubén Sánchez Trigos considera que la producción cinematográfica de ciencia ficción de la década de los noventa se caracteriza por la inclusión de elementos locales y costumbristas, así como por la adaptación de cómics nacionales (Atolladero, Óscar Aibar, 1995) y referencias populares (El milagro de P. Tinto, de Javier Fesser, 1998, y Goomer, de José Luis Feito y Carlos Varela, 1999). En relación a lo sucedido en el ámbito televisivo, Ada Cruz Tienda sostiene que se recuperaron fórmulas que habían obtenido éxito y se grabaron nuevos episodios de Historias para no dormir (1982), cuya única novedad sería la emisión en color. También se recupera Ficciones (1981), y sería importante destacar el programa infantil y juvenil La bola de cristal (TV1, 1984-1988), donde trabajaba Carlo Frabetti como guionista. Y, aunque el boom televisivo de las producciones de ciencia ficción se produjo entre los años sesenta y setenta y gozó de una buena acogida por parte del público español, en los ochenta y noventa se aprecia una disminución notable en la producción nacional
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de series de ciencia ficción. Ada Cruz destaca la serie Historias del otro lado (La 2, 1992; 1996), en la que se adapta principalmente a los autores clásicos del género y en la que participó Jose Luis Garci como director de seis de sus capítulos. Estas series de televisión se caracterizaban por el formato de episodio autoconclusivo, que desaparecería a finales del siglo xx para dar paso a series de tramas complejas que se desarrollan en varios capítulos consecutivos.
5. El siglo XXI: la naturalización del género A partir de la primera década del siglo xxi tanto las series de televisión como el cine comercial habían naturalizado la presencia de la ciencia ficción en la tradición cultural de Occidente. Se podría afirmar que a partir de 1950 la ciencia ficción española perdió la sincronía con el resto de los países en los que se desarrollaba este género y desde entonces llevaría un retraso de entre diez y quince años con respecto a las corrientes marcadas por la ciencia ficción anglosajona —si el ciberpunk se inicia en 1982 con la novela Neuromante, de William Gibson, a España no llegará hasta la publicación en 1994 de La sonrisa del gato, de Rodolfo Martínez—. En el siglo xxi podemos hablar de un cambio en la recepción de la ciencia ficción debido a que muchas películas, obras de teatro o novelas no se presentan con esta marca de género y ello favorece un consumo sin prejuicios. Los géneros populares, como el policíaco y la ciencia ficción, han ocupado un lugar relevante tanto desde el punto de vista de la cultura de masas como de la alta cultura, ya que desde el mundo académico se trabaja con estos textos, se organizan congresos especializados y proyectos de investigación financiados por la institución pública dedicados al análisis de la cultura popular. El éxito de novelas como La carretera (2006), de Cormac McCarthy, ha acercado al gran público la ficción especulativa, propiciando una naturalización en la publicación y la recepción de un tipo de textos que ya no necesita una marca de género específica para su comercialización. Este proceso de naturalización, en el caso de España, no se vería reflejado en todas las disciplinas de la ciencia ficción. El caso de la
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narrativa, por ejemplo, es diferente al proceso y evolución del género en el ámbito del cine o la televisión de producción nacional. A partir del año 2000 se percibe una clara transformación en la publicación y recepción de la narrativa de ciencia ficción. Se abre un nuevo periodo en el que predomina el modelo de la new wave anglosajona (que había comenzado a cultivarse a finales del siglo xx) que convive con el género new wired (que Jeff VanderMeer y Ann VanderMeer describen como un híbrido de realismo, ciencia ficción y fantasía). Algunos autores del siglo xxi nacidos durante los años setenta, a los que Javier Calvo denomina “nuevos extraños españoles”, publican novelas y cuentos sin marcas de género o de clara adscripción al género de ciencia ficción, caracterizados por la experimentación formal y la combinación de diferentes géneros literarios en su producción narrativa, al tiempo que se consolidan los nombres de autores que siempre han cultivado la ciencia ficción. En el año 2000 la escritora Flavia Company publica la novela queer de ciencia ficción Melalcor, y algunos autores de las denominadas generación Mutante y Nocilla transitan entre el género de ciencia ficción, iniciándose en el siglo xxi, lo que podríamos considerar un cambio de paradigma. Fernando Ángel Moreno es el encargado de mostrar el panorama de la narrativa del siglo xxi. Considera que podemos hablar de un género que ha madurado y que puede comenzar a experimentar formalmente. Ángel Moreno sostiene que una de sus principales características es la hibridación de géneros, propia de la postmodernidad, cuyas señas de identidad serán lo metarreferencial (a partir de alusiones pop a la cultura popular), el humor negro, la ausencia de relaciones familiares en las tramas y una fuerte alienación de los personajes protagonistas (reminiscencia del antihéroe ciberpunk). Cita como ejemplo de este tipo de narrativa las novelas Switch in the Red (2009), de Susana Vallejo; la tetratología de Jorge Carrión (Los muertos, 2010); Cut and Roll (2008) y Los últimos días de Roger Lobus (2015), de Óscar Gual; Asesino cósmico (2011), de Robert-Juan Cantavella; La insólita reunión de los nueve Zacarías (2012), del Colectivo Juan de Madre (seudónimo de Daniel Miñano); Los últimos (2014), de Juan Carlos Márquez; el desenfadado El show de Grossman (2013), de Laura Fernández, o Challenger (2015), de Guillem López. A estos autores se deben sumar
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los nombres de Nieves Delgado, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Yolanda González, Andrés Barba, Ismael Menéndez Salmón, Ray Loriga, y aunque el capítulo de Ángel Moreno se centra en la novela, es importante mencionar los relatos de ciencia ficción de José María Merino (Cuentos del reino secreto y Las puertas de lo posible: cuentos de pasado mañana). Una de las características más relevantes que también destaca Fernando Ángel Moreno es la inquietud sociopolítica que se percibe en la narrativa de género, y que también veremos que caracteriza a las distopías del teatro de ciencia ficción de estos años. Como ejemplos dentro de esta categoría crítica y comprometida cita el retrato de la situación de los inmigrantes surafricanos en La zona (2011), de Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera, la crítica anticapitalista de Eduardo Vaquerizo en Nos mienten (2015) o la visión apocalíptica de Ismael Martínez Biurrun acerca de un futuro Madrid en Un minuto antes de la oscuridad (2014). A esta situación se debe sumar la publicación de novelas de género en editoriales no especializadas como Fin (Acantilado, 2009), de David Monteagudo; Brilla, mar del Edén (2014, Premio Nacional de la Crítica), de Andrés Ibáñez Segura; los homenajes a Blade Runner (Lágrimas en la lluvia, 2011, y El peso del corazón, 2015, publicados por Planeta) de Rosa Montero, y el éxito de Félix J. Palma con la trilogía victoriana El mapa del tiempo (Algaida, 2008), El mapa del cielo (Plaza & Janés, 2012) y El mapa del caos (Plaza & Janés, 2014). Aunque la presencia de las mujeres en la historia de la ciencia ficción española ha estado presente desde sus orígenes, con Emilia Pardo Bazán como pionera, lo cierto es que el siglo xxi se caracteriza por el impulso que las voces femeninas han logrado gracias a los proyectos editoriales que dirigen varias mujeres. Ángel Moreno cita a Silvia Schettin y Susana Arroyo en la editorial Fata Libelli, Mariana Lozano (con Víctor Manuel Gallardo) en la editorial Esdrújula, Sara Herculano (con Cisco Bellabestia) en Aristas Martínez, Marian Womack (con James Womack) en Nevsky Project, Cristina Jurado como directora de la revista Supersonic y Cristina Macía con Palabaristas. A la presencia institucional y editorial debemos sumar la presencia cada vez mayor de escritoras en el ámbito de la narrativa, con nombres como los de Lola Robles, Susana Vallejo, Sofía Rhei, Laura Fernández, Nieves
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Delgado, María Concepción Regueiro, Felicidad Martínez, Cristina Jurado, María Angulo, Pily Barba, María Zaragoza, Blanca Mart, Susana Sussmann, Gabriella Campbell, Marian Womack, Laura Gallego, María Antonia Martí Escayol, etc. Al aumento de la presencia de escritoras en los catálogos de ciencia ficción española debemos añadir el proyecto Alucinadas, coordinado por Cristina Jurado y Leticia Lara en su primera convocatoria. A pesar de que en 1977 se tradujo al castellano la edición Women of Wonder: Science Fiction Stories by Women about Women, editado por la estadounidense Pamela Sargent (1974), y en 1986 se tradujo Despatches from the Frontiers of the Female Mind, editado por Jen Green y Sarah Lefanu (1985), en España hemos tenido que esperar hasta 2014 para que se publicara una antología de ciencia ficción escrita por mujeres y se reivindicara seriamente la visibilización del trabajo de las escritoras de ciencia ficción en el ámbito hispánico (hoy contamos con tres volúmenes de la antología Alucinadas: 2014, 2016 y 2017). Este aumento en la presencia femenina también se percibe tanto en el ámbito teatral como en el cómic y en la poesía de ciencia ficción española a lo largo de las primeras décadas del siglo xxi (véanse los apartados correspondientes). Xaime Martínez considera que el boom de la poesía española de ciencia ficción se produce durante la primera década del siglo xxi, donde encontramos obras publicadas por autores del fándom y escritores de la poesía canónica española nacidos durante la década de los setenta: Sofía Rhei, Ana Tapia, Gabriella Campbell, Vicente Luis Mora, Martínez Aguirre, Álvaro Tato, Alfredo Álamo, Rodrigo Olay, Alberto García-Teresa, Raúl Quinto, J. Pérez, Pedro José Miguel, Berta García Faet, Layla Martínez, Víctor Miguel Gallardo Barragán y Santiago Eximeno (también escritor de microrrelatos de terror y de ciencia ficción), entre otros. Pero, sin lugar a dudas, lo que ha sido fundamental para la difusión de la poesía de ciencia ficción de producción nacional ha sido la creación de la editorial El Gaviero, dirigida por Ana Santos Payán y Pedro J. Miguel (fundada en 2004). Un proyecto editorial cuya declaración de intenciones dejaron plasmada en su manifiesto “Sci-fi manifiesto”, en el que podemos leer: “La poesía es el resultado de la suma [ciencia] + [ficción]”.
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La cibercultura ha caracterizado muchas de las manifestaciones artísticas del siglo xxi, y este escenario ha favorecido a la ciencia ficción, cuya presencia ha sido cada vez mayor en el mundo editorial, en los museos y en las instituciones culturales en general. Con el teatro ha sucedido algo similar, y, además de contar con la adaptación de los clásicos del género, son muchos los creadores que han escogido la ciencia ficción para reflexionar críticamente sobre la situación político-social nacional e internacional. Tras la primera década del siglo xxi se funda la compañía Hijos de Mary Shelley (conformada por los dramaturgos Fernando Marías, Espido Freire, José Sanchis Sinisterra, Vanessa Montfort y Luis Antonio Muñoz), para convertirse en la primera compañía de género fantástico y de ciencia ficción de la escena española contemporánea. Pero, si algo caracteriza la ciencia ficción del siglo xxi, ya sea en su faceta dramática, televisiva, cinematográfica o narrativa, es lo distópico. La temática del fin del mundo y las distopías medioambientales o biogenéticas predominan a lo largo de lo que llevamos de siglo xxi. A esta característica también debemos sumar la visibilidad de las creadoras en la ciencia ficción española, y en el caso del teatro cabe mencionar los nombres de Beatriz Cabur, Eva Guillamón, Aina Tur, Angélica Liddell, Pilar G. Almansa, Dolores Garayalde, Carmen Viñolo, Ana Merino, Lola Blasco, Antonia Bueno, Olga Iglesias y Álvaro Tato. En la mayoría de estas piezas, así como en las distopías de Antonio César Morón Espinosa, se abordan cuestiones políticas de actualidad, como los casos de corrupción política del Gobierno del Partido Popular, la burbuja inmobiliaria, la crisis de las hipotecas y el cambio climático. La ciencia ficción del siglo xxi está comprometida ideológicamente y busca diferentes formas de expresión plástica en la escena a partir de la inclusión de las nuevas tecnologías, como en el drama interactivo de Pilar G. Almansa y Dolores Garayalde Banqueros vs. zombis. El juego de los mercados (2015). José Manuel Trabado sostiene que, tras la desaparición de la mayor parte de las revistas de los ochenta y los noventa que canalizaron el denominado boom del cómic adulto, el siglo xxi se ha caracterizado por el cómic de autor en editoriales especializadas como Sinsentido (1999), Astiberri (2001), Ponent Mon (2003) o Apa-Apa (2008). A esto debemos sumar la creación del Premio Ignotus al Mejor Tebeo
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en 2003, del Premio Nacional de Cómic y el premio convocado por la cadena FNAC en colaboración con la editorial Sinsentido, ambos creados en 2007. La editorial Astiberri se ha dedicado a recuperar cómics clásicos de la ciencia ficción que formarían parte del canon español y entre algunas de sus publicaciones destacamos La tempestad (2008), de Javier Peinado y Santiago García, autores también de la ucronía Héroes del espacio (Planeta DeAgostini, 2009), así como Ciudad (2015), de Ricardo Barreiro y Juan Giménez. La visibilidad de la creación femenina en el cómic español todavía es escasa, de ahí que sea importante mencionar el trabajo de algunas creadoras que trasladan, actualizan o modifican los estereotipos de la fantasía épica, el wéstern y la ciencia ficción. Es importante mencionar la aparición del Colectivo de Autoras de Cómic, creado por Carla Berrocal, Elisa McCausland, Marika Vila y Ana Miralles, así como los trabajos de Emma Ríos (I. D., Astiberri, 2016), Mayte Alvarado (E-19, El Verano del Cohete, 2015), Natacha Bustos (que forma parte del colectivo Caniculadas, junto a Carla Berrocal, Srta. M., Mamen Moreu, Mireia Pérez, Clara Soriano y Bea Tormo), Enkaru (Encarnita Robles), Esther García Punzano, Maryam Naville o Lara Barón. La cultura digital ha generado una fuerte transformación en la industria de las publicaciones periódicas en papel, y el cómic digital se presenta como una plataforma desde la que iniciar una nueva vía de creación (cuyos detalles y autores aparecen en el capítulo de José Manuel Trabado). Entre los éxitos comerciales de la cinematografía norteamericana con la que se inicia el siglo xxi podemos citar Inteligencia artificial (2001), Hijos de los hombres (2006), Distrito 9 (2009), Avatar (2009), X-Men: primera generación (2011), Interestellar (2014) y La llegada (2016), gracias a la consolidación de una cantera de directores veteranos en el género como George Lucas, Steven Spielberg, Rydley Scott, Christopher Nolan, Neill Blomkamp y James Cameron, entre otros. En España no podríamos elaborar una lista tan rápidamente, ya que, tal y como Rubén Sánchez Trigos apunta, la mayoría de los directores son noveles o incursionan en el género con su segunda o tercera película, por lo que no contamos con trayectorias especializadas, y, aunque podríamos pensar en nombres como Álex de la Iglesia (Acción mutante, 1993; El día de la bestia, 1995), Nacho Vigalondo (Los cronocrímenes,
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2007; Extraterrestre, 2010, o Colossal, 2016) o los hermanos Pastor (Los últimos días, 2013, y la teleserie rodada en Hollywood Incorporated, 2016) como cineastas interesados en este tipo de producciones, además de la incursión de Pedro Almodóvar (La piel que habito, 2011), no contamos con una carrera consolidada y especializada en un género que el público todavía no identifica con la industria cinematográfica española, a pesar de disponer de una larga lista de obras en su haber. Por todo esto, aunque en la narrativa podríamos hablar de un período de normalización y consolidación del género durante la década de los ochenta y los noventa, en el caso del cine se podría considerar que hasta el siglo xxi no podemos hablar de cierta normalización en las narrativas audiovisuales no miméticas de producción nacional. Rubén Sánchez Trigos sostiene que en el siglo xxi la producción cinematográfica de ciencia ficción española se caracteriza por la inclusión de actores y directores extranjeros, rodajes en inglés y presupuestos modestos. Los elementos del tebeo continúan teniendo presencia en películas como La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003), y se adaptan numerosos textos literarios: Rottweiler (Brian Yuzna, 2004), nueva adaptación de la novela de Alberto Vázquez-Figueroa tras la realizada con El perro (Antonio Isasi-Isasmendi, 1976); Beyond Re-animator (Brian Yuzna, 2003), basada en el Herbert West, reanimador, de H. P. Lovecraft; Fin (Jorge Torregrossa, 2012), adaptación de la novela homónima de David Monteagudo, y Segundo origen (Carles Porta, 2015), adaptación de la distopía catalana de Manuel de Pedrolo. En el capítulo dedicado a este período se incluye una larga lista de películas, de entre las que destacan Stranded (Náufragos) (Luna —seudónimo de María Lidón—, 2001), con la que viajamos a Marte; Utopía (María Ripoll, 2003), en la línea de la propuesta “Minority Report (El informe de la minoría)”, de Philip K. Dick; Vorvik (José Antonio Vitoria, 2005) y Proyecto dos (Guillermo Fernández Groizard, 2008), que tratan el tema de la clonación y la manipulación genética; Los últimos días (Álex Pastor, David Pastor, 2013), donde se aborda lo distópico, o Eva (Kike Maíllo, 2011) y Autómata (Gabe Ibáñez, 2014, producida por Antonio Banderas), sobre la inteligencia artificial. Concepción Cascajosa sostiene que en el siglo xxi se vislumbra un importante crecimiento en la producción de series españolas gracias,
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en parte, a la aparición de la televisión privada. A esto debemos sumar la transformación experimentada en el consumo de series televisivas debido a la posibilidad de ver canales como HBO o Netflix a través de Internet, así como la naturalización de la ciencia ficción en la televisión española a partir de la primera década del siglo xxi debido a la repercusión de series como Fringe (2008-2013), Black Mirror (2011-), Westworld (2016-) o Stranger Things (2016-2017) y el interés por este tipo de productos de algunos creadores españoles que trabajan dentro y fuera del país. Cascajosa sostiene que las primeras comedias de ciencia ficción fueron El inquilino (Antena 3, 2004), protagonizada por un Jorge Sanz que interpretaba a un extraterrestre perdido en la Tierra, y ¡Ala... Dina! (TVE1, 2000-2002), que entraría dentro de la categoría de lo maravilloso por los poderes que tiene la genia protagonista. Tras estas tentativas llegaría la space opera humorística Plutón BRB Nero (La 2, 2008-2009), dirigida y producida por Álex de la Iglesia tras sus películas de ciencia ficción, además de su participación como director en uno de los capítulos de la serie Películas para no dormir (Telecinco, 2006), homenaje a la serie dirigida por Narciso Ibáñez Serrador. Algunas de las series españolas de ciencia ficción del siglo xxi han gozado de gran éxito, como la serie juvenil El internado (Antena 3, 2007-2010) y, sin lugar a dudas, El Ministerio del Tiempo (TVE, 2015-). Las estrategias transmedia de estas dos series de televisión han propiciado que se publicaran novelas y juegos relacionados con sus tramas. Concepción Cascajosa considera que El Ministerio del Tiempo tiene como referente series como Doctor Who y películas españolas como La torre de los siete jorobados (1944), de Edgar Neville. El tema del viaje en el tiempo también se ha repetido en otras series, como La chica de ayer (Antena 3, 2009), adaptación española de Life on Mars (BBC1, 2006-2007). Lo mismo ocurre con el tema del fin del mundo, que aparece en El barco (Antena 3, 2011-2013), la serie de niños con superpoderes Los protegidos (Antena 3, 2010-2012) y la citada El internado. Cascajosa también se centra en los productos seriales de ciencia ficción que podemos encontrar en webseries y otros formatos, además de analizar series de televisión de coproducción internacional como Refugiados (La Sexta, 2015) o nacional como El incidente
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(Antena 3, 2017) y Rabia (Cuatro, 2015), cuyas emisiones se han visto interrumpidas por la falta de audiencia. Algunos creadores han logrado financiación en Estados Unidos, como les sucedió a los hermanos Álex y David Pastor con su serie Incorporated (SyFy, 2016) o con la creación de Isla Audiovisual, Oxígeno, que vendieron a Estados Unidos como Star-Crossed (CW, 2013-2014). Lo cierto es que ni en el cine ni en la televisión podemos hablar de naturalización del género de ciencia ficción hasta finales de la primera década del siglo xxi, cuando parece que las producciones ya se presentan abiertamente como textos de ciencia ficción, y el gran público, gracias a la influencia de películas y series de prestigio de producción extranjera, está comenzando a consumir este tipo de ficciones. Para recapitular lo expuesto hasta ahora, podríamos decir que, tras el período utópico-distópico (desde sus orígenes hasta 1950), el boom de la ciencia ficción en España (años cincuenta-setenta) y su consolidación (años ochenta-noventa), en el siglo xxi se llega al período de la naturalización del género. La ciencia ficción es un género con conciencia social, ya que nos permite reflexionar sobre el mundo que le dejaremos a las generaciones futuras, sobre nuestra relación con las tecnologías emergentes, sobre cuestiones sociales relacionadas con la interacción hombre-máquina, y nos permite proyectarnos en sistemas políticos alternativos para subvertir y criticar los Estados modernos y la democracia contemporánea. La herramienta más potente que nos ofrece la ciencia ficción es su capacidad para mostrarnos que el ser humano puede cambiar y que otro mundo es posible. Por último, debemos señalar que el libro se enmarca en las investigaciones y publicaciones realizadas por el Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y el Grupo Cuerpo y Textualidad (CyT) de la Universidad Autónoma de Barcelona, a través de los proyectos de investigación subvencionados “Lo fantástico en la cultura española contemporánea (1955-2017): narrativa, teatro, cine, televisión, cómic y radio” (FFI2017-84402-P) y “La autoría en escena: análisis teórico-metodológico de las representaciones intermediales del cuerpo/ corpus autorial” (FF12012-33379). Junto a los cuatro miembros del GEF que participan en este volumen, hemos contado con la colaboración de otros ocho investigadores de diversas universidades españolas
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y extranjeras de reconocida experiencia en el estudio de la ciencia ficción española. Esta historia de la ciencia ficción no tiene una pretensión enciclopédica, sino más bien panorámica, por lo que sin duda faltarán títulos, autores, investigadores, críticos y revistas: vayan por delante nuestras disculpas por las ausencias que se puedan encontrar. Tampoco hemos podido dedicarle un capítulo a la ciencia ficción juvenil, que sin duda en España tiene una gran relevancia, ni al microrrelato, ni a las publicaciones y actividades del fándom, por lo que esta es una obra que no termina aquí, ya que todavía falta mucho trabajo por hacer en relación al estudio de la ciencia ficción española (pasada y futura). Espero que este libro abra las puertas a próximas investigaciones —teóricas, historiográficas, comparadas— que nos ayuden a conocer y a analizar con mayor profundidad esta parte de la cultura española cuyo panorama solamente hemos esbozado. Teresa López-Pellisa Universidad de las Islas Baleares Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF-UAB)
Los orígenes de la ciencia ficción en la narrativa española
Juan Molina Porras Grupo de investigación Buril
1. Propuestas utópicas. Viajes a otros mundos y a la Luna: desde el Renacimiento al siglo XIX En las letras españolas, como en las de otros países occidentales, existen propuestas utópicas anteriores al siglo xix. Es el caso de Somnium1 (1532), de Juan Maldonado, donde el propio autor y el espíritu de María de Rojas viajan a una Luna que se muestra como un lugar feliz lleno de belleza. Es interesante señalar que este humanista se preocupa por dar cierta verosimilitud a su historia y concreta los tiempos y lugares por donde pasan sus viajeros. Sin embargo, será el siglo xviii
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Con título similar publicó Kepler su novela Somnium, seu opus postumorum de Astronimia lunari (1534).
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el que abra caminos a la ciencia ficción. Algunos precedentes son la incompleta “Parábola sobre la religión y la política entre los selenitas” (1787), del abate Marchena2, “Aventura magna del Bachiller” (1790), de Pedro Gatell Carnicer, o el Viaje fantástico del gran Picástor de Salamanca (1724), de Diego Torres de Villarroel.3 En el último título citado el astrólogo narrador y varios amigos realizan un complejo periplo de cuatro jornadas: en la jornada I viajan al mundo subterráneo, donde se sitúan el infierno, el limbo y el purgatorio, mientras se va explicando cómo se forman los minerales;4 en la II y III se informa de la estructura de la corteza terrestre, los vientos, los meteoros y el nacimiento de los vegetales y los animales; en la IV se trasladan a la Luna, que, siguiendo la tradición, se presenta como “húmeda y fría, aquática, nocturna y femenina”5 (Torres Villarroel, 1724: 60). Desde allí, el astrólogo, en el mismo tono, informa de la estructura de algunos planetas. La obra acaba con las predicciones de los próximos eclipses. Por su parte, Pedro Gatell nos traslada a la Luna para destacar la modestia y sencillez en el vestir de las selenitas. Mientras estas solo
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Mantenemos el nombre con el que José Marchena y Ruiz de Cueto (1768-1821) ha pasado a la historia pese a no seguir la carrera eclesiástica y no ser nunca un abate. Hay que tener en cuenta que también en América hubo ejemplos de esta primitiva ciencia ficción. Por ejemplo, el franciscano Manuel Antonio de Rivas escribió en el Yucatán su extravagante Sizigias y cuadraturas lunares (1774), que posee evidentes similitudes con Historia cómica de los estados e imperios de la Luna (1657), de Cyrano de Bergerac, y donde están presentes las teorías de Newton. No dedicaré más espacio a esta obra porque una discutible división de la literatura en castellano la incluiría hoy dentro de la mexicana, pese a que el fraile hubiera nacido en Alba de Tormes y en ese momento no existieran fronteras nacionales en Hispanoamérica. Las explicaciones de Torres Villarroel suenan hoy poco científicas. Por ejemplo: “En los colores, que Vdms vieron, digo, que toda materia preparada para metal, como otra cualquiera materia cocida, es negra, al principio; en la segunda decocción se haze blanca, y de la tercera resulta el color rubro, que es el más perfecto, y el último que haze el fuego en los metales. Vámoslo viendo en el oro, que es el más puro, y que tiene menos porción térrea. El influxo del sol y el calor subterráneo encuentran en la tierra proporcional mixtura della” (Torres Villarroel, 1724: 10). En las citas mantendré la ortografía original.
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se dejan ver la cara y las manos, las terrícolas se muestran sin pudor y se engalanan de forma indecorosa. El viajero se lamenta de que en la Tierra los hombres se acerquen más a las descocadas que a las virtuosas. Esta pacata visión de la vida en la Luna es diametralmente opuesta a la de Somnium, de Maldonado, cuyas jóvenes juegan desnudas y sin pudor delante de los jóvenes. En cualquier caso, ambos títulos utilizan el motivo del viaje para realizar una crítica moral de las costumbres de su época. Gatell, en concreto, para destacar su perfección social y proponerla como modelo. Como bien apunta Elisabel Larriba, “más se parece este discurso a un sermón que a un cuento” (2000: 162). Marchena, por su parte, elabora una especie de distopía donde los selenitas cometen los mismos errores que los terráqueos y nos traslada a la Luna para que su crítica a la organización del Antiguo Régimen quede de alguna manera atenuada. Su ataque a la explotadora nobleza o su visión deísta provocaron que la Inquisición prohibiera El Observador, revista en la que aparecía, y Marchena no concluyó su “Parábola sobre la religión y la política entre los selenitas”. Las obras dieciochescas citadas sugieren y señalan las vías por donde caminaría la ciencia ficción en el siglo xix. Por un lado, determinadas obras buscan informar y educar al lector transmitiendo los últimos conocimientos astronómicos o físicos; por otro, las fantasías sirven para proponer cambios sociales o describir terroríficas organizaciones estatales. Mientras el primer tipo enlaza con los afanes didácticos de la Ilustración, el segundo recoge las enseñanzas de los tratados y las propuestas utópicas o distópicas que existen en la cultura occidental desde Platón. Son también buena muestra de que nuestra cultura conoce las creaciones europeas y se deja influir especialmente por las letras francesas.6 La corriente utópica continúa en la primera mitad del siglo xix y entre los ejemplos más significativos hay que citar “Un mundo sin vicios”, relato que se incluye en Mis pasatiempos. Almacén de fruslerías
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Larriba (2000), por ejemplo, cree que el viaje lunar de Gatell pudo estar influido por el de Cyrano de Bergerac, bien por haberlo leído directamente o a través de los cuentos de Marmontel, citados en la propia “Aventura magna del Bachiller”.
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agradables por el último continuador de la Galatea, don Cándido María Trigueros (1804); Viaje de un filósofo a Selenópolis, corte desconocida de los habitantes de la tierra (1804), de Antonio Marqués y Espejo, y Astolfo, viages a un mundo desconocido, su historia, leyes y costumbres. Obra original (1838), de D. F. de M. “Un mundo sin vicios” es una novela breve incluida en la colección citada de Trigueros.7 La historia se centra en el misántropo musulmán Asem, que habita en los montes Tauro. Desengañado de la humanidad, se pregunta si el hombre no es un error de la naturaleza, porque está dominado por vicios de todo tipo. Cuando, desesperado, intenta lanzarse a la laguna donde acude diariamente, aparece una figura caminando sobre las aguas que le ofrece viajar a otro mundo. Se sumergen y aparecen en él. El desconocido le indica que “los habitantes de este mundo extraordinario son todos según tu deseas que sean los hombres del corrompido mundo en que naciste” (Trigueros, 1804: II, 57-58). Allí no existe la depravación social porque todo se atiene a las normas de la naturaleza. Asem se lleva una primera decepción cuando advierte que hay animales carnívoros que emplean la violencia. Su desengaño sigue en aumento cuando ve a unos hombres desnudos y asustadizos. En ese mundo ideal y natural no hay edificios ni ciudades ni pintura ni artes. Tampoco interesan a sus habitantes el conocimiento ni los avances científicos. Cada familia vive aislada y separada de las demás. Las relaciones sociales se reducen al círculo doméstico. El misántropo acaba preguntándose: ¿Cómo he de pasar la vida en medio de una gente que no me presenta ni bellas artes, ni sabiduría, ni pudor, ni amistad: si á lo ménos, ya que no pudiera ser otra cosa, tuviese yo un buen compañero con quien platicar,
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La obra consta de dos tomos y cada uno, de varias narraciones. El segundo tomo se compone de “La hija del visir de Garnat”, “El juez astuto”, “El paraíso de Shedad”, “El santón Hasan”, “Vida de don Alfonso Péres de Guzmán, el Bueno”, “Los dos desesperados”, “El egipcio generoso” y “Biomberis, historia de caballería andante”. Como se advertirá solo por los títulos, Trigueros desarrolla a menudo sus historias en ambientes orientales. Antes había publicado en Sevilla El viaje al cielo del poeta filósofo (1777), poema en exaltación de Carlos III que contiene un viaje onírico.
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que me comunicase sus pensamientos, y á quien participara yo los mios (Trigueros, 1804: I, 71).
El desilusionado Asem concluye pensando que “el que se limita á no tener vicios, está muy lejos de ser virtuoso: veo que buscar por verdadera mejoría un mundo sin vicios, es una quimera si ha de ser habitado por hombres que en sí mismos tienen la corrupción y la inconseqüencia” (Trigueros, 1804: I, 76). Claramente, “Un mundo sin vicios” se presenta como un relato distópico. Del mismo tono es Viaje de un filósofo a Selenópolis, corte desconocida de los habitantes de la tierra.8 Después de visitar las cataratas del Niágara, el viajero se encuentra con una extraña nave, un bajel de estructura singular, cuyo fondo movible podía recibir alternativamente una forma convexa o cóncava. El maderaje era de corcho, el árbol de navío de caña, las velas de un tejido muy tupido y superior por su finura a nuestras mejores telas, y todo el cordaje de estos hilos llamados cabellos de ángel: el equipaje tenía por remos unos abanicos enormes y por áncora una especie de escarabajo con una cola tan larga como la de un cometa de la sexta clase, llena de innumerables vejigas (Marqués y Espejo, 2007: 31).
Junto con otros pasajeros, sale hacia la Luna, pero hacen un alto en el Monte Sinaí. En el satélite observa la misma desorganización y los mismos comportamientos que en la Tierra. Un filósofo, Arzames, también desengañado, lo invita a ir con él a la América lunar. Viajan hacia allí lanzándose por un volcán y, al poco tiempo, llegan a Selenópolis. A partir de este momento, como es habitual en estas utopías, triunfa la descripción de una sociedad perfecta. Primero se nos informa de la educación: “Hasta la edad de cinco años en que entran en las aulas, aprenden a leer y escribir solamente, y la educación doméstica
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Pedro Álvarez de Miranda ha señalado que el libro “es una drástica selección operada sobre un original más extenso” (2001: 46). En efecto, la obra traduce y reelabora Le voyageur philosophe dans un pays inconnu aux habitants de la Terre (1761), a cargo de “Mr. de Listonai,”, seudónimo de Daniel de Villeneuve.
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consiste en inspirarles sentimientos de afabilidad, de modestia, de docilidad, de sinceridad y de respeto para con sus padres y mayores” (Marqués y Espejo, 2007: 35). Los juguetes enseñan geometría y los muñecos son inexistentes. En el capítulo II se advierte que, aunque las niñas estén separadas en las escuelas, “la educación de nuestras mujeres es la misma que la de los hombres” (Marqués y Espejo, 2007: 38). Los capítulos siguientes se dedican a reflexionar sobre el estado de la literatura en Selenópolis, sus usos y costumbres, su medicina, etc. El capítulo VIII es simplemente una enumeración de libros adecuados para la mujer: “Biblioteca particular del bello sexo Selenítico, por la que se arregla su moral”.9 Al fin, llega el momento de abandonar Selenópolis y traer a la Tierra todos los conocimientos adquiridos: Mayor complejidad literaria tiene Astolfo, viages a un mundo desconocido, su historia, leyes y costumbres, que se presenta como una autobiografía y se inicia como una novela de formación. El narrador, de igual nombre que el personaje que viaja a la Luna en Orlando furioso (1532) de Ariosto, es educado en una institución religiosa hasta que en el huerto conoce a unas jóvenes y se da cuenta de que el ingreso en la vida monástica contraviene las leyes de la naturaleza porque esta se resiste “a las bárbaras leyes que la contrarían, la destruyen y la presentan con un velo deforme que cubre su natural belleza, su dulzura y su candor” (Madrazo, 1838: 57-58). Pese a que toda su familia quiere que tome los votos a los diez años, él se siente atraído por la vida en el mar y recibirá clases de su tío, un viejo marino. Terminados sus estudios de Náutica, se embarca y sale de Cádiz hacia los mares del Sur. Visitará diferentes lugares: El Hierro, Brasil, las Malvinas, la Patagonia, etc. Es evidente que, en esta ocasión, el autor no traslada a sus lectores rápidamente a otro mundo, sino que quiere construir un personaje, describir un ambiente religioso asfixiante, informar del sistema educativo de la España de la primera mitad del siglo xix y narrar un viaje en barco bordeando las costas americanas. Este inicio de la obra cumple una clara función, ya que se contrapone al mundo
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Según Álvarez de Miranda, la obra francesa carece de este capítulo y es una incorporación de Marqués y Espejo.
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ideal que visitará. La pintura del ambiente educativo, la formación intelectual del joven y el descubrimiento de sus impulsos eróticos son el contrapunto necesario del espacio ideal que conoceremos en la segunda parte de la obra. Tras atravesar el estrecho de Magallanes, una pavorosa tormenta lanzará a Astolfo a las costas de una tierra desconocida. Todo en ella supera a lo español y a lo europeo. No solo las frutas o las construcciones, sino también las personas: “No he vuelto á ver entre la culta Europa hombres mas bien formados: yo, á pesar de tener una aventajada estatura, les era muy inferior” (Madrazo, 1838: 87). A partir de aquí, la novela da un vuelco y se interna en caminos transitados por las obras utópicas antes citadas. En el planeta, que tiene más de una luna, una familia le presta desinteresada ayuda, le enseña su idioma, sus costumbres y sus leyes. Frente a la represión que domina en la Tierra, en el nuevo mundo reinan la afabilidad y la inocencia. Cuando Abide, la hija de su benefactor, le acerca la mano a su pecho, escribe: “Yo tenia mi mano sobre el corazón de una beldad, se hallaba aplicada sobre un seno palpitante que cubria un sutil velo, temblaba mi mano y todo mi cuerpo; pero era el temblor de las sensaciones mas puras y augustas: parecíame que tocaba á la divinidad, y que aquel magestuoso tacto me deificaba” (Madrazo, 1838: 107). Por supuesto, esa sociedad cree en un solo dios, Oe, que está en todas partes y en todos los habitantes. Junto al deísmo panteísta que todos profesan, el planeta se rige por leyes naturales tan claras y evidentes que todo el mundo las entiende. Sin embargo, el orden burgués no se ve amenazado, ya que “las propiedades son sagradas, y la industria las acrece; tiene mas el que es mas aplicado; todo cuanto se tiene sin trabajo es un delito” (Madrazo, 1838: 112). Destacable es que en la novela aparecen episodios amorosos protagonizados por extraterrestres. En Astolfo y en Selenópolis, sus autores quieren hacer propuestas utópicas describiendo mundos donde rigen unas leyes y costumbres muy distintas a las de la sociedad española de su época. En esencia, están cuestionando la ideología y los principios que estructuran el mundo que habitan. No es un mundo justo y, por eso, proponen literariamente otro mejor. En este sentido se puede afirmar que Marqués
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y Espejo, y en mayor medida D. F. de M., expresan su desazón y su repulsa frente a una realidad que no les gusta y que entienden como frustrante y represiva. Si bien se piensa, es lo que exige, a mi entender ingenua y parcialmente, cierta crítica al género de la ciencia ficción. Por el contrario, Trigueros construye, desde posturas conservadoras, un mundo distópico enfrentado al ideal de Marqués y Espejo y D. F. de M. Si triunfa lo natural como querían estos, el hombre vuelve a ser una bestia sin desarrollo artístico, moral ni espiritual. Estas obras y otras semejantes10 proponen ficciones especulativas reflexivas en las que se cuestionan o aceptan elementos de la sociedad en la que vivían sus autores, y en las que no predominan los elementos científicos. La acción se suele paralizar o ralentizar, mientras que la descripción y, especialmente, la reflexión se adueñan del texto. Son propuestas donde lo ensayístico acaba por eliminar a la narrativa. El género, además de trasladar las valoraciones sobre nuestra estructura social a otros tiempos o espacios, demanda interesantes tramas en cuyo origen la ciencia y la tecnología cumplan alguna función.
2. La ficción al servicio de la ciencia En la segunda mitad del siglo xix, fundamentalmente en las tres últimas décadas, el panorama cultural y literario sufrió profundos cambios. Estos se debieron al triunfo de las corrientes realistas en las artes y de la filosofía positivista en el pensamiento. Esta corriente ideológica era la expresión directa de las ideas de la comercial e industriosa burguesía, que impuso una visión práctica de la vida y desdeñó las fantasías románticas e idealistas. Por supuesto, la ciencia y la tecnología españolas en la segunda mitad del siglo xix no estaban a la altura de las francesas ni las británicas, pero esto no quiere decir que no
10 Del mismo tono hay que citar Castillo y Mayone (1832) y, al final de siglo, desde postulados socialistas, Mella Ricardo (1890): Nueva Utopía, Segundo Certamen Socialista, Barcelona. También pueden incluirse, aunque tienen carácter misceláneo, Flores (1853) y Estoch i Siqués (1855). En esta última podemos encontrar amplias secciones dedicadas a la descripción de Cuba o Madrid.
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existieran. Se suele afirmar que la ciencia ficción española no pudo constituirse porque no había una ciencia potente.11 A mi entender, es una visión reduccionista que no se corresponde con la compleja realidad. La obra de Ramón y Cajal, por citar un ejemplo señero, no surge de la nada, sino que se explica porque era discípulo de Amalio Gimeno, un eminente doctor que también escribió fantasías científicas. No debería olvidarse el enorme esfuerzo de puesta al día que propiciaron los elementos más dinámicos de la sociedad en las tres últimas décadas del siglo. Sin la burguesía industrial barcelonesa o malagueña, sin el movimiento krausista, sin los regeneracionistas, sin algunos avanzados científicos y pensadores, no se hubieran escrito las obras de las que se hablarán en este apartado. Además, en ese tiempo aparecieron las novelas de Julio Verne y H. G. Wells, que popularizaron el género de ciencia ficción en Europa. Todas estas transformaciones se vieron acompañadas del crecimiento de la industria editorial, que impulsó la publicación de numerosas revistas, de colecciones de novelas y cuentos, de volúmenes especializados y, en general, de publicaciones de mayor calidad técnica. Paralelamente, en España los sectores más avanzados de la burguesía y de las organizaciones obreras trataron de extender la cultura y la ciencia entre los sectores más desfavorecidos. Unos y otros intentaban que los nuevos conocimientos y las novedades filosóficas e ideológicas llegaran a más amplias capas de una sociedad en la que dominaba el analfabetismo. Un intento así chocaba con los grupos sociales más reaccionarios, tradicionalmente ligados a la Iglesia católica, adalid en la lucha contra el darwinismo y el positivismo. En ese contexto, bastantes relatos de ciencia ficción española fueron considerados el instrumento idóneo para informar sobre los avances científicos y tecnológicos. Esta posición, como ya se indicó, hundía sus raíces en la Ilustración y en obras como la ya citada de Torres
11 Por ejemplo, Mainer afirma: “Es difícil que España produjera una literatura comparable a la que he reseñado. La parva vida de la ciencia en el marco de la universidad que reformó Moyano no podía crear ambiciones prometeicas o sustentar el pavor del laboratorio secreto” (Mainer, 1988: 147).
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Villarroel o en el Viage estático al mundo planetario en que se observa el mundo y los principales fenómenos del Cielo; se indagan sus causas físicas y se demuestran la existencia de Dios y sus admirables atributos (17931794), del jesuita Lorenzo Hervás y Panduro. Este tratado astronómico adopta la estructura narrativa de una travesía espacial. Como en las obras del Siglo de las Luces, la ficción decimonónica se puso al servicio de la ciencia y la literatura fue considerada un medio pedagógico. Por ello, podría considerarse, paradójicamente, que la debilidad de la ciencia española supuso un impulso para que determinados científicos y literatos se interesaran por un género que podría servir para ilustrar y elevar el nivel cultural de los españoles trasmitiendo los últimos conocimientos científicos y tecnológicos. Quizá el primer intento de utilizar la ciencia ficción para la difusión científica sea Una temporada en el más bello de los planetas (1870), de Tirso Aguimana de Veca,12 cuya primera parte se llena de datos científicos y tecnológicos. La novela narra el viaje a Saturno de un joven soldado español y de un sabio alemán. En su travesía espacial, los viajeros llevan escafandras y una máquina para hacer aire. La falta del mismo no impide que Mr. Leynoff vaya informando de las dimensiones del Sol y del número de estrellas y de asteroides a su inexperto y poco informado acompañante. Se podría decir que esta parte de la novela se convierte en una exposición astronómica y tecnológica. En la segunda, la narración da un giro radical cuando los dos viajeros ponen pie en Saturno. Tras unas páginas en las que se admiran de los nuevos paisajes y de la organización social de los saturninos, se nos cuentan las intrigas amorosas y las luchas por el poder en aquel lejano reino. Los elementos científicos son eliminados del relato y triunfa la narración de batallas y enredos amorosos. Alguien también podría considerar la obra de Aguimana de Veca un primer ejemplo de la space opera española. Quizá mayor interés literario y originalidad posea El doctor Juan Pérez (1880), de Segismundo Bermejo, que nos cuenta cómo en un
12 Amancio Labandeira Fernández (1983: 176) sostiene que este podría ser el pseudónimo de Agustín María Acevedo Rodríguez.
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pinar cercano a Chiclana tiene lugar el primer aterrizaje en suelo español de una nave procedente de un planeta lejanísimo. Sus tripulantes proceden de Vesta, y el manuscrito que dejan al morir será descifrado por el doctor Juan Pérez. La historia se articula en torno a él y a su sobrino, al que explicará los medios que han hecho posible el prodigioso viaje. En el libro existen muchas páginas dedicadas a informarnos de los últimos avances aeronáuticos. Si el autor hubiera eliminado estos datos científicos y dominado sus impulsos didácticos, la novela habría ganado entidad, pero es evidente que su interés era tanto literario como pedagógico. Cierra cronológicamente la relación de viajes interplanetarios con fines educativos la novela de Enrique Benito Un viaje a Júpiter (1899). Después de un inicio cargado de exotismos chinescos propios del fin de siglo, un narrador británico y su hermano acompañan a un filósofo chino a Júpiter. A partir de este punto, esta breve novela documenta la composición, la órbita, la atmósfera y otros elementos físicos del planeta. Si la ficción domina cuando los dos hermanos aristócratas ingleses conocen al pensador chino e inician su aventura, en el resto del relato prevalece la información científica. Más originales que estos periplos espaciales son los que introducen al lector en el interior del cuerpo. La primera obra que se atreve en nuestra literatura a proponer una aventura así es Un habitante de la sangre. Aventuras extraordinarias de un glóbulo rojo (1873), de Amalio Gimeno y Cabañas. Este famoso médico persigue, mediante las memorias de un glóbulo rojo, enseñarnos cómo funciona el sistema sanguíneo. Su originalidad radica en que el narrador es el propio glóbulo. El asunto será tratado numerosas veces en el siglo xx, y el relato de Gimeno y Cabañas supone un anticipo de, por ejemplo, Viaje alucinante (1966), de Isaac Asimov. Sin embargo, parece que el médico español, maestro de Ramón y Cajal, tenía solo la intención de enseñar a los futuros doctores de forma divertida. Entre los títulos que aúnan ficción y exposición médica merecen mención especial los de Giné y Partagás: Un viaje a Cerebrópolis (1884), La familia de los Onkos (1888) y Misterios de la locura: novela científica (1890). Su propuesta sorprende por la radicalidad con la que una fantasía desbordante es puesta al servicio de la ciencia. La
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singularidad de estas obras llamó la atención de historiadores como Isabel Román (1988: 280), Simone Saillard (2002: 59-72) y Jorge Urrutia (1997: 345-354). La novedad de las narraciones de Giné proviene de que la fantasía encuentra su base en los conocimientos médicos y psiquiátricos. No deja de ser significativo que la primera edición de Un viaje a Cerebrópolis apareciera en la Revista Frenopática, o que en la portada de La familia de los Onkos se pueda leer “Librería Médico-Quirúrgica de D. Jacinto Güell”. Un viaje a Cerebrópolis contiene el supuesto manuscrito del licenciado Ingrasias, un médico italiano del siglo xvi. En él se nos narra un viaje al interior del cerebro y se nos explica el funcionamiento del mismo. El planteamiento y los recursos literarios de Giné poseen innegable personalidad y rareza, y así el primer capítulo lleva como título “Historia de una sensación contada por ella misma. La sensación se presenta al lector”. Más adelante conoceremos en una asamblea otros conceptos como el hambre, la vanidad o la conciencia. Resulta evidente que los intereses del autor no se reducen exclusivamente al campo fisiológico, sino que tienen implicaciones psicológicas e ideológicas. Más singular o extravagante aún es La familia de los Onkos. Como la adquisición de conocimientos sobre las enfermedades tumorales (onkos) es una tarea ardua y difícil, Giné entrega a los estudiosos de la medicina, los auténticos destinatarios de la obra, un volumen donde en forma de aventuras se narran las peripecias de los causantes de las infecciones en el cuerpo y de cómo este establece su defensa. Por ello, nos traslada al reino de Chirón, donde pelean Itis y Oma. Los procesos corporales son equiparados a enfrentamientos bélicos o revueltas ciudadanas del xix. Así el capítulo III lleva por título “De cómo se improvisa un motín, se hace una revolución y se proclama la república”. Misterios de la locura: novela científica tiene un comienzo diferente a las dos obras anteriores. En esta ocasión, Giné no nos lleva directamente de viaje al cerebro, sino que, siguiendo los postulados naturalistas, da al lector las claves para que comprenda los motivos por los que un personaje de su historia acaba cayendo en la locura. El libro se inicia con lo que podríamos denominar una novela breve amorosa y se organiza claramente en tres partes. Una primera se centra en
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los flirteos del joven narrador con dos hermanas, la segunda es una extensa exposición del proceso de la pérdida de la razón, mientras que la última cuenta la recuperación de la consciencia. Las cincuenta y cuatro páginas que inician el libro parecen seguir el modelo de la novella y podrían ser una parodia de las narraciones sentimentales. El autor usa este relato de ficción a modo de prólogo para después exponer sus teorías sobre los procesos que provocan la locura y las técnicas para recuperar la razón. La segunda y la tercera parte son mucho más amplias que la primera y, como se ha indicado antes, su público debía ser mucho más especializado. A partir de aquí, Misterios de la locura adopta el estilo del resto de las obras de Giné antes citadas, ya que la ficción se vuelve inquietante porque la trasposición de los procesos psiquiátricos adquiere aires oníricos. Esta relación de novelas de corte médico no puede omitir la obra de uno de los más grandes científicos españoles de todos los tiempos: Santiago Ramón y Cajal. Los Cuentos de vacaciones (Narraciones pseudocientíficas) (1905), según su autor, fueron escritos mucho antes de que se publicaran porque en la “Advertencia preliminar” indica: “Hace muchos años (creo que fue durante el 85 u 86) escribí esta colección de doce apólogos o narraciones” (Ramón y Cajal, 1964: s. p.). Frecuentemente se considera la colección como de ciencia ficción; sin embargo, creo que esta clasificación es cuanto menos discutible, ya que algún relato no responde a los rasgos del género. Es el caso de “La casa maldita”, que critica abiertamente las supersticiones populares y puede considerarse un cuento fantástico explicado. Quizá las narraciones más cercanas a la ciencia ficción sean las dos primeras de la colección. En “A secreto agravio, secreta venganza”, un doctor alemán empleará sus conocimientos para vengarse del adulterio de su bella mujer. Para ello, les inoculará a ella y a su joven colaborador, con quien esta mantiene relaciones, la tuberculosis. Reconciliado con su esposa, intentará que esta se conserve siempre joven. Como es frecuente en estos casos, el experimento acabará fracasando. Por su parte, en “El fabricante de honradez” se realiza un ensayo que vuelve justos y honrados a todos los habitantes de un pueblo, pero el intento utópico de eliminar el mal de esta sociedad termina por no gustar a nadie porque provoca el aburrimiento y la apatía. Como se advertirá, la colección de Ramón y
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Cajal es variada. En ella siempre están presentes elementos educativos y críticos, se ataca la superstición y se reflexiona sobre la función social de la ciencia. Por último, en este apartado también pueden incluirse los Cuentos maravillosos (1882) de Rafael Comenge y El doctor Hormiguillo (18901891), de José Zahonero de Robles, novela breve publicada por entregas en El Mundo de los Niños.13 La colección de Comenge solo contiene dos amplias narraciones: “Sal neutra” y “El Doctor Hermes venidero”. En la primera, un sabio intenta crear una sal que concentre las propiedades intelectuales de los grandes hombres de la historia. Por ello, realiza un largo viaje por los lugares donde estos se hallan enterrados y con sus restos fabricará una sal prodigiosa. La información geológica aparece en “El Doctor Hermes venidero” cuando, con otros personajes, se interna en una cueva. Más tarde viaja a un lejanísimo futuro. Los datos geológicos, a la manera del Viaje al centro de la Tierra de Verne, están presentes en la parte donde se introduce en las entrañas de la tierra. La publicación de Comenge, por sus cualidades, por su formato y por las pobres ilustraciones, parece pertenecer a una colección popular de bajo coste, anticipo de los libros de bolsillo posteriores. El doctor Hormiguillo,14 de José Zahonero, periodista que estudió Medicina y Derecho, adapta el Gulliver de Swift y anticipa narraciones del siglo xx en las que los hombres adquieren dimensiones diminutas.15 Después de una introducción y un primer capítulo en los que se aclaran los fines de la obra y se informa de la desaparición del doctor, se inician sus aventuras transcribiendo su autobiografía, escrita en un minúsculo diario. El doctor cuenta sus peripecias cotidianas
13 Gracias a Mariano Martín he sabido de la existencia de Formio XXVI (1890), de Sinesio Delgado, que se desarrolla en una sociedad de insectos inteligentes. Por desgracia no he podido tener acceso a ella. 14 Más tarde Zahonero reelaboró, publicó la novelita con el título de El doctor Menudillo (1913) y la incluyó en Cuentos estrafalarios y patrañosos (Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos). 15 Quizá la obra más popular sea la película The Incredible Shrinking Man (1957), traducida como El increíble hombre menguante, adaptación de la novela The Shrinking Man de Richard Matheson.
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como diminuto hombrecillo. Hormiguillo, ayudado por su mujer y sus hijos, tiene que enfrentarse a los enormes peligros que suponen la irrupción de un gato o el ataque de una araña. Cuando la información científica aparece, se centra en el mundo de las hormigas. Las intenciones didácticas de Zahonero están claras cuando el doctor dice a sus dos hijos: “El presente libro ha sido escrito para recreación y deleite de los niños. Quisiéramos al propio tiempo servirles alguna instrucción en lo que se refiere a un punto muy interesante de la Historia Natural sobre la vida e inteligencia de los animales sobre el cual se han inventado y propagado muchas fantasías” (Zahonero, 1890-1891: 1). Las dos últimas obras citadas tienen en común que están dirigidas a un público amplio, la de Comenge es una publicación popular y la de Zahonero está incluida en las páginas de una revista infantil. Los datos científicos presentes en ellas deben aminorarse e integrarse en medio de las peripecias de los personajes. Ninguna de las dos tiene entidad literaria, pero se adaptan a las exigencias editoriales y al medio en el que aparecen. En cualquier caso, apuntan los caminos por los que transitaría la ciencia ficción popular del siglo xx.
3. Un viaje en el tiempo En 1887 fue publicado El Anacronópete, de Enrique Gaspar, el viaje español más original del siglo xix. Su novedad radica en que tal vez sea la primera máquina del tiempo de la literatura occidental. En concreto, se anticipa en ocho años a la de Wells, ya que The Time Machine es de 1895. Por supuesto, los hombres ya habían imaginado saltos temporales a otras épocas, pero estos se efectuaban gracias a la intervención divina o diabólica, la magia, la brujería, los talismanes o los sueños. El mecanismo ideado por Gaspar es la construcción de un sabio que logra viajar al pasado gracias a la electricidad y a una original concepción del tiempo, considerado como otra dimensión. Pese a su evidente tono humorístico y a su onírico final, El Anacronópete es una de las primeras y más singulares manifestaciones de la ciencia ficción europea. Evidentemente, la novela está influida por la narrativa de Verne y, como en muchos relatos del escritor francés, no faltan un viejo, extravagante e
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incomprendido sabio, una pareja de jóvenes amantes y unos simpáticos criados. Estos viajan a diversos momentos históricos (la Comuna de París, la toma de Granada, la Roma clásica, la legendaria China o el tiempo bíblico de Noé), por lo que la mayor parte del relato puede clasificarse de novela de aventuras. Antes de serlo, El Anacronópete fue concebido como libreto de una zarzuela para la que Gaspar nunca encontró un músico que compusiera la partitura. Por lo menos, de ella carece el muy divertido e interesante manuscrito que se halla en la Biblioteca Nacional. El mismo es una prueba más de que esta máquina del tiempo es anterior al resto de las europeas, ya que podría fecharse hacia 1884. El tono de zarzuela humorística y paródica aún se mantiene en la novela gracias a la pareja de criados, que son los encargados de descargar la tensión en medio de las extraordinarias peripecias. Solo el final onírico, en el que se homenajea a Verne, resta originalidad a los peculiares acontecimientos y a los singulares personajes. Habría que preguntarse qué causas impidieron que un libro tan innovador como este, tan adaptado a los gustos de la época y que se acompañaba de unas estimables ilustraciones de Enrique Soler no tuviera éxito y no se hiciera popular. A mi entender, quizá se debiera a que apareció en la Biblioteca Arte y Letras, una colección literaria de lujo donde se publicaba a los clásicos y a los más prestigiosos autores del siglo xix. Además, la colección desapareció poco después de la edición de El Anacronópete y la obra no fue nunca más reeditada hasta fechas recientes.16
4. El anticipo de los temas de la ciencia ficción futura Quizá sea Nilo María Fabra el autor español de ciencia ficción del xix más citado en la actualidad. Aunque fue un respetado periodista, hoy es recordado por sus tres colecciones de relatos breves: Por los espacios imaginarios (con escalas en la tierra) (1885), Cuentos ilustrados
16 Desde la aparición de El Anacronópete en 1887 la obra ha conocido dos ediciones en papel: Círculo de Lectores (2000) y Minotauro (2005).
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(1895) y Presente y futuro (1897). Es posible que muchos aparecieran en revistas antes de ser incluidos en las antologías, como era habitual en la edición de la época. Además, algunos títulos se repiten en las colecciones y no todos son de ciencia ficción, sino que pertenecen a diversos géneros. Es el caso, por ejemplo, de “Un diálogo en el espacio”, “Cuatro siglos de buen gobierno”, “El triunfo de la Igualdad” o “La verdad desnuda”, que pueden ser clasificados de forma general como de literatura fantástica. Sin embargo, los más originales cabe encuadrarlos en la ciencia ficción y anticipan muchos de los temas que esta desarrollaría con posterioridad: la vida en otros mundos se describe en “En el Planeta Marte”, el dominio de gobiernos tiránicos universales sobre las mentes de sus súbditos está entrevisto en “Teitán el Soberbio”, viajes en avanzadísimos trenes aparecen en “Un viaje a la República Argentina en el año 2003”, una ucronía sobre la historia de España se propone en “Cuatro siglos de prosperidad”, los restos de nuestra civilización son analizados en un lejanísimo futuro en “El dragón de Montesa, o los rectos juicios de la posteridad” y anticipaciones temporales son “El futuro Ayuntamiento de Madrid” o “La guerra de España con los Estados Unidos”. Casi podría afirmarse que la mayor parte de los caminos por los que transitaría el género están contenidos en potencia en los relatos de Fabra. Como he señalado en otra ocasión (Molina Porras, 2013), las indudables originalidad y fantasía de estas obras se doblegan ante los elementos descriptivos y reflexivos presentes en ellas. La narración en muchos relatos es casi inexistente, las historias son mínimas y, una vez iniciadas estas, se detienen para delinear los rasgos de una sociedad o de un personaje. Esto ocurre en “En el Planeta Marte” o en “El futuro Ayuntamiento de Madrid”. No hay personajes que viajen al planeta ni peripecias ni aventuras, porque el narrador solo quiere pintar una sociedad mucho más justa que la terrícola. Por su parte, el Ayuntamiento socialista, que dirige un ingenuo alcalde, es una trasposición de cualquiera de los de su época. No hay acciones, solo descripción de costumbres y de tipos. Fabra critica los hábitos sociales perniciosos, en especial, las tan españolas recomendaciones, al tiempo que denuesta los ideales igualitarios. A nuestro autor le interesa hacer propuestas
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ideológicas desde posiciones claramente conservadoras17 y cree que la literatura es el lugar idóneo para exponer sus aspiraciones sociales y políticas. Las muy originales anticipaciones que se hallan en estos relatos encuentran un frágil contrapunto en unas líneas argumentales muy débiles que les hacen perder parte de su interés.
5. Las obras de los grandes narradores Podría parecer que la ciencia ficción inicial solo atrajo a autores menores y a editores de segunda fila interesados en suministrar obras de baja calidad a lectores poco ilustrados. Como se ha visto, esa visión es falsa, ya que en muchos casos prestigiosos científicos se sintieron atraídos por el género. Piénsese, por ejemplo, que El Anacronópete se incluyó en la, tal vez, más prestigiosa colección literaria de su época, en la que, por ejemplo, apareció la primera edición de La Regenta. También es posible que Enrique Gaspar hoy sea una figura solo conocida por especialistas, pero en las últimas décadas del siglo xix era uno de los más respetados dramaturgos y novelistas. Lo mismo ocurría con Leopoldo Alas (Clarín), quizá el crítico más admirado y temido del momento, quien creó uno de los más originales relatos del género. “Cuento futuro” está incluido en la colección El señor y lo demás, son cuentos (1893?) y narra el suicidio colectivo de la humanidad propiciado y organizado por el sabio Judas Adambis. Las causas son el aburrimiento y la falta de nuevos ideales: “La humanidad de la tierra; se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres” (Alas, 1893?: 196). En el día de Año Nuevo y a las
17 Léanse como ejemplo estas líneas de “El triunfo de la Igualdad”: “A los delirios de los fundadores de las escuelas socialistas de este siglo sucedieron las extravagancias del vulgo ignorante; a las atrevidas concepciones de la imaginación creadora, el bajo instinto de la torpe envidia; a las brillantes teorías, hijas de un sentimiento generoso, la pasión desenfrenada, ávida tan solo del botín; a la revolución, basada en sistemas quiméricos, la concupiscencia de la plebe, el vértigo de lo desconocido, la fascinación de la anarquía, la atracción del caos” (Fabra, 1895: 130-131).
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doce de la mañana, todos los humanos sufren una conmoción en la espina dorsal y mueren. Solo sobreviven Adambis y su esposa, Evelina Apple, quienes, como sugieren sus nombres, emprenden un viaje al paraíso, donde tendrán un encuentro con Dios. El humorístico relato no deja de fustigar a la prensa de la época, la falta de ideales y la inconsistencia de sus principios por medio de una parodia futurista del relato bíblico. Como podía esperarse, Clarín hace uso del género con fines satíricos. Poco interés parece tener en explicar los fundamentos científicos con los que Adambis consigue acabar con la humanidad ni el funcionamiento del ingenio con el que el matrimonio se desplaza al Edén. “Cuento futuro” posee, en el fondo, las mismas características que, por ejemplo, “La mosca sabia”, “El poeta-búho (Historia natural)” o “León Benavides”, en los que la fantasía es empleada con sentido moral y crítico. En él, como en los citados relatos, triunfa la sátira y existe una manifiesta misoginia, ya que la mujer es la causante de todos los males, se llame Eva o Evelina. Es discutible encuadrar la obra de José Fernández Bremón dentro de la ciencia ficción porque, entre otros motivos y como el relato de Clarín, sus cuentos están llenos de sátira y humor. Su narrativa breve, más allá de los textos rescatados de la prensa por Rebeca Martín (Fernández Bremón, 2012), se resume en el volumen Cuentos (1879). Esta antología agrupa diez narraciones: “Un crimen científico”, “La hierba de fuego”, “Mr. Dansant, médico aerópata”, “Gestas, o el idioma de los monos”, “Siete historias en una”, “Pensar a voces”, “Una fuga de diablos”, “El cordón de seda”, “El tonel de cerveza” y “Miguel Ángel, o el hombre de dos cabezas”. Los cuentos pertenecen a diversos géneros, no tienen la misma calidad y, casi con seguridad, fueron creados en diferentes momentos de la vida del autor. La colección reúne así relatos cercanos a la leyenda romántica, como “La hierba de fuego”, “El tonel de cerveza” o “Una fuga de diablos”, que conviven con otros mucho más originales y cercanos a la ciencia ficción, como “Un crimen científico”, “Mr. Dansant, médico aerópata” o “Miguel Ángel, o el hombre de dos cabezas”. En todo caso, es discutible que estos últimos puedan clasificarse dentro del género, porque Fernández Bremón hace uso de la ciencia para crear unas singulares historias llenas de sorpresas y humor. Por ejemplo, Mr. Dansant es un médico que
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viene de Buenos Aires para curar aplicando en las partes enfermas del cuerpo diversos tipos de vientos. En cualquier caso, el rescate que se ha hecho en los últimos años de sus creaciones ha descubierto a uno de los escritores más interesantes de la literatura fantástica española. Ángel Ganivet, pensador considerado antecedente del 98, también hizo su pequeña contribución al género. En “Las ruinas de Granada (ensueño)” (1899) nos traslada a un lejanísimo futuro. Un poeta y un sabio viajan a los restos de una antigua Granada. La ciudad, como las romanas Pompeya y Herculano, fue engullida por la lava de un volcán. Con retórica muy decimonónica e intentando ser poético, el narrador nos advierte de la inconsistencia de la existencia humana (“Vida y muerte sueño son / y todo en el mundo sueña”). Como era habitual en muchas de estas narraciones, la descripción y la reflexión reinan en este cuento. En la muy amplia producción de Emilia Pardo Bazán, existen algunos cuentos cercanos a la ciencia ficción, como “La cabeza a componer”18 o “Los cinco sentidos”.19 También posee algunos ligeros rasgos del género su primera novela, Pascual López: autobiografía de un estudiante (1879). Como afirma González Herrán es una “curiosa mezcla de modalidades y estéticas (autobiografía picaresca, relato gótico, novela de anticipación científica, comedia de magia, romanticismo fantástico, realismo costumbrista real)” (González Herrán, 1998: 144). El título más cercano al género es, sin duda, En las cavernas, novela corta que, aunque publicada el 18 de julio de 1912 como n.º 2 de El Libro Popular, analizaré aquí siguiendo la convención de incluir a la narradora gallega entre los novelistas del siglo xix. Esta interesante narración nos traslada a la transición del Paleolítico al Neolítico y muestra claramente el choque entre los elementos progresistas y conservadores de una tribu prehistórica. En las cavernas, además, novela un triángulo amoroso e informa a los lectores de las costumbres de una sociedad muy alejada en el tiempo, ya que documenta su forma de vestir, su costumbres sexuales, sus prácticas culinarias, etc. En este
18 El Imparcial, 26 de marzo de 1894. 19 La Ilustración Española y Americana, número 20, 1908.
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sentido, enlaza tanto con la novela histórica, tan de moda en el xix, como con la ciencia ficción de ese siglo, que, en España, casi siempre procuró ser educativa. La gran narradora gallega, con un relato ambientado en la prehistoria, sintetiza a sus lectores los conocimientos últimos sobre ese momento de la evolución humana. La historia de los amores de los jóvenes Damara y Napal, que luchan por cambiar la sociedad en la que viven, es una de las primeras narraciones europeas del subgénero de la ciencia ficción prehistórica (véase Martín Rodríguez [2015]). Poco antes, en 1909, La guerre du feu20 había comenzado a publicarse en la revista por entregas Je sais tout. Magazine Encyclopédique Illustré,21 mientras que la versión definitiva en libro apareció en 1911. Su autor es J. H. Rosny, seudónimo de los hermanos belgas Joseph Henri Honoré y Sheraphin Justin Boex, aunque más tarde firmaran como J. H. Rosny aïné, el primero, y J. H. Rosny jeune, el segundo. Es posible que Emilia Pardo Bazán hubiera leído la obra y se hubiera inspirado en ella para desarrollar la suya en la prehistoria ibérica. Pero también pudo ocurrir que su impulso estuviera determinado por la propia ciencia española, que desde el descubrimiento de las cuevas de Altamira se encontraba inmersa en un intenso debate sobre la autenticidad de las mismas. El hallazgo de Marcelino Sanz de Sautuola y su hija22 potenció una polémica en la que intervinieron muchos historiadores españoles y franceses. Por ejemplo, Émile Cartailhac (1845-1921), prestigioso prehistoriador galo, puso en duda la autenticidad y la antigüedad de las pinturas de Altamira, pero en 1902, veinte años después del descubrimiento, reconoció su error en La grotte d’Altamira, Espagne. “Mea culpa” d’un
20 En España, a partir de la película de Jean-Jacques Annaud (1981), es conocida como En busca del fuego. Existen numerosas traducciones, pero desconozco cuál pudo ser la primera, aunque existe una en Seix Barral de 1923 con el título de La conquista del fuego. 21 La revista comenzó a publicarse en París en 1905, aparecía cada quince días y dejó de editarse en 1914. En sus páginas vieron la luz muchas de las novelas policiacas de Maurice Leblanc y bastantes de ciencia ficción. 22 Sanz de Sautuola hizo público su descubrimiento en 1880 con la edición de Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander.
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sceptique. Doña Emilia, tan abierta a cualquier manifestación cultural, seguro que estaba al tanto de estos avances en el conocimiento de la más remota historia del hombre y eso la impulsó a escribir “En las cavernas”. Hay que tener en cuenta, además, que, en las páginas de Los Lunes del Imparcial, el 12 de agosto de 1907 había publicado un muy breve cuento titulado “Progreso”. Este, anterior en el tiempo a la novela de los hermanos belgas, también se desarrolla en la prehistoria y está protagonizado por una pareja de jóvenes progresistas que defienden las relaciones monógamas y descubren el uso del fuego. Tras su lectura, hay que pensar que es el más claro antecedente de En las cavernas. En cualquier caso, la novela breve de doña Emilia es una muy interesante conjunción de una trama amorosa y de elementos informativos sobre una artificial prehistoria española. La ciencia ficción se internó en el siglo xx no solo de la mano de la gran narradora gallega, sino que en esa tarea también participaron otros conocidos escritores como Azorín, Pérez de Ayala o Vicente Blasco Ibáñez, cuyas creaciones serán analizadas en otros capítulos de este libro. Es bien sabido que Unamuno hizo su aportación al género porque el título de uno de sus cuentos aparece en la, quizá, más conocida antología que sobre el género se ha publicado en las últimas décadas en España: De la Luna a Mecanópolis (1995). En efecto, la Mecanópolis23 (1913) unamuniana es una expresión directa y clara del miedo a que el progreso acabe con la vida espiritual tal y como se ha desarrollado históricamente. La ciudad a la que llega un viajero solo está habitada y gobernada por máquinas y él parece ser el único ser libre que existe en la Tierra. En este sentido, el cuento es un interesante ejemplo español de narración distópica en los inicios del nuevo siglo y una expresión clara del temor de su autor a que la humanidad pierda sus valores espirituales —se hablará de esta obra en el capítulo siguiente del presente volumen—. Realizado este rápido recorrido, se puede concluir indicando que la ciencia ficción española, como la de los países de nuestro entorno
23 El cuento vio la luz en las páginas del suplemento literario de Los Lunes del Imparcial (1913).
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cultural, hunde sus raíces en la mitología clásica y pudo ser la expresión de viejos sueños y deseos del hombre. A esta base común se fue añadiendo el intento de hacer verosímiles las historias apelando a la ciencia y a la técnica. En los siglos xviii y xix, esta ciencia ficción primitiva fue el lugar donde criticar o defender determinadas concepciones de vida social. Al mismo tiempo, se empleó como instrumento educativo y didáctico. Sin ser un género central en nuestra historia literaria, es evidente que existió en nuestras letras y fue evolucionando a la par que en el resto de las occidentales.
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1. Introducción La ficción científica española3 tuvo un desarrollo paralelo al de otras tradiciones europeas de esta modalidad. Sus referencias eran británicas, francesas y, en menor medida, alemanas o italianas hasta la década de 1950, cuando la imitación masiva de la ciencia ficción estadounidense
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En el presente capítulo, el término narrativa designa cualquier ficción en prosa y forma no dramática, por lo que se incluyen también las ficciones descriptivas/ argumentativas, como la que presenta, en forma publicitaria, la máquina cerebral ideada por el marqués de Valero de Urría. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto HAR2015-65957-P del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España. A efectos prácticos, distingo la ciencia ficción, cuyo nombre inventó Hugo Gernsback para designar un tipo de producción literaria de vocación eminentemente comercial (los pulps) y del que procede la ciencia ficción hegemónica en la actualidad, de la ficción científica, que indica la literatura prospectiva de tradición predominantemente intelectual y europea, cuyo ejemplo más conocido son los scientific romances de H. G. Wells.
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comercial, entre otras cosas, puso prácticamente fin a su positiva consideración literaria. Esta clase de ficción estaba bien integrada antes en la literatura cultivada y respetada en los círculos intelectuales europeos más exigentes, como sugieren tanto los nombres de los escritores que publicaron ficciones científicas como su recepción en los medios críticos y literarios institucionalizados. La ficción científica y utópica española no se diferenciaba por sus planteamientos literarios ni por la calidad de su escritura de la literatura general de la época y como tal fue acogida normalmente por la crítica, al igual que ocurrió en otros países del continente.4 Los reseñadores más prestigiosos de entonces no tuvieron reparo alguno en elogiar sin reservas obras que luego numerosos críticos e historiadores de la segunda mitad del siglo pasado prefirieron omitir de sus panoramas de la literatura española del período. El hecho indudable de que esta modalidad literaria contara con pleno reconocimiento por los intelectuales, al menos hasta la Guerra Civil de 1936, habría de hacer recapacitar a los guardianes del canon literario, máxime teniendo en cuenta que la ficción científica española no fue un fenómeno marginal ni tampoco se limitó a seguir servilmente modelos extranjeros.
2. La novela científica, frente a la cosmovisión positivista Durante el período positivista en España (aproximadamente, 18681898), la llamada novela científica se benefició de una mayor curiosidad intelectual española por las ciencias y técnicas como manera de poner al país a la altura de las grandes potencias europeas, lo que se consiguió en parte antes de la crisis de 1898.5 En este contexto
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La situación era así en Francia, por ejemplo: “Écrite par des écrivains reconnus, la littérature de fantaisie est admise comme composante du domaine littéraire. [...] L’opposition entre littérature légitimée et non-légitimée ne passe pas par l’appartenance de l’œuvre à un genre. [...] Ce qui sera dénommé plus tard science-fiction ne bénéficie donc d’aucun statut particulier” (Bozzetto, 1992: 186). No obstante, la derrota sufrida por España ante los Estados Unidos solo se reflejó directamente en una obra de anticipación española, que sepamos. Se trata de “La
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se inscribe la obra fictocientífica de Nilo María Fabra, así como las incursiones en esta modalidad literaria de diversos intelectuales que utilizaron la ficción para ampliar la aceptación y el conocimiento de la ciencia moderna por parte de un público no especialista (Amalio Gimeno, Santiago Ramón y Cajal, etc.) —véase el capítulo anterior de este volumen—. El declive de la mentalidad positivista tras el desastre y desengaño de 1898 contribuyó a interrumpir este desarrollo de la ficción científica acorde con esa mentalidad, tanto sus manifestaciones serias como las más humorísticas (Enrique Gaspar, Sinesio Delgado, etc.). De hecho, entre las publicaciones fictocientíficas de principios del siglo xx, pocas glorifican la ciencia al modo positivista. Pueden recordarse como excepciones varias de las ficciones del divulgador científico Vicente Vera, sobre todo la descripción de “El periodismo dentro de cien años” (1901; Amenidades científicas, 1914);6 los Cuentos de vacaciones (1906), de Ramón y Cajal, que se escribieron en realidad en el siglo anterior, y una novela como Dos mundos al habla. Cuarenta días de relaciones interplanetarias (1922), de José Ferrándiz, que sigue el modelo de las influyentes narraciones de Camille Flammarion hasta el extremo de que su astronomía no parece haber avanzado nada desde ese famoso astrónomo francés decimonónico, como si se hubiera escrito también a finales del siglo xix.7 Otros títulos aún fieles también al espíritu decimonónico —como Canuto Espárrago
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Yankeelandia. Geografía e Historia en el siglo xxiv” (1898), de Nilo María Fabra. En esta historia prospectiva, la próxima hegemonía estadounidense ha dado lugar, en el futuro descrito, a un estado de cosas distópico. Pese a su tecnofilia, Vera escribió un importante cuento científico en el que la invención de un aparato capaz de registrar detalladamente imágenes y conversaciones, “El diafotófono” (1902; Amenidades científicas, 1914), revela al científico inventor secretos de familia que dan lugar a una tragedia y a la destrucción del aparato, subrayándose así los peligros de la tecnología cuando no se piensa en las posibles consecuencias negativas de su aplicación. Ferrándiz añade al enfoque positivista de Flammarion una defensa de la eugenesia, al presentar como modelo una sociedad venusiana en la que la aplicación de esos principios, tan tristemente populares en las primeras décadas del siglo xx, produce una especie de utopía observada con admiración por los astrónomos terráqueos que miran a aquel planeta y se comunican con sus habitantes, hasta que
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(1903), de Antonio Ledesma Hernández, en cuyas páginas finales el científico protagonista desarrolla un método de guerra bacteriológica para defender su utopía rural y una España entera regenerada de sus enemigos exteriores, y El último héroe (1910), de Roque de Santillana (seudónimo de Julio Eguilaz Cabeza), en la que el descubrimiento por un científico español de una sustancia en la cueva de Altamira le permite imponer la paz mundial— expresan también la bancarrota de los viejos ideales de progreso, al confiar el futuro destino glorioso de España a procedimientos casi milagrosos y a un héroe providencial, como si se desesperara de la capacidad de la sociedad española para regenerarse recurriendo a las propias fuerzas colectivas, debido sobre todo a su percibida psicología nacional.8 Como consecuencia de esta crisis de la ideología modernizadora antes predominante, el referente positivista perduró, sobre todo, como aquel al que se oponía una nueva mentalidad española caracterizada por la reacción contra el capitalismo moderno y la tecnociencia en que este se apoyaba. El célebre dicho “¡Que inventen ellos!”, atribuido a Miguel de Unamuno, es una expresión que se puede aplicar a una literatura fictocientífica que, paradójicamente, muestra el progreso científico y tecnológico como un elemento negativo para el ser humano y la sociedad. Esta crítica no es siempre meramente oscurantista. A menudo, parece ligada a un rechazo de los valores del capitalismo industrial y financiero del período. Se trataba, sobre todo, de negar
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una erupción volcánica destruye el observatorio terrestre e interrumpe el diálogo entre ambos mundos. A este respecto, destaca la historia futura “Heterobulia” (1905), de Francisco Navarro Ledesma, sátira ambigua de la civilización mundial a finales del siglo xxi, época en la que la sugestión hipnótica aplicada colectivamente soluciona los problemas sociales, educativos, militares e, incluso, sentimentales; salvo en España, a causa de la falta de proporción y medida de sus ciudadanos. El mismo autor firmó varias anticipaciones quizá menos interesantes, tales como “El último amor” (1902), sobre un descendiente de Alonso Quijano que se mata debido a la inexistencia en el porvenir del amor romántico; “De aquí a cien años”, que es la descripción, utilizando el futuro verbal, de la jornada de un hombre del porvenir, y “Las muertes futuras: El hippoide” (1904), cuento en el que se suicida el último caballo, una especie de Rocinante redivivo.
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los valores implícitos en el lema positivista de “orden y progreso”, al que se contraponían una mayor valoración del arte, la tradición y la espiritualidad, además de una idea difusa de una sociedad alternativa en la que el dinero no fuera el único móvil de la historia. La crítica del materialismo egoísta del capitalismo industrial y de la carrera por la ganancia como principal objeto en la vida no era nueva. En Francia, había inspirado una de las primeras distopías, Le Monde tel qu’il sera (1845-1846), de Émile Souvestre, traducida al castellano en 1890 como El mundo tal y como será en el año 3000. El sarcasmo de Souvestre frente a una sociedad capitalista que despreciaba todo lo que no fuera utilitario ni sirviera para hacer dinero a cualquier precio lo retomaron en España dos autores hoy casi desconocidos, pero cuyas obras se cuentan entre las más radicales de su tiempo. En primer lugar, Un drama en el siglo XXI (1902), de Camilo Millán, cuenta con gran agilidad estilística, en frases y párrafos dinámicos ajustados a las movidas peripecias y a los rápidos y frecuentes traslados de los personajes, una historia de amor frustrada por su inadecuación a un mundo en el que “el cálculo y el interés integran todos los actos del individuo, incluida la vida amorosa” (Santiáñez-Tió, 1995: 29). Aunque el sistema sociopolítico y la tecnología han acabado en la novela con numerosas lacras anteriores, queda la impresión de una visión pesimista desde el punto de vista de la integridad de la persona, fuera de su dimensión económica. Críticas semejantes a la deshumanización inducida por el sistema capitalista pueden observarse en el resumen de la novela, luego no escrita, El último tirano, que Manuel Bescós Almudévar (más conocido por su seudónimo, Silvio Kossti) comunicó en una carta de 1910 a su amigo Joaquín Costa,9 así como en la novela sí realizada y de escritura más comercial La ciudad de los suicidas (1909), de José
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Este gran intelectual regeneracionista también tiene cabida en el presente estudio, no solo por su proyecto de novela El siglo XXI (plan y fragmentos escritos en 18701871, según su descripción detallada hecha por Sánchez Vidal [1984: 30-42]), sino también por las primeras secciones (“El Dios de Plinio en el telescopio”, “El velo de Urania se descorre” y “Numisio entra definitivamente en el nirvana”) del capítulo xiv de su novela arqueológica póstuma e inacabada Último día del paganismo y primero de... lo mismo (1918). En dicho capítulo se narra la invención de
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Muñoz Escámez, que llegó a traducirse al francés, al italiano y al portugués. Por último, El amor en el siglo cien (1922), del Coronel Ignotus (José de Elola), es una novela10 en la que un científico malvado, en una sociedad dividida radicalmente entre ricos y pobres, inventa un dispositivo para aprovechar la energía generada por la práctica sexual. Aunque este libro es posterior a la Primera Guerra Mundial, el hecho de que su autor siguiera patrones escriturales decimonónicos, sobre todo vernianos,11 aconseja recordarlo aquí. Más negativas aún que estas obras frente al orden coetáneo político, socioeconómico y tecnológico resultan varias ficciones integradas por el marqués de Valero de Urría (Rafael Zamora y Pérez de Urría) en su originalísimo libro Crímenes literarios12 (1906). “Áureas lavas” se presenta como el informe, hecho por carta, acerca de una erupción del Vesubio, que expulsa oro a toneladas, y de las consecuencias que
un telescopio y su uso para observar el universo lejano por parte de un ciudadano romano del Bajo Imperio. Se trata, por lo tanto, de una ficción retrofuturista, si entendemos por tal la que se centra en alguna invención tecnológica imaginaria en una sociedad del pasado, pero que no dé lugar a un curso histórico alternativo al conocido históricamente. 10 Este libro desarrolla el tema de un relato anterior del autor, “Amor y fuerza. Cuento del año 10.000” (Cuentos estrafalarios de ayer y mañana, 1913). 11 El modelo de Julio Verne continuó siendo operativo en España hasta bien entrado el período de entreguerras. Siguieron escribiendo novelas didácticas y de aventuras realistas como las más famosas de la época central de aquel escritor francés Verne, sobre todo, narradores populares como el citado Coronel Ignotus, autor de una serie de escasamente imaginativos Viajes planetarios del siglo XXII (19191927) y de El amor en el siglo cien (1922), y el Capitán Sirius (Jesús de Aragón), que publicó movidos relatos de aventuras científicas, como Una extraña aventura de amor en la Luna (1929) y El continente aéreo (1930), cuya escritura descuidada anuncia asimismo la narrativa popular de los posteriores bolsilibros españoles, aunque estos imitarían, sobre todo, los pulps norteamericanos. 12 El título completo reza como sigue: Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas (Máquina cerebral. Dogmas éticos. Banquete anual. Áureas lavas. Los ojos del amor. El cuadrúpedo-Dios) perpetrados por el profesor D. Iscariotes Val de Ur, catedrático de Paleografía, Criptología y Zoophonía en la Universidad de Polanes, publicados, comentados y precedidos de una biografía del mismo por Rafael Urdeval, telarañista, su discípulo y albacea. Se puede observar que ambos nombres propios son variaciones anagramáticas de Valle de Urría.
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de ello cabe imaginar, dada la codicia humana.13 “Banquete anual” consta de la explicación de un menú caníbal y de una apología de la antropofagia por una sociedad de millonarios estadounidenses en una América hipotética en la que parece ser de aplicación lo modestamente propuesto por Jonathan Swift en su famoso panfleto irónico. Por último, “Máquina cerebral”, cuya primera versión es de 1892,14 sobresale por más de un concepto. El texto está escrito en forma no convencional, ya que se presenta como un extenso y detallado folleto publicitario.15 En cuanto al objeto, este podría ser uno de los primeros ordenadores personales de la ficción, a juzgar por la descripción que se hace de su aspecto, funcionamiento y usos. Este cerebro mecánico sirve para sustituir con ventaja al humano, al menos al de los escritores y políticos, pues su función es producir todo tipo de textos, desde obras literarias16 hasta discursos parlamentarios, con lo que hace innecesaria la existencia tanto de los escritores como de los políticos. De esta manera, se subraya que el arte y la discusión ideológica solo sirven de adorno en la sociedad del lucro. La religión, por su parte, se somete a una degradante mecanización capitalista en una narración igualmente sarcástica de Pompeyo Gener titulada, en su versión propia en castellano,17 “El Theological Palace” (Del presente, del pasado y del futuro, 1911), donde se puede rezar directamente al cielo por
13 El descubrimiento del preciado metal cierra la anticipación política satírica de Luis Bello Una mina de oro en la Puerta del Sol (1913). Ahí, también, la nueva riqueza es asimilada por un sistema sociopolítico corrupto. 14 Se publicó en El Día (Madrid) y La Vanguardia (Barcelona) a finales de mayo de 1892 con el título de “The Universal, Mechanic, Literary, Poetical and Prosaic Company Limited”. 15 Otro ejemplo de uso ficcional del discurso publicitario en esta época es el catálogo de libros “Del año 3000”, publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1901 por el editor español Rosendo Pons. El texto es una graciosa sátira de la literatura del momento. 16 Esta función pudo inspirar a Machado la “máquina de trovar” descrita en el “Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses”, de la sección “De un cancionero apócrifo”, publicada en la edición de 1928 de sus Poesías completas. 17 En catalán, se había publicado primero en dos partes independientes: “Un somni futurista espatarrant” (Monòlegs extravagants, 1910) y “El telèfono ultra-mundial”
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teléfono, aunque quien recibe la comunicación es un empleado de lo que, en nuestra actualidad, se conoce como centro de llamadas. Otras críticas burlescas, y más ligeras, del progreso positivista que podrían mencionarse figuran en varios de los últimos relatos de José Fernández Bremón, como “Sacrilegio (episodios del siglo xxiii)” (1900), “Vestir al desnudo” (1901), la distopía médica “El terror sanitario” (1905) y “Besos y bofetones” (1909), que prolongan su particular planteamiento satírico frente a las certidumbres modernas, presente desde los comienzos de su obra narrativa. En estas narraciones, los científicos no salían muy bien parados, ya que solían ser objeto de burla, lo que contrasta con su categoría más bien heroica en la anterior novela científica, salvo excepciones. Sin embargo, por su humor, ninguna de ellas llegó al extremo del “Cuento absurdo” (Los buitres, 1908), de Ángeles Vicente, que siguió el ejemplo del “Cuento futuro” (1886; El señor y lo demás, son cuentos, 1893), de Clarín (Leopoldo Alas), al imaginar la manera en que un científico decidía y llevaba a cabo la extinción casi completa de la humanidad. Otros cuestionamientos de la herencia positivista guardaban relación con un nuevo vigor de la fe católica. A este respecto, puede ser representativa de esta reacción espiritualista la transformación que sufrió la primera historia fictocientífica sobre un hombre menguante, “El doctor Hormiguillo” (1891), de José Zahonero, cuando este la concluyó ya en el siglo xx, tras rebautizarlo como “El doctor Menudillo” (Cuentos quiméricos y patrañosos, 1914). Los capítulos añadidos rebajan el primitivo heroísmo del científico miniaturizado, que no había dudado en luchar contra una araña para demostrar su hombría, al mostrar su impotencia actual con ese tamaño diminuto y, en consecuencia, la vanidad de sus sacrificios en nombre de la ciencia, a la que se contrapone como mejor camino vital el de la religión. A conclusiones parecidas llegaron otros escritores católicos, como Carlos Mendizábal Brunet en Galatea (1915; luego reeditada en 1922 con el título de Pygmalión y Galatea), que parece ser una derivación, bastante
(1911), antes de su versión catalana final, “El Theological Palace” (Pensant, sentint i rient, 1910-1911).
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melodramática, de la historia de la creación de un robot femenino como amante ideal contada magistralmente por Auguste de Villiers de l’Isle-Adam en L’Ève future (1886). Otras ficciones científicas antipositivistas de estos primeros años del siglo xx prefirieron, frente al humor negro o a la apología confesional, la melancolía decadentista ante el espectáculo de un fin del mundo que vendría a vaciar de toda pertinencia el progreso promovido y prometido por el capitalismo y su tecnología. Esa melancolía baña un magistral cuento lírico de Azorín (José Martínez Ruiz), “El fin de un mundo” (1901),18 en el que el último ser humano medita sobre el destino insignificante de la humanidad en el universo, observado con un logrado sentido de lo sublime. A este monólogo precede una descripción de la utopía alcanzada hacía siglos en la Tierra,19 cuya consecuencia final había sido el estancamiento y la esterilidad: “La amplia y fecundadora ley del progreso tornábase en deprimente ley de ruina y acabamiento” (Martínez Ruiz, 2014: 148). De esta manera, se reconocía la utilidad práctica del progreso, pero se señalaba también que tal progreso, por sí solo, no podía satisfacer las necesidades profundas del ser humano y, sobre todo, que esa supuesta utilidad se revelaba como falsa, en el fondo, a la luz de la acción inevitable de la ley de la evolución. Una perspectiva análogamente melancólica puede observarse en otro de los grandes cuentos del período, “Mecanópolis” (1913), de Miguel de Unamuno, quien lo escribió años después de haber abandonado los ideales modernizadores y europeístas de su juventud en favor de una búsqueda de la inmortalidad como principal meta del ser humano. Esta búsqueda la entendía como una tarea, sobre todo, espiritual, para la cual los avances técnicos no eran pertinentes e, incluso, podían considerarse contraproducentes (y de ahí el “¡que inventen
18 Azorín escribió otro cuento apocalíptico de menos empeño más adelante: “Se acabó el sol. Humildad” (1935). 19 Una visión puramente utópica de una civilización urbana futura y libre de las lacras sociopolíticas y de la fealdad del presente protagoniza otro cuento del joven Azorín, “La casa, la calle y el camino” (1904; Tiempos y cosas, 1944).
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ellos!”). En ese cuento, escrito “bajo la inspiración de Erewhon: or, Over the Range (1872), novela precursora de S. [Samuel] Butler, se describe una ciudad deshabitada y controlada por máquinas pensantes; la denuncia del mundo mecanizado, inhumano y fantasmagórico de Mecanópolis encaja perfectamente con las tendencias antiindustrialistas de su autor” (Santiáñez-Tió, 1995: 24). Sin embargo, a diferencia de aquel viaje imaginario inglés, “Mecanópolis” no se distingue por su ironía. Se trata más bien de una parábola lírica cuya riqueza simbólica le confiere un singular atractivo. La nueva (o reavivada) desconfianza hacia la ciencia se refleja asimismo en la literatura dirigida al gran público, como indican algunos de los títulos fictocientíficos que se pueden encontrar en las colecciones periódicas de novelas cortas que tanto éxito tenían en la época, tales como El Cuento Semanal, La Novela Corta, La Novela de Hoy y otras. Cada colección solía publicar un original cada semana y varias de esas colecciones competían al mismo tiempo por el favor de los lectores, con lo que la cifra de novedades aumentaba rápidamente. El hecho de que se dirigieran a un público mayoritario no fue la causa de la desatención crítica que solían sufrir, puesto que la calidad variable de los textos tenía más que ver con la capacidad de cada autor que con la índole popular de las distintas colecciones. A diferencia de lo que ocurría con sus equivalentes norteamericanos —las publicaciones pulp, de escritura bastante descuidada en general—, las colecciones periódicas de novela corta y teatro españolas acogieron sin distinciones muestras de todo el panorama literario del país, desde lo más comercial hasta lo más exigente desde el punto de vista intelectual y estético. De hecho, lo que hace de ellas un fenómeno único en Europa es no solo su abundancia y enorme éxito, sino también su calidad literaria, más que aceptable en general a lo largo de toda su historia. Su aspecto externo era tan pobre como el de los pulps anglosajones o los feuilletons (folletines) franceses, pues se trataba de folletos que no solían superar las sesenta páginas, pero su contenido era sin duda mucho mejor que el material en que se imprimían. Sus ilustraciones las firmaban algunos de los mayores dibujantes españoles del período, como Rafael de Penagos, mientras que se cuentan entre sus escritores figuras indiscutibles del canon literario como, por ejemplo, Emilia
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Pardo Bazán.20 Así pues, lo que podría considerarse literatura comercial desde un punto de vista sociológico no constituía una literatura meramente comercial en su filosofía. Aparte de las consideraciones crematísticas, los escritores e intelectuales de entonces pretendían seguramente llegar a un amplio número de lectores sin necesidad de rebajar su arte. Numerosos relatos publicados en primer lugar en la prensa o en esas colecciones periódicas se recogían a menudo en volumen sin apenas cambios, mientras que una historia podía pasar de un libro de difusión limitada a una colección de tirada masiva. Aparte de las de novela galante, las principales de estas colecciones periódicas albergaban todo tipo de géneros y planteamientos literarios. Aunque dominaran las narraciones que prolongaban la estética realista con un contenido sentimental, erótico, costumbrista o social (regeneracionista o revolucionario), también vieron la luz en ellas diversos relatos fantásticos y un puñado de ficciones científicas, cuyos autores las cultivaron a menudo “como una forma de vehicular sus inquietudes, la mayor parte de las veces de impulso regeneracionista, ante determinados aspectos de la sociedad” (Gutiérrez, 2012: 26), pese a lo cual la visión negativa de lo científico y de la innovación era
20 Tal y como se ha comentado en el capítulo anterior, esta gran narradora publicó en El Libro Popular una interesante novela corta prehistórica feminista y hasta anticlerical titulada En las cavernas (1912), que amplía un cuento anterior de asunto similar titulado “Progreso” (1907). Otras ficciones de este género publicadas antes de 1936 en España son “El primer amor” (1902), de Francisco Navarro Ledesma; El rey de los trogloditas (1925), del paleontólogo Jesús Carballo; “Historia del buen rey Totem” (1925; ampliada en Cuentos sin importancia, 1927), curiosa parábola anarquizante de José María Pemán; “El traje milenario” (1926), de Antonio de Hoyos y Vinent, y la primera parte de La novela de España (1928), del historiador Manuel Gómez-Moreno. Tampoco el género emparentado de la narrativa de razas y mundos perdidos o arqueoficción tuvo demasiado predicamento en España antes de 1936, aunque se pueden recordar dos narraciones que imaginan la pervivencia en un paraje aislado de una sociedad incaica (La ciudad sepultada, novela popular de Jesús de Aragón publicada en 1929) o colonial, con tintes distópicos (“En la caverna encantada”, de José María Salaverría, publicada primero en la revista argentina Caras y Caretas en 1929 y recogida en El libro de las narraciones, 1936).
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a menudo manifiesta, tanto si era el resultado de actividades humanas como de importaciones alienígenas. Varias novelas cortas publicadas en estas colecciones pueden servir de ejemplo. La verdad en la ilusión (1912), de Luis Antón del Olmet, es una visión sarcástica de un futuro aséptico, no muy distinto (en un registro cómico) del imaginado por Azorín, aunque se presente con mayor énfasis en lo político, por la tendencia anarquista del orden futuro. El cuento finamente irónico El planeta prodigioso,21 de José María Salaverría, adopta la forma de una conferencia histórica de un erudito marciano a un público de su planeta sobre la Tierra, sus habitantes y sus irracionales costumbres, antes de su colonización por los civilizadores del planeta rojo, cuya superioridad tecnológica se expresa públicamente en un desprecio manifiesto hacia los subdesarrollados humanos, a los que era obligado colonizar. En El embajador de la Luna (1925), de Emilio Carrere, cohabitan observación costumbrista y hasta castiza y la perspectiva distanciadora introducida por la visita de un selenita a los barrios bajos madrileños. La fauna reciente (1928), de Wenceslao Fernández Flórez, se ha leído bastante gracias a su inclusión en su novela disparatada de gran éxito El hombre que compró un automóvil (1932) con el título de “Colofón fantástico”. Este relato narra con humor la evolución de los automóviles a una especie de conciencia animal. Estas narraciones se caracterizan por la comicidad. Un registro serio predomina, en cambio, en otras del mismo género, algunas de las cuales combinan innovaciones científicas imaginarias y motivos fantásticos.22 En La ciencia del dolor (1907), de Marcos Rafael Blanco Belmonte, la telepatía inducida artificialmente acaba convirtiéndose
21 En su primera edición, este relato se publicó tras la novela El oculto pecado (1924), pero se reeditó en 1929 en La Novela de Hoy con un título doble, el anterior y Un mundo al descubierto. 22 El mismo Carrere combinó ciencia natural y espiritismo en El sexto sentido (1921; reeditada en La Novela de Hoy en 1928 con el título de El viaje sin retorno), de acuerdo con las doctrinas que perseguían conferir racionalidad a lo sobrenatural, en la línea de las visiones celestes cósmico-espiritualistas de Camille Flammarion que constituyen, por ejemplo, Lumen (1872; obra traducida al español ya en
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en un don trágico, rechazado al final por razones éticas.23 La involución experimental hacia la animalidad revela la esencia genuina de una mujer (¿o de la mujer?) en El caso del doctor Iturbe (1912), de Rafael López de Haro. En El aborto (1921, en el volumen titulado La voluntad de Dios24 y 1922, en La Novela Corta), del hispano-cubano Alfonso Hernández Catá, la invención por un científico germano de un dispositivo capaz de transferir todas las cualificaciones y habilidades de un agonizante a una persona viva se ensaya en una localidad española donde está trabajando un arqueólogo amigo del inventor, con resultados terribles: el tonto del pueblo, antes feliz, se suicida tras recibir los conocimientos de un filósofo y los pueblerinos matan a pedradas a los dos sabios. De esta forma, Hernández Catá acertó en criticar a la vez la pretensión colonial de una ciencia extranjera en un país atrasado, a cuyos habitantes se trataba ahí como conejillos de Indias, y la brutalidad de una sociedad rural profundamente reacia al progreso científico. El realismo de la historia intensifica el efecto de una escritura antipastoral que contrasta con la nostalgia de la vida tranquila del campo frecuente en la literatura, especulativa o no, de países más desarrollados. Después de todo, el progreso técnico
1873), libro imitado por Enrique Feyjoo y Rubio (Doctor Spero) en “Los hombres de vidrio” (Los hombres de vidrio y otros ensayos, 1929) y, de forma más libre, por Melitón Leoz en La gran Psiquis (1922). Por otra parte, las pretensiones científicas del espiritismo se sometieron a sátira en El plano austral (1922), de Enrique Jardiel Poncela, en la que un aparato permite entrar en contacto con el más allá. También existen diversas narraciones españolas que explotan la ciencia desde una perspectiva semifantástica postromántica, aunque no espiritista, hasta bien entrado el siglo xx, a saber: “La mujer número 53” (El dulce enemigo, 1904), de Alejandro Larrubiera; Eva inmortal (1917), de Bernardo Morales San Martín; “Dura Lex...” (1918), de Miguel A. Calvo Roselló; La voz de la sangre (1922), de Ángel Marsá; Ella no tuvo la culpa (Documentos del extraño doctor Flaver) (1931), del Caballero Audaz (José María Carretero), o “Quinientos” (El libro de las narraciones, 1936), de José María Salaverría. 23 El planteamiento moral(ista) predomina también en otro relato de este autor, “Los inventos del doctor Ramírez” (Pues, señor..., 1910). 24 En el mismo volumen, que se tradujo al alemán, figura otro relato fictocientífico, “Fraternidad”, cuyo asunto prefigura el de la obra de teatro posterior de Pedro Salinas Caín o una gloria científica (1957).
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seguía siendo un requisito previo para la regeneración de España, pero reconocer este hecho no impidió a estos tres escritores presentar a sus científicos como personas que solían anteponer la investigación a cualquier consideración ética, sin que ello se tradujera en una mayor felicidad para ellos o sus semejantes, como sugiere el bien llevado relato de Hernández Catá. Frente al optimismo antes propiciado por los avances técnicos y la expansión económica e imperialista, todos estos autores no cesan de avisar de que el cambio no tenía por qué ser necesariamente para mejor. Este mensaje subyace a su obra y, por ende, a esta corriente principal de la ficción científica de los primeros años del siglo xx en España. Una idea similar puede deducirse de la ficción científica renovadora derivada, sobre todo, de la imitación del scientific romance británico, en general, y wellsiano, en particular. La nueva tendencia en la ficción científica no se limitaba ya a adoptar los valores positivistas e invertirlos, aunque dejando intacto el cariz del mundo anticipado por la imaginación progresista decimonónica. Pese a la radicalidad formal e ideológica de un marqués de Valero de Urría, por ejemplo, los cultivadores de la narrativa científica contraria al cientifismo tradicional no parecían interesados por anticipar un futuro que no fuera análogo a su presente capitalista, ampliado hasta un grado tal de hipérbole que quedaba al descubierto su monstruosidad. El scientific romance proponía, en cambio, nuevos tipos de futuro, abriendo así la puerta a una variedad de realidades posibles y diversificando la especulación científica ficcional de forma nunca antes vista. Si a ello se suma una paralela experimentación con las formas para ajustarlas a la novedad de las visiones, no extrañará que este tipo de ficción científica fuera bien acogida por los intelectuales españoles desde la primera traducción española del Wells especulativo. Al fin y al cabo, gran parte del atractivo del scientific romance radicaba en su capacidad de presentar órdenes humanos alternativos, positivos o negativos, de manera que resultaba relativamente sencillo evocar su parentesco con la prestigiosa tradición literaria utópica. De hecho, el scientific romance se
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denominó a menudo en España novela utópica, de manera análoga a la práctica paralela alemana (utopischer Roman).25
3. La novela utópica y su recepción Según Brian Stableford, como en las ficciones de Jonathan Swift o Voltaire, el scientific romance is always inherently playful and is never without at least a hint of seriousness. Both these things are inherent in the nature of the exercise and we should not fall into the trap of considering playfulness and seriousness to be contradictory. [...] This combination of playfulness and seriousness makes scientific romance inherently iconoclastic (Stableford, 1985: 9).
También esto lo hacía intrínsecamente más ambiguo, porque su construcción suele revelar la búsqueda de una pluralidad de sentidos, como ocurre en las primeras ficciones científicas de Wells, las cuales tuvieron una recepción extraordinariamente positiva tanto en Gran Bretaña como en el resto del mundo. De hecho, la reputación de Wells fue esencial para la formación de la ficción científica internacional. En España, la traducción de The War of the Worlds (1898), con el título de La guerra de los mundos, por uno de los jóvenes intelectuales mejor vistos en la época, Ramiro de Maeztu,26 revistió importancia
25 En la época misma, el sintagma preferido parece haber sido, en efecto, el de novela utópica (Andrenio, 1925). Existía entonces la tendencia de englobar toda la literatura especulativa en el universo de la utopía, de acuerdo con la concepción de esta definida, por ejemplo, por Ruyer al final de esta época: “Une utopie est la description d’un monde imaginaire, en dehors de notre espace ou de notre temps, ou en tout cas, de l’espace et du temps historiques et géographiques. C’est la description d’un monde constitué sur des principes différents de ceux qui sont à l’œuvre dans le monde réel” (Ruyer, 1950: 3). 26 Se publicó por entregas en El Imparcial entre marzo y abril de 1902. El propio Maeztu no escribió nada wellsiano original, aunque sí una breve anticipación económica sobre el desarrollo y el abandono de una región minera del norte de
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crucial para la aceptación del género como un esfuerzo literario digno de respeto. Un crítico muy influyente, Andrenio (seudónimo de Eduardo Gómez de Baquero), aclamó la llegada de “una nueva forma de lo maravilloso en literatura”, pues Wells había llevado a cabo “una restauración de lo maravilloso en literatura realizada con originalidad y aprovechando hábilmente los materiales de la actual cultura científica”, con lo que había conseguido “dar color de realidad histórica a lo fantástico” (Andrenio, 1902). Especulación y verosimilitud se habían combinado para renovar la literatura de lo imaginario en un sentido moderno. Tras este juicio atinado y altamente positivo, varios de los scientific romances (novelas y relatos) de Wells se tradujeron y publicaron rápidamente en España. Su éxito se puede inferir del hecho de que incluso dieron lugar a parodias.27 Sin embargo, habría de pasar casi una década antes de que el modelo de Wells fuera seguido en serio. Carlos Mendizábal Brunet pretendió cubrir las supuestas lagunas de la intriga de The Time Machine (1895) mediante la narración con un
España. Esa anticipación se presenta como un sueño intercalado en un artículo titulado “Fantasías verosímiles” (1899). 27 Una de las principales fue Seis días fuera del mundo (1905), de Juan Pérez Zúñiga, que parodia The First Men in the Moon (1901), de Wells, aunque la Luna de Zúñiga no estaba habitada por insectos inteligentes, sino por banquetas, y su humor paródico es tan eficaz que la obra se tradujo al italiano en 2011. También citó al escritor inglés José Fernández Bremón en su tratamiento humorístico de un motivo wellsiano (“se trata de una invasión de hombres invisibles debida precisamente al influjo de H. G. Wells”; Martín, 2012: 20) en “Besos y bofetones” (1909). Asimismo, existen varias narraciones marcianas españolas paródicas, tales como La conquista de un planeta (1905), de Luis Gabaldón, y El secreto de un loco (1929; versión muy revisada con el título de El fin de una expedición sideral, 1932; existe una tercera versión de 1938 que recuperaba el título de El secreto de un loco), de Benigno Bejarano. Esta última constituye una muestra interesante de humor moderno que adopta parcialmente la escritura incongruente y disparatada de los vanguardistas populares de la llamada “otra generación del 27”, adoptándola a una imaginación desbordada que se manifiesta, por ejemplo, en sus originales marcianos. No obstante, el tipo de literatura parodiado parece ser el folletín decimonónico más que la ficción científica de su tiempo, a juzgar por el tenor de las aventuras, burlonamente folletinescas, en efecto.
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realismo meticuloso del segundo viaje del protagonista al futuro en su extensa novela Elois y morlocks (1909), firmada con el anagrama de Lázaro Clendábims. El autor español no escatimó esfuerzos a la hora de explicar cómo habían aparecido ambas especies futuras y la manera en que la fe cristiana, redescubierta gracias al hermano misionero y acompañante del viajero en el tiempo, los había redimido y permitido rehacer una única humanidad de acuerdo con la doctrina católica. La novela abunda, consecuentemente, en predicaciones: “Si Wells superpone a la temática social perspectivas escatológicas propias de un filósofo de la Historia, Mendizábal la aplasta con ellas” (Uribe, 2002: 39). No es de extrañar, pues, que el libro sea pesadamente didáctico y que su escritura parezca anacrónica en su detallismo al decimonónico modo. Sin embargo, fue bien recibido, principalmente por la prensa católica, además de ser imitado por otros autores confesionales, algunos de ellos sacerdotes, que escribieron diversas ficciones científicas ambientadas en un futuro más bien apocalíptico, tales como la relativamente amena y moderna Jerusalén y Babilonia (1927), de Antonio Ibáñez Barranquero, o El fin de los tiempos, de Carlos Ortí y Muñoz (1933).28 Estas obras, muy influidas por Lord of the World (1907), de Robert Hugh Benson, fueron acogidas con simpatía sobre todo en los círculos católicos fundamentalistas, pero la institución literaria las desdeñó a menudo, probablemente por la cortedad de las ambiciones literarias de estas novelas de propaganda. La corriente principal de la ficción científica española la representaban entonces más bien algunos escritores que siguieron los pasos de Maeztu. Este desempeñó un papel crucial, aunque indirecto,
28 Existen varias novelas católicas que ponen al día, con inclusión de elementos sociales y tecnológicos futuristas, la mitología del Apocalipsis de Juan, tales como El ocaso del hombre (1920), de Bernardo Morales San Martín, y La bestia del Apocalipsis (1935), de Juan José Valverde, aunque ambas novelas son más bien alegóricas. Otra novela española de este tipo es la muy extensa titulada Los últimos capítulos de la historia desde la revolución bolchevique hasta el fin del mundo (1930), de Enrique J. J. Sánchez Rubio. Edgar Neville se burlaría luego de este apocalipticismo religioso en su cuento paródico e iconoclasta “Fin” (Música de fondo, 1936).
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como mentor de varios intelectuales jóvenes que habían acudido a Londres después de él para completar su educación, tal como les había animado a hacer tras la derrota de España en la guerra hispano-norteamericana de 1898. El resultado de esta contienda implicó, entre otras cosas, una marginación geopolítica de España aún mayor, lo que contrastaba tristemente con su antigua prominencia histórica. Para hacer frente a esa amarga realidad, muchos intelectuales empezaron a creer que la modernización técnica propugnada por los positivistas no bastaría para devolver a España al corazón del mundo civilizado. También se consideraba necesario conocer de primera mano lo que estaba propiciando el éxito de las grandes naciones industriales y coloniales, así como poner fin al tradicional aislacionismo de la cultura española. Los jóvenes escritores que posteriormente constituyeron la generación de 1914, con José Ortega y Gasset a la cabeza, adoptaron con entusiasmo esta actitud cosmopolita y muchos de ellos se fueron a estudiar o trabajar al extranjero. Aunque varios marcharon a Francia o Italia, la mayoría optó por Alemania o Gran Bretaña. Londres, como el centro del mayor imperio de la época, fue el destino preferido, siguiendo los pasos de Maeztu. Tres de los intelectuales españoles más influyentes de esa generación, Ramón Pérez de Ayala, Luis Araquistáin y Salvador de Madariaga, fueron algunos de los London boys (Santervás, 1990: 142 y nota 45), como Maeztu los llamó en una carta, que se instalaron en aquella ciudad durante al menos un par de años, familiarizándose con las prácticas de una verdadera democracia liberal y conociendo y hasta entablando amistad con figuras como George Bernard Shaw o el mismo Wells. También se familiarizaron entonces con el espíritu de la literatura inglesa moderna, por lo que no sorprenderá que esos autores escribieran asimismo ficciones científicas de aire británico. Los frutos literarios de esta influencia llegaron, sobre todo, después de la Gran Guerra, cuando la tendencia (anti)positivista ya había agotado su recorrido y la novela utópica de influencia inglesa pudo desarrollarse plenamente, hasta experimentar un breve auge en los primeros cinco años de la década de 1920. Una nueva traducción de Wells puede considerarse el hito simbólico de inicio. En 1919, Alfonso Hernández Catá publicó su traducción, precedida de un interesante prólogo, de varios de los relatos de aquel en un volumen titulado
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El país de los ciegos y otras narraciones, que recogía una pequeña parte del contenido de The Country of the Blind and Other Stories (1911). A esta iniciativa sucedió una serie de nuevas traducciones gracias a la publicación, entre 1921 y 1926, de gran parte de las ficciones científicas wellsianas por el editor barcelonés Bauzá. La versión de Hernández Catá tuvo, además, el efecto de merecer una reseña muy inteligente del poeta y crítico Gabriel Alomar, que se esforzó por situar a Wells en su contexto literario correcto. Según él, el autor de El país de los ciegos había sucedido a Edgar Allan Poe y Julio Verne, pero pertenecía más bien a “la tradición inglesa del proyectismo social de Tomás Moro y a la del humorismo de Swift. Wells es, a la vez, un conciudadano de Utopía y de Lilliput” (Alomar, 1919). Su arte transcendental era, efectivamente, swiftiano en su origen y había heredado de aquel clásico la capacidad de crear una belleza filosófica capaz de expresar un sentido estremecedor de la relatividad del ser humano, tanto en su naturaleza como en el orden social que había creado, de manera que impulsaba a los lectores a poner en duda cualquier certidumbre de cara a una nueva interpretación más personal del mundo, fundada en una lucidez desengañada y ecuánime. Después de la crisis de la Primera Guerra Mundial y el derrumbe consiguiente de los ídolos de la tribu, se volvió a escuchar claramente la lección swiftiana, ahora traspuesta al nuevo género de la ficción científica, “the romance of the disenchanted universe” (Stableford, 1985: 9). Alomar señaló su potencial literario para España, cuya neutralidad no la había librado de la crisis universal de valores característica de la modernidad en su apogeo, una crisis que fue también estética. La novela tradicional estaba perdiendo terreno ante experimentos narrativos muy variados, que el público parecía acoger con favor creciente tras el desconcierto inicial. El uso de un novum o innovación de orden científico o tecnológico, o pseudocientífico o pseudotecnológico, que sirve de motor a la fábula, en un marco heredado del viaje imaginario clásico, fue uno de los procedimientos renovadores ensayados para crear un nuevo tipo de narrativa acorde con los tiempos. Entre los ejemplos españoles del viaje imaginario de la primera mitad del siglo xx, dos obras destacan incluso a escala internacional. El primero, El paraíso de las mujeres (1922), de Vicente Blasco Ibáñez,
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fue probablemente el que cosechó más éxito entre el gran público, como correspondía quizá a la categoría de productor de superventas mundiales del autor. Novelas suyas como Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) le habían reportado fama y dinero, especialmente en los Estados Unidos, donde este libro y otros suyos como Sangre y arena (1908) se adaptaron al cine y se convirtieron en tempranos blockbusters. Con estos antecedentes, no es extraño que la industria de Hollywood le pidiera un guion original para hacer una película, pero Blasco Ibáñez era sobre todo un novelista y acabó escribiendo un texto tan largo y complejo que excedía de las posibilidades fílmicas de la época. De hecho, El paraíso de las mujeres no dio lugar a ninguna película y ni siquiera se tradujo al inglés. Sin embargo, el escritor no abandonó el proyecto, sino que aprovechó la oportunidad para probar lo que él denominó “novela cinematográfica” (Blasco Ibáñez, 1922: 9), según figura en el prólogo del libro, en el que también intentó matizar el alcance satírico indudable de la obra, al declarar que “[h]asta en los Estados Unidos —país donde las mujeres ejercen una enorme y legítima influencia— creen algunos, equivocadamente, que mi novela es a modo de sátira del feminismo contemporáneo” (1922: 15). Pero ¿se trata realmente de una narrativa antifeminista? La gran potencia norteamericana estaba bastante más avanzada que España en lo relativo a los derechos de las mujeres y a su papel en la vida pública y un escritor progresista y liberal como Blasco Ibáñez no parecía estar disconforme con ello. Al contrario, utilizó en El paraíso de las mujeres una “estrategia de denuncia tanto de la marginación social de la mujer como de otros defectos de la sociedad” (Castillo Martín, 2000: 820), sobre todo el militarismo, tradicionalmente identificado con la masculinidad. En su novela, que pertenece a la modalidad de la gulliveriada, un estadounidense llega a Lilliput en el período contemporáneo y observa como las mujeres, gracias a su monopolio de un rayo que desactiva cualquier tipo de arma, han excluido a los varones de cualquier cargo con alguna autoridad, hasta que un inventor descubre un procedimiento para anular ese rayo y los varones se rebelan para obtener el reconocimiento de sus derechos y construir un nuevo orden, más igualitario. El resultado final se ignora, porque el personaje principal despierta antes: la aventura no había sido sino
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un sueño. Esto limita el carácter fictocientífico de la novela, pese al uso de dispositivos técnicos como motores de la intriga y fuentes de un maravilloso científico, wellsiano, según señaló Gómez de Baquero en su reseña del libro.29 No obstante, su descripción de la ginecocracia liliputiense representa un ejemplo sobresaliente del distanciamiento cognitivo que se suele considerar propio de la ciencia ficción, mientras que el libro destaca en la producción de Blasco Ibáñez por la coherente ligereza irónica del tono, además de por su buen ritmo narrativo, que hace muy agradable su lectura. Sin embargo, y a pesar del atractivo de su tema desde el punto de vista de la crítica feminista, no ha suscitado apenas interés en el mundo académico. ¿Se debe este hecho al carácter insólito de la obra en medio de la producción realista del autor? O, ¿pudo influir la recepción más bien negativa de esta novela, cuya novedad distó de ser entendida? En efecto, la crítica coetánea prefirió pasar más o menos por alto la verdadera novedad de la obra, que radicaba en su dimensión especulativa y en su hábil recuperación del modelo swiftiano, para insistir más bien en su fracaso evidente como narrativa cinematográfica. Por ejemplo, Gómez de Baquero condenó el intento de escribir una novela como si fuera una película, ya que “el autor tiene que pensar, ante todo, en lo plástico, en lo aparente” (Andrenio, 1922). Sin embargo, hay que precisar que ni su género temático ni sus elementos fictocientíficos fueron las razones de la recepción poco entusiasta de El paraíso de las mujeres, porque el segundo gran viaje imaginario moderno español, publicado un año después, fue muy aplaudido por la crítica. El archipiélago maravilloso (1923), de Luis Araquistáin, es una “novel in the manner of Gulliver’s Travels” (apud Martín Rodríguez [2011a: 45]), como el propio autor indicó en una carta enviada a una editorial británica cuando intentaba, sin éxito, que se tradujera al
29 “No es difícil distinguir el origen de los varios elementos que han entrado en la composición de la fábula novelesca de Blasco Ibáñez. En las líneas generales de su invención sigue a Swift; el elemento fantástico, de maravilloso científico, los rayos negros, los cables de las máquinas voladoras y de los buques sumergibles que defienden el paraíso de las mujeres, proceden de Wells o tienen en las novelas del célebre autor inglés un antecedente inmediato” (Andrenio, 1922).
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inglés. En ella se describen tres islas imaginarias del Pacífico visitadas por dos marineros náufragos. La primera es la isla de los Inmortales, donde una sociedad muy avanzada tecnológicamente queda completamente estancada a raíz del descubrimiento de una píldora de la inmortalidad, la cual también confiere juventud e invulnerabilidad, pero que acaba teniendo como resultado un aburrimiento sin fin. La segunda isla alberga una sociedad primitiva en la que un cristal que allí se encuentra de forma natural permite ver las intenciones de otras personas, lo que termina siendo, evidentemente, una fuente de desencanto y, en definitiva, de violencia. La última isla está organizada como una ginecocracia (utópica), en la que se sacrifican los bebés de sexo masculino y sus padres, atraídos a la isla por la perspectiva de fornicaciones ilimitadas con las bellísimas mozas del lugar, son utilizados sexualmente hasta el agotamiento y la muerte. Estas sociedades son “réplicas pesimistas de las utopías sociales y políticas del hombre contemporáneo” (Calvo Carilla, 2008: 273), cuya descripción configura “una visión paródica, mordaz y desencantada tanto de las ideologías redentoras emergentes como, en general, de las frustraciones de la Europa de entreguerras“ (274). Las ideologías objeto de la ironía de Araquistáin eran, respectivamente, la obsesión unamuniana por la inmortalidad personal por la pretensión psicoanalítica de desvelar el subconsciente y el feminismo, si bien el autor negó tener un propósito abiertamente polémico y que sus islas representaran una crítica seria del impulso utópico, al declarar, en el prólogo de su continuación inacabada y manuscrita “Ucronía”, que El archipiélago maravilloso “es un libro caricaturesco y ligero, que no merece ser clasificado entre los utópicos” (Araquistáin, 2011: 195). Sin embargo, así es precisamente como fue entendido por los críticos, empezando por el defensor constante de la ficción científica, Gómez de Baquero (Andrenio). Para él, la obra era una “novela de la utopía”, que reflejaba “lo que no existe en el mapa de la realidad”, pero “puede existir en el mapa más ancho de los posibles” (Andrenio, 1923). Lejos de ser arbitrario y absurdo, el discurso utópico podía aportar verosimilitud a lo maravilloso de lo narrado, con lo que se ampliaba el realismo con una orientación ética y filosófica, tal como Araquistáin había demostrado ejemplarmente en su novela:
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El libro de Araquistáin une al interés literario el filosófico. La misión de la novela no se reduce a levantar los tejados de las casas de vecindad [...]. Las utopías no le están vedadas, y estos viajes pueden ser tan atractivos como el paseo por las escenas corrientes de la comedia humana, siempre que el guía acierte a dar colorido y plasticidad a las imágenes, como lo ha conseguido el autor de El archipiélago maravilloso (Andrenio, 1923).
Este juicio abiertamente positivo fue general en la crítica y, probablemente, entre los intelectuales. El archipiélago maravilloso debió de producir una buena impresión en el mundillo literario español. Se convirtió en ejemplo paradigmático de la ficción científica española, siendo mencionado como referencia al comentarse otras novelas del género, como la de Madariaga, además de recibir el homenaje creativo de Azorín, quien añadió a las islas de Araquistáin otra, “La isla de la Serenidad” (1923), uno de sus cuentos-crítica luego recogido en Los Quinteros y otras páginas (1925) y a cuyo espacio ficticio retornó con otro cuento (anti)utópico, “Los intelectuales” (1928; recogido en Cuentos, 1956). No faltaron quienes lo consideraron un modelo para una nueva literatura española que superara el provincianismo tradicional de sus temas para tratar asuntos universales. Araquistáin había saltado “los límites de la nacionalidad por su ideación, por sus dotes temperamentales y por su cultura” (Ballesteros de Martos, 1923), convirtiéndose así en un ejemplo a seguir. El autor había aprovechado, efectivamente, su estancia en Inglaterra como uno de los chicos de Londres de Maeztu para familiarizarse con el espíritu de la ficción científica, que él fue uno de los primeros en cultivar en España en su forma pura con éxito. El mismo Araquistáin reconoció en una entrevista su deuda con sus predecesores británicos, aunque insistió también en que El archipiélago maravilloso “no tiene de inglés más que el género” (Giménez Caballero, 1926), quizá para defender tanto su originalidad como su lugar legítimo en el marco de la literatura española. ¿Disentía también veladamente del carácter exageradamente foráneo de La jirafa sagrada, una ficción científica de su compañero del grupo de Londres y de su generación Salvador de Madariaga aparecida en 1925? Pese al carácter de conjetura de esta afirmación, cabe pensar que Araquistáin viera más próxima su novela a la vida
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literaria española (recuérdese su ataque implícito a Unamuno) que la de Madariaga, la cual es tan deliberadamente británica que difícilmente puede considerarse una muestra española del género, si bien su autor publicó una versión propia en castellano unos meses antes que el original inglés (The Sacred Giraffe) y la obra ha sido mucho más comentada por la crítica académica española que por la del país para el que se escribió. Ebania es un país africano en que, en el año de gracia de 6922 y pese a una agitación masculinista creciente, las mujeres excluyen a los varones de cualquier actividad seria, desde la política, que refleja burlescamente el sistema de partidos británico, hasta la ciencia. Esta es sobre todo de carácter historiográfico. Esta sociedad futura no es tecnológicamente avanzada, sino más bien un paraíso de las humanidades, donde los escasos restos de la civilización europea, desaparecida siglos atrás, se estudian con ahínco y resultados hilarantes. Las prácticas del pasado europeo, especialmente del inglés, que no es sino el presente de Madariaga, se observan así desde un punto de vista distanciado que explota sus posibilidades cómicas con ánimo satírico. Desgraciadamente, el autor presta tanta atención a la descripción de los ridículos diversos del presente que se olvida a menudo de que hay una historia que narrar. Se ha afirmado que La jirafa sagrada es principalmente “una serie ininterrumpida de episodios humorísticos con referencia en usos y creencias de nuestra civilización” (Sanz Villanueva, 1987: 298). El argumento es, de hecho, bastante leve y parece más propio de una sátira que de una novela. Sin embargo, nada nos impide compartir la opinión de uno de sus primeros críticos, Enrique Díez-Canedo, quien declaró que “por todas [sus páginas] corre abundantemente la ironía, y aun los matices más serios, si se piensa en la realización novelesca, asumen aspecto más convincente rebajando la solemnidad del tono narrativo” (Díez-Canedo, 1925). La jirafa sagrada era para él una obra carnavalesca, y así debía leerse. De esta manera, entendió que la ficción científica exigía un enfoque crítico distinto al aplicado a la novela realista. Su valor tenía que aquilatarse recurriendo a su propia tradición y marco de referencia. Esto es lo que la crítica coetánea hizo en general y, por ejemplo, Díez-Canedo mencionó El archipiélago maravilloso como obra perteneciente al mismo género que la de
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Madariaga, mientras que Gómez de Baquero aprovechó su reseña de La jirafa sagrada para ofrecer una inteligente apología del género,30 que ambos críticos llamaban utópico, igual que Araquistáin, y que designaba la ficción científica que, según el modelo wellsiano, afrontaba la sociedad presente desde fuera, desde la perspectiva de una sociedad imaginaria alternativa en el tiempo o el espacio que le servía a la vez de reflejo o comentario semialegórico. Sería esta clase de ficción, en la que se combinaban pensamiento, humor y una disciplina razonada de la fantasía en pos de una verosimilitud que hiciera más eficaz el mensaje, la que solía favorecer la crítica española en aquel período. Sin embargo, hubo también en esos años una ficción científica menos inglesa que la de los chicos de Londres. Hubo así algún ejemplo de ficción científica en los medios de las vanguardias históricas, normalmente más interesadas en la fantasía onírica o incongruente, así como en el lirismo.31 De hecho, Ramón Gómez de la Serna demostró que la ficción científica y la escritura vanguardista no eran incompatibles al ofrecer un relato titulado “El dueño del átomo” (1926; 1928, en el volumen del mismo título), en el que se jugaba anticipadamente con la energía atómica, si bien el alcance propiamente especulativo de la narración era marginal. Asimismo, Gómez de la Serna puede considerarse el pionero del microrrelato fictocientífico en España gracias a Caprichos (1925/1956) como “El gran gasómetro” (1920) o “Diez millones de automóviles” (1926), entre otros. Ninguno de estos relatos
30 “El placer estético de desarrollar una hipótesis en forma antropomórfica, de crear el mito literario de una idea, bastaría para justificar la novela utópica. El juego de los posibles atrae a los espíritus curiosos. Mas en esa clase de novelas opera generalmente otro móvil: el móvil satírico social. [...] Aunque el procedimiento general de la novela es la imitación de la vida humana, el procedimiento mítico no la desnaturaliza por completo, y hasta es un medio para introducir elementos poéticos en el campo novelesco. Aparte de esto, puede tener utilidad práctica para dar corporeidad a la sátira, haciéndola más asequible y elocuente; para atacar más suavemente los prejuicios sociales, y en momentos de intransigencia y opresión, para salvar a la crítica bajo el velo de la alegoría” (Andrenio, 1925). 31 Excepcionalmente, introdujeron elementos fictocientíficos en sus cuentos líricos Gerardo Diego, en “El vendedor de crepúsculos” (1926), y Azorín, en “Materia radiante” (Félix Vargas, 1928).
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tenía intención satírica ni crítica, como correspondía a las preferencias apolíticas del autor.32 Esta postura se ajustaba bien al espíritu antiparlamentario de la dictadura coetánea de Miguel Primo de Rivera, cuya postura entre la represión y una tolerancia relativa había contribuido a limitar las ficciones relacionadas en la política del día, al tiempo que había favorecido, por otra parte, el auge de la ficción utópica, cuya crítica se aplicaba a situaciones generales. En cambio, la tendencia más pujante en la ficción científica española fue marcadamente política y coyuntural, sobre todo desde que la monarquía fuera sustituida en 1931 por una república democrática, amenazada por una revolución anarquista o comunista a la izquierda y por la reacción conservadora y fascista a la derecha. En este contexto, la ficción científica empezó a verse no solo como un vehículo oportuno para criticar el estado de cosas mediante parábolas verosímiles dirigidas a un público intelectual capaz de entenderlas y apreciarlas, sino también, sobre todo, como una literatura que podía ponerse al servicio de una determinada ideología, sea para promoverla o denigrar las rivales, sea para avisar de las consecuencias futuras de la aplicación a rajatabla de cualquier doctrina que, prometiendo la utopía, podía volverse fácilmente en todo lo contrario, pese a las buenas intenciones. Por supuesto, tampoco faltaron entonces los escritores políticamente escépticos. Así, La Tierra n.º 2 (1933), novela escrita en colaboración por dos jóvenes médicos, Manuel Torres Oliveros y Federico Oliver Cobeña, ofreció la imagen de una Tierra paralela, en la que se había promovido primero una utopía y explicado cómo alcanzarla, para luego mostrarla en acción en un futuro asombrosamente avanzado desde el punto de vista tecnológico, así como libérrimo en costumbres eróticas, pero con tales disfunciones sociales y personales que solo cabía interpretarlo como una utopía invertida. La novela fue bastante comentada en la prensa, pese a la limitada habilidad narrativa de sus autores y a su despliegue confuso
32 Ramón Gómez de la Serna no varió de estética al escribir otro relato de anticipación después de la guerra de 1936, “Nochebuena del año dos mil quinientos” (Cuentos de fin de año, 1947).
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de gran número de motivos fictocientíficos deficientemente estructurados. Además de contar la novela con un prólogo de Alberto Insúa, un novelista entonces muy respetado, esta atención crítica pudo deberse también a que se trata de una novela wellsiana “situada en zonas donde la fantasía y la ciencia se buscan y completan” (Jarnés, 1933) y, por lo tanto, clasificable en la modalidad especulativa mejor acogida por los intelectuales en España.33 Por eso mismo, era entonces una novela quizá anacrónica, dado el militantismo extremo de la ficción científica durante el período de la Segunda República, que no hizo sino acentuar una tendencia anterior.
4. La novela política de anticipación Tras algunos precedentes en años anteriores,34 el primer gran ejemplo de ficción científica política española tras la Gran Guerra es Un país extraño, de Miguel A. Calvo Roselló. Se trata de una distopía
33 En la reseña de la novela aparecida en La Época, el apoyo a este tipo de narrativa es expreso: “Ha de darse alientos a este género de literatura, muy cultivado con asuntos de novela en Inglaterra y Francia, por la flexibilidad y el encanto que en él cobran las ideas; porque dice armonía entre las sensaciones, la imaginación y la inteligencia; porque afina el gusto y proporciona agilidad al intelecto, incluso al de los lectores; por la esbelteza mental y del trabajo; por la fuerza del análisis disimulada con la gracia y ligereza de quienes componen y escriben una obra en el tono y en el estilo que Oliver Cobeña y Torres Oliveros han estimado por mejor para ingresar en el mundo de los novelistas” (E. A. C, 1933). Para Benjamín Jarnés, La Tierra n.º 2 obedecía a “un profundo deseo de prolongar, por terrenos muy poco frecuentados, la historia de nuestra mejor novela” (Jarnés, 1933). 34 Por ejemplo, la novela antiproletaria Oriente 1953... (1903), de Adelardo Ortiz de Pinedo, y la especulación antirrepublicana, muy ligada a la coyuntura política del día, titulada La república española en 191... (1911), de Domingo Cirici Ventalló y José Arrufat Mestres. Pío Baroja había escrito antes otra anticipación de la futura república española ideológicamente más ambigua, a saber, “La república del año 8 y la intervención del año 12” (1903). Por su parte, Miguel de Unamuno contaría, desde la perspectiva de finales del siglo xx, la historia del triunfo en 1989 de una revolución demagógica y populista en España en torno a la hueca consigna de “¡Viva la introyección!” (El espejo de la muerte, 1913).
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publicada primero en Blanco y Negro en 1919 y luego en la colección periódica argentina La Novela Semanal en 1925. En ella, la impresión causada por la Revolución soviética se traduce en una imagen del futuro que recuerda inevitablemente, en un tono más ligero, la de Nineteen Eighty-Four (1949), de George Orwell, cuyo dispositivo fundamental de control, una telepantalla que sirve a la vez para emitir propaganda y para vigilar a los ciudadanos-espectadores forzosos, figura ya con sus características funcionales esenciales en el interesante relato profético de Calvo Roselló, aunque en la novela española se trata más propiamente de una radiopantalla. Por lo demás, su ataque al totalitarismo distaba de ser tan trágico como en el autor inglés. El español adoptó un tono tragicómico, con notas costumbristas, como si la admonición política no fuera, en realidad, demasiado acuciante. Por lo demás, su alcance era más bien universal. Lo mismo puede decirse de la utopía más amplia y detallada publicada en este período,35 Viaje a Marte (1930), de Modesto Brocos, si bien la estricta reglamentación que rige todos los órdenes de la vida, incluida la religión, remite a los ideales de orden militar encarnados idealmente por la dictadura militar primorriverista. A pesar de que un socialismo utópico anarquizante parece inspirar la obra, en el planeta “se da en la práctica un Estado omnipresente” (Jaureguízar, 2009: 1320), así como un general aire cuartelero que, pese a la variedad de formas políticas admitidas, se corresponde al aspecto totalitario de tal orden utópico. Este totalitarismo amenazaba extenderse por el mundo gracias a la propaganda hábil y efectiva de los dos grandes regímenes antidemocráticos de la época, el fascista italiano y el comunista ruso, que fueron tomados como modelo por numerosos políticos e intelectuales. Como no podía ser menos, otros avisaron contra el peligro que ambos representaban mediante parábolas especulativas que mostraban los
35 Existen escasas utopías propiamente dichas dentro de la ficción especulativa en estos años. Pueden recordarse un par de breves ejemplos: “Filantropoli” (El apostolado moderno, 1909), de José Cascales Muñoz, y “Ciudad futura. Adolfo Posada” (1935), de Azorín. No he podido consultar dos posibles utopías extensas, a saber: En el país de Macrobia (1928), de Albano Rosell, y La Sapien (1933), de Alberto Pérez Borges.
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horrores del control político pleno en espacios simbólicos. Así había procedido Calvo Roselló frente al socialismo totalitario y así lo haría luego Tomás Borrás en El poder del pensamiento (1928, en la colección periódica Los Novelistas y, luego, en el volumen de 1929 Sueños con los ojos abiertos) frente al fascismo, encarnado aquí en un personaje femenino de nombre significativo, Norma, líder de un Estado policial y represivo fundado en el ejercicio desnudo del poder, sin las excusas sociales del comunismo. Frente a ella, un artista descubre su capacidad de manipular el pensamiento de los demás,36 al modo del posterior Mule de la trilogía Foundation (1951-1953), de Isaac Asimov. Al contrario de este, el protagonista de la novela corta de Borrás no aprovecha su dominio de la voluntad ajena para hacerse con el poder, sino para liberar a las personas de la norma oficial mediante actos absurdos a que los obliga, al modo de las bromas y happenings vanguardistas. Norma acaba venciéndolo y anulando su poder gracias a su mayor voluntad de dominio. Esto sugiere, entre otras cosas, la inanidad de una liberación, en definitiva, meramente artística, como la propugnada por los surrealistas. No obstante, Borrás rehúye la reflexión ideológica, de forma que no cabe atribuirle un compromiso con ninguna tendencia política concreta. Desde este punto de vista, la lectura de la obra por Albert (2003) como prefascista es abusiva, pues el personaje negativo de la historia es, precisamente, la totalitaria y fascistoide Norma. Junto a esta ficción política de alcance universal, se publicaron también durante la década de 1920 algunas anticipaciones arraigadas en la realidad española, tales como Abel mató a Caín (1920), de
36 Debido a esta capacidad extraordinaria, que Borrás no explica científicamente, El poder del pensamiento podría clasificarse entre lo que luego tendrían gran éxito popular, las historias de personajes con superpoderes. A Borrás se le adelantó el importante divulgador científico Francisco Vera con una novela corta, El Inapresable (1923), y, sobre todo, una novela más extensa, muy ágil y bien escrita, titulada El hombre bicuadrado (1926). A pesar de sus elementos más bien fantásticos, Vera sí se esfuerza por dar la impresión de que el superpoder de su protagonista, que parece seguir el modelo de The Invisible Man (1897), de Wells, se justifica por motivos relacionados con las dimensiones estudiadas por la física moderna.
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Ramón Franco, sobre la sustitución de una república burguesa por otra proletaria; Los desengaños de un comunista (1925), de Pascual Santacruz, de título elocuente y tendencia católica; La nueva España 1930 (1927), de Gabriel García Maroto, que es un panorama del mundo artístico tras la nacionalización de la cultura tras una revolución no descrita (Morales y Marín, 1988), y la novela convencional, pero bien pergeñada,37 Entre dos continentes. La novela del túnel bajo el estrecho de Gibraltar (1928), de Jesús Rubio Coloma, que parte de la política colonizadora al fin exitosa en el Rif para imaginar un futuro imperial para España gracias a la construcción de tal túnel.38
37 No en vano, fue muy elogiada por el fino crítico Esteban Salazar Chapela en su reseña, en la que hizo hincapié en su carácter de novela histórica del futuro: “Siempre hubo la novela histórica (del pretérito). También existieron novelas históricas sin otro apoyo que la imaginación (del porvenir). La de Coloma corresponde a estas últimas. Pero en contra de lo corriente (un vuelo humorístico, muchas veces irónico, del espíritu), Entre dos continentes se ajusta con sincero patriotismo a las posibilidades españolas y da por logradas las aspiraciones más comunes hoy día en el ambiente peninsular. [...] El propio asunto novelístico se halla tecnificado con aportaciones nuevas, con nuevos dinamismos, con acción —justificada— continua, con ímpetu. Acción, descripción —e intenciones— se hallan dosificados con felicidad en esta nueva (lo es de verdad) novela de Coloma Entre dos continentes” (Salazar Chapela, 1929). 38 Pese a la gran cantidad de novedades tecnológicas descritas, tiene una estructura más alegórica que fictocientífica otra fantasía imperial española de esta época, profundamente antiyanqui, Don Quijote y Tío Sam (1930), de Nicasio Pajares. También tiene un marcado carácter alegórico la novela Más allá de la Tierra (1931), de Enrique Tusquets y Tressera, que es un viaje imaginario a distintos planetas del sistema solar, en los que existen distintas sociedades inspiradas en el simbolismo ético de la mitología grecorromana. Además, el viaje imaginario de tipo simbolista, consistente en expediciones a espacios simbólicos inventados y narrados con marcado lirismo, tuvo notables ejemplos en España en el período que nos ocupa, tales como “La ciudad eterna” (1902), de Francisco Navarro Ledesma que recuerda por su tema (ciudad de los inmortales) y ambientación (ruinas de origen griego) el famoso cuento de Jorge Luis Borges “El inmortal” (1947; El Aleph, 1949); “Las peregrinaciones de Turismundo. La ciudad de Espeja” (1921), de Miguel de Unamuno, en las que el filósofo toca varios de sus temas preferidos (por ejemplo, la personalidad y sus dobles) y, ya con grandes influencias vanguardistas, Efectos navales (1931), de Antonio de Obregón, y, La
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Tras la proclamación de la Segunda República, la tensión entre revolucionarios y reaccionarios, con una tercera España en medio cada vez más débil, favoreció una literatura militante que aspiraba a influir en el proceso político nacional, con lo que los planteamientos generales y cosmopolitas pasaron a menudo a un segundo plano. La política española se convirtió en una obsesión para los españoles, muchos de cuyos intelectuales limitaron sus perspectivas al mero marco del propio Estado, a juzgar por las numerosas anticipaciones ficcionales del futuro curso del nuevo régimen publicadas en esos años, casi todas obedientes a tendencias políticas determinadas. A la derecha, el novelista más famoso entre los archiconservadores ponía en escena en Bajo el yugo de los bárbaros (1932) a un anacrónico caballero español como héroe efectivo contra el caos, descrito con viveza, de una revolución proletaria propiciada por la debilidad de la república burguesa. En el centro, Joaquín Belda imaginó festivamente39 en La revolución del 69 (1931) una próxima revolución comunista en España, con “escenas de alcoba más o menos mercenaria y de conjura menos o más grotesca“ (Ruiz de la Serna, 1931: 5).40 A la izquierda, tampoco faltaron las anticipaciones de la próxima revolución, que se creía en ciernes tras la segunda caída de la monarquía borbónica. Entre ellas, mereció alguna reseña El banquete de Saturno (1931),41 de Matilde de la Torre, en la que esta imaginó con alto grado de detalle y considerable habilidad narrativa la futura construcción de un orden socialista, calcado del de
isla sin aurora (1944), de Azorín, que lleva a su culminación esta modalidad en España, combinando la base simbolista con elementos más modernos tomados de las Vanguardias, de manera paralela a Le Mont Analogue (1952), de René Daumal, por ejemplo. 39 El mismo autor había descrito antes, también con humor, la utopía de un Madrid convertido en puerto de mar en El señor Manzanares (1920). 40 Años antes, Antonio Porras también se había burlado donosamente de la politiquería, sobre todo la revolucionaria, en su novela corta “Pérez, revolucionario” (El misterioso asesino de Potestad, 1922), la cual realzaba la figura del ciudadano común, del Pérez protagonista, frente a los manejos de unos y otros. 41 No obstante, parece ser que la escribió años antes, según testimonio de M. A. (1931), quien afirmó en su reseña de El Sol que “El banquete de Saturno lo escribió hace ya algunos años, antes de que la República española dejara ver su fisonomía”.
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la Unión Soviética, tras el triunfo de la revolución, primero en Urba (Barcelona) y luego en España y el mundo, sin ocultar sus problemas, pues el libro acaba ambiguamente, al asentarse el sistema y la paz tan solo tras una guerra entre las distintas patrias socialistas, saldada con millones de víctimas. En cambio, pasaron completamente desapercibidas en la prensa general las obras de tendencia ácrata, cuya circulación fuera de los círculos proletarios era muy limitada. En primer lugar, Ricardo Baroja inauguró en junio de 1931 la efímera colección periódica La Novela Roja con la Historia verídica de la Revolución (1931), que reescribía la proclamación de la Segunda República en forma de un violento proceso revolucionario anticlerical y anarquista. A la ucronía42 de una revolución paralela triunfante en la ficción sucedió la narración anticipatoria de la próxima disolución pacífica del Estado en 1945. El advenimiento del comunismo libertario (1932), de Alfonso Martínez Rizo. Este, cuyo anarquismo difería bastante del anarcosindicalismo entonces predominante, anticipó también “la vida sexual en el futuro”, tal como reza el subtítulo de El amor dentro de 200 años (1932). En esta época futura, una sociedad mundial libertaria admitía el amor libre, incluido el homosexual, pero no había renunciado todavía al control, aunque fuera colectivo: un rayo accionado por la voluntad coincidente de centenares de personas al mismo tiempo acababa con criminales y disidentes, previa indicación de un cerebro electrónico central. Cuando una conspiración encuentra un modo de anular este rayo y de controlar el ordenador planetario, un verdadero orden anarquista se anuncia como venidero, aunque el científico-líder ha de asumir el poder absoluto mientras tanto, en lo que parece una solución transitoria escasamente libertaria y quizá distópica.43
42 El uso de la ucronía para reflexionar sobre cursos alternativos y mejores a la historia real de España, al modo de los “Cuatro siglos de buen gobierno”, de Fabra, fue adoptado por Azorín en “Lo que debió pasar. Historiatorio” (1934), cuento en el que se especula sobre dos puntos de divergencia histórica distintos que habrían podido dar lugar a una evolución de España distinta a la accidentada que estaba sufriendo. 43 Tienen un carácter parecido de utopía ambigua y, quizás, de distopía de una sociedad exclusivamente masculina La ciudad que no tenía mujeres (1932), de
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Un año después, Salvio Valentí fue más allá de la ambigüedad calculada de Martínez Rizo al pintar un futuro de pesadilla, tras la imposición del anarcosindicalismo, en una obra que representa uno de los escasos ejemplos de distopías de anticipación en un registro enteramente trágico en España.44 Su novela Del éxodo al paraíso (1933) aprovecha el cronotopo de un personaje contemporáneo que duerme durante un largo período y se despierta en un mundo mejor, tal como había hecho Julian West, el protagonista de la célebre utopía socialista Looking Backward (1887), de Edward Bellamy. Valentí le dio la vuelta al cronotopo, ya que su protagonista mira atrás para entender cómo la tentativa revolucionaria de acabar con toda autoridad y traer el paraíso a la Tierra había degenerado en un régimen tiránico. En él, los dirigentes sindicales detentaban un poder no institucionalizado, aunque omnímodo, al tiempo que preparaban al país y a las masas revolucionarias para lanzarse a una guerra de conquista, mediante la cual se podrían apoderar fuera de lo que habían destruido dentro y se habían revelado incapaces de reconstruir en su sociedad solo teóricamente igualitaria. La última imagen de esta potente novela, que recuerda a menudo la obra de Orwell por su escritura y atmósfera, muestra a las masas desesperadas por el hambre marchando a ocupar el mundo en una especie de apocalipsis político, un apocalipsis que parecía no estar lejos no solo para la España republicana, como predecían sus diversos adversarios, sino tampoco para el mundo todo. Aquellos eran tiempos en verdad apocalípticos y la ficción científica así lo reflejó.
Antonio Pérez de Olaguer, y La isla de la Paz y de la Guerra (1935), de José Mesa Ramos, al menos en los capítulos de esta última árida narración, que adoptan el discurso historiográfico. 44 Recordemos Un drama en el siglo XXI (1902), de Camilo Millán, y las demás distopías antipositivistas españolas. También cabe mencionar un relato de Antonio Porras titulado “El misterioso asesino de Potestad” y publicado en el volumen del mismo nombre de 1922, que combina intriga policial y descripción distópica de un Estado del futuro autoritario y tecnológicamente avanzado, pero falta prácticamente en él la dimensión opresiva del terror político.
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5. Anuncios de catástrofe: la novela apocalíptica laica Si bien la imaginación de unas postrimerías seculares no era nada nuevo, la crisis general que hacía barruntar el estallido próximo de una nueva guerra mundial propició la escritura de ficciones en que el fin de la humanidad era, sobre todo, obra del propio ser humano. La Gran Guerra ya había mostrado tales masacres en los campos de batalla y todo hacía presagiar que una próxima contienda aún fuera más feroz, hasta aniquilar la humanidad, tal como imaginó Blanco Belmonte en “El ocaso de la humanidad” (1920), un poético cuento apocalíptico de tendencia pacifista: a raíz de una conflagración bélica total, solo parecen haberse salvado los agricultores y pastores de una isla idealizada, espacio para un nuevo punto de partida, alejado de los horrores de la civilización mecánica. Otras veces, la respuesta a la violencia bélica se caracterizó por un trágico sarcasmo. Por ejemplo, en su parábola “El desastroso fin de la humanidad” (Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos, 1920), Manuel Chaves Nogales recurrió a rasgos absurdos a fin de satirizar de la manera más apropiada la estupidez de una humanidad capaz de destruirse a sí misma. El optimismo de los llamados años locos despejó hasta cierto punto los temores a un nuevo apocalipsis bélico, aunque no por ello se perdió el gusto morboso por las perspectivas del fin.45 De hecho, remonta a la década siguiente la primera gran novela apocalíptica española del período, Las confesiones de Cayac-Hamuaca (1931), de José Lion Depetre. En ella se narra el fin absoluto según el Sol va enfriándose y se congela el planeta hasta que únicamente los trópicos son habitables. Pero el hielo también llega hasta allí y la muerte de frío en un Río de
45 Por ejemplo, N. Tassin (Naum Yákovlevich Kagan), un judío ruso exiliado en España, publicó en 1924 la novela La catástrofe, sobre una invasión de gigantescos marcianos no inteligentes y la creación subsiguiente de una sociedad subterránea bajo la ciudad de París hasta que se consigue rechazar a las bestias extraterrestres. Se trata de la traducción propia de una novela anterior suya del mismo título en ruso, publicada en Berlín en 1922, por lo que forma parte de la ficción científica y utópica rusa más que de la española.
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Janeiro congelado de los amantes protagonistas de esta novela, muy bien escrita, cierra con una emoción de buena ley la visión del profeta inca Cayac-Hamuaca, el narrador introducido por Lion Depetre para solucionar el problema ficcional de contar lo que no se puede una vez que el ser humano habrá abandonado la escena, tras actuar indignamente hasta el fin, pues “[l]a Humanidad se extingue por una causa exterior, un fenómeno cósmico que la Tierra no puede enfrentar, aunque no deja de darse un juicio sobre la Humanidad que perece” (Jaureguízar, 2011: 193). La novela explota hábilmente los temores a la muerte colectiva, así como la emoción de lo sublime ante el espectáculo abrumador de la pequeñez humana frente a un universo hostil. Lo mismo hizo Wenceslao Fernández Flórez en su impresionante relato “Tinieblas” (Fuegos artificiales, 1931), cuyo asunto (la incapacidad súbita de los seres humanos de ver la luz, pese a que el Sol sigue alumbrando) anuncia la premisa especulativa de Ensaio sobre a cegueira (1995), de José Saramago. Aunque se aventuran hipótesis de aire científico, las causas de esta catástrofe óptica tampoco se explican en la narración precursora de Fernández Flórez, que destaca por el efecto de terror que produce el fenómeno, tanto más intenso por cuanto el final abierto, en pleno desastre, niega cualquier final consolador. Las tinieblas del título parecen terminar siendo un misterioso castigo que sufre la humanidad por razones desconocidas, aunque también aquí podría entenderse que se lo merecían de alguna manera. De este merecimiento no cabía duda, en cambio, en los apocalipsis bélicos, los cuales podían y hasta debían leerse como advertencias realistas de los sufrimientos de un futuro posiblemente muy cercano, a juzgar por el cariz de la política internacional en la década de 1930. Aunque España estaba ensimismada en sus procesos locales revolucionarios y contrarrevolucionarios, y no prestaba demasiados oídos a los tambores de guerra europeos, produjo una anticipación bélica escrita con un planteamiento pacifista de tendencia proletaria, La guerra que viene (1931), de Augusto Vivero, y una novela apocalíptica muy atractiva y bien recibida por la crítica sobre una guerra futura mundialmente destructiva. Después del gas (1935), de David Arias, revivió
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el subgénero de la anticipación bélica46 mediante una narración que destaca por su agilidad y buen sentido del ritmo y de la intriga al contar una guerra próxima que se prolonga hasta el derrumbamiento completo de la civilización, mientras el inventor del destructivo gas profusamente utilizado en la lucha observa horrorizado desde su búnker el ocaso del hombre. Sin embargo, el libro, que alcanza “momentos de suprema grandeza” (Somoza Silva, 1935), sobre todo en sus descripciones de los enfrentamientos, acababa con una nota optimista, ya que el colapso total del viejo orden facilita la creación desde abajo de una utopía pacifista y cooperativa. Como Wells en su fictohistoria The Shape of Things to Come (1933), Arias debió de sentir la necesidad de dejar a sus lectores alguna esperanza para compensar la verosimilitud de sus presentimientos funestos, que pronto se realizarían en los campos de batalla de la Guerra Civil. Durante los tres años de esta, apenas se publicó nada fictocientífico en España.47 Una vez acabada, pasó escaso tiempo hasta reanudarse el hilo de su evolución,
46 Otras anticipaciones bélicas españolas en forma de novela son, por ejemplo, Los diablos amarillos (1912), de Adrián del Valle, manifestación hispana y bastante ponderada del tema internacional del peligro amarillo, entonces muy de moda, y Rinker, el destructor del mundo (La guerra del año 2000) (1933), de Agustín Piracés, una novela de aventuras político-científicas que enfrenta en el futuro a las potencias comunistas con la Europa burguesa, que acababa por salir triunfante. Además, España no fue ajena a la moda de las especulaciones narrativas sobre el curso futuro de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. Se pueden mencionar a este respecto El secreto de Lord Kitchener (1914), de Domingo Cirici Ventalló, cuya simpatía por la causa de los imperios centrales facilitó seguramente que se tradujera al alemán, además de al sueco; la novela aliadófila Los sueños del káiser (1915), de los hermanos Miguel y Emigdio Tato Amat; Don Quijote en la guerra (1915), de Elías Cerdá, de tendencia neutralista y destacable por su humor, y El fin de la guerra (1915), de Ignotus (José de Elola), obra que lleva el subtítulo de Disparate profético soñado por Míster Grey y que es, efectivamente, una novela carnavalescamente disparatada. A estos títulos se puede sumar el árido tratado de arte militar ligeramente ficcionalizado (se desarrolla en Marte) De actualidad (1917), del general Serra. 47 No me consta más título que “El alfakih del pañuelo celeste” (1938), de Luis Antonio de Vega, una historia de espionaje con dispositivos técnicos futuristas, al estilo del posterior techno-thriller.
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ahora dividida entre los autores que se quedaron en el país y los exiliados. Esta división es quizá la solución de continuidad más importante entre la anteguerra y la posguerra civiles en España, pues ese período se caracterizó sobre todo por un auge renovado de la novela utópica de tipo wellsiano.
6. Prolongaciones de la novela utópica después de 1939 y el auge de la distopía Entre los numerosos lugares comunes que siguen afectando a la visión históricamente imparcial de la Guerra Civil de 1936-1939 y la subsiguiente posguerra, está la idea de que esta supuso un corte cultural total y de que España permaneció completamente aislada por el conflicto y la represión posterior, incluida la censura, respecto a las grandes inquietudes internacionales del momento, y que esto también afectó a la ficción científica, prácticamente desaparecida según varios estudiosos no siempre bien informados.48 Sin embargo, existen manifestaciones
48 Según Saiz Cidoncha, en los años posteriores a la Guerra Civil se produjo “una casi completa desaparición no solo de la novelística de ciencia ficción, sino también de toda clase de literatura simbólica e imaginativa” (1988: 127). Más recientemente, en el estudio que precede a su valiosa antología de la ciencia ficción española, sus editores científicos incluyen una sección titulada nada menos que “La desaparición del género en el primer franquismo” (Díez y Moreno, 2014: 71-73), en la que declaran que “hubo una verdadera persecución de la literatura fantástica” (72). En realidad, como en otros regímenes totalitarios de derechas (Italia, Alemania, Portugal, etc.), la censura era menos estricta con las ficciones desarrolladas en sociedades alternativas, ya que su lejanía de la realidad consensuada dificultaría la expresión de una crítica directa de tal realidad. Por ejemplo, en el caso de Wells, sus novels of manners anticonformistas fueron muy censuradas o quedaron prohibidas en la posguerra española, mientras que sus scientific romances se siguieron traduciendo y publicando sin problemas y sin apenas cortes, como ha demostrado documentalmente Lázaro (2004). En cambio, los regímenes totalitarios de izquierda, como el soviético en el período estalinista, eran lo suficientemente listos como para darse cuenta del potencial subversivo de la imaginación de sociedades alternativas, por muy fantásticas que fueran. De hecho, la ciencia ficción solo pudo renacer en Rusia tras la muerte de Stalin y el deshielo y
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literarias que desmienten tal impresión común de vacío, tales como la narrativa utópica. Quizás mejor que otras, esta modalidad puede ilustrar que, tras el hiato físico de la Guerra Civil, la España de la posguerra no sufrió una mutación literaria radical. Antes y después de esa contienda, hubo escritores que concibieron su obra desde una perspectiva universalista. Por ejemplo, algunos se preocuparon por el destino del ser humano en una sociedad crecientemente tecnológica y por las posibles consecuencias políticas que podría acarrear el nuevo orden técnico (y tecnocrático en algunos casos). Fueron estas posibles consecuencias las que se abordaron en varios libros españoles que se ocuparon en este período de esta cuestión recurriendo a procedimientos especulativos. Su repaso podría contribuir tal vez a sugerir que la Guerra Civil española fue, para la ficción científica, un trágico intermedio más que una línea divisoria neta. Únicamente sufrió un frenazo brusco la novela de anticipación política, que era imposible cultivar en
la distensión subsiguientes. Con anterioridad, estuvo prácticamente prohibida en el campo comunista. Los intelectuales occidentales de esa ideología, entonces de estricta obediencia soviética, no tardaron tampoco en condenar esta literatura por su carácter supuestamente escapista. Puede ser sintomático a este respecto que un escritor de izquierdas, y socialista para más señas, como Luis Araquistáin sintiera la necesidad de defender la ficción utópica como una forma de literatura aceptable literaria y políticamente en el prólogo de su continuación inacabada (e inédita hasta mi edición de 2011) de El archipiélago maravilloso, titulada “Ucronía”, cuya tendencia utópica socialista es clara, por lo demás. Esta apología es seguramente una respuesta a la estrecha noción de literatura comprometida adoptada por los intelectuales izquierdistas ortodoxos, que apenas admitían otra cosa que no fuera el realismo, socialista, histórico o como lo llamaran según la moda ideológica del día. Al mismo tiempo, los intelectuales nacionalistas conservadores, encabezados por Ramón Menéndez Pidal y contando con los oficios de alguien tan bien colocado editorialmente como Federico Carlos Sainz de Robles, propagaron e impusieron en su campo, gracias a su prestigio, la idea reductora de que la literatura española siempre había sido sanamente realista, lo que no contribuyó precisamente a que se reconocieran las aportaciones fantásticas y especulativas españolas que sí habían contado con reconocimiento crítico con anterioridad, al menos en la prensa cultural. Entre unos y otros, la ciencia ficción española continuó desarrollándose sin soluciones de continuidad, pero prácticamente fuera de los circuitos de legitimación cultural (y política).
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aquellas circunstancias de represión y censura.49 En cambio, floreció la novela utópica, sobre todo su variedad distópica. Críticos y estudiosos siguieron denominando utópicos a los scientific romances españoles de la posguerra. Así lo hizo, por ejemplo, el historiador de la novela Eugenio de Nora al llamar así a obras como La verdad en la ilusión, de Olmet (“intensa ficción utópica”; Nora, 1968: 380) o El archipiélago maravilloso (1923), de Araquistáin (“una de las raras novelas utópicas de nuestra literatura”; Nora, 1968: 78), además de no darles un trato distinto que a cualquier otro tipo de narrativa canónica. El mismo crítico aplicó una clave de lectura análoga a obras de la misma modalidad publicadas después de 1939, tales como La bomba increíble (1950), del exiliado Pedro Salinas, que “combina originalmente la anticipación utópica [...] con la pura fantasía” en una “novela de anticipación, sobre base más o menos sociológico-científica [...] casi desconocida entre nosotros” (Nora, 1968: 221). Sin embargo, este desconocimiento era más bien del propio estudioso, porque La bomba increíble solo es la manifestación más reputada de la novela utópica de la posguerra española, distando de ser la única. Su tema y planteamiento cosmopolitas, además de su hincapié en el orden socio-político desde un punto de vista crítico, coinciden más bien con los de varias obras publicadas dentro de España antes de 1953. La primera narración utópica del período parece haber sido una novela corta y satírica de Emilio Carrere, titulada La momia de Rebeque (1941), en la que el resucitado de ese nombre se veía confrontado a una futura sociedad comunista vista de forma muy negativa, aunque de forma superficial, tal vez porque el texto publicado da la impresión de ser una obra solo parcialmente elaborada. En cambio, destaca por su complejidad y consistencia la siguiente novela clasificable en
49 Una vez perdida la posibilidad de influir en la vida política española, los escritores exiliados también dejaron de estar interesados por la imaginación de regímenes futuros. Entre las escasas excepciones que me constan se cuenta un techno-thriller de David Arias, Llegará del mar (1944), escrito en apoyo del esfuerzo de guerra aliado y publicado en Méjico.
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la ficción científica en esta época,50 Los días están contados (1944), de Cecilio Benítez de Castro. Su trama se desarrolla primero en nuestro planeta, en el marco de una sociedad primitiva aislada en los Pirineos franceses, a la manera de un mundo perdido.51 La llegada de un francés moderno da pie, sin quererlo él, a una atroz historia de violencia que refuta en la práctica el mito del buen salvaje. Este mito lo había explotado pocos años antes Luis Antonio de Vega en Los que no descienden de Eva (1941), esto es, una humanidad alternativa que no conoce el mal en ninguna forma. En esta novela, el explorador moderno que accede al valle sahariano escondido y fértil que la oculta a la humanidad convencional se ve incapaz de superar la innata propensión humana a la violencia. En la de Benítez de Castro, el primitivismo no es óbice para el despliegue de esa propensión, que la Segunda Guerra Mundial estaba mostrando en toda su crudeza y con el horror del pleno recurso a unas posibilidades tecnológicas que hacían posible la guerra total. En estas circunstancias, no es de extrañar que el autor fuera pesimista. El descubrimiento por el protagonista de un bólido extraterrestre con una momia humanoide y unos documentos que cuentan la historia de un planeta del sistema de Alfa Centauri, la guerra total que había destruido prácticamente su civilización, la tentativa de iniciar una nueva civilización sin tecnología para evitar la violencia
50 En su historia, Saiz Cidoncha (1988: 140) menciona Tania o la mujer nueva (1942), del Caballero Audaz, debido a los avances tecnológicos a los que se alude en ella, pero la historia no es especulativa en absoluto. Se trata de una novela sentimental y hasta rosa por su asunto, y tauromáquica por su ambientación. 51 La arqueoficción experimentó cierto auge en la posguerra. Además de la novela de Benítez de Castro y la de Vega descrita a continuación, destaca El Dorado (1942), de Ricardo Baroja, que retoma la condena de la conquista española de América y de sus descendientes criollos hecha antes por Salaverría en el relato “En la caverna encantada” al imaginar también la degradación absoluta de una sociedad colonial de conquistadores supervivientes. Baroja publicó también en la posguerra una breve novela prehistórica que transponía al mundo de las cavernas la reciente Guerra Civil, La tribu del halcón (1940). Otra importante novela de esta última modalidad publicada en la posguerra es Balok, el hombre que cazó al ruido (1946), de R. J. Salvia, que se desarrolla en el Paleolítico inferior. Balok es un héroe cultural que descubre el tambor y, con ello, la música.
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institucionalizada y su fracaso debido al resurgimiento maligno del ansia de poder, hasta la simbólica explosión natural de aquel planeta, se corresponden tanto con la historia de violencia del mundo perdido descrito como con la contienda que se estaba librando entonces. La novela es un alegato pacifista desesperado y no partidista, porque ninguna ideología ni manera de organización ni civilización, humana o extraterrestre, se presentan como intrínsecamente más positivas o negativas que las otras y toda utopía humana lleva dentro el germen destructivo de la violencia. El pesimismo antropológico de Los días están contados encontraría émulos en diversas narraciones apocalípticas posteriores. Entre ellas, destaca uno de los primeros y más logrados cuentos de José Luis Sampedro, “Arca número dos” (1950; Mientras la tierra gira, 1993). Se trata de una reescritura del mito hebreo de Noé, adaptado a los riesgos de la era atómica, aunque no se describe el temido holocausto nuclear, sino una catástrofe radiactiva provocada por la técnica, según un planteamiento sobre todo simbólico análogo al adoptado años antes por Blanco Belmonte en “El ocaso de la humanidad”. Por lo demás, ese simbolismo puede considerarse un rasgo común en la novela utópica española de este período de asunto más o menos apocalíptico,52 y también aparece en la novela fictocientífica mejor tratada por el mundo académico, La bomba increíble, de Pedro Salinas, publicada
52 Después de 1953, tal enfoque lo prolongaría la novela Crisópolis (1956), de José Luis López Cid, que también hereda de Benítez de Castro la desconfianza hacia la colusión de ciencia y tecnología al servicio de los intereses (geo)políticos, una colusión que habría de traer un temido apocalipsis de origen tecnológico. Su escritura remite aún a los modelos de la novela utópica, en su variante catastrofista. Igual ocurre con dos novelas en las que el fin se debe con claridad a un enfrentamiento nuclear, a saber: Después de la bomba de hidrógeno (1961), de José Canellas Casals, y Después de la bomba (1966), del exiliado Esteban Salazar Chapela. Ambas se centran sobre todo en las reacciones psicológicas de los supervivientes, el primero con una nota trágica y el segundo con más ligereza, porque su interés radica en las interacciones, sobre todo intelectuales, de un pequeño grupo que se cree solo en el mundo más que en la catástrofe en sí, que al fin y al cabo resulta geográficamente bastante limitada (solo parece haber afectado a las islas Anglonormandas).
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en Argentina en 1950. Esta fabulación destaca, entre otras cosas, por su estilo. Su prosa hereda el ingenio de las greguerías, pero sin descuidar la fluidez de la narración ni una ironía de aspecto británico, por ejemplo, en la descripción del disimulado sibaritismo artístico del regente del Estado Técnico Científico (ETC) imperante en el mundo, que proscribe, por inútil, la literatura y el arte. En efecto, el mundo ha conocido una guerra destructora (alusión probable a la Segunda Mundial) y se ha ido implantando progresivamente, pese a algunas resistencias, un orden tecnocrático caracterizado por el racionalismo y el funcionalismo instrumentales, fundados en la ciencia y apoyados en la burocracia y los medios de comunicación. No se trata de un régimen totalitario, pues los tecnócratas gobernantes son lo suficientemente flexibles como para permitir elecciones e, incluso, preservar a efectos museísticos (o de válvula de escape) la Ciudadela, una vieja ciudad de refugio del arte y de un modo de vida tradicional, al modo de la reserva imaginada por Aldous Huxley en Brave New World (1932). Será de esta ciudadela de donde saldrá Cecilia Alba, la joven que conseguirá salvar el mundo de la increíble bomba que lo amenazaba. Esta, situada en el centro del edificio que simboliza el éxito de la utopía tecnocrática, la Rotonda de la Paz, no es un explosivo cualquiera. Su poder destructivo es omnímodo, una queja de dolor que va creciendo y extendiéndose, haciendo huir a las personas que la oyen. Esa queja es la de las víctimas, la expresión de su sufrimiento, irresistible ante todos aquellos que, en el ETC, lo habían menospreciado. La joven conjura la nube de burbujas sollozantes abrazando la bomba, asumiendo el sufrimiento que esta simboliza, antes de que envuelva al mundo. Así puede comenzar una nueva civilización realmente pacífica, cuyas perspectivas se presentan mediante un lenguaje poético acorde con la difícil sencillez de los poemas del autor, entre los cuales destaca “Cero” (1944; Todo más claro y otros poemas, 1949), que no es sino una descripción sobrecogedora de los efectos de una bomba de potencia comparable a la atómica, entonces todavía no desarrollada. De hecho, en su reseña de la fabulación saliniana publicada por Melchor Fernández Almagro en 1951 y que demuestra que la obra se conoció dentro de España, señala la unidad de sentido de la misma con aquel poema, aunque también indica su tono distinto, por el que se trata
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de una “novela satírica” o, más bien, “una dificilísima mezcla de sátira y poesía”, de ironía y de emoción fundidas en un grado excepcional en la ficción científica moderna, en España y fuera de ella. De igual forma, La bomba increíble combina equilibradamente lo sublime de la perspectiva apocalíptica y la mordaz gracia de la sátira53 contra la supuesta perfección utópica conseguida en el mundo posible descrito, hasta conferirle un inconfundible aspecto distópico, aunque alejado de la tragedia sin salida que determina el tono de las distopías inglesas de Huxley y Orwell, que Salinas debía de conocer. El escritor español deja entornada la puerta de la esperanza. Ni siquiera el héroe inconformista es aplastado por la maquinaria del Estado. Aunque no todos los héroes de las distopías españolas consiguen elevarse a la categoría soteriológica de Cecilia Alba y su amado colaborador, el disidente y pacifista Víctor Ensenada en esta fabulación, la mayoría consigue escapar de la atmósfera opresiva del orden totalitario. Así lo habían hecho los de Calvo Roselló y Valentí, e igual lo harían los de las otras dos grandes distopías publicadas en la posguerra, por los mismos años que la obra maestra narrativa de Salinas. La más completa de ellas es probablemente “Futurama”, de Tomás Borrás, el cual se la atribuyó a un alter ego estadounidense llamado Tom Whor Ras-Leig. En efecto, esta novela corta apareció en un volumen de narraciones atribuidas a otras tantas contrafiguras del autor, Antología de los Borrases (1950), con un claro ánimo experimentalista.54 Cada una explora una técnica escritural y un tema
53 El humor de La bomba increíble es un elemento destacable en su contexto. La comicidad había desaparecido prácticamente en la novela utópica de la posguerra. Una excepción es la novela corta “En el país de los platillos volantes (¡¡Un mundo ha sido descubierto!!... que se dispone a invadir el nuestro)”, de J. Curto Guzmán, publicado en el volumen del mismo título en 1950. Esta narración no pasa de ser una burla de la primera oleada de fenómenos ufológicos, que se explota para justificar una sátira más bien superficial de la universal estupidez. 54 Tomás Borrás no dejó de experimentar en su abundante narrativa breve con diferentes técnicas literarias, a veces con pervivencias de la iconoclastia vanguardista. Un ejemplo de ello es “La novela que no escribió Cervantes” (Cuentacuentos, 1948), protagonizada por el manco de Lepanto, ya anciano, cuando se siente fracasado frente a Lope de Vega y otros ingenios más jóvenes, y sueña con los
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determinados. El heterónimo norteamericano de Borrás produce una sátira de una sociedad hipertecnificada del porvenir, la indicada en el título, cuya historia y funcionamiento se explican con gran detalle. La obra parece el equivalente español en espíritu y estilo de la famosa distopía My, de Yevgueni Zamiatin, conocida primero en su traducción inglesa We (1924). La prosa de Borrás retoma en “Futurama” sus querencias vanguardistas, su agilidad de ritmo y su ingeniosidad metafórica, que determinan un humor no disímil del desplegado tanto en la fabulación de Salinas como en aquel modelo ruso. Aunque no adopta la escritura diarística de este, la narración está focalizada completamente en el protagonista, perteneciente a la casta de los Superdotados, pero excepcional por su sentimentalismo atávico, por lo que no encuentra su sitio en una ciudad de la que está desterrada la expresión natural del sentimiento. Futurama es una urbe hipermoderna de arquitectura geométrica y racional dirigida por un Gran Cerebro electrónico55 y poblada exclusivamente por varones numerados, ya que las mujeres se han marchado a la Luna, tras terraformarla. Se trata de una sociedad tecnológicamente muy avanzada, y completamente racional, en la que todas las necesidades materiales están cubiertas y la química (gases o pastillas) sirve para controlar y modular las emociones de sus habitantes. Las diferencias con la novela de Zamiatin son, por otra parte, significativas. En Futurama, la represión política es innecesaria, simplemente porque el hedonismo individualista de sus habitantes parece excluir toda preocupación colectiva y la
fastos cervantistas en 1960, en lo que es una doble anticipación (para él y para el lector de 1948). Borrás aprovecha para burlarse donosamente de la manía cervantista y del nacionalismo cultural, al tiempo que subraya la incomprensión sufrida siempre por el escritor. Es más, hasta se atreve a atribuir al propio Cervantes esa anticipación, que transcribe como una obra suya perdida. Se trata del apócrifo cervantino no fraudulento quizá más original, al menos por su asunto. 55 Un cerebro electrónico similar administraba el mundo libertario, pero aún no anarquista, en El amor dentro de 200 años, de Martínez Rizo. En ambas novelas, la asunción del poder real por una máquina en una sociedad de bienestar es el resultado de la inactividad política de unos habitantes adormecidos por las ventajas del sistema e incapaces de concebir alternativas y de oponerse, salvo los héroes disidentes de ambas narraciones.
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ciencia y la técnica resuelven todos los problemas, incluida la amenaza supuesta por los planes antiterrestres de las selenitas. La alienación expresada poderosamente por Borrás parece hoy más actual que la del ruso, pues no se deriva tanto de la falta de libertad como de la incapacidad de sentir naturalmente, que el sistema y sus ciudadanos intentan paliar mediante un uso muy profético de los narcóticos con fines recreativos y de satisfacción emocional, al modo de las pastillas antidepresivas de hoy. Sin embargo, esto acaba por no bastar humanamente al héroe, que termina apoderándose de una nave espacial y secuestrando a una mujer de la Luna, al principio igualmente incapaz de sentir nada, para mudarse a Venus y fundar una sociedad de la emoción, previa desintoxicación narcótica y tecnológica de la nueva pareja adánica. De este modo, el cohete propagandístico del Estado zamiatiano desempeña una función opuesta, además de brindar la escapatoria negada al disidente ruso. También consigue escapar el héroe de la distopía de Jaime de Foxá Marea verde (1951), ya que se podrá unir en el último capítulo a las guerrillas que, en la sierra, se oponen al régimen impuesto, cuyo referente son las partidas de resistentes al totalitarismo, sobre todo al comunista impuesto por los ejércitos soviéticos. El autor evitó, no obstante, atacar directamente una ideología en concreto. Su blanco era más bien el populismo demagógico utilizado por revolucionarios profesionales de cualquier signo para alcanzar su principal objetivo, el poder absoluto sin los contrapesos de las sociedades abiertas. Más que el resultado del proceso narrado en la novela, que es un régimen totalitario típico, destaca el novum que da pie a tal proceso. La revolución no es el producto de una ideología, sino de un descubrimiento científico. Se ha inventado un producto que convierte la sangre en savia y permite a las personas procesar la luz como las plantas, sin necesidad de alimentarse de otra manera. Los demagogos manipulan a las masas para que estas exijan el producto y, más adelante, que se obligue a todos los habitantes a tomarlo, pese a las prevenciones de una minoría resistente, que teme las consecuencias a largo plazo. En efecto, el producto tiñe a sus consumidores de verde y los hace caer en un estado de pasividad propiamente vegetal, de forma que no tienen la energía para oponerse a los designios del gobierno revolucionario, que ha subido
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al poder gracias a la agitación proclorofílica y cuyos miembros siguen alimentándose a la antigua, pues el producto se destina únicamente a las masas. El protagonista habrá de huir para no acabar siendo un apático hombre verde, pero su compromiso con la lucha antitotalitaria sugiere una salida de acción en el mundo real, en contraste con las conclusiones simbólicas en Salinas o Borrás. Jaime de Foxá asume en cierta medida el compromiso político común en la narrativa realista coetánea, cuyo estilo y técnicas literarias también adopta, a diferencia de la pervivencia de escrituras de la preguerra en aquellos. El hecho de que su solución intermedia no fuera seguida, tal vez por la escasa resonancia crítica de Marea verde, privó a la novela utópica española de una posible vía de renovación y no pudo impedir su extinción, pese a manifestaciones posteriores dispersas.56 Pese a la importancia de La bomba increíble y de las demás distopías españolas aquí recordadas, la ficción científica española iría definitivamente por otros derroteros en la segunda mitad del siglo xx e, incluso, la recuperación de alguna novela utópica del exilio se produciría ya en el contexto de la ciencia ficción tal como hoy se entiende. Así ocurrió, por ejemplo, con el relato “La misteriosa ciudad de Aurora”, publicado en Argentina en el volumen Se abre una puerta... (1953), de Álvaro Fernández Suárez. Su primera edición española fue en el sexto volumen de una Antología de novelas de anticipación (1966), en la que predominaban las traducciones de la ciencia ficción contemporánea en inglés. La narración de Fernández Suárez presentaba una ciudad tecnificada supuestamente utópica situada en la Antártida, una
56 En España, las principales manifestaciones tardías de la narrativa utópica son obra de Agustín de Foxá, hermano de Jaime. Se trata del relato “Hans y los insectos” (1953), en el que se imagina un procedimiento para comunicarse con los insectos y se repasa la historia de las civilizaciones de las hormigas y las abejas, y del “Viaje a los efímeros” (1958), un pueblo que experimenta el tiempo, tanto el personal como el histórico, de manera acelerada. Entre los exiliados, destaca el cuento especulativo antirracista “Una historia de tiempos futuros” (1957; republicado con el título de “Bajo la piel”, en El centro de la pista, 1960). A estos relatos habría que añadir las novelas apocalípticas antes mencionadas de López Cid, Canellas Casals y Salazar Chapela.
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ciudad amenazada por el estancamiento y la esterilidad espiritual, en la línea de las sociedades imaginadas por Salinas y Borrás. Como estos autores, Fernández Suárez recurrió también al simbolismo para transmitir un mensaje humanista, llegando al extremo de introducir en Aurora presencias angélicas procedentes del acervo teológico cristiano. Pese a ello, se la consideró ciencia ficción. Más allá de controversias taxonómicas, esto sugiere hasta qué punto el recuerdo mismo de la novela utópica se había perdido y cómo la ciencia ficción reinaba ya sin rivales en su nicho literario a la altura de los años sesenta del siglo pasado, tras la revolución de los bolsilibros en 1953 y el conocimiento más amplio de la ciencia ficción estadounidense, que sustituyó al anterior modelo británico y, en general, europeo.
8. De la ficción científica a la ciencia ficción: novelas comerciales y libros misceláneos Las colecciones periódicas al estilo de las de preguerra se mantuvieron durante un tiempo tras 1939. En una de ellas, Vértice, se publicaría La momia de Rebeque, de Carrere. Junto a ellas, otras editoriales solían publicar otras colecciones con aspecto de fascículos y unos contenidos de los que estaban prácticamente ausentes los escritores de literatura general de las antiguas colecciones periódicas, sustituidos por escritores estrictamente profesionales que producían narraciones destinadas a un público heredero del de los folletines, según fórmulas consagradas. Los temas remiten a la influencia creciente de la cultura de masas de origen sobre todo estadounidense, difundida principalmente por el cine. Por eso, abundaban en estos fascículos las historias de la conquista del Far West, thrillers policíacos o de espías, aventuras exóticas, etc., derivadas de la cinematografía más comercial hollywoodense. Como la ciencia ficción no había cuajado aún como modalidad popular en este cine, no extrañará que no abunden los títulos clasificables en ella o en modalidades afines aún en esta época. En la colección de la editorial Molino, apenas son dignas de nota una ficción prehistórica, El señor del fuego (1944), de Manuel Vallvé,
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cuya escritura se esfuerza aún por ser literariamente competente, y una narración de mundos perdidos sobre la pervivencia en un valle de una paternalista sociedad hispana colonial en América, El Valle del Olvido (1942), de Enrique Guzmán Prado, seudónimo de José Mallorquí. Este sería luego el autor principal de la industria de los bolsilibros, no solo gracias a sus numerosas novelas del Oeste protagonizadas por el Coyote, sino también a su serie de aventuras galácticas en torno al convencional héroe viril Pablo Rido, en el marco de la colección Futuro, a partir de 1953. Tras algún precedente aislado,57 ese año fue aquel en el que el fenómeno de los bolsilibros introdujo un verdadero corte histórico en nuestra materia. También fue en esa fecha cuando se inició la serie de bolsilibros de Luchadores del espacio, importante sobre todo por haber incluido la llamada Saga de los Aznar, de Pascual Enguídanos Usach, quien las firmaba con su seudónimo de aspecto inglés George H. White. Otros muchos usaron seudónimos parecidos, disimulando su españolidad y revistiéndose falsamente de los prestigios de lo norteamericano. Este ocultamiento no hace sino subrayar el carácter derivado y subalterno de los bolsilibros frente a sus modelos, los pulps estadounidenses. Como casi todas las copias, estos bolsilibros no hacían sino multiplicar los defectos de los originales, agravándolos por las condiciones con plazos brevísimos de producción en serie, mientras que los pulps fictocientíficos anglosajones no excluían en la misma medida el cuidado literario del producto. En estas condiciones, el advenimiento de los bolsilibros pudo tener un efecto negativo en la producción y recepción de la ficción científica culta, pues la cantidad tan ingente de ciencia ficción comercial, la
57 El formato (tamaño y extensión máxima de cien páginas) y la escritura meramente funcional, con extensos diálogos banales para rellenar páginas, ya aparece, por ejemplo, en una serie de seis novelas de Jaime Blay Zuribi, una de las cuales es un techno-thriller [La fórmula Z-26 (volando sin alas), 1950] y otra es un viaje espacial que no brilla por su imaginación [Hacia otros mundos (en el año 2001), 1950]. Otra serie de techno-thrillers de espionaje con gadgets tecnológicos es la serie publicada entre 1946 y 1952, protagonizada por Yuma, obra de Rafael Molinero (Guillermo López Hipkiss), o las novelas similares de la colección El átomo mortal firmadas por un desconocido J. L. Wharton.
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cultura limitada o subalterna de su supuesto público y de sus autores y su desconexión total de las instancias de legitimación literaria algo debieron de contribuir al declive de la consideración de la ficción científica como manifestación intelectual. La ciencia ficción que se presentaba masivamente como tal tenía más que ver con la acción aventurera que con las hipótesis especulativas respetadas entre el limitado público literariamente capacitado de la anterior novela utópica. A través de los bolsilibros, la ciencia ficción se presentaba como un producto industrial paralelo a la literatura reconocida, esto es, paraliterario. Sus cultivadores tampoco pretendían seguramente otra cosa sino entretener sin romper demasiado la cabeza. Esto no quiere decir que ninguno supiera escribir de otro modo. Alguno de ellos alternó la producción de bolsilibros con la de novelas escritas literarias. Por ejemplo, Eduardo Texeira firmó unos cuantos interesantes bolsilibros con su propio nombre, pero también una novela más ambiciosa, Ruy Drach, los primeros hombres en Marte (1953). Ruy Drach es un émulo español del John Carter de las novelas de Barsoom (Marte) de Edgar Rice Burroughs, con el que comparte el vigor viril, gustosamente entregado a orgías de violencia heroica. Texeira siguió a su maestro americano en la propuesta de una ciencia ficción comercial dinámica, pero también literariamente bien escrita según los patrones de la novela de aventuras decimonónica, brillantemente prolongada en el siglo xx por Burroughs. Con todo, se trataba de un modelo ya anacrónico. La ciencia ficción estadounidense había iniciado ya su golden age o edad de oro, cuyos autores (Isaac Asimov, Robert Heinlein, etc.) pronto serían imitados creativamente también en España desde la década de 1950 (Antonio Ribera, Tomás Salvador, etc.), si bien cabe preguntarse si los primeros relatos de los autores de la golden age pudieron ser conocidos con anterioridad. Un libro, titulado Bajo las constelaciones (Viajes de Gil de Mar) y publicado en 1943, da que pensar a este respecto. Su autor, Carlos Buigas, era un ingeniero innovador perfectamente enterado de la ciencia más avanzada de su tiempo, que había empezado a divulgar en la prensa barcelonesa antes de tener que exiliarse en 1936 debido a la represión revolucionaria en Cataluña durante la Guerra Civil. A su regreso a España, recopiló dichos artículos, añadió otros y acabó de constituir aquel volumen misceláneo, intercalando veintitrés relatos.
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Entre ellos, varios58 se presentan como imágenes de la humanidad en un futuro lejano, como instantáneas de diferentes momentos de la historia del porvenir. Esto no era nuevo en sí mismo, pero la naturalidad con que se exponían los resultados del progreso científico y técnico como un fenómeno que se daba por supuesto, sin relacionarlo directamente con un propósito aleccionador o admonitorio, alejaban estas narraciones del scientific romance, acercándolo a la visión optimista del progreso tecnocientífico, visto al menos como un proceso inevitable y casi siempre deseable. Esta cosmovisión, característica de los escritores de la golden age, era la de Buigas. Este también parece coincidir con aquellos en lo referido a su escritura, por su búsqueda común de una expresión narrativa escueta y eficaz. En Bajo las constelaciones, la opción por la sencillez es compatible con una discreta carga poética, tal como se puede apreciar sobre todo en el relato final, “Isanora y yo”, una trágica historia de amor en el espacio que se cierra con la imagen, a la vez conmovedora y sublime dada la perspectiva, de la mujer gravitando eternamente en torno a la nave perdida. En vez de comunicarse mediante una retórica convencionalmente poética, el lirismo se desprende ahí sobre todo del enfoque narrativo, de forma análoga a lo que ocurre en la narrativa de autores americanos de la vertiente emotiva de la golden age, como Clifford Simak o Ray Bradbury. Esta cercanía de Buigas a lo que se estaba haciendo al otro lado del Atlántico, que se puede observar en la misma estructura del libro, construido mediante una concatenación de relatos que recuerda a los fix-ups o novelas modulares de la golden age, era algo inusitado en la ficción científica española y europea de la época, fuera pura coincidencia o no. La obra de Buigas pudo haber supuesto por ello el arranque de una ciencia ficción autóctona que se encontrará de inmediato al nivel histórico de la coetánea norteamericana y que hubiera podido
58 Se trata de los siguientes: “Un extraño mensaje de Marte”, “Una extraordinaria aventura en la Luna”, “La amenaza cósmica”, “La tentativa marciana”, “El peligro puede venir de lejos”, “La nube tóxica”, “Primera excursión”, “Colonización de Venus y el problema geográfico”, “Receptopatía y evolución”, “Tres escritos del siglo desorientado”, “Diálogos en el siglo setenta” e “Isanora y yo”.
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realizar la transición desde el scientific romance a la ciencia ficción contemporánea, sin caer ni en la tosquedad de los bolsilibros ni en el seguidismo epigónico de una ciencia ficción española cocacolonizada y literaria y culturalmente subalterna durante décadas. Por desgracia, ni el mismo Buigas perseveró por ese camino hasta transcurridos bastantes años,59 tal vez por la falta de eco de su propuesta. Su libro, en el que conviven ficción y una escritura cuidada y divulgación científica de alto nivel de forma tan amplia que casi no tiene antecedentes,60 era tal vez demasiado poco convencional para los medios literarios de su tiempo. Prácticamente nadie lo siguió por ese camino, salvo una escritora también barcelonesa, Mercedes Salisachs, con otra miscelánea, Foehn (1948; luego revisada y reeditada como Adán Helicóptero en 1957), pero en ella apenas si se puede mencionar una ficción-ensayo clasificable en la ciencia ficción, “La metamorfosis de los microbios”. De hecho, Salisachs, célebre luego por sus novelas sentimentales, tenía seguramente otros intereses literarios.61 Así pues, la vía de Buigas
59 En Viajes interplanetarios y algo más... (1973), Buigas reeditó algunos de los relatos intercalados en Bajo las constelaciones y añadió otros nuevos, menos logrados, en el marco de un libro de divulgación sobre la conquista espacial que estaba teniendo lugar entonces. El nuevo libro incluye una introducción en la que el autor explica su procedimiento literario. Sus misceláneas son “una plural mixtura de elementos unidos por sutiles hilos de pensamiento y sentimiento: Conocimientos profundos; fantasías trenzadas con aquellos; contrapuntos de lo racional frente a lo imaginario; contrastes entre la frialdad científica, pura y aisladamente expuesta, con la poesía de esta ciencia; saltos en el tiempo con evocaciones retrospectivas, etc., etc.” (1973: 19). 60 Aunque la divulgación científica era común en Gran Bretaña, por ejemplo, solo me consta un ejemplo comparable hasta cierto punto a la introducción de textos ficcionales en una miscelánea como la de Buigas, el volumen Possible Worlds (1927), de J. B. S. Haldane, que incluye una historia prospectiva imaginaria, “The Last Judgment”, publicada ese mismo año de 1927 en Revista de Occidente como “El juicio final”. 61 En esa época, parece como si la mujer solo pudiera tocar temas fictocientíficos si les imbuía un contenido sentimental, más acorde con la tradición literaria, supuestamente femenina, del análisis obsesivo de las relaciones de pareja, con una óptica introspectiva. “La metamorfosis de los microbios” difiere de este enfoque femenino entonces generalizado, pero no lo hacen su historia de hormigas enamoradas “Hasta el último minuto” (Pasos conocidos, 1958) ni tampoco el
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quedó truncada y Bajo las constelaciones cayó en el olvido, triste destino que dista de ser excepcional en la ficción científica española.
9. Conclusión Hasta hace poco, casi nadie sabía de la existencia de aportaciones españolas pioneras en el mundo al acervo de motivos de la ficción científica/ciencia ficción universal en su período formativo (la máquina del tiempo, el hombre menguante, el cerebro electrónico como objeto exento no antropomórfico, etc.), del auge de una novela utópica de tipo wellsiano escrita por algunos de los intelectuales más reputados de la modernidad española y muy bien recibida en la década de 1920, de visiones catastrofistas verdaderamente universales y dignas de su grandioso tema, de manifestaciones de anticipación política tan originales como las utopías y distopías anarcosindicalistas durante la Segunda República, de combinaciones de divulgación científica y ficción relacionada con ella en libros de la posguerra española más fieles al espíritu del proyecto original de la science fiction de Hugo Gernsback que la propia ciencia ficción estadounidense o de distopías equiparables a las clásicas internacionales publicadas en torno a 1950, pero con rasgos diferenciales (simbolismo, final feliz, etc.) que justificarían el hablar de una escuela española propia, cuya culminación sería La bomba increíble. Esta novela que no es sino la que cuenta hoy con un mayor reconocimiento literario entre toda una serie de hitos de una ficción científica española que puede rivalizar sin desdoro con la de otras grandes literaturas europeas. Ojalá el presente panorama dé una idea de su riqueza y de lo injustificado de su olvido por demasiados estudiosos y escritores de ciencia ficción españoles. Porque el desconocimiento de la historia no puede tener más resultado que una continua reinvención de lo ya existente desde casi cero, en vez de mirar más lejos, encaramados sobre hombros de gigantes.
cuento de la condesa de Campo Alange con novum tecnológico titulado “Electroamor” (La flecha y la esponja, 1959).
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1. Introducción Dentro de la historiografía de la ciencia ficción española destacan las fechas de 1953 y 1982 porque nos permiten delimitar distintas etapas importantes. En el primer caso, 1953 es el año que marca la irrupción en España de los bolsilibros de ciencia ficción, con la aparición de tres colecciones populares de quiosco. Ello supondrá la progresiva introducción en España del modelo de ciencia ficción norteamericano de literatura comercial y de masas derivado de las revistas pulp, totalmente alejado de la vertiente vanguardista —tratada en el capítulo anterior—, que se había venido practicando en Europa desde H. G. Wells
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El presente capítulo se basa en parte en un estudio propio anterior (Peregrina, 2014a). Otros estudios que incluyen una visión de esta misma época, bien en un sentido más general y bibliográfico (Saiz Cidoncha, 1988), bien en un sentido parcial desde la óptica de los viajes en el tiempo (Hesles Sánchez, 2013: 191-286), o centrado en algún otro subgénero, como la distopía (Saldías Rosell, 2015).
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hasta su progresiva desaparición tras la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, el año de 1982 abre el periodo que conduce a la década dorada de la ciencia ficción española. Es la etapa en la que aparecen algunos de los escritores más destacados del género, como Elia Barceló, Juan Miguel Aguilera, César Mallorquí, Rafael Marín, Eduardo Vaquerizo o Rodolfo Martínez, entre otros. En su obra, estos autores mostraron predilección tanto por un discurso literario muy elaborado como por tramas desarrolladas, personajes de psicología compleja y cierto carácter intimista. Suponían, por tanto, un salto cualitativo dentro de la ciencia ficción española, con el que se iniciaba una nueva época dentro de este género en España. Lo que queda en medio es un proceso de maduración determinado por diversos factores: a) la traducción y publicación de las novelas y cuentos más relevantes del panorama de la ciencia ficción internacional, b) la labor de las colecciones especializadas y de la revista Nueva Dimensión en la difusión de la ciencia ficción y la configuración del fándom español y c) la aparición de escritores españoles en búsqueda de una voz propia dentro de la influencia de la ciencia ficción anglosajona. Este proceso, en muchas ocasiones más relevante como movimiento socioliterario que por el valor literario que representa, supone, realmente, una etapa clave para entender la evolución y la historia de la ciencia ficción en España. En ese proceso tradicionalmente se han diferenciado tres ramas “a través de las que el género crecería hasta hoy: la de la aventura espacial popular de nula calidad literaria, la del género autoconsciente, y la de los escritores consolidados que visitan el género” (Díez, 2003: 13). Aunque cada una de ellas presenta puntos de contacto con las otras, e incluso algunos escritores fluctúan entre una y otra en su obra, un análisis desglosado de cada una de ellas supone una visión más aclaratoria sobre cómo maduró la ciencia ficción en España. Por este motivo, se opta primero por señalar cuál fue la función de la vertiente popular, para después continuar con los casos de los escritores consagrados que escribieron alguna obra de ciencia ficción dentro de su producción y terminar con los que lo practicaron de forma casi exclusiva.
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2. La ciencia ficción de quiosco Se conoce como bolsilibros a las novelitas aparecidas en colecciones populares y económicas. Eran obras de argumentos sencillos y prefabricados, con personajes arquetípicos, abundantes diálogos y narraciones lineales que reducían la trama hacia la sencillez para favorecer la comprensión y el entretenimiento de la mayor cantidad de lectores dentro de una sociedad franquista reprimida, desencantada y con escasos medios de evasión, puesto que la televisión no se popularizaría en España hasta avanzados los sesenta. Era una narración de oficio cuyos autores, que firmaban con seudónimo anglosajón,2 muchas veces ni siquiera se tenían en consideración. No obstante, estos “escritores, con la artesanía de sus discursos, eran verdaderos profesionales de la escritura, que conocían perfectamente las herramientas narrativas más dramáticas, sabían crear personajes con escasas pinceladas y dotar de ágiles ritmos a las historias más rebuscadas” (Moreno y Díez, 2014: 79). Siguiendo las posturas de Umberto Eco (1978), se trataría de un modelo literario constituido como negocio, es decir, una concepción del arte que deriva de la Revolución Industrial. Se busca en este tipo de literatura asimilar el contenido y la forma a gustos de un público masivo mediante la práctica de una fórmula que haga las obras cada vez más homogéneas. La novela popular se caracteriza porque su propósito explícito es el puro entretenimiento, lo cual condiciona el tratamiento de los temas y el estilo. En ella se adopta una solución al conflicto democrática y populista: es consoladora. Por ese motivo, se decanta por el maniqueísmo, por el enfrentamiento del bien contra el mal. Así, se presenta un héroe superior a la media y defensor de los valores establecidos en contra de un villano poderoso que ha pretendido
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Sobre el hecho de que escondieran su identidad detrás de seudónimos anglosajones, se ha postulado que una razón podría ser que los bolsilibros sirvieron de refugio para escritores de formación republicana en época franquista para escapar así del control de las autoridades (González Ledesma, 2004: 144), mientras que otros investigadores sostienen que se debía a una mera operación de marketing editorial (Charlo, 2005: 76-81).
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desestabilizarlos en su propio beneficio, con el final consolatorio de la victoria del bien y la restitución de la armonía inicial. El único fin es proporcionar al lector una vuelta regresiva a lo esperado. La calidad literaria, por tanto, no es incompatible con esta literatura, pero sí innecesaria. Entendida así, la novela popular es, entonces, una novela de editor, quien estudia los gustos del consumidor y diseña los productos y los moldes a los que se fija el escritor. En estas obras, que rehuían de cualquier experimentación literaria y de la profundización psicológica (Moreno, 2007: 128), el estilo, a causa del frenético ritmo de trabajo al que estaban sometidos los escritores y a la imposibilidad de corregir, estaba caracterizado por una falta de cuidado que incurría en frases hechas, comentarios tópicos, diálogos ramplones y manidos y, con desgraciada frecuencia, incluso faltas de sintaxis (Martínez de la Hidalga, 2000: 21). Por ello, en palabras de José Carlos Canalda, “el resultado final después de horas de trabajo no podía ser corregido. No se podían cambiar los párrafos o aumentar o disminuir longitudes de texto so pena de tirar a la basura esas horas de trabajo realizadas” (Canalda, 2001: 10), lo que llevaría a no entregar en plazo la obra y no cobrar. A pesar de que ya antes de la Guerra Civil se pueden citar modelos de ciencia ficción popular, como el Coronel Ignotus (José de Elola) o el Capitán Sirius (Jesús de Aragón), el periodo de auge de este modelo de ciencia ficción tiene lugar durante los años cincuenta y sesenta. Con posterioridad, aunque de forma progresivamente decreciente, este tipo de libros siguió publicándose en los años ochenta, y mediante reediciones principalmente en los noventa. Hoy en día gozan de la admiración de un grupo de aficionados que incluso los homenajea con escritos propios, con pequeñas convenciones y con un creciente interés académico (véase Martínez de la Hidalga [2000 y 2002]; Canalda [2001], y Herranz et al. [2004]). A pesar de las condiciones de trabajo señaladas y del estilo habitual de los bolsilibros, algunos autores de novela popular alcanzaron un estilo personal y una narración cuidada y fluida, superior a la habitualmente baja calidad de las colecciones populares. Estos constituyen excepciones dignas de admiración. Son nombres como José Mallorquí, Antonio Vera Ramírez, Enrique Martínez Peñaranda, Francisco
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González Ledesma, Luis García Lecha o Pascual Enguídanos. Especialmente destaca este último por su epopeya galáctica La saga de los Aznar,3 un ciclo de novelas centrado en la familia de los Aznar, que conducen a la humanidad en su periplo cósmico. Lo especial en esta saga novelística no solo es el hecho de que Enguídanos construyera toda esta epopeya espacial con desconocimiento de la ciencia ficción anglosajona, ni que la dotara de un sabor autóctono donde prima lo patriótico español, sino también que se permitió desarrollar en ese universo ficcional su utopía personal: un mundo cercano al socialismo.4 Durante esta época se puede observar también una gran presencia de escritoras de bolsilibros. Lola Robles (2016a, 2016b) ha analizado las obras de autoras como María Victoria Rodoreda Sayol, Ralph Barby (seudónimo tras el cual se escondía el matrimonio Rafael Barberán Domínguez y Àngels Gimeno), María Luisa Vidal Alfonso o Elia Fernández Ramos. Estos autores se aglutinaron en diferentes colecciones, algunas de ellas de muy larga duración. Destacó, en primer lugar, Futuro, dirigida por José Mallorquí, autor famoso por las novelas del Coyote, que mostró aquí un conocimiento de la ciencia ficción anglosajona, en especial de Edgard Rice Burroughs. Le sigue Luchadores del espacio, de la editorial Valenciana, que se alargaría desde 1953 a 1963, con un total de 234 números, y que incluiría La saga de los Aznar, reeditada y ampliada posteriormente en los años setenta. Más longeva fue aún Espacio, de Toray, con un total de 550 títulos. La quiebra de Toray en 1972 dio paso a Bruguera con La Conquista del Espacio, que pervivió quince años en el mercado y alcanzó 746 números. La colección
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La Saga fue ganadora del premio a la Mejor Serie de Ciencia Ficción Europea, según votación de los lectores que asistieron a la Convención Europea de Ciencia Ficción —Eurocon— de Bruselas en 1978, “si bien parece que influyó en dicho premio el interés porque no ganara la popular serie alemana —de tufillo derechista— de Perry Rhodan más que el conocimiento del trabajo de Enguídanos por parte de los votantes” (Díez y Moreno, 2014: 79). Existe un análisis detallado de toda La saga de los Aznar por parte de dos aficionados con un elevado conocimiento de la ciencia ficción española de los bolsilibros. Por tanto, me remito a Saiz Cidoncha y García Bilbao (1999) para una ampliación de lo aquí expuesto.
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reunió a los antiguos colaboradores de Toray, recuperó ese nicho de mercado e impuso un modelo de escritura más homogéneo e industrial a sus colaboradores (véase Canalda y Cantero [2002a, 2002b]). Un nuevo nombre destaca particularmente entre los escritores de bolsilibros de los años setenta: el del gaditano Ángel Torres Quesada. Lo característico de Torres Quesada es su indiferencia entre los campos de la literatura popular y la rama más seria de la ciencia ficción. En las colecciones de bolsilibros publicó otra epopeya galáctica al estilo de la de Enguídanos, Orden estelar, pero con episodios fragmentados a causa de desavenencias con la editorial. Fuera de las novelas de quiosco, Torres Quesada publicó algunos cuentos en diferentes antologías, entre los que destaca “Centro de Violencia Controlada” (1969); la novela corta El círculo de piedra (1991), ganadora del Premio UPC de ese año; dos novelas en la revista Nueva dimensión, Dios de Dhrule (1980) y Dios de Kherle (1981), y su obra más destacada, la trilogía de las islas (1989): Las islas del infierno, Las islas del paraíso y Las islas de la guerra. Este autor, de obra muy extensa, y que ha seguido activo hasta la actualidad, se caracteriza por una escritura rápida y fluida que peca muchas veces de una falta de revisión, defecto propio de los bolsilibros. Se lo considera hoy en día uno de los autores más prolíficos de la ciencia ficción española, y ha llegado a ser finalista —especialmente en fechas recientes— de los certámenes más prestigiosos de la misma, como el Domingo Santos o el Alberto Magno (véase Canalda [2002]). En resumen, y salvo excepciones, estos autores no muestran una visión clara de la ciencia ficción y por supuesto ignoraban las tendencias dominantes en la misma. Además, pocos ahondaron en la ciencia ficción una vez dejaron de escribir en las colecciones especializadas en dicho género. Tampoco pretendieron o pudieron otorgar a sus obras más de lo que las editoriales les solicitaban y, desde luego, no buscaron una intención especulativa, sino el desarrollo de un escenario para generar nuevas aventuras. Lo relevante es que estas colecciones de bolsillo consiguieron confeccionar una rama de mercado, compitiendo con otras más exitosas del Oeste, policíacas o románticas, y también generaron un número de lectores asiduos que después formarían el grupo de aficionados españoles a la ciencia ficción.
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3. Los autores del mainstream o autores consagrados Siguiendo con la visión de Mariano Martín Rodríguez en el capítulo anterior, la irrupción de la ciencia ficción anglosajona contagia también a escritores consagrados de la época que ya no se acercarán al género desde esa concepción culta e intelectual, como sucedía especialmente antes de la Segunda Guerra Mundial en la literatura europea y por extensión en la española, sino a partir del conocimiento que tendrán de las obras que fueron llegando a España desde el otro lado del Atlántico, y en especial tomando ya como base el carácter especulativo de las obras maestras de la golden age estadounidense. No significa esto que se aborte el carácter intelectual de la ficción científica de la primera mitad del siglo por una vertiente popular y comercial, sino que los escritores consagrados de estos años que se aventuraron en la ciencia ficción supieron, de forma consciente, desligar del pulp a escritores y obras relevantes de ciencia ficción que se publicaron en Estados Unidos principalmente en los años cincuenta, es decir, supieron descubrir en ellos la profundidad especulativa que se plantea en sus obras y desentrañar los métodos de extrañamiento respecto a la realidad empírica que aplicaban, para reproducirlos en sus propias creaciones. No obstante, la recepción crítica fue, en general, negativa. De hecho, muchas de las obras consignadas en este apartado quedaron casi relegadas, durante un tiempo, al olvido, bien sumidas por el resto de la producción de sus autores, normalmente de carácter más realista, bien por intereses supraliterarios. A ello contribuye, entre otros factores apuntados por investigadores como David Roas y Ana Casas (2008), Daniel Ferreras y Fernando Ángel Moreno (2012), o el escritor José María Merino (2009), el dominio que ejerció sobre la literatura de la época el realismo social. Este desinterés por la literatura especulativa vino marcado, o bien por una interpretación de la literatura española como eminentemente realista, visión que fue tomada de Menéndez Pidal (1971: 94) por parte del discurso político hegemónico del franquismo, o bien por la presión estalinista difundida por el Partido Comunista desde el exilio de crear una literatura que
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reflejara la realidad sin ambages con el fin de criticar la situación de las clases más desfavorecidas. Con ello, cualquier camino para criticar la realidad a través de la fantasía quedaba estigmatizado como producto de mera evasión y carente del fin utilitarista buscado en la literatura de la época. Ello provocará que fuesen pocos los escritores consagrados que se aventuraran a publicar ciencia ficción, y menos los que la nombrarán estrictamente en la edición, o en un prólogo, pero no por ello estos años dejarán de aparecer novelas y cuentos inscritos dentro de las convenciones de la ciencia ficción. El primero de estos escritores es Eduardo Texeira, de quien ya se mencionó en el capítulo anterior su novela Ruy Darch, los primeros hombres de Marte (1953). Por otra parte, y quizá menos relacionado con el género, estaría Pedro Sánchez Paredes, cuyas prospecciones fantásticas esconderán siempre pretensiones religiosas. En sus obras, como en Siete Apocalipsis (1965), La gran apostasía (1967) o Teluria, un país de Tinieblas (1972), desarrolla siempre el tema de la búsqueda y se constituyen como alegorías del cristianismo (Merelo Solá, 2002: 405). Sin embargo, en palabras de Carlos Saiz Cidoncha, “el estilo en cierto modo delirante y el temario de simbolismo religioso de este autor no serían imitados por los restantes escritores fantacientíficos hispanos de este período” (1988: 218). Sin duda, el caso más significativo en este periodo es el del escritor palentino Tomás Salvador, un autor poco reivindicado durante un tiempo por su vinculación inicial con la Falange, pues fue incluso soldado de la División Azul. Aunque posee diferentes novelas integradas en el realismo social, con las que obtuvo diferentes galardones literarios, en 1959 publicó La nave, considerada como una de las mejores obras de la ciencia ficción española (poema épico del que hablará Xaime Martínez en el apartado sobre poesía de ciencia ficción). Se narra aquí un viaje espacial intergeneracional a bordo de una nave que sirve como ciudad para sus habitantes, pero que, con el paso del tiempo, el motivo y propósito del viaje se pierden, conectando con un leitmotiv de trabajos coetáneos como Non-Stop (1958), de Brian Aldiss. La novela se divide en tres partes y relata el enfrentamiento entre dos pueblos diferentes dentro de la nave: los kros, negros, que ostentan el poder y viven en las salas que todavía tienen iluminación, y
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los wit, blancos, sometidos por los kros y que viven en la oscuridad. Cada parte presenta un cambio en la voz narrativa y un ejercicio de estilo diferente. La primera se narra en forma de diario por parte del protagonista, Shim, encargado de redactar el libro de bitácora. A través de las entradas antiguas conocerá la historia de la nave, aunque su conocimiento prohibido recién adquirido le llevará a que le amputen las manos y le destierren a la oscuridad por hereje. La segunda parte plantea un modelo narrativo tradicional, donde se relata la forma en que Shim se convierte en el navarca, el líder que traerá la luz a los wit y acabará con los enfrentamientos y desigualdades entre ambos pueblos. Finalmente, la tercera parte aparece cantada, simulando ser un cantar de gesta, por el bardo Natto, quien refiere los infructuosos intentos del navarca Shim por conseguir la paz, así como su trágico final. La novela, de gran carga simbólica, destaca la importancia del lenguaje como fuente de conocimiento y la importancia de la tradición, donde los prejuicios sociales y el miedo al cambio impiden conocer la realidad que porta el protagonista (véase Casado Díaz [2006]). Relevante es, en especial, el prólogo. En él Salvador expone y argumenta los beneficios de la ciencia ficción y defiende su potencialidad especulativa a través del ejercicio de la imaginación, su esencia como literatura de ideas y las posibilidades de experimentación narrativa que plantea. Por lo tanto, trata el género desde premisas serias, de forma consciente, con intención de dignificarlo y alejarlo de una mera versión pulp llena de tópicos y escasa calidad literaria, para centrarse en su potencial estilístico y especulativo (Casado Díaz, 2006: 23). Parece que este ejercicio especulativo satisfizo las expectativas del autor, puesto que retornó al género en obras posteriores como la novela juvenil Marsuf, el vagabundo del espacio (1962) o la trilogía de Martin Lord, Y (1972), T (1973) y K (Killer) (1974), novelas más modernas y experimentales que no han recibido atención crítica. En ellas tocaba temas recurrentes de la ciencia ficción como la superpoblación, el crecimiento urbano desmesurado, la degeneración del lenguaje o el impacto de la publicidad, entre otros, pero no llegó a conectar con su público potencial por aparecer en una colección no especializada y ajena a los aficionados a la ciencia ficción del momento (García Bilbao, 2002b: 389-390).
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Al margen ya de la obra de Salvador, en esta época se puede sumar el ejemplo de otros escritores que se acercan al género en mayor o menor medida, muchos de ellos escritores que en los años sesenta dan un salto del realismo social a la práctica literaria de lo fantástico, como es el caso de los relatos de Francisco García Pavón en La guerra de los dos mil años (1967). Este libro está compuesto por cuentos a medio camino entre la fantasía y la ciencia ficción, muchos de los cuales luego fueron incluidos en las distintas antologías que se publicaron durante este periodo. Normalmente, en estos relatos García Pavón critica la técnica utilizada con abuso y alerta ante el peligro de que se destruya la civilización y todo lo positivo que contiene el hombre (Sánchez Hernández, 1969: 46-47). En esta creciente influencia del género durante la mencionada época empieza a realizar también su producción fictocientífica Manuel García-Viñó,5 con obras como Construcción 53 (1965) o la colección de relatos El pacto del Sinaí (1968), en cuyo prólogo legitima la ciencia ficción a través del clima poético que consigue crear o a través del planteamiento de una problemática humana, y cuyos relatos reflejan un mundo dominado por el desconcierto y la incertidumbre. En esta sección también debe incluirse a Jorge Campos. Cuentista de extensa y reconocida obra, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1955, considerado como uno de los escritores del exilio interior, en este periodo escribió algunos relatos de fantasía y de ciencia ficción, varios de ellos incluidos en Cuentos en varios tiempos (1971), y otros que aparecieron sueltos en diferentes compilaciones durante estos años y que iban a formar parte de un volumen que se publicó al final póstumamente, Bombas, astros y otras lejanías (1992) (véase Muñoz Navarro [1994: 1338-1373]). Otro escritor en cuya obra también aparece la ciencia ficción fue Carlos Rojas, con El futuro ha comenzado (1967), en la que desarrolla una historia del futuro
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Conviene indicar que este autor, junto con otros que se mencionan a continuación, como Carlos Rojas o Antonio Prieto, han sido agrupados bajo la etiqueta de escuela metafísica por cultivar una obra narrativa contrapuesta al realismo social dominante en esos años.
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donde la humanidad incurre en los mismos errores que en la actualidad. Rojas, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1968 por Auto de fe, también colaboró en alguna antología durante los setenta, con relatos como “El centauro” (1972). A ellos puede sumarse el uso de elementos de ciencia ficción en novelas concretas de escritores menos conocidos, como El clavo (1967), de Eugenio Fernández Granell, o Después de la bomba (1966), de Estaban Salazar Chapela. Más destacado es el caso de Corte de corteza (1969), novela con la que Daniel Sueiro ganaría el Premio Alfaguara. El autor se centra en el futurible de un trasplante de cerebro. Se trata, por tanto, de un problema con implicaciones morales: cambiar un cerebro de soporte somático, es decir, trasplantar una conciencia de un lugar a otro, de un contexto a otro, de unas señas de identidad a otras. Sin embargo, en palabras de Gregorio Torres Nebrera: “Sueiro no se limita al problema del trasplante planteado, y su correlato de crisis identitaria, sino que plantea de soslayo otras cuestiones que tienen que ver con el momento social e histórico de la escritura de la novela” (2011: 99). Otra novela aparecida en estos años que se vincula con la ciencia ficción es Secretum (1972), de Antonio Prieto. En concreto, de las tres líneas narrativas de las que se compone la novela, solo una puede considerarse dentro de la ciencia ficción. Siendo la más novedosa, aunque más superficial, en ella abundan los ecos a escritores como Philip K. Dick, George Orwell e incluso Aldous Huxley. Mediante la ciencia ficción se muestra Prieto como un atento observador de las tendencias culturales del momento y de la inseparable relación entre cine y literatura. “En ese juego entre pasado y futuro, entre novela histórica introspectiva y relato de ciencia ficción proyectado hacia la sociedad, sorprende notar ciertas consideraciones que, con el paso de los años, se han convertido en auténticas premoniciones” (Sepúlveda, 2005: 186). Ambas líneas, tanto la del futuro como la del pasado, sirven en cada caso para enunciar, metafórica o simbólicamente, las mismas preocupaciones, las mismas angustias que atenazan al hombre en su devenir histórico. En esta apartado, debe destacarse también la novela En el día de hoy (1976), de Jesús Torbado, con la que consiguió el Premio Planeta. Gracias a ello, Torbado impulsó el subgénero de la historia alternativa
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en España. Aprovechando el convulso panorama político de la Transición, el autor presentó una ucronía sobre una victoria republicana en la Guerra Civil que termina con la invasión nazi de España en la Segunda Guerra Mundial (López Arias, 2017: 258-261). Por último, es necesario indicar que en estos años finales empieza la carrera de escritor del leonés, miembro de la Real Academia Española, José María Merino. Su obra se vincula más a lo fantástico, aunque también ha publicado ciencia ficción. A pesar de que la mayor parte de su obra se desarrolla en la etapa siguiente, en estos años publicó La novela de Andrés Choz (1976). Esta es un ejemplo de cómo Merino trata la ciencia ficción de forma más tangencial, puesto que la presencia de un extraterrestre en la obra da paso a una metaficción donde reflexionar sobre el proceso de escritura. Todo este conjunto de obras de autores consagrados refleja un indudable carácter prospectivo que parecía abrir un camino distinto en la práctica de la literatura española, desvirtuando la afirmación sobre la naturaleza realista de las letras hispanas, pero en general constituyen una tradición a base de pequeñas gotas en un mar dominado por otros géneros literarios. De por sí, a pesar de que se acercasen a la ciencia ficción con conocimiento del género y de sus posibilidades, pocos son los escritores que lo revisitan en su obra en más de una ocasión. Por ello, a veces este conjunto de escritores han sido tildados como francotiradores de la ciencia ficción6 española. Lo interesante es que una visión en conjunto constituye, tomando el término de Mario J. Valdés San Martín (2002: 128), una contrahistoria de la literatura, la cual muestra que la ciencia ficción era un género más practicado de lo que muchos historiadores habían pensado.
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Aunque aplicado a otra época, el término sirve para ejemplificar el mismo fenómeno literario. Para su desarrollo original, véase Moreno (2010b).
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4. Los escritores del fándom español Gracias al mercado de lectores que generan los bolsilibros y a la creciente expansión comercial que experimenta el género en Estados Unidos, varias editoriales españolas crean colecciones especializadas de ciencia ficción. Principalmente se nutrieron de traducciones, sobre todo venidas de allende el Atlántico, pero sin menospreciar obras de otras literaturas europeas, especialmente la francesa. La pretensión de estas colecciones, cuyas traducciones resultaron de muy dispar calidad, fue ofrecer al público español lo más granado de la ciencia ficción internacional, y, en especial, de la edad de oro estadounidense. Pero también esporádicamente algunas de ellas dieron cabida entre sus números a autores españoles. Las principales colecciones que iniciaron este movimiento fueron Nebulae, de Edhasa, y Minotauro, ambas principalmente mediante novelas, junto con Acervo y Bruguera a través de antologías de cuentos (véase Díez [1998b, 1998d, 2000]). Las dos primeras ofrecieron por primera vez al público español las obras más importantes de los escritores de los años cincuenta, como Isaac Asimov, Richard Matheson, Clifford D. Simak, Alfred Bester, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Alfred van Vogt o John Wyndham, entre otros. De las cuatro colecciones, la que más cabida dio a escritores españoles de forma esporádica fue Nebulae, empezando con Antonio Ribera y con Francisco Valverde Torné. No obstante, muchos de los números con firmas españolas se componían de relatos o de novelas cortas. En el primer caso, Antonio Ribera, aficionado a la ufología y a la parapsicología, publicó El misterio de los hombres peces (1955); El gran poder del espacio (1957); Ellos (1959), compuesta por dos novelas cortas, y Los comandos de la humanidad (1961), conformada por cinco relatos en los que expone, entremezclados con la ficción, sus ideas y teorías sobre los ovnis. Por su parte, Valverde Torné firmaría La gran revelación (1959) y Los enemigos del Sol (1960), aunque ambas obras no se separan mucho del estilo aventurero de los bolsilibros. Por su parte, Acervo también incluyó dentro de sus antologías de vez en cuando algunos cuentos españoles, especialmente de José María Aroca o de Francisco Lezcano Lezcano.
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De este modo, a través de estas publicaciones se configuró todo un grupo de escritores de ciencia ficción, para lo cual fue determinante la aparición de tres compilaciones de relatos: Primera antología de la ciencia ficción española (1966), editada por Domingo Santos en Nebulae; el volumen VII de Antología de novelas de anticipación, de Acervo, y el número 7 de Anticipación, canto de cisne de un conato de revista que dirigieron dos aficionados, Domingo Santos y Luis Vigil, dentro de la editorial Ferma y que sirvió de antesala a Nueva Dimensión, de la cual se hablará más adelante. Esta última antología posee un carácter diacrónico y su selección incluye relatos de autores de etapas anteriores, mientras que las otras dos ofrecen un corte sincrónico, mostrando lo más granado de los autores del momento. A diferencia de los autores de los bolsilibros, en primer lugar, estos escritores son asiduos lectores de ciencia ficción que se proponen escribir especulaciones de carácter serio, fuera de la fórmula de la literatura comercial y de las exigencias de producción y calidad de las novelas de quiosco. En segundo lugar, ya no se esconden tras seudónimos de resonancias anglosajonas, sino que firmaron con su nombre o su alter ego literario. En tercer lugar, se decantaron más por el cultivo del cuento que de la novela, dada la mayor facilidad de ver publicados sus escritos. Finalmente, estos autores tomaron como modelos a los maestros de la ciencia ficción anglosajona de la década anterior, como Asimov, Heinlein, Sturgeon, Bradbury o Matheson, a quienes muchas veces imitaban con ideas o estilos similares. Sin embargo, muchos de ellos habían llegado a la obra de sus idolatrados escritores a través de los cuentos más que de las novelas. En este periodo, la recepción de los relatos fue mucho más rápida frente al desfase en la traducción de las novelas, que muchas veces aparecieron en el mercado español con una década de retraso frente a la publicación original. “Muchos de los relatos presentados en estas antologías eran pequeñas obras maestras, a menudo sumamente complejas y experimentales. Los lectores premiaban su publicación con un seguimiento fiel. Existía hambre por lo proyectivo en España, como demostraban los cortos plazos para las traducciones” (Moreno, Peregrina y Bermúdez, 2017: 222). Las editoriales parecían haber interpretado que la aventura de publicar ciencia ficción resultaba más
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lucrativa si se le ofrecía al público una variada selección de relatos, más que la novela larga de un autor, como se puede observar especialmente en la colección Libro Amigo de Bruguera. Es por ello que la eclosión de novelas de ciencia ficción relevantes en el panorama internacional no llegarían a España hasta la Transición, cuando diferentes editoriales aprovecharon el nuevo ambiente de cambio para lanzar colecciones de novelas especializadas, una eclosión que terminó al comienzo de la década de los ochenta ante la saturación del mercado, como se indicará más adelante. A este detalle debe sumarse la aparición de la revista más longeva de ciencia ficción aparecida en España, Nueva Dimensión, la cual se especializó en la difusión de relatos. Publicada entre 1968 y 1983, alcanzó un total de 148 números y 12 ejemplares extra, y recibió dos premios internacionales en 1972.7 La revista surgió de la unión de tres aficionados: Sebastián Martínez, Luis Vigil y Domingo Santos. Partían del trabajo que ya habían realizado en Anticipación, y ahora, liberados de las exigencias que les habían impuesto en la editorial Ferma, ampliaron con libertad y autonomía ese proyecto editorial. Aunque mantuvieron los mismos objetivos, los consiguieron llevar mucho más lejos. Así, Nueva Dimensión se caracterizó por los siguientes rasgos: a) el material principal se dedicó a cuentos; b) se pretendía dar a conocer al público español material inédito; c) se potenciaba la cantera de autores nacionales; d) se buscaba una visión internacional, sin menospreciar la ciencia ficción de ninguna nacionalidad; d) se publicaban artículos y ensayos sobre el género; e) se incluía una sección de noticias que comunicase a los aficionados todas las novedades editoriales, cinematográficas y acontecimientos relevantes ocurridos en el fándom internacional, y f ) se publicaban cartas al director, una sección con la
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Estos premios fueron, en concreto, el “Special Award to Nueva Dimensión for excellence in science fiction magazine production”, otorgado en la 30ª convención mundial de ciencia ficción celebrada en Los Ángeles en 1972, y el Specialized Professional Magazine en la Eurocon I, celebrada en Trieste el mismo año. Ambos galardones fueron notificados desde la revista, en sus números 37 y 36, respectivamente.
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que propiciar el contacto con los lectores y favorecer el asociacionismo, clásico en las revistas de ciencia ficción anglosajonas. A través de sus casi trece años de vida, la cantidad de relatos aparecidos en Nueva Dimensión resulta ingente. Aunque al comienzo, en algunos momentos puntuales, tuvieron que lidiar con la censura, en la revista se dieron a conocer muchos cuentos importantes de la historia de la ciencia ficción, y con ello a autores que se habían especializado en esta modalidad narrativa breve, además de numerosos escritores españoles que se aventuraron en el género. Gracias a esa larga labor difusora, desde la revista promovieron el cuento de ciencia ficción en España, cumplimentando la labor realizada por diferentes colecciones antes mencionadas. En palabras de uno de sus responsables, Domingo Santos, Nueva Dimensión “era la expresión de los deseos de un grupo de personas —no solamente sus tres máximos responsables, sino toda una pléyade de colaboradores— de dar a conocer y difundir la ciencia ficción en España” (2002: 424-425). Nueva Dimensión supone una transformación de todo el panorama de la ciencia ficción española. En primer lugar, ofrecieron al público español un enorme material que nunca antes había sido traducido y publicado en España, compuesto tanto por autores clásicos como, en menor medida, por autores más coetáneos y renovadores, algunos vinculados a la new wave anglosajona, de la que se hablará más adelante. Se convirtieron en el centro aglutinador y configurador del asociacionismo que culminó en la formación del fándom español. Fueron el germen desde el que se gestaron las primeras celebraciones de la HispaCon, la convención española de ciencia ficción. Y publicaron entre sus páginas muchos de los relatos escritos por autores españoles, aglutinando a todo este primer grupo de escritores, y también dando cabida, ya en sus últimos números, a los autores más jóvenes que desarrollarían su obra principal en la época siguiente. Junto a la labor de Nueva Dimensión es necesario destacar como elemento clave de la difusión de la ciencia ficción española la aparición de diferentes antologías compuestas por relatos de escritores españoles, bien dentro de colecciones especializadas, como Acervo en sus volúmenes IX (parcialmente) y XVII; bien como producto de algún concurso literario, como sucede con Narraciones españolas de
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ciencia ficción (1974); bien como antologías representativas, donde destacan las selecciones Antología social de la ciencia ficción (1972), de Carlos Buiza, la Antología española de ciencia ficción (1972), de Raúl Torres, y la Antología de ciencia ficción en lengua castellana (1973), de José Antonio Salcedo. A ellos hay que sumar algún caso esporádico dentro de otras publicaciones periódicas que dedicaron monográficos a la ciencia ficción, entre ellos, el n.º 336 de La estafeta literaria (1966), el n.º 113 de Familia española (1968), como conjunto de artículos sobre la ciencia ficción, por ejemplo, el suplemento extra número 12 adjunto al n.º 489 de la revista Triunfo (1972), o, como pretensión de mostrar toda la problemática del libro de ciencia ficción, el n.º 265 de El libro español (1980). Todos estos casos supusieron un esfuerzo por revindicar desde la prensa generalista y mediante la voz de autores españoles conocedores y habituales lectores de ciencia ficción las posibilidades literarias de un género que había sido en ocasiones denostado por críticos y otros escritores. La importancia de estas antologías y números sueltos dentro de la historia de la ciencia ficción en España reside en que supusieron intentos por crear un grupo de escritores que se acercaran al género con asiduidad. Junto a ello, se pretendió generar un público que demandase específicamente autores españoles, al margen del dominio de productos foráneos. Todas ellas supusieron, sin lugar a dudas, una plataforma editorial donde los autores hispanos de ciencia ficción podían ver publicados sus relatos, por lo que la asiduidad de ciertos nombres es la que nos permite configurar una nómina concreta de autores. Dentro de este conjunto de antologías, la que resulta pieza clave en la historia de este género literario en España es Lo mejor de la ciencia ficción española (1982). Precisamente, esta compilación cierra todo un periodo literario al recoger una selección de los mejores relatos publicados a lo largo de los setenta. En palabras de Julián Díez, “los resultados son muy irregulares, como es comprensible en este tipo de libros, pero muy sólidos considerando que la mayoría de los autores presentes en él no estaban de ninguna manera relacionados con los círculos literarios profesionales, sino que eran, como el propio Santos, meros diletantes” (2001: 300).
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Ante este panorama editorial compuesto por una revista y antologías diversas, era lógico que los escritores de estos años se decantasen más por la escritura de cuentos que de novelas. No se trata de una anomalía en la historia de la ciencia ficción, puesto que es precisamente esta modalidad narrativa una de las más practicadas. La economía estética e intelectual del cuento posibilita desarrollar un solo novum para obtener conclusiones reveladoras mediante el control de las condiciones del experimento ficcional (Csicsery-Ronay, 2008: 67). Como consecuencia, la obra cuentística de estos autores es enorme en su conjunto, dando lugar a una larga lista de escritores de calidad muy heterogénea y en general de reducida obra particular. Son demasiados los nombres a citar, pero especialmente hay que mencionar a algunos, como Alfonso Álvarez Villar, Francisco Lezcano Lezcano, Carlos Buiza, Juan G. Atienza, Domingo Santos, Luis Vigil, el dúo María Guera y Arturo Mengotti, el cineasta José Luis Garci, Carlo Frabetti o Sebastián Martínez.8 A ellos habría que sumar otros nombres que se seguirían añadiendo a lo largo de esta época, como Carlos Saiz Cidoncha, Javier Redal, Roberto Rodríguez Toyos, Ignacio Romeo o Jaime Rosal del Castillo, entre otros.9 Muchos partían de una posición subordinada frente a la primacía estadounidense, la cual se observa en el carácter de imitación de muchos de los cuentos hispanos de ciencia ficción de este periodo. Por otra parte, la ausencia de remuneración al publicar la obra, la escasez de premios literarios de ciencia ficción en España o la escasa vida de los existentes no favorecieron la competitividad entre escritores, lo
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En 1969, en Nueva dimensión se publicó un artículo de José Luis Martínez Montalbán que refleja un corte sincrónico de la ciencia ficción española, donde se puede apreciar la magnitud de esta nómina de autores. Excluyo de esta nómina a Enrique Lázaro, quien destacó en la década de los setenta por su serie de cuentos sobre Tierra Vaga en los que realiza un interesante planteamiento imaginativo a partir de la literatura maravillosa y una deconstrucción mediante un humor absurdo para criticar presupuestos racionalistas occidentales. Aunque algunos investigadores lo incluyen dentro de la ciencia ficción (Moreno y Díez, 2014: 83), yo considero que son cuentos maravillosos (véase Peregrina [2014b]).
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que hubiera derivado en una mejora de la calidad literaria de sus textos. A causa de la imposibilidad de profesionalización, porque las publicaciones raramente se remuneraban, y por el carácter aficionado de muchos de ellos, eran pocos los escritores que desarrollaron una obra extensa de ciencia ficción, y muchos acabaron marchándose a otros ámbitos laborales más lucrativos, como sucede con Juan G. Atienza, José Luis Garci o Luis Vigil. Como consecuencia, escasea la experimentación literaria en los textos y abundan los modelos narrativos clásicos: narración lineal, narrador heterodiegético, focalización cero y personajes planos. A ello se suma una despreocupación en muchos casos por la escritura para centrarse exclusivamente en el desarrollo de la idea: estilo denotativo, abundancia de comparaciones en las descripciones, léxico común, reiteraciones informativas, redundancias. Sin embargo, al menos una cincuentena de cuentos, algunos de ellos incluidos en la ya citada Lo mejor de la ciencia ficción española (1982), requerirían una reedición, puesto que estos textos constituyen piezas claves para comprender la maduración que alcanzará el género en España en la época siguiente y constituyen excepciones loables en este panorama. Dentro de ese enorme corpus de cuentos, se observa una predilección por una serie de temáticas concretas. De este modo, aunque algunos subgéneros escasean notablemente, como la ciencia ficción dura o hard, donde una excepción sería “Naufragio en Titán” (1979), de Javier Redal, o la space opera, donde también puede destacarse “Los amantes de la nebulosa” (1973), de Carlos Saiz Cidoncha, muchos autores de este momento cultivaron especialmente la distopía. Entre ellos, se observa una tendencia casi generalizada por terminar la historia de forma negativa, puesto que normalmente plasman sociedades alienantes y deshumanizadas donde el individuo es vencido, acabando con su disidencia (Saiz Cidoncha, 1988: 343). De este modo, las contradicciones de la sociedad coetánea del autor no solo no encuentran soluciones en el futuro, sino que, al acentuarse, producen la catástrofe de toda la humanidad (Ferreras, 1972: 120). Esta visión negativa y derrotista imposibilita una huida crítica con la idea de mejorar el presente y propone una aceptación sumisa, por lo que el género no acabó explotando sus posibilidades críticas como medio de oposición al
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régimen franquista (Peregrina, 2015a: 217-219). Entre otros muchos ejemplos, destacan relatos como “En el alba de la quinta oscuridad” (1974), de Fernando Pérez Fuenteamor; “Oasis” (1974), de Carlos Reñé; “Cuando solo resta la muerte” (1970) y “Notas del juicio de un elemento subversivo” (1972), de Luis Vigil, o la colección de relatos Futuro imperfecto (1981), de Domingo Santos, todos ellos cuentos ya publicados en diferentes lugares durante la década anterior.10 Junto a la distopía, también otros temas propios del género aparecieron con cierta frecuencia. Uno de ellos sería el de la ficción postapocalíptica, muy relacionada en esta época con el temor al holocausto nuclear propio de la Guerra Fría, y que coincide en denunciar el desarrollo tecnológico con fines bélicos como causa del desastre de la civilización. Ejemplos serían “Las ruinas” (1967), de Domingo Santos, o “El gran dios voz” (1972), de Juan G. Atienza. También es frecuente el contacto con vida alienígena, poniendo en entredicho concepciones humanas sociales, morales e incluso mentales, como en “Portal” (1969), de Sebastián Martínez, “Gaziyel” (1979), de Ignacio Romeo, o “Litobio” (1979), de Ignacio Velasco Montes. Entre toda esta larga nómina de cuentistas, ocupa un lugar muy destacado en todo este periodo de progresiva maduración de la ciencia ficción española la figura de Domingo Santos. De formación autodidacta, surgido desde la publicación de bolsilibros, con su intensa labor de traductor, compilador, editor, director de Nueva Dimensión y escritor, realizó un intenso trabajo por promover la ciencia ficción en España. Aunque más destacado como cuentista, también posee algunas novelas relevantes, como Gabriel (1962), novela hoy muy desfasada que trata sobre el proceso de humanización de un robot y que el autor reescribió en 2004; Burbuja (1965), sobre el poder político y la manipulación mediática, o Hacedor de mundos (1986), sobre la mutabilidad de la realidad. La mayor parte de sus relatos pertenecen precisamente a esta época, donde deben citarse sus colecciones de
10 Una visión reducida de este corpus de relatos distópicos puede verse en Peregrina (2015a), y, para un análisis detallado y acertado de muchos de estos cuentos distópicos, véase Saldías (2015: 412-488).
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cuentos Meteoritos (1965) o la ya nombrada Futuro imperfecto (1981), conjunto de distopías entre las que destacan algunas muy interesantes como “Extraño” (1979) y “... Si mañana hemos de morir” (1969). Además, aunque de forma cada vez más esporádica, Santos ha seguido en activo hasta la actualidad. Prueba de ello es su novela El día del dragón (2008) o las tres novelas cortas reunidas en Bajo soles alienígenas (2013).11 No obstante, uno de los cuentistas más destacados de este periodo es Juan G. Atienza. Este escritor, hoy mucho más recordado por su labor como folklorista y especialista en mitos y leyendas hispanas, durante una década estuvo muy vinculado a la ciencia ficción y a lo fantástico. En este periodo legó algunas novelas cortas, como las incluidas en Los alegres rayos del sol (1967), y una cincuentena de cuentos, algunos de una calidad literaria nada desdeñable, como “Kuklos” (1966), “Las tablas de la ley” (1967) o “Limpio, Sano y Justiciero” (1967), a los que podrían sumarse otros cuentos insertos dentro de lo fantástico como el lovecraftiano “Balada por la luz perdida” (1969) o la novela corta “El callejón del sapo” (1974) (véase Peregrina [2018]). Sin lugar a dudas, a diferencia de sus contemporáneos, Atienza presentó “una narrativa más moderna en la que destacaron, principalmente, sus juegos polifónicos, la heterogeneidad textual y la ruptura de la linealidad narrativa” (Peregrina, 2015b: 175). Un caso particular dentro de todos estos cuentistas es el del tándem madre-hijo de María Guera y Arturo Mengotti. Ambos publicaron durante unos años poco más de una decena de cuentos, hasta que se marcharon de España por motivos personales y se les perdió la pista. Sus relatos presentan un interesante hibridismo entre la ciencia ficción y lo fantástico, con una escritura muy barroca y plagada de elementos oníricos. Según Lola Robles, ambos destacan por “crear una atmósfera inquietante, densa, oscura, melancólica. Aunque a veces los argumentos resultan un tanto imprecisos y al lenguaje le falta cierta
11 Para un análisis de la obra de este autor hasta al final de la pasada centuria, véase Barceló (2002). Para un análisis de la figura de Santos en relación con este periodo de la historia de la ciencia ficción española, véase Peregrina y Escudero (2017).
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depuración, este es muy sensorial” (2016a). Entre sus cuentos sobresalen “Herencia de sueños” (1968), “Aborrece la sal” (1971) o “Se cerraron como un rollo de pergamino” (1971). Diferente es la situación de Jaime Rosal del Castillo, quien pretendió con intentos experimentales renovar el género, tanto en relatos como “Mistha Wallace, está usted muerto” (1980) o “Terminal Masurai” (1981) como en novelas como Sisabana (1979), muy al estilo del nouveau roman francés. Otros escritores destacaron más por la profundidad especulativa de sus ideas que por el estilo de su escritura, caracterizado por la sencillez y la linealidad. Es el caso principal de Alfonso Álvarez Villar y de Francisco Lezcano Lezcano. El primero, doctor en psicología, colaboró en distintas antologías de estos años, y, especialmente, en la primera época de Nueva Dimensión. Normalmente usaba la ciencia ficción como medio para expresar sus planteamientos científicos. Sus relatos son a veces muy irónicos, como “Toreo teledirigido” (1967) o “No comerás” (1967), pero el más destacado es “La espiral del alma” (1969), una novela corta que presenta un viaje fantástico por la mente de un paciente durante una sesión de psicoanálisis. Por su parte, Francisco Lezcano Lezcano, que también fue poeta y pintor, publicó a finales de los sesenta y principios de los setenta casi una veintena de cuentos, en especial en varias de las antologías de Acervo. Merelo Solá afirma de él que “sus cuentos, concisos y muy escuetos, se encuadran muchas veces en choques entre nuestra cultura y civilización y otras ajenas, extraterrestres las más de ellas, que tienen pocos o nulos puntos de contacto, y de ahí el conflicto” (2002: 405). Entre ellos, se puede destacar “La granja experimental” o “Los intermedios”, ambos aparecidos en 1967. Un caso llamativo dentro de este panorama es el del cineasta español José Luis Garci. Durante casi una década, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, publicó colecciones de cuentos fantásticos y de ciencia ficción, como Adam Blake (1972), un libro de relatos sobre las andanzas de un periodista en el futuro, o La Gioconda está triste y otras historias (1976). Además, colaboró en las antologías de este periodo con varios cuentos, algunos incluidos luego en las recopilaciones citadas, entre los cuales destaca “¡Stille Nacht, Hellige Nacht!” (1972), y escribió un ensayo sobre su idolatrado escritor
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norteamericano: Ray Bradbury, humanista del futuro (1971). Junto a él destaca la figura del humorista José García Martínez-Calin, quien, normalmente con el seudónimo de PGarcía, se servía de la ciencia ficción en sus relatos breves para reírse de diferentes concepciones sociales o desmantelar tópicos del propio género. A ellos es necesario añadir los casos de escritores que ofrecieron pocos, pero muy destacados, cuentos en esta época. Entre ellos estarían Carlos Buiza, conocido por el relato fantástico “El asfalto” (1967) —llevado al cine por Narciso Ibáñez Serrador en Historias para no dormir— o por el de ciencia ficción “Flores de cristal” (1967), sobre un primer encuentro con una forma de vida alienígena incomprensible para la mente humana. Una idea similar a este cuento de Buiza aparece en “El jardín de alabastro” (1976), de Cardelia, seudónimo de Teresa Inglés, escritora feminista de muy reducida obra que ganó el concurso Nueva Dimensión con este cuento. Esta escritora demostró aquí la fuerza que las mujeres iban adquiriendo dentro del género, aunque su repercusión no se dio hasta años posteriores, cuando aparecieron otras escritoras como Blanca Martínez o Elia Barceló.12 Inglés solo publicó en estos años otro texto de planteamiento político-feminsita, escrito conjuntamente con Luis Vigil, “Complemento: un hombre” (1970). Finalista en ese mismo concurso resultó “Mónica y Marie” (1976), de Luis A. del Castillo Navarro, un interesante cuento que desmonta constantemente los prejuicios del lector con diferentes revelaciones de información oculta sobre una relación socialmente inmoral. Estos cuentos son un ejemplo de
12 En la primera parte de su artículo sobre la presencia de las mujeres en la historia de la ciencia ficción española, Lola Robles indica que, mientras que “los escritores hombres publicarán no solo relatos sino novelas, las autoras van a aparecer de forma mucho más dispersa, discontinua y minoritaria: la pauta que suele repetirse es que publiquen uno o varios relatos y desaparezcan después. E incluso cuando comienzan a editarse sus novelas, estas serán muy pocas, exceptuando algunas autoras de bolsilibros, y ya en los años ochenta, el caso de Elia Barceló” (2016a). Otras escritoras que publicaron algún relato en esos años fueron Alicia Araujo, Dorih M. Bergmann, Ana María Botella y Consuelo J. Cisneros y Fuensanta Muñoz Clarés.
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algo habitual entre los escritores de ciencia ficción del momento: una muy reducida obra, pero en ocasiones muy destacada frente a los contemporáneos. Sin embargo, la falta de continuación hace imposible la repercusión literaria que se hubiera necesitado para la maduración del género. Al margen ya del cuento, las colecciones de novelas aparecerían con fuerza a partir de 1974, tras unos años de descenso de esta actividad editorial e impulsado por el cambio político que se empezaría a dar en España en los años posteriores, ya una vez suprimida la censura. Tradicionalmente, la publicación de ciencia ficción en España ha sufrido una rutina pendular (Saiz Cidoncha, 1988: 504-507) a lo largo de los años, con crecimiento de colecciones, saturación del mercado y saldos. Tras distintos periodos de eclosión, casi todas las grandes colecciones de género saldaron sus títulos en un momento u otro, permitiendo a muchos lectores su adquisición por precios más económicos (Moreno, Peregrina y Bermúdez, 2017: 224). Por ello, la eclosión que se dio en el mercado a partir de 1974, y su consiguiente efecto de los saldos, permitió que muchos de los escritores del siguiente periodo, en este momento aún lectores, accedieran a las obras novedosas que una década antes habían empezado a revolucionar la ciencia ficción en el mundo anglosajón: la new wave (véase Latham [2005]). Entre estas colecciones, surgidas durante la transición hacia la democracia a la luz de la nueva libertad editorial, destacaron la segunda etapa de Nebulae, Super Ficción y Acervo (véase Díez [1998c, 1999a, 1999b, 1999c]), que fueron antesala de las exitosas en los años ochenta Minotauro, Orbis y Ultramar. Entre sus números, se ofrecerán por primera vez traducciones de autores como George R. R. Martin, Orson Scott Card, Joe Haldeman, John Varley, James Tiptree Jr., Robert Sheckley, R. A. Lafferty, Brian Aldiss, Ursula K. Le Guin, John Brunner, Norman Spinrad, Frank Herbert o Daniel Keyes. Algunas de ellas, entre sus números, dieron cabida a autores españoles, pero a diferencia del esplendor editorial de los años sesenta antes explicado, es más frecuente entre estos la publicación de novelas que de colecciones de relatos. Es el caso, por ejemplo, de la editorial Albia, en cuya colección aparecieron títulos como La caída del imperio galáctico (1978),
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de Carlos Saiz Cidoncha, Babel dos (1978), de Juan José Plans, o Los siervos de Isssco (1980), de Guillermo Solana. Como consecuencia, será en los años finales cuando salgan más novelistas de ciencia ficción españoles. El primero de los autores a destacar es Juan José Plans. Este, periodista de profesión, quien también publicó un ensayo, La literatura de ciencia ficción (1975), se acercó al terreno literario fantástico en los años setenta. Cabe destacar entre sus obras Las langostas (1967), Crónicas fantásticas (1968), El gran ritual (1974), Paraíso final (1975) o Babel Dos (1979), esta última un intento fallido de experimentación literaria. También debe mencionarse a Guillermo Solana, quien solo publicó una novela, Los siervos de Isssco (1980), sobre la moda de los parques temáticos, una buena especulación a partir de un análisis crítico de la sociedad española de los años setenta. Junto a ellos encontramos al también periodista Antonio Burgos, que firmó una obra que se puede englobar dentro de la ciencia ficción, El contrabandista de pájaros (1975). Se describe en ella un mundo invertido, donde los trabajadores manuales son la élite social. Mayor y más longeva vinculación con el género ha tenido Carlos Saiz Cidoncha. Este hombre erudito, doctor en Ciencias de la Información por su tesis sobre la ciencia ficción española (1988), lector muy aficionado a la literatura popular de ciencia ficción, a la que ha dedicado algunos ensayos, se podría situar como uno de los principales representantes de la space opera española, especialmente por La caída del imperio galáctico (1978), centrada en la colonización humana de la galaxia y las vicisitudes de la humanidad en las estrellas (García Bilbao, 2002a: 344), o por Memorias de un merodeador estelar (1995), un intento de llevar la novela picaresca al espacio. Su obra es extensa y se desarrolla también durante los años siguientes (véase García Bilbao [2002a]). Aunque más propenso para la novela, también posee algunos cuentos relevantes, como el ya citado “Los amantes de la nebulosa” (1973) o “Libertad de palabra” (1976), una distopía que fue accésit en el premio de relatos de Nueva Dimensión. Aun así, dentro del fándom, el autor más destacado de los años setenta fue Gabriel Bermúdez Castillo. Se trata de un escritor, principalmente novelista, de estilo sencillo, pero muy trabajador. Su escritura, fluida, se circunscribe “en la mejor tradición del género de aventuras,
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pero sus relatos están trufados de crítica social, de una ideología anarquista demoledora y sorprendente y de un humor castizo y socarrón” (Díez, 2003: 18). Entre otras características, destacan en sus obras una riqueza estructural considerable, personajes más complejos que los habituales de los bolsilibros y una tendencia a la sátira. Principalmente, el sabor hispano que ha sabido imprimir a su obra nos permite situarle como uno de los primeros autores maduros de la ciencia ficción española y el iniciador de un lenguaje identitario propiamente español dentro del género. En ese sentido, Bermúdez Castillo “constituye la prueba viva de que la ciencia ficción española no necesita negarse a sí misma para ser buena literatura” (Casa y García Bilbao, 2002: 378). Entre las obras que publica en este periodo, destacan la colección de relatos El mundo Hókun (1971) y las novelas Viaje a un planeta WuWei (1976) y El señor de la rueda (1978). No obstante, seguiría escribiendo nuevas obras en años venideros: El hombre estrella (1988), Salud mortal (1993) o Demonios en el cielo (2000). Una mención aparte de todo lo visto debe recaer sobre un movimiento literario que se dio dentro de la ciencia ficción española y que procuró renovar el género asociándolo a los nuevos movimientos de la psicodelia y el experimentalismo: el grupo Nova-Expression.13 Entre sus miembros se puede destacar a Eduardo Haro Ibars, José Vicente Rojo, Asís Calonge, Alfonso Español, Juan Alcober, Carlos Agustín, Juan Francisco Guerrero o Roberto R. Toyos (Saiz Cidoncha, 1988: 421-424). Inicialmente se vincularon a la revista fundada por Camilo José Cela, Papeles de Sons Armadans, y posteriormente al fanzine Zikkurath, creado por Fernando Pérez Fuenteamor y reconvertido después en una revista que duraría siete números. Se trataría de un movimiento que buscaba emular en España lo que fue la revista New Worlds en el mundo anglosajón cuando se hizo cargo de ella Michael Moorcock. Sin embargo, ninguno de sus integrantes realizó una extensa labor dentro del género, “por lo que su aportación, que
13 El término se debe a dos profesores norteamericanos, Figueras y Courage, término con el que establecían un juego de palabras que remitía a la obra de William Burroughs Expreso Nova (Nova Express, 1964) (Saiz Cidoncha, 1988: 421).
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pudo contribuir a abrir la ciencia ficción al exterior, ha quedado sepultada en las historias oficiales como una especie de apostasía” (Díez, 2003: 18). Una excepción en ese conjunto la puede tener Mariano Antolín Rato, quien publicó las dos novelas más interesantes de este movimiento: Cuando 900 mil mach aprox (1973), con la que ganó el Premio de la Nueva Crítica, Mundo araña (1981) y Campos unificados de la conciencia (1984).
5. Conclusión Tras el análisis realizado, se percibe cómo durante este tiempo se han ido configurando varias de las claves que llevarán a la época de madurez a la ciencia ficción española. En un primer momento, los bolsilibros, especialmente en la década de los cincuenta, sirvieron para generar un grupo de lectores que demandase novelas de ciencia ficción, constituyendo un nicho de mercado que llevó a las editoriales a empezar a crear, ya durante la década de los sesenta y mediante traducciones, colecciones especializadas. La inclusión de autores españoles, de forma esporádica y en general mediante cuentos y novelas cortas en dichas colecciones, es lo que provoca que se configure todo un primer grupo de escritores españoles que practican el género mediante especulaciones serias, alejadas del mero carácter aventurero de las novelas de quiosco. Sin embargo, la imposibilidad de profesionalizarse hace que en esta época haya muchos autores, la mayoría de muy reducida obra y de calidad excesivamente variada. Estos escritores y aficionados conformarán el fándom español, bien reunidos en tertulias, bien mediante cartas en Nueva Dimensión, bien mediante la asistencia a convenciones, las HispaCon. Con ello, autores, editores y lectores constituyen un grupo minoritario, cerrado y muchas veces aislado de la corriente general de la literatura, por lo que su desarrollo es totalmente independiente de las directrices generales de la literatura. A ese aislamiento contribuye la consideración peyorativa que ha sufrido la ciencia ficción en España durante muchos años, considerada, falsamente, como un mero género evasivo o de aventuras, o de
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escasa calidad literaria. No obstante, se ha demostrado que algunos escritores consagrados se acercaron al género con conocimiento de causa y deseando explorar sus posibilidades especulativas y estilísticas, desoyendo así las posturas de la literatura mayoritaria que abogaba por el realismo. Por su parte, los escritores del fándom aparecen influidos principalmente por las novelas norteamericanas de la golden age. A pesar de que los cuentos fueran publicados en España con mayor simultaneidad a las novelas, los efectos de la new wave en los escritores hispanos no se apreciarían hasta finales de los setenta, con algunos intentos experimentales de renovación del género poco exitosos, como el movimiento Nova-Expression. Por eso, los escritores de este periodo, salvo las excepciones señaladas, se caracterizan más por un cuidado del contenido, es decir, por explotar el carácter especulativo de su idea, que, por un cuidado de la forma, del estilo, que parte muchas veces de modelos narrativos lineales y clásicos. La relevancia de estos escritores reside en que van a constituir una creciente tradición, mediante la cual los nuevos autores que se suman al proyecto buscarán, cada vez más, desvincularse de la ciencia ficción anglosajona hacia un modelo más propiamente hispano, como sucede con Bermúdez Castillo, o renovarla estilísticamente, apostando por un modelo narrativo más elaborado, como hizo Juan G. Atienza. Son todos estos factores los que explican el surgimiento, en la década siguiente, de una ciencia ficción española madura y elaborada, la de la generación HispaCon, donde se aglutinan algunos de los mejores escritores de ciencia ficción españoles y que será tratada en el siguiente capítulo.
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Yolanda Molina-Gavilán Eckerd College, Florida
1. Los años ochenta: hacia la ciencia ficción contemporánea La apertura a la modernidad que implicó la consolidación de la democracia en España durante los años ochenta no coincide en un primer momento con una revaloración de la narrativa de ciencia ficción autóctona. Así, las editoriales Caralt, activa de 1976 a 1981, y Adiax, activa en 1980 y 1981, por ejemplo, no incluyeron a ningún autor español entre sus antologías y novelas cortas. Otros esfuerzos editoriales como la Isaac Asimov Revista de Ciencia Ficción de Planeta-Agostini se centraron en dar a conocer los relatos de autores norteamericanos sin incluir autores españoles. Solo con la aparición de la editorial Ultramar en 1982 y la influencia de Domingo Santos, a partir de 1986, se logró dar un mayor impulso a la narrativa de ciencia ficción escrita en español con la publicación de autores de la talla de la argentina Angélica Gorodischer y de autores españoles como Gabriel Bermúdez Castillo, Ángel Torres Quesada, Javier Redal, Juan Miguel Aguilera,
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Rafael Marín y el propio Domingo Santos (Barceló, 1990: 504-507).1 Tal y como se indicaba en el capítulo anterior, Domingo Santos es una figura fundamental en la promoción de la literatura de ciencia ficción escrita en español. La segunda mitad de los años ochenta supone el inicio de una nueva popularidad del género en España y, de hecho, sentó las bases argumentales y estéticas que dominarían en el futuro. En este sentido fue importante el papel de captación de nuevos aficionados al género que tuvo la aparición entre 1985 y 1987 de la colección Biblioteca de Ciencia Ficción, de Ediciones Orbis, dirigida por Virgilio Ortega y asesorada por Domingo Santos. Bajo este sello de tirada semanal y precios populares, en un total de tres ediciones se publicaron cien volúmenes de los mejores relatos y novelas de la ciencia ficción mundial. La mayoría de las obras que formaron esta colección publicadas por Orbis y Orbis Hyspamérica2 fueron traducciones de clásicos del género, pero, entre los consabidos Isaac Asimov, H. G. Wells, Robert Silverberg, Harlan Ellison, Arthur C. Clark, Robert Heinlein, Philip K. Dick o Brian Aldiss, aparecieron textos originalmente escritos en español, de autores españoles y latinoamericanos. Especificaremos aquí cuáles fueron las obras de los autores españoles incluidos en esta colección de quiosco que tuvo un gran éxito gracias a su visión editorial. Domingo Santos incluyó su novela No lejos de la tierra (1986), su compilación de relatos Lo mejor de la ciencia ficción española (1982) y su traducción al castellano Mecanoescrito del segundo origen (1984), la novela distópica originalmente escrita en catalán de Manuel de
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En la colección Grandes Éxitos de Bolsillo-Ciencia Ficción de Ultramar aparecen las novelas Unicornios sin cabeza (1987), de Rafael Martín Trechera; El hombre estrella (1988), de Gabriel Bermúdez Castillo, y Mundos en el abismo (1988), de Javier Redal y Juan Miguel Aguilera; la trilogía Las islas del infierno, Las islas del paraíso y Las islas de la guerra (1989), de Ángel Torres Quesada, e Hijos de la eternidad (1990), de Javier Redal y Juan Miguel Aguilera. También en 1990 aparece Opus dos, de la célebre escritora argentina Angélica Gorodischer. En 1986, bajo la editorial Orbis Hyspamérica en Argentina y utilizando un papel de mayor calidad, se reeditó la colección original completa desde el número 1 (Merelo Solá, 2010: s. p.).
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Pedrolo. Otros títulos de autores españoles incluidos en esta colección fueron Lágrimas de luz (1984), de Rafael Marín Trechera, Los siervos de Isssco (1980), de Guillermo Solana, y tres novelas de Gabriel Bermúdez Castillo: El Señor de la rueda, Viaje al planeta Wu-Wei 1 y Viaje al planeta Wu-Wei 2 (1986) (véase Merelo Solá [2010]). Aun así, las colecciones especializadas en esta época no apostaban fácilmente por incluir autores españoles. Este fue el caso de Ediciones B, que desde sus comienzos en 1987 no incluyó una sola obra española entre los dieciocho títulos en veintidós ediciones de su colección Libro Amigo de ciencia ficción. Es de destacar, sin embargo, que en 1989 Ediciones B estrenó la colección Nova de ciencia ficción, dirigida por Miquel Barceló, con la publicación de la novela Sagrada con relatos y novelas cortas de Elia Barceló. La obra de esta autora alicantina se mencionará más adelante en el contexto del impacto general que ha tenido la ciencia ficción escrita por mujeres en el desarrollo del género. Pero la aportación de los autores españoles en esta década se limita a unos cuantos nombres, hombres en su casi total mayoría. Miquel Barceló, en su Ciencia ficción. Guía de lectura (1990), registra solamente a seis autores españoles que publicaron un total de nueve obras entre 1982 y 1989. De los seis autores, la única mujer es Elia Barceló con Sagrada (1989). Sus compañeros son Rafael Marín Trechera con Lágrimas de luz (1984) y Unicornios sin cabeza (1987); Andreu Martín con Ahogos y palpitaciones (1987); Javier Redal y Juan Miguel Aguilera con Mundos en el abismo (1988) e Hijos de la eternidad (1989); Ángel Torres Quesada con su trilogía de 1989 Las islas de la guerra, Las islas del infierno y Las islas del paraíso (Barceló, 1990: 513-514). Es necesario señalar el fenómeno que ocurre durante los años ochenta y que, con el tiempo, paradójicamente, ayudará a hacer más visible el género: la aparición de narrativa fantástica y de ciencia ficción en la literatura juvenil y en la literatura general o canónica. Hay que apuntar aquí las obras de Jordi Serra i Fabra y Joan Manel Gisbert,3 dos
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Anabel Saiz Ripoll describe estas obras para jóvenes de Serra i Fabra notando que en ellas se enfatiza el humanismo como ingrediente principal del género (véanse Saiz Ripoll [2017] y Huertas [2009]).
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autores de prestigio en la literatura juvenil española, y algunas novelas de autores que hasta entonces no habían utilizado elementos fantásticos en sus obras. A esta segunda categoría pertenecen José María Merino con La orilla oscura (1985) —autor sobre todo de literatura fantástica, pero con abundantes incursiones en la ciencia ficción— y Gonzalo Torrente Ballester con Quizá nos lleve el viento al infinito (1984).
2. Los años noventa: la época dorada de la generación HispaCon La reticencia general de las editoriales especializadas en el género a dar espacio a obras autóctonas durante los ochenta se empieza a disipar a principios de los años noventa. Un ejemplo es Ediciones Miraguano, cuya colección Futurópolis, dirigida por Francisco Arellano, esperó hasta el n.º 29 y a estrenar década para incluir autores españoles. Así, en 1991 aparece bajo el sello de Futurópolis Eterno oscuro, de Miguel Ángel Lladó, una novela de aventuras espaciales con una marcada vena filosófica y humanística plagada de alusiones al Barroco español, tanto en la forma como en el contenido. A pesar del relativamente escaso impacto de la obra de Lladó, David G. Panadero rescata su importancia histórica señalando que: “Aunque pasó bastante desapercibida para los lectores en su momento, Eterno oscuro propuso una iconografía original para nuestra ciencia ficción, y lo hacía de forma ambiciosa, atreviéndose con grandes temas literarios” (2017: s. p.). Es destacable que los números 31, 32 y 33 de la revista Futurópolis, en 1992, se los dedicaron a la trilogía La leyenda del navegante: Crisei, Arce y Génave, de Rafael Marín Trechera. La buena racha continuó, ya que siete números más fueron obras de autores españoles: Salud mortal (1993) e Instantes estelares (1994), de Gabriel Bermúdez Castillo; Wyharga (1993), de Ángel Torres Quesada; Consecuencias naturales (1994), de Elia Barceló; Memorias de un merodeador estelar (1995), de Carlos Saiz Cidoncha; La sonrisa del gato (1995), de Rodolfo Martínez, y El enfrentamiento (1996), de Juan Carlos Planells.
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En el prólogo a su Antología de la ciencia ficción española 19822002, Julián Díez asegura que los años noventa representan el punto más álgido de la historia del género en el país, y añade: “No resulta arriesgado afirmar que de las diez mejores novelas de CF jamás publicadas por autores españoles, al menos seis han visto la luz en esta década. Y si hubiera que seleccionar 25 cuentos, quizá llegaríamos hasta los 20 entre la producción reciente” (2003: 10). Es esta, en realidad, una antología de cuentos de los años noventa, ya que diez de los doce relatos escogidos salieron a la luz durante esta década. Es lógico preguntarse dónde fueron publicados originalmente estos relatos, y aquí entra en juego el papel de los fanzines o las revistas especializadas semiprofesionales herederas de la tradición anglosajona. El escaso espacio concedido a la ciencia ficción autóctona por parte de las editoriales lo habían llenado en parte durante los ochenta los fanzines Kandama,4 editada por Miquel Barceló, activa entre 1980 y 1984, y Gigamesh,5 que llegó a sus lectores entre 1985 y 1989 bajo la dirección de Alejo Cuervo, entre 1993 y 2001 con Julián Díez y se cerró en 2006.6 Hay que apuntar, sin embargo, que el contenido propiamente literario en Gigamesh era relativamente reducido. Sin duda la aparición del fanzine BEM durante los años noventa jugará un papel clave en el resurgimiento del género en España, llenando el hueco que había dejado la revista Nueva Dimensión. BEM, la revista en papel activa entre 1990 y 2000 editada por Miquel Barceló, y su versión electrónica, Kermel Bem, acogía artículos críticos, entrevistas a autores, informes de convenciones internacionales, noticias, correo de lectores y, sobre todo, relatos e incluso una novela corta completa. Es importante destacar que cuatro de los diez cuentos seleccionados por
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“Mein Führer”, de Rafael Marín, publicado originalmente en Kandama (1981), es el único cuento de los años ochenta que incluye Díez (2003) en su antología. Aun así, Gigamesh dio espacio a los principales autores españoles de referencia en estos años y publicó relatos a la altura de “Días de tormenta”, de Ramón Muñoz, o “Entre líneas”, de José Antonio Cotrina. Otros fanzines que incluyeron autores españoles de ciencia ficción en esta época fueron Maser, editado por los hermanos Parera, y Space Opera, editado por Miguel Ángel Martínez.
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Julián Díez en la antología que recoge algunos de los éxitos literarios de la ciencia ficción española de los noventa fueran publicados originalmente en BEM.7 Durante la década de los noventa salieron a la luz varios fanzines que esporádicamente incluyeron relatos de calidad de autores españoles que despuntaban en ese momento; este es el caso de Kenbeo Kenmaro, dirigido por Luis González Baixauli, que editó doce ejemplares desde 1993 a 1997. En Kenbeo Kenmaro aparecieron por ejemplo los excelentes “La venganza de Cárdenas Mulege”, de Manuel Díez Román, y “El centro muerto”, de León Arsenal, que posteriormente aparecería en su colección de cuentos Besos de alacrán (2000). Otros autores españoles que publicaron relatos en este mismo fanzine fueron Rodolfo Martínez, Félix J. Palma y Julián Díez en su faceta de escritor de ficción. A BEM, Gigamesh y Kenbeo Kenmaro se suman además otras publicaciones que se pusieron al servicio de los aficionados durante esta época y que continuaron incluyendo autores españoles. De hecho, Juan Manuel Santiago se refiere a los años centrales de la década de los noventa como “tal vez merecedores de ser recordados, en un futuro no muy lejano, como la golden age de la fanedición española de CF” (2017a: s. p.). Entre estas publicaciones destacamos Artifex: Revista de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción (1997-1999), editada por Luis G. Prado, y Solaris, dirigida por el hispanista Alberto García-Teresa. En el siglo xxi, las páginas web y los blogs han sustituido el papel que desempeñaban estas publicaciones hoy extintas. Para el desarrollo de la ciencia ficción, tanto en el ámbito anglosajón como en el ámbito hispánico, ha sido fundamental el apoyo del fenómeno fándom. Las actividades fándom en España durante estas décadas incluyen las publicaciones en revistas especializadas semiprofesionales de bajo presupuesto a las que ya hemos aludido y las asociaciones que agrupan a lectores, escritores, editores y estudiosos
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Este fanzine no publicó relatos hasta el n.º 13, y el primer cuento que publicaron fue “La estrella”, de Elia Barceló (1991). Otros relatos publicados por la revista BEM durante los noventa fueron “El rebaño”, de César Mallorquí; “El bosque de hielo”, de Juan Miguel Aguilera, y “Un jinete solitario”, de Rodolfo Martínez.
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del género y que promocionan congresos y gestionan los premios especializados. De gran importancia para la toma de impulso del género autóctono durante los años noventa fue la fundación en 1991 de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción (AEFCF), que duraría hasta 2004, año en que amplió sus miras para convertirse en la actual Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT). La AEFCF promovió la producción y el estudio de la ciencia ficción española al agrupar las actividades fándom y las académicas. Entre sus funciones principales cabe destacar la organización del significativo congreso anual conocido como el HispaCon, la gestión de dos publicaciones, Visiones y Fabricantes de sueños, así como la gestión y entrega de premios especializados. La AEFCF tuvo un papel fundamental en la promoción y desarrollo de la fantasía y la ciencia ficción española al publicar en 1992 una primera antología de los mejores relatos del año de autores noveles. Visiones propias, con Julián Díez como seleccionador, incluyó relatos de Pedro Pablo García May, León Arsenal, Félix J. Palma, Juan Miguel Santiago, Pedro Pemau, José Ignacio Ocaña, José Antonio Cotrina y la escritora Adolfina García Orellana. La intención de Díez, expuesta claramente en su introducción, era la de dar espacio a una nueva generación de jóvenes autores que no habían tenido hasta entonces la oportunidad de publicar. Esta serie de antologías estuvo a cargo de diferentes seleccionadores y ha seguido publicándose casi cada año hasta el día de hoy. Su calidad general es innegable e implica los comienzos de una ruptura generacional. Y según una de las voces críticas del fándom actual, Juan Manuel Santiago: La valoración de las antologías Visiones debe ser necesariamente positiva. [...] Ha descubierto a una de las generaciones más brillantes del fantástico español (la de León Arsenal, José Antonio Cotrina y Félix J. Palma) y es relativamente probable que haya descubierto a la próxima generación que recoja el testigo del género (2017b: s. p.).
Una segunda antología de relatos de la AEFCF, Fabricantes de sueños, publica su primer número en 1999 con cuentos de escritores en su mayoría nacidos alrededor de los años sesenta: Daniel Mares, Félix
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J. Palma, Elia Barceló, Luna García y García, David Soriano, Manuel Jesús Garrido Galera, César Mallorquí y Armando Boix. El número del año 2000 continúa en esa línea al añadir a otros escritores de la generación como Juan Manuel Santiago, Carlos Pavón, Rodolfo Martínez, Javier Cuevas, Ramón Muñoz, Raúl González del Águila y José Antonio Malagón. Una de las funciones de la HispaCon se convirtió en la celebración de la entrega de dos premios españoles de prestigio entre los escritores y el fándom: el Domingo Santos y el Ignotus. El Premio Domingo Santos es un concurso que desde 1992 premia relatos inéditos de ciencia ficción, fantasía o terror originalmente escritos en español. Concebido como la respuesta española al Premio Hugo estadounidense, el Premio Ignotus, cuyo nombre honra la memoria de José de Elola, fue inaugurado el primer año de la década de los noventa y se entrega cada año a autores españoles y extranjeros practicantes del género. Durante los noventa los premios Ignotus literarios fueron otorgados en las siguientes categorías a los mejores representantes de novela, novela corta, cuento, artículo, libro de ensayo, obra poética, revista, novela extranjera y cuento extranjero. Un tercer galardón patrocinado por la AEFCF a partir de 1991 fue el Premio Aznar, llamado así en recuerdo al protagonista de la serie de novelas de los años cincuenta conocidas como La saga de los Aznar, de Pascual Enguídanos. El Aznar fue un premio que se concedió durante cuatro años al mejor relato corto de fantasía o ciencia ficción escrito en castellano. Desde 1994 este premio se conoce como el Premio Pablo Rido en homenaje a un personaje de José Mallorquí, y es patrocinado por una actividad fándom: la llamada Tertulia de Madrid. Otros premios españoles que impulsaron la creación y la apreciación del género entre los lectores durante la llamada generación HispaCon son el Premio Alberto Magno, el Premio UPC y el Premio Gigamesh. El Alberto Magno, convocado por primera vez en 1989 por la Facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad del País Vasco, impulsa relatos escritos en castellano o en euskera enfocados en la ciencia. El UPC, patrocinado por la Universidad Politécnica de Cataluña desde 1991, tiene unas miras lingüísticas más amplias al aceptar obras en catalán, castellano, inglés y francés. El primer año
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el Premio UPC representó un impulso a la ciencia ficción autóctona, puesto que fueron tres escritores españoles galardonados por sus novelas cortas: Rafael Marín Trechera, con Mundo de dioses (1998); Ángel Torres Quesada, con El círculo de piedra (1992), y Javier Negrete, con La luna quieta (1992). Por último, aunque en realidad fue el primer galardón de su categoría en España, el Premio Gigamesh distinguió desde 1984 hasta 2000 el mejor relato, la mejor novela y la mejor antología de ciencia ficción. Al no centrarse únicamente en autores españoles y latinoamericanos, un solo autor español logró obtener el Premio Gigamesh dos años consecutivos: César Mallorquí, con “La casa del doctor Pétalo” (1996) y con El coleccionista de sellos (1997).8
3. Algunas obras significativas publicadas entre 1980-2000 Llegados a este punto, sería útil enumerar de nuevo a los principales autores españoles que publican sus obras durante la década de los ochenta y noventa para después detenerse en varias obras significativas y que destacan en general tanto por la calidad del argumento científico central de la historia como por el cuidado del lenguaje. En la lista de autores que destacan durante los años ochenta se incluyen por orden alfabético: Juan Miguel Aguilera, Elia Barceló, Juan Antonio Fernández Madrigal, Rafael Marín Trechera, Rodolfo Martínez, Javier Redal, Carlos Saiz Cidoncha, Julio Septién y Ángel Torres Quesada. A estos autores, que despuntaron en los ochenta y que continúan desarrollando su producción, se les suman, siempre por orden alfabético, escritores que comienzan a publicar sus obras de literatura prospectiva en los noventa: León Arsenal, Armando Boix, César Mallorquí, Daniel Mares, Ramón Muñoz, Javier Negrete, Félix J. Palma, Joan Carles
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Es importante mencionar que Mallorquí ya había sido galardonado previamente, ya que El coleccionista de sellos había ganado el Premio Aznar en 1991, el Premio Alberto Magno en 1992 y 1993, el Premio Domingo Santos en 1993 y el Premio Ignotus en 1999.
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Planells, Lola Robles y Eduardo Vaquerizo. Continuando la tendencia que comenzó en los ochenta con Gonzalo Torrente Ballester y José María Merino, la ciencia ficción sigue incursionando fuera de su campo en los noventa gracias a escritores como Suso de Toro (La sombra cazadora, 1995), Ray Loriga (Tokio ya no nos quiere, 1999), Eduardo Mendoza (Sin noticias de Gurb, 1990) y Rosa Montero (Temblor, 1990). Es necesario subrayar que los autores españoles han cultivado la ciencia ficción en todos sus subgéneros, pudiéndose encontrar ejemplos de los más importantes también durante los años ochenta y noventa. A continuación, destacaremos diez obras de ciencia ficción que por una razón u otra sobresalieron durante las dos décadas que nos ocupan. Es nuestra intención que los cuentos y las novelas que se describirán y analizarán brevemente en cada apartado, tomadas en su conjunto, sirvan de muestra para exponer la contribución de sus autores en la historia del género en España durante este período. 3.1. Futuro imperfecto (1981), de Domingo Santos En Futuro imperfecto Domingo Santos propone al lector de principios de los años ochenta una colección de relatos originalmente publicados entre 1968 y 1980. Estos son: “Smog”, “Negocios del corazón”, “Extraño”, “El programa”, “Señor, su cuenta no existe”, “Encima de las nubes”, “... si mañana hemos de morir” y “Una fábula”. Los cuentos están unidos temáticamente en su visión prospectiva apocalíptica y varios de ellos son buenos ejemplos de la denominada ciencia ficción ecológica. Siguiendo una tradición bien establecida en cuentística, los diversos relatos vienen precedidos por un prólogo del historiador a manera de hilo conductor y marco introductorio general. En dicho prólogo, el historiador y compilador de unas supuestas crónicas declara que su intención al publicarlas es presentar algunos de los usos y costumbres de sus antepasados. Estos ancestros vivían en una época oscura y primitiva conocida como los Tiempos Remotos sobre la cual no quedan apenas documentos fidedignos. El historiador escribe en un futuro
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muy lejano desde la llamada Ciudad de Costa Radiante, en la que, tras un período de guerras y destrucción, impera la paz. El primero de los relatos, “Smog”, presenta un mundo de aire irrespirable en el que sus habitantes han de llevar mascarillas en el exterior y servirse de acondicionadores que filtran el aire en el interior. El protagonista, cuyo trabajo está relacionado con el medio ambiente, sueña en vano con ver un poco de cielo y respirar algo de aire puro. “Negocios del corazón” presenta en clave humorística la tendencia del sistema sanitario a convertirse en una empresa impersonal que trata a los pacientes como si fueran clientes. “Extraños” presenta el dilema de qué hacer con los marginados sociales y propone como solución su eliminación por medio de la violencia. “El programa” adelanta las consecuencias de la violencia audiovisual presentando una sociedad en que la atención mundial se centra en la retransmisión televisiva de asesinatos en directo. El miedo a la sustitución del dinero de papel por el dinero de plástico se plasma en “Señor, su cuenta no existe”, relato que narra las desventuras que sufre un personaje cuya identidad desaparece al mismo tiempo que un fallo del ordenador central borra su número de cuenta. “Encima de las nubes” alegoriza la inevitable continuación de las clases pudientes y las clases desposeídas al habitar las primeras en una ciudad suspendida por encima de la contaminada superficie terrestre. En “... si mañana hemos de morir” la juventud ha perdido todos los ideales y las esperanzas en el futuro y solo vive para el hedonismo desafiando constantemente a la muerte. El último relato, “Una fábula”, de clara inspiración orwelliana, presenta una futura sociedad totalitaria basada en un sombrío pragmatismo consumista que condena a sus habitantes a un trabajo alienante y absurdo y a una impuesta y vacua felicidad. Todos los relatos de la colección contradicen directamente el discurso esperanzador que el historiador proclamaba en el prólogo sobre un futuro imperfecto que habría sido corregido por el Gran Cambio de la Estabilidad Total. El narrador del prólogo se convierte así en narrador no fidedigno y el significado del título de la colección adquiere matices eufemísticos (Molina-Gavilán, 2002: 155-160). En efecto, los mundos imaginados en Futuro imperfecto, como ya apunta el propio título de la colección, son mundos desoladores y distópicos
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que extrapolan y critican varios aspectos negativos del momento sociohistórico que vive el autor. No es casualidad que estos relatos reflejen también el clima general de desencanto durante el período de la transición democrática en el que fueron publicados.9 En este sentido Futuro imperfecto entronca con la tradición del género que responde a inquietudes políticas del momento extrapolando problemas sociales existentes y especulando sobre su futura resolución. 3.2. Lágrimas de luz (1984), de Rafael Marín Trechera Rafael Marín es el autor más representativo de la ciencia ficción española durante los años ochenta. Su primera novela corta, Nunca digas buenas noches a un extraño (1980), en la que integra la novela negra y la ciencia ficción, ha sido considerada el nacimiento de la ciencia ficción española moderna por demostrar, en palabras de Julián Díez, “una mayor exigencia literaria, respeto por las formas tradicionales del género, pero capacidad para introducir en él elementos temáticos nuevos, con un desprendimiento parcial de los modelos estadounidenses” (2003: 19). Pero es con la publicación cuatro años más tarde de su Lágrimas de luz que el autor gaditano entra de lleno en el panteón de los escritores españoles del género. Esta novela de Marín entronca necesariamente con la popular space opera en clave satírica de Gabriel Bermúdez Castillo El señor de la rueda (1978), ya que ambas utilizan el mismo subgénero y gozan de un estatus de novela de culto entre los aficionados. Bermúdez Castillo había imaginado un mundo medieval mecanizado casi surrealista para realizar su crítica social basada en una ideología anarquista y facilitada por un humor socarrón. Marín también utiliza ambientes
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Tal y como sucede con los relatos distópicos de Domingo Santos, también los años noventa continúan esta tradición crítica con la sociedad de la época. Como ilustración sirva el cuento de Javier Negrete “Evolución convergente” (1998), en el que se refleja el miedo a que la globalización llegue a reducir la humanidad a una única cultura homogénea y aburrida conectada en su totalidad por un único Internet.
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y personajes que remiten al imaginario medieval, pero que, respondiendo a las características del subgénero, están situados en naves que surcan el espacio exterior a la conquista de las galaxias. La historia, narrada en forma de flashback, se ubica durante una Tercera Edad Media. El planeta Tierra está en decadencia y una todopoderosa autoritaria Corporación dirige una guerra expansionista de explotación en el espacio. El protagonista y narrador, Hamlet Evans, comienza siendo un poeta que canta gestas bélicas entre soldados a bordo de una nave guerrera para después convertirse en actor y director de un circo rebelde y perseguido. Fiel a su shakesperiano nombre, Hamlet ejerce el pensamiento crítico y pone en duda el discurso oficial que domina al pueblo mediante un patriotismo basado en la guerra permanente y el hedonismo como elemento pacificador de las masas. La toma de conciencia del protagonista le lleva al desencanto con el statu quo político- social y a una acción definitiva: la huida. Según Alberto García-Teresa, “Lágrimas de luz es una clara denuncia antimilitarista y antiimperialista a la par que una defensa de la cultura como método subversivo” (2017: s. p.). Sin negar la validez de esta lectura, en la actitud del protagonista se refleja además una cierta apatía política y un fuerte pesimismo. Efectivamente, la decisión que toma el protagonista de escapar de un régimen opresor y viajar de galaxia en galaxia ejerciendo su arte refleja la postura base del fenómeno contracultural artístico imperante en la primera mitad de los ochenta. Pero en esta decisión subyace también la idea del sálvese quien pueda y del pasotismo político de finales de los años ochenta. Aunque la movida expresaba los valores de una juventud abierta a la modernidad, la frustrante realidad era que las estructuras socioeconómicas del régimen anterior aún predominaban. En este sentido, la novela de Marín es espejo de las inquietudes y la situación de muchos jóvenes españoles del momento. Otros críticos han señalado la calidad literaria de esta obra de Marín mencionando el uso del lirismo, el monólogo interior y las múltiples referencias a obras literarias clásicas y modernas, como Hamlet, Moby Dick, y el cómic americano. Por todo ello, Lágrimas de luz ha sido aclamada como la novela que marcó en 1984 un antes y un después de la ciencia ficción española gracias a su cuidado lenguaje y a
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las referencias de tradición clásica española (véase González Álvarez [2012]). La producción subsiguiente de Marín es también relevante, en especial su novela Mundo de dioses (1997), en la que integra las tradiciones de la mitología grecorromana, cristiana y el cómic americano de superhéroes. 3.3. Mundos en el abismo (1988), de Juan Carlos Aguilera y Javier Redal La colaboración entre dos escritores de formación científica, Juan Carlos Aguilera y Javier Redal, dio como resultado la publicación de Mundos en el abismo (1988) y su segunda parte, Hijos de la eternidad (1989), obras que, en palabras de Díez y Moreno “representaron un tour de force sin precedentes hasta entonces en la literatura española de CF” (2014: 89). Aunque los autores concibieron un único universo para las dos novelas, la primera se considera más interesante por su influencia posterior. Mundos en el abismo integra el subgénero de la space opera con la vertiente dura que enfatiza el rigor científico. Así, además del consabido escenario intergaláctico y la compleja intriga de aventura, el lector encuentra conceptos científicos como el de la esfera de Dyson que han llegado a formar parte del bagaje actual del lector del género. La esfera de Dyson, como se conoce la megaestructura de un solo bloque rodeando a una estrella propuesta en 1960 por Freeman Dyson, y otras ideas novedosas sobre bioingeniería propuestas por este físico impregnan el universo Akasa-Puspa creado por Aguilera y Redal en la novela. Este mundo, un cúmulo globular externo a la Vía Láctea, acoge a la humanidad dentro de una inmensa obra de ingeniería espacial. Tres diferentes grupos con diferentes ideas políticas y religiosas, el Imperio, la Hermandad y la Utsarpini, luchan por obtener el poder. La aventura principal consistirá en descifrar el misterio que presenta una nave imperial devastada y que llevará a los protagonistas a encontrarse con su pasado. Mundos en el abismo integra épica y ciencia manteniendo un ritmo ágil y proveyendo un final sorprendente y satisfactorio típico de un
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buen bestseller. Así, José Manuel Uría, tras describir detalladamente la influencia de conceptos de la astrofísica y la biogenética en la obra, subraya que “la ficción de Juan Miguel Aguilera es una clara heredera de las historias de viajes extraordinarios del siglo xvii de descubrimiento de nuevos mundos, nuevas culturas y otras formas de pensar” (2017: s. p.). Por su parte, Santiago L. Moreno resalta que Mundos en el abismo tiene un final cerrado que se sostiene por sí mismo, aunque deja espacio a la continuación. En efecto, la novela complace la curiosidad del lector, ya que el final provee explicaciones claras sobre los gigantescos objetos presentes en Akasa-Puspa y revela las razones por las que los humanos se encuentran allí. En 2001 Aguilera y Redal publicaron Mundos en la eternidad, una versión más corta que fundió las dos novelas originales a costa de crear polémica en el fándom. Esta saga ha influido posteriormente tanto en otras obras de sus autores como de otros escritores, ya que el universo de Akasa-Puspa aparece indirectamente en El refugio (1994), cuyo escenario vendrá retomado y reelaborado más tarde en Nemesis (2011) y en la colección de cuentos de varios autores Akasa-Puspa (2012). Anteriormente Aguilera había retomado la saga en Mundos y demonios (2005) y en 2013 Aguilera coordinó la antología Más allá del Némesis. 3.4. Temblor (1990), de Rosa Montero Si bien el relativo boom que llegaría durante los años noventa en la ciencia ficción se vio precedido por la publicación de obras de calidad como Lágrimas de luz y Mundos en el abismo, sus autores permanecieron encasillados en el género y sus obras no lograron ser éxitos de venta de literatura general ni estuvieron avaladas por estudios académicos en su momento. Sin embargo, como vimos anteriormente, algunos autores de la literatura canónica se acercan al género durante esta época y entre ellos se encuentra Rosa Montero. Durante la transición a la democracia, Montero, al igual que otros escritores de su generación, abrazó géneros literarios populares que la elite intelectual había descartado o incluso despreciado hasta la fecha por considerarlos de escasa calidad literaria o incluso de subliteratura. Con su segunda novela, La
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función delta (1981), una de cuyas tramas está situada en un Madrid futuro, Montero ya se acerca tímidamente a la ciencia ficción simplemente utilizando el concepto del salto temporal. Para 1990, año en que se publicó su quinta novela, Temblor, Rosa Montero ya se había establecido como autora seria sin que la abandonara el sello de escritora popular que la distingue desde que la publicación de su primera novela, Crónica del desamor (1979), obtuviera trece ediciones en cuatro años y medio. Pero es con Temblor que Montero comienza a experimentar de lleno con la ciencia ficción, género que retomará en su producción más reciente con dos novelas basadas en el mismo imaginario futurista: Lágrimas en la lluvia (2011) y El peso del corazón (2015). Montero, como las mexicanas Carmen Boullosa y Laura Esquivel, ha escrito obras de ciencia ficción de manera ocasional, pero hay que destacar que el mundo editorial y los críticos literarios tratan estas incursiones de Montero en el género como parte integrante de su opus. Es decir, Montero es considerada una escritora convencional y sus obras no son vendidas ni etiquetadas como de ciencia ficción, lo cual es reflejo del prejuicio hacia el género aún imperante en el país. Pero Montero, a partir de la publicación de Temblor, cuenta entre las escritoras contemporáneas más significativas de la narrativa de ciencia ficción en español: la argentina Angélica Gorodischer, la cubana Daína Chaviano y las españolas Elia Barceló y Lola Robles. Al utilizar las características que distinguen a la mejor ciencia ficción escrita por mujeres, Temblor muestra mundos alternativos en los que la debilidad se transforma en fortaleza y donde las protagonistas femeninas son personajes bien desarrollados y centrales en la acción. Siguiendo el modelo de la novela de aprendizaje, Temblor narra las vivencias de Agua Fría desde el momento de su primera menstruación a los doce años hasta quedarse embarazada a los veintidós. La biología femenina enmarca las aventuras y el desarrollo físico e intelectual de una protagonista que busca comprender el mundo violento y caótico que la rodea e intenta formular una respuesta a ese mundo. El desenlace final presta a la novela su tinte político, ya que, tras una lucha épica durante diez años que lleva a Agua Fría a visitar varios modelos de sociedad, la protagonista llega a una conclusión ideológica que resuelve su conflicto filosófico de este modo: “Para ser
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libres, los humanos tenían que aspirar a la omnisciencia de los dioses” (Montero, 1990: 250). Temblor presenta una sociedad tecnológica que desaparece debido a un desastre nuclear y ecológico para recrearse en una sociedad socialista cuya memoria es posteriormente borrada por el retrógrado régimen teocrático que la reemplaza. No es difícil ver aquí una lectura simbólica de la represión franquista y la incapacidad tanto de la Segunda República como del partido socialista para procurar un cambio progresista en la sociedad. La corrupción de los varios sistemas políticos que aparecen en el universo de Temblor sirve de contrapunto al sentimiento de desencanto político que tantos, incluida Montero, quien es conocida por su compromiso político y social, sufrieron con los gobiernos del PSOE en los años ochenta y principios de los noventa. La solución que presenta Temblor a este desencanto no se encuentra tanto en una utopía anarquista idealizada, como ha indicado Elena Gascón-Vera (1992: 154), sino en el principio básico de que el ser humano no se debe someter a ningún dogma ideológico político o religioso. 3.5. Salud mortal (1993), de Gabriel Bermúdez Castillo Bermúdez Castillo es un referente en la historia del género en España, ya que su obra abarca desde los setenta hasta nuestros días y su estilo es original y de mérito literario. Su popular novela El señor de la rueda (1978) introdujo novedosamente referentes locales, ayudando en ese sentido a españolizar el género y normalizar el uso de referentes vernáculos. Julián Díez observa que “el estilo de Bermúdez es fluido, en la mejor tradición del género de aventuras; sus relatos están trufados de crítica social, de una ideología anarquista demoledora y sorprendente [...] y de un humor castizo y socarrón” (2003: 18). Salud mortal, una novela con tintes de thriller empapada de sarcasmo que imagina una futura España dictatorial gobernada por una oligarquía médica, ilustra perfectamente esta descripción. Tras la destrucción parcial del mundo por una invasión proveniente de Asia Central, el gobierno Panmónico español, formado por una
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oligarquía médica apoyada por la Iglesia, es líder en la recuperación de tierras cultivables y la lucha contra las enfermedades. En oposición a la dictadura surgen las BAE (Brigadas Antimédicas Españolas), que persiguen la contrarrevolución usando la violencia. El protagonista, Alcestes Jordán, es un pintor célebre aliado con el poder que resulta ser líder de las BAE, que acaban derrotando al régimen gracias a las maquiavélicas acciones del comisario Valcárcel, en realidad el líder de una contrarrevolución que dice ostentar valores democráticos. El Nuevo Orden que Valcárcel facilita es una falsa democracia en la que impera la corrupción política, y así lo denuncia Jordán desde el exilio (Molina-Gavilán, 2002: 148-152). Si bien la producción del género en España desde la posguerra ha tendido, bien al conservadurismo de hechura franquista, bien al apoliticismo, esta novela de Bermúdez despierta el fantasma de la guerra civil y la propaganda fascista a la vez que refleja una preocupación por problemas sociopolíticos generales del momento. Las alusiones críticas de Bermúdez no se limitan al sistema de salud público español, sino que se expanden a otros aspectos como el terrorismo de la ETA y la corrupción general de los gobernantes socialistas en el poder entre 1982 y 1996. La preocupación por la política se hace patente ya desde los tres epígrafes que marcan los tres puntos de vista de la novela: los gobernados, los gobernantes y la oposición.10 La sustitución de una clase médica que gobierna el país por la clase política tradicional permite a Bermúdez extrapolar al futuro su visión de la situación sociopolítica en España a principios de los noventa. Así por ejemplo los capítulos finales de la novela describen una serie de acontecimientos
10 El primero: “Si en España vuelve a haber otra guerra civil, no matarán curas; matarán médicos... (de un paciente anónimo del siglo xxi)”; el segundo: “Un político no puede extirpar un apéndice; un escritor no puede tratar un Parkinson; un pintor no puede curar una neumonía atípica... Pero un médico puede regir los destinos de su país, escribir una o varias obras de cualquier clase, o pintar cuadros... y además ejercer por derecho la medicina y la cirugía... (de un autor anónimo del siglo xxi, probablemente facultativo)”; el tercero: “La salud es algo demasiado importante y serio como para dejarla en manos de los médicos... (de un terrorista anónimo del siglo xxi)” (Bermúdez, 1993: 5).
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evocadores de sucesos históricos como el asesinato de Carrero Blanco a manos de la ETA y el 23-F, que precipitan la caída del régimen dictatorial de la clase médica. La desilusión con el nuevo sistema democrático en la novela y el pesimista final añade un tinte anarquista de larga tradición en España. El ojo crítico de Bermúdez en Salud mortal aún encuentra eco en lectores españoles de hoy como José Carlos Canalda, quien asegura: “Aunque en una lectura superficial pudiera parecer frívola y sarcástica, la verdad es que entre líneas se pueden leer verdades como puños, ya que en ella yo he creído encontrar una crítica lúcida y sin contemplaciones de muchas facetas de nuestra España real y actual” (2005: s. p.). 3.6. Consecuencias naturales (1994), de Elia Barceló Elia Barceló es la escritora española de ciencia ficción de mayor relevancia. Unos treinta relatos suyos han sido publicados en España, Latinoamérica y otros países europeos; varios de sus artículos han sido editados en revistas y fanzines especializados y sus reconocimientos incluyen el premio Ignotus y el UPC. Entre sus obras destacan Sagrada (1989), El mundo de Yarek (1993), Consecuencias naturales (1994) y la colección de relatos Futuros peligrosos (2008). Destacamos aquí Consecuencias naturales por dos motivos: el primero, por ilustrar el uso de la ciencia ficción humorística entre los autores españoles, y el segundo, por servir de ejemplo del impacto que las escritoras han tenido en un género históricamente destinado a un público masculino. El uso de un humor satírico basado en la exageración hasta el absurdo ha sido muy común entre los autores españoles de ciencia ficción (Molina-Gavilán, 2002: 194). Consecuencias naturales utiliza al máximo la capacidad del género para criticar la situación presente desde el prisma del futuro, en este caso las relaciones estereotipadas entre los géneros, y lo hace a partir de la sátira. La acción se sitúa en el siglo xxiii, en una sociedad en la que las mujeres y los hombres son iguales ante la ley y los logros feministas han llegado incluso a permear las estructuras lingüísticas. Pero pronto queda claro que el machismo no ha sido completamente extirpado. Si bien el argumento no es demasiado
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original —un hombre machista terrestre tiene relaciones con una extraterrestre xhroll que lo deja embarazado—, es de particular interés el papel agencial de los personajes femeninos en esta novela, así como el tema general rompedor de tabúes en cuanto a las categorías genéricas y la orientación sexual. Barceló se apropia de tópicos machistas para invertirlos y ridiculizarlos. Así por ejemplo la coronela Ortega insulta a Nicodemo Andrade llamándole “hijo de chulo”, una obvia alteración de “hijo de puta”. Pero la novela también confunde la identidad genérica y la sexual con la intención de desnaturalizar ambos conceptos. Así, los xhroll apenas se diferencian físicamente entre sí, siendo todos jóvenes, ágiles y fuertes. Uno de ellos es identificado por los humanos como hembra por tener pechos, pezones y vulva. Más tarde se revelará que los xhroll se diferencian entre sí porque los seres cuya función sexual corresponde a la de los hombres humanos, los ari-arkhj, tienen pechos quirúrgicamente implantados. El texto reta al lector a imaginarse unos entes a los que no puede aplicar las categorías de identidad sexual ni genérica conocidas. En este sentido el texto es transgresor, puesto que separa y confunde la función reproductora sexual de la identidad de género (Molina-Gavilán, 2002: 137-144). Esta novela de Barceló refleja sobre todo preocupaciones feministas que aún están vigentes. Si leemos el texto en clave de novela ejemplar feminista, podremos disfrutar de la lección que sufre al final el personaje machista, Nicodemo Andrade, humillado por su donjuanismo. La solución a los peligros de una sociedad anclada en el machismo está en la capacidad de cambiar de mentalidad. En este sentido Consecuencias naturales ofrece una visión optimista del futuro, aunque indica que la relación armoniosa con la sociedad y la igualdad entre hombres y mujeres solo podrá ocurrir de manera gradual. 3.7. La sonrisa del gato (1995), de Rodolfo Martínez Esta novela corta del asturiano Rodolfo Martínez recibió el Premio Ignotus a la mejor novela en 1996. La sonrisa del gato es una obra híbrida que mezcla elementos de thriller, space opera e inteligencias artificiales, y es notoria sobre todo por ser uno de los primeros intentos
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españoles ciberpunk. Desde sus comienzos en la producción estadounidense de los años ochenta, este subgénero sigue siendo popular hoy en día no solo en narrativa, sino también en la cultura popular. No es de extrañar por ello que en 2015, veinte años después de su publicación, la novela de Martínez haya vuelto a ser editada. La acción de La sonrisa del gato transcurre en la estación espacial Estación de Convergencia Número Uno, mejor conocida como la Peonza. Este es un ambiente creado originalmente como lugar de encuentro para los diplomáticos de dos poderes hegemónicos en conflicto, la Confederación Drímar y el Mandato Sáver. Medio abandonada en una zona fronteriza y sin ley, en la Peonza convergen los humanos más emprendedores y libres de ataduras, que prosperan exportando su avanzada tecnología a las dos superpotencias. El conflicto central, la recuperación de una información vital, es disputada por una inteligencia artificial. La trama es ágil, los personajes variopintos y el ambiente general responde a la conocida estética ciberpunk, que presenta un ambiente urbano degradado e individualista en el que predomina la tecnología. 3.8. “El día que hicimos la transición” (1998), de Ricard de la Casa y Pedro Jorge Romero Este relato toma elementos de los subgéneros de la ucronía y también de los viajes en el tiempo. Invita al lector a imaginarse lo que habría pasado si Santiago Carrillo hubiera sido asesinado por unos terroristas temporales en 1977 mientras se dirigía a una reunión secreta con Adolfo Suárez y ello hubiera resultado en un golpe de Estado y una nueva guerra civil. Pues bien, ese desenlace puede ser evitado si unos agentes que trabajan para un Cuerpo de Intervención Temporal dependiente de un Grupo Especial de Inteligencia del futuro viajan a 1977 y detienen al asesinato. La trama, ya entretenida y cautivadora de por sí, incluye también una historia de amor imposible que añade dimensión y humanidad al relato. Tal y como se ha mencionado en capítulos anteriores, queremos recordar que el primer artilugio capaz de viajar en el tiempo no fue imaginado por H. G. Wells en su célebre La máquina del tiempo
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(1895), sino por el español Enrique Gaspar en El Anacronópete (1887). El relato de Ricard de la Casa y Pedro Jorge Romero “El día que hicimos la transición” pertenece a un subgénero que resulta ser más español de lo que parecía.11 En él se integran la especulación histórica y los saltos temporales con conceptos científicos de la teoría cuántica y los agujeros de gusanos. Este cuento es otro ejemplo de la llamada especulación científica seria o ciencia ficción hard y en este sentido entronca con obras como Mundos en el abismo, de Redal y Aguilera. Por otro lado, comparte con Salud mortal, publicada en la misma década, la preocupación sobre el delicado paso de una dictadura a una democracia, ya que ambos textos reflejan una cierta inseguridad, sino un escepticismo, frente a la preparación democrática de los españoles. El período entre 1975 y 1981 viene presentado en “El día que hicimos la transición” dieciséis años más tarde y durante el Gobierno del Partido Popular, como un momento histórico merecedor de ser respetado y protegido por la memoria colectiva. El texto subraya la importancia de recordar la unidad social y política por la que los españoles pactaron y la fragilidad de un sistema democrático siempre amenazado. Este relato ha tenido, además de una buena acogida en España, una cierta proyección internacional al haber sido traducido al inglés, al italiano y al japonés. En inglés apareció originalmente en Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain (2003) y fue incluido en una prestigiosa antología de los mejores relatos del año, The Year’s Best SF9. Más tarde apareció en una traducción revisada en la antología SFWA European Hall of Fame (2008). El crítico Gary K. Wolfe considera que la originalidad de “El día que hicimos la transición” reside en que, al contrario de muchos relatos de temática política, esta historia es optimista y se centra en la celebración de la llegada de la democracia a España (véase Romero [2015]). Es de rigor apuntar que hoy en día la popular serie de TVE El ministerio del tiempo, creada en 2015, retoma el mismo filón argumental presentando
11 Otro buen ejemplo español de este subgénero ya en la década de los noventa es la antología de cuentos Cronopaisajes: Historias de viajes en el tiempo (1997), de Eduardo Vaquerizo.
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agentes que viajan a momentos claves del pasado de España, bien para preservarlos o para enmendarlos (véase el capítulo de Cascajosa del presente volumen). 3.9. La rosa de las nieblas (1999), de Lola Robles Con esta novela de fantasía épica, Lola Robles irrumpe en la escena de la ciencia ficción española.12 En la novela de Robles encontramos magia y ciencia, mundos pretecnológicos y mundos de tecnología avanzada combinados con aventuras y encuentros entre culturas distintas. La ciencia ficción es un género que permite integrar los temas de la literatura antigua o mitológica, así como la literatura oral y las leyendas. Con esta primera novela, Robles se une al registro utilizado por creadoras de la talla de Angélica Gorodischer (Kalpa Imperial, 1984), Elia Barceló (Sagrada, 1989), Sheri S. Tepper (La puerta al país de las mujeres, 1989), Ursula Le Guin (Tehanu, 1990) y Rosa Montero (Temblor, 1990), por nombrar algunos ejemplos de obras que ofrecen una conciencia y una perspectiva femeninas. La rosa de las nieblas narra y describe con gran detalle las aventuras de cuatro tripulantes humanos de una nave que aterriza en Niflheim, el planeta de exilio en el Espacio Exterior al que había sido condenado el misterioso pueblo niflungar, para cumplir una misión diplomática. Los humanos chocarán con la compleja cultura feudal niflungar, dividida en doce Casas enfrentadas entre sí. El cuarteto protagonista está formado por Jane, una antropóloga y filóloga; Erik, un religioso; Sebeok, un navegante, y la narradora Yolen, una piloto.13 Yolen y Jane son personajes femeninos complejos, actuantes y bien desarrollados,
12 En palabras de Robles: “He sufrido en carne propia todas las dificultades que en nuestro país parecen inherentes al género. Cuando en 1999 publiqué La rosa de las nieblas, una novela perfectamente clasificable en el subgénero de fantasía épica, buena parte del público lector me dijo que ‘la novela le había gustado porque no era de ciencia ficción’” (2003: s. p.). 13 Jane y Yolen son obvias referencias a la autora de ciencia ficción estadounidense del mismo nombre y apellido.
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rompedores con los estereotipos tradicionales que limitaban sus roles a secundarios, pasivos y objetivados. Esta inclusión de personajes femeninos tan actuantes como los masculinos es una aportación muy significativa de las escritoras al género. Como la mayoría de sus compañeras autoras de ciencia ficción, en esta obra Robles resalta temas inherentemente importantes a grupos marginales como el maltrato a las mujeres, la esclavitud, el racismo y el abuso de poder en general.
4. Las escritoras españolas y su impacto en el género De la lista que da comienzo a la sección anterior ya se deduce que durante las dos décadas que terminan el siglo xx las escritoras se encuentran en minoría entre los narradores de ciencia ficción. Como recuerda Lola Robles (2003: s. p.), en España no ha habido autoras de ciencia ficción del peso de Pilar Pedraza en lo gótico y Cristina Fernández Cubas en lo fantástico en cuanto a constancia, extensión y calidad. A pesar de esta falta de referentes, durante los años ochenta y noventa tres españolas producen obras claramente clasificables dentro del género: Elia Barceló, Lola Robles y Rosa Montero. Es innegable que la mayoría de los editores y estudiosos del género en la época que nos ocupa no han incluido ejemplos de obras escritas por mujeres. Es de notar que desde 1992 hasta 2000 solo en cuatro de las nueve antologías Visiones editadas por la AEFCF se pueden encontrar relatos de un total de ocho autoras españolas, lo cual es también indicativo de que las escritoras son minoría. Así, en el primer Visiones (1992), editado por Julián Díez, se incluye “El relevo”, de Adolfina García Orellana; el de 1993, con selección de Elia Barceló, “El sol se ha roto”, de Georgina Burgos Gil, y “De postre”, de Adolfina García; el de 1994, a cargo de Javier Redal, presenta “Estar tres”, de Susana Vallejo, y hemos de esperar hasta el Visiones de 2000, con selección de Juan Miguel Aguilera, para encontrar cuatro relatos de la pluma de cuatro escritoras: “Melas, el zafiro de poniente”, de Carme Abella; “¿Evolución?”, de Susana García; “Renuncia”, de Alejandra Medina, y “La esperanza es lo último que se pierde”, de Susana Sussmann. Otros estudios posteriores también delatan una desatención a la producción
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de las escritoras. Así, en la Antología de la ciencia ficción española 19822002 de Julián Díez (2003) es evidente la casi total falta de relatos escritos por mujeres, con Elia Barceló sobresaliendo de nuevo como única estrella. Este estado de cosas no mejora en la antología de Julián Díez y Fernando Ángel Moreno (2014), que, habiendo escogido autores entre 1895 y 2012, sigue incluyendo sola y exclusivamente a Elia Barceló entre diez escritores varones. Esta situación ha cambiado sustancialmente en el siglo xxi porque a partir de los años noventa han ido apareciendo editoras, directoras de revistas, investigadoras y críticas dentro y fuera de los círculos universitarios, así como administradoras de páginas web y creadoras de blogs. A pesar de la relativa ausencia de obras de ficción prospectiva escritas por mujeres desde sus comienzos como protociencia ficción hasta el fin del siglo xx, es necesario destacar la labor de las varias escritoras que han trabajado en un campo tradicionalmente dominado por hombres, pero que han influido en un género que desde sus inicios les ha dedicado mucha menor visibilidad (véase López-Pellisa y Robles [2018]). Entre las autoras de la época que nos ocupa podríamos destacar a Blanca Mart con “La crisálida” (1981), Roser Cardús i Malagarriga con “La droga” (1982), Rosa Fabregat i Armengol con Embrión humano ultracongelado núm. F-77 (1984) y Mercé Roigé con “Puede usted llamarme Bob, señor” (1992). Son dignas de mencionar también y rescatarlas del olvido las escritoras de novelas de a duro o bolsilibros Lynn Meerchang (Filomena Merchán Gemio), con Retorno a la prehistoria (1985), y Bab Fleming (María Graciela Nogués Juliá), con En las proximidades de Sirio (1983) y Robinsones del espacio (1983). Estas autoras seguían los pasos de María Victoria Rodoreda Sayol y María Luisa Vidal Alonso, quienes, también utilizando seudónimos, escribían este mismo tipo de novelas populares durante los años setenta y fueron muy prolíficas (véase Robles [2016a y 2016b]). Si las escritoras de ciencia ficción han sido minoría, no por ello han sido necesariamente autoras menores. Como estudiosa de las obras de escritoras españolas de ciencia ficción, Lola Robles considera que estas son en su gran mayoría obras feministas y sus autoras claramente defensoras de los derechos de las mujeres. Robles nota además que las escritoras nacidas antes de los años ochenta presentan un feminismo
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activista o combativo, mientras que las nacidas después presentan un feminismo más normalizado y natural (véase Robles [2003]). En este sentido las mujeres han tenido un impacto corrector de la tradición machista del género, ya que han evitado los modelos de la ciencia ficción convencional en su faceta machista, heterocentrista y reaccionaria, optando por crear mundos alternativos progresistas, críticos al patriarcado, en los que lo débil y lo diferente se transforman en fuerte y central y los personajes femeninos están bien desarrollados y son agentes de la acción (Bell y Molina Gavilán, 2003: 17).
5. Conclusión Para finalizar este ensayo, que se ha centrado en la producción de la ciencia ficción española de las dos últimas décadas del siglo xx, pero que ha mirado ocasionalmente hacia el pasado inmediato, destacamos tres conceptos: primero, que, aunque ha existido una mayor cantidad que calidad, es indudable que existen excelentes ejemplos de buena ciencia ficción autóctona en este período capaces de competir con la mejor producción extranjera del momento. Segundo, que los autores que publican durante estas dos décadas no han formado una generación propia con características u objetivos formales y de contenido comunes, ya que los creadores se han inspirado en modelos diferentes y han mostrado inquietudes temáticas y formales distintas. Tercero, que una excepción a esta regla de la heterogeneidad la constituyen las autoras. Ellas sí utilizan la capacidad intrínseca del género para subvertir la realidad e imaginar futuros desde el punto de vista femenino y, en este sentido, el feminismo es una ideología subyacente en sus textos. De todos modos, cabe destacar que a finales del siglo xx la ciencia ficción española contemporánea toma impulso, puesto que comienza a alejarse del modelo inicial del pulp americano y se asientan nuevas bases argumentales y estéticas que enriquecerán el género en el futuro inmediato.
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1. Introducción Pocos géneros se revisan a lo largo de los años tan a menudo, tan profunda y tan radicalmente como la ciencia ficción. Sin duda, el gran género narrativo de nuestro siglo ha demostrado no limitarse a simplemente dar cuenta de un momento histórico o a girar en torno a una emoción o una anécdota, como otros géneros. Por el contrario, ha desarrollado incontables subgéneros, temas, motivos, formas, símbolos, iconos, arquetipos y estructuras que se han renovado una y otra vez con una salud y una complejidad que jamás ha poseído ningún otro género.
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Este artículo es resultado del proyecto de investigación financiado Teoría de las Emociones y el Género en la Cultura Popular del Siglo xxi (FEM2014-57076-P) del Plan Nacional de I+D+i del Ministerio de Innovación y Competitividad de España, proyecto dirigido por la Dra. Helena González, y del proyecto de innovación docente Estudios Críticos sobre Géneros Populares (PAPIME-PE-400914), de la Universidad Nacional Autónoma de México, dirigido por la Dra. Noemí Novell.
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Este ha sido sin duda uno de los grandes problemas para ser aceptado y mucho menos entendido por la crítica académica hasta los últimos años: resulta muy complicado entender su complejidad y mucho menos su rápida evolución, con sus complejos cambios. Este fenómeno de renovación y falta de comprensión quizás se haya sufrido especialmente en España. El problema se ha agudizado especialmente en los años que llevamos del siglo xxi. Partamos de la base de que desgraciadamente en España apenas se explotaron las posibilidades transgresoras del género, tanto en lo formal como en su contenido, pese a los diferentes y tímidos intentos durante el siglo xx. Por una parte, los autores consagrados han continuado sufriendo serios problemas para vender cualquier libro con la etiqueta ciencia ficción. Por otra parte, los escritores de género han seguido viéndose trágicamente influidos por la presión del fándom, las editoriales y las revistas donde publicaban; esto coartó la experimentación y la búsqueda de formas alternativas al mero desarrollo de una trama más o menos ágil y de fácil lectura, como ya ocurriera en el pasado (Moreno, Peregrina y Bermúdez, 2017). El problema se ha agravado, incluso, con la desaparición de la mayor parte de las revistas y los fanzines en papel y el auge de las redes sociales. Sin embargo, los autores no vinculados directamente a publicaciones especializadas han sido cada vez mejor vistos por una parte de la crítica, tanto periodística como académica. Se han quitado complejos, no han entendido las separaciones férreas entre géneros y han vivido un momento de gran fama del género en otros medios, como el cine o las teleseries. No debe extrañar por tanto que la última renovación en la ciencia ficción española —precisamente en lo que llevamos de siglo xxi— haya surgido de un hibridismo entre tendencias de muy diversos tipos. Ante todo, numerosos escritores han desistido de la claridad expositiva de lo verosímil para acercarse al surrealismo y a la invasión de destellos de irrealidad de difícil clasificación, como ocurre en Los muertos (2010), de Jorge Carrión; en Constatación brutal del presente (2011), de José Avilés, o en Hierático (2010), de Francisco Javier Pérez. Otra forma de hibridación ha surgido del variado origen cultural de muchos de estos escritores que, a menudo, se han acercado desde
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el género más puro o incluso comenzaron publicando en fanzines durante los noventa, pero han desarrollado su carrera posterior con editores de literatura general. Por último, desde una interesante cercanía a ciertas líneas cyberpunk, muchos autores han insistido en volcar formas de la cultura popular y la diversidad de niveles de realidad cotidiana en la que viven en la literatura. Es decir, a lo largo del siglo xx los autores españoles de ciencia ficción han aceptado su identidad híbrida en un mundo que acepta lo enriquecedor de la cultura popular. En este sentido, considero valioso hablar de una ciencia ficción pop en un sentido muy extenso y complejo.2 El hibridismo resultante es tal que las facetas de historiador, de crítico y de teórico deben sincronizarse en cada análisis para alcanzar unas conclusiones nunca del todo satisfactorias, pues la ciencia ficción española ha aprendido a aceptarlo todo para transgredir respecto a todo.
2. Mujeres y política: el cambio en la CF española Por todo ello, considero esencial un acercamiento al cambio de los autores respecto a sus inquietudes sociopolíticas. Incluso autores que mostraban una posición crítica más o menos soterrada bajo las convenciones del género —críticas más cimentadas en superestructuras que en situaciones y hechos concretos— han explicitado de repente mucho más dichas miradas. Ejemplos representativos son Eduardo Vaquerizo, Ismael Martínez Biurrun, Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera. De un modo u otro, ya criticaban desde las raíces españolas —históricas, en el caso de Vaquerizo; simbólico-espaciales, en el caso de Martínez Biurrun; proyectadas en otros mundos, en los casos de Aguilera y Negrete— ciertos horrores de la sociedad española. No
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La mirada pop concibe el mundo como una gran semiosfera en la que ningún saber está subordinado a otro durante nuestra vida cotidiana. Para un mejor entendimiento recomiendo el libro pop que dedica José Luis Pardo (2007) al análisis de la portada del álbum de los Beatles Sergeant Pepper’s Lonely Heart’s Club Band y el conjunto de artículos de Eloy Fernández-Porta (2007) sobre el mundo afterpop.
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obstante, sus críticas no eran del todo evidentes, como se percibe en alguna novela de Vaquerizo (La última noche de Hipatia, 2009). En muy poco tiempo, sin embargo, este autor ha publicado Nos mienten (2015), una distopía futurista anticapitalista donde las críticas a los desahucios, a los abusos de las hipotecas, al poder de las grandes empresas y a la famosa ley mordaza forman parte muy significativa de la novela. No es de extrañar que el escritor haya manifestado reiteradamente en las redes sociales su simpatía a movimientos e ideologías relacionadas con el 15M. Por su parte, Ismael Martínez Biurrun publicó en una gran editorial su novela Un minuto antes de la oscuridad (2014), una historia apocalíptica con una división de Madrid en estratos sociales, con un centro amurallado y seguro y un extrarradio ultraviolento y sin servicios, bajo las pertinentes críticas socioeconómicas. Considero especialmente significativo el caso de La zona (2011), una novela cofirmada por Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera. Ambos autores habían optado tradicionalmente por miradas menos explícitas, más cerca de la golden age de la ciencia ficción estadounidense que de la crítica sociopolítica de la new wave. Sin embargo, publicaron esta novela de zombis cuyo rasgo más significativo no fue el encuentro con lo inaprehensible de lo no muerto, sino las condiciones de esclavitud vividas por los inmigrantes subafricanos en España, el poder impersonal y ciego de las multinacionales y el egoísmo narcisista de los defensores del pelotazo económico. No son casos aislados. Si observamos otros ejemplos, veremos cómo tanto en lo formal-estructural como en las voces narrativas son apreciables también dichos cambios. Veremos algunos ejemplos más adelante. Quiero detenerme aquí un momento para relacionar esta línea con un intento similar que tuvo lugar en la ciencia ficción española durante la Transición, a través de la revista Zikkurath. También en las páginas de esta breve aventura se fusionó lo pop con la transgresión, a través de la ciencia ficción más pura y la experimentación formal más atrevida. No me parece casual que la lucha que en aquel momento aquellos autores y editores libraban con una burguesía heredera del franquismo ofrezca numerosas similitudes con las críticas que escritores como Óscar Gual o Jorge Carrión realizan hoy en redes sociales, en contra precisamente del régimen del 78, aunque no sea directamente bajo
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este paraguas terminológico. Las dudas sobre una transición blanda —vendida a los grandes lobbies comerciales, bajo una burguesía que casi aplaude el desprecio que les muestran los políticos— camina en paralelo con la huida del realismo social, de la languidez cotidiana del personaje gris que dejó en herencia parte de la novela española de los setenta y que aún puede verse en la de los noventa. Entre la mayoría de estos escritores, ni se acepta el conformismo sociopolítico de la sociedad más aburguesada que vota a políticos conservadores ni se aceptan sus formas ni sus géneros literarios. No vemos, entre sus personajes, más funcionarios que buscan un destello de poesía en su trabajo ni señoras de mediana edad que reflexionan en una cafetería sobre los motivos de sus equivocaciones. En este sentido, sin desmerecer la gran calidad que en algunos momentos alcanzaran magníficos autores como Carmen Martín Gaite, Juan Benet o Rafael Sánchez Ferlosio, las ansias de cambio, de ruptura, de transgresión a partir de una realidad enormemente más compleja, fragmentada y caótica han encontrado un interesante refugio en la ciencia ficción. Como más claro síntoma de todo este cambio se debe señalar la embestida femenina como, quizás, reflejo del gran cambio sociopolítico en la ciencia ficción española, tanto a nivel crítico como editorial o ficcional. Las voces de las mujeres, sus cambios en la percepción de la literatura y su reclamación de nuevas miradas han marcado la nueva ciencia ficción, como ya venía ocurriendo en la narrativa anglosajona (véase Vera [2017]). Han entrado con fuerza editoras que solas o acompañadas están lanzando títulos de ciencia ficción, como Silvia Schettin y Susana Arroyo en Fata Libelli, Mariana Lozano (con Víctor Manuel Gallardo) en Esdrújula, Sara Herculano (con Cisco Bellabestia) en Aristas Martínez o Marian Womack (con James Womack) en Nevsky Project, por citar las iniciativas más relevantes. Lo más importante, sin embargo, es que en la propia creación literaria han aumentado exponencialmente los nombres de autoras de ciencia ficción como Susana Vallejo, Laura Fernández, Ariadna G. García, Felicidad Martínez, Sofía Rhei, Cristina Jurado y Lola Robles, además de darse una interesante vuelta al género por parte de Rosa Montero y Elia Barceló.
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En cuanto a su literatura, la mayoría demuestran una mayor acidez para lo social, con visiones mucho más críticas que las de los hombres que las precedieron. Además de señalar algo tan inmediato como el habernos traído por fin protagonistas femeninas a las novelas, también se debe destacar la huida de los arquetipos mantenidos por el género en España desde los ochenta. Sus personajes son un poco más complejos; los conflictos interpersonales, un poco más cuidados, y el lenguaje, un poco más atrevido. Han supuesto, por consiguiente, un aire fresco esencial dentro del género. Pese a cualquier crítica que pueda hacerse —en mi opinión, siempre desde unos cánones y una tradición que quizás no sirvan aquí para los juicios estéticos—, debe constatarse el papel de difusión y de lucha que están realizando. En este momento, muchas de las apuestas de la literatura de ciencia ficción por lanzar nuevas revistas y antologías de ciencia ficción, por defender la ciencia ficción en las redes sociales, por aglutinar autores y lectores vienen tanto de mujeres como de publicaciones centradas en ellas. Un extraordinario ejemplo es el proyecto de antologías Alucinadas, coordinadas por Cristina Jurado y Leticia Lara, que ha gozado de gran difusión en redes sociales y que cuenta con tres entregas por el momento. En este sentido, muchas mujeres se han animado con esa experimentación formal poco común entre los escritores anteriores (con excepciones como La sonrisa del gato (1995), de Rodolfo Martínez; Cero absoluto (2005), de Javier Fernández; Fragmentos de burbuja (2010), de Juan Antonio Fernández Madrigal, o Mobymelville (2009), de Daniel Pérez Navarro. Un buen ejemplo es la novela de Susana Vallejo Switch in the Red (2009), donde los diferentes tipos de tipografía introducen la comunicación de las redes sociales y la comunicación inalámbrica, con las que aporta diferentes niveles de lectura y de puntos de indeterminación que deben ser rellenados por los lectores. Otro buen ejemplo de cambio en la manera de entender el género son las alocadas tramas de Laura Fernández en El Show de Grossman (2013). Parecen, además, en general, más interesadas por la distopía y en la hiperbolización de los males de nuestra sociedad, como en la lírica distopía Inercia (2014), de Ariadna G. García; en La rosa de las nieblas (1999) y Flores de metal (2007), de Lola Robles, o de nuevo en
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la gamberra El Show de Grossman (2013), de Laura Fernández, pero también las encontramos cómodas en la space opera y las aventuras más clásicas, como Horizonte lunar (2014), de Felicidad Martínez. Esta transgresión caracteriza en general a la nueva ciencia ficción española, incluso masculina. Muy transgresoras resultan también las complejas voces protagonistas de Óscar Gual (2008) o las notas finales y a pie de página de Francisco Javier Pérez (2012) y de Colectivo Juan de Madre (2012). Del mismo modo, el sexo, las drogas, los diferentes códigos morales y sociales y, en definitiva, la diversión más desaforada se han apropiado de muchas páginas, como analizaremos un poco más detalladamente.
3. El mundo editorial y las nuevas propuestas Para entender el fenómeno de la novela de ciencia ficción en España siempre ha resultado imprescindible conocer su mundo editorial. Por lo general, el género se había visto exiliado en editoriales de género, especializadas en el mismo o en narrativas afines. Esto había implicado una desgraciada tendencia a la autocensura creativa desde un pseudoconocimiento de la literatura, tanto por parte de los editores —en sus selecciones de manuscritos y en sus correcciones a los autores— como por parte de los críticos de revistas especializadas, con sus estrecheces de miras y su falta de cultura literaria (Moreno, 2010a; Moreno, Peregrina y Bermúdez, 2017). El mundo editorial español siempre ha sido bastante hostil hacia la ciencia ficción. En general, sus publicaciones se limitaban a las colecciones de género, consumidas solo por aficionados que ya conocían bien las referencias. Las primeras abrieron en los años cincuenta y han ido apareciendo y desapareciendo década tras década. Quizás el mejor momento se viviera durante los años noventa. Por otra parte, la irregularidad de estas publicaciones pareció deberse a un curioso movimiento popular: en un determinado momento, dos o tres colecciones multiplican sus ventas y comienza una buena disposición de los lectores hacia la ciencia ficción. Esto lleva a un ciclo continuo de aparición de nuevas colecciones en diversas editoriales, que colapsan
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el mercado debido a que el número de aficionados no es tan grande como para sostener todas las novedades. Poco a poco, las colecciones van cerrando y en unos pocos años se inunda el mercado de saldos. Estos saldos suelen reavivar el mercado, provocar nuevos auges del género y nuevas aventuras editoriales, con la reactivación de todo el ciclo (Díez y Moreno, 2014: 88). Por otro lado, las editoriales más potentes económicamente apenas han apostado por el género hasta hace poco e incluso han evitado el término ciencia ficción en sus contraportadas y en sus promociones. Sin embargo, en los últimos años, tras el éxito de algunas distopías juveniles en cine, literatura y televisión como Los juegos del hambre, encontramos que editoriales como Cátedra, Alfaguara, Mondadori o RBA se han aventurado a publicar autores españoles de ciencia ficción, aunque con no demasiados buenos resultados. Solo aquellos autores con cierto reconocimiento externo han mantenido el tirón, como Andrés Ibáñez con su Brilla, mar del Edén (2014) —Premio Nacional de la Crítica— o Rosa Montero con sus pastiches de Blade Runner (2011 y 2015). El caso de Ibáñez es especialmente interesante, por entrar en el terreno del pop ya mencionado, con numerosas referencias a la cultura popular, como los casos de la serie Lost, de J. J. Abrams y Damon Lidenloff, y el cómic Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons. Algunas editoriales han entendido este desafío y han publicado obras en esa línea, como Los muertos (2010), de Jorge Carrión. Un ejemplo extremo de revalorización de lo popular para llevarlo a terrenos más estéticos ha sido Asesino cósmico (2011), de Robert-Juan Cantavella, publicada por Mondadori. La obra recoge los elementos pulp de las novelas de un autor de bolsilibros, Curtis Garland, para otorgarle otros niveles de sentido. Por otra parte, las editoriales especializadas en géneros proyectivos han continuado con sus publicaciones, en general con un, si cabe, más acuciado descenso de calidad, que quizás se deba a esa posibilidad de los autores más interesantes por abandonar el gueto. Autores que han conseguido salir del encorsetamiento editorial son, por ejemplo, Félix J. Palma —con El mapa del tiempo (Algaida, 2008), El mapa del cielo (Plaza & Janés, 2012) y El mapa del caos (Plaza & Janés, 2014)— y
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Eduardo Vaquerizo —con Nos mienten (RBA, 2015)—. Quizás haya influido que son mejores estilistas que la mayoría. No obstante, el fenómeno más destacable quizás sea el de las pequeñas editoriales que han apostado por el género sin prejuicios, pero también sin centrarse en los lectores especializados. A diferencia de lo que ocurría en el pasado con la ciencia ficción, la editorial pequeña ha propiciado un gran avance literario con obras que han sabido explotar todos los recursos del género. El ejemplo más interesante y prometedor (en cuanto a ciencia ficción) es, desde luego, Aristas Martínez, aunque se han quitado prejuicios otras como las citadas Salto de Página —quizás la gran precursora en esta línea—, Páginas de Espuma, Esdrújula o Nevsky. Ha sido interesante que estas pequeñas editoriales cogieran el relevo de las colecciones propiamente de género de los noventa y los primeros 2000 que publicaron autores españoles, como Gigamesh, Miraguano o Ediciones B. De hecho, han conseguido mejores resultados de ventas de ciencia ficción española que actuales editoriales de género como Bibliópolis o Sportula. Existe, por consiguiente, un claro contraste entre temas y formas de autores de los noventa (primeros cultivadores de la ciencia ficción como literatura con mayor exigencia) y los de los actuales escritores. Si bien escritores como Elia Barceló, Rodolfo Martínez, Daniel Mares, León Arsenal, Javier Negrete, Rafael Marín o Juan Miguel Aguilera salían con frecuencia del sistema solar hacia la nave y la colonia espacial, los actuales Jorge Carrión, Francisco Javier Pérez, Óscar Gual, Laura Fernández, Colectivo Juan de Madre o Guillem López prefieren adentrarse en el terreno de la distopía en futuros cercanos, el postapocalipsis y lo metarreferencial, bajo esa mirada pop. Así nos encontramos con un panorama muy diferente al vivido durante los noventa, aunque con las mismas dificultades para disfrutar de continuidad. Recojo aquí algunas características que considero comunes en esta generación de autores de ciencia ficción: 1. Cierta tendencia al hibridismo, aunque siempre con claros elementos de ciencia ficción. 2. Fuerte alienación de los protagonistas, perdidos en un mundo desesperanzador.
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Personajes secundarios siempre en situaciones límite. Violencia explícita, con referencias habituales a lo escatológico. Humor negro. Escepticismo respecto a las relaciones personales, sean amorosas o de amistad. 7. Ausencia de relaciones familiares. 8. Interés por las imágenes potentes y originales. 9. Voces narradoras decadentes con grandes dosis de cinismo. 10. Análisis simbólico de la realidad: las voces de los protagonistas suelen mostrar cierta vena poética. 11. Lenguaje obsceno y provocador. 12. Escenarios decadentes. 13. Experimentación espacio-temporal. 14. Numerosas referencias a diferentes facetas de la cultura popular de los últimos setenta años.3 Encontramos con mayor o menor intensidad muchas de estas características en obras tan dispares como Cut and Roll (2008) y Los últimos días de Roger Lobus (2015), ambas de Óscar Gual, y en la mirada innovadora al viaje espacial de Los últimos (2014), de Juan Carlos Márquez, o la ucronía de análisis social Los valientes (2015), de Roberto de Paz (otro ejemplo de compromiso sociopolítico en el panorama post-15M).4
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Ya propuse hace poco esta misma lista de características en un artículo para la revista Ínsula (Moreno, 2016), pero me parece imprescindible su aparición en esta reflexión general sobre la ciencia ficción española contemporánea. En este sentido, me parece interesante destacar que he apreciado más esa tendencia al personaje cínico y duro en la ciencia ficción de autor masculino. Aunque podemos encontrar casos similares en obras de Felicidad Martínez o de Rosa Montero, me parecen interesantes los giros aportados por Ariadna G. García o Lola Robles.
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4. La experimentación El siglo xxi entró con una generación de escritores que ya no siente prejuicios ante los géneros populares porque se han educado con ellos y han entendido sus posibilidades. De un modo similar a como ocurriera con la ciencia ficción inglesa mediante la aparición de la new wave en los años sesenta y setenta, nos encontramos con una generación de profesores y críticos literarios que se entrecruza con la de simples aficionados a la literatura de los setenta, los ochenta y los noventa españoles. Esto conlleva muchas novedades, además de las sociopolíticas ya comentadas. Ante todo, la falta de una corriente fuerte de profundización en la ciencia ficción desde la literatura influye en una gran experimentación. Ya se había observado en los años setenta en las propuestas de Gabriel Bermúdez Castillo y, ya en los ochenta y noventa, en las primeras obras de Rodolfo Martínez y Rafael Marín. No obstante, lo que en aquellos tiempos resultó un intento fugaz, casi anecdótico, se consolida ahora tanto por la acumulación de obras como por una mayor atención de las instituciones mediáticas y, como hemos visto, de editoriales de literatura general. No entraré ahora en la polémica, pero sí me parece interesante el replanteamiento que la nueva ciencia ficción española ha ofrecido. Quizás uno de los mejores ejemplos sea la novela Challenger (2015), de Guillem López. Tomando como referencia la explosión del transbordador espacial y la presencia de una inteligencia extraterrestre, construye un puzle de personajes y situaciones enormemente diversas que, en sí mismas, no constituirían críticas políticas explícitas. No obstante, sus diferentes miradas configuran la variedad de actitudes psicológicas, sociales y económicas que construyen el imaginario de una determinada época.5 A continuación, López publicó una distopía —La polilla en la casa del humo (2016)— mucho más tradicional en
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Una señal del cambio de actitudes experimentado por la ciencia ficción en España es el premio Ignotus concedido a esta novela —publicada en una editorial ajena al mundo de los aficionados— por votación popular. Se trata de un suceso
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cuanto a la estructura narrativa, pero mucho más explícita en cuanto a la crítica sociopolítica. Un concepto similar en cuanto a la muestra de una realidad social muy diversa lo explota a niveles incluso más complejos el barcelonés Jorge Carrión. Su tetralogía en torno a la España postmoderna está constituida por cuatro novelas enormemente dispares en forma y contenido. Sin embargo, el lector debe encontrar las relaciones entre ellas para construir el significado final. El poder como motor de las relaciones sociales, la liviandad de la existencia, el peso de la historia y los límites entre la realidad y la ficción no rehúyen la diversidad social y económica de nuestro tiempo. Se convierte así en la obra más ambiciosa de la ciencia ficción española. La primera, Los muertos (2010), se divide en cinco capítulos: los dos primeros narran el argumento de una teleserie desde la hibridez genérica, entre la ciencia ficción, lo fantástico y lo puramente metaficcional; otros dos son ensayos que pretenden ser futuros artículos sobre dicha serie. El último, en realidad solo una página, reproduce una entrevista a los guionistas de la serie donde se polemiza sobre todo lo leído anteriormente. La siguiente novela, Los huérfanos (2014), pertenece al género postapocalíptico. Tras una guerra nuclear, originada por decisiones del presidente Mariano Rajoy, una serie de personajes malviven en un clima de desidia y desesperanza en el interior de un búnker. De nuevo nos encontramos con una profundización en diferentes psicologías, a niveles mucho más complejos que los que encontrábamos en la ciencia ficción española del siglo xx. Si en la primera novela la estructura de los párrafos pretendía rememorar la secuencialidad del lenguaje televisivo, en este caso es el ritmo del pensamiento atrapado en sí mismo lo que marca el discurso. Los turistas (2015), tercera novela de la serie, se centra en un excéntrico millonario que viaja por diferentes culturas en busca de identidades y sentidos al seguir por simple hobby a una desconocida. Tanto
muy extraño en la historia del premio, ganado prácticamente siempre por autores de género en publicaciones de género.
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su mirada distante como el choque con las diferentes perspectivas es en el fondo un elemento menor comparado con la propuesta en su conjunto: un nuevo cambio de estilo y de concepción del universo respecto a las dos novelas anteriores. En la cuarta y última, Los difuntos (2015), incluye también ilustraciones de Celsius Pictor. El discurso literario es complementado con el gráfico, en una nueva indicación de la complejidad de nuestra realidad cultural. Además, giramos hacia el género del steampunk. Este género destaca por la importancia que la estética visual tiene en él, hasta el punto en el que puede afirmarse que lo visual marca completamente el contenido de cualquier relación social, cultural o política insertada en ello. Es un género muy poco conocido por el gran público —en sus variantes narrativas—, por lo que, de cierta generalidad asumible sin dificultades en Los turistas, pasamos a la apuesta por la subcultura del aficionado a la ciencia ficción en Los difuntos. Por si fuera poco, las novelas pretenden ser trasuntos casi alegóricos de ciertos símbolos del imaginario histórico. De este modo, Los muertos refiere a la guerra civil española; Los huérfanos, a la idea de memoria histórica; Los turistas, al 11S, y Los difuntos, al 15M. El cambio que propone Carrión es una prueba de la manera en que el género ha sido interiorizado en el siglo xxi y en cómo se ha fundido con un concepto de cultura pop mucho más englobador y consciente de las diversas y complicadas realidades culturales, especialmente narrativas, que vivimos. También concentrada en el multiperspectivismo está La insólita reunión de los nueve Zacarías (2012), de Colectivo Juan de Madre. En este caso, la pluralidad de miradas va a tener como centro el tiempo personal. El protagonista es un tipo que viaja una vez al año a una misma habitación, pero siempre en el mismo instante temporal (mismo día, misma hora). Así, se encuentra en esa habitación a otros ocho yoes, ocho él mismo. Es decir, el discurso —la focalización— se basa cada vez en la mirada del yo que viaja en ese momento y en la consideración que tiene de sí mismo según se contempla desde el pasado o desde el futuro. Evolución, identidad y temporalidad chocan con cuestiones de culpabilidad, moralidad y existencialismo. Todo ello va siendo narrado por el personaje en un diario, por lo que la
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enunciación en primera persona —con el correspondiente discurso interior a través de la escritura— añade un nivel más de complejidad. Por si fuera poco, el lector es invitado a leer los capítulos en el orden que considere oportunos. El concepto de la escritura como máquina del tiempo cobra aquí un papel aún más certero, en un giro extremo de la propuesta cortazariana de Rayuela. Además, los diferentes viajes se encuentran intercalados por capítulos dedicados a la presentación de un hecho cultural, en apariencia escasamente relacionado con la trama. Estos pasajes son introducidos por notas a pie que llevan a capítulos dentro de capítulos. Se trata de nuevo de la introducción del concepto pop de cultura en la línea de José Luis Pardo que comenté más arriba. Partimos de una concepción amplia y sin discriminaciones de la cultura, donde se valora con igualdad de importancia lo frívolo y lo filosófico, lo político y lo personal, la marca de detergente y la película de Bergman. El fondo de esta concepción de lo cultural se encuentra en la propia cotidianeidad del urbanita actual. El trabajo de esta complejidad sociocultural, de meticulosa coherencia argumental y psicológica, demuestra una pericia narrativa que nada tiene que envidiar a los escritores de más éxito de la literatura española general. Esta consideración de lo cultural como una multirrealidad simbólica, con raíces tanto en lo pop como en la cultura elitista, se encuentra en casi todos los compañeros de generación y es común la forma de expresarla mediante la experimentación narrativa. Los ejemplos más extremos son, sin duda, las obras de Francisco Javier Pérez y de José Avilés. Francisco Javier Pérez es el más prolífico de los autores citados, aunque las ventas no le han acompañado. El motivo de su escaso éxito se debe sin duda a la extrañeza de sus apuestas, con escenarios extremadamente alejados de nuestra realidad, muy vinculados con el pulp y con lo psicodélico. En este sentido —aunque él se declara ante todo escritor de ciencia ficción y aunque emplea numerosos elementos del género, como la tecnología futurista, los mundos exóticos y las razas extrañas—, la falta de asideros físicos explícitos para justificar cuanto ocurre en algunas de sus obras produce una sensación de hibridismo con la literatura fantástica más alocada. A menudo, los argumentos y las atmósferas presentados parecen tener más que ver con la pintura y
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el teatro surrealistas que con la ciencia ficción. Sin embargo, se deben también al hermetismo y a la autorreferencialidad genéricos propios de la cultura popular del siglo xxi. En este sentido, aprovecho para marcar otro elemento esencial de la ciencia ficción actual: el apriorismo del conocimiento del propio género. Los autores no solo no se sienten obligados a defender sus decisiones genéricas ni tienen miedo de los prejuicios del lector. Por el contrario, asumen a menudo que los lectores conocen los temas y las formas de la ciencia ficción, como vemos en la space opera de Felicidad Martínez o en las propuestas de Lola Robles. Es el caso de Pérez, que asume que sus lectores habrán conocido ya las formas oníricas, multidimensionales, polimorfas de los cómics Marvel y DC, del cine japonés de animación o de las novelas de la new wave entre tantas otras muestras de cultura popular. Poco a poco, es el escritor ajeno al género el que empieza a ser percibido como ajeno a la cultura, falto de competencia literaria e iletrado en términos culturales. No por ello pierden las obras de Pérez su apuesta por la transgresión y la experimentación, como en el caso de la sofocante Orígenes del lodo (2012) o su antología de cuentos Dionisia pop! (2007). Si la narrativa de Pérez puede parecernos atrevida, arriesgada, transgresora, poco tiene de todo ello si la comparamos con Constatación brutal del presente, de José Avilés. En mi opinión, fue una lástima que esta novela pasara casi desapercibida, por poco sorprendente que fuera debido a su experimentación. La única regla de (aparente) coherencia en la obra es el escenario postapocalíptico. Sin embargo, el concepto de postapocalipsis va, en mi opinión, mucho más allá, pues es el propio discurso narrativo lo que entra en crisis. Las acciones de los personajes, así como sus vestimentas o sus circunstancias de partida, carecen de sentido inmediato. El significado de cada elemento se pierde por la falta de coherencia argumental y por las numerosas referencias culturales, casi nunca fáciles y siempre desde la mirada pop que aglutina casi todos los ejemplos que estoy comentando. Sobre todo ello, se mantiene —firme como una lápida— el título, que parece proyectar lo absurdo de buscar causalidad en el pasado, un pasado que no tiene por qué ser fiable, ni en un futuro indeterminado. Es el propio concepto hegeliano de historia lo que se pierde, vencido por la
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realidad de las posibilidades de la novela como realidad en sí misma. Así, la novela de Avilés está más cerca del Molloy de Beckett que de los relatos de Asimov. No obstante, demuestra hasta qué punto ha sido interiorizada la ciencia ficción por los escritores españoles que se acercan a ella y hasta qué punto la entienden como el escenario más interesante para la exploración literaria y para la exploración cultural. Pese a la extrañeza que pudiera presentar este conjunto de obras, considero que este fenómeno de miradas españolas a la ciencia ficción desde una experimentación valiente ha sido una constante en el país, jamás declarada ni vista de manera aglutinante por la crítica. Pertenecen a una tradición de autores cultos, de buenos lectores sin prejuicios que no se sentían atados por los cánones imperantes en cada época. Lo hemos ido viendo desde las apuestas en los años cincuenta, como las del poeta Pedro Salinas (con la publicación de La bomba increíble en 1950) o Tomás Salvador (con La nave publicada en 1959); en los sesenta, con varias como Corte de corteza (1969), de Daniel Sueiro; los setenta, con Gabriel Bermúdez Castillo (1976 y 1987) o Mariano Antolín Rato (1973 y 1981); en cierto boom de las editoriales de género en los noventa, con interesantes primeras obras como La sonrisa del gato, de Rodolfo Martínez, pero que no consiguieron difundir propuestas tan audaces como 6 (1994), de Daniel Mares, y ahora en el siglo xxi con mayor fuerza y cantidad, con las propuestas femeninas y los nuevos degenerados. Considero legítimo entender que los escritores que no se han formado en editoriales y revistas especializadas, y quizás por ello han disfrutado de muchos más variados referentes, influencias y críticas, han empleado la ciencia ficción en España como un género de experimentación literaria mediante el cual explorar y tensar los límites estructurales y lingüísticos de la literatura y de la cultura.
5. Conclusiones La ciencia ficción española nunca ha sido comercial. Su inmerecida fama de cultura de masas fue siempre una losa. Se debió a numerosos factores, pero quizás especialmente a la relación entre los temas y las
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estructuras literarias y las cinematográficas, debido a la comercialidad de los efectos especiales. No cabe hoy esa relación. Los temas y las estructuras de las obras aquí comentadas tienen escasa o incluso nula relación tanto con el cine de Hollywood de los cincuenta y sesenta como con la ciencia ficción lineal o centrada en las aventuras. Incluso la ciencia ficción cinematográfica es ahora experimental y compleja. En España, en las primeras décadas del siglo xxi, la ciencia ficción se ha convertido en el género experimental español por excelencia. Ningún otro género literario muestra la osadía de la ciencia ficción ni se ha atrevido a implementar en la narrativa los descubrimientos de las vanguardias. De este modo, lejos de mostrar un arcaísmo innecesario o nostálgico, su mirada radical a la actualidad sociopolítica y cultural ha colocado sus novelas en una posición excepcional que, por desgracia, no cuenta con el apoyo de las ventas. No parece fácil un cambio de escenario comercial en el futuro. Por otra parte, no todo ha sido ostracismo y bohemia. Algunas novelas han conseguido cierto impacto, tanto en la prensa como en los lectores. Las novelas de Rosa Montero y de Andrés Ibáñez, escritores ya consagrados dentro de la literatura española general, han sido bien acogidas. Además, dos novelas de ciencia ficción han recibido reconocimiento de público y crítica: la postapocalíptica Cenital (2012), de Emilio Bueso, y la apocalíptica Fin (2009), de David Monteagudo. Pese al estilo muy mejorable de ambas, son muestras del interés del público por estos géneros y la cada vez mayor falta de prejuicios. Ahora bien, la mirada del escritor español de ciencia ficción es hasta el momento pop, en el sentido en el que acepta al mismo nivel todas las formas de la cultura, sean elitistas o populares, las incorpora como contenidos y formas en sus obras. La separación entre alta y baja cultura carece de sentido en la ciencia ficción española actual. Finalmente, se puede afirmar que la juventud de la mayor parte de estos escritores augura un excelente panorama para la ciencia ficción española de los próximos años. Las propuestas aportadas hasta el momento son razón más que suficiente para esperar obras incluso más interesantes en el futuro. No me cabe duda de que será así en muchos casos, especialmente con firmas como las de Jorge Carrión, Ismael Martínez Biurrun, Colectivo Juan de Madre, Francisco Javier Pérez,
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Guillem López, Óscar Gual, Laura Fernández, Eduardo Vaquerizo, Lola Robles y Susana Vallejo. Contamos, por otro lado, con la —aún joven— veteranía de Elia Barceló, Juan Miguel Aguilera, Rosa Montero, Rodolfo Martínez y Daniel Mares, entre tantos otros. Todos ellos saben escribir, conocen numerosas tradiciones literarias, se encuentran comprometidos con su tiempo sociopolítico, entienden lo estético como algo enormemente abierto y, sobre todo, son valientes y tienen mucho que decir sobre el presente y sobre el futuro.
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Mariano Martín Rodríguez Proyecto HISTOPIA-Universidad Autónoma de Madrid 1
1. La ficción científica dramática en la escena y en el libro Como es ampliamente conocido, por lo menos entre algunos estudiosos, la primera mitad del siglo xx fue una época de auge de la ficción científica y utópica de carácter indudablemente literario, gracias a su exigencia intelectual y el tratamiento literariamente riguroso y, a menudo, innovador de la creación de mundos ficticios basados en la especulación racional derivada tanto de las ciencias naturales como de las humanidades. Los scientific romances escritos por la figura tutelar de H. G. Wells en torno a 1900 fueron ampliamente leídos, traducidos y emulados en toda Europa y en el mundo occidentalizado. Esta modalidad ficcional disfrutaba de un respeto incomparable al concitado por la ciencia ficción posterior originada en los pulps comerciales
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Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto HAR2015-65957-P del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España.
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estadounidenses. Un indicio de ello es su buena recepción crítica, que repasamos en el caso de la novela utópica española en el capítulo del presente volumen dedicado a la narrativa fictocientífica hasta 1953. Otro indicio más decisivo y trascendente es el hecho de que algunos de los representantes más aclamados del modernismo literario en diversas literaturas europeas, tales como Felix Aderca, Ferdinand Bordewijk, Karin Boye, Mijaíl Bulgákov, Karel Čapek, Alfred Döblin, Aldous Huxley, Frigyes Karinthy, Filippo Tommaso Marinetti, André Maurois, George Orwell, Pedro Salinas, Antoni Słonimski, Franz Werfel o Yevgueni Zamiatin, escribieran ficciones científicas que han perdurado como obras maestras suyas y de su tiempo. Todos ellos se habían ajustado a sabiendas al patrón consagrado sobre todo por Wells dentro de la institución literaria. En lugar preeminente de tal patrón figuraba un novum de carácter técnico o científico, cuyas consecuencias se desarrollan de forma coherente y racional (o que aparenta serlo) en el curso de la acción con el fin de presentar una visión especulativa de la sociedad y la humanidad a través de la perspectiva de un tiempo o un lugar extraño, aunque verosímil si se aceptan las premisas intelectuales de la historia presentada. La inmensa mayoría de estos maestros del scientific romance moderno y sus equivalentes nacionales exploraron las posibilidades estéticas, conceptuales e ideológicas de la modalidad literaria que nos ocupa mediante la narrativa extensa o breve. Sin embargo, esta no fue el único vehículo para este tipo de ficción especulativa, ya que esta se manifestó también a través de poemas y, sobre todo, obras dramáticas. Entre los autores antes mencionados, Bulgákov, Marinetti y Čapek escribieron algunas obras teatrales de ficción científica. La más famosa e influyente de ellas fue, sin duda, la titulada R.U.R. (1920), de Čapek, cuyos méritos van mucho más allá del hecho anecdótico de haber introducido la palabra robot en inglés y en muchos otros idiomas. Este drama es quizá también el ejemplo más representativo de la ficción científica teatral por su enorme resonancia internacional. De hecho, Čapek es uno de los muy escasos dramaturgos que hayan conseguido imponerse en las tablas con un drama de esta modalidad. En la práctica, el tratamiento escénico y dramatúrgico serio de los temas de la ciencia ficción se ha visto obstaculizado a menudo por
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la creencia muy extendida de que las limitaciones físicas de la escena impiden presentar de forma plausible las perspectivas fictocientíficas, pese a la variedad de soluciones ensayadas. A diferencia del cine, era generalmente bastante difícil recurrir en el escenario a efectos visuales que pudieran fundar la verosimilitud del extraño mundo ficticio representado ante un público acostumbrado aún a los procedimientos escénicos caracterizados por el ilusionismo realista. Por ejemplo, según Klaić, “setting the dramatic action in the future requires such an extensive reliance on imagination that the intelligibility and plausibility of the vision could be undermined” (1991: 45), por la razón siguiente: [T]he fantasy of the future acquires a certain degree of specification and physicality on the stage; the world of the future is to be revealed as a functioning world in the performance. As abstract as the rendering on stage might be in the text of any play of the postrealist dramaturgy, it still possesses a higher degree of concreteness, an inherent mimetic quality (even if a very fantastic and elusive one), compared to the convenient ambiguity affordable in narrative fiction. This pressure to give specific explanations and descriptions might well influence the authors to avoid the future as the time frame in drama (46).
Como consecuencia, “there are a very few plays, both older and contemporary, that do have their entire action, or at least most of it, explicitly placed in the future” (45), entendiendo como tal futuro un porvenir lejano. Esta afirmación es quizás exagerada. Entre las obras teatrales clasificadas en la ciencia ficción enumeradas por Willingham (1994: 149-192), muchas están ambientadas en siglos futuros, como las breves parábolas dramáticas tituladas conjuntamente Farfetched Fables (1950), de George Bernard Shaw. En España, también existen varias obras que han subido a las tablas y presentado visiones de un hipotético porvenir del mundo, aunque su falta de éxito de público no hace sino confirmar la sospecha de que, en efecto, resulta en extremo difícil hacer verosímil ante los espectadores una acción futura en un escenario cuya concreción lo ancla decididamente en el presente, cuyos objetos y actores el espectador puede ver frente a sí en su realidad material, en su
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carne, sin la frontera semiótica que entraña la pantalla cinematográfica y su bidimensionalidad, frontera que subraya su artificio, su ficcionalidad. Mientras que la cultura histórica y los signos de la pertenencia al pasado (lenguaje, indumentaria, etc.) permiten anular ilusoriamente el presente del escenario y transferir al público asistente a un espacio pasado conocido o, al menos, fácilmente cognoscible, el presente opone una resistencia mucho mayor al futuro que se desea representar y de ahí la escasez de teatro serio de ciencia ficción, en contraste con el cine, así como su fracaso cuando ha intentado rivalizar con esto mediante el uso de una espectacularidad exagerada, sobre todo en los decorados.2 Los obstáculos por superar eran demasiado grandes para la mayoría de los dramaturgos y los espectadores. Una posible solución era escribir ficción científica en forma dramática, pero no destinada originalmente a la representación teatral. Un ejemplo puede ser Back to Methuselah (1921), de Shaw, cuya enorme extensión hace escasamente viable su puesta en escena con fidelidad, pero sirve para pintar con detalle la evolución humana, según el voluntarismo lamarckiano del autor, en diferentes momentos del porvenir. Pese a su mole, llegó a ponerse en escena tempranamente, adaptada (en el Theatre Guild de Nueva York, en 1922), gracias a la excelente reputación de Shaw como dramaturgo, mientras que obras contemporáneas de alcance y longitud similares casi nunca han tenido la misma fortuna. Otra manera de superar las limitaciones escénicas era aplicar una técnica dramática probada comercialmente a un asunto fictocientífico, de manera que la dificultad de comprensión que este había de suponer para los espectadores medios pudiera aceptarse gracias a su integración en modalidades teatrales convencionalizadas e inteligibles sin gran esfuerzo. La comprensión también resulta facilitada por el aspecto familiar del resto de los elementos dramáticos, fácilmente reconocibles tras su probado éxito de público y su integración
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“Since the physical boundaries of the theater limit spectacle, science fiction in the theater must be kept simple if it is to succeed as drama” (Krupnik, 1992: 200). El éxito de las obras dramáticas fictocientíficas de Karel Čapek y Enrique Jardiel Poncela abundan en este sentido.
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en modalidades comerciales: los cantables y la música en el teatro musical, el amor y la sexualidad convencionales en el sentimental, el humor verbal y situacional en el cómico, etc. Estos elementos diluían lo propiamente fictocientífico y lo hacían asimilable. Naturalmente, esto no quiere decir que el procedimiento no fuera acertado en alguna ocasión. Enrique Jardiel Poncela demostró que el amplio recurso a lo burlesco e incongruente, típico del teatro de humor vanguardista de éxito en la España de las décadas de 1930 y 1940, no tenía por qué ser incompatible con un tratamiento respetuoso e inteligente de las perspectivas especulativas abiertas por el novum imaginado, ni siquiera con la propia complejidad de las paradojas cronológicas. No obstante, su éxito se debió seguramente al propio genio del autor, más que a la eficacia del procedimiento, pues su positiva acogida en la escena comercial, incluso en nuestro tiempo, no deja de ser una excepción. La historia de la ficción científica teatral en la España de la primera mitad del siglo xx es, en gran medida, la historia de un fracaso. Pese a ello, nunca faltaron las tentativas, algunas de ellas muy originales e interesantes. Por lo demás, la fortuna teatral de la literatura dramática no deja de ser un aspecto ligado más a la sociología que a la literatura. Como entendieron varios autores españoles, la literatura dramática tiene su viabilidad propia, independiente de las circunstancias cambiantes de la escena. No necesitamos ver sobre las tablas Back to Methuselah, cosa por lo demás casi inconcebible dada su duración, para apreciar su valor como artefacto lingüístico, especialmente si consideramos el hecho de que sus acotaciones son también textos literarios, que se pierden como tales en la representación. Por ello, la ficción científica dramática ni coincide ni necesita coincidir con el teatro de ciencia ficción ni tampoco depende de este. Por lo demás, numerosas obras representadas se publicaron también en forma de libro. Este hecho demuestra que se dirigían también a los lectores, que pertenecían a la literatura, a la ficción científica literaria que aquí nos interesa. Por lo demás, la lectura de literatura dramática, e incluso de obras tan decididamente comerciales y escénicas como las de la zarzuela, era algo bastante común en la época que abordamos, ya que los libretos se solían publicar. Se sabía perfectamente que el teatro podía leerse. De hecho, la práctica de la lectura de obras representadas
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poco antes de la publicación era tan común que se le dedicaron colecciones periódicas de amplísima tirada, como El Teatro Moderno y La Farsa. Por todo ello, en la presente historia serán los textos dramáticos de ficción científica los protagonistas, sin importar que se escribieran para representarse o simplemente para leerse en un volumen, a falta de viabilidad práctica en la coyuntura teatral de su tiempo.3 Tampoco importará que tuvieran éxito de público, porque tal cosa no es indicación alguna de su interés literario y, como se señaló arriba, una obra dramática fictocientífica con plena viabilidad literaria ha chocado con
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La existencia de una literatura dramática destinada a la lectura (teatro para leer) suscita problemas de delimitación respecto a géneros discursivos distintos, pero que presentan características formales semejantes, como el diálogo especulativo o filosófico, que a veces se presenta con didascalias teatrales escritas (acotaciones, indicación expresa de los interlocutores mediante su nombre antes de sus réplicas, etc.). Este es el caso, por ejemplo, de los diálogos recopilados por Andrenio (Eduardo Gómez de Baquero) en su libro Guignol (1929), entre los que figura uno fictocientífico, “La extraña máquina”. Este versa sobre el anacronópete imaginado por Enrique Gaspar, esto es, la primera máquina del tiempo, que ahí se presenta como un objeto realmente existente en el mundo ficcional del diálogo, en el que uno de los interlocutores afirma que habría que modificarla para hacerla capaz de moverse también hacia el futuro. La diferencia fundamental entre el teatro para leer y los diálogos de este tipo es que la ficción dramática expone una historia que se desarrolla en el tiempo, mientras que en esos diálogos se confrontan ideas en un marco ficcional sin que del texto se desprenda una historia, por lo que puede afirmarse que se trata de un subgénero de ficción argumentativa dialogada. No obstante, existen ejemplos más difíciles de clasificar, como “El tractor del porvenir, ¡la pulga!” (Por qué se puso Eva el clásico pámpano, 1925), de Enrique González Fiol, diálogo de aspecto teatral en el que alternan las conversaciones sobre unos experimentos realizados por un científico sobre pulgas, para dotarlas de las características de los elefantes, y la presentación de sus tragicómicas consecuencias (mediante el diálogo, pero también a través de la reproducción de una noticia de prensa). Otros textos españoles fictocientíficos de este período se presentan como diálogos puros, sin didascalias, como el de un profesor del futuro con su alumno acerca de las malas condiciones sociales que sufría el pueblo llano en torno a 1900, imaginado por Azorín (José Martínez Ruiz) en “Diálogo filosófico: La prehistoria” (1905), luego incorporado como “Epílogo futurista” a la segunda edición (1919) de su tratado El político (1908), y el diálogo, preñado de humor negro, escrito por Eduardo Bertrán Rubio, en el que su inventor presenta a un industrial “Un invento despampanante” (1906).
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demasiada frecuencia con prejuicios arraigados en la práctica y el consumo teatrales, además de con las propias limitaciones impuestas a la imaginación por el escenario. El teatro de la imaginación no está sujeto a tales miserias y, en consecuencia, puede apreciar obras dramáticas que ni siquiera han subido nunca a las tablas, como es el caso de varios ejemplos destacados del teatro utópico español.
2. La ficción dramática utópica Antes de interesar a los escritores con mayor ambición literaria en sus dramas, había sido relativamente común en el teatro industrial la puesta en escena de mundos utópicos, esto es, de mundos ficticios cuya organización y habitantes difieren de los realmente existentes en el pasado o en la actualidad, en el propio país o en los lugares reales más lejanos. Tal vez a raíz de la popularidad de las obras de aventuras científicas de Julio Verne, algunas de las cuales se adaptaron a la escena en Francia en forma de operetas de gran espectáculo (por ejemplo, Voyage à travers l’impossible, del propio Verne y Adolphe Dennery, estrenada en 1882), la ficción dramática utópica lato sensu tuvo un gran desarrollo en España dentro de la zarzuela. La búsqueda de la vistosidad espectacular, la apertura de este teatro musical a lo fabuloso e irreal y el carácter cómico, que admitía la sátira más dura si en ella dominaba lo festivo, fueron factores que pudieron favorecer la fantasía especulativa de los libretistas. Ferrera (2015) ha estudiado el utopismo en la zarzuela en un útil panorama histórico que describe brevemente obras del teatro musical español de la segunda mitad del siglo xix y primeros años del xx clasificables en la larga tradición del viaje imaginario a islas y territorios habitados por poblaciones con costumbres extrañas y un sistema sociopolítico distinto a los mundanos conocidos,4 en la anticipación en
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Por ejemplo, La isla de San Balandrán (1862), de José Picón; El Potosí submarino (1870), de Rafael García Santisteban; De Madrid a la Luna (1886), de Carlos Ruiz de Cuenca; La isla de los Suspiros (1910), de Manuel González de Lara; La Tierra del Sol (1911), de Guillermo Perrín, y Las corsarias (1919), de Enrique Paradas.
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general5 o en la ficción científica temprana sobre inventos extraordinarios.6 En muchas de ellas puede observarse una tendencia izquierdista, que se manifiesta en la simpatía que inspira el movimiento obrero y sus reivindicaciones, así como en la crítica frecuente de las taras políticas de aquel tiempo, desde el caciquismo hasta el excesivo poder clerical. Este progresismo no ha de resultar sorprendente. Se trataba de un teatro popular que reflejaba a veces las preocupaciones y deseos populares. La ambientación utópica podía servir, junto con el humor, para transmitir un mensaje inconformista sin atacar frontalmente a los poderosos, pero sin olvidar la pertinencia, reconocida por los autores y por su público popular, de las luchas sociales. Estas encontraron su reflejo en una comedia fantástica de esta época, Castillo de naipes en el planeta Juno (1891), de Francisco Ramos de Pablo, en la que se pone en escena una revuelta en favor de un nuevo orden socialista en dicho planeta (más bien asteroide), pero la amenaza de una intervención del ejército aborta la revolución iniciada. Este proceso político se presenta con suma superficialidad y escasa pericia teatral. Las zarzuelas de asunto especulativo recordadas representan un teatro fictocientífico temprano más bien primitivo en sus procedimientos literarios, si bien fuerza es señalar que el texto solía subordinarse al conjunto musical, especialmente en los cantables, a menudo
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Por ejemplo, El siglo que viene (1876), de Miguel Ramos Carrión; Madrid en el año 2000 (1887), de Guillermo Perrín y Miguel de Palacios; La magia negra (1898), de Mauricio Gullón; Regeneración (1904), de Manuel Fernández Palomero, y ¡Madrid separatista! (1908), de Salvador María Granés. El arca de Noé (1890), de Enrique Prieto, y El dirigible (1911), de Emilio González del Castillo. No hay que olvidar a este respecto que Enrique Gaspar escribió su novela El anacronópete primero como una zarzuela, cuyo texto, conservado en la Biblioteca Nacional de España, continúa inédito. Otro ejemplo decimonónico, no perteneciente al teatro musical, de obra dramática sobre un invento extraordinario es el “pasillo inverosímil con ribetes de filosófico en un acto y en verso” estrenado en el teatro Español, de Madrid, el 12 de octubre de 1878, Enmendar la plana a Dios, de Eduardo Zamora y Caballero, sobre la invención por un boticario de un elixir para resucitar a los muertos, que no puede aplicar debido a la resistencia y amenazas de los vivos, escasamente deseosos de ver retornar a los fallecidos por la presión que estos supondrían para el tejido familiar y social.
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ripiosos. El advenimiento de una dramaturgia utópica literariamente refinada coincide con la aclimatación española de la novela utópica paralela al scientific romance, gracias sobre todo a la labor de los llamados chicos de Londres (Martín Rodríguez, 2011b), esto es, los jóvenes novecentistas que se trasladaron a esa ciudad para ampliar horizontes y que se familiarizaron allí con aquella modalidad literaria. El primero en llegar a la capital británica y en regresar luego a España fue Ramón Pérez de Ayala, el cual también fue el pionero en seguir el modelo wellsiano con fidelidad y acierto gracias a una curiosa patraña burlesca dramática para leer titulada Sentimental Club (1909). A pesar de su brevedad, es una obra importante. Se trata, en efecto, de uno de los primeros y más claros ejemplos de la distopía moderna, mucho antes de que los experimentos totalitarios que asolaron el siglo xx se hicieran realidad e inspiraran imágenes literarias de pesadilla sociopolítica. Su patraña era efectivamente tan profética que el autor apenas tuvo que alterar el contenido de su ataque al colectivismo forzoso al reescribirla con el nuevo título de La revolución sentimental (1929), en una época en que el terror rojo era notorio para todos aquellos a quienes no habían cegado las ilusiones utópicas suscitadas por la propaganda soviética. La acción de la obra se desarrolla en un futuro lejano en que toda la humanidad está sujeta a un régimen comunista tan radicalmente igualitario que se ha suprimido cualquier diferencia en el vestir o el aspecto. Hasta la reproducción sexual se ha eliminado tras un condicionamiento secular en esta sociedad tecnológicamente avanzada, pero emocionalmente vacía. La represión sistemática del sentimiento ha hecho perder hasta la conciencia de su existencia y la humanidad es un ente pacífico y obediente en todo al poder. Sin embargo, la revolución sentimental llegará después de que un historiador acceda a los documentos del bárbaro pasado y los enseñe y explique a un grupo de hombres y mujeres que redescubren gradualmente, guiados por él, los goces del amor romántico, junto con los de los pecados capitales, desde una perspectiva más bien tradicionalista en lo relativo a las relaciones entre los sexos. Aunque el final es abierto, ya que solo se describe la preparación ideológica de la revolución, se entiende que va a triunfar. A diferencia de la mayoría de las distopías, no hay ni catarsis trágica ni una atmósfera opresiva. El tono es más bien ligero,
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efectivamente burlesco, como si Pérez de Ayala hubiera deseado advertir placenteramente a sus lectores, en vez de impresionarlos con una visión del horror totalitario. No obstante, su inteligente descripción de un sistema en el que “any form of sexual activity other than that sanctioned by authority is seen as inherently subversive. [...] It is the instinctual, spontaneous, uncontrollable quality of sexual desire that makes it a threat to officially imposed conformity” (Ferns, 1999: 122) recuerda dignamente las distopías clásicas posteriores de Aldous Huxley y George Orwell, por ejemplo. El carácter precursor es especialmente claro respecto al mundo feliz de Huxley, que era amigo del autor desde sus años de Londres y que, por cierto, sabía leer bien el castellano. En cualquier caso, Pérez de Ayala la tuvo en la suficiente estima como para recoger en Argentina la segunda versión, junto con un par de relatos, en un volumen titulado La revolución sentimental en una fecha tan tardía como 1959. Las dos ediciones anteriores habían aparecido en colecciones periódicas, en El Cuento Semanal y La Novela de Hoy, respectivamente. Pese a su aspecto británico en general, señalado hasta por el título en inglés, Sentimental Club presenta también elementos costumbristas, patentes en las muestras del pasado elegidas por el historiador antitotalitario, que remiten a las modas y éxitos musicales del período de la obra en España. Estos elementos matizan, sin rebajarlo en exceso, el cosmopolitismo de la obra perezayalina. Por esa vía lo seguirá años después otra obra dramática que conjuga temas universales con un recurso de formas estéticas nacionales, por no decir castizas. Se trata de El pedigree, de Ricardo Baroja, una extensa comedia que adopta más decididamente que Pérez de Ayala el registro cómico, e incluso carnavalesco, para burlarse sin piedad de los ideales eugenistas de su tiempo. En un futuro lejano, un madrileño contemporáneo llamado Medoro llega al Gineceo, el sitio donde una organización claramente autoritaria está preparando el advenimiento del superhombre eugénico gracias al apareamiento controlado de sus jóvenes moradores, físicamente perfectos. Fiel a su nombre, la atmósfera del lugar es manifiestamente neoclásica e idílica en apariencia. La presencia del viajero (o superviviente atávico) del pasado desempeña un papel similar al de John Savage en Brave New World (1932), de Huxley, pero hay
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una gran diferencia en el carácter de ambos personajes. En la obra de Baroja, Medoro dista de tener los rasgos positivos del inadaptado inglés al mundo del futuro. Los de Medoro son más bien el egoísmo, la lujuria incontrolada y la vulgaridad típica de los machos de su origen geográfico, según la perspectiva adoptada en El pedigree. El representante del pasado difícilmente podía servir de modelo frente a un porvenir que, de todos modos, era tan poco utópico como el ideado por Huxley, a juzgar por el uso de las personas como ganado reproductor en pos de un ideal tan dudoso como el representado por el Übermensch anhelado por Friedrich Nietzsche en sus poéticos delirios. De hecho, Zoroastro, esto es, el equivalente español del alemán Zarathustra, es el hombre superior esperado, el cual acabará llegando, aunque no de la manera planeada por los creadores del Gineceo: no será sino el descendiente de Medoro y de la única hembra del gineceo que consideran digna de él, una gorila. De esta manera, doctrinas científicas y filosóficas muy influyentes se ridiculizan francamente en El pedigree, obra cuyo humor no es seguramente muy sutil, sino más bien de un carácter hiperbólico casi expresionista, en el sentido habitual de esta palabra. Desde este punto de vista, no se puede comparar con la calidad irónica de Back to Methuselah (1921), una obra que podría citarse como similar formalmente a El pedigree, pero ideológicamente opuesta a esta. Sin embargo, la brocha gorda utilizada con profusión por Baroja no debe considerarse un indicio de una escritura inferior a la del célebre dramaturgo angloirlandés en este caso, sino el resultado de un procedimiento literario muy distinto. Aunque Baroja conocía bien la ficción científica inglesa, y probablemente también la obra de Shaw, cuyo prestigio era grande también en España, optó más bien por escribir una pieza en el estilo de los experimentos de su amigo Valle-Inclán en la estética de lo grotesco. Como en los esperpentos, los personajes de El pedigree son marionetas tragicómicas que evolucionan en una realidad distorsionada que refleja burlesca y eficazmente los horrores de la sociedad contemporánea y la incoherencia profunda de sus bases ideológicas y morales. Estas obras no carecen de una ironía amarga, pero su risa remite en primer lugar al dechado de François Rabelais. El pedigree es, pues, un esperpento, quizá el único auténtico no escrito por Valle-Inclán, el cual
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reconoció implícitamente el mérito de Baroja al escribir un prólogo laudatorio para la primera edición de la obra en forma de libro, publicado en 1926. Este recibió reseñas muy positivas de Cipriano Rivas Cherif (1926) y Eduardo Gómez de Baquero, quien elogió su “vena irónica” (1926), ligándolo de esta forma a la clase de ficciones científicas que, evidentemente, prefería. Por su parte, Rivas Cherif examinó la obra sobre todo como una muestra de teatro innovador que, lamentablemente, no había podido encontrar el sitio merecido en la escena, pese al interés mostrado por Luigi Pirandello, quien había anunciado su estreno en Roma por su propia compañía. El dramaturgo italiano había leído la primera y más breve versión de la obra, aparecida en la prestigiosa Revista de Occidente entre junio y agosto de 1924. Por desgracia, el Teatro de Pirandello tuvo que cerrar por falta de fondos antes de llevarla a escena y Baroja tuvo que conformarse con publicarla como obra dramática para leer, incluyendo elaboradas acotaciones al modo de las de Shaw o, más directamente, Valle-Inclán. El pedigree no parece haberse estrenado todavía y no es tan conocida hoy como merece. En cambio, el mismo año en que se publicó su primera versión, el tipo de teatro utópico moderno y europeo ilustrado por Pérez de Ayala y Baroja subió por fin a las tablas en Madrid. La titulada 1945: comedia del porvenir, de Honorio Maura, se estrenó en el teatro Fontalba, de Madrid, el 28 de diciembre de 1924, con escaso éxito de público, pese al relativo convencionalismo comercial de su lengua y situaciones, con enredo amoroso incluido. Además, la obra explotaba un tema muy actual, tanto en la sociedad como en la literatura. La primera ola del feminismo estaba ya exigiendo la igualdad legal y política, amén de la laboral. En el marco de la ficción utópica española, algunas de las narraciones mejor recibidas de esos años abordaron la posibilidad de sociedades gobernadas por mujeres en las que los varones estarían sometidos al mismo régimen de inferioridad en la sociedad pública que sufrían realmente las mujeres en España y en casi todo el mundo. De hecho, 1945 coincide con El paraíso de las mujeres (1921), de Vicente Blasco Ibáñez, y La jirafa sagrada (1925), de Salvador de Madariaga, en presentar un orden social en el que las mujeres han pasado o pasan a monopolizar de hecho y de derecho los resortes del poder, aunque con una mayor impresión
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de realismo en la comedia de Maura por la ambientación en la propia España y la cercanía cronológica de la anticipación. En 1945, van a celebrarse elecciones y el Partido Feminista Integral se da por ganador. Los dos primeros actos constituyen un animado juego electoral, en el que intervienen tanto las intrigas amorosas como las financieras. En el tercero, ya transcurridos unos años, la jefa del mencionado partido feminista preside el Gobierno. Una política de afirmación femenina ha limitado el número de varones en las profesiones no relacionadas con el orden público, les ha prohibido conducir, etc. Los varones, que han constituido un movimiento masculinista, se declaran en huelga para defender sus derechos, liderados por el marido de la presidenta del consejo. Al final, la oportuna reconciliación matrimonial evita la represión prevista y abre la perspectiva de la igualdad para ellos, mientras siguen gobernando ellas. El matrimonio protagonista tomará las decisiones públicas de común acuerdo, con lo que el final, que se entiende feliz, supone una bicefalia ejecutiva que simboliza la nueva igualdad genuina de ambos sexos. En aquellas circunstancias, y pese a una visión tópica de la mujer coqueta y preocupada por la moda, que parece aquí deberse a un intento de arrancar la sonrisa gracias a la prolongación de estereotipos probablemente comunes entre el público, puede pensarse que 1945 era una comedia feminista, pues se observa que las mutaciones sociales se producen en el respeto de las normas democráticas y de los equilibrios entre grupos de interés y de poder, cosa no banal en un período en el que Miguel Primo de Rivera había puesto fin a la democracia parlamentaria. No obstante, Honorio Maura no comenta tanto la situación española como una cuestión tan internacional como era la de los derechos de la mujer. A este respecto, se mostraba más bien optimista, como correspondía al espíritu moderno y pujante de los años locos. La Gran Depresión de 1929 y la crisis política que aquejó a España por esos años acabarían con ese optimismo. El teatro utópico no tardaría en hacerse eco de ello. La burla política titulada Orestes I, de Felipe Ximénez de Sandoval y Pedro Sánchez de Neyra, se estrenó en el teatro Avenida, de Madrid, el 21 de noviembre de 1930. La obra responde a una concepción desencantada de la vida y la política. En vez de promover una tendencia política determinada como solución a los problemas
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del mundo o, al menos, como vía para conseguir una sociedad más justa, Orestes I avisa de las consecuencias futuras de la aplicación a rajatabla de cualquier doctrina que, prometiendo la utopía, podía volverse fácilmente en todo lo contrario, pese a las buenas intenciones. En esta burla, la sociedad ideal puede llegar gracias a un novum tecnológico: el invento por el químico Filipo de una sustancia capaz de inhibir completamente las ganas de robar, lo que habría de garantizar, de una vez por todas, la honradez real de la vida económica y política. Frente a las vacilaciones del Gobierno de la imaginaria y simbólica república de Farsalia, el político Orestes utiliza el arma definitiva del populismo para manipular una revolución en nombre de la obligación universal de tomar la pócima antirrobos. Sin embargo, no asume el poder, sino que espera a que se produzcan las consecuencias inevitables de toda sociedad perfectamente honrada, en la que no tiene cabida, en consecuencia, el juego económico del engaño como origen de la ganancia como fundamento del orden económico (capitalista en la obra). La crisis total resultante la solucionará Orestes al seducir a la hija del inventor y conseguir que esta y su madre persuadan al químico, realmente honrado, para que le entregue la fórmula. Una vez conseguida, nada le es más fácil que obtener el poder total como salvador de la patria, con el apoyo de las masas, que se dejan gustosamente manipular por él, hasta el punto de dejarle fundar una dinastía. Siglos después, la escena final nos traslada alegóricamente al tribunal de la Historia, ante el cual Orestes y Filipo contraponen sus actitudes y acciones. Como era de esperar, la Historia avala la versión del ganador y manda al científico bueno al muladar. Esta escena subraya, con su aparente cinismo insoportable, la falsedad culpable de las soluciones fáciles y definitivas que el populismo ofrecía ya a todos los males de la comunidad humana. Las dos alternativas, la reaccionaria y la revolucionaria, se presentan como igualmente nocivas a la larga para el pueblo en la obra, en la que solo Filipo y su esposa figuran como excepciones en un mundo profundamente corrompido, cuyos habitantes viven todos del robo y la mentira, pero también se dejan embaucar por cualquier caudillo demagogo, tal como el período de entreguerras había dado sobradas muestras en Rusia e Italia y estaba a punto de darlas en Alemania, Argentina y otros
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países. Orestes I era claramente un doble aviso contra el populismo que amenazaba con sumergir Europa. Por desgracia, en la España de 1930, con una tendencia a la democratización y un republicanismo cada vez más potentes, la obra no se estrenó quizás en el momento más oportuno. Además, su humor negro y su ironía cruel en el marco de una parábola fictocientífica en la línea de las de Pérez de Ayala y Baroja eran platos demasiado fuertes para el teatro comercial. Su carácter escénicamente renovador, sobre todo en el epílogo dramático metahistórico final, tampoco la hacía fácil de asimilar. Ni siquiera la crítica que más simpatizaba con el nuevo teatro moderno mostró demasiado entusiasmo ante la escasa adecuación de Orestes I a las exigencias habituales del arte dramático. Su olvido posterior ha impedido que se someta de nuevo al juicio de las tablas. En el de la lectura, no es quizá descabellado considerarla una de las mejores tentativas de transposición de la ironía inteligente y crítica de la mejor ficción utópica coetánea al lenguaje dramático pensado para la escena. Pese a la fama y la reputación de su autor durante la posguerra española, tampoco tuvo mayor éxito el último intento de hacer aceptar en un escenario a un público general una obra teatral de asunto utópico, o más bien distópico en este caso.7 El drama del futuro8 Otoño del 3006, de Agustín de Foxá, se estrenó en el teatro María Guerrero, de Madrid, el 11 de marzo de 1954, y fue un fracaso mayor si cabe que el de Orestes I. Los futuristas decorados de Cortezo, el vestuario no menos futurista y la puesta en escena tendente a lo fantástico, bajo la dirección de Alfredo Marqueríe, debieron de desconcertar a los espectadores (mal)nutridos por una dieta intensiva de comedias ligeras de tema amoroso y ambientación mundana contemporánea. Hubo pateo, mientras que la crítica se mostró aún menos comprensiva que la que se pronunció sobre aquella burla política en 1930. Este
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En 1938, Halma Angélico (María Francisca Ciar Margarit) estrenó en Barcelona una interesante adaptación dramática de una parábola política rusa con rasgos utópicos, Ak y la humanidad. Pese a su interés, el hecho de que se desarrolle en un mundo ficticio más alegórico que especulativo impide considerarla una obra fictocientífica, aunque tal vez sí especulativa. No obstante, el autor lo denominó “comedia utópica” en su “Autocrítica” (1954).
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fracaso pudo influir en la desaparición de la ficción utópica del teatro comercial español, aunque esto pudo deberse a que esa ficción ya se estaba extinguiendo en esos años, también en la narrativa. Otoño del 3006 da la impresión de ser una obra epigónica, en la que conviven diferentes cronotopos y técnicas no siempre bien conjuntados.9 La sociedad futura escenificada corresponde al tipo mecanizado, igualitario y emocionalmente aséptico que Pérez de Ayala había presentado en Sentimental Club, si bien con unos matices nuevos mediante los cuales se agilizaba la descripción y se intentaba acercar la obra a la sensibilidad del público, frente a la austeridad discursiva del teatro para leer de su predecesor, aun a riesgo de introducir elementos anacrónicos. Por otra parte, la misma variedad de elementos de distintas épocas corresponde al movimiento de la acción a lo largo del pasado, el presente y el futuro, lo que facilita los efectos irónicos por el contraste, así como la comparación de modelos de sociedad que, en Sentimental Club, por su brevedad misma y por la intención didáctica implícita, era más bien esquemática, aunque plenamente coherente con la premisa adoptada. Otoño del 3006 hace mayor hincapié en la búsqueda de lo cómico, aun a costa de restar eficacia disuasoria a la distopía dramatizada, al conflicto entre el Gobierno del año 3006 de la era cósmica, iniciada en 1947, y la fuerza humana de la emoción
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“Otoño del 3006 es una obra mestiza, en la que los motivos antiutópicos (la pintura de la sociedad del futuro y su carácter represivo patente en la manipulación cerebral de las primeras escenas del último acto) se combinan con otros que remiten a la ciencia ficción aventurera y a la pastoral, por solo citar a las que parecen más pertinentes en conjunto, pues el recurso de Foxá a la enciclopedia fictocientífica es tan amplio que parece como si hubiera querido aclimatar el mayor número posible de cronotopos fictocientíficos en el espacio y tiempo limitados de la representación teatral. Un análisis temático podría mencionar los robots, la telepatía, los dispositivos técnicos para moldear la mente, la fabricación de seres vivos, la criogenización, entre bastantes otros, en un despliegue que debió de parecer desconcertante. Si a esto se suma la variedad de registros dramáticos, apelándose unas veces a la risa y otras a la emoción, a la burla o a la poesía, de manera que los espectadores no sabrían cómo reaccionar, se entenderá seguramente hasta qué punto la apuesta de Foxá era arriesgada en el marco del teatro comercial madrileño” (Martín Rodríguez, 2009: 54).
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representada por el protagonista Alfredo, un hombre contemporáneo resucitado en esa fecha del futuro, lo que le confiere en este el mismo papel de supervivencia atávica que desempeñaba Medoro en El pedigree barojiano. Sin embargo, la diferencia entre ambos personajes es muy marcada, ya que el de Foxá acaba siendo un héroe. Tras observar el cariz de la civilización del cuarto milenio gracias a su función de visitante guiado por un representante del orden utópico, Alfredo dista de aceptar embobado las supuestas maravillas del porvenir y de su orden sociopolítico. Muy al contrario, reafirma sus propios valores humanistas y espirituales, así como su vitalismo reacio a la uniformización de las personas operada, de ser necesario, por un mecanismo moldeador de cerebros. Este dispositivo se aplica a los trabajadores de las ciudades subterráneas, a quienes se ha despojado de su individualidad y de sus derechos. El protagonista, que había escapado bajo tierra para no ser también moldeado, adquiere rasgos providenciales al persuadir a los obreros de que tienen una personalidad, un alma. Se inicia una revolución, que resulta triunfante tan pronto como los trabajadores paran las centrales de energía. Como consecuencia, todos los centros de tecnología avanzada y sus responsables acaban destruidos al mismo tiempo. Los supervivientes regresan a una prehistoria de manera tan súbita que parece clara una contracción del tiempo con fines de parábola. Ya sin tecnología, Alfredo y su amada, una señorita del futuro a la que había hecho descubrir el desconocido amor romántico y bautizado simbólicamente Aurora, vivirán en una nueva Arcadia antitecnológica y feliz, un nuevo inicio espiritualista que se opone al pesimismo de la historia imposible titulada Como era en un principio, de Jorge y José de la Cueva, que se había estrenado el 11 de mayo de 1951 en el Teatro Español de Madrid, con éxito mediocre. En esta obra interesante, aunque más bien discursiva y carente de la habilidad constructiva, de la variedad de la imaginación especulativa y de la gracia de lenguaje que salvan literariamente Otoño del 3006, no se plantea construcción utópica alguna que haya que promover o destruir. Es un elemento cósmico, un cometa apocalíptico lo que destruirá la superficie de la Tierra. Para garantizar un nuevo inicio, un científico construye un refugio hermético en el que una pareja humana pueda
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iniciar una nueva humanidad sin las lacras de la antigua.10 Desafortunadamente, al amor se impone una destructiva rivalidad masculina y ¡adiós, humanidad! Frente al paraíso ya presente en Foxá, un paraíso colectivo en el que conviven bajo la autoridad moral de Alfredo los supervivientes del derrumbamiento social, los hermanos De la Cueva ofrecen una Tierra quemada física y moralmente. Con todo, y como era de esperar en autores católicos en un tiempo oficialmente católico, se niega el corolario de la maldad intrínseca del ser humano que se desprendería de la trama. En lugar de ello, se echa la culpa al científico materialista y anarquista que había construido el refugio con un ánimo soberbio de enmendarle la plana al Creador, de proceder a un experimento definitivo de ingeniería social aprovechando la catástrofe, sin despejar la duda de si las cosas habrían podido salir mejor si hubiera construido la cabina para una comunidad mayor. De esta manera, Como era en un principio elude la posible dimensión utópica para integrarse en una serie respetable de obras dramáticas que giran en torno a las consecuencias, trágicas o cómicas, de la labor innovadora de un científico en su vida y en la de su prójimo más cercano.
3. Inventos extraordinarios en la escena En el teatro utópico, las características de la sociedad hipotética presentada pueden deberse a la adopción de diversas tecnologías, pero la trama se centra rara vez en un invento en concreto. En cambio, hubo una tradición fictocientífica alternativa en la que la invención adquiere el mayor protagonismo y determina la vida de una o varias personas, sin que ello tenga grandes repercusiones en la sociedad en general. La potencial dimensión colectiva del novum se pasa por alto, porque lo que interesa a los dramaturgos es exponer una trama privada con la
10 Un precedente español del motivo del cometa destructor de la humanidad, de la que solo se salvaría una pareja, figura en el cuento de Emilia Pardo Bazán “Cometaria” (1908), aunque en esta narración se trata de una fantasía del narrador homodiegético.
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originalidad añadida del atractivo para la imaginación de la tecnología fantástica, aunque racionalmente concebida. Esta tecnología puede desempeñar también la función de introducir una variante inédita en temas tradicionales, como el amor. Un ejemplo señero es L’Ève future (1886), de Auguste de Villiers de l’Isle-Adam, obra en la que la invención por Thomas Edison de un androide femenino o ginoide se inscribe en el viejo tema de la búsqueda de la mujer ideal. Este ideal lo representa la ginoide, cuyo carácter artificial le permite estar libre de las supuestas debilidades de la carne femenina, si bien el hecho de estar dotada también de un alma superior distingue a la Eva futura de tantas otras mujeres artificiales concebidas como muñecas sexuales perfeccionadas para varones rijosos o como seres amenazantes y monstruosos debido a su falta de humanidad. Dos de estas bellas muñecas sin alma protagonizaron sendas obras teatrales españolas escritas en el mismo período, tras el fin de la Gran Guerra y la explosión de las vanguardias. Las dos no podían ser más opuestas en técnica dramática y ambición literaria, pero coincidían en su visión más bien misógina de la mujer mecánica. La primera se estrenó el 24 de diciembre de 1918 en el Teatro Reina Victoria, de Madrid. Se trataba un pasatiempo cómico-lírico titulado La mujer artificial o La receta del Doctor Miró y era una obra en colaboración de Carlos Arniches y Joaquín Abati. Pese a ser teatro musical, la obra se distingue por el mayor peso de la prosa hablada, aunque no por ello debemos esperar mayor profundidad en el tratamiento del complejo argumento. El acaudalado protagonista pide al doctor Miró que le fabrique una mujer artificial que lo ame y no lo engañe con otros. La bella ginoide resultante tendrá el carácter que desee el dueño, pues diversas sustancias pueden moldear su proceder. Sin embargo, la fidelidad femenina solo puede conseguirse por medios sobrenaturales, en este caso recurriendo a la flecha del dios Cupido, ahora en poder de Lucifer. Por ello, la obra pasa a desarrollarse en el infierno, que tiene el aspecto de una moderna ciudad norteamericana, con los rascacielos hundidos en lugar de elevados. A partir de ahí, la obra pierde todo carácter fictocientífico y se convierte en un complicado vodevil sobrenatural y moralista, al final del cual resultan castigados todos aquellos que pretenden manipular los sentimientos
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de los demás, incluido aquel que había encargado la ginoide. Esta se encuentra en su elemento en el infierno, no sabemos si por mujer o por artificial. La obra es tan deliberadamente superficial que apenas exige buscarle mensajes ocultos. Se trataba simplemente de reírse un rato, para lo cual contribuía asimismo el lenguaje chistoso y de facilona vulgaridad, propio de Arniches, que en esta obra destaca por una fantasía poco común en un autor tan chatamente costumbrista hasta en sus mejores momentos. La mujer artificial vale sobre todo por ser indicio de la popularización del cronotopo de las personas fabricadas, que la obra explota sin mayores pretensiones. Las pretensiones no le faltaban precisamente al autor de la siguiente obra dramática española con muñecos tecnológicos. Jacinto Grau rara vez tuvo éxito de público con sus muy ambiciosos dramas, en los que una prosa acartonada y retóricamente convencional intenta vanamente quedar a la altura de la dignidad de leyendas literariamente prestigiosas (el conde Alarcos, Don Juan, etc.). Las subidas ambiciones artísticas del autor, no servidas por una pericia teatral y lingüística acorde con ellas, estorban igualmente el aprecio de El señor de Pigmalión, su drama más conocido, y explican que tampoco tuviera éxito al estrenarse en Madrid el 18 de mayo de 1928, pese a las buenas condiciones artísticas de la representación y a haber triunfado en traducción en París en 1923 y en Praga en 1925, gracias a Čapek, quien debió de apreciar los puntos comunes con su R.U.R. En España, había tenido que conformarse con ser teatro para leer desde su publicación en 1921 y así ha quedado después, pese a la considerable atención que le ha dedicado la crítica académica, ediciones críticas incluidas (Peral Vega, 2009). Aunque López-Pellisa ha argumentado de manera convincente que los muñecos creados por Pigmalión no son marionetas, sino autómatas y fantoches tecnológicos (2013a), estos no generan ninguna dimensión especulativa en la obra. De todos los usos que tal invención podía tener, Grau se limita al que lo obsesionaba como hombre de teatro reincidente y continuamente frustrado, y el teatro es central en la obra, cuyo uso de la escena se acerca a experimentos renovadores de su tiempo. Los muñecos mismos se ajustan a las ideas teóricas sobre el arte teatral de Edward Gordon Craig y su consideración de
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los intérpretes como supermarionetas, por lo que El señor de Pigmalión guarda una relación indudable con la modernidad internacional contemporánea. De hecho, los fantoches sirven para sustituir a los actores de carne y hueso, de manera que la subjetividad de estos no introduzca elementos espurios en la plasmación escénica de la creación del dramaturgo. Pigmalión es el director de escena todopoderoso al servicio de una concepción extrema de la importancia de su papel en el hecho teatral. Su ansia de control se manifiesta incluso en el desdén de los teatros profesionales en favor de un teatro ambulante y escénicamente pobre, un carretón ambulante. Sin embargo, tal control tiene consecuencias tanto artísticas como éticas. El carácter mecánico de los actores determina que tengan un registro limitado, que solo puedan ser tipos tradicionales y no personajes con una psicología ilusoriamente rica. Pigmalión fracasa artísticamente desde el principio debido a la tosquedad de su teatro, igual que lo hará moralmente debido a su deseo de controlar también las iniciativas individuales de sus muñecos inteligentes, que reprime con violencia. Además, es un amo defectuoso, que acaba dominado por su enamoramiento de la muñeca hiperfemenina, al parecer sobre todo por sus defectos (caprichosidad, variabilidad de humores, belleza física como arma y fundamento de valor, dotes manipuladoras, etc.), que no dicen nada bueno de la idea que se hace el autor de la mujer. Esta Galatea de la farándula acabará llevando a Pigmalión a la destrucción. Tras su asesinato por el menos inteligente de los muñecos, es de imaginar que estos quedarán libres para hacer de las suyas. Grau no sugiere su destino futuro. Una vez consumada la tragedia del protagonista humano como hombre y como artista, su invento no tiene mayor trascendencia. Si esto puede interpretarse como símbolo de una modernidad artística apenas interesada en otra cosa que no sea la renovación meramente técnica de sus procedimientos, queda a la discreción de los lectores. En contraste con la escasa trascendencia futura de La mujer artificial y con la indiferencia del público ante el autismo moderno de El señor de Pigmalión, otras dos obras con inventos especulativos consiguieron alcanzar buena aceptación en los escenarios y una relativamente buena consideración crítica. Esto las convierte en los mayores éxitos del teatro fictocientífico en España, si bien con la ambigüedad
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que conlleva el hecho de que tal éxito pudo deberse sobre todo a la eficacia del lenguaje dramático de ambas piezas dentro del género de la comedia de humor. Cada una de ellas es, en efecto, un ejemplo logrado y representativo de los dos tipos principales de teatro cómico español renovador, tras el agotamiento progresivo de la fórmula costumbrista del sainete arnichesco. El primero en imponerse fue el astracán de Pedro Muñoz Seca y sus coautores, una forma dramática caracterizada por el hábil uso de la comicidad lingüística, a menudo con una gracia intemporal, derivada de la explotación de los recursos permanentes del idioma y de la observación de fenómenos sociales y humanos más allá de la anécdota, que podemos contraponer a la comicidad circunstancial (y ligada a realidades ya pretéritas) del sainete. El éxito nunca desmentido hasta hoy de parodias como La venganza de don Mendo (1918), mientras que otras parodias han caído en el olvido, demuestra la validez de esa nueva fórmula. Junto a esta obra, se han ido recuperando otras en las que Muñoz Seca experimentó con asuntos política y humanamente conflictivos, en cuyo tratamiento predomina una prosa preñada de retruécanos para arrancar la risa fácil, pero también unas situaciones burlescas que sirven para poner en solfa lo que se consideraba más serio, con un ánimo crítico contra determinadas pretensiones intelectuales. Un ejemplo de ello es La plasmatoria (1935), escrita en colaboración con Pedro Pérez Fernández. En esta farsa cómica, son las creencias espiritistas y teosóficas las que parecen el principal objeto cómico, pues se nos presenta a un burgués de pueblo aficionado a las evocaciones de espíritus. Su procedimiento artesanal se torna en científico cuando otro teósofo lo visita y enseña la plasmatoria, que no es sino un aparato para plasmar los espíritus de famosos fallecidos, dándoles consistencia suficiente para conversar con los vivos. El primer plasmado mediante tal aparato, que se presenta muy teatralmente como una caja llena de luces, es nada menos que Don Juan Tenorio. La resurrección del personaje da pie a amplios comentarios jocosos sobre las teorías de Gregorio Marañón relativas a la dudosa virilidad del personaje, así como a otros desajustes sociotemporales entre el plasmado y el mundo contemporáneo, de manera análoga al famoso guerrero del Siglo de Oro redivivo en la España de posguerra en la exitosa novela La otra vida del capitán
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Contreras (1953), de Torcuato Luca de Tena. Don Juan es una fuerza arrolladora que altera la vida sentimental y hasta política del pueblo grande en el que se desarrolla la acción, en medio del cómico temor de los personajes vivos, que no saben cómo librarse de tan engorroso personaje. Se recurre a plasmar a sabios antiguos, desde Salomón a Aristóteles y de Pitágoras a Colón, para que digan cómo desplasmar a Don Juan. Este solo querrá volver al otro mundo si sufre un desengaño, lo que no tardará en ocurrir, dado el cariz tan poco heroico del mundo contemporáneo en comparación con el suyo. La utopía conservadora encarnada en la figura de Don Juan ya no es posible sino como puro recuerdo cultural prestigioso. Hasta como amante resulta anacrónico, en definitiva, de modo que la obra puede entenderse también como un tratamiento iconoclasta de la materia donjuanesca, cuya falta de pertinencia queda eficazmente sugerida en su contexto. Sin embargo, no hay que olvidar que la reescritura de la leyenda solo es un elemento que sirve para motivar la sucesión de situaciones cómicas, para configurar una obra en la que la teatralización es sobresaliente, garantizando su éxito en las tablas no solo por la innegable gracia verbal. En esta teatralidad, el novum representado por la plasmatoria es fundamental, ya que el invento genera tanto la crisis desarrollada como su solución, con Don Juan desplasmado. Desde este punto de vista, se trata de una obra fictocientífica, aunque la innovación tecnológica se ponga al servicio de algo tan fantástico como los espíritus. Por razones parecidas, cabe clasificar en la ficción científica una comedia de gran éxito poco posterior. Esta corresponde a la otra gran vía de renovación del teatro cómico en España, la derivada del humor incongruente de “la otra generación de 1927”, formada por aquellos que intentaron, y consiguieron, hacer reír gracias al uso sin complejos de situaciones imaginadas por medio de procedimientos mentales opuestos al ejercicio de la razón en la medida en que se hace hincapié en lo absurdo, desde José López Rubio11 hasta Miguel Mihura. Antes
11 Este cultivó el nonsense o disparate sobre todo en su narrativa temprana, mientras que su teatro, escrito sobre todo en la posguerra, se caracteriza por la fantasía poética, sin elementos flagrantemente absurdos, en diversas comedias ligeras de
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de la Guerra Civil de 1936, lideró este grupo en los escenarios Enrique Jardiel Poncela, que había colaborado en Gutiérrez, uno de los órganos periódicos de este grupo de humoristas. Fue en sus páginas donde publicó en 1932 La sin título, en forma de cuento teatral, en principio no representable. Este texto acabó siendo la versión primitiva del primer acto de una obra teatral propiamente dicha, escrita por él con el asesoramiento de Gregorio Martínez Sierra, que se estrenó con éxito en el teatro Infanta Isabel, de Madrid, el 2 de mayo de 1936 como Morirse es un error. El estallido poco después de la Guerra Civil le quitó toda la gracia a ese título y la obra se conoce desde entonces, con algunos pequeños cambios textuales respecto a la primera versión estrenada, como Cuatro corazones con freno y marcha atrás. Su éxito no se ha desmentido en ocasionales reestrenos, seguramente debido a su extraordinario dominio de los resortes de la comicidad verbal y situacional. En cambio, se suele pasar por alto la importancia en esta comedia del novum tecnológico como elemento crucial, sin el cual no habría sido posible nada de lo que ocurre en ella. La inverosimilitud de las situaciones es un rasgo llamativo sobre todo en la superficie y se funda sobre todo en el tipo de lenguaje incongruente utilizado, mientras que el desarrollo de la acción se caracteriza por el rigor racional esperable en una obra fictocientífica, ya que todo lo presentado son consecuencias y efectos lógicos de la innovación tecnológica imaginada. Este novum es una sustancia que aporta la eterna juventud inventada por un científico extravagante en 1860. Una familia no menos extravagante la toma e igual hace el cartero, que pasaba por allí. Su efecto principal es detener definitivamente el envejecimiento. De esta manera, se solucionan los diversos y extraordinarios problemas de la familia, desde la joven cuyo marido desaparecido en un naufragio le impediría volver a casarse durante demasiados años hasta la solución de sus problemas económicos, gracias a unas pólizas de seguro que podrán cobrar décadas después. Los personajes y las situaciones parecen
asunto sentimental. En una de ellas, Diana está comunicando (1962), la protagonista, Diana, tiene poderes telepáticos, que sirven en la comedia para facilitar el final feliz fundado en la armonía amorosa de las parejas.
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a menudo descabellados, pero hasta los razonamientos más disparatados concurren a subrayar el valor y la realidad de la sustancia desarrollada por el científico, también como fundamento de una lógica distinta a la común: por ejemplo, el agente de seguros cree idiotas a los personajes por suscribir pólizas que solo podrían cobrar al cumplir más de ciento y diez años, mientras que los jóvenes saben que serán millonarios sin duda en los años veinte del siglo siguiente. Ocurre como habían previsto, pero no habían contado con las desventajas. Se sienten obligados a ocultarse en una isla desierta, escenario del segundo acto, para pasar desapercibidos. Allí sienten cada vez más el hastío vital de esa juventud, su aislamiento respecto al mundo que conlleva. La solución a ese problema existencial e histórico la encuentra el mismo científico gracias al invento complementario de otra sustancia capaz de rejuvenecer a los personajes, ya en 1935. Como consecuencia, los antiguos jóvenes eternos pasan a parecer tener menos edad que sus propios nietos, pues ningún otro miembro de la familia se ha sometido al doble experimento. Así se producen situaciones absurdas, como el hecho de que el nieto se enamore de la abuela o que el padre de aspecto juvenil amoneste a su hijo anciano, pero esa incongruencia de situaciones y roles es solo aparente, porque la discordancia de cursos temporales entre los personajes es lógicamente inevitable. Cuando la anciana-joven va a tener un bebé, observa que, también lógicamente dado su retroceso en edad, madre e hijo llegarán a ser ambos niños. Entonces se indica como posible salida otra pócima por inventar que invierta de nuevo la flecha del tiempo para los personajes en marcha atrás. Esta perspectiva introduce una confusión aún mayor de parentescos entre padres, hijos y nietos. Una alusión a esta complejidad disparatada en la vida real cierra la obra, cuyo nudo no se sujeta, pues, a un verdadero desenlace. De este modo, se reafirma la oposición entre la lógica fictocientífica y la vida cotidiana, que es el origen principal de la impresión de incongruencia. El autor consigue fundir magistralmente dos planteamientos literarios en apariencia contradictorios, lo absurdo y lo racional científico, en una obra teatral cuya complicación, bien resuelta mediante un final abierto, ilustra, tanto por su estructura como por su lenguaje dramático, la extraordinaria maestría
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del dramaturgo. Además, esta comedia demuestra la flexibilidad de la escritura fictocientífica, que Jardiel Poncela respeta rigurosamente. A diferencia de otras ficciones contemporáneas de vidas que transcurren al revés y en las que no se explica la causa del fenómeno, como “The Curious Case of Benjamin Button” (1922), de F. Scott Fitzgerald, u “O neno suicida” (A fiestra valdeira, 1927), de Rafael Dieste, Cuatro corazones con freno y marcha atrás justifica perfectamente su desarrollo a partir de una causa material y tecnológica. De ahí que no quepa seguir omitiéndola en cualquier historia del teatro fictocientífico, sobre todo si tenemos en cuenta que su éxito persistente de público y de crítica apenas si tiene rivales dentro de esa modalidad dentro y fuera de España. En mayor medida aún que La plasmatoria, esta obra demuestra que la práctica teatral comercial y la ciencia ficción no están reñidas, aunque tal vez haría falta un genio comparable al de Jardiel Poncela para conjugarlas plenamente. Desafortunadamente, su ejemplo no fue seguido después de 1939, de modo que la posibilidad abierta por él y, antes, por Muñoz Seca quedó sin explorar, al tiempo que naufragaba el teatro utópico con el fracaso de Otoño del 3006, el cual marcó el fin de la ficción dramática española de anticipación y novum, en la escena y en el libro,12 durante muchos años. Tras este largo hiato, casi se desvaneció el recuerdo mismo de la existencia de una interesante dramaturgia fictocientífica española en la primera mitad del siglo xx. Algunas consecuencias de ello fueron el olvido, hasta hace poco, de obras dramáticas tan importantes como La revolución sentimental o El pedigree, que perdieron la oportunidad de pasar la prueba de la escena, y el ocultamiento o minimización del carácter fictocientífico de otras recordadas por su importancia histórica internacional
12 No se llegó a estrenar Caín o una gloria científica, una tragedia de Pedro Salinas dada a conocer póstumamente en un volumen de su Teatro (1957). En ella, un científico desarrolla un arma de inmensa potencia destructiva y pide prácticamente a su hermano que lo asesine para impedir que su invento mortífero, que solo él está aún en condiciones de fabricar, caiga en manos del ejército, tras su reclutamiento forzoso por este para luchar en una guerra futura. El arma secreta motiva un conflicto ético que solo podrá resolverse mediante la recreación, en un sentido opuesto al bíblico, del mito hebreo de Caín y Abel.
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(El señor de Pigmalión) o su acierto cómico (La plasmatoria, Cuatro corazones con freno y marcha atrás). El presente estudio tiene por objeto recuperar el teatro fictocientífico español como un conjunto no muy amplio, pero sí coherente en su doble línea general, y no falto de obras de alta calidad.
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Miguel Carrera Garrido Universidad Marie Curie-Skłodowska
Writing an sf play is a bit like trying to picture infinity in a cigar box. Roger Elwood
1. Introducción Los sesenta y primeros setenta de la pasada centuria son, para la ciencia ficción en España, una época de auge, incluso en el ámbito del teatro. Hay, por esos años, una manifiesta voluntad de delimitar esta región ficcional en el orbe de las tablas. 1970 es una fecha clave: la revista Yorick dedica buena parte de su número doble de verano (41-42) al tema. Ya en mayo, Nueva Dimensión había dado a la imprenta otro especial sobre el teatro fictocientífico. Este segundo monográfico presenta un planteamiento similar al de Yorick, coincidiendo varias de las firmas y textos. El espacio reservado al asunto es, aun así, mayor: casi cien páginas frente a las apenas cincuenta de la otra revista; desequilibrio entendible, si tenemos en cuenta que, hasta entonces, el género había estado
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poco menos que cerrado a la comunidad de aficionados; no impide, con todo, valorar los esfuerzos de ambos mundos —el de la escena y el de la ciencia ficción— por acercarse a tan desatendido nicho. El interés no se limita, por lo demás, al papel; tiene su correlato en la práctica escénica. En una vida teatral marcada por la comercialidad e intrascendencia de las salas oficiales, donde tanto el afán crítico del grupo realista como las rupturas de la vanguardia se ven postergados, se abre una pequeña parcela a otras expresiones no miméticas. La iniciativa más relevante tiene lugar en Barcelona;1 también en 1970, el Teatro Romea programa una serie de obras adscritas al género: La nau, de Josep Maria Benet i Jornet; una comedia de Jaume Picas titulada Tot enlaire, y un Espectáculo collage, después conocido como Experiencias 70, de Alberto Miralles, a partir de textos de Juan Antonio Castro, Alberto Jiménez Romero y el propio Miralles. Sobre la aportación de este último al experimento hablaremos en breve. En cuanto a las otras creaciones aducidas, son sintomáticas del fervor por el género que se aprecia en el contexto catalán,2 el cual alcanza su cenit con Mecanoscrit del segon origen (1974), de Pedrolo, y, en la escena, con las propuestas de Boadella y Els Joglars, en especial las distópicas M-7 Catalonia (1976), Laetius (1980), Olympic Man Movement (1981) y Bye, Bye Beethoven (1987). Centrándonos en la producción en castellano, al teatro convencional se le debe añadir otro formato de gran difusión en la posguerra: el radiodrama. Se combinan en él adaptaciones de obras nacionales y
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Otras serían los montajes de obras extranjeras, como Dutchman and The Slave (1963), de Everett LeRoi Jones, alias Amiri Baraka. Estrenada en 1971 en el Teatro Portátil de Hospitalet de Llobregat, por la Compañía del Corral de Comedias de Valladolid, en ella se cuenta una guerra civil de carácter racial en unos Estados Unidos del futuro (Saiz Cidoncha, 1988: 305). Véase, asimismo, el espectáculo Proto avitos, Teatro Zonic: en teoría puesto en escena en 1984, en la madrileña sala Cadarso, por Joven Escena Libre, el texto se nutría principalmente de escritos de Cortázar, Carroll y Borges (Saiz Cidoncha, 1988: 496). Sintomáticamente, la ciencia ficción catalana cuenta con entrada propia en la prestigiosa Encyclopedia of Science Fiction de Clute y compañía (), donde, por cierto, se hace referencia a la creación teatral (cosa que no pasa en la de España).
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foráneas con guiones originales y, aunque el género que más triunfa es el amoroso, también hay lugar para otras manifestaciones populares, como lo fantástico o la ciencia ficción. Más adelante ampliaremos la información sobre el muy desatendido medio radiofónico. Avanzamos ahora que es esta una de las vías por las que de manera más directa y efectiva llega el género a los hogares españoles. Por lo que respecta al teatro propiamente dicho y a creadores de nacionalidad española (y expresión castellana), la situación se perfila, a primera vista, poco prometedora: a un muy modesto apogeo en los últimos tiempos de la dictadura sigue un periodo de indefinición, que contrasta no solo con la actividad en el nordeste peninsular, sino también con el progresivo afianzamiento de la ciencia ficción en la narrativa. En buena medida se trata de un diagnóstico inexacto. Como veremos, contamos con una nómina de títulos y autores que, consciente o inconscientemente, durante y después del franquismo, obedecen a las consignas del género; y lo hacen, mayormente, con fines críticos. En algunos de ellos la afinidad salta a la vista; con otros, en cambio, es menos obvia, aun discutible. Llegados a este punto, nos esforzaremos por explicar nuestros motivos para la inclusión. Esta, de cualquier modo, quedará abierta a ulteriores debates.3
2. Vanguardia y realismo: José Ricardo Morales y Antonio Buero Vallejo Empezamos con dos dramaturgos que bien podrían considerarse modelos de las dos principales vías estéticas que adopta la ciencia ficción en el teatro español del lapso contemplado: vanguardista el primero, realista con matices el segundo, nos referimos a José Ricardo Morales y Antonio
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Debemos expresar desde ya la deuda de este texto con otros tres que le preceden. Me refiero al de Diago (1990) y a los dos de Checa (2009 y 2010). Con independencia de las veces que aparezcan expresamente citados, sepa el lector que han sido la principal inspiración de estas palabras. Nos gustaría, igualmente, expresar nuestro agradecimiento a Mariano Martín Rodríguez por sus valiosas indicaciones.
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Buero Vallejo. Morales pasó la mayor parte de su vida en el exilio, con lo que podría haber quien recelase de su presencia en este libro. No somos, sin embargo, los primeros en verlo como un nombre indiscutible de la escena española de la segunda mitad del siglo xx, máxime tras la labor de recuperación emprendida por grupos como GEXEL. Rezuma su obra una gran originalidad y riqueza de registros: por lo general asociada al absurdo y el antiteatro, son varios los casos en los que la figuración de un ámbito irrealista y la crítica implícita recuerdan a los procesos de extrapolación y cuestionamiento de la ciencia ficción más reflexiva. Ello es especialmente predicable de las piezas que se ubican en contextos de aires futuristas, o que recurren a figuras y motivos propios del género, como los extraterrestres, los avances tecnológicos, la deshumanización derivada de estos, el consumismo exacerbado, la extinción de los recursos naturales, la represión de sociedades distópicas, etc. Entre los títulos de Morales encuadrables en este molde estarían Prohibida su reproducción (1965), La cosa humana (1966), Hay una nube en su futuro (1966), Un marciano sin objeto (1971) y, más discutiblemente, La odisea (1965), Orfeo y el desodorante (1972), El material (1972) y El inventario (1972).4 Nos sitúa la primera en un planeta ultrapoblado, cuyos habitantes se amontan unos encima de otros. En tal tesitura, reminiscente de relatos como “Billenium” (1962), de Ballard, se procede a aprobar una ley para prohibir la gestación de nuevos seres. La cosa humana, por su lado, construida como una suerte de comercial de Teletienda y enunciada por una irónica voz en off, dedica su breve extensión a ponderar las cualidades del hombre, que, tras perder su hegemonía, ha pasado a convertirse en mercancía de uso doméstico. La deshumanización regresa en El material, cuyos beckettianos personajes aparecen atrapados en cajas, formando una estructura cuya construcción está suspendida, y El inventario, donde
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También estaría la tardía El oniroscopio (1995), cuyo tema y motivos la hacen encuadrable entre las más claramente adscritas al molde genérico. Basada en la invención de una especie de almohada capaz de leer los sueños, el artilugio es puesto en práctica por un dictador para atrapar a los insumisos... siendo el propio sátrapa la primera víctima de la caza de brujas.
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dos funcionarios robotizados hacen el recuento de objetos de un hogar... incluyendo al dueño de la vivienda. La herencia de Kafka es evidente en el teatro de Morales, tanto en su insistencia en la alienación como en el dibujo de sociedades asfixiantes, aplastadas por el desarrollo y donde todo lo humano se ha visto aparcado en beneficio de la técnica. “Si lo que hacemos nos hace, [...] no parece desmedido suponer que actualmente mucho de lo que hacemos nos deshace, dado que la cosificación e instrumentalización con que el hombre altera y somete su contorno se revierten sobre él, cosificándolo e instrumentalizándolo”, opina (Morales, 1974: 9). Una de las vías para expresar tal trivialización de nuestra cultura y sensibilidad consiste en la reescritura paródica de los mitos de Occidente; reescritura efectuada, a menudo, con la participación de elementos tomados de la ciencia ficción. Es el caso de Orfeo y el desodorante y La odisea. Trata esta última de los crecientes obstáculos con los que topa el protagonista para volver a casa con su mujer; un enigmático Instituto de la Facilidad, pariente próximo de los Ministerios orwellianos, va poco a poco atiborrando las calles de zanjas y vallas, hasta hacer imposible el regreso y, por tanto, el reencuentro. En cuanto a Orfeo, recrea el mito del amante que baja a los infiernos para rescatar a su amada; solo que aquí el joven poeta es un guitarrista y ella, una modelo de publicidad que se volatiliza durante la demostración de eficacia del desodorante del título. Confinada en un Hades regido por funcionarios, se erige Eurídice en una especie de sindicalista, que aboga por subir el infierno a la tierra. Su discurso resume, con no poca ironía, el mensaje: “Si los humanos convirtieron a la Tierra en un maravilloso infierno técnico, más eficaz que el nuestro, ¿tenemos que seguir aquí, por debajo de ellos, sumidos en el sótano?” (Morales, 1974: 73). Las mismas preocupaciones pueblan las dos piezas que más conscientemente adoptan la estética y los motivos de la anticipación: Hay una nube en su futuro y Un marciano sin objeto. La primera parecería augurar el desastre de Chernóbil: “La obra”, mantiene el autor, “se concibió como anuncio posible de daños y desastres ambientales que ahora nos agobian, dándonos, además, presentimiento de la otra catástrofe mayor, la nuclear” (Morales, 1981: 9). Protagonizada por el inventor Prometeo y una Musa que ha abandonado el arte por la
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ciencia, narra la invención de una fábrica de humo y fuego, la cual, contrariamente al mito, ocasiona el fin de la raza humana. Por lo que respecta a Un marciano sin objeto, aborda el motivo de la vida extraterrestre: tras un plebiscito en el que se decreta la inexistencia de marcianos, dos parejas localizan un platillo volante. Agentes del Gobierno —en concreto, de la Dirección General de Felicidad— tratan de persuadirles de que todo ha sido una ilusión, que los extraterrestres no existen. Al poco, no obstante, no solo pasan a admitir su existencia, sino también a afirmar que están infiltrados entre nosotros, luciendo apariencia humana. La situación trae inevitablemente al recuerdo The Invasion of the Body Snatchers (1955); la alteración a conveniencia de la verdad oficial, así como la caza de brujas subsiguiente, remite, por su parte, a Nineteen Eighty-Four (1949) o Farenheit 451 (1953). Si la deshumanización, la alienación y la represión son notas dominantes en el teatro de Morales, en Buero Vallejo nos encontramos, al menos en la primera de sus obras de ciencia ficción, un futuro más esperanzador, donde la tecnología, lejos de someter al hombre, le brinda la oportunidad de examinar su pasado y aprender de los errores. Nos referimos a El tragaluz (1967). Título clave de la escena española de la segunda mitad del siglo xx, con el que Buero cosechó un enorme éxito de público y crítica, su acción se articula en torno al experimento coordinado por dos investigadores del siglo xxv o xxx. Con un recurso emparentable con el distanciamiento de Brecht (véase Spang [1998]), propone la indagación en un episodio traumático de la posguerra, recuperado por avanzados medios del futuro y proyectado, mediante hologramas, para la audiencia de ese tiempo; una era utópica, en la que la población se afana por mantener la estabilidad y el entendimiento logrados tras eones de disensión y luchas entre hermanos... como la que representa el segundo plano de realidad. De esta manera, logra Buero un drama histórico sui géneris, dotado de un claro afán didáctico, que pone de relieve el potencial ético de la ciencia ficción. Sobre esta, señala el autor: “Yo estimo altamente este género [...], que me parece enclavado en preocupaciones fundamentales de nuestro tiempo y que posee esa dimensión histórica o de pálpito de futuro que aún le falta a una gran parte de la literatura actual” (Fernández Santos, 1967: 11).
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Buero era, como prueban varias de sus declaraciones y estudios críticos, un rendido admirador de la figura de H. G. Wells (véase Dixon [1998]). Su huella es evidente en la segunda de las obras buerianas que nos interesan: la ópera Mito. Publicada en 1968, mas nunca estrenada, su acción tiene lugar en un teatro, tras la representación de la muerte de Don Quijote. Se sugiere, allende los muros, un estado policial, marcado por los toques de queda y la persecución de elementos subversivos. En medio de un simulacro de ataque nuclear —o supuesto civil—, uno de los miembros de la compañía —Eloy— es víctima de una mezquina broma: convencido de que ha establecido contacto con los miembros de una sociedad marciana, sus compañeros le hacen creer, a él y a su improvisado escudero, que viajan a otro planeta. El engaño —reinvención del pasaje de Clavileño— acaba revelándose y la realidad se impone de forma trágica, cuando las fuerzas del orden irrumpen en el edificio. No se resuelven, con todo, las dudas generadas en torno a las convicciones de Eloy, enfatizando el final la ambigüedad. Los motivos de represión y quijotismo vuelven a estar presentes en La Fundación (1974). Diago (1990: 185) recela de la pertenencia de este título al género, por su carácter alegórico... si bien reconoce que los límites entre la alegoría y la ciencia ficción son borrosos. Por nuestra parte, admitiendo la inexistencia de extrañamiento cognitivo y la incomparecencia de una tecnología avanzada, creemos legítimo incluirlo en el subgénero de la distopía (propenso, por otra parte, al simbolismo).5 Inspirado en la novela de Wells Mr. Blettsworthy on Rampole Island (1928), expone la progresiva toma de conciencia, sensorial y sociopolítica, de Tomás, que cree estar ingresado en una flamante institución sanitario-científica —la Fundación epónima—, cuando en verdad cumple condena en un penal. La restitución del sentido le
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Díez y Moreno (2014: 75) dicen que Buero “introduce en ella [...] elementos demiúrgicos que enlazan el texto con los trabajos de Philip K. Dick”. Por su lado, García May (2009: 147) dice que si bien la obra “no fue planteada como obra de ciencia ficción [...], la puesta en escena [...] de Pérez de la Fuente [realizada en 1998] vinculaba la historia con un universo más cercano a la metáfora de The Matrix que a su origen de denuncia antifranquista, y así lo entendió el numerosísimo público joven que acudió a verla”.
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devuelve el recuerdo del acto que lo empujó a evadirse a una realidad imaginaria: la delación de sus compañeros. Conmocionado y arrepentido, se propone luchar contra el Estado, a fin de reparar su error y devolver la esperanza al oprimido. Por desgracia, y aunque consigue dar comienzo a su plan de fuga, la pieza termina con sabor amargo; y es que, tras dejar la estancia, esta vuelve a adoptar la apariencia plácida e ilusoria del inicio.
3. Vanguardia y ciencia ficción: el Nuevo Teatro Español y alrededores La oscura, y a ratos esperanzada, visión de Morales y Buero es recurrente en nuestro corpus, sobre todo en la línea estética representada por el primero. El llamado Nuevo Teatro Español y sus aledaños es bien ilustrativo. Muchas de sus piezas presentan afinidades con el componente crítico y proyectivo del género. Menudean, asimismo, las referencias explícitas a las amenazas de ciencia y tecnología, mientras que la mayoría alerta acerca de una concepción mecanizada de la vida y el ejercicio abusivo del poder. La alusión a Kafka es de nuevo pertinente; piensen en títulos como El tintero (1961), de Carlos Muñiz —asociado a la estela realista, pero fuertemente kafkiano en esta ocasión—, o Ejercicios para equilibristas (1980), de Luis Matilla, que, aun ajenos a preocupaciones tecnocientíficas y marcadamente alegóricos, no desentonarían en una antología de (ciencia) ficción distópica. Sirva como ilustración uno los dos ejercicios que componen la obra de Matilla: El observador, redactado en 1969. Ambientado en un entorno represor, en él una pareja de pasado inconformista recibe la visita de un agente de la Brigada de Observación. Avatar del Gran Hermano que todo lo ve, el personaje se instala en su casa y los somete a un mudo, pero constante, acecho que termina por enloquecerlos. La afinidad de piezas como esta con el género no obsta, sin embargo, para que la vaguedad e incongruencia de las diégesis figuradas, así como el insoslayable simbolismo de muchas de ellas, vaya, por desgracia, en detrimento de una adscripción plena. A esto se suma
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la relativa importancia de temas y recursos típicos de la categoría, o el concurso de otros, como el de los dictadores, no exclusivos de ella. Todo esto hace que nos lo pensemos dos veces antes de incluir en el corpus creaciones como las muy alegóricas Tren a F. (1960) y El pan y el arroz o Geometría en amarillo (1970), de José María Bellido; el ejercicio brechtiano contra la pena de muerte Matadero solemne (1969), de Jerónimo López Mozo; la postapocalíptica El automóvil (1972), de Manuel Martínez Mediero, y tantas otras que, interesadas en especular sobre los males de la sociedad, llevan a escena hiperbólicas metáforas, en un procedimiento afín a los acostumbrados en la ciencia ficción, pero sin conceder atención específica a los avances ni recrear mundos autónomos que propiciasen una lectura literal de la acción; por no hablar de lo descoyuntado de muchos de estos universos, carentes, en apariencia, de toda lógica. A este respecto, conviene recordar la célebre fórmula, atribuida a Judith Merril, con la que se define el género: la literatura de la imaginación disciplinada. En casos como estos, lo que se da es una imaginación en ebullición, desbordada, sin mesura. Del repertorio vanguardista, puede que sea el teatro de José Ruibal el más próximo a la ciencia ficción. Permeado de simbolismo y desquiciado en la definición de espacios, tramas y personajes, conecta, así y todo, con obsesiones muy parecidas a las de Morales. El objetivo de sus dardos es diáfano: la España del desarrollismo, el imperialismo yanqui, la tecnocracia, la perpetuación del poder franquista. Existe en él, además, un cuestionamiento obvio del lugar que ocupan la máquina y la tecnología en la modernidad. El texto introductorio a su edición de Teatro sobre teatro no puede ser más revelador: en él, señala paralelismos entre los temas tratados por la escena y los medios, técnicos y figurativos, empleados para encarnarlos; ámbito en el que cobran peso las máquinas y los animales, complementarios en su dimensión simbólica. Según leemos: “Estos animales que han recuperado su expresión perdida, sea oral o gesticulante, nos remiten a un mundo ancestral, mientras que las máquinas desembocan más bien hacia el futuro, hacia la mítica futuróloga que, al parecer, ha dejado de ser redentora” (Ruibal, 1975: 43). La oposición de ambos ejes se particulariza en sendos géneros que conviven en la dramaturgia del gallego: la fábula y la ciencia ficción. “Si al manejar los animales nos movemos
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dentro de una tradición recuperada, la aparición de las máquinas nos conecta con el lenguaje de la tecnología, la publicidad, la ciencia-ficción, la tecnocracia y otros etcéteras de tracción energética” (Ruibal, 1975: 43); palabras que corroboran otras no menos ilustrativas a propósito de la necesaria correspondencia entre la temática futurística y la técnica para abordarla sobre el escenario: “Nadie debe extrañarse [...] de que un dramaturgo español se ponga a dar cibernética respuesta poética a la agresión electrónica” (Ruibal, 1975: 21). En cuanto a las obras que cabrían dentro del modelo, aparte de piezas de café-teatro como la beckettiana Los mutantes (1969), El rabo (1969) o El superagente (1969) —cuyo héroe proclama: “Yo estoy por la técnica. Donde haya máquinas, ¡que se mueran los empleados!” (Ruibal, 1975: 206-207)—, destacan las más largas El asno (1962), Los mendigos (1968) y, sobre todo, La máquina de pedir (1969) y El hombre y la mosca (1977). En la penúltima, la glamurosa mujer de un acaudalado empresario —representado por un pulpo— quiere acabar con el hambre en el planeta, para lo que arranca literalmente la palabra pobreza del diccionario. Ello provoca que ni pobres ni ricos sepan qué hacer, unos con su secular modus vivendi y otros con su dinero y conciencias. La élite patenta, para solventar el dilema, la Máquina de Pedir, suerte de fembot destinada a satisfacer la voluntad altruista de los poderosos; pero, como es demasiado honesta, aquellos acaban por aburrirse y deciden programarla para que también robe. Por su parte, los pobres la atacan por intrusismo laboral y conspiran para acabar tanto con la máquina como con la diva, fuente de sus males. Por lo que respecta a El hombre y la mosca, la protagoniza uno de los muchos tiranos del NTE (Nuevo Teatro Español). Preocupado por la continuidad de su mandato, el Hombre del título, que ha ejercido el poder durante setenta años, fabrica una especie de replicante para que le suceda. Sus intentos por educarlo en las mañas de dictador fracasan, empero, a la mínima: su doble no es ni siquiera capaz de gestionar el incordio de una mosca. Con esta decepción, aprende el Hombre dos cosas: que el poder no es eterno y que la menor de las disidencias puede traer el cataclismo; también que jugar a ser Dios siempre conlleva consecuencias. La mención al mito de Frankenstein es, nos parece, procedente.
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Otros nombres asociados a la vanguardia que experimentan con los códigos del género serían Alberto Miralles, Eduardo Quiles y Antonio Martínez Ballesteros. Sobre el primero volveremos en el siguiente apartado. En cuanto a los otros dos, son responsables de piezas de mucha menor entidad que las de Ruibal, pero cuya filiación es más evidente. Así, a Quiles se debe una, por desgracia inédita, titulada Rebelde Robot (1972), así como dos miniobras que ironizan sobre la guerra nuclear y la carrera espacial. Así, la primera —Oh, misil (1987)— gira en torno a un individuo que se cree un artefacto explosivo, mientras que la otra —Doctor Honoris Causa (para un teatro de sombras) (1991)— radia, de un modo que recuerda a Welles y su War of the Worlds, el aterrizaje de un extraterrestre, el cual termina absurdamente devorado por una manada de leones. Martínez Ballesteros es, por su parte, autor de dos recreaciones de la problemática moderna en el mundo clásico, la segunda de las cuales —La utopía de Albana (1979)— sería, hasta cierto punto, relacionable con nuestro modelo. Más interés posee la comedia Camila, mi amor (1986). Originalmente escrita en 1974, bajo el título de A lo alto y a lo bajo, su acción, situada en el año 1991 —el futuro de aquel entonces—, trae a la memoria The Shrinking Man (1956), de Matheson. La Camila aludida recurre a una medicina experimental para estimular el crecimiento. Esta le trae, por desgracia, complicaciones imprevistas, entre las que está el peligro de empequeñecer hasta desvanecerse en la nada. El tono no es, de todas formas, ominoso: al contrario, se trata de un “complejo disparate cómico [...], tan inverosímil como creíble en el ámbito de la ficción dramática” (Méndez Moya, 2007: 253). No estamos, pues, ante una propuesta tan rupturista o militante como otras del NTE. Camila, mi amor —ganadora, en 1985, del Premio de Literatura de la Junta de Castilla-La Mancha— se emplaza a medio camino entre estas y otras de la escena más comercial y frívola, como la comedieta de café-teatro La máquina del vicio (1973), del libretista Camilo Murillo, protagonizada por una “robot del amor” (véase Aragonés [1973]), o la pieza de Jaume Picas mentada en las primeras páginas del capítulo. Citamos, por último, dos nombres menos conocidos, pero igualmente enmarcables en la estela vanguardista: el vallisoletano Manuel
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Alonso Alcalde y el murciano Antonio Ataz. Coronel del ejército y autor de piezas juveniles, el primero, es también artífice de dos obras próximas a la ciencia ficción, ambas sátiras del mundo contemporáneo. Golpe de Estado año 2000 (1972) se ubica en un país imaginario en la fecha del título y relata con gran comicidad el intento de conspiración de tres capitostes político-militares, ridiculizados por el recién nacido heredero de la corona (encarnado por un hombre de treinta y cinco años...). No hay novum de tipo alguno ni la tecnología juega un papel en la trama; el carácter de anticipación la acerca, así y todo, a los mecanismos del género. Algo parecido ocurre con Solos en esta tierra (1972), sobre la peripecia de tres supervivientes, todos ellos militares, de una explosión nuclear: en este caso, es la ubicación en un contexto postapocalíptico lo que justifica su mención. Lo mismo es predicable de la obra de Ataz: Atomolandia. La encantadora república tropical de Miranda (1986). En esta, de todos modos, se ha desarrollado una civilización tras la catástrofe (dictatorial, por supuesto).
4. Contribuciones desde el fándom: Nueva Dimensión y más Desde el colectivo de aficionados se aprecia, como avanzábamos, una voluntad de contribuir de forma deliberada al desarrollo del teatro de ciencia ficción. Ahora bien, y por sorprendente que suene, no todas las obras escritas con este fin parecerían contar con los ingredientes indispensables desde una acepción estricta de la categoría. Estamos, así, ante una situación opuesta a la que hasta ahora considerábamos, en la que raramente los creadores asumían su obediencia (a veces modélica) a unos códigos genéricos. Los hitos más importantes son los ya mencionados números de Nueva Dimensión y Yorick. Se incluyen en el primero siete obras y cinco artículos de varia extensión e interés. Empezando por estos, destacan el primero y el último, ambos sobre la ciencia ficción y el teatro. Aquel, titulado “SF, dialéctica y teatro” y debido al divulgador de origen italiano Carlo Frabetti, ofrece una sintética definición del género,
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seguida de un conciso catálogo de los recursos críticos a disposición del teatro para incorporar el molde fictocientífico: la trasposición, la extrapolación y el planteamiento de alternativas. Tras defender el espíritu dialéctico de las mejores obras, concluye con una reflexión que apunta al camino que, presuntamente, le queda por recorrer a la escena: La aplicación de estos recursos al género dramático es inmediata en la medida en que este se apoya en una base literaria y conceptual. Pero es en aspecto vivencial del teatro, en su carácter de manifestación viva y directa, capaz de incidir en el espectador por otros caminos que la mera literatura escrita, donde hay que buscar una significación específica de la SF. Y precisamente en este sentido veo abierto un vasto camino de posibilidades, prácticamente inexplorado (Frabetti, 1970a: 54).
Esta idea de escasez y horizonte en construcción regresa en el último de los textos, firmado por Frabetti y Luis Vigil: “¿Existe un teatro de SF?”. Lamentan en él los autores los prejuicios sobre el género y condenan el efectismo por el que se ven tentados algunos teatristas, sobre todo de vanguardia. Celebran, aun así, que exista ya algún precedente y que la mayor parte de quienes se esfuerzan por adaptar la línea fictocientífica a la escena lo hagan con un propósito crítico. En cuanto a los motivos, se fijan en el protagonismo de los robots; a su juicio, su centralidad es sintomática, “a) porque indica una obvia reacción contra la progresiva maquinificación [sic], afrontada como uno de los fundamentales problemas contemporáneos, y b) porque denota que la captación del problema por parte de los autores rara vez más allá de la mera constatación primaria del conflicto hombre-máquina” (Frabetti y Vigil, 1970: 142). Son palabras aplicables al teatro tanto de Morales como de Ruibal. Las opiniones de este resuenan en uno de los párrafos que cierran el texto: “Puede ser el que todavía no se haya dado con una estética y una semántica idóneas para la expresión dramática del lenguaje fictocientífico [...]. La solución [...] probablemente está en una progresiva colaboración entre los grupos de teatro experimental y los especialistas de SF” (Frabetti y Vigil, 1970: 142).
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Las piezas recogidas son, en algunos casos, fruto de esta cooperación; la misma nos devuelve, con todo, al terreno de la indefinición. Ocurre, hasta cierto punto, en las obras de Miralles, parte de Experiencias 70. La más próxima al modelo sería “¿Es usted feliz?”, que retoma la asimilación del humano a un objeto de uso doméstico; por lo que se refiere a “Simbiosis eroscromática”, protagonizado por un alienígena, parece más una excusa para explotar el cuerpo en las tablas que el acercamiento a uno de los temas predilectos del género. En efecto, por la descripción que da el propio Miralles (2003: 60) del montaje orquestado por Cátaro, uno pensaría en los orgiásticos despliegues del Living Theater —al que se debe un muy interesante Frankenstein (1968)— antes que en la ciencia ficción. La crítica del montaje de Experiencias 70, incluida en el monográfico estudiado, confirma los recelos sobre lo logrado del experimento, al decir que “la obra pecaba en su conjunto de un fácil efectismo, de un falso vanguardismo, confusión y una búsqueda de inspiración en todas las fuentes imaginables, hasta el punto de que los textos inspiradores fueron trasladados al libreto sin demasiadas alteraciones” (Inglés y Vigil, 1970: 106). La impresión de desequilibrio es aún mayor en otras dos piezas antologadas: Una posibilidad, de Miguel Pacheco y ... Y las ranas pidieron un dios, de Miguel Cobaleda. Ambas, en realidad fragmentos de obras más largas, abordan la relación del hombre con la máquina, con la victoria de esta sobre aquel y el consiguiente sometimiento a una nueva fe. La manera de exponer la acción es, sin embargo, tan oscura e inconexa que el lector se queda perplejo. El problema se extiende a la parte específicamente teatral: más allá de no existir una dialéctica que dé consistencia al intercambio verbal, falta una concepción del espacio y, en general, del juego escénico; las acotaciones, por otro lado, no responden al formato esperado: lejos de ser indicaciones neutras, parecen estar enunciadas por un narrador omnisciente, que entra en consideraciones subjetivas, despliega un uso retórico del lenguaje y, en fin, no aporta apenas información sobre aspectos escénicos. Algo más de interés tiene Complemento: un hombre, subtitulada “Fábula didáctica en dos actos y un epílogo” y debida a Teresa Inglés y el ya mencionado Vigil. La primera es, se nos informa, la impulsora
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de ambos números —el de Nueva Dimensión y el de Yorick— sobre la ciencia ficción en el teatro;6 también, se añade, una firme militancia feminista. Explora esta el motivo del mundo dominado por mujeres: muchos años después de nuestra era, el hombre ha pasado a desempeñar los roles y exhibir el comportamiento tradicionalmente asignados al sexo femenino, en tanto que la mujer se ocupa de las tareas que solían competer al macho. El conflicto surge cuando la tripulación de una nave militar, compuesta por cinco mujeres masculinizadas y un cocinero de rasgos feminizados, aterriza en un planeta habitado por salvajes, en el que persiste el orden patriarcal. Cuando aquellas son exterminadas por los nativos, el jefe de la tribu le ofrece el poder al cocinero; este, no obstante, ignora cómo reaccionar ante un papel habitualmente reservado a la mujer, con lo que, aconsejado por la computadora de la nave, decide regresar a la Tierra. Dejando aparte su esquematismo ideológico, la obra de Inglés y Vigil resulta pobre desde un punto de vista teatral: también aquí las acotaciones recuerdan más a las tiradas de una voz narrativa que a instrucciones escénicas. No es de extrañar: como revela Peregrina (2014a: 361), “estamos ante la reescritura de una obra inicialmente narrativa”, la cual aparecería, pocos años después, en forma de cuento en la Antología española de la ciencia ficción (1972) de Raúl Torres. Así las cosas, el experimento de Nueva Dimensión se demostraría un sonado fracaso, maquinado por dramaturgos amateurs, con más voluntad que oficio,7 si no fuera por las dos obras que encabezan la
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No solo eso: también escribe, en el especial que la revista Triunfo le dedica a la ciencia ficción en 1972, un breve artículo sobre la escasa suerte del género sobre las tablas. Sus posiciones coinciden, en lo esencial, con las de Frabetti y Vigil en los dos textos arriba mencionados. En el suyo, hace Inglés, además, una buena glosa del espectáculo ya mencionado del Living Theater, el cual, aunque lejos de la obra de Shelley, “constituye una experiencia digna de especial atención” (Inglés, 1972: 84). Así lo es, en cierto modo, para García May (2009: 148), que, después de referirse a la publicación como “un hito”, reconoce que “leída hoy produce una cierta ternura por su ingenuidad e insuficiencia: los textos no son buenos, ni como teatro, ni como ciencia ficción; están, más bien, intoxicados de esa discursividad pseudoprogresista y semihippy que se le suponía al arte de la época, una cierta
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antología: Algunas preguntas embarazosas para Zeus, del precursor Luciano de Samósata y Sodomáquina, de Frabetti. Montada en la primera HispaCon (1969), la creación del italiano recibiría en 1978, en la Convención Europea de Bruselas, el premio a la mejor iniciativa europea en el campo teatral; precisamente en la capital belga se volvería a escenificar, en una traducción de Bernard Goorden cuyo título —Le grain de sable— dista mucho del original.8 Domingo Santos la incluiría, en fin, en Lo mejor de la ciencia ficción española (1982). Sodomáquina vuelve sobre las sociedades distópicas y la vida extraterrestre: en un futuro indeterminado, donde cualquier forma de pensamiento o independencia de criterio son perseguidos, un Terrestre Inadaptado es condenado a muerte por el Sistema. A última hora es, no obstante, milagrosamente rescatado por tres seres procedentes de otra galaxia. Avanzados no solo en el plano científico o tecnológico, sino también en el cultural, social y político, y miembros de una utópica Confederación Galáctica, llevan el cuerpo del protagonista al espacio exterior y le informan de sus planes para con la raza humana: dada su inclinación a la violencia y crueldad, y vista como un potencial enemigo, han decidido escarmentarla, como hicieran en la Antigüedad con Sodoma y Gomorra, si bien ahora limitándose a esterilizarla. Ante tal revelación, el terrícola reacciona con ardor: tras declararse ciudadano de pleno derecho de la Confederación, se ofrece para volver a la Tierra y persuadir a sus congéneres de que tomen conciencia de su situación y luchen por un mundo mejor. Vencidos en su terreno, los extraordinarios seres deciden darle al hombre una segunda oportunidad. Ni bien hace mutis se revela, sin embargo, que es la duodécima vez que se ven
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obsesión por demostrar la propia y ofendida importancia. Los artículos son breves y pasan por la cuestión de forma poco profunda”. El texto lo recoge el número 7 del fanzine dirigido por el propio Goorden —Ides et Autres—, dedicado al teatro de ciencia ficción en español. Publicado en 1975, incluye igualmente la pieza de Vigil e Inglés comentada antes, amén de otra, brevísima, de Carlos Buiza —Apólogo del niño marciano— y una del argentino Juan-Jacobo Bajarlía, titulada Los robots. Como colofón, el artículo “Paralittératures et théâtre”. El número entero está disponible en .
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con el Terrestre Inadaptado y que en todas las ocasiones ha elegido el camino de la lucha. Solo ahora que ha aprendido a comunicarse telepáticamente parece esta factible. En el “Epílogo inverosímil” se apunta a la realización de tal utopía, con el público levantándose de sus butacas, dispuesto a “reorganizar su existencia sobre bases auténticas de amor y libertad” (Frabetti, 1970b: 94). La pieza, tendenciosa y de marcado alegorismo, es, pese a todo, una estimable conciliación entre las aspiraciones del teatro renovador y los anhelos de denuncia de los antifranquistas; todo ello nutrido de los códigos de la ciencia ficción. Aun cuando el autor se refiera a ella (irónicamente, sin duda) como una space opera —subgénero escapista por excelencia—, Sodomáquina se acerca más al teatro comprometido de posguerra, deudor de Brecht —modelo asumido por Frabetti (1970c: 97)—, que a los ejercicios de evasión dentro y fuera del género. Cabe decir, con todo, que ello no lo aleja de este: al contrario, el anhelo de cuestionamiento es connatural a la ciencia ficción; ya Suvin (1972: 379), por lo demás, llamó la atención sobre la afinidad entre distanciamiento brechtiano y el propio de la ciencia ficción.9 Pasando al número de Yorick, la pieza recién aludida vuelve a ser la más interesante. Entre los demás textos recogidos, más allá de los ya incluidos en Nueva Dimensión —“¿Es usted feliz” y Una posibilidad, amén del de Frabetti y el programa de mano del grupo teatral Pandemonium, cuyos textos se deben nada menos que a Bradbury—,10 destacan la reflexión sobre el género de Domingo Santos y el editorial de Alberto Miralles “¿Por qué Ciencia Ficción?”. En cuanto a la ficción, se reproducen otras dos miniobras del segundo: “El platillo se
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Frabetti es, según parece, autor de al menos otra comedia fictocientífica. Su título —Erobótica— sugiere el motivo de la mujer robot y el tema de las relaciones entre humanos y máquinas. Según Jaureguízar (2006), la representación de esta obra —que iba a protagonizar Teresa Inglés— estaba programada para la segunda HispaCon (1970). La cancelación del evento —debida a la Dirección de General de Seguridad, que consideraba a Frabetti poco menos que persona non grata— dejó, por desgracia, esta y otras estimulantes iniciativas en un limbo del que solo algunas consiguieron salvarse (Erobótica no fue una de ellas). 10 Sobre Bradbury y su relación con el teatro, véase García May (2009: 140-143).
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detuvo” y “Satisfacción garantizada”, ambas adaptaciones de cuentos de nombres consagrados; de Buzzati, la primera —sobre el contacto con unos extraterrestres que desconocen a Dios y la ética derivada de la religión—, y Asimov, la segunda —tomada de I, Robot (1950) y donde se enuncian las leyes de la robótica—. Aunque aquí la afinidad con el molde de la ciencia ficción está fuera de toda duda, no deja de ser elocuente que para lograr una mayor simbiosis con el arte dramático se haya acudido a referentes de la narrativa extranjera; tan elocuente como el hecho de que Miralles sea el único dramaturgo genuino contemplado por los aficionados. Volviendo al terreno estricto del fándom español, se alza poco menos que solitaria la única obra de creación del científico Miguel Masriera: Siempre (1969). Publicada en la colección Nebulae del sello Edhasa —coordinada, a la sazón, por el autor—, es la única pieza no narrativa recogida en una selección que abunda en nombres foráneos. Contiene este drama nunca representado planteamientos de hondo aliento intelectual, escenográfico e interpretativo. La trama abarca las diversas edades del hombre; así, arranca en el tiempo de las cavernas y termina en un futuro lejano, pasando por la Grecia clásica, la Francia de Luis XIV, la Alemania romántica y una megápolis identificable con cualquier ciudad actual. En todas ellas participan los mismos tipos, encarnados en diferentes personajes (pero interpretados por los mismos actores): unos enamorados cuya pasión es irrealizable, los padres de la chica, el tercero en discordia y el representante del poder, vinculado, según el periodo, a la superstición, la religión, la política, la literatura, el dinero y la ciencia. La tesis es que en todas las épocas se repiten los mismos patrones, que el hombre es siempre el mismo, con los mismos problemas, a pesar de los avances sociales, políticos, culturales, religiosos o, por supuesto, tecnológicos. La reflexión la hilan tres personajes, suerte de demiurgos, desde un nivel de realidad hurtado al tiempo: los ancianos Eva, Marcial y Apolonio, dotados, desde su denominación, de obvios valores simbólicos. Estos asisten, como los investigadores buerianos, a la figuración de los momentos culminantes, intercalando comentarios y extrayendo conclusiones morales y filosóficas. El resultado, siendo menos eficaz que en Buero, supone una ambiciosa y estimulante propuesta, que, como reconoce Masriera, requeriría de
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un despliegue material comparable al de la revista musical, de llevarse al escenario. “¿Por qué [...] debe desplegarse tanto lujo escénico para exhibir la más o menos grata anatomía de unas vicetiples al son de una música ramplona y escatimarse, en cambio, en obras de ambiciones más elevadas?” (Masriera, 1969: 4).
5. Realismo y ciencia ficción: Alfonso Sastre, Ana Diosdado y Juan José Alonso Millán Saliendo del terreno del aficionado y volviendo al del teatro sin etiquetas genéricas —de tipo popular, al menos—, pasamos ahora a referirnos a la línea dominada por Buero. Menos rupturista en la definición de constituyentes retóricos y estructurales, se perfila, también ella, experimental, en su búsqueda de fórmulas estéticas apropiadas a la enunciación de sus tesis; de ahí el uso entrecomillado del siempre resbaladizo término realismo, como opuesto a la vanguardia irrealista, iconoclasta, de José Ricardo Morales o el NTE, mas no estrictamente naturalista en la figuración de la diégesis; todo lo contrario, entregado al simbolismo y la lectura en clave y, por supuesto, alimentado de los ingredientes de la ficción científica. El recién aludido Masriera sería representativo de este proceder, y podría no haber aparecido en este apartado, de no estar tan vinculado al ámbito del fándom. Por lo que se refiere al teatro de mayor difusión, el caso más significativo es, sin duda, el de Alfonso Sastre. Defensor de un realismo profundizado y cultivador de una llamada imaginación dialéctica, su dramaturgia no tiene problemas en incorporar toda suerte de recursos y moldes genéricos, siempre que estos le permitan articular sus posiciones ideológicas. Si bien se impone su preferencia por el terror fantástico y el relato policial, también hallamos, en varias de sus creaciones, elementos directamente tomados del universo fictocientífico. Es el caso de uno de los episodios de Ejercicios de terror (1973): “El doctor Frankenstein en Hortaleza”. Aun cuando el conjunto se consagra, como reza el título, al dominio del horror, la conexión intertextual con el clásico de Shelley permite vincular la pieza con los albores de la ciencia ficción.
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A menos titubeos se prestan otras dos obras sastrianas, escritas a finales de los 80,11 pero fieles al inconformismo del autor, que no limita sus invectivas ni al franquismo ni a España: Los hombres y sus sombras (1988) y Demasiado tarde para Filoctetes (1990). Fragmentada, aquella, en cinco partes —independientes en la acción, pero no en el tema o la ambientación—, constituye, de acuerdo con el brechtiano subtítulo, un testimonio de los “terrores y miserias del IV Reich”. Ya este epígrafe es una pista sobre el carácter ucrónico-distópico del relato. Sastre toma, con todo, distancias respecto de obras como R.U.R. o 1984, al apuntar que el país donde se ubica la acción, siendo imaginario, no es “nada fantástico” (Sastre, 1988: 33; cursiva del autor), basado, como está, en la República Federal Alemana. Lo cierto, sea como fuere, es que Los hombres y sus sombras remite con fuerza a los dos títulos mentados, especialmente el de Orwell, en su presentación de un futuro de pesadilla, sojuzgado por un Estado opresor y represor, que se vale de la tecnología para controlar al pueblo. En una computadora central, coordinada desde una institución del Ministerio del Interior llamada Eskorial —nótese el dardo contra el pasado imperial español—, se almacenan todos los datos de los ciudadanos, conformando un doble administrativo de estos. Tal es la preeminencia del sistema que las sombras proyectadas en los ficheros computacionales amenazan con suplantar a las personas reales. La referencia a Platón es obvia, pero también a productos inscritos en la ciencia ficción, en los que se cuestiona la esencia del ser humano en un entorno dominado por los avances tecnológicos y un poder inhumano. En este sentido, la estética sugerida para la puesta en escena es igualmente reveladora: no solo habla Sastre, en una de las acotaciones, de una escenografía inspirada en la pieza de Čapek, sino que acuña el término tecnoteatro. Montada en 1991 en Leganés, ignoramos, por desgracia, si la
11 Otra, mucho más tardía, sería El extraño caso de los caballos blancos de Rosmersholm (2006), cuarta entrega de la serie policial Los crímenes extraños, iniciada en 1996. En ella, científicos noruegos del Laboratorio de Poesía Metafísica y Metafísica de la Poesía han descubierto cómo internarse en la acción de obras universales de la literatura, existentes en una dimensión cosmológica paralela a la real.
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representación siguió estas indicaciones. Las fotos conservadas hacen sospechar que no... En cuanto a Demasiado tarde para Filoctetes, tiende un puente entre el molde aquí explorado y el cine expresionista, con alusiones explícitas a personajes como Caligari y el Doctor Mabuse. También a uno de los tótems de Sastre: Edgar Allan Poe. En una isla olvidada del Atlántico malvive exiliado un escritor brillante —Pepe Larrea, alias Filo el Gordo—, que, tras un pasado de oposición al franquismo, es requerido por las instituciones democráticas ante la perspectiva de entrega del Premio Nobel de Literatura. Auspiciado por la Operación Filoctetes, un variopinto grupo de voluntarios acude en su busca y lo devuelve a la fuerza a su país de origen. Ya en este, le hacen creer que nunca estuvo en la isla y que su fama sigue intacta tras todos estos años. Alterando su percepción neuronal y su memoria, tratan de controlar su mente y sensibilidad. El experimento se demuestra, aun así, un fracaso, y Filoctetes es reintegrado a su miserable existencia en la isla, donde se le convence de que nunca volvió a España, y que es, en fin, escenario de su suicidio. Reescritura tanto de la tragedia de Sófocles como de La vida es sueño, agrio retrato de la vuelta de los exiliados, Demasiado tarde para Filoctetes presenta un vínculo mucho menos aparente con el género fictocientífico. La trama, en cualquier caso, gira en torno a un experimento que implica alteraciones aún (en teoría) inalcanzables para la ciencia;12 y lo más interesante: el proceso está al servicio de un régimen de oscuras intenciones; más en concreto, de una dependencia del Ministerio del Interior cuyo nombre —Eskorial— coincide con el del organismo que gobernaba las vidas de los personajes de Los hombres y sus sombras. De no ser por las alusiones directas a España, diríamos que estamos en el mismo contexto distópico. Menos interesada en los géneros populares, Ana Diosdado también incorpora los códigos de la ciencia ficción en una de sus obras: Y de Cachemira, chales, estrenada en 1976 y publicada en 1983. Marcada
12 De él dice Checa (2010: 19): “Es lo más parecido al implante que compraba Arnold Schwarzenegger en la película de Paul Verhoeven, Total Recall (1990)”.
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por el alegorismo y la dialéctica propios del teatro de Buero, la acción de esta enigmática pieza se desarrolla en un mundo postnuclear. Tras el desastre, los personajes viven refugiados en un ruinoso centro comercial, temerosos de salir al exterior por la radiación. Todo cambia cuando aparece un muchacho que dice provenir de fuera. Se produce entonces un conflicto, que se salda con la muerte del más veterano, reticente a abandonar el refugio, y empuja a los supervivientes a iniciar la salida, al encuentro de otros como ellos. El drama de Diosdado, con su nihilismo esperanzado —también heredado del autor de El tragaluz— y su larvada crítica al consumismo capitalista —o, para Zatlin (1995: 131), al “materialismo de la sociedad franquista”—, conecta con uno de los miedos dominantes en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial: la guerra atómica, el Armagedón nuclear. Tal preocupación está presente en varias de las piezas glosadas y reaparece, de diversas formas, en otras no referidas, como la madrugadora Uranio 235 (1946), de Sastre; Un hongo sobre Nagasaki (1973), de Martínez Mediero; Defensa atómica (inédita, estrenada en 1963), de José María Rodríguez Méndez, o Laetius (1980), de Els Joglars. Sin ser, en sí mismo, un motivo fictocientífico, su relevancia en el subgénero postapocalíptico y su aparición en multitud de obras legitima su asociación con el marco estudiado. Y de Cachemira, chales no suscita, sea como fuere, dudas acerca de su adscripción. Ello no obsta para que Enrique Llovet (1976: s. p.), tras ver el montaje, afirmase lo siguiente: “Hay una estructura metafísica, radical, cuya fascinante simbología está muy por encima de la ciencia ficción de simples prospecciones técnicas”. En tal juicio se respira el prejuicio que pesaba, y aún pesa, sobre la calidad, estética e intelectual, del género, que ha llevado, una y otra vez, a los críticos a restarle valor a un estrato sin el que la mayoría de las piezas aquí comentadas perdería su razón de ser. Los mismos recelos se repiten en la presentación de Alfredo Marqueríe de la última obra de este apartado: Stratojet 991 (1971), de Juan José Alonso Millán. “¿Concesiones a la ciencia-ficción...?”, se pregunta tras valorar los aciertos de la puesta; “Muy pocos”; y es que, como añade, se trata de “futurismo del bueno” (Marqueríe, 1971: 6-7). Ubicada en 1985, recrea en escena la cabina de un avión supersónico,
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capaz de volar de Madrid a Brasilia en poco más de una hora y elevarse a la estratosfera. En el curso de un viaje hacia Buenos Aires, China y la Unión Soviética se declaran la guerra y, al poco, aquella arroja una bomba de hidrógeno que aniquila a la raza humana. El frenesí se desata cuando se constata que en el Stratojet viajan los últimos supervivientes del planeta. Así y todo, la fe en el Altísimo prevalece y, milagrosamente, tripulación y pasaje logran salvarse, yendo a aterrizar en lo que bautizarán como Isla Esperanza. Preñada de moralina e igualmente interesada en el asunto del conflicto nuclear, las referencias bíblicas de Stratojet 911 remiten al subtexto de Sodomáquina, y aun cuando ética e ideológicamente difieren, ambas coinciden en la naïveté de sus planteamientos de regeneración. Como muestra, valga la arenga que una de las azafatas pretende soltarle al pasaje: “Les diré que, como el ave fénix, quizá de las cenizas de una civilización agotada, surja un mundo del hombre para el hombre, que sustituya a la tiranía de la técnica” (Alonso Millán, 1971: 85). Acaso no sea inexacto decir que en esta ingenuidad y este esquematismo radica uno de los puntos por los que algunas obras de ciencia ficción españolas —como poco las teatrales— no acaban de convencer.
6. El radioteatro de ciencia ficción Más arriba hemos hecho referencia a Orson Welles y su célebre versión de War of the Worlds. Dramatizada por la Mercury Theatre on the Air en la noche previa al Halloween de 1938, la emisión desató el pánico en varias partes de Estados Unidos, donde la invasión extraterrestre fue tomada por real (véase Plans [1975: 139-148]). El hecho sugiere el poder que antaño distinguió al medio radiofónico en la sociedad occidental; también da idea de las posibilidades del género en un orbe apenas atendido en los estudios teatrales (Tordera Sáez, 2004: 143-144). Por la citada importancia del formato en la España de posguerra, y por su interés en los códigos populares, creemos justo dedicarle un apartado. Cabe señalar, así y todo, que no contamos con dramaturgos propiamente dichos, equiparables a los hasta aquí vistos, en su manera de
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escribir para la escena o siquiera en la paternidad de sus piezas. En la mayoría de los casos se trata de adaptadores, encargados de traducir a la retórica teatral textos normalmente narrativos, debidos ya a los maestros mundiales, ya a los pocos españoles tenidos en cuenta en este campo. No se debe olvidar, por otro lado, que carecemos de un escenario físico, aun de una visión efectiva, y que el espectáculo no se desarrolla, salvo en grabaciones en vivo, ante la presencia del oyente: prácticamente todo sucede en el incierto territorio de la imaginación. Lo único que presenta corporeidad, conectando el discurso radiofónico con el dominio escénico, es la voz de los intérpretes, así como el componente sonoro, en general: sobre tales extremos descansa la condición relativamente teatral del llamado radiodrama. Por ellos podría, con la misma legitimidad, relacionarse con el cine. Si rehusamos hacerlo es, sobre todo, por su mayor afinidad con los códigos semióticos de la escena: mientras que aquel opta, por lo común, por exhibir el universo ficcional en todos sus detalles, propiciando una interpretación directa y literal de la realidad figurada, el teatro suele exigir un esfuerzo imaginativo para visualizar una diégesis cuya evocación puede llegar a limitarse al verbo de los personajes; justo igual que la ficción radiofónica. Al respecto dice Plans: En el medio radiofónico, al carecer este de imágenes, cada oyente ha de intervenir activamente en el proceso narrativo, para de ese modo compensar tal ausencia. Como es obvio, la obra enuncia una historia y además impone su ritmo y temporalidad, pero el público debe fantasear para reconstruir competentemente los estratos de realidad que, a través de la emisión, tan sólo se sugieren (apud Urrero Peña, 2002: 37-38).
Sin ánimo de abundar en disquisiciones sobre la naturaleza del medio y sus varias concomitancias con el drama, aducimos, como evidencia adicional, la participación de muchos actores de teatro en las historias dramatizadas; por no hablar de la dicción aplicada a la construcción del discurso: directamente tomada de los modos de actuación del siglo xix, su empleo es achacable a las limitaciones de la radio, que deposita, como decíamos, en el sonido la totalidad de su potencial expresivo.
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Volviendo al caso español, el radioteatro conoce una época de auge en los años cuarenta y cincuenta. La aparición del televisor en los hogares llevará a una crisis global de la radio. Ahora bien, al contrario de lo que se pudiera pensar, la dramatización radiofónica no desaparece, ni con la progresiva hegemonía de la televisión ni después con la de Internet. Así, de la misma manera que el teatro ha venido resistiendo los embates del cine, reivindicando un espacio propio, inimitable, la ficción radiada ha sabido encontrar su nicho y constituye, a día de hoy, una de las vías privilegiadas para la difusión y conocimiento de los géneros populares; mérito, este, insuficientemente señalado y que aquí nos proponemos rastrear, con la mirada puesta en los moldes de la ciencia ficción. Dos nombres son fundamentales en la radioficción española de tintes no miméticos: Narciso Ibáñez Serrador y Juan José Plans. Ambos, valedores del terror, lo fantástico y la ciencia ficción, son célebres en otros órdenes, como el televisivo, el cinematográfico o el narrativo, y como tal son abordados en diferentes capítulos de este libro. En lo que aquí compete, destacamos su contribución al desarrollo de varios espacios de corte irrealista. La convivencia de la ciencia ficción con otras vías de lo imaginativo nos previene de sobredimensionar su lugar en el formato. Permite, aun así, apreciar correspondencias con el resurgir general de los géneros imaginativos en la España de los sesenta y setenta. Merelo Solá, que dedica uno de sus trabajos al programa creado por Ibáñez Serrador para RNE Historias para imaginar (1973-1974), cita como precedente inmediato, en el área de la ficción científica, el serial Diego Valor (1953-1958). Posteriormente llevado al cómic, como el único producto de “factura netamente española” (Merelo Solá, 2009: 142); inspirado, es verdad, en la historieta británica Dan Dare, Pilot of the Future (1950-1967) —también serializada, en este caso por la BBC y Radio Luxemburgo—, pero cuyos guiones se escribían expresamente para la radio. Respecto a Historias para imaginar, fue nada menos que el correlato radiofónico de Historias para no dormir (1966-1968 y 1982): como que varios de sus episodios eran reelaboraciones de los emitidos en televisión y buena parte de los intérpretes y guionistas —Joaquín Amichatis, Narciso Ibáñez Menta, el
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propio Plans— coincidían. En su única temporada de emisión, de un total de treinta y cinco capítulos autoconclusivos, ofreció solo cinco guiones originales de temática de ciencia ficción, todos ellos debidos a Amichatis e Ibáñez Serrador y centrados en visitas alienígenas: La invasión, Los bulbos, El extraño Sr. Kellerman, El colonizador y El examen. En cuanto a adaptaciones, prácticamente el único nombre vinculado al género fue Ray Bradbury, del que se emitieron hasta siete dramatizaciones. Aparte de él, con solo una adaptación cada uno, tenemos a Arthur C. Clarke y al parapsicólogo Fernando Jiménez del Oso; y es que, como dice Merelo Solá (2009: 149), “entre la ciencia ficción y las ciencias paranormales se produjo una retroalimentación en las que ambas se influenciaban”. Pasando a Plans, se trata, sin lugar a dudas, del hombre clave del radioteatro español del último tercio del siglo xx y principios del xxi. Sus contribuciones se ramifican en la práctica totalidad de los géneros situados en la órbita de lo fantástico: el terror, la aventura, el suspense, el cuento de hadas y, por supuesto, la ciencia ficción (véase Carrera Garrido y Benson [2015]). Recordemos, a este propósito, que es uno de los primeros en dedicar un ensayo al género. Su narrativa vuelve una y otra vez sobre estos lares; y lo mismo se puede decir de sus incursiones televisivas, en las que llega a flirtear con el ocultismo y la parapsicología, en el espacio Fuerzas ocultas (1995-1996). Por lo que se refiere a la radio, cabe mencionar, antes que nada, sus aportaciones a las propuestas divulgativas La conquista del universo (1969) y Ventana al futuro (1972), “reflejo”, según Cruz Tienda (2015: 272), “del creciente interés general por los avances de la ciencia que pudieran tener cierta conexión con la ciencia ficción, género de moda a principios de los años setenta”. Más allá de eso, son de mencionar sus aportaciones como guionista a Escalofrío (1966-1972): en él se emite la primera versión de lo que después será la novela El juego de los niños (1976), que dará lugar, a su vez, a la película de Ibáñez Serrador ¿Quién puede matar a un niño? (1976) (véase Cruz Tienda [2015: 170]). Cinta de horror genuino, la obra en la que se basa contenía un elemento de ciencia ficción eliminado en su paso al celuloide: los niños del título devienen asesinos a causa de un extraño polen amarillo, emitido, al parecer, por la propia Tierra, como medio de defensa.
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Más decididamente inscritos en el género se antojan varios de los títulos dramatizados por Plans y su equipo en propuestas radiofónicas posteriores —Sobrenatural (1994-1996) y, sobre todo, Historias y relatos (1997-2003)—, donde el asturiano se erigía como protagonista absoluto, tanto en la parte de la dirección como en la interpretación. Dignas de recuerdo son sus versiones de Frankenstein y Viaje al centro de la Tierra, emitidas en los dos programas. También habría que aludir a algunos de los relatos originales enviados por los oyentes. Eso, empero, nos llevaría muy lejos, no ya por lo recóndito de los autores, sino por la muy relativa relación de los textos con el género aquí estudiado. En realidad, es algo aplicable a la mayor parte de las aportaciones de Plans a la radio, así como, en general, de las versiones radiofónicas en la España de la segunda mitad del siglo xx y aun principios del xxi. En lo que a los géneros no miméticos se refiere, dominan, sin duda alguna, el terror, lo fantástico y el misterio. Prueba de ello son los espacios mentados y otros como Suspense (1977) o Miedo, dirigido por José Antonio Valverde a principios de los ochenta, donde, pese a todo, se colaba de cuando en cuando algún elemento de ciencia ficción. Por no hablar de iniciativas más cercanas a nosotros, como el ciclo Historias de Miedo de Ficción Sonora, llevada a cabo por RNE y con grabaciones en la Casa Encendida de Madrid; Negra y criminal, de la Cadena SER, o las múltiples contribuciones amateur (y no tanto) en Internet. Aquí, en cualquier caso, se abre un nicho que va mucho más allá de los límites formales, temporales y temáticos de este recorrido.
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El teatro fantástico y de ciencia ficción goza de una larga tradición en la historia de la cultura española, aunque muchas obras de estos géneros no hayan sido habitualmente catalogadas como tales (véase De Beni [2012]). Si la novela fundacional del género de ciencia ficción fue el Frankenstein (1818) de Mary Shelley, tenemos que recordar el éxito que obtuvieron en su época las numerosas adaptaciones teatrales que se hicieron de la novela, y también es importante recordar que la palabra robot se acuñó por primera vez en la obra de teatro R.U.R. (1920) de Karel Čapek —tal y como se mencionaba en el capítulo anterior—. A lo largo de los siglos xx y xxi, varios dramaturgos españoles han cultivado el teatro de ciencia ficción y fantástico, al menos en algunas de sus obras, como José Sanchis Sinisterra, Ignacio García May, Juan Mayorga, Alfonso Sastre, Ernesto Caballero o Angélica Liddell, entre otros. A finales del siglo xx el género de ciencia ficción ya se había consolidado en España gracias a la aparición de sellos editoriales como Ediciones B (dirigida por Miquel Barceló), la creación del Festival de Cine de Sitges o la creación del Premio UPC (fundado en 1991). Por lo que cabría afirmar que desde finales de la década
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de los noventa podemos percibir una mayor presencia de la ciencia ficción en los medios de comunicación españoles y un cambio en la recepción de este tipo de creación artística por parte del gran público y de los autores contemporáneos.
1. Finales del siglo XX Los años ochenta son los años de la renovación en el ámbito de las artes escénicas, y se caracterizan por la experimentación, el teatro de calle, la proliferación de performances, los musicales y el teatro-danza en la escena contemporánea. En 1983 se establece el Centro de Documentación Teatral (CDT), se crea la Compañía Nacional de Teatro Clásico, bajo la dirección de Adolfo Marsillach, y se consolidan las funciones de un Ministerio de Cultura que se había fundado en 1978 y que comenzaba a subvencionar el trabajo de los artistas españoles fomentando un teatro público nacional, que recupera poco a poco la figura del autor. Tras los años de la dictadura y el postfranquismo, la Transición nos permitió conocer a una serie de dramaturgos que habían estado escribiendo con anterioridad, pero que por motivos ideológicos no habían podido ser representados, y entre esos autores se encuentra José Sanchis Sinisterra, además de José Luis Alonso de Santos o Fermín Cabal, entre otros. Aunque el teatro de la Transición se ha caracterizado por ser un teatro comprometido socialmente, también se ha definido habitualmente como un teatro de marcado corte realista, obviando los autores y las obras que reflejamos en este capítulo, y que dan buena cuenta de la existencia de un teatro no mimético en la escena española (véase López-Pellisa y De Beni [2017]). José Sanchis Sinisterra fundó el grupo Teatro Fronterizo en 1977, y su obra se caracteriza por una marcada preocupación política e ideológica. Ha sido Premio Nacional de Teatro (1990) y Premio Max de las Artes Escénicas (1999) entre numerosos galardones (nacionales e internacionales), destacando tanto por sus reflexiones teóricas sobre la dramaturgia contemporánea como por su labor como director, formador y pedagogo teatral. ¡Ay, Carmela! Elegía de una guerra civil (1986) es un claro ejemplo del teatro de la transición democrática
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española con una marcada preocupación por la recuperación de la memoria histórica. Esta pieza teatral utiliza la voz de los muertos y se podría clasificar como un híbrido entre los límites de lo fantástico y lo alegórico. En cambio, Perdida en los Apalaches (juguete cuántico) (1991) es claramente una obra de la ciencia ficción; se inicia con la conferencia de la Doctora Greñuela, especialista en física cuántica y paradojas espacio-temporales. A medida que la conferencia avanza parece que la teoría cuántica se hace realidad y los tiempos y espacios comienzan a mezclarse. El público asiste al encuentro entre diferentes personajes situados en España, Praga y los montes Apalaches en diferentes momentos espacio-temporales. Tal y como sostiene Paul Davies “todos los mundos cuánticos posibles existen realmente. Con arreglo a esta interpretación de la mecánica cuántica según la cual hay múltiples universos, existen infinitos universos paralelos, en cada uno de los cuales, en algún lugar, están representadas todas las posibles alternativas cuánticas” (2008: 150). A partir de esta idea Sanchis Sinisterra crea su juguete cuántico, cargado de humor e ironía. El dramaturgo Francisco Nieva no es ajeno al género fantástico (véase De Beni [2012]), pero tampoco al género de ciencia ficción. Académico de la Real Academia Española, ganador del Premio Nacional de Teatro, Premio Valle-Inclán y Príncipe de Asturias (entre otros galardones), ha cultivado el teatro de fantasmas, de monstruos (hombres lobo y Frankenstein), gótico y de terror. En Centón de Teatro (1996), publicado por primera vez por el Aula de Teatro de la Universidad de Alcalá, aparecen comedias cortas y monólogos de tono ligero y humorístico que fueron escritos entre los años cuarenta y cincuenta. La mayoría de estas obras, que no escapan de los tintes neovanguardistas y simbolistas que caracterizan el trabajo de Nieva, albergan críticas a la sociedad burguesa, a la sexualidad y a la religión españolas. Desde la perspectiva de un teatro libertino y desenfadado, en “La señorita Frankenstein” recupera el mito de Pigmalión y Galatea a partir de la creación de una mujer artificial que les fabrica, previo pago de diez mil pesetas, un científico descendiente del Dr. Frankenstein a dos caprichosos aristócratas. El propio Francisco Nieva afirma que escribió el texto como un alegato feminista. Rubián y Leopoldis le confiesan a su criatura Elisa, a la que han bautizado como Señorita Frankenstein:
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“Te hemos hecho nacer para excitarnos” (Nieva, 1996: 92), y a pesar de sus negativas la obligan a casarse con los dos y a vivir en la diminuta casa de muñecas que le han fabricado a su medida. Sometida a toda clase de requerimientos, pronto se convierte en un elemento rutinario y, a pesar de sus reclamos: “Os habéis aburrido de mí, sois unos ingratos. Sólo os he servido de inmundo desahogo, tundida y boxeada por dos tremendos falos. Obsesos, degenerados” (Nieva, 1996: 95), termina siendo olvidada y abandonada hasta que decide suicidarse. En este caso, la mujer facticia representa la impotencia de una criatura que no puede ser la dueña de su destino y debe asumir la existencia de un sistema patriarcal que termina asfixiándola. En 2002 la Universidad de Alcalá reeditó Centón de Teatro añadiendo cinco obras, entre las que me interesa destacar “Las aventurillas menudillas de un hijo de puta”, protagonizado por tres personajes de marioneta (la tía Barrientos, Frankenstein y el hijo de puta) cuyos excesos buscan la provocación de los valores burgueses, y “Pasión gloria de un momento”, en la que un famoso escritor envejecido vive en una máquina que le convierte en inmortal. A finales del siglo xx el Instituto de la Juventud inauguraba el Premio Marqués de Bradomín, dando lugar a la denominada generación Bradomín —conformada por aquellos autores y autoras nacidos entre los años cincuenta y sesenta que recibieron el premio Marqués de Bradomín en los años inmediatos a su instauración en 1984—. Aunque algunos autores de la generación Bradomín no se consideran parte de un grupo homogéneo, lo cierto es que se convirtieron en la joven generación teatral del momento. Mientras que en generaciones anteriores los autores eran autodidactas, desde finales de la década de los ochenta la enseñanza teatral comenzó a consolidar y normalizar su oferta tanto en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) de Madrid como en el Institut del Teatre de Barcelona. Los autores consagrados se convertían en profesores de talleres y escuelas privadas, y la nueva generación tuvo la oportunidad de formarse en la universidad y estudiar técnicas teatrales y de escritura con dramaturgos de gran reconocimiento y prestigio. Además, la proliferación de salas alternativas promovió la posibilidad de que los nuevos creadores pudieran estrenar sus obras, y la mayoría de estos autores dirigían e
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interpretaban sus propias piezas. Nombres como Juan Mayorga, Itziar Pascual, Gracia Morales, Ignacio García May, Alberto Miralles, Alonso de Santos, Ignacio del Moral, José Ramón Fernández, Ernesto Caballero, Laila Ripoll, Alfredo Sanzol, Paco Becerra o Angélica Liddell (entre otros), transitan entre lo fantástico, lo simbólico, lo alegórico, lo distópico y la ciencia ficción, con obras comprometidas y de hondo calado social, que se sirven de lo insólito para generar atmósferas poéticas e inquietantes. Ignacio García May ha cultivado el género de ciencia ficción, el fantástico y el de aventuras. Entre sus obras no miméticas podríamos citar El Dios Tortuga (1997b), donde juega con elementos del realismo mágico y la ciencia ficción para denunciar los sistemas totalitarios; el drama fantástico Lalibelá (1997a), con misteriosos viajes y seres imposibles; la obra de ciencia ficción Los años eternos (2002), sobre viajes en el tiempo, y la adaptación del clásico de Bram Stoker, Drácula, estrenada en el 2009 en el Teatro Valle-Inclán de Madrid. El Dios Tortuga (publicada inicialmente en 1988 y posteriormente en 1997) es una obra de ciencia ficción ambientada en la dictadura de un país corrupto donde los dioses conviven con los humanos, tal y como sucede en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. El texto combina elementos de realismo mágico con máquinas capaces de crear la inmortalidad y personajes de todo tipo; brujas inmortales como la china Sonia; diablillos como Ogún, que nos recuerdan al Puck shakesperiano; Brandán —un personaje tetrapléjico que habla a través de un ordenador cuyo objetivo es alcanzar la inmortalidad gracias a los avances de la ciencia y la tecnología—, y la doctora Andrea del Monte, cuyo único interés es la felicidad de Brandán y para ello colabora en todos sus experimentos. Tras la criogenización de Brandán a la espera de ser resucitado, la obra se cierra con un irónico final: la ciencia logra traer de nuevo a la vida a Brandán y, aunque el nuevo ser resucitado puede andar (y ya no es tetrapléjico), el que era un genio siendo humano se ha convertido en un deficiente posthumano. Podemos definir Los años eternos (2002) como una distopía que utiliza el tema del viaje en el tiempo a partir de una ambientación ciberpunk. Esta breve pieza concebida en un acto (con doce escenas) nos presenta un oscuro futuro en el que la humanidad ha destruido el
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medio ambiente. El personaje del Ojo trabaja para La Firma haciendo viajes al pasado para evitar la aparición del Velo Rojo, que ha destruido el planeta Tierra. Las paradojas temporales impiden que se pueda modificar el curso de la historia, y durante sus viajes el Ojo entra en contacto con Ocean, una guía turística que organiza excursiones a los momentos históricos más relevantes del pasado. El tema del tiempo es una preocupación constante en la obra de Ignacio García May (desde una perspectiva tanto realista como no mimética); se percibe esta temática en Alesio, una comedia de tiempos pasados (1985, Premio Tirso de Molina), protagonizada por Bululú, un trovador que recita durante sus viajes El viaje entretenido (1603) de Agustín Rojas Villandrando, y también aparece el tema del viaje en Lalibelá (1997a) a partir del encuentro de una pareja en un espacio-tiempo onírico. En Los años eternos el viaje temporal no es corporal, sino mental, por lo que las connotaciones místico-religiosas de esta tecnología son evidentes (véase Alonso y Arzoz [2002]). La pieza teatral resulta interesante porque se centra en los efectos y las consecuencias del viaje en el temponauta para mostrar los peligros de la ciencia. García May refleja la sensación angustiosa que produce el viaje, tal y como también hiciera H. G. Wells,1 pero incluye un elemento novedoso: el temponauta es abúlico. El privilegiado viajero que puede moverse libremente entre el espacio-tiempo, ver cómo se han construido las pirámides y asistir a los acontecimientos más importantes de la historia, se aburre: “EL OJO: No me importa ninguna cosa en el mundo [...]. Creo que
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En La máquina del tiempo (1895) de H. G. Wells también al viajero le preocupan las consecuencias del viaje: “Temo no poder transmitir las peculiares sensaciones del viaje a través del tiempo. Son extremadamente desagradables. Se experimenta un sentimiento sumamente parecido al que se tiene en las montañas rusas zigzagueantes (¡un irresistible movimiento como si se precipitase uno de cabeza!). Sentí también la misma horrible anticipación de inminente aplastamiento” (Wells, 2005: 32). En el texto de García May (2002: 10): “ TRAVERN: Lo peor es al principio. La sensación de frío. Morirse es algo parecido a esto. Lo sé por experiencia. Como si le inyectaran a uno hielo puro en las venas. Siempre crees que no vas a ser capaz de soportarlo, siempre, por mucho que lo hayas hecho. Y cuando el dolor se vuelve intolerable, llega súbitamente el tirón. Estás atado a un cable, y alguien tira del cable, con fuerza”.
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es un efecto del viaje: te vuelve abúlico. Un efecto secundario. Como la osteoporosis de los astronautas. Como los problemas de espalda de los informáticos. Una, digamos, enfermedad profesional” (García May, 5: 2002). El viaje temporal vampiriza al sujeto que lo experimenta y le provoca lo que se ha diagnosticado como una enfermedad profesional. El trágico desenlace de la obra dramática finaliza con el suicidio de Ocean y el Ojo. Ella viaja para hacer turismo y él para salvar la Tierra, pero ninguno de los dos puede alterar ni modificar el pasado (sobre paradojas temporales véase Hawking [2006]). La compañía Sexpeare (fundada en 1995 en la RESAD) obtuvo un gran éxito de público gracias a su Trilogía de teatro de ciencia ficción H, con la que ganó el Premio del Público (2005) del Festival Arcipreste de Hita. La trilogía se compone de Hipo 161 (1999)2 —realizada en colaboración con la compañía Yllana Teatro—, en cuya obra se parodian las series y el cine B de los años setenta y ochenta a partir de la historia del profesor Sadex y su plan para convertir el planeta en un mundo homosexual. Posteriormente llegaría ¡Qué pelo más guay! (2002, Premio Telón de Chivas)3 —en la que dos gánsteres viajan en el tiempo—, y la trilogía se cierra con la obra H. El pequeño niño obeso quiere ser cineasta (2004) —en la que se reflexiona sobre la influencia de los mass media en la sociedad a partir de las experiencias de Luis Marcotmercott, un estudiante de cine en la ciudad de Praga—. Las propuestas de Santiago Molero y Rulo Pardo, creadores de esta trilogía, se caracterizan por la parodia, el humor, lo absurdo, el lenguaje de cabaret y la recreación de un espectáculo de entretenimiento que goza de gran éxito entre el gran público. En la década de los noventa comienzan a proliferar en España los espectáculos teatrales mediados por las nuevas tecnologías informáticas en los que nuestra relación con la cibercultura se convierte en el tema central de reflexión. La crítica de nuestro presente a partir
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Se reestrenó con un gran éxito en el Teatro Alfil de Madrid con el título Hipo 2003 (2003). Esta obra de teatro tuvo un gran éxito de público y se adaptó al cine, con el mismo título, Qué pelo más guay (2012), bajo la dirección de Borja Echeverría.
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de la influencia de los mass media en la sociedad y las posibles consecuencias de la interacción del ser humano con la realidad virtual, el ciberespacio y lo biotecnología se popularizó a finales del siglo xx. La Fura dels Baus (fundada en 1979) quizás sea una de las compañías que mejor refleja este tipo de preocupaciones a partir de sus escenografías futuristas y el uso constante de los medios digitales en sus novedosas propuestas teatrales. Las producciones y montajes de La Fura dels Baus son fruto de la creación colectiva, a partir del teatro experimental, las performances y el uso de las nuevas tecnologías como parte consubstancial de la acción dramática; elementos que les han convertido en los pioneros del teatro robótico y el teatro digital en España. Uno de los macroespectáculos más célebres de La Fura fue su participación en los Juegos Olímpicos de Cataluña en 1992 con Mediterráneo, mar olímpico. Pero, quizás, entre las obras pertenecientes a este período que podamos relacionar con el género de ciencia ficción (o con los límites de la ciencia ficción) podríamos citar La Atlántida (1996) —su primera ópera centrada en el mito de esta utópica ciudad—, Furamóbil (1999) —donde presentaban una gran máquina que fusionaba arte y ciencia como reflexión sobre las consecuencias ecológicas del paso del ser humano sobre la Tierra—, y el macroespectáculo El hombre del milenio (1999) —en el que un gran número de personas participaron en una encuesta a través de Internet para imaginar cómo sería el hombre del futuro (del siglo xxi)—. En este apartado no podemos dejar de mencionar la ópera D. Q. Don Quijote a Barcelona (2000), en la que se revisita la historia del caballero manchego en clave futurista incluyendo una máquina del tiempo que nos permite visitar el año 2005 y el siglo xxxi. Entre las obras que podríamos destacar del siglo xxi podríamos citar el macroespectáculo Multiverse (2010), en el que, junto al grupo teatral Dakh Brakha, representaron la posibilidad de la existencia de múltiples universos paralelos en los que tiempo y espacio pueden converger, o la obra M.U.R.S., estrenada en el Festival del Grec de Barcelona (2014), en la que crearon una ciudad inteligente (smart city) del futuro en la que el mundo depende de la tecnología. El espectador
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necesita descargarse una aplicación4 en su teléfono móvil para interactuar con este espectáculo-instalación (smart show). El espectáculo utiliza tecnologías como la realidad aumentada y la realidad virtual para mostrar las consecuencias catastróficas de la deshumanización del mundo en un futuro distópico en el que prima el capitalismo neoliberal, y en el que la nueva democracia digital tiene como objetivo controlar y someter a los ciudadanos. Sin lugar a dudas, en los espectáculos de La Fura dels Baus en los que encontramos una mayor presencia en cuanto a la temática, la ambientación o escenografía de ciencia ficción es en las óperas: Les troyens (2009), donde a partir del texto de Hector Berlioz basado en La Eneida de Virgilio se presenta a los troyanos como los virus informáticos que destruyen los sistemas operativos; la ópera Turandot (2012) nos sitúa en una futura Europa de 2046 endeudada y dominada por China tras la crisis financiera; Cantos de sirena (2015) es una ópera de alta tecnología con robots en escena cuya temática se centra en la fragilidad que separa las fronteras de nuestras vidas entre el mundo real y el virtual y la ópera de ciencia ficción Terra Nova (2016), en la que se recrea un escenario apocalíptico tras la destrucción del planeta, y la única opción de supervivencia para la especie humana es la de vivir en una atmósfera extraterrestre. Marcel.lí Antúnez Roca fue uno de los fundadores de La Fura dels Baus. Desde que inició su andadura en solitario, a partir de 1992, sus trabajos se han centrado en las relaciones entre la biología, la tecnología, la sociedad y la cultura. Sus espectáculos futuristas guardan cierta relación con la ciencia ficción, sobre todo desde un punto de vista alegórico, a partir de su reflexión ante las futuras consecuencias de nuestra relación con las nuevas tecnologías. Las performances mecatrónicas de Marcel.lí están protagonizadas por robots con los que
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Para la creación de esta aplicación, La Fura ha contado con la colaboración del Massachusetts Institute of Technology (MIT), el Futurelab del Institut Ars Electronica de Linz (Austria), el departamento de Open Systems de la Universitat de Barcelona, la Universitat Rovira i Virgili, el estudio TigreLab y la Direcció de Creativitat i Innovació de l’ICUB (Barcelona LAB).
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interactúa a través del deskeleton (exoesqueleto/interfaz para controlar al robot). Una de las líneas temáticas que predomina en su obra se centra en nuestra relación con las nuevas tecnologías informáticas y el futuro de la especie humana a partir del concepto del cíborg. Desde una perspectiva mucho más conciliadora que Stelarc, el gurú del body art cibernético, la propuesta de Marcel.lí se acerca más a los postulados de Donna Haraway (1991) que a los de Nick Bostrom (2011). Entre los trabajos que presentó a finales de la década de los noventa nos interesaría destacar Epizoo (1994) y Réquiem (1999). La primera es una performance en la que el espectador puede controlar el cuerpo de Marcel.lí a través de una palanca de mando o joystick. De este modo la cibernética toma el control de la biología y nos permite reflexionar sobre las consecuencias de la aplicación de la tecnología informática en el cuerpo humano. Por su parte, Réquiem es una instalación interactiva de un robot exoesqueleto que lleva el performer para iniciar una coreografía que marcan los sensores de la máquina (el sujeto permanece colgado del techo dentro del exoesqueleto). Esta pieza toma su nombre del género sinfónico missa pro defunctis para especular sobre cómo las máquinas pueden mantener la apariencia de vida y los movimientos mecánicos del ser humano tras la muerte (en la línea de la filosofía posthumanista).
2. Siglo XXI5 En este capítulo nos detendremos en algunas de las obras más representativas de la dramaturgia de ciencia ficción a lo largo del siglo xxi cuya característica principal es lo distópico. La representación de lo distópico en Occidente es una consecuencia directa de las terribles secuelas de las dos guerras mundiales, los estragos de las bombas atómicas y las prácticas bélicas del desarrollo científico y tecnológico de principios del siglo xx. Todo esto generó un caldo de cultivo idóneo
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Algunas obras mencionadas en este capítulo han sido analizadas con detalle en López-Pellisa (2017).
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para el desarrollo de algunas distopías políticas y científicas, que hoy consideramos clásicas, como Brave New World (1932), de Aldous Huxley, 1984 (1949), de George Orwell, y Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury. Pero los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, junto a los atentados del 11 de marzo de 2004 en España, y la gran recesión económica mundial que se inició en el 2008 tras la caída del banco Lehman Brothers, junto a los grandes casos de corrupción política como Gescartera, el caso Malaya, el caso Gürtel, el caso Nóos, el caso Bárcenas, la Operación Púnica, las tarjetas opacas de Caja Madrid y otros tantos casos de corrupción urbanística, han generado un panorama político-social de gran incertidumbre e inestabilidad en la sociedad española, dando lugar a un gran número de ficciones distópicas en la literatura, el cine y el teatro. A continuación, comentaré algunos textos teatrales publicados o estrenados en el siglo xxi que podríamos clasificar en lo que me parece oportuno categorizar a partir de la siguiente clasificación: distopías biogenéticas, distopías político-capitalistas, distopías ecológicas, distopías metafísicas y distopías cómicas o humorísticas. 2.1. Distopías biogenéticas o posthumanas El paradigma de las distopías posthumanas lo encarna el monstruo de Mary Shelley. Frankenstein gozó de mucho éxito con las adaptaciones teatrales que se hicieron de la novela durante el siglo xix, pero también a lo largo del siglo xx (véase García May [2009]). La novela de Mary Shelley reflexiona sobre los límites de la investigación científica en el contexto de la Revolución Industrial. Un médico decide crear un ser vivo inmortal de manera artificial: un posthumano que la sociedad rechaza hasta convertirlo en un monstruo. Entre las versiones teatrales de finales del siglo xx de la celebrada novela de Mary Shelley podríamos destacar la versión Frankenstein y la historia es la domadora del sufrimiento (1998), de Angélica Liddell (véase Rovecchio Antón [2014]). El siglo xxi se ha caracterizado por el auge y el éxito del teatro musical en la escena contemporánea española, y lo cierto es que la adaptación de los clásicos del género fantástico y de ciencia ficción del
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siglo xxi ha tenido una gran acogida por parte del gran público (tanto en el formato teatral como en el musical). Entre las numerosas versiones teatrales de la novela de Mary Shelley podríamos mencionar la adaptación de Gustavo Tambascio en 2010; la adaptación de Juanma Gómez (estrenada en el Teatro Arenal de Madrid en 2012); el musical Frankenstein (2013), dirigido por Myriam Carrascosa Vega (interpretado por la compañía independiente La Butaca Vacía), o la adaptación dirigida por Carme Portaceli, en 2018, para el Teatro Nacional de Cataluña en conmemoración del aniversario de la publicación de la novela. Fruto de este legado surgió la compañía Los Hijos de Mary Shelley6 (conformada por los dramaturgos Fernando Marías, Espido Freire, José Sanchis Sinisterra, Vanessa Montfort y Luis Antonio Muñoz). Este proyecto se presenta como la primera compañía de género fantástico de la escena española contemporánea, pero lo cierto es que algunas de sus historias y adaptaciones se encuentran entre los límites de lo fantástico y la ciencia ficción (como sucede con el monstruo de Frankenstein o el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, por ejemplo). El transhumanismo7 es un movimiento cultural, intelectual y científico que considera al homo sapiens como el primer eslabón de una nueva carrera evolutiva que se ha iniciado con las nuevas tecnologías, y que pasará por una fase transhumana para llegar a su culminación con el advenimiento de una nueva especie: los posthumanos. Nick Bostrom sostiene que los posthumanos no son más que seres humanos
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Su primer espectáculo, El hogar del monstruo (2016), está conformado por ocho monólogos breves: “Sirena Negra”, de Vanessa Montfort; “Abril en Estambul”, de Espido Freire; “Vampiro 2.0.”, de José Carlos Somoza; “El último vals de Mary Shelley”, de Vanessa Montfort; “La criatura o ¿sabe el pez lo que es el agua?”, de José Sanchis Sinisterra; “Mujer Pantera”, de Vanessa Montfort; “Jack el destripador”, de Fernando Marías, y “Cosas de muñecas”, de Vanessa Montfort. En el punto octavo de la Declaración Transhumanista se dice que “apoyamos que se otorgue a los individuos amplia elección personal en torno a cómo realizar sus vidas. Esto incluye el uso de técnicas que puedan desarrollarse para asistir a la memoria, la concentración, y la energía mental; terapias de alargamiento de la vida; tecnologías de elección reproductiva; procedimientos criogénicos; y muchas otras tecnologías posibles de modificación y perfeccionamiento humano” (Bostrom, 2011: 187).
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mejorados gracias a la bioingeniería, y que la filosofía transhumanista tan solo pretende mejorar nuestras capacidades cognitivas, eliminar el sufrimiento, las enfermedades y la vejez. A partir de estas cuestiones, y de las posibilidades eugenésicas e inmortales de la biotecnología, reflexionan desde un punto de vista crítico (y paródico) las distopías biogenéticas o posthumanas de Aina Tur en Evolución, Eva Guillamón en Clonación, Antonio César Morón Espinosa en Elipses y Beatriz Cabur en Vitro. Evolución (2008), de Aina Tur, se estrenó en el Teatre Principal de Maó el 2 de julio de 2008 y también se presentó en el Primer Encuentro de Asociaciones de Mujeres de las Artes Escénicas (Marías Guerreras, de Madrid, y Projecte Vaca, de Barcelona), celebrado en la Sala Cuarta Pared en ese mismo año. La dramaturga mallorquina escribió la pieza teatral tras la lectura de una noticia en el periódico El País donde Ginés Morata, exdirector del Centro de Biología Molecular del CSIC, afirmaba que “la muerte no es biológicamente inevitable” (Tur, 2008: 34) y que “lo que el hombre vaya a ser en un futuro va a depender de la tecnología que se aplique sobre sí mismo” (Tur, 2008: 35). El texto se centra en las consecuencias de la manipulación genética a partir del personaje femenino de un ser posthumano, la Dona Sapiens, y su relación con un ser no tan evolucionado y hermafrodita. El futuro de la condición de la especie humana se convirtió en un problema científico desde finales del siglo xix, tal y como reflejó de manera brillante la novela Brave New World (1932) de Aldous Huxley, donde se plantean cuestiones bioéticas de gran importancia en la misma época en la que se descubrió que el ser humano estaba encriptado en su ADN y que los tejidos orgánicos transferían la información genética de una generación a otra. Según Francis Fukuyama, “la amenaza más significativa planteada por la biotecnología contemporánea estriba en la posibilidad de que altere la naturaleza humana y, por consiguiente, nos conduzca a un estadio poshumano de la historia” (2002: 23). La evolución darwiniana se basaba en la transformación del material genético a lo largo de millones de años, y ahora tenemos la capacidad de alterar el código de la vida artificialmente, dando lugar a la evolución postbiológica o postevolución, propiciada por la bioinformática. “Retomando las
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metáforas informáticas, entonces, podría decirse que el sistema operativo es el mismo para el hombre, el chimpancé, la bacteria y todos los demás organismos; solo cambia la complejidad del programa, código o genoma de cada especie” (Sibilia, 2005: 143). Como dijo el biólogo James Watson, el destino ya no está escrito en las estrellas, sino en nuestros genes, y la posibilidad de manipularlos nos daría la posibilidad de controlar el futuro. De hecho, el Proyecto del Genoma Humano “fue ampliamente divulgado como aquello que permitiría desprogramar las enfermedades y la muerte, anular el envejecimiento y desactivar el dolor” (Sibilia, 2005: 105). En esta línea reflexiona Elipses (2014), de Antonio César Morón Espinosa. Esta pieza se compone de cinco textos: Sonata para tres voces, Huida hacia el timbre del eco, La equis lírica, Deserta Lux y La música y el átomo, que funcionan como una composición musical, cuya historia y personajes sirven de hilo conductor a lo largo de las cinco obras del libro. César Morón nos propone una sugestiva reflexión sobre el poder, el Estado, la religión, la identidad y la bioética a partir de su relación con la tecnología. El personaje de Shaila Leo es un ser transhumano, que forma parte de la PG0 (Próxima Generación 0), una camada experimental de sujetos con memoria implantada, tal y como les sucede a los replicantes de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y a sus predecesores en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick. En esta pieza dramática reaparece el conflicto bioético planteado en Gattaca (Andrew Niccol, 1997), que se concreta en la discusión mantenida entre Peter Sloterdijk (2001) y Jürgen Habermas (2002). Sloterdijk sostiene que la evolución del ser humano ha demostrado que es el propio homo sapiens el verdadero problema al que se ha enfrentado a lo largo de la historia, y que la revolución antropogenética podría ser una solución aplicable a todo el género humano, adoctrinándolo y educándolo a través de la biogenética tras el fracaso de la cultura libresca del humanismo moderno. Por su parte, Habermas reacciona a los postulados transhumanistas de Sloterdijk con un discurso levemente bioconservador, similar al de Fukuyama (2002), en el que asegura que la eugenesia liberal no tiene cabida en una sociedad democrática donde las personas deben nacer y no fabricarse, considerando un peligro no discernir entre eugenesia (liberal) y educación y
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una abominación formar al ser humano a través de la manipulación genética de su conducta, su carácter y sus capacidades cognitivas. La obra teatral tiene un trágico desenlace cuando se enfrentan la tiranía déspota de Tartessus (tecnoapocalíptico) y el gobierno legítimo de Pris Talai (tecnoutópico). Tanto la presidenta como el rey-dictador consideran que el fin justifica los medios y, a pesar de que les ofrecen la posibilidad de un acuerdo, lo rechazan y la tecnología de la que disponen les permite destruir el planeta en el que habitan. La posibilidad de crear seres idénticos se hizo realidad desde que en 1996 se anunciara la clonación de la oveja Dolly. A partir de este momento se creó la Declaración Universal del Genoma Humano y los Derechos del Hombre de la Unesco (1997), donde se establecía en el artículo 11 que “las prácticas que son contrarias a la dignidad humana, como la clonación reproductiva de seres humanos, no deben estar permitidas”, pero no existe un pacto global y planetario en torno a estas prácticas, y se acepta la clonación terapéutica y de investigación con células humanas en la legislación de numerosos países. La dramaturga Eva Guillamón incluye esta línea temática en su obra Clonación (2011), en la que una mujer decide clonar a su padre. Esta pieza forma parte de Primeros Días del Futuro, que consistió en un proyecto desarrollado en el Teatro Cuarta Pared de Madrid durante los años 2010 y 2011 para reflexionar sobre los avances científicos del siglo xx. Clonación está incluida en GEN.ESIX, una pieza colectiva escrita por Eva Guillamón, Jesús Rubio (Telomerasa), María Velasco (Criogenización) y Minke Wang (Los niños santos). La mayoría de estas ficciones tienen un trágico final, ya que intentan mostrar que no es moralmente aceptable que la tecnología resucite a los muertos. En la obra de Eva Guillamón el padre clonado no recuerda nada de su vida pasada, en contraposición a lo que sucede con los clones de la obra Vitro, de Beatriz Cabur, cuya herencia genética incluye los recuerdos. Gracias al envejecimiento prematuro de los clones, la protagonista de Clonación se anima a utilizar esta tecnología experimental porque “quería un padre con el que volver a ser hija” (Guillamón, 2011: 9). La obra Vitro, de Beatriz Cabur, se estrenó en el Teatro Lorca de la RESAD de Madrid en el año 2000. Beatriz Cabur es la fundadora de la división española de la League of Professional Theatre Women
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y miembro de la Women in the Arts and Media Coalition. En esta obra dramática reflexiona en torno a las consecuencias de la experimentación con humanos a partir de una trama policíaca de misterio y violencia. Una atmósfera tórrida y fría alberga la lucha entre diferentes laboratorios por lograr la tecnología que permitirá clonar a los seres humanos. El científico protagonista pretende lograr la inmortalidad a través de la clonación, dando continuidad a la creencia en las posibilidades metafísicas y trascendentales de la biotecnología, que podríamos diagnosticar como el síndrome del misticismo agudo (véase López-Pellisa [2015]). 2.2. Distopías político-capitalistas Podríamos considerar como distopías político-capitalistas aquellos textos que nos presentan un sistema social gobernado por las empresas multinacionales o los bancos, en los que el neocapitalismo o tardocapitalismo ha generado toda una serie de biopolíticas monstruosas y deshumanizantes. Se trata de textos con una gran preocupación social y un claro reflejo de la situación política española tras la crisis económica iniciada en 2008. En la línea de la célebre novela de ciencia ficción The Space Merchants (1953), de Frederick Pohl y Cyril M. Kornbluth, reflejan las secuelas de un sistema económico que ha devorado al sistema político, en una sociedad que se encuentra estratificada por ejecutivos y consumidores. Dentro de esta categoría de las distopías político-capitalistas podríamos englobar Banqueros vs. zombis. El juego de los mercados (2015), de Pilar G. Almansa, Dolores Garayalde e Ignacio García May, así como The Seer. Tragedia en dos actos y un sueño (2014), de Carmen Viñolo, y Neocracia (2008), de Pilar G. Almansa. Banqueros vs. zombis. El juego de los mercados se estrenó en el Teatro Galileo de Madrid en febrero de 2015, y es una idea original de Pilar G. Almansa y Dolores Garayalde (directoras de La Pitbull Teatro), escrita en colaboración con Ignacio García May. Se trata de una obra hipertextual, con trama multiforme, cuyo desenlace puede variar según el itinerario escogido por el público (o por el lector). Por lo tanto, es una obra de teatro interactiva en tiempo real, que combina
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la proyección de vídeos, la inclusión de parlamentos de los actores según las intervenciones del público y el texto dramatúrgico. El público que asistía al espectáculo tenía que utilizar sus teléfonos móviles para interactuar con el texto y descargarse la aplicación Appgree para ir tomando decisiones, incluyendo propuestas en el texto y decidiendo el itinerario de la trama. Se trata de una distopía satírica y grotesca que utiliza el motivo del zombi para hablar de la esclavitud social y económica a la que los bancos someten a las personas que deben créditos e hipotecas. La obra está ambientada en el año 2030 y se inicia en el Foro Mediterráneo para la Zombificación y las Finanzas, donde el gran periodista Federico Larhuenda (remedo de los nombres reales de los periodistas Federico Jiménez Losantos —columnista del diario El Mundo— y Francisco Marhuenda —director del diario La Razón—) explica cómo se logró “la solución económica que ha devuelto la esperanza a millones de personas por todo el mundo” (Almansa, Garayalde y García May, 2015: 2), gracias al descubrimiento del suero Zomster inventado por los hermanos Ramchandani (ingleses de origen indio). La transformación de personas en zombis es mucho más económica que la producción de robots como mano de obra, y se comenzó zombificando al cincuenta por ciento de la población de cincuenta y seis países africanos y dieciocho de América Latina a la espera de que la recesión económica se recuperase, por lo que los hermanos Ramchandani recibieron el Premio Nobel de las Ciencias, el de Economía y el de la Paz en el año 2023 debido a su “aportación al equilibrio mundial” (Almansa, Garayalde y García May, 2015: 8). El zombi es un muerto viviente que representa al perfecto esclavo, y en esta obra se convierte en la fuerza de trabajo postcapitalista: un sujeto que tiene que seguir pagando la hipoteca de su casa incluso después de haber muerto (de hecho, esto es algo que denunciaba la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), creada en febrero de 2009 para proteger a las personas con problemas para pagar sus hipotecas o en procesos de ejecución hipotecaria). A principios del siglo xxi explotó la burbuja inmobiliaria en España, los precios de las viviendas subieron un ciento ochenta por ciento, y con la llegada de la crisis económica de 2008-2012 el aumento del desempleo generó
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que miles de familias no pudieran afrontar sus deudas con los bancos. Por ello, Banqueros vs. zombis. El juego de los mercados propone “la zombificación por deuda” como “uno de los avances sociales más extraordinarios de la historia” (Almansa, Garayalde y García May, 2015: 8), ya que garantiza el pago de la deuda por encima de todo. En este sistema neocapitalista los políticos aparecen ridiculizados como peleles que no gobiernan, pero que cumplen ciertas funciones en un sistema democrático corrupto y deshumanizado. Una temática que Pilar G. Almansa ya había tratado anteriormente en Pacto de Estado (¿Todavía crees en la democracia?) (2011), y que en esta obra se retrata en la opción rescate, cuando los bancos le piden al presidente que solicite otro rescate financiero a la Troika (tríada formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional), porque “¡a ti siempre te van a prestar dinero, aunque nunca puedas devolverlo! Eres el Estado” (Almansa, Garayalde y García May, 2015: 25). Carmen Viñolo es miembro de la asociación de creadoras escénicas Projecte Vaca y autora de varias obras teatrales que reflejan las consecuencias de la crisis económica en España, como Martes y 13, Pájaro de mal agüero y la tragicomedia La hipoteca de nuestra vida. Una tragicomedia sobre la crisis, las hipotecas y las ilusiones que las precedieron (2014), escrita en colaboración con Juan Soto Viñolo. El texto que podríamos enmarcar dentro de la ficción especulativa es The Seer. Tragedia en dos actos y un sueño (2014). The Seer toma el nombre del álbum de 2012 del grupo norteamericano de rock experimental Swans. La traducción al castellano de the seer es ‘el vidente’, y este juego es el que le permite a Carmen Viñolo situar al espectador en un futuro próximo en el que proyectar las consecuencias de algunas de las medidas gubernamentales aplicadas tras la crisis de 2008-2012, como el retraso de la jubilación tras la reforma de las pensiones aplicada en 2013 o la reforma de la legislación laboral aprobada por el Consejo de Ministros de España el 10 de febrero de 2012 a través de un real decreto-ley. La obra teatral se inicia con un paratexto de la novela 1984, de George Orwell, que nos sitúa frente a un sistema político totalitario y opresivo, al que se suma la importancia de los intertextos musicales del grupo Swans (con la indicación explícita de los minutos
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que se deben escuchar de las canciones Avatar, Mother of the World, The Apostate y Lunacy). Se trata de una pieza breve, cuyo nivel de tensión y angustia va creciendo gradualmente a partir del monólogo de la protagonista: una mujer de sesenta y cuatro años a la que le faltan seis meses para jubilarse. La mujer nos explica que antes trabajaban cuarenta horas semanales y ahora cincuenta, “por el bien de la patria”, ya que es la única manera que ha encontrado el Estado de garantizar las pensiones. The Seer refleja las consecuencias de la crisis a partir de la vivencia personal de una mujer a la que legalmente el sistema le impide jubilarse. Una mujer del futuro que vive en un estado social de derecho que tiene poco de social, y en el que siente que ya no tiene derechos. Este apartado finaliza con la obra teatral Neocracia (2008), de Pilar G. Almansa, ambientada en el futuro, concretamente en el 17 de mayo de 2023. En esta pieza el Gobierno ha desarrollado Sichernet, una red social estatal, cuya traducción del alemán sería Red Segura. Este medio de comunicación social le sirve al Estado para controlar a sus ciudadanos en todo momento, ya que están obligados a utilizarlo y visibilizarse con mensajes y fotos cada cierto tiempo, por decreto: “Si en 30 minutos no hay novedad, se les vuelve a mandar, recordándoles que no podrán ejercer su derecho al voto hasta que no actualicen su perfil y cuelguen fotos nuevas, y la importancia que tiene que voten todos los usuarios” (Almansa, 2008: s. p.). Bajo una clara influencia del espíritu del Gran Hermano orwelliano de 1984, esta red le permite al Estado controlar y prevenir el comportamiento, las actividades y las intenciones de los ciudadanos. Sichernet funciona como un panóptico cibernético y nos remite a relatos como el de “Minority Report (El informe de la minoría)” (1956), de Philip K. Dick, o al capítulo “Caída en picado” (2016) de The Black Mirror. Una red social que se presenta como la panacea de la democracia personalizada a partir de la nacionalización de las redes sociales, y de un Gobierno que utiliza su posición como una práctica de ingeniería social para obtener información confidencial a través de la manipulación de usuarios legítimos para instalarse en el sistema a partir de un referéndum. En el texto resultan evidentes las analogías entre el sistema Sichernet y el fascismo, y se deja entrever que las redes sociales muestran diferentes
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máscaras que nos esclavizan por la dependencia que generan a partir de la necesidad de mostrarnos en un contexto social narcisista cuya representación más popular sería el selfie. 2.3. Distopías ecológicas o ecotopías En el marco de lo que podríamos considerar distopías ecológicas o ecotopías se situarían Redención (2016), de Ana Merino, Toda una vida (2014), de Antonia Bueno, y First Date. Guion radiofónico (2001), de Beatriz Cabur. Estas propuestas teatrales reflexionan en torno a la crisis ecológica que azota nuestro tiempo, en un momento en el que la deforestación, el cambio climático, las secuelas de catástrofes nucleares y la constante desaparición de especies animales y vegetales han impulsado el ecologismo como un movimiento social relacionado con la ética, la filosofía, el feminismo y el derecho internacional. Ana Merino sitúa Redención en un futuro en el que la contaminación se ha adueñado del planeta y los humanos han construido plantas de tratamiento de los residuos tóxicos que cubren los océanos y la tierra. Tras el lanzamiento de bidones de residuos nucleares en las costas del Atlántico entre 1949 y 1982, el accidente de Chernóbil en 1986 y el accidente nuclear de Fukushima de 2011, la autora sostiene que “parece que las noticias envejecen y que el olvido es nuestra forma simbólica de enfrentarnos a la contaminación. No pensar en ella” (Merino, 2016: 10). La ecocrítica es la disciplina que se encarga de investigar la relación de los estudios literarios con el discurso ecológico, y la ciencia ficción parece el género idóneo para incitar a la conciencia ecológica a través de la literatura. Isabel y Ada son dos mujeres encargadas de supervisar el trabajo que se lleva a cabo en las plantas para la limpieza de los residuos tóxicos, en un mundo en el que el agua del planeta está envenenada por la radiación y el mar se ha convertido en un vertedero de plásticos y basuras. Pero Isabel cree en la redención del ser humano y está convencida de que los alienígenas vendrán a la Tierra para salvar a la humanidad y limpiar el planeta, aunque el resto de sus compañeros no creen en los extraterrestres ni en la posibilidad de la redención porque han perdido la fe en la humanidad. Podemos leer esta obra
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en clave ecopolítica, ecocrítica y ecofeminista por la propuesta que hace de una ética ecológica y solidaria como solución a la crisis de valores de una sociedad occidental consumista hasta el extremo, que no piensa en la vida futura de la humanidad en la Tierra ni en el futuro de su propia especie. Ada se lamenta de que en el pasado existían ballenas y ahora ni siquiera queda ninguna en los acuarios bióticos de conservación: “Eso es lo que más me duele, nos dejaron los recuerdos de un mundo mejor” (Merino, 2016: 40). Rememora que fue en la época de su bisabuelo cuando los mares comenzaron a convertirse en vertederos marinos de desperdicios nucleares y nadie hizo nada, porque “la docilidad del sufrimiento medioambiental no tiene límites” (Merino, 2016: 9). Desde la ecopolítica y el ecofeminismo se apela a la responsabilidad que tenemos frente a las generaciones futuras. Los derechos humanos se dividen en tres tipos de generaciones a partir de los años setenta: los de primera generación, centrados en los derechos civiles y políticos; los de segunda generación, centrados en lo social y cultural, y los de tercera generación, también denominados los derechos de la solidaridad, cuyo objetivo es el de despertar cierta empatía y preocupación por las generaciones futuras. Una de las obras clásicas dentro de los estudios ecocríticos es la novela distópica de ciencia ficción ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! (1966), de Harry Harrison. Esta novela nació en el contexto histórico de la Guerra Fría y reflexionaba sobre las consecuencias sociales del crecimiento de la población. La novela de Harry Harrison inspiró la célebre película Soylent Green (Cuando el destino nos alcance, 1973), de Richard Fleischer, en la que se introduce el tema del canibalismo como única solución para continuar alimentando a la población. En nuestro tiempo histórico continuamos preocupados por la escasez de los recursos de los que disponemos para alimentar a un planeta superpoblado y contaminado. A esta situación debemos sumar las políticas de contención migratoria y el cierre de las fronteras de los países ricos de Occidente para controlar el movimiento (y el número) de personas que entran y salen de cada territorio. La obra dramática Toda una vida (2014), de Antonia Bueno, nos presenta a dos personajes (Él y Ella) que dialogan acerca de las normas de la Empresa (el sistema social en el que habitan). En este mundo, cuando un individuo alcanza la
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edad de los cincuenta años se retira (obligatoriamente) al balneario Biarritlitz, donde será gaseado durante un baile de gala. En la línea de películas como Zardoz (1974), de John Boorman, o La fuga de Logan (1976), de Dale Hannesy —basada en la novela homónima distópica de William F. Nolan y George Clayton—, los menores de cincuenta años viven dentro de una cápsula de cristal en la que no faltan los recursos, mientras que el excedente poblacional debe ser eliminado. Esta práctica neomalthusiana totalitaria de biopolítica eugenésica hace que la ley natural sea suplantada por el Reglamento Empresarial. Pero siempre hay grupos disidentes, y ahí radica la esperanza. Algunos individuos se escapan al cumplir los cincuenta años y viven como sujetos marginales, como proscritos y viejos que sufren la persecución y la caza de los Guardianes (el sistema). Se trata de una pieza breve que no nos permite conocer cómo viven esos viejos proscritos, ya que a veces de un sistema totalitario surge otro, tal y como se refleja en la distopía cinematográfica La langosta (2015), de Yorgos Lanthimos. First Date. Guion radiofónico (2000), de Beatriz Cabur, nos sitúa en el año 2018, cuando las agencias espaciales de la Tierra han acordado recoger y reciclar los residuos que han vertido a lo largo de los años por el cosmos, y a partir del alunizaje de una nave para recoger la basura vertida los tripulantes encuentran un artilugio alienígena que supondrá el inicio de una gran aventura. En la pieza teatral Ronensbourgh (2002), de la misma autora, también encontramos una mención a la preocupación sobre nuestro futuro medioambiental: “La tierra soporta a los humanos, los humanos se sustentan de la tierra que, harta, responde cíclicamente con sacudidas, literales y no tanto. Las pandemias son la muestra. El planeta está vivo y está cansado de nosotros [...] somos la peor especie que habita este planeta” (Cabur, 2002: s. p.). 2.4. Distopías metafísicas La clasificación propuesta presenta cierta complejidad porque ninguna de estas distopías pertenece única y exclusivamente a una categoría de manera absoluta, ya que algunas son biotecnológicas y ecológicas, o capitalistas y metafísicas, etc. Entre las que podríamos considerar
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distopías metafísicas se incluyen Ronensbourgh (2002), de Beatriz Cabur, y Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007), de Angélica Liddell. En Ronensbourgh, de Beatriz Cabur, el tema central es lo que se ha denominado en filosofía del lenguaje el giro lingüístico. En este caso la ciudad utópica no se logra gracias a un sistema político-social planificado ni a la creación de un espacio estratégico en el que vivir (una isla o edificios y ciudades arquitectónicamente diseñados con ese propósito). En este caso la utopía, la planificación y la creación del mundo ideal se producen a través del lenguaje. Tras enumerar las definiciones de las palabras política, anarquía, aristocracia, comunismo, capitalismo, democracia, fascismo, gerontocracia y nacionalismo, se inicia una escena presidida por la palabra aristocracia, donde un grupo de personas se reparten diferentes funciones para la organización de la ciudad ideal. En esta pieza el lenguaje se convierte en una herramienta de poder y dominación por parte de las estructuras hegemónicas, y el descubrimiento del lenguaje oculto u olvidado se transforma en un ejercicio de disidencia y resistencia en esta ciudad a la que se llega, pero de la que no se sale. Tal y como afirma Hobbes en el Leviatán, “sin el lenguaje no habría habido entre los hombres ni república, ni sociedad, ni contrato, ni paz, en mayor grado del que estas cosas pueden darse entre los leones, los osos y los lobos” (2016: s. p.). Los habitantes de Ronensbourgh intentan pensar y sentir emociones a las que no logran dar forma porque no disponen de un lenguaje que se lo permita, pero “¿cómo es posible expresar ideas de este tipo con un lenguaje que no contempla la violencia? Pues lo es” (Cabur, 2002: s. p.), porque el sentimiento, la idea y la intuición están ahí, y disponemos de la fuerza para reformular sistemas lingüísticos que no son más que una construcción cultural que debe subvertirse para dar cabida a nuevas realidades, subjetividades e identidades (Butler, 1999). Esta pieza pone de relieve las teorías posmodernas que han demostrado que la realidad es una construcción ficcional, y recupera la importancia por la reflexión del lenguaje en clave orwellliana. Angélica Liddell estrenó Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007) en el Centro Dramático Nacional con la compañía Atra Bilis, que ella misma dirige. Es una obra postdramática cuya temática reflexiona en torno al miedo generado en la sociedad occidental tras los atentados del
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11-S en Nueva York. Una pieza apocalíptica cuyo escenario transcurre en una tintorería en la que se intentan lavar los trapos sucios de una sociedad distópica corrupta en la que priman el miedo y la violencia. Un texto que podríamos situar a caballo entre la distopía político-capitalista y la distopía metafísica, con importantes elementos metateatrales. Tras la amenaza terrorista los personajes hablan de la época antes de la Seguridad o después de la Seguridad, entendida como un sistema de control y coerción que el pueblo asume ante el miedo. A partir de las propuestas teóricas de Diderot y Rousseau se cuestionan los pilares de la democracia occidental para proyectar la hipocresía social del siglo xviii en el público que asiste a la obra teatral en el siglo xxi: Soy la mejor medida para juzgar las debilidades de un sistema. Mido con mi resentimiento el grado de cobardía de un sistema. Soy un loco profesional. El teatro es una batalla entre dos mentirosos: el hipócrita y el puto actor. El puto actor puede desprenderse de su máscara. El hipócrita, es decir, el público, no. El público es hipócrita, el público es la cultura. La cultura es hipócrita. Y yo soy el encargado de luchar contra la cultura. El arte debe luchar contra la cultura (Liddell, 2007: 3-4).
La obra interpela directamente al espectador y a su pasividad frente a la vulneración constante de los derechos humanos que sufren millones de personas diariamente. El cuestionamiento del Contrato Social en el que se basa la cultura occidental y la voz que asumen los marginados, prostitutas, víctimas y verdugos nos sitúa en un futuro apocalíptico que no es más que el reflejo de nuestro presente. En la representación de la obra se percibía cierta crítica postcolonial a partir de la vestimenta con la equipación del Barça de Nasima mientras nos decía: NASIMA: Sí, es más fácil pensar que soy un tópico, es más fácil pensar que el enemigo es un tópico, es más fácil pensar que las víctimas son un tópico. Gracias a que yo soy un tópico vosotros no lo sois. Es más fácil ver cuerpos ensangrentados de musulmanes que cuerpos ensangrentados de europeos o norteamericanos. Por eso soy un tópico. Hacen falta muchos cadáveres, hacen falta cinco años de violencia interrumpida para convertirse en tópico. A partir del millón de muertos te conviertes en un tópico, en obviedad, en estereotipo, en panfleto, en lugar común. La
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obviedad mata hombres. Gracias al millón de muertos ya he conseguido ser un tópico y Europa morirse de aburrimiento (Liddell, 2007: 64).
2.5. Distopías cómicas o humorísticas Las distopías humorísticas son parodias, textos absurdos y extremos sobre un futuro posible en el que todo se presenta como un sistema caótico cuyo objetivo es el de criticar el presente. En esta categoría podríamos incluir la obra teatral Te quiero, muñeca (2001), de Ernesto Caballero, Futuro 10.0 (2011), de Olga Iglesias y Álvaro Tato, así como Star Trip (2003), del grupo Yllana Teatro. Lo cierto es que la mayoría de las obras citadas a lo largo del capítulo incluyen elementos humorísticos que se combinan con lo paródico, lo irónico y lo grotesco, pero quizás la pieza más hilarante sea Star Trip, de Yllana Teatro. Se trata de una parodia (y homenaje) al género de los viajes espaciales (space opera). Cuatro astronautas que llevan más de cincuenta años hibernando dentro de una nave espacial se despiertan dispuestos a cumplir con su misión de descubrir vida inteligente en el universo y destruirla. El espectáculo de mímica contaba con una cuidada banda sonora y efectos especiales, además de interactuar con el público para resolver algunas situaciones comprometidas. Te quiero, muñeca (2001), de Ernesto Caballero (estrenada en el Teatro Euskalduna de Bilbao el 21 de agosto de 2000), se podría incluir en esta categoría por su tono desenfadado. La pieza se articula en torno al tema de la creación de una mujer artificial para satisfacer los deseos de un varón.8 El prólogo nos sitúa en un futuro muy parecido a nuestra época actual y describe el texto como “género: alta comedia intelectual, y al mismo tiempo muy comercial” (Caballero, 2001: 21). Utiliza Casa de muñecas, de Ibsen, y Frankenstein, de Mary
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Otras obras teatrales españolas que trabajan sobre la generación de mujeres facticias son El gran ceremonial, de Fernando Arrabal (1963), Personal e intransferible, de Carmen Resino (1988), o Pigmalión, de Jacinto Grau (1921) —así como otras obras mencionadas en los capítulos anteriores sobre teatro de este mismo volumen—. Para ampliar información sobre la creación de mujeres artificiales en
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Shelley, como intertextos para narrar la historia de Nora (una ginoide) y Eva (una mujer real). La doctora Alba ha construido a Nora como compañera de Andrés, pero este no está satisfecho con el artilugio porque continúa teniendo pensamiento autónomo e independiente (como si fuera una mujer real). Ernesto Caballero se muestra un tanto dogmático en su apuesta por las relaciones entre seres artificiales y orgánicos, haciendo que en el desenlace triunfe el amor por lo natural y lo orgánico, frente a lo artificial, pues Andrés acaba amando a Eva (la mujer real) a pesar de sus imperfecciones, sus manías y su tendencia a envejecer. Futuro 10.0, de Olga Iglesias y Álvaro Tato, es una comedia que juega con el absurdo. El público asiste a un viaje en el tiempo para ver cómo serán el sexo, la familia y el trabajo en el futuro, y la nave que viaja a través del tiempo está asistida por una azafata que en el texto aparece como un robot llamado Roser, y que en el espectáculo estrenado en el Teatro Alfil (2015) pasó a ser un cíborg llamado Saraconor (como homenaje a la protagonista de la película Terminator). El retrato de cómo será el trabajo en el futuro está ambientado en una fábrica de hamburguesas de pollo hechas con conejo y cianuro, cuyo éxito comercial se basa en que regalan un vaso de agua con la venta de sus productos. Esta obra tampoco es ajena a los problemas medioambientales que nos deparará el futuro y alude directamente a la escasez de agua. Un gran tsunami convirtió la península ibérica en una isla y “el caso es que España se quedó sin agua potable, como muchos otros lugares del mundo, y aunque el estado garantiza el acceso universal a la ColcaCola, nuestra empresa es la única que regala agua: por tan solo 3 millones y medio de yenes cualquier persona puede comer y beber durante toda una semana, ya que el domingo es día de ayuno” (Iglesias y Tato, 2011: s. p.). En este caso, la proyección prospectiva les permite a los autores mostrar una visión nostálgica del pasado (que sería el siglo xxi) donde las personas gozaban de mayores libertades, el sexo era carnal y real (no virtual y digital), y, antes de
la narrativa, el teatro y el cine véase “El síndrome de Pandora” en López-Pellisa (2015).
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la crisis económica, los recortes en sanidad, cultura y educación y la reforma laboral, todavía se contaba con ciertas garantías sociales y la posibilidad de una vida digna.
3. Fin Para finalizar este capítulo debo mencionar algunas obras de teatro que podrían relacionarse con el género distópico, como La máquina de hablar (Victoria Spunzberg, 2007) y Milonga de la enzima dorada (Álvaro Lizarrondo, 2010) (véase Checa [2010]). Y también es importante citar otras obras situadas en la frontera con la ciencia ficción (por su componente alegórico), como Oración por un caballo (2009), de Lola Blasco, En la luna (2012), de Alfredo Sanzol, además de Yo, fantasma (2005) y Dentro de la tierra (2008), de Paco Bezerra. Otras piezas dramáticas que se encontrarían entre las fronteras de lo fantástico y la ciencia ficción serían Proyecto expreso (Premio Tirso de Molina 2010), de Carmen Losa, y Selección Natural (2007), de Pilar Campos Gallego. La Asociación Teatro del Astillero desarrolló un proyecto relacionado con el texto de Sigmund Freud “Lo siniestro” en 2012. En este Taller de Escritura Dramática participaron varios dramaturgos con piezas breves que podríamos enmarcar en el género fantástico, en lo gótico, lo simbólico y la ciencia ficción. Las que destacamos por centrarse en el género que estamos analizando serían “Partículas elementales”, de Raúl Hernández, y “En el establo”, de Carmen Mier. A esta lista debemos sumar la trilogía Hardcore Videogames (2007), de Casanovas, además de la reposición de la obra teatral Escuadra hacia la muerte (1953), de Alfonso Sastre, dirigida por Ernesto Caballero en 2016. Esta selección es una buena muestra de la fuerte presencia que tiene la ciencia ficción en la escena española contemporánea. En las obras dramáticas comentadas nos advierten sobre el control que pueden ejercer el espacio digital y la biotecnología en los ciudadanos, cómo las multinacionales nos pueden llegar a gobernar y cómo puede repercutir esto en una sociedad zombificada e inmóvil frente a la paulatina desaparición del Estado social de derecho. Es importante
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destacar la estrecha conexión de la creación dramática y escénica con los aspectos más relevantes de la vida social y del imaginario colectivo de cada tiempo histórico, y seguramente la ciencia ficción sea uno de los géneros que mejor encarnan esa labor, ya que nos permite pensar que otro mundo sí es posible.
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La vida es como un cuento fallido por un desenlace insatisfactorio de los hechos precedentes. No hay apaños retroactivos para los cadáveres en que nos convertiremos. Thomas Ligotti
1. Orígenes hasta 1960: las películas perdidas Casi todos los intentos por explicar la ciencia ficción en España empiezan por una larga y contundente negación. En España no ha habido, hasta fechas recientes, un interés por la ciencia ficción y una práctica continuada que nos permita trazar una genealogía tan extensa y rica como la existente en otras cinematografías. En cualquier caso, como también ocurre con el fantástico, seguir utilizando esquemas interpretativos y analíticos que incidan principalmente en la presencia o ausencia del género en cuestión puede resultar tan poco productivo como seguir quejándose de la baja calidad que presentan algunas de estas películas. Desde sus orígenes hasta los años sesenta, el cine
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español ha estado muy marcado por la terrible cesura que supuso la Guerra Civil. No podría ser de otra manera si el país entero, su arte, sus gentes, hasta su geografía, se vieron sacudidos por tan cruel confrontación. Añadamos a este hecho el recurrente atraso industrial que el país sufría a finales del xix y principios del siglo xx y obtendremos una fotografía en movimiento que puede explicar, al menos en parte, la ausencia de la ciencia ficción en la práctica cinematográfica (aunque no sucediera lo mismo en la narrativa). Sus elevados costes de producción no encajaban tampoco con una industria aquejada de una falta crónica de financiación. La lenta industrialización del país puede explicar, en parte, el cierto desinterés que los creadores mostraron por el género, aunque esto último no deja de ser una simple conjetura.1 En cualquier caso, tampoco debemos pensar que en otras latitudes se facturaban docenas de películas de ciencia ficción. El género experimentará una inflación de títulos en la cinematografía estadounidense a partir de los años cincuenta, contaminando a otros países. Pero la nómina de títulos hasta acabada la Segunda Guerra Mundial no es amplia en casi ningún país, aunque sí podemos citar películas de gran importancia como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) en la ya entonces Unión Soviética, Metrópolis (Fritz Lang, 1927) en la Alemania de Weimar, La vida futura (William Cameron Menzies, 1936) en Inglaterra, o el estupendo serial Flash Gordon (Frederick Stephani, 1936) en Estados Unidos. Dicho esto, es justo reconocer que España también tuvo sus pioneros, entre los que destaca con nombre propio el genial Segundo de Chomón. Este mago de los efectos especiales filmó en 1908 El hotel eléctrico.2 En la película se nos muestra un hotel del futuro en donde los objetos funcionan de manera automatizada, todo ello con el
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Las anotaciones y apreciaciones sobre historia cultural del franquismo provienen en su mayoría de Richards (2015) y Treglown (2014), dos libros que realizan una magnífica síntesis sobre los cambios y evoluciones que sufre el régimen franquista a lo largo del tiempo y su efecto sobre la cultura. Hay una cierta controversia sobre la fecha de la película, ya que algunas fuentes la sitúan en 1907. En cualquier caso, aquí seguimos a Joan M. Minguet Batllori (2010: 21).
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preceptivo uso del stop-motion, técnica que en la época denominaban “paso de manivela” (un recurso cuya paternidad han reclamado varios artistas, aunque seguramente es Méliès uno de los primeros en usarla, si no el primero). Sin embargo, El hotel eléctrico es más una película de trucaje o incluso fantástica que propiamente una película de ciencia ficción. El hotel está perfectamente automatizado y los viajeros que llegan a él, una pareja interpretada por el propio Chomón y su mujer, se encuentran con un establecimiento en donde los objetos funcionan de manera autónoma, como tal vez podría suceder en el futuro. Pero, si indagamos mínimamente en el código cultural que los espectadores podrían estar manejando en la época, deberíamos concluir que difícilmente este cortometraje se leería como ciencia ficción, sino más bien como una de tantas películas sorprendentes que incluían trucajes y mágicos efectos especiales. La película se rodó en Londres para la firma francesa Pathé, por lo que ni siquiera es, en puridad, una película española, aunque su creador sí lo fuese y por ello suele incluirse en los relatos sobre el cine español. Algo similar ocurre con El viaje a Júpiter (1909), también de Segundo de Chomón e igualmente realizada para la casa Pathé. Aquí un rey y un mago de la época medieval observan por el telescopio el lejano planeta Júpiter. Por la noche el rey sueña con un viaje a tan lejano lugar. Como bien advierte Minguet Batllori (2010: 19), la película se integra en la tradición de las féeries, cuadros mágicos plagados de fantasía que cuentan viajes imposibles y que hacen del truco visual su principal razón de ser. Algo distinta es El ladrón invisible (Segundo de Chomón, 1909). En este caso la ambientación es contemporánea y el ladrón protagonista utiliza su condición de invisibilidad para cometer sus fechorías. Un plano nos muestra una copia del libro El hombre invisible (1897), emparentando la cinta con la famosa historia de H. G. Wells. Este tipo de integración narrativa nos permite afirmar, como hace Minguet Batllori, que la película se encuentra mucho más cerca que otras de la tradición de la ciencia ficción, desbordando la simple película de trucaje (2010: 20). Tras estas historias pioneras de Chomón nos desplazamos ya a 1925, nada más y nada menos. Es entonces cuando se estrena Madrid en el año 2000, de Manuel Noriega, una de tantas películas perdidas
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de la historia del cine. Todo lo que sabemos de la cinta nos ha llegado por referencias y literatura secundaria. No tenemos la película, pero sabemos algunas cosas sobre ella, como por ejemplo que Noriega imaginó Madrid como una gran ciudad con unas conexiones de transporte importantes y un cierto aire futurista; una urbe internacional de negocios con un Manzanares que bien podría ser el río Hudson. Quizás lo más interesante de la película, en ausencia de imágenes, sea su fecha. Un bagaje, como vemos, algo pobre. No asoma en España ningún Fritz Lang ni parece existir la inclinación o gusto por el género presente en otros países. Quizás quepa concluir, como hace Barceló (2015), que el género, en su periodo de gestación y desarrollo, es esencialmente anglosajón, por mucho que Julio Verne o el alemán Kurd Lasswitz no lo sean. E incluso podríamos afirmar que, culturalmente, sus propuestas nos quedan algo lejos. En términos generales España era un país atrasado industrialmente en el momento en el que la ciencia ficción empezaba a despuntar en otras cinematografías. Y lo seguía siendo en el momento de explosión del género en otras latitudes. Durante largo tiempo España estuvo ocupada en otros debates, dividida entre quienes veían en el desarrollo urbano el futuro de un país que necesitaba abrirse a la influencia internacional y quienes vivían pegados a una filosofía ruralista. Ese ruralismo desarrollado a lo largo del siglo xix constituía una filosofía no demasiado sistemática pero sí bastante clara. Sus enemigos naturales eran la industrialización y el liberalismo. Es difícil hacer crecer la ciencia ficción en un territorio tan poco fértil, aunque este tipo de interpretaciones tan deterministas se nos antojan, en último término, algo simples. Sea como fuere, las propuestas de ciencia ficción en España no arraigan con fuerza. No sorprende, pues, que casi todas las historias españolas del cine coincidan en comentar que Madrid en el año 2000 o El sexto sentido (Nemesio Sobrevila, 1929) fueron películas ninguneadas por público y crítica, quizás poco acostumbrados a un género que carecía de sólidas raíces en la tradición cultural española. No son pocos, por otro lado, quienes opinan que la industria de la época penalizaba mucho los riesgos formales. A este hecho debemos añadir la relativa oscuridad en la que están sumidos aquellos años. Aunque la
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pérdida de material cinematográfico afectó a todos los países, nosotros apenas conservamos el cinco por ciento de las películas producidas hasta 1916 (Pulido, 2012: 24). La película, también perdida, del director bilbaíno Nemesio Sobrevila, Al Hollywood madrileño (1927), contenía, al parecer, una sección en la que satirizaba el género de la ciencia ficción, al tiempo que incorporaba escenarios cubistas que bien podían recordar la Metrópolis (1927) de Fritz Lang (Pulido, 2012: 24). Es muy poco material y eso ha llevado a los críticos e historiadores a incluir en la nómina de la ciencia ficción, y de lo fantástico también, autores y películas con una relación muy lateral con estos géneros. La verdad es que la ciencia ficción sigue siendo escasa en la cinematografía española hasta llegar a la década de los sesenta, por no decir casi inexistente. Si todavía es posible rastrear algunas películas de corte fantástico, mucho más complicado resultará encontrar historias de ciencia ficción. El cine de la Segunda República no se ocupa de ello, la Guerra Civil marcará una cesura de gran importancia y acabará con la industria fílmica republicana, y el panorama cinematográfico posterior obviará, en un primer momento, muchas opciones estéticas y temáticas que otras cinematografías sí exploraron. Es cierto que podemos encontrar, por ejemplo, a un mad doctor en uno de los capítulos de la película de Eduardo García Maroto, con guion de Tono (Antonio Lara de Gavilán), Tres eran tres (1954). Los cortometrajes que la componen (Una de monstruos, Una de indios y Una de panderetas) son sátiras sobre géneros conocidos. El primero satiriza el Frankenstein (1931) de James Whale. También suele citarse Las tres vidas del capitán Contreras (Rafael Gil, 1955) como una película cercana a la ciencia ficción por contener viajes en el tiempo, aunque la película es una comedia y no pretende emparentarse con el género que nos ocupa en modo alguno. En fin, poca cosa para tantos años de cine. Es posible que este erial cinematográfico tuviese más que ver con las duras condiciones de producción existentes hasta los años sesenta que con cuestiones culturales, pues como hemos visto al hablar de narrativa la ciencia ficción no estaba ausente del universo literario español. O puede que simplemente los espectadores asociaran un determinado tipo de universos visuales con las cinematografías anglosajonas. Lo cierto es que se necesitaría un determinado tipo de arrojo que solo
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los jóvenes bárbaros como Jesús Franco estaban dispuestos a mostrar; autores que tenían la vista puesta en el panorama cinematográfico internacional.
2. La hora del desastre: 1960-1970 Ante el panorama expuesto sorprende positivamente el cambio experimentado en los años sesenta en este terreno. La transformación se operó a muchos niveles y trajo consigo, entre otras novedades, la llegada del conocido como fantaterror español. Sobre estos cambios en la cinematografía española ya nos hemos pronunciado largamente en otro texto, aunque consideramos oportuno reiterar algunas cuestiones relevantes para la presente argumentación.3 Es cuestión bien conocida que las Conversaciones de Salamanca, celebradas entre el 14 y el 19 de mayo de 1955, marcaron un antes y un después en la historia del cine español. Al menos lo hicieron en cuanto a declaraciones formales se refiere, posibilitando la aparición de una autocrítica hasta entonces inexistente. El encuentro, con la conocida ponencia de Juan Antonio Bardem de por medio, demostraba que una de las grandes preocupaciones del momento era el debate sobre el realismo. El peso internacional de una parte de la cinematografía italiana y las reflexiones teóricas sobre el neorrealismo que habían inspirado a diferentes autores calaron entre algunos cineastas españoles. De ahí surgieron películas de gran interés, como Los golfos (Carlos Saura, 1960) o Plácido (Luis García Berlanga, 1961), entre otras, que se apuntan al retrato mordaz de la sociedad española, ya sea a la sombra del citado neorrealismo o bien a través del espejo deformante del humor berlanguiano. Poco después se da el caso, o el escándalo según se mire, de Viridiana (Luis Buñuel, 1961), y en un
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Las consideraciones a las que nos referimos se encuentran en Roas (2017), en un texto que lleva por título “El laberinto fantástico español. Cine 1960-1980”. Por otro lado, cabe destacar que en este punto seguimos especialmente a Torreiro (1995), Sala (2010), Pulido (2012) y Benet (2012).
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breve lapso de tiempo directores de la talla de Basilio Martín Patino, Miguel Picazo o Vicente Aranda rodarían películas importantes. Son tiempos de desarrollismo descontrolado y capitalismo de amiguetes, tránsito a una tecnocracia adaptada a los nuevos tiempos y de una cierta apertura del régimen, cuestión esta última que permitió la aparición de nuevas formas de protesta y crítica, si se quiere todavía tímidas, pero reales. Estos factores desviaron a un buen número de cineastas hacia el realismo, la convención representativa que, a juicio de no pocos, mejor les permitía explicar la España del momento, alejándoles de la posibilidad de acometer innovaciones en géneros populares poco enraizados en la tradición cinematográfica española, como el fantástico y la ciencia ficción. Si a eso le añadimos que las películas norteamericanas, con estándares de producción más altos que los españoles, ya satisfacían las necesidades que los espectadores pudiesen tener de consumir esos géneros, se verá que el ecosistema no era especialmente favorable. Recordemos que durante los cincuenta España ya era el segundo mercado europeo más importante para las producciones estadounidenses, después del de la República Federal de Alemania (Benet, 2012: 283). Y, si bien se intentaron tomar medidas que limitaran la presencia de productos extranjeros al tiempo que se favorecían los autóctonos, esa guerra desigual contra un cine tan popular y querido por los espectadores no duró demasiado: favorecer el cine español no podría hacerse a costa de limitar y perjudicar el cine estadounidense. No obstante lo dicho, algunos autores jóvenes vieron en el cine de género (fantástico, terror y en menor medida la ciencia ficción) opciones para introducirse en el siempre difícil mercado cinematográfico español, al tiempo que hacían de su práctica profesional una especie de espejo de sus gustos cinéfilos. Tres nombres destacan por encima de los demás: Jesús/Jess Franco, Paul Naschy y Amando de Ossorio, si bien siempre han estado mucho más vinculados al género fantástico y al terror que a la ciencia ficción. Sería injusto olvidar y no reconocer el enorme mérito de este triunvirato del posibilismo fílmico porque su ingenio alumbró algunas de las películas más estupendamente insolentes de los sesenta y setenta.
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España estaba cambiando mucho. El régimen franquista se vio en la necesidad de mutar para sobrevivir y tuvo que afrontar diferentes presiones modernizadoras que provenían de un sector político aperturista y mucho más pragmático que la línea más dura integrada por franquistas de primera hora que todavía tenían muy presente la Guerra Civil. Dichas presiones desembocaron en el Decreto de Estabilización Económica de 1959, que desmantelaba la autarquía como base económica de la posguerra (Richards, 2015: 200). Se intentaron dejar atrás los años cuarenta y primeros cincuenta, años duros marcados por el miedo y la represión despiadada, y se buscó un nuevo relato explicativo. Se encontró en el mito del milagro económico, que, en palabras de Michael Richards, “pronto sustituiría por completo al de la cruzada, lo que marcaba un punto colectivo de inflexión social y psicológica, basado en un verdadero cambio social” (Richards, 2015: 200-201). Poco después, en 1964, el régimen celebraría los veinticinco años de paz, demostrando que la retórica se estaba amoldando a los nuevos tiempos. El cine no fue ajeno a estos aires de cambio. Como medio de comunicación había demostrado su importancia tanto durante la Guerra Civil como durante la inmediata posguerra, erigiéndose además en un entretenimiento de primer orden para los ciudadanos del país. Su impacto, por el desigual acceso que se tenía a él, era diferente en zonas rurales y urbanas, pero bien se puede concluir que como medio de comunicación seguía siendo esencial. Fue en estos años sesenta cuando tecnócratas como Manuel Fraga y José María García Escudero accedieron a puestos de responsabilidad. Fraga ocupó la cartera de Información y Turismo entre 1962 y 1969 y bajo su mandato se elaboraría la famosa Ley de Prensa de 1966. Fue decisión suya que José María García Escudero ocupara de nuevo la Dirección General de Cinematografía y Teatro (1962-1968) tras un primer paso fugaz por el puesto.4 García Escudero es conocido porque bajo su mandato se
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Se trataba del segundo mandato que desarrollaba tras un paso breve de seis meses (1951-1952) por el mismo puesto, que acabó abandonando supuestamente por desavenencias con las instancias censoras.
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aprobaron las conocidas como Nuevas Normas para el Desarrollo de la Cinematografía, un paquete de medidas que pretendían fomentar la renovación del cine español y la dirección de películas que reflejasen mejor, o al menos estuviesen en una cierta sintonía, el aperturismo recién inaugurado. Estas normas establecían, entre otras, subvenciones directas de hasta el cincuenta por ciento del coste para películas consideradas de “Interés Especial”, una cifra realmente atractiva para los productores (Torreiro, 1995: 66).5 También bajo el mandato de García Escudero se elaboraron nuevas normas de censura que serían un primer paso para cambiar el panorama a partir de 1963. En la práctica los cambios se demostraron muy lentos y la censura siguió actuando, en ocasiones con gran contundencia. Pero sí podemos afirmar que algo se movía en el régimen. Se intentó potenciar un tipo de película que diese una imagen artísticamente positiva del país a nivel internacional y que pudiese acceder a festivales y mercados hasta la fecha cerrados. El intento por crear películas homologables a obras artísticamente importantes nacidas en otras cinematografías parecía estar detrás de las acciones de Escudero y el resultado más directo, a juicio de muchos, fue el conocido como Nuevo Cine Español. Como bien apunta Torreiro (1995: 66): “La operación del Nuevo Cine Español fue, ante todo, un intento de corte netamente político, una operación tendente a limpiar la fachada política del régimen con una hábil propaganda en los festivales internacionales”. Sea como fuere, el caso es que entre 1964 y 1969 los cineastas disponían de un amplio abanico de posibilidades de financiación entre anticipos, créditos, subvenciones y avales y que dicho sistema generó no únicamente esas películas de calidad, sino otras que pretendían llegar al público a través de fórmulas genéricas reconocibles
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“Interés Especial” era una categoría inventada para cubrir a los egresados de la Escuela Oficial de Cine, un centro de formación creado y organizado por el propio García Escudero en 1962 —centro creado a partir del anterior Instituto de Investigaciones y Experimentaciones cinematográficas— (Torreiro, 1995: 66).
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y populares.6 Este sistema de producción, que premiaba de alguna manera el éxito en taquilla, favoreció fórmulas ligadas a lo fantástico, al terror y las aventuras, que ya habían probado su eficacia durante décadas en otras latitudes y se podían facturar por precios reducidos. Como bien dice Joan Hawkins (2000: 93), el terror o el fantástico parecían elecciones lógicas en este contexto, como lo habían sido en Inglaterra, Italia y los Estados Unidos. Los nuevos ciclos de la Hammer, el giallo italiano o los thrillers góticos de corte sobrenatural habían reactivado el interés por este tipo de cine popular. También hay que contar con el fenómeno de las coproducciones, y en España se hicieron muchas. En cualquier caso, de todos los géneros usados para este tipo de películas fue, curiosamente, el de la ciencia ficción el menos transitado. Tampoco deberíamos olvidar que, incluso antes de que estos cambios en la producción tuviesen efectos palpables, Jesús Franco estrenó Gritos en la noche (1961), lo cual demuestra que los cambios se produjeron a diferentes niveles y que no fue únicamente una mejora de la financiación cinematográfica lo que llevó a autores como Franco al cine de género. Siempre es difícil hacer una valoración muy ajustada de las preferencias del público de tiempos pasados. Sí sabemos que la literatura española de ciencia ficción cuenta en los cincuenta y sesenta con autores importantes como Antonio Ribera, Domingo Santos, Juan G. Atienza o Carlos Buiza, entre otros, y que la ciencia ficción anglosajona se estrenaba en España con regularidad.7 Podemos aventurar que
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De entre estas normas la que posibilitaba el acceso a una subvención del quince por ciento sobre la recaudación en taquilla lanzaría a algunos productores a realizar películas de consumo, filmes que pudiesen estrenarse en diferentes mercados, por lo que la coproducción acabaría siendo uno de los sistemas predilectos empleados por estos empresarios (Torreiro, 1995: 67). A juicio de algunos historiadores como Casimiro Torreiro, muchos de estos productos eran simplemente vulgares. Otros críticos hablan de productos exploit o exploitation para referirse a un cine de consumo de baja calidad. No todos los juicios son tan severos y aquí, como en tantos otros lugares, hay que diferenciar y estudiar las muchas diferencias que plantean los productos entre sí. Sobre la presencia de la ciencia ficción en la literatura española hemos seguido a Barceló (2015).
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existía un público para esas cintas, lo que posiblemente llevó a Mariano Ozores a elaborar su particular visión del fin del mundo en La hora incógnita (1963). La película cuenta la historia de un inminente cataclismo nuclear como resultado de una prueba con un cohete que ha salido mal. La evacuación de la ciudad sobre la que va a caer el proyectil nos permitirá asistir a diferentes historias de personajes con diferentes motivaciones para huir o quedarse. La película ha sido calificada de “personal y pretenciosa visión claustrofóbica de unos personajes arrastrados a una situación extrema” (López y Pizarro, 2013: 109), y en no pocas ocasiones se ha criticado su imaginería religiosa, con personajes que pretenden encontrar una salvación mediante el rezo en una iglesia. Actualmente es una película olvidada y sepultada por el trabajo posterior de Ozores, aunque tiene hallazgos interesantes y nos demuestra que el director era mucho más hábil de lo que sus posteriores creaciones puedan dar a entender. La cinta tuvo buenas críticas e incluso una cierta consideración internacional, pero fue un estrepitoso fracaso de taquilla, lo que nos puede dar una idea de lo difícil que es siempre pulsar las necesidades del público y acertar —algo en lo que, por cierto, Ozores se revelaría auténtico experto a partir de este doloroso aprendizaje—. Con un público poco entregado a las muestras patrias de la ciencia ficción es normal pensar que otros muchos autores prefirieron adoptar la estrategia de Ozores y evitar los experimentos demasiado atrevidos con géneros difíciles en taquilla. Ya hemos comentado que Jesús Franco firma su fundacional Gritos en la noche (L’horrible Dr. Orloff) en 1961, una coproducción entre Hispaner Films (España) y Eurociné (Francia) que dará origen a su particular mito de terror, el Dr. Orloff, uno de esos genios del mal capaces de utilizar la ciencia más allá de sus límites para lograr lo imposible, como en su día archicriminales de la talla de Mabuse habían hecho en la Alemania de Weimar. La película cuenta la historia del Dr. Orloff (Howard Vernon), un médico que a principios del siglo xx en la ciudad de Hartog busca la manera de regenerar el rostro de su hija Wanda (Diana Lorys), desfigurado tras un incendio. Para ello necesita la piel del rostro de jovencitas a las que rapta su criado Morpho
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(Conrado San Martín).8 Como bien indica Aguilar, “la inspiración argumental, y visual, alude, cualitativamente, al arquetipo germánico del Dr. Caligari y al estadounidense del mad doctor, pero integra, cuantitativamente, múltiples referentes fílmicos en situaciones e imágenes” (Aguilar, 2011: 81).9 La película es una divertidísima mezcla de géneros, pero está ligada a la ciencia ficción de manera muy tangencial si se quiere. Es la figura del mad doctor la que nos permite citarla aquí, aunque debemos recordar que algunos autores no la contemplan como ciencia ficción (como Freixas y Bassa [2001: 32]). El mad doctor volverá en El secreto del Dr. Orloff (The Mistresses of Dr. Jeckyll, 1964), pero lo hará multiplicado. Aquí Orloff aparece únicamente unos instantes para transmitirle oscuros secretos científicos al Dr. Fisherman, el auténtico mad doctor de la cinta. La cosa tiene que ver con asesinatos de jovencitas en la zona, robots animados por impulsos eléctricos y oscuros secretos de familia. A pesar de las similitudes argumentales con Gritos en la noche, la película contiene una serie de elementos de interés, aunque está realizada sin presupuesto, motivo por el cual no se pudo rescatar a Howard Vernon para que apareciese en la cinta. Como bien dice Aguilar (2011: 98), la singularidad de la película reside en reactivar creaciones anteriores del propio Franco “por vía de una acusada, si se quiere folletinesca, mas en su acepción noble, tensión dramática entre perversidad y ternura, que
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Se trata de un argumento perfecto para una película de género que juega con muchos tópicos habituales en otras cintas. El hábil juego de oposición entre vida y muerte, la idea del sacrificio, los límites de la ciencia, el amor desmedido y obsesivo pueblan esta ficción. Jesús Franco idea un complejo artefacto cargado de referencias y que concede una importancia mayor a la formulación visual que a la coherencia narrativa. La película está basada en la novela del mismo título de Jean Redon. Jess Franco se inventó a un escritor, David Khune, supuesto autor de una novela en la que se basaba Gritos en la noche. Lo cuenta Rubén Pajarón Pereira en el comentario crítico que le dedica en Higueras (2015: 75). También sabemos que el director tomó prestado el nombre de Orloff de Los ojos misteriosos de Londres (Dark Eyes of London, Walter Summers, 1940), al tiempo que la historia tiene su origen en la obra maestra de Georges Franju Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960).
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jamás volverá a manifestarse con tal fuerza, y convicción propia, en la obra de Jesús Franco”. En 1966 el director vuelve a la carga con Miss Muerte (Dans les griffes du maniaque), película proteica que retoma el motivo del mad doctor, pero que se sitúa, como en otras ocasiones, solo tangencialmente cerca de la ciencia ficción. La acción se desarrolla en algún lugar indeterminado de Europa central y nos narra los experimentos del doctor Zimmer, fiel seguidor de los estudios del Dr. Orloff. Zimmer ha ideado la manera de neutralizar la agresividad de los asesinos. Incomprendido y hasta ridiculizado por sus colegas, su hija, Irma, continuará con sus experimentos y se vengará de sus detractores programando la mente de una asesina tan sensual como efectiva (Nadia, interpretada por Estella Bain). La película no renuncia a mostrar sus influencias europeas y la sombra de Franju se nos antoja alargada (López y Pizarro, 2013: 77). Es una cinta desacomplejada en lo formal, con una bella fotografía que acentúa esa nocturnidad en la que viven los personajes. La historia es divertida, está rodada con un fino erotismo, recrea de manera igualmente efectiva ambientes de cabaret o laboratorios científicos. No faltan doctores enloquecidos, procesos científicos de supresión de la voluntad, música jazz, angulaciones imposibles, erráticos requiebros narrativos y una mezcla de géneros desinhibida. Especial atención merecen las escenas de las diferentes muertes. La película cuenta con la participación en el guion de Jean-Claude Carrière y fue definida por el director como “terror neogótico”. También en 1966 Franco estrenará Cartas boca arriba (Cartes sur table), otra coproducción con Francia que cuenta de nuevo con Carrière como guionista. En este caso la película, no pocas veces calificada como un exploit de Lemmy contra Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), nos acerca una vez más a un mad doctor que lanza a su ejército de monstruos mecánicos contra todo tipo de autoridades. El resultado se nos antoja algo menos interesante que el de Miss Muerte, pero la idea de que el protagonista, Eddie Constantine, se parodie a sí mismo —recordemos que el actor protagonizó igualmente Lemmy contra Alphaville— da muy buenos resultados. Jesús Franco comentó con entusiasmo el trabajo de Carrière, un escritor con un gran amor
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por los géneros (en Aguilar [1999: 160-161]).10 El fértil terreno de la coproducción parecía el lugar natural de alguien tan permeable a la influencia foránea, y que se sentía cómodo en el modo de película internacionalmente reconocible, construida con los mimbres de géneros populares bien asentados en el imaginario popular. Las coproducciones entre Italia y España originaron también Terror en el espacio (Terrore nello spazio, Mario Bava, 1965), pero casi siempre se la ha considerado más una película italiana, eso sí, ligeramente emparentada con El sonido de la muerte (José Antonio Nieves Conde, 1965). La causa de esa relación es el monstruo, que en la película de Nieves Conde se esconde de la visión del público. La falta de presupuesto convirtió al monstruo en una criatura que se invisibiliza cuando contacta con el aire. Y ya en 1966 se estrenará la extrañísima Fata Morgana (Vicente Aranda). Su aire retrofuturista y su ubicación temporal en un críptico “después de lo acontecido en Londres” la sitúan habitualmente en las crónicas de ciencia ficción española. El inquietante asesino interpretado por Antonio Ferrandis que persigue a una asustadiza Teresa Gimpera por una urbe no identificada es todo un hallazgo. La película parece más un complejo ejercicio de estilo que una incursión muy medida en el género que nos ocupa, sus escenas en una urbe deshumanizada, vacía y de líneas infinitas sirven bien al propósito de contar sin acabar nunca de cerrar el relato. La escuela de Barcelona, con todo, no sería conocida por su relación con la ciencia ficción. Tampoco lo sería la figura de Vicente Aranda, rápidamente ocupado en otros menesteres. A la postre sería un escándalo financiero del franquismo el que obligaría a los cineastas a reinventarse y buscar mercados extranjeros en los que poder vender sus productos como una forma de sobrevivir. Nos referimos al conocido como escándalo Matesa, que estalló a mediados de 1969 y que paralizó todas las subvenciones del Banco de Crédito Industrial, del que también dependía el cine, y las ayudas del Fondo de Protección Cinematográfica. El pago de subvenciones
10 Esta información proviene de la entrevista que el director concedió a Jordi Costa y que está incluida en Aguilar (1999).
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sobre taquilla estuvo paralizado tres años (Pulido, 2012: 35). Así que las coproducciones se convirtieron en una vía de escape. Se podían repartir costes y se intentaba de paso acceder a otros mercados, amortizando esfuerzos, reutilizando materiales y, como no podía ser de otra manera, manejándose también en los límites de la picaresca española. Las coproducciones gozaban de beneficios fiscales, pero muchas de ellas eran más una ficción que una realidad, y la participación de otros países era más bien mínima o inexistente (Pulido, 2012: 36). El caso es que estos problemas económicos y el endeudamiento del sector obligaron a algunos productores a salir de España y el cine de género era una opción muy viable. Al calor de estos acontecimientos se acabó consolidando lo que conocemos como fantaterror español, cine fantástico español, spanish gothic o monstruocultura “made in Spain”. El nombre es lo de menos en este caso, porque lo que sí está claro es que el cine de género mejoró, amplió fronteras e incorporó en su nómina a creadores tan estimables como Narciso Ibáñez Serrador, entre otros. Curiosamente, de todos los géneros, la ciencia ficción fue la menos practicada, o la menos visible si se quiere.
3. Antes de la explosión: 1971 a 1980 Son muchos los autores que opinan que el cambio de década no vino acompañado de buenas películas en lo que a ciencia ficción hecha en España se refiere. Así López y Pizarro (2013: 231) comentan que el gran respaldo del cine con espíritu de serie B hecho en el país no estaba interesado en historias de ciencia ficción y prefería los destapes y la sugerencia de las películas de vampiros o de hombres lobo, es decir, del fantástico, mucho más dado que la ciencia ficción a la insinuación erótica. Cuestión difícil de entender, por otro lado, ya que en otras latitudes la ciencia ficción había evolucionado hacia la película especulativa, apareciendo una serie de cintas de sci-fi dura que, curiosamente, no parecen generar réplicas ni interés entre los creadores españoles, al menos no como fuente directa de inspiración. De 1971 es la extraordinaria La amenaza de Andrómeda (Robert Wise), que explora el tema de la llegada de un mortal virus extraterrestre a la
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Tierra. Sus asépticas imágenes, sus discursos de ciencia ficción dura y el contenido distópico de su argumento tendrán continuidad en la filmografía estadounidense. Del mismo año es The Hellstrom Chronicle (Ed Spiegel, Walon Green), un documental especulativo que explora la posibilidad de que los insectos se adueñen de la Tierra. Sin que olvidemos Naves misteriosas (Douglas Trumbull, 1972) o manifestaciones de otras cinematografías como la imprescindible y enigmática Solaris (1972), de Andréi Tarkovski, o la extraña El mundo conectado (Rainer Werner Fassbinder, 1973), realizada en este caso para la televisión alemana. Pero en España la década se estrena con El astronauta (1970), de Javier Aguirre. Una comedia disparatada con mucho de española y poco de ciencia ficción que cuenta la historia de un grupo de amigos empeñados en llegar a la Luna con la ayuda del viejo profesor Don Anselmo, quien asegura, ni corto ni perezoso, ser el mentor de Von Braun. Ahí es nada. Algunas películas exploraron la vía del mad doctor situándose a medio camino entre el fantástico y la ciencia ficción. Es el caso de la coproducción hispano-italiana Trasplante de un cerebro (Juan Logar, 1970), en donde mitos clásicos del terror como Frankenstein se entremezclan sin demasiado orden ni concierto con una operación médica de trasplante de cerebro para salvar a un juez londinense. Una mención especial merece La isla misteriosa (Juan Antonio Bardem, Henri Colpi, 1972), por ser una adaptación de Julio Verne y por el director español que la firma (la cinta es una coproducción con Italia, Francia y, atención, Camerún). Pensada originalmente como una serie para televisión, acabó convirtiéndose en una película que comprime una extensa historia en algo más de hora y media. Omar Sharif interpreta al capitán Nemo, y, aunque no se pueda decir que lo haga con gran convencimiento, hay algunas soluciones estéticas en la cinta que, vistas hoy, despiertan una cierta simpatía. Pero, sin duda, una de las mejores cintas de la década, y una auténtica rareza en el panorama español, es Una gota de sangre para morir amando (Eloy de la Iglesia, 1973). Esta película, que de manera superficial se puede emparentar con La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), presenta un auténtico sentido de la puesta en escena, unos
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escenarios ominosos y deshumanizados y un conjunto de temas no solo bien tratados, sino también desarrollados de manera inteligente y con no pocas dosis de mala sombra. Sue Lyon interpreta en la cinta a una enfermera psicópata que asesina a diferentes personas poseída por una especie de furia parafascista (una de las víctimas es un chico con una deformidad en una de sus piernas). La iconografía que aparece en la cinta es atrevida y, dejando de lado su tendencia a beber de muchas fuentes a la vez, se trata de una película que responde bien al sentir de los primeros años setenta. De hecho, Sala (2010: 154-155) puntualiza que no se trata de un mero exploitation y que la película está más cerca del giallo italiano que propiamente de la ciencia ficción, lo que vendría a certificar esta especie de bastardía congénita a la ciencia ficción española. Este tipo de escenarios postapocalípticos aparecen en la más que interesante El refugio del miedo (José Ulloa, 1974). Aquí encontramos el argumento del refugio antiatómico en un mundo devastado. Los protagonistas aguardan a que la radioactividad disminuya y puedan así salir al exterior. La historia está ambientada en Norteamérica y son varios los actores anglosajones que aparecen en la cinta, además de una joven Teresa Gimpera. Interpretaciones correctas para un drama tenso que explota el tema de los desafíos constantes a los que se ven sometidos los líderes de este tipo de pequeñas comunidades originales nacidas al calor de la destrucción del orden social. Recordemos que en la época no son pocas las películas españolas que tuvieron como principal objetivo salir a los mercados internacionales y aprovechar la red de distribución de este tipo de productos de serie B. Por desgracia El refugio del miedo no recaudó gran cosa. La propuesta es parecida a la extrañísima y pseudoerótica, por decirlo de alguna manera, Último deseo (León Klimovsky, 1975). En este caso el encierro tras el holocausto nuclear tiene la particularidad de que afecta a unos burgueses y sus encantadoras prostitutas. La amenaza exterior proviene de unos supervivientes ciegos que les acosan e interrumpen su particular Sodoma y Gomorra versión postapocalíptica. Una auténtica rareza será Memoria (Francisco Macián, 1974), tanto por su alocado contenido como por su técnica expositiva. La historia está ambientada en el, por entonces, lejano año 2000, en donde
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los sujetos viven sometidos a un control total propio de 1984. En este ominoso ambiente el Dr. Ulop ha logrado inventar un sistema para transferir una memoria de un cuerpo a otro, logrando así finalmente conquistar uno de los terrenos más difíciles, el de la transmigración mental, y sobre el que la ciencia ficción ha especulado largamente. La premisa es de interés e incluso el director y guionista de la cinta, Francisco Macián, realizó la película utilizando la técnica denominada M-Tecnofantasy, invención del propio director, que le permitía entremezclar animación con imagen real. Con todo, la película queda como rareza, una más en la filmografía española, y asociada más bien al exploit con orientación erótica que a otra cosa. Desgraciadamente Macián murió dos años antes de que se estrenase la película, que estuvo en un cajón de la distribuidora Catalònia Film durante cuatro años (López y Pizarro, 2013: 234). El argumento de la película de Macián nos sitúa en un terreno delicado. Sin que haya sido norma ni podamos detectar tendencias tan sólidas como las que se aprecian en otras cinematografías, se puede decir que la ciencia ficción española ha incorporado una nómina de temas no tan alejada de las presentes en filmografías tan consolidadas como la rusa o la británica, aunque seguramente los ha explotado con menor acierto. Memoria habla sobre los límites de lo humano, de los atributos que nos otorgan el estatuto de lo humano. Si mi memoria viaja a otro cuerpo, ¿seguiré siendo yo mismo? ¿Hasta qué punto nuestra humanidad proviene también del cuerpo y no solo de la mente? En esa línea se inscribe la algo errática Odio mi cuerpo (León Klimovsky, 1973), en donde el cerebro de un donjuán es trasplantado, tras sufrir un terrible accidente de coche, al cuerpo de una atractiva mujer. Más allá del mad doctor (el Dr. Berger interpretado por Narciso Ibáñez Menta) y del trasplante, poco hay de ciencia ficción en la cinta. No muy lejos de estas propuestas sobre la identidad se encuentra Largo retorno (Pedro Lazaga, 1975). En esta película vemos cómo la felicidad de una joven pareja se ve interrumpida cuando a ella le diagnostican una enfermedad incurable. El marido decide hibernarla hasta que la ciencia descubra una cura para su enfermedad, pero cuarenta años después la cura sigue sin aparecer. El marido se tiene que enfrentar a la dura decisión de despertar a su mujer para que encuentre
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una sociedad radicalmente diferente y a un marido envejecido que ya poco tiene que ver con aquel al que dejó para dormir durante tantos años. El guion es de Juan Cobos y Miguel Rubio, sobre una novela de Germán Ubillos que no hemos tenido el placer de leer, por lo que no podemos opinar sobre la adaptación. En cualquier caso, los temas que plantea la película son de gran interés, por mucho que Lazaga no acabe de explorarlos y sacarles partido. Pero la pregunta sobre los límites de la ciencia está ahí. ¿El noble fin de preservar la vida justifica cualquier actuación científica? ¿Puede el científico perseguir, aunque sea por amor y con toda la buena fe del mundo, un fin particular en su lucha contra los estragos de la enfermedad? ¿No es acaso nuestra propia finitud la garantía última de nuestra supervivencia como especie? Estos años también nos dejaron algunas películas menores, o directamente fallidas, que en ocasiones han sido redescubiertas por espectadores contemporáneos como objetos de culto trash o simplemente como curiosidades dignas de atención. Las coproducciones El hombre invisible (Antonio Margheritti, 1970) y Ambición fallida (Dr. Justice, Christian Jacque, 1975) serían un ejemplo de ello. También Las ratas no duermen de noche (Juan Fortuny, 1973) o Necrophagus (Miguel Madrid, 1971). El científico de esta última acaba convertido, por efecto de sus experimentos, en una masa informe que no estaríamos en condiciones de describir. Algún otro científico loco corre por películas como El jorobado de la morgue (Javier Aguirre, 1972), el posible origen extraterrestre del monstruo de Pánico en el Transiberiano (Eugenio Martín, 1972). Y haríamos bien en no olvidar la excelente No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974). La película de Grau tiene un gran pulso narrativo, pero más allá del supuesto origen del mal que convierte a los muertos en zombis andantes —algún tipo de desastre ecológico no especificado— estamos ante una cinta de corte fantástico y no de ciencia ficción. Por su parte Jess Franco seguía a lo suyo, ahora ya adentrado en el terreno de la autocita, el remake inconfeso, los cócteles monstruosos y el estajanovismo más depurado. Su vínculo con la ciencia ficción seguirá siendo el mad doctor, cómo no. El doctor Mabuse (1972), La maldición de Frankenstein (1972), Drácula contra Frankenstein (1972) o Los ojos siniestros del Dr. Orloff (1973) son algunas muestras de ello. Sí podemos afirmar que, como
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se nos ocurra suprimir a los mad doctors como el tenue criterio que une muchas cintas con la ciencia ficción, la nómina de títulos se nos quedaría en una elegante y corta lista de cine de autor. Pero hay que reconocer que estos últimos títulos de Franco no tienen casi nada de ciencia ficción. De poco después sería la enigmática ¿Quién puede matar a un niño? (1976), de Narciso Ibáñez Serrador. Como comentará Sánchez Trigos unas páginas más adelante, la cinta mantiene una indefinición en las causas últimas que llevan a esos crueles niños a hacer lo que hacen, por lo que bien podríamos estar ante una película de ciencia ficción. Un caso bastante particular lo constituirá el periodista y cineasta Sebastián D’Arbó, autor de programas de radio y televisión sobre fenómenos paranormales, como el mítico La Cataluña misteriosa (1977). Si bien las películas de D’Arbó pertenecen a la década de los ochenta y además tienen más relación con el género fantástico que con la ciencia ficción, y por tanto exceden de los límites del presente capítulo, sí queríamos mencionar su figura, ya que D’Arbó es el principal exponente de la investigación audiovisual parapsicológica que ha dado España. De 1980 es su Viaje al más allá, película sobre posesiones, traumas vitales y contacto con el más allá emparentada con las ficciones sobre casas encantadas. Los contactos de D’Arbó con la ciencia ficción tendrán que ver con la ufología, lo parapsicológico, la telequinesis o fenómenos paracientíficos similares. Sí podemos citar al habitualmente ninguneado Juan Piquer Simón, del que no se nos alcanzan sus graves pecados, más allá de intentar trabajar géneros e historias que requerían un presupuesto que nunca tuvo a su disposición. Y hacerlo en un momento en el que la renovada potencia industrial del cine estadounidense se dejaba notar, y mucho, en los mercados internacionales. Viaje al centro de la Tierra (1977) es una adaptación de Julio Verne, y Supersonic Man (1979) es una especie de parodia de superhéroes, hoy ya objeto de culto. Las películas de Piquer Simón son bien recordadas por los fans y usuarios de los videoclubs de los años ochenta y seguramente constituyen uno de esos placeres culpables que todo cinéfilo atesora en su currículum. El resto de su producción se adentra en los ochenta y ya es materia del siguiente capítulo. También se nos quedan fuera personajes que
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tienen alguna relación con España, como Fernando Arrabal o Alejandro Jodorowsky, porque hacían sus películas en Francia o en México. Sus imaginarios son tan ricos y complejos que merecen estudio y atención, pero, si hablamos de historia del cine español, lamentablemente, se nos quedan fuera. Los setenta, cinematográficamente hablando, acabarán en España con Arrebato (Iván Zulueta, 1979), una película extraña, marcada por su deuda hacia las vanguardias norteamericanas, la cultura de las drogas y una puesta en escena desquiciada y oscilante. Se trata de una película importante pero aquejada del mal sufrido por tantas otras películas españolas, su falta de continuidad, su impacto localizado o su imposibilidad para generar réplicas apreciables. No obstante, la película de Zulueta demuestra que el cine español está abierto a influencias extranjeras, que no pocos cineastas tratan de incorporar a una cinematografía en modo alguno impermeable. A partir de este momento —1980— la historia va a cambiar por completo. La conocida como ley Miró, originalmente un decreto ley de finales de 1983, favorecerá un determinado tipo de cine que poco tendrá que ver con el visto en este capítulo. Aunque los efectos y alcance del decreto todavía hoy son objeto de discusión, no podemos obviar que si rastreamos la filosofía de la norma encontramos el tan noble objetivo de dotar al cine español de un prestigio que, aparentemente, hasta ese momento no tenía. A sensu contrario bien puede afirmarse que el cine español estaba desprestigiado por la existencia de estos bárbaros legendarios partidarios de los zombis, los monstruos hechos a trozos, las vampiras y los hombres lobo. O al menos eso parecía creer Pilar Miró, cuyo cine poco tiene que ver con el género entendido en su acepción más amplia, y por qué no decirlo, divertida. Si el cine de autor mató o no al cine de género es algo difícil de dilucidar. El género ya había decaído mucho antes de las nuevas normas adoptadas bajo los Gobiernos socialistas. Jess Franco hacía más películas eróticas que otra cosa. Naschy rodó buenas películas a finales de los setenta. Ossorio tenía a sus templarios y Narciso Ibáñez Serrador se pasó a la televisión tras una corta carrera cinematográfica. Otros autores hacían incursiones en el género, pero algo cambió con la muerte del dictador en 1975. La apertura de un periodo de transición orientó
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a los cineastas a otros terrenos. El cine político se convirtió en una necesidad. El esquema interpretativo que no pocos autores utilizan para explicar la historia del periodo, el del reformismo/ruptura, se cuela también en el mundo del cine.11 Esa monstruocultura de la que hemos hablado en otros textos se diluye. Y, si las películas de género fantástico y de terror perdieron fuerza, qué no iba a pasar con la ciencia ficción, un género que nunca acabó de arraigar por completo en la industria cinematográfica española. El potencial subversivo de la ciencia ficción nunca ha sido bien entendido por muchos de los autores que, tangencialmente, la han practicado. La facilidad inicial para mostrarse combativo que otorgaban todos esos monstruos tan conocidos por los espectadores —desde Drácula o las vampiras tan queridas por Franco— hizo que fructificasen más algunos géneros, y entre ellos no estuvo, desgraciadamente, la ciencia ficción. Los problemas de producción y presupuestarios y un espectador poco dado al género en su versión patria hicieron el resto. Afortunadamente, aunque eso se discutirá más adelante, los gustos y las posibilidades industriales cambian y la situación actual es distinta. Aún quedan títulos por redescubrir y nuevas consideraciones por hacer sobre el cine de género español. Y, aunque la ciencia ficción no ha sido el más practicado ni seguramente el que mejores resultados ha dado, no cabe duda de que para algunos autores fue también una vía de exploración y reflexión sobre nuestro inevitable futuro.
11 En este punto seguimos a Palacio (2011), Ibáñez y Anania (2010) y Sánchez-Noriega (2014). Sus esquemas interpretativos son esenciales para entender el cine de la Transición y el efecto que el panorama político tuvo sobre el cine de género en España.
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Rubén Sánchez Trigos U-tad (Centro Universitario de Tecnología y Arte Digital)
1. Nuevo escenario sociocultural para un género sin tradición Uno de los lugares comunes más consolidados en la historiografía del cine de género en España sanciona como poco menos que inexistente el periodo que abarca desde finales de los años setenta (donde se ratifica el declive del denominado fantaterror español) a los primeros noventa (donde tiene lugar el relevo generacional que impulsará el fantástico, el terror y la ciencia ficción locales hacia una nueva era de esplendor en lo que a éxitos comerciales, bendición del aparato crítico y del establishment cultural se refiere). No hay duda de que la producción de género nacional acusa durante esta etapa uno de sus lapsos más sombríos, no tanto por el interés de las películas producidas como por la inexistencia de un tejido industrial sólido capaz de sostener un verdadero mercado de género. Conviene advertir, sin embargo, un matiz que atañe exclusivamente a la percepción que se tiene de este periodo: si, vista en perspectiva, la devaluación que estas
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formas narrativas experimentan en estos años parece mayor de lo que probablemente fue, es debido, en gran parte, a la particular idiosincrasia que reviste la historia del cine de género en España. Dicho de otro modo: la hasta entonces inédita eclosión de títulos ligados a los géneros populares que la industria española experimentó en la primera mitad de la década de los setenta contribuye a magnificar el declive en la producción y la crisis de identidad que, siempre con excepciones, vendrá después.1 Superado el espejismo del fantaterror, por lo tanto, la progresiva desaparición del circuito habitual de exhibición que acogiera y potenciara este boom, el ostracismo (cuando no la definitiva retirada) al que se ven sometidos muchos de los cineastas especialistas en el género o la polarización cada vez más acentuada entre el blockbuster norteamericano y la serie B o el producto directo a vídeo no parecen sino ramificaciones naturales de un fenómeno concreto, nuevas caras de un mismo poliedro: el drástico cambio que se opera en la cosmovisión cultural de medio mundo; cambio a través del cual se clausura un periodo aproximado de dos décadas en el que el cine de género popular europeo había alcanzado con probabilidad sus mayores cuotas de creatividad e influencia para con las demás formas artísticas, y que coincide con la emergencia de un nuevo modelo de blockbuster (impulsado por los hitos determinantes de Spielberg y Lucas), gracias al cual el cine de Hollywood recupera una hegemonía comercial relativamente perdida en los últimos tiempos. La implantación de este nuevo escenario en España resulta progresiva, por un lado, y, por otro, responde a factores de muy distinta índole: sociológicos, culturales y políticos. Uno de los más determinantes es sin duda el que atañe a las nuevas políticas cinematográficas promulgadas por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tras su aplastante triunfo en las elecciones de octubre de 1982. Así, un real
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Como recoge Aguilar (2005), basta con comparar los más de doscientos títulos estrenados durante el boom fantaterrorífico español (cuyo pico se sitúa entre los años 71 y 73) con el centenar aproximado que se filma desde 1980 hasta los años 2000 para ratificar hasta qué punto la primera mitad de los setenta constituyen un fenómeno engañoso y particular.
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decreto promulgado en 1983 por el Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA), organismo que sustituye a la antigua Dirección General de Cinematografía de la etapa franquista, materializa el ideario de lo que popularmente se conoció como ley Miró, y que supone, en palabras de Aguilar, la bifurcación de la producción española en dos corrientes mayoritarias e irreconciliables: “Por un lado, la película cara e importante, respaldada financieramente por todo tipo de organismos oficiales y con adelantos sobre su difusión televisiva, consistente, en gran parte, en la adaptación de clásicos de prestigio de la literatura nacional”; por otro lado, “el subproducto, realizado por equipos mínimos, compuestos por profesionales desfasados y/o impensables en el previo bloque de proyectos, y que nace/muere en la distribución videográfica” (Aguilar, 2005: 12). En lo que al cine de género se refiere en concreto, este se escinde “entre una serie B en progresiva agonía y una dignificación tolerada desde unas instituciones que, directa y desembozadamente, detestan todo lo que escape al más puro racionalismo” (2005: 12). Las consecuencias naturales de este escenario no hacen sino afianzar entre el público y los cineastas españoles un fenómeno de todo punto irreversible: la definitiva asfixia del modelo de cine de género popular, desprejuiciado, más o menos autoconsciente y en directa conexión con la exploitation europea contemporánea que sostuviera buena parte del mercado español del llamado tardofranquismo. El caso de la ciencia ficción española encierra, no obstante, una singularidad exclusiva: mientras que, durante el reinado del modelo exploitation,2 otras cinematografías como la italiana habían conseguido apropiarse de los códigos naturales del género mediante películas que se postulaban abiertamente como tal, el mercado español de los sesenta y setenta, por su parte, prefirió inscribir sus productos en la
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Tohill y Tombs consideran cine exploitation a un conjunto de películas rodadas en Europa entre los años cincuenta y ochenta, muchas de ellas en régimen de coproducción, destinadas a una distribución internacional, y fundamentalmente centradas en la explotación de géneros o subgéneros populares, según la terminología (peplum, wéstern, policíaco, terror), es decir, identificables por el espectador universal (Tohill y Tombs, 1995).
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tradición, mucho más icónica para el público potencial de los cines de barrio, del terror gótico post-Hammer y del terror a la italiana, entre otras influencias. Debido a esto, aquellos tropos más próximos a la retórica de la ciencia ficción, cuando se dan, se adaptan a un marco argumental y estético más inclinado al horror que a la reflexión prospectiva que caracteriza a la forma narrativa que nos ocupa. En otras palabras, si, de acuerdo con Brooke-Rose, la ciencia ficción se opone al fantástico “which interposes anti-cognitive into a supposed empirical World (whereas the fairy-tales ignore them)” (1981: 73), el cine español tradicionalmente ha descuidado esta dimensión empírica a favor de postulados más cercanos al efecto sobrenatural poco o nada explicativo, privilegiando la mostración por encima de otros recursos. Como consecuencia, al tratar la producción de ciencia ficción española que se da durante los años ochenta encontramos, sobre todo, una doble ausencia: por un lado, la de grandes hitos cinematográficos españoles concebidos por el mercado y percibidos por el público como genuina ciencia ficción; por otro lado, y por la misma razón, tenemos la ausencia de cineastas emblemáticos especializados en este género (aunque Franco, Paul Naschy o León Klimovsky, por citar solo tres directores representativos, introduzcan en sus películas elementos de especulación científica, sus nombres se asocian antes a la poética fantástica mediterránea del periodo que a cualquier otra forma expresiva). Esta particularidad, junto al escenario político-cultural ya señalado, va a contribuir drásticamente a que la ciencia ficción española producida en los años inmediatamente siguientes a la Transición revista, en general, un escaso músculo comercial (salvo excepciones puntuales), delatando así la escasa confianza o familiaridad del cine español para con este género.
2. Los años ochenta: la vertiente popular Siendo el escenario sociocultural español tan poco propicio para la prolongación/evocación del modelo de explotación gótica acuñado durante el fantaterror de la pasada década, resulta natural que cineastas cuya carrera parecía vinculada a este imaginario vean ahora mermada
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no ya su posibilidad de filmar películas, sino sobre todo de estrenarlas y explotarlas de forma digna.3 El caso de Jesús Franco, sin embargo, es singular con respecto a sus compañeros de generación y merece revisarse en toda su idiosincrasia. Como ya se ha visto en el anterior capítulo, su aportación al cine fantástico español se inaugura en los primeros años sesenta, es decir, antes del boom fantaterrorífico; más tarde, en plena eclosión del mismo, se marchará de España para rodar en coproducción con Francia o Alemania, acuñando así una (basta) filmografía que encierra una poética particular y multirreferencial que solo en puntuales aspectos es homologable al del resto del fantástico contemporáneo. Teniendo en cuenta esto, resulta hasta cierto punto significativo que en este periodo Franco recupere a su personaje más emblemático, el Dr. Orloff, quien no solo prefigurara muchos de los rasgos del cine exploitation ibérico posterior en la inaugural Gritos en la noche, sino que a lo largo de casi tres décadas conforma la única saga de películas españolas de la historia inscrita en un imaginario de reminiscencias fantacientíficas. Serán dos los títulos de la saga que Franco filme durante los años ochenta: El siniestro Dr. Orloff (1984) y Los depredadores de la noche (1988). La consideración de secuela, remake o mera autoexplotación para con estas películas, no obstante, no resulta del todo clara. Remitiéndome a lo que ya señalé en otro texto: Como ocurriera con los títulos precedentes de la saga (con la excepción, quizás, de la singular Miss Muerte), ambas constituyen coproducciones con Francia, aspecto este a tener en cuenta a la hora de valorar hasta qué punto encajan o no estas películas en el contexto de la producción fantástica española de este periodo, y ambas suponen la transposición,
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En el lustro que va de 1965 a 1970 el número de locales cinematográficos había pasado de 7.897 a 6.911 (una reducción del 12,4 %, con una disminución del público del 36 %), proceso que se acentuaría en los años siguientes: de 1970 a 1980, los locales pasarían a 4.096, y entre 1980 y 1992 dicha disminución se cifraría en 1.791, un retroceso del 56,3 %. Decrecimiento que se da también en países como Italia, Portugal o Grecia, mientras que en Francia se atenúa considerablemente y en Alemania y Reino Unido se incrementa el número de locales.
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transparente y lúdica, de aquellos elementos arquetípicos que confirieran entidad a la primera película (Sánchez Trigos, 2016: 118).
Elementos que, como Lázaro-Reboll apunta, giran en torno a dos aspectos básicos: la vinculación-confusión del mundo de la ciencia con el mundo criminal y el tratamiento estético neogótico (Lázaro-Reboll, 2012: 54-55), vehiculados a través del personaje de Orloff, científico torturado por un pasado trágico capaz de supeditar los límites ético-legales de la cirugía médica a sus objetivos personales. Así, en El siniestro Dr. Orloff es el hijo del personaje, quien, emulando los pasos de su padre, secuestra a mujeres con el fin de devolverle la vida a su madre, mientras que en Los depredadores de la noche conocemos a un nuevo científico que, bajo la sombra del recuerdo de Orloff, transgrede las fronteras de la ciencia en pos de una nueva técnica de curación milagrosa. Un patrón, pues, que evoca la estructura dramática de lo que Noël Carroll ha denominado “trama del transgresor”, verdadera espina dorsal de la narrativa mad doctor a lo largo de su historia, en la que un individuo accede a ciertos conocimientos prohibidos (científicos o sobrenaturales) y paga (o no) por esta osadía al término del relato (Carroll, 2005: 249-267). El caso de Jesús Franco y estos dos filmes, si bien responde estrictamente al universo personal y netamente pop de su realizador, resulta también representativo de la que es la vertiente más productiva de la ciencia ficción española durante la primera mitad de los ochenta: la película de bajo presupuesto con vocación abiertamente popular y destinada a un circuito de salas en progresivo descenso. Un modelo destinado a coexistir, por un lado, con el blockbuster juvenil post-Lucas/Spielberg, incluida su aplastante maquinaría de distribución/promoción y su habilidad para sintonizar con una nueva generación de (jóvenes) espectadores, y, por otro, con el creciente boom del VHS.4
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Tal y como recoge Jesús Parrado, “el magnetoscopio tuvo un auge vertiginoso en nuestro país, pasando de setecientas mil unidades en 1984, con una tasa de penetración del 6,4 %, a seis millones en 1994 con un 54 % de tasa de penetración” (Parrado, 2015: 22).
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Así, durante este primer lustro, el género en España encierra una verdadera exuberancia temática (de bestias prehistóricas a alienígenas, de sociedades distópicas a paisajes postapocalípticos), exuberancia que en realidad revela, siempre generalizando, un leitmotiv común: la escasa o nula voluntad por facturar genuinas películas de ciencia ficción, esto es, relatos concebidos y consumidos de forma transparente bajo el imaginario del género. Antes bien, puede afirmarse que en la mayoría de estas producciones los tropos habituales de la ciencia ficción se ponen al servicio de un marco narrativo-expresivo ajeno a los intereses tradicionales de esta. Por citar solo algunos de estos marcos: el softporn de la película clasificada S, el cine de aventuras paracientíficas deudor de Verne, la explotación más o menos desacomplejada de los clásicos arquetipos, la relectura paródica/exploitation del último éxito o blockbuster norteamericano. En definitiva, tal y como ocurre con el terror y el fantástico, la ciencia ficción española de este periodo deviene en mera suministradora de motivos capitalizados por otras formas expresivas/comerciales, casi nunca en género central. En cuanto a la denominada película clasificada S que colonizara las pantallas españolas desde finales de los años setenta hasta bien entrada la presente década,5 se encuentra condicionada por cierta transversalidad para con otros géneros. Así, afirma Fernando Cuesta, el denominado destape afectó no solo a las películas clasificadas como tal, sino al cine español en su conjunto, “tanto a los géneros de mera explotación como al resto de la producción nacional” (2015: 73). Neumonía erótica y pasota (Jaime Bayarri, 1981), por ejemplo, tiene la osadía de capitalizar el escándalo del aceite de colza que estallara en la sociedad española en 19816 a través del personaje interpretado por Eva Lyberten, una mujer que, al consumir dicho producto adulterado, se transforma
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Aprobada por el Gobierno de Adolfo Suárez en 1977, la clasificación S designaba aquellas películas con alto contenido sexual o violento. El escándalo se desató en la primavera de 1981, fecha en que apareció el primer caso. Afectó a más de veinte mil personas, ocasionando la muerte de mil cien. El Tribunal Supremo de España quedó probada la relación entre la ingesta de aceite de colza desnaturalizado (en principio destinado a uso industrial, aunque los responsables lo desviaron para consumo humano, siendo condenados por ello) y los
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en un monstruo de atributos sexuales desmesurados e inclinaciones violentas, hibridando ciencia ficción y erotismo. El propio Jesús Franco aporta a esta vía El sexo está loco (1981), sobre extraterrestres con la facultad de engendrar un hijo cada nueve segundos y matrimonios que viven en comuna. Limítrofe con los brumosos límites de lo clasificado S, en el terreno de la comedia, se estrena también Si las mujeres mandaran (o mandasen) (José María Palacio, 1982), suerte de ucronía situada a finales del siglo xxi en la que las mujeres ejercen un gobierno militar que relega a los hombres al papel de amos de casa, argumento que somatiza muchos de los cambios por los que atravesaba la sociedad española femenina contemporánea (la ley del divorcio de Suárez de 1981 y la legalización de la píldora anticonceptiva en 1978). También una comedia, aunque capitalizando esta vez un personaje relativamente habitual en el fantaterror español, el zombi,7 Morbus (Ignasi P. Ferré, 1983) (escrita por una entonces ignota Isabel Coixet), tiene el honor de erigirse en una de las escasas producciones españolas de este periodo que, junto con las posteriores incursiones de Franco en el universo de Orloff, recuperan el arquetipo del mad doctor. No obstante, fuera ya de la clasificación como tal, probablemente el ejemplo más contundente de la nula confianza que el mercado cinematográfico español de los primeros años ochenta mantiene en la ciencia ficción son los dos exploits de E. T., el extraterrestre (E. T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982) que se estrenan en 1983: El E. T. E. y el Oto (Manuel Esteba, 1983), parodia al servicio del dúo cómico Hermanos Calatrava, y Los nuevos extraterrestres (J. P. Simón, 1983), genuino cine exploitation europeo (se trata de una coproducción con Francia) en vías de adaptación a los nuevos tiempos. Precisamente es este último director, Juan Piquer Simón, el único realizador español que, de forma consistente y prolongada, asume una vía de producción inédita en el mercado nacional durante esta década: así, la neoexploitation practicada por Simón no intenta facturar un
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síntomas de la enfermedad (que en su fase crónica llegaba a provocar hepatopatía, esclerodermia, hipertensión pulmonar y neuropatía, entre otras dolencias). Para un análisis del zombi en el cine español, véase Sánchez Trigos (2013a).
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cine en conexión con subgéneros netamente europeos como el giallo o el gótico italiano de los años sesenta, sino que centra sus esfuerzos, fundamentalmente, en la simulación de éxitos norteamericanos contemporáneos, mutando de piel según el éxito a capitalizar —del cine de súper héroes post-Superman de Supersonic (1979) al slasher post-La noche de Halloween/Viernes 13 que es Mil gritos tiene la noche (1982)—. Una estrategia que no solo extiende su carta de defunción a una manera, tan mediterránea como ecléctica, de entender los géneros cinematográficos y sus imaginarios, sino que certifica el definitivo triunfo de un proceso común, globalizador, con el que el cine español en concreto mantiene una compleja relación desde entonces y hasta hoy. En palabras de Fernández de Castro: Los fenómenos de explotación con los que el cine de género europeo intentó defenderse desesperadamente, en su agonía final, de los productos globales norteamericanos no hicieron más que poner de manifiesto lo irreversible de su proceso terminal. Porque, y esto es evidentemente lo más grave, las miradas ya habían cambiado a través de un proceso de aculturización a favor de iconos, relatos y estéticas homogeneizados para una globalización simbólica poco inocente, al servicio de un imaginario para el nuevo statu quo (2015: 10).
Las películas que J. P. Simón filmará en esta década participan, pues, de este imaginario central y común que capitaliza desde el último blockbuster norteamericano a la serie B más desvergonzada; lo que resulta revelador para nuestros propósitos es que todas, en mayor o menor medida, prescinden del efecto fantástico para abrazar una retórica asociada a la ciencia ficción en sus vertientes pulp y weird. La única película que no explota ningún éxito anglosajón como tal es precisamente la que inaugura la década: Misterio en la isla de los monstruos (1981), adaptación de la novela Escuela de Robinsones de Julio Verne (1882), que, con un reparto de estrellas internacionales asociadas al género europeo (de Terence Stamp a Peter Cushing pasando por Paul Naschy) y una voluntad honesta por evocar cierto sentido de la maravilla consustancial a la narrativa de aventuras juvenil (monstruos prehistóricos y mad doctors incluidos), se distingue drásticamente del
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resto de la ciencia ficción que Simón va a estrenar en este periodo. De este modo, a Los nuevos extraterrestres, ya mencionada, hay que añadir las monster movies Slugs. Muerte viscosa (1988), según la novela de Shaun Hutson, serie B rodada en inglés y ambientada en una pequeña población norteamericana asediada por una plaga de babosas carnívoras, y La grieta (1990), exploit de Profundidad seis (DeepStar Six, Sean S. Cunningham), Abyss (The Abyss, James Cameron, 1989) y Leviatán, el demonio del abismo (Leviathan, George Pan Cosmatos, 1989), sobre un experimento genético responsable de mutar a ciertos animales marinos que, aunque estrenada ya en la década siguiente, conforma con la anterior un díptico inédito en la filmografía española de los ochenta. Homologable a ellas resulta Serpiente de mar (Amando de Ossorio, 1984), despedida del cine de su muy emblemático director, también filmada en inglés y con un reparto de viejas estrellas (de Ray Milland a Taryn Power). Solo la fundación de la productora Fantastic Factory a principios de los años 2000 recuperará este modelo de evocación popular. El primer lustro de la década de 1980 arroja, pues, un saldo netamente popular, en el que la ciencia ficción española se debate entre la inercia a la que el cine nacional estaba abocándose vía administrativa (la dignificación cultural del producto considerado de prestigio) y la mutación internacional que se estaba operando en el cine de género. En este sentido, cabe reseñar una rareza única en su radicalidad conceptual. Se trata de Animales racionales (Eligio Herrero, 1981), producción muda en la que, tras una hecatombe nuclear, los únicos tres supervivientes humanos (dos hombres y una mujer, hermana de uno de ellos) se esfuerzan por sobrevivir a un escenario nuevo e inhóspito (desde erupciones volcánicas a cangrejos mutantes) para finalmente fundar una nueva humanidad. Con reminiscencias más o menos obvias del clásico de la literatura catalana Mecanoscrit del segon origen (Manuel de Pedrolo, 1974), Animales racionales constituye un nuevo intento del cine español por acuñar relatos postapocalípticos propios, una tradición intermitente pero ininterrumpida hasta nuestros días que encuentra un nuevo auge en la segunda década de los 2000, como veremos.
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3. Los años ochenta: la vía de prestigio En la segunda mitad de los años ochenta, el cine español ingresa de lleno en uno de los periodos más representativos de su historia moderna, merced a las nuevas políticas culturales impulsadas desde la Administración Miró y prolongadas después por Méndez-Leite. En palabras de Monterde: “Se trataba de sanear la producción promoviendo la elevación de los presupuestos y la desaparición de muchos subproductos (comedietas, filmes eróticos, cine de subgéneros, etc.), aun a costa de una drástica reducción del número de producciones” (2007: 31); lo que en la práctica se tradujo en un descenso más o menos paulatino de espectadores (con puntuales taquillazos) y en una mayor presencia de películas españolas en festivales de prestigio. En general, el cine de género apenas si se vio beneficiado en esta remodelación del canon crítico-artístico español; no obstante, y de forma paradójica, una de las más contundentes excepciones a este escenario la supone una película de ciencia ficción concebida como la mayor superproducción española de su historia y, a la postre, convertida también en uno de sus mayores fiascos comerciales. El caballero del dragón (Fernando Colomo, 1985) no se distingue demasiado, en términos estrictos, del resto de películas de prestigio nacionales de la época, en la medida en que adapta un tropo tradicional de la ciencia ficción (el alienígena bondadoso, el “alienus como pacificador con aires de Cristo”) (Moffit, 2008: 280) a los parámetros histórico-literarios que sostienen buena parte del resto de la producción española contemporánea a su producción. La trama, en definitiva, se sitúa en la Edad Media y plantea la hipótesis de que el dragón de la leyenda de San Jorge no fuera en realidad sino una nave alienígena. Filmada originalmente en inglés, y sostenida sobre una factura como ninguna producción de género precedente española había conocido (incluidos el fantástico y el terror), la película de Colomo señala un camino que su fracaso en taquilla impidió desarrollar por parte de otros filmes posteriores: el de la ciencia ficción en diálogo con el sustrato folclórico local, es decir, el rico andamiaje multicultural que nutre la mitología española como fuente de distinción de nuestro cine de género.
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En consecuencia, las producciones de ciencia ficción españolas de los años inmediatamente siguientes acusarán la pérdida de confianza en el género propiciada por este fracaso, viendo mermada la posibilidad de concebir otra propuesta de esta envergadura hasta muchos años después. Es el caso, por ejemplo, de El gran Serafín (José María Ulloque, 1987), película que, al menos sobre el papel, comparte ciertas señas de identidad con la superproducción de Colomo, entre ellas el de una base literaria de prestigio (un relato de Bioy Casares). A pesar de estas credenciales, esta historia sobre un grupo de personas a quienes el fin del mundo sorprende en un hotel marítimo apenas tuvo recorrido comercial y atención crítica. El vivo retrato (Mario Menéndez, 1986), por su parte, es una comedia que recoge un tema poco o nada tratado en el cine español, la clonación, mediante un argumento en el que un antiguo médico nazi naufraga en la costa asturiana y allí reemprende, junto a una lugareña de la que se enamora, un negocio consistente en esta técnica científica. Uno de los pocos filmes españoles de ciencia ficción rodados hasta ese momento que explota con convicción la idiosincrasia local del emplazamiento en que transcurre.
4. Renovación y tradición: signos de una ciencia ficción local El (contundente) relevo generacional que se opera en el cine español, y en particular en el cine español de género, a lo largo de los años noventa mantiene una relación compleja con la ciencia ficción que nos ocupa: por un lado, la mayor parte de las películas estrenadas por cineastas emergentes como Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar, Jaume Balagueró, Javier Fesser o Elio Quiroga se alinean antes en la tradición del fantástico y del terror que en el de la ficción científica (el caso de Abre los ojos, de Amenábar, es muy particular, como veremos); por otro, aun en este escenario, el cine español de ciencia ficción de esta década revela un verdadero interés por sacudirse los complejos de tiempos pasados en lo que a la relación/conciliación entre el imaginario tradicional del género y la explotación de marcadores locales se
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refiere. Este cine tiene que lidiar/negociar, pues, con una idea totalizadora de nuestra cultura, heredada en gran parte de la misma tradición literaria que niega cualquier tipo de dimensión fantástica a nuestra idiosincrasia,8 según la cual la especulación científica constituye un terreno ajeno a lo establecido por el establishment cultural-académico. Un lugar común retroalimentado, como ya adelantamos, por la ausencia de éxitos en la taquilla o la crítica y por la falta de cineastas popularmente asociados a este género. Precisamente por esto reviste tanta importancia el estreno de Acción mutante (Álex de la Iglesia, 1992), incluso teniendo en cuenta la tibia resonancia que la película obtiene en la taquilla (lejos de considerarse un fracaso, pero lejos también de los logros obtenidos por posteriores títulos de su realizador). La ópera prima de Álex de la Iglesia, significativamente respaldada por Pedro Almodóvar y su productora (cineasta que comparte con De la Iglesia la explotación/ asunción natural de la iconografía costumbrista-cultural española), desafía algunas de las inercias más significativas en las que el género parecía instalado, la más importante de ellas la que negaba a la ciencia ficción hecha en España la posibilidad de integrar fuentes procedentes de la cultura popular local (los cómics de Bruguera, por ejemplo, pero también el cine exploitation europeo representado aquí por Jesús Franco y la mirada torva a la sociedad fuertemente jerarquizada del cine berlanguiano) en un discurso temático inherente al contexto sociocultural en el que la película es concebida (en términos estrictos, el film relata nada menos que las desventuras de una banda terrorista intergaláctica de inequívoca raigambre vasca). Acción mutante constituye así un punto de inflexión rotundo cuya influencia solo puede ser calibrada a largo plazo; el hecho de que sea el siguiente largometraje de su director, El día de la bestia (1995), el que, de manera expeditiva, conecte con una nueva generación de espectadores hasta entonces divorciada del cine español y al mismo tiempo obtenga el favor de la
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Para una aproximación histórica a la tradición de la ciencia ficción y lo fantástico en la literatura española y a las particularidades de su recepción, véase respectivamente Moreno (2007), Roas (2006) y López (2010).
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academia solo sugiere el escaso músculo comercial de la ciencia ficción con fuertes marcadores locales entre el público español de finales de siglo. No obstante, como ya se ha señalado, la influencia e importancia de Acción mutante en el devenir del género debe medirse más allá de su estreno, en las distintas películas españolas que, en los siguientes años, van a desarrollar una mirada contracultural hasta entonces solo explorada en el cómic y el fanzine como rasgo distintivo, autorreflexivo e identitario. En este sentido, si existe en la película de De la Iglesia una escena que sintetice las características esenciales de esta progresiva renovación es esa en la que los terroristas irrumpen de una tarta en mitad del banquete de bodas de la hija de un importante industrial y, al son de Aires de fiesta, de Karina (verdadero icono popular de la España franquista), acribillan a tiros a los invitados, representantes todos de la clase alta. Durante el primer lustro de la década coexisten así unas pocas películas todavía instaladas en un cierto extrañamiento para con la ciencia ficción, con películas adscritas, de un modo o de otro, a esta nueva vía. Entre las primeras, toda una rareza: Nexus 2.431 (José María Forqué, 1994), coproducción entre España, República Checa y Reino Unido que parte de una premisa apocalíptica (la explosión del Sol fulmina a todos los planetas del sistema solar, incluida la Tierra) para arribar en una aventura galáctica de ecos pulps (los supervivientes son acogidos por una civilización alienígena cuyo líder acaba por raptar a la hija del jefe terrícola, propiciando el subsiguiente rescate) que evoca fuentes tan ajenas a la filmografía de su veterano director como Flash Gordon, John Carter o, sobre todo, la ficción de espada y brujería post-Conan tan en boga en la década de los ochenta (y de la que parte el proyecto originalmente). El inexistente estreno de la película certifica su carácter anacrónico. En una vertiente más ligera se sitúa en cambio Supernova (Juan Miñón, 1993), producto a mayor gloria de su protagonista, la artista Marta Sánchez, en el papel de una cantante intergaláctica. Son, pues, las producciones firmadas por cineastas jóvenes debutantes, hijos inequívocos de la cultura popular postsetenta y ochenta, pero también de un contexto de globalización cultural en colisión con la tradición española (o, más bien, con una idea oficial de lo que es la
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tradición española), las que materializan la evolución postulada por la ópera prima de De la Iglesia en muy distintas ramas. Atolladero (Óscar Aibar, 1995), según el cómic del propio Aibar y Miguel Ángel Martín; La lengua asesina (Alberto Sciamma, 1996); Solo se muere dos veces (Esteban Ibarretxe, José Miguel Ibarretxe, 1996); El milagro de P. Tinto (Javier Fesser, 1998); La mujer más fea del mundo (Miguel Bardem, 1999), o la producción de animación Goomer (José Luis Feito, Carlos Varela, 1999), que adapta las tiras que Ricardo y Nacho habían publicado en el diario El Mundo, son películas que mantienen identidades autónomas entre sí, pero que también guardan un sustrato común: la definitiva y natural integración de indicadores configurados como locales (desde el costumbrismo inherente a la comedia del Nuevo Cine Español de los años sesenta a los propios cómics que adaptan, pasando por referentes generacionales como Ibáñez o Vázquez) con fuentes internacionales pero igualmente deudoras de la cultura popular contemporánea a sus directores. Un mosaico multirreferencial que sintoniza la ciencia ficción española con buena parte de su homóloga extranjera y que por primera vez en la historia de nuestra cinematografía apunta al público joven como espectador natural. Con todo, si algo delatan estas películas es su resistencia a ambientar la acción, de forma indisimulada, en escenarios no ya españoles, sino potencialmente identificables como tal. Atolladero, por ejemplo, transcurre en un pueblo de Texas, a pesar de que los personajes están interpretados por actores españoles (a excepción del artista norteamericano Iggy Pop), La lengua asesina respira un ambiente inequívocamente anglosajón, e incluso La mujer más fea del mundo, que transcurre en escenarios españoles, desdibuja la población en que transcurre mediante la no mostración de edificios y escenarios emblemáticos. Una tendencia que se revertirá en la ciencia ficción española de los siguientes años, si bien solo en determinadas películas. Por lo demás, las películas estrenadas en esta segunda mitad de los años noventa refrendan la diversidad temática ya expresada en décadas anteriores, abordando una serie de hitos asociados a la ciencia ficción que, si bien, en términos estrictos, no resultan del todo inéditos en nuestra cinematografía, sí lo son en su tratamiento (pop/pulp/estética Bruguera según el caso): véase, por ejemplo, los mad doctors o los experimentos más allá de la
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ética científica que articulan las tramas de Solo se muere dos veces y La mujer más fea del mundo, o los alienígenas de El milagro de P. Tinto, que adoptan a modo de hijos a la pareja anciana protagonista. Otros imaginarios convocados, sin embargo, sí abren vías radicalmente nuevas en el contexto del cine español de finales de siglo, como el escenario dieselpunk de Atolladero, deudor de Mad Max, salvajes de autopista (Mad Max, George Miller, 1979) y sus secuelas y exploits, o la inmersión en la cultura drag que supone La lengua asesina. De este bloque, la película que mayor impacto obtiene es, con una amplia diferencia, El milagro de P. Tinto; a pesar de ello, y aun desarrollando una trama que involucra a una pareja de alienígenas, la película de Fesser difícilmente es percibida como ciencia ficción por gran parte del público, en la medida en que privilegia la evocación, más o menos nostálgica, más o menos irónica, de la España franquista y de la era dorada de Bruguera sobre los aspectos más específicamente fantacientíficos. El caso de Abre los ojos, el film de ciencia ficción de mayor éxito en la historia del cine español hasta ese instante, es singular en lo que a la relación que mantiene con el género se refiere. El segundo largometraje de Alejandro Amenábar tras el aplastante triunfo en las taquillas y en los premios Goya del thriller Tesis (1996) es, sobre el papel, una historia de realidad virtual y crionización. De hecho, entre las muchas y distintas fuentes de las que bebe el film —Vértigo (De entre los muertos) (Alfred Hitchcock, 1958) es quizás la más evidente—, destaca especialmente el clásico Ubik (Philip K. Dick, 1969), novela en la que varias personas cuyo mundo parece desmoronarse a su alrededor descubren que en realidad están muertas y crionizadas, siendo todo lo que perciben una mera ilusión inducida. De este texto Amenábar y su coguionista Mateo Gil toman, consciente o inconscientemente, buena parte de una estructura que se recrea en la confusión/horror del protagonista, César (Eduardo Noriega), ante unos acontecimientos tan inexplicables que rozan lo sobrenatural y que retrasa por lo tanto la explicación final: como los protagonistas de la novela de Dick, César también está crionizado, y toda su existencia a partir de cierto punto no es más que un sueño inducido por el que él mismo ha pagado. Abre los ojos se presenta, pues, como un thriller psicológico durante la mayor parte de su metraje y solo en los últimos minutos apela a la
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retórica de la ciencia ficción, si bien solo de forma verbal; esto es, no se muestra ese futuro en el que César permanece congelado; incluso, de algún modo, se deja abierta la posibilidad (remota, por otra parte) de que todo se trate de un delirio del personaje. De esta forma, ni la película fue promocionada como ciencia ficción (a fin de preservar el impacto del twist final) ni la industria cinematográfica española interpretó su éxito como garantía de que el género pudiera resultar rentable. Prueba de ello es que, mientras en esos mismos años en Estados Unidos se experimentó un efímero pero intenso revival del cine asociado a la realidad virtual o a los mundos recreados, en España solo una película, Somne (Isidro Ortiz, 2005) se atrevió a retomar la temática de los sueños y las realidades manipuladas (nada menos que ocho años después del estreno de Abre los ojos); hasta el punto de que, probablemente, el mayor intento de explotación del film de Amenábar provino de fuera: el remake producido y protagonizado por Tom Cruise, Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001).
5. Los años 2000: apertura y evolución Dado que el cine español ingresa en los años 2000 sin haber facturado un éxito comercial que consolide la ciencia ficción como un género susceptible de conectar con el público moderno,9 el género en este principio de siglo se ramifica en una variedad de temas y modelos de producción difícilmente homegeneizables. No obstante, dentro de la variada producción que enseguida abordaremos es posible rastrear una serie de aspectos cruciales que los nuevos títulos y modelos de producción mantienen en común: 1) Ausencia de distopías. De hecho, y salvo excepciones, en general el cine español tradicionalmente ha prescindido de postular sociedades futuras o presentes alternativas, descartando la vía abierta por Acción mutante. Su ausencia en el nuevo siglo, sin embargo, resulta
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Para un análisis del impacto y prestigio que el cine de terror español obtiene en el mercado internacional a principios de siglo, véase Lázaro-Reboll (2008).
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más flagrante debido al incremento en el presupuesto medio de las películas españolas de género y al auge que este subgénero comienza a experimentar en el mercado global. 2) Ausencia de relatos pre- o postapocalipticos. A diferencia de lo ocurrido con la ciencia ficción española del pasado, se prescinde de catástrofes colectivas y de lo que se ha denominado relatos del fin. Habrá que esperar al segundo lustro de los años 2000, y en especial al cine español que se filma en plena crisis geoeconómica (es decir, en la década de 2010), para que los cineastas españoles ofrezcan un verdadero repertorio de escenarios terminales y sociedades que se derrumban. 3) Ausencia de ambientación urbana. En términos generales, la ciencia ficción española del nuevo siglo prescinde de visualizar grandes núcleos urbanos y confina a sus personajes en interiores más o menos icónicos (laboratorios, naves espaciales, residencias). Solo Abre los ojos se atreve a explotar un escenario urbano potencialmente identificable como es la ciudad de Madrid, propuesta que cristaliza en el plano icónico de César atravesando una Gran Vía desierta; un modelo (la ciudad como expresión de la manipulación/modelación de la realidad sociocultural que se opera en el género) que el cine español aún tardará al menos una década más en desarrollar completamente.10 Entrando ya en materia, en los primeros años 2000 la producción española de ciencia ficción se encuentra dominada, cuantitativamente hablando, por la Fantastic Factory, subdivisión de la productora Filmax cuyo modelo de producción, al menos en un primer estadio, se basa en la emulación de la moderna serie B norteamericana: vocación internacional por medio de actores y directores extranjeros localizados en los siempre difusos márgenes del low cost o el circuito
10 A modo de ejemplo, de acuerdo con Junkerjürgen (2007), es a mediados de los años noventa cuando los nuevos cineastas españoles comienzan a explotar la iconografía de la capital madrileña a través de dos estrategias fundamentales que el autor tipifica en diferentes grados: por un lado, “los edificios emblemáticos adquieren un valor metafórico”, y, por otro, “dichos edificios se dramatizan y crean de esta manera nuevos mitos urbanos”. Sin embargo, y como estamos viendo, el género de la ciencia ficción no participa todavía de esta estrategia, a excepción de la referida Abre los ojos.
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direct-to-video, rodajes en inglés, presupuestos modestos, argumentos y motivos icónicos y una cantera de veteranos cineastas de culto especializados en el horror, el fantástico y la ciencia ficción. En lo que a la ciencia ficción se refiere, la Fantastic Factory entrega películas como Arachnid (Jack Sholder, 2001), sobre un grupo de científicos que descubre una nueva especie de araña alienígena en una isla del sur del Pacífico; Beyond Re-animator (Brian Yuzna, 2003), tercera entrega de la serie iniciada en los años ochenta según uno de los pocos relatos de H. P. Lovecraft claramente adscrito a la ficción científica,11 y Rottweiler (Brian Yuzna, 2004), nueva adaptación de la novela de Alberto Vázquez-Figueroa tras la realizada con El perro (Antonio Isasi-Isasmendi, 1976). Afirma Willis (2008) que, aunque las primeras películas de la Fantastic Factory tenían la indudable intención de facturar productos desnacionalizados que pudieran venderse en el mercado de género internacional, pronto tuvieron que abandonar esta estrategia para introducir elementos que, tímidamente, delataran la idiosincrasia española, lo que, al menos en el campo de la ciencia ficción, se ratifica en no pocos aspectos. Mientras que Arachnid bebe de forma diáfana de los presupuestos del tipo de producto al que la división pretende adherirse en principio, Beyond Re-Animator ya introduce marcadores locales que conectan esta tercera entrega de la serie con el cine de horror producido por el cine fantaterror de los años setenta, en particular con el subgénero de zombis: una mayor sexualización no solo del muerto viviente, sino también de los vivos, y un retrato del villano en tanto sujeto déspota más cercano a un líder militar que a un profesional médico de su situación. Finalmente, aunque Rottweiler amplía la estética neofuturista respecto a su predecesora de 1976, introduce un discurso sociopolítico de fondo cercano a la distopía que, aunque apenas insinuado, resulta reseñable teniendo en cuenta la ausencia de subtextos de este tipo en el resto de la ciencia ficción española del periodo.
11 Herbert West, reanimador (Herbert West-Reanimator), publicado originalmente en seis entregas, de febrero a julio de 1922, en la revista (de humor) profesional Home Brew.
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Ya fuera de la Fantastic Factory, La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003) actualiza el tratamiento costumbrista que de los tropos de la ciencia ficción hizo el humor Bruguera desde mediados de los años sesenta, materializado aquí en el DDT (Desmoralizador de Tropas), un invento del profesor Bacterio que ha caído en manos del dictador Calimero. Siendo este personaje un remedo indisimulado de la imaginería franquista, el segundo largometraje de Fesser constituye, paradójicamente, una de las mayores reflexiones políticas realizadas por una película española con elementos de ciencia ficción de este primer lustro de la década. No deja de ser relevante, a este respecto, que tanto la película de Fesser como Acción mutante resulten dos comedias, prueba de hasta qué punto el cine español de género necesitaba aún de la coartada cómica para abordar los aspectos más oscuros de su historia reciente. No obstante, las tres películas más ambiciosas del periodo probablemente sean Stranded (Náufragos) (Luna, 2001), Utopía (María Ripoll, 2003) y la ya referida Somne. Stranded: (Náufragos) es una producción filmada en inglés que, si bien gozó de un estreno discreto, sobre todo teniendo en cuenta su abultado presupuesto, se postuló como un intento consistente de realizar ciencia ficción española ambientada fuera de la Tierra (concretamente en Marte, donde cinco astronautas cuya nave se ha estrellado deben arreglárselas para sobrevivir al planeta y a las fricciones entre ellos mismos). Además, la película de Luna (seudónimo de la realizadora María Lidón) destaca en dos aspectos cruciales: por un lado, cuenta con una mujer en la dirección, toda una rareza en el género que nos ocupa (dentro y fuera de las fronteras de España); por otro, su guion está firmado por Juan Miguel Aguilera, novelista español especializado en ficción científica, una relación (cine y literatura de género escrita por españoles) poco habitual en la cinematografía española todavía hoy en día. Utopía, por su parte, mantiene un pie en el género fantástico, en tanto narra la historia de un precognitor, alguien capaz de ver acontecimientos que aún no han tenido lugar, captado por una misteriosa secta, mientras que Somne sigue a una neuróloga involucrada en un proyecto científico determinante: una técnica que transmita la información entre ordenadores y el cerebro humano aprovechando ciertos estados del sueño. Como en
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el caso de Abre los ojos, estas dos últimas películas se conciben antes como thrillers psicológicos que como genuinas narraciones de ciencia ficción, favoreciendo así aquellos aspectos de la trama que aluden a conspiraciones político-empresariales sobre aquellos que caen del lado de la especulación sociohumanista sobre la relación entre individuo y ciencia. Un aspecto que comparten también dos thrillers como Vorvik (José Antonio Vitoria, 2005), según la novela de Guillermo Galván, y Proyecto dos (Guillermo Fernández Groizard, 2008), donde encontramos, respectivamente, un laboratorio de biogenética y una investigación sobre genética y clonación. A medida que avanza la década de los 2000 asistimos a una importante novedad con respecto a lo analizado hasta ahora: por primera vez en mucho tiempo, determinadas películas españolas que, o bien introducen elementos del género, o bien se postulan desde su misma premisa dramática como genuina ciencia ficción, son estrenadas y promocionadas como tal, subrayando su adscripción a este género sin necesidad de diluir este aspecto en otros marcos narrativos. Una disyuntiva que, al margen del impacto y de los resultados comerciales obtenidos, sugiere la posibilidad de leer el cine de ciencia ficción español no tanto como una historia de la creación como de la recepción. ¿Cómo si no explicar que, bien entrados en la primera década del siglo xxi, con toda una tradición de películas españolas adscritas a la ficción científica a las espaldas, todavía se apele al carácter inédito del género en esta cinematografía a la hora de estrenar ciertas películas? En efecto, La hora fría (Elio Quiroga, 2006), Los cronocrímenes (Nacho Vigalondo, 2007), 3 días (Francisco Javier Gutiérrez, 2008) y la producción de animación Planet 51 (Jorge Blanco, Javier Abad, Marcos Martínez, 2009) abordan temáticas y registros bien dispares entre sí, pero comparten la contundencia con la que sus respectivos aparatos promocionales (así como su recepción crítica) acentuaron su condición de rarezas en tanto películas adscritas a un género percibido como escasamente tratado por el cine español. Los filmes de Quiroga y Gutiérrez, por ejemplo, son dos relatos pre- y postapocalípticos respectivamente que, aunque introducen en sus tramas elementos autónomos lo bastante significativos por sí mismos (zombis o seres humanos biológicamente infectados en el primer caso, un drama de supervivencia familiar en el segundo),
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ya desde sus taglines anticipan premisas de inequívoca especulación científica: un grupo de supervivientes atrincherados en un complejo militar tras lo que parece una guerra biológica de proporciones planetarias; una familia andaluza enfrentada a un violento personaje en los últimos días antes de que un meteorito arrase todo rastro de vida en la Tierra. Idéntica novedad puede atribuirse a Los cronocrímenes: la ópera prima de Nacho Vigalondo privilegia el uso de un tropo tradicional de la ciencia ficción (los viajes en el tiempo) por encima del registro comedia al que también se adhiere, haciendo de las paradojas espacio-temporales habituales en este subgénero la verdadera espina dorsal de su guion. Por su parte, Planet 51 parte de una premisa que invierte un punto de partida arquetípico en esta forma narrativa: el extraño alienígena (esta vez es el astronauta humano quien encarna al otro en un planeta extraterrestre). La confluencia en un lapso tan corto de años de un puñado de estrenos que reúnen estas condiciones sugiere la natural evolución con que el público y el mercado cinematográfico español comienzan, progresivamente, a aceptar el género concebido en el país. Una apertura que la siguiente década no hará sino ratificar. Mencionar, por ejemplo, una rareza que, aunque pasa desapercibida en el mercado, corrobora este nuevo escenario: The Sindone (Miguel Ángel Fabre, 2009), coproducción con Estados Unidos en la que se plantea la clonación del mismo Jesucristo a partir del ADN hallado en la Sábana Santa de Turín. Por otro lado, durante este periodo se estrenan también películas que, integrando elementos narrativos del género que nos ocupa, privilegian motivos y estructuras narrativas asociados a otros géneros o modelos de relato. Es el caso de Rec (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007), que, durante la mayor parte de su metraje, al menos hasta ese desenlace relativamente abierto que sugiere una explicación sobrenatural a la infección que está convirtiendo a los seres humanos en criaturas rabiosas, reproduce el esquema prototípico del moderno cine de horror de plagas biológicas post-11S.12 También Sexykiller (Miguel Martí, 2008) incluye
12 Para un análisis más pormenorizado de la relación entre lo fantástico y la ciencia ficción en la serie Rec, véase Sánchez Trigos (2013b).
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elementos paracientíficos (un experimento que, accidentalmente, termina reviviendo a los muertos), pero estos se supeditan a la verdadera identidad genérica de la película: una comedia de terror post-Álex de la Iglesia protagonizada por una asesina en serie que, ante un holocausto zombi, encuentra una coartada idónea para dar rienda suelta a sus instintos; mientras que Santos (Nicolás López, 2008) es antes una revisión en registro paródico-mediterráneo del universo narrativo de los superhéroes Marvel y DC que una historia de viajes interdimensionales (elemento consustancial a la trama). Incluso un film como El barón contra los demonios (Ricardo Ribelles, 2006), que se contextualiza en un escenario postapocalíptico (la lucha contra las fuerzas de Satán que han devastado la Tierra), mantiene una configuración más cercana a los postulados sobrenaturales, sin apenas andamiajes científicos.
6. Consolidación y futuro de un género en busca de hitos La década de 2010 supone, pues, una prolongación natural de todo lo apuntado en el anterior epígrafe, escindiéndose entre producciones que privilegian, ya sin fisuras, su adscripción a la (larga) tradición de la ficción científica y producciones que, incurriendo en estructuras, temáticas y planteamientos estéticos asociados a este género, practican un mestizaje genérico que acaba por favorecer a otras formas narrativas. Los primeros casos suponen, sin duda, hitos en la historia de la cinematografía española que no hacen sino refrendar lo que películas como Stranded (Náufragos), Los cronocrímenes o 3 días ya apuntaban: la asunción natural del género en tanto punto de partida potencialmente viable desde un punto de vista artístico y comercial —aun cuando sigan sin obtenerse los éxitos de películas adscritas al horror o al thriller fantástico como Los otros (Alejandro Amenábar, 2001), El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007), Rec o Buried (Enterrado) (Rodrigo Cortés, 2010), por poner unos pocos ejemplos—. Así, encontramos estrenos de una ambición inaudita en el cine español del pasado (impensables solo una o dos décadas antes), como Eva (Kike Maíllo, 2011), Los últimos días (Álex Pastor, David Pastor, 2013), Mindscape (Jorge Dorado, 2013), Autómata (Gabe Ibáñez, 2014), Segundo origen (Carles
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Porta, 2015), Vulcania (José Skaff ), Rendezvous (Guillermo Julián, Román Santiago, 2016) o Proyecto Lázaro (Mateo Gil, 2016), junto a propuestas más modestas en términos de factura/distribución, algunas de hecho situadas en los siempre brumosos márgenes comerciales del mercado, véase Extraterrestre (Nacho Vigalondo, 2011), sin duda la de mayor proyección de este bloque, entre otros motivos gracias a la entidad internacional de su realizador, Al final todos mueren (Javier Fesser, Javier Botet, Roberto Pérez Toledo, Pablo Vara, David Galán, 2013), Capa caída (Santiago Alvarado 2013), Uranes (Chema García Ibarra, 2013), El cosmonauta (Nicolás Alcalá, 2013) o Sueñan los androides (Ion de la Sosa, 2014). Unas y otras producciones comparten la confianza y transparencia con la que se apropian y comunican (ya desde sus respectivos aparatos promocionales) estructuras, personajes y temas percibidos por el público como consustanciales a la ciencia ficción, al margen de sus muy distintas intenciones, registros y modelos de producción. En este sentido, dejando a un lado estas y otras variantes, más o menos determinantes según el caso, el cine de ciencia ficción español facturado en los últimos diez años es homologable en una serie de aspectos esenciales, arrojando una lectura que valida la espectacular evolución llevada a cabo por este género en el nuevo siglo: 1) El hecho de que los cineastas españoles se atrevan por fin a abordar temáticas inéditas hasta ahora en esta cinematografía, así como el mayor presupuesto con que cuentan muchos de ellos, y que favorece, por ejemplo, la representación de sociedades postapocalípticas o con un gran desarrollo tecnológico (Los últimos días, Autómata, Eva, Segundo origen). 2) Una exuberancia temática que impide destacar subgéneros o motivos por encima de otros y que supone un auténtico catálogo de los principales motivos y tradiciones acuñados por la ciencia ficción en su historia: catástrofes apocalípticas (Al final todos mueren), sociedades postapocalípticas (Los últimos días, Segundo origen), sociedades distópicas (Vulcania), vida artificial (Eva, Autómata, Sueñan los androides), fenómeno ovni (Extraterrestre, Uranes), superhéroes (Capa caída), incursiones fuera de la Tierra (El cosmonauta, Rendezvous), la manipulación científica de la mente (Mindscape) y la crionización y sus implicaciones filosóficas (Proyecto Lázaro).
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3) Por primera vez en la historia del cine español, se percibe cierta tendencia, todavía no consolidada, a premiar o reconocer la ciencia ficción desde las comunidades críticas y académicas. Prueba de ello es el Goya a Mejor Dirección Novel obtenido por Kike Maíllo con Eva. Aún se necesita, sin embargo, de un verdadero hito en este sentido, semejante al obtenido por Los otros o El orfanato en el campo del terror y el fantástico. 4) Sin apenas excepción, la ciencia ficción española moderna suele estar dirigida por cineastas noveles o en su segunda película o tercera película. No existen trayectorias consolidadas ni especializadas en este género; así mismo, el género no parece interesar a cineastas veteranos, con la excepción de La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2012). 5) En lo que a registros se refiere, se distingue una clara escisión entre las películas de mayor presupuesto y las de menor. Mientras que las primeras rehúyen de registros cómico-irónicos, entre las películas filmadas al margen de los circuitos comerciales se aprecia en general un mayor trabajo de ironía para con las convenciones del género (Capa caída, Sueñan los androides, Extraterrestre). En cuanto a las películas que, admitiendo motivos tradicionales del género, privilegian su adscripción a otras formas narrativas, resultan representativos los ejemplos de Extinction (Miguel Ángel Vivas, 2015), adaptación de la novela de Juan de Dios Garduño, Retornados (Manuel Carballo, 2013) o Summer Camp (Alberto Marini, 2015), que, aunque versan sobre elementos científicamente posibles como es el contagio vírico, se presentan claramente como relatos de terror; Luces rojas (Rodrigo Cortés, 2012), que diluye el motivo de las capacidades extrasensoriales en un marco de thriller, o La piel que habito, adaptación de una novela del francés Thierry Jonquet que, si bien propone una vuelta de tuerca a la tradición del mad doctor mediante la inversión quirúrgica de sexos, para gran parte del público se adscribe antes al personal universo de su autor que al subgénero al que inequívocamente apela.13
13 Significativa o curiosamente, el film de Almodóvar (así como la novela de la que parte) tiene un relevante precedente argumental en el cine español de ciencia
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En conclusión, a pesar de todos los esfuerzos y de la madurez alcanzada por el género en un periodo relativamente corto de tiempo, el cine de ciencia ficción español continúa sin obtener un gran éxito comercial que valide la apuesta que, desde determinados cineastas, productores y televisiones, se ha hecho de él en los últimos años y, al mismo tiempo, consolide un imaginario propio entre la comunidad espectadora. Ausencia que de ningún modo debe desviar la atención de la espectacular evolución operada por el género en la cinematografía española de las últimas dos décadas.
ficción de los años setenta: la película Odio mi cuerpo (León Klimovsky, 1974), en la que un hombre de hábitos mujeriegos sufre un accidente de tráfico que un científico aprovecha para trasplantarle nada menos que un cerebro de mujer. Obviando las muchas diferencias estéticas y de producción entre ambas películas, nótese el complejo tratamiento que de la sexualidad masculina/femenina las dos llevan a cabo.
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Ada Cruz Tienda Universitat Autònoma de Barcelona
A pesar de la hegemonía del realismo en las ficciones televisivas españolas del siglo xx, el género de la ciencia ficción tuvo una presencia continuada en la programación de TVE prácticamente desde los orígenes de la cadena, gracias al empeño de guionistas y realizadores que pronto advirtieron las posibilidades de esta categoría temática y estética para conectar con las principales preocupaciones sociales de la audiencia contemporánea. En este capítulo nos proponemos hacer un recorrido por las muestras más destacadas del género en las primeras producciones propias de nuestra televisión pública, explorando los temas y motivos más visitados por los autores de la casa y el diferente tratamiento que se le dio en cada ocasión.1 La vía de entrada de las primeras incursiones de la ciencia ficción en TVE fueron los programas extranjeros importados, como por ejemplo
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Esta investigación ha sido posible gracias a la colaboración del equipo de la Unidad de Difusión, Préstamo y Conservación de RTVE, que permitió el acceso a los vídeos originales.
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algunos episodios de la serie The Twilight Zone (CBS, 1959-1964), emitidos en 1961 con el título de Dimensión desconocida. Habría que esperar hasta finales de 1964 para poder ver de forma más continuada los episodios de otra serie similar, The Outer Limits (ABC, 19631965) —que aquí fue traducida como Rumbo a lo desconocido— y, en el ámbito infantil y juvenil, los episodios de la serie británica Capitán Marte (Fireball XL5, ITV, 1962-1963). Pero para entonces TVE ya había iniciado su propia andadura en el campo de la ciencia ficción.
1. Un visionario en los estudios de Prado del Rey Fue Narciso Ibáñez Serrador2 (Montevideo, 1935) quien introdujo con éxito la ciencia ficción en los estudios de TVE, en un momento en el que la cadena buscaba precisamente nuevos contenidos y formatos (Palacio, 2000). Valorando su experiencia en la televisión argentina,3 la dirección le dio plena libertad en la elección de los temas de sus programas, lo cual favoreció que el realizador fuera poniendo a prueba progresivamente los gustos de la audiencia, con unos géneros que hasta entonces no habían tenido cabida en la producción propia de la corporación audiovisual española, pero que habían obtenido un gran éxito en su paso por Latinoamérica. Así, realizó el primer espacio televisivo español especializado en ciencia ficción, Mañana puede ser verdad4 (1964-1965), cuyos episodios —a excepción de “NN23” (23 de abril de 1965)— fueron remakes de guiones que Ibáñez Serrador había realizado anteriormente para la televisión argentina: “El zorro y el bosque” (12 y 29 de mayo de 1964), basado en el relato homónimo
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Sobre la ficción audiovisual de Ibáñez Serrador, véase Serrats Ollé (1971), Torres (1999), Mendíbil (2001), Mendoza (2009), D’Ambrosio y Gillespi (2010), Cascajosa Virino (2010), Hernández y María (2012), Lázaro-Reboll (2012), Cordero Domínguez (2015) y Cruz Tienda (2015). Especialmente su popular serie Obras maestras del terror (Canal 7 y Canal 9, 1959-1962). El espacio retoma el título de la serie que Ibáñez Serrador realizó para la televisión argentina (Canal 7) en 1962.
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(1951) de Ray Bradbury; el guion original “Los bulbos” (6, 13 y 20 de noviembre de 1964), y “El hombre y la bestia”, una adaptación de la novela Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson (5 y 12 de marzo de 1965). Si Edgar Allan Poe fue la principal influencia de Ibáñez Serrador en el ámbito de lo fantástico (Martín Alegre, 2008), Ray Bradbury fue sin duda el referente fundamental de sus episodios de ciencia ficción. Sin ir más lejos, la primera historia narrada en el espacio Mañana puede ser verdad fue una fiel adaptación del inquietante cuento “The Fox and The Forest”, en el que una pareja trata de escapar de un futuro distópico viajando a unas coordenadas espaciotemporales donde poder pasar inadvertidos.5 La influencia de Bradbury se extendió también a los guiones originales de Ibáñez Serrador (que firmaba como Luis Peñafiel). Así, por ejemplo, en “Los bulbos” imagina un tipo de invasión extraterrestre parasitaria similar a la que el escritor estadounidense presenta en su relato “Boys! Raise Giant Mushrooms in Your Cellar!” (1962), un cuento del que Ibáñez Serrador realizaría una adaptación directa y acreditada un año más tarde para Historias para no dormir, con el título “La bodega” (Mendíbil, 2001: 26). “Los bulbos”6 narra en tres capítulos lo que sucede en un pequeño pueblo italiano en el que algunos niños empiezan a comportarse de forma extraña desde la llegada del estrafalario vendedor ambulante Gianfranco y su joven ayudante Lina. El doctor del pueblo descubre que los menores que han estado en contacto con Gianfranco han sido
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Si bien el vídeo no se conserva, el guion fue publicado en la revista Historias para no dormir (Julio García Peri Editor, 1967-1974), que difundió prácticamente todos los guiones de Ibáñez Serrador, entre cuentos clásicos de terror nacionales e internacionales, artículos, ensayos, reportajes, entrevistas, poemas satíricos y viñetas de humor negro (Palacios, 2012: 38; Lázaro-Reboll, 2012: 109). En cuanto al carácter multimediático de Ibáñez Serrador, también merece mención el programa de radio Historias para imaginar (RNE, 1973-1974), que dio una nueva vida a sus antiguos guiones adaptándolos al medio radiofónico (Merelo, 2008). Lamentablemente, no se conserva la grabación española, sino tan solo un fragmento de una versión argentina posterior y el guion, que fue publicado en la revista Historias para no dormir (vol. VI, núm. 6-8, 1972).
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parasitados por una especie desconocida de bulbo que controla la voluntad7 de los niños, pero al final se revela que el auténtico artífice del complot era Lina, que escapa impune y con intención de seguir expandiendo la simiente alienígena en otros pueblos, poniendo en grave peligro a la humanidad. Esta es una de las primeras obras de TVE en las que “triunfa El Mal” (Díaz, 2006: 171). Como señala García de Castro (2002: 48), las historias de Ibáñez Serrador “por primera vez incluían desenlaces violentos y eran terriblemente pesimistas sobre el futuro, ya que podían concluir con la victoria del mal, lo que constituyó por entonces algo absolutamente insólito”. Si bien es cierto que el desenlace de “Los bulbos” es algo más desolador que los anteriores, el motivo de que sea más recordado es, en primer lugar, el impacto que causó en los espectadores la explícita secuencia de la operación a la que someten a uno de los niños afectados y, en segundo lugar, la división de la historia en tres episodios, que generó un gran suspense (Mendíbil, 2001: 26). Tras las primeras emisiones de Mañana puede ser verdad, TVE empezó a programar los episodios de ciencia ficción de la serie estadounidense The Outer Limits, que estuvo en antena entre el 7 de octubre de 1964 y el 24 de febrero de 1965 y, en un segundo periodo, entre el 18 de noviembre de 1966 y el 27 de agosto de 1967.8 Ello constituye una clara muestra del interés que empezaba a despertar en los televidentes españoles el género de la ciencia ficción en su dimensión más próxima al suspense y al terror, es decir, el mismo formato
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El extraño comportamiento de los niños parasitados en “Los bulbos” y “La bodega” también remite a otras ficciones sobre extraterrestres que adoptan una apariencia humana, pero son incapaces de expresar sentimientos, como la película de Don Siegel Invasion of the Body Snatchers (1956), inspirada en la novela de Jack Finney The Body Snatchers (1954), y a la película de Wolf Rilla Village of the Damned (1960), una adaptación de la novela de John Wyndham The Midwich Cuckoos (1957). Algunos de los títulos de la serie emitidos en TVE fueron: “La piedra lunar” (6 de enero de 1965), “Un ser espacial” (24 de febrero de 1965), “El terrícola” (18 de noviembre de 1966), “Experimento científico” (29 de enero de 1967), “El mutante” (12 de febrero de 1967) y “Experimento controlado” (24 de junio de 1967).
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con el que estaba experimentando en TVE Ibáñez Serrador, quien a su vez se había inspirado previamente en este y otros programas anglosajones similares para idear sus ficciones televisivas (Cascajosa Virino, 2010).9 Pero en Mañana puede ser verdad también se emitió una distopía alejada del terror: “NN23”. El episodio contiene tantas referencias a diversos clásicos de la ciencia ficción que podríamos considerarlo un homenaje de Ibáñez Serrador a sus obras predilectas del género: 1984, de George Orwell; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, y Brave New World, de Aldous Huxley. El argumento se desarrolla en una futurista sociedad totalitaria que, repentinamente, se ve amenazada por un mensaje de otro planeta en el que se insta a los gobernantes a aumentar la felicidad de sus ciudadanos si no quieren que la Tierra sea destruida. Cuando todas las otras ideas fracasan, dejan el poder en manos del último poeta, NN23 —encargado de estudiar las “formas de ocio exóticas y obsoletas”—, quien aconseja a los terrícolas que, para ser felices, hagan aquellas pequeñas cosas que siempre quisieron hacer, sin restricciones. Lamentablemente, cuando por fin se demuestra el éxito de la propuesta, se descubre que el mensaje interplanetario no era más que una broma. En esas circunstancias, NN23 es acusado infundadamente de haber ocupado el poder de forma ilegítima y es condenado a muerte. Ese mismo año se envía a concurso una pieza de ciencia ficción con unos valores muy similares a los desarrollados en “NN23”, la distopía Un mundo sin luz, dirigida por Pedro Amalio López y adaptada por Alfredo Muñiz sobre una idea original de Carlos Buiza (publicada como novela corta en la colección Nebulae de la editorial Edhasa en 1967). En este guion, una civilización extraterrestre secuestra a todos los niños y niñas de la Tierra para dar una lección a los adultos, que solo podrán salvar a su especie si demuestran que son capaces de entender y respetar a los menores, cuya vida ponen continuamente en
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De hecho, en el marco de la serie Historias para no dormir se presentó el episodio de The Outer Limits “Demon with a Glass Hand” (1964), con el título de “La mano” (11 de febrero de 1966).
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peligro en un entorno de perpetua guerra mundial. Esta obra obtuvo la Placa de Oro y Premio del Jurado en el IV Festival Internacional de Berlín de 1965. Alfonso Merelo (2003) señala los “valores humanos” presentes en el film como una de las principales causas de que la pieza fuera escogida para representar a nuestro país en un certamen internacional: su carácter crítico agradaba al jurado y daba cierto aire de libertad de opinión en una España dictatorial que quería cambiar su imagen en el exterior. Si bien el reconocimiento obtenido por Un mundo sin luz animó a Ibáñez Serrador a seguir cultivando un tipo de ficciones más cercanas al contenido crítico desarrollado en “NN23”, el éxito de audiencia que obtuvo con “Los bulbos” le confirmó que el público español estaba preparado para sus historias de terror. En ese contexto, decidió empezar una nueva serie: Historias para no dormir (1966-1968; 1982), donde los episodios de ciencia ficción volvieron a tener una presencia mayoritaria, aunque esta vez fueron alternándose con historias fantásticas, de terror físico (no sobrenatural) y de suspense, todas ellas con un denominador común: la experimentación con el miedo. El tratamiento de la ciencia ficción en este nuevo espacio se dividió en dos grandes categorías: por un lado, aquella en la que predomina el objetivo de aterrorizar al espectador; por otro, aquella que se aleja del horror y prioriza la dimensión crítica del texto.10 Los episodios que podemos enmarcar en la categoría crítica son los que Ibáñez Serrador denomina —en sus respectivos prólogos— “historias para pensar”. Los protagonistas de estas ficciones luchan —con un éxito escaso o, cuando menos, cuestionable— contra la deshumanización de la sociedad y contra la pérdida de la propia identidad.
10 Obviamente, esto no significa que la dimensión terrorífica y la crítica sean excluyentes per se, sino que en las diferentes propuestas de Historias para no dormir siempre prevalece uno de estos elementos por encima del otro.
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2. Historias para no dormir: el individuo contra la masa La popular serie Historias para no dormir se compuso de dos temporadas emitidas entre 1966 y 1968, a las que habría que sumar cuatro episodios de una tercera, muy posterior (1982), que quedó inacabada.11 Ibáñez Serrador se encargó de la realización y la redacción de los guiones, si bien la idea original de algunos de ellos proviene de colaboradores que luego tendrían un importante papel en el desarrollo de estos géneros no miméticos en sus diferentes manifestaciones, como Carlos Buiza y Juan Tébar. En los márgenes de la ciencia ficción, los episodios de Historias para no dormir basados en cuentos de Ray Bradbury constituyen una abrumadora mayoría. Pero, si hasta entonces los españoles solo habían podido ver en sus pantallas las adaptaciones de los relatos más terroríficos del autor estadounidense, en esta nueva serie iban a conocer su faceta de humanista del futuro,12 en la que desarrolla narraciones distópicas algo más alejadas del horror, pero no por ello exentas de un poso de angustia existencial más o menos emparentada con el miedo. “La bodega” (“Boys! Raise Giant Mushrooms in Your Cellar!”, 1962) y “El doble” (“Marionettes, Inc.”, 1949) estarían en la primera categoría, mientras que “La sonrisa” (“The Smile”, 1959), “El cohete” (“The Rocket”, 1951) y “La espera” (“The One Who Waits”, 1950) podrían ser situados en la segunda. Tanto en sus adaptaciones como en sus guiones originales, Ibáñez Serrador explora, fundamentalmente, tres motivos clásicos de la ciencia ficción: la invasión extraterrestre, la creación de androides y ginoides que adoptan o suplantan la identidad de los seres humanos y la búsqueda de la felicidad individual en una sociedad distópica.
11 La primera temporada incluyó quince historias, algunas de ellas divididas en dos capítulos; la segunda solo constó de ocho episodios autoconclusivos. 12 Utilizamos aquí la expresión con la que José Luis Garci se refiere a Bradbury en el título de uno de los primeros ensayos españoles que existen sobre el escritor norteamericano: Ray Bradbury, humanista del futuro (Helios, 1971).
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“La alarma” (20 y 27 de mayo de 1966) se centra en la preocupación de un físico por el anuncio de la llegada a la Tierra de unos extraterrestres que dicen venir en son de paz, pues tiene la certeza de que su intención real es invadir el planeta.13 Este episodio tiene la peculiaridad de estar ambientado en España y en el presente del espectador, un rasgo inusual en la literatura y el cine del género hasta el momento. “La bodega” (18 y 25 de febrero de 1966) coincide con “La alarma” en la decisión de ocultar el físico de los extraterrestres: en el capítulo anterior la audiencia no llega a ver a los monstruos porque la acción se desarrolla antes de que aterricen en nuestro planeta, mientras que en “La bodega” estos no son percibidos por el ojo humano porque se manifiestan por medio de esporas que parasitan el cerebro de los protagonistas y destruyen su voluntad. Por último, “El vidente” (17 de noviembre de 1967) también juega a ocultar la fisonomía del alienígena, pero, a diferencia de los episodios anteriores, acaba revelándola al espectador: una impactante escena, muy bien elaborada si consideramos las limitaciones técnicas de la época, que nos presenta a uno de los primeros extraterrestres televisivos de factura española. Este guion, basado en una historia de Juan Tébar, muestra a unos seres que solo pueden ser vistos por un grupo de personas con capacidades extrasensoriales, a quienes pretenden eliminar para poder continuar con su invisible y silenciosa invasión sin ser descubiertos.14 Si en “La bodega” y en “El vidente” el principal peligro es la pérdida del control de la propia voluntad —la supresión de la personalidad para convertirse en una pieza más del plan de unos alienígenas que pretenden gobernar la Tierra—, en “El doble” (18 de marzo de 1966) la amenaza reside en la sustitución de una persona por un robot aparentemente idéntico a esta. Al horror que esto entraña, se añade la ironía tan característica de las piezas terroríficas de Ray Bradbury: las
13 La estructura de este episodio presenta muchas similitudes con respecto a la propuesta de The Twilight Zone titulada “To Serve Man” (Rod Serling, 2 de marzo de 1962). 14 Estos episodios sobre complots extraterrestres precedieron la llegada a TVE de la serie The Invaders (ABC, 1967-1968), que fue emitida en España en 1968 como Los invasores, con gran éxito de público.
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personas que encargaron sus copias robóticas a la empresa clandestina Marionetas SA lo hicieron para escaparse temporalmente de sus cónyuges, pero sus dobles acaban enamorándose de sus respectivas parejas humanas y deciden matar a los originales para poder ocupar su lugar indefinidamente. El otro episodio en el que Ibáñez Serrador explora diversas cuestiones éticas relacionadas con la sustitución de seres humanos por androides y ginoides idénticos es “La espera” (6 de mayo de 1966). En esta propuesta, los robots no constituyen peligro alguno, sino que ayudan al protagonista a combatir su soledad, remplazando a sus familiares ya fallecidos, en un simulacro de vida que se repite cada día, reproduciendo la misma rutina con mínimas variaciones. El dilema que se les plantea a los astronautas que descubren la verdadera naturaleza de la familia Hathaway es que deben decidir qué hacer con ella tras la repentina muerte del profesor que la creó. Difícil decisión, teniendo en cuenta la apariencia y el comportamiento casi humano de los autómatas.15 La búsqueda de la felicidad en medio de un contexto desolador es también el motivo que impulsa la adaptación de “El cohete” (15 de abril de 1966). Este dibuja un porvenir más que probable considerando la evolución del capitalismo: por mucho que el ser humano haya soñado con un futuro en el que los cohetes podrían llevar a las personas de viaje turístico por el espacio, cuando esto es por fin tecnológicamente factible solo puede permitírselo una minoría de personas, mientras que la mayoría de la población, en los límites de la pobreza absoluta, solo puede soñar con ello. Por eso el chatarrero Fiorello Bodoni truca un viejo cohete para realizar con sus nietos un viaje simulado, pero que los niños creen auténtico. Se trata de un episodio poético, cuyo final es, seguramente, el menos inquietante de la serie. También “La sonrisa” (3 de junio de 1966) termina con un final aparentemente menos negativo de lo habitual. Se nos presenta un
15 En el desenlace de este episodio, el eterno bucle en el que quedan inmortalizados los duplicados artificiales de los familiares de Hathaway remite también a La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares.
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futuro distópico en el que los gobiernos eliminan los libros y todas las muestras de arte, como sucedía en “NN23”, pero de una forma mucho más restrictiva, pues se trata prácticamente de una regresión a la Edad Media. Tanto en “La sonrisa” como en “NN23” aparece un personaje que, a diferencia de los demás, querría ser libre para aprender y conservar lo poco que queda de cultura en el mundo. Por ello, durante la quema pública de algunas obras de arte, el joven se arriesga a rescatar la sonrisa de La Gioconda de Leonardo da Vinci, un pedazo de lienzo que regala a su hermana enferma para que ambos tengan algo especial a lo que acogerse en un mundo de destrucción y barbarie. Pese a que los protagonistas de “El cohete” y “La sonrisa” acaban logrando mínimamente su objetivo, ya que consiguen cierta felicidad transgrediendo la realidad distópica que les ha tocado vivir, el final es agridulce, porque la situación de pobreza y represión en la que se encuentran no parece que vaya a cambiar en modo alguno. Mucho más dramático resulta “El trasplante” (23 de febrero de 1968), que imagina un futuro en el que los ciudadanos intercambian partes de su cuerpo con el único objeto de seguir una moda impuesta institucionalmente, bajo amenaza de ser marginados y privados de empleo. El único hombre que, queriendo conservar su integridad, se niega a someterse a trasplantes innecesarios, acaba perdiendo su trabajo y se ve obligado a ir vendiendo sus miembros hasta desaparecer por completo. Ibáñez Serrador asegura que la intención de esta obra no era “criticar las últimas conquistas de la cirugía, sino hacer una defensa del individuo [...] frente a la masificación” (apud Serrats Ollé, 1971: 34). Esta pieza tiene mucho en común con una obra anterior de Ibáñez Serrador que sin duda es más recordada en la historia de la televisión española, aunque no podemos enmarcarla en la ciencia ficción: “El asfalto” (24 de junio de 1966), basado en el relato homónimo de Carlos Buiza.16 Se trata de una alegoría de la insolidaridad humana y una crítica a la burocracia que obtuvo un importante reconocimiento
16 El relato original de Buiza fue publicado en prensa y se incluyó posteriormente en el libro de la colección Nebulae ya mencionado (Un mundo sin luz, 1967).
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internacional —la Ninfa de Oro al Mejor Guion y premio UNDA del Festival de Montecarlo en 1967—, gracias a su calidad y a sus valores humanos, igual que sucedió poco antes con Un mundo sin luz. En “El asfalto” y “El trasplante” se advierten algunos elementos que no suelen encontrarse en otros episodios de la serie (exceptuando los prólogos con los que Ibáñez Serrador presentaba sus historias): el humor, el carácter paródico, lo absurdo y lo hiperbólico.17 En estas dos obras, la percepción de la realidad queda distorsionada por lo grotesco y lo absurdo, con una evidente influencia kafkiana, siguiendo una tendencia que también estaba teniendo lugar en el sector editorial contemporáneo español (Calvo Carilla, 2005: 94; Roas y Casas, 2008: 38). En estas historias para pensar de Ibáñez Serrador, el humor se convierte en un recurso eficaz para generar un mayor contraste con el dramático e inquietante desenlace, aunque también podría interpretarse como una forma de suavizar las críticas que pudieran resultar más polémicas. En este sentido, cabe destacar que “El trasplante” incluye un número musical, un género ausente en el resto de Historias para no dormir de Ibáñez Serrador, pero no así en programas posteriores del realizador —como Un, dos, tres... responda otra vez (Moreno Díaz, 2009)— y, un año antes de la emisión de “El trasplante”, en Historia de la frivolidad.18 Esta conocida obra realizada a cuatro manos por Ibáñez Serrador y Jaime de Armiñán (9 de febrero de 1967) concluye con una paródica visión del futuro donde la censura personificada cree —erróneamente— haber triunfado sobre la más mínima expresión de sexualidad porque los humanos han sido sustituidos por robots. En esos momentos, el género de la ciencia ficción ya contaba con una presencia considerable en la pequeña pantalla española.
17 “NN23” fue la primera historia para pensar de Ibáñez Serrador que incorporó elementos humorísticos, como el uso de un atrezo caricaturesco y la introducción de algunos diálogos cómicos. 18 Estéticamente, es fácil relacionar todas estas ficciones paródicas por los diseños de Antonio Mingote para los decorados.
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3. Primeras réplicas: Doce cuentos y una pesadilla Teniendo en cuenta el éxito de las propuestas de Ibáñez Serrador, era de esperar que otros autores televisivos probasen suerte con la ciencia ficción. La primera réplica que aparece una vez hubo terminado la temporada inicial de Historias para no dormir es Doce cuentos y una pesadilla (UHF, 1967), un programa dirigido por Luis Calvo Teixeira y Carlos Jiménez Bescós a partir de los guiones fantásticos, terroríficos y de ciencia ficción originales de Juan Tébar. Constó de trece episodios, emitidos del 8 de julio al 7 de octubre de 1967.19 Según el propio Tébar (2014), sus historias transitaban “por el tenebroso y surreal mundo de la imaginación”, constituyendo “un borrador antológico de las constantes del aficionado”. Este fue el primer trabajo televisivo de Juan Tébar, que acababa de formarse en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde no estaba bien visto “contar historias de fantasmas, vampiros y extraterrestres” porque “se consideraba frívolo en tiempos duros” (Tébar, 2014), si bien recuerda que algunas de las prácticas de la escuela se basaron en relatos de Bradbury (Tébar, 1995: 30). En esas circunstancias, la segunda cadena de la televisión española, el UHF, se convirtió en una apreciada válvula de escape para Tébar y otros jóvenes profesionales que, aprovechando el carácter expresamente minoritario y experimental del nuevo canal, cultivaron los géneros no miméticos en televisión desde su primera toma de contacto con el medio (Fernández, 2010: 120). Si bien no se conservan los episodios ni los guiones de esta serie, algunos de ellos estaban claramente adscritos a la ciencia ficción o, al menos, debían de contener elementos relacionados con el género que nos ocupa, atendiendo a las sinopsis de títulos como “Magia, amor y
19 “Foster y Al” (8 de julio), “Viajeros en la noche” (15 de julio), “Pasen, señores, pasen” (22 de julio), “Magia, amor y cibernética” (29 de julio), “Un amigo de muy lejos” (5 de agosto), “La muchacha de madera” (12 de agosto), “Virginia” (19 de agosto), “Oliver Rigby” (2 de septiembre), “¡Vamos a cazar marcianos!” (26 de agosto), “Soñar acaso” (9 de septiembre), “Por favor, compruebe el futuro” (16 de septiembre), “Encuesta alrededor de los cerebros” (23 de septiembre) y “La pesadilla” (7 de octubre).
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cibernética”, una historia de amor “en la era de los viajes espaciales” (s. n., 1967a: 61); “¡Vamos a cazar marcianos!”, que parte de la incógnita de “cómo reaccionaríamos ante la imaginada aparición de un auténtico platillo volante” (s. n., 1967b: 61), y “Por favor, compruebe el futuro”, que propone que “sería interesante viajar al siglo xxx y traer la respuesta: ¿Será el futuro mejor o peor que el presente?” (s. n., 1967c: 61). El único argumento que ha llegado íntegro a nuestros días es el del primer episodio de la serie, “Foster y Al”, gracias a que Juan Tébar conserva una versión literaria del mismo, titulada “Foster y yo”.20 Esta narra la soledad en la que se encuentra el anquilosado humano protagonista y su servil robot Foster, ambos encerrados en una mansión, en un futuro muy lejano en el que el ser humano privilegiado depende en tal grado de las comodidades de las nuevas tecnologías que no es capaz siquiera de desplazarse sin la ayuda del robot. Pese a la limitada audiencia de Doce cuentos y una pesadilla —la mayoría de los episodios se emitieron de madrugada—, esta llamó la atención de Narciso Ibáñez Serrador sobre el potencial de Juan Tébar y, por tanto, es la causa directa de que el director lo contratara para la segunda temporada de Historias para no dormir como ayudante de realización. Inmediatamente después, el guionista madrileño continuó contribuyendo al desarrollo de los géneros no miméticos en el medio televisivo adaptando clásicos literarios en los espacios Hora once (UHF, 1968-1974) y Ficciones (UHF, 1971-1974 y 1981), dos series que, a diferencia de las anteriores, agruparon todo tipo de géneros donde hasta entonces había una clara separación entre obras de estética realista y piezas no miméticas.
20 El autor, paralelamente a su labor televisiva, escribió un buen número de cuentos fantásticos, de terror y de ciencia ficción en publicaciones como el fanzine Cuenta Atrás, la revista Historias para no Dormir y la colección Biblioteca Universal de Misterio y Terror. Juan Tébar ha seleccionado y revisado sus relatos en una antología pendiente de publicación. Agradecemos al autor que nos facilitara el acceso al cuento inédito “Foster y yo”.
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4. Lo prospectivo en los espacios heterogéneos Hora once y Ficciones fueron dos series de dramáticos basados en la adaptación de clásicos literarios, si bien Ficciones experimentó, en su última temporada, un giro hacia los guiones originales. Tenían en común un manifiesto carácter educativo, aunque quizás Hora once iba un paso más allá incluyendo siempre un prólogo que daba a la audiencia algunos datos sobre el autor del texto original. Estéticamente, Hora once siempre tuvo una puesta en escena y un tratamiento del lenguaje audiovisual más experimental, si bien esto dependía en última instancia de quién se encargara del guion y de la dirección de cada episodio, cuya autoría iba variando en cada entrega. La poética de lo fantástico y del terror era similar en ambos espacios.21 No obstante, en lo concerniente al tratamiento de la ciencia ficción encontramos importantes divergencias. Los episodios de Hora once que podemos enmarcar en el género presentan una visión conservadora o pesimista del progreso científico, mientras que entre las propuestas de Ficciones encontramos posiciones más diversas: desde optimistas loas al desarrollo tecnológico de la humanidad hasta la exploración de los potenciales peligros de invenciones inicialmente ideadas para mejorar las condiciones de vida de los seres humanos. El 21 de enero de 1968 Hora once emite “El cosmonauta agrícola”, una adaptación de la coetánea obra teatral del francés René de Obaldia Le cosmonaute agricole. Du vent dans les branches de sassafras (1965), dirigida por Jaime Jaimes. El episodio, cuyo guion y puesta en escena incluye algunos elementos cómicos, presenta a unos personajes con una posición muy conservadora respecto a la evolución del conocimiento que ha llevado a la humanidad a la conquista del universo, entendiendo que el ser humano ha acudido al espacio para llenar con vanidad el vacío espiritual que no ha podido colmar en la Tierra, o, como afirma el granjero Ceferino: “Esa incapacidad de encontrar a dios en nosotros, puesto que andamos fuera de nosotros”.
21 Sobre el tratamiento de lo fantástico en estas series, véase Cruz Tienda (2015: 189-205).
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Dos años más tarde, el guionista Carlos Vélez y el realizador Esteban Durán llevan a Hora once una adaptación de un cuento de Hawthorne22 originariamente fantástico, “El experimento del doctor Heidegger” (22 de mayo de 1970), pero que en la adaptación elimina las referencias a los elementos relativos a la magia negra y se centra en la descripción del experimento, por lo cual creemos que este episodio se encuentra más cerca de los postulados de la ciencia ficción que del género fantástico. Tanto en el episodio como en el texto original, el experimento consiste en devolver la juventud a un grupo de ancianos que, en sus años mozos, fueron conocidos por su carácter corrupto, criminal o inmoral, con el objetivo de comprobar si la experiencia de los años les ha hecho suficientemente sabios como para no volver a cometer los mismos errores. Aunque en este episodio las intenciones del científico son progresistas —“El único verdadero poder que merece la pena es la ciencia. Y la ciencia [...], si otorga poder, exige compartirlo, legarlo”—, los resultados del experimento confirman su pesimista hipótesis de partida, es decir, que los humanos siempre tropiezan con la misma piedra, aunque se les dé una segunda oportunidad. Solo un mes más tarde de esta emisión (5 de junio de 1960), Antonio Chic lleva a Hora once la adaptación de “Cuento futuro”, de Leopoldo Alas (Clarín), a partir de un guion de Pedro Gil Paradela. En este episodio llaman especial atención algunas importantes divergencias argumentales que hacen pensar en una posible (auto)censura que, paradójicamente, otorga al texto decimonónico un carácter más moderno que el de su adaptación televisiva. A pesar de que ambos textos mantienen en todo momento el tono satírico y la ambientación futurista, difieren en el motivo de la muerte de toda la humanidad, que no se debe a un suicidio colectivo votado democráticamente, como plantea el texto original, sino al error (o engaño) de Adambis, instigado por su mujer Evelina, a quien se le había encargado la desconexión de la Tierra de la órbita solar —ambos textos son acentuadamente misóginos—. La otra importante diferencia se encuentra en el desenlace, es decir, en ese nuevo paraíso al que va a parar la
22 “Dr. Heidegger’s Experiment” (1837).
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pareja. En el cuento original, solo Evelina es expulsada del paraíso, lo cual imposibilita la procreación, llevando a la humanidad a su fin. En el episodio, en cambio, ambos personajes se mantienen juntos y se reproducen para repoblar la tierra. Como podemos comprobar, la religión tiene una presencia más o menos destacada en estos episodios de Hora once, una característica que, por otro lado, es “una constante en nuestra ciencia ficción” (Moreno, 2010a: 409). La audiencia española tendría que esperar hasta 1972 para ver las primeras incursiones de Ficciones en la ciencia ficción, que inicialmente se situaron en las antípodas de todos los dramáticos españoles del género emitidos hasta la fecha, puesto que ofrecían una visión optimista del progreso científico de la humanidad. El primero de estos programas es una adaptación de un texto del ucraniano Vladimir Savchenko, titulado “El despertar del doctor Bern” y emitido el 22 de junio de 1972 bajo la dirección de Antonio Chic. La adaptación es, en esencia, bastante fiel al original (publicado en la revista Nueva Dimensión en el n.º 6 de 1968): el doctor Bern, que ha presenciado las dos guerras mundiales, cree que es inevitable que el desarrollo de la tecnología nuclear en la industria armamentística desemboque en el fin de la humanidad tal y como la conocemos. Considerando que este peligro es inminente y que nada puede hacerse para evitarlo, construye una cápsula que le permitirá mantenerse en un estado de hibernación durante miles de años, para despertar en el momento en el que prevé que ya haya surgido una nueva humanidad a la que poder instruir sobre las atrocidades cometidas por los anteriores habitantes de la Tierra. Cuando despierta en el futuro, comprueba que se equivocó al pensar que los humanos se autodestruirían, pues estos aprendieron de sus errores y ahora constituyen una sociedad pacífica. Si este capítulo planteaba que, pese a los peligros de las nuevas tecnologías aplicadas a las armas de destrucción masiva, el ser humano aún está a tiempo de construir un futuro mejor, el episodio “Viaje a otros mundos”, emitido solo dos meses después (5 de octubre de 1972), se apoya precisamente en los avances científicos como principal medio para el progreso de la humanidad como colectivo, por encima de los intereses individuales. Se trata de la adaptación libre de
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una narración de Alexandre y Sergei Abramov que podía encontrarse publicada en España en una antología de la Editorial Mir titulada Viaje por tres mundos (1969). El texto fue adaptado para Ficciones por José Miguel Hernán, bajo la dirección de Sergi Schaaff. En este caso, un periodista llamado Sergei participa en un experimento que le permite viajar al futuro mentalmente, ocupando durante un breve periodo de tiempo la conciencia de un lejano descendiente suyo. Al hacerlo, descubre que la hija del hombre cuya identidad suplanta quiere participar a su vez en un peligroso experimento que podría suponer un importante avance científico, pero que pone en riesgo la vida de la mujer. Aprovechando que todos lo toman por el padre de la joven, le da permiso para formar parte de la peligrosa experiencia —que acaba llevando a cabo con éxito—, en contra de la voluntad de su familia. Para Sergei, el progreso de la sociedad está por encima de los lazos familiares, como afirma hacia el final del episodio: “Si hubiera hecho algo para impedirlo habría sido un oscurantista”. Dos años más tarde, la serie Ficciones experimenta una transición hacia los guiones originales de autores contemporáneos, dejando progresivamente en un segundo plano el formato que había caracterizado el espacio durante sus cuatro años en antena: la adaptación de clásicos. En esta nueva —aunque breve— etapa iniciada en 1974, encontramos tres episodios enmarcados en la ciencia ficción, todos ellos dirigidos por Gerardo Miró: “Paraíso final” (27 de mayo de 1974), un guion original de Juan José Plans; “H. Hankel J-20” (24 de junio de 1974), a partir de un texto de Teresa Fuirellat, y “El hombre del futuro” (16 de septiembre de 1974), con guion de Ana María Acosta. “H. Hankel J-20” es una historia de rivalidad y espionaje científico en torno a un invento capaz de eliminar completamente el dolor, pero que, complementado con otras fórmulas, puede llegar a lograr la desintegración total de los cuerpos. En el inquietante episodio se exponen los opuestos intereses secretos de los científicos implicados en su creación, Huxley —obvio homenaje al autor de Brave New World— y Hankel: mientras el primero desea mejorar la calidad de vida de las personas, al segundo lo guía la ambición de llegar donde la ciencia no ha llegado nunca, aunque ello suponga la destrucción de la humanidad. El desenlace es ambiguo y desconcertante, pues cuando Huxley
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acciona la máquina para defenderse de Hankel, los dos científicos quedan en un estado alejado de la realidad conocida, como si el resultado hubiera escapado totalmente a su control. “El hombre del futuro” también se centra en la creación de un invento originariamente pensado para contribuir al progreso de la humanidad, pero que se acaba convirtiendo en una grave amenaza. Este capítulo presenta numerosas referencias a clásicos de la literatura de ciencia ficción y del género fantástico, a los que el periodista Harry Benson recurre para cuestionar la veracidad de las teorías de un oscuro científico llamado Hyde. Pero finalmente accede a ver con sus propios ojos la creación del extraño personaje: el desarrollo de un cerebro supuestamente humano pero carente de sentimientos, que, según Hyde, son los verdaderos culpables de las guerras que están asolando el planeta. No obstante, el cerebro acaba escapando al control de su creador y, cuando Hyde muere aplastado por el extraño ser, Benson se ve obligado a destruirlo. Para Benson, estos hechos son “la demostración más absoluta de que el hombre no debe intentar nunca crear algo que no pueda dominar completamente”, puesto que “el hombre no es dios”: un tópico recurrente en la historia de la ciencia ficción que, sin embargo, no había sido explorado aún por la televisión española. Quizá el capítulo más interesante de Ficciones, dentro del género que nos ocupa, sea “Paraíso final”, protagonizado por dos personajes que, huyendo de un mundo excesivamente mecanizado y controlado, vuelven a los orígenes en una isla desierta: una historia que Plans adaptaría como novela corta en 1975 (Editorial José Porrúa Turanzas). Este guion toma muchas ideas de Brave New World, como también hizo en su momento “NN23”, con la diferencia de que en el guion de Ibáñez Serrador el cambio se intenta desde dentro del sistema, mientras que en la propuesta de Plans la rebelión se sitúa en el espacio más alejado del control de la megalópolis, con la intención de crear un nuevo sistema desconectado de la gran potencia. El episodio termina con un desenlace esperanzador: nace el primer hijo de los fugitivos Edgar y Chris, símbolo del posible inicio de una sociedad natural independiente y libre del control de las máquinas. “Paraíso final” fue el episodio que marcó el inicio de la nueva fase de Ficciones centrada en los guiones originales, lo que a la vez supuso el inicio de una cuenta atrás hacia el
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final de este espacio, para abrir paso a una nueva serie que recogiera los elementos más novedosos de esa última etapa y abandonara definitivamente las adaptaciones literarias: Crónicas fantásticas (1974).
5. Crónicas del fin del mundo: las propuestas de J. J. Plans A finales de 1974, cinco directores que ya habían experimentado con los géneros no miméticos en la televisión española (Schaaff, Picas, Durán, Güell y Miró) toman las riendas de un nuevo espacio para la Segunda Cadena: Crónicas fantásticas, cuyos guiones fueron firmados por un mismo autor, el escritor y periodista gijonés Juan José Plans. Este espacio fue anunciado como una continuación de la desaparecida Ficciones en la programación de la revista Tele Radio (s. n., 1974). No obstante, Crónicas fantásticas, que solo constó de seis episodios, nació con claras diferencias, como ya advertía Sergi Schaaff, director del primer episodio de la serie: “Aquí únicamente se tratarán temas de ciencia-ficción23 actuales o relativamente actuales. Parece superada la guardarropía de época” (en Mariñas [1974]). Según Tele Radio (s. n., 1974), esto respondía a una necesidad real: “El género de la ciencia-ficción tiene una multitud de seguidores que no tenían ningún programa concreto y continuado que les satisficiera”. La mayoría de los episodios de Crónicas fantásticas son adaptaciones de textos de los dos primeros libros de relatos de Juan José Plans.24 De Las langostas (Editorial Azur, 1967), escogió “La mancha”. De Crónicas fantásticas (Editorial Azur, 1968), los relatos “Mr. Parkinson”, “Llegó con el otoño” y “Halloween”. “El último sueño”
23 Suponemos que cuando Schaaff utiliza aquí el término ciencia-ficción también se refiere, por extensión, a lo fantástico y a lo terrorífico, confusión habitual en la prensa del momento. 24 Plans ya se había iniciado en la ciencia ficción con el relato “El retorno”, con el que ganó el Primer Premio Nacional de Ciencia Ficción otorgado por la Asociación de Prensa de Murcia en 1967.
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y “El nido” fueron creados expresamente para la serie, aunque Plans escribiría posteriormente las versiones literarias para publicarlas en su antología El último sueño (1986). La mitad de estos textos pertenecen al género de la ciencia ficción, mientras que el resto se enmarca claramente en la categoría de lo fantástico (véase Cruz Tienda [2014]). Los episodios de ciencia ficción se centran en un mismo tópico: el descubrimiento de vida extraterrestre en nuestro planeta. Si bien en “El nido” y en “Halloween” se trata de una invasión silenciosa y, a largo plazo, fatal para la humanidad, “Llegó con el otoño” presenta el intento fallido de una alienígena de hacer llegar un mensaje de paz a los terrícolas. “Llegó con el otoño” (20 de noviembre de 1974, Luis María Güell) mezcla hábilmente lo maravilloso con la ciencia ficción, a partir de un interesante juego de perspectivas que Plans volvería a utilizar más adelante en la novela El gran ritual (CVS Ediciones, 1974). En el episodio, lo que el imaginativo niño protagonista interpreta como un duende —un ser maravilloso— se trata en realidad de una minúscula astronauta de otro planeta que ha llegado a la Tierra para intentar establecer un contacto pacífico con los terrícolas, pero no logra comunicarse con ellos porque su voz se sitúa en unas frecuencias inaudibles para el oído humano. El trágico desenlace se precipita cuando la hermana mayor del protagonista llega a la única interpretación posible desde su punto de vista racional e incrédulo: la visitante solo puede ser entendida como un extraño insecto, y por eso la aplasta en un arrebato de repulsión. “Halloween” (4 de diciembre de 1974, Sergi Schaaff ) es un claro homenaje a la versión radiofónica de The War of the Worlds (H. G. Wells, 1898) que hizo cundir el pánico entre la audiencia norteamericana el 30 de octubre de 1938. El cuento original de Plans, que se publicó por primera vez en la revista Historias para no dormir (vol. II, núm. 4, 1968), dedica sus primeras páginas a analizar, a modo de crónica periodística, las reacciones de diversas personas que escucharon el programa de Orson Welles e interpretaron que se trataba de hechos reales. Seguidamente procede a explicar el caso concreto de una de las oyentes (Sylvia), y es ahí donde comienza la ficción de Plans. El episodio, no obstante, prescinde de la crónica inicial y pasa directamente
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a narrar la historia de Sylvia, que, después de cerciorarse de que la invasión alienígena de la que informaba la radio era ficticia, descubre accidentalmente que su marido sí es un auténtico marciano, uno de tantos que viven escondidos entre los humanos. Otro episodio que explora el terror a partir del descubrimiento de un complot alienígena es “El nido” (11 de diciembre de 1974, Gerardo N. Miró). En este episodio, los extraterrestres toman la apariencia de una comuna de hippies, considerando que la conducta pacífica y bohemia atribuida al colectivo evitará las sospechas25 de los humanos, a quienes, poco a poco, van suplantando la identidad. El episodio, como sucede con todos los de Crónicas fantásticas, tiene un final devastador, claro heredero de los giros finales de Historias para no dormir: los extraterrestres acaban con la única persona que descubre sus verdaderas intenciones. Los episodios de Crónicas fantásticas se acercan más al terror que a la reflexión crítica del estilo de “Paraíso final”. No obstante, el autor gijonés volvió a visitar esta otra línea tanto en sus relatos como en un dramático emitido posteriormente en un nuevo espacio heterogéneo basado en guiones de autores contemporáneos: Original (1974-1977). Esta pieza, titulada “El mar soñado” (1 de abril de 1975) fue realizada por Mercè Vilaret, directora que ya había trabajado con géneros no miméticos en la serie Ficciones.26 Este episodio plantea, de forma poética, una terrible consecuencia de la contaminación: la completa desaparición del mar. La protagonista es una joven que lleva toda la vida trabajando en un bar del desierto, aburrida e incomunicada, y cuyo único deseo es que alguno de los escasos transeúntes acceda a llevarla a ver el mar, hasta que uno de esos viajeros, conmovido por el entusiasmo de la mujer, le confiesa que el mar ya no existe, pues se ha secado casi por completo.
25 El recurso de dar al monstruo una apariencia inofensiva es la base de la novela de Plans El juego de los niños (Sala Editorial, 1976), cuyo argumento dio origen a la conocida película de Ibáñez Serrador ¿Quién puede matar a un niño? (1976). 26 El texto original de Plans fue publicado posteriormente con el título “Tren hacia la costa” en el ya mencionado volumen El último sueño (1986).
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Como se ha podido comprobar, la ciencia ficción televisiva de Plans desarrolla las dos principales vías que se habían ido cultivando en TVE y UHF desde las primeras incursiones de Ibáñez Serrador en el género: una tipología puramente terrorífica y otra eminentemente crítica. El autor asturiano era un gran conocedor del género y, como tal, contribuyó a su difusión en España no solo a través de sus ficciones multimediáticas (véase Carrera Garrido y Benson [2015]), sino también por medio de sus ensayos y artículos periodísticos.27 Especial mención merece su libro La literatura de ciencia-ficción, dirigido a “aquellos que se inician en la lectura de obras de este género” (Plans, 1975: 10) y publicado en una edición patrocinada por RTVE (Editorial Prensa Española, 1975). Juan José Plans formó parte de un círculo de autores que también transitaron esas diferentes plataformas de difusión de la ciencia ficción, en las que se analizó, desde diferentes perspectivas, el auge que estaba experimentando el género en la España de mediados de los años setenta, especialmente en el ámbito literario, y sobre todo como medio para “criticar la sociedad de consumo y la deshumanización del mundo actual” (Roas y Casas, 2008: 37-38). Queda constancia de ello en los coloquios sobre el género publicados en La estafeta literaria,28 en los que dieron su opinión al respecto autores tan diversos como Francisco García Pavón, Juan José Plans, Juan Tébar, Juan García Atienza, Luis Vigil, Domingo Santos, Carlos Buiza, Carlo Frabetti, Mercedes Valcárcel y José Luis Garci, entre otros.
27 El periodista también dirigió y presentó diversos programas radiofónicos de divulgación científica, como La conquista del universo (1969) y Ventana al futuro (1972), que fue reconocido con el Premio Nacional al Guion Radiofónico. 28 Nos referimos al coloquio publicado en el n.º 390 de La Estafeta Literaria (24 de febrero de 1968) y a otro que apareció en la misma revista el 15 de mayo de 1973. Esta publicación acusó una mayor atención por el género durante la etapa en la que Juan José Plans ejerció de redactor jefe de la revista.
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6. El principio distópico en las ficciones de J. L. Garci y A. Mercero De igual modo que sus contemporáneos Plans y Tébar, José Luis Garci cultivó el género de la ciencia ficción en diversos medios29 y contribuyó concienzudamente a su difusión mediante la publicación de artículos y ensayos, entre los que cabe destacar el libro Ray Bradbury, humanista del futuro (Ediciones Helios, 1971). Garci es también responsable, junto con Antonio Mercero, de la creación de dos obras clave en la historia de la televisión española que, si bien no podemos enmarcar propiamente en el género de la ciencia ficción, comparten una dimensión distópica que sin duda influyó en los dramáticos que analizamos en este capítulo. Nos referimos, por un lado, a La cabina30 (estrenada el 13 de diciembre de 1972), coescrita con Mercero a partir de una idea original del autor vasco; y, por otro, a La Gioconda está triste (estrenada el 2 de febrero de 1977), cuyo guion también fue firmado por ambos autores, pero esta vez se basa en un relato de José Luis Garci. En la primera, el carácter distópico reside en el horror de imaginar que en nuestro entorno cotidiano pudiera estar previsto dejar morir a todo aquel que quedase encerrado en una cabina telefónica. En la segunda, lo distópico radica en la inevitable destrucción de toda la humanidad como resultado de la violencia existente en el mundo, una triste realidad que viene acompañada por un fenómeno fantástico que actúa como una especie de señal premonitoria: la sonrisa del célebre cuadro de Leonardo da Vinci se transforma en una mueca de tristeza. Conscientes de la presencia creciente de lo fantástico y la ciencia ficción en la televisión española, José Luis Garci y Antonio Mercero se
29 En fanzines y revistas como Cuenta Atrás y Nueva Dimensión y en los libros Bibidibabidibú (Ediciones CuentAtrás, 1970) y Adam Blake (editorial Miguel Castellote, 1972). 30 Entre otros reconocimientos, obtuvo el primer premio Emmy de la televisión española, el premio Marconi en el Festival de Milán y el de la Crítica y Mejor Director en el Festival de Montecarlo.
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plantearon el argumento de La cabina y La Gioconda está triste como episodios “de una serie ideada por ambos” cuyo hilo conductor hubiera sido “la irrupción de situaciones insólitas en un entorno cotidiano, por el que desfilan personajes próximos al espectador” (Ibáñez, 2006: 46). Este espacio debía haberse llamado Trece pasos por lo insólito, pero la serie como tal no llegó a materializarse. Mercero, por su parte, realiza en 1973 un dramático propiamente distópico: Los pajaritos (21 de enero de 1974). La obra está protagonizada por una pareja de ancianos que, después de un gran esfuerzo económico y de superar diversas dificultades, consiguen adquirir dos pájaros cantores —un macho y una hembra— en un Madrid tan contaminado que la mayoría de aves que vuelan libres por la ciudad caen muertas sobre el asfalto. Por su doble dimensión crítica y humorística, Los pajaritos se acerca a la poética de las historias para pensar de Ibáñez Serrador, especialmente a aquellas en las que los protagonistas, sumidos en un entorno desesperanzado, buscan la felicidad en las pequeñas cosas. Eso no quiere decir que el trasfondo sea menos amargo, pues los personajes asumen que no pueden hacer nada para cambiar su situación. La cabina, Los pajaritos y La Gioconda está triste son, como en su día fue Un mundo sin luz, programas especiales, piezas aisladas, no enmarcadas en un espacio determinado. Pero gracias a sus premios en certámenes internacionales y a su difusión en TVE contribuyeron a la normalización de la presencia de los géneros no miméticos en los espacios heterogéneos de la cadena.
7. La prevalencia de la dimensión crítica Entre 1974 y 1977, TVE emite un nuevo espacio heterogéneo, Palabras cruzadas, donde vuelven a encontrarse algunos de los autores que ya habían visitado anteriormente los géneros no miméticos, como Mercè Vilaret, Caros Puerto, Gerardo N. Miró y Jaime Picas. Formal y temáticamente, la serie recogió el relevo de la última etapa de Ficciones, tal y como podemos advertir en los episodios “El experimento”
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(16 de septiembre de 1975) y “La solitaria vida de Soledad Sola” (29 de septiembre de 1975). “El experimento”, un guion original de Carlos Puerto realizado por Amadeo Vicente, es un texto paródico en el que se ven retratados científicos representantes de diversas nacionalidades que, cínicamente, discuten sobre la verdadera utilidad de los avances científicos y tecnológicos impulsados por sus respectivos Gobiernos. Pronto los personajes pierden totalmente la compostura bajo los efectos del alcohol que beben mientras esperan impacientes a que su colega, el doctor Zoidox, ultime los detalles de un descubrimiento que revolucionará el paradigma científico actual: la teletransportación. Pero el experimento fracasa estrepitosamente por culpa de las prisas que se da el doctor en alcanzar esta meta antes que nadie. Por su parte, “La solitaria vida de Soledad Sola” es una nueva ficción distópica con un trasfondo claramente antibelicista y crítico con la tecnología nuclear, pero que en realidad parte de un conocido microrrelato atribuido a Thomas Bailey Aldrich y recogido por Borges, Bioy Casares y Ocampo en su famosa Antología de la literatura fantástica (1940), con el título “Sola y su alma”. El episodio, dirigido por Gerardo N. Miró, comienza parafraseando la primera parte: “Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto...”. Y no es hasta el desenlace cuando podemos leer el final: “... Llaman a la puerta”. Así pues, entre esos dos puntos el episodio muestra lo que los guionistas José de Uña Zagasti y Elías Cortés imaginan que le sucede a este personaje —una guerra nuclear de la que cree ser la última superviviente— y, también, su reacción al oír los golpes en la puerta después de vivir sola durante tantos años. El episodio termina sin dilucidar si llega a abrir la puerta, manteniendo, por tanto, el inquietante efecto del microrrelato. En la década de los ochenta, la programación de televisión española iba a dar cabida a algunos de los programas más subversivos de su historia, que, paradójicamente, coexistieron con producciones nostálgicas que recuperaron antiguas fórmulas ya caducas. Así, por ejemplo, los nuevos episodios de Historias para no dormir emitidos en 1982 quedaron lejos del éxito que obtuvo Ibáñez Serrador con las primeras
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temporadas de la serie, ya que la única novedad que aportaron fue el color.31 Otro espacio que vuelve en los ochenta, pero esta vez con ideas nuevas, es Ficciones (1981). En este espacio se emitió uno de los capítulos de ciencia ficción más transgresores de la época: “El gran enigma” (3 de diciembre de 1981), a partir de un guion de Manuel Ruiz Castillo y bajo la dirección de Roger Justafré. Esta obra presenta a un pequeño grupo de científicos que, desde un observatorio situado en un punto indeterminado del espacio, estudian la Tierra, su más preciada creación. Pero el planeta está al borde de la autodestrucción, ya que los terrícolas están manipulando abusivamente la tecnología nuclear. Los científicos/demiurgos —entre los que, por primera vez en estas ficciones televisivas, encontramos a una mujer— no logran evitar que el planeta explote, pero afortunadamente conservan dos jóvenes individuos de la especie humana, a quienes llaman Adán y Eva, y con quienes deciden empezar de nuevo en un planeta similar. El desenlace mantiene el tono humorístico del episodio, que acaba con el simbólico plano detalle del enorme ojo del viejo científico observando a los diminutos Adán y Eva. Este interesante guion, por tanto, propone una ficción alternativa al mito de la creación desde una perspectiva que, aun manteniendo cierto vínculo con el imaginario cristiano, era bastante transgresora en comparación con lo que los espectadores podían haber visto en la televisión española hasta la fecha. El episodio constituye también una divertida parodia de la situación sociopolítica contemporánea, en la que se critica los discursos vacíos de los políticos y se valora la opinión de la juventud. Entre los programas más revolucionarios de los ochenta destacan los infantiles y juveniles, como La bola de cristal (TV1, 1984-1988), que incorporaba elementos de la ciencia ficción —aunque dentro de un marco maravilloso— y recomendaba en sus secciones literarias y cinematográficas varios clásicos del género que, sin duda, algunos
31 El proyecto incluía trece historias, pero al final solo llegaron a rodarse cuatro, entre las cuales el único episodio de ciencia ficción fue “El fin empezó ayer” (20 de septiembre de 1982).
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niños y niñas conocieron por primera vez gracias a las menciones aparecidas en el programa.
8. El fin de una era: Historias del otro lado Otro espacio con continuas referencias a los clásicos de la ciencia ficción y otros géneros afines fue la serie Historias del otro lado (La 2, 1992; 1996), integrada por trece episodios (los siete primeros fueron emitidos en 1992 y los seis restantes, en 1996) dirigidos por José Luis Garci a partir de una antigua propuesta de Pilar Miró. Garci definió su serie como un conjunto de historias de misterio, un concepto “muy amplio” en el que “pueden aparecer cadáveres que se mueven por el depósito, pero también se puede profundizar en el misterio de la vida, el más religioso” (citado en Álvarez [1996]).32 La producción contó con un presupuesto de seiscientos millones de pesetas, “uno de los más elevados de TVE” hasta la fecha (Álvarez, 1996), y se rodó en calidad de cine. De los trece episodios que compusieron el espacio, solo dos pueden enmarcarse en la ciencia ficción: el distópico “Semiosis” (19 de junio de 1991) y el inquietante “Luciérnagas” (24 de enero de 1996). “Luciérnagas”, con guion de Claro García y José Luis Garci, gira en torno a la investigación de un detective, dos policías y una forense para encontrar la explicación lógica a varios casos en los que unos cadáveres salieron caminando de la morgue. En realidad, hasta el desenlace, el episodio parece más próximo a lo fantástico, pero al final se sitúa en la ciencia ficción cuando se descubre que los cuerpos fueron manipulados por unos seres extraterrestres con la intención de estudiar a la humanidad. Esta obra confirma la tendencia de abandonar el tópico de los alienígenas invasivos y amenazadores, tan característicos de las ficciones norteamericanas importadas y de sus réplicas
32 En este sentido, lo que la diferencia respecto a la otra gran serie fantástica de la década, Crónicas del mal (TVE, 1992-1993), es que muchas de las propuestas de Garci evitaban situarse en el terror.
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españolas televisivas de finales de los sesenta, siguiendo en su lugar una línea temática menos transitada pero también presente en TVE: la de las civilizaciones alienígenas pacíficas que establecen algún tipo de contacto con los terrícolas.33 Pero, si en las ficciones anteriores los extraterrestres llegan con planes intervencionistas, los alienígenas de “Luciérnagas” solo observan a los seres humanos, sin llegar a inmiscuirse en su desarrollo. “Semiosis”, con guion y dirección única de José Luis Garci, se emitió cinco años antes que “Luciérnagas”, pero constituye el mejor ejemplo de obra bisagra entre la ciencia ficción televisiva del siglo xx y la del xxi. Si bien recoge la tradición crítica de las propuestas anteriores sobre la deshumanización de las sociedades en un futuro próximo, añade una dimensión más propia de la era digital: la paradójica falta de comunicación y de contacto humano en una sociedad mediáticamente hiperconectada. “Semiosis” es el poético retrato de la depresión de un alto ejecutivo que tiene a su alcance todas las comodidades tecnológicas que pueda imaginar, pero que apenas se relaciona con sus seres queridos. El episodio opta por eliminar completamente el diálogo oral y, en su lugar, enfatiza otras formas de comunicación, tanto unidireccionales (videoconferencias sin interacción con el público, audiolibros para escuchar en el coche, programas de televisión...) como bidireccionales (la familia se comunica por medio de mensajes escritos en las pantallas de sus ordenadores, incluso cuando se encuentran en la misma habitación). Todos estos filtros constituyen una curiosa estructura semiótica que intensifica la sensación de incomunicación y carencia de estímulos afectivos que padece el protagonista. Con la aparición de las cadenas privadas, la ciencia ficción española dejará de estar limitada al formato de episodio autoconclusivo enmarcado en un espacio especializado o heterogéneo, para integrarse en series de tramas complejas desarrolladas a lo largo de varios capítulos consecutivos, como llevaban haciendo las series extranjeras importadas
33 Estas ficciones recuerdan a las películas de Spielberg Close Encounters of the Third Kind (1977) y E. T. the Extra-Terrestrial (1982), a cuyo director Garci remite en varias ocasiones a lo largo de la serie.
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desde la exitosa The Invaders, estrenada en España en 1968. Así pues, el formato por excelencia para el cultivo de la ciencia ficción en las primeras décadas de existencia de la televisión española fue el de las ficciones no serializadas. Y en estas, como ha quedado demostrado, la crítica a la deshumanización de la sociedad contemporánea fue uno de los tópicos más frecuentes, sobre todo por la influencia de los programas especiales de Ibáñez Serrador, Garci y Mercero. El inmediato reconocimiento por parte de público y crítica y, sobre todo, la labor de los guionistas y directores que introdujeron la ciencia ficción en los espacios heterogéneos, situándola al mismo nivel que las ficciones de estética realista, contribuyó sin duda a generar un contexto favorable al cultivo del género en otras manifestaciones artísticas.
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1. Introducción. Un sistema televisivo en transformación y el regreso de la ciencia ficción La ciencia ficción en la ficción televisiva española en el siglo xxi ha estado fuertemente determinada por las posibilidades dadas a los creadores en un contexto donde, a pesar del significativo aumento del número de series, el género ha tenido un desarrollo dificultoso. En este sentido, la llegada de la televisión privada a partir de 1990 ofreció un importante espacio de oportunidad para los creadores audiovisuales, hasta el punto de que en unos pocos años, sobre todo tras las exitosas emisiones de Farmacia de guardia (Antena 3, 1991-1995) y Médico de familia (Telecinco, 1995-1999), se produjo un importante crecimiento y las series de ficción producidas en España se convirtieron en las favoritas de los espectadores por encima de las internacionales. Las productoras independientes fueron un dinamizador del mercado, logrando incorporar en la profesión a una nueva generación de creadores. Tal y como ha planteado Manuel Palacio (2000: 184-185), es un periodo clave para el desarrollo de la ficción nacional:
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[...] Las productoras independientes han revolucionado el conjunto del sistema televisivo español. Aunque sólo sea porque ningún analista hubiese creído hace diez años, cuando llegó la competencia entre emisoras, que en una década el conjunto del horario de máxima audiencia estaría hegemonizado en todas las emisoras por productores de ficción propia que cuentan con treinta millones de espectadores por semana.
Sin embargo, este importante crecimiento se articuló a través de un perfil de serie que por sus características y tipo de público no favorecía precisamente explorar el género de la ciencia ficción. Las series que se convirtieron en hegemónicas tras la llegada de la televisión privada tendían a ser dramedias (combinación de drama y comedia) de carácter familiar o ambiente profesional, siempre dentro de los estrictos márgenes de un realismo de base costumbrista y más pobres en términos de puesta en escena respecto a las series de la década anterior. El éxito de la fórmula de Médico de familia y las siguientes series de la productora Globomedia (principal exponente del desarrollo de la ficción de este primer periodo) se basaba en articular narrativas de amplio espectro demográfico donde casi se podía encontrar un personaje ajustado a cada tipo social, desde niños a jubilados y clases altas, medias y populares, con el objetivo de que fueran atractivas para cada sector igualmente heterogéneo de la audiencia. En este contexto, no debe sorprender que la primera aproximación a la ciencia ficción en este periodo llegara de la mano de una comedia, El inquilino (Antena 3, 2004). La serie fue creada por el director y guionista Paco Arango como una prolongación de la exitosa ¡Ala... Dina! (TVE1, 2000-2002), una comedia maravillosa de corte amable protagonizada por una genio de la lámpara que es liberada en el presente y se integra en una familia. Para El inquilino se retomó este concepto narrativo del pez fuera del agua, pero en lugar de la fantasía se optó por una historia de ciencia ficción en gran medida inspirada por la telecomedia norteamericana ALF (NBC, 1986-1990). Al comienzo del primer capítulo, se nos presentaba el aterrizaje en Madrid de una nave espacial y el desembarco de tres extraterrestres, que comenzaban a recorrer la ciudad. Uno de los extraterrestres, Chubi, se despistaba y no lograba llegar a la nave. Con un brazalete indicándole una
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situación de riesgo tras tantas horas en la atmósfera terrestre, aprovechaba el accidente mortal del escritor Leo Montes (Jorge Sanz), que acababa de llegar a la ciudad, para apropiarse de su cuerpo. A partir de ahí, Chubi, caracterizado por su buen carácter e ingenuidad, vivía diferentes aventuras en la comunidad de vecinos en la que, contra su voluntad, se iba a instalar Montes. Allí convivía con dos chicas jóvenes, lo que con el paso de los capítulos era la justificación para que el argumento de la serie girara hacia una farsa sexual (no es casual que sus dos últimos capítulos se titulen “Polvos mágicos” y “Despedida embarazosa”). Con un humor simple basado en la incomprensión de Chubi respecto a las complejas relaciones humanas, la serie destacó por incluir rudimentarios efectos digitales en la representación de Chubi (que sale del cuerpo de Montes cuando este duerme), aunque ninguno de estos aspectos salvó a la serie de la cancelación tras una primera temporada en la que fue perdiendo audiencia de forma gradual y contó con el rechazo unánime de la crítica.
2. Plutón BRB Nero: una parodia de ciencia ficción Años más tarde del paso de El inquilino por la parrilla televisiva, el humor, aunque de una forma bien diferente, iba a ser la base de un nuevo acercamiento, más genuino, a la ciencia ficción en la televisión española, Plutón BRB Nero (La 2, 2008-2009). En este caso, se trató de un proyecto con un indudable pedigrí cinematográfico gracias a su cocreador, coproductor y director Álex de la Iglesia, protagonista de algunos de los más destacados esfuerzos de renovación genérica del cine español en la década de los noventa con sus dos primeras películas, Acción Mutante (1993) y El día de la bestia (1995). Plutón BRB Nero se presentaba ante el espectador con una fuerte conexión con la primera, con la que compartía ser una distopía satírica con ecos de space opera y un fuerte sentido referencial. Previamente Álex de la Iglesia había dirigido uno de los capítulos de la serie Películas para no dormir (Telecinco, 2006), una revisión de los temas de la clásica serie Historias para no dormir en forma de TV movies por parte de jóvenes directores influidos por el trabajo de Narciso Ibáñez Serrador. Aunque
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Películas para no dormir se orientó más a la fantasía, probablemente fue la entrega de Álex de la Iglesia, titulada “La habitación del niño”, la más cercana a la ciencia ficción a través de un argumento donde un monitor de bebés permitía conectar al protagonista con un mundo paralelo. Como en el caso de “La habitación del niño”, De la Iglesia contó para Plutón BRB Nero con su guionista de referencia Jorge Guerricaechevarría, aunque también se incorporaron como coguionistas Pepón Montero y Juan Maidagán, procedentes de la serie de humor Camera café (Telecinco, 2005-2009) y que, por tanto, tenían sobrada experiencia televisiva. En una entrevista personal, el cocreador de la serie, Jorge Guerricaechevarría, explicó los referentes de la serie y, a través de ello, su propia intencionalidad:1 Los principales referentes fueron Star Trek, evidentemente, y también una serie de los 80 con Richard Benjamin que se llamó en España La escoba espacial (Quark). Duró muy poco tiempo en antena, pero jugaba ya con esos mismos referentes de Star Trek y Perdidos en el espacio llevándolos a un tono de parodia-comedia. También estaba por supuesto el recuerdo de lo que había sido el germen de Acción Mutante, que en principio nació como idea para un cortometraje que se desarrollaba íntegramente en una nave espacial. Nos gustaba mucho de Star Trek la forma en que utilizaban la ciencia ficción para hablar de temas contemporáneos en la América de la época.
En una de las primeras entradas del blog en el que Álex de la Iglesia contó el desarrollo de la serie, destacó la libertad creativa con la que acometió el proyecto debido a su emisión en la segunda cadena de Televisión Española, aunque eso supusiera menos recursos materiales: “Porque, aunque pagan poco, dicho sea todo, el nivel de libertad es cercano al 99 %. Hemos entregado algunos capítulos en los que los personajes se desnudan y se violan entre sí, atacados por un virus extraterrestre, y han aceptado el guion” (Iglesia, 2008: s. p.).
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Entrevista por correo electrónico de la autora con Jorge Guerricaechevarría mantenida el 20 de febrero de 2017. Todas las declaraciones de Guerricaechevarría sin otra atribución corresponden a esta entrevista.
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El carácter subversivo de la serie en la peculiar combinación con un carácter castizo tan habitual en la obra cinematográfica del director estaba presente desde el propio título de la serie, que sonaba como la expresión vulgar putón verbenero, pero que aquí era explicado como el nombre de una nave especial cuyo nombre era combinación de un planeta (Plutón), la empresa responsable (Biotechnological Research Badajoz, BRB) y su constructor (Nero). Al comienzo de cada capítulo, se introducía el mundo distópico en el que se desarrollaba la serie en un rápido montaje: Estamos en el año 2530. La situación en el planeta Tierra es desesperada... Hace años que no queda nada de la capa de ozono. La construcción incontrolada de adosados en el Polo Norte provoca la subida de las aguas haciendo desaparecer ciudades como Nueva York, Londres o Benidorm. La raza humana sobrevive en zonas pantanosas superpobladas, apestadas por las epidemias, inundaciones e inmobiliarias. En el año 2500, el presidente de los Estados Unidos del Mundo, Maculay Culkin III, comienza su mandato con dos decisiones polémicas: uno, cambiar de sexo otra vez y dos, enviar una nave al espacio. Su objetivo: encontrar un planeta habitable y huir de este inmenso error llamado Tierra.
De esta forma, la nave Plutón BRB Nero transportaba a cientos de colonos criogenizados en busca de un planeta que habitar. La tripulación estaba formada por el capitán Manuel Valladares (Antonio Gil Martínez), su segundo de a bordo Andrés Querejeta (Carlos Areces), el mecánico Hoffman (Enrique Martínez), la androide científica Lorna (Carolina Bang), el androide de baja tecnología Wollensky (Manuel Tallafé) y el extraterrestre Roswell (Enrique Villén). Plutón BRB Nero constó de dos temporadas de trece capítulos, que se emitieron en el otoño de 2008 y 2009 respectivamente. Los argumentos de los capítulos eran una recombinación de argumentos clásicos de space opera, como la llegada a los confines del universo en “El universo, Dios y la nada” (1.6), el encuentro con un cosmonauta que lleva atrapado en el espacio más de quinientos años “Tiempos revueltos” (2.1) y el descubrimiento de la existencia de unos clones de la tripulación listos para sustituirlos a su muerte en “La guerra de los clones” (2.13), lo
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que le lleva a las últimas copias supervivientes a buscar a su creador (interpretado por el propio Carlos Areces). Pero en otros capítulos las historias tenían una base costumbrista en una peculiar combinación. Por ejemplo, el detonante de la trama de “Tortugas en la barriga” (1.2) era una espectacular factura telefónica; en “Mis memorias” (1.5), el uso de los recursos de la nave para actividades cotidianas como cocer unos huevos ponía a los protagonistas al borde la muerte; en “Empatía” (1.9), eran sometidos a una inspección de la Hacienda Intergaláctica, y, en “La última frontera” (2.5), una fiesta de trabajo se iba de las manos y dos personajes cometían una indiscreción sexual que acababa grabada y colgada en la Red. En este sentido, Plutón BRB Nero se configuraba casi como un completo catálogo de situaciones prototípicas de la ciencia ficción, pasada por el tamiz de la sátira y un humor gamberro y castizo. Ello también incluía guiños muy específicos a obras clásicas del género, como Star Trek (NBC, 1966-1969). Además de una referencia en los uniformes de la tripulación (NCC-1701) que remitía a la serie, en “El juicio” (1.13) el actor Fele Martínez interpretaba una parodia tan explícita de Spock que conservaba hasta el nombre. En “Tortugas en la barriga” había un interrogatorio que homenajeaba a Blade Runner (1982, Ridley Scott), mientras que en “Bajo el éxtasis del placer” (2.12) los protagonistas se encontraban bajo el influjo de un monolito reminiscencia de 2001: A Space Odyssey (1968, Stanley Kubrick). Aunque los resultados de audiencia de Plutón BRB Nero fueron muy discretos, acorde a una emisión en fin de semana en La 2, la serie logró una apreciación de culto, e incluso fue la base para un cómic que continuaba las aventuras de la nave escrito y dibujado por el también director Carlos Vermut, Plutón BRB Nero. La venganza de Mari Pili (2009). Para el cocreador Jorge Guerricaechevarría, las diferencias a la hora de afrontar el género son muy diferentes entre España y otros países como Reino Unido, que cuentan con referentes muy identificables como Doctor Who (BBC, 1963-): “Yo diría que ellos cultivan la imaginación y la fantasía en los más pequeños. En España nos ha costado mucho conseguir que el espectador aceptara siquiera que el cine español podía utilizar las herramientas del género del mismo modo que el cine norteamericano o el inglés, y en el caso de la televisión eso está llevando aún más tiempo”.
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Quizás por ello, la serie no obtuvo la repercusión esperada, aunque permanece como uno de los esfuerzos más innovadores y arriesgados de la televisión pública en las últimas décadas.
3. Ciencia ficción y adolescentes: El internado y Los protegidos Una nueva fase en el desarrollo de la ciencia ficción en la ficción televisiva se abrió con el descubrimiento de una floreciente veta para el género: la ciencia ficción juvenil. El proyecto se gestó en el seno de la productora Globomedia, que desde años atrás había obtenido una buena acogida de dramas juveniles. Sin embargo, el planteamiento de los creadores de El internado (Antena 3, 2007-2010) —Laura Belloso, Juan Carlos Cueto, Rocío Martínez Llano y Daniel Écija— fue orientar la historia hacia algo más cercano al género del misterio y, más adelante, incorporar aspectos de la ciencia ficción. En el primer capítulo de El internado, los hermanos Marcos (Martín Rivas) y Paula (Carlota García), cuyos padres habían desaparecido tras un accidente en alta mar, llegaban al internado llamado Laguna Negra, cuyo director era su tutor Héctor de la Vega (Luis Merlo), que más tarde descubrían era también su tío. A partir de ahí, los hermanos empezaban a trazar lazos con otros estudiantes y sus profesores (concretamente Marcos vivirá un romance juvenil), mientras se iban poniendo de manifiesto diferentes ocurrencias sobrenaturales tanto en el bosque que rodea al internado como en el propio edificio, cuyos muros albergaban pasillos ocultos. Sin embargo, aunque los elementos fantásticos nutrían en gran medida los argumentos de la serie y la ambientación era propia de un relato de misterio, el desarrollo de la gran conspiración que se iba revelando con el paso de las temporadas la hizo entrar en el género de la ciencia ficción, particularmente bajo la influencia de algunos de los motivos argumentales ya presentes en la serie norteamericana Lost (ABC, 2004-2010). A partir de la cuarta temporada, los protagonistas descubrían que el internado fue originalmente un orfanato fundado por nazis huidos
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tras la Segunda Guerra Mundial. Su líder fue el científico Ritter Wulf, que durante sus experimentos para desarrollar un virus letal contra los considerados débiles, el Proyecto Géminis, vio cómo su hija se contagiaba y sin contar con una cura decidió criogenizarla. Un aspecto habitual de la serie fue la permanente combinación de elementos de fantasía con otros de ciencia ficción. Por ejemplo, en la sexta temporada Paula podía ver el espíritu de Eva (Carlota García), que murió antes de ser criogenizada. Otro tópico recurrente de la ciencia ficción, la gran corporación que utiliza la ciencia con propósitos malignos, también aparecía en la serie de la mano de OTTOX, la empresa fundada por Ritter Wulf para seguir experimentando en España bajo la identidad de Santiago Pazos (José Hervás), a la sazón padre adoptivo de la madre de los protagonistas Marcos y Paula. Las dos últimas temporadas de la serie, la sexta y la séptima, fueron las más orientadas a la ciencia ficción. En ella se revela que los chicos del centro se encontraban infectados por el virus de OTTOX, del que se podían curar con una máquina de radiación lumínica que era destruida. En la última tanda del capítulo el internado se encontraba en una cuarentena y cercada por militares, con OTTOX conspirando para robar las cápsulas del virus para utilizarlo como arma biológica y los estudiantes intentando poner en marcha una segunda máquina curativa, que, en un guiño a Lost, funcionaba con una secuencia de números. Sin embargo, según uno de los guionistas de la serie, Carlos García Miranda, los referentes siempre estuvieron en series fantásticas como Los Cinco y Harry Potter, y no tanto en la ciencia ficción: El internado siempre tuvo un espíritu de cuento. Era una historia de misterio en un entorno similar a un castillo protagonizada por adolescentes, niños y adultos que guardaban secretos, como en los clásicos. Puede parecer que la historia derivó hacia algo más cercano a la ciencia ficción, y es cierto que hubo laboratorios, científicos y hasta clones, pero siempre tratamos de que la magia estuviera por encima de ellos.2
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Entrevista por correo electrónico de la autora con Carlos García Miranda mantenida el 21 de febrero de 2017. Todas las declaraciones de García Miranda sin otra atribución corresponden a esta entrevista.
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El éxito de El internado no solo lanzó a sus creadores hacia otros proyectos (como El barco, que se comentará en el siguiente epígrafe), sino que también tuvo su prolongación en una serie de novelas juveniles que superó la docena de entregas. También sirvió de acicate para la puesta en marcha en la misma cadena de una serie juvenil que, como fue el caso de El internado, comenzó con un planteamiento de fantasía para finalmente revelar aspectos más cercanos a la ciencia ficción. Los protegidos (Antena 3, 2010-2012), creada por Darío Madrona y Ruth García para la productora Boomerang TV, trataba de un grupo de niños y adolescentes con poderes especiales que huían de una organización secreta llamada el Clan Elefante. Al cuidado de Mario (Antonio Garrido) y Jimena (Angie Cepeda), cuya hija con poderes había sido secuestrada, se encontraba una galería de personajes con poderes prototípicos, como la invisibilidad de Culebra (Luis Fernández), el poder eléctrico de Sandra (Ana Fernández), la telekinesis de Carlos (Daniel Avilés), la capacidad de leer mentes de Lucía (Priscilla Delgado) y los poderes de transformación de Lucas (Mario Marzo). Todos se hacían pasar por una familia convencional en el Valle Perdido, donde los chicos asistían al colegio Castillo mientras intentaban ocultar a todos sus poderes y mantenerse a salvo del Clan Elefante. En la tercera y última temporada de la serie, la trama principal giraba en torno a la búsqueda de una explicación de los poderes de los niños. Así se descubría que Madre (Marta Calvó), la líder del Clan Elefante, fue la que creó los poderes de los niños utilizando la fórmula creada por un médico para curar a su hijo, y ahora busca desesperadamente reproducir el suero con el fin de crear un ejército de niños con poderes. El enfrentamiento final entre la familia Castillo y Madre tenía que ver con la posesión de una planta con la que proporcionar o curar la mutación que otorga los superpoderes. Tal y como recuerda el guionista Carlos García Miranda, veterano de El internado que se unió a este nuevo proyecto, se intentó precisamente limitar las referencias al género de la ciencia ficción: Nos fuimos por el lado de la botánica para alejarnos de los tópicos del género y ofrecer una versión más familiar y cercana. Al final, la responsable de todo era una planta y los que descubrieron los poderes, botánicos,
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no doctores. No queríamos que hubiera batas ni laboratorios sofisticados, sino que fuera una historia que podía contarse a un niño antes de apagar la luz para dormir.
Después de su trabajo en ambas series, Miranda publicó dos novelas juveniles de ciencia ficción, la distopía Enlazados (2013) y la historia de universos paralelos Conexo (2015), y valoraba de esta manera las dificultades del género en España: “La ciencia ficción, de primeras, saca público. A pesar de que hay una lista larguísima de novelas y películas de ese género que han sido grandes éxitos, aún se ve como algo complicado en los despachos”.
4. Hasta el fin del mundo: El barco Los retos y posibilidades del género de la ciencia ficción en la ficción televisiva española se visibilizaron en El barco (Antena 3, 2011-2013), una ambiciosa apuesta en términos narrativos y de puesta en escena que logró alcanzar las tres temporadas (frente a los modelos híbridos con la fantasía tanto de El internado como de Los protegidos). En gran medida, su existencia es resultado de las apuestas previas de Antena 3 por series protagonizadas por adolescentes que se adentraban en el género. El barco fue creada en el seno de la productora Globomedia por el guionista y novelista Iván Escobar junto con Álex Pina. Ambos asumieron la labor de productores ejecutivos de la serie con Daniel Écija, también cocreador de El internado. En una entrevista personal, Escobar definió su interés en desarrollar una narrativa en un espacio cerrado y endogámico, pequeño en términos de producción, pero con un fuerte detonante, a contracorriente con el desarrollo tradicional del género: La ciencia ficción en España se ha chocado con varios imponderables a lo largo de la historia: primero, los productores han recelado siempre de que hubiese un espectador mayoritario interesado en este género. Si no hay público mayoritario, no hay audiencia mayoritaria y no hay serie en prime time. Por otro lado, es cara. El barco era una serie carísima. En
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decorado, alquiler de barco, efectos especiales, mar, agua, acción... una locura. Pero salió bien. El riesgo era muy alto. Sin embargo, tuvo audiencia y viajó muy bien por el extranjero.3
Así nació la historia del Estrella Polar, un barco-escuela que zarpaba mientras se están desarrollando unos experimentos con un acelerador de partículas. Tras una noche de tormenta, los protagonistas amanecían en un nuevo mundo donde todo lo que conocen había desaparecido y la superficie terrestre se encontraba cubierta con agua. El capitán del Estrella Polar era Ricardo Montero (Juanjo Artero), un hombre de mediana edad viudo con dos hijas, la niña Valeria (Patricia Arbués) y la adolescente Ainhoa (Blanca Suárez), que era la protagonista de la historia de amor central de la serie con el polizón Ulises Garmendia (Mario Casas). Los referentes para el desarrollo original de El barco para Iván Escobar se encontraban en una combinación de referentes cinematográficos, televisivos y literarios: King Kong (1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack), cuando ese barco llega entre la niebla a una isla perdida. Por otro lado, en la película La niebla (2007, Frank Daranbont), basada en la novela de Stephen King, está esa microsociedad encerrada en un supermercado; Lost, por supuesto; Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, y El juego de Ender, de Orson Scott Card. Hay que decir que el concepto que yo ideé y que vendí en un principio era una serie de suspense y ciencia ficción. Después, el mercado lo convirtió en una serie costumbrista.
En este sentido, El barco intentó realizar una recombinación de elementos narrativos en donde el Estrella Polar se presentaba como un escenario cerrado y por momentos claustrofóbico en el que los personajes intentaban mantener una apariencia de normalidad ante unas circunstancias extraordinarias. A la vez, la narración se desarrollaba en un escenario postapocalíptico donde el desastre había sido
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Entrevista por correo electrónico de la autora con Iván Escobar mantenida el 10 de febrero de 2017. Todas las declaraciones de Escobar sin otra atribución corresponden a esta entrevista.
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ocasionado por un experimento científico, al menos durante el primer tramo de la serie, donde los protagonistas se enfrentaban a criaturas marinas monstruosas, anormalidades meteorológicas y náufragos de intenciones dudosas. El impulso más orientado a la ciencia ficción llegó en las temporadas siguientes, cuando se establecía como antagonista el Proyecto Alejandría, que se desarrolló ante la contingencia de que el experimento con el citado acelerador de partículas puesto en marcha en Ginebra por el ECND (European Commission for the Nuclear Development) fracasara. El Estrella Polar era uno de los diferentes barcos navegando en ese momento para sortear el cataclismo, lo que permitió a la narrativa adoptar un carácter internacional con la aparición del barco ruso Estrella Sirrah y el barco francés Étoile du Nord. Tras dos temporadas en el mar, la narración se alteró primero con el encuentro con un hotel situado en un rascacielos donde sobrevive una pequeña comunidad y más tarde con la llegada a una isla, donde la historia se reconvertía en una trama de acción antes de finalizar con una larga secuencia situada un año después donde comenzaba a producirse un fenómeno magnético similar al del comienzo de la serie en una suerte de estructura circular. En todo caso, merece la pena destacar que, aunque El barco no fue capaz de solventar algunas de las limitaciones de la ficción televisiva española (para un análisis más extenso de la serie desde este punto de vista, véase Naya Monteoliva [2015]), supuso una interesante aportación a la ficción televisiva por su ambición argumental y su arriesgada apuesta por un final abierto.
5. Viajeros temporales: La chica de ayer, Refugiados y El Ministerio del Tiempo La buena acogida de alguno de los proyectos reseñados en el apartado anterior demostró que existía una cierta receptividad por parte de los espectadores hacia planteamientos narrativos de ciencia ficción, aunque en muchas ocasiones estuvieran relativizados por las tramas de amor juvenil. Y, sin duda, eso acabó siendo clave para que se pusieran
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en marcha proyectos más arriesgados en este aspecto. Merece la pena detenernos ahora en tres que, aunque con fórmulas muy diferentes, se ocupan de uno de los temas clásicos de la ciencia ficción: el viaje temporal. Sin embargo, como veremos, esta premisa tendrá una importancia relativa en la narración, ya sea porque no se da una explicación científica al viaje temporal, no se incide en las repercusiones en el presente de viajar al pasado o su orientación genérica en realidad se orienta hacia otras direcciones. En el caso de La chica de ayer (Antena 3, 2009) se trataba de una adaptación a España de Life on Mars (BBC1, 2006-2007), en donde un policía de 2006 se despierta en 1973 tras un accidente de tráfico. Un importante éxito internacional que ganó el Emmy Internacional como mejor drama por cada una de sus dos temporadas producidas, el proyecto de adaptación partió de la cadena Antena 3, que entre las ideas propuestas por diversas productoras finalmente se decantó por la desarrollada por Álvaro Ron e Iñaki Mercero, de Ida y Vuelta. De esta forma, en el primer capítulo de La chica de ayer, título que adoptó la serie en España tomando como referencia una canción de Nacha Pop, un policía contemporáneo, Samuel Santos (Ernesto Alterio), tenía un accidente que le llevaba hasta 1977, donde se incorporaba a la Dirección General de Seguridad en Madrid en pleno proceso de transición a la democracia. Allí trabajaba a las órdenes de Gallardo (Antonio Garrido), mientras que solo encontraba compresión ante su extraña historia en su compañera Ana (Manuela Velasco). Aunque Life on Mars dejaba en la ambigüedad si su protagonista estaba en coma o si realmente había viajado en el tiempo, eso no ocurría en La chica de ayer, que en su capítulo final tras ocho capítulos daba la opción a Samuel Santos de volver al presente a través del mismo túnel del que se había desplazado en el tiempo originalmente. A pesar de tener esta opción, Samuel la desechaba y decidía regresar a 1977 para volver junto a Ana, de forma que la trama amorosa se acababa convirtiendo en predominante frente a lo que ocurría en la serie original, que en gran medida se planteaba como un juego irónico y referencial (sobre todo a través de artefactos culturales como la música) sobre el propio género policial. Pero, frente a esta opción, La chica de ayer no planteaba una auténtica reflexión sobre el periodo, y
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de hecho se puede argumentar que su representación de la Transición es un ejercicio de desmemoria respecto a la complejidad del periodo (para un análisis más extenso de la serie en relación al original británico, véase Cascajosa Virino [2013]). Merece la pena destacar que de cara al público español se entendió que la premisa era tan compleja que quizás directamente no iba a ser entendida.4 Quizás por ello, la única posibilidad de que un proyecto tan particular como El Ministerio del Tiempo (TVE1, 2015-) tuviera una ventana de oportunidad era en el marco de la televisión pública, tal y como ya había ocurrido con Plutón BRB Nero. Irónicamente, los creadores de la serie, los hermanos Pablo y Javier Olivares, habían desarrollado una de las propuestas fallidas para la adaptación española de Life of Mars, que debía llamarse, tomando el título de una canción de Camarón de la Isla, La leyenda del tiempo. Ese proyecto nunca llegó a la luz (en la segunda temporada, se realizaría un homenaje), pero sí lo hizo El Ministerio del Tiempo cuando Pablo se encontraba ya enfermo de ELA y los hermanos decidieron apostar por última vez por una idea que habían tenido años atrás, sobre un ministerio secreto del gobierno de España encargado de custodiar las puertas que conectan con el pasado del país y evitar que este fuera alterado (para una explicación más extensa sobre los orígenes del proyecto, véase Olivares [2015]). Entre los referentes básicos de El Ministerio del Tiempo se encontraban series clásicas del género como Doctor Who, pero también títulos cinematográficos españoles como La torre de los siete jorobados (1944, Edgar Neville). En su primer capítulo el espectador conocía a los tres protagonistas principales de la serie: Julián Martínez
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Por ello, el primer capítulo contaba con un prólogo donde el actor Ernesto Alterio comenzaba hablando a cámara (en el año 1977), como si viviera un momento de optimismo y cambio cultural, pero de manera súbita parecía asumir su personaje de Samuel Santos, cambiaba el gesto y decía que se encontraba atrapado en ese año. Se trata de un fragmento incoherente y sobreexpositivo donde se ejemplificaba a la perfección una baja consideración hacia la capacidad de la audiencia para entender por sí misma el concepto narrativo de la serie, y que muestra las dificultades del género para encontrar un hueco en la televisión generalista comercial.
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(Rodolfo Sancho), un enfermero del SAMUR de 2015 traumatizado por la muerte en un accidente de su mujer; Amelia Folch (Aura Garrido), una estudiante universitaria barcelonesa de 1880, y Alonso de Entrerríos (Nacho Fresneda), un soldado sevillano de los Tercios de Flandes. Los tres eran reclutados por el Ministerio para desplazarse a diferentes periodos de la historia de España y evitar los cambios temporales en aventuras llenas de acción, humor y referencias a la cultura popular, incluyendo clásicos del género como la película Terminator (1984, James Cameron). El Ministerio del Tiempo se convirtió inmediatamente en un fenómeno en las redes sociales, logrando el apoyo de un grupo de seguidores especialmente activos y fieles que pronto pasaron a ser denominados como ministéricos. Sin duda, a ello contribuyó una eficaz estrategia transmedia que amplificó la conversación generada por la serie entre sus seguidores más allá de unos aceptables, pero no espectaculares, resultados de audiencia. Asimismo, logró el apoyo unánime de la crítica y múltiples reconocimientos en los Premios Ondas, los Premios Iris de la Academia de la Televisión, los Fotogramas de Plata, el Festival MIM Series y el FestVal de Televisión de Vitoria. La buena recepción lograda por la serie se derivaba de la capacidad de adaptar un planteamiento clásico de la ciencia ficción a un escenario totalmente reconocible por la audiencia española: un ministerio con sus funcionarios y una premisa con una misión semanal que los protagonistas debían acometer. La serie no establecía de forma muy elaborada el mecanismo para viajar en el tiempo, ya que los saltos temporales se realizaban a través de unas puertas de las que existe constancia desde los tiempos de los Reyes Católicos. Este planteamiento hubiera podido llegar incluso a cuestionar la adscripción de la serie a la fantasía en lugar de a la ciencia ficción, sino hubiera sido por dos factores. En primer lugar, en la serie los miembros de la patrulla protagonistas se debían enfrentar a un viajero temporal norteamericano llamado Paul Walcott (Jimmy Shaw) que sí utilizaba la tecnología para el desplazamiento. Frente al control público del viaje temporal en España, en Estados Unidos estaba en manos de una corporación, Darrow, cuyo
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sistema provocaba cáncer a los viajeros temporales (lo que entroncaba con uno de los tópicos del género, los peligros de la ciencia).5 En segundo lugar, aunque el origen de las puertas se mantenía de forma deliberadamente oculta, sí que existía un interés por desarrollar una reflexión, como suele ser propio del género, en torno a las consecuencias de este viaje temporal, de forma que muy a menudo los protagonistas debían decidir (en contra de la premisa del Ministerio) sobre si dejar que la historia siguiera su curso natural o cambiarla, como cuando optaban por salvar al hijo de Alonso del desastre de la Armada Invencible en “Tiempo de gloria” (1.2). Además, la serie ofrecía un capítulo puramente distópico en “Cambio de tiempo” (2.13), cuando Felipe II se apropiaba de las puertas y se convertía en un emperador atemporal después de evitar el desastre de la Armada, de forma que al regresar los protagonistas de una misión se encontraban con España, a modo de realidad alternativa, convertida en un imperio ultraconservador y dictatorial. Si El Ministerio del Tiempo llegó a las pantallas en febrero de 2015, apenas unos meses después, en mayo, fue el turno de otra ambiciosa serie, Refugiados (La Sexta, 2015). Se trató de una coproducción internacional entre el grupo Atresmedia, Bambú Producciones y BBC Worldwide, con creadores españoles (Ramón Campos, Gema R. Neira, Cristóbal Garrido y Adolfo Valor), pero rodada en España en inglés y con un reparto internacional encabezado por Will Keen y Natalia Tena. Ellos interpretaron al matrimonio formado por Sam Cruz y Emma Oliver, cuya existencia en un pequeño pueblo se veía sacudida por la llegada de tres mil millones de refugiados desde un futuro del que se desconocía prácticamente todo, ya que los viajeros temporales tenían tanto prohibido hablar de él como contactar con sus antepasados. En este sentido, el futuro del que procedían los refugiados se obviaba, y en su lugar la historia se centraba exclusivamente en una localidad pequeña y aislada en la que los personajes se enfrentaban a
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Esto llevaba a la antigua agente Lola Mendieta (Natalia Millán) a traicionarles para garantizar su destrucción por los agentes del Ministerio en “Óleo sobre tiempo” (1.9).
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unas circunstancias extraordinarias. En palabras de su creador Ramón Campos, se trataba de desarrollar un estilo de “ciencia ficción cercana” (EFE, 2014). Aunque originalmente la serie parecía centrase en cómo el mundo se ajustaba a esta masiva llegada de refugiados, muy pronto la narrativa deriva en un thriller psicológico cuando se revelaba que Álex (David Leon) tiene la misión de evitar que los Cruz fueran asesinados, lo que se explica en una escena final que planteaba que el desenlace de la serie suponía una paradoja temporal. Los buenos resultados iniciales de audiencia se fueron diluyendo con la emisión de los siguientes capítulos, a lo que sin duda contribuyó un desarrollo narrativo muy alejado de la premisa inicial de la serie en la ciencia ficción.
6. TV movies, webseries y nuevos formatos: ciencia ficción bajo el radar Como hemos visto, la ciencia ficción es un género que ha tenido un desarrollo difícil en el ámbito de la ficción seriada en España debido a sus dificultades para adaptarse a las fórmulas de producción hegemónicas. Pero este capítulo no puede pasar por alto otras formas televisivas o seriales donde la ciencia ficción ha encontrado un espacio de desarrollo más allá de las audiencias mayoritarias o la atención crítica. Por ejemplo, ha sido el caso del minoritario género de las TV movies, donde es posible encontrar algunos interesantes exponentes del género. El primero de ellos es Tempus fugit (TV3, 2003), una película para la televisión catalana escrita y dirigida por Enric Folch sobre un anodino relojero, Ramón (Xavi Mira), que una noche recibía la visita de un viajero temporal, Andros (William Miller), que le anunciaba la inminente llegada del fin del mundo y que necesitaba su ayuda para evitarlo alterando un pequeño acontecimiento de su existencia. En realidad, había sido el propio Andros, que venía de un futuro donde los humanos podían vivir más de cien años, el que había ocasionado la brecha temporal, y ahora Ramón debía afrontar cómo cambiar su destino con la ayuda de Angie (Neus Asensi), a la que se había declarado tras conocer el inminente fin. Por el camino, las pastillas
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que permitían el salto temporal caían en manos de su vecino Terrades (Xavier Bertrán), un furibundo seguidor del Barcelona que estaba dispuesto a que el mundo se acabara antes de presenciar la derrota de su equipo en la final de la Liga de Campeones. Como otras muestras del género, pasó desapercibida a pesar de su buena acogida internacional, con reconocimientos como el premio al mejor guion en el Festival de Televisión de Montecarlo, como recuerda su director y guionista (SF, 2007): De hecho, tal vez aquí es donde ha pasado más desapercibida. No debo de ser muy profeta en mi tierra, ya que aquí ha tardado tres años en salir en DVD. A modo de ejemplo, diré que Tempus Fugit ganó el Festival de Cine Fantástico de Ámsterdam. Un año después todas las películas con las que compitió habían sido distribuidas en España, menos la nuestra. ¡Y era la ganadora!
Tempus fugit fue una producción de bajo presupuesto que mostraba que no eran necesarios efectos especiales para plantear una narrativa con algunas de las tradicionales claves del género (paradojas temporales, futuro utópico, amenaza apocalíptica, etc.), todo ello aderezado con mucho humor y reconocibles localizaciones de la ciudad de Barcelona. Otra producción para una cadena de televisión autonómica adscrita a la ciencia ficción fue Alan muere al final de la película (Canal Nou, 2007), una producción de la cadena pública valenciana en colaboración con la catalana TV3 y la Televisión de Castilla-La Mancha dirigida por Xavier Manich y escrita por Marta Molins. La TV movie aprovechaba las localizaciones de corte futurista de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia diseñada por Santiago Calatrava y Félix Candela para ambientar una historia que mostraba un futuro donde la vida de las personas estaba determinada por un análisis médico que permitía saber la fecha de la muerte de cada persona. Cuando el profesor de instituto treintañero Alan (Oriol Tarrasón) superaba con vida la fecha anticipada de su muerte, se veía abocado a huir de las autoridades para evitar que la noticia de su supervivencia generara el caos en la sociedad, descubriendo por el camino que no era el único en esa situación.
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También es posible encontrar piezas de ciencia ficción en canales como YouTube y plataformas especializadas. Uno de los ejemplos más particulares es el de Las aventuras galácticas de Jaime de Funes y Arancha, creada por César Velasco Broca y protagonizada por él mismo junto con el también director Nacho Vigalondo. Se trataba de una grabación piloto de apenas diez minutos de estilo retro-punk sobre las aventuras de dos aventureros espaciales en un universo paralelo. La productora Hill Valley no pudo vender la propuesta a ninguna cadena y acabó convirtiéndose en una pieza de culto en YouTube. Mejor suerte corrió un proyecto que, de nacer originalmente en la red, dio el salto a una cadena de televisión temática como TNT, Zombis (2011), una producción de El Terrat creada y protagonizada por Berto Romero. Se trataba de una aproximación humorística al género de zombis. En este sentido, la producción independiente de series dirigidas exclusivamente para internet, las llamadas webseries, ha sido una opción para creadores sin una estructura profesional a sus espaldas y que encontraron una salida en plataformas como El Sótano, de Atresmedia, que aloja webseries de ciencia ficción como TiMeR (2012), creada por Juanma Escobar y que trata sobre una droga capaz de estimular al cien por cien el uso del cerebro, o Tantalus (2013), de Dorian y Alban Sanz, una historia postapocalíptica donde una droga de la felicidad creada por una farmacéutica sumerge al mundo en una guerra de consecuencias catastróficas. Encontrando cabida en otras plataformas como YouTube se hallan títulos del subgénero de zombis como la satírica Cabanyal Z (2011-). Sin embargo, es necesario destacar que las webseries suelen ser trabajos con aspiraciones profesionales pero realizadas de forma amateur como manera de darse a conocer y, salvo casos muy concretos, no suelen generar los ingresos suficientes para su sostenimiento en el tiempo, por lo que se caracterizan por capítulos de corta duración y temporadas inconclusas. De hecho, en el actual marco de transformación de los modelos de producción audiovisual, se han comenzado a orientar sobre bases más profesionales hacia plataformas de streaming de subscripción, en lugar de ofrecerse gratis en la red, como puede ser el caso de las producciones del realizador alicantino Xavi Cortés Desenterrados (2013) y Sunset (2014) (Moltó, 2013).
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7. Epílogo: oportunidades fallidas y una salida internacional Como hemos podido comprobar en las páginas anteriores, la ciencia ficción sigue siendo un género de desarrollo muy limitado en la televisión española, a pesar de unos éxitos puntuales que o se basan en protagonistas infantiles o adolescentes o solo se adentran en los planteamientos tradicionales de forma puntual. Quizás uno de los principales problemas sea la dependencia de la audiencia generalista comercial, con experiencias muy contadas en la televisión pública estatal. Eso parece ejemplificar el caso de La fuga (Telecinco, 2012), una creación de Nacho Faerna para la productora BocaBoca. Titulada originalmente 2055, la serie debía presentar un universo distópico donde el agotamiento de las reservas de petróleo había llevado a una severa restricción de las libertades y el desarrollo de una resistencia de carácter revolucionario contra los Gobiernos. Sin embargo, el resultado final prácticamente eliminó cualquier rastro de los elementos de la ciencia ficción, para encuadrarse en un realista género carcelario, con el eje de acción centrado en la fuga del protagonista de una cárcel en medio del mar (ObjetivoTV, 2011). Pero el desarrollo de Refugiados, que analizamos en un epígrafe anterior, demostró que el género podía encontrar un espacio de oportunidad dentro de las cadenas privadas de segunda generación (el caso de La Sexta y Cuatro), con menores expectativas de audiencia y un público más especializado. Sin duda, esta consideración fue un factor decisivo para la serie El incidente (Antena 3, 2017). Su creadora fue Ruth García, que había sido tanto coordinadora de guiones en El internado como creadora de Los protegidos, y contaba con un importante pedigrí interpretativo de la mano de las ganadoras del Goya Marta Etura y Bárbara Lennie. Aunque originalmente se anunció como un proyecto de misterio, se presentó a los medios en el Festival MIM Series en noviembre de 2015 como un desarrollo del concepto de ciencia ficción cercana, ahora rebautizado de forma escasamente rigurosa como nearFi por los responsables de ficción de Atresmedia (Robert, 2015). Pero tuvieron que pasar dos años hasta que finalmente la serie fuera emitida, con la
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duración alterada (setenta minutos en lugar de cincuenta), los capítulos reducidos (se pasaron de ocho a cinco) y un cambio de cadena (Antena 3 en lugar de La Sexta). En el primer capítulo de la serie, una tormenta asolaba un pueblo en pleno verano, dando como resultado una serie de extraños acontecimientos: un hombre despertaba de un coma irreversible, una mujer ciega recuperaba la vista, una joven virgen se quedaba embarazada, etc. Sin embargo, Ana (Bárbara Lennie) parecía tener más información que el resto de los habitantes, ya que, aunque se hacía pasar por una camarera, en realidad trabajaba para una organización secreta que parecía haber sido la responsable, o al menos estar al tanto de los resultados, del incidente. En los dos capítulos finales, los habitantes afectados comenzaban un proceso de deshumanización que acababa alcanzando al resto de habitantes, con la serie finalizando en un escenario tomado de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956). Un proyecto con una premisa similar a El incidente fue Rabia (Cuatro, 2015). Creada por Manuel Sanabria para la productora Isla Audiovisual, Rabia se desarrolló originalmente para la cadena Telecinco, antes de que finalmente los responsables de ficción de Mediaset decidieran reorientar el proyecto para la segunda cadena en abierto del grupo, Cuatro, que la estrenó en septiembre de 2015. El planteamiento narrativo de Rabia se ajusta a uno de los temas comunes de la ciencia ficción, un experimento científico que salía mal y colocaba a la sociedad en una situación de crisis. En este caso, un tratamiento para tratar a enfermos terminales tenía en algunos de ellos un efecto secundario: el desarrollo de síntomas exacerbados de rabia, que además eran contagiosos. En el primer capítulo, un grupo de infectados con la enfermedad latente comenzaban una huida de la policía y lograban llegar a un refugio, donde a lo largo de la temporada intentaban sobrevivir mientras que en el exterior se buscaba una vacuna. Como en otros casos, la premisa argumental de Rabia era característica de la ciencia ficción, aunque su desarrollo dramático tenía luego más que ver con el thriller. Los referentes básicos del programa eran, en palabras de Sanabria, dos series estadounidenses de éxito internacional, The Walking Dead (AMC, 2010-) y Lost, esta última “por tratarse de una historia de supervivencia”: “Aquí no hay muertos vivientes. Son rabiosos. Un
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grupo de gente que huye de la justicia, que no tiene nada que ver entre sí y que trata de sobrevivir” (Ferrero, 2015). Sin embargo, tras un buen comienzo a nivel de audiencia, Rabia fue descendiendo de forma gradual hasta ser finalmente desplazada a la madrugada. La indefinición de su concepto narrativo era un elemento en contra, ya que ni apostaba por seguir la premisa juvenil de otras series ni por establecer un distanciamiento irónico. Además, la puesta en escena de la serie presentaba unas notables deficiencias, no tanto por la falta de presupuesto como por la incapacidad de generar una atmósfera (una escena inicial en un cine, con una iluminación impropia, era un buen ejemplo de ello). Aunque Rabia mostraba las limitaciones del género de ciencia ficción en la televisión española, también fue un ejemplo de las posibilidades de los creadores nacionales para generar conceptos para el mercado internacional. Antes incluso del estreno de la serie, Isla Audiovisual anunció que su formato se había vendido para una adaptación en Estados Unidos (Fernández, 2015). Y no era un hecho aislado. Un par de años antes la productora había desarrollado para el grupo Mediaset, siguiendo la estela de otros éxitos de ciencia ficción juvenil, Oxígeno, sobre la historia de amor adolescente entre una humana y un extraterrestre. La serie nunca recibió el visto bueno, pero la compañía realizó un tráiler que permitió su venta a Estados Unidos, donde fue reconcebida por Meredith Averill y se estrenó en 2014 en el canal juvenil CW como Star-Crossed. Las posibilidades de expansión en el mercado internacional también quedaron demostradas con Incorporated (SyFy, 2016), de los hermanos Álex y David Pastor. Los hermanos Pastor ya dirigieron y escribieron su primera película en Hollywood, Infectados (Carriers, 2009), y luego habían seguido combinando trabajos en España y allí. El paso a la televisión se presentaba como natural teniendo en cuenta que el mayor de los hermanos, David, ya contaba con trabajos previos fuera del género. En el caso de Incorporated, los Pastor desarrollaron el proyecto para la productora de Ben Affleck y Matt Damon, que garantizó la contratación del piloto, escrito y dirigido por los Pastor, y posteriormente la luz verde para una primera temporada de diez capítulos, que se estrenó en el canal especializado SyFy en noviembre de 2016. En una entrevista antes de su estreno Álex Pastor explicó que entendía
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la serie como una versión “uber-capitalista” de la novela de George Orwell 1984, que había leído con doce años. Y también destacaba como una referencia básica dos narrativas distópicas que imaginaban un futuro controlado por corporaciones, Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973) y Robocop (Paul Verhoeven, 1987), esta última destacada por sus componentes satíricos (Bernstein, 2016). La serie era una distopía tecnológica que se desarrollaba en Milwaukee en el año 2074, con los Estados Unidos controlados por grandes corporaciones tras una serie de catástrofes ecológicas y humanitarias. La sociedad se había separado entre la Zona Verde, donde vivían los privilegiados, y la Zona Roja, donde se encontraba el resto de una empobrecida población a merced del hambre y las enfermedades. El protagonista Aaron Sloane (Sean Teale) era un refugiado que se había infiltrado en la Zona Verde asumiendo la identidad falsa de Ben Larson, un ejecutivo de medio nivel en Spiga Biotech. En realidad, todo formaba parte de un plan, incluyendo su matrimonio con Laura (Allison Miller), para lograr la posición que le permitiera acceder a Arcadia, un club para altos ejecutivos donde su antiguo amor Elena (Denyse Tontz) era una esclava sexual. La serie, cancelada tras la primera temporada, tenía un fuerte calado crítico, combinando las tramas de conspiraciones corporativas con la crítica política. En palabras de David Pastor: Básicamente, la idea es qué pasaría si EE. UU. se convirtiera en un país como Brasil, México o India. ¿Qué pasaría si las tendencias de privatización, poder de las empresas, cambio climático, polarización entre ricos y pobres continuaran a este nivel? Una serie distópica, pero bastante política. Thriller con un poco de sátira, pero sí intentamos darle un poco al sistema neoliberal norteamericano (Crespo, 2015).
El hecho de que otro creador español, el guionista Javier Gullón, se encuentre en el momento de escribir estas líneas desarrollando una serie de ciencia ficción para HBO en colaboración con J. J. Abrams con el título provisional de Glare (Wagmeister, 2016) demuestra que la ciencia ficción televisiva hecha por creadores españoles tiene un enorme potencial más allá de sus fronteras.
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Xaime Martínez Universidad de Oviedo
1. Introducción ¿Existe Solaris? ¿Existe el gran cerebro marino y protoplasmático con el que los personajes de la novela de Lem tratan, una y otra vez, de ponerse en contacto? ¿Podremos establecer una conexión con él e interpretar los datos que nos envía, o estamos condenados a contemplar infructuosamente las sombras carnosas que genera sin saber si se trata de bromas, de ataques o de presentes alienígenas? En cierta medida, la poesía de ciencia ficción ofrece una problemática similar. No sabemos cómo llamar a sus manifestaciones, no sabemos cuál es el vínculo que los poemas concretos de ciencia ficción mantienen con la teoría que (supuestamente) los ha acogido, no sabemos si están aquí para incomodarnos o para tranquilizarnos —o, como quería Foster Wallace, para todo a un tiempo, esto es, “calmar al perturbado y perturbar al calmado” (McCaffery, 1993: 127)—. No sabemos de dónde viene la poesía de ciencia ficción —y ni siquiera si existe— porque es, hasta cierto punto, una excepción en
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la historia de la literatura de género: no parece haber estado especialmente unida al fándom que consume habitualmente novelas prospectivas ni a su sistema editorial, y tampoco ha encontrado un espacio propio entre la poesía más canónica de los suplementos culturales. Sin embargo, en la escena poética española sí constituye un fenómeno bastante notorio y cuenta, en los últimos sesenta o setenta años, con un buen número de ejemplos reseñables, una categoría del Premio Ignotus específicamente dedicada a él y una pequeña colección poética (de la editorial El Gaviero) organizada en torno a la poesía sci-fi. Por todo ello, trataré de aproximarme a este corpus de textos ofreciendo una visión panorámica de las manifestaciones de ciencia ficción que se han originado entre 1900 y la actualidad dentro de los borrosos límites de la creación poética en las lenguas que se escriben en España, e intentando también estudiar las claves socioliterarias que explican su genealogía y escritura.
2. Delimitación del corpus Si bien es cierto que las definiciones de poesía y ciencia ficción han sido abordadas por separado con relativa claridad en los múltiples estudios sobre ambos temas,1 estas adquieren un considerable grado de confusión en sus momentos de intersección, es decir, cuando se presentan a
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Para la definición del concepto de poesía son interesantes El contorno del poema, de Pere Ballart (2005) —centrado en la poesía lírica, y que tal vez por eso resulte incluso más determinante a la hora de plantear el problema de la ciencia ficción en los distintos subgéneros poéticos—, el estudio de Käte Hamburger llamado La lógica de la literatura (1995) o el de Jonathan Culler, The Theory of the Lyric (2015), que están en la base de mi concepción teórica del término. Por otra parte, en lo relativo al estudio de la ciencia ficción en tanto que constructo literario, me ceñiré a algunos de los estudios clásicos: desde el ya mencionado de Amis, New Maps of Hell (1966), hasta Qué es la ciencia ficción, de Yuli Kagarlitski (1977), pasando por el que quizá sea el análisis más valioso de los que se utilizarán, Metamorphoses of Science Fiction (1979), de Darko Suvin, cuya definición del concepto de novum constituye uno de los más notables hallazgos de la especulación teórica sobre la ciencia ficción.
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un mismo tiempo en sintagmas como poesía de ciencia ficción. Quizás sea interesante examinar las palabras de Kingsley Amis al respecto, ya que ha sido uno de los primeros teóricos en reflexionar de manera crítica sobre el género: Ciencia ficción es aquella forma de narrativa que versa sobre situaciones que no podrían darse en el mundo que conocemos, pero cuya existencia se funda en cualquier innovación, de origen humano o extraterrestre, planteada en el terreno de la ciencia o de la técnica, o incluso en el de la pseudociencia o pseudotécnica. [...] Muchas historias están basadas o incidentalmente implicadas en dimensiones plausibles o en el desarrollo de una teoría o una técnica ya existente (1966: 14-15, la cursiva es mía).
Amis plantea varias disquisiciones más o menos acertadas acerca del tema —introduce ya en 1966 muchas de las categorías por las que posteriormente transitará el estudio de la literatura prospectiva: el contenido sociopolítico, el carácter verosímil o realista, la reflexión sobre las consecuencias para la humanidad de un cambio científico o técnico, etc.—, pero lo cierto es que se restringe voluntariamente a la narrativa. Así, Amis dice no haber leído ningún poema del género con una mínima calidad (cosa que tal vez fuese cierta, aunque no suficiente), por lo que decide designar la ciencia ficción como género literario exclusivamente narrativo. Esto permite ver cómo, ya desde los inicios de la reflexión teórica, la materia de este estudio ha sido fuente de conflicto. Para empezar, porque Amis confunde poesía y lírica al afirmar de forma indirecta que la poesía no puede ser narrativa, lo cual se constituirá en uno de los grandes problemas que lastren el pensamiento sobre la cuestión. En este sentido, un rápido vistazo a, por ejemplo, los Conceptos fundamentales de poética de Emil Staiger da una visión del género épico como aquel asociado a la representatividad, frente al género lírico, asociado al recuerdo —y cuyo elemento misterioso, por cierto, dificulta e incluso impide el desciframiento completo del texto (1966: 14-16)—. Creo que, por todo ello, podría resultar demasiado simple reducir esta división entre lo lírico y lo épico a una confrontación entre narratividad y ausencia de narratividad.
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Pero, en todo caso, en este primer acercamiento a la cuestión de la poesía de ciencia ficción en España no me limitaré a la mención de poemas narrativos ni épicos, sea esto lo que sea, sino que también incluiré poemas que pertenecen decididamente al terreno de la lírica: ya sea porque aprovechan un texto previo de carácter especulativo, a la manera de un palimpsesto, para dibujar sobre él de manera simbólica un acontecimiento secundario; ya por la aparición de especulación científica en la forma de un novum (Suvin, 1979: 4-5). Según el investigador croata, “science fiction is [...] a literary genre whose necessary and sufficient conditions are the presence and interaction of estrangement and cognition, and whose main formal device is an imaginative framework alternative to the author’s empirical environment” (Suvin, 1979: 8-9). Condiciones ambas —la interacción de extrañamiento y cognición por medio del objeto simbólico del novum, así como la ambientación alternativa pero preocupantemente reconocible— que en mi opinión el tiempo íntimo de la lírica de que hablaba Staiger no invalida. Ya en Todorov encontramos este rechazo del extrañamiento en la poesía: en su Introducción a la literatura fantástica afirmaba que esta última nunca se presenta bajo la forma de un poema porque en estos el elemento fantástico siempre sirve a una segunda intención. No busca, en suma, el efecto de lo real, o, lo que es lo mismo, no genera el conflicto entre realidad e irrealidad que está en el centro de las literaturas del extrañamiento (Todorov, 1995: 62). Tesis que, sin embargo, se ocuparán de contradecir los autores que aquí recogemos. En todo caso, como se verá, la mayoría de los poetas que han escrito ciencia ficción hacen mención al carácter épico-mítico de sus propios textos (Pedro Casariego, Tomás Salvador, Luis Alberto de Cuenca) o emplean de una forma más o menos consciente los recursos del monólogo dramático inaugurado por Browning, con lo cual la problemática de la ficcionalidad de la lírica —punto al que parece reducirse el debate— no tendrá tanta importancia como pudiera parecer en un principio. Así las cosas, el corpus de textos queda establecido de la siguiente manera: compondrán el objeto de estudio aquellos poemas escritos en España entre el año 1900 y la actualidad y que se adecuen a la definición de ciencia ficción poética que hemos sugerido más arriba, sea tanto en su vertiente narrativa como no narrativa.
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3. Hacia el futuro No es mi intención reproducir el mito biologicista que tantas veces deforma la descripción de los fenómenos culturales, y menos lo es, desde luego, establecer una idea de progreso en la poesía de ciencia ficción española. Pero sí es cierto que las condiciones socioculturales de los siglos xx y xxi han propiciado un desarrollo particular de esta modalidad poética, que en los últimos años ha vivido un apogeo evidente. Por ello he decidido dividir este breve recorrido en cuatro secciones: en primer lugar, una que iría desde 1900 hasta los años sesenta y en la cual no hay poesía de ciencia ficción sensu stricto, tal y como argumentaré más adelante. Sí hay una sensibilidad científico-moral en los literatos, y por ello surgen obras como El universo o “Cero”, aunque no sería capaz de justificar plenamente su adhesión al género. Cabe decir que esta literatura científica, que no necesariamente de ciencia ficción, seguirá dando frutos muy interesantes hasta día de hoy, y dentro de ella podemos encontrar poemarios como Balda de la vida (1991), de Rosa Fabregat —cuyos poemas están basados en los pares cromosómicos de la especie humana—, o Química (2007), de Sofía Rhei, en el que la escritora experimenta con el valor poético de los signos químicos. Un segundo momento en la historia de la poesía de ciencia ficción, que iría desde principios de los años sesenta a finales de los setenta, se correspondería con la aparición de un fándom —el “círculo de legitimación propio” del que habla Mariano Martín Rodríguez (2016: 29)— que desde un primer momento se muestra interesado en la vertiente poética del género. La nave (1959), de Tomás Salvador, cuya epopeya final constituye el primer caso claro de poesía de ciencia ficción en España, ya saluda en su prólogo al fándom creciente, y la fuerte presencia poética en los fanzines de los años sesenta y muy especialmente en Nueva Dimensión no hace sino apoyar este punto. La tercera etapa corresponde a la poesía de ciencia ficción iniciada por los poetas novísimos, entre los cuales destacan Pedro Casariego Córdoba, por El hidroavión de K., y Luis Alberto de Cuenca. Serán estos autores los que sienten las bases de la manera en que entenderán
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esta modalidad poética los autores de años venideros: en ellos comienza a producirse la descanonización postmoderna, y con ellos el culturalismo novísimo toma la forma de naves espaciales, sables láser y trenes levitantes. La época final se extendería hasta la actualidad. Una generación de poetas, en su mayoría nacidos en los años setenta y cuya formación tanto teórica como literaria ha sido ajena a las fronteras entre alta y baja literatura, asume el legado de los escritores antes mencionados para generar un discurso nuevo, ya sea ahondado en algunas de sus técnicas (caso de los Martínez Aguirre, Tato, Olay o Barragán) o tratando de abrir caminos experimentales más cercanos a las vanguardias históricas o a la poesía anglosajona de los New American Poets (Quinto, Rhei, Francisco J. Pérez, el proyecto Voz vértebra...). Lo que resulta innegable es que desde los años noventa hasta ahora ha habido un incremento notable de la producción poética de este género —que podríamos llamar, con cierto grado de ingenuidad o de mala intención, boom de la poesía de ciencia ficción— durante el cual esta ha ganado en cantidad y calidad, siendo capaz de crear mundos extraños que dan cuenta de nuestra realidad de un modo inquietantemente exacto. 3.1. Antes del fándom (1900-1959) El universo (1900), escrito por Carlos Ferrer y Mitayna (1845-1919), podría ser el pionero de la poesía de ciencia ficción en España. Con más de 6000 versos y dividido en seis cantos, el poema fue encontrado por José María Núñez Espallargas en la Biblioteca Nacional, cuando se encontraba en el proceso de preparar su antología de poesía científica decimonónica La ciencia en la poesía (2008), —hasta ese momento había resultado desconocido para los estudiosos—. El universo, por medio de arcaizantes y épicas octavas reales, propone un repaso en tono ligero a la historia del universo y la Tierra “con un claro objetivo didáctico y de defensa de los avances científicos” (Ordaz, 2008: s. p.). Aunque solo he logrado acceder al segundo canto, titulado “Ontología” —es el que aparece en la antología de Núñez Espallargas—, dudaría bastante, en función de lo leído, en clasificar el poema como
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ciencia ficción por la ausencia de cualquier componente especulativo, prospectivo o simplemente ficticio, como denota por ejemplo la última estrofa de este canto: Los pinnípedos, fieras nadadoras, de las terrestres vienen continuadas; los quirópteros, bestias voladoras, frugífora o insectívora avezadas; los prosimios, de simios precursora formas; y todas ellas coronadas del hombre por final: de quien te abono que, si último ha de ser, fue último mono (2008).
Queda, no obstante, como un precedente relevante para el desarrollo de la poesía que interesa a este estudio. Los poetas vanguardistas y postvanguardistas españoles (sobre todo, de la generación del 27) mostraron un gran interés por el pulp, la literatura de género y la cultura popular —Lorca llegaría a escribir un curioso guion cinematográfico llamado “El paseo de Buster Keaton”—, y, sin embargo, esta curiosidad no se materializó en la mayoría de los casos en poemas concretos que podamos adscribir al género de la ciencia ficción. Encontramos, no obstante, entre estos poetas españoles una sensibilidad evidente hacia el material cercano a la ciencia ficción, como se puede comprobar en la carta que el poeta Pedro Salinas escribe a un amigo: El mundo de hoy es una llamada tremenda, alucinante a la realidad, en sus formas más duras. Pero el mundo de mañana solo se podrá fundar en la obra de la imaginación. Por mucho que las máquinas fabriquen, urdan y maten, solo la invención del hombre, nacida por milagro en lo recóndito de su alma, dará sentido a la máquina. O se lo quitará acaso (apud Feldbaum [1956: 33]).
La literatura, así, funcionaría para Salinas como conector entre el humano y la máquina, de la misma manera en que el relato, como tecnología, pone en relación a la ciencia con la realidad. La poesía —tal vez con más densidad que otras formas literarias— significa al mundo
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y por ello, en cierta medida, lo crea: todo mundo es un mundo nuevo. En su estudio de la obra de Pedro Salinas, la especialista Judith Feldbaum señalaba la voluntad genésica del poeta madrileño: según Feldbaum, en los textos de Salinas siempre se contiene el anhelo por un “transmundo de la imaginación” (1956: 34), por un orden más allá del orden que en su primera poesía —la amorosa— respondería a categorías casi “neoplatónicas” (1956: 33) y, en la segunda, a otras más políticas, técnicas e incluso económicas. Este último sentimiento, claro, es el que permite a Pedro Salinas incorporarse al género de la ciencia ficción poética —cosa que hizo también en la narrativa con su novela La bomba increíble (1950)—. Dos poemas escritos por Salinas han sido habitualmente considerados por los estudiosos como pertenecientes a la poesía de ciencia ficción: “Cero” y la “Variación XII” de El contemplado. El primero, incluido en el libro Todo más claro y otros poemas (1949) pero publicado por primera vez en 1944 en la revista mexicana Cuadernos Americanos, propone una mirada lúcida y moral sobre el fenómeno de la bomba atómica (adelantando, por cierto, la emulación versal de la forma del hongo atómico que encontramos en otros autores como Lawrence Ferlinghetti). Pero el novum de “Cero” casi no es futuro sino presente, y su desarrollo no es hipotético sino inmediatamente real (¿el hecho de que el poema haya sido publicado en 1944 y no cinco años después puede determinar su adscripción genérica?). Todo el porvenir que se enuncia es que no existe el porvenir y, de alguna forma, eso hace que tengamos ciertas reticencias a la hora de clasificar el texto como poesía de ciencia ficción. En cualquier caso, lo que resulta innegable es que en textos como “Cero” aparecen buena parte de las características que la poesía de ciencia ficción de años posteriores reivindicaría con firmeza: ¡Qué de esparcidas ruinas de futuro por todo alrededor, sin que se vean! Primer beso de amantes incipientes. ¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo? ¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan hacia el segundo beso; más que beso,
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claridad quieren, buscan la certeza alegre de su don de hacer milagros donde las bocas férvidas se encuentran. ¿Por qué si ya los hálitos se juntan los labios a posarse nunca llegan? Tan al borde del beso, no se besan (Salinas, 1974: 156).
El segundo poema o fragmento de poema, la “Variación XII” de El contemplado, se publicó en 1947 y está construido de forma explícita a partir de la idea agustiniana de La ciudad de Dios, por oposición a la ciudad pagana, que en el poema representaría el capitalismo vacuo: No hay nadie, allí, que mire; están los ojos a sueldo, en oficinas. Vacío abajo corren ascensores, corren vacío arriba, transportan a fantasmas impacientes: la nada tiene prisa (Salinas, 1974: 121).
Una vez más, lo que el poema pudiera tener de distópico —vale la pena recordar que en años muy cercanos autores como Ray Bradbury, George Orwell y Aldous Huxley estaban escribiendo las distopías clásicas de ciencia ficción— aparece ligeramente distorsionado por su radicación en el presente y por su funcionamiento claramente alegórico, que por momentos lo acerca más al “Coloquio de los perros” cervantino que a la Aniara de Harry Martinson.2 De acuerdo con Judith Feldbaum, Salinas deseó “traspasar la materia para apoderarse del mundo ingrávido que es para él el verdadero” cuando “los choques entre el poeta y el mundo” se hicieron “cada vez más dolorosos”. De tal modo, el autor de La voz a ti debida
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Al respecto de la cuestión de la alegoría —cómo esta, al contrario que el símbolo, anula el nivel de realidad propuesto por un texto ficcional, y cómo esta anulación afecta por tanto a la poesía de ciencia ficción— puede resultar muy revelador el siguiente fragmento de Wolfgang Goethe, contenido en sus Máximas y reflexiones: “Existe una gran diferencia entre el poeta que baja de lo universal hasta lo particular y el que contempla lo universal en lo particular. La primera acción produce
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quiso “evadir la realidad externa buscando paz en sueños y en sombras” (Feldbaum, 1956: 33). Su intención, planteamiento y punto de partida, por tanto, fueron los de la poesía de ciencia ficción, si bien la relación con lo real fue sensiblemente diferente. Antes de alcanzar al primer ejemplo de poema de ciencia ficción imbricado en los mecanismos de legitimación propios del género, merece la pena detenerse en un texto de 1964 que anticipa muchos de los rasgos de esta poesía y que, por tanto, presenta cierto paralelismo con los poemas de Salinas: la “Alucinación submarina” de José Hierro, incluida en su Libro de las alucinaciones. En su ensayo Tras los límites de lo real: una definición de lo fantástico, el especialista en literatura fantástica David Roas da una definición del pseudofantástico que puede ser muy útil para estudiar ciertos poemas cercanos a la ciencia ficción. Según Roas, el pseudofantástico identificaría a “todas aquellas narraciones ficcionales en las que los fenómenos (aparentemente) imposibles acaban teniendo una justificación racional” (2011: 62). En esta categoría entran esos relatos —que en muchos casos asociamos con el Ochocientos, pero que en literaturas como la irlandesa ya se presentan a finales del siglo xvii bajo la forma del aisling o visión— en los que el fenómeno fantástico resulta desmentido por su condición onírica; esto es, que el héroe acaba por despertarse de un sueño, anulando así el estatus de realidad del suceso imposible. El texto de José Hierro pertenece a una categoría similar en tanto que, mientras que el poema describe con inteligencia un mundo distópico en el que los japoneses han convertido a parte de la humanidad en granjeros de algas, el título se apresura a rebajar su nivel de realidad nombrándolo como alucinación. La especialista Shirley Mangini afirmó que el carácter alucinatorio de buena parte de la poesía de Hierro
la alegoría, en la que lo particular no posee otro valor que el de un ejemplo, de una ilustración de lo universal; la segunda corresponde a la verdadera naturaleza de la poesía, en la medida en que enuncia alguna cosa particular sin pensar en lo universal y sin conducir hasta él. Quien comprende este particular de manera vivaz capta al mismo tiempo lo universal, sin darse cuenta, o haciéndolo solo más tarde” (apud Ballart [2005: 344]).
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tiene que ver con la manera en que el poeta cántabro entendió la relación entre literatura y realidad. Según Mangini, el “decir” en Hierro constituiría una “revelación ontológica” (1985: 32), lo que haría que los procedimientos literarios de la ciencia ficción le resultasen cercanos, como ha estudiado Emilio de Torre Gracia en su artículo “La ciencia ficción en la poesía de José Hierro” (1987: 100-106). “Alucinación submarina”, entonces, presenta una reflexión muy emocionante sobre la madurez, sobre el recuerdo y sobre la propia función que la escritura cobra en esta relación de fuerzas. Así, los planteamientos políticos del texto parecen capaces de adelantar ciertos rasgos de la sociedad y del capitalismo de época posterior —“La esclavitud es Sísifo. Nosotros somos útiles”; “Cómo olvidé que el sol nos abrasa los ojos, / hecho a la luz tenue de las profundidades” (Hierro, 1987: 104-107)—, en lo cual coincide con el espíritu de buena parte de la ciencia ficción que se venía haciendo en el momento y, por supuesto, con la “Variación XII” de Salinas que antes citábamos. Y, no obstante, una vez más, no podemos incorporar “Alucinación submarina” sino con muchas dudas a la categoría de poesía fictocientífica: su nivel de realidad lo acerca más a las “parábolas novelescas de antaño” con que el poeta novísimo Pere Gimferrer se refería en el mismo año de la publicación del poemario de Hierro a la literatura de los precursores de la ciencia ficción, señalando precisamente el carácter parabólico del texto, esto es, alegórico, distanciado, irreal (Gimferrer, 1964: 12). Y es que precisamente uno de los rasgos más típicos de las literaturas del extrañamiento (fantástico, ciencia ficción, etc.) es el paradójico estatus de realidad que proponen, como se ocupan de resaltar una y otra vez en sus textos autores clásicos del género. Quizá se deba a ello que el primer ejemplo de ciencia ficción poética, rigurosamente entendida, tenga la forma de una epopeya —es decir, del modelo literario que fundamenta el relato histórico de las sociedades occidentales y que, por tanto, establece el orden simbólico de la realidad—.
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3.2. Aparición del fándom (1960-1977) La nave, de Tomás Salvador, supone un hito en la poesía de ciencia ficción y señala el momento en que esta da comienzo —si no real, al menos sí simbólicamente— en España. Publicado en 1959 en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino, el libro del escritor madrileño constituye el inicio a un tiempo extraño y lógico para la poesía de ciencia ficción española. No solo a causa del carácter híbrido de La nave, que combina dos primeras secciones novelescas, en prosa, y una tercera en verso épico, sino también debido a las inusuales condiciones socioeconómicas de su escritura y publicación (inexistencia de una industria, de un fándom y de un movimiento generacional). La importancia de La nave de Tomás Salvador para la poesía fictocientífica reside en tres puntos: en primer lugar, en el propio libro, que se inserta decididamente en la tradición de ciencia ficción anglosajona dando buenas muestras de conocer los procedimientos, autores y temas de su golden age; en segundo lugar, en la influencia posterior que La nave tuvo en la producción española —que trataré más adelante, pero que se muestra especialmente en el poemario homónimo de Juan Pablo Barragán publicado en 2012—, y, en tercer lugar, en el pequeño prólogo escrito por el propio autor, que podemos considerar la primera reflexión teórica sobre la poesía fictocientífica escrita desde España (y, posiblemente, una de las primeras en la escena internacional). En este prólogo, Tomás Salvador da algunas claves muy interesantes a la hora de comprender no solo la posición de La nave en la historia de la poesía de ciencia ficción, sino también buena parte de los rasgos que la definirán hasta la actualidad. Para empezar, el propio Salvador es consciente de esa extrañeza que mencionaba antes —“la calidad, el escenario, la técnica y la temática que he empleado en esta novela se aparta tan radicalmente de los modos literarios al uso, incluso de mi propia forma literaria, que creo será necesaria esa introducción” (2005: 9)—, que vendrá a ser un aspecto característico de la poesía fictocientífica en España: estar apartada tanto del mundo de la ciencia ficción patria como del de la poesía canónica. Además, en un gesto muy significativo en lo que a la producción de un relato de la historia de la ciencia ficción en España se refiere,
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Salvador se sitúa a sí mismo como “el primer escritor español que toma el género con densidad y altura, es decir: en un intento de aclimatación literario digno, luchando contra el sentido peyorativo que no pocos le quieren adjudicar” (2005: 9). Salvador tiene, por tanto, cierta voluntad genésica en cuanto a la historia del género: por ello no es extraño que haya elegido la figura del héroe redentor, que regresa vencedor del destierro para protagonizar su obra e iluminar a los ignorantes —y que en la tradición hispánica ha sido (el Cid, Martín Fierro) fundador de sociedades—. De la misma forma, es consecuente que haya elegido para la tercera parte de La nave un género como la epopeya (cuyo modelo reconocido es, por cierto, el de los poemas homéricos). En cuanto a esta curiosa elección, tras varias páginas dedicadas a explicar qué entiende por ciencia ficción, por qué ha decidido sumergirse en ella y qué antecedentes tiene en España, Tomás Salvador señala algunos puntos relativos a la parte poética del libro. “Yo no soy poeta, y menos poeta épico, verso grande y difícil”, afirma Salvador (2005: 18) en lo que parece una captatio benevolentiae clásica, para luego afirmar que no es él quien escribe el poema, sino Natto, un personaje de la novela. Así, La nave, que cuenta la historia de una nave espacial que lleva setecientos años a la deriva y que contiene a dos grupos enfrentados de terrícolas que han olvidado su civilización original sustituyéndola por un culto infértil a la incomprendida nave, acaba con dieciséis cantos épicos que apuntan a un Renacimiento humanístico de la raza oprimida de los wit, que “descubre la luz, la danza, el culto a los muertos, el curanderismo y el simbolismo. Y en la persona de Netto [sic], la Literatura” (1959: 19). A continuación, da Salvador motivos que justifican la visión primitivista —comparable de alguna manera con la de José Ángel Crespo en “De lo que acontesció a un homme que yazía en un prado” (1973)— que quiso imprimir a su extraña epopeya. Porque La nave da cuenta del nacimiento de una civilización, pero también, y no solo dentro, sino indirectamente fuera del relato, de una tradición poética y narrativa. La coincidencia tenuemente sugerida de Shim, el héroe, con el propio Salvador no pasa desapercibida: ambos pretenden traer la luz por medio de la palabra.
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En este sentido pueden resultar esclarecedoras las palabras de Pilar Rubio, quien se ocupó en un estudio de desentrañar la red mítica que sostiene al relato de Salvador (y que explica hasta cierto punto su subtexto ideológico): Su mensaje redentor es la significación que llevan en sí las huellas de los antepasados, la búsqueda en ellas del hombre y su verdadero sentido. Solo a través de la palabra, en la cual el héroe cree firmemente, podrán los habitantes de ese mundo extraviado en el tiempo y en el espacio volver a su pasado y encontrar en él la llave de un futuro menos incierto. La recuperación del pasado supone la posesión del presente y el futuro, y la palabra es la última garantía de eternidad que puede perder el hombre (1987: 121).
La nave cuenta con una ingeniosa estructura tripartita, demuestra un conocimiento pleno de la situación de la ciencia ficción de la época y, si bien su argumento resultó poco novedoso en su momento y la construcción de personajes algo tosca —una vez más, en palabras de Pilar Rubio, “nuestro héroe es fruto de la inadaptación social del individuo como romántico, como humanista aferrado ciegamente a sus actitudes tradicionales” (1987: 132)—, lo cierto es que algunos pasajes de la epopeya logran trascender el ejercicio pseudohistoricista y alcanzan un tono épico verdaderamente conseguido. Así sucede en el momento en que Shim, tras ser nombrado Navarca, confiesa a su compañera su debilidad: Déjame despedirme de las cosas sencillas, de ti, de mí mismo. Mañana lo haré mejor. Estaré contento y vano, seré importante y sabio. Las familias han hablado y han elegido Navarca. El hecho es cierto y de gran importancia. La Nave ha recobrado conciencia y signo. Los wit han madurado. Haré, con ellos, grandes cosas. Pero todo es futuro. Lo cierto, ahora, Sad confidente, es que perdí mi sueño de humildades lo mismo que las manos perdiera. Por eso, mientras gritan y gozan los que me hicieron símbolo, tiemblo y me asusto. Acércate Sad; me duelen mis manos
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sin caricias, cual tú dices, este abrazo incompleto. Pero si quieres amor, tristeza y suavidad, colmada está mi boca, repleta mi medida y ardido mi deseo. Ven (Salvador, 2005: 241-242).
La nave ha tenido una considerable repercusión en la ciencia ficción reciente, en parte a causa de la reedición que publicó Berenice en 2005. No obstante, ninguno de los otros textos de ciencia ficción que Salvador publicaría a lo largo de los años sesenta y setenta —Marsuf, el vagabundo del espacio; Nuevas aventuras de Marsuf; Y...; T, y K (Killer)— poseía un componente poético. La poesía de ciencia ficción, a pesar de todo, reaparecería pocos años después: el fándom incipiente que señalaba Tomás Salvador daba sus primeras producciones poéticas en los años sesenta en revistas y fanzines específicos de ciencia ficción dirigidos por jóvenes aficionados al género, como Dronte, coordinado por Sebastián Martínez y Luis Vigil; Cuenta atrás, dirigido por el también poeta Carlos Buiza, o Anticipación, de Luis Vigil y Domingo Santos, primera revista profesional de corta vida publicada por Ferma que precedió a la trascendental Nueva Dimensión (tal y como se ha comentado en capítulos anteriores). En el tercer número de Anticipación, publicado en 1967, se encuentra la primera muestra de poesía asociada a este sistema de producción de la que tengo constancia: “Rogativa de un astronauta”, de Francisco Lezcano. En los fanzines y revistas de esta época la poesía es relativamente frecuente, lo cual se explica en parte porque muchos de ellos tomaban como modelo la publicación argentina Más Allá, que solía incluir poemas al final de todos sus números, según indica Mikel Peregrina Castaños (2014a: 315). Por ejemplo, en el número 89 del fanzine Cuenta Atrás, publicado en 1968, se pueden leer varios textos interesantes: “Poema para vomitar las ‘buenas noches’”, de Manuel Pacheco Conejo (poeta extremeño de la primera generación de la posguerra, que en 1990 regresaría a la ciencia ficción con su trilogía de poemas Prosemas en forma de ciencia ficción (véase Martín [2016: 231]), en los que describe las condiciones de vida en Marte, la Luna y Venus; “Poema”, de Carlo Frabetti, e “Historia del pastor y sus ovejas”, del propio editor Carlos Buiza.
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En este largo y bien construido poema, con un tono a medio camino entre la fábula y el relato postapocalíptico, Buiza narra la muerte por algún tipo de radiación de un pastor y su ganado. Estos poemas narrativos y con una densa carga simbólica —que no suele llegar a anular, no obstante, la sensibilidad ficticia del poema— serán los que encontremos también en Nueva Dimensión, la revista que representa el culmen de todas las tendencias editoriales (y poéticas) mencionadas anteriormente. En el n.º 48 (1973) se publica un especial dedicado a la lírica (incluye seis poemas traducidos, además de textos de Félix Obes Fleurquin, Eugenio León Folch y Luis Eduardo Aute). En la revista tiene un peso importante la poesía desde sus inicios, con figuras como la de José Ángel Crespo con el texto “De lo que acontesció a un homme que yazía en un prado” (n.º 73, 1976), donde “relata en octosílabos el avistamiento de un Ovni por parte de un pastor del medievo que iba camino de San Millán” (Peregrina, 2014a: 399), o la colaboración del escritor catalán Santiago Martín Subirats con el poema “Ara us caldran noves naus” (n.º 5 de la revista). Luis Eduardo Aute, que en esos momentos está teniendo sus primeros éxitos musicales, no se mueve como un turista en el ámbito de la poesía de ciencia ficción, sino que demuestra un fuerte compromiso estético con ella. De hecho, en el n.º 1 de Nueva Dimensión, lanzado en 1968, publica el poema “Los fugitivos”, en el n.º 8 del año siguiente “P.A.P. (Pequeño Apocalipsis Personal)”, así como “Morir de viejo”, del n.º 21, publicado en 1971. Tanto “Pequeño Apocalipsis Personal” como “Los fugitivos” muestran un notable uso de ciertas herramientas tomadas de la poesía visual (aparecen signos matemáticos, se disloca el poema en la página, acercándolo al caligrama, etc.) y ambos poemas —el último, con su juego epistemológico alrededor de la pareja de Adán y Eva; el otro, trayendo al poema características del Apocalipsis bíblico— suponen toda una declaración de intenciones que llega hasta hoy. Y es que resulta verdaderamente significativo que desde sus mismos inicios la ciencia ficción española haya mostrado un interés, si no enorme sí inusual, por el género poético y que, además, lo haya hecho a partir de una vertiente experimental, compleja y desafiante que se niega a satisfacer la clásica dicotomía entre un supuesto arte pop-conservador y un arte culto-vanguardista.
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3.3. Novísimos, postnovísimos y ciencia ficción (1978-1993) El surgimiento de la generación de poetas que la crítica ha denominado como novísimos llevó asociada, en buena medida, una mayor sistematización en lo que se refiere a la incorporación al poema de elementos tomados de la literatura pop, muy especialmente de la novela negra, el fantástico y la ciencia ficción. Esto, que con toda probabilidad guarda relación con la apertura económica y cultural al mundo anglófono que supusieron los años sesenta para España, se comienza a apreciar con autores como Pere Gimferrer y Leopoldo María Panero, buenos lectores de la literatura de género: el primero publicó, con diecinueve años, un artículo panorámico sobre la ciencia ficción en la revista El Ciervo (1964: 12), y Panero preparó una célebre antología de literatura fantástica y escribió un libro de relatos fantásticos en 1974, El lugar del hijo. Sin embargo, fueron dos miembros tardíos de esta generación quienes primero cultivaron la poesía de ciencia ficción: Pedro Casariego Córdoba, con El hidroavión de K. (publicado en 1994 pero escrito en 1978), y Luis Alberto de Cuenca, que es tal vez de entre los novísimos quien mejor domina los códigos del género, como demuestra no solo su labor poética, sino también su amplio trabajo crítico respecto al género (valga como ejemplo su Álbum de lecturas: 1990-1995 (1996), en el cual se incluyen artículos sobre autores tan diversos, y en algunos casos tan marginales al canon culto de la época, como H. P. Lovecraft, Clark Asthon Smith, J. G. Ballard, Michael Moorcock o John Crowley. Uno de los escasos textos dedicados a analizar El hidroavión de K. fue significativamente escrito por Pedro José Miguel en Pliegos de la Ínsula Barataria 2 (1995: 159-168). Digo “significativamente” porque Pedro J. Miguel sería el editor, junto con Ana Santos Payán, del sello El Gaviero, responsable de dar a conocer buena parte de la poesía de ciencia ficción escrita en España en las dos primeras décadas del siglo xxi. De ahí que se pueda atisbar cierta conexión, una genealogía si se quiere, entre las propuestas fictocientíficas de Pedro Casariego y la forma en que la poesía de ciencia ficción ha sido entendida por ciertos grupos de poetas en los años 2000, lo cual nos permitiría hablar de
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una serie de autores vinculados por afinidades y objetivos y tener una idea así de cierta genealogía de la poesía de ciencia ficción española. Según informa en su artículo Pedro J. Miguel, el propio escritor de El hidroavión de K. describió su libro “como un poema épico al futuro, a la tecnología” (1995: 165). Muestra de una búsqueda constante en el lenguaje de otras artes y exploración de los límites y géneros de la propia poesía, El hidroavión de K. propone como tema central el viaje. Aprovechando esta coincidencia tematológica entre la ciencia ficción (especialmente en su vertiente de space opera, la predominante en España hasta la llegada de Nueva Dimensión) y la épica clásica, Pedro Casariego establece un juego confuso, pero no confundido, que protagoniza un tal Phil Kierkegaard (a veces Phil K. o simplemente K.), viajero a bordo de un tren futurista a lo largo y ancho de la California de finales de los años setenta. Este simbólico tren se convertirá progresivamente y sin previo aviso en barco y en avión, de la misma manera en que el punto de vista del poema mutará en determinados momentos desde el propio K. hasta el corrupto agente de la ley Contreras, configurando así una narración kafkiana y existencialista (Miguel, 1995: 160-161), una narración fragmentada —e incluso líquida— de la realidad que puede resonar fácilmente en nuestro mundo de hoy. A la generación novísima pertenece también Luis Alberto de Cuenca, tal vez con más derecho aun que Casariego Córdoba, puesto que, si bien la poética del autor de La caja de plata deriva a partir de cierto momento en una línea clara más cercana a la de la posterior poesía de la experiencia, sus primeros libros coinciden cronológica y estéticamente con los de los novísimos. El término línea clara procede de la técnica desarrollada por el dibujante Hergé, lo cual demuestra hasta qué punto la propuesta de Luis Alberto de Cuenca está vinculada a la cultura pop (y esto, como decía más arriba, es un rasgo típico de la estética novísima y no tanto de la generación que la sucede). En Luis Alberto de Cuenca, los héroes de la mitología clásica no presentan una solución de continuidad con los superhéroes del cómic y de la narrativa pulp. Su interés en ellos, como demuestra su profusa obra teórica al respecto (Cuenca, 1991), es notable y alcanza también su producción poética: en La vida en llamas, su poemario de 2006, llegaría a afirmar que los gánsteres (y añado yo, los héroes de ciencia
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ficción) “son para el siglo xx lo mismo que los héroes / de Homero para el mundo micénico, o los nobles / y errantes caballeros de Chrétien para el siglo / xii. Ni más ni menos” (2006: 29). En cierta medida, podría considerarse el primer autor del boom de la poesía de ciencia ficción que da comienzo a finales del siglo xx, o tal vez su precedente más claro, así como la cabeza más visible de la estética mítico-heroica, más conservadora en su forma, que podemos hacer descender de Salvador (por oposición a una línea vanguardista que llegaría desde Aute, Pedro Casariego e incluso Salinas). Si bien es cierto que muchos de los poemas que publica Luis Alberto de Cuenca a partir de El otro sueño (1987) utilizan la ciencia ficción como tema o como añadido, pero no como forma —son poemas, por así decirlo, realistas, en los cuales la ciencia ficción funciona como término irreal de la comparación—, hay un buen número de ellos que, con unas pocas líneas epigramáticas, presentan un mundo de ciencia ficción. Así, entre poemas de tono fantástico y otros traídos del imaginario de la novela negra podemos encontrar textos como “Mi monstruo favorito”: Qué va a pasar cuando mi novia sepa que no puedo vivir sin tus pseudópodos, sin tu horrible humedad en mi bolsillo. Qué va a pasar cuando descubra un día las huellas de tu baba entre mis dedos, y empiece a hacer preguntas, y la rabia y los celos se agolpen en sus ojos, y yo confiese al fin que la he engañado contigo, y que no puede comparársete, y le enseñe orgulloso el agua sucia donde se reproducen nuestros hijos. Qué va a pasar cuando no entienda nada y nos denuncie a Sanidad (1987: 54).
Este poema pertenece a una sección del libro titulada “Viñetas”, título que alude por una parte a su relación con el mundo del cómic, pero por otra parte a su carácter narrativo, como si se tratase de pequeños cuadros que recrean situaciones de la literatura de género. “Mi
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monstruo favorito” es, tal vez, el poema de ciencia ficción más logrado de Luis Alberto de Cuenca: la tensa oposición que el texto plantea entre el orden —representado por la novia, Sanidad— y lo desconocido (los pseudópodos del inconcreto, horrible, deseado monstruo, de hecho, se definen negativamente: son falsos pies) es generada por la densa carga simbólica del poema, que no obstante nunca cae en la cualidad alegórica (esto es, negadora del estatuto de realidad ficticia) que, siguiendo a Todorov, desactivaría el extrañamiento. Otro tanto sucede con poemas de Luis Alberto de Cuenca publicados en libros posteriores, como el postapocalíptico “Zombies en la calle” (1993: 54). No obstante, la mayoría de los textos del poeta madrileño relacionados con la ciencia ficción no dejan de ser estrictamente realistas, y el contenido fictocientífico aparece en un segundo nivel de ficción en el texto, es decir, en la forma de una mise en abyme o de una lectura previa a que se refiere la voz poética. De estos poemas, tal vez los más conocidos sean los que De Cuenca dedicó a la saga Star Wars. El propio título de “A Alicia, disfrazada de Leia Organa”, publicado quince años después de los textos de El otro sueño, ya es suficientemente explícito en cuanto a la irrealidad del contenido de género en el texto: el personaje de Alicia está disfrazado de Leia Organa, y por tanto la ciencia ficción es una ficción dentro del poema. Y esta característica se mantendrá a lo largo del texto, en el cual la ciencia ficción opera, como decíamos antes, como término irreal del proceso metafórico (las naves invasoras, las galácticas auroras o la esclavitud a la que es sometida la reina son, evidentemente, figuras del lenguaje): Si sólo fuera porque a todas horas tu cerebro se funde con el mío; si sólo fuera porque mi vacío lo llenas con tus naves invasoras. Si sólo fuera porque me enamoras a golpe de sonámbulo extravío; si sólo fuera porque en ti confío, princesa de galácticas auroras.
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Si sólo fuera porque tú me quieres y yo te quiero a ti, y en nada creo que no sea el amor con que me hieres... Pero es que hay, además, esa mirada con que premian tus ojos mi deseo, y tu cuerpo de reina esclavizada (Cuenca, 2002).
En la poesía de ciencia ficción de Luis Alberto de Cuenca se empieza a materializar la descanonización postmoderna, así como la revalorización de la cultura pop propugnada por los estudios culturales de Raymond Williams. Este tipo de poemas, de hecho, serán uno de los primeros referentes para los autores que a lo largo de los años 2000 y 2010 definirán la línea de la poesía de ciencia ficción más clásica y, en general, vinculada de manera más evidente a la técnica del palimpsesto: la imbricación de las formas de la ciencia ficción y las de la poesía contemporánea aún no está consumada en Luis Alberto de Cuenca, como demuestra la relativa escasez de textos rigurosamente de ciencia ficción en su obra, pero el impulso que supusieron sus poemarios puede ser una de las razones que expliquen el posterior boom de la poesía de ciencia ficción. 3.4. El boom (1994-presente) 3.4.1. La ciencia ficción en la música pop En el año 1994 tiene lugar otro hito en la historia de la poesía de ciencia ficción española: el Premio Ignotus abre su sección a la Mejor Obra Poética, que en su primera edición le es concedido al grupo de punk Def Con Dos por su canción “Acción mutante”, banda sonora de la película homónima de Álex de la Iglesia. Y, si bien los escritores de canciones en España no han prestado demasiada atención al mundo de la ciencia ficción, lo cierto es que esta recién creada categoría del Premio Ignotus señalaba, por una parte, la existencia del pequeño nicho de la canción pop de ciencia ficción y, por otro, la creciente presencia de una poesía vinculada a la literatura prospectiva.
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Resulta, eso sí, bastante curioso que este premio no se le concediese nunca al grupo de electrónica que se ha convertido en buque insignia de la ciencia ficción en la música pop española: El Aviador Dro y sus Obreros Especializados. Algunos textos procedentes de la lírica pop han tomado formas y temas del género de una forma más o menos tenue —“Lady Blue”, de Enrique Bunbury; el disco Pícnic extraterrestre, de Iván Ferreiro, con temas como “Farenheit 451”; el disco de Fangoria Canciones para robots románticos, cuyo contenido no guarda demasiada relación con la ciencia ficción, pero sí se abre con una frase extraída de la novela de Terry Pratchett El color de la magia—. Aviador Dro ha sido el único grupo que ha integrado estos elementos dentro de un proyecto coherente, exceptuando, quizá, a Miguel Ríos, que en 1976 publicó un disco titulado La Huerta Atómica: un relato de anticipación, de tono moralizante y recepción tibia. El grupo Aviador Dro es, como decía, una excepción en la historia del pop español. Pioneros de la música electrónica, sus componentes —que al entrar en la banda adquieren nuevos nombres, como Sincrotón, Biovac, 32-32 o Derflex Tipo IARR— demuestran desde los años ochenta un profundo interés por la ciencia ficción, que significativamente entienden siempre juntamente con el futurismo y otros ismos; el nombre de Aviador Dro, de hecho, procede de la ópera L’aviatore Dro, compuesta en 1915 por el futurista italiano Francesco Balilla Pratella. Experimentación formal y ciencia ficción se presentan de la mano una vez más en la historia de la poesía de género española. A través de su larga discografía, Aviador Dro propone letras que se sitúan a medio camino entre el humor y la crítica más ácida, ambientadas en su mayoría en mundos de ciencia ficción (y que demuestran, además, una clara vinculación con el fándom: su letrista y único miembro fundador en activo, Servando Caballar, es el dueño de una cadena de tiendas especializadas en la literatura de género). Como ejemplo de esta cuestión, tal vez sean representativos estos versos de “Selector de frecuencias”, uno de sus textos más conocidos: He repasado mis cintas de recuerdos, cuando volabas conmigo,
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erguidos en la cima del mundo, desafiando su sonido. Ahora tu cuerpo yace hibernado en una cápsula especial y solo puedo estrechar el vacío y solo puedo esperar (Caballar, 1982).
3.4.2. La nueva poesía de ciencia ficción La Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, organizadora de eventos como el HispaCon, es la encargada de entregar los Premios Ignotus. La categoría a la Mejor Obra Poética fue declarada desierta ocho de las primeras diez veces que se convocó, y a partir de 2004 fue concedida cada año a diversos autores que mostraban, eso sí, cierta endogamia: entre 2004 y 2013 lo ganó en tres ocasiones Alfredo Álamo; en dos, Víctor Miguel Gallardo Barragán, y, en otras dos, Gabriella Campbell, una de ellas ex aequo con Gallardo Barragán. Este hecho, que puede parecer insignificante, señala no obstante tres aspectos reveladores en la historia de la poesía de ciencia ficción española: en primer lugar, que a mediados de los años 2000 algo definitivo sucedió con este subgénero poético, y que lo hizo además de una manera bastante abrupta (pasó, literal y figuradamente, del desierto al premio). En segundo lugar, que ese algo —que he denominado boom de la poesía fictocientífica— ocurrió en torno a un grupo relativamente cerrado de escritores. En tercer lugar, que este grupo de poetas estaba simultáneamente integrado en los círculos de legitimación propios del mundo del fándom y en los de la poesía entendida en su forma más canónica. Por ejemplo, Alberto García-Teresa, ganador del Premio Ignotus en 2009 por su poemario fictocientífico Las increíbles suburbanas aventuras de la Brigada Poética, publica textos críticos alternativamente en medios asociados a la alta cultura (El Cultural, Quimera o Clarín) y en revistas de ficción especulativa como Hélice. Francisco Javier Pérez, ganador del Ignotus en 2010 por Napalm Satori, se relaciona de
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igual manera con el fándom —responsable último de la concesión del Premio Ignotus — y con las ramas más cercanas a la poesía canónica, como demuestra su inclusión en una antología publicada en 2017 por Kriller 71, Voz vértebra, de la que hablaré más adelante. Los nombres de estos autores del boom se repiten en los diferentes eventos editoriales que iré señalando, como si de una regla combinatoria se tratase, lo cual, sumado a su cercanía en planteamientos estético-ideológicos y a sus cercanas fechas de nacimiento (la mayoría de ellos nacieron en los años setenta), tal vez nos permitiría hablar de un grupo generacional. En todo caso, lo que está claro es que en este momento de esplendor de la poesía de ciencia ficción tienen un importante papel pequeñas editoriales independientes como Ediciones Efímeras (dirigida por el también premio Ignotus de poesía Santiago Eximeno), DVD y, muy especialmente, El Gaviero. En 2005, la editorial El Gaviero —como decía antes, coordinada por Ana Santos Payán y Pedro J. Miguel— publica Que la fuerza te acompañe: May the Force be with You, dando inicio a la última etapa de la poesía de ciencia ficción, tal vez la mayor, la más valiosa y la más coherente que ha vivido la literatura española. El libro comienza con un prólogo de Luis Alberto de Cuenca (lo cual, en un plano simbólico, lo reafirma como padre de la poesía de ciencia ficción en nuestro país) y contiene poemas de diversos autores dedicados a la saga creada por George Lucas. Algunos serán más conservadores en lo formal, tal vez siguiendo la estela del propio Luis Alberto de Cuenca —es el caso de textos como “Fuerza oscura”, de Javier Rodríguez Marcos, o “La espada o la palabra”, de Lorenzo Oliván (“De pronto, / un corte / allá, en mi pensamiento, / me afila, azul” 2005: 14)— o resaltando el carácter de monólogo dramático que la poesía fictocientífica ha heredado del romanticismo inglés —“Darth Vader filosofa frente al cielo del amanecer, a bordo de la Estrella de la Muerte”, de Carlos Marzal, cuyo título obedece a la estructura típica del monólogo dramático; o “Anakin Skywalker (Soliloquio)”, de Rafael Espejo— y otros, sin renunciar a esta característica impersonación (esto es, hablar por medio de una persona o máscara) que implica el carácter ficticio de la ciencia ficción, apuntan ya los derroteros por los que se moverá la poesía de género en
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los años siguientes. De ello el mejor ejemplo tal vez sea el poema “Un soldado clon rasga la neblina del sueño y, por un instante, comprende”, de Raúl Quinto: Hay un espejo en mi interior, mis entrañas, mi cuerpo, mi uniforme, el nombre que alguien dice y construye mis células en un reflejo de cenizas; soy uno y todos, soy nadie y yo. Esta noche despierto con el nombre de Jango Fett ardiendo en mi garganta, pronunciarlo es caer respiración adentro hacia un lugar donde ya nada es sólido; me debato entre sombras y alfileres de agua, contemplarme es mirar el vacío de un eco, mis entrañas, mi cuerpo, mi uniforme, la voz mecánica que dicta la consigna y el acto: esta noche debemos arrasar un planeta, el Imperio es una flor de nieve en nuestras manos, sólo la frialdad de estos cadáveres hará crecer su aroma. No me hago más preguntas: obedezco (Quinto, 2005a: 16-17).
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También en 2005 publica Raúl Quinto su libro La piel del vigilante en la editorial DVD gracias al Premio Andalucía Joven de Poesía. El poemario, según afirma el propio Quinto en una nota que antecede a los poemas, [...] toma como punto de partida los personajes y la trama del clásico del cómic Watchmen, [...] construyendo un juego de máscaras en el que cada poema se corresponde con un monólogo dramático de uno de los personajes (el Comediante, Ozymandias, el Náufrago, etc.) que deben ser vistos como arquetipos de interpretación abierta y no como referencias culturales cerradas. [...] No soy yo, ni Watchmen, ni las citas, quien configura el sentido de La piel del vigilante; es la realidad la que se filtra por los poros de esta máscara que ahora deberá cubrir el rostro y las pupilas del lector (2005b: 9).
Este párrafo de Quinto trasluce dos aspectos interesantes: en primer lugar, reconoce la centralidad del monólogo dramático en la poesía de ciencia ficción, cuya formulación más típica, no obstante, comienza a subvertir (no encontramos en todo el libro títulos del tipo “El personaje X, en la situación Y, hace Z”, que sí abundaban por el contrario en la seminal antología de El Gaviero). En consonancia con lo anterior, La piel del vigilante pretende transgredir la referencialidad cultural cerrada, que es posible asociar al culturalismo que caracterizó a los novísimos y entre ellos, por supuesto, a Luis Alberto de Cuenca. Este camino por el cual la poesía fictocientífica se aleja de las técnicas desarrolladas en España por los primeros poetas de la ciencia ficción ya había tenido antes de 2005 algunas muestras. Fundamentalmente, aquellas presentes en Mester de cibervía, de Vicente Luis Mora, y en El libro de Uróboros, de Álvaro Tato, ambos publicados en el año 2000. Mora, además, publicaría en 2015 el poemario Serie, en el que se incluían los doce poemas de “Los viajes de Saasbeim”, todos ellos protagonizados por un viajero espacial —el propio Saasbeim, no sabemos si robot, humano u holograma, tal vez todos a un tiempo— que pone el nombre de su amada a los planetas que conoce, para luego enviar informes sobre ello a un anciano. Esta especie de flâneur
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intergaláctico, funcionario de una administración lejana, constituye uno de los momentos de la poesía de ciencia ficción en que emoción, discurso epistemológico y narración pura se unen con más acierto. En el año 2000, resulta reseñable que en ese momento, al igual que La piel del vigilante, el poemario de Tato había ganado un conocido premio de poesía joven y, junto a textos como el soneto “Han... Solo”, de tono muy luisalbertiano —véase su último terceto: “un día cruzaré el hiperespacio / y en alguna galaxia muy lejana / venceremos los dos al Lado Oscuro”—, contenía otros que, aun manteniendo esa referencialidad a obras ajenas (sobre todo traídas del cómic de superhéroes, como Los 4 fantásticos), exploraban formas que ya no eran las que popularizó Luis Alberto de Cuenca (en la misma manera en que tampoco lo eran ya las de “Apocalypse Now”, el problema fictocientífico de Vicente Luis Mora incluido en su libro del año 2000). En una entrevista para la revista Culturamas, Juan Carlos Vicente pregunta a los editores de El Gaviero: “¿El género de la ciencia ficción poética es algo que habéis acuñado vosotros como editorial o ya teníais referentes del género?” (pregunta, ya de por sí, muy significativa), a lo que Pedro J. Miguel y Ana Santos Payán responden que “aunque existían algunos referentes concretos, El Gaviero propone una fórmula decididamente Sci-Fi, mediante un manifiesto que se puede consultar en la web” (2011). El “Sci-fi manifiesto” se publicó en la web de la editorial el 3 de junio de 2008 y revela que El Gaviero se leía y era leído en aquella época como iniciador de un movimiento de ciencia ficción poético, puesto que no tenía intención de hacer de Que la fuerza te acompañe un caso aislado, sino el inicio de un proyecto mayor (de hecho, en la cubierta de ese mismo libro podemos leer “Proyecto de trilogía poética”, lo cual, por lo que sabemos, no se llegó a cumplir). En el mismo 2008, El Gaviero editó dos separatas con la forma de poemas-postal que contenían textos del editor Pedro J. Miguel y de la poeta Estíbaliz Espinosa respectivamente, a las que siguió en 2009 otra del ya mencionado Raúl Quinto. En estos tres poemas se aprecia una concepción no sé si más madura pero, desde luego, sí más independiente de la poesía de ciencia ficción. Las postales cuentan con ilustraciones que remiten al imaginario pulp, pero los
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textos ya no constituyen derivaciones más o menos nostálgicas de clásicos del género, sino que manifiestan una forma de entender el género tal vez más integrada: el palimpsesto, en este caso, no trasluce una novela de Philip K. Dick o un cómic de Stan Lee, sino una obra filosófica de Arthur Koestler. En este sentido, el “Sci-fi manifiesto” (con todo lo que tiene de broma) puede resultar muy revelador en cuanto al estado de la poesía de ciencia ficción en los años en que se publica. Además de vincular este tipo de poesía con las vanguardias históricas a través de la fórmula cerrada del manifiesto —tienen cierto poso surreal o estridentista frases como “Acción/Reacción constituyen principios obsoletos, porque la poesía no tiene comienzo ni fin”—, algunos de sus puntos aducen una convergencia formal entre la poesía y la ciencia —“[6] Todas las artes confluyen con todas las ciencias en un punto de infinita densidad: la poesía”; “[2] La poesía es el resultado de la suma [ciencia] + [ficción]. La ciencia proporciona el instrumento, la ficción lo prevé. La poesía es un arma láser cargada de presente”— que acaba por convertirse en una utilidad, si se quiere, política o ética: “La poesía debe acabar con la discriminación de cuerpos extraños o molestos, por ello izaremos orgullosos el estandarte de la Serie B. Irritaremos al conservador, pero algunas conciencias vírgenes despertarán” (Santos Payán y Miguel, 2008: s. p.). Así pues, desde que en 1959 Tomás Salvador publicara sus dieciséis cantos épicos en La nave hasta el “Sci-fi manifiesto” muchas cosas cambian en la poesía de ciencia ficción. Y, no obstante, también son muchos los aspectos que persisten: la crítica social que integran sus planteamientos, la configuración en muchos casos si no mítica, sí arcana, de sus personajes, etc. Como ejemplo tal vez baste citar el poemario La nave, del poeta Juan Pablo Barragán, que publicó en 2012 El Gaviero y que se abre con una cita del propio Tomás Salvador. El libro emplea recursos que ya son conocidos en la poesía de ciencia ficción, y en especial el monólogo dramático, lo cual se reconoce implícitamente en “El último hombre vivo”, cuyo protagonista, superviviente de un apocalipsis zombi, quema en su chimenea el primer monólogo dramático de época moderna, el Ulysses de Tennyson. A un nivel métrico y estilístico, el libro no aporta demasiada novedad
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respecto de la poética ya asentada en la obra de Luis Alberto de Cuenca, como queda manifiesto en “Strange Love”, que podría considerarse una variación de “Mi monstruo favorito”: Que opinen lo que quieran los demás No hay nada más hermoso que tu cuello temblando si lo rozan mis pseudópodos (Barragán, 2012: 31).
No obstante, es evidente que hay cierta evolución: ya no habla el humano acosado por el orden y el deseo, sino que es el propio objeto de deseo quien toma la voz. Habla el monstruo, lo cual quizás se podría leer como una tímida victoria de la teoría postcolonial/feminista. E, igualmente, el monólogo dramático, simbolizado en su obra primera, es quemado en la hoguera en favor de la supervivencia. Otros poetas trabajaron en torno a estos años procedimientos similares, destacando el Grupo Númenor (aunque dedicados con más énfasis al sword & sorcery, como declara su nombre, procedente de la obra de Tolkien) y casos relativamente aislados, como el de Carlos Martínez Aguirre —“Epitafio al doctor Spock” en El peregrino (2014: 19)— o Rodrigo Olay, que en un poema de su primer libro, Cerrar los ojos para verte, reformuló la herida del héroe a través de un personaje que juega a ser Miguel de Cervantes y es finalmente Anakin Skywalker: Su carne hiende, rojo, el sable. Él grita. Le han amputado amigos, fe, la fuerza; y ahora... Manco. Ha embarcado en altas naves a imprecisos desiertos por herir la estrella ensangrentada. En vano. Queda rezar, soñar. En un instante, andantes caballeros entreverá lejanos que impedirá extinguirse (no lo sabe), también la gracia que no quiso darle el cielo (va a morir), la tierra humilde de cuyo nombre no querrá acordarse...
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Poesía 1900-2015 Una voz interrumpe su regreso cuando el sable le cierne la garganta. Darth Vader dice: “Luke, yo soy tu padre” (2010: 68).
Otro libro de poesía fictocientífica que se publica en 2012 y que merece ser reseñado es E-mails para Roland Emmerich (Honolulu Books), de Sergi de Diego Mas. El libro da comienzo con una cita de J. G. Ballard y, si bien es posible que no sea ciencia ficción sensu stricto, su estructura (una supuesta serie de e-mails al director de ciencia ficción Roland Emmerich) permite al poeta jugar constantemente con el referente confuso de un apocalipsis. En todo caso, la pertenencia de Sergi de Diego Mas a la porosa categoría de los poetas fictocientíficos parece sugerida por su presencia en Voz vértebra (Kokoro Libros/Kriller 71, 2017), la muestra más reciente de poesía de ciencia ficción en el mundo editorial español y posiblemente la más radical de todas ellas. Un primer vistazo a los nombres de algunas de las poetas antologadas en esta recopilación preparada por Ayganim Katharmova tal vez dé una pista acerca de qué estamos hablando: Aizhan Mazhilis, Ok-Rur Saphor, Kraanerg-Iashjartum-Ae, etc. Efectivamente, son nombres inventados. Y es que esta es, como anuncia su subtítulo, una “Antología de poesía futura” y su editora, una “tecnoendorcista del Vértice nacida en el año 7247”. Sin embargo, la página de créditos del libro propone una nómina de autores más esperable si hablamos de ciencia ficción española: a algunos ya los conocíamos por haber escrito poemas en Que la fuerza te acompañe (Raúl Quinto), otros habían escrito poemas sobre diferentes series de televisión, de ciencia ficción o de otros géneros en la antología Serial, también publicada por El Gaviero (Berta García Faet, Layla Martínez, de nuevo Raúl Quinto) y otros habían sido galardonados con el Premio Ignotus (Francisco J. Pérez). En suma, en Voz vértebra se dan cita escritores con una trayectoria relativamente larga en la poesía de ciencia ficción junto con otros que se incorporan nuevamente al género (como Sara Torres, Ruth Llana o Ángela Segovia) en un experimento tan infrecuente como exitoso. Y es que la antología es, dicho con toda propiedad, ficticia, y tal vez por ello supone un nuevo descubrimiento en la historia de la poesía de género. Antonio
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F. Rodríguez, editor del libro, escribió una serie de falsas biografías de poetas futuras, que luego distribuyó entre distintos poetas jóvenes y experimentales. Estos asumieron la máscara secretamente, y así no es posible saber quién escribió los versos que firma Arune Thawin, “poeta, Neántica, psicotecnóloga y bibliotecaria mercuriana, nacida en Ashvini-kumara en 9712 y fallecida en Tlön en 10137”, cuya infancia transcurrió “plácidamente en los suburbios de Ashvini-kumara, ciudad situada en la fresca hondonada del cráter del polo sur de Mercurio” que, por cierto, según se informa, “es el único mundo rocoso del sistema solar que no ha sido terraformado” (Rodríguez, 2017: 283), y cuyo poema “Transmiedo Número 6 (Celánica)” dice así: Puñales eran las armas físicas de quienes hace siglos entregaban a otros la amenaza y la muerte. Millones los vencidos, ahumados en el crimen. Quienes no traen puñales, ahora, sino una gasa sutil, sumergible se arrodillan interpelan con voz suave murmurando: “Miradnos, pero no nos veréis. Aún no es tiempo” (2017: 295).
Voz vértebra no solo ha renovado de forma determinante los recursos de la poesía de ciencia ficción, ampliando los límites del monólogo dramático por medio de la creación de heterónimos, sino que también ha integrado en esta poesía de manera muy inteligente y definitiva la teoría feminista (en un momento del desarrollo histórico de la antología, la barrera del género desaparece). En cierto sentido, creo que este último caso, unido a los anteriores que he venido citando, acaba por demostrar que la poesía de ciencia ficción en España no está compuesta por una serie de eventos aislados, sino que posee dinámicas muy interesantes, y que no es difícil distinguir en ella corrientes de pensamiento poético que se relacionan entre sí de forma dialéctica y enriquecedora.
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Así, una primera sensibilidad científica en los autores mayores, sumada al interés que el fándom o círculo de legitimación de la ciencia ficción de los años sesenta y setenta muestra por la poesía y al proceso de descanonización iniciado por los novísimos, conduce al surgimiento de una escena poética y fictocientífica verdaderamente viva en torno al inicio del nuevo milenio.
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1. Primeros balbuceos iconográficos de la ciencia ficción: del mundo pulp. La cultura de masas La ciencia ficción como género literario posee en su médula la capacidad de albergar, al menos implícitamente, un notable potencial iconográfico. Desde un primer momento parece hacerse necesaria una orientación plástica para que el lector conciba y concrete visualmente ese universo imaginario que se le propone. La realidad no sirve como referente icónico para reconstruir ese mundo: ese universo inventado necesita una guía visual para ser representable y, por ende, comprensible. Por esta razón, esa fantasía excitada hay que ahormarla en una serie de modelos visuales que, lejos de agotar el imaginario de las narraciones, actúen como una espoleta que active un mundo preñado de imágenes.
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Adentrándonos en lo que concierne específicamente al cómic y, sobre todo, al cómic de ciencia ficción en España, podría tomarse la fecha de 1907, siguiendo los planteamientos de Antonio Martín (1972), como un hito en la búsqueda de unos inicios de la ciencia ficción gráfica en España. Me refiero a la historia “Un viaje al planeta Júpiter” realizada por Joaquín Xaudaró en la revista Gente Menuda. En los años veinte se publican algunas historias como “Aventura original de Carancho, Barbilargo y el camarero Pascual” (1928), publicada en la revista Pirulí, dibujada por Niel. Los viajes a la Luna estaban realizados sobre el molde de la aventura de Verne y la realización visual era cercana a los fotogramas de Méliès (véase Martín [1972]). También en 1928 verá la luz “Un viatge a la luna”, de Joaquim Fecit (guion) y Miret (dibujo), que apareció en Virolet, suplemento de En Patufet. Son historias gráficamente muy pobres, con una rejilla homogénea de viñetas acompañadas de un texto narrativo, destinadas las más de las veces a un público infantil. Si las ilustraciones de Robida o Alvim Correa que habían realizado para las ediciones de los relatos de ciencia ficción de Verne y Wells situaban a estos textos en el marco de un canon elitista, estas primeras manifestaciones gráfico-narrativas colocaban a estos protocómics en una posición más periférica en el entramado cultural. Los años treinta supondrán un gran giro dentro del cómic de ciencia ficción. Aparecen en Estados Unidos héroes emblemáticos como Buck Rogers, que surgió primero como personaje literario en el universo de las revistas pulp. Nació con el nombre de Anthony Rogers en la novela de Philip Francis Nowlan publicada en el número de agosto de 1928 de Amazing Stories titulada “Armageddon 2419 A.D.”, para convertirse más tarde en un icono del cómic. John F. Dille, magnate de la prensa, le pidió a Nowlan que convirtiese aquel producto novelesco en una tira de cómic cambiando su nombre junto a otro tomado de un famoso personaje de ficción del wéstern. El enorme éxito de Buck Rogers facilitó la aparición de otros personajes como Brick Bradford, creado por William Rit y dibujado por Clarence Gray. Bajo esta misma estela nacerá Flash Gordon, creado por el dibujante Alex Raymond en 1934. Su aparición se enmarca dentro de una estrategia competitiva en la que se intentaba contrarrestar el éxito de series como
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Tarzán, de Hal Foster, Dick Tracy, de Chester Gould y, por supuesto, Buck Rogers, de Nowland y Calkins. Flash Gordon traía al mundo del cómic un estilo gráfico profundamente realista.1 Raymond conseguirá crear un héroe épico en un mundo creíble, pero con una naturaleza profundamente fantástica. Pronto aparecerá traducido en España a través de la edición italiana de Nerbini con algunos cambios respecto al original norteamericano. En concreto lo hace en el n.º 1 de la revista Aventurero en mayo de 1935, lanzada por Lotario Vecchi en lo que puede denominarse un desembarco cultural del cómic norteamericano en España (Martín, 2011: 86-88). Flash Gordon será un fijo en esa revista hasta el n.º 166 (diciembre de 1938) y compartirá honores con Popeye, Tarzán, Mandrake, etc. Será el inicio de una serie de ediciones, perfectamente documentadas por Antonio Martín (2009), que marcarán un paradigma narrativo y gráfico en la tradición española. Ese desembarco de la ciencia ficción norteamericana marcará las directrices a seguir dentro del cómic de ciencia ficción español: el prototipo de héroe frente al malvado será un crisol en el que se forjarán gran parte de los protagonistas del género. El espectacular grafismo de Raymond, así como una estructura narrativa que renovaba la figura del héroe del wéstern trasplantado al espacio, constituían un marco genérico en el que se podía refugiar la épica desalojada previamente del discurso novelístico. Dentro del panorama español, en los años treinta cabe destacar la figura del guionista José María Canellas Casals, adscrito a la editorial Marco, que proponía unos relatos llenos de fantasía y en los que la ciencia ficción comenzaba a tomar forma. Suyas son algunas historias como “Tom, el dominador del universo” (1930), dibujada por Francisco Darnís y publicada en La Risa Infantil, de la Editorial Marco, o “Las hazañas de Nick, pecho de hierro” (1933), también
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Queremos resaltar la figura de Frank R. Paul, por ser el primero en ilustrar el relato de Nowland en el que aparece Flash Gordon. Sus portadas en la revista Amazing Stories pudieron crear un mapa visual y una gramática iconográfica emparentable con las maneras del cómic (véase Benton [1992]).
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en la misma revista y con el mismo dibujante.2 En 1935 se publicaba “La guerra futura”, en la que el guion de Canellas era dibujado por Farell para la revista P. B.T. En ese mismo año también aparecen otras historias que pueden servir como hitos en los inicios de la narración gráfica de ciencia ficción: Jaime Tomás da a conocer en las páginas de la revista Pocholo la historia titulada “El universo en guerra”, en la que la amenaza de la invasión extraterrestre supone el punto de arranque de la historia que desarrolla un mundo maniqueo donde el bien combate al mal, y sobresale la figura del héroe con un final un tanto melodramático. En 1937 Salvador Mestres publica también “Guerra en la estratosfera” en la revista Camaradas, de la Editorial Gato Negro, en la que se han querido ver influencias de la película Things to Come, estrenada en España como La vida futura (1937). La película fue dirigida por William Cameron Menzies y contaba con el guion del propio H. G. Wells, basado en su propia novela The Shape of Things to Come (1933). Es verdad que La vida futura no solo influyó en Salvador Mestres, sino que también, según propone Porcel (2010: 84), fue un referente visual para la elaboración de la serie El Dr. Brande, publicada en la colección Las Grandes Aventuras, obra de Víctor Aguado, que se comenzó a publicar en 1943. En 1941 Edmundo Marculeta crea Barton. El Gladiador del espacio, uno de los primeros Flash Gordon a la española. El autor firmaba como E. Galateo y se publicó en la colección Selección Aventurera de la Editorial Valenciana. Con cuadernillos de dieciséis páginas se pergeñaba una historia de corte simplista y dibujo tosco en el que el elemento estructurante era la aventura. Será precisamente este hecho, la importancia de la aventura, la que permita ciertos
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La actividad creadora de Canellas Casals es desbordante, por lo que citaremos tan solo algunos títulos (a medio camino entre la fantasía y la ciencia ficción): “Un viaje al planeta Júpiter” (1938, revista Pelayos, con dibujo de Cozzi) o “El rayo atómico” (1947, revista Chicos) y “Rodeando el planeta tierra” en Mis Chicas (1947), con dibujo de Pili Blasco. Su actividad llega hasta 1974, cuando publica “El monstruo extraterrestre” en el n.º 11 de los cuadernos Chito, con dibujo de Emilio Freixas.
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traslados genéricos.3 En el episodio n.º 3, titulado “La campanada siniestra”, la acción se desarrolla en un pueblo del lejano Oeste. En su ubicación recuerda al wéstern, pero su engranaje narrativo estará basado en una historia casi de corte fantástico: el sonido de una campanada misteriosa traerá consigo la muerte de alguien, causando pavor en la población. Serán Barton y su compañero Fedrín quienes resuelvan el misterio. Wéstern, ciencia ficción, así como el elemento fantástico y la resolución de índole policiaca, se dan la mano en esos cuadernillos de aventuras que muestran una versatilidad genérica que propone diferentes formulaciones de la aventura exótica y misteriosa. La ciencia ficción les permitía también una variación de escenarios que superaba las restricciones de un discurso realista. Los personajes se mueven entre el deseo de la aventura y la nostalgia del regreso a la Tierra. Todo ello formulado atendiendo a la ideología de la época, en la que encajan expresiones tales como “si Dios quiere”, que venían a hacer compresible aquel producto narrativo. También en los años cuarenta se publicaron las andanzas de otro de los cómics
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Juan Antonio Ramírez (1975: 82-83) afirma que las colecciones de aventuras entre 1940 y 1970 eran más de trescientas. Entre sus características estaban los desplazamientos temporales y espaciales buscando lo exótico, los protagonistas fijos, la lucha del bien frente al mal, un grafismo dramático-fotográfico que rehúye la caricatura y el uso del soporte del cuadernillo apaisado de diez páginas. El carácter exótico de la aventura también es destacado por Raquel Fernández Martín-Portugués: “La aventura ha de surgir en espacios diferenciados del habitual, fuera de aquellas calles que forman parte de la vida ordinaria del lector” (2012: 41). Todos estos datos son aplicables a gran parte de la producción de la ciencia ficción en cómic por estos años. Antonio Altarriba enfatiza el carácter poliédrico del género de la aventura para explicar el éxito de este tipo de cómics: “Ese carácter mixto puede estar en la base de su éxito. En los tebeos de aventuras hay, sobre todo, acción, pero también amor y humor. Así que el público, alentado por la diversidad de registros, estuvo más diversificado de lo que, en principio, se suele suponer” (2001: 180). Para un panorama del tebeo de aventuras remito al monumental estudio de Pedro Porcel (2010). Puede completarse, además, con las páginas de Salvador Vázquez de Parga (1982), que habla de cómo, sobre todo a partir de los sesenta, el cuaderno de aventuras se impone como formato editorial.
Fig. 1. Página de “El misterio del murciélago humano”, de Canellas Casals y Freixas.
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fundacionales de la ciencia ficción norteamericana: Carlos el intrépido, nombre que en España adoptó Brick Bradford. En esa década la revista Chicos publicará historias como “El misterio del murciélago humano” en su página central entre el 7 de marzo y el 1 de julio de 1945. La imaginación desaforada de Canellas Casals encontraba su correlato en el espléndido dibujo de Emilio Freixas [Fig. 1]. Aventura sin descanso, ciudades flotantes, naves espaciales, autómatas junto con castillos y desapariciones misteriosas formaban un amasijo junto a argumentos en exceso enrevesados, pero visualmente muy efectista. Esos constantes giros narrativos hacían necesarios textos de apoyo en los que el narrador iba clarificando y recordando lo que estaba pasando. Es importante mencionar otras historias publicadas en la revista Chicos: “El planeta misterioso” (1944) se inicia en el n.º 287, firmada por Huertas Ventosa (guion) y J. Blasco (dibujo); “El ladrón de pesadillas” (1948), de Àngel Puigmiquel, es una historia cómica e irónica en la que se mezcla un humor realista junto con otro de corte más absurdo. Sobre esta capa narrativa destinada al entretenimiento se atisban enormes logros, como la incursión de un narrador a modo de personaje que siembra esa distancia irónica con respecto al relato, la aparición de un metalenguaje que lleva a decir a un personaje que el monstruo que ven es de tal calibre que ocupa dos cuadros de viñeta y, sobre todo, la capacidad de jugar a crear un trasvase entre los sueños de un reo condenado a muerte y la realidad, todo gracias al artificio tecnológico del doctor denominado el Dedo. En la década de los cuarenta cabe mencionar, también, la maniobra editorial de Enrique Guerri, quien, al recuperar el control de su editorial tras la Guerra Civil, lanza una serie de entregas monográficas con títulos como El misterioso profesor Quin, La guerra de los planetas o En el centro de la tierra, creadas por Enrique Pertegás y José Grau, obras que se han calificado como “ciencia ficción camp” (Porcel, 2010: 95).
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2. La superación del modelo de Flash Gordon En todo caso, la sombra de Flash Gordon fue muy alargada y su figura influyente en la concepción de la ciencia ficción en el cómic. Con un estilo gráfico mucho más maduro que Barton nace otra obra como la de J. R. Villar, titulada Ray de Astur (1943).4 Otros personajes que tenían como referente a Flash Gordon son Red Dixon, de Joaquín Berenguer (guion) y Juan Martínez Osete (dibujo),5 y Al Dany (1953), publicado por Ediciones Cliper y creado por Víctor Mora6 y Francisco Hidalgo. Otro personaje de enorme transcendencia en la ciencia ficción no fue originario del cómic. Me refiero a Diego Valor, que vio la luz en el seno de la radionovela de ciencia ficción emitida por la SER. Se emitió entre 1953 y 1958 y su origen sí que estuvo en la adaptación de un cómic británico al lenguaje radiofónico: “Dan Dare Pilot of the Future”, publicado en la revista británica Eagle a partir de 1950. Más tarde, Diego Valor se convierte en personaje de cómic al ser publicado por la Editorial Cid en 1954. Esto no era una práctica nueva. Flash Gordon se había convertido ya en 1935 en un serial radiofónico y en 1936 la Universal había producido un serial con trece episodios con el personaje del cómic.7 En 1938 la Universal había realizado Flash Gordon Trip to Mars y en 1940 Flash Gordon Conquers the Universe. Dos de estos seriales se
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De Ray de Astur destaca Pedro Porcel: “El servilismo de Ray de Astur respecto al modelo americano, del que se intenta imitar los menores detalles y su muy poca capacidad para proyectar una idea creíble de futuro” (2010: 83). Luis Vigil escribe: “Quizá precisamente por los puntos negativos antes señalados: simplicidad argumental, dedicación a la aventura espacial y dibujo sin mayores complicaciones, la serie caló hondo en el público de tebeos, y tres series sucesivas, de gran extensión en el tiempo, explotaron este éxito” (1972: 7). En 1956, en el mismo año en que verá la luz otro personaje de enorme trascendencia en el cómic español creado igualmente por Víctor Mora —el Capitán Trueno—, Mora escribirá otro cómic de ciencia ficción, Vendaval, dibujado por Antonio Bernal y publicado por la Editorial Bruguera. Para un pequeño panorama de la radionovela de ciencia ficción puede verse el trabajo de Merelo Solá (2009).
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convertirán más tarde en sendos largometrajes.8 En ese entramado de la cultura de masas ciertos personajes que habían emergido en el universo del cómic parecían poseer una facilidad migratoria hacia otros lenguajes, como las radionovelas, teleseries, largometrajes, etc. De igual manera operó Diego Valor en el ámbito cultural español. Hubo adaptaciones a formato televisivo (1958) e incluso en los años cincuenta se representaron versiones teatrales como Diego Valor, piloto del espacio, Diego Valor y el príncipe diabólico o Diego Valor y el hombre sin rostro.9 Diego Valor tuvo el mérito no tanto de rellenar un hueco genérico (el del cómic de ciencia ficción) en un ámbito en el que no había una demanda específica de este tipo de narraciones como el de saber reorientar los seriales radiofónicos en busca de un nuevo público que gustase de guiones mucho más imaginativos: “El éxito de esta emisión, casi pionera de la SF radiofónica en España [...] resultó superior a todos los previstos, ya que no sólo los niños sino muchos adultos se encontraron electrizados por aquella novedad radiofónica, en momentos en que los seriales radiofónicos estaban aún dedicados prácticamente a las mujeres” (Fernández Larrondo, 1972: 12-13). Arranca así Diego Valor como una adaptación fiel y cercana con respecto al modelo británico en la que tan solo existen leves retoques. Esa adaptación será obra de Jarber (Enrique Jarnés Bergua), como encargado de conseguir una paulatina nacionalización del héroe de ciencia ficción. La inserción de un código moral, así como la estructura maniquea del bien frente al mal, venía dictada no tanto por cuestiones artísticas como por la adecuación al público infantil al que iba dirigido.
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También Buck Rogers había pasado al lenguaje cinematográfico. En 1933 se estrena el cortometraje Batalla interplanetaria contra los hombres-tigre de Marte. La Universal también produjo un serial de Buck Rogers para el cine reaprovechando decorados, trajes y hasta al actor de su Flash Gordon. Para una apreciación de la historieta de Diego Valor en el marco de la ciencia ficción española, remito a las páginas que se le dedican en la revista Bang! n.º 7/8 (11-29). Junto con las entrevistas al guionista y dibujantes, el lector puede obtener información interesante sobre el formato y tirada de Diego Valor proporcionada por Fernández Larrondo (1972: 29).
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Así las cosas, podría decirse que en la década de los treinta y cuarenta están vigentes dos modelos narrativos para el cómic de ciencia ficción en España. Por un lado, se encuentra el esquema de la aventura de fantasía exacerbada de Canellas Casals basada en el folletín y, por otro, una poética basada en el modelo de Flash Gordon. En los cincuenta el modelo iconográfico cambiará sensiblemente y las antiguas civilizaciones de corte medievalizante puestas en circulación por Raymond en su Flash Gordon buscarán nuevos referentes en las manifestaciones cinematográficas que por entonces se estrenaban en España. En la década de los años cincuenta la ciencia ficción consigue establecer ciertas bases en el territorio español. En 1953 José Mallorquí —autor de El Coyote— creó la colección Futuro, que publicó treinta y cuatro números en sus dos años de vida con historias escritas principalmente por el propio Mallorquí.10 También en ese año se crea Espacio, de Ediciones Toray, y Luchadores del espacio, de la Editorial Valenciana. En Luchadores del espacio ocupará un lugar central la colección de novelas escritas por Pascal Enguídanos bajo el seudónimo de George H. White, La saga de los Aznar, que también tuvo su traslado al mundo del cómic. Esta adaptación al cómic será realizada por el propio autor en 1959 con dibujos de Matías Alonso.11 En 1957 tiene lugar otro hecho importante para el desarrollo de la historieta de ciencia ficción
10 José Mallorquí ya había hecho su incursión en el campo de la ciencia ficción a través de El jinete del espacio (1947), con dibujo de Darnís. La influencia de Flash Gordon seguía estando patente, pero su protagonista, Carlos de Lara, esbozaba una vulnerabilidad que no estaba presente en el modelo americano. 11 Para una visión general de Luchadores del espacio, remito a los trabajos de Canalda y Cantero (2004) y para un análisis de La saga de los Aznar, a las páginas que le dedican García Bilbao (2004) y Moreno Cortina (2002). Son de interés para un panorama de la ciencia ficción de los años cincuenta las páginas de Domingo Santos (2002), que deben ser completadas con lo escrito por Luis Vigil a propósito de Futuro, La Revista de las Rutas del Espacio (2012). Véanse también los apartados que le dedican a las colecciones de ciencia ficción Canalda y Cantero (2002a), así como a los escritores de ciencia ficción de las novelas de a duro (Canalda y Cantero, 2002b). Para ello les remitimos al capítulo dedicado a la narrativa de ciencia ficción de estos años del presente volumen.
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en España: la publicación de la revista de cómics dedicada exclusivamente a la ciencia ficción: Futuro. La Revista de las Rutas del Espacio. En esta revista cohabitan historietas extranjeras como “Jim Stalwart”, de Bruce Cornwell, o “Dan Conquest”, de Harry Winslade —que más tarde creará Dan Dare— con otras españolas. De todas ellas cabe destacar la serie “Fantasías”, escrita por Ricardo Acedo y dibujada por Miquel Ripoll. Mientras que las historias de Bruce Cornwell y Harry Winslade parecían decantarse del lado de la space opera, la serie de Acedo y Ripoll plantea un gran número de sutilezas narrativas. En el espacio de tres páginas enmarcaban su historia dentro de una matriz temática instalada de lleno en lo misterioso. Existen juegos narrativos como la ocultación visual del narrador en la historia titulada “La espera” o variaciones temáticas de enorme interés como la planteada en “Mundo pequeño”, donde la batalla entre la Tierra y el elemento invasor se traslada al universo de los microorganismos. Será el bacilo de Koch, causante de la tuberculosis, el que elimine la invasión alienígena en forma de microorganismos que matarían al hombre. Sin embargo, todo parece estructurarse en función de ese misterio que no se resuelve hasta el final. En cierto modo, la aventura no es el elemento dominante desde un punto de vista genérico, sino que existe un ligero desplazamiento hacia lo fantástico en la concepción de la estructura narrativa. Eso explica la utilización de un substrato fantástico en relatos como “Leyenda china”, donde el discurso de la ciencia ficción parece avalar la veracidad de una historia legendaria china o la inclusión de mundos paralelos en los que existe una presencia casi fantasmal que pugna por acechar nuestra realidad. Ese mundo paralelo sufre evidentemente el tamiz temático de la ciencia ficción y esa presencia ominosa será la de los extraterrestres. Un caso paradigmático de todo ello puede ser la historieta titulada “La puerta”, en la que un extraterrestre se cuela en esta realidad a través de un cuadro dibujado en el que aparece una puerta. El pintor será invitado a entrar en ese otro mundo, en el que quedará finalmente atrapado. Ese universo paralelo que se traduce gráficamente en un mundo en blanco y negro presenta un contraste con una enorme carga ominosa con una realidad rica en colores. Podría decirse que existe un cambio de paradigma en la configuración de los protagonistas. El hecho
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mismo de que la serie no se estructure en función de un personaje al estilo Flash Gordon, sino en torno a un elemento de cariz fantástico, plantea nuevas posibilidades. El peso en estas historias de Acedo y Ripoll para la revista Futuro. La Revista de las Rutas del Espacio bascula de la perfección del héroe hacia el temor sembrado en una atmósfera de índole siniestra. “El viaje a lo horrible” se enmarca en un mundo devastado al que llega el protagonista del relato tras un accidente espacial. Ese punto de llegada no es otro que su propio planeta, que ha caído en un paroxismo de destrucción nuclear. La epifanía, que tiene lugar al final del relato según las convenciones más propias del relato fantástico, conlleva en este caso una misión reeducadora de carácter pacifista. Se pretendía, así, neutralizar los miedos procedentes de ese mundo hostil que sacudían al hombre tras la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo carácter reeducador se puede atisbar en “Hacia la eternidad”, donde un condenado a muerte acaba sacrificándose a favor de sus compañeros de tripulación para que estos puedan regresar a la Tierra. Las últimas palabras de sus compañeros de tripulación son elocuentes a este respecto: “Estoy avergonzado del trato que le dimos. Puede que para el mundo fuera un delincuente... pero para nosotros es ¡un héroe!”. Y la última viñeta, en la que el sacrificado delincuente dice: “¡Dios ha sido demasiado considerado alargando más mi vida de lo que merecía...!”, da buena muestra del carácter ideológico que subyacía silenciosamente en algunas de estas historias. Bastaría con esta serie para mantener la idea de que en la revista Futuro a finales de los cincuenta se atisba la superación del paradigma Flash Gordon para inclinarlo del lado de lo fantástico e insertar con ello una veta de pensamiento que llevaba al género más allá de la aventura, para invitar mediante la especulación a una reflexión crítica sobre el mundo en el que se vive. Sin embargo, la revista aportó mucho más al desarrollo de la ciencia ficción. La inclusión de una veta humorística ensayaba otra línea que estaba lejana del molde de la space opera. Si las historias de Acedo y Ripoll se adecuaban al modelo narrativo de las tres páginas conforme a la triada planteamiento-nudo-desenlace, el carácter humorístico de la serie “Barrilete y Larguiracio” se valía tan solo de dos páginas. La narratividad no era lo esencial en estas historias, cuyos finales tenían más que ver con la búsqueda del gag
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humorístico que con la resolución de la tensión de una trama. El grafismo decantado hacia la caricatura y el humor empleado como filosofía constructiva podrían hacernos pensar en un relato dirigido hacia un público infantil. Es cierto que también esa evolución podría hacer pensar en una síntesis de dos líneas temáticas de gran importancia en el cómic de posguerra: lo heroico y el humor. Sin embargo, podría ensayarse una lectura en la que este tipo de relatos pueda entenderse como una suerte de distanciamiento irónico de los relatos heroicos y de aventuras tan habituales. Si Acedo y Ripoll lo habían realizado a través de lo misterioso, Raf, el autor de “Barrilete y Larguiracio” (pareja cómica que responde a la dupla iconográfica del gordo y el flaco) lo hará a través del registro paródico en lo narrativo, caricaturesco en lo gráfico y de los chistes verbales en lo lingüístico. Otras secciones como “Fufo, guardia interplanetario”, de Tunet Vila, o la de “Humor sideral”, realizada por Roberto Segura y también en otros números por Tunet Vila, se inscriben en esta línea. La historia se circunscribe a veces a tan solo una viñeta y se trata sobre todo de un chiste gráfico ambientado en el espacio o el futuro. Solo desde su riqueza temática y su variedad de registros puede explicarse también la serie de lo que podrían denominarse reportajes futuristas, en los que autores como José Tello o Roberto G. daban noticia de los inventos del futuro a lo largo de 1957 en historias como “El tren monorraíl” (n.º 2), “El buque deslizante del futuro” (n.º 3), “El coche del futuro” (n.º 6) o “La pistola atomizadora” (n.º 8). Se creaba así un complemento eficaz al escapismo, aventura, horror y humor que buscaba en el futuro un estimulante excipiente para encender la imaginación de unos lectores de posguerra [Fig. 2]. Dos años antes, en 1955, Boixcar publica en la editorial Toray la serie Mundo futuro. De la misma manera que harán Acedo y Ripoll, Boixcar desplaza el eje narrativo del personaje hacia un marco conceptual que defina la serie narrativa por encima de un protagonista único: en este caso existe un impulso por lograr una hermandad cósmica, como se aprecia en los primeros números. El n.º 1, titulado “Los seres buenos de Marte”, cuenta, en el marco de las diez páginas que componían todos los cuadernillos de la serie, cómo una pareja de marcianos ayuda a una tripulación de astronautas a regresar a la Tierra.
Fig. 2a. Muestra de la variedad discursiva tanto genérica como iconográfica de la revista Futuro: Fig. 2a. portada de Ripoll que busca destacar un elemento inquietante que se habrá de resolver en la historia contenida en el interior. Fig. 2b. Historieta de Barrilete y Larguiracio basada en el gag humorístico. Fig. 2c. página especulativa sobre inventos futuros.
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Existe un móvil sentimental: esa pareja de marcianos está, al igual que uno de los tripulantes, recién casada. Eso crea una empatía que les obliga a actuar. Como se puede apreciar, el concepto del héroe a lo Flash Gordon cede a favor de una filosofía que inserta en el relato de ciencia ficción una ideología más allá de lo épico. Lo mismo sucedía, por poner tan solo otro ejemplo, en el n.º 3, titulado “Los pantanos de Venus”, en el que una expedición terrestre que llega a Venus se encuentra, contrariamente a lo esperado, una civilización plenamente desarrollada que tenía su origen en la Tierra, ya que eran los supervivientes de la extinta Atlántida. Su nave es arrasada por una tormenta y contemplan la posibilidad de regresar en la nave originaria que los sabios de Atlántida utilizaron. El profesor Wick se afana en volver a hacer funcionar aquella nave, pero acaba descubriendo que su tripulación desea quedarse a vivir en Venus y no regresar. Todos habían iniciado relaciones amorosas en Venus. Estos nuevos héroes sufren una deflación de lo épico y la aventura exploradora se atenúa en favor de un aspecto emocional que prima por encima de todo. El elemento amoroso existía evidentemente en el mundo heroico de las aventuras y el paradigma de Flash Gordon daba cabida a ello con las mujeres enamoradas del protagonista que provocaban los ardientes celos de Dale Arden. Sin embargo, parece una faceta secundaria, un elemento caracterizador añadido a la aventura y al carácter heroico del protagonista y supeditado a estos. Ese elemento emocional interfiere en la obra de Boixcar resaltando una serie de valores profundamente humanos en un territorio que podría llegar a anular la esencia de lo que es el hombre. Boixcar consigue humanizar el espacio intergaláctico sembrándolo de toda una ideología asentada en los valores universales de la hermandad y la empatía. Aun con todo existen números como el 26, titulado “A dónde vas humanidad” (1955), que no pueden evadirse de unas circunstancias históricas muy determinadas: la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS. Toda la trama gira en torno a una visión negativa de los comunistas como un enemigo que puede destruir la Tierra. Si en otros números los seres de otros planetas plantean la posibilidad de establecer una hermandad, aquí el contexto histórico, convenientemente tamizado y filtrado por la ideología de los años
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cincuenta en España, transportaba el conflicto de la Guerra Fría hacia el territorio de la ciencia ficción para mostrar que el rojo es el enemigo. También en los años cincuenta, más en concreto en 1954, se publica La nave del tiempo, con guion de José Antonio Vidal y dibujo de Ambrós (también autor de El Capitán Trueno), como suplemento de la revista Pulgarcito —en un formato singular (27 cm x 9 cm) para aprovechar el papel sobrante de la impresión de otras revistas y que exigían una lectura en vertical—. Partían del tema del viaje en el tiempo iniciado por Wells (junto a Enrique Gaspar) en el campo de la novela y por Brick Badford en el terreno del cómic. La serie contó con diez números. A ello convendría añadir otras series que completaban el panorama del cómic de ciencia ficción durante estos años: El dueño del átomo (1956), de J. Llarch y dibujo de J. Martí, publicado por la Editorial Ferma con treinta y tres números, en el que se ofrecían exploraciones en el mundo subatómico; El poder invisible, del mismo guionista con la colaboración al dibujo de J. Martínez Osete, que se publica también en la editorial Fema en 1957, y Platillos volantes (1955), dibujada por J. Ribera para la Editorial Ricart, se hace eco de la moda de avistamientos de ovnis que tiene lugar a partir de 1947 cuando el piloto Kenneth Arnold dijo haber observado platillos volantes sobre Mount Rainer, en Washington, y que tuvo una notable repercusión sobre el cómic y el cine de ciencia ficción norteamericano (Benton, 1992: 53 y ss.). El propio Arnold narra su experiencia en el libro The Coming of Saucers en 1952, aunque ya Donald Keyhoe había publicado Flying Saucers Are Real (1950).
3. Los sesenta o una revolución llamada Delta 99 En los años sesenta sigue vigente la publicación de historietas de ciencia ficción. Cabe destacar alguna historia como “Galax el cosmonauta”, publicada en el semanario Bravo de la Editorial Bruguera —con Víctor Mora como guionista y Fuentes Man como dibujante—. Galax sigue estando asociado al mundo de la aventura y a la proclamación de ciertos ideales que se asumen como un comportamiento ético. Los años sesenta suponen una revolución en el tratamiento del lenguaje
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gráfico dentro del cómic de ciencia ficción. Existen obras que suponen una ruptura profunda con respecto a la tradición. En este sentido cabría destacar la publicación en la revista Oriflama12 de “Lavinia 2016 o la guerra dels poetes” (1967 y 1968), creada por Enric Sió, con guion de Emili Teixidor. La asunción de una topografía de índole literaria como el nombre de Lavinia para referirse a Barcelona, que ya había usado Salvador Espriu desde una perspectiva satírica, indica el substrato ideológico sobre el que se asienta Enric Sió. Román Gubern establece un paralelismo con el estudio de Jordi Solé-Tura “Catalanisme i revolució burguesa” de 1967. Ambos proponían una revisión y superación de cierto catalanismo costumbrista al tiempo que se inscribían, quizá por primera vez, dentro del cómic que explícitamente mostraba su faceta política: “Lavinia 2016” adquirió al nacer no solamente la singularísima condición de ser el primer cómic político explícito publicado bajo el franquismo y desde una perspectiva opuesta a la de las clases dominantes centralistas, sino que además parecía también investido de una condición satírica hacia la propia cultura que se reivindicaba (Gubern, 1974: 41).
12 Lavinia se volvió a publicar en el n.º 13 de la revista Bang! (1974: 32-40), con un monográfico dedicado al cómic político bajo el franquismo. Existe otra edición con el título La guerra del poeta. Obra original (2016: 9-17). Contrasta el tratamiento político dentro del cómic de ciencia ficción en España si se compara con el caso argentino. Oesterheld había ofrecido dentro de su “Eternauta” (1957, revista Hora Cero) no solo una aventura bélica, sino también la posibilidad de establecer una lectura política. Esa lectura política se intensificó en la reescritura de una historia que iba acompañada por el dibujo de Breccia (1969, revista Gente). Sigue patente ese contenido político en La guerra de los Antartes (con una versión en 1970 y otra en 1974) y, por supuesto, en la segunda parte de El eternauta (1976). Curiosamente, El eternauta no se publicó en España hasta 1982, de los n.os 157 a 182 de la revista dedicada al cómic de terror Dossier Negro. Fue una edición poco respetuosa con el original. La versión de la revista Gente fue publicada en la biblioteca Totem, n.º 4 (1979). Esa misma versión había sido publicada ya por la revista El Globo desde el n.º 1 en 1973.
Fig. 3. Páginas de “Lavinia 2016”, de Enric Sió, en las que se puede apreciar la brecha estilística entre la sofisticación pop y el estilo caricaturesco. En ellas también se observa la inserción de versos de poetas catalanes junto a referencias propias del mundo del cómic, como Snoopy.
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Situada en un mundo futuro —el de 2016—, plantea un entorno distópico en el que el lenguaje está prohibido, algo en lo que habían insistido autores como Orwell en su archiconocido 1984 o Bradbury (con la literatura) en su Fahrenheit 451. En el apartado gráfico el estilo oscila entre un dibujo caricaturesco, que encaja perfectamente con esa distancia irónica, y la estética realista con montajes de página impactantes, que situaba el lenguaje visual en una experiencia de innovación radical. Esa oscilación gráfica entronca, por otro lado, perfectamente con el carácter poliédrico de sus intenciones. Ese pastiche gráfico-intencional contempla la mezcla e inserción de material de diversas fuentes. Junto a la famosa frase de Juvenal Quis custodiet ipsos custodes aparecen los versos de Raimon y su canción D’un temps, d’un país del año 64, o los versos de Pere Quart de “Corrandes d’exili” cantados por Lluis Llach, que introducían temáticamente la figura del escritor exiliado y silenciado por la dictadura. Precisamente esta idea del escritor exiliado puede ponerse en relación con la elección del protagonista basado en la figura del escritor de novela negra y ciencia ficción Manuel de Pedrolo, que había sido censurado por el franquismo por su catalanismo [Fig. 3]. Todo ello estaba además amasado en una suerte de cóctel en el que la cultura pop servía como una filosofía que aunaba al cantautor con la música más rock/pop en un pastiche no solo intencional o literario, sino también gráfico y musical. El matriarcado de ese mundo futurista recupera, además, la figura femenina sensual que había puesto de moda el cómic futurista, Barbarella y sus sucesoras. El final narrativo es un canto a la esperanza de un mundo mejor en el que se alude a figuras como los Beatles, quienes, en su Yellow Submarine y desde unos presupuestos de la psicodelia pop, habían construido también una utopía sólidamente anclada en los universos musical y visual. Sió sigue con sus incursiones en un terreno aledaño a la ciencia ficción con la serie titulada Sorang (1968), publicada en los fascículos juveniles de Vector 2, de Salvat Editores. En su temática está instalada una profunda reflexión sobre el lenguaje y el poder de la imagen.13
13 Se trata de una civilización submarina formada por restos de antiguos naufragios que cobraron vida tras una explosión nuclear. Su comunicación es telepática y de
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Otra obra de Sió a tener en cuenta es Aghardi, que apareció serializada en 1969 en la revista italiana Linus, en la que publicaban autores como Crepax, Pratt o Battaglia. Situado en la estela de las visiones de Erich von Däniken, Louis Pauwls y Jacques Bergier, que se basan en las reminiscencias de lo extraterrestre en las culturas ancestrales (Yexus, 2016: 24-25).14 Tal y como se ha mencionado en capítulos anteriores, la revista de ciencia ficción Nueva Dimensión aparece en 1968.15 No solo es importante por su faceta literaria, sino también por su aspecto gráfico, ya que contó con la colaboración asidua de autores especialmente importantes dentro de la renovación del cómic español. Josep Maria Beà, Carlos Giménez, Esteban Maroto, Enric Sió y Adolfo Usero aportaron con sus ilustraciones e historietas un complemento gráfico de indudable valor a la revista. Entre otros aciertos cabe destacar la publicación en el n.º 5 de la historieta creada por Josep Maria Beà titulada “Emotivaciones 68” [Fig. 4]. Se trata de algo puramente experimental en la línea del cómic abstracto que diluye el componente narrativo, pero que aglutina por yuxtaposición de imágenes una gran intensidad estética que lleva la iconografía de la ciencia ficción al territorio del arte. Convendría situar todo ello en un contexto internacional para ver cómo se ha buscado en la obra de Robert Crumb “Abstract Expressionist Ultra Super Modernistic Comics” (1968), publicada en el
índole visual y acabarán raptando a Julio, científico, que acabará transformando esas imágenes en vocablos. En su confección técnica, Sió es absolutamente experimental con distorsiones cromáticas y una estética pop que reinventaba el lenguaje del cómic (Gasca, 1969: 336-339). La idea original pertenecía a Emili Teixidor, pero acabó siendo asumido por Sió como autor único a partir de la lámina 25. 14 Aghardi se publica como álbum en España en 1979 por la editorial Nueva Frontera y es reeditado en 2013 por Editores de Tebeos. 15 Hay que recordar también que, precisamente, en 1968 La Estafeta Literaria en su n.º 390 dedica un especial a la ciencia ficción. Para seguir con esas coincidencias cronológicas, resulta necesario apuntar el dato de que también en 1968 se comienza a editar la revista Bang! En el primer número se argumentaba sobre la necesidad de un estudio de las narraciones gráficas específicamente destinadas a los adultos. Para una visión realizada desde dentro de la revista Nueva Dimensión, remito a las páginas del propio Domingo Santos (2002).
Fig. 4. Página de “Emotivaciones”, de Josep Maria Beà, publicada en el n.º 8 de la revista Nueva Dimensión.
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primer número de la revista Zap Comix, un hito importante para la consecución del cómic abstracto. Se ignora, sin embargo, en el estudio del cómic abstracto la obra de Beà, quien desde el terreno de la ciencia ficción ofrecía una importante reflexión sobre la confluencia gráfica de la pintura y del cómic (véase Molotiu [2009]). También en 1968 tiene lugar otro acontecimiento de especial interés para el desarrollo del cómic en España en general y del cómic de ciencia ficción en particular. Se trata de la publicación de la revista Delta 99. La revista se editó entre 1968 y 1971 por Ibero Mundial de Ediciones y se basaba sobre todo en la publicación de dos series de gran importancia, como son 5 por infinito y Delta 99, en la que participaron parte de los autores que ilustraban Nueva Dimensión. La primera de ellas fue creada por Esteban Maroto con la ayuda inicial de otros dibujantes agrupados bajo la denominación del Grupo de la Floresta: Adolfo Usero, Luis García, Ramón Torrents y Suso Peña. Se trata de una serie de relatos autoconclusivos de veintitrés páginas en los que, en cada uno de ellos, se desarrolla una misión encomendada por Infinito, un ser extraterrestre que es el único superviviente de una extinta civilización. A pesar de que la revista de Delta 99 ofrecía en su portada el marchamo de “ciencia ficción para adultos”, todavía la aventura seguía siendo la columna vertebral de la narración. Ese carácter aventurero prima sobre la psicología de los personajes. No existe una experiencia emocional continuada a lo largo de los diferentes capítulos en los que los personajes pudieran ir creciendo interiormente sobre la base de sus vivencias y recuerdos. Importa más el mundo externo, el tiempo de la acción, y esto se ahorma en una estructura narrativa basada en esquemas simples y de índole repetitiva en los que es habitual que una joven reina en apuros necesite de la ayuda de Infinito y su equipo. Sobre esa estructura de una carencia que el grupo Infinito/grupo de los cinco habrá de solucionar se incrustan motivos de larga andadura narrativa, como el de las sirenas, que remedan en parte situaciones ya experimentadas en la narración de aventuras y en la Odisea. Civilizaciones extraordinarias, elementos misteriosos que rozan el terror y lo sobrenatural son, desde un punto de vista temático, su atractivo. La estructura está lastrada por su propia sintaxis constructiva basada
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en una serialidad en la que cada capítulo se inicia desde cero. Existe, normalmente, una fuerte elipsis narrativa que conduce las más de las veces a una resolución violenta y, quizá, un tanto apresurada que no le permite mostrar las sutilezas en los estados de ánimo porque faltan esos momentos de transición en los que los diversos personajes pudieran mostrar su soledad, miedos, dudas, etc. Podría decirse que, en lo concerniente al guion, el lector tiene la sensación de estar ante situaciones plenamente asentadas en la tradición. Sin embargo, una de las grandes novedades aportadas por Maroto está en el apartado gráfico, en el que consigue un nivel de sofisticación sobresaliente y en el que, comparado con obras contemporáneas como Galax el cosmonauta, se ofrece un repertorio visual de inusitada madurez. Con todo ello se consigue una gran intensidad estética que confiere a la obra una profunda personalidad. La composición de página muestra un despliegue gráfico de capacidad hipnótica. Ilustrativa de todo ello resulta la página del episodio “Miedo”, en el que Aline ayuda con sus poderes mentales (la hipnosis) a Altar para vencer el miedo. Mediante una puesta en escena espectacular se consigue disolver la diferencia entre el mundo interior y el exterior, difuminar la temporalidad y superponer hasta tres líneas narrativas que se organizan en torno al centro de la página, que resalta en un primer plano la cara de Aline y su omnipresente voz que guía a su compañero [Fig. 5]. La sofisticación creaba una fuerza de atracción visual que explotaba desde las lindes de la ciencia ficción. La estructura narrativo-visual de la página se vuelve maleable y la rejilla de viñetas se diluye en la búsqueda de efectos sorprendentes por la utilización de imágenes de gran tamaño que se superponen buscando otras formas de configurar visualmente el tiempo. Esa nueva gramática narrativa permitía no solo crear un lenguaje visual sumamente atractivo, sino que también daba forma y concretaba visiones y elementos inquietantes con una fuerza realmente eficaz. Todo ello debe unirse a un efectismo gráfico que recrea de manera impecable las peleas cuerpo a cuerpo habituales en cada episodio hasta el punto de constituir una marca genérico visual de la serie y que garantizan un esteticismo que no descuida las poses, sobre todo las femeninas, en una forma de crear una connotación de coqueteo erótico incipiente. La utilización de tramas, contrastes positivos/negativos
Fig. 5. Página tomada de la historia titula “Miedo” de la serie 5 por infinito, de Esteban Maroto.
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de una misma imagen, superposición de acciones dibujadas sobre un mismo espacio, yuxtaposiciones de angulaciones que serían incoherentes en una misma viñeta explota en una saturación de imágenes que funcionan como indudable atractivo. La obra de Maroto tendrá una especial repercusión en el extranjero y su 5 por infinito conocerá ediciones en Italia, en Argentina, en Alemania, en Brasil, en México, en Portugal y dos ediciones en Suecia. Se trata de un verdadero éxito en el extranjero. Sin embargo, lo más curioso será la adaptación que se llevará a cabo en Estados Unidos de la mano de Neil Adams, quien retoca tanto su argumento como su aspecto visual para adaptarlo a una imaginería más acorde con el mundo del comic book norteamericano. Se publicará con el nombre de The Zero Patrol.16 También en 1968 la revista Delta 99 habrá de publicar la serie homónima Delta 99, con guion de Jesús Flores Thies y dibujo de Carlos Giménez. La obra nació como una idea de Josep Toutain en el marco de la agencia Selecciones Ilustradas, encargada de producir cómics para publicar y vender también al extranjero. Toutain quería crear una especie de James Bond pasado por el tamiz de la ciencia ficción, aunque esta idea no acabó de gustar a su guionista. Nació, así, lastrada en sus argumentos por un larvado conflicto entre las imposiciones conceptuales de Toutain, quien retocaba y rehacía los guiones para adaptarlos a su gusto, y la libertad creadora exigida por el guionista. Finalmente, la historia apareció junto con 5 por infinito en la mencionada revista Delta 99, que pertenecía a la editorial Iberomundial de Ediciones. La revista constaba de cuarenta y ocho páginas en blanco y negro, de las que veinticuatro páginas estaban dedicadas a Delta 99 y otras veinticuatro a 5 por infinito. Como curiosidad podría decirse que la revista adoptó un formato de 210 mm x 155 mm. Ese formato,
16 En España hubo, además de la edición publicada en Delta 99, otras ediciones: la publicada en los setenta por la editorial Buru Lan, en la que se introdujeron cambios en el montaje de páginas y se coloreó interviniendo muy notablemente sobre el original, y la edición de la editorial Ursus en los años ochenta en cuadernos de veinticuatro páginas. En 2011 se realizó una pulcra edición en la editorial Glénat.
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más pequeño de lo que será habitual en otras revistas, buscaba distanciarse de la imagen de cómic para niños y esquivar así la censura sobre ese tipo de revistas. Así, el formato, como siempre ocurre en el cómic, es un signo muy marcado que señala la esencia de la narración y al público al que va destinado. Al margen de las connotaciones culturales que pueda tener el formato de publicación, este tendrá también repercusiones sobre la historia desde el momento en que, por la necesidad de encajar esas páginas en el nuevo tamaño de página —mucho más pequeño—, se mutilan textos e imágenes. Hay algo que comparten 5 por infinito y Delta 99. En uno y otro caso, los diferentes protagonistas son una serie de enviados para solucionar problemas y derrotar a unos seres malvados: en ese sentido son deudores de las estructuras tradicionales del relato folclórico. Sin embargo, el recorrido y ejecución resultan diferentes: 5 por infinito se desarrolla en el espacio interestelar y las visitas a diferentes planetas de esa patrulla comandada desde la distancia por Infinito permitirán ahondar en elementos como lo exótico e incidir en lo misterioso, lo inexplicable y también en el horror. Esos nuevos territorios permitían a Maroto un despliegue visual inusitado; por el contrario, en Delta 99 la acción se desarrolla en la Tierra. Delta 99 es un extraterrestre enviado para derrotar al mal y conseguir que este planeta pueda integrarse en la Confederación de Planetas de las Tres Galaxias. En 5 por infinito la asunción de un cronotopo de índole exótica servía para crear unas marcas visuales que rescataban constantemente el repertorio iconográfico de la ciencia ficción: viajes espaciales, naves, planetas, recursos tecnológicos configuran parte de ese acervo imaginario propio del género que tiene su vigencia en el apartado plástico. Ese repertorio gráfico se ha diluido en Delta 99, más cercano al thriller que a la ciencia ficción. Es ilustrativo de todo ello el hecho de que en la primera historia —la titulada “El agente que llegó de las estrellas”— existen vestigios de todo ese imaginario de la ciencia ficción que establecen un fértil diálogo genérico entre repertorios visuales perfectamente diferenciables: la aventura y la ciencia ficción [Fig. 6].
Fig. 6. Páginas consecutivas de Delta 99 en las que se puede apreciar la distinta configuración iconográfica que remite a la ciencia ficción y al mundo de las aventuras.
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Dentro de sus logros narrativos la serie destaca por presentar a un héroe que, aunque de procedencia extraterrestre, se muestra como alguien vulnerable, lejano en cierta manera del héroe épico y que sale airoso de numerosas situaciones gracias a la inestimable ayuda de la pirata china Lu, convertida en su gran amor, quien desde la sombra actuará como un elemento protector del agente Delta.17 Carlos Giménez también se hará cargo de la parte gráfica de Dani Futuro, cuyo guion correrá a cargo de Víctor Mora. La serie comenzará a publicarse en la revista Gaceta Junior (en el n.º 75, en marzo de 1970)18 y en su primer capítulo cabría destacar las hondas resonancias emocionales que atesora el protagonista: Daniel Blancor, quien descubre que, tras el accidente de avión que ha tenido cuando viajaba para reencontrarse con su padre, ha permanecido en un estado de hibernación durante ciento treinta y cinco años. Al despertar se encontrará con Iris —la sobrina del científico Basil Dosian, que lo devolverá a la vida—, que le contará lo que ha pasado, y con un mundo que le resulta desconcertante; el lector, por su parte, podrá comprobar cómo emergen desde el estado de semiinconsciencia del protagonista
17 Parece como si otro tipo de héroe se estuviera prefigurando dentro del cómic. Los años sesenta verán cómo desaparecen algunos de sus héroes más emblemáticos: El cachorro lo hará en 1960; El cosaco verde, en 1963; El guerrero del antifaz y Jabato, en 1966, y El Capitán Trueno, en 1968. 18 La historia de Dani Futuro queda interrumpida tras el cierre de Gaceta Junior en el n.º 81. Mora y Giménez tuvieron que pugnar por conseguir los derechos de autor sobre el personaje. Mientras eso sucedía, crearon un spin off de la serie, cuyo protagonista era la joven compañera de Dani: Iris de Andrómeda. También publicaron otra historia de ciencia ficción titulada Ray 25, que fue publicada en el semanario belga Tintin. Ese semanario reiniciará la publicación de Dani Futuro y más tarde se recopilará en formato álbum por la editorial Lombard. Obtuvo también una gran repercusión internacional con ediciones en Alemania, Italia, Portugal, países árabes o incluso Argentina, donde fue rebautizado con el nombre de Astropibe. La serie fue recuperada en España por Tío Vivo, de la editorial Bruguera, pero con muy poco esmero editorial. En 1988 Planeta DeAgostini recuperó Dani Futuro, en esta ocasión en color, con la inestimable ayuda de Antonio Martín, redactor jefe de Gaceta Junior. La editorial Panini ha hecho una reedición de Dani Futuro (2013) con la recuperación del dibujo en blanco y negro. Para más información, véase Antoni Guiral (2014).
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recuerdos y añoranzas de su padre, dando así una profundidad tremendamente emotiva al personaje, al tiempo que se despliega un repertorio visual sumamente sugerente. Ese carácter de orfandad sería suficiente para singularizar una serie como la de Dani Futuro. En toda esa explosión de imágenes y emociones Giménez bien podría haber filtrado parte de su experiencia vital, que saldrá a la luz de manera definitiva en Paracuellos. Lejos está, pues, su protagonista del paradigma del héroe a lo Flash Gordon, ya que, al igual que en Delta 99, el agente venido de las estrellas, es capaz de atesorar una fragilidad que lo hace reconocible como personaje más allá del mero estereotipo del héroe concebido como guerrero valiente. Dani es un joven muchacho con una dulzura de rasgos y carácter que ofrecían los mimbres perfectos para encajarlo en una historia donde lo exótico provenía de la tradición de ciencia ficción (naves, planetas y seres extraordinarios) justificada narrativamente por la ubicación futurista del relato, pero donde también se instalaba una veta humorística que no era extraña al cómic (como ya se ha visto en alguna de las series de la revista Futuro). Ese carácter humorístico centralizado en la aparición del robot Jorge actúa como catalizador de una determinada caracterización de los seres de otros planetas. Los seres que se encuentran en la aventura “Cyborg” son una entrañable tribu de hombres bajitos que se ven amenazados por un gigantesco cíborg proveniente del espacio. No existen tintes tan marcadamente macabros como en otras series (5 por infinito, pongo por caso) que pudieran arrastrar el relato hacia los linderos del terror. Evidentemente, la serie formaba parte de la línea editorial de Gaceta Junior y su público era supuestamente mucho más joven que el que presumiblemente leía la revista Delta 99. La reorientación hacia otro público de índole más infantil no implica un lenguaje simplista, más bien al contrario; Carlos Giménez consigue dotar a la parte gráfica de un sorprendente poder narrativo, sin perder por ello legibilidad. Algunas de sus páginas, como la incluida en la historia “Cyborg”, relatan el momento en el que Dani Futuro, con la ayuda de sus amigos, atrapa a ese gigantesco monstruo con una trampa [Fig. 7]. Se hace a través de una página de enorme densidad narrativa pero que, en esencia, es fácilmente comprensible.
Fig. 7. Página de Dani Futuro de gran densidad narrativa.
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Conforme se van leyendo los diversos episodios de la serie, se atisba un crecimiento en el guion y en el apartado gráfico. Podría decirse que existe una doble ampliación: en la complejidad de las tramas que asumen una mayor duración y en la intensidad de página: Mora y Giménez ofrecen todo un elenco de posibilidades expresivas. Tanto en la configuración de las naves —la imponente fisonomía gráfica de la nave Galaktos— como la variedad de montajes de página en la que los grandes planos ocupan toda la plancha —como la que representa la ciudad de Pansibar—, los primeros planos o los efectos en los que la imagen se disuelve paulatinamente consiguen conjugar una serie de mecanismos de enorme rendimiento visual y narrativo. Quedan así en la retina poderosísimas imágenes como las viñetas que reproducen la partida de ajedrez que Dani Futuro mantiene con un cerebro electrónico en el episodio “El fin del mundo” [Fig.8]. La viñeta en la que Dani aparece sobre el tablero de ajedrez posee suficiente fuerza icónica como para emanciparse del relato. Todo ello viene derivado de la tensión creciente a la que somete Giménez sus dibujos, en los que parece que fuera educando visualmente de manera paulatina a sus lectores.
Fig.8. Viñeta de la historia “El fin del mundo” de la serie Dani Futuro.
Precisamente desde este punto de vista podría bosquejarse la hipótesis de la influencia tanto de la pintura como de la ilustración
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sobre las formas compositivas del cómic español de ciencia ficción. Esa densidad semántica de las imágenes del cómic que van más allá de una mera representación realista de la historia suponen un punto de confluencia con algunas formas de la ilustración. Si se tiene en cuenta una ilustración como la realizada por Josep Maria Beà en el n.º 3 de la revista Nueva Dimensión, dentro del relato “La balada de las estrellas”, de Genrij Altov y Valentina Juravlev, podrían verse formas compositivas de la imagen muy cercanas a lo que realizaba Esteban Maroto en las portadas de su 5 por infinito. Regresando a la figura de Carlos Giménez, hay que decir que habrá de realizar otra obra que marcará un hito en el desarrollo de la ciencia ficción. Se trata de Hom, realizada en 1975, pero que no se publicó en España hasta 1977. Situada en un mundo arcaico, la obra arranca bajo la inspiración de un fragmento de la novela de Brian Aldiss El lento morir. En el aspecto gráfico Giménez se desmarca del paradigma del héroe bello y fuerte para buscar algo mucho más visceral: la estética feísta del personaje que protagoniza el relato deja un poso expresionista en el que encaja perfectamente una fuerte impronta ideológica. Ese entramado ideológico se vertebra en torno a la idea de la dominación y la alienación encarnada por un amplio espectro de personajes: el propio Hom, los pescadores unidos por su cola a los árboles que, bajo una supuesta idea de protección, llevan una existencia de esclavitud, las mujeres tatuadas y el portador del Gran Yo (un enorme pez) que ejerce su dominio sobre ellos. Hom vivirá alienado por un hongo que, pegado a su cabeza, vive como un parásito que controla su pensamiento. También existe otra figura de dominación en la tribu originaria en la que Mo, inicialmente un guardián que protegía el grupo, acaba usurpando el poder para ejercer un fuerte control violento sobre este. En todo caso, podría decirse que Hom narra una suerte de variación sobre un mismo tema que repite con diversas modulaciones y en el que se puede ver la figura de un ser que domina a un grupo controlando su pensamiento e infundiendo miedo. Desde un punto de vista sociológico podría advertirse cómo se entabla una dialéctica entre el individuo y el grupo; entre la dominación del pensamiento único y homogéneo y la necesidad de rebelión; entre el individualismo egoísta y el libre pensamiento; entre la sumisión grupal y la necesidad de
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solidaridad en la comunidad. Dialécticas todas ellas que tomaban un especial relieve en esos años setenta en los que la dictadura agonizaba en los goznes de una incipiente democracia. Desde un punto de vista psicológico, Giménez sabe administrar perfectamente los mecanismos de crisis interna que protagoniza a lo largo de toda la narración Hom al debatirse entre su conciencia y el control que ese hongo parásito ejerce sobre él. Esto se traduce en una rotulación diferente que caracteriza visualmente ese discurso agonístico. Visto así, Giménez busca la superación del prototipo del héroe, que en la figura de Hom queda diluido hasta desaparecer: no solo por su caracterización feísta, sino también por los actos que realiza bajo los dictados de ese parásito. Habrá de matar contraviniendo la voz de su propia conciencia, pero aquí el protagonista deja atrás al personaje íntegro, fuerte y guapo para ser una metáfora monstruosa de lo que era y es el hombre. La aventura y lo exótico dan un paso atrás para dejar sobre la mesa una reflexión amarga sobre la naturaleza humana. En la década de los setenta Víctor Mora seguirá siendo un autor activo dentro del género de la ciencia ficción con series como Astroman (1973). Estaba dibujada por Manuel Cuyàs y fue publicada en el semanario de Bruguera DDT a partir del n.º 300. Astroman suponía un punto de confluencia entre el género del superhéroe y el de la ciencia ficción, algo comprensible si se tiene en cuenta que el modelo de Superman está muy presente en Astroman. Un año antes, en 1972, había iniciado otra serie titulada Supernova, publicada en Supermortadelo y dibujada por José Bielsa; esta misma serie de Astroman también será dibujada por Edmond en la revista Din Dan. Será, precisamente, en la continuación publicada en Din Dan en la que se introducirán elementos más típicos de la ciencia ficción, elementos que no estaban tan presentes en las historias iniciales dibujadas por Bielsa para Supermortadelo. En el inicio de los años setenta una revista como Trinca (publicada por la editorial Doncel), importante en la generación de un nuevo tipo de lectores y que se presentaba a sí misma como una publicación juvenil que trataba de asuntos diferentes a los “problemas de los mayores”, también acoge entre sus páginas series enmarcables dentro
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de la ciencia ficción.19 El espectro, tanto temático como gráfico, era variado: va desde la sofisticación gráfica de una historia como “Andrómeda”, de Guinovart y Sánchez Pascual, que recuerda de alguna manera a las formas de Maroto, hasta el registro paródico enormemente influido por el Yellow Submarine de los Beatles que caracterizaba la historia de “Peter Petrake” creada por Miguel Calatayud. Por su parte, “Haxtur”, de Víctor de la Fuente, presentaba otra propuesta en la que la ciencia ficción se combinaba con los registros genéricos de la fantasía heroica. A todo ello hay que añadir más propuestas que verían la luz en la revista Trinca, como la de “Yago veloz” (1972), creada por Buylla como parodia del personaje de Diego Valor. Desde un punto de vista editorial sería interesante hacer una ligera precisión sobre cómo la revista condiciona al lector en su acercamiento genérico. En un inicio viene siendo normal que la revista dedique una sección a la ciencia ficción; al menos así figura en el índice. En esa sección a partir del n.º 19 figuran Peter Petrake y Haxtur. Dicho de otra manera; desde el índice y como indicación editorial se ofrecen instrucciones de cómo deber ser leído y bajo qué plantilla genérica debe ser decodificado este grupo de historias. Es de interés, porque Yago Veloz, que aparece ya en el n.º 25, lo hace dentro de esa sección de ciencia ficción, pero en el n.º 35 lo hace en la sección de “Aventuras”, con lo que se cambia el horizonte de percepción genérica en los posibles lectores. Todo ello vuelve más compleja la categorización de un género como la ciencia ficción dentro del entramado de la revista. Así, vuelve a ser llamativo el hecho de que en el n.º 29 Haxtur siga ocupando la sección de ciencia ficción mientras que Rot Robot, de F. S. Sesen y Adolfo, aparece dentro de la sección de “Humor”. Trinca suponía un cierto engarce con la revista Gaceta Junior y anticipaba la legión de revistas que estaban por aparecer.
19 Trinca se publicó entre 1970 y 1973. Con una periodicidad bimensual, tuvo sesenta y cinco números ordinarios, dos extraordinarios y dos almanaques. Desarrolló una estética diferenciada con respecto a la escuela Bruguera. Tras su cierre la colección Trinca sobrevivió hasta 1977 publicando algunas de las series de forma monográfica. Interesa destacar aquí el n.º 10 de Peter Petrake, de Miguel Calatayud, o la obra de Haxtur, de Víctor de la Fuente, números 5 y 12. Yago Veloz se publicará en el n.º 35. Sobre la importancia de Trinca, remito al trabajo de Rafael Marín (2012).
Fig. 9a. Muestras de las diferentes series de ciencia ficción publicadas en Trinca. Fig. 9a. Doctor Petrake, de M. Calatayud. Fig. 9b. Andrómeda, de Sánchez Pascual y Guinovart. Fig. 9c. Yago veloz, de Buylla. 9d. Haxtur, de Víctor de la Fuente.
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4. En la órbita de Métal Hurlant o la explosión de las revistas La década de los setenta es fundamental para el cómic de ciencia ficción. Sin embargo, esa explosión del cómic de ciencia ficción en España habría que situarla dentro de un marco más amplio. En la década de los setenta y ochenta hubo una gran efervescencia dentro del mundo del cómic que, formalmente, se concretó en la aparición de una gran cantidad de revistas dedicadas al cómic con un gran repertorio temático y estilos muy diversos. Antonio Altarriba lo define así: En apenas diez años el contenido de las viñetas cambió radicalmente. La historieta dejó de ser un producto industrial destinado al gran público y que difundía historias de evasión o, incluso, adoctrinamiento ideológico para transformarse en un medio con aspiraciones artísticas a la búsqueda de lectores selectos y críticos (2008: 7).
En esa línea se desenvuelven los argumentos de Francisca Lladó (2001) que describen perfectamente la desatención del público infantil/juvenil en un giro que estaba sucediendo en igual medida en Europa y Estados Unidos. Entre los setenta y ochenta opera un gran cambio: La historieta se ha convertido en un medio situado en la encrucijada de las formas expresivas más actuales y cargado de un potencial contestatario de primer orden, se encuentra en la cresta de la ola, en el filo mismo de la modernidad. [...] Los planteamientos personales adquieren mayor relevancia porque ahora no se trata de cumplir con el encargo de producir, sino de hacer obra (Lladó 2001: 316).
Mientras en España eclosionaba ese boom del cómic adulto, en Francia el colectivo de los Humanoïdes Associés, compuesto por Moebius, Jean-Pierre Dionnet y Philipe Druillet, comenzó a publicar en 1975 una revista dedicada al cómic de ciencia ficción: Métal Hurlant (véase Gilles Poussin y Christian Marmonnier [2005]). Supuso una renovación temática y gráfica del cómic que operaba dentro de la matriz genérica de la ciencia ficción. Apostaban por un despliegue
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gráfico inusitado capaz de acoger los recovecos oníricos de un mundo fantástico. El contenido narrativo se adelgazaba y la formulación estructural de la página saltaba por los aires. En ella se publicaron historias como “Arzach”, de Moebius, historia muda en la que el lector ha de asumir su responsabilidad para producir el sentido. Así describe los logros de Métal Hurlant Carlos A. Scolari: Los historietistas del grupo Les Humanoïdes Associés son hijos legítimos de las luchas de Mayo del ’68. La rebeldía gráfica, la ideologizada búsqueda de un espacio de producción autónomo de las grandes editoriales y el rechazo de un modo de narrar que consideraban estereotipado son algunas de las huellas que las barricadas parisinas han dejado en la producción de les Humanoïdes (1999: 18).
La revista se publicó también en Estados Unidos con el título de Heavy Metal y en España ejerció una importante influencia. Parte de su material fue publicado por la revista Totem, de la editorial Nueva Frontera, y, más tarde, esa misma editorial se encargó de publicar los tres primeros números de la revista ya con el mismo título que la francesa, Métal Hurlant. A partir del tercer número fue la editorial Eurocomic la que asumió su publicación. También la idea de cooperativa de creadores de cómic supuso una importante inspiración para que autores como Aldofo Usero, Josep Maria Beà, Alfonso Font, Carlos Giménez y Luis García se decidieran a publicar otra revista de gran importancia en el panorama del cómic español: Rambla (que se publicó entre 1982 y 1985). Será también la publicación de Métal Hurlant la que de alguna manera impulse en los años setenta la creación de un proyecto editorial como la revista 1984. En ese proyecto colaborarían Josep Toutain y James Warren (el editor de revistas como Creepy, Eerie o Vampirella). Hubo un primer intento fallido en la concreción de ese proyecto editorial. En el n.º 1 de 1984 se explica brevemente el nacimiento del concepto editorial. La idea, concebida por Josep Toutain y Luis Vigil, era crear una revista cuya temática estuviese basada en la ciencia ficción y en la fantasía para exportar al extranjero autores y obras que trabajaban en el marco de la agencia Selecciones Ilustradas. Corría el
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año 1975 y el título pensado era Yesterday, Today... Tomorrow. En abril de 1978 sale el primer número de la edición estadounidense con una periodicidad bimensual y cien páginas. El nombre había cambiado y hacía un guiño a la obra de Orwell; había nacido una revista de extrema importancia para la ciencia ficción española: 1984. Tras ella saldrá la edición española, con una periodicidad mensual y sesenta páginas. En las páginas de 1984 vieron la luz series que forman parte del canon del cómic de ciencia ficción en España y que cabe enmarcarlas dentro de lo que se ha denominado boom del cómic adulto. Josep Maria Beà publica sus Historias de Taberna Galáctica y también En un lugar de la mente;20 Alfonso Font, sus Cuentos de un futuro imperfecto;21 Fernando Fernández hace lo propio con Zora y los hibernautas;22 Miguelanxo Prado da a conocer sus Fragmentos de una enciclopedia délfica (n.os 50-56 y 58-62), y Carlos Giménez, Érase una vez el futuro. Sería
20 A propósito de la utilización del marco de la ciencia ficción en el personalísimo mundo narrativo de Beà, el propio autor afirma: “No calificaría mi trilogía Historias de Taberna Galáctica, En un lugar de la mente y La esfera cúbica como obras de ciencia ficción propiamente dicha, yo no soy un científico para poder fabular rigurosamente con conocimientos que nacen de la ciencia. Utilizo el marco de una realidad fantástica que me permite potenciar los sentimientos discordantes de unos personajes aturdidos, siempre sorprendidos y atenazados por conflictos cuya naturaleza es conexa a la angustia y zozobra de nuestra existencia. Yo soy afecto al surrealismo como medio de reacción ante la vacuidad que nos rodea” (Barrero, 2009). 21 Cuentos de un futuro imperfecto se publica en los números 22-25, 27, 30, 32, 3436 y finaliza en el 38. 22 Zora y los hibernautas se publica a partir del n.º 22. La serie también se publicó en la revista Heavy Metal y en la revista italiana L’Eternauta. Del acercamiento a la ciencia ficción por parte de Fernando Fernández hay que señalar la adaptación que hace de obras de Isaac Asimov al universo del cómic. Un buen ejemplo de ello es Lucky Starr. Los océanos de Venus (1989), que aparece en el n.º 5 de Gran Aventurero. En ella adapta la novela de Asimov de igual título, publicada en 1954 con el seudónimo Paul French. Seis años antes, en 1983, había adaptado varios cuentos del propio Asimov en el libro Firmado por Isaac Asimov. Las historias son las siguientes: “Asnos estúpidos”, “Luz estelar”, “¿Le importa a una abeja?”, “Versos luminosos”, “La amenaza de Calixto”, “Multivac”, “2430 d. de C.”. En el n.º 1 de esta colección de la Editorial Bruguera se había publicado también la adaptación de Yo, robot (con guion de Juanjo Sarto y el dibujo de Luis Bermejo).
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suficiente esta nómina para otorgarle un lugar central en el desarrollo del género, pero, además, 1984 también acogió las obras de los autores argentinos Ricardo Barreiro y Juan Giménez War III —que inician su publicación en el n.º 32— y La Estrella Negra —a partir del n.º 53— o la de Juan Giménez en solitario, Cuestión de tiempo, publicado a partir del n.º 42. Carlos Trillo y Horacio Altuna publicarían también una obra de carácter postapocalíptico titulada El último recreo, por no mencionar otras series de gran calado como Ficcionario, del propio Altuna, que se comienza a publicar desde el n.º 57. Este aluvión de historias de ciencia ficción viene determinado por la línea editorial. Además, se propiciará una espectacular diversificación temática, cuyo espectro va desde el primitivismo hasta la sofisticación tecnológica. También existirá una cohabitación entre el elemento fantástico y la ciencia ficción. El mundo onírico llegaría de las manos de Beà y, más allá de la aventura y los héroes perfectos, entraremos en un mundo distópico y alienante como el descrito por Altuna ya en el primer episodio de Ficcionario, titulado “Programación”, en el que la tecnología deshumaniza al hombre llegando a programar hasta sus ritmos vitales. Existen débitos a una explosión del elemento erótico que es explicable por los años en que se publica la revista. El amor en ese primer capítulo ha desaparecido en las redes de la programación cibernética que dicta cuándo los humanos han de descargar su tensión erótica. Cuando el protagonista Beto Benedetti conoce a otra joven que necesita también aliviar su carga erótica, decide recuperar las viejas costumbres de las relaciones sexuales. En cierto modo podría entenderse como un afán de rebeldía, sobre todo, si se tienen en cuenta las palabras que se cruzan entre ellos mientras van a la casa de la joven. Beto afirma: “Estoy podrido de tanto control. Te programan las diversiones, la estabilidad emocional, la nostalgia... todo. ¡Es inhumano! Hasta cuando haces el amor te han de programar” (n.º 50, 1983: 56). Sin embargo, cuando llegan a casa y Beto descubre una suerte de máquina erógena, ambos se afanarán por darse placer a través de la prótesis tecnológica que constituye esa máquina. Existe, pues, una lectura irónica de ese afán liberador del hombre que toma conciencia del poder deshumanizador de la tecnología, pero que, paradójicamente, cae rendido a ella para su propio placer. A ese
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libre pensamiento le acompaña un cautiverio tecnohedonista: no hay héroes, sino pobres diablos inmersos en un mundo en el que lo humano se descompone y diluye para ser controlado. La ciencia ficción deja atrás la aventura para convertirse en un discurso metafórico y crítico sobre la realidad. Por ello no era obligatorio el escenario exótico ni los viajes intergalácticos. El tiempo de la aventura cede ya terreno en pos del tiempo del hombre, y en esa línea cabe situar los relatos pertenecientes a la serie Fragmentos de una enciclopedia délfica —que comienza a publicarse a partir del n.º 50 (1983), basados en un artificio parecido al utilizado por Asimov en su Fundación—. Prado se vale de la idea de que los delfines harán una enciclopedia de la humanidad. Lo que, desde un punto de vista narrativo, es un archivo histórico se refleja, desde nuestra óptica lectora, como un relato futurista que muestra como un espejo, a modo de discurso en segundo grado, la realidad del hombre y su relación con la tecnología. En la primera historia publicada en el volumen 50 se narran los avances en robótica y la posibilidad de transmisión de sensaciones entre cerebros. El científico Lars Olsen pide que le construyan un robot (un pequeño pájaro) que le permita experimentar la sensación de volar valiéndose de la posibilidad de transferir emociones. Supera así el miedo a volar que tiene, pero acabará muriendo cuando el pájaro caiga por la pedrada de un muchacho. Para Prado la ciencia ficción es una posibilidad de penetrar dentro de los recintos emocionales del hombre; lo narra todo con una sutileza que impregna la atmósfera de un lirismo que anuncia ya lo que hará desde los territorios de lo fantástico: la adopción de un molde genérico para revitalizarlo a través de un discurso profundamente personal. Es el inicio de una transición del cómic de género al cómic de autor. Esa idea de mostrar lo que puede llegar a ser el futuro de la humanidad en una actitud prospectiva permite mostrar toda la capacidad crítica a la ciencia ficción. Alfonso Font lo hará en la serie Cuentos de un futuro imperfecto. El primer relato publicado, “Tanatos vuelve a casa” (publicado en el n.º 22, en 1980), pone de relieve la capacidad del hombre de crear una tecnología destructora perfecta que, sin embargo, puede tomar decisiones autónomas que comporten la destrucción de la propia humanidad. Todos esos relatos parten de una figura
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monstruosa (portavoz de la Comisión Intergaláctica) que es capaz de prever el futuro, un futuro imperfecto, y avisar así a la humanidad de todos los errores que le esperan. En ese marco Alfonso Font tiñe la obra de una pátina gótica que infunde a la serie un toque de terror premonitorio. Font no tiene reparos en construir un relato lleno de referentes. Como curiosidad puede advertirse el dato de que en el capítulo titulado “Lluvia” aparecen dos personajes que protagonizarán a modo de spin off su propia serie de ciencia ficción (Stanley y Clarke) y que, aquí, forman parte de un puesto avanzado de observación en un planeta —publicada más tarde en la revista Rambla y continuada luego en Cimoc—. Los parecidos onomásticos con Kubrick y Clarke son más que evidentes y el hecho mismo de que tengan un ordenador inteligente en su estación llamado Hal 2001 no viene sino a refrendar esa lectura-homenaje; la alusión de los personajes cuando han de intentar reparar una avería en la estación de observación al escritor Robert Sheckley es un indicio del substrato profundamente intertextual de esta serie. Alfonso Font comparte con otros autores (como por ejemplo Horacio Altuna) la distancia irónica en el relato. Así, en “La Gran Empresa” existe una dualidad que explota muy bien una ambigüedad semántica. La Gran Empresa es tanto la batalla que libra John Smith en un combate legendario contra seres monstruosos, salvando así una civilización de una invasión y consiguiendo la recompensa del amor correspondido de Kelian (joven princesa del Palacio Angorlhand), como una empresa en el futuro en la que trabaja el protagonista y que, tras veinticinco años de trabajo en ella, le premia con una experiencia simulada a través de “un casco de alegres ensoñaciones”. El final de esa sesión de ensoñación opera al final del relato y el lector conoce, a la vez que el protagonista, que todo era un embeleco de su imaginación propiciado por la tecnología. El héroe épico se convierte así en un ser anodino y el mundo de fantasía heroica pergeñado a lo largo del relato se desinfla en su transformación en un relato de ciencia ficción [Fig. 10].
Fig. 10. Última página de la historia “La Gran Empresa” de Alfonso Font, de la serie Cuentos de un futuro imperfecto.
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Precisamente ese sustrato literario alienta las historias de otra serie publicada en la revista 1984. Se trata de Érase una vez el futuro, de Carlos Giménez. La primera de esas historias, titulada “Los verdugos” (publicada en el n.º 15, en 1979), en realidad consiste en una adaptación pasada por el tamiz de la ciencia ficción del relato de Jack London “A bordo del Francis Spaigth”. Habitualmente las historias de navegación espacial tenían un referente claro en la aventura y en la exploración naval. Bastaría recordar como bajo la idea de Van Vogt y su “Viaje del Beagle espacial” está latente la figura de las expediciones de Darwin. El relato de London, sin embargo, tenía inscrito un elemento que encajaba perfectamente en la matriz temático-expresiva de Giménez: la fuerza de un grupo que se vale de la indefensión de un joven para matarlo. Una tripulación en una nave a la deriva decide sacrificar a uno de sus miembros para sobrevivir. Tanto en el relato de London como en el de Giménez la tripulación se vale de uno de los cadetes para conseguir alimento y, justo tras matarlo, observan que llega la ayuda del rescate. El dramatismo de la acción se ve contrapunteado por ese final cínico que habla de la condición humana. Bastaría eso para encajarlo dentro de la poética esbozada por otras historias aludidas ya aquí. Sin embargo, no está de más recordar los inicios de Dani Futuro, las miradas perdidas de Hom y lo que Giménez hará en Paracuellos para ver en la mirada de ese joven casi niño un leitmotiv gráfico-narrativo sobre el que se sostiene gran parte de la obra de Carlos Giménez. Posee, además de un substrato biográfico, una fuerte impronta emocional que hace funcionar a la ciencia ficción en este caso como un marco adecuado para la reflexión. Al mismo tiempo Giménez consigue un lucimiento especial en la planificación de las páginas en planos en los que se alterna una visión panorámica de la nave a la deriva con el diálogo en tensión creciente de los personajes. La propia poética de Giménez actúa como un filtro selectivo sobre las fuentes: London ofrecía un guion que actuaba perfectamente en sintonía con el sentir de Giménez. Su capacidad gráfica llevaba también a instaurar nuevos valores narrativos sobre ese esquema literario: la emoción y sensibilidad en contraste con la brutalidad y todo ello reflejado en los ojos de un niño [Fig. 11].
Fig. 11. Página de la historia “A bordo del Francis Spaigth” de la serie Érase una vez el futuro, de Carlos Giménez.
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En 1984 la revista que, precisamente, llevaba ese título muta su nombre a Zona 84. La línea editorial sigue incidiendo en un despliegue exhaustivo de la fantasía y la ciencia ficción. En el n.º 1 se publican historias tan interesantes como “Metrocarguero”, de Enrique Breccia y Cacho Mandrafina, en la que el maquinista del metro ansía dejar los niveles subterráneos para buscar la luz y poder alcanzar, más allá del confinamiento al que está condenada la raza humana, la superficie. Es una historia de liberación en la que los protagonistas buscan lidiar con una topografía laberíntica e incomprensible. No era muy habitual entre la imaginería de la ciencia ficción el uso del metro. Bastaría recordar el relato titulado “A Subway Named Moebius” (1950, Astounding Science Fiction) de Armin Joseph Deutch y su adaptación cinematográfica de la mano de Gustavo Mosquera en 1996 que insufla, además, un contenido político. El tren que aparecía y desaparecía en la inquietante topografía fantástica de Deutch se convierte en un espacio metafórico ideal para la revisión de la historia de los desaparecidos en la dictadura argentina. En la historia de Breccia y Mandrafina esos túneles de metro se convertirán en una metáfora en continua reinterpretación: bifurcaciones entre las que hay que elegir o una ratonera en la que están atrapados. Miguelanxo Prado consigue por su parte situar en un futuro distópico una sólida reflexión sobre el género humano: la falta de empatía, el sometimiento de la clase obrera y el egoísmo forman parte de los males retratados en un dibujo que siempre suele crear una atmósfera emocional. Sus finales suelen ser imprevistos y señalan una profunda amargura. La sutileza narrativa se canaliza a través de la elipsis. A diferencia de los Fragmentos, en los que la tecnología permitía establecer esa reflexión sobre el hombre, aquí, en Stratos, lo exótico del espacio sideral se muta en un escenario urbano superpoblado en el que existe una lucha de clases. Una veta ideológica permite esa lectura metafórica tan habitual en la ciencia ficción cuando se desarrolla una visión sociológica del presente proyectada al futuro. En Zona 84 también saldrán a la luz importantes obras de Fernando de Felipe como son ADN, con guion de Óscar Aibar, que se inicia en el n.º 57 (1989), y S.O.U.L (guion de Jaime Vane), que se inicia en el n.º 69 (1990).
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También la revista Totem, creada en 1977, había funcionado como canalizador de parte de la ciencia ficción francesa publicada en Métal Hurlant. La portada del n.º 1, en el que el editorial esgrimía la necesidad de conseguir una revista dedicada a la publicación de un cómic artístico que fuese heredero de revistas como las de Buru Lan, utilizaba una imagen de Moebius. En ese primer número —página 42— se entonaba un elogio de Métal Hurlant que funcionaba como prólogo a la historia de “Arzach”. No extraña así que en números sucesivos se publiquen y dediquen secciones a los autores franceses de Métal Hurlant: en el n.º 3 se publicaba una entrevista con Philippe Druillet; en el n.º 4, su sección de “Grandes maestros del cómic” está dedicada a Moebius. El n.º 9 publica, precisamente, la historieta de ciencia ficción de Moebius, absolutamente influyente en el mundo audiovisual, “The Long Tomorrow”. Podría decirse que, a diferencia de lo que hace 1984, en la que la ciencia ficción y la fantasía marcan una estrategia editorial, Totem busca un eclecticismo temático en el que, por supuesto, se tiene en cuenta el universo de la ciencia ficción: el referente, al menos en su arranque, será el material de los Humanoïdes Associés y su revista. Sin embargo, la compañía era excelsa: junto con el material francés de ciencia ficción aparecerían a modo de contrapunto temático y como alternativa estética el erotismo de Crepax y su Valentina o la aventura de Hugo Pratt con Corto Maltés, además del relato noir de Muñoz y Sampayo y su Alack Sinner. Esto la dotaba de una variedad temática muy interesante. Por su parte, la revista Cimoc, creada en 1979 pero activa hasta 1995, fue un espacio editorial que dio cabida al género de la ciencia ficción dentro del cómic. En ella vieron la luz dos series de Alfonso Font: la titulada El prisionero de las estrellas, a partir del n.º 30, y Clarke & Kubrick, a partir del n.º 38. Un número antes, en el 37 (diciembre, 1983), había comenzado a publicarse una historia de enorme transcendencia dentro del cómic de ciencia ficción europeo: Valerian, de Christin y Mézières, en el que se ha querido ver un modelo influyente
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sobre la saga de Star Wars.23 También en las páginas de Cimoc (n.º 74) se publicó la serie distópica El Ministerio, de Ricardo Barreiro y Francisco Solano López, o adaptaciones como la realizada por Mike Mignola sobre el cuento de Bradbury titulado “La ciudad” o también la de Dani Torres sobre el relato “El encuentro nocturno”, incluido en Crónicas Marcianas (n.º 136). Entre las series de ciencia ficción cabría también destacar el tratamiento del tema del robot que se hace en Demasiado humano, con guion de Enrique Sánchez Abulí y dibujo de Toni Garcés, que comienza a publicarse desde el n.º 50 y en la que, bajo la técnica del continuará, un robot relata ante un jurado que intenta culparle de la muerte de su amo todas las peripecias que junto a él ha vivido y cómo ha intentado salvarle la vida numerosas veces ayudándole a escapar de sus acreedores. Existe una notable vertiente crítica del mundo contemporáneo visto desde la implacable lógica de un robot que sigue fiel a sus principios de programación, que se basan en la estricta observancia de la conservación de la vida. De otra factura completamente diferente, aunque siguiendo con la temática del robot, es la serie titulada Lorna y su robot, creada en 1979 por Carlos Saiz Cidoncha —vinculado a la revista Nueva Dimensión y que había publicado ya en 1978 La caída del imperio galáctico— y Alfonso Azpiri (véase García Bilbao [2002a]). Lorna se comenzó a publicar en la revista erótica Mastia (1980) y más tarde pasó a ser publicada también en Cimoc. Se trata de una serie de historias autoconclusivas en las que se ofrece una amalgama de humor, alta carga erótica y ciencia ficción. Esa mezcolanza hará de Lorna y su robot una historia singular en la que un marcado erotismo (tan habitual en revistas como 1984) se ve frecuentemente contrapunteado por el chiste constante. El robot, usado como objeto sexual por la exuberante Lorna, está caracterizado como alguien endeble cuya pila atómica se ve seriamente comprometida ante el empuje sexual de su compañera. En el n.º 154 comienza a publicarse la serie de ciencia ficción francesa El ciclo de
23 “Valerian” había sido publicado en el n.º 420 de la revista francesa Pilote (noviembre de 1967).
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Cyann, del guionista Lacroix y del dibujante Bourgeon, que apareció por primera vez en la revista francesa À Suivre en 1992. Cimoc tuvo el valor de resistir a la implosión del mundo de las revistas de cómic que tanta efervescencia tuvo entre finales de los setenta y mediados de los ochenta y continuó ofreciendo algunas de las series de ciencia ficción más allá de los ochenta. En todo caso podría decirse que la ciencia ficción fue un bastidor sobre el que se cimentó ese denominado boom del cómic adulto de los años ochenta. Ya sea como elemento estructurante (1984 o Zona 84), ya como dovela sobre la que apoyar el arco temático (Totem o Cimoc), la ciencia ficción fue un discurso cotidiano en el mundo de la historieta. Bastaría recordar cómo otras revistas, quizá con menos renombre, incidieron en esa línea genérica. La editorial Nedisa publicó Senda del cómic en 1979 y bajo una variedad genérica daba cobijo también a la ciencia ficción. Muestra de ese interés es la entrevista a Moebius que se publica en el n.º 1 o el número extra que le dedica a la ciencia ficción. En 1980 Ediciones Delta comienza a editar su revista Delta. En ese mismo año, 1980, Producciones Editoriales publica Infinitum 2000 y la editorial malagueña Ediciones Wood publica Mark 2000 (1984), en la que podría señalarse la serie Gilgamesh, de Robin Wood (guion) y Lucho Olivera (dibujo). También Ruiz Flores Ediciones publica en 1981 la revista Rea. En todas estas revistas “la ciencia ficción dominó la mayor parte de sus páginas” (Altarriba, 2002: 104). Otro dato que viene a refrendar el empuje de la ciencia ficción en estas publicaciones es el hecho de que la revista Vampus (decantada más hacia el cómic de terror) dedicase también un número a la ciencia ficción.24
24 También la revista de cómics vasca Habeko Mik, creada en 1982 por HABE (Helduen Alfabetatze-berreuskalduntzerako Erakundea), órgano del Gobierno Vasco para euskaldunización y alfabetización de adultos, introduce la ciencia ficción dentro de sus líneas temáticas. Podría destacarse la historia “Hermes”, de Harriet (guion) y Mata (dibujo), o “Bihotz hormatuak”, dibujada por Redondo. También destaca José Ramón González, que se especializó en la ciencia ficción en Habeko Mik (Díaz de Guereñu, 2004: 194-195). Incluso la revista Blue Jeans, de la Editorial Nueva Frontera, que publicaba también Totem publica las tiras diarias de Jeff Hawke, creado por Sidney Jordan, que aparecían en Inglaterra en el Daily
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Se entiende así la reacción de Toni Olivé en el n.º 12 de la revista Cairo —estandarte de la línea clara de la escuela franco-belga—. En ese número, publicado en enero de 1983, en un texto titulado “Corra jefe, corra. Un cómic sin humor es como un hogar sin pan”, abogaba por la recuperación del elemento humorístico: “Los buenos cómics, los de calidad, el Nuevo Cómic, los Cómic de Arte, etc. tienen la obligación de ser serios y adultos. ¡Y es que no hay sitio para el cómic de humor en este mundo cruel!” (Olivé, 1983: 14). A ese ideario de la defensa de un cómic humorístico se le sobrepone una crítica a las nuevas maneras de entender el cómic que se centrarán en una serie de revistas y en un género y autor concreto. Las revistas aludidas son Totem, 1984 y Cimoc. El género y el autor en el que se basa esa crítica del cómic adulto será Richard Corben (el emblema de la revista 1984) y el género que es el objeto de ese discurso irónico es la ciencia ficción: “Los listillos ya se habrán percatado de que estoy aludiendo, con fina ironía, a Corben, y, en general, a la FANTA-CIENCIA. No, no es un refresco: es un género historietístico” (Olivé, 1983: 14). Curiosamente, en ese mismo número aparecerá por primera vez una historieta, titulada “Tritón”, protagonizada por Roco Vargas, personaje de Dani Torres, quien, desde esos postulados de la línea clara, hace una incursión dentro del género de la ciencia ficción. Las palabras de Antonio Altarriba quizá permitan vislumbrar una solución a lo que parece una aparente contradicción: “Nos encontramos ante un producto que no cuenta la aventura, sino que juega a la aventura, manipulando los estereotipos propios del género. [...] En último término no se trata de una serie de ciencia ficción sino de una serie sobre las series de ciencia ficción” (2001: 376).
Express. En el n.º 9 puede leerse la historia titulada “Gloria a Dios en las alturas del cosmos”, de Gemignani y Formosa, que había sido publicada también en la francesa Pilote. No faltan en ella, por otra parte, historias de Moebius o Mézières. La portada del n.º 9 estaba dibujada por Segrelles y en ella figuraban unas naves espaciales surcando el firmamento. Como curiosidad se puede apuntar que la portada del primer número de Métal Hurlant, realizada por Jean-Michel Nicolette, es reproducida en el n.º 7 de Blue Jeans. En ella una androide martillea el cuerpo de un destrozado androide.
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A partir de los años noventa y tras el cambio del modelo editorial en el que las revistas dejan de ser el cauce de publicación, el cómic de ciencia ficción experimenta un retroceso al no existir una línea editorial que catalizara este género narrativo. “Los autores que protagonizaron la renovación de los setenta y ochenta tampoco llegaron a atravesar el umbral de los noventa” (Altarriba, 2001: 323).25 Frente a este retroceso que pudiera dar cuenta de un cambio de gustos entre el público, irrumpen en escena, paradójicamente, otros fenómenos directamente relacionados con el cómic de ciencia ficción, como son la publicación de los mangas Akira (iniciado en 1984), de Katsuhiro Otomo, o Ghost in the Shell (1989), de Masamune Shirow, que suponen un acercamiento del manga (y del manga de ciencia ficción) a Occidente. Es indudable que en su éxito editorial colabora el hecho de que ambas posean espléndidas adaptaciones al anime realizadas por el propio Otomo y por Mamoru Oshii. No obstante, la ciencia ficción resiste en los noventa gracias a la obra de autores como Miguel Ángel Martín, que publica, primero en Krazy Comics (revista publicada entre 1991 y 1993) y más tarde en la revista Makoki, las historias de Brian the Brain. La deformidad del personaje, que posee un cerebro que aflora en su cráneo, le consigue una serie de capacidades excepcionales, pero lo vuelve, a la vez, un ser vulnerable y rechazado por sus compañeros. Antonio Altarriba explica perfectamente el rendimiento narrativo de ese aspecto visual: En cierta forma [se refiere a Brian el protagonista] su deformidad congénita se podría interpretar como la plasmación gráfica de esa sinceridad. Brian lleva bien a la vista su cerebro mientras que el resto del mundo oculta sus vísceras, disimula hipócritamente sus intereses o sus desviaciones sicológicas, soterrándolas bajo unas formas impecables, bajo una lustrosa y uniforme costra ósea (Altarriba, 2001: 450).
25 Para conocer la producción del cómic durante la transición entre el boom y el crash del cómic adulto y sus revistas, así como el panorama de los noventa, remitimos a los trabajos de Juan Manuel Díaz de Guereñu (2014, 2011).
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Miguel Ángel Martín ya había publicado en Zona 84 la serie The Space Between entre los n.os 57 y 67 y continúa transitando los terrenos de la ciencia ficción y del ciberpunk en otras series como Cyberfreak (1996) o Surfing on the Third Wave, publicadas en la revista Víbora (1998). En 1998, también, la editorial Undercomic publicará Love Gun, de Javier Rodríguez, en el que en un futuro distópico se ofrece una historia con fuerte carga social.
5. Cómics de ciencia ficción para el siglo XXI Tras el advenimiento de la novela gráfica, que formaba parte de un movimiento de cómic de autor que se liberaba de las ataduras genéricas y de las imposiciones editoriales, podría pensarse que la ciencia ficción tendía a desaparecer o al menos a convertirse en un discurso minoritario dentro del cómic. Pero es curiosamente esa misma irrupción de la novela gráfica la que podría ayudar a la recuperación de clásicos del cómic de ciencia ficción española y extranjera que habían sido relegados al olvido, ofreciendo la posibilidad de compartir un espacio editorial común. Tras la implosión del mercado del cómic con la desaparición de gran parte de las revistas que en los ochenta y principios de los noventa habían canalizado la publicación de aquello denominado como el boom del cómic adulto, los albores del siglo xxi ofrecen un nuevo marco de publicación para dar a conocer ese nuevo tipo de cómic de autor. Surgen editoriales como Sinsentido (1999), Astiberri (2001), Ponent Mon (2003) o Apa-Apa (2008). Junto con este panorama aparece la creación de premios como el convocado por la cadena FNAC en colaboración con la editorial Sinsentido o el Premio Nacional de Cómic, ambos creados en el 2007; lo que da cuenta de ese cambio de orientación en la percepción del cómic. Será Astiberri, precisamente, la editorial que ha publicado una de las obras más importantes en la evolución del cómic en España dentro del ámbito de la novela gráfica (me refiero a Arrugas, de Paco Roca), la que recupera cómics de ciencia ficción que son clásicos y que forman (o deberían formar) parte del canon. Destacan así las reediciones de
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obras tan emblemáticas como Ciudad, de Ricardo Barrerio y Juan Giménez, que, tras los intentos fallidos de publicación en los ochenta en las revistas argentinas Tiras de Cuero y Hora Cero, verá la luz —ya de forma completa— en 1991 gracias a Toutain y en 2015 lo hará dentro del catálogo de Astiberri. Lo mismo puede decirse de la distopía protagonizada por niños El último recreo, de Carlos Trillo y Horacio Altuna, que empezó a publicarse en España a partir del n.º 41 de la revista 1984 y que Astiberri ha vuelto a editar. Editoriales como Astiberri no solo recuperan clásicos de la ciencia ficción hispánica, sino también obras de referencia del cómic de ciencia ficción internacional. Tal es el caso del clásico de Bryan Talbot Las aventuras de Luther Arkwright, que comenzó a publicarse en 1978 de forma serializada en Near Myths y que Astiberri publica en 2016, y la misma editorial se encargó de publicar la continuación de esta serie, El corazón del imperio. Será igualmente Astiberri la que publica la obra del autor que se había dado a conocer con la novela gráfica Píldoras azules, Frederik Peeters, que en su evolución ha cultivado también la ciencia ficción en obras como Lupus o Aama. Lupus supone una forma de desmontar tanto el lenguaje gráfico típico de la ciencia ficción como su inventario temático. Sabe administrar los tiempos muertos para que no sea solo el tiempo de la aventura el motor narrativo de la historia. Por eso rescatará el mundo interior de los personajes y confeccionará un nuevo protagonista, ya muy alejado del paradigma heroico de Flash Gordon, como salvador del mundo (Díaz de Guereñu, 2014: 129-148). Además, junto a la línea de recuperación de clásicos de la ciencia ficción hispánica y de la ciencia ficción vista desde la sensibilidad de la novela gráfica, Astiberri publica la serie de éxito internacional Descender, de Dustin Nguyen y Jeff Lemir. Junto con estos autores el mismo sello editorial publica la obra de autores españoles como Javier Peinado (dibujo) y Santiago García (guionista), El fin del mundo (2014), donde un anónimo dibujante de tebeos cuenta la historia del fin del mundo filtrada por un registro pseudohumorístico. Lo cotidiano del nuevo cómic se alía con uno de los vectores del universo temático de la ciencia ficción. Javier Peinado y Santiago García ya habían colaborado dentro del marco de la ciencia ficción en su obra
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La tempestad (Astiberri, 2008), en la que se sumen en la recreación de la obra homónima de Shakespeare desde una nueva perspectiva genérica. Este binomio creador también fue el responsable de la ucronía Héroes del espacio (Planeta DeAgostini, 2009), protagonizada por una serie de cadetes que forman parte de un ejército europeo que pugna por consolidar su hegemonía espacial. De forma paralela a la trama, el lector conoce también el pasado de cada uno de los protagonistas. También dentro del campo de la ciencia ficción Santiago García ha realizado Yuna con la colaboración de Juaco Vizuete (Astiberri, 2015), en el que la emocionalidad melancólica prima sobre la acción. Yuna es un ser artificial que acompaña a Héctor en su periplo por el espacio. Ambos se embarcan en un viaje sin que se sepa su objetivo definido y en un tiempo en el que la humanidad ha fabricado seres con una inteligencia artificial capaces de paliar la soledad. Desde esta perspectiva cabe entender también la interesante obra de Pep Brocal Cosmonauta (Astiberri, 2017). No es la primera incursión en el cómic de ciencia ficción de Pep Brocal. Había publicado junto con Manel Fontdevila ya en la revista Zona 84 la serie ¡Hola, Terrícola! La historia de Cosmonauta, de Pep Brocal, sirve como ejemplo perfecto para ir confeccionando algunas hipótesis provisionales. Dentro del marco de la ciencia ficción a partir del 2000 se mantienen en cierto modo algunos de los motivos temáticos exigidos por la matriz genérica del relato; sin embargo, se alteran las coordenadas narrativas, viéndose desplazados el exotismo de mundos lejanos y la aventura como elemento activador de la trama narrativa característicos de las historietas de la tradición anterior, que se ven ahora sustituidos por un cariz más reflexivo. El viaje espacial sirve como una coartada para adentrarse en otros abismos acaso más profundos que los ignotos espacios interestelares: la propia memoria de cada uno de esos personajes protagonistas. En el apartado gráfico el lenguaje se ve ciertamente atemperado para desembocar en un dibujo más parco, con paletas cromáticas más elementales pero muy efectivas desde un punto de vista narrativo. La fascinación gráfica ya no parece una meta a conseguir, al menos en un primer momento. En Cosmonauta volvemos a encontrarnos con un mundo apocalíptico y la misión solitaria de Héctor de navegar hacia los confines del universo. El viaje espacial parece
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una coartada para iniciar una sólida reflexión sobre lo que ha sido su pasado y el sentido de la vida. Se mueve, pues, entre la intimidad del personaje y la transcendencia de intentar encontrar sentido a la vida buscando alcanzar una conversación con Dios en el borde del universo. Todo ello, además, se desarrolla bajo el amparo que ofrece el apoyo conversacional mantenido con el ordenador de su cohete. Eso sí, la historia posee un final sorprendente y anticlimático en el que el lector ha de reorganizar toda la narración que ha visto ante sus ojos. En ese final el género de la ciencia ficción queda relegado a un segundo plano. La ciencia ficción es tan solo un relato posible montado sobre un material onírico en el que la vida se mezcla con otras alucinaciones. Mención especial merecen obras como la titulada I. D., de Emma Ríos (Astiberri, 2016), y E-19, de Mayte Alvarado (El Verano del Cohete, 2015). Ambas obras suponen la incorporación de la mujer a la creación del cómic de ciencia ficción en España. Si bien es cierto que la mirada femenina ha estado muy presente en la confección de la novela gráfica, tal y como apuntan los trabajos de Hillary Chute (2010) para el panorama internacional y Adela Cortijo (2011) para el territorio español, parece más difícil encontrar escritoras o mujeres dibujantes dentro del cómic de ciencia ficción.26 La nómina de autoras actuales parece decantarse más por el ámbito de lo íntimo y la representación de la identidad. Sin embargo, la figura de la creadora de cómics ha pasado ciertamente inadvertida en la confección de los cánones. Cobra pleno sentido desde esta óptica la creación del Colectivo de Autoras de Cómic, una asociación promovida por Carla Berrocal, Elisa McCausland, Marika Vila y Ana Miralles, que promueven exposiciones como “Autores de tebeo de ayer y de hoy”. También puede destacarse a Natacha Bustos (que forma parte del colectivo de Caniculadas junto a Carla Berrocal, Srta. M., Mamen Moreu, Mireia Pérez, Clara Soriano y Bea Tormo). Natacha Bustos es la encargada del dibujo del tomo IV de la serie de ciencia ficción publicada en Francia Lolita HR, cuyo guion corre a cargo de Delphine Rieu y que, en sus tres
26 Puede recordarse la figura de Mariel Soria, que dibuja la serie “Sí, hay futuro” en la revista Zona 84, con guion de Andreu Martín. Agradezco el dato a Yexus.
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primeros números, había dibujado Javier Rodríguez. En este contexto voces como la de Emma Ríos y Mayte Alvarado son un aporte reseñable para estudiar la evolución del cómic de ciencia ficción en España. Ambas inician una reflexión también sobre la identidad y la soledad que, sin ser marcas temáticas exclusivamente asociadas a la creación realizada por mujeres, sí que suponen una traducción del universo de la novela gráfica femenina al universo temático de la ciencia ficción. I. D., de Emma Ríos, plantea un universo distópico en el que es posible la realización de trasplantes de cuerpos. Son tres los protagonistas: Noa, adolescente de diecisiete años atrapada en su cuerpo de mujer, aunque se siente hombre; Charlotte, escritora depresiva que desea la posibilidad de vivir otras vidas, y Miguel, aparente exconvicto que en realidad oculta la figura de un psiquiatra que quiere vivir en sus propias carnes el cambio de identidad para estudiar, así, mejor los desórdenes de identidad. El orbe temático oscila entre la explicación técnica del logro científico de tales trasplantes y las implicaciones emocionales que posee en cada uno de esos pacientes sometidos a esos experimentos. Los tres protagonistas, que parten de un espacio genérico muy específico y diverso (mujer, hombre y mujer que se siente hombre), acabarán compartiendo confidencias y silencios. Precisamente en esa capacidad de insinuar a través de lo que no se cuenta reside el poder expresivo de esta obra, que sabe adecuar a esas nuevas necesidades un potente lenguaje gráfico monocromo que en su gramática narrativa parece heredar estilemas del cómic de superhéroes que había dibujado ya Emma Ríos. Ese silencio sugerido actúa como un contrapunto a la grandilocuencia de algunos planos de impecable factura técnica. Por su parte, Mayte Alvarado se hace eco de esos mismos temas, como son la soledad y el amor. En E-19 recrea un tema ya conocido dentro de la ciencia ficción: la construcción de una robot por parte del protagonista para hacer digerible su soledad: baste recordar Metrópolis. Como característica formal cabe destacar la ausencia del elemento textual, lo que le permite crear una morosidad temporal convertida ahora en una herramienta narrativa muy eficaz para contar lo aparentemente banal de lo cotidiano. En esos ritmos repetidos emergen escenas de una enorme intensidad emocional, como aquella en la que
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el protagonista masculino dispone una mesa con un cubierto y una silla en la que no se sienta nadie. Es un espacio de la soledad que intenta llenar con prótesis, como el vestido femenino que sienta en la silla y que, finalmente, ocupará la autómata. Cada imagen posee una enorme densidad, algo que puede acercar esta narración al terreno de lo lírico. Su paleta cromática, reducida a tonos anaranjados y azules junto con los tonos pastel, crea un universo de gran potencia visual en el que cada gesto, mirada, cada pose (son muy intensas las imágenes del protagonista sentado en la cama con la mirada perdida, que recuerdan en su filosofía compositiva a los cuadros de Hopper, aunque la realización visual sea muy distinta) crean una suerte de zoom visual que agranda cada motivo narrativo. Otros elementos iconográficos, como la mariposa que se posa sobre el robot, sirven para generar una red semántica de gran rendimiento narrativo al emparentar la belleza efímera y frágil de la robot con la mariposa. Todo traduce un sentimiento de pérdida y tristeza que tiene su momento climático en el final de la narración, en el que se puede ver la lista de fracasos del humano, del que la autómata E-19 es solo una muestra. A finales de la primera quincena del siglo xxi el cómic digital se está abriendo paso dentro del mercado y resultan de especial interés propuestas como la de Albert Monteys y su cómic Universe (2014), publicado por la plataforma Panel Syndicate, en la que el lector elige cuánto paga por el texto. Monteys, ligado a la revista El Jueves, de la que fue incluso director entre 2006 y 2011, había usado previamente el universo de la ciencia ficción y lo había entremezclado con el registro humorístico.27 Muestra de ello es su obra Carlitos Fax, publicada en la revista para niños Mister K, que editaba El Jueves entre 2004 y 2006. Antes había realizado una historia como Calavera lunar (1996, Camaleón Ediciones), con un tono profundamente humorístico. En
27 También esa perspectiva humorística puede verse en obras como la de Carlos Vermut, Plutón BRB Nero. La venganza de Mari Pili (Astiberri, 2009), basada en el mundo narrativo de las series de televisión de igual título de Álex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría. Para mayor información sobre este punto remitimos al capítulo sobre series de televisión de Concepción Cascajosa en este mismo volumen.
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Universe Monteys plantea un viaje en el tiempo donde el protagonista tendrá la misión de ir hacia el origen del mundo para transformarlo y recrearlo a imagen y semejanza de su superior.28 Precisamente en la misma plataforma Panel Syndicate, sus fundadores Marcos Martín y Brian K. Vaughan publican The Private Eye a partir del 2013. En 2015 la serie obtiene el Premio Eisner al mejor cómic digital y también el Premio Harvey al mejor cómic on line. En esta serie interviene como colorista Muntsa Vicent y está situada en un mundo futurista en el que, tras la explosión de una nube, todos los secretos de cada uno salen a la luz, de tal forma que cualquier aparición en público necesita una máscara (véase Raúl Minchinela [2016]). Precisamente parte de la obra de Brian V. Vaughan está siendo publicada en España. Es de destacar la serie Saga, realizada con la dibujante Fiona Staples, que provenía de la editorial norteamericana Image. También la editorial Norma, primero, y Planeta DeAgostini más tarde, al hacerse con los derechos, han publicado otra de las obras afamadas de Vaughan, Y, el último hombre (publicada entre 2002 y 2008 en Estados Unidos), junto a la dibujante Pia Guerra. También cabe destacar la frontera difusa en su realización genérica de obras como la de David Sánchez, Un millón de años (Astiberri, 2017), o Matt Kindt y David Rubín con su Ether (Astiberri 2017). Ambas navegan entre el mundo de lo fantástico y la ciencia ficción. Kindt y Rubín fabrican un mundo protagonizado por un explorador interdimensional que busca explicar la magia desde una perspectiva racional, en tanto que David Sánchez crea una aventura de enorme complejidad temática, con imágenes simples, pero de efecto contundente, en un mundo apocalíptico, sin tiempos precisos, en los que se relata la condición humana. No podría acabarse este panorama sin aludir a la versatilidad que muestra el universo de la ciencia ficción en el terreno del cómic en el siglo xxi. Es necesario recordar cómo la ciencia ficción ofrece un
28 Para conocer más acerca del proyecto de Universe y las implicaciones que posee el hecho de su formato digital, remito a la entrevista realizada a Monteys por Pepo Pérez (2016).
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repertorio temático muy sugerente que le permite aparecer en trabajos como los de Borja Crespo en su relato “El exterminador”, incluido en su serie Cortocuentos (Díaz de Guereñu, 2017), o como sucede con el personaje robótico Z 25, del abigarrado mundo de Macanudo, de Liniers. Incluso autores fundamentales dentro de la novela gráfica contemporánea como Chris Ware hacen guiños al género con sus personajes protagonistas en “Cuentos del mañana” o “Rocket Sam”. Por un lado, podríamos afirmar que la ciencia ficción audiovisual puede ser un acicate del interés por el género en otros lenguajes y, por otro lado, que puede ser convenientemente metabolizada por un discurso de autor construido desde la sensibilidad de la novela gráfica: ahí está el caso de Peeters. En todo caso, el cómic no es ajeno al mundo contemporáneo presidido por la velocidad y el simulacro digital en tiempos en los que el mundo pugna por convertir las pesadillas de la distopía en realidad y la realidad en un remedo pobre de los embelecos cibernéticos. Lo exótico de los escenarios del inicio de la ciencia ficción en el cómic y la figura de un héroe aventurero y redentor han cedido terreno en favor de personajes alienados en un mundo confuso. La realidad se diluye en quimeras oníricas y delicuescencias digitales; el cómic sigue dibujando un futuro que empieza mañana, pero administra desde hoy nuestros miedos y pesadillas.
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Willingham, Ralph (1994): Science Fiction and the Theatre. Westport/London: Greenwood Press. Willis, Andrew (2008): “The Fantastic Factory: the Horror Genre and Contemporary Spanish Cinema”, en: Contemporary Spanish Cinema and Genre, Manchester; Manchester University Press, 27-43. Yexus (2016): “Sus miedos”, en: Enric Sió. La guerra del poeta. Gijón: Semana Negra, 23-28. Zahonero de Robles, José (1890-1891): El doctor Hormiguillo. en: El Mundo de los Niños. “El Doctor Horminguillo” se publicó entre frebrero de 1890 y enero de 1891 en la revista infantil El Mundo de los Niños (Madrid) en los números: IV, 5 (20 de febrero de 1890), pp. 73-75; IV, 6 (28 de febrero de 1890), pp. 81-84; IV, 8 (20 de marzo de 1890), pp. 121-123; IV, 13 (10 de mayo de 1890), pp. 201-203; IV, 14 (20 de mayo de 1890), pp. 217-219; IV, 15 (30 de mayo de 1890), pp. 233-236; IV, 16 (10 de junio e 1890), pp. 249-252; IV, 18 (30 de junio de 1890), pp. 281-283, y V, 1 (10 de enero de 1891), pp. 9-11. Zatlin, Phyllis (1995): “El teatro de Ana Diosdado: ¿conformista?”, en: Alfonso de Toro y Wilfried Floeck (eds.), Teatro español contemporáneo: autores y tendencias. Kassel: Reichenberger, 125-146.
Sobre los autores
Miguel Carrera Garrido es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Formado en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, actualmente trabaja como profesor adjunto en la Universidad Marie Curie-Skłodowska de Lublin (Polonia). Entre sus intereses científicos están la literatura, el teatro y el cine españoles de los siglos xx y xxi, sobre todo en sus vertientes no miméticas. Es autor del estudio monográfico El enigma sobre las tablas. Análisis de la dramaturgia completa de Juan Benet (2015) y coeditor de los volúmenes colectivos En los márgenes del canon. Aproximaciones a la literatura popular y de masas escrita en español (siglos XX y XXI) (2011), Narrativas de la violencia en el ámbito hispánico. Guerra, sociedad y familia (2015) y Violencia y discurso en el mundo hispánico. Género, cotidianidad y poder (2015). Ha participado recientemente en la Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (19002015) (2017), así como en otras iniciativas relacionadas con expresiones irrealistas. Miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico y parte del equipo editorial de Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico, colabora también con el proyecto “Análisis de la dramaturgia actual en español”. Concepción Cascajosa Virino es profesora titular de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid, donde forma
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parte del grupo de investigación TECMERIN y dirige el Máster en Guion en Cine y TV con ALMA Guionistas. Está especializada en el estudio de la ficción televisiva nacional e internacional, especialmente en los ámbitos de creación, globalización y transmedialidad. Es autora de Prime Time (2005), El espejo deformado (2006), De la TV a Hollywood (2006), Mujeres en el aire. Haciendo televisión (2015, con N. Martínez), Historia de la televisión (2015, con F. Zahedi) y La cultura de las series (2016), y editora de La caja lista: televisión norteamericana de culto (2007), A New Gaze: Women Creators of Film and TV in Democratic Spain (2015) y Dentro de El Ministerio del Tiempo (2015). Ada Cruz Tienda es doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, máster en Literatura Comparada: Estudios Literarios y Culturales y licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Es miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (UAB), con el que colabora en la organización de los congresos internacionales “Visiones de lo fantástico en la cultura española contemporánea” (2012, 2014 y 2017), y colaboradora del grupo de investigación Semiosferas (Universidad de Alcalá). Sus principales líneas de investigación giran en torno a la presencia, formas y sentidos de lo fantástico y de la ciencia ficción en la televisión española y su relación con el desarrollo de estos géneros en otros soportes mediáticos. Es autora de la tesis doctoral Los inicios de lo fantástico en la televisión española: Historias para no dormir y su herencia audiovisual (1966-1976). Entre sus publicaciones destaca el capítulo dedicado a la televisión fantástica española incluido en Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015), ensayo colectivo dirigido por David Roas. Iván Gómez es doctor en Teoría de la Literatura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad Ramon Llull, donde también coordina el Máster Universitario en Ficción en Cine y Televisión e imparte diversas asignaturas, como Historia del Cine o Nuevos Medios Audiovisuales. Es licenciado en Derecho (ESADE), en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (UAB) y en Comunicación Audiovisual (URL). Es
Sobre los autores
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coautor, junto al Dr. Fernando de Felipe, de los ensayos Adaptación (Trípodos, 2008), Ficciones colaterales. Las huellas del 11-S en las series “made in USA” (2011) y El sueño de la visión produce Cronoendoscopias (2014). Ha dedicado diversos artículos en obras colectivas y revistas académicas a la ficción serial norteamericana, al cine fantástico español y a las autoficciones audiovisuales, entre otros temas. Es miembro del consejo de redacción de la revista de estudios hispánicos Pasavento. Ha sido profesor visitante en la Universidad Católica Portuguesa. Recientemente ha publicado junto a Luis Aragón el ensayo Bullitt. Un policía llamado Steve McQueen. Historia, análisis, mito (2016), en el que analiza la mítica película de Peter Yates y el cine norteamericano de los años sesenta. Teresa López-Pellisa es profesora de Literatura en la Universidad de las Islas Baleares. Doctora en Humanidades, licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y en Humanidades. Miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y del grupo de investigación Cuerpo y Textualidad de la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autora, entre otros, de los ensayos Patologías de la realidad virtual. Ciencia ficción y cibercultura (2015) y de la coedición de Visiones de lo fantástico en la cultura española (1970-2012) (2014) y Ensayos sobre ciencia ficción y literatura fantástica (2009), además de editora de las antologías Las otras. Antología de mujeres artificiales (2015 y 2018) y coeditora de Poshumanas. Antología de escritoras españolas de ciencia ficción (2018) y Distópicas. Antología de escritoras españolas de ciencia ficción (2018). Jefa de redacción de Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico, es también miembro del consejo de redacción de Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos, de la Asociación GENET (Red de Estudios de Género del CSIC) y del Instituto de Cultura y Tecnología de la Universidad Carlos III de Madrid. Mariano Martín Rodríguez es doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid, especializado en las literaturas en lenguas románicas. Coedita la revista de estudios sobre literatura especulativa Hélice (www.revistahelice.com). Se ha encargado de la primera edición mundial de la última obra rumana de Eugène Ionesco
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(primera versión de La Cantatrice chauve), además de las reediciones de tipo académico de La obra de Trajano, de Ramón de Basterra; El archipiélago maravilloso, de Luis Araquistáin; El barco embrujado, de Alberto Insúa, y los textos de ciencia ficción de Agustín de Foxá y José María Salaverría. Ha publicado en revistas académicas españolas e internacionales numerosos estudios sobre teatro moderno, ciencia ficción, literatura utópica y ficción especulativa. También ha traducido varios textos de ciencia ficción y ficción especulativa del inglés y varias lenguas románicas, por ejemplo, la colección de descripciones de ciudades imaginarias La cuadratura del círculo, de Gheorghe Săsărman, que Ursula K. Le Guin ha vertido en parte al inglés a través de esa versión española. Xaime Martínez es graduado en Lengua Española y sus Literaturas por la Universidá d’Uviéu y máster en Literatura Comparada: Estudios Literarios y Culturales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus trabajos de fin de grado y fin de máster tuvieron como objeto la literatura pulp española, aunque ahora prepara su tesis acerca de los escritos polémicos de Benito Feijoo. Ha colaborado, como crítico y reseñista, con medios como El País, Clarín: Revista de Nueva Literatura, PlayGround Mag, La Nueva España u Oculta Lit, del cual es editor. Yolanda Molina-Gavilán es profesora titular de Filología Hispánica en Eckerd College, St. Petersburg, Florida. Su investigación se ha centrado, aunque no exclusivamente, en la literatura de ciencia ficción del mundo hispanohablante. Entre sus obras en este campo destacan la monografía Ciencia ficción en español: una mitología moderna ante el cambio, la antología comentada Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain, la cronología “Chronology of Latin American SF 1775-2005” y la traducción al inglés de El Anacronópete, de Enrique Gaspar, The Time Ship: A Chrononautical Journey. Juan Molina Porras es catedrático jubilado de Lengua Castellana y Literatura y miembro del grupo de investigación Buril, dedicado al análisis de las relaciones en el siglo xix entre la literatura y las ilustraciones que la acompañaban. Su tesis doctoral inédita (2002) impulsó
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la edición de tres antologías de literatura fantástica: Cuentos fantásticos en la España del realismo (1868-1900) (2006), Cuentos españoles de terror y humor (2009) y Leyendas españolas del XIX (2013). Además de participar en numerosos congresos relacionados con el mismo tema (Basilea, Cabra, Santander, Budapest, Toulouse o Alcalá de Henares), en los últimos años ha publicado artículos centrados en la ciencia ficción: “Las primeras imágenes de la ciencia ficción española” (Santander, 2010), “La literatura al servicio de la ciencia”, (Toulouse, 2013), “Obstáculos para la constitución en el siglo xix de la ciencia ficción española como género popular” (León, 2014) y “Nuevos caminos en la ilustración española (1900-1935): Seis día fuera del mundo y En las cavernas” (Alcalá de Henares, 2016). En prensa se halla una Historia de la literatura ilustrada del siglo XIX donde analiza, entre otros asuntos, la narrativa breve fantástica y la ciencia ficción. Fernando Ángel Moreno es licenciado con Premio Nacional Fin de Carrera y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Actualmente es profesor e investigador en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo de Gobierno y del Consejo Social en la Universidad de Alcalá de Henares. Ha impartido conferencias y publicado artículos en diferentes universidades nacionales e internacionales; durante años codirigió la revista Hélice: Reflexiones Críticas sobre Ficción Especulativa; es autor de los libros La ideología de Star Wars (2017), Estudio del futuro (2017) y Teoría de la literatura de ciencia ficción: Poética y retórica de lo prospectivo (2014) y editor de las antologías de relatos Historia y antología de ciencia ficción española (2015) y Prospectivas (2012) y de la antología de artículos Yo soy más de series (2015), entre otras publicaciones. Escribe desde 2015 un blog sobre política universitaria en el diario Huffington Post. Ha obtenido diversos premios por su trabajo como editor y escritor. Mikel Peregrina Castaños es doctor en Lengua Española y sus Literaturas por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis El cuento español de ciencia ficción (1968-1982): los años de Nueva Dimensión. Es coeditor, junto con Mariano Martín Rodríguez y Sara Martín Alegre, de Hélice: Reflexiones sobre Ficción Especulativa. Ha
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publicado diversos artículos sobre literatura fantástica y de ciencia ficción en revistas como Science Fiction Studies, Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica o Ángulo Recto: Revista de Estudios sobre la Ciudad como Espacio Plural. Ha participado en diferentes congresos internacionales, como Visiones de lo Fantástico, en Barcelona, en los años 2014 y 2017; Figuraciones de lo Insólito, en León, en 2014 y en 2017, o el XIX Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Hispanistas, celebrado en Münster en 2016. Es ganador, junto con Fernando Ángel Moreno y Steven Bermúdez, del IX Jaime Bishop Memorial Award, otorgado en 2015. Recientemente ha preparado una edición crítica de los cuentos del escritor Juan G. Atienza. Rubén Sánchez Trigos es doctor en Comunicación Audiovisual, escritor y guionista. Actualmente imparte clases de Cine y Literatura en U-tad y en el Máster de Guion Cinematográfico y Series de Televisión de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en narrativa fantástica, ha publicado artículos en revistas como Brumal, Pasavento o Fotocinema y en libros como Ficcionando en el siglo XXI. La ficción televisiva en España (2015), Cine fantástico y de terror español (2016), Imaginarios audiovisuales de la crisis (2016), Mad Doctors. El sueño de la razón (2016) o Historia de lo fantástico en la cultura española (2017). Ha publicado la novela Los huéspedes (finalista del Premio Drakul de Novela) y sus cuentos se han recogido en diversas antologías. Es coguionista de El intruso (David Cánovas, 2005), nominado al Goya al Mejor Cortometraje de Ficción, entre otros cortos. También ha colaborado en el guion del largometraje Verónica (Paco Plaza, 2017) y ha coescrito el videojuego A Place For the Unwilling (Al Pixel Games, 2017). José Manuel Trabado Cabado es profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad de León. Dirige el grupo de investigación dedicado al estudio de la narración gráfica GRECONAGRA. Ha publicado libros como Poética y pragmática del discurso lírico. El cancionero pastoril de la Galatea (2000), La lectura lírica. Asedios pragmáticos a textos poéticos (2002) o La escritura nómada; Fronteras genéricas en el cuento contemporáneo (2005). Dentro de sus estudios sobre cómic se encuentran
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las monografías Antes de la novela gráfica. Clásicos del cómic en la prensa norteamericana (2012) y La novela gráfica. Poéticas y modelos narrativos (2013). Ha dedicado artículos a autores como Art Spiegelman, Chris Ware, André Juillard, Miguelanxo Prado y Paco Roca, entre otros, y ha abordado aspectos como la biografía, el diario, el terrorismo y la relación entre dibujo y fotografía dentro de la narración gráfica, además de textos panorámicos como el dedicado al cómic fantástico en España incluido en el libro coordinado por David Roas Historia de lo fantástico en la cultura española (1900-2015) (2017). Ha promovido desde el Servicio de Publicaciones de la Universidad de León la creación de una colección de estudios sobre cómic y narración gráfica que lleva por nombre Grafikalismos.