Historia De Espa�a Siglo 20 (1875 1939)

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HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX 1875-1939

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Ángel Bahamonde (coord.)

HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX 1875-1939

Ángel Bahamonde • Pedro Carasa • Pere Gabriel Jesús A. Martínez • Alejandro Pizarroso

SEGUNDA EDICIÓN

CÁTEDRA HISTORIA. SERIE MAYOR

5

1.ª EDICIÓN, 2000 2.ª EDICIÓN, 2005

ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: TARJETA POSTAL CON EL GOBIERNO PROVISIONAL DE LA REPÚBLICA DE ALCALÁ-ZAMORA, 1931

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Ángel Bahamonde, Pedro Carasa Soto, Pere Gabriel, Jesús A. Martínez, Alejandro Pizarroso © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2000, 2005 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 26.480-2005 ISBN: 84-376-1814-2 Printed in Spain Impreso en Lavel, S. A.

6

Índice PRESENTACIÓN (Ángel Bahamonde) .......................................................................................……………

17

PRIMERA PARTE LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA (Pedro Carasa) CAPÍTULO PRIMERO. Las lecturas históricas de la Restauración……………………………...……………

21

1.1. Una historia política de la Restauración con perspectiva social y contenido integral …………………………………………………………………………………..………

21

1.2. ¿Del conflicto al consenso, del fracaso al éxito? ……………………………………………… 1.2.1. Las contrapuestas interpretaciones pasan a formar parte del sistema mismo y delatan su crisis …………………………………………………………..… 1.2.2

23

Los paradigmas negativos de la interpretación historiográfica de la Restauración en el tardofranquismo ………………………………………………………

1.2.3. La proyección del presente sobre las caracterizaciones globales del periodo …………………………………………………………………………………… 1.3. La orientación decimonónica del tiempo de Cánovas……………………………………………

28

1.3.1. Un tiempo vuelto hacia atrás…………………………………………………………..

28

1.3.2

32

El continuismo canovista del liberalismo doctrinario…………………………………

1.4. El fracaso del plan armonizador de la Restauración……………………………………………

33

1.4.1. Los límites de la Restauración como un régimen de consenso …………………………

33

La inicial idea de armonización acabó convertida en múltiples exclusiones de hecho…………………………………………………………….……..……

33

1.4.2

CAPÍTULO II. El protagonismo de la Corona y de la elite dirigente ………………….………………… 2.1. La Monarquía vertebra y determina todos los caracteres del sistema …………………………

41 41

2.1.1. El alfonsismo: las raíces cubanas del proyecto …………………………………………

41

2.1.2. La Corona restaurada se sitúa más cerca de la autocracia que de la democracia …………………………………………………………..……………………

43

2.1.3. Alfonso XII, un rey educado a la europea para una Corona recogida ……………………...

52

2.1.4. La regente, una soberana discreta en una época conflictiva

54

2.1.5. Alfonso XIII, un rey educado a la española para una misión regeneracionista …………………………………………………………..………………………

55

2.2. El personalismo de los líderes del turno …………………………………………………………

55

2.2.1. Cánovas, un estadista doctrinario y autoritario …………………………………………

55

2.2.2. Sagasta, el salvador del sistema canovista ………………………………………………

58

7

2.3. El bipartidismo refuerza el poder de las elites políticas y lo aleja de la sociedad! …………………………………………………………………………………..…..………

58

2.3.1. El bipartidismo y el turno son dos engranajes imprescindibles del caquismo ………………………………………………………………………..…..……

59

2.3.2. Las débiles relaciones entre los partidos políticos y la sociedad ……………………….

60

2.3.3. Los partidos políticos, un marco para la relación de patronos y clientes……………….

62

CAPÍTULO III. El tiempo y los acontecimientos van por delante del régimen……………………………..

75

3.1. La reformulación del doctrinarismo en el segundo lustro de los 70……………………………..

75

3.1.1. La Constitución de 1876 presenta un marco parlamentario para un paisaje autocrático……………………………………………………………………….

75

3.1.2. El Senado, un retablo para las elites……………………………………………………..

79

3.1.3. El primer Gobierno de Cánovas desarrolla un programa doctrinario y autoritario………………………………………………………………………..…..…

79

3.1.4. La liquidación del problema militar del carlismo ……………………………………….

82

3.2. Los liberales agotan las posibilidades del sistema en los 80 …………………………………….

83

3.2.1. El gobierno liberal fusionista de 1881 mide sus fuerzas y se adapta al régimen ………………………………………………………………………..…..……

83

3.2.2. El gobierno conservador de 1884 retorna a la autoridad ……………………………… 3.2.3. El Pacto del Pardo: la estabilidad de la Corona por encima de la Constitucion …………………………………………………………..………………………

85

3.2.4. El Parlamento largo de Sagasta agota el programa liberal y ensancha los límites del canovismo…………………………………………..……………………

86

3.3. El sistema supera la primera prueba en los 90 ……………………………..……………………

89

3.3.1. El gobierno conservador de 1891 se muestra celoso del excesivo protagonismo libera………………………………………………………………..…..……

90

3.3.2. El gobierno liberal de 1892 navega a la deriva y sin programa………………..…..……

91

3.3.3. El final de Cánovas y del canovismo: la muerte política antes del asesinato…………………………………………………………..…………………………

92

3.3.4. Sagasta carga con las culpas del Desastre en el turno del 98..…………………………..

93

3.3.5. El Gobierno de Silvela en 1899: el abandono del pasado y el nacimiento de conservadurismo contemporáneo ............................................................................

94

3.3.5. Última gestión de Sagasta en 1900: en las postrimerías del siglo, del sistema y de la Regencia...................................................................................................

95

3.4. Los problemas exteriores: del recogimiento al desastre ........................................................ ….

96

3.4.1. El marco europeo del declive latino de las naciones muertas ...........................................

96

3.4.2. La crisis colonial acaba con la mentalidad y los restos imperiales ...................................

99

3.4.3. La cuestión cubana: un escenario para pasar de Imperio a Nación ……………………..

101

3.4.4. La guerra de Cuba cierra el ciclo colonial del siglo XV y abre el imperialista del siglo XX ..........................................................................................................

107

CAPÍTULO IV. Las instituciones se ven presas o enredadas en el sistema ……………………………….

115

4.1. La administración se enreda en el entramado del caciquismo................................................

115

4.1.1. La necesaria complicidad de la máquina burocrática ......................................................

115

4.1.2. La Administración central: una inercia decimonónica .....................................................

116

4.1.3. La provincia como privilegiado ámbito de ejercicio del poder político caciquil .......................................................................................................................

117

4.1.4. El espacio municipal como célula primaria de socialización del poder ……………….

118

8

4.2. La justicia y su codificación consagran el individualismo de las elites..................................

120

4.3. La Iglesia pretende reconquistar la hegemonía social y el poder político ..............................

121

4.3.1. El arcaísmo religioso español: entre la ofensiva clerical y el anticlerica.............................................................................................................. lismo 4.3.2. La cuestión religiosa: un recurrente contemporáneo en el zócalo de la sociedad .............................................................................................................. 4.4. El Ejército pasa de ser líder político a guardián colonial y gendarme social .........................

121 125 126

4.4.1. Las modestas reformas militares de la Restauración .......................................................

126

4.4.2. Del heredado pretorianismo al frustrado proyecto de civilismo ......................................

127

4.4.3. El divorcio entre Ejército y sociedad: quintas y represión social .....................................

129

CAPÍTULO V. Las otras elites se movilizan y desbordan al régimen .......................................

131

5.1. El caciquismo, entre la inercia de una la sociedad tradicional y la ficción de un Estado parlamentario ......................................................................................................................... 5.1.1. La morfología de los eslabones caciquiles: cliente, patrono, cacique, diputado, gobernador y ministro ......................................................................................

132

5.1.2. Las interpretaciones del caciquismo: de la oligarquía a la mesocracia y del bloque de poder al pacto ..........................................................................................

136

5.1.3. La tendencia más reciente: la historia social del poder y de las elites ............................. 5.2. El proteccionismo, la generalizada movilización de las elites económicas............................

142 146

5.2.1. Nuevas interpretaciones del proteccionismo: una apuesta práctica más que una retirada teórica ...................................................................................................

147

5.2.2. Los efectos del proteccionismo: anticipo regeneracionista, cohesión de las elites y adhesión del campesinado .........................................................................

150

5.3. El regeneracionismo, varias elites excluidas se rebelan y cuestionan el sistema ……………… 5.3.1. El regeneracionismo convierte la visión crítica de la Restauración en parte del sistema mismo .................................................................................................. 5.3.2. Antecedentes y variantes del regeneracionismo: la confluencia de diferentes elites descontentas ................................................................................................. 5.3.3. El regeneracionismo de Costa: despensa y escuela ......................................................... 5.3.4. El polaviejismo: las pretensiones de un pretor católico vestido de catalanista 5.3.5. ¿Un regeneracionismo tradicionalista? ............................................................................ 5.4. El regionalismo y nacionalismo, las elites periféricas ocupan el vacío dejado por la debilidad del proyecto nacionalista español ................................................................ ….. 5.4.1. La larga corriente de donde proceden los regionalismos y nacionalismos ………………………………… .......................................................................

153 154 154 157 158 158 159 162

5.4.2. El vacío del nacionalismo español....................................................................................

165

5.4.3. El nacionalismo catalán: líder y modelo de arrastre del movimiento……………………

170

5.4.4. El nacionalismo vasco: de la tradición al antiespañolismo……………………………...

176

5.4.5. Los otros nacionalismos…………………………………………………………………

180

5.5. La cnsis de hegemonía en el 98, un importante episodio de la larga transición intersecular ............................................................................................................................

182

5.5.1. Algunos tópicos sobre la crisis del 98: el abuso de un desastre .......................................

183

5.5.2. Una transición intersecular en tres nuevas dimensiones: de más larga duración, más ancho espacio y más honda sensibilidad ..................................................

184

5.5.3. La morfología social, ideológica y moral del trance: una crisis de hegemonía

186

9

CAPÍTULO VI. El arcaísmo social de las elites ante la movilización obrera.............................…………..

191

6.1. La formación de las organizaciones obreras entre la represión y la violencia ......................

192

6.1.1. La aportación anarquista al movimiento obrero español fue pionera y determinante .................................................................................................................

193

6.1.2. La decisiva aportación del socialismo español inspirado en los modelos europeos......................................................................................................................

201

6.1.3. Los objetivos del catolicismo social sintonizan más con el sistema que con el proletariado ...........................................................................................................

208

6.2. La Restauración trata el obrerismo como una enfermedad: la vacuna de la cuestión social, el bálsamo de la beneficencia y la cirugía de la represión…………………. 6.2.1. El desinterés de la elite dirigente en la primera etapa de los balbuceos obreros …….....................................................................................................................

212

6.2.2. La cuestión social durante la Restauración: entre la recristianización católica y la armonización laboral ...................................................................................

213

6.2.3. El primer reformismo social en España: la lentitud de reflejos del sistema ……….. ...................................................................................................................

214

6.2.4. La elite prefiere curar que prevenir: la beneficencia le era más rentable que la previsión ................................................................................................................

219

6.3. Una importante tensión social late bajo la aparente ausencia de conflictividad ................... 6.3.1. Entre la agitación popular y la insurrección obrera: del motín al mitin . 6.3.2. El 1.° de mayo desde 1890: entre la fiesta y la lucha ....................................................... 6.3.3. La entrada de la multitud en la historia: primeras movilizaciones y conflictos organizados ........................................................................................................... 6.3.4. La acción directa y la huelga: entre la revolución y la reivindicación .... ....................... 6.3.5. El Desastre sedimenta el movimiento obrero: el repliegue del conflicto hasta 1902………............................................................................................................. CAPÍTULO VII. Los desequilibrios de una sociedad desdeñada por el sistema............................................. 7.1 El lento proceso de la transición demográfica sufre un importante retraso …………………… 7.1.1

212

222 222 223 225 226 227 229 231

Un anodino crecimiento de la población atenazado aún por el dictado de la muerte .....................................................................................................................

231

7.1.2. La emigración: el final de un modelo colonial .................................................................

232

7.2. Los desequilibrios básicos que lastran la sociedad ................................................................ 7.2.1

El principal desequilibrio estructural es el persistente peso de la tierra ………

7.2.2. Existe otro desequilibrio funcional entre la cúpula dirigente, las minorías excluidas y las mayorías marginadas ........................................................................ 7.3. La separación abismal entre los grupos sociales ...................................................................

233 233 235 236

En la cúpula social de la Restauración: los viejos privilegios y la nueva ofensiva de la nobleza .....................................................................................................

236

7.3.2. Las elites de los negocios, la política y la profesión, decididas a la conquista de los poderes y espacios fragmentados ................................................................

238

7.3.3. Las dificultades de las socorridas clases neutras para acceder a pequeñas parcelas de poder local ..............................................................................................

241

7.3.1

7.3.4. La vida urbana de las elites: la brillantez del ensanche burgués ......................................

242

7.3.5. La vida urbana popular: la sordidez de los barrios de inmigrados ...................................

250

7.3.6. La sociedad tradicional rural: un mar de resistencias ......................................................

254

7.4. Las elites avanzan en la modernización de la economía ....................................................... 7.4.1

La elite de la tierra se protege de la crisis agrícola………………………………………

255 256

10

7.4.2. La elite empresarial afianza su equipamiento industrial ..................................................

261

7.4.3. Las elites de los negocios logran relanzar los servicios....................................................

267

7.4.4. Persiste una decimonónica Hacienda a la medida de las elites .........................................

272

7.5. Los saberes enfrentados: el antagonismo cultural de las elites ..............................................

277

7.5.1

La cultura oficial que legitima el sistema ........................................................................

279

7.5.1

Las culturas disidentes donde germinó la edad de plata ...................................................

287

7.5.1

La brillante andadura literaria que va del costumbrismo al espiritualismo ……………………………………………………………………………………

296

7.5.1

Con el siglo termina la pobreza de las artes españolas ....................................................

297

SEGUNDA PARTE SOCIEDAD, GOBIERNO Y POLÍTICA (1902-1931) (Pere Gabriel) INTRODUCCIÓN

……..........................................................................................................

301

CAPÍTULO VIII. Cambios en la población y la economía: urbanización, trabajo industrial y agrario, nacionalización económica......................................................................

303

Capítulo IX. La nacionalización de la sociedad española. Nacionalismos periféricos y nacionalismo español ..................................................................................................... 9.1. Catalanismo y política española ............................................................................................

313 316

9.2. El nacionalismo vasco ...........................................................................................................

321

9.3. Galleguismo y nacionalismo gallego ....................................................................................

324

9.4. La generalización del debate regionalista y el nacionalismo español ...................................

328

9.5. España, una pequeña y secundaria potencia europea .............................................................

330

CAPÍTULO X. Sistema político y base social de la Monarquía de Alfonso XIII. Los grandes grupos de presión institucional ................................................................................. 10.1. El rey…………………………………………………….………………………………………

333

10.2. El Ejército .............................................................................................................................. …

336

10.3. La administración ................................................................................................................. ….

341

10.4. La Iglesia ……………………………………………………………………………………….

343

CAPÍTULO XI. Gobierno y reformismo dinástico. Maura. Canalejas. La oposición republicana, 1902-1913 ......................................................................................................... 11.1. La alta clase política: perfiles profesionales e ideológicos. Silvela y Maura. Moret y Canalejas .................................................................................................................. 11.2. Los tumos y las crisis «orientales». El primer tumo conservador. Los liberales ... 11.2.1. El primer turno conservador ............................................................................................ 11.2.2. Los liberales. Los militares .............................................................................................. 11.3. Los retos del Gobierno largo de Maura (1907-1909).............................................................

333

351 351 357 358 360 365

11.3.1. La situación catalana. ¿Qué España? ...............................................................................

366

11.3.2. Una regeneración corporativista del sistema político ......................................................

368

11.3.3. La escuadra.......................................................................................................................

370

11.3.4. Marruecos y la política internacional ..............................................................................

370

11.3.5. La crisis de julio de 1909 ................................................................................................. 11.4. Opinión liberal y Bloque de Izquierdas. El republicanismo y la conjunción con los socialistas ..................................................................................................................

376

11.4.1. La Conjunción republicano-socialista; el Partido Reformista ..........................................

377 385

11

11.5. El fracaso de Moret (21 de octubre de 1909 - 9 de febrero de 1910). El Gobierno Canalejas (9 de febrero de 1910 - 12 de noviembre de 1912) ...........................................

387

11.5.1. La cuestión religiosa y la neutralización de las izquierdas republicana y socialista. La ley del candado .......................................................................................

390

11.5.2. De nuevo Marruecos ........................................................................................................

392

CAPÍTULO XII. La crisis del régimen. Pragmatismos y aplazamientos. Dato y Romanones. Una nueva derecha autoritaria ................................................................................. 12.1. Ante la Primera Guerra Mundial ...........................................................................................

400

397

12.2. La crisis de 1917. Las Juntas de Defensa y la cuestión militar .............................................

406

12.3. Los gobiernos de 1917-1921. Barcelona: una cuestión de Estado ........................................

412

12.4. Marruecos. Las responsabilidades en Marruecos y los gobiernos de 1921-1923………………. 12.4.1. Annual ..............................................................................................................

419

12.4.2. Un régimen cansado. El debate responsabilista ............................................................... 12.4.3. La recuperación de la democracia parlamentaria: el Gobierno García Prieto (diciembre de 1922 - septiembre de 1923) ............................................................

422 428

12.5. Una nueva derecha autoritaria ............................................................................................... 12.5.1. El maurismo .....................................................................................................................

431

12.5.2. Los propagandistas católicos y El Debate. El Partido Social Popular…………………. 12.5.3. La radicalización de la derecha y los grupos paramilitares y parafascistas…………………………………………………………………………………….. CAPÍTULO XIII. Sin política y sin conflicto: el intento de la Dictadura de Primo de Rivera ……………………………………………………………………………………………… 13.1. Un régimen de militares y hombres nuevos. El Directorio Militar ........................................ 13.1.1. La «destrucción de lo viejo»: el Ejército ocupa el Estado (setiembre de 1923 - abril de 1924).................................................................................................... 13.1.2. La depuración y reorganización de la justicia................................................................... 13.1.3. Una nueva administración local y provincial (abril de 1924 - diciembre de 1925) ..................................................................................................................... 13.2. ¿Sin intermediarios ni políticos profesionales? Del Somatén a la Unión Patriótica . 13.2.1. El Somatén y las opciones fascistizantes .........................................................................

420

430 433 436 439 442 442 445 447 450 450

13.2.2. Significado político de la Unión Patriótica....................................................................... 13.2.3. ¿Una nueva clase política? Base humana, social y política de la Unión Patriótica ………………………………………………………………………………..

454

13.3. Un nuevo Estado. El Directorio Civil y la Asamblea Nacional Consultiva ... 13.3.1. El gobierno de hombres civiles (1925-1930)....................................................................

466

13.3.2. La Asamblea Nacional Consultiva .................................................................................. 13.3.3. La Organización Corporativa Nacional ........................................................................... 13.4. La Hacienda y la crisis de la peseta de 1929 ......................................................................... CAPÍTULO XIV. La sindicalización de la vida política local y laboral. Los profesionales ylas clases medias ilustradas. El feminismo…………………………………………………………... 14.1. Los sindicatos obreros y las viejas militancias.......................................................................

462 466 467 478 481 481

14.2. La primera guerra europea que todo lo trastocó ....................................................................

481

14.3. La patronal y la acción directa. Sindicalismos católicos y sindicalismo libre . ....................

481

14.4. El protagonismo político y social de los profesionales y las clases medias ilustradas. El feminismo ..............................................................................................................

505

12

14.4.1. Los intelectuales...............................................................................................................

505

14.4.2. Un mundo de profesionales. Corporativismos y sindicalización .....................................

512

14.4.3. El feminismo ....................................................................................................................

514

CAPÍTULO XV. La denuncia de la Dictadura y la Monarquía.................................................. 15.1. Los escándalos ......................................................................................................................

521 521

15.1.1. Enfrentamientos con los intelectuales, la Universidad y los artilleros ...........................

521

15.1.2. Concesiones y negocios económicos ...............................................................................

523

15.1.3. La bibliografía de los escándalos...................................................................................... 15.2. Los nuevos republicanos........................................................................................................ ….

526 527

15.2.1. La Acción Republicana y la Alianza Republicana (1925 y 1926). El Partido Republicano Radical-Socialista (1929) ................................................................

528

15.2.2. El republicanismo nacionalista y regionalista: ORGA (1929) y ERC (1931)…………………………………………………………………………………….

530

15.2.3. En la coyuntura de 1930-1931: la Derecha Liberal Republicana......................................

531

15.3. Los viejos políticos y el hundimiento de la Monarquía ........................................................

532

15.3.1. Políticos dinásticos. Conservadores y liberales. Carlistas ...............................................

532

15.3.2. La derecha antiparlamentaria y antidemocrática (1929-1931) .........................................

533

15.3.3. El hundimiento de la Monarquía (1930-1931) .................................................................

536

TERCERA PARTE LA SEGUNDA REPÚBLICA (1931-1936) (Jesús A. Martínez) CAPÍTULO XVI. Las repúblicas de 1931. Origen y expectativas ............................................ 16.1. En la lógica de la democracia ................................................................................................

541 541

16.2. Crisis monárquica, elecciones municipales y fiesta popular .................................................

543

16.3. Símbolo de aspiraciones .......................................................................................................

545

CAPÍTULO XVII. El Gobierno provisional. Discurso modernizador y ética republicana 17.1. Un instrumento de transición ................................................................................................

547

17.2. En la tradición liberal y democrática. Refresco intelectual y valores republicanos……………………………………………………………………………………………

547 548

17.3. El horizonte reformista. El acoplamiento territorial ..............................................................

549

17.4. Reformismo social y escuela para todos ................................................................................

550

17.5. La modernización del Ejército ..............................................................................................

551

17.6. La cuestión religiosa. El discurso laico y secularizador.........................................................

552

CAPÍTULO XVIII. Las Cortes Constituyentes. Elecciones, cultura política y sistema de partidos ………………………………………………………………………………………… 18.1. Un sistema electoral de mayorías. Cultura política y elecciones ...........................................

555 555

18.2. Un sistema de partidos fragmentado y en formación .............................................................

557

18.3. Las Cortes, centro neurálgico de la vida política ...................................................................

557

CAPÍTULO XIX. La articulación del Estado y el sistema político. La Constitución de 1931…………… 19.1. Un consenso republicano-socialista ......................................................................................

559

19.2. Soberanía popular, República democrática y Estado integral ...............................................

560

19.3. Un régimen parlamentario ....................................................................................................

561

19.4. Las libertades, esencia del funcionamiento democrático .......................................................

562

559

13

565

CAPÍTULO XX. El conjunto reformista. Regar campos y regar cerebros……………………………. 20.1. El Gobierno Azaña: la confluencia de socialistas y republicanos de izquierda y la heterogeneidad de las reformas ......................................................................................

565

20.2. Modernización técnica y modernización social. Las obras públicas y la reforma agraria .............................................................................................................................

567

20.3. Las reformas laborales ..........................................................................................................

572

20.4. La reforma educativa y la política cultural.............................................................................

575

20.5. La socialización de la cultura. Intelectuales comprometidos y obreros conscientes …………………………………………………………………………………………

576

20.6. El libro y la lectura. Los medios de comunicación: prensa, radio y cinematógrafo…………………………………………………………………………………………

578

CAPÍTULO XXI Coyuntura y política económica. El gasto público y las reformas ................. 21.1. La crisis del 29 y la República ..............................................................................................

581 581

21.2. El mito del presupuesto equilibrado. El gasto público ........................................................... 21.3. La filosofía de una reforma tributaria ...................................................................................

583 585

CAPÍTULO XXII. Dinámica política y conflictividad social .................................................... 22.1. Estado e Iglesia. Secularización y anticlericalismo ...............................................................

587

22.2. Los Estatutos de Autonomía. Cataluña y el País Vasco ........................................................

588

22.3. Heterogeneidad gubernamental y las dificultades reformistas ..............................................

590

22.4. La conspiración monárquica .................................................................................................

591

22.5. El insurreccionalismo anarcosindicalista. El orden público...................................................

592

22.6. La crisis de la coalición .........................................................................................................

594

CAPÍTULO XXIII. La República de centro-derecha ................................................................ 23.1. Las elecciones de 1933 y el reajuste de las fuerzas políticas .................................................

597

23.2. Pluralismo polarizado ...........................................................................................................

599

23.3. Parlamento, Gobierno y práctica política. 1934: Los radicales hipotecados en el poder…………………………………………………………………………....................

600

CAPÍTULO XXIV. La politización de la sociedad y la militarización de la política …………...…………. 24.1. La cultura política urbana. Movilización, agitación y militancia ........................................... ….

587

597

605 605

24.2. Violencia política y milicias ..................................................................................................

607

24.3. Sindicalismo y política...........................................................................................................

611

24.4. La revolución de octubre de 1934 .........................................................................................

614

CAPÍTULO XXV. La dinámica política de 1935. La CEDA .................................................... 25.1. La inestabilidad gubernamental ............................................................................................

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25.2. Los límites de la rectificación ...............................................................................................

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25.3. La crisis política y la reordenación de los partidos ................................................................

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CAPÍTULO XXVI. La República de 1936 ............................................................................... 26.1. El Frente Popular y las elecciones de 1936 ...........................................................................

627

619

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26.2. El gobierno de los republicanos y las dificultades de consolidación de la democracia ………………………………………………………………………………………..

630

26.3. Las conspiraciones ................................................................................................................ …..

634

26.4. Un destino irreversible en cuestión ……………………………………………………………...

636

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CUARTA PARTE LA GUERRA CIVIL (1936-1939) (Ángel Bahamonde) CAPÍTULO XXVII. Inicios y repercusión exterior....................................................................…………. 27.1. Tres días de julio…………………………………………………………………………………

639 639

27.2. Revolución en la zona republicana. Contrarrevolución en la zona rebelde……………………..

641

27.3. La internacionalización de la Guerra Civil española .............................................................

644

CAPÍTULO XXVIII. Conquista y revolución............................................................................ 28.1. Madrid, objetivo de los militares rebeldes ............................................................................

647 647

28.2. El Gobierno de Largo Caballero. La redefinición de la República y el control sobre la revolución ................................................................................................................

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28.3. La ascensión al poder de Francisco Franco............................................................................

654

CAPÍTULO XXIX. El desarrollo de la guerra ...........................................................................………….. 29.1. Las batallas del Jarama y de Guadalajara ..............................................................................

657 657

29.2. La guerra en el País Vasco.....................................................................................................

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29.3. Las batallas de Brúñete y Belchite .........................................................................................

662

29.4. El final del frente norte ..........................................................................................................

663

CAPÍTULO XXX. La España republicana................................................................................. 30.1. El primer Gobierno Negrín de mayo de 1937 y la reconstrucción del Estado republicano ...........................................................................................................................

665 665

30.2. Las tensiones políticas en la España republicana ..................................................................

666

30.3. La batalla de Teruel. La frustración de las esperanzas republicanas .....................................

668

30.4. La batalla de Aragón. La República partida en dos................................................................

670

30.5. La crisis de abril de 1938. Los trece puntos de Negrín .........................................................

672

CAPÍTULO XXXI. El final ....................................................................................................... 31.1. La intransigencia de Franco. La rendición incondicional del enemigo ..................................

677

31.2. La batalla del Ebro en tiempos de Múnich ............................................................................

679

31.3. Las tropas de Franco llegan a los Pirineos .............................................................................

683

31.4. La sublevación del coronel Casado. El síndrome del abrazo de Vergara ..............................

683

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QUINTA PARTE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN (1876-1939) (Alejandro Pizarroso) INTRODUCCIÓN ……………………………………………………………………………………………

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CAPÍTULO XXXII. La prensa periódica bajo la Restauración (1876-1898).............................…………..

693

CAPÍTULO XXXIII. El nuevo siglo (1898-1931) ....................................................................…………..

699

CAPÍTULO XXXIV. La prensa durante la Segunda República.................................................……………

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CAPÍTULO XXXV. El periodismo de agencia (1865-1936) .....................................................……………

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CAPÍTULO XXXVI. Los primeros años del cine en España (1895-1936) ................................……………

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CAPÍTULO XXXVII. Primeros pasos de la radio (1924-1936) ................................................…………..

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CAPÍTULO XXXVIII. La Guerra Civil..................................................................................... 37.1. Prensa y propaganda republicana...........................................................................................

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37.2. Prensa y propaganda franquista .............................................................................................

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37.3. La propaganda radiofónica ...................................................................................................

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37.4. Cine y propaganda ................................................................................................................

733

BIBLIOGRAFÍA……………………………………………………………………………………………...

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Presentación En su Diccionario de la Lengua Española, la Real Academia Española ha acordado varias acepciones para el término manual. Una de ellas, la que nos parece más propia para el caso, señala: «Libro en que se compendia lo más sustancial de una materia». En sentido estricto es lo que los autores hemos pretendido hacer desde nuestros originales y personales puntos de vista, aunque compartiendo determinadas premisas metodológicas, de las que emerge una preocupación manifiesta por definir conceptualmente los territorios históricos que exploramos y por apoyar la argumentación en sólidas y minuciosas bases empíricas. Se ha evitado, pues, caer en la mera recopilación más o menos ordenada de una secuencia de datos, algo tan habitual en la mayoría de los manuales al uso, para buscar sucesivas integraciones que hagan comprensible en su complejidad y totalidad los tiempos históricos por los que transcurre este libro. Realidades históricas tan complejas como la Monarquía, el caciquismo, el poder político, el proteccionismo, el regeneracionismo, los nacionalismos, el 98, los desajustes entre la evolución del sistema político y la modernización económica, el alcance de la dictadura de Primo de Rivera, las reformas republicanas, los déficits democráticos o los ensayos revolucionarios durante la Guerra Civil, no son cuestiones fáciles que puedan resumirse en cuatro tópicos al uso; es preciso ir más allá de un simple guión docente y conectar con la vigorosa historiografía actual que ha aportado replanteamientos interesantes que es necesario incorporar con rigor al mundo de los manuales. Por ello este libro se hace eco de estas nuevas aportaciones, a veces complejas, a veces originales, incluso hasta desconcertantes o inquietantes, pero que el alumno universitario o el lector interesado por estos temas debe incorporar a su bagaje formativo y a sus cauces de reflexión. Se ha realizado un esfuerzo por superar la visión compartimentada y fragmentaria, para acercarnos a un contenido integral que no rompa la unidad del relato y la coherencia de la acción; acción que en la realidad de la historia es siempre humana y totalizadora. Para ello se ha recuperado el hilo cronológico, el nexo político, el discurso narrativo y, sobre todo, la perspectiva social que es lo que proporciona unidad e integración a la reflexión histórica, sobre un contexto plural y en movimiento. Exigencias de los planes editoriales han acotado la cronología de este volumen que abarca desde la Restauración borbónica de 1875 hasta la conclusión de la Guerra Civil. Desde luego se ha rechazado radicalmente que el final determine o condicione la trayectoria del libro. Es decir, hemos preservado la autonomía de cada una de las etapas históricas consideradas en sus complejas y complicadas dinámicas sin caer en el fácil, inexacto, inapropiado y simplista recurso de buscar y diseñar un crescendo

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de frustraciones y adversidades, que tendrían que desembocar en la Guerra Civil, como si el país estuviera poseído por un destino fatal e inevitable. Para su realización este volumen se ha dividido en cuatro partes. Pedro Carasa Soto, profesor titular de la Universidad de Valladolid, se ocupa de la Restauración hasta la mayoría de edad del rey Alfonso XIII; Pere Gabriel, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, analiza el reinado de Alfonso XIII; Jesús Martínez Martín, profesor titular de la Universidad Complutense se centra en el periodo republicano hasta 1936; Ángel Bahamonde, catedrático de la Universidad Complutense, realiza la síntesis de los tres años de la Guerra Civil, y, por último, Alejandro Pizarroso, nos traza la evolución del sistema informativo español de la época y su influencia política y social. Todos ellos han elaborado sus discursos atendiendo a las premisas antes indicadas, pero siempre bajo la óptica de la libertad de cátedra a partir de su rica y fecunda actividad investigadora y docente. ÁNGEL BAHAMONDE

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PRIMERA PARTE

LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA (1875-1902)

PEDRO CARASA

CAPÍTULO PRIMERO

Las lecturas históricas de la Restauración 1.1. UNA HISTORIA POLÍTICA DE LA RESTAURACIÓN CON PERSPECTIVA SOCIAL Y CONTENIDO INTEGRAL

La historia de la Restauración, como veremos, ha sido objeto de interpretaciones históricas sometidas a fuertes contraposiciones ideológicas. Sería pretencioso creer que uno puede situarse al margen de las poderosas corrientes interpretativas y que el presente no le condiciona en su tarea de historiador, pero vamos a tratar de que esas influencias sean lo menos subconscientes posible y de que afloren bien identificadas. De ahí que expongamos algunas de nuestras pretensiones de antemano. Queremos superar la tendencia pedagógica excesivamente fragmentaria y compartimentada que durante las cuatro últimas décadas ha venido dominando en las síntesis e incluso en las monografías. Los consabidos capítulos separados de historia interna y externa, o los epígrafes o colaboraciones de autores distintos referidos a historia política, aspectos sociales, o temas económicos, conducen a una historia donde el nexo y la continuidad se resienten, se pierde el factor tiempo que le da sentido y se aleja del único comportamiento humano que es el protagonista. Además, en el caso concreto que nos ocupa, por esta parcelación artificial y académica, ha existido una inclinación a considerar la Restauración en toda su extensión como un todo económico y social y no ha permitido distinguir con precisión sus diferentes etapas. Se trata de un periodo excesivamente largo para incluirle bajo un simple y único rótulo, la aceleración histórica del siglo XX no admite de ninguna manera tratar de igual modo fechas y situaciones tan distantes y distintas como 1875 y 1921. Al separar de la política los aspectos sociales y económicos, hemos perdido la correcta perspectiva cronológica. En este afán de unidad restauracionista, la primera parte que va de 1875 a 1902 se ha orientado forzadamente hacia el siglo XX y con ello se ha traicionado su verdadero espíritu y sentido que sigue siendo decimonónico. De aquí que algunas interpretaciones recientes han pecado en parte de anacrónicas con este periodo y, tanto las críticas procedentes del marxismo como las complacencias que últimamente encuentra en corrientes neoliberales exigen a este primer periodo respuestas a retos que son posteriores o le atribuyen virtudes y pasos de modernización que fueron mucho más postreros. De ello se deduce la importancia, casi diríamos la necesidad, de recuperar el hilo cronológico y el relato político como eje conductor, en torno al cual podamos ir trenzando las lagunas o modestas conquistas sociales v los problemas económicos más pegados a las coyunturas inmediatas y cortas. Creemos, pues, que-

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para valorar con precisión y capacidad de matizar este periodo es preciso situarse en su corta duración y no desfigurarlo con largas proyecciones, que en este caso desdibujan la etapa y la proyectan sobre el futuro, perdiendo con ello su esencial vinculación al pasado, probablemente una de sus características más definitorias. Además de esta mayor atención a la coordenada del tiempo, queremos prestar mayor interés al hecho en sí mismo y a la política. Trataremos de conducir un relato hilado en torno a los acontecimientos políticos (todo el libro está concebido con ese criterio), con el propósito de integrar en ese eje todos los restantes aspectos que están en interacción con él. Algo que por cierto se adapta muy bien al caso específico de la Restauración, que tiene unos rasgos esencialmente políticos y sociales, y es donde pretendemos posar nuestra mirada con mayor detenimiento. En busca de mayor sensibilidad hacia la coordenada del tiempo no sólo hemos parcelado cronológicamente el libro según las diferentes etapas internas que van de 1875 a 1939, sino que cada periodo adquiere un desarrollo cronológico en torno al que giran los demás aspectos y utiliza el devenir de los acontecimientos como nervio del relato. El segundo centro de interés se ha colocado en la historia social, primero por la perspectiva social con que se abordan los grandes temas políticos que hemos citado, y en segundo lugar porque se dedica mucha atención a considerar los rasgos resistentes de aquella sociedad, sus actitudes frente al sistema, los grandes conflictos y movimientos que presenta y las pautas culturales con que se expresa, con el objeto de dejar explícito el importante desajuste que se observa entre régimen y sociedad. Dada la intención de poner en práctica la recuperación de una nueva historia política, haremos desfilar ante nuestra consideración aquellos elementos del poder político de primer orden que llenan de sentido e intensidad esta época: la Monarquía, el bipartidismo, el caciquismo, el proteccionismo, el regeneracionismo, el nacionalismo y regionalismo, el colonialismo, el 98, que serán objeto de especial atención en estas páginas como hitos explicativos del gran conflicto de poder que llena el periodo y cuyos rasgos predominantes son políticos y sociales. Políticos y sociales decimos porque todos esos conflictos y mecanismos de poder se interpretarán desde tres centros de atención: el prisma político de la Monarquía, el complejo liderazgo de las elites y las diferentes respuestas de la sociedad frente a sus proyectos respectivos. Dentro de esta orientación política y social de nuestro relato, queremos poner el énfasis en la Monarquía como protagonista, que nos parece central y que no ha sido suficientemente atendida a nuestro parecer por los manuales al uso. Será uno de los ejes de nuestro capítulo porque fue la clave del arco canovista y el freno del desarrollo político del mismo. Últimamente la Corona está siendo objeto de una cierta manipulación histórica en busca de precedentes que presenten a la Monarquía constitucional del último cuarto del XIX como la única y mejor experiencia posible de nuestra historia contemporánea, pero creemos que no apuntan bien porque este hallazgo no es posible localizarlo precisamente en la Restauración de Cánovas. Consideramos el periodo desde una perspectiva social porque hemos concebido este tramo de la Restauración como una dialéctica o tensión entre tres elementos que tienen protagonismo social. Dicha relación tensa se establece a tres bandas entre el Estado, la sociedad y las elites en medio. De un lado se halla el poder representado en el Estado y el grupo cerrado que lo controla por medio del régimen y en la otra orilla la sociedad fragmentada o conjunto de comunidades de todo el país que encuentran una severa imposibilidad para comunicarse directamente con este poder; entre ambos extremos se colocan unos intermediarios (en el sentido comercial y ex-

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plotador del término) que hemos denominado elites económicas, políticas, regionales o intelectuales. La mayoría de estas elites se sienten por lo común con dificultades para integrarse en el sistema como tal y, mientras unas generan respuestas de adaptación, otras contestan con la crítica y oposición frente al régimen. Pero todas contactan intensamente con esa sociedad fragmentada con la que tratan de intercambiar acceso al poder, o sea servicios públicos a cambio de fidelidades clientelares, de apoyos electorales o de mejora de sus propios patrimonios y actividades, en un papel bastante semejante al de los intermediarios comerciales negociando entre la oferta del Estado y la demanda de la sociedad; actúen como una especie de prestamistas de capital político que cobran intereses sociales en forma de apoyos clientelares. En esta relación triangular entre régimen, elites y sociedad articulamos la unidad del periodo, descubrimos las tensiones, explotaciones y conflictos y percibimos la lejanía y escasa autonomía de aquella sociedad, que se ve obligada a someterse resignadamente a los mecanismos del poder del régimen, a pagar importantes tasas de intermediación a las elites, o a retardar soluciones y movilizaciones autónomas que encuentran serias dificultades y represiones. Casi todo se resuelve en un juego de estímulo y reacción, reto y respuesta entre esos tres elementos; algunas elites consiguen integrarse con dificultades mediante el caciquismo y el proteccionismo, otras se distancian por medio del regeneracionismo o el nacionalismo, una parte mayoritaria de esta sociedad fragmentada y alejada del poder se siente frustrada o se inmoviliza resignada y otra minoritaria se activa; entre tanto, los problemas de unos y otros son catalizados en la dura experiencia de la crisis intersecular. Como consecuencia y balance de todo el proceso, el poder consigue mantenerse, pero ha perdido en el camino a buena parte de esas elites descontentas y se ha divorciado profundamente de la sociedad. Partiendo de este enfoque temporal y social más acentuado, nuestra lectura de la Restauración se inscribe más bien en una actitud de historiador no complaciente. Realizamos una versión crítica de forma diferente a la que ha sido habitual, porque nuestra revisión no es producto de haberle aplicado el cliché materialista (aunque asumimos algunas de sus conquistas), ni parte de un planteamiento estricto de dialéctica de clases o de determinismo económico, sino que ahondamos en lo social y en lo político que es donde se hallan sus mayores defectos y tensiones. Pondremos de relieve cómo buena parte de las carencias sociales y económicas son debidas a la misma estructura política del régimen que comportó efectos negativos para su sociedad y economía. Y a la inversa, descubriremos cómo bastantes de los logros que se le atribuyen a la época tienen su razón y explicación en las transformaciones políticas, sociales y culturales que producen tanto las elites no integradas como la sociedad que reacciona ante su marginación por el poder establecido.

1.2. ¿DEL CONFLICTO AL CONSENSO, DEL FRACASO AL ÉXITO? 1.2.1.

Las contrapuestas interpretaciones del sistema mismo y delatan su crisis

pasan

a

formar

parte

Las diversas valoraciones historiográficas de la Restauración comenzaron con ella misma, es más, formaron parte importante tanto del sistema en sí como de su crisis y revisión. Notables plumas, entre las que no estuvo ausente la de Cánovas y que encontrarían sucesores en la escuela de Menéndez Pelayo, se encargaron de presentar

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este periodo como el gran contraste positivo con la etapa negativa, revolucionaria y anarquizante anterior. En este claroscuro un tanto maniqueo y contra el fondo intensamente negro de la nefasta revolución del Sexenio que acabó con lo mejor de la tradición política y religiosa de España, la Restauración aparecía ante sus ojos como la etapa salvadora de la esencia de la patria. La Monarquía, el orden, la jerarquía social, la religión, la autoridad, la estabilidad habían venido a suplantar a la violenta y anárquica República, al conflicto social, al desorden, a la inversión de los principios sociales, al anticlericalismo y a la inestabilidad de los seis años anteriores. Pero tal vez lo más llamativo de este caso es que esta concepción del periodo forma parte del sistema mismo de la Restauración y contribuye a darle ese sentido positivo, de conciliación y superación que trata de llenarlo Antonio Cánovas del Castillo, nació en 1828 y murió en 1897 asesinado por el anarquista Antodo en aquellos momentos y, no sólo da giolillo. pábulo a esa autocomplacencia que practica la Restauración consigo misma, sino que actúa muy represora y excluyente con los que tímidamente osan descubrir sus vicios desde el emergente mundo obrero, la disidencia intelectual del krausismo, la Institución Libre de Enseñanza o el regeneracionismo. Esta primera censura de los institucionistas y los regeneracionistas, lo mismo que los panegíricos anteriores se habían integrado en la construcción misma de la Restauración, pasó también a formar parte de la crisis del sistema. Las acusaciones de los regeneracionistas se centraron en su carácter oligárquico y caciquil y en los flagrantes déficits sociales que presentaba un régimen pensado para una sociedad tradicional, elitista y cerrada a los influjos exteriores y a las nuevas clases sociales nacientes. Se señalaron también otros defectos, como su trasnochado imperialismo, su casticismo y aislamiento, su tradicionalismo recalcitrante y su abandono de los valores más contemporáneos en la cultura, la ciencia y la educación. Se construye así por los intelectuales del 98 el paradigma más negativo de la Restauración, España a fines de siglo se resumía como una raza canija y unos políticos infames, como un pueblo atrasado y decadente, una masa electorable y contribuible, indigente, anémica e incivilizada, junto a unos políticos perversos y parásitos de un caciquismo abominable y unas instituciones irrecuperables. Tanto, que apuntaban a la salida de un cirujano de hierro que propusiera borrón y cuenta nueva, deslegitimando en bloque el sistema de la Restauración. Otra minoritaria corriente tradicionalista insistirá por el contrario en la regeneración basada en las ventajas que tenían los planteamientos iniciales de la Restauración, cuando la Constitución de 1876 trataba de beber en las fuentes de la tradición histórica el significado profundo de los dos baluartes de la cultura política española, cuales eran la Monarquía y la religión. Más adelante, la generación de 1914,

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Ortega, Zambrano, Azaña, prolonga el reproche de los primeros regeneracionistas y sigue ahondando en la critica y el fracaso de la Restauración, pero extraen la conclusión contraria, la salida a semejante atraso y falseamiento de las instituciones políticas es la democracia y la República. La secuencia de posteriores etapas en la valoración de la Restauración oscilará con ritmo pendular de forma que durante la Dictadura, deudora de una cultura antiparlamentaria, se recoge por una parte el tono crítico que reprueba los perniciosos partidos políticos y la corrupción del parlamentarismo junto con el deterioro de la paz social de España y, por otro lado, se trata de salvar cuanto de respeto a la tradición y a la autoridad había en los principios del régimen canovista. Continuando la secuencia, aparecerán de nuevo los aires críticos durante la República, que revive buena parte de la herencia de los regeneracionistas y de las siguientes generaciones que reflexionaron críticamente sobre los límites sociales y culturales del orden vigente en la Restauración, y pusieron especial interés en señalar los defectos de la concepción histórica de la Monarquía en este periodo y los anteriores. Por tercera vez la valoración extrema vuelve a producirse en nuestra etapa más reciente, de forma que para el franquismo era la única etapa que podía salvarse del impío y revolucionario siglo XIX, por cuanto tenía de recuperación de los valores más tradicionales perdidos en la desdichada centuria anterior, sin que ello lograra perdonarle cuanto de liberalismo, parlamentarismo y partidos políticos incluía. 1.2.2. Los paradigmas negativos de la interpretación historiográfica de la Restauración en el tardofranquismo Nadie ha sido tan crítico con la Restauración como la historiografía marxista y la renovación que los historiadores españoles han vivido desde los 60 hasta los 80 de nuestro siglo, al aplicarle inexorable la metodología materialista y el paradigma basado en la idea del fracaso de la revolución burguesa y de la subsiguiente cadena frustrada de revoluciones agraria, industrial, demográfica que la sucedieron. Este planteamiento historiográfico desemboca en otra nueva descalificación global de la Restauración que a veces ha sido esquemática y divulgativamente utilizada como arma de combate político. En este proceso resultó crucial el momento de lucha contra la dictadura, nos referimos a una primera reflexión que se realiza ya en la última década del franquismo, en plena oposición ideológica y política a la dictadura. Se insistió esta vez en la vieja interpretación negativa del regeneracionismo y en la vinculación con la oligarquía que hiciera Costa, pero elaborada con la metodología del materialismo histórico que resolvió su interpretación final en un abierto conflicto de la oligarquía terrateniente del interior que aliada con los grandes industriales y navieros de la periferia conformaron un bloque de poder económico que dominó a la sociedad española valiéndose de estos instrumentos caciquiles y clientelares y se sirvió de las superestructuras políticas para legitimar su hegemonía económica y social. Esta situación consumó un atraso y una grave falta de democratización de la sociedad española, de la que fueron responsables aquellos oligarcas y el sistema restaurador que les amparaba y de la que fueron víctimas las clases populares y trabajadoras y en general todo el país que experimentó un nuevo retraso con relación a los países de su entorno. Esta clave de formación de bloques oligárquicos y de lucha y conflicto permanente sirvió para explicar cualquier aspecto de la Restauración en negativo, bien fue-

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ra el caciquismo, el militarismo, la ofensiva de la Iglesia, la segunda revolución industrial, el nacimiento de los nacionalismos o la organización sindical y política del movimiento obrero. Todo era fruto, a veces indiferenciado y excesivo, de una misma perspectiva de análisis: la explotación de la clase proletaria por la clase dominante y el conflicto que resulta de la misma. Fueron, sin embargo, estos autores los verdaderos pioneros de los análisis rigurosos y científicos de la Restauración y, sobre todo, los iniciadores de la polémica sobre la revolución burguesa, una de las más fecundas de la historiografía española de los últimos treinta años. Es verdad que la claridad aplastante y artificial de un método unívoco, que sometía el objeto histórico a un exclusivo haz de luz, por lo demás excesivamente focalizado y dirigido, dejaba muchas zonas en penumbra o distorsionadas, al tiempo que ofrecía visiones coherentes y brillantes. Es necesario valorar que cuanto sabemos hoy con profundidad de este sistema, e incluso cuanto se ha revisado posteriormente, ha sido debido en buena medida a su meritoria iniciativa y esfuerzo. Algo más tarde, desde 1977, una vez muerto Franco y durante la transición democrática española, madura otra segunda generación de historiadores (José Várela, Romero Maura, Javier Tusell) que abordan el análisis de la Restauración, coincidiendo con el primer centenario de la misma, en una clave más positiva, haciendo una interpretación más funcional del caciquismo, desde una perspectiva político-administrativa del mismo, sin relacionarlo con sus elementos externos y ofreciendo una visión menos integral de la sociedad y la economía en que se inscribe. No estuvo ausente en estos momentos y en esta corriente el ánimo de buscar y ensalzar experiencias parlamentarias y monárquicas vividas en el inmediato pasado de la historia de España que contribuyeran al proceso de reconciliación de los españoles y a legitimar una nueva Restauración de la Monarquía y del sistema parlamentario en España, ofreciendo el referente del sistema canovista como el modelo más atemperado y centrado frente a las pretensiones de la izquierda marxista de esos años que buscaban o bien una República o una democracia más radical. Con estos autores se había abierto una nueva vía de valoración que rechazaba las explicaciones exclusivamente económicas del poder político de la Restauración, e inicia lo que ha venido en llamarse, con poca propiedad, la interpretación funcional de la misma. Abandonan la sujeción a los anteriores paradigmas ideológicos y atienden a otros presupuestos distintos —también ideológicos— que conducen a valorar en ella los aspectos de consenso; la concepción materialista que guiaba a aquéllos a convertir el conflicto en el centro de su interpretación y a dar prioridad a las estructuras económicas se trueca ahora en concepción liberal de la historia que conduce a éstos a colocar el pacto en el eje del comportamiento de la elite y a primar los aspectos políticos y administrativos. Estos autores tuvieron el acierto de poner sobre el tapete la importancia de las redes clientelares para explicar el sistema de la Restauración de manera más completa que el planteamiento económico anterior y describieron mejor, sin duda, los mecanismos morfológicos del sistema. Pero probablemente en este afán pendular han marginado en exceso la precedente conquista y, al perder la perspectiva económica, abandonaron una serie de claves interpretativas importantes. Tienen otra limitación, a nuestro juicio, que consiste en que han ofrecido una versión de las clientelas excesivamente política y administrativa y han orillado no sólo la económica —como decíamos— sino, tal vez más grave aún, han relegado un planteamiento social, que parece cada vez más inexcusable en cualquier análisis del poder político. En todo caso, el debate que ha originado el contraste de las dos corrientes historiográficas, en lugar de ser ex-

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cluyente y monopolizador, ha permitido que en la actualidad la riqueza de planteamientos sobre la Restauración sea extraordinaria y que podamos disfrutar de multitud de matices muy clarificadores. Los aires de neoliberalismo y las corrientes conservadoras de los últimos tiempos están tratando de recuperar una nueva lectura aún más benévola y superficial de este periodo, volviendo a retomar parcialmente valoraciones morales, de legitimación de actitudes personales y de situaciones políticas coyunturales, en aras de una nueva cultura política del pacto. Así ensalzan exclusivamente su carácter pactista y su proyecto de armonización, ponderando las aportaciones de estabilidad, orden y relativo progreso que llevó a cabo, y alaban el diseño de un régimen que ha sido el marco más posibilista a la hora de permitir el funcionamiento, siquiera irregular, de un parlamentarismo y una institucionalización tímida de la participación democrática. Se trata, dicen, de una experiencia ordenada del relevo político y de unas modestas pero reales pautas de libertad. Muchos han sentenciado en esta misma línea que el régimen de la Restauración ha sido el sistema político de más largo alcance, más duradera estabilidad y mayor consenso, interno y externo, que ha conseguido la sociedad española en la era contemporánea. No son pocos los reparos que pueden oponerse a tan ardorosa rehabilitación. Si estabilidad significa duración cronológica es verdad, pero si entendemos por estable una sociedad o un régimen político equilibrado que se mantiene por la propia voluntad de los ciudadanos y como resultado de una serie de fuerzas complementarias debidamente respetadas y contrapesadas entre sí, el término estable no coincide con la realidad social y política de la primera parte de la Restauración. En ella no fueron respetados el conjunto de los diferentes elementos sociales ni tampoco las piezas del sistema político, más bien al contrario experimentaron profundas agresiones, la sociedad no pudo participar ni ejercitar su propia voluntad, la vida política fue un juego artificial de equilibrio inestable entre las fuerzas o grupos dominantes que se repartían el poder totalmente ajenos, o mejor, por encima, de la realidad social del país. La interpretación de la Restauración como un régimen estable, duradero y de larga duración, aunque los hechos parezcan darle la razón, tiene una notable debilidad argumental. En el fondo era un sistema pensado para no moverse ni evolucionar en ningún sentido, puesto que en cuanto la sociedad evolucionara y se movilizara estaba llamado a autodestruirse, un sistema que abandonaba por completo el factor tiempo y la evolución en su perspectiva, paradójicamente diseñado por un historiador, que incurría en la contradicción de crear algo estático y ajeno al tiempo y basarlo justamente en el fundamento más débil de la experiencia histórica hispánica, la crisis de la Monarquía era la especialidad histórica de Cánovas y exactamente en ella fue a colocar la fortaleza y perdurabilidad de su sistema. 1.2.3. La proyección del presente sobre las caracterizaciones globales del periodo Lo cierto es el que el presente está proyectando permanentemente sobre la interpretación del pasado sus explicables servidumbres. Si los conservadores hablaron de las virtudes de la Restauración es porque así trataban de consolidarla, los liberales proponían la interpretación de anomalía y decadencia para justificar una revolución popular que la eliminara, los institucionistas pretendían justificar con sus ataques a la Restauración atrasada y arcaica la solución de una acción educativa que regenera-

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ra al pueblo, las gentes del 98 con su agobiante visión de la Restauración como el resultado de un pueblo inepto y unos políticos abyectos estaban acariciando la idea de un comenzar de nuevo, los intelectuales de 1914 abogaban, a partir de esa misma negra interpretación, por la única salida republicana y democrática. Los materialistas que insistían en el fracaso de la revolución burguesa estaban indirectamente proponiendo que se llevara a cabo esa tarea histórica pendiente y que se acabara así con el franquismo. La generación de historiadores que, alejados de la guerra y la lucha antifranquista, tratan hoy de recuperar un paradigma interpretativo de la Restauración más positivo y homologable con Europa, en contra de la vieja idea de fracaso, tratan de darle raíces históricas a la colectiva tarea de consolidar una monarquía democrática que presentan como una realidad no ajena a la historia contemporánea. Es evidente que la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente, pero habitualmente es la última interpretación la que se resiste siempre a reconocer ese tipo de influencias.

1.3. LA ORIENTACIÓN DECIMONÓNICA DEL TIEMPO DE CÁNOVAS 1.3.1. Un tiempo vuelto hacia atrás Hay dos dimensiones en la forma de periodizar una etapa histórica, una global y de conjunto y otra parcial o por fases. Nos pronunciaremos en el sentido global por una adscripción esencialmente decimonónica de la Restauración y en el sentido parcial por interpretar la cisura profunda del 98 y su entorno como un hiato de discontinuidad. La misma periodización global y parcial de la Restauración no ha sido aceptada por todos los historiadores, aunque todos admiten el arranque en las últimas horas de 1874, ya es más discutible la interpretación de las conexiones con los periodos anteriores, de las que hablaremos más detenidamente y en las que queremos distinguir cuánto haya de reacción contra el Sexenio y cuánto de continuidad del moderantismo anterior. Estas dos herencias son demasiado fuertes en la primera parte de la Restauración como para abandonarlas al mero papel de ciertos condicionantes previos, el continuismo del primer cuarto de siglo de la Restauración con el doctrinarismo isabelino tiene una transcendencia que se ha olvidado con frecuencia y conviene recordar. Jover ha escrito que se trata de una época en que afloran con fuerza cambios que venían gestándose desde décadas atrás y donde se encuentran vivas unas formas sociales, políticas y de civilización heredadas directamente del XIX. Nosotros creemos que en esta combinación predomina la herencia isabelina y desde varias perspectivas (política, colonial, económica y social) confirmamos que el periodo 1875-1898 se inclina más fuertemente hacia el pasado doctrinario de lo que pretende distanciarse de 1868-74. Resulta incluso un tanto artificial e inexacto hablar en bloque de una Restauración entre 1874-1923, en una correcta periodización de largo alcance esta primera etapa debería caer del lado de los liberalismos decimonónicos y no pertenecer al alejado e innovador siglo XX. No hay acuerdo tampoco en la importancia que deba concederse a fechas como 1885, muerte de Alfonso XII e inicio de la Regencia, nosotros creemos que no tiene suficiente entidad periodizadora. Probablemente incluso sea exagerado creer que el mítico 1898 tenga en sí mismo la clave única para cerrar el periodo, como analizaremos en su momento, pero es verdad que en el amplio gozne intersecular se con-

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Alfonso XII, en un grabado de la época.

Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929).

centran fechas significativas que nos permiten valorar corrientes de cambio importantes, desde el relevo en la Corona de 1885, hasta el asesinato de Cánovas en 1897 y la desaparición de Sagasta en 1903, pasando por la guerra de 1898 y finalizando en la mayoría de edad de Alfonso XIII en 1902, se abre una transición más global de fin de siglo que anuncia un giro importante, el final de la construcción de un sistema y el inicio de un periodo de revisión y crítica del mismo. Jover ha hablado de una «década decisiva» entre 1895 y 1905 que acelera el paso del siglo XIX al XX; podemos referirnos así a una transición intersecular decisiva para los protagonistas del momento. No hace falta ser milenaristas para reconocer que esta sensación de cambio o tránsito intersecular se ha repetido varias veces en la historia justamente en los momentos que han sido elegidos como hitos periodizadores. Estos mojones históricos se descubrieron en el paso de la edad oscura al Renacimiento entre los siglos XV y XVI, esta frontera entre siglos se vuelve a hacer presente al final del siglo de las luces y el inicio revolucionario decimonónico, de nuevo asistimos al paso entre centurias con personalidad propia en el momento que ahora historiamos, pero es que esta sensación o percepción colectiva de que se concentran muchos cambios en poco espacio de tiempo volvimos a recogerla en nuestra propia experiencia del final de siglo, que fue de nuevo concentrando cambios transcendentales desde los años 80 para alumbrar un nuevo milenio que ha inaugurado otro periodo histórico diferente que requiere aún nombre y periodización. Queda así cada vez más palmario para los historiadores que la fractura del 98, mejor la transición intersecular, es trascendental, que tal vez

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la vieja consideración estructural de una economía continuista nos ha impedido percibirla en toda su dimensión social y política, pero su hondura nos aconseja parcelar y distinguir con mayor precisión el todo general e impreciso que solemos denominar como Restauración entre 1874 y 1923. Concluyamos que, en el tono de la etapa y en el sentido de la mayoría de sus actuaciones, la fase canovista se parece más a la Unión Liberal o a la dictadura de Serrano que a las dos fases de crisis y liquidación del sistema del siglo XX. Hemos dicho que la fecha de 1885 no tiene valor periodizador. En efecto, la desaparición de Alfonso XII y el inicio de la Regencia de su segunda esposa, María Cristina, tampoco tendrían de suyo fuerza suficiente como para hacer virar la historia, si no fuera por el compromiso de refuerzo que significó el supuesto Pacto del Pardo. Pero ahora queremos fijarnos en la fuerte dosis de asimilación e identidad popular con la Monarquía que representaron cuatro circunstancias en esta confluencia regia de 1885, el romanticismo de la muerte de un rey joven que lo introduce casi en la leyenda, la inquietud que produce la viuda del rey, extranjera y no muy valorada, que pasa a reina regente, la incertidumbre de su gravidez durante medio año que recuerda viejos momentos isabelinos y la aparición por fin de un rey niño tranquilizador, fueron sensaciones fuertes que llenaron las aspiraciones monárquicas del pueblo español con imágenes, representaciones, coplas y vinculaciones que contribuyeron a exaltar aquello que precisamente se había tratado de restaurar: la Monarquía. Se conseguía así la máxima socialización a la que aspiraba la figura y el símbolo popular de la Monarquía, que era el trasunto del papel que Cánovas había dibujado para el monarca en el vértice del poder político y militar del sistema y en la cultura política del pueblo. La otra fecha determinante es 1898, cuando una vieja e importante nación europea pierde definitivamente su imperio ultramarino, retorna a una Europa más fuerte que décadas atrás, donde encuentra rebajado su viejo nivel de importancia y al propio tiempo observa cómo no sólo se desequilibra su interior, sino que flaquea su entorno meridional europeo mientras se fortalece el norte anglogermánico. La trascendencia de la fecha rebasa el siglo y hasta la contemporaneidad, puesto que cierra el gran ciclo ultramarino atlántico abierto en 1492 y abre lo que será el ciclo mediterráneo que centra el campo de acción en la frontera meridional de Europa. La división interna del periodo que más nos ha convencido, por lo que tiene de cronológica, coherente y política, es el esquema tripartito en décadas de Jover. En el último lustro de los 70 se sientan políticamente las bases del sistema, de la mano del Gobierno solitario de Cánovas, como son la Constitución de 1876, la pacificación militar de los dos contenciosos pendientes: la guerra carlista (1876) y la guerra de Cuba pacificada en Zanjón, (1878) y la Ley Electoral de 1878. El tono político de la época fue de represión y de centralización, en este sentido, la continuidad de esta primera etapa con el periodo isabelino y con el Sexenio es doble, por un lado quiere corregir la trayectoria isabelina en algunos aspectos que entrañaban riesgo para la Corona, pero continuarlos en la mayoría de los principios restantes; por otro lado pretende erradicar los abusos del periodo revolucionario y recoger de él sólo aquellos elementos que pudieran hacer perdurable la etapa anterior, por eso se ha dicho que perfeccionaba la obra de Prim y Serrano y la daba estabilidad. Importaba mucho dar continuidad a tres conquistas decisivas, el régimen monárquico, la sociedad burguesa establecida y las bases de una economía capitalista, y era preciso eliminar los riesgos que la revolución había comportado para mantener estos tres logros. El golpe de

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Pavía significó una decidida acción en esa dirección, pero ya antes Cánovas estaba preparando un partido y una nueva situación en que esos tres valores se recuperaran definitivamente y sin riesgos. La etapa de los años 80 es la que se encarga de recoger esas aportaciones mínimas del Sexenio que se hacían imprescindibles para que pudieran proseguir las estructuras básicas de la anterior etapa isabelina. La historiografía se ha escindido en su consideración, para unos 1887 registra exactamente en la mitad del periodo un cambio fundamental que lo divide en dos grandes partes y para otros tiene una unidad interna que no debe romperse con esa periodización. Quienes abogan por esta separación de 1885-87 tienen en cuenta una serie de hechos significativos, como la muerte de Alfonso XII y el inicio de la Regencia, el punto culminante novelístico de la edad de plata, la crisis de 1887 que señala un cambio de coyuntura de largo alcance, los años emblemáticos del nacimiento del socialismo español, el año de la Ley de Asociaciones, del censo demográfico, etc., todos éstos son para algunos hitos de cambio cualitativo que permiten encontrar en ellos razones para hablar de una Restauración anterior y posterior a 1885 con francas diferencias entre sí. Otros, en cambio, insistimos en que la década de los 80 en su totalidad tiene una coherencia interna, lo mismo que la tenía el segundo lustro anterior de los 70 y lo tendrá la década de los 90 que cierra el siglo. Estos diez años 80 constituyen probablemente el periodo más fecundo y sólido de la Restauración decimonónica y registran desde el principio el decisivo papel que desempeñará el Partido Liberal en la consolidación del régimen, a nuestro juicio esencial y verdadero soporte del sistema, desde la constitución del Partido Fusionista en 1880 hasta la proclamación del sufragio universal en 1890, pasando por toda la intensa actividad política y legislativa de los liberales en sus dos mandatos, que incluye aspectos estables como la consolidación el caciquismo o el inicio del turno político bipartidista. Administrativa y jurídicamente se dictan leyes importantes que consolidan el sistema, como la Ley Provincial (1882), la Ley de Asociaciones (1887), la de lo Contencioso Administrativo (1888), del Procedimiento Administrativo (1889), el Código Civil (1890), la Ley de Juicio por Jurados (1888) y el Sufragio Universal (1890). La edad de plata de la cultura española ha de encontrar en esta década raíces para su florecimiento literario, el cenit de la novela se produce ahora con La Regenta y Fortunata y Jacinta. Son los diez años de la institucionalización socialista, de la definición de las diversas familias del anarquismo dentro del movimiento obrero y de la creciente y agresiva conflictividad social. Económicamente es la década de la ciudad, de la fábrica, del ferrocarril, de los cambios demográficos, de la fiebre del oro, de la crisis agrícola y pecuaria, de la revisión de los tratados comerciales y de los aranceles librecambistas. Por lo que se refiere a los sectores económicos, se experimenta una tendencia alcista de ciclos de equipamiento industrial y de bonanza financiera que llena la primera parte de la década y luego la crisis agraria que se prolongará hasta el fin del decenio. La etapa de los 90, en general, significa un periodo de crisis en lo político, lo regional y lo colonial, tanto que llegará a poner en cuestión el propio sistema. En cuanto a lo político, hay que reseñar el intento enseguida frustrado de activarse el republicanismo, la crisis de programa del Partido Liberal, la desaparición de Cánovas y las rupturas de su sucesión, lo que aceleró el ritmo e impuso gobiernos breves de dos años, y finalmente la liquidación de la Regencia de María Cristina y la mayoría de edad de Alfonso XIII en 1902. En cuanto a lo regional en esta década se lanza políticamente el catalanismo con la Unió Catalana y Lliga de Catalunya en 1891, las Ba-

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ses de Manresa en 1892 y la entrada del primer ministro catalanista en 1899, así como el origen del nacionalismo vasco y el germen del PNV (1895). Pero el catalizador de la crisis finisecular será la pérdida de las colonias antillanas y la guerra con Estados Unidos en 1898. También en esta década se anticipa lo que será el regeneracionismo. En política económica los conservadores implantan el proteccionismo en 1891. La coyuntura de los 90 igualmente registra dos partes desiguales, sus primeros cinco años crecen por encima del segundo lustro que se estanca.

1.3.2. El continuismo canovista del liberalismo doctrinario Como hemos avanzado en la periodización, lo que se percibe al comienzo de la Restauración es una sensación de ruptura con el Sexenio y de continuación con el pasado anterior. La propia historiografía complaciente con la Restauración ha dibujado un panorama continuista y señalado la vigencia de formas de pensamiento obedientes a los criterios más tradicionales; las pocas movilizaciones colectivas de esta primera etapa, sostiene J. Andrés Gallego, tienen más de defensa de intereses fundados en el pretérito que de afán innovador, la Restauración se mostró por lo menos estéril y pasiva ante el problema de analfabetismo, el asociacionismo obrero no conseguía suscitar más que la sonrisa de la feliz burguesía, la política obrera de la Restauración, hasta 1900, no llegó a ser una amenaza inmediata para la estabilidad del país, ni siquiera en Cataluña y Vizcaya, las actitudes antiguas han durado en España mucho más que las leyes que las tutelaban sea en la cultura, en la economía o en la distribución de los grupos sociales. Lo que caracteriza este primer tramo es una espontánea inclinación de Cánovas a la tradición, al conservadurismo, al orden y la autoridad. Posiblemente, de no haber mediado desde fines de los 80 la inclinación de María Cristina hacia los liberales y su amistad personal con Sagasta y de haberse seguido los impulsos naturales de Cánovas, el contenido de todo el periodo habría sido estrictamente conservador y los liberales habrían quedado reducidos a meros comparsas y legitimadores del sistema. Y esto es justamente lo que imprime su carácter de continuismo a la Restauración y la vira hacia el pasado, su etapa primera es totalmente decimonónica en política exterior, en diseño del Estado, en participación y movilización del pueblo en las elecciones, en comprensión de las relaciones sociales, incluso en política económica y en comportamiento demográfico; únicamente en sus periodos sagastinos se apuntó tímidamente lo que serían las nuevas concepciones del siglo XX. Sólo desde esta percepción de una primera parte de la Restauración continuista y de cortos vuelos liberales y transformadores encuentra verdadero sentido la crisis del 98 y la crítica regeneracionista. De no haber discurrido esta primera parte de la Restauración por esos cauces tan decimonónicos y doctrinarios no se habría aplicado el anacrónico e incorrecto tratamiento al problema cubano y seguramente los regeneracionistas se habrían quedado sin hueco y sin razones. A pesar de todos los esfuerzos que el político malagueño decía realizar por distanciarse de la dinámica de la España isabelina, ahora estaba repitiendo la sucesión de roles de moderados y progresistas. Lo mismo que los progresistas actuaron de vacuna antirrevolucionaria y debieron cargar con el costo social y político de abrir brecha en aquella sociedad tradicional para buscar nuevos espacios de poder por medio de reformas políticas de riesgo y desgaste, que luego redundaban siempre en benefi-

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cio de los moderados prestos a saborear el ejercicio de ese poder; así los conservadores de la primera parte de la Restauración, como reconocería Silvela después del Parlamento largo de Sagasta, sólo tendrían que llenar con acción administrativa ese nuevo espacio dejado por la conquista política del Partido Liberal. Lo único que Cánovas se ocupó de eliminar es el exclusivismo moderantista, para que el mecanismo, léase la Monarquía, no abortara. Algunos trabajos recientes sobre ámbitos sevillanos, levantinos o castellanos han subrayado este aspecto de continuidad. Según estos estudios, las líneas de continuidad que enlazan la Restauración con la España isabelina, por encima del Sexenio democrático, son múltiples y esenciales para la conformación del entramado básico de la estructura de poder sobre la que se sustentará el sistema político canovista. Destaca la permanencia de la misma elite económica, o sus inmediatos descendientes, que se había fraguado en la dirección política y administrativa del régimen isabelino. Pervive el moderantismo ideológico que relaciona el doctrinarismo anterior con el escepticismo y realismo de Cánovas, con una mentalidad elitista y restrictiva en cuanto al planteamiento de los derechos políticos, imbuidos del temor a las masas y habituados a los mismos instrumentos de control electoral, a los partidos de notables, a la primacía en la articulación política de las relaciones privadas de dependencia, familia o amistad y al protagonismo de los poderes locales y personales. La ruptura con la España isabelina no afecta sino a meros detalles accidentales que por su exclusivismo e impaciencia abrían la puerta a la inestabilidad, al pretorianismo y al riesgo para la Corona.

1.4. EL FRACASO DEL PLAN ARMONIZADOR DE LA RESTAURACIÓN 1.4.1. Los límites de la Restauración como un régimen de consenso Ya hemos adelantado lo frecuente que es en los manuales interpretar la Restauración en clave de concordia, superación de errores pasados y conciliación. Por una parte, se suele decir que en el ámbito interior pretendía conciliar los riesgos del Sexenio precedente con las limitaciones de la época isabelina anterior, continuando la historia de España en un intento pragmático de combinar tradición y modernidad. Por otro lado, se añade que aspiraba a enmarcar el sistema en el consenso exterior, dándole una dimensión internacional que descansaba en cuatro puntos de apoyo, inglés, parisino, vienés y vaticano. En el aspecto de conciliación interior se argumenta en algunos estudios recientes que un sistema político tan largo como el

Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), retrato de Casado del Alisal.

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de la Restauración debió estar fundamentado sobre algo más que la imposición más o menos violenta de las elites que lo usufructuaron, que tuvo que contar con apoyos sociales para sobrevivir. Estos apoyos, se dice, los obtuvo de la capacidad asimiladora que el sistema mostró y de cómo supo satisfacer bastantes expectativas, de forma que acertó a incorporar al sistema turnista a sectores sociales inicialmente marginados por el censitarismo y a elites que en principio eran periféricas. M. Sierra ha escrito que múltiples pactos sociales se articularon en torno al esquema turnista elaborado por Cánovas, hasta convertir este inicial pacto meramente político en toda «una política de pacto». Según esta versión, el único elemento de cambio que aporta este periodo con relación al isabelino es el múltiple pacto sobre el que se sustentará la construcción política canovista, que es su verdadero elemento definidor, un pacto que pasó primero por la fase de una idea propuesta por el poder central, para convertirse luego en una realidad aceptada por las elites políticas periféricas, que inicialmente debió vencer muchas resistencias e inercias del viejo monopolio moderado y de la alternancia violenta de la España isabelina. Luego se generalizará el pacto político del turno, el acuerdo electoral, la avenencia clientelar consistente en el uso consensuado de la administración pública como fuente de favor y un acuerdo de poderes entre los niveles central/nacional y las escalas provincial/comarcal/local que consolidó a unas potentes elites. Esta política de pacto encontró el apoyo de distintos sectores sociales, entre ellos el de la elite económica que se había acomodado en las instituciones liberales de los Ayuntamientos y las Diputaciones. Según esta versión, Restauración es igual a pacto y consenso, pero creemos que no todas las piezas encajan en este esquema, y que son muchos los límites de esta propuesta de interpretación. 1.4.2.

La inicial idea de armonización en múltiples exclusiones de hecho

acabó

convertida

Este planteamiento armonizador sólo es verosímil si nos fijamos en los objetivos teóricos y expresos de la voluntad de Cánovas y en las metas ideales del sistema hacia la concordia y la conciliación. Pero inmediatamente hemos de añadir que dicha teoría armonizadora, a pesar de ser explicitada en tantas ocasiones y a propósito de tantos aspectos, nunca fue conseguida de hecho, es más, nunca fue buscada y apetecida en la práctica; por el contrario, la primera Restauración optó siempre por el extremo más conservador de la dicotomía objeto de armonización y agotó en él toda su actuación. Sólo algunos paréntesis liberales consiguieron aproximarse al punto equidistante entre las dos orillas. Y la razón fundamental para afirmar esto se basa en que el primer y más importante objetivo del pacto no fue cumplido, sino que literalmente fue contradicho: el sistema en lugar de aproximar el Estado a la sociedad, los representantes a los representados, los fue distanciando y es eso exactamente lo que le diferencia del resto de sistemas europeos de tipo constitucional. Desde 1876 hasta 1898 el régimen canovista experimenta una evolución divergente de la sociedad, se convierte en un sistema ritual e incapaz de recoger y traducir los cambios de la sociedad y de la opinión pública. Y también fracasó en el propósito de armonizar los otros dos grandes extremos de ese pacto de la soberanía compartida, las prerrogativas de la Corona y las Cortes; en lugar de avanzar como los restantes países europeos en consolidar la preeminencia del Parlamento, lo que consiguió fue exactamente lo contrario, ir anulando sistemáticamente la competencia parlamentaria e hipertrofiando

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la capacidad decisoria del Monarca sobre todo el sistema, hasta llegar a crear una crisis grave del parlamentarismo en el país. Mas fracasos de armonización se descubren en la dialéctica que conduce las relaciones de la elite con el asociacionismo obrero, la visceral oposición entre clericalismo y anticlericalismo, la escisión permanente de un grupo de elites que se sienten excluidas, la andadura divergente de los regionalismos con relación a un nacionalismo español débil y desenfocado, la profunda ruptura del campo y la ciudad, el grave desentendimiento entre la obsoleta política de una arcaica metrópoli y la sociedad de las colonias, el grave distanciamiento entre el ejército y la sociedad, la emancipación de la elite intelectual que se aleja del sistema, etc. Por eso no puede afirmarse que la esencia de la Restauración sea el pacto y la conciliación si inmediatamente no se añade que se trató de conseguir un acuerdo sólo entre las diferentes elites de poder y que el sistema se inclinó de hecho por el extremo más conservador y restrictivo de cada dilema. La realidad de la primera parte de la Restauración se resumió en una idea de equilibrio puesta en práctica con extremismo, un objetivo de moderación y armonía que acabó consolidando sólo uno de los contrarios y neutralizando el otro. En este juego, el turno lavó la cara al sistema, le ofreció una coartada, neutralizó los riesgos del extremo opuesto y permitió consolidar en la práctica la solución más tradicional y resistente. Veamos algunos ejemplos de cómo la idea del pacto restaurador se quedó sistemáticamente en la orilla más conservadora y tradicional. Paradójicamente los únicos que practicaron una política de centro conciliador fueron los liberales de Sagasta, sólo ellos se acercaron en su praxis a este ideal armonizador que Cánovas nunca alcanzó. Se planteó superar la vieja polémica entre historia y presente, entre tradición y progreso, apostando por un doctrinarismo que trataba de combinar en teoría una constitución histórica con otra presente y escrita para el futuro, pero la querencia tradicional se impuso sobre su escasa sensibilidad hacia los problemas presentes y sobre la perspectiva de futuro, y sus apelaciones constantes hacían referencia al pasado. El régimen tal como se construyó no estaba pensado para evolucionar, cuando se vio obligado a ello sólo pudo conseguirlo a costa de autodestruirse. Quiso también mediar, se ha dicho, entre el pretorianismo de los pronunciamientos anteriores y el civilismo que recluía al Ejército en los cuarteles mediante la sumisión de lo militar bajo el rey soldado, pero de hecho propicia que el Ejército sea el árbitro social y el guardián de la calle; mientras le hurta la intervención en la política interior para asegurar la estabilidad de la Corona, le confiere la gran competencia de dirigir la política social y de mediatizar la política exterior con el mismo objetivo de asegurar la Monarquía. Aspiró también a la conciliación monárquica constitucional entre el carlismo tradicionalista y el republicanismo disolvente, pero se quedó en una Monarquía que no sólo reinaba sino que gobernaba en el país, como señalaremos en otro epígrafe, colocó a la Corona más cerca del extremo de la autocracia que de la democracia. Se propuso definir una soberanía compartida que equidistara de una soberanía regia y otra popular, pero construyó una Monarquía autocrática que desconocía de hecho cualquier soberanía fuera de su arbitraje político. En este mismo aspecto, entre el desprestigio de la Corona que había propiciado la experiencia isabelina y su derrocamiento en el Sexenio, su objetivo consistió en restaurar, más que una dinastía, un símbolo inequívoco de la tradición política española que situaba en el rey el eje político en torno al que articular el sistema, así no sólo prestigió sino que hipertrofió su

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función en el orden político de España. Paradójicamente, en un plazo medio, no superó el desprestigio anterior y minó los fundamentos monárquicos de la sociedad española hasta erosionarlos en una Dictadura que no se dejaba borbonear y disolverlos finalmente en una espontánea primavera republicana. Frente a un centralismo moderantista excluyente por un lado y a la experiencia federalista o regionalista por otro, quiso aparentar un entendimiento entre el Estado central y ciertas aspiraciones autonomistas, dentro y fuera de la Península, pero en la práctica no avanzó más allá del centralismo excluyente en los dos ámbitos e impuso su arrolladora visión y voluntad de un Estado contundente y único. En este sentido, fue particularmente llamativo el fracaso de su política colonial, justamente enrarecida por resistirse hasta el último momento a conceder una autonomía que habría resuelto el problema de una forma menos costosa. En medio de la realidad imperante del localismo y el provincialismo por un lado y de la idea de un nacionalismo español fuerte capaz de aglutinar fuerzas centrífugas por otro, en lugar de conseguir una articulación de esas elites divergentes en un proyecto nacional común y fuerte, lo que consiguió de hecho fue un caciquil refuerzo del localismo y una debilidad y distancia política del Estado nacional que dejó un amplio hueco a los regionalismos y nacionalismos. Intentó aprender fórmulas intermedias que huyeran tanto de los viejos hábitos de metrópoli autoritaria como del abandonismo descolonizador o abolicionista, pero lo real de su política constituyó una larga serie de fracasos coloniales por exceso de centralismo e incomprensión de cualquier autonomía. A medio camino entre al aislamiento e inferioridad internacionales de la España moderada de un lado y la veleidad unionista del prestigio o la apertura decidida de los demócratas, siguió la política del recogimiento, que de hecho comportó actitudes de metrópoli colonialista intransigente y relaciones internacionales que delataban autoritarismo y debilidad. Pretendió superar la posición de la vieja burguesía moderada, aislada y pronobiliaria y no caer tampoco en la demagogia populista y proletaria, por medio de una clase social neutra que superara todo conflicto, pero acabó en manos de una elite de poder tan alejada y enfrentada al proletariado como la isabelina lo estuvo con el pueblo decimonónico, de forma que sus relaciones finales con las socorridas clases neutras fueron cada vez más distantes. Quiso crear un espacio de consenso y encuentro que teóricamente pretendía hermanar a gobernantes y gobernados, propietarios y asalariados, pero el resultado real es que construyó un espacio de pacto sólo para las elites gobernantes y sus clientelas. Olvidado del emergente proletariado, se echó en manos de los poderes fácticos que tenían cautivo al Estado: las elites de la tierra, el empresariado omnipotente, el Ejército y su control de la calle y las colonias, y la Iglesia restaurada en sus posiciones y en plena campaña repobladora de órdenes y de reconquista social. Frente al extremo del orden, la jerarquía social y la autoridad de un lado y a la libertad de iniciativa y la espontaneidad de los movimientos sociales de otro, su voluntad teórica se inclinaba a solucionar la cuestión social mediante la armonización, pero a la hora de la verdad practicó la autoridad y la represión sobre todo movimiento social y movilización que no coincidiera con su idea. Entre el extremo de insensibilidad social represora y el otro límite de la tolerancia con los movimientos obreros emergentes, reprimió en la calle, ilegalizó en el Parlamento y aisló políticamente al movimiento obrero. La síntesis conciliadora de Cánovas, como dice C. Serrano, quiso integrar los dos términos dialécticos del ciclo liberal pero dejó al margen el otro ciclo revolucionario, el del cuarto estado movilizado tras el credo de la I Asociación Internacional de Tra-

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bajadores desde 1870. Al buscar huir tanto de la represión y el paternalismo como del intervencionismo ante los problemas sociales y del esbozo del Estado del Bienestar que ya estaba inventándose en la Europa de Bismarck, se estancó en el timorato reformismo social que inicialmente no era más que una nueva reedición de la beneficencia liberal, puesto que la bandera del reformismo social de los conservadores no se iniciará hasta después de la muerte de Cánovas y aún entonces tendrá unas aspiraciones muy limitadas. Para conciliar la represión isabelina con el descontrol revolucionario del Sexenio, Cánovas quiso apostar por la pacificación, pero bajo ella se impuso a la sociedad española una honda coerción y una intensa subordinación de las fuerzas sociales más críticas y activas, razón por la cual diferenciamos entre pacificación y paz en un epígrafe posterior. La presunta conciliación política entre los extremos de los notables isabelinos y el pueblo democrático del Sexenio aspiraba a una democracia imperfecta y controlada, pero se quedó en un gobierno elitista que los regeneracionistas tildaron de oligárquico. Parece claro que el sistema canovista no era democrático ni en la teoría ni en la práctica, pero el régimen trató de aparecer como demócrata en ambos planos. Con la democracia, en efecto, la Restauración fue especialmente cínica, primero porque mirando hacia atrás fue un objetivo del Sexenio contra el que explícitamente reaccionó al mismo tiempo que lo invocó como un valor teórico a conservar; en segundo lugar porque mirando hacia adelante entendió que debía ser un valor imprescindible en la vida política española, pero en la práctica se hurtó este derecho de forma sistemática por medio del arbitraje decisivo de la Corona, el bipartidismo y el caciquismo. Y la mayor paradoja consistió en hacer creer que también en la realidad se respetaba el comportamiento democrático y en este sentido, la aportación de Sagasta al funcionamiento del turno constituyó una legitimación pseudo democrática muy útil para el antidemocrático sistema canovista. Escogió en teoría un sistema de partidos combinados y en proceso de socialización a medio camino entre los viejos clubes de notables y los partidos demócratas de masas, pero en la aplicación real apostó por elites y partidos tan cerrados como los isabelinos, dispuestos a aislar al resto de opciones y poco dispuestos a operar fuera de las estructuras caciquiles. Cuanto se consiguió durante esta etapa en movilización política fue al margen y a pesar del régimen. Cuando aspiraba a superar los ínfimos niveles de participación política del sistema isabelino y a evitar asimismo los excesos democráticos del voto popular, decía estar dispuesto a articular un sistema representativo que llegara a ampliarse hasta el sufragio universal masculino, pero de hecho mediante el caciquismo acabó restringiendo la participación y la movilización popular más que el estricto censitarismo moderado. Cánovas mismo reconoció que el nuevo sufragio, ejercido en aquel marco caciquil, no tenía nada que ver con el sufragio único origen de soberanía. En cuanto al sistema de partidos, su conciliación hizo aguas por varios frentes. Su propuesta teórica del turno aspiraba a armonizar igualmente los contrarios de la hegemonía del moderantismo isabelino y de la necesidad de salirse del sistema para poder acceder al poder y con ello alcanzar un nivel democrático de participación, pero la realidad del turno forzado e impuesto acababa siendo justamente una negación de la libertad y la democracia, hasta incluso en la misma teoría llevaba implícito el aniquilamiento del principio de la libertad de participación del pueblo en la cosa pública. Aspiró Cánovas a practicar este centro integrador, no sólo con el Pacto del Pardo como principio de solidaridad esencial entre los dos partidos dinásticos ante las posibles amenazas de los extremos sobre el sistema, sino con una doble aper-

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tura hacia la ultraderecha reaccionaria (en 1884 incorpora a los neocatólicos de Pidal) y hacia la izquierda revolucionaria (en 1890 asimila a los posibilistas de Castelar). En efecto el sistema de la Restauración se caracteriza hasta 1890 por su teórica función asimiladora de los disidentes de izquierda y derecha, pero la realidad política dominante consistió en legitimar mejor, por medio de esta apariencia o ficción, la continuidad del modelo turnista dinástico y su protagonismo. El reparto del poder entre los dos partidos resultaba así reforzado por la presencia justificadora de un abanico plurideológico, pero la cruda realidad era otra, todo partido para poder gobernar debía ser dinástico y la participación de un partido que no podía acceder al poder era sólo una coartada en aquel contexto caciquil. El Parlamento, los partidos y las elecciones sincronizados tenían como objetivo teórico establecer un puente de encuentro y acuerdo entre la distancia y extrañamiento de la España oficial de los representantes y la España real de los representados, pero lo que realmente se consiguió fue en efecto ahondar ese tajo y llegar a hacer irreversible ese desencuentro. Algo parecido le sucedió en cuanto a su obsesión por armonizar la relación entre rey y Parlamento, de forma que quiso huir tanto del absolutismo antiparlamentario como del asambleísmo republicano, pero al tratar de situarse idealmente en la teoría de la soberanía compartida, lo que consiguió en realidad fue debilitar los fundamentos del parlamentarismo hasta acabar con sus funciones y naturaleza en sucesivas crisis y comprometer la propia figura monárquica en la Dictadura. Se ha solido adjudicar a la Restauración canovista una encomiable tarea de pacificación en España, después de la agitada vida del Sexenio. En efecto, puede apuntarse en el haber del régimen la consecución de una pacificación de los dos contenciosos militares que quedaban pendientes, aunque ya hemos advertido las limitaciones de estas intervenciones. Otros historiadores han hablado también de la pacificación religiosa que se produjo después de la última conmoción del Sexenio. Pero donde fracasó el programa pacificador de la Restauración de Cánovas, si así puede llamarse al intento de eliminar estorbos militares y amenazas para la tranquilidad de la Corona, fue en la dimensión social, donde no aparecerán signos de buscar dicho apaciguamiento hasta principios del siglo XX. Jover ha explicado en este sentido cómo el edificio de la Restauración se asentaba sobre unos cimientos sociales estructuralmente inestables, sobre situaciones de injusticia y de miseria no paliadas, que pesarán siempre de ahora en adelante en todo momento de crisis del régimen restauracionista. Esta impuesta pacificación desde arriba es la que ha provocado que en la sociedad de la España de la Restauración haya una insultante indiferencia ante la mayoría de las «cuestiones» planteadas, que eran muchas. Se produce una desconcertante pasividad ante el falseamiento de la vida pública, ante el mismo desastre y frente a la mayoría de los problemas sociales, económicos y políticos que la acuciaban. Sorprende, como dice Jover, este enorme paréntesis en la cultura política y en la sensibilidad social de los españoles entre el apasionamiento de Espronceda o la agitación popular decimonónica anterior y el agónico y atormentado reflexionar de los regeneracionistas y las sucesivas generaciones desde el 98, en medio hay un sospechoso remanso de indiferencia y de adormecimiento que expresa bien la rutina doméstica de Campoamor; el 98 servirá para despertar violentamente este entumecimiento, pero no en toda la sociedad. No se trata tanto de un anquilosamiento espontáneo e inocente, sino del fruto de toda una política de armonización y de pacto que tiende siempre a imponer actitudes de resignación e impotencia en aquella parte del trato que no tiene otra capacidad que la de resistir o tolerar.

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Prometió equidistar entre el proteccionismo isabelino y el librecambismo revolucionario con aranceles de acuerdo y conciliación de intereses, pero fue evolucionando de hecho hacia el proteccionismo más recalcitrante, al compás de las presiones de las elites económicas en el movimiento de los años 80. Entre las dos disyuntivas de la sacralización, confesionalidad, clericalismo por una parte y el laicismo o la secularización por otra, propuso la intermedia tolerancia religiosa, pero practicó la alianza con la Iglesia integrista y la imposición del modelo más tradicional de moral y educación. El balance final de ese pretendido centrismo armonizador teórico esconde, pues, la franca consolidación en la realidad de uno solo de sus extremos.

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CAPÍTULO II

El protagonismo de la Corona y de la elite dirigente Más arriba hemos señalado que tratábamos de dar un tono político a nuestro discurso al centrar su desarrollo en torno al eje vertebral de la Monarquía como factor decisivo del sistema canovista y que pretendíamos adoptar una perspectiva socio-política a la hora de explicar el periodo al engarzarlo girando alrededor de la relación tripartita y tensa que se establece entre el Estado, la sociedad y las elites en medio, impulsadas bien sea por su afán de beneficiarse de sus contactos con los dos extremos o bien por su empeño de superar las dificultades que encuentran para integrarse en el sistema o para liderar la sociedad. Nos ocuparemos en este capítulo de la Monarquía y las elites.

2.1.

LA MONARQUÍA VERTEBRA Y DETERMINA TODOS LOS CARACTERES DEL SISTEMA

2.1.1. El alfonsismo: las raíces cubanas del proyecto restaurador El escenario de preparación de la Restauración es más internacional que interior y abarca espacios como París, cuartel general y residencia de Isabel II, Viena, centro educativo del príncipe, el Vaticano, impulsor y sancionador del proceso, Sandhurst, y especialmente Cuba, motor de intereses amenazados. Alfonso XII logró consolidarse en el trono de España porque contó con la aprobación o con el consentimiento tácito de los gobiernos de Europa, principalmente con el de Bismarck, tras convencerle de que el régimen se situaría en equilibrio entre la inestabilidad del Sexenio y el clericalismo isabelino. Otra dimensión más doméstica e interior de este proceso son las primeras raíces de tipo familiar y dinástico del alfonsismo. Destacaron dos proyectos de Restauración, uno vinculado a la vuelta de Isabel, que significaba el regreso al pasado y una buena dosis de revancha contra el Sexenio, y el proyecto de Cánovas en la persona del príncipe Alfonso, que representaba la conciliación; los dos planes, más que colaborar, se estorbaron. Existieron además otros proyectos, como el carlista, que al contemplar la ocasión del trono vacío volvió a levantarse en armas, pero que no contaba con posibilidades reales de ocuparlo. Concurrió incluso la candidatura del duque

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de Montpensier, quien primero propuso a la infanta María Luisa Fernanda, su esposa y hermana de Isabel II, y luego aceptó la idea de ser él mismo regente del príncipe Alfonso. Una serie de camarillas, desavenencias e intrigas familiares internas, alimentadas por Isabel II, estuvieron a punto de abortar el proyecto alfonsista. La distancia entre la reina exiliada y Cánovas era otro serio inconveniente que no se resolvió hasta 1870, cuando se produjo la abdicación en favor de Alfonso. El alfonsismo tiene también raíces militares, harto más complejas, que expresan bien las hondas divisiones que en la institución militar habían dejado el final del isabelismo y el Sexenio y que hicieron desfilar por el proyecto a varios espadones ilustres, entre los que destaca el último representante del régimen de los generales, Francisco Serrano, duque de la Torre, un antiamadeísta que apoyó la causa del príncipe desde finales de 1872 en estrecha relación con los intereses de los grupos capitalistas cubanos, aunque al final la abandonara acariciando una dictadura personal. A pesar de que entre las tramas militares del alfonsismo no estuviera propiamente el golpe de Pavía, es evidente que iba en parecida dirección y se le reprochó a Cánovas no haberlo aprovechado. El Ejército, pues, parece que había logrado un importante consenso restaurador. El alfonsismo tiene otra tercera cepa de raíces en el mundo de los intereses españoles en las Antillas, como puso de manifiesto Espadas Burgos. El trasfondo cubano es imprescindible para una cabal comprensión de la Restauración, en su contexto nace, con sus problemas se construye y en su guerra final encuentra su más honda crisis. Los hombres más importantes que trabajaron por la Restauración alfonsina tuvieron mando o intereses en Cuba, fueran civiles (Güell y Ferrer, Antonio López López, futuro marqués de Comillas, banqueros como Zulueta o Pastor, la reina madre y el propio Riánsares) o militares (conde de Cheste, duque de la Torre, Martínez Campos). Estimularon esta actitud intervencionista cubana el desconocimiento de los problemas antillanos por parte del gobierno y la posición virreinal de los capitanes generales en la isla. Hay que añadir la influencia del partido esclavista en La Habana, apoyado en los propietarios azucareros, de donde salieron grandes hombres de negocios y familias banqueras, dulce soporte de la solución conservadora y restauradora en España y abundante savia almibarada del capital español. Cuba, donde una cuarta parte de su población eran esclavos imprescindibles para la explotación azucarera, condicionó con su economía un grave anacronismo colonial y una fuerte conservadurización de la vida política española, creó en la mente de la elite capitalista una asociación de ideas entre el esclavismo y sus intereses y en la alternativa contraria identificó el fantasma del abolicionismo con el independentismo. Espadas Burgos ha definido este movimiento de los intereses españoles en Cuba como una cruzada por la integridad del territorio nacional y la encarnación del patriotismo, que encontró sus cauces políticos y militares a través del Casino Español de La Habana y de los llamados Voluntarios de Cuba, dirigidos por importantes hombres de negocios y militares españoles. El alfonsismo como movimiento político comenzó en torno al grupo parlamentario moderado y unionista de Cánovas en 1869. Estos círculos alfonsinos primero, luego casinos cubanos relacionados con los centros hispano-ultramarinos, más de 87 en toda España, acabaron creando una Liga Nacional en defensa de la integridad de la nación, en cuya directiva figuró Cánovas, que combatía el independentismo y el abolicionismo como una misma cosa. Y bajo esa misma bandera quiso movilizar a las clases medias haciéndoles creer que era un único interés restaurar la Monarquía,

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defender la integridad nacional y mantener el comercio cubano. Estas ideas actuarán en el subconsciente de la crisis del 98. Incluso la preparación del pronunciamiento de Martínez Campos es objeto de una trama que va desde los proyectos del conde de Valmaseda en 1869 hasta el golpe del espadón a finales de 1874. Cánovas quiso que el mismo príncipe Alfonso presentara en público el alfonsismo y encontró pacientemente la oportunidad a principios de diciembre de 1874 en la ciudad inglesa de Sandhurst donde le hizo firmar un Manifiesto, muy elaborado a lo largo de medio año mediante varias redacciones de Cánovas y Fabié, en que se anuncia la mayoría de edad y el proyecto restaurador. Fue publicado en forma de carta del príncipe en Alfonso XIII, rey de España, de niño. los más importantes periódicos europeos y luego españoles; el mismo día en que se publica en España, Valmaseda y Martínez Campos toman la decisión de pronunciarse tres días más tarde, el 29 de diciembre, para proclamar a Alfonso XII en Sagunto. Es cierto que Martínez Campos se anticipó a Cánovas, el general le escribió una carta anunciándole que cuando la recibiera ya habría sucedido, pero no es del todo verdad que Cánovas desconociese toda la trama militar del alfonsismo y que no aceptara la participación del Ejército en todos los preparativos de la Restauración que conocía. El pronunciamiento de Sagunto es un calco de los viejos movimientos decimonónicos, con una salvedad, esta vez le brinda el poder a Cánovas y exige la presencia de algunos militares y moderados en el gabinete; de esta forma se reserva una cierta tutela militar del proceso, aunque ceda el protagonismo a un civil. 2.1.2. La Corona restaurada se sitúa más cerca de la autocracia que de la democracia 2.1.2.1. La Monarquía como clave política del edificio canovista Muy pocas veces se ha puesto de manifiesto en la historiografía española el papel central y arbitral que ha tenido la Monarquía en las transformaciones y frustraciones liberales del siglo XIX y XX de nuestra etapa contemporánea. Más aún, faltan estudios monográficos sobre el significado profundo que la Monarquía ha tenido en los momentos más decisivos del cambio político (al estilo del de Oliet para el Sexenio), no conocemos bien cómo era percibida por la sociedad española, el simbolismo y la capacidad de legitimación de autoridad que ofrecía, son difusos sus límites con la religiosidad, no sabemos casi nada acerca de los procesos y mecanismos de mitificación

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que han sufrido la figura real contemporánea y las personas que la encarnaron. Tampoco se ha analizado el trasfondo determinante de la idea de la Monarquía por su vinculación profunda con el significado de la propiedad de la tierra, del orden y la jerarquía social, su capacidad de transmitir estabilidad a las instituciones, de legitimar la obediencia popular. En cualquier caso, en la Restauración es más necesario que en otras etapas descubrir estos significados regios. Hay que destacar en este periodo el carácter vertebral de la Monarquía en la organización y funcionamiento del Estado, del Ejército y de la sociedad de la Restauración española. Los restauracionistas fueron más monárquicos que patriotas, hicieron más por el Monarca que por España, si la idea de España hubiese ocupado el mismo lugar preeminente que absorbió la idea de la Corona en su quehacer y pensar como estadistas, o incluso si hubieran concedido a la noción del Estado español una importancia similar a la que concedieron a la Monarquía española, muchos de los desequilibrios y conflictos futuros podrían haberse suavizado o eliminado. Sin exagerar, puede decirse que la Restauración murió de sobredosis de monarquismo y padeció por esta misma razón un raquitismo estatal y un morboso nacionalismo español que condujeron a su enfermedad y liquidación final. La aspiración a la unidad política procedía básicamente y estaba estrechamente fundida con la unidad de Monarquía más que con la de Nación, por ello la Corona apareció como un ingrediente decisivo de desastres como el cubano o de conflictos como el regionalista-nacionalista; la meta no fue la unidad nacional sino la monárquica. La idea de armonización paternalista de la sociedad, que procedía en buena parte de la concepción del rey como padre de subditos según la tradición conservadora española, fue un factor responsable del desentendimiento entre dirigentes y fuerzas sociales. La idea de unidad religiosa, estrechamente dependiente de la forma de entender tradicionalmente la Monarquía, fue la determinante de tantas intolerancias y el freno anacrónico a la indispensable secularización de la sociedad que lastró la mentalidad de los españoles y la inclinó a graves conflictos. El exceso de autoridad política con que se revistió a la Monarquía durante el periodo ha sido el responsable del falseamiento del sistema democrático y del quiste socio-político del caciquismo, con todo lo que conlleva de inmadurez y retraso de la cultura política de la mayoría del pueblo español. La mitificación y contramitificación de la realeza y de sus personas (la exaltación de la República y la federal no es sino su envés) que se ha propiciado desde el poder ha sido la causante de numerosos enfrentamientos mentales y sentimentales que tuvieron graves consecuencias materiales y sociales en nuestra historia contemporánea. Es una obviedad recordar que la Monarquía da nombre al periodo, pero nunca se dice completo: la Restauración Monárquica. La palabra «Restauración», que en la terminología europea hace referencia preferentemente a la recuperación de los valores del Antiguo Régimen en la sociedad y en la política del momento, entre ellos el de la Monarquía, en el caso español agota su semántica en lo monárquico. Y no es baladí la apreciación, puesto que la etapa es más monárquica que restauradora, se caracteriza y define mejor por el significado personal, popular, político, militar, parlamentario y administrativo que adquiere la figura del rey que por cualquier otra novedad o restauración del pasado. La gestación inicial del régimen de la Restauración, desde el momento mismo en que Cánovas discrepa de la Monarquía democrática en 1869, se lleva adelante girando en torno al eje exclusivo de la Corona, de la sucesión, de la preparación de las posibles regencias, es decir, todo se tejió a partir de y para la Corona. El monarquismo 44

que propone Cánovas en 1874, dice Jover, no es absolutista como el de FernanJo VII, ni extranjero como el de Amadeo, ni desprestigiado como el de Isabel II, y sin embargo no es una Monarquía nueva ni original, al revés, se trata de una idea tradicional, decimonónica, dogmática y ajena a la práctica política del resto de Europa. Cánovas reúne a una asamblea de exsenadores y exdiputados monárquicos para que establezcan las bases de la constitución. La Corona era el requisito fundamental, parte esencial de la constitución interna o histórica que había que aceptar previamente como institución de fe, es un presupuesto básico e intocable, anterior a la constitución escrita. La constitución interna o histórica es únicamente un recurso intelectual para sacar del debate político a la Monarquía e incluirla entre los dogmas infalibles del régimen canovista; y se hace de la manera más adecuada y convincente en aquel momento, en que ya no podía esgrimirse de forma presentable una fundamentación religiosa del origen del poder político, por ello se busca un argumento de carácter secular en la historia, segunda fuente de autoridad para Cánovas después de la religiosa. Asistimos a una notable manipulación de la historia para legitimar un concreto sistema de poder político, el concepto de constitución histórica intelectualmente encierra contradicciones y debilidades argumentales importantes, conduciría de suyo a un estéril inmovilismo y a una línea de argumentación exactamente contraria a la idea de progreso innata en el liberalismo. La historia no podía constituir un cauce cerrado para el futuro, todo lo más había de servir de escuela y aprendizaje, si no querían condenarse al eterno retorno. Cánovas, especialista en las épocas de decadencia de la historia española moderna, se contradecía a sí mismo al tratar de hacer progresar a un país vinculando inexorablemente su presente y su futuro al mismo proceso de decadencia del pasado. Pero todo este dogma histórico impuesto como requisito a los constituyentes de 1876 se pensó, no para hacer valer el capricho de un historiador, ni para defender la estabilidad de un país, sino para asegurar la solidez y pervivencia de la Monarquía. Combina además la fuerza de la historia con la contundencia de la realidad. En cuanto al margen de acción política de la Corona, la Constitución del 76 va más lejos que la del 45, el rey no tenía sólo un poder simbólico, arbitral o moderador, era una fuerza real y operativa que detentaba la capacidad de decisión sobre los dos elementos más sensibles e influyentes de la marcha política: el Ejército y el cambio de gobierno. Aquí radica una de las peculiaridades del caso español en comparación con el resto de las Monarquías parlamentarias europeas, en que el origen del poder, tanto ejecutivo como legislativo, no procede de un acto voluntario y electoral, sino de la confianza que el monarca otorga a un partido para que gobierne y gane las elecciones. Se ha dicho que se trata de un doble acto de confianza, primero del rey que la entrega al pueblo y luego de éste que se la devuelve al rey en forma de elecciones; dicho argumento o bien es la repetición del viejo artilugio mental arbitrista para salvar contradicciones mediante la imaginaria teoría del pacto monarca-pueblo, o bien es sencillamente inadmisible hablar de reciprocidad, ya que mientras el acto de confianza del rey es directo, libre y lleva la iniciativa, la supuesta confianza que el pueblo le devuelve está mediatizada y se torna inútil e inexistente, fruto de unas elecciones falseadas que necesariamente la convierten en asentimiento pasivo. La Monarquía, después de este preludio de dogma histórico, anulaba la soberanía del país con otro principio de dogma político, el de la soberanía compartida. Toda la capacidad de injerencia en el legislativo que el Monarca disfrutaba y ejercía no ha sido suficientemente puesta de relieve en la historiografía española y debió ser 45

tan importante como su propio protagonismo ejecutivo. Pero especialmente significativo fue el arbitraje que el régimen (no la Constitución) concede al rey en el relevo del turno de los partidos en el poder. Y no se diga que fue la adulteración del régimen electoral lo que convirtió al rey en pieza clave del juego político, sino más bien al contrario, fue la capacidad decisoria del monarca en el juego político lo que obligó y tuvo como consecuencia necesaria la adulteración del régimen electoral. Situar al monarca justamente en la cúspide de la decisión política del sistema, haciendo inoperantes todas las demás normas del funcionamiento electoral y de los partidos, no es exactamente un pacto de ida y vuelta entre la Corona y el pueblo, como alguien sugiere, ni tampoco, como se ha dicho, un intento de sistema político de libertad estable a cambio de sacrificar la eficiencia administrativa y la democracia política; sencillamente es la anulación de la capacidad decisoria y electoral del pueblo por parte de la Corona. Esta característica convierte al canovista en un sistema de francas pervivencias del Antiguo Régimen, con más rasgos de autocracia que de democracia. Las competencias de la Corona en 1876 se extralimitaron: potestad legislativa compartida con las Cortes, veto, amplia participación en el proceso legislativo, tanto que el Parlamento se denominaba en el argot de entonces el «regio alcázar». Eran atribuciones deudoras del más rancio doctrinarismo y repiten literalmente, como ha recordado Artola, buena parte de la Constitución de 1845. Se silencia expresamente la soberanía nacional y la separación de poderes. Se adopta la fórmula que otorga la potestad de hacer las leyes a las Cortes con el rey, algo que concentra y supera todas las prerrogativas constitucionales de la Monarquía anteriores a 1868: la intervención en la formación de las Cortes, el derecho de iniciativa legislativa y el derecho de veto (éste ampliado de forma que ningún gobierno podía presentar un proyecto de ley en la misma legislatura en la que el monarca hubiera negado su firma a otra ley sobre ese asunto). Las atribuciones en el ejecutivo van más allá que la tradición decimonónica, como la irresponsabilidad, el libre nombramiento y separación de ministros, la residencia en el rey del poder ejecutivo practicado por refrendo ministerial (cualquier norma emanada de un ministro requiere el refrendo del rey, aunque por ello no deje de ser responsable el ministro en cuestión) y finalmente la determinante intervención en la toma de decisiones políticas, la terminología expresaba esto llamando «orientales» a las crisis de gobierno, originadas en el palacio de Oriente. El papel central de la Corona se demuestra no sólo en que el cambio político se basa en la decisión personal del rey, sino sobre todo porque éste lo decidía para preservar el trono, originaba el cambio político «más pesando que contando los votos», atendiendo a la situación del partido más que a su mayoría parlamentaria, eran crisis más de partido que de Parlamento y estaban encaminadas a salvaguardar la unidad de partido, por el miedo al cuartelazo nacido de las facciones, y por ende con la intención de asegurar la continuidad de la propia Corona. De ahí se concluye, no sólo que el monarca decide las crisis de gobierno, sino que lo hace en defensa de su misma figura y función. Pero no se agota ahí la omnipresencia de la Corona, está en todos los ámbitos y es la razón última de casi todos los elementos que componen el sistema de la Restauración, de forma que pacificación, civilismo, turno, liquidación carlista o guerra con Estados Unidos deben su existencia en gran medida al afianzamiento de la Corona y no se habrían configurado de ese modo ni producido de esa manera si no es con el objeto de eliminar todo tipo de riesgos para la Monarquía. La lección que Cánovas extrajo del Sexenio y de la época isabelina anterior fue descubrir todos los defec46

tos y los excesos que pusieron en peligro la continuidad y la buena aceptación social de la Corona y diseñó todo el edificio posterior pensando precisamente en eliminarlos. Cánovas entendió acertadamente que lo que le sucedió a Isabel II es que practicando su prerrogativa de cambio político abusó de su apoyo a los conservadores, llamándoles a gobernar casi ininterrumpidamente; este mismo desequilibrio, forzando a los progresistas marginados a asaltar el poder desde el exterior, es lo que propició la intervención de los pretores en el cambio político y fue también lo que impacientó a la oposición y a sus secuaces de forma que Ejército y pueblo se levantaron en algarada en repetidas ocasiones hasta que en uno de esos embates populares quedó comprometida su existencia. La lectura de Cánovas de esta realidad es la que le conducirá a tomar varias precauciones, como institucionalizar la decisión arbitral de la Corona en el cambio político, introducir un equilibrio de seguridad en el reparto de poder de forma que no haya un grupo que se sienta excluido y se vea obligado a atentar contra él y para ello establecer un turno bipartidista y unas elecciones regulares bien controladas. Pero como no era verosímil que la voluntad popular asegurara espontáneamente esta artificial regularidad y este ritmado relevo de poder y además, según la experiencia democrática del Sexenio, había atentado contra la Monarquía, se hacía necesaria una ficción y amaño electoral que lo regulara. La mayoría, pues, de las grandes decisiones y en consecuencia de las grandes instituciones del sistema canovista tenían todas un fundamento común: la defensa de la Corona. Cuanto de respeto a la libertad y de concesión a la democracia hay en el sistema está pensado como escudo protector de la Monarquía. La propia elasticidad de la Constitución, el mismo caciquismo, en cuanto instrumento que daba satisfacción a los caciques locales y posibilitaba el regular turno de los partidos, provenían de la razón profunda de la defensa de la Corona. El afán canovista por integrar en el sistema justamente a las fuerzas políticas más adversas del periodo anterior, su llamada a Sagasta y el tolerante acomodo con que acogió a quienes habían derrocado a Isabel II no nacían de una flexibilidad y pactismo innato en Cánovas, sino principalmente de su propósito de evitar toda amenaza para la Corona. De este modo, muchas de las decisiones que le han proporcionado a Cánovas fama de tolerante, transaccionista y flexible sólo las tomó por su intransigente adicción a la Monarquía de Alfonso XII. La Corona y sus atribuciones se erigen asimismo en uno de los fundamentos del caciquismo. Todo el entramado de influencias, decisiones y clientelas en torno al cacique local era posible gracias a que existía la seguridad de que la Corona no iba a fallar en su regular llamada alternativa al poder, el partido que asciende respeta al que desciende del gobierno porque sabe que luego le corresponderá a él y nadie estaba dispuesto a evitar esas mediatizaciones del poder porque confiaban en que la Corona luego llamaría al otro partido. Los caciques, los clientes, el gobierno, todos necesitaban saber que el rey estaba allí para asegurar el turno, representaba así la solidez fundamental del sistema al tiempo que significaba el principal obstáculo para reformarlo, nada podían contra ella ni opinión pública ni elecciones. Para promover un cambio de gobierno y acceder al poder debía utilizar la palanca poderosa de asustar a la Corona o ganar su complicidad, pero nunca un movimiento de opinión o una presión electoral lograron sostener a un gobierno contra la voluntad del rey. De este mismo modo, su propuesta de civilismo o alejamiento del Ejército de la vida política no nacía de un convencimiento del superior protagonismo de la sociedad civil sobre lo militar, sino que su pretendido antimilitarismo era otra manera de 47

proteger y defender a la Corona misma. Ésta ocupa, según el perfil que Cánovas había trazado, el centro de la institución militar, a pesar de que la identidad rey-soldado podría entrar en contradicción con el civilismo, el rey se instalaba en la cúpula militar para evitar que un pretor o un cuartelazo acabaran con la Corona, para blindarla de los posibles ataques o desafecciones. Este proyecto canovista, a la larga, tuvo un efecto lógico, aunque no deseado, Cánovas acabó con el pretorianismo pero no con el militarismo, será justamente la institución militar la que acabe con el sistema como tal y luego con la Corona misma. La pacificación y la liquidación de la guerra carlista se inspiraban asimismo en asegurar el trono de Alfonso XII y en erradicar el riesgo de asalto a la Corona por la derecha. El urgente objetivo de preservar la legitimidad dinástica como sustento de la Corona y la supresión de los fueros vascos en 1876 estuvieron movidos, entre otras, por la razón suprema de la seguridad de la Monarquía en la persona de Alfonso XII. La misma guerra cubana fue decidida contra una derrota segura porque los gobernantes —y Cánovas lo había pensado antes también— creían que de no haber defendido militarmente la unidad nacional y de haber accedido a la venta de Cuba a los Estados Unidos se habrían deducido gravísimos perjuicios y riesgos para el mantenimiento de la Corona en España. Así pues, resistir con una política colonial anacrónica y entrar en guerra suicida tuvo en parte la finalidad de no permitir que una independencia o segregación del Imperio segara la hierba a los pies del Monarca. La concepción del turnismo y del bipartidismo se basó de la misma manera en una estrategia defensiva de la Corona. En primer lugar, la condición indispensable de que los partidos fueran dinásticos en el sentido de asumir la Monarquía restaurada, y en segundo término la exigencia de que los partidos entraran en el juego arbitral de la Corona, enlazaba la legitimidad para gobernar con la convocatoria del Monarca, y a la inversa, los partidos no dinásticos estaban condenados a no alcanzar el poder, es decir a no ser realmente partidos. El bipartidismo fue concebido no por el sentido de la justicia y la equidad, o para lograr la pacificación del liberalismo español, como se ha dicho, sino principalmente para la seguridad de la Corona, al propio tiempo que reforzaba políticamente el papel del Monarca al convertirlo en sustento de la naturaleza y existencia de los partidos. El consentido juego electoral no nacía de las convicciones democráticas de Cánovas, sino del afán de dar apariencia democrática a la injerencia anticonstitucional de la Corona. El mismo sufragio tiene que ver con esta prioridad monárquica, el censitarismo quería evitar, en la mente de Cánovas, la masificación del voto antimonárquico ácrata y la oposición a Alfonso XII de los carlistas, es decir pretendía huir del republicanismo y de la sustitución dinástica. Incluso transigió con el sufragio universal (que podría haber representado una amenaza para el turno reglado) porque sabía que el caciquismo neutralizaría cualquier efecto no deseado contra el superior arbitraje de la Corona; de ahí que después de la implantación del sufragio universal no cediera el caciquismo, no sólo eso, a partir de ese momento es cuando más necesario resultaba y se reforzará temporalmente para neutralizar la potencial capacidad del sufragio universal de disolver el sistema de la Monarquía restaurada. El Pacto del Pardo iba orientado en la misma dirección, en la de asegurar ante cualquier eventualidad, no la continuación del sistema por sí mismo, sino la pervivencia de la Corona en cualquier situación sucesoria. Viene provocado por una posición alarmante de la Corona, el rey muerto, la reina viuda extranjera inexperta y tenida por poco capaz intelectualmente, con dos niñas de corta edad como herederas, 48

envuelta en la incertidumbre de un embarazo y con la memoria histórica puesta en 1830. Añadía inseguridad la nada coherente situación del Partido Conservador y la incipiente inquietud que comenzaban a mostrar los republicanos, todo ello obligó a entregar el poder al Partido Liberal, como única salida para mantener la Monarquía restaurada, reservándose los conservadores el derecho a volver al poder después de su gestión. Con los ojos puestos en la Corona y forzado por su debilidad, se había institucionalizado el turno. Cuando se establecen las limitaciones de la libertad de prensa, opinión o enseñanza, la referencia es el respeto a la Monarquía como principal argumento y objetivo. El Senado, cuya reforma y democratización se pediría avanzada la vida del sistema, estaba pensado como el verdadero baluarte de defensa de la Monarquía, en cuya cámara el monarca colocaba al menos a un tercio de manera más directa y tenía allí asegurado un control definitivo y final ante cualquier emergencia. Otro detalle de esta relevancia monárquica sería la importancia parlamentaria que se concedía al discurso de la Corona, un verdadero programa de gobierno que el primer ministro ponía en boca del monarca, u otras prácticas de semejante orientación, como la del artículo 84 de la Constitución de 1876 que permite la intervención del rey en caso de extralimitación en sus funciones de las Diputaciones o Ayuntamientos. La propia concepción del nacionalismo que tenía Cánovas, como ha puesto de manifiesto C. Dardé, se basaba casi únicamente en la unidad dinástica y tenía como soporte un concepto de España monárquico-unitario. Finalmente, se completa la Restauración de la Monarquía con la revitalización de sus dos privilegiados adláteres, la nobleza y la Iglesia. Es necesario relacionar, dentro de esta hipótesis interpretativa de la centralidad de la Corona en el significado de la Restauración y de la preponderancia en ella de las persistencias de Antiguo Régimen, la recuperación de la Monarquía, la Iglesia y la nobleza, revestidas con nuevas funciones, pero perfectamente integradas en el sistema y en el sustrato mental y social de orden, autoridad, jerarquía y unidad. De nuevo los liderazgos oficiales de aquella sociedad son depositados en los viejos soportes privilegiados y relacionados con la Monarquía, haciendo caso omiso de los grupos emergentes que reclaman su protagonismo, y se reavivan la nobleza de los negocios, el reducto nobiliario del Senado y los eclesiásticos docentes, benefactores y asistentes. Es más, hay que precisar que este maridaje entre Corona y nobleza está en las mismas raíces de la Restauración, como se ha subrayado ya, fue importante el papel noble en el origen cubano de la Restauración de Alfonso XII, pero debe añadirse paralelamente que se prosigue el fortalecimiento de la Corona mediante un intenso proceso de ennoblecimiento, como muestra el incremento de titulaciones en las Antillas precisamente entre 1875-76 y como pone de relieve el hecho de que los servicios prestados en la guerra de los Diez Años fueran pagados por la Corona con moneda nobiliar. Además, en lo que atañe al comportamiento personal de los titulares de la Corona, ejercieron también una presión importante sobre el sistema. Artola ha señalado que la evolución política del régimen que se experimentó en los años 80 y 90 fue precisamente facilitada por dos circunstancias de las personas reales: primero, la muerte prematura del monarca obligó a Cánovas a institucionalizar el turno y renunciar a su tendencia a acaparar el poder, no es seguro que de haber sobrevivido Alfonso XII el turno se hubiera desarrollado de la misma manera, y segundo, la indecisión y amistad personal de la regente con Sagasta permitió a éste disfrutar del poder en la mayoría del tiempo de la Regencia. 49

2.1.2.2.

Límites y contradicciones como motor del cambio político

de

la

Monarquía

El objetivo era mantener el orden político y social anterior consistente en la Monarquía y la ordenación de la sociedad según los valores de la burguesía conservadora, pero eliminando los riesgos que lo habían puesto en peligro, entre ellos el exclusivismo moderantista y las elecciones democráticas. La decisión no fue el resultado de analizar la realidad y concluir que de hecho ni el pronunciamiento ni las elecciones habían funcionado como motores del cambio y que se iba a intentar comprobar si operaba en su lugar la Corona como inductora del relevo en el poder, sino que más bien fue un previo planteamiento teórico doctrinario que partía del principio de la soberanía monárquica escasamente compartida con las Cortes como actor político fundamental, a partir de cuyo presupuesto quedaban excluidos por principio tanto el sistema del pronunciamiento como el de las elecciones. La opción de la Corona como árbitro del cambio proporcionó mayor estabilidad a plazo corto y significó un franco progreso para los grupos, facciones y caciques que se repartían ordenadamente el poder, pero no aseguró el sistema a la larga y marginó al conjunto de la sociedad española de la participación política. Era un anacronismo más próximo al absolutismo monárquico con partidos, propio del tradicionalismo español, que al régimen isabelino, donde los partidos tenían más capacidad de decidir el cambio, aunque estuvieran liderados por militares. La prerrogativa regia por encima de las mayorías parlamentarias era sólo excepcional en casos extremos en otras Monarquías, pero en España se convirtió en usual y necesaria. El cuerpo electoral en España no existe, decía Cánovas, y todo movimiento político debe partir de la Corona, en España no hay mas que un único poder —repetía—, el de la Corona. «Yo —vuelve a reiterar Cánovas— no he creído nunca en la frase de que el rey reina pero no gobierna, ...la Monarquía es el elemento sustancial, con vida, con fuerza y con deberes propios, no es meramente reguladora de los demás poderes... tengo al rey por mucho más que un poder moderador.» Una declaración palmaria de la muerte de Rousseau. A pesar de que siempre se ha dicho que Cánovas se centró con prioritario empeño en combatir el exclusivismo moderantista de los pronunciamientos, lo cierto es que se dedicó con mayor interés a eliminar el riesgo electoral que representaba para la Corona la soberanía nacional de los progresistas y de los demócratas. Lo importante era el principio de soberanía compartida que excluía la posibilidad de que la Monarquía estuviera sometida a los vaivenes electorales, como querían los del 69; el objetivo era afirmar la autoridad efectiva del monarca por encima de cualquier otro poder del Estado, incluido el legislativo, y de configurarla como hereditaria, consustancial a la nación y previa a su decisión constituyente. Más arriba hemos afirmado que la Restauración murió de una sobredosis de monarquismo, con ello queríamos señalar que al abandonar el principio de la soberanía nacional que ponía el motor del cambio político en la decisión democrática y entregarse a la prerrogativa regia se introdujo al sistema de la Restauración en una contradicción que comprometía seriamente su evolución y su futuro. Convertir al monarca en árbitro condena a la sociedad a la desmovilización y al estancamiento permanente, de forma que la sociedad sólo podrá evolucionar destruyendo el caciquismo

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y anulando la prerrogativa regia que la atenaza. De ahí que todos los intentos de reforma y revisión del sistema chocaran con la misma contradicción y el sistema de la Restauración estuviera condenado o bien a estancar eternamente al país en una intemporal situación, o bien a evolucionar autodestruyéndose, como sucedió de hecho. Todo reformismo atentaba contra el sistema y al propio tiempo era necesario para seguir legitimándole. De la misma manera, los políticos de la Restauración también incurrieron en contradicción con la figura de la Monarquía, puesto que el afán de consolidarla y darle estabilidad los condujo a otorgarle tantos privilegios y arbitrajes que no podían subsistir a poco que evolucionara el sistema. La Monarquía se obligó a vivir inexorablemente vinculada a partidos no representativos, al quedar uncida a los procedimientos caciquiles la habían condenado a perder el sustento en cuanto se pasara del tradicional caciquismo a la democratización de la participación política ciudadana. La Corona, paradójicamente, a pesar de todos los esfuerzos canovistas para preservarla y darle estabilidad de futuro, estaba condenada a no poder seguir la evolución del país, porque con su prerrogativa y arbitraje político se había convertido otra vez en el obstáculo tradicional llamado a ser retirado cuando la sociedad consiguiera evolucionar y modernizarse políticamente. Más aún, una vez entrado en crisis el sistema caciquil, la única solución de la Corona estaba en manos del Ejército y nunca de la participación popular anulada por ella, por eso es ingenuo plantearse dudas sobre el apoyo de Alfonso XIII a la Dictadura de Primo de Rivera o creer que el electorado español se acostó monárquico y se levantó republicano en una noche loca de la primavera del931; era impensable entonces que un general intentara cambiar el régimen sin contar con el rey, como es igualmente inútil preguntarse si la Dictadura significa una continuación o una ruptura con la Restauración, no era otra cosa que la consecuencia lógica de esta situación contradictoria que analizamos. Era evidente así que la Dictadura, como exponente del fracaso de la restaurada Monarquía, estaba preparando el camino a la República, la única salida a la que podía conducir la participación democrática. También desde esta perspectiva se comprende mejor la debilidad del tópico de una Restauración duradera y estable, no lo fue tanto por su virtualidad interna en pactar y armonizar un orden social y político tradicional, cuanto por el efecto retardatario que tuvo sobre la modernización política de la sociedad; funcionó tanto tiempo cuanto pudo contener el proceso de modernización política de la sociedad española, se debilitó en cuanto se inició la movilización y cayó tan pronto como este proceso se hizo imparable y el electorado tomó la palabra y la capacidad de decisión. Y ello sucedió no tanto porque la sociedad española fuera antimonárquica —que no lo era en su mayoría— sino porque la Corona había actuado de corsé antidemocrático, de dique que contenía la participación política de la sociedad. En definitiva, la Restauración había inoculado en la sociedad española una clara idea, la democracia no podía ser monárquica, debía ser republicana. Varela Ortega ha insistido en que la sociedad española nunca fue entusiasta de la Restauración, ni en sus momentos más intensos de los inicios, ni durante los pronunciamientos republicanos, ni cuando se produce la victoria sobre el carlismo, ni siquiera ante el mismísimo desastre, más bien se mostró apática, pasiva y con una suave repugnancia por el sistema. Éste fue, tal vez, uno de los defectos decisivos del tinglado canovista, el haber logrado reforzar todos los flancos políticos de la Monarquía para que sobreviviera, pero no consiguió fortalecer sus apoyos sociales, no logró entusiasmar a la sociedad española con

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ella, más bien al contrario, en la misma medida en que crecía el poder arbitral de la Corona disminuía el nivel de aceptación y de apoyo en la sociedad española, aunque los dirigentes no fueran conscientes ni se apercibieran de ello. Que no tuviera aceptación política en la sociedad no quiere decir que no disfrutara de la mitificación popular, como veremos. Pero no sólo estaba hipotecada la salida y evolución del régimen canovista y de la Monarquía, lo estaba asimismo con ella el futuro de los partidos dinásticos, que se encontraron finalmente abocados a no entenderse con un régimen democrático y debieron pasar el testigo a los partidos no dinásticos en el primer momento post-restauracionista. Tampoco los partidos no dinásticos fueron capaces de hacer comprender a la Corona que excluirlos del poder comportaba para ella algún riesgo, de haberlo entendido el instinto de supervivencia la habría conducido a concedérselo. Justamente, pues, la Restauración a largo plazo comprometió la estabilidad de la Corona, y a la inversa, la Monarquía acabó minando la supervivencia de la Restauración.

2.1.3. Alfonso XII, un rey educado a la europea para una Corona recogida El hijo de Isabel II, nacido en 1857, debió vivir su etapa adolescente y formativa envuelto en una paradójica dualidad, presenció por un lado el destronamiento y exilio de su madre, el fracaso de la Monarquía democrática y de la I República, las revueltas carlistas, cantonalistas y cubanas, las duras intrigas familiares, y por otra parte tuvo la oportunidad de cultivarse en residencias europeas que le permitieron contrastar otros sistemas políticos diferentes, como la vivencia próxima de la Comuna parisina, del legitimismo austríaco o el funcionamiento del sistema político británico. Sin duda que estas experiencias debieron ser más estimulantes que la formación en una corte rutinaria rodeada de adulación, y en este sentido estamos ante un monarca bien formado y relativamente curtido antes de iniciar su reinado. En efecto, se educó, después de algunas estancias en París y Ginebra, en el Teresiano de Viena, donde vivió austeramente en cierta marginación de la corte vienesa, y en la espartana academia militar británica de Sandhurst. Después de la importancia concedida a la Corona, se comprende que los perfiles personales del joven rey tengan para un historiador mayor interés que la mera descripción erudita. Nos interesa la imagen que el pueblo, ayudado por gacetilleros y saineteros, se hizo del rey simpático y abierto, a veces hasta lindar con el casticismo madrileño incluso populachero y campechano, dado a los devaneos amorosos, envuelto todo ello en un halo romántico y morboso de un breve y legendario matrimonio por exclusivo amor, lleno de rivalidades familiares, y de una juventud segada por la tuberculosis. Añaden mérito popular a este cuadro romántico las actitudes valerosas del monarca encabezando a caballo un batallón en la guerra carlista y sus gestos caritativos asistiendo a coléricos en Aranjuez. Éste es el correlato social de una fuerte asimilación de la Monarquía popular que traduce a valores prácticos la posición del vértice que en lo teórico le había asignado Cánovas, ambos confluyen en dotar al periodo de un exceso monárquico que debió ir minándose progresivamente porque no podía sino decrecer. Una dimensión muy cultivada en su formación fue el espíritu y la graduación militar, desde los cinco años ingresó oficialmente en el Ejército, hasta que la revolución le expulsara de él en 1868. Esta circunstancia ha propiciado tópicos en torno a su ca52

rácter militar, desde quien le ha considerado como apasionado por la guerra y adicto al sable hasta quien lo tiene por una superficial afición de opereta y club deportivo (Stanley G. Payne). Para otros es una educación adaptada a los propósitos de Cánovas y al estilo de muchas cortes europeas, la figura del rey soldado que serviría, sólo en teoría, para superar el pretorianismo isabelino y para convertir al monarca en jefe y encarnación del poder militar no partidista. Vivió en matrimonio durante medio año con su prima María de las Mercedes, hija del duque de Montpensier, en una unión enamorada que no dejó descendencia pero que costó disgustos al Parlamento y a la familia real, dada la enemistad furibunda existente entre Isabel II y el duque que participó en su derrocamiento. De nuevo se casa con María Cristina de Habsburgo, hija de los archiduques de Austria, una familia católica y de escasos recursos económicos en esos momentos. En este caso, la descendencia femenina, dos princesas, María de las Mercedes y

Alfonso XII, rey de España, nació en 1857 y murió prematuramente en 1885.

María de las Mercedes de Orleáns (1860-1878). Primera esposa de Alfonso XII y reina de España durante unos meses.

Teresa, aseguraba la sucesión al trono, puesto que la primera había sido declarada princesa de Asturias por si no había descendencia masculina. Todos ellos son detalles más que anecdóticos y sirven para percibir la conexión sensible y popular del rey con el pueblo, para subrayar esos matices de mitificación popular de la Monarquía ya encumbrada políticamente. Desde 1870 Isabel II, convencida por Cánovas, renuncia a volver al trono y abdica en su hijo Alfonso e incluso en 1873 otorga poderes a Cánovas para actuar como portavoz del alfonsismo. En 1874, por medio del Manifiesto de Sandhurst escrito por Cánovas, se presenta como futuro rey, católico y liberal, y anuncia la política conciliatoria de la Restauración Monárquica. El 29 de diciembre de 1874,

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gracias al pronunciamiento de Martínez Campos, inicia su reinado, en el que se han solido destacar sus acciones pacificadoras de la guerra carlista y la colonial cubana, que le han valido calificativos de rey soldado y rey pacificador. Permitió al Partido Conservador ocupar el poder ocho de los diez años de su reinado, muestra de la inmadurez inicial del régimen, de su proclividad a posiciones conservadoras y su dependencia de la persona de Cánovas.

2.1.4. La regente, una soberana discreta en una época conflictiva La regente María Cristina de Habsburgo Lorena, nacida en Moravia en 1858 de los archiduques de Austria, tuvo una difícil incorporación a la Corona española, puesto que no dejaba de ser una reina extranjera, a quien el pueblo no creía adornada de especiales dotes de entendimiento y gobierno y que casaba en 1879 con un rey viudo, cuya esposa muerta gozaba de una mítica leyenda popular. La muerte del rey en 1885 la colocó en una difícil situación que recordaba viejos momentos críticos; aunque todo estuviera previsto, la sucesión incierta y el carlismo aún persistente eran dos factores inquietantes. A pesar de ello, su discreción fue reconocida por todos y contribuyó a no exagerar la gestión de sus ilimitadas competencias observando escrupulosamente la Constitución y las reglas del sistema. En su forma de gobernar se le observó una preferencia por los liberales, dadas sus relaciones de amistad con Sagasta, al que concedió doce años de gobierno de los dieciséis que mantuvo la Corona. Se ha dicho que estas preferencias liberales de la regente eran lógicas y de autodefensa, al fin y al cabo los conservadores en la oposición nunca podrían llegar a realizar la revolución y comprometer a la Corona, quienes necesitaban frenar su instinto democrático eran los liberales, a los que se les encauzaba mejor dentro del gobierno. Aunque hubo estabilidad política, orden en la sucesión de tres turnos para cada partido y una intensa actividad legislativa en alguno de ellos, bajo esta balsa de aceite bullía una sociedad y unas relaciones internacionales extraordinariamente conflictivas que marcaban perfectamente esa paradoja que caracterizó al régimen canovista durante toda su vida, se trataba de un sistema básicamente virado hacia el siglo XIX, en una sociedad que estaba ya viviendo los grandes interrogantes y problemas del siglo XX: el auge de los movimientos nacionalistas, la extensión del anarquismo y su violencia social, el capítulo colonial planteado por la tercera guerra cubana y liquidado con la guerra hipano-americana, el resurgir de la línea africana que constituirá el nervio conflictivo fundamental en el futuro, el divorcio de la sociedad y el Ejército quizás más grave y decisivo aún que la separación entre la elite dirigente y los gobernados. Durante la mayoría de los gobiernos de la regente se hicieron algunos esfuerzos por aproximar estas dos realidades, la prudencia de la reina que dejaba mayor margen de acción a los jefes de gobierno, especialmente a Sagasta, pudo contribuir a ello, quizás es el momento en que la presencia de la Corona interfiere menos en el funcionamiento del sistema, porque reina más que gobierna. Su capacidad de influencia sobre Alfonso XIII fue muy importante durante su educación y luego conservó con él una estrecha relación y respeto desde la mayoría de edad de su hijo y el final de la Regencia en 1902 hasta que María Cristina muere en 1929.

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2.1.5. Alfonso XIII, un rey educado a la española para una misión regeneracionista Hijo póstumo de Alfonso XII, al contrario que su padre, Alfonso XIII será rey desde su nacimiento en 1886 y se formará en el ambiente rígido y cerrado del palacio español, con una estrecha dependencia de su madre e influido por un preceptor militar liberal (Ruiz Fornells), un capellán oscurantista e integrista militante (el padre José Fernández de la Montaña, confesor de la reina) y un catedrático de derecho constitucional (Vicente García Paredes) que debió servir más bien de vacuna contra el constitucionalismo en el ánimo del rey niño. En general, el ambiente de formación fue de tono clerical, militar y conservador (por los preceptores y por la presencia de su tía la infanta Isabel, campechana, populachera y adicta a las ideas absolutistas del Antiguo Régimen); la relación y devoción del rey niño con su madre fue muy estrecha e influyente en su ánimo. Los protagonistas de su formación aseguran que el mundo que lo envolvía era de gran aislamiento, «entre España y nosotros —comenta una infanta— había una muralla sin entradas». Se ha dicho que la educación del rey se desarrolló con unos contenidos tristes, en un espacio triste y durante unos años tristes, lo que Jover ha denominado los pródromos de la crisis intersecular. A pesar de ello, más por temperamento que por educación, Alfonso XIII acabaría siendo un monarca relativamente abierto y liberal, sensible a la corriente regeneracionista, cuyo mérito consistió en sacudirse el yugo de la autocracia que se le había inculcado de pequeño. Durante su minoridad gobernó como regente su madre María Cristina (1885-1902), en su mayoría de edad ocupó personalmente el trono hasta su exilio en 1931, casó con la princesa Ena de Battemberg, Victoria Eugenia. Poco antes de morir en 1941 abdicó en Juan de Borbón, uno de sus seis hijos.

2.2. EL PERSONALISMO DE LOS LÍDERES DEL TURNO 2.2.1. Cánovas, un estadista doctrinario y autoritario Antonio Cánovas del Castillo, nacido en 1828 en Málaga, de un maestro de escuela, pasó necesidad en su juventud. Un hombre sin perfiles llamativos, ni siquiera en su aspecto físico, autodidacto, pragmático, con una gran sentido de la realidad, escéptico y pesimista con respecto a las posibilidades del pueblo español, pero con extraordinaria capacidad de trabajo y de relación social. Trató de captar intelectuales para la Monarquía, él mismo fue un intelectual y un estadista admirador del sistema político británico, lector de Burke, e imbuido del doctrinarismo y de la teoría del pacto y la conciliación. Historiador reconocido, teórico del conservadurismo español, conocedor de las corrientes de pensamiento europeo, hombre de gran prestigio en su tiempo, poseía un denso mundo intelectual superior al del propio Partido Conservador a cuyas ideas vertebrales aportó un sólido respaldo doctrinal: la defensa de la continuidad histórica de la Monarquía como garante de la estabilidad social y del orden público. Fue el ideólogo de las elites conservadoras del país desde el Parlamento, el Ateneo, el periódico La Época, o desde las cuatro Academias de la Historia, Española, de Bellas Artes y de Ciencias Políticas, con sus

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constantes discursos, conferencias y artículos que se recibían con extraordinaria autoridad. Aunque se inició políticamente entre los moderados puritanos, pronto se puso al servicio incondicional de O'Donnell, a quien había redactado no sólo el Manifiesto de Manzanares, sino muchos de sus escritos y discursos. «General —le dijo Cánovas— hágame diputado que yo me haré ministro.» Y efectivamente, primero fue diputado por Málaga en 1854-56 y luego se hizo ministro de Gobernación con Mon en 1864 y de Ultramar con O'Donnell en 1865-66. Durante el Sexenio revolucionario se inhibió y no quiso prestar su apoyo a la Monarquía de Amadeo I, pero durante ese periodo estuvo trabajando, en los primeros años en el Archivo de Simancas, y luego intensamente en la formación del partido alfonsino y la preparación de la Restauración, hasta que la presentó al público en el Manifiesto de Sandhurst por boca del rey en diciembre de 1874. Una vez iniciado el nuevo régimen, ocupó la presidencia del Ministerio-Regencia a finales de 1874, volvió a presidir el poder ejecutivo por seis veces (1875, 1875-79, 1884-85, 1890-92 y 1895-97). Era tan fuerte la componente personal en aquel régimen, tan honda la impronta del historiador doctrinario, tan decisivo su liderazgo individual en la teoría y en la práctica, que el disparo del anarquista italiano Angiolillo en agosto de 1897 en el balneario de Santa Águeda de Guipúzcoa mató algo más que un presidente del gobierno, acabó con el soporte de un sistema y de un periodo. Como historiador destacó dentro de la mediocridad de la historiografía de su tiempo, escribió obras como Historia de la decadencia de España desde Felipe III hasta Carlos IV, Bosquejo histórico de la Casa de Austria, Estudios del reinado de Felipe IV, practicó la investigación directa en el Archivo de Simancas durante el Sexenio revolucionario, donde sabemos que mandó copiar más de 5.000 documentos, y dirigió la Historia General de España editada por la Academia de la Historia de la que fue presidente. No ha sido ociosa la referencia a su calidad de historiador, puesto que, como sabemos, tal condición influyó en su sistema político haciéndolo descansar en la constitución interna del país previa a la escrita, que venía dictada por el dedo de Dios en el polvo de la historia. Pero la argumentación histórica de su sistema, algo que no se ha puesto de relieve con frecuencia, esconde una importante dosis de debilidad y contradicción. Al partir de la premisa incuestionable de que la Monarquía era la clave del Estado, se vio obligado a legitimarla como tal y acudir al argumento histórico porque no era posible ya hacerlo recurriendo al derecho divino. Como señala Dalmacio Negro, la soberanía de la historia era lo que condicionaba totalmente la soberanía de la nación, con lo cual aspiraba a dejar a la Monarquía fuera de la discusión política. Pero el efecto fue paradójico, al conceder a la Monarquía la soberanía y prerrogativa de regir el cambio político, produjo con ello un secuestro histórico de la participación ciudadana que expuso a la Corona a que la propia historia dejara de legitimarla en cualquier momento, como ya había sucedido en la experiencia del Sexenio anterior y volvería a repetirse cincuenta años más tarde. Cánovas volvió así al mito monárquico tan socorrido en el moderantismo español y trató de rodearlo de tantos refuerzos y funciones, que en lugar de una Monarquía constitucional creó casi una absoluta, como diría Costa, destinada a ser derrocada. Además del pragmatismo y el posibilismo, decía que gobernar era el arte de transigir y que todo lo que no era posible era falso, le caracterizó un profundo pesimismo sobre la historia y la capacidad de los españoles, vivía en los antípodas 56

del Sexenio democrático. Aquélla, la historia, según Cánovas, experimenta la mayor decadencia conocida que se consuma precisamente en los mencionados seis años, y éstos, los españoles, son los que no pueden ser otra cosa. Hizo algunos esfuerzos por salir de ese pesimismo con ciertos devaneos regeneracionistas al final, pero no fue un hombre convencido de la capacidad de la sociedad española de su tiempo. Durante el primer periodo de su vida política se dedicó a la consolidación del sistema mediante la redacción y aprobación de la Constitución de 1876, pero en estos años se mantuvo en el poder en solitario, según unos autores sólo momentáneamente durante el tiempo que consideró necesario para fortalecer su sistema, según otros con voluntad de permanecer así todo el tiempo que le fuera posible sin comprometer la Monarquía, puesto que este primer gobierno lo llevó a cabo con un talante autoritario y dictatorial. A lo largo del segundo periodo, incorporado ya Sagasta al turno, padeció la primera escisión dentro de su partido por la disidencia de Silvela y el afán de protagonismo de Romero Robledo; obligado a optar en esta tesitura entre las dos facciones, eligió abusar de la compañía política del gran falseador electoral Romero Robledo. Parece que fue el Parlamento largo el que empujó a Cánovas a aceptar cuanto de democrático pudiera extraerse de la Constitución de 1876. Pero después, tan pronto como calculó el riesgo del sufragio universal y del reformismo de Silvela, prescindió de éste y volvió a echarse en manos de Robledo, con lo que había ahogado toda posibilidad de reforma del sistema y probablemente comprometido su propia continuidad. Será en su tercera y última etapa cuando deba presenciar el agravamiento de la insurrección cubana y cuando asista a las tensiones de su propio partido que estaba preparando en Silvela a su sucesor; en esta etapa final se produce su ocaso político antes incluso que su muerte física. En los diversos periodos en que ocupó la presidencia del Consejo de Ministros, como se llamaba entonces a la presidencia del gobierno, se inclinó por soluciones muy conservadoras en la elección de sus ministros, en las acciones de gobierno y en las propuestas legislativas, de forma que reproducía buena parte de las líneas de la Unión Liberal y sólo excepcionalmente se situaba lejos de las del Partido Moderado. Tampoco respetó de buen grado el turno, de manera que dejó el gobierno siempre por dimisiones forzadas y sólo en el inicio del periodo de 1890, cuando su estrella comenzó a declinar, decidió llenar de mayor contenido liberal su política, abandonó la querencia por los tradicionalistas y aceptó la entrada del reformista Silvela. La interpretación de su persona y de su obra ha oscilado entre calificaciones extremas. Salvador de Madariaga le ha descrito como uno de los mayores corruptores de la vida política que España ha conocido, Fontana define su sistema como una democracia parlamentaria dotada de una legislación claramente liberal, pero en la realidad lo ve como un puro disfraz para encubrir el mecanismo falseador del caciquismo y el juego en que dos partidos se sucedían en el poder representando una farsa política en el escenario de las Cortes. Desde otras perspectivas extremas, como las de Comellas o Sánchez Agesta, se le considera como el artífice del mejor y más duradero sistema político parlamentario y de libertad estable que ha proporcionado a España las etapas de paz y orden más fructíferas de toda su historia. Hoy abundan las valoraciones intermedias que reconocen su talla de estadista y de político pragmático, pero admiten las sombras indudables de muchos de sus comportamientos y los claros límites de su obra política. Su figura ha sido instrumentalizada últimamente por ciertas formaciones políticas. 57

2.2.2. Sagasta, el salvador del sistema canovista Práxedes Mateo Sagasta nace en 1825 de una modesta familia riojana comerciante de Torrecilla de Cameros y llegó a ingeniero de caminos. Un liberal exaltado, forjado en la Milicia Nacional, devoto de Espartero, adicto a los capítulos del credo radical de la soberanía nacional, el sufragio universal y con un talante anticlerical, pero siempre dispuesto a defender de cualquier riesgo las bases económicas y sociales del régimen burgués. Colabora en el movimiento de 1854, entonces es diputado por Zamora, ataca incansablemente desde La Iberia a O'Donnel y Narváez y participa en cuantos levantamientos (Villarejo de Salvanés, cuartelada de San Gil en Madrid, Pacto de Ostende) le permiten atacar al régimen, por lo que estuvo condenado a muerte y debió exiliarse. Durante el Sexenio fue ministro de la Gobernación en el Gobierno provisional, lo fue de Estado con Prim, de Gobernación otra vez y presidente del Consejo de Ministros con Amadeo I, de nuevo en 1874 ocupó la cartera de Estado y presidió el Consejo de Ministros. Se le ha definido como un hombre de tertulia, periódico, barricada y exilio. La escisión del progresismo histórico entre constitucionales de Sagasta y radicales de Ruiz Zorrilla, tras los fracasos de la Monarquía democrática y la Primera República, convirtió a Sagasta en el encargado de transformar esta vieja herencia en el Partido Fusionista primero y luego Liberal que desempeñó un papel fundamental en la consolidación de la Restauración. Fue evolucionando en un movimiento convergente hacia el sistema de la Restauración y coincidiendo con hombres próximos a Cánovas interesados en acercar posiciones. Sagasta fue el auténtico conciliador entre el espíritu del 68 y la Restauración de la Monarquía, quien merece más certeramente a nuestro juicio los calificativos de pacificador y pactista dentro del sistema de la Restauración. Él fue el artífice de la integración de todas las fuerzas demoliberales de obediencia monárquica, hasta incluso los posibilistas republicanos de Castelar finalmente, con el objetivo de desarrollar buena parte de los principios del 69 en el contexto constitucional del 76. Ocupó el poder como presidente del Consejo de Ministros, entre 1881-83 y desde 1885-91 en la etapa conocida como del Parlamento largo de amplia labor legislativa, gobernó otro breve turno entre 1892-94 y finalmente le correspondió presidir el gobierno durante el desastre de, 1898. Falleció en 1903, nada más abandonar la presidencia del primer gobierno de Alfonso XIII.

2.3. EL BIPARTIDISMO REFUERZA EL PODER DE LAS ELITES POLÍTICAS Y LO ALEJA DE LA SOCIEDAD

La elite política activa en la primera parte de la Restauración tiene un mayoritario origen procedente de la época de la Unión Liberal y del Sexenio; los primeros restauracionistas son o bien doctrinarios aún adscritos a la mentalidad tradicional y aristocrática o bien krausistas protagonistas del Sexenio, que quedaron frustrados por la experiencia revolucionaria; en ambos casos se caracterizan por un miedo cerval a la revolución y una íntima aspiración a la tranquilidad y el orden, pero penetrados aún del tono ético e idealista de la era anterior. La nueva generación que los releva hacia los años finales de los 80 o principios de los 90 pertenece ya a otra mentalidad, más positivista y pragmática, alejada de utopías e idealismos pasados, escépticos ante la pasada experien58

cia histórica, distantes del pueblo de cuya capacidad dudan y preocupados sólo por consolidar un orden social en el que quieren integrarse. Jover ha concretado la terminología en que se vierten sus ideas y actitudes: orden, realismo, pragmatismo, utilitarismo, pacto, posibilismo, paz, sosiego, prudencia, confianza económicas como únicas compañeras del progreso; por el contrario abjuran de conceptos como radicalismo, idealismo, revolución, democracia que entienden sinónimos de desorden y violencia y asocian con el pueblo como categoría negativa que les suscita desconfianza y temor. Estas elites siguen vertiendo su acción política en los viejos moldes de partidos políticos decimonónicos y tienen una peculiar forma de hacerlos funcionar. 2.3.1. El bipartidismo y el turno son dos engranajes imprescindibles del caciquismo El turno de partidos, del que hablaremos en el epígrafe del Pacto del Pardo más ampliamente, tuvo una influencia directa en los partidos mismos, que es por lo que se trae aquí a colación. En efecto, representaba un corsé sin el que probablemente habrían sido de otra manera, condicionaron su tendencia a la desmovilización y a la desideologización, porque el turno significaba la seguridad y regularidad de alcanzar poder, que era la base para que un partido pudiera mantener unida a su clientela y jerarquizada y ordenada su composición. De ahí que la misión del partido no era movilizar ni definir programas con que competir electoralmente, sino sencillamente ejercer el poder, intercambiar favores privados por servicios públicos y repartir el presupuesto con sus clientes y amigos, mantener unida y fiel a su clientela. Además, el turno bipartidista tiene la ventaja de la estabilidad y el orden, de forma que los partidos no deben aspirar a ampliar su afiliación, ni a mejorar programas aplicados a las necesidades de la sociedad, ni a evolucionar en sus tácticas y comportamientos, ni a aproximarse a la sociedad, porque al margen de estas aspiraciones se asegura a cada partido un acceso a disfrutar del poder y satisfacer a sus clientes, en todo el proceso subyace un tácito pacto de respetar el relevo y prolongar indefinidamente la situación. El turno, además de estable y regular, debía ser ágil y sin demasiadas demoras. Era imprescindible acceder frecuente y regularmente al poder, era la única condición para mantener unidas a las facciones del partido: poder entrar en las arcas públicas en provecho propio y de sus clientes en unos plazos razonables después de la oposición. Varela ha explicado que las crisis políticas de la Restauración no se debían al temperamento ideológico intolerante español, sino a la falta de ideología, a la ausencia de partidos movilizadores y a la presencia de partidos caciquiles que funcionan con pequeñas clientelas y favores personales. Las crisis solían provocarse por problemas de unidad de las facciones de los partidos pero nunca por mayorías parlamentarias, porque las disidencias seguían más al patrón que al partido. De aquí que el turno condicionara también el exceso de personalismo en los partidos y su falta de organización. Al mismo tiempo, era imprescindible para un correcto funcionamiento del bipartidismo y del turno que dentro de él estuvieran las corrientes más importantes y que ambas compartieran unos principios fundamentales en política (la Monarquía), en economía (el capitalismo) y en sociedad (el orden burgués, sus valores y la jerarquía social) como garantía de que uno y otro podrían en su día acceder al poder, de ahí que no fueran indispensables diferencias ideológicas. Igualmente era necesario un instrumento que corrigiera, mejor falseara, la voluntad electoral de la sociedad para que se adaptara al turno regular, desde ese momento el partido no tiene ninguna ne-

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cesidad de movilizar, al revés, no era deseable la agitación política de la sociedad porque pondría en peligro ese falseamiento. El turno condicionaba así los límites y contenidos de la ideología, la actitud de espera y respeto de los partidos, la necesaria falsificación de las elecciones, su naturaleza de notables, excluía la participación masiva y la movilización electoral de la sociedad, es decir, el turno es un caldo de cultivo donde sólo pueden nacer un determinado tipo de partidos apoyados en el personalismo, en el caciquismo y distantes de la sociedad. Cánovas exige que los partidos del turno sean dinásticos porque es consciente de que hay dos fuerzas capaces y obligadas a entrar en el juego político propuesto que son el viejo progresismo y los más templados republicanos, ya que su exclusión sería un peligro para la Corona restaurada, pero deja fuera el carlismo y los radicalismos democráticos. De esta manera el bipartidismo y el turno tiene más de expulsión y de aislamiento que de incorporación y apertura, era un exclusivismo semejante al que se había practicado en la España isabelina, pero controlado y ligeramente ampliado al progresismo. La mano de Cánovas tendida hacia Sagasta no significó un alarde de tolerancia, era sólo el imprescindible escudo protector de la Corona y el fundamento de la viabilidad del sistema.

2.3.2. Las débiles relaciones entre los partidos políticos y la sociedad Los partidos políticos, llamados de cuadros o de notables, se caracterizan por no contar con un organismo de dirección (sólo temporal y excepcionalmente el Partido Fusionista tuvo una Junta Directiva de parlamentarios y un Directorio de tres o cuatro personas) y por sufrir un control personal del jefe acompañado por algunos líderes de personalidad relevante. La cúpula de los partidos decide la acción legislativa y de gobierno y generalmente establece las candidaturas parlamentarias; se completa con unos comités locales y provinciales, puros instrumentos electorales encargados de aceptar los candidatos a Cortes que se les imponen (cuentan con mayor capacidad en las elecciones provinciales y municipales) y de ganar las elecciones tendiendo relaciones de clientela bajo el conocido aforismo caciquil de «al amigo el favor y al enemigo la ley». Particularmente en esta primera etapa, se trata de partidos de cuadros, de escasa afiliación, sin apenas programas políticos o de gobierno, sin estructura participativa y democrática interna, con distinta organización en los niveles central y provincial, diseñados para preparar y ganar las elecciones y con el objetivo de mediatizar el poder de la administración del Estado utilizando los recursos de la clientela, el caciquismo y el poder local. Los historiadores de los partidos han puesto el énfasis en sus diferentes perspectivas, como agrupaciones políticas minoritarias y caciquiles de notables (Tuñón), como clubes de amigos políticos (Varela) o como pirámides de clientelas de carácter personalista (Tusell). De sus limitaciones se han dado también diversas explicaciones, unos (Duverger) insisten en que las condiciones sociales del país, su estructura desequilibrada, bajo nivel cultural y educativo, el predominio rural y la despolitización no propiciaban aún la implantación de unos partidos de masas que actuaran basados en números importantes de afiliados; pervivían por eso los de notables, que se apoyaban en el objetivo de ganar unas elecciones por medio de hombres de prestigio e influyentes, valiéndose de financieros que aportaran los recursos. Otros (Linz) han explicado este arcaísmo de los partidos políticos por el gran abismo existente en el país real y el oficial, éste es incapaz de movilizar e interesar a aquél, de forma que los partidos acaban

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siendo un grupo de abogados y terratenientes que se apoyan en el electorado apolítico y desmovilizado, rural en su mayoría, influidos por los caciques. También son diferentes las opiniones sobre la importancia y efectividad de los mismos. La mayoría de los estudios, hasta hace poco, confirmaban la idea de la escasa eficiencia operativa en términos de poder de los partidos políticos, que sólo funcionaban en las ciudades, carecían de implantación en los niveles locales, no pasaron de ser agrupaciones de personalidades, de amigos políticos, que sólo generaron una carencia que vendrá a suplir el sistema caciquil. Otras visiones negativas describen a ambos partidos como creaciones meramente artificiales desde arriba, clientelas dependientes de los líderes de las numerosas fracciones en que se dividía cada formación. Su organización rudimentaria servía en Madrid para que arreglaran y pactaran sus problemas en reuniones restringidas y en el nivel local para que los caciques o patronos manejaran directamente a las clientelas y organizaran las elecciones, al tiempo que distribuían cargos locales y favores; carentes de disciplina de partido, todos experimentaron excesivas fragmentaciones y un progresivo proceso de desintegración. Muchos de estos autores afirman que se ha primado el análisis de estas formaciones políticas, concediéndolas una importancia que entonces no tuvieron, y casi todos insisten en la parecida composición social de sus formaciones, su carácter de propietarios procedentes de las desamortizaciones, la destacada figura del abogado, los banqueros e industriales, la peculiaridad de Madrid y de las capitales de provincia, la debilidad de las filiaciones e ideologías, la presencia de cuneros, etc. Pero los últimos estudios vuelven a recuperar la idea de que los partidos del turno tuvieron mayor importancia de la que se les ha dado. No fueron, según M. Sierra, organizaciones débiles e inútiles tal como los pintaron los regeneracionistas, tuvieron potente operatividad político-electoral dentro de la red de caciques y clientes, gozaron de una cohesión interna mediante lazos económicos, familiares y clientelares que, aunque hoy no nos parezcan factores aglutinantes modernos, fueron suficientemente eficaces como para sustentar el reparto turnista del poder durante medio siglo. Significaron entonces un cauce de representación que satisfizo las expectativas de los sectores políticamente más relevantes, lo cual, aunque tenga las limitaciones de beneficiar a intereses sociales restringidos y se lleve a cabo a través de medios clientelares, supone un avance con respecto al sistema isabelino. De suyo podrían haber derivado hacia una ampliación de la representatividad y un verdadero sistema de partidos, pero el profundo conservadurismo de la elite y las clases medias hizo que fracasaran en esta dirección y evolucionaran más bien hacia el corporativismo. Los partidos ofrecen aún muchos aspectos por descubrir que son de altísimo interés desde esta perspectiva de historia social del poder que estamos adoptando. Está poco desarrollado aún el conocimiento de los tópicos de su falta de definición ideológica, su escaso arraigo social o su incapacidad movilizadora, tampoco hemos analizado bien su especificidad urbana y rural, el significado de las facciones y disidencias, el valor del personalismo dentro de ellos, su capacidad de aglutinar elites, de identificar intereses en la sociedad, de modificar la cultura política de las clases medias, de crear espacios de sociabilidad específicos, de socializar consignas o de desmitificar poderes. En cuanto a las diferencias ideológicas, habitualmente se ha dicho que los partidos políticos dinásticos de la Restauración no tenían apenas disparidades programáticas y de ideología política entre sí, de forma que lo único que perseguían cada uno en su momento era satisfacer los intereses de sus dirigentes y clientes. Algunos defienden hoy que es verdad que las diferencias eran escasas en cuanto a gru61

pos sociales de donde proceden y en lo referente a sectores y relaciones sociales que los apoyan, pero se observan diversas tendencias en aspectos considerados por ellos centrales, como el sufragio universal masculino, el jurado, la oposición a la influencia política y social de la Iglesia, en muchos casos el librecambismo y proteccionismo. A pesar de este imperfecto conocimiento que tenemos de ellos, los partidos en la primera parte de la Restauración creemos que se caracterizaron por estar muy alejados de la sociedad. Esa distancia entre los partidos y la sociedad se expresa, además de en sus estructuras y funcionamiento político, en el comportamiento electoral falseado por el caciquismo mediante el instrumento partidista ; cada vez el sistema electoral y de partidos se alejaba más de la España real y, tras la crisis del 98, será criticado con mayor contundencia por su falsedad y su encorsetada manera de resolver los acuciantes problemas que acongojaban a la sociedad española. Ello se traducía en la creciente abstención y en mayorías cada vez más difíciles de amañar (el porcentaje con que el gobierno gana las elecciones viene ciertamente descendiendo, desde el 90 por 100 de los ministerios iniciales de la Regencia hasta el 60 por 100 en las dos últimas convocatorias). Reiteramos que durante este periodo el resultado obtenido en las elecciones no tiene casi nada que ver con los votos de los ciudadanos, que sólo depende de la red caciquil con la que cada partido afrontaba el compromiso de justificar parlamentariamente la llamada del rey a gobernar. En este sentido, la primera parte de la Restauración se parece también más a los partidos de la España isabelina que a los posteriores de la crisis y liquidación del sistema después del 98, puesto que sólo es a principios de siglo cuando nacen y tienen cierta vida partidos cuyos jefes apostaron por reformarlos en la dirección de formar grupos modernos con electorado y cierta capacidad de movilización, tales fueron los nacionalistas catalanes y vascos, los republicanos de algunas grandes ciudades y luego los mauristas, que en algunas áreas consiguieron debilitar los procedimientos caciquiles. También se expresa esta distancia entre partidos y sociedad en el turnismo regular, su artificialidad y seguridad aleja al partido cada vez más de los ciudadanos. Es decir, el divorcio entre la España oficial y la real, entre los representantes y los representados, no era una circunstancia debida a la coyuntura o la mala voluntad de los políticos, era innato al sistema, estaba previsto como uno de los requisitos y fundamentos propios del turnismo bipartidista. ¿Y cómo puede funcionar un sistema político basado en el reparto cerrado y excluyente del poder, en el engaño electoral y en el divorcio con la sociedad? Estas piezas sólo encajan en un marco previo que es sagrado y que ha de asegurarse y cuya preservación exige esas cautelas y soporta esa ficción, es la defensa de la Monarquía la que contrarresta el particularismo del sistema y justifica su falsedad, porque es aquel principio sagrado y previo al que deben someterse la Constitución y la democracia. Con razón Cánovas prohibió debatir en las Cortes de 1876 los títulos correspondientes a la Corona. 2.3.3. Los partidos políticos, un marco para la relación de patronos y clientes 2.3.3.1. Cánovas utilizó el Partido Moderado como cantera no de personas pero sí de ideas A la altura de 1868 quedaba poco ya del viejo Partido Moderado de 1845, pero existía un moderantismo residual con muy notables personalidades y que siempre tuvo la esperanza de renacer el día que se restaurara la Monarquía. Numerosos mo-

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derados acompañaron el voto negativo de Cánovas en las Cortes de 1869 y participaron en su proyecto alfonsino. Al inicio del régimen, situado a mitad de camino entre el canovismo y el carlismo, el partido marcó las distancias con Cánovas e incluso trató de suplantarle para defender la unidad católica y la recuperación de la Constitución de 1845, pero desde 1880 las disidencias moderadas entre quienes apoyaban un acercamiento al canovismo y los que pretendían aferrarse al pasado o al tradicionalismo les llevaron a su desaparición de la escena política como partido independiente. Con ello la afluencia de ideas y de personas sueltas hacia el Partido Conservador fue más fácil. Si es verdad que ni el partido como tal ni los grandes personajes fueron recuperados para ocupar cargos en la Restauración, e incluso que un aspecto de su ideario era uno de los extremos que se pretendía superar, también lo es que su espíritu y significado impregnaron buena parte de la práctica canovista en la primera parte de la Restauración. En realidad, el sistema de Cánovas era básicamente moderado y la distancia que trataba de marcar con respecto al partido era más de imagen que de hecho e instituciones, más de procedimiento que de contenido. Cánovas quería dar la sensación de estar muy alejado de ellos ante los monárquicos más radicales a los que pretendía captar y buscaba también de ese modo superar los intentos para derrocarlo que se hicieron dentro del viejo partido. Pero la única realidad que separaba a Cánovas de los moderados y de Isabel II se centraba en el exclusivismo con que éstos habían actuado en sus momentos de poder, el resultado de ese monopolio (los políticos acudiendo a los cuarteles y los militares entrando en el Consejo de Ministros) habría comprometido la supervivencia de la Corona; sólo esta razón y no tanto su talante tolerante e integrador le obligaba a tomar distancias frente a los moderados con los que coincidía en casi todo. También fue decisivo para Cánovas organizar la derecha dinástica bajo su propio liderazgo para lo que debía deshacerse del viejo Partido Moderado. Se ha exagerado al decir que lo que distinguía el proyecto conciliador de Cánovas de la contrarrevolución de los moderados es que aquél pretendía incorporar a la mayoría de los políticos de la revolución, mientras éstos querían excluirlos a todos. Sin duda fueron el credo y los personajes de la Unión Liberal, de tan hondos recuerdos y afectos para Cánovas, los que más específicamente resultaron incorporados al ideario canovista, por la conciliación de la libertad con el orden y el intento de pasar de lo viejo a lo nuevo de forma pausada y racional, pero Cánovas marginó las fuerzas más genuinas del Sexenio y conectó con el doctrinarismo. 2.3.3.2. El Partido Conservador, un club doctrinario dispuesto a gobernar en solitario Los orígenes del partido hay que buscarlos en la Unión Liberal de O'Donnell y en el Partido Alfonsino. En él fueron recalando todos los no revolucionarios ni carlistas, atraídos por la figura de Cánovas y su proyecto monárquico. Ya conocemos las primeras relaciones difíciles con los moderados, experimentó fugas hacia el tradicionalismo e incluso hubo quienes como Martínez Campos se pasaron al Partido Liberal. Los años 70 son los de su conformación y asentamiento, en la primera mitad como proyecto en el hostil contexto revolucionario y en la segunda mitad como realidad gobernando en solitario. Después propició que se formara el partido alternativo alrededor del personaje de Sagasta; si aquél recogía a todos los moderados, unio-

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nistas y alfonsinos de la etapa anterior, éste integraba a progresistas, demócratas y radicales. Los 80 son los años de su cohesión interna, Cánovas entendió que debía fortalecer la alternativa conservadora después de iniciar el bipartidismo y, al subir al poder después de que el primer gabinete de Sagasta dimitiera por problemas de disensiones internas, se aprestó a soldar todas las fisuras interiores del conservadurismo. Finalmente se transformó en el Partido Liberal Conservador que aglutinó a tradicionalistas como Pidal y Mon que en 1881 fundarían la Unión Católica basada en el Syllabus y la condena del liberalismo, o a personalidades tan distantes como Silvela y Romero Robledo. El gabinete conservador de 1884 debió aportar vitalidad y unión al Partido Conservador, pero dejó entrever la natural inclinación de Cánovas al autoritarismo siempre que tenía la oportunidad de gobernar. Y volvió a hacerlo en 1891, cuando tenía en su partido planteada la vía de la reforma y la apertura propuesta por Silvela, pero lo vendió otra vez por el plato de lentejas del muñidor de elecciones Romero Robledo. Se evidenció la lentitud del Partido Conservador en responder a la natural evolución del sistema y en satisfacer las necesidades del país, quedó anclado en una situación de partido decimonónico hasta que Silvela lleve adelante la verdadera renovación del ideario conservador más adelante. A la altura de los años 90 aparece ya como una organización cuya finalidad consiste en que sus miembros disfruten del presupuesto, como expuso entonces el arzobispo Cascajares. La decadencia del partido se achaca en aquel momento a varias razones, a la oposición de la derecha, que se aglutinó a partir del debate del artículo 11 de la Constitución sobre la tolerancia de cultos y congregó contra Cánovas a carlistas, integristas y últimos restos de los moderados, al evidente éxito y creciente prestigio de los dos periodos de gobierno de Partido Liberal Fusionista que suscitó los celos de Cánovas a quien logró hacer sombra, a la crisis agrícola finisecular y la corriente proteccionista en toda Europa que puso en evidencia la escasa capacidad de los conservadores para solucionar los problemas económicos, finalmente a las disidencias internas. En efecto, éstas aparecieron sobre todo desde 1891, mostrando dos estilos y conceptos del Estado opuestos, el de Silvela, hombre abierto y dispuesto a corregir ciertos excesos éticos y electorales y el de Romero Robledo, el gran cacique, el personaje más maniobrero e intrigante de la primera Restauración, casado con una hija de Zulueta, el representante de los intereses azucareros, conservadores y esclavistas en Cuba. Cánovas, asustado por el sufragio universal y el reformismo, se echa en manos del muñidor y margina a Silvela que abandonó el partido. Varela ha descrito esta encrucijada del Partido Conservador como el dilema entre una política reaccionaria, de trabuco, de manipulación electoral, de represión, de un patriotismo retórico y aislado del exterior, frente a una versión europea del conservadurismo más ético, respetuoso en la política interior y realista en las difíciles circunstancias exteriores. Hasta la muerte de Cánovas se impuso la solución romerista, sólo después de su asesinato vencerá la alternativa y Silvela será elegido su sucesor. Entre los méritos del Partido Conservador se cuenta el esfuerzo de transigencia, como había hecho antes el Fusionista con la Constitución del 76, asumiendo todo el legado del Parlamento largo sagastino, pero lo hizo en aras de la continuidad del sistema y más en concreto en evitación de riesgos no deseables para la Corona, y porque estimaba que era lo que tenía que cambiar para que no cambiara nada. Otro mérito a apuntar en el haber del partido en esta década son ciertos progresos realizados en su sensibilidad social, seguro que para conservar el orden fundamental, 64

Alejandro Pidal y Mon (1846-1913), fue ministro de Fomento con Cánovas y después con Silvela.

Francisco Silvela, jefe del partido conservador cuando murió Cánovas del Castillo.

empujado por la realidad y reto creciente del movimiento obrero y por actitudes de políticos de prestigio como Gamazo, que se pasará en estos años del Partido Liberal al Conservador. A principios de 1898, Silvela congrega en su torno a los católicos de Pidal, a Martínez Campos, a Fernández Villaverde, a Sánchez Toca y forman la Unión Conservadora, que puede ser considerada como una verdadera refundación del Partido Conservador de Cánovas. Se marca ahora un espíritu nuevo que significa un viraje respecto al pasado, a nuestro juicio es más importante para la periodización del régimen la aparición de la Unión Conservadora que la muerte del propio Cánovas, porque es cuando se avanza del doctrinarismo decimonónico a la línea conservadora moderna del siglo XX. En su programa soslaya el problema principal de las Antillas, que trasladan al Congreso y al Partido Liberal que estaba en el poder, y propone para las Filipinas recién pacificadas una administración civil fuerte (además de las órdenes religiosas que la suplantaban); en justicia e instrucción hace un guiño a los tradicionalistas recelando del jurado y de la libertad de cátedra y de conciencia; en administración local propone un espíritu descentralizador que mira hacia Cataluña; en lo económico avanza la idea de Fernández Villaverde de reordenar los impuestos indirectos, hacer unos presupuestos sinceros y conquistar la confianza del mercado; en el capítulo electoral quiere llegar a la verdad del sufragio y apunta una solución corporativista, dando cabida en las elecciones a los intereses e instituciones gremiales. Cierra el programa silvelista una referencia a la cuestión social, que nos parece decisiva, en la que supera el nivel de la represión material y la organización de la policía para pasar a amparar los fueros del trabajo y sus leyes naturales, al mismo tiempo que promete castigar la propaganda ilegal y las acciones de las asociaciones criminales. Subrayamos el párrafo que a nuestro juicio significa la auténtica superación del

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canovismo, cuando dice que hay que «adelantarse a la evolución, claramente perceptible, mediante la cual las cuestiones políticas que directamente afectan a las clases gobernantes quedan relegadas a secundario lugar, cediendo el paso a las económicas y las sociales, íntimamente unidas entre sí, pues desde el momento en que llegan a la vida pública las clases populares piden, con justicia y con lógica, atención y soluciones para los problemas que les atañen». La innovación de Silvela no apunta tanto, como cabía esperar, a la moralización de la vida pública, al respeto a la voluntad de los electores, ni siquiera a la tolerancia religiosa, aspectos en los que defrauda su programa porque quiere agradar a los tradicionalistas y a todos los elementos de la derecha del país, sino que supera el canovismo exactamente allí donde estaba su básica carencia, en el intento de adecuación del sistema político a las nuevas realidades económicas y sociales del país, en una nueva sensibilidad social que heredará luego el regeneracionismo conservador y que era la asignatura pendiente del régimen de Cánovas. Por esta frase del programa de la Unión Conservadora ha entrado el siglo XX en la Restauración y ha abandonado su viejo lastre decimonónico, justo cuando se carga de contenido liberal abandona ese título, desde ahora se llamará Partido Conservador a secas.

2.3.3.3. Los fusionistas/liberales recogen los restos monárquicos del naufragio del 68 Tal vez el nexo que mejor explica y que más contribuye a la transición pacífica entre la República del 74 y la Restauración sea el Partido Constitucional que formaran Serrano y Sagasta en la Monarquía democrática aunando a progresistas y unionistas en torno a la Constitución del 69, partido que tuvo responsabilidades en la República del 74 y que presidió con Sagasta el último gobierno del Sexenio. Integraron después el Partido Fusionista estos protagonistas del Sexenio dispuestos a acatar a la Monarquía. Quieren incorporar al sistema de la Restauración los puntos fundamentales de la revolución de 1868; pero, como señala Jover, al institucionalizar la utopía acabó degradándola de forma que la práctica de los liberales terminó acomodándose a la de los conservadores y, salvo en un periodo muy corto, abandonaron buena parte de sus principios. Un profundo conflicto del partido al optar entre las Constituciones del 69 y el 76 se resolvió gracias a la facción llamada centralista que lideró Alonso Martínez, uno de los padres de la carta magna de la Restauración, que incluía nobles de tanta garantía social y política como los duques de Alba, Medinaceli, Fernán Núñez y Veragua. Así se abre un cauce para la formación de un amplio partido que fusione a todos los liberales que admitan la Monarquía; la diferencia del Partido Fusionista con el anterior Constitucional de Sagasta es el tono menos septembrino y más próximo a los conservadores, lo que hizo que se acercaran a él algunos políticos y generales (Martínez Campos) desairados por sus correligionarios canovistas. El partido en 1875 se mostró dispuesto a colaborar con Cánovas en aras de solucionar el conflicto bélico carlista y cubano y así lo reconoció el régimen canovista; algunos ven aquí desmedidamente un anuncio del propósito de convivencia de ambos. Más tarde integrará a centralistas como Alonso Martínez, al propio Martínez Campos y otros elementos que acabarán fundidos en el Partido Fusionista desde 1880; se incorporaron entonces otros grupos, como el Partido Progresista Demo-

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crático, heredero de los Radicales de Martos, nacido en 1879, o el Partido Monárquico Democrático de Moret de 1881, que unido a los anteriores formarían Izquierda Dinástica, pero que lentamente fue acercándose a los fusionistas hasta asociarse con ellos en 1883. En 1885 el Partido Fusionista se institucionaliza como Partido Liberal y centra su programa en reformar —no sustituir— la Constitución del 76, en aceptar la fórmula de soberanía de «las Cortes con el rey» y en luchar por el mayor reconocimiento de derechos individuales, por el sufragio universal y por el jurado. Puesto así a punto el nuevo partido, a los pocos meses de su constitución le llegó la ocasión de ejercer el poder con motivo de la muerte del rey. En su primer acceso al gobierno inició el proceso de liberalización del régimen y llevó a cabo dos de sus viejas aspiraciones del 69 con la Ley de Policía de Imprenta de 1883 que abría la libertad de prensa y reponía los catedráticos separados por Orovio. Pero su apogeo como Partido Liberal se centra en 1885 y en el inmediato Parlamento largo que promulga, entre otras, la Ley de Asociaciones de 1887, la Ley del Jurado (1888), la Ley de Bases para Formación del Código Civil (1888) y la implantación del sufragio universal masculino (1890), como veremos. En 1891 estaba en peligro de disolución por las rupturas internas y por el agotamiento de su programa en los dos turnos de poder. El disentimiento interno resultaba natural en un partido que era la suma de fracciones y de personalidades, enfrentadas por recriminarse el ex-republicanismo de unos y la lealtad monárquica de otros, por el proteccionismo de los gamacistas y el librecambismo de los moretistas, por el autonomismo colonial de Maura rechazado por otros. Además, desde 1891, acabado su segundo turno, se quedaron ya sin programa: habían conseguido la libertad de cátedra, de imprenta, de expresión, de asociación, la democratización del poder judicial, la reforma social y el sufragio universal. A pesar de no haber logrado su objetivo de volver a poner en vigor la Constitución del 69, llegó a extraer toda la virtualidad democrática de la del 76 y alcanzó una Monarquía liberal y democrática que cumplía varias pretensiones de un republicano. En su tercer turno de 1892 sólo le quedaban dos caminos que seguir para aportar algo nuevo, el saneamiento económico y el problema de Ultramar y optó por el presupuesto de la paz de Gamazo, pero justo en el momento en que la guerra de Melilla imprime un carácter belicista y nacionalista a la economía que trunca la reforma. Durante el turno siguiente de 1897 el problema colonial se complica al tropezarse con el imperialismo americano que encontró en Cuba su vía de expansión, fracasó el intento autonomista de Maura para atajarlo y junto con Gamazo abandona el partido; cuando Sagasta in extremis concede la autonomía a Cuba es tarde y la guerra cierra el proceso. Tras los fructíferos periodos anteriores, sólo le restó al viejo líder pasar la triste página de la crisis del 98, cargar con sus culpas y desgaste político y, después de presidir el primer gobierno del reinado de Alfonso XIII, fallecer en 1903. La valoración final de la aportación del Partido Liberal a la Restauración no coincide en todos los autores. Varela, que siente cierto desprecio por el partido al que describe como un canovismo sin Cánovas, le imputa buena culpa de la desideologizacion del sistema, ya que al renunciar al principio político de la soberanía nacional resto carga ideológica a todo el régimen. La izquierda, dice, desprovista de democracia se reducía a un personalismo que reforzó el sistema de partidos basado en el patronazgo, no les unía una idea, sólo una apetencia de poder y un personaje. Nosotros en cambio creemos que el Partido Liberal fue el salvador del sistema de la Restaura67

ción, como reza el rótulo del epígrafe, puesto que legitimó el régimen aportando cuanto de liberal y parlamentario tenía, pero también consolidó el sistema con sus renuncias pragmáticas, es probable que la estabilidad de la Restauración se deba más al equilibrio de aportaciones y cesiones que efectúa Sagasta que al proyecto y actitud autoritario y doctrinario de Cánovas. Pero nunca se le podrá perdonar haber colaborado en el artificial reparto del poder y el falseamiento electoral que marginaba a la sociedad. 2.3.3.4. El republicanismo, mil repúblicas bajo un solo monarca El republicanismo había estado soterrado en España durante todo el siglo XIX y apenas había asomado tímidamente en el liberalismo radical y en el Partido Demócrata, fue durante el Sexenio cuando pudo salir a la luz con toda su fuerza. La idea y el contenido republicano era el heredero más auténtico del Sexenio y por tanto el que más fragmentado iba a verse por la Restauración Monárquica. Dardé califica a los partidos republicanos en el periodo 1874-1900 de desalentados y dispersos, Romero Maura los describe como un mosaico de grupos reducidos y comúnmente ineficaces que sus afiliados se complacían en apellidar partidos, Artola también los caracteriza como el fracaso de las uniones republicanas y añade el matiz de que cuentan con muchos elementos comunes de base que no justifican tanta atomización de grupos y personas. C. Serrano sostiene que el exilio y el personalismo hicieron que el republicanismo español nunca llegara a alcanzar un programa común; cree que perdieron capacidad de convocatoria social, primero entre las clases populares y luego entre las clases medias desde 1874, porque se asustaron en el Sexenio y se acomodaron fácilmente a la Monarquía conservadora en un momento de buena coyuntura económica, sólo los más ambiciosos o los más inadaptados acabaron por marcharse, unos a la monarquía, otros a la anarquía. De tanta fragmentación y grupúsculo, vamos a destacar a los radicales de Zorrila y a los posibilistas de Castelar. El Partido Radical fue una organización política que actuó sobre todo en el contexto del Sexenio Democrático bajo el liderato de Ruiz Zorrilla. Nació de un ala izquierda del Partido Progresista en 1870, ya entonces denominados radicales con Prim, a los que se unieron viejos demócratas como Rivero, Martos y Becerra proclives al republicanismo. Propugnó una interpretación muy avanzada de la Constitución de 1869, gobernó en 1872 con su programa reformista de separación entre Iglesia-Estado y ampliación de la instrucción pública y contribuyó al establecimiento de la I República, en cuyo primer gobierno tomó parte con Martos. Tras el fracaso de la misma, el Partido se separa progresivamente del republicanismo y actúa aisladamente y por medio de pronunciamientos contra la Restauración desde sus lugares de exilio (los más sonados se produjeron en 1877, el de 1883 en Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y Seo, o el de Villacampa en Madrid en 1886). El posibilismo de Castelar contribuyó de forma importante al proyecto de conciliación canovista, tuvo una actitud de aceptación y cierta complicidad con él y se incorporó al Partido Liberal de Sagasta en 1893. Se ha dicho que fue el verdadero inspirador de la política del partido de Sagasta y el responsable de la orientación francamente avanzada del Partido Liberal y que fue la razón por la que Sagasta enarboló la bandera del sufragio universal. Los partidos del turno fueron respetuosos con él y le reservaron habitualmente un pequeño cupo en la oposición; verdaderamente su con-

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tribución a la viabilidad y legitimidad del régimen canovista fue fundamental. Hasta 1893 estuvo optimista y participativo, pero desde los sucesos de Melilla se hunde en el pesimismo y en la crítica distante, especialmente a la regente, a la que despectivamente llamaba «la Austríaca». En la crisis finisecular española fustigó fuertemente la actuación de los gobiernos españoles. Desaparece en 1899. Como síntesis, puede decirse que a la altura de 1879 los republicanos se encontraban divididos entre posibilistas, progresistas y radicales, de forma que se repartían en cuatro grandes formaciones, tres de ellas dirigidas por los tres presidentes de la República y la cuarta la de Martos. Las razones de su división estribaban en ser federales o unitarios en cuanto a la forma de concebir el Estado republicano y en ser revolucionarios o electorales en cuanto a la manera de conquistar el poder, todo lo demás eran puros personalismos. En la segunda parte de la década de los 80, con Sagasta en el poder, se realizó un movimiento de aproximación de buena parte de las familias republicanas hacia el Partido Liberal. En la primera parte de la década de los 90 con el sufragio universal se abrirán nuevas esperanzas y una etapa de expansión para los republicanos, especialmente seguidos por grupos populares urbanos que querían oponerse al sistema desde la izquierda, llegaron a crear una Asamblea Nacional Republicana que obtuvo buenos resultados electorales en 1893. Pero su retraimiento y repliegue se producirá en la segunda parte de los 90, así el republicanismo entró en el siglo XX muy debilitado, sin líderes ni programas notables, hasta la aparición de Lerroux. Pero en 1900 el panorama estaba algo más despejado que al principio de la Restauración y se resumía en tres familias: el Partido Fusionista de Salmerón que seguía con su proyecto unitario basado en el apoyo social conservador, el Partido Progresista continuador del radicalismo de Ruiz Zorrila (dividido desde 1895 en dos líneas, una la de Carvajal y Muro más moderada y otra más revolucionaria del doctor Esquerdo, donde se inició Lerroux), y el Partido Federal de Pi i Margall más revolucionario y asentado en las clases populares. A medida que avanza la Restauración, el republicanismo ya no pone énfasis en la forma de gobierno, sólo significa una opción social y ética totalmente divergente de la que representaba el régimen y constituyó la bandera socio-política que regeneró la movilización ciudadana en muchas ciudades españolas. P. Gabriel ha puesto de manifiesto que no se debe olvidar el préstamo constante que el republicanismo ha hecho al movimiento obrero en esta etapa. Estaba debajo de casi todo movimiento obrero, existía un republicanismo de contenido proletario y popular, especialmente entre los federales y los simpatizantes de Pi i Margall, que llegó a tener importancia en algunos sectores de la FTRE de Andalucía y fue decisivo en el sindicalismo moderado catalán. En ciertas ocasiones, el republicanismo incluso asumió funciones de dirección de grupos obreristas, como la Federación de Trabajadores Agrícolas de la Región Española de 1893, en otros lugares promovió experiencias cooperativistas y mutualistas, como en la Unión Obrera Balear o en La Obra de Granada. En los momentos más duros, de escisiones y represiones, la extensa red organizativa y de vida asociativa que tenía el republicanismo entre las clases populares sirvió de apoyo a muchos anarquistas, sindicalistas y socialistas para proseguir su actividad. La presencia parlamentaria de los republicanos en el sistema de la Restauración fue más cualitativa que cuantitativa, más simbólica que real; en efecto, sólo consiguen el 3,3 por 100 de los diputados elegidos en las cinco elecciones hasta 1886, pero sin embargo su capacidad de influencia en el sistema, especialmente sobre el partido de Sagasta, fue más que notable y muy por encima del nivel de representación seña69

lado. Entre 1886 y 1893 vivieron tres elecciones verdaderamente positivas para su causa, pero inmediatamente después, en las cuatro elecciones siguientes decaen sensiblemente, para culminar con un ascenso final en la Unión de 1903. Era evidente que la heterogeneidad de programas, la dispersión del mensaje y la pugna permanente de los líderes no les favoreció y de hecho cuando se producían sus efímeras uniones, los resultados mejoraban. Una razón importante para explicar la debilidad de los resultados y la escasa consistencia institucional de los partidos extradinásticos es la misma que sirve para comprender la fortaleza y el cupo de resultados que alcanzaban los dinásticos. ¿Cómo podía mantenerse vigoroso un partido que estaba condenado a no alcanzar jamás el poder y por tanto a no satisfacer a sus clientelas en un mundo en que todo se basaba en esa condición? Su papel necesariamente debía ser testimonial y era lógico que no se entusiasmaran con la práctica del caciquismo aunque se vieran impelidos a ella, puesto que habían perdido la razón de ser, alcanzar algún día el poder. 2.3.3.5.

El carlismo canaliza la teocracia y el tradicionalismo de la sociedad

eclesiástica

El carlismo experimenta lo que se ha llamado el fin de la guerra militar y la extensión de la guerra religiosa. La solución de la guerra carlista, heredada como se sabe de la época isabelina y el Sexenio, significaba un elemento indispensable para la pacificación y la seguridad dinástica; en efecto fue presentada como uno de los prioritarios objetivos de Cánovas para la obsesiva consolidación de la Monarquía de Alfonso XII y uno de los mayores logros de esta primera etapa restauradora. La victoria le ofrecía a Cánovas la oportunidad de congraciarse con las fuerzas del Sexenio que veían así eliminada una de sus amenazas más temidas. Éste aprovechará el triunfo, además, para colgarlo en el medallero del monarca, al que hizo intervenir en una de sus últimas operaciones de 1875 en el frente navarro, y a cuyo nombre de «Rey Soldado» añade el apelativo del «El Pacificador» ganado en esta ocasión. La liquidación del carlismo se prepara en 1875 con la promesa que Cánovas arranca a Cabrera de acatar al hijo de Isabel II, en la segunda parte de ese año el ejército alfonsino conquista sucesivamente los frentes del Centro, Cataluña y el Norte, con los militares Martínez Campos, Jovellar y Primo de Rivera como principales responsables de la victorias que culminan a fines de febrero de 1876. Alfonso XII entra en Madrid el 17 de marzo Los dirigentes y los políticos de todo de 1876, tras el fin de la tercera guerra carlista. signo estaban convencidos entonces de

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que la mayoría absoluta de la sociedad española era tradicionalista y de que el mayor riesgo de este sector en los inicios del régimen era el de arrojarse en manos del carlismo y echarse al monte a defender sus pretensiones dinásticas. Los mismos carlistas se mostraron muchas veces dispuestos a aliarse con los republicanos, convencidos de que una revolución les abriría el camino más fácilmente para llegar a la reacción. Por eso los dirigentes presentan como prioritaria la eliminación de los objetivos militares del carlismo y luego la implantación de un régimen que consolide inquebrantablemente la Monarquía de Alfonso XII. Cánovas considera que una forma de quitarle la razón a los carlistas es hacer ver que el nuevo rey defiende los derechos de la Iglesia y mantiene buenas relaciones con Roma. En aras de esta idea sacrificarán cualquier concesión a la democracia y se sentirán empujados al extremo más conservador, con objeto de no alejarse de lo que percibían como la tendencia básica de la sociedad española. Se admite generalmente que durante todo el ochocientos en el carlismo se han agrupado, de forma muy sumaria, cuatro tipos de resistencia diferentes: la social campesina contra las transformaciones agrarias liberales, la dinástica contra las pretensiones isabelinas, la foral ante el Estado liberal centralizador y la mental que ofrecen unas formas de religiosidad tradicionales y una ideología integrista contra la escasa secularización que estaba incorporando el liberalismo. De todas ellas, las dos primeras habían quedado relativamente abandonadas después del Sexenio, la penúltima se liquidará tras esta tercera contienda, pero no así la postrera que no se solucionará con la victoria de 1876. Después de los duros conflictos religiosos del Sexenio había quedado una sensación entre numerosos grupos sociales y eclesiásticos del país de que se debía organizar una fuerza política que defendiera los intereses de la causa católica maltratada, no sólo ya por los revolucionarios, sino incluso por el liberalismo. Se cree que hasta la revolución del 68 o sus proximidades no se configura la elaboración del contenido religioso del carlismo, cuando incorporan la crítica del liberalismo que hace el Syllabus de Pío IX y en general asumen la corriente de defensa católica intransigente en las cortes confesionales europeas. El carlismo contará desde ahora con un gran poder de convocatoria y movilización socio-religiosa y concentrará toda su acción en la resistencia mental y religiosa que mencionábamos más arriba, es lo que algunos autores han denominado como carlismo difuso que sobrevive al fracaso militar de la tercera guerra. Podría decirse, incluso, que no es propiamente el carlismo en cuanto tal el que pervive después de la derrota de 1876, sino más bien un movimiento de buena parte de los católicos españoles de mentalidad tradicional, alentado por un importante sector de eclesiásticos. Se caracterizan por no adaptarse a la implantación del liberalismo y oponerse a la tolerancia religiosa del artículo 11 de la Constitución, no resignarse a perder la unidad católica como referente básico de la Monarquía española, ni abandonar la identificación histórica de España con el catolicismo, además creen firmemente en el magisterio de Pío IX según el cual el liberalismo es pecado. El debate religioso se planteará en torno a esta condena pontificia del liberalismo y así, contemporizando con él, se Podía ser católico íntegramente o no, de ahí el nombre de integristas. También se le ha perfilado con un triple y desigual círculo de presencia en la sociedad, de mayor a menor, el primero se extiende por un área de sintonía social muy extensa, de forma que muchos testimonios de la época e historiadores afirman que el nivel de implantación de las ideas religiosas y políticas del carlismo era mayoritano en numerosas partes del país, el segundo círculo más restringido al cuadrante no71

reste es el de su espacio de implantación militar y finalmente el tercer círculo más limitado y sensiblemente desproporcionado es el del apoyo político electoral que apenas rebasó en ningún momento el 5 por 100 de las actas de diputados. Este fenómeno de desigual arraigo mental, militar y político del carlismo se refuerza durante la Restauración, cuando se incrementa el primer tipo de implantación y van debilitándose las dos siguientes. Cánovas por el contrario no calibró bien la significación carlista en un primer momento y la valoró probablemente al revés de como iba a desarrollarse. Pensó en efecto que era el riesgo foral, militar y dinástico el que representaba una mayor amenaza para su régimen y sin embargo no le preocupó, incluso llegó a pactar con él en algún momento, su orientación ideológico-religiosa. Algunos historiadores matizan esta expansión y opinan que los carlistas como tales siguen movilizando a muchas de las clases populares y a una buena parte del clero, mientras la facción alfonsina de Pidal encuentra un apoyo medio en las Universidades, el Ejército y las Academias, y en cambio los integristas no pasan de ser un grupo más bien de corte teórico y de opinión muy reducida que era el menos numeroso de las tres familias tradicionalistas y no cuenta con mucho apoyo entre el episcopado. Se trata de un partido político con numerosas escisiones y contrapuestas tendencias. El carlismo en los inicios de la Restauración carecía de una estructura de partido, no tenía tampoco un programa claro que no fuera oponerse a la revolución, el propio don Carlos recibió acusaciones de veleidad liberal por sus operaciones de aproximación al régimen. Los problemas del carlismo se concentraban, pues, en falta de líderes y de programas, en proyectos dinásticos muy divergentes, en relaciones difíciles con otras fuerzas políticas, en la utilización interesada del conflicto cubano. De ahí que aspirara, más allá de la movilización religiosa que hemos visto, a diseñar las relaciones del tradicionalismo con el liberalismo en el poder según tres vías políticas diferentes: la dinástica del pretendiente que se negó a colaborar con el régimen, la de los moderados y la jerarquía eclesiástica que decidieron incorporarse al sistema por medio de la Unión Católica, y la radical condena del liberalismo que llevó a cabo el integrismo de Nocedal. Lo que se debatía en el fondo era la constitución de un partido político católico que defendiera los intereses de la Iglesia dentro del sistema. Este proceso de identificación ideológica del tradicionalismo y de conformación de ese gran partido católico se articula en torno a las siguientes ideas: Estado de Antiguo Régimen, Monarquía de origen indirectamente divino, Cortes tradicionales moderadoras, corporativistas y consultivas, referencias difusas a la constitución histórica, descentralización municipalista, defensa de la unidad católica, concepto corporativo de la sociedad, concepción social del hombre, orden jerárquico de la colectividad y rehabilitación de los gremios contra la competencia y el individualismo. Unas heterodoxas aproximaciones al liberalismo serán el motivo de la escisión integrista en 1888 y, según J. Andrés Gallego, constituirán el núcleo del discurso que transmitirá paulatinamente al movimiento social católico de los círculos y sindicatos y a los primeros democristianos. La aparición del Partido Integrista comportó un declive del tradicionalismo porque era cada vez más endeble y contradictoria su consistencia política e ideológica. Contribuyó luego a este debilitamiento del carlismo la aparición de los nacionalismos vasco y catalán. El último cisma carlista, o si se quiere el último intento de crear un partido político católico que se inclinaba a la aceptación de Alfonso XIII, fue el 72

Carlos VII, duque de Madrid, con su Estado Mayor en la tercera guerra carlista (1872-1876) (Biblioteca Nacional de París).

del arzobispo de Valladolid, Antonio María Cascajares, que acabó siendo sólo una corriente de opinión legitimista. La propuesta del obispo trató de resolver una vez más el conflicto mediante un enlace matrimonial, fue acusado en su día de resucitar las camarillas eclesiásticas isabelinas, entabló relaciones con el polaviejismo y acabó diluyéndose en el regeneracionismo de principios de siglo. También los integristas, que habían estado callados desde hace varios años, vuelven a manifestarse para apoyar a Polavieja y publican un programa de tono regeneracionista con el propósito de reconstruir el Antiguo Régimen. Por fin, el carlismo, que lucha por conseguir su unidad y que no logra ya movilizar a las mismas multitudes que en la etapa anterior, plantea, casi como acorralado, un último intento de guerra civil hacia 1897. Se trata de un postrer recuerdo de su inclinación militar, pero que no se correspondía ya con la realidad social de sus bases ni del país.

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CAPÍTULO III

El tiempo y los acontecimientos van por delante del régimen 3.1.

LA

REFORMULACIÓN DEL DOCTRINARISMO EN EL SEGUNDO LUSTRO DE LOS 70

3.1.1. La Constitución de 1876 presenta un marco parlamentario para un paisaje autocrático Desde principios de 1875, Cánovas prolonga por año y medio el régimen provisional preconstitucional, aguanta en solitario cinco años antes de echar a andar el turno y durante este largo lustro practica un gobierno autoritario y casi reaccionario. La Constitución de 1876 tiene así un pórtico muy poco convincente y prefigura de alguna manera lo que luego sería uno de sus rasgos, una situación jurídica en contradicción flagrante con la práctica política real. El inicio del proceso constitucional arranca de una poco conocida reunión a mediados de 1875 de unos 350 asistentes, la mayoría moderados, también unionistas, constitucionales y gentes del Sexenio, donde se obtuvo un compromiso de conservar el orden y la libertad bajo la Monarquía de Alfonso XII. Algunos querían sencillamente volver a poner en vigor la Constitución de 1845, pero no se hizo así para no dar argumentos a los que querían sencillamente continuar con la de 1869, que no había sido derogada aún. Una Comisión de Notabilidades, de la que luego saldría la subcomisión de diez miembros presididos por Alonso Martínez, redactó el proyecto constitucional que luego retocaría Cánovas. El texto, el más ecléctico y duradero de cuantos salieran de unas Cortes constituyentes españolas, fue aprobado por 276 de cerca de 300 parlamentarios presentes y entró en vigor en julio de 1876. La mayoría de los constitucionalistas han separado a las Constituciones españolas en dos grandes familias, las de corte liberal progresista que reflejaban más fielmente los principios del liberalismo (1812, 1837, 1869, 1931 —Tomás y Valiente añade aquí la de 1978) y las doctrinarias que limitaban estos principios y anteponían la Monarquía a la Constitución misma (1808, 1834, 1845 y 1876). Varios historiadores valoran políticamente la Constitución de 1876 como un documento de carácter excluyente, situada francamente en la familia moderada; otros autores la consideran un modelo de consenso entre las dos familias, de carácter flexible y realista, con el doble empeño de conciliar todas las fuerzas posibles y superar los errores de la revolución, bajo la figura omnipresente de la Monarquía. Nosotros creemos que el resulta-

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do final de este proyecto tan ecléctico se parecía mucho más al modelo de 1845 que al de 1869, más que un intermedio entre las dos familias, es un modelo acabado del moderantismo y una versión española de doctrinarismo francés. De éste recibía el principio de soberanía compartida entre el rey y las Cortes, la bicameralidad de un Senado restringido y moderador de la acción de la Cámara Baja, la concepción tradicional de una Monarquía hereditaria, las amplias atribuciones de un ejecutivo no responsable y con poderes de iniciativa, de veto y de suspensión sobre el legislativo, al que además añaden la jefatura del Ejército y la capacidad tácita de decidir el cambio político, la estructura centralista de la administración y el espíritu, que no la letra, del censitarismo más restringido. De la del 69 apenas recoge los derechos individuales propios del liberalismo: seguridad personal, inviolabilidad del domicilio y correspondencia, libertad de conciencia, residencia, profesión e instrucción, derechos de reunión, asociación, petición, igualdad ante los empleos públicos, garantías penales y procesales, reconocimiento de libertades, que estaban inspirados —algunos literalmente— en los de 1869, pero con esenciales diferencias más restrictivas en lo concerniente a la libertad religiosa, a la de enseñanza y a las garantías constitucionales. Pero tal vez la más honda diferencia con el 69 es que de todo ese elenco de derechos casi ninguno podía llevarse a la práctica en un entorno legislativo y político tan restrictivo y represor como el que pervivió en las primeras décadas de la Restauración. Jover también sostiene que las coincidencias con el 45 son sustanciales, mientras que las que le unen al 69 son circunstanciales y anecdóticas y, al revés, las diferencias con la Constitución moderada son accidentales pero la traición del espíritu y nervio del 69 afecta a cuestiones centrales y vertebrales; e insiste en la ilegalidad de todo partido político o asociación que no acatara el rey y el régimen, lo que anulaba cualquier derecho individual de los proclamados en su título I, ya de suyo sometidos a una regulación de leyes ordinarias que los hacen depender en su aplicación del color del gobierno de turno. Además, descarta el procedimiento de reforma que preveía la de 1869 y no incorpora en su articulado ningún sistema de cambio constitucional. Los dos soportes básicos de la carta magna de 1876 consisten en los principios doctrinarios de la constitución histórica y la soberanía compartida, ambos elementos pensados para arropar un único y verdadero privilegiado en torno al que gira la Constitución: el monarca. Ya en la convocatoria se sentaban algunas premisas que mediatizaban la voluntad y la previa soberanía de los constituyentes, puesto que se les impuso como requisito obligado el reconocimiento de la existencia de la «constitución interna». Esta verdad madre sustentaba el sistema, ofrecía una nueva oportunidad de conciliar tradición y modernidad y sostenía que la experiencia histórica de España se había basado en dos instituciones políticas, el rey y las Cortes, capaces de restablecer o crear todas las demás. La Corona era, pues, el cimiento de la construcción constitucional de 1876, primero porque se aceptó previa al documento como presupuesto de fe doctrinario y porque es la única representante del poder ejecutivo que se cita en ella, puesto que no se habla en ningún momento del gobierno de la Nación como organismo del Estado ni del presidente del mismo; también porque explícitamente proclama el principio de soberanía compartida del rey con las Cortes. A pesar de todos estos privilegios expresos, la función más decisiva de la Monarquía es justamente la que no está escrita en ella, probablemente porque era considerada perteneciente al substrato constitucional histórico, que era su prerrogativa regia de decidir el cambio político, el factor clave que rigió la cosa pública durante todo el periodo y que invalidó de hecho, no sólo el principio de la soberanía

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nacional, expresamente descartado, sino incluso el de la separación de poderes que tácitamente se admitía. Idea de la crispación religiosa de la sociedad en aquel momento y de la indiferencia política con que fue acogida la Restauración la da el hecho de que, como tantas veces sucediera en los debates constitucionales españoles contemporáneos, el caballo de batalla de la Constitución no se centró en este cambio sustancial del origen del poder, sino en el artículo 11 que regulaba las relaciones del Estado con la Iglesia y el problema de la unidad católica y libertad religiosa. El clima fue muy tenso y reflejaba la conflictiva herencia del Sexenio y las controversias religiosas del mismo. El dilema se presentó entre defender la unidad católica de España y la confesionalidad del Estado, como querían los sectores más conservadores de la jerarquía católica y en cuya dirección presionaba la Santa Sede, o mantener la libertad de cultos contenida en la Constitución del 69 que aparecía como una de las grandes conquistas del Sexenio. La movilización de la Iglesia fue extraordinariamente activa, a base de exposiciones dirigidas al rey por la jerarquía, manifiestos y peticiones de la sociedad movilizada desde el púlpito y el confesionario y coacciones morales y políticas procedentes del Vaticano. En contra estaban parte de la sociedad española que había vivido con ilusión las libertades del Sexenio y las presiones internacionales, especialmente de Bismarck, que recelaba del clericalismo del sistema canovista recién inaugurado. El artículo 11, aprobado por el 75 por 100 de la cámara, adoptó una solución intermedia que desechaba la idea de libertad religiosa e introducía la de tolerancia de cultos («no se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado»), al tiempo que mantenía la confesionalidad del Estado y el derecho de patronato de la Corona española. Aunque el Vaticano condenó este artículo del proyecto, se sabe que finalmente lo aceptó porque se le aseguraron garantías de que la legislación posterior respetaría todas las prerrogativas que el Concordato de 1851 preveía para la jerarquía en materia de enseñanza, vigilancia de costumbres y economía, como ya había demostrado antes el Decreto de Orovio de 1875 y pronto ratificó otra orden que señalaba los límites a la tolerancia reclamados por la jerarquía. Que todo quedó a plena satisfacción de la Iglesia se deduce del hecho de que no habrá más cuestión religiosa referida a este punto, sólo los integristas mantendrán en su programa la reforma de este artículo constitucional. En cuanto al principio de libertad de enseñanza, después de un reconocimiento general del derecho a fundar y sostener establecimientos de instrucción o de educación, eliminó la apostilla «sin previa licencia» de la de 1869 y añadió la restricción que decía «con arreglo a las leyes»; se reservaba al Estado la expedición de títulos, las normas para obtenerlos, los deberes de los profesores y las normas por las que debían regirse los establecimientos. Esta limitación en el derecho de enseñanza se redactó tras la segunda cuestión universitaria, es decir, la circular del ministro Orovio de febrero de 1875 que exigía a todos los docentes, particularmente a los universitarios, respeto a la religión, al monarca y al régimen, a raíz de lo cual se produjeron algunos expedientes y varios profesores disconformes se apartaron de sus cátedras hasta que fueron readmitidos por Sagasta en 1881. Las garantías constitucionales también se vieron restringidas en comparación con las de 1869, puesto que los derechos de libertad de imprenta, reunión y asociación, inviolabilidad del domicilio y la imposibilidad de detención o prisión sin causa de delito podrían ser suspendidos no sólo por las Cortes sino por el gobierno, sin que otra ley de orden público mediara y con plazos y condiciones a discreción del ejecu77

tivo. El derecho de asociación sufrió una aplicación constreñida y reprimida que colocó en la ilegalidad al movimiento obrero y los partidos políticos, hasta que la Ley de 1887, de criterio tolerante y abierto, lo reconociera causando un notable estímulo asociativo en España. En cuanto a la libertad de prensa, aplicada por la Ley de 1879, se mostró prohibitiva en materias intocables que hacían referencia al rey, a las autoridades y a la religión; era tan reglamentista que detallaba incluso las condiciones de los vendedores de periódicos, hasta que la Ley de Policía de Imprenta de Sagasta en 1883 permitió abrir un periódico con sólo comunicarlo al gobierno y cuyo umbral de libertad se mantuvo hasta los recortes de la Ley de Jurisdicciones. En lo que se refiere al parlamento y las elecciones, la Constitución de 1876 introduce sustanciales diferencias y limitaciones en comparación con la de 1869. Alarga los plazos de renovación de las cámaras a cinco años (el Senado sólo por mitades), limita fuertemente las condiciones de elegibilidad (se excluyó del Congreso a los clérigos, para evitar la capacidad de convocatoria electoral de algunos carlistas, pero se introdujo a muchos obispos en el Senado) y remite a cada gobierno las condiciones concretas del proceso electoral. La mayoría asumió que el sufragio universal representaba un peligro por la posible participación de la I Internacional y del carlismo y de hecho la Ley de 1878 determina un limitado régimen censitario en el que tenían derecho a voto determinadas capacidades profesionales y los que pagaran 25 pesetas al año de contribución territorial o 50 de subsidio industrial (aproximadamente el 5 por 100 de la población española). Intentó primar el peso específico de lo rural en los espacios llamados distritos sobre lo urbano en las áreas denominadas circunscripciones previendo una tendencia conservadora del campo. La Ley Municipal de 1876 también había restringido notablemente las condiciones para ser elegido alcalde. Hay que esperar otra vez al turno de Sagasta para que el sufragio universal se implante en 1890, a pesar de que su operatividad fuera muy escasa y nula su incidencia en los resultados, dado que el caciquismo siguió controlando el voto y la participación electoral de los españoles, como veremos en su momento. En lo referente al sistema de partidos, en febrero de 1875 se prohibió crear asociaciones que tuvieran un objeto político, léase partidos políticos, y se suspendieron las existentes. Aunque pronto se derogó dicha disposición, inmediatamente se planteó un debate sobre los límites de los partidos políticos y quedó claro que para que un partido tuviera acceso al poder debía ser dinástico, es decir, aceptar la Monarquía de Alfonso XII, con lo que fueron excluidos los carlistas y los republicanos. Hay que precisar que el apelativo de dinástico tenía una doble acepción en aquel momento y quería decir tanto que aceptaban la dinastía reinante como que la Corona aceptaba al partido para ser llamado al poder, es decir la Corona se había convertido en el eje del sistema de partidos y dependía de su voluntad quién fuera llamado a gobernar. El mayor límite de la Constitución de 1876 no está en su letra, sino en el espíritu que subyace en ella y que da por supuesto que no habrá adecuación entre la norma y la práctica política, presupone de partida que la Constitución no será operativa, de forma que todo lo redactado con el aparente ánimo de flexibilidad y conciliación se hizo con la consciencia de que el desajuste entre la letra y la realidad de su aplicación fuera previo y permanente. Así interpreta Jover los silencios y las ambigüedades de la Constitución, como el compromiso entre una apariencia de comportamiento político democrático exigido por el entorno europeo y la realidad de una enredadísima red de intereses y de unas estructuras sociales que se pretenden conservar sin que se explicitase, sino más bien ocultándose, en la norma constitucional. 78

3.1.2. El Senado, un retablo para las elites El Senado perdió todo su significado territorial y democrático y quedó como cámara de segunda lectura de las leyes, con el ánimo de frenar los posibles excesos legislativos en los que pudiera incurrir la Cámara Baja, como expresión de las prerrogativas de la Corona en la soberanía compartida, y como retiro dorado para culminar el curriculum de las elites políticas y sociales más reconocidas. Se ha despreciado con frecuencia la importancia del Senado en el juego político de la Restauración, dada su inoperancia legislativa y la escasa capacidad de alterar lo realizado por el Congreso. Pero no debe hacerse lo mismo con la importancia del Senado en la mente de los legisladores, en concreto de Cánovas, y con la figura constitucional que se realiza del mismo, de sabor ciertamente estamental y de defensa monárquica. Se diseñan en el perfil del Senado justamente los contornos de la clase política que se prevé como dirigente en la concepción del régimen canovista, los sectores integrantes de lo que durante tantos años se ha llamado con hipérbole el bloque de poder. Es verdad que como órgano legislativo tuvo escasa relevancia, pero como el gran poder de los parlamentarios no radicaba precisamente en su capacidad legislativa, sino en el papel extraordinario que les cabía como intermediarios entre los grandes caciques locales y el aparato superior del poder del Estado y los partidos, a los senadores les cupo en esta tarea una importante misión, dado el prestigio social y económico de la mayoría de sus componentes, entre los que figuraban los Grandes de España más solventes, los representantes de Academias, Universidades, Cámaras y Arzobispados, pero también los más destacados hombres de negocios y financieros del país. Los senadores, si cabe, estaban aún más implicados en las redes clientelares y en la máquina caciquil que los mismos diputados. Son tres los tipos de senadores que se establecen, divididos en dos mitades, la primera estaba compuesta por los de derecho propio (sea por sangre, como los hijos del rey y los Grandes de España con una determinada renta, o sea por jerarquía militar, eclesiástica o administrativa) y los vitalicios nombrados por el rey de entre las categorías señaladas, y el otro cincuenta por ciento estaba integrado por los senadores electivos, escogidos mediante sufragio indirecto de un cuerpo de electores compuesto por mayores contribuyentes y corporaciones estatales y de un conjunto elegible selecto y muy restringido. En general el Senado trataba de recompensar las largas carreras parlamentarias y administrativas y premiar servicios prestados a la Corona y al régimen, acogiendo en un parnaso de prestigio a la elite política al final de su carrera. 3.1.3. El primer Gobierno de Cánovas un programa doctrinario y autoritario

desarrolla

El programa de este año y medio de gestión autoritaria incluía en primer término desarrollar la acción constitucional y legislativa tendente a fijar las reglas de juego del sistema en elecciones, administración y orden público. La segunda tarea necesaria era la pacificación de la herencia bélica decimonónica en los frentes colonial y carlista. La tercera trataría de captar los apoyos de las instituciones básicas del país. La cuarta dedicación se orientará a resolver problemas económicos de precios, déficit

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comercial, relación de la moneda e inversiones con el exterior. Y finalmente, la quinta meta que se pretende alcanzar en esta etapa conservadora es «recoger» la política exterior ante la nueva hegemonía alemana en el continente.

3.1.3.1. El gobierno conservador se dedicó a captar las instituciones básicas del país El 29 de diciembre de 1874 Martínez Campos, a las afueras de Sagunto, se pronunció a favor de Alfonso XII en nombre del Ejército y de la Nación ante la mayor de las indiferencias del pueblo español. Después de este pronunciamiento, que no hizo feliz a Cánovas pero que conocía de antemano, el arranque de la Restauración tuvo un carácter autoritario, represor y reaccionario durante todo el año 1875 y mediados de 1876 hasta que se proclamó la Constitución. Estos dieciocho meses son una etapa decisiva en la conformación del nuevo régimen, porque, además de echar los fundamentos del mismo, expresan con espontaneidad el talante y el proyecto que albergaba Cánovas. Este signo contrarrevolucionario continúa la inercia que le une al periodo del mismo signo de 1873-74, de aquí su coincidencia muy sustancial con la dictadura del general Serrano al final del Sexenio, tanto que muchos autores señalan que, de no ser por la escasa simpatía personal que circulaba entre Serrano y Cánovas, todo podría haber quedado en una prolongación de la misma. Artola ha calificado de arbitrario y dictatorial este gobierno, así lo muestran medidas como la censura de prensa, la represión social, la Ley de Ayuntamientos de ese año, la continuidad del estado de prevención hasta enero de 1877, el mantenimiento durante cuatro años de Romero Robledo en Gobernación para domeñar a la prensa, las condiciones leoninas que impuso a los periodistas ante las elecciones de 1875 y las órdenes precisas de manipulación a los gobernadores civiles que, aunque se mantuvo en ellas el sufragio universal, aseguraron un holgada victoria. Hay algunos historiadores que explican esta primera dictadura canovista por una presión excesiva ejercida por los moderados con la intención de derribar a Cánovas, pero no está comprobado, más bien da la impresión que era el impulso natural de Cánovas y que sólo los hechos le fueron templando posteriormente. Resalta la soledad y autocracia personal de este momento canovista, sin bipartidismo aún, los partidos que vienen del 68 no han aceptado el marco constitucional, ni ha nacido el Partido Liberal, no existe por tanto oposición al partido canovista que gobierna en régimen de partido único. Además de estas medidas políticas más coyunturales, Cánovas adopta como posición conservadora de fondo y larga duración la rehabilitación de los cuatro puntales que habrían de ser el apoyo institucional y social de su régimen: la administración, el Ejército, la nobleza y la Iglesia, es decir, la captación de los apoyos de las instituciones básicas del país. Lo primero en el tiempo que se propuso Cánovas es fortalecer y unificar el Ejército en una doble dirección: entrega de poder a los generales alfonsinos y reingreso de los oficiales adictos apartados durante el Sexenio. Culmina esta medida con el diseño de la figura del rey soldado, que refuerza políticamente al Ejército, lo enlaza directamente con la cúspide del poder y le da acceso a intervenir indirectamente en el cambio político. La segunda tarea consistió en reforzar la nobleza derogando disposiciones revolucionarias y concediendo generosos ennoblecimientos y Toisones. La tercera meta se centró en rehabilitar a la Iglesia, dando 80

validez civil al matrimonio canónico y pidiendo colaboración a la jerarquía católica la que se le ofrece protección. Y finalmente, el cuarto objetivo aspira a controlar el orden y acatamiento del régimen mediante la sujeción de la administración conseguida al insertar en su pirámide de mando a los cuadros de la organización alfonsina, entre esa jerarquía figura el gobernador civil como pieza muy destacada para preservar el orden y reprimir a la prensa. Para compensar este bandazo concede la amnistía mínima que evite una reacción peligrosa.

3.1.3.2. El programa político y la represión del primer gobierno canovista Cánovas comenzó al decimonónico modo, es decir, con un pronunciamiento y una constitución prácticamente doctrinaria. En lo único en que se parecía al 68 la propuesta de Cánovas es en que quería marcar las diferencias con el periodo anterior suprimiendo los símbolos del mismo: la persona de Isabel II, el pretorianismo y el moderantismo, pero ninguno de esos símbolos son sustituidos por contrarios, sino por sucedáneos: Alfonso XII, el militarismo social y el Partido Conservador doctrinario. Marca distancias más contundentes con la revolución, para obviar el término Gobierno Provisional que podría sugerir situaciones pasadas, comienza con la ficción de denominarse Ministerio-Regencia, contra toda legalidad y realidad. Llama a gobernar a hombres del Partido Moderado y de la Unión Liberal y va deshaciendo de forma intencionada y matizada todo aquello que pudiera recordar continuidad con el periodo revolucionario: eliminación de los periódicos más conocidos mediante el establecimiento de la censura previa, prohibición de atacar de cualquier forma el sistema monárquico constitucional, abolición del jurado, desaparición del matrimonio civil, disolución de los partidos políticos, devolución a la Iglesia de los bienes confiscados y ataque contra la libertad de cátedras en la segunda cuestión universitaria. El sistema de partidos y el juego político que funcionó inicialmente era muy elemental y restrictivo. A pesar de los esfuerzos de Cánovas, la continuidad que el Partido Liberal Conservador muestra con los partidos isabelinos de los unionistas y los moderados es más que evidente y cambiará sólo aquello que es imprescindible para que el sistema y la Monarquía se consoliden. Del moderado repite el doctrinarismo fundamental, la ausencia de una organización de partido en cuanto tal, el eclecticismo, la defensa de la Monarquía como árbitro y sostén del sistema y el mantenimiento del orden público como aspiración de gobierno, únicamente elimina el exclusivismo con que se comportó y su obediencia incondicional a Isabel II. La oposición que hacen las fuerzas septembrinas es débil y dispersa, escindida entre el golpismo cuartelero de Ruiz Zorrilla, la actitud conspiradora de Serrano o la impaciencia de Sagasta, que aún no ha asumido el marco canovista, todos tienen una sola cosa en común, que reniegan de la Constitución de 1876 y quieren la de 1869. La primera legislación viene a aclarar una calculada ambigüedad de la Constitución de 1876. Cánovas decide que la libertad de expresión y reunión (libertad de Prensa, asociación, cátedra y partidos políticos) ha de ser sometida a rígidos controles y restricciones. La dialéctica descentralización-centralismo se inclina ahora de esta parte estableciendo una organización fuertemente centrípeta de Ayuntamientos (con elecciones censitarias, nombramiento de alcaldes por el rey en ciudades de más 81

de 30.000 habitantes y aprobación de sus presupuestos por el gobierno) y Diputaciones y la eliminación del régimen foral de las Provincias Vascongadas. Finalmente establece el sufragio restringido y censitario en 1878, de forma que permite votar únicamente a 800.000 españoles mayores de 25 años y contribuyentes o que pertenecieran a las elites intelectuales, eclesiásticas, militares, burocráticas, profesionales, artísticas, jurídicas y docentes, tan sólo el 16 por 100 de los posibles votantes en ese momento. La importancia del asunto no estribaba precisamente en la capacidad de decisión del cuerpo electoral, que ya sabemos que era nula según él mismo había concebido el sistema, sino en el desprecio teórico de la fuerza bruta y ciega del sufragio universal y en la convicción de que el único gobierno posible era el de los mejores, más ricos y capaces. La primeras elecciones de la Restauración se realizaron «por esta vez» con el sufragio universal vigente, aun así estaban bien aseguradas con el control de la prensa, el ministerio de Gobernación en manos de Romero Robledo y una formación política casi única, acompañada de una tibia oposición como era entonces la de los constitucionales. Los resultados ofrecieron a la coalición gubernamental 333 diputados (el 85 por 100 de los 392 totales, el 100 por 100 en 23 provincias), 27 a los constitucionales, 12 a los moderados y 7 a los republicanos. Estos resultados fueron amañados, Romero Robledo hizo grandes esfuerzos por sacar a los gubernamentales, pero debió tener que realizarlos mayores aún para respetar los escaños previamente asignados a la oposición. Los conservadores ganaron ampliamente las nuevas elecciones de 1879, ya censitarias, con 293 diputados frente a los 56 constitucionales, pero con una alta abstención que en las grandes ciudades rondó el 70 por 100. La Restauración echaba a andar con una sociedad manipulada, pasiva y abstenida.

3.1.4. La liquidación del problema militar del carlismo La victoria liberal en la última guerra carlista se ha solido dividir en tres etapas, una primera que pretende pacificar el centro de la Península y obliga a replegarse al carlista Dorregaray más allá del Ebro, otra segunda que busca consolidar Cataluña, lo que se consigue tras la toma de Olot y Seo de Urgel, finalmente la conquista de Navarra y el País Vasco, donde la resistencia fue más fuerte y duró hasta principios de 1876. Martínez Campos, Jovellar y Primo de Rivera fueron los militares más destacados en las victorias que conducen al triunfo final a fines de febrero de 1876. El 3 de marzo de 1876, por la proclama de Somorrostro, queda publicada la victoria sobre el carlismo, e inmediatamente serán abolidos los fueros vascos, respetando los conciertos económicos en materia fiscal. Se ha debatido sobre las causas directas o más importantes de la victoria, imputándosela tanto a la debilidad y disensión en las filas carlistas (el general Cabrera acabó reconociendo a Alfonso XII) como al mérito de un Ejército gubernamental disciplinado y bien abastecido; pero probablemente la más eficaz razón para explicar el éxito militar esté en el afán y la voluntad política que el régimen puso en este asunto, con la convicción de que se trataba de una condición indispensable para el asentamiento del nuevo monarca, las armas más poderosas fueron tal vez el empeño (la salvación de la Corona restaurada), los recursos (una importante concentración de hombres y material), la simbología (la victoria de un Ejército propio de un Estado fuerte frente a la guerrilla desordenada del pueblo) y el apoyo moral (la presencia del mismo monarca). 82

3.2. LOS LIBERALES AGOTAN LAS POSIBILIDADES DEL SISTEMA EN LOS 80 3.2.1. El gobierno liberal fusionista de 1881 mide sus fuerzas y se adapta al régimen Después de una serie de avatares que señalaban que ni Cánovas ni el rey estaban dispuestos de buen grado a permitir el relevo en el poder y la subida al gobierno de Sagasta, por fin en 1881 formó su primer gabinete, en el que figuraron sobre todo viejos unionistas y algunos del Partido Centralista de Alonso Martínez, no incluyó a protagonistas revolucionarios sin duda para no aparentar ánimo revanchista. Este primer gobierno liberal ensancha por la izquierda el consenso en torno a la Constitución de 1876, acoge a Posada Herrera procedente de la democracia ajena al fusionismo y hace entender a los posibilistas de Castelar que los riesgos carlistas y levantamientos militares republicanos eran tan importantes como para colaborar. Sagasta se propuso liberalizar las decisiones más controvertidas de los pasados gobiernos de Cánovas. Con motivo del noveno aniversario de la proclamación de la República, superó la legislación represora de 1875, legalizó a los partidos no dinásticos, eliminó las restricciones que sobre la libertad de prensa se habían dictado, amnistió los delitos de este tipo en el pasado, derogó igualmente el Decreto y la circular de Orovio y reincorporó a sus cátedras a los profesores expulsados, también dio instrucciones para que las normas restrictivas de aplicación del artículo 11 de la Constitución fueran lo más abiertas posible para respetar la inviolabilidad de la conciencia humana, y dictó normas de tolerancia en la prensa sobre propaganda política. Además, consolidó el arancel proteccionista de Camacho, promulgó la Ley General de Enjuiciamiento Criminal y estableció las Audiencias de lo criminal en toda España, pero no atendió a la reivindicación tan simbólica del juicio por jurado. En política internacional vinculó a España a la alianza de los tres emperadores, propiciada por Bismarck para aislar a Francia, a la que luego se incorporaría Italia. Pero la creación más sonada de estos años de gobierno liberal fue la Comisión de Reformas Sociales, por iniciativa de Segismundo Moret, para estudiar todas las cuestiones relativas a la mejora o bienestar de las clases obreras agrícolas e industriales y que afectasen a las relaciones entre capital y trabajo. Se creó una comisión en cada capital y zonas estratégicas, encargada de circular un extensa encuesta solicitando información sobre previsión, crédito, terrenos comunales, asociacionismo, cooperación, jurados mixtos, nivel de vida y condiciones concretas de los grupos sociales obreros y campesinos. Estaba proyectado que se convertiría un organismo promotor del reformismo laboral desde instancias estatales; aunque no cumpliera todas sus expectativas, significó un primer paso en política social digno de ser tenido en cuenta. Su mayor importancia estriba en ser precedente del Instituto de Reformas Sociales en que se convirtió en 1903, hasta que fuera sustituido por el Ministerio de Trabajo diecisiete años más tarde. Particularmente paradójico fue su comportamiento electoral, emulando al muñidor electorero Romero Robledo. Encargado por el rey de formar gobierno y de convocar (y ganar) unas elecciones, Sagasta, aunque permitió una mayor libertad de prensa y el ejercicio del derecho de asociación en la misma campaña electoral, no se

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privó de utilizar otro maniobrero en Gobernación que ganara las elecciones, tanto municipales como generales, pues consiguieron una mayoría de más del 75 por 100 de los escaños (297 diputados) y relegaron a los conservadores al residuo del 8 por 100 (39 diputados), quizás este escaso margen dejó entrever su carácter aprendiz. La oposición no encontró demasiadas posibilidades en este primer ambiente liberal de la Restauración, se produjeron algunas protestas de los católicos por haber ampliado la tolerancia del culto, pudo actuar con algo más de libertad el PSOE recientemente fundado y se generó un importante impulso entre los anarquistas, que habían experimentado un drástico descenso en la clandestinidad, por las nuevas cotas de libertad de asociación y reunión. Pero los conflictos de 1882 desgastaron el gobierno liberal, la presión proteccionista se mostró descontenta con su política comercial exterior y surgieron disensiones internas a raíz de una propuesta para desamortizar montes públicos y dehesas boyales. El movimiento proteccionista de los años 80 les coge por sorpresa a los políticos fúsionistas y con escasas alternativas para maniobrar. Sus intereses no eran contrarios a los de la elite económica, por eso no tenían demasiada capacidad de oponerse a sus presiones, no contaban con un caudal de apoyo popular que se enfrentara a esta influencia. Decidieron no reprimir y capitalizar la movilización proteccionista, garantizando así el orden público y la armonización social, que era una de las cartas de crédito necesarias para ganarse el favor del rey del que dependía su mantenimiento en el poder. Por otro lado, se movían en un contexto internacional y en un ambiente intelectual que comenzaba a virar claramente hacia el proteccionismo. Por estas dificultades, Sagasta primero intentó remodelar su gobierno y finalmente dimitió dando paso al Gobierno de Posada Herrera en el otoño de 1883 que duró apenas tres meses, en los que trató en vano de sacar adelante un proyecto de sufragio universal. De hecho, el rey volvió a llamar a los conservadores al gobierno, entre otras razones porque el Partido Liberal estaba desunido y no lograba dar satisfacción a todos los grupos que albergaba. 3.2.2. El gobierno conservador de 1884 retorna a la autoridad El rey llama a gobernar a Cánovas en 1884, haciendo gala de controlar las elecciones por medio de Romero Robledo, obtiene 318 diputados frente a los 74 de la oposición. Los dos años conservadores no hacen sino poner el contrapunto de la década liberal de los 80, Cánovas refuerza la vigilancia interior, controla la instrucción pública y la religión (llama al gobierno a Alejandro Pidal y Mon, que se había excluido por la derecha formando la Unión Católica), y reprime los partidos políticos no legales entre los que genera los primeros movimientos de protesta. Se tomaron decisiones restrictivas en libertad de prensa, se amañaron las elecciones, debió definirse forzado sobre la libertad de cátedra provocando disturbios estudiantiles, generó un debate agrio en torno a la Iglesia, la enseñanza, los poderes temporales del papado, en el que intervino ásperamente la jerarquía eclesiástica, el ministro Pidal encontró oposición en el ámbito internacional y entró en conflicto con Italia. Aparecen pronto las primeras fisuras en el partido canovista, en efecto, en 1884 pretende liquidar el contencioso que mantenían algunos de sus prohombres enfrentados repartiendo sendas carteras a Romero Robledo y a Francisco Silvela. A pesar de esta apariencia de equilibrio entre las dos facciones, parece que la recomposición del

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partido y la formación del gobierno iba en dirección de reforzar el ala más conservadora, con gran disgusto de fusionistas y republicanos que tildaron a aquel gobierno de lo menos liberal posible. 3.2.3. El Pacto del Pardo: la estabilidad de la Corona por encima de la Constitución La muerte del rey interrumpió pronto este mandato de Cánovas. Ante la incertidumbre de su sucesión y para asegurar la continuidad del sistema y salvaguardar la Monarquía en todo caso, Cánovas y Sagasta alcanzan el llamado Pacto del Pardo en 1885. La duda de si existió o no tal pacto procede de la negación que el propio Cánovas expresó sobre la realización de un pacto como tal, pero hoy todos aceptan que lo hubo, aunque no existiera como tal documento. En el momento crítico se entrevistaron Martínez Campos, Cánovas y Sagasta para proceder según la ley a la sucesión y Regencia, previamente se había decidido ya que gobernaría el Partido Liberal en el comienzo del nuevo reinado. No está claro que en aquel acto no se pactaran más compromisos entre más personas, por ejemplo, una declaración de 24 obispos con motivo del entierro del rey ha dado la impresión a algunos autores, por el talante de su contenido, de que habían conseguido garantías de que si respetaban la tolerancia de cultos de la Constitución no habría ninguna manifestación de anticlericalismo en el gobierno. La situación a la muerte del rey, con una reina extranjera encinta y sin descendencia masculina cierta, por más que la sucesión estuviera jurídicamente definida, era inquietante y reproducía la sucesión de Fernando VII por Isabel II y el origen de la guerra carlista, que ahora se complicaba con la posibilidad del retorno a la República. Las capacidades del carlismo ya no eran las de 1833 y las debilidades del republicanismo no le hacían demasiado temible. La solución estaba en reforzar los dos pilares del sistema, el conservador para que sin desmandarse hacia el carlismo recogiera todo lo aprovechable del tradicionalismo y el liberal para que sin permitir derivar hacia la revolución incorporara todo el progresismo dispuesto a colaborar (aquí el riesgo era mayor puesto que Izquierda Dinástica ya había puesto de manifiesto que un sector de estas fuerzas estaba buscando una salida distinta al fusionismo y un líder diferente de Sagasta). Siempre hemos oído hablar del turnismo como de algo perfectamente establecido desde el principio, y como un elemento normal previsto por los fundadores de la Restauración tal y como funcionará después. Parece claro que, en cuanto a la intención real de implantarlo, la influencia anglosajona y los propósitos de Cánovas en 1875 eran más que dudosos, más bien fueron los hechos los que condujeron por este derrotero al político malagueño. El inicio del turno, asegura también Varela, no fue tan premeditado y programado como se ha sostenido, fue más bien una salida forzada. La conclusión que puede extraerse es que Cánovas no era un bipartidista convencido, al menos no actuó siempre así, puesto que en ninguna de las ocasiones en que tuvo que dejar el poder lo hizo espontáneamente y resultó desalojado a desgana y forzado por algún acontecimiento extrapolítico. En el relevo de 1881 se vio obligado a dimitir a la fuerza, en 1885 será la muerte del rey la que obligue a ello, habrá que esperar a que acabe su mandato de 1891-93 para que el turno se produzca con su aceptación espontánea. La muerte del rey, pues, sirvió para eliminar de la

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mente de Cánovas toda idea de monopolizar el poder y contribuyó poderosamente a hacer evolucionar el sistema, e incluso a sacarlo del estrecho margen en que su mentor lo había enmarcado en sus primeros mandatos, sin duda urgido por el miedo a los fantasmas de las pretensiones progresistas de soberanía nacional. Y para aceptar el juego canovista debió contar en el ánimo de Sagasta la amenaza de perder el liderazgo del partido y la escisión de los constitucionales. Incluso en 1885, dice Varela, Cánovas atornilló a Sagasta amenazándole con aproximarse a Izquierda Dinástica, con lo que el líder liberal tragó la soberanía compartida. Tampoco el rey había compartido la idea del turno reglado con demasiada convicción, en 1881 debió sentirse forzado por una facción de izquierda del Partido Liberal que le amenazó con pronunciarse militarmente si no eran llamados al poder, ante lo cual el Rey les convocó al gobierno, tras compararles con las viruelas, que hay que pasarlas siquiera una vez en la vida. Tal vez en este sentido fue mayor la prudencia y la discreción de la regente María Cristina, que siempre se mostró más convencida del turno. De esta forma, el Pacto del Pardo, más que el fruto de una voluntad política del régimen, es una verdadera consecuencia y explicitación de los fundamentos mismos del caciquismo. El sistema caciquil se basaba, como exponemos en otro apartado, en algunas seguridades sobre las que debía construirse toda una red de relaciones, entre ellas están que la Corona alterne con regularidad el acceso al poder de los dos partidos, que el partido en el gobierno no pretenda aniquilar o marginar al otro, que se conserve un espacio suficiente para la oposición y, sobre todo, la perspectiva de acceder al poder en breve. Sin estas garantías, que eran precisamente las que se consagraban en el Pacto del Pardo, el caciquismo no podría subsistir, por eso puede decirse que de alguna manera este pacto es el que reforzó y dio estabilidad al régimen caciquil. También Jover entiende que la razón profunda del turno estriba en la búsqueda de un consenso en torno a la Monarquía, el criterio que sigue el monarca para decidir cómo y a quién se otorga el cambio político, no es arbitrario como en el caso de Isabel II, sino que busca el reparto regular de poder para que cada partido pueda satisfacer a sus clientelas y no sienta la tentación de conquistarlo de forma arriesgada para la Corona.

3.2.4. El Parlamento largo de Sagasta agota el programa liberal y ensancha los límites del canovismo La institucionalización del relevo ordenado en el poder puso a Cánovas en el compromiso de dimitir para iniciar la regencia con un gobierno nuevo, según estipulaba el pacto. Sagasta aprovechó la ocasión para consolidar su partido, que había quedado muy fragmentado después de la etapa anterior y formó su gobierno con las tres familias que habían asumido su liderazgo: originarios del antecedente Partido Constitucional (Camacho y Venancio González, el Romero Robledo de los liberales), los venidos de los conservadores al Partido Centralista (Alonso Martínez, Gamazo) y la Izquierda Dinástica (Moret, Beranguer, Montero Ríos) que estaba a punto de fundirse con ellos. Incorpora además a Martínez Campos como presidente del Senado y a Jovellar en el gobierno, y hasta estuvo dispuesto a colaborar el mismísimo Martos. Los comienzos generaron gran expectación y consolidaron al Partido Liberal. La ampliación del partido se ganó a algunos disidentes, como la facción de López Domínguez, quien pretendía sustituir al Partido Liberal con el centro aglutinante de Izquier-

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da Dinástica y que acabará creando con sus respectivos secuaces y los de Romero Robledo la efímera formación del Partido Reformista. Pero el alargamiento importante se produce al incorporar el republicanismo posibilista de Castelar que decidió colaborar desde 1888, una vez prometidos el sufragio universal y el jurado; esto significó la mutación del republicanismo, había sido superado el viejo modelo radical adicto a pronunciamientos y se había conseguido un republicanismo conservador y mesocrático. Sagasta sube al poder y gobierna durante un año con las Cortes conservadoras anteriores, pero en 1886 convoca elecciones que naturalmente gana con 278 diputados, frente a los 58 conservadores, o sea el 71 por 100 de los escaños para el gobierno y casi el 15 por 100 para la oposición conservadora. En esta ocasión es significativa la aparición de grupos extradinásticos, puesto que consiguen 58 actas, entre las que han de subrayarse las 22 republicanas, casi el 6 por 100 de los diputados (es de destacar aquí la gesta de Pi i Margall, que se acogió al sistema de candidato por acumulación, sin distrito propio, y obtuvo acta sin distrito sumando 31.000 votos en todo el país). Este voto de izquierda fue debido sin duda a las expectativas de la muerte del rey, a la creciente debilidad del carlismo (dos diputados) y a las mejores condiciones de participación permitidas por Sagasta en la campaña electoral. En efecto, a estas elecciones se presentaron por primera vez casi todos los republicanos, desde el posibilista de Castelar, el democrático de Martos, los progresistas de Ruiz Zorrila y Salmerón, pasando por los federales de Pi. Los comicios debieron ser menos amañados que los demás, sin que estuvieran ausentes pucherazos y suspensiones. Sagasta aprovechó además una baza importante en este momento, se aproximó a la regente María Cristina, con la que le unía ya una corriente de simpatía, y formó con ella un tándem de buen entendimiento. Una larga nómina de ministros de este turno dejaron huella (Moret, Alonso Martínez, Puigcerver, Camacho, Gamazo) y sobresalió un Parlamento que casi alcanza los cinco años constitucionales y realizó una ingente labor legislativa. Al final del periodo, tras varias remodelaciones del gabinete y por agresivas luchas intestinas entre facciones del partido, se volvió a romper la unidad del Partido Liberal y tuvo que soportar la escisión importante de Germán Gamazo. La obra del gobierno liberal tiene su primera característica en inspirarse en el programa de la revolución de septiembre. Jover ha definido cuatro campos de acción en que se centra su política: reforzar y ampliar el partido, consolidar la libertad de expresión, codificar el sistema jurídico encaminado a defender el orden social y económico vigente, y racionalizar y modernizar el Estado y la Administración. Unos párrafos más arriba hemos considerado ya la ampliación del partido. La segunda tarea de extender la libertad de expresión a las áreas de partidos, prensa y cátedras tan duramente castigadas por Cánovas abre un nuevo periodo que registra las mayores cotas de libertad y amnistía. En 1887 se dicta la Ley de Asociaciones que significa una conquista irreversible en lo que fueron las viejas aspiraciones de los derechos y libertades del 68 y que permitió que se organizaran los abundantes movimientos sociales, obreros o católicos, en busca de sus objetivos. Fue la primera y más completa regulación que se hizo en la España del XIX sobre el derecho de asociación que, además de permitir la consolidación del sindicalismo y superar las limitaciones que la Restauración había impuesto a los partidos políticos, estimuló el asociacionismo religioso. La codificación y la ordenación procesal, tal vez la más importante del siglo, se llevó a cabo 87

con la Ley del Juicio por Jurados de 1888 que pretendía democratizar el poder judicial, con las Bases del Código Civil (aprobado en 1889), fundamento de un nuevo sistema jurídico respetuoso con los ordenamientos forales e inspirado en la concepción individualista de la propiedad privada por encima del mismo orden social y del bien común y hasta incluso del estado de necesidad de la mayoría de la sociedad española, con la Ley de lo Contencioso Administrativo de Santamaría de Paredes que imponía un orden y garantía elementales en la administración y con la Ley de Procedimiento Administrativo de 1889 que ha durado setenta años. Hubo otras regulaciones complementarias como la del matrimonio civil, fruto de una difícil negociación con el Vaticano, que auguraba la posibilidad de un entendimiento entre la Iglesia y los liberales. La modernización del Estado y la Administración ocupó la atención de este Gobierno, la Ley Provincial define esta demarcación como entidad territorial y administrativa y los determinantes papeles de los gobernadores y las Diputaciones, y la reforma financiera de Camacho en 1881 significó una mejora en el prestigio exterior de la Hacienda. Se produjo un importante cambio cualitativo en lo electoral con la promulgación de la Ley de Sufragio Universal de 1890 y la nueva distribución de distritos electorales inspirada en 1871. Tuvo una trascendencia más simbólica que real, porque significaba una obsesión de los políticos del 68 y la bandera emblemática de todos los demócratas y republicanos del momento. En la práctica, el sufragio quedó reducido a multiplicar por seis el censo electoral, pasando de 800.000 a 4.800.000 votantes, y a exigir nuevos procedimientos y recursos del caciquismo para seguir con los mismos resultados de antes, entre ellos la oportunidad de los plutócratas de comprar los votos de ciertos grupos populares. Quedó claro que bajo la denominación de sufragio universal cada partido encerraba una realidad diferente, mientras los republicanos insistían en la soberanía popular que conduciría a la República y los liberales se contentaban con ampliar la soberanía doctrinaria a la categoría de soberanía nacional, los conservadores como Cánovas no lo votaron y resignadamente lo admitieron con la condición de que fuera únicamente una ampliación del número de votantes y de que perviviera el control del caciquismo para obtener igual que con el voto censitario el tumo ordenado que sostiene la Corona. Cánovas hizo pública proclamación otra vez de su falta de fe en el electorado español, su confianza en la Monarquía, «una fuerza real y efectiva, decisiva, moderadora y directora, porque no hay otra en el país», y su convicción de que propiedad y voto jamás deberían separarse: «el dar el voto a la muchedumbre encierra una disyuntiva negativa en sus dos términos, si se les va a permitir expresarse sinceramente las masas indigentes nos conducirán al comunismo y la abolición de la propiedad y si va a estar dirigido y controlado por el capital o la propiedad será la mayor de las indignidades políticas». Idea de lo poco que cambió el panorama electoral y la mecánica del turno con el sufragio universal se aprecia en la artificial simetría electoral siguiente: entre 1891 y 1901 hay tres gobiernos conservadores y otros tres liberales de dos/tres años, cada uno de ellos en su turno respectivo consigue una mayoría de más de 250 diputados y deja en torno a 80 a la oposición, de forma que entre las seis legislaturas se reparte cada partido aproximadamente mil actas, con una ligerísima ventaja del 9 por 100 para los liberales. Esta carencia de efectividad democrática del sufragio universal, como sugiere Jover, fue la que convirtió al movimiento obrero en cauce obligado y exclusivo de participación para una importante mayoría de los trabajadores y así podemos afirmar que vino a remediar esa deficiencia del sufragio la Ley de Asociaciones.

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En este lustro liberal se produjeron, además, algunos avances en la reforma del Ejército y la armada, propuestos por Cassola, que tuvieron una escasa importancia en sus efectos, pero que afrontaron por primera vez un problema secular que era central en la marcha de la Restauración, como el reclutamiento, la formación y la organización de las fuerzas armadas. Se legisló la abolición de la esclavitud en las Antillas y la regulación del patronato, una institución encubridora del esclavismo que el Partido Conservador consintió en las etapas anteriores. También la superación del aislamiento exterior dio un importante paso en 1887 al conseguir España introducirse en el sistema internacional regulado por Bismarck mediante un pacto hispanoitaliano que comprometía a España a no negociar con Francia asuntos norteafricanos y a mantener la situación estable en el Mediterráneo. Se ha explicado de varias maneras la estabilidad del periodo 1885-90, la más larga entre 1868-1923, bien como fruto de la buena coyuntura económica (no agraria), de la relativa paz social y de la ausencia de oposiciones críticas fuertes (la sucesión con el nacimiento de Alfonso XIII serenó los ánimos), o bien como producto de las actuaciones de dos personajes que imprimieron un talante de prudencia y discreción en el caso de la regente y de franca decisión liberalizadora en el caso de Sagasta. Pero no hay que olvidar que la crisis agraria de fin de siglo comienza ahora y que otras dificultades amenazaron el periodo.

3.3. EL SISTEMA SUPERA LA PRIMERA PRUEBA EN LOS 90 Se trata de la década más decisiva de la Restauración decimonónica, cuando se produce un viraje importante en la sociedad, en la política interior y exterior, en el Ejército y en la cultura. Un cambio que se enmarca dentro del proceso de expansión imperialista que vive Occidente entre 1895-1905, un agónico relevo de siglo que presencia la transición de un sistema de relaciones eurocéntrico a otro verdaderamente mundial, propio de la primera mitad del siglo XX, e inaugurado con el primer acto de la redistribución colonial de fin de siglo, como lo llama Jover, y que implica a España en un conflicto superior a sus propias fuerzas. Como había sucedido en la mayoría de las transiciones, el cambio se vive en un contexto de guerra (Melilla primero, luego Cuba, se extiende a Filipinas y acaba en Estados Unidos) que se convierte en el punto de referencia esencial de la sociedad y la política españolas. Los conflictos obligan a cambiar posiciones con respecto a las potencias europeas y comportan una directa alianza con Alemania, tratados de arancel y comercio con Francia y contenciosos coloniales (Gibraltar británico, Carolinas) con toda Europa. Culturalmente asistimos al declive del racionalismo y al auge del vitalismo, el proceso de transición intersecular adquiere en esta década toda su vigencia e intensidad, como veremos en sus epígrafes correspondientes. Políticamente hay que observar cómo se acelera el ritmo del turno, con una cadencia bianual, de menor duración que en los dos periodos anteriores. La vida política está sujeta a mayores tensiones sociales, a revisiones de las relaciones exteriores, al nacimiento impetuoso del regionalismo, a la guerra en diversos frentes coloniales, a la sustitución de los viejos líderes más reposados por una nueva generación más inquieta, impaciente y disidente. El objetivo de tanto trasiego es la continuidad, la permanencia de la Corona, el mantenimiento del sistema político establecido, la defensa del orden social de las elites dirigentes frente a nuevas fuerzas en oposición y la 89

consolidación de la orientación económica hacia una revolución industrial en proceso de expansión. Hombres como Moret, Maura, Silvela, Gamazo y Villaverde impulsan reformas en sus respectivos ámbitos social, de ultramar, político y hacendístico, pero el nivel de resistencia al cambio que ofrece el sistema es muy poderoso, su inercia y los intereses de las elites que lo dirigen son más fuertes que el reformismo y consiguen neutralizarlo con facilidad. Por eso la política de los años 90 apenas construye nada, va sencillamente detrás de los acontecimientos respondiendo con reformas, cambios de gobierno y resistencias a los agudos problemas que son los que llevan la iniciativa. La regente se ve obligada a establecer un punto de equilibrio muy inestable y efímero de dos años entre la inercia de los que mandan y la impaciencia de la oposición, al ritmo de las tensiones sociales, cambios exteriores, presiones internas y corrientes de crítica.

3.3.1. El gobierno conservador de 1891 se muestra celoso del excesivo protagonismo liberal De nuevo la regente llama a formar gobierno a los conservadores, Cánovas convoca elecciones en 1891, las gana fácilmente con Romero Robledo en Gobernación y consigue fabricarse una mayoría gubernamental de 262 diputados frente a 83 liberales, crecen sin embargo los republicanos, esta vez con 31 escaños, y compite electoralmente por primera vez el Partido Socialista. Entre las razones que llevaron al Partido Conservador a solicitar el turno en 1890 se aducen el miedo a la eficacia de que estaba haciendo gala el liberalismo en el poder y el temor a que el Partido Liberal pusiera en práctica de verdad el sufragio universal y se rompiera el sistema. La misma razón pudo actuar de revulsivo para que el Partido Conservador abandonara la canovista querencia al moderantismo y al tradicionalismo y se abriera a los elementos más dinámicos venidos del fusionismo a sus filas. La medida más importante que tomó este gobierno fue, sin duda, la derogación de la base quinta del arancel de Figuerola, fundamento del librecambismo del Sexenio, con lo que daba cumplida respuesta a las peticiones de los proteccionistas movilizados por Castilla y todo el país y se adecuaba a las políticas también de altos aranceles practicadas en toda Europa. De hecho, como veremos en su propio capítulo, la medida benefició más que a la industria en sí, a los industriales textiles catalanes y a los cerealeros castellanos, pero también a los carboneros asturianos, a los ferreteros vascos, a los bodegueros andaluces y a los sacarócratas cubanos; en definitiva, lo estudiaremos más adelante, el proteccionismo cohesionó a muchas elites. Pero este éxito económico no evitó la ruptura de los conservadores. Silvela fue la figura clave en Gobernación, en el primer ensayo de sufragio universal trató de realizar unas elecciones menos interferidas por el gobierno. En efecto, esta vez el convocante se conformó con apenas dos tercios de los escaños y dejó a los liberales un amplio resquicio de casi el 20 por 100, es más, la movilización de los republicanos obtuvo el 8 por 100 de los diputados, gracias también a la menor intervención gubernamental y a la coalición electoral que realizaron. Ello provoca movimientos en el caciquismo, la retirada de Gobernación ha dejado un espacio libre a los caciques locales que se ven obligados a movilizar a sus clientelas para que no cambien las elecciones. Pero duró poco esta situación, Romero Robledo, que había huido del 90

Partido Conservador hacia una aventura política de centro en el Partido Reformista, después del turno liberal y del sufragio universal, decidió volver al redil conservador con el contento de Cánovas y en detrimento de la figura y el papel de Silvela. A Cánovas le asustó el sufragio universal y el intento reformista de Silvela y volvió a apoyarse en el gran elector, apodado el Pollo de Antequera, que representaba también a los intereses de los hacendados antillanos. Habían quedado dos cosas claras, la incapacidad de Cánovas de despegarse de su tendencia al moderantismo y la insinceridad de su propuesta de bipartidismo serio, para él el turno era un compadrazgo para el disfrute de los presupuestos. Andrés Gallego reconoce que la crisis de la Restauración comienza en 1891, que perdió aquí la ocasión de hacer avanzar y perfeccionar el sistema y sentenció su muerte, Cánovas mismo fue el que condenó a morir prematuramente a su propia criatura impidiéndola crecer y desarrollarse. Culmina el turno con la crisis interna del Partido Conservador, escindido en dos bandos irreconciliables a propósito de varios incidentes conflictivos, destaca el caso de corrupción del Ayuntamiento de Madrid que enfrentó indirectamente a Romero Robledo y Silvela (alineados con éste Fernández Villaverde y Dato); en el duelo a sangre con votación parlamentaria incluida no venció Silvela, pero la unión del partido quedó tan maltrecha que en 1892 Cánovas se vio obligado a dimitir y dar paso de nuevo a Sagasta.

3.3.2. El gobierno liberal de 1892 navega a la deriva y sin programa Las disensiones internas en el conservadurismo entre Cánovas y Silvela y la dimisión de aquél conducen a que la Regencia llame a gobernar a Sagasta, que gana las elecciones de 1893 con 281 diputados (el 75 por 100 de los votos rurales y el 50 por 100 de los urbanos). Hay que destacar en estos comicios otra vez que los republicanos federales, progresistas y posibilistas agrupados en la Unión Republicana siguieron su ascenso hasta obtener 47 escaños y arrebatar decenas de distritos, fue un ejemplo de movilización del electorado que logró desbordar a los caciques en varios lugares. También es de señalar que los carlistas alcanzaron 7 escaños y los conservadores escindidos entre canovistas y silvelistas mermaron sus resultados y se quedaron con 61 actas. El Parlamento largo había agotado prácticamente todo el programa del fusionismo en el terreno político y había colocado al Partido Liberal en la tesitura de idear un nuevo proyecto. La mala coyuntura de la crisis agraria, el fin de la filoxera francesa y su proteccionismo galopante auguraban serios problemas en España. De ahí que Castelar, asesor en la sombra aún del Partido Liberal, ideara una vía económica para revitalizar su programa con lo que él denominó presupuesto de la paz, consistente en acabar con el déficit crónico del mismo, facilitar la conversión de la deuda del Estado y mejorar el crédito de la Hacienda para obtener nuevos préstamos. En los dos años de gobierno todo se redujo a un forcejeo entre Gamazo en Hacienda y todos los demás defendiendo su parte del presupuesto, que acabó frustrado por la guerra de Melilla. Se impuso el belicismo en la política española y lo que iba a ser un presupuesto de paz se trocó no sólo en un presupuesto de guerra, sino en un cambio de orientación ya prácticamente irreversible de la economía y la Hacienda hacia el mantenimiento militar de nuestras colonias. Las reformas de los liberales en el poder desde fines de 1892 son, además de las que propone Gamazo contra ocultaciones de riqueza al fisco y contra el déficit, las 91

de López Domínguez en un intento de racionalización organizativa del Ejército, la de Montero Ríos en Gracia y Justicia y la propuesta liberalizadora de Maura en Ultramar, que de haber prosperado podría haber conducido el problema cubano por otros derroteros. Pero otra vez las resistencias frustraron una tras otra las reformas y obligaron al propio Sagasta a sacrificar a Maura en aras de la unidad de su partido. Sagasta al principio del mandato preservó la unidad de los liberales y la reforzó al incorporar once de los catorce diputados posibilistas de Castelar, pero declinó pronto por las dificultades en conseguir sus reformas, en especial la autonomía de Cuba, también por la expansión republicana después del sufragio universal que neutralizó la incorporación de los posibilistas. Fueron determinantes las disidencias internas que provocan las nuevas generaciones, por la derecha la escisión de Gamazo, seguida de inmediato por Maura, y por la izquierda los problemas planteados por Canalejas.

3.3.3. El final de Cánovas y del canovismo: la muerte política antes del asesinato Por el inicio de los problemas marroquíes y el agravamiento de los antillanos, María Cristina llama a gobernar a Cánovas en 1895 que lo hace con el Parlamento liberal hasta 1896 en que convoca elecciones, obviamente las gana con 279 diputados frente a 88 liberales (71 por 100 y 22 por 100); esta vez el margen extradinástico se empequeñece por el retraimiento republicano con problemas internos y la escasa significación carlista. Coincidió con este último turno de Cánovas entre 1895-97 el inicio del conflicto de Cuba, donde se endureció la situación al sustituir al contemporizador Martínez Campos con el general Valeriano Weyler dispuesto a aplicar la fuerza y sofocar el conflicto con mano férrea. De forma semejante, en 1896 estalla el conflicto en Filipinas, donde se sustituyó al general Blanco por García de Polavieja, que también significaba un endurecimiento de la actitud militar en la colonia. Sólo un sector del federalismo y el socialismo apoyaban la independencia de Cuba, el resto de los partidos apoyaron eufóricos el giro hacia la mano dura de Weyler y Polavieja. Los mayores gastos de guerra y el envío de otros 25.000 soldados para unirse a los 200.000 que ya estaban en Cuba pusieron a Cánovas en posición de debilidad. En este crítico 1896 echó leña al fuego del endurecimiento colonial y de la revisión conservadora el arzobispo vallisoletano Cascajares, con su ofensiva legitimista y carlista, que pintaba un sombrío dibujo de la situación política española apoyada en dos partidos agotados e incapaces de contener una revolución inminente y proponía la formación de un Partido Católico que defendiera los intereses de la Iglesia en el país. El arzobispo buscaba el relevo del sistema político del turno e intentaba aglutinar una alternativa al mismo Cánovas para lo que mantiene una entrevista con Silvela, Canalejas, Gamazo y Polavieja (según otros pretendía ir más allá y crear un Gabinete Nacional y hasta un posible acuerdo de Carlos VII con María Cristina). De nuevo embisten contra Cánovas a principios de 1897 Cascajares y Polavieja. Dimitido éste como capitán general de Filipinas y aureolado por la labor de reorganización del Ejército y pacificación de la isla, Cascajares vuelve a entrevistarse con la regente y otros eminentes personajes para convertir al militar católico no sólo en el líder del nuevo partido que habría de sustituir a Cánovas, sino en el dictador que salvara a la 92

patria de los males que la amenazaban, en la espada que sostuviera el trono y el altar. En efecto, Polavieja volvió al país, fue aclamado en Barcelona en un multitudinario homenaje preparado por silvelistas, liberales, el marqués de Comillas y Cascajares, lo mismo sucedió en Zaragoza y, sobre todo, en Madrid, donde le recibe triunfalmente María Cristina, en cuya mente muchos creen que ya estaba tomada la decisión de prescindir de Cánovas y sustituirlo por Polavieja. Al desenlace de la conspiración contra Cánovas se adelantó Angiolillo al asesinarlo en el verano de 1897. A partir de este momento, cuando los tradicionalistas y los reformistas del Partido Conservador ya habían planteado la necesidad de una renovación del partido y un nuevo líder, los acontecimientos se adelantaron empujando el proceso. En enero de ese mismo año de 1898, antes de la guerra con Estados Unidos que da principio el 25 de abril, se produjo otro tercer frente de renovación del viejo conservadurismo canovista, a nuestro juicio el más trascendente, que fue la formación de la Unión Conservadora, o la refundación del Partido Liberal Conservador. La muerte del político malagueño permitió discriminar entre las diversas alternativas (Pidal, el duque de Tetuán, Silvela, Polavieja) y los hechos fueron colocando a Silvela en posición ventajosa. Éste congregó a los católicos de Pidal, a Martínez Campos, a Fernández Villaverde y a Sánchez Toca para formar la Unión Conservadora. Este hecho, lo hemos recordado más arriba, significa la entrada del Partido Conservador en el siglo XX, el abandono del decimonónico moderantismo y la apertura a la nueva sensibilidad social, que era la principal carencia canovista. La Unión Conservadora marca uno de esos hitos capaces de periodizar la Restauración porque se abandona definitivamente el siglo XIX y el sesgo anacrónico de los conservadores canovistas para entrar en unos nuevos modos y sensibilidades por los que el partido de Silvela de principios del siglo XX llegó incluso a sobrepasar en cierto modo a la desajustada política social del Partido Liberal. Si en 1897 muere Cánovas, en 1898 muere el canovismo, pero no por la guerra de Cuba, aunque su perspectiva estuviera en el trasfondo, sino por puro agotamiento senil; gráficamente expresa este hecho la denominación de Caballeros del Santo Sepulcro a los partidarios del duque de Tetuán, que mantenían levantada la vieja bandera de Cánovas en contra de Silvela.

3.3.4. Sagasta carga con las culpas del Desastre en el turno del 98 El asesinato del jefe del gobierno en agosto de 1897 lleva a una presidencia breve del general Azcárraga, con el que María Cristina decidió reemplazar a Cánovas y esperar a que el Partido Conservador eligiera su sucesor. La regente, aconsejada por Martínez Campos, a pesar de todas las conspiraciones anteriores y de que se barajaran los nombres de Pidal, del duque de Tetuán, pensó en Silvela; al mes siguiente, convencida por el propio Silvela y seguramente aliviada en su interior, llama a gobernar a Sagasta. En las elecciones convocadas por los liberales en 1898, dos meses antes de la guerra, todos los caciques cerraron filas en torno a sus formaciones (los conservadores trataron de superar sus fracturas mediante la Unión Conservadora que albergaba incluso a la Unión Católica de Pidal recién llegada y los republicanos intentaron vencer sus divisiones bajo Salmerón), en efecto, los fabricantes de mayorías ofrecieron al Partido Liberal 266 diputados, 68 actas a la Unión Conservadora y 14 para los republicanos. 93

Moret de nuevo en Ultramar se vio obligado en noviembre de 1897 a actuar con aires de bombero sustituyendo a Weyler por Blanco, aprobando el verdadero estatuto de autonomía de la isla que antes le había negado, amnistiando a los presos y deportados políticos cubanos, e implantando el sufragio universal como en la Península. La elite española con intereses en Cuba (el Fomento del Trabajo, Romero Robledo) protestó por las competencias arancelarias otorgadas a la perla de las Antillas. La guerra de Cuba estaba ya planteada con toda su crudeza y la actitud de Estados Unidos forzó la situación al límite, como se analiza en otro epígrafe. Gobierno y Ejército sabían que la derrota era segura, Segismundo Moret y Preendergast (1838-1913).. conocían perfectamente la inferioridad militar española y no obstante siguieron adelante con la guerra suicida. Sagasta y con él la regente pensaban que vender la isla como proponía Estados Unidos o entregarla sin luchar sería motivo de un levantamiento en el país, o carlista o republicano, de forma que eludir la guerra ponía en peligro la Monarquía. Probablemente el fantasma de la inminente revolución no era correcto, ésa era más bien una sensación de la regente o una coartada de los políticos, puesto que la sociedad española mostró escasas pasiones patrióticas, sólo quería la paz y la vuelta de los hijos arrebatados por el Ejército. El conflicto se produjo, la derrota fue espectacular, la negociación de los Tratados de París humillante, arrastró en su oleada de culpabilidades al gobierno liberal, y fue la puntilla al partido y al líder convertidos un chivo expiatorio del desastre hasta sentenciar en 1903 la muerte política y física de Sagasta.

3.3.5. El Gobierno de Silvela en 1899: el abandono del pasado y el nacimiento del conservadurismo contemporáneo Tras el desastre se suspenden las Cortes y son llamados al gobierno los conservadores que convocan elecciones en 1899 a las que se presenta Silvela con aires regeneradores. Las elecciones se fabrican de nuevo con 236 escaños conservadores, frente a los 93 liberales y algunos restos republicanos. En los ministerios de Silvela entraron Polavieja, el hermano de Alejandro Pidal, Durán y Bas, Fernández Villaverde y Eduardo Dato, es decir, los más eximios representantes del regeneracionismo conservador y tradicional, sin olvidar el gesto complaciente hacia los católicos y los catalanistas. La principal oposición a este gobierno le vino del regeneracionismo de Paraíso, del catalanismo y de la falta de entendimiento entre Polavieja y Fernández Villaverde. Pero han aparecido una serie de detalles que insinúan un nuevo tipo de problemas que miran más al siglo XX que al XIX.

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En el presupuesto de 1900 Fernández Villaverde se propuso un ambicioso programa de sanear la moneda, convertir la deuda de Ultramar en interior, equilibrar el déficit (300 millones de pesetas sobre 750 presupuestados), corregir el sistema fiscal y crear todo un nuevo plan hacendístico. Una serie de protestas nacionales de los regeneracionistas, la huelga fiscal del tancament de caixas en Barcelona y las disensiones en el seno del gobierno plantearon una lucha que expulsó a Polavieja del gabinete e hizo dimitir a Durán y Bas. Sin embargo, habían conseguido algo muy importante, lejos del monopolio centralista decimonónico, toman carta de naturaleza los intereses, los problemas y los diputados catalanes en el gobierno de España, algo que nos coloca ya en los umbrales de la nueva política regionalista y nacionalista del siglo XX. Es el momento en que Costa trata de relanzar el regeneracionismo, aglutina la Liga de Productores y crea la Unión Nacional con Polavieja y Santiago Alba, en efecto llegan a plantear un nuevo cierre de tiendas ante la política de Fernández Villaverde, pero al poco el desentendimiento liquida la Unión Nacional y el propio Costa se retira de la vida política. Por su parte, la oposición liberal arremetió con una campaña liderada por Castelar en contra del clericalismo del gobierno y la sociedad, a propósito de una polémica en torno al papel de las órdenes religiosas en Filipinas. Era un poderoso recurso para movilizar a las huestes liberales adormecidas, en un país donde la tensión entre tradicionalismo y liberalismo estaba a flor de piel, la prueba fue que comenzó ya entonces a fabricarse en el bando tradicionalista el mito de una conspiración masónica contra las esencias españolas, de tan larga duración en el tiempo. El caso es que aflora de lleno en estos momentos la llamada cuestión religiosa y el anticlericalismo que será una constante en las primeras décadas del siglo. La última ofensiva del gobierno conservador consiste en recoger algunos mensajes del regeneracionismo y tratar de ponerlos en práctica por medio de la creación del Ministerio de Agricultura desdoblado del de Fomento (al que accedió Rafael Gasset, iniciador de la política de canales y pantanos) y del Ministerio de Instrucción Pública en manos de García Alix, sensible a las propuestas de la Institución Libre de Enseñanza. Se muestran así nuevas sensibilidades, propias del siglo XX, en la vida política.

3.3.6. Ultima gestión de Sagasta en 1900: en las postrimerías del siglo, del sistema y de la Regencia En 1900 a Silvela sucede un gobierno puente del general Azcárraga que en 1901 da paso al postrer mandato de Sagasta. Las últimas elecciones de la Regencia se celebran en 1901, los encargados de ganarlas son los liberales y lo consiguen con 245 diputados frente a 87 conservadores; a pesar de los esfuerzos regeneracionistas por retrovar la participación electoral se produce una abstención del 70 por 100. Sagasta cambia de gobierno después de la crisis de 1902 e incluye como novedad al demócrata Canalejas, pero sólo de marzo a mayo, que es cuando se proclama la mayoría de edad de Alfonso XIII, jura la Constitución, acaba la Regencia e inicia su reinado. En 1900 dominaba la impresión de interinidad y de agotamiento del sistema. Eran demasiadas las cosas sucedidas como para seguir igual, habían desaparecido de la escena los principales protagonistas, se había operado el tránsito de Imperio a Nación, un nuevo siglo había despertado la conciencia crítica de muchos españoles, había nacido un nuevo talante conservador, se necesitaba un catalizador que lo absor95

biera todo, y no podía ser otro que el único motor efectivo del sistema político, la Corona. Era tal el simbolismo y la fuerza del protagonismo monárquico que requería que todos estos cambios se visualizaran y se personalizaran en una figura regia, se encontró el motivo en la mayoría de edad del Rey. El siglo tuvo que esperar dos años a que la Casa Real le diera permiso para nacer políticamente al proclamar como rey a Alfonso XIII. 3.4. LOS PROBLEMAS EXTERIORES: DEL RECOGIMIENTO AL DESASTRE

3.4.1. El marco europeo del declive latino de las naciones muertas 3.4.1.1. Primeras alianzas titubeantes en busca de apoyos europeos para la Corona El nuevo marco internacional creado en el primer lustro de los 70 tuvo unas consecuencias verdaderamente innovadoras, puestas de relieve por Jover, que significaron un cambio cualitativo que obligaría pronto a la Restauración española a efectuar un viraje sustancial en sus relaciones exteriores. Del ambiente de idealismo y de utopía en la mentalidad internacional anterior se pasa a otro de realismo y pragmatismo en los 70, la política utilitaria de ejecución suplanta a la idealista de aspiración. Los detalles europeos de este cuadro internacional inédito son la victoria prusiana sobre Francia, el hundimiento del Segundo Imperio francés que había sido el referente básico para la última parte de la España isabelina, la Comuna de París, el nacimiento del Imperio Alemán, la consumación de la unidad italiana a costa de los Estados Pontificios, la depresión económica a partir de 1873 y la omnipresente diplomacia y hegemonía de Bismarck que obligó a replantear hasta las relaciones coloniales. Al tiempo que estos hechos habían cambiado notablemente a Europa, España tenía paralelamente necesidades diplomáticas distintas después del Sexenio, los liberales se ven obligados a abandonar su tradición de neutralidad ética y humanitaria en las relaciones con Europa y a buscar el reconocimiento de la nueva situación. Lo primero era consolidar la Monarquía, de nuevo contemplamos cómo al imperativo de la Corona se subordina también la política exterior, de manera que la primera exigencia internacional era vincularse a todos los regímenes monárquicos fueran realistas o legitimistas. Otra imperiosa necesidad procedía de la debilidad de una pequeña nación con una importante herencia colonial, obligada por ello a no aislarse en exceso del resto de las potencias coloniales, en un contexto en que se estaban replanteando en términos de pura fuerza estas relaciones. También empujaba a una especial intensidad de contactos con Europa la red de comunicaciones y la coyuntura económica que ligaba inexorablemente muchas variables españolas con las exteriores, el nuevo mercado mundial agrario entre otras. Además de entablar estrechas e interesadas relaciones con la Europa monárquica y colonial, Cánovas partía del convencimiento intelectual y científico-histórico de la decadencia española y de la crisis de la hegemonía hispánica en el concierto europeo, que se veía reforzado por la teoría entonces vigente del declive de las naciones meridionales latinas o naciones muertas, frente a las septentrionales o anglogermánicas en ascenso como naciones vivas. Cánovas tiene además una especial sensibilidad ante el problema del prestigio y la imagen exterior de la Monarquía española (no tanto del Estado), para superar el riesgo de la etapa isa96

belina y del Sexenio cuando esta proyección exterior no se cuidó y tal vez el aislamiento y desprestigio internacional pusieron a la Corona española en situaciones de apuro. De acuerdo con estos planteamientos, si bien es verdad que no hubo francas oposiciones europeas a la implantación de la Restauración, las potencias tenían importantes reparos y muchas reservas ante el régimen, los legitimistas de la Francia de Mac Mahon apoyan la resistencia carlista y otras fuerzas francesas recelan de la creciente influencia de Alemania en España; Inglaterra desconfía y teme que en España prosperen políticas ultramontanas, proteccionistas y coloniales desfavorables a sus intereses; Alemania por medio del acuerdo de 1877 dejó clara su utilización de España como aliada en su estrategia europea, pero el pacto sólo duró dos años y Bismarck siempre tuvo miedo del clericalismo español. Aún así, la Restauración española fue un fenómeno en el que quisieron hacer oír sus candidatos y proyectos casi todos los países importantes de Europa en aquel momento. A pesar de todas estas reticencias e intereses, Cánovas se esforzó por conseguir el apoyo de toda Europa para su régimen, que no dejaba de ser un sistema impuesto a la fuerza contra una situación previa legal y reconocida. En efecto ya en febrero de 1875 lo habían aceptado diplomáticamente Portugal, Rusia, Francia, Austria-Hungría, Bélgica, Alemania, Inglaterra y en mayo el Vaticano, bien es verdad que no dejaba de tratarse de una Europa en general sintonía con España, con regímenes de doctrinarismo, censitarismo y preponderancia monárquica. Tal vez Jover ha exagerado el valor de la política exterior canovista cuando bajo la palabra recogimiento pretende ubicar las relaciones diplomáticas españolas en un término medio entre el aislamiento y el compromiso y confiere una dimensión pacificadora a su política exterior. Se trató más bien de una actitud impuesta por las circunstancias europeas, que no permitían un franco compromiso español con ninguna potencia y que condujeron al aislamiento de hecho, aunque se haya revestido eufemísticamente bajo la benévola palabra de recogimiento. Bismarck había dejado de contar con España como una pieza relativamente importante en su estrategia europea, ahora sólo aspira a tener unas buenas relaciones comerciales con ella; en su esquema de pactos que articulaban una serie de intereses nacionales de suyo divergentes, España tuvo un papel contradictorio y cambiante. Cánovas era consciente de este papel secundario y limitado en el concierto internacional y de que debía jugar con los perdedores, convencido como estaba de la teoría de las naciones muertas. A veces, con el afán de hacer sobresalir el periodo de la Restauración en relación con la España anterior, se ha distinguido entre la política de aislamiento isabelina y la de recogimiento canovista, teniendo aquélla por negativa y pasiva y ésta por prudente y activa, pero se olvida que a la hora de resultados finales se diferenciaron poco y acaaron con los mismos efectos, papel instrumental y secundario en Europa y pérdida de colonias americanas. Tradicionalmente se han calificado con más razón estas relaciones internacionales de España de aislamiento con respecto a Europa, como se puso de manifiesto con especial dolor en la soledad que padeció en el 98. Para los problemas coloniales la política del recogimiento resultó claramente insuficiente, condicionó su escasa capacidad de decisión y le hizo adoptar soluciones tradicionales, casi siempre a contrapié y con retraso dentro de la evolución que el colonialismo taba experimentando en Europa y América. La periodización de la política exterior corre paralela con la política interior y la cultura en las tres décadas del periodo. Ya hemos visto cómo los primeros cinco años están marcados por la idea canovista del recogimiento, que esconde prudencia, frustracion y reconocida debilidad, es lo que el historiador Cánovas ha aprendido del pa97

sado y del presente panorama europeo caracterizado por los sistemas bismarckianos, por el avance industrializador anglogermánico y por la decadencia de las naciones latinas. Los nuevos aires liberales y la consolidación del sistema permiten a España en la década de los 80 intentar una mayor aproximación a Europa y salir del viejo retraimiento, promoviendo la adhesión de España a la Triple Alianza y la apertura de la cultura española a corrientes europeas. En relación con ello está la política comercial librecambista de revisión de todos los tratados comerciales del pasado, especialmente importante fue el firmado con Francia en 1882, que provocará una oleada de protestas en todo el país, y la Ley de Aranceles del mismo año que ponía en vigor de nuevo la famosa base quinta de 1869. En esta década se aproxima más a los imperios del centro que a Francia o Inglaterra, el monarca personalmente llegó a pactar en secreto con Bismarck, Moret entró en plenas relaciones con Alemania, Austria e Italia en 1887 que durarán hasta 1895, para defenderse de una posible agresión francesa especialmente en el Mediterráneo y el Norte de África por la razón de fondo de que tanto a Bismarck como a Crispi les interesaba más un Marruecos español que francés. Algunos historiadores critican estas relaciones por ser poco realistas tal como las había planteado España, puesto que no conseguía nada traducido en términos de poder real, únicamente un tono de prestigio al avalar a la Monarquía relacionada con otras monarquías, pero sólo era un vago reconocimiento del régimen, en ningún caso una garantía ni territorial ni colonial favorable para sus intereses, que era la principal cuestión en aquel momento. Sólo desde 1887 España se inclina oficialmente más a la colaboración con Francia, Cánovas dejará de renovar a principios de los 90 el acuerdo con la Triple desconfiando de las ofertas de Bismarck. Pero a pesar de que España cambia así sus alianzas, sigue inclinada a su orientación tradicional de no romper el equilibrio entre las potencias europeas, al tiempo que sus dirigentes, el rey y la regente continúan con su germanofilia y recelan del francés. Los 90 y el final de siglo introducen violentamente a España en el mundo de las nuevas relaciones coloniales internacionales, en la vorágine de los múltiples noventa y ochos que dejan en el camino maltrechas a una serie de naciones perdedoras en el nuevo planteamiento y reparto colonial, entre ellas España.

3.4.1.2. El trasfondo de dos políticas internacionales: el optimismo de Moret y la pusilanimidad de Cánovas La filosofía de la política exterior del periodo estuvo en general marcada por tres coordenadas determinantes, el miedo al emergente Imperio Alemán, la defensiva ante Francia para no complicar los problemas mediterráneos y africanos y la prevención contra Inglaterra y su política colonial. En tensión por Marruecos y Gibraltar con las dos potencias rivales, Francia e Inglaterra, era conveniente acompañarlas si estaban de acuerdo y alejarse de ellas si entraban en conflicto. Pero al tiempo, Cánovas tenía que reforzar el débil apoyo que Bismarck estaba dispuesto a prestar a España, por lo que tiende puentes hacia el Imperio Alemán y la Monarquía Austro-Húngara, el rey se sintió empujado en esta dirección por su admiración al ejército prusiano y las vinculaciones afectivas con su etapa adolescente en Viena y Munich, todo ello le costó a España un distanciamiento de Francia. Tuvo su repercusión en estas relaciones exteriores el segundo matrimonio de Alfonso XII, que pareció inclinar la posición española a favor de los imperios centroeuropeos al emparentar por imperativos 98

diplomáticos con María Cristina de Habsburgo Lorena y enlazar con la dinastía del imperio austrohúngaro. La contraposición entre estos dos responsables de la política exterior española, Moret y Cánovas, es interpretada por C. Serrano como dos visiones encontradas del papel de España en Europa y la colonias: frente al optimismo liberal, un pesimismo histórico, contra el ensueño de una expansión colonial, la realidad del repliegue en la Península, por oposición al reformismo colonial, un rígido conservadurismo con las colonias. El intelectual Moret, conocedor y admirador de las realidades europeas, pretendía también una nueva política exterior (incluyendo a España en la Triple y animando a participar en todas las empresas europeas) y colonial (pudo haber sido quien llevara a la realidad las ideas utópicas de los africanistas y colonistas), pero no acabó de poner en práctica su programa, sólo realizó algunos esfuerzos finales ya inoperantes en 1897, para acabar evolucionando hacia el proteccionismo en la primera década del siglo nuevo. Cánovas, por contra, fue pusilánime en política colonial, resignado a ese relevo de las naciones latinas. Encarna en sí un anticipo del pesimismo del 98 y al tiempo una continuidad de la decadencia histórica que él estudió; se debatió en la paradoja de exaltar los valores tradicionales y los viejos argumentos de gloriosa nación colonial, al tiempo que su realismo y su pesimismo le hacían ver la débil realidad y su difícil encaje con las nuevas corrientes colonizadoras del norte de Europa. Consciente de que las aventuras expansionistas no tenían demasiado fundamento en la realidad y de que no se debía ya pensar en acciones de armas para intervenir en el reparto, se contentó con la idea de que la participación española se centrara en la actividad comercial capaz de crear zonas de influencia para sus negocios (en Marruecos podría hacerse un ensayo) sin necesidad de arriesgar nada en costosas e inciertas acciones militares. El único punto en común entre los dos políticos fue el acercamiento a Bismarck.

3.4.2. La crisis colonial acaba con la mentalidad y los restos imperiales 3.4.2.1. Marruecos: del sueño americano a la pesadilla africana Hemos visto cómo desde principios de los 70 están cambiando los planteamientos y relación de fuerzas coloniales. Complican esta sensación de cambio la derrota francesa ante Prusia, que excitó el sentimiento nacionalista galo al que se le hubo de dar salida por la vía colonial, el descubrimiento de las minas de diamante en Suráfrica y la apertura del canal de Suez a fines de la década anterior y la nueva concepción colonial de las potencias septentrionales de Alemania y Gran Bretaña que desprecian los argumentos históricos frente a la ocupación efectiva de los nuevos espacios. Según Jover, en la Conferencia de Berlín se cambia la filosofía anterior de la mera conquista y ocupación como título de adjudicación de una colonia por el establecimiento de una autoridad capaz de salvaguardar la libertad de comercio y de tránsito, es decir, se sustituyen los derechos de conquista por los de la implantación de una autoridad jurídica y militar efectiva; no serían suficientes ya viejas glorias y ejecutorias históricas, sino fuerza material para sustentarlas. En estas circunstancias, las viejas potencias coloniales tradicionales, como España y Portugal, quedaban huérfanas de argumentos de legitimidad histórica y en cambio las nuevas potencias colonizadoras, Alemania e Inglaterra, esgrimían la capacidad operativa de su aplastante presencia en los nuevos espacios. España, llena de contradicciones (que enseguida se pondrían de 99

manifiesto en la crisis de Las Carolinas y más tarde en Cuba), firmó el acta final de Berlín que se oponía en teoría al carácter anticuado de su práctica colonial. El origen más inmediato de los intereses españoles en África hay que relacionarlos con el movimiento africanista y colonista. Al margen de la elite económica protagonista de los negocios coloniales que apostó por el proteccionismo y el mantenimiento de sus privilegios, existió otra elite intelectual que desde posiciones prerregeneracionistas y más críticas estimularon la aventura colonialista, especialmente en el Norte de África, por lo que se les llama también africanistas. A esta elite pertenecieron el fundador de la Sociedad Geográfica de Madrid, Francisco Coello y el miembro destacado de la Real Sociedad Geográfica, Joaquín Costa, que funda en 1883 la Sociedad de Africanistas y de Colonistas españoles. Esta asociación realiza campañas de información y extensión de la idea colonial en España para que «reanude sus gloriosas tradiciones como nación exploradora y civilizadora por excelencia» y organiza diversas expediciones a Guinea, Río de Oro y Sahara, mezclando los ideales utópicos de civilizar África con los intereses comerciales librecambistas de encontrar un posible granero que remediara las crisis del cereal español y recuperar el desarrollo de las Canarias y sus recursos pesqueros. Los resultados finales de este movimiento intelectual fueron escasos, no consiguieron del Estado y de los hombres de negocios en las Antillas que cambiaran su vieja política colonial y tan pronto como pasó la década de los 80 el proyecto se esfumó como una utopía de modernización en choque con la cruda realidad de la compacta elite de negocios cubanos. Lo que sí retomaron con interés fue la lucha abolicionista, noblemente dirigida por Rafael María de Labra y la Sociedad Abolicionista y en estrecho contacto con Costa y varios africanistas, en la que consiguieron pasos intermedios importantes como la «ley de vientres libres» y el patronato, hasta desembocar en la abolición definitiva en 1886. El interés español en Marruecos hacia 1860 se perfilaba ya dentro de las nuevas corrientes del colonialismo europeo que viran al Mediterráneo meridional, como sustituto de la tradición colonial americana, con ello se intenta también superar las dependencias y adicciones que se habían creado en el Ejército durante las guerras coloniales. El interés español en África se despierta de manera más concreta como consecuencia de la Conferencia Internacional que se celebra en 1880 en Madrid para regular las relaciones con Marruecos, con motivo de la Conferencia de Berlín en 188485 reunida por Bismarck para sentar los principios jurídicos y políticos del reparto de África, y a causa de una Real Orden de 1884 que declara la protección de España sobre el territorio de África Occidental entre cabo Bojador y cabo Blanco. El primer brote conflictivo se produjo en 1893 con la llamada guerra de Melilla, también conocida como segunda guerra de África, que según los especialistas fue un conflicto inútil, carente de razones y metas en su planteamiento. Pero fue suficiente para que se movilizara la opinión pública bajo estímulos de la prensa patriotera, como denunció entonces Unamuno. Serrano señala que los viejos reflejos políticos, las costumbres culturales, la desorbitada lógica retórica en torno a la misión de España en el mundo impidieron un examen sereno sobre la presencia española en el norte de África, lo cual era más incomprensible aún con los liberales y Moret el poder, más sensibles a las nuevas corrientes coloniales, que no debieron haberse dejado arrastrar por viejas pasiones románticas en dicha materia. Las críticas de algunos africanistas y republicanos se lamentaron de que en lugar de hacer expediciones científicas y económicas, todo se quedaba en aventuras militares inútiles, lo importante —decían— eran factorías y no campamentos, naves y no ejércitos. Castelar criticó también con dureza

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el cambio de política colonial económica por una política militar y calificó la campaña de Melilla de inoportuna, injustificada y dañosa. Pero casi todos dejaban apuntado igualmente que era en Marruecos donde la geografía y la historia habían puesto el objetivo privilegiado de la política colonial de España, quedaba marcado el nuevo rumbo de la mirada colonial española, pero a pesar de las críticas regeneracionistas nadie reparó en el gravísimo error de los planteamientos grandilocuentes e imperiales. 3.4.2.2. La crisis de las Carolinas exalta los ánimos imperiales y descubre las debilidades nacionales Entre los restos del imperio colonial español del XVI se encontraban las islas Carolinas, Marianas y Palaos del Pacífico, que habían quedado marginadas del proceso de colonización posterior y estaban medio abandonadas. Parte de estas islas solicitó la presencia de alguna autoridad y en 1885 España se decidió a instalar una elemental administración político-militar y religiosa que trataba de asumir la soberanía. Pero coincidió con que entonces también Alemania efectuó un desembarco tratando de ocupar aquellos territorios que consideraba libres de soberanía efectiva. Esto fue interpretado en España como un atropello de sus derechos históricos y se movilizaron grandes manifestaciones en defensa de la integridad nacional, con las voces incluso de guerra contra Alemania. La solución vino de la mano de la mediación de León XIII, que propuso reconocer los derechos de España y a la vez conceder a Alemania la libertad de comercio en el archipiélago. A pesar de esta aparente victoria, el incidente puso en evidencia cuál era el nuevo espíritu colonial de la Conferencia de Berlín, la devaluación de los viejos títulos históricos, la inutilidad de los argumentos de conquista y civilización, el olvido de los derechos jurídicos basados en la tradición. Se abría una inédita situación en la que las nuevas potencias coloniales podían considerar como libres de soberanía y desocupadas muchas zonas donde España esgrimía viejos títulos pero en las que no tenía ninguna presencia efectiva como potencia marítima y administrativa. De hecho, tras la derrota de 1898, España se vio obligada a vender esas islas a la misma Alemania que se las había disputado. Como señala Serrano, la crisis de las Carolinas había puesto de manifiesto la fragilidad de las posiciones internacionales y coloniales de España, tanto en el plano político-jurídico como técnico-militar. Se estaba atisbando el 98, pero no se percibió en el país, al reves, la crisis exacerbó el sentimiento nacionalista herido, campañas de intelectuales en la prensa crearon el mito de la unión sagrada y de la nación humillada con una serie de altisonantes argumentos basados en una vieja concepción colonial.

3.4.3. La cuestión cubana: un escenario para pasar de Imperio a Nación 3.4.3.1. La Restauración nació en Cuba como fruto de una enmarañada red de intereses económicos, militares y políticos La conexión cubana de los preparativos restauradores ha quedado bien establecida por Espadas Burgos. El mundo de los negocios y el dinero se movía en busca de estabilidad y orden y se volcó en el proyecto de la Restauración como salida de la revolución. Se sabe que actuaron así la alta burguesía catalana que apoyó financiera-

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mente la preparación de la vuelta de Alfonso XII, que lo hizo también la burguesía valenciana, que participó indudablemente la madrileña, pero sobre todo lo hará la cubana. La gestación cubana de la Restauración es el punto culminante de esta connivencia entre negocios y proyecto político alfonsino. El conservadurismo cubano y el peninsular estaban estrechamente unidos y relacionados en el proyecto, se preparó ya desde el Sexenio con el apoyo de toda la cúpula de la nobleza con intereses en las Antillas, la conspiración militar se inicia en Cuba, se continúa en Madrid y se apoya económicamente y militarmente en Cataluña, de cuya capitanía general nace directamente el golpe de Martínez Campos. La combinación de lo militar con lo cubaño fue otro elemento imprescindible en la gestación de la Restauración, conjunción que se logró en virtud de importantes intereses económicos directos entre Ejército y explotación colonial y a través de la identificación que los círculos colonialistas realizaron entre valores de tipo económico (mantenimiento de la esclavitud antirreformismo) y valores de tipo militar (integridad nacional, prestigio español) qué acabarán uniendo al Ejército en torno al mensaje alfonsino de Cánovas. 3.4.3.2.

Las contradicciones e del primer conflicto cubano

inercias

heredadas

El conflicto colonial cubano es una herencia del Sexenio que pasa a ser patrimonio de la Restauración, comienza el régimen cuando no ha acabado la guerra larga de los Diez Años (1868-78), atraviesa su primera andadura con la guerra Chiquita (1879), registra nuevos conatos posteriores (1883, 1885) y la culmina con el Desastre de 1898. A pesar de que todas las partes implicadas decían buscar la pacificación, nunca trabajaron juntos para alcanzarla, los Estados Unidos, el resto de las fuerzas coloniales europeas, las oligarquías isleñas, el régimen de la Restauración y la sociedad nativa discrepaban en casi todo al solucionar el conflicto cubano. De hecho, al régimen de la Restauración y a las oligarquías que detentaban los intereses en las Antillas le interesaba, más que la pacificación social, el apaciguamiento como un instrumento para mantener el statu quo de la unidad española y los intereses de la explotación colonial y para reforzar la idea de régimen y Monarquía pacificadora. El régimen canovista se sentía obligado a devolver la pacificación de Cuba como moneda de cambio al apoyo financiero, político y militar que la Liga, el Partido Españolista y los grandes azucareros habían proporcionado al proyecto alfonsino; parecía que recíprocamente la colonia había ayudado a restaurar la Monarquía y la Monarquía debería ayudar a restaurar el orden y los intereses de la colonia. El resto de intervinientes en el problema colonial cubano no contemplaban la paz de ninguna manera: los Estados Unidos actuaban mejor de árbitro controlador de la situación si existía un conflicto, las presiones americanas se hacían cada vez más insistentes, en 1876 se reclamaron ya reformas liberales, emancipación de esclavos y autonomía política y administrativa para la isla. La sociedad resistente cubana, que ansiaba la autonomía e incluso la independencia y la abolición, tenía muy claro que no podrían conseguirla sin lucha, el independentista Maceo comienza a reemplazar el papel dirigente de la burguesía terrateniente en el movimiento independentista por elementos representativos de las capas más humildes en agresiva lucha contra el colonialismo español. Las potencias coloniales europeas pertenecientes a la nueva hegemonía germánica y anglosajona en la redistribución colonial estaban decididas a imponer las nuevas condiciones basadas en la ocupación de hecho y en la ley del más fuerte. De esta manera la pacificación era bas-

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tante improbable, pero se presentó ante la sociedad como una meta alcanzable y deseable para todos y como una cuestión de mantenimiento de la unidad nacional. La respuesta canovista sin embargo fue esencialmente militar, envió a Martínez Campos, que consiguió rendir con dineros y promesas a algunos rebeldes, lo que conduciría a la Paz de Zanjón, que preveía conceder a la Gran Antilla (Cuba) las mismas condiciones orgánicas y administrativas que las de la Pequeña Antilla (Puerto Rico), amnistía y libertad para los esclavos y colonos asiáticos, pero el alto el fuego no satisfizo ni a españolistas ni a independentistas. Además de mostrase incapaces de solucionar definitivamente el conflicto, los hombres de la Restauración no supieron interpretar con tino la cuestión cubana. Finalizada la guerra carlista encontraron el momento de orientar a la colonia todos los recursos militares y financieros (con la creación del Banco Hispano Colonial y el destino militar de más de 3.500 millones de pesetas), de forma que en 1878 se consigue imponer a los insurrectos el mencionado acuerdo de Zanjón. Como balance de la década de la guerra, en contra de lo que Cánovas entendió como un éxito de pacificación y de sumisión de las facciones rebeldes, se consolidaron más bien amplias conquistas de madurez de la personalidad nacional cubana, importantes avances en la organización política de sus partidos e instituciones, frenos irreversibles contra los virreinatos absolutos de los capitanes generales. La guerra Larga introdujo, pues, en Cuba el espíritu del 68, alentó su lucha por emanciparse y constituyó una pírrica victoria para Cánovas puesto que sembró la semilla del 98. La Paz de Zanjón administrada con prudencia y generosidad podría haber abierto un marco de entendimiento entre cubanos y españoles, pero aplicada con ánimo de someter rebeldes más que con el de pacificar una sociedad descontenta, generó más independentismo y es ya un tópico señalar que no zanjó nada. El Partido Español (los grupos burocráticos, comerciales y fabricantes de españoles) había perdido la oportunidad de solucionar el problema al rechazar el deseo de un sistema de autonomía dentro de la soberanía española mostrado por los criollos ricos del Partido Autonomista. Así se abrió un conflicto de poder local entre los unionistas, que abusaban del control de la maquinaria administrativa local y del apoyo gubernamental en su favor y entendían que la autonomía conduciría al separatismo, y los autonomistas, que rechazaban ese miedo y se oponían al control y apoyo que disfrutaban los primeros. La guerra Chiquita de 1879 es el segundo episodio bélico de esta cuestión. Surge como consecuencia del fracaso de los autonomistas que al no conseguir arrancar concesiones de Madrid alimentaron la posición de los separatistas y de su ideal de una República cubana; éstos, liderados en esta ocasión por Maceo y otros jefes de la guerra anterior, continuaron en la provincia de Oriente con una guerra de guerrillas contra la ya inútil autonomía y en favor de una República libre y democrática. La insurrección no logró extenderse y fue aplastada por Polavieja, que hizo lo mismo con cuantos brotes se suscitaron hasta 1895. La respuesta metropolitana seguía en la misma línea tradicional militar. 3.4.3.3. La expansión económica cubana esconde una política colonial con pies de barro y actúa de vaso comunicante que alivia la crisis agraria peninsular Las colonias satisfacían las necesidades comerciales de la elite económica del momento. Mientras el saldo comercial español con el exterior es negativo en el periodo, el balance con las posesiones ultramarinas en estos años es siempre positivo, de for-

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ma particular en el quinquenio 1885-1889; las colonias sirven así para amortiguar el déficit crónico de los intercambios comerciales españoles. De aquí que al régimen de Cánovas, una vez concluida la primera guerra con Cuba en 1878, sólo le restaba organizar las relaciones de la metrópoli con la colonia de la forma más favorable para los intereses de las elites económicas insertas en el régimen. Por esa razón se promulga la Ley de Relaciones Comerciales de 1882, que rebajaba poco a poco los derechos de entrada en las colonias de los productos españoles hasta eliminarlos del todo en 1891; la importación de los productos antillanos en España, en cambio, seguía fuertemente gravada, sólo estaba previsto rebajarlos un 10 por 100 anual, salvo los más importantes, como el azúcar, café y cacao. Las Antillas se convierten así en un mercado reservado para las mercancías metropolitanas en régimen casi de monopolio, mientras las exportaciones antillanas en el mercado nacional competían en malas condiciones con los productos extranjeros. Esta circunstancia hace que el comercio colonial crezca en el quinquenio 1884-89 un 50 por 100. Puerto Rico y Filipinas importaban de España casi exclusivamente productos manufacturados, pero Cuba consumía importantes partidas de alimentos, entre los que dominan las exportaciones de harinas y vinos hasta 1880, que decaerán después por la crisis triguera y la filoxera francesa. Desde la segunda mitad de los 80 pasan a primer plano las exportaciones de tejidos de algodón y calzados y quedan en segundo término aceite, jabón y arroz; la exportación cubana de azúcar también experimenta en la década 1880-1889 casi el récord de todo el siglo. En esta euforia económica colonial existieron iniciativas de cierta modernización de los empresarios españoles en Cuba, como las compañías de los marqueses de Comillas, la Compañía General de Tabacos de Filipinas creada con otros empresarios catalanes en 1881 y la que en 1881 se transformará en la Compañía Transatlántica con el monopolio de correos y del transporte de tropas. Es decir, que la economía de las colonias en los años 80 experimenta una coyuntura muy favorable, en alguna medida propiciada por una relativa modernización jurídica y administrativa, especialmente durante el mandato de Moret en Ultramar en el Parlamento largo, mostrando, como ha puesto de relieve Bahamonde, que el intervencionismo del Estado propició la mejora de correos, de los intercambios comerciales y el funcionamiento empresarial. La propia crisis triguera de los años 80 parece que pudo empujar a las compañías y hombres de industria catalanes a invertir e intervenir en Cuba, como sustitución de sus decaídas exportaciones exteriores, al amparo de la ley de 1882. Así se explica que convivan en el tiempo la gran depresión de la crisis finisecular en el lado peninsular y lo que se ha llamado la revitalización expansionista colonial en el lado de ultramar como dos vasos comunicantes que absorbía uno el déficit del otro. Como todo esto sucede en el segundo lustro de los 80, cuando se recrudece la realidad social con los conflictos de 1885, la epidemia, las movilizaciones campesinas y la crisis de subsistencias, el contraste pudo tener cierto efecto de crear sentimientos de unión interior entre las elites económicas españolas y de reforzar sus posiciones. Pero esta desventaja comercial con España empujó a Cuba progresivamente a desarrollar sus intercambios con Estados Unidos, de forma que el 91 por 100 del azúcar exportado por Cuba en 1894 era con ese destino y España sólo participaba en una ridicula cuota de esta venta; algo parecido sucedía con el tabaco, de manera que sólo el café de Puerto Rico tenía una regular salida hacia la metrópoli. Al tiempo, se producía un acercamiento de la burguesía criolla a los Estados Unidos y una crecien104

te presión americana en los asuntos cubanos, tanto económicos como políticos; y sucedía otro tanto en Filipinas, que entre 1875-1898 estaba debilitando sus lazos económicos con la metrópoli al tiempo que los fortalecía con Estados Unidos, lo cual alimentaba sus proyectos imperialistas sobre aquellas islas. Los comerciantes, navieros y hacendados con intereses en Cuba, eufóricos por la prosperidad a plazo corto, no apreciaron la gravedad del problema político y social y se aferraron a la situación de privilegio socavando los cimientos del dominio colonial español. Carlos Serrano ha puesto de manifiesto cómo el funcionamiento real del sistema colonial de la Restauración se regía por una concepción bastante arcaica, sobre todo en cuanto al status político, administrativo y jurídico de las islas y de sus moradores, que necesitaba de las subvenciones, monopolios y de un estatuto que ahogaba sus intereses propios. A pesar de aparentar estar revitalizado por el dinamismo económico de los 80, era técnicamente obsoleto y con pies de barro. Tal estado de cosas consagraba la desigualdad estructural y de intercambios, ejercía una tutela, más bien vigilia armada, del Estado sobre la colonia, pensada sólo para el exclusivo beneficio de la elite española.

3.4.3.4.

El continuismo de la política la autonomía como concesión militar

colonial

tradicional:

Administrativamente la evolución fue torpe y lenta. En 1878 se creó una Junta de Autoridades en Cuba, luego en Puerto Rico y Filipinas, tímida participación civil para asesorar al capitán general, y se aplicó la Ley Municipal de 1877 a las Antillas, sufragio censitario incluido. En Filipinas en cambio hasta 1886 no se crea una Audiencia Provincial y en las Carolinas y Palaos un Gobierno Político. En 1880 se abolió parcialmente la esclavitud en Cuba, convirtiéndola en un patronato que desaparecería lentamente. En lo fundamental, aún después de estas reformas, fue una administración colonial arcaica y poco evolucionada. El gobierno de Cuba descansaba en el gobernador general que era administrador local y representante del gobierno peninsular, apenas un barniz descentralizador que dejaba intactos los fundamentos del poderío más tradicional de la metrópoli. La tímida reforma suscitó dos amplios frentes de oposición, al primero le parecía excesivo, eran los grupos peninsulares de intereses coloniales y los de la Unión Institucional, partido españolista vinculado a los conservadores, y al segundo le parecía insuficiente, los independentistas que entendían que no saciaba las apetencias de autonomía de las islas, como el Partido Revolucionario Cubano de Martí. Antonio Maura en el Ministerio de Ultramar había intentado ya en 1888 plantearse el problema económico y administrativo de Cuba, pero tuvo que actuar en beneficio del proteccionismo para frenar la imparable conquista del mercado cubano que estaba realizando Estados Unidos y defender las escasas posibilidades competitivas de los productos españoles. Romero Robledo en 1891 no acertó a solucionar el Problema con una política híbrida que reflejaba sus intereses cubanos personales (estaba casado con una rica hacendada criolla). Durante el mandato liberal, en 1893, con Maura otra vez en Ultramar, se inició una legislación reformista de mayor alcance que preveía en Cuba y Puerto Rico el aumento del cuerpo electoral, la ampliación de la autonomía municipal a base de una Diputación con amplios derechos administrativos, un Consejo de Administración consultivo con algunos miembros elegidos y 105

una especie de germen parlamentario sin competencias propias. No se consiguió sacar adelante este proyecto, los conservadores exigieron que en lugar de una Diputación única se restauraran las seis diputaciones regionales anteriores, típicos órganos de manipulación caciquil, de manera que se desnaturalizó tanto el trazado reformista de Maura que se vio obligado a dimitir en 1894. Pero en los años 90 el problema cubano estaba tomando derroteros nuevos dentro de la isla, el movimiento de Martí y su Partido Revolucionario Cubano estaba bien preparado, se había conquistado el apoyo popular y obrero, ahora el independentismo no tenía sólo la base de los hacendados criollos como antes sino que podía atacar a las propiedades y los cañaverales. El movimiento recupera una serie de líderes, muchos vueltos del exilio como los hermanos Maceo, o el jefe militar Máximo Gómez. Éste junto con Martí en febrero de 1895 provocan la insurrección del Grito de Baire y en marzo lanzan el Manifiesto de Montecristi, que define el programa de lucha contra la España colonial, en defensa de una sociedad cubana democrática al margen de razas; consiguen agrupar en una causa común a todos los que no se beneficiaban de la colonización y en septiembre de 1895 el movimiento adoptó una Constitución, declaró la separación de la Monarquía española y dio un Gobierno Provisional a Cuba. No cabían dos actitudes más alejadas, un movimiento social innovador que desplazaba el combate a los sectores populares más bajos y la vieja mentalidad colonial que seguía aplicando un tratamiento arcaico y autoritario consistente en la respuesta militar tradicional, el desprecio de los sublevados y la insuficiente valoración de la gravedad del asunto. Para acallarlo se quiso someter a alguna prensa peninsular a la jurisdicción militar, se reprimieron movimientos de cierta oficialidad militar desobediente, tanto que Sagasta se vio obligado a dimitir y en 1895 tuvo que dejar paso al último mandato de Cánovas. Los conservadores tratan de pacificar la isla y nombran a Martínez Campos como capitán general de Cuba, el hombre más vinculado a los pasados modos coloniales, pacificador en Zanjón, implicado en la campaña de Melilla, dispuesto a acabar con los levantados manu militari con más de 100.000 hombres y abierto a cualquier cosa menos a conceder una autonomía a la colonia. Por si este gesto era poco, colocan en el Ministerio de Gracia y Justicia a Romero Robledo, representante del colonialismo más tradicional y de los negocios peninsulares en Cuba, quien en algún momento había manifestado que el cubano era sencillamente un problema de orden público. El gobierno estaba dispuesto a otorgar a las Antillas un régimen de mayor autonomía y responsabilidad administrativa, pero no como un instrumento para conseguir la paz, sino sólo después de la rendición de las islas, sería pues un regalo militar y no una conquista política. En Filipinas en los años 90 se fue degradando progresivamente la situación en las posesiones españolas de Extremo Oriente. Proliferaron los conatos insurreccionales en Mindanao que requirieron la presencia del Ejército en 1894, en 1892 José Rizal había creado la Liga Filipina contra los abusos de la administración española, anos más tarde se convertiría en el Katipunan, una sociedad secreta y conspiradora contra la dominación española que provocó una insurrección en 1896, a raíz de la cual sería ejecutado Rizal y convertido en el mártir símbolo de la independencia filipina. La sublevación se extendió y se organizó bajo el mando de Aguinaldo. El problema se agravó por los movimientos masones y el odio a España que empujaban a la mayoría de los indígenas y por la hostilidad de los rebeldes contra la Iglesia católica en Filipinas y su papel de sostén del régimen colonial. La Iglesia, en efecto, desempeñó un 106

cometido decisivo en la colonia del Pacífico, las órdenes misioneras fueron, a falta de funcionarios, los jueces, alcaldes y administradores de la presencia española, más eficaces cuanto más fanáticos, de manera que el independentismo indígena era anticlerical y la misma Iglesia autóctona se configuró como cismática y protestante. El general Blanco, tenido por masón y complaciente con los rebeldes, es sustituido por Polavieja gracias a las presiones de la Iglesia filipina. Se reproducía fielmente la situación de Cuba, endurecimiento de los nombramientos militares, organización social de la resistencia, respuesta bélica y represiva de la metrópoli que se simbolizó en la condena y ejecución de Rizal seguida de una sangrienta depuración en la isla. Cánovas, una vez eliminados los cabecillas independentistas Maceo (pronto relevado por Máximo Gómez) y Rizal, se sintió casi vencedor con Weyler y Polavieja, dos generales duros al mando de Cuba y Filipinas, y, una vez estuvieron las provincias sometidas, decidió ofrecer un plan de reforma del estatuto antillano. España quiso justificar esta reforma y tranquilizar la actitud vigilante de Estados Unidos aparentando una victoria segura y una pacificación y normalidad económicas. Pero en 1897 se complicaron las cosas con la dimisión de Polavieja, con el asesinato de Cánovas (pudiera ser que incitado también por algún medio cubano en París) y con el relevo liberal en el gobierno y la subida de Sagasta en el otoño de 1897. Moret de nuevo en Ultramar releva a Weyler y concede un verdadero estatuto de autonomía a la isla reconociendo todo lo que antes se le había negado. Como en él iban incluidas competencias arancelarias, por ello la elite española con intereses en Cuba (el Fomento del Trabajo, Romero Robledo) protestó. Blanco sucedió a Weyler, se concedió una amnistía para los presos y deportados políticos cubanos, se implantó el sufragio universal como en la Península, e incluso en noviembre de 1897 se declara la autonomía de Cuba. Pero todo era ya irremediable y el tiempo que se había perdido irrecuperable. Por esto C. Serrano ha dicho que en 1895 se perdió probablemente la oportunidad de derrocar la alianza del separatismo cubano con el poder de los Estados Unidos. 3.4.4. La guerra de Cuba cierra el ciclo colonial del siglo XV y abre el imperialista del siglo XX 3.4.4.1.

La expansión imperial, los noventa y el cruce de los contrapuestos colonialismos

y

ochos

El marco en que ha de inscribirse el problema cubano, especialmente en esta su última versión, es el periodo internacional de la gran expansión colonial, tradicionaltnente vinculada a la segunda revolución industrial, ávida de mercados y materias primas, que obligan a sus respectivos gobiernos a adoptar esta política agresiva, a pesar de las críticas de los nacientes movimientos obreros y partidos de izquierdas. Este avance de las potencias económicas sobre los espacios incultos de la tierra, en que intervienen factores económicos, políticos, demográficos, científicos, geográficos, estratégicos, conocido como la invasión del hombre blanco, legitimaba sus ambiciones materiales y las revestía con los ideales de apoyo a la civilización mundial, de progreso científico explorador y de mejora de la humanidad. Además, era, como hemos adelantado, un colonialismo nuevo, ajeno a los viejos principios del derecho histórico de descubrimiento y conquista y guiado por las leyes positivistas y darwinianas de

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las ocupaciones económicas o políticas eficaces de un territorio. De la época del primer colonialismo europeo del reparto, casi de corte ilustrado, racional y diplomático, protagonizado en buena medida por los países latinos, se pasa en los años 80 a otra etapa postbismarckiana de colonialismo militar y de ocupación, aún decimonónico, liderado por los países septentrionales germánicos y británicos, propio casi del reino animal en que unas naciones moribundas servían de alimento a otras naciones más vivas y fuertes a cuya costa conseguían saciar sus afanes expansivos. Ahora a final de centuria se ha dado incluso un paso más y diseñado un colonialismo imperialista propio del siglo XX, esta vez encabezado por los Estados Unidos, que aspira a una hegemonía primero continental y luego mundial. El 98 significa este cruce de programas coloniales y consigue no sólo liquidar los restos de la primera fase de herencia moderna, sino que agota rápidamente la breve etapa del reparto del último cuarto del siglo XIX y alumbra el siglo XX con una nueva filosofía y liderazgo del imperialismo. Ya es clásica la interpretación de Pabón del 98 como un acontecimiento internacional, que tiene los ejemplos paralelos en la derrota de China ante Japón cuatro años antes, en la paralización de Francia en Indochina en 1896 al crear el gobierno británico el Estado tapón de Siam, en la humillación de Portugal como vieja potencia colonial que estorbaba el nuevo proyecto colonial de Inglaterra en África, en el segundo freno a Francia impuesto por la propia Inglaterra cuando en el incidente de Fachoda impedía las aspiraciones británicas en el África Occidental (aquí se pronunció la lacónica y expresiva frase que prueba la nueva mecánica colonial: «Sí, ustedes tienen toda la razón, pero tienen que retirarse»), en la situación más nueva que enfrentó a Estados Unidos con Inglaterra en Venezuela, y esta vez por la misma razón les correspondió ceder a los ingleses, en la pasajera humillación que sufre Japón ante Rusia al cederle Port-Arthur, o finalmente en la imposición a Turquía de la independencia de Creta.

3.4.4.2. La metrópoli yerra el diagnóstico e hincha el patriotismo Con este inédito contexto internacional contrasta un tradicional mundo colonial español donde proliferaban los tópicos del entusiasmo imperial vertido en conceptos como la exaltación de la virilidad de una raza que extiende las conquistas de la civilización de las naciones cultas por los continentes de América, Asia y África, como un verdadero pueblo elegido para realizar esta alta misión universal. Integraban esta euforia mental nostálgicas glorias imperiales, el sentimiento patriótico de unidad nacional, la defensa de la sagrada Corona española, el lustre de brillantes carreras militares y, sobre todo, opulentos patrimonios y negocios antillanos. De esta mentalidad se imbuye una generación de prohombres que decidieron los asuntos cubanos: políticos liberales como Gamazo (ministro de Ultramar con negocios y propiedad territorial en Castilla y México y vinculado a industriales catalanes), navieros como los marqueses de Comillas, miembros de la alta burguesía industrial catalana (Güell y Ferrer), hombres de confianza en el poder (Balaguer con los liberales y Romero Robledo con los conservadores, partícipe de la Transatlántica y socio del propio Comillas), banqueros como Zulueta o Pastor, la reina madre y el propio Riánsares, negociantes santanderinos o banqueros madrileños, y generales como Serrano, conde de Cheste, Martínez Campos, Weyler o Polavieja. Éstos y otros muchos formaban una muy 108

compacta y entrelazada elite colonial que dominó desde la metrópoli todos los asuntos económicos, políticos, parlamentarios y militares concernientes a las colonias en abono de sus intereses, actuando en el centro de operaciones del Estado español, generoso en conceder subvenciones y monopolios a esta elite. Al iniciarse la guerra con Estados Unidos, el grupo dirigente encargado de abordar el problema no supo acertar en un diagnóstico de la situación, hasta los republicanos incitaban a la lucha en defensa del honor patriotero y la sagrada unidad nacional, sólo algunas excepciones como los anarquistas y socialistas, ciertos intelectuales como Pi i Margall, Unamuno o Costa defendieron la autonomía de las Antillas y una solución administrativa y política al conflicto. Acompañaban a este movimiento intelectual ciertas manifestaciones de quintos o alborotos de prófugos y desertores que protestaban por el tributo de sangre que recaía sobre el pueblo, pero nadie más. Por el contrario, en la Península se mitificaban las gestas de algunos resistentes esCaricatura del general Weyler en la época pañoles, como la del soldado Eloy Gonde la guerra de Cuba. zalo en el fuerte de Cascorro, que se convirtió en símbolo del heroísmo español ensalzado en la prensa y en el urbanismo madrileño, expresión de una exaltada ceguera nacional. El inadecuado diagnóstico se empeñó en llevar adelante una serie de guerras contra la emancipación en el espacio más comprometido, en el más crítico momento del imperialismo y con el peor de los enemigos, los poderosos Estados Unidos, cuyos objetivos se oponían tanto a la emancipación como al control colonial español. En el ámbito internacional, era evidente el interés expansionista de Estados Unidos en Cuba. Siendo el demócrata Cleveland presidente en 1892, se planteó ya la necesidad de conquistar puertos y estaciones para su marina y se inició la política de establecimiento de bases navales en otros mares. Para ello no pretendió conquistar por la fuerza la isla de Cuba, sino que propuso comprársela a España, para lo que realizó varias ofertas. En 1896 se endurece esta política con el ascenso del republicano McKinley, en cuyo gabinete existieron belicistas como T. Roosevelt que proponían arrebatar la isla a España por la fuerza. A medida que avanzaba la dura represión de Weyler, los Estados Unidos hicieron público su apoyo moral a la resistencia cubana y mostraron públicamente su especial interés por Cuba, lo cual fue utilizado en los medios peninsulares para declarar la hostilidad a Estados Unidos y hacer una afirma-

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ción rotunda y altisonante del honor y el valor de los españoles. Como una muestra más de estas intenciones americanas, el secretario de Estado Olney hizo pública una famosa nota en 1896 en que pretendía ofrecerse como mediador en el conflicto al tiempo que recordaba que España debía acceder a las peticiones cubanas de gobierno local propio. Cánovas, empujado por la opinión pública, rechazó dicha oferta de mediación que fue considerada como una intromisión indebida en asuntos internos. Esta defensa del honor español supuestamente herido y el planteamiento sólo militar del problema colocaría al país inexorablemente en el camino de la confrontación bélica con los Estados Unidos; España trató inútilmente de conseguir apoyos europeos, lo cual irritó más a los americanos. Creció la tensión, se repitió la petición de pacificar Cuba, se declararon amenazados los intereses americanos en la isla y se envió a La Habana el buque El Maine. Tres conclusiones se ponían en evidencia, el errado diagnóstico y tratamiento colonial que realizó la elite dirigente española, la gran soledad y pequeñez de España en apoyos diplomáticos y en empréstitos dentro del concierto europeo y universal y la apuesta norteamericana por su hegemonía en todo el Nuevo Continente. La guerra de Cuba tuvo así la peculiaridad de ser la primera en la que se libró una batalla previa de opinión pública y de corresponsales de prensa. En febrero, la explosión de El Maine, seguramente fruto de un mero accidente, desencadenó un debate político y una serie de gestiones frustradas que condujeron a la guerra. En ello tuvo que ver la prensa, la crisis fue una escuela de periodismo en América y de hecho la opinión pública allí desempeñó un papel decisivo en la marcha del conflicto. Asistimos a la era de las grandes empresas americanas que monopolizan la información para vastas cadenas. Hicieron una labor belicosa decisiva los periódicos World y Journal tratando de demostrar con fraudes periodísticos flagrantes la autoría española del atentado. Destacaron las grandes figuras del periodismo como J. Pulitzer y W. R. Hearst, que compitieron entre sí en la confección de reportajes agresivos, llamativos y sensacionalistas en una guerra en que todo valía. El objetivo era exaltar el belicismo dentro de la propia sociedad cubana, presentada como una víctima de los bárbaros españoles, y legitimar ante la sociedad americana una intervención contundente. Esta dirigida opinión pública americana abogaba por una guerra en defensa de la libertad de un pueblo americano oprimido por otro europeo y de la primacía estratégica de los Estados Unidos en todo el continente. La misma muerte de Cánovas fue presentada por la prensa como motivo de aliento hacia la libertad y la independencia para Cuba y ocasión de la acción bélica definitiva de Estados Unidos. También se produjo en América el típico camuflaje del afán imperialista so capa de misión civilizadora y de fines humanitarios contra la opresión esclavista y bárbara; y al mismo tiempo se legitimó y llevó a la práctica no ya la nueva teoría colonial bismarckiana, sino que se dio un paso más abriendo el nuevo imperialismo colonial. 3.4.4.3. Entre las razones de esta guerra perdida estuvo la defensa de la Corona Fue pasivo el comportamiento de otros países, especialmente Inglaterra, que no quisieron arriesgar nada en el conflicto. En estas circunstancias extremas, entre la explosión de El Maine y el inicio de las operaciones bélicas —como han mantenido los historiadores tradicionales españoles y ha confirmado con matices el norteamericano Philip S. Foner— se produjo el intento americano de comprar Cuba a España, con

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la excusa de que sólo bajo la tutela de Estados Unidos podría ser pacificada la isla y con las condiciones del máximo secreto para que no padeciera el orgullo nacional español. Se opuso todo el gobierno con la regente a la cabeza y se forzó la dimisión de Moret. Esta negativa a vender Cuba ha sido interpretada tradicionalmente como la única actitud honrosa de España que acertó a elegir la salida más noble y valiente en el concierto internacional y que constituyó justamente la causa de la pérdida de Cuba. Hoy se insiste en cambio en que una razón importante que les movió a los hombres de la Restauración en este momento consistió básicamente en la defensa de la Corona (C. Serrano), que se sintió amenazada por las presiones para defender la España con honra que reclamaban todas las fuerzas políticas, republicanos incluidos, salvo socialistas y anarquistas. Es más, se arguyó que sólo la guerra salvaría el trono, mientras que una venta o pacto podría ponerlo en peligro, porque para aquella elite colonial y su sistema político era más ventajosa una guerra perdida que la debilidad y deshonra de una paz comprada. Estados Unidos por su parte pensaba que no debía dejar pasar esta oportunidad de demostrar su capacidad de liderar la emancipación americana y de extender su afán imperialista. La guerra, pues, no fue una cuestión de honor, planteada ante los destinos de la historia y nacida de un loable ideal de la honra y del sentido de la unidad de la patria, sino más bien una ineludible y prosaica necesidad estratégica para los intereses de pervivencia de los valores prioritarios de los dos países: la Monarquía, los intereses sacarócratas y el imperialismo. De aquí que en abril fracasaran todas las mediaciones europeas, desde la de León XIII hasta la del Imperio Alemán, pasando por la de Rusia o Francia. La mayoría de los historiadores están convencidos hoy de que la entrada en la guerra, a pesar de estar seguros de perderla, se produjo porque los más o todos los dirigentes políticos del momento, pero especialmente Sagasta y con él la regente que eran quienes tenían que tomar la decisión, pensaban que acceder a la compra de la isla que proponía Estados Unidos o entregarla sin luchar provocaría una verdadera revolución en el país, o bien de parte de los carlistas, o bien de los republicanos, y en cualquiera de los dos casos el no ir a la guerra significaba echarse en manos de cualquiera de los dos enemigos dinásticos. El dilema en su mente, pues, se presentaba entre perder la guerra o perder la Corona y en esa disyuntiva se optó por perder la guerra. Tal era la primacía de la pieza monárquica en el sistema y en la concepción de España que tenían los políticos de la Restauración que en aras de la seguridad dinástica, donde habían inmolado el sufragio, los partidos, las elecciones, sacrifican ahora el Ejército y la paz del país. Pero paradójicamente las consecuencias de la guerra se dejaron sentir en lo social y no en lo político, en las clases populares y no en las elites. Muchos historiadores opinan que esa hipótesis del inminente levantamiento antimonárquico no era correcta, era más bien una sensación de los políticos que no coincidía con la actitud de la sociedad española, desmotivada y con escasos ardores nacionalistas, interesada sólo en la paz a toda costa. Los tintes sociales del conflicto eran las protestas de los grupos populares contra la guerra, al tiempo que muchos hombres de negocios comenzaron a hacer con ella un negocio rentable prestando al Estado, redimiendo quintas, transportando o abasteciendo tropas. En Zaragoza se había producido la Premonitoria manifestación de mujeres contra el embarque de soldados a Cuba, vitoreada por socialistas y anarquistas para oponerse a una guerra de ricos, y popularizada unos meses después con el lema «o todos o ninguno» coreado en las importantes movilizaciones populares contra la guerra.

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3.4.4.4. La crónica de una derrota anunciada A finales de abril el gobierno y el Ejército español eran muy conscientes de que una guerra con los Estados Unidos era un encuentro desigual con un final necesariamente negativo, es más, conocían que la derrota sería aplastante y hasta humillante. En efecto, el ejército de tierra no pudo ni siquiera comprobar su inferioridad, las derrotas de la armada española el 1 de mayo en Cavite, el 3 de julio en Santiago de Cuba, el 25 de julio en Puerto Rico y el 14 de agosto en Manila pusieron de manifiesto que España sólo contaba con voluntad de combatir. El combate apenas duró cuatro horas, al cabo de las cuales la situación estaba decidida. No se conoce con exactitud el número de muertos y heridos, se habla de aproximadamente 320 muertos y 151 heridos en la parte española sobre un total de 2.222 hombres; en cambio, por la parte americana las bajas no eran ni simbólicas, un muerto y medio centenar de heridos. Pero para entonces el mayor número de bajas ya habían sucedido, casi todas por infralimentación y contagio, sólo en 1897 habían caído 32.500 soldados, de ellos 14.500 por el tifus y difteria, 6.000 por fiebre amarilla y 7.000 por malaria, porque en las guerras coloniales de los trópicos era habitual que la mayoría de las bajas fueran por enfermedad. Los cálculos de los costes de la guerra colonial entre 1885-98, según un informe realizado entonces por parte de algún republicano, estimaban en 8.000 millones de pesetas, desglosados en 4.000 en coste directo, 3.000 perdidos por la cesión o venta de las Antillas y Filipinas y 1.000 millones en pérdidas de capital humano. Valoraciones actuales, en cambio, estiman que el coste total de la guerra ascendió a 3.500 millones de pesetas, lo que representaba 3,5 veces el presupuesto anual de entonces y un tercio del producto nacional bruto de ese año; según los historiadores económicos se trata de algo muy soportable cuya importancia económica sobre el Estado no debe sobrevalorarse. Además, se pagó básicamente con deuda interior; llama incluso la atención el que fuera la primera guerra que se financia por métodos contemporáneos y actuales, muy parecidos a los que se usaron en la Primera Guerra Mundial. Hay algunos autores como Jordi Maluquer que apuntan, con excesiva benevolencia, que el gobierno, consciente de que no podía evitar la guerra y de que la perdería, decidió afrontarla de la manera menos costosa posible, en el escenario más alejado del país, en el tiempo más rápido y en el modo menos indigno posible, con los peores barcos disponibles, con la mayor reducción de pérdidas materiales, para liquidar el conflicto con el menor quebranto. Dentro de la nueva organización colonial que se abre ahora, el Tratado de París de diciembre de 1898 coloca a las posesiones españolas en almoneda, dispuestas a la redistribución colonial en una negociación internacional en que participaron todas las potencias dominantes entonces en el panorama mundial. Enseguida se iniciaron las capitulaciones para un tratado de paz mediando los buenos oficios franceses en París. Estados Unidos exigió que España renunciara a su soberanía y derechos sobre Cuba y que la abandonara inmediatamente. En lugar de una indemnización económica se exigía la evacuación y cesión a los Estados Unidos de Puerto Rico y de todas las islas bajo soberanía española en las Indias occidentales. En el mismo tratado se cedía la soberanía del archipiélago filipino a los Estados Unidos, con Mindanao y Joló, a cambio de una indemnización de 20 millones de dólares. Alemania aprove-

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chó la circunstancia para aspirar a recoger restos del vencido, al tiempo Inglaterra cuidaba de que ese beneficio germánico no rompiera el equilibrio en su contra y se sitúa como árbitro que incita a los Estados Unidos a que se quede con todo. Alemania consigue finalmente comprar las Marianas, Carolinas y Palaos por 25 millones de marcos y Francia con su mediación incrementa su superioridad e influencia sobre España. A España le era necesario abandonar su viejo imperio y su vetusto hábito colonial para que entrara en la contemporaneidad. Lo hizo sin percatarse de que era un proceso conveniente y hasta imprescindible. La relación de España con América, que había alumbrado un nuevo mundo hacía cuatro siglos, se acababa ahora cerrando el arco colonial imperial del XV y abriendo otro nuevo imperialista con el siglo XX, en este marco se ve obligada a adquirir una nueva conciencia de sí misma como pequeña nación y estimulada para recomponer sus fuerzas políticas, económicas y sociales de cara a la vigésima centuria.

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CAPÍTULO IV

Las instituciones se ven presas o enredadas en el sistema La Restauración se comporta como un régimen centralista y jerarquizado que articula de forma paralela el sistema político y el entramado institucional, en ambos casos impone una especie de dependencia clientelar horizontal y vertical; de la misma manera que para practicar el poder político necesita de pactos laterales y subordinados entre ministro, gobernador, parlamentarios, caciques y clientes, también para ejercer el poder social requiere de instituciones vinculadas al sistema, se rodea de una serie de organismos que le sirven de apoyatura horizontal y vertical con que extender ese poder a todos los resquicios del aparato y de la sociedad. Una administración centralizada y localmente presa del caciquismo reproducía el sistema clientelar vertical de manera institucional para asegurar el funcionamiento del régimen, y el enredo de las instituciones eclesiástica, militar y judicial completaban el nivel horizontal de apoyo al sistema. Las relaciones entre el régimen y las instituciones fueron de mutuo y recíproco apoyo y crearon ante los ojos de los dirigentes un auténtico espejismo social, la Restauración tuvo con ellas el tipo de relaciones que debería haber mantenido con la sociedad misma y en este sentido sustituyeron y llenaron artificialmente el vacio y a veces el foso que separaba al régimen restaurador de la inmensa mayoría de los ciudadanos del país. Pero esa sucedánea relación no permitió madurar ni modernizarse a ninguno de los tres protagonistas, ni al régimen, ni a las instituciones, ni a la sociedad.

4.1.

LA ADMINISTRACIÓN SE ENREDA EN EL ENTRAMADO DEL CACIQUISMO

4.l.1. La necesaria complicidad de la máquina burocrática La administración, como ha explicado Varela, se encontraba feudalizada por caciques que la manipulaban para sus propios fines y los gobiernos sabían que estaban obligados a ceder parte de su poder como administradores en beneficio de caciques y facciones para ganar elecciones, de forma que para satisfacer a sus propios clientes les interesaba tolerarlo y no querían reprimirlo. Los jefes locales de los partidos basaban su poder en la habilidad para manipular la maquinaria administrativa en beneficio propio y de la clientela traducido en provechos privados y favores personales. Lo

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cierto era que resultaba determinante el control de la administración, porque el centralizado aparato burocrático constituía una fuente primaria de poder político.

4.1.2. La administración central: una inercia decimonónica Hay que partir del escaso peso y presencia del Estado en la sociedad y en la economía de entonces, la realidad administrativa se iba complicando y aumentando mucho más deprisa que la importancia efectiva estatal. Es cierto que con el tiempo esa mayor presencia y complejidad del Estado se traducen en un aparato administrativo de mayor envergadura, pero en el periodo que abarcamos apenas experimenta modificaciones ni crecimiento. Subsisten los mismos ministerios creados en Cádiz y el de Fomento que nace entre 1832-1851. En efecto, en 1876, como en 1868, hay ocho ministerios, siete de los cuales se dedican a la organización del propio Estado: los de Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina, Hacienda, Gobernación, Ultramar (que desaparece en 1899) y sólo uno, Fomento, teóricamente destinado a la sociedad. Un Estado, pues, orientado a sí mismo, en el que a pesar de lo relativamente exiguos que eran los presupuestos, la Hacienda estatal merecía una atención más importante que toda la economía del país. El único ministerio, pues, que se dedicaba a atender la realidad socio-económica de toda la nación en exclusiva era el de Fomento, integrado en 1876 por tres direcciones generales: de Instrucción Pública, de Obras Públicas y Agricultura, y de Industria y Comercio; hasta 1900 no se desdobló en dos ministerios: el de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas y el Ministerio de Instrucción Pública. Otro ministerio atendía secundariamente algunas realidades sociales del país: el de Gobernación organizaba la vida municipal y se encargaba de regular el orden público y las relaciones sociales; de él saldrían varias iniciativas de legislación social, pero todas después de 1900. Una administración, pues, muy continuista y deudora de la concepción decimonónica, poco evolucionada y especializada, escasamente orientada a la realidad del país y sin apenar mirar al siglo XX. El viejo respeto liberal a los fueros que se había pactado en 1839 se liquida definitivamente en 1876 y con ello se cierra el proceso de centralización y uniformización de la administración española. Por la ley de julio de 1876 las tres provincias vascongadas perdían su exención militar, se incorporaban a la necesaria contribución a las quintas como las demás, perdían su peculiaridad fiscal y se homologaban con el resto a la hora de contribuir al presupuesto nacional. Sólo en 1878 el Estado cedió la recaudación fiscal y su administración en las tres provincias, algo que además se hizo de forma provisional y sólo mientras durara el acuerdo explícito; es lo que luego se llamó Concierto Económico, que suscitará las apetencias nacionalistas de los catalanes en breve. En 1893 se permitió hacer algo parecido con Navarra, después de que la Diputación protestara con una exposición de 120.000 firmas y parara el intento del ministro de Hacienda Gamazo (la conocida «Gamazada») de exigir allí la recaudación normal. Ello condujo a que en 1898 se creara un Consejo Administrativo de Navarra, con una función asesora que recordaba de lejos a las viejas Cortes, y que luego pasaría a ser el Consejo Foral. La administración territorial tuvo en el siglo XIX una importancia difícil de exagerar, puesto que los niveles provincial y local centraron la relación directa y más popular de los ciudadanos con los servicios del Estado, incluso fueron la base de la participación política y de la recaudación fiscal y constituyeron sin duda dos fuentes fe-

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cundas de poder político. A pesar de tantos esfuerzos centralizadores, la vida cotidiana de las instituciones y de los ciudadanos era extraordinariamente localista y desde esa perspectiva se juzgaba y percibía todo el edificio político y administrativo del Estado. El esquema de la administración territorial es también pura continuación del anterior diseñado en Cádiz y en las reformas de los años 30, pero con el primigenio espíritu liberal y descentralizador ya desvaído. Seguía estructurado en los tres niveles conocidos: el central de Ministerios, Direcciones Generales, Subsecretarías y Juntas generales, el provincial de Gobiernos Civiles y Diputaciones y el local municipal, que comentaremos más adelante. Cada uno de ellos incluía dos líneas cruzadas de participación, alternativamente enfatizadas por moderados y progresistas en el pasado una descendente por delegación del nivel superior y otra ascendente por elección de los ciudadanos. El nivel provincial albergaba las delegaciones descendentes de esas Direcciones Generales y Ministerios en las Juntas Provinciales, Comisiones Provinciales y Gobierno Civil y recogía una representación ascendente (por elección provincial censitaria hasta 1890 y universal después) en las Diputaciones. El escalón local se componía de Juntas, Comisiones Municipales y alcaldes delegados y asimismo recogía la representación ciudadana en los Concejos municipales y concejales que se rigieron por las mismas pautas que las elecciones generales y provinciales. La verdad es que la relación de los tres niveles entre sí por un lado y la dualidad de poderes de procedencias distintas generaba no pocas tensiones y conflictos. La línea de la delegación descendente se hallaba fuertemente centralizada y politizada y durante la Restauración fue presa del caciquismo que se implantó en todos los niveles con extraordinaria raigambre. La línea ascendente, en cambio, no tuvo durante la Restauración ninguna oportunidad, hasta que los nacionalismos y regionalismos traten de impulsarla desde principios de siglo.

4.1.3. La provincia como privilegiado ámbito de ejercicio del poder político caciquil El escenario provincial fue durante la Restauración el espacio donde se cruzaron y opusieron las dos fuerzas básicas que actúan sobre el poder político, la imposición centralista superior del Estado y del partido frente a la resistencia local y caciquil de cada provincia y localidad. En este cruce de fuerzas centrales y locales, públicas y privadas, cada una se enfrentaba a las intromisiones de la otra en defensa de su poder y su peculiar forma de ejercerlo, el resultado de estas tensiones solía ser la transacción cuasi comercial de las elites políticas locales que como unos intermediarios económicos cambiaban votos por servicios públicos, beneficios privados a costa de recursos oficiales, exenciones fiscales o militares a cambio de apoyo político. La línea administrativa provincial descendente, las juntas, comisiones y particularmente los gobernadores civiles, actuaron de meras correas de transmisión del poder central o de la cúpula del partido político de turno, generalmente desprovistos de todo carácter técnico administrativo y profesionalizado y extraídos de entre la clase política parlamentaria fundamentalmente. Dentro del mismo nivel provincial, la otra línea ascendente, la que nacía teóricamente de la representación ciudadana, se personificaba en la Diputación, que actuó de vehículo de transmisión del poder local, en dialéctica tensión con el central y en frecuentes pugnas con los Ayuntamientos de las capitales, y constituyó un foco de

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caciquismo y clientelismo de primer orden. Una institución que hasta hace poco había sido poco valorada por los historiadores, reducida a labores administrativas, dotada de menor importancia que el Gobierno Civil en cuanto a la intervención en la vida caciquil y política de las provincias, ha sido rescatada por los últimos estudios destacando su papel decisivo en este campo; hoy se entiende como una cantera de políticos, un trampolín de personajes lanzados a la vida pública nacional, dotada de una actividad política provincial paralela a la nacional, no siempre en sintonía con los turnos generales, sino ajustada a los ritmos y repartos locales del poder. Cánovas trata de borrar esta línea ascendente con la ley de 1877 que somete las Diputaciones bajo el gobernador civil convertido en su presidente nato, hasta la reforma de 1882 que los separa. Luego la Diputación sirvió de complemento y a veces de contraste con el gobernador, con el que entró en permanentes conflictos, de forma que éste practicó un fuerte control, a veces violento y agresivo, con inspecciones, multas y suspensiones contra Ayuntamientos y Diputaciones. Así los organismos provinciales frecuentemente se resistían generando reductos de vida política muy cerrados y sometidos al clientelismo local y muchas veces se mostraron díscolos a las orientaciones generales del partido y de Madrid. La otra vertiente complementaria de las Diputaciones se encuentra en su relación con los Ayuntamientos provinciales, siempre difícil y recelosa con los municipios urbanos de las capitales, y protectiva para con los rurales, que dependían de su gestión y de su presupuesto provincial. Esa relación de fuerzas dialécticas que acabamos de describir avanzan en el plazo largo de la Restauración hacia una creciente capacidad de influencia de la administración central sobre las Juntas, Comisiones, Diputaciones y Ayuntamientos; durante esta primera fase que aquí historiamos, en cambio, esa capacidad de influencia central siguió siendo reducida y las fuerzas del localismo camparon por sus respetos, en un balance de influencia local bastante superior a la presencia del Estado, que se percibía como muy débil, distante y recaudador.

4.1.4. El espacio municipal como célula primaria de socialización del poder También en el nivel local se cruzaban las mismas líneas de fuerza, por un lado la descendente del alcalde, las Juntas y Comisiones Municipales que actuaban por delegación del Gobierno Civil y por otro la ascendente de los Ayuntamientos de concejales que nacían de la representación más o menos extensa de los ciudadanos, pero en los que asimismo podían interferir el propio Gobierno Civil y la Diputación Provincial. La primera aplicación de la Constitución de 1876 consistió en regular la vida de los Ayuntamientos mediante una ley orgánica que desnaturalizó la virtualidad representativa del municipio, limitó las condiciones de elector a los vecinos contribuyentes por bienes propios, funcionarios, militares y capacidades con título oficial, también restringió las características de los elegibles que debían estar situados en los dos primeros tercios de la lista de contribuyentes y dejó a la Corona la facultad de nombrar alcalde de entre los concejales elegidos. Esta Ley de 1877 que reforma la de 1870 sustituye también el sufragio universal por el censitario y permite una intervención del Estado más directa y fluida en los asuntos municipales con lo que fortaleció el poder del alcalde como delegado gubernativo.

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Los Ayuntamientos fueron el espacio natural y primario donde se practicó el caciquismo más elemental y espontáneo, primer eslabón, a veces embrionario y rudimentario, de la cadena de mediatizaciones del poder en la España de la Restauración. Era donde se manejaban los recursos de poder y privilegio más directos e interesantes para el ciudadano, la gestión de los Ayuntamientos a cargo de las elites dejaba amplios resquicios para el aprovechamiento privado de los bienes públicos. Éstos eran algunos de los cauces de mediatización más importantes del poder local: determinación y aplicación de los impuestos, distribución de los servicios del Estado, acceso a la enseñanza y la beneficencia, abastecimientos, explotación de montes y bienes comunales, préstamo de los pósitos, talla, reclutamiento y exención de los quintos; los Ayuntamientos —añade R. Carr— eran centros de colocación para enchufados y ejercían influencia a través de contratas de suministros, dotación de infraestructuras de transporte, arrendamientos de funciones y servicios, manejo de los guardias de consumos y paso franco, pago a paniaguados, impago o despido del maestro local, compra de aceite malo para los faroles, confusión de caminos particulares con calzadas públicas, contrata de trabajadores en obras públicas durante las elecciones, información confidencial al cacique por parte de los secretarios, préstamo del pósito sin creces y sin reintegro, agios, cuentas falsas, presupuestos arreglados o ventas de comunales. Todas eran formas de intercambiar servicios públicos por favores privados, pero se trataba de hábitos bien aceptados en la cultura política de la Restauración, de forma que no podemos aplicarlos el apelativo de corruptos porque pertenecían al engranaje mismo del sistema caciquil y a la normalizada costumbre política popular. Los Ayuntamientos, tras la pérdida de sus patrimonios desamortizados, económicamente dependían del todo de la Hacienda estatal, para quien recaudaban impuestos, para atender a esos pagos podían crear arbitrios propios o tasas que gravaban todo tipo de actividad, por lo que frecuentemente tenían que endeudarse y asumir el costo político de dichas exacciones. Podían elaborar la lista de los productos (de comer, beber y arder) incluidos en los impuestos de consumos (que no pudieron abolirse hasta 1911) y recargar sobre ellos a veces hasta un cien por cien; los alborotos y huelgas en fielatos eran una de las fuentes de conflictividad del periodo. Sus problemas de finales de siglo se complicaron con el aumento demográfico, con la intensificación de la remodelación urbanística, con los servicios básicos de vigilancia de mercados, cementerios, abastecimientos, alumbrados y transporte, con la acogida de la abundante inmigración que generaba barrios periféricos abandonados, para los que había que habilitar hospitales, hospicios, servicios de sanidad y beneficencia. En todo caso, era necesario proporcionar alimentos de primera necesidad asequibles, trabajos en los meses difíciles de invierno, la penosa situación económica de las clases Populares que a veces vivían de estos servicios les hacía especialmente vulnerables y dependientes del poder político. De aquí que todos los reformadores comenzaran Por modificar la legislación de la administración local, no sólo para evitar la plataforma caciquil de los Ayuntamientos, sino porque consideraban que era este nivel el único donde podían entrar y actuar las reclamadas clases neutras, las personas independientes y honradas que limpiaran la vida pública. Las luchas electorales en los ámbitos municipales a veces tenían poco que ver con los ritmos generales del país, con el turno o con los problemas que parecían más acuciantes en el plano general, se movían por redes y relaciones clientelares más inmediatas, grandes familias o sagas copaban y controlaban la sucesión del poder, se mezclaban con los patrimonios y negocios más importantes de cada lugar y ofrecían

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una cara del poder muy fragmentado pero operativo y eficaz a la hora de condicionar decisiones de gobierno municipal o beneficiarse de los equipamientos o recursos conseguidos del Estado o de la provincia. El ministro debía pactar los resultados electorales generales con los hombres más poderosos de cada lugar, los notables o caciques recibían a cambio de este trabajo electoral la tolerancia del poder central para patrimonializar la administración local; así se instalan en los municipios las elites locales, tildadas de oligárquicas por los regeneracionistas, que se perpetuaron en el poder con estos mecanismos. La diferencia es que estas resistencias fueron mayores en los espacios rurales y más prontamente contestadas en los urbanos por algunos brotes de nueva cultura política en el siglo XX. Pero hasta 1909 no se apartó a las autoridades municipales del proceso electoral general. La dinámica electoral municipal parece que siguió una trayectoria distinta de la general y que en varias ciudades se impuso una creciente independencia del electorado al margen del gobierno; aquí sí que los resultados podían depender en muchas ocasiones de la fuerza de la oposición y la capacidad de movilización de su sociedad. En Barcelona, Valencia, Bilbao y Madrid aparecieron ya al comenzar el siglo algunos resultados importantes en este sentido. La renovación de los concejales por mitades cada dos años y la división en pequeños distritos electorales dificultaban obtener grandes resultados, pero permitieron que las campañas municipales fueran verdaderas escuelas de localismo y de movilización para los electores y de aprendizaje político para los elegibles. La influencia sobre estos Ayuntamientos la ejercían a partes iguales los concejales, aprendices de políticos vinculados a las fuerzas económicas e instituciones más vigorosas de la ciudad, y los mayores contribuyentes, enriquecidos por la desamortización y los procesos de urbanización pasados; ambos formaban las Juntas Municipales que confeccionaban presupuestos e impuestos, de forma que la práctica clientelar es la que condujo habitualmente la administración local. Coinciden la mayoría de los autores en que la raíz del caciquismo está en el poder local, en la manipulación del gobierno municipal y provincial con propósitos electorales y en la extensión del clientelismo y el patronazgo de los caciques locales. Era precisamente el Ayuntamiento el escenario donde se desarrollaba la elección: él elabora las listas electorales y regula el proceso en sus primeras fases, los alcaldes presidían las Juntas Municipales del Censo y encabezaban las mesas electorales y los secretarios municipales, empleados a voluntad del consistorio, eran los agentes operativos con más capacidad de intervenir en el proceso. Tardó en entrar en la maquinaria de la Restauración la idea y el movimiento de reforma de la administración, conducido por las corrientes nacionalistas y particularistas de los años 80 y especialmente a final de siglo por parte del regeneracionismo, porque hasta 1907 no se afronta de una manera directa y explícita y hasta 1913 no se consigue implantarla. 4.2.

LA

JUSTICIA Y SU CODIFICACIÓN EL INDIVIDUALISMO DE LAS ELITES

CONSAGRAN

La Constitución de 1876, recogiendo un principio de la del 69, admite la unidad de fueros y el proceso de unificación de códigos como un objetivo, en España. Y en efecto, es la Restauración, particularmente en sus primeros veinticinco años, la que da el tercer impulso codificador en el ámbito civil, después de los intentos de 1821 y de 1851, con la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, la Ley de Enjuiciamiento Cri-

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minal de 1882 y el Código Civil español de 1888, reformado al año siguiente. Esta obra, que puede considerarse el punto culminante o la plenitud legal del Estado liberal español, corrió a cargo de la escuela llamada histórica del Derecho, en la que tuvo un protagonismo digno de mención el burgalés Manuel Alonso Martínez, que redactó la Constitución de 1876, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el Código de Comercio y el Código Civil de 1889. El excelente jurista e historiador Francisco Tomás y Valiente, cuya admiración quiero expresar con esta cita, definió este último código como un retrato de la sociedad burguesa propia de las muy conservadoras décadas finales del siglo XIX en el que se defiende el orden burgués, la propiedad individual y libre, el régimen sucesorio con un estricto sistema de legítimas, el respeto a la autonomía de la voluntad, las dos formas de matrimonio civil y canónico, el individualismo en las obligaciones del contrato de arrendamiento de servicios, en suma, el equilibrio entre la influencia francesa y la fidelidad a instituciones de tradición jurídica castellana. El Código de Comercio de 1885 apenas modifica algunos aspectos individualistas del de 1829 y se mueve en el mismo marco que el Código Civil de 1889. El Código Penal de 1848 siguió vigente según las transformaciones que en él se habían introducido en 1870. Lo que la Constitución de 1876 denomina administración de justicia y no poder judicial —este apelativo tiene un sabor más liberal— se conforma jerarquizado en los tres niveles que ya estableciera Cádiz, con un Tribunal Supremo, con 13 Audiencias Territoriales, entre las cuales se intercalaron 80 Audiencias de lo Criminal en 1882 que se reducirían a tantas Audiencias Provinciales como capitales de provincia en 1892, con unos Juzgados de Primera Instancia en los Partidos Judiciales y en el último escalón se hallaban los Juzgados Municipales. Todo este entramado funcionaba por la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y por la de Enjuiciamiento Criminal de 1882 que ya hemos citado. Si es verdad que en esta época se produjeron grandes avances codificadores y procesales, hasta tanto que la mayoría de códigos y leyes por ellos dictadas han llegado a nuestros días, también hay que recordar que el funcionamiento práctico de la justicia, como luego criticarán los regeneracionistas, se hallaba demasiado próximo al poder ejecutivo y no sólo porque se forzara a base de presiones o manipulaciones, sino también porque su colaboración con el gobierno tenía el sentido de promover así el orden público. De esta forma, por razones de Estado, se practicaban apoyos electorales y defensa de encasillados y los magistrados, muy sensibles a las sugerencias y recomendaciones del ejecutivo, creían contribuir así a la buena gobernación del país. La institución de la justicia, pues, también anduvo enredada en las tramas del caciquismo. 4.3. LA IGLESIA PRETENDE RECONQUISTAR LA HEGEMONÍA SOCIAL Y EL PODER POLÍTICO

4.3.1. El arcaísmo religioso español: entre la ofensiva clerical y el anticlericalismo Teóricamente la Restauración también pretendió superar el trauma histórico de las conflictivas relaciones Iglesia-Estado y presentó su programa como una transacción entre el carácter confesional que históricamente había sido consustancial con lo

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español y algunos de los principios del liberalismo reclamados violentamente durante el Sexenio, como la libertad religiosa, la separación Iglesia-Estado o el laicismo en la educación y las costumbres. Alfonso XII por medio del Manifiesto de Sandhurst (la redacción, como hemos dicho, era de Cánovas) quiso conciliar en su persona la condición de católico y de liberal, con gran disgusto y escándalo de la mayoría de la población, hasta del mismo Pérez Galdós, que le recordó que el papa había condenado el liberalismo como pecado. Pero la mediación efectiva que el sistema restaurador consiguió, a pesar de la tolerancia del artículo 11, no se realizó entre esos dos términos del tradicionalismo y de la libertad religiosa del Sexenio, sino que apostó por la más moderada de las diversas corrientes tradicionalistas, como fue la Unión Católica de Pidal, y el resultado final es que de hecho la Restauración contribuyó a una poderosa rehabilitación de la Iglesia y a la consecución en parte de su programa de reconquista recristianizadora de la sociedad española. En efecto, durante la Restauración se produjo una recuperación de la Iglesia, particularmente de su clero regular que, aunque no alcanzó los niveles anteriores a la desamortización, logró rehacerse del profundo bache liberal intermedio. Los clérigos seculares eran 58.000 en 1826, descienden a 35.000 en 1859 y se mantienen ahí hasta 1900 en que son 33.000. Son los regulares los que se rehacen más espectacularmente, puesto que en la fecha inicial son 92.000, descienden a 1.000 en la segunda, pero inician pronto el ascenso de forma que alcanzan los 16.000 en 1868 y se multiplican sorprendentemente por 3,5 durante la Restauración pasando a contar 55.000 en 1900. Explica en parte este incremento el hecho de que España recibió religiosos perseguidos por el Gobierno Ferry en Francia y es el momento en que se implantan en España numerosas órdenes religiosas de enseñanza y asistencia procedentes del país vecino, al abrigo de la Ley de Asociaciones de 1887. La religión entonces servía de prisma en el que se reflejaban y descomponían todos los conflictos políticos y sociales, porque seguía siendo en la mentalidad de una gran mayoría de los españoles el referente más común y la razón explicativa más convincente para los asuntos cotidianos. España ofrecía entonces una sociedad con fuertes pervivencias del Antiguo Régimen en este aspecto de sacralización de la vida personal, familiar, educativa, laboral y política; dicho de otra forma, la sociedad española llevaba un retraso importante en los procesos de secularización y laicización, es decir, permitió el regreso de la sacralización y clericalización de la sociedad e impidió el protagonismo y emancipación de los actores e instituciones laicos en la vida pública, que estaban produciéndose en otras sociedades de nuestro entorno europeo. Por eso, el sistema canovista se veía aún en la obligación de buscar el reconocimiento de la Santa Sede, la reconciliación con Roma, el apoyo del clero y de un importante sector de la sociedad española, para los que el primer paso imprescindible consistía en deshacer toda la política agresiva que el Sexenio había llevado a cabo contra la Iglesia. La diplomacia vaticana y más en concreto Pío IX veía con buenos ojos una solución del problema dinástico fundiendo, cual nuevos Reyes Católicos, al hijo de Isabel II con la hija de don Carlos, sin embargo fue remisa (tardo casi medio año) en reconocer a Alfonso XII y, cuando lo hizo, fue para exigir que se repusiera el Concordato de 1851 y que se defendiera ante todo la unidad católica de España. De hecho, las primeras medidas del gobierno se dirigieron a congraciarse con Roma y los católicos, enmendaron enseguida la legislación del Sexenio sobre el matrimonio civil, el nombramiento de obispos directamente por el papa y el restablecimiento del presupuesto eclesiástico. En la intensa controversia constitucional

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sobre el artículo 11, la Iglesia no aceptó la transacción de la tolerancia de culto y vio en este texto el inicio de la secularización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, entendiendo que la restaurada Monarquía no aceptaba la condena del liberalismo que el papa había realizado en el Syllabus. Sólo algunos moderados como Pidal entendían que el ideal del triunfo de la Iglesia y la religión en aquella sociedad también podía llevarlo a cabo una Monarquía constitucional y en esta dirección se formó la Unión Católica en 1881. La evolución de buena parte del catolicismo estuvo vinculada al carlismo. El dilema del catolicismo tradicional en la Restauración no será otro que decidir bajo qué presupuestos puede o no participar en el juego político del régimen, en esta encrucijada eran tres las posiciones que se diferenciaban dentro del carlismo difuso: la negativa oficial de don Carlos, la afirmativa de la jerarquía eclesiástica y su correlato político de Pidal y la Unión Católica y la agresiva beligerancia del integrismo de Nocedal. En la primera dirección, el pretendiente Carlos VII se empeña en negar esa salida participativa y se muestra dispuesto a propiciar levantamientos, aunque fueran republicanos. La segunda línea participativa es seguida por la jerarquía eclesiástica que quiere aprovechar ese movimiento religioso-político de fondo y organizar con él a los católicos militantes en un partido político para influir en las decisiones políticas en defensa de la Iglesia. Este movimiento de la jerarquía eclesiástica se incrementará al observar cómo el régimen, a medida que se consolida, tiende la mano a la rehabilitación de la propia Iglesia y se ve sancionado por la orientación más abierta y dialogante del nuevo pontífice, desde 1878 León XIII, que invita a los católicos españoles a alejarse de la intransigencia religiosa y a colaborar con el poder político constituido. En esta formación destacan las fuerzas congregadas por Alejandro Pidal en la citada Unión Católica, con una franca participación institucional de la jerarquía, que encontró su auge con el nombramiento del mismo Pidal como ministro de Fomento en el gobierno conservador de 1884. Se presentó sencillamente como una asociación con fines religioso-benéficos, pero más bien parece que lo que buscaba realmente era, bajo camuflaje religioso, aglutinar activistas católicos que formasen luego un partido confesional de centro, como dice J. Andrés Gallego; pero el proyecto fracasó puesto que el mismo León XIII aconsejó no convertirlo en partido político. En todo caso, fue muy importante la puerta de contacto abierta entre el carlismo y la legalidad por medio de esta vía; hubo otras intentonas de crear este partido católico, como la de Cascajares en 1890 y posteriormente la derecha del maurismo, que no acabaron de prosperar. Pero esta aventura político-religiosa plasma muy bien esa histórica afición de la Iglesia española y sus seglares a crear asociaciones para la defensa y actividad religiosa con netos objetivos políticos. Cándido Nocedal, por el contrario, en la tercera línea beligerante apuntada, fiderará desde 1888 una secesión del carlismo y formará la corriente integrista que idealizaba la sacralización medieval y veía en el liberalismo y la industrialización una síntesis de todas las herejías; el carlismo en cambio representaba para ellos una buena forma de restaurar ese ideal tradicional. La beligerancia de esta rama tradicionalista, capitaneada no sólo por Cándido, sino también por Ramón Nocedal, les impide incluso establecer relaciones con el régimen canovista. Se refugió cada vez más en fórmulas utópicas, ajenas a cualquier pacto político, y asumió al pie de la letra la condena papal del liberalismo que aseguraba que ningún partido que no asumiera ese anatema podía llamarse católico porque no defendía íntegra la doctrina pontificia. Tras una polémica entre Ramón Nocedal y el pretendiente, varios intransigentes firman el

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Manifiesto de Burgos en 1888, que suele considerarse como el documento esencial del Partido Integrista, en que proclaman sus principios «Dios, patria y rey», rechazan a Carlos VII por liberal, admiten que el rey ha de gobernar con las Cortes y proclaman la sumisión del Estado a la Iglesia. La jerarquía eclesiástica en su mayoría veía con mejores ojos a la Unión de Pidal y se distanció del integrismo, tras fuertes polémicas sobre si el liberalismo era o no pecado, al morir Alfonso XII, 24 obispos se pronuncian en contra de la intransigencia de confundir religión y política y a favor de la unión de los católieos. Los especialistas creen que la aparición del Partido Integrista significó un declive del tradicionalismo, su soporte ideológico y político se hacía cada vez más endeble y contradictorio; a pesar de que a principios de siglo se aproximó a ciertas corrientes regeneracionistas, ya no tuvo importante presencia en la vida política española. Sin conseguir restañar las heridas del Sexenio del todo, se produjo una tensión notable entre la Iglesia y el Estado en cuanto a sedes vacantes, organización de diócesis y derecho de patronato regio que pronto reclamó Alfonso XII. El episcopado de esta época, además de mostrar una fuerte continuidad con la etapa anterior, apenas si ofrece dos o tres eminentes figuras (Moreno en Valladolid, Yusto en Burgos o Monescillo en Jaén) que sobresalen entre una gran mediocridad y un talante de la mayoría muy tradicionalista hostil al régimen canovista. Sólo la llegada del nuevo pontífice, León XIII, permitió un clima de mejor entendimiento entre el Estado y el episcopado español; particularmente después de la publicación de su encíclica Rerum Novarum en 1891. Proliferaron facciones dentro del movimiento católico, además de la Unión Católica de Pidal y los integristas de Nocedal, se registraron los carlistas del marqués de Cerralbo y los tradicionalistas independientes. Se extendieron por las diócesis españolas obras condenatorias del liberalismo y entre el episcopado abundó el elemento integrista; hubo excepciones como el arzobispo de Madrid, Sancha, próximo a la regente, que propició los Congresos Católicos Nacionales entre 18891902, que contribuyeron a suavizar las radicales posiciones integristas del clero español dentro del nuevo espíritu de León XIII. Pero ninguna de esta manifestaciones, por muy abiertas que puedan creerse, alcanza a llenar el vacío existente en la sociedad española de un catolicismo liberal como el que prendía en otras latitudes centroeuropeas. Apenas algunos círculos próximos a la Institución Libre de Enseñanza avanzaban en esta dirección, como Giner de los Ríos cuando anima a la unión de catolicismo y liberalismo, «que están indivisiblemente enlazados en la unidad del hombre y su destino». Esta ausencia de un liberalismo español explica en parte la debilidad de la opción política de la democracia cristiana en el futuro. En algunas capas populares prendió el anticlericalismo con numerosos lugares comunes, como el abuso del confesionario por parte de los patronos, riqueza proverbial y negocios coloniales de los jesuitas, competencia industrial ilícita empleando a hospicianos, odios populares a las órdenes religiosas que hundían los comercios de los que no iban a misa. Semejante movimiento no dejaba de ser una especie de religiosidad invertida, aprovechada demagógicamente por algunos populistas y radicales, que denotaba en aquella sociedad una tendencia primitiva a no poder prescindir del clero en la configuración de sus costumbres, moral y relaciones sociales, tal como expresaba el dicho popular: «el español siempre detrás de los curas, o con una vela o con un palo». Pero todo esto eran excepciones de algunas ciudades mediterráneas, la norma era la devoción popular, las abundantes vocaciones sacerdotales, el estricto cumplimiento del descanso y la misa dominical, la pertenencia a las cofradías que controlaban la sociabilidad y las fiestas en la comunidad y la

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sujeción a las normas recibidas del clero por la vía del púlpito y del confesionario, particularmente en Navarra, País Vasco y la mayor parte de las dos Castillas. 4.3.2.

La cuestión religiosa: un en el zócalo de la sociedad

recurrente

contemporáneo

Particularmente a fines del XIX y principios del XX, como un integrante más de la crisis finisecular, se concentran la mayoría de las manifestaciones de lo que ha venido en llamarse, valiéndose del eufemismo comodín de la época, la cuestión religiosa. Según Canalejas, era más una cuestión clerical que religiosa, «un problema clerical de absorción de la vida del Estado, de la vida laica, social, por los elementos clericales». El movimiento católico organizado, a veces demasiado fragmentado, estaba realizando sobre la sociedad española una fuerte presión por reconquistar espacios perdidos en los ámbitos personales, familiares, laborales, educativos y políticos. Los catecismos católicos condenaban el liberalismo, detestaban muchos el Estado de la Restauración basado en principios perversos que conducen al pueblo a la degradación y la ruina, enseñaban que los católicos liberales eran racionalistas y librepensadores como Voltaire y los masones. La Iglesia se lanzó a recatolizar a la clase alta, controlando la enseñanza secundaria, pero también se dedicó a los obreros y los campesinos para frenar el avance del socialismo y del anarquismo que consideran enemigos mortales del orden tradicional y de la religiosidad apetecidos por la jerarquía eclesiástica. Al propio tiempo, republicanos y anarquistas revitalizaban el tradicional anticlericalismo. Fueron sintomáticos episodios anticlericales los aparecidos en el incidente del preceptor del rey cesado por recordar que el liberalismo estaba condenado, o el escándalo del estreno de la obra de teatro de Galdós, Electra, un alegato contra la vida en el claustro pero no tan anticlerical como la campaña a que dio pie; se vendieron diez mil ejemplares en dos días, se popularizó el nombre en caramelos, bombones y relojes y se convirtió en un manifiesto a la juventud española contra el clericalismo en Madrid. En Cataluña y en Valencia prendieron más los movimientos Populares anticlericales, en Barcelona la Liga de Librepensadores fundó las Escuelas Modernas, para una enseñanza laica, anticlericalista y antidogmática, dirigidas desde 1900 por Ferrer, ejecutado después de ser infundadamente acusado La campaña anticlerical de finales del siglo XIX de anarquista y activista en la Semana tuvo su expresión en periódicos secundarios como Trágica. el catalán La Esquella de la Torratxa.

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Para explicar por completo el brote anticlerical hay que añadir a esta situación el agotamiento del programa de los liberales en el poder en 1901 y la necesidad de Canalejas de motivar a sus seguidores con una enseña capaz de movilizarlos cuando el tradicionalismo y el clericalismo estaban lanzando una ofensiva católica que había llegado al gobierno. El hecho es que hacia 1900 el problema religioso está en carne viva en la sociedad española, como muestran numerosos incidentes populares. En este contexto, Sagasta anunció que reordenaría el estatuto jurídico de los clérigos regulares, que reduciría el presupuesto eclesiástico y que mejoraría la dotación del clero rural, mediante la reforma del Concordato de 1851. Señalaba una serie de órdenes religiosas concretas que debían ser protegidas por el gobierno, llamadas luego órdenes concordadas, pero dejaba sin especificar las demás que dependían de la jurisdicción eclesiástica y que en caso de conflicto deberían ser objeto de un acuerdo entre la Santa Sede y el gobierno. Para los republicanos y fusionistas estos conflictos no debían ser objeto de negociación con Roma, porque era hacer dejación de la soberanía nacional en beneficio de otro Estado extranjero. Sagasta se ve obligado a simular en su política religiosa, por un lado hace manifestaciones radicales que contentan a sus seguidores manteniendo públicamente el principio liberal y por otra parte está convencido de que no debe atacar a la Iglesia y negocia y tranquiliza secretamente a la Santa Sede. Mientras, el ministro de la Gobernación publica un decreto en 1901 por el que emplaza a todas las asociaciones religiosas no concordadas para que se inscriban en el registro y se ajusten a la Ley de 1887. Ante el júbilo de los republicanos y la protesta de los clericales, el nuncio pidió explicaciones, fracasaron las negociaciones con la Santa Sede, se sucedieron dimisiones y Roma pidió la derogación del Decreto. Agriada la cuestión religiosa, cuando ya estaba a punto de expirar el plazo de inscripción de las órdenes, entró en el ministerio Canalejas para solucionarlo por las bravas. En abril de 1902 se negocia un arreglo con la Santa Sede según el cual la Iglesia debía registrar todas las asociaciones, pero el gobierno había de aprobarlas, con la promesa de una solución futura. Canalejas insatisfecho dimitió para no lastrar su prestigio. El final de la Regencia sólo vino a aplazar la cuestión religiosa, que volverá a surgir con violencia en los primeros lustros del siglo. 4.4. EL EJÉRCITO PASA DE SER LÍDER POLÍTICO A GUARDIÁN COLONIAL Y GENDARME SOCIAL

4.4.1. Las modestas reformas militares de la Restauración Los autores suelen destacar el proceso de profesionalización y reforma que se llevó a cabo en el Ejército contra las viejas lacras de la hipertrofia de mandos, la endémica falta de recursos y la difícil disciplina de una institución acostumbrada a vivir de los personalismos. Tres intentos de reforma se llevan a cabo, que acaban neutralizándose entre sí, de forma que el avance final es mínimo: Martínez Campos hizo ciertas reformas inevitables pero dentro de la línea continuista de Cánovas, Cassola acometió un plan de reforma algo más ambicioso, pero se encargó de volver a la situación anterior López Domínguez reforzando el corporativismo del Ejército. El Ejército español admiraba el modelo prusiano como el más eficaz de Europa por la operatividad de sus Estados Mayores, las ventajas de sus sistemas de reclutamiento y movilización y el desarrollo de sus comunicaciones. En esta línea actuó Cassola en 126

el Ministerio de la Guerra, en 1887, durante el Gobierno largo de Sagasta, con el objetivo de conseguir el servicio militar obligatorio, acabar con las formas de redención en metálico, crear un Estado Mayor y homologar los ascensos en todas las armas. En los debates parlamentarios afloraron los temores de las clases acomodadas por la eliminación del privilegio, el miedo a una masa proletaria armada y la pérdida de los ingresos de redención para el Estado, que fueron las razones del fracaso de la reforma. No se logró subsanar en este periodo ni el exceso de oficialidad, pues de un total aproximado de 100.000 hombres que tenía en estos años, casi 25.000 eran oficiales, una proporción insoportable para un Ejército no profesionalizado. Otra reforma militar abordada se refería a la enseñanza. Desde 1867 se había abandonado la vieja institución de los colegios militares y creado las Academias (de Estado Mayor en Madrid, de Artillería en Segovia, de Ingenieros en Guadalajara, de Infantería en el Alcázar de Toledo y de Caballería en Valladolid), no obstante algunas tuvieron una vida efímera. La Restauración se empeñó en proporcionar al Ejército una sólida instrucción, alta disciplina y profesionalidad a base de introducir reformas educativas de la oficialidad según los modelos alemán y francés. Se reformó la Academia de Infantería de Toledo. Martínez Campos creó la Academia General Militar en Madrid para reforzar la idea de la unidad del Ejército, una de las grandes aportaciones de la Restauración a la homologación e integración de todas las armas y contra el corporativismo, combinando el patrón francés de un soldado-ciudadano y el prusiano de un soldado-máquina. Pero López Domínguez volvió en 1893 a la vieja situación, cerró la Academia General y adoptó el sistema prusiano creando siete Regiones Militares en España. La Armada española, por su parte, durante la primera parte de la Restauración fue una protagonista de excepción a la que se le encargaron misiones muy por encima de sus posibilidades. En 1876 se organizaba en tres departamentos marítimos (Cartagena, Cádiz y El Ferrol) y dos apostaderos (La Habana y Filipinas), sus efectivos se reducían a veinte barcos de primera clase (como fragatas blindadas, navios, etc.), otros veinte de segunda (buques de hélice, fragatas más pequeñas) y un número más elevado de barcos de tercera categoría (pequeñas cañoneras, etc.). Se hicieron algunas reformas en la organización y formación, como la Escuela Naval, pero las mejoras en la escuadra fueron insignificantes. En 1898 la capacidad naval de Estados Unidos multiplicaba por cuatro la española. Después de la guerra gran parte resultó destruida, de forma que al iniciarse el siglo una de las preocupaciones más hondas se centraba en la reconstrucción de la Armada. 4.4.2. Del heredado pretorianismo al frustrado proyecto de civilismo Las relaciones del régimen de Cánovas con el Ejército son harto paradójicas. Afirmo que no deseaba iniciar militarmente su proyecto político, pero tuvo que consentir que Martínez Campos lo inaugurara con un pronunciamiento del mejor estilo isabelino e incluso contó después con el propio pronunciado, aunque no oyera todas sus peticiones y lo calificara de botarate. Más importante aún es la contradicción entre sus proyectos teóricos y el desarrollo de su gestión. Cánovas expresó públicamente que deseaba un Ejército muy distinto al isabelino, alejado de la intervención política y del pronunciamiento, dedicado a defender la integridad y la independencia ñafonales y el orden constitucional, e hizo confesión expresa de civilismo, es decir del

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reconocimiento de la superioridad de la autoridad civil sobre la militar. Sin embargo, entendió que el Ejército constituía una base imprescindible sobre la que asentar el alfonsismo y un importante pilar de su régimen, tan decisivo que consideró necesario uncirlo estrechamente al otro gran soporte de su sistema, la Monarquía; es obvio que ninguna de estas dos actitudes presuponía exactamente la superioridad del poder civil sobre el militar. Lo que buscaba es que ningún caudillo militar suplantara su papel de fundador y promotor del régimen, que el Ejército no participara en el juego del turno de los partidos políticos y que no se rompiera la estabilidad monárquica por los vaivenes de los pronunciamientos. Pero en ningún momento se sobrepuso la autoridad civil sobre la militar y de hecho el Ejército fue tomando un protagonismo inusitado en la dirección de la política exterior y en el control del orden público. No es tan perceptible, como ha mantenido Carlos Seco, que en el sólido edificio de la Restauración, uno de los planos más firmes es el proceso de civilismo que se experimenta en España al alejar de la vida pública el continuo fantasma de los pronunciamientos. Un fantasma mayor que los pronunciamientos lo constituía el problema colonial y el dramático protagonismo militar en el orden público, así como su impopularidad social. El protagonismo militar será muy superior al deseado por su fundador en aspectos centrales de la vida nacional, como son el mundo antillano, la represión de los emergentes movimientos sindicales y el control de las relaciones sociales, incluso políticamente lo identificó en exceso con la Corona, lo cual a la larga también produjo efectos no deseados en ambas instituciones. Parece más correcto afirmar escuetamente que Cánovas eliminó el pretorianismo isabelino. Según Varela, el problema del Ejército lo solucionó Cánovas neutralizando a algunos generales peligrosos con puestos estratégicamente inocentes pero apetecibles, colocando al rey a su cabeza y eliminando el pretexto para el pronunciamiento que era la regularidad del relevo político de forma pacífica. Sólo el republicano Ruiz Zorrilla practicó el pronunciamiento después de la Constitución de 1876 desde su destierro en Francia, hubo algunos movimientos de la Asociación Republicana Militar pronto duramente reprimidos, en 1886 fracasó el más famoso levantamiento militar de la época, del brigadier Villacampa, último pretor republicano del XIX. Hubo también militares con aspiraciones políticas, como Martínez Campos, Jovellar o Polavieja, que sintieron tentaciones de caudillismo, a éste, bien visto por la regente, quisieron seguirle algunos eclesiásticos tradicionalistas; se ha dicho que también los carlistas tentaron a Weyler, pero todos lo intentaron en vano. Otra cuestión ambigua es la relación del Ejército con la Corona, puede discutirse qué sea más militarista, si unos pretores con poder paralelo al de la reina o la identificación de la Corona con el Ejército bajo la figura del rey-soldado y jefe supremo de todas las armas, ése era un modelo prusiano que no se caracterizaba precisamente por el civilismo. La militarización de la Corona, o la coronación del Ejército, no era precisamente un signo de modernización en el contexto de las transformaciones liberales, sino que se parecía más a lo que en España venía practicando el carlismo y recordaba el viejo papel, previo a la liberalización gaditana, del Ejército como brazo defensor de la Corona; lo liberal era vincular el Ejército a las directrices emanadas del Parlamento y someterlo a la dirección del ejecutivo, pero esto no sucedió. También se ha especulado con el talante militar de Alfonso XII, se aplicó intencionadamente una fuerte dosis castrense a su educación, lo cual junto con la jefatura institucional y sus aficiones personales se tradujo, según Stanley G. Payne, en el espíritu militar más fuerte de un monarca español después de Felipe V.

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4.4.3. El divorcio entre Ejército y sociedad: quintas y represión social Varios autores (López Garrido, Manuel Balbé, Rafel Nuñez, Josep M. Vallés) han puesto de relieve esta importancia mayor del belicismo de las guerras coloniales y de la represión callejera que el pretorianismo de guante blanco del siglo XIX y han contrapuesto el suave pretorianismo de gala anterior al fuerte militarismo de faena actual. El Ejército en realidad fue uno de los protagonistas, ya sea oculto o bien declarado, más importante del régimen de Cánovas y cualquier testigo de la época podría dar fe de la impopularidad y del excesivo papel que el Ejército estaba adquiriendo en aquella sociedad. Es seguro que la sociedad del último tercio del siglo padeció más a causa de la política militar colonial, debido a la represión de desórdenes sociales y por el tributo de sangre que en los años anteriores al Sexenio, cuando todo el impacto militar se resolvía en un espadón que, a título personal, en el estricto ámbito del cuartel y como jefe de un partido, se sentaba en la presidencia del Consejo de Ministros. Aunque Cánovas se hubiera empeñado, el agudo problema colonial nunca habría permitido implantarse de hecho un civilismo en el régimen de la Restauración. La administración militar suplanta en España durante la Restauración funciones que en otros países europeos eran competencia de políticos y funcionarios civiles; el Ejército desempeñó en las colonias toda la autoridad política que correspondería a los civiles. Esto y su fusión con la Monarquía imprimió al régimen una impronta castrense de la que no logrará librarse hasta extraer todas sus consecuencias en la Dictadura militar con que termina. En el aspecto social que mencionábamos, hay dos heridas sangrantes en la actuación del Ejército español durante la Restauración que le proporcionaron un protagonismo desmedido y un peligroso distanciamiento, cuando no enfrentamiento, con buena parte de la sociedad española. Nos referimos al problema del reclutamiento popular por el sistema de quintas y al papel de represor de los conflictos en el crítico momento de la consolidación del movimiento obrero. Por lo que se refiere al primer aspecto, ya es conocida la trascendencia social que tenía el llamado impuesto de sangre y sus profundas discriminaciones entre 1837 y 1912. Si la exención militar por razones de sangre había sido abolida por el liberalismo, desde 1837 se había consolidado otra vía de exención más clasista y grave aún para las grupos populares, la del dinero en forma de redención del servicio pagando una cantidad en metálico al Tesoro, según el modelo francés. La tensión que este hecho había producido ya en el siglo XIX entre el pueblo era proverbial como expresaba el grito de ¡abajo las quintas! presente en todos los movimientos populares, pero venía agravándose a fines de la centuria y en el primer tercio del XX por el costo social que el pueblo español debió Pagar en ausencias, abandonos familiares y laborales, penalidades, enfermedades y bajas en las guerras coloniales. En las movilizaciones de Cuba y Marruecos murieron masas de soldados, como hemos señalado antes, no por armas, sino por enfermedad y hambre, un dicho popular lo corroboraba: hijo sorteado, muerto y no enterrado. Ha sido militar el origen de uno de los mayores sufrimientos para las capas populares, sean urbanas o rurales, en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, como muestran sobradamente los testimonios de la literatura, del arte, de los romances, pliegos de cordel y crónicas de los conflictos más graves de ese periodo. Para hacerse una idea de la trascendencia cuantitativa del fenómeno baste recordar que en-

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tre 1895 y 1897 se libraron mediante redención 45.000 reclutas que ingresaron en Hacienda 78 millones de pesetas. Los sistemas de reclutamiento legislados en 1885 determinaban el elevado pago de 1.500 pesetas, para redimir un servicio a la Península y el de 2.000 para Ultramar y preveían un inquisitorial medio de recuperar el pago mediante la delación de un prófugo o de un mozo no alistado. No sólo sufrieron quienes acudieron impotentes a la llamada del Ejército, sino muchos otros que pasaron privaciones durante toda una vida para poder pagar a una compañía de seguros de quintas, las cuales por otro lado realizaron pingües negocios con esta actividad y habían enriquecido a algunos ilustres hombres de negocios, como Mesonero Romanos, Madoz o el marqués de Salamanca. Aún complicaba más todo este sufrimiento popular la intervención del caciquismo que enrarecía el proceso mediante recomendaciones y manipulaciones (un periódico asturiano se quejaba a fines de siglo de que de los 3.000 mozos alistados en una zona, 2.900 fueron dados cortos de talla o inútiles). Este marco ilustra la lejanía del Ejército con respecto a la sociedad, el enconamiento de sus relaciones, la impopularidad de las guerras coloniales, las dificultades de baja moral y malas condiciones físicas en que se reclutaba el Ejército y la escasa eficacia final de todo el sistema de reclutamiento. Eran llamados a filas a baja edad, en condiciones aún de crecimiento y subalimentación (se exigía 1,50 m de estatura y 48 kg de peso y aún así eran rechazados una importante cantidad que no reunían estos requisitos establecidos) y enfrentados a un ambiente físico y síquico hostil que les hacía especialmente vulnerables a las enfermedades. Por lo que se refiere al capítulo de la represión ejercida por el ejército durante la Restauración, particularmente sobre los movimientos sociales proletarios y campesinos, nos referimos a él en el epígrafe dedicado a la conflictividad y la política social de la Restauración, pero fue otro capítulo de notable sufrimiento popular que debe recordarse en este punto.

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CAPÍTULO V

Las otras elites se movilizan y desbordan al régimen Mientras en el orden político e institucional el régimen de la Restauración aparece muy cerrado y bien trabado, en el social y espacial se manifiesta como invertebrado y tendente a la dispersión. De hecho, la mayoría de los actores sociales, si prescindimos de los dirigentes y las instituciones señaladas, no encontraron fácil acomodo ni integración en el sistema. Los detentadores del poder local para articularse con el aparato central tuvieron que forzarlo hasta desnaturalizarlo por medio del caciquismo, uno de sus grandes pilares, los propietarios y burguesías industriales debieron movilizarse bajo la bandera del proteccionismo con un amago de crítica y distancia en demanda de un mejor acomodo, los grupos intelectuales y mesocráticos más activos emprendieron una ofensiva demoledora por medio del regeneracionismo, las elites periféricas se sintieron asfixiadas en su entorno y mostraron su falta de identidad con el sistema por medio de los regionalismos y nacionalismos, todos ellos confluyen en la crisis final del siglo en lo que hemos llamado la rebelión de las elites disidentes, mostrando su descontento y su ruptura con el sistema de la Restauración. No hablamos ahora, lo haremos más tarde, de los segmentos sociales bajos, como son el campesinado tradicionalista y el proletariado socialista y anarquista, que no sólo estuvieron desincardinados, sino opuestos y perseguidos por el sistema. Reiteramos que no fue justamente la armonización su logro, más bien al contrario, precisamente este desacomodo de las diversas elites expulsadas y sus respuestas es lo que anima y da peculiaridad al periodo. Por ello nos referimos ahora a los efectos de la desintegración que muestran las otras elites incómodas que se pueden concretar en menor medida en el caciquismo y el movimiento proteccionista, y sobre todo en el regeneracionismo, el regionalismo/nacionalismo y la crisis de hegemonía del periodo intersecular. 5.l. EL CACIQUISMO, ENTRE LA INERCIA DE UNA SOCIEDAD TRADICIONAL Y LA FICCIÓN DE UN ESTADO PARLAMENTARIO

Ha sido larga y fructífera la controversia sobre el caciquismo mente se halla en un momento de revisión importante. Después a morfología del caciquismo, trataremos de explicar brevemente nado este debate hasta la actualidad. Últimamente incluso han

en España y actualde exponer cuál es cómo ha evoluciosurgido voces que

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proponen dejar de utilizar un término confuso, equívoco y manoseado imprecisamente por parte de la mayoría de los historiadores, para explicarlo se manejan los conceptos de patronazgo, clientelismo, política del pacto, actuación de intemediarios. Nosotros preferimos mantener el nombre y concepto de cacique y caciquismo Cacique se ha definido como aquel que, vinculado formalmente a un oligarca por un partido político e informalmente a la autoridad, ejerce el poder político en una localidad y tiene a las personas o grupos sobre los que practica el dominio en situación de clientes. No es una característica propia y exclusiva de la Restauración, se trata más bien de una realidad anterior a este periodo de la historia de España y propia de otras sociedades americanas y europeas. Se produce allí donde y cuando se trata de introducir o aparentar un sistema formalmente democrático en estructuras socioeconómicas y culturas políticas de corte tradicional, y también cuando un régimen impone decisiones políticas autocráticas previas para que luego sean legitimadas por el pueblo mediante la ficción de unas elecciones amañadas. En todo caso, es una situación contradictoria, coyuntural y de adaptación que sirve de puente de enlace entre una sociedad tradicional y un sistema político modernizado, o el resultado que produce un régimen autócrata que pretende temporalmente la apariencia de demócrata; pero lo peculiar del caso español es que, siendo una situación transitoria e irregular, se institucionaliza y perpetúa convirtiéndolo en un sistema político permanente y ficticio durante medio siglo. 5.1.1. La morfología de los eslabones caciquiles: cliente, patrono, cacique, diputado, gobernador y ministro Se han realizado muchas descripciones de cómo funcionaba operativamente el caciquismo. Probablemente es éste el nivel de conocimiento histórico más desarrollado y por donde ya no quepa seguir avanzando demasiado. Hagamos una taxonomía del caciquismo, entendido como un sistema político con implicaciones culturales, sociales, institucionales y económicas. Primeramente debía producirse la decisión de un cambio político en la voluntad del monarca. En este acto era preciso tener en cuenta las aspiraciones de los dos partidos, sin exasperar al que desde la oposición esperaba alcanzar el poder, respetando al político que debe responder a las demandas de todas las facciones de su partido y dar satisfacción asimismo al cacique que ha de atender a todos sus clientes y a su comunidad. De esta manera, la gran ficción y al propio tiempo la gran realidad del caciquismo articula una red de intereses que implica a todos los niveles de la sociedad, primero en defensa de la estabilidad de la Corona y del sistema, segundo en beneficio de las expectativas de poder para los dos partidos turnantes y tercero en satisfacción de las clientelas del cacique. Aquí se halla el fundamento de lo que nosotros llamamos raíces sociales del poder político. Porque, no hay que olvidarlo, no son las cámaras representativas las que determinan los gobiernos, sino al revés, son los gobiernos los que deciden las composición de las cámaras y todos dependen del rey. Una vez tomada la decisión del cambio político, se produce el decreto de disolución del Parlamento con que el rey iniciaba el proceso. Para defender esta decisión regia de otorgar el gobierno a un determinado grupo y hacerla aparecer como si hubiera sido adoptada democráticamente por la voluntad de los votantes es para lo que se genera toda una cadena de irregularidades y ficciones a que hay que someter al sis-

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tema. Tras el decreto se forma el pertinente gobierno, cuyo ministro de Gobernación ha de realizar unas listas de aquellos partidos, facciones y personas a los que se debe proporcionar un escaño, para luego convocar y ganar las elecciones. A la hora de realizar esta asignación de escaños era necesario acomodar holgadamente a los de la oposición dinástica saliente. De esta forma, en los resultados electorales de la Restauración hay tres constantes cuantitativas fruto del artificio que encubre esa imposición de intereses de monarca, partidos y caciques. Primero, de los 400 totales a ocupar, el número de escaños que obtiene el vencedor significa una amplia mayoría que oscila aproximadamente entre 280-300 en los primeros turnos y 250-280 desde el sufragio universal hasta 1902. El otro dato permanente es el número de actas concedidas al partido saliente que se mantiene entre 60-80 en la primera fase indicada y 90-70 en la segunda. Finalmente, el tercer número constante es el de las actas que los dos partidos dinásticos turnantes permiten obtener a los partidos extradinásticos tradicionalistas y republicanos, alrededor de 20 ó 30 diputados. Idea de la artificialidad y falsedad del sistema la da el balance estadístico de todo el periodo que va de 1879 a 1901, en el que se desarrollan diez elecciones, con cinco turnos regulares para cada partido, de manera que los escaños del Congreso se reparten con una igualdad sorprendente, pues corresponden 1.748 actas de diputados (43,7 por 100) a los conservadores y 1.761 (44 por 100) a los liberales, las restantes 491 actas (12,2 por 100) se componen de un tercio carlista y dos tercios republicanos; con la peculiaridad de que se mantiene constante la diferencia entre gobierno y oposición, los conservadores consiguen como promedio de mayoría en cada elección 277 diputados (69,4 por 100) y los liberales 273 (68,3 por 100), y la media de diputados en los momentos de oposición es respectivamente de 72 (18 por 100) y 68 (17 por 100) actas. En la base del control efectivo de unas elecciones favorables estaba siempre el ministro de la Gobernación (Romero Robledo destacó en estos menesteres de muñir elecciones) con el que los líderes de los dos partidos turnantes pactaban el reparto de escaños por distritos y provincias. En perfecta articulación con todos ellos, los gobernadores civiles transmitían consignas y medios de falseamiento electoral y comunicaban al ministro o a la cúpula del partido pertinente que el triunfo de los candidatos pactados estaba asegurado y no habría sorpresas (a veces se publicaban en la Gaceta estos resultados antes de celebrarse el acto electoral). En el eslabón más bajo se halla el cacique local, generalmente rural y propietario, que hace operativas todas estas artimañas e intercambia con el ministerio, el gobernador o los candidatos los favores que a cambio de la elección recibirán él, sus clientes o su pueblo. No hay que olvidar el papel que en este terreno desempeñan los partidos, que funcionaban como un club de notables, de amigos políticos y de caciques que ponían en marcha la máquina electoral de influencias, relaciones familiares, recomendaciones, prestaciones de la administración e intercambio de votos por todos estos favores o servicios; el Partido solía ser el marco habitual en que se realizaban estas transacciones. Decidido el número y las personas de cada partido que debían salir elegidas, se Procede a negociar con los patronos locales ese objetivo; en este paso las primeras iniciativas solía tomarlas el gobernador civil con el representante del partido en el poder en cada provincia. Estas negociaciones debían contar necesariamente con los caciques de cada distrito o ciudad, que eran quienes comprometían los votos en su respectivo ámbito, aunque fueran para el partido saliente si resultaba necesario. En esta intervención de los caciques solían escalonarse las negociaciones verticalmente entre los patronos de nivel inferior y los de la escala superior y existía también otro plano

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de relación horizontal buscando conexiones y apoyos entre iguales. Hablemos brevemente de cada uno de esos niveles. Dentro de esta relación vertical, que es la que propiamente se denomina clientelar, el cacique obtenía la influencia para conseguir votos que ponía a disposición de sus patronos superiores de dos maneras: o bien intercambiando votos por beneficios de origen público, o bien por favores privados. En el primer caso se trataba de dominar la administración local y el aparato judicial, concediendo por un lado a personas particulares que eran sus clientes cargos municipales, exenciones fiscales, licencias irregulares, redenciones de milicias, falsas o disminuidas declaraciones de tierras, concesión de aprovechamientos comunales, explotación de montes, ingresos en escuelas públicas o en hospitales provinciales y municipales, concesiones de construcción de obras municipales, recomendaciones ante la administración, distribución ilegal de fondos municipales o de pósitos, alteración en las matrículas de contribución. Por otra parte se otorgaba a pueblos y comunidades que estaban bajo su patronazgo obras de carreteras, ferrocarriles, escuelas, casas consistoriales, puentes, mercados, caminos vecinales, instalaciones militares, hasta tanto que cuando el Ayuntamiento se resistía a colaborar en el proceso electoral se procedía a suspenderlo temporalmente, a cambiar al alcalde o al juez local. El cacique tenía igualmente otra esfera de intervención, era la de intercambiar votos y adhesiones por favores privados y personales procedentes de su propio patrimonio o actividad, tal sucedía con el propietario de las fincas arrendadas a los votantes, o con el bufete que lleva asuntos de clientes, o con las deudas de préstamos y cuentas pendientes en su establecimiento comercial. Por si este patronazgo y clientelismo jerarquizado y vertical entre desiguales no era suficiente, se establecen otro tipo de relaciones horizontales en el mismo o parecido nivel social, de forma que los patronos, caciques, parlamentarios y líderes de los partidos tienen redes sociales de favores entre iguales, como son vinculaciones familiares, profesionales, empresariales, políticas, perteneciendo a las mismas sagas, empresas, asociaciones, ligas, cámaras, academias, patronatos, juntas donde encuentran aliados que a su vez movilizan a sus dependientes y clientes a cambio de nuevos apoyos, encadenándose así los dos niveles de relación. Esta cadena de personas, instituciones y actitudes que intervienen en el sistema caciquil ha sido clasificada según unas tipologías y ritmada de acuerdo con unas etapas que marcan la siguiente evolución. El patronazgo tradicional se apoya primero en una relación deferencial que se legitima en la tradición, frecuentemente estos primeros caciques eran las antiguas jerarquías naturales del orden señorial, esta dependencia descansaba en un vínculo muy fuerte, en una coacción prácticamente imperceptible y en un tipo de compensaciones poco concretas y muy genéricas. El segundo estadio de esta tipología y también la segunda fase de su evolución ha sido descrita como una relación transicional, un patronazgo que ofrece apoyos mediante compensaciones, que genera vínculos menos estables, orientado a grupos más reducidos e intercambios más concretos, habitualmente relacionados con la corrupción administrativa, en el que un diputado es más dispensador de favores que representante legislativo. De ahí se pasa a otra etapa caracterizada por una relación violenta, propiamente es ya una máquina electoral más que un patronazgo, se trata de una etapa avanzada en la evolución que disuelve los vínculos clientelares y obtiene el apoyo mediante amenaza o uso de la fuerza, por medio de coacciones económicas en el terreno individual, coacciones morales por amenazas de expulsión, abandono de tierras, denuncias, ejecución de deudas, utilizaciones torcidas de la administración, ac-

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tuación de matones o bandoleros, partidas de la porra obligando a votar, ocultación de urnas, robos de actas, secretarios de Ayuntamientos dispuestos a violentar la documentación según los dictados del cacique, atraso de relojes, suspensión de Ayuntamientos, sustitución del contenido de las urnas por las papeletas puestas encima de la mesa mediante un golpe de puchero o pucherazo del cacique, o falsedad en los censos haciendo votar a los muertos. Estas medidas de violencia cuando se producen expresan un cierto deterioro del caciquismo y un claro avance del papel de la opinión pública, que ofrece resistencias y valora de esta forma su capacidad de decidir. Finalmente se ha dibujado el tipo y el periodo del acto transaccional que es el que obtiene el apoyo por compra, o a través de regalos o mejoras económicas, que es más bien una irregularidad electoral en la que ya no hay ninguna relación de clientelismo. Después de haber superado los dos primeros estadios se ha abandonado el patronazgo, en las dos últimas fases rebasamos ya incluso lo que es una relación caciquil para entrar en actos concretos de máquinas electorales coactivas y sólo cuando se ha alcanzado el nivel de la convicción político-ideológica a base de mítines populares, campañas de prensa y convencimientos personales, sin mediar elementos extraños ni coactivos en el proceso, se habrá modernizado el sistema político; pero hay que alcanzar la etapa de 1931 para comenzar a situarnos en esa tesitura. Y cuando los resultados finales no eran los apetecidos, la causa no estaba generalmente en una movilización o un enfrentamiento entre el partido saliente y el partido entrante, sino en las facciones internas que pugnaban por las clientelas y que rompían las negociaciones. Era muy raro que un distrito se rebelara contra su cacique, podía ocurrir sin duda, pero era más frecuente que éste cambiara de partido, invirtiera muchos esfuerzos y duros y siguiera manteniendo su control. Hasta 1893 no se producen síntomas de que algo se moviera en este sentido, pero ese año los republicanos consiguen movilizarse y obtener algunos resultados más dignos y los nacionalistas en Barcelona a partir de 1900 dejan fuera de juego a los caciques dinásticos. Es decir, como en tantos otros aspectos hemos señalado, la pervivencia de hábitos decimonónicos se impone contundente durante la Restauración canovista. Este mecanismo político tenía evidentes efectos en la administración y en la Hacienda y convivía con la ilegalidad. La norma eran la transgresión y el amiguismo político (al enemigo la ley y al amigo la excepción), la discrecionalidad en la aplicación de resortes administrativos y el reparto de recursos hacendísticos. No es de extrañar, pues, que en este contexto la gestión de la Hacienda central y de las haciendas locales fuese caótica, arbitraria e injusta; los problemas de la Hacienda en la Restauración, que según F. Comín fueron la insuficiencia y la desigualdad, se debían más a este extraño funcionamiento de los impuestos y al reparto de los presupuestos entre taciones que a la legislación misma. Este disfrute caciquil de los recursos públicos Provocó por lo común la paralización de modernizaciones presupuestarias y frenó la intervención del Estado en la economía y en la reforma social, como veremos. De sus consecuencias no era la menor la pacificación social, porque la coerción que sobre las comunidades ejerció el caciquismo político liberó al Estado de la función poteial y represora durante las primeras décadas de la Restauración, tanto movilización como represión, si exceptuamos la antianarquista, se mantuvieron en cotas muy bajas, sin que esto quiera decir que no latieran profundas tensiones, como veremos más adelante. Se ha dicho que el caciquismo reclutaba sus clientelas de entre todos los grupos sociales y que precisamente por esta condición pudo tener un efecto de «desclasar» a muchos sectores de la sociedad española, explicando de ese modo un cierto

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retraso en la toma de conciencia y una persistencia de la insolidaridad entre grupos que en otras latitudes ya se habían superado. Otros concluyen que el caciquismo tuvo un importante efecto ruralizador, o que pudo explicar en parte el retraso de la urbanización en el país. En cualquier caso, ha sido un tópico demasiado simple ver en el caciquismo una superioridad de los intereses agrarios y de la sociedad cerrada sobre otros de tipo urbano o industrial; esto puede ser aplicable a algunos ámbitos en esta primera etapa de la Restauración, pero no es generalizable. El tercer tipo de efectos que produce el caciquismo repercute en los patrimonios y actividades económicas de los caciques, que ven cómo su clientela colabora con su amo y engrandece habitualmente su casa o su negocio, de manera que el caciquismo era también una inversión en capital social y simbólico nada desdeñable para los líderes, los intermediarios y los caciques. Esta secuencia de hechos y actitudes del caciquismo es más propia del mundo rural y agrario y persiste con mayor fuerza en estos ámbitos. Pero el sistema funcionó también en las ciudades, mejor cuanto más pequeñas, por medio de los mismos mecanismos y algunos otros como los bufetes de profesionales, los servicios de enseñanza, beneficencia, sanidad, el reparto de subvenciones por Ayuntamientos y Diputaciones, el control de los precios, los abastos, los impuestos de consumos o la participación en sociedades empresariales, ligas, juntas, cámaras y círculos. Sólo en las grandes ciudades comienza al final del periodo a romperse tímidamente el sistema, destacando el papel que los dos nacionalismos más importantes tuvieron en esta avanzadilla como pioneros en quebrar la fuerza del caciquismo. 5.1.2. Las interpretaciones del caciquismo: de la oligarquía a la mesocracia y del bloque de poder al pacto Una vez descrito el caciquismo, trataremos de exponer las interpretaciones históricas e historiográficas del mismo, desde la percepción que sobre él tuvieron los coetáneos hasta la elaboración que los historiadores más recientes han llevado a cabo. La mayoría de los historiadores han colocado el caciquismo en el centro explicativo de la historia de España que va de 1874 a 1923 y lo han identificado prácticamente con la Restauración. Después de numerosas etapas por las que han transcurrido las diversas reflexiones, han quedado dos ideas madre en torno a las que se pueden articular sendas familias de interpretación del caciquismo. Una ofrece una visión crítica y profunda, se atiene al planteamiento ideológico materialista y pone el énfasis en lo económico, su idea es la de una explotación de clase llevada a cabo por la oligarquía terrateniente, financiera y empresaria de la Restauración contra los grupos populares, campesinos y proletarios, sirviéndose de la superestructura política consistente en una red de relaciones y falseamientos políticos. La otra familia de interpretación es más amable y descriptiva, de tipo funcional y énfasis político, inspirada en un planteamiento ideológico neoliberal, que concibe el caciquismo como un mecanismo político y administrativo que se manifiesta en patronazgos, clientelismos, amistades políticas, intercambio de favores privados por servicios públicos, tal como demandaba la sociedad española dispuesta a entrar en esa política del pacto, de forma que ofreció el máximo nivel de libertad posible en aquel momento. Hasta hace muy poco, estas dos familias interpretativas han polemizado entre sí y han generado espacios de desacuerdo y confrontación, reconociéndose casi

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irreductibles, pero en los últimos años la historiografía española de este tema está superando afortunadamente esta irreductibilidad de sus posiciones y se está abriendo un diálogo y complementariedad de los elementos válidos de las dos corrientes que prometen interpretaciones menos maniqueas, más integradoras y ricas que explican mejor el complejo fenómeno del caciquismo. La primera ofreció un marco explicativo y unos aspectos económicos que eran necesarios y siguen siendo válidos, la segunda ha aportado un análisis del caciquismo en sí mismo y una recuperación de su aspecto político que estaban ausentes en la primera. Parece que los últimos planteamientos insisten más en perspectivas de tipo cultural y social. A partir de muchos préstamos de las dos anteriores y de otros ámbitos interdisciplinares, explican el caciquismo como una compleja red de poderes nacida del conflicto entre una mayoría de la población alejada de la educación, la riqueza y el prestigio y otro segmento elitista tendente a monopolizar estos valores. pero también es fruto de la desigual relación entre una sociedad tradicional habituada a una cultura política de vinculaciones y patronazgos personales y una estructura de gobierno parlamentario y constitucional que exige el rito del voto impersonal e ideológico para elegir unos representantes. E igualmente se interpreta como efecto de un sistema político que ha colocado la iniciativa en la Corona que decide el cambio político al margen de la voluntad popular y sin embargo quiere darle una apariencia democrática que la legitime. Esta dialéctica de incomunicación, alejamiento y ficción entre la sociedad y el Estado genera una elite que actúa como un intermediario comercial, que se mantiene y reproduce gracias a los instrumentos de subordinación, de intermediación y de coacción, y que presenta connotaciones políticas, económicas y fundamentalmente sociales. En definitiva, se ha enriquecido la visión económica y política del caciquismo con otra mirada más cultural y social. 5.1.2.1.

La interpretación regeneracionista del como el primer paradigma negativo y perverso

caciquismo

Las interpretaciones del caciquismo surgieron ya inmediatas a los hechos, de forma que los regeneracionistas y los reformistas pronto lo tildaron de dominio oligárquico y de nuevo feudalismo. Se apuntó entonces como causa el desequilibrio en la estructura de la propiedad y la explotación de la tierra, que había surgido desde la Reconquista y que se había acentuado últimamente con los procesos desamortizadores. Costa, Azcárate, Azaña y Ortega escribieron sobre el fenómeno en esta dirección y han acuñado un paradigma negativo del caciquismo que ha tenido gran influencia posterior. El regeneracionismo hizo el primer análisis de estas causas y trató de señalar los remedios, pero lo hizo con un sesgo dramático y un tinte ético que le confirió especial influencia. Ya desde el trienio liberal se aplicó el término caciquismo a la manipulación electoral y al clientelismo de los líderes políticos, pero serán los regeneracioras quienes lo popularicen y lo hagan sinónimo de manipulación, corrupción y mal gobierno en la Restauración. Las sesiones del Ateneo de Madrid en 1901, dirigias por Costa, se centraron en describir el funcionamiento y la estructura del entranado caciquil, que calificaron de jerárquica y piramidal, de órdenes y relaciones descendentes, fundamentalmente basadas en el fraude electoral. Al analizar sus conse-

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cuencias acuñaron los términos de España oficial y España real o vital para expresar la desarticulación entre el Parlamento y la sociedad, la desconexión socio-política de la vida pública nacional. Señalaron también que esta estructura clientelar y su práctica había constituido un factor retardatario del progreso social y material del país y había determinado la situación final de una nación feudal y bárbara en el concierto de otras naciones europeas que o bien no padecieron esta lacra o la sufrieron en menor medida. Una vez constatada la existencia de esta práctica anómala de la sociedad se dio un segundo paso al analizar la estructura interna del fenómeno y se concluyó su naturaleza antiética de forma que caciquismo viene a ser sinónimo desde entonces de corrupción e irregularidad. Pero el análisis interno que hacen la mayoría de los autores entonces defrauda, puesto que agotan toda su interpretación en la calificación perversa de una inmoralidad de la vida pública con efectos negativos sobre la sociedad, pero al moverse en un marco conceptual positivista y liberal carecen de recursos teóricos para interpretarlo crítica y profundamente. Sólo Joaquín Costa fue capaz de avanzar algo más relacionando el fenómeno con otras estructuras externas al mismo, en concreto con lo que él denominó oligarquía, y estableciendo ya algunos principios de relación social y económica que imperaron y condicionaron muchas interpretaciones posteriores. Serán los historiadores de los años 50 y 60 quienes recogiendo esta herencia se dediquen a explicar las causas y características de esta práctica clientelar.

5.1.2.2. El bloque de poder dominante fue la clave explicativa materialista Desde los años 50, los estudios del caciquismo, en general insertos en la primera familia interpretativa mencionada, han pretendido ahondar más basándose en el análisis de las clases sociales para descubrir cuál ha sido la actitud de cada una con relación al poder económico y político. Las descripciones de esas clases insistían en que en España se había producido una burguesía agraria absentista que abandona la mejora técnica, se despreocupa de la productividad, se centra en utilizar la tierra como instrumento de prestigio social y político para extraer la renta de la misma, al tiempo que oprime y explota de esta forma al campesinado. En pacto con ellos entró la burguesía financiera e industrial, que dejó al capitalismo español en una situación de subdesarrollo, por abandonar las inversiones y dedicaciones propias de los países industrializados. Estaba también implicada en este asunto la aristocracia terrateniente, que hizo pacto con la anterior burguesía para seguir la misma política. El campesinado no encontró fuerzas de oposición suficientes para cambiar tal situación, sus relaciones de patronazgo y clientelismo con el poder político disminuyeron su capacidad de rebelión. El planteamiento es deudor de la perspectiva conflictual, que relaciona el caciquismo con la violencia en las relaciones de propiedad y con la utilización del poder político por parte de la oligarquía para perpetuar su dominación económica. La conclusión final es que el caciquismo permitió al bloque de poder explotar a las clases subordinadas y frenó el proceso de modernización de la sociedad española. Diversos autores durante estos años fueron desgranando en el contexto de esta situación el caciquismo en términos de opresión campesina. Brenan en 1943-62 explicó España como un país campesino dominado por los terratenientes a través del caciquismo. Ramos Oliveira en 1946-56 insiste en esta misma explicación partien-

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do del pacto entre la aristocracia terrateniente y la burguesía periférica que acabaron pauperizando al campesinado por extraer de ellos por medio del caciquismo la renta sin aumentar la productividad ni mejorar su condición social. Vicens Vives en 1957 continúa con parecida teoría, pero avanza un paso más y reconoce la trascendencia del caciquismo en sí mismo y el escaso nivel de conocimiento que entonces se tenía de él, apuntando una hipótesis sugerente: el caciquismo no es sólo una superestructura del sistema canovista y habría que interpretarlo también estudiando las condiciones de vida campesina y su primaria organización tribal como explicaciones de base. A continuación Tuñón de Lara entre 1972-77 entendió el caciquismo como el sistema que sirvió para reforzar los intereses de la clase dominante apoyada en la gran propiedad agraria, con especial intensidad entre 1875-1902, de forma que sólo la otra burguesía excluida y los movimientos sociales campesinos y obreros lograron criticarlo y neutralizarlo lentamente. Tuñón de Lara definió esa clase dominante en forma de un bloque de poder oligárquico que identificó dominio económico con supremacía política y copó todas las instancias de poder del país. Insiste en la transformación de una elite (grandes terratenientes y alta burguesía financiera) en una oligarquía por medio del ennoblecimiento de la alta burguesía que se identifica con ella formando un bloque de poder económico que se sirve del caciquismo como superestructura para dominar al campesinado. R. Carr en 1966 insiste en que para explicar el caciquismo habrá que atender a la estructura de la sociedad, al escaso desarrollo campesino, al sistema de clientelas y al peculiar régimen de administración local en el que los partidos del turno subyugaban los poderes locales, provinciales y sus clientelas, mientras las capas burguesas excluidas del Parlamento expresan su descontento. Jutglar en 1969 lo identificó con un vestigio feudal en una sociedad burguesa atrasada. En esta misma línea interpretaron en su día el caciquismo, Malefakis y Bernal (1970), quienes analizaron la burguesía agraria andaluza, su absentismo, su abandono del campesinado y los instrumentos políticos, sociales y económicos que utilizaban para su dominación de clase. Martínez Cuadrado en 1973 sintetiza cuanto se había dicho hasta entonces y lo resume diciendo que una burguesía preindustrial y financiera pactó con los terratenientes para crear un sistema político que articulaba las dos fuerzas de la oligarquía parlamentaria y el caciquismo rural para explotar al resto de la sociedad y producir el subdesarrollo campesino y el atraso general económico, político y social. Un último estudio representativo de esta tendencia pero más centrado específicamente en el caciquismo en cuanto tal es el de Durán (1977) sobre el mundo rural gallego. Estudia la sociedad rural, sus organizaciones, movilizaciones y conflictos frente a los caciques y autoridades locales, el cariz de su estudio es eminentemente social, aunque dentro aún de las coordenadas de la dialéctica de clase.

5.1.2.3.

La interpretación liberal de y el control de la administración

los

En los años 70 comienzan a aparecer que cuestionan estas visiones generalistas. dentro de la segunda familia interpretativa ral de carácter político que ahonda en el

amigos

políticos

estudios específicos sobre el caciquismo Estos trabajos por lo común inscritos citada, se adscriben a una escuela libefuncionamiento del caciquismo en cuan139

to tal y adopta ya un reconocimiento más positivo de la Restauración. Entienden el caciquismo como un fenómeno de las sociedades europeas en vías de desarrolio del Estado, lo explican en términos básicamente políticos; su naturaleza la fundamentan sobre todo en la relación que existe entre los caciques locales y los representantes políticos nacionales, en el montaje político falsificador de elecciones y de la maquinaria administrativa que propiciaba el entendimiento entre ellos. La sociedad estaba al margen, porque las elecciones es como si no existieran, todo era una cuestión de reparto de cargos entre el poder local/provincial y el central un forcejeo entre la fuerza caciquil local y el centralismo. Su ventaja ha consistido exponer detenidamente el engranaje que articula los niveles del poder local del cique con el provincial del Gobernador civil, con el central de los ministerios y cúpulas de partidos, y las relaciones de patronazgo y clientelismo más o menos violento con su comunidad. Pero no ha profundizado en el conocimiento y explicación de sus causas. Entre estos estudios de tipo político los más importantes han sido los de Tusell (1970), Romero Maura (1975) y Varela (1977). La interpretación que Varela Ortega hace de la Restauración es muy benévola y descriptiva. Anticipa en 1973 lo que será su tesis de 1977 negando la existencia de tal pacto entre burguesía y terratenientes, porque no existían conciencias continuas de intereses, ni grupos de presión cohesionados, ni programas políticos delimitados entre ellos, ni conflictos de grupos que no estaban definidos, ni por tanto se puede basar todo en la lucha de intereses socioeconómicos contrapuestos. No hay que buscar poder económico debajo del caciquismo, sólo hay presiones políticas y administrativas, hubo ciertos grupos económicos que lograron influir en las decisiones del Estado, pero nada más. Él mismo resume diciendo que el caciquismo es un régimen que no se basa ni en la represión ni en la participación popular, pero que respeta las libertades básicas y que semejante contradicción pudo funcionar gracias al reacomodo de hecho que se dieron mutuamente una sociedad rural y una estructura política urbana, ésta organizó la desmovilización política de aquélla con tal eficacia que logró que funcionara con estabilidad durante medio siglo. Fue la Restauración una época totalmente alejada de tensiones entre represión y revolución como muchos han dibujado, más bien estuvo caracterizada por la apatía y la indiferencia de la sociedad, con bajísimos niveles de represión y movilización. En su afán por rehabilitar la Restauración, anota en su haber la conquista de ser una solución conservadora que no fue impuesta violentamente a una sociedad totalmente ajena a ella, ya que ninguna de las fórmulas alternativas, la democrática revolucionaria y la carlista reaccionaria, eran cómodamente viables sin riesgos de confrontación violenta. El caciquismo funcionaba más por concesiones que por imposiciones y por eso no fue una opción extraña a aquella sociedad, sino que se adaptaba a los códigos del medio rural frente a la ofensiva político-parlamentaria de la ciudad. El caciquismo, dice, es principalmente un consenso pacífico que se alimentaba de la indiferencia, el gobierno se aprovechaba de la abstención, el sistema no puede ser presentado como una imposición violenta que naciera de la represión. La regla era la desmovilización y la excepción la coerción violenta. Así el sistema de la Restauración estaba diseñado para el pacto y el consenso, para poner de acuerdo al político profesional, al cacique y a su clientela. Otra interpretación, también de tipo político y de planteamiento funcional, en semejante línea a la de Varela y J. Tusell, es la de Romero Maura, que pretende expli140

car el caciquismo en torno al hilo central de las relaciones del poder local con el centralismo. Su obra ha permitido avanzar en la explicación de las relaciones entre el cacique, su clientela y el gobernador. Todo cacique es jefe local de su partido y tiene una clientela que expresa y refuerza su posición dominante en la localidad, para mantenerla y aumentarla es preciso dar favores de modo discriminado que generen agradecimiento, lealtad o sentido de la obligación en el cliente y gratuitamente de forma que no aparezcan como un derecho exigible. Así el cacique descubre que ha de condicionar a su favor la más amplia gama de decisiones administrativas, de esta forma la Administración en general y en sus cúpulas terminaba amparando y construyendo el caciquismo. Una conclusión general de esta familia interpretativa, en conexión con la teoría de la modernización, afirma el indudable efecto modernizador del sistema de la Restauración, del caciquismo y de las elites sobre la política y la sociedad española en múltiples direcciones. 5.1.2.4. La crítica materialista a estos planteamientos descriptivos y funcionales Los autores actuales que continúan con interpretaciones materialistas suelen encabezar sus análisis con una crítica, generalmente atinada, de las interpretaciones funcionales y políticas. Se les achaca haberse centrado sólo en el acontecer, en el desarrollo de la actividad electoral y la tipología del fraude, y basarse en la sociología electoral, la teoría de la modernización y la visión centralista y descendente de la articulación y funcionamiento del sistema caciquil y de la estructura del poder, que son hipótesis no válidas para los autores materialistas actuales. Critican la sociología electoral por centrarse en aspectos cuantitativos y descriptivos, sobre ámbitos urbanos, cometiendo graves errores de extrapolación cuando se analiza la realidad de una España mayoritariamente rural. Los procesos electorales no construyen en sí mismos realidades explicativas, son sólo manifestación externa de la propia realidad clientelar. Así el caciquismo no es una cuestión electoral, ni siquiera un exponente de las deficiencias de funcionamiento del sistema formal político, ni es una cuestión política propiamente, es más bien un fenómeno de mentalidad que viene dado porque los mundos rurales imponen sus universos conceptuales. Es una realidad también social porque revela las funciones que cumple el cacique como reProductor social del poder en su comunidad, dedicado a mantener el orden social establecido entre su clientela y a prolongar determinadas estrategias de poder de-la clase dominante local. Autores como Cruz Artacho resumen que el cacique ostenta una representación política que se convierte en elemento de mediación violenta en las relaciones de subordinación entre comunidad y Estado al servicio de los intereses de las oligarquías agrarias. Asimismo critican la utilización de la teoría de la modernización y su funcionalismo que ha hecho creer que la aparente modernización formal de los mecanismos políticos y estructuras del Estado ha establecido paralelamente un proceso de modernización de los hábitos sociales y políticos de la sociedad de la Restauración. Erróneamente identifica lo modernizado con lo urbano y lo tradicional con lo rural que tiene características de atraso político, de poder autoritario y personalista con vínculos sanguíneos y familiares preferentes y sin hábitos de participación. Sostienen que el estudio del caciquismo y sus redes de clientela ha de consistir en un análisis extra polí-

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tico y extra institucional de las estructuras y alianzas de la clase dominante, donde la redes clientelares actúan como mecanismos de control social y de dominación política de las oligarquías locales para perpetuar la situación socioeconómica dominante y consolidar un determinado orden social injusto. También censuran que los estudios clásicos del caciquismo han adolecido de una visión centralista del poder, lo que ha conducido a un esquema rígidamente piramidal, unidimensional y con clara dirección descendente. Así se prima el análisis de los órganos centrales del poder y la administración creyendo que las dimensiones locales y provinciales del mismo están determinadas por aquéllas. Parece, por el contrario, que es más rico el planteamiento ascendente, que parte de ámbitos locales, de la articulación de las redes clientelares en las comunidades particulares y de los condicionamientos que éstos imponen a los espacios superiores. 5.1.3. La tendencia más reciente: la historia social del poder y de las elites Últimamente, alejados ya de los fragores de la batallas políticas más urgentes, está apareciendo una nueva generación de historiadores que tratan de interpretar el caciquismo y la Restauración con una perspectiva más integradora que no se enzarza en los enfoques unívocos y exclusivistas de las dos corrientes anteriores materialista o liberal y aplica una metodología más interdisciplinar, para ofrecer explicaciones más complejas del fenómeno y relacionadas con muchas más variables exteriores al mismo, no sólo económicas, ni tampoco exclusivamente políticas o administrativas, sino referidas al mundo de las relaciones familiares, profesionales, institucionales, patrimoniales, territoriales/espaciales, mentales, etc. que permiten una visión rica y polivalente del fenómeno. Nosotros creemos que esta perspectiva, que frecuentemente incluye el conflicto pero también presupone la intermediación, el intercambio y la transacción interesadas, aporta nuevos elementos explicativos y ofrece una concepción más integral del fenómeno al insistir en los aspectos sociales de esta relación.

5.1.3.1. Más allá del conflicto como único paradigma explicativo La coordenada del conflicto ha pretendido ser la única vía de explicación social del caciquismo, pero hoy comúnmente se admite que siendo importante no es exclusiva ni agota toda la realidad caciquil. Más allá de aquella simple visión de un bloque de poder en dialéctica oposición a la masa explotada, los estudios señalan recientemente serias discrepancias y multiplicidad de fragmentaciones de la elite y de rupturas o disimetrías entre el llamado bloque de poder económico y la también llamada clase política. Casi todos insisten en la gran complejidad y fragmentación del poder basado en el localismo, la insolidaridad, la falta de perspectiva general y el carácter personal de su organización, insisten más en esta característica fragmentaria y localista del poder que en el monolitismo centralista que se esgrimía antes al dibujar una pirámide jerárquica y descendente de influencias desde lo central a lo local, de arriba abajo. Los tipos de relación posible a establecer entre ese supuesto tándem bloque de poder y sociedad no se agotan en la lucha y la explotación, aunque frecuentemente estén presentes; existen otras muchas formas de relacionarse como la obedien-

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cia, la clientela, la subordinación resignada y sin otra alternativa, la contraprestación de servicios y favores por apoyos políticos, incluso la coacción y la compra-venta de dicha relación, o la mediación interesada entre dos extremos incomunicables. También las relaciones entre Estado y sociedad se habían interpretado en esa clave de conflicto, y en muchas ocasiones era así, siempre se ha dicho que la sociedad rural o local ha contemplado al Estado únicamente como el exactor de contribuciones, el vigilante del orden social y el reclutador de mozos. Pero ésta es sólo una cara de la moneda, ante aquellas comunidades rurales el Estado aparecía además como el único con recursos capaces —agotadas ya las haciendas locales— de realizar obras públicas, de dispensar servicios comunitarios y de regular situaciones sociales inéditas que desbordan a los agentes locales. Y en esta situación se establece una relación de reciprocidad, no sólo de oprimido a opresor, sino también de necesitado a dispensador, de marginado a benefactor, de aislado a comunicador, que desvela otras actitudes complementarias del conflicto. El Estado, a su vez, consciente de que su aceptación por parte de las comunidades locales tiene estos argumentos eficaces, les pide nuevas colaboraciones en el inédito rito constitucional en favor de una alternativa política que le impondrá el cacique local. La actuación del parlamentario o político local como intermediario es la encargada de conectar estos extremos aparentemente contrapuestos y desempeña el mismo papel interesado que aquel que se sitúa entre productor y consumidor en una transacción comercial. 5.1.3.2. La política del pacto, el otro riesgo de exclusivismo En algunas interpretaciones recientes del caciquismo se está imponiendo el concepto de la política del pacto como idea vertebral y a veces exclusiva. Tiene interés esta nueva clave explicativa cuando avanza algo nuevo más allá de la vieja polémica, pero deja de resultar interesante cuando se convierte en un arma de combate y de eliminación contra la vieja clave interpretativa del conflicto. El pacto como único discurso explicativo no deja de ser una prolongación más de la interpretación de la Restauración en su conjunto como época de consenso y de armonización de contrarios, pero ya expusimos más arriba cómo la mayoría de las veces ese consenso armonizador se quedó en el refuerzo real de uno de sus extremos en detrimento del otro, aunque las múltiples ficciones de que está compuesto el sistema den la impresión de que la armonía está conseguida. Hay que salir del exclusivismo del pacto lo mismo que hubo que superar el monopolio del conflicto. Las formas de conseguir que se mantenga un tinglado tan complejo y con tantos actores son múltiples y se componen de violencias, coacciones, dominaciones, exclusiones, subordinaciones, imposición de los intereses económicos de los más fuertes, Pero también de negociaciones, cesiones, autolimitaciones, pactos, acuerdos contra natura, respeto del hueco del partido contrario, reserva de distritos estables para los caciques más fuertes, consideración a las demandas de una comunidad, reparto de Poder en suma. Pero creemos que no puede identificarse clientelismo y pacto, éste es una mínima y tal vez insignificante parte de aquél que también contiene dosis de lucha y subordinación y en todo caso refuerza la posición dominante al desmovilizar y retrasar la madurez cívica de participación. Creemos que habría que matizar también en esa teoría del pacto el resultado final de los beneficios conseguidos. El pacto debe implicar un proporcionado reparto de recompensas y por el contrario no puede negarse que en este reparto de prove143

chos la desigualdad es obvia y ese desequilibrio forma parte del sistema mismo, de manera que el beneficio es menor cuanto más abajo de la pirámide social se encuentre el actor del proceso. 5.1.3.3.

El sugestivo microanálisis las raíces sociales del poder

de

las

redes:

Uno de los principales cambios en los nuevos planteamientos radica en superar la perspectiva generalista y desde arriba que se ha adoptado hasta ahora y descender al microanálisis, a la perspectiva particularista y a la posición desde abajo. De la mano de este planteamiento, es posible descubrir mejor la polivalente realidad de un poder compuesto y conformado por redes multiformes, por abundantes factores antes olvidados que forman parte muy importante y sustancial del mismo. Sobre las relaciones sociales del poder sólo se arroja luz si se adopta una perspectiva integradora de procesos de interrelación entre economía, sociedad, cultura y política, en sustitución de posiciones exclusivistas. Dentro de este planteamiento, el microanálisis de las redes de poder en el ámbito de las comunidades locales es una vía de estudio del caciquismo muy sugerente capaz de ahondar en la búsqueda de las raíces sociales del poder. No hay que olvidar la relevancia de otro elemento propio de las redes sociales de la Restauración, son los protagonismos individuales que desempeñaron un papel importante en la acomodación de poderes e intereses, este destacado papel individual y su liderazgo social es lo que autoriza a hablar de elites, más que de oligarquías y bloques, son una serie de notables en cada provincia que generan en su entorno potentes áreas de poder personal, familiar, profesional sin las cuales no se puede explicar esa articulación del sistema. Gracias a las personalidades el retículo social es algo más que una relación privada y adquiere la categoría y significado de un vínculo político. Y este planteamiento no está reñido con el hecho de que estos líderes sean importantes propietarios o grandes hombres de negocios de alto nivel de recursos, esa condición es casi imprescindible en la mayoría de los casos para que pueda existir reciprocidad en la relación con otros patronos y capacidad de favorecer a los clientes inferiores, generalmente la riqueza económica es la que proporciona mayor consistencia y extensión de los círculos de poder que se generan alrededor de un patrono. Otras veces puede ser una fuerte personalidad, una capacidad de atracción cultural o profesional relacionada con su bufete, su periódico o su banco, la que le proporcione calidad de líder social y político para transformar el vínculo reticular en autoridad y poder político. Junto al personalismo hay otra línea decisiva de búsqueda de raíces sociales del poder, que es lo local y municipal como espacio base de su origen y ejercicio; por eso dichas elites aparecen fragmentadas y en el ámbito provincial. 5.1.3.4. La elite política como interesado intermediario entre la comunidad local y el poder central Existían en España unidades aisladas, herméticas, extraordinariamente resistentes al proceso de unificación y homogeneidad que pretende traer el Estado liberal. Sus estructuras de poder tradicionales de tipo señorial y de jerarquías naturales han sido

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apenas sustituidas por unos notables locales que tienen una superioridad social con relación a sus vecinos y que ejercen ante ellos un fuerte ascendiente personal. Cuando el Estado se ve en la imperiosa necesidad de conectar con estas sociedades, transmitirles mensajes, exigirles impuestos o pedirles participación electoral, está obligado a acudir a esas autoridades primarias y a la inversa, su comunidad sólo es capaz de percibir el lenguaje de ese lejano y ajeno Estado cuando es traducido y acercado por estos notables locales. R. Carr sostiene que una buena parte de la historia española se explica debido a las tensiones causadas por la imposición de instituciones liberales avanzadas sobre una sociedad conservadora y atrasada económica y socialmente. En este contexto halla algún sentido y exégesis coherente el caciquismo como puente de contacto de esas dos culturas. De aquí la función del propietario y abogado, la necesidad de intercambiar lo privado por lo público, la obligación de combinar lo tradicional con lo nuevo, lo territorial con lo jurídico, lo local con lo estatal. Estos caciques son pues miembros de la elite local arraigados en su medio territorial, eminentes personalidades descollantes en solitario con un fuerte predominio individual, de ahí su función de intermediarios entre esa comunidad tradicional y cerrada y el Estado centralizador y distante. Álvarez Junco ha escrito recientemente que las últimas interpretaciones del caciquismo se han centrado, no tanto en el ya clásico rol del patronazgo sino en el de intermediación. Este concepto no es sinónimo de mediador o de pacto sino que hace referencia a la figura del intermediario comercial que se sitúa entre el productor y el consumidor con afán de lucro, el broker, el que por sus contactos puente controla los recursos y los destinatarios, nosotros los hemos perfilado como unos verdaderos prestamistas políticos usurarios. En lugar de utilizar el arcaico símil del terrateniente y propietario para explicar estas relaciones, como se hacía antes, se usa ahora la imagen de una profesión más nueva, pero que no se diferencia demasiado en el fondo de la primera, puesto que se trata de dos actividades orientadas a beneficiarse de la relación entre actores económicos. Se trata de unos personajes dúctiles y temporales que ejercen la triple conexión del caciquismo que pone en relación dos extremos fijos, el Estado y el cacique, y uno móvil, la elite política; de esta posición obtiene unos importantes beneficios, en forma de incremento de patrimonio, refuerzo de autoridad, mayor capacidad de decisión, consolidación del liderazgo y prestigio social. Semejante es la interpretación social del caciquismo realizada por F. X. Guerra que se basa en la forzada convivencia de esquemas políticos nuevos en unos marcos sociales y mentales antiguos. Esta concepción del poder se basa en unos imaginarios y valores políticos de tipo tradicional, centrados en el grupo y no en el individuo, heredados de la inercia del Antiguo Régimen, ajenos a la participación y el constitucionalismo. En esta cultura tradicional los actores de la política no eran los ciudadanos como individuos ejerciendo su libre voluntad, sino los hombres poderosos, rodeados de otros que les apoyan y les están unidos por varios tipos de vínculos. La autoridad es ejercida en estas sociedades tradicionales por actores colectivos integrados en determinadas familias o grupos movidos por la costumbre, el parentesco, la amistad, la influencia, la recompensa, o por la lealtad personal. Estos sujetos principales de la Política estaban representados por grupos, ya sean institucionalizados (ciudades, villas, gremios), ya sean con estatuto propio (clero, nobleza), ya sean informales (en torno a la familia, procedencia, amistad, clientela), están cohesionados por una serie de vínculos, la mayoría heredados (parentesco, vecindad, estatuto, fidelidad, etc.) que son personales, económicos, desiguales y jerárquicos y que están legitimados por cos-

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tumbre, religión o tradición y no por la voluntad de los individuos. El caciquismo se posibilita por el choque que se produce cuando estos grupos articulados por tales vínculos y regidos por dichos imaginarios y culturas de tipo antiguo han de participar en un régimen electoral y constitucional, basado en conceptos individualistas de tipo moderno. Las elites actúan en este contexto como poderosos que movilizan a sus parientes, amigos, clientes y a los hombres que de ellos dependen para asegurarse con el voto su posición dominante. Se descubre otra vez la necesaria función de los intermediarios entre la sociedad tradicional y el mundo político contemporáneo que ha de ser ejercida por funcionarios, por elites sociales, por representantes parlamentarios, encargados de explotar y al mismo tiempo salvar la distancia entre sociedad y poder, entre tradición y modernidad. Combinan y mezclan en sí mismos actitudes heredadas propias de la cultura tradicional con mensajes profesionalizados contemporáneos propios del sistema político electivo —de aquí el protagonismo del abogado— con lo que la muda sociedad tradicional opina y quiere —de ahí la identificación con el propietario. Por su parte, para gobernar, los dirigentes tienen que emplear mensajes e intermediarios que hablen y actúen como la sociedad tradicional; y ésta necesita, a su vez, de hombres que traduzcan en el lenguaje del Estado y según el esquema político nuevo, sus peticiones, sus agravios, sus rechazos. Resulta el instrumento perfecto para un Estado como el de la Restauración, que pretende hacer funcionar una realidad autocrática basada en la voluntad de los dirigentes y la Corona con una apariencia democrática que lo legitime. Esta función de intermediarios evolucionará con el tiempo, en un plazo muy largo dejará de ser una función social vinculada con el patrimonio y el clientelismo para convertirse finalmente en una profesión. Pero subsistirá el intermediario aprovechado siempre que se produzca el contraste entre el sistema de referencias de la comunidad tradicional con el de las elites y el Estado, habrá caciques mientras exista la disparidad de ideas, valores y comportamientos entre ambos. Desaparecerá en cambio en la medida en que la individualización de la sociedad progrese y abandone sus viejos imaginarios políticos, por medio de la educación, la opinión pública, las formas de sociabilidad, el crecimiento de la economía, la urbanización, las migraciones o la reconstrucción del Estado. Este proceso de sustitución evolutiva ha sido más largo en unos países que en otros, en el caso español los presupuestos inmovilistas del régimen canovista tendieron a prolongar indefinidamente esta situación, que de transitoria y eventual pasó a ser un quiste permanente que dificultó el cambio de cultura política en la sociedad.

5.2. EL PROTECCIONISMO, LA GENERALIZADA MOVILIZACIÓN DE LAS ELITES ECONÓMICAS

El movimiento proteccionista fue el marco en el que se produjo el paso de una política económica, aún de corte liberal decimonónico, a otro modelo más intervencionista propio del siglo XX. La intervención del Estado en la vida pública era una realidad que se venía imponiendo en muchas sociedades europeas, pero eran dos las vías que se abrían a esa intromisión estatal, podía desempeñar un nuevo papel en la economía del país y podía ejercer una intervención en el terreno social, como había sucedido ya en otros ámbitos en que se estaba gestando el Estado del Bienestar. Pues bien, en España penetraron antes las tendencias del intervencionismo económico 146

que las del social y por eso el proteccionismo se asentó antes que el reformismo social. Hay que esperar no obstante al siglo XX para que ambas direcciones de intervención se consoliden en el nacionalismo económico y en el intervencionismo social, pero de momento en la Restauración del siglo XIX sólo se afirma la actuación arancelaria del Estado. Se hacía así evidente que las elites económicas tenían mayor capacidad de influir en la política estatal que las minorías intelectuales y reformistas que estuvieron silenciadas la mayor parte del periodo y que la Restauración fue más sensible a las presiones de los grupos económicos que a las demandas de los nacientes movimientos sociales. Igual que el caciquismo, el proteccionismo nació de una dialéctica entre las elites económicas y el sistema de la Restauración, se trata de la imposición de una política económica que las elites de la riqueza agredidas por la crisis exigen al gobierno, lo mismo que las elites políticas y los caciques practicaban el caciquismo exigido por el sistema. 5.2.1. Nuevas interpretaciones del proteccionismo: una apuesta práctica más que una retirada teórica 5.2.1.1. Las polémicas historiográficas en torno al proteccionismo El movimiento proteccionista ha sido interpretado desde perspectivas diferentes. Varela Ortega lo calificó en su día de intento de solución de la crisis por la vía interclasista; en términos opuestos, A. M. Bernal lo interpretó como una estrategia dominadora de la patronal, R. Robledo y M. Esteban advierten en la dirección del movimiento una «elite agraria» que impone la representación de sus intereses en el programa del movimiento identificado con los «auténticos intereses» de todos los castellanos, más recientemente otros lo han interpretado como un medio de cohesión y adhesión social de las elites. La discusión se centra en el papel que el movimiento desempeñó en las relaciones entre la elite económica y la política, mientras que Varela sostiene que fue básicamente «un enfrentamiento entre la clase política y unos grupos que no se percibían como dueños del Estado pero sí con derecho a serlo», otros sugieren la idea contraria de que en ningún caso pretendieron enfrentarse al sistema político de la Restauración, de forma que la crítica al caciquismo no era sino un instrumento retórico asumible por los propios partidos caciquiles. En la línea de esta última hipótesis, incluso dando un paso más Tipos de proletariado barcelonés, por Isidro Novell allá, creemos que se trata de un diálogo (Museo de Arte Moderno de Barcelona).

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de esgrima para entablar una relación que pronto acabará en una aproximación, una vía de articulación de intereses económicos y políticos que ofreció un camino común a las dos elites, económica y política, dentro del sistema. Más que un único bloque de poder bajo el proteccionismo, como algunos han sostenido, se descubren diversas elites que controlan diferentes parcelas de poder, de forma que entre ellas existen infinidad de tensiones, relaciones y contactos que actúan de vasos comunicantes de intereses. Aunque estos grupos a veces aparecen con discursos contrapuestos o críticos, finalmente resuelven sus diferencias en un complicado equilibrio de negocios que les hacen semejar un bloque monolítico, siendo como son, en realidad, un haz multiforme de grupos. El proteccionismo sirvió de amalgama en esta dirección. En cuanto a la función y la relación de las diversas elites económicas, políticas y territoriales, que es el telón de fondo del proteccionismo, es reduccionista e impreciso el planteamiento de una elite urbana modernizadora, industrial, periférica y librecambista opuesta a otra proteccionista, rural, arcaica, obstructora y centralista del interior. Más bien el primer proteccionismo hizo que se movieran en la misma o semejante dirección las diversas elites interiores y periféricas, creó una sintonía entre el mundo industrial y agrario, el urbano y el rural, el periférico y el central, el metropolitano y el colonial. Se ha producido otra polémica en torno al significado y eficacia capitalista del proteccionismo, sobre lo que en los últimos años se han hecho aportaciones notables. De semejante manera a como se ha puesto de manifiesto últimamente la racionalidad económica del proteccionismo, no incompatible con un espíritu capitalista y con la búsqueda de la máxima rentabilidad —aunque no coincida con la mayor productividad—, nosotros pretendemos hacer ver que también políticamente encontraron una rentabilidad al proteccionismo, que actuó de catalizador de muchos movimientos políticos regionales, de instrumento movilizador del campesinado (pequeños propietarios y colonos), de medio aglutinador de diversas fuerzas políticas y de puente que salvara las posibles distancias entre la elite económica y los partidos políticos que mutuamente se habían propinado tan duras críticas. Está también viva la controversia sobre la relación del proteccionismo con el origen de algunos regionalismos. Para las primeras décadas del XX algunos han interpretado exageradamente el regionalismo como una desviación de los conflictos de clase al ámbito espacial de los privilegios regionales, en estos primeros años no se aprecia ese posible desvío. Por ejemplo, el balbuceante regionalismo castellano apenas adoleció al principio del anticatalanismo que le lastrará después, por el contrario, el proteccionismo actuó de aglutinador de una difusa conciencia de intereses regionales y de identidad socioeconómica de Castilla en cierto paralelismo con Cataluña. Esta tensión y diálogo de los años 80 entre diversos grupos económicos y políticos en torno a los movimientos de contribuyentes y cerealistas en muchas regiones interiores de España significaron un precedente de la crisis del 98, mejor dicho, se insertaron dentro de la transición intersecular de la que hablaremos, fueron un antecedente incluso de algunas respuestas regeneracionistas. De este fenómeno precursor dependió en buena medida cómo se percibiera la crisis noventaiochista y cómo se matizara la solución regeneracionista. Aportan una razón para explicar la falta de eficacia que registró el regeneracionismo político en la mayoría de los casos, porque los proteccionistas le habían ocupado el espacio antes, se habían anticipado en el diagnóstico de la crisis y habían propuesto un tratamiento contrario al de los regeneracionistas que caló muy hondo en las sociedades más interiores del país. 148

5.2.1.2. El proteccionismo moviliza a las elites agrarias e industriales en busca del máximo beneficio económico y político C. Serrano sostiene que ya en 1885 el arancel del trigo español era de los más altos de Europa. Pero esta larga lucha, intensificada entre 1884-91, consiguió su mayor éxito en el último año, cuando las presiones políticas de los terratenientes y fabricantes de harinas logran establecer un nuevo arancel de sesgo marcadamente proteccionista, aun así no consiguieron toda la protección que solicitaban. Como es sabido, en esta lucha los propietarios y harineros castellanos contaron con el apoyo de los industriales siderúrgicos vascos y textiles catalanes, que en algunos momentos tuvieron más protagonismo aún que los de la meseta, amén de la connivencia de los otros sectores levantinos, andaluces, asturianos y cubanos por medio de sus respectivas representaciones en Madrid. Para otros autores las voces más tradicionales habían sido las textiles catalanas, a las que se unen decididas las de los cerealeros castellanos, luego a principios de los 90, por la crisis de los intercambios con Inglaterra, se suman las de los minero-siderúrgicos vascos. El Fomento del Trabajo, las Ligas Agrarias y la Liga Vizcaína de productores presionaron cuanto pudieron y lograron un frente unido que incluso arrastró tras de sí a muchos comerciantes, movilizó a muchos políticos y parlamentarios, convirtieron al mismísimo Cánovas y lograron levantar los aranceles. El resultado de la coincidencia de estos grupos económicamente poderosos y políticamente influyentes fue el inicio del nuevo modelo de desarrollo económico conocido como la «vía nacionalista del capitalismo español», que no era otra cosa que vertebrar la economía española en torno a los intereses nacionales en contra de algunos periodos anteriores que propugnaban la dependencia de los capitales extranjeros. Últimamente se interpreta el proteccionismo, especialmente el castellano, más como una apuesta práctica que como una retirada teórica. Difícil es exagerar, escribe García Sanz, la trascendencia del proteccionismo cerealista como base del desarrollo del capitalismo agrario en la región castellano-leonesa: hizo que las regiones litorales, deficitarias en granos, dependieran del suministro de trigo producido en la región excedentaria castellana; aseguró a los productores de granos un nivel de precios que permitía un buen margen de beneficios estable, a pesar de que el estancamiento técnico elevara los costes de producción. No hay que confundir rentabilidad con productividad, una explotación agraria estancada técnicamente puede ser poco productiva, pero muy rentable. El proteccionismo combinó el estancamiento técnico con la alta rentabilidad, mostró que las innovaciones técnicas incrementaban excesivamente los costes productivos de forma que sólo debían introducirse en periodos de baja coyuntura. La innovación no nace sólo de un espíritu teórico de empresario capitalista contemporáneo, es a veces producto pragmático de la búsqueda de los mayores beneficios intensificada en las épocas económicas deprimidas. Si queremos entender las razones por las cuales el Desastre no provocará ningún terremoto final, el movimiento cerealista y proteccionista tiene un gran interés explicativo. La implantación de la política proteccionista en materia de cereales, según García Sanz, constituyó una de las piezas más decisivas del reajuste del comercio exterior tras la pérdida de las colonias continentales de América y un elemento fundamental en el proceso de formación del mercado nacional a lo largo del novecientos. No es legítimo, por tanto, descalificar a este grupo por reaccionario, arcaico, obstructor de la modernización de

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la agricultura y paralizador de la descentralización del aparato del Estado. Más bien se trata de un conjunto de burgueses agrarios, acompañados por los industriales, que buscan el máximo beneficio adaptado a las circunstancias en que viven y que apuestan por las soluciones más rentables, aunque no sean teóricamente las más productivas. Llama en su ayuda a las elites políticas para que defiendan sus intereses, en sintonía con los comportamientos de las burguesías de otras latitudes y en apoyo de sus proyectos más viables. Era entonces, sin duda, la salida más correcta en términos de beneficio económico y político para los intereses de las elites agrarias e industriales del centro y la periferia. Lo completan en el aspecto social y político lanzando un mensaje aparentemente asumible por la mayoría de aquella sociedad que les proporciona un liderazgo que concita adhesiones regionales. En suma, una corriente oportuna para unas elites que optan por unas estrategias económicas y políticas que les proporcionan el máximo rendimiento en términos de beneficio económico, en grado de aceptación social y en orden a consolidar su poder político.

5.2.2.

Los efectos del proteccionismo: anticipo regeneracionista, cohesión de las elites y adhesión del campesinado

Mediante este movimiento fue precisamente el cerealismo castellano y su entorno el que cumplió más cabalmente algunos objetivos de dinamización social, económica y política en buena parte del norte de España, incluso de forma anticipada a lo que conseguirán luego los regeneracionistas. Lograron un objetivo social puesto que abrieron una importante vía de adhesión del campesinado a su liderazgo económico, sirvió de enganche y captación de apoyo e identidad de intereses entre el campesinado y muchos terratenientes y grandes propietarios, y al mismo tiempo consiguieron mejorar el beneficio inmediato de su economía agraria. Obtuvieron también una ventaja política ya que consolidaron la hegemonía del grupo cohesionado y bien relacionado con los poderes económicos y lograron influir en las elites políticas hasta atraerlas a su causa. Avanzaron incluso en la dirección regional puesto que estuvieron a punto al principio de abrir una senda positiva y emancipada, es decir no basada sólo en el anticatalanismo, para el regionalismo castellano. Finalmente, el Desastre y la desaparición de las colonias quebraron algunas de estas expectativas, la inicial herencia flexible del grupo cerealista se perdió y la política proteccionista y regionalista se endureció y viró hacia posiciones más intransigentes. Pero al mismo tiempo que conseguían estos efectos, no se debe ocultar la otra cara de la moneda, el gran logro de la movilización debió consistir en reforzar los intereses de la elite agraria y consolidar su hegemonía económica. 5.2.2.1. El movimiento proteccionista es una semilla regeneracionista Una de las más consistentes llamadas de atención sobre la situación de crisis que se cernía sobre España a finales del siglo XIX procedió en efecto de estos cerealistas castellanos en la década de los 80. Las dificultades económicas y el hundimiento de los precios de los productos agrarios, en definitiva la quiebra del decimonónico modelo castellano de expansión cerealista que entró en conflicto con la nueva situación del mercado internacional del trigo, unieron entonces a personalidades muy variadas, que emiten un juicio muy negativo sobre el estado en el que se encuentra el país.

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Se perfila así una nítida conciencia critica que, tras el Desastre, se ampliará a más ámbitos pero que a estas alturas de los 80 abarcaba ya muchos de los contenidos que integrarán luego el discurso del 98. No dudaban en echar la culpa de la crisis agraria a jos partidos, como hemos visto, más preocupados por mantenerse en el poder y aprovecharse del presupuesto que de llevar a cabo una política razonable de fomento de la economía. Algunos contenidos regeneracionistas, en efecto, fueron así anticipados por los proteccionistas. Por un lado, las críticas de estos intelectuales, sus denuncias sobre el estado de postración de la agricultura, la corrupción, la inmoralidad de la vida pública o la ineficacia de la administración, las habían hecho ya los cerealistas castellanos de los años 80. «Joaquín Costa, en su última Memoria "Oligarquía y Caciquismo" —asegura el gamacista vallisoletano Arroyo—, se vale de afirmaciones del mismo señor Gamazo para combatir la plaga del caciquismo.» Por otro lado, quienes lideraron ese movimiento de descontento consiguieron que casi toda la ciudadanía se alinease en torno a la propuesta de proteccionismo para el trigo, como clave para la solución de todos los males. De aquí que los regeneracionistas gastaran ríos de tinta para, inútilmente, intentar convencer a los campesinos castellanos de que los remedios debían ser otros distintos del proteccionismo. Y lo mismo pudo suceder en otras regiones en torno a los productos industriales. 5.2.2.2.

Las elites económica y política y aproximan bajo el proteccionismo

se

reconcilian

La propuesta proteccionista, pues, aglutinó las fuerzas, constituyó un substrato común de identidad que creó conciencia, tanto política, económica, regional, como de grupo y facción. Superó acusaciones y discordias internas y planteó una mayor aproximación entre las elites, las económicas, particularmente los grupos más comerciales, financieros e industriales, están desde ahora más dispuestas a introducirse en la elite política para luchar desde sus filas; se produce la reconciliación entre los grupos económicos, profesionales y los partidos, tanto que la prensa se alarma en 1892 por la afluencia de fuerzas vivas a la política. Asimismo, la barrera ideológico-política será más débil y difusa dentro de los grupos dinásticos, con más intercambios, escisiones y repartos de poder entre los dos partidos. Antes del 98 los enfrentamientos ideológicos en torno al proteccionismo eran limitados, sólo los demócratas y republicanos más aguerridos se quejaban de que con él se encarecieran las subsistencias de las clases proletarias, pero los liberales transigieron con él y colaboraron en multitud de manifestaciones e instituciones que propugnaban el proteccionismo. Sólo después del 98 el proteccionismo se utilizará como arma arrojadiza entre partidos políticos y entre regiones, y viejos liberales se verán obligados a pasarse a los conservadores para defenderlo con un tinte antiliberal más acusado. En este marco se inscribe el paso de Gamazo al Partido Conservador, que reforzará sus filas con este arma electoral. 5.2.2.3. Los efectos de movilización política Es excesivo conceder al movimiento, como hace Varela Ortega, el mérito de ser un proyecto democratizador en busca de un sistema verdaderamente representativo, creemos más bien que en ningún caso pretendía conseguir una alternativa

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política al régimen y que cuando habla de los «verdaderos» representantes no se refiere tanto a su carácter democrático cuanto a su naturaleza de «próximos y vinculados a los intereses locales». Pero observamos al mismo tiempo que, para alcanzar el descarado objetivo de defender sus intereses confundidos con los de todos provocaron una importante movilización de amplios sectores de aquella sociedad e inocularon en el pequeño propietario y en el colono, e incluso en muchas clases medias urbanas, una actitud participativa inusual que tuvo efectos de dinamización política y social. En este sentido sí puede hablarse de un impulso modernizador, de un anticipo regeneracionista, aunque con evidentes ribetes populistas como veremos, pero sin duda pusieron en marcha una de las más vastas e intensas movilizaciones de las conseguidas por la sociedad española en el siglo XIX. El alcance de modernización política que pudo tener el proteccionismo no es despreciable. La política de altos aranceles y prohibicionismo era un excelente gancho para conectar con los pequeños campesinos, con los acomodados labradores, con los almacenistas y especuladores en granos y con los fabricantes de harinas en Castilla, pero también con empresas textiles familiares y sus asalariados en Cataluña. Habría pocos objetivos imaginables en aquel momento que tuvieran tanta capacidad de aunar en una meta común elementos socioeconómicos tan dispares. Esto debió ser muy pronto percibido por los grupos económicos y políticos de diferentes regiones como un utilísimo medio de elaborar una estrategia de poder, para consolidarse como clase hegemónica; era posible, sin emplear medios especialmente coercitivos y de subordinación explícita, defender sus intereses y reforzar al tiempo su papel de elite. El campesinado castellano debió entender fácilmente el mensaje que, además, llevaba implícita la condena de las pasadas y peligrosas veleidades revolucionarias. Abre incluso una vía diferente para obtener apoyos entre los labriegos, no es tanto el viejo contacto personal cuanto el enganche de naturaleza más local, territorial, regional, basando en ello la identidad de la tierra y de la relación del campesino con ella; añade un cierto matiz corporativista, utiliza argumentos publicitarios nuevos, como «defensor del terruño», promotor de los «auténticos intereses locales». Asistimos a una especie de «espacialización» del poder y a la valoración del territorio como escenario elemental movilizador. En suma, el proteccionismo había servido para utilizar en la Meseta semejantes instrumentos y razones a los que funcionaban en Cataluña y en Vascongadas. Están sucediendo cambios en la forma de relacionarse representantes y representados, del nivel personal y paternalista de la captación de apoyo hemos pasado al nivel territorial, espacial, económico general, corporativo, incluso de identidad colectiva. Es la primera vez que en varios ámbitos no sólo interiores de España se extiende y generaliza la práctica de la movilización colectiva por medio del mitin, de la manifestación, de la exposición conjunta, de los congresos. Constituye también un sorprendente impulso a la práctica asociativa, de manera que se extienden como un reguero de pólvora las Ligas, Asociaciones, Círculos, Cámaras y otras fórmulas de sociabilidad cívico-política que se están superponiendo a los viejos hábitos de relación y los anteriores instrumentos tradicionales de presión a base de clientelas directas y jerarquizaciones paternalistas. El proteccionismo produjo seguramente un apreciable avance del asociacionismo y del planteamiento colectivo de los problemas políticos y sociales, aunque no estuviera exento de ribetes organicistas.

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5.2.2.4. Las elites regionales catalana y castellana conviven aún bajo el mismo techo proteccionista En el caso castellano hoy se tiene una visión más matizada de las relaciones entre proteccionismo y regionalismo. Ha sido tópico en la historiografía contemplar el movimiento cerealista-harinero castellano y su incipiente regionalismo como un antídoto esencial contra el catalanismo, presentando una sociedad tradicional y rural versus otra progresiva y urbana, una economía agraria opuesta a otra industrial, una concepción política autoritaria y centralista frente a otra burguesa y descentralizadora. Pero la actitud castellana fue escasamente anticatalanista durante los años 80. Ricardo Robledo ha documentado cómo el proteccionismo castellano y toda la movilización de los trigueros prohibicionistas no fue anticatalanista hasta la segunda parte de los años 90, por el contrario, en múltiples manifestaciones, exposiciones y ligas el apoyo y concordancia entre el proteccionismo catalán y castellano fueron evidentes, muy lejos de los tintes anticatalanistas que adquirirá más tarde. El fin de esta entente es justamente 1898, cuando la movilización castellana adquirirá otros derroteros, probablemente porque el mercado antillano era una buena soldadura de intereses entre castellanos y catalanes En los años 80 razonaba el diputado castellano Alonso Pesquera, contra quienes querían sembrar semillas de discordia, «porque en Cataluña hay un gran sentido práctico para conocer lo que les tiene cuenta y bien saben los catalanes que si por conveniencia general de Extremadura, Andalucía y las Castillas comen el pan un cuarto más caro... todas estas provincias les devuelven con creces este pequeño sacrificio proporcionándoles un gran mercado para sus productos fabriles». Gamazo consiguió en 1883 el ministerio, tras la dimisión de Camacho, como consecuencia de una ofensiva catalano-castellana para defender un monopolio tranquilo y un arancel alto para el mercado del cereal. En lugar de recelo y hostilidad, lo que se siente en la Meseta en estos años es que hay que imitar el ejemplo catalán, el afán y la estrategia con que sus diputados han defendido sus intereses en el Parlamento. Las Ligas de Contribuyentes entienden que serán más eficaces sus peticiones si las efectúan unidos a los prohombres de Cataluña y sus aspiraciones reformistas. La Liga Agraria trata de agrupar fuerzas; en 1888 Gamazo explicó a la asamblea que su mitin por tierras leridanas había supuesto un «abrazo fraternal de Cataluña».

5.3. EL REGENERACIONISMO, VARIAS ELITES EXCLUIDAS SE REBELAN Y CUESTIONAN EL SISTEMA El carácter alejado y excluyente del sistema estaba generando demasiados espacios de descontento y disentimiento entre las diferentes elites: las políticas se ven obligadas a practicar la ficción caciquil para cumplir su función de intermediarios entre la comunidad y el Estado, las económicas se sienten impelidas a movilizarse para arrancar del poder protección a sus intereses, las intelectuales inician una corriente de critica y revisión de un régimen en el que se sienten extrañas, las periféricas inician una andadura autónoma huérfanas de un proyecto común español atractivo. En definitiva, el periodo de la Restauración contiene la mayor riqueza y originalidad, no

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en el sistema mismo, sino justamente en los elementos que hallan inadecuaciones o dificultades de alojamiento dentro de él. Nos hallamos ahora ante el regeneracionismo, la tercera elite en dificultades con el sistema que provoca una interesante reacción de censura y condena ética y política. Pero no eran pocas las contradicciones del regeneracionismo, arrancando de unos objetivos expresamente políticos como la participación electoral o la democratización del Estado, no sólo se niega a formar un partido político que lo ponga en práctica, sino que realiza una asoladora crítica de los partidos en la que englobaba a veces de forma peligrosa el régimen democrático y parlamentario en sí mismo. Parten asimismo de una revisión ética del régimen y no se deciden a participar en él para sanearlo; descubren las grandes carencias sociales del sistema político, especialmente para con el campesinado y el mundo agrario, y en sus respuestas se quedan más en retóricas fisiocráticas que en propuestas de realista reforma agraria que resuelva el drama del campo español.

5.3.1. El regeneracionismo convierte la visión crítica de la Restauración en parte del sistema mismo La existencia de esta corriente es la primera manifestación crítica de la Restauración y abrió el camino del paradigma negativo de su interpretación que seguirían luego noventaiochistas y materialistas. Este paradigma crítico no ha sido producto de una determinada ideología que más tarde sesga la interpretación de los hechos, como se ha dicho, sino que ha formado parte del sistema mismo y es fiel reflejo de la percepción real que del mismo se tenía entonces. La imagen de la Restauración que percibían la mayoría de los sujetos que desde fuera del sistema reflexionaron sobre su propia experiencia, en cualquier dirección y sentido, era negativa y crítica a partir de 1880. Por eso creemos que la existencia misma del regeneracionismo, al margen de la veracidad de sus contenidos, simplemente como sensación colectiva y multiforme que expresa una visión coetánea al régimen, se ha convertido en parte integrante del sistema mismo. Es el contrapunto que pone en evidencia que la hagiografía histórica tradicional sobre la Restauración como el sistema más estable, equilibrado, positivo, eficaz y ponderado de la historia contemporánea de España era la versión propia y artificial que el poder dio de sí mismo. Es decir, que la apología de la Restauración, en contra de lo que se ha repetido tantas veces, ha estado más vinculada a ideologías y políticas interesadas que su crítica.

5.3.2. Antecedentes y variantes del regeneracionismo: la confluencia de diferentes elites descontentas Los antecedentes del regeneracionismo no sólo hay que buscarlos en las postrimerías del XIX, deben retrotraerse al Sexenio y a las manifestaciones proteccionistas de los 80. Pero en el sentido concreto de aspirar a la regeneración del país por cualquier medio, fuera político, económico, social o religioso, hay que relacionarlo con el tiempo y el espacio de los primeros síntomas de agotamiento del sistema canovista en España en la década de los 90 y especialmente desde fin de siglo. El movimiento se inicia, en efecto, con una serie de valores y comportamientos que entroncan con el sentido utópico, la condición ética y la carga de humanismo de la generación

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del 68. Esta realidad social está animada por una corriente ideológica reformista, que se inspira en el krausismo y en el historicismo. Como acabamos de corroborar, el movimiento proteccionista sirvió de segundo paso, tanto en la movilización de grupos descontentos como en la concreción de los contenidos de la protesta, y acuñó algunos tópicos en los años 80. Ha sido habitual, en cambio, vincular el regeneracionismo al Desastre y ubicarlo después del 98 sólo como reacción a la sacudida de la conciencia nacional de entonces; no obstante, existen múltiples afluentes de regeneracionismo anteriores en una corriente crítica del régimen que se anticipan a la conmoción, que Jover ha denominado los pródromos del 98, dentro de la amplia crisis intersecular. Entre esta serie de regatos que confluyen en un torrente común están la inspiración de la Liga Agraria, las propuestas de Silvela, las conspiraciones de Cascajares, las reformas sociales de la Comisión, el nacionalismo de Manresa, el sufragio de Sagasta, la autonomía de Maura o la disidencia de los catedráticos. Bajo un término tan socorrido y poco definido como regeneracionismo se descubren varios elementos diferenciables. Primero una realidad social que motiva el movimiento y provoca la reacción de sus protagonistas, descontentos con el régimen, al que no han tenido acceso o con el que se sienten frustrados, en todo caso opuestos al falseamiento sistemático del funcionamiento político y social que practica. Todos coinciden en que el sistema político que había traído la Monarquía no sintonizaba con las necesidades y aspiraciones de aquella sociedad porque se había quedado muy lejos de satisfacer las demandas más elementales y porque su evolución iba en sentido contrario al que llevaba la colectividad. El contenido del regeneracionismo tiene esta primera vertiente de crítica amarga y rechazo de los principios y valores establecidos en el sistema restaurador y otra segunda de reflexión y reformulación de los problemas sociopolíticos que España tenía planteados secularmente. En el primer aspecto, niega la validez general y rechaza todos los valores y representaciones del régimen, y en el segundo apunta vías de reforma social y política e introduce elementos de reflexión nuevos. El elenco de contenidos regeneracionistas de esta primera parte de la Restauración se centra en la crítica a los políticos, porque siempre procede de personas que no se tienen por políticos y que actúan como meros espectadores o trabajadores de la sociedad, y en la denuncia de vicios administrativos, burocracia, centralismo, caciquismo, personalismo e inmoralidad. El origen está en la sensación de fracaso que ciertas mesocracias tienen por las exclusiones y limitaciones que practica la Restauración, una experiencia que alcanzará el cenit en la pérdida de las colonias como catalizador. En el fondo, el regeneracionismo se resume en la petición de Participación y poder por parte de todos aquellos sectores que no se sienten representados, defendidos o integrados en el sistema vigente y por parte de los grupos burgueses marginales al poder que se ven más duramente afectados y castigados P°r la crisis y el fisco. Socialmente es un intento de reformismo a cargo de aquellas elites que no habían tenido la oportunidad de poner en práctica sus proyectos. Nosotros lo hemos denominado, con cierta desmesura, la rebelión de las elites que en España precedió y preparó en estos albores del siglo la posterior rebelión de las masas. La extensión del movimiento abarca así a sectores sociales diversos, también a profesiones y dedicaciones diferentes, de manera que encontramos intelectuales, profesionales, políticos, militares, de diferentes ideologías y procedencias políticas y con 155

programas de regeneración también dispares. Un movimiento, pues, harto heterogéneo y pluriforme donde se engloba actitudes de revancha, de clase, de crítica. de resignación, de utopía, de zancadilla política, de interés económico, que se da en el campo y en la ciudad, en la agricultura y en la industria, en las mesocracias y en los grupos populares, en los intelectuales y los políticos, en los conservadores y los liberales. Con el único segmento marginal al poder con el que no contactaron fue con los sectores populares y con las bases obreras. Durante esta primera etapa anterior al Desastre, parece más bien que se trata de una corriente difusa, con sus elementos y protagonistas menos definidos y abarcando a segmentos sociales e ideológicos más amplios. Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912). Puede hallarse regeneracionismo en los incipientes socialistas, en muchos republicanos, lo fueron los fusionistas y los conservadores, hubo también tradicionalistas y clérigos, lo practicaron asimismo los nacionalistas catalanes. Pero a pesar de que cada historiador trata de apuntar el tanto de un precedente regeneracionista en la facción de su simpatía, no todas lo fueron de la misma talla y convicción. Ya es tradicional la división del movimiento regeneracionista en una línea de tipo político, bien sea conservador (Silvela, Maura, Polavieja) o liberal (Alba), que pretende actuar desde dentro del sistema, otra de tipo intelectual que se bifurca también en dos direcciones, españolista (Vázquez de Mella, Menéndez Pelayo) y europeísta (Unamuno, Costa), y finalmente un regeneracionismo literario que conecta con la discutida generación del 98 y se proyecta en múltiples manifestaciones y autores vinculados a problemas y percepciones regionales (Senador, Picavea, Mallada, Rodríguez Martínez, Labra, Morote, Isern, Madrazo). Pero la realidad regeneracionista que se vive en los años 80 y 90 del siglo XIX integra más bien multiformes y pequeñas corrientes, aún no cristalizadas en el río común regeneracionista, que fluirá durante la primera parte del siglo XX. Finalmente queremos destacar que, así como hemos manejado la hipótesis de que esta etapa de la Restauración bascula más hacia características decimonónicas, mira hacia la España isabelina, vive de pervivencias de Antiguo Régimen más que de innovación, es justamente el regeneracionismo el elemento más innovador y propio del siglo XX que encontramos en esta fase de Alfonso XII y la Regencia. Es el mejor y casi único eslabón que une este periodo con el siguiente reinado de Alfonso XIII, a través de un alejamiento de la carga de pasado que lleva el sistema y de proyección sobre el horizonte del siglo XX; el regeneracionismo no es ya una pieza de la primera Restauración, es un enclave del futuro que anuncia cambios importantes y pertenece cualitativamente al siguiente periodo.

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5.3.3. El regeneracionismo de Costa: despensa y escuela Es Joaquín Costa la figura señera del regeneracionismo, un oscense de origen campesino y humilde, vinculado al krausismo, profesor (no en la Universidad canovista que le negó acogida) y notario, a quien ya hemos visto actuar con motivo de la crítica del caciquismo y que aparecerá más tarde con motivo de la campaña africanista y colonista. Ya en 1897 declara la conveniencia de crear un partido político oportunista y práctico, con el objetivo concreto de criticar a los políticos y echarles en cara lo que no han hecho y de resolver las necesidades fundamentales de España. Una propuesta que encajaba perfectamente en el entorno de su formación y en el grupo de intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza. Pero a finales de 1898 decide él mismo, desde la Cámara Agrícola del Alto Aragón de Barbastro, dirigir un mensaje a todas las asociaciones productoras del país. Su obra escrita es muy amplia y dispersa, es conocido su mensaje en las publicaciones más señaladas de Colectivismo Agrario en España. Doctrinas y hechos (1898) y en Oligarquía y Caciquismo como la forma actual de gobierno en España (1901-1902), de donde puede extraerse su pensamiento regeneracionista escasamente sistematizado. Sostiene que España ha desaparecido, mitad asesinada, mitad suicidada, y es necesario reconstruirla, lo primero a corregir son los errores históricos de haber vivido cuatro siglos tras una idea imperial incoherente con su pobreza natural, hay que empezar de cero, cambiando los gobernantes, los partidos y los programas existentes. Luego enumera toda una serie de reformas económicas a afrontar como son: regadío, colonización, crédito, exportación, previsión, reforma del fisco y vuelta atrás de la desamortización civil. La otra mitad del problema de España, dice, está en la escuela, necesitamos hombres formados, maestros bien pagados por el Estado, menos universidades y más sabios, colegios españoles en toda Europa que aprendan de las naciones desarrolladas, eliminación de la censura del Estado y de la Iglesia. Además, es preciso desmontar la administración (de cada 10 empleados suprimir 9), hay que hacerla regional y local, evitar el despilfarro de miles de instituciones y reducir los gastos militares. En cuanto a lo político debe mantenerse el sistema liberal: el Parlamento, el sufragio, el jurado y los derechos individuales. En política exterior propone un aislamiento absoluto y olvidarse de todas las aventuras coloniales, a pesar de su pasado africanista, reniega de América y de África. El propio Costa y el costismo se vieron envueltos en serias incongruencias. Una de sus contradicciones, que sobrevivió al propio Costa, es la utilización de una retórica movilizadora de ciertas clases medias y elites, que luego se sirvieron del movimiento como coartada. Efectivamente, como ha dicho Jover, había sido una manifestación de la conciencia burguesa que produjo toda una literatura inspirada en la descripción positivista de los males de la patria, pero luego fue secuestrada por una clase política principalmente conservadora que se adueñó del mito y de la retórica regeneracionista. La generación sucesora de Cánovas aprovecha la oportunidad de culpar al gobierno liberal de los males del Desastre, critica el sistema electoral, recoge el fruto de la aceptación social del proteccionismo, inicia la reforma social, comienza con Silvela un ensayo de gobierno con elementos periféricos como Durán i Bas, habla ya de la revolución desde arriba y prepara la reforma fiscal con Villaverde. El movimiento encontró pronto eco. Entonces mismo, Basilio Paraíso reúne a las Cámaras de Comercio de toda España en Zaragoza y redacta con Costa un pro-

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grama de reivindicaciones al gobierno. Ambos proponen un sistema representativo sincero por medio de una serie de acciones: descentralización económica y administrativa de Municipios y Diputaciones, incompatibilidades y reducción de cargos no sujetos al turno político sino a oposiciones de funcionarios, mejoras para la obrera como las de otros países, supresión del Ministerio de Ultramar y creación del de Agricultura, reorganización de la enseñanza y gratuidad efectiva de la primaria ducción de universidades, fomento de la agricultura por medio de canales, crédito y repoblación de montes, servicio militar obligatorio sin redención ni recompensas de guerra, y reordenación y profesionalización del poder judicial. No están aún claras las circunstancias por las que inicialmente coincidieron Costa y Paraíso y ambos con Cascajares y muchos polaviejistas. Sin embargo, se produce pronto una escisión del movimiento en dos corrientes, una agraria representada por Costa y Santiago Aba, la Liga Nacional de Productores, la Asamblea de Valladolid de 1900 y la Unión Nacional, y otra la línea comercial de Paraíso con una orientación apolítica y más mercantil. Paraíso fue instrumentado por los políticos oficiales de forma que, sin querer hacer política, acabó incurriendo en los defectos partidistas que criticaba. 5.3.4. El polaviejismo: las pretensiones de un pretor católico vestido de catalanista El general Polavieja había sido un protagonista de los problemas coloniales, gobernador y capitán general en Cuba a principios de los 90. A su vuelta a la metrópoli, a pesar de haber sido el verdugo de Rizal o tal vez por ello, encontró apoyos en la corte, en el catalanismo conservador y entre los elementos clericales. El polaviejismo, movimiento que generó este general cristiano, tiene un sesgo regeneracionista costista y roza la linde entre la democracia y la dictadura. En septiembre de 1898 había presentado un manifiesto en el que insistía en criticar a los partidos políticos, al tiempo que pretendía elevar la cultura del país, erradicar los vicios de la administración y de las instituciones parlamentarias. Proponía una política de realidades agrarias e industriales que llevara a los Ministerios a personas entendidas y técnicas, descentralización y atención a las regiones industriosas, reforma de la administración local y de sus haciendas, eliminación de la redención militar e imposición de un Ejército obligatorio, respeto a la fe católica y prestigio para la autoridad de la Iglesia. En el mismo manifiesto en que expone estas ideas tiene que defenderse de las acusaciones que ya entonces se le hicieron de dictador y antidemócrata, pues todos los grupos políticos criticaron su posición. Se le quiso enarbolar como cabeza de un proyecto político católico que ocupara el poder sucediendo a Cánovas y llegó a participar en el Gobierno de Silvela de 1899, pero las reformas de Fernández Villaverde y los recortes militares que implicaban le hicieron dimitir.

5.3.5. ¿Un regeneracionismo tradicionalista ? Existió, según algunos autores, en los años finales del siglo un regeneracionismo tradicionalista. Ya en 1897, Carlos VII exiliado en un palacio veneciano redactó con otros carlistas lo que se ha llamado el primer programa doctrinal carlista, conocido como el Acta de Loredán, que se basa en la Unidad Católica, la Monarquía y la libertad fuerista y regional. A pesar de pretender rehuir expresamente las doctrinas li-

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berales, se ve obligado a utilizar, deformándolos, algunos de sus instrumentos imprescindibles y acaba pareciéndose al doctrinarismo. Para definir el poder del rey no utiliza términos liberales, lo hace gobernar con unas Cortes corporativas que intervienen en la acción legislativa, fiscalizan el poder y votan impuestos, y mantiene la obligación regia de someterse a los fueros o legislación histórica regional. La cuestión social la resuelve remitiéndose a León XIII, insiste en la restauración de los gremios, el cooperativismo y la intervención legislativa del Estado; para un país agrario como Esafta cree fundamental la rehabilitación de las instituciones agrarias tradicionales como los pósitos, la repoblación y el regadío. Probablemente sea un exceso verbal denominar regeneracionismo a lo que simnlemente fue una escisión interna del carlismo hacia posiciones moderantistas. Algunos autores se esfuerzan por atribuir el regeneracionismo en exclusiva a unas fuerzas conservadoras y tradicionalistas. Un rasgo común, dice J. Andrés Gallego, es la ausencia de la izquierda en estos programas, es un movimiento que bascula entre la derecha y el centro... la izquierda no está en el regeneracionismo porque carece de organización y de respaldo popular, el anarquismo —sigue diciendo— no ofrece otra alternativa que el terrorismo y el socialismo receló de los regeneradores por burgueses, los republicanos eran incapaces, estaban divididos en tres partidos en 1895 y en cinco en 1898; la izquierda en definitiva —concluye— no estuvo ahí. Es una apreciación muy simple y muy parcial, porque hay dos dimensiones del regeneracionismo que entroncan profundamente con las posiciones maniqueamente llamadas de izquierda, una hacia el pasado y otra hacia el futuro. Ya hemos señalado que no es comprensible el regeneracionismo si no si le proyecta sobre el 68, donde están sembradas todas estas ideas y actitudes éticas justamente por los demócratas, republicanos e internacionalistas, y se mutila la obra regeneracionista si no se incluye su legado reformista, que proseguirán luego los partidos republicanos y socialistas, sus continuadores en los años 20. Tampoco es posible silenciar las aportaciones explícitas al regeneracionismo realizadas por el fusionismo, por las propuestas de los diversos grupos republicanos, por las críticas constantes de Pi i Margall, por las severas amonestaciones de Unamuno sobre los errores coloniales, por las propuestas de los socialistas en sus programas fundacionales, incluso por los congresos de los anarquistas, que podrían ser interpretados en clave regeneracionista con mucho más fundamento que los documentos carlistas e integristas que se aducen para hablar de un regeneracionismo tradicionalista. 5.4. EL REGIONALISMO Y NACIONALISMO, LAS ELITES PERIFÉRICAS OCUPAN EL VACÍO DEJADO POR LA DEBILIDAD DEL PROYECTO NACIONALISTA ESPAÑOL 5.4.1.

La larga corriente de los regionalismos y nacionalismos

donde

proceden

5.4.1.l. Los precedentes marcados por la fuerza tradicional del localismo En el siglo XIX español se ha vivido una persistente dualidad en las relaciones de las comunidades locales con el Estado. España tenía una amplia tradición en cada una de estas dos corrientes que conviven desigualmente en su historia: el centralismo

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y el localismo. Se trata de un país integrado a duras penas a partir de diferentes culturas y reinos que han luchado y pactado entre sí y que ha experimentado varios intentos de unificación desde fines del siglo XV, pasando por la políticas centralistas de los Austrias y Borbones. Una de las grandes creaciones de los ilustrados es la idea moderna de la nación española, una España como unidad protagonista y fruto de la historia. El siglo XIX tenía el reto, entonces modernizador, de construir un Estado homogéneo y uniforme, de acuerdo con las teorías liberales de la igualdad jurídica y política, para todos sus territorios. En este sentido se avanza de forma importante desde las Cortes de Cádiz, por medio de poderosos instrumentos como la reorganización político-administrativa del espacio en los años 30, la articulación de un mercado nacional y una red ferroviaria que apoya ese concepto de unidad territorial y política un sistema educativo centralizado que pretende acoger en los mismos moldes a todo el país, la existencia de una importante prensa nacional que intentaba aproximar culturalmente a todas las ciudades, una administración que pretendió ser homogénea y uniforme, y finalmente una codificación general también aplicable por igual a todos los espacios. El proceso culmina en un concepto de nación que, particularmente en la mente de Cánovas y de forma general durante la Restauración, se identificaba con la Monarquía más que con el Estado propiamente, era una entidad superior que se imponía sobre las realidades sociales del momento y que no empastaba con los localismos y regionalismos. Pero todas estas ideas y experiencias centralizadoras no eran otra cosa que una serie de actitudes e instituciones superpuestas a una realidad previa y persistente, muchas veces con la intención de enderezarla, que era la del localismo, la identidad y reivindicación de los valores propios, la tendencia a considerar todo el entramado superior central como algo extraño y advenido que no formaba parte de la propia cultura. En efecto, en la sociedad y en las instituciones españolas del siglo XIX estuvo siempre presente la cultura de lo local, la vinculación a las esferas primarias del territorio, la familia, el origen, la lengua como valores primordiales y previos a cualquier otra organización posterior. Y de hecho, a pesar de todos esos instrumentos centrípetos mencionados, la fuerza del Estado a lo largo del siglo XIX fue escasa y casi nunca logró imponerse a estas realidades centrífugas que fueron el aglutinante y el motor de los comportamientos de la mayoría de las comunidades locales. El caciquismo, en el fondo, era una dialéctica cultural entre el Estado y estas comunidades locales y en este forcejeo el Estado liberal, en el mejor de los casos, se adaptó a las exigencias impuestas por aquéllas y se relacionó con ellas sólo a través de unos intermediarios y unas ficciones que le ayudaron a sobrevivir. Los estudiosos del carlismo, Aróstegui en el caso vasco y Anguera y Canal en el catalán, han encontrado en él un particularismo institucional que actuó de forma importante en el nacimiento del regionalismo. Algo que en Cataluña era un vivo y operativo recuerdo histórico y que en las Provincias Vascongadas y Navarra era algo tan real como los fueros, en ambos espacios consolidó una fuente histórica de derecho público distinta del resto de la Monarquía, que chocó con el intento liberal de asentar en el país la unidad constitucional. Después de la victoria liberal sobre el carlismo, en 1876 se somete a las Vascongadas a las mismas contribuciones militares y fiscales que los demás y se establece una reforma del viejo sistema foral que convierte su régimen de hecho en una limitada autonomía administrativa, al tiempo que establece un concierto económico con estas provincias, que permite al sentimiento fuerista subsistir y pasar después al nacionalismo vasco. Esta realidad de particularismo

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institucional tendrá también su reflejo en Cataluña, donde un conjunto de tres conservadores vinculados al mundo periodístico (Mañé i Flaquer), universitario (Durán i Bas) y religioso (Torras i Bages) ensalzan otros tantos valores tradicionales respectivos: la representación directa orgánica de sabor medieval, la fundamentación histórica del derecho contra la uniformidad abstracta liberal y un confesionalismo radical. De esta manera el derecho público vasco se siente fuera de la unidad constitucional y el derecho privado de la Corona de Aragón se percibe como ajeno al centralismo codificador, tanto es así que estas dos pretensiones particularistas serán respetadas de alguna forma en los conciertos económicos, en el Código Civil y luego en la institucionalización de los nacionalismos vasco y catalán. También es preciso señalar que los soportes de esta tendencia conservacionista se nutren de influjos rurales, historicistas y románticos, antiliberales y anticentralistas, que rebasan al carlismo mismo y transmiten al movimiento regionalista inicial un fuerte tono conservador y religioso que estará presente en toda esta época de la primera parte de la Restauración. Pero debe notarse algo muy importante: se ha labrado una forma alternativa de articular los diversos pueblos integrados en la Monarquía española dentro del Estado de la Restauración. Este origen histórico del particularismo, a veces latente, a veces reprimido, dado el constrictivo y excluyente marco del sistema restaurador, será recogido y actualizado por las elites de cada región, pero se producirá de forma harto diferente en cada circunstancia. En el caso vasco se hizo replegándose en una posición antiespañolista de defensa de la cultura tradicional autóctona tan atávica y racista que obligó a las elites económicas a alejarse de ella y echarse en manos de los negocios e industria nacionales; en el caso catalán, en cambio, puso de manifiesto un cierto fracaso en el intento de articulación de las elites catalanas y sus intereses con el conjunto español, lo cual les concentró en su proyecto regional, pero arrastrando tras de sí también a las elites económicas que apostaron por la causa autonomista. Este modelo catalán fue el que más predicamento alcanzó en el país y al que se atendrán otros movimientos posteriores. Junto a este particularismo institucional desempeña un papel promotor del regionalismo el renacer de lenguas, literaturas, culturas en suma de tipo autóctono, que colaboran en el descubrimiento de identidades nacionales y en la construcción de una España más rica y diversificada de lo que había previsto la abstracción centralista liberal. Esta cultura y praxis de lo local está presente a lo largo de todo el siglo y genera vocablos y conceptos que marcan este hecho diferencial, como el provincialismo, el regionalismo, el nacionalismo, que sólo señalan formas de relacionarse entre sí estas dos realidades y que evolucionan paso a paso desde el reconocimiento, la descentralización administrativa, la autonomía política, el federalismo, hasta llegar incluso al cantonalismo y la independencia. Después de la explosión autonomista, federalista y cantonalista que significó el Sexenio revolucionario y respetando el proceso ascendente de estas realidades insertas en la sociedad española, cabría haberse esperado de la Restauración decimonónica que hubiera generado una maduración del proceso, o cuando menos una reconducción del mismo en un sentido más ordenado y menos disgregador, pero lo que sucedió fue, por el contrario, un frenazo y una liquidación de lo conseguido en la etapa anterior. No se había logrado generalizar y normalizar en la sociedad restaurada la pasión y sensibilidad que sobre este particular había nacido en el Sexenio, más bien al contrario y como reacción anti-revolucionaria, todo lo que antes había alentado la corriente demócrata y popular del federa-

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lismo se trocará enseguida en repliegue conservador y tradicionalista de los nacionalismos más vigorosos. En este retroceso tuvo mucho que ver la exaltación de la Monarquía unitaria e incluso la defensa de la causa alfonsina como nervio conductor y prioritario de la Restauración. En 1876 los liberales destruyeron los últimos vestigios de los privilegios medievales vascos con el lema de que la centralización era sinónimo de libertad y defensa de la Monarquía, de manera que el localismo resultaba una forma de reacción apoyada por los anacrónicos carlistas. Era la culminación decimonónica y liberal de la tarea de centralización que había emprendido la Monarquía absoluta. Los regionalismos y nacionalismos de finales del XIX tienen mucho de reacción frente a este modelo centralista y uniforme del Estado liberal, pero hay que explicarlo también como consecuencia del fracaso de la aplicación de esa idea de Estado liberal en su tarea de integrar a todas las burguesías españolas en un mismo proyecto y como efecto de haber marginado a amplios sectores del artesanado y del campesinado en el país. Las luchas de estos sectores no integrados contra el proyecto del liberalismo generaron fenómenos como el carlismo, el fuerismo, el historicismo jurídico, el localismo, el provincialismo, el proteccionismo, el federalismo, el regeneracionismo que se convirtieron así en caminos divergentes, muchos de los cuales conducían al regionalismo y al nacionalismo. Algunos historiadores incluso asignan al nacimiento del nacionalismo una causa meramente económica y hablan de la prosperidad insuficiente y del fracaso económico de 1898 como una de las causas del nacionalismo catalán. Carr cita a Salmerón para afirmar que si España hubiera vencido en 1898, si se hubiera convertido en una comunidad próspera y progresiva, no se habría suscitado el nacionalismo catalán, porque todo el mundo habría utilizado para progresar el cauce del Estado español y encontrado sus propios intereses satisfechos en la prosperidad general de la nación. Probablemente lo que aquí se quiere señalar no es sólo económico, sino que lo que fracasó entonces es la propuesta y percepción de un proyecto posible en común, una conciencia nacional y, se decía en los años de la Gran Guerra, un nacionalismo español, diríamos hoy, en el sentido correcto y positivo que debería tener este término. Obsérvese que, en contra de lo que suele defenderse hoy, fueron las fuerzas tradicionales las que se opusieron a ese proyecto de nacionalismo español y apostaron por los localismos singulares, mientras el liberalismo esbozaba un proyecto nacionalista español, sólo intervenciones como la historicista monárquica de Cánovas, la de algunos otros autores a principios del siglo XX y luego más intensamente el totalitarismo franquista secuestrarán e imperializarán el nacionalismo español en el ámbito de la ultraderecha, mientras las fuerzas políticas y sociales de-izquierda se volverán hacia los nacionalismos periféricos. Pero hubo un tiempo en que también aquí fue posible un nacionalismo español liberal, progresista y hasta federal, como en el resto de naciones europeas; quien realmente lo ha secuestrado y hecho fracasar ha sido el totalitarismo.

5.4.1.2. La contraposición canovista del concepto doctrinario de nación Cánovas tiene una idea de nación, como ha señalado Dardé, que encuentra su fundamento en la historia, no en la voluntad como creía Renán, ni en la raza, la lengua o la geografía como creía el nacionalismo alemán. Cánovas cree que gracias a la

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historia existen una serie de grandes naciones europeas surgidas de un poderoso movimiento histórico de concentración, dirigido por Monarquías, que culminó con el colonialismo entendido como una misión divina de las naciones cultas para extender su propio progreso, la educación y la perfección al mundo. Cánovas admite una suprema ley superior expresada en un proceso histórico para crear primero y luego difundir universalmente la civilización europea, identificada con el espíritu cristiano. En el caso concreto español, esta experiencia histórica nacional está identificada asimismo con la Monarquía, que es la que ha otorgado el embrión, la pervivencia y la unidad a la nación, siendo incluso ambas realidades, monárquica y nacional, previas al Estado mismo. En definitiva, la nación es otra de esas realidades que se halla inscrita en la constitución histórica o interna del país. Pero esta nación por naturaleza debía de ser única, su visión unitaria del Estado no podía admitir en su seno la convivencia de diversas nacionalidades, porque el Estado está mejor constituido donde hay una sola nación, una propia raza y una misma lengua, unos iguales recuerdos, idénticas tradiciones y un común espíritu. Como recuerda Dardé, Cánovas condenaba «algunos síntomas de la mortal enfermedad del particularismo que, con el nombre de regionalismo, intenta entre nosotros caminar en sentido contrario a la civilización moderna que tiende a fundir, no a disgregar los pueblos de una misma raza». Este sentido unitario de la Monaquía-Nación le llevó a la abolición de los fueros vascos en 1876, aunque concertara un acuerdo hacendístico pragmático con ellos; incluso esta misma idea fue la que le condujo a dictar el arancel de 1891 como una medida de defensa de la nación imprescindible para su supervivencia, una parecida sensación le inclinó al recogimiento exterior para adecuar la acción a las posibilidades reales de la nación, y una semejante percepción le inspiró la política colonial como medida de defensa de la unidad de la nación, de conservar el patrimonio recibido de la historia. Este sentido de unidad estaba asimismo estrechamente relacionado en su mente con la unidad de la Monarquía.

5.4.1.3. Factores del comienzo nacionalista: de los juegos florales a la industrialización La evolución de casi todos los procesos nacionalistas ha seguido pautas con un fondo parecido, aunque con tiempos ligeramente diferentes y, sobre todo, con factores distintos. Ya en la primera mitad del siglo en ciertas regiones se constatan sus peculiaridades, poniendo el acento en la lengua y la literatura generalmente y originando un cierto renacimiento cultural en torno a esos hechos. En el último tercio del siglo se produce una traducción de ese movimiento cultural al plano político y se elabora una ideología que defiende una nacionalidad y un modo peculiar de articularse con el Estado español. En la tercera fase, dentro ya del primer tercio del XX, se crean y consolidan los partidos y las instituciones políticas que conducirán a la elaboración de Estatutos de Autonomía en algunas de esas regiones. Aunque tenga la apariencia de tratarse de un fenómeno único, que obedece a las mismas causas y semejante evolución, sin embargo en cada región adquiere unas características que surgen de la adaptación a su configuración cultural, social y económica. De aquí que los nacionalismos vasco, catalán o gallego no sean lo mismo, a pesar de sus semejanzas en el origen lingüístico, en el reconocimiento de unas costumbres e instituciones y en el renacimiento cultural subsiguiente. El nacimiento de la 163

mayoría de los nacionalismos en toda Europa ha tenido que ver con movimientos culturales, con el despertar de identidades literarias, lingüísticas e históricas en las elites de la inteligencia. Este elemento lingüístico y cultural, como expone Sánchez Suárez, es importante y primero, pero no es suficiente para hacer arrancar un verdadero proceso de nacionalismo y de hecho no en todas las regiones donde se daban dichas condiciones se originó un nacionalismo fuerte. Han de añadirse otros factores de tipo político y económico que consoliden institucional y materialmente el proceso Por eso las explicaciones unívocas del fenómeno, sólo desde el punto de vista político, o únicamente desde el económico, o tratando todos los casos de manera uniforme y con el mismo planteamiento pueden producir distorsiones. También se desfigura cuando se pretende interpretar el fenómeno con perspectivas exclusivistas tales como afirmar que se trata de una realidad estrictamente burguesa, o por el contrario que es únicamente una actitud popular. Probablemente la combinación de múltiples factores aporten claves explicativas más ricas, de mayor espectro y más ajustadas especialmente a cada caso. En el caso de Cataluña, según Sánchez Suárez, las circunstancias económicas son las que explican el ritmo de implantación, sus componentes ideológicos y su capacidad de consolidarse socialmente. El nacionalismo de Cataluña tiene una estrecha conexión con la industrialización; ésta tuvo en la región un carácter emblemático, había sido muy asimilada por su sociedad y pudo llegar a identificar los intereses catalanes, a aglutinar y mejorar a su propia sociedad y además le confirió unas señas de identidad relacionadas con la modernización, apertura a Europa y progreso del país y de toda España. Como ya destacó Jover, el desarrollo del nacionalismo catalán en los años de la primera Restauración no era un movimiento separatista, sino de afirmación de la personalidad histórica de Cataluña dentro de una España articulada de otra forma a como la había comprendido el centralismo liberal; de hecho, los hombres de la Restauración no fueron conscientes de la transcendencia del fenómeno, la pasividad y la complacencia con que trataron a los catalanistas da a entender que, por lo menos hasta 1896, no percibieron que el movimiento atentara contra los fundamentos del sistema. Exactamente lo contrario de lo que sucedía en el País Vasco, donde la industrialización tenía menos tradición y menos extensión, apenas fue aceptada por su sociedad como algo propio y peculiar, introdujo elementos foráneos al obligar a ocupar en las industrias básicas una mano de obra inmigrada y extrañó a su elite industrial que, en lugar de ser atraída por este proyecto interno, se volcó a conectar con el capitalismo nacional. En estas condiciones, la industria, por atentar contra las tradiciones más arcaicas y agrarias, en lugar de estimular la identidad del país, ayudó a desdibujarla. Sabino Arana presentó el capitalismo como traidor de las esencias euskaldunas, como españolizador y por tanto como anti-vasco. El factor económico, pues, en el nacionalismo vasco tuvo el valor inverso que en el catalán. Otro caso distinto presenta el nacionalismo gallego, que parte de una economía agraria atrasada y de una sangría emigratoria causada por esa situación, con una dispersión geográfica y una marginación política que son justamente las carencias contra los que nace el regionalismo y luego el nacionalismo. En esta circunstancia puede hallarse una de las razones que explique la implantación social más débil y el menor desarrollo político del movimiento. En cualquier caso, por encima de esa corriente lingüística y cultural común que hemos mencionado, fueron diversos los factores peculiares que intervinieron en la construcción de cada uno de los nacionalismos.

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5 4.2. El vacío del nacionalismo español 5.4.2.1.

El fracaso del nacionalismo español: la debilidad de un proyecto colectivo

Deberíamos los historiadores contemporaneístas realizar aún un mayor esfuerzo por aclarar los orígenes, razones, tendencias y variaciones de los nacionalismos. En la historia universal su función histórica ha sido polifacética, ha servido para liberar a pueblos oprimidos, para consolidar Estados en fase de construcción, para hacer avanzar hacia la modernización a una sociedad y economía, para abonar los intereses de un imperialismo nacional con afán de conquistar otros grupos étnicos, para configurar en régimen de autonomía a regiones que formaban parte de grandes Estados, o incluso para abocar hacia actitudes racistas y dictatoriales. Payne simplifica diciendo que han sido la pasión del mundo contemporáneo, desde que nació de una cepa de izquierda durante la Revolución Francesa, hasta fines del XIX cuando fue recogida la bandera nacionalista por la burguesía más conservadora, para ser finalmente, ya fuera de Europa, retomada por las fuerzas más revolucionarias. Un paso más da cuando afirma que los orígenes del nacionalismo suelen ir envueltos en dos situaciones críticas que lo explican, o bien se ha producido un conflicto entre tradición y modernidad que acaba inclinando a la elite no suficientemente compactada a soluciones nacionalistas, o bien procede de una agresión del exterior que trata de ser sofocada con este recurso; en ambos casos es un problema de desorganización de algunos grupos sociales que entran en crisis espiritual y cultural y buscan una señas de identidad. No parece una hipótesis aplicable al caso español. En la historiografía española el debate ha comenzado ahora mismo y le queda un largo trecho para alcanzar planteamientos maduros, su principal obstáculo puede ser el haberse enquistado en posiciones esencialistas y legitimistas de campanario y, cuando trasciende ese horizonte estrecho, compararse mezquinamente con los demás, comprenderse como víctima o verdugo del centralismo o contraponer desenfocadamente nacionalismos periféricos y español; pero carecemos aún de interpretaciones aceptables y bien interrelacionadas en un diálogo historiográfico que no ha hecho más que comenzar. De entrada, es imprescindible superar la desnaturalización y la corrupción franquista del nacionalismo español y no proyectar, sobre el pasado decimonónico y del primer tercio del siglo XX, el carácter demonizado y vergonzante con que muchos usan ahora este término, despreciado por los nacionalismos periféricos. 5.4.2.2. Las razones del fracaso nacionalista español En el caso de España, lo primero que resalta es el fracaso del nacionalismo español, la debilidad de corrientes culturales nacionalistas de dimensión estatal y el secuestro y muerte final a manos del franquismo de cuanto se había experimentado en este sentido. ¿Por qué un Estado como el español, que nació de un imperio moderno casi universal, que en el XIX se constituye como uno de los viejos Estados europeos más sólidos y que nunca tuvo problemas de unidad graves, no consiguió elaborar un proyecto nacional con rasgos políticos y culturales definidos, a la manera que

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los consiguieron otros países con menos antecedentes favorables, como Francia o Italia? Contaba por otra parte con elementos aglutinantes, como una religión católica uniforme y generalizada que ya había ofrecido argumentos en su día para propiciar la primera unión del Estado español, o como el esfuerzo centralizador y uniformizador desde la guerra de la Independencia y Cádiz a la Constitución de 1869. Tal vez esta misma pregunta sirva de respuesta, porque la religión católica no había dejad resquicio posible para que prendiera un nacionalismo laico y civil coincidente toda la península y el desaforado centralismo de los doctrinarios había estimulado las resistencias propias de un país que había tenido un pasado muy plural. También escribe Carr, porque el ritmo de evolución en España fue lento y desigual y no pudo asimilar con rapidez y uniformidad las corrientes radicales que fomentaban el nacionalismo a finales del siglo XIX, sólo prendió en la burguesía conservadora que no necesitó actitudes o concepciones radicales para estimularlo; esta dispar evolución propició también que aquí no se produjera el nacionalismo proletario de otros ámbitos, tendente a sacar a su clase de situaciones atrasadas y tradicionales. De este modo la debilidad del nacionalismo español generó en algunos espacios un nacionalismo aespañol o antiespañol, originado en regiones periféricas algo más avanzadas económicamente. En cualquier caso, éste es uno de los retos más apasionantes de la historiografía contemporánea española, cuyo análisis ya se ha iniciado con una polémica sobre la relación entre los nacionalismos español y periféricos. Borja de Riquer ha concluido que no fueron los nacionalismos periféricos los que destruyeron la unidad española, sino que al contrario fue el fracaso del nacionalismo español, evidenciado en la crisis finisecular, lo que provocó por reacción el surgimiento político de los nacionalismos y regionalismos alternativos. Menos contundentemente P. Gabriel afirma que la presencia política de los nacionalismos periféricos en España a fines del siglo XIX no deja de ser la constatación de las muchas limitaciones de un proceso de nacionalización española que, aunque había existido, el Estado Liberal no había sabido o podido desarrollar eficazmente. Existieron otros proyectos de nacionalismo español alternativos que igualmente fracasaron, como el que pretendía desarrollarse entre las clases populares y tendía a identificar nacionalismo español con participación política democrática y reivindicación social. P. Gabriel lo ha definido como un proyecto que planteaba la estructuración social y política del Estado a partir del municipio y que pensaba sólo en un Estado nacional residual, una confederación nacida del pacto y la negociación de las distintas regiones históricas existentes en la Península. Pero este proyecto igualmente frustrado no sólo no cumplió sus objetivos, sino que provoco una drástica reacción en los estadistas de la Restauración que intensificó el repliegue del nacionalismo español y su identificación con la unidad monárquica, territorial y católica que proponían los dirigentes en oposición frontal con las iniciativas sociales y políticas de los regeneracionismos, nacionalismos y movimiento obrero que estaban imponiéndose en el país.

5.4.2.3. Las carencias de contenido que frenaron el nacionalismo español La construcción del Estado liberal burgués en toda Europa fue un poderoso instrumento para la formación de los grandes nacionalismos, como el francés o el inglés, y actuó de eficaz aglutinante en las unificaciones nacionales alemana e italiana.

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Se midió el éxito o el fracaso del Estado liberal atendiendo a su capacidad de configurar una nacionalización interna que promoviese la unificación de la sociedad con las antiguas comunidades históricas, de crear a la postre Estados uninacionales. Los materiales más importantes con los que se construyó este nacionalismo fueron la creación de comunes instituciones políticas, administrativas, jurídicas y fiscales que cohesionaban la nueva sociedad burguesa, un modelo único de desarrollo y de relaciones económicas que integraba intereses divergentes, un sistema político que actuaba de medio de expansión y marco de relación aceptado por todos los sectores de las elites protagonistas, un modelo cultural liderado por la elite intelectual y conducente a una conciencia nacional, un sistema educativo en fin que buscaba esa integración cultural y lingüística de los ciudadanos. Frente a esta ambiciosa meta, el caso español muestra francas debilidades a lo largo de todo el siglo XIX cuando, tal como han señalado esta vez conjuntamente B. de Riquer, P. Fusi o P. Gabriel, sólo se ha conseguido un Estado política y socialmente débil, ajeno a la mayoría de los ciudadanos y con escasa capacidad de penetración en el medio social. Una sociedad poco vertebrada económica y socialmente, una administración ineficaz y no constructora de la unidad nacional y una escasa integración cultural no consiguieron acabar con las lealtades regionales y locales, sino que frecuentemente las revivaron y provocaron. Estos valores de un supuesto nacionalismo español no interesaron a las elites políticas y económicas del país, que estuvieron más bien obsesionadas por consignas conservadoras como el orden público, el miedo a la revolución, la sujeción de los movimientos y protestas sociales, la conservación de los paradigmas doctrinales y morales del tradicionalismo, la protección de la Corona o la alianza con la Iglesia, y no se preocuparon por estimular un amplio consenso social en torno al régimen burgués doctrinario. No sólo no consiguió implicar en él al campesinado, al naciente proletariado, sino que los ahuyentó de sus inmediaciones y los situó enfrente, y además ni siquiera logró aunar en torno a sí a todos los sectores burgueses, ni aspiró tampoco a un proyecto en que se identificaran y aunaran la pretendida modernización de la sociedad con la idea de nacionalización del Estado, las instituciones y la cultura. No hubo ningún esfuerzo serio por ampliar la esfera de consenso social en torno al Estado, de favorecer la participación de cada vez más sectores sociales en el proyecto, muy al contrario, fue excluyente y oligárquico. Podría decirse que se esforzaron más por construir una Monarquía segura y unitaria que un Estado sólido y capaz de integrar y dar respuesta a las diferentes elites, espacios e intereses. Y cuando en el contexto del Sexenio democrático, desde la otra corriente cultural opuesta, surgió un proyecto de articular en un todo federal la integridad de los ámbitos españoles, inspirado en la honda cultura municipalista y descentralizadora que construía el Estado de abajo a arriba, los radicalismos populares y el miedo de las elites no sólo lo frustraron, sino que lo convirtieron en un fantasma contra el que se revolvieron los dirigentes de la Restauración y al que abandonaron las mismas elites periféricas, y todo era porque se apartaba de la Monarquía. Y tampoco el otro proyecto español de tipo tradicionalista y absolutista tuvo éxito como para ser asumido con amplio consenso en la sociedad española de la Restauración, a pesar de, o tal vez precisamente por, los esfuerzos de la Iglesia española por implantar de ese modo una nueva teocracia y un control exhaustivo sobre todos los españoles. Volviendo al primer proyecto liberal y su debilidad, se hace evidente su incapacidad para articular un nacionalismo español. Administrativamente, según P. Gabriel, no se ha conseguido en todo el siglo XIX una integración de los organismos y servi-

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cios del Estado con los ciudadanos. La administración, secuestrada por el clientelismo y el caciquismo, no evolucionó hacia la profesionalización y no desempeñó un papel de cohesión social y de unificación de servicios, por ello quedó el Ejército como única garantía de la unidad del Estado. La tendencia a la centralización y el control de la vida local desde el gobierno central mediante mecanismos administrativos no produjeron un efecto de canal de comunicación, de circulación mutua de intereses entre el Estado y los administrados, sino que más bien actuaron de cortocircuitos entre el poder central y la sociedad. Este flujo fue orientado en el único sentido de arriba a abajo y la administración centralizadora y fiscalizadora fue percibida como un medio de represión y subordinación y estuvo casi siempre sometida a inte reses partidistas. Más adelante el caciquismo destrozó cuanto de avance pudiera tener la centralización, poniendo al servicio de intereses particulares los servicios públicos intercambiados por votos y adhesiones personales a los caciques. La administración ayudó en efecto a mantener el orden público y la autoridad de los gobernantes, pero no se desarrolló como un aparato civil, profesional y técnico de un Estado nacional. De aquí que se haya podido dar la paradoja en España de que bajo un centralismo legal férreo subsistiera indemne un localismo y comarcalismo no menos fuertes. Políticamente, las elecciones libres y representativas, la normal (no forzada ni artificial) alternancia en el poder, la participación política, que eran los instrumentos de consenso político que habían actuado de elemento de cohesión en otras latitudes, no funcionaron aquí durante todo el siglo XIX. De ahí la pervivencia de la fuerza del localismo en lo político, que queda reflejado perfectamente en el caciquismo, interpretado como el choque violento entre una cultura política personalista, localista y tradicional con otra que aspira teóricamente a funcionar parlamentariamente por medio de representantes de los intereses generales. La idea de Monarquía, que podría haber actuado de mecanismo vertebrador de toda la sociedad española, puesto que tenía un importante capital de adhesiones populares bien acreditado, fue secuestrada por el moderantismo oligárquico y por el doctrinarismo de las elites de la Restauración como la base su concepción exclusivista del Estado, esta idea unitarista y excluyente de la Monarquía era percibida como totalmente ajena a los grupos populares, por lo que no produjo entre ellos el efecto de unificación y de identificación con una idea nacional. Por el contrario, los realistas levantaron una bandera política bajo la que buena parte de la sociedad española luchó contra la idea del Estado liberal o democrático, con el que se veía enfrentada por los conflictos dinásticos y las guerras carlistas. En el mejor de los casos fue utilizada de forma retórica y romántica tan sólo como vehículo de movilización popular, pero carente de ningún otro mensaje efectivo que respondiera a bases concretas de unidad y de un proyecto común para toda la sociedad. Económicamente, la unificación del mercado nacional fue muy lenta, más jurídica y teórica (propiedad uniforme, legislación liberalizadora del comercio, unificación fiscal sobre el papel) que operativa hasta fines del siglo XIX. España estaba económicamente dividida y contrapuesta entre una agraria y otra industrial, una librecambista y otra proteccionista, una asalariada y otra propietaria, una minifundista y otra latifundista, una extensiva y otra especializada, una autárquica y otra comercial y exportadora. No se impuso con autoridad y capacidad ninguno de los dos modelos, el agrario capitalista y el industrial, como para definir signos de identidad fuertes. España mostró su incapacidad a la postre de generar un modelo de desarrollo econó-

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mico global con suficiente entidad como para interesar y movilizar a todas las regiones y a la mayoría de los grupos sociales. La vía nacionalista del capitalismo español lejos de potenciar ese proyecto económico común y en lugar de desarrollar un nacioalismo político, sirvió más bien para reforzar múltiples programas invertebrados sobre la única base de un proteccionismo común, que a su vez encerraba fuertes dosis de localismo, como hemos visto. Socialmente las dualidades españolas eran más que evidentes. El campesinado irredento se vio obligado sistemáticamente a agredir el sistema vigente o por la vía de la tradición o de la anarquía porque había sido marginado de casi todos los proyectos. El proletariado sufre la insensibilidad y la represión de las elites dirigentes e incluso se ve obligado a desligarse hasta de las burguesías más radicales. Y, lo que es más grave aún, las diversas elites de la inteligencia, de la economía o de la política no consiguieron elaborar una conciencia propia, no se constituyeron en conjuntos homogéneos que pudieran aspirar a un proyecto nacional o unos intereses que trascendieran lo local y lo regional, por lo que finalmente no existió un claro liderazgo nacional burgués capaz de generar una cohesión como nación. Culturalmente las frustraciones de un nacionalismo español no fueron menores. Pérez Garzón y otros han puesto de manifiesto cómo la historiografía conservadora nunca aspiró a crear un nacionalismo español integrador ni un proyecto colectivo de futuro, sino que se quedó en un discurso justificativo y a la defensiva para legitimar la situación de pervivencia de valores tradicionales. La conciencia nacional se identificó con una realidad histórica y tradicional, cuyo paradigma era la unidad monárquica de los Reyes Católicos, que había que cantar y glosar retóricamente, pero no se produjo esta coincidencia con una realidad contemporánea que hubiera que fraguar y construir, como hicieron en Francia, o consiguieron los procesos de unificación de Alemania o Italia. El sistema escolar, especialmente en los niveles primario y secundario, fue dejado en manos de las autoridades locales o de la Iglesia, con lo que se había prescindido de uno de los instrumentos nacionalizadores más poderosos; además, la elite dirigente abandonó el cuidado del vehículo alfabetizador y educador en general, no sólo de sus instituciones, sino de sus contenidos científicos y culturales, como muestran dos tercios de analfabetos en la sociedad española a fines del siglo XIX. La lengua castellana apareció privilegiada social y oficialmente, pero no siempre convivió respetuosamente con las demas, a pesar de lo cual no logró vencer la supervivencia de las otras lenguas vivas en el país. El instrumento nacionalizador militar también fracasó, el propio Ejército, que a Principios y mediados del siglo XIX (guerra de la Independencia, emancipación amencana, guerra carlista, pretorianismo) podría haberse convertido en garantía y catalizador de la unidad nacional, pero al ser implicado luego en la represión interna, extraerse de las clases populares mediante las quintas, convertirse en guardián del orden público y haber padecido los flagrantes fracasos coloniales, se alejó de la sociedad y cosechó serias oposiciones en los grupos sociales más activos e inquietos. Simbólicamente, tampoco fueron cuidadas, como en otros países, las representaciones externas de este nacionalismo español, como la bandera o el himno nacional, que no eran conocidos ni reconocidos por todos como tales; aunque este extremo es más bien efecto y no causa de cuanto venimos diciendo, resulta manifestación inequívoca de que no existía una conciencia ni un sentimiento nacionalista español. 169

5.4.3. El nacionalismo catalán: líder y modelo de arrastre del movimiento 5.4.3.1. Las interpretaciones del origen del catalanismo Sin duda se trata del regionalismo con mayor nivel de análisis y más tradición historiográfica, de forma que han sido frecuentes diversas posiciones en su interpretación. Es ya clásica la división interna de la historiografía nacionalista entre inmanentistas, que parten de una nación metahistórica y apriorística (con evidente riesgo de presentismo), y los historicistas que entienden la nación como una realidad histórica formada por unos concretos factores dados en el tiempo. La interpretación clásica de Vicens Vives encuentra una tradición constante de catalanismo que arranca con los inicios mismos del liberalismo a principios del XIX y que persiste durante el siglo, especialmente conformado por el moderantismo, aunque tuviera extremos carlistas y radicales, que sigue un progresivo camino que va del provincialismo inicial hacia el regionalismo de los años 70 y 80 y que acaba siendo nacionalismo después del 98. Frente a esta continuidad y unicidad del proceso, P. Vilar distinguió lo que fue la catalanidad como sentimiento popular y colectivo de identidad de lo que resultó el movimiento catalanista como un fenómeno político y económico propiamente burgués, aparecido a fines del XIX; éste fue el único que logró dar cauce institucional y político a aquella catalanidad, pero apropiándose e identificándose indebidamente con ella. Ambos procesos estuvieron en tensión y se originó finalmente, según Vilar, una determinación de clase de forma que la burguesía fue la que desde sus intereses pretendió controlar el Estado español y al no conseguirlo se replegó sobre su región, valiéndose instrumentalmente de la catalanidad. Por su parte otros autores han destacado el fenómeno popular como más importante y protagonista incluso que el burgués. Lo más hondo del proyecto catalanista, dicen, y los únicos capaces de llevarlo adelante fueron los grupos populares que nutrieron los movimientos democráticos, federalistas, foralistas, que mantuvieron y desarrollaron una conciencia nacional, de carácter romántico y elaborada por algunos intelectuales, que pudo cuajar en el nacionalismo a fines del XIX; pero será la burguesía catalana, que antes no había participado de esa conciencia, la que tras el Desastre lo manipule y lo degrade a un regionalismo de intercambio de intereses. En cualquier caso, parece que el catalanismo abandonó durante este último periodo el nivel abstracto y teórico de las formulaciones doctrinales por donde comenzó a discurrir de la mano del federalismo de Pi i Margall, para centrarse en una dimensión puramente pragmática, de devolver a Cataluña las particularidades institucionales y culturales y de defender sus intereses industriales y comerciales. La historiografía nacionalista catalana durante el franquismo sirvió como referente de identidad ideológica y política y de oposición al régimen, pero será en la transición democrática cuando se produzca una euforia nacionalista y una crítica centralista al calor de la construcción de la España de las autonomías. Esta eclosión de la historiografía nacionalista tuvo un valor, según Riquer, que va más allá del puramente historiográfico y alienta un movimiento cívico y social provocador y alimentador de un sentimiento nacionalista y difusor de la polivalencia cultural de España. Se reconocen sin embargo en esta historiografía exageraciones y defectos, deformaciones de la realidad frecuentemente agrandada o exaltada, distorsiones mitificadoras, elitis-

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mos generalizados, concepciones demasiado cerradas y ensimismadas, explicaciones históricas con poca base en la realidad o con un conocimiento muy minoritario y elitista de los hechos, y últimamente aparecen intentos maniqueos de distinguir dentro de los historiadores catalanes entre malos españolistas y buenos catalanistas. La autocrítica apunta también no haber conseguido contactar entre sí las diversas historiografías nacionalistas del país, y sobre todo padecer una contemplación excesivamenpolítica y poco social y cultural de estos fenómenos.

5.4.3.2. Precedentes del catalanismo decimonónico hasta la Restauración Cataluña participó intensamente y sin ninguna fisura las transformaciones políticas, sociales y económicas que se operan en toda España, un proceso bastante unitario y compartido por la sociedad catalana. Desde mediados del siglo XVIII la región catalana se reconcilia cada vez más con el proyecto centralista español y encuentra en él satisfacción para sus proyectos de desarrollo, tanto que destaca enseguida en el contexto del país. Los hemos visto trabajar codo a codo con los proteccionistas del resto de España, ellos participaron en el gobierno español, las elites conservadoras instaladas en el poder el último tercio de siglo protegieron la industria y los intereses catalanes y Cataluña se incorporó activamente al expansionismo colonial español. A medida que se acercaba el final del siglo, comienza a producirse una distancia entre ambas, probablemente alargada por el fracaso colonial último. Es verdad que a partir del proceso industrializador de los años 30 del XIX y de las movilizaciones campesinas interiores, se generaron unas tensiones en Cataluña, las más precoces en toda España, que le despertaron un sentimiento de particularidad. En esta misma dirección, las pioneras peticiones proteccionistas les hicieron aparecer como diferentes al resto de los españoles y los propios carlistas pudieron contribuir a consolidar esas señas de identidad remedando el foralismo vasco. No obstante, ninguna de estas manifestaciones consigue de Cataluña que se separe radicalmente del proyecto español, este efecto seguirá un proceso lento que sólo culminará al final de la centuria. El nacimiento del catalanismo suele ponerse en relación con la llamada Renaixenca, una corriente cultural, que se conforma propiamente en los años 50 y que ha sido definida recientemente por Sánchez Suárez como un movimiento ideológico, fundamentalmente de expresión literaria, que propugna una determinada definición y representación simbólica de Cataluña y de la catalanidad. Para algunos el fenómeno se anticipó ya en 1839 con la «Oda a la Patria» de Aribau. La poesía catalana experimentó un periodo de identidad y auge en el segundo tercio del XIX en torno a Jacinto Verdaguer y Ángel Guimerá, nació también entonces la historiografía patriótica con Próspero Bofarull y comenzó a perfilarse una prensa propiamente catalana. Se manifestó en los certámenes poéticos de los Juegos Florales, en las historias románticas de Cataluña y en el apoyo a la ideología y los intereses propios de las elites regionalistas. Un catalanismo conservador y tradicionalista, apoyado en la lengua, la tierra y la historia, que definió una identidad nacional con rasgos patrióticos, católicos y rurales. Esta línea, cultivada por Cortada, Durán i Bas, Mané i Flaquer, se complementó con otra aún más conservadora, apenas recién diferenciada del tradicionalismo carlista, del grupo balmesiano de Vic, que consideraremos después. Pero, como hemos dicho, esta percepción no causó en Cataluña la sensación de que se trataba de

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una realidad excluyente de España, al revés, se creía más bien que el progreso catalán iba parejo con el español y que la modernización de uno repercutiría pronto en la del otro. Durante los años democráticos Cataluña tiene un protagonismo extraordinario bien integrado dentro del marco español y al tiempo cultiva intensamente sus rasgos culturales. El federalismo republicano durante el Sexenio se presentó como un precedente catalanista fuerte y específico, verdadero anticipo y germen del futuro nacionalismo. Desde entonces se echa a andar un vigoroso movimiento acompañado por importantes grupos populares y clases medias que consolidan otra vía de catalanismo. Son muestra de esta corriente la imitación de la Joven Italia de Mazzini con una Joven Catalunya, el nacimiento en 1871 del periódico La Renaixença y la fundación en 1873 del Centre Catalanista. El federalismo es considerado por muchos autores como la primera posición clara de catalanismo, primer escalón en el ascenso hacia la catalanidad política bajo el liderazgo de uno de sus primeros líderes, Valentí Almirall y su periódico El Estado Catalán. Los federales no ponían en cuestión la existencia de España como nación y como Estado, pero entendían que Cataluña sólo podía formar parte de ella federada y no en la forma centralista del moderantismo; todos estos personajes y movimientos comprenden el progreso de Cataluña perfectamente inserto en el español. De acuerdo con estos presupuestos, redactan unas Bases del Estado de Cataluña y proclaman en 1873 el Estado Federal Catalán. Esta línea de catalanismo se truncará al mismo tiempo que el Sexenio y entrará en fase de desaparición con la Restauración. La burguesía catalana se distanció de él por su librecambismo y su carácter radical y se aproximó luego al regionalismo conservador. 5.4.3.3. El catalanismo durante los 80: del progresismo de Almirall al tradicionalismo de Torras i Bages El catalanismo llega a la primera década de la Restauración encogido por la revolución y se conservaduriza dentro de los partidos dinásticos. Lentamente se iban fundiendo en torno a él los intereses económicos con el movimiento cultural; las instituciones catalanas lingüísticas, literarias y sociales comienzan estos años a nutrirse ya de personajes catalanistas. La sensación de que el proyecto catalán y el español no eran divergentes se consolidó en la década dorada de 1876-86, conocida como la febre d'or, porque se entendía que el enriquecimiento de Cataluña se compaginaba bien con el sistema español, aunque comenzaran ya a solicitar más protección arancelaria. Sólo al final de esta década Almirall comenzará a exponer que la lengua, la cultura y los intereses de Cataluña exigen un gobierno y un Parlamento también autónomos. Esta reivindicación apenas encontró eco en las clases medias y acomodadas catalanas, se percibió como la continuación del catalanismo en el tono progresista heredado del Sexenio. Valentí Almirall funda el primer diario en catalán (Diari Catalá, 1879), celebra el primer congreso catalanista en 1880, pronto se crea la primera Academia de la Lengua Catalana y en 1882, tras algunas discrepancias de grupos, se instituye el Centre Catalá con vocación de unir a todos los catalanistas. Este objetivo en parte se consigue en 1885 mediante un documento consensuado sobre los intereses de Cataluña que una comisión de ilustres (Almirall, Güell, Verdaguer, Guimerá) presentan al rey como Memorial de Greuges. Los acicates del documento eran la crisis de la industria

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textil, el movimiento proteccionista y el inicio de la revisión del sistema canovista en Cataluña, pero en el resto del país se organizó una fuerte campaña contra el procedimiento catalán de no contar con el Parlamento y los partidos políticos; se demostró que el catalanismo no estaba aún en condiciones de retar al sistema de la Restauración. Al proyecto progresista de Almirall opusieron los sectores más conservadores a finales de los 80 y principios de los 90 tres serias escisiones en dirección tradicionalista que relacionaban el nacionalismo catalán con un regionalismo de toda España en el marco de la Monarquía existente. Mañé i Flaquer unía estrechamente el nacionalismo con la tradición catalana menos burguesa y urbana y se quedaba en un regionalismo provincialista y respetuoso con la unidad española. Luego aparecieron las obras de los eclesiásticos Torras i Bages y Jacint Verdaguer, exponentes del antiliberalismo tradicionalista y católico del mundo rural catalán.

Portada del Diari Catalá, que funda Valentí Almirall en 1879.

5.4.3.4. El catalanismo conservador de los 90: Unió Catalanista y Bases de Manresa Después de estas rupturas entre el progresismo y el tradicionalismo, se impuso de nuevo la sensación de que era preciso reunificar fuerzas. Un grupo de estudiantes (Guimerá, Permanyer, Doménech i Montaner, Prat de la Riba, Puig y Cadafalch) rompe con el Centre Catalá y hace una propuesta más conservadora pero no menos nacionalista, forman en 1887 la Lliga de Catalunya y en 1891 crean la Unió Catalanista con el objetivo de unir posiciones. En una reunión celebrada en Manresa en 1892 redactan una serie de principios que desgranan la primera propuesta política explícita del catalanismo, aunque su acción más importante siguiera siendo de tipo cultural. Esta situación impulsó a Prat de la Riba y otros a publicar libros (como el Compendi de la Doctrina Catalana, donde ya se decía que España era un Estado compuesto de diversas naciones) y periódicos, a ocupar las instituciones culturales de Cataluña (el Ateneo, la Academia de Jurisprudencia) y organizar campañas populares contra la represión del catalanismo y la guerra de Cuba. La Unió Catalanista se desarrolló al máximo entre 1893-98, pero su comportamiento fue idealista e intransigente y rechazó el corrupto sistema parlamentario, por lo que acabó siendo marginada de la vida política catalana. Las Bases de Manresa aludidas fueron pensadas como un documento preparatorio para la Constitución Regional de Cataluña. Han sido exaltadas como el primer

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proyecto de Estatuto de autonomía, pero también criticadas por la última historio grafía por tratarse de un programa teórico de marcado acento conservador y tradicionalista que no daba solución a los problemas del momento ni señalaba el proceso para llegar a su implantación. Dibujan lo que ellas denominan una Constitución Regional catalana y arrancan del reconocimiento de un poder legislativo central que radicaría en el rey o jefe de Estado y en una asamblea compuesta de representantes de todas las regiones. El poder ejecutivo central sólo tendría competencias en las relaciones políticas y económicas internacionales, defensa, comunicaciones de interés general, presupuestos generales y resolución de conflictos interregionales. Contemplan un poder judicial central o tribunal supremo con magistrados de las regiones, para resolver problemas entre ellas, al mismo tiempo que unos tribunales regionales totalmente independientes. Prevé que sean catalanes los que ejerzan la jurisdicción eclesiástica allí. Propone recuperar y adaptar la legislación histórica de los derechos y libertades de los catalanes, pero rehúye la terminología liberal y se aproxima a una representación corporativa de Ayuntamientos, cabezas de familia y organización gremial. Entre sus pretensiones estaban la oficialidad exclusiva de la lengua catalana, la obligación de ser natural o naturalizado en Cataluña para ejercer cargos en la región, la división en comarcas naturales y no en provincias, la participación en el Ejército con voluntarios o mediante una compensación económica para servir sólo en Cataluña, la vigilancia del orden público a cargo primero temporalmente de los somatenes y luego permanentemente de un nuevo cuerpo semejante a los mossos d'esquadra sujetos a la autoridad catalana, y la existencia de una moneda propia. El documento mezcla sentimientos románticos de nacionalismo catalán con doctrinas constitucionalistas, muestra un tono de franco conservadurismo y técnicamente entrelaza soluciones federales (reparto de competencias), con otras constitucionales liberales (separación de poderes), con otras francamente antiliberales (régimen corporativo de representación). 5.4.3.5. El catalanismo después del 98: del flirteo polaviejista con el régimen a la distancia del partido político regionalista de la Lliga Cataluña tenía importantes intereses en Cuba, era un mercado reservado que había visto incrementar los intercambios en los últimos años y era de prever que el Desastre causara efectos negativos sobre la sociedad catalana. El arancel de 1892 para las Antillas reservó el mercado cubano para el textil catalán y entre 1893-97 las toneladas de textiles exportados alcanzaron el promedio anual de 9.100, multiplicando por 9 la media de 1883. Pero Nadal ha situado en su justa proporción el impacto de la guerra de 1898 en estas exportaciones y ha señalado que no llegó a hundir el sector textil catalán, sólo aceleró un proceso que ya venía de atrás, puesto que la venta a Cuba había comercializado en los mejores momentos tan sólo el 17 por 100 de toda la producción textil catalana. La guerra, pues, no significó el final repentino y desastroso del textil catalán, sino que incrementó una superproducción que ya venía acumulándose anteriormente. Esto no quiere decir que el desastre no agitara a la sociedad catalana, los catalanistas protestaron y sentenciaron la muerte del régimen por su fracaso político, se movilizó el empresariado catalán, el Fomento del Trabajo pidió un concierto económico para Cataluña, las instituciones económicas y corporaciones ciudadanas (Fo

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mento, Instituto San Isidro, Ateneo, Sociedad Económica de Amigos del País, Liga de Defensa Industrial) redactaron un mensaje a la regente solicitando la autonomía administrativa, la reforma del Parlamento en plan corporativo y la limpieza electoral. No era una manifestación demasiado avanzada, pero demostró que después del 98 las elites económicas catalanas, que antes habían estado reticentes con el catalanismo v entregadas a colaborar con el régimen canovista, habían decidido unirse al catalanismo y a sus soluciones políticas. En este entendimiento desempeñaría un papel importante el general Polavieja, pacificador de Cuba y Filipinas aplaudido por el empresariado catalán, quien tras el Desastre criticó a los políticos del sistema y practicó un regeneracionismo conservador que sintonizó bien con las pretensiones catalanas. Esta aproximación llevó a redactar las bases para un Estatuto de Autonomía para Cataluña, pero pronto quedaron eclipsadas ante el Manifiesto de Polavieja de septiembre de 1898; documento regeneracionista que no iba más allá de la descentralización administrativa y, aunque concitó el apoyo entusiasta de la mayor parte de los empresarios catalanes, suscitó enseguida la oposición de la Unió Catalanista que veía el polaviejismo como un entreguismo al régimen y una desvirtuación del catalanismo. A Polavieja en cambio se le unieron instituciones como el Ateneo, Academia de Legislación y Jurisprudencia, Sociedad Económica de Amigos del País, Fomento de Trabajo Nacional, Instituto Agrícola San Isidro, Liga de Defensa Industrial y Comercial, Diputación de Barcelona, La Veu de Catalunya, personajes económicos ávidos de una mayor presencia de sus intereses en el Estado y significados catalanistas como el arquitecto Doménec Montaner, el periodista Mañé i Flaquer, el industrial Ferrer i Vidal. Además de apoyar su manifiesto, propusieron a la reina unas líneas de autonomía para Cataluña (entre ellas fundir en una catalana todas las Diputaciones provinciales) no muy alejadas de las de Manresa. Pronto se dividieron en dos bandos, el intransigente del tot o res y el posibilista, los totorresistas fueron declinando y los posibilistas se relanzaron comprando La Veu de Catalunya para la causa polaviejista que dirigió Prat de la Riba. El movimiento polaviejista catalán fue duramente criticado por los liberales y republicanos como antiliberal, ultramontano e integrista disidente. Al entrar Polavieja en el Gobierno de Silvela en 1899, se hicieron concesiones a los catalanes, entre otras nombrar ministro a Durán i Bas, alcaldes de las ciudades de Barcelona, Tarragona y Reus a catalanistas, obispos nativos de Cataluña y rector de la Universidad a otro catalanista. Pero la presencia de Fernández Villaverde y su reforma del presupuesto en dicho gobierno chocó con la petición de reducción de impuestos en Cataluña y provocó la conocida huelga fiscal del Tancament de caixes; se endurecieron las posturas, dimitieron Durán y Polavieja, el conflicto duró dos meses y medio y al final hubo de rendirse a la presión gubernamental. El fracaso del polaviejismo conduce al catalanismo a intentar otra vía, se escinde un nuevo grupo ahora más político y dispuesto a pactar con los empresarios del Fomento, aun a costa de rebajar el nacionalismo a regionalismo. Nace así, con gran escándalo de los ortodoxos, el Centre Nacional Catalá en 1900, bajo el protagonismo de Prat de la Riba y Cambó. Prat sistematiza y teoriza sobre el catalanismo, comienza a rebasar el concepto de Cataluña como patria y trata de llegar al de nación, marcando serias distancias con el Estado español, aunque en tono muy conservador y no independentista. Al hundirse la reserva comercial en el 98, Cataluña entendió que aquel régimen colonial que antes le había servido dejaría de serle útil desde ahora y comenzó a despegarse de su anterior integración en el sistema español. Reaccionaron 175

los empresarios en la misma línea que los catalanistas, comprendieron que no podrían seguir apoyando a partidos del turno y se orientaron a lo que sería un partido político en el futuro formando la Unió Regionalista como alternativa que apoyara la descentralización. En las elecciones convocadas por Sagasta en 1901 se unieron el Centre Nacional y la Unió Regionalista en una candidatura única. Fueron las primeras elecciones del sistema de la Restauración en las que se superó por completo el mecanismo electoral caciquil, se organizó una intensa campaña y salieron elegidos los cuatro miembros de la candidatura, además de Pi i Margall y Lerroux, dejando a los dinásticos con un solo representante. Así surgió la Lliga Regionalista como partido político para conseguir la autonomía de Cataluña dentro del Estado español; sólo se dio a conocer como tal partido después del triunfo electoral que repetiría en las siguientes elecciones municipales con once concejales. Se originaba con el siglo en Barcelona no sólo una formación política, sino un nuevo sistema electoral y de partidos políticos, desde ahora el turno ya no se plantearía allí entre conservadores-liberales, sino entre regionalistas-republicanos. Aparecen los métodos modernos de participación política, intensa movilización de la sociedad, depuración del sistema electoral, ruptura de la inercia caciquil y del turno esclerotizado. No sólo es el catalanismo el que toma carta de naturaleza política, es el final de la etapa canovista y el anuncio de una época nueva en que se podía luchar contra el sistema caciquil de la Restauración en toda España. Como consecuencia de estos avances, el catalanismo da un paso de gigante en el proceso de unificación, de manera que casi todos los grupos preexistentes se unen en 1901 en la Lliga Regionalista, que será la protagonista de la vida política de Cataluña en los años siguientes, hasta la aparición de Solidaritat Catalana en 1906. Pero quedaba aún otro importante trecho por recorrer para el nacionalismo catalán, puesto que la Lliga Regionalista, que era hegemónica pero no universal en Cataluña, no reunía a todos los catalanistas, sino sólo a un grupo conservador defensor de los intereses de los empresarios y propietarios catalanes. Quedaban sin vía de participación nacionalista los grupos populares más a la izquierda, que tardarán un lustro aún en encontrarla. 5.4.4. El nacionalismo vasco: de la tradición al antiespañolismo 5.4.4.1. Los peculiares orígenes del nacionalismo vasco El origen y las circunstancias de este nacionalismo difieren sustancialmente del que acabamos de describir. Las razones habría que buscarlas en primer lugar en la historia, puesto que nunca había existido aquí un gobierno propio o un conjunto próximo de instituciones específicas y diferentes como en Cataluña. En cambio, la tradición foralista, aunque no conviene desfigurarla como veremos, tiene importancia en este nacimiento. Dentro de la soberanía castellana conservaron, en efecto, algunas de sus peculiaridades, derechos y fueros provinciales. Realmente, al margen de los mitos en torno a la democracia, el igualitarismo y la soberanía de las instituciones vascas medievales, las Juntas Generales y el pase foral significaban derechos procesales, electorales, comerciales y exenciones fiscales en beneficio de los comerciantes y propietarios que controlaban los Ayuntamientos y las juntas. La lengua, mucho mas antigua, sin embargo en el XIX se hallaba en franco declive, puesto que su primitivismo no le permitía adaptarse a las nuevas realidades. Hay, pues, tres factores que es-

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tán presentes en el nacimiento y configuración del nacionalismo vasco, como son la tradición foral y el marco político tradicional en que se inscribe, las guerras carlistas y cuanto tienen de luchas sociales y políticas entre la sociedad tradicional vasca y las innovaciones liberales, y finalmente la industrialización fuertemente concentrada en ¿ espacio y en el tiempo que causó una intensa inmigración y produjo fuertes desequilibrios sociales. 5.4.4.2. Del fuerismo al prenacionalismo La tradición fuerista entró en contradicción con el Estado liberal y provocó en buena parte el conflicto carlista que movilizó al campesinado vasco azotado por las transformaciones agrarias liberales y por la crisis del primer tercio del XIX y enarboló la bandera del régimen foral y del tradicionalismo católico, agrupando de ese modo a todos los descontentos con los cambios del liberalismo. El conflicto carlista no es exactamente una guerra nacionalista, pero debió contribuir a potenciar una conciencia diferencial, estimulada por la reacción contra la posición dominante liberal que recortó y luego liquidó el sistema foral. Pero la herencia foralista tal como fue recogida por el carlismo no puede decirse que contacte directamente con el nacionalismo vasco, puesto que era un legado con formas muy tradicionales y alejado de la tendencia nacionalista decimonónica, el carlismo más bien contemplaba y abonaba un nacionalismo español inspirado en la unidad monárquica y el tradicionalismo católico. La derrota de la tercera guerra carlista significa la pérdida de toda esta herencia, pues en 1876 se deroga el sistema foral y sólo graciosamente conservaron un concierto económico que les permitió aprovechar una época de prosperidad y desarrollo industrial y posibilitó colocarse entre las regiones más desarrolladas de España. También con motivo de la abolición de 1876 surgieron dos corrientes de defensa foral, una liberal que protestó en el Parlamento por ser castigada con la eliminación de exenciones lo mismo que los carlistas vencidos y otra intransigente que formó la Unión Vasco Navarra en busca de una autonomía para la región, sin apenas capacidad de movilización ni acción política; ésta se transformó más tarde en la Sociedad Euskalerría de Bilbao, que trabajó por la recuperación del euskera con certámenes, fiestas literarias y periódicos. Surgieron entonces organizaciones de sentido semejante en Navana, como la Asociación Euskara, con objetivos similares de recuperación cultural, pero con tendencia a pactar con los integristas y católicos. Este fuerismo intransigente no tuvo éxito político y acabó disgregándose, pero contribuyó en su momento a extender el valor de la singularidad y la personalidad de lo vasco entre la sociedad y a recuperar su cultura, algo que ciertos historiadores han denominado como prenacionalismo. En cualquier caso, todos estos movimientos se inscribían siempre en el contexto de la nación española y del pacto de autogobierno que tradicionalmente habían disfrutado. 5.4.4.3. La escisión de la sociedad vasca a propósito del nacionalismo La pérdida de las instituciones forales en 1876 suscitó en el País Vasco un hondo descontento en los sectores que se sintieron perjudicados, pero fue tan o más importante el marco en el que ocurrió, el intenso proceso de industrialización que cambió

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los protagonistas de la sociedad vasca, rompió la vieja dualidad social y originó nuevas fuerzas como la gran burguesía industrial y financiera y una importante masa obrera inmigrada. La sociedad vasca se escindió como consecuencia de esta tensión, de una parte se pusieron los grandes propietarios, comerciantes e industriales que apostaron por el liberalismo en el contexto español y llegaron a controlar parte de las instituciones forales que perdieron los signos de identidad tradicionales, dejaron caer en desuso la lengua de forma que todo quedó reducido a unos privilegios fiscales De otro lado estaban los campesinos, artesanos urbanos, clero y pequeña nobleza rural que se adhirieron a la posición católica antiliberal y se constituyeron en depositarios de las tradiciones vascas. Este nuevo contexto social unido al marco político del caciquismo de la Restauración desplaza el poder de las viejas elites hacia esas grandes familias que concentraron el poder financiero e industrial, accedieron a la nobleza y controlaron asimismo el poder político dentro del sistema canovista. Como hemos dicho, estas elites nuevas se distanciaron del sentimiento y la identidad nacionalista que, en cambio, sí fue asumida por otro sector medio de burgueses, comerciantes, pequeños industriales y propietarios. Paralelamente, en los trabajadores se creó una profunda diferencia entre los oriundos capataces y los inmigrados peones que fueron pronto tachados de maketos y culpados de los defectos del cambio; mientras aquéllos se adhirieron mejor al nacionalismo, el proletariado se distanció de él y como reacción y defensa se produjo una importante implantación del socialismo. Así el antimaketismo se identificó con la defensa de los valores tradicionales vascos amenazados por el centralismo y el capitalismo español y con rechazo de la industrialización. Como conclusión peculiar, los dos sujetos protagonistas del desarrollo del capitalismo vasco, burguesía y proletariado, discurrieron por caminos distintos cuando no enfrentados al nacionalismo.

5.4.4.4. Los primeros movimientos del nacionalismo vasco: Sabino Arana Estos cambios estructurales y la ambigüedad de la evolución de los precedentes fueristas provocaron en Sabino Arana una reacción violenta. Hijo de un armador, hombre fuertemente religioso y apegado a la tradición de su provincia, estudió primero con los jesuitas de Orduña y luego en la Universidad de Barcelona, en pleno apogeo cultural de la Renaixença. En Cataluña comparó la situación de los dos pueblos y decidió buscar las raíces de lo vasco que entendía totalmente diferentes de las catalanas, por lo que se inició en el estudio del euskera y se dedicó al descubrimiento de las tradiciones de Vizcaya. En 1892 publica la primera obra que contiene una interpretación nacionalista y en 1893 funda el periódico Bizkaitarra, primer órgano de propaganda del nacionalismo vasco en el que escribía de lengua, historia y cultura vasca. Fue programático el discurso pronunciado en el caserío de Larrazábal en 1893, donde inició su actuación política en público. Es el año en que se produce la protesta contra la política fiscal de Gamazo, primero en Bilbao donde se profieren gritos de independencia y muera España junto a la quema de la bandera nacional y luego en Navarra donde se registra la gamazada o protesta contra el ministro en que participan catalanes y vascos; ese mismo año en Álava se provocó un descontento nacido del traslado de la capitanía general de Vitoria a Burgos y manifestado con motivo de una desafortunada visita de Sagasta a San Sebastián. En 1894 Arana funda el Euz178

keldun Batzokija o Círculo Euskeriano, que acabó siendo un reducto racista cerrado, intransigente y antiespañol que llegó a ser reprimido por las autoridades con motivo de una denuncia privada. Todo ello intensifica la actividad de Sabino Arana que culmina en 1895 creando un consejo de dirigentes, el Bizkai-Buru-Batzar o Consejo Provincial Vizcaino, verdadero anticipo de lo que sería el Partido Nacionalista Vasco. En su lema «Dios y ley vieja» sintetiza la tradición católica y la oposición radical al liberalismo así como la fidelidad a la raza, la lengua y las costumbres vascas para preservarlas del dominio español con el instrumento necesario de la independencia. Su doctrina está imbuida de un fuerte tradicionalismo teocrático que partía de la superioridad de lo religioso sobre lo político y de la necesaria vuelta a las tradiciones católicas y rurales de Vizcaya. Igualmente es una doctrina impregnada de racismo, en busca del objetivo de salvaguardar la pureza de la raza en lo étnico y la fidelidad en lo cultural, parte del supuesto de que era muy superior a las otras razas del país con las que no debía mezclarse, para lo cual era preciso controlar a los no vascos permitiendo sólo residencias temporales y evitando los matrimonios mixtos; los vizcainos casados con españoles son despreciables —dice— por haberse confundido con la raza más vil de Europa. Como tantas otras doctrinas nacionalistas, parte de la historia interpretada interesadamente; entiende la historia de Vizcaya como basada en la independencia de un pueblo que siempre se ha autogobernado mediante leyes propias, que por su superioridad étnica ha creado unas instituciones (igualitarias y democráticas) también superiores a las del resto de España, que siempre ha tenido que precaverse de la intromisión y el centralismo castellano o español en defensa de su independencia. Esta trayectoria histórica se quiebra justamente en el siglo XIX, entre 1839 y 1876, pero cuando acaba de trancarse la tradición más profundamente aún es con el proceso de industrialización, de asimilación del capitalismo español y de invasión de trabajadores maketos y por la política centralista de la Restauración. Sus propuestas aspiran a una confederación de las provincias vascas, mezcla extrañamente republicanismo y teocracia interna y abjura de la pertenencia a España en todo caso. Al tiempo que tiene ciertos rasgos de búsqueda de la justicia y la igualdad social, desprecia la ideología socialista, mitifica la antigua sociedad rural vizcaina como igualitaria y amante del trabajo, condena la industria como disolvente de esa tradición en Vizcaya, y anatematiza el liberalismo, el capitalismo y los inmigrantes españoles como destructores del país. Arana marcará incluso las distancias con el carlismo y el fuerismo como partidos españolistas. 5.4.4.5. La inicial andadura política del nacionalismo vasco: vuelta al redil español También el 98 introduce notables cambios en la evolución del nacionalismo vasco. Fusi ha relacionado el incentivo que experimenta el movimiento desde 1898, estando Arana ya en la Diputación, con una capitalización del miedo de las clases medias vascas frente a la movilización política y social de los trabajadores inmigrantes Próximos al Partido Socialista. Y será desde este momento cuando Arana temple sus expresiones separatistas, se adapte a la actuación legal del partido en colaboración con otros de la derecha católica, y consiga la afiliación masiva dentro y el aumento del prestigio del Partido Nacionalista fuera del país.

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En la nueva situación, Arana, dada su escasa capacidad de acción política, en 1898 se vio obligado a participar paradójicamente en las elecciones provinciales, en las que él y Zabala obtuvieron el primer escaño nacionalista vasco en la Diputación de Bilbao. Por esta razón se aproximaron pronto fueristas y nacionalistas y se abrió la puerta para participar a los medianos y pequeños comerciantes, navieros y propietarios en el proyecto de Arana. Este fenómeno cristalizó en 1899 en el Centro Vasco más abierto y nutrido, cuyo órgano de expresión era El Correo Vasco, un periódico católico, antiespañolista e independentista. Otro éxito electoral de los nacionalistas vascos en las municipales de 1899 inclinó al gobierno a reprimirlo, suspendiendo las garantías en toda Vizcaya para perseguir a los separatistas. Se sospecha que esta represión estuviera movida por la gran burguesía vasca, en concreto por Chávarri, para evitar que el nacionalismo entorpeciera su monopolio de poder. Enseguida, a raíz de felicitar a Roosevelt por conceder la independencia a Cuba y parangonar el caso vasco con el antillano, Arana fue encarcelado. El nacionalismo comprendió que con la propuesta independentista tenía las manos atadas y su capacidad de acción muy disminuida. Esta situación induce a Arana a tomar un nuevo sesgo, trabajar en el contexto de la soberanía española, participar en tono regionalista dentro de la lucha electoral del sistema y conseguir hacer del nacionalismo vasco una fuerza política vigorosa y mayoritaria en el país. Propuso incluso un nuevo partido denominado la Liga de Españolistas Vascos y permitió votar en las elecciones de 1903 a un candidato católico anticaciquil (José María de Urquijo Ibarra). Pero ese mismo año muere en plena juventud, dejando como sustituto a Zabala. Con su muerte había sembrado el germen de un mito y la semilla de un movimiento político: el nacionalismo vasco. Sin embargo, el nacionalismo se escinde desde ahora en dos grupos irreconciliables, los sabinianos que volvieron al viejo nacionalismo independentista y los regionalistas de Ramón de la Sota que se remitieron al último Arana españolista; una ruptura que caracterizará al nacionalismo vasco en todo el primer tercio del siglo XX.

5.4.5. Los otros nacionalismos 5.4.5.1. El nacionalismo gallego: una salida a la marginación Alfredo Brañas, uno de sus teóricos más importantes, homologó el movimiento gallego al fondo común de todos los regionalismos, que es el que define según él una nacionalidad: posee las fronteras naturales, la raza, la lengua, las costumbres, la religión y las creencias, el derecho, la historia y la conciencia misma de una personalidad característica. Sin embargo, el origen del nacionalismo gallego y su misma naturaleza tienen poco que ver con las dos experiencias anteriores. Es más tardío y tiene unos fundamentos diferentes, no arranca ni reacciona ante ningún proceso industrializador sencillamente constata que el centralismo perpetúa la situación marginal y de falta de progreso en la región. Tampoco la razón de los conflictos sociales con inmigrantes genera problemas, al revés, la sangría emigratoria es otro factor de empobrecimiento contra el que el regionalismo protestará. El despertar de una cierta conciencia particularista es relativamente temprano en Galicia, de forma que en los años 40 se aprecia ya algo más que un cierto provincialismo frente al centralismo liberal. La llamada generación de 1846 (Faraldo, Terrazo, Mosquiera) destaca lo gallego en los periódicos progresistas y comienza a formar un

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concepto de unidad gallega. Es notable según algunos historiadores, un pronunciamiento progresista en Lugo que al quedarse aislado, formó una Junta Suprema de Galicia que pretendía exaltar el antiguo reino de Galicia, más allá de una colonia de la corte a la que había quedado reducido; pero la represión, ejecución y exilio acabaron con este movimiento. En 1873 existió también el proyecto de un Cantón Gallego. Es en la segunda mitad del XIX cuando se produce, como en otras regiones, el resurgir cultural de ciertas corrientes nacionalistas gallegas, centradas inicialmente en la lengua y la literatura, conocido como O Rexurdimento. Se recuperaron los Juegos Florales en Santiago, una tradición medieval de origen francés y catalán, que ya hemos visto aparecer en Cataluña y extenderse por toda España. Fueron principalmente los poetas Rosalía de Castro, Eduardo Pondal y Curros Enríquez los que renovaron la lengua gallega y contribuyeron a su recuperación. Junto a la literatura, se cultiva también la historia para promover ese Rexurdimento, como hizo Martínez Murguía al destacar la raza celta, la geografía, las costumbres y la lengua de la región. En los años 80 se movilizaron algunos grupos minoritarios de las clases medio altas, pero sin apenas contenido ni objetivos políticos. En 1883 la Asamblea Federal de la Región Gallega reunida en Lugo, con la pluma de Moreno Barcia, redactó un Proyecto de Constitución para el futuro Estado Galaico. En 1885 se publica la Enciclopedia Gallega, símbolo del renacer de la cultura nacionalista y en 1889 Alfredo Brañas publica El Regionalismo que aún contemplaba el movimiento gallego en clave murguiana dentro del amplio marco federalista español. Además de esta corriente galleguista federal, surgen otras más moderadas, menos intelectuales y más populistas, que se movían entre el tradicionalismo antiliberal, rural y carlista, que proponía la vuelta a una idílica sociedad de Antiguo Régimen apoyado en los propietarios agrarios (Alfredo Brañas evolucionó enseguida hacia esta tendencia y acabó en el carlismo) y el moderantismo algo más liberal de ciertos comerciantes y menestrales urbanos liderados por Martínez Murguía; éstos eran los más próximos al Rexurdimento cultural, que ofrecía un regionalismo en busca del progreso de la atrasada Galicia. Ambos, en contacto con el catalanismo e influidos por la experiencia catalana, organizan en 1891 la Asociación Regionalista Gallega en Santiago, presidida por Murgía y el periódico La Patria Gallega, inspirado por Brañas. Su programa político es elemental, descentralización administrativa, erradicación del caciquismo, perfección moral y material de Galicia. En 1897 surge la Liga Gallega en La Coruña, para propiciar el gallego como idioma también oficial, de nuevo dirigida por Murguía, pero que entrará en conflicto con la línea más tradicional de Brañas y el grupo de Santiago. Esta división azotó al galleguismo durante los principios del siglo XX, cuando sólo pudo ya dedicarse a impulsar asociaciones gallegas en América, a celebrar juegos florales y fundar en 1906 la Academia Gallega, presidida por Murguía. Hay que esperar a 1907 para que renazca el galleguismo con la alianza electoral Solidaridad Gallega, remedando de lejos a los catalanes, pero que a juicio de algunos historiadores no Pasó de recoger a algunos marginados políticos del sistema de la Restauración. 5.4.5.2. El nacionalismo valenciano: entre lo catalán y lo español Se trata de un regionalismo también tardío que nacerá condicionado por dos frentes que le conducirán en el futuro: el rechazo del centralismo español y las difíciles y tensas relaciones con el nacionalismo catalán. El movimiento regionalista valencia-

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no estuvo obviamente vinculado a la Renaixença catalana y también se orientó una doble vía, una más conservadora de Llorente y otra más federal del escritor Constantí Llombart, que llegó a conectar débilmente con la elite valenciana más proclive a vincularse a la política madrileña; no obstante, ambos grupos formaron la sociedad cultural denominada Lo Rat Penat en 1878. Fue esta institución la que organizó los Juegos Florales de 1879 y la que monopolizó la vida cultural del valencianismo hasta el siglo XX, con mayor influjo de Llorente que de Llombart, quien por otra parte falleció en 1893. Según algunos historiadores, el hito que señala el paso del provincialismo al regionalismo en Valencia es el discurso de Faustino Barberá en Lo Rat Penat en 1902 «De regionalisme i Valentinicultura» que no se publicó hasta 1910 También en 1902 se crea la organización regionalista Valencia Nova, pero el fenómeno ni prendió fuertemente en la sociedad hasta muy tarde, ni se llenó de contenidos políticos hasta 1907. Por otra parte, en estos años iniciales del siglo estaba ya implantándose el republicanismo radical de Vicente Blasco Ibáñez y su movimiento. La dualidad lingüística y la evolución del planteamiento regionalista planteó una honda polémica sobre si debía integrarse en el nacionalismo del conjunto de los países catalanes, o si debía definir una autonomía propia a partir del legado cultural y lingüístico del antiguo Reino de Valencia.

5.5. LA CRISIS DE HEGEMONÍA EN EL 98, UN IMPORTANTE EPISODIO DE LA LARGA TRANSICIÓN INTERSECULAR Este cúmulo de actitudes y respuestas de las diferentes elites de la sociedad española, que hemos concretado en el caciquismo, el proteccionismo, el regeneracionismo y el regionalismo, manifestaciones de las dificultades que encontraron para integrarse en el sistema de la Restauración y de los mecanismos para forzar la adaptación del régimen a sus postulados e intereses, produjeron muy diferentes resultados. Por un lado, el caciquismo y el proteccionismo acabaron incrustándose en el sistema y alcanzaron buena parte de sus objetivos, de otra parte, el regeneracionismo y el regionalismo apenas consiguieron plantear el problema para que se abordara después. La razón de esta discriminación estriba en que las dos primeras respuestas (caciquismo y proteccionismo) de las elites se apoyaban en estructuras decimonónicas y miraban al pasado y las dos últimas (regeneracionismo y regionalismo) planteaban retos de futuro. Como en casi todos los aspectos de la Restauración del siglo XIX, el sistema sólo consiguió asimilar a aquellas iniciativas y fuerzas más identificadas con las resistencias del Antiguo Régimen, sin embargo rechazó las apuestas de integración tendentes a la renovación y al cambio. Esta tensión interna entre sociedad y régimen, a la que se añadían otras no menos virulentas procedentes del choque del sistema con el nuevo proyecto del mundo obrero, con la recepción de las nuevas vanguardias culturales o científicas y con el drástico cambio de concepción del propio ser y actuar de España en el contexto europeo y colonial, condujeron a la experiencia de una prolongada e intensa crisis intersecular. En efecto, en la crisis se ventilaba el tránsito de siglo, o sea, el paso de página que permitiera invertir la situación anterior, era ya hora de cambiar de protagonistas y de hegemonía, de promover las conductas de cambio y marginar las resistencias, de mirar al siglo XX y dar la espalda al XIX, pero el trance fue desgarrador y sangriento. Pues bien, este proceso ha sido contemplado con excesiva simplicidad, se ha identificado demasiado restrictivamente con el desastre del 98,

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se ha rodeado de tópicos y lugares comunes que no han permitido profundizar en é1 por lo que parece muy conveniente adoptar perspectivas de más dilatada duración cronológica, de un marco espacial más amplio y de mayor profundidad interpretativa. Hablando más arriba del colonialismo y las relaciones internacionales, hemos tratado del problema cubano, abordaremos ahora la dimensión interior de la crisis intersecular.

5.5.1. Algunos tópicos sobre la crisis del 98: el abuso de un desastre Se ha presentado tradicionalmente como el momento de hundimiento de la conciencia nacional, ha sido conocido como el arranque de la descomposición del sistema político, otros lo han descrito como el proceso responsable que conduce a los españoles a la imposibilidad de convivir juntos en el país, el origen de las dos Españas, de forma que en él se echó la semilla de las dictaduras y de la guerra civil. El 98, se ha dicho, sorprende y desarma espiritualmente a España, porque se acompleja ante la derrota y reacciona o bien sumiéndose en el pesimismo o bien acogiéndose a la violencia ante tan profundo impacto. Los que insisten en el pesimismo y el derrotismo de los españoles hundidos en la mayor de las depresiones ante el fracaso del Imperio están convencidos de que el pueblo español, inmaduro para asumir responsabilidades democráticas, no era capaz de gobernarse y de salir de situaciones así. Los que se inclinan por las reacciones violentas concluyen que la naturaleza de los españoles es dual por esencia y se adivina aquí ya la separación de las dos partes del país abocadas al conflicto fratricida. En cualquier caso, son todas lecturas interesadas del pasado que pretenden justificar soluciones políticas posteriores en uno u otro sentido, en las que se descubre la doble manipulación de desfigurar la realidad histórica y de someterla a un interés presente. El Desastre en ningún caso fue una sorpresa, ni una experiencia desgarradora para el país, que lo aceptó con pasividad y con escaso patriotismo nacionalista herido, más bien pidió responsabilidades por los errores cometidos. Hay algunos testimonios, tanto de Unamuno como de Silvela, que indican que la sensibilidad popular no fue afectada por el Desastre, de hecho Madrid acoge la derrota de Cavite con sorprendente apatía. El mito del 98 es seguro que comenzó a fabricarse bastante más tarde. El error estuvo en anteponer el orgullo y el interés de las elites ante el sentido realista y práctico de la sociedad, en sobrevalorar la reacción nacionalista del pueblo español ante una posible cesión o venta de una colonia, en exagerar la supuesta amenaza de la Monarquía, en no percibir que lo que realmente deseaba el pueblo español era la paz a cualquier precio y el cese de la sangría humana de las quintas enviadas a Ultramar. De aquí que con cierta simpleza se haya identificado la derrota militar, la crisis del 98, la literatura del Desastre y el regeneracionismo en un todo indiferenciado que Puede inducir a confusión. El desastre militar no es la causa de la crisis, de la revisión, del regeneracionismo, de la reforma, de los nacionalismos y de todo cuanto sucedió en los cuatro lustros que van de 1885 a 1905, sólo vendrá a dar un tinte más Pesimista y negativo a la percepción de la larga transición intersecular, como mucho actuará de catalizador donde aparecen las reacciones de una serie de ingredientes previos y posteriores que no se identifican con él. Es un tránsito más profundo el que se está operando bajo todas esas manifestaciones, el 98 sólo las aflora y las dramatiza.

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Finalmente, se ha concentrado el efecto de una crisis y de unas reacciones en un fecha mítica, todo nace y muere en el 98, cualquier cambio arranca y acaba ahí Y no es así, es preciso ensanchar la fecha del 98, mi es sólo la derrota en Santiago y Cavite, ni son únicamente los lamentos inmediatos al desastre los que componen el 98. Los retos son de mayor calado y más larga perspectiva y las respuestas también aquéllos comienzan con la crisis de los años 80, con los difíciles cambios en los marcos colomales y comerciales operados en Occidente, con el profundo desentendimiento entre el régimen y los emergentes movimientos sociales, con la muerte de Cánovas, el relevo de Weyler y con las crisis de los dos partidos; y éstas, las respuestas, menudean ya en los años 80 con el movimiento proteccionista, con los diagnósticos de Cascajares, los programas de los tradicionalistas, el manifiesto de la Unión Conservadora. el manifiesto de Polavieja, de la Unió Catalanista, de Costa y de Paraíso, con los congresos de los sindicatos y con las movilizaciones sociales del anarquismo y del socialismo.

5.5.2. Una transición intersecular en tres nuevas dimensiones: de más larga duración, más ancho espacio y más honda sensibilidad Preferimos manejar el concepto de transición intersecular y no las manidas expresiones de Desastre del 98 o crisis finisecular; mientras éstas sólo sitúan un hecho cronológico, aquélla explica además los dos extremos de una dialéctica de tránsito. Jover, que se ha caracterizado siempre por proyectar la historia de España sobre parámetros más universales y por sacar del campanario las visiones estrechas de la historiografía española, ha llevado a cabo una labor de redimensionar la crisis en nuevas proporciones de hondura, largura y anchura. Justamente el 98 era uno de los temas en que más necesario se hacía tomar estas posturas higiénicas de amplitud de perspectiva y de encuadramiento europeo y occidental de los acontecimientos y las actitudes. El aspecto colonial y cubano, que ya hemos visto, es uno de sus componentes, pero no el único ni el más hondo de la crisis. Probablemente una causa de la gravedad de la crisis y un error en que se basó su excesivo victimismo consistió precisamente en esta falta de perspectiva y en el hundimiento en un pozo subjetivo, estrecho y asilado. Ya hemos mencionado la lectura historiográfica de Pabón y Jover ampliando el horizonte geográfico del 98. Ahora, abiertos a las nuevas corrientes historiográficas que nos conducen a la historia de las sensibilidades y de la civilización (entendendida como la cultura de lo civil, en el sentido en que decimos que una sociedad está o no civilizada), podemos realizar ayudados por Jover una segunda ampliación del tema del 98, esta vez no sólo espacial y geográfica, sino temporal y de contenido. Descubrimos un paradigma específico de situaciones de entre siglos, compuesto de elementos de transformación, que se reiteran en sucesivos momentos históricos. En este tipo de discursos no solamente se inscriben los milenarismos, sino los cambios de centuria, que no casualmente registran puntos de inflexión, como el humanista de fines del XV, el revolucionario y racionalista de fines del XVIII y el tránsito de fines del XIX. La propuesta consiste en hablar más propiamente de un proceso de transición intersecular cuyos límites cronológicos pueden abarcar entre quince y veinte años, e ir desde 1885 hasta 1905 (Jover, a quien seguimos ahora, lo sitúa entre el cólera y la pu184

blicación de La horda de Blasco Ibáñez). Este punto de arranque tiene un significado especial de pesimismo y miedo, en que se cierra el ciclo de la fiebre del oro y la coyuntura positiva, y se abre otro ciclo de aflicción cuyo pródromo simbólico es la epidemia colérica de ese año; el propio Galdós en su Cronicón de 1885 respira esta sensación de muerte y de desaliento. Prolifera estos años una sensibilidad colectiva opuesta a la pena de muerte, las protestas por ejecuciones como en el caso de Villacampa, del crimen de la calle de Fuencarral en Madrid, se refleja en obras literarias (Ángel Guerra), desde estas fechas las ejecuciones no se hacen públicas. Por estos años se está agotando la generación vitalista que protagonizó el Sexenio y en los periódicos proliferan las necrológicas de hombres importantes y líderes que acentúan esta sensación de finitud y liquidación de un periodo. Desde 1885 hasta 1909 comienza también una serie de guerras coloniales, que propician una sensación de inseguridad e infligen el castigo social del impuesto de sangre permanente. Los grupos populares se rebelan de forma especial estos años contra las quintas, como hemos señalado más arriba, idea de la situación desesperada que producen la da el hecho de que el Ejército, obligado a extraer soldados a la fuerza de una sociedad humilde y subalimentada, sólo exige a los mozos 150 cm de altura y 48 kg de peso y aún debe rechazar a la mitad (aunque muchos rechazos fueran falsos). Esta alarma social es la que palpa Galdós, que se duele de esa sangría humana de más de un cuarto de millón de hombres que salen a pelear en colonias, de los cuales muere la mitad, formando unas muchedumbres famélicas fácil presa de la enfermedad infecciosa o endémica. En los años 80 y 90 se produce un cambio de tono en la vida mediterránea, y también en España aparece una nueva onda de sensibilidad y afecto por las condiciones de vida de los desheredados. Se relanza espectacularmente la beneficencia, se incentiva un sentimiento de piedad para con los marginados, una mayor inclinación a percibir las necesidades y solidarizarse con los obreros y una predisposición entre las clases medias a criticar a las elites, como se expresa en La Regenta o en Pequeñeces, ejerciendo una ácida descalificación de las clases altas. Jover descubre ciertas corrientes de mayor integración social entre las clases populares, se estimulan entre ellos valores de espontaneidad, generosidad y solidaridad, como expresa Galdós en las relaciones de Fortunata y Jacinta y sus respectivos ambientes. Estas valoraciones y relaciones con lo popular pueden relacionarse con la tendencia demófila de Galdós que describe a Jacinta en solidaridad con su clase popular. Es también la generación de médicos inclinados a los estudios sociológicos, de las topografías médicas, del interés de estos profesionales como Monlau o Salarich Por las condiciones de vida popular que marcan la misma dirección. Es la misma tendencia de la nueva sensibilidad que refleja la creación de la Comisión de Reformas Sociales, que es el correlato en la versión de los poderes públicos de esta sensación demófila que existe en la sociedad, o la misma percepción que transmite la abolición de la esclavitud. En estos momentos se produce un giro en las inclinaciones de las clases medias, durante estos años es preponderante entre ellas un vuelco hacia las clases bajas, sólo desde 1909, sin duda asustadas por el miedo a la revolución, tenderán más bien a poner sus ojos y fijarse en las clases altas, a imitar sus gustos y admirar sus obras. Parece recuperarse una nueva valoración del ser civilizados, de una nueva sensibilidad civil, de un sentido de la humanidad más autónomo y menos dictado por los valores tradicionales de carácter religioso o institucional, se acentúa una repulsa a 185

los déficits populares de civilización heredados, como el rechazo del trato inhumano dado a los animales, los comportamientos del pueblo ignaro, las corridas de sangre y otros signos de falta de civismo. Existe también una corriente de religiosidad más intimista y pesimista, que se alimenta de condenaciones y descalificaciones de las viejas teorías triunfantes del liberalismo y la revolución, nosotros lo hemos denominado más arriba un tiempo vuelto hacia atrás, con fuertes pervivencias y retroproyecciones hacia valores del Antiguo Régimen. Desde el punto de vista teórico, en el mundo tradicional, se impone el pesimismo y la incertidumbre que produce la condena del liberalismo, se vive en estos ambientes en negativo y con actitud de repulsa el centenario de la Revolución Francesa. En otra dimensión más práctica se percibe un tipo de religiosidad también de mayor sensibilidad con los pobres, una vena más franciscana que está más atenta al conflicto de la justicia y la marginación social que al conflicto fe-razón, en estos años se editan libros de san Francisco y se pone de moda su religiosidad humilde, el desapego por la liturgia aparatosa y una cierta inclinación a la crítica anticlerical de contenido más social, un tono despectivo de su poder y una disposición a valorar con nuevos ojos la naturaleza. Mainer ha insistido en que los escritores de fin de siglo, en contra de lo que había sucedido en una generación anterior y de lo que ocurrirá en otra posterior, fueron manifiestamente rurales, con un cierto sentido de rechazo y desdén por la ciudad hostil y fracasada. En las últimas obras de Galdós hay una vuelta a la tierra, a buscar valores auténticos lejos de la corruptela urbana y señala entre otros El caballero encantado, que se convirtió en una fábula sobre la historia y el porvenir de España ambientada en los campos de Castilla. En la misma línea puede inscribirse el protagonismo de lo castellano y del problema triguero y vinícola. Es la constante apelación de Joaquín Costa al comunitarismo agrarista y a la superación de los déficits de escuela y despensa. Los hombres de la ILE alcanzan a dejarse invadir por la emoción del paisaje. A este mundo del paisaje y a un cierto estímulo ruralista se deben muchos escritos del propio Unamuno por estos años y esos exabruptos en que contrapone en positivo el nombre de un pueblo o de un monte a la negativa evocación urbana de otros autores. El 98, mejor, la transición intersecular puede resumirse en una crisis de sensibilidad de amplio alcance, profundidad y duración que mira con ojos nuevos a la mitad inferior de la sociedad; está muriendo el decimonónico elitismo canovista. 5.5.3. La morfología social, ideológica y moral del trance: una crisis de hegemonía Cada vez está más claro para los historiadores que no hubo en los últimos años del siglo una crisis económica. Ni se trató tampoco de una crisis global y general del país, de un desastre de todo el pueblo español en su conjunto, que había perdido su destino, dignidad e identidad. Esta sensación fue interesadamente transmitida por las elites dirigentes que veían en peligro su situación privilegiada y la ideología que legitimaba su poder, pero que quisieron disfrazarla de fracaso histórico de todo un pueblo. El aspecto más profundo de la crisis hace referencia a una inseguridad y cambio en la vieja hegemonía, a una lucha entre las diferentes elites por conquistar el poder. La incapacidad de la España oficial, de la elite tradicional que ha dirigido el país, para

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hacerle salir de este atraso cultural es la primera constatación que viene de antes y culmina en el 98, por eso la verdadera transición intersecular es una crisis cultural, más que política (puesto que el régimen se mantiene) o económica (ya que las fuentes de riqueza substanciales no se modifican). Aparecen nuevas elites económicas e intelectuales, e incluso políticas, que se han visto con dificultades para ser integradas en el sistema, y que ahora plantean un reto de poder, un cambio de hegemonía. Es una crisis de hegemonía, entendida esta palabra en el sentido gramsciano que menciona Carlos Serrano y que significa el poder detentado por un grupo no sólo para dominar y explotar económicamente, sino para dirigir a la sociedad civil, para proponer proyectos y organizar el consenso ideológico en torno a esos objetivos, elementos todos tan necesarios como el dinero o la propiedad para legitimarse y perpetuarse como poder. Este tipo de liderazgo y de poder es el que se discutía y negaba en este trance al sistema de la Restauración y a sus dirigentes. Por eso nostros hemos articulado los capítulos de este estudio de la Restauración en torno a una dialéctica permanente entre el sistema y diferentes elites que se sienten orilladas en su marco y que lanzan movilizaciones destinadas a conquistar espacios de poder. La crisis de hegemonía, pues, se atisbó ya desde la segunda década de la Restauración y se planteó crudamente en esta transición intersecular que ahora mencionamos; su resolución, sin embargo, abarcará todo el proceso de revisión y liquidación del sistema restaurador. Se trata también de una crisis social profunda, que azota a gran parte de las capas populares españolas. La vinculación de la sociedad con los problemas de Cuba era de varios tipos. Una muy sensible e importante afectaba a la supervivencia de las clases populares, la de aquellos hogares que tenían hijos combatiendo, porque no pudieron pagar las 2.000 pesetas de la redención y cuya suerte era realmente incierta. El sorteo de un quinto en una familia humilde se vivía como un verdadero funeral. La guerra produjo también crisis de subsistencias y de abastecimientos en el interior, deterioro de la situación sanitaria y social de los repatriados y sus familias, que afectaba principalmente a grupos populares. La otra vinculación social con la guerra cubana era de tipo económico, sin duda más reducida en número pero más decisiva, afectaba a aquellos que tenían intereses económicos en las explotaciones o el comercio con Cuba. Finalmente, la tercera era de tipo patriótico y que algunos historiadores han medido como de sensibilización generalizada en todo el país, que vivió intensamente la guerra. De todas ellas la primera era la única que tuvo impacto real sobre la sociedad en general, la segunda era minoritaria y aquejaba tan sólo a la elite dirigente, la última era una exageración difícil de ser comprobada. En cuanto al carácter político de la crisis, es verdad que no es el dominante, sin embargo el sistema político quedará gravemente enfermo después de esta circunstancia, aunque sobreviva varios años, afectado de una dolencia estructural y otra coyuntural. Al acabar el siglo el sistema político bipartidista ha quebrado en una doble dirección, la más honda por haber suplantado la voluntad del pueblo mediante el apaño electoral y la más epidérmica porque cada uno de los dos partidos había sufrido una profunda crisis y descomposición interna. A pesar de todo ello, la crisis no es política, el sistema sorprendentemente aguanta el golpe, las fuerzas sociales contrarias al régimen no logran cuajar una seria oposición y la historia de la Restauración sigue, Pero las elites excluidas han explorado nuevas vías de disidencia y se produce una inflexión que obliga a abandonar muchos valores y comportamientos demasiado decimonónicos o virados hacia el pasado.

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La transición intersecular es un revulsivo (en el sentido farmacológico del término) del liberalismo, que puso de manifiesto sus dramáticos fracasos, sus límites sociales y políticos (desamortización, centralización, desigualdad, guerras civiles, no integración de todas las elites, segregación de un conjunto de ciudadanos, marginación de los sin tierra e instrucción), con que conectarán inmediatamente los regeneracionistas. Y no se agotan aquí los efectos de la crisis sobre la política. Otro aspecto que relaciona la crisis con este asunto se refiere a la corriente crítica contra los políticos y el sistema parlamentario que arrecia en esta circunstancia. La reivindicación de los problemas y conflictos de la guerra llevó a personalizar todos los males del país en los políticos y ello condujo también a hacer ver que el sistema estaba dando claros síntomas de agotamiento. Hay una crisis intelectual e ideológica que obliga a varios segmentos de las elites no integradas, a las llamadas pequeñas burguesías intelectuales, las clases medias y la clase obrera a tomar posiciones de defensa y crítica, a detectar nuevas identidades y alianzas sociales, a percibir consciencias del nuevo papel de cada uno de sus grupos dentro de aquella sociedad y aquel sistema caducos. Estas posiciones ideológicas abarcan un abanico que va desde una crítica más o menos sentimental y complaciente, a las protestas enconadas contra los fallos del sistema, a la actitud de rechazo global y sustitución del mismo por parte de las propuestas socialistas y anarquistas más agresivas. Aunque el sistema en su conjunto no se derrumbe desde esta perspectiva, sí que sufre un desgaste ideológico, pero al tratarse de realidades de larga duración y difícil mutación, no desaparecerá del todo la ideología que sustentó el Desastre, apenas una década después, con motivo del conflicto colonial en África, volverán a retomarse algunas ideas de patriotismo grandilocuente y guerrero que justifiquen una intervención armada. Probablemente el mayor desarme fuera de tipo moral, un escenario donde aparecieron con toda crudeza toda una serie de insolidaridades de los dirigentes con el pueblo, de rupturas y tensiones entre las diferentes elites, de inversión ética de valores anteponiendo los intereses individuales a la justicia social, de defensa pública de los privilegios y de la gran ficción que significa aquel sistema socio-político profundamente divorciado de la sociedad española. El cambio de sensibilidad y la aparición de un nuevo civismo que hemos mencionado unas páginas atrás resulta desconocido y ajeno para las elites dirigentes, que hacen gala de mostrar una superioridad despectiva sobre estos movimientos de disidentes y grupos populares; sin embargo, otras elites disconformes se mostraron sensibles a estos nuevos valores. Acompaña a esta transición todo un movimiento crítico, que no nace exactamente en el 98 y que tiene raíces anteriores, de jóvenes intelectuales como Unamuno (con 34 años en el 98), Benavente (32 años), Blasco Ibáñez (31 años), Valle Inclán (29 años), Baroja (26 años), Azorín (25 años), Machado (23 años), Maeztu (23 años), Juan Ramón Jiménez (17 años). Agitan el fondo de esta crisis los contundentes movimientos sociales y culturales contrarios, particularmente los obreros francamente opuestos y lúcidamente críticos con el proceso histórico del Desastre, los pertenecientes a los regeneracionistas, al modernismo y a otras tendencias culturales introducidas en el país en los últimos años por las corrientes irracionalistas y vitalistas que se imponen por Europa. Muchos de estos intelectuales y movimientos denuncian el carácter oligárquico y excluyente del Estado español, incapaz de adaptarse a las exigencias de la «modernización» (en el sentido europeo de la época) y proponen una serie de reformas, que eviten el despeñamiento de la sociedad española hacia una crisis 188

irreversible. Sin embargo, también sobre esta literatura regeneracionista algunos autores han realizado reservas y matices; a pesar de que se apodera simbólicamente del primer plano, a veces no tiene más efectos que los retóricos. Incluso ciertos historiadores creen que entonces no se gestó ni siquiera una nueva hegemonía ideológica —que supondría la formación de un poder o de una influencia con efectos reales— sino que hubo una simple «escenificación ideológica». Crisis también internacional, desde el 98 España se queda en una situación evidente de inseguridad e incertidumbre en sus relaciones exteriores, los presupuestos de su anterior posición han sido cambiados radicalmente y no se han planteado unos nuevos principios desde los que entablar inéditas relaciones coherentes y beneficiosas para el país. Como hemos descrito más arriba y no debemos repetir aquí, no es que el 98 sea un desastre específicamente español, puesto que se trata del relevo de los viejos imperios ultramarinos y arcaicos modos coloniales procedentes de fines del cuatrocientos por otros nuevos hábitos y protagonistas coloniales de fines del ochocientos de tipo darwiniano e imperialista. España debió asumir no sólo la pérdida de su imperio, sino la pertenencia al conjunto de naciones latinas en declive.

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CAPÍTULO VI

El arcaísmo social de las elites ante la movilización obrera Para los dirigentes de la Restauración la sociedad presentaba un cuadro armónico y pragmático bien encajado que únicamente ofrecía algunas sombras, ciertos obstáculos que habían de ser superados, no para conseguir un fin ideal mejor, sino para salvar el orden social vigente. Se trataba de percepciones que en el mejor de los casos tenían dimensiones morales o sentimentales, pero nunca comportaban compromisos políticos. Eran «cuestiones» o tensiones que dificultaban el mantenimiento de la apariencia establecida, como la social, la universitaria, la cubana, la religiosa o la obrera. En general todas las cuestiones mencionadas llevaron la iniciativa por delante del sistema, pero si alguna le sacó más delantera fue la cuestión social, es decir, la comprobación de que el sistema no acertaba a plantear bien sus relaciones con los diferentes sectores sociales. Eran flagrantes los déficits sociales de la Restauración, comenzando por un segmento de la propia cúpula dirigente política que no pudo ser integrada en el sistema, siguiendo por buena parte de las elites económicas que se vieron obligadas a movilizarse contra él de forma contundente, continuando por las elites periféricas que no encontraron acomodo en su ordenación y proyecto nacional, empalmando con las elites intelectuales que debieron buscar salidas disidentes, y prolongando la relación con las supuestas clases neutras que nunca se sintieron acogidas por el régimen. Aun siendo muy graves toda esta serie de desintegraciones y disentimientos de la sociedad, la escisión más honda que aquejó a la Restauración sucedió con los movimientos sociales nacidos del emergente proletariado. El único nivel de comprensión que la Restauración pareció adquirir del proletariado fue el de una amenaza y un enemigo al que habría que reprimir o cuyos ataques habrían de prevenirse, de manera que toda su política de armonización era en realidad una eliminación de riesgos. Nosotros lo hemos definido gráficamente como una enfermedad contra la que se ensayan todos los tratamientos posibles, el de la prevención, el de la curación balsámica y el de la agresión quirúrgica, pero en todo caso el movimiento obrero no llegó a ser percibido como un crecimiento normal del cuerpo social, sino como algo patológico. Cánovas era muy consciente de que tenía radicalmente en frente y fuera del sistema los objetivos del proletariado que se había organizado en la I Internacional recién entrada en España y contra la que adoptó una posición defensiva por ser «el más grande peligro que jamás hayan corrido las sociedades humanas, propagando doctrinas contra el orden y la religión».

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6.1. LA FORMACIÓN DE LAS ORGANIZACIONES OBRERAS ENTRE LA REPRESIÓN Y LA VIOLENCIA

Ya es clásico entre los historiadores señalar cómo el Sexenio democrático es el escenario en que se produce la madurez del movimiento obrero y cómo el contacto con las corrientes internacionalistas es lo que permite al proletariado adquirir conciencia de su propia identidad y abandonar la mano y tutela de los grupos burgueses radicales demócratas y republicanos a cuyo abrigo había dado sus primeros pasos. No debe exagerarse este arranque y creer que entonces la mayoría de los asalariados existentes en el país percibieron claramente ese aldabonazo y se afiliaron a una asociación; esto debió hacerlo una minoría probablemente insignificante en el conjunto. Tampoco hay que subrayar en exceso la ruptura entre movimiento obrero y republicanismo desde la entrada de la I Internacional; conviene no perder de vista que seguían teniendo muchas cosas en común, muchas situaciones políticas y tradiciones El mundo cultural opuesto al oficial en que se movían y que reforzaba vínculos entre ellos y posibilitaba que circulara aun una corriente de entendimiento entre ambos y constituía una realidad más profunda que las luchas externas más llamativas, pues juntos celebraban actos en honor de los mártires de Chicago, el aniversario de la Comuna o el primer centenario de la Revolución Francesa. Se conserva entre ellos una sintonía que les hace participar conjuntamente en militancias masónicas (Anselmo Lorenzo), en organizaciones de enseñanza laica y librepensadora, tienen relaciones con grupos esperantistas, naturistas e incluso espiritistas, como señala P. Gabriel. Durante la primera Restauración que comentamos las cosas han variado en detrimento de la movilización por la ilegalidad y clandestinidad en que caen todos los movimientos obreros. La desmovilización del proletariado es la tónica entre 1875 y 1887 y la movilización la excepción desde entonces hasta 1902. Es decir, que cuanto aquí se exprese son sólo balbuceos de minorías, importantes por lo que tienen de semilla, pero poco destacables cuantitativamente. El PSOE hasta los 90 no era otra cosa que un embrión que nunca llegó a producir la más mínima preocupación en los dirigentes, sus cifras eran realmente insignificantes. Los anarquistas descendieron de 123 a 48 federaciones en los últimos nueve años después del Sexenio. En este cuadro social y laboral hay que resaltar el trasfondo general sobre el que actúan estos factores excepcionales, la inmensa mayoría de los trabajadores españoles tanto en la ciudad como en el campo se mantienen al margen de cualquiera de las instituciones descritas, siguen los dictados tradicionales de las solidaridades sociales básicas, de la dependencia personal del amo y de la resignada obediencia por imperativos religiosos. Las cifras no son fiables, pero algunos cálculos cifran el nivel de asociación de los asalariados españoles, a fin de siglo, en un 5 por 100. Ya es conocida también la triple dirección en que se perfila nítidamente la institucionalización del movimiento obrero en España, que muestra cómo tres ideologías diferentes y a veces opuestas enraizan en estructuras sociales, paisajes y géneros de vida diversos: la vía anarquista, seguramente la más llamativa y probablemente la más numerosa, que se irradia en todo el Mediterráneo, desde el Guadalquivir al Pirineo, con grandes centros en Barcelona, baja Andalucía y Zaragoza; el camino socialista, de arranque lento pero marcando claramente las dos opciones del partido y el sindicato, pasa por Madrid, Castilla la Nueva, Extremadura y se ensancha en los nú-

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cleos mineros y portuarios de Asturias, Vizcaya y Valencia; y la tercera senda del catolicismo social, que se origina en estos años especialmente en su versión industrial y urbana (puesto que la rural y agrícola deberá esperar al nuevo siglo), se implanta en Castilla la Vieja, León, Navarra, País Vasco y Galicia. Probablemente sea un exceso en aras de la pedagogía situar en el mismo plano las tres corrientes citadas, ya que la organización social católica ni tiene la misma envergadura ni cualitativamente puede equipararse con los movimientos sindicales anarquista y socialista; su naturaleza diferente, se trata más bien de una reacción contra aquéllos y una defensa de los valores tradicionales, que lejos de representar una agresión para el sistema restaurador significa un importante respaldo. 6.1.1 La aportación anarquista al movimiento obrero español fue pionera y determinante 6.1.1.1. El anarquismo: una utopía adaptada a la marginación del campo español Álvarez Junco ha definido el anarquismo español como un sistema de pensamiento positivo, complejo y coherente que puede ser analizado en cuatro niveles. Parte en primer término de unos fundamentos filosóficos y antropológicos basados en la libertad, la bondad natural del hombre, la fe en la razón, la ciencia y el progreso, la solidaridad y la práctica de una moral natural y racional un tanto puritana. El segundo estrato hace referencia a la crítica de la sociedad, del sistema económico capitalista, de la ética negativa de los privilegiados, especialmente de la Iglesia Católica y del poder político en todas sus manifestaciones, como el nacionalismo o el militarismo que no hacen sino coartar la solidaridad y conducir a la guerra. En un tercer nivel se les aprecia una positiva concepción social, pronostican una sociedad futura no autoritaria, pactista, libertaria, autogestionaria y con un régimen de colectivización de la propiedad, al tiempo que expresan una confianza ciega en la enseñanza racionalista e integral. En un cuarto horizonte ya más pragmático, apoyan sus actitudes y tácticas en el espontaneísmo, en un apoliticismo visceral que abjura de toda participación política en el poder del Estado, y sólo cuando todo esto se une a unos hábitos diseñados especialmente desde la clandestinidad y a un contexto de dura rePresión les conduce a la lucha revolucionaria y la confianza en la propaganda de la ideas y de los hechos, esta última creencia desembocó en el terrorismo como medio revolucionario. Conviene recordar que las fuentes en que se inspiraba teóricamente esta corriente eran relativamente cristalinas y utópicas, lo que sirve de contrapunto a la otra visión del anarquismo como sinónimo de terrorismo y violencia por donde discurrió prácticamente. Sus fundamentos filosóficos y antropológicos beben en la tradición rousseauniana que parte de la bondad natural del hombre, de la libertad, de la fe en la razón y en la ciencia, que practica una moral y educación natural, espontánea y tiene la solidaridad como norma de comportamiento. Sostienen que en la historia se han desarrollado dos tipos de organización social, una la más primitiva y originaria, la del apoyo mutuo, fundamentada en esta fuerza armonizadora y solidaria que nace espontáneamente de las comunidades que no están viciadas; y la otra es la organización del poder, de la jerarquía y la autoridad, que es una norma arbitraria e interesa193

Primera página de la revista Acracia, fundada en 1886.

da, no natural, impuesta culturalmente por los hechiceros, chamanes, sacerdotes y guerreros. Rechaza así en principio todo poder, porque éste elimina la libertad individual y colectiva e impide el progreso de la humanidad, es decir, aboga por la abolición del Estado, que es la máxima encarnación del poder. Creen en una dinámica social contrapuesta a la liberal, contra el darwinismo social del liberalismo que habla de la tendencia del rico contra el pobre, la naturaleza humana tiende a la cooperación, a la ayuda recíproca de las especies, mientras el liberalismo tiende a generar je-

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rarquías y desigualdades, la naturaleza social del hombre aspira a la armonización igualitaria. La moral y la cultura de la libertad y de la igualdad está inscrita en la naturaleza, hay instintos de solidaridad y generosidad que son los que inspiran la verdadera ética, que no nace de principios establecidos o instancias sobrenaturales propios de la ética de los privilegiados, sino de la libertad y de la conciencia del bien y del mal que es innata a la naturaleza humana. Su ideal es una sociedad no autoritaria, con la mínima organización posible, sin jerarquías, ni orden, ni autoridades (an-arkos), en la que se combinen la libertad individual, la igualdad y la justicia social y en la que desaparezcan los privilegiados y los privilegios. De aquí que no sea una doctrina específicamente clasista, porque no aspira a salvar a la clase proletaria y conducirla al poder, sino que pretende liberar a toda la sociedad de las ataduras del poder. Propone la colectivización de la propiedad (según unos de los medios de producción, según otros incluso de los frutos) y el reparto de los recursos conforme a su trabajo y sus necesidades. Kropotkin avanza más y llega a proponer la racionalización de la economía en comunas autosuficientes que superaran la interesada división del trabajo liberal y produjesen de acuerdo con sus capacidades y menesteres. En esta organización de la economía buscan siempre la natural armonización y racionalización que complementa y nunca contrapone a la agricultura con la industria. Semejante elaboración ideológica engarza bien con algunos rasgos culturales hispánicos, está más desarrollada y matizada en los medios urbanos e industriales y es más elemental en los ambientes campesinos. En general, es una respuesta a la situación de desequilibrio extremo de la propiedad y de la producción agraria en el Meditenáneo y en un momento de irredentismo social acuciante, por lo que se extendió rápidamente desde Barcelona a Cádiz. En el primer tipo más elaborado se halla el caso catalán, donde prendió el anarcosindicalismo como una versión más europea y modernizada del anarquismo. La razón por la que los obreros barceloneses se inclinaron al anarquismo estuvo en la tradición societaria y antipolítica de sus instituciones, cuyos hábitos no encontraron en el socialismo una respuesta adecuada, la tendencia ácrata entroncó mejor con la tradición republicano federal catalana y con el pactismo mediterráneo opuesto a toda centralización. Influyó el carácter extremo y desequilibrado de las condiciones materiales de la sociedad catalana, eran ingredientes aptos para generar proyectos revolucionarios y violentos la inmigración de campesinos del sur en un puerto cosmopolita, la persistencia de industrias pequeñas, los apiñados barrios obreros en el interior de una ciudad ostentosamente burguesa. En los medios rurales y campesinos del sur, en cambio, la concepción es más simPle, a veces más extremista, se apoya en la cultura oral, predicada por unos apóstoles libertarios que quieren ofrecer el contrapunto a una cultura escrita capitalista y se estimula con una profunda motivación ética mezclada con actitudes pararreligiosas. Así es el caso andaluz, que constituía la base de la militancia anarquista y estaba ausente de los cuadros organizativos en general. La atávica creencia del anarquismo en la igualdad y en la idea salvadora de una justicia social, su propio idealismo y utopía y el espontaneísmo con que entendió a los más desheredados hizo que el movimiento asimilase toda la miseria del campo andaluz y arraigase fuertemente en los millones de campesinos analfabetos y desamparados por las elites dirigentes y económias- Esa mezcla explosiva de idealismo y marginación es la que explica la práctica de la acción directa y de la violencia que se creen obligados a practicar. Estas creencias se adecuaban mejor al espíritu y formación del campesinado latifundista, era un es195

quema ideológico muy simple de libertad y solidaridad, transmisible en una cultura oral y rica en simbolismos y actitudes muy alejadas de las coordenadas capitalistas. Son mesiánicos en la doble dirección de esperar la salvación de una idea y un movimiento liberador y de entregarse al proselitismo de esa idea con una actitud mística y apasionada. Pero sobre todo es en la experiencia de la injusticia y en unas condiciciones objetivas de extremada dureza donde prenden y arraigan rápidamente la doctrinas de la igualdad, el reparto, el colectivismo comunal, la solidaridad y la eliminación de los obstáculos capitalistas que lo impedían de forma drástica y directa. Tiene dos idealizados instrumentos para llevar a cabo su programa, la huelga general como panacea revolucionaria y la fuerza de la solidaridad del proletariado expresión de su naturaleza antipolítica y antiautoritaria. Y la otra dimensión de su actividad se encauzó por la acción directa y el terrorismo, como se explicará en otro epígrafe. 6.1.1.2. Evolución de la FTRE: la difícil armonía de la fábrica y el latifundio Después del golpe de Pavía y con el general Serrano en el poder, a principios de 1874 se dicta la ilegalidad de la I Internacional por oponerse al derecho, a la moral, a la libertad de trabajo, a la propiedad, a la familia y a otras bases de la sociedad. Desde entonces se sumergió en el radicalismo, la violencia, la insurrección y vivió en la perspectiva de la inminente revolución hasta 1877. Este periodo de clandestinidad que media entre la disolución y la devolución de la libertad de asociaciones y partidos en 1881 apenas permite sobrevivir a la Federación de Las Tres Clases de Vapor en Barcelona y a la Asociación del Arte de Imprimir en Madrid, la primera de carácter societario y afín al tradeunionismo británico y la segunda de tipo marxista. Pero habían quedado en la ilegalidad la anarquista Federación de la Región Española (FRE), que reunía entonces a todas las sociedades de resistencia existentes en el país, y el núcleo organizativo madrileño, aún en estado embrionario. El grupo catalán en 1877 reorganiza el" Centro Federativo de Sociedades Obreras de Barcelona, que decide crear una gran sindical obrera e incluso piensa, como el grupo madrileño, en crear un partido político. Estos hombres reconstruyen en 1881 Las Tres Clases de Vapor, un gran sindicato textil que abarca los tres pasos de cardar, hilar y tejer, el cual acabó siendo una central sindical templada en busca de relaciones con los empresarios, conocida también con el nombre de sindicalistas moderados. Esta central tuvo su momento de auge entre 1881-91, cuando se apartan totalmente del anarcosindicalismo y se aproximan al grupo madrileño. No obstante, la tradición catalana de pactar con los partidos republicanos les había conducido a distanciarse de Iglesias y a proponer reformas asequibles alejadas de las aspiraciones maximalistas de Madrid. Por esta razón acaban fundando el Partido Socialista Oportunista, que se mostrará complaciente con el empresariado y con su petición de proteccionismo. El final de Las Tres Clases de Vapor se anuncia a partir de 1891. Fue la Conferencia de Barcelona de 1881 la que dio un giro importante a la FRE, eliminó a los viejos insurrecionalistas y clandestinistas (Lorenzo, García Viñas) y confirmó una línea de legalidad y vida pública. Crearon el periódico La Revista Social, aconsejaron la actividad sindical normal y pidieron un Congreso General para todas las sociedades obreras que reunió en Barcelona en setiembre de 1881 a más de 160 or-

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ganizaciones. Entonces se creó, tratando de dar continuidad a la FRE, la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) que propició federaciones de asociaciones libres de trabajadores y se declaró colectivista en cuanto a la propiedad y anárquica y autonomista en cuanto a la relación social. El segundo Congreso se celebró en Sevilla en 1882, ya con 495 asociaciones representadas, donde se defendió el anarcocolectivismo, la igualdad de la mujer y la reivindicación de las ocho horas, se limitó la realización indiscriminada de huelgas y se estimuló la acción propagandística. Inicialmente la FTRE creció deprisa, nace con tal pujanza que en dos años se sitúa con casi 60.000 afiliados en 250 localidades, la mayoría campesinos y viticultores andaluces (40.000), además de empleados textiles catalanes (13.000) y levantinos (2.500), repartidos de forma paralela a como se extendió el federalismo durante el Sexenio. Las crisis de 1883 y la dura represión de la Mano Negra abrió una etapa de estancamiento y disensiones internas del anarquismo que disminuyeron drásticamente su capacidad desde 1884. Esta división dibujaba tres líneas divergentes, la del anarcocolectivismo bakuninista que admite una organización necesaria para conducir hacia la revolución después de la cual habrá que colectivizar los medios de producción; la del anarcocomunismo que exige la desaparición de cualquier tipo de aparato organizativo por encima del mero grupo anarquista y aspira a imponer después de la revolución la colectivización de medios de producción y del producto obtenido; y la de quienes consideraban que el internacionalismo sindicalista no hacía sino reforzar a la sociedad misma incorporándola las masas obreras y alejar así la revolución que debía alcanzarse por el camino insurreccional y terrorista. P. Gabriel ha descrito cómo le nacen de esta forma por la izquierda los comunistas libertarios enemigos de toda actuación legal y reformista y opuestos al centralismo de sus dirigentes. El comunismo anarquista empezó a difundirse en España hacia 1885, cuando se tradujeron algunos escritos de Kropotkin, se publicó Tierra y Libertad, una revista quincenal comunista y anarquista; un difusor de esta doctrina en Andalucía fue Fermín Salvoechea, que publicó en El Socialismo muchos textos de Kropotkin y Malatesta. Esta doctrina de origen francés al difundirse en España vino a añadir al tradicional ilegalismo y clandestinismo peninsulares una fuerte oposición al sindicalismo de masas y a cualquier organización, aunque fuese anarquista. Como consecuencia de estas transformaciones anarquistas, desde 1881 se impuso la superioridad numérica de Andalucía sobre Cataluña, al revés de lo que había sucedido en 1873 cuando los obreros catalanes eran mayoría y estaban casi todos en la FRE, éstos ahora se reparten entre la FTRE y las Tres Clases de Vapor y son menos. Además, la unión entre los dirigentes de la FTRE en Cataluña no era total y quedaron residuos partidarios aún de la clandestinidad ligada a la antigua FRE que hicieron publicaciones y se representaron en los congresos internacionales. El sector andaluz mayoritario tenía aún dificultades más ingentes, no era fácil allí articular el anarquismo y el anarcosindicalismo. La organización del campesinado también estaba dividida, una mayoría, el grupo de Arcos, Jerez y la serranía (en cuyo entorno se producen los sucesos de la Mano Negra), seguía inclinada a la clandestinidad, la represalia y la acción directa y otra minoría de la zona bética y gaditana algo más urbana se inclinaba a la acción sindical. Se producen así dos importantes fenómenos en la acracia española, se desarticula el movimiento y se radicalizan sus dirigentes, lo cual fue decisivo en la configuración futura del anarquismo en el país, en sus intensas discusiones ideológicas y en las estrategias extremistas de la conspiración y la acción directa.

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En estas difíciles condiciones, en 1888 los anarquistas españoles toman un nuevo impulso. Dos congresos de la FTRE abren dos sendas en cierto modo paralelas a la sindical y política de los socialistas. El Congreso de Barcelona constituye un pacto de unión y solidaridad para formar una Federación de Resistencia al Capital y el de Valencia sienta lo que llamaron las Bases para la organización anarquista de la región española. Olábarri concede a estas bases la importancia de ser una especie de sucedáneo de partido político, o mejor, un sistema de comunicación e información entre todas las asociaciones anarquistas del país encargado de extender la coordinación a toda España. Jover por su parte resume diciendo que esos congresos consuman el viraje del movimiento obrero libertario en las dos corrientes divergentes del anarcocolectivismo de Bakunin y el anarco-comunismo de Kropofkin, aquella mayoritaria en Cataluña y ésta en Andalucía. Pero ambos tuvieron desigual capacidad organizativa, puesto que los bakuninistas catalanes consiguieron avanzar en el Pacto de Unión y Solidaridad y en la sustitución de la FTRE por la Organización Anarquista de la Región Española (OARE), mientras en este proceso los andaluces anarco-comunistas estuvieron prácticamente ausentes. De la década de los 90 apenas se conocen acciones conducentes a la organización del anarquismo en España. El movimiento anarquista durante los 80 ha realizado un cierto esfuerzo de organización, ha consolidado su dos corrientes de implantación en el país, pero también ha sufrido un fuerte proceso de represión que hace que durante los 90a se registre una cierta desintegración organizativa. Hay que esperar a 1900 para que aparezca una nueva entidad ordenadora, la Federación Regional de Trabajadores de España, que se desdobló en dos estructuras, una propiamente anarquista y otra más estrictamente sindical. La tendencia del anarquismo en estos últimos años va en la dirección de asumir un sindicalismo revolucionario, sirviéndose del gran instrumento de la huelga general. Está anunciándose lo que significarán luego Solidaridad Obrera en 1907 y la Confederación Nacional del Trabajo en 1910.

6.1.1.3. De la represión a la violencia: de la Mano Negra a Montjuic La represión permanente produjo importantes efectos en esta organización anarquista que acabamos de describir. En 1874 había ya medio millar de presos, luego fueron deportados a Filipinas dos mil obreros implicados en los movimientos cantonales, la mayoría internacionalistas. Prendió enseguida en ellos la vieja teoría de que cuando la legislación no permitía participar era legítima la insurrección, contra Pavía opusieron la acción revolucionaria y apoyaron levantamientos republicanos como los zorrillistas. A partir de 1877 se extendió entre los internacionalistas la negación de todo principio político, moral o religioso y la adopción del sistema de represalias (titularon así algún periódico) destinadas a eliminar al enemigo y a alcanzar la revolución, particularmente en las zonas de Madrid y Andalucía. Esta tendencia se hallaba además confirmada por las tesis bakuninistas de la propaganda por el hecho y se practicaron numerosos atentados contra primeras autoridades en Italia, Rusia, Alemania, y en España en 1878 un tonelero quiso matar a Alfonso XII en Madrid, al año siguiente otro obrero gallego atentó contra el rey también en la capital, ambos fueron ejecutados a los pocos meses. La estrecha relación que muchos activistas españoles tuvieron con Bakunin, amistad personal como el caso de Farga Pellicer, incentivó aún más esta inclinación; en la misma línea actuaron los que contactaron con los ex-

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pulsados de la Comuna de París establecidos en Barcelona. De Rusia y su situación explosiva y radical provino también la corriente nihilista, en 1881 caía asesinado el zar Alejandro II y el Congreso Anarquista de Londres defendía la violencia y la organización individualistas como únicos medios de llegar a la revolución, despreciando la creación de grandes movimientos obreros. Al comenzar los 80, todo confluía para la mayoría de los ácratas se adscribieran al insurrecionalismo y la represalia, más allá de la acción sindical y laboral. Siguiendo a P. Gabriel, en el seno de las organizaciones de la FRE en la primera década predominaron en Cataluña los líderes clandestinistas y activistas sobre los sindicales, desde 1880 el sector más sindicalista y público, liderado por Farga Pellicer, logró desbancar a la comisión federal y a su secretario, Anselmo Lorenzo. En Andalucía la mayoría practicaban el insurreccionalismo social, se organizaron en conferencias comarcales y comités de guerra, desertaron de la acción laboral y se replegaron en el discurso revolucionario; con esta táctica fueron más capaces de resistir a la represión. Durante esta década abundaron las acciones violentas laborales cotidianas, quema de cosechas, de fábricas, organizaciones clandestinas y secretas, particularmente en Jerez, Arcos y Cádiz; a pesar de todo, también existían grupos de militantes dispuestos a intervenir de forma pública, sindical y obrerista. La violencia no era sólo anarquista, formaba parte de la cultura de los conflictos populares de forma que se producían agresiones mortales entre pastores, hortelanos y agricultores con cierta frecuencia. El episodio más característico de esta violencia andaluza lo constituye la Mano Negra de 1883. Sin estar aún documentados la supuesta asociación, su vinculación con la FTRE ni los reglamentos y crímenes que le imputaron, fue utilizada por el gobierno para reprimir a los campesinos radicales y sirvió de coartada a los propietarios andaluces para que subordinaran más fuertemente a sus jornaleros o peones. Hay que enmarcar el fenómeno en dos crisis de subsistencias de las más fuertes de la baja coyuntura agraria de estos años y en la incipiente actitud participativa e ideologizada del proletariado andaluz y catalán; por otra parte se trataba de una tendencia relativamente extendida por Europa en los años 80, como hemos visto. Las malas cosechas de 1882 provocaron hambre y crispación social que acabó en múltiples asaltos, incendios y robos; se generó de este modo una espiral de violencia y represión que según algunos testimonios fue utilizada por las autoridades para desorganizar el asociacionismo sindical, pero también se aprovechó por parte de los clandestinos para luchar contra los legales, de forma que surgieron organizaciones secretas por un lado y por otro expulsiones de clandestinos y acusaciones recíprocas de traidores e instrumentos de la reacción. En este torbellino de acción y reacción, en la crisis de 1883 y en ese escenario andaluz extremista que hemos dibujado de Arcos de la Frontera, el gobierno y la Guardia Civil encontraron una buena ocasión para reprimir y desarticular la organización sindical, al tiempo que difundían entre el pueblo la imagen y la asociación de ideas de que campesino asociado y sindicalista anarquista era lo mismo que asesino, ladrón y delincuente común. Uno de los focos más activos de la represalia y la acción directa se localizaba en Arcos de la Frontera, la sede de Andalucía Oriental y escenario de los hechos. La cadena de acontecimientos arranca de una muerte acaecida en agosto de 1882 indirectamente relacionada con una reyerta de trabajadores por delaciones de compañeros afiliados a la Internacional en Arcos. A fines del año son encontrados muertos dos Propietarios en un cortijo cerca de Jerez de lo que culpan a dos trabajadores. En el 199

cortijo de La Parrilla, a los pocos días, es asesinado un obrero y diecisiete son acusados de hacerlo desaparecer por faltar a la organización. A principios de 1883, en la venta de Cuatro Caminos, entre Rota, Jerez y Sanlúcar, cuatro jornaleros matan al ventero por delator. Hasta marzo de 1883 no se efectuaron las detenciones, los procesos siguieron el orden inverso de los acontecimientos, a los últimos se les acusó de pertenecer a una organización secreta llamada Mano Negra, acusación que luego se fue extendiendo hacia atrás. La Guardia Civil comunicó al gobierno que había hallado el reglamento de una organización titulado «Reglamento de la Sociedad de Pobres contra sus ladrones y verdugos», firmado por una mano negra. Para algunos historiadores se trata de la manipulación de un reglamento de uno de los centros anarquistas clandestinos que la Guardia Civil había encontrado y tenía en su poder desde hacía cinco años antes. A partir de ese aireado descubrimiento, se inculpó como responsable a la FTRE, con lo que se justificó una dura represión antisindical y se modeló entre los propietarios y clases acomodadas una imagen violenta y agresiva del obrerismo y el republicanismo popular. A mediados de marzo ascendían ya a más de 5.000 los detenidos en numerosos pueblos, de ellos 750 pertenecían a la FTRE; la Guardia Civil declaró haber desarticulado células campesinas violentas en más de veinte pueblos andaluces. Los juicios celebrados en los meses posteriores sentenciaron a muerte a trece campesinos y a diversas penas de cadena perpetua y años de prisión a otros muchos, organizando ejecuciones a garrote vil en las plazas públicas de Jerez. En el verano de 1883, los segadores de Jerez, a pesar de estar ya su Unión de Trabajadores del Campo prácticamente desmontada, organizan una huelga contra el destajo. En respuesta se militariza la recolección de la cosecha, se aumenta la dotación de la Guardia Civil y se sofoca el movimiento duramente. Tanto los procesos como el fracaso de la huelga significaron el hundimiento del asociacionismo campesino andaluz y de rebote el fracaso de la dirección anarcosindicalista de la FTRE en Cataluña. La propia Federación respondió defendiendo su actitud sindical legalista, condenó la Mano Negra y no se solidarizó con los acusados, negándose a realizar una campaña contra los procesos, por lo que fueron acusados de traidores y delatores. A partir de este momento se extiende un mayor enfrentamiento interno entre los sindicalistas, cunde la desconfianza de la vía legal sindical y se endurece la rigidez del anarcocolectivismo. En la década de los 90 arreció el conflicto y la represión tanto en la baja Andalucía como en Barcelona. En 1892 fue espectacular la ocupación campesina de Jerez de la Frontera, donde un grupo de campesinos que esperaban la venida de Malatesta, en viaje de propaganda anarquista por España, se dirigió a los cuarteles de la Guardia Ci-vil donde hubo insultos y pedradas; el Ejército, la policía de consumos y la Guardia Civil dispararon y en la retirada alborotada se produjeron cuchilladas y dos muertos; las autoridades practicaron una dura represión entre el campesinado, detuvieron a más de 400, clausuraron centros obreros en toda la región, un consejo de guerra juz-gó a ocho y condenó a cuatro que fueron ejecutados a garrote vil en público, en pos-teriores procesos se trató de implicar a todos los dirigentes y entre 246 acusados 17 fueron condenados a cadena perpetua. También en Barcelona en esta década se generalizó la costumbre de lanzar bombas en las protestas, en algunos casos con el beneplácito de las autoridades que así tenían carta libre para iniciar la represión mas contundente. Hay que destacar el atentado contra el Fomento de Trabajo en 1891, el perpetrado contra Martínez Campos en la Gran Vía de Barcelona en 1893 donde murió un guardia civil y hubo varios heridos, el autor fue ejecutado a los pocos me-

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ses; en el mismo año las bombas lanzadas contra el Liceo durante una representación causaron 22 muertes, por lo que fueron detenidos diez sospechosos (uno se declaró autor), seis acabaron ejecutados y cuatro condenados a cadena perpetua. A raíz de un atentado con bomba contra la procesión del Corpus también barcelonesa, en 1896 se organizó otra de las campañas de represión más duras contra el anarquismo en la Ciudad Condal, se detuvo a 400 anarquistas, sindicalistas, intelectuales obreristas y a todo sospechoso de ideas avanzadas. En el proceso de Montjuic subsiguiente se condenó a muerte a seis personas, cinco de ellas ejecutadas enseguida y a otros 67 trabajadores a diversas penas de prisión. Esta vez tuvo repercusión exterior la irregularidad del proceso y las torturas a que fueron sometidos los acusados, volviendo a utilizarse en la campaña internacional la imagen de la Inquisición y la barbarie española. Cierra la serie de la década el asesinato de Cánovas en 1897, que fue interpretado como la venganza de Montjuic. Esta escalada de atentados y condenas culmina con dos leyes de intensa represión del anarquismo, fuerte campaña de procesos y ejecuciones y una oleada de pistolerismo contraterrorista, registrándose en España una década de violencias y tensiones sociales, que no es la única en Europa y que prepara la sensación colectiva de malestar social propia de la transición intersecular que antes hemos descrito.

6.1.2.

La decisiva aportación del inspirado en los modelos europeos

socialismo

español

6.1.2.1. Antecedentes y espíritu del socialismo español en el siglo XIX Los movimientos obreros en España durante la etapa isabelina y el Sexenio revolucionario, dada su incipiente personalidad y el carácter elemental de sus organizaciones, hicieron casi toda su andadura de la mano de la burguesía más radical, inicialmente de los agitadores del progresismo y luego de los demócratas y republicanos; hasta la entrada en España de la I Internacional, en 1870, no se produce la emancipación de esta tutela, y dicha autonomía no será del todo completa. Es decir, el proletariado, como comenzó a llamarse entonces, no disponía de un instrumento propio de clase y este fue el mensaje que vino a traerle la entrada en España de Lafargue, yerno de Marx, en 1871. El obrero tenía necesidad de organizaciones sindicales y políticas específicamente de su clase y no burguesas, con cuyos intereses, por muy radicales que fueran, nunca iban a coincidir. Por esta razón en el último tercio del XIX en a mayoría de los países se produce una tendencia de los movimientos obreros a marcar sus señas de identidad organizando partidos de clase. Y en este contexto es en el que nace el 2 de mayo de 1879 el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), de cuyas siglas entonces era justamente la O de obrero la más característica y propia de su Personalidad. El origen cultural y sociológico del socialismo español, tan diverso del anarquismo, se relaciona estrechamente con un tipo de cultura muy diferente, es deudor de una civilización escrita, de varios profesionales, como muestra la presencia de 16 tipógrafos, cuatro médicos, un científico y apenas cuatro artesanos manuales en la fonda de la madrileña calle Tetuán, donde se fundó el PSOE. La aspiración del obrero consciente que proponían estaba penetrada de un espíritu humanista, ascético, solido, cumplidor y abnegado, con fuerte sentido de la responsabilidad y del trabajo,

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internacionalista, interesado por la cultura, alejado de los vicios del alcohol y el juego, moralista y pacato, pero nunca creyente, era, como se decía entonces, laico.Encarnaba estos valores el fundador, Pablo Iglesias, un hombre de orígenes muy humildes, hijo de una lavandera, un huérfano que se dirigió andando de El Ferrol a Madrid para ser acogido en el Hospicio donde aprendió el oficio de impresor. Era de carácter muy rígido, entregado y austero, pero por otra parte llegó a crear en torno a sí una cierta mitificación y algún rasgo de culto a la personalidad. Se le ha definido como un inválido ascético, obsesionado por la moralidad pública y con una visión rígida y calvinista del proletariado y su comportamiento. En general, en el socialismo destacó la calidad humana e intelectual de sus dirigentes, que por lo común envejecieron en los puestos. Los socialistas diversifican sus instituciones, con un sentido social humanista e integral, para atender a todas las necesidades del trabajador: cajas de resistencia, imprentas, cooperativas, mutualidades grupos recreativos y culturales. Son de destacar, como expresión de ese humanismo subyacente, la institución de las Casas del Pueblo, un instrumento de convivencia formación y sociabilidad específica imbuida de unos determinados valores y signos de relación social. Eran el centro de su actividad formativa, política y sindical, lugar de reunión, de mutua ayuda, de asimilación de ideas y comportamientos, medio de relación, de absorción de los principios y las órdenes de las directivas. En ellas se hacía la vida cotidiana, con sus bibliotecas, tabernas, espacios dedicados al ocio, al teatro, a la lectura, a las fiestas. Junto a ellas, aunque no sean socialistas, hay que destacar otros ámbitos de sociabilidad próxima al proletariado como los Ateneos Libertarios o los Casinos Republicanos. Mainer señala que esta cultura del obrero consciente era deudora de ideales estéticos, morales y sociales de claro abolengo pequeñoburgués y radical, su literatura es la del romanticismo y el naturalismo, sin apenas concesiones al modernismo, que tampoco asimilarán fácilmente en provincias las elites hasta bien entrado el siglo. El socialismo español está más inserto en un marco internacional europeo que el propio anarquismo, es de resaltar en este sentido la permanente relación del tipógrafo malagueño José Mesa con Jules Guesde, con Lafargue, con los propios Marx y Engels. Pérez Ledesma ha señalado cómo el marxismo recibido por los dirigentes socialistas españoles iniciales fue muy limitado, simplificado con ánimo pedagógico y hasta adulterado, pero sobre todo inspirado en el guesdismo francés, con cuyos postulados coincide casi literalmente, hasta en la misma fecha de fundación por Guesde del Partido Obrero Francés. Pérez Ledesma ha acuñado una visión crítica de estos primeros años insistiendo en algunos rasgos bastante primarios de sus inicios: el PSOE fue casi infantil en la primera etapa hasta 1888, se dedicó a poner en práctica directamente los principios del marxismo-guesdismo, se convenció de que cualquier crisis histórica (por ejemplo lo creyeron en la de 1887) habría de desencadenar el proceso revolucionario, fue adicto a la lucha de clases como instrumento inmediato directamente aplicable al caso español y estuvo convencido ingenuamente de que la burguesía no podría mantener su predominio ante la extensión de la crisis y el empuje obrero. Se desengañaron una vez pasada la crisis y comprobada la capacidad de resistencia del sistema frente a la débil implantación del obrerismo, de forma que ya en la etapa de los 90 Iglesias deja de referirse a la inmediata revolución y se dedica con preferencia a asuntos organizativos y reivindicativos. A los socialistas españoles del primer momento les faltó capacidad de análisis de la realidad española, se dejaron llevar de un esquematismo rígido exclusivamente centrado en la oposición bur-

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guesía-proletariado y no comprendieron bien el papel social que los campesinos, las clases medias y los mismos intelectuales habrían de desempeñar en el proceso del cambio socialista, ni diferenciaron políticamente cuál habría de ser la colaboración de algunos partidos burgueses republicanos y de izquierda en la consecución de sus objetivos políticos. Justamente este debate es el que producirá una escisión entre Iglesias y Jaime Vera, aquél considera a los partidos republicanos como adversarios y encargados de desviar demagógicamente el descontento de las clases obreras hacia objetivos que no son específicamente socialistas (como el anticlericalismo) y esconden las verdaderas metas de clase, mientras Vera es partidario de la postura contraria, de donde nacerá en 1908 la estrategia de la conjunción republicano-socialista. Esta división, formulada de diferentes maneras, acompañará al socialismo en todo el primer tercio del siglo XX. Una percepción algo más positiva de estos primeros pasos del partido ofrece Jover. En esta primera etapa, aunque carece aún de un programa oficial, hace algunas propuestas que suele distinguir en dos niveles, un programa máximo de principios y objetivos básicos y otro programa mínimo de reformas políticas y económicas más inmediatas. Al margen de los debates sobre la autoría y la influencia de los dos primeros programas de 1879 y 1880, el de 1888 delata algunos influjos del primitivo bakuninismo y se atiene a los objetivos básicos que Marx había previsto para un partido cifrados en tres metas concretas: abolir las clases o emancipar a los trabajadores, transformar la propiedad individual en propiedad social y conferir el poder político a la clase trabajadora. Entre sus contenidos mínimos se encuentran medidas para obtener libertades públicas y derechos individuales, sufragio universal, supresión del Ejército, medidas de previsión social, sustitución de impuestos indirectos por directos, supresión del presupuesto de la dotación del clero y confiscación de sus bienes. Jover ha insistido en que el partido explicitó un programa que significó en su momento la más completa exposición de derechos y libertades de la persona humana que conoció la Restauración española: libertad política, derecho de huelga, ocho horas de trabajo, eliminación del trabajo infantil, mejoras laborales para las mujeres, protección de la salud y la vida de los trabajadores, comisiones de vigilancia e inspección a cargo de obreros, protección a las cajas de socorros mutuos, enseñanza gratuita, servicio militar universal, protección del alquiler de vivienda, nacionalización de medios de transporte, minas y bosques, etc. Los grandes trazos de su evolución pueden ritmarse según décadas. La formación del socialismo español se produce en los años 80, cuando se organiza e implanta, se define ideológicamente e inicia su práctica laboral y política. También el movimiento obrero experimenta el cambio de década, si en la positivista de los 80 se esfuerza Por dedicarse al aspecto científico racional de elaborar su ideología y sus programas, en los 90 descenderá a la praxis de la organización y la estrategia. Como dice Jover, de las minorías ideológicas pasamos al inicio de las masas asociadas. El socialismo durante los 90 consolidará su implantación, más sindical aún que política, especialmente en los medios siderúrgicos y mineros del norte y escasamente en los campesinos. Comienza en esta década a recoger los primeros frutos, como el 1.° de mayo, Participación en elecciones generales, obtención de concejalías, publicaciones nuevas, y dos huelgas notables en Bilbao y Málaga. Su mayor impulso lo experimentará después de la crisis de fin de siglo, empujado por el deterioro del nivel de vida de las clases trabajadoras y por el creciente prestigio del partido y sindicato dada su definida y contundente reacción ante la crisis.

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6.1.2.2. Las peculiaridades de un partido específicamente obrero y antiburgués Aunque el PSOE nace en 1879, surge antes un núcleo madrileño apiñado en torno a Lafargue, yerno de Marx, que crea en 1872 la Nueva Federación Madrileña, en que intervienen los promotores Pablo Iglesias, José Mesa, los hermanos Mora y Calleja, organización que estuvo inicialmente relacionada con la I Internacional y luego alejada de ella al disentir de sus planteamientos bakuninistas. Pero dicha Federación debió tener una vida corta y no demasiado trascendente. El origen del PSOE hay que relacionarlo más bien con la Asociación General del Arte de Imprimir de Madrid, surgida en 1871 como una mera asociación profesional que en la huelga de tipógrafos de 1873 recibe el ingreso de algunos socialistas de aquel núcleo inicial, como Pablo Iglesias, Calderón, García Quejido, por cuya razón se convierte enseguida en una sociedad de resistencia. En torno a esta asociación se origina el grupo madrileño de tipógrafos, obreros, médicos y estudiantes que en la referida fonda de la calle Tetuán de Madrid deciden crear un partido político que fuera socialista y obrero y que no tuviera que ver con la política que hacen los burgueses. El PSOE convocó luego junto con la Asociación del Arte de Imprimir una huelga de imprentas en Madrid que tuvo cierto eco y éxito final, a raíz de lo cual proyectaron —sólo eso— crear una Asociación Nacional de los Trabajadores en 1882, como avance de lo que será luego la central sindical. Desde su fundación hasta la subida al poder de Sagasta en 1881, vive en la clandestinidad y se dedica a consolidar el partido en su núcleo madrileño y en Cataluña. Se presenta a algunas elecciones provinciales, funda órganos de expresión propios, como El Obrero en Barcelona y El Socialista en Madrid, y piensa en crear sociedades de resistencia en varios núcleos y federar estas organizaciones sindicales aspirando a una formación sindical más amplia. En este periodo el partido tiene aún una fuerte implantación en Barcelona, pero la perderá tan pronto como se desvincule del sindicato Las Tres Clases de Vapor, que hemos visto aparecer antes. Una de las primeras actuaciones más importantes del partido estos años fue su participación en los informes madrileños de la Comisión de Reformas Sociales en 1884, que son redactados por el mismo Pablo Iglesias y Jaime Vera. Después del primer Congreso obrero de 1888 en Barcelona, donde se zanja el debate entre posibilitas e internacionalistas y se impone la corriente de Pablo Iglesias de combatir a todos los partidos burgueses, los socialistas pierden vigor en Barcelona y se concentran en Madrid donde comienzan a consolidar su vida institucional. En 1888 se constituye la UGT, en 1889 se integra en la II Internacional, en 1890 hace su aparición pública en la primera celebración del 1.° de Mayo y en la huelga de Vizcaya y en 1891, en las primeras elecciones de sufragio universal, presenta candidatura política por primera vez (prueba de madurez que no superará hasta 1910 cuando coloque a Pablo Iglesias como primer diputado en el Parlamento). Adoptó la organización federal, de forma que las agrupaciones locales, regidas por comités del mismo nombre, se articulaban en niveles provinciales o regionales y constituían finalmente un partido nacional. Los dos pilares de la formación socialista eran el partido y el sindicato y, a pesar de que la UGT no nació socialista, complementó la acción política del partido con la laboral y reivindicativa propia del sindicato. Se rige por congresos generalmente bianuales y por un comité nacional que

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alberga representaciones regionales y una comisión ejecutiva más cotidiana, controlada inicialmente por la agrupación madrileña. Incluyeron también grupos y secretariados femeninos segregados inicialmente, que luego se integrarían en las agrupacioones locales. En cuanto a sus miembros, hay que señalar que el partido no fue muy numeroso si se le compara con otros de fuera, pero muy concurrido si se pone en relación con los otros partidos de notables tan minoritarios. Su proceso de crecimiento podría resumirse diciendo que se duplica cada decenio, entre 1888 y 1899 pasa de 16 federaciones a 70, hacia 1907 ha alcanzado los 6.000 afiliados y los 50.000 en 1920, su momento culminante. En su primera comparecencia electoral consiguieron 4.000 votos, llegaron a 18.000 a fin de siglo y aumentaron extraordinariamente en la conjunción republicano-socialista entre 1910-19. Los tres focos espaciales que concentran la presencia socialista son Madrid (donde la figura es Pablo Iglesias), Valencia (aquí el creador del grupo fue García Quejido y destacaron Juan Almela Santafé y Antonio Cortés Victoria), País Vasco (donde el hombre clave era Perezagua, con quien consiguió 4 concejales en Bilbao en 1891), Asturias y un pequeño núcleo en Málaga (en torno a Rafael Salinas). La política seguida por el partido ha oscilado entre las dos posiciones mencionadas del aislamiento obrerista ortodoxo desconectado de los movimientos burgueses y el conjuncionismo que buscaba amplios acuerdos con los partidos de la izquierda liberal burguesa. Iglesias, en la línea de Guesde o Lafargue en Francia, defendía que era inútil esperar cualquier reformismo del Estado y de los partidos republicanos que sólo podían robarles votos y afiliados. Todo el periodo que aquí historiamos está ocupado por esta actitud obrerista y antiburguesa, el dilema se le presentará al partido más tarde, después de 1909, cuando Vera, García Quejido y Mora opten por colaborar con todo lo que pudiera democratizar el régimen.

6.1.2.3. La Unión General de Trabajadores: la infancia de un sindicato moderado Los historiadores sociales han puesto de manifiesto cómo en estas décadas de los 80 y 90 no sólo se producen las creaciones y organizaciones más conocidas de las dos grandes corrientes anarquista y socialista, sino que florecen toda una pléyade de centros obreros, federaciones locales, asociaciones proletarias de múltiples formas y filiaciones, a veces no definidas ideológicamente, muchas influidas por cierto radicalismo anticlerical, verbalista y populista. Se trata de puras asociaciones de resistencia dedicadas únicamente a la mejora de las condiciones de vida y de trabajo, que constituyeron una verdadera masa difusa de conciencia de clase, una tendencia asociativa y un zócalo de movimientos sociales que contribuyeron muy positivamente a hacer posible el gran despliegue del movimiento obrero y su relevante papel en la movilización de la sociedad española de las primeras décadas del XX. La fecha de 1888 como escenario de desarrollo institucional está caracterizada Por la crisis industrial de 1887 que cerró fábricas, incrementó el paro, rebajó los salarios y estimuló la organización obrera para defenderse de las agresiones del capital. En el nacimiento de este sindicato, como en otros muchos casos, hay una motivación que arranca de la percepción de las carencias de un sistema o de la experiencia de la injusticia de una circunstancia oprimente que suele ser incluso previa a cualquier captación ideológica o utópica. 205

La Unión General de Trabajadores (UGT), impulsada por las organizaciones obreras barcelonesas y orientada hacia la neutralidad ideológica y la moderación reivindicativa en contraste con el mundo anarquista, se crea en agosto de 1888 en Barcelona, a raíz de un intento de fundir todas las asociaciones obreras mediante un congreso general que se frusto. En principio, sólo aspiraba a reunir en una central a todas las sociedades, federaciones y uniones de resistencia, para crear nuevas secciones de oficio y constituir con todas ellas una Federación Nacional, y le movía el ánimo de mejorar las condiciones de trabajo, exigir las leyes necesarias para ello y si fuere preciso recurrir a la huelga. Luego reclamó expresamente que no pertenecía a ningún partido ni religión, ni reconocía distinciones de raza o nacionalidad y dejaba francos a sus miembros para expresar sus libres opiniones. Esto no obstante, la UGT y el PSOE mantuvieron estrechas y permanentes relaciones de organización, líderes programas y propuestas políticas y era preceptivo para los miembros del partido pertenecer a la sindical, aunque esta obligación nunca constara en los estatutos del sindicato hasta 1920. En cualquier caso, siempre apoyó los proyectos políticos del PSOE. La UGT arranca con ciertas limitaciones de planteamiento dentro de la evolución teórica sindical, muestra francas pervivencias decimonónicas en su concepción localista y gremial. Olábarri ha insistido en estas carencias al señalar cómo la célula básica de la que partía era la sociedad de resistencia, que descansaba en el reconocimiento del oficio y la localidad como principios, luego pretendía confederar todas las sociedades del mismo oficio en la localidad y posteriormente en todo el país, para así crear con el conjunto la Unión General de Trabajadores. Habrá que esperar a la segunda década del siglo XX para que en la UGT nazcan organizaciones más evolucionadas que superen el nivel de los oficios para convertirse en unidades basadas en la fábrica como tal, y se formen sindicatos supralocales de industria luego coaligados en federaciones nacionales industriales. También es negativa apreciación de Andrés Gallego insistiendo en que la UGT a la altura de los 90 no es otra cosa aún que una sociedad de resistencia de trabajadores sin su orientación socialista posterior. Aunque la UGT no naciera socialista, como se ha dicho, forma parte del mundo que el socialismo está configurando en España en ese momento y pertenece a esa cultura política y social que introduce el marxismo europeo en nuestro país. Se dificulta la comprensión de estos fenómenos si se insiste en separar el tratamiento de las cuestiones políticas de las sociales; algunos libros separan el análisis del PSOE como partido político del proceso de formación del movimiento obrero desconectándolo de la vida social del sindicato obrero, con lo que pierden algo consustancial a su mismo planteamiento que es el carácter integral y totalizador del movimiento. Lo mismo sucede si se contempla el sindicato al margen del espíritu humanista solidario que animaba la corriente socialista en cuyo seno nace. Jover da en este sentido una versión más positiva del nacimiento del sindicato, puesto que según él, sintoniza con el espíritu que animaba al Partido Socialista. Al celebrar el socialismo su primer congreso en 1888, a los pocos días de ser fundado el sindicato, proponía la defensa de los trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes, con una vena moral y humana característica del socialismo español del momento, inserto en el horizonte del humanismo no individualista, en sintonía con la nueva sensibilidad de la crisis intersecular que hemos descrito, que estaba mucho más próximo al sentir de las clases populares y era diametralmente opuesto al de las elites dirigentes de la Restauración. Ha nacido así en España por primera vez la definición

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de la doble, paralela y distinta vía del partido de clase obrera con ánimo de conquisel poder político y la asociación de resistencia o sindicato destinado a defender los intereses de los trabajadores en sus relaciones laborales. La organización de sus sociedades dependía de la junta general de socios que nombraba una junta directiva. La asamblea general del sindicato elegía el comité ejecutivo y controlaba su gestión a través de organismos centrales, provinciales y locales compuestos por representantes de los distintos niveles. Se configura así como un sindicato muy centralizado que dejaba escasa autonomía a sus sociedades, cuya gestión descansaba en el congreso como órgano máximo y en el comité nacional, ubicado en Barcelona hasta 1899 y en Madrid después, que llevaba el gobierno de la institución y elegía directamente al secretario general como responsable final. La dirección del sindicato recayó en Pablo Iglesias como presidente, compartida en este caso con la del partido, y en García Quejido como secretario general; el resto de sus dirigentes eran habitualmente obreros manuales; durante la etapa barcelonesa el intercambio de dirigentes con el partido fue menor que en la posterior madrileña. Una de las acusaciones más habituales que recibía era la de burocratizar y profesionalizar en exceso a sus directivos, con lo que les restaba empuje sindical. En el sindicato no se experimentaron, particularmente en la etapa decimonónica, disensiones internas dignas de mención. El sindicato cuidó mucho sus recursos económicos, procedentes de cuotas de socios fundamentalmente, que en un principio consistieron en una aportación única con objeto de crear cajas de resistencia en caso de huelga y en muchas sociedades también en caso de accidente, pero no será hasta 1911 cuando se introduzca la cotización de base múltiple, que incorporaba derechos de enfermedad, fallecimiento, médico o paro, objeto de frecuentes polémicas internas. Las líneas de acción se centraron inicialmente en propaganda, organización y formación no sólo sindical, sino también profesional, sin olvidar las actividades docentes, culturales y de ocio que caracterizaban en general al mundo socialista. Editó la Unión Obrera como órgano semanal propio y compartió con el partido El Socialista. Además de su labor asociativa, mutualista y cooperativa, el sindicato llevó adelante una política reivindicativa, que se centró en la reclamación de aumento de jornales, de reducción de la jornada de trabajo, la mejora de la higiene y la dignidad de las condiciones laborales. El sindicato hizo un uso restrictivo de la nuelga, estatutariamente muy limitada, de forma que constituyó siempre el último recurso, sólo cuando tenía posibilidades de éxito, si afectaba a la gran mayoría del oficio y cuando interesaba al sindicaPablo Iglesias, fundador del Partido Socialista Obrero Español. to y no a la patronal o al gobierno. Por 207

esto fueron pocos los conflictos que el comité nacional apoyó y financió, pero sin embargo las iniciativas particulares de algunas federaciones planteando conflictos locales fueron más generales. El otro instrumento de acción reivindicativa era la presión sobre los poderes públicos para lograr legislaciones favorables para los trabajadores. En esta dirección presionaron sobre la política reformista del Estado junto con numerosos grupos de intelectuales y políticos radicales y de hecho la UGT participó intensamente en instituciones reformistas como la Comisión de Reformas Sociales juntas y tribunales relacionados con el mundo del trabajo. El crecimiento es relativamente modesto entre 1888 y 1899, con un pequeño bache entre 1893-95, de forma paralela a la del PSOE; en la década de los 90, pasa de 27 a 65 federaciones y de 3.355 a 15.261 afiliados. La evolución del sindicato fue muy lenta al principio, apenas creció en mil socios hasta 1896, se quintuplicó sin embargo en los dos años siguientes y se triplicó luego en el primer lustro del siglo hasta alcanzar 30.000 socios en 1902 y 57.000 en 1905. La composición interna evolucionó desde la inicial mayoría de las industrias manufactureras y los oficios artesanales a la primacía posterior de trabajadores del campo y de las industrias básicas y el transporte; destaca en este caso la escasa presencia textil, relacionada con la paradoja de que la primera UGT se dirigía desde Barcelona, pero apenas reclutaba en Cataluña el 2 por 100 de sus socios. Las regiones de mayor implantación del sindicato eran, por este orden, Madrid, Asturias, Vascongadas, Levante, Castilla la Vieja y Extremadura.

6.1.3.

Los objetivos del catolicismo con el sistema que con el proletariado

social

sintonizan

más

6.1.3.1. Los límites del catolicismo social: La Iglesia española no sigue la senda de León XIII La Iglesia Católica en España, después de haber sufrido una profunda crisis durante el Sexenio en que una parte importante de las clases populares y de las elites políticas e intelectuales se despegaron de su influencia, tuvo una notable presencia social en el último tercio del siglo XX en forma de círculos católicos, patronatos, cajas de ahorro, mutualidades, actividades culturales, además de la gran floración de instituciones benéficas y docentes. Pero si hubiéramos de destacar las características más señaladas de esta acción social de la Iglesia, deberíamos fijarnos, en primer lugar, en su retraso con respecto a otros ámbitos europeos, en segundo término en el diverso sentido de su acción y finalmente en el diferente nivel de compromiso en comparación con otros marcos eclesiásticos de Europa. Atendiendo a ese diverso sentido de su actividad, es donde encontramos la gran distancia del caso español; la mayor intensidad de la acción social de la Iglesia española en estos años finales del siglo XIX se centra en una doble dirección, que no era justamente la que más demanda y protagonismo reclamaba en la sociedad de este último cuarto de siglo, porque se concentró en la revitalización de la beneficencia dirigida a atender al mundo de los marginados y en la dedicación a la enseñanza orientada hacia las clases medias y altas urbanas, abandonando de alguna manera todo el espectro de los grupos populares urbanos y rurales, generalmente trabajadores por cuenta ajena o pequeños propietarios semiautónomos. La segunda característica, vinculada en este caso al nivel de compromiso de su acción, consiste en que la Iglesia española, dentro de la escasa

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atención que en estos años prestó al mundo del proletariado industrial, fue incapaz de generar, hasta muy entrado el siglo XX, sociedades obreras de inspiración cristiana propiamente tales. Finalmente, caracteriza la acción social de la Iglesia española en el último tramo del siglo XIX el abandono del mundo rural, que será atendido mediante el sindicalismo católico agrario ya en el siglo XX, pero con dos carencias fundamentales: abarca sólo a la mitad septentrional de la Península y crea unas instituciones que son más instrumentos de apostolado eclesiástico, medios de control social y escudos defensivos antisocialistas que verdaderos medios de protección y movilización social del mundo campesino. En general, esta acción de la Iglesia tuvo una naturaleza muy vinculada al pasado, con mayoritarias pervivencias del Antiguo Régimen, fragmentaria, heterogénea, escindida en múltiples direcciones a veces contradictorias y con frecuencia enemistadas con la jerarquía eclesiástica. Como precisamos al principio, a pesar de señalarse indiscriminadamente tres direcciones por donde discurre estos años el movimiento obrero, la anarquista, la socialista y la católica, no se trata de tres vías iguales, ni siquiera semejantes cuantitativa y cualitativamente. La experiencia católica apenas puede decirse que trascienda el recurrente camino decimonónico de la caridad asistencial, el patemalismo social, el apostolado institucional y la docencia en el nivel medio. León XIII había abierto la puerta del compromiso social de la Iglesia con el proletariado por donde ya estaban transitando la mayoría de las iglesias nacionales de los países de la Europa occidental, pero la española estaba lastrada de excesivas rémoras tradicionales que le impidieron seguir la misma senda. Instituciones como los Patronatos de Juventud Católica, Centros de Defensa Social, o incluso las Asociaciones para la Defensa de los Intereses de la Clase Obrera (del marqués de Comillas), que pretendían rebasar el nivel benéfico, constituyeron unos medios protectores y defensivos que tenían más de vacuna contra las influencias socialistas y anarquistas y de vehículos de difusión de la acción pastoral de la Iglesia, que de verdaderas instituciones sociales tendentes a formar trabajadores autónomos capaces de resolver sus problemas con iniciativa e independencia. Ni siquiera el mutualismo confesional, que proliferó en este periodo, fue mucho más allá que las viejas cofradías asistenciales y gremiales heredadas de la modernidad, se trataba de una solidaridad más religiosa que civil, más pastoral que laboral y de unas coordenadas de acción cuyo motor se orientaba a conseguir la propia salvación eterna y material, más que a estimular la conciencia de la injusticia social y de la solidaridad desde abajo. En un epígrafe posterior concretaremos esta ofensiva benéfica, ligada al arcaísmo social de las elites dirigentes y eclesiásticas. Otro ámbito donde la acción de la Iglesia española también se retrasó con relación a sus homólogas europeas fue en el del cooperativismo, que prácticamente no aparece en este periodo y las escasas iniciativas que se producen se refieren básicamente al tradicional consumo, habrá que esperar aún muchos lustros para que surjan acciones eclesiásticas de cooperativismo relativas a vivienda y más aún a producción.

6.1.3.2. Los Círculos Católicos: confraternizando con los amos Existió, es verdad, un catolicismo social, inspirado en la rica tradición francesa, que contó asimismo con algunas muestras dentro del país. El sacerdote catalán Enrique Ossó, beligerante antiliberal después de que la revolución le destruyera su seminario, se dedicó a movilizar a las jóvenes, utilizando la figura y la espiritualidad de 209

Teresa de Jesús contra el laicismo y la indiferencia, de forma que en 1881 había conseguido una Orden Teresiana que enseñaba a mil muchachas. Es de destacar también el padre Manjón, un sacerdote y catedrático de origen burgalés, notable pedagogo de rica sensibilidad social, que fundó en Granada las Escuelas del Ave María para los pobres del Albaicín, con objeto de alejar a la juventud de la enseñanza laica y atea y recuperar a los más marginados. Pero la experiencia más destacada fueron los Círculos Católicos. Ya en los años 70 hubo experiencias de Círculos en Manresa, Alcoy, Palma de Mallorca o Tarragona y en el sur destacaron las experiencias sociales del obispo de Córdoba, el P. Ceferino González. Pero es en 1880 cuando el jesuita Vicent consolida estos Círculos, en Cataluña y luego en Levante, que se destinaban a defender los principios cristianos, a oponerse a la lucha de clases y al socialismo, a promover la concordia y armonía de clases, a estimular la cooperación en forma de socorros mutuos, cajas de ahorros y escuelas y a santificar y proporcionar honesta expansión los domingos y días festivos. Latía en esta búsqueda de la armonía social una indisimulada añoranza de la sociedad gremial del medievo que posibilitaba una idílica unión de los amos y los criados, de los ricos y los pobres. Crecieron hasta alcanzar a fines de siglo el número de 150 instituciones con 60.000 afiliados, repartidos principalmente por el norte de España, por las zonas de Levante, Navarra, Cataluña, Castilla la Vieja y la Cornisa Cantábrica. Todos los historiadores reconocen que los Círculos Católicos de obreros ofrecen una franca línea de continuidad con las sociedades de socorros mutuos confesionales y con la cofradías y hermandades del Antiguo Régimen. El espíritu de los Círculos es más decimonónico que propio de la cuestión social de la Restauración, porque ni siquiera pretenden como los sindicatos católicos posteriores proteger a los trabajadores de las ideas socialistas y anarquistas, sino que quieren crear un círculo propicio donde se reencuentren amos y trabajadores que habían sido distanciados por la economía liberal. Sus objetivos son eminentemente religiosos, morales, educativos y económicos, para que ambos protagonistas ejerciten mutuamente sus obligaciones de caridad, para que mediante la educación rediman a los obreros de su inferior condición humana, así como para que respeten la jerarquía social. Valores, todos ellos, que no trascienden en el tiempo las propuestas reformistas de los ilustrados y de los moderados españoles, y que sintonizan con la cultura social de las elites dirigentes de la Restauración. Complementan su actividad religiosa con cajas de ahorros (a las que dieron el sentido del ahorro como virtud y morigeración del trabajador y su familia que estimularon los liberales moderados), escuelas, socorros mutuos, observación del descanso dominical mediante actos de culto, ocio y cultura, cooperativas de consumo y bancos agrícolas. Al ser mixtos, acogían a socios numerarios u obreros (básicamente campesinos y artesanos) y a socios protectores o propietarios/industriales, en una proporción respectiva del 60 y 40 por 100. Pero la relación entre ellos dentro de los Círculos no pasó de ser personal y religiosa, sin que existiera ningún indicio de que se regularan ahí relaciones laborales, ni siquiera como gremios profesionales, salvo algunas excepciones. La figura del sacerdote consiliario, nombrado por el obispo, aparte de su función dirigente espiritual y moral, incluía la capacidad de nombrar cargos dentro de la junta directiva. Desde los años 90 se inicia un proceso de organización primero en consejos diocesanos y luego nacionales de todos los Círculos y patronatos de obreros, en los que la jerarquía eclesiástica tenía la capacidad de decisión. El primer Consejo Nacional 210

de Corporaciones Católicas Obreras tuvo como presidentes honorarios a dos obispos, al marqués de Comillas y al P. Vicent. En 1896 el propio marqués de Comillas reconstruyó el Consejo Nacional, dentro de una línea de catolicismo social aún más conservadora, incluyendo en él a buena parte de los integrantes de su Asociación para el Estudio y la Defensa de los Intereses de la Clase Obrera: aristócratas, altos cargos militares y políticos, alta burguesía y alto clero, sin que estuviese presente ni un solo obrero. Jover señala que el hecho de que estuviera presidido por un adinerado y prestigioso político conservador, vicepresidido por un duque y dos marqueses, expresa suficientemente lo irreal del planteamiento a que se confiaba el obrerismo católico.

6.1.3.3. ¿Sindicalismo católico en el siglo XIX? La vacuna antisocialista y la armonía de clases No es propio hablar de sindicatos católicos en la primera parte de la Restauración, Carr dice que no llegaron a ser ni siquiera esos gremios medievales que pretendían restaurar un Estado corporativo católico, fueron sociedades amistosas para mantener a los obreros alejados de la taberna y de los socialistas, organizaciones caritativas más preocupadas por erradicar la blasfemia que por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Fue muy costoso el parto de este tipo de sindicalismo en la Iglesia española, puesto que estuvo contrapesado por dos serios inconvenientes que lo dificultaron, retrasaron su nacimiento y luego condicionaron extraordinariamente su acción. El primero se refiere a la mayoritaria oposición y obstrucción que ofrecieron los medios eclesiásticos contra el establecimiento de un sindicalismo puro, sistemáticamente la jerarquía —salvo algunas excepciones que señalaremos— apoyó el sindicato mixto que reunía a patronos y obreros en una misma asociación, más bien de corte paternalista y protector. Todo surgía de la interpretación restrictiva que tanto la Iglesia como los patronos españoles hacían de la encíclica Rerum Novarum de León XIII (1891), en la que de hecho se permitían asociaciones ya sólo de obreros ya mixtas de patronos y obreros, pero el Congreso de Sevilla de 1892 impuso los gremios mixtos en España. Algunas voces disidentes que a principios de siglo recordaron que la encíclica dejaba abiertas las dos posibilidades fueron duramente acusadas de socialistas. Pero no sólo fue éste el obstáculo con que nacía el sindicalismo católico en España, se añadía a esta restricción otra no menos importante que acabó por desnaturalizar el movimiento. No contenta la jerarquía católica con que se tratara de agrupaciones mixtas, interpretaron que también debían de ser confesionales y estar dirigidas Por el clero, incluso esta opción fue la mayoritaria y exclusiva hasta bien entrado el siglo XX, sin que nadie la contestara sino después de abrirse camino lentamente la idea del sindicato puro. Pero la discusión iba más allá de su confesionalidad (la obligación de profesar la fe católica para ser admitido) y en el fondo se defendía que los sindicatos eran un instrumento de apostolado de la Iglesia donde se imponían prácticas religiosas y cuya acción quedaba jurídica y directamente vinculada primero a la jerarquía eclesiástica y más tarde a su órgano oficial, la Acción Católica. La autonomía de la sociedad civil, la independencia profesional de los trabajadores y la finalidad económica y sociolaboral de los sindicatos quedaba de esta forma anulada. De aquí nace la fragmentación del movimiento, que muchas veces obedeció, no sólo a

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una mentalidad tradicional con francas pervivencias de Antiguo Régimen, sino a rencillas personales y rivalidades entre órdenes religiosas, otra de las típicas pervivencias del siglo XVII. En este periodo sólo hemos podido referirnos a los círculos católicos puesto que los sindicatos obreros y los sindicatos agrícolas católicos pertenecen ya al segundo lustro del siglo XX. 6.2. LA RESTAURACIÓN TRATA EL OBRERISMO COMO UNA ENFERMEDAD: LA VACUNA DE LA CUESTIÓN SOCIAL, EL BÁLSAMO DE LA BENEFICENCIA Y LA CIRUGÍA DE LA REPRESIÓN

6.2.1. El desinterés de la elite dirigente en la primera etapa de los balbuceos obreros A los grupos dirigentes de la primera Restauración les define un marcado desinterés por la cuestión obrera cuando no una frontal oposición. Para el régimen, la I Internacional, que se decía instrumento para una inminente revolución social, era el remedo de la Comuna de París, un verdadero peligro para el orden establecido, de forma que en decretos, memorias, tratados y periódicos se presentaba como la contradicción palmaria y violenta de los valores más sagrados de aquel sistema liberal burgués e individualista: Dios, familia, patria y propiedad. Sin duda, la escasa conflictividad del periodo, que habla de una sociedad en parte desmovilizada tanto en lo político como en lo social (aún así los movimientos sociales fueron más activos que los políticos), fue el motivo por el que los empresarios, llevados por el individualismo liberal, no se preocuparon de forma notable por las relaciones sociales de sus asalariados en general. Tampoco el Estado, alejado aún de lo que será el debate intervencionista y la actitud reformista de otras latitudes, inicia el camino de la reforma social (salvo las tímidas excepciones de Sagasta en sus dos primeros mandatos y los conservadores a principios de siglo), una imperiosa reforma de la que ya habían recibido ejemplo de otras naciones del entorno que habían abierto este proceso treinta años antes. En los primeros lustros de la Restauración la elite política estaba mirando a otra parte. Se ha dicho que los liberales nunca se sintieron representantes de la sociedad española entre 1875 y 1902, a la que consideraron mayoritariamente tradicionalista y carlista, y que gobernaron con la consciencia de que lo hacían para una minoría del país y con unos aires de apertura según ellos excesivos para aquella sociedad. Ninguno de los síntomas de que la sociedad española estaba cambiando en el otro sentido, en la línea de los movimientos sociales proletarios y de la herencia democrática y republicana del Sexenio, fue percibido como importante y digno de ser atendido por el régimen canovista de forma sistemática y seria. A pesar de la euforia de los liberales por sus conquistas políticas en la década de los 80, con la única excepción de la Ley de Asociaciones, la emergente España trabajadora se mostraba cada vez más distante de estos planteamientos, se organizaba con sus propios movimientos y no dejaba de ver al Estado, por muy liberal que pareciera, como un instrumento de poder obsesionado por controlar la propiedad, la industria y las finanzas; en el mejor de los casos se mostraba más preocupado por asegurar conquistas de libertad que de justicia. Tal vez puedan salvarse, y sólo en parte, de este general desinterés social y de ese mutuo desconocimiento las minorías intelectuales y elites disidentes mencionadas

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más arriba, que no compartían el liberalismo tan individualista ni tampoco los planteamientos revolucionarios anarquistas o socialistas, pero que planteaban y trataban de solucionar la «cuestión social» por la vía de las reformas. El movimiento krausista destacó entre ellos y se mostró dispuesto, con su sentido armonicista y organicista, a introducir correcciones al liberalismo por medio de sociedades interpuestas y el Estado.

6 2.2. La cuestión social durante la Restauración: entre la recristianización católica y la armonización laboral La Restauración solía servirse de eufemismos para referirse a los problemas ingratos que prefería no llamar por su nombre, así recurre frecuentemente al término cuestión para expresar una serie de conflictos, como hemos enumerado más arriba, conocemos de esta forma una serie de cuestiones como la universitaria, la eclesiástica, la social, la regional, la colonial, etc. La cuestión social, pues, quería expresar con nombre dulcificado el conflicto entre obreros y patronos, entre capital y trabajo, sobre el que los teóricos de la Restauración tenían algunas ideas preconcebidas, como la solución liberal del conflicto basado en el principio individualista de la libertad por encima del presupuesto social de la justicia, como la idea plutócrata de la superioridad ética de los patronos y dirigentes sobre la masa inferior, y como la baja catadura moral de los obreros, que eran dados a la violencia y al vicio por su propia ignorancia y pobreza; en este contexto las reivindicaciones de las organizaciones obreras no dejaban de ser vistas como una intromisión inaceptable e ilegítima en la libertad individual de los patronos y de los demás obreros. Los católicos entendían que las protestas de la clase obrera habían nacido de los nuevos errores modernos que atentan contra la fe, ya procedieran del liberalismo o el materialismo, y del alejamiento de la Iglesia que buena parte de la sociedad española estaba experimentando. Por tanto, la solución correcta debía proceder de la resignación y de la educación de la clase obrera en los principios de la moral cristiana, de ahí la ofensiva de recristianización que lanzará la Iglesia, con el consentimiento y el apoyo del régimen, sobre la sociedad española de la Restauración. Los liberales, dando un paso más, pensaban que la solución debería venir de la armonización entre capital y trabajo y pronto admitieron los más avanzados que era legítimo crear cada uno sus propias asociaciones y producir entre ellas un equilibrio y una capacidad de convenios y acuerdos, e incluso asumieron y propiciaron que el Estado podía y debía intervenir en ese proceso de entendimiento y en una política de reforma social. Quedaba ahí un ancho campo a roturar, el del reformismo social. El Partido Liberal necesitaba a la altura de los 90 rehacer su programa y debía haber elegido este camino reformista para realizarlo, tal como ya había apuntado en sus dos primeros turnos de gobierno. Pero también los liberales adolecen en parte de la insensibilidad de la elite política de la Restauración frente al problema obrero que ocupaba ya las Prioritarias atenciones en otros países. Es de destacar, por ejemplo, cómo en los diversos programas regeneracionistas que se presentan en estos años, éste resulta un tema silenciado, incluso hasta en el más popular de Costa. Tal vez quien primero tomó la iniciativa fue Silvela en el Manifiesto de la Unión Conservadora, como recordamos en su momento, y luego será Dato el primer ministro legislador de la pre-

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visión. A fines de siglo, desde la aparición de Silvela, incluso los conservadores comenzaron a abandonar la solución de la recristianización y los liberales con Moret, que había realizado su tesis doctoral sobre la armonización del capital y el trabajo, asumieron parte del programa reformista e intervencionista del Estado. Los hitos de este programa en España arrancan en 1883 con la creación de la Comisión de Reformas Sociales, siguen con la democratización de los jurados y las elecciones de Sagas ta, se prolongan más tarde con la nueva actuación de los conservadores (Ley de Compensación de los Trabajadores de Dato en 1900, y el Instituto de Reformas Sociales del Gobierno Silvela en 1903), hasta culminar con la disposición de la jornada de ocho horas del liberal Romanones en 1918.

6.2.3. El primer reformismo social en España: la lentitud de reflejos del sistema 6.2.3.1. Una corriente de difícil germinación y escaso apoyo político entre las elites En este contexto del debate sobre la respuesta a la cuestión social, es decir, sobre la reforma social, se inicia el movimiento reformista en el que participan republicanos, krausistas, socialistas y conservadores regeneracionistas. El desarrollo del reformismo afectará inicialmente sólo al turno liberal y desde finales de siglo también al conservador. Pueden distinguirse dos grandes etapas en su evolución, con el punto de inflexión en 1900. En la primera hubo una ruptura inicial con la herencia reformista recibida del Sexenio Democrático que tardó en ser recuperada diez años, pero una vez repuesta se agotó su aportación en debatir entre las diversas fuerzas socio-políticas cómo debía abordarse el problema, desde qué bases, con qué protagonistas y qué alcance habían de tener las soluciones. El reformismo social formaba parte también de la nueva conciencia que hemos entrevisto con motivo de la transición intersecular descrita más arriba, participa de ese sentimiento más sensible y proclive a las desvalidas clases populares. Pero en este tramo decimonónico apenas se esboza su planteamiento. Hay que esperar al siglo XX para que se sustancie la segunda etapa de creación de instituciones y políticas del reformismo social. La idea madre que ha conducido este planteamiento de reforma ha sido corregir el excesivo individualismo de que estaba imbuida la legislación y el propio sistema jurídico español, para cuya superación se abre una doble y nueva vía: el asociacionismo y la admisión de la intervención del Estado en la reforma social. Fueron muchos los protagonistas del reformismo, en la primera etapa las dos fuerzas del turno legislaron contradictoriamente, las más avanzadas propiciaron la protección y defensa del Estado al trabajador asociado, con la sensibilidad social y el humanitarismo que fueron propios de intelectuales krausistas, republicanos y demócratas y de los liberales más perspicaces; mientras las más conservadoras legislaron en defensa de los intereses de las elites dirigentes frente a las amenazas del trabajador asociado, empujados por el miedo a la revolución que era común a los tradicionalistas, católicos, moderados y conservadores. En efecto, los reformistas rechazaban la revolución, pero no la asociación, reprimieron las organizaciones que creyeron revolucionarias, pero legislaron las asociaciones obreras y les dieron entrada

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en las instituciones encargadas de preparar las leyes sociales. Los católicos españoles de este periodo, como hemos visto, no llegaron a comprender la vía reformista v la participación del Estado, restringieron las posibilidades de la Rerum Novarum y discurrieron por la senda de los gremios mixtos y confesionales. Algunos historiadores admiten precedentes reformistas de tipo tradicionalista y conservador, la realidad en cambio no registra actos reformistas conservadores en los veinte primeros años de la Restauración, hasta que Silvela y la Unión Conservadora los plantee explícitamente. Fue el krausismo —a veces con presupuestos corporativistas tradicionales que superaban el individualismo y con la sola intención de promover la reforma como vacuna para prevenir la revolución— el que planteó la necesidad de la reforma social contraponiendo un liberalismo orgánico y armonicista contra el individualismo liberal y frente al socialismo. Los más liberales, como Canalejas y Moret, y de forma más explícita aún los socialistas, darán un paso más y defenderán el papel activo del Estado en la política social, no sólo como complementario y subsidiario de la iniciativa privada, sino como algo permanente y propio de su función. En cuanto a realizaciones, apenas se registran algunas medidas contra el trabajo infantil en 1873 y 1884 (la famosa Ley Benot que prohibía el trabajo a los menores de 10 años, jornadas superiores a 8 horas para los de 15 años, de 5 horas para las niñas de 14 años y eliminaba el trabajo nocturno), la creación de la Comisión de Reformas Sociales en 1883, la Ley de Asociaciones de 1887 y otras medidas menores. Desde 1900, la vía reformista será ya más concurrida por políticos, intelectuales y sindicalistas y se iniciará el camino hacia ciertas conquistas sociales de previsión, relaciones laborales, condiciones de trabajo, regulación de la huelga y sindicación. Esta inexistencia de una política reformista por parte del Estado de la primera Restauración favoreció posturas extremistas en los medios socialistas y dificultó la expansión del sindicalismo moderado catalán, es decir, contribuyó a radicalizar las actitudes dentro de cada grupo, algo parecido a lo que había sucedido en Francia entre los rígidos guesdistas y los posibilistas de Brousse. Iniciada la nueva centuria, la realidad social misma se encargó de urgir el debate sobre el reformismo y de conseguir nuevas conquistas. Se generalizaba la protesta callejera por razones laborales y después del Desastre el movimiento asociativo obrero experimentó un fuerte impulso, tanto por parte de la Unión General de Trabajadores, como por la proliferación de grupos ácratas y por una revitalización social general en el mundo laboral. Ante esta ofensiva, el Gobierno Sagasta no reaccionó, Canalejas produjo algún proyecto de ley social que no prosperó, pero que al menos consiguió sentar el principio de la necesidad de la intervención del Estado en la regulación de las relaciones laborales y de los contratos de trabajo y apuntar la necesidad de reestructurar la propiedad agraria. Echó a andar así la intervención del Estado en los problemas sociales, era tarde sin duda, en este retraso del proceso influyó el freno de la guerra colonial. El otro debate al que hacíamos referencia es el de las asociaciones, de las que trataremos en un epígrafe posterior relativo a la Ley de Asociaciones de 1887, baste aquí anticipar que fue una conquista lenta, en la que hubo que vencer muchas resistencias tradicionalistas e inercias gremialistas, impulsada principalmente por los liberales sagastinos herederos del Sexenio. Así lo ponen de manifiesto los dos cimientos de la Política asociacionista de la Restauración: La Comisión de Reformas Sociales de 1883 y la Ley de Asociaciones de 1887.

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6.2.3.2. La Comisión de Reformas Sociales: informada pero inoperante ante la cruda realidad obrera En diciembre de 1883, por iniciativa de Segismundo Moret, se crea una Comisión (que desde 1890 se llamará ya definitivamente Comisión de Reformas Sociales) con el objeto de estudiar todas las cuestiones que directamente interesan a la mejora o bienestar de las clases obreras, tanto agrícolas como industriales, y que afectan a la relación entre el capital y el trabajo. Dependiente del Ministerio de la Gobernación se integra por altos cargos políticos (Cánovas, Azcárate, Moret) y por miembros dé otras instituciones y obreros asociados; casi ninguno de sus componentes eran partidarios del intervencionismo estatal en estas materias, la mayoría eran fervientes seguidores del individualismo económico, parece que sólo tres de ellos apostaban por el reformismo social. Se articuló en una serie de comisiones provinciales y otras locales en zonas estratégicas como Andalucía y Cataluña (donde esos años estaban actuando con mayor peligrosidad los internacionalistas). En 1903 se convirtió en el Instituto de Reformas Sociales, que tendría notable importancia en la orientación y preparación de la política social del Estado de la Restauración. La función inmediata de la Comisión consistía en obtener datos que permitieran conocer la situación de la clase obrera y campesina. Enseguida se le asignó además la preparación de los proyectos de ley para la mejora de la clase obrera y la confección de informes para el Gobierno. Su obra más importante fue la realización de una amplia encuesta que debía ser contestada por las diferentes comisiones provinciales y locales con informaciones orales y escritas, y que se refería a prácticamente todas las situaciones económicas, materiales, sociales y morales de los trabajadores; dichos informes y contestaciones fueron posteriormente publicados. El resultado de la encuesta ofrecía un panorama desolador en la mayor parte de las provincias informadas, pintando un deficientísimo cuadro en cuestiones básicas para la vida de los obreros y asalariados del campo tan importantes como salarios, precios, abastecimientos, alimentación, condiciones laborales, asociacionismo, moral, higiene, enseñanza, sanidad, crédito, condiciones de explotación de la tierra, producción, arrendamiento, comercialización, mecanización, transportes y otros aspectos concretos no menos decisivos para la vida de los grupos populares. A pesar de disponer de esa importante información y de destacar con tintes verdaderamente oscuros la situación del obrero en la sociedad española, la Comisión hizo gala de inoperancia. Recientemente, con motivo de su centenario, se han puesto de manifiesto sus limitaciones y la poca entidad real de la labor reformista que impulsó de hecho. 6.2.3.3. La Ley de Asociaciones de 1887: la eclosión de obreros y frailes El otro caballo de batalla del debate reformista fue el asociacionismo, como anunciábamos más arriba. Aquí parece que la coincidencia era bastante más general entre conservadores, católicos, krausistas y liberales en que las asociaciones resultaban fundamentales para regular las relaciones laborales y resolver la cuestión

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social. Pero era esencial la diferencia con que se concebían esas asociaciones por una y otra parte, de forma que la naturaleza organicista, mixta y confesional con que fas entendían los católicos, en alguna medida los krausistas y también los conservadores, invalidaba su capacidad de solución de la cuestión social y las convertía en muchos casos en instrumento de ocultación o neutralización del problema social, al liquidar el conflicto por medios paternalistas en favor de los intereses de los patronos. Relacionado con todo el proceso legislativo decimonónico, que se mezcla con el debate constitucional de los derechos del individuo, el derecho de asociación arranca con la tímida Ley de 1839 y culmina en la amplia declaración del derecho de asociación en la Constitución de 1869 y la posterior legislación del Sexenio. Ajeno a estos precedentes, el Estado de los primeros diez años de la Restauración siguió el camino decimonónico que únicamente intervenía en la vida social como guardián del orden público y represor de las escasas protestas obreras en la sociedad. La primera muestra de que el Estado inicia un giro importante en este sentido se produce con la Ley de 1887, por la que se reconocieron jurídicamente las asociaciones. Esta ley hacía referencia específica a los gremios pero no a las sociedades de resistencia ni sindicatos, puesto que pretendió normalizar el juego político de los partidos en el contexto del bipartidismo más que solucionar la realidad de los movimientos sociales del proletariado. Es más, el miedo a las asociaciones internacionalistas y anarquistas estaba en la mente de los legisladores en aquel momento y jamás previeron legalizar organizaciones revolucionarias, más bien conceden a los tribunales y a la autoridad gubernativa atribuciones concretas en cuanto a la vigilancia, suspensión y disolución de asociaciones que atentaran contra el orden y el sistema vigentes. Tampoco obligaba la ley al empresariado a contar con las asociaciones obreras legalmente establecidas a la hora de regular las relaciones laborales. Pero es preciso añadir enseguida que al amparo de esta ley se legalizaron un importante número de asociaciones, organizaciones patronales y sindicatos obreros, con una aplicación más liberal y permisiva de la norma que la concepción y redacción que había formulado el legislador. Hay que recordar un efecto paralelo muy importante de esta ley, habitualmente no considerado, cual fue la extraordinaria repercusión que tuvo en la expansión de la Iglesia regular, que amparada en esta disposición pobló el territorio nacional de congregaciones y asociaciones de caridad y enseñanza, como analizaremos más adelante. Otro aspecto que complementaba la regulación de las relaciones laborales, además de este reconocimiento jurídico del asociacionismo, era el establecimiento de jurados mixtos, órganos jurisdiccionales para resolver conflictos individuales en las relaciones de trabajo, una institución de amplia tradición que en el siglo XIX había tenido ya varias versiones, entre ellas el proyecto de Alonso Martínez en el bienio Progresista y otras varias creaciones especialmente del Sexenio. La práctica había cundido y en los años 80 existían ya antecedentes espontáneos de este tipo de jurados funcionando en varias ciudades que habían intervenido en conflictos laborales incluso colectivos. La Comisión de Reformas Sociales recogió esta tradición y práctica y en 1891 la plasmó en un proyecto que concede a los jurados mixtos las funciones de inspeccionar el cumplimiento de la ley, de conciliar situaciones de conflicto e incluso de sancionar jurisdiccionalmente su resolución. Con el tiempo estas funciones recaerán en instituciones distintas y se regirán por leyes diferentes promulgadas en la Primera década del siglo XX. 217

6.2.3.4. Contratos y salarios: a merced del patrono y la coyuntura Hasta bien entrada la primera década del siglo XX, la huelga, que estaba en los programas de la mayoría de los sindicatos como principal bandera, seguía sometida únicamente al Código Penal en términos verdaderamente drásticos de castigo a los que se coaligaren con el fin de encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo o regular sus condiciones. Lo mismo sucedía con los contratos de trabajo, que estaban regulados sólo por el Código Civil, en cuyos artículos se hacía gala de una gran desconfianza básica sobre el criado u obrero estableciendo que, salvo prueba en contra, debía ser creído el amo en todo lo relativo a salarios. La figura del obrero en este Código se reducía a un contrato de servicios, de forma que el trabajador no formaba parte de la empresa ni podía intervenir en ella. La duración de la jornada laboral (no hablamos del mundo rural, que seguía fijo en el calendario natural de sol a sol y apenas varió a lo largo del primer tercio del siglo XX) al inicio de la Restauración debía de oscilar entre 14 y 12 horas, según lugares y sectores; en los años 80, si creemos los informes de la Comisión de Reformas Sociales, en la industria se sitúa entre 10 y 12 horas. En 1900 lo habitual en la mayoría de las ciudades eran 10 horas, pero se había iniciado ya por parte de casi todos los sindicatos la lucha por las 8 horas. En 1902 el Ministerio de Hacienda recogió esta reivindicación, se adelantó en dieciséis años a la legislación interior y a la práctica en el exterior y fijó las ocho horas para sus empleados y trabajadores. La remuneración laboral mayoritaria era el jornal, es decir, como su nombre indica, una paga por jornada trabajada que solía cobrarse diaria o semanalmente, sólo como excepción mensualmente, de la que se excluían las fiestas. Esta característica de un salario débil, inmediato y coyuntural es la que define y da nombre a los jornaleros, apelativo con el que se denominaba comúnmente a los trabajadores agrícolas, pero también a los industriales sometidos a este régimen de paga, que eran muy numerosos. Sólo los empleados de oficina y algunos trabajadores cualificados percibían salarios, es decir remuneración por meses trabajados y que también solía percibirse cada fin de mes. En la siderúrgica, la confección y algunas industrias mineras, lo habitual era el trabajo a destajo. En el trabajo agrícola estacional era común la remuneración por campañas y casi siempre pagadas parcial o totalmente en especie. Desde el principio de la Restauración hasta el comienzo del siglo XX los precios y los salarios no sufrieron grandes alteraciones de forma que, por lo que puede afectar la relación de estas dos variables, parece que la capacidad adquisitiva de las clases populares no experimentó grandes modificaciones. Esta situación estable se rompe, como es sabido, justamente desde principios de siglo, en que los salarios se estancan y los precios ascienden de forma importante, la situación se agrava muy seriamente desde la Primera Guerra Mundial hasta los años 30 en que los precios se duplican y los salarios nominales sólo ascienden moderadamente, de forma que los salarios reales descienden de manera sustancial. El hecho de que la relación entre precios y salarios no se alterara no quiere decir que su correspondencia fuera favorable para el trabajador. Ya es un lugar común en los estudios de la época señalar la crónica insuficiencia del jornal o salario para hacer frente a los gastos elementales de comida, habitación y vestido del trabajador y su familia como norma, y las adicionales difi-

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cultades que generaban dos circunstancias de los jornales, el hecho de que los días trabajados eran escasos y la falta de previsión y recursos para hacer frente a las emergencias. Una de las carencias, en efecto, más importantes de la vida de los trabajadores en este periodo fue la de la seguridad y la previsión. Depender directa y exclusivamente del jornal para sobrevivir hacía que en cualquier emergencia de enfermedad, paro o invalidez, la subsistencia de la familia se viera comprometida. Para el jornalero de la mayoría de los trabajos industriales y para casi todos los rurales, el tiempo de ocupación era estacional y abarcaba como término medio menos del 50 por 100 de los días del año. Lo mismo que el sistema de jornal pagaba días trabajados y no incluía domingos y fiestas, así también, a lo largo de la vida del trabajador, el amo o la empresa retribuía sólo el periodo activo de la vida del trabajador y se excluía su etapa inactiva de la vejez, lo cual nos dibuja un cuadro completo de su desprotección. La legislación española en este campo fue muy tardía e incompleta, dentro de nuestro periodo apenas podemos reseñar algunas tímidas medidas de la Comisión de Reformas Sociales. En 1900 se establecía por primera vez en España el principio de responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo y el derecho a indemnización del obrero accidentado.

6.2.4. La elite prefiere curar que prevenir: la beneficencia le era más rentable que la previsión Estas etapas de la vida del trabajador afectadas por las emergencias y la finalización de la vida activa quedaban a merced de las instituciones de beneficencia, de las sociedades de socorros mutuos que nacían de la solidaridad popular frente a estos problemas, o de la mendicidad. De este modo, un accidentado, un anciano, una viuda o un enfermo se convertían automáticamente en un marginado, candidato a entrar en un hospital de beneficencia, en un asilo de caridad o a ser recluido por mendigar en la vía pública. Tuvieron que ver con esto la creación de instituciones benéficas como las Cajas de Ahorro, cuya misión era, además de evitar que el trabajador dispusiera del sobrante que pudiera hacerle caer en el vicio del alcohol o el juego, como hemos visto más arriba, prevenir una situación de cese de jornal en cualquier momento. Significó otro remedio importante a estas limitaciones la generalización de las sociedades de socorros mutuos implantadas en la mayoría de los gremios, oficios, sociedades de resistencia o sindicatos, que encomendaban esta necesidad a la solidaridad popular y al pago particular de cuotas. La solución más socorrida, sin embargo, durante esta primera etapa de la Restauración fue la más tradicional, la beneficencia, que aún ocupaba el vacío legislativo e institucional de la inexistente previsión social. Asilos, roperos, jardines de infancia, gotas de leche, casas cuna, maternidades, cocinas económicas, tiendas asilo, refugios municipales, casas especializadas en huérfanas, manicomios y casas de dementes, hospitales provinciales y municipales, casas de jornaleros, hospicios y casas de misericordia, conferencias, juntas de señoras, socorros domiciliarios, reformatorios, cajas de ahorro y montes de piedad, trabajos de invierno ofrecidos por obispos, Ayuntamientos, beneficencia municipal, escuelas benéficas, lazaretos, fundaciones creadas por indianos en sus respectivos Pueblos, fueron los remedios que se generalizaron en este periodo de una manera mucho más extendida en España que en cualquier otro país europeo.

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La mayor parte de las elites colaboraron generosamente con esta nueva actitud caritativa y benéfica llevada a cabo fundamentalmente por la Iglesia, conscientes de que llenaban unas lagunas de previsión y asistencia y de que propiciaban con ello 1 paz social necesaria para sus intereses. Al tiempo eran sabedoras de que así prestigiaban su figura ante los grupos populares que se acostumbraron a vivir en la cultura de la pobreza, que no sintieron menoscabo ni descrédito en vivir de la mendicidad y la generosidad de sus protectores. El gobierno adoptó la actitud de favorecer este tipo de instituciones eclesiásticas y de propiciar los legados particulares para que este bosque de fundaciones benéficas se repoblara frondosamente y lo consiguió propiciando la superioridad legal de estas iniciativas privadas sobre la intervención pública de los Ayuntamientos que en los años 30 pasados habían logrado municipalizar buena parte de los recursos asistenciales heredados de la Iglesia. La legislación asistencial de estos años se reduce a limitar la intromisión de las autoridades locales en este campo y extender las de la Iglesia y de los fundadores particulares, mediante leyes de protectorado de la beneficencia particular. En esta dirección se orientan el Decreto de 1875 que separó la beneficencia pública de la privada, antes englobadas las dos en la primera, la regulación generosa de la beneficencia particular por la Instrucción de 1899 y la ordenación de la beneficencia general por el Decreto de 1899, que la concibió bajo una distante presencia del Estado, expresada en la fórmula del protectorado estatal sobre la beneficencia, que entonces era mayoritariamente eclesiástica o particular. Al calor de todas estas disposiciones, multitud de instituciones que habían caído en la órbita municipal en los periodos desamortizadores anteriores volvieron ahora a las manos de la Iglesia de nuevo y fue drásticamente reducida la capacidad de gestión y control que sobre estos recursos tenían los municipios. Como hemos anticipado más arriba, la recuperación de la Iglesia benéfica y docente, que había salido herida de las desamortizaciones y del Sexenio anterior, se produce de forma espectacular en estos años. Su crecimiento se vio reforzado por la entrada en nuestro país de numerosísimas órdenes religiosas, expulsadas por la política anticlerical francesa, que establecieron en España sus fundaciones asistenciales y de enseñanza consolidando de forma generalizada esta nueva cruzada benéfica de la Restauración. Ya hemos comentado cómo contribuyó a este relanzamiento de la Iglesia regular asistencial y docente la Ley de Asociaciones de 1887. Y la aportación de la Iglesia no sólo se concretó en sus propios centros, sino en el ofrecimiento de órdenes religiosas específicamente dedicadas a administrar, dirigir y atender las instituciones de la beneficencia provincial y municipal. Un ejemplo de esta modalidad fueron las Hermanas de la Caridad, que gestionaban la mayoría de los hospitales y hospicios provinciales de España, con una alta eficacia profesional y un coste mínimo, gracias a lo cual fueron viables y operativas muchas de estas instituciones, aunque se retrasara con ello en nuestro país el proceso de terciarización y profesionalización civil de la función asistencial y sanitaria y se reforzara el sentido eclesiástico de esta acción. Se pueden defender la actitud social de la Iglesia española en esta época amparándose en la gran cantidad de fundaciones y de actividades benéfico-asistenciales y en el efecto reconfortante que tuvo sobre los sectores más marginados de aquella sociedad, incluido el proletariado. Pero esta apreciación cuantitativa no debe esconder una desviación cualitativa en el sentido asistencial, porque con este tipo de actividades se estaba más bien prolongando una actitud y comportamiento sociales heredados de la caridad del Antiguo Régimen o como mucho de la beneficencia liberal moderada. Es decir, se estaba apostando por una desfasada concepción de la acción so-

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cial que había quedado obsoleta en muchas partes de Europa, donde se experimentaba ya lo que sería el reformismo social, la asistencia no benéfica, e incluso llega a esbozarse en Alemania lo que habría de ser el Estado del Bienestar. El arcaísmo de esta ofensiva neobenéfica de la Iglesia consiste en la aplicación paradójica de remedios viejos a problemas nuevos, puesto que la mayoría de los marginados a los que se destina este tratamiento tradicional propio de la sociedad moderantista anterior son producto de los nuevos problemas del siglo XX relacionados con la emigración, la nueva naturaleza del mercado laboral, el inicio de la transformación de las estructuras familiares y la aparición de las crisis económicas de índole nueva, todos ellos alejados de la tipología del pauperismo y la naturaleza de la marginación propias del pasado isabelino. La Iglesia, atascada en su inercia caritativa, no supo percibir el cambio de necesidades sociales y la profundidad de la transformación de las relaciones laborales que se habían planteado en el Sexenio y se estaban consumando ahora. Se hallaba aún centrada en la enseñanza de las elites y el cuidado de los pobres, según su vieja costumbre de relacionarse con una sociedad dicotómica de privilegiados y marginados y aún no había asimilado que el grueso de las necesidades de la nueva sociedad fragmentada se halla en las clases populares y trabajadoras, a las que aún no ha descubierto como destinatarias de su acción. El ingente número de enfermos admitidos en hospitales benéficos, niños recogidos en orfanatos, presos asistidos y ancianos acogidos en asilos a fines del siglo XIX expresan muy gráficamente que se trataba del mismo remedio que venía aplicándose desde el siglo XVIII, pero que en esta nueva coyuntura tenían la virtualidad de aplicar remedios, aunque socialmente desajustados, políticamente adaptados a las soluciones del liberalismo moderado propugnadas por la elite dirigente a la cuestión social. En efecto, el tratamiento benéfico de la pobreza era un excelente medio de llevar adelante la política social de las elites de la Restauración, basada en la armonización de conflictos, el refuerzo de hegemonía y la plutocracia. De un lado, según el «efecto Mateo» que subyace en toda relación asistencial y que revierte sobre el asistente mayores beneficios que sobre el asistido, las autoridades centrales y locales tenían un gran interés, coincidente con el de la Iglesia, en las consecuencias de orden, pacificación, sumisión, prestigio y liderazgo de la beneficencia. Además, el presupuesto teórico de la plutocracia burguesa parte de la idea de que para que haya riqueza debe existir la pobreza por la misma ley física que une la luz y la sombra o por la regla política que asocia el mando y la obediencia, es cierto que ha tratarse de una pobreza controlada y tolerable dentro de unos límites asistidos, pero siempre imprescindible e inherente a la sociedad competitiva de diferentes capacidades. Por eso también los Ayuntamientos, más como elites locales que como autoridades públicas, tienen un interés especial y sienten la misma tentación de practicar una beneficencia provechosa para incentivar la cultura de la pobreza, para acostumbrar a las clases populares a solucionar sus problemas con una mendicidad regulada y no callejera y para establecer unas relaciones de dependencia y gratitud hacia el benefactor. De hecho, la beneficencia municipal y particular en la ciudad, regida por elites locales civiles y eclesiásticas, apenas llegaba al 2 por 100 de la población, a los que hemos denominado asistidos, que a su vez representaban sólo una décima parte de los realmente pauperizados en aquella sociedad (eran atrapados por la pobreza mas de una cuarta parte de sus habitantes); sin embargo, dejaba fuera de su asistencia y sometía a un estrecho control a más de la mitad de la población, a todos los que nosotros hemos llamado pauperizables por estar amenazados de caer en la pobreza. El sistema benéfico contaba con una amplia red de instrumentos de control para vigi-

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lar los diversos espacios de la ciudad. Estos ámbitos controlados desde instituciones benéficas forman unos círculos concéntricos que van reduciéndose desde los planos social, laboral, educativo, familiar y personal. Se dedican unos a controlar la calle y la sociabilidad popular por medio de la vigilancia de la mendicidad callejera y de la limpieza de la vía pública de mendigos recogidos en asilos y casas de misericordia Pero otros vigilan la inmigración y el mercado laboral interno mediante el establecimiento de albergues de transeúntes que filtran los elementos no deseados para la convivencia y el trabajo ciudadanos. Alcanzan otros a controlar los espacios más laborales, familiares, educativos y personales, mediante ofertas de trabajos en las temporadas más conflictivas, a través del control de la asistencia de los hijos de los jorna leros a las escuelas gratuitas, por medio de juntas de beneficencia que registran minuciosamente los barrios y distritos de su competencia, con visitas domiciliarias e inspecciones higiénicas, y hasta sirviéndose del conocimiento exhaustivo de la situación familiar de cada empadronado en los censos de pobres. Culminan este control benéfico de espacios concéntricos en el más íntimo y reducido del comportamiento familiar mediante consignas de mantener un tipo de familia acorde con los nuevos patrones burgueses y sirviéndose del domicilio como unidad asistencial, y vigilan finalmente el círculo educativo y de la conciencia personal con pautas moralizadoras elitistas impuestas a los grupos populares. Existe igualmente otro nivel asistencial nacido no ya de las elites sino de la solidaridad popular que en estos momentos se concentra en las organizaciones de mutualismo. Conectando con el viejo mundo de las confraternidades y los gremios, pero evolucionando hacia solidaridades de oficio, vecindad y clase, proliferan en estos años sociedades de socorros mutuos que tratan de ofrecer soluciones solidarias y populares a esos flancos abiertos por la necesidad, la imprevisión, el paro y la enfermedad, mediante organizaciones que permitan ayudas mutuas procedentes de las cuotas solidarias de los socios. Constituyeron sin duda una excelente escuela de movilización popular y un interesante antecedente de experimentación sindical, como muestra fehacientemente el decisivo papel que desempeñaron en los orígenes de muchos sindicatos.

6.3. UNA IMPORTANTE TENSIÓN SOCIAL LATE BAJO LA APARENTE AUSENCIA DE CONFLICTIVIDAD

6.3.1. Entre la agitación popular y la insurrección obrera: del motín al mitin En primer lugar, vaya por delante la constatación de que la conflictividad del periodo es muy escasa, que estamos ante una sociedad más bien desmovilizada tanto en lo político como en lo social, con una reducida presencia del conflicto explícito, ausencia que destaca más al hallarse flanqueada por dos espacios altamente beligerantes en lo social, como fueron el Sexenio revolucionario y la segunda y tercera décadas del siglo XX. Las razones aducidas para explicar esta baja cota de conflictividad han sido muy diversas, desde el tópico efecto amortiguador del caciquismo que absorbe tensiones y canaliza fuerzas centrífugas, el intenso hábito de represión de que hace gala el sistema de la Restauración, sea con instrumentos políticos y jurídicos o militares y punitivos, pasando por la inmadurez de los movimientos sociales españoles, por la inclinación de varias elites políticas, sociales e intelectuales a recurrir a la armonización y al organicismo, siguiendo por las consecuencias sedantes de la im222

portante acción benéfica de la Iglesia que neutraliza la capacidad de reacción de los extremos más marginados de aquella sociedad, hasta finalizar con el carácter tradicional de la cultura política y social de los españoles, adicta al liderazgo y magisterio de la Iglesia y a su mensaje de resignación y sumisión al orden establecido. Pero no podemos deducir de la baja conflictividad explícita la inexistencia de tensiones sociales. No sólo es baja cuantitativamente la conflictividad, sino que está cualitativamente a medio camino entre los hábitos populares decimonónicos y las nuevas movilizaciones masivas contemporáneas. En esta transición que va de la agitación popular decimonónica a la insurrección obrera del siglo XX, recientemente Pérez Garzón y Rey Reguillo han ensayado una periodización que distingue tres etapas crecientes. La primera, entre la Ley de Asociaciones de 1887 o el sufragio universal de 1891 y la Gran Guerra, registra luchas que han sido denominadas como conflictos en la sociedad (ellos dicen ciudad) excluida; el segundo ciclo de conflictividad urbana se abre en la postguerra de 1918 y se corta en la Dictadura, con los llamados conflictos en la sociedad disputada y el tercer ciclo de este antagonismo se inicia en la Segunda República y finaliza en la postguerra de 1939, con la conflictividad en la sociedad tomada. Aquí nos movemos aún en la primera fase, que tiene mucho de agitación popular y apunta sólo tímidamente lo que será la insurrección obrera. Durante la Restauración decimonónica la forma de movilización mayoritaria fue la heredada del pasado o como mucho la de transición con mezcla de antiguos y nuevos actores, con francas desigualdades, diferentes objetivos e idearios del conflicto. Según la tipología citada más arriba, el sujeto del conflicto a finales del siglo XIX es el pueblo, sin una articulación que pudiéramos llamar clasista, e incluso es el concepto de pueblo el que resulta central en el discurso de los dirigentes que tratan de reorganizar la izquierda en España, desde el costismo, al blasquismo, al lerrouxismo o al republicanismo obrero; un activismo populista donde predominan aún artesanos, trabajadores de oficio, pequeños comerciantes, con una cierta atmósfera corporativa. También perdura el discurso antiguo, pero remozado de populismo, con formas de conflicto aún de tipo motín (donde la multitud es arrastrada por su tradicional cultura e instinto nivelador), pero con nuevas formas de algaradas, insurrecciones que conviven con la huelga, la manifestación o el mitin. La razón de esa situación híbrida, más bien tradicional, viene condicionada, a juicio de dichos autores, por el estrangulamiento y la especulación del mercado agrario, por el arcaísmo y desigualdad de un sistema fiscal como el de consumos, por lo injusto del sistema de reclutamiento por quintas, que expresan las fracturas de una sociedad escasamente modernizada y articulada. Sólo en ámbitos restringidos (Barcelona, Bilbao y Valencia) surgen brotes de protesta más nueva que hace que los intereses reclamados evolucionen desde la esfera local a la regional y de ahí a la nacional y los destinatarios demandados por el conflicto pasen de los patronos inmediatos o autoridades locales a las máximas autoridades del Estado. Los instrumentos que sirven para realizar este cambio son la celebración del 1.° de mayo y la huelga, que comentamos a continuación. 6.3.2. El 1.º de mayo desde 1890: entre la fiesta y la lucha El primero de mayo fue celebrado por primera vez en España en 1890 y constituyó la mayor demostración obrera jamás conocida en el país, en Madrid la manifestación que se dirigía al Consejo de Ministros reunió a 30.000 obreros, Iglesias entre-

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gó a Sagasta las peticiones de las ocho horas, regulación del trabajo infantil, descanso de 36 horas semanales, supresión del destajo, eliminación de pagos en especie prohibición de agencias de colocación y exigió vigilancia e inspección de lugares de trabajo. En Barcelona tanto socialistas como anarquistas, enfrentados entre sí, fueron superados por los sindicalistas moderados que congregaron a más de 20.000 personas en una manifestación por las Ramblas; la huelga de los anarquistas se prolongó hasta el día 12 y acabó con enfrentamientos, represión, estado de sitio y ocupación de la cuidad por la Guardia Civil, pero se consiguieron en algunos casos las 9 horas En Bilbao fue seguida de una huelga en toda la cuenca minera que provocó la declaración del estado de guerra, pero terminaron consiguiendo igualmente una reducción de la jornada, algo parecido a lo que se obtuvo en Asturias. En Valencia los anarquistas organizaron una huelga que duró más de una semana. Las formas de celebración del 1.° de mayo fueron diferentes para los anarquistas socialistas o sindicalistas moderados. Los anarquistas vincularon pronto la celebración con la idea de huelga general indefinida y para algunos debía ir incluso acompañada de actos insurreccionales; los socialistas prestaron gran atención a la celebración que consideraron emblemática y preferían darle un carácter movilizador a base de mítines y manifestaciones, que debían ser pacíficas y legales y servir para hacer demandas a las autoridades mediante las cuales demostrar que disponían de una fuerza política ordenada; los sindicalistas moderados, por su parte, hacían alarde de optimismo, pensando que las ocho horas y otras mejoras importantes eran inminentes y sólo había que celebrarlo. En todo caso, la conmemoración sirvió para ir extendiendo el movimiento obrero hasta localidades y rincones donde antes nunca había penetrado. El significado del 1.° de mayo supuso un cambio cualitativo en la forma de manifestar la conflictividad y la protesta. La primera celebración permitió iniciar una ofensiva obrera que canalizaba la tensión por cauces menos aislados y personales y la expresaba mediante acciones más sindicales y colectivas. Se incorporó fácilmente a la cultura obrera como un elemento fundamental, sustituyó a la anterior celebración de los aniversarios de la Comuna, habitual en España. Dejó pronto de ser conmemorativa para pasar a ser reivindicativa, enseguida llegó a ser incluso demostrativa de fuerza y movilización y finalmente se convirtió en fiesta. Fue también una manera de internacionalizar la protesta sindical, de introducirla en las pautas y esquemas del sindicalismo de otros países. Era una forma pacífica de ocupar la calle por parte de los habitantes que habitualmente forman lo que se ha llamado la ciudad excluida, diferente de la violencia fugaz de los motines populares tradicionales, incluso distinta de la violencia de la acción directa anarquista, que fue la que menos se identificó con esta celebración. La protesta obrera adquirió así forma legal, festiva y ritual, formando verdaderas ceremonias de redención, con un carácter cuasi sagrado, con un simbolismo religioso y litúrgico que remedaban los sermones, las procesiones, los estandartes, los cánticos, las comidas y las romerías de la sociabilidad festiva popular religiosa tradicional. Sirvió para forjar la identidad de estos grupos de trabajadores y asimismo para hacer más conscientes a los patronos de la urgencia de la cuestión social. Los primeros de mayo han sido históricamente escaparates sucesivos de la evolución de las reclamaciones obreras en cada época: reducción de jornada, protección del trabajo, oposición a la guerra colonial, respuesta a la carestía, solidaridad con conflictos concretos, respaldo político a determinadas fuerzas. Cuando el Estado y los patronos lo convirtieron en jornada no laboral se pretendió, más que

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dignificarlo y darle carácter festivo, eludir la huelga a la que se había asociado de hecho; las autoridades demostraron así que no habían comprendido la naciente cultura obrera y que trataban de evadirla.

6.3.3. La entrada de la multitud en la historia: primeras movilizaciones y conflictos organizados Los primeros diez años de la Restauración registran una escasa y atomizada movilización social, como hemos dicho. Tanto la conflictividad como el nivel de afiliación a sindicatos fueron bajos, incluso la moderada industrialización que se produce en estos años y la pronta disposición del gobierno a reprimir cualquier movimiento no daban más margen a la protesta social. Durante esta primera parte, se mantuvo la prohibición de las asociaciones durante los trece años iniciales hasta 1887 y se practicó una política policial militarizada, con la constante utilización de la Guardia Civil para oponerse a las movilizaciones, e incluso el empleo del Ejército y la abusiva utilización del estado de guerra en los momentos de mayor conflicto. Pero a partir de las medidas del Parlamento largo de Sagasta se da entrada a la multitud en las agitaciones. Hay en ellas ejemplos con señas de identidad nuevas que pasan del pueblo al colectivo de clase, como en Barcelona y Bilbao, pero en la mayoría de las ciudades españolas aún predomina la forma de movilización heredada del pasado o de transición. La ilegalización y persecución de la Federación Española de la AIT desde 1874 radicalizó algunos sectores anarcosindicalistas, tal como hemos analizado más arriba, lo que condujo a que sufrieran una doble agresión, interna por las rupturas en su seno y el clandestinismo y externa por la represión fuerte de que fue objeto especialmente en Andalucía y Cataluña. El movimiento socialista, de suyo más moderado, no sufrió tantas rupturas internas ni fue tan duramente perseguido, pero en ambos casos la acción-represión empujó a movilizarse a importantes colectivos con nuevas actitudes de reivindicación que marcaban una época distinta. Para cuantificar sus proporciones no disponemos de estadísticas para el siglo XIX (la Comisión no llevó a cabo la misma labor estadística que el Instituto de Reformas Sociales), pero la evolución política influyó en la marcha de los conflictos más que estos en aquélla y su número está en evidente relación con las diferentes actitudes políticas del turno. Es decir, que la tensión social existente, aunque soterrada, era notable y afloraba tan pronto como lo permitían las condiciones políticas. En este sentido se han señalado tres momentos de mayor concentración de conflicto, como son los años 1881-82, 1888-92 y 1899-1905, que a grandes rasgos coinciden con la tolerancia liberal o con actitudes conservadoras más abiertas. Al principio desaparecen P°r completo los movimientos de protesta obrera con el sindicalismo clandestino y Prohibido, así lo reflejan por ejemplo las informes de la Comisión de Reformas Sociales. La mayor sensibilidad y permisividad de las etapas de Sagasta abrieron nuevas Posibilidades de protesta y desde 1881 a 1888 se produjeron conflictos textiles, de transporte y construcción en Barcelona, Valencia y Madrid, pero hay que destacar la amplia ofensiva en el campo de la baja Andalucía de los años 1882-83, que dio ocasión a la dura represión de la Mano Negra, como hemos relatado en otro epígrafe. Fue muy intenso también el conflicto minero de Riotinto en 1888 en el que la intervención del Ejército causó 45 muertos. En 1890, otra vez bajo gobierno liberal, volvieron a producirse agitaciones en el textil catalán y en la minería vizcaina, coinci-

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diendo con el inicio de la celebración del 1.° de mayo, que, por inducción de los anarquistas contra la moderación socialista, se acompañó de huelgas generales en muchas zonas de Levante y Cataluña. Los ya narrados sucesos de Jerez de 1892 hicieron que el anarquismo andaluz abandonara definitivamente el camino societario reivindicativo. En Barcelona hubo, desde finales de los años 80, como en Andalucía después de las represiones agresivas de la Mano Negra y de Jerez, una importante proliferación de grupos anarcocomunistas dispersos y autónomos, radicalmente opuestos a la organización sindical del anarco-smdicalismo, que en su efímero nacer y morir propiciaban atentados e iban acumulando el resentimiento entre sus filas. Como se ha explicado en el epígrafe dedicado al anarquismo, en los 90 se desató la espiral de violencia y represión, con una cadena de muertes, por lo común ligadas a la acción directa e individual de los anarquistas, que culminaron en 1897 con el asesinato de Cánovas, al tiempo que se dictaron las leyes represivas de 1894 y 1896 que se proponían erradicar indiscriminadamente el anarquismo dentro de la jurisdicción militar, y simultáneamente se originó la respuesta violenta de la misma patronal.

6.3.4. La acción directa y la huelga: entre la revolución y la reivindicación Alternativamente a la propaganda por el hecho de los anarquistas en los 90, surge la huelga como una nueva forma inexplorada de conflicto menos violento y más colectivo y organizado, de manera que desde esta última década se contemplará como el instrumento reivindicativo esencial. Se trata de la conflictividad protagonizada por los obreros constituidos en crecientes sindicatos de industria de las corrientes anarcosindicalista y socialista. Es el mito revolucionario que están comenzando a asumir los sindicalistas españoles desde fines del XIX. La primera experiencia huelguística de este estilo del periodo pudo ser la de mayo de 1890 en Vizcaya que luego se repitió en cinco ocasiones más hasta 1910 en la misma cuenca minera e industrial. Menudearon algunos movimientos huelguísticos aislados y débiles entre 1890-97 y más fuertes y concentrados entre 1899-1903. En esta segunda fase se inscribe la paradigmática huelga de Barcelona de 1902, más bien general de Cataluña. Tuvo tal envergadura y asustó y alarmó tanto a los conservadores, que despertó la reacción defensiva del asociacionismo patronal, sacudió al nacionalismo obligándolo a tomar una salida política, despertó los inicios de la reforma social y consolidó la presencia del Ejército y Guardia Civil ocupando la calle para mantener el orden público. Fue tal vez la primera en la que apareció ya una iniciativa sindical, (esta vez anarquista, según Artola fue promovida por la FTRE que contaba ya con 73.000 afiliados) y causó un cierto efecto organizativo y estructurador del movimiento obrero, a pesar de que la huelga se creyera fracasada como tal y acabara en la represión. Los propios sindicatos no utilizaron homogéneamente el instrumento de la huelga, mientras los socialistas la practicaban como demostración de fuerza y propaganda, los anarquistas la acompañaban de actos terroristas, que la convertían así en huelga general revolucionaria como ariete para derrocar los muros de la sociedad capitalista. Los anarcosindicalistas incluso eligieron la huelga general a veces como estandarte, como muestra la publicación de Ferrer Guardia entre 1901-1903, en la que colaboraba Anselmo Lorenzo, y presentaban este tipo de huelga como el método más adecuado para el sindicalismo revolucionario. Por esta razón, la huelga se impuso entonces como arma

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revolucionaria y no prosperó como canalización legal y pacífica del conflicto, se consolidó como instrumento subversivo y no como reivindicativo, de ahí que no consiguiera de las autoridades una asimilación adecuada para encuadrarla en la legalidad y la relegaron en el tratamiento jurídico penal y represivo militar. La huelga fue considerada como delito y por tanto ilegal en España hasta su primera regulación en 1909.

6.3.5. El Desastre sedimenta el movimiento obrero: el repliegue del conflicto hasta 1902 Después del fracaso de la vía sindical intentada con motivo de los primeros de mayo y tras esa cadena de atentados y campañas de represión, a fines de los 90 se vivió una etapa de clara regresión del movimiento obrero y de menor conflictividad organizada, particularmente se calmó la anarquista y en general la agitación republicana y popular. Incluso dentro de formaciones que no habían practicado la violencia, como el PSOE y la UGT, se abandona el viejo radicalismo teórico y se adaptan a las escasas posibilidades que les ofrecen el país y sus pobres fuerzas políticas, toman la vía de las conquistas reformistas concretas y olvidan el sueño de una revolución a corto plazo. Amainó la conflictividad durante la crisis colonial y el Desastre porque la sociedad no debió tener más hálitos para protestar que las manifestaciones en las ciudades portuarias por la constante salida de soldados a Ultramar. La oposición a la guerra sólo se expresó entre las filas socialistas, anarquistas y un pequeño sector del republicanismo; esta protesta, que se fue consolidando y aclarando con el tiempo, le proporcionó al PSOE una cierta envergadura y coherencia política, dentro de la confusión que el Desastre causó en la mayoría de las formaciones políticas. Tuvo también una amplia resonancia su campaña «¡O todos o ninguno!» contra la redención de quintas; entonces movilizó a la opinión pública española con mítines en la mayoría de las capitales españolas. Los anarquistas fueron muy contundentes en la condena de la guerra y en la defensa de la independencia cubana y albergaron la esperanza de que con ella caería el régimen español. Finalizaba la etapa decimonónica del sindicalismo, adscrita a una vieja personalidad ideológica y cultura política, y alboreaba otra etapa de extensa afiliación y de liderazgo social más propia del siglo XX. El 98 no condujo, como esperaban los sindicalistas, a la desaparición del sistema, pero sí que significó la apertura de una senda nueva para los movimientos obreros, se generará un periodo de moderado crecimiento y consolidación que desembocará en el despliegue espectacular del obrerismo entre 1917-21 y en el papel protagonista que ostentó en la mayoría de los cambios operados en aquella sociedad. La conflictividad se relanzará después de la pausa del Desastre, cuando destacan la ya mencionada huelga de Barcelona de 1902, otro nuevo conflicto en la zona minera de Bilbao en 1903 y la extensión de serios conflictos por el campo castellano en estos mismos años. En Castilla, a raíz de la elevación de las rentas de la tierra sobre unas estructuras arcaicas y de la proletarización del campesinado más pobre del país con jornales miserables, se formaron sociedades de resistencia que hicieron salir del letargo tradicional a los pueblos de Castilla y les enseñaron a reconocer sus demandas y a rebelarse contra sus amos en lo que se ha dicho que parecía más un motín de siervos que una huelga de obreros.

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CAPÍTULO VII

Los desequilibrios de una sociedad desdeñada por el sistema El Sexenio revolucionario no había alterado de forma importante los fundamentos tradicionales del poder, pero sí que había infundido en los grupos sociales que lo detentaban un doble sentimiento, de un lado aún recuerdan el miedo y el ansia de seguridad que les produjo la Comuna y por otra parte no quieren caer en el riesgo de la mera vuelta al pasado. De esta forma, los rasgos que definen al común de la sociedad española al comienzo del periodo que historiamos son los de una reactivada presencia y fuerte liderazgo nobiliario, una ideología tradicional que pervive arraigada, una búsqueda casi obsesiva de la estabilidad y la confusión de democracia con anarquía, el resto eran utopías minoritarias. Las expectativas de los grupos sociales después de la experiencia del Sexenio y antes de la Restauración definen en cada uno diferentes esperanzas y cometidos, como ha sugerido Jover. La nobleza de cuna, que había sido una base homogénea del sistema isabelino, se opondrá frontalmente al ascenso de las clases medias y populares y será una protagonista de primer orden en la preparación de la Restauración como muro de contención. La vuelta de la Monarquía se presentaba para ella como el baluarte de su vieja condición y la seguridad de su futuro. El Ejército no sólo no comparte los excesos de la República y trata de preservar la mentalidad de orden y moderada libertad de sus cuadros, sino que se cree imprescindible para que la Corona se restaure ordenadamente en Madrid y se tiene por el protagonista que ha de supervisar el orden de la sociedad en el tránsito y ha de controlar las conflictivas relaciones coloniales.La Iglesia viene con ciertos aires de revancha y redención, ha perdido su situación de privilegio concordado en 1851 y ha sufrido la agresión revolucionaria, por ello militará combativamente en un doble frente: primero en la defensa de una vuelta al viejo orden para recuperar la sacralización con que había impregnado todo el orden político a la sombra de la Monarquía isabelina y restaurar así el orden social tradicional, y en segundo término, en el ataque al liberalismo, bien armada ideológicamente con todo el bagaje antiliberal de Pío IX, que luego se convertirá en antidemocrático y antisocialista. La Iglesia, pues, necesitaba urgentemente recuperar la Monarquía, la mayoría de la jerarquía apostaba por la solución carlista y el resto por la Restauración de Alfonso XII. Los grandes propietarios exigen un poder fuerte, están asustados por una serie de mitos y temores que resultan amenazadores, como la Comuna, la Internacional, el socialismo y la República repartidora, sólo la Monarquía tradicional aparece como la única tabla de salvación frente a todos estos elementos perturbadores.

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La propiedad de la tierra necesitaba consolidar sus patrimonios, nacidos de las reformas liberales, apoyándose en la Corona como punto de referencia estable contra la petición de revisiones y repartos y como garantía de continuidad del sistema anterior al 68. Los hombres de negocios y las elites económicas en general están perplejos ante la insumisión de las clases populares en la calle y miran con añoranza la seguridad y estabilidad que el doctrinarismo y el moderantismo les habían proporcionado hasta entonces. De estas elites de los negocios hay un grupo especialmente sensible a estas aspiraciones de orden y permanencia, son los que han amasado sus fortunas en las colonias, que aborrecen las consignas de autonomía y abolición que los federalistas habían proclamado y que sólo la Monarquía podía borrar. Estos mismos grupos de burguesía colonial son los que acuñan desde ahora unos conceptos conservadores y lanzan unos mensajes interesados que tendrán su importancia en un futuro inmediato; de ese modo propician la confusión de autonomía con separatismo, la idea de que por encima de todo está la unidad de la patria, la asociación de ideas de mantenimiento colonial con Monarquía y de independencia con República, por eso entendían que restaurar el orden vigente en los años 60 era el ideal. La Corona aparecía así como el garante de la estabilidad de sus negocios. En definitiva, la Corona impregnaba toda la Restauración, no sólo en el aspecto político e institucional, como antes hemos visto, sino también en el terreno social. La mayoría de los grupos sociales de la mitad superior de la sociedad concentraban en la Monarquía buena parte de sus esperanzas a la hora de conquistar o mantener sus viejas parcelas de poder y riqueza recientemente amenazadas. Las clases medias, en cambio, cuanto más bajas estaban en ese estrato y cuanto más ubicadas en los medios urbanos, se sentían más adheridas moral y éticamente a la revolución y la República. Sin embargo, también entre sus grupos más destacados y altos dentro del rango mesocrático se va imponiendo, asociada a la Monarquía, la pragmática idea del orden y la estabilidad por encima de todo, el mito de la República con su carga utópica y ética experimenta cesiones entre sus filas en beneficio de la intervención del Ejército. Estas clases medias, algunas de cuyas demandas llegaron a satisfacer ciertas elites con sus pactos, mediaciones y rebeliones, fácilmente se adaptaron a la perspectiva de una sociedad ordenada bajo el manto protector de la Monarquía que podía hacerles llegar algunas migajas del poder. Numerosos grupos populares urbanos y los obreros eran los únicos que realmente no deseaban una Restauración monárquica, pero también eran los únicos que no podían oponerse a ella, como recuerda Jover. Sometido el cantonalismo, perseguido el republicanismo fedeLa Iglesia viene con ciertos aires de revancha y reral, ilegalizada la Internacional, roto el dención, bien armada ideológicamente con el bamensaje que emparejaba la democracia gaje antiliberal de Pío IX. 230

con los intereses de las clases populares y trabajadoras, ya no es posible la oposición republicana popular a la Restauración. Las viejas estructuras agrarias seguían en pie, la revolución abandonó al campesinado, los consumos se mantuvieron en la mayoña de los municipios, la abolición de quintas se frustró y el tributo de sangre se incrementó con tres guerras interiores, la represión del cantonalismo consumó finalmente el que se perdiera a los grupos populares y trabajadores como fuerza política activa contra la Restauración. Si la mayoría de las elites anhelaban la Restauración y los grupos populares no podían evitarla, era, pues, ineludible su implantación. Y tan inevitable como su instauración era el carácter de recuperación de viejos valores sociales que había de adoptar, pues venía a dar satisfacción a las aspiraciones de la minoría de la sociedad en contra de los anhelos de su gran mayoría.

7.1.

EL

LENTO PROCESO DE LA SUFRE UN IMPORTANTE RETRASO

TRANSICIÓN

DEMOGRÁFICA

7.1.1. Un anodino crecimiento de la población atenazado aún por el dictado de la muerte El crecimiento de la población española a lo largo de todo el siglo XIX suele ritmarse en tres tercios desiguales, uno primero de franco estancamiento, el segundo de notable incremento y el último de moderado aumento. En efecto, el último cuarto del siglo registra un crecimiento anual del 0,5 por 100 igual a la media de toda la centuria; entre 1877 y 1900 la sociedad española apenas consigue añadir dos millones más a los 16,6 habitantes que ya tenía inicialmente. Si medimos dentro del periodo la evolución según los cuatro censos que se realizan en el mismo comprobamos otros tantos ritmos diferentes, notable en el primer decenio 1877-87 en que crece un 0,6 por 100, mínimo en el segundo 1887-97 en que desciende al 0,3 y acelerado en el tramo último de 1897-1900 que registra un 0,9 por 100. En total España consigue aumentar su población en un 12 por 100 en el periodo, mientras las medias europeas de este tramo cronológico oscilan en valores del 40 ó 50 por 100 de crecimiento. La definitiva transición demográfica no acaba de arrancar en nuestro país y tendrá que esperar aún otras tres décadas para lograrlo. Pero lo más preocupante de la demografía española de este periodo no es el volumen de sus efectivos, que crecen moderadamente, sino el tradicional comportamiento de sus factores, especialmente la mortalidad y la natalidad. Es preciso definir el régimen demográfico español en 1900 como de tipo de transición con fuerte componente antiguo, es decir, fruto de una elevada natalidad (34 por 1.000) y de una alta mortalidad (29 Por 1.000) que apenas permiten un escaso resquicio al crecimiento y que señalan inequívocamente que la sociedad española aún no había iniciado el proceso de cambio social y económico que significa el control de la vida y la muerte. De estos indicadores, el más retrasado con respecto a Europa y el que tuvo efectos más negativos sobre la situación española fue la insoportable tasa de las diversas mortalidades, ordinaria y catastrófica, infantil e infecciosa incluidas, que evidenciaban palmariamente un fracaso el reto de la lucha contra la muerte que tenían entonces planteado todas las sociedades occidentales. Una situación así sólo se daba en Portugal y en el este de Europa, es decir, se comportaba como los países que no habían conseguido modernizar su agricultura, que seguían sin despegar su industria y que no habían logrado racionalizar y secularizar su mentalidad. La edad media al casarse era también muy alta, casi de 27 años 231

en los varones y de 24,5 en las mujeres, lo que unido a la baja esperanza media de vida que no iba más allá de los 34 años a fin de siglo, significaba uno de los pocos medios de control de la natalidad que la propia naturaleza imponía. Por lo demás, el atraso demográfico español al nacer el siglo XX destacaba en Europa. Conviene diferenciar regionalmente la situación para comprobar otro tercer elemento inquietante y desequilibrado en la demografía española cual era su irregular reparto por el espacio nacional, de manera que en Cataluña y Baleares registraban unas tasas de natalidad y de mortalidad reducidas en más de un 15 por 100 por debajo de las que padecían las mesetas interiores. La distancia entre la España interior y la periférica, o entre la España urbana y la rural en todos estos procesos reproducía atrasos superiores a los treinta años, es decir, que estas regiones más retardadas no alcanzarán hasta 1930 las cotas obtenidas a principios de siglo en la periferia o en la ciudad.

7.1.2. La emigración: el final de un modelo colonial Dentro del contexto de la segunda oleada emigradora europea en busca de los espacios coloniales, tanto del Mediterráneo como de la Europa central y oriental, se ubica el inicio de la segunda salida española con este mismo destino. Las cifras brutas indican que entre 1882 y 1902 salieron millón y medio de españoles por mar. Los balances netos de emigración por mar en este periodo señalan un crecimiento moderado de las salidas que será frenado drásticamente por la crisis cubana. En los tres lustros que van de 1882 a 1896, el saldo migratorio pierde en el primero 5.442 personas al año, 25.270 en el segundo y 41.227 en el tercero, mientras en el último quinquenio de 1897 a 1901 regresan un promedio anual de 28.000 emigrados netos. El indicador global del periodo señala un balance migratorio negativo de apenas 11.000 personas al año, que indica lo lejos que nos hallamos aún de la sangría más fuerte que entre 1903-13 perderá 63.000 españoles al año. Pero el grave problema de la hemorragia poblacional española ha venido condicionado por la crisis agrícola, en efecto, ha sido generado por el fenómeno de la presión demográfica que delata menos recursos que habitantes y ha empujado a la población a buscar la salida al exterior. La emigración venía forzada desde dentro y, de no haber mediado la guerra colonial, habría seguido sin duda un curso ascendente tan pronunciado como el que se produjo después, puesto que los años 1895-96 próximos a la guerra marcaron ya dos máximos de 121.000 y 166.000 salidas cada uno. Los destinos era decimonónicos aún, con un predominio de las colonias americanas (Cuba, Argentina y Brasil), con importantes salidas temporales a Argelia (mas de 320.000), pero se apunta ya tímidamente la meta europea, aparece una colonia española en Francia que a principios de siglo era de 80.000 personas. Muchas repúblicas americanas seguían la política de estimular la entrada de europeos, bajo el lema de que poblar es desarrollar, lo que actuaba de estímulo a la salida, además de la presión interior y la crisis agrícola que caracteriza el periodo. Las regiones emisoras fueron Canarias y Galicia, en general el norte y también el sureste español. También en esto es decimonónica la primera Restauración, porque aún subsiste el viejo modelo de un norte y un bajo levante incapaz de fijar a su población, frente al sur y al interior más capaces de retenerla. Aún se debate sobre si eran o no los pobres los que emigraban, parece que una cierta suficiencia de información y de recursos para el viaje eran necesarios a la hora de plantearse la salida, de aquí que hu-

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biera muchos hijos de labradores que buscaban no sólo satisfacer mayores aspiraciones, sino también huir de las quintas y de las cortas expectativas de la tierra de sus padres. La aportación de la emigración a la economía española, además de aliviar la presión demográfica, consistía en el envío de dinero a la metrópoli, bien sea en pequeñas cantidades ahorradas con sacrificio y enviadas a la familia que quedó, o bien en importantes sumas reintegradas por los indianos que vuelven a invertir el patrimonio en su patria chica. Estas remesas cada vez están siendo mejor conocidas y valoradas, a ellas se atribuye la constitución de muchas sociedades de fines del XIX. No sólo fue valorable el numerario y el patrimonio inmobiliario de los indianos, sino su capacidad empresarial y su dinamismo como hombres de negocios experimentados. Esta entrada de dinero a España, que alguien ha valorado para los primeros años 90 en 75 millones de pesetas al año, en los momentos inmediatos a la guerra alcanzó cifras tan importantes que rondaban los cien millones anuales y ha llegado a computarse en más de dos mil millones de pesetas las ingresadas en el país por los inmigrantes entre la década de los 90 y el primer lustro del siglo XX. No fueron ajenas estas remesas a la mejora del cambio exterior, a la liquidación de deudas de Ultramar, al estímulo de las finanzas y la industria de principios de siglo.

7.2. LOS DESEQUILIBRIOS BÁSICOS QUE LASTRAN LA SOCIEDAD La sociedad española era entonces un cuerpo deforme por las profundas desigualdades y contrahecho por los múltiples desequilibrios. La desproporción de grupos de actividad, de sectores de ocupación, de niveles de renta, de relación con los medios de producción, de ubicación de su hábitat, de acceso a los servicios públicos, de oportunidades de ascenso social, etc., hacían de la sociedad española un conjunto fundamentalmente caracterizado por las desproporciones que afectaban desfavorablemente a más del 80 por 100 de la población. Existían poderosas razones, como hemos escrito antes, para que la mayoría de la sociedad pusiera sus esperanzas en un sistema que limara tales diferencias, pero era justamente esa misma mayoría de personas deseosas de mejorar la que menor capacidad de decisión tenía a la hora de oponerse a la implantación de la Restauración. Una vez que la minoría beneficiaria de las desigualdades consiguió instaurar el nuevo sistema, lógicamente, el objetivo de equilibrar las diferencias sociales fue el último a considerar; el régimen restaurado se comportó básicamente no sólo como excluyente de esa gran parte de la sociedad víctima de los desequilibrios, sino incluso como inaccesible para diversas elites periféricas o no coincidentes con el grupo dirigente que resultan asimismo aisladas y padecen dificultades de integración. La Restauración practicó una política de desdén hacia la mayoría de la sociedad y de restricción hacia muchos de sus grupos de notables mesócratas. La característica de la sociedad resultante fueron los desequilibrios y las dificultades de transformación que vamos a tratar de exponer. 7.2.1. El principal desequilibrio estructural es el persistente peso de la tierra La primera nota de desequilibrio se observa en la estancada proporción de actividad y en la relación arcaica de los distintos sectores entre sí. De los más de 16,6 millones de habitantes con que cuenta España, según el censo de 1877, sólo se conside233

ran activos el 42 por 100 (7 millones de personas); en 1900 estas cifras son respectivamente 18,6 millones de habitantes de los que son activos el 41 por 100 (apenas 600.000 personas más que en 1877). Esto indica que, al descender la tasa de actividad un punto, el número de dependientes inactivos cargó más pesadamente sobre los hombros de los trabajadores, semejante sobrecarga no vendría precisamente a aliviar los problemas sociales de España en esos años y no llegó a ser percibida por el sistema restaurador. Sorprendentemente esta estructura ocupacional de la población española se estanca en el último cuarto del siglo XIX, cuando en los demás países europeos se está desarrollando en plenitud lo que ha venido en llamarse la segunda revolución industrial que coloca a este sector en la cabeza motora de las transformaciones sociales. Por el contrario, en la sociedad española, no sólo se mantiene una estructura de ocupación estancada, en rigor puede decirse que incluso regresa levemente, puesto que la agricultura aún gana porcentualmente algo de terreno a costa de los servicios Es exactamente desde 1900 cuando se produce el giro importante en estos valores, de forma que comienza a caer de modo notable la agricultura, se despega de manera más nítida la industria y comienza pausadamente el proceso de terciarización de la sociedad española, proceso que ya no se detendrá hasta culminar en 1930, cuando la agricultura desciende por debajo de la mitad de la población ocupada, la industria se acerca al tercio de la misma y los servicios se colocan en valores próximos a la mitad de la población agraria. Son éstas otras dos pistas más que nos colocan en el camino de interpretar esta parcela de la Restauración mirando más al XIX que al XX. La segunda característica de este desequilibrado capital humano apunta a su excesiva concentración en el sector más tradicional y menos productivo del momento, el agrario. En 1877, el 70 por 100 de la población (casi cinco millones de personas) se dedicaba a ocupaciones agrarias y en 1900 eran el 71 por 100 (casi cinco millones y medio de españoles) los ocupados en menesteres agrarios, se advierte así una tendencia negativa en el proceso de reducción de estos valores, paradigmáticos según muchos historiadores para medir el proceso de transformación y modernización de la capacidad productiva que se está experimentando entonces mismo en la mayoría de los países de nuestro entorno. La agricultura se estaba recargando al mismo tiempo que había entrado en una profunda crisis, puesto que el mayor crecimiento de la ocupación agraria —que se había estancado entre 1877-87— se genera justamente entre 1887 y 1900, exactamente cuando la azota más fuertemente la crisis. Estos hechos no deben aislarse, han de tener estrechas conexiones entre sí. La presión demográfica debió generar fuertes tensiones en el campo español, más aún en la zona meridional y latifundista, coincidiendo con las crisis de subsistencias, la movilización anarquista y la represión gubernamental subsiguiente. El sector de la industria crece a lo largo del periodo un punto porcentual, pasando del 13 al 14, de 900.000 a 1.000.000 de españoles ocupados en el secundario, con la particularidad de que este crecimiento se reparte desigualmente a lo largo del periodo, justamente en la primera parte, entre 1877-87, aumenta dos puntos, uno de los cuales pierde entre 1887 y 1900. La industria española, que crece moderadamente en los años 80 y estimula las finanzas y la fiebre del oro, experimenta un cierto estancamiento en los 90, al menos por lo que respecta a la población ocupada. En 1900 la distribución del millón de españoles que trabaja en la industria por ramas productivas nos muestra una dedicación preferente a satisfacer las necesidades de vestir, habitar y comer (confección 25 por 100, construcción 22 por 100, alimentación 10,6 por 100), en escasa medida a las tradicionales actividades protoin-

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dustriales (textil 11,7 por 100, minas 7,4 por 100 y metalurgia 5,2 por 100) y de forma residual a las nuevas ramas representativas de la segunda revolución industrial (química 1 por 100, eléctrica y otras 3 por 100). El sector terciario de los servicios (incluyendo aquí transportes, comunicaciones, comercio, finanzas, administración, defensa, clero, profesiones liberales y servicios personales) desciende los dos puntos que han ganado los dos sectores anteriores, pasando del 17 en 1877 al 15 por 100 en 1900. Este fracaso de la terciarización de la sociedad española resalta aún más si conocemos en qué consisten esas actividades terciarias, puesto que a la altura de 1900 están casi encabezadas por una actividad marginal (servicio doméstico 26,1 por 100), menos de la mitad son exactamente productivas (comercio 27 por 100, transportes y comunicaciones 11,7 y profesiones liberales 10,7) y el resto viven del presupuesto estatal (Ejército/Guardia Civil/policía 12,4 por 100, clero 8,4 y administración 4,4), además, dentro del conjunto, el 60 por 100 son trabajadores asalariados y el 40 por 100 por cuenta propia. Si nos atenemos a los parámetros de desarrollo económico, movilización social y participación política que han servido para definir el llamado proceso de modernización, deberíamos concluir aquí, por lo que respecta a la movilización social en relación con el desarrollo económico, que la sociedad española entre 1877 y 1900 ha avanzado muy poco si se puede demostrar que ha progresado algo en ese proceso.

7.2.2. Existe otro desequilibrio funcional entre la cúpula dirigente, las minorías excluidas y las mayorías marginadas La sociedad de la Restauración, como hemos dicho, permanece estable a grandes rasgos durante el último cuarto de siglo, apenas hay pequeños movimientos regresivos que alteren sus proporciones cuantitativas y estructuras, pero al mismo tiempo están fraguándose relevantes transformaciones cualitativas y minoritarias que habrán de causar los desequilibrios profundos que hemos mencionado en los párrafos anteriores. Mientras la gran mayoría de la sociedad pervive en condiciones propias del Antiguo Régimen y el sistema socio-político de la Restauración pretende consolidar el poder de una elite sobre la base de esa sociedad tradicional y pasiva, se están produciendo movimientos sociales que demuestran la existencia de otros grupos y elites sociales con las que no se ha contado, que discrepan de ese planteamiento y solicitan en vano sus cuotas de participación en el proyecto. Estos movimientos señalan en primer lugar que en la base de la sociedad se están organizando y fortaleciendo importantes conjuntos de trabajadores de la industria y del campo, liderados por las dos corrientes anarquista y socialista del campesino movilizado y del obrero asociado, que se enfrentan abiertamente al sistema socio-político restaurado y reclaman un nuevo papel social y una mayor participación política. Por otra parte, los segmentos medio-altos de la sociedad no se sienten representados en el sistema y exigen mediante movilizaciones participar en el poder del Estado y abrir el proyecto cerrado y excluyente de los dirigentes; finalmente, las elites coloniales, adictas mientras el control de la metrópoli favoreció sus intereses, se desengancharon del sistema tan pronto como el desastre los dejó desprotegidos. Los desequilibrios cualitativos se agrandaban así en aquella sociedad, fragmentada y excluida en buena medida del proyecto restaurador, y se abrían importantes brechas de disentimiento, oposición y conflicto, tanto en la base social con los movimientos obreros y

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campesinos como en la cota medio-alta de la sociedad con las respuestas de las diferentes elites disidentes. Con estos desequilibrios cuantitativos y cualitativos de la sociedad era extremadamente difícil que el proyecto de armonía y sumisión social sobre el que descansaba el ideal de la Restauración pudiera llevarse a efecto sin utilizar importantes medios de coerción y de exclusión, La meta era la permanencia de las viejas estructuras sociales, la primera Restauración no estimuló ningún cambio importante en su sociedad era un régimen pensado para que nada fundamental cambiara. Los comportamientos de la cúpula dirigente señalan ese afán por aplicar la coerción a los movimientos disidentes y por evitar que la evolución de la economía pudiera favorecer a los que contradecían o criticaban al régimen. Frenó los amagos de transformación que brotaron tanto en la base como en el cuerpo medio de la sociedad, dejó dormitar en su analfabetismo a dos tercios de la población, no repercutió entre los asalariados el momento de euforia financiera y de bonanza del equipamiento industrial, no logró evitar que la crisis agraria azotara al campesinado e hiciera descender su renta, dejó irredenta a la población colonial, hizo recaer el peso de las guerras en las clases populares, procuró anular la capacidad de decisión de los votantes, no consiguió reducir los altos índices de morbilidad y mortalidad, y finalmente incentivó un tratamiento paternalista y benéfico de los profundos desequilibrios que aquejaban a aquel cuerpo social. La paz y el orden, los supremos valores del régimen, estaban destinados al disfrute de la décima parte de aquella sociedad, pero debían soportarlos el 90 por 100 restante con las quintas, los consumos y la represión.

7.3. LA SEPARACIÓN ABISMAL ENTRE LOS GRUPOS SOCIALES 7.3.1. En la cúpula social de la Restauración: los viejos privilegios y la nueva ofensiva de la nobleza El excelente panorama que sobre la nobleza ha dibujado Bahamonde en el volumen anterior de esta misma obra, que además ha fijado unos límites decimonónicos que acertadamente incluyen el último tercio de la centuria como parte de un todo, nos excusan de retormarlo aquí y sencillamente remitimos al lector a sus interesantes páginas. Conviene, no obstante, señalar que, de acuerdo con el hilo conductor que nos guía en la interpretación de esta parte decimonónica de la Restauración, es la persistencia de los viejos hábitos nobiliarios, el tono de rehabilitación de los protagonistas del Antiguo Régimen y sus privilegios lo que predomina, pero revestidos de funciones nuevas que no acaban de modificar su vieja naturaleza: la nobleza metida a negociante y la Iglesia metida a sindicalista. Este rebrote del pasado ha sido favorecido y posibilitado por la otra constante que hemos querido imprimir a nuestra interpretación de la Restauración, el renovado impulso de la Monarquía, asidos de cuya mano creen entrar más que autorizados estos viejos privilegiados a protagonizar una época que de hecho ya no era la suya, pero que pretenden vivir reverdeciendo su vieja hegemonía. Tan inseparable es esa vinculación entre Monarquía y nobleza que se vio obligado a practicarla el mismo Amadeo desde sus convicciones democráticas, quien, llevado por el afán de compensar la vieja nobleza isabelina que le era hostil formando una nueva nobleza monárquico-liberal que le fuera adicta, sentó las bases nobiliarias del origen de la Restauración. 236

Esta nueva nobleza ha superado la vieja primacía de la de cuna, pero no sólo es que su número haya sido incrementado, es que incluso la vieja nobleza ha ampliado su estrecho horizonte áulico de acción y ha invadido dos nuevos modos de presencia, la nobleza se ha introducido en los negocios al tiempo que los negociantes se han ennoblecido, como ha puesto de relieve Bahamonde, y ha incrementado su capacidad de influencia e intervención política y hasta incluso ha protagonizado campañas de acción social recristianizadora. Diríase que la nobleza se siente con mayor autoridad y prestigio que en la España isabelina, donde estaba recluida en la propiedad de la tierra, la camarilla y el palacio real, y promueve ahora una ofensiva económica, política y social de forma decidida. Son los viejos nobles los que diversifican sus antiguos patrimonios y su explotación, van más allá de la agricultura, emparentan con la elite económica, comparten con ellos negocios de espíritu capitalista, admiten en su seno a miembros de otros grupos que antes les eran ajenos: militares, políticos, funcionarios, hombres de negocios. Pero sobre todo son las nuevas elites más destacadas en las actividades económicas y políticas las que apetecen un título nobiliario y de hecho después de 1875 se crearon en España 214 marquesados, 167 condados y 30 vizcondados, convirtiendo a la nobleza española en una de las más pujantes y abiertas de toda Europa, muy dispuesta a mezclarse con otras elites, mediante unos mecanismos de cooptación que ya han sido puestos de relieve. Y no sólo los altos burgueses apetecen expresamente el título, aspiran a mostrarse socialmente con los mismos signos y códigos de comportamiento que los nobles, aspiran a invertir y exhibir el mismo capital simbólico en palacios, fiestas, salones y cacerías (se ha puesto de relieve esta actividad incluso en la persona de Alfonso XIII bien arropado por la nobleza). La cuantificación de la nobleza de este periodo, tal como la expone Martínez Cuadrado, se expresa en los siguientes guarismos, profesiones y procedencias. De los casi 300 títulos creados entre 1874-1902, el 14 por 100 son terratenientes, el 12 por 100 profesiones liberales, el 11 por 100 militares, el 8 por 100 políticos y el 6 por 100 financieros e industriales, pero hay un 20 por 100 de mujeres, generalmente viudas. Casi una quinta parte procede de Cuba y Puerto Rico y en importancia les siguen Andalucía (17 por 100), las dos Castillas (24 por 100), Cataluña (12 por 100) y País Vasco (9 por 100). Sólo una tercera parte de los títulos son concedidos por Sagasta, el resto por conservadores, particularmente Cánovas que otorga el 58 por 100 de las credenciales. El otro ámbito que ha consolidado la nobleza es el Senado, que Cánovas se encarga de reservar de una manera especial para Grandes de España como senadores por derecho propio y para muchos títulos nombrados miembros de la Cámara alta por la Corona. Pero la novedad estriba no sólo en el Senado, que ya era el ámbito político nobiliar en la España isabelina, sino en su presencia en el Congreso de los Diputados de una forma tan importante que como media excede del 10 por 100 de estos parlamentarios en su conjunto. Si a ello añadimos la llamada a nobles para ocupar un Ministerio y la no menos importante presencia de aristócratas en la oficialidad del Ejército o en la diplomacia, habremos completado un cuadro de poder político en manos de la nobleza bastante superior al que detentaban en la España isabelina. Y no se trata tanto de valorar una acción explícita y directa, que probablemente no fue muy significativa por parte de la nobleza en la Cámara alta, sino de saber que estaban ahí como seguridad y soporte de que ni el poder legislativo ni el ejecutivo iban a separarse un ápice de la defensa de la Corona y del orden establecido. En suma, vie-

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ja nobleza reconvertida y las elites burguesas ennoblecidas ocupan los puestos claves del poder en los negocios, la política y sus círculos de sociabilidad durante el último cuarto del siglo XIX. Incluso existe un paradigma de cómo la nueva nobleza explora inéditos campos de intervención y apuesta por liderar la acción social de la Iglesia y proyectar su estilo de vida tradicional, guiado por los viejos parámetros del Antiguo Régimen, al capitanear la empresa de recristianizar las clases campesinas y trabajadoras, como hicieron los marqueses de Comillas, el marqués de Cubas o el duque de Bailén. 7.3.2. Las elites de los negocios, la política y la profesión, decididas a la conquista de los poderes y espacios fragmentados También se halla bien dibujado el horizonte de las elites económicas en la segunda mitad del siglo XIX en el volumen anterior de esta obra, con prolongación hasta los años finiseculares; allí se perfila la denominada burguesía nacional y su evidente conexión con la mayoría de las burguesías regionales, así como las desiguales y no fáciles relaciones con la catalana. Ha quedado claro el franco protagonismo de la burguesía colonial. Entre las estrategias que destacan en este periodo se ha puesto de relieve el decisivo papel de la familia, tal como ha quedado configurada después de las transformaciones funcionales impuestas por el liberalismo. Según una reciente interpretación de la política del pacto, lo que define a la Restauración en lo relativo a la relación entre poder político y poder económico es el proceso de adecuación que se produce entre las elites económicas periféricas y el sistema político en general, que supone —se dice— una novedosa articulación entre los poderes locales/provinciales y el poder central-nacional, al menos hasta la ruptura del 98. Ya hemos expuesto nuestras reservas a dicha teoría, y la virulencia de los nacionalismos y de otras respuestas críticas de las elites disidentes desmienten en parte dicho pacto. No obstante, es verdad que, mientras el sistema isabelino sólo permitió esta identificación de las elites económicas con el régimen en el terreno de sus intereses económicos directamente favorecidos, en la Restauración se abren otros cauces de alcanzar poder. El primero por medio de los partidos y el Parlamento y el segundo a través de canales de participación en las estructuras clientelares sobre las que se montaban esos partidos y los grandes patronos, entre ambos se generaba una permanente actividad de mercadeo político-social llevada a cabo por intermediarios entre el poder central y su entorno social. Ello facilita un cierto proceso de comunicación e integración experimentado por algunas elites económicas y políticas que adecuan sus objetivos económicos con los del sistema restaurador en general y con relación al poder político en particular; consiguieron esta incrustación en el sistema especialmente con la movilización proteccionista y el caciquismo hasta fin de siglo. Pero en ningún caso pensamos en un pacto generalizado entre elites y grupos populares, entre Estado y sociedad, entre economía y política, o entre los dirigentes y los subordinados, en una supuesta cultura del consenso y la armonización propiciada por el sistema de la Restauración. Semejante interpretación no es compatible con la tensa realidad social española del momento, con las múltiples y virulentas protestas de numerosas elites discordantes, con la agresiva reacción de los movimientos sociales obreros, ni con la coacción que fue necesaria para lograr una aparente pasividad del campesinado que cada vez los historiadores encuentran más activo y opuesto al sis-

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tema. En definitiva, no se sostienen hoy visiones extremas y simplificadoras que trasladan a aquella sociedad esquemas dicotómicos o pactistas, no parece que todo se pueda explicar mediante el clasista bloque de poder monolítico y compacto aplastando uniformemente a la sociedad oprimida, pero tampoco arroja suficiente luz la visión de un pacto armonizador que llenara de consenso todos los resquicios de aquella sociedad. El perfil de los grupos sociales acomodados de la Restauración no refleja una homogeneidad, un consenso y un pacto de coincidencias, más bien se detectan elites fragmentadas, a veces enfrentadas, casi siempre diversas entre sí, alejadas del sistema con demasiada frecuencia y sólo aproximadas a él cuando le sacan provecho. Unas hallaron su medro y adecuación política al sistema en el caciquismo, otras acosaron al régimen y llegaron a doblegarlo desde sus intereses económicos mediante el proteccionismo, otro grupo mostró su rebeldía desde su proyección mental y cultural en el regeneracionismo y, por último, las elites periféricas plantearon sus diferencias y su proyecto peculiar desde su horizonte territorial por medio del nacionalismo. Estas cuatro caras consiguen una imagen poliédrica de la distintas elites de la Restauración que nos permite contemplarlas como acomodaticias pero no inactivas, dedicadas a rentabilizar pragmáticamente todas las esferas de poder que estén a su alcance, capaces de controlar el poder local y extraer beneficios del poder central mediante el caciquismo aunque contradigan sus códigos políticos parlamentarios, defensoras de sus intereses económicos más inmediatos y directos aunque entren en colisión con sus convicciones liberales librecambistas, autoras de una crítica teórica no exenta a veces de utopía y frecuentemente cargada de cinismo contra sus mismas prácticas, enfrentadas a un sistema en el que se enriquecen y ejercen el poder y entregadas a la búsqueda de identidades que no han sido satisfechas por el nacionalismo español, pero que se apoyan en principios demasiado tradicionales y conservadores. Aun dentro de cada una de estas diversas facies, se vuelven a distinguir francas diferencias regionales, ideológicas, intelectuales, económicas y de comportamiento en ese caleidoscopio de elites que giran en torno a la cúpula dirigente, con la que todas tienen algún tipo de relación, bien sea para apoyarla, para complementarla, para criticarla, para sustituirla o para derribarla. Este periodo es el de los negociantes, financieros e industriales de importancia que pueblan específicamente Cataluña, el País Vasco, Valencia, Asturias, Madrid y ciertas ciudades de Castilla y Andalucía. Añaden algo cualitativo a los nuevos ricos procedentes de las desamortizaciones y el ferrocarril de la etapa anterior, como es su solidez y las estrategias familiares tejidas con sus empresas. Las grandes familias de Barcelona, como se ha denominado paradigmáticamente a esta elite económica catalana, se caracterizan por su conservadurismo, su disposición a entablar relaciones con las demás burguesías regionales, su afán por los monopolios comerciales y el proteccionismo, su menor interés por las finanzas y su dedicación en monocultivo a la industria textil hasta casi finalizado el siglo. Sin embargo, su sensibilidad artística y cultural fue más nueva que la de la burguesía nacional, fueron los primeros en incorporar el modernismo y en remodelar intensamente sus ciudades y abrirse a las influencias exteriores, fueron pioneros también en realzar profesiones nuevas como ingenieros, arquitectos y técnicos, y aprendieron pronto a romper el corsé caciquil mediante la movilización nacionalista. En el País Vasco, un poco más tarde, se genera una elite económica muy poderosa, que descansa en la minería, la siderurgia, las navieras y las finanzas, muchos de estos representantes del dinero cantábrico proce-

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dían de familias humildes que una vez encumbradas acabaron emparentando entre sí y crearon grandes empresas y sociedades anónimas; en este ámbito frecuentemente decidieron establecer estrechos vínculos con la burguesía nacional madrileña y huir de las tradicionales propuestas nacionalistas, e incluso optaron por participar dentro de la elite política en el control parlamentario, como han puesto de relieve Fernández Portilla y Aguirreazcuénaga. Luego les sigue en importancia y poder el grupo cerealero y vinícola de Castilla y Andalucía, que generaron una interesante industrialización en torno a productos agroalimentarios, sea el aceite, el vino o la harina, y que consiguieron movilizar a aquella sociedad como nadie antes lo había logrado bajo la bandera de los altos aranceles para sus productos en difícil competencia con los del extranjero y generaron con ello ciertas actitudes y estructuras capitalistas de interés, e incluso propiciaron algunos comportamientos políticos menos conservadores y desmovilizados de lo que se ha dicho. Las acusaciones habituales lanzadas contra muchas de estas elites económicas de la Restauración consisten en imputarles la defensa de unos intereses concretos que ya entonces eran anacrónicos en una visión teórica del crecimiento económico, se les ha achacado también con evidente simplificación servir los intereses del centro indolente contra los de la periferia laboriosa y se les ha descalificado con la contraposición maniquea que asocia al funcionario y al latifundista feudal retardatario en contraposición con el comercial y el industrial modernos. Son numerosos los tópicos no confirmados en estas denuncias, latifundista no siempre era equivalente a espíritu medieval, ni agrario es sinónimo de atrasado y estático; como veremos, la explotación de la mayoría de los latifundios se realizaba generalmente con criterios de maximizar los beneficios posibles, y el hecho de descartar la introducción de inversiones, maquinaria o abonos se debía sobre todo a problemas de calidad de la tierra, al precio de la mano de obra o a la dificultad del crédito. También se ha caído en el burdo lugar común de calificar en general a todo el mundo de los negocios y la industria catalanes como una realidad monolíticamente emprendedora cuyas actividades eran las más punteras y desarrolladas, y a todos los sectores económicos castellanos como arcaicos y recluidos en explotaciones agrarias obstructivas. Sin embargo, a veces había más distancia y tensión entre un pequeño fabricante y un gran industrial dentro de Cataluña que entre un campesino y un empresario, o más discrepancia de intereses entre un almacenista o especulador en granos y un industrial harinero que entre un terrateniente y un naviero que a veces comulgaban juntos. Hay más bien microcosmos regionales y locales que reproducen en su interior contraposiciones de resistencia y avance, lo único que puede diferenciarles es la proporción de uno u otro extremo, pero debemos abandonar el esquematismo a veces interesado de un único macrocosmos generalizante que contrapone lo central retrasado con lo periférico avanzado, lo agrario arcaico con lo industrial progresivo, lo conservador obstructivo con lo liberal modernizador. Numerosas tensiones y fragmentaciones se cruzaron entre estas elites, formando alianzas interregionales de las propias burguesías, y se fracturaron unidades internas de espacios cerrados entre pequeños y grandes, entre productores y distribuidores, de forma que las peticiones de los industriales más poderosos no coincidían con los intereses de los medianos que eran los mayoritarios, etc. En tal sentido, efectivamente, consiguieron imponer la defensa de sus intereses aquellos que estaban mejor organizados, que alcanzaron articular movilizaciones y pactos más influyentes; así prosperó el impropiamente llamado pacto triangular, que fue más bien una coincidencia

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básica y poliédrica entre textiles catalanes, mineros asturianos, metalúrgicos bilbaínos, bodegueros andaluces, trigueros castellanos y plantadores cubanos en torno al alza protectora de aranceles; hoy estamos en condiciones de matizar más a la baja la intensidad y la extensión de estos pactos. Y todas estas realidades, complejas y susceptibles de ser deformadas cuando se simplifican, estaban condicionando la naturaleza, composición y comportamiento de las llamadas diferentes burguesías españolas. Es decir, son grupos dinámicos, activos, con capacidad transformadora en parte, obsesionados por el poder, pero también de aspiraciones limitadas en lo político, de conquistas económicas modestas y sobre todo de efectos negativos sobre el cambio social que reclamaba la mayoría de la sociedad. En definitiva, concluimos que hoy no es demostrable, salvo excepciones locales, el presupuesto teórico determinista y exclusivo de un papel modernizador de las elites en la primera Restauración española en muchos casos colaboraron parcialmente a ese progreso, pero las escasas cotas dé transformación social y económica alcanzadas nunca serían suficientemente explicadas si no se tuviera en cuenta la decisiva aportación de los movimientos sociales de los trabajadores y de las clases medias urbanas. Pero lo que sí destaca es que el régimen de la Restauración sólo gobernaba con la mirada puesta en estas elites que eran el único horizonte social reconocido por los dirigentes como destinatario político, del resto inferior de la sociedad el sistema sólo tenía una visión moral y paternalista, pero no como objetivo político, como mucho había dejado de contemplar sus actitudes disidentes como un delito y había comenzado a considerarlas como una enfermedad. Hasta este límite de las elevadas elites económicas y políticas llega el bálsamo reconfortante de la Restauración, desde esta cota hacia abajo son más bien purgas y sangrías las que dispensa el régimen para la mayoría de la sociedad. No toda la sociedad resulta, en efecto, excluida, parte de la cúpula social está bien integrada en el sistema, algunas elites se hallan en el borde del mismo y hacen esfuerzos por integrarse o muestran su descontento al no conseguirlo, pero la mayoría de la sociedad se ubica en las afueras de la ciudad del régimen, creando barrios y suburbios sociales, no sólo desligados del centro sino marginados cuando no reprimidos por los gobernantes de la ciudad restauradora. De estos grupos en serias dificultades de relación con el sistema nos ocuparemos ahora. 7.3.3. Las dificultades de las socorridas clases neutras para acceder a pequeñas parcelas de poder local Los grupos urbanos más característicos del momento, los que tenían capacidad de influir directa o indirectamente en la marcha de una sociedad media de capital de provincias, constituían los que pudiéramos llamar clases neutras, o clases medias urbanas, que no sobrepasarían habitualmente los límites de entre el 5 y el 10 por 100 de los habitantes de la ciudad, según zonas de la Península. Se reducían a las profesiones liberales, los periodistas de la prensa local, algunos importantes propietarios que residían en la ciudad, los empresarios y financieros, algunos comerciantes de importancia y los funcionarios, los estudiantes de enseñanza media y universitaria en su caso, los vinculados directamente a la Universidad, Ateneo o Instituto, y finalmente el clero medio y la oficialidad del Ejército. Idea de las dimensiones, del desarrollo cultural, político, urbano e institucional de estos grupos sociales puede proporcionarla una aproximación a las características y acceso a la educación media y superior que

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es uno de los rasgos que les definía y daba personalidad. La enseñanza secundaria que ahora nos interesa más, arroja cifras escalofriantes, en 1886 existen 356 institutos o colegios, con 1760 profesores, que atienden a 12.734 alumnos oficiales y a 18.766 privados, apenas un 2,2 por 100 de los españoles de entonces entre 15 y 19 años y exclusivamente concentrados en las capitales de provincia; no más de 5.000 alumnos consiguen el título medio de enseñanza. Y las diez universidades del país, con 45 facultades, tienen en 1886 sólo 16.874 alumnos (ninguna mujer), que vienen a representar el 0,9 por 100 de los jóvenes entre 19 y 25 años existentes en el país. Estas cifras dan idea de la pobreza del capital humano que la Restauración logró construir a fin de siglo y de lo restringido que es el ámbito de esos grupos medios con capacidad de acercarse al poder. En cualquier caso, este segmento medio de la sociedad urbana, que cuantitativamente puede alcanzar entre el 5 y el 10 por 100, como hemos dicho, es el que realmente tenía capacidad de entrar en consenso con las elites y percibir algún beneficio en este trato, eran los únicos que tenían posibilidad de pactar con los grandes caciques y arañar algunos beneficios extraídos del poder local. Cuando se habla del intermediario entre la sociedad y el Estado, entre la comunidad local, los caciques y los parlamentarios, hay que referirse sustancialmente a este segmento social, que eran los primeros receptores de los posibles beneficios de esa mediación. A ellos podía llegarles alguno de esos intereses privados intercambiados por servicios públicos, es aquí donde esas elites políticas provincianas establecen redes horizontales de relación. Aunque estaban más cerca de la exclusión que de la integración en el sistema, se ubicaban dentro del área de influencia de algunos posibles pactos. Aquí se estancaba ya habitualmente el flujo descendente de ventajas personales y favores públicos que ofrecía el régimen de la Restauración a cambio de votos, de forma que no llegaba casi nunca a los sectores sociales ubicados por debajo de ellos. 7.3.4. La vida urbana de las elites: la brillantez del ensanche burgués Es sorprendente el nivel de ruralismo de la sociedad española del último tercio del siglo, si nos atenemos a parámetros demográficos, y sobresale al mismo tiempo y con semejante nivel de sorpresa el esplendor de unas pocas ciudades. Si contemplamos a los españoles que viven en las trece ciudades más importantes del país, las que propiamente pueden denominarse urbanas, con más de 50.000 habitantes, resulta que en 1877 sólo son urbanos el 9,5 por 100 de la población española, porcentaje que en el censo siguiente ha ascendido al 10 y en el final de siglo sólo al 12 por 100. Además, la mayor parte de este crecimiento urbano está concentrado en las tres grandes ciudades de Madrid (que crece un 35 por 100), Barcelona y Valencia (cuyo crecimiento es del 48 por 100); entre las tres albergan la mitad de todos los habitantes propiamente urbanos del país. Así, en los últimos veinte años del siglo XIX se ha producido una expansión urbana modesta, ha avanzado acogiendo aproximadamente un 3 por 100 más de la población, pero no es menos cierto que el campo y muchas capitales siguen ajenos a la nueva civilización. De esas trece ciudades que hemos mencionado, crecen también de forma relevante Bilbao, que cuadruplica su extensión en muy pocos años, y Cartagena, aunque con mucha menos población; medran discretamente las grandes capitales de la España meseteña del norte, como Valladolid (un 31 por 100) o Zaragoza, y del sur como Sevilla, Málaga, Murcia, Granada o

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Cádiz. Aun así en 1900 sólo hay seis ciudades que alcancen los 100.000 habitantes (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Murcia y casi Zaragoza), entre todas conncentran tan sólo una décima parte de la población. Mientras París rondaba ya casi los tres millones, Madrid y Barcelona apenas han rebasado el medio millón. En general, salvo algunas excepciones como Barcelona (a pesar de que el 38 por 100 de sus moradores ha nacido fuera) y Bilbao que crecen por su propio dinamismo, la expansión urbana es fruto de la superpoblación del campo que envía emigrantes a la ciudad; en 1898 la mitad de los habitantes de Madrid había venido de fuera, Valladolid crece exclusivamente por inmigración. Este contraste entre elites acomodadas e inmigrantes incómodos y desacomodados define a aquellas ciudades. Todo un cúmulo de transformaciones apresuradas, al socaire de los intereses desamortizadores, de la irrupción de los ferrocarriles y de la inmigración masiva, había dejado a las ciudades españolas un legado de desequilibrios en su estructura urbana, de carencias en los equipamientos y de desigualdades en la distribución social. Algunos grupos sociales se esfuerzan por ofrecer soluciones a estos problemas, pero habitualmente desde perspectivas sociales elitistas o paternalistas. Ni siquiera el más avanzado y precoz modelo de ensanche de Ildefonso Cerdá en Barcelona pudo solucionar todo lo que pretendía, porque la resistencia y avaricia de los propietarios desvirtuó buena parte del proyecto y no permitió realizar todo lo diseñado. Justamente a fin de siglo surge otra vez una corriente revisionista y crítica con esta concepción elitista e interesada de la ciudad y tratan de corregirlo transformando arrabales degradados en ciudades jardín bien aireadas y equipadas, como es el caso de Arturo Soria en Madrid en 1892.

7.3.4.1. El significado social de la morfología y el ornato ostentoso de la ciudad burguesa Y tan pobre como es el proceso de urbanización en el resto de España, así de espectacular es el crecimiento urbano que se produce en las cuatro ciudades más importantes, una distancia y desequilibrio que le es propia a la Restauración en la mayoría de los órdenes, como hemos comprobado. Se culmina en estos años el proceso de ensanche de estas ciudades, tanto en el sentido morfológico como social del término. Son de destacar los más conocidos de Barcelona, Madrid, Bilbao, San Sebastián o Valencia, que significaron una aportación imaginativa y relativamente eficaz a la resolución de los problemas de aquellas ciudades. Replantean la ordenación social de la ciudad, antes tradicionalmente mezclada y con jerarquizaciones verticales, ahora se la sustituye por otra forma de segregar socialmente el espacio urbano y su ocupación social que se basa en la ordenación horizontal, que aisla espacios y aparta barrios en exclusiva para las clases medias, pero también tugurios en barrios populares para los jornaleros. Lo importante es que la elite diseña finalmente nuevas zoUas residenciales, con hoteles, villas rodeadas de jardín para los grupos superiores cuando éstos no viven en palacetes y viviendas de lujo en el centro. Jover les señala las limitaciones de estar construidos demasiado en serie, más orientados a la circulación lineal de las calles ortogonales que a la articulación tradicional circular en torno a plazas. Pero sobre todo manifiestan lo suntuoso del poderío y de la superioridad incuestionable de una clase social ostentosa en fachadas, decoraciones, afanados en exhibir una distinción plástica y monumental sobre el resto de la ciudad. Las avenidas

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de largas perspectivas flanqueadas de palacetes de la elite, los grandes edificios administrativos que realzan el papel del poder de los dirigentes, los monumentos y la nomenclatura dan personalidad a sus calles y expresan una determinada concepción de la historia, la sociedad, la estética, las relaciones, el ocio y la actividad dentro de la ciudad. La ciudad se reviste de arquitectura, escultura y pintura (en los interiores) para manifestar el esplendor y la excepcionalidad de los moradores del hábitat de la elite. Todo ello se eleva a su máxima significación en Madrid, donde los Ministerios la Corte, los teatros, parques, avenidas deben traslucir la importante función de la capital del reino. Los estudios de Bahamonde han puesto de relieve esta evolución de la capital del capital y del Estado y sus reflejos en la sociedad, desde el paro y la mendicidad hasta el capital simbólico de la nueva nobleza. Gracias a los análisis de Mumford conocemos cómo cada habitante de la ciudad trata de expresar por medio de la ornamentación justamente aquello de que más carece, si la nobleza no tenía que demostrar su pasado se inclina por la innovación estética, si la burguesía carece de pasado extiende el gusto de la ciudad capitalista por lo histórico, por el gótico, por los viejos estilos medievales (estimulados por el auge de la arqueología como ciencia en la segunda mitad del siglo). Nacen así, para subrayar la grandeza de una clase recién nacida que pretende suplir su carencia de ascendientes, una serie de estilos grandiosamente representados y exagerados en los neísmos del neogótico, neoclásico, neorrománico, neoplateresco, o las versiones de mezclar sus componentes en un afán de salir de la pura imitación mediante el eclecticismo, como muestran los edificios del Banco de España de buena parte de las capitales del país, los grandes Ministerios (como Fomento en Madrid) y sus sucursales provinciales, las iglesias, hospitales y casas de misericordia de tantas ciudades (Almudena, Atocha, los hospitales provinciales de numerosas capitales, o las casas cuna). Se impone asimismo otra forma nueva de ostentación del poder de las elites dirigentes y de sus grandes creaciones por medio del hierro y el cristal como materiales capaces de expresar la contundencia del mundo industrial y capitalista de las estaciones y marquesinas del ferrocarril, los mercados públicos, los museos como el de Ciencias Naturales, o los Botánicos de diversas ciudades. Los materiales definen también una época, la combinación entre ladrillo rojo y piedra, aquél de vieja tradición humilde, concebido para resaltar la piedra tallada con ampulosidad que destaca por contraste, ha podido ser llamado estilo Restauración y aplicado a las calles y casas más llamativas de estas elites. Los propios edificios económicos y su decoración entonan públicamente un canto al capitalismo en expansión, como las Galerías Comerciales, las alegorías de la Industria, del Comercio, el dios Mercurio, la diosa Ceres, los bustos de los miembros más eximios de la elite, o los cuadros que ensalzan la historia o rememoran a los integrantes de la familia o la profesión retratados en los grandes salones de sociabilidad de la elite o incluso en las nobles dependencias de las viviendas más destacadas. En todo caso, conviven numerosas pervivencias estamentales de la vieja elite que cohabita fácilmente con la nueva. Esta ciudad, así concebida y aparatosamente edificada, tiene la virtud de suscitar en numerosos grupos sociales inferiores actitudes subconscientes de sumisión, admiración y aceptación del modelo social propuesto como superior y apetecible. La ciudad, como ha dicho Mainer, se convierte estos años en un espejo de la historia nacional; casi como en un libro pueden leerse en ellas los esfuerzos colectivos de una historia común. El derribo de las murallas es el signo de la igualdad y la superación definitiva del orden medieval, nuevas vías y plazas sobre la ruina de los con-

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Plano de Barcelona donde se ve claramente lo que supuso el ensanche, trazado por Ildefonso Cerdá, para la ciudad (Museo de Historia de la ciudad).

ventos desamortizados significan la sociabilidad ordenada de la burguesía por encima del marasmo del Antiguo Régimen, el trazado ortogonal de los ensanches representa bien el prestigio racional de las elites del poder, los mercados y las estaciones de hierro que proliferan estos años en la mayoría de las ciudades son como una liturgia que canta al comercio y al viaje. Además se generaliza el hábito de sembrar de monumentos y de rotular las calles con una simbología y nomenclatura que hace presente al ciudadano el significado de esa gesta común y el sentido finalista de la historia nacional. El nomenclátor del ensanche barcelonés resume la Renaixença en sus personajes, instituciones y territorios. La consolidación de la Restauración se convierte en un programa de historia nacional escrito en la ciudad de Madrid, con sus innumerables paseos y calles dedicados a Cánovas, Sagasta, Castelar, Serrano, Prim, etc. La crisis de fin de siglo escribió en casi todas las ciudades del país el nombre de Isaac Peral, de Joaquín Costa y de Santiago Ramón y Cajal. Incluso también dejaron huella en la mayoría de las ciudades por estas fechas el nacionalismo y regionalismo, no sólo en Bilbao o Barcelona, como hemos visto, sino en Valencia, Zaragoza o Valladolid, asimismo tendrán su calle más tarde la mayoría de los regeneracionistas. Si de la nomenclatura de las calles pasamos a las lecciones permanentes que imparten los monumentos en las ciudades, los ciudadanos se encuentran con estatuas de Alfonso XII, de muchos de sus ministros, celebrado cada uno en su patria chica, y de conocidos caciques, alcaldes y parlamentarios de cada lugar. Las elites resumen la historia en cada ciudad en páginas de piedra y visualizan un modelo de vida que satis-

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face y refuerza a sus descendientes y al mismo tiempo estimula y subordina a los grupos populares. Y el contrapunto a esta ostentación material se halla en la mediocridad de la mayoría de las ciudades españolas y dentro de ellas en la sordidez de la totalidad de los barrios habitados por los inmigrantes y jornaleros hacinados, adonde no llegan ninguna de las transformaciones burguesas como los alineamientos de calles, sanea mientos, servicios públicos, alumbrados, evacuación de aguas residuales, etc., y donde proliferan las casas de vecindad, las corralas, los cuartos realquilados, donde hacen presa aún las enfermedades infecciosas y causan estragos el paro estacional, las quintas y los consumos. De ellos hablaremos más adelante. 7.3.4.2. Los comportamientos urbanos crean nuevos modelos familiar, temporal y religioso La ciudad se convierte en un espacio diseñado para jerarquizar no sólo morfologías externas de poder mediante las ostentosas construcciones y diseños urbanísticos, también resalta una serie de altas y privativas funciones que se ha atribuido la elite en exclusiva dentro de la ciudad, como son la educación, la cultura y los negocios, en torno a las cuales se crean formas de sociabilidad e instituciones muy específicas. La educación era el signo de identidad de la ciudades, puesto que en ellas la enseñanza primaria estaba mejor atendida por los Ayuntamientos capitalinos que en los medios rurales y además porque era sólo en ellas donde se impartían enseñanzas medias y superiores. El otro gran impulsor de la vida cultural de la ciudad es la prensa que desborda con mucho la capacidad de lectura y de demanda de información de aquella sociedad y obedece por el contrario al exceso de oferta de información y al afán exportador de modelos de relación y de comportamiento social que pretende extender la elite dirigente de forma aplastante sobre el resto de aquella sociedad. Controlar el saber desde la escuela, el instituto, el periódico o los centros culturales era una básica manera de ejercer el poder. Completan este abanico de instrumentos de poder cultural las instituciones que al tiempo que difunden estos mensajes de las elites se convierten en espacios de sociabilidad aptos para plantear sus estrategias de relación, de matrimonio, de influencia o sencillamente de ocio. Nos referimos a las Sociedades Económicas aún subsistentes, a los Ateneos, Casinos, Círculos de Recreo, Sociedades Recreativas, las mismas sedes de Cámaras de Comercio, Cámaras Agrarias, Ligas, etcétera, que organizan sus Congresos, Exposiciones u otro tipo de manifestaciones explícitas donde difundir su modelo social y su poder para expandirlo al resto de la sociedad. Pero sobre todo la ciudad concentra las nuevas actividades económicas, el tráfico a través de un puerto o estación de ferrocarril, la concentración de talleres y especialmente de fábricas, el control del mercado y del comercio a través de almacenistas y mayoristas urbanos, todos ellos actúan de sensores y receptores de las innovaciones industriales y comerciales. Comienza ya a organizarse un verdadero sistema urbano en el país, creándose incipientes redes jerarquizadas por rango y tamaño, constituyéndose en centros que polarizan una serie de núcleos urbanos de segunda importancia y de unidades semirrurales en su entorno, en cuya configuración la consolidación del ferrocarril y su circulación en las dos últimas décadas del siglo ha tenido mu-cho que ver.

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Bajo esta morfología aparatosa exterior y como expresión de esta jerarquización funcional que acabamos de describir, late toda una organización social urbana de la Restauración que encuentra su célula base en la familia y evoluciona con sus transformaciones. El papel de la familia está dejando de ser concebido desde arriba como correa de transmisión de unas funciones sociales superiores y estamentales, deja de ser así la unidad básica de producción, de protección de los individuos y de transmisión de valores y comportamientos y pasa a ser un medio individual y privado de realización y reproducción de los propios proyectos sociales y económicos burgueses. La transformación familiar viene liderada por las elites, éstas tratan de generalizar su nuevo modelo y pronto consiguen proyectarlo sobre las clases medias y se esfuerzan por imbuir especialmente en los medios urbanos populares sus mismas pautas de comportamiento familiar. En efecto, la familia está evolucionando en la dirección mononuclear a estas alturas del siglo XIX en las ciudades más desarrolladas y está también abandonando la calle, lo mismo que el parentesco difuso, para recogerse en la casa, en la intimidad familiar, en la vida privada de los matrimonios y sus hijos y expresar en ese ámbito su posición y sus jerarquías de valores. La burguesía se esfuerza por transmitir a la sociedad restante el valor de la privacidad y lo doméstico y se relanza la asistencia domiciliar, la enseñanza doméstica, el servicio igualmente doméstico, que tienden a subrayar la importancia de este ámbito para las elites, mientras las clases populares siguen aferradas a la vida en la calle, en la taberna, en las casas de vecindad o en los patios comunes e intensamente vividos. La familia es también un instrumento y unidad asistencial, como veremos más adelante, de forma que es mucho menor el impacto desestructurador que tiene la pobreza sobre la familia que el efecto reconstructor que tiene la beneficencia sobre la unidad familiar popular, que resulta muy fortalecida por ella. Aquí actúa el estatuto familiar, es decir, considerar a la familia como una unidad asistencial básica y obligada, como un eficaz instrumento de ajustar la desordenada vida popular a los parámetros de la elite dirigente, de forma que la organización familiar de la beneficencia o la docencia constituyen poderosos medios de extender modelos de comportamiento superiores y extraños entre los grupos populares más desarraigados. No se agota aquí la nueva dimensión que la elite confiere a la familia, constituye para ella un poderoso instrumento de acceder a los restringidos círculos del poder, un medio vertical para transmitirlo fielmente como si de tratara de un nuevo patrimonio familiar, y una hábil estrategia horizontal para emparentar y trenzar redes y relaciones de poder con otros medios afines. La vivienda familiar es el ámbito de referencia de la función social de estas elites y en ella reflejan la triple dimensión de su proyección social; tienen una parte de la casa orientada a la relación social y a generar mensajes de sociabilidad y signos de poder hacia el exterior, como son los vestíbulos, los salones, los comedores donde se reaben las importantes visitas y se celebran las recepciones y fiestas sociales de la familia; una segunda parte de la vivienda se destina a la privacidad, a la vida íntima familiar y está orientada al interior: salas de estar, gabinetes, dormitorios, alcobas, donde no accede ninguna de las otras dos clases que utilizan la casa, ni la superior o de su mismo círculo social ni la inferior del servicio doméstico, y se reserva cada vez con mayor énfasis y celo a reforzar la intensa vida privada del núcleo familiar cerrado; otra tercera área de la casa se destina a acoger a los servidores, tanto en el conjunto del edificio con porteras en sótanos y buhardillas, como sobre todo dentro del domicilio, en cocinas, cuartos de plancha y costura, despensas, cocheras, habitaciones del servicio. Esta estructura se diversifica y expresa en toda su riqueza cuando el nivel es

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alto y va reduciéndose a medida que el espacio del domicilio se constriñe y la posición social de su propietario desciende de rango, es entonces cuando el vestíbulo se reduce a un recibidor, los salones a las salas de visita, la zona de servicio a la cocina y el cuarto de la criada. El extremo de esta reducción morfológica y social del hábitat acaba en la vivienda popular de los trabajadores que a veces se reduce a una sala central que comparten funciones y miembros de la familia, que da directamente a la calle o escalera, desapareciendo dentro de la vivienda la función de relación social que se desplaza a la calle y no teniendo lugar obviamente el espacio destinado a servicio, es más, muchos comparten en el mismo espacio no sólo las funciones de comer y dormir, sino incluso las actividades laborales complementarias. Esta misma estructura de la vivienda obliga a alejar el ideal elitista de privacidad de su horizonte y exige una densa convivencia entre los numerosos miembros de la familia que se convierte así en extensa, o al menos muy resistente a asimilar el proceso de nuclearización familiar Por debajo de este estrato, inferiores a los que tienen el gran beneficio de una casa propia o arrendada en exclusiva, aun subsisten formas de hábitat que sólo disponen de una habitación o cuarto, subarrendado o prestado, un tugurio sin ventilación, en que se hacina más de una familia. Si del espacio vivido pasamos al tiempo ritmado por aquella sociedad urbana encontramos también estructuras y pautas totalmente diferentes según la jerarquía social de los grupos. En primer término se está secularizando la forma de vivir y medir el tiempo en la vida cotidiana, dejará de estar pautado por el calendario litúrgico, por la campana, por los acontecimientos sacramentales, por la oración y los tiempos marcados por los patronos y las devociones o cultos, y pasará a estar principalmente marcado, entre las clases altas, por la actividad económico-profesional, las relaciones sociales, el ocio y la fiesta. De ahora en adelante, estas mismas realidades personales, privadas y materiales vinculadas al apellido, a la familia o a la profesión jalonan en etapas y ritmos diferentes el día, la semana, las estaciones y el año, lo cual les concede a estos grupos sociales una gran capacidad de decidir individualmente sobre su propio tiempo, de forma que no lo tienen sometido a imponderables externos a sus decisiones. No sucede así entre los grupos populares, que se ven obligados a seguir líneas de comportamiento en el reparto del tiempo mucho más primarias e impuestas por las circunstancias imponderables de la naturaleza, la religión, el trabajo o la necesidad. Ellos nos son dueños de repartirse el tiempo a su antojo y dependen diariamente de horarios y calendarios laborales impuestos y extenuantes, se sujetan semanalmente a un descanso escaso y ocupado en la búsqueda de ingresos complementarios y anualmente vienen obligados por un ritmo que está marcado por el paro estacional, las carencias económicas de invierno, por la miseria y la enfermedad estacional, en última instancia pautado por la necesidad y la religión, más que por las fiestas o las conmemoraciones profesionales, familiares o personales. La religiosidad militante del catolicismo reconquistador queda también patente en las ciudades de la Restauración, donde se cultiva el neogótico en las parroquias de los ensanches y sobre todo esas adustas y sombrías construcciones de los colegios de enseñanza de la Iglesia. En estos centros estudiaron la mayoría de los personajes que se impregnan de la cultural oficial de la Restauración canovista y que dirigirán la sociedad en el primer tercio del XX, en su entorno tendieron redes de sociabilidad tan peculiar y ritual como era la religiosidad de los alumnos de los centros de la Iglesia, los primeros viernes, el mes de María, los propagandistas, los círculos, los luises, los 248

kostkas, las asociaciones de antiguos alumnos. Estas prácticas y hábitos de religiosidad de los hijos de las clases medias urbanas hacen gala, como señala Mainer, de una mezcla de modernidad de formas y arcaísmo de mentalidad que parece consustancial al catolicismo social español, como repetirán con sus círculos y sindicatos; tan paradigmáticos debieron ser de este tipo de mentalidad y cultura religiosa, que fueron elegidos por los anarquistas y anticlericales como símbolos a derribar. Fuera de esta red de ciudades, poco densa por el momento, queda la España a la que no afecta el desarrollo urbano, la de los jornaleros y los latifundios o los campesinos y los minifundios, de aldeas aisladas, de capitales de provincia de tercera clase absolutamente ruralizadas y sórdidas, ambientes en que la subsistencia se hace difícil para más de la mitad de la población y sin más medios de relacionarse con el Estado y el mundo de la ciudad que el caciquismo y la emigración.

7.3.4.3. La sede urbana del poder político: las relaciones caciquil y clientelar y el ejercicio del poder local La ciudad tiene no sólo un crecimiento demográfico, una morfología exterior y unas funciones culturales y segregaciones sociales y económicas, no únicamente alberga un determinado tipo de forma de vivir el tiempo, la educación o la familia, cuenta además con ser el escenario político por excelencia, el marco donde se toman las decisiones, el ámbito donde actúan todos los protagonistas políticos que manejan poder, incluidos muchos caciques locales que encuentran en la ciudad el campo de operaciones obligado para satisfacer a sus clientelas. Lo que algunos autores han llamado la oligarquía, la clase política y burocrática, que nosotros hemos ubicado entre las diferentes elites que rodean el sistema de la Restauración, son los que dirigen las ciudades, pero además son los que marcan la vida de la misma, dan el tono social e imponen sus costumbres de actividad, modos de ocio, jerarquía de valores y formas de relacionarse. Desde ministros, subsecretarios, directores generales, diputados, senadores, alcaldes, concejales, diputados provinciales, gobernadores civiles, oficiales del Ejército, presidentes de organismos provinciales, dirigentes de partidos, secretarios de instituciones administrativas y corporativas, cargos de confianza y altos funcionarios de instituciones locales y provinciales, jerarquías eclesiásticas, sanitarias, docentes y judiciales, constituyen esas elites que detentan el poder local, que a la postre es el poder real y efectivo en la ciudad. Y entre ellos destaca el que sabe aprovecharse de esa red de relaciones y traducir en beneficio privado lo que es una función, un recurso o un servicio público: es la figura del cacique que hace de especulador social, de usurero político, de mercader intermediario entre la comunidad rural de la comarca y el grupo de poder superior de los partidos o el ejecutivo en Madrid, o la figura del miembro de los poderes focales que desde las instituciones provinciales o municipales dispensa favores y recluta adhesiones entre sus protegidos del lugar, o la del patrono que desde su patrimonio o profesión crea una red de clientes en el barrio. Sólo al final del periodo, en algunas ciudades periféricas e importantes, como Barcelona, Valencia, o el mismo Madrid, y entre ciertos sectores sociales más inquietos de ciertas capitales del interior, surgen núcleos de acción y participación ciudadana que no coinciden exactamente con esos grupos antes definidos y que tienen que ver con actividades culturales, asociativas, vecinales, recreativas, literarias, periodísticas. Es en estas iniciativas autóno249

mas e independientes de la acción directamente política donde primero comienza a romperse la estructura caciquil, de donde nace la autonomía de la voluntad popular del sufragio, en cuyo seno crecen fuerzas que impulsan la movilización económica y política, son las fuerzas procedentes del desarrollo industrial y comercial, del movimiento obrero, de instituciones culturales como Universidades, Ateneos, particularmente alentadas por la presencia del Partido Liberal en el poder durante los años 80 Pero en la mayoría de las capitales de provincia españolas del último cuarto del si-glo XIX, la elite que dirige la ciudad imprime a éstas un carácter más obediente y sujeto a los imperativos del sistema, les ofrece unos modelos de comportamiento menos evolucionados y mediatiza la mayoría de sus decisiones ajustándose al esquema caciquil y clientelar. En ellas el Gobierno Civil, la Diputación y el Ayuntamiento constituyen el trípode donde se deciden la mayoría de las cuestiones que afectan a la vida diaria de sus habitantes, desde el urbanismo y las licencias de actividades e impuestos, hasta los servicios de instrucción, sanidad, asistencia, abastecimientos, justicia y policía, el reclutamiento y talla de quintos, la organización de las elecciones, las derramas y matrículas fiscales, la inclusión en padrones de beneficencia, el acceso a préstamos en dinero o especie, o el precio de los alimentos más necesarios. Es verdad que la decisiones que suelen tomar estas instituciones vienen dictadas muchas veces por los líderes y autoridades centrales que interfieren en las mismas y frecuentemente usurpan la concesión de esos servicios suplantando a las autoridades locales al estar directamente conectados con las cúpulas de los partidos o con el Ministerio de la Gobernación o el gobernador civil, pero por lo común la ciudad es muy celosa de su espacio local de poder y lo preserva y ejerce con verdadera fruición e independencia. Ya hemos puesto de relieve en el epígrafe del caciquismo y queremos recordarlo aquí, que uno de los nervios fundamentales de la acción política en las capitales de provincia fue el localismo y el provincialismo, sin duda uno de los soportes básicos del caciquismo al que tuvo que adaptarse el sistema. Era toda una cultura política extendida por las elites en la ciudad burguesa. 7.3.5. La vida urbana popular: la sordidez de los barrios de inmigrados 7.3.5.1. Las precarias condiciones de la vida material del proletariado urbano Contrastando con este espacio central y funciones brillantes que se ha reservado la elite en las ciudades, encontramos el espacio periférico de las mismas habitado por el mundo del trabajo industrial y la inmigración caracterizado por la sordidez y el abandono, como hemos anticipado. Las condiciones urbanísticas de estos barrios padecen una ausencia de planeamientos y de servicios urbanos que contrastan con la imagen de ciudad ordenada, limpia y bella que se ha construido el sector social predominante. Destacan, no sólo por una morfología mucho más rudimentaria, precaria y exenta de cualquier concesión a la estética, sino por la ausencia de transportes, alineamientos, saneamientos, abastos, adoquinados, alumbrados, etc. A esta discriminación exterior se añaden unas pésimas condiciones de vivienda de la clase trabajadora de estos barrios; generalizando datos disponibles para la situación media de Madrid, Barcelona y de algunas otras ciudades bien estudiadas, las viviendas de los habitantes de estos extrarradios se singularizaban por ser generalmente (casi dos tercios) de alquiler, cuyo pago consumía buena parte (más de un 10 por 100) de su pre-

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supuesto mensual. Se trataba habitualmente de una vivienda tipo consistente en un gran cuarto o habitáculo sin apenas especialización funcional y espacial, a uno de cuyos extremos está el fogón y a otro la letrina, en el caso de que no tuviera que compartir alguna comunitaria de la escalera o el pasillo, y el resto son dos huecos diáfanamente comunicados, dispuesto uno con una mesa para comer y una máquina para trabajar y en el otro una alcoba que comparten generalmente todos los miembros de la familia. Sus condiciones de acceso son habitualmente difíciles, laberínticas y en un contexto de hacinamiento y falta de privacidad absolutas, que llegan a confundir el espacio de la vivienda con el patio común y la calle sin solución de continuidad; apenas cuentan con otra ventilación que la puerta y una ventana para todo el espacio, sin agua ni otro sistema de iluminación que no fueran el candil o las velas de cera. La vivienda solía ser el domicilio de una familia media de cinco o seis miembros, entre los cuales casi siempre figuraban elementos ajenos al núcleo de la pareja y los hijos, como algún progenitor de los padres o algún familiar o paisano recientemente inmigrado. Eso si no se veía obligado a realquilar parte de ese reducido espacio con derecho a cocina a un elemento ajeno a la familia. La alimentación seguía las viejas pautas del exceso de hidratos y el déficit de proteínas, con fuertes aportes calóricos procedentes del alcohol, el pan, las legumbres y las féculas y con una presencia insuficiente y casi simbólica de las verduras, la fruta, la carne y el pescado. Jover cita un ejemplo que puede resultar sugerente para imaginarse la concreción de alimentos sacado de la Información oral y escrita de la Comisión de Reformas Sociales. Distingue tres niveles de capacidad adquisitiva, bajo (hasta 6 reales de salario), medio (entre 6 y 10) y alto (más de 10 reales diarios de salario), supone para el primero una copa de aguardiente por la mañana, pan y queso al mediodía y legumbres cocidas por la noche, en el segundo caso arenques por la mañana, garbanzos (200 g) con tocino y carne añadiendo algo de vino al mediodía y bacalao con patatas o mojama por la noche, acompañado todo con 600 g de pan al día, y en el nivel superior cuenta con escabeche y vino por la mañana, 200 g de legumbre con carne y tocino, algo de queso y un cuartillo de vino al mediodía, y un potaje con sardinas por la noche, con más de medio kilo de pan repartido por todo el día. La infralimentación que producen menús como el primero, probablemente el más numeroso y común, unida a un desgaste físico de jornadas agotadoras y condiciones insalubres, generaba debilidades estructurales y bajo nivel de defensas. Era altísima la morbilidad, particularmente de infecciosas (el cólera, el paludismo, las fiebres amarillas, el sarampión, gastroenteritis y la tuberculosis causaban estragos en estos ámbitos), las enfermedades socio-laborales (reuma, deficiencias respiratorias, raquitismo), los altos índices de subnormalidad psíquica y física (que procedían de las condiciones alimenticias, consanguinidad, alcoholismo, contagios venéreos, las terribles dificultades perinatales que amenazaban la supervivencia del hijo, de la madre y la viabilidad de los recién nacidos), la mortalidad altísima y prematura y la capacidad de recuperación muy escasa, de forma que cualquier accidente generaba un tullido, cojo o ciego de por vida. En estas circunstancias de alimentación y sanidad el sistema hospitalario español apenas ofreció soluciones notables a las condiciones de los trabajadores en las ciudades y menos aún en los pueblos, con un nivel médico —salvo algunas instituciones excepcionales de Madrid y Barcelona— rudimentario y basado en la experiencia y la medicina natural, donde hacían más efecto curativo la dieta alimenticia durante su estancia en el hospital que el tratamiento médico propiamente dicho. La aplicación

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de las vacunas, la asistencia primaria en Casas de Socorro eran realidades aún insuficientemente generalizadas para los grupos populares y la medicina científica y desarrollada no estaba al alcance de los obreros, jornaleros y campesinos, que debían contentarse con los servicios prestados por la beneficencia municipal a cambio de figurar en un padrón de pobres (donde habitualmente tenían derecho a figurar los cabezas de familia con salarios inferiores a 6 ó 7 reales diarios) y someterse a rígidos controles e inspecciones de las Juntas de beneficencia. Las condiciones laborales completaban este oscuro panorama de vida material del mundo del trabajo, los jornales de supervivencia (entre 6 y 10 reales por jornada) en evolución inversa a los precios y cobrados por día trabajado, el paro estacional calculado al 50 por 100 de los días del año, la jornada laboral que bajo el eufemismo de sol a sol esconde entre doce y dieciséis horas en el medio rural y que en el marco industrial y urbano rebasa las diez horas casi siempre, y el trabajo de los niños y mujeres en condiciones de remuneración reducida a la mitad. Todo ello se resume en un elevadísimo grado de inseguridad, que es la nota dominante de las clases populares y trabajadoras; inseguridad social en su capacidad de previsión ante las emergencias de falta de salud, recursos, trabajo o desaparición del cónyuge; inseguridad económica en su patrimonio, trabajo y jornal; inseguridad jurídica frente al patrono, al casero, al prestamista; inseguridad política en cualquier evento electoral, o cualquier conflicto en que intervenga la Guardia Civil o el Ejército; inseguridad sanitaria ante cualquier enfermedad, epidemia o accidente; inseguridad educativa ante la eventualidad de no encontrar una escuela para sus hijos o no disponer de una formación necesaria para el desarrollo de un trabajo dignamente remunerado; inseguridad de abastecimientos ante la carestía del pan y la pesadez de los consumos que encarecen los artículos de primera necesidad; inseguridad laboral por la discontinuidad de su ocupación, o por las relaciones de arbitrariedad con el patrono; inseguridad militar por la posibilidad de que el sorteo de las quintas le arrebate al hijo que justamente estaba sacando a flote las necesidades del hogar. Y la respuesta a esta inseguridad era la imprevisión. 7.3.5.2. La pauperización se intensifica y abarca la mayor parte de la sociedad urbana Todo ello conduce, como hemos tenido ocasión de demostrar nosotros mismos, a colocar a la mayoría de la población en estrechas relaciones con la pobreza especialmente recrudecidas justamente en este último cuarto del siglo. Partiendo de un concepto dinámico y cambiante de pobreza, que no puede cuantificarse de forma absoluta y permanente, puesto que se trata de una condición mudable según las coyunturas, hemos distinguido tres áreas de influencia de la pobreza en aquella sociedad de finales del XIX en la mayoría de las ciudades. A la mayoría de las capitales de provincia, que no dejan de ser expresivas de un importante contingente de la sociedad española, es aplicable el panorama que hemos logrado perfilar para las ciudades de la Meseta, donde aparece aproximadamente el 60 por 100 de la población urbana sometido a una amenaza de pobreza real (incapacidad para afrontar los gastos mínimos de habitación, alimento y vestido de la familia y necesidad de recurrir a ayudas externas en algún momento del año) por cualquier mala coyuntura laboral, sanitaria, o familiar que les afecte. Estos casi dos tercios de la población urbana que nosotros hemos denominado «pauperizables», es decir amenazados de caer en pobreza en cualquier mala coyuntura general, local o personal, constituyen la franja social más

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amplia que sufre las peores consecuencias de los impuestos indirectos, estacionalidad del empleo, elevación de precios, marginación de las decisiones de la política local y nacional, ínfimas condiciones de habitabilidad y pervivencia de formas arcaicas de sociabilidad, de familia y vecindad en los barrios segregados periféricos de las ciudades. Otra segunda área de influencia de la pobreza en estas ciudades provincianas afecta más severamente a una banda concéntrica constituida aproximadamente por el 20 por 100 de sus habitantes que resultan realmente atrapados por la pobreza de forma permanente, es decir que de hecho padecen esa incapacidad de que hablábamos más arriba de manera estable, puesto que tienen necesidad inexcusable de ser socorridos y figuran en los padrones de pobres que coyunturalmente confeccionan los Ayuntamientos, de acuerdo con unos umbrales de admisión establecidos políticamente a tenor de las disponibilidades asistenciales con que cuenten y los riesgos que perciban. A estos integrantes de la segunda banda de pobreza los hemos denominado «pauperizados», e incluyen habitualmente al conjunto de profesiones artesanales más degradadas y a la casi totalidad de los jornaleros. Esta pauperización de los más amenazados por la pobreza afecta particularmente al segmento importante de viudas y ancianos, de familias rotas por el accidente, la enfermedad o la muerte de alguno de sus miembros sustentadores, de forma que la edad, el género y la salida del trabajo siguen siendo los factores de pauperización más comunes entonces y son los que azotan a esta cuarta parte de la población urbana que realmente podemos denominar pobre de hecho. Un tercer círculo concéntrico dibuja la tercera área de influencia de la pobreza, se trata de otra banda más estrecha de esta población urbana, que apenas alcanza al 2 ó 3 por 100 de sus habitantes, que son los que resultan efectivamente atendidos por las instituciones asistenciales de la Iglesia, los Ayuntamientos o las Diputaciones. Estos que nosotros hemos denominado «asistidos», y que son apenas una décima parte de los atrapados por la pobreza, completan el último reducto de la división interior de esos casi dos tercios de la población urbana de fin de siglo relacionados con la pobreza. Con esta gradación podemos hacernos una más cabal idea de lo que significa que de cada cien habitantes urbanos sesenta estén amenazados de caer en pobreza en cualquier mala coyuntura, que de ellos veinte resulten realmente atrapados por la necesidad y que únicamente dos puedan recibir ayuda de las instituciones asistenciales. Este panorama del pauperismo como un fenómeno dinámico y agresivo en constante movimiento amenazando o engullendo a tres cuartas partes de la sociedad da idea del desvalimiento en que se hallaba la población española que debía hacer frente a un sinnúmero de realidades fatales que le conducían inexorablemente a la pobreza. La edad era la primera, tanto la infancia como la ancianidad seguían siendo dos condicionantes de casi inexorable pauperización, acabar el ciclo laboral a los sesenta años significaba ingresar por derecho propio en los padrones municipales de pobres. La enfermedad o el accidente laboral era otra fatal circunstancia pauperizadora, la imprevisión y el paro ponían a las clases populares al borde de la necesidad e incluso en la imperiosa condición de mendigar varias veces a lo largo del año. El género Para las mujeres solteras o viudas significaba el destino obligado de recurrir a la beneficencia que debía dedicar más de la mitad de sus recursos a este sector de la necesidad. La familia, de cuya experiencia en la elite y clases medias hemos hablado antes, se nos aparece ahora en las clases populares como un elemento clave a la hora de explicar tanto los factores de pauperización, como los instrumentos asistenciales. La

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ruptura de la célula familiar significaba muchas veces la caída en pobreza, pero asimismo restañaba muchas heridas y salvaba muchas circunstancias estableciendo redes de solidaridad primarias, de forma tal que si quisiéramos establecer un balance de las aportaciones de la institución familiar a la solución de los problemas sociales deberíamos saldarlo positivamente. El papel desempeñado por la familia en los segmentos populares de aquella sociedad tenía un efecto benefactor y reparador más importante que los destrozos que el pauperismo infligía a la estructura familiar, tan es así que pronto las instituciones y organizaciones asistenciales comprendieron que la familia era la exclusiva unidad asistencial reconocible, e incluso proyectan los programas asistenciales basados en la reproducción de las funciones primarias de la familia tal como la entendían los asistentes.

7.3.6. La sociedad tradicional rural: un mar de resistencias Estamos en un país de diez millones de analfabetos que necesitan alimentar su cultura de una manera oral y directa, en círculos de sociabilidad lo más inmediatos a la comunidad y vecindad, con vínculos y dependencias territoriales, biológicos y religiosos, vividos y transmitidos de una forma tradicional y consuetudinaria por principio, que constituyen los rasgos esenciales de su propia cultura. La religión y la presencia institucional de la Iglesia impregnaba aún esta cultura tradicional y lo hacía llenando y pautando toda su vida personal (ritmo de los sacramentos como jalones importantes de la vida, desde el nacimiento, la mayoría de edad, la enfermedad hasta la muerte), su vida familiar (ceremonias y controles de la Iglesia que iban acompañando estos actos sociales de la procreación, la educación, el hogar, el matrimonio), su vida social y de relación (la parroquia, los registros, el cumplimiento pascual, las fiestas de la vecindad, la autoridad moral y educativa del cura, la presión social contra el incumplimiento religioso y moral), su vida laboral (las fechas religiosas de contratos, el descanso dominical, el ritmo de las campanas que jalonaban la jornada, la mediación del cura en la obtención de recursos y contratos, la veneración religiosa al amo, el carácter religioso de los gremios, cofradías, sociedades de socorros mutuos y desde principio de siglo los sindicatos agrícolas católicos), su vida productiva uncida al ciclo agrícola y litúrgico por una serie de prácticas materiales de religiosidad popular (letanías, procesiones, conjuros, peregrinaciones, rogativas, exposición de santos, veneración de reliquias, misas solemnes, Tedéums en los diferentes tiempos marcados por la liturgia). De carácter religioso seguían siendo igualmente las soluciones para cualquier emergencia (clima, guerra, epidemia, favores o necesidades), las pautas de comportamiento para su vida afectiva y de ocio (el confesionario y el púlpito eran los puntos de referencia en la vida afectiva y sexual de los españoles, las fiestas, romerías, descansos laborales por las dos Pascuas, los carnavales que no dejaban de tener aún un sentido religioso invertido, las instrucciones en el vestir y todo tipo de comportamiento de ocio y placer regulado por la moral cristiana, incluso sus mismas infracciones tenían el componente religioso del pecado y el arrepentimiento). Toda una cultura tradicional sacralizada que constituye la esencia de la vida cotidiana del más del 80 por 100 de la población española aún en 1900. Se ha despreciado con frecuencia a este segmento social español en la historia de la civilización o de la mentalidad, se ha primado la forma de vida urbana y burguesa, incluso se ha dado por supuesto que sólo la suya era cultura y los historiadores

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debemos ampliar la perspectiva y la nomenclatura de nuestras categorías. Si estamos en un cruce de pervivencias y cambios en España en estos años, sin duda el balance de la Restauración canovista se inclina muy visiblemente de la parte de la supervivencia tradicional de numerosos e importantes valores del Antiguo Régimen. Y allí donde este ambiente estaba deteriorándose o desapareciendo es donde la ofensiva católica tiende a restaurar esas viejas costumbres por medio de círculos, asociaciones, juntas o sindicatos. Incluso comienza a producirse ya un canto a esta vieja cultura rural en algunas obras de burgueses asentados en la ciudad, desde Peñas arriba de Pereda, la Aldea perdida de Palacio Valdés, o el paisajismo en la pintura; comienza a ponerse de manifiesto que se va producir un tenso y desigual enfrentamiento entre esta España rural y la cultura urbana, industrial, proletaria, más dura y descatolizada que se le impondrá paulatinamente. 7.4. LAS ELITES AVANZAN EN LA MODERNIZACIÓN DE LA ECONOMÍA

Las elites españolas en este periodo arrojan un desigual balance en sus conquistas dentro de esa pugna que muchas de ellas han tenido que librar con el sistema de la Restauración para defender sus intereses y hallar acomodo en los aledaños del poder. En el aspecto social apenas han avanzado en sus relaciones con el resto de la sociedad, y se han quedado la mayoría ancladas en su endogamia reproductora y en un arcaísmo social que las hacía insensibles a las profundas transformaciones operadas en la sociedad, como muestra el retraso con que fue acogido en España el reformismo social y los comportamientos adoptados con el obrerismo y el campesinado. En los aspectos políticos han realizado progresos algo más apreciables, puesto que han aprendido a aprovechar los resquicios de poder que les dejaban los huecos y espacios fragmentados entre una sociedad tradicional y un débil Estado parlamentario formando sus propias áreas de dominio y de reproducción por el caciquismo. Pero en esta escala ascendente de beneficios, las elites han alcanzado la cota relativa más alta en el aspecto económico, aquí promueven un modesto progreso de la economía, superior a los niveles de modernización política y sobre todo al grado de renovación social. En efecto, se impulsa en España durante la Restauración una modesta y desigual transformación económica. Comparando la situación de partida de 1874 con el arranque del siglo XX, encontramos una semejanza excesiva, de forma que no podemos hablar de un avance importante. No sólo se mantiene la población activa agraria que hemos considerado en otro apartado, pervive asimismo entre siglos la primacía del sector primario que aporta el 46 por 100 del PIB, mientras la industria sólo significaba el 20 y las demás actividades el 34 por 100 de la riqueza interior. Otra señal más de este peso específico agrario se descubre en que el ferrocarril transportaba casi exclusivamente productos agroalimentarios: vinos, aguardientes, cereales y carbones. A pesar de que existiera un momento de cierta euforia industrializadora y de fiebre inversora en los años 80, como veremos, el balance final de los últimos cinco lustros del XIX es que España no consiguió modernizar del todo su economía, que Permaneció lastrada por la lenta dictadura de la tierra, que los modestos avances industriales no fueron suficientes para cambiar el panorama general económico, y que el proceso de conformación de un sector terciario productivo, comercial y financiero tuvo también unos parcos resultados. No obstante esta valoración de modestia en 255

los progresos económicos, hay que señalar que fue justamente en la actividad económica donde más se modernizó el país en estos años, por encima del balance de cambios acaecidos en lo político o lo social, que quedaron mucho más rezagados y limitados por el régimen. Era una diferencia lógica, si algo resultaba acorde con los prioritarios objetivos de la elite dirigente instalada en el sistema precisamente debía de ser la modernización de la economía, donde las elites tenían cifrado lo mejor y más intenso de sus afanes. En cualquier caso, no debe imputarse este avance económico exclusivamente a la elite, la aportación del mundo del trabajo fue decisiva, y la incipiente organización de los trabajadores en defensa de sus intereses, tanto en el mundo industrial como agrario, estuvo en la base de la modesta modernización económica que experimenta el país en estos años.

7.4.1. La elite de la tierra se protege de la crisis agrícola Como acabamos de exponer, frente al déficit que la primera Restauración registró en lo político y en lo social, tuvo un cierto superávit en lo económico, pero no es exactamente la agricultura la que se lleva la mejor parte en este saldo, sino la industria y las finanzas; por el contrario, el sector primario padece una crisis agrícola y pecuaria larga que llena prácticamente todo el tramo que historiamos. Esta circunstancia crítica no era específica de España, sino que se inscribe en una gran depresión de las agriculturas europeas y estuvo en estrecha conexión con el comportamiento de la demanda de las metrópolis de Europa (Francia y Reino Unido) que absorbían el 70 por 100 de nuestras exportaciones. Llama la atención la paradoja de que las dos elites que se han creído tópicamente impulsoras y protagonistas en mayor medida del régimen, la agraria y la colonial, fueran precisamente las que cosecharon resultado menos brillante de la coyuntura económica durante su vigencia. Es decir, el sistema restaurador no consiguió recompensar en primer lugar a sus más destacados promotores, y no tanto por falta de voluntad política, que fue más agrarista que industrialista, cuanto por razones de coyuntura internacional, lo cual no debe ser ajeno a las explicaciones de su revisión y final fracaso. Sólo pudo paliar las negativas consecuencias de la nueva situación del mercado mundial del trigo cobijando a los cerealeros bajo el manto del proteccionismo, el mismo amparo que proporcionó a los intereses coloniales. La depresión finisecular occidental azotó fuertemente a España porque la sorprendió mirando al pasado, especialmente a sus dos puntos más flacos, el atraso agrario y la arcaica concepción colonial. No obstante, la reacción ante la crisis tuvo sus aspectos positivos y la agricultura se recuperará después. 7.4.1.1. El estancamiento agrario de los años 70 La agricultura venía creciendo ininterrumpidamente desde 1830, salvo algunas crisis de subsistencias intermedias, de forma que las transformaciones agrarias liberales aumentaron la extensión cultivada, y probablemente también la productividad, aunque en menor medida, pero no se consiguió mejorar en innovaciones técnicas lo suficiente; en todo caso este aumento no llegó a cubrir la demanda creciente de una población en ascenso, lo cual generó un alza de precios. En el importante avance de la producción agraria en la segunda mitad del siglo XIX hay que diferenciar dos rit-

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mos diversos en sus dos respectivos cuartos, en el que va de 1850 a 1875 el crecimiento debió estar en conjunto por encima de un 110 por 100, mientras que en el cuarto que va de 1875 a 1900 apenas pudo alcanzar el 20 por 100, un modesto crecimiento agrario que padeció muchos sobresaltos. A lo largo del periodo que analizamos no sólo aumentó la población española dedicada a la agricultura, también creció el peso específico de lo agrario en la economía nacional que, medido en términos de producto agrario, presenta porcentajes para las dos fechas extremas de la etapa del 33 por 100 y del 40 por 100, lo cual indica una escasa productividad del sector. En 1900 sólo 4 de las 50 provincias españolas bajaban del 50 por 100 de la población activa dedicada a la agricultura, en cambio en 36 provincias ésta ocupaba a más del 70 por 100 de sus activos, incluso en 12 pasaba del 80 por 100. Los latifundios, por encima de las 100 Ha, eran importantes, ocupando valores de casi el 30 por 100 de la extensión incluso en ámbitos de cultivo diversificado. Los minifundios (por debajo de las 10 Ha) se daban en zonas de monocultivo difíciles de diversificar y significaban el 46 por 100 de la tierra cultivada. La propiedad intermedia (entre 10 y 100 Ha) producía sólo una cuarta parte del total y estaba en tierras marginales. Estas diferencias y desequilibrios se acentúan si consideramos los propietarios y no sólo las propiedades. Las tierras de comunes, a pesar de las desamortizaciones, eran en el centro y norte de España el 23 por 100 de la superficie. En este último cuarto de siglo disminuyó la superficie cultivada y la producción de trigo, a pesar de que aumentó ligeramente su productividad, mientras que los viñedos crecieron en superficie, en producción y en rendimiento, hasta la llegada de la filoxera. En 1900 la agricultura española labraba siete millones de hectáreas, más de la mitad (3,7) dedicadas al trigo, y la otra mitad conjuntamente al viñedo (1,5) o al olivo (1,3) y en el resto de la superficie (0,5) se cultivaban tubérculos, hortalizas, frutales y cítricos. En general, el casi estancamiento de la producción se achaca a la conocida como crisis agraria, surgida a raíz de la llegada de los trigos americanos y rusos con precios más competitivos y al efecto de la filoxera sobre los viñedos.

7.4.1.2. La crisis agraria finisecular y sus diversas interpretaciones Después de la bonanza de mediados del siglo, entrado en crisis el pujante modelo cerealista castellano, y tras el librecambismo del Sexenio en que el producto agrario español pudo penetrar en los mercados europeos, cambiaron también en Europa y en casi todo el mundo las condiciones de cultivo y de mercado del trigo, con nuevas tierras, mejores rendimientos y mayores facilidades de transporte. Estas nuevas condiciones permitieron a Estados Unidos, Canadá, Rusia, Argentina e incluso India exportar grandes cantidades de trigo a precios más baratos, lo cual produjo en toda Europa una crisis de este cereal incapaz de competir con estos nuevos productores. En España fue incluso más suave y tardío el efecto de la crisis que en otros países por su mayor proteccionismo, comenzó a partir de unas malas cosechas de 1882 y en 1883 hubo necesidad de importar granos. Fue entonces cuando se hundieron los precios del trigo en España (hasta un 25 por 100 para Garrabou y un 15 por 100 para el GEHR) y se resiente tanto su mercado interior como su exportación de harina a Cuba por la vía de Santander, generando un proceso de sobreproducción, de almacenamiento de stocks y de caída final de la producción, enfrentando los intereses de productores y consumidores y enrareciendo el mercado.

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Un indicador de la crisis, directamente relacionada con el mercado internacional del cereal, puede hallarse en las importaciones de trigo. En el quinquenio 187579 significan una media anual del 2,4 por 100 de las importaciones totales, este valor va creciendo en los quinquenios siguientes, entre 1880-84 es ya el 4,5, en 188589 se mantiene en el 4,6, en 1890-94 asciende al 5,4, para replegarse en 1895-99 al 4,6 y al 3,6 en 1900-04. Fue muy importante en el periodo asimismo el aumento de la importación de ganado y productos ganaderos, o la notable compra de maquinaria y abonos, todo lo cual alcanza casi el 10 por 100 del total de importaciones e indica la precaria situación de una agricultura española que era incapaz de satisfacer una demanda interna, a pesar de ser un país eminente y mayoritariamente agrario. En estas condiciones los cerealistas castellanos, angustiados después de haber disfrutado de un brillante periodo de expansión de su modelo del reino de Ceres, emprenden la campaña en favor del proteccionismo para los granos españoles y en pro de la reserva de los mercados antillanos para los productos metropolitanos; desde 1882 comienzan a darse medidas parciales en este sentido que descargan de gravamen tanto los productos coloniales que entran en España como los españoles que entran en Cuba y Puerto Rico. Estas medidas que trataban de reservar los mercados coloniales a los productos españoles sin contraprestación servirán de bandera revolucionaria a José Martí y sus seguidores, como hemos expuesto en su lugar, porque así se favorecieron las exportaciones españolas, pero no las antillanas. Definitivamente en 1891 se elevan los aranceles de manera que el mercado interior quedó reservado para la producción nacional, la cotización de la peseta bajó, con lo que reforzó la protección arancelaria, descendieron las importaciones, subieron los precios y volvió a crecer el cultivo y la producción, recuperándose la crisis en los años 90. El subsector vinícola tiene una distinta evolución. Sigue creciendo tanto la superficie y la producción como el rendimiento de forma especial en la década 1875-85, a raíz de la plaga de la filoxera que inutilizó los viñedos franceses y dejó libre a los exportadores españoles parte de su pionero mercado mundial, lo cual se consagró en el tratado comercial franco-español de 1877 que rebajaba aranceles de entrada para el vino de España. La buena coyuntura de la viticultura española se extendió hasta 1890, cuando Francia se recupera, denuncia el tratado y la filoxera que había entrado ya en España unos años antes se extiende y hace estragos durante esta década. El subsector olivarero siguió una traPostal de propaganda de la casa Pedro Domecq. yectoria incluso peor y más adelantada Mientras el sector agrícola entra en crisis, el subque la del trigo, puesto que después de la sector vinícola sigue creciendo hasta 1890.

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expansión de superficie y producción que experimenta hasta 1870, cuando en Europa entran productos energéticos e industriales como el petróleo, las breas y aceites de semillas que sustituyen las exportaciones del aceite español para uso industrial, cayeron los precios y se frenó la expansión de superficie en beneficio del viñedo. Hasta finales del siglo no se logra recuperar el sector, al que no le era suficiente la protección arancelaria, y debió emprender un camino de renovación técnica que fue lento y no produciría frutos hasta 1907, cuando el olivar se fortalece y crece continuadamente. El subsector ganadero siguió un camino contrario por complementario al del cereal, puesto que en la medida en que la superficie agrícola se extendía se reducían las posibilidades de la cabaña, y a la inversa, la crisis agrícola pudo incentivar la recuperación ganadera. Tras la depresión secular que arrastra, desde los 90 comienza una recuperación y un cambio importante en la estructura de la cabaña, aumentando la presencia de las especies de carne y leche por el consumo urbano y descendiendo la ganadería lanar más tradicional. Justamente esta expansión es la que permite en la cornisa cantábrica iniciar una especialización en vacuno, que a su vez se diversifica en el trato de reses en vivo gallegas y en la explotación lechera y sus derivados en Asturias y Cantabria. La crisis fue reconocida enseguida por los mismos contemporáneos, incluso la administración entre 1887-89 publica un interesante informe bajo el título «La crisis agrícola y pecuaria» y muchos particulares editan memorias y opiniones al respecto. Se apuntaron ya entonces diversas causas, como el atraso técnico que no permitía intensificar los cultivos y mejorar la productividad, la estructura de la propiedad desequilibrada entre latifundio y minifundio que tampoco posibilitaba mejorar el rendimiento, la política arancelaria que no favorecía los intereses de la agricultura, y añadían muchos una larga serie de causas laterales y muchas contradictorias, como caciquismo, absentismo, asociacionismo obrero, emigración, escasez y carestía de medios de transporte, trabas de la administración, excesiva carga fiscal, corrupción municipal, relajamiento religioso del campesino, rutina en los cultivos, ocultación contributiva, falta de crédito, usura, etc. Esta crisis tuvo negativos efectos sociales, bajaron los salarios jornaleros, los campesinos empeoraron y se vieron obligados a emigrar masivamente entre 1882-1914, sin embargo la extensión cultivada se mantuvo elevada durante algunos años más. Garrabou, buen conocedor de la crisis, ha determinado algunos efectos positivos, puesto que el estímulo de la misma produjo innovaciones técnicas, introducciones y adaptaciones de cultivos nuevos como frutales, intensivos y renovados como el olivo. La crisis asimismo varió los hábitos de consumo, a fines de siglo aumentó la demanda interior de frutas, verduras, leche y carne en las ciudades que exigió un incremento de pastos y cereales de pienso y permitieron la salida exterior de aceite, naranjas y frutos secos que estimularon las exportaciones catalanas y levantinas. Los historiadores posteriormente han insistido en ciertos avances que mostró la agricultura en su racionalización productiva, en las transformaciones de muchas regiones o en la penetración del capitalismo en la agricultura incluso familiar y latifundista. Hoy se ha matizado mucho la interpretación de la crisis, se cree que la tan difundida caída de la renta entonces no fue tal y que su crisis fue muy corta y pronto recuperó el tradicional ritmo del alza, el valor del producto de una Ha de cereal creció casi constantemente. Sí que parece que los salarios eran bajos y no crecieron convenientemente. Estos autores, al preguntarse incluso por la responsabilidad de la agricultura en la 259

marcha del crecimiento económico del país, concluyen que no fue muy determinante, la agricultura experimentó una depresión profunda —salvo la vid— entre 1882-97, sin embargo el gasto y la renta nacional, aunque descendieron en los 80, crecieron en los 90. La crisis agraria, sin embargo, según otros autores, pudo ser una ocasión perdida para reordenar económicamente el sector, puesto que el único tratamiento que se le aplicó fue el proteccionismo, que parece que conducía al intervencionismo estatal y a la vía nacionalista del capitalismo español, con lo que se frenó la posibilidad de cambio económico y se perdieron unas décadas de modernización. Con este motivo de permanencias excesivas se produjo una conflictividad campesina, una espiral de violencia y represión, que convirtió lo que inicialmente era una crisis sectorial en una crisis general y luego en una crisis social. Existe también un debate sobre el proteccionismo, hemos expuesto sus implicaciones políticas más arriba, veamos ahora los aspectos económicos de esta respuesta a la crisis. Frente a las visiones negativas de los años pasados que presentaban el proteccionismo como único responsable del atraso económico y la falta de competitividad española, hoy se estima que, a pesar de ciertos efectos negativos, pudo contribuir a sacar a la agricultura de la crisis y a mejorar y transformar desde finales de siglo las estructuras y las técnicas de producción (reducción de barbecho, mayor superficie de cereales y leguminosas con aprovechamiento ganadero, incremento del uso del abono). Se dice que coadyuvó a solventar la crisis vinícola y aceitera con nuevos métodos de producción, de rechazo estimuló los sectores exportadores de cítricos, almendras, huerta, e incrementó los productos ganaderos para el consumo urbano. En el caso específico castellano, con el alto arancel se obtuvieron moderados resultados de avance de la producción agrícola, aunque en mayor medida procedentes de la incorporación de barbechos que de la introducción de mejoras técnicas de cultivo y maquinización. Algunos historiadores concluyen que en la Meseta superior el proteccionismo actuó de elemento dinamizador del capitalismo agrario castellano, dentro de una actitud positiva, pragmática y posibilista que permitió obtener los máximos beneficios en las circunstancias limitadas de las regiones cerealeras sin otras alternativas. Otra controversia conocida y relacionada con este problema se refiere al desequilibrio entre minifundio y latifundio y sus consecuencias. Los autores que han defendido que el minifundio era la causa de todos los males están hoy en revisión, muchos otros sostienen que era un sistema productivo arcaico pero rentable gracias a la acumulación de trabajo con mano de obra excedente y a los mecanismos de resistencia que generan los propios campesinos, que era un mal pero menor. Aunque no estuviera evolucionado, el minifundio era viable dada la inexistencia de otras alternativas de industrialización, y muchas veces resistió holgadamente gracias a las subvenciones indirectas del proteccionismo, lo que permitió que la agricultura tradicional aguantara la crisis. Y con relación al latifundio la historiografía le ha culpado de ser antisocial por arcaico e irracional y de ser explotador por enriquecerse con la plusvalía del proletariado campesino, hoy en cambio algunos autores, tal vez muy afectados por un bandazo neoliberal, sostienen que también en los latifundios andaluces se instaló un capitalismo agrario que, aunque arcaico, era rentable y evolucionó hacia una lenta modernización capaz de producir una rentabilidad superior a la del minifundio. Los latifundios y minifundios, pues, fueron arcaicos pero parcialmente rentables y complementarios. 260

La agricultura, en definitiva, fue un importante instrumento en manos de las elites más poderosas del país, que debieron soportar un dura acomodación a las nuevas condiciones del mercado agrario internacional, en las que también a España le tocó —como en la redistribución colonial— un papel perdedor. Aun siendo el sector menos dinámico del periodo y a pesar de estar envuelto en una profunda crisis, logró reaccionar y superarla gracias a la capacidad de influencia que consiguió ejercer sobre el sistema de la Restauración y al franco apoyo que recibió de él.

7.4.2. La elite empresarial afianza su equipamiento industrial Ya es conocido cómo la producción industrial, según las últimas estimaciones, experimentó un extraordinario crecimiento entre 1840-65 que permite hablar con fundamento del arranque de una verdadera revolución industrial. En estos años el índice de producción industrial español (con base cien en 1929) pasó de 7 a 21, desde 1865 a 1875 asciende hasta 29 y entre 1875 y 1902 se sitúa en 54, el crecimiento continuó hasta 1914 en que registra un índice de 64, para volver a crecer con mayor intensidad entre 1922-30 en que pasa de 68 a 105. Es decir que la Restauración se enmarca en un largo proceso de crecimiento industrial y señala un periodo de moderado auge flanqueado por dos etapas anterior (1840-65) y posterior (1922-30) de intenso despegue en la industria. No obstante, este moderado equipamiento industrial de la Restauración es mucho más rápido e intenso en el periodo decimonónico que en el del siglo XX, mientras el crecimiento anual que experimenta entre 1875-1904 es el 2,2 por 100, entre 1904-23 desciende al 1,5. Incluso sabemos que este auge se concentró en los quinquenios 1875-79, 1880-84 y 1890-94 y se estancó especialmente en el de 1885-89. La evolución industrial compensó la crisis agraria y no fue afectada por el proteccionismo de forma sustancial, ni tampoco por la decisión monetaria de no adaptarse al patrón oro tomada en 1883. En las industrias básicas el crecimiento es constante salvo en la década de 1890. La industria de bienes de consumo, cuyo peso relativo era mayor, sigue la misma tónica de la producción industrial en general que hemos indicado antes. Aplicados los coeficientes técnicos que expresan la relación entre industrias básicas y de consumo y señalan el avance en la modernización industrial, en los tramos 1875-79 y 1895-1900 nos hallamos aún en una superioridad excesiva de producción de bienes de consumo sobre bienes de equipamiento e inversión, lo cual indica un nivel bajo de modernización, sin embargo en el periodo 1885-94 se eleva moderadamente este nivel, aunque no alcanza un estadio modernizado hasta los años 20. Según los mejores especialistas en historia económica, no puede hablarse de una política industrializadora en la Restauración, al revés se observa la ausencia de una ideología industrialista, habían renunciado a un papel exterior importante como país industrial y no estaban dispuestos a sacrificar las conveniencias agrarias en aras de un crecimiento industrial, que es lo que le diferencia del caso italiano, que experimentó desde 1890 un proceso industrial más intenso. Según la historia comparada, ni el Estado, ni la banca mixta apenas desarrollada cumplieron en España el papel sustitutorio del impulso industrial que suele desempeñar en otras partes, ni siquiera después de la política nacionalista y de apoyo a la industria nacional que se inicia con el siglo XX se consigue este efecto.

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7.4.2.1. La industria textil comparte la crisis con la agricultura La industria textil se consolidó durante la Restauración, particularmente la algodonera catalana, que dibuja una línea de fuerte crecimiento entre 1830-80, salvo cortos periodos de crisis como el de 1862-67 y entra en la primera década de la Restauración con firmeza y solidez. Curiosamente la coyuntura que dibuja este subsector es paralela a la de la agricultura, ya que se trata de una industria de consumo que depende muy directamente de la capacidad de compra que permiten las cosechas, particularmente cuando merced al proteccionismo dependía casi totalmente del mercado interior que tenía reservado, vinculado mayoritariamente como se sabe a la actividad agraria. La curva de las importaciones de algodón nos orienta sobre esta evolución, que entre 1875-83 crece más de un 6 por 100, entre 1883-89 un 2,7 y desde 1889 hasta 1899 un 3 por 100. El descenso de los años 80, que se imputó a las facilidades dadas al comercio francés para recibir nuestro vino pero también para traernos sus tejidos y a los aranceles del comercio con las Antillas, condujo a los textiles catalanes a agruparse en el Fomento del Trabajo Nacional y a sintonizar con los cerealeros castellanos, los siderúrgicos vascos y los carboneros asturianos en la ofensiva proteccionista que consigue sus objetivos en 1891. La naturaleza de esta industria textil catalana algodonera era de tamaño reducido y familiar, ajena por lo común al crédito y a las sociedades anónimas. Vivió particularmente del mercado nacional cada vez más protegido y se vio afectada por la crisis colonial. Junto a ella convivía concentrada en Tarrasa y Sabadell la industria lanera con una importante participación de casi el 20 por 100 de toda la actividad industrial (25.000 obreros en 1900) y una nada despreciable modernización técnica.

7.4.2.2. La mayoritaria industria de la alimentación sostiene un importante avance Otra rama industrial decisiva del momento es la alimentaria, que significaba la mitad del producto industrial total y más de dos tercios a fin de siglo en vastas regiones como Galicia, Castilla y León, Extremadura, Andalucía, Aragón y Canarias. El mimetismo historiográfico por lo anglosajón centrado en lo textil y metalúrgico nos había ocultado durante décadas esta actividad, que ha constituido el verdadero motor de la industrialización del centro y sur de España. Esta industria se dedica o bien a molturar granos y aceitunas, a destilar uvas, cañas y raíces, a conservar carnes, pescados, frutas y verduras, o finalmente a la mezcla de procesos para lograr alimentos compuestos. A mediados del XIX la molinería era un actividad dispersa y de exiguas proporciones empresariales, al servicio de comunidades locales, generalmente artesanal y preindustrial, amortizada por cabildos y concejos, con energía hidráulica o eólica, sin continuidad anual y sin capacidad de clasificar las diversas partes molturadas ni de alcanzar productos especializados y con transacciones en especie a la maquila. La mayor actividad se centraba en la Castilla cerealera, particularmente en Palencia y Valladolid, en el eje industrial y comercial del Canal de Castilla, donde la llamada burguesía harinera castellana había conseguido una importante y hasta excelente transformación del sector, con nuevas sociedades, mejoras técnicas y empresariales e

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importantes recursos financieros y de transporte, generando lo que se conoce como la fiebre harinera de los años 50 y 60 del siglo pasado. Este brillante arranque no tuvo continuidad, el pujante reino de Ceres en Castilla entraba en crisis por la combinación de una serie de razones. En primer término, porque la entrada del ferrocarril atropelló la privilegiada situación y los intereses de las harineras del canal, con lo que entraron a participar en el sector otras zonas productoras de trigo como Zaragoza. A finales de los 70 se introdujo el sistema de molturación austrohúngaro mediante cilindros que ofrecía posibilidades productivas muy superiores al sistema tradicional de piedras. Junto a esta mejora técnica, la crisis agraria que hemos analizado y la llegada de granos extranjeros más baratos a los puertos catalanes se combinarán para posibilitar la formación de una potente industria harinera en Cataluña que competirá con la castellana y aragonesa en el abastecimiento del mercado nacional (Barcelona en la última década del siglo pasa de colocar en el mercado nacional 5.000 toneladas a comercializar 80.000). La situación se complica gravemente con la pérdida de las colonias, destino de buena parte de las harinas molturadas en el eje ValladolidSantander, que en la misma década desciende de 60.000 toneladas a 30.000, con lo que esta industria encuentra serias dificultades y entra en un letargo que no se solucionará hasta la Primera Guerra Mundial. La industria aceitera también ha experimentado un importante avance técnico en las almazaras, de forma que en 1900 ha duplicado la producción con respecto a mediados del siglo; no obstante los mayores progresos se consolidarán en el siglo XX. Tal vez es la industria vinícola la que goza de un periodo más brillante en su evolución empresarial, financiera y comercial hasta la crisis que se produce en los 90, tanto que se convierte en la rama complementaria que absorbe parte de los costes negativos de la crisis agrícola de los 80 y se expande extraordinariamente incluso en el mercado internacional. Es muy importante en estos momentos el complementario nacimiento de la industria azucarera, que comienza en la vega granadina hacia 1881; desde entonces se extiende por la protección oficial, por las ventajas financieras concedidas a los cultivadores, las mejoras técnicas y una fructífera relación con la industria de los alcoholes, finalmente recibe el espaldarazo por el corte de suministro del azúcar cubano después del desastre. En estas condiciones se extiende el cultivo de la remolacha y su elaboración azucarera, a partir del foco granadino se crean nuevos centros productores en Zaragoza, Málaga, Almería, Oviedo y Valladolid, de forma que en 1903 se crea la cooperativa empresarial Sociedad General Azucarera que reúne a 55 fábricas que producen el 95 por 100, aunque desde esta fecha comiencen a registrar dificultades de exceso de producción y de protección.

7.4.2.3. La industria minera y siderúrgica: la protagonista del equipamiento industrial Durante la Restauración se produce un importante giro en esta rama productiva siderúrgica, consistente en trasladar el centro espacial productivo de Asturias a Vizcaya, y la razón del traslado de hegemonía, aparte otras cuestiones de tipo empresarial, radicó en la adopción del convertidor Bessemer para obtener acero, que consumía menos de la mitad de combustible y liberaba a la siderurgia de la estricta dependencia de la localización del carbón para permitir su ubicación en las proximidades de la extracción del hierro, influyó también la difícil competencia de sus carbones con los 263

ingleses colocados por retorno en la ría de Bilbao. Las dificultades de transporte y de competitividad del carbón y de los productos siderúrgicos asturianos les obligaron a formar en 1890 la Liga de los Intereses Hulleros de Asturias y unirse al coro proteccionista castellano, catalán y vasco. Se mantuvo la producción carbonífera asturiana con un modesto crecimiento inicial que en la última década del siglo se aceleró notablemente, pasando de producir 400.000 toneladas anuales entre 1875-85 al cenit de millón y medio en 1899. La decadencia de la siderurgia asturiana fue gradual y al principio acertó a combinarse con la producción vizcaína, de forma que los asturianos fabricaban laminados y cuanto requiriera mucho carbón y los vizcaínos lingotes y artículos necesitados de poco carbón y abundante arrabio. El centro productor vasco arranca su crecimiento de 1876, cuando la victoria sobre los carlistas libera la margen izquierda de la ría y el puerto de Bilbao. La entrada del Bessemer y las circunstancias apuntadas hacen que en 1882 se constituyan dos sociedades básicas: Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao y La Vizcaya para abastecer a las compañías ferroviarias y la construcción naval, en 1888 se funda La Iberia, las tres finalmente se funden en Altos Hornos de Vizcaya en 1902, proceso que ha sido calificado con énfasis como la creación industrial más importante de la época. En la década de los 70, la producción de hierro colado de Vizcaya creció un 60 por 100, en los 80 duplica este porcentaje y en los 90 amaina levemente el ritmo creciendo un 112 por 100. Total, durante la Restauración, la producción de hierro se multiplica por ocho, pasando de apenas 50.000 toneladas a casi 400.000. Y el acero sigue una evolución ligeramente inferior, creciendo un 15 por 100 en la primera década, un 179 en la segunda y un 16 por 100 en la tercera, de forma que finalmente multiplica por cinco la producción inicial del periodo de 40.000 toneladas hasta casi 200.000 a principios del XX. Los periodos de mayor crecimiento en la producción minera y metalúrgica fueron 1885-88 y 1895-1900, pero se mantiene en ascenso creciente durante los últimos veinticinco años del XIX, y puede decirse que no hay crisis de las industrias básicas en la Restauración. Probablemente el origen de todo el proceso industrializador de la región cantábrica esté en la minería; en el caso concreto de Vizcaya el mineral de hierro es el punto de arranque del proceso. Se ha evaluado en cien millones de toneladas el mineral de hierro producido en España en el último cuarto del siglo XIX, pero sólo once de ellos fueron elaborados en Vizcaya o Asturias, el resto fue exportado en bruto a Gran Bretaña y Alemania. Pero esta masa ingente de capital ingresado por tal exportación de mineral es la que posibilitó la formación de empresas y capitales capaces de crear la industria siderúrgica, los astilleros vascos y la implantación del ferrocarril. Los últimos estudios matizan esta afirmación en el sentido de que los beneficios reingresados por las compañías extranjeras en instalaciones españolas fueron escasos y que el proceso de concentración de los recursos mineros no fue tan importante como para explicar las grandes creaciones siderúrgicas, que ni siquiera los ingresos por el transporte del mineral (sólo un 11 por 100 del carbón o hierro viajó en barcos de bandera española) fueron tantos como para explicar por sí solos el nacimiento de los astilleros y la marina mercante vasca. La procedencia, pues, del capital para explicar el despegue de la industria pesada vasca hay que diversificarlo y, además de la exportación de mineral y de los fletes de transporte, hay que incluir otros beneficios comerciales e industriales y las remesas de emigrantes. La secuencia de minerales protagonistas fueron primero la pirita y el plomo como productos más decimonónicos, después se impondría el hierro durante la Res264

tauración canovista, y finalmente desde el siglo XX el carbón. En cualquier caso la gran minería nace, se desarrolla y muere entre 1875-1914. Pero también los productos de la minería clásica experimentan durante la Restauración un importante progreso en los medios técnicos y empresariales de explotación. En este periodo destaca extraordinariamente el mercurio de Almadén, que alcanzó cotas de producción elevadísimas mediante el contrato de arrendamiento otorgado a los Rotschild y un momento dorado de actividad entre 1870-1900. Algo así sucedió con el plomo en Jaén, que se modernizó extraordinariamente y dominó los mercados internacionales durante el último cuarto de siglo. El cobre de Huelva registró asimismo un momento de esplendor y las grandes compañías británico-españolas Tharsis y Río Tinto hicieron de este centro minero uno de los más importantes del mundo en su especialidad. Se ha discutido la oportunidad de agotar intesivamente en este momento, encomendados a empresas extranjeras, la mayoría de los recursos mineros, cuya explotación no dejó en la economía española sino una escasa porción de los beneficios causados. A la hora de explicar este fenómeno de crecimiento industrial moderado, sobre todo en la minería, parece que hay que valorar más el influjo del sector exterior que el propio efecto de la intervención estatal, sea de tipo proteccionista o nacionalista, durante esta primera etapa de la Restauración. Los gobernantes cedieron ante las presiones de los productores nacionales y con el proteccionismo permitieron que los empresarios se amoldaran a la fórmula más cómoda de obtener beneficios protegidos. Según las interpretaciones más recientes y benévolas, se les puede acusar de no ser valientes y arriesgados, pero no de ser irracionales, tal vez —se dice— debieron ser los políticos los que hubieron de obligar a vías más innovadoras, pero tampoco a ellos se les puede pedir que actúen en contra de sus intereses, en una sociedad donde los grupos de presión y las elites dirigentes, así como los caciques locales tenían tanta capacidad de influir en las decisiones del Estado. La gran paradoja y contradicción de intereses entre elites políticas y económicas, que tal vez explique mejor la transición intersecular y la inminente crisis de la Restauración, se produce en los resultados contradictorios obtenidos por un régimen agrarista que ve estancarse y caer en crisis a su sector favorito, mientras contempla crecer de manera importante el sector industrial y de servicios que no estaban entre sus preferencias oficiales. Ello nos confirma una vez más en que el régimen inicial de la Restauración no sintonizó con los sectores más pujantes de la realidad económica y social del país y se empeñó en un comportamiento que iba por detrás de los acontecimientos y miraba al pasado, hay que esperar a que nazca el siglo XX para que aprenda la lección de que era preci-

7.4.2.4. La siderurgia y la demanda de la Marina y el ferrocarril Entre 1850-80 entran en decadencia los arsenales del Estado y los astilleros privados, a pesar de que se sustituyen los barcos de madera por otros de casco de hierro y los de vela por los de vapor; esta reconstrucción no pudo ser bien atendida por la inexistencia de la siderurgia española y acabó dependiendo del extranjero. Entre 1886-1900 la producción naval para la Marina aumentó gracias a la Ley de Construcción de la Escuadra de 1887 que potenció algunos astilleros más privados que nacionales y motivó innovaciones en la fabricación del acero por la siderurgia española. Y por lo que

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se refiere a la construcción de material ferroviario, hasta 1880 no se consolida esta industria en España y se dedica fundamentalmente a construir vagones y en muy escasa medida a fabricar máquinas; en el siglo XIX el lustro de mayor actividad fue el de 1891-95, pero hay que esperar a los años 1911-15 para que la industria nacional sustitutiva de importaciones se ocupe del sector casi por completo, antes incluso del momento cumbre de la Gran Guerra. Entre 1873-90 la siderurgia nacional construye el 6 por 100 de los carriles instalados, mientras que en el periodo 1891-1902 alcanzan ya el 37 por 100; en cualquier modo, los carriles nunca llegan a consumir más del 10 por 100 de la producción siderúrgica nacional, pero contribuyeron a su incipiente desarrollo. Mayor efecto de arrastre tuvo el consumo de carbón por el ferrocarril, que entre 1865-1913 acaparó más de una cuarta parte de la producción nacional y, lo que es más importante, sólo un tercio de lo que consumía era importado. 7.4.2.5. La chispa modernizadora de la termoelectricidad urbana y la hidroelectricidad rural El significado de la electricidad en el panorama industrial del último tercio del XIX no deja de apuntar al relevo de las fuentes de energía que caracterizaron a la segunda revolución industrial. El sector eléctrico sigue una evolución que se dedica primero a producción térmica de destino municipal, en segundo término son empresas más bien regionales cuya producción es de origen hidroeléctrico y ha de ser transportada por una red, para pasar en tercer lugar a formar un mercado eléctrico nacional integrado a base de grandes sociedades e inversiones. Aunque en España esta innovación penetrara más tardíamente, motivó pronto la atracción de un sector de la elite económica e incluso política que enseguida se apuntó a negociar e invertir en la producción y distribución eléctrica; en el caso castellano, líder en la segunda etapa de esta actividad, hacia 1900 era mayor el número de parlamentarios relacionados con negocios de centrales y distribuidoras de electricidad que con la harinería. El uso inicial de esta nueva energía lo hicieron las fábricas textiles a finales de los 70 para las que se introdujo en Cataluña, la Terrestre y Marítima por ejemplo la utilizaba en los 80. En 1881 se iluminaron la Puerta del Sol y El Retiro, pronto llegó al puerto de Bilbao. Sólo a fines de siglo se utiliza como fuerza motriz para tranvías en Barcelona. La primera producción tuvo origen térmico, a base de vapor o de gas pobre, luego se introdujo el origen hidráulico; en 1900 casi dos tercios de las centrales eran térmicas. Las compañías eléctricas experimentan en este primer periodo decimonónico lo que alguien ha llamado la etapa heroica de la termoelectricidad en la ciudad y de la hidrolectricidad en el mundo rural, siempre tratándose de sociedades de muy reducidas dimensiones, de escaso radio de acción, a veces eran las propias empresas autoproductoras o modestas compañías para el consumo de los centros urbanos, entre las que figura como pionera la Compañía General Madrileña de 1880. En los años 90 se generalizan compañías de tipo medio orientadas sólo a abastecer el alumbrado urbano, como las de San Sebastián, del Nervión, de Tarrasa, de Granada, Gallega de Electricidad, la Sociedad Electricista Castellana de Valladolid, la Electra Industrial y El Porvenir de Zamora. Sólo entrado ya el siglo XX comienzan a generarse vastas compañías que hacen importantes inversiones para la producción masiva con grandes saltos de agua. Se trata de compañías privadas muy capitalizadas (con dinero vasco la mayoría) en estrecha vinculación con entidades bancarias (principalmente el Banco

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de Vizcaya); así en 1901 nació la Compañía Hidroeléctrica Ibérica, precedente de Iberduero, que extraía la energía de los arribes del Duero y la distribuía por el norte de España; antes había surgido en 1894, de forma excepcional, la Compañía Sevillana de Electricidad para abarcar toda la cuenca del Guadalquivir. En cualquier caso, nos hallamos en los umbrales de la electricidad, que crece porcentualmente mucho en el periodo, pero al final del mismo había alcanzado aún niveles muy rudimentarios. La primera cifra conocida de producción nacional es para 1889 y parte de 12 millones de kw/h, que ascendió a 100 en 1898 y a 200 en 1904, pero no alcanzará los 1.000 hasta 1922.

7.4.3. Las elites de los negocios logran relanzar los servicios 7.4.3.1. La consolidación de la red de comunicaciones Los transportes en España durante la Restauración fueron uno de los sectores más intervenidos por razones políticas externas a la dinámica de la economía, como se sabe era justamente en ferrocarriles y carreteras, especialmente de tipo secundario y local, donde se concentraba el mayor interés y manipulación del caciquismo, que utilizó estos recursos para satisfacer a sus clientes y allegar apoyos para los patronos y caciques. Esta razón también debe tenerse en cuenta a la hora de explicar cómo los medios de transporte crecieron durante la Restauración. Una vez diseñada la red ferroviaria radial en el año 1865, hay un intervalo de escasa actividad hasta 1875 y se procede en este año a abrir una segunda etapa de ampliación hasta 1896, que ha solido periodizarse en tres lustros de intensidad decreciente: fuerte entre 1875-80, medio entre 1880-85 y más moderado en 1890-95. Las tasas de crecimiento del transporte por ferrocarril señalan también esta diferencia, aumentó menos entre 1870-90 (2,4 por 100) y a un ritmo mayor desde 1890 a 1905 (3,6 por 100). La Ley General de 1877 fue un poderoso estímulo para este crecimiento y ordenó el diseño de la red anterior, completando lagunas radiales (Madrid-frontera portuguesa y Madrid-Valencia), dio prioridad a zonas del oeste y a puntos incomunicados y complementó la idea radial con líneas periféricas y transversales con el objetivo de llegar a todas las capitales de provincia y a los más importantes centros mineros en Asturias, Galicia, Bilbao y Huelva. El balance total de ampliación ferroviaria entre 1875-1902 indica que se ha duplicado la red tendida en 1875 que era de 6.500 km y en 1902 asciende a 13.000. Semejante evolución a la del ferrocarril experimentan los transportes de cabotaje, que crecen de igual modo y con un ritmo muy parecido, con el matiz añadido de que viene experimentándose una tendencia a ser sustituidos por el ferrocarril hasta los años 90, luego la corriente será inversa. Los indicadores de ambos medios de transporte reflejan la crisis de 1885-89, cuando uno y otro disminuyen su crecimiento, tal vez menos el cabotaje que el ferrocarril. Es generalizada la sensación de que a medida que el comercio exterior se debilita por el proteccionismo, se intensifica el comercio interior, especialmente el ferroviario. Conocemos que el mercado interprovincial del trigo por ferrocarril creció notablemente desde 1891 y que se consolidó un mercado nacional triguero homogéneo con precios muy similares a la media nacional en todas las provincias. Y sucedió algo parecido con el vino que, al descender su comercio exterior, el consumo interior sustituyó en parte las exportaciones. De aquí se deduce que el proteccionismo incen-

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tivó el transporte, el ferrocarril y reforzó el mercado nacional. Fue muy notable la aportación de la red ferroviaria a la comercialización de productos agrarios y mineros, pero es ya un hecho aceptado por la mayoría de historiadores que analizan el comercio, los precios y el mercado español, que el ferrocarril en estos años contribuyó sensiblemente a integrar y conformar lo que ya con rigor puede denominarse un mercado nacional. Los productos que ocuparon el tren de forma prioritaria y permanente fueron el trigo, los vinos, los aguardientes y la harina, de manera que la crisis agrícola y la importación de grano extranjero hizo caer el movimiento de transporte por tren. Después de este descenso, durante la década de los 90, se estimula de nuevo la demanda de circulación de productos agrarios y se abre el ya mencionado lustro de reactivación ferroviaria. Tal vez la innovación de los caminos de hierro más llamativa durante este periodo estribe en el proceso de concentración de compañías ferroviarias que se produce, de manera que El Norte y la MZA (Madrid Zaragoza Alicante) a fin de siglo concentran dos tercios de las líneas, siguiéndole de lejos Ferrocarriles Andaluces con una décima parte. Aumentó efectivamente el material móvil y el parque de vagones creció un 120 por 100 entre 1870-88. El estímulo siderúrgico y carbonífero de la empresa ferroviaria tuvo mucho que ver con el protagonismo del metal y de la minería en los últimos años de los 80 y durante la década de los 90. Hasta 1886 no se utiliza acero laminado de Bilbao para carriles, pero desde esos años inicia la actividad de construcción de locomotoras la Maquinista Terrestre y Marítima de Barcelona y, si hasta 1888 el carbón asturiano no tuvo fácil acceso a la Meseta, luego comenzará a abastecer a las locomotoras de las compañías ferroviarias. Se ha calculado que el ferrocarril hasta 1890 no podría haber sido construido con material español, ya que la siderurgia nacional no alcanzaba a producir la mitad de lo necesario para las vías y el material móvil construidos, e incluso en el primer lustro de los 90 el tendido se hizo con dos tercios de material importado y el otro tercio pudo llegar a consumir un 30 por 100 del acero producido en el país en ese quinquenio. Tampoco es fácil llegar a una cifra concluyente sobre el consumo de carbón español que realizó el ferrocarril en este periodo, parece que las mejores aproximaciones lo cifran en menos de un 20 por 100 de la producción nacional. Gómez Mendoza ha estimado incluso el ahorro social del ferrocarril, es decir la diferencia entre lo que costó transportar las mercancías y viajeros por tren y lo que habría supuesto hacerlo por medios tradicionales alternativos, y ha llegado a conclusiones positivas según las cuales el ferrocarril pudo ahorrar en un año como 1878 más de quinientos millones de pesetas, que en términos comparativos era una décima parte de la renta nacional, o bastante más que el valor de todas las exportaciones españolas de ese año. La red de carreteras, de forma semejante a lo experimentado con el ferrocarril, también se duplica en el periodo. En 1875 existían 17.000 km (casi igual que en 1865) y en 1902 ascendían a 37.000 km. La carretera, que era aún considerada como complementaria del ferrocarril, fue especialmente atendida en este periodo en sus tramos de tercer orden, tratando de comunicar entre sí y con el ferrocarril los núcleos de población; tampoco a este fenómeno debió de ser ajeno al caciquismo. Los avances eran aún mayores que los expuestos, ya que cuando hablamos de que en el periodo se duplica la red de carreteras nos referimos a las del Estado, pero por otra parte están las provinciales que crecen también de forma espectacular, impulsadas, éstas en mayor proporción aún, por los beneficios que los caciques arrancan de la elite política a cambio de su red de clientes votantes. 268

7.4.3.2. El comercio exterior y el mercado interior bajo el manto proteccionista No vamos a tratar aquí de los aspectos políticos y sociales del proteccionismo, que han sido objeto de un epígrafe especial anterior, tan sólo queremos señalar ahora las magnitudes del comercio en este contexto de moderado crecimiento económico que estamos reseñando. En el comercio exterior se han distinguido por los especialistas tres etapas bien diferenciadas que tienen que ver directamente con la política económica del Estado y que dibujan una línea de creciente proteccionismo. Hay una primera etapa de tibio liberalismo o de proteccionismo moderado que va del arancel de 1869 hasta 1890, la segunda etapa de proteccionismo propiamente dicho se ubica en el tramo que va de la Ley de 1891 hasta 1905, y finalmente el proteccionismo a ultranza que arranca de la Ley de Bases Arancelarias de 1906 que consolida el nacionalismo económico. El régimen de la Restauración en su primera fase coincidió con una recuperación del comercio exterior, el crecimiento total acumulado del periodo 1874-1902 alcanzó el 55 por 100. La coyuntura exportadora evoluciona de la manera siguiente: al principio, desde 1878 hasta la crisis de 1883, las exportaciones se recuperan de forma importante (pasan de 500 a 800 millones de pesetas), luego se estancan hasta 1888 y vuelven a crecer desde 1889-91 (pasando de 800 millones a 900), el arancel del 91 las frena de nuevo hasta 1895 (de 800 millones baja a 750) y al final de la década entre 1896-98 vuelven a crecer (hasta 1050) por la demanda del Ejército durante la guerra, para caer inmediatamente en los tres años de la postguerra (hasta los 800 millones otra vez) bajo la influencia de la política estabilizadora de Fernández Villaverde. Se descubre en esta evolución que está actuando la política económica, lo favorece el librecambismo y lo frena el proteccionismo, pero interfieren también otros elementos como la depreciación de la peseta o las guerras coloniales. Este sector exterior señala dos realidades importantes durante la primera Restauración: una, que la coyuntura española sigue relativamente de cerca la europea, puesto que a grandes rasgos coinciden las líneas del comercio exterior español y las de la economía internacional, y segunda, que se está produciendo un aumento importante del sector exterior en la economía nacional española, aunque sea aún en proporciones menores a las de otros países. Si en 1860 las exportaciones significan el 5 por 100 de la renta nacional, en 1900 son ya el 10 por 100, sólo más tarde esta importancia relativa se frenará sin duda por el proteccionismo y el nacionalismo económicos. En los veinte primeros años de la Restauración, hasta 1894, la balanza comercial tuvo déficits muy moderados, que no rebasaron el 10 por 100 de lo comerciado. En la década de 1880 se produjo una entrada de capital extranjero muy importante, que desaparecerá en la década siguiente, pero que de momento descompensó la balanza. En los años de la guerra colonial las estadísticas señalan superávit comercial, porque los abastecimientos del Ejército se computaron como exportaciones. En cualquier modo, parece que según muchos historiadores, a pesar del crecimiento notable del comercio exterior, no se explotaron totalmente las posibilidades que la coyuntura internacional ofrecía a España en esos momentos en que aún el proteccionismo de los demás países no se había desarrollado tanto y el mercado mundial estaba en auge.

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La estructura de este comercio exterior en la Restauración era la propia de un país atrasado pero en vías de cierto desarrollo. Consistía ésta en exportar productos agrarios (estuvieron presentes el vino sobre todo, cítricos, uva, corcho, aceite y lana) y minerales (aparecen escasamente productos elaborados como textiles o calzado) e importar artículos manufacturados, materias primas y bienes de equipo, e incluso bienes de primera necesidad como el trigo en los años 80, con la particularidad de que mientras la importación de bienes de consumo se estancó, la de bienes de equipo y materias primas tendió a aumentar. Las exportaciones consistieron en minerales y vino, como hemos dicho, hasta los 90, pero la entrada de la filoxera en España obligó a cambiar estas ventas al exterior, de forma que supieron adaptarse a la respuesta de la demanda mundial con cierta agilidad ya a fines del XIX y principios del XX. Es en definitiva, el comercio de un país con cierto retraso pero en moderado crecimiento, afectado por los importantes trastornos finiseculares del mercado mundial agrario, pero con cierta capacidad de pronta adaptación.

7.4.3.3. La pujanza de la elite financiera: de la fiebre del oro a la madurez bancaria Fue éste un sector económico donde tuvieron amplio margen de acción y enriquecimiento las elites económicas de la Restauración, particularmente durante una parte de los años 80. Lo que los especialistas llaman el producto bancario sigue paralelamente una evolución ritmada en dos grandes etapas dentro del periodo, acompañando muy de cerca al comercio exterior y separándose en igual medida del interior. Crece de manera importante durante el primer escalón de 1875-90 con una tasa anual de 8,1 por 100, y se modera sensiblemente en la segunda parte de 1890-1905 a una tasa del 2,4 por 100 al año, dentro de ese primer tramo fue especialmente espectacular el crecimiento del lustro inicial de la Restauración. Da la impresión, pues, de que la banca se orientó especialmente al mercado de fuera, razón por la cual no acompaña bien la evolución de la renta nacional, que crece más en la segunda etapa que en la primera señaladas. La estructura del sistema bancario español hasta fines de siglo siguió siendo de corte bastante decimonónico y estuvo dominada por el Banco de España. Debía ser fuerte la razón que movió a un librecambista como Echegaray a crear un banco con monopolio de emisión contra la libertad de crear moneda que tenían entonces quince bancos, este convincente motivo no era otro que la necesidad urgente que la Hacienda tenía de recurrir a créditos y prefería acudir al Banco de España y no tener que pagar el 12 o 15 por 100 a los banqueros. Se puede decir que el periodo de la Restauración hasta 1900 es la continuación de esta decisión, es decir, la historia de la consolidación del Banco de España como banco emisor y al servicio de la Hacienda. De aquí que el decreto de 1874 fuera convertido en ley en 1876 y que el proceso de creación de sucursales se prolongara durante el periodo que analizamos. El Banco de España en 1874 absorbe a diez antiguos bancos que tenían capacidad de emisión y desde entonces se convierten en sucursales, además se dedica en estos años a crear más entidades dependientes en provincias, de manera que en 1874 las sucursales son 14, en 1880 son 22, en 1890 son 56 y aún en 1900 llegan a 58. Este banco, una vez implantado por todo el territorio nacional, acaparaba en los años 90 el 70 por 100 de los recursos financieros de todo el país. Funcionaba también como un banco comer270

cial en competencia con los demás, con capacidad de intervenir en los sectores productivos nacionales, pero su actividad se centró en ser el banco del gobierno y de la Hacienda. Su actuación consistió, según expresión especializada, en monetarizar la deuda, es decir, en aumentar la circulación monetaria (de 128 millones de pesetas en 1875 a 1.600 en 1900) al tiempo que crecía la deuda pública (de 11.500 a 13.300 millones de pesetas en el mismo periodo). Este incremento de circulación fiduciaria se exageró en los años de la guerra colonial de fin de siglo, el Banco de España financió parte de los 3.000 millones que costó. Por todas estas circunstancias, se ha achacado al Banco de España cumplir mejor con su función de banco del gobierno que con su tarea de llevar una política monetaria eficaz y prestar recursos a la agricultura, la industria y el comercio. El problema monetario se agravó después del Sexenio revolucionario por la confluencia de una serie de razones. El aumento extraordinario de la circulación fiduciaria en España, la crisis internacional de 1882 que hizo caer la cotización de la peseta en los mercados internacionales desde los 80, la reducción de la inversión extranjera y la necesidad de reconvertir la deuda obligaron finalmente al gobierno y al Banco de España a abandonar el patrón oro, lo cual acabó quebrantando el prestigio internacional de la peseta. La guerra de 1898, aunque actualmente tienda a rebajarse su importancia económica en la crisis finisecular, acabó de hundir la situación, de forma que el endeudamiento que provocó absorbió toda la renta de aduanas. El sistema de banca privada, después del monopolio emisor, quedó francamente reducido a media docena de bancos que apenas movilizaban el 30 por 100 de los recursos totales, entre los cuales destacan cuatro supervivientes, el Banco de Barcelona, el de Bilbao, el de Santander y el Crédito Mobiliario. Sólo dos de ellos, el Santander y Bilbao, y poco después el Banco de Comercio, iniciaron su conversión hacia funciones de bancos mixtos y fundaron algunas empresas. Actuaron otros bancos privados además de los citados durante la Restauración, como la Sociedad Catalana General de Crédito, Crédito Mercantil, el Banco Popular Español y Crédito Gallego, amén de financieros y prestamistas particulares que tuvieron una importancia tan notable como desconocida. La Restauración se nos presenta así como un periodo de reconstrucción de la banca privada que al principio experimentó serias dificultades, de manera que la gran mayoría de los bancos que se fundaron tuvieron una vida muy efímera. En 1876 nace el Banco Hispano Colonial, orientado a realizar préstamos al Estado para la guerra de Cuba y otras actividades financieras coloniales. Entre 1881-82 se produce una euforia bancaria, puesto que nacen nada menos que 42 bancos (28 en Cataluña), de los cuales se liquidan pronto 32; es la etapa conocida como fiebre del oro, que generó una especulación y una posterior crisis bancaria y bolsística que desde Barcelona arrastró a la ruina a numerosas instituciones. Tras la crisis apenas sobrevivieron en Cataluña el Banco de Barcelona y el Hispano Colonial y los bancos vascos que tenían debajo un soporte de realidades industriales muy sólido. En 1885 se promulga el Código de Comercio que regula el sistema bancario, privilegia oficialmente a tres Bancos que son el de España, el Hipotecario y el de Crédito Industrial, denominando al resto no privilegiados, entre los que contempla a los banqueros privados. En la década siguiente fueron pocos los bancos creados y menos los que sobrevivieron. Conviene no obstante distinguir la evolución bancaria por zonas, la catalana cayó en crisis y sólo se recuperó en parte, la madrileña se consolidó, pero destacó sobremanera la vasca que colaboró en la formación de capital industrial y se

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implicó intensamente en el poderoso desarrollo de la región vasca, con una atención especial a la minería, la industria y el transporte. Hay que esperar al inicio del siglo XX para que el sistema bancario español se desarrolle como plenamente contemporáneo, en los inicios se crean bancos mixtos como el Hispano Americano, el Español de Crédito —continuación del Crédito Mobiliario— y el Banco de Vizcaya. Otros menos importantes nacidos en los albores del siglo fueron el Banco de Oviedo, el Castellano de Valladolid, el de Burgos, el Guipuzcoano, el de Vitoria, el de Gijón, el de Valencia, el de Cartagena, el de Andalucía, entre otros. Aun así, estos comienzos del siglo significaron una reducción de los depósitos bancarios propiciada por la política restrictiva de Fernández Villaverde y habrá que esperar a la Gran Guerra para que se alcancen los niveles de 1898. Si descontamos la cornisa cantábrica y sus bancos creados a principios de siglo, no podemos afirmar que la banca española durante la Restauración apoyara decididamente la industrialización del país, en este sentido se encuentra mucho más atrasada que el común de las bancas europeas. Una banca decimonónica en buena medida, excesivamente liderada por el Banco de España que, aunque se constituye como mixta dedicada al préstamo y a la inversión industrial y comercial, abandona esta segunda función.

7.4.4. Persiste una decimonónica Hacienda a la medida de las elites Aun a riesgo de ser reiterativo, hay que volver a señalar que éste es otro aspecto en que la primera parte de la Restauración es totalmente decimonónica. La Hacienda de 1900 era la reformada por los hacendistas moderados Mon y Santillán en 1845, su sistema fiscal hay que clasificarlo todavía dentro de un estadio que apenas ha abandonado el régimen tradicional de gravar el territorio y se ha adentrado en la fórmula de la exacción sobre el producto, sin haber ni siquiera planteado de lejos el último y más modernizado objetivo de imponer la persona. Su nivel de información es aún muy deficiente, la capacidad recaudadora es muy escasa, se apoya en los impuestos indirectos de forma demasiado importante, sigue anclada en la tierra, sin adaptarse a una economía que atraviesa la experiencia de la segunda revolución industrial y la modernización financiera, y opera bastante al margen de las nuevas actividades profesionales y de negocios que se estaban generalizando. Y los presupuestos del Estado siguen siendo más un poderoso instrumento de las elites económicas y políticas para orientarlo en beneficio de sus intereses y clientelas que un medio en manos del Estado para redistribuir y dar dinamismo a la riqueza del país.

7.4.4.1. Una presión fiscal baja, agraria e indirecta El sistema tributario de la Restauración, heredado de 1845 con algunos retoques como se ha dicho, era un modelo impositivo que los especialistas denominan de tipo latino, rígido y desigual, basado en el producto, en la combinación desigual de indirectos-directos que, a pesar de las reformas de Villaverde, exigía para su modernización apuntar hacia la imposición personal (Figuerola intentó uno de persona que fracasó). Cánovas retrotrajo la situación de la Hacienda a 1867, puesto que a su juicio las reformas del Sexenio sólo habían complicado y empeorado las cosas, y hay que 272

esperar a la reforma de Fernández Villaverde en 1900 para que abandone parcialmente su impronta decimonónica, puesto que en esencia seguía siendo la misma y no consiguió aumentar la recaudación. Antes de esta reforma, estamos aún en la fase moderantista en la que resultaba obligado recurrir a impuestos indirectos, elevar algunos directos basados en el cupo de discreción administrativa, y financiarse con el recurso a la deuda pública cada vez más. Con ello la Restauración vinculó la marcha de la Hacienda a la administración y al caciquismo y se entregó a la deuda suscrita por el Banco de España y por las elites económicas. Los recursos fiscales se obtenían aún a estas alturas de tres grandes grupos de impuestos: las contribuciones directas (inmuebles, cultivos y ganado, industria y comercio y derechos reales), las indirectas (aranceles de aduanas, derechos de timbre, consumos sobre los productos alimentarios) y los monopolios (tabaco, lotería y sal). Se quiso introducir un impuesto nuevo de producto sobre el capital y el trabajo pero no quedaría sistematizado hasta 1900 en la Contribución de Utilidades, y finalmente todo se basó como antes en fuertes impuestos indirectos. El plan de estabilización de Fernández Villaverde, segundo hito de la historia hacendística española, parece que obedeció a una razón coyuntural, vino impuesto por la postguerra. Se proponía suprimir el déficit del presupuesto (disminuyendo los gastos del Estado y reformando los impuestos), reducir la deuda pública (acortando sus intereses y aplazando su amortización, optó por imponer a los inversores en deuda un gravamen que era igual que reducir los intereses de la misma), modificar la mayoría de los impuestos y refundir todos los que gravaban el capital o el trabajo en el de Utilidades. La contribución por riqueza rústica permanece inalterada y busca disminuir el déficit cargando sobre la riqueza inmobiliaria urbana y la industrial, así como sobre profesionales y funcionarios a través del citado impuesto de Utilidades. De alguna manera se estaba eximiendo de colaborar a la reducción del déficit a los propietarios agrarios y se estaba imponiendo mayor carga a la burguesía mercantil y a las clases medias, que protestaron enseguida y demostraron que la reforma se había ganado la enemiga de comerciantes, cámaras y la Unión Nacional. Pero ni la protesta ni la reforma cambiaron demasiado las cosas, en definitiva no se alteró el principio del reparto de la carga tributaria que siguió gravitando desmesuradamente como antes sobre el producto agrario en manos del campesinado. Sin embargo, tuvo efectos positivos, corrigió levemente la citada desmesura y consiguió cierto éxito, puesto que los presupuestos abandonaron el déficit y la peseta se recuperó en los mercados internacionales revaluándose modestamente. Reducidos a porcentajes, los ingresos ordinarios del Estado, que no variaron sustancialmente en el periodo, se componían de la contribución de inmuebles que aportaba el 22 por 100 de los ingresos, la de aduanas el 15 y los consumos en torno al 10, la contribución industrial apenas un 5 por 100 y los derechos reales el 3. La presión fiscal de la Restauración no debió ser extraordinariamente grande, en su momento se creyó que Hacienda se quedaba con el 15 por 100 de la riqueza producida, pero los especialistas parece que lo evalúan hoy en el 10 por 100. Resultó más intensamente gravada la agricultura que la industria y el comercio (aquélla dos tercios más que éstos), por lo que puede tenerse por una política fiscal involuntariamente industrializadora. Tal vez la reforma de Fernández Villaverde corrigió parcialmente esta desigualdad entre los sectores económicos, la contribución de utilidades procedente de la riqueza mobiliaria aportará el 11 por 100, con lo que de momento se rebajó la cuota de la agricultura e inmuebles que bajó 7 puntos y la

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de los consumos otros 5. Pero lo más destacable es que se trataba de una política fiscal que era más injusta con los sectores sociales más bajos que con los sectores económicos acomodados, ya que dentro de la agricultura el sistema de cupo hacía recaer la carga sobre los campesinos indefensos, a los que volvían a afectar los consumos en segunda vuelta.

7.4.4.2. Las elites se reparten la tarta de los presupuestos del Estado Hay dos notas de partida que pueden ayudar a situarnos para un más cabal conocimiento de este aspecto. Una es que el control del presupuesto del Estado no lo ejercía durante la Restauración propiamente el Parlamento, ni siquiera el gobierno sino que estaba a merced de los caciques, de las redes de clientelas y de las elites que dependían de los presupuestos para satisfacer sus compromisos de alternancia en el poder. Y la segunda nota es que las dimensiones de los presupuestos estatales eran reducidas, como pequeño era el papel y la capacidad de influencia de la economía del Estado en el contexto general de la economía del país.

7.4.4.3. Una coyuntura presupuestaria decimonónica Desde los trabajos clásicos de Sardá se sostuvo que las fases de la economía del Estado en la Restauración arrancan de una primera fase situada entre 1874-82 en que hay un déficit moderado con una política presupuestaria neutra, la segunda etapa discurre de 1883 a 1891 y se caracteriza por un déficit mayor y una política fiscal moderadamente expansiva, y el tercer estadio de esta evolución se ubica entre 1892-1901, cuando los déficits son el doble que en la etapa anterior y su política fiscal mucho más expansiva. Hoy la coyuntura hacendística general de la Restauración canovista se inscribe más globalmente en un tramo descendente dentro del ciclo completo 1850-1909, cuya primera parte asciende entre 1850-75 con un crecimiento del gasto nacional de 2,6 anual y cuya segunda parte inflexiona hacia el descenso entre 1875 y 1909 con valores de 0,9 al año. El promedio de gastos anuales del Estado entre 1874-80 fue de 800 millones de pesetas, cuatro veces inferior al de los años 1920 (3.300 millones), ese nivel inicial se mantiene hasta 1892-98 cuando se eleva moderadamente a 900 millones anuales. El presupuesto del Estado permaneció en efecto estancado en el periodo 1874-1914, creció la mitad que en la etapa 1914-23, descontado ya el aumento de precios. En la primera parte de nuestro periodo los déficits de Hacienda fueron muy llevaderos, siempre por debajo del 7 por 100 del total presupuestado, y en la segunda rebasaron el 30 por 100. Desde esta nueva perspectiva parece que los partidos turnantes en la Restauración apenas tuvieron un criterio fiscal y hacendístico diferenciado, más bien siguieron la misma ideología impositiva y presupuestaria, obligados como estaban ambos por igual a repartir la tarta entre sus clientes, probablemente quepa señalar sólo que cuando pudo el Partido Liberal se tomó más en serio las promesas de reducción del déficit. Pero la razón de las variaciones tuvo que ver más con las guerras que con los partidos políticos. Tampoco podría ser de otra manera si, como hemos comenzado diciendo y expondremos a continuación, el control del presupuesto estaba en manos del caciquismo y no del gobierno ni del Parlamento. 274

7.4.4.4. Los presupuestos son la fuente de alimentación del caciquismo Como hemos expuesto en el capítulo pertinente, el mayor interés que movía a los partidos y sus líderes consistía en obtener un favorable reparto de los presupuestos para su ámbito concreto, acceder al poder era asegurar la capacidad del patrono para repartir los llamados despojos del presupuesto entre sus clientes, es más, justamente en esa posibilidad descansaba la esencia del turno y del caciquismo. Esto propició una cierta estabilidad política, tanta cuanta exigía la permanencia y continuidad del sistema, por eso las oscilaciones presupuestarias apenas tuvieron que ver con el relevo de partidos, a ambos y a sus clientes les interesaba participar del presupuesto de la misma manera, por esta razón todos los intentos de reforma anteriores (por ejemplo, el de Gamazo) estaban llamados a fracasar necesariamente. Sólo ciertos cambios y el debilitamiento del régimen caciquil es lo que posibilitará desde principios de siglo que se observen algunas diferencias en los presupuestos según el partido gobernante, aunque de muy escasa trascendencia. Es decir, el hecho de que los partidos no pudieran diseñar una política económica ni hacendística propia no favoreció ninguna racionalidad y ordenación del presupuesto: dicho de otra forma, la pervivencia del caciquismo era incompatible con la modernización de la Hacienda. La práctica caciquil, pues, tenía efectos perversos sobre el presupuesto, como tales se le han achacado unas secuelas de descontrol político que introdujo el desbarajuste en las cuentas públicas, particularmente desde 1900. Pero a esta consideración un tanto descriptiva adoptada con una perspectiva de arriba a abajo se debe añadir otra desde un punto de vista inverso y más interpretativa que agrega algunas explicaciones nuevas. Un sistema censitario y además falseado mediante clientelas y manipulación de elecciones tuvo que obligar a que el presupuesto controlado por aquellos políticos efectuara una distribución de gastos e ingresos favorable hacia los grupos sociales que tenían capacidad de decidir. La mediatización que ejercía sobre la administración, la apropiación de recursos públicos para satisfacer favores privados que hemos descrito más arriba producía también una presión especial sobre el presupuesto que obligaba a que el capítulo de los servicios generales no descendiera, a que las irregularidades fiscales no se resolvieran, a que la desigualdad y el desequilibrio de la carga impositiva no alcanzara soluciones, a que las obras públicas de carreteras (un capítulo especialmente dotado en los presupuestos de la Restauración) cargaran en exceso, o a que la dotación del clero, notable en el presupuesto, fuera generosa, como veremos en su momento. El caciquismo censitario, pues, era incompatible con un sistema fiscal que cargara a la persona en lugar del producto y tampoco veía bien la elaboración de un catastro, como demostró la reiterada manipulación de los amillaramientos por los caciques locales. Y sabemos que el sufragio universal en España no corrigió esta presión dominante del sector más capaz de los votantes, muchos autores creen que incluso resultó más caro para el Estado, puesto que después del 1891, además del viejo lastre caciquil, fueron surgiendo preocupaciones sociales intervencionistas y reformistas del Estado y perdiendo peso específico los impuestos más impopulares como el de inmuebles y el de consumos, al socaire de movilizaciones y huelgas de contribuyentes. 275

7.4.4.5. La endeblez del presupuesto ante las graves carencias económicas y sociales del país Ya hemos señalado más arriba la escasa relevancia de la economía del Estado en el conjunto de la actividad nacional, pero además de esta pequeñez absoluta el presupuesto tiene otras carencias relativas. El nivel de gasto del Estado en ese periodo fue insuficiente para promover el crecimiento de la economía española y, si fue bajo el destino productivo de su gasto, fue menos significativo aún el social. Era un círculo vicioso, un sistema fiscal de producto en una economía poco desarrollada genera escasos ingresos que son insuficientes para sufragar gastos públicos ineludibles, éstos por la debilidad financiera del Estado no pueden sino reducirse a los mínimos. El Estado de la Restauración, como dice F. Comín, era escasamente intervencionista en lo económico y sólo atiende los gastos imprescindibles para su supervivencia administrativa y política (servicios generales, defensa y deuda), apenas se plantea ningún gasto de tipo social. La deuda pública llegó a acaparar entre 1892-1906 el 40 por 100 del presupuesto, el capítulo de defensa alcanzó el 28 por 100 del gasto en los dos periodos de guerras (la carlista inicial y la cubana final), los servicios generales fueron decreciendo paulatinamente del 20 al 15 por 100 en el periodo. Sólo hay un modesto viraje en este sentido a principios de siglo con la reforma de Fernández Villaverde, a pesar de que logró el equilibrio presupuestario a base de reducir gastos más que a golpe de aumentar los ingresos fiscales. Sin embargo, Fomento, que puede ser el capítulo emblemático de apoyo al desarrollo económico desde el presupuesto, era del 7 por 100 al principio de la Restauración, se mantiene en el 10 en 1898 y sólo se despega de ese estancamiento en 1906 para iniciar el ascenso hacia el 22 por 100 en 1923. Parece claro que hay que esperar al siglo XX para que el Estado de la Restauración asuma gastos y orientaciones presupuestarias dinamizadoras del desarrollo económico y del capital humano, pero durante el XIX había desatendido totalmente estas finalidades, sirva como muestra de esta afirmación el ejemplo expresivo de que en instrucción pública gasta el 1 por 100 del presupuesto entre 1874 y 1898, y desde 1900 comenzará a invertir el 4 por 100. La propia estructura caciquil que hemos apuntado en el párrafo anterior puede explicar que el renglón de salarios y sueldos de la administración fuera muy alto (cercano al 50 por 100 del gasto) en los dos primeros lustros de nuestro periodo, luego en los tres últimos quinquenios osciló entre el 35-40 por 100, pero habrá que esperar a 1914 para que desciendan al 25-30 por 100. Nos puede indicar gráficamente estos desequilibrios presupuestarios el siguiente cuadro que expresa cómo evoluciona la media anual de los gastos más expresivos de la Restauración en lo social y económico (en porcentajes del gasto total): Años Guardia Enseñanza Religión Agricultura Industria Ferrocarril Carreteras, Civil Primaria puertos 1874-80

2,2

0,0

4,8

0,4

0,1

0,5

4,4

1881-92

2,2

0,1

5,0

0,5

0,1

1,1

5,9

1893-98

2,2

0,0

4,9

0,6

0,1

0,6

5,3

1899-1906

2,7

1,6

4,2

0,9

0,1

0,2

4,6

1920-23

2,9

2,7

1,9

2,3

0,5

5,2

6,4

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En el cuadro llama poderosamente la atención que al inicio del periodo es superior la asignación a la Guardia Civil y a la Iglesia (7,0 por 100) que todo el resto de enseñanza y los tres sectores económicos juntos, situación que se mantiene a principios de siglo, mientras en los años 20 estos dos capítulos de clero y milicia se han visto reducidos a un tercera parte de lo invertido en enseñanza y en economía. Los datos expresan palmariamente una determinada opción de prioridades, señalan incluso una preferencia social (religión y Guardia Civil) sobre la económica (agricultura, industria y transportes), pero dedicada exclusivamente al mantenimiento del orden y la sociedad tradicional, frente a cualquier desarrollo educativo, preventivo o económico. Y cuanto hay de promoción económica se refiere a las carreteras, que obedecían básicamente a las demandas del caciquismo.

7.5. LOS SABERES ENFRENTADOS: EL ANTAGONISMO CULTURAL DE LAS ELITES Si algo caracteriza a la cultura durante la Restauración es su dicotomía y dualismo entre dos modelos contrapuestos más que divergentes, de forma que mientras uno trata de prevenir los riesgos y amenazas del otro, éste pretende superar la pasividad y carencias de aquél. A esta contraposición de dos modelos culturales corresponde lógicamente el enfrentamiento de dos protagonistas sociales antagónicos, pero adelantemos ya que el balance final se saldó con la imposición, cuando no con la represión, de un modelo sobre otro. Las elites dirigentes generaron su propia cultura que legitimaba el régimen y miraba decididamente hacia el pasado, mostrando francas pervivencias del Antiguo Régimen. Junto a ella, más bien frente a ella, surge un movimiento cultural más nuevo y dinámico, protagonizado por sectores intelectuales excluidos por el sistema, vinculados a las corrientes regeneracionistas, estimulados por los movimientos obreros, colocados habitualmente en los márgenes del sistema cuando no perseguidos directamente, y en denodada pugna por despegarse del pasado y alumbrar las vanguardias de las tendencias que se impondrán en el primer tercio del siglo XX. Esta dualidad cultural convive en general tensión durante todo el periodo, pero también puede advertirse en alguna medida una secuencia cronológica. Hasta muy avanzados los 90 las continuidades decimonónicas de la Restauración son muy notorias, pero desde aquí se definen ya nítidamente las nuevas fuerzas sociales y políticas que se opondrán rotundamente al continuismo y la resistencia heredados: el movimiento obrero, las clases medias más críticas y los regionalismos. También la periodización cultural del periodo en tres décadas que hiciera Jover señala de alguna forma esta contraposición. El segundo lustro de los 70 recibe la filosofía positivista que producirá más tarde frutos nacionales de interés, pero discurre aún por los caminos del idealismo, tanto en la filosofía como en la literatura, que se encuentra en disputa entre el krausismo anterior por el que se deja llevar y el pragmatismo carente de convicciones de la filosofía oficial. En la cultura obrera persiste el internacionalismo utópico y anarquista, aunque acosado y reprimido, sin que todavía el socialismo sea otra cosa que un germen. La ruptura que estas corrientes culturales padecen ya desde el principio con la oficial no puede ser más honda, porque beben en fuentes contrapuestas. Los años 80 son los de una España algo más madura, especialmente en la novela, que alcanza en esta década su plenitud. Se abandona el costumbrismo descripti277

vo y superficial en blanco y negro y se penetra en el análisis más profundo de la conciencia de las clases medias. Estos años registran una fuerte concentración de obras importantes. La cultura política de los grupos populares y de las mesocracias disidentes es una especie de reedición del Sexenio pero sobre un soporte más realista, menos utópico y más vinculado a un marco de poder relativamente estrecho, de alguna manera aquel liberalismo del Sexenio ha perdido el hálito ético, su talante sincero y se ha convertido en algo más trivial y mezquino, como expresa Jover. La sociedad adquiere un mayor dinamismo y más movilidad gracias al desarrollo de los transportes, son las ciudades activas que hemos visto agrandarse y ornamentarse por medio de sus ensanches, periódicos que se leen cada vez más y activan el sentido crítico de aquella sociedad progresivamente interesada en los problemas sociales. El poder de la elite se proyecta sobre la arquitectura de hierro, pero también sobre la simple recuperación de viejos estilos góticos, mudéjares, barrocos, sobre la escultura que sigue un derrotero oficial y sobre las artes plásticas que se centran en los temas históricos, para dar legitimidad y dimensión de proyecto nacional a un régimen que pretende basarse en lo más profundo de la historia y se dedica repartir títulos de nobleza con generosidad. La cultura obrera por su parte se encauza definitivamente por el asociacionismo, tanto en la dirección política de partido como en la laboral de sindicato; el anarquismo experimentará ahora sus primeras escisiones y derivará de la utopía a la violencia, en una cadena de acción-represión que lo condicionará en el futuro. Finalmente la larga década de fin de siglo, que nosotros proyectamos hasta 1902, pero que puede llegar incluso a 1909, es tal vez la más agitada y dialéctica, sin duda es el caldo de cultivo en que se gesta la transición intersecular de la que hemos escrito más arriba. Sus protagonistas son ya de una generación cuya mayoría no vivió el Sexenio, nuevos políticos de aires más europeos. Siguiendo a Jover diremos que el positivismo lo ha invadido casi todo, ha impregnado la ciencia y la mentalidad, es verdad que en franca colisión con el persistente tradicionalismo en el país, pero ha producido frutos importantes en las ciencias naturales, en las ciencias sociales, en la literatura naturalista. Pero al tiempo que se consolida el positivismo, casi tan sólido como el Estado mismo, le surgen críticas y oposiciones, censuras a la fe ciega en la ciencia y la razón vestidas de un cierto espiritualismo e irracionalismo. La centralidad de la razón que promovieron el positivismo y el krausismo en la década anterior se trueca ahora en una nueva corriente filosófica que proclama el asalto al racionalismo por parte de la vida y sus valores de salud, fuerza, desigualdades humanas, que presenta la competencia social casi como un instrumento de selección de las especies y que prefigura en su seno ciertos gérmenes inquietantes de sabor autoritario como el canto al genio y al líder protagonistas de un vitalismo casi enajenado. La misma crisis del positivismo desemboca en convicciones más pesimistas y críticas de las antiguas certidumbres, ni el orden burgués es tan perfecto, ni la ciencia desvela todas las incógnitas humanas, ni la sociedad está tan defendida como se creía. Esta tendencia se muestra en la valoración estética del gusto por la miseria, la marginación y el dolor que hemos mencionado a propósito de la transición intersecular. En la novela se evidenciará el tránsito del naturalismo al protagonismo del mundo interior psicológico, religioso y moral que inicia ya la Pardo Bazán en el mismo 1890. Ciertas elites y sobre todo las clases medias expresan su inclinación a la cuestión social y los desheredados, tanto en la política como en el arte. Se quiebra esa rotunda y sacralizada idea del orden social que había labrado el Estado de la Restauración y salen a la luz descarnadamente los conflictos del campesinado meridional y del proletariado sep-

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tentrional. Se fragmenta asimismo la concepción doctrinaria y unitaria de España por medio de la canalización política del regionalismo que había invadido previamente los campos de la cultura, la economía, la literatura y el arte. Pero la última década acaba con una fuerte conmoción producida por la cadena de guerras internacionales que descubren otro mundo de relaciones coloniales nuevas y, sobre todo, otra percepción de la debilidad de las naciones perdedoras.

7.5.1. La cultura oficial que legitima el sistema 7.5.1.1. El sentido censitario de la cultura de la Restauración: el saber de la elite dirigente Han existido dos maneras de considerar las corrientes culturales de fondo de la Restauración, mientras para unos recogen lo mejor del moderantismo y del Sexenio, para otros sencillamente reniegan de ello y tratan de erradicar lo más característico de las pautas culturales abiertas en el 68. Quizás la mejor forma de plantear este debate sea, más que caracterizar de una u otra forma todo el bagaje cultural restaurador, marcar una pugna interna entre los divergentes modelos que lo integran y descubrir cómo el balance de superioridad de las resistencias se impone inicialmente a corto plazo, mientras las disidencias y las vanguardias se abren lentamente camino hasta erosionar la cultura oficial a medio plazo. Pero nos parece importante el matiz de subrayar la lucha porque, lo mismo que dijimos a propósito de las relaciones entre la Restauración y su crítica, así ahora una de las culturas se fabrica y desarrolla precisamente contra la otra, y esta contrariedad forma parte de su naturaleza. Quienes tratan de sobrevalorar el tono cultural de la Restauración lo han definido como la adaptación del sistema moderado a las exigencias mínimas de Sexenio. Políticamente —dicen— se trata de continuar en lo básico el mismo modelo de 1845, socialmente había que crear instrumentos defensivos frente a los excesos revolucionarios, culturalmente era preciso incorporar múltiples aspectos innovadores que aparecieron y se experimentaron en los seis años revolucionarios. Otros historiadores estiman que la actitud de la Restauración en lo referente a ideas, cultura y educación fue exactamente la contraria. Para el canovismo, justamente todas las realidades que trató de implantar el Sexenio revolucionario eran simplemente objetivos que había que desechar y contraponer frontalmente. Lo mismo que la defensa de la propiedad y de la desigual capacidad constituyen el soporte del sistema económico y el voto restringido de la riqueza es el fundamento del sistema censitario, la generalización de la enseñanza constituiría un peligroso camino al socialismo y a la ruptura del sistema social restringido, por lo que la enseñanza gratuita y obligatoria estaría tan lejos del sistema canovista como lo estuvo el sufragio universal y la reforma agraria del reparto de tierras. De aquí que, como veremos más adelante, las elites dirigentes de la Restauración no hayan hecho nada por la educación española desde el poder del Estado, por el contrario, quienes tuvieron verdadera obsesión por la educación y la cultura, especialmente en su versión formativa y pedagógica, fueron las otras elites excluidas, los elementos de la oposición al régimen, desde la Institución Libre de Enseñanza, pasando por el socialismo, hasta llegar al anarquismo. No sólo el régimen abandonó la educación, sino que la vigiló como un enemigo potencial al que convenía sujetar pronto con las bridas de la Iglesia, el monopolio de la secundaria y el con-

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trol de la universitaria. La cultura oficial, al menos hasta la aparición de la Unión Conservadora y Silvela, no adapta los mensajes del Sexenio, más bien los niega y los combate de frente.

7.5.1.2. El substrato conservador de la cultura restauradora oficial Si hemos venido manteniendo la tesis de que esta primera Restauración tiene más permanencias que cambios, más pervivencias de Antiguo Régimen que transformaciones, y si acabamos de optar por una visión de ruptura cultural con el Sexenio conviene expresar brevemente, siguiendo a López Cordón, cuáles son esos fundamentos del conservadurismo que provocan tal cesura. Entendido el termino «conservador» como expresión de una actitud ante la sociedad y el Estado, como una forma de pensar y comportarse y no como adscripción ideológica a un partido determinado, la corriente expresa algunas características comunes. Justamente a lo largo de este periodo el conservadurismo experimentará su mayor enquistamiento, su franca inclinación al decimonónico moderantismo, sólo cuando se cierre el periodo y alboree el nuevo siglo será capaz de abrirse a importantes innovaciones silvelistas que nos permiten hablar del nacimiento de una nueva cultura conservadora, del alumbramiento de la verdadera faz del conservadurismo contemporáneo. De esta primera versión de la cultura conservadora hablaremos ahora. La Iglesia ha desempeñado un papel decisivo en la formación y divulgación de la mayoría de los mitos conservadores, puesto que era la institución más dotada para ello, contaba con un sistema de comunicación, con medios de transmisión, con personas y métodos capaces de elaborarlos y con mil prácticas para difundirlos, desde los boletines, los catecismos, los devocionarios, los sermones solemnes, el púlpito diario, el confesionario, las pláticas cuaresmales, las conferencias dominicales o las misiones. Además, es la más fiel guardiana de la tradición, donde se inspira aún el pensamiento conservador. Los promotores de esta cultura son católicos y cada vez más militantes como tales, de formación intelectual algo escasa, apoyada en el romanticismo histórico y, cuando su nivel culto es alto, impregnada del saber eclesiástico neotomista. Hay un tronco común articulado en torno a la defensa de la tradición y de la fe religiosa y alrededor de la lucha contra el liberalismo que impregna a varios grupos, como son los de la Unión Católica que consienten en colaborar con el Partido Conservador para salvar la sociedad mediante el catolicismo, o los carlistas derrotados que se inclinaron más por los integristas que reivindicaban la teocracia temporal del papa y de los partidos de la jerarquía católica, o los regionalistas tradicionalistas catalanes o los fueristas vascos. El grave problema que tuvieron todas estas corrientes es que padecieron escisiones y no lograron articular una acción unitaria de las fuerzas católicas. Ante este fracaso surge un movimiento dentro de la Iglesia que pretende conjugar esos principios tradicionales con métodos nuevos, es lo que políticamente movió a Cascajares, Pidal o Polavieja y socialmente inspirará el primer catolicismo social, que se propone una programa recristianizador y una reconstrucción del Estado confesional, particularmente en aquellos sectores sociales más amenazados por la nueva cultura socialista y laica. La unidad católica de España ha constituido un lugar común fundamental para esta corriente, generalmente apoyada en la historia y su visión romántica. De ella se deduce espontáneamente en primer lugar un concepto maniqueo: la libertad religio280

sa es un mal que el Estado debe evitar, tal como pone en evidencia la última experiencia histórica que asocia libertad de conciencia a escándalos y persecuciones. Todo arranca de la consideración histórica que identifica lo católico con lo español, en un doble proceso de mitificación, al que aportó lo sustancial Menéndez y Pelayo llegando a la conclusión de que hay tres elementos que deben permanecer siempre inseparables y perennes: religión, unidad y patria. Así comienza a formarse esa apología que ahora es católico-nacionalista y luego se convertirá en nacional-católica, que fue la que movilizó a la sociedad conservadora española contra el artículo 11 de la Constitución y en buena medida la que agitó los fantasmas del separatismo y la pérdida de la unidad nacional ante el 98 y los regionalismos. Junto a éste ondea otro valor aglutinador: el de la Monarquía católica como único cemento de cohesión para el caso español, añorando muchos la vieja unión del trono y el altar. El discurso conservador concede a la historia y la tradición un valor paradigmático y dentro de ella valora las revoluciones como lamentables traiciones a la tradición. Por eso tiene siempre enfrente el otro gran mito específico de este periodo, la Revolución Francesa, reactualizada en la transición intersecular que la recuerda en la misma tesitura pasada de cambio de siglo, celebrada por los liberales y radicales en su primer aniversario, pero denostada por la cultura conservadora que la detesta junto a otros fenómenos paralelos tan negativos y catastróficos como la Internacional, la Comuna, la Mano Negra o Pío IX cautivo de la Italia Unida. Se crea el mito de la interpretación negativa de le revolución como la gran catástrofe que destruyó el viejo orden y la hegemonía de la Iglesia, se elabora el lugar común del horror por lo revolucionario. En 1889 se acuña otro mito sustitutorio, el XIII Centenario de la Unidad Católica de España (conversión de Recaredo), que se enfrenta al I Centenario de la Revolución en una maniquea y xenófoba contraposición entre lo extranjerizanteherético y lo nacional-ortodoxo, condenando el volterianismo, la francmasonería y el regalismo de las conmemoraciones revolucionarias y exaltando el catolicismo nacional. Sobresale así lo religioso como elemento integrante imprescindible en la composición de la nación española, según todas las historias que circulan en los ámbitos conservadores, como la de Manuel Merry Colom, que se inspira en el providencialismo y en la tradición del P. Mariana, del P. Flórez o de Balmes y que explica cómo España se conforma como Nación por la voluntad explícita de Dios y no por ningún pactismo rousseauniano. Esta nación comienza su decadencia justamente con la entrada de dinastías extranjeras que se apartan de la tradición y particularmente cuando se introduce el constitucionalismo, que acarrea el indiferentismo religioso, hijo del protestantismo y del filosofismo, que trajeron la Revolución Francesa. El autor citado habla con elogio de la obra histórica que Cánovas del Castillo está dirigiendo desde la Academia de la Historia. Otro mito de esta cultura conservadora representativa de la elite dirigente de la Restauración —y seguimos aún la senda de López Cordón— es la armonía social, que descansaba en la necesaria jerarquía y desigualdad existentes en la sociedad, en la tendencia innata a un orden permanente y transcendente y en la propiedad de derecho natural. Los únicos elementos correctores de la desigualdad admisibles son el gremialismo y el corporativismo, que suponen la desconfianza del asociacionismo que no sea mixto, la negación de la lucha de clases, la primacía de la caridad y la beneficencia. En cuanto a la educación tienen también unas preferencias que suponen la subordinación del mundo de los conocimientos al orden espiritual, el argumento 281

de autoridad cuando habla la jerarquía eclesiástica, el derecho primario que a la religión asiste sobre la escuela y el derecho divino de la Iglesia a inspeccionar todo ámbito educativo, contra la enseñanza libre y laica, así como el carácter obligatorio de la enseñanza religiosa. Tan grande fue el énfasis en la escuela confesional como enorme fue su carencia en formación, publicística, experiencia e interés pedagógicos. En los hábitos culturales conservadores se inculcaba la desconfianza hacia lo nuevo y la preferencia por lo tradicional, la tendencia a menospreciar a los políticos y parlamentarios, la sospecha ante la ciencia y los avances técnicos con la condena implícita del positivismo y el racionalismo. El conflicto entre fe y ciencia que planteó el evolucionismo hizo proyectar sombras sobre algunas disciplinas como la prehistoria o la sociología vinculada al positivismo y condujo a condenar el naturalismo materialista que invadía las artes, la ilimitada libertad de prensa, la procacidad de la imagen inmoral, para acabar calificando de morralla indecente el género chico, de prostitución moral los bailes públicos, incluso el vals o el flamenco. A la postre se construye una visión maniquea entre el pasado y el presente, siempre a favor de aquél. Ensalzan el mundo rural como el transmisor de los genuinos valores en contraposición con el denostado mundo urbano donde se disuelven la mayoría de los ideales heredados de la tradición, añoran el ambiente agrario donde se conservaban las ortodoxas relaciones laborales entre amo y criado y recelan del contexto industrial que ha venido a envenenar las relaciones con la dialéctica del conflicto.

7.5.1.3. Clericalización de la sociedad española: en busca de la hegemonía perdida Si durante el Sexenio los sectores intelectuales españoles más radicales se habían enfrentado con la Iglesia para tratar de cortar sus pretensiones, tal como se estaba haciendo en la mayoría de las naciones europeas y más en especial a fin de siglo, en España a lo largo de este último cuarto, los grupos dirigentes del sistema canovista tienden más bien a ganarse el favor de la jerarquía y del bajo clero con la no disimulada intención de restar apoyos al carlismo, pero también para beneficiarse de la asimilación social conservadora que representaban. Pronto se nota el resultado de esa campaña, frenando drásticamente la pérdida de importancia relativa del clero en la sociedad sufrida en la etapa anterior. Esta recuperación de la Iglesia tiene un ritmo creciente dentro de la Restauración, con una fase previa de reacomodo entre 1876-87, en que se sientan las bases de la confesionalidad y la vuelta al Concordato de 1851, y una segunda etapa de intensísima recuperación al calor de la Ley de Asociaciones de 1887 (siempre se ha valorado el efecto liberal de esta ley sobre la asociación obrera, sin contemplar el resultado conservador mayor aún que ofreció al incremento del asociacionismo religioso). Se une a este crecimiento casi vertiginoso de las asociaciones religiosas, como se ha dicho, la entrada de congregaciones francesas expulsadas por las leyes laicas de 1880 y 1901. Los casi cien mil elementos con que cuenta el clero en 1900 significan un 1,5 por 100 de la población activa, un aumento de dos tercios con relación al 0,9 por 100 que eran en 1860. La Iglesia española es ahora más numerosa, recupera importantes cuotas de poder personal, jurídico y político en España, está copando intensamente el sector de la enseñanza secundaria y se halla muy bien representada en la primaria y la universitaria, en este último caso al menos en la filiación y adhesión de la mayoría de su 282

profesorado. Expande asimismo una acción publicística sin precedentes en progresivo aumento hasta culminar a principios de siglo, sin embargo se ha señalado con frecuencia por parte de los historiadores la baja talla intelectual de esta batería de eclesiásticos escribiendo y publicando en España en estos años, el escaso nivel del clero en general y su clamorosa ausencia en los debates intelectuales más intensos y avanzados del momento. Es una verdadera ofensiva recristianizadora la que emprende la Iglesia entonces, para tratar de frenar los influjos nefastos de los que ellos consideraron sus tres enemigos: el liberalismo, el socialismo y el anarquismo. Es muy militante ideológicamente y está encajada en una estrecha banda que va del integrismo de Nocedal al tradicionalismo de Pidal y su Unión Católica. En general la Iglesia de finales del XIX en España quiere conservar su tradicional hegemonía adscribiéndose más fervorosamente a la Quanta Cura y al Syllabus de Pío IX (donde se condenan el liberalismo, racionalismo, galicanismo, socialismo y naturalismo) que a la Rerum Novarum de León XIII; ya hemos observado en su momento las obtusas entendederas que la Iglesia ofreció en España al magisterio de este último pontífice. Da idea de esta orientación, además de la posición paternalista y confesional en la cuestión social, su estrategia de implantarse fuertemente en el centro de las ciudades burguesas, tratando de captar a las elites dirigentes y clases medias y abandonando los barrios periféricos de implantación de los inmigrantes jornaleros y obreros, que en buena medida se alejarán de su ámbito y control en un proceso de descristianización creciente. Y cuando se decide a atender a los segmentos bajos de la sociedad lo hace a la vieja usanza y se ocupa de la pobreza más convencional con el clásico tratamiento caritativo y benéfico de sabor decimonónico cuando no estamental. La sensación de las clases trabajadoras es de que la Iglesia está unida al poder y se distancia de los nuevos pobres que ahora se extraen del proletariado, de aquí el carácter anticlerical que tomarán enseguida algunos conflictos sociales. En el final de la Restauración canovista puede decirse que España ha perdido otro tren europeo, de no menores consecuencias que el de la industrialización o el de la democratización, cual es desmontar primero el mundo sacralizado mediante la secularización y alcanzar luego la reconstrucción del mundo autónomo a través de la conquista del laicismo. No sólo no se ha alcanzado este último objetivo logrado ya por otros países europeos, sino que se ha avanzado poco en el proceso previo de secularización, diríamos incluso que aún no se ha conseguido la previa desacralización de la mayoría de las estructuras políticas, sociales, ideológicas de España en esos momentos. La pervivencia de mentalidades, comportamientos, incluso instituciones heredadas del Antiguo Régimen eran demasiado abundantes en la España de entresiglos y provocan brotes de anticlericalismo en los movimientos sociales y políticos y en las corrientes culturales y literarias (Lerroux, Blasco Ibáñez, Electra de Galdós) contra un clero que era considerado como inculto, entrometido y combativo. El proceso de secularización en la cultura disidente avanzó despacio y a veces torpemente, se reinventaron nomenclaturas y calendarios laicos de la vieja revolución, proliferaron asociaciones denominadas Germinal y superaron el viejo santoral a la hora de Poner nombre a sus hijos, tanto que la frecuente elección de nombres como Libertad o Aurora provocaron resistencias en el registro civil. Torpemente hemos dicho Porque esta reacción contra el clericalismo adquiere rasgos excesivos entre los anarquistas y los republicanos radicales, que promueven actitudes y manifestaciones abiertamente viscerales y violentas. El anticlericalismo, probablemente un fenómeno más inducido por clases medias radicales que nacido espontáneamente del pueblo,

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no dejaba de significar una etapa inmadura de la primera fase desacralizadora que aún no ha alcanzado la meta final laicista, un comportamiento casi tan arcaico como el clericalismo, es decir, se alejaba de la meta racional de la separación y correcta relación de ambos mundos como autónomos, de aquí que se haya interpretado como una manifestación de religiosidad invertida, tal como expresa el dicho popular de que los españoles van corriendo siempre detrás de los curas con un enhiesto estandarte, ya sea una vela, ya sea un palo. Hasta la década de los 90, la implantación masiva de este catolicismo tradicional gozaba de relativa tranquilidad en la mayoría de las regiones españolas, salvo los pequeños y aislados brotes del radicalismo republicano. Es ya en esta últiLa Cruz, revista religiosa que apareció en 1852. ma década cuando la tensión crece por la dialéctica entre las dos ofensivas militantes de neosacralización y anticlericalismo. Este conflicto no tuvo la misma incidencia y resultado en todo el territorio, fueron notorios los casos de anticlericalismo en zonas como Andalucía, incluso rural, donde la implantación de la Iglesia era menos intensa, o en Cataluña, donde los avances del laicismo intelectual y social pudo desarrollarse más. Pero la reconquista (clara referencia al periodo medieval cristiano) sacralizadora avanzaba en la España interior, el paso de siglo para la mayoría del campesinado español en las dos Castillas, el País Vasco, Galicia y zonas de Levante se produjo en un ambiente clerical y sacralizado similar a los anteriores tránsitos de centuria.

7.5.1.4. La educación: el desdén oficial sobre una España analfabeta El año mítico para el cambio de la educación en España es 1900 y se ha solido escoger como acto ejemplificador la creación del Ministerio de Instrucción Pública en esa fecha. El porcentaje de analfabetos con respecto al total de la población española no logra rebajarse sino en ocho puntos porcentuales entre el 72 por 100 de 1877 y el 64 de 1900 (81 y 71 respectivamente si nos referimos a mujeres). Se ha cartografiado la alfabetización española durante la Restauración (1887) en una zona alta (mas del 50 por 100) en el País Vasco, Navarra, Asturias, León, Castilla la Vieja, Madrid y Barcelona, otra intermedia (entre el 40 y el 25 por 100 de alfabetizados) que incluye Galicia, Cataluña, Aragón, la submeseta inferior y la Baja Andalucía y por fin la baja formación del arco mediterráneo levantino (Murcia, Málaga, Granada, Castellón, Almería, Valencia, Alicante y Baleares) donde apenas saben leer y escribir entre el 25 y

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el 15 por 100 de la población. Son ya sabidos los agravios comparativos que afectan a la mujer, al tramo de edad entre 35-65 años y al mundo rural, que eleva esas medias un 10 por 100 como mínimo. En cuanto a la escolarización, los niveles eran muy bajos, con apenas 28.000 escuelas y 33.000 maestros en el país, en 1885 se matricularon en primaria un millón y tres cuartos de alumnos, de los que no asisten medio millón, es decir, que se hallan efectivamente escolarizados sólo un tercio de los niños y niñas entre 5 y 15 años. Esta enseñanza había sido abandonada en manos de los Ayuntamientos y de los caciques locales, de forma que la penosa imagen del maestro, desprestigiada, mal pagada e inculta fue el objeto de críticas y sátiras de los regeneracionistas. Macías Picavea hace descripciones muy expresivas sobre este particular, de forma que a fin de siglo encuentra en España las escuelas como cuadras destartaladas a las que asisten los alumnos muy irregularmente. La enseñanza secundaria no tenía mejores perspectivas. Según la Ley Moyano, debía haber un instituto en cada capital de provincia y dos en Madrid, financiados por las Diputaciones Provinciales; de hecho había 59 en el país en 1900, pero frente a ellos existían 504 colegios privados en manos de órdenes religiosas. Entre todos los establecimientos, desprovistos de medios, de programas y de dignos profesores, sólo logran escolarizar a 28.000 alumnos y apenas 5.000 españoles obtienen por entonces el título de bachiller al año. En el nivel más alto, los diez distritos universitarios apenas consiguen acoger a 17.000 alumnos, en unas instalaciones deterioradas, con una enseñanza anquilosada, cuyo deterioro empuja a la formación de la ILE, sólo algunos grupos de especial prestigio se salvan, como el de Oviedo. Los defectos comunes de la universidad entonces eran la falta de financiación y de autonomía, amén de una enseñanza esclerotizada, tradicional e inadaptada a las necesidades de un país que está desarrollando el segundo ciclo de su desarrollo técnico y capitalista. Hasta 1900, de la mano de García Alix y Romanones en el nuevo Ministerio, no se produce una reforma educativa, una mejora del salario de los profesores y una legislación y dotación de recursos imprescindibles. Es decir, la primera Restauración, cuando no lo reprimió, abandonó el mundo de la educación.

7.5.1.5. La prensa: unas modestas comunicaciones en busca de la difícil libertad En la primera parte de la Restauración, la prensa y la opinión pública no sirven tanto para conseguir votos, que se obtienen por otros métodos más expeditivos, cuanto para formar y cohesionar el prestigio de las elites políticas y promocionar los intereses de los caciques y las elites económicas. Además de esta razón de fondo que explica un cierto estancamiento del sector, subyace en el periodo una política expresamente restrictiva de la libertad de opinión y de prensa. Durante los primeros años, como se sabe, la prensa estuvo sometida a estricto régimen de censura, y rodeada de intocables temas tabú. Es verdad que la Ley de 1883, dedicada a regular los periódicos que eran los considerados como peligrosos y olvidada de los libros que, a su juicio, no presentaban dificultades, en teoría consigue introducir la actividad periodística en el marco de la normalidad y libertad del derecho común. Pero más allá de esta ficticia libertad, la ley fue suspendida repetidamente y se restringió con demasiada asiduidad, sobre todo por imperativos militaristas, de forma que se colocaba la prensa fuera del derecho común en los momentos más decisivos. Fueron tantos los temas limitados en su tratamiento, la seguridad del Estado, el regionalismo, la monarquía, 285

el anarquismo, la unidad nacional, que sólo muy restrictivamente podemos hablar de un régimen de libertad. Hasta 1900 puede decirse que la libertad de prensa en España fue muy imperfecta y estuvo seriamente amenazada. Sin embargo, en los aspectos económicos y fiscales de franquicias y proteccionismo, las ventajas y el tratamiento permisivo del Estado fueron muy notables. Las mejoras de comunicación, de edición y de distribución de la prensa son modestas en este último cuarto de siglo, el gran cambio de estos aspectos se producirá en torno al año 1900. La relación entre la prensa periódica y la sociedad lectora crece lentamente estos años, había una publicación por cada 4.400 habitantes alfabetizados en 1887 y será ya por cada 3.900 en 1900. Pero la prensa de la Restauración tiene ciertos rasgos aún decimonónicos, es mayoritariamente política, predominio que no cede hasta después de 1900, y estaban a la orden del día, según han descrito el panorama los especialistas, el ambiente bohemio de los periodistas, sus costumbres pintorescas, el acoholismo, la venalidad de ciertos periódicos y la piratería. La prensa diaria hasta 1900 no estará dominada por lo que se ha llamado la gran empresa y capital, como sucederá después. Tampoco se ha producido antes de 1900 el otro gran motor de la prensa del siglo XX que constituirá el movimiento obrero como editor. Y por lo que se refiere a las publicaciones y su difusión, en los últimos quince años del siglo se crean en España sólo 12 bibliotecas, menos que en los primeros cuatro años de la nueva centuria. A la postre, no estamos ante un sector que fuera objeto de la promoción, sino más bien de control por parte del régimen.

7.5.1.6. El pensamiento oficial: el positivismo y la historia También el pensamiento parece encontrarse en una disyuntiva semejante, entre una tendencia dominante positivista y darwiniana y otra posición más crítica que genera al final la corriente de intelectuales enfrentados al poder. Veamos primero de este lado el positivismo, con su invocación del documento y del hecho y su grandiosa interpretación de la historia universal, un saber para actuar, movido por el interés por lo concreto y lo experimental, define la cultura de aquellos grupos de dirigentes del sistema y sus aledaños según las ideas recibidas del exterior. Se complementa este positivismo con el darwinismo que aporta explicaciones histórico-biológicas, en la línea del naturalismo de Zola, que lo explica todo por el medio ambiente geográfico y climático o por la herencia biológica. La mayoría de las elites políticas y económicas, aunque en su interior eran profundamente católicas, se veían casi obligadas a ser positivistas —como escribe Valverde— debían tener una idea del hombre abierta por arriba a la trascendencia moral y religiosa y cerrada por abajo, por medio de un darwinismo social que explicaba perfectamente el papel de la clase superior y la razón de su existencia, la superioridad de su capacidad y la victoria en su lucha por la vida. Su catolicismo sólo empujó a un grupo minoritario al catolicismo social de León XIII, pero a la mayoría se les quedó en un espiritualismo positivista, un elegante y efímero regeneracionismo, sin compromiso ninguno, que no afectaba en nada a su vida ni a la sociedad. Entre los positivistas de la cultura oficial del momento destaca Marcelino Menéndez Pelayo, formado en la escuela del sentido común de la Universidad de Barcelona. Un católico intransigente, que evolucionó del tardío romanticismo al moderado realismo con un cambio de dirección al final de siglo, abandonando el ardor de 286

su polémica y la rigidez de sus juicios. Un hombre erudito, que escribió de casi todo, pero del que tal vez no sea lo más importante su obra, sino el uso que de él se haría después, como el símbolo y líder de una cultura patriótica y reaccionaria. Según R. Carr, defendió con altura una forma de patriotismo que identificaba España con la defensa del catolicismo. Su Historia de los Heterodoxos Españoles de los años 80 está movida por un verdadero afán pesquisidor y delator de errores en la historia de España, que hace desfilar por este infierno dantesco a la mayoría de los intelectuales más originales y creativos de la historia española, por el contrario eleva a la categoría de genios universales a muchos filósofos españoles mediocres o de segunda fila. Es director de la Biblioteca Nacional en 1898 y senador vitalicio con el favor de la regente, pero a partir de aquí, a medida que deja de ser «el heraldo de la catolicidad militante» que era antes, comienza a perder autoridad en los círculos intelectuales conservadores. Se convirtió, añade Carr, en el héroe del catolicismo de derechas, reverenciado como un gigante intelectual, cuando no era más que un erudito con una gran dote para los escritos polémicos. Este positivismo oficial refuerza una interpretación negativa de la historia, si el romanticismo había exaltado los esplendores del imperio, el positivismo ahondará en su decadencia. De esta constatación se extraerán conclusiones políticas, desde el canto a la Monarquía como basamento de una constitución histórica que sostiene el mismo Cánovas y su Historia de España adoptando una perspectiva conservadora y católica, hasta la concepción de su sistema como una prosecución de la continuidad histórica, saltando por encima de injerencias extranjerizantes y de abstracciones radical-liberales como la soberanía y la concepción del Estado como un plebiscito de todos los días.

7.5.2. Las culturas disidentes donde germinó la edad de plata 7.5.2.1. El krausismo: un motor de armonización y reforma El filósofo alemán Krause (1781-1832) creó un sistema filosófico que él mismo definió como un racionalismo armónico, pero que participaba de un cierto panteísmo idealista. Inspirado en dicho filósofo alemán, el krausismo español es un sistema de filosofía social, profesado por varios filósofos y profesores españoles, que aspira a la modernización de España por medio de unas minorías intelectuales. Su introductor fue Julián Sanz del Río (1814-1869), alumno de seguidores de Krause en Heidelberg, catedrático de filosofía de la Universidad de Madrid, editor en 1860 del Ideal de la Humanidad para la vida, que adapta al español el libro Ideal de la Humanidad de Krause. Posteriormente elaboraron el krausismo en España, en clave menos especulativa y más pedagógica, Francisco Giner de los Ríos, junto con otros discípulos del introductor, como Fernando de Castro, Canalejas, Salmerón y Gumersindo de Azcárate, seguidores de un republicanismo laico, reformista y relativamente conservador, pero incluidos todos en la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo. Más que una elaboración propiamente filosófica, tratan de conseguir, de acuerdo con el entonces desconocido filósofo alemán, una integración armónica del individuo con el todo social, para ello lo enmarcan en un contexto histórico y lo someten a un conjunto de normas que unas veces proceden de la costumbre, otras nacen del individuo, pero siempre remiten al Estado. En definitiva, quieren dar una respuesta

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integral a los complejos problemas que la sociedad española presentaba en la última parte del siglo XIX, en su aspectos político, cultural, social o religioso. Se inspira en las corrientes culturales europeas del racionalismo y del liberalismo y se enfrenta al pensamiento tradicional español. Su meta consiste en la armonía social que supere todos los conflictos colectivos o individuales y propugne el entendimiento entre Estado y sociedad civil, todo se debe articular en una perspectiva integradora, de forma que la ley sea encauzamiento, educación y no coerción, así entienden la función del Estado y la política como básicamente pedagógica. Trata de implantar en la sociedad española el principio de la razón, la reforma ética del individuo y un espíritu optimista que conduzcan a una regeneración política del país; el instrumento que permitirá alcanzar todos esos objetivos será la educación, particularmente abogan por la descentralización administrativa y la libertad de cátedra en la Universidad. La corriente que estuvo activa durante el Sexenio democrático y toda la primera parte de la Restauración y remitió a fin de siglo, constituyó el caldo de cultivo en el que nació la Institución Libre de Enseñanza y buena parte de las corrientes reformistas sociales y educativas que circularon por la sociedad española en estos años.

7.5.2.2. La Institución Libre de Enseñanza: un proyecto elitista para el pueblo El nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza no se entendería si no es a partir de la frustración de la legislación liberal sobre el nivel medio y superior de enseñanza, diseñada por Moyano en 1857. Este modelo cosechó un estrepitoso fracaso particularmente en la segunda enseñanza, que resultó materialmente deprimida e ineficaz entre 1863-1900 e incapaz de responder a la demanda del país; asimismo provocó en la Universidad española una situación francamente deprimente por la esclerosis de sus contenidos, aferrados a los viejos planes tradicionales y a la mentalidad escolástica y neotomista de sus profesores y por el férreo control que sobre ella ejercían los dos poderes más capaces de hacerlo en la época, el poder político y el religioso. Para salir de ese aire enrarecido y poder respirar en mayor libertad, el grupo de catedráticos despedidos deciden organizar una institución que paralelamente a la Universidad pudiera dar cauce a sus principios de libertad de enseñanza. Debe ser invocada aquí para la correcta explicación de su nacimiento toda la corriente de renovación del pensamiento español durante el Sexenio revolucionario y las posibilidades e incentivos de abrirse a Europa que tuvieron entonces los intelectuales en general. Junto a estos extremos ha de consignarse asimismo el viejo tic del liberalismo doctrinario español proclive siempre a mediatizar la educación para su proyecto político y tratar de utilizar desde el poder este sector como un importante elemento de legitimación y control. Antes y después del Sexenio democrático, la educación pasa a primer plano precisamente cuando el liberalismo doctrinario exagera su control hasta llegar al conflicto y produce lo que se conoce con el nombre de la primera (1865) y segunda (1875) cuestión universitaria; en el contexto y como de esta segunda represión nació la ILE. Esta Institución pedagógica fue fundada concretamente en 1876 por Francisco Giner de los Ríos, como reacción ante la segunda cuestión universitaria citada y la expulsión que el ministro Orovio lleva a cabo contra varios catedráticos krausistas (Gumersindo de Azcárate, Joaquín Costa, Laureano Figuerola, Nicolás Salmerón, Euge-

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nio Montero Ríos), por negarse a jurar fidelidad a la ortodoxia religiosa y política en el marco universitario oficial. La coerción ministerial afectó al mismo Giner, que quiso solidarizarse con los expulsos, al que luego se le unirían personajes como Juan Valera, Pi i Margall, Echegaray, Ramón María de Labra, Rafael Altamira, Ramón y Cajal, la mayoría discípulos de Julián Sanz del Río. Nacida originariamente de este grupo krausista, se incorporan a ella después la mayoría de las ideologías presentes en el seno de las elites intelectuales de izquierda que quedan marginadas en la Restauración. Estuvo dirigida primero por Giner de los Ríos y luego por Bartolomé Cossío, el historiador del arte que por estos años redescubrió al Greco. Se concibió en los principios como una Universidad Libre para conseguir el ideal de una educación no oficial ni dogmática y la formación en esos principios de la elite necesaria para modernizar España, pero al no conseguir este objetivo inicial pasó a dedicarse a la enseñanza primaria y secundaria. Según Carr, hasta que el reformismo burgués y optimista fue superado por el socialismo, la Institución representó el intento más serio y coherente de crear las condiciones intelectuales previas de una democracia liberal. Los avatares de su evolución pueden ritmarse en cuatro fases, tres de las cuales se inscriben dentro de nuestro periodo. Desde 1876 a 1881 vive el momento de su creación, con dedicación a la enseñanza primaria, en la que Cossío incorpora en 1878 métodos pedagógicos importados de Bruselas y Londres basados en la intuición, el movimiento continuo, los trabajos, excursiones y prácticas personales. Conectan este primer nivel con el secundario, dando una continuidad al proceso educativo, y crean un centro privado de este grado (vinculado al instituto de San Isidro, con lecciones de Larra, Zárate o Gamazo) para dar satisfacción a la demanda de enseñanza libre de un importante sector de la sociedad española. Completan ese ciclo formativo continuo con otra iniciativa universitaria privada en 1878, impulsada por Figuerola durante dos cursos, luego abandonada por hallarse obligada a repetir los esquemas oficiales. Culmina así una especie de prehistoria o primera etapa de la institución, dedicada a experimentar innovaciones educativas, impregnada por el krausismo y aglutinada por la represión conservadora. Entre 1881 y 1898 vive un segundo momento de consolidación institucional, iniciado en el marco más permisivo de Sagasta, cuando sus protagonistas recuperan sus cátedras y obtienen con ello mayor capacidad de expansión y de difusión de su mensaje en la sociedad española; en estos años extiende y concentra su acción en el mundo universitario por medio del programa de Extensión Universitaria que luego será dirigido por Altamira desde 1902. El tercer periodo que va de 1898 a 1907 registra una intensa actividad pública de la Institución, participando muy enérgicamente en el movimiento y los debates del regeneracionismo en España, es una etapa más inclinada a la presencia intelectual que propiamente institucional. Y finalmente, entre 1907-36, ya fuera de nuestro ámbito, la ILE culmina su acción expandiéndose en múltiples actividades y sobre todo instituciones nuevas, entre las que destacan la Junta de Ampliación de Estudios presidida por Ramón y Cajal en 1907 pensada para enviar a los estudiantes españoles al extranjero, la Residencia de Estudiantes en 1910 que buscaba el contacto directo entre profesores y alumnos, la Residencia de Señoritas, la Asociación para la Instrucción de Mujeres, o el Instituto Escuela, que pretendían la implicación y captación de casi todos los grupos de intelectuales y escritores progresistas del país. Ha sido una institución cuya historia se ha debatido entre la hagiografía sentimental y la detracción política, de forma que sólo recientemente ha podido ser conocida con ecuanimidad. El balance es especialmente atractivo en su aportación in-

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telectual y más particularmente en el terreno educativo, de forma que puede decirse que pretende y consigue insertar a ciertas elites disidentes del país en la cultura moderna europea, tal vez su mayor originalidad radique en la búsqueda de esta renovación integral del país a través de la pedagogía, algo que, por otra parte, tenía una amplia tradición en España desde el espíritu ilustrado del siglo XVIII. La Institución para ello organizó una serie de instrumentos docentes primarios, secundarios y universitarios, con mayor énfasis en el nivel superior, aunque fue tal vez el estadio en que menos metas alcanzó. Se proclamaba ajena a toda religión, filosofía y política, pero de hecho profesó un laicismo moderado y una posición defensiva frente a la religión en política practicó un pluralismo siempre inclinado sin embargo al progresismo, republicanismo, incluso socialismo, y filosóficamente optó por el krausismo como nervio inspirador. Sus conquistas pedagógicas fueron muy llamativas en el contexto de verdadera penuria española, al recoger las mejores tradiciones europeas, desde Pestalozzi, a innovaciones belgas e inglesas, conformando un proyecto pedagógico que va en busca del hombre armónico, integralmente desarrollado, intuitivo, educado más que instruido, más hombre que sabio, con buena formación física, estética y social. Nunca disfrutó de un elevado nivel de recursos, a pesar de estar nutrida de una clase social relativamente dotada de medios. Se ha hablado de dos instituciones, una material y otra difusa, a la hora de calibrar sus efectos, porque tuvo una gran influencia en la cultura española de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, reforzando un espíritu de libertad de ciencia y conciencia, de tolerancia, de secularización y de europeización de España. Si de la material hemos hablado más arriba, ahora podemos describir la Institución Libre de Enseñanza de carácter difuso como la extensión entre ciertas elites españolas de una cultura y mentalidad basadas en esa concepción integral de la sociedad, del hombre y de la educación ya mencionada. En efecto, es característico el rasgo de integral, a veces no totalmente exento de cierto sabor organicista, que la inclinan a extender la acción educativa desde el manicomio al presidio, que la empuja a ocuparse de la educación normal y de los marginados, que incluye en su proyecto educativo en pie de igualdad a la mujer, que se ocupa de atender asimismo la formación obrera, escuela de institutrices, extensión de la cultura popular y democrática. Es también integral porque implica los recursos de ocio y fiesta en la educación, la extensión del teatro, la divulgación, la medicina preventiva, la formación profesional, y abarca igualmente el mundo de la investigación, el postgrado y las becas en el extranjero. Asimismo trata de superar los viejos colegios por medio de las residencias como medios formativos de encuentro de jóvenes y maduros, de alumnos y profesores, de producción de ciencia, cultura y arte. Integración que no sólo se muestra en este amplio abanico de actividades externas, sino en la coeducación de sexos, en la promoción de profesiones femeninas, en la mezcla de generaciones, en la combinación del mundo de las ciencias, las letras y las artes, en la relación y enriquecimiento de la ciencia española con la extranjera, en el afán por hacer llegar estos recursos a la España rural que estaba orillada, en la integración de acto educativo y observación directa de la naturaleza, en la recuperación de la formación física, del deporte y de la dimensión manual del hombre, en la música y el teatro, en la mezcla de la teoría y la práctica por medio de abundantes visitas a laboratorios, museos y monumentos. A esto, y no a la cultura oficial canovista, es a lo que puede denominarse con rigor una propuesta de armonización e integración para solucionar los graves problemas de aquella sociedad fragmentada y desintegrada.

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7.5.2.3. El pensamiento: del saber positivista establecido al divorcio de los intelectuales Al final del periodo se evoluciona hacia un divorcio entre el saber y el poder con la aparición de los intelectuales, máximo exponente de la rebelión de las elites. Con ellos entra una nueva jerarquía de valores que viene a romper definitivamente una artificial alianza entre el poder y el saber; hasta los años 80 los políticos presidían las instituciones científicas y culturales del país, desde el nacimiento de los intelectuales y el regeneracionismo exterior al sistema en las postrimerías del XIX éstos se distancian de los políticos. Detestan estos nuevos intelectuales las viejas figuras históricas envueltas en alabanzas imperiales, ampulosas y engreídas (el Quijote, el Cid) y buscan las raíces históricas de las grandes carencias (Costa en el colectivismo agrario, Unamuno en el casticismo), que coincide con los primeros estudios rigurosos del medievalismo de Menéndez Pidal, o de la gramática histórica. Critican el caciquismo, denuncian el liberalismo doctrinario que lo sustenta y lo desprecian por lo que tiene de ficción política, de vacua retórica y de insinceridad social. Proponen que aquí dentro se busquen unos recursos, unos hombres, unas ideas más realistas y adaptadas a las necesidades del país, capaces de aunar y poner en funcionamiento todas las energías de la sociedad. En lugar de un doctrinarismo abstracto y francés importado, todos se aplican a explorar la realidad española (sociólogos, historiadores, científicos, técnicos) y a formular con esa exploración un programa nacional de regeneración popular, desde abajo, que transforme todo el país. En ningún caso se trata de un aislamiento, España necesita europeizarse —dicen—, aprender de los países de su entorno y traducir obras de científicos extranjeros, de entonces son las versiones en España de Darwin, Goethe, Heine, Koprotkin, Spencer, Taine, Turgeniev, Nietzsche, Schopenhauer, George, Marx, Freud o Fichte.

7.5.2.4. La crisis del positivismo, una nueva visión de la historia y el debate sobre España Asistimos desde los 90 a una verdadera catástrofe del positivismo en toda Europa, y paralelamente a la construcción del paradigma antipositivista, más vitalista, naturalista y organicista, que ha de sustituirlo. De este derrumbe se hacen eco de forma importante las elites disidentes que se revuelven contra la interpretación anterior de la ciencia, de la historia, de la sociedad o de la política. Se registra una pérdida de la fe absoluta en la razón humana como única vía de adquisición del conocimiento, quedará suplantada luego por la fe relativa en todo el hombre, que es más que razón, de manera que la intuición o la revelación se presentan como otras vías más válidas. Se extiende una visión intimista del mundo, contemplado desde el propio yo, que salta por encima del positivismo para reencontrarse con el romanticismo desde una perspectiva ahora más vitalista. Se produce la urgencia del intelectual por dirigirse y acercarse al pueblo, y al propio tiempo alejarse del poder. Villacorta lo ha definido como una rara mezcla de legitimar las intuiciones geniales e individuales de la elite con la referencia a un inconsciente colectivo que había de refrendarlo. También Mayer señala esta rebelión contra el cientifismo y la mentalidad positivista como un ras-

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go característico del momento. Pérdida de fe en un progreso indefectible que la filosofía positivista confiaba a la experimentación de los fenómenos naturales y abandono de la esperanza en el desarrollo ilimitado de la ciencia. Sucede lo mismo en filosofía donde se pasa del positivismo a Nietzsche y a Shopenhauer, y surge también una nueva estética literaria en esta dirección, que relega a la anterior naturalista y positivista, de corte francés, para implantar otros valores de cariz vitalista, más anglosajona, germánica e incluso rusa, que subraya la voluntad nietzcheana de poder, el individualismo de Ibsen, la religión de la piedad tolstoiana, o los análisis intimistas de Dostoyesvski, como ha señalado Mainer. Estéticamente, Calvo Serraller ha concretado el viraje del blanco al negro, del sur luminoso y castizo al norte brumoso, oscuro e intimista, cuando se insiste morbosamente en la España negra y se recupera de forma sorprendente el desconocido Greco como expresión de este nuevo espiritualismo. Se produce en los artistas una inclinación a los análisis sicológicos, interiores, aparecen como protagonistas los sentimientos frente al determinismo biológico y social del positivismo. Una conclusión contraria a la que extrajeron los historiadores adictos al sistema proporciona la visión de Rafael Altamira que insiste en la necesidad de rebasar el nivel oficial de la historia y explorar las posibilidades que en ella puede hallar la sociedad civil para superar el estancamiento estatal. En el mismo trance antipositivista, las elites intelectuales también se rebelan contra la concepción anterior de la historia y se sirven de la nueva idea de historia como de un arma combativa contra el régimen. Inventan un inédito sentido de la historia, muy superior a la idea positivista y racional del pasado, una idea mas subjetiva y emocional vinculada con el presente y, sobre todo, cambian el sentido del tiempo y el valor del sujeto en la historia. En cuanto al tiempo, su valor histórico es comprendido no tanto en sí mismo, en su objetividad cronológica, como hacían los positivistas, cuanto en su interacción con el presente, así se entrelazan la evolución y la historia, el individuo y la colectividad, el órgano vivo y la sociedad. De ahí que busquen en el pasado el eterno presente, como sucede con el presente total intrahistórico de Unamuno. Y por lo que atañe al sujeto, en el análisis histórico se pasa de la constatación de los hechos a la reaparición del actor, del pueblo, ya sea de las grandes personalidades o de las individualidades colectivas, como la nación, o la irracionalidad del comportamiento de las masas. En el contexto de la crisis de hegemonía cultural que significa la transición intersecular en general y el 98 en particular surge un debate sobre España misma, que se compara con los demás países y se encuentra atrasada en la mayoría de las disciplinas, ciencia, religión, arte, filosofía, planteando así lo que denominaron como el problema de España. Para su solución se apuntaron múltiples vías. Unos, los aferrados al positivismo de la historia, se encierran en el interior y el pasado del país, creen que difícilmente podrá rehacerse éste si previamente no se encuentra a sí mismo, su identidad y su ser, si no reconoce su propio modelo escrito en su historia y su tradición. Muchas veces se practicó esta vía para complacerse en el culto a una grandeza pasada, o para tratar de buscar en la historia la fuente de las peculiaridades y defectos, o sencillamente para proponer una vía de recuperación propia a la española, dirección en la que apuntó Vázquez de Mella; de esta corriente tradicional, endógena e histórica no estaba muy alejado el propio Cánovas como historiador y como político, aunque no perteneciera explícitamente a ella. Los otros intelectuales, más inclinados a apoyarse en el exterior y el futuro, piensan que se había de buscar modelo en esa Europa que le sirve de punto de comparación y recoger los objetivos que en otras partes han sido cumplidos con lo que se llenarían sus carencias. Joaquín Costa, objeto de nuestra atención

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en otro epígrafe, después de comparar a España con Europa, protestó contra la oligarquía y el caciquismo en nombre de las clases neutras, se revolvió contra la elite que llamó el gobierno de los peores y contra el Estado y el parlamentarismo de la Restauración. Se ha dicho que su actitud promueve en el fondo un nacionalismo español, porque ataca todos los elementos disgregadores que dispersan la colectividad e insiste en los factores de cohesión (pueblo, raza, nación) y en el peso de la historia. En todo caso lo que se produce en España es un debate consigo misma, sobre su historia, su presente y su futuro, se replantean sus relaciones con las otras naciones y también la forma de articularse en su interior sus diferentes grupos sociales entre sí y con el poder. Este debate, que en España se percibe como propio y exclusivo, formaba parte de una crisis más amplia que abarcaba a toda Europa en el momento intersecular, una corriente crítica que, como hemos visto, fustiga las conquistas de la revolución liberal como son el racionalismo, el positivismo, el orden burgués o el prosaísmo estético.

7.5.2.5. La distancia entre el saber y el poder: los intelectuales como sacerdotes y la ciencia como instrumento regenerador En conexión con una tradición española que viene de la Ilustración, y con ciertos fenómenos conocidos del exterior, se produce también en España en este contexto crítico intersecular la creación del mito del intelectual como el salvador de España. Es otra manifestación más de la rebelión de las elites alejadas de la hegemonía que ven en el intelectual un medio de castigo permanente del poder y una fuente de alternativas al mismo. Este intelectual ha de sustituir al antiguo papel del clero que ha sido su antónimo hasta ahora. Para muchos de los críticos interseculares el clero ha secuestrado la cultura y la ciencia con el oscurantismo, ha hurtado al pueblo la posibilidad de redención por este camino, ha obstruido el progreso. Villacorta ha relacionado el anticlericalismo con este hecho y ha señalado cómo incluso el clero es presentado no sólo como el contrario al intelectual, sino como el adversario del pueblo, como la versión antinatural de la vida social, sexual y económica de la gente común, con lo que ha perdido su carácter de sacerdote, de salvador, de puente entre la redención y el pueblo. Se produce paralelamente una desacralización anticlerical del sacerdocio y una sacralización cuasisacerdotal del intelectual, éste es el que mejor reencarna, para ellos, esta figura del sacerdocio, se presenta como un salvador que aproxima la ciencia al pueblo, el que representa el modelo natural y honesto de vida para la gente común en su vida social, afectiva o material. Se erigen así los intelectuales en unos verdaderos santos laicos, lúcidos y austeros, capaces de liderar ahora la sociedad, demasiado conscientes de su liderazgo. Un arma, pues, extraordinariamente útil para los objetivos de cambio de hegemonía de la elite rebelde. Este término de intelectual, como sinónimo de pensador crítico y renovador de la situación presente, nace en el último lustro del siglo, parece que incluso antes o coetáneamente que en Francia. El caso Dreyfus francés tiene también su correlato en España en el proceso de Montjuïc, tras el atentado anarquista contra la procesión del Corpus en 1896, que tuvo cierta importancia en el despertar intelectual de España. Un grupo de intelectuales reflexionó aquí sobre cómo salir de aquel atolladero de los años 90 por caminos que no fueran sólo los ideales educativos de los krausistas, pero lo hicieron antes del Desastre o al tiempo que sucedía el Desastre, no después y sólo por él, como se dice muchas veces. 293

Desde este momento se ponen en acción Rafael Altamira, Joaquín Costa, Pedro Dorado, Miguel de Unamuno, Ramón y Cajal, que conciben unas reuniones en el Ateneo de Madrid para poder llevar adelante alguna acción común y encuentran en este espacio cultural, cantera de elites y centro de debate político, un poderoso altavoz de difusión e influencia; en esta misma línea están escribiendo a fin de siglo también Maeztu, Azorín, Baroja, Ganivet o Senador. El literato, el escritor, el periodista o el artista se creen obligados a intervenir en la vida pública en nombre de una autoridad nueva, es el intelectual, que se siente con una misión de denunciar errores y proponer soluciones, pero en ningún momento se cree obligado a asumir el poder Es entonces cuando se usa en España la palabra intelectual, un personaje que Azorín pinta tan alejado del pueblo como éste lo estaba de la crisis cuando, sin inmutarse, se divierte en una corrida después de oír la noticia de la derrota de Cuba. Parece que en estos hombres existe una especial sintonía y afán por conectar con el compromiso de los ilustres románticos de hacía setenta años que apostaron por la quiebra del Antiguo Régimen y la implantación de la democracia, como lo demuestran al hacer un homenaje a José de Larra en 1901 y oponerse a su vez al Nobel de Echegaray en 1904. Sintonizan con los individuos más o menos aislados de la generación de 1835, pero actúan de forma diferente, se convierten ahora, según Carlos Serrano, en grupos aunados en torno a una revista, un centro y que además se atreven a criticar y exigir abiertamente al poder. La vieja primacía del abogado comenzará a ceder dentro del mundo de las profesiones intelectuales en favor de los ingenieros, los técnicos, los médicos, las profesiones del reparto de la propiedad ceden el paso a las profesiones de la producción de nueva riqueza; incluso los mismos juristas nuevos son ya especializados. Se introducen entre las disciplinas universitarias las ciencias sociales, como la sociología, crecen las Escuelas de Ingenieros, desde 1880 el ingeniero industrial comienza a desempeñar un papel más destacado, se tecnifican las enseñanzas del Ejército, los médicos dejarán de ser enseguida esos humanistas de sensibilidad social próximos a las miserias sociales, para tecnificarse y especializarse. Los ámbitos donde se mueven estos intelectuales a fines del siglo XIX siguen siendo los Ateneos y los Casinos, más que la Universidad; son instituciones a la postre que tienden a valorar más el aspecto privado y personal que el institucional, con un sentido elitista no disimulado. No vamos a hablar aquí sólo de los ejemplos señeros del Ateneo de Madrid o Barcelona y de tantas otras ciudades donde concentró lo más inquieto y abierto de la cultura y la ciencia de entonces, hay que destacar esos ámbitos de sociabilidad de los Círculos de Recreo y Casinos que se reservaba la elite de poder económico y político en casi todas las capitales de provincia. Tal vez incluso más propios de los intelectuales son los espacios de las tertulias, de los cafés, de las peñas y clubs de mil nombres y ubicaciones en las ciudades de fin de siglo donde se desarrollaba la bohemia como forma de vida intelectual. Mainer los considera como ámbitos de sociabilidad y de cultura aún de rasgos un tanto arcaicos, especialmente frecuentados por la escasa comodidad del domicilio privado, la baja consideración del intelectual en la sociedad, el predominio de una cultura oral y retórica sobre la escrita y la importancia de la presencia personal como signo de autoridad. Frente a estos intelectuales que reflexionan desde el centro de España y de alguna manera colocan a Castilla como eje de su reflexión y su propuesta, se están produciendo reflexiones desde las emergentes nacionalidades, sobre todo Cataluña (Guimerá, Almirall, Doménech i Montaner, Prat de la Riba) y País Vasco (Alzola).

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Con muchas excepciones, pues como hemos visto en ambas regiones existen versiones tradicionalistas con una gran implantación, podría decirse que estas versiones más radicales de los nacionalismos hallan otro eje de reflexión muy divergente y proponen otro proyecto de articulación diferente del Estado-Nación. Esta diversidad genera a veces reproches y mutuas acusaciones entre las elites periféricas y centrales que se echan en cara propuestas de modernización industrializadora y de descentralización que miran al futuro en oposición a un regeneracionismo centralista y vuelto a la crítica del pasado. Precisamente estas tensiones entre las diversas corrientes de intelectuales que reflexionan y proyectan el país en claves distintas dificultan que se consolide un nacionalismo español, al que aspiraban casi todos los intelectuales del 98, pero que no logran fraguar sólidamente. La mayoría de estos intelectuales entendieron que la peor fragmentación que padecía España no era la del centralismo y el regionalismo, sino que se sensibilizaron más por la ruptura social que representaba el abismo entre los políticos de la Restauración y el movimiento obrero, que únicamente se habían relacionado mediante la represión o el paternalismo. De aquí que sean ellos, con algunos núcleos republicanos, los principales impulsores de la reforma social y los que susciten el debate central en la España de entonces sobre la intervención del Estado en los asuntos sociales. Desde la propuesta de Moret de crear la Comisión de Reformas Sociales, la figura del intelectual va vinculada a la preocupación por mejorar las condiciones sociales de los trabajadores y de solucionar esa quiebra profunda entre la España política y la España social. En esta dirección de superar antagonismos van los múltiples proyectos educativos, las mediaciones de intelectuales en conflictos, la intensa actividad publicística de estos pensadores en las revistas obreras (Cossío, Clarín, Unamuno, Pérez Galdós, Adolfo Posada). No se debe deducir de aquí que todo el mundo profesional, universitario o intelectual estuviera dispuesto y sensibilizado a trabajar en pro de la cuestión social, Carlos Serrano encuentra a la mayoría de los profesores, técnicos, científicos y escritores vinculados al mundo conservador, a la Iglesia, incapaces de enfrentarse al régimen en el que creen y del que viven. Incluso aquellos que en una primera hora se unieron al proyecto de reforma social no siempre continuaron en esa lucha, salvo algunos que malvivían de unos mínimos salarios de la enseñanza y que no tenían nada que ver con las elites dirigentes del país, ni posibilidades de conectar directamente con ellas ni sus intereses. Varios autores han puesto de manifiesto cómo esta proximidad de los intelectuales a la reforma social estuvo propiciada por una primera actitud más teórica y reflexiva de los movimientos obreros y señalan que luego entre 1895-1905 el fenómeno de los intelectuales en acción se debió a otras circunstancias históricas y sociológicas nacionales y europeas, como la quiebra la hegemonía del régimen y el entredicho de su legitimidad. Sin embargo, a largo •plazo esta alianza de los intelectuales y la acción se rompió en la mayoría de los casos y se produjo un cierto regreso de los escritores y literatos críticos que se vuelven decepcionados de la acción. Esta pretensión utópica de quienes creyeron que con su saber serían capaces de dirigir un proyecto de reforma por encima de los intereses de un poder dominante fracasó porque la crisis de entresiglos no acabó con el poder establecido, que resistió bien, porque los movimientos obreros necesitaron seguir su proceso con autonomía, incluso a veces con sectarismo y extremismo, porque la sociedad española se quedó inactiva y no captó el mensaje. Algunos especialistas concluyen que frente al intelectual que quiso ser pueblo y acompañarlo en su ascenso, se impondrá el intelectual que prefirió ser elite y gobernarlo.

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7.5.3. La brillante andadura literaria que va del costumbrismo al espiritualismo La historia de las ideas en estos años va pareja con la historia de la literatura, con Unamuno, Menéndez Pelayo o el propio Giner de los Ríos. Para este primer grupo la lírica era expresión de cómo la humanidad habría de llegar a una armonía entre lo individual y lo comunitario, para las siguientes generaciones lo será la novelística. Los treinta primeros años de la Restauración podrían articularse, por lo que se refiere a la novela, en un esquema que ve sucederse las tendencias del costumbrismo, el realismo, el naturalismo y el espiritualismo. Esta secuencia tiene cierta homologación con Europa, los grandes narradores españoles de entonces (Galdós, Pardo Bazán, Clarín) guardan paralelismo con sus predecesores ingleses (Dickens) y franceses (Balzac) y con los grandes contemporáneos rusos, alemanes, portugueses o italianos; son todos ellos muy universales y cosmopolitas, frente al casticismo peculiar que presentarán los del 98. Incluso se ha señalado, en un exceso comparativo o que falla en su primer término, que, de la misma forma que Cánovas importaba ideas políticas inglesas, Galdós (que también será llamado el Balzac español) situaba a España en la comunidad europea de la novela. También aquí debemos diferenciar dos corrientes, si no contrapuestas esta vez sí francamente diversas en sus destinatarios, la novela y la poesía que se dirigía a las elites y el teatro y los espectáculos consumidos por las clases populares urbanas. En los años 70 se abandona pues el costumbrismo localista y se entra propiamente en el realismo. La transición entre ambas corrientes la llevaron a cabo Alarcón y Pereda, de mentalidad conservadora y religiosidad tradicionalista. Pero la gran figura de esta corriente es Benito Pérez Galdós, el canario que escribía desde una mentalidad krausista-liberal-republicana (fue diputado liberal cunero con Sagasta y luego diputado republicano en 1906 y 1910, incluso estuvo próximo al humanismo socialista). Tiene voluntad de convertir su obra en un documento social, su discurso de ingreso en la Academia fue sobre la sociedad como materia novelable. En su afán de retratar la sociedad, quiere abarcar todo el siglo, lo inicia desde 1804 y acaba con los Episodios Nacionales que recorren el periodo desde Trafalgar a Cánovas en cuarenta y seis volúmenes. Lo mismo le da definir el Madrid castizo perfilado en torno a dos mujeres, la plebeya Fortunata y la rica Jacinta, que dibujar el ascenso social de un prestamista de barrio a senador en Torquemada; se ha dicho de él que llegó al naturalismo, como Zola, casi sin pasar por el realismo. Tiene cierta vena anticlerical permanente, aunque va inclinándose progresivamente a lo religioso, a fines de siglo vira ya hacia el espiritualismo, influido por los novelistas rusos, que es lo mismo que su anterior realismo y naturalismo pero con una dimensión religiosa y moral, como muestran sus novelas Nazarín y Misericordia. Con el cambio de siglo se dedica más al teatro, con el ejemplo de Electra que apasionó y escandalizó al público, a pesar de ser una obra mediocre, pero que conectó con la cuestión religiosa y el anticlericalismo de la época. Tal vez la mejor novela de entonces, y probablemente de otros muchos tiempos, sea La Regenta, la definición de una pequeña ciudad y su sociedad provinciana de tipo medio alto, escrita en 1884-85 por Clarín, un agresivo periodista y catedrático de Derecho en Oviedo, cuyo krausismo inicial le llevó al positivismo y de ahí pasó al espiritualismo típico de finales de siglo. Le acompaña en el naturalismo la condesa de Pardo Bazán, que combinó la creación con la crítica literaria, cuya obra maestra, Los Pazos de Ulloa, hace un magnífico retrato del caciquismo de Galicia, aún realista, para pasar enseguida al naturalismo, y a fin de siglo, de la mano de los novelistas rusos que

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estudió, cultivar el espiritualismo, acabó como conferenciante feminista y catedrática en 1916. Juan Valera, senador conservador por Málaga y por la Universidad de Salamanca, comenzó a escribir con cincuenta años al principio de la Restauración, prolongó el costumbrismo con cierta afectación academicista centrado en relatos femeninos: Pepita Jiménez, Juanita la Larga. La mayoría de estos escritores, representativos de la Restauración, dejaron de leerse en las primeras décadas del siglo XX, y sin embargo, los que les sucedieron, de un nivel estético inferior, conservaron la audiencia en esos años. Los leídos eran Armando Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, que hacían una novela tradicional pero de más baja calidad, mientras en estos primeros años del XX, los grandes escritores del 98 apenas tienen aceptación si no es muy elitista. Los poetas de la Restauración, una etapa más bien modesta y de escaso relieve en este género literario castellano, son Ramón de Campoamor, senador conservador por León, popular y cotidiano, que incitó al gobierno a expulsar a los universitarios krausistas poco antes de que lo hiciera Orovio, y Gaspar Núñez de Arce, éste liberal y político sagastino. Lo que tenía gran capacidad de atracción en aquella sociedad era el teatro, que descendía ya del escalón elistista para responder a la demanda más masiva de las clases medias. Pervivía la tradición romántica de raigambre popular, como el Don Juan Tenorio de Zorrilla, que sigue representándose el día de difuntos desde la década de los 80. Pero junto a esta tradición crece lentamente el teatro de levita, en prosa y más próximo, cuyo representante máximo es José Echegaray, que fue ministro de Hacienda, creador del Banco de España, ingeniero y catedrático durante el Sexenio, pero dramaturgo en la Restauración durante la cual intentó con dificultad despegarse de los dramas románticos y quiso acercarse con cierto éxito a la expresión directa y realista y al final a cierto espiritualismo también. En 1904 se le concede el Premio Nobel, cuando ya su teatro no era aceptado, sino que fue protestado por los jóvenes escritores. Pero, sin comparación, el gusto del pueblo se inclinaba por el género chico (zarzuela y ópera cómica), era el espectáculo público que más se veía en la España de 1880. En la última década del siglo los once teatros de Madrid estrenaron 1.500 obras distintas, entonces existían 90 compañías por todo el país que se caracterizaban por la escasa calidad de los actores. Entre los autores destacan Arniches y los hermanos Álvarez Quintero y entre los músicos se señalan Barbieri, Chueca y Chapí. Este género destinado a todo tipo de público indiferenciado se prestaba como válvula de escape para la crítica y era más frivolo y picante cuanta mayor era la crisis del país. Otras de sus variantes fueron la revista y las variedades importadas de París en 1893, que sucederán al género chico en éxito, se cree que en 1910 había en España más de 5.000 salones con orquesta; estos espectáculos están configurando ya el nacimiento de la canción de unos pocos minutos como una parte autónoma que pronto comenzará a caminar sola. A fines de siglo comienza también una nueva cultura de conocimiento y disfrute del cuerpo, que se refleja en la gran extensión que experimentan los espectáculos pornográficos y eróticos, denominados sicalípticos, cuya etimología es altamente expresiva de la dimensión corpórea de las representaciones. 7.5.4. Con el siglo termina la pobreza de las artes españolas La escultura, durante todo el siglo XIX, hasta el final, no es más que representación, conmemoración y homenaje, un arte de encargo para ornamentar plazas y edificios con personajes históricos y políticos de la época, o con motivos románticos 297

con que las elites exageran sus fachadas. El urbanismo lo estimula, pero se resiste el tradicionalismo de forma que, salvo en Barcelona (donde encuentra sitio entre otros muchos el genio de Gaudí), le cuesta mucho penetrar el modernismo y el art nouveau que, a pesar de ser la innovación europea, aquí suscita muchos recelos. La música española de fines de siglo tiene un valor mayor que el del teatro. En tres direcciones puede sintetizarse su aportación, la primera fue la zarzuela antes mencionada que alcanzó cotas de calidad elevadas, también se observan aportaciones musicales de relieve en la entrada en España de importantes figuras europeas como Wagner y Beethoven, y la tercera línea de creación musical, la más destacada e influyente, nos habla de una generación de músicos cultos que renuevan el panorama español, desde un foco catalán muy importante en torno a Pedrell que algunos han considerado como el representante musical del regeneracionismo, y especialmente desde las dos grandes escuelas que arrancan de ahí, la andaluza de Falla y Turina, y la catalano-europea de Granados y Albéniz, autodidactos, cosmopolitas, abiertos a las corrientes europeas, maestros en el piano, los cuales abrirán nuevos caminos de investigación y modernidad a la música española. En 1896 se realiza en España la primera proyección de cine, apenas cinco meses después que en París, pero la capital en este caso es Barcelona. A pesar de que diversos títulos compiten por presentarse como la puerta del cine español, se cree que la primera película es de 1897, Riña en un café, que es una prolongación del género chico, de Gelabert, quien también rueda al príncipe Alfonso en Barcelona en 1898. El cine mudo inicialmente continúa el teatro y la zarzuela —como señalan Salaün y Robin—, para lo que debe acompañarse de un organillo y un explicador, lo demás lo pone la memoria musical del público. En todo caso, se trata de un franco elemento del siglo XX que hace aquí su aparición sólo como un símbolo de futuro, que nada tiene que ver con el XIX español. La pintura comienza la Restauración con los temas históricos, pero pronto introduce Fortuny escenas de género que avanzan hacia el realismo. Madrazo a fin de siglo entroncará mejor con una pintura romántica y ecléctica en movimiento. Pero tal vez el aspecto innovador más importante del periodo, casi revolucionario, es que hacia 1890 es cuando se produce un giro copernicano en la dirección de salida y formación de los pintores españoles, que no beben ya en Roma, sino que acuden a París, y allí se empapan de nuevas estéticas más libres, industrialistas, que se conocen con el nombre de modernismo, que combina el gusto por lo oriental al tiempo que vuelve a lo gótico, que quiere liberarse del realismo y se confia a la imaginación, al simbolismo y al espiritualismo. Se abandona el academicismo y surgen técnicas nuevas del retrato como los carboncillos de Casas. Luego irrumpirá el color, el impresionismo y el paisaje se adueñará ya de los pintores españoles, como Sorolla, Regoyos, Rusiñol, entre los que se está formando ya el joven Picasso. En estos años finales del siglo surge la nueva técnica de comunicación pictórica, que es la exposición y el contacto con las escuelas y exposiciones internacionales; España entra con fuerza en la pintura europea y está preparando la próxima recepción de las vanguardias. Pero son destellos del siglo XX que nada tienen que ver con la Restauración que mira al XIX.

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Segunda parte

SOCIEDAD, GOBIERNO Y POLÍTICA (1902-1931) PERE GABRIEL

Introducción Es vieja la polémica sobre si efectivamente se desarrolló en España una verdadera revolución burguesa a lo largo del siglo XIX y si en realidad la problemática social y política que estalló en 1931 con la Segunda República no significaba sino la necesidad de emprender una revolución democrática burguesa secularmente aplazada. Aceptando que la revolución liberal burguesa alteró fundamentalmente los parámetros de la realidad económica y social de Antiguo Régimen en España, el debate se ha trasladado hacia la discusión de las características, las debilidades y los ritmos de dicho proceso, en el marco de la situación capitalista europea coetánea. La valoración del mayor o menor grado de modernidad de la sociedad española del primer tercio del siglo XX (modernidad económica y modernidad del mundo político) parte de la identificación del concepto de modernidad con un conjunto de parámetros promedio activos en los países de capitalismo hegemónico en Europa. Se han fijado en esta dirección dos grandes espacios de análisis: el de la importancia de la industrialización y articulación de un mercado español a relacionar con una secular rémora del sector agrario; y el de las formas de hacer la política y la aparición de nuevos partidos, con una especial dedicación a la problemática de los partidos y las políticas de masas. En conjunto toda la nueva discusión deriva hacia la consideración y caracterización del Estado. La constatación de las muchas desigualdades y desarticulaciones internas de la sociedad en España (y los más recientes estudios no se han limitado al análisis estrictamente económico sino que se han fijado en otros muchos aspectos como el analfabetismo y la educación, la lengua, la práctica religiosa, etc.) se ha visto acompañada por una atención específica a las propias características del Estado liberal español. Por un lado, se trata de valorar la mayor o menor profesionalización y eficacia de la administración pública, así como el grado y los ritmos de su crecimiento y fuerza propia e independiente de los grupos de presión. Por el otro, qué relación puede establecerse entre las limitaciones, ciertas, de su desarrollo y el también limitado nivel de la movilización y articulación política de la sociedad civil española, en el bien entendido que de nuevo en este punto las desigualdades regionales y provinciales son muy acusadas. Globalmente, una de las derivaciones fundamentales de todo este esfuerzo de análisis histórico más reciente no es sino la consideración del proceso de nacionalización de la sociedad española. Sin duda, el estudio de la tensión y dialéctica entre un nacionalismo español y unos nacionalismos periféricos no puede razonablemente ignorar la importancia central de la problemática de la construcción, evolución y trasfondo social del Estado liberal burgués en España.

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CAPÍTULO VIII

Cambios en la población y la economía: urbanización, trabajo industrial y agrario, nacionalización económica La población española se situaba a principios del siglo alrededor de los 18 millones y medio de personas, claramente detrás de la de Alemania (más de 50 millones), Francia (más de 40 millones), Reino Unido (37 millones) o Italia (34). Su población era equivalente (sólo algo superior) a la de Rumania (que contaba con unos 16 millones de habitantes). En 1930, como en el resto del mapa europeo, se había producido un descenso más o menos paralelo de las tradicionalmente altas tasas de la mortalidad y de la natalidad. La población había aumentado (había alcanzado los 23 millones y medio), pero en términos relativos no tanto como en aquellos grandes estados. Era en conjunto una población joven. La pirámide de edades había evolucionado acentuando un tanto los porcentajes de la población inferior a los 30 años que habían pasado en el caso de los hombres de 28,58 por 100 en 1900 a un 29,09 por 100, mientras en el caso de las mujeres los porcentajes se habían mantenido estables, respectivamente, 29,27 por 100 y 29,22 por 100. Uno de los fenómenos más importantes del primer tercio del siglo XX fue el de una alta urbanización de la población. El crecimiento de las ciudades es claro. En 1930 algo más de un 30 por 100 vivía en poblaciones de más de 20.000 habitantes. En 1900 el porcentaje era sólo un poco superior al 20 por 100. Se habían incrementado muy intensamente las poblaciones de algunas grandes ciudades (Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao, Valencia, Zaragoza, etc.) y habían aumentado también notablemente el número de poblaciones de más de 10.000 habitantes. Excluidas las capitales de provincia habían pasado en su conjunto de representar poco más del 15 por 100 de la población total a significar un 20,4 por 100. En conjunto, además, la tendencia era clara: una concentración poblacional muy acusada en la periferia y una área mesetaria con tendencia al estancamiento; en el centro, la capital continuaba actuando como un importante nudo de concentración e inmigración. Los cambios en este proceso se acentuaron a partir de los años de la Primera Guerra Mundial y tuvieron una especial incidencia en la década de los 20. Esta problemática, fundamental, sobre la mayor o menor urbanización de la población española no debe verse sólo en términos estrictamente cuantitativos y censales. Con desigualdades regionales y geográficas muy acusadas, aquel primer tercio del siglo consolidó determinados espacios reticulares con una notable y creciente penetración de la cultura urbana. Intervinieron factores como el del transporte y las co-

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municaciones de todo tipo (telegráficas, económicas y comerciales, incluso de circulación libresca y periodística o del espectáculo). En este sentido al menos debiera considerarse la creciente importancia de una área barcelonesa que galvanizaba una cultura urbana alrededor de Badalona, Terrassa, Sabadell, Vilanova y, un poco más allá, Reus. Alrededor de Valencia y Sagunto se articulaba otra red importante. En Andalucía destacaban los de Sevilla, Cádiz, Jerez y Málaga. En el País Vasco sin duda el entorno de Bilbao y de la Ría contrastaba un tanto con otro tipo de urbanización más cosmopolita alrededor de San Sebastián. Esta realidad no evitaba sin embargo la persistencia de una formación social global en gran medida agraria y rural. A principios del siglo el mundo de la producción era, en el conjunto español, agrario y rural y contaba con el complemento de unos espacios industriales y de servicios concentrados en unas pocas provincias y ciudades. Las cifras son rotundas: 71,4 por 100 de la población activa ocupada en el sector primario, con cerca de cinco millones y medio de personas; 13,5 por 100 en el secundario, que suponían alrededor de un millón de habitantes; 15 por 100 y 1.150.000 en el terciario. La España agraria mantenía una situación forzosamente variada, en la que destacaba una muy amplia área de especialización cerealística en ambas Castillas y Aragón fundamentalmente, a completar con los espacios de producción mediterránea, dominados por el olivo y la viña; empezaban los cultivos de la naranja y los cultivos industriales. El panorama incluía asimismo amplias zonas de una agricultura de autoabastecimiento más o menos local y grandes extensiones de bosques. Las desamortizaciones y el desarrollo capitalista impuesto en las décadas centrales del siglo XIX habían reordenado y agudizado las diferenciaciones sociales en el mundo del trabajo rural. En las provincias latifundistas, y en especial en Andalucía, al lado de los grandes propietarios que a menudo actuaban como rentistas, se situaba un emergente sector de grandes arrendatarios y empresarios, especialmente atentos y dedicados a la comercialización y obtención de beneficios. Eran ellos y en sus fincas donde se establecía un notable abánico de trabajos y empleos jornaleros, que implicaban trabajo manual, muy poco mecanizado. Continuaba de todas formas siendo muy importante la explotación campesina familiar (que en conjunto se había mantenido en cifras altas y crecientes). Combinaba policultivo propio, aprovechamiento de tierras comunales y cierta actividad pecuaria, así como algunos jornales. Abocada al autoconsumo y al pequeño mercado local, su economía monetaria era débil y precaria, expuesta especialmente al endeudamiento y las subidas de las contribuciones. Junto al trabajo jornalero y la explotación familiar campesina existía una tercera gran forma de explotación agraria, derivada de enfiteusis, parcerías y arrendamientos. En este caso estamos ante una gran variedad de situaciones, que escondían múltiples variantes contractuales regionales y al mismo tiempo importantes diferencias internas de renta y posición económica y social de aparceros y arrendatarios. Dominaban algunas formas muy peculiares en buena parte de Galicia, en Cataluña y el País Valenciano, pero estaba presente en toda la Península. Las proporciones entre las poblaciones activas primarias, secundarias y terciarias habían permanecido estables a lo largo de la segunda mitad del siglo, pero iban a alterarse de forma acusada en las primeras décadas del nuevo siglo mediante un crecimiento acusado de las actividades secundarias e industriales y leve en el caso de los servicios, lógicamente en detrimento de las actividades agrarias. De algun modo la imagen tan aplastantemente rural es errónea al no darse una distribución regular. En

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algunas provincias existía de forma creciente y angustiosa una problemática industrial muy alta. A principios del siglo la concentración de la población industrial se situaba en muy pocas provincias. Proporcionalmente en relación a su población total, y en este orden, Barcelona, Guipúzcoa, Gerona, Mallorca, Vizcaya. Sin duda la mayor parte aparecía ocupada en el pequeño o mediano taller, el obrador y el trabajo a domicilio. Actuaba, desde la ciudad o la capital, en el marco de un mercado local, regional a lo sumo, en ocasiones como trabajo complementario. Ahora bien, existían también y de forma creciente algunas grandes fábricas y concentraciones fabriles inmersas en la problemática de mercados lejanos y de las nuevas formas de producción. Eran éstas las que estaban alterando el paisaje y fomentando la aparición de nuevas concentraciones de la población (nuevos barrios, nuevas conurbaciones en los alrededores de las ciudades, nuevas áreas) al tiempo que provocaban en muchos hogares populares, especialmente fuera de las grandes ciudades, una nueva economía mixta que complementaba trabajo agrario y trabajo industrial. Los grandes sectores industriales eran el textil, la metalurgia y la minería. En ellos se encontraban las grandes empresas y las grandes concentraciones de obreros, aunque continuaban en proporciones significativas producciones y trabajos de pequeño taller y alcance local. Propiamente, las grandes fábricas, con más de mil trabajadores, eran contadas a lo largo del territorio. En el textil, en Barcelona, La España Industrial contaba a finales de siglo con unos dos mil obreros y obreras. En Málaga estaba Larios. En Mahón la Anglo-Española de industrias mecánicas y la Industria Mahonesa de telas de algodón, que quebraron a principios de siglo. Sin embargo, existían con una mayor extensión geográfica, multitud de fábricas y edificios que ocupaban 200/300 trabajadores en el textil. Fuera de estos sectores existían también grandes fábricas que reunían numerosas trabajadoras sin un excesivo papel de la mecanización. Eran las importantes fábricas de tabaco extendidas por multitud de capitales de provincia y cuya concentraciones milenarias se daban en Sevilla (más de 4.000 en 1901), Madrid, Alicante, La Coruña y Valencia. El mapa del trabajo industrial no era homogéneo. Una parte importante de la nueva industria venía a reforzar el crecimiento de algunas grandes ciudades y se situaba en ellas o en áreas contiguas. Barcelona, Bilbao, Madrid o Málaga como casos ejemplares. Usaba y complementaba a menudo aquel tejido industrial de pequeño taller y oficio mayoritario y tradicionalmente urbano. En segundo lugar, el mismo impulso industrial estaba empezando a generar en algunos lugares un sistema de medianas y pequeñas poblaciones con un peso creciente y mayoritario de trabajo industrial. Por ejemplo, en las comarcas del Maresme o el Vallés en la provincia de Barcelona o las de la ría de Bilbao en Vizcaya y Éibar en Guipúzcoa. Un tercer caso era el de la industria que aparecía localizada en determinados lugares y promovía la aparición de concentraciones poblacionales obreras de un carácter monosectorial. Así, la minería hullera en las cuencas del Caudal y el Nalón en Asturias y las cuencas de la provincia de León, y la minería del hierro en Vizcaya (sobre todo en el área de Somorrostro, donde estaban los muncipios de Gallarta, Ortuella y La Arboleda, con unos 7.500 mineros en 1903, y en la zona Galdácano-Bilbao con cerca de 2.000). El plomo se situaba en Sierra Morena, en Linares y La Carolina de la provincia de Jaén y en Almería y Murcia (dónde también se concentraba la minería del zinc en el área de Cartagena), el cobre en Río Tinto (Huelva). Otras zonas mi-

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La minería del cobre en Riotinto (Huelva).

neras importantes de finales de siglo eran las de los lignitos en Vallcebre, Cercs y Fígols en el Bergadà, en la cuenca de Mequinenza y en Teruel; las salinas de Cardona; las sales potásicas de Súria; el mercurio de Almadén (Ciudad Real). También el textil actuaba en una dirección parecida en determinadas circunstancias: en la Montaña de Cataluña central con las colonias industriales y las poblaciones ribereñas del Ter y Freser o del Alto Llobregat. Grandes colonias eran la Sedó de Olesa y Esparraguera, la Borras i Bauma en Castellbell, la Rosal en Berga/Olván, Viladomiu, los Serra en Ametlla de Merola, Prat en Sallent y Puig-Reig, Baurier en Roda, Vilaseca en Torelló, etc. En estas situaciones se daba a menudo una economía mixta familiar que combinaba trabajo agrario y trabajo industrial. La propia realidad agraria además estaba ayudando a la aparición de una cierta mecanización: las harineras, que actuaban de forma mucho más dispersa. En el trabajo de la gran fábrica y empresa (a finales de siglo) el peso de la mujer y del niño era mayoritario en el textil. Era un trabajo que implicaba cambios importantes en las mentalidades, usos y costumbres. Implicaba una nueva organización del trabajo y una redefinición del papel del oficio, del maestro y el aprendiz del trabajo artesanal. También generaba cambios en las formas tradicionales de reclutamiento del trabajo y establecimiento de cadenas laborales clientelares. En el textil se convirtió en básico el papel del encargado y de los mayordomos y contramaestres, aunque éstos tendieron a fijar una posición técnica y se negaron a actuar como portavoces y

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simples trasmisores de los intereses patronales. Se habían generado un gran número de especializaciones derivadas del sucesivo proceso de producción pero que no implicaban altas dosis de trabajo cualificado y que eran ocupadas en este caso normalmente por las mujeres, con salarios más bajos que el de los hombres. En la hilatura había sucesivamente el trabajo de las obridoras, batanes, cardas, manuar y mecheras que preparaban el algodón hasta llegar a las máquinas que procedían finalmente al hilado a través de las selfactinas y las devanadoras. En el tejido, se estaban acabando los trabajos manuales en beneficio del tisaje mecánico, donde un contramaestre vigilaba y contaba con un grupo de mujeres que se ocupaban de los telares. Luego venía la estampación, mayoritariamente en manos de los hombres, que hacían las sucesivas operaciones del blanqueo (para eliminar las impurezas del algodón de las piezas tejidas), la preparación de los colores (que iba a cargo de los tintoreros), la preparación de los moldes y cilindros de grabar (a cargo de los grabadores que eran considerados técnicos de dibujo y artistas) y finalmente los estampadores. Este esquema de la industria algodonera, experimentaba alguna variación en el caso de la industria lanera, que se mecanizó y concentró en Sabadell y Terrassa. También en el caso del género de punto y la industria de las medias, situado en Mataró, Canet, y la costa barcelonesa. La siderurgia también implicaba grandes concentraciones obreras. El paradigma lo constituyó los Altos Hornos de Vizcaya. En la minería la explotación masiva y la presencia de nuevas grandes empresas se generalizó a partir de los años 60 y 70. Iba a ser un sector especialmente significativo a finales del siglo. Un sector donde se imponían con mayor incidencia algunas de las características de un nuevo trabajo industrial proletario: amplias concentraciones de trabajadores, relativa desaparición del trabajo más cualificado y generalización del peonaje, implantación de unas nuevas reglas y costumbres, unos nuevos ritmos de producción basados en una nueva disciplina, etc. Las zonas mineras más significativas eran las de la hulla en Asturias, las del mineral de hierro en Vizcaya y parte de Guipúzcoa, las de Río Tinto, las del norte de la provincia de Córdoba. Pocos discuten la importancia de los cambios económicos del primer tercio del siglo XX ni el momento excepcional que para la economía española fueron los años de la Primera Guerra Mundial. La polémica se centra en tres grandes cuestiones. De forma global se trata de discutir el mayor o menor grado de modernización de la economía española a partir de la consideración de algunos datos básicos (muy en especial sobre el peso relativo de los sectores primario, secundario y terciario de la población activa, los niveles de renta, ...), a comparar con las cifras de las economías capitalistas hegemónicas en Europa. En segundo lugar, a partir del consenso más o menos generalizado sobre un relativo estancamiento del desarrollo agrario, la discusión y análisis sobre cuáles fueron los factores más importantes de dicho estancamiento: se tiende a destacar en este punto la estructura más o menos latifundista y el mantenimiento de las explotaciones marginales dentro de la agricultura cerealística (en tierras marginales, con baja productividad y altos precios de coste); también sobre la incidencia de dicho estancamiento como freno para un desarrollo industrial considerado ineludible. La tercera gran cuestión es la discusión sobre el mayor o menor grado de nacionalización y aislamiento de la economía española, así como la consideración de los costes de la misma. Una tesis clásica a menudo ha contrastado el carácter relativamente abierto de la economía española de la segunda mitad del siglo XIX con la «introspección» econó-

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mica de la primera mitad del siglo XX. El índice a considerar en este punto es el del sector exterior, que habría experimentado en conjunto una caída muy espectacular hasta situarse a la mitad del tamaño alcanzado a finales de siglo. Así el balance positivo de la misma con tasas de cobertura de las importaciones con las exportaciones del 90 por 100, provocado por el signo favorable de las rentas del trabajo (dada la emigración y las remesas que entraban procedentes de los emigrados), la repatriación de capitales procedentes de Cuba y las inversiones de capitales foráneos a largo plazo (ahora dedicadas a electricidad y servicios urbanos, en contraposición a las inversiones del siglo XIX en ferrocarriles, minas y bancos) no dejaba de esconder una progressiva naturalización del capital y un aislacionismo económico respecto de Europa en términos relativos (con caídas significativas de las exportaciones agrarias y vitivinícolas). Ello no niega la existencia de una serie de cambios y avances en un determinado proceso de modernización económica. Se produjo una diversificación estructural Hubo procesos de concentración industrial y creación de mercados oligopólicos especialmente a través de la implantación de unas nuevas industrias a relacionar con la segunda transición energética. También se renovarían las instituciones financieras e hizo su aparición con fuerza una nueva banca mixta (con intereses comerciales e industriales). Una banca que ahora adquiriría unas dimensiones geográficas amplias, nacionales. En el mismo sector agrario hubo una diversificación de la producción. Fueron en este sentido especialmente signficativos la introducción de técnicas de mejoras de las tierras, cambios en la alimentación, la llegada de una nueva industria de abonos y piensos, etc. Aunque, en conjunto, el cambio modernizador más efectivo sería la disminución sustancial de la población activa dedicada a la agricultura y el correspondiente crecimiento de la población empleada en la industria y los servicios (aunque el sector primario se situase aún en porcentajes mucho más altos que los de su contexto europeo). Los cambios estuvieron en parte impulsados por una serie de coyunturas favorables, tanto en la agricultura como en la industria. El problema fue que estas expansiones ocasionales no serían aprovechadas ni provocarían cambios signficativos en las inversiones y bienes de equipo ni cambios que alterasen de forma profunda las estructuras. En la agricultura, la única salida de la crisis decimonónica (agudizada a raíz de la llegada de trigo cada vez más barato a la periferia así como la recuperación vitivinícola francesa y la llegada de la filoxera a España) se basó en una política arancelaria proteccionista y vino ayudada por la depreciación de la peseta (que encarecía las importaciones). Gracias a ello los precios se mantuvieron altos y hubo una recuperación agraria importante en el interior pero sin que llegasen transformaciones de fondo, continuando los viejos problemas de una agricultura de baja productividad, con un tamaño desmesurado y en el fondo poco diversificada. La agricultura continuó condicionando el desarrollo de la industria en cuanto favorecía el mantenimiento de unos costes salariales altos (dados los precios protegidos de los cereales y el trigo) y no permitía un crecimiento sostenido de la demanda de bienes de consumo (dada la precariedad de las rentas agrarias). De todas formas, la falta de dinamismo de la industria no era sólo una derivación de las limitaciones agrarias del país. En determinados sectores como la minería el empuje iba a frenarse por causas endógenas a pesar de que coyunturalmente los años de la guerra europea generaron un nuevo momento de fuerte demanda y explotación. En el textil las ex-

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pansiones coyunturales generarían pocos cambios en los equipos y la estructura del sector. Se trató de aprovechar al máximo los obreros y una maquinaria vieja, sin horizontes de reinversión y aumento de las productividades de forma competitiva. Todo este debate se desplaza finalmente hacia la política económica y las características del Estado Liberal español de principios del siglo. Es difícil no ver el Estado sometido muy intensamente a las presiones de los grupos económicos importantes, actuando de forma más o menos pragmática intentando resolver las situaciones críticas coyunturales. El modelo de desarrollo del siglo XIX se había fundamentado en gran medida en la opción por un desarrollo básicamente agrario y capitalista producto de toda la obra desamortizadora. Y fue en aquel marco donde se desarrollaron las crisis y contradicciones entre los diversos sectores productivos. Contradicciones dentro de la agricultura, entre sectores castellanos cerealistas necesitados de protección y una agricultura de exportación (vitivinícola y tímidamente algunos productos mediterráneos como el aceite, la naranja, la almendra, etc.) que presionaba en un sentido contrario. Y respecto de la industria, entre sectores de bienes de consumo —fundamentalmente la industria textil— y sectores de mayor infraestructura con necesidades de importación de carbones, maquinaria, etc. Todas estas contradicciones —que como es bien conocido generaron graves y escandalosas crisis durante la Restauración— pudieron ser más o menos suavizadas gracias a la válvula que significaría la reserva del mercado colonial para la metrópoli a partir de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas de 1882. En este sentido, la quiebra colonial de 1898 iba a hacer perentoria e inaplazable la revisión del modelo de desarrollo a impulsar. La situación estructural agraria se reflejaba en unos bajos niveles de renta y de productividad de la población activa que dificultaban el acceso al mercado internacional y abrían la necesidad de protección arancelaria. Había en este punto intereses comunes entre pequeños campesinos (que presionaban para fijar los precios desde los costos de las tierras marginales) y el sector de la industria textil incapaz de competir. El alza de aranceles fijada en 1891 no haría sino mantener y acrecentar la ineficiencia en la asignación de recursos. Es cierto y conocido que la oleada proteccionista fue general en Europa a finales del siglo, pero ello no ha de oscurecer las profundas diferencias con la situación española. Tanto en relación a la intensidad del proteccionismo generado como —muy especialmente— a la incapacidad del Estado para promover medidas dirigidas a forzar el traslado de los beneficios hacia la inversión y el incremento de la productividad y por tanto alterar estructuralmente la situación para favorecer una perspectiva competitiva. Mientras en Europa la crisis obligó a intensificar los cultivos y abandonar las tierras marginales (con lo cual se presionaron a la baja los precios de los productos básicos), en España la protección mantuvo los precios altos e incluso auspició el incremento de la superficie de los cereales. De manera parecida, el recurso al proteccionismo también fue negativo para la industria. Potenció un aumento de la demanda sin que bajaran los costes y los precios de los productos industriales. El arancel de 1891 pasó a sancionar y configurar una orientación interventora del estado liberal en economía. El problema no sería el intervencionismo económico del Estado (fenómeno general europeo) sino el sentido y carácter del mismo. La debilidad política del Estado le llevaba a ceder ante las presiones muy conservadoras de los grupos económicos relevantes, con una política basada en la maximización de los beneficios a través del mantenimiento de los precios y no del incremento de la productividad, ni del aprovechamiento de las coyunturas de alta demanda sin com-

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prometerse en reinversiones y perspectivas de cambios profundos de la estructura de la industria. El coste sería por tanto también en la industria la recurrente aparición de momentos de crisis y enfrentamientos sociales duros sin demasiado margen para la negociación y el reformismo laboral. En cierto sentido la gran industria (la pesada y de los bienes de equipo) tuvo su arancel en la Ley de Bases de 1906, que sentaría los fundamentos de un capitalismo asistido. Paulatinamente, se intentaron poner barreras a la entrada de capitales extranjeros y paulatinamente creció la vinculación de dichas industrias a las iniciativas y demandas generadas por el propio Estado. La imagen que se desprende de todo ello es la de una administración controlada por los grandes grupos empresariales que forzaban una y otra vez la sustitución forzosa de importaciones (en las harinas, en los bienes de equipo, en algunos bienes de consumo) y permitían el mantenimiento conservador de las viejas estructuras productivas de las empresas y las explotaciones agrarias. Ello (especialmente en el caso de los compromisos de obras y servicios públicos) alimentaba un aumento de la deuda pública (el endeudamiento del Estado) y no dejaba de favorecer al menos a corto plazo los propios beneficios de los prestatarios nacionales. Todo este panorama marcó y quedo planteado en las dos primeras décadas del siglo. Aparentemente la Dictadura de Primo de Rivera vino a sancionar muchas de estas tendencias y de manera muy notable todo este proceso de «nacionalización» y progresivo intervencionismo económico del Estado. Hubo, en gran medida gracias a los impulsos exteriores, algunos cambios modernizadores significativos (diversificación industrial y reducción sustancial del sector primario que a pesar de todo alcanzaba el 50 por 100 en 1931). Los progresos agrarios, basados en algunas mejoras técnicas en el cultivo del cereal, aumento del producto a partir de la ampliación del aprovechamiento de raíces, frutales (empezó a ser muy importante la naranja, por ejemplo) y productos ganaderos fueron moderados. Incidió en ello la presión de las crecientes necesidades de consumo urbano, pero los ritmos continuaban siendo marcados fundamentalmente por la agricultura cerealística. El crecimiento industrial, ralentizado desde los años finiseculares, experimentó un repunte significativo en los años 20 con una alta tasa de 5,5 por 100. En parte se vio favorecido porque el subdesarrollo español suavizaba los efectos de las grandes crisis internacionales (1921 y 1929). Continuaba el gran peso de la industria de consumo (alimentarias y el textil fundamentalmente) que cubría el 54-50 por 100 de la producción durante la década de los 20, mientras las industrias básicas se movían alrededor de un tercio del total. Este sector fue el que más resultó impulsado por la política de la Dictadura. El gran cambio fue la generalización de las industrias eléctricas, mientras los carbones y la minería entraban en crisis. La realidad económica del país no siempre seguía al pie de la letra las políticas y consideraciones formales de los decretos o las afirmaciones de los políticos. A pesar de la Dictadura, no debiera magnificarse ni el volumen ni los efectos reales del intervencionismo y nacionalismo económicos del régimen. Debiera recordarse que el sector privado llenaba el 85 por 100 de la economía española, que continuaron los valores de internacionalización económica en importación de capitales y exportaciones. Que los instrumentos de intervención estatales de política monetaria y fiscal eran aún muy débiles. Las tasas de inversión significaron para los presupuestos del estado un esfuerzo notable, pero sus cifras no dejaban de ser modestas y los efectos de las inversiones públicas no eran tan decisivos.

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La crisis del sector exterior de la postguerra (que significó una caída de las exportaciones y de nuevo una presión alcista de las importaciones de bienes y servicios) fue en parte reconducida a través del llamado arancel Cambó de 1921 y a continuación de la política económica nacionalista dictada por la Dictadura. Hay que tener en cuenta de todas formas la influencia de la coyuntura de crecimiento europea de 1925-29 En 1919-31 en conjunto (importaciones y exportaciones) el sector exterior tendía a cubrir sólo un 15 por 100 de la Renta Nacional, con puntas en 1924-25 y 1929-30 cuando llegó al 20 por 100. Con tasas de cobertura que se movían entre un 60 por 100 (por ejemplo en 1922-24) y el 83 por 100 (1926-31), hubo una disminución muy signficativa de las exportaciones minerales y un aumento de las agrarias. Por su lado las importaciones se diversificaron, con una sustitución de anteriores partidas: mínimos de algodón en 1928-1930, desaparición del trigo en 1923 (uno de los efectos más inmediatos del arancel de Cambó de 1921) y aumentos importantes de productos químicos y mantenimiento de la maquinaria.

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CAPÍTULO IX

La nacionalización de la sociedad española. Nacionalismos periféricos y nacionalismo español Los instrumentos nacionalizadores de los grandes estados liberales europeos fueron múltiples y giraron alrededor de la creación de unas nuevas y comunes instituciones políticas, administrativas, jurídicas, fiscales, etc., que facilitaban la cohesión de la nueva sociedad burguesa. El sistema político era capaz de integrar y ofrecer un marco de relación a los diversos sectores locales de la burguesía al tiempo que, poco a poco, ampliaba su base social; con una cada vez más intensa «conciencia nacional» y una intelectualidad orgánica capaz de elaborar un modelo cultural también «nacional», con un sistema educativo que favorecía la integración cultural y lingüística de la mayor parte de la población. En este contexto, las debilidades, sino el fracaso, del Estado liberal español decimonónico son patentes. Se trató de un Estado política y socialmente débil y la sociedad española continuó en gran medida poco vertebrada económica y socialmente. A su vez la administración estatal fue ineficaz y no favoreció la unificación nacional. La integración cultural fue también escasa. El Estado español estuvo en manos durante buena parte de las décadas centrales del siglo XIX de unas elites político-militares representativas de los sectores más conservadores de la burguesía, incapaces de articular un proyecto que asociase una idea de nacionalización de la realidad española con modernización de la sociedad. Sin apenas instrumentos de consenso político (como podían ser unas elecciones libres y representativas, alternancia en el poder, mecanismos de participación política), con una administración creciente pero de difícil profesionalización y sin una clara conciencia de cuál debía ser su papel social, iba a ser a la postre la estructura militar la única garantía de la unidad y vertebración del Estado. De ahí, la precaria nacionalización de la vida política y la fuerza de las estructuras locales de los partidos —fuesen éstos burgueses—; también la poca socialización de la vida política, es decir la poca intervención y conciencia política de la sociedad. Es conocida la difícil y lenta marcha del establecimiento de un mercado económico integrado en España. Hubo la unificación jurídica de las condiciones del mismo (a partir de una nueva concepción del derecho de propiedad, la unificación fiscal, una nueva legislación mercantil, el ejercicio de una política económica unificada, etc.), ahora bien, la realidad económica continuó muy poco integrada globalmente. El desarrollo, capitalista, fue muy desequilibrado y desigual y ello iba a incidir de forma claramente negativa en los avances de una hipotética cohesión nacional

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española. No se trata de reclamar una imposible integración armónica y equilibrada de la economía española del siglo XIX, se trata más bien de constatar que, quebrado en buena parte el inicial modelo de desarrollo agrario capitalista, no iba a existir ningún sector capaz de imponer un modelo alternativo. Esta incapacidad de generar un modelo de desarrollo económico global fue paralela, lógicamente, a las dificultades para que en España existiesen unas clases sociales realmente nacionales. Los diversos grupos burgueses, sin apenas conciencia propia y sin constituirse en un sector homogéneo y «nacional», actuaron en función de intereses muy sectoriales, inacapaces de generar proyectos e intereses más globales. La administración estatal fue ineficaz y poco desarrollada. El Estado liberal en general tendió en todas partes a la centralización y el ejercicio del control de la vida política desde el gobierno central, pero su crecimiento y su operatividad debían justificarse en relación a la eficacia, eficacia que, fundamentalmente, se medía por su capacidad para constituirse en un verdadero canal de comunicación entre el poder central y los administrados, al menos entre el poder central y las fuerzas vivas locales. En España, la administración estatal tendió a ser un instrumento de represión, subordinada a intereses partidistas muy precisos. La tutela militar ayudó a consolidar el poder del Estado y a mantener el orden social, pero dificultó la formación y desarrollo de una administración civil, profesional y técnica. En muchas partes las quejas sobre la administración liberal no fueron tanto por centralistas sino por ineficaces. Se acusaba al centralismo de ineficaz, no de ser centralista. ¿Qué decir de la integración cultural? Algún buen estudio sobre el discurso de la historiografía conservadora del siglo XIX lo ha destacado: no buscaba crear un nacionalismo español integrador ni un proyecto colectivo de futuro, sino que mucho más defensivamente, intentó sólo un discurso justificador de la situación, retrospectivo, nostálgico. De hecho, la élite liberal-conservadora dominante daba por supuesta la nación y la conciencia nacional españolas. En Francia, el Estado las había creado. En Italia o Alemania, la unificación había significado al mismo tiempo la creación de una conciencia nacional y la de un Estado nacional. En España, recordando y mitificando una pretendida unidad monárquica Establecida por los Reyes Católicos, el Estado liberal no logró superar a menudo la simple retórica nacionalista. Fueron muchas las limitaciones en España de los canales más usuales para la integración cultural de la población. El sistema escolar se desarrolló en la penuria, casi la miseria, y el fracaso de la alfabetización fue muy importante (en 1900: 64 por 100, un 60 por 100 en la población infantil de 6 a 12 años). La lengua oficial apareció ciertamente privilegiada social y oficialmente, pero es obvio que no acabó con el uso (hablado y escrito) de las otras lenguas. El Ejército, implicado en la represión interna y con fracasos evidentes en las aventuras coloniales, despertó en muchas zonas animadversión y escasa identificación. Fue visto, además, como extranjero y ajeno: en Cataluña durante un cierto tiempo cuando llegaba un castellano hablante se decía que había llegado la tropa. Fue difícil también difundir un prestigio popular de la propia Corona, el cual paradójicamente dependió más del chascarrillo y las habladurías sobre la vida privada de los reyes y sus cortesanos que no de una hipotética valoración de la misma como símbolo del Estado. Incluso fueron pocos y contestados los símbolos que, como la bandera o el himno nacional, pretendían ser retóricamente indiscutibles. En definitiva, el Estado liberal burgués en España fue débil, ajeno a buena parte de los ciudadanos y con poca capacidad de penetración social y política. No existió un claro liderazgo nacional burgués capaz de generar una cohesión nacional. Lo mí-

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nimo que se puede decir es que nadie acabó con las identificaciones y lealtades regionales y locales. Más aún, que, en muchos sentidos, éstas aparecieron incrementadas. La presencia política de los nacionalismos periféricos en España a finales del siglo XIX no dejaba de ser la constatación de las muchas limitaciones de un proceso de nacionalización española, que había en cualquier caso existido pero que el Estado liberal no había sabido o podido desarrollar con dosis importantes de eficacia. Ahora bien, una cosa es que el nacionalismo y el Estado liberal españoles tuviesen una eficacia a la postre limitada y otra, muy distinta, pensar que no existió. Justamente su existencia y las características del mismo incidieron decisivamente en la configuración de los propios contornos del nacionalismo periférico. La afirmación de los regionalismos y nacionalismos periféricos que se produjo en general a partir del último tercio del siglo XIX en España no puede entenderse sin contemplar un hecho fundamental: su configuración fue paralela a la afirmación más aguda de los parámetros burgueses y liberales del nacionalismo español estatalista, en una época europea caracterizada tópicamente como la era de los nacionalismos. Atrás quedaron los años de la recuperación más romántica y literaria. Se trató en todas partes de la consolidación del Estado liberal, una de cuyas piezas básicas había de ser justamente la identificación nacionalista del mismo. Que en España —y en otros lugares— su éxito fuera relativo y las limitaciones muchas es otra cuestión. Los regionalismos tuvieron consecuentemente un carácter en gran medida ambiguo, siempre en tensión entre su patria chica y el deseo de participar en la construcción del nuevo nacionalismo español. Eran asimismo defensivos, con mayor o menor capacidad para resistir la fuerza y hegemonía del nacionalismo español que contaba con el Estado. En cualquier caso la afirmación de la propia personalidad o la voluntad de construir un nacionalismo propio implicaba inevitablemente poner en cuestión el modelo de Estado vigente. En un primer momento tuvieron, con la excepción quizás del País Vasco, su mejor expresión en el federalismo. Éste parecía poder conciliar las múltiples piezas contradictorias en juego, en especial la afirmación propia y la construcción de un nacionalismo español. Tenía de todas formas un precio difícil de pagar en tanto que su opción implicaba apostar por un nuevo y distinto Estado, lejos del modelo impuesto a lo largo del siglo por los moderados y los sectores sociales más conservadores. Su concepción de España era lógicamente también nueva y distinta respecto de aquella que la tradición moderada estaba imponiendo. Además, su apuesta implicaba asumir un sesgo popular y una relación de fuerzas en las tensiones de clases que como mínimo debían alterar y frenar la hegemonía de las oligarquías económicas y sociales. En este y otros muchos sentidos, el federalismo implicaba en España no una opción política concreta (y menos aún una exclusiva opción constitucionalista) sino una ideología distinta y alternativa a la ideología liberal burguesa dominante. Teñía también por tanto mucho de opción defensiva y reactiva ante la construcción liberal que se estaba imponiendo. Esta ideologización del federalismo (que implicaba una determinada visión general del mundo social y un determinado sistema de valores culturales) explica su importante fuerza movilizadora popular. Iba de todas formas en detrimento de una acción política concreta y eficaz y poco supo hacer frente la construcción del Estado de la Restauración. Si en el siglo XIX los regionalismos y nacionalismos periféricos tuvieron mucho de ideología y debate localista, a relacionar con el federalismo, en las primeras déca-

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das del siglo XX perdieron sus coherencias teóricas anteriores y se vieron abocados a afrontar la política pequeña y concreta. El tema mantuvo una fuerte correspondencia con la crisis del parlamentarismo liberal durante el reinado de Alfonso XIII y con la incapacidad de las fuerzas centrales para generar un renovado sistema de partidos hegemónico (no ya simplemente y electoralmente dominante). Son conocidos los casos de Cataluña y el País Vasco, también Galicia. Pero no fueron sólo éstas las situaciones activas en la politización de los regionalismos y nacionalismos periféricos Al menos debiéramos también contemplar con características y situaciones obviamente muy distintas: Aragón, País Valenciano y Baleares, Andalucía, Canarias. Una segunda característica accentuó el contraste entre la situación de un siglo y otro: el regionalismo político novecentista tendió a ser protagonizado por sus versiones más conservadoras que parecieron encontrar en la Lliga Regionalista de Catalunya su mejor referente. El federalismo, inactivo como movimiento de conjunto alternativo a la Restauración, quedó ya sólo como un referente puramente teórico. La izquierda o bien abandonó sus primitivas relaciones con las afirmaciones regionalistas o bien se encontró sumida en una situación de marginalidad y simple resistencia localista. Fue entonces cuando, en el marco de unas burguesías dubitativas entre la ambición española y la autodefensa de su poder regional, iba a generalizarse la hegemonía de las versiones conservadoras de los nacionalismos periféricos. Podremos verlo con algún detalle a partir de los casos catalán, vasco y gallego.

9.1. CATALANISMO Y POLÍTICA ESPAÑOLA A raíz del 98 se generalizó la conciencia de bastantes de los temas que estamos tratando aquí. El regeneracionismo noventayochista partió de la constatación del fracaso del Estado liberal decimonónico y pronto empezó a hablar también de las limitaciones y desvertebraciones de la nación española. Otra reacción fue mucho menos revisionista y crítica, pero igualmente significativa: la multiplicación de grupos y afirmaciones unitaristas y vehementemente antiseparatistas. La «cuestión regional», y muy en especial la catalana, empezó a tener un papel básico (no único pero sí ciertamente importante) en la dinámica política del poder central. La cuestión adquirió, como no había sucedido en los años de la Restauración decimonónica, una intensa centralidad para el sistema político de la Restauración. El nacionalismo catalán de las primeras décadas del siglo estuvo dominado por el catalanismo dibujado por la Lliga Regionalista. Pero es importante recordar que, casi a lo largo de todo el siglo XIX, hasta los años 90, el nacionalismo catalán dominante fue un catalanismo de extracción popular que primaba la elaboración de un modelo de Estado alternativo de tradición progresista y democrática. Que recogía tanto un contenido de reivindicación clasista como un determinado proyecto de construcción de un Estado federal y popular en España. Aquel catalanismo partía sin duda de una tradición propia, una lengua y una cultura, pero era en gran medida un nuevo catalanismo, popular y urbano, democrático y republicano. A partir de 1875, el recuerdo de la hegemonía política republicana durante el Sexenio iba a actuar de forma muy duradera, provocando fuertes reacciones y temores sociales. Respecto del catalanismo, incidió notablemente en dos direcciones. Por un lado, una serie de jóvenes profesionales e intelectuales que habían chillado en 1868 a favor del catalanismo más exacerbado y habían mantenido relaciones con la iz-

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quierda se arrepintieron y asustaron. Una buena parte de los «hijos rebeldes» de la primera Renaixença literaria, los primeros separatistas, no dudaron en efectuar un claro repliegue a la respetabilidad, en defensa del orden social. En segundo lugar, aumentaría el esfuerzo por sistematizar una alternativa al catalanismo liberal y democrático de base popular, visto éste como vulgar y populachero, ineducado y violento, peligroso socialmente. Se recurrió entonces al provincialismo y el regionalismo, la tradición y en cierto modo al foralismo. Fue entonces cuando realmente empezó a tomar fuerza un catalanismo conservador, ya sea desde el esfuerzo de Duran i Bas y Mané i Flaquer, ya sea desde el llamado grupo de Vic con Collell y Torras i Bages. Paulatinamente, el catalanismo más progresista y popular de raíz federal empezó a ser arrinconado, cada vez más a la defensiva frente al empuje de un nuevo catalanismo conservador, que a finales de siglo llegaría a ser hegemónico. Los años 80 (década en la cual se jugó el éxito de la Restauración) constituyeron en cierto modo unos años en los que se produjo el canto del cisne del catalanismo progresista y federal. Al principio, el catalanismo continuaba identificado con la izquierda y en especial con el republicanismo popular. Hubo, paralelamente, la sistematización teórica y doctrinal y un notable esfuerzo organizativo. En la primera participaron destacadamente Pi i Margall (Las nacionalidades, 1876 y 1882), Valentí Almirall (Lo catalanisme, 1886), Josep Narcís Roca i Farreras (quien había avanzado ya en 1873 con Lo catalanisme progressiu), Josep M. Vallès i Ribot, etc. Respecto del esfuerzo asociacionista, fue especialmente intenso y espectacular el que partió de Almirall, con la aparición del Diari Català, la celebración de unos primeros Congresos Catalanistas en 1880 y 1883, y la constitución del Centre Català, que iba a impulsar también un primer asociacionismo específicamente catalanista fuera de Barcelona. Quizás con una mayor ambigüedad, incidió en el mismo sentido la reorganización del Partido Federal. De hecho, el catalanismo político de Almirall se había inscrito inicialmente en este proceso de reorganización federal. Los federales, producida ya la ruptura con Almirall, crearon su Consell Regional Catalán y dictaron el primer texto constitucional catalán moderno en mayo de 1883, mucho antes de las celebradas y conservadoras Bases de Manresa de 1892. Aquel texto (desde la perspectiva de las atribuciones y definición política de Cataluña) tardó muchos años en ser superado (sólo en 1928, en La Habana, Macià y los suyos elaboraron una Constitución explícitamente independentista, separatista). Sin entrar aquí en detalles, según el texto federal de 1883 Cataluña era soberana y sus atribuciones eran, en su ambito «regional», las de cualquier Estado normal e independiente: desde la política económica, política de relaciones exteriores, control del Ejército y el órden público, etc. Ello no impedía la «cesión» de fuertes facultades en estos mismos campos al poder federal. Por su parte, la tradición democrática se expresaba en la separación de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial), las muchas limitaciones impuestas al ejecutivo y el respeto a las libertades formales de opiniones, asociación, prensa, etc. La representatividad del sistema era muy alta: votaban y eran elegibles todos los varones de más de 21 años (las mujeres también, si tenían algún título académico o profesional). No se trataba de un proyecto separatista. Ello respondía a la tradición clara del federalismo y catalanismo populares: existía la voluntad explícita del pacto, del entendimiento con los restantes pueblos de España para el establecimiento de un nuevo y alternativo Estado al conservador y moderado. Aquel catalanismo federal respondía a la tradición más progresista y popular que había actuado en el marco del proceso de revolución liberal en España. Partía de la llamémosla tradición francesa y preten-

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día una proyección hacia el futuro. La nación era vista con una articulación política voluntaria y compartida. Era inseparable de la defensa de una afirmación política de los intereses populares. Pretendía así un intervencionismo popular y revolucionario en el marco español. Se trataba de hacer una nueva España, con un modelo jurídico y social distinto, pensando simplemente que la realidad catalana podía actuar de gran palanca que moviese las cosas en dicha dirección. Fue frente a este catalanismo que se levantaría la alternativa conservadora. No es casual que las primeras formulaciones doctrinales sistemáticas de la misma no fueran sino respuestas militantes a las elaboraciones de los republicanos. Así Mañé i Flaquer con Lo Regionalisme en 1887 o, más adelante, Torras i Bages, con La tradició catalana en 1892. El mismo vigatanismo impulsado por Torras, Collell y otros desde Vic no hizo sino renovar el tradicionalismo carlista para ofrecer una alternativa de catalanismo católico al catalanismo laico, progresista y republicano. El ascenso y dominio hegemónico de este catalanismo conservador iba a producirse sobre todo en la década de los 90. Fue paralelo a la consolidación del régimen de la Restauración y a la hegemonía conservadora entre las elites culturales catalanas. El nuevo catalanismo iba a aparecer como una manifestación precisamente de este nuevo prestigio de una intelectualidad catalana respetable y académica, alejada ahora de los devaneos laicistas y librepensadores. Es muy significativa la evolución institucional de este catalanismo conservador. Hay que partir de una organización de jóvenes universitarios, el Centre Escolar Català universque en 1886 se separó del Centre Català (aquel centro de raíz federal y popular) y se unió en 1887, con buena parte de la gente de la Renaixença dentro de la Lliga de Catalunya. Esta Lliga aseguraría el contacto del nuevo catalanismo con el tradicionalismo y el vigatanismo. En 1891 este grupo pudo dinamizar la alternativa organizativa —conservadora— a lo que había representado el Centre Català, y creó la Unió Catalanista, especie de confederación catalana de entidades catalanistas de muy diverso signo —la mayor parte de las cuales habían mantenido relaciones con el Centre Català. Fue entonces, desde la Unió Catalanista y el vigatanismo, cuando se establecieron, en marzo de 1892, las famosas Bases de Manresa, un texto claramente alternativo y que respondía a una tradición ideológica distinta a la Constitución federal de 1883. Un grupo de jóvenes asumió el protagonismo de aquel catalanismo (los Verdaguer i Callís, Prat, Duran i Ventosa, Puig i Cadafalch, Domenech i Montaner) e imprimió su especial impronta en las principales actuaciones catalanistas del momento. La crisis de la guerra colonial, por último, iba a favorecer su contacto con fuerzas económicas desengañadas. De ambos sectores, de una joven intelectualidad profesional y unos representantes directos de corporaciones económicas surgiría en 1901 la Lliga Regionalista. Ésta había aparecido ambiguamente interclasista, en la medida que se alimentaba de la tradición y realidad de centros catalanistas de la Unió Catalanista. El cambio iba a producirse a partir de 1904, a raíz de la aceptación implícita de la monarquía, cosa que significaba el famoso discurso de Cambó a Alfonso XIII en nombre de la minoría regionalista en el Ayuntamiento de Barcelona. Marchó de la Lliga una cierta izquierda y aquélla pronto inició su despegue como partido moderno, con estructuras y funcionamientos regulares, con capacidad de movilización política amplia en toda Catalunya, con capacidad —y es muy importante— para generar un proyecto de articulación nacional de la sociedad catalana, desde su capacidad para establecer unas muy fluidas relaciones con una intelectualidad nueva, europeísta, téc-

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nicamente bien preparada y moderna, intelectualidad usualmente adjetivada como novecentista. El momento clave para dicha expansión se produjo en tiempos de la llamada Solidaridad Catalana y la misma pone especialmente de relieve una vez más la interconexión entre la dinámica del Estado y el nacionalismo catalán. Como es sabido el movimiento surgió de la protesta generalizada de la sociedad catalana contra el intervencionismo militar sintetizado en el famoso asalto a la redacción de Cu Cut y La Veu de Catalunya en noviembre de 1905 y la posterior aceptación por los liberales y Moret de la Ley de Jurisdicciones. Solidaridad Catalana se creó a continuación como un frente político que agrupó todas las fuerzas políticas catalanas (con excepción de los grupos dinásticos): la Lliga, los republicanos, los federales, el nacionalismo republicano de El Poble Català, la Unió Catalanista, los carlistas. Significó la primera movilización política de masas del catalanismo. Fue entonces cuando se alteró realmente el control dinástico del sistema político en Cataluña. Fue entonces cuando la socialización de la política llegó hasta la práctica totalidad de la geografía catalana. Hubo una traducción electoral espectacular (en las elecciones generales de 1907, de los 44 escaños a ocupar, 41 fueron para los solidarios y los tres dinásticos pronto iban a sumarse a la misma Solidaridad Catalana), pero quizás esto no fue lo más importante. Lo más importante estuvo en la movilización política: la primera manifestación de masas en España fue el homenaje del 20 de mayo de 1906 de 200 ó 300.000 barceloneses a los parlamentarios catalanes que se habían opuesto a la Ley de Jurisdicciones en Madrid. Una modernización en definitiva de los usos y maneras de la política. La política de masas era ahora no ya sólo un deseo de los grupos democráticos populares y de izquierdas. Ahora, desde la derecha y el conservadurismo también se iba hacia la movilización masiva. Y durante aquellos años de Solidaridad Catalana unos y otros lograron una extensión e impactos nuevos y desconocidos desde los tiempos del Sexenio de 1868-1874. Solidaridad Catalana se rompió a raíz de las relaciones establecidas entre Cambó y la Lliga y Antonio Maura. Especialmente, alrededor del famoso proyecto de administración local que contemplaba un sufragio corporativo bien visto por la Lliga (¿no formaba parte el mismo de las famosas Bases de Manresa?) y especialmente denostado por la izquierda. Los hechos de la Semana Trágica acabaron del todo con el movimiento, dado el apoyo sin fisuras de la Lliga a la represión ejercida por el Gobierno Maura. Coyunturalmente, y en contra de lo que se ha dicho en ocasiones, el movimiento de Solidaridad Catalana no sólo benefició a la Lliga, sino que además impuso una reformulación del viejo catalanismo de raíz republicana y federal, que ahora como veremos a continuación apareció abierto a nuevos sectores y capas técnicas profesionales. De la Lliga se habían separado en 1904 Jaume Carner, Ildefons Suñol, Joaquim Lluhí i Rissech y el llamado grupo de El Poble Català: se trataba de un grupo de profesionales jóvenes y de prestigio en muchos sentidos equivalentes al grupo de jóvenes Prat, Cambó, Duran i Ventosa, etc., que dirigían la Lliga. Lo que intentaron fue justamente la articulación de un partido catalanista de izquierdas, ahora alejado de la algarada insurrecionalista del XIX, y cercano a la imagen de un Partido Laborista inglés: sustentado en el movimiento sindical obrero y portavoz político en un Estado que debía ser reformado en un sentido liberal y socialdemócrata. El grupo tuvo, gracias también a Solidaridad Catalana, su gran oportunidad. Creó el Centre Nacionalista Republicà a finales de 1906 y logró después la unión de los federales y del grue-

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so del republicanismo posibilista y del salmeroniano primero en la Esquerra Catalana en 1909 y formalmente la Unió Federal Nacionalista Republicana en 1910. El intento era difícil pero coyunturalmente pareció tener éxito: logró una presencia clara en el Ayuntamiento barcelonés (mayoritaria en 1909 frente a los lerrouxistas) y una implantación catalana notable con las elecciones legislativas de mayo de 1910 en Cataluña (con mayoría lerrouxista y minoría del nacionalismo republicano en Barcelona). Ahora bien, fue frenado por un lado por el lerrouxismo y el Partido Radical que logró encabezar la población barcelonesa socialmente más inestable, por el otro por el movimiento sindicalista y anarcosindicalista poco proclive a aceptar aquella dirección. Le afectó también la propia reorganización de la Lliga, que coincidió con la desintegración del nacionalismo republicano y la UFNR a partir de 1914. Lo que había intentado aquel nacionalismo republicano no iba a recuperarse de hecho hasta 1931 con Esquerra Republicana de Catalunya y la Generalitat Republicana dentro de la Segunda Republica. Antes, se inauguró la pequeña edad de oro del predominio conservador y de la Lliga a partir de 1914. Un predominio que se fundamentó en la conquista de la Diputación de Barcelona y la Mancomunitat (a partir del cual lanzó precisamente el proyecto y la imagen de ser capaz de generar una administración moderna, técnica y profesional), así como en el control propio Ayuntamiento de Barcelona, arrinconados en parte los partidos dinásticos en la Catalunya más interior. También el catalanismo conservador de la Lliga iba a fracasar a la postre. La Lliga intentó en los años de la guerra participar en la reorganización del régimen y del sistema político español. Pero se vio abocada a la alianza con los republicanos, sin lograr arrastrar las principales fuerzas dinásticas del Estado. La organización de la Asamblea de Parlamentarios de 1917 y su campaña «Per Catalunya i l'Espanya Gran» fue en este sentido un fracaso, a pesar que de allí partieran ciertas relaciones con el nacionalismo vasco. Su participación en los gobiernos a partir de 1918 fue sólo esto, participación gubernamental incapaz de alterar las bases políticas y la perspectiva del régimen. Por otra parte, ante la campaña autonomista de 1918-19, de nuevo una iniciativa de la izquierda que fue instrumentalizada y arrebatada por la Lliga no logró sino el rechazo del Congreso de Diputados el 11 de diciembre de 1918. Esta campaña estuvo en el origen de la creación de la Federació Democràtica Nacionalista de Macià, el primer grupo explícitamente independentista del nacionalismo catalán (y en un sentido claramente contrario la Liga Patriótica Española). El fracaso del gradualismo de la Lliga iba finalmente a quedar sancionado con la conflictividad social de la postguerra y el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera. Las tres primeras décadas del siglo sin duda estuvieron dominadas por esta presencia fundamental del catalanismo político dentro del sistema político catalán y dentro de la dinámica política del Estado español. Ahora bien, fueron también décadas de continuidades en el entramado social de un asociacionismo con un catalanismo social difuso y unitario que permitiría la eclosión del movimiento de Esquerra Republicana de Catalunya el 1931, un movimiento que renovaba y recogía no ya el modelo del catalanismo popular del siglo XIX, sino más fundamentalmente el catalanismo del nacionalismo republicano de los años de Solidaridad Catalana. Por la derecha y por la izquierda, el nacionalismo catalán había intentado e intentaba una reorganización del modelo del Estado español y una reformulación del concepto de España. Por otra parte, y también en un caso y otro, el nacionalismo espa-

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ñol y más aún la evolución y problemática del Estado español, constituiría una pieza fundamental, influyente de manera central en la configuración y avatares de aquel nacionalismo catalán que había querido quizás sí (como dijo Alcalá Zamora) ser Bolívar en Cataluña y Bismarck en España, pero también, de forma más popular y alternativa, Garibaldi de Cataluña y Thomas Jefferson de España.

9.2. EL NACIONALISMO VASCO El nacionalismo vasco contemporáneo aparece como producto de la reacción ante una determinada industrialización. Se trata de una reacción defensiva y ruralista de las capas intermedias, especialmente urbanas (de Bilbao, San Sebastián y Pamplona). Reacciones al mismo tiempo ante la inmigración y la españolización. Ante una burguesía monopolista integrada claramente en un espacio español y asimismo ante los nuevos socialismos surgidos de la creciente y aluvial realidad proletaria. Como rasgo especialmente significativo y característico en el esquema interpretativo más generalizado para el caso vasco hay que tener presente que no hay lugar para un hipotético nacionalismo y una tradición vasquista progresista. La alternativa de izquierdas aparece de algún modo «secuestrada» por el socialismo psoista, un socialismo de inmigración a relacionar con la gran industria de la minería y la siderurgia, necesariamente al margen del vasquismo. El desarrollo acelerado de la industria pesada en Vizcaya y parte de Guipúzcoa el último tercio del siglo XIX generó tanto una burguesía industrial y financiera estrechamente vinculada a la estructura del Estado español de la Restauración como una aparición abrupta de una nueva cultura urbana e industrial, que además implicaba la llegada aluvial de una inmigración no vasca, vista inevitablemente como una amenaza y una ruptura de los usos y costumbres tradicionales. Iban a ser los sectores intermedios y profesionales de estas ciudades y poblaciones, en un principio de Bilbao y la ría, las que llenaron el grueso de la militancia nacionalista, enfrentada tanto al nuevo capitalismo y su oligarquía como a la nueva base obrera vizcaína. Significativamente, los límites a su expansión surgieron del estancamiento económico del interior y de la desvasquización que afectó a los grandes núcleos urbanos de la costa. Además, la agricultura tradicional y el retroceso del euskera en buena parte de Álava y Navarra significarían otro freno a la expansión del nacionalismo al tiempo que una pervivencia del carlismo. El paso del foralismo decimonónico —que había actuado como instrumento de defensa de las clases conservadoras y los propietarios de las tierras— al nacionalismo se produjo a finales del siglo configurado doctrinalmente por Sabino Arana y Goiri. Antes, en Navarra la resistencia había tenido un caracter especialmente cultural de la mano de la Asociación Euskara y de la figura de Arturo Campion. La obra de Arana partió de la redacción en 1890 de Bizkaya por su independencia y se truncó en 1903, cuando murió, a los 38 años. Arana negaba rotundamente la posibilidad de asumir los cambios sociales y culturales que estaba comportando la industrialización, y muy en especial denunciaba la desvasquización que significaba la inmigración obrera y el socialismo psoista, así como el mismo capitalismo bilbaíno que estaba provocando aquella nueva situación. Defendía la cultura tradicional y agraria, considerada el modelo a mantener y oponer a las formas de vida urbana del nuevo Bilbao industrial y mercantil. Identificando la modernidad con la corrupción de la moral y las costum-

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bres, le oponía una intransigencia moral integrista. Había también una defensa a ultranza del idioma, amenazado tanto por la inmigración como por la castellanización que estaba imponiendo el Estado español. El esquema se completaba mediante el uso de elementos provenientes del fuerismo: la afirmación de un pasado independiente y la diferenciación de razas, junto con la religión y la existencia de una tradición política autónoma justificaban la exigencia de la plena soberanía para Euskadi, entendida como la patria confederal y común de los vascos. Este esquema permitió fijar una ortodoxia y alimentar una actuación propagandista relativamente flexible, basada inicialmente en el combate cultural, sin necesidad de formular un programa político concreto. La subordinación a España constituía una amenaza para el pueblo vasco, una amenaza no ya política sino moral y cultural. Era inexcusable el retorno a las relaciones sociales armónicas de Antiguo Régimen, de base agraria y bajo el signo de la religión, el desarrollo de sus valores y la salvaguardia de las instituciones propias. De ahí surgió el famoso lema sabiniano de Jaungoikua eta lagi-zarra [Díos y Ley vieja]. En definitiva la única salida para regenerar el País Vasco era, según Arana, la independencia y la reconstrucción de los antiguos territorios alrededor de una Confederación de raza vasca que mantuviese el euskera como único idioma. Doctrinalmente, el cuadro teórico del nuevo nacionalismo sabiniano se completó mediante la diferenciación explícita respecto del carlismo, al que denunció por explotar las necesidades del pueblo vasco en nombre de la política dinástica española (El Partido Carlista y los Fueros Vasconavarros, de 1897) El mismo Arana negó cualquier similitud de fondo con el regionalismo conservador catalanista coetáneo (no digamos ya respecto del catalanismo liberal y de izquierdas). Sabino Arana había estudiado en Barcelona entre 1882 y 1888 y fue allí donde inició sus estudios vascos, en especial de tipo lingüístico. Ahora bien, sus formulaciones no veían ninguna posibilidad de entendimiento o cooperación con España y no eran autonomistas como sí lo eran los catalanistas. En especial, el aranismo negaba incluso que fuera separatista ya que nunca había sido el País Vasco parte de España. Además, Arana quería evitar toda contaminación española y denunciaba incluso la posibilidad de matrimonios mixtos o que los inmigrantes aprendiesen el euskera ya que así la lengua perdería su contenido cultural y racialmente vasco. Los catalanistas en cambio impulsaban la integración de la inmigración muy en especial a través de la lengua. Por otra parte Arana, ante las dificultades de una primera expansión durante la década de los 90, iba a mostrar una gran flexibilidad. Al encontrarse en una etapa preparatoria se trataba de lograr la atracción de todas las fuerzas vascas, y al final estuvo dispuesto no ya a reconocer de forma pragmática la legalidad española sino que incluso apostó, como forma de «nacionalizar» el capitalismo vasco, por la creación de una Liga de Vascos Españolistas (1902). La primera organización del movimiento fue lenta y difícil. Arana lanzó la revista Bizkaitarra [El Vizcaíno] a mediados de 1893, creó un primer Centro Vasco en Bilbao (Euzkaldun Batzokija) en julio de 1894, que fue seguido de la creación del Bizkai-Buru-Batzar (Consejo Provincial Vizcaíno) el 31 de julio de 1895, de donde iba a surgir el Partido Nacionalista Vasco. Arana se empeñó en la creación de un nuevo lenguaje y una nueva simbología (en especial usó primero la denominación de Euskalerria e impuso a continuación el neologismo Euzkadi —tierra vasca— para designar el conjunto de los territorios vascos y diseñó la bandera —la ikurriña— a partir de los colores irlandeses y el modelo de la unión jack británica). En 1898-99, logró una

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pequeña presencia en las instituciones de Vizcaya: él mismo resultó elegido diputado provincial y cinco nacionalistas entraron en el Consejo Municipal de Bilbao. A la muerte de Arana, de hecho el PNV estaba aún por organizar. De la mano de Ángel de Zabala (nombrado por Sabino su sucesor) y de algún propagandista joven muy activo como José Horn y Areilza, se creó una infraestructura orgánica, que por primera vez se extendió fuera de Vizcaya. En 1904, el mismo año que se creaba la Juventud Nacionalista de Vizcaya, se abrió el Centro Vasco de San Sebastián; en 1907 en Vitoria y en 1909 en Pamplona. Supo además establecer unas estrechas relaciones con el bajo clero —al margen de las reticencias de la jerarquía eclesial— y fue el padre capuchino «Evangelista de Ibero» (Goicoechea Oroquieta) quien lanzó en 1906 un primer compendio doctrinal, Ami Vasco, que insistía en una afirmación racista, más cultural y moral que no biológica, planteaba como objetivo la independencia y negaba la violencia como táctica. Durante la década de los 90 había mantenido una mínima presencia en la Diputación Provincial de Vizcaya y entre 1/4 ó 1/3 del Consejo Municipal de Bilbao. El impacto de Solidaridad Catalana pareció también animar su éxito electoral y su candidato quedó segundo, detrás del conservador en las elecciones de abril de 1907. Pero este progreso electoral, así como los planteamientos del Gobierno Maura de 1907-1909 (que en especial nombró alcaldes de Bilbao nacionalistas), y temas como la negociación sobre el concierto económico de 1906 —al que en principio el PNV se opuso— provocaron de forma perentoria la discusión sobre el mayor o menor posibilismo de su actuación política. Se inició entonces un debate de largo alcance que enfrentaría a los militantes ortodoxos, mantenedores de la pureza original del mensaje sabiniano, con una presencia mayoritaria en la base, la prensa y la dirección, con un sector llamado euskalerríaco que animó el naviero bilbaíno Ramón de la Sota, dispuesto a la acción política posibilista «a la catalana». La tensión se resolvió de algún modo en 1908 cuando el partido reconoció formalmente la ortodoxia y un funcionamiento orgánico interno rígido y autoritario bajo la dirección del hermano de Sabino Arana, Luis Arana y Goiri, pero no opuso trabas reales a una práctica política del día a día pragmática y posibilista. La justificación teórica del acuerdo vino de Engracio de Aranzadi (Kizkitza): la totalidad de la doctrina no podía aplicarse hasta que no fuese restaurada el «alma nacional». Después, a raíz de la polémica provocada por la política secularizadora de Canalejas en 1910 que desencadenó un escandaloso enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, iba a producirse una primera —y pequeña— disidencia anticlericalista que levantó el lema de Aberri eta Askatasuna (Patria y Libertad) y formó un Centro Nacionalista Republicano Vasco. De todas formas, con mayor importancia futura, iba a ser más decisiva la creación a impulsos del partido, de la Solidaridad de Obreros Vascos en 1911, que quería ser una respuesta vasquista al sindicalismo socialista y anarcosindicalista. Logró inicialmente un cierto apoyo entre los empleados. El impacto de la guerra mundial fue también aquí decisivo. Los negocios de la guerra implicaron un fuerte desarrollo del capitalismo vasco. Por su parte, el nacionalismo se vio abocado a la discusión autonómica, al tiempo que incrementaba su fuerza y presencia electoral. Logró controlar la Diputación de Vizcaya y obtuvo una representación significativa en las Cortes españolas: en 1918 logró 7 diputados sobre 20 parlamentarios (a los que debían añadirse 2 senadores), se vio abocado a la discusión autonómica. Ramón de la Sota y Kizkitza (que dirigía el diario Euzkadi) lograron arrinconar a Luis Arana y los ortodoxos germanófilos. Incluso cambiaron el

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nombre al partido, que pasó a denominarse Comunión Nacionalista Vasca. El partido se implicó así en los proyectos de formación de una Mancomunidad y con mayor alcance en la discusión de un Estatuto de Autonomía en 1918-1919, un poco a remolque de las campañas impulsadas por el nacionalismo y regionalismo catalanes. La crisis social de la postguerra golpeó también decisivamente el País Vasco y la conflictividad obrera y social en Bilbao y la ría fue, al igual que en Barcelona y Catalunya, muy alta. Entonces la recuperación de la derecha monárquica fue clara y rotunda y la Liga de Acción Monárquica que reunió conservadores y liberales pasó a dominar el juego político y las elecciones en las tres provincias vascongadas (con 20 diputados sobre 23). La situación radicalizó el antiespañolismo de la CNV. Una segunda disidencia iba a reconstruir una cierta pureza idearia. Las juventudes de Vizcaya que controlaban el órgano Aberri (Patria) impulsaron una Asamblea el otoño de 1920 que denunció la línea conservadora de la dirección. Querían una mayor intransigencia y, dirigidos por Elias de Gallastegui, celebraron una asamblea Nacional en San Sebastián donde se formalizó la escisión. Los «aberrianos» se unieron a continuación con la fracción de Luis Arana y en julio de 1921 refundaron el Partido Nacionalista Vasco, presidido ahora de nuevo por Ángel de Zabala, con una mayoría de las bases de Vizcaya y una buena representación de Guipúzcoa. Fueron ellos quienes, después del fracaso de un intento de aproximación a la CNV, participarían en la triple alianza de Galeuska que impulsó el nacionalismo catalán más radical de Acción Catalana, escindido de la Lliga Regionalista, junto a los gallegos, en agosto de 1923. En aquellos momentos, el nacionalismo radical pensaba que la crisis política del Estado de la Restauración permitiría en su momento la independencia. Fueron aquellos aberrianos quienes empezaron a defender determinadas formas de lucha armada bajo la inspiración del modelo irlandés, un modelo que se puso de manifiesto también en aspectos más doctrinales y organizativos. Así se organizaría el Emakume Abertzale Batzar, Asociación Patriótica de Mujeres, a imitación del Cumannan. El PNV sufrió, como en el caso catalán, la persecución primorriverista a pesar de alguna promesa inicial sobre la autonomía y la regeneración política. De todas formas, la Dictadura permitió una cierta actividad cultural. El PNV tuvo ahora la opotunidad de profundizar la creación de múltiples y variadas iniciativas culturales (desde el asociacionismo excursionista hasta la creación de bailes y grupos artísticos, etc.) que puso las bases del futuro microcosmos nacionalista de los años 30. En 1930 se produjo la reunificación con la CNV y su expansión fue espectacular. A finales de año contaba ya con unos doscientos batzokis y había logrado una fuerte presencia también en Guipúzcoa. La renovación de dirigentes permitió la acción de José Antonio Aguirre. De todas formas, la revitalización de la oposición democrática y republicana a la Monarquía tuvo también su impacto en aquel nacionalismo. Por vez primera con alguna entidad surgió un nacionalismo que se pretendía laico, liberal y democrático: la Acción Nacionalista Vasca.

9.3. GALLEGUISMO Y NACIONALISMO GALLEGO El galleguismo tuvo, aún más que en otros lugares, un fuerte componente intelectual y literario, asimismo urbano. Con un cierto paralelismo formal respecto de la situación catalana, a partir de la existencia inicial de un impulso progresista, republicana y federal (1846, 1870) que dio lugar a un regionalismo liberal y un re-

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gionalismo federal, a contrastar con un regionalismo de base tradicionalista y católica que había de aproximarse a las formulaciones más conservadoras del catalanismo. Sin embargo, en su conjunto no logró una resonancia social amplia hasta la coyuntura de 1907-1912 al recibir la presión del movimiento campesino. Pronto el nacionalismo iba a frenar la posibilidad de un contenido reivindicativo social y popular importante. Prefirió claramente la reclusión cultural. La afirmación decimonónica de una conciencia política galleguista apareció relacionada tanto con la revitalización cultural de impulso literario, como con una presencia significativa del republicanismo federal a partir del Sexenio Democrático de 1868-1874, especialmente en Santiago de Compostela. El regionalismo federal, anticlerical y antitradicionalista, tenía un contenido democrático y pretendía una amplia alianza entre el campesinado, la pequeña burguesía radical y los sectores populares más urbanos. Partidario de la redención de los foros y defensor de una alternativa avanzada en el campo. En los años 80 mantuvo un pequeño grupo en Lugo alrededor del periodista Aureliano J. Pereira y El Regional. Por su parte, el regionalismo liberal, heredero del provincialismo que había acompañado el esfuerzo renacentista literario y cultural, giró alrededor de Manuel Martínez Murguía, el marido de Rosalía de Castro, autor de un texto importante, El regionalismo gallego, editado en La Habana en 1889. Murguía consideraba que Galicia contaba con todas las características históricas y culturales de las naciones y la afirmación nacionalista exigía un programa activo de modernización económica y política de la sociedad gallega. La mayor precisión doctrinaria regionalista de base católica y neotradicionalista se produjo alrededor de la figura de Alfredo Brañas, relacionado con los Círculos Católicos y catedrático de Economía y Finanzas de la Universidad de Santiago de Compostela, con una actitud hostil al mundo moderno capitalista y liberal y los cambios que éste estaba introduciendo. Su texto fue El regionalismo. Estudio sociológico, histórico y literario, editado en Barcelona en 1888. Brañas mantuvo relaciones estrechas con el regionalismo conservador catalán. Sus Bases generales del Regionalismo y su aplicación a Galicia no se alejaban demasiado de las famosas Bases de Manresa de 1892. Fue asimismo mantenedor de los Juegos Florales de Barcelona de 1893, presididos aquel año por el obispo de Barcelona Josep Morgades. En 1890-1894 las tres tendencias básicas del galleguismo se unieron en la Asociación Regionalista Gallega. Su labor teórica, que situaba en el marco de una perspectiva de actuación política, se desarrolló a través del periódico La Patria Gallega (1891-1892). A pesar de que el impulso inicial partió de Murguía y su núcleo compostelano, la Asociación pronto pasó a estar dirigida por Brañas y su grupo conservador, con una labor muy destacada de Díaz Rabego. El traslado de Murguía a La Coruña iba a convertir la ciudad en el centro del regionalismo liberal con la edición de la Revista Gallega (1895-1907) y el mantenimiento de una Cova Celtiga. El grupo creó en 1897 una Liga Gallega, poco activa políticamente. A su vez, la fuerza del regionalismo tradicionalista de Santiago de Compostela (también de Tuy) experimientó un claro languedecimiento a partir de la muerte de Alfredo Brañas en 1900. Sus fuerzas dispersas actuarían de hecho en el marco del fuerismo tradicionalista de Juan Vázquez de Mella. Finalmente, la defección de Aureliano J. Pereira, que terminó por unirse al Partido Liberal Dinástico y marchó a Madrid, acabó con el regionalismo federal de Lugo, aunque en este caso habría que tener en cuenta que amplios sectores militantes del campesinado gallego continuaron bajo la influencia de una cultura republicana federal.

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En el nuevo siglo hubo también en Galicia una politización creciente del llamado por algunos autores segundo regionalismo gallego. El nuevo impulso partió del impacto regeneracionista de la crisis del 98 y recibió la influencia especial del movimiento de Solidaridad Catalana, sobre todo a raíz de su espectacular éxito electoral de abril de 1907. Núcleos republicanos de La Coruña (José Rodríguez Martínez —Médico Rodríguez), regionalistas también coruñeses (con el viejo Murguía, Eugenio Carré, Manuel Lugrís) y de Betanzos y Pontedeume, que iba a lanzar a Rodrigo Sanz como principal dirigente, junto con el grupo neocarlista de Vázquez de Mella especialmente bien relacionado con la Iglesia, constituyeron la Solidaridad Gallega (1907-1912). No actuó de forma numérica respecto a Cataluña. Su manifiesto fundacional del 14 de septiembre de 1907 fue redactado por Rodrigo Sanz y planteó como principales reivindicaciones la supresión de determinados aranceles y una política de protección pesquera, agrícola y ganadera, la redención o supresión de los foros, y la búsqueda de soluciones específicas para los problemas derivados de la emigración. Solidaridad Gallega iba a convertirse, un tanto al margen de los propios promotores y de su escaso eco en las ciudades, en un referente político del movimiento de reivindicación social agraria. En 1909, el momento de máxima incidencia, podían contarse unas cuatrocientas sociedades agrarias (en 1911, ochenta y cinco formaban parte de Solidaridad Gallega) y su influencia era especialmente notable en Betanzos. El problema fue que los dirigentes solidarios, intelectualizados y urbanos, pronto se sintieron incómodos ante el radicalismo social creciente del agrarismo anarcosindicalista de la Unión Campesina y el elevado tono antieclesiástico que adquiría en su conjunto la protesta más popular en el campo. Sólo entre fuertes tensiones internas que enfrentaban a los políticos y teóricos con los sindicalistas y agitadores fue avanzando la elaboración de un proyecto de reforma agraria —muy moderado a la postre y que se incorporaría al programa del nacionalismo en 1916-1918— en las sucesivas asambleas reunidas en Monforte (1908, 1910, 1911). En definitiva, Solidaridad Gallega fue un movimiento (no un partido) impulsado inicialmente por intelectuales, profesionales y funcionarios de la pequeña burguesía urbana que aspiraban a ejercer un papel social amplio y decisivo. A menudo se movieron en terrenos arbitristas y mesiánicos, y sus planteamientos se alejaron rápidamente de cualquier veleidad izquierdista y no pretendieron en absoluto alterar el sistema de propiedad. A partir de 1912 Solidaridad Gallega perdió fuerza rápidamente. Algunos marcharon a la Liga Agraria de Acción Gallega de Basilio Álvarez, sacerdote y agitador agrario populista redencionista y filosocialista y fuerte en la provincia de Orense. La mayoría se dispersó y algunos otros se unieron a los republicanos. El movimiento solidario había favorecido una renovada influencia del republicanismo federal que confluiría con el viejo regionalismo liberal, en proceso de radicalización democrática. Manuel Lugrís Freire simboliza esta aproximación y la formulación de un nuevo nacionalismo progresista, que iba a permitir la participación del periodista coruñés Antón Villar Ponte, quien desde posiciones federales y republicanas de izquierdas se había mantenido al margen de Solidaridad. En 1916 se creó la primera Irmandad da Fala, movimiento animado una vez más desde la intelectualidad más urbana, que iba a abrir de manera más precisa una fase de afirmación nacionalista del galleguismo. Su máximo impulsor fue Antón Villar Ponte, quien en 1916 después de crear una Liga de Amigos do Idioma Galego y de publicar el folleto Nacionalismo gallego logró el establecimiento en La Coruña de una primera Irmandad dos Amigos da Fala. El movimiento se extendió por muchas ciu-

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dades gallegas. Entre 1916 y 1936 la reivindicación galleguista partió de estas Irmandades que situaron ahora por vez primera la reivindicación lingüística como eje del movimiento y de la propia nacionalidad. El movimiento era políticamente diverso, suprapartidista y en gran medida cultural por más que sus promotores iniciales habían surgido del regionalismo liberal murguiano y del federalismo republicano. Su órgano oficial, aparecido en noviembre de 1916, A Nosa Terra, sería hasta julio de 1936 el gran portavoz del nacionalismo gallego. La revista estuvo en las manos de los dirigentes que no querían limitar el movimiento a los simples temas de difusión y práctica cultural, como los hermanos Antón y Ramón Villar Ponte, Manuel Lugrís y Ramón Cabanillas. Aquel nuevo nacionalismo se estructuró, fundamentalmente, alrededor del neotradicionalismo y del liberalismo democrático. El mentor inicial neotradicionalista fue Antón Losada Diéguez que llevó a tradicionalistas y a muchos mauristas a las tesis nacionalistas. En especial logró la conversión de algunos grandes nombres del nacionalismo de los 20 y 30: Vicente Risco y Ramón Otero Pedrayo, en un segundo momento el mismo Castelao. En la nueva definición nacionalista del galleguismo fue fundamental la obra del orensano Vicente Risco Teoría del nacionalismo gallego, de 1920. Risco recogía el legado de Murguía y afirmaba la nación al margen de la simple voluntad política de los gallegos, dando una especial importancia a la tierra, la raza, el volksgeit, en definitiva la etnicidad, dentro de una concepción naturalista y organicista de la nación, de referencias alemanas. De manera rotunda, además, negaba la existencia de una nación española y consideraba que el Estado español, plurinacional, debía articular cuatro naciones: la gallega, catalana, vasca y castellana. El neotradicionalismo se movió en el marco de esta concepción. Acentuó, eso sí, de manera especial el peso del catolicismo y el ruralismo en la cultura y etnicidad gallegas. Frente a la modernidad capitalista y burguesa, recordaba la tradición de una sociedad señorial y campesina, considerada armónica y llena de potencialidades de futuro. Su ruralismo, que podía compaginar con un cierto reformismo social católico, pretendía detener los males de las ideologías laicas y liberales. La nación debía ser en definitiva una «comunidad orgánica y espiritual de trabajo y cultura». Por su parte, el nacionalismo liberal democrático actuó inicialmente también bajo la influencia teórica de Risco y su concepción organicista, aunque a diferencia de los neotradicionalistas situó la lucha por la libertad y el progreso como objetivo central de la nación gallega. Significativamente, tendió a evitar la centralidad de la lucha de clases, en la esperanza de que el predominio del pequeño capital y una propiedad repartida, ayudada en especial en el campo por un fuerte esfuerzo cooperativo, favorecería la paz social y el desarrollo de la democracia. Su atención se fijó también prioritariamente en la tierra y el mundo agrario, aunque no manifestó ninguna especial oposición al mundo de la ciudad y la industria (como sí hacían los tradicionalistas). Sus dirigentes no iban a desarrollar quizás una obra teórica especialmente brillante, pero sí mantuvieron un alto dinamismo publicista y actividad prosélita. La generación puente de principios de siglo (con Manuel Lugrís, Eugenio Carré o Rodrigo Sanz por ejemplo) fue sustituida por una nueva hornada de los años de la guerra europea especialmente atenta a la cuestión social. Las posiciones en este punto eran muy variadas. Había obreristas como Antón Villar Ponte y Luis Porteiro Garea, prosocialistas como Xaime Quintanilla de El Ferrol (quien efectivamente se afilió al PSOE en 1922) y simplemente reformistas liberales como Lois Peña y Alexandro Bóveda. En los años de la Dictadura de Primo de Rivera aumentó de forma creciente la

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definición republicana de este nacionalismo liberal que en 1929 alentó de manera especial la formación de la Organización Republicana Gallega Autonomista (ORGA). A partir de entonces, y ello iba a ser especialmente importante, este nacionalismo liberal y democrático se apartó explícitamente del nacionalismo neotradicionalista y renunció a la vieja aspiración unitarista que había marcado el galleguismo desde sus inicios. Las Irmandades no fueron un movimiento estrictamente político pero lograron una cierta articulación orgánica federativa y de funcionamiento interno democrático a partir de la Asanblea de Lugo de 1918. Junto a su portavoz oficial ya mencionada la revista A Nosa Terra, contaría con alguna presencia diaria: El Noroeste en 1918-1919, El Correo Gallego de El Ferrol en 1921 (con Ramón Villar Ponte y Xaime Quintanilla), La Zarpa de Orense. La más positiva fue sin embargo Galizia de Vigo (1922-1926), dirigido por Valentín Paz Andrade, y su sucesor El Pueblo Gallego, cuyo propietario era Manuel Portela Valladares. Al final, cuando en 1931 algunos hombres formados en las Irmandades crearon el Partido Galeguista, casi todos ellos contaban con una militancia política previa: mayoritariamente republicana a partir de la ORGA (Villar Ponte, Suárez Picallo), más centrista pero también republicana en algunos a partir de la Federación Nazonalista Republicana y en fin, más exclusivamente nacionalista a partir del Partido Nazonalista Galego creado en 1919 o a la Irmandade Nazonalista Galega de 1922-1924.

9.4. LA GENERALIZACIÓN DEL DEBATE REGIONALISTA Y EL NACIONALISMO ESPAÑOL

No es fácil circunscribir el debate nacionalista al caso de las nacionalidades históricas. El debate, al menos regionalista, tendió a la generalización bajo la monarquía de Alfonso XIII y revela, como ya se ha visto, los límites y las tensiones que generaba inevitablemente el proceso de nacionalización española. Por un lado, el regeneracionismo de 1898 había abierto la posibilidad doctrinal de compaginar la afirmación nacionalista española con una regionalización cultural y orgánica de las diversas culturas más o menos locales de la Península. Ahora bien, con mayor impacto político, la crisis del sistema de partidos del régimen de la Restauración y más en general la necesidad de reformular las bases sociales del mismo favorecía también el recurso a la «regionalización» de la vida política. Hay que tener en cuenta, en cualquier caso, que dicha regionalización apareció inscrita en debates derivados de la problemática nacionalista de Cataluña, Galicia o el País Vasco, y en general por otra parte estuvo marcada por el impacto del éxito electoral y social de Solidaridad Catalana de 1907 y por los debates sobre el derecho a la autodeterminación de los pueblos y naciones europeos de 1918-1919. En este contexto, de manera especial el impulso catalán fue continuado y notable. Por un lado, el catalanismo iba a ser un referente directo más o menos aceptado pero inexcusable para el valencianismo y el mallorquinismo. Por el otro su continuado recurso al debate sobre el Estado español lo convirtió en una pieza central del debate en otras muchas comunidades, en especial en Aragón y Andalucía. El protagonismo básico de las formulaciones regionalistas y nacionalistas continuó correspondiendo en todos estos casos a los profesionales, intelectuales y publicistas, que actuarían a menudo con una clara conciencia y horizontes de clases inter-

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Boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battemberg en San Jerónimo el Real, Madrid, el 31 de mayo de 1906. (Juan Comba, Palacio Real, Madrid.)

medias urbanas. Su importancia fue muy desigual, aunque en general pueda hablarse de un cierto fracaso y de unos impactos sociales muy limitados. Todo ello con independencia de la mayor o menor entidad de las diferenciaciones y peculiaridades históricas sociales y culturales reclamadas por los diversos regionalismos y nacionalismos. En el fondo, si la generalización del debate ponía, como se ha ido repitiendo, en cuestión el alcance y éxito limitados de la nacionalización española y del mismo Estado burgués y liberal español, la debilidad política y social de muchos de estos regionalismos y nacionalismos era un signo elocuente de las propias y amplias limitaciones de un desarrollo económico y social quizás escaso y que no siempre ni necesariamente entraba en colisión con las fuerzas hegemónicas del Estado. En definitiva, la importancia del debate nacionalista que acompañó el Estado y el régimen de la monarquía de Alfonso XIII fue la expresión no tanto de un hipotético y absoluto fracaso del nacionalismo español sino de una realidad compleja que ponía en dificultades un proceso de nacionalización española, el cual era real y existente, que contaba en cualquier caso con la fuerza del Estado y que no debe entenderse de forma unívoca y homogénea. El fracaso del proyecto nacionalizador de la elite político-militar dominante en el Estado no debería esconder el fracaso también de proyectos de articulación nacional española alternativos, y muy en especial el de formulación básica federalista. Hay que tener en cuenta que ésta también pretendía, en algunos casos muy explícitamente, en otros un poco más ambiguamente, una determinada obra nacionalizadora. Eso sí, de carácter popular e identificando participación política democrática y reivindicación social. El proyecto, como es sabido, planteaba la estructuración social y política del Estado a partir del municipio y, en cierto modo con una actitud defensiva,

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pensaba sólo en un Estado central residual, una confederación, producto del pacto y la negociación de las distintas regiones más o menos históricas existentes en la Peninsula Aunque no haya sido estudiado en profundidad y detalle existió también un importante debate sobre el nacionalismo español a lo largo del primer tercio del siglo XX. Intervinieron evidentamente las diversas culturas de la derecha (muy en especial a partir del integrismo, un creciente nacionalcatolicismo y el maurismo) y en este marco el peso del nacionalismo militar y cuartelario fue altísimo. Con menor impacto inicial, no debe olvidarse asimismo la aparición de un renovado nacionalismo a relacionar con las nuevas derechas y la ilusión fascista. Pero no fue en absoluto sólo un debate de las derechas. Existió una fuerte afirmación nacionalista de base izquierdista que se movió entre el análisis y defensa de la españolidad y el españolismo incluso exacerbado. En este campo la corriente ideológica central fue sin duda la que apostó por un nacionalismo liberal democrático que a lo largo de los años 20 adoptó una clara formulación republicana. La formulación y alcance político sobre todo del nacionalismo vasco y el catalán iban a plantear el problema de la coexistencia sin duda conflictiva entre nacionalismos teóricamente excluyentes respecto del español. Ello en un momento en que el régimen debía afrontar, también conflictivamente, una acusada socialización de la vida política en las grandes ciudades paralela a una creciente conflictividad obrera. Aparte de muchas otras consideraciones, la solución entrevista sería la de los estatutos de autonomía discutidos ya en 1918-1919 e intentados posteriormente en tiempos de la Segunda República, unos estatutos que respondieron en gran medida a acuerdos muy tácticos y que no impedieron una tensa dialéctica entre nacionalismos periféricos y reacciones de ultraespañolismo.

9.5. ESPAÑA, UNA PEQUEÑA Y SECUNDARIA POTENCIA EUROPEA La pérdida de las colonias ultramarinas del 1898 puso también de forma abrupta y clara a España ante la necesidad de replantear el marco y el contexto de sus relaciones internacionales, aceptando sin demasiados disimulos su papel secundario. La nueva política exterior iba a seguir como líneas básicas una reformulación de las filiaciones generales y tradicionales que mantuviese un cierto equilibrio entre el Reino Unido y Francia; la asunción de Marruecos como eje de la acción política internacional española; una reformulación de la política de tratados comerciales (e indirectamente de una renovada política arancelaria); de manera indirecta, en fin, una nueva política de defensa (de renovación de armamento, marina, etc) acorde con la nueva situación internacional. En conjunto, muchos tratadistas ven en todo ello el inicio de una política exterior más realista y ajustada a la situación geopolítica y la economía del país, una pequeña potencia sin recursos ni capacidad para desarrollar un papel internacional independiente. En este sentido deben destacarse las muchas limitaciones de su poder económico y de sus fuerzas militares. En especial no debe minimizarse la incidencia en toda esta problemática de la importante intervención del capital extranjero (en explotaciones mineras, red ferroviaria, importantes servicios públicos —electricidad, tranvías—, etc.). En este punto la hegemonía de Gran Bretaña y de Francia fue clara hasta 1936. No debiera por tanto extrañar que fuesen estos países los principales referentes internacionales de la política exterior española.

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Uno de los escenarios centrales de la nueva política exterior se situó como es sabido en Marruecos. España se vio involucrada a pesar de algunas reticencias iniciales en la inevitable internacionalización de la situación a raíz de la política francesa. De ahí que en una primera etapa España actuase a remolque de Francia —intentando de todas formas no enfrentarse a Gran Bretaña— y el que sucesivamente pasase de rechazar la oferta francesa de reparto de 1904, a afirmar una presencia en la Conferencia de Algeciras de 1905 que fijaba al mismo tiempo una internacionalización de Tánger y el reconocimiento de la hegemonia española el norte del reino alauita. A partir de entonces iba a ser inevitable la progresiva implicación —militar— hasta llegar como veremos al establecimiento formal del Protectorado de 1912. Se terminaba así una primera etapa de política española en Marruecos que había estado marcada por la negociación y reparto de influencias derivados de la presión de las grandes potencias europeas. Se abrió entonces el periodo de la ocupación militar en detrimento de la hipotética acción civil de protectorado. Los momentos álgidos estallaron en 1921 cuando se produjo el decisivo desastre de Annual y en 1925 cuando la colaboración francesa permitió el desembarco de Alhucemas y la victoria frente a la rebelión en el Rif. No sin dificultades y sin abandonar la prevalencia militar, se iniciaría entonces propiamente una labor colonizadora. Al llegar la Primera Guerra Mundial, España había salido de un cierto aislamiento exterior, había intervenido en negociaciones internacionales de cierto nivel y había mantenido una efectiva presencia en África del Norte y Occidental. Globalmente, parecía clara la aproximación a Francia, aunque fuera en el contexto de las alianzas occidentales con Gran Bretaña. El gobierno español proclamó pronto la neutralidad (RO de 7 de agosto de 1914) usando a su favor la inexistencia de compromisos formales con ninguno de los dos bloques. La clase política fue consciente de la impotencia defensiva de las tropas españolas y de la vulnerabilidad de los territorios. Pronto además, se alzaron los beneficios de una actividad económica dinamizada por la neutralidad. Ello no fue obstáculo para que fuese muy aguda la división de la sociedad española entre aliadófilos y germanófilos que vino en principio a sancionar la división tradicional entre las culturas políticas del tradicionalismo conservador y del progresismo liberal. Hubo algunas manifestaciones aliadófilas activas de la clase gobernante. En especial de Romanones, el cual sin embargo no fue más allá de los gestos. Por su parte, el conservador Dato apostó más explícitamente por la neutralidad. En este marco iba a destacarse la actitud del monarca. Alfonso XIII había también en este campo intentado una presencia propia y signficativa, al margen a menudo del propio Ministerio de Estado. Quería aprovechar las rivalidades internacionales y mantuvo una activa política viajera que le llevó a visitar tanto Gran Bretaña como Alemania, Italia, etc. Y sobre todo Francia. En una de sus visitas llegó a sugerir (al margen de la política gubernamental) que España podría apoyar a Francia y Gran Bretaña a cambio de la unidad ibérica: ofrecía la red ferroviaria y puertos para las tropas aliadas. La oferta fue rechazada tanto por el gobierno como por el Estado Mayor franceses. Después, el monarca se dedicó a tareas humanitarias hasta convertir el Palacio Real en un centro mundial de ayuda a los prisioneros de ambos bandos. Logró así en un principio una alta popularidad. Al terminar la contienda, la formación por vez primera de una organización supranacional, la Sociedad de Naciones, situó la política exterior española en un nuevo contexto. Se adhirió a través de la ley del 14 de agosto de 1919 al pacto de la So-

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ciedad de las Naciones y a la creación de la Organización Internacional del Trabajo Esta situación iba a consolidar una primera estructura en el extranjero sostenida en la Delegación de Ginebra que dirigió Quiñones de León hasta 1931 y en la Oficina Española de la Sociedad de Naciones. La política española en relación a la Sociedad de Naciones estuvo marcada por el deseo de formar parte de la permanente del Consejo. La batalla diplomática se inició ya la primavera de 1921. El fracaso continuado de la inciativa iba a propiciar a la postre, en un momento de afirmación nacionalista española, la retirada dictada por el general Primo de Rivera en 1926. La reincorporación se produjo en 1929. En aquella postguerra, las tradicionales relaciones con Francia y Gran Bretaña se mantuvieron, en el caso francés ante la situación marroquí y en el caso inglés, con una interconexión estrecha entre los dos reyes (Alfonso XIII y Jorge V) y los dos gobiernos. Las novedades provinieron de los intentos de relanzar las relaciones con América. Muy efectivas en el caso del Norte y amplias en el caso latinoamericano en el marco de la afirmación de la unidad latina que se pretendía contrastar con la del mundo anglosajón. Se vieron beneficiadas a raíz de la neutralidad española durante la guerra, que convirtió España en cabeza de puente comercial entre América y Europa. En parte un producto de esta situación iba a ser la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. Al margen, España mantendría relaciones gubernamentales significativas con la Italia de Mussolini, mediante una sonada visita de Alfonso XIII y Primo de Rivera en 1923 a la Italia fascista. Respecto de Alemania, el reconocimiento de la República de Weimar permitió recuperar las relaciones tradicionales. Por su parte, las relaciones bilaterales con Protugal bajarían de intensidad, influidas sin duda por la proclamación allí de la República en 1910.

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CAPÍTULO X

Sistema político y base social de la Monarquía de Alfonso XIII. Los grandes grupos de presión institucional Formalmente el sistema político venía definido por la Constitución de 1876 y en la práctica se fundamentaba, como ha sido ya visto en su lugar, en un cierto equilibrio de poderes entre un parlamentarismo de base oligárquica y la figura del monarca. A partir de 1890, se había fijado el sufragio universal masculino de los mayores de 25 años, pero ello no había supuesto sino la reformulación del caciquismo político y la agudización de los mecanismos de control sobre el electorado y sobre las elecciones. El sistema se basaba en el establecimiento de unas complejas relaciones entre una clase política y unas determinadas elites económicas y sociales cuyo reclutamiento no aparecía demasiado abierto. En este contexto, el inicio del nuevo siglo hubo de aceptar el reto de la apertura y ensanchamiento de su base social. Ahora bien, el sistema político español del primer tercio del siglo no es comprensible sino se tiene en cuenta el papel determinante de unas pocas pero básicas instituciones que a modo de grandes columnas sostenían y condicionaban el edificio monárquico y más en general el mismo Estado. No era sólo la dependencia respecto del rey y su gran papel como jefe del Estado, sino que se trató de un Estado condicionado por el Ejército, y en ciertos aspectos incluso confundido con él. Sólo la Iglesia, con sus características peculiares —al margen propiamente de las estructuras del Estado—, igualaba la importancia e incidencia de los militares. Frente a esta situación la clase política aparecía empequeñecida, siempre temerosa ante los «obstáculos tradicionales» según la expresión de los republicanos y los liberales reformistas de la época. Como podrá comprobarse una manifestación muy viva de esta situación habían de ser las muchas limitaciones del desarrollo de la administración pública.

10.1. EL REY Toda la etapa coincide con el reinado de Alfonso XIII y nadie pone en duda su gran influencia en la vida política española del primer tercio del siglo XX. Su figura ha generado una abundante y polémica bibliografía. Ésta estuvo inicialmente marcada por la oposición a la Dictadura de Primo de Rivera y la controversia alrededor de la proclamación de la Segunda República en 1931. Se codificó entonces una incisiva

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literatura de escándalo que denunciaba los comportamientos del rey, en la que destatacaron los folletos de Blasco Ibáñez. Después, en los tiempos de Franco, los textos sobre Alfonso XIII estaban a menudo condicionados por la siempre algo lejana pero temida opción monárquica de don Juan, al que pretendían desautorizar tanto el mundo de Falange como en el del franquismo más pragmático. Por último, en el contexto actual de un régimen de Monarquía parlamentaria y democrática, la historiografía se encuentra empeñada en el debate sobre la mayor o menor modernización política del Estado que representaba Alfonso XIII, en el marco de una dinámica europea de crisis de los sistemas parlamentarios burgueses. De la discusión sobre la personalidad y papel político de Alfonso XIII han sur gido algunas caracterizaciones especialmente repetidas. En primer lugar su aspira ción a ejercer un poder efectivo basado en sus relaciones con el Ejército y la asunción de un papel activo en la política internacional. Hacía una interpretación patrimonialista de las atribuciones que le concedía la Constitución de 1876 y tendía a marginar en estos campos al gobierno. Había además una desconfianza creciente respecto de los políticos profesionales que alcanzaría altas cotas siguiendo el compás de la afirmación populista de la Monarquía y la figura del rey, llegando a considerar la una y el otro la encarnación más esencial de la nación española. Parece también clara su apuesta por un espíritu moderno y joven hecho de gestos y desenfados que escapaban a las viejas ortodoxias de sus mayores por más que no pretendían sino la consolidación y éxito de una opción socialmente conservadora y de orden. Las muy intensas relaciones con el Ejército cuentan con un anecdotario político muy amplio. Empezando por la narración que hizo Romanones del primer Consejo de Ministros que presidió el recién investido rey en 1902 cuando tenía 16 años. Allí no sólo se interesó por la situación de unos nombramientos militares y se opuso a las propuestas del ministro de la Guerra, un ya laureado y venerable general Weyler, sino que recordó el artículo 54 de la Constitución que atribuía al rey «conferir los empleos civiles y conceder honores y distinciones de todas clases». Considerándose a sí mismo el primer soldado del país, estableció unas relaciones muy precisas con el Ejército a través de la Casa Militar y de la aceptación de contactos regulares con militares al margen no ya del gobierno sino del propio ministro del ramo. En épocas diversas la propia Casa Militar se convirtió en refugio de militares de alta graduación apartados por el poder gubernamental de cargos de contenido político conflictivo. El gran momento de las relaciones del rey con la problemática del Ejército se produjo coincidiendo con la fuerte crisis de 1917-1923. Alfonso XIII intentó en principio acoger y resituar el movimiento de las Juntas de Defensa, pero pronto hubo de apoyarse en el ámbito de los generales más próximos y sobre todo en una opción africanista. Animó en especial al general Silvestre y apareció muy implicado en toda la problemática del desastre militar de Annual de 1921 y sus consecuencias. De cualquier modo, logró una fuerte camaradería en el campo militar y supo aparecer como el principal interlocutor ante las quejas y el portavoz de las reivindicaciones del Ejercito. Gustaba de vestir uniforme y se jactaba de conocer el lenguaje y la cultura cuartelaria. En un sentido totalmente contrario, le costó a Alfonso XIII intimar con la política más profesional y en especial con sus grandes nombres. Fue tópica la falta de sintonía personal con Antonio Maura. Y si con Canalejas parece haberse establecido

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una mayor comunicación, el asesinato de 1912 truncó dramáticamente el camino. Significativamente, sólo mantenía relaciones fluidas con algunos nombres notables pero secundarios de la política dinástica (marqués de Cortina, conde de los Anddes, etc.), con los cuales mantenía por otra parte coincidentes intereses económicos. Desarrolló también un papel de primer orden en la política exterior y las relaciones internacionales. Con cierta lógica, su modelo de actuación exterior giraba alrededor de los juegos dinásticos europeos, un tanto al margen de los compromisos gubernamentales. En una primera e inicial etapa, su voluntad y disposición viajera —que contrastaba con unas décadas anteriores de aislamiento de la Corona— pareció abrir el camino a una nueva época. Alfonso XIII inauguró su reinado efectuando viajes intensos y especialmente significativos, aunque en los mismos no siempre actuase al dictado del correspondiente ministro de Estado y sí mucho más a la opinión y relación intensa que mantenía con Jose Quiñones de León. Viajó primero a Portugal, Francia, Inglaterra y Alemania-Austria. Una parte considerable del interés de estos viajes provenía de la preparación de su matrimonio, efectivamente concretado en 1905 y efectuado en 1906 con la princesa Ena de Battenburg de la casa inglesa. De todas formas, no dejo de marcar un espacio de integración de don Alfonso en el mundo de las más importantes familias dinásticas europeas. Aquellas relaciones sufrieron evidentemente la cesura de los años de la Primera Guerra Mundial. Permaneció en un principio lejos del mundo italiano (quizás las especiales relaciones entre la Monarquía de los Saboya y el Vaticano así lo aconsejaban). La imagen de rey soldado y rey viajero aparecía completada mediante unas determinadas actuaciones ejemplares que sin duda le dieron popularidad. Así, su comportamiento fue públicamente sereno y despreocupado ante los primeros atentados con los que hubo de enfrentarse. Tanto en su primer viaje a París como con ocasión de la boda en Madrid. Posteriormente, la asunción de la neutralidad ante la guerra europea de 1914-1918 estuvo acompañada de una labor humanitaria muy alabada, dedicada a la ayuda a los prisioneros de guerra. Fueron algunos de los peldaños que iban permitiendo la difusión apologética de su Monarquía y de su figura —necesaria especialmente a partir de 1921 para contrarrestar un aluvión de críticas de la oposición antidictatorial. Más adelante se sumaría su gesto el 14 de abril de 1931 cuando marchó al exilio y permitió, según sus afirmaciones, la proclamación pacífica de la Segunda República evitando la guerra civil entre españoles y su muerte en el exilio romano en 1942, relativamente joven aún, a los 58 años. Todas estas imágenes apologéticas sobre heroísmos y sacrificios del rey se han completado mediante afirmaciones más genéricas sobre su carácter de hombre latino, contrapuesto al ascetismo y la austeridad de comportamientos de la reina madre, ella que provenía de los Habsburgo. De ahí surgen distintas visiones sobre contrastes de carácter en la familia y la historia más íntima de Alfonso XIII. Por un lado se destaca el comportamiento de corte cosmopolita de la infanta Eulalia de Borbón, nacida en 1861 y hermana de D. Alfonso XII, quizás próxima a la vitalidad de su madre Isabel II, que publicaría un libro de escándalo en 1910, Au fil de la vie. Por el otro, la historia de la elección de Ena de Battenberg como futura reina en detrimento de la candidatura defendida por el mundo político. De manera mitad novelesca mitad política, aquella inicial relación matrimonial amorosa y cariñosa iba a sufrir contratiempos importantes y ciertos alejamientos. El primer hijo, don Alfonso, nació hemofilico, una enfermedad que se consideró de herencia de los Battemberg. Siguieron las hi-

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jas Beatriz y más adelante Maria Cristina; don Jaime, sordomudo; don Juan, el primer varón sin problemas genéticos; y finalmente, el pequeño, don Gonzalo. El carácter y comportamiento más privado del rey (afectado por una creciente sordera) parece que se agrió, por más que mantuvo una pequeña corte veraniega en San Sebastián, que a menudo implicaba escapadas regulares a Deauville, en el País Vasco francés. A modo de símbolo de esta evolución se acostumbra a recordar el fuerte impacto depresivo que le causó la muerte de su madre en 1929. Siempre es difícil hablar de los amigos de un rey. De niño, a los ocho años su grupo lo componía un pequeño pelotón dedicado a menudo a entretenimientos y prácticas militares. Más adelante, uno de los pequeños núcleos ciertamente muy relacionados con el monarca fue el de los administradores de sus negocios, nombrados finalmente sus albaceas. En la relación de las grandes inversiones, que fueron amplias y muy diversificadas, sus principales interlocutores y socios fueron personajes de antigua y nueva nobleza como el marqués de Cortina, el marqués de Urquijo, el conde de los Andes, el conde de Aybar, etc., muchos de ellos personajes de influencia política considerable.

10.2. EL EJÉRCITO El Ejército fue una pieza clave del largo proceso de construcción decimonónica del Estado liberal español. Constituyó uno de los ejes vertebradores institucionales del nuevo Estado burgués y uno de los máximos referentes de la nacionalización burguesa de la sociedad española. Su protagonismo político y su intervencionismo recorrió de manera constante todo el siglo, incluidas las décadas del régimen formalmente parlamentarista y civilista de la Restauración. Los militares ocuparon y aseguraron la presencia física del Estado central en todo el territorio a través no sólo de la estructura de las capitanías generales y los gobiernos militares sino también de manera muy relevante a través de los gobiernos civiles (a cargo de los militares de forma reiterada especialmente en las provincias socialmente más conflictivas). Además, una especie de pacto no escrito vetaba la presencia de elementos civiles en la dirección de los ministerios de la Guerra y la Armada y sustraía dichos ministerios de la potestad del presidente del gobierno, estableciendo líneas de comunicación directa con el rey. Lo nuevo de la situación generada a raíz de la pérdida de las colonias fue la reaparición de algunos militares (notablemente Camilo Polavieja, el general cristiano de Filipinas, y Valeriano Weyler, el general liberal que había impuesto los reconcentrados en Cuba) como posibles candidatos al golpe de mano dictatorial en contra del edificio parlamentarista. Ciertamente los políticos profesionales de la Monarquía lograron frenar las intentonas, pero nadie en el mundo dinástico ponía en cuestión el papel y peso central del Ejército en la estructura del Estado. La clase política fue pronto consciente de que el mantenimiento de la «civilidad» del Estado iba a depender del establecimiento de un modelo liberal democrático para el Ejército, un modelo que implicaba una profesionalización y racionalización de las estructuras internas de las Fuerzas Armadas. Ahora bien, en este punto los problemas de fondo eran múltiples. Faltaba de entrada un modelo de integración social liberal del Ejército. Sobre la base de la opción por el «ejército de masas», típica de los nuevos estados liberal-burgueses europeos, el referente más próximo parecía ser el

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modelo francés que implicaba un concepto de «nación en armas» y la formación de un «soldado-ciudadano». Pero las contradicciones surgían de inmediato. La resistencia de los sectores poderosos a compartir el esfuerzo militar provocaba inevitablemente un reclutamiento pobre y plebeyo y favorecía el mantenimiento de una oficialidad culturalmente incapaz y técnicamente poco eficiente. A su vez la inexistencia de un discurso democrático de construcción del Estado liberal no ayudaba a mantener la civilidad del Ejército. Un segundo gran tema derivaba de las características de la oficialidad y de su número excesivo. La incorporación en su momento del ejército carlista y las resistencias a rebajar el grado a aquellos oficiales creados por las múltiples situaciones políticas de emergencia había generado una estructura interna claramente descompensada y había ensombrecido las perspectivas de ascenso y mejoramiento de la situación profesional de la oficialidad. Ello obligó a establecer en especial la creación de las llamadas «escalas de reserva retribuidas» que afectaban incluso a los generales (así en 1885 habían 456 generales (285 en la escala activa y 171 de reserva). La Escala de Reserva Retribuida (formalizada en 1882) permitía el ascenso directo de los empleos de suboficiales, sin la necesidad de cursar estudios específicos; podían llegar a ser capitanes y comandantes. Los oficiales de carrera temían la competencia de los llamados despectivamente de «cuchara». Esta Escala de Reserva iba a saturarse después de las guerras coloniales de 1895-98, cuando de manera harto extendida ascendieron muchos alfereces. La escala permaneció cerrada (sin ascensos) hasta 1908 y después, de nuevo, a partir de 1912. Otro factor que generaba inevitablemente tensiones era el de las diferencias internas de formación, nivel cultural y prestigio social de la oficialidad. La gran división se establecía entre las armas generales (infantería y caballería) y los cuerpos facultativos (artilleros e ingenieros). Éstos contaban con una formación más exigente y su titulación y especialización técnica era valorada en la sociedad civil. De ahí que sistemáticamente se opusieran a incorporarse a formaciones más generalistas —que los militares de las armas generales defendían como un instrumento de homogeneización y cohesión interna del Ejército. Los facultativos impusieron el cierre de la Academia General Militar en 1891 (que había sido creada en 1882) y no sería restablecida hasta 1927 por Primo de Rivera. No ha de extrañar el continuado enfrentamiento entre unos y otros, ni el especial activismo corporativo de los artilleros e ingenieros puesto de manifiesto con espectacularidad bajo la Dictadura de Primo de Rivera y en las conspiraciones que precedieron la proclamación de la Segunda República. A principios de siglo cualquier proyecto de reforma y modernización del Ejército retomaba los proyectos frustados del general Cassola, ministro dé la Guerra en 1887-1889. Aquel plan había pretendido el establecimiento de un servicio obligatorio universal (evitando las redenciones en metálico y los sistemas de sustitución que permitían evitar las obligaciones militares a los hijos de las clases acomodadas), la fijación de la antigüedad como base de los ascensos hasta el grado de coronel (con escala cerrada, extendiendo los usos de la escala de artillería) y la reducción del número de capitanías generales (de 13 a 8, limitando por tanto las perspectivas profesionales de los tenientes generales). En el nuevo siglo todos los problemas acumulados se hicieron espectacularmente perentorios. Las guerras coloniales y el Desastre de 1898 agudizaron el problema. La situación de emergencia había aumentado ampliamente el número de oficiales,

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tanto los que provenían de la Escala de Reserva como de las Academias (sólo en la Academia de Infantería durante la década de los 90 se habían graduado más de 4.000 nuevos oficiales). A continuación, la pérdida de las colonias había significado la desaparición de 8.000 destinos. El exceso de oficiales por tanto se había recrudecido aunque los 24.000 existentes significasen una cierta restricción respecto de los 27.000 que había a la muerte de Alfonso XII en 1885. La necesidad de una contención era clara, pero la presión corporativa malograría los distintos intentos de reforma. Atrapados en las redes de un régimen que había situado el Ejército en el centro del edificio del Estado y de la garantía del orden público, contando además con una fuerte autonomía sancionada por el propio monarca, los sucesivos gobiernos una y otra vez aplazaban o limitaban los planes de reforma militar. Con algunas variantes todos los intentos de solución implicaban una política restrictiva basada en la limitación de la entrada en el cuerpo de oficiales, el adelantamiento de la edad del retiro y ascensos fijados por estricta antigüedad. El mismo general Polavieja en 1899 pretendió limitar el acceso a las academias militares y la amortización del 50 por 100 de las vacantes (para reducir la escala de jefes). Poco después, en 1902, Weyler logró decretar la amortización de un 25 por 100 de las vacantes, pero su pretensión de cerrar las academias se encontró con la total oposición del nuevo monarca. En 1906 el general Luque, que había sido impuesto como ministro de la Guerra por el mismo Ejército y el monarca a raíz de la crisis provocada por la Ley de Jurisdicciones, quiso rebajar los límites de edad para el pase a la reserva de los generales y aumentar el número de batallones por regimiento (con lo que disminuían los mandos), además de exigir una preinstrucción militar. Posteriormente, en 1909, al mantener los ascensos por méritos de campaña que beneficiaban a los oficiales en Marruecos, se encontró con una fuerte protesta de la oficialidad peninsular que le obligó a cerrar el Círculo Militar de Madrid y arrestar el mismo director de La Correspondencia Militar. A partir de 1916 el movimiento de las Juntas de Defensa, a modo de sindicato de oficiales, tuvo como veremos un papel decisivo en la marcha de la vida política del país. Pero su origen no debe verse alejado de la problemática laboral y profesional de un cuerpo de oficiales opuesto en especial a la política de retiros prematuros y de amortización de ascensos que había intentado el general Echagüe en 1913-1914. El primer ministro civil de la Guerra de Alfonso XIII llegó en noviembre de 1917 en el gobierno liberal de García Prieto, con Juan de la Cierva, hombre que contaba con un fuerte apoyo en el Ejército desde sus actuaciones como ministro de la Gobernación en el Gobierno Maura de 1907-1909. La solución de De la Cierva, inicialmente muy aplaudida por los militares, consistió en ampliar los empleos y el presupuesto (rompiendo así los tradicionales intentos de contención y restricción del gasto militar). Su Ley de Bases para la Organización del Ejército (publicada en la Gaceta el 10 de marzo de 1918) incrementaba la plantilla del ejército a 180.000 soldados, con 16 divisiones (en lugar de las 14 existentes) y multiplicaba por tres las brigadas de caballería, con lo cual aumentaba los destinos activos. Rebajaba en dos años la edad de retiro (situada entre los 51 años para los tenientes y 70 para los teniente generales) pero en la nueva «situación de reserva» los oficiales recibían la paga completa y podían acabar su carrera en servicios burocráticos. Abría, además, la Escala de Reserva Retribuida (cerrada desde 1912). Otra reforma fue la supresión del empleo de brigada (que había permitido cierto ascenso de los sargentos sin pasar a ser oficia-

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les). La Cierva pretendió como vemos contentar a todos. A los suboficiales les dio la oportunidad de ascender hasta el empleo de capitán. Los oficiales no se oponían en tanto se mantenía la Escala de Reserva Retribuida al márgen de la Escala Activa, sin olvidar que toda la reforma implicaba también generalizados aumentos de sueldo. El precio de todas formas era el mantenimiento de un ejército sobredimensionado, sin modernizar ni profesionalmente ni técnicamente ni materialmente, precisamente cuando la experiencia de la Primera Guerra Mundial había hecho evidentes grandes renovaciones técnicas y removido profundamente los parámetros militares más tradicionales. La Cierva dimitió en marzo de 1918 a raíz de un problema distinto (el de la huelga de Correos y Telégrafos) y pudo mantener intacto su prestigio entre los militares. Ello a pesar de que pronto se vio que su reforma era inviable. En julio de 1918 el nuevo Gobierno de Maura hubo de disminuir las plantillas de la tropa y licenciar miles de soldados por falta de recursos. Se reintrodujeron así las amortizaciones de vacantes y se eliminaron los quinquenios (que había sido la fórmula para aumentar el sueldo de muchos oficiales —aquellos que llevasen más de cinco años en un mismo empleo). Las Juntas de Defensa pusieron de manifiesto las dificultades del generalato y del mismo monarca para continuar encabezando —y en parte apaciguando— el malestar interno del Ejército. Pero las mismas juntas no iban a poder evitar una creciente división interna de la oficialidad que enfrentó a los africanistas y los peninsulares y que giró en gran medida alrededor de la problemática de los ascensos. En 1918 las juntas impusieron los ascensos por antigüedad tanto en tiempos de paz como de guerra, contra muchas de las aspiraciones de los oficiales activos en Marruecos. Las juntas se enfrentaron victoriosamente de nuevo al Gobierno Dato cuando el vizconde de Eza, nuevo ministro de la Guerra, en julio de 1920 quiso reintroducir los ascensos basados en los méritos de campaña. El mismo De la Cierva, que retornó al ministerio en el Gobierno Maura de 1921 después del desastre de Annual, no pudo sacar adelante un proyecto de ascenso de 15 oficiales por méritos de campaña. La Ley de 1918 obligaba a discutir en el Parlamento los casos excepcionales de ascensos que no respondiesen a criterios de antigüedad. Algunos de los oficiales propuestos se vieron implicados en hechos que la opinión pública asociaba al desastre militar en Marruecos y la protesta de las juntas contó con el apoyo de una opinión que culpaba a los militares de las derrotas en Marruecos. Fue una nueva victoria de las juntas contra los africanistas. Aquella última victoria fue el canto del cisne de las Juntas de Defensa. El desastre del Annual iba a la larga a dar alas al discurso más patriota que presentaba los militares en África como los defensores de España a los que los políticos y las «rencillas» dejaban en la estacada. Además, aumentó la inquietud social no sólo entre los obreros y los pobres (los tradicionales soldados implicados en las aventuras coloniales) sino también entre importantes sectores de las clases medias al imponer la situación marroquí el que por vez primera los soldados de cuota hubieran de cumplir por entero el servicio militar y no quedasen ya exentos de marchar al frente. Sin duda en 1922 el peso político de los africanistas aumentó y así el Gobierno Sánchez Guerra logró la aprobación en mayo de 1922 de una amplia relación de ascensos por méritos y a continuación en julio las Cortes retornaron al ministro de la Guerra la capacidad de conceder los ascensos que considerase adecuados a los méritos en campaña. Al final la neutralización de las Juntas de Defensa en 1922-1923 no fue tanto un triunfo de la

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supremacía civil sino de los africanistas, que estaban logrando una política más activa en Marruecos. Toda esta problemática lastraba el propio modelo de Ejército y su engarce social La europeización que había promovido Canalejas había sido en bastantes aspectos tímida. La Ley de Reclutamiento de 1912 (que vino a sustituir la Ley de 1885) continuaba con la idea de un servicio militar relativamente corto y teóricamente universal, pero mantuvo la posibilidad de la sustitución personal, limando simplemente un tanto la vieja redención en metálico. Ahora, según la nueva Ley de 1912 mediante sorteo se fijaba un «cupo de filas» en el cual el soldado debía servir tres años y un «cupo de instrucción» en el cual el soldado volvía pronto a casa después de una mínima instrucción militar. Por otra parte, la antigua redención en metálico era sustituida por la figura del soldado de cuota. Éste pagaba un dinero y servía por unos meses sin pernoctar en el cuartel. Con ello se suavizaba la dureza del servicio a los hijos de las familias acomodadas. Aunque el precio fuese, al revés del proclamado modelo francés, el mutuo alejamiento entre el Ejército (cada vez más encerrado en sí mismo y con una soldadesca poco alfabetizada y culta) y la burguesía más intelectual. La Dictadura del general Miguel Primo de Rivera iba a estar jalonada por múltiples conflictos políticos con determinados sectores del mismo Ejército (protestas, reuniones ilegales, conspiraciones de 1924, 1926 y 1929, disolución del cuerpo de artillería), los cuáles tuvieron asimismo un trasfondo profesional muy importante y en especial la eterna cuestión de los ascensos. Para Primo también era necesaria la reducción de las escalas, la amortización de determinados porcentajes de las vacantes e ir reduciendo los cupos de entrada en las academias. Nótese que en 1930 los oficiales eran aún cerca de 22.000. Además, al margen de su intención explícita de asegurarse el control político del Ejército, era clara también la necesidad de arbritar algún sistema de ascenso que valorase la profesionalidad y capacidad y no aplicase mecánicamente criterios de antigüedad. La Ley de 1918 fijaba rigurosamente la antigüedad para los ascensos hasta coronel y en el caso de ascensos basados en méritos de campaña exigía el llamado juicio contradictorio cerca del Consejo Supremo de Guerra y Marina. Primo tendió a modificar a su favor la composición de la Junta de Clasificación de Generales al tiempo que aumentaba sus prerrogativas. Un decreto de 9 de febrero de 1924 permitió a la Junta elaborar unas listas de ascensos elaboradas basándose en informes políticos y personales. Un año después, un nuevo decreto de 21 de octubre de 1925 suprimía el juicio contradictorio. Finalmente, el 26 de julio de 1926 se facilitaba la concesión de ascensos por simple elección de la Junta. A su vez, la composición de ésta se vio alterada. Anteriormente la integraban tenientes generales retirados y el único capitan general existente (que era Valeriano Weyler). Primo les sustituyó por dos tenientes generales elegidos por él mismo y un general de división. Con ello se pasó a contar con los generales en activo, lógicamente más proclives al favoritismo y las presiones del gobierno. Uno de los nuevos miembros había de ser el jefe de la Casa Militar Real y la Junta la presidía el ministro de la Guerra. Todos estos cambios no significaban sino dejar en manos de Primo de Rivera la política de nombramiento de generales. Se rechazó cualquier alegación basada en la antigüedad y Primo sin respetar la Ley de 1918 no tuvo inconveniente en pasar directamente a la reserva a diversos generales. El famoso conflicto con el Cuerpo de Artillería tuvo este origen. Los artilleros ha-

340

bían mantenido una formación particular (alejada de la Academia común) y conservaban la escala cerrada (cuando llegaban ascensos por méritos de campaña, los artilleros lo permutaban por una condecoración). Primo les iba a obligar a aceptar los ascensos de mérito concedidos a partir de 1925 (según decreto de 9 de junio de 1926). Los jefes del arma (con el general Correa, jefe de la sección de artillería del Ministerio de la Guerra, a la cabeza) se opusieron y Primo no dudó en suspenderlos de empleo, sueldo, fuero y uniforme (5 de septiembre de 1926). Hizo más: forzó el pase a la reserva a los generales y coroneles que a su juicio no demostraban aptitudes o buena disposición (en noviembre de 1926 la mitad de los dieciocho generales del cuerpo fueron efectivamente pasados a la reserva). El enfrentamiento prosiguió. El general Haro (sucesor de Correa) intentó suavizar la cuestión mediante súplicas y manifestaciones de adhesión pero al cursar las dimisiones de los artilleros ascendidos fue él mismo arrestado. El coronel Marchessi, director de la Academia de Artillería, de Segovia, se negó a su vez a librar la Academia al gobierno y fue condenado a muerte (conmutada por la perpetua). Al final llegó la disolución del arma (RD de 17 de noviembre de 1926) y la humillante firma individual de un documento por el que los que pedían reintegrarse aceptaban los ascensos de mérito y manifestaban apoyar al gobierno. Como veremos con mayor detalle en su lugar, el contexto del conflicto era de conspiraciones anti-dictatoriales con intervención destacada de elementos militares. La implicación de los artilleros fue especialmente destacada. Así en la llamada «sanjuanada» de 24 de junio de 1926 con los generales Aguilera y Batet a la cabeza, y más adelante la conspiración que dirigió el político conservador Sánchez Guerra en 1928-1929. El fracaso de éste iba a significar una nueva disolución del cuerpo, la firma de un nuevo documento de acatamiento al dictador y el cierre de la Academia de Artilleros de Segovia en beneficio de la Academia General Militar, recreada en 1927 y puesta bajo la dirección del general africanista Francisco Franco.

10.3. LA ADMINISTRACIÓN En el contexto europeo, el Estado liberal iba a caracterizarse ya a principios del siglo XX por su voluntad de reactivación de una actuación positiva en campos básicos como los servicios públicos, las infraestructuras económicas o la vivienda, así como una progresiva funcionarización de su actuación (lo cual implicaba la minimización de los notables locales y por tanto la consolidación de una administración local y municipal del Estado). En este marco, una pieza significativamente clave sería la extensión y homogeneización de la educación. También en España el Estado liberal había ya iniciado su actuación en todos los terrenos pero los avances habían sido muy limitados. Con cifras muy globales, el gasto público continuaba en unos niveles más bajos que en Europa: situado en un 10 por 100 del PNB frente al 15-16 por 100 usual en otros estados. Eso sí, a lo largo de los primeros treinta años iba a producirse un incremento signficativo de las partidas ligadas a los servicios públicos activos, aunque continuarían —dada la problemática de Marruecos— siendo muy altas las correspondientes a los gastos militares y, de manera crítica, los gastos financieros para cubrir las deudas, manifestación significativa de la problemática fiscal.

341

Un cuadro significativo de la evolución de los gastos del Estado en 1913-1931 (si nos basamos en los datos oficiales publicados en 1933) puede ser: GASTOS (MILLONES DE PESETAS) 1913 Total Presidencia Estado

1921

1924

1927

1930

1923

1926

1929

1931

1.516

3.505

3.809

3.497

3.776

1,5

1,6

12,7

37,4

32,7

5,9

14,5

16,7

15,1

18,0

G. y Obi. civ.

19,4

35,6

41,3

36,7

39,0

G. y Obl. ecl.

41,9

61,5

66,2

64,3

67,0

Guerra

211,8

491,8

492,8

375,3

470,0

Marruecos

108,2

423,1

471,9

301,5

223,8

Marina

69,7

151,6

224,2

170,0

302,7

Gobernación

85,2

253,5

283,1

261,3

300,7

Instr. Públ.

66,2

157,4

182,8

167,9

206,8

547,7

337,9

283,8

514,9

15,8

28,9

40,2

46,9

Fomento

196,6

Trabajo, Com., Ind. Economía Nacional Hacienda Gastos contr. Poses. Guinea





19,9*

25,7*

18,6

47,2

39,8

37,3

50,6

146,3

345,3

473,7

133,3

146,2

2,4

2,9

3,4

4,1

1,9

Sin entrar en consideraciones más técnicas y precisas, baste hacer notar la importancia central de la problemática militar (donde el presupuesto específico denominado «acción en Marruecos» se agotaba en su práctica totalidad también en el campo del esfuerzo militar), seguido de la partida de Fomento, adonde iban a parar en gran medida las obligaciones de obras públicas y de infraestructuras a modo de un gran Ministerio de economía. En contraste, era clara la penuria de la Instrucción Pública. La fuerte partida de los gastos de contribuciones y rentas públicas revelaba el importante peso de los endeudamientos y gestión de la Hacienda. En términos relativos no deja de ser también sorprendente la penuria del ministerio de la Gobernación, a relacionar con la falta de profesionalidad y modernización no ya de los aparatos de orden público sino también de las obligaciones municipales. Ayudado en parte por la propia evolución inflacionista de la moneda, es claro el gran salto que se produce en la incidencia económica del Estado al atravesar los años de la guerra mundial. Estas cifras contemplan las cuentas del Estado central. La consideración más completa de la presencia de la administración estatal en su conjunto debiera incluir los presupuestos de la administración local y provincial (los Ayuntamientos y sobre todo las Diputaciones). Por su parte, respecto de los ingresos, en el mismo periodo y usando las mismas fuentes, tenemos:

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INGRESOS (MILLONES DE PESETAS) 1913

1921 1923

1924 1926

1927 1929

1930 1931

Total

1.504

3.638

3.783

3.490

3.696

Contr. Territor. Industrial Utilidades

192,1

234,1 110,4 349,5

305,0 171,6 394,2

351,5 182,4 404,9

371,4 180,7 461,1

45,7 148,0

Derechos Reales Minas Cédulas Personal

74,1 10,6 6,8

124,9 13,2 7,7

163,3 12,1 7,5

213,4 11,1 0,2

213,5 7,2 0,3

Aduanas Consumos Alcoholes Azúcares

224,6 47,5 18,5 44,1

478,8 17,6 41,9 70,9

625,4 6,5 49,9 99,6

628,6 2,9 38,7 107,8

538,8 2,1 40,4 118,8

Transportes

28,7

60,3

70,6

68,1

93,5

Timbre de Estado Alumbrado Tabacos Loterías Cerillas

97,8 9,7 150,6 132,1 21,5

211,1 23,4 222,4 281,0 34,5

280,4 31,6 285,5 364,1 47,8

336,7 33,1 287,1 390,4 40,0

353,9 37,4 302,6 416,4 39,5

Correos Telégrafos y teléf.

1,0 1,6

3,9 6,6

6,1 6,3

5,7 5,3

11,1 5,0

Explosivos

4,1

5,0

6,8

9,0

8,8

Destacan ciertamente, en correspondencia a la nueva situación económica, el crecimiento de los ingresos provenientes de las utilidades (es decir de los gravámenes derivados de las acciones y beneficios financieros) así como de la contribución industrial (aunque en este caso mantiene unas cotas muy limitadas). En cualquier caso, era muy limitada la proporción de las contribuciones más o menos de imposición directa. Las partidas básicas eran de procedencia indirecta a relacionar con la actividad económica de productos (alrededor de las aduanas o los timbres del Estado por ejemplo) que inevitablemente se trasladaban al precio de los productos de consumo. Continuaban, además, con un importante impacto popular, la serie de monopolios y estancos como los tabacos o las loterías (o en otra dirección los azúcares).

10.4. LA IGLESIA La Iglesia había tenido y tenía a principios de siglo un importante papel en la articulación española de la sociedad. Era en muchos sentidos (tanto políticos como sociales) una fuerza de cohesión. Evidentemente, ello no anulaba el carácter poliédrico de la institución y del mundo católico ni la existencia de muchas disensiones y ten-

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siones internas ni la constante actitud de defensa y beligerancia ante los peligros del liberalismo. En cualquier caso, la Iglesia y su entorno constituían el principal referente y agente configurador de la cultura política conservadora (a veces más tradicionalista e integrista, a veces más pragmática y acomodaticia) que inevitablemente actuaba en dialéctica respecto de la cultura liberal-democrática. Su importancia escapaba a la simple consideración cuantitativa aunque el número de sus miembros (eclesiales o de las órdenes) fuese ya de por sí considerable. A lo largo del siglo XIX el clero había experimentado una espectacular reducción: los 200.000 religiosos de 1797 eran sólo 87.000 en 1900. El descenso se produjo sobre todo en el clero regular, no el secular. Éste alcanzaba en 1900 una cifra de 33.000 muy superior a los 21.000 sacerdotes de 1797 (aunque en aquellos tiempos debía tenerse también en cuenta la espectacular cifra de 40.000 beneficiados) y permaneció más o menos estable hasta 1930. De hecho el clero parroquial había crecido de manera constante a lo largo del siglo XIX y si se situó alrededor de un tercio del total de los religiosos a comienzos del siglo XX, fue porque en las décadas finales del XIX en el momento álgido de la Restauración se inició la recuperación del clero regular. El clero regular masculino había descendido a lo largo de la primera mitad del XIX, pero bajo la Restauración creció de forma constante y consolidada. A partir de 1875 aparecieron 34 órdenes masculinas y se fundaron 115 monasterios. En 1888, 1.684 religiosos habitaban en 161 monasterios (casas de varones) y 14.592 religiosas en 1.027 conventos de mujeres, cifras que crecieron a 8.216 en 754 monasterios y 30.846 en 2.500 conventos respectivamente en 1910. En las primeras décadas del siglo XX la evolución del clero regular en su conjunto fue:

religiosos religiosas total

1900

1910

1923

1930

12.142 42.596 54.738

13.539 46.357 59.896

17.210 54.605 71.815

20.642 60.758 81.400

En términos proporcionales a los habitantes destacaban sin duda las provincias vascas. En 1923, un año intermedio, había un promedio de 102,19 religiosos por 10.000 habitantes en Álava, 131,43 en Guipúzcoa y en Vizcaya muy por debajo, pero en la línea alta de las provincias españolas, 63,06; en Navarra 76,59 (aquí en una línea claramente ascendente habían sido 63,57 en 1900 y llegarían a ser 97,29 en 1930); en Baleares 71,84; en Burgos 67,43; en Madrid 63,31. Por encima de los 50 religiosos estaban Barcelona (58,71), Gerona (56,51), Palencia (51,49) y Valladolid (56,33). El promedio de conjunto era en aquel 1923 de 33,16 religiosos por 10.000 habitantes (en 1930 el promedio alcanzaría un 34,54 por 10.000). Este renacimiento de las órdenes contó con el apoyo muy destacado de algunos adinerados. A partir de 1880 los jesuitas de Toledo dependían de los donativos de la aristocracia. El colegio de los jesuitas de Chamartin en Madrid se abrió a ruegos de la nobleza; el marqués de Pastrana les dió el terreno y su mujer financió la construcción (a su muerte dejó a la Compañía veinte millones de pesetas: la mitad del presupuesto anual del gobierno para la Iglesia). La elite de Bilbao fue especialmente activa en este sentido. La Universidad de Deusto, fundada en 1886, lo fue gracias a las aportaciones de importantes industriales. Los miembros de las clases altas patrocinaron

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también escuelas religiosas y otras instituciones para los trabajadores, como la escuela primaria de Deusto dirigida por los hermanos de la Salle. Se trataba de crear y controlar un mundo firmemente católico de ocio y beneficio industrial, así como de instrucción. No debe de todas formas obviarse la realidad más corporativa y humana de la propia Iglesia. Hubo, al lado de las muchas problemáticas sociales y políticas que le afectaban, una problemática interna muy acusada. Las desigualdades regionales, tanto en la distribución de efectivos como en las remuneraciones, eran altísimas. Así, en contraste con las provincias que se han mencionado, durante el siglo XIX el clero había sido escaso en el campo andaluz. Era en especial clara la incapacidad de la Iglesia para afrontar el nuevo crecimiento urbano y generar nuevas parroquias en los suburbios. En Barcelona la estructura parroquial continuaba sin cambios desde 1877; en 1907 varias parroquias tenian más de 50.000 feligreses, con un promedio de un sacerdote y un coadjutor por cada 10.000 obreros. De forma parecida en Madrid a comienzos del XX en la parroquia de San Esteban (Carabanchel Bajo) había un sacerdote para 16.000 almas y en 1930 en el Puente de Vallecas sólo cinco sacerdotes cubrían las necesidades de una población de 80.000 personas. No era sólo un problema de falta de sacerdotes. Por razones diversas —alguien ha hablado de una estrategia dirigida «a la reconquista espiritual de los núcleos dirigentes» de la sociedad— el clero se concentraba en las parroquias más céntricas de la ciudad. El clero parroquial estaba mal pagado y escasamente preparado. La desamortización había destruido buena parte del patrimonio al tiempo que la abolición de los diezmos les había dejado sin rentas. Los pagos del gobierno (de «clero y culto») no llegaban a cubrir todas las necesidades y sobre todo resultaban mal distribuidos. Durante la Restauración los obispos y canónigos, que representaban el 3 por 100 de la población eclesiástica, recibían el 15 por 100 del presupuesto. Respecto de la formación que había recibido, deficiente, hay que tener en cuenta que la estancia en los seminarios se prolongaba habitualmente entre los 12 y los 23 años. Era aquel un mundo cerrado física e intelectualmente, con una instrucción poco apta para el mundo urbano e industrial. La situación era especialmente grave dado que los seminaristas eran originarios en su mayoría de pueblos y pequeñas ciudades de Castilla. Lógicamente existía una relación entre la capacidad de inserción y de obra constructiva de la Iglesia y el mapa de la práctica religiosa, que no era por otra parte especialmente alta. La práctica religiosa era muy variada y también desigual. En Logroño a finales del siglo XIX la observancia del precepto pascual no llegaba al 40 por 100 (y sólo un 20 por 100 en el caso de los hombres). En muchos lugares de las diócesis de Cuenca, Toledo y Ciudad Real la asistencia a misa y el cumplimiento pascual no llegaban al 5 por 100. La situación en Andalucía provocaba escándalo entre los viajeros de misiones católicas en 1890-1918. Era en este caso muy explícita una divisoria de clase. Los ricos de Sevilla eran piadosos pero no las clases bajas. La religión era cosa de las clases altas según la cultura de los jornaleros. Muchos obviaban el confesionario y sacramentos como el matrimonio y el bautismo. A finales de los 20 la práctica religiosa era casi inexistente en Huelva. La situación en las áreas urbanas era igualmente muy deficiente. Algunos datos referidos a un barrio obrero de Barcelona, Collblanch, lo ponen de manifiesto. En 1908 se celebraban sólo ochenta comuniones al mes. La asistencia a los ejercicios espirituales (a pesar de que el obrero practicante conservaba su jornal) era bajísima: 55 en 1906, 46 en 1907 y 77 en 1908. En Barcelona sólo el 52 por 100 recibía la extremaunción en 1900, el 46 por 100 en 1920

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y el 40 por 100 en 1935. Los niños bautizados en la primera semana cayeron del 30 por 100 en 1900 al 15 por 100 en 1920 y el 10 en 1935. En conjunto la Iglesia se mantuvo fuerte allí donde supo establecer una íntima relación entre religión, sacerdotes y vida local. Esta interrelación fue clara sobre todo en algunos lugares de vida rural intensa, por ejemplo en las provincias de Santander y Navarra (casos estudiados en detalle). La asunción de la lengua local iba a ser tambien un importante factor de inserción social de la Iglesia en los ámbitos rurales vas co y catalán, también en Mallorca. En esta línea de recuperación de una presencia social importante, la Iglesia a partir de finales del siglo XIX apareció dispuesta a asumir los aspectos populares y folklóricos de la religión. En Andalucía los campesinos evitaban los oficios de la Iglesia pero acudían a los santuarios locales. En este contexto se produjeron determinados cambios en las formas de la práctica religiosa. Hay que mencionar en especial la difusión del devocionarismo mariano, mientras descendían tanto la liturgia parroquial como la vida religiosa más corporativa de las viejas cofradías. Los cultos marianos (el dogma de la Inmaculada Concepción había sido fijado en 1854) se convertirían en el eje de la labor de un renovado devocionarismo. Los misioneros ayudaron a fundar sociedades del rosario y en 1900 había sociedades marianas en todas las ciudades y parroquias. Otro culto importante fue el del Sagrado Corazón de Jesús promovido por los jesuitas. La inauguración del Cerro de los Ángeles en las afueras de Madrid el 31 de mayo de 1919 marcó la consolidación de dicho culto. Las nuevas formulaciones del devocionario católico provocaron incluso una alteración significativa de los nombres de pila de los niños y niñas. Empezaron entonces (desde mediados del siglo XIX) a ser comunes las Inmaculadas, Vírgenes de los Dolores, del Pilar, del Carmen y nombres compuestos como María del Carmen, así como Jesús, en detrimento de la devoción a los santos. Toda esta realidad social, quizás menos «católica» que la usualmente considerada, no ha de minimizar la importancia política y cultural de la Iglesia ni su alta capacidad movilizadora. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado estaban como es sabido fijadas por el Concordato de 1851 que afirmaba que la «religión católica, apostólica y romana es la única religión de la nación española, excluyéndose cualquier otra religión». El clero secular debía ser mantenido por el Estado. Éste se comprometía además a financiar los seminarios, permitir las propiedades de la Iglesia y aceptar un determinado número de órdenes masculinas. Aseguraba también que la educación sería en todo conforme a la doctrina católica. A cambio, el papa reconocía las ventas de tierra ya realizadas y ratificó el derecho de la Corona al nombramiento de obispos. El acuerdo se mantuvo sin cambios hasta los años de la Segunda República. La Constitución de 1876 volvió al acuerdo de 1851 con una modificación significativa. El artículo 11 mantenía el catolicismo como Iglesia oficial y concedía a los obispos diecinueve asientos en el Senado pero permitía la práctica privada de otras religiones. Hubo una oposición ruidosa de la jerarquía e incluso resistencias a las orientaciones de León XIII de apoyar la Monarquía. A finales de los ochenta la Iglesia aceptaba la Constitución pero sin entusiasmo. Continuaba exigiendo una mayor participación en la educación, la censura y la moralidad pública. Una parte del bajo clero en La Rioja y el País Vasco y las órdenes religiosas continuaban alimentando el carlismo y condenando el liberalismo doctrinal o político. Los mismos obispos diocesanos condenaban a menudo la libertad de prensa y los periódicos radicales.

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Una de las principales polémicas que se situaron dentro del mundo católico fue la actitud a tomar ante la política y de hecho la forma y conveniencia de su participación en el sistema político, un sistema político que en general la Iglesia y las militancias católicas consideraban liberal y contrario a las enseñanzas eclesiales. La respuesta de los principales grupos del catolicismo militante marcaba una gradación de diferencias: los carlistas continuaban alimentando una alternativa dinástica frente a la monarquía liberal, los integristas de forma algo ambigua actuaban próximos a los carlistas por más que no situaban la batalla directamente en la cuestión dinástica sino en la defensa de la integridad de la doctrina católica que creían debía ordenar toda la realidad social; en fin, los «mestizos» se encontraban impelidos a la búsqueda de algunas salidas reformistas a la relación con el liberalismo del régimen y soñaban con movimientos y acciones pragmáticas de acomodo e integración en el sistema liberal burgués. En este contexto uno de los temas recurrentes fue el de la unión de los católicos, una unión que podía derivar simplemente hacia la acción social (es decir la afirmación de la presencia del catolicismo y su cultura dentro de la sociedad, una sociedad burguesa y liberal) o bien que algunos empujaban hacia la presencia y el combate explícitamente político. Esta situación se vería lógicamente influida por la dinámica política y en especial por las actuaciones y orientaciones del Vaticano, que partían del nuncio y el cardenal-primado de Toledo. En general, situados ya a principios del siglo, la jerarquía intentaba cierta contemporarización entre las diversas tendencias de la militancia católica (carlista, integrista, tradicionalista o reformista) y los propios poderes públicos. Desde los años 90 se había configurado una cierta tendencia a promover desde postulados reformistas una unión de los católicos que asegurasen una movilización popular algo renovada y adecuada a la realidad cada vez más urbana del país. En esta línea deben situarse el cardenal Cascajares y Ciriaco Sancha, así como el obispo de Oviedo (los cuales dinamizaron los congresos católicos de 1887-1902 y que impulsaron unas primeras tesis de unión de los católicos dirigidas a la conjunción con los grupos más o menos integristas y los carlistas). Tuvo una especial incidencia el propio papa León XIII que a mitad de los 90 logró que el mismo Sardá y Salvany reconociera (en la Revista Popular) que el mundo católico no se limitaba al integrismo y, separándose de Nocedal, asumiera la idea de una unión de las distintas sensibilidades católicas. Aquel mismo 1896, en septiembre, una pastoral del cardenal Cascajares, que era entonces arzobispo de Valladolid, reclamaba la unión de las fuerzas católicas y su fusión en aras de una organización política que pudiera hacer frente con garantías a la desorganización de los partidos dinásticos y la crisis generada por las guerras coloniales. Como en otras situaciones anteriores, el plan incluía una hipotética solución del cisma dinástico mediante el matrimonio entre D. Jaime (el heredero carlista) y Dña. Mercedes (la hermana del futuro Alfonso XIII). Se trataba de una movilización del mundo católico militante ante la crisis dinástica de finales de siglo que se vio agudizada a la muerte de Cánovas ante la necesidad de renovación del Partido Conservador. De ahí el que, en 1899 se añadiera a la campaña el cardenal Ciriaco Sancha, arzobispo de Toledo, con un llamamiento a rehacer las relaciones entre los católicos y los poderes públicos. Reclamaba la autoridad del episcopado (sólo los obispos debían fijar el marco y las bases de unión entre los católicos) y era necesario una aceptación sincera del régimen constitucional para favorecer la presencia y la orientación católica. Actuar, decía, como los belgas, país en el que los católicos gobernaban con una constitución liberal desde hacía 14 años.

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El problema era que la movilización más militante del catolicismo aupaba los sectores más integristas y antiliberales del mundo católico. De ahí que la unión de los católicos respondiera a menudo a dos interpretaciones contrastadas: una de impulso integrista, otra más posibilista y ligada a la jerarquía. Un ejemplo fue justamente el programa de 17 puntos «para la unión de los católicos» elaborado por las manos integristas en el V Congreso Católico, reunido en Burgos el 30 de agosto de 1899 poco después de las apuestas más abiertas y pragmáticas de Sancha y buena parte de la jerarquía. En Burgos se pidió la restricción de la tolerancia religiosa (modificar el famoso artículo 11 de la Constitución en este sentido), la prohibición de los malos libros, la libertad de la enseñanza en favor de la Iglesia, instrucción estatal (en todos sus niveles incluida la universitaria) conforme a la religión católica, inmunidad de los lugares sagrados y restablecimiento del fuero eclesiástico, exención del servicio militar para el clero, restricción del derecho al matrimonio civil y reconocimiento sin cortapisas de los efectos civiles del matrimonio eclesiástico, libertad de ingreso en la vida religiosa después de la pubertad, posibilidad para los obispos de pedir los «legados píos» al margen de las autoridades civiles, descanso dominical y regulación de las tabernas, prohibición del juego, castigo de la blasfemia y a las publicaciones obscenas, exenciones económicas a favor de los bienes y poderes eclesiásticos. Una muestra de los ambientes y deseos de la intransigencia católica que dominaba en los ambientes militantes católicos de finales del siglo. En la práctica, la jerarquía pretendió obviar este tipo de dificultades mediante el impulso de un movimiento católico estructurado alrededor de ligas católicas, juntas de intereses católicos, etc., que podían basarse en la reivindicación del programa de Burgos, pero que se encontraban bajo la dirección de la jerarquía y por tanto no actuaban bajo la dirección de los carlistas ni las opciones del integrismo de Ramón Nocedal. Evidentemente, en este contexto, la perspectiva de una organización política propia y específica de los católicos se alejaba y desdibujaba. En este punto se impuso la llamada doctrina del mal menor, formalizada (aunque de hecho ya había sido activa en muchas otras ocasiones) en ocasión de las elecciones municipales de 1905. En la revista de los jesuitas, Razón y Fe, el P. Venancio Minteguiaga defendió la conveniencia de votar por el menos perjudicial para los intereses católicos si no estaba clara la posibilidad de un triunfo claramente católico. La consecuente intervención del mismo papa Pio X (febrero de 1906) con Inter Catholicos Hispaniae, así como la decidida actitud del obispo de Madrid Vitoriano Guisasola, en defensa de dicha doctrina iba a significar la última derrota del integrismo de Ramón Nocedal y «El Siglo Futuro». Su muerte, acaecida el 1 de abril de 1907, abrió sin duda el inicio de una nueva etapa en la dinámica del activismo político católico. Aunque el distanciamiento del integrismo respecto de la jerarquía más reformista prosiguió y por ejemplo la Asamblea de la Buena Prensa reunida a finales de septiembre de 1908 en Zaragoza: allí se impuso una dura definición de la mala prensa (lo era toda aquella que no se sometía a la licencia eclesiástica, incluida en este sentido la de los dirigentes del Partido conservador) y se pedía a los confesores que no absolvieran a los católicos culpables de leer la mala prensa. En este aspecto iba a ser muy significativa la actuación de estas altas instancias, un famoso documento elaborado por Pio X que constituyeron unas «normas» de 11 puntos que debían presidir el comportamiento de los católicos españoles. El documento en principio confirmaba la línea fijada por el cardenal Guisasola y la carta Inter Catholicos Hispaniae y por tanto significaba una cierta desautorización de los integristas (se prohibia acusar de no católicos a los miembros de los

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partidos del sistema liberal, se admitía la doctrina del mal menor y se pretendía impulsar una política de unión de los católicos que se fundamentase en unos programas mínimos y circunstanciales frente a los programas de máximos y pureza de la doctrina). De todas formas, las normas se mantuvieron largo tiempo en secreto y por su parte el cardenal Vives y Tutó continuó mediando y facilitando el contacto directo de los integristas con el papa. Aquellas Normas de 1908-1909 tuvieron su continuación y mayor importancia en las lanzadas en 1911, en pleno debate y polémica de la Iglesia con el gobierno que presidía Canalejas y que, como veremos, pretendía reafirmar un cierto regalismo en la ordenación de las asciaciones religiosas. Las Normas de 1911 continuaron condenando el liberalismo y la doctrina fijada por el Syllabus, pero se aceptaba que los católicos militasen en los partidos denominados liberales y se consideraba que los partidos eran lícitos y honestos si no se oponían a la religión y la moral. La «acción de reconquista religiosa debía efectuarse desde los límites de la legalidad» y no podían acusarse o combatir como «católicos no verdaderos» por el hecho de militar en partidos políticos legales en España en la medida que no abandonasen la defensa de los principios de la Iglesia. De cualquier modo aquellas Normas descartaban explícitamente la posibilidad de constituir un partido católico, un partido de la Iglesia (que se consideraba no debía intervenir directamente en el mundo político), fuese desde una perspectiva integrista o desde una perspectiva de reformismo católico. Todo este debate de 1911-1913 vino a concluir un largo periodo en el que la movilización católica se movió fundamentalmente en el terreno de las relaciones políticas entre el Estado liberal y la Iglesia, en el marco de una serie de reivindicaciones fundamentalmente políticas que no hacían sino girar alrededor de los viejos temas del clericalismo y el anticlericalismo y más en especial el mayor o menor grado de confesionalidad e integrismo del Estado y de su sistema político. Desde los partidos dinásticos, pocos discutían en el fondo su hegemonía en la configuración de una cultura política conservadora o su utilidad como institución que garantizaba la cohesión y el orden social. La propia debilidad del Estado liberal, incapaz de asegurar con sus propias fuerzas la cohesión y el orden, ampliaba cada vez más este papel político del mundo eclesial y católico. La situación se alteró un tanto en un segundo momento, en los años de la primera postguerra europea. Entonces el acento de las polémicas se situó más centralmente en un renovado terreno: el de la creación de una nueva derecha y los intentos de lograr una implicación importante en el mundo de la sindicalización agraria y obrera. Con características distintas en un caso y otro, la militancia católica se encontró ante el reto de una movilización y articulación de masas. Algo de esto habían ya intentado desde los años 90 los integristas y carlistas. La novedad seria la generalización de estos comportamientos y la clara voluntad de asunción de la emergente realidad urbana. También en los aspectos más políticos la generalización del antiparlamentarismo y críticas al sistema liberal, en un momento de crisis de los partidos y ejemplos de rupturas antiparlamentaristas y antiliberales de amplios sectores burgueses y de clases medias de Europa. La acción social de la Iglesia había intentado tímidamente alguna forma de inserción en el mundo obrero ya desde finales del siglo XIX, con los famosos Círculos Obreros Católicos. Pero la voluntad había sido fundamentalmente de catequesis y movilización católica. La Confederación Nacional de Corporaciones Católicas Obreras creada en 1896 no escapaba a este modelo. Tanto los promotores eclesiales

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como los mecenazgos económicos ejemplares (muy notablemente el marqués de Comillas y Javier de Ügarte) no querían ir mas allá y cualquier insinuación de carácter reivindicativo laboral no era según ellos sino una ruptura de corte liberal pernicioso y muy peligroso. En este sentido los intentos algo ambiciosos en una cierta línea de obrerismo sindicalizador se encontraron con múltiples y poderosos obstáculos. Como veremos, durante mucho tiempo, los intentos del padre Gafo, de Arboleya o del padre Palau, intentos más o menos sindicales y urbanos, tuvieron algun éxito pero pronto se vieron detenidos. Una mayor viabilidad tuvo el sindicalismo católico agrario, estrechamente vinculado a la estructura eclesial, beneficiado por la ley de sindicatos agrarios que había lanzado Maura y con un claro perfil de mutualismo paternalista. De cualquier modo, estos intentos no conocieron una real incidencia hasta 1917-1923, coincidiendo con toda la problemática social abierta por la postguerra y en especial por el ejemplo bolchevique. Por su parte, la movilización política iba a girar entonces a partir de unas reformulados núcleos activistas, a la búsqueda difícil de una nueva derecha: la Asociación de Propagandistas y El Debate de Ángel Herrera; el Grupo de la Democracia Cristiana que encabezaba Severino Aznar (catedrático de Sociología en la Universidad de Madrid); el grupo más ligado al maurismo, sobre todo alrededor de Ángel Ossorio y Gallardo. Todos ellos lanzaron iniciativas y pretendieron, de nuevo, encabezar una movilización política de los católicos. Desde El Debate y los propagandistas, que habían impulsado y adquirido un gran papel dentro del movimiento católico a través de la Acción Católica y de la constitución de juventudes católicas de corte universitario, la apuesta parecía más proclive a la incoporación del integrismo y la explícita confesionalidad del movimiento. El grupo de la democracia cristiana pretendía animar especialmente una sensibilidad social, mientras que los mauristas representaban el mundo de la política. Al final el intento recibió el apoyo de la jerarquía y el ejemplo del PPI italiano que logró en las primeras elecciones a las que se presentó un notable éxito. El PSP constituido en diciembre de 1922 pareció el final del largo camino de todas aquellas militancias católicas que pretendían una reformulación de la derecha y el juego político: se unieron grupos mauristas (Ossorio y Gallardo), tradicionalistas (Victor Pradera), propagandistas (Álvarez) y de El Debate (José M. Gil Robles, Pedro Gómez Aparicio), del grupo de la Democracia Cristiana (Severino Aznar), el sindicalismo católico (Luis Diaz del Corral). Pero la opción llegó quizás demasiado tarde y la Dictadura de Primo de Rivera trastocó la hipotética apuesta. Nótar que la confesionalidad del nuevo partido sólo era implícita y que como tal partido no dependía de la Iglesia. En definitiva, el sistema político español no podía ignorar la importancia y centralidad de la Iglesia. Ésta se había consolidado como una de las instituciones centrales, articuladoras básicas del orden social burgués y respetable, en los años decimonónicos de la Restauración. Con manifiestos problemas y tensiones internas y con unas difíciles relaciones con el Estado, pero con una indudable y creciente incidencia institucionalizadora social, garantía insoslayable de cohesión y control burgués de la vida popular.

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CAPÍTULO XI

Gobierno y reformismo dinástico. Maura. Canalejas. La oposición republicana, 1902-1913 Uno de los primeros retos de la nueva Monarquía de Alfonso XIII era la construcción de un renovado sistema político que fuese capaz de poner orden en las múltiples y a menudo contradictorias movilizaciones políticas e ideológicas que había abierto la crisis de 1898. De entrada parecía clara la necesidad de modificar las bases tradicionales de aquel mundo de la política oficial que aparecía ahora como insoportablemente reducido, encerrado dentro de los límites que marcaban unas pequeñas oligarquías económicas y sociales y una muy limitada clase política. Inexcusablemente había que ampliar el alcance y número de los sectores protagonistas de la vida política pero (muy pocos tenían dudas en este punto) conservando la neutralización de las masas, siempre peligrosas. Era en este sentido en el que se necesitaban unos «nuevos» partidos. Ahora bien, no se trataba sólo de fijar unas nuevas reglas del juego político, había que reformar el propio edificio del Estado, abocado éste a una obligada readaptación a la nueva realidad de un Estado y un país sin colonias y a una machaconamente deseada modernización de la administración. Otros grandes temas iban a ser la reconducción de los militares, la asunción y neutralización de los nacionalismos periféricos emergentes. Son temas ya vistos en la primera parte. En conjunto el rey y la alta clase política del régimen hicieron frente a la nueva situación con posiciones más bien temerosas y defensivas. De todas formas, hubo desde el dinastismo dos intentos reformistas realmente notables, que contaron ya en su momento y han continuado contando con una muy destacada hagiografía. Por un lado, hay que tener en cuenta el reformismo conservador de Antonio Maura, por el otro el reformismo liberal encabezado por José Canalejas. 11.1. LA ALTA CLASE POLÍTICA: PERFILES PROFESIONALES E IDEOLÓGICOS. SILVELA Y MAURA. MORET Y CANALEJAS Los políticos de gobierno en activo a finales del siglo XIX eran en su mayoría profesionales (algunos liberales y a menudo funcionarios), aunque la intervención de miembros de la nobleza terrateniente y de la milicia era también significativa. No es fácil encontrar la implicación política directa de los grandes protagonistas de las finanzas y el capitalismo del momento, aunque no debe minimizarse la regular y reiterada presencia —en un sentido inverso— de los grandes nombres de la política en

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los consejos de administración de las sociedades y negocios más relevantes. La práctica totalidad de aquella alta clase política se había formado en Madrid. Ello era así al margen de que una determinada literatura hagiográfica insista en las múltiples procedencias geográficas de los distintos apellidos de sus biografiados. Habían estudia do de niños en Madrid y en todo caso se habían iniciado en el mundo político desde la centralidad capitalina de Madrid. Muy pocos provenían de la vida política extracapitalina. Los notables de provincias estaban y permanecían en provincias y a lo sumo viajaban en alguna ocasión para asistir a las sesiones de las Cortes a Madrid La procedencia familiar implicaba a menudo el mantenimiento de puentes y relaciones especiales con determinadas regiones y espacios provinciales, pero la política gubernamental era, si se entiende la expresión, una política madrileña, con usos y maneras aprendidos en Madrid. En este sentido, bajo la Restauración el ayuntamiento madrileño acostumbró a ser una pieza del engranaje de la alta política más que una entidad con una dinámica local específica y propia. En la jefatura del gobierno (y por tanto en el liderazgo de los partidos del sistema) iban por fin a llegar durante el reinado de Alfonso XIII hombres que no habían sido protagonistas del Sexenio de 1868-1874. Notablemente, claro está, Antonio Maura (nacido en 1853) y José Canalejas (de 1856). También, Eduardo Dato (de la edad de Canalejas), con un alto papel en 1913-1921. Sin embargo, el peso de la clase política marcada directamente por la experiencia del Sexenio continuó siendo muy alto. Hubo así gobiernos de liberales como el marqués de Vega de Armijo (1824-1908) y el general López Domínguez (1829-1911), protagonistas no ya del Sexenio sino del Bienio Progresista de 1854-1856. Por su parte Eugenio Montero Ríos (1832-1914) y Segismundo Moret (1838-1913) marcaron, desde el gobierno y fuera del mismo, las vicisitudes del Partido Liberal hasta 1913. De forma parecida, en el campo conservador, intervino aún el general Marcelo Azcárraga (1832-1915), así como Francisco Silvela (1843-1905) y Raimundo Fernández Villaverde (1848-1905), que fueron a principios del siglo XX promesas de renovación pero que habían llegado al mundo de la política antes de la Restauración de 1875. En esta pequeña y escogida muestra de la alta clase política se encuentran como vemos algún militar profesional y algún noble de abolengo. Pero la mayoría había iniciado su carrera política desde las cátedras de la Universidad Central (o al menos desde los aledeaños de las mismas) y pronto figuraron con cargos importantes en la administración del Estado. Fueron en este sentido emblemáticos Segismundo Moret (ocupó la cátedra de Hacienda Pública ya en 1858 y la obtuvo en propiedad en 1863) y Raimundo Fernández Villaverde (que enseñó Derecho Mercantil a partir de 1869 y pronto iba a ser interventor general de la Administración del Estado, en 1878). Eugenio Montero Ríos, gallego, quizás el político que procedía de una familia más humilde, llegó a la universidad desde estudios en el seminario y, tras doctorarse en Derecho, pasó por las universidades de Oviedo (1859) y Santiago de Compostela (1860) antes de ocupar la cátedra de Derecho Canónico de la Universidad Central en 1864. Con matices, pueden considerarse también miembros del mundo de la alta enseñanza universitaria Canalejas (que fue interino en 1873-1875 y posteriormente perdió dos oposiciones en 1877 y 1879) o Francisco Silvela y Eduardo Dato (que no formaron parte del profesorado de la Universidad Central pero sí dieron clases en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación). La panorámica puede terminar destacando la pertenencia de algunos a bufetes profesionales de éxito. Es el caso obviamente de Antonio Maura, pasante del bufete de Germán Gamazo y yerno del mismo al ca-

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sar con Constancia Gamazo. También, la del mismo Silvela, que provenía de una familia de bufete importante y de Dato, que lograría entrar ya en los 90 y paralelamente a su ascendiente político en el grupo de ejercicio profesional con clientes selectos. A destacar una última característica: la intervención de todos los políticos liberales mencionados en la famosa Institución Libre de Enseñanza que hubo de crearse en 1877 cuando algunos profesores de Universidad no quisieron jurar la Constitución de 1876 y fueron expulsados. Así Moret, Montero Ríos y Canalejas. Francisco Silvela y de Le-Vielleuze (Madrid, 1843-1905), entró en la política como subsecretario de Gobernación Canalejas Méndez (El Ferrol, 1854-Maen 1874 y ministro de Gobernación con drid,José 1912). Nombrado presidente del gobierno el 10 Cánovas en 1879 y 1890; también fue dude febrero de 1910, murió asesinado por el anarquista Pardillas en 1912. rante un corto tiempo ministro de Gracia y Justicia (1883). Hijo de jurista, él mismo se consideró ante todo un jurista y abogado (el título lo alcanzó en 1864), intelectualizado, activo en la Academia de Jurisprudencia y en la de la Historia, y miembro destacado del Ateneo madrileño. Su importancia partió de su capacidad para mantener una disidencia culta y de buena casa contra Cánovas y el canovismo durante la década de los 90, cuando su tertulia en el Hotel de Rusia convirtió a los «rusos» en la bestia negra de los romeristas implicados escandalosamente en negocios y concesiones turbias desde la administración del Ayuntamiento de Madrid. Silvela levantó entonces bandera de honestidad y de crítica a los usos y maneras de la clase política profesional de la Restauración. Se propuso ya entonces la unión de los grupos conservadores, forzosamente dominados por el integrismo y el carlismo, al margen del aparato que controlaba Romero Robledo. Falto de salud (moriría en 1905, a los 61 años, después de mantener una larga enfermedad biliar), no fue en puridad un político de alcance. Su coyuntura renovadora en el gobierno de 1899 y después en 1902-1903, no pareció consolidar un proyecto de larga duración y sí la necesidad de encontrar un liderazgo más definitivo. A menudo se han establecido paralelismos entre Francisco Silvela y Antonio Maura (Palma de Mallorca, 1853-Torrelodones, 1925), paralelismos facilitados por su concepto elitista y aristocrático de la política, por su inflexibilidad y, como se añade a menudo, por su intención de llevar algo de honestidad a la política. Existían sin embargo fuertes diferencias. Silvela había sido educado en Madrid y había formado parte de aquella famosa universidad de intelectuales de mediados del siglo. Por contra Maura no era sino un abogado que intelectualmente se había formado en el ámbito de una cultura conservadora y tradicionalista pero que no había optado por la actividad publicística o universitaria, sino la profesionalización y la política. Maura provenía de una familia mediana que poseía una pequeña manufactura de curtidos.

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Silvela provenía de una familia ya profesional y de tradición intelectual. Respecto de la proclamada defensa común de la honestidad política, se trató más bien de un intentó de renovación del conservadurismo desde la apelación a la doctrina en detrimentó del discurso más cínicamente pragmático que se había impuesto alrededor de Cánovas. En este sentido, sí puede establecerse una relación estrecha entre Silvela y Maura. Silvela abrió el camino desde reflexiones intelectualizadas y Maura pareció saber impulsar su traducción más política. Las múltiples apelaciones noventaiochistas a la sinceridad electoral o la renovación honesta de la política no eran entendidas de otra forma que en estos términos de aproximación a la doctrina y la ideología. Se consideraba que el conservadurismo (evidentemente de trasfondo católico e integrista) era mayoritario y consustancial con el verdadero y sano pueblo español. En el caso de Maura, sus críticas genéricas al caciquismo no eran sino críticas al caciquismo «viejo», aquel que no estaba siendo capaz de asegurar la relación de la clase política con las fuerzas vivas más cultas y respetables de la sociedad. Maura era consciente de la necesidad de encontrar intermediarios entre el mundo político y la sociedad civil; el problema era que debíanse renovar tanto el mundo político como los intermediarios. Su famoso discurso en Valladolid de 18 de enero de 1902, cuando formuló la necesidad de llevar a cabo una «revolución desde arriba», lanzó la advertencia, un tanto retórica, sobre la necesidad de evitar una revolución hecha desde abajo que, según él, sería «asoladora, ineficaz y vergonzosa» y significaría «probablemente la disolución de la nación española». Ahora bien, con significación también precisa, Maura consideraba que se debía hacer con urgencia obra de gobierno para romper el descrédito en el que se encontraba la administración y reencontrar la relación con los sectores activos y de orden de la sociedad: «Nuestra obra es enormemente difícil; nuestra obra necesita el concurso de muchedumbres y clases enteras que ahora miran con aversión la política, y que a nosotros mismos no nos creen; nosotros necesitamos que las obras los despierten y los traigan a la vida pública.» Queda claro en este punto la novedad de una política conservadora que llamaba a la movilización de las propias fuerzas sociales pero también la importancia de reencontrar el espacio y el prestigio adecuado. Para ello no se trataba de partir de una unión amorfa de toda la clase política, como según él estaba intentado Sagasta. Para Maura, la doctrina, los principios, eran fundamentales: «El gobierno esta obligado a no ser neutral entre el bien y el mal, porque el gobierno está obligado a que siempre el bien sea vencedor, cueste lo que cueste (...) estamos dispuestos a todas las alianzas, con tal que nosotros siempre permanezcamos idénticos; nosotros siempre estaremos donde estamos; nosotros no nos vamos a ninguna parte.» En definitiva, el conservadurismo estaba empeñado a través de Silvela y de Maura en una renovación de los notables y la elite política. Paradójicamente, la renovación y modernización del mismo debía fundamentarse en una movilización del catolicismo y el integrismo en contra de los postulados más liberales del canovismo. La problemática liberal era quizás más difícil. Segismundo Moret y Prendergast (1838-1913), nacido en Cádiz, fue un hijo de alto funcionario de hacienda de la primera mitad del siglo XIX, educado y formado políticamente desde Madrid. Universitario brillante, con estudios de Administración (1858) y Derecho (1860), cuatro años interino en la cátedra de Hacienda Pública y titular al llegar a los 25 años y ganar la correspondiente oposición (1863). Formó parte de una generación universitaria importante que iba a llenar buena parte de la elite

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política del Sexenio y la Restauración: Echegaray, Salmerón, Aguilera, León y Castillo. Nocedal, Silvela (Francisco y Luis), Puigcerver, Aguilar, etc. Moret participó de la cultura política liberal del momento y formó parte del núcleo joven madrileño del partido Democrático (al lado notablemente de Villaverde, León y Castillo, Aguilera, Eguilar, Morales Serrano, Puigcerver), así como fugaz diputado en 1863. Significado como abanderado combativo del librecambio, llegó a la política profesional en 1868-1870: Diputado de las constituyentes, secretario de la comisión redactora de la Constitución de 1869, subsecretario en Gobernación con Nicolás Rivero y, finalmente, ministro, de Ultramar y a continuación de Gobernación y, un poco después, de Hacienda, a los 31-32 años en el Gobierno Prim. Profesional, incluso en pequeños escándalos, pasó a ser embajador en Londres (1871-1873) y pudo así mantenerse alejado de la experiencia de la Primera República. Su regreso siguió los avatares de los universitarios institucionistas. En 1875 pudo ocupar de nuevo una cátedra en la Universidad Central, eso sí, sin derechos retributivos (la de Estudios Superiores de Administración) y ante la crisis de 1877 acompañó a Francisco Giner de los Ríos y Gumersindo Azcárate en su negativa a jurar la Constitución monárquica de 1876 y la subsiguiente creación de la Institución Libre de Enseñanza. Pronto iba a pujar en la apuesta por participar en alguna forma de izquierda dentro del sistema que estaba configurando Cánovas. Moret no se sumó a Sagasta de entrada pero tampoco formó junto a los progresistas de Martos y Ruiz Zorrilla. Formó un pequeño grupo «demócrata dinástico» (con el marqués de la Florida, Sandoval, Puigcerver) para unirse en 1883 a la Izquierda Dinástica de Montero Ríos, Becerra y Martos y volver a ser ministro —de la Gobernación— en el Gobierno Posada Herrera de 1884. Ya entonces Moret adquirió fama de político profesional, con voluntad de maquiavelismos y maniobras, quizás demasiado obvias y explícitas. Se unió a Sagasta en 1885 y fue uno de los pesos fuertes de aquella etapa de Parlamento largo. Fue ministro de Estado y de Gobernación. Posteriormente, en el nuevo Gobierno Sagasta de 1892-1893 pasó a Fomento y una vez más a Estado. En esta serie de ministerios, la actuación de Moret mantuvo (al igual que sucedía con otros ministros al margen de los cambios políticos de ministerios) una acusada coherencia. Moret mantuvo allí donde estuvo una cierta línea librecambista: así en 1885-1888 llevó a España a la Triple Alianza, junto a Gran Bretaña, y en 1892 hubo de rectificar en algo el giro proteccionista dado por Cánovas en 1891, tanto a través de Fomento y sobre todo desde Estado cuando firmó los modus vivendi con Alemania, Inglaterra, Austria-Hungría, Italia. En este terreno Moret vino a representar la línea más librecambista del liberalismo burgués español y las preocupaciones de sectores de exportación vitivinícola y más aún de intereses comerciales derivados de las exportaciones británicas. En el fondo fue desde estas posiciones desde las que Moret coincidió con la voluntad reformista en el tratamiento de la cuestión colonial, llegando a defender determinadas formas de autonomía para Cuba y Puerto Rico. Le tocó, ya en el último minuto, después de la muerte de Cánovas, intentar una solución de última hora como nuevo ministro de Ultramar de 1897-1898. Su autonomía, que incluía atribuciones arancelarias para Cuba, llegó como es conocido tarde. Parece incluso que estuvo dispuesto a aceptar el ultimátum de Mc Kinley (evacuación de Cuba y pérdida de la soberanía española en la isla a cambio del pago estadounidense de la deuda cubana y una franquicia aduanera de 25 años). No es extraño por tanto que Moret concitase una constante y creciente oposición de los sectores industriales y agrarios más proteccionistas y que, muy en especial, fue-

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se un político mal visto en Cataluña. Se unía además en este punto su representatividad como político profesional dispuesto al uso y quizás abuso de la coyuntura para asegurar su presencia en el poder. En aquel cambio de siglo ello le llevó a la denuncia sistemática y chillona del regionalismo y las actitudes consideradas separatistas en un contexto de llamamientos a la valentía y comprensión de las actitudes de una oficialidad militar abocada al pretorianismo. A sus 63 años, cuando en 1902 alcanzó la mayoría de edad Alfonso XIII, era claro que Moret aspiraba a la sucesión de Sagasta como líder del grupo liberal. Le impulsaban a ello su experiencia y su pragmatismo político. Pero iba a tener en contra no sólo miembros de la vieja guardia (de actuaciones políticas de retaguardia más discretas como es el caso de Eugenio Montero Ríos), sino su propia incapacidad para generar confianza en palacio. Iba a verse lanzado a buscar un espacio en los extramuros del régimen, sin que nadie (ni a su derecha ni a su izquierda) confiara demasiado en él. En el gobierno y en la oposición todo lo que hacía era visto en clave de promoción y batalla política personal. Así cuando intentó el entendimiento con el Vaticano y la jerarquía católica a espaldas de Canalejas en 1902 o cuando defendió los militares y la Ley de Jurisdicciones en contra de Montero Ríos en 1905 o en fin cuando frustró el Gobierno de López Domínguez con el famoso papelito de 1906. De todas formas, quizás lo más grave es que en la nueva situación Moret no parecía tener más programa que el del viejo liberalismo político del 1868. Un programa además que sólo podía ofrecer la neutralización e incorporación de fuerzas de extramuros desde la agitación y la sospecha. Muchos políticos eran masones pero fue su masonería la que más críticas adversas suscitó. En cualquier caso no supo en cambio renovar el lenguaje político respecto de la creciente centralidad de los temas obreros (a pesar de haber auspiciado en su momento la Comisión de Reformas Sociales) y mucho menos los de los regionalismos y nacionalismos no españolistas. Su figura contrastaría con la de Canalejas. Éste es sin duda otro de los grandes políticos del nuevo sistema político que parecía según algunos llamado a reeditar frente a Maura y de forma renovada la dicotomía Canovas-Sagasta. Fue muy alto su prestigio entre la clase política del momento, quizás acrecentado a raíz de su trágica muerte, cuando parecía haber iniciado el «turno» con Maura. Fue, según Cambó, el «político más culto y más inteligente que tenía España». Situado, además, como un político moderno y democrático, en la izquierda del sistema. José Canalejas Méndez (El Ferrol, 1854-Madrid, 1912) se formó en los ambientes de la Institución Libre de Enseñanza, y apareció muy influido inicialmente por su tío, Francisco de Paula Canalejas y Casas, que era catedrático de la Universidad Central. Representaba sin duda la tradición del institucionismo del siglo XIX. Era prácticamente de la misma edad que Maura (nacido éste en 1853, Canalejas en 1854), abogados los dos, con experiencia práctica importante en bufetes de Madrid, y ambos ingresaron a la vida política profesional el mismo año como diputados —otra similitud— del Partido Liberal. Pero Canalejas era muy distinto de Maura porque procedía claramente de la cultura progresista, profesional y respetable, del Sexenio, con una vertiente intelectual más claramente formulada que Maura. Muy joven, ocupó como auxiliar la cátedra de su tío (1873-1875) y como hemos ya dicho intento sin éxito la carrera universitaria. Su profesionalismo práctico se inició como secretario general de la Compañía de Ferrocarriles Madrid-Ciudad Real-Badajoz (el presidente era su padre, el ingeniero José Canalejas y Casas). Pero a finales de siglo retornó a la política y a partir de entonces su carrera fue ya fundamentalmente la de un político

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profesional, especialmente dispuesto a intentar la ampliación de las bases sociales del régimen mediante una movilización de las clases medias y la neutralización de los activismos más populares e izquierdistas. 11.2. LOS TURNOS Y LAS CRISIS «ORIENTALES». EL PRIMER TURNO CONSERVADOR. LOS LIBERALES El nuevo monarca intentó en principio mantener el turnismo como una pieza fundamental del sistema político de la Monarquía, continuando en este punto una de las pautas importantes del canovismo de la Regencia. A los pocos meses de iniciado el reinado favoreció la existencia de un primer turno conservador abierto en diciembre de 1902 que se prolongó hasta junio de 1905. Le siguió la etapa liberal, en junio 1905-enero de 1907. Después, de nuevo hubo gobiernos conservadores (enero 1907-octubre 1909) y a continuación los correspondientes liberales (octubre 1909-octubre 1913). Ahora bien estos turnos disfrazan en parte la realidad de un gran número de gobiernos, con unos promedios de pocos meses (descontando los casos totalmente excepcionales de los Gobiernos de Maura de 1907-1909 y Canalejas de 1910-1912). La inestabilidad fue producto ciertamente de la situación de los grandes grupos dinásticos abocados a la necesaria renovación de líderes y programas. La cuestión de fondo era la de encontrar mecanismos adecuados de ampliación de la base social de la vida política sin poner en grave riesgo tanto la monarquía como el papel hegemónico y de control social de las distintas oligarquías burguesas. Ahora bien, también hay que recordar que la Constitución de 1876 daba al rey la potestad de conceder o no el decreto de disolución de las cámaras. En la práctica esta prerrogativa era de gran importancia para el sistema en la medida que nadie había planteado ni planteaba la convenencia de que los gobiernos surgieran directamente de la voluntad de las urnas y del Parlamento. En contra de alguna imagen anácronica, no se trataba de que hubiesen elecciones regularmente celebradas, ganase un partido y éste pasase a detentar el gobierno. Era al revés. El rey nombraba un jefe de gobierno y si le parecía oportuno le concedía el (a menudo ansiado) decreto de disolución y consecuentemente la potestad de convocar elecciones. Entraba —claro está— en la lógica del sistema que el gobierno siempre debía ganar aquellas elecciones (y efectivamente así fue en todas —todas— las consultas de la Restauración). De ahí la importancia y la necesaria profesionalidad del correspondiente ministro de Gobernación —a cuyo cargo correspondía el control y bien hacer de los procesos electorales— y por tanto le correspondía la difícil tarea de configurar un buen Parlamento. Todo este engranaje entraba en la lógica de un régimen que justamente había surgido para reservar la vida política a los sectores respectables de la sociedad y había, conscientemente, porfiado para asegurar la marginación de las propuestas políticas democráticas consideradas peligrosas y conducentes a la anarquía social. El sistema sólo concebía el parlamento como una forma de participación y fórum de negociación de los sectores y fuerzas pertinentes. La prerrogativa del rey como poder moderador de las distintas facciones políticas del mundo respetable podía facilitar tanto la configuración de los grandes partidos como su alternancia en el poder. También es cierto que podía encontrarse con el contrapeso de la existencia de alguna figura capaz de dominar las propias huestes y por tanto de impedir actuaciones arbitrarias. Los turnos en este caso debían favorecer tanto la realización acumulativa de una determinada política como la consolidación de

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los propios grandes partidos. El partido ministerial —fuese el conservador o el liberal— se cuarteaba en la medida que avanzaba la concreción de las políticas a emprender. Llegaba entonces el momento del relevo y la subida al poder de la opción alternativa. En este punto la perspectiva de una pronta subida al gobierno favorecía la unión de la oposición y por tanto podía consolidar el papel del líder que sería el turo jefe del gobierno. En ocasiones eran necesarias algunas transiciones: eso era todo. En cualquier caso, quedaba claro que las crisis y las presiones para ser llamados al poder en ningún caso debían provenir de la agitación callejera ni del flirteo con los republicanos o los carlistas. Sea dicho de forma sintética y quizás con excesiva rotundidad, éste era el llamado «pacto fundamental y constitutivo» del régimen de la Restauración. Un pacto que Maura iba a considerar a menudo incumplido, tanto por los liberales como por el propio monarca. Nótese que la prerrogativa real —indirectamente al menos— incidía en la afirmación o el desgaste de determinados liderazgos. Dado que Alfonso XIII se encontró ante partidos descabezados, la cuestión adquirió aristas muy acusadas. Tanto porque el nuevo monarca era —como dijimos— muy celoso de sus atribuciones (que no estaba en ningún caso dispuesto a minimizar) como porque los múltiples aspirantes buscaban regularmente su venia y apoyo. El nuevo rey no tardó a generar una primera crisis que la jerga de la época denominó oriental en mordaz referencia al Palacio de Oriente, residencia del monarca. Fue la que apeó a Maura del gobierno en 1904. Debieran sin embargo distinguirse las situaciones de incidencia directa del rey, disconforme con alguna medida política concreta (el ejemplo más reiterado se dio en el terreno de las políticas y medidas que afectaban al mundo militar), de aquellas otras en que el ejercicio de la prerrogativa real tenía de hecho un mayor alcance general y signficaba una rectificación acusada de la perspectiva política. En este segundo aspecto, hay que entender hasta qué punto Alfonso XIII intentó encontrar la repetición de la «competencia alternativa» que Cánovas estableció con Sagasta en las figuras de Maura y Canalejas. Las razones de la frustración de este preconizado tándem de los primeros años del reinado fueron múltiples y complejas y sería claramente injusto achacar la misma al exclusivo quehacer político del rey.

11.2.1. El primer turno conservador Fue un turno de búsqueda de liderazgo, marcado por la reformulación del conservadurismo (que tenía bastante de rectificación y repliegue doctrinal) emprendida por Francisco Silvela y continuada por Antonio Maura con el beneplácito de Alejandro Pidal y el catolicismo más militante. Silvela había iniciado su camino regeneracionista y aristocratizante en la década de los 90 y había logrado encabezar en 1899 la sucesión de Cánovas mediante una nueva Unión Conservadora que, significativamente, rompía con la denominación liberal-conservadora del partido. Volvió al gobierno en diciembre de 1902, después de lograr la entrada en el grupo de Antonio Maura y los gamacistas. Como figuras de futuro estaban sin duda Fernández Villaverde en Hacienda y el mismo Maura en Gobernación. Fue de todas formas pronto claro que la línea política de alcance la dibujaban Silvela y Maura y mucho menos Villaverde, al cual costaría escapar del terreno hacendístico y técnico. Silvela y Maura coincidían en afirmar la centralidad de la necesidad de encontrar formas de una mayor participación de la opinión articulada (había que encontrar al «ciudadano me-

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dio»), afrontar vías de contacto y entendimiento con el regionalismo (muy en especia! el catalán) y la reafirmación del peso social de la Iglesia. Al retirarse Silvela en noviembre de 1903, triunfaría el político y hombre de principios Maura frente al «pragmático y técnico» Villaverde. En esta etapa se acostumbra a dar una especial importancia a la actuación limpia de Maura como ministro de Gobernación que permitió el éxito electoral de los republicanos en las elecciones generales del 26 de abril de 1903, con triunfos en Barcelona, Valencia y, hecho que molestó muy especialmente al monarca, en Madrid. Su teoría de la «revolución desde arriba», formulada a principios de 1902, permitió la aproximación a Silvela, constituía ya un mínimo marco programático para Maura, aunque estábamos lejos de las formulaciones más desarrolladas de 1907-1909 y sobre todo de 1913, cuando inició abiertamente una posición crítica. Maura pretendía la movilización de una sociedad civil española que consideraba católica y de orden. Sus llamamientos no querían sino una participación ordenada y dirigida de estos sectores respetables. La ampliación de la base social del régimen implicaba por tanto una aceptación fundamental de los límites del mismo. Confiaba en encontrar formas de implicación de dichos sectores renovando algo el sistema y buscando terrenos de contacto entre una clase política (no pragmática sino ideológicamente bien definida) y una sociedad civil respetable de base provincial. Dentro del conjunto conservador, Maura partía con algunas desventajas. La primera era sin duda su pasado en el Partido Liberal. La segunda, las críticas palatinas contra el ministro de los republicanos. Ahora bien, no debemos olvidar que Maura había surgido de una cultura política de corte tradicionalista muy alejada de la cultura liberal septembrina. Su hermano era Miguel Maura, rector del Seminario conciliar de Palma de Mallorca y duro martillo antiliberal, y el catolicismo de Maura estaba fuera de cualquier sospecha. Así, para la Unión Católica y los pidalistas la sustitución de la apuesta de Silvela por Maura no presentó demasiados problemas. Por otra parte, la falta de sintonía con el joven don Alfonso dado a una campechana camaradería de corte cuartelario (al menos como duque de Toledo), que incomodaba el formalismo de Maura, pronto iba a verse algo matizada dados los éxitos de popularidad monárquica que la política de Maura estaba generando. El primer Gobierno Maura (entre diciembre de 1903 y diciembre de 1904) dejó entrever las potencialidades y la consolidación de Maura al frente de una novedosa reformulación del conservadurismo acorde con los cambios que el mismo estaba experimentando en buena parte de Europa. Además, Maura puso de manifiesto una fuerte dureza y resistencia ante los ataques de la izquierda en el famoso caso Nozaleda, al que mantuvo en el arzobispado de Valencia contra viento y marea (a pesar de las críticas que recibió por su implicación en la actuación de la Iglesia y las órdenes religiosas en Filipinas durante la crisis de 1898, negociando con los Estados Unidos al margen de España). Esta firmeza le permitió aparecer como garante de la movilización del catolicismo frente a cualquier ataque o posición más acomodaticia. Otro gran reto —con bastante éxito final— fue la organización del viaje del monarca a Barcelona. En Barcelona habían ganado los regionalistas y los republicanos y nadie había realizado fiestas oficiales de homenaje a Alfonso XIII en el momento de su coronación. El éxito de la atrevida visita en parte iba a ser beneficiado al resultar ileso el mismo Maura ante el ataque con puñal del anarquista Miquel Artal. Al margen de si el recibimiento fue más o menos amplio y popular en las calles, lo importante fue que el frente regionalista se rompió (hubo de marchar la izquierda que en

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principio controlaba la dirección de la Lliga pero no la representación en el Ayuntamiento y en las Cortes) y la Lliga se resituó ahora más claramente en un espacio ideológico de derechas. Se abrieron, asimismo, unos puentes de diálogo con una fuerza a la que Maura parecía poder llevar a participar en la dinámica política de la nueva Monarquía. Fue entonces cuando se inició (con alguna paradoja) la existencia de muchos puentes entre Maura y la nueva realidad política catalana (puentes que actuaban a menudo al margen del propio partido de base canovista). Sin olvidar que la ruptura del regionalismo de la Lliga iba a facilitar de rebote una cierta reconducción hacia el regionalismo bien entendido en Mallorca. No pudo de todas formas desarrollar su política de alcance. Cayó en una crisis propiamente «oriental» a relacionar con la problemática militar. El ministro de la Guerra, general Linares, no quiso situar al general Polavieja en la Capitanía General de Madrid como deseaba Alfonso XIII y el entorno palatino. El enfrentamiento arrastró a todo el gobierno al negarse Maura a ceder. A continuación, la sucesión en la figura de Villaverde fue representativa de la nueva situación política generada por determinados usos de la prerrogativa del rey. Villaverde sólo podía gobernar sin convocar las Cortes, mientras el monarca no le concediese el decreto de disolución, dado que Maura controlaba la mayoría conservadora, exministerial. El choque no significó sólo la escenificación de una situación insólita (al final, la presentación de una propuesta gubernamental en el Congreso fue espectacularmente derrotada) sino la ratificación de un envite entre Maura y el rey. El problema, claro está, era que con ello Maura situaba al Partido Conservador en una situación de tensión que no era fácil de mantener. A pesar de que de momento la situación de Maura parecía fuerte, no hay que minimizar que el creciente doctrinarismo e inflexibilidad generaría crecientes contradicciones internas y rompía con la importante tradición liberal-conservadora y pragmática del canovismo, muy presente en el partido.

11.2.2. Los liberales. Los militares Aunque con evidentes problemas, los conservadores parecían estar encontrando un cierto camino de reformulación y nuevo liderazgo. Estaban —todo el mundo parecía consciente de ello— en pleno proceso de rectificación del viejo conservadurismo canovista. Menos clara era la situación de los liberales. Al igual que en el periodo conservador, se sucedieron cinco gobiernos en el correspondiente turno, con gobiernos sucesivos de Montero Ríos (junio-noviembre de 1905), Moret (diciembre de 1905-julio de 1906), López Domínguez (julio-noviembre de 1906), de nuevo Moret (noviembre-diciembre de 1906) y finalmente del marqués de Vega de Armijo (diciembre de 1906-enero de 1907). Al final iba a ser claro que las dos opciones alternativas iban a ser las protagonizadas por Segismundo Moret y José Canalejas, pero inicialmente, a la muerte de Sagasta en enero de 1903, el partido pareció polarizarse alrededor de los líderes veteranos, es decir en la contraposición de Montero Ríos y el mismo Moret. Esta contraposición no implicaba una renovación importante del ideario liberal. Ambos eran de edad parecida y ambos procedían de la izquierda del partido, aquella izquierda dinástica que había hecho bandera de la Constitución del 1869. Ambos se movían en el terreno de la democratización política formal del régimen y la modernización laicista del Estado. Ambos venían de un liberalismo de lectura librecambista, de economía de mercado y Esta-

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do no intervencionista en materia laboral y social, también de una especial relación entre el nacionalismo español y la construcción de un Estado centralista. La contraposición sin embargo existía en las formas y los caracteres: era una oposición de estilo e imágenes. Era una contraposición ahora en el espacio liberal que también situaba el debate en términos de mayor o menor pragmatismo (y profesionalidad política) o mayor o menor doctrinarismo y pureza teórica de los comportamientos políticos. En este marco era claro que las maniobras, la mala prensa, los comportamientos oportunistas estaban del lado de Moret, mientras Montero Ríos, con un saber hacer más pausado, recordaba el liberalismo de los principios y los viejos esfuerzos de la España liberal frente a la reacción y el atraso. Los notables se encontraron muy divididos. Una famosa asamblea de exministros, diputados, senadores y dirigentes reunida en noviembre de 1903 en Madrid dio 210 votos a Montero Ríos y sólo algunos menos, 194, a Moret. Sin una capacidad clara de renovación idearía (ésta ciertamente sólo pareció afrontarla como veremos Canalejas), la discusión política se situó en el viejo reto de los liberales: como neutralizar y actuar al mismo tiempo de portavoz dentro de la Monarquía de la izquierda extramuros del sistema. Como suele decirse, buena parte del programa liberal decimonónico había sido incorporado al régimen a través de la obra del Parlamento largo de Sagasta de 1885-1890. El liberalismo respetable dinástico no quería ir mucho más allá. Quedaba, eso sí, como un gran terreno pendiente el de la secularización y laicización del Estado y la vida pública, una temática que adquiría renovado impulso ante el triunfo radicalsocialista en Francia y, muy destacadamente, ante el sesgo de involución doctrinal de corte integrista y de militancia católica que se estaba dando en el conservadurismo español. Era además un terreno que permitía diálogo y relación con los republicanos y las fuerzas de izquierda de agitación popular y callejera. El problema era que estas relaciones y estos flirteos —al menos tal y como iba a protagonizarlos Moret— tenían mucho de chantaje al rey y el sistema político restauracionista. Además, y ésta era la cuestión grave y de fondo, los notables liberales no estaban en absoluto dispuestos a una democratización real del Estado (que el Estado asumiese la participación directa de políticas de izquierda y populares) y compartían el rechazo y la aversión ante los descamisados y los sectores de cultura y economía popular. Los liberales podían desear una modernización política del Estado y una cierta secularización liberal de la sociedad pero no estaban en contra del carácter oligárquico de la vida política (a lo sumo podían discutir los límites de las diversas oligarquías a considerar). No podían contemplar una democratización que implicase la presencia directa y el acceso real a los mecanismos de gobierno de los sectores más Populares, vistos como sectores descamisados y sin la educación cívica adecuada. A partir de aquí, el problema era que a menudo la movilización secularizadora y liberal no era sino la expresión de reivindicaciones sociales de mayor alcance que exigían una verdadera renovación de los parámetros del liberalismo respetable ochocentista. Y además, aunque lleno de debilidades y desestructuraciones, empezaba a ser visible y creciente la cultura política de una izquierda social que afirmaba la remodelación de las jerarquías y las hegemonías de la sociedad burguesa. Una de las contradicciones de mayor repercusión que no supo resolver el liberalismo dinástico de principios de siglo fue la del creciente pretorianismo del Ejército y la propia Monarquía. El programa de modernización y secularización del Estado empujaba los liberales a la defensa del poder civil frente al vaticanismo y el Vaticano,

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sin embargo no supo levantar con decisión la correspondiente bandera civilista ante las crecientes presiones del Ejército respecto del mundo político del Estado. Ya hemos mencionado la fuerte y compleja problemática del Ejército en una situación interna agravada a partir del 1898. Una derivación de la misma fue su desconfianza res pecto de la clase política profesional y su progresiva autoafirmación corporativa al margen de las instituciones políticas fundamentales derivadas del parlamentarismo liberal. Contó, ciertamente, con el soporte del rey, pero fue la propia debilidad de los partidos y en especial del Partido Liberal que la dio alas o en todo caso no supo poner coto al expansionismo pretoriano. En este punto, una de las mayores quiebras del poder civil frente al intervencionismo del Ejército se dio durante este turno liberal de 1905-1907, cuando no sólo aceptó a la postre la imposición de la Ley de Jurisdicciones sino que el mismo Moret procuró usar en su favor la agitación de los militares y el propio monarca. La presión militar había de desarrollarse con tintes más espectaculares aún a partir de las Juntas de Defensa de 1917, pero de hecho el inicio del fenómeno se dio en 1905. El Gobierno de Eugenio Montero Ríos (22 junio 1905-1 diciembre 1905) se formó mediante los apoyos de Moret y Canalejas (ambos desde fuera) y sólo parcialmente era representativo del conglomerado liberal. Manuel García Prieto, discreto abogado y, sobre todo, hijo político del presidente, ocupó Gobernación. Otro ministro nuevo era Felipe Sánchez Román (en Estado), docto catedrático de Derecho Civil. Andrés Mellado (exdirector de El Imparcial y La Correspondencia de España) se situó en Instrucción Pública. Joaquin González de la Peña, magistrado del Tribunal Supremo, en Gracia y Justicia. El resto, eran ya ex-ministros: Romanones (Agricultura), el general Weyler (Guerra), Miguel Villanueva (Marina), Ángel Urzaiz (Hacienda), quien pronto sería sustituido por Echegaray. No dio a conocer el programa de gobierno hasta que por RD de 19 agosto disolvió las Cortes y convocó elecciones generales, un programa que no afrontaba los dos problemas planteados en las calles y los campos (la agitación social con una fuerte hambruna andaluza y violencias en ciudades como Valladolid, Vigo, Barcelona, etc.; y la agitación nacionalista tanto en el País Vasco como en Cataluña). Su primer problema fue la hambruna andaluza: Romanones (ministro de Agricultura) pidió créditos extraordinarios (12 millones para reparación de carreteras y caminos), a los que se opuso Urzaiz (el ministro de Hacienda), el cual dimitió (como en 1901 ante Sagasta). Montero Ríos le sustituyó por José Echegaray. Al fin Romanones pudo viajar por Andalucía y lanzar un plan de obras públicas (que en la práctica iba a ser de difícil realización). Como de costumbre, con un funcionamiento activo de la maquinaria electoral, las elecciones generales (10 de septiembre de 1905) dieron unos resultados previsibles: frente a los 229 ministeriales, los grupos conservadores reunían unos 100 diputados alrededor de la jefatura de Maura, 17 villaverdistas y 7 romeristas; habían en sus aledaños 4 carlistas, 2 integristas y 7 independientes; más allá estaban los 8 regionalistas y los 30 republicanos. A pesar de todo como ya he comentado la dinámica política no dependía exactamente de la composición parlamentaria. Iba a tener en este caso una especial incidencia las relaciones entre el rey y los militares. Alfonso XIII pretendió mantener desde un principio una comunicación directa con los oficiales y los intentos por el ministro de Marina, Miguel Villanueva, de frenar un tanto estas relaciones al margen del gobierno iban a reportar una fulgurante crisis, anuncio en parte de la situación que iba a terminar con el Gobierno de Montero Ríos. De

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momento la situación sólo significó un reajuste (el 30 de octubre): Weyler sustituyó a Villanueva conservando su ministerio de la Guerra, el canalejista López Puigcerver sustituyó a González de la Peña en Gracia y Justicia, en Estado entró Pío Gullón (indicado para acompañar al rey en su programado viaje de noviembre a Alemania y Austria y sustituto de Sánchez Román) y, finalmente, en Instrucción Pública se situó Manuel de Eguilior (en lugar de Mellado). Las concesiones al rey y el Ejército no iban a impedir el estallido de una crisis mucho más grave y de mayores repercusiones. Las elecciones municipales de 12 de noviembre de 1905 habían transcurrido sin excesivos sobresaltos y en Barcelona ganaron los regionalistas. A partir de aquí las correspondientes celebraciones generaron determinadas exaltaciones catalanistas en la prensa de la Lliga. En un caso concreto la revista satírica Cu-cut! ironizó a costa de los militares y el 25 de noviembre grupos de oficiales de la guarnición barcelonesa asaltaron, destrozaron y quemaron los locales y enseres de la redacción que lo eran asimismo de La Veu de Catalunya, el órgano diario oficial del partido. Importa destacar que no fue en absoluto el primer ejemplo de un asalto de airados oficiales a la redacción de algun órgano periodístico ante algún comentario considerado inconveniente. Se habían iniciado en los años de las guerras en Cuba y en especial tuvo una notable reprecusión el producido en 1895 en Madrid. Ahora bien, el hecho de 1905 iba a generar una rebelión en cadena y una quiebra explícita del poder civil del Estado ante los militares. El dia 26 el gobierno acordó suspender garantías y confiar en el ministro de la Guerra (Weyler) para que recondujese la situación, pero las guarniciones de las principales capitales en cadena se solidarizaron con los oficiales de Barcelona y, con particular vehemencia, el capitán general de Andalucía, Luque. Weyler no se atrevió a destituir a los capitanes generales de Madrid, Barcelona y Sevilla y el rey se puso del lado de los militares. Éstos pasaron a exigir entonces la aprobación de una llamada Ley de Jurisdicciones que situase las ofensas al Ejército bajo la atribución de los tribunales militares, en la medida que consideraban que era la lenidad de los tribunales ordinarios que sistemáticamente archivaba las causas lo que provocaba el que los oficiales ofendidos se tomaran la justicia por su mano. El civilismo de Montero Ríos no le permitió dar el paso y el gobierno dimitió. Aquellos hechos iban tener una honda influencia en la movilización política catalana y abrieron las puertas al imponente movimiento de Solidaridad Catalana que removió el sistema político de la Restauración en toda la geografía catalana. En Madrid las repercusiones fueron también de fondo. De hecho iban a dificultar cualquier perspectiva de reformulación pausada del liberalismo dinástico. Para empezar, Moret creyó que había llegado su hora y no tuvo inconveniente en aceptar en este punto las presiones del monarca y los militares. Su gobierno encumbró al ministerio militar al general Agustín Luque, el portavoz de los revoltosos, y aceptó el compromiso de sacar adelante la Ley de Jurisdicciones pedida. En parte, su concepción sin duda españolista del Estado facilitaba el acuerdo, pero jugaban también el deseo de afirmar el liderazgo en el partido y la convicción de lograr la confianza de Alfonso XIII. El gobierno (1 de diciembre de 1905-5 de julio de 1906) estuvo mediatizado por el compromiso del rey con el Ejército y la política militar estuvo más que nunca en sus manos. El 21 de diciembre colocó en las capitanías generales de Madrid (Villar y Villate), Barcelona (Martitegui) y Sevilla (Delgado Zuleta) a incondicionales. En el gobierno estaban el duque de Almodóvar del Río (Estado), Salvador (Hacienda), Gasset —desgajado del villaverdismo— (Fomento —que recuperó el nombre por

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RD 6.10.05 sustituyendo Agricultura), Vicente Santamaría de Paredes (Instrucción Pública), García Prieto (Gracia y Justicia), Romanones (Gobernación), Víctor María Concas (Marina). En el tema de la Ley de Jurisdicciones García Prieto, Salvador y Concas defendieron el fuero ordinario contra Luque. A la postre Moret hubo de reorganizar el gobierno en junio de 1906: sus amigos Quiroga Ballesteros (Gobernación), Celleruelo —veterano de la República de 1873— (Gracia y Justicia) y el ciruja no Sanmartín (Instrucción Pública) sustituyeron a Romanones, García Prieto y Santamaría. Muerto Almodóvar (el 23 de junio de 1906) fue sustituido por Juan Pérez Caballero. Moret hubo de renunciar ante el memorándum de Maura y la no obtención del decreto de disolución. Moret quiso lanzar efectivamente un programa liberal que se centraba en la reforma democrática del Senado y la promesa de avanzar en la secularización del Estado así como en la incorporación de algunos hombres de prestigio institucionista. A pesar de que sacó adelante la Ley de Jurisdicciones no logró la confianza del rey ni el deseado decreto de disolución de las Cortes. Al rey le daban pavor los proyectos de reforma constitucional. El fracaso del Gobierno Moret ponía de manifiesto la inviabilidad del viejo liberalismo político de base ochocentista. La alternativa iba a llegar con mayor entidad del lado de Canalejas, de momento por la vía interpuesta de su valedor, el general López Domínguez, de larga trayectoria liberal (secretario en Alcolea del duque de la Torre, su tío). Canalejas se permitió lanzar un programa de gobierno sin formar parte del mismo (discurso en San Sebastián, 22 de agosto de 1906). En el tradicional equilibrio de familias de los partidos dinásticos, Canalejas había obtenido la presidencia del Congreso de la mano de Moret el 19 de enero de 1906, pero hizo valer su influencia. En el programa se afrontaba como gran novedad la temática social y se intentaba situar en el centro del debate de nuevo la cuestión religiosa. José López Domínguez (5 de julio de 1906-28 de noviembre de 1906) reclutó un gobierno con presencia significada de algun canalejista. La lista inicial fue Gullón (Estado), García Prieto (Fomento), Navarro Reverter (Hacienda), Gimeno (Instrucción Pública), Romanones (Gracia y Justicia), Dávila (anciano, Gobernación), López Domínguez (Guerra) y Alvarado (antiguo amigo de Castelar, Marina). La vida política se situó muy pronto alrededor de la problemática religiosa: el nuncio había pedido la invalidez de los matrimonios civiles sin previa abjuración del catolicismo, así como la custodia eclesiástica de los cementerios. Moret tenía pendiente el tema desde abril; ahora Romanones mantuvo el principio regalista y eximió a los ciudadanos que desearan casarse civilmente de toda declaración religiosa (RO de 27 de agosto de 1906 que derogaba una anterior de 28 de diciembre de 1900). El mal efecto que estas nuevas directrices causaron entre el clero y la derecha se sumaba al producido por la RO de Instrucción Pública (15 de agosto de 1906) que conminaba a la legalización a los centros de enseñanza sin autorización legal (la mayoría de ellos de órdenes religiosas). López Domínguez volvió a las Cortes el 23 de octubre de 1906, con una amplia lista de cuestiones (los presupuestos, el proyecto de asociaciones, la amnistía demandada por los catalanistas) y una situación enrarecida marcada por las declaraciones tremendistas de Maura quien pronosticó la guerra civil si se rompía con la Santa Sede. De todas formas, se aprobaron las leyes de Huelgas y Coaliciones y la de sustitución del juramento por la promesa. López Domínguez se creía en disposición de poder gobernar, pero poco después de la celebración política de su cumpleaños (77 años el 25 de noviembre) Moret provocó la crisis a través de un famoso «papeli-

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to» (dirigió una carta al rey el 27 de noviembre 1906 explicando la falta de apoyo del partido Liberal al gobierno). El nuevo gobierno, ahora de Moret, significó el retorno a sus carteras de los moretistas Juan Pérez-Caballero (Estado), Quiroga Ballesteros (Gobernación), Gasset (Fomento) y Luque (Guerra) y algunos nombres nuevos con futuro como Santiago Alba (Marina). Alba, que había ya destacado como dirigente de la Unión Nacional en 1900, era el gobernador civil de Madrid, acusado de haber llevado el «papelito» al rey. La actuación de Moret con su famosa crisis el papelito significó una maniobra excesiva incluso para los usos y maneras del momento. La traición iba a ser castigada de forma escandalosa en el Senado y Congreso con manifestaciones de simpatía a López Domínguez. Moret hubo de retornar unos poderes casi no ejercidos (había estado 4 días, entre el 29 de noviembre y el 3 de diciembre 1906). Que la situación liberal se agotaba era claro. Incapaz el partido de obtener una articulación adecuada y un liderazgo, incapaz de lanzar un programa y de frenar o situar en su sitio tanto al rey como al Ejército. Llegó entonces la hora del típico gobierno de transición en la persona de un venerable marqués de Vega de Armijo, un hombre de 80 años, superviviente de la monarquía de Isabel II, quien, según alguna lengua mordaz, «lo fue todo y nadie pensó si lo merecía o no». Vega de Armijo (3 de diciembre de 1906-25 de enero de 1907) hizo un gobierno de concentración de fracciones: apoderado de Montero Ríos era Barroso (Gracia y Justicia); de Moret, Pérez-Caballero (Estado); de López Domínguez, Navarro Reverter (Hacienda); de Canalejas, Gimeno (Instrucción Pública); representándose a sí mismo volvió Weyler en Guerra. El presidente llevó a su amigo Francisco de Federico a Marina. Urgía la aprobación de la Ley de Presupuestos (aprobada al final el 31 de diciembre de 1906 gracias al apoyo conservador) y sacar adelante la tantas veces mencionada Ley de Asociaciones (que constituía un compromiso del partido, según se decía, con la opinión liberal). En este caso el peligro era la propia división interna: por su fe y adscripción católica, por su concepto clásico de la libertad de asociación o por lisonjear a palacio, eran muchos los que se oponían al proyecto. Toda esta explicación algo detallada de los acontecimientos políticos más inmediatos, que explican las dificultades del sistema por encontrar un nuevo acomodo y su reformulación, minimiza sin embargo algunos hechos importantes. La labor de gobierno tenía a pesar de todo algo de acumulativa y de eficacia burocrática. A pesar de los cambios de gobierno y la inestabilidad, algunso proyectos de leyes se convertían en leyes y más en general algunos grandes temas de política interior y exterior avanzaban. Son un ejemplo en este sentido tanto la importante aprobación del arancel de 1906 (que vino paradójicamente a signficar un nuevo paso en el proceso de nacionalización económica, aprobado bajo el Gobierno Moret o, en una dirección distinta, la celebración de la Conferencia de Algeciras (también en tiempos del Gobierno Moret), la cual, como veremos, marcó el nuevo rumbo de la implicación española en los asuntos de Marruecos. 11.3. LOS RETOS DEL GOBIERNO LARGO DE MAURA (1907-1909) Subió al poder Antonio Maura, abriendo el pertinente turno conservador. Maura gobernó entre el 25 de enero de 1907 y el 21 de octubre de 1909: 2 años, 8 meses y 24 días (ningún gobierno constitucional de Alfonso XIII mejoró estos datos). Fue

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un gobierno largo, que en este caso iba ciertamente a significar una considerable obra de gobierno y una muestra de las potencialidades y al mismo tiempo de los límites de la rectificación del conservadurismo español emprendida. El nuevo gobierno reclutaba a Allendesalazar (Estado), Osma (Hacienda), González Besada (Fomento), Rodríguez Sampedro (Instrucción Pública), marqués de Figueroa (Gracia y Justicia), Cierva (Gobernación), al general Loño (Guerra) y el capitán de navio Ferrandiz (Marina). Las sorpresas fueron la aparente relegación de Sánchez Guerra (que era el gobernador del Banco de España) y la entrada de De la Cierva (gobernador civil de Madrid en 1903 y ministro de Instrucción en 1905, un hombre ya caracterizado como enérgico, poco legalista y en ciertos sentidos heredero del pragmatismo caciquil de corte canovista), lo cual junto a la de Rodríguez Sampedro y el marqués de Figueroa implicaba un deslizamiento hacia la derecha. Lo primero que hizo Figueroa fue derogar (1 de marzo de 1907) la RO de Romanones sobre el matrimonio civil. El gobierno permaneció a lo largo de toda la etapa también estable. A la muerte de Loño le sustituyó en Guerra el capitán general Fernando Primo de Rivera (1 de julio de 1907). Hubo después la dimisión, sin connotaciones políticas, de Osma (23 de febrero de 1908) y la entrada en Hacienda del anciano Sánchez Bustillo. Enfermó de muerte después (14 de septiembre de 1908) Sánchez Bustillo y pasó González Besada a Hacienda, mientras entraba en Fomento Sánchez Guerra. Al margen del detalle de la obra de aquel gobierno es útil percatarse de la coherencia de todo el programa lanzado. Maura pretendió, desde la derecha católica y un cierto pragmatismo político, encontrar una resituación del tema español a partir de un cierto regenaracionismo regionalista de corte tradicionalista. También desde esta misma cultura política y en especial con el corporativismo político pretendió encontrar la forma de rehacer la relación entre la clase política y las fuerzas activas de la sociedad, y la ampliación de la base social del régimen. Quiso también reencontrar un nuevo estatus, evidentemente supeditado al juego de las potencias europeas y reformular el Ejército y la Marina llevándolos ahora hacia la defensa de las costas peninsulares. En otros campos pareció ir más a remolque de los acontecimientos, aunque dio carta de naturaleza política a través de la Ley de Sindicatos Agrarios y la Ley de Huelgas a un determinado corporativismo. Notablemente al corporativismo social de corte católico. Ante las elecciones ahora Maura ya no hizo como en 1903: dejaba y aplaudía a La Cierva, el cual removió siguiendo los viejos usos Ayuntamientos y alcaldes. En las elecciones generales del 21 abril 1907 Maura no dejó (según palabras del rey) más que a sus amigos y sus enemigos y sacrificó a los liberales y la oposición monárquica. Hubo 253 ministeriales, 66 liberales, 9 demócratas, 66 republicanos, catalanistas y tradicionalistas y carlistas. Junto al triunfo aplastante de Solidaridad Catalana (41 distritos sobre 44), se produjo el triunfo absoluto de los republicanos en Valencia y la entrada por minorías en Madrid (entró de manera sonada el novelista Pérez Galdós).

11.3.1. La situación catalana. ¿Qué España? El movimiento de Solidaridad Catalana, con la reunión creciente de todas las fuerzas políticas activas en Cataluña en aras de la defensa de los derechos democráticos, la supremacía del poder civil y la abrogación de la Ley de Jurisdicciones, así

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como la afirmación de una personalidad propia alejada de la dinámica del Estado de la Restauración, adquirió tal importancia movilizadora que forzosamente planteaba la necesidad de una redefinición de los contenidos del Estado y en el fondo de la realidad de la nación española. Actuaba en esta dirección el efecto multipicador que estaba teniendo en determinados sectores sociales en otras regiones y nacionalidades. La manifestación de salutación y felicitación a los parlamentarios que se habían opuesto a la Ley de Jurisdicciones significó la primera movilización moderna del nuevo curso político. Su organización, las convocatorias, las sucesivas concentraciones previas producidas, la misma marcha en el Salón de San Juan de Barcelona de más de 200.000 manifestantes había sido ya un importante aviso. Hay que percatarse de la gran importancia política del triunfo electoral de Solidaridad Catalana en las elecciones generales de abril de 1907. Unas elecciones organizadas con los mecanismos y métodos de siempre desde el Ministerio de la Gobernación, ahora en manos de La Cierva. En Cataluña, Solidaridad Catalana había desarticulado la maquinaria dinástica y el triunfo fue practicamente total: sólo hubo 3 diputados elegidos al margen de la misma (y dos de ellos se unieron a Solidaridad al conocerse los resultados). El movimiento no eliminaba las múltiples tensiones de la sociedad catalana, pero situaba en el centro de la dinámica política aquellas cuestiones sin duda fundamentales. No ha de extrañar por tanto que Maura se viese obligado a asumir el reto. Maura rectificó la política liberal y propuso a través de la reforma de la administración local la entrada en la legalidad del catalanismo. El 1 de junio de 1907 hubo al inaugurarse las sesiones de las Cortes el correspondiente mensaje de la Corona: se centró en la cuestión catalana. Maura ofrecía cierta conciliación: una solución regional si no reivindicaba Cataluña otra personalidad. Hubo quizás entonces por primera vez una discusión de altura no ya sobre la temática catalana sino sobre las distintas concepciones activas de la unidad española y el carácter más o menos nacionalitario del estado español. Intervinieron aquí en especial Salmerón y Maura (los días 19 y 21 de junio), Canalejas, Melquíades Álvarez, Gumersindo Azcárate. Con un discurso considerado extremo por vez primera llegó afirmarse en el Parlamento español el caracter nacional de la realidad catalana. Puig y Cadafalch denunciaba que a él, «ciudadano de lengua catalana, se me imponen maestros que enseñan en lengua que no es la mía y se me somete a tribunales de lengua castellana en nombre de un estado unitario que ha destruido las antiguas nacionalidades». Llegaba a conclusiones idénticas, con otros argumentos, el federal Pi y Arsuaga, el hijo de Pi i Margall: «Cataluña quiere la autonomía, y, para conquistarla, está dispuesta a todos los sacrificios, incluso a separarse, si, sistemáticamente, no se la atiende en sus reclamaciones.» Con contenidos más políticos, Maura encontró en la reforma de la Ley de Administración Local y la puerta abierta a la fijación de mancomunidades entre distintas provincias una pequeña vía de entendimiento con la Lliga Regionalista, al tiempo que sus propuestas de presencia corporativa en los municipios que podían ser también bien vistas por los regionalistas inevitablemente rompían Solidaridad. La inflexión de Solidaritat Catalana se dio en las elecciones parciales de Barcelona, con el triunfo del republicanismo antisolidario (13 de diciembre de 1908: Lerroux, Sol y Hermenegildo Giner). Este hecho y la proximidad de las discusiones sobre las provincias y las mancomunidades radicalizaron las retóricas. Ante el «¡Viva España!» lanzado por los liberales y el republicanismo antisolidario, los regionalistas se confesaron nacionalistas sin ambages (Rusiñol y Abadal en debate con Sol en el Senado el 27 de enero de 1909). En el discurso de Moret (2 de febrero) contra las mancomu-

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nidades (según él contrarias a la Constitución y la unidad española), las reiteradas referencias a los ejemplos de heroísmo nacional español fueron contrarrestadas por el grito de Maciá (el futuro presidente de la Generalitat republicana de 1931, entonces un excoronel solidario), que añadió «Y grandes cobardías» con enorme escándalo de la Cámara. El dia 13 de febrero acabó la discusión del Congreso. En el Senado destacó quizás el análisis técnico efectuado por Eduardo Hinojosa (21 de enero de 1909). Votó la parte municipal el 26 de mayo pero los acontecimientos marroquíes y de la Semana Trágica barcelonesa interrumpieron todo el proceso. A lo largo de dos años se pronunciaron 5.511 discursos sobre el tema y hubo 2.813 enmiendas.

11.3.2. Una regeneración corporativista del sistema político La cultura política de corte tradicionalista en la que se movía Maura tendía a ver en el sufragio universal una de las razones del caciquismo político y en todo caso una de las causas del divorcio entre la clase política y la sociedad civil respetable. El sufragio universal, ante la falta de cultura cívica y responsabilidad ciudadana, favorecía la existencia de una clase política que se alejaba de los verdaderos intereses de la sociedad española. Frente al sufragio universal y el caciquismo político, determinadas formas de corporativismo podían significar una presencia real y activa de los intereses y la España activa en el Estado y la vida pública, la implicación de la sociedad civil en la política y por tanto la ampliación operativa de la base social de la monarquía. Evidentemente, su profesionalidad política no le permitía activar propuestas maximalistas y estériles, aunque buena parte de sus críticas a los vicios del parlamentarismo liberal iban a ser recogidas posteriormente por el maurismo. Pensó en encontrar una vía intermedia a través de la administración local y provincial, la más cercana al ciudadano y por tanto la más adecuada para intentar aquel regeneracionismo. Es en el marco de este conjunto de argumentaciones que Maura consideraba ya desde 1903 a su proyecto como una ley de «descuaje del caciquismo». A partir de la reapertura de las cortes (10 de octubre de 1907) se inició la discusión del proyecto de administración local. Había sido dictaminado en comisión el 3 julio y el proyecto recogía el espíritu de las bases elaboradas en 1903, así como de la contribución del mismo Maura a la encuesta sobre Oligarquía y Caciquismo de Joaquín Costa o su conferencia de 2 de abril de 1902 en el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid. En 1907 la comisión de debate la había presidido Sánchez Guerra. Los puntos básicos elaborados eran: 1) integración ordenada del régimen local (municipal y provincial); 2) reconstitución de los pequeños muncipios en las mancomunidades; 3) organización de mancomunidades legales y voluntarias en la esfera municipal; 4) establecimiento del voto y la representación corporativa y social; 5) supresión del carácter de organismo permanente de los Ayuntamientos y creación de la Comisión Municipal; 6) reorganización del régimen jurídico de los acuerdos de los Ayuntamientos y de los recursos respecto de los mismos; 7) régimen de tutela de las corporaciones; 8) modificación de la composición de las Diputaciones. En las Cortes, Cambó se ofreció a colaborar con el gobierno para sacar adelante el proyecto (25 y 26 de octubre de 1907), hecho que auguró el rompimiento de Solidaridad Catalana. La izquierda y la cultura de raíz liberal evidentemente estaba contra cualquier forma de voto corporativo (el artículo 36 del proyecto). Salmerón intentó salvar Solidaridad mediante la concesión de la libertad de voto (28 de enero

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de 1908, pero enfermó y se retiró, cercana ya su muerte que le llegaría el 10 de septiembre de 1908). A partir del proyecto la situación política en las Cortes se complicó grandemente. Por un lado la izquierda solidaria, en especial la catalana, podía coincidir con los liberales en el rechazo del corporativismo y la defensa del sufragio universal y el parlamentarismo liberal, pero al mismo tiempo chocaba con la defensa que algunos aún hacían de la Ley de Jurisdicciones y más en general contra todos aquellos que levantaban la bandera del unitarismo españolista. La derecha solidaria lo tenía algo mejor: podía coincidir con el corporativismo atenuado que pretendía introducir Maura y en todo caso había la perspectiva de las mancomunidades; en el tema de las jurisdicciones simplemente debía presionar para que Maura deshiciese lo que habían hecho los liberales. Francisco de Asís Cambó (1876-1947), jefe del

Cambó, defensor de los concejales partido regionalista catalán y ministro de Fomento durante el reinado de Alfonso XIII. delegados, chocó con Canalejas (24 y 25 de febrero de 1908), mientras que la izquierda solidaria intentaba que el Parlamento hiciese solemne proclamación de la legitimidad del catalanismo (Carner, Salvatella, 22 de febrero). Azcárate disintió de sus compañeros sobre el voto corporativo y renunció a la jefatura de la minoría (22 de marzo de 1908). Al fin la minoría se retiró del Parlamento (19 de junio de 1908) en ocasión en ocasión de pedir Cambó la derogación de la Ley de Jurisdicciones. La asamblea de Barcelona (29 de junio) significó el retorno. Lo más discutido fueron la forma de nombramiento de los alcaldes, el carácter de su doble función, las facultades traspasadas a los municipios, la posibilidad de las mancomunidades de Ayuntamientos, las haciendas locales. Defendió el principio centralista después de Canalejas el joven Alcalá Zamora. Maura aceptó aprobar la parte municipal (hasta el artículo 268) a cambio Antonio Maura que sería presidente del del correspondiente «cerrojazo». En el segobierno de 1918. gundo curso de las Cortes (abierto el 12 de octubre de 1908), el gobierno aparecía fortalecido y además había logrado situar

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al republicano Azcárate en la vicepresidencia de la mesa del Congreso. Se llegó así a la aprobación final del proyecto. El proyecto afectó a muchos temas colaterales. En especial el de la justicia municipal que pretendía emancipar a los funcionarios de la política, atribuyendo su nombramiento a las salas de gobierno de las Audiencias territoriales. Todo aquel programa de regeneración de la vida política quiso completarse mediante una refoma electoral que convertía el voto en obligatorio, pero que aseguraba la proclamación automática —artículo 29— de los candidatos si coincidían con los escaños a cubrir. Este famoso artículo 29 iba a posibilitar en la práctica un fuerte y creciente hurto del derecho a votar de un buen número de electores. Al margen de que el problema provendría del uso indiscriminado y creciente de una medida que se pensó inicialmente como excepcional, era también una pequeña muestra de los muchos recelos de Maura respecto del sufragio universal.

11.3.3. La escuadra Otro gran proyecto gubernamental fue el llamado de la escuadra. Se trató de una Ley de Organizaciones Marítimas y Armamentos Navales que, de hecho, implicaba la redefinición global de política exterior. El proyecto establecía un Estado Mayor Central, la habilitación completa de las bases navales y la construcción gradual y programada de una escuadra. El Congreso empezó a discutir el 20 de noviembre de 1907 y los debates constituyeron una prueba más de hasta qué punto la situación catalana había puesto sobre el tapete una acendrada retórica españolista. Aquella discusión sobre la escuadra —una escuadra deshecha en 1898 y que ahora debía reconstruirse bajo unos nuevos parámetros adecuados a la realidad de un Estado que no contaba ya con un imperio de Ultramar— significó una serie de arengas y llamamientos patrióticos con intervenciones de la mejor oratoria política del momento: los liberales Moret y Canalejas, los republicanos Azcárate y Melquíades Álvarez, el carlista Feliú, el integrista Lamamié de Clairac, etc. Sólo hubo una intervención considerada «desabrida», la del regionalista catalán Ventosa que pidió primero la reconstrucción interior. El mismo Maura, contagiado, no dudó en afirmar, cuando el proyecto fue aprobado (el 7 de enero de 1908), «Señores, ¡Viva España!». Esta aprobación entusiasta se convertiría posteriormente, al afrontar las concesiones y créditos para la construcción efectiva de los barcos, en motivo de escándalo contra Maura y su gobierno, como uno de los elementos de combate de la izquierda contra los conservadores.

11.3.4. Marruecos y la política internacional La presencia española en África aparecía a principios del siglo XX evidentemente marcada por la herencia del tratado del 25 de marzo de 1860 que había impuesto O'Donnell tras aquella importante guerra para el desarrollo del discurso nacionalista español (y catalán) del ochocientos que fue la de África. El tratado había ampliado algo los límites de seguridad y control de las fronteras de las plazas fuertes de Ceuta y Melilla, había implicado la cesión de Ifni y había asegurado la presencia española en Tetuán (como garantía de los 20 millones de duros que como compensación de guerra había fijado en su beneficio España). La situación había permanecido relativa-

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mente estable hasta que en 1893, coincidiendo con la inauguración de un interés económico preciso en la explotación de las minas de hierro de Uixan y los intentos consecuentes de fortificar puestos de avanzada lejos del perímetro de Melilla (en especial habían iniciado las obras del puesto de Sidi Auariach [o Sido-Guariach], al lado de una mezquita y un cementerio, a pocos kilómetros de Melilla), se produjeron unos primeros choques notables con grupos rifeños. Éstos no fueron en realidad muy importantes (aunque causaron en las filas españolas 18 muertos y 40 heridos el 2 de octubre ante Sidi Guariach, y 41 muertos y 121 heridos frente a las Cabrerizas Altas el 27-30 de octubre), pero adquirieron una especial resonancia porque causaron la muerte del general García Margallo que era el gobernador militar de la plaza, cuando intentaba escapar del cerco a que se vieron sometidas sus tropas en Cabrerizas Altas (29 de octubre de 1893). Se pusieron de manifiesto, además, muchos de los elementos que iban a marcar la problemática de la presencia española en las décadas venideras: la incapacidad de las fuerzas establecidas en la zona para controlar la situación y la necesidad, ante el más mínimo problema de orden, de proceder al envío urgente (que llegaría, inevitablemente, tarde) de tropas movilizadas en la Península. La difícil relación entre la política de presión diplomática del Ministerio de Estado (en la ocasión Segismundo Moret) y la política de acción militar que surgía del Ministerio de la Guerra (entonces, el general López Domínguez). Así como las quejas finales de los militares ante la falta de compromiso decidido de los políticos y sus pactos con el sultán considerados vergonzantes. De manera más anecdótica pero relevante hicieron asimismo allí sus primeras armas y recibieron sus primeros honores algunos de los militares de alto protagonismo posterior: el teniente Miguel Primo de Rivera y Orbaneja obtuvo su Cruz Laureada de San Fernando y tuvo también un papel destacado el capitán Picasso. Hubo más: fue patente también la dependencia del juego internacional. España hubo de acudir al reconocimiento de las potencias (Alemania, Austria, Francia, Inglaterra e Italia que habían firmado el acta de la Conferencia de Madrid de 1880) sobre sus derechos de intervención en la zona. La situación se restableció, ahora bajo el mando del general Martínez Campos y con más de 22.000 soldados reunidos en Melilla, tras las embajadas de Martínez Campos que visitó el Sultán en Marraquesh (31 enero 1894), la firma de un primer acuerdo el 5 de marzo de 1894 y finalmente del convenio adicional firmado en Madrid (el 24 de febrero de 1895) que rebajó las indemnizaciones acordadas en Marraquesh. De cualquier modo, lo que había quedado claro era la debilidad del colonialismo español y la ausencia de una verdadera política específica tanto en el campo militar (con una definición profesional y estratégica que las otras potencias habían ya empezado a configurar) como en el político (sin un marco preciso de desarrollo administrativo y de influencia respecto del Sultanato). La política africana del siglo XX surgió del impulso y los ritmos marcados por las grandes potencias. España se limitó, en el fondo, a aceptar el compromiso de una presencia geopolítica, pero no dibujó ninguna política colonial propia de amplio espectro. La quiebra de 1898, entre otras muchas cosas, había dejado España ante la necesidad de resituar su papel en el concierto internacional y, como veremos, esta recomposición no se produjo de algún modo hasta la llegada del Gobierno Maura de 1907-1909. Evidentemente la pieza clave no podía ser otra que Marruecos y el repliegue hacia la política europea y la situación del Mediterráneo occidental. El motor de la actuación española en Marruecos fue Francia. Aunque pronto se produjo una cierta internacionalización de la situación marroquí dadas las interven-

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ciones inglesa y alemana. Francia, que desde finales del siglo estaba intensificando su presencia en Argelia y Túnez, empezó a presionar ahora a Occidente en la medida que reconocía la hipotética expansión italiana en la Tripolitania. De ahí surgió una primera propuesta importante a España. En 1902 Francia propuso un cierto reparto mutuo de la influencia en el Sultanato de Marruecos: a España le correspondería la zona norte —en principio con una frontera situada en la línea de Fez, Tazza y cuenca del Sebi— a cambio del reconocimiento del protectorado francés en el resto y en especial en Marraquesh. Con ello Francia pretendía poner en práctica el acuerdo secreto al que había llegado con Inglaterra como conclusión de la famosa crisis de Fachoda, acuerdo que respetaba la influencia inglesa en Egipto y la línea oriental africana a cambio de la francesa hacia occidente. Fue en esta dirección que se firmó el acuerdo francoespañol de 3 de octubre de 1904 (aunque ahora Fez y Tazza se situaban en la «zona francesa» y se concedía un estatuto especial a Tánger). España y Francia se autoconcedían el derecho de intervención si el gobierno jerifiano era débil o se encontraba en peligro y se mostraba incapaz de garantizar el orden y el desarrollo de las relaciones comerciales y la defensa de las inversiones capitalistas. La internacionalización iba a agudizarse ante las protestas alemanas y en especial la política de presencias gestuales de Guillermo II en la bahía de Tánger. De ahí surgió la Conferencia de Algeciras, reunida en enero-abril de 1906, que permitió el establecimiento de las bases de las presencias de las potencias en Marruecos en toda la primera mitad del siglo. La tensión se produjo entre las tesis «internacionalizadoras» (que en la práctica implicaban alguna intervención alemana) y las tesis del reparto de influencias exclusivas de Francia y España. En un caso y otro la salvaguardia de los intereses británicos aparecía también clara. El acuerdo final supuso la internacionalización de Marruecos respecto del reconocimiento de los intereses económicos generales de todas las potencias y en este sentido se reforzó el estatuto financiero de Tánger. Pero se reconocía la posición privelegiada de España y Francia en lo político y en sus derechos a ejercer algun tipo de protectorado sobre el Sultanato. Aquellos acuerdos de Algeciras iban a marcar la política española y fijaron la perspectiva de una progresiva «penetración» militar (también se quería política) en el territorio del norte marroquí más allá de las viejas plazas de soberanía. De entrada, se produjo la ocupación de Larache y Alcazarquivir (los franceses se impusieron en Casablanca). Se rompía aunque fuera a instancias ajenas la tradicional política de estabilidad y statu quo que había mantenido España desde 1860. Se abría por tanto una vía que inevitablemente ponía España ante la necesidad de controlar y disputar el poder de los caídes y grupos locales y que ponía en permanente riesgo de choques y problemas armados. En definitiva, después de Algeciras, España se encontraría ante la necesidad de elaborar una nueva política colonial. Quiso hacerlo sin costes económicos y sin un discurso claro. Ello no iba ahorrarle problemas, conflictos y una inevitable incidencia de la cuestión marroquí en la política peninsular. Al Gobierno Maura le correspondió inaugurar este nuevo curso. Implicaba aceptar el reto aplazado de una resituación internacional de España. España había perdido en 1898 con las colonias cualquier posibilidad de formar parte de las grandes potencias y debía encontar un nuevo acomodo. El acomodo significaba aceptar una situación de dependencia y aprovechar la situación geopolítica y actuar en el marco de la política local europea. El problema era de alineaciones y en este terreno parecía difícil escapar a las voluntades de Inglaterra y Francia. Todo ello se puso de manifiesto en la cuestión marroquí. Maura pareció entenderlo así y aceptó sentar estas nuevas

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bases, a través tanto de la política de relaciones internacionales que continuarían fundamentándose en la embajada francesa y León del Castillo, como en la famosa cuestión de una remodelación de la escuadra que se quería adaptada a la nueva situación mediterránea y africana. El africanismo colonialista español del siglo XIX había sido muy tenue. Hubo algo de Cánovas a relacionar con la fiebre de la guerra de 1859-1860 (Apuntes para la historia de Marruecos, de 1860, con una segunda edición en 1913) y la presencia de los franciscanos y el P. Lerchundi. Fue quizás Joaquín Costa el más incisivo, con una campaña en los años 90, en el contexto del incidente de Melilla. Destacó su discurso en el mitin organizado por la izquierda y los liberales reunido en Madrid el 30 de marzo de 1894. Su argumentación vino a codificar el discurso liberal español ante Marruecos. La argumentación de Costa se fundamentaba en la recuperación de las muchas relaciones históricas a un lado y otro del Estrecho. Marruecos había, según su visión historicista, cumplido su destino providencial en la Edad Media al llevar la civilización a la Península. En aquellos momentos había llegado el turno de España, que debía promover la nacionalización y modernización de Marruecos. Era un deber moral (a relacionar con la propia afirmación nacional; en frase con resabios mazzinianos: «los pueblos que no quieren desaparecer han de mantener un papel histórico para la humanidad»). España debía respetar la integridad y la independencia del pueblo marroquí; justamente debía garantizarla contra cualquier intento de anexión, protectorado (intentos que parecían provenir respectivamente, de Francia e Inglaterra) o desmembramiento. Era en aquel contexto en el que los intereses de España y Marruecos eran armónicos (como decía el título de la intervención de Costa). Marruecos había dejado (en contra de los tópicos y en parte gracias a la acción española) de ser un pueblo oriental. Era necesario ahora que España lo convirtiese en un pueblo occidental y europeo. Después del Ejército que había intervenido en 1860, ahora debían ir un ejército de maestros, ingenieros, médicos, colonos y comerciantes. La renovación e intentos de discurso colonialista no llegaron hasta este 19061907 que coincidió con Algeciras y la necesidad de abrir una nueva política de penetración y un inicio de interés económico cierto, con resultados palpables. Hubo en este sentido, aparte de la edición de textos africanistas anteriores (notablemente el de Costa en 1906 por la Revista España en Africa el 15.1.06), la reunión de una serie de Congresos Africanistas, reunidos, sucesivamente, en el Ateneo de Madrid (9-11 de enero de 1907), el Círculo Mercantil, Industrial y Agrario de Zaragoza (26-31 de octubre de 1908), Valencia (9-15 de diciembre de 1909) y un último en 1910. En palabras de la revista mencionada aquel interés se justificaba: era necesaria una «orientación en los asuntos de Marruecos, que tanto afectan a nuestros intereses comerciales y a nuestra independencia como nación». Se apuntaba algo que iba a desarrollarse más claramente a partir de los años de crisis de 1918-1920: la inserción del colonialismo y el tema marroquí en un determinado discurso nacionalista español. Ante la retórica nacionalista y su vertiente colonialista, el mundo de responsabilidades políticas precisas tendía a menudo al pragmatismo, con dosis importantes de realismo. Un ejemplo claro, acusado a menudo de sustentar el «abandonismo», es precisamente el de Gabriel Maura, el hijo mayor de Antonio Maura. Su obra de 1905, La cuestión de Marruecos desde el punto de vista español, partía muy explícitamente de la nueva situación española, un país que ya no «forcejea» para ser gran potencia ni simple potencia de primer orden. Su apariencia anterior (la de una potencia) había es-

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condido unas grandes debilidades interiores y 1898 había desvelado las cortinas. Aún se encontraba España en una «época intermedia», sin excesivo pulso de retórica españolista («la Marcha de Cádiz, que simbolizó... los entusiasmos patrioteros, generadores del 98, no resuena en España desde el día triste de Santiago de Cuba», afirmaba Gabriel Maura). La reconstrucción nacional no permitía a España empeños ni militares ni económicos exteriores. Además, la situación marroquí no permitía albergar demasiadas esperanzas de conquista pacífica. La conclusión era clara: no entorpecer el papel francés (como principal reponsable de garantizar el imperio marroquí), aumentar el tráfico comercial e intentar una competencia económica «leal», mejorar la situación y eficacia de los presidios españoles para mantener la influencia y el orden en las tribus vecinas, encauzar y proteger una emigración española (a través de la coordinación de las sociedades españolas empeñadas en el africanismo). Pero poco más. El verdadero resumen, según sus mismas palabras, era «esperar, laborando». Esperar los resultados de la acción francesa (que debía abrir y desbrozar el camino), esperar la transformación económica y evolutiva de Marruecos, esperar que España lograra rehacer su fuerza. La situación marroquí era una situación de inestabilidad y el Imperio xerifiano distaba de funcionar de forma regular. La autoridad del sultán escondía múltiples pactos y contradicciones respecto de señores de corte feudal que controlaban a su aire muchas kabilas y regiones. En este contexto las presiones europeas, y también la española, no hacían sino añadir un elemento de inestabilidad y desorden más, alimentando las desobediencias y anarquías respecto del sultán. Esta realidad se agudizó a principios del siglo, bajo el sultanato de Muley Abd-el-Azís. En especial a partir de 1902 y desde Taza El Roghi Bu Humara (Yilalí ben Dris es Zarhuní el Yusfi) se autoproclamó «príncipe tuerto» (hermano del sultán Muley Mohamed) y se levantó en rebeldía contra el sultán. Controló una amplia zona que alrededor del Uxda, centro de la riqueza minera, y llegaba hasta los límites de Melilla y movilizaba las kabilas, prefigurando el núcleo de la oposición del Rif oriental contra España activa hasta los años 30, por más que las kabilas de Alhucemas simplemente acataban su poder. Algunos autores hablan en esta primera fase de bandidismo, alejado en este sentido del movimiento de nacionalismo republicanista que Abd-el-Krim iba a impulsar en los años 20. En octubre de 1904 El Roghi concedió el arrendamiento por 99 años a la Compañía minera francesa la factoria de Restinga (la cual parece que a cambio proporcionaba armas al Roghi). Esta situación generó importantes enfrentamientos del Roghi y los españoles, que en principio optaron por apoyar al sultán. Ayudaron a las fuerzas de éste que expulsaron el Roghi de Tazza y después, ante el contrabando de armas, el general Marina (gobernador militar de Melilla desde noviembre de 1905) también le ayudó para que la mehalla del sultán ocupase Restinga (mayo de 1907). Cuando de nuevo cayó en manos de las fuerzas del Roghi (enero 1908), finalmente de forma directa las tropas del general Marina ocuparon Restinga (14 de febero de 1908) y formalmente restablecieron la autoridad del sultán. La política del general Marina (e indirectamente del gobierno español) estaba siendo la de afirmar un derecho de intervención fuera de las plazas de soberanía y de su campo exterior inmediato, que evidentemente pretendía asegurar las inversiones e infraestructuras españolas para la explotación de las riquezas mineras del Rif. Así, el general Marina también ocupó el Cabo del Agua y el coronel Larrea protegía la kabila de Quebdana contra el Roghi (11 de marzo de 1908). España (y las distintas instancias activas españolas) actuaba de forma contradictoria, intentando aprovechar en su beneficio los enfrentamientos

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entre las kabilas, el Roghi y el sultán, y, mientras pretendía aparecer como un defensor del poder del sultán y de defensa de las kabilas afines frente a las extorsiones del Roghi, las compañías mineras españolas (la Compañía española de las Minas del Rif) obtenían de éste (9 de julio de 1907) el arrendamiento de las minas del monte Uixan (las minas Beni-bu-Ifrur en el monte Micssan, situadas a 28 km de Melilla) por 99 años y su protección para la construcción del ferrocarril que debía unir Melilla con las minas. La situación se hizo explosiva cuando las luchas del Roghi contra la kabila de Beni Urriaguel (en julio de 1908) facilitó una rebeldía en su retaguardia, en la zona de Zeluán. Fueron los contrarios al Roghi los que asaltaron las minas españolas del monte Uixan y obligaron a refugiarse en Melilla a los trabajadores españoles (octubre de 1908). El Roghi se vió obligado a quemar Alcazaba y escapar al Sur. Sería hecho preso en agosto de 1909 y, trasladado a Fez, fue ejecutado por orden del nuevo sultán Muley Hafid. La derrota del Roghi dejó sin orden ni control la realidad de las kabilas de la zona melillense, en competencia respecto del control a ejercer sobre las minas, que evidentemente se habían convertido en una fuente de ingresos importante para los señores de las kabilas rifeñas. Paradójicamente, ello obligó y dio alas a la intervención más directa de las tropas españolas, empeñadas ahora en la protección directa de los intereses peninsulares y la construcción del ferrocarril. La carrera por el control de las riquezas mineras era ya importante. La compañía española directamente implicada era la Compañía Española de Minas del Rif, con capitales exclusivamente españoles y nombres bien conocidos de la política y las finanzas del momento (Villanueva, conde de Güell, marqués de Comillas, Clemente Fernández, conde de Romanones, duque de Tovar). Pero estaba también la Compañía Norte Africana, presidida por García Alix, pero de capital fundamentalmente francés. Había también capital francoalemán signficativo en la compañía más importante, la Union Marocaine des Mines (con intereses de la Krupp, Schneider, Creuzot, etc.). De ahí que las concesiones hechas por el Roghi (a la Compañía Española y la Compañía Norteafricana), ahora en quiebra, se encontrasen con la nueva presión ejercida por la Union Marocaine. El hecho es que a pesar de haber pactado con los caídes de las kabilas por cuyos territorios cruzaba el ferrocarril y reanudados los trabajos de construcción, el 9 de julio de 1909 fueron de nuevo atacados por grupos rifeños que mataron seis obreros. El gobierno Maura había puesto en cualquier caso los trabajos bajo la protección directa de las tropas del general Marina de Melilla. Las tropas españolas ocuparon de inmediato la falda oriental del Gurugú y la línea marítima de la Mar Chica (posiciones de Sidi Haned, Sidi Musa, etc. hasta el Atalayón ) en dirección a Nador. En Melilla habían 250 jefes y oficiales y 5500 soldados. Se precisaron refuerzos que Maura ordenó reclutar de la reserva activa peninsular, hecho que iba a dar origen a las protestas de la izquierda y la rebelión de Barcelona. En Marruecos los hechos de armas se reanudaron. Ahora contra las nuevas fortificaciones los días 18-20 de julio y el 27 de julio se produjo el desastre del Barranco del Lobo en el Gurugú, que causó más de 200 bajas (entre ellas la del general Guillermo López Pintos). Como en 1893 se había demostrado la falta de medios y tropas adecuadas, así como la falta de una política colonial precisa. Después de Algeciras, en esta dirección, simplemente se habían puesto en marcha, en la zona occidental, algunos tabores de policía indigena comandados por oficiales españoles. Según el Acta el orden en las ciudades debía ser mantenido por la policia xerifiana. Ésta se organizaria en tabores (bajo mando francés o español). Es-

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paña se encargó de los tabores de Tetuán y Larache y compartió con los franceses los de Tánger y Casablanca. En el tabor de Larache hizo sus primeras armas africanas el teniente coronel Fernández Silvestre.

11.3.5. La crisis de julio de 1909 La Semana Trágica (sangrienta, roja) fue provocada indirectamente por la problemática del Ejército, y las muchas dificultades que éste tenía para lograr actuaciones eficaces en Marruecos. El Gobierno llamó a los soldados de la reserva activa (RD 10 de julio de 1909) y usó el modelo alemán de movilización (que mantenía la integridad orgánica de cada unidad, al margen de los reemplazos y la situación de los mismos). Así, el Batallón de Cazadores de Madrid, al que estaban adscritos 850 hombres, no contaba en activo más que 150 de los últimos reemplazos. Para cubrir la diferencia en caso de movilización debían incorporarse 180 soldados en licencia ilimitada, 202 del reemplazo de 1905, 195 de 1904 y 98 de 1903, en su mayor parte ya casados. Ante las necesidades de la zona de Melilla apelaron a las fuerzas de Cataluña (donde la situación social y política contenía muchos elementos de tensión y muchas crispaciones). Algunos militares habían recomendado echar mano de la División Reforzada (que había organizado el general Primo de Rivera, ministro de la Guerra hasta el 1 de marzo de 1909), o bien de la Brigada estacionada en el Campo de Gibraltar, pero el general Linares, nuevo ministro de la Guerra, no quiso. El dolor y las imprecaciones fueron generales, sofocados sin excesivos problemas en Madrid al partir la 1.a Brigada Mixta. En Barcelona la situación fue en cambio muy difícil: el sentimiento antimilitarista y catalanista herido iba a aliarse con las protestas de base social de siempre. Las escenas y las protestas dramáticas se iniciaron ante el embarque de tropas en el muelle el 18 de julio de 1909. La Cierva prohibió los mítines y el gobierno civil y la policía denunciaban periódicos y encarcelaban. En un primer momento en Barcelona no se gritaba nada (algún viva a la República y a Lerroux, pero nada más) y sólo algunos pasquines de socialistas y anarcosindicalistas invitaban a la huelga e incluían apelaciones a la idea del reparto social, pero el 18 de julio El Progreso aún defendía la necesidad de mantener Melilla y su zona de resguardo ante los moros. Tras los hechos de la batalla del Gurugú (el Barranco del Lobo, 23-27 julio 1909) la censura de la izquierda con argumentos más o menos técnicos contra la campaña derivó rápidamente hacia la protesta contra la guerra misma y los negocios mineros. Paradójicamente, los sediciosos se enfrentaron a la Guardia Civil pero aplaudían los militares (y al mismo capitán general, el general Santiago). El blanco de las iras derivó de golpe hacia los institutos religiosos, con aplauso de la prensa de los radicales lerrouxistas. El Progreso recordó las jornadas de 1835 después de la corrida de toros («¡Remember!» se titulaba el artículo). La huelga, parcial por la mañana del lunes día 26 de julio de 1909, en Barcelona se generalizó por la tarde y alcanzo las poblaciones cercanas (Sabadell, Terrassa, Reus, Vilanova, Badalona, etc.). Contra el parecer del gobernador civil (que lo era Ángel Ossorio), el capitán general declaró el estado de guerra. Fue el martes, el día de las barricadas y el tiroteo desde balcones y azoteas. Algunas armerías fueron asaltadas. Se cortó la luz y se generalizaron los incendios de iglesias y conventos (quemaron hasta 63 edificios). Algunas acometidas de los revoltosos fracasaron: tres veces intentaron entrar en Santa María del Mar y los jesuitas de la calle Caspe lograron repeler también los ataques.

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Las fuerzas del orden en Barcelona sumaban unos 2.000 hombres (soldados, Guardia Civil y guardias de seguridad). Llegaron refuerzos de Zaragoza y Valencia. La sedición fue cayendo por consunción propia entre el sábado 31 de julio y el domingo día 1 de agosto. Los datos oficiales evaluaron para los días 26-30, 3 muertos y 27 heridos del Ejército; 75 y 126 paisanos (sin contar los acogidos en casas particulares). Hubo más de 2.000 detenciones. Por la jurisdicción de guerra: 739 causas con 1.725 procesados. Hubo proclamación de la República en Granollers, Sabadell, Mataró, Vilasar, Manresa, Sant Feliu de Guíxols, chispazos de protesta solidaria en Alcoy, Tudela, Calahorra y conatos de huelga en Bilbao y Madrid (donde, el 2 agosto, el gobierno detuvo a Iglesias y clausuró la Casa del Pueblo). La solidaridad y la extensión revolucionaria del movimiento se frustró porque medió el equívoco del separatismo. Además, en Barcelona la comisión obrera de huelga no había logrado el apoyo de los republicanos, incapaces de dar una salida a la rebelión. Sol marchó a Francia, Lerroux, que en el momento de los hechos se encontraba en Argentina, no volvió. El resultado de los correspondientes procesos, prolongados hasta el 19 de mayo de 1910, fue: 5 penas de muerte, 59 de reclusión perpetua, 18 de reclusión temporal, 13 de prisión mayor, 39 de prisión correccional, 85 arrestos, 98 multas, 584 absoluciones, 469 sobresimientos, 214 rebeldías, 110 inhibiciones, 31 pendientes de fallo. El 17 de agosto de 1909 hubo la primera ejecución, el fusilamiento de José Miguel Baró (republicano nacionalista, cabecilla de la rebelión en San Andreu de Palomar). Se sucedieron en los fosos de Montjuïc los fusilamientos: Antonio Malet, que lideró rebeldes en Sant Adrià del Besos (28 de agosto de 1909); Eugenio del Hoyo, guardia de seguridad que hizo fuego contra la tropa en la calle de Montserrat, cerca del puerto (13 de septiembre de 1909); Ramón Clemente García, carbonero que participó en el incendio del convento de las jerónimas y bailó con una momia profanada (4 de octubre de 1909), el caso que más escándalo iba a provocar al conocerse que se trataba de un subnormal; Francisco Ferrer Guardia, director de la Escuela Moderna (13 de octubre de 1909), al que el conservadurismo y el regionalismo quisieron presentar como director y principal responsable de todo el movimiento. Aquellos hechos reiteraron las campañas de protesta internacional contra el oscurantismo español en Europa, reeditando las acusaciones y las movilizaciones que habían tenido lugar en ocasión del proceso de Montjuïc contra los anarquistas de 1896-1897. Las Cortes convocadas en 3.a legislatura reanudaron sus sesiones el 27 de septiembre de 1909 (se restablecían al mismo tiempo las garantías en España, excepto en Barcelona y Gerona). La sesión esperada fue la del 18 de octubre, ante el jefe del Bloque de Izquierdas levantado contra Maura y encabezado por Moret. La tensión forzó, fuese con retórica, a preguntarse los liberales si debían irse con la República. Hubo también amonestaciones a Weyler y Luque. Ante la ruptura de todas las relaciones de Moret con Maura y los conservadores, Maura dimitió y el rey llamó a Moret (21 de octubre de 1909). 11.4. OPINIÓN LIBERAL Y BLOQUE DE IZQUIERDAS. EL REPUBLICANISMO Y LA CONJUNCIÓN CON LOS SOCIALISTAS La figura de Maura y la revitalización del doctrinarismo de base integrista en el Partido Conservador iba a generar un importante antimaurismo. La oposición a Maura y la política conservadora permitió un extenso frente más o menos unitario

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que reunía desde el republicanismo hasta los liberales y que se fue articulando alrededor de la configuración de una «opinión liberal» que escapaba la estricta militancia de los partidos. En el proceso, con cierta lógica, tuvo un especial protagonismo el denominado trust de la prensa. A finales de siglo la prensa en general se encontró inmersa en una situación de crisis e inevitable modernización técnica y profesional. Aumentaron las exigencias de concentración de capital, en contra de las viejas formas de edición muy personales. Las nuevas posibilidades de acceso rápido a la información, la renovación de las técnicas de edición y distribución y la creciente importancia de la publicidad, también la expansión de lectores potenciales en el mundo urbano, convirtieron en obsoletos muchos periódicos (especialmente los diarios) anclados en la denominada prensa de partido y de doctrina. Fue en este marco en el que en 1905 iba a constituirse la Sociedad Editora de España que reunía tres importantes diarios de Madrid, El Imparcial de José Ortega y Munilla y José Gasset, El Liberal de Miguel Moya y Heraldo de Madrid de José Canalejas (la dirección corría a cargo de José Francos Rodríguez y Luis Morote). Todos ellos habían iniciado ya importantes cambios de renovación en los años 90 y, en particular, El Liberal había hecho aparecer ediciones especiales fuera de Madrid, en Bilbao, Sevilla, Murcia y Barcelona. Ahora, con carácter comanditario, se unificaban los servicios de información, el material de producción y la publicidad. Conservaron sin embargo las distintas líneas editoriales diferenciadas: El Imparcial continuó con su liberalismo templado y más oficialista, el Heraldo no abandonó la expresión del canalejismo y, finalmente, a la izquierda, El Liberal prosiguió y acentuó un cierto anitidinastismo. Fueron estos periódicos los que articularon con un alcance general español aquella «opinión liberal» de principios de siglo y los que de hecho facilitaron el debate entre las diversas familias del Partido Liberal, los diversos grupos republicanos y un conjunto de escritores, literatos y algun profesional. Las mismas dificultades que estaba encontrando el Partido Liberal para lograr su adaptación a los nuevos tiempos, así como su voluntad de ampliar por la izquierda su incidencia política, facilitarían a la postre esta idea de concentración de izquierdas que traspasase «los lindes de los republicanos para defender toda suerte de libertades en peligro», en frase pronunciada por Canalejas a finales de 1903. El primer gran embate se produjo ya ante el primer gobierno Maura de 1903-1904 y en especial ante la cuestión Nozaleda, ya mencionada (sin olvidar por ejemplo las muchas repercusiones el estreno de Electra de Pérez Galdós). Era claro que la oposición se situaba fundamentalmente en el terreno estrictamente político, con muy pocas connotaciones de reivindicación económica y social, y que por tanto la configuración de la izquierda continuaba encerrada en la problemática clásica de corte ochocentista. Lo mismo sucedería de nuevo frente a Maura en 1907-1909. La campaña contra Maura tuvo ahora, como punto de arranque junto a cuestiones más anecdóticas (generaba grandes aspavientos la actitud a menudo despectiva y distante de Maura respecto de la prensa y la opinión de izquierdas), la discusión sobre un nuevo proyecto de ley de lucha contra el terrorismo, dirigido en principio contra los atentados de filiación anarquista (como continuación de las leyes correspondientes de 1894 y 1896). La izquierda vio en el proyecto unas atribuciones discrecionales que implicaban un atentado a las libertades: añadía un artículo a la Ley de 1894 por el que el gobierno tendría todas las facultades para suprimir periódicos, cerrar sociedades, extrañar ciudadanos (además situaba bajo jurisdicción militar los

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delitos de terrorismo). Sin olvidar que en particular el proceso contra Joan Rull y su familia, autores de una oleada de atentados indiscriminados en Barcelona, puso al descubierto una connivencia escandalosa del Gobierno Civil y un mundo de confidentes y agentes provocadores, hecho que situaba a los conservadores como sistemáticos conculcadores de los derechos ciudadanos. El gobernador era Ángel Ossorio y su dimisión no fue aceptada. El proyecto se aprobó en el Senado el 9 de mayo de 1908. Lograron las izquierdas que la correspondiente comisión del Congreso (que presidía Francisco Bergamín) abriese información pública (a la que acudieron jóvenes como Fernando de los Ríos y Augusto Barcia, o el ya inválido Joaquín Costa). Hubo a continuación mitin (el día 28 de mayo) en el Teatro de la Princesa de Madrid, con intervención conjunta de miembros de la izquierda republicana y monárquica. Su unión la estaba logrando en gran medida la agitación impulsada por el famoso trust de la prensa. Al fin la presión obligó a ceder a Maura: el 1 de junio 1908 levantó la suspensión de garantías y la comisión del Congreso pudo aplazar sine die el dictamen. La movilización de la izquierda continuaría a pesar de todo: hubo banquete homenaje a Miguel Moya (9 de julio) y manifestación que recorrió el Paseo de la Castellana desde el obelisco del 2 de mayo a la estatua de Castelar (en el aniversario de la revolución de septiembre de 1868). Diversas voces, y muy destacadamente Melquíades Álvarez en declaraciones hechas el 3 de septiembre de 1908, pidieron la formalización de un bloque (los nombres fueron diversos: Bloque de Izquierdas, Bloque Liberal o Alianza Liberal). El apoyo explícito de Segismundo Moret (en discurso pronunciado en Zaragoza el 18 de noviembre) dio carta de naturaleza definitiva al mismo. El programa lanzado, a lo que parece con una intervención muy decisiva del mismo Álvarez, era muy representativo del debate político en el que se situaba aquella izquierda. Pedía la revisión constitucional para afrontar un cierto programa de secularización y laicización del régimen: anular el artículo 11 que fijaba el catolicismo como religión del Estado, proclamar la libertad de cultos, impulsar la secularización de los cementerios, fijar la primacía de la enseñanza laica. Además se quería la apertura democrática de las instituciones a través de la reforma del Senado y la consolidación del sufragio universal. Es de destacar, por otra parte, que la afirmación que los hombres del Bloque hacían de la «supremacía del poder civil» se entendía fundamentalmente en la dialéctica con la Iglesia y el Vaticano y, sólo muy de pasada en relación con la problemática que había ya empezado a plantear la autonomía y el intervencionismo políticos del Ejército. La novedad e importancia del Bloque no provenía de aquel programa (asimilable en bastantes sentidos al que venía preconizando el liberalismo dinástico desde principios del siglo), sino de la composición política del frente establecido. El viejo debate sobre Monarquía o República se intentaba soslayar a través del reto lanzado por Melquíades Álvarez y los republicanos que le seguían, así como por los mismos liberales: «¿podía la Corona aceptar o no las reformas avanzadas del liberalismo?», ésta era según ellos la cuestión. La marcha del Bloque y más en general de la afirmación política de una «opinión liberal» frente a Maura continuaría con fuerza a pesar de la retirada del proyecto de ley contra el terrorismo (era el precio que estaba dispuesto a pagar Maura para sacar adelante con el apoyo de algunas minorías la Ley de Administración Local). La movilización prosiguió centrada ahora en la denuncia de irregularidades y prevaricacio-

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nes en las concesiones y los contratos estatales, en la que se llamó «campaña de 1 moralidad». Primero fue la acusación lanzada por Sol y Ortega en el Congreso contra Maura porque su gobierno había favorecido la concesión de la explotación de las aguas del Manzanares (construcción del Canal y la presa del Manzanares) a una empresa del marqués de Santillana, que había estado presidida por el propio Maura antes de acceder a la jefatura del gobierno (Hidroeléctrica Santillana). Sánchez de Toca comisario regio del canal de Isabel II, había sido destituido por el gobierno el 13 marzo de 1909, después de chocar con el ministro de Fomento. La trifulca parlarnentaria derivó hacia la celebración de una numerosa «manifestación de la moralidad» encabezada por Sol y Ortega en Madrid el 28 de marzo de 1909 (150.000 manifestantes según España Nueva o 10-12.000 según Época). Un segundo escándalo surgió a partir del famoso e importante proyecto de reorganización de la Marina que significaba un programa de construcción de buques de guerra (3 acorazados, 3 destructores, 24 torpederas y 4 cañoneras) a realizar en 7 años por valor de 182 millones de pesetas. Aprobada la ley, se abrió el correspondiente concurso (23 de abril de 1908). Optaron, entre otras dos grandes empresas (la Sociedad Española de Construcción Naval —con capital de los Vickers, Armstrong y Brown—, y la Ansaldo de Génova) y ganó la británica (19 de diciembre de 1908). A los tres días de producirse la adjudicación definitiva (RD 14 de abril de 1909), el teniente auditor Juan Macías del Real presentó denuncia contra el gobierno por prevaricación y de inmediato el denunciante fue detenido y procesado. El tema fue aprovechado lógicamente por el Bloque y la prensa liberal. Moret propuso una comisión parlamentaria, de la que efectivamente se hizo cargo el republicano canalejista Luis Morote que emitió un informe favorable a Maura y el gobierno. La crispación existente forzó la renuncia al acta y su empleo de redactor-jefe del Heraldo. Posteriormente, el Consejo Supremo de Guerra y Marina condenó a Macías por insulto a un superior a 4 años (el fallo se dictó el 3 de marzo de 1910; pero el Gobierno Canalejas le indultó el de 24 de mayo). El proyecto de Ley de Fomento de Industrias y Comunicaciones Marítimas afectaba también la marina mercante, a la cual prometía una cierta protección mediante primas y subvenciones. La concreción de las mismas (Ley de 14 de junio de 1909) benefició a la Compañía Trasatlántica y al todopoderoso e influyente marqués de Comillas, con nuevo y reiterado escándalo de la izquierda. Al ambiente, se sumó incluso una campaña de Ángel Urzaiz, exministro conservador contra el ministro de Hacienda por no resolver expediente de admisión temporal de hojalata, hecho que podía perjudicar empresas de las que eran accionistas los ministros Rodríguez Sampedro y Allendesalazar (abril de 1909). De todas formas el Bloque distaba de ser homogéneo y no contaba tampoco con el apoyo de todos los grupos de la izquierda. Por un lado, Moret y los liberales que le seguían entendían la agitación como una forma de presionar al rey contra Maura y obtener el poder. Eran algo más ambiciosos los republicanos que confiaban en poner en pie una fuerza ante la que el rey hubiese de plegarse (aunque su entrada en el bloque significaba de alguna forma minimizar la reivindicación republicana, aspiraban a limitar notablemente el papel político del monarca en el sistema). Cerca pero sin comprometerse totalmente estaba Canalejas: su discurso de finales de 1908 en Logroño vino a recordar su papel y su programa prometiendo al mismo tiempo fidelidad monárquica y defensa del catolicismo (según él la libertad de conciencia y la separación de la Iglesia y el Estado no implicaban negar el concordato ni ninguna vo-

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luntad de descatolizar España y, además, la propaganda de izquierdas —la propagar da revolucionaria— no debía entenderse contra el régimen sino dedicada a su verda¿gra consolidación). * El movimiento republicano en cuanto tal en el conjunto de España se encontró a principios de siglo caracterizado por el hundimiento del Partido Federal y la desaparición del posibilismo. En este sentido la dinámica política española de los republicanos vino a resultar dinamizada por los diversos grupos y líderes que habían ocupado el centro del espectro republicano y que habían surgido de una cultura política muy ligada a la herencia del republicanismo progresista y zorrillista. La cultura federal que había alimentado la izquierda política y social del republicanismo se encontró cada vez más diluida en direcciones algo distintas o bien en los movimientos regionalistas y nacionalistas o bien en los movimientos de obrerismo anarquista o reformista y socialista. A su vez la derecha posibilista o bien se confundió con el liberalismo dinástico (cultura a la cual de hecho pertenecía) o bien pasó a participar de las nuevas formulaciones del republicanismo de raíz progresista. El republicanismo participó de la crisis que afectaba a todo el sistema de partidos, inmerso en su conjunto en un difícil reto de modernización de sus estructuras internas. Aparecía en este sentido muy fragmentado ideológicamente y, falto de una articulación clara española, su organización giraba alrededor de toda una estela de notables y filiaciones personales. De todas formas no debiera menospreciarse el apoyo social con el que contaba especialmente en algunos núcleos urbanos importantes (Barcelona, Madrid y Valencia ciertamente, pero también en muchas otras capitales y poblaciones importantes de provincias como Palma de Mallorca o Zaragoza para poner sólo dos ejemplos). Y, en todo caso, era clara su fuerza local más o menos resistente y su importante peso en la definición y mantenimiento de una cultura política popular de izquierdas en España. Respecto de su concepción de partido, las distintas familias republicanas no federales no se habían distinguido ni se distinguían de las concepciones que imperaban en el mundo dinástico. Eran partidos de notables que se organizaban a partir de núcleos reducidos sin pretender una relación regular directa con los votantes. Esta falta de vida regular daba lugar a coaliciones de notables un poco en el vacío, muy condicionadas por la coyuntura electoral (o si era el caso de la coyuntura política del régimen en las ocasiones en que éste se encontraba en una situación crítica). Al margen del federalismo de Pi i Margall y del castelarismo posibilista, el centro republicano había actuado muy dividido, basculando sin embargo o bien alrededor del progresismo de corte revolucionarista y conspirativo de Ruiz Zorrilla (que en ocasiones parecía compatible con entendimientos confusos con el sistema) o bien alrededor del centralismo de Salmerón que pretendía una presencia política no confundida con el liberalismo dinástico de Salmerón. A finales del siglo, el creciente protagonismo del centro coincidió con la búsqueda reiterada de unificaciones y alianzas estables. Hubo así las asambleas de Unión Republicana en 1890, 1893 y 1896. En 1897 se creó la Fusión Republicana. Se trataba a través de fusiones o uniones de obtener Una acción común. El problema era que para obtener la fusión y la desaparición de las antiguas organizaciones desaparecían los programas con un contenido preciso en aras de la simple afirmación de la forma republicana del Estado. Al comenzar el si-

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glo la Unión Republicana constituida en marzo de 1903 reiteraba la tradición unitarista y mantenía la ambigüedad entre una unión de alcance electoral y parlamentario y la deseada creación de un nuevo partido de unión republicana. Para aquel republicanismo situado en el centro era necesario acentuar la actuación parlamentaria para desde allí intentar como objetivo final la democratización de la vida política que se consideraba consustancial a las formas republicanas de gobierno y Estado (no se iba mucho más allá y sistemáticamente se minimizaban las problemáticas sociales) Tras la crisis del 1898, aquel republicanismo experimentó un fuerte impacto regeneracionista que alejó del horizonte más inmediato la apelación a los procedimientos revolucionarios y en este sentido reforzó la línea política que había mantenido a lo largo del tiempo Salmerón. La idea de un nuevo partido surgió de la Unión Nacional Republicana que reunía a los fusionistas de José Muro y a los progresistas de Esquerdo como concentración. Desde la Asamblea reunida en mayo de 1900 los fusionistas presionaban a los progresistas para que éstos se disolvieran y se integrasen en una amplio proyecto unitario junto a núcleos dispersos y residuales de federales, posibilistas e independientes Las dificultades como siempre provenían del establecimiento del programa común (muy difícil dadas las muchas divergencias en temas como el de las relaciones IglesiaEstado, la aceptación o no de formas de autonomía regional, la política social). Al final, en enero de 1903, esta vez con el apoyo directo de El Motín de José Nakens y El País, el proyecto cristalizó bajo la dirección de Nicolás Salmerón. Formada a partir de la previa disolución de Fusión Republicana, gran parte del republicanismo histórico la apoyó. Las reticencias vinieron de los progresistas y de los federales. Para José María Esquerdo la nueva Unión Republicana nada añadía a la preexistente Unión Nacional Republicana. Para Pi y Arsuaga (El Nuevo Régimen) la unión del republicanismo sólo tenía dos caminos: un programa mínimo común —idea ratificada por la asamblea federal de otoño de 1902— o la unidad de acción basada en la reconstitución de las dos tendencias históricas del republicanismo, la federal y la unitarista. A favor de aquella nueva Unión Republicana se declararon al fin, además de los fusionistas, Morayta, Nakens —su promotor—, la llamada Federación Revolucionaria (que reunía notablemente los movimientos más populistas del republicanismo del momento, el lerrouxismo barcelonés y el blasquismo valenciano), y el grupo republicano gubernamentalista (una derecha republicana que venía del centralismo salmeroniano y del posibilismo castelarista, con Gumersindo de Azcárate y Melquíades Álvarez a la cabeza), así como algunos federales y progresistas. La correspondiente Asamblea, bajo la presidencia de Miguel Morayta, se reunió el 25 de marzo de 1903 en Madrid y afirmó contar con 3.480 representantes. De acuerdo con la opinión de Nakens la asamblea no fue deliberante (y por tanto no discutió ningun programa común): se limitó a dar por constituido el nuevo partido y proclamar jefe indiscutible a Salmerón. El optimismo que siguió al relativo éxito electoral en las elecciones generales de abril de 1903 (de 70 candidatos presentados resultaron elegidos 36 mientras que en la legislatura anterior sólo había una minoría republicana de 17 diputados) pronto se diluyó. La apuesta parlamentarista no obtuvo ante el turno conservador resultados concretos y a continuación el estancamiento electoral fue claro. Los resultados concretos (fueran electorales o políticos) no llegaron: ni la obstrucción parlamentaria primero, ni el bloque de izquierdas ya apuntado en verano de 1904 (para evitar los acuerdos con el Vaticano) con los liberales proporcionaron éxitos palpables. La debi-

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lidad política acentuó las tensiones internas. Al lado del disgusto de los núcleos revolucionaristas partidarios de implicarse en golpes de fuerza contra la Monarquía, estaban las divisiones entre radicales y moderados en temas sociales. Salmerón y su grupo se enfrentaron cada vez más abiertamente con la izquierda y en especial Lerroux y el lerrouxismo barcelonés. Había que contar asimismo con el localismo y el papel consolidado de los diversos líderes (Nakens y Costa por ejemplo no dudaban en desmarcarse de Salmerón). Fue clara con todo ello la consolidación de las tres tendencias internas ya presentes en la constitución de la Unión Republicana de 1903. Por un lado estaban los grupos de la Federación Revolucionaria (creada en diciembre de 1901 con Blasco Ibáñez, Lerroux, Ricardo Fuente y Rodrigo Soriano) que pretendían la agitación populista del proletariado y su incorporación a la lucha democrática (estaban en este sentido dispuestos a integrar peticiones obreristas en su programa), al tiempo que querían la constitución de un núcleo dirigente preparado y dispuesto a iniciar, promover o secundar cualquier movimiento de fuerza contra la Monarquía (era reformista en sus fines pero maximalista en los procedimientos). En segundo lugar había el núcleo gubernamentalista, moderado en las formas y los fines. Constituía el ala derecha del republicanismo (Azcárate, Muro, Melquíades Álvarez), fusionista por antonomasia. Prescindía de hecho de preocuparse por ejercer alguna atracción activa respecto de los obreros y aparecía claramente abocada a la movilización de las clases medias y profesionales (a las que consideraban el núcleo motor de la sociedad). Diferían también de los radicales en cuanto al problema religioso y no querían saber nada de golpes de fuerza. Estaba por último un grupo heterogéneo totalmente marcado por la atracción que ejercían una serie de grandes personalidades (Costa, Nakens, el mismo Salmerón). La II Asamblea de Unión Republicana, reunida en junio 1905, no enderezó el partido. Con una participación restringida, fue un simple plebiscito en favor de Salmerón. Pero no acudieron ni Costa ni Melquíades Álvarez y fue patente la pasividad de otros núcleos (como el de Nakens). No iba a evitar la crisis de 1907 y la separación de los radicales. A partir de 1906 la política republicana estuvo marcada por la intervención de Salmerón y la Unión Republicana junto a los catalanistas en el movimiento de Solidaridad Catalana. Salmerón pretendió la inserción del republicanismo en una lucha de recuperación de las libertades que le diese una incidencia política activa, en la confianza además de que su participación frenaría la radicalización catalanista. Las repercusiones internas fueron muchas. En el republicanismo catalán hubo la adhesión entusiasta de los federales, de la izquierda del catalanismo y de parte de la Unión Republicana, pero el lerrouxismo encabezó una actitud claramente hostil a una alianza que comprendía no sólo el regionalismo de tradición buguesa conservadora y católica sino tambien el mismo carlismo. No eran sólo los radicales catalanes. Por la derecha, tanto Azcárate como Álvarez, sin manifestar una explícita oposición, tampoco manifestaron ninguna adhesión. En la junta nacional de la Unión Republicana presidida por Rafael M. Labra reunida en Madrid el 25 de febrero de 1907 hubo ya duros ataques de Lerroux contra Salmerón. Después, la Asamblea general celebrada los días 23-27 de junio dio la victoria a Salmeron pero la división fue clara: se opusieron Lerroux y los lerrouxistas, los progresistas del doctor Esquerdo y algunas organizaciones provinciales. El problema se generalizó cuando Salmerón pretendió extender la experiencia de Solidaridad en toda España. Éste fue el cometido intentado el verano de 1907 en Vascongadas, Valencia y Galicia. Ahora las brechas se multiplicaron y fueron paralelas a las divisiones entre republicanos conservadores y republicanos radica-

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les. Más allá de la afirmación republicana y cierta defensa de la democracia, discrepaban en especial en la cuestión de las relaciones entre Iglesia y Estado y en las posicio nes a adoptar ante los obreros. Frente a las posturas de separación total entre Iglesia y Estado y discurso anticlerical, los moderados y gubernamentales no querían ir más allá del reconocimiento de la libertad de conciencia (a través de la modificación del artículo 11 de la Constitución). La formación del Partido Radical en 1908 por Lerroux recogería este republicanismo no moderado difuso en España y sus huestes antisolidarias en Cataluña. Pretendía, según decía, recuperar el espíritu originario de la Unión Republicana de 1903. El nuevo partido afirmó una orientación izquierdista, proclamó la separación entre la Iglesia y el Estado, se declaró autonomista pero defensor de la unidad española y en lo social, dispuesto a aceptar ciertas formas de intervención estatal. No renunció sin embargo a cierta integración de la derecha y de ahí su acuerdo con Sol y Ortega Si la movilización de 1903 había arrinconado y sancionado el fracaso del Partido Federal, la crisis de 1908 significó el fin del viejo republicanismo de raiz progresista. Salmerón dejó la dirección de la Unión Republicana en favor de Solidaridad y moriría poco después en septiembre de 1908. Ni Azcárate ni Costa quisieron asumir la dirección. La fragmentación iba a aumentar además en las discusiones sobre el proyecto de administración local presentado por Maura. De la crisis surgirían dos nuevos partidos, protagonistas del movimiento republicano al menos hasta 1923: junto al Partido Radical de Lerroux, Melquíades Álvarez lograría la formación de un Partido Reformista (formalizado en 1912). Como hemos ya mencionado, el protagonismo de Álvarez y el republicanismo reformista y moderado en la constitución del Bloque de Izquierdas fue muy destacado. En el fondo no era tan novedosa la colaboración y diálogo entre los liberales y los republicanos, presente a lo largo de la Restauración del ochocientos. La derecha y el progresismo republicanos eran copartícipes de una cultura liberal de base ochocentista. La principal característica del Bloque era su carácter anti-conservador. La implicación de M. Álvarez tenía un doble sentido: representaba la orientación definitiva de Álvarez y el republicanismo gubernamentalista hacia la accidentalidad de las formas de gobierno y la afirmación de los valores liberaldemocráticos. Si la Monarquía estaba dispuesta a democratizarse desaparecía la necesidad del sentido del republicanismo como alternativa democrática. Si la Monarquía se negaba, sería el republicanismo quien debía asumir directamente la tarea de la democratización. La formación del Bloque constituyó el nuevo punto de referencia para los republicanos. Hubo manifestaciones contrarias de peso: para Costa, Nakens y Unamuno por ejemplo el pacto con los liberales era una traición a los ideales republicanos, y para buena parte de los antisolidarios (Sol y Ortega y Hermenegildo Giner de los Ríos por ejemplo) el Bloque no era sino una variante de la experiencia solidaria. España Nueva y Rodrigo Soriano pedían un Bloque republicano explícitamente alternativo a la Monarquía. Ahora bien a favor del Bloque se declaró la izquierda del antisolidarismo (en Valencia, Azzati y El Pueblo), en Madrid, El País. En general, los republicanos consideraban que el Bloque significaba un avance allí donde la derecha conservadora era fuerte: en Navarra contra la hegemonía de los carlistas y conservadores; en Santander, Logroño, Ávila, Castellón, Vizcaya. En otros lugares, hubo posiciones intermedias (Gijón, Sevilla, Valencia o Valladolid): se apoyaba el Bloque pero no se ingresaba formalmente en él. En las zonas de alto grado

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de organización y presencia republicana (Málaga, Barcelona, La Coruña) el rechazo era abierto y rotundo. Desde el punto de vista del republicanismo, el efecto más notable fue el acercamiento del republicanismo gubernamentalista a la Monarquía. La subida al poder de Moret (que era el dirigente máximo del Bloque) después de los hechos de la Semana Trágica barcelonesa, en octubre de 1909, pareció abrir las puertas al cumplimento del programa ya visto y lo que es más importante, ver si, como se decía, la Monarquía era o no compatible con las demandas del liberalismo avanzado, es decir si el sistema podía a aceptar o no la presencia activa y gubernamentalista del republicanismo.

11.4.1. La Conjunción republicano-socialista; el Partido Reformista El Bloque había dinamizado las relaciones entre republicanos y liberales y no había pretendido incorporar el movimiento obrero. Iban a ser los hechos de la Semana Trágica y la represión posterior los que plantearan la cuestión. Los socialistas habían defendido tradicionalmente el alejamiento de la alta política y en especial la crítica a las relaciones con los partidos burgueses. Aunque en la práctica, el limitado y lento crecimiento electoral y político del partido fue acompañado de ciertos pactos y entendimientos de alcance local, en septiembre de 1908 aún el congreso del PSOE reafirmó las tesis de la independencia y criticó a los liberales y al republicanismo. De todas formas cada vez más los socialistas intentaban afirmar una presencia política visible y general. La inauguración de la Casa del Pueblo de Madrid (el 28 de noviembre de 1908), aparte de marcar simbólicamente el ascenso de su organización y fuerza (contaba en toda España con 108 agrupaciones y cerca de 35.000 afiliados), tuvo una fuerte repercusión pública y contó con múltiples y significados apoyos de republicanos e incluso dirigentes liberales. Los socialistas, especialmente en Barcelona, no dudaron en implicarse en una política de denuncia de la guerra y oposición a la movilización de los reservistas. A continuación, la represión del Gobierno Maura les empujaría hacia el pacto con los republicanos en defensa de las libertades y la democratización del régimen. Su participación en el movimiento de afirmación de la opinión liberal fue claro ya aquel verano y tomó una mayor justificación el otoño, justamente cuando llegó el Gobierno Moret. Inevitablemente el ascenso al poder de Moret iba a poner dificultades al Bloque y la alianza con los liberales y de hecho significó el fin de aquel Bloque de Izquierdas que había dominado la dinámica de la izquierda antimaurista. A los tres días, el 24 de octubre, desfilaron ya por Madrid los republicanos junto a los socialistas, sin los liberales. Presidieron la marcha Pablo Iglesias, Ricardo Soriano y Juan Sol y Ortega. El nuevo frente que adoptó la denominación de Conjunción Republicano Socialista se formalizó el 7 de noviembre de 1909 en Madrid, con la intervención de los socialistas García Cortés y Pablo Iglesias, Dicenta (y Galdós), Romero, Pi i Arsuaga, Soriano y Sol i Ortega. Con la Conjunción en otoño de 1909 el republicanismo se abrió sin duda a su izquierda y cortó algo las amarras con los liberales. Si por un lado los socialistas se adaptaban a la vida parlamentaria, los republicanos parecieron encontrar un instrumento de acción política propia (por encima de los intereses de los diversos grupos y de la dependencia de la dinámica interna de los liberales). Era en parte al menos el frente de las fuerzas republicanas sin compromisos con la Monarquía como habían

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estado pidiendo España Nueva y Rodrigo Soriano. La Conjunción contaba en principio con la participación de la practica totalidad de las diversas familias republicanas. Estaban dentro los federales de Pi i Arsuaga, los radicales de Lerroux, los progresistas de Esquerdo y los unionistas. Ahora bien, la Conjunción fue en el fondo el producto de una determinada coyuntura, la del retorno de unos gobiernos liberales. Pero el programa no había experimentado modificaciones de peso. Continuaba moviéndose en el marco de la modernización secularizadora del Estado y de la afirmación de una cultura política liberal frente al conservadurismo más o menos integrista del maurismo. Cuando se intentaban algunas mayores concreciones, surgían por doquier las divisiones y los enfrentamientos. Lerroux se negaba a compartir alianzas en Barcelona y, transcurrido apenas un año (entre diciembre de 1910 y enero de 1911), los radicales fueron expulsados de la Conjunción (dada la incomodidad de muchos grupos y en especial los socialistas de compartir mesa con los escándalos de la gestión lerrouxista en el Ayuntamiento de Barcelona). Por su parte, dentro de la Unión Republicana, sin una dirección sólida, actuaban múltiples grupos que no compartían el entusiasmo por el carácter del nuevo frente. No era en absoluto clara la posición de Melquíades Álvarez y los gubernamentalistas. Tras la caída de Moret en febrero de 1910 entraron en la Conjunción y Álvarez participó en el mitin multitudinario celebrado en el Frontón Central de Madrid el 6 de junio de 1910, pero había el temor fundado de que Melquíades Álvarez, Azcárate y Galdós formasen un Partido Gubernamental y rompiesen la Unión Republicana. Además estaba el veto de Sol y Ortega (manifestado abiertamente en la Asamblea de la Unión de febrero de 1911) contra los republicanos nacionalistas catalanes (la UFNR). En cualquier caso, la Conjunción no pudo dinamizar regularmente el republicanismo, inmerso en un reto de relevo generacional y transformación sustancial de formas y objetivos. En el centro republicano se impuso el parlamentarismo como base de un nuevo liberalismo reformista e intervencionista y se alejaron definitivamente las veleidades «putchistas». La formación del Partido Reformista en 1912 culminaría en este sentido un proceso de modernización del viejo republicanismo de matriz posibilista y progresista. La tendencia gubernamentalista existía dentro de la Unión Republicana desde hacía décadas. Los dirigentes del nuevo partido eran los herederos del krausismo conservador y reformista, alejados de toda acción radical. La muerte de Canalejas y la crisis de liberales y conservadores parecieron abrir la posibilidad de una llamada al gobierno de los republicanos conservadores. Era una imagen que se había extendido entre la elite política de la oposición. Reclamaban sólo (para reconocer a la Monarquía) la transición a la democracia y la reforma de la Constitución. En 1913 reconocerían ya formalmente la accidentalidad de las formas de gobierno. Durante todo este tiempo los gubernamentalistas y reformistas habían permanecido formalmente dentro de la Unión Republicana y dentro de la Conjunción. El paso dado en 1913 alteraba rotundamente la situación. Algunos progresistas marcharon del nuevo Partido Reformista. En el interior de la casi extinta Unión Republicana se habló de reorganización y la tensión en la Conjunción fue obviamente alta. En junio de 1913 se excluyó a los reformistas. La pureza de la alianza se mantenía en principio pero ahora sin su núcleo más capacitado. Durante algunos años subsistieron agrupaciones republicanas pero la existencia de una articulación española del republicanismo pasó a ser durante bastante tiempo cosa del pasado.

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11.5. EL FRACASO DE MORET (21 DE OCTUBRE DE 1909 - 9 DE FEBRERO DE 1910). EL GOBIERNO CANALEJAS (9 DE FEBRERO DE 1910 - 12 DE NOVIEMBRE DE 1912) La subida al poder de Moret se vio totalmente mediatizada por sus relaciones con la izquierda y las presiones que había ejercido desde el Bloque. En el poder, se encontró por un lado con que su programa de gobierno de 1906 no llenaba las expectativas del Bloque, siquiera para llevar el republicanismo gubernamentalista de Melquíades Álvarez a la Monarquía. Además estas relaciones con las fuerzas de extramuros no facilitaban el ejercicio de su liderazgo dentro del Partido Liberal y, lo que iba a ser especialmente grave para sus intereses, no despertaban ningun género de confianza en palacio. El panorama terminaba de oscurecerse dado que Maura entendió la forma en la que Moret había impuesto su salida del gobierno como una ruptura fundamental en la práctica constitucional del régimen (que —recordémoslo— impedía a las fuerzas del sistema la agitación con las fuerzas ajenas a la Restauración). Su discurso del 25 de octubre de 1909 señalaba la clara crispación derechista en la que iba a situarse Maura frente a Moret. Según Maura, la alternativa estaba en aquellos momentos planteada entre «los partidarios del motín, del saqueo y del incendio, de la revolución, y los que con tales simpatizan o transigen, frente los que tenemos la arraigada convicción de que sin una fuerte disciplina social, sin un respeto muy hondo a la autoridad y a la ley, no hay sociedad...». El Gobierno de Moret fue el reflejo de sus limitados poderes dentro del Partido Liberal. Reaparecieron viejos ministros como Pérez-Caballero (Estado), Gasset (Fomento), Luque (Guerra) y Concas (Marina). Entraron Alvarado (Hacienda) y Barroso (Instrucción Pública). Se reservó Moret la cartera de Gobernación aunque situó a Santiago Alba en la subsecretaría (evitando así la elección entre Romanones y García Prieto). El único ministro nuevo fue el de Gracia y Justicia, Eduardo Martínez del Campo, que era presidente del Tribunal Supremo y yerno de Montero Ríos). Moret —quizás obligadamente— lo fiaba todo a la posibilidad de atraerse a la derecha republicana a través de promesas lanzadas desde Gobernación con vistas a las próximas elecciones generales. Dictó sin duda gestos cara al restablecimiento de las garantías y la puesta en marcha de una política liberal: restablecimiento de las garantías en Barcelona y Gerona (7 de noviembre), descentralización administrativa municipal (15 de noviembre), plan de obras públicas de Gasset (19 de noviembre) hasta llegar a la reapertura de las escuelas laicas (3 de febrero de 1910). Por su parte, un tímido intento de autorizar las recompensas en el Ejército por méritos de guerra destapó la protesta, que se concretó en la visita ostentosa de la oficialidad y los jefes de la guarnición de Madrid a la redacción de La Correspondencia Militar (12 de enero de 1910). El consiguiente relevo del Capitán General de la capital no impidió la multiplicación de rumores sobre la inminente formación de un «gobierno fuerte» presidido por Weyler (que había sido justamente el nuevo capitán general recién nombrado). Ante la posibilidad que Moret usase las elecciones para crear su propio partido con Santiago Alba y facilitar la entrada de sectores del extinguido Bloque, las principales facciones del Partido Liberal no dudaron en unirse. No les fue difícil a Romanones y García Prieto lograr la dimisión del comité del Círculo Liberal de Madrid: fue el pretexto que facilitó al monarca negar a Moret el deseado decreto de disolución de las Cortes y llamar a Canalejas (9 de febrero de 1910).

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El Gobierno de Canalejas iba a ser otro de los pocos gobiernos «largos» de las primeras décadas del siglo XX. Fue ciertamente un gobierno de alcance y significativo En primer lugar, Canalejas puso de manifiesto su capacidad para neutralizar la hipotética alternativa al régimen que había significado el bloque de izquierdas. Cumplió en este sentido uno de los retos de la nueva situación que forzosamente no podía ser otro para el nuevo Partido Liberal que el de neutralizar la hipótesis de una alternativa al sistema procedente de la izquierda política. En segundo lugar fue capaz de poner en marcha un cierto programa de gobierno de alcance, que dibujaba los contornos del reformismo político y social compatible con la nueva monarquía de Alfonso XIII. Todo ello aparentemente sin provocar fisuras importantes sino al contrario logrando actuar como un polo de atracción. Canalejas había sido quizás el único dirigente liberal que había intentado una rectificación doctrinal del liberalismo en línea con las rectificaciones europeas que tenían como muestras notables David Lloyd George en Inglaterra y Giolitti en Italia. En ciertos sentidos, también el radicalsocialismo francés de Waldeck Rousseau. En especial Canalejas rompía con la lectura librecambista y manchesteriana del liberalismo y afirmaba la necesidad de un intervencionismo del Estado en materia económica y laboral. Había en este sentido intentado una obra importante a través de la creación del Instituto del Trabajo en 1902, al cual había dotado de una reflexión general muy básica en este punto. El nuevo liberalismo pretendía desarrollar el carácter democrático del parlamentarismo (ampliando las bases sociales activas del Estado liberal) y asumir un programa explícito de mejoras sociales, tanto en el terreno de la protección social como en el de las relaciones laborales con la patronal. El intervencionismo del Estado y la rectificación emprendida acercaba doctrinariamente (más allá de las confluencias en las luchas políticas concretas) el liberalismo al radicalismo burgués y el socialismo reformista. Era en este contexto en el que, al igual que en otros países, Canalejas planteaba un programa de reforma política, una actuación anticlericalista y de secularización del Estado y una perspectiva de intervención modernizadora respecto del mundo económico y laboral. Canalejas empezó a configurar este liberalismo rectificado en la coyuntura del Gobierno Sagasta de 1901-1902 y desde entonces actuó, con profesionalidad, dentro del sistema restauracionista. Fue quizás el primer político liberal que se vio implicado en una agitación y movilización popular cuando dejó el gobierno y emprendió una famosa excursión de propaganda desde Alicante a Barcelona, Zaragoza y Madrid, jaleado por los republicanos y la izquierda social. Se percató entonces del peligro de la agitación populista y de hecho su actuación posterior fue siempre muy cuidadosa de no traspasar los límites del régimen. Canalejas quería y ofrecía cierta ampliación de la representatividad del régimen pero no pretendió en absoluto la movilización activa de los sectores populares y mucho menos de la izquierda social sino su neutralización. Pensaba que la neutralización del antidinastismo sólo podía llegar de la ampliación democrática del régimen, esto era todo. De ahí que su comportamiento fuese muy distinto del de Moret y que pudiese contar con importantes apoyos sociales respetables, incluso en sus batallas escandalosas anticlericalistas, y que, muy en especial, acabase contando con la confianza del monarca. Para acceder al poder Canalejas usó las armas del sistema. Levantó disidencia como hemos dicho muy pronto y creó un pequeño partido, que le permitía estar y no estar en la batalla por el liderazgo del Partido Liberal. Su Partido Liberal Demócrata creado en noviembre de 1903 junto a López Domínguez (la intervención de Mon-

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tero Ríos y Vega de Armijo en el mismo fue sólo muy coyuntural) le permitió mantener una cierta coherencia ideológica e intervenir en las diversas combinaciones existentes en el turno liberal de 1905-1907 (hemos visto ya el programa intentado con López Domínguez). Significativamente, no se dejó llevar por la fiebre agitatoria del antimaurismo y el Bloque de Izquierdas de 1908-1909. Canalejas cuidó mucho de hacer constar en toda ocasión su fidelidad monárquica y su catolicismo practicante. Intervino, como hacía respecto del Partido Liberal, cerca del Bloque (fijó su posición en sendos mítines en Logroño y Alicante en diciembre de 1908) pero no actuó como uno de sus dirigentes o impulsores. Su ascenso al poder fue producto de su pacto con Romanones y García Prieto en contra de Moret. Y su gobierno fue interpretado por la izquierda y la Conjunción republicano-socialista como la frustración de la apertura a la izquierda que a pesar de todo significaba Moret. La ventaja de Canalejas era que, aparte de los apoyos más o menos interesados de la clase política y del monarca, contaba con un programa de gobierno ambicioso y con un cierto grado de coherencia doctrinal y teórica. Era uno de los pocos políticos dinásticos que asumía como uno de los principales retos de gobierno la cuestión obrera, ante la cual no tenía una simple actitud defensiva y represiva. Consideraba que la «maduración» del movimiento obrero permitiría su integración y para ello debíanse abrir espacios de negociación y presencia del obrerismo en las instituciones del Estado. Admitía el derecho de huelga (excepto en el caso de los servicios sociales) y pretendía el desarrollo de una legislación del trabajo que superase la simple legislación de protección social. En el caso específico de la problemática del campo y de los latifundios fue de los primeros también en aceptar la perspectiva de las expropiaciones por motivos de utilidad social. De cualquier modo no era en absoluto socialista, consideraba simplemente la actuación obrerista del Estado como una forma necesaria para la integración y pacificación de la problemática obrera al tiempo que una forma de profundización democrática del Estado liberal. Era asimismo partidario de la reforma fiscal que consideraba una pieza básica de su reformismo social. Defendía la progresividad y la imposición sobre la renta lo que obviamente signficaba una ruptura con el sistema impositivo vigente en el fondo desde 1845 que giraba fundamentalmente alrededor de la imposición indirecta. En especial planteaba también la sustitución del impuesto de consumos (que aseguraba buena parte de las finanzas municipales y tenía un carácter indirecto y de gravamen de los productos de primera necesidad). Quería asimismo la modificación de la legislación sobre la herencia. La modenización del Estado liberal implicaba según él fundamentalmente la separación respecto de la Iglesia y la opción por una reafirmación del poder civil frente a la Iglesia (aunque cuidaba de dejar claro que el Estado debía pagar a la Iglesia vía presupuestos y conforme al Concordato vigente). Una de las derivaciones importantes era la problemática de la enseñanza, considerada por Canalejas al igual que la mayor parte de la cultura liberal democrática fundamental para la regeneración ciudadana y social del país. Canalejas no quería sino una escuela «neutra», que no debía confundirse con una escuela antirreligiosa (el Estado debía asegurar la enseñanza de la religión y la historia sagrada si los padres lo pedían). El Estado debía asegurar la primera enseñanza con el objetivo de favorecer la igualdad de oportunidades para todos. Estaba en este punto a favor de la coeducación. La democratización también afectaba el servicio militar. Canalejas quería para España una neutralidad potente y por tanto afirmaba la necesidad de mantener un ejército fuerte. Abogaba por la profundización

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del servicio militar obligatorio y para hacerlo efectivo debía eliminarse la escandalosa figura de la redención en metálico. El primer gobierno reunió miembros de la coalición liberal que había desbancado a Moret. En un principio canalejista claro sólo era Trinitario Ruiz Valarino (Gracia y Justicia). El resto contaba con historias y filiacions diversas: Diego Arias de Miranda (burgalés, diputado desde 1872 y senador, Marina), Fermín Calbetón (guipuzcoano, romanonista, Fomento); García Prieto (uno de los nuevos notables del Partido Liberal, hijo político de Montero Ríos, Estado), Fernando Merino (hijo político de Sagasta, Gobernación), Eduardo Cobián (muy relacionado con palacio, que ya había sido ministro con los conservadores Villaverde y con Azcárraga, Hacienda) el general Ángel Aznar (Guerra), Julio Burell (el famoso periodista de «Cristo en Fornos», Instrucción Pública). Hubo cambio de ministros el 2 de enero de 1911: Amós Salvador fue a Instrucción Pública (en lugar de Burell), Gasset a Fomento (cesó Calbetón) y Alonso Castrillo a Gobernación (sustituyó a Merino). Significó contar con dos amigos más (Amós y Gasset). Un tercer gobierno llegó el 1 de abril de 1911: el ruido de sables ante los intentos de Soriano y los republicanos (discurso de Melquíades Álvarez, el 27 de marzo de 1911) de revisar el juicio a Ferrer y derogar la Ley de Jurisdicciones fue aprovechado por Canalejas. Entró el general Luque en Guerra (en lugar del general Aznar); entró Gimeno en Instrucción, Rodrigáñez en Hacienda, el almirante José Pidal en Marina, Barroso en Gracia y Justicia (Ruiz Valarino pasó a Gobernación, y al dimitir en 20 mayo, Barroso se hizo cargo de Gobernación y Canalejas de Gracia y Justicia). Pactó como hemos dicho con Romanones. Su programa concreto mantenía los compromisos que había fijado en el Heraldo: regulación restrictiva de las asociaciones religiosas; substitución del impuesto de consumos; servicio militar obligatorio; intervencionismo ante la cuestión social. A lo largo de aquellos dos años ciertamente Canalejas puso de manifiesto una importante capacidad para sacar a flote un programa de gobierno manteniendo tanto una importante capacidad de negociación como una explícita salvaguardia del principio de autoridad. Logró así sacar adelante después de dictar la «ley del candado» la sujeción de las ordenes religiosas a una renovada ley de asociaciones. Avanzó en la legislación obrera e hizo frente con dureza a la conflictividad huelguística generada por un movimiento obrero que forzaba su presencia independiente al margen del paraguas republicano. Logró imponer la Ley de Mancomunidades y vencer los múltiples discursos contrarios tanto de liberales como de conservadores. En fin, avanzó en la fijación de la política marroquí a través de la constitución formal del Protectorado, que iba a ser firmada a los pocos días de su asesinato. 11.5.1. La cuestión religiosa y la neutralización de las izquierdas republicana y socialista. La ley del candado Buena parte de los primeros meses de su gobierno giraron alrededor de la «cuestión religiosa». Era uno de los elementos básicos de su programa (y con connotaciones diversas había formado parte de las distintas propuestas liberales desde principios del siglo). El fondo de la cuestión era afirmar la separación entre la Iglesia y el Estado y en especial incluir las órdenes religiosas dentro de una legislación general sobre las asociaciones (a partir del establecimiento de una renovada Ley de Asociaciones).

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El tema iba a generar una escandalosa protesta de las derechas y el catolicismo más integrista y militante, e indirectamente el pronto agotamiento de la protesta anticanalejista de la Conjunción republicano-socialista. Los republicanos y socialistas encabezaron el 20 de febrero de 1910 manifestaciones en toda España contra la forma de dimitir Segismundo Moret (contra «el procedimiento tenebroso y anticonstitucional seguido por los promovedores de la última crisis»). Canalejas respondió con rapidez y concedió un extenso indulto amén de aceptar la discusión de una hipotética revisión del proceso contra Ferrer Guardia (21 de febrero de 1910). Logró además llevar hacia la Monarquía algunos nombres muy signficados de la tradición institucionista y de la opinión liberal. En especial Luis Morote y los profesores Rafael Altamira y Odón de Buen, que visitaron al monarca el 30 de abril de 1910. Pero fue sobre todo la reacción de la derecha ante las propuestas canalejistas en materia religiosa la que iba a situar a la izquierda al lado del gobierno. Celebradas las elecciones generales el 8 de mayo de 1910 (primeras elegidas conforme la Ley Maura y su famoso artículo 29, aplicado en el caso de 119 diputados, con los resultados previsibles y la novedad de la entrada por vez primera de un socialista en el Congreso, Pablo Iglesias, gracias a la Conjunción), Canalejas pasó a dictar la RO de 31 mayo 1910 que obligaba a la inscripción de las órdenes religiosas no concordadas y de hecho impedía la entrada de nuevas comunidades (que contasen con más de un tercio de extranjeros entre sus miembros) y por ellos fue llamada «ley del candado». Le siguió una nueva RO de 10 de junio que reglamentaba y autorizaba la manifestación pública de signos externos no católicos. Canalejas entendía estas primeras medidas (en especial la ley del candado) como cautelares ante el proceso de negociación a abrir con el Vaticano sobre la más definitiva Ley de Asociaciones Religiosas, en unos momentos en que tanto la situación francesa como sobre todo la portuguesa (con la proclamación de la República) habían empujado la llegada de numerosos frailes y miembros de ordenes regulares. La oposición católica, encabezada por el cardenal Aguirre (arzobispo de Toledo) y la inmensa mayoría de los obispos, se centró en la RO sobre cultos disidentes (la del 10 junio). Protestó Roma y la extrema derecha se lanzó a la calle: juntas de Acción Católica bajo el patrocinio del marqués de Comillas y el tradicionalismo ofrecían, según decían, vidas y haciendas para detener la descatolización de España. Su propaganda fue muy importante el verano de 1910 en el País Vasco y Cataluña. Canalejas, sin embargo, se mantuvo firme y de hecho radicalizó su discurso. Así, ante el rey, el 24 de junio de 1910 indicó que se trataba de reafirmar el poder del Estado y explicando que estaba dispuesto a negociar con el Vaticano porque existía ya un modus vivendi (el Concordato): consideraba que debía sólo sujetarse a la voluntad de las cámaras y la confianza de la Corona. Que aplicaría la ley contra las amenazas de violencia y que ningún gobierno derogaría RO de signos externos. El rey aceptó. Canalejas permitió manifestaciones anticlericales: la de Madrid (celebrada el 3 de julio) con Moret, Galdós, Azcárate, Lerroux, M. Álvarez, Moya, Alba, Gasset, Gimeno, Esquerdo, etc., aplaudió a Canalejas. Ante una nota con aire de ultimátum de la curia romana acordó (30 de julio) retirar sine die del Vaticano al embajador Ojeda. La reacción más belicosa se produjo en el País Vasco: los vizcaitarras y tradicionalistas de Bilbao pensaron en organizar una manifestación que dado el tono del comunicado inicial no autorizó el gobierno. La Comisión, en nombre de 100.000 hombres vizcaí-

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nos, dirigió un telegrama conminatorio: «Advertimos a VE que consideramos la manifestación como el primero, más obvio y menos eficaz de los medios propios para combatir el sectarismo anticatólico, y que estamos dispuestos a utilizar los restantes con pleno conocimiento y aceptación de las consecuencias que de su empleo pudieran derivarse. Puesto que el pretexto para la suspensión de nuestra manifestación es la huelga de Vizcaya, anunciamos a VE que el domingo 7 de agosto iremos los bilbaínos a San Sebastián para realizar una protesta igual ante el jefe del Estado.» Se repartieron proclamas, se adhirieron asociaciones antiliberales de Navarra, hubo trenes especiales, barcos. Pero el gobierno se mantuvo firme, denegó la autorización y concentró en San Sebastián fuerzas del Ejército. No pasó nada y, al fin, más tarde, el 2 de octubre, permitió la manifestación de la derecha. La discusión en las Cortes de la ley del candado, iniciada el 6 de octubre, fue dura, pero la ley se votó el 24 de diciembre de 1910 (174 votos a favor y 54 en contra).

11.5.2. De nuevo Marruecos El Gobierno Canalejas iba a tener como uno de sus principales retos el de la configuración del protectorado en Marruecos. Canalejas intentó avanzar algo en una línea propia, un tanto al margen de Francia. Promovió así y firmó un tratado hispanomarroquí (16 de noviembre de 1910) que no llegaría a regir. Se fijaba el protectorado en las zonas ocupadas del Rif, Alhucemas y el Peñón. También se aceptaban las aduanas en Melilla y Ceuta y el inicio de derechos de mercado e impuestos que debían servir para sufragar la policía indígena. España evacuaría las zonas ocupadas cuando se completase la policía marroquí y ésta pudiese ya garantizar por ella sola el orden. Las indemnizaciones se fijaban en 65 millones; como garantía se daba la explotación durante 65 años de las minas y un 55 por 100 de las utilidades mineras. Aquellos intentos de marchar con iniciativa propia en los temas de Marruecos pronto se vieron frustrados. De nuevo la actuación francesa sería la que marcaría los ritmos y el alcance de la problemática colonial en el norte de África. Francia inició una expansión militar que reabrió internacionalmente la cuestión marroquí. El general Moinier entró en Fez, la capital del Imperio, el 20 de mayo de 1911, con la excusa de salvaguardar la autoridad del sultán. Canalejas quiso marcar también la presencia española y promovió entonces, en un avance pactado de alguna forma con el Raisuni en contra del sultán y los franceses, la ocupación de Larache (9 de junio) y de Alcazarquivir (a los pocos días), emprendida por el teniente coronel Fernández Silvestre. A su vez, Alemania mandó una cañonera y unos 300 marinos alemanes desembarcaron en Agadir (1 julio). La situación iba a resolverse al final mediante un tratado franco-alemán firmado el 4 de noviembre: Alemania reconocía la autoridad francesa en Marruecos a cambio de obtener unos 230.000 km2 en el África Ecuatorial, una parte muy signficativa del Congo Francés, en oriente. La posición española quedó relegada, a expensas del futuro de la actuación francesa. España hubo de esperar y detener la expansión en Ifni, al sur de Marruecos, que había sido reconocida por el acuerdo no ratificado hispano marroquí de 1910. Francia firmó el acta de protectorado con el sultán Muley Hafid el 30 de marzo de 1912 y después de controlar los movimientos de protesta marroquíes en Fez de abril, nombró residente general a Lyautey. Muley Hafid abdicó y le sucedió su hermano Muley Yusef(17 de julio de 1912).

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La negociación con España partió de aquella acta (que en un subapartado de su primer artículo especificaba que Francia impulsaría un concierto adecuado con España). El nuevo tratado, el de Protectorado español, llegó el 27 de noviembre de 1912 en la forma de un convenio hispanofrancés firmado, después del asesinato de Canalejas, por Manuel García Prieto, como ministro de Estado español, y Leon Marcel Isidore Geoffray, embajador extraordinario y plenipotenciario francés en Madrid. El sultán lo ratificaría el 14 de mayo de 1913. El tratado constaba de 30 artículos y un anexo donde había el protocolo de construcción y explotación del ferrocarril TángerFez. El convenio reconocía las atribuciones de España en su zona de influencia en razón de la Declaración franco-inglesa de 8 de abril de 1904 y el Acuerdo franco-alemán de 4 de noviembre de 1911. En la zona de influencia española el sultán continuaba detentando formalmente la autoridad civil y religiosa, pero debía ceder la administración a un jalifa, que debía elegir de una lista de dos candidatos presentados por el gobierno español. La administración del jalifa quedaba sujeta a la intervención de un alto comisario español y sus funciones no podían ser ni mantenidas ni retiradas sin el consentimiento de España. El jalifa residiría en principio en Tetuán y en caso de vacante, sus funciones las cubriría de oficio el bajá de esta ciudad. El alto comisario era el único intermediario en las relaciones que el jalifa (en su calidad de delegado de la autoridad imperial en la zona española) debía mantener con los agentes oficiales extranjeros. El gobierno español debía, por su parte, velar por la observancia de los tratados en vigor y especialmente las cláusulas económicas y comerciales insertas en el Acuerdo Franco-Alemán de 4 de noviembre de 1911. El convenio continuaba fijando el detalle de la frontera entre las zonas de influencia española y francesa (artículo 2) con algun pequeño retoque respecto del Convenio de 3 de octubre de 1904. Respecto de Ifni (el Tratado de 1860 había autorizado un establecimiento español en Santa Cruz de Mar Pequeña), se fijaban también unos límites precisos (articulo 3). En una clara concesión a Inglaterra, ambos países ratificaban el compromiso de 1904 de no permitir la fortificación de la costa marroquí frente a Gibraltar (artículo 6). Quedaba, además, sancionado el régimen especial para la ciudad de Tánger y sus alrededores (con límites que se especificaban en el artículo 7). Se comprometían a velar por la libertad de cultos y manifestaciones externas de los mismos en ambas zonas. Por otra parte, mientras Francia se comprometía a respetar los establecimientos y propiedades de las misiones españolas en zona francesa, España no se opondría a que se incorporasen a los mismos religiosos franceses e influiría para que no subsistiesen los privilegios religiosos del clero regular y secular (artículo 8). A partir de aquellos primeros artículos, la mayor parte del articulado resolvía temas tributarios, financieros y económicos. En especial se trataba de salvaguardar los intereses de los empréstitos de 1904 y 1910, regular los derechos aduaneros y de importación a percibir en cada caso, y de manera muy específica, dibujar las atribuciones y garantías del Banco de Estado de Marruecos, con libertad de acción en todo el territorio del Imperio. Se prometía en este punto la creación de un segundo alto comisario marroquí, nombrado por la administración de la zona española, para acompañar el ya existente alto comisario del Banco. Se reafirmaban también los intereses y derechos de la Sociedad Internacional del Monopolio cointeresado de los Tabacos en Marruecos y se exigía el acuerdo entre los dos países para fijar o modificar la tarifa de los precios. También aquí se preveía la creación de un segundo comisario nombrado desde la zona española.

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El dibujo del Protectorado se completó a través del RD de 27 de febrero de 1913 y de los acuerdos de ratificación. Se copió en gran medida la estructura de la zona francesa y del propio sultanato. Al jalifa, que recibía el tratamiento de Alteza Imperial, le asistía un gobierno (el Majzén xerifiano) y una Casa Xerifiana. La administración se articulaba en el caso de las kabilas a través de los kaidatos que gobernaba en nombre del jalifa un huid. En las ciudades, con o sin autoridad sobre territorios circundantes, la gestión correspondía al bajá que se encontraba al frente de un bajalato La administración de la justicia correspondía a los kadíes, dependientes del ministerio correspondiente. Por su parte el alto comisario actuaba como el representante de España y como gobernador general de las plazas de soberanía. Interinamente se situaba en Ceuta y contaba con tres delegaciones civiles: la de Asuntos Indígenas (encargada de servicios, justicia, organización local, enseñanza, sanidad, higiene), de Fomento de Intereses Materiales (obras públicas, agricultura, correos, telégrafos), y de Asuntos Financieros (tributarios y económicos). Constituía el órgano interventor y administrativo fundamental a través de su presencia cerca del gobierno jalifiano (en sus niveles central, regional y local) y el apoyo y control de la acción de los técnicos españoles. Uno de los principales problemas para la consolidación del Protectorado iba a ser la ambigüedad de las atribuciones del alto comisario y la fuerte presión que los aspectos militares ejercieron sobre el conjunto de una actuación que se pensaba también política y civil. El Alto Comisariado experimentaba una doble dependencia respecto del Ministerio de Estado y el de la Guerra. La situación se vio agravada por el hecho de mantener y consolidar el poder de las Comandancias Generales (Ceuta, Melilla y a partir del 15 de marzo de 1913 Larache) y la atribución inicial del cargo a un militar. Los comandantes generales podían despachar directamente con los ministerios —en especial el de Guerra— y no quedaba clara de hecho la supeditación a la autoridad del alto comisario. A su vez, en muchas temáticas civiles, los diversos servicios del Protectorado actuaban como delegaciones de los respectivos ministerios. La asunción del Protectorado implicaba claramente un salto cualitativo en la actuación tradicional española en Marruecos y la necesidad de una implicación económica y militar difícil, en la medida que España se veía ya empeñada en contrarrestar las rebeliones de carácter local que ahora además tenían la coartada de la lucha contra el extranjero y el anticolonialismo. Un caso claro en este sentido se dio en relación a el Raisuni. Firmados los tratados España hubo de poner en marcha las dos primeras instituciones que definían el Protectorado. Por un lado, nombró al recién ascendido teniente general Alfau primer alto comisario. Alfau era en aquellos momentos el comandante general de Ceuta (cargo que fue a parar al general Larrea) en abril de 1913. Se abrió una primera etapa marcada por las muchas dudas que la nueva situación provocaba y que puso de manifiesto la inevitabilidad de la acción militar frente a las hipótesis de construcción civilista y pacífica. En segundo lugar, el obligado nombramiento de nuevo jalifa iba a generar un ineludible cambio en las relaciones y actuaciones tradicionales de las autoridades militares en las regiones occidentales de Marruecos. España había estado manteniendo relaciones privilegiadas con el Raisuni, alimentando y reconociendo su oposición al sultán y a los franceses. Justamente, su colaboración había sido fundamental para garantizar el éxito de la ocupación de Larache y Alcazarquivir de 1911. En la nueva situación, la opción española en favor de Muley-el-Mehdi Ben Ismael Ben Mohamed (emparentado con el sultán) como primer jalifa en la zona española no podia dejar de provocar la enemiga del Raisuni que

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Puerta de la posición de Monte Airuit, en Marruecos.

aspiraba al cargo y que en cualquier caso no estaba dispuesto a aceptar una nueva autoridad en sus territorios. El Raisuni tenía muchos puentes con la administración española y por tanto iba a ser un enemigo especialmente hábil y peligroso capaz de aprovechar las contradicciones de la actuación española entre el ministerio de Estado y el de la Guerra y capaz de alimentar una generalizada rebelión de las kabilas contra las nuevas autoridades del jalifa y el alto comisario. El Raisuni actuaba como gobernador en nombre del sultán. Mantuvo, a partir de la crisis de mayo-julio de 1911, unas primeras relaciones amistosas con Fernández Silvestre, con quien se entrevistó en diversas ocasiones en Arcila (en la costa atlántica, a mitad de camino entre Larache y Tánger), pero en el verano de 1912 las relaciones se enfriaron al intentar Silvestre aprovechar las quejas de algunas kabilas disidentes que intentaban limitar los tributos a pagar al Raisuni. Se multiplicaron los incidentes y uno especialmente grave se produjo en enero de 1913 (cuando ya existía la perspectiva del nuevo Protectorado) al humillar las tropas de Silvestre al Raisuni y liberar unos rehenes marroquíes que este mantenía presos. La delegación española en Tánger (y el ministerio de Estado) intentaron la negociación y el pacto, hecho que provocó la dimisión de Silvestre, pero al final cuando era ya inminente el nombramiento de Muley como nuevo jalifa, en marzo de 1913, el Raisuni escapó de Tánger y se refugió en Tazarut para encabezar la rebelión, una rebelión que cubría las regiones comprendidas entre Larache y Tetuán, justamente cuando debía llegar el nuevo jalifa. La perspectiva del protectorado y la alteración de los parámetros tradicionales de la intervención española en Marruecos había tenido también importantes repercusiones en la zona oriental. Aquí el núcleo de la rebeldía se situaba en Alhucemas. El ve-

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rano de 1911 el Mizzian predicó la guerra santa contra España (jihad) y el 24 de agosto atacó a los grupos de topógrafos españoles que estaban levantando planos y estudios para la expansión de las comunicaciones con las minas. El gobierno de Canalejas no dudó en apoyar los subsiguientes combates del paso del río Kert el 7 de octubre de 1911 y el enfrentamiento abierto con el harca levantada por el Mizzian. Hubo una primer fracaso y los españoles hubieron de retirarse pero una nueva ofensiva iniciada en enero (que el 18 de octubre de 1912 permitió la ocupación de Monte Arruit) iba a terminar con un éxito inesperado: la muerte de el Mizzian el 15 de mayo de 1912 en Segangan (Kaddun). La acción española, dirigida por Dámaso Berenguer, dio a éste una primera notoriedad. Como vemos, inevitablemente la política de Canalejas implicaba, al lado de las actuaciones diplomáticas y administrativas, una fuerte opción militarista. En este sentido, inició una cierta modernización, imprimiendo una estructura similar a la francesa y del resto de opciones colonialistas europeas. Así, en 1911 creó el Cuerpo de Regulares, que encuadraba bajo la dirección de oficiales españoles tropas indígenas. Además intentó, ya antes de la puesta en marcha del Protectorado, cierta reorganización de las estructuras militares de las plazas de soberanía. A raíz del asesinato de Canalejas actuó un breve Gobierno de Manuel García Prieto (12-14 de noviembre de 1912), que fue seguido por la llegada por vez primera a la jefatura del gobierno de Álvaro Figueroa Torres, el conde de Romanones (14 de noviembre de 1912-27 de octubre de 1913). Después de resolver el tema marroquí que había justificado la interinidad, la habilidad de Romanones supo reunir a todos los barones de golpe y así afirmar la unión de los liberales (30 de diciembre) y lograr la ratificación del rey el 31 de diciembre de 1912. En Gobernación se situó Santiago Alba, en Estado Navarro Reverter, en Gracia y Justicia Barroso, en Hacienda Suárez Inclán, en Fomento Miguel Villanueva, en Instrucción Pública López Muñoz (que debutaba como ministro), en Guerra el general Luque, en Marina Gimeno.

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CAPÍTULO XII

La crisis del régimen. Pragmatismos y aplazamientos. Dato y Romanones. Una nueva derecha autoritaria Estos diez años, que iban a transcurrir entre 1913 y 1923, coincidieron con una situación de crisis social europea generalizada. En España los grandes temas políticos del periodo fueron la descomposición del dinastismo; la agudización de la problemática alrededor del pretorianismo militar; y una situación de Barcelona (y Cataluña) llena de tensiones derivadas tanto de la crisis social como del debate nacionalista. La crisis del sistema político fue patente, llegando a amenazar incluso los aspectos más elementales del parlamentarismo, al no poder ni tan sólo aprobar unos presupuestos del Estado. Éstos iban a ser sistemáticamente prorrogados a partir de 1914. La inestabilidad y la incapacidad del sistema de partidos puede constatarse a través de un pequeño cuadro resumen de los resultados de las elecciones generales de 1914-1923 que aparece en la página siguiente (entre paréntesis figuran, cuando es el caso, algunos resultados alternativos dados por fuentes diversas; en cursiva los resultados obtenidos por las fuerzas del jefe de gobierno en cada caso). Los viejos turnos entre conservadores y liberales perdieron sentido y ahora la fórmula, difícil, fue la de los gobiernos de concentración, usualmente dentro del mismo partido, con lo cual se limitaba aún más la relación entre juego electoral y turno de partido. Ello facilitaba y a la vez era la consecuencia del troceamiento localista del sistema, con una autonomía creciente de los cacicatos locales al margen del Ministerio de la Gobernación. En conjunto, es palpable la ausencia de algún proyecto gubernamental de alcance, con la excepción del famoso gobierno nacional de Maura que no sería en cualquier caso sino un intento defensivo de gobierno de unidad para salvar la monarquía ante la crisis social y la presión pretoriana de la inmediata postguerra. Los ministros bailaron de un ministerio a otro, con lo cual aumentó notablemente el peso del pragmatismo funcionarial y el trabajo ministerial pasó a depender más que en otras épocas de la continuidad de algunos técnicos que con mayores o menores dificultades marcarían la actuación más económica y social del Estado. En Guerra y Marina continuó en general la reserva para los militares, con alguna excepción notable como la de Juan de la Cierva. De todas formas, hubo en la composición de los gobiernos algunas novedades importantes. Notablemente la incorporación de ministros regionalistas y la aparición, especialmente de la mano de Dato y los datistas, del catolicismo social reformista.

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Consv./Dato Consv./Sánchez Guerra Mauristas Ciervistas Indeterminado Integristas Católicos Trad./jaim. Mellistas Unión Monárq. Nac. Liga Monárq. Vizcaína Lib./Romanones Dem. (García P.) Izq. lib. (Alba) Gasset (lib./agr.) Alcalá Zamora Otros Lliga Regionalista Nac. catalanes Nac. vascos Otros regionalistas Reformistas Radicales Rep. conj. Socialistas Diversos indep. Agrarios indep. Clases mercantiles

1914 (marzo) 200(239)

1916 (abril) 86

1918 (febrero) 103(98)

1919 (junio) 95(93) 93(81) 104

16

27(32)

8

26(25)

23

2

3

− (5) 1

4

8

9(13)

5

1920 (diciembre) 185 24 16

1

1923 (abril)

12(11)

2 8

4

1

3

82 28

235 25(30) 5 5 4

36(41) 81(92) 30 (12)

39 52 35 8 8

28 40 40

48 96

12

13 1 7 6 10 13 6

23 4 5 3 8 4 16(15) 4

15 1 3

15 1 1 4 10

17

20

15

15

1 12(11) 19 6 10

6 18 7 5 2 2

Un hecho especialmente notable de la dinámica política de la inmediata postguerra fue el fracaso de la campaña llamada de la España Grande de la Lliga Regionalista lanzada por Cambó ante las elecciones de febrero de 1918. Creyeron que podían obtener unos cien diputados pero obtuvieron sólo seis fuera de Cataluña (aquí con un notable éxito, reunieron 21 y 2 aliados jaumistas) y del País Vasco (7 nacionalistas vascos). Aquella derrota significaba no sólo la quiebra de una campaña concreta sino de toda la estrategia política que había dado sentido al regionalismo conservador catalán. La centralidad española de la situación catalana se mantuvo a continuación ante el estallido violento y radical de la conflictividad social. La radicalización social comportó una derechización de las distintas burguesías y fuerzas de orden y en las elecciones generales del 1 de junio de 1919 el retroceso de la Lliga fue claro. Pero el éxito de los dinásticos (con la Unión Monárquica Nacional dinamizada por el liberal e importante empresario Alfonso Sala) fue muy relativo, más bien pobre. Se interpuso tanto la abstención como un crecimiento del republicanismo. De cualquier modo, la novedad fue la aparición algo abrupta de un renovado españolismo dinástico y derechista en Cataluña.

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Finalmente el Gobierno Garcia Prieto de 1922-1923, el último dentro de la normalidad constitucional de la monarquía de Alfonso XIII, tuvo una cierta ambición. pretendió reeditar en ciertos sentidos el Bloque de Izquierdas de 1908-1912 a través de un programa de reforma de la Constitución que de nuevo situaba el reformismo en un terreno fundamentalmente político y que parecía querer —sin éxito por otra parte— reencontrar el anticlericalismo. Quizás la propuesta de mayor calado fuese el proyecto de reforma agraria de Santiago Alba. Sin embargo, dada la debilidad del régimen y del sistema político, aquel gobierno sería incapaz de detener el golpe de los militares. No hubo grandes cambios en la clase política dominante. En el ámbito de la política gubernamental, eso sí, hubo una fragmentación de líderes y jefes de fila. Así, al lado de los veteranos Maura y Dato, ya explicados, y muerto Canalejas, alcanzaron un importante protagonismo el conde de Romanones, Manuel García Prieto y Santiago Alba entre los liberales, José Sánchez Guerra y Juan de la Cierva en el ámbito conservador, y Francesc Cambó, regionalista. Por otra parte, el baile de gobiernos y ministerios favoreció la recuperación coyuntural al menos de algunos hombres puente, que precisamente por no ser grandes jefes de fila podían mantener la situación y unos difíciles equilibrios entre las tendencias. Fue el caso de los conservadores Joaquín Sánchez de Toca (1852-1942), hombre de importantes negocios azucareros cubanos y alcalde de Madrid a partir de 1907 enfrentado a Maura, Manuel Allendesalazar (1856-1923), ingeniero agrónomo nacido en Guernica, formado políticamente al lado de Villaverde, o el gallego Gabino Bugallal (1861-1932). Álvaro de Figueroa y Torres (Madrid, 1864-1950), nombrado conde de Romanones en 1893 y Grande de España en 1911, provenía de una familia de abolengo y capacidad económica importante. De parte materna reunía grandes propiedades en Guadalajara y su padre, hijo de un militar acomodado, había logrado una importante fortuna a través de explotaciones mineras (Cartagena, Murcia, Linares) y actuaciones financieras que le convirtieron en el primer contribuyente de fincas urbanas de Madrid a finales de siglo. Abogado criminalista, fue sin embargo el paradigma de político profesional de la Restauración. Accedió por primera vez a un acta de diputado liberal en 1888 a los veinticuatro años, elegido en Guadalajara. Casó con la hija de otro gran político, Casilda Alonso Martínez. Político de larga trayectoria, bien relacionado en palacio, pragmático y gran conocedor de toda la clase política del momento, fueron innumerables las anécdotas y romances que se generaron a su costa, que le dieron popularidad y terminaron por convertirlo en el político más representativo del dinastismo liberal monárquico. En el espacio liberal tuvo enfrente al liberal demócrata que intentaba recoger la herencia de Canalejas, Manuel García Prieto (Astorga, 1861-San Sebastián, 1938), nombrado por Alfonso XIII marqués de Alhucemas en 1911 como premio a su labor cerca de Marruecos y Grande de España en 1913. Había sido ministro de Estado y como tal preparó en el Gobierno Canalejas el tratado de Protectorado. No logró demasiada buena prensa. Según diversas voces no fue sino un discreto abogado y, sobre todo, hijo político de Eugenio Montero Ríos. Se vio impotente ante las juntas en 1917 y 1917-18 e intentó, al final, una apuesta reformista importante como jefe del último gobierno constitucional de Alfonso XIII en 1922-1923. Santiago Alba (Zamora, 1872-San Sebastián, 1949) fue un político liberal especialmente polémico. Llegó a la política de la mano del movimiento de las cámaras de comercio y agrarias de finales de siglo y de la Unión Nacional, siendo Uno de sus dirigentes al lado de Joaquín Costa y Basilio Paraíso. Alba se mantuvo

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siempre como portavoz del librecambio de matiz comercial, muy crítico ante los intereses industriales de la periferia, en especial los catalanes. Iba asumir la dirección de la izquierda liberal y para Primo de Rivera se convirtió en la expresión del liberalismo a denostar (el político a perseguir y denunciar). Era ya de una nueva generación El panorama en el campo conservador también se encontraría lleno de banderías y liderazgos. José Sánchez Guerra y Martínez (Cabra, Córdoba, 1859-Madrid, 1935) había sido un abogado de pueblo que marchó joven a Madrid para triunfar como periodista y no fue nunca un hombre de gran fortuna personal. Fue primero un hombre de Maura, dentro del Partido Liberal y después del conservador. Sin embargo aceptaría formar parte del Gobierno Dato y después, a la muerte del mismo en 1921, levantó una cierta bandera datista y como jefe de gobierno en 1922 apareció presionado tanto por la polémica entre africanistas y juntistas en el Ejército como por la situación de quiebra del parlamentarismo alfonsino. Su popularidad de todas formas no llegaría sino en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera a raíz de su clara posición antidictatorial y su distanciamiento de la Monarquía de Alfonso XIII. Juan de la Cierva y Peñafiel (Mula, Murcia, 1864-Madrid, 1938) también había empezado al lado de Maura, al que había facilitado el entendimiento con el pragmatismo del sistema desde el Ministerio de la Gobernación en 1907-1909. Con fama de duro, fue bien visto por importantes sectores juntistas del Ejército a partir de 1917-1918. Con gran influencia política y social en determinadas áreas murcianas, fue el padre del ingeniero Juan de la Cierva y Codorniu, ingeniero e inventor del autogiro. Fuera del dinastismo liberal/conservador, sólo hubo la incorporación, como hombre de alta influencia en la política gubernamental, del regionalista catalán Francesc Cambó (Verges, 1875-Buenos Aires, 1947). Significaba, al lado de Santiago Alba (su oponente desde los años de la guerra mundial cuando coincidieron en un mismo gobierno), la presencia de una nueva generación dentro de la clase política. Cambó, hombre de negocios de éxito y principal impulsor de la CHADE, y político destacado de la Lliga Regionalista desde principios del siglo, asumió la dirección del movimiento a la muerte de Enric Prat de la Riba en 1917. Había apostado siempre muy decididamente por la implicación del regionalismo en la política española.

12.1. ANTE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL La muerte de Canalejas significó la conclusión de los intentos más o menos ambiciosos de reformismo dinástico. El triunfo de los pragmatismos y los aplazamientos resultó además facilitado por la serie de paréntesis y excepcionalidades que generó el estallido de la Primera Guerra Mundial en toda Europa y también en España. Las repercusiones económicas y laborales de la guerra alterarían profundamente el paisaje social español. Hubo contrabando, especulación y nuevos y rápidos ascensos de negocios y fortunas. Hubo intensificación de la producción industrial y del comercio no siempre acompañado de reinversiones a largo plazo. Hubo cambios notables en los sistemas de producción. Hubo también una acusada movilización migratoria de los sectores más populares y trabajadores, que aceleraron los cambios en las ciudades y los espacios industriales y que forzosamente empezaron a modificar los parámetros más tradicionales de la cultura sindical y política de la clase obrera. Por otra parte, el debate retórico sobre la guerra situado rápidamente en términos de democracia y liberalismo frente a autocracia y tradicionalismo, de aliadofilia frente a

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germanofilia, iba a transformar el vocabulario y los acentos de la secular dinámica ochocentista entre cultura católica y cultura liberal. A su vez, la quiebra del parlamentarismo tuvo en la creciente presión pretoriana del Ejército una de las principales causas. El deslizamiento de la política de gobierno y del parlamentarismo dinástico hacia una nueva época sin horizontes claros empezó a constatarse a raíz de la sustitución de Canalejas después de su asesinato el 12 de noviembre de 1912. Tras un gobierno interino de 48 horas encabezado por Manuel García Prieto (el ministro de Estado), Romanones pasó a ejercer el poder por primera vez, un poder mediatizado por el monarca, que le obligaría a mantener el gobierno que había establecido Canalejas (remodelado en 12 de marzo de 1912). Todo parecía indicar que se trataría de un gobierno corto de transición a la espera de un nuevo turno conservador en cumplimiento de aquella práctica no escrita del turnismo. Pero no fue así y ello provocó la primera controversia grave contra el monarca de parte de Antonio Maura. Romanones formó el 31 de diciembre de 1912 nuevo gobierno, sin haber sido vencido en las Cortes y sin que el rey practicase consulta alguna con los dirigentes políticos. En un espectacular discurso, el 1 de enero de 1913, Maura anunció su renuncia al acta y proclamó su incompatibilidad con la solución de la crisis. El tema planteado era si realmente el Partido Conservador bajo su orientación y trayectoria podía o no alternar con el Partido Liberal o era preciso generar un nuevo partido «idóneo» que se plegase a las exigencias de los liberales y del rey que les apoyaba. Fue el primer pistoletazo claro de una próxima escisión de los conservadores y de la delimitación específica del maurismo en cuanto a tal. El distanciamiento respecto del rey fue reafirmado en un nuevo discurso de Maura pronunciado en las Cortes reabiertas sólo a finales de mayo de 1913. Con su acostumbrado lenguaje displicente que causaba heridas de fino estilete, Maura habló allí de las casacas palatinas. El nuevo Gobierno Romanones hubo de hacer frente a una serie de temas importantes ya planteados por Canalejas. En primer lugar, la puesta en práctica del Protectorado en Marruecos que no pudo escapar a la presión militar (protagonizada ahora, el verano de 1913, de manera especial por el Raisuni en occidente, en Tetuán, Larache y Alcazarquivir) en detrimento de las perspectivas de desarrollo de una colonización más política e institucional. En segundo lugar, la tramitación del proyecto de Ley de Mancomunidades, que dividía profundamente el Partido Liberal y que finalmente iba a provocar su caída. Se inició el debate en el Senado el 3 de junio y al votarse el primer artículo, 35 senadores votaron en contra del gobierno y contra la ley, Romanones planteó de inmediato la crisis que derivó en una pequeña remodelación y suspendió las Cortes. Se empezó así a abusar de la suspensión de las Cortes como única forma de gobierno (junto a la situación marroquí y aquellas discusiones sobre las Mancomunidades, estalló también aquel verano una imponente huelga que paralizó el textil en Cataluña y que forzó notables concesiones). Romanones sólo había mantenido abiertas las Cortes apenas un mes (entre el 26 de mayo y el 28 de junio de 1913). Las protestas consiguientes (manifiesto de 126 senadores y diputados contra la clausura) anunciaban futuras rebeliones de mayor alcance y repercusión política como la de la Asamblea de Parlamentarios de 1917 y no pudieron ser acalladas cuando ante la reapertura el 25 de octubre Romanones intentó la conciliación con Montero Ríos. Se reconstruyó el grupo liberal demócrata bajo la jefatura de García Prieto (21 de octubre) y el gobierno perdió la cuestión de confianza por 102 votos a favor y 197 en contra. La transición de Romanones había durado 11 meses y 9 días.

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A pesar de todo, la habilidad política de Romanones había logrado acentuar la vinculación de los reformistas a la Monarquía, a través de una sonada visita de Gumersindo Azcárate y Bartolomé Cossío a palacio el 14 de enero de 1913 y a través de una tímida política de laicización de la enseñanza y el matrimonio (con escándalo de la extrema derecha, el gobierno había eximido de la enseñanza religiosa a los hijos de padres no católicos y había implantado el matrimonio civil). Con ello, de pasada, había facilitado la ruptura y la práctica desaparición de la Conjunción Republicana-Socialista. A su vez, había mantenido la promesa de una Ley de Mancomunidades y por tanto continuaban unos puentes importantes del sistema con los regionalistas catalanes. Finalmente, sería en parte al menos capaz de neutralizar la ofensiva derechista e integrista de Maura aunque el precio fuese la división del Partido Conservador. El inevitable inicio de un turno conservador significó la consumación de la escisión maurista y, lo que quizás era más grave, la confirmación del preponderante y creciente peso del monarca dentro del sistema político. Ante las dificultades y ante la evidente división de los partidos, el rey aparecería no ya como el único garante de la continuidad política sino como, él mismo, responsable y actor de dicha división. Alfonso XIII no llamó a Maura sino a Eduardo Dato. Su gobierno (de inmediato cualificado de «idóneo») fue el detonante de la ruptura maurista, alimentada orgánicamente por los grupos de juventudes del Partido Conservador. Dato provenía del silvelismo y había acompañado a Maura en sus primeros pasos. Hijo de un comandante de infantería, lograría llegar a contar con uno de los bufetes más afamados de Madrid, abogado de grandes empresas y ricos señores. Como Silvela, era de tipo asténico y distinguido. Incondicional del trono y cercano a la vida de la Corte y el Salón, era la antítesis de Maura, siempre distante, que había llevado al Partido Conservador hacia posiciones rígidas y extremas. Su gobierno (27 de octubre de 1913-6 de diciembre de 1915), un gobierno largo de algo más de dos años, generó una nueva obediencia conservadora que marginaba a Maura y que contaba con algunos exponentes del viejo villaverdismo como Gabino Bugallal (en Hacienda), la cercanía a Romero Robledo, como Francisco Bergamín (en Instrucción Pública), o del azcarraguismo como Francisco Javier Ugarte (en Fomento). Este junto al marqués de Vadillo (en Gracia y Justicia) representaban según se dijo entonces la extrema derecha. En los ministerios de la milicia, había dos incondicionales del rey: Ramón Echagüe y Méndez Vigo (general y Grande de España) en Guerra y el vicealmirante Augusto Miranda en Marina. En Gobernación se situó a José Sánchez Guerra, que sancionó así su distanciamiento de Maura. Completaba la lista el marqués de Lema (uno más de los muchos alcaldes de Madrid que saltaba a un ministerio) en Estado. Dato resolvió el tema de las Mancomunidades mediante un RD, el 18 de diciembre de 1913. A las nuevas Mancomunidades sólo se les asignó a la postre fines exclusivamente administrativos provenientes de las competencias de las Diputaciones mancomunadas (artículo 1), pero iba a ser suficiente. El 9 de enero de 1914 las Diputaciones catalanas aprobaron un primer estatuto de la Mancomunidad, que sería ratificado en reunión solemne el 11 de abril de 1914. La Mancomunidad Catalana, presidida por Prat de la Riba, iba a dar un cierto cauce a la problemática constitucional catalana y, como vimos en su momento, favoreció una cierta generalización del regionalismo en toda la Península. Como los mismos mauristas se apresuraron a destacar, Dato acentuó las prerrogativas del rey, dejando vía libre a un escalón más del camino pretoniano. Una RO

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de 15 de enero de 1914 del Ministerio de la Guerra autorizaba a los generales, jefes y oficiales la comunicación directa con el rey en todo lo relacionado con las tropas y la concesión de mandos y ascensos. Llegado el momento, las elecciones generales celebradas el 8 de marzo de 1914 fueron un buen ejemplo de cómo el gobierno generaba su Parlamento desde el Ministerio de la Gobernación. En esta ocasión el problema grave fue, lógicamente, el control del maurismo. Al final, mediante el uso adecuado del ya famoso artículo 29 en el caso de 93 diputados, los resultados dieron el triunfo a 239 conservadores, 110 liberales (82 romanonistas y 28 garciaprietistas), 12 regionalistas, 12 reformistas y 19 republicanos. Además, hubo la presencia de jaumistas (4 diputados), integristas (2) y católicos independientes (3). El estallido de la guerra europea pareció abrir un paréntesis en la presión política del Parlamento cerca del gobierno. Sin embargo, las prontas repercusiones económicas de la misma generaron de nuevo una situación difícil. En especial el gobierno no supo resolver el problema de las múltiples peticiones de puerto franco (notablemente para Barcelona, pero también deseado por Palma de Mallorca y otras ciudades) que evidentemente debía facilitar la implicación exportadora de aquellas ciudades y las presiones especulativas sobre las subsistencias y los productos de primera necesidad energéticos o de todo tipo. Optó, como empezaba a ser costumbre, por el cerrojazo y el cierre de las Cortes (17 de febrero de 1915). No volvió el gobierno a las cortes hasta el 5 de noviembre de 1915: por entonces un nuevo tema de crispación —y división de la propia mayoría ministerial— fue el militar. El ministro Echagüe intentó de nuevo una cierta reforma (que se fundamentaba en la creación de un Estado Mayor Central y la modificación de la Ley de Recompensas). Finalmente, el 6 de diciembre de 1915, una proposición incidental de las minorías (Romanones, Alvarado, Álvarez, Vázquez de Mella, Nougués, Salvatella, Lerroux) pidiendo la discusión inmediata de la política económica y el aplazamiento de la discusión de los proyectos militares de Echagüe, fue aprovechada para que Dato plantease la crisis llamada del «susto». Aquel gobierno Dato había llegado para recomponer un cierto turno liberal/conservador en el sistema político que se básase en un tándem con Romanones (en lugar de la fallida, ambiciosa y más tensa dialéctica planteada entre Canalejas y Maura) pero la inesperada realidad de la guerra europea alteró de forma inesperada los condicionantes y lenguajes de la vida política española. El segundo Gobierno Romanones (9 de diciembre de 1915-19 de abril de 1917) hubo de hacer frente de lleno a las cada vez más cotidianas repercusiones económicas y sociales de la guerra. La cuestión del Estado y su articulación se vio oscurecida por la cuestión ecónomica. Las tensiones se centraron en los llamados beneficios extraordinarios de guerra y el enfrentamiento de los intereses industriales y comerciales de Cataluña y cierta periferia con los intereses de base agraria cerealística castellanos y aragoneses. Por su lado, la irrupción creciente del movimiento obrero en la vida social y política de las ciudades tuvo ya algunos momentos álgidos como el de la situación ferroviaria de 1916 y la progresiva implicación de la UGT y la CNT en las campañas de protesta contra el encarecimiento y la falta de subsistencias. La propia neutralidad española en el conflicto se vio amenazada, tanto por la movilización política de la opinión en momentos álgidos del enfrentamiento entre germanófilos y aliadófilos y de las presiones intervencionistas de éstos (que contaban con la propia aliadoüfilia de Romanones), como por la escalada de ataques de submarinos alemanes contra buques mercantes españoles en el Mediterráneo.

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No ha de extrañar que la composición ministerial estuviese dominada por la problemática económica. El primer choque se produjo con el ministro de Hacienda el siempre incómodo Ángel Urzaiz, que quiso imponer una estructura más técnica que política y que empezó por autorizar las exportaciones ganaderas y agrarias en contra de la práctica del gobierno anterior y frente a las voces que pedían el abaratamiento y la circulación de las subsistencias y los productos de primera necesidad en el mercado interior. Fue cesado el 25 de febrero de 1916, apenas con dos meses y medio de ejercicio ministerial, y le sustituyó Miguel Villanueva quien de inmediato prorrogó por un año la Ley de Subsistencias. El gobierno se remodeló después, el 30 de abril de 1916, al constituirse nuevas Cortes. Las elecciones generales del 9 de abril habían contemplado un número máximo de diputados del artículo 29: 145 sobre unos 350, el 40 por 100. Villanueva pasó a presidir el Congreso y llegó entonces a Hacienda Santiago Alba (dejando Gobernación —que había ocupado desde diciembre anterior— a Ruiz Jiménez). El amigo íntimo de Romanones, Amalio Gimeno, entró en Estado y en Fomento (ante la retirada de un fatigado y ya mayor Amós Salvador, el sobrino de Sagasta) se situó Rafael Gasset, siempre con sus proyectos de infraestructuras hidráulicas bajo el brazo. Continuaron Julio Burell en Instrucción, Antonio Barroso en Gracia y Justicia, Agustín Luque en Guerra y Augusto Miranda en Marina. Alba había animado la oposición a los proyectos económicos y comerciales de la Lliga Regionalista (influyendo en el aplazamiento de la cuestión del puerto franco) e iba a encabezar ahora con su proyecto de ley sobre la contribución de los beneficios extraordinarios de la guerra unos duros y polarizados debates con los regionalistas. El tema vino a fortalecer las grandilocuentes oposiciones de diversos líderes liberales y de los radicales de Lerroux contra el desarrollo de las aspiraciones regionalistas defendidas mayoritariamente desde la Mancomunidad Catalana: primero en el caso de la llamada disputa de las lenguas en la enseñanzas (frente a la pretensión de ofrecer enseñanza en catalán de la Mancomunidad el mismo gobierno se creyó obligado a promover una campaña de defensa de la oficialidad del castellano, el 7 de febrero de 1916); a continuación frente a la petición de Cambó formulada el 8 de julio de 1916, de libre uso del catalán y obligatoriedad de su conocimiento a autoridades y funcionarios (en las Cortes sólo obtuvo 13 votos a favor). El proyecto de contribución de los beneficios extraordinarios de Alba se enmarcaba en una política que pretendía alterar las bases más tradicionales del sistema impositivo español, ejerciendo —tal y como ya había hecho Villaverde a principios de siglo— una mayor presión sobre los intereses industriales y comerciales en contraposición al gravamen de la riqueza agraria que continuaba aportando la mayor parte de la contribución directa. La propuesta no dejaba de ser razonable dados los cambios producidos en la estructura económica del país y la creciente importancia de la industria y el comercio, por más que el grueso del ingreso impositivo proviniese de los impuestos indirectos y que no fuera difícil a los detentadores de la riqueza (en especial la agraria) el desvío de los costes hacia los sectores más populares. Santiago Alba abrió la discusión al presentar su proyecto de presupuesto para 1917 el 5 de junio de 1916. Se encontró con la oposición de las minorías conservadora y regionalista (Bugallal, Cierva, Maura y, sobre todo, Cambó). La viveza y dureza de los debates terminó mediante la suspensión de las sesiones, acompañada de la proclamación del estado de guerra y la suspensión de garantías (el 13 de julio de 1916, aprovechando el estallido de una primera gran huelga ferroviaria dirigida por la UGT).

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La imposibilidad de sacar adelante la Ley de Imposición sobre Beneficios Extraordinarios y más en general los llamados presupuestos de Santiago Alba ponía de manifiesto la grave incapacidad del sistema y las muchas limitaciones con las que se encontraban los distintos gobiernos para desarrollar una determinada política. La triple presión de la Corona, el Ejército y un Parlamento fraccionado y en franca rebeldía, resultaba un obstáculo a menudo insuperables. Las nuevas sesiones de las Cortes (entre el 27 de septiembre y el 21 de diciembre de 1916) estuvieron llenas de duros y en ocasiones brillantes debates sobre las reformas militares, de denuncia de acaparamientos y especulaciones de las subsistencias, sobre las peticiones de depósitos francos y por encima de todo de nuevo sobre la Ley de Presupuestos. Al final, una vez más la solución fue pragmática: la prórroga de los presupuestos fijados en 1915 con las adaptaciones hechas en los de 1916. La solución tenía algo de perversa en la medida en que las distintas oposiciones impedían la aprobación de los proyectos gubernamentales pero en la práctica concedían a los distintos ministerios y el gobierno en su conjunto unos poderes discrecionales. Este hecho se vio ratificado al empezar el nuevo año. En las nuevas sesiones (29 de enero-26 de febrero de 1917) se aprobó una Ley de Protección de la Industria y una Ley llamada de Autorizaciones (publicada el 2 de marzo) que permitía la adaptación de los distintos gastos ministeriales a los presupuestos de 1917 (presupuestos como hemos visto no aprobados a tiempo). Con ello toda la administración pública y la economía el Estado quedaban al arbritio ministerial. La movilización obrera actuó en diversas direcciones. Por un lado, el ugetismo socialista fue capaz de poner en marcha un movimiento huelguístico general importante. La huelga ferroviaria de julio de 1916, que efectivamente paralizó los trenes, sirvió para que la clase política de gobierno aplaudiese unánime la decisión del gobierno de militarizar los trabajadores, proclamar el estado de guerra y suspender las garantías constitucionales. Ahora bien, sirvió también para que los socialistas fueran reconocidos como interlocutores. La solución llegó al fin mediante arbritaje de Gumersindo Azcárate (29 de julio de 1916) y un RD de 9 de agosto de 1916 que imponía a las compañías el reconocimiento de las asociaciones y sindicatos de empleados y obreros ugetistas. Este éxito pronto estuvo acompañado del triunfo de las candidaturas socialistas en las elecciones de vocales obreros del Instituto de Reformas Sociales. Esta visibilidad obrera y socialista aumentó al compás del crecimiento de su influencia en algunos ayuntamientos y sobre todo de su activa participación en las múltiples juntas de subsistencias creadas en las capitales de provincia. Por su parte, también empezó a ser un hecho la reconstrucción del movimiento de inspiración anarcosindicalista y cenetista, impulsado desde Barcelona. Su actuación tuvo un carácter quizás más centrado en la reivindicación de nuevos salarios que no en la problemática del control y lucha contra la especulación de subsistencias (más política en la medida que implicaba la intervención socialista cerca de los poderes y las instituciones del Estado). La situación social generada por la guerra europea facilitaba tanto la movilización de los trabajadores, en gran medida con un acento sindical y de reivindicación laboral, como el acercamiento de las dos centrales sindicales forzadas a encabezar un movimiento conjunto de protesta contra la carestía de la vida. Éste fue el significado de la importante jornada del 18 de diciembre de 1916 que significó en muchos lugares la celebración de mítines y paralización de las actividades laborales. Ante esta creciente presencia política y social del movimiento obrero, el gobierno Romanones, coherente con su actuación general, no ofreció sino el consabi-

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do pragmatismo, que combinaba el control del orden público y la represión puntual con la aceptación de una presencia limitada de los socialistas en las instituciones. No había en cualquier caso ninguna política de alcance dirigida a la incorporación sistemática del mundo obrero en el sistema ni una política amplia de reformismo social La caída de Romanones se produjo, como entraba en la lógica del sistema, cuando el gobierno se dividió frente a la actitud a tomar ante un espectacular torpedeamiento de un mercante español en aguas territoriales españolas por los alemanes el 9 de abril de 1917. La crisis fue total el 19 de abril y sin agotar el turno liberal intentó gobernar Manuel García Prieto (19 de abril-10 de junio de 1917) con un gobierno algo escorado hacia la familia democrática y garciaprietista. Continuaron cuatro ministros anteriores: Alba en Hacienda y Miranda en Marina, más Burell que pasó a Gobernación y Alvarado encargado de Estado. Ruiz Valarino entró en Gracia y Justicia, el duque Almodóvar del Valle (muy afecto al presidente) en Fomento y José Francos Rodríguez en Instrucción Pública. Según la costumbre por indicación del rey, Francisco Aguilera fue el nuevo ministro de la Guerra. El nuevo gobierno pudo capear la situación internacional muy tensa ante la repetición de torpedeamientos alemanes a los largo de todo el mes de abril —gracias en el fondo a la actitud de Maura que se opuso a la intervención. Le estalló en las manos sin embargo la explosiva situación militar.

12.2. LA CRISIS DE 1917. LAS JUNTAS DE DEFENSA Y LA CUESTIÓN MILITAR La crisis de 1917, que coincidió en el tiempo con otras situaciones de revuelta social en diversos países en guerra (destacadamente en Rusia, pero también en Francia e Italia), fue en el caso español por encima de otras consideraciones una amplia crisis política del régimen, manifestación del agotamiento y fracaso del parlamentarismo y el sistema político de la monarquía de Alfonso XIII. Hubo ciertamente un crecimiento importante del movimiento sindical obrero y de la conflictividad social, pero los protagonistas centrales de la crisis fueron las fuerzas políticas y los militares. La presencia y visibilidad del movimiento obrero no sería central hasta 1918 y sobre todo 1919, ya en la situación de la postguerra. Hubo la declaración de una huelga general obrera de protesta ante el encarecimiento de las subsistencias dictada por la CNT y la UGT en agosto que tuvo sin duda aires de movimiento y revuelta revolucionarios y que causó muchos muertos y heridos, pero el obrerismo se encontraba en una primera y aún débil etapa de estructuración, configuración ideológica y movilización marcada por la guerra. Su papel político continuó así siendo simplemente secundario, a remolque de los parámetros de discusión fijados por las fuerzas parlamentarias y la incapacidad del régimen para resolver la cuestión militar. Desde noviembre de 1916 se habían ido organizando dentro del Ejército unas «juntas de defensa». El desmán de noviembre de 1905, convalidado por la Ley de Jurisdicciones, expidió patente al Ejército de fuerza política. Le continuaron excitando el ambiente de Barcelona y la descomposición del sistema parlamentario. El embarque de tropas en 1909 lleno de deficiencias técnicas reportó paradójicas medallas y ascensos a los responsables. La política de recompensas perjudicaba las perspectivas de buena parte de los oficiales del Arma de Infantería con destino en la Península (mientras Artillería e Ingenieros tenían escala cerrada defendida por juntas toleradas). La necesidad de crear algo semejante prendió en la guarnición de Barcelona y allí na-

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cieron las Juntas de Defensa, con local propio, secretario y adhesiones. En Madrid el movimiento tuvo poco éxito: en enero de 1917 era la única Junta que faltaba por constituirse. El ministro Agustín Luque no ignoraba lo que estaba sucediendo pero no hizo nada y por su parte el rey, en una actitud ambigua, siempre deseoso de aparecer como valedor de las preocupaciones de la milicia, hizo constar a los dirigentes del movimiento (el coronel Benito Márquez) que era el primero en desear el saneamiento del Ejército. Sólo cuando comprobaron que no era fácil su instrumentalización o la neutralización, se pensó en disolver las juntas y dictar sanciones. Hubo en este sentido un doble juego a lo largo de los primeros meses de 1917, tanto desde la Capitanía General de Cataluña, con Alfau, como desde el ministerio, con Luque y Aguilera. A este último le tocó proceder contra ellas. El 26 de mayo de 1917 salieron del despacho de Alfau (al negarse a disolverse) arrestados los miembros de la Junta de Defensa, con el coronel Márquez a la cabeza, presos camino de Atarazanas y Montjuïc. Alfau fue relevado por el general Marina. En Cataluña el ejército se negó a actuar contra los junteros. Hubo titubeos también en Madrid, donde pensaron en parlamentar. Al final, el 1 de junio, se hizo público un manifiesto de las juntas, convertido pronto en histórico, dirigido al general Marina. Marcaría el inicio de la «revolución» de 1917. El manifiesto pedía la excarcelación de los juntistas y, atribuyéndose el control de toda el Arma de Infantería y el apoyo de la Caballería y Artillería, exigía un reconocimiento oficial del movimiento de las juntas. Los redactores parecieron dispuestos incluso a la ocupación de las capitanías y gobiernos militares «previo juramento de fidelidad a la Patria, las Juntas y la Monarquía», según se afirmaba. Los presos fueron puestos en libertad de inmediato. El gobierno obró al dictado. El general Aguilera, incómodo, amenazaba con dimitir y García Prieto se escudaba en formulismos para evitar la toma de decisiones. Suspendió, eso sí, toda clase de actos públicos una vez celebrado un concurrido mitin de las izquierdas no socialistas que presidió el Dr. Simarro y contó con las intervenciones de Albornoz, Castrovido, Menéndez Pallarés, Unamuno, Melquíades Álvarez («no he dejado de ser republicano», dijo) y Lerroux. El rey maniobró por su cuenta a través de Weyler que actuó personalmente sobre las guarniciones de Zaragoza y Pamplona y pidió que todas las aspiraciones del Ejército fueran al rey. El impacto fue tremendo y la que era vista como sindicación militar contagió a los funcionarios civiles, los cuales organizaron unas más o menos reales Juntas de Defensa en Hacienda, Correos y Telégrafos. Se generalizó un sentimiento de simpatía inconsciente de muchos hacia aquellas juntas que revelaba un ansia general de cambio. El fenónomeno, por otra parte, fue interpretado de muchas formas. Los sindicalistes creían que era un verdadero movimiento de sindicalización y que habían adoptado su modelo, los republicanos esperaban conseguir gracias al Ejército el advenimiento de la república, Maura consideraba que era un hecho fatal dada la práctica política del régimen, Cambó más o menos pensaba lo mismo. El gobierno no podía aprobar el reglamento de las juntas ni ignorarlas. García Prieto intentó ceder en algunas cuestiones y mantener su autoridad en el resto. El 7 de junio de 1917 aceptó el contenido del primer artículo que pedía la defensa de los intereses de los oficiales de academia hasta el empleo de coronel, pero negó la legalidad de la formación de Juntas Locales de Defensa. En aquella situación los regionalistas reclamaron la apertura de las Cortes y denunciaron el que los cambios de gobierno se produjeran «por la sola voluntad de la Corona, convertida de hecho en único poder». Cuando algunos ministros, como Burell y Alba, propusieron el retorno a

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las Cortes, la dimisión fue inevitable (9 de junio de 1917). El rey llamó entonces a Dato y no a Maura, hecho que recrudeció el antialfonsismo de los mauristas. Eduardo Dato Iradier logró mantener el gobierno entre junio y noviembre de 1917. En aquel gabinete estuvieron el marqués de Lema (Estado), el conde de Bugallal (Hacienda), vizconde de Eza (Fomento), Rafael Andrade (Instrucción Pública), Burgos Mazo (Gracia y Justicia), Sánchez Guerra (Gobernación), Fernando Primo de Rivera (Guerra) y Manuel Flórez (Marina). Dato pensó en el civil González Besada en Guerra, pero como siempre se impuso el candidato del rey. La nota oficiosa del marqués de Estella afirmaba que procuraría hacer compatibles las Juntas de Defensa «con el sostenimiento de la disciplina y con el libre funcionamiento del poder público». La presión militar tenía un carácter fundamentalmente corporativo pero a nadie escapaba la importancia política de la misma, ni hasta qué punto estaba quebrándose la autoridad del sistema político y el parlamentarismo. El recurso a la suspensión de las garantías y el cerrojazo de las Cortes, único medio de mantener la existencia de los gobiernos, no hacía sino aplazar el problema de fondo y no favorecía su solución. Era lo que estaba sucediendo tanto en relación con la cuestión militar como la cuestión catalana y la redefinición del marco español. La enésima suspensión de las Cortes, en este caso ordenada por Dato a poco de constituir su gobierno sirvió para reunir en una única reivindicación la afirmación del parlamentarismo como garantía de la supremacía del poder civil y como única forma de avanzar en el encaje de las autonomías catalana y vasca. De ahí surgió el manifiesto firmado en Barcelona por los parlamentarios regionalistas el 14 de junio de 1917 que recordaba su campaña «Por Cataluña y la España Grande» y lanzaba un duro ataque a las Cortes del momento a las que calificaba de «Cortes de Real Orden que convierten el régimen constitucional español en verdadera autocracia». Sin adherirse al pronunciamiento de las juntas denunciaba que era aquella realidad política la que permitía la simpatía hacia los militares en rebeldía en lugar de su repulsa: Nuestros gobernantes nada supieron organizar: ni el Ejército, ni la Marina, ni la Administración, ni los Municipios, ni las Diputaciones, ni las haciendas locales, ni la enseñanza, ni la justicia, ni la economía nacional, ni las instituciones sociales. Ni siquiera supieron organizarse a sí mismos —poseedores del gobierno supremo—, conquistando la dignidad, la fuerza social, la representación verdaderamente nacional de un Estado a la moderna, con libres ciudadanos y libres electores y asambleas verdaderamente electivas. De aquí que al caer la espada de las Juntas de Defensa sobre la mesa del gobierno, la acompañasen las simpatías de cuantos al fin esperan ver abierta, y abierta anchurosamente, la vía de las grandes reformas constitucionales.

La solución consistía, siempre según los regionalistas, en dar al Estado una constitución federativa, «la que corresponde a la estructura de la sociedad política española, dividida en nacionalidades, en pueblos de personalidad harto definida». Era la forma normal del Estado moderno, añadían. Después llegó la convocatoria de parlamentarios catalanes para el día 5 de julio en el Ayuntamiento de Barcelona. Estuvieron presentes 39 diputados y 20 senadores, con presencia de la práctica totalidad de los parlamentarios de todas las tendencias incluidos los liberales y conservadores. Por 46 votos a favor y 13 abstenciones de los dinásticos se aprobó la propuesta que habían presentado Cambó, Lerroux y otros re-

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publicanos. Afirmaban la voluntad catalana de obtener un régimen de amplia autonomía y acordaban pedir al gobierno la inmediata reunión de las Cortes para que en funciones de Constituyentes «deliberen y resuelvan sobre la organización del Estado y la autonomía de los municipios y den solución inmediata al problema militar». Advertía finalmente que, caso de no obtener la convocatoria, invitarían a todos los senadores y diputados españoles a una Asamblea extraordinaria a celebrar en Barcelona el 19 de julio. El gobierno no había frenado aquella primera Asamblea parlamentaria catalana y ahora, a pesar de los intentos de Cambó para evitar que la nueva convocatoria fuera considerada una reunión sediciosa de las Cortes, se acusó a la propuesta de separatista y se prohibió rotundamente. La Asamblea de Parlamentarios llegó de todas formas a reunirse efectivamente el 19 de julio en el Palacio del Gobernador en el Parque de la Ciudadela de Barcelona, aunque fue suspendida a poco de empezar mediante la intervención de la autoridad gubernativa. No asistieron más que políticos catalanes y las izquierdas no dinásticas con republicanos y socialistas. De ahí que el movimiento, que no contó con los mauristas tal y como había pensado Cambó, apareció como un peligroso ejercicio que ponía en cuestión no ya la Constitución de 1876 sino la Monarquía. En este caso estuvieron presentes 13 senadores y 55 diputados. Autocalificada de Asamblea extraoficial, se aprobó una proposición firmada por Melquíades Álvarez, Francisco Cambó, Hermenegildo Giner de los Ríos, Pablo Iglesias, Alejandro Lerroux, Felipe Rodés, José Roig y Bergadá y José Zulueta, representantes de los diferentes grupos presentes. Después de protestar por la declaración de sediciosa de parte del gobierno y la consideración de la aspiración autonómica catalana como un movimiento separatista, pedía la convocatoria inmediata de unas nuevas Cortes, en funciones de constituyentes, para resolver sobre los problemas de la organización del Estado. La convocatoria no debía ser de un gobierno de partido sino «un gobierno que encarne y represente la voluntad soberana del país». Afirmaba además que era indispensable que el acto realizado por el Ejército el 1 de junio fuese seguido de una renovación de la vida pública española, emprendida por los elementos políticos de tal modo que el poder recupere la autoridad moral y pueda mantener el imperio del derecho. Ante el relativo fracaso de la Asamblea del 19 de julio, el gobierno pareció poder reconducir la situación. En parte, además, iba a usar en su provecho la propia impaciencia de socialistas y anarcosindicalistas. Ante la agitación política, el movimiento obrero se encontraba en unos momentos iniciales de movilización y renovada estructuración. Incidían, tanto en el campo socialista como el anarcosindicalista, de manera especial tres grandes elementos: la acaparación y relativa falta de subsistencias y el encarecimiento de los precios; una intensa movilidad migratoria de la población obrera que llevaba a hombres del centro hacia la periferia urbana; el desarrollo de una militancia propagandista y publicista. Pero en 1917 el grado de articulación orgánica del movimiento era muy débil. Las militancias obreras participaban de todas formas del ambiente de politización extrema de la vida social en las ciudades y capitales de provincia importantes. Sus esperanzas no iban mucho más allá de las marcadas por los republicanos, en especial de aquellos como Marcelino Domingo que se encontraba empeñado en una campaña de movilización populista muy agitatoria. Dieron por tanto su apoyo a la «alianza revolucionaria» que parecían dinamizar Lerroux y otros republicanos junto a los socialistas. Dirigentes de la CNT y la UGT habían firmado el 17 de marzo de 1917 un manifiesto que anunciaban la perspectiva de unificación del movimiento obrero y de

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una huelga general indefinida ante la pasividad del gobierno frente a las peticiones de mejora de la situación económica y solución de la problemática de las subsistencias de los trabajadores. Después, el 5 de junio, había llegado el acuerdo de los socialistas con los republicanos para la obtención de un Gobierno provisional que convocaría Cortes Constituyentes. Los anarcosindicalistas, por su parte, lanzaron un programa sindicalista (el 17 de julio de 1917) que, a pesar de ser más radical que no los planteamientos socialistas, no dejaba de ser un programa en el que se hallaba ausente cualquier aspiración de revolución social inmediata ni peticiones de cambios en la propiedad o una organización del trabajo colectivista. De hecho se limitaba a pedir con énfasis la afirmación de una presencia obrera específica y sus reivindicaciones alrededor de temas como las subsistencias, un programa laboralista y una línea de demandas sociales, al lado de los políticos y sus propuestas parlamentarias y de Cortes constituyentes. En este contexto, la declaración de una huelga general se vió precipitada a raíz de la intervención provocadora del propio gobierno en el conflicto que enfrentaba a los ferroviarios con las compañías. Los ferroviarios habían logrado determinados triunfos laborales en septiembre de 1912 y en julio de 1916 y ahora pedían aumentos salariales. El gobierno forzó la intransigencia de las compañías con la intención de provocar justamente un movimiento de huelga general que debía permitirle afirmar la represión, cortar los preparativos revolucionarios y resituar el tema militar. Al fin la huelga general fue decretada para el lunes día 13 de agosto de 1917. El movimiento tuvo una especial intensidad en Barcelona y ciudades cercanas como Sabadell, en Madrid, en Asturias, en Vizcaya. El orden no llegó hasta el viernes día 17. Un balance oficial provisional admitía que se habían producido 70 muertes (33 de las cuales en Barcelona y 10 en Sabadell). En Madrid fueron detenidos los miembros del Comité de Huelga (los socialistas Julián Bestiero, Largo Caballero, Daniel Anguiano, Andrés Saborit). Las juntas no apoyaron la huelga. Y el Ejército reprimió sin fisuras ni dudas el movimiento de agosto. Una carta de Miguel Maura, fechada en Madrid el 18 de agosto a su hermano Gabriel, decía «la tropa extraordinariamente bien, porque ha pegado con saña y no ha perdonado medio de hacer pupa». En palabras del mismo coronel Benito Márquez, el principal dirigente de la Junta de Infantería, en circular de 7 de septiembre de 1917, «El Arma (...) debía imponerse la misión de conservar y restablecer el orden (...) volviendo al ambiente de serenidad general, único posible para el desarrollo de nuestros planes». Ante las consecuencias (procesos, estado de excepción), pedía la aplicación estricta de la ley, pero advertía que el propio movimiento juntista, para desarrollarse, necesitaba la normalidad constitucional. Había por tanto que impedir que los políticos (ellos que no supieron impedir la huelga general) colocaran al Ejército frente el pueblo, como responsable del mantenimiento del estado de guerra. Cambó se apresuró, el 23 de octubre, también a desear una vuelta a la normalidad. Según él, el gobierno había provocado el estallido de la huelga general y el proletariado sin cordura se lanzó a la misma. Se había buscado con ello el inevitable apoyo del Ejército y de «inmensos sectores de la sociedad burguesa», irremediablemente unidos al poder, ante el desorden y el movimiento revolucionario. Aunque fuera algo de pasada y con tintes retóricos, Cambó intentaba suavizar su posición ambigua ante las Juntas (era necesario que las Juntas desapareciesen pero el Ejército no debía dividirse). Afirmaba: «no culpéis al Ejército por el acto de indisciplina que explicó al público; culpadle, en todo caso, por la indecisión, por no haber dado a su gesto de indisciplina la grandiosidad y extensión de un golpe de Estado».

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Asamblea de Parlamentarios del 19 de julio de 1917 en Barcelona, convocada por los diputados catalanes en respuesta a la negativa del gobierno a abrir las Cortes.

Al final, el movimiento de la Asamblea de Parlamentarios fue retomado en una nueva Asamblea reunida el 30 de octubre de 1917 que lanzaba un programa de mayor parlamentarismo y limitación de los poderes del monarca. Se pedía un Senado electivo y representativo de una nueva organización autonómica. La crisis desembocó en la formación del Gobierno de Manuel García Prieto el 3 de noviembre de 1917. Era un gobierno con presencia regionalista y de concentración liberal conservadora, lejos del gobierno proclamado por la declaración del 19 de julio. Su primera nota programática decepcionó a republicanos y socialistas. Denunciaban como una abdicación la entrada de los regionalistas y prometieron continuar la obra de aquella Asamblea pidiendo la reforma constitucional y el régimen autónomo. Los albistas (a través de la declaración de Alba el mismo 3 de noviembre) se situaron en este campo de oposición a García Prieto. La autodefensa de Cambó pretendía señalar como gran novedad la estructura del gobierno, que veía como el fin del turno de los dos partidos, y la promesa de unas elecciones sin presiones. Según él no se precisaba que declarase constituyentes las nuevas Cortes. Debían ser los nuevos parlamentarios los que debían darle o no tal carácter. Era necesario así hacer propaganda y demostrar en las urnas la fuerza de la voluntad de reforma constitucional. En la práctica no fue en absoluto tan facil. La relativa no intervención gubernamental en las elecciones dio de hecho más fuerza y papel a los diversos cacicatos locales

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y en la práctica las nuevas Cortes pronto pusieron de manifiesto que no eran ni constituyentes ni partidarias de la reforma. Por su parte, en el mundo militante obrero, anarquista y socialista, la experiencia de 1917 fue vista como una última manifestación de la incapacidad de los políticos y la izquierda de dinamizar cambios significativos. Actuó en la misma dirección además el gran impacto de la revolución rusa y la situación de la inmediata postguerra en Europa, un impacto que favoreció la afirmación de una cultura obrera revolucionaria (con aspiraciones a la revolución social). Los socialistas, también inmersos en las renovaciones abiertas por la situación rusa de 1917, se encontraron con un nuevo protagonismo político. La detención del Comité de Huelga de Madrid llevó a la condición de grandes líderes a Anguiano, Besteiro, Largo Caballero y Saborit. Una nueva generación que iba a marcar la nueva etapa de mayoría de edad del PSOE y el obrerismo socialista en España. Resultarían elegidos diputados em Barcelona (Largo Caballero), Valencia (Anguiano), Madrid (Besteiro), Vizcaya (Prieto) y Asturias (Saborit). 12.3. LOS GOBIERNOS DE 1917-1921. BARCELONA: UNA CUESTIÓN DE ESTADO Dentro de la crisis del parlamentarismo de todo el reinado de Alfonso XIII la situación más confusa y portadora de conciencia de crisis fue la que siguió al 1917. Los datos simplemente gubernamentales son rotundos y ilustrativos. No hubo ya mayorías parlamentarias claras. Los distintos gobiernos —casi siempre de concentración o de coalición— eran incapaces de generar ahora los resultados adecuados. La relación precisa de gobiernos y los resultados de les elecciones generales efectuadas permite ver este hecho con bastante claridad. Primero vino el Gobierno del liberal Manuel García Prieto (3 de noviembre de 1917-19 de marzo de 1918, con 4 meses y 16 días), que fue llamado de concentración (también de «renovación») dado que contaba con la presencia de conservadores (De la Cierva en Guerra, el maurista Joaquín Fernández Prida en Gracia y Justicia) y abrió las puertas por primera vez a los regionalistas y nacionalistas (Juan Ventosa en Hacienda, Felipe Rodés i Baldrich —ex UFNR, ahora independiente— en Instrucción Pública, que dimitieron de todas formas pronto, en 27 de febrero de 1918, tres días después de las elecciones generales dado que habían apostado por la puesta en marcha de una reforma constitucional). El liberal demócrata Niceto Alcalá Zamora estaba en Fomento. Completaban el gabinete el vizconde de Matamala, magistrado del Tribunal Supremo, en Gobernación y el romanonista Amalio Gimeno en Marina. El mismo García Prieto se encargaría de Estado. Los dimitidos Ventosa y Rodés serían sustituidos el 27 de febrero por el conde de Caralt (que era presidente del Fomento del Trabajo Nacional) y Luis Silvela (el director del órgano de prensa de los liberaldemócratas). Las correspondientes elecciones legislativas (24 de febrero de 1918) estuvieron presididas según se dijo por la actuación imparcial de un magistrado «apolítico» en Gobernación (el vizconde de Matamala). Se limitó el número de diputados del artículo 29 (sólo 61 en esta ocasión) pero el Parlamento resultante apareció fuertemente fraccionado. En el campo conservador resultaron proclamados 98 diputados oficialistas, 32 mauristas y 25 ciervistas. Por su parte, en el liberal, hubo 92 demócratas

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(garciaprietistas), 41 romanonistas y unos 30 de izquierda liberal (albistas), también 4 independientes (Gasset, Alcalá Zamora, etc.). Por primera vez la presencia de regionalistas y nacionalistas iba a ser considerable, con 23 diputados de la Lliga, 6 regionalistas de otras comunidades y 7 nacionalistas vascos, a los que podían sumarse 4 nacionalistas catalanes más o menos republicanos. Hubo una notable pérdida de posiciones de los republicanos no compensada por el ascenso, cierto, de los socialistas (16 y 6, respectivamente); también fue claro el descenso reformista que pasó a contar ahora con sólo 8 diputados (y la novedad inesperada de la derrota de Melquíades Álvarez). Notable fue, finalmente, tanto la presencia carlista (9 o 13 jaimistas) como la de los autoproclamados independientes (13 diputados). Siguió el famoso y ambicioso «gobierno nacional» de Antonio Maura (22 de marzo de 1918-6 de noviembre de 1918: 7 meses y 15 días), producto a lo que parece de las presiones directas del monarca. Contó en principio con la presencia de todos los grandes políticos del momento (los jefes de las distintas familias políticas): el conservador Dato en Estado, los liberales García Prieto, Romanones y Alba, respectivamente en Gobernación, Gracia y Justicia e Instrucción Pública; el regionalista Cambó en Fomento. Completaban aquel gobierno el datista González Besada en Hacienda, el general Marina en Guerra y el almirante Pidal en Marina. En octubre dimitieron por un lado Alba (día 4), por el otro Dato (día 18), hecho que iba a arrastrar la caída de Maura. Con las mismas Cortes, llegó ahora el turno a unos gobiernos liberales de mayor o menor representatividad de las distintas familias. No pudo cuajar el intento de Manuel García Prieto (9 de noviembre de 1918-3 de diciembre de 1918: 24 días) y su gobierno de concentración liberal con demócratas y con Romanones (Estado) y Alba (Hacienda). A Gobernación fue Silvela y a Instrucción Pública Julio Burell. Entraron por primera vez el garciaprietista Pablo de Garnica (Abastecimientos) y el abogado catalán amigo de Alba, Josep Roig i Bergadà (Gracia y Justicia). También el joven general africanista Dámaso Berenguer en Guerra y el venerable almirante Chacón en Marina. Siguió entonces Romanones con un gobierno propio que duró 4 meses y 9 días (5 de diciembre de 1918-14 de abril de 1919). Fermín Calbetón y Amalio Gimeno se ocuparon de Hacienda y Gobernación, respectivamente. Berenguer y Chacón continuaron. El mismo Romanones continuó en Estado. Un ministro nuevo fue el marqués de Cortina en Fomento, pero la principal novedad iba a ser la presencia notable de dirigentes periféricos: el catalán ex-republicano Joaquín Salvatella en Instrucción Pública, Baldomero Argente en Abastecimientos, el mallorquín Alejandro Roselló en Gracia y Justicia. Tocó el turno a continuación de nuevo a Antonio Maura, ahora con un gobierno no ya conservador sino maurista (15 de abril de 1919-19 de julio de 1919: 3 meses y 4 días). Estaban algunos de sus prohombres como La Cierva (Hacienda), Ossorio (Fomento), Goicoechea (Gobernación) y César Silió (Instrucción Pública). Completaban el ciervista José Maestre, opulento minero de Cartagena, en Abastecimientos, el vizconde Matamala fue a Gracia y Justicia, y el diplomático González-Hontoria en Estado. Los ministerios militares fueron para los generales Luis de Santiago (Guerra) y Augusto Miranda (Marina). Aquel gobierno (con Goicoechea en Gobernación que iba a pactar con los ciervistas y los datistas) efectuó elecciones el 1 de junio de 1919 (82 diputados del art. 29). Hubo práctica división de fuerzas entre unos y otros (104 mauristas y ciervistas, junto con unos 95 datistas). Los liberales resistieron (con 52 demócratas, 39 romanonistas, 30 albistas, 5 Gasset y, 5 Alcalá-Zamora). Los regionalis-

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tas de diversas tendencias sumaron 23 diputados (incluidos los 15 de la Lliga). Las extremas derechas reunieron unos 5 jaimistas y mellistas —ahora escindidos. Las fuerzas de la izquierda contaban con 18 republicanos, 6 reformistas (faltos ahora del apoyo liberal) y 6 socialistas. El turno conservador se completó a través de unos gobiernos débiles de transición. Primero hubo el Gobierno puente de Joaquín Sánchez de Toca (20 de julio de 1919-9 de diciembre de 1919: 4 meses y 20 días) y la presencia del marqués de Lema (Estado), del conde de Bugallal (Hacienda) y Manuel de Burgos Mazo (Gobernación). Hizo cinco ministros nuevos: Pascual Amat, abogado e intendente militar (Gracia y Justicia), el general Antonio Tovar (Guerra), Abilio Calderón, jefe de la política palentina (Fomento), José de Prado y Palacio, que mandaba en Jaén (Instrucción Pública), y el ya veterano político marqués de Mochales (Abastecimientos). En Marina se situó Manuel de Flórez. La repentina muerte de Mochales situó en Abastecimientos en principio al diputado sevillano Carlos Cañal, que pronto dimitió (ante la imposibilidad de reformar a fondo el ministerio) y fue sustituido por el conde de San Luis. Después vino el gobierno de concentración conservadora (sin contar de todas formas con los jefes de fila) que presidió Manuel Allendesalazar (12 de diciembre de 1919-28 de abril de 1920: 4 meses y 16 días): Bugallal (Hacienda), el albista Natalio Rivas (Instrucción Pública), el romanonista Gimeno (Fomento). El marqués de Lema continuaba en Estado. Garnica fue a Gracia y Justicia, Fernández Prida a Gobernación. El ingeniero de caminos Francisco Terán (felicitado por el rey en noviembre anterior como presidente del congreso de ingenieria) en Abastecimientos. En Guerra el general Villalba y en Marina el contraalmirante Flórez. Fue el gobierno que logró la aprobación en las Cortes (el 21 de abril de 1920) del primer presupuesto desde 1914. El rey inclinado ahora hacia los conservadores volvió a llamar a Eduardo Dato, quien constituyó un Gobierno netamente conservador y obtuvo además el decreto de disolución de las Cortes; lograría ser en aquel contexto un gobierno largo, de 10 meses y 5 días (5 de mayo de 1920-10 de marzo de 1921). En el gobierno estaban el marqués de Lema en Estado, Bugallal en Gracia y Justicia, José Bergamín en Gobernación, Vizconde de Eza en Guerra, Domínguez Pascual en Hacienda, Ortuño en Fomento, Espada en Instrucción Pública. El presidente se reservó Marina. Se creó el nuevo Ministerio de Trabajo —RD de 8 de mayo de 1920— en manos de Carlos Cañal y Migolla. Domínguez Pascual dimitió después de la huelga de empleados de Hacienda (22 de enero de 1921) y fue sustituido por el diputado asturiano Manuel Argüelles. Fue como puede comprobarse un gobierno de cierta ambición, truncado a raíz del asesinato de Dato el 8 de marzo de 1921. En las elecciones legislativas del 19 de diciembre de 1920 (92 diputados surgidos del artículo 29) parecieron volver los viejos tiempos y las grandes mayorías ministeriales: hubo 185 datistas, y todas las minorías y familias vieron reducidas notablemente sus efectivos: 24 mauristas y 23 ciervistas; 40 liberales-demócratas (García Prieto), 35 de izquierda liberal (albistas) y 28 romanonistas; 19 regionalistas; 8 jaimistas y tradicionalistas; 11 independientes y otros; 15 republicanos, 10 reformistas y 4 socialistas. El asesinato de Dato forzó la existencia de un nuevo gobierno puente. Fue el de Manuel Allendesalazar (12 de marzo de 1921-3 de agosto de 1921: 4 meses y 22 días), de concentración conservadora. A destacar la presencia de Bugallal (Gobernación), la Cierva (Fomento), el datista Eduardo Sanz Escartín (Trabajo). El marqués de Lema y el Vizconde de Eza continuaban respectivamente en Estado y Guerra. Vicente de Pi-

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niés (sanchezguerrista) fue a Gracia y Justicia, Argüelles (bugaballista) continuó en Hacienda, Fernández Prida (amigo de Maura) a Marina, Francisco Aparicio (ciervista) en Instrucción Pública. Al gobierno le estalló la catástrofe militar del 21 de julio de 1921 en Annual (Marruecos). Toda esta inestabilidad política gubernamental tuvo uno de sus referentes de constante preocupación la situación catalana y más específicamente de Barcelona y su provincia. Aquí los cambios sociales y económicos derivados de la guerra europea alcanzaron una intensidad sin parangón en el conjunto peninsular. Ya hemos visto la importancia y centralidad barcelonesa en el caso de la crisis de 1917. Lo nuevo fue ahora que, al lado de la vieja temática pendiente alrededor de la afirmación catalanista, surgió con creciente visibilidad y contundencia un sindicalismo anarcosindicalista que daría forma a la articulación prácticamente total de la población obrera catalana en 1919, una articulación llena de amenazas y duros enfrentamientos con la patronal y más en general la sociedad burguesa. Una de las herencias de 1917 fue la incorporación de propuestas de reformulación autonomista del Estado a las discusiones sobre la necesidad de una reforma constitucional. En Cataluña, para la Lliga Regionalista y el resto de grupos (republicanos o no) que habían participado en el movimiento asambleísta cualquier perspectiva de reformulación («regeneración») del sistema político español implicaba la reformulación del encaje de Cataluña y España. El tema tenía derivaciones no sólo estrictamente políticas y desde Barcelona se asistió cada vez más a la discusión de la realidad nacional española con intervención destacada de múltiples sectores intermedios de la sociedad y de los ambientes intelectuales incluidos los vanguardistas. El problema era que pocos confiaban en la propia fuerza para imponer la autonomía catalana. Se debía por tanto apelar a hipótesis de la preocupación de raíz wilsoniana sobre las naciones al terminar la guerra o, con mayor incidencia concreta, al juego político parlamentario español. La Lliga y buena parte del republicanismo (en especial el encabezado por Marcelino Domingo) optaban claramente por una autonomía catalana sin romper con el unitarismo de fondo del nacionalismo español. Se trataba por este lado de una política posibilista de autonomía limitada y que partía de la experiencia de la Mancomunitat. En un caso y otro, por encima de las diferencias que eran notables, había una cierta justificación «iberista» que permitía hablar al menos en el orden moral de una realidad española compatible con la existencia de distintas situaciones nacionalitarias. Quizás representaban una mayoría del movimiento catalanista pero corrían el peligro, ante el rechazo del Parlamento español, de no contentar a nadie. Frente a esta línea se dibujó una opción de mayor calado que preconizaba una reformulación de fondo de la concepción de la realidad española. Recogía la tradición del catalanismo más confederalista y planteaba (con multiplicidad de matices y ambiguidades) la existencia en la Península de cuatro grandes realidades nacionales (catalana, vasca, galaico-portuguesa y evidentemente la castellana; en ocasiones se añadía Andalucía) que debían encontrar su encaje. En la medida que la política regionalista no lograba sacar adelante sus planteamientos, tomaron una fuerza creciente los planteamientos explícitamente nacionalistas en Cataluña. Aparecieron así por primera vez grupos políticos abiertamente nacionalistas como la Federació Democràtica Nacionalista de Francesc Macià en 1919 (base del posterior Estat Català) y, con mayores repercusiones políticas inmediatas, Acción Catalana en 1922 (escisión de la Lliga); a su lado, además se multiplicó la intervención en aquellos debates de grupos minoritarios intelectuales muy activos como los de la revista Monitor que impulsaban los poetas J. V. Foix y J. Carbonell.

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La campaña por la elaboración de un Estatuto de Autonomía tuvo sus primeros resultados durante el mes de noviembre de 1918. Primero, el día 16, se libró al Consell de la Mancomunitat el resultado del plebiscito organizado por la Escuela de Funcíonarios de la Administración Local entre todos los ayuntamientos catalanes (CON respuestas afirmativas del 98 por 100 de los mismos); a continuación, el día 28, el Consell con Puig i Cadafalch y los parlamentarios catalanes fueron a Madrid para entregar la petición al gobierno. Se creó allí una situación difícil. Marcelino Domine en nombre de los republicanos y Cambó presentaron el proyecto en las Cortes españolas. Incapaz de responder a la ofensiva política catalanista el gobierno, que presidía García Prieto, hubo de dimitir. Y ante la retórica españolista en las Cortes contra aquel proyecto, que significó por otra parte una primera discusión abierta sobre la realidad nacional española con intervenciones muy airadas de Alcala-Zamora, Víctor Pradera, el mismo Antonio Maura, etc., Cambó encabezó la retirada de los parlamentarios catalanes el 12 de diciembre de 1918. El nuevo gobierno, que pasó a presidir Romanones, prometió la creación de una comisión de estudio extraparlamentaria, efectivamente nombrada el día 27 de diciembre (aunque 19 propuestas rechazaron el nombramiento y sólo aceptaron formar parte de la misma trece). El tema avanzó entonces y el 23 de enero de 1919 una Asamblea de Parlamentarios y diputados provinciales catalanes celebrada en Barcelona aprobó con solemnidad el proyecto de Estatuto de Autonomía. Pero, la nueva discusión en las Cortes, retomada el 28 de enero de 1919, fue pronto quebrada a raíz del estallido de la huelga de la Canadiense y la total agudización de la conflictividad social en Cataluña. La campaña autonomista catalana provocó una oleada de identificación españolista del dinastismo catalán. Los liberales y restos del conservadurismo fueron galvanizados por la creación en 1919 de la Unión Monárquica Nacional que encabezó Alfons Sala, un importante representante de intereses industriales del textil y cacique político de Terrassa. La movilización españolista de este dinastismo logró realmente presionar la Lliga a la que cercenaba destacados apoyos sociales, pero al mismo tiempo vio muy limitado el campo de maniobra tradicional del dinastismo catalán, ahora circunscrito a la defensa de las concepciones más cerradamente unitaristas del Ejército. Sin olvidar que también en Barcelona se afirmaría un nacionalismo españolista cuartelario a través de grupos como el de la Liga Españolista que pretendía en la calle responder con violencia y contrarrestar las manifestaciones más simbólicas del catalanismo. El estallido de la conflictividad obrera de postguerra introdujo una elevada confusión en la dinámica catalana y alteró profundamente el desarrollo y debates políticos, que habían sido a pesar de todo centrales en la crisis de 1917. La creación de una fuerza sindical imponente a lo largo de 1918, con un crecimiento aluvial de la CNT capaz de llegar a encuadrar la totalidad de los trabajadores catalanes ya a principios de 1919 (unos cuatrocientos mil), cambió abruptamente el escenario político. De forma patente y explícita no se trataba de un movimiento sindical de corte laboralista. Se generó un amplio sector de propagandistas anarquistas y anarcosindicalistas, de corte autodidacto, que a menudo se lanzaban a las discusiones arbritistas, pero que fueron capaces de renovar la cultura más tradicional de afirmación obrera y formular una perspectiva muy explícita de revolución social. En aquella coyuntura, como veremos en otro capítulo, la CNT en Cataluña fue en cierto sentido un crisol donde se encontraron las viejas formulaciones sindicalistas insertas en la tradición ochocentista del republicanismo obrerista, el anarquismo más teórico y el anarquismo de ac-

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ción, el anarcosindicalismo e incluso la tradición más cooperativista y mutual. El ejemplo europeo y las noticias de la revolución rusa, junto con la propia capacidad de militancia y movilización, permitían la conciencia de estar inmersos en una nueva época histórica, que inexorablemente debía resituar el papel social y político de la clase obrera. Aquel empuje obrero generó todo un proceso global de sindicalización de la sociedad catalana, en la que los distintos sectores y grupos optaban cada vez más por la defensa directa de los propios intereses, sin confianza en las instituciones estatales y sin demasiados tamices ni intermediarios del mundo político oficial. En especial, sectores cada vez más significativos de los empresarios y fabricantes, más allá de sus corporaciones económicas (y de la defensa general de sus intereses económicos como grupo de presión), se lanzaron al ataque y lucha abierta contra el nuevo sindicalismo de la CNT. No fue sólo el impulso dado a la articulación de las organizaciones específicas de sindicalismo patronal (con una potente Federación Patronal de Barcelona sustentada sobre todo por las patronales de la construcción, el metal y el textil y un papel determinante en la Confederación Patronal Española que se había creado en 1914). No fue sólo ésta articulación defensiva sino que hubo asimismo el recurso a las bandas de pistoleros y las relaciones oscuras de las autoridades militares locales con las cloacas del submundo barcelonés. La violencia en el mundo laboral, con una larga tradición de presiones y distorsiones a los patronos a menudo acompañadas de pequeños estallidos de petardos, en momentos de conflictividad, adquirió un volumen inesperado y una carga armada desconocida a raíz de los múltiples cambios que también en este terreno había generado la guerra europea. El crecimiento inestable y lleno de ilegalizaciones de la CNT conllevó el que la práctica totalidad de los dirigentes y los recaudadores de cuotas fueran mínimamente armados y el que existieran diversos grupos de acción (cuadros de defensa confederal). Pero a su vez las autoridades y determinados sectores de la patronal no dudaron en alimentar acciones de bandas de pistoleros, que golpeaban y asesinaban a los dirigentes sindicales y que generaron un círculo vicioso de represalias y contrarrepresalias. Hubo una primera y activa banda que encabezó un falso barón de Koenig en mayo-julio de 1919, reclutada por el jefe de policía Brabo Portillo, con dinero de la patronal. El enfrentamiento tuvo su momento álgido en 1919 cuando la CNT impuso un amplio movimiento huelguístico centrado en la compañía de electricidad La Canadiense. El conflicto se había iniciado en el Pallars, en la provincia de Lérida, en la construcción de la presa de Camarasa. En Barcelona, hubo una primera fase entre el 6 y el 21 de febrero de 1919 cuando afectó a los trabajadores de oficina de la empresa. Era en principio un conflicto laboral, pero la dirección de la CNT lo convirtió en una prueba general de fuerza en la medida que podía significar la obtención de éxitos en las comarcas (en Camarasa) y en sectores del mundo del trabajo no muy dados al sindicalismo proletario (los oficinistas). A partir del 21 de febrero (y hasta el 18 de marzo) la huelga paralizó todas las empresas del grupo (se dejó en la oscuridad toda la ciudad y se logró con ello paralizar la práctica totalidad de la producción que ya dependía de la electricidad). Fue una huelga ordenada y marcada por la disciplina impuesta por la dirección más sindicalista de la CNT que presidía Salvador Seguí. La demostración de fuerza, justamente una fuerza ordenada que era capaz de imponer incluso la censura roja a la prensa e impedir la difusión de los bandos de las autoridades, tuvo un impacto tremendo. Las reivindicaciones no eran revolucionarias,

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pero parecía situar a los empresarios y los valores burgueses a expensas de los sindicatos obreros y sus líderes. Los mecanismos de represión tradicionales se descubrieron ahora obsoletos e ineficaces. Ni las detenciones ni la militarización de los servicios servían de mucho. Pareció existir un pacto que puso fin a la huelga. Seguí logró (el 19 de marzo) la vuelta al trabajo supeditada a la liberación de los presos. Se produjo a partir de aquí una nueva situación. Mientras las autoridades civiles y políticas intentaban facilitar la solución, los militares y la patronal forzaron la radicalización e impidieron la salida de los presos. La CNT fue incapaz ahora de evitar la declaración de la huelga general y los militares, con Milans del Bosch desde Capitanía General, pasaron a asumir un total protagonismo en el control de la situación, actuando al margen de las instituciones políticas del régimen. Milans forzó la dimisión del gobernador civil (Carles Montañés que había negociado con los sindicatos obreros) y el jefe de policía (Doval) y, de forma indirecta forzó la dimisión del Gobierno Romanones (15 de abril de 1919). El modelo represivo que ahora se imponía presuponía una huelga larga que permitiese la desarticulación de la CNT y la vigorización de la sociedad civil. De ahí el que se restableciese el Somatén aplicado ahora a una situación de conflictividad urbana (se armaba con ello a hombres respetables para que bajo la dirección militar coadyuvasen al mantenimiento del orden social). En este contexto, la vuelta al trabajo debía permitir la depuración por parte de la patronal y las empresas de los obreros díscolos. Efectivamente, ahora la huelga general, iniciada el 24 de marzo y cerrada el 7 de abril sin éxitos sindicales, abrió el camino a largos y costosos conflictos parciales. Tenían una gran significación las nuevas relaciones directas establecidas entre las autoridades militares y la patronal y el mundo burgués de Barcelona. El Somatén implicaba la movilización de los propios sectores burgueses y respetables de la sociedad en la defensa del orden y al margen de su mayor o menor efectividad significaba el establecimiento de relaciones directas con los militares de los sectores empresariales y burgueses amenazados por la movilización obrera. Todo ello, al margen de las autoridades políticas del Estado. La situación era paradójica. La mayor parte de los políticos gubernamentales y los dirigentes sindicales obreros se encontraban de golpe en un mismo bando a la búsqueda de soluciones negociadas. Ésta fue la política del Gobierno del conservador Sánchez Toca y del ministro de la Gobernación, el católico social Burgos Mazo, y el gobernador civil, Amado), de julio-diciembre de 1919. Pero enfrente estaban los militares y la patronal con los elementos más burgueses de la Lliga Regionalista. De ahí el fracaso de la Comisión Mixta de Trabajo en Barcelona que se intentó en octubre. La respuesta de la patronal no iba por el lado de salidas reformistas negociadas. Su respuesta fue el cierre patronal general que paralizó la producción entre el 3 de noviembre de 1919 y el 20 de enero de 1920. Y de nuevo Milans del Bosch y los militares pasaron a dirigir los acontecimientos. Se disolvió la CNT, se detuvo a los principales dirigentes (más de un centenar) y se volvió a la militarización del orden y el Somatén. A partir de aquí, el papel de esta militarización no se detuvo. Aunque Milans fue retirado, la misma política fue impuesta después por el general Martínez Anido, que ya era gobernador militar desde 1917 y pasó a ser además gobernador civil entre noviembre de 1920 y octubre de 1922. Su política dura recibió cada vez más el apoyo y las manifestaciones de adhesión de la sociedad oficial barcelonesa. Martínez Anido no alteró el modelo de Milans, simplemente amplió mediante la práctica generalizada de la ley de fugas (obreros detenidos eran muertos al inetntar huir), la de-

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tención sistemática de los dirigentes de la CNT y el apoyo decidido a los sindicatos libres que habían surgido a finales de 1919 como respuesta y pretensión de disputar la hegemonía anarcosindicalista. El modelo de represión militar continuó favoreciendo indirectamente la generalización de un clima de violencia pistolera en las calles, ahora a través de las acciones de grupos ligados a los sindicatos libres y otros que se movían en los medios de la CNT. En conjunto hubo en Barcelona y alrededores, entre 1918 y 1923, unos 270 muertos y 560 heridos producto de los atentados llamados sociales. Aquella situación de verdadero combate social abierto en la Cataluña más urbana e industrial planteó el tema de fondo de la debilidad del poder político civil del Estado, incapaz de imponerse al creciente pretorianismo de los militares. Al mismo tiempo, situó también en un primer plano la necesidad de encontrar canales adecuados de inserción de la problemática obrera en el sistema político. En este aspecto hay que tener en cuenta que implicaba crear caminos reales (sin aplazamientos ni formulismos) de mejora legislativa y protección de la situación del obrero y facilitar una perspectiva real de mejora de la situación económica y social del mundo trabajador. No era fácil, como tampoco lo sería en Europa, pero en España los caminos de reformismo político y de mejora económica mucho más cerrados que no allí. Se produjo una cierta paradoja. En España fueron los políticos de la situación quienes más interesados aparecieron por encontrar salidas reformistas y pactadas, dispuestos en especial a la negociación y pacto con las fuerzas sindicales y en el caso de Barcelona con la CNT. Se encontraron enfrentados a las actitudes muy cerradas y sin horizontes reformistas de parte de los poderes económicos burgueses (que podían apelar incluso a razones más o menos objetivas respecto de la difícil competitividad de la producción industrial española). En cualquier caso, la poca fe en aquel régimen con un parlamentarismo y unos políticos que no lograban dar salida a la situación política les impelía a las llamadas soluciones militares y enérgicas.

12.4. MARRUECOS. LAS RESPONSABILIDADES EN MARRUECOS Y LOS GOBIERNOS DE 1921-1923 La guerra europea detuvo de hecho la política colonial española. Era una prueba más de la dependencia española respecto de la política marroquí de Francia. Cuando terminó la guerra de nuevo fue la realidad francesa el motor. El tema continuó girando alrededor de las formas y maneras de asegurar un cierto control en la zona del Protectorado. Y como siempre las dificultades provenían del difícil encaje para España entre una política militarista y una política civilista, todo ello condicionado por las limitaciones presupuestarias y la poca popularidad del discurso colonialista. El control no podía ser sólo militar, pero era del todo punto necesaria una política militar global y estructurada, a coordinar con la creación de una estructura administrativa y política válida y eficaz. La cuestión de fondo era, claro está, el porqué de la presencia española en Marruecos. Había diversas respuestas no excluyentes entre sí y que a menudo se entremezclaban pero la falta de un dicurso colonialista central de peso era evidente. Contaba la necesidad de contrarrestar y afirmar una cierta voz ante las crecientes iniciativas de las grandes potencias europeas. Pero ahora, a partir de la realidad desvelada por la crisis de 1917, cada vez más iban a actuar presiones derivadas de la situación profesional del Ejército y muy en especial del sector africanista del

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mismo. Finalmente, la actuación e inversiones de determinados grupos económicos con capital español empezó a ser visible y notable, sin minimizar la creciente importancia de relaciones comerciales más generales de fiscalidad más o menos transparente que tenían un pie importante en Marruecos. Fue en este marco que pareció recuperarse un determinado discurso colonial como elemento significativo del discurso nacionalista español. El papel «civilizador» del pueblo español o la propia consideración de gran nación empujaba (a pesar de la ruptura que había reportado el 1898 en la retórica españolista) o bien hacia el españolismo cuartelario o bien hacia el españolismo que se quería democrático y civilizador de una determinada izquierda liberal. No faltaban tampoco voces «abandonistas», incluso en el mundo gubernamental. Sin duda las alimentaban razones de pragmatismo e introspección (Marruecos sólo era un gasto que reportaba costes económicos, humanos y políticos y ningún beneficio palpable) más que no actitudes de respeto y reconocimiento de la soberanía del pueblo marroquí. Las posiciones en esta dirección de hecho no llegaron sino de forma marginal a través de algunos grupos de oposición al sistema como los de Estat Català que se solidarizaron con la lucha de independencia nacional de Abd-elKrim o con la aparición de la III Internacional y su apoyo a la lucha anticolonial de parte de grupos de sindicalismo revolucionario y comunistas.

12.4.1. Annual El desastre militar de Annual, que en julio/agosto de 1921 iba a causar más de 10.000 bajas y el hundimiento de la presencia militar española en Melilla y el Puf, puso de manifiesto las muchas contradicciones y limitaciones ante las que se encontró la política colonial de Berenguer. Berenguer se encontró con la autonomía de las Comandancias de Ceuta y Melilla. A Ceuta fue enviado en principio el general Manuel Fernández Silvestre en julio de 1919. Era de la misma promoción que Berenguer (graduados ambos en la Academia General Militar en 1893) pero al ser dos años mayor y al haber sido jefe de la Casa Militar del rey se situaba por encima en el escalafón. Eran éstos, dada la cultura militar del momento, hechos que no facilitaban la sumisión sincera a la dirección del alto comisario. Quizás para salvaguardar su política en la Yebala, Berenguer maniobró para que Silvestre fuese trasladado a la Comandancia General de Melilla (enero de 1920). Posteriormente, el marqués de Lema, ministro de Estado, reforzó (aunque de forma ambigua) la autoridad del alto comisario: un RD de 1 de septiembre de 1920 concedía al alto comisario, si era general, el «mando en jefe» del Ejército en Marruecos, aunque continuaba aceptándose la relación autónoma y directa de las Comandancias con el ministro de la Guerra; Berenguer delegó su autoridad para la zona de Melilla en Silvestre. El general Silvestre, que formaba parte de los impacientes, no dudó desde un principio en lanzarse a una política de rápida expansión militar en la zona. La poca resistencia que encontró le animó aún más. De forma precipitada y sin precauciones, en agosto de 1920 ocupó Tafersit y marchó a continuación hacia Beni Urriguel (29 de septiembre/15 de noviembre de 1920) penetrando en el Rif y avanzando por tierra hacia la bahía de Alhucemas. Ello representaba un avance espectacular de 120 kilómetros mediante una línea de «blocaos» (pequeñas casetas de madera fortificadas) muy dispersa y de difícil defensa que iba desde Melilla hasta la posición del Annual,

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como punto más alejado. En marzo de 1921 Berenguer ordenó a Silvestre detener la ofensiva a la espera de que en la zona occidental, en la Yebala, se lograse reducir a el Raisuni. Así, las tropas de Silvestre quedaron inmóviles y muy dispersas. Al ser jaleado en su visita a Madrid en abril-mayo de 1921 como un general activo, Silvestre decidió no esperar más y en la última semana de mayo reanudó la expansión: ocupó Abarrán, una posición montañosa al NO de Annual. Pero esta vez se encontraría con la resistencia y los contraataques de fuerzas levantadas por Abd-el-Krim. En Abarrán donde estaban unos 200 soldados españoles, sólo quedaron 21. A los tres días, las cabilas de Beni Urriaguel y Tensaman atacaron la posición costera de Sidi-Dris y causaron otros cien muertos. El 5 de junio de 1921, cuando Silvestre se comprometió a recuperar dichas posiciones de inmediato, la situación en el Rif había escapado ya de hecho al control de los españoles: Abd-el-Krim había reunido en muy pocos días entre tres y cuatro mil cabileños. En las instancias españolas nadie se dio cuenta del peligro. Las peticiones de armas y hombres de Silvestre tanto a Berenguer (empeñado en la persecución del Raisuni en Tazarut, en la Yebala) como al vizconde de Eza (ministro de la Guerra) fueron desoídas (en el convencimiento que los 25.790 hombres de Melilla debían bastarse para asegurar la defensa en la zona). Además, como iba a demostrarse de inmediato, el mismo Silvestre no tenía plena conciencia de la gravedad de la situación. Después de unas primeras escaramuzas en los alrededores de Annual, el 19 de julio se inició el sitio bereber de Igueriben. Silvestre reunió algunos refuerzos en Melilla y la tarde del día 21 llegó a Annual (donde se instaló con unos 4.500 hombres). Ordenó entonces la retirada a las tropas de Igueriben, pero los indígenas se sumaron a los asaltantes y de 300 españoles sólo sobrevivieron 25. Ahora Silvestre se percató de la debilidad de su posición ante el cerco que estaba organizando Abd-el-Krim contra Annual y los acontecimientos se precipitaron. Berenguer hubo de renunciar a la persecución de Raisuni y mandó refuerzos a Melilla (día 22). De todas formas, Silvestre, inquieto, no quiso esperar el rescate desde Melilla, y ordenó una difícil retirada desde Annual a Ben Tieb (posición que estaba a 18 kilómetros en dirección a Dar Drius y la línea del río Kent): murieron él y sus principales asesores en la acción y a continuación el amotinamiento de las tropas marroquíes provocó la desbandada de los españoles que huían desordenadamente hacia Melilla. El general Felipe Navarro (2.° jefe militar de Melilla) pudo de todas formas reunir algunos soldados en Dar Drius y con algun orden llegó a Monte Arruit, junto a 1.300 hombres. Berenguer llegó a Melilla el día 23 de julio con unos 2.000 hombres (2 banderas del Tercio, 2 tabores regulares y 4 batallones que comandaba José Sanjurjo). Allí sólo logró reorganizar unos 1.800 hombres más. Entre ocho y diez mil hombres habían muerto o desaparecido, los cinco mil soldados marroquíes habían desertado, el resto, unos diez mil, se encontraban dispersos, atrapados en las posiciones de Nador, Zaluán y Monte Arruit al sur de la ciudad, o huían en desbanda en las montañas del Rif Los refuerzos de la Península no empezaron a llegar hasta el día 28, reuniendo entonces en conjunto una fuerza de 4.500 hombres. El vizconde de Eza no se atrevió a mandar la movilización de reservistas (el recuerdo de 1909 era evidentemente vivo) y echó mano de algunos batallones con soldados de cuota. Así, a pesar de reunir a principios de agosto unos 17.000 hombres en Melilla, las fuerzas con experiencia a disposición de Berenguer sólo eran los regulares y los tercios que se había traído de Ceuta. De manera sucesiva las tropas de Abd-el-Krim entraron en Nador (2 de agosto) y Zeluán (día 4). Entonces, Berenguer y el nuevo comandante general de Me-

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lilla, José Cavalcanti, ordenaron la rendición de las tropas españoles situadas en Monte Arruit. Abd-el-Krim entró el día 9 de agosto y conservó como prisioneros al general Navarro y unos 600 civiles y oficiales.

12.4.2. Un régimen cansado. El debate responsabilista Las repercusiones de Annual fueron muchas y de múltiples alcances. La división en el Ejército se agudizó en una doble dirección: repuntó el enfrentamiento entre los africanistas y los junteros y la división entre los partidarios de compaginar medidas políticas y aquellos impacientes y militaristas; además, los partidos dinásticos se vieron envueltos muy pronto en los debates sobre las responsabilidades, también aquí en un fuego cruzado que hacía muy difíciles los intentos de limitar las mismas a algunos militares. La propia figura del rey iba a encontrarse implicada en los debates responsabilistas. En un caso y otro se hacía muy difícil no arrastrar el desprestigio general del régimen y las diversas fuerzas antiparlamentaristas no podían sino crecer. Por último, por más que no hubo estallidos y revueltas contra la guerra, la situación en Marruecos iba a afectar de forma particular a sectores de clases medias y profesiones liberales. La cuestión marroquí se convirtió desde esta plataforma en un altavoz importante de las discusiones políticas. En un primer momento el gobierno Allendesalazar, al que estalló el desastre, quiso limitar el tema a un error del general Silvestre que debía y podía ser corregido por el mismo Ejército. El vizconde de Eza y el general Berenguer ordenaron ya en los primeros días el inicio de una investigación para conocer lo sucedido y delimitar responsabilidades militares. El trabajo se encargó al general Juan Picasso, miembro del Consejo Superior de Guerra y Marina. De todas formas, la gravedad de lo sucedido forzó la constitución de un nuevo gobierno de coalición de base dinástica encabezado por Antonio Maura (13 de agosto de 1921-7 de marzo de 1922). Era un gobierno de amplio espectro (sólo no incluyó los albistas ni los reformistas de Melquíades Álvarez) que pretendía ser fuerte y en cierto modo homogéneo (elegido dentro de cada grupo por el mismo Maura y no por los distintos líderes). Francos Rodríguez (garciaprietista) fue a Gracia y Justicia, La Cierva a Guerra, el romanonista marqués de Cortina a Estado, Silió a Instrucción Pública, Leopoldo Matos a Trabajo y Cambó a Hacienda (donde lanzaría el famoso arancel proteccionista de 1922). No era, a diferencia del de 1918, un gobierno regeneracionista sino un ministerio de defensa y reconquista. Se trataba de cerrar filas en el dinastismo y de recuperar la situación en Marruecos. En este sentido el protagonismo fue de Juan de la Cierva que asumía el reto de obtener una rápida solución militar. Con créditos reconstruyó un poblado Ejército de Africa con 160.000 hombres (decreto de finales de 1921) al tiempo que las operaciones desde Melilla (iniciadas el 8 de septiembre) avanzaban hacia el Rif, reconquistando las posiciones de Nador y del monte Gurugú. La reconquista se vio en parte facilitada por el repliegue dictado por Abd-el-Krim que quiso la institucionalización de su poder en el interior del Rif. Por otro lado iba a dar notabilidad a una serie de oficiales llamados a ser protagonistas destacados de la política española de los próximos años, como el entonces coronel José Sanjurjo, el teniente coronel Millán Astray, fundador del tercio de la legión y malherido en Nador, o el comandante de la primera bandera de la Legión, Francisco Franco.

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La unidad ante la recuperación de la situación se quebraba en el momento de la definición de una política marroquí a largo plazo. Para un sector del gobierno (destacadamente con La Cierva a la cabeza) se debía rehacer la situación anterior con el objetivo de afirmar un control militar completo del Protectorado (y evitar así el control de Abd-el-Krim y Francia). Otro sector gubernamental (Maura, Cambó, González Hontoria) apostaba en cambio por una ocupación militar de la costa a completar con una política civilista y de atracción pacífica de la población marroquí. De hecho Maura logró aplazar la cuestión (que evidentemente ponía en peligro el mismo gobierno) hasta que en enero de 1922 la recuperación de la posición de Dar Drius (y por tanto la recuperación de las líneas militares anteriores al desastre de Annual) le obligó a intentar la renovación de las vías intermedias que ya había definido de hecho Berenguer en su actuación de 1919-1920. En la reunión secreta efectuada en Pizarra (de la provincia de Málaga) los primeros días de febrero de 1922 con Berenguer, La Cierva, González Hontoria y los principales generales responsables de las operaciones militares se decidió empezar por pacificar la Yebala y la mitad oriental del Rif pero abandonar la idea de una marcha por tierra en dirección a Alhucemas (sólo en un futuro se podría plantear un ataque por mar). Era la única salida ante la imposibilidad de abandonar el Protectorado y la necesidad de limitar al máximo los costes de la ocupación, dado que el Ministerio de la Guerra había gastado en unos pocos meses ya 500 millones. La caída del Gobierno Maura, a los 6 meses y 22 días de su constitución, acaecida a las pocas semanas de estas reuniones, no fue el producto concreto de la política africana. Se inscribió en el inevitable proceso de crisis del régimen (ante la cual sólo podía plantearse o una democratización real del sistema o la apuesta autoritaria) abierto por la problemática general de la postguerra (en la que de manera incidente se encontraban implicadas tanto la crisis del Ejército como la crisis social con especial virulencia en Barcelona). Le sucedió un gobierno conservador encabezado por primera vez por José Sánchez Guerra (8 de marzo de 1922-5 de diciembre de 1922). Destacaban Bergamín en Hacienda y Calderón en Trabajo. Había en principio soporte maurista (Fernández Prida en Estado y Silió en Instrucción Pública) y regionalista (Bertrán y Musitu en Gracia y Justicia), pero Silió y Bertrán dimitieron pronto a raíz del levantamiento de la suspensión de garantías el primero (30 de marzo) y de la quiebra del Banco de Barcelona el segundo. En Guerra estaba José Olaguer-Feliu (que fue destituido por Sánchez Guerra por no haberle informado adecuadamente del Consejo Supremo de Guerra y Marina en julio de 1922). Sánchez Guerra dio la impresión de ceder ante las presiones abandonistas en el caso de Marruecos y ante las presiones de los liberales y la izquierda en el tema de las garantías constitucionales, pero su gobierno intentó una cierta recuperación constitucionalista de la política gubernamental ante la crisis del régimen en su conjunto. Bajo este gobierno hubo el conocimiento del expediente Picasso al fin redactado y el Consejo Supremo Militar (que presidía el general Aguilera) dictó el procesamiento del general Berenguer. Sánchez Guerra puso el tema de las responsabilidades a discusión en las Cortes, destituyó a Anido y Arlegui de Barcelona (el 24 de octubre), prohibió las Juntas de Defensa (14 de noviembre) y no evitó la discusión de la implicación del Partido Conservador en las responsabilidades del desastre en Marruecos (ministros de los gobiernos Allendesalazar y Maura). Respecto de Marruecos, Sánchez Guerra continuó la política fijada en las reuniones de la Pizarra: aplazó indefinidamente el desembarco en Alhucemas y recuperó la

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política de Berenguer (que se basaba en presionar al Raisuni en la Yebala —en Tazarut— antes de afrontar la situación del Rif Oriental). Intentó inicialmente un cierto equilibrio entre los juntistas (a los que dio un ministro de Guerra y un capitán general de Cataluña, favorables) y los africanistas (para los que recuperó su tradicional demanda de la sanción de la política de recompensas). La medida más polémica fue su aceptación de llevar el debate responsabilista a las Cortes y la creación de la correspondiente Comisión Parlamentaria, lo cual forzosamente implicaba aceptar el debate sobre las responsabilidades políticas de los partidos dinásticos. Picasso terminó su informe el 18 de abril de 1922 y el Consejo Superior de Guerra y Marina dictó a continuación el procesamiento de 39 militares (el 10 de julio de 1922). Pese a determinadas presiones de los políticos, junto al procesamiento de 37 oficiales de baja graduación se incluyó al final al propio Dámaso Berenguer (como alto comisario) y los generales Silvestre —si es que estaba aún en vida— y el general Navarro, segundo jefe militar de Melilla que se encontraba prisionero de Abd-elKrim. Con su decisión el Consejo Superior y en especial su presidente, el general Francisco Aguilera, se convirtió en el referente de una actitud responsabilista que iba a ser jaleada por determinada izquierda liberal y en especial 26 intelectuales (carta firmada el 17 de julio de 1922). El gobierno no sólo acató la decisión y la dimisión inmediata tanto de Berenguer como alto comisario como del propio ministro de la Guerra (el juntista Oleguer, acusado de no informar adecuadamente al gobierno de las deliberaciones del Consejo Supremo Militar), sino que aceptó iniciar la discusión del Expediente Picasso en las Cortes y nombró al general Ricardo Burguete —un enemigo público de Berenguer— como alto comisario. De todas formas, recuperó (pese a Burguete) la línea civilista e intentó (decreto de 6 septiembre 1922) fortalecer el papel del Ministerio del Estado en detrimento de Guerra. Ahora bien, sin una real pacificación, el protagonismo militar era inevitable. Burguete intentó negociar con el Raisuni (septiembre de 1922) pero en el Rif la actuación de Abd-el-Krim forzaba la agitación y las presiones del militarismo de los africanistas. Al fin, de nuevo un cuerpo expedicionario de 30.000 hombres avanzó hacia Alhucemas siguiendo la ruta que había fijado en 1921 el general Silvestre. Una nueva emboscada en Tizzi Azza que causó 121 bajas puso de nuevo sobre el tapete el gran peligro de la opción. Sánchez Guerra intentó mantener la línea civilista y constitucionalista con algún gesto y victoria formal. Dictó finalmente la disolución de las Juntas de Defensa (denominadas entonces «comisiones informativas») en noviembre de 1922 y tampoco cedió ante las presiones de los africanistas. Su gesto en este caso fue aceptar la dimisión de Millán Astray. Ahora bien, la marcha de los debates políticos sobre las responsabilidades en las Cortes provocaron la dimisión del gobierno conservador. Una dimisión que, significativamente, detenía tanto las discusiones como la concesión del suplicatorio para el procesamiento de Berenguer, que era senador. La tendencia a mantener la unidad ante el honor ofendido y las críticas se vio contrarrestada por un conjunto de fricciones que continuaban agudizando la división del Ejército. Los africanistas culpaban las Juntas (a las que veían cerca de la izquierda antidinástica) por haber generalizado un ambiente de desmoralización y poca confianza pública en el Ejército. También criticaban duramente a los políticos dinásticos que no habían escuchado las reiteradas demandas del Ejército en África y que no habían dado importancia a la presencia española en Marruecos. Por su lado, los juntistas denunciaban la ineficacia del ejército africano (y sus valedores en la cú-

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pula militar), acusándole de actuar al margen de la técnica y la profesionalidad científica sólo para obtener medallas, ascensos y mejores retribuciones. En este sentido, criticaban al mismo tiempo la impaciencia del general Silvestre y la lenidad de las tesis de penetración pacífica que todo lo fiaba a unas tropas indígenas. No era sólo la división entre junteros y africanistas. Había también, quizás en menor número pero con miembros muy significados, las quejas de los generales enemigos de Berenguer (denunciado por haber demostrado poca hombría al no osar acudir en ayuda de los sitiados de Monte Arruit), así como la vuelta a la palestra de algunos viejos generales (notablemente el general Weyler y el general Luque) que habían sido marginados a raíz del ascenso del juntismo. En los primeros momentos muy pocos se opusieron a la urgencia de emprender acciones militares. Tanto desde La Correspondencia Militar (y los juntistas) como desde el africanismo, pareció urgente la obtención de algun éxito que permitiese una recuperación de la situación. La belicosidad, que se manifestaba a menudo en una apelación a la hombría (el general Ricardo Burguete no dudó en afirmar rotundamente la inferioridad de la ciencia militar respecto del valor a demostrar en el frente de batalla), no fue exclusiva del estamento armado. Fue también muy chillón el fervor patriótico inicial de importantes sectores de profesionales y de clases medias de la población, que ahora descubrían el interés económico y político de la presencia española en Marruecos. Así, un comandante de ingenieros, diputado a Cortes como Francisco Bastos Ansart (militar aragonés afecto a Cambó) no dudaría en denunciar la cobardía, doblez, vicio e inferioridad del moro al tiempo que poclamaba la necesidad rotunda de una implicación española («Cómo admitir hoy que nuestro vecino sea un cruel y un infeccioso?»). En este contexto, la política de reconquista emprendida por La Cierva significó un progresivo cerco a las juntas. La situación favorecía el apoyo a la acción de los africanistas y en la trastienda la necesidad de proteger al rey actuaba en la misma dirección. Una primera crisis importante se produjo en octubre/noviembre de 1921. Los juntistas recibieron un duro golpe cuando en el desastre de Tizza Azza uno de sus miembros destacados (el presidente del directorio de infantería) se rindió sin luchar y fue hecho prisionero por Abd-el-Krim. El consiguiente debate, en el que se acusaba al general Cavalcanti y Cabanellas como responsables de la operación, La Cierva —y el rey— se pusieron al lado de Cavalcanti y en contra de los juntistas. Más grave aún fue el enfrentamiento de enero de 1922. A mediados de diciembre de 1921, las críticas juntistas contra La Cierva se incrementaron al nombrar éste a José Sanjurjo (un simple general de brigada) sustituto de Cavalcanti como comandante general de Melilla. Ante las peticiones de dimisión lanzadas por el Directorio juntista de Infantería, La Cierva respondió disolviendo la Junta de infantería y poniendo las juntas bajo el control del Ministerio. Sin embargo, el rey, temeroso, no quiso de momento sancionar el decreto de La Cierva. La inmediata crisis de gobierno iba a ser conjurada finalmente con la firma de Alfonso XIII (16 de enero de 1922). Tanto los liberales como los conservadores se habían mantenido firmes en su apoyo a La Cierva. Y, quizás más decisivo aún, los cuerpos técnicos del Ejército (Artillería, Ingenieros, Estado Mayor) manifestaron su acatamiento a la autoridad del Ministerio de Guerra y los mismos africanistas parecieron distanciarse del rey al hacer público (en el ABC 14 enero de 1922) un telegrama de apoyo al gobierno firmado por todas las unidades de Melilla. En la prueba de fuerza, sólo Infantería, Caballería y Sa-

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nidad peninsulares habían confiado en el rey y el desenlace de la crisis reportó un duro golpe al juntismo. De nuevo desde Barcelona, las Juntas intentaron rehacer su fuerza. Se reunieron en Asamblea en Madrid en abril de 1922 y ratificaron sus viejas posiciones de enfrentamiento con los africanistas y rechazo a los ascensos de guerra, la aceptación de incentivos, el veto al traslado al cuerpo de Estado Mayor, actuación de tribunales de honor contra los responsables del desastre de Annual. Pero ahora, a diferencia de 1917, las juntas no podían ya pretender hablar en nombre de todo el Ejército. La primera protesta contra sus formulaciones de Madrid vino del Tercio y los Regulares de Dar Driu (con Francisco Franco). Los africanistas de forma sistemática abandonaron la Junta de infantería. Y un fenómeno nuevo empezó también a apuntar. La dinámica marroquí convitió ahora a los africanistas en salvadores de la patria, sustituyendo en este papel al viejo juntismo, considerado cada vez más como refugio del burocratismo y el corporativismo más viciado. La nota más característica de la situación era el imparable fraccionalismo del Ejército, que los apoyos crecientes de los políticos y el rey a los africanistas no hacían sino agudizar. Un episodio más se produjo en Sevilla a finales de 1922, cuando el homenaje a los regulares que auspició el propio rey fue contestado con un boicot por la guarnición de la plaza. Con un manifiesto sonado, el teniente coronel Millán Astray se consideró obligado a dimitir como jefe del Tercio en protesta contra las Juntas (10 de noviembre de 1922). Con ello, habría que preguntarse hasta qué punto la definitiva disolución de las juntas en noviembre de 1922 por el Gobierno de Sánchez Guerra no fue tanto un triunfo del poder civil como un triunfo de los africanistas. La izquierda tuvo poca capacidad para movilizar una protesta importante en la calle. Bastaron unas pocas medidas rápidas del Gobierno Allendesalazar (censura de prensa, unas cincuenta detenciones preventivas) para alejar el peligro de una revuelta en la Península y alejar el recuerdo de la Semana Trágica de 1909. Influyó también la situación social más general y en especial la movilización de los soldados de cuota, que desactivó la perspectiva de una agitación basada en las viejas denuncias de la contribución de sangre. Ahora bien, la izquierda antidinástica iba a ejercer una incisiva campaña política, favorecida por el hecho de encontrarse evidentemente libre de responsabilidades de gobierno y por la propia crisis del sistema y los partidos dinásticos. Por primera vez el Parlamento iba a actuar como altavoz importante de una actuación política de los socialistas. Fue en aquella coyuntura en la que se inició el gran prestigio de Indalecio Prieto. Los socialistas y en general la izquierda republicana pudo presentar el fracaso del Ejército como una manifestación de la debilidad estructural del sistema político. Los fracasos de Marruecos y las divisiones internas del Ejército no eran sino la consecuencia inevitable del exceso de protección y dependencia respecto de los militares de un régimen no democrático, débil y temeroso ante las masas. Fue esta argumentación de fondo la que dio coherencia a la campaña protagonizada por Prieto. Pudo así denunciar con escándalo la política de recompensas planteada por La Cierva en septiembre de 1921 (explicando el historial concreto de muchos de los recompensados), apoyar la famosa cuestión de los rescates de los prisioneros lograda gracias a la intervención del financiero vasco Echevarría que era su amigo, o lograr la readmisión de los expulsados en 1919 de la Escuela de Estado Mayor a raíz entonces de las presiones de las juntas.

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Era una línea de actuación en la que en el fondo no se condenaba la intervención española en África sino su fracaso y la relación entre éste y un régimen en crisis. En esta dirección no ha de extrañar por tanto la relación que pudo establecer Prieto (y en general los socialistas) con determinados sectores liberales, en especial con aquellos que representaban los orteguianos de El Sol, los canalejistas del Heraldo y los romanonistas del Diario Universal. Era una vía nueva que situaba a los socialistas en el terreno de la gran política, de la política de gobierno. Los liberales tenían ante la cuestión marroquí algunas incomodidades y problemas derivados de las responsabilidades gubernamentales que habían detentado, pero eran plenamente conscientes de la necesidad de ampliar la base social del régimen por la izquierda y como prosecución de una política tradicional se autoatribuían en principio la capacidad de dirección de la nueva protesta social. Su ocasión llegó a raíz del debate en las Cortes y la constitución de la Comisión parlamentaria de responsabilidades, que pronto fue llamada la «comisión de las minorías». Formaron parte de la misma diez conservadores (Rodríguez de Viguri, Lazaga, un Sánchez de Toca —Fernando—, Canals, Martín Lázaro, etc.), siete liberales (Alcalá-Zamora, Sala, Roselló, Armiñán, etc.), un reformista (Pedregal), un regionalista (Bastos), un republicano (Lerroux) y un socialista (Prieto). Como era de esperar la mayoría conservadora impuso su criterio contrario a las responsabilidades políticas y gubernamentales, pero los liberales y los reformistas (el republicano Lerroux se abstuvo) sí pidieron responsabilidades políticas. En su dictamen particular Prieto fue más allá que los liberales: la responsabilidad alcanzaba a todos los gobiernos desde 1900 y muy en especial los de Allendesalazar y Maura (a los que acusaba de prevaricación); junto a la expulsión del Ejército de los generales Berenguer y Navarro, demandaba abrir expedientes contra los coroneles con mando directo en la zona de Melilla; terminaba pidiendo la supresión del cuerpo de intendencia, los tribunales de honor, la ley de jurisdicciones (aún en vigor) y el cierre de las academias militares. Su campaña, en la línea de la afirmación de las responsabilidades ministeriales y de necesidad de revisión de la Constitución, y ante el creciente éxito de estas posiciones entre sectores de profesionales y clases medias, forzó la actitud de los liberales en la misma dirección. Sus conclusiones eran sin embargo algo más suaves: voto de censura a Allendesalazar y los ministros de Estado y Guerra (Lema, Eza) por más que se negaban la prevaricación y las violaciones concretas de la ley; revisión del Código Penal para que contemplase los casos de negligencia; rápida conclusión de los consejos de guerra abiertos en Melilla; rescate de los prisioneros y reforma militar. Para la situación gubernamental el golpe de gracia iba a darlo Cambó, el cual en un viraje de última hora (provocado según rumores por una conversación frustrada con Alfonso XIII en el que éste pretendió ofrecerle el gobierno a cambio de «españolizar» su partido) decidió apoyar la acusación formal contra el Gobierno Allendesalazar. La agitación se estaba convirtiendo en un proceso contra el régimen y el peligro estaba en que los antidinásticos estaban logrando la atracción de los liberales. Se repetía —a ojos de los mauristas por ejemplo— la traición de 1908 y 1909. Fue en este sentido más general, donde se sumaban las consecuencias de la cuestión de Annual con la cuestión social que la agitación y la movilización pareció llegar a la calle, con un protagonismo acusado de los sectores profesionales e intermedios. Significativamente, la gran manifestación responsabilista celebrada en Madrid el 27 de noviembre de 1922 fue convocada y organizada por el Ateneo madrileño.

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12.4.3. La recuperación de la democracia parlamentaria: el Gobierno García Prieto (diciembre de 1922 - septiembre de 1923) Consumado el fracaso de los conservadores y en especial de José Sánchez Guerra que no pudo con el tema de las responsabilidades, llegó el turno de los liberales. La única posibilidad de salvar la implicación del régimen consistía en asumir una opción de reformas y en especial de reforma constitucional: se trataba de intentar la reconstrucción no revolucionaria del régimen, asumiendo con realismo las implicaciones de las responsabilidades. Fue este Gobierno de García Prieto, el último constitucional de la monarquía de Alfonso XIII, un gobierno obligadamente llamado a generar la polémica. Para unos su fracaso final se debió a la cerril oposición del Ejército y del rey, incapaces de ceder en nada ante el tema de las responsabilidades. Para otros, especialmente la derecha historiográfica empeñada en salvaguardar la figura del rey, el gobierno García Prieto no fue sino un gobierno muy débil, incapaz de reconstruir el Partido Liberal, abocado al caciquismo electoral e incapaz de frenar en ningún momento la amenaza revolucionaria. Inevitablemente, por tanto, la situación conducía al golpe militar. Al tiempo que el peligro común favorecía la unión del Ejército y su rebelión antiparlamentarista, la concreción de las reformas a emprender y muy en especial la necesidad de hacer frente a la nueva visibilidad y articulación del peligro revolucionario obrero generaban una creciente desunión y falta de confianza de importantes sectores sociales respecto de los partidos dinásticos. En esta viciosa coyuntura todo impulsaba al rey a apoyar al Ejército y distanciarse de los partidos con la esperanza de obtener un gobierno fuerte. El Gobierno de García Prieto, constituido el 5 de diciembre de 1922, era de concentración liberal y contaba con el apoyo de los reformistas. Era por tanto una coalición de centroizquierda que llegaba como nunca había llegado el régimen monárquico hasta las fronteras del republicanismo. José Pedregal, reformista, estaba en Hacienda. Inicialmente Romanones se encargó de Justicia (a la espera de asumir la presidencia del Senado y ser sustituido entonces por su afín el conde de López Muñoz). Los romanonistas contaban además con el catalán y exrepublicano, antiguo pasante de Vallés y Ribot y diputado federal entre 1905 y 1916, Joaquim Salvatella en Instrucción Pública. Salvatella tenía entonces 40 años. Garciaprietistas eran Luis Silvela en Marina y el duque Almodóvar del Valle en Gobernación. Santiago Alba, en la izquierda del partido, era ministro de Estado y en Trabajo estaba su amigo Joaquín Chapaprieta. Completaban el cuadro Niceto Alcalá Zamora en Guerra y Rafael Gasset en Fomento. Hubo pronto dos rupturas internas importantes. Por un lado los reformistas mantenían su insistencia en el tema clerical y su inflexibilidad iba a provocar en abril la salida de Pedregal (sustituido en Hacienda por Miguel Villanueva). Por el otro, la actitud contundente de Alba en el tema de las responsabilidades. El programa gubernamental parecía ser un verdadero programa reformista, que implicaba una democratización importante de la Constitución de 1876 y la reestructuración de las relaciones entre civiles y militares. Se proponía la libertad de cultos, la democratización del Senado, una reforma electoral favorable a la representación proporcional, convocatoria de Cortes al menos 4 meses al año; había también elementos de reforma social, fiscal y agraria; resolución de las responsabilidades y refor-

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mas militares con recortes del personal y establecimiento de un protectorado civil en Marruecos. Como puede verse, las Cortes a elegir debían de hecho actuar como constituyentes. La cuestión de las responsabilidades y por tanto el tema del Ejército y Marruecos constituyeron el tema político central que movilizó la opinión pública más politizada. El 10 de diciembre de 1922 se celebró la manifestación por las responsabilidades que hacía tiempo estaba organizando el Ateneo de Madrid. Participaron unas doscientas mil personas y fue una muestra de movilización política en la calle muy notable. Siguieron otras demostraciones similares en las principales ciudades del país. Era muy patente el contraste con la exigencia de reconquistas de territorios en Marruecos que habían marcado las primeras reacciones ante el desastre de Annual en 1921. El gobierno aparecía empeñado en la clarificación de las responsabilidades. El problema era sin embargo que los políticos liberales también estaban implicados en el desastre. El gobierno se decantó por la opción civilista respecto del Protectorado en Marruecos y situó el Alto Comisariado bajo la responsabilidad del Ministerio de Estado (Alba); a su vez las operaciones militares, relativamente contenidas, fueron puestas bajo la competencia de las comandancias. El 17 de enero de 1923 se nombró a Luis Silvela, un civil, alto comisario, y a continuación se intentó impulsar la creación de un Ejército colonial profesional. Un hecho en apariencia particular vino a exaltar los ánimos de rebeldía de los militares africanistas. El 27 de enero, con la intervención mediadora del financiero vasco Horacio Echevarrieta y mediante el pago de un fuerte rescate económico (4.270.000 pts), el gobierno logró la liberación de 346 cautivos supervivientes, entre ellos el general Navarro, en manos de Abd-el-Krim. Significó una muestra palpable de la impotencia de un ejército incapaz de liberar y frenar a los marroquíes. La subsiguiente campaña propagandista y, más aún, la consolidación del poder de Abd-elKrim, que se autoproclamó el 8 de febrero sultán del Rif en su feudo de Axdir, combinada con la negativa gubernamental a auspiciar nuevas operaciones militares, puso al Ejército en permanente estado de rebeldía. Fue en este contexto de unos militares que consideraban que los políticos les imponían la inanición y permitían la crítica y la movilización de la opinión en contra del Ejército, que se desenvolvió todo el proceso de las reponsabilidades. El Consejo Supremo de Guerra y Marina al poco de ser liberados no dudó en procesar al general Navarro (acusado de no haber tomado Monte Arruit en el momento de la retirada de Annual) y al general Cavalcanti (imprudente al atacar al convoy de Tizza en octubre de 1921). El mismo Consejo se impuso a la Comandancia de Melilla, obligó a repetir los juicios contra militares y arrestó disciplinariamente a tres generales que habían votado la absolución de procesados. El Consejo estaba presidido por el general Aguilera (ahora teniente general y cabeza visible de los responsabilistas). La actuación de Aguilera era a su vez un tanto ambigua: su responsabilismo y su rigurosidad eran presentados como una opción clara de regeneración en el Ejército que sí sabía rendir cuentas a diferencia de los políticos sólo interesados en esconder sus propias responsabilidades. Sus apoyos estaban lógicamente entre los junteros pero no entre los africanistas. De ahí que sus posibilidades de encabezar una situación de fuerza fueran en parte neutralizadas. La temática marroquí continuó en cualquier caso siendo central y provocó una quiebra importante dentro del gobierno. Alcalá Zamora, próximo a los planteamientos de los militares y disconforme con las propuestas de Alba de pacto con el Raisuni, terminó por dimitir (mayo de 1923). La situación de los negociadores era sin em-

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bargo difícil. El 3 de junio un convoy de aprovisionamiento que se dirigía a la posición de Tizzi Azza sufrió una emboscada que originó 350 bajas españolas y el gobierno se vió obligado a nombrar a Martínez Anido comandante general de Melilla, en lo que se suponía la promesa de una reanudación de las operaciones militares, frustrada inevitablemente al no lograr contar con los medios adecuados. Las elecciones de abril, al margen de las diversas consideraciones e interpretaciones sobre el grado de sinceridad de las mismas, no detuvieron el debate de las responsabilidades. La izquierda y en especial Pietro impusieron la reaunudación del tema (20 de junio de 1923) con acusaciones directas a los gobiernos conservadores de Allendesalazar y Maura. García Prieto aceptó la formación de una nueva Comisión de Responsabilidades Políticas a principios de julio, formada por siete liberales, cuatro conservadores, dos ciervistas, un maurista, un tradicionalista, dos republicanos dos socialistas y dos independientes. Al mismo tiempo, en el Senado, volvió el tema Berenguer. Fue entonces cuando apareció la posibilidad de una solución de fuerza encabezada por Miguel Primo de Rivera. De todas formas, el advenimiento de la Dictadura no ha de verse como el producto exclusivo de la problemática militar y el desastre de Annual. La presión ante la cuestión social fue también un elemento central indisolublemente unido a la situación de crisis del régimen. Como punta de lanza volvió a actuar la situación barcelonesa.

12.5. UNA NUEVA DERECHA AUTORITARIA Se trata de un fenómeno que afectó la generalidad de los estados liberal-burgueses europeos. Empezó a manifestarse ya a finales del siglo pero adquirió un fuerte desarrollo sobre todo a partir de los años de la guerra de 1914-18. Frente a las concepciones elitistas y oligárquicas de la política de la derecha instalada en el poder, que tendía a rechazar la agitación populista, la nueva derecha no sólo se atribuye la representación del pueblo sino que apela a las masas y pretende su movilización activa en defensa del sistema de valores conservadores. Doctrinariamente, las viejas críticas de raíces tradicionalistas y de Antiguo Régimen al mundo y valores de la sociedad liberal-burguesa se renovaron para cuestionar ahora tanto las pretendidas democratizaciones parlamentaristas como las afirmadas exigencias de la modernización económica y social. Además, las múltiples crisis de finales de siglo (caso Dreyfus en Francia, derrota de Adra en el caso italiano, el desastre del 1898 para España, etc.) iban a dotar a la nueva derecha de un fuerte componente nacionalista. En conjunto, aquella renovación se planteó como una superación de viejas divisiones internas, una síntesis entre el pensamiento tradicionalista y el del conservadurismo liberal-burgués, vertrebada alrededor de la asunción de técnicas y mecanismos de política de masas. Uno de los objetivos compartidos de la nueva derecha europea fue la potenciación del autoritarismo del poder ejecutivo en detrimento de las cortapisas parlamentaristas y constitucionales. En clara ruptura respecto del discurso del conservadurismo liberal, las apelaciones a formas de poder dictatoriales se multiplicaron. La radicalización tuvo su momento álgido en 1917-21, cuando la revolución rusa y la movilización revolucionaria obrera en toda Europa situó en el centro de la dinámica política la lucha de clases y pareció arrinconar, inerte, al parlamentarismo liberal. Fue entonces cuando, en crisis los viejos partidos del Estado Liberal, los grupos extremos de la derecha y sus promesas de modernización política pasaron a contar con una

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fuerte representatividad social (en detrimento del conservadurismo liberal pero también de los viejos tradicionalismos). No siempre lograrían articular organizaciones políticas amplias y operativas, pero sí consiguieron alterar en su favor la cultura política conservadora, cada vez más influida por el neoconservadurismo autoritario, el catolicismo social y los planteamientos de la derecha radical. A destacar, por último, que toda esta nueva derecha favorecería finalmente la eclosión de grupos y pensamientos fascistas, al margen del carácter más o menos rupturista y revolucionario del fascismo que le desvinculaba de la tradición de la derecha (mientras que la nueva derecha simplemente pretendía una renovación y puesta al día de la misma). En el caso español poca fue la renovación que provino del conservadurismo liberal de base canovista. Como se ha visto, los tímidos intentos de Silvela y el primer Maura no lograron (y en el fondo tampoco pretendieron) romper con las concepciones más cerradas y caciquiles de la política ni con el parlamentarismo liberal de corte decimonónico. La búsqueda de reformulaciones y alternativas de alcance partió de la derecha no liberal y muy en especial de las militancias católicas. A la muerte de Cánovas, fueron las ligas de católicos las que (ante el rápido fracaso del polaviejismo y de la Unión Conservadora) animaron todo un movimiento autocualificado de catolicismo independiente que pretendía y en buena parte lograba la convergencia de conservadores, integristas y carlistas, unidos por criterios confesionales y por sus críticas formuladas cada vez con mayor estrépito contra los vicios del sistema político liberal. Una de las principales peculiaridades de este movimiento era (quizás paradójicamente) su voluntad de generar una movilización de masas antidemocrática que contrarrestase el control populista de la izquierda. Este movimiento encontraría a partir de 1913, con la ruptura del Partido Conservador y la formulación del maurismo, un nuevo impulso y un ineludible referente político que iba a marcar y fijar límites en la formulación de la nueva derecha española durante unas dos décadas.

12.5.1. El maurismo La doctrina programática del maurismo como movimiento específico ajeno al partido conservador fue resumida por Ángel Ossorio en un famoso mitin reunido en Zaragoza en 1913, después de la llamada de Dato al poder en detrimento de Maura. Defendía aún la monarquía y el orden constitucional y de hecho su programa podía presentarse como un desarrollo de la obra de Maura (descentralización regionalizadora, política social católica, nacionalismo español interclasista). Eso sí, giraba la dirección hacia los sectores antiliberales de la derecha. Pretendía explícitamente continuar una estrecha relación con la Iglesia y la movilización de la masa neutra católica. Asumía la crítica a la esclerosis del sistema político, rechazaba el intenso protagonismo del rey en el mismo y afirmaba la necesidad de una modernización del conservadurismo. Se dirigía a las emergentes clases medias y sectores de profesionales y técnicos para romper el viejo caciquismo y la desmovilización electoral como base del sistema. El fenómeno cuajó sobre todo entre las juventudes conservadoras, que pasaron a denominarse mauristas. Muy pronto el activismo de aquellas juventudes asumió el máximo protagonismo en la calle, volcado en la contraposición propagandista y violenta con las izquierda y la defensa estridente de Maura. En esta línea, el principal di-

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rigente e ideólogo fue Antonio Goicoechea, un abogado de bufete importante, paradigma de la generación de conservadores formada bajo el liderazgo de Maura. Se unían la mística de la rebelión juvenil y la falta casi absoluta de comprensión respecto del pasado. El maurismo fue el gran anuncio de una nueva derecha española, que se autodefinía a la vez como una fuerza de vanguardia y un movimiento de masas (unas vanguardias que debían vigorizar y llevar a las masas a la actuación viril de defensa de los valores conservadores frente a la izquierda y las claudicaciones oportunistas y cobardes del conservadurismo oficial y del sistema). Fue capaz de crear un lenguaje específico que iba a usar ya toda la derecha autoritaria a partir de entonces. Ahora bien, todos estos impulsos se encontraron en buena medida limitados por la propia actuación de Maura y su entorno más implicado con la clase política del régimen, no dispuestos a romper con los esquemas del conservadurismo liberal y dispuestos a menudo al pacto gubernamentalista con la Monarquía alfonsina. Resultaron así definidas tres actuaciones básicas dentro del maurismo. Por un lado estaban el catolicismo social y algunos hombres de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas que se movían en el marco de discusiones de «democracia social», ajenos a la vieja guardia del Partido Conservador con Ángel Ossorio y el conde de Vallellano como dirigentes más destacados. En otro extremo se situaba una derecha neoconservadora, con Antonio Goicoechea y postulados explícitos de reaccionarismo social y visión autoritarista de la vida política, denuncia de la Constitución de 1876 y formuladora de una nueva «democracia conservadora», que recogía buena parte del nacionalismo integral de Charles Maurras y no dudaba en defender la existencia de dictaduras temporales. En el centro pretendieron actuar los notables más próximos a Maura y la tradición liberal-conservadora (el hijo mayor de Maura, Gabriel, Allendesalazar, etc.) dispuestos a usar el movimiento como fuerza de presión respecto del sistema y el monarca. La implicación de Maura en la dinámica gubernamental de 1918-23 frenó sin duda el desarrollo autónomo del maurismo. El final del ambicioso gobierno de concentración de 1918 puso de manifiesto la imposibilidad para Maura de encabezar un movimiento de regeneración y reformulación de la derecha y retornó de hecho a Maura a la dependencia y engranajes del aparato oficial del Partido Conservador, mediante el pacto de ciervistas y datistas. Después, el breve gobierno maurista de 1919 (con Goicoechea en Gobernación y Ossorio en Fomento) mantuvo el pacto con De la Cierva (Hacienda) y simplemente situó a Maura como representante de la extrema derecha de la Monarquía. Por último, el nuevo gobierno de emergencia conservadora de 1921, a la muerte de Dato, sancionó la división del partido al pasar los datistas a engrosar las fuerzas de Sánchez Guerra. El fracaso gubernamental de Maura puso así fin a las esperanzas de una reunificación y reconstitución del Partido Conservador efectuada desde la cultura política de la nueva derecha. Era lo que había intentado, quizás sin demasiado empuje, el maurismo de los notables. Pasaría por tanto, después de 1921, a situarse en un primer plano la división entre el maurismo de reformismo social y el maurismo más autoritarista y callejero. En las discusiones internas terminó por vencer Goicoechea: en la asamblea de junio de 1922 en el terreno de los principios aún fueron recogidas las propuestas reformistas, pero en diciembre del mismo año se consumó la división y la marcha del grupo de Ossorio fuera del partido. En aquellos momentos, desde la militancia católica la apuesta de la Democracia Cristiana y del Partido Social Popu-

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lar pareció haber alterado decisivamente el panorama de la derecha. De cualquier modo, el maurismo había ya facilitado una cierta aproximación entre la cultura proviniente del conservadurismo liberal y la derecha católica no turnista. Había logrado crear numeros puentes de diálogo y aproximación con los carlistas, el catolicismo social, el integrismo y a partir de 1919 los mellistas.

12.5.2. Los propagandistas católicos y «El Debate». El Partido Social Popular Desde la militancia católica hubo una primera gran movilización alrededor de la cuestión de la enseñanza y la cuestión religiosa ya en 1908-09 y sobre todo en 1910 contra las pretensiones laicistas y secularizadoras de la enseñanza y después contra la afirmación regalista que impulsó Canalejas respecto de las asociaciones religiosas. Adquirieron entonces un importante protagonismo La Gaceta del Norte y la Asociación Católica Nacional de Propagandistas dirigida por el jesuita Padre Ayala, que contó con la ayuda económica de José M. de Urquijo. Su papel en las campañas del verano de 1910 y la frustrada concentración católica en Bilbao fue determinante. Se configuró así una opción de militancia católica abocada a la actuación política abierta y de masa algo distinta de las actuaciones tradicionalistas de El Siglo Futuro o de El Correo Español y el catolicismo independiente de El Universo, lanzadas desde Madrid. Aquel primer éxito favoreció para adquirir una mayor presencia española la compra a finales de octubre de El Debate que habían fundado en Madrid el sacerdote Basilio Álvarez, el publicista Luis Antón de Olmet y Guillermo de Rivas como gerente el 1 de octubre de 1910. El periódico fue puesto bajo las manos de la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas, con Ángel Herrera Oria, un joven abogado del Estado por aquel entonces, como director, acompañado de Rafael Rotllan y Gerardo Requejo. El Debate pronto fue una tribuna de diálogo para la discusión de las formas de impulsar un activismo político de los católicos y asegurar una presencia política del catolicismo en España. Sus tiradas marcan una clara línea ascendente, con ediciones diarias de mañana y tarde: 4.000 ejemplares en 1911, 20.000 en 1913, 40-50.000 en 1916, unos 70-150.000 en 1920, 150.000 en 1922. Una buena muestra de los políticos y publicistas de la nueva derecha, algunos con claro protagonismo futuro, colaboraron en aquel diario. El salto en influencia y tirajes se produjo en los años de la guerra europea, cuando al lado de una redacción renovada (entraron entre otros: José Ortega y Munilla, Joaquín Arrarás, Alejandro Pérez Lugín, Victor Ruiz Albéniz —el «Tebib Arrumí»), regularmente escribían Armando Guerra (Francisco Martín Llorente, comandante de Estado Mayor), Antonio Ballesteros Baretta, José Calvo Sotelo, Julián Juderías, Vicente Gay, Cirici Ventalló, Carlos Luis de Cuenca, «Eugenio» (el sacerdote Manuel Graña), Felix de Llanos y Torriglia, etc. Colaboradores de primera hora, provenientes del catolicismo social, eran Salvador Minguijón, Ángel Ossorio, Antonio Monedero y Severino Aznar, Maximiano Arboleya. Poco después, se incorporarían, entre muchos otros, José María Gil Robles, Pedro Gómez Aparicio, José Larraz, Ramón Oyarzun, Miguel Sánchez Izquierdo, el marqués de Lozoya, junto a los sacerdotes P. Ruiz Amado (jesuita) o el canónigo Daniel García Hughes, etc. El periódico pronto cualificó las crisis políticas existentes como crisis no ya del sistema turnista sino más profundamente como una crisis constitucional. En un prin-

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cipio, sin embargo, su activismo militante continuó casi exclusivamente encerrado en la temática de la cuestión religiosa y la famosa y vieja polémica alrededor del artículo 11 de la Constitución de 1876. Se renovaron en especial las movilizaciones en 1913 contra la política de enseñanza del Gobierno Romanones. La novedad provenía de su insistencia en defender la formulación de programas mínimos para la unión de los católicos. Significativamente, las propuestas de «unión de católicos» pasaron a ser propuestas de «unión de las derechas» a raiz de la ruptura del Partido Conservador de 1913 entre Dato y Maura. El Debate se mantuvo cercano a Maura y el maurismo y fue entonces cuando se abrió a un programa general de renovación de la derecha que superase la estricta cuestión religiosa. El discurso de Maura en el Teatro Real de Madrid el 21 de abril de 1915, en el momento de un Eduardo Dato e Iradier (La Coruña, 1857 -Madrid, 1921). En 1913 la corona le encargó la formamáximo prestigio entre los grupos católición de un nuevo gobierno tras la caída del gabicos, fijó sin embargo los límites del acernete del conde de Romanones camiento entre unos y otros, al no aceptar Maura la confesionalidad del movimiento ni las críticas radicales a la Constitución de 1876. El Debate y Ángel Herrera parecieron conformarse y sólo pedían a Maura que el cumplimiento de la Constitución y la acción de gobierno estuviesen presididos por el sentimiento religioso y monárquico. La crisis de 1917 reportó al final un nuevo cambio importante al situar en un primer plano la cuestión obrera. Inicialmente las simpatías respecto de las Juntas de Defensa fueron claras e incluso respecto de las críticas al turnismo y el dinastismo. En el caso de Cambó pronto llegaron las reticencias: su intervención destacada en la Asamblea de Parlamentarios al lado de la izquierda (recordemos que los mauristas negaron claramente su apoyo) se entendió como un simple aprovechamiento de la crisis del sistema con la intención de obtener beneficios regionalistas. A continuación, la situación de agosto/septiembre convirtió la cuestión social en el tema de debate central. Ahora llegó, en el seno de la nueva derecha y el mundo de los propagandistas de El Debate, la discusión sobre el sindicalismo de inspiración católica. En conjunto, se abandonaron las tesis más viejas sobre el sindicalismo mixto (que habían defendido encarnizadamente los jesuitas y el marqués de Comillas) y la alternativa se centró entre un sindicalismo confesional con presencia destacada de sacerdotes y consiliarios (Severino Aznar y Maximiliano Arboleya) y un sindicalismo «libre» que pretendía aceptar cualquier obrero con independencia de su mayor o menor religiosidad (modelo impulsado especialmente por los dominicos padres Gafo y Gerard).

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El debate sindicalista no era sólo teórico. Por primera vez los católicos habían contado, ayudados sin duda por la patronal como alternativa amarilla a la UGT y otras opciones de izquierda, con una presencia significativa en algunos sectores obreros importantes (en ferrocarriles y las minas). Estaban consiguiendo, además, una importante hegemonía en amplias realidades agrarias castellanas a través de la Confederación Obrera Nacional Católico Agraria que había reunido los sindicatos agrarios creados al amparo de la legislación impulsada por Maura en 1907. Antonio Monedero, uno de los propagandistas, era el secretario de la CONCA. A partir de este conjunto de impulsos, fue cuajando la idea de crear un partido político de los católicos —como había desde siempre querido El Debate. Las experiencias europeas (Alemania, Holanda, Bélgica) y muy en especial la italiana fueron determinantes. El papa Benedicto XV había anulado el famoso Non Expedit del Vaticano en relación a los católicos y ello había permitido al abate Dom Sturzo crear en 1919 el Partito Popolare Italiano, que obtuvo de inmediato un espectacular éxito electoral al reunir en las elecciones de noviembre, a los pocos meses de la fundación, 100 diputados. En España los principales impulsores serían los propagandistas y El Debate junto con otros sectores provenientes fundamentalmente del catolicismo social, que habían impulsado la formación de un Grupo de Democracia Cristiana (Arboleya y Severino Aznar) considerado en principio apartidista en noviembre de 1918 y lanzado un primer manifiesto el 23 de julio de 1919. En este punto, la unidad doctrinaria y de programa social resultaba mucho más fácil que no la unidad sobre un programa político. No se trataba sólo de la forzosa competencia respecto del Partido Conservador sino que necesariamente un hipotético nuevo partido de confesionalidad católica venía a enterrar el maurismo y el tradicionalismo carlista. La promoción del nuevo partido prosiguió, favorecida por las cesiones de los gobiernos conservadores de Dato y Sánchez Toca ante la presión sindicalista de 1919 y del fracaso subsiguiente del Gobierno Maura de 1921. Además, a pesar de la clara oposición de Antonio Goicoechea, el proyecto también resultó favorecido por el alejamiento de Mella, Minguijón y Víctor Pradera respecto de don Jaime y el jaimismo que en 1919 se declaró aliadófilo. Al final, después de haber lanzado un programa político social redactado por Ossorio, Aznar y Herrera en junio de 1922, iba a celebrarse en Madrid la Asamblea Constituyente del que se llamó finalmente Partido Social Popular los días 15-20 de diciembre de 1922. En el nuevo partido se incorporaron el llamado grupo de Zaragoza, que ya reunía gente de la Democracia Cristiana como Inocencio Jiménez, el catedrático tradicionalista Salvador Minguijón, el maurista Genaro Pozo, etc., al lado de un buen núcleo del maurismo dicho de izquierdas (Ángel Ossorio, conde de VaUellano, Leopoldo Calvo Sotelo), de tradicionalistas (Víctor Pradera, Ricardo Oreja), del sindicalismo católico (Luis Díaz del Corral, Francisco Barrachina) y, claro está, el importante núcleo de El Debate y los propagandistas, con Pedro Gómez Aparicio, José Larraz, José M. Gil Robles, Fuentes Pila, Sancho Izquierdo, Alvar Lide, etc. El nuevo partido resolvió la siempre difícil cuestión de la confesionalidad del partido mediante una peculiar fórmula inspirada en el PPI y formulada por Fuentes Pila, Gil Robles, Marina, Sancho Izquierdo, etc.: «El Partido se ajustará a las enseñanzas de la Iglesia y se inspirará en la doctrina del catolicismo social», fijando al mismo tiempo la autonomía orgánica respecto de la Iglesia pero la subordinación del partido respecto de los fines de la misma. Significaba el final de un largo proceso y pareció ser el producto de la renovación de la derecha, que dejaba atrás los viejos paráme-

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tros del conservadurismo liberal decimonónico y canovista. Comportaba, y es importante no olvidarlo, un rechazo del parlamentarismo de raíz liberal en nombre de doctrinas corporativistas y antiliberales, tanto en en el terreno político como el social, y de ahí su opción por el llamado reformismo católico social, tambien corporativista. Los acontecimientos, sin una presencia electoral en las elecciones de abril de 1923, impidieron constatar su hipotético desarrollo, aunque sus hombres serían destacados inspiradores del movimiento de la Unión Popular primorriverista y posteriormente constituirían uno de los puntales de la CEDA de los años 30.

12.5.3. La radicalización de la derecha y los grupos paramilitares y parafascistas La crisis revolucionaria abierta por el desenlace de la guerra y la revolución rusa de octubre reportó un claro giro autoritario de las gentes de orden, temerosas ante la perspectiva más o menos entreabierta de una victoria de la revolución obrera y en todo caso asustadas ante los comportamientos y presiones de la izquierda obrera. En aquella situación, las dificultades y la crisis del parlamentarismo liberal favorecieron en todas partes deseos y apoyos al restablecimiento del orden y la jerarquía social fuese con maneras autoritarias y dictatoriales, con mano dura, y, entre tanto, grupos patronales y miembros de los sectores respetables auspiciaron la creación de ligas de ciudadanos y uniones cívicas que pretendían la autodefensa directa ante las huelgas o las presiones de la izquierda, al margen de los mecanismos estatales considerados lentos y llenos de subterfugios legales y permisividades. En España esta situación tuvo uno de sus principales focos en Barcelona, pero el tema afectó en general a las principales ciudades con problemática obrera significativa. Se produjo así un notable distanciamiento de las clases conservadoras respecto de los gobiernos de Dato y Sánchez de Toca que parecían inclinados a buscar e imponer salidas negociadas en la conflictividad social de 1919-1920. Muy en especial las organizaciones patronales animaron las protestas antigubernamentales y las salidas antiparlamentaristas. Hubo en esta dirección sin embargo diversas actuaciones que conviene no confundir. Por un lado, en una operación que parecía contar con el beneplácito generalizado de las gentes de orden y del Ejército, incluso de buena parte de la clase política, se creó en Cataluña el Somatén, y en Madrid la Unión Ciudadana y la Unión Cívica (ésta quizás con una composición más cercana a las clases medias y la pequeña burguesía). Se trataba en un caso y otro de la creación de grupos de ciudadanos respectables armados que se comprometían a salvaguardar el orden y ayudar las autoridades ante las situaciones huelguísticas o de desorden revolucionario. Estas uniones fueron aplaudidas por elementos de la nueva derecha como es el caso, en especial, de Goicoechea, que se felicitaba de «la existencia de una masa civil de clase media que no quería ya ser un instrumento pasivo en manos de los políticos, ni un conglomerado inerte dispuesto resignadamente a ser triturado antre la soberbia de los de arriba y el odio de los de abajo». Buena parte del maurismo se implicó en estas nuevas milicias urbanas. Existieron otros caminos e instancias antirrevolucionarias alimentadas por la derecha y la patronal: desde el sindicalismo católico, que justamente en estos momentos alcanzó una importancia cierta como veremos, hasta el sindicalismo libre de Barcelona, éste mucho más próximo a las actuaciones «viriles» proclamadas por determi-

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nados sectores de la nueva derecha. Se trataba de encontrar un sindicalismo adecuado que disputase a la izquierda revolucionaria la dirección del movimiento obrero. Todo ello sin mencionar aquí la ayuda e impulso a grupos pistoleros, provocadores y confidentes contra los cuadros y dirigentes sindicales de la izquierda. En este contexto algunos grupos (provenientes del maurismo, el carlismo y también del españolismo cuartelario de los militares) se autoatribuyeron un papel de vanguardia antirrevolucionaria y empezaron a formular nuevas organizaciones políticas a caballo entre los partidos de masas y las formaciones paramilitares, que debían actuar en la calle con violencia ante la agitación de la izquierda. De ahí surgieron en Barcelona los dirigentes del Sindicalismo Libre y, de los militares y la protesta contra la campaña de autonomía de 1918-19, la Liga Españolista. El triunfo de Mussolini en Italia exaltó a los ultras conservadores en España, aunque pocos sabían qué significaba y cuáles eran las características del fascismo. Con cierto mimetismo superficial, la Unión Ciudadana de Madrid nombró socio de honor a Mussolini y La Acción, el órgano maurista, a partir de octubre de 1922, pretendió explicar las doctrinas mussolinianas, al tiempo que instaba al rey y los militares a que corrigieran el rumbo del Estado y establecieran un nuevo sistema político. El mismo Delgado Barreto en diciembre de 1922 lanzaría La Camisa Negra, un solo número. Por aquel entonces, un grupo de mauristas con el apoyo de la patronal intentó formar una Legión Nacional reuniendo a ex-combatientes de Marruecos. Por su parte, en Barcelona, un grupo de oficiales crearía la primavera de 1923 La Traza, también con ecos fascistizantes. Todas estas manifestaciones paramilitares y fascistizantes no alcanzaron un desarrollo significativo y estuvieron lejos de constituir ninguna opción operativa ni atractiva para las organizaciones patronales importantes y la generalidad de las clases conservadoras. Éstas sin duda continuaban confiando en la presión antirrevolucionaria que podía ejercer el Estado y muy destacadamente el Ejército, las uniones cívicas, el sindicalismo antirrevolucionario y si era el caso las bandas pistoleras. Por el camino, y aquí sí se estaban produciendo cambios muy importantes dentro de la cultura política de la derecha, no dudaban en arrinconar el viejo parlamentarismo liberal decimonónico y sus políticos más profesionales, dispuestos a fijar sus esperanzas en una salida dictatorial y extraordinaria a la situación.

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CAPÍTULO XIII

Sin política y sin conflicto: el intento de la Dictadura de Primo de Rivera La pequeña historia del golpe es bastante conocida. Primero hubo el «cuadrilátero» creado durante la primavera de 1923 en Madrid alrededor del general de caballería José Cavalcanti, cincuenta y dos años y veterano de Cuba, con otros tres generales de infantería más jóvenes, Leopoldo de Saro Martín, Antonio Dabán Vallejo (el hijo del general Luis Dabán, uno de los pronunciados en Sagunto en 1874) y Federico Berenguer Fusté (hermano del que fuera alto comisario de Marruecos en 1921 Dámaso Berenguer). Todos ellos aparecían disgustados con la política gubernamental en Marruecos y especialmente contra las críticas de los políticos al Ejército. Cercanos a los círculos de palacio, creían que si aglutinaban la opinión militar contarían con el apoyo del rey para formar un gobierno capaz y enérgico. Pensaron en el teniente general más antiguo después de Weyler, Francisco Aguilera Egea (que presidía el Consejo Supremo de Guerra y Marina). En medio de un ambiente de enfrentamientos con el gobierno, Aguilera fue incapaz de reaccionar ante la bofetada que le propinó en público en los pasillos del Senado el ministro de Justicia, el conservador José Sánchez Guerra. La anécdota le reportó un gran desprestigio entre los militares (dado que no había actuado de forma varonil ante la ofensa) y su renuncia a encabezar ningún golpe. Llegó entonces la hora de Miguel Primo de Rivera. Primo de Rivera era miembro de una familia de generales de la aristocracia jerezana. Capitán general de Valencia en 1921, de Madrid en 1922 y finalmente de Cataluña, nombrado en otoño del mismo 1922, era claramente partidario de la mano dura contra el sindicalismo obrero. Sin embargo, había mantenido posiciones abandonistas en el tema de Marruecos y no podía ser considerado un militar africanista. Llegó a Barcelona con 52 años y viudo. No le hacía ascos al cante, el vino y las mujeres. Fue adulado por todos aquellos (eran muchos y entre ellos los principales dirigentes de la Lliga y el Somatén) que añoraban Milans del Bosch y Martínez Anido. En junio de 1923 fue a Madrid para pedir, sin éxito, la proclamación de estado de guerra en Barcelona contra el sindicalismo. Enfrentado así cada vez mas ante el gobierno de concentración liberal de Manuel García Prieto (que mantenía una política negociadora tanto en Marruecos como en Barcelona, y estaba revitalizando la investigación sobre el Ejército), Primo de Rivera se lanzó abiertamente y sin demasiados disimulos a la conspiración. Pudo contrarrestar su imagen abandonista respecto de Marruecos al lanzar una dura carta de protesta al jefe de gobierno contra su política marroquí y la debilidad

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ante unos soldados de Málaga amotinados opuestos al embarque de tropas que habían matado a un sargento. Fue entonces cuando el cuadrilátero madrileño ofreció el mando a Primo de Rivera (se entrevistaron el 7 de septiembre) de un movimiento que debía salvar la Monarquía y acabar con los políticos profesionales. En Barcelona, Primo se atrajo a los generales Barrera y López Ochoa, así como Sanjurjo (destinado en Zaragoza después de su destitución en la jefatura de Melilla el 1922). Llegaron así a la prensa rumores de un golpe para el día 15: tres días antes de la fecha prevista para que librara su informe sobre Marruecos la segunda comisión parlamentaria sobre responsabilidades. Muchos lo tomaron como una serpiente de verano y uno más de los rumores reiterados desde el bofetón al general Aguilera. Los preparativos distaban de ser del todo exitosos, especialmente en Madrid Pero la indecisión del gobierno, influida por la proximidad de los conspiradores con el rey, facilitaría el triunfo del golpe. Primo, llegada la media noche del día 12, declaró el estado de guerra en Barcelona y sacó la tropa a la calle. A las dos de la madrugada del dia 13 convocó a la prensa y les dio una copia de un manifiesto dirigido Al país y al ejército españoles. Anunciaba la formación de un Directorio Inspector Militar en Madrid «encargado de mantener el orden público y asegurar el funcionamiento normal de los ministerios... requiriendo al país para que en breve plazo nos ofrezca hombres rectos, sabios, laboriosos y probos que puedan constituir ministerio a nuestro amparo» para resolver los problemas del terrorismo, la propaganda subversiva, la impiedad, la agitación separatista, la inflación, el desorden, la explotación política de las responsabilidades. Atacaba directamente a Santiago Alba y su política financiera librecambista, afirmaba actuar en nombre de España y el rey y prometía la creación de un Gran Somatén Español. Las muchas dificultades que encontró el gobierno para reducir y sustituir a Primo de Rivera en Barcelona, la extensión del estado de guerra a Zaragoza y Huesca y la presión del cuadrilátero en Madrid crearon una situación de espera, indecisa. Las organizaciones obreras (CNT, UGT) protestaron débilmente, con algún conato de huelga general en Madrid y Bilbao; en Barcelona la CNT cerró sus locales. Don Alfonso XIII, por su parte, después de enviar a Milans del Bosch que era entonces el jefe de su Casa Militar, no llegó a Madrid hasta el día 14 a las 9 de la mañana. Se entrevistó con García Prieto que le pidió la destitución de los capitanes generales de Barcelona y Zaragoza y la reapertura de las Cortes el día 17 como estaba previsto. Alfonso XIII se reservó el derecho a hacer consultas y, tras la consiguiente dimisión de García Prieto, terminó por llamar a Primo de Rivera para formar nuevo gobierno. El día 15, Alfonso XIII mediante Real Decreto le confería el cargo de «presidente del Directorio Militar encargado de la gobernación del Estado». El golpe había surgido de las situaciones derivadas por un lado del desastre de Annual y por el otro del conflicto social abierto en Barcelona. Primo había logrado aunar ambos impulsos.El análisis historiográfico de la Dictadura ha sido y es especialmente controvertido. Las discusiones han girado alrededor de temas de alcance como el del carácter más o menos fascista del régimen que pretendió construir Primo de Rivera y el de las causas del pronunciamiento. En este punto algunos apuntan a su inevitabilidad dada la crisis del parlamentarismo liberal, en periodo de excepcionalidad continuada a partir de los años de la guerra mundial (en contra de la opinión que ve en el golpe militar justamente el intento de frenar la revitalización parlamentarista iniciada por el Gobierno de García Prieto). En este contexto se acentua más o menos la incidencia en la crisis de la intervención del monarca y su impli

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cación en las responsabilidades del desastre de Annual a través de las estrechas relaciones que mantenía con los militares, así como la de la irresuelta problemática profesional del Ejército o, en fin, la decisiva influencia de la situación catalana, en especial de la burguesía y los hombres de la Lliga Regionalista. El carácter más o menos fascista de la Dictadura fue ya planteado por algunos de sus protagonistas, aunque ha sido discutido muy rotundamente por buena parte de la historiografía actual. Algunos elementos «fascistas» parecen arrancar de los primeros tiempos y se encuentran quizás en las explicaciones y comentarios sobre el viaje de Primo y el rey a Italia. En aquella ocasión la grandilocuencia discursiva del dictador le hizo presentar el Somatén como un «fascio» español (discurso de 21 de noviembre de 1923). Ahora bien ni los somatenistas fueron ninguna milicia armada para la toma del poder (como los fascios italianos habían conseguido en el caso de Mussolini) ni el espíritu conservador y maduro del Somatén puede compararse con la subcultura de la violencia joven de las escuadras de acción mussolinianas. El Somatén se entreveía como un reaseguro a posteriori de un régimen cimentado previamente sobre el aparato burocrático de las Fuerzas Armadas y tenía muy poco que ver con las camisas negras. Existe además otra profunda diferencia respecto de Italia: mientras Primo de Rivera y su régimen fueron incapaces de romper el monarquismo, el fascismo italiano impuso la soberanía y totalización del Estado. En conjunto actualmente se tiende a destacar (con matices e intensidades distintas) la correspondencia del intento de Primo de Rivera con los regímenes de dictaduras militares y autoritarias de entreguerras en Europa. Deberíamos añadir la importancia e impacto, en el caso español, de un substrato de catolicismo político social y maurista que el discurso primorriverista iba a hacer suyo. También, la incidencia en la articulación de una conciencia e ideología nacionalista y españolista. En cualquier caso, el advenimiento de la Dictadura de Primo no sorprendió. Era una más. desde Portugal a Lituania, desde Italia a Polonia, pasando por Grecia o Hungría marcaban en aquellos años 20 la crisis del liberalismo de posguerra y el auge de regímenes autoritarios y tan sólo tres meses antes un sangriento golpe militar había segado la vida del jefe del gobierno búlgaro, Stamboliiski. De forma paralela se ha puesto también énfasis en los múltiples apoyos de la opinión al golpe el 13 de septiembre de 1923 y se ha visto una de sus razones en las demandas regeneracionistas de buena parte de los profesionales y clases medias españolas del momento. En este sentido Primo habría tenido una visión de las causas de los males de España muy elemental y extendida en la sociedad española de la época. Se trataba de liberar al país de la «vieja política» y de los «viejos políticos» destruyendo todo el aparato viciado de la Restauración, acumular el poder en manos de unas pocas y decididas personas y que éstas resueltamente enfrentaran los grandes problemas que la sociedad española padecía. Era una versión particular, cuidadosamente manipulada, de la teoría del «cirujano de hierro» que había lanzado Joaquín Costa a principios del siglo. Lo marcaba el manifiesto del 13 de septiembre de 1923 cuando hablaba de liberar España de los «profesionales de la política» e inisistía en el «cuadro de desdicha e inmoralidades que empezaron el año 98». Conforme el elemental pensamiento regeneracionista de Primo y muchos militais, el objetivo a destruir era el caciquismo que anidaba en todos los escalones de la vida del país (local, administración central, sistema judicial, partidos políticos). Pero el caciquismo, lejos de ser considerado el fruto de unas determinadas estructuras socioeconómicas y de un determinado nivel de desmovilización popular, se entendía

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el hijo exclusivo de la vieja organización política y del centralismo absorbente de una vieja y obsoleta clase política. De algún modo los diversos regeneracionismos abiertos en 1898 (que clamaban contra el atraso material y cultural de la sociedad española y ansiaban acercar España a los patrones europeos) habían buscado un cambio político. Muchos, incluida la propia clase política del sistema, eran conscientes que había que asumir el reto de la ampliación de la base social del sistema político. En una dirección, algunos negaban la efectividad del parlamentarismo y denunciaban el funcionamiento del régimen liberal ochocentista de partidos. Podían denunciar el burocratismo y demandar un «cirujano de hierro» que efectuase en un sentido conservador y autoritario una política de reformas. Los mismos mauristas planteaban en este sentido la necesidad de «superar» el régimen liberal. Otros, más respetuosos con el parlamentarismo liberal, pretendían una regeneración del mismo basada en una democratización y un cambio en la relación de fuerzas internas del sistema. De hecho, unos y otros pretendían una cierta movilización de las masas ante el hundimiento del viejo caciquismo canovista fuese con postulados de derecha o más de izquierda, una movilización evidentemente controlada y bien dirigida en un caso y otro. El problema fue que la crisis de la guerra mundial iba a provocar un gran miedo de la burguesía ante la revolución, cuando muchos creían asistir a la caída de su mundo, el mundo de antes de la guerra. Ello frenó sin duda las viejas veleidades movilizadoras, especialmente en la medida que se hacían cada vez más visibles opciones obreras socialistas y anarcosindicalistas. En esta dirección, el advenimiento de la Dictadura no era sólo el producto de la descomposición del viejo parlamentarismo liberal, era la expresión de una crisis profunda del estado liberal burgués incapaz de asumir unos conflictos sociales especialmente radicalizados.

13.1. UN RÉGIMEN DE MILITARES Y HOMBRES NUEVOS. EL DIRECTORIO MILITAR El nuevo régimen iba a caracterizarse de inmediato por la ocupación militar de toda la estructura del Estado, con el objetivo declarado de descuajar la vieja política y las viejas estructuras. La idea inicial de Primo de Rivera era la de promover un paréntesis corto, destruir «las lacras de la vieja política» y esperar que surgieran unos hombres «sanos».

13.1.1. La «destrucción de lo viejo»: el Ejército ocupa el Estado (septiembre de 1923 - abril de 1924) Un RD de 15 de septiembre de 1923 creaba un Directorio Militar: el poder estaba en manos del presidente (Primo de Rivera) y sin ministerios tenía todas las atribuciones de un «gobierno en conjunto». El único que podía proponer decretos para la sanción real era Primo (como «ministro único»). El resto de miembros del Directorio eran vocales: un general de brigada o asimilado por cada una de las regiones de la Península y un contralmirante de la Armada. Fueron: Adolfo Vallespinosa, Luis Hermosa y Kith, Luis Navarro y Alonso de Celada, Dalmiro Rodríguez y Padré, Anto-

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nio Mayandía y Gómez, Francisco Gómez-Jordana y Souza, Francisco Ruiz del Portal, Mario Musiera y Planes y el contralmirante marqués de Magaz, con representación de todas las armas. Se suprimían incluso las anteriores subsecretarías, excepto en el caso de Estado (continuó Espinosa de los Monteros) y Guerra (Bermúdez de Castro); una semana más tarde se reponían las de Marina (Iboleón) y muy notablemente la de Gobernación, que pasó a ocupar Martínez Anido (RD de 22 de septiembre de 1923). El esquema se completaba mediante la proclamación del estado de guerra, que estuvo vigente desde la tarde del 14 de septiembre de 1923 y hasta el 16 de marzo de 1925 (formalmente y en su conjunto la Constitución de 1876 no fue derogada) e implicaba en especial la previa censura de todo impreso (ampliada a la censura telefónica y telegráfica en enero de 1924). Se suspendieron también las garantías constitucionales sobre las detenciones y los registros domiciliarios, libertades de expresión, reunión, asociación. El mismo 15 de septiembre se declararon disueltos el Congreso de Diputados y la parte electiva del Senado. Inicialmente continuaron activos los presidentes Melquíades Álvarez (del Congreso) y Romanones (del Senado). De todas formas cuando éstos fueron a ver al rey para recordarle (conforme al artículo 32 de la Constitución) la obligación de reunión de las cortes a los tres meses de disueltas las anteriores, Primo les cesó en sus funciones. Tras unos primeros meses dedicados a temas de orden público y el desmantelamiento del antiguo orden político y tras el viaje a Italia en noviembre, se produjo una clara inflexión en aquellos primarios intentos de paréntesis breve. Se inició entonces en realidad la verdadera organización del Directorio reorganizado por un Decreto Ley el 21 de diciembre de 1923. El poder ejecutivo quedaba igual (reafirmando el carácter impersonal y de conjunto del gobierno —sin ministerios— y la reserva de las decisiones y responsabilidad por completo al presidente). Pero ahora se organizaban las secretarías de los distintos vocales y se volvía a la generalización de las subsecretarías (que implicaban de hecho la reconstitución de los ministerios), con atribuciones completas en los asuntos de trámite y despacho con el presidente o el vocal en los casos de envergadura. Los subsecretarios podrían además acudir a las reuniones del Directorio, previo permiso del presidente, para informar o colaborar. El desmantelamiento de la administración anterior había empezado con la supresión de los cargos de ministro y subsecretario (pasando a encabezar los Ministerios «el funcionario de mayor categoría y antigüedad»). Pero la poca efectividad de la medida obligó a reencontrar los subsecretarios, ahora dependientes directamente del presidente del Directorio. Más adelante, al constituirse el Directorio Civil en diciembre de 1925 y restablecerse los ministerios, volvería a suprimirse el cargo de subsecretario. La nueva estructura del régimen se completaba mediante la ocupación de los gobiernos civiles por los gobernadores militares (RD de 15 de septiembre de 1923) y la creación de unos delegados gubernativos, también militares y dependientes de los gobernadores, en las cabezas de los partidos judiciales (RD de 20 de octubre de 1923). Estos delegados gubernativos tenían a su cargo el control de los ayuntamientos. Este gobierno de las provincias ejercido por los militares iba a prolongarse hasta el 5 de abril de 1924, cuando se anunció el propósito de ir incorporando a dichos cargos a elementos civiles. La medida había permitido a Primo eliminar de golpe en el enlace entre la administración central y la provincial y local a todos los políticos liberales sin necesidad de buscar sustitutos (difícil ya que Primo no tenía una organización de apoyo).

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Los nuevos gobernadores dispusieron de un poder ilimitado en el nivel provincial, con intervenciones en Ayuntamientos y Diputaciones y sólo sometidos a la autoridad de Primo y Martínez Anido. El RD del 30 de septiembre de 1923 cesaba en sus funciones a todos los concejales a sustituir por los vocales asociados bajo la presidencia e intervención de la autoridad militar. El alcalde se elegiría en votación secreta entre los asociados que tuviesen título profesional o industria y en su defecto los mayores contribuyentes. El gobierno podía nombrar directamente los alcaldes de más de 100.000 habitantes. Este automatismo era también producto de la carencia de instrumentos políticos propios. Los «vocales asociados» (según la Ley Municipal de 2 de octubre de 1877), en igual número que los concejales, provenían de un sorteo entre contribuyentes clasificados por categorías contributivas. Su papel inicial era, en los plenos, la aprobación de los presupuestos, el establecimiento de arbritios y revisión de las cuentas de los Ayuntamientos. A notar que aquellos asociados estaban estrechamente vinculados a la situación anterior y, como denunciaba la prensa de la época (por ejemplo, El Sol en octubre de 1923), constituían la «base oculta del caciquismo rural». Así el teórico combate contra el caciquismo recayó (con órdenes expresas de 9 de octubre de 1923) en los gobernadores que procedieron a la inspección general, económica, de los Ayuntamientos. La principal fuente informativa fueron las denuncias anónimas aprobadas y alimentadas por el Directorio (con el riesgo de las venganzas personales). La ola depuradora (de octubre-diciembre de 1923) reportó visitas de inspección a 815 Ayuntamientos, se detectaron irregularidades en 379, se incoaron 109 sumarios y fueron destituidos 152 secretarios. De todas formas, hay que tener en cuenta que no fueron atacados los grandes caciques sino los concejales y alcaldes, los intermediarios, y, por otra parte, los castigos reportaron sólo multas y destituciones; los encarcelamientos fueron de poca duración. La modificación de los Ayuntamientos no se completó hasta enero de 1924, cuando empezaron a actuar realmente los nuevos delegados gubernativos. Éstos debían ser jefes o capitanes del Ejército y debían informar de las deficiencias de los Ayuntamientos de su jurisdicción (el partido judicial). Tenían una doble misión: vigilar y controlar los nuevos Ayuntamientos que habían sido puestos en manos de los vocales asociados; impulsar una nueva política y un nuevo orden. Respondían a las máximas teóricas de Primo en los primeros meses: lucha anticaciquil y regeneración de la vida pública. De pasada terminaban de asegurar el control militarizado de la administración llegando al escalón local. Por otra parte y de forma indirecta el nombramiento de aquellos nuevos delegados gubernativos permitía aliviar la saturación de oficiales en el Ejército y ahora la administración local pasaba a hacerse cargo de su vivienda, las dietas de viaje, los gastos de representación, etc. Con la efectiva puesta en marcha de los delegados gubernativos el régimen inicio la formación de una nueva administración adicta. Ya no se trataría tanto de perseguir en general el caciquismo sino a los no afectos al régimen. En este sentido, las persecuciones contra los cacicatos de Santiago Alba en Valladolid, Niceto Alcalá-Zamora en Córdoba o Manuel Burgos Mazo en Huelva, enemigos notables de la Dictadura, contrastarían con el acomodamiento oficial ante los ciervistas en Murcia, los Yanguas y Saro en Jaen, etc. Aquellos delegados fueron así el eje a través del cual se enlazaba la obra «destructiva» con la «constructiva» y se levantaría una administración local adicta (especialmente a partir de abril de 1924). El asalto a las diputaciones provinciales llegó una vez realizadas las sustituciones de los Ayuntamientos. El 13 de enero de 1924 se publicó la disolución de las Dipu-

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taciones (excepto las del País Vasco y Navarra). Se encomendaba a los gobernadores la designación de unos nuevos diputados provinciales interinos (en igual número a los cesados) a escoger entre mayores de 25 años con título profesional, mayores contribuyentes o cargos directivos en corporaciones culturales, industriales y profesionales. En este caso no existía ya una voluntad inspectora y «anticaciquil» ni un papel claramente director de los militares, como había sucedido en el caso de los Ayuntamientos. El tema tuvo, eso sí, una especial significación política en casos como el de Cataluña, porque significaba negar espacio institucional no ya a los partidos tradicionales, dinásticos, sino a los regionalistas y nacionalistas republicanos que constituían una mayoría clara en la Mancomunidad, que reunía las cuatro diputaciones catalanas. El enfrentamiento del régimen con la Lliga Regionalista, uno de los puntales del golpe en septiembre, se había iniciado ya en diciembre de 1923 ante unas primeras medidas represoras de los símbolos y la coetaneidad catalanistas (en especial la lengua). Pero la disolución de las Diputaciones de enero de 1924 lo convirtió en irreversible en tanto que las Diputaciones catalanas y los Ayuntamientos pasaban a manos de los representantes del españolismo más rancio. Los grandes nombres de la Dictadura en Cataluña provenían de la Unión Monárquica Nacional: Milà i Camps, nuevo presidente de la Diputación de Barcelona en sustitución de Puig i Cadafalch; el barón de Viver, nuevo alcalde de Barcelona; o el mismo Eduardo Aunós, que había crecido al lado de Cambó como secretario, pero que en 1923 era ya de la UMN.

13.1.2. La depuración y reorganización de la justicia Según la literatura regeneracionista, la justicia era uno de los pilares básicos del caciquismo y se encontraba inmersa en la corrupción y el sometimiento al poder político. El discurso inicial de Primo pretendió «a la par que la depuración de los funcionarios judiciales (...) la independencia de ellos, en relación con los poderes públicos» (según rezaba la exposición de motivos del RD de 20 de octubre de 1923 que creaba la Junta Organizadora del Poder Judicial). La primera medida había sido la suspensión del funcionamiento del Tribunal del Jurado (21 de septiembre de 1923). Después vino la creación de una Junta Inspectora del Personal Judicial (RD 2 de octubre de 1923), con voluntad depuradora, en manos de 3 magistrados del Tribunal Supremo y un secretario magistrado sin voto, que debía revisar todos los expedientes de los últimos 5 años abiertos contra jueces y magistrados y resolver en un tiempo máximo de tres meses. Su obra fue muy limitada, al no poder iniciar expedientes nuevos y estar en realidad en manos de magistrados muy vinculados a la situación anterior. Dictó (31 de diciembre de 1923) 15 destituciones, 2 traslados a rangos inferiores, 8 traslados en rangos equivalentes, 11 postergaciones de ascenso y algunos correctivos menores sobre un total de 1.055 jueces (según que explicaría El Sol, 6 de enero de 1924). La nueva Junta Organizadora del Poder Judicial, creada por RD de 23 de octubre de 1923, debía facilitar la «independencia» de los jueces. Elegida por votación de los propios jueces en cada categoría (dos magistrados del Tribunal Supremo, uno de la Audiencia Territorial, otro de la Provincial y un juez de Primera Instancia), tenía plenas atribuciones sobre las propuestas de nombramiento, ascensos, traslados y permutas. La Junta actuó efectivamente hasta que, al constituirse el Directorio Civil en diciembre de 1925, sus funciones pasaron al Ministerio de Gracia y Justicia (que enca-

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bezó Galo Ponte). De todas formas, la autonomía concedida a la Magistratura fue sólo teórica. Fueron sonados los enfrentamientos de la misma con el Directorio y en especial el propio Primo de Rivera, quien siempre se impuso. Fueron paradigmáticos casos como el del escándalo de «la Caoba» que reportó en febrero de 1924 la destitución de un juez —Prendes Pando— y la dimisión del presidente del Tribunal Supremo —Buenaventura Muñoz— por dictar el procesamiento de una cantante protegida de Primo. Otro juez, Pedro Navarro, fue trasladado al encarcelar a dos aristócratas afamados (el marqués de Aldana y el conde de los Gaitanes) implicados en la quiebra del Crédito de la Unión Minera. En fin, también resultó destituido el juez valenciano Francisco Serra en julio de 1924 después de procesar a Juan March en aquellos momentos colaborador destacado de la Dictadura. En el fondo el discurso sobre la independencia de los jueces se entendía sólo en relación al sometimiento a los antiguos poderes. Así, el llamado decreto de incompatibilidades (31 enero 1924), que intentaba apartar a los jueces, magistrados y fiscales de las situaciones de poder (económico, político o administrativo) en los territorios de su jurisdicción, concedía poderes al mismo Directorio para acordar por RD el traslado del funcionario. Con ello de hecho convertía la Junta Organizadora del Poder Judicial en un órgano que ejecutaba las órdenes del gobierno. Por un lado quizás se cortaban puentes con los caciquismos locales, pero se afirmaba un fuerte control político gubernamental. Esta misma dinámica se produjo en el caso de la justicia municipal, cuya situación de dependencia caciquil era especialmente intensa. Para empezar la Dictadura (RD de 30 de octubre de 1923) suprimió los anteriores Tribunales municipales. En la elección de unos nuevos juzgados municipales se daba en principio prioridad a los ex funcionarios, abogados y vecinos de prestigio. Los nombramientos los debía hacer la Audiencia Territorial a propuesta de los jueces de Primera Instancia y los nuevos jueces y fiscales municipales tomaron posesión en enero 1924. No sirvió de mucho la reorganización dado que los elementos cualificados y de prestigio eran en los niveles locales justamente los más vinculados al caciquismo o eran los caciques mismos. De ahí que el 5 de abril de 1924 se creara una Junta Depuradora de la Justicia Municipal. Ahora el papel del gobierno fue más determinante. Las juntas depuradoras establecidas en las distintas audiencias territoriales las componían el presidente de la audiencia junto con dos magistrados designados libremente por el Departamento de Gracia y Justicia. Su misión fue especialmente extensa al poder, no sólo revisar los expedientes abiertos los últimos cinco años, sino incoar nuevos y tener capacidad de suspender y destituir jueces. De cualquier modo los enfrentamientos entre los poderes gubernativos y los locales fueron constantes. Las juntas depuradoras (previstas para seis meses) fueron reiteradamente prorrogadas. Acordaron centenares de inhabilitaciones, suspensiones, censuras, correctivos. Pero el 1927 hubo que proceder a una total renovación de la Justicia Municipal (RD de diciembre de 1927). El gobierno se reservaba la capacidad de suspender las sentencias de los tribunales contencioso-administrativos. Con el RD de 22 de diciembre de 1928 que permitía la separación o destitución de magistrados, jueces, funcionarios y secretarios de tribunales sin necesidad ni de expedientes ni de informes (y sin posibilidad de recurso) se llegaría a una situación extrema del sometimiento de la justicia al poder ejecutivo. Significativamente, cuando el Directorio Civil intentaba la consolidación de un «nuevo orden» constitucional, la falta de un Estado de derecho se institucionalizaria aún con mas fuerza.

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13.1.3. Una nueva administración local y provincial (abril de 1924 - diciembre de 1925) En abril de 1924 se producen una serie de hechos políticos vinculados entre sí: aprobación y puesta en vigor del Estatuto Municipal (y la consiguiente formación de nuevos Ayuntamientos); creación de las juntas depuradoras de la Justicia Municipal; reorganización de las Juntas Provinciales del Censo; lanzamiento oficial de la Unión Patriótica; sustitución de parte de los militares que ocupaban los cargos de gobernadores civiles por civiles a lo largo del mes. Con ello Primo de Rivera asumía el reto de construir un nuevo edificio político y aceptaba que debía contar con una fuerza política propia. El día 5 de abril el Directorio anunció el propósito de ir sustituyendo a los militares que habían ejercido las funciones de gobernador civil: unos serían sustituidos también por militares, otros ahora por civiles. La implicación de los militares en la política diaria no había dejado de generar enfrentamientos internos importantes que afectaban al propio Directorio. Eso sí, para facilitar la sustitución el día 9 de abril un RD suspendía parte de la Ley Provincial de 1882 y el Directorio podía nombrar a cualquier persona sin reunir ningún requisisto especial. Esta situación de libertad absoluta duró hasta que la proclamación del Estatuto Provincial el 20 de marzo de 1925. Según aquel Estatuto, los gobernadores civiles mantenían funciones de orden público, defensa de la moralidad, cumplimiento de las leyes sanitarias e higiénicas, permisos para actos públicos y derecho de asociación, etc. Teóricamente disminuía su capacidad de gobierno sobre las diputaciones y la administración local, pero al no entrar en vigor ningún sistema electoral, en la práctica continuaron controlando los organismos provinciales y locales. El Estatuto, eso sí, fijaba algunas condiciones previas para ser nombrado gobernador: haber ocupado cargos políticos (electivos o no) o puestos de responsabiliadad en la administración del Estado durante unos años, ser jefe del Ejército o miembro de la carrera judicial. En conjunto, respecto de la situación anterior a 1923, ampliaba el campo donde podían encontrarse los candidatos. El nombramiento de nuevos gobernadores civiles para evitar la acumulación de cargos en la figura del gobernador militar empezó el mismo abril de 1924, aunque en diciembre de 1925 aún quedaban 4 provincias con acomulación: Málaga, Orense, Oviedo, Valencia. En este mismo periodo de las 58 personas nombradas el 67 por 100 fueron funcionarios y un 33 por 100 expolíticos. Las proporciones eran inversas a las tradicionales: en 1899-1923 el 83 por 100 de los gobernadores designados habían sido políticos y sólo un 17 por 100 funcionarios. En 1924-25 la mayor parte de los funcionarios nombrados provenían del Ejército (un 53 por 100 frente al 47 por 100 de la administración civil). El perfil del militar implicado era el de «juntero», mientras que el de los civiles era una simbiosis compleja entre altos funcionarios de los cuerpos de élite y oscuros funcionarios medios, proclives al conservadurismo, sin intereses corporativos ni ideología política explícita o conocida. Los gobernadores «políticos» la mayoría procedía de los partidos dinásticos (11 casos sobre un total de 15) y una minoría venía de partidos marginales. Los ex-políticos mellistas (4 gobernadores) y mauristas (2), junto con los funcionarios provenientes del del catolicismo social (3), constituían el único grupo con cierta coherencia política e ideológica. En

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conclusión, los «nuevos políticos» de la Dictadura (en el caso al menos de los gobernadores civiles) provenían del Ejército y la administración civil del Estado; el único sector político provenía de los grupos que habían intentado constituir el Partido Social Popular en 1922-23 (mauristas, mellistas, católicos sociales). Globalmente controlaron a lo largo del Directorio Militar más del 70 por 100 de los gobiernos civiles. Teóricamente el Estatuto Municipal publicado en la Gaceta el 9 de mayo de 1924, siguiendo la tradición maurista, debía marcar la regeneración del sistema y el descuaje del caciquismo de la vieja política. Ahora bien, su puesta en práctica implicó la no aplicación de la mayoría de sus preceptos. La propuesta de Calvo Sotelo era en algún sentido democratizadora y populista y contrastaba con el autoritarismo, centralismo y desconfianza de militares como Martínez Anido o Barrera. Los preceptos referentes a la estructuración político-institucional de la administración local restaron inaplicados, y los Ayuntamientos y Diputaciones se convirtieron en apéndices dependientes del gobierno civil y posteriormente del aparato de la Unión Patriótica. Calvo Sotelo y sus jóvenes católicos lo habían configurado como una regeneración «democratizadora» (de corte corporativista y conservador). En la práctica no fue sino un instrumento para la sumisión absoluta a la política centralista. Sólo, eso sí, reportó algún progreso en relación a la racionalización económica y administrativa de los municipios. En aquellos momentos el impulsor del Estatuto desde su cargo de director general de la Administración, Calvo Sotelo, exmaurista y con buenas relaciones dinásticas, aún dudaba entre el liberalismo parlamentario y la versión más autoritaria del corporativismo. Aún creía en el sufragio universal como legitimación del gobierno y la necesidad de un cierto juego parlamentario. Se trataba de introducir en éste modificaciones que permitieran «gobiernos fuertes» y la Dictadura no era sino un medio extraordinario para introducir estas modificaciones. Su equipo redactor lo componían tecnicos de prestigio como Flores de Lemus, junto a jóvenes de la nueva derecha educada en El Debate de Ángel Herrera, como José María Gil Robles, el conde de Vallellano, Jordana de Pozas, etc. que soñaban con construir, a imagen del Partido Popular Italiano, la democracia cristiana en España. Ciertamente el Estatuto Municipal de 1924 fue el intento más ambicioso (el único que llegó a la Gaceta) de los muchos que se hicieron desde principios de siglo para la reforma de los municipios. Inspirado políticamente en el proyecto de Maura de 1907 (como reconocía el propio preámbulo), recordaba también los antecedentes de los intentos de Canalejas y Romanones en 1911. En la parte económica, la inspiración provenía del proyecto de González Besada sobre haciendas locales de 1918 (reformulado con las aportaciones debidas a Flores de Lemus). Una primera idea clave era la de la autonomía municipal. Se justificaba en razón al carácter de entidad natural anterior a la administración central del Estado y se concretaba en aspectos como el que las sanciones al alcalde no permitían que el sancionado perdiese su condición o en que los municipios podían dotarse de regímenes especiales de gobierno (Carta, Comisión, Gerente). Necesitaba una gestión económica y financiera también autónoma, independiente de la Administración central. En segundo lugar se trataba de crear las condiciones políticas e institucionales para que los ayuntamientos no fueran sólo gestores eficaces sino que actuaran como regeneradores de la sociedad. De ahí la concepción democrática de la elección y su funcionamiento. Según el Preámbulo, «Cuando los pueblos sean enteramente libres para dar-

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se sus administradores, sabrán escoger los más aptos. Cuando los administradores municipales sean personal e inmediatamente responsables de su gestión, tendrán que comportarse con celo y probidad...». Se contemplaba la elección por sufragio popular de una parte de los concejales (derecho de voto a los hombres mayores de 23 años —y no 25— y a las mujeres de igual edad si no estaban sujetas a la patria potestad marital). En las localidades de menos de 500 habitantes el Ayuntamiento podía funcionar en sistema de Consejo Abierto y la elección del alcalde podía efectuarse en un pleno del Ayuntamiento entre todos los electores del municipio. Se suprimían los suplentes de nombramiento gubernativo y los vocales asociados por sorteo. Los concejales sólo podían perder su rango por sentencia judicial como los alcaldes (para éstos cabía la posibilidad de referéndum). Todo ello —se decía— no era contradictorio con la introducción de elementos corporativos: una parte de los concejales provenían de las corporaciones o las asociaciones reconocidas. Con este espíritu organicista se trataba de recoger mejor la vida «natural» de una localidad. Tampoco —se insistía— era contradictorio con la posibilidad de una dirección autoritaria. El gobierno del ayuntamiento podía ejercerse por una comisión o por un gerente; se daban especiales facilidades a la Comisión Permanente en detrimento del Pleno. Otros elementos característicos eran el desarrollo de un extenso ordenamiento legislativo, muy minucioso, agobiante en el libro segundo sobre las Haciendas Locales, que alimentaba un concepto muy intervencionista del Estado; la idea de la progresividad fiscal y presupuestaria como instrumento de cambio económico y social para la «regeneración»; un cierto paternalismo social con atribuciones en servicios sociales y la visión del municipio como un instrumento de mejora de las condiciones de vida, aún por encima y contra la voluntad de los propios ciudadanos (sin cambiar ni amenazar las estructuras sociales vigentes). Significativamente en el Estatuto Provincial (Gazeta, 21 de marzo de 1925), redactado por el mismo equipo de Calvo Sotelo, pueden observarse muchos recortes a las ideas más originales y renovadoras del Estatuto Municipal. Afectaron especialmente al tema regional y la pretensión descentralizadora del municipalismo. En el Estatuto Provincial se usaba un provincialismo postizo y poco sincero para combatir cualquier vestigio regionalista. Así se admitían mancomunidades entre Diputaciones sólo para determinados temas pero no Mancomunidades Regionales con atribuciones políticas. Por su lado, respecto de las relaciones con la administración central, el punto de partida de Calvo Sotelo era considerar que la provincia, a diferencia del muncipio, no era una entidad natural; era una creación de la administración central para descentralizar servicios o agruparlos más racionalmente. Eso sí, la realidad histórica había ya creado algunos vínculos que podían ser aprovechados por los municipios Para cumplir fines locales que superaban el propio ámbito. Así, en teoría, las Diputaciones debían depender de los Ayuntamientos y por tanto debía producirse una relativa disminución del papel del gobernador civil (que en circunstancias ordinarias perdía su papel ejecutivo, aunque continuaba pudiendo suspender los acuerdos en caso de peligro para la legalidad o de orden público). Los diputados provinciales debían ser elegidos por sufragio universal, proporcional y directo, aunque se contemplaba también una pequeña representación corporativa. La práctica no permitió la aplicación de esta teoría. Sus decisones fueron constantemente mediatizadas por el gobernador civil y de hecho la diputación fue un apéndice de la administración central y correa de transmisión. La consecuencia más directa de aquel Estatuto Provin-

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cial fue la constitución de algunas mancomunidades de servicios que se centraron en preocupaciones económicas, especialmente en los ámbitos rurales.

13.2. ¿SIN INTERMEDIARIOS NI POLÍTICOS PROFESIONALES? DEL SOMATÉN A LA UNIÓN PATRIÓTICA La justificación de la Dictadura provenía de su voluntad de acabar con lo viejo. El problema surgió en el momento de construir el nuevo régimen, un nuevo sistema basado, según la teoría, en el acceso directo del pueblo (del pueblo verdadero, de los honestos, de los sectores sanos) a la dirección de los negocios públicos. 13.2.1. El Somatén y las opciones fascistizantes Ante las convulsiones sociales del nuevo siglo se habían levantado ya experiencias del Somatén en Barcelona (1902, 1909, 1917 y 1919-23) y a principios de los años 20 hubo asimismo la actuación de la llamada Defensa Ciudadana y de la Unión Ciudadana en Madrid y la intervención callejera de organizaciones similares en otras ciudades. En este contexto, los «ciudadanos honrados» afirmaban la capacidad de actuar en defensa de sus intereses de forma directa, al margen de la mediación del Estado (que se mostraba cada vez más titubeante en el orden público). Aquellas «uniones cívicas» actuaban alrededor de las formaciones de derecha, organizaciones económicas y patronales y entidades sociales conservadoras, y podían transformarse en apéndices armados de un frente contrarrevolucionario ajeno a cualquier gobierno (fuese de raíz conservadora o liberal). Reiteradamente y de forma creciente, los sectores de orden adoptaron en las zonas calientes la costumbre de saltarse las autoridades civiles y tratar directamente con los militares. El Somatén aupó y aplaudió de inmediato el golpe de Primo y el propio manifiesto del 13 de septiembre de 1923 recogió la idea de la extensión del Somatén a toda España: «reserva y digno hermano del Ejército, para todo, incluso para la defensa de la independencia de la patria si corriere peligro; pero lo queremos más para organizar y encuadrar a los hombres de bien, y que su adhesión nos fortalezca. Horas tan sólo tardará en salir el decreto de organización del Gran Somatén Español.» Efectivamente, el RD del 17 de septiembre de 1923 instituyó en todas las provincias españolas el Somatén Nacional (a imagen del tradicional de Cataluña y del reorganizado de 1919 en Barcelona y otras ciudades por RO de 21 enero de 1920). Organizado por regiones militares y puesto bajo la dirección de unos comandantes generales (que forzosamente debían ser generales de brigada de infantería con mando) y la instrucción de jefes y oficiales auxiliares, la supeditación del Somatén al Ejército seria absoluta. Los reglamentos regionales debían ser aprobados por el Ministerio de Guerra y los capitanes generales podían usar el Somatén como fuerza armada en los estados de guerra. Podían alistarse los varones mayores de 23 años de probada moralidad y con domicilio fijo; los somatenistas estaban exentos de responsabilidad civil o penal en hechos acaecidos durante el cumplimiento de su deber. Uno de los problemas de la organización fue la unificación de criterios reglamentarios. Una normativa única no llegó hasta la promulgación del Reglamento Orgánico para el Cuerpo de Somatenes Armados de España el 25 de agosto de 1924; la había elaborado una comi-

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sión presidida por el general Antonio Dabán (el comandante general del Somatén en la 1.a región), con el teniente coronel Augusto Linares Souza de secretario. Continuaron de todas formas las vacilaciones y, finalmente, en 1928 una nueva comisión militar hubo de proceder a la completa reforma del reglamento de 1924. La paulatina, e irregular, implantación general de la nueva organización fue diferenciando el Somatén más rural, dirigido a la represión de la delincuencia común, y un Somatén ciudadano, puesto bajo la tutela estricta del Ejército, la Guardia Civil y la policía en la prevención de los delitos sociales y las huelgas. El 2 de diciembre de 1923, tras el viaje del monarca a Italia, el Somatén de Barcelona homenajeó al rey en el 20 aniversario del trono. Desfilaron cuarenta mil somatenistas y ciento treinta y tres banderas. En la tribuna, al lado de Primo, Martínez Anido, Milans del Bosch y Emilio Barrera estaban el marqués de Comillas, Alfonso Sala, José M. Milá y Camps y el conde de Lavern. Pero en el conjunto de España la efectiva presencia del Somatén llegó algo más tarde. El momento de su mayor esplendor fue el de 1924-26, cuando se constituyó incluso en los pueblos más apartados con implicación clara de las fuerzas vivas y se convirtió en una de las piezas básicas de constantes actos cívicos y conmemorativos. El ritual de estos actos marcaba invariablemente un mismo programa: acogida popular al representante militar del Directorio y revista al Somatén local formado; misa de campaña oficiada por el obispo o el párroco en la plaza principal con asistencia de la guarnición y personalidades del pueblo o comarca (alcalde, secretario, concejales, maestros); discursos de la madrina del Somatén (bajo la presencia de damas de la buena sociedad y la nobleza), del cabo somatenista del distrito y de la autoridad militar o civil; tras la bendición de las banderas, desfile del Somatén; cerraba el programa un banquete cívico a celebrar en el Ayuntamiento, en un salón público o en el domicilio de un vecino destacado. Pronto fue clara la escasa potencialidad como fuerza de choque del Somatén y, cuando se produjo la oficialización de la nueva Unión Patriótica, éste fue visto por Primo como un simple auxiliar (más bien honorífico) del Ejército en temas de orden público. Inicialmente el dictador había pensado en el Somatén también como una reserva del soporte político al régimen. Pero el Somatén como principal instrumento auxiliar del Ejército e instrumento básico de movilización del apoyo social no resolvía el problema difícil del apoliticismo formal y excesivo protagonismo de los militares. La fe somatenista de Primo de Rivera se mantuvo en parte en los meses de deslumbramiento fascista, cuando se quiso identificar el Somatén con la Milizia Fascista de Mussolini y desde La Traza de Barcelona se pensó en crear un movimiento «cívico-somatenista» diferenciado del Ejército. La Traza barcelonesa era uno de los diversos grupúsculos españolistas creados bajo la supervisión oficiosa de la guarnición militar para enfrentarse a la actuación pública de los jóvenes catalanistas. Apareció en marzo de 1923 de la mano de capitanes (Alberto Ardanaz, Mariano Pérez-Terol, Codina, Macragh), coincidiendo con un cierto declive del Sindicato Libre y con impulso del jaimismo. Se situaba como grupo filofascista al lado de otras manifestaciones como las de La Acción del maurista radical Manuel Delgado Barreto, o La Camisa Negra, fugaz semanario gráfico popular del 16 de diciembre de 1922. Su militancia reunía oficiales junteros del Ejército, funcionarios civiles del Estado y jóvenes de clase media representantes de la derecha radical. De todas formas su manifiesto de julio de 1923 continuó girando alrededor del discurso anticaciquil de corte regeneracionista muy alejado de la retórica fascista. A raíz del golpe de Primo, pretendió ofrecerse como embrión de un mo-

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vimiento civil de apoyo. En octubre, poco antes del viaje de Primo a Italia, anunció públicamente que su objetivo era preparar la sustitución del Directorio Militar por un régimen de partido único y pasó a denominarse primero Partido Somatenista Civil Español y poco después Federación Cívico-Somatenista, cuyo escudo era un fascio sobre un mapa de España. Advertían de todas formas que ellos no tenían nada que ver con el oficial Somatén Armado de Cataluña. Cuando Primo llegó a Barcelona de vuelta de Italia, el 30 de noviembre de 1923, fue recibido en el muelle por unos trescientos manifestantes trazistas (incluidas cuarenta señoritas) uniformados a la romana con vistosas camisas azules, que gritaban «¡Por España! ¡Viva La Traza!». A los pocos días, después del desfile somatenista, el grupo de La Traza fue recibido por Primo, pero éste no se movió de su idea del Somatén como «movimiento ciudadano» (no milicia de partido) y ahora (1 de diciembre de 1923) contradijo anteriores afirmaciones: «el fascismo no es precisamente nuestro Somatén, y yo creo a éste más adecuado órgano social, más concreto en su misión y más adaptable a nuestro carácter...». En la primera mitad de 1924 los sueños de hegemonía de La Traza se vinieron abajo. Primo había optado por hacer un Somatén Nacional bajo la dependencia del Ejército y no un grupo político. A partir de aquí, y a pesar de cierta confusión derivada de la denominación adoptada por los trazistas (Federación Cívico-Somatenista), su arrinconamiento fue creciente. Cuando se lanzó el apoyo oficial a la Unión Patriótica a partir de abril de 1924 la mayoría de los trazistas ingresaron en aquella entidad. Hubo sin embargo tensiones. En Barcelona las querellas enfrentaron al doctor Juan Soler y Roig y el capitán de Ingenieros Gimeno (quien sería el primer secretario de la UP local), partidarios de trasladar a la UP la línea trazista y el repudio radical de la vieja política, y los miembros cualificados de «no auténticos» que procedían de los partidos dinásticos (de la Unión Monárquica Nacional) liderados por conocidos caciques como Alfonso Sala o el marqués de Foronda. Hubo además otro sector del trazismo que se negó a la oficialización y pasó a nutrir otras formaciones como la Derecha Social (grupúsculo radical que provenía del Comité de Defensa Social de Barcelona), la Peña Ibérica y el Grupo Alfonso (grupo monárquico a ultranza que encabezaba precisamente el capitán Gimeno). Los trazistas procuraron mantenr alguna voz independiente a través de un Boletín de la Traza (1925). La Federación Cívico-Somatenista desapareció como organización en 1926, aunque en tiempos de la Segunda República continuaría existiendo un grupo residual dirigido por el capitán Alberto Ardanaz (que mantuvo contactos con Ramiro Ledesma y La Conquista del Estado, para intentar ingresar después en Falange Española). En realidad desde la situación catalana al lado del trazismo se ofrecía también una segunda opción de apoyo político a Primo de Rivera, la salista; Alfonso Sala defendía la creación de un vasto movimiento españolista que pudiese afirmarse al margen de los militares en la perspectiva de un retorno a la política profesional. Alfonso Sala, junto al general Eduardo López Ochoa y el periodista Luis Ventalló, entre otros, habían asistido al banquete de propaganda trazista en Barcelona, con unos trescientos comensales. De hecho Sala trataba de organizar en toda Cataluña un fuerte movimiento españolista que incluyera la Federación Cívico-Somatenista, y que actuase un tanto al margen de Primo y el partido militar. El proyecto pareció importante dado que Sala fue nombrado presidente de la Mancomunidad de Cataluña el 30 de abril de 1924.

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Primo de Rivera, finalmente, se inclinaría por una tercera propuesta surgida desde Madrid y desde Valladolid, es decir desde la centralidad del Estado. En este caso la propuesta de articulación política de apoyo y movilización con vistas a la construcción de una nueva situación se sustentaba en el catolicismo social y el maurismo. Contaba, a partir de la experiencia del Partido Social Popular, con la Confederación Nacional de Corporaciones Agrarias (CNCA) y la Asociación Nacional Católica de Propagandistas y El Debate de Ángel Herrera. Bajo su impulso fueron constituyéndose algunas primeras «uniones patrióticas» en la España de las capitales de provincia agrarias de la Meseta. El movimiento, en gran medida agrarista y ruralista, implicaba una clara voluntad de construcción católica del Estado y se basaba en la movilización de burguesías provinciales y sectores de nobleza local, que habían ido reclamando sin conseguirlo y desde finales de siglo un lugar en el escenario político oficial. Al final, Primo de Rivera —con fuertes dosis de lógica política por lo visto hasta aquí— optó por la oficialización del movimiento de Unión Patriótica (abril de 1924). Podía usar en este caso su mayor tradición ideológica y doctrinal (basada en el corporativismo social y laboral de raíz católica, las propuestas de reformismo acerca de la administración local y provincial como descuaje del viejo caciquismo, etc). Ideología y propuesta de construcción de un nuevo Estado que no tenían ni los tracistas ni los salistas, menos aún el somatenismo puro. En cualquier caso, es claro que no puede hablarse de la construcción de ningún movimiento fascista, en la medida Miguel Primo de Rivera (Jerez, 1870-París, 1930). que no se trataba de una movilización de masas populares y en todo momento las más diversas opciones pretendieron una movilización desde arriba. Como decían los católicos de El Debate siguiendo el tronco maurista, era necesaria una movilización de las minorías activas y selectas que debían construir el nuevo orden. Una movilización de la España respetable. Esto fue

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así en tocias y cada una de las diversas opciones contempladas. El fascismo, o las tentaciones fascistas, deben buscarse, al margen de algunos símbolos y espectáculos de los nazistas, en otros ámbitos: en algunas coyunturas del sindicalismo libre, en algún núcleo del vanguardismo intelectual, y en algunas vacilaciones y sectores de los grupos de izquierda radical. El Somatén (y la misma Unión Patriótica), como señalaría el mismo Ramiro de Maeztu en julio de 1927, se acercaban más a la realidad y objetivos de las uniones cívicas contrarrevolucionarias que al fenómeno inicialmente subversivo de la milicia fascista. Se trataba de «defender con las armas la vida, la propiedad y el respeto a los derechos constituidos» y, en un segundo nivel, impedir la interrupción de los servicios públicos y la vida económica, pero el contexto de su cultura conservadora le alejaba del modelo de indisciplina y pendenciosidad de las «camisas negras» de Mussolini. El Somatén, ante la relativa ausencia de un enemigo obrero urbano a quien combatir a partir de 1924, giró hacia la conservación de las buenas costumbres, garante del orden moral y la higiene social frente a los ideales disolventes y revolucionarios. No debería minimizarse en este sentido el mantenimiento de la confesionalidad católica, sancionada cuando desde el primer momento fue puesto bajo la advocación de la Virgen de Montserrat (patrona tradicional del Somatén Armado de Cataluña), algo impensable en un marco fascista. Debía ser, según el paradigma maurista, una «escuela de ciudadanía», teóricamente al margen de las luchas políticas y sociales. Podían integrarse en él hombres de cualquier ideario, siempre que mantuvieran las virtudes de honradez y moralidad y fuesen amantes del orden establecido. Como había sucedido con el maurismo, el objetivo del dictador (sea en relación al Somatén o en relación al entramado upetista) fue el alistamiento de la masa conservadora de clase media. Pero la verdadera garantía del orden social estaba en los cuarteles y el Somatén primorriverista fue derivando hacia la conversión en mero apéndice del «movimiento de ciudadanía» que quería ser la Unión Patriótica.

13.2.2. Significado político de la Unión Patriótica La Unión Patriótica fue el partido oficial de Primo y de la Dictadura. No fue en ningún caso un partido fascista que, «revolucionariamente», llevase al poder a Primo; al revés, fue un partido creado desde el poder, que se convirtió en un instrumento del dictador como correa de transmisión propagandista del régimen y como instrumento de acceso a la política y la administración pública de sectores y grupos, usualmente de la baja burocracia, que se habían encontrado con el acceso cerrado por la vieja política. La nueva organización oficialista no tomó forma hasta abril de 1924, cuando empezó a ser claro que Primo no podía limitarse a una operación quirúrgica y debía pensar en una perpetuación más «constructiva»; en este sentido la creación de la UP fue paralela al proceso de «paisanización» de la Dictadura que desembocaría finalmente en la proclamación del Directorio Civil en diciembre de 1925. En cualquier caso, la institucionalización de la UP no pudo evitar la total dependencia respecto de los intereses más coyunturales de Primo, quien a menudo pensó en la posibilidad de reconvertir el movimiento en un simple partido que permitiese la defensa del primorriverismo ante las hipótesis cada vez más reiteradas de pérdida del poder. Pueden plantearse una serie de cuestiones de fondo alrededor del significado de la UP. Quizás dio expresión política y proporcionó los medios para que, por prime-

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ra vez en la España más central, un movimiento de extrema derecha pudiese movilizar la burguesía provincial urbana y rural; los sectores más débiles de las clases medias españolas y de baja burguesía provincial (a diferencia de la situación catalana y vasca) no habían sido capaces de frenar el control de las oligarquías dinásticas y ahora aprovecharían la oportunidad abierta por la Dictadura. En este sentido hay que tener en cuenta que en general la oligarquía y la alta aristocracia no participaron directamente en la UP; se mantuvieron en un discreto segundo plano, buscando otros mecanismos de intervención cerca del régimen. De alguna forma, la UP favorecería la extensión de un movimiento de derechas de masas e iba a favorecer indirectamente la futura implantación de la CEDA y la configuración del franquismo a partir de 1936.

13.2.2.1. Primeros grupos: 1923-1924 La UP surgió de núcleos que se movían en la búsqueda de un partido derechista de masas (cuestión esta que significaba un alejamiento de sectores agrarios y tradicionales respecto de la «vieja política»). Los origenes de la UP hay que encontrarlos en el maurismo y en los sectores católicos del Partido Social Popular y El Debate. Si el 13 de enero de 1923 habían ya estado pidiendo una «dictadura civil» y la suspensión por dos años del Parlamento, a los pocos meses pedían la Dictadura militar, el 6 de julio de 1923. La primeras uniones patrióticas se crearon en Castilla y pretendieron reunir asociaciones de pequeños y medianos agricultores para apoyar al nuevo régimen. En septiembre de 1923 El Debate había llamado ya a la movilización de los simpatizantes (cosa que no había conseguido ni la revolución desde arriba maurista ni el Partido Social Popular). Había llegado, según él, la hora de crear un gran partido de derecha que colaborase con la Dictadura a la espera de «sustituir con nuestras organizaciones las caducas, derrocadas por la Dictadura militar». Después reunió a los propagandistas y se lanzó a una política de creación inmediata de uniones patrióticas. La primera iba a ser la de Valladolid (donde una conferencia de Ángel Herrera el 12 de noviembre de 1923 sirvió para crear ya su comisión organizadora). Herrera se oponía a los partidos de tipo fascista (sólo convenientes, según decía, en alguna región con una alta agitación social) y a su movilización de masas; debía volverse a la movilización política de los «elementos directores», aquellos que ejercían una mayor influencia intelectual, social y económica. La fuerza de los propagandistas católicos era inmensamente superior a los minúsculos grupos fascistas del momento. El propagandismo conferenciante fue intenso entre octubre y diciembre de 1923 (Zaragoza, Valladolid, Santander, Valencia, Oviedo, Ávila). El manifiesto fundacional de la UP de Valladolid fue firmado el 2 de diciembre de 1923 por hombres vinculados a la Casa Social Católica y el Sindicato Católico Ferroviario (Rafael Alonso Lasheras, Eduardo Callejo, estrechamente relacionado con Herrera, Agustín Ruiz). Siguieron el mismo mes las constituciones de las uniones patrióticas de Ávila y Burgos. En febrero de 1924 fue el turno de la UP de Palencia (a raíz charla de Gil Robles del 12 de febrero de 1924). El cuadro castellano/ gallego se completaría a partir de entonces (siempre en el marco de los locales y hombres de la Federación Católico-Agraria y de los Círculos Obreros Católicos) con las uniones de León, Orense, Toledo, Guadalajara, Badajoz, Ciudad Real, Segovia. El movimiento también se impuso en Logroño y Santander.

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En Andalucía primero hubo el intento de la UP de Sevilla (15-18 de diciembre de 1923) realizado por El Correo de Andalucía y la vieja estructura del Partido Social Popular (López Cepero y Giménez Fernández) que reunieron un frente monárquico con elementos católicos de la vieja política. Pero fracasó y casi desapareció; hubo de reorganizarse en 1925. Posteriormente, y con mayor solidez, José María Pemán aseguró la UP de Cádiz (25 de marzo de 1924). En el mundo más urbano, se situó la UP de Valencia (4 de abril de 1924). En Zaragoza la Unión Regionalista Aragonesa reunía la práctica totalidad del catolicismo social y político que colaboraba con la Dictadura y la constitución de la UP no se produjo hasta el 10 de junio de 1924. La implicación del catolicismo político fue también fundamental en el caso de la UP de Madrid, creada el 13 de abril de 1924. En su comisión organizadora estaban, entre otros, José Manuel de Aristizábal (uno de los fundadores de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas), el conde de Bilbao (del Partido Social Popular), José María Gil Robles (propagandista católico y miembro activo del PSP y la CNC), Carlos Martín y Álvarez (el hombre de confianza del marqués de Comillas dentro del PSP o la CNCA), Gabriel de Aristizábal (dirigente importante de la CNCA), etc. Cuando la Dictadura empezó a explicitar una voluntad continuista y en especial emprendió la renovación de los Ayuntamientos, El Debate y las UP se apresuraron a intentar la estructuración del propio movimiento con la esperanza de ir a la conquista de los Ayuntamientos. Confiaban en que Primo basase la nueva ley de administración municipal en las pautas mauristas y que el sistema electoral fuera proporcional. Se trataba de apoyar y orientar la Dictadura, conquistando paso a paso toda la estructura del Estado, en la creencia que el «bloque de fuerzas de orden» podría garantizar una hegemonía social clara en el momento del restablecimiento de la constitución. Donde no existiera UP, era necesaria en cualquier caso la unión de las «fuerzas de orden» (los «partidos sanos» que existían en el antiguo régimen). La obsesión por esta unidad de las fuerzas de orden implicaba lógicamente mucha ambigüedad ideológica, con genéricos llamamientos a la «vuelta a la tradición» y a «los grandes ideales nacionales». En esta primera etapa, el programa upetista más elaborado fue fijado por la UP de Madrid (reproducido en El Debate 13 abril 1924): afirmación de una democracia orgánica contrapuesta al parlamentarismo; demanda de una revitalización de la vida y las instituciones locales (que eran consignas mauristas); creación de canales adecuados para una actividad política que se quería «constructiva»; mantenimiento de la unidad y la integridad de la patria; refoma de la sociedad basada en la moral cristiana, la exaltación de la familia y la lucha contra la pornografía; una defensa clara de la propiedad a reconciliar con la necesidad de aumentar el nivel de vida de los trabajadores.

13.2.2.2. Oficialización: 1924-1926 La decisión de reunir desde el poder las iniciativas «patrióticas» se produjo en abril de 1924. Coincidió con el viraje de Primo hacia la continuidad del régimen. Como hemos visto, hasta entonces había llenado la estructura básica del Estado con el Ejército (a través de los gobernadores y los delegados gubernativos) pero se corría el peligro de un desgaste excesivo y de una politización que dividiese internamente el cuerpo. Aquel inicio de primavera de 1924 había entrado en vigor el Estatuto Municipal que imponía el voto corporativo y dictaba la renovación de todos los Ayun-

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tamientos. Se anunciaban restricciones en los poderes de los delegados gubernamentales y un decreto daba instrucciones para la formación de un nuevo censo electoral en la perspectiva de «devolver a España la mecánica que corresponde a un Estado constitucional». La formación de la Junta Depuradora de la Justicia Municipal el 5 de abril podía por otra parte eliminar los obstáculos tradicionales para crear una administración adicta. E incluso los socialistas, que ya en los primeros meses habían contado con algunos concejales a través de la presencia de los vocales asociados, parecían dispuestos a ampliar su implicación en la administración municipal aceptando el nuevo Estatuto y la representación de las organizaciones obreras. A partir de todo ello el gobierno era consciente de la necesidad de reorganizar las «fuerzas del orden» y obtener una nómina suficiente de cuadros políticos capaz de asumir la responsabilidad del control de la administración local y provincial, y capaz de preparar el triunfo en unas próximas elecciones. El primer paso fue la carta-circular de Primo a los delegados gubernativos del 5 de abril de 1924, que llamaba a todos los hombres de buena voluntad. Primo pensó en el triángulo clásico alrededor de Valladolid, Barcelona y Bilbao e intervino directamente para explicar en éstas dos últimas ciudades sus proyectos acerca de la Unión Patriótica (el texto oficial fue publicado finalmente en la Gaceta de Madrid el 29 de abril de 1924). La creación del nuevo partido se situaba bajo la protección y la vigilancia de los gobernadores civiles. En una circular del 25 de abril dirigida a los gobernadores y delegados decía: La parte más sólida e importante de la labor del Directorio, que nadie puede pensar sea eterno en el poder, comienza ahora, con la preparación del órgano sano y vigoroso que ha de sustituirle, y el apoyo y estimulo que para su creación y desenvolvimiento ha de proporcionarle... Procede, pues, que los señores gobernadores, por medio de los delegados gubernativos, inviten a los ciudadanos a organizar el nuevo partido, a constituir juntas locales y provinciales y a designar en el censo, velando por que éste sea legítima expresión del derecho electoral (sic).

La UP era formalmente concebida como una «liga de ciudadanos apolíticos» impulsada por los gobernadores civiles, los delegados gubernativos y los alcaldes. Ante la inhibición de muchos de los llamados a constituir las secciones, la intervención oficial fue a lo largo del verano de 1924 cada vez más directa y explícita: los que tenían cargos oficiales pasaron a menudo a ser afiliados en bloque. El proceso lo dirigía en conjunto el propio general Martínez Anido. Como fijaba el decreto de 29 abril de 1924, el Consejo Nacional de la Unión Patriótica —que debía supervisar la organización del partido— tenía su sede en el Ministerio de la Gobernación. Ideológicamente, la oficialización de movimiento upetista trajo consigo una mayor dosis de liberalismo y pragmatismo: si antes no se hacia referencia a la Constitución del 1876, que muchos consieraban muerta —Ángel Herrera y El Debate por ejemplo— ahora uno de los ejes era el acatamiento formal a la misma, eso sí, en el marco de las críticas contra el mal funcionamiento del sistema parlamentario y el funcionamiento vicioso de los viejos partidos. Se limitaba de cualquier forma la crítica frontal y general a todo sistema liberal parlamentario. Así, la intervención oficial tendió a restar protagonismo a los núcleos más militantes que a menudo entraron en conflicto con los grupos más oficiales. Núcleos de base de los viejos partidos dinásticos aparecieron ahora llenando las secciones de la UP (destacadamente en Andalucía). Se unieron en las esferas locales carlistas y funcionarios administrativos e inte-

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lectuales católicos menores. Era difícil por tanto que la nueva UP apareciera como un partido de movilización política activa y militante. Además, y al margen de algunos afiliados sinceros, una mayoría de la afiliación no eran defensores ideológicos de la Dictadura, sino una masa de oportunistas, hombres de «sopa y cuchara». A la postre, en la nueva UP iban a convivir, no siempre fácilmente, núcleos militantes de tradición maurista y propagandista católica, burocracias oportunistas y algunos representantes de la sociedad respetable que pretendían convertir la UP en un grupo de presión en favor de intereses económicos y sociales. Como ha sido ya señalado, los conflictos internos fueron especialmente álgidos en Barcelona. Los nazistas creadores iniciales de la UP local no pudieron evitar el desembarco en la organización de miembros «no auténticos» procedentes de las clases altas y de la Unión Monárquica Nacional, como Alfonso Sala, el marqués de Foronda, Milá i Camp, Manuel Monach (quien más adelante iba a presidir el Comité Provincial de la UP de Barcelona) o Andrés Gassó i Vidal (que era el abogado de la Cámara de la Propiedad Urbana). La tensión entre unos y otros, y dada la confianza de la administración militar (en especial del gobernador militar Emilio Barrera) en los funcionarios y la clase media baja frente a los hombres de la UMN, terminó al final, a raíz del abolimiento de la Mancomunitat, con la victoria de la burocracia y el upetismo más bajo. La dirección de la UP de Barcelona pasó así a manos de un triunvirato formado con los médicos Menacho y Joan Soler i Puig (que recibieron cátedras en la Universidad) y Lacoma (nombrado barón de Minguella). Otro lugar conflictivo fue Bilbao. La UP de Vizcaya se encontró también con muchas dificultades para su implantación autóctona. Primo quería la incorporación de la Liga de Acción Monárquica (la asociación españolista de poderosos magnates industriales) pero su resistencia fue clara (alentada por el rey, pero también porque preferían la vieja estrategia de la presión económica no excesivamente ideologizada). La dirección de la UP estuvo por tanto en manos de gente más humilde (González Olasso, Federico Moyua y Salazar, Luis Arana, Esteban Bilbao) bajo el impulso inicial de Eduardo Sotés Ortiz (el presidente de la Asociación Mutua de Empleados). Al final, por más que obviamente los intereses económicos y sociales de la UMN o de LAM fueron respetados, perdieron la hegemonía política regional en favor de un upetismo surgido de esferas sociales más bajas. La UP oficializada (y no sólo en Barcelona y Bilbao) terminó siendo dominada por personas sin compromiso político activo anterior. Eran gentes de profesiones liberales, representantes de burguesías pequeñas y medias, miembros de cámaras de propiedad urbana, cámaras de industria y comercio, pequeños bancos, cajas de ahorro. La identificación de la UP y el régimen con una nueva elite política procedente de la baja clase media y profesional, no dejaba de representar un debilidad importante del primorriverismo en la medida que no lograba la total implicación de la elite económica más poderosa ni, de forma paralela, tampoco de la alta aristocracia y alta oligarquia terrateniente. En el mundo más agrario, la Unión Patriótica apareció dominada por los propietarios más humildes y arrendatarios de la CONCA. La campaña por la oficialización de la UP tuvo su momento álgido en la concentración organizada en Medina de Campo el 24 de mayo de 1924, que constituyó la primera gran concentración de masas del upetismo. Trenes especiales llevaron a unos treinta mil concentrados para escuchar directamente a Primo de Rivera. La respuesta corrió a cargo de Eduardo Callejo (el futuro ministro de Instrucción) que era el presidente de la UP de Castilla. Se inciaba así claramente el carácter de la nueva UP

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como una simple estructura auxiliar de apoyo al régimen. La articulación interna de la nueva Unión Patriótica respondió claramente a este objetivo.El esquema organizativo fue sugerido por el propio Primo en agosto de 1924 y el nuevo partido fue puesto bajo la responsabilidad de un miembro del mismo Directorio, el general Hermosa. Durante una primera fase, hasta el otoño de 1925, no actuó ninguna estructura de partido superior a la provincial. El enlace «nacional» se hacía a través de los gobernadores y éstos eran los que convocaban a las personalidades representativas y formaban los comités locales y provinciales. Automáticamente pasaron a formar parte de los comités directores de la UP los cargos oficiales (alcaldes, rectores de la universidad) que eran de nombramiento digital. Teóricamente y según las instrucciones de agosto de 1924, el 1 de noviembre debían reunirse en cada Ayuntamiento todos los adheridos a la Unión Patriótica en asamblea local para la elección de su jefe y junta directiva; el 15 de noviembre, a su vez, debía reunirse la Asamblea Provincial; finalmente, a primeros de diciembre, una Asamblea Nacional determinaría la forma y modo de la organización central. Ésta no llegó sin embargo a reunirse. Un Manifiesto de la UP el 10 abril de 1925 continuaba proclamando la necesidad de un organismo central para el contacto directo de las organizaciones locales y provinciales y nombraba jefe nacional a Primo, pero no fue hasta que el problema de Marruecos pareció resuelto (después de Alhucemas), que la UP tomaría un cierto vuelo propio y una estructuración organizativa general. Con una dirección piramidal, el movimiento, que ahora se consideraba ya autónomo y mayor de edad, aparecía encabezada por Primo de Rivera (aclamado jefe nacional en mayo de 1925). Contaba con un Consejo Directorio Nacional, que presidía un oscuro y sumiso José Gabilán. Debajo se situaban la Asamblea de Jefes Provinciales, las cincuenta asambleas provinciales, las direcciones provinciales y los centenares de secciones locales. Se organizaron también secciones de juventudes y secciones femeninas. En julio de 1926 se reunió al fin la Asamblea Nacional de la Unión Patriótica, que aprobó los estatutos y el reglamento de régimen interior. En un nivel nacional se situaban tres órganos: el jefe nacional (Primo), la Gran Junta Directiva Nacional y el Comité Ejecutivo Central. El jefe nacional tenía unos poderes prácticamente ilimitados: era la suprema autoridad, marcaba orientaciones y normas, presidía todos los órganos nacionales, nombraba directamente multitud de cargos y tenía el derecho de expulsión. La Junta Directiva Nacional —que sólo se reuniría dos veces en julio de 1926 y en octubre de 1927— tenía un presidente (Primo), un vicepresidente (Gabilán, nombrado por Primo) y un secretario (nombrado también por Primo: primero fue Luis Benjumea, después Gabriel de Aristizábal, el hermano del presidente de la CONCA); estaban además los cincuenta jefes de las UP provinciales y otros veintiún miembros nombrados por el jefe nacional. En realidad el órgano que iba a ejercer en la práctica el poder fue el Comité Ejecutivo Central, aunque formalmente sólo tuviera funciones asesoras. Se reunía por acuerdo del presidente o de la mitad de los ocho vocales del comité. El vicepresidente y secretario de la Junta Directiva (respectivamente Gabilán y Benjumea y después Aristazábal) dirigían el comité como presidente y secretario; cuatro vocales eran elegidos por la Junta y los otros cuatro designados directamente por el jefe nacional, por Primo. Este Comité se amplió a finales de 1928 con otros 4 vocales (2 electos y 2 de designación directa). Como puede verse Primo de Rivera controlaba estatutariamente y en la práctica todo el aparato organizativo. En niveles provinciales el partido contaba con los correspondientes jefes provinciales y juntas asesoras. Estas juntas (normalmente de 6 miem-

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bros) se formaban a partes iguales con vocales elegidos por los jefes locales y vocales nombrados por el jefe provincial. La elección del jefe provincial y de los cargos electos de la asesora se hacía entre los jefes locales bajo el control del Comité Ejecutivo Central y el gobernador. El proceso electoral era parecido en el nivel local. En este caso los electores eran todos los afiliados locales y eran el jefe provincial y el delegado gubernativo quienes controlaban la elección. Teóricamente y para favorecer una cierta independencia de la UP respecto del Gobierno se fijaron las incompatibilidades entre cargos de jefe provincial, vocal de la junta asesora provincial y jefe local por un lado y los de gobernador civil de la misma provincia, ministro o director general. Pero la pretendida disociación de la UP respecto de la administración gubernamental apenas fue puesta en práctica. Los gobernadores civiles se elegían entre miembros del partido y en funciones que correspondían en principio a la UP (como proponer los miembros que le correspondían para el Ayuntamiento y la Diputación) también intervenía el gobernador; además, especialmente a partir de la normativa de régimen interno dictada en diciembre de 1928, los gobernadores ejercían amplisimos poderes en el funcionamiento interno de las UP; en la práctica era el gobernador civil quien hacía y deshacía la UP en contacto directo con el Ministerio de la Gobernación y el Comité Ejecutivo Central. Un ejemplo más del oficialismo imperante fue el de la creación y mantenimiento de su órgano oficial de prensa, La Nación. Apareció el 19 de octubre de 1925 creado y sostenido por la administración. Se forzaron a través de los gobernadores y los delegados gubernativos la suscripción de acciones. Fue su director el antiguo maurista (y futuro fascista) Manuel Delgado Barreto. Como veremos, existió una tercera etapa en el desarrollo organizativo de UP, etapa marcada por la crisis final de la Dictadura en 1929 y la exacerbación del gubernamentalismo. 13.2.2.3. Instrumento de apoyo público al régimen: 1926-1928 Los miembros de la UP cada vez más eran clientes y cargos administrativos del régimen. Los dirigentes celebraban reuniones mensuales en Madrid con Primo, Martínez Anido, Barrera o Milans del Bosch. Hubo ciertamente una gran avalancha de afiliaciones pero en su mayoría no eran sino formales y oportunistas. En julio de 1927 afirmaba tener 1,7 millones de afiliados. Conforme al ejemplo italiano, Primo amenazó con cerrar las listas del partido (en principio para el 13 de septiembre de 1928) y en junio de 1928 intentó sustituir a los jefes locales dudosos. Se trataba de elaborar un censo que especificase la antigüedad y a partir de ella permitiese fijar una serie de categorías y funciones de los militantes. Pero la preparación del quinto aniversario obligó a mantener las listas abiertas hasta el 1 de enero de 1929. De todas formas, y a pesar de su carácter oficial, la UP fue el primer movimiento de derechas españolas (a lo sumo podía contar con el antecedente maurista) que salió a la calle para manifestaciones y concentraciones masivas. Contó en esta dirección con dos ideólogos importantes. Según José María Pemán se necesitaba la UP para manifestar diariamente el apoyo a la Dictadura; la obra de la UP consistía en neutralizar los aspectos negativos de la política de masas de la izquierda en favor de una movilización que permitiese una «acción constructiva». Por su parte, para José Pemartín, la UP no debía ser una simple «fachada» del régimen, sino el instrumento

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que asegurase un apoyo popular real a Primo. Se necesitaba además una «milicia civil» para proclamar la «definitiva irreversabilidad de las transformaciones dictadas por la Dictadura». Así, según sus mejores ideólogos, la UP debía movilizar la opinión pública y diseminar el mensaje del régimen y, efectivamente, a partir de su consolidación, no había día que la organización upetista no organizase algún mitin, congreso o acontecimiento más o menos cultural. No dudó, por otra parte, en usar las nuevas técnicas de la propaganda de masas, muy destacadamente la radio y el cinematógrafo. Los discursos de Primo fueron sistemáticamente radiados y el régimen impulsó numerosas películas de propia propaganda. La UP fue el principal instrumento para la defensa del régimen ante las críticas y denuncias de la oposición de estudiantes, intelectuales o sectores del propio Ejército. También la responsable y máquinaria organizadora de las celebraciones y los aniversarios. A notar que inició la práctica regular de facilitar el transporte gratuito a Madrid de millares de personas para participar en desfiles y manifestaciones adictas. Fue especialmente importante la movilización del 5.° aniversario en septiembre de 1928. Hubo siete días de mítines y desfiles hasta en aldeas remotas (donde se distribuían bocadillos y caridades a los pobres). En la capital cincuenta trenes transportaron unos cien mil manifestantes que se alojaron en edificios públicos. Segun La Nación, la manifestación era una especie de referéndum que iba dirigido tanto a la oposición como al mismo rey (el cual se alejó de Madrid) para que Primo no fuera «borboneado». «El pueblo ha hablado», concluía La Nación.

13.2.2.4. Un partido minoritario de extrema derecha: 1928-1930 La crisis final de la Dictadura exacerbó el gubernamentalismo de la Unión Patriótica, iniciada con la normativa de 21 de noviembre de 1928. Influyeron decisivamente en esta exacerbación factores externos como los levantamientos de Ciudad Real y Valencia, el auge del movimiento estudiantil y el desarrollo de todos los movimientos de oposición. La principal novedad fue que, ahora, a la UP se le pidió que asumiese tareas de investigación y denuncia de los complots y los elementos desafectos. Según el artículo 3.° del RD de 3 de febrero de 1929, que concedía facultades extraordinarias al gobierno, la agrupación ciudadana de Unión Patriótica, conservando su actual carácter y estructura, tendrá carácter oficioso y su organización se extenderá a crear centros de investigación e información ciudadana, colaboradora de las autoridades en cuanto pueda afectar al sostenimiento del orden.

Por su parte, la correspondiente circular a los gobernadores decía: En todas las oficinas de Somatenes y Unión Patriótica se llevará, bajo la custodia personal y rigurosamente reservada del jefe local y con datos que proporcionen los afiliados, un registro de personas propicias a la difamación, al alboroto público y a la desmoralización del ánimo público, los cuales informes se pondrán a disposición de las autoridades individual o conjuntamente cuando ellas lo demanden o las circunstancias lo aconsejen.

La UP se convertía así, en palabras del mismo Primo en una «organización de defensa social». Pero su crisis no hizo más que acentuarse al compás de la pérdida de po-

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pularidad de la Dictadura, disminuyendo drásticamente los afiliados que pasaron de un millón tres cientos mil miembros en julio de 1928 a seiscientos o setecientos mil en diciembre de 1929, según los datos proporcionados por la propia UP. Cuando en diciembre de 1929 se aprobaron en el seno del Comité Ejecutivo Nacional unos nuevos Estatutos y la consiguiente reorganización, la Dictadura y la UP eran ya un cadáver político al que sólo faltaba el certificado de defunción, dado justamente por Berenguer cuando en sus primeros días de gobierno ordenó a los gobernadores civiles que se desentendieran de la organización y contabilidad de las UP.

13.2.3. ¿Una nueva clase política? Base humana, social y política de la Unión Patriótica Deberíamos preguntarnos si realmente, conforme afirmaba el discurso primorriverista, aparecieron unos nuevos políticos, sanos y honestos en contraposición a los vicios de la clase política anterior. ¿Logró la Unión Patriótica ser un verdadero y amplio movimiento político? ¿De qué partidos provenían los de la UP? ¿Cuál era su fuerza social y económica? ¿Qué influencia pudo tener la UP sobre el posible resquebrajamiento del caciquismo político anterior o en la creación de uno nuevo? Trabajos pormenorizados como los de Gómez-Navarro permiten avanzar en una primera conclusión que la UP no llegó a convertirse en ningún momento en un partido, en el sentido moderno de la palabra, con una militancia activa y un funcionamiento regular. Además, a partir de 1927 y 1928, conforme se iban delimitando los contornos de su definición ideológica, experimentó una creciente pérdida de afiliados. Respecto del número de afiliados existen dos referencias oficiales que afirman 1.319.428 afiliados en julio de 1927 y sólo unos 650.000 en diciembre de 1929. En los momentos de máxima expansión en 1927-28, destacaban con más de 50.000 afiliados, en primer lugar las provincias de Huelva (97.750, un 28,30 por 100 del total de la población provincial) y Cáceres (93.120 y 20,90 por 100), venían después León (52.700 y 11,25 por 100), Lugo (50.542 y 10,72 por 100) y Vizcaya en 1929 (unos 50.000 afiliados que significaban un 10,5 por 100 de la población). Superaban también los 50.000 afiliados, pero con porcentajes más modestos en relación a la población total de la provincia, Murcia (60.000 y 8,66 por 100), Badajoz (54.544 y 7,91 por 100), La Coruña (57.000 y 7,42 por 100), Valencia (70.910 y 6,88 por 100), Oviedo (50.000 y 6,40 por 100) y, finalmente, Barcelona (60.000 y 3,78 por 100). Con cifras de afiliados menores pero relativamente altos porcentajes en relación a la población estaban Almería (unos 30.000 y cerca del 8 por 100), Lérida (26.184 y 8,41 por 100), etc. En conjunto, los datos referidos a unos 950.000 afiliados de 25 provincias fijaban un promedio provincial de algo más del 7 por 100 de la población total. Las provincias con mayor porcentaje de afiliación eran las campesinas y de mayor arraigo caciquil. Los datos oficiales no eran sin embargo de fiar. Un informe interno del jefe provincial de la UP de Barcelona, Andrés Gassó y Vidal, dirigido a Primo de Rivera el 20 de abril de 1929 reconocía sólo 14.000 asociados (cuando la cifra oficial era de 60.000). El informe de Gassó era demoledor: Rindiendo culto a la verdad, [su importancia] es muy reducida porque los elementos que la integran son, en más de un 90 por 100, indiferentes o decepcionados.

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Hay un 5 por 100 que va a los Comités a leer periódicos y a jugar; y otro 5 por 100 que desea actuar de buena fe, pero que por falta de asistencia de los jefes ha de contentarse con lamentarse constantemente de que sus entusiasmos no tengan ocasión de manifestarse. Bien pudiera decirse que No hacer es el lema de Unión Patriótica en Barcelona.

Los afiliados no leían ni la prensa del partido: La Nación tiraba en 1927 sólo 50.000 ejemplares y el boletín Unión Patriótica, 15.000. En un segundo análisis, la Unión Patriótica no logró la incorporación activa de los sectores extremos de la sociedad. La presencia de las clases subalternas fue muy débil. La militancia obrera sólo aportó algun elemento de la CNOC (así el dirigente Carlos Pérez Sommer en Madrid). Los de los Sindicatos Libres no entraron en la UP, a pesar de su notable implicación con la Dictadura (fueron diputados provinciales, concejales y miembros de la Asamblea Consultiva). En el sector agrario, la participación provenía de pequeños y medios propietarios de la CNCA y prácticamente nula del mundo de los jornaleros. De manera contrastada fue también muy reducida la intervención de la alta aristocracia terrateniente (que había por contra mantenido una estrecha relación don los partidos dinásticos). Deben citarse, de todas formas, el conde de Asalto (que fue el jefe provincial de la UP de Tarragona), el marqués de Benavites (en Avila), el duque de Hornachuelos (miembro del Consejo Ejecutivo Nacional), el conde de Bilbao y el de Coello (Madrid), el conde de los Andes (Cádiz), el conde las Infantas y el marqués de Casablanca (Granada), los marqueses de Albentos, Tablantes y Valencina (Sevilla), el conde de Casa Fuerte (Toledo) o el conde de Sobradiel (Zaragoza). Sólo los cinco primeros nombres pertenecían propiamente a la alta aristocracia —eran Grandes de España— y sólo el conde de los Andes era un gran terrateniente. De hecho la influencia y presión aristócrata sobre el régimen actuaba directamente a través del monarca y del mismo Primo de Rivera. Una situación parecida marcó las relaciones con la Dictadura de las grandes oligarquías financieras e industriales vasca y catalana. Puede constatarse también una notoria ausencia de sus nombres destacados dentro de la Unión Patriótica y, paralelamente, una buena sintonía general con el monarca y Primo de Rivera, en especial con su política económica de obras públicas y nacionalismo proteccionista. Mientras en 1918-23 no era difícil encontrar representaciones de la flor y nata de la oligarquía vasca en las las listas de diputados y senadores, dentro de la UP sólo había nombres poco conocidos, miembros de poderes económicos que no eran de primera fila (Federico Moyúa, Esteban Bilbao, Ignacio González de Careaga); algunos provenían del dinastismo anterior, así los liberales Eduardo Sotés, Federico de Moyúa y Víctor Tapia o el maurista Ladislao Amézola, o eran ex-jaimistas (Bilbao y Careaga ya citados). De todas formas, las vías de acceso e influencia directa (sin demasiados compromisos políticos explícitos) de la oligarquía vizcaína eran numerosas. A través del mismo Primo y de manera muy especial el conde de Guadalhorce —copartícipe de numeros negocios eléctricos), a través asimismo de su presencia corporativa en órganos decisorios como el Consejo de Economía Nacional (y pronto además en la Asamblea Nacional Consultiva). El distanciamiento respecto de la Unión Patriótica de la alta burguesía industrial catalana fue muy acusado, especialmente la que se mantenía cercana al regionalismo de la Lliga (Cambó, Ventosa, Bertran y Musitu, Ferrer Vidal, Recasens, Bertrand Se-

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rra, Maristany, etc.). Como es sabido el apoyo inicial de la Lliga a la Dictadura quebró de manera algo abrupta a raíz no sólo de los decretos llamados antiseparatistas sino más decisivamente de la sustitución de los miembros de la Mancomunidad (que anunciaba la posterior suspensión de la misma) en enero de 1924. Se mantuvo algún puente a través de la introducción de hombres del sector moderado de la Lliga en el Ayuntamiento de Barcelona pero todo fracasó ante la agresividad del gobernador civil (el general Losada) que forzó la salida de la alcaldía de Álvarez de Campa el verano de 1924. Teóricamente, la UP podía apoyarse en los sectores dinásticos más españolistas de la burguesía catalana, pero en realidad sólo actuaron dentro del partido dos nombres destacados, el Marqués de Foronda (originario de Jaén y consejero de destacadas empresas catalanas como FFCC Catalanes, Catalana de Tranvías, General de Tranvías, Lámparas, etc.) y Joaquín María Tintoré (consejero delegado de la Transmediterránea y consejero de la Compañía General de Crédito, la industria metalúrgica Torras Herrería, etc.). En un nivel económico inferior debe situarse Andrés Gassó y Vidal, el jefe provincial de la UP de Barcelona, que era secretario de de la Cámara de la Propiedad Urbana de Barcelona. En definitiva salvo contadas excepciones la alta burguesía catalana (ni regionalista ni de la UMN) no colaboró con UP (y a diferencia de los vascos no parece haberse preocupado de contar dentro del partido con algunos testaferros). Su apoyo a la Dictadura, que fue en cualquier caso notable, fue canalizado a través de cauces más personales y directos a través en especial de las estrechas relaciones que iba a mantener Calvo Sotelo con los hombres del Banco de Catalunya (los hermanos Recasens) y de una participación masiva en el Consejo de Economía Nacional y la Asamblea Nacional Consultiva (en este caso hubo la presencia activa del conde de Güell, el marqués de Hoyos, José Garriga-Nogués, Juan Pich y Pon, Pedro Gual Villalbí, Bartolomé Amengual, Federico Bernades y hasta un dirigente de la Lliga, el Marqués de Alella). El hecho más significativo sobre el trasfondo social de la Unión Patriótica fue la aparición de unos «nuevos políticos» directamente vinculados a intereses económicos y burguesías provinciales. Sus principales dirigentes solieron ser las burguesías provinciales de las Cámaras de Comercio e Industria, de la Propiedad Urbana, las Cajas de Ahorro, la banca provincial, etc. También de manera generalizada se dio una participación de la nobleza provincial en los comités de la UP. Se trataba de nobles de segundo orden vinculados al sector agrario, que no poseían grandes propiedades y precisaban de la UP. Muchos de ellos eran hombres de negocios industriales o bancarios o técnicos cualificados que habían sido ennoblecidos por Alfonso XIII (así sucedía con parte de los títulos de miembros de la oligarquía vasca o, en el caso de Barcelona, el marqués de la Foronda). En algunos casos esta presencia podía incluso significar el desplazamiento o al menos un significativo distanciamiento respecto de algunos poderes más tradicionales de raíz aristocrática y terrateniente. Precisamente uno de los sectores más destacados de aquellos «nuevos políticos» de la UP en los niveles municipales fue el de la Confederación Nacional Católica Agraria: dirigentes con propiedades agrarias que, salvo contadas excepciones, no pertenecían a la nobleza. En definitiva, fuera coyunturalmente, la Unión Patriótica fue sostenida por una parte significativa de unos nuevos sectores económicos y profesionales intermedios emergentes en el mundo provincial español. Representaba de algun modo sectores importantes de burguesías (industriales, comerciales o agrarias) a las que el caciquis-

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mo centralista vetaba el acceso a la política activa y el mundo de las decisiones. Al no tener vías de acceso directo al poder central, utilizaron las UP. Por contra, dentro de la política oficial y el activismo político hubo un retroceso general de la presencia de la alta aristocracia terrateniente y un relativo retraimiento de las altas burguesías industriales y financieras vasca y catalana. Tuvieron si no más una actitud expectante ante la Unión Patriótica. La deserción del mundo político era de todas formas más aparente que real en la medida que sus intereses generales estaban garantizados por el gobierno y su acceso al mismo no precisaba de especiales intermediarios políticos. Por otra parte, fue desde un principio claro que la UP no era el principal centro de poder. Un último aspecto a considerar es el de la mayor o menor novedad de la clase política de la Dictadura y en especial la UP. A pesar de los discursos regeneracionistas, en una parte muy considerable de provincias se mantuvo, ahora con la UP y más o menos directamente, el peso de los viejos políticos conservadores, liberales y mauristas. Ejemplos notorios en esta dirección se dieron en Andalucía, en Cádiz (donde la UP reunió a muchos exmauristas), Málaga (con nombres destacados del Partido Liberal y un gran peso del conde de Guadalhorce), Granada (donde dominaban los conservadores de Rodríguez Acosta) y Jaén (donde repartían influencia el maurista Yanguas, con intereses mineros en Linares, el marqués de Foronda, que mantenía cacicato en Cazorla, y el general Leopoldo Saro, con intereses olivareros). También en Tenerife (el jefe provincial fue el ex-maurista Manuel Delgado Barreto y a continuación el albista Benito Pérez Armas) y Las Palmas (donde continuó sin apenas cambios la plana mayor de los políticos anteriores). En Ávila nadie alteró el control de la alta aristocracia conservadora (marqués de Benavites), ni en Albacete el de los ciervistas. Castellón continuó bajo el control del marqués de Benicarló (diputado conservador por Vinaroz desde 1901) y, a su vez, Tarragona bajo el de la familia del conde de Asalto (diputados o senadores conservadores a partir de 1899). Fue también importante la presencia de políticos anteriores, aunque con nombres más de segunda fila, en Vizcaya (con matices ya vistos), Cuenca, Cáceres y Badajoz. Los «nuevos» llenaron un segundo gran bloque de provincias. Se trató de hombres de experiencia y procendencia política variada, aunque casi ineludiblemente de origen católico (PSP, CNCA, Acción Católica, Circuios Obreros) y bajo la dirección de los hombres formados alrededor de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (grupo en ocasiones relacionado con el maurismo, por ejemplo en Badajoz). En este caso se encontrarían las UP de provincias como La Coruña y Lugo, Santander, Álava y Guipúzcoa, Burgos, Valladolid y Zamora, Logroño, Huesca y Teruel, Ciudad Real y Murcia, Almería y, en una situación algo más compleja, Sevilla. En Zaragoza, los católicos tenían una amplia incidencia ya antes de septiembre de 1923 y si algunos como Ossorio Gallardo, maurista y PSP, se negaron a colaborar con la Dictadura, otros católicos como Miguel Allué Salvador sí lo hicieron. En Madrid preponderaban los nuevos católicos frente a los viejos mauristas y conservadores. El primer presidente había sido el conde de Cedillo (conservador). José Gabilán era un exmaurista y católico. El conde de Vallellano, que fue alcalde de Madrid y vocal de a Junta Directiva Nacional, venía del maurismo y el PSP. En el comité provincial la mayoría era «católica»: los hermanos Aristizábal (Gabriel y José M. de CNCA), Carlos Martín Álvarez (CNCA) y dos ex-PSP, Santiago Fuentes Pila y el conde de Bilbao. Puede añadirse Felipe Salcedo Bermejillo, presidente de la Diputación y vocal de la Junta Directiva Nacional, que era maurista.

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Había, en fin, un tercer grupo de provincias con un control «católico» más matizado y compartido (Guadalajara, León, Palencia, Valencia, Orense). Y, en otros casos, la renovación del personal político parece haber sido muy acentuado a través de la presencia de hombres con intereses económicos muy directos. Intereses agrarios en Soria, Lérida, Córdoba, Toledo, Salamanca, o más bien bancarios e industriales en Baleares, Segovia, Oviedo, Navarra. En Barcelona y Gerona hubo un entrecruzamiento de viejos y nuevos políticos. Los viejos no eran regionalistas y en general procedían de la UMN como Gassó y Vidal en Barcelona o Federico Bassols en Gerona. En conjunto en la mayor parte de las provincias (más de treinta) se produjo a través de la UP y con formas variadas una renovación del personal político mientras que hubo una parte también notable de ellas (una quincena) donde prosiguió el control más tradicional. De cualquier modo, la nueva clase política de la UP se nutrió en su mayor parte de la experiencia católica. Los mauristas actuaron a menudo como aliados de aquellos nuevos políticos católicos. La clase política más vieja presente en la UP fue en general de procedencia conservadora.

13.3. UN NUEVO ESTADO. EL DIRECTORIO CIVIL Y LA ASAMBLEA NACIONAL CONSULTIVA Primo, concluida la provisionalidad militar de los primeros meses, pretendió (aunque con formas contradictorias y a tientas) la construcción de un nuevo régimen que en ocasiones se entendía como un nuevo Estado. Las piezas claves del mismo debían ser lógicamente el dibujo de un nuevo sistema político (la cuestión política) y la creación de un nuevo marco de relaciones laborales (la cuestión social). En uno y otro caso había además una cierta conciencia sobre la necesidad de asegurar un nuevo papel en las relaciones económicas de parte del Estado. En conjunto, y con una cierta coherencia, se pretendía marcar los contornos de un nuevo Estado intervencionista (con un papel fundamental en las relaciones económicas, laborales y políticas). El problema radicaba en quién debía sustentar y dirigir el Estado, es decir quiénes debían ser los intervencionistas. Algunos, reclutados entre jóvenes de ambición y afirmación de futuro, desarrollaron una justificación totalitarista, a menudo atenta al discurso del fascismo italiano. Ahora bien, la práctica oficial del momento estaba más bien dominada por pragmatismos respetables, burocracias administrativas y movimientos inevitablemente corporativos (no necesariamente corporativistas). Quizás por ello el protagonismo de la discusión se situó en el terreno político y mucho más en un segundo plano el modelo económico y el laboral.

13.3.1. El gobierno de hombres civiles (1925-1930) El nuevo gobierno estuvo presidido por Primo de Rivera y contó con un vicepresidente, el general Martínez Anido, que continuó encargándose de la Gobernación. Fue llamado civil al restablecer los ministerios e incoporar algunos no militares, hombres jóvenes ya comprometidos con Primo desde un principio. Significó de hecho un simple ascenso de los anteriores subsecretarios a la categoría ministerial. En Guerra se situó el duque de Tetuán y en Marina el contralmirante Cornejo. En Trabajo estuvo Eduardo Aunós y en Hacienda José Calvo Sotelo, ambos iban a dar un cier-

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to tono dinámico y renovador al nuevo gabinete. El catedrático de Derecho internacional de la Universidad de Madrid, D. José de Yanguas pasó a Estado y el ingeniero de caminos, conde de Guadalhorce, a Fomento. El fiscal del Tribunal Supremo, Galo Ponte, en Gracia y Justicia. El catedrático de Derecho Natural de Valladolid, Eduardo Callejo, en Instrucción Pública. A pesar de que tres habían sido ya diputados a Cortes en la antigua situación (Aunós, Calvo Sotelo y Yanguas) no representó ningun puente respecto de los viejos partidos. En conjunto la relación vinculaba de hecho la Dictadura a la extrema derecha. Era clara la estructura del nuevo gobierno. Martínez Anido debía asegurar el orden y todos recordaban sus contactos con burguesías y intereses económicos; le ayudaba Galo Ponte. Los jóvenes Calvo Sotelo y Aunós eran los que debían lanzar proyectos de futuro, económicos y José Calvo Sotelo (1893-1936), ministro de laborales. El desarrollismo de obras púHacienda con Primo de Rivera. blicas e infraestructuras continuaba en manos de Guadalhorce. En los departamentos militares estaban leales de Primo y no parecía que hubiera en la recámara ningun proyecto reformista de alcance. De forma parecida, Yanguas en Estado iba a actuar totalmente supeditado a la dinámica internacional marcada directamente por Primo. Un ministerio especialmente desdibujado, sin proyectos de alcance, al margen de la espectacularidad de los enfrentamientos políticos de Primo con catedráticos de Universidad e intelectuales, fue el de Callejo. Este gobierno, poco brillante y producto de una situación de excepción, iba a ser el de más larga continuidad de la historia contemporánea española. Estuvo en el poder entre el 3 de diciembre de 1925 y 20 de enero de 1930: 4 años y un mes y medio. Comparable al llamado Parlamento largo de Sagasta que dio forma al régimen de la Restauración y se mantuvo entre noviembre de 1885 y julio de 90. Comparable de manera más estricta a los primeros de la postguerra del general Franco, cuando entre julio de 1945 y febrero de 1956 sólo remodeló una vez el ejecutivo.

13.3.2. La Asamblea Nacional Consultiva La convocatoria de una Asamblea Nacional Consultiva, que implicaba la derogación de la constitución y la supresión del antiguo Parlamento, había sido propuesta por Antonio Maura en un escrito al rey fechado el 11 de febrero de 1925. El texto recogía sus opiniones ya manifestadas en una entrevista que mantuvo con miembros

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del Directorio el 1 de noviembre de 1923. La propuesta de Maura quería ser una fórmula de reencuentro con una situación de normalidad basada en una nueva legalidad que sólo podía garantizar una constitución y que no podía sólo apoyarse en los institutos armados sino que debía contar con el concurso de la sociedad española. La problemática de la vuelta a la «normalidad» fue desde un principio uno de los temas generales y reiterados de discusión del momento. Así, por ejemplo, también hubo otra propuesta lanzada por El Sol los días 11, 14 y 20 de noviembre de 1923 para crear un «parlamento chico» de base democrática como «forma intermedia y temporal de participación en la vida nacional» en tanto hubieran nuevos políticos y se convocara un Parlamento de sufragio universal. Primo pensó en serio en la convocatoria de una Asamblea Nacional Consultiva a partir del establecimiento del Directorio Civil en diciembre de 1925. Entre noviembre de 1925 y septiembre de 1926 se produjo la ruptura abierta y explícita de la Dictadura con el régimen y la constitución anteriores. A partir de entonces la única perspectiva de restauración de la normalidad debía ser la instauración de un nuevo régimen y la Asamblea debía justamente preparar la modificación de la Constitución. Los contornos ideológicos básicos de la nueva Asamblea fueron definidos en el congreso de Unión Patriótica de julio de 1926 y después, en diciembre del mismo año, fueron expuestos dentro del Manifiesto que redactó Primo sobre los tres años de Dictadura: El gobierno y la Unión Patriótica tienen la concepción de un Estado de nueva estructura, fuerte, real, práctico, democrático, libre de enrevesada filosofía y humillante imitación, y quieren someterlo al conocimiento y aprobación de una gran Asamblea que sea representación del país, para, con su celebración, dar comienzo a la obra revolucionaria...

La Asamblea fue efectivamente convocada por RD de 12 de septiembre de 1927, acompañado del consabido manifiesto. Hubo múltiples razones que explican el largo retraso: el conflicto artillero paralizó parte de la actividad más política del gobierno; hubo muchas críticas al anunciarse la idea en 1926; la actitud del mismo monarca (no demasiado interesado en la consolidación de Primo al margen de la Monarquía) no favoreció una rápida realización. Según el RD mencionado, debía reunirse en el palacio que había sido del Congreso de los Diputados, como: una Asamblea deliberante que, en razón de la variedad de representaciones que han de integrarla... tendrá carácter de Asamblea Nacional, la que, dirigida y encauzada por el gobierno, pero dotada de prerrogativas y facultades propias, deberá preparar y presentar escalonadamente al gobierno, en un plazo de tres años y con carácter de anteproyecto, una legislación general y completa, que a su hora ha de someterse a un sincero contraste de opinión pública y, en la parte que proceda, a la real sanción.

Aquella Asamblea debía mantener sesiones regulares de octubre a julio. Su presidente lo nombraba el gobierno y los cuatro vicepresidentes y cuatro secretarios eran nombrados dos a dos por el gobierno y por la propia asamblea. El número total de asambleístas se situaba entre 325 y 375 (posteriomente la cifra aumentó hasta 400) y podían serlo no sólo los hombres sino también las hembras, solteras, viudas o casadas. La composición venía fijada del siguiente modo (artículo 16): 1) un representante municipal (elegido entre todos los alcaldes y concejales por todos los Ayuntamien-

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tos —cada Ayuntamiento un voto) y uno provincial (elegido por y entre los diputados provinciales) por cada una de las provincias; 2) un representante por cada organización provincial de la UP (la representación correspondía a los jefes provinciales del partido privilegiado); 3) representantes del Estado (de las direcciones generales y consejos, patronatos y otros organismos que el gobierno tuviera a bien designar); 4) una representación por derecho propio derivado del cargo y categoría (que pretendía reunir a hombres destacados de la administración, el Ejército, la Iglesia, la Justicia, etc); 5) una serie de representantes de la cultura, la producción, el trabajo, el comercio y demás actividades de la vida nacional (designados libremente por el gobierno). Implicaba la absoluta ruptura con el parlamentarismo liberal a pesar de que Primo intentase contar con una presencia significativa de hombres de izquierda y de matiz liberal. Nombró asambleístas a republicanos y socialistas como Llaneza, Lucio Martínez, Pérez Infante, Buylla, de los Ríos, Usabiaga (que era el director de El Liberal de Madrid), Francisco Villanueva, etc. Otros se encontraron en la Asamblea por derecho propio: vocales de la comisión de códigos y los consejeros de Estado. Sin embargo, un alto número de los políticos y los catedráticos nombrados optaron por renunciar. El principal problema se situó en el campo socialista: Prieto se manifestó de inmediato contrario a la participación en aquella Asamblea Nacional y fue por ello criticado, en carta del 17 agosto 1926, por Largo Caballero desde la UGT. En el PSOE, Besteiro decidía mantener la colaboración con Primo, preguntándose con retórica: «si hemos formado parte de un parlamento burgués con tantas representaciones ilegítimas, ¿por qué vamos a variar de conducta...?». También dentro del campo conservador hubo divisiones internas y fue espectacular la actitud de José Sánchez Guerra quien se autoexilió y lanzó un sonado manifiesto que, además de proclamar la lealdad de los conservadores al constitucionalismo, el Parlamento y las libertades públicas, anunciaba su voluntad de buscar a los defensores de los valores constitucionales y democráticos estuvieran donde estuvieran. Ante la avalancha de críticas, la actitud del dictador fue vacilante. Durante la primavera de 1927, Primo —quizás movido por razones personales— pretendió retirarse dando paso a un gobierno de Guadalhorce y nuevas elecciones generales, con una UP fuerte que se consideraba ganaría sin ninguna duda. Parecía que se aceptaba de alguna forma el viejo parlamentarismo, pero las críticas de los medios reales le decidieron en mayo a manifestar su total negativa a cualquier intento de Cortes constituyentes o discusión inmediata de un anteproyecto. Su plazo para la promulgación de una nueva constitución y su aprobación plebiscitaria no era inferior a los cinco años. Es importante el análisis de la pretendida obra constituyente de la Asamblea. La nueva Asamblea introdujo por vez primera la concepción corporativa en un órgano político al fijar un sistema de representación no político sino de intereses: los de la administración (en tres niveles: Estado, Provincia, Municipio); los derivados de las actividades y clases sociales (la «Sociedad»); finalmente los de la Unión Patriótica (el «Partido»). La diferenciación respecto del constitucionalismo español decimonónico era por tanto muy acusada. La concepción de la Asamblea venía condicionada por dos corrientes doctrinales: la influencia del tradicionalismo corporativista y la influencia corporativa del fascismo italiano. A notar que en la práctica —y quizás por ahí vino una de las razones más fundamentales del fracaso primorriverista— aquel sistema de representación no era realmente triangular. El gobierno controlaba y nombraba las administraciones públicas y mantenía dependiente la UP; sólo quedaban

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fuera del control estricto del gobierno los representantes «sociales», en la medida que incorporaban la representación y defensa de intereses corporativos concretos. Fue sólo —y a pesar de todas las limitaciones— de donde partieron algunas voces críticas al gobierno de dentro de la Asamblea. La Asamblea se inauguró el 10 de octubre de 1927 bajo la presidencia de Yanguas, el ministro de Estado. Hablaron Primo y, con palabras rituales, Alfonso XIII. Su composición final no dejaba lugar a dudas sobre su fuerte carácter gubernamentalista. Segun datos referidos a febrero de 1928, los 57 representantes el Estado habían sido nombrados en sus cargos oficiales después de septiembre de 1923 y de ellos veinte eran militares de alta graduación (que ocupaban cargos ajenos al Ejército y sus funciones, cosa que constituye un claro indicio de la amplitud del poder de los jefes del Ejército entre las elites políticas del régimen). Los 55 representantes por derecho propio (que en razón de su cargo pasaban a ocupar automáticamente un lugar en la Asamblea) era también en gran medida una representación gubernamentalista: 35 habián estado nombrados directamente por el gobierno, 10 eran cardenales, arzobispos y obispos, 2 eran el presidente y el secretario del Comité Nacional de la UP y los 4 restantes eran alcaldes y presidentes de las Diputaciones Provinciales de Barcelona y Madrid. Nombrados en tiempos de la Restauración antes del golpe sólo habían los 10 clérigos y 4 capitanes generales del Ejército o la Armada (por ejemplo Weyler o el infante Carlos de Borbón). También habían otros 7 jefes del Ejército entre los altos cargos de la Administración, representantes también por derecho propio. En la representación por provincias, dado que los alcaldes, concejales y diputados eran miembros de UP en abrumadora mayoría, los 147 asambleístas correspondientes responden a las características de la UP y en consecuencia se encontraban bajo el control de los gobernadores civiles. Incluso en este terreno, Martínez Anido tenía especial cuidado en la elección de cada uno de los asambleístas. La representación derivada de las actividades ocupaba en conjunto 124 escaños (alrededor de un tercio del total de la Asamblea). El mundo académico y científico y la enseñanza contaba con 28 asambleístas: había apolíticos como Blas Cabrera o Leonardo Torres Quevedo, pero predominaban intelectuales derechistas (Ramiro de Maeztu, Eduardo Palacio Valdés) y economistas conservadores (Flores de Lemus, Luis Olariaga, Vicente Gay). Era mayoritaria sin embargo la representación a relacionar con los ambientes de actividades económicas (48 representantes). Dentro de la agricultura y ganadería (14) estaban hombres importantes a relacionar con la oligarquía económica de la época: naranjeros (Luis García Guijarro, que era el secretario general de la Unión Nacional de la Exportación Agrícola); harineros (Enrique de Bahamonde); vitivinícolas (Cruz Conde, bodegas en Córdoba, y Juan José Romero, hombres de la Federación Nacional de Criadores, exportadores de vino, etc.); olivareros (Jesús Cánovas del Castillo); forestales (Octavio Elorrieta y Astaza, que era el ingeniero director de las explotaciones forestales de Horacio Echevarrieta y vocal de la Junta de Acción Social Agraria); ganaderos (Francisco Marín y Beltrán de Lis, marqués de la Frontera). Del mismo modo entre los que representaban el grupo de industriales (21) y banca y seguros (9) estaban cuatro de los cien mayores capitalistas españoles (Juan Antonio Güell y López —conde de Güell y marqués de Comillas—, Joaquín Arteaga Echagüe —que era duque del Infantado, Grande de España)—, Fernando Fabra Puig —el marqués de Alella, que había militado en la Lliga Regionalista— y José Manuel Figueras Arizcun —director general del Banco de Bilbao. De manera más indirecta también estaban representados otros grandes industriales y finan-

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cieros (Horacio Echevarrieta y Juan March por ejemplo). En la Asamblea, a diferencia de lo que ocurría con la Unión Patriótica, sí que existió una amplia y significativa representación tanto de la oligarquía industrial vasca (el mencionado Figueras Arizcun, José Aresti y Ortiz, Rafael Picavea Leguía, Tomás Allende y Alonso, Eduardo Mellero, etc.) como de la burguesía industrial catalana (además del marqués de Alella y el conde de Güell, estaban el industrial de la seda Federico Bernades Alavedra, Bartolomé Amengual —que era el secretario general de la Cámara de Comercio e Industria—, Pedro Gual Villalbí —un hombre del Fomento del Trabajo Nacional, José Garriga-Nogués que presidía la Asociación de Banqueros de Barcelona—, Juan Pich y Pon —a la cabeza de la Cámara Urbana—, junto a los marqueses de Hoyos y de Foronda). Fue más conflictiva la delegación del mundo comercial (que contó sólo con 4 asambleístas, con Carlos Prast, de la Cámara de Comercio de Madrid, y Manuel Aleixandre, de los grandes comercios de Madrid, como nombres más destacados) en la medida que parte del grupo se encontraba enfrentado a Primo y su política proteccionista. La representación de las asociaciones patronales (5 nombres) venía a completar la representación de los grandes intereses económicos y, en especial, la Confederación Gremial Española (de la pequeña industria y el comercio) contaba con José Ayats Surribas. Por su parte los asambleístas procedentes de los sindicatos (9) procedían de las organizaciones católicas y lois libres: Antonio Monedero Martín (de la CNCA y la Liga Nacional de Campesinos); Cándido Castán (presidente de la CNC), Mariano Puyuelo y Ángel Larrañaga (de los Sindicatos Libres). La prensa llevaba 3 delegados. La representación femenina llenaba el cupo de las asociaciones benéficas (7 miembros): Carmen Cuesta (marquesa viuda de la Rambla), María López de Sagredo, etc. La composición de la Asamblea permite acercarnos al sustrato social y los apoyos con los que contaba el régimen. En primer lugar debe destacarse, como hemos visto, un control gubernamental prácticamente absoluto, incluso en la representación por actividades, de ahí que el proclamado corporativismo político como sistema de representación de todas las clases y sectores de la sociedad no fuera sino teórico. Los representantes del Estado, las provincias y los llamados de «derecho propio» (259 sobre un total de 383, cerca del 68 por 100, unos dos tercios de la Asamblea) eran en su inmensa mayoría políticos del régimen: grupos provenientes del catolicismo social y político, del maurismo y del tradicionalismo (principalmente el mellista); grupos de las burguesías provinciales económicamente ascendentes que se incoporaban a la política; antiguos políticos del sector más derechista del Partido Conservador, de base terrateniente y con implantación principalmente en provincias agrarias; sectores de nuevos políticos arribistas, beneficiarios económicos y políticos del régimen. Un numeroso grupo de oficiales del Ejército ocupaban cargos políticos (en la Asamblea llenaban el 30 por 100 de la representación del Estado y de los llamados de «derecho propio»). El régimen, eso sí, intentó usar la Asamblea para ensanchar su base social, de ahí la incorporación en los ámbitos de las actividades o de derecho propio de destacadas personalidades de la derecha conservadora no estrictamente primorriveristas: conocidos mauristas (Gabriel Maura, Antonio Goicoechea, César Silió o Quintiliano Saldaña), tradicionalistas (Víctor Pradera, Fernando Pérez Bueno, Luis García Guijarro) o conservadores más o menos duros (Juan de la Cierva, Baldomero Argente, Carlos María Cortezo, conde de Lizárraga). En actividades, la representación social llevó a la Asamblea representantes de los más poderosos intereses económicos del país. Ob-

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tenían cauces de influencia sin necesidad de una identificación política e ideológica precisa. Eran mayoría los del sector industrial y bancario frente a los intereses agrarios y una escasísima representación de los intereses comerciales. No dejaba de ser coherente con la política económica de la Dictadura y su política proteccionista-intervencionista y de auxilio a las industrias, así como su política de obras públicas e inversiones. Por otro lado, en este capítulo de las actividades, la desproporción entre las representaciones de los sectores ecónomicos poderosos y la de los sectores populares era patente. No había ningún asomo del igualitarismo proclamado. La representación popular estaba en manos de los sindicatos católicos y libres así como la CNCA. Como hemos visto, la convocatoria de aquella Asamblea no puede verse al margen del fuerte debate constitucionalista que acompañó la implantación de la Dictadura de Primo de Rivera. Un primer tema era el de las posibilidades de crear un nuevo régimen y qué tipo de régimen. Se trataba de ver cuál sería la obra constituyente de la Dictadura y si ésta osaba o no lanzarse a la construcción no ya de un nuevo régimen político sino de un nuevo Estado alejado del liberal y próximo al fascista y totalitario. Una determinada taxonomía revela una gran multiplicidad de posiciones de las fuerzas políticas ante el debate abierto. La mayoría de los que venían del Partido Liberal Dinástico (romanonistas y garcía-prietistas fundamentalmente) y uno de los sectores del Partido Conservador, el que encabezaban Sánchez Guerra y La Época, eran partidarios de mantener la Constitución de 1876. Pretendían el restablecimiento del texto de 1876 aunque éste pudiera ser retocado posteriomente y conforme a los mecanismos allí consignados. Un segundo bloque planteaba la utilidad de una nueva constitución pero en la perspectiva del establecimiento de un régimen democrático (negando de hecho la viabilidad de introducir una democratización real en el marco de 1876). En esta dirección se movían sectores importantes socialistas (por ejemplo, Fernando de los Ríos, el mismo Luis Araquistáin) así como algunos liberales, notablemente los que giraban alrededor de El Sol. Incluso monárquicos declarados como Sainz Rodríguez aconsejaban al rey que sólo una constitución elaborada con participación de obreros y socialistas podía salvar la Monarquía. Con algún tono distinto, estaban también aquellos que como Cambó consideraban que la Constitución del 1876 correspondía a la realidad, ya superada, de una sociedad agraria que funcionaba mediante el caciquismo y que mantenía una correlación de fuerzas muy desfavorable para los intereses industriales y urbanos. La destrucción de los partidos dinásticos por la misma Dictadura dejaba sin capacidad de maniobra y operatividad la Constitución de 1876. Una tercera tendencia parecía, a su vez, girar alrededor de la necesidad de redactar un nuevo texto que introdujese un sufragio censitario de nuevo cuño, incorporase el voto corporativo y estableciese un régimen presidencialista en que los gobiernos no dependiesen del voto de las Cortes. Con muchas diferencias internas y mucha confusión estaban aquí los mauristas, los mellistas, El Debate y sectores derechistas y duros del Partido Conservador como La Cierva. Fue este último conglomerado el principal protagonista de la redacción de un nuevo proyecto constitucionalista en la nueva Asamblea. Unos y otros veían el parlamentarismo liberal en crisis en toda Europa, pero mientras estos últimos, los corporativistas, pensaban en la necesidad de un régimen autoritario, los primeros consideraban que era la práctica del sistema liberal degenerado y corrupto lo que había que erradicar: la solución era un sistema más democrático. Aquí estaban tanto grupos de la izquierda liberal como los reformistas y los socialistas o El Sol. Quedaban en posi-

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ciones intermedias unos muy escasos defensores del mantenimiento de la Constitución del 76. El anteproyecto de Constitución fue elaborado, tras gestación costosa, por la Sección Primera, a través de la propuesta de cinco leyes orgánicas (de las Cortes del Reino, del Consejo del Reino, Organización y funcionamiento del poder ejecutivo, Contenido, limites y garantías de la función judicial, Orden Público). Textos que fueron leídos en la sesión del 5 de julio de 1928. Formaron parte de la ponencia Juan de la Cierva, Antonio Goicoechea, José Maria Pemán, Laureano DíazCanseco, César Silió, Diego M. Crehuet del Amo, Carlos García Oviedo, Víctor Pradera, Mariano Puyuelo y Gabriel Maura. El peso del maurismo y ciervismo era muy notable, con nombres bien conocidos, lejos de los hombres grises de la Unión Patriótica. Destacaron en las discusiones algunos de los colaboradores directos de Primo, gubernamentales, todos ellos de la Unión Patriótica: Yanguas, recién dimitido como ministro, que provenía del maurismo y había sido jefe provincial de UP; Pemán, jerezano y amigo personal de la familia Primo de Rivera, ideólogo upetista y también jefe provincial de la UP, en este caso de Cádiz; García Oviedo, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Sevilla, vocal de la Junta Nacional de UP; o el mismo Ramiro de Maeztu, uno de los pocos intelectuales reconocidos que se unió a UP, de Madrid, muy independiente, quien de hecho participó poco y marchó a Buenos Aires como embajador a principios de 1928. En segundo lugar, intervinieron mucho las tres personalidades más destacadas del maurismo del momento, que habían colaborado más o menos críticamente con la Dictadura: Antonio Goicoechea, conocido dirigente de las juventudes mauristas, y César Silió, ex ministros, junto a Gabriel Maura, senador vitalicio y reponsable de la herencia de su padre. Un tercer grupo activo fue el tradicionalista, con Víctor Pradera (exmellista, que se había integrado en el PSP) y Poyuelo (jaimista y secretario general de la Confederación Nacional de Sindicatos Libres). Próximo a todos éstos estuvo asimismo Mariano Balsega Ramírez, gerente del Sindicato Central Católico Agrario de Aragón y hombre de negocios e intereses financieros importante, director del Banco de Crédito de Zaragoza, consejero del Banco Central y presidente de la Cámara de Comercio e Industria de Zaragoza. En cuarto lugar hubo destacados políticos del régimen anterior que colaboraban con Primo pero creían aún en la utilidad futura de la Constitución de 1876, así Juan de la Cierva (que en 1927 presidió la Comisión General de Codificación y era decano del Colegio de Abogados de Madrid), Carlos María Cortezo (liberal romanonista, diputado a cortes desde 1891, senador vitalicio, varias veces ministro y vicepresidente del Congreso), o Alfonso Sala (también de origen liberal y diputado a cortes el 1893-1923, fundador de la Unión Monárquica Nacional en 1918 y hombre de confianza del régimen en Cataluña hasta 1925, importante empresario del textil). Completaron la discusión los técnicos especialistas en derecho: Crehuet (que era fiscal del Tribunal Supremo) y Díez Canseco (catedrático de Historia del Derecho de la Universidad Central). El Estatuto Fundamental de la Monarquía, que así se denominó el anteproyecto, constaba de 104 artículos (distribuidos en 11 títulos: de la nación y el Estado, de la nacionalidad y la ciudadanía, etc.). Dominaba el espíritu de la tradición borbónica y se notaba la lectura de las constituciones de la postguerra. La innovación de mayor relieve era la creación de un Consejo del Reino (con miembros vitalicios y electivos) para moderar el sistema unicameral que se implantaba. Los diputados a Cortes se ele-

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gían mitad por sufragio universal y mitad eran nombrados por el rey o elegidos por colegios especiales de profesiones y clases. No tenía la Corona facultades superiores a las que le atribuía la Constitución de 1876 y trascendía a la Administración Pública y a la Justicia el principio unitario que se consagraba en el artículo primero. Reflejaba sólo en parte la voluntad del Dictador, que quería una cámara única, la restricción de las prerogativas del poder moderador y otorgar a la cámara la soberanía plena. De ella debían depender el poder judicial y el ejecutivo y en especial el jefe del gobierno sería elegido directamente por la referida cámara. Viviría bajo la fiscalización de los parlamentarios, pero sin trabas de otro linaje. No le satisfizo así la invención del Consejo del Reino. Había pensado la aprobación por plebiscito pero no se decidió. Tampoco quería afrontar la elección de unas nuevas cortes nacidas de las urnas. De ahí que al fin se dicidiera por ampliar la Asamblea. El RD de 26 de julio de 1928 llamaba a los ex-presidentes del Consejo de Ministros, ámbas Cámaras y Consejo de Estado (es decir aceptaba llamar a los políticos más caracterizados del viejo régimen). Afectaba a nuevo nombres bien caracterizados: el marqués de Alhucemas, conde de Romanones, Sánchez de Toca, Sánchez-Guerra, Bugallal, Melquíades Álvarez, marqués de Figueroa, Villanueva y Ruiz Jiménez. También pasó a incluir representaciones de las Academias, Universidades, Colegios de Abogados y de Doctores de Madrid y de Barcelona, UGT, Sindicatos Libres y Católicos, Asociaciones Pro Sociedad de Naciones y Asociación de Derecho Internacional. En total 41 asambleístas de refuerzo. Algunas corporaciones nombraron representantes a notorios antidictatoriales. La Universidad de Valladolid eligió a Unamuno; el Colegio de Abogados de Madrid a Sánchez Guerra, Santiago Alba y Eduardo Ortega y Gasset. Los políticos no respondieron. La Academia de Jurisprudencia (cuyo presidente era Ángel Ossorio) acordó el 25 de septiembre de 1927 no concurrir. Tambien la UGT (a pesar de la oposición de Besteiro y Largo) rehusó la participación. Las primeras discusiones alinearon la mayoría alrededor de Maura y la necesidad de nueva constitución (Goicoechea, Silió, Yanguas, Pemán, García Oviedo, Maeztu, Pradera y Puyuelo) y una minoría con La Cierva que quería mantener el texto de 1876 (Cortezo y Crehuet); ambiguos y con poca intervención: Sala, Balsega y Díez Canseco. Las orientaciones de Primo fijaban: a) un unitarismo político-administrativo, que sólo aceptaba la descentralización administrativa en municipios y provincias y combatía el regionalismo; b) la atribución al Estado del origen y ejercicio de la soberanía y establecimiento de la base ideológica del autoritarismo y el totalitarismo políticos (negaba tanto un principio de soberanía popular como la hipótesis de soberanía real o la idea de la doble soberanía); c) una concepción «monarquíca-constitucional» de la forma de gobierno que dibujaba una monarquía limitada por una constitución, no parlamentaria ni liberal (que era explícitamente rechazada); d) oficialidad de la religión católica; e) intervencionismo de Estado y corporativismo socioeconómico; f) corporativismo como sistema de representación política. Pero los trabajos tomaron ritmo y dinámica propios. Hasta verano de 1928 elaboró el anteproyecto constitucional; después, hasta el verano del 1929, redactó las leyes complementarias. De hecho los principales redactores e inspiradores del texto fueron Maura y Goicoechea, aunque hubo concesiones a La Cierva. Defendían un nuevo régimen corporativo y autoritario pero aún con poca sistematización. Quien más insistía en la representación corporativa era Goicoechea. Sus propuestas contenían muchos elementos prefascistas: negación del principio de soberanía popular, defensa de las dictaduras europeas

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del momento, corporativismo, gobiernos de minorías escogidas, mayor poder al ejecutivo. No quería elecciones sino una consulta con interrogatorio concreto que diese el poder a un hombre sin cortapisas y para largo tiempo. Las coincidencias de la mayoría fueron finalmente: organismos de doble representación (una corporativa y otra electiva) para controlar y restringir el sufragio universal; separación del legislativo y el ejecutivo y creación de un poder ejecutivo fuerte; negativa a que el Parlamento fiscalizara las actividades del gobierno; para resolver las diferencias entre los poderes legislativo, ejecutivo y moderador, y actuar como asesor de este último, creación de un Consejo del Reino. Se conservaron después prerrogativas reales como concesión a La Cierva (nombrar y separar libremente ministros por ejemplo; en las primeras redacciones el jefe de gobierno debía ser de elección popular, al final: nombrado por el rey con el asesoramiento del Consejo del Reino). En definitiva, el nuevo régimen debía ser (en contraposición al liberalismo en crisis) corporativo, intervencionista, antidemocrático y conservador. La ideología dominante era conservadora, con una rotunda defensa de la propiedad privada sin restricciones, la concepción de la Monarquía como sagrada e inviolable, la religión católica era proclamada oficial del Estado y prohibición de cualquier manifestación pública de las otras religiones. El antirregionalismo era radical. La visión de la sociedad era corporativa (familia, municipio, provincia, Estado: aún no aparecía el sindicato) y el corporativismo social se consideraba la continuación del de la Dictadura y formas de elección corporativas de las Cortes y el Consejo del Reino. En economía, se afirmaba la idea de un Estado intervencionista con grandes poderes. Los derechos individuales aparecían muy restringidos (huelga, secreto de correspondencia, etc). Con una voluntad antidemocrática se defendía la doctrina de que la soberanía nacional la ejercía el Estado como órgano permanente representativo de la nación. El funcionamiento institucional se basaba en la existencia de una cámara única surgida a mitades entre elección directa y elección de corporaciones (en esta mitad se incluían 30 diputados de designación regia); un Consejo del Reino también de mitades, una, permanente, nombrada por el rey y la segunda electiva (una tercera parte provenía del sufragio directo en Colegio Nacional Único y las dos terceras partes restantes resultaban elegidas por corporaciones). Para ser miembro del Consejo del Reino se necesitaba ser aristócrata y rentar 100.000 pesetas o bien ocupar un alto cargo académico, eclesiástico o funcionario del Estado. En conjunto el Consejo del Reino aparecía pues dominado por la alta aristocracia del clero, la milicia y los funcionarios. El problema básico se situó en la relación a establecer entre los poderes. Se adoptó la solución de crear un poder ejecutivo muy fuerte nombrado por el rey y en el que el rey se reservaba enormes poderes y un legislativo con escasas atribuciones de control sobre él. Si surgían conflictos, el último garante era el Consejo del Reino. De hecho todo el poder radicaba en el rey y el Consejo del Reino. Se trataba de una dictadura legalizada del rey con el Consejo del Reino: una dictadura de notables. Entre las múltiples razones del fracaso final del proyecto destacaron, para empezar, las divergencias entre Primo y la Sección Primera de la Asamblea. Primo se oponía a la dictadura coronada del anteproyecto y también discrepaba del método de aprobación propuesta. Primo quería un plebiscito, pero el resto de su propio gobierno, el rey y Maura se negaban radicalmente. Aunque las razones de fondo se encontraban en el alejamiento de muchos sectores sociales de la Dictadura y su fracaso por articular desde el Ejército un nuevo sistema político.

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13.3.3. La Organización Corporativa Nacional El leridano Eduardo Aunós (1894-1967) fue uno de los principales animadores e ideólogos sociales de la Dictadura. Debía aportar una solución de futuro a la conflictividad social y pensó haberla encontrado en la llamada Organización Corporativa Nacional. Aunós era un joven de carrera brillante: doctor en derecho y diputado a Cortes en 1916, a los 22 años; secretario político de Cambó cuando éste fue ministro en 1919 y, de nuevo, diputado regionalista en 1921. Se unió desde un primer momento a la Dictadura y fue Subsecretario de Trabajo, Comercio e Industria en 1924, convertido en ministro el diciembre de 1925, a los 31 años. Iba a ser también ministro con Franco (de Justicia, en 1943-1945). Desarrolló una obra extensa a través de la renovación de leyes sociales (de casas baratas, descanso dominical, protección del trabajo a domicilio, respecto de la enseñanza industrial y la creación de Escuelas de Trabajo, etc.), o bien la puesta en pie de nuevas instituciones como las Direcciones Generales de Acción Agraria, Comercio e Industria o la Cámara del Libro. De todas formas, la clave de bóveda de su política fue el intento de generar un nuevo marco de las relaciones laborales y a partir de ahí avanzar en la configuración no ya de un nuevo régimen político sino de un nuevo Estado. Su corporativismo no era reciente sino que se inscribía en los debates del catolicismo social reformista de la inmediata postguerra como puede verse en un primer libro de 1919, Libro del mal estudiante. Ponía el énfasis en la ruptura con los planteamientos liberales no intervencionistas del Estado decimonónico y la hipotética sustitución de un Estado individualista por uno corporativista, que fuese la base de una nueva organización social que «respetando los derechos de todos, los subordine al bien colectivo, suma de las actividades y los esfuerzos de todos en un sublime anhelo que a nadie es extraño, porque desde el más modesto, en los hombres no debe haber más que servidores de su patria». Aunós reconocía explícitamente el referente italiano, el de la «Carta de Libertades del Carnaro» que había promulgado D'Annunzio el 8 de septiembre de 1920 y, más particularmente, el de la Ley de Disciplina Jurídica del Trabajo de 3 de abril de 1926. Al margen de distinciones de detalle, la diferencia más fundamental que Aunós pretendía destacar se situaba en el terreno de las concepciones del Estado a construir. Para el ministro de Trabajo de Primo de Rivera el fascismo italiano suponía que los sindicatos eran una parte del Estado, mientras que su propuesta se inscribía en una perspectiva de desaparición (fuese muy a largo plazo) de los sindicatos (instrumentos de defensa de las clases derivados justamente de la práctica de los estados liberal-individualistas). Según él, las corporaciones debían impulsar el desarrollo social y harían innecesarios los sindicatos. La base de la Organización Corporativa Nacional era el Comité Paritario, con cinco vocales obreros y cinco patronos elegidos por los sindicatos obreros y la patronal de forma paritaria y convalidado por el Ministerio del Trabajo que nombraba además un presidente y un vicepresidente. Era según argumentaba Aunós una forma de reconocer la existencia de un doble origen de un poder derivado tanto de los representados como del Estado. Se mantenía el principio de la libertad de sindicalización y elección de los representes y la corporación obligatoria (a diferencia del caso italiano donde sólo podían formar parte de los comités los sindicatos adoptados y reconocidos por el mismo Estado). Aquellos comités, que podían ser locales o in-

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terlocales según las características de la industria, tenían atribuciones sobre todas las cuestiones laborales surgidas en su ámbito. Eran unos órganos arbitrales y definían el derecho y el desarrollo de la normativa en relación a los contratos de trabajo de cada ramo. Fijaban así las condiciones de los reglamentos del trabajo, los niveles de la retribución, horarios, etc. Además, y en la perspectiva de prevenir la conflictividad social, debía impulsar organismos como bolsas de trabajo, de asistencia social, etc. Los comités paritarios constituían, siempre según el discurso de la Dictadura, un nuevo poder dentro del Estado, un poder laboral con capacidad sancionadora. En un nivel algo superior se situaba la Comisión Mixta, adecuada para lograr la representación de aquellas profesiones y oficios interrelacionados, que añadían algunas funciones a las de los comités. Debían impulsar instituciones de cultura, de educación técnica, de protección y beneficiencia; también de forma especial, estudios sociales y publicaciones. Podían actuar como verdaderos tribunales industriales. Organizativamente reunía un conjunto de comités paritarios con representaciones ponderadas; también aquí el presidente y el vicepresidente eran de libre designación por parte del gobierno. Por otra parte, el conjunto de comités paritarios de un mismo oficio de toda España formaban una Corporación cuyo Consejo lo formaban ocho vocales obreros y ocho patronos. Sus objetivos más específicos eran los de fijar el salario mínimo de la profesión, unificar los trabajos de los comités paritarios y organizar bolsas de trabajo nacionales. En la cúspide se situaba una Comisión Delegada de Consejos de Corporaciones, que presidía el ministro de Trabajo y contaba con el director general como vicepresidente. Aquella Organización Corporativa Nacional, fijada por Decreto-Ley de 26 de noviembre de 1926, poco después de aprobar la Ley del Contrato de Trabajo en agosto, fue desarrollada en aspectos complementarios por el RD Ley de 17 de octubre de 1927 que estableció la Corporación de la Vivienda y, muy especialmente, el RD Ley de 12 de mayo de 1928 que establecía la Organización Corporativa en la Agricultura, basada en tres grandes secciones: la de la Corporación de Trabajo Rural (patronos y obreros agrícolas), de la Propiedad Rústica (propietarios y arrendatarios o colonos) y de la Industria Agraria (productores de primeras materias e industrias de transformación). La puesta en práctica del nuevo edificio fue relativamente lenta y apareció obsesionada por la elaboración de censos profesionales. El tema había sido ya básico en Barcelona a partir de 1918-19. El censo era indispensable si se quería impulsar servicios oficiales de colocación obrera y de manera indirecta limitar el papel de los sindicatos obreros y la patronal en este aspecto. Además, podía alimentar el sueño defendido por importantes sectores de la patronal de una sindicalización obligatoria. Por otra parte, los nuevos organismos tendieron a limitar las peticiones de aumentos salariales monetarios (para evitar el aumento de los precios) en nombre de la generación de unos aumentos en el salario social a través de subsidios en el paro, de enfermedad, jubilaciones, etc. El discurso oficial se completaba mediante la consideración de la Organización Corporativa como un órgano del Estado (ni patronal ni obrero) y la afirmación de un respeto a los sindicatos (que, según se insistía, llegarían a desaparecer). Entretanto, debíase cambiar el carácter del mismo limitando su papel reivindicativo en beneficio de su conversión en un instrumento para formar la conciencia del problema del trabajo. En cualquier caso su objetivo y justificación era claramente terapéutica: se trataba de afirmar una determinada pacificación de la conflictividad. Muy explícitamente, además, ante algunas críticas lanzadas sobre su burocracia y los costes de la

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misma, se preguntaba a la patronal si no era más cara la inestabilidad social y los enfrentamientos violentos. Ahora bien, la ambición era muy amplia: la defensa del Estado Corporativo como superador y sustituto del Estado Liberal.

13.4. LA HACIENDA Y LA CRISIS DE LA PESETA DE 1929 La política económica era una pieza básica de la apuesta del general Primo de Rivera en tanto que el régimen pretendía justificarse a través del desarrollismo. Justamente una de las críticas fundamentales al parlamentarismo liberal y viejo era que desviaba el país y la gestión pública del objetivo básico e inexcusable, el de la modernización y afirmación económica. Constituye un tópico, con elementos ciertos innegables, calificar en este campo la práctica del régimen como nacionalista. Se inauguró de forma abierta y explícita una política estatal de intervencionismo y dirigismo económicos que impulsó monopolios y comisiones reguladoras. En este camino las piezas básicas fueron la creación del Consejo de Economía Nacional en 1924 y la del Ministerio de Economía Nacional en diciembre de 1925. Esta política benefició lógicamente las grandes empresas y grupos financieros y popularizó en toda España algunos nombres como los Echevarrieta en el sector de la electricidad o March en el tabaco y el petróleo, aunque los beneficiados no siempre fueron intereses estrictamente españoles como se demostró en el caso de la telefónica y la ITT. Este intervencionismo regulador se completó mediante una política decidida de obras públicas que se justificaba en nombre de los déficits históricos en las infraestructuras y que tuvo repercusiones económicas reales y dio en especial un gran empuje al sector de la construcción. Fue, por decirlo así, una década, la de los 20, de carreteras y cemento. El régimen tuvo mayor éxito en relación al desarrollismo industrial que no en la agricultura. También lanzó respecto de la producción agraria un discurso acentuadamente nacionalista, basado en la consagración de un proteccionismo con veleidades autárticas. El objetivo era el de satisfacer las necesidades vitales con productos propios. Esta política no favoreció lógicamente la agricultura española de exportación, aunque sus dificultades tuvieron múltiples causas: la alta cotización coyuntural de la peseta, las importantes y erráticas alteraciones de la productividad, etc. Evidentemente, cuando en las negociaciones de los tratados comerciales con Estados Unidos o Francia las autoridades españolas intentaban favorecer los intereses exportadores no podían evitar frenar los anteriores criterios proteccionistas. Las contradicciones de la política proteccionista y las repercusiones del intervencionismo generaron unos primeros enfrentamientos del régimen con los empresarios y propietarios agrarios. Por un lado se fueron gestando ciertas alianzas entre los intereses comerciales y los de la agricultura exportadora, por el otro fue creciente la protesta de pequeños y medianos empresarios ante un intervencionismo económico que interpretaban como un simple mecanismo de ayuda al gran monopolio y la gran empresa. Incluso llegaron las críticas desde los grandes propietarios agrarios disconformes con la regulación pública de los precios, la creciente intervención estatal en la regulación del mercado de trabajo del peonaje o el ultraproteccionismo industrial. A su vez la burguesía catalana que había aplaudido la inicial subida de aranceles y la represión de los atentados y el desorden, paulatinamente se enfrió ante los problemas de la peseta (que en 1924 encarecían los alimentos) y los intentos de institucio-

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nalizar la contratación y los convenios de trabajo. El antiintervencionismo de toda una serie de sectores que habían apoyado inicialmente la Dictadura fue creciente y tuvo su momento álgido en 1929, cuando coincidieron la crisis monetaria, el aumento de las cargas fiscales y la multiplicación de los gastos de administración y burocracia derivados del intervencionismo estatal. En este contexto la política de Hacienda fue fundamental y situó en un primer plano la necesidad de revisar el sistema fiscal español. Estuvo en manos de un hombre muy joven. El gallego José Calvo Sotelo (Tui, 1893-Madrid, 1936) tenía sólo 32 años en 1925, cuando pasó a ser ministro de Hacienda. Era abogado de Estado y había iniciado su carrera política como maurista y gobernador civil de Valencia en 1921-22. Primo de Rivera le encargó primero la Dirección General de Administración Local (1923-1925) y fue el autor del Estatuto Municipal del 1924 ya comentado. Como ministro de Hacienda, y con escándalo, generalizó la práctica de los presupuestos extraordinarios (que, si bien permitió sufragar obras y empresas importantes, facilitó la ocultación de la situación real de las finanzas estatales), creó el monopolio de petróleos y le estalló la crisis de la peseta en 1929. Su política fiscal derivó las cargas hacia las clases y sectores intermedios. El plan, presentado en enero de 1926, dio lugar a una generalizada e intensa protesta. Pretendía una nueva evaluación al alza de la propiedad urbana y marcaba duras medidas represoras: para castigar a los ocultadores de riqueza se les amenazaba con la expropiación y subasta de sus bienes; se aplaudían las denuncias y se concedían ventajas a los denunciantes; imponía un libro de ventas y compras para facilitar la inspección de los negocios. El plan prometía, asimismo, una rebaja relativa de la presión fiscal sobre el trabajo que en la práctica derivaba también las cargas hacia los sectores intermedios de profesionales y trabajos cualificados. Sólo debían pagar utilidades los salarios altos, los superiores a las 3.250 pesetas anuales, donde se encontraban los oficiales del ejército, empleados de bolsa, notarios y registradores de la propiedad, etc. El plan no dejaba de ser lógico en la medida que podía significar la adaptación del sistema fiscal a las nuevas realidades del país, con un creciente protagonismo social y económico de las clases medias urbanas, comerciales y profesionales. Ahora bien, las protestas forzaron el repliegue a los esquemas tradicionales que aceptaban forzar un aumento de la recaudación mediante el aumento de los impuestos pero no mediante un cambio de la estructura del sistema fiscal y mucho menos la aproximación a una cierta proporcionalidad de la imposición directa. Por poner un ejemplo, las muchas limitaciones reales de la reforma de Calvo Sotelo se hicieron palpables cuando en 1927 la recaptación derivada de la propiedad rural continuó siendo inferior a la que provenía de la lotería. La crisis de confianza respecto del régimen en 1929 tuvo razones de carácter interno y mucho menos fue el producto de unas hipotéticas repercusiones del crack económico neoyorquino que llegarían más tarde. La crisis de 1929 en España fue vista en relación a la inestabilidad y depreciación abrupta de la peseta. Al finalizar la guerra de Marruecos, coincidiendo con el momento de mayor empuje del primorriverismo, hubo un descenso notable del déficit de la balanza comercial y una conversión de la deuda flotante muy favorable. Se generalizó entonces la impresión de que la peseta iba a situar su valor a la par con el valor oro y en enero de 1927 un intenso movimiento especulativo originó un importante flujo de entradas de capital extranjero y de compras de pesetas por la banca exterior. La correspondiente subida artificial de la peseta fijó una cotización de 1:28 respecto de la libra esterlina (cuando el

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patrón oro de la misma era de 1:25). Los políticos, y muy en especial el mismo Primo de Rivera y Calvo Sotelo, se apresuraron a alimentar la retórica patriótica y anunciaron una próxima paridad con el oro («Resurgir económico de la Nación. ¡Viva España!» titulaban algunos periódicos). Las declaraciones favorecieron aún más la especulación y la entrada abrupta de nuevos capitales extranjeros. Sin embargo, durante el primer semestre de 1928 llegó el momento de la retirada y huida del dinero y por tanto del descenso gradual del valor de la peseta. Calvo Sotelo intentó frenar la depreciación, pero se encontró con que la misma tenía también causas económicas internas: un incremento importante de los precios, exceso de importaciones, divulgación de los déficits presupuestarios reales —que eran superiores a los mil millones de pesetas cuando oficialmente se afirmaba un superávit de 183 millones—, etc. La política desarrollista y de obras públicas había impulsado el establecimiento de una serie de presupuestos extraordinarios (al margen del presupuesto regular) que implicaron el lanzamiento de reiterados empréstitos. Al principio éstos fueron cubiertos de manera alegre y favorable (por ejemplo el de 16 de noviembre de 1926 con un nominal de 225 millones de Deuda Pública que se cubrió en más del doble). Siguiendo la misma política, el déficit de 1928 (1.067 millones de pesetas) debía ser cubierto por unas nuevas emisiones, pero ahora todo fue mucho más difícil. A partir de ahí, los costes crecientes de estos préstamos se convirtieron en unos nuevos e insalvables obstáculos para la estabilización de la peseta. La huida del dinero, auspiciada o no por una determinada compañía petrolífera que había sido excluida del monopolio de CAMPSA, fue masivo. En enero de 1929 una Comisión de Expertos que presidió Flores de Lemus ya había llamado la atención sobre los múltiples peligros de buscar la paridad de la peseta sin una mejora efectiva de la balanza de pagos. Su propuesta era claramente deflacionista y de rebaja del gasto público. El gobierno continuó sin embargo obsesionado en lograr la paridad. Al iniciarse el año la cotización de la peseta respecto de la libra esterlina era de 1:29,87. La bajada de la moneda española no pudo ser ya detenida: 31,16 en febrero, 34,30 en junio. El gobierno recurrió entonces a onerosos créditos extranjeros que sólo sirvieron para detener momentáneamente el proceso en julio. En octubre, cuando se suspendió la intervención del Banco de España, la caída continuó y la peseta pasó de 33 a 35. La situación se hizo insostenible a finales de año. Cuando en diciembre de 1929, Calvo Sotelo hubo de lanzar un nuevo empréstito con el que hacer frente al reembolso de los créditos extraordinarios de julio, intentó un préstamo de 350 millones al 6 por 100 (bonos de tesorería en oro) pero los sectores financieros hicieron oídos sordos y el Banco de España se negó a que el gobierno usara las reservas de oro para garantizar la emisión. El fracaso determinó la intensificación del alza de la libra y la peseta se situó en una cotización de 40:1 a mediados de enero de 1930. Calvo Sotelo, días antes de la definitiva caída de Primo de Rivera, dimitió. La negativa del Banco de España —entonces muy mediatizado por los intereses privados— implicaba una muestra de desconfianza hacia Primo y la política monetaria de Calvo Sotelo de los banqueros. Las fluctuaciones de la peseta y su depreciación afectaron de manera especial a sectores empresariales como los catalanes que dependían de las importaciones de maquinaria y materias primas.

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CAPÍTULO XIV

La sindicalización de la vida política local y laboral. Los profesionales y las clases medias ilustradas. El feminismo 14.1. LOS SINDICATOS OBREROS Y LAS VIEJAS MILITANCIAS En los comienzos del siglo existía ya en España una vieja experiencia sindical, que se concentraba en determinadas geografías. En Cataluña y en especial en Barcelona y un sistema de poblaciones industrializadas de su provincia. En Málaga y las poblaciones de las provincias de Córdoba, Sevilla y Cádiz. En Vizcaya y los aledaños de Bilbao. En las cuencas mineras de Asturias. En Valencia. En Madrid. Al lado de estos grandes núcleos, en buena parte de las capitales de provincia, el mundo más urbano había contado ya a lo largo del XIX con notables experiencias de societarismo y sindicalismo obrero. Su existencia no había sido en absoluto fácil, con un desarrollo forzadamente sincopado e inestable. La continuidad (que a pesar de todo logró mantenerse) se sustentaba en unos minúsculos y esforzados grupos de militancia obrera. Hombres, sea dicho sin retórica, dispuestos a perder el trabajo, ir a la cárcel y malvivir, todo ello con muy pocas compensaciones ni morales ni de prestigio. La cultura militante obrera tendía en conjunto a afirmar una presencia social específica del obrero. A partir de ahí, una determinada línea argumental criticaba las impaciencias y rebeliones sin perspectiva y pretendía moverse en un contexto ideológico marxista. La polémica se establecía en relación al discurso anarquista que podía ser más o menos sindicalista o más o menos revolucionarista e impulsor de rebeliones sociales. Ahora bien, un importante sector de la militancia obrera (quizás la mayoría) se encontraba dubitativa, con intereses y esperanzas reformistas las más de las veces, pero que ante la inviabilidad de los mismos basculaba sea hacia las impaciencias y radicalidades de los anarquistas, sea hacia las actitudes más marginales y de autodefensa de los socialistas. La inestabilidad orgánica y las imposibles perspectivas políticas y reformistas explican las formas y características de unos reiterados estallidos conflictuales, siempre insertos en una doble tensión interna: entre la violencia de algunos grupos y la denuncia de la represión oficial y entre la voluntad negociadora y la aceptación de los planteamientos más radicales de los anarquistas y de los mismos socialistas. Fue el caso de las huelgas textiles y metalúrgicas de 1901-02 en Barcelona, de las huelgas campesinas de la Baja Andalucía de 1901-03 (acompañadas en ocasiones de motines

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como el de Alcalá del Valle de agosto de 1903) o, bajo la dirección socialista, la huelga de la minería vizcaína de 1903 (que vino a proseguir la dureza de los anteriores movimientos de 1890 y 1892, y que proseguiría en 1906 y 1910). Unas huelgas siempre acompañadas de estallidos de violencia y represiones de la Guardia Civil y del Ejército que causaban numerosos muertos y heridos. La oleada conflictual vino a recordar que la vitalidad republicana de los primeros años del siglo posterior a la crisis política abierta por el Desastre de 1898 tenía asimismo su cara obrera y laboral. Estuvo acompañada de una nueva revitalización del anarquismo sindical en Cataluña y Andalucía después de la cesura que había forzado el proceso de Montjuïc de 1896-97. Se produjo a su vez un despegue socialista que pasó a ser identificado, ahora sí, con el PSOE y la UGT. Éste se sustentó en la consolidación de su fuerza obrera en la capitalidad de Madrid, al lado de su capacidad para articular desde la izquierda unos grandes sectores como los de la minería de Vizcaya y Asturias y, pronto, además, los trabajadores ferroviarios. Los socialistas lograron algunos pequeños éxitos electorales municipales y, con mayor generalidad, vencieron en las elecciones sociales de las nuevas Juntas Locales de Reformas Sociales creadas en 1904. Durante la década de los 90 sólo habían logrado sacar algún concejal (cinco o seis en conjunto) en Bilbao y algunas poblaciones mineras de Vizcaya, así como en Mataró. En 1901 vencieron 27 en 14 municipios, 50 y 23 en 1905 y 71 y 30 en 1905. No era mucho pero implicaba el acceso a determinadas capitales de provincia (Bilbao, Oviedo, Castellón, Palma de Mallorca, Jaén, etc.) y la presencia en poblaciones mineras y algunas agrarias. Iba a sancionar un cambio de estrategia política importante, en la medida que significaría el abandono cada vez más explícito del discurso antipolítico de corte guesdista del ochocientos y la aceptación y justificación de los usos reformistas. Se estaba en una época de replanteamientos de la cultura obrera militante en toda Europa. La revisión llegó también a España, favorecida por el acceso a los circuitos obreristas hegemónicos internacionales. Por el lado de los socialistas, hubo el estrechamiento de los contactos regulares con la Segunda Internacional y la diversificación de sus relaciones exteriores que hasta el momento habían estado muy circunscritas a determinados y muy limitados canales franceses. El socialismo español se abría a Alemania y aceptaba el peso hegemónico de su socialdemocracia, pero también estaba descubriendo el tradeunionismo y laborismo británicos, y, respecto de Francia, llegaba el conocimiento de Jaurès y La Humanidad y el alejamiento de las deudas con los portavoces del Partido Obrero Francés de Jules Guesde. Desde siempre, el anarquismo y el anarcosindicalismo español habían mantenido una significativa relación internacional. Pero la protesta por el proceso de Montjuïc había intensificado las relaciones y —quizás como fenómeno más decisivo— las había situado en el circuito de los movimientos y grupos radicales democráticos e intelectuales de finales del siglo. Se privilegiaron a partir de ahí los contactos con el mundo anarquista más teórico y publicista en detrimento de las relaciones más estrictamente sindicales. Hubo aquel principio del siglo un segundo factor que marcaría el camino del movimiento obrero hacia una mayoría de edad (con una presencia visible e indeclinable en la dinámica social y política a partir de los años de la Primera Guerra Mundial). Mayoritariamente, el movimiento obrero en España había sido a lo largo del siglo XIX fundamentalmente sindical. Tanto el que había surgido a impulsos del socialismo marxista, como el reformista o el anarcosindicalismo, y ello a pesar de que determinados estallidos conflictuales y episodios de anarquismo terrorista hayan os-

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curecido su importancia. El sindicalismo había tenido muchas versiones y experiencias, más o menos mutualistas y cooperativistas algunas y otras más o menos abocadas a la reivindicación concreta e inmediata alrededor de la problemática salarial o la estructura del oficio. Era a partir de este substrato —con conexiones a menudo claras con una cultura política de base republicana— desde el que las militancias más definidas pretendían dirigir difíciles estabilidades organizativas. Para una mayoría del movimiento el impacto de la Primera Internacional había sido decisiva, de influencia persistente. Pero su influencia no ha de verse circunscrita al debate entre Marx y Bakunin. Había sido mucho más decisiva la lectura simplemente sindicalista y colectivista de aquel primer internacionalismo obrero. La batalla importante se había situado, no tanto entre partidarios de Marx y de Bakunin, sino entre aquel sindicalismo colectivista, con formulaciones que venían de los belgas y de las discusiones del congreso de Bruselas de 1868, y el cooperativismo y el mutualismo de raiz proudhoniana y republicana. Se trataba de situar el sindicalismo reivindicativo ante la patronal y el mundo burgués como el eje de la articulación del movimiento obrero, en la pretensión más o menos lejana de dinamizar una nueva sociedad socialista (en la que los medios de producción fueran sociales) y colectivista (en la que la gestión de aquellos medios de producción fuera más bien colectivista y no estatalista). Aquellos debates de los años 70 constituyeron pronto un corpus político y cultural que definió una política obrerista machaconamente reiterada en los ambientes obreros más urbanos y publicistas. El edificio se completaba mediante la afirmación de la unidad profunda de los obreros y sus intereses de clase al margen de las tendencias políticas e ideológicas y la comprensión de la centralidad del trabajo como la pieza básica (y la unidad de referencia fundamental) de la realidad social. Eran, como puede verse, un conjunto de ideas muy básicas y elementales, que permitían tanto unas lecturas reformistas (en la medida que se trataba de avanzar muy a largo plazo y usar la presión política cerca del Estado para afirmar una mayor visibilidad y presencia del mundo obrero) como lecturas más anarquistas (a través de las cuales los anarcosindicalistas, por ejemplo, podían relativizar y desconfiar de las intervenciones de los políticos y del Estado). Pero en un caso y otro, con distintos acentos si se quiere, compartían ideas y lenguajes. Cuando, a principios del nuevo siglo, llegaron unas nuevas teorizaciones de sindicalismo revolucionario, en las que un amplio movimiento de revisiones de doctrinas y estrategias obreristas creyó encontrar la alternativa a los viejos parámetros que anunciaban la caída inminente del capitalismo, aquel bagaje de raíz internacionalista fue fundamental para que muchas militancias obreras españolas asumieran y entendieran las renovadas teorizaciones sindicalistas que llegaban de Francia e Italia. En Cataluña la revitalización del viejo sindicalismo (y sus parámetros culturales) dio lugar al movimiento de Solidaridad Obrera que se constituyó en 1908 como federación catalana y que dio lugar en 1910-1911 a la constitución de la CNT. El unitarismo y el sindicalismo fueron sus piezas básicas. A pesar del futuro deslizamiento hacia la hegemonía del anarcosindicalismo, en Solidaridad Obrera el impulso había partido de los socialistas y en la primera CNT su presencia fue minoritaria pero también significativa. Habían participado asimismo activamente diversos grupos republicanos. El socialismo psoísta había tenido, al margen del discurso más genérico y doctrinal, también un fuerte contenido sindical. La famosa diáspora de sus primeros apóstoles había permitido la influencia de algunos hombres en determinadas sociedades

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de oficio. Para empezar, y de manera paradigmática, la Asociación General del Arte de Imprimir, la «cuna de un gigante», según la mitificada expresión que lanzó Juan José Morató al hacer su historia en 1925. Dada la práctica imposibilidad de asegurar una mínima presencia política institucional bajo la Restauración, su práctica había sido también fundamentalmente sindical. Era, eso sí, una práctica que se quería ordenada, abocada a las soluciones respetables y legales y que pretendía superar la simple denuncia y la algarada. Ahora bien, a diferencia de los discursos del sindicalismo y anarcosindicalismo, el suyo, el del psoísmo, no era un discurso sindical y se apartaba de la tradición sindicalista de la Primera Internacional. El socialismo del PSOE partía de la lectura marxista de la misma y había sido en el fondo una minoría, obligada a moverse, encerrada, dentro del debate que marcaban los bakuninistas y anarcosidncialistas y el obrerismo de base republicana. De ahí que su participación en el movimiento de Solidaridad Obrera fuera de hecho algo extraño, alejado del cuerpo doctrinal propio. Se debió, quizás coyunturalmente, a las peculiaridades de la situación catalana y la influencia de Antonio Fabra Ribas, quien se había formado en el contexto de la experiencia francesa y británica, con un socialismo intelectual y humanista alejado del obrerismo riguroso del PSOE y sus hombres. Su socialismo rompía la rígida simbiosis de raiz guesdista que habían establecido los dirigentes del PSOE entre socialismo y movimiento obrero. Podía a partir de ahí entender (al igual que Jaurès) el sindicalismo como algo autónomo —ése sí estrictamente obrero. La flexibilización del discurso socialista del PSOE había sido un fenómeno más o menos general en toda España. Permitió —y fue en parte el producto— una aproximación a los medios intelectuales jóvenes de Madrid y otras capitales. Fue decisiva en este sentido la incoporación de hombres como el tipógrafo, traductor y periodista madrileño Juan José Morato (1864-1938), o el alumno de la Institución Libre de Enseñanza, profesor de Instituto y finalmente catedrático de Lógica en la Universidad de Madrid (1912), el mismo año que se afilió al partido, Julián Besteiro (1870-1940). Hubo también el ingreso del profesor de Psicología, Lógica y Ética de instituto, José Verdes Montenegro, instalado a principios de siglo en Alicante. Por su parte, el malagueño de Ronda, catedrático de Derecho Político en la Universidad de Granada en 1911, Fernando de los Ríos (1879-1949) no entró en el partido hasta 1919, aunque había mantenido relaciones con los socialistas a partir de 1912-1913. En el caso de Besteiro y De los Ríos había sido fundamental su estancia en Alemania en 1911 (gracias a la Junta de Ampliación de Estudios) donde se abocaron al neokantianismo y conocieron el marxismo. El animador de la Escuela Nueva creada en 1911, que los críticos consideraban un remedo de la sociedad fabiana, de Manuel Núñez de Arenas (1886-1951) había conocido el socialismo en Suiza y llegado al PSOE en 1910. Otros intelectuales que entraron por aquel entonces fueron Andrés Ovejero (otro catedrático de Universidad), Rafael Urbano y Luis Araquistáin (1886-1959) que entró en el partido en 1911. La ampliación de la dinámica socialista del PSOE no se limitó al acercamiento a la intelectualidad. Significó asimismo un establecimiento de relaciones con los republicanos. En este contexto fue especialmente importante la asunción del cooperativismo y el mutualismo a través de la perspectiva de lo que se dio en llamar «socialismo de base múltiple» que pretendía ofrecer un conjunto de servicios a la afiliación y de pasada romper el círculo estrecho de la simple militancia de reivindicación sindical. Sin duda el ejemplo más importante en este sentido fue la Casa del Pueblo de Madrid, inaugurada en 1908.

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La Semana Trágica cortó algunos de los desarrollos emprendidos en Cataluña. El exilio de Fabra Ribas dejó en parte huérfana la apuesta por la apertura hacia el socialismo liberal. Sin embargo, fuera de Cataluña, dio un fuerte empuje al bloque de izquierdas antimaurista y por este camino permitió la incorporación activa del PSOE y su acercamiento relevante a los republicanos a través de la Conjunción Republicana-Socialista firmada a finales de 1909. Ésta permitió la definitiva inserción del PSOE en la dinámica política más general y oficial. Fue en este sentido un símbolo la entrada de Pablo Iglesias en el Parlamento, gracias a la coalición electoral establecida con los republicanos en 1910, éxito que repetiría sucesivamente en las elecciones de 1914 y 1916, antes del triunfo más amplio de 1920. De todas formas, a pesar de las aperturas y la aparición de nuevos caminos más políticos y complejos, la izquierda obrerista continuó dominada en su conjunto por la realidad del movimiento y la cultura sindicales hasta los años críticos de la Primera Guerra Mundial y la crisis de la primera postguerra. La UGT, que había malvivido bajo una dirección residente en Barcelona sin lograr un despegue español, situó su sede en 1899 en Madrid e inició entonces un desarrollo más amplio al lograr articular algunas federaciones de oficio y sector importantes. Fue el caso de la Federación de los Mineros y de los Ferroviarios y alguna otra. En 1912 (datos del mes de julio), cuando el total de afiliados era de algo más de 127.000, las federaciones y ramos más importantes adscritos a la central sindical socialista eran: ferroviarios construcción mineros alimentación madera coches, carreteros artes gráficas

70.000 10.970 9.271 3.829 3.811 3.346 3.270

Con altibajos inevitables, podía hablarse de una cierta estabilidad en el conjunto de los mismos a partir de las cifras de principios del siglo. Las novedades se situaban en la federación minera que había ingresado en 1911 con una cifra de 7.479 afiliados y, de manera muy espectacular, en la federación de los empleados y trabajadores de los ferrocarriles, que habían entrado en 1911. En la construcción la defección de los albañiles madrileños de El Trabajo había implicado coyunturalemente un descenso de afiliación muy acusado en 1910-11. La importancia fundamental de la federación ferroviaria dentro del despegue de la UGT en la antesala de la Primera Guerra mundial puede verse en la siguiente relación:

Octubre de 1909 Junio de 1910 Marzo de 1911 Julio de 1912 Enero de 1913 Enero de 1914

UGT

UGT sin ffcc

43.562 40.984 77.749 127.098 147.729 127.804

41.532 32.931 46.649 57.098 66.142 60.479

ffcc 2.030 8.053 31.000 70.000 81.587 47.325

% Ffcc. total UGT 4,6 19,6 40,0 55,0 55,2 37,0

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Es claro el relativo estancamiento de la UGT y, a su vez, la importancia fundamental del acceso socialista a los trabajadores del ferrocarril. Por otra parte, destaca la poca implantación socialista en sectores industriales clásicos. En el textil las cifras continuaron situadas en unos niveles mínimos: 3.311 en 1903, 1.566 en 1912. Además, el ramo del Vestido y Tocado que inicialmente había tenido cierta importancia (basada en la adscripción de las sastresas y modistas de Madrid) había entrado también en crisis (5.468 en 1902 y 1.662 en 1912). De manera parecida, el descenso de los obreros del metal (4.366 en 1903 y sólo 1.566 en 1912) y de los «obreros del mar» (4.901 en 1905, sólo 661 en 1912) ponía de manifiesto las muchas dificultades de los socialistas para asumir el mundo del trabajo industrial más tradicionalmente importante en España. El panorama se completaba mediante la presencia más bien testimonial en la agricultura: los 6.046 afiliados de 1905 eran 2.817 en 1912. El detalle de la presencia provincial de la UGT permite dibujar un mapa que iba a mantenerse a lo largo del tiempo hasta los años de la guerra civil de 1936 —con cifras y sectores multiplicados y con una penetración en Andalucía y el campo extremeño y castellano. Las provincias con más de 500 afiliados eran (se expresan las cifras en miles): 1901-1905 promedio anual

1900 Madrid Asturias Vizcaya Barcelona

UGT

10,3 1,5 1,2 0,7

14,7

Madrid Asturias Vizcaya Barcelona Santander Valladolid Alicante Pontevedra Palencia Salamanca Guipúzcoa Baleares Castellón Valladolid León

UGT

1905, febrero 13,1 4,1 2,8 2,5 2,3 1,7 1,6 1,6 0,9 0,8 0,8 0,8 0,8 0,7 0,5

37,4

Madrid Alicante Vizcaya Asturias Barcelona Pontevedra Valladolid Murcia Santander Salamanca Guipúzcoa Logroño Zamora Valladolid Jaén Palencia Burgos Castellón Albacete Toledo Baleares Cádiz León UGT

1911, marzo 18,8 6,7 4,5 3,2 2,6 1,9 1,8 1,5 1,4 1,1 1,1 1,0 1,0 0,9 0,9 0,8 0,8 0,8 0,7 0,7 0,5 0,5 0,5

56,9

Madrid Vizcaya Asturias Pontevedra Alicante Ciudad Real Barcelona Cádiz Toledo Salamanca Santander

UGT

51,7 9,0 2,0 1,9 1,7 1,1 1,0 0,8 0,7 0,6 0,5

77,7

Las cifras de Madrid se han de corregir, dado que a partir de 1909 al ser la sede de la federación ferroviaria se contabilizaban todos los efectivos de la misma. Si descontaramos los 31.100 ferroviarios afiliados de marzo de 1911, en Madrid había 20.600 federados y con un crecimiento sostenido continuaba siendo sin ninguna duda el eje del movimiento socialista en España.

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Por su lado, las cifras indicativas de la presencia anarcosindicalista y sindicalista en el movimiento sindical español son muy poco precisas en la medida en que no se cuenta con estadísticas de cotización y afiliación. Además, la propia indefinición política del movimiento acostumbraba a favorecer la coexistencia de múltiples tendencias y el movimiento contaba así, en ocasiones al menos, con una influencia cierta de sociedades obreras dirigidas por republicanos y cuadros sindicales a menudo más reformistas que no antipolíticos. Fue importante a principios de siglo, aunque desconocida y poco estudiada, la denominada Federación Regional de Sociedades Obreras de Resistencia de la Región Española (FRSOR de RE), que vino a continuar la tradición de la Federación Regional y los llamados «congresos amplios» (congresos de sociedades obreras abiertos a cualquier tendencia) y los Pactos de Solidaridad y Unión de 1888-93. La FRSOR celebró congresos públicos y notorios en octubre de 1900, 1901 y mayo de 1903 en Madrid; pocas informaciones hay en cambio de los celebrados en Sevilla en mayo de 1904 y en Madrid en mayo de 1905. Su Oficina Federal o Regional —que actuaba a modo de centro de correspondencia— se mantuvo activa hasta 1905; la disolución formal llegó en mayo de 1907. Posteriormente aquella mínima articulación española del movimiento no se rehizo hasta la formación de la CNT en 1910-1911. Una relación indicativa de su fuerza, incluyendo las sociedades adheridas al lado de las efectivamente representadas en los congresos (con datos detallados por provincias del número de localidades/número de secciones) se presenta en el cuadro de la página siguiente. En conjunto, antes de la Primera Guerra Mundial había dominado el sindicalismo de oficio y el del pequeño servicio dentro de las localidades de cultura urbana y en especial las capitales de provincia más comerciales y urbanizadas. Aquel sindicalismo había ido sin duda a remolque en general del republicanismo y de su cultura política. Practicaba a menudo un cierto unitarismo a través de unos centros obreros y unas federaciones locales que se resistían a la adscripción precisa a una central sindical o una definición política explícita. Ejemplos notables en esta dirección pueden encontrarse en capitales como Zaragoza, Valencia, Palma de Mallorca y un largo etc. La conflictividad en estos casos tendía a ser localizada y laboralista, a pesar de que, en ocasiones, la poca flexibilidad y capacidad de intervención de corte institucional favoreciese el estallido de violencias y represiones indiscriminadas. Otra realidad sindical distinta era la de unas pocas industrias y sectores con un alcance y una vertebración más comarcal, regional e incluso estatal. Era el caso del textil catalán, la minería del hierro en Vizcaya y del carbón en Asturias y lo sería el de los ferroviarios. En estos ámbitos en el nuevo siglo iban a imponerse las culturas sindicales de socialistas y anarcosindicalistas. En el textil catalán el socialismo psoísta no logró consolidarse, pero sí estuvo presente al lado de la dinámica más tradicional y ochocentista establecida entre el socialismo reformista y prorrepublicano de las Tres Clases de Vapor y el anarcosindicalismo de la Unión Manufacturera. En cambio, el socialismo del PSOE si lograría una fuerte penetración y hegemonía en el caso de los mineros y de los ferroviarios, sectores en los que se enfrentó a las propuestas católicas más o menos amarillas. Fueron estos sectores los que primero anunciaron los cambios que iban a desarrollarse en el sindicalismo a partir de 1914 y más aún de 1918. En Cataluña la reorganización del textil en 1913 facilitaría (a pesar del duro conflicto abierto con la patronal) la posterior articulación catalana de todo el movimiento de la CNT. Por

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Afiliados Cataluña Barcelona Gerona Tarragona Lérida Baleares Andalucía Cádiz Sevilla Málaga Córdoba Huelva Granada Almería Jaén País Valenciano Valencia Alicante Castelló Murcia Zaragoza Huesca Vizcaya Guipúzcoa Álava Logroño Santander Asturias La Coruña Pontevedra Valladolid Salamanca Madrid Ciudad Real Toledo Guadalajara Badajoz Canarias

488

1900

1901

1902

1903

1910

1911

FRSOR

FRSOR

FRSOR

FRSOR

CNT

CNT

/415

56/122

37/162

/133 /103 — /30 — /1 /100 /38 /45 /10 /2 /1 /2 /1 /1 /24 /13 /10 /l /11 /6 /l /6 /l

10/33 6/23 3/9 1/1 — 31/52 14/20 10/14 5/15 1/1 — — — — 1/2 — 1/2 — 3/16 1/3 — 1/3 —

12/89 10/85 — 1/3 1/1 1/2 10/18 2/3 1/6 1/3 2/2 — 2/2 1/1 — 4/10 3/6 1/4

46/176 26.585 15/90 11/86 3/3 — 1/1 2/2 14/29 4/9 3/5 1/6 3/3 3/6 — — — 6/12 3/7 3/5

/l /5 /33 /20 /l /2

— 1/4 1/1 1/6 1/1 1/1 1/4 — — 1/1 — —

68/215 52.000 36/122 13/67 20/35 2/19 1/1

10/32 6/22 2/5 2/5 —

12/31 6/13 2/4 1/1 1/2 1/1 1/10

26/74 5/18 9/35 2/11 — 1/1 3/3

8/31 6/18 2/13

2/7 1/6 1/1

1/1 1/3 2/3

3/21 1/4 — 1/2

1/1



1/7 1/6

2/15 —

1/6 1/1

2/8 1/1

/6 /l /l

1/1

1/30 1/1

/34 —

1/1 1/7 — — — 1/1 1/1 — 2/20 2/11 1/1 — 1/1 — — — — — —

— 1/8 2/2 — — — 1/1 2/11 2/20 1/1 — — — — — — — —

su parte, la constitución del Sindicato Minero de Asturias en 1910 y la fijación de las federaciones de los Mineros y los Ferroviarios dentro de la UGT permitió a la central socialista la apuesta por un nuevo tipo de sindicalismo abocado a la negociación y la fijación de unas reglamentaciones laborales generales, así como la multiplicación de una presencia a lo largo y ancho de toda la realidad obrera española. La asignatura pendiente en este campo de los grandes sectores era la del trabajador agrícola, que había sido organizado, sólo en determinadas ocasiones y coyunturas, por los republicanos, los anarquistas y los socialistas desde el mundo urbano y de oficio. Aquí también iba a producirse una novedad: la constitución de la Federación Nacional Agraria de España en 1913, que celebró congresos regulares hasta 1918, permitió la elaboración de un programa específico y fue uno de los puntales sobre los que se produciría la expansión española de la CNT en 1919.

14.2. LA PRIMERA GUERRA EUROPEA QUE TODO LO TRASTOCÓ Los efectos de la guerra en la dinámica del movimiento obrero incidieron en diversas direcciones. Significaron una presión general movilizadora de los obreros y el mundo popular urbano, tanto en relación a la falta de subsistencias y en contra de su encarecimiento como en relación a la reivindicación de aumentos de los salarios. Hubo asimismo una muy acusada movilidad de la población trabajadora hacia el trabajo obrero e industrial. La migración tendía a vaciar pueblos agrarios en beneficio de la repoblación de las ciudades y las áreas industriales, especialmente alrededor de Barcelona, Valencia, Bilbao y en parte Zaragoza. Estos dos fenómenos tuvieron gran repercusión en la realidad social de la militancia obrera. Por un lado provocaron la aparición de una nueva generación de dirigentes que pasaría a dominar a la larga todo el movimiento de izquierdas políticas y sindicales durante los años 20 y 30. Por el otro renovaron acusadamente la práctica sindical. Resultó afectada toda la realidad del mundo obrero. En la izquierda, tanto el ugetismo socialista como el anarcosindicalismo. Incluso, en la derecha, al promover nuevas formas en el obrerismo de raíz católica y al optar la patronal por nuevas maneras, de acción directa, de contrarrestar la beligerancia obrera. Desde la izquierda, la militancia había ido generando una cultura de la revolución obrera. Los acontecimientos europeos, y en especial el triunfo de la revolución rusa de 1917, reforzarían esta misma dirección. En el ámbito sindicalista se revitalizó el sindicalismo revolucionario: la unión obrera debía permitir tanto la articulación de los trabajadores como clase, como la promesa de un futuro cambio social que debía llegar desde el impulso protagonista de los propios obreros. En una nueva sociedad forzosamente debía regir el trabajo como valor central y supremo (y no la herencia o las desigualdades y explotaciones sociales). Allí la generación de un hombre nuevo surgido del esfuerzo solidario de los trabajadores permetiría el establecimiento de una nueva moral social. Lógicamente, las variables a partir de aquí podían ser muchas pero era clara la voluntad de cambio económico y cambio de sociedad, en definitiva el sueño (¿la perspectiva?) de una economía postcapitalista y una sociedad postburguesa. Entre los dirigentes había diversas experiencias acumuladas: desde la del trabajador de condición laboral y perspectiva estable que tendía a fortalecer aspectos «constructivos» en la organización de estructuras sindicales, corporativas, ateneos, etc. hasta la de trabajadores de cierto desarraigo y sin claras perspectivas de es-

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Antonio Maura en el mitin de la plaza de toros de Madrid el 29 de abril de 1917, en el que definió su postura a favor de la neutralidad en la contienda europea.

tabilidad y futuro que en ocasiones parecían dados a la cultura y la militancia de tensión revolucionaria, cuya obra organizada sólo se justificaba en relación directa a la puesta en marcha de proyectos de acción revolucionaria más o menos inmediata. También los socialistas se encontraron inmersos en aquellos debates revolucionarios. Ya no servía el viejo paradigma abstracto de espera de una revolución dictada por las contradicciones económicas y sociales del capitalismo. La discusión se situaba en una nueva lógica entre la asunción del combate político democrático (y reformista) y la efectiva movilización revolucionaria en la calle y las fábricas en unos momentos en que la experiencia europea parecía haber puesto sobre el tapete la posibilidad a corto plazo de una revolución social. La serie de congresos ordinarios y extraordinarios del PSOE en 1918-21 estuvieron inmersos en los debates sobre la adhesión a la revolución rusa y la hipotética afiliación a la III Internacional. Terminaron como es sabido con la la escisión en abril de 1921 y la creación del Partido Comunista Obrero Español (después de que en 1920 la Federación de las Juventudes Socialistas hubiese creado ya por su cuenta un Partido Comunista Español). Inevitablemente, el movimiento obrero había asumido (e incluso promovido) determinadas formas de violencia social que de forma compleja permitían algunos éxitos laborales inmediatos y coyunturales. No era en muchos casos sino la manifes-

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tación de la desestructuración social del mundo popular y, en ocasiones, representaba simplemente una forzada autodefensa ante la persecución gubernamental y de la patronal. En los años de la guerra todos estos fenómenos se dispararon en importancia, incidencia y repercusiones. Por un lado, el crecimiento ilegal a menudo, siempre mal visto y bajo sospecha, del movimiento sindical estuvo acompañado de una militancia joven que estaba dispuesta a ir a la cárcel, llevar pistola y si era el caso actuar con amenazas contra determinados patronos. Su existencia acompañó el crecimiento de la CNT en Cataluña, como reconocieron (y denunciaron) los dirigentes más políticos de la misma central sindical. Era la gente de los grupos (que tenían también a veces importantes responsabilidades sindicales). Ejemplos destacados eran los hermanos Archs, de la metalurgia, y pronto lo fueron los miembros del grupo de Los Solidarios (los Durruti, Ascaso, García Oliver, Ricardo Sanz, etc.). Ahora bien, esta realidad violenta estuvo también alimentada por la actuación de bandas pistoleras surgidas del submundo de las ciudades —muy especialmente Barcelona— y de las múltiples redes de confidentes y conexiones con la policía y los gobiernos civiles y militares. Ya se había puesto de manifiesto esta realidad en 1908 con el caso Rull, autor de una serie de explosiones y atentados con fines fundamentalmente de extorsión. Ahora con mayor fuerza, intensidad e importancia, actuó la banda del barón de Koenig, un exiliado de origen alemán que actuó con el beneplácito de Brabo Portillo, el jefe de la policia en 1918-19. Su actuación presionaba a la vez a las autoridades, la patronal y los sindicatos. Se encontró además beneficiado mediante la actuación del mundo del espionaje generado por la guerra. Como ya ha sido señalado en un capítulo anterior, aquellas primeras manifestaciones de pistolerismo urbano generaron a partir de la instalación de los denominados Sindicatos Libres una intensa serie de atentados y contraatentados que sólo en Barcelona significaron la muerte de más de trescientas personas entre 1910 y 1923 (los atentados fueron más de 1.400), y en particular de 289 entre 1917 y 1923 (los heridos 507; los atentados 968). Los años de la guerra permitieron la consolidación de la doble hegemonía en la izquierda de socialistas y anarcosindicalistas en el movimiento obrero de toda España. La apuesta republicana y la cultura política republicana obrera cedió y pasó a constituir una apuesta política situada en un terreno institucional. La sindicalización obrera alcanzó unas cotas máximas, comparables a la de los principales países europeos occidentales, como puede constatarse a través de la siguiente relación de las afiliaciones a la CNT y la UGT en 1919-20. Las cifras totales de la CNT corresponden al mes de diciembre de 1919, en el momento de la celebración de su segundo congreso. Contaba entonces con 715.542 federados (y 57.049 no federados). Por su lado las cifras de la UGT son de mayo de 1920, cuando contaba con 1.078 secciones y 211.342 afiliados. En conjunto por tanto el total de obreros sindicados a la CNTUGT en 1919-20 era de 926.884 trabajadores. Dado que la población total en 1920 era de 21.338.341 personas, la densidad sindical global alcanzaba un 4,34 por 100, como se ve en el cuadro de las páginas 492 y 493. Datos comparables a los de países europeos, como Francia por ejemplo donde la densidad sindical de conjunto era sólo de un 2,53 por 100 en 1920 (991.477 afiliados a la CGT cuando la población francesa superaba los 39 millones de habitantes). Importa señalar que esta abrupta sindicalización no logró una nítida traducción en el terreno de la política oficial. Ciertamente, el viejo tema de las dificultades del socialismo para acceder al Estado y la dinámica política se alteró. Ahora, nadie podía

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Habs. x 1000 Cataluña: Barcelona Gerona Tarragona Lérida País Valenciano: Castellón Valencia Alicante Baleares: Menorca Mallorca Ibiza-Formentera Murcia Aragón: Huesca Zaragoza Teruel País Vasco: Guipúzcoa Vizcaya Álava Navarra La Rioja (Logroño) Cantabria (Santander) Asturias (Oviedo) Galicia: La Coruña Pontevedra Lugo Orense Castilla-León: León Zamora Palencia Valladolid Salamanca Ávila Segovia Burgos Soria Madrid

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2.344 1.349 326 355 315 1.745 307 926 512 339 2 639 1.197 250 494 252 767 258 409 99 330 193 328 744 2.124 709 533 470 412 2.336 412 266 192 281 322 209 167 336 151 1.068

% sind [18,45] [28,34] [9,61] [4,28] [0,71] [7,04] [5,20] [7,98] [6,45] [0,29] — [2,23] [1,44] [0,20] [3,07] [0,60] [2,87] [0,81] [4,93] [0,43] [0,17] [2,15] [1,74] [6,19] [0,81] [1,70] [0,73] [0,07] [0,22] [0,62] [1,08] [0,19] [0,97] [1,37] [0,70] [0,22] [0,07] [0,19] [0,21] [4,53]

Afiliados [CNT] 427.281 378.872 31.203 14.074 2.120 108.748 13.332 69.321 26.095 420 420 11.624 15.373 500 14.128 745 2.330 764 2.180 75 — 2.693 426 13.369 10.449 10.249 — — 200 443 — — — — 320 — — — 123 446

Secc. Afiliados [UGT] 34 - 5.197 12 - 3.414 6 - 128 13 - 1.118 3 - 537 85 - 14.119 17 - 2.649 28 - 4.540 40 - 6.930 3 - 569 3-

569

12 - 2.644 11 - 1.864 120 6 - 1.070 4 - 774 78 - 19.678 11 - 1.322 61 - 18.002 6 - 354 12 - 566 11 - 1.459 30 - 5.297 199 - 32.722 65 - 6.790 10 - 1.803 35 - 3.900 8 - 358 12 - 729 135 - 14.101 35 - 4.470 12 - 504 17 - 1.873 32 - 3.864 18 - 1.943 5 - 467 2 - 121 13 - 659 1 - 200 81 - 47.952

Habs. x 1000 Castilla-La Mancha: Guadalajara Toledo Cuenca Ciudad Real Albacete Extremadura: Cáceres Badajoz Andalucía: Huelva Sevilla Cádiz Córdoba Málaga Jaén Granada Almería Islas Canarias: Sta. Cruz de Tenerife

1.645 201 443 282 427 292 1.055 410 645 4.226 330 704 548 565 554 592 574 358 458

[% sind] [0,47] [0,31] [0,38] [0,09] [1,00] [0,33] [1,23] [0,24] [1,86] [3,13] [1,00] [5,48] [1,95] [6,19] [5,09] [1,66] [0,69] [0,79] [0,21]

Afiliados [CNT] 342 — — — 342 — 1.400 — 1.400 93.150 3.093 36.854 9.547 17.612 21.106 2.824 1.922 192 5.971 5.971

Secc. Afiliados [UGT] 66 - 7.481 8 - 629 20 - 1.703 3 - 250 21 - 3.945 14 - 954 92 - 11.594 11 - 986 81 - 10.608 164 - 39.309 4 - 235 10 - 1.724 7 - 1.126 42 - 17.372 44 - 7.113 25 - 7.003 10 - 2.078 22 - 2.658 —

dudar de la inserción y comportamientos políticos del movimiento socialista. Ahora bien, por un lado el nivel alcanzado no fue a fin de cuentas sino muy limitado y en cualquier caso el socialismo no logró —como sí había sucedido y estaba sucediendo en otros países europeos occidentales— sustituir y recoger la herencia del republicanismo democrático. Por el otro, la fuerza del anarcosindicalismo continuaba siendo una prueba palpable de la poca inserción del movimiento obrero y el obrerismo militante en la dinámica de la vida política oficial. De hecho la penetración socialista se centró, eso sí, en la ocupación de los espacios de negociación laboralista que el propio Estado había abierto a través del Instituto de Reformas Sociales y las Juntas de Reformas Sociales primero y, con renovada fuerza los comités paritarios de la Dictadura de Primo de Rivera después. Hubo que esperar a los años de la República para que el movimiento socialista alcanzase una mayoría de edad política. La sindical sin duda la había ya alcanzado en los años de la Primera Guerra Mundial. 14.3. LA PATRONAL Y LA ACCIÓN DIRECTA. SINDICALISMOS CATÓLICOS Y SINDICALISMO LIBRE Tradicionalmente el empresariado español se había ido organizando como grupo de presión económico ante el Estado y la política. Su asociacionismo tuvo así un carácter ambiguo de defensa general de sus intereses económicos, tanto en ámbitos más industriales con el ejemplo paradigmático del Fomento del Trabajo Nacional creado en Cataluña como la Liga Industrial Vizcaína como en escenarios de intereses agrarios como el IACSI. En bastantes casos se trató de aprovechar la normativa

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más institucional y estatal a partir de organismos como las Cámaras de Comercio o las Cámaras de Industria. Sus debates giraron de manera central alrededor de temas arancelarios (proteccionismo, librecambio) y las condiciones fijadas por los tratados internacionales de comercio, así como la problemática más técnica en cuestiones como las de la difusión de nuevos métodos y tecnologías o las actuaciones a emprender para contrarrestar los efectos de la filoxera. La situación de 1898 y el movimiento que derivó en la creación de la Unión Nacional iba a conducir todo este asociacionismo hacia el intervencionismo más directamente político en la búsqueda de salidas y alternativas al sistema político de la Restauración. Las actitudes negativas ante la presión obrera y la conflictividad laboral habían sido de manera continuada muy rotundas, dejando abiertos muy pocos espacios para la reformas y el discurso reformista. Los grandes enfrentamientos del siglo XIX, pasada la sorpresa y el gran miedo del Sexenio, habían en cualquier caso puesto en cuestión el sistema: fueron en todo caso un problema de orden público y, para los elementos más conscientes y sensibles, una manifestación de unos problemas de fondo que debían ser conocidos para evitar o resolver. Todo el asociacionismo empresarial y corporativo no había tenido necesidad de poner en pie organizaciones específicas de carácter explícitamente patronal. No había sido en general necesaria la «sindicalización». Ésta sólo había llegado de manera algo esporádica y geográficamente limitada en determinados lugares y coyunturas: así en Cataluña y el Alto Ter en 1900, o en el metal ante la huelga de 1911. Los conflictos importantes generaron ciertamente comportamientos y actitudes duras, represivas y rígidas pero no habían provocado el establecimiento firme de organizaciones de autodefensa estrictamente sindical y patronal. Había una cultura de relación con el obrerismo usualmente muy negativa abocada a la resistencia a aceptar la negociación colectiva o la intervención mixta del Estado y otros órganos intermedios. La situación se alteró a partir de los años de la Primera Guerra Mundial. Se empezó entonces a configurar un verdadero asociacionismo de defensa ante el empuje obrerista y se institucionalizó la organización patronal, dirigida a la discusión central y casi absoluta de la cuestión obrera. Primero en Cataluña, después en el conjunto español, la Confederación Patronal. Sus congresos, notablemente el de septiembre de 1914 celebrado en Madrid que creó la Confederación Patronal Española y el de octubre de 1919 reunido en Barcelona y ocupado obsesivamente por la problemática del cierre patronal y la desarticulación de la CNT. Existían múltiples tendencias, pero muy pocos se manifestaron dispuestos a aceptar el intervencionismo mediador de terceros y del Estado. Si en ocasiones lo aceptaron fue siempre a regañadientes y en la espera de poder deshacer el acuerdo. Fueron unos muy activos partidarios de la acción directa, como medio de imponerse ante el movimiento obrero. La presión estatal la entendían exclusivamente como un instrumento de garantía del orden y apoyo al ejercicio de su autoridad (la autoridad del empresario) frente a la indisciplina y politización del movimiento sindical obrero. El tema central, clave, que explica estos comportamientos y el nuevo asociacionismo era el de la autodefensa económica frente a las peticiones obreras. Ahora bien, también influían una serie de factores ideológicos y de cultura social. En este sentido un importante motivo del enfrentamiento era la quiebra de su concepto de jerarquía social. Pactar con el sindicalismo obrero, reconocer su papel, era aceptar la llegada de un nuevo mundo que situaba en un mismo nivel a los hombres y sectores respetables, los señores, y los obreros (el «trabajo»), vistos siempre con recelo,

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confundidos en su conjunto con el mundo plebeyo e incluso marginal. De todo ello se derivaba otra quiebra: la de la ruptura de la disciplina social dentro de la fábrica y el taller. La cuestión era especialmente dura dada la inestabilidad y la progresiva implantación de las nuevas pautas de organización del trabajo, en una época de primeras apuestas por la «racionalización» y la que se llamaría organización científica del trabajo. En este contexto la apelación al catolicismo implicaba el sueño de contar con un hombre dócil, conforme al molde cultural burgués, que por encima de cualquier otra consideración debía acatar tanto la disciplina social como la disciplina laboral. A principios del siglo se hizo inevitable la revisión de los planteamientos y resultados limitados del obrerismo católico del ochocientos que había estado presidido por la obra de los Círculos de Obreros Católicos que había impulsado el P. Antoni Vicent a imagen y semejanza del movimiento francés del conde de Mun y de La Tour du Pin. Unos planteamientos, los tradicionales, dirigidos fundamentalmente a la catequesis y la cristianización del mundo obrero, en la medida que se atribuía el origen de la cuestión social, no a la pobreza o la explotación capitalista, sino a la apostasía religiosa y el individualismo económico liberal que había destruido la organización gremial. Al entrar en el nuevo siglo, pasó a ser evidente la necesidad de aceptar sea tímidamente cierta «sindicalización» del movimiento, es decir la aceptación de algún modo de autodefensa reivindicativa de los obreros. La renovación fue impulsada por propagandistas y publicistas a los que iba a ser muy difícil contar con las ayudas de los «financieros», y muy en especial el marqués de Comillas, los cuales continuaban empeñados en la defensa de la sujeción católica y la práctica de la beneficiencia y desconfiaban de cualquier propuesta de organización independiente de los obreros. Las primeras acciones revisionistas no fueron sino derivaciones sindicalizadoras formales de la más tradicional acción social obrerista de los católicos, una acción que estaba dominada por los jesuitas y el hombre de confianza del marqués de Comillas, Carlos Martín Álvarez, quienes a través de la Asociación General para el Estudio y Defensa de la Clase Obrera controlaban el Consejo Nacional de las Corporaciones Católico Obreras que se había creado en 1893. En Madrid empezaron a actuar algunos llamados sindicatos católicos en 1908, en una transformación forzada por la convocatoria de elecciones al Instituto de Reformas Sociales. En marzo de 1912 se constituyó así una Federación Local de Sindicatos Obreros Católicos y una Casa de los Sindicatos que reunió unos diez oficios. Había también otra federación sindical católica, con siete oficios, auspiciada por el Centro Popular Católico de la Inmaculada creado en 1910. A finales de 1915 se unificaron en un Centro Obrero Católico, aunque mantuvieron reiteradas tensiones internas unos y otros, dada la creciente voluntad de sindicalización real que defendían los del Centro de la Inmaculada (en especial el primer presidente del Centro Obrero, Felipe Rovira, quien terminó por dimitir en 1917). En Barcelona la nueva apuesta estuvo protagonizada por la labor del jesuita P. Gabriel Palou S. J. que impulsó, junto a Ramón Albó i Martí, a semejanza del «Volksverein» alemán, la Acción Social Popular a partir de 1907. Este organismo, con una actuación múltiple y ambiciosa, especialmente dinámica en el campo de la publicística, logró la constitución de un activo Casal Popular en 1913. En octubre de 1908 hizo aparecer como órgano propio El Social, para completar la labor de la Revista Social que aparecía desde 1902 con un carácter más teórico. En 1911 empezó a editar una biblioteca («Archivo Social») que en poco tiempo (entre 1911 y finales de 1915)

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imprimió más de siete millones de páginas. Llegó a contar con unos 27.300 socios y 275 sociedades inscritas. Dentro del movimiento hubo desde un principio la creación de unas Uniones Profesionales, con una incidencia especial entre algunos dependientes de comercio (unos mil quinientos socios a finales de 1915). Aquellas uniones permitían un cierto grado de libertad de administración interna a los obreros afiliados. En 1912 se unieron en una Federación Obrera Social Catalana. A las puertas de la guerra mundial, contaba con catorce oficios organizados en Barcelona y una mínima presencia en Igualada, Sabadell y Manlleu. Aquellas uniones profesionales, de confesionalidad explícita, pretendían ser organizaciones obreras «puras» (sin la intervención directa de los patronos) y defendían, frente al sindicalismo reivindicativo dispuesto al conflicto, una labor de base múltiple (mutualista y formativa). El fracaso de los proyectos del P. Palau para articular federaciones sindicales de alcance estatal le llevó a dejar la dirección de la Acción Social Popular en octubre de 1916. Retornaron entonces los esquemas más tradicionales, asistenciales, del obrerismo católico en Cataluña. La Acción Social pasó a denominarse Acción Popular bajo la dirección del obispo y la presidencia no conflictiva de Ramón Albó. La antigua Federación Obrera Social formalizaría posteriormente su conversión en una renovada Fe. deración Obrera Católica en septiembre de 1918. Una tercera instancia importante partió de la Casa Social Católica de Valladolid, inaugurada en noviembre de 1915, y de la actuación del P. Sisinio Nevares quien impulsó quizás el camino más avanzado del proceso de sindicalización del obrerismo católico. Su fuerza giró inicialmente alrededor de los ferroviarios, organizados en 1912-13, y los mineros a partir de 1918. El Sindicato Ferroviario de Empleados y Obreros de la Cía. del Norte y Líneas Varias, formalizado el 5 de febrero de 1913 bajo la presidencia de Agustín Ruiz (lo sería hasta su muerte en septiembre de 1937), pretendía lograr mejoras mediante la conciliación y el arbitraje, así como la actuación mutualista. Su fuerza no iba más allá de las empresas del marqués de Comillas, quien favoreció comportamientos acusadamente amarillos ante la presión del sindicalismo obrero socialista, de manera notable en 1916-17 en el caso del conflicto ferroviario (de hecho había ya surgido como respuesta a la huelga ferroviaria de 1912). Tuvo de cualquier modo cierto éxito (con unos 6.000 afiliados en noviembre de 1915 y 18 secciones; unos 4.500 a finales de 1919 y 23 secciones) y al desbaratar las huelgas de 1916 y 1917, aparte de valerle el aplauso de las autoridades y la derecha (el gobierno concedió a Agustín Ruiz la Cruz de Isabel la Católica), puso de manifiesto ante la derecha el papel que podía desempeñar el nuevo sindicalismo católico. Por su parte, el Sindicato Católico Obrero de Mineros Españoles se constituyó el 22-24 de abril de 1918 en la Casa Social de Valladolid, bajo la secretaría y el impulso de Vicente Madero, trabajador en la zona de Aller en la empresa, también de Comillas, Hullera Española. Su estructura y programa fue calcada a la de los ferroviarios. Al lado de estos tres grandes núcleos de Madrid, Barcelona y Valladolid, existieron movimientos parecidos en Bilbao (con un grupo de Uniones Profesionales) y Vitoria (donde se creó una Unión de Sindicatos Católicos que contaba con unos mil socios en 1912), en Burgos y Zaragoza, en Valencia, etc. De forma diferenciada y contrastada hubo otros tres intentos de sindicalismo obrero católico más independiente y reivindicativo, que pretendieron un desarrollo propio al margen del control de la patronal y de las pautas paternalistas y benéficas. El P. Gerard O. P., dominico, creó en Jerez en 1911-12 unos primeros sindicatos católicos cualificados por él de «libres», denominación sacada del movimiento que el

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P. Rutten animaba en Bélgica. Su propuesta pretendía unir la afirmación confesional con la defensa de un societarismo de resistencia y reivindicación laboral y salarial, que podía aceptar la idea de la huelga e incluso el boicot como instrumentos de presión ante la patronal. El P. Gerard pasó a Madrid en junio 1914, donde coincidió con el también dominico P. José Domingo Gafo y ambos editaron La Voz del Trabajo. Chocó entonces con los jesuitas y el marqués de Comillas que controlaban tanto El Eco del Pueblo, el órgano de la Casa Social de Madrid, como El Social de la Acción Social Popular de Barcelona. Éstos lograron apartar el P. Gerard de Madrid, pero el movimiento prosiguió. Crearon la Confederación de Sindicatos Católicos Libres y su órgano de prensa, El Sindicalista Libre (1916). Celebraron de todas formas dos asambleas en Pamplona (noviembre de 1916) y Palencia (marzo de 1918) y mantuvieron una presencia notable en el Norte. En 1921 terminarían uniéndose a los Sindicatos Libres que en otro contexto había creado Ramón Sales en Barcelona. Con unos planteamientos algo semejantes, un segundo núcleo de sindicalismo católico que rompía con las tradiciones paternalistas y de supeditación a los «patronos ejemplares» giró alrededor del canónigo Maximiliano Arboleya en Oviedo. Inevitablemente, Arboleya iba a enfrentarse a Comillas en relación al conflicto minero de finales de 1918. Los jesuitas habían intentado crear agrupaciones católicas de mineros a partir de 1906 (en primer lugar en Mieres). Ante la creación por los socialistas del Sindicato Minero en 1912, la patronal llamó al P. Palau para crear una Asociación Católica de Obreros Mineros, con objetivos mutualistas y benéficos. Arboleya creó a partir de 1911 sindicatos católicos «puros» en Oviedo que aceptaban las reivindicaciones de salarios y jornadas y en 1913 constituyó una Casa del Pueblo Católico, con incidencia especial entre los dependientes de comercio y los ferroviarios, y en junio de 1914 la correspondiente federación de sindicatos católicos. Ante la crisis de la Asociación Católica de Obreros Mineros en 1916, Arboleya auspició la presentación de demandas concretas desde Oviedo (aumentos de salario y mejoras higiénicas) y un movimiento de huelga frente a la patronal y en especial el marqués de Comillas y la Hullera Española. Al final, en 1918, la creación del Sindicato Católico Obrero de Mineros, con otros planteamientos más dóciles, forzó la retirada de Arboleya. El tercer gran ejemplo de los nuevos aires sindicalizadores fue la creación de la Solidaridad de Obreros Vascos en 23 de junio de 1911 en Bilbao. Con esquemas mutualistas y formativos pero, de contenido exclusivamente obrero y vasquista, sin una intervención confesional y eclesial explícita, y muy próxima al Partido Nacionalista Vasco. Con unos presupuestos nacionalistas, se trataba, según sus fundadores, de lograr la solidaridad de los obreros vascos frente a los socialistas y sus estrategias consideradas ajenas a la moral católica y la tradición del pueblo vasco. Esta duplicidad —catolicismo y nacionalismo— iba a permitirle una diferenciación importante respecto de los modelos generales del obrerismo católico: Solidaridad de los Obreros Vascos se mantuvo desligada de la jerarquía eclesiástica y no tuvo un carácter amarillo. Pudo en ocasiones participar en movimientos generales y huelguísticos, incluso junto a los propios socialistas y la CNT, de defensa del obrero vasco, así corno criticar la ineficacia y poca autonomía del sindicalismo católico poco sensible a la realidad nacional del pueblo vasco. Alcanzaría hacia 1916-20 la cifra de unos cuatro mil afiliados, especialmente en Vizcaya y Guipúzcoa, y tendría posteriormente una importante implantación ya durante la Segunda República. La existencia de toda esta serie de intentos y núcleos dispersos a lo largo de la geografía española planteó el pro-

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blema de la articulación general del movimiento. De forma persistente e indiscutida se encontró bajo el control de la jerarquía eclesiástica y se produjo en el marco del Consejo Nacional de Corporaciones Católico-Obreras que se había creado en 1893. Dominaban por tanto los criterios tradicionales y la inclusión de la temática obrera en el ámbito genérico de la actuación social y política de los católicos conforme a las famosas Normas de 1910 negociadas con la Santa Sede. Los intentos auspiciados por el cardenal-primado Aguirre en 1911-12 para que el P. Gabriel Palau promoviese una Federación Nacional de Sindicatos Obreros y el P. Antoni Vicent una Federación Agraria Católica Nacional fracasaron. Al final, hubo de contentarse con la creación sobre el papel de tres secretarías nacionales adscritas al Consejo Nacional de Corporaciones (4 de mayo de 1912): la de los sindicatos agrarios, la del sindicalismo obrero y profesional y la de las instituciones de crédito, cooperativas y círculos de obreros. El sindicalismo agrario católico, con un carácter mixto que favorecía la compra en común de abonos y simientes, actuaba como cooperativa de crédito y promovía cooperativas de consumo, se había acogido con éxito a la legislación dictada por el Gobierno de Antonio Maura de 1907-09. Se convirtió en un movimiento de real incidencia popular en el campo, especialmente en Castilla, y contó con el apoyo decidido del cardenal Guisasola que formalizó el Secretariado Agrario en 1915 (aprobó sus estatutos el 19 de marzo de 1915) y, con una cierta autonomía respecto del Consejo de Corporaciones, apoyó la labor más reformista de Severino Aznar frente al hombre de confianza del marqués de Comillas, Carlos Martín Álvarez. Se llegó así en abril de 1917 a la constitución de la Confederación Nacional Católica Agraria, que pasó a ser presidida por Antonio Monedero. Contaba con 21 federaciones, unos 1.500 sindicatos y 20.000 socios. Fue mucho más difícil la articulación del sindicalismo católico obrero. El mismo cardenal Guisasola intentó también en 1915 crear el Secretariado Obrero y apoyar a Arboleya pero éste se encontró con el veto muy activo de los sectores católicos más reaccionarios que contaban con el apoyo del nuncio. Las discusiones adquirieron una gran relevancia alrededor de la celebración en noviembre de 1915 de las fiestas de la Casa Social de Valladolid, cuando se aprobaron unas bases provisionales de unión de los diversos grupos obreristas católicos. El enfrentamiento resultó de todas formas insalvable a lo largo de 1916 y afectó incluso al propio cardenal Guisasola, al que criticaron duramente su pastoral Justicia y caridad en la organización cristiana del trabajo que marcaba un obrerismo avanzado. El tema de nuevo fue removido por Arboleya en 1918 y al final, bajo los auspicios del Consejo Nacional de Corporaciones y los criterios más tradicionales de los comellistas, se llegó a la constitución de la Confederación Nacional de Obreros Católicos el 27 de febrero de 1919. Celebró su primer congreso en Madrid en abril del mismo año. Allí los «propagandistas» (notablemente Severino Aznar y Maximiliano Arboleya —el P. Gerard había muerto en febrero) lograron que se aprobaran unas bases favorables al sindicalismo «puro» que admitían pactos con sindicatos «de clase» e incluso la huelga. De todas formas, los sindicalistas católicos libres y los sindicatos de Valencia y Oviedo abandonaron al final el congreso y la dirección, que se situó en Madrid, estaría muy directamente supervisada por Martín Álvarez y los comellistas. Se afirmó la confederación de 192 sindicatos de obreros y 43 de obreras, con un total de sesenta mil trabajadores. Un resumen significativo de la presencia del obrerismo católico en 1900-19 puede encontrarse en la relación de las páginas siguientes basada en datos oficiales recogidos por diversos autores.

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DATOS PROVINCIALES SOBRE LA PRESENCIA DEL SINDICALISMO AGRARIO Y SINDICALISMO OBRERO CATÓLICO Diócesis/ Poblaciones

Corp 1900 sec./af.

COC

SAC

CNCA

CNCA

CNOC

1909

1909

1916/17 Federaciones

1920

1919 Sec/af.

1/315 2/347

1 3 4

— — 11

4/697

5

6

2

7

9

8

Galicia Lugo Mondoñedo Orense Coruña Santiago Pontevedra Tuy Asturias Oviedo Nava Boo Bustiello Carabanzo Nembra Mieres Moreda Villallana Valdefarrucos

1

96 76

6/sf 94 14/3.828 —/14

sm 223 sm 365 sm 82 sm 127 sm 250 sm 585 sm 80 sm 550

Gijón Llanes Cantabria Santander País Vasco Vitoria Bilbao

1/sf 280 sf 123 6/1.883

5

14

—/45

90

1

22 35



—/34 41/49

64 35

9 9/sf 93 sfl 194 sm 11.762 sm 1235 3 sf 191

15/2.162

6

51

99/118

149

8 sf 50

190

F*6

4/386

13

2/279

3 1 2 13 1

61 190

7/ sf 85

11/3.262

San Sebastián Irún Navarra Pamplona Alsasua La Rioja Logroño Calahorra Aragón Huesca Jaca Teruel Zaragoza Tarazona

1/sf 97 1

1/357 1/ 1/470

148/153 7/— 2 3 8 42 7

—/250

499

Diócesis/ Poblaciones Castilla-León Ávila Burgos Miranda León Astorga Argovejo Cistierna Sta. Marina Sta. Olalla Ponferrada Sabero Villaseca Palencia Orbó Salamanca Ciudad Rodrigo Segovia Soria Burgo de Osma Valladolid Zamora Madrid Castilla-la Mancha Cuenca Guadalajara Sigüenza Toledo Ciudad Real Cataluña Barcelona Vic Solsona Gerona Lérida Urgell Tarragona Tortosa Baleares Mallorca Menorca Ibiza País Valenciano Alicante Orihuela Castellón Segorbe Valencia

500

Corp 1900 sec./af.

coc 1909

sac 1909

cnca 1916/17 Federaciones

cnca 1920

182

1/200 3/1.050

3 4

4 29

127/134

1/300

5 2

1 6

84/93

14

22

106/106

126

3/1.355

2 1 2

28 13

40/40 36/33 —/41 47/58

90 40 90

7/2.638 2/3.915 20/10.269

4 7 2 7

11 2 2 5

125/106 —/42 —/35

176 97

1/30

1

9

—/14

2/271

1 1

10 2

12/6.255 6/735

7 8

4/1.053 1/181 3/262 4/915 20/4.948

4 2 5 4 13

5 4 1 13 2 2

3/698 2/343

4 2 1

3

1/391

3

1

2/352 73/21.677

3 45

24

9

sm 476 sm 286 sm 280 sm 320 sm 360 sm 400 sm 1.600 9/sf 50 sm 410 F*

F* sf 1.687 6/ sf54 29/ sf 130 mza 150

150 63

—/32

—/17

4/sf 130 24/sf 64 1/sf 487 1

149

15/1.852

—/36 —/23

cnoc 1919 Sec/af.

3/sf 394 sf 140

65 44

46

45

57/54

256

10

Diócesis/ Poblaciones Murcia Cartagena Alumbres La Unión Andalucía Almería Cádiz Córdoba Granada Guadix Huelva Riotinto Jaén Málaga Sevilla Extremadura Badajoz Cáceres Coria Plasencia Alcántara Canarias Tenerife

Corp COC SAC CNCA CNOC sf sm

Corp 1900 sec./af.

coc 1909

sac 1909

cnca 1916/17 Federaciones —/43

2/1.809

cnca 1920 95

cnoc 1919 Sec/af. F*

3 sm 315 sm 681

1/438 2/1.252 1/ 2/365 1/

2 1 2 5 1

2 5 1

2/267

3 1 9

1 2 1

2

2

6 50

sm 1.500

2/140

1 1 2/785 1/190 264/7.614

45 45

17 6

1

1/ sf 82

1

1/ sf 30 sf 153

2.608

235/60.000

1 277

450

910/1.556

Corporaciones Católico Obreras en España [Estadística de las..., Madrid, 1900]. Círculos Obreros Católicos [La Paz Social, junio de 1909] Sindicatos Agrarios Católicos [La Paz Social, abril de 1909] Confederación Nacional Católico-Agraria Confederación Nacional de Obreros Católicos sindicato ferroviario sindicato minero

Los focos básicos del sindicalismo católico agrario (y de las federaciones de la CNCA) fueron: 1) Levante (Murcia, Valencia y Orihuela) con un total del 42,6 por 100 de los fondos movidos durante 1920 y 440 sindicatos, y un peso fundamental de Valencia (256 sindicatos y 16,65 de los fondos) 2) Castilla la Vieja, con dos zonas: a) Burgos, León, Zamora, Valladolid, Palencia, Salamanca, Ávila y Segovia que en conjunto ocupan el 32,7 por 100 del movimiento de fondos y 1.081 sindicatos (un 24,3 por 100). De manera más restrictiva b) Palencia, Valladolid y Burgos tienen 484 sindicatos y un 19, 13 por 100 de los fondos. 3) Logroño, Navarra, Zaragoza con 18,44 por 100 de los fondos y 529 sindicatos.

501

En cualquier caso el año cumbre y máximo fue 1919 y nunca la CNCA volverá a las cifras de aquel año, muy en especial después de la crisis económica de 1921. El estado de la Confederación Nacional católico-Agraria en abril de 1923 mantenía 57 federaciones con más de 3.298 sindicatos. Las federaciones más potentes eran (situadas regionalmente) las del cuadro que figura a continuación: Castilla-León: FC-A de Astorga FC-A de León Fde SAC de Zamora FC-A Salmantina FA Mirobrigense (Ciudad Rodrigo) FC-A de Ávila FA de Segovia F Burgalesa de SAC FC-A de Palencia F de SAC de Valladolid F de SAC de la Diócesis de Osma (Soria) Madrid: FA Matritense Castilla-la Mancha: FC-A de la Diócesis de Toledo FA Conquense Sigüenza F de SAC de la Mancha Galicia: FC-A de La Coruña Fde SAC de Santiago FC-A de Lugo F Mindoniense de SAC (Mondoñedo) FC-A de Monforte de Lemos (Lugo) FC-A de Orense FC-A de la Diócesis de Tuy Asturias: F Asturiana C-A Cantabria: FA Montanse (Santander) País Vasco:

964 138 58 81 67 52 36 49 159 106 105 113 56 56 237 154 27 15 37 449 94 84 24 74 40 53 80 70 70 58 58 107

F de SAC de Vizcaya

45

FC-A Guipuzcoana FC-A de Álava Navarra: FC-Social de Navarra La Rioja:

28 134 134 150

F de SAC de La Rioja (Logroño)

502

[1.257]

[577]

[391] (34)

150

Andalucía: FC-A de Almería FC-A de Granada Fc-A de Jaén FC-A de Málaga FC-A de Córdoba FC-A de Sevilla FCA del Guadalete (Jerez) FC-A de Moguer (Huelva) Extremadura: FC-A de Badajoz FC-A Plasentina (Cáceres) Aragón: FC-A de Barbastro F C-A de Tarazona S Central de Aragón de AAC F Turolense de SAC Cataluña: Fde SAC de la comarca de Berga FC-A de Barcelona FSA de Gerona FC-A de Lérida FC-A de la Seu d'Urgell FA del Ebro (Tortosa) FC-A de Vic Baleares: FC-A de Ibiza FCA de Mallorca FC-A de Menorca País Valenciano: F Valenciana de SA F de SAC de Orihuela (Alicante)

191 30 20 21 25 40 21 3 31 56 36 20 265 41 20 153 51 225 16 28 58 61 20 24 18 61 9 49

[247]

[265]

[518]

(3)

232 220 12

Por su parte, la geografía significativa del sindicalismo obrero continuaba girando alrededor de los ferroviarios y los mineros. El sindicato ferroviario en 1919 afirmaba contar con 5.500 afiliados con secciones en 22 poblaciones. En 1920 las secciones eran 23 y los afiliados 10.317, en lo que puede considerarse un máximo. Su órgano, El Ferroviario, llegó a tirar 18.000 ejemplares. Su actuación implicaba la conquista de algunas mejoras a través de sus relaciones con las empresas y los organismos gubernamentales. Por su lado el Sindicato Católico Obrero de los Mineros Españoles contaba en febrero de 1920 con 8.753 afiliados. En octubre de 1921 afirmaba tener 30 secciones y 15.000 asociados. Sus efectivos se centraban en el coto minero de Aller, en Asturias, y en la cuenca carbonífera de Palencia, en las propiedades del marqués de Comillas. Con mucha menor importancia logró incluso estar presente en La Unión (Murcia) y en Riotinto. De todas formas, la vida confederal era prácticamente inexistente y el segundo congreso no se reunió sino en mayo de 1924. Los mínimos nexos de unión se basaban en la actividad de los propagandistas vinculados al Secretariado Nacional que financiaba el marqués de Comillas. Su actuación se centró en la presión al gobierno para lograr una representación proporcional y no

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mayoritaria en las diversas elecciones de organismos sociales estatales (como el Instituto de Reformas Sociales o el Instituto Nacional de Previsión). No obtuvo demasiado éxito y ello significó el que los socialistas continuaran copando las representaciones. Con lógica, al advenir la Dictadura de Primo de Rivera, la Confederación Nacional se apresuró a manifestar su adhesión (15 de septiembre de 1923) y reiteró su demanda de representación proporcional para evitar el monopolio de socialistas, comunistas y demás políticos del mundo del trabajo. De todas formas, la Dictadura no confió demasiado en los católicos y prefirió el pacto con la UGT y los organismos de los Sindicatos Libres de Barcelona. Eso sí, en la renovación de los organismos de la administración pública (Diputaciones y Ayuntamientos) entraron conspicuos dirigentes del sindicalismo católico (Pérez Sommer en la Diputación de Madrid, Barrachina y Esteve en la de Valencia, Ruiz en Valladolid, Madera en Oviedo, etc.). Del congreso de 1919 dijeron que representaban 60.000 obreros pero en agosto hablaban sólo de 35.000. En marzo de 1922, 50.000. El advenimiento de la Dictadura favoreció la celebración de algunos congresos rutinarios y regulares, sin incidencia social y política clara. En la medida en que la Confederación (y los ferroviarios y los mineros) estuvieron en manos de dirigentes muy próximos a los patronos ejemplares y el combate antisocialista, con dosis ciertas de amarillismo, continuaron las tensiones internas respecto de los planteamientos del P. Gafo y los sindicatos católicos libres. Éstos al margen de la Confederación Nacional crearon su propia Confederación de Sindicatos Obreros Católicos Libres con sede en Pamplona. En septiembre de 1920 celebró su cuarto congreso en Huesca, con unos acuerdos cualificados de radicales, muy críticos respecto de las posiciones de los comillistas. Fue su último congreso. La muerte del cardenal Guisasola le privó de su último valedor dentro de la jerarquía y una última asamblea reunida en Azcoitia declaró disuelta la Confederación de Sindicatos Obreros Católicos Libres y a sustituyó por una Confederación Regional de Sindicatos Libres del Norte de España, sin explicitar la confesionalidad. La nueva organización entró en contacto con la Corporación General de Trabajadores, Unión de Sindicatos Libres de Barcelona, con quien se fusionó a finales de 1923. Terminó así el sector más claramente obrerista del sindicalismo católico. Había llegado a contar en 1920 con unos 10.000 afiliados. Por su parte, los obreros católicos de Valencia que se habían alejado del Congreso de 1919, celebraron su propio congreso el 29 de abril y el 1 de mayo en Valencia y constituyeron la Confederación Regional de Obreros Católicos de Levante. De manera regular celebró otros congresos en Orihuela (1920), Burriana (1921) y preparó otro en Carcagente (1922). El presidente de la Confederación era Francisco Barrachina y afirmaron contar con 22.000 afiliados en 1920. Mantuvo en todo caso buenas relaciones con la Confederación Nacional. Los Sindicatos Libres fue una organización sindical creada en Barcelona por Ramón Sales y otros miembros del carlismo radical en octubre de 1919, con el objetivo explícito de combatir la hegemonía sindical obrera de la CNT en Barcelona y Cataluña. Contó sin duda con la ayuda de la Federación Patronal y el beneplácito de las autoridades gubernativas (en manos de los militares Milans del Bosch, Martínez Anido y Miguel Arlegui) en su lucha violenta contra los dirigentes de la CNT. Protagonizó así un álgido periodo de guerra social en Barcelona que causó más de 200 muertos y unos 500 heridos en 1919-1923. Los pistoleros del Libre causaron la muerte, entre muchos otros, de Francesc Layret en noviembre de 1920, Salvador Seguí y Francesc Comas en marzo de 1923. Al lado de Sales, sus principales dirigentes serían

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Josep Baró y el periodista Juan Leguía, el director de la Unión Obrera, su órgano de prensa. Su crecimiento efectivo como fuerza sindical, iniciada en 1921-22, se vio favorecido por la Dictadura de Primo de Rivera. Fue entonces cuando intentaron una expansión española. En diciembre de 1923 se unificaron en Pamplona con la Federación Regional de Sindicatos Libres del Norte, ésta como hemos visto de origen católico, para constituir la Confederación Nacional de Sindicatos Libres de España. En cualquier caso, su fuerza continuó centrada en la provincia de Barcelona. En 1925, cuando, favorecidos por la ilegalidad y desorganización de la CNT, pasaron a contar con algo más de 111.000 afiliados, 105.000 eran trabajadores de la provincia de Barcelona; las proporciones no eran demasiado distintas en septiembre de 1929 cuando afirmaron contar con cerca de 200.000 afiliados. Mantuvieron una presencia destacada en los Comités Paritarios a partir de 1927. De todas formas, iban a ser incapaces de evitar una rápida y espectacular reorganización de la CNT a partir de la caída de Primo y el advenimiento de la Segunda República.

14.4. EL PROTAGONISMO POLÍTICO Y SOCIAL DE LOS PROFESIONALES Y LAS CLASES MEDIAS ILUSTRADAS. EL FEMINISMO 14.4.1. Los intelectuales El protagonismo social y político creciente de los profesionales y las clases medias ilustradas fue un fenómeno general europeo que tuvo sus más espectaculares manifestaciones a partir de finales del siglo XIX, cuando iba a codificarse la irrupción corporativa y política de los «intelectuales». En el caso español el nuevo papel de los intelectuales surgió especialmente alrededor de la crisis de 1898, aunque hubo alguna manifestación ya significativa en ocasión de las protestas por el proceso de Montjuïc de 1896-97 y desde el último tercio del siglo una cierta intelectualidad de ateneo había iniciado ya una relación más estrecha con los sectores populares. Esta primera intelectualidad ochocentista abocada a la afirmación político-cívica estaba marcada por el positivismo (con Simarro, Cortezo, Ustariz, etc. por ejemplo), por el krausismo (Gumersindo Azcárate), el neokantianismo (Perojo, Revilla) o el hegelianismo (Montoro). La realidad política española favoreció la contraposición —más nítida que en otros países— entre un mundo de cultura oficial dominado por el tradicionalismo y el integrismo (el dogmatismo doctrinario católico) y aquella intelectualidad cada vez más llena de darwinismo y spencerianismo que levantaba una bandera de modernidad, racionalismo y secularización del pensamiento. Forzosamente aquellos intelectuales se vieron implicados en la crítica reformista contra la realidad del sistema político canovista y por ello iban a ser aplaudidos y abiertos a estrechar relaciones con la cultura política de tradición republicana y democrática, e incluso, más allá, con el mismo obrerismo de izquierdas. Aquella intelectualidad tuvo una especial difusión a través de la Institución Libre de Enseñanza creada en Madrid en 1876 y extendida de hecho en otras capitales importantes (en especial a Oviedo, Valencia, Palma de Mallorca, también en Barcelona) y al fin lograría una cierta presencia universitaria y oficial a finales de los 80 y a lo largo de la década de los 90. Fue una intelectualidad muy ligada al liberalismo progresista (más o menos constitucionalista y más o menos republicano) que iba a actuar como importante colchón de resonancia del movimiento reformista que encabezaría

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a principios de siglo Melquíades Álvarez. En la nueva situación de la monarquía del siglo XX intentaron dar un corpus doctrinal que sustentase una modernización moderada del país. Por un lado, figuras como Giner, Azcárate, Posada, Costa, Santamaría de Paredes partían de una concepción orgánica de la sociedad y el Estado que pretendía salvar la autonomía provincial y municipal. Además, consideraban que un cierto grado de intervencionismo estatal no negaba la existencia autónoma del individuo y de la sociedad, sino que impedía los exclusivismos y afirmaba la coexistencia y la complementariedad entre los tres grandes ámbitos. Apostaban en un caso y otro por la descentralización y desburocratización del Estado y exigían actuaciones precisas de reorganización social a través de sociedades de socorros mutuos, sindicatos, cooperativas, etc. así como una reforma del Código Civil que debía permitir la adecuación del Estado al desarrollo económico moderno. Lo importante era que el Estado fuese sólo intervencionista en su esfera, la del derecho, creando las condiciones objetivas para el desarrollo de los otros dos ámbitos (el del individuo y de la sociedad). Era según ellos la tarea básica de la libertad y la democracia. Todo este conjunto de afirmaciones no desapareció a partir del impacto del 98 y una parte significativa de los diversos regeneracionismos del momento se remitía a toda esta tradición republicana e intervencionista. Importa sin embargo señalar que en un momento confuso y fluido también fueron importantes otros regeneracionismos que partían de la tradición y pensamiento más conservadores. Así, en direcciones distintas, el regeneracionismo proclamado por parte de los profesionales de la política y la milicia más oficial (notablemente la movilización de las masas católicas que intentaron primero Francisco Silvela y sobre todo Antonio Maura; el caso del polaviejismo), o bien el del regionalismo catalán abocado a la afirmación nacionalista. A partir de este contexto, posteriormente hombres como Primo de Rivera pudieron autoproclamarse regeneracionistas. En el ámbito más intelectualizado, las coordenadas también tenían muchos elementos de ambigüedad. Pronto nombres destacados de la juventud del 98 formaron parte del status más oficial y reconocido del momento. Casos sintomáticos fueron sin duda Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca a partir de 1900 o el mismo José Martínez Ruiz, Azorín, quien abandonó sus veleidades anarquistas para convertirse en diputado del Partido Conservador a partir de 1903. Favoreció estas ambigüedades políticas el impacto de la ofensiva vitalista y antirracionalista finisecular (a través de la recuperación de Schopenhauer y Nietszche), la cual forzosamente implicaría la revisión de los postulados del positivismo ochocentista, una revisión paralela a la discusión del la democracia y parlamentarismo liberal burgués del ochocientos. De manera complementaria la renovación de las actividades literarias y artísticas auspiciada por los diversos modernismos del 98 suponía el enfrentamiento con la novela naturalista, la poesía retórica de Núñez de Arce o el drama neorromántico de Echegaray. Las diferencias internas entre los del 98 eran muchas pero sus miembros podían unirse, eso sí, entusiastas ante el estreno de Electra de Pérez Galdós en 1901, a favor de la recuperación y el recuerdo de la obra y la figura de Mariano de Larra o estruendosamente en contra del homenaje oficial de 1905 a Echegaray con motivo de la obtención del primer Premio Nobel de Literatura para el castellano. Coincidieron en una serie de revistas como Germinal, Vida Nueva, Revista Nueva, Electra, Juventud, etc., que marcaron su acceso a la publicística y acompañaron su labor más directamente literaria. Tuvieron un especial papel en la formación de una conciencia peculiar de grupo social autónomo y asimismo en la afirmación de un es-

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píritu corporativo de solidaridad de escuela. Tendieron a presentarse como heraldos de una conciencia pública y administradores de los gustos estéticos. Hacia 1909-10 todo este conjunto iba a dar fuerza a una serie de inciativas desde Madrid que anunciaron la evolución de la intelectualidad española liberal hasta los años de la guerra civil. Por un lado estaba el mundo de la intelectualidad más bohemia e inestable, pobre y con voluntad vanguardista, con contactos estrechos con anarquistas y otras manifestaciones del librepensamiento y republicanismo plebeyo. Una manifestación de la misma fue el grupo que auspició la revista social y literaria Prometeo (noviembre de 1908). Pretendían romper con la cultura recibida y oficial para situarla en un terreno explícitamente político e incluso podían aplaudir en nombre de la necesidad «de hacer algo» los intentos reformistas de Melquíades Álvarez (como hacía Francisco Gómez Hidalgo). Aunque, fundamentalmente de lo que se trataba era de pedir a los intelectuales que abandonasen su torre de marfil y se abrieran a las exigencias y demandas de las nuevas multitudes, como clamaba el Llamamiento de Andrés González Blanco. La nueva generación que iba a dejar atrás las polémicas finiseculares se situó hacia 1909-14, unos años que acostumbran a ser vistos como de gozne. La vieja división entre ochocentistas y nuevos valores literarios empezó a perder sentido en la medida que buena parte de éstos habían ya logrado penetrar en el status intelectual más establecido del país (Azorín, Unamuno, Baroja) y por su parte al viejo regeneracionismo socialista y democrático le estaba costando mucho la asunción de las nuevas realidades sociales. Fue entonces cuando, al compás de unos cambios de fondo (aumentos de la población industrial y de servicios, tensiones crecientes respecto de la centralización del Estado, visibilidad social y política del movimiento obrero), se hicieron evidentes los cambios producidos en los medios intelectuales del país. Apareció cada vez más consolidada la cohesión corporativa del mundo intelectual y la capacidad de influencia y repercusión pública de sus propuestas y manifestaciones. Se estaba renovando, además, la relación universitaria con el mundo europeo, tanto en su intensidad como en su número y dirección. Incidió muy activamente en esta dirección la política de extensión universitaria que había permitido Romanones. Al lado de la tradicional y decimonónica relación cultural establecida de siempre (con una mayor o menor intensidad y especialización profesional) con París, Bolonia y Roma, hicieron su irrupción Berlín y Londres. Tres nombres representativos y emblemáticos fueron José Ramiro de Maeztu (1875-1936), Manuel Azaña (1880-1940) y José Ortega y Gasset (1883-1955). Fue una generación marcada por el fusilamiento de Ferrer Guardia y la consiguiente campaña de protesta. Las formulaciones sobre «un nuevo liberalismo» llenaron páginas y debates en El Imparcial (con Ortega) y en el Ateneo (con intervención reiterada de Madinaveitia, Simarro y el mismo Ortega). Generaron incluso conferencias de éxito, como la que pronunció en diversas capitales de provincia Ramiro de Maeztu sobre La revolución y los intelectuales (tuvo un éxito especial en Barcelona donde la dictó el 7 de diciembre de 1910), o la que dedicó Melchor Fernández Almagro el mismo año sobre El nuevo liberalismo. Elementos fundamentales de aquellas discusiones fueron los llamamientos a modificar la cultura recibida para llevarla, de nuevo según decían, a la realidad; una conciencia de la necesidad de proceder a su revisión inmediata mediante una intervención activa en la vida pública. En esta dirección la tarea era gigantesca y de muchos años: era necesario, por ejemplo, recrear la nación española echando mano del uso

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de la libertad, tal y como pedía Ortega y Gasset. El problema de España no era en el fondo sino de cultura y pedagogía. Los intelectuales debían educar la conciencia pública. Las diferencias, palpables, entre España y el resto de Europa no reflejaban sino el menor esfuerzo y fuerza de los intelectuales de aquí en relación con las situaciones foráneas. Políticamente, actuaron en el marco de una cultura liberal. La libertad política debía de dejar de ser una reivindicación negativa (de autodefensa del individuo frente al poder del Estado) y convertirse positivamente en una afirmación y desarrollo de los individuos. Se movían entre un radicalismo político burgués intervencionista y la defensa de un cierto reformismo social. Asumían, eso sí, las teorías sobre la accidentalidad de las formas de gobierno y, por ejemplo, según las explicaciones de Maeztu, en el fondo el problema no era la Monarquía sino la existencia de unas fuertes oligarquías que dominaban la vida social y el Estado (eclesiástica, de la plutocracia, burocrática). A diferencia de lo que ocurría en Europa, estas oligarquías estaban aquí por encima de la ley común. La característica más relevante de la nueva izquierda, moderna, era precisamente ésta: sentía con mayor fuerza la presión de la oligarquía que no la problemática de las formas de gobierno. Era necesario en definitiva la extensión de la ley a todos y el combate contra las oligarquías por encima de cualquier discusión formalista. Era, por otra parte, una lucha contra reloj porque —y éste era el punto donde se situaban aquellos intelectuales— la alternativa era justamente la de reformismo o revolución social. Todo este marco de reflexiones y actitudes venía a reforzar la opción política del reformismo que encabezaba Melquíades Álvarez, pero, con mayor importancia de fondo, alteraba rotundamente muchas de las bases de la cultura republicana del siglo XIX. No tanto porque fuera nueva esta corriente mitad republicana mitad liberal, accidentalista, como porque ahora parecía haber alcanzado un papel más hegemónico y renovado que tomaba su fuerza y su prestigio a partir del fracaso «secular» de las posiciones más izquierdistas y populares que había significado la cultura política republicano-federal. Con otras connotaciones, esta tradición de la izquierda social empezaba ahora a ser representada por el socialismo marxista y el anarquismo y anarcosindicalismo. De momento, aquellos intelectuales intentarían a finales de 1913 la creación de una Liga para la Educación Política, que reunió nombres ya relevantes como eran Ortega y Gasset, Azaña, Fernando de los Ríos, marqués de Palomares, Leopoldo Palacios, Manuel García Morente, Bernaldo de Quirós y Agustín Viñuales. Su presentación pública corrió a cargo de Ortega y Gasset —su principal impulsor— quien pronunció la consabida conferencia en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914; el título de la misma fue Vieja y nueva política. El nuevo organismo pretendía reunir un remozado liberalismo (que debía articularse a partir de los restos del institucionismo, algunos políticos republicanos de prestigio ya veteranos como Gumersindo de Azcárate, jóvenes intelectuales, etc.) y actuar al lado del Partido Reformista. Debían educar y levantar una nueva conciencia política, recrear el liberalismo (rechazando las viejas y obsoletas elites tradicionales del mismo), condicionar la Monarquía y de forma matizada aproximarse al socialismo (un socialismo de corte fabiano o cercano al socialismo de cátedra alemán). El socialismo era visto de hecho como un agente de difusión, de «socialización» de la cultura política. Era en este sentido y no en ningún otro en el que Ortega podía llegar a afirmar que el Partido Socialista debía ser el partido europeizador de España.

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La marcha de Ramiro de Maeztu a Londres dejó el protagonismo del grupo a Ortega y Azaña. Ortega actuaría en el mundo de la pluma y la prensa de prestigio, en el marco de las ligas y el asociacionismo de elite, alejado de cualquier veleidad de la política y los partidos de masa. En enero de 1915 lanzó la revista España, que pronto, al año siguiente, abandonó en beneficio de un órgano mucho más personal, El Espectador. Además, gracias a los recursos económicos de Nicolás María de Urgoiti, a partir de 1917 pudo editar el diario El Sol, que se convirtió en el órgano de los ambientes y sectores ilustrados de Madrid y la España más urbana, según algunos «el órgano de la fracción progresista de la gran burguesía». De esta etapa surgió la reflexión orteguiana sobre La España invertebrada, donde se concluía que faltaban minorías capaces de vertebrar la nación española. Más adelante, en la «pausa política» de los años de la Dictadura de Primo de Rivera, abrió la discusión sobre el problema de las elites y su incidencia en una época de «marea popular», es decir la dialéctica entre grupo social y mononas dirigentes avanzadas, también entre dirección política y exigencias de los técnicos, entre ideología y conciertos vulgares. Su obra La rebelión de las masas (publicada en 1930) cerró el periodo mediante una apuesta por las exigencias de mejoras técnicas (filosóficas, jurídicas, económicas) que debían acompañar la reforma del Estado y de la economía capitalista tradicional. Estaba, por otro lado, a las puertas de un posicionamiento favorable a la opción republicana. Si Ortega representó la apuesta por una articulación de las minorías del pensamiento, hecho que le alejaba de la militancia precisa de partido, la trayectoria de Manuel Azaña estuvo desde un principio abocada al compromiso político concreto. Participó como militante del Partido Reformista de Melquíades Álvarez en las elecciones de 1913 y 1918 y durante los años de la Dictadura abogó por la «participación política de la inteligencia». Se dio a conocer de todas formas como secretario del Ateneo de Madrid entre 1913 y 1920 y como miembro del grupo animador de la revista España. En la primera redacción habían figurado al lado de Ortega y junto a otros, Maeztu, Gregorio Martínez Sierra, Luis de Zulueta, Pío Baroja, Eugenio D'Ors y Ramón Pérez de Ayala. A Ortega le sucedió en la dirección en 1916 Luis Araquistáin. Azaña colaboró regularmente a partir de 1920 cuando, por otra parte, junto a su cuñado Cipriano Rivas Cherif publicó la Pluma. La actividad de Azaña estuvo en aquella época muy marcada por el impacto de la guerra europea y la consiguiente radicalización germanófila o aliadófila. El grupo de España recogió el protagonismo de la tradición liberal e institucionista. La aliadofilia fue clara a partir del mismo 1915 y el grupo organizó una estudiada visita de una misión de intelectuales españoles a los académicos franceses y el frente. Allí, en octubre de 1916, fueron Gómez Ocaña, Menéndez Pidal, Blay, Américo Castro, De Buen, Altamira, Vehils y el mismo Azaña. Poco después, en enero de 1917, organizaron una Liga Antigermánica (que recogió 478 firmas reproducidas en la revista de artistas, maestros, periodistas, profesores, abogados, empleados, estudiantes, funcionarios militares y algunos diputados y exdiputados y senadores, alcaldes y concejales). A partir de los debates aliadófilos, el grupo derivó hacia la discusión española, pronto, a partir de 1918, convertida en un debate sobre las relaciones entre republicanismo y socialismo. La hipotética participación política en la asamblea republicana de noviembre de 1918 a reunir en el Ateneo permitió la creación de un órgano director con F. Giner de los Ríos, Lerroux, Castrovido y Marcelino Domingo. Discutían la necesidad de un traspaso de poderes, la neutralidad del Ejército y las reformas sociales e institucionales a realizar. La polémica afectó a los principales sectores del

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republicanismo del momento en 1918-19 entre España, El País y Domingo sobre la virtualidad del reformismo, el republicanismo y el socialismo. Según Marcelino Domingo, los republicanos debían coger el poder (por delegación del socialismo y las masas, incapaces de detentar aún el poder). España, por su parte, hizo un llamamiento a los intelectuales para unirse al socialismo (6 de marzo de 1920). Significativamente, el llamamiento se dirigía a los profesionales (médicos, abogados, ingenieros, maestros, arquitectos, escritores, artistas, cuadros técnicos), aquellos «hijos de una clase media menesterosa». En aquella coyuntura la discusión sobre el papel social de la clase media iba a ser especialmente incisiva. Así, según Alvaro de Albornoz en abril de 1919, la clase media había sido la punta de lanza de la revolución liberal del siglo XIX, había andado a remolque de la oligarquía autoritaria al entrar el nuevo siglo y entonces, en plena fase de proletarización, parasitaria, incapaz de ejercer ningún papel político de por sí, debía unirse a los obreros y los socialistas. La polémica surgió de forma paralela al debate sobre la propia construcción española. Como hemos visto, Ortega ya había planteado la cuestión con La España invertebrada. Pero el tema tuvo, evidentemente, muchas otras caras y adquirieron una especial relevancia las discusiones abiertas por la intelectualidad catalana. El modernismo y el progresismo (?) en Cataluña habían intervenido en el debate y reconocían muchos puentes comunes con la cultura de tradición institucionista. Ejemplos fueron Pere Coromines, Jaume Brossa o Santiago Valentí Camp, siguiendo el camino que habían mantenido y mantenían personajes como Salvador Sempere y otros. Esta línea de izquierda colaboró activamente con el mundo cultural de Madrid y las correspondientes revistas. Se encontró, en Barcelona, eso sí, y de forma muy contrastada respecto de la situación madrileña, a la vez empujada por el radicalismo de tradición progresista y por la afirmación catalanista más explícita que provenía del federalismo. La cultura de trasfondo federal se revitalizó en El Poble Català y la UFNR, mientras que el federalismo más ortodoxo y ya algo marginal se recluyó cada vez más en El Diluvio. Por su parte, la tradición republicana-progresista y el republicanismo institucionista giró alrededor del radicalismo lerrouxista. El problema fue que se vieron implicados de forma directa y expresa en el movimiento y la práctica políticas. La política pasó así a manos de toda una generación de profesionales e intelectuales de prestigio, a los que costaría la total asunción de las tareas de dirección de un partido, siempre a mitad de camino entre su vocación intelectual y profesional y su compromiso político. Fue le caso de Gabriel Alomar, Ildefons Suñol, Lluhí i Vallescà, Francesc Layret, etc. Su fracaso, fuese éste relativo, se produjo ante el auge y la heFrancisco Giner de los Ríos, fundador de la gemonía del nacionalismo conservador Institución Libre de Enseñanza.

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(que partió claramente de la cultura política del tradicionalismo y el catolicismo), así como del éxito brillante y mediático del autodenominado noucentisme (novecentismo) que implicó una modernización y apertura importante de los viejos temas y las viejas consideraciones decimonónicas. Una figura clave en este proceso fue Eugenio d'Ors, pero la pieza fundamental fue la capacidad de Prat de la Riba (primero presidente de la Diputación de Barcelona, después de la Mancomunidad catalana) para levantar con pocos mimbres un edificio de promoción de una cultura propia, con voluntad de país normal. El Institut d'Estudis Catalans y la Escuela Industrial fueron los principales ejes articuladores de esta cultura nacional catalana. A su alrededor se articuló una intelectualidad que afirmaba su posición al margen del Estado y en parte ajena a la pequeña dinámica de la nueva cultura española. Aquí también, con mayor intensidad, la crisis social generada por la guerra europea iba a causar profundas cesuras e impactos. Por un lado, la polémica social (y la relación entre intelectuales y una emergente clase obrera) derivó hacia la formulación de una alternativa socialdemócrata en la que participaron muy diversos sectores (socialistas, republicanos como Layret, dirigentes de la UFNR) que terminarían confluyendo en la Unió Socialista de Catalunya, una experiencia que la Dictadura de Primo de Rivera truncó, al menos en parte. Fue desde un punto de vista intelectual una corriente minoritaria, pero con algunos nombres de impacto e importancia: Gabriel Alomar, Manuel Serra Moret, Serra Hunter, Rafael Campalans. Se trató explícitamente de renunciar a los postulados revolucionarios y adoptar sin disimulos la vía reformista. Era una apuesta que miraba hacia el socialismo francés de Jaurès y el laborismo inglés, alejado tanto del nuevo bolchevismo como de la socialdemocracia alemana. Por otro lado, la problemática autonómica iba a generar otra nueva e importante cesura en el marco de la cultura regionalista y noucentista hegemónica. Las discusiones y las presiones para la obtención de la autonomía catalana se agudizaron a raíz del desenlace de la guerra europea y la apertura de un tiempo de discusiones sobre los derechos de las nacionalidades a la búsqueda de un nuevo mapa de estados en Europa. En este contexto, la actuación posibilista de la Lliga Regionalista y su política española encabezada por Francesc Cambó no pudo evitar la frustración de 1919, cuando ante el estallido crítico de la conflictividad social, la campaña por el Estatuto de Autonomía fue sacrificada. No se trató sólo de la escisión política que generó la actitud de Cambó. La creación del grupo de Acción Catalana en 1922 implicaba un esfuerzo de reformulación radical de las pautas más tradicionales del catalanismo. Ahor por vez primera de una forma abierta (el primero había sido Maciá a finales de 1919) pasó a discutirse la inviabilidad del encaje de Cataluña dentro del conjunto español. El grueso de los intelectuales se unieron a Acción Catalana y plantearon ya entonces las pautas de los debates que presidirían la situación de 1930-31 al final de la Dictadura de Primo de Rivera. Para muchos, por ejemplo Jaume Bofill i Matas, debíase renunciar a la regeneración de España, era necesario el repliegue y dibujar un cierto cuarteamiento de la realidad peninsular. Aquella intelectualidad nacionalista (Bofill i Matas, Nicolau d'Olwer) se movía en un marco de referencias organicistas y esencialistas y se autoasignaba una voluntad «nacionalizadora» de Cataluña. En este proceso no fue un detalle menor la aparición de unos determinados «diálogos de intelectuales catalanes y españoles». La interrelación había sido estrecha a los largo de los primeros años del nuevo siglo desde la izquierda y la intelectualidad de tradición republicana. Lo nuevo sería ahora que

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el diálogo partía del reconocimiento mutuo de la existencia de distintas dinámicas culturales. Hubo, por otra parte, otra particularidad significativa: la irrupción de una nueva generación con voluntad vanguardista, puesta de manifiesto a través de la Exposición del Libro Catalán que organizaron Giménez Caballero y La Gaceta Literaria en Madrid, y la posterior visita de los intelectuales castellanos a Barcelona en 1928-29.

14.4.2. Un mundo de profesionales. Corporativismos y sindicalización Un fenómeno muy característico del primer tercio del siglo XX fue la identificaciópn de un sector social de profesionales que pretendieron tener un papel decisivo tanto en el mundo económico (como técnicos y nuevos gestores), el mundo social (autotitulados hombre cultos y directores del nuevo progreso social) o el político (con el objetivo de asumir la construcción de un nuevo Estado obligado a ampliar y multiplicar su estructura). Algunas características básicas pueden ayudar a dibujar el perfil de aquel sector. Se trataba en sus términos más generales de hombres formados en carreras facultativas dentro de la Universidad, las Escuelas Técnicas y Especiales. Sus funciones y trabajos eran cualificados, llamados a incorporarse a las filas de la administración pública, la enseñanza, la dirección económica. En este contexto el papel del profesional libre fue claramente complementario del mundo laboral y económico. Su presencia en el mercado libre implicaba dosis importantes de iniciativa y competencia. El libre ejercicio de la profesión en principio partió de la ruptura de la vieja tradición colegial, conforme la legislación antigremial del primer liberalismo antiseñorial. Ahora bien a lo largo del siglo XIX se había ido produciendo la aparición de unos renovados «colegios profesionales» y «comisiones técnicas» empeñados en el control del propio mercado laboral. El ejemplo partió de los colegios de abogados y farmacéuticos (creados ya a finales del siglo XVIII). Se trató de articular la lucha contra el intrusismo, la regulación de horarios, el establecimiento de montepíos, el reparto de contribuciones y fijación de una deontología profesional. De manera paralela, más bien referida al Estado, las Comisiones Técnicas que implicaban el fomento de una conciencia y solidaridad dentro del Estado: Ingenieros de Minas (1833) y Caminos (1853), Administración Civil (1844), Montes (1848), Agrónomos (1855), Registradores (1861), Notarios (1862), etc. Aquel mundo profesional se encontró a partir de finales del siglo ya cada vez con mayor fuerza inmerso en una problemática laboral inesperada, con dificultades económicas y de perspectiva laboral que contrastaban abiertamente con el aparente prestigio social tradicional. En el amplio campo de la abogacía y el derecho el aumento importante y creciente del número de universitarios planteó por vez primera la situación de unos jóvenes licenciados sin expectativas satisfactorias de trabajo y puso crudamente de relieve temas como las grandes desigualdades de los bufetes, la incidencia del mundo político profesional en los mismos (en Madrid, los grandes bufetes eran los de políticos profesionales más o menos en activo, como el de Germán Gamazo, Francisco Silvela o Eduardo Dato) y las múltiples dificultades del camino de las oposiciones judiciales estatales (si se lograban superar —y aquí podían también denunciarse favoritivismos y caciquismos— el camino era especialmente largo y duro para poder acceder a la magistratura). Hay que tener en cuenta que el sistema

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de ascensos fijado por la Ley de 1882 (que completaba la Orgánica de la Justicia de 1870) preveía cuatro turnos: el de antigüedad, dos turnos de mérito y finalmente un cuarto discrecional del Ministerio de Gracia y Justicia. Otro motivo concurrente del enrarecimiento del mercado de trabajo de los profesionales iba a ser el de una progresiva proletarización e inclusión salarial de los profesionales dictada por el propio desarrollo del capitalismo. Este fenómeno afectó a los bufetes industriales, las empresas farmacéuticas o las asociaciones médicas. Ante esta situación, las primeras reacciones tendieron a combatir el intrusismo y en especial frenar la llegada y competencia de los técnicos de empresa extranjeros (en 1901 éstos eran ya cerca de 1.400) y combatir la presencia de voluntarios en las consultas gratuitas de hospitales de beneficencia, así como las numerosas consultas asumidas por algunos médicos en instituciones médicas populares. De manera corporativa también se intentó inicialmente una presión para limitar el número de estudiantes universitarios (lo cual, dada la situación española, significaba intentar resolver en la superficie un problema de base, el del limitado desarrollo económico industrial y agrario del país). Las presiones alcanzaron también otras esferas del Estado. En 1911 se creó una Dirección General de Comercio, Industria y Trabajo dentro del Ministerio de Fomento y el mismo decreto preveía la constitución de un Cuerpo de Ingenieros Industriales que debía llenar el Servicio Técnico de dicha Dirección General. Las presiones de los Cuerpos de Ingenieros de Minas, Montes y Agrónomos, temerosos ante la nueva competencia, lograron retardar hasta 1928 la puesta en marcha efectiva de aquel Cuerpo. En el ámbito de la justicia hay que destacar en esta línea de autodefensa corporativa la labor de la revista El Foro Español (1898-1922) que vino a compaginar un discurso genérico de corte regeneracionista sobre la administración de la justicia (en defensa de la moralidad, la independencia, la gratuidad) con la defensa más salarial y corporativa. Hacia 1920, en el marco de la situación postbélica, todos los elementos de la crisis de los profesionales acumulados a lo largo del siglo adquirieron una especial virulencia, al coincidir con un constante aumento de la carestía de la vida y un notable aumento del número de licenciados. La respuesta ahora adoptó, como estaba sucediendo en otros campos, un carácter juntista que derivó en la mayoría de los casos hacia una «sindicalización». Entre 1917 y 1923, por ejemplo, se crearon organismos tan significativos y alguno de ellos tan potentes como el Sindicat de Metges de Barcelona (y el Sindicato de Médicos en Madrid) o el de los Farmaceúticos. En el caso de aquellos profesionales muy directamente relacionados con el Estado y la problemática funcionarial, la denominación preferia fue la de «unión» o «junta». Hubo así la Unión Judicial o la creación de una Junta Civil de Funcionarios (perseguida por el gobierno, el cual el 20 de mayo de 1915 hubo de publicar una real orden recordando que a los funcionarios de la carrera judicial y fiscal la ley orgánica de la misma les prohibía explícitamente cualquier tipo de asociación (incluso aquellas de carácter benéfico y mutual). De todas formas, en 1919-22 la Unión Judicial estuvo semitolerada y fiinalmente el gobierno optó por dar carácter oficial a una Asociación de Funcionarios Judiciales. De hecho, una de las cuestiones que planteaba aquel movimiento «sindicalizador» de los profesionales era la inadecuación de los viejos colegios —que habían mantenido una política de grupo de presión basada en el ejercicio corporativo de la profesión— para la defensa de la nueva problemática, que era más laboral, al compás de la progresiva salarización de los técnicos y los profesionales. No ha de extrañar por tanto la multiplicación de distintas asociaciones paralelas y a menudo

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enfrentadas con los colegios. Así, en 1912 se creó la Asociación General de Notarios. Muy reiteradamente, los abogados de Madrid quisieron a lo largo del nuevo siglo organizarse al margen del correspondiente Colegio (en 1899, 1907, 1909) y finalmente en 1917 lograron impulsar una Federación de Abogados de España. Usualmente estos nuevos sindicatos tenían una voluntad neutra —de no inscripción en ninguna de las grandes centrales sindicales, la CNT o la UGT— pero la problemática era tan clara que tanto la CNT como la UGT crearon su propio Sindicato de Profesiones Liberales, con la incorporación de nombres tan notables como el de Andreu Nin en el caso de la CNT Esta organización había creado ya en 1912 una Asociación General de Maestros (que el Ministerio de Instrucción Pública evitó que pasará a denominarse en 1920 Sindicato general de la Enseñanza). Era una manifestación, también, de la apertura de estas centrales, tradicionalmente encerradas en un rígido obrerismo, hacia los técnicos y los profesionales considerados ahora sectores que debían acompañar inevitablemente al proletariado. En cualquier caso, los técnicos y profesionales ahora parecían ser conscientes de la doble tensión entre una acusada proletarización material e ideológica y el reconocimiento de la existencia de graves conflictos internos dentro del capitalismo. Pidieron en un principio a la clase política reformas sociales y actuaron como grupo de presión, pero al mismo tiempo la situación de la carestía les forzó a salir a la calle al lado de las centrales proletarias. Fue significativa en este sentido la actuación en 1920 de la Liga de la Clase Media (creada en Madrid en 1916 desde el Ateneo) en las campañas de protesta contra la carestía. En principio creyeron que su asociacionismo podía ser neutro y sin una filiación política específica, y como técnicos debían ser aceptados por unos y otros como principales directores y gestores de las reformas a emprender. Su marginación de la política de gobierno derivó sin embargo hacia la demanda de asumir directamente un gobierno de técnicos en detrimento de los polítcos. De ahí el que algunos pudieran dar en su momento el apoyo a la Dictadura de Primo de Rivera. Del mismo modo que habían ocupado las «secretarias técnicas» de los ministerios anteriormente.

14.4.3. El feminismo La historia del feminismo puede recorrer un largo itinerario con raíces que parten al menos de los momentos de la formulación del liberalismo a finales del siglo XVII y principios del XIX. A lo largo de este último siglo, en especial, contó con alguna figura admirable y más bien aislada, como Concepción Arenal, que iba a convertirse en un referente ineludible. De todas formas una acción feminista más o menos generalizada y de impacto sólo llegó en las primeras décadas del siglo XX, siguiendo en el fondo el compás marcado por el protagonismo creciente de las clases medias de cultura urbana y los profesionales. Significativamente, una de las principales canteras de militancia feminista surgió alrededor de la problemática de la educación. El sistema educativo español, como se sabe marcado por la famosa Ley de Claudio Moyano de 1857, aparecía estructurado en un ciclo de enseñanza primaria, uno de secundaria y finalmente un ciclo superior que en principio habilitaba el ejercicio de determinadas profesiones. Ahora bien las mujeres no vieron reconocido su derecho al ejercicio profesional hasta 1910 y su mismo acceso a los estudios superiores estuvo de siempre lleno de barreras e incompren-

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siones. Fueron heroicos y escandalosos los casos de Elena Maseras, la primera mujer que estudió medicina en España y logró el título (1878), y de Marina Castells Bellespir, la primera doctora (1883). Las dificultades de acceso a los estudios superiores eran muy amplias. Intervenían una multiplicidad de factores: el alto índice de analfabetismo femenino y la baja calidad de la enseñanza primaria y secundaria dedicada a la mujer que hacía difícil su éxito en el bachillerato; la oposición del profesorado y de muchos de los compañeros a su presencia en las aulas (en la medida en que rompían un espacio considerado masculino); la pohibición del ejercicio profesional en algunos casos explícita (en la abogacía, por ejemplo) o las limitaciones respecto de las perspectivas de ascenso profesional (como en las bibliotecas, cuya dirección estaba reservada a los facultativos del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos del Estado). A todo ello había que añadir las limitaciones derivadas de los costes económicos que aún más que en el caso del hombre convertían los estudios superiores femeninos en un coto reservado a las clases acomodadas, así como de las fuertes oposiciones familiares agudizadas en el caso de la mujer casada y las maternidades. A pesar de todo, la presencia de la mujer en este mundo de enseñanza superior y profesional fue creciente y en los años 20 era ciertamente signficativa. En algunas universidades, como la de Barcelona, se multiplicó por dos el número de las alumnas y pasó de representar un 6,5 por 100 en el curso de 1916-17 a algo más del 13 por 100 en 1924-25. En el mismo periodo el número de las titulaciones femeninas creció aún más espectacularmente: pasó de representar un 13,5 por 100 en 1917 (48 licenciadas) a un 34 por 100 (130 licenciadas). Fue entonces cuando se generaron las carreras y titulaciones consideradas femeninas, normalmente subsidiarias de las titulaciones masculinas. En las carreras complementarias de medicina la mujer copaba la enfermería y representaba un 50 por 100 de los practicantes. La ausencia masculina entre las comadronas era patente incluso en la denominación. Llenaba también la práctica totalidad de los estudios de biblioteca y se acercaba al 50 por 100 en el caso del magisterio. Este marco iba a dar una importancia alta al feminismo de cultura católica. Sucedió en este punto como en otros aspectos: la hegemonía política y social conservadora se transmitió a múltiples escenarios. Sin embargo, el punto de arranque había partido de la izquierda. El feminismo había sido a lo largo del siglo XIX una cuestión de la izquierda. Después, en el nuevo siglo, la derecha más activa, en especial en Cataluña, iba a resituar el tema en unos parámetros conservadores, que parecieron dominar durante unos años el panorama. En frases retóricas pero gráficas del momento, el noucentisme catalán elaboró un modelo burgués de mujer que debía dejar la penumbra de las sacristías y los fogones para salir a los espacios abiertos y luminosos del Mediterráneo con un papel colectivo, activo, a desempeñar. Se trataba de asumir un concepto de mujer real moderna, alejada al mismo tiempo de la vulgaridad de la mujer de los ambientes rurales y de la etereidad fantasmagórica de la mujer modernista. El renovado catalanismo novecentista continuaba centrando el papel de la mujer en el ámbito de la familia, pero ahora el papel tradicional trascendía hacia la construcción y articulación patriótica de Cataluña. El movimiento tuvo una primera expresión en la revista Or i Grana, semanario autonomista para las mujeres (1906-07), que impulsaron Dolors Monserdà, Carme Karr y Víctor Català en unos meses de fervor catalanista y de Solidaritat Catalana. Propugnaba la creación de una «Lliga patriótica de dames» y el lema del semanario era toda una declaración de principios, tra-

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duciendo del catalán: «El fundamento de la Patria es la Familia, el fundamento de la Familia es la mujer (...) Que cada casa, gracias al amor de las mujeres, sea un abrigo de la causa catalana: así cumplimos nuestra misión. Mujeres catalanas: haciendo Patria, hacemos Familia, haciendo Hogar hacemos Amor.» Con mayor continuidad, apareció luego la revista Feminal (1907-1917) que dirigió Carme Karr, con un programa de culturalización de la mujer de clase media, abierta al incipiente feminismo español y al más desarrollado sufragismo extranjero. La mujer novecentista fue un modelo de mujer burguesa sin demasiados elementos comparables en el resto del Estado. La aristocracia ilustrada del liberalismo madrileño no proporcionaba modelos para la clase media sino para la alta burguesía. Allí fue el liberalismo más laico, no ya el catolicismo conservador, quien ofreció ejemplos a las clases medias y profesionales. En Cataluña, el catalanismo hegemónico de corte conservador apoyaba una creciente presencia de la mujer en la esfera pública, que se quería determinada por la inserción de la misma en el mundo del trabajo a través del fomento de expectativas de acceso a la cultura y la instrucción. En este contexto la elite feminista procedente de la burguesía alcanzaba su cohesión alrededor de un projecto de promoción e ilustración para la mujer basado en una fuerte inspiración cristiana. De ahí, partiría tanto el asociacionismo nuevo como la renovación de los espacios más tradicionales de la beneficencia o la caridad. La misión de la mujer burguesa era al menos doble. Debía por una lado ayudar a paliar y controlar las necesidades de la mujer obrera y popular (a través de una acción protectora y moralizante), por el otro impulsar el ideal de una «mujer nueva» que no dejaba de reafirmar su misión de mujer y esposa, a través eso sí de una cultura práctica que le permitiese incorporarse positivamente tanto en la dinámica de la familia como de la sociedad. Fue en este contexto en el que actuaron las mejores propagandistas feministas, Dolors Monserdà de Maciá, Carme Karr, Maria Doménech de Cañellas, o Francesca Bonmeson de Verdaguer. Todo su asociacionismo partió de la red de la Iglesia y la cultura católica más militante. Las propuestas de promoción cultural tuvieron su mejor realización en el Institut de Cultura Popular per a la Dona que creó Francisca Bonmeson en 1909, a partir de un nucleo de mujeres de la Obra de Buenas Lecturas de la parroquia de Santa Ana de Barcelona. No se trataba sólo de una academia de estudios dirigida a la mujer. Fue un centro con una voluntad formativa integral que pretendía aunar la instrucción, la ocupación del tiempo libre y las relaciones sociales. Se dirigió a la mujer joven, soltera, de la pequeña y mediana burguesía. El plan de estudios combinaba cultura general y doméstica con enseñanzas profesionales de artes y oficios, idiomas y comercio. Empezó con unos 320 socios (300 matriculadas) pero en 1930 las inscripciones superaban los ocho mil y las matriculas los seis mil. Por otro lado, junto al asociacionismo benéfico y caritativo más tradicional que animaba organizaciones con presencia destacada de mujeres como la Beneficencia escolar (1909), la Liga contra la mortalidad Infantil (1910) o la Asociación Protectora de la Maternidad para las familias obreras (1912) o el Patronato Real para la Represión de la Trata de Blancas, un fenómeno nuevo fue la atención dispensada ahora a la mujer trabajadora. Hubo una especial atención al trabajo a domicilio de parte de Dolors Monserdà que creó en 1910 el Patronato de Obreras de la Aguja, que quiso completar mediante el establecimiento de una Liga de Compradoras (1911). En una dirección más compleja, hay que retener la actuación sindicalista de María Doménech de Canyelles que creó el Sindicato Barcelonés de la Aguja (1911) y una Federación Sindical de Obreras

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(1912), que reunió modistas, sastresas, trabajadoras de lencería, y también obreras de taller y dependientas de comercio. María Doménech aceptaba el carácter reivindicativo del movimiento y pretendía contrarrestar la labor de la izquierda sin una confesionalidad explícita. Otras organizaciones tenían como principal papel el establecimiento de bolsas de trabajo para el servicio doméstico (como el Montepío de Santa Madrona creado ya en 1900) o la orientación profesional que asumía nuevas profesiones para la mujer. Así la escuela de secretarias comerciales que se creó en 1928 (Orientación católica de Oficinistas). El equivalente madrileño sería María de Echarri y el Sindicato Obrero Femenino la Inmaculada de 1910. Usualmente, este feminismo de tradición y cultura católica ha oscurecido la persistencia, también en las primeras décadas del siglo XX, de un feminismo liberal a relacionar con la cultura del librepensamiento. El punto de partida era el de la culpabilidad de la Iglesia como responsable de la degeneración intelectual de la mujer y su relación con la francmasonería fue bastante clara. Un núcleo importante se situó a finales del siglo XIX en Barcelona alrededor de la sevillana Ángeles López de Ayala (1858-1926), de Amalia Domingo Soler y de la también anarquista Teresa Claramunt. Las tres coincidieron en la creación de una Sociedad Autónoma de Mujeres (188889) y una Sociedad Progresiva Femenina (1892-93). De manera más específica Teresa Claramunt creó la Asociación de Trabajadoras de Barcelona (1891). La Sociedad Progresiva fue reorganizada en 1899 y logró mantenerse hasta 1919, con unas especiales relaciones con el lerrouxismo a partir de la crisis solidaria de 1906-07. El feminismo obrero, el anarquista y el socialista, derivó de la tradición republicana y librepensadora. Actuó en el contexto de la denuncia de la ignorancia y oscurantismo de las mujeres, víctimas de la influencia de la Iglesia, y le costó asumir la problemática específica de la mujer trabajadora. De hecho el movimiento militante obrero compartió respecto de la mujer el culto a la maternidad y su domesticidad. La mujer si trabajaba lo hacía en momentos de alta necesidad y en todo caso presionaba a la baja los salarios del hombre. De ahí a considerar que era un deber del hombre el mantenimiento de la mujer en la casa había sólo un pequeño paso. Ello no anula la realidad de una presencia muy notable de la mujer en el trabajo industrial, con cifras mayoritarias en sectores como el del textil. La contradicción surgía al producirse los conflictos, con una participación huelguística o de rebeldía aplastante de la mujer y una dirección de los movimientos en manos de los hombres. Las dificultades para lograr un papel sindical relevante provenían de muchos factores, pero no dejaban de poner de manifiesto hasta qué punto la fábrica y el mundo del trabajo era un espacio fundamentalmente masculino. En este contexto, destaca la gran importancia de los esfuerzos y la obra de Teresa Claramunt (1862-1931), quien logró fuese coyunturalmente una amplia organización de las mujeres trabajadoras en 1890-91 y a finales del siglo. En 1903 escribió un primer folleto que planteaba crudamente la cuestión y criticaba la pretensión de situar la mujer en el exclusivo ambiente de la casa, La mujer, consideraciones sobre su estado ante las prerrogativas del hombre. También las de algunas voces críticas siempre dentro del anarquismo como la de Josep Prat (A las mujeres, 1903). La tradición de las propagandistas surgidas del anarcosindicalismo del textil (como de alguna forma representaba Teresa Claramunt) fue renovada alrededor de los años de la guerra europea a través de nuevos nombres como Rosario Dulcet (1890-1977), nacida en Vilanova i la Geltrú, organizadora del Ramo del Vestir de la CNT en 1918, o Balbina Pi (1896-1973) que empezó a destacar en el Fabril de Sabadell. De todas formas, el grueso de las publicistas provenía de medios in-

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telectuales más o menos autodidactos y al igual que las anteriores habían surgido de ambientes marcados por el republicanismo federal de corte popular. Debe situarse en esta dirección Teresa Mañé (Soledad Gustavo), la compañera de Federico Urales, animadora del grupo de La Revista Blanca que tembien contó con la hija de ambos, Federica Montseny (nacida en 1905), una de las personalidades femeninas de los años 30. Así como la también maestra, la aragonesa convertida en una de las principales propagandistas de la CNT, Antonia Maymó (1881-1959). O, en fin, Libertad Ródenas (1882-1970), valenciana y compañera de Josep Viadiu. El socialismo de aquellos años contó con Amparo Martí y más adelante, María Cambrils, autora de Feminismo socialista en 1925. Significativamente, el prólogo lo escribió Clara Campoamor. La aparición de un feminismo socialista no puede verse al margen de la aproximación intelectual y profesional al PSOE en los años 20. Sin duda los grandes nombres fueron Clara Campomar, Margarita Nelken o Victoria Kent, a la que puede añadirse la valenciana María Cambrils, personas que provenían del radicalismo republicano. Nelken escribió La condición social de la mujer en España (1920). De hecho se trató de una manifestación de la incorporación de la mujer a la intelectualidad de los años 20. María de Maeztu era pedagoga. Campoamor abogada, como Victoria Kent, dedicada ésta a temas jurídicos. Había también las periodistas Regina Lamo o Isabel Oyarzabal (la «Beatriz Galindo» de El Sol). Una nómina que podía y debía ponerse al lado de la irrupción más literaria y publicista de mujeres como Carmen de Burgos, María Luz Morales, Ángela Graupera, etc. Una parte muy significativa de la labor de aquel feminismo intelectual fue la de la lucha por la reforma de la legislación española. La Asociación Nacional de Mujeres Españolas, con un comité ejecutivo situado en Madrid, lanzó en este sentido un manifiesto en 1919, que venía a resumir y caracterizar la ideologia del feminismo de la nueva problemática profesional. Pedía el cumplimiento de las leyes protectoras para la mujer, la elegibilidad de la mujer en los comicios, el acceso a todas las categorías de la administración pública, la reforma del Código Civil (en temas referidos al matrimonio, la patria potestad, la administración de los bienes conyugales), derecho a formar parte de los jurados populares (en especial en los delitos contra su sexo), administración matrimonial de conjunto (supresión de la responsabilidad del marido), iguales derechos sobre los hijos, igualdad en la legislación de represión del adulterio, desaparición del bochornoso articulo 438 del Código Penal, exigencia de títulos pedagógicos a las profesoras en la enseñanza de centros particulares, impulso a la participación de la mujer a los estudios de medicina, practicantes, dentistas, igual remuneración, representación de la mujer en las cámaras de Comercio, participación en los sindicatos y gremios, dependencia femenina en el comercio femenino, establecimiento de centros de enseñanza para el servicio doméstico y escuelas de cocina y plancha, enseñanza elemental obligatoria para los sirvientes (y que las señoras concedan horas de clase) y las obreras, personal femenino en la inspección de policia, investigación de la paternidad en los casos de los hijos naturales, prohibición a los padres de gastar un tercio de los bienes, etc. Un buen elenco del horizonte de aquel feminismo y de una realidad legal claramente discriminatoria respecto de la mujer. Estas reivindicaciones fueron de hecho reformuladas hacia 1926 cuando se fundó en Madrid la sociedad Lyceum, que pidió a la presidencia de la Comisión de los Códigos, que había instituido la Dictadura, de nuevo una relación de reformas legislativas a cubrir: sobre la patria potestad, la administración de los bienes gananciales, prohibición a cualquier cónyuge de enajenar o hipotecar los bienes inmuebles, valores in-

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dustriales, fondos públicos; reformas en el Código de Comercio; la abolición del infame artículo 438 del código penal. Fueron en cualquier caso persistentes los efectos de la llamada polémica feminista del siglo XIX. Un determinado pensamiento había afirmado la inferioridad intelectual de la mujer con argumentos que pretendían partir de las diferencias fisiológicas, biológicas y anatómicas entre los sexos (Bishof, Moebius, Spencer) y que algunos quisieron ver reforzados a partir de la extensión de los estudios de psicología y psicoanálisis. Ciertamente la publicística de la derecha continuó moviéndose en este contexto a lo largo de las primeras décadas del siglo XX y algunas obras de 1922 (Escartín), 1930 (Civera Sormaní) y 1931 (Tusquets) continuaban con la repetición tópica de los viejos argumentos. Incluso sectores de la misma izquierda los retomaron. En este caso, sin atribuir la inferioridad a unas diferencias «naturales» y biológicas sino a la historia social: la defectuosa educación y la escasa atención a los estudios de parte de la mujer la situaban en un plano de inferioridad, en la medida que le faltaba entrenamiento en el arte de la lógica y el raciocinio. Así argumentaba por ejemplo el doctor Remartínez en la revista libertaria Estudios de Valencia en junio de 1931. Sin embargo en aquellos momentos las tesis que parecían imponerse no eran ya tanto las de la inferioridad sino las de la complementariedad. En esta dirección argumentaría, por ejemplo, Gregorio Marañón en un libro de fuerte influencia de 1927, Tres ensayos sobre la vida sexual: la mujer no era inferior sino diferente. Ahora bien esta conclusión no dejaba de reafirmar una tradicional visión maternal de la mujer y un no menos tradicional reparto de papeles en la sociedad de los dos sexos. En casos excepcionales (de larga soltería, viudedad) la mujer podía desempeñar funciones similares a las de los hombres pero de cualquier modo este hecho no alteraba la predisposición primordial de la mujer como madre y esposa. Del mismo modo, el espacio de la mujer era el de la esfera privada, el hogar, la familia, mientras que el hombre parecía abocado a la política y las leyes, al mundo laboral y cultural (como ya había defendido en su momento Polo Peylorón).

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CAPÍTULO XV

La denuncia de la Dictadura y la Monarquía 15.1. LOS ESCÁNDALOS El estrépito y el escándalo alrededor de una serie de irregularidades y decisiones administrativas acompañaron a la Dictadura de Primo de Rivera. Primo no rehuyó en ningun caso la polémica y la autodefensa pública ante los ataques de la oposición y logró, al menos durante los años dulces de su régimen, mantener aislados a los oponentes. Elevado a la categoría de paradigma es un tópico referirse al anecdotario de Primo de Rivera, un anecdotario del chascarrillo y las notas oficiosas. Más allá de la chufla y el sarcasmo, se trataba de una manifestación más o menos articulada de un populismo de raíz cuartelada que tenía su eficacia y función en la medida que permitía galvanizar una opinión propia en su favor. Sin embargo, a la larga, todo un conjunto de denuncias y enfrentamientos escandalosos del Dictador con intelectuales, universitarios, militares, jueces y otros sectores profesionales, las relaciones ambiguas y llenas de puntos oscuros con empresarios y financieros más o menos aventureros, terminaron creando una pieza básica del discurso antimonárquico de un nuevo y emergente republicanismo, al identificar el régimen y la Monarquía con los viejos vicios de la corrupción, el burocratismo y el militarismo interesados, con la ineficacia.

15.1.1. Enfrentamientos con los intelectuales, la Universidad y los artilleros Uno de los frentes que Primo mantuvo de manera reiterada abierto fue el de los intelectuales y aquellos escritores y periodistas que se habían erigido en conciencia crítica de los poderes públicos. Un primer y sonado escándalo se inició en febrero de 1924, cuando el general intervino de forma directa ante un juez para que detuviese un proceso y dejase en libertad una mujer, apodada «la Caoba», que había sido acusada por los hijos de una familia de extorsión a su padre y tráfico de estupefacientes. El caso provocó al final la dimisión del presidente del Tribunal Supremo, Buenaventura Muñoz. En la difusión y crítica del caso destacaron en especial Rodrigo Soriano y Miguel de Unamuno. La reacción del dictador fue fulminante: el Ateneo de Madrid, considerado uno de los focos de la maledicencia, fue clausurado y Soriano y Unamuno fueron desterrados a Fuerteventura. Con ello se inició un duro enfrentamiento con el mundo intelectual. Unamuno fue cesado como vicerector de la

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Universidad de Salamanca y decano de la Facultad de Filosofía y Letras, suspendido además de empleo y sueldo. A continuación, ante las protestas y solidaridades con Unamuno que el hecho generó, se formaron expedientes a los catedráticos de la Universidad Central de Madrid Jiménez Asúa (de Derecho) y García del Real (de Medicina). También resultó procesado Fernando de los Ríos de la Universidad de Granada. No terminó aquí la persecución contra Unamuno. Una RO (firmada por el marqués de Magaz) le declaraba incurso en la ley de Instrucción Pública según la cual los profesores ausentes sin autorización se consideraba que renunciaban a la cátedra y el Ministerio sacó a concurso su plaza. Los subsiguientes recursos de Unamuno serían desestimados en sentencia de 31 de enero de 1928. El encontronazo con los intelectuales afectó a continuación a otro nombre de prestigio, Blasco Ibáñez, y el hecho adquirió un impacto generalizado una vez más dada la reacción de Primo de Rivera. Blasco había publicado en París unos libros contra la Monarquía y Alfonso XIII al cual acusaba no sólo de dar apoyo a la Dictadura sino además de estar incurso en una serie de negocios e intereses económicos irregulares. La respuesta del general fue organizar una campaña de desagravio en toda España que evidentemente dio a conocer fuese de manera sesgada las argumentaciones de Blasco Ibáñez. Se movilizó la estructura del régimen (Gobernación, delegados gobernativos, diputados provinciales, alcaldes y concejales, etc., que, recordemóslo, ya no eran de elección popular) y se organizó una concentración y manifestación en Madrid, efectivamente celebradas el 23 de enero de 1925. Podría añadirse, por otra parte, aunque el hecho se inscribe en otro contexto, el de la actitud del régimen ante Cataluña, el duro choque abierto por Primo en mayo de 1924 con el Colegio de Abogados de Barcelona, que había decidido continuar editando en catalán su lista de socios. Fueron multados los 202 letrados que habían firmado la propuesta: había ex-ministros, ex-diputados a Cortes y ex-senadores, ex-alcaldes, etc. La ruptura con una parte amplia de los universitarios se inició en mayo de 1925. En Madrid, el día 15, al celebrarse el acto inaugural de un pabellón de la Escuela de Ingenieros Agrónomos, un grupo de estudiantes presentaron una serie de demandas a Primo: el portavoz fue el mallorquín Antoni M. Sbert Massanet, que era hijo de un prestigioso jefe de la Armada. Ante la negativa a escucharles del general, a los pocos días Sbert explicaba el fracaso de las gestiones hechas en una conferencia pronunciada en el local de la Asociación de Ingenieros y Arquitectos, y dirigía un escrito de queja por escrito al mayordomo mayor de Su Majestad (dado que había sido éste quien había invitado a los estudiantes al acto del día 15). La respuesta del dictador llegó a través de un RD el día 20 que entre otras cosas explicaba: «Esta información de la policía aumenta la gravedad del caso, puesto que el cabecilla señor Sbert (no parece apellido español) se ha dirigido al secretario de Su Majestad. —Póngase de acuerdo con Anido y a este alumno, sobre darle de baja inmediatamente en la Escuela, que se le destierre a Fuerteventura o a Fernando Poo». Los catedráticos de la Escuela aceptaron las indicaciones de Primo y concluyeron que los estudiantes Antonio M. Sbert Massanet, Manuel Goytia Angulo y Ramón Cantos y Saiz de Carlos habían cometido faltas de disciplina graves. Se les abrió expediente y Sbert fue expulsado. Una RO de 7 de julio corrigió algo las sanciones: se conmutó el destierro de Sbert a Ultramar por un extrañamiento a a Cuenca durant 6 meses, y quedaron sin efecto las sanciones a Goytia y Cantos. El correspondiente recurso contencioso fue rechazado el 1 de julio de 1927. Con todo ello Sbert —futuro dirigente de la Esquerra Republicana de Catalunya— se convirtió en un símbolo del movimiento estudiantil, al que

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los primorriveristas pretendieron ridiculizar recordando a lo largo del tiempo su condición de eterno estudiante. Ya ha sido visto en su lugar el largo contencioso militar en relación con las escalas cerradas de ascenso y en especial el papel de un cuerpo que exigía cierta especialización profesional como los artilleros. El enfrentamiento con la Dictadura que pretendió imponer la escala abierta, determinó un RD el 5 de septiembre de 1926 suspendiendo a todos los jefes y oficiales artilleros, a los que se les exigía acatamiento personalizado de la nueva legislación y que pidiesen también individualmente la reincoporación al cuerpo cara a la revista de diciembre. Miguel de Unamuno, retrato de Juan de Echevarría. (Museo del Prado, Madrid.)

15.1.2. Concesiones y negocios económicos

La Dictadura también se vio envuelta en relaciones confusas de corte financiero y económico que adquirieron notoriedad escandalosa, en la medida que destapaban actitudes y situaciones de privilegio e implicaban en algún caso de forma directa al monarca. Una primera denuncia de favoritismos económicos surgió de un político dinástico destacado. A comienzos de 1924, el liberal-romanonista José Gómez de Acebo y Cortina, marqués de Cortina, que había sido en especial ministro de Fomento y de Hacienda en 1918-19, criticó desde su revista La Actualidad Financiera que el Directorio hubiese lanzado un nuevo impuesto para cubrir los 26 millones de pesetas que iba a costar la indemnización a los navieros por los perjuicios se decía que les había causado la guerra de 1914-18 y que, por otra parte, se hubiese eliminado la paga extraordinaria de Navidad de los empleados civiles para sufragar un aumento de sueldo a los brigadas y sargentos del Ejército. La primera reacción, airada, de Primo de Rivera fue la de desterrar al marqués de Cortina a Fuerteventura, aunque pronto hubo de rectificar. Cortina no llegó a cumplir la orden. Retenido en Las Palmas, fue a continuación indultado con la excusa de que debía asistir a un Consejo de Administración de la Cía. Internacional de Coches Cama en París a principios de febrero. De todas formas unos escándalos de mayor calado serían el llamado «caso Pedraza» y los negocios y disputas abiertos alrededor de las concesiones y monopolio del petróleo y el tabaco. 15.1.2.1. La SEITE y el caso Pedraza, 1920-1924 Isidro Pedraza de la Pascua era un hombre de negocios con un pasado de estafas que le había llevado a la cárcel en Barcelona después de fundar junto a Alejandro Lerroux y Guillermo de Boladeras en 1912 el Banco Español de Obras Públicas y Cré-

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dito. A principios de 1920 logró impulsar la creación de la Sociedad Española de Industrias y Tracción Eléctrica [SEITE] que aceptó presidir el general y ex-ministro de la Guerra Ángel Aznar. Posteriormente, pidieron sin éxito ayuda al Estado para la construcción y explotación de ferrocarriles y para la explotación de industrias. Pedraza buscó (y a lo que parece consiguió) el apoyo del rey, al cual presentó un grupo de financieros y empresarios ingleses y norteamericanos en la elegante playa de Deauville el verano de 1922. Ofreció dos mil empleos a excedentes del ejército, propuso un plan de construcción de una línea de ferrocarril directa, con ancho europeo, a Hendaya desde Algeciras por Sevilla y Madrid (proyecto especialmente bien visto por Alfonso XIII) y fijó una prima de un millón de libras esterlinas (unos 27 millones de pesetas) para las acciones del monarca. De todos modos, el segundo asalto fue también perdido por Pedraza. El entonces ministro de Hacienda, el reformista José Manuel Pedregal, rechazó de nuevo sus peticiones (8 de enero de 1923). Finalmente, iba a ser el Directorio Militar quien cediese ante Pedraza. La SEITE lanzó una renovada solicitud los días 3 y 12 de abril de 1924: ofrecía la construcción de ferrocarriles, la explotación de saltos de agua y altos hornos y pedía a cambio que el Estado le garantizase un interés del 5 por 100 oro como renta, más un 1 por 100 de amortización, durante 32 años. Según sus críticos, de hecho Pedraza sólo pretendía introducir material extranjero necesario a las instalaciones industriales del país y obtener un buen negocio bancario. Pero, sin consultas técnicas, sin que se siguiesen los trámites administrativos acostumbrados (que implicaban la consulta de las principales entidades industriales y económicas), sin permitir la formulación de contraofertas, el gobierno tomó en consideración la solicitud (RD 25 de abril de 1924) y creó una comisión de estudio ad hoc en la que dominaban los militares.

15.1.2.2. El caso de Juan March: tabaco y petróleo, 1923-27 El mallorquín Juan March y Ordinas había obtenido la concesión, a través de su acuerdo con los franceses, de la comercialización y producción de Tabaco en Marruecos y sistemáticamente iba a ser acusado de usar aquella concesión para introducir de contrabando tabaco en la Península en contra de los intereses de la Cía. Arrendataria, la Tabacalera, de monopolio estatal. Cuando Francesc Cambó fue ministro de Hacienda en 1921 quiso en especial acabar con la situación y situó al frente de la Tabacalera a su amigo Francisco Bastos, un ex-oficial de la Armada y ex-diputado cercano a la Lliga Regionalista. Bastos inauguró entonces una política empresarial que provocó de inmediato el enfrentamiento con March: cambió y depuró el personal de vigilancia de la compañía, estableció unas áreas específicas de actuación (Canarias, Marruecos y Argelia). En especial, obligó a comerciar el tabaco argelino en buques de más de 500 t (para un mayor control y dificultar la introducción del contrabando) y practicó una política de precios de dumping en Melilla y Ceuta (con lo que invirtió la situación respecto de March al disputarle el mercado marroquí). A las pocas semanas del establecimiento del régimen militar, March se entrevistó con Primo de Rivera, denunció la labor de Francisco Bastos (al que acusó de haber malgastado 150 millones de pesetas) y se ofreció para hacerse cargo de Tabacalera y lograr para el Estado 100 millones de pesetas más de ingresos. Se inauguró entonces una cierta luna de miel entre el dictador y el mallorquín. Primo ordenó una investigación en Tabacalera (31 de octubre de 1923) y, por otro lado, March fue uno de los principales benefi-

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ciarios de las indemnizaciones a los navieros que había denunciado el marqués de Cortina: obtuvo 6 millones del total de 26 que repartió el Estado (febrero de 1924). March era socio/accionista de Tabacalera y maniobró lo suficiente para que en la asamblea general de la Compañía celebrada el 24 de mayo de 1924 Francisco Bastos hubiese de dimitir. Continuó, por otro lado, su proximidad con Primo de Rivera a través de una serie de gestos muy del agrado del dictador: regaló tabaco para las tropas españolas en Marruecos, construyó una iglesia en Tetuán, ayudó económicamente a La Correspondencia Militar, pagó un Sanatorio antituberculoso en Mallorca, etc. Finalmente, elaboró una propuesta muy precisa sobre la explotación del tabaco. Pidió y obtuvo la concesión para Ceuta y Melilla durante 14 años (hasta 1941) a cambio de abonar a Hacienda 1.356.000 pesetas (que era el doble de lo que recibía regularmente a través de Tabacalera). Una nota pública oficiosa el 18 de julio de 1927 justificaba los beneficios que iba a obtener el Estado español y añadía que se trataba con aquella medida de «poner fin a la lucha de intereses, concentrándolos en una mano, entre la administración española (Cía. Arrendataria) y la de la parte de nuestro Protectorado, asignada como es sabido, por concesión internacional a don Juan March Ordinas». March mantenía asimismo intereses en el sector del petróleo. Contaba con una fábrica de productos químicos en Porto Pi, en Palma de Mallorca, que le había reportado duros enfrentamientos con los mauristas. Pronto creó su propia compañía, Petróleos Porto Pi, y logró la concesión de la distribución del petróleo ruso (Naphta, más barato que el americano o el de control británico) en España y Marruecos (la exclusiva de la comercialización europea del mismo estaba en manos francesas). Entró por tanto en competencia con las compañías que ya dominaban el mercado español (la Standard Oil y la Anglo-Duch Shell) y en especial en Mallorca con el que era el representante oficial para la isla de la Shell, el jefe maurista Manuel Salas. Fue en el contexto de esta situación triangular que José Calvo Sotelo promovió el monopolio estatal. El 22 de junio de 1927 apareció la consabida nota oficiosa que explicaba que se habían aprobado las bases de un Decreto-Ley «instaurando el monopolio de importación, refino, almacenaje, distribución y venta de los petróleos y aceites minerales, en general, en la Península e Islas Baleares». Pretendía con ello incrementar significativamente los ingresos del Erario Público. El primer año se pretendía obtener un aumento del 200 por 100 respecto de los derechos aduaneros sobre el petróleo recaudados en 1926 y para el próximo quinquenio se esperaba un beneficio de 200 millones de pesetas. El monopolio, según se decía, obligaría a la implantación en España de instalaciones de refino de los petróleos naturales (con lo que se esperaba generar nuevos mercados de trabajo e impulsar la industria siderúrgica), construir una flota propia de tanques (que debía a su vez animar la construcción naval) y, en fin, implantar y estudiar la destilación de lignitos y pizarras carbonosas. Era por tanto una de las grandes apuestas económicas de la Dictadura. El concurso para la consiguiente concesión, bajo la fórmula del concurso público, fue por tanto difícil. March se alió con la Shell y ambos presentaron una propuesta conjunta. Hubo seis ofertas y la ganadora (según la resolución de 20 de octubre de 1927) fue la de un sindicato bancario que reunió unas treinta entidades financieras bajo la dirección del Banco de Urquijo. No era el grupo demasiado afín a la Dictadura y estaba lleno de ex-ministros y otros personajes relevantes del antiguo régimen (fue necesario en este sentido la derogación del famoso decreto de incompatibilidades que había inicialmente dictado el directorio Militar), pero la percepción de la renta derivada del monopolio determinó la creación de una red específica de recaudadores que invariablemente estuvo en manos de

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miembros del Ejército. Sin embargo, las tensiones en el sector no remitieron. La creación de Campsa implicaba la expropiación de las instalaciones que habían edificado la Shell y la Standard, lo cual provocó amén de la protesta de los respectivos gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos, la negativa de dichas compañías a suministrar el correspondiente crudo a Campsa. Sólo podía contar con Naphta y las autoridades soviéticas aceptaron las demandas. En defensa de sus intereses, March llevó entonces al gobierno ruso a los tribunales franceses (a notar que su abogado fue Santiago Alba, exiliado como sabemos en París desde 1923). Ésta fue la causa de la aparición de unas relaciones cada vez más tensas entre March y Primo de Rivera.

15.1.3. La bibliografía de los escándalos Hubo una destacada literatura de denuncia de la Dictadura que en todos sus casos y con acentos distintos, tendió a implicar el rey y por tanto sistemáticamente derivó hacia el proceso a la Monarquía. Lógicamente, buena parte de aquella publicística que en ocasiones adoptó tonos panfletarios la promovieron los autores republicanos y de izquierdas, muy en especial aquellos que se vieron inmersos en enfrentamientos explícitos con el Dictador. En esta línea hay que situar sobre todo a Vicente Blasco Ibáñez, en la plenitud de su popularidad no sólo española sino internacional, Eduardo Ortega y Gasset, Rodrigo Soriano, Miguel de Unamuno y, quizás a relacionar más estrechamente con la situación de 1930, Marcelino Domingo o el socialista Indalecio Prieto. Aunque lo más signficativo fue que, a su lado, muchos de los antiguos políticos del parlamentarismo dinástico como el mismo conde de Romanones o Gabriel Maura se lanzaron a historiar la «quiebra del liberalismo» y se manifestaron especialmente duros y críticos no ya con Primo sino con el rey. Todo ello sin olvidar la también numerosa bibliografía generada por la serie de «damnificados» militares o jueces, por ejemplo el general Eduardo López de Ochoa, el jurisconsulto y lerrouxista Rafael Salazar Alonso. Fue en conjunto esta producción la que lanzó, sistematizó y difundió, acusatoria, toda la serie de «escándalos» e irregularidades de la Dictadura y el Monarca. Muy en especial, cumplieron esta función los múltiples folletos y libros editados por Blasco Ibáñez en París, España con honra (1924), Alphonse XIII démasqué. La terreur militariste en Espagne (1924), Ce que sera la République espagnole (1925), Por España y contra el Rey (1925), etc. Blasco intentó denunciar una y otra vez la que consideraba conducta corrupta del rey y pretendió desenmascarar las acciones que poseía —a través de testaferros o no— en múltiples empresas producto —se decía— de regalos (así en la Transmediterránea, los Astilleros de Valencia, la empresa constructora del Metro de Madrid, o la casa Krupp). Más aún, se esforzó por implicar a Alfonso XIII en negocios relacionados con los Casinos de juego (sea en Madrid al lado del Palace, o en Francia, en el Casino de Deauville) y, en particular, atribuyó a estos ambientes la relación entre el monarca y el aventurero Pedraza. En esta línea, Eduardo Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno aseguraron la aparición de unas denominadas Hojas Libres entre marzo de 1927 y enero de 1929. Ortega y Gasset había ya publicado en 1925 en París España encadenada. La verdad sobre la Dictadura. Incidió, también de forma muy reiterada, en esta denuncia precisa de los negocios del rey Indalecio Prieto. En especial, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 25 de abril de 1930, acusaría al monarca de haber intervenido en la concesión del ferrocarril de Santander al Mediterráneo (por lo que habría recibido 35 millones de pesetas en ac-

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ciones «liberadas») así como en la firma del contrato del Estado con la Telefónica en beneficio de la ITT norteamericana (por lo que también habría sido recompensado). Esta literatura, al margen de la mayor o menor verosimilitud y grado de comprobación de sus acusaciones, iba a romper la imagen más oficial y llena de anécdotas de corte populista que el mismo rey había ido alimentando desde sus años jóvenes. Y en este sentido iba a ser un elemento propagandístico mucho más incisivo y efectivo a la larga que no otro tipo de textos quizás más clásicos, con un contenido más político y doctrinal, como, por ejemplo, el de Rodrigo Soriano que publicó en Santiago de Chile España bajo el sable (1926), o los que, ya en España, en 1930, sacó Marcelino Domingo; así ¿Adónde va España? y una nueva edición ampliada de su famoso texto de 1918, ¿Qué espera el Rey? 15.2. LOS NUEVOS REPUBLICANOS La evolución de conjunto de las minorías republicanas y socialista en el Parlamento de la Restauración había sido: 1876

6 diputados

1896

(3) diputados

1910

38 diputados

1879

14 diputados

1898

16 diputados

1914

44 diputados

1881

32 diputados

1899

18 diputados

1916

31 diputados

1884

5 diputados

1901

19 diputados

1918

29 diputados

1886

22 diputados

1903

36 diputados

1919

30 diputados

1891

31 diputados

1905

30 diputados

1920

29 diputados

1893

47 diputados 1907

34 diputados

1923

18 diputados

Situados en 1923, era claro en términos generales el fracaso político del republicanismo español bajo la Restauración, incapaz de cambiar el sistema ni a través de la conspiración ni a través de las elecciones, incapaz asimismo de introducir reformas signficativas en el régimen como había querido el reformismo animado por Melquíades Álvarez. Había construido, eso sí, un substrato ideológico, una cultura política importante y alternativa a la cultura conservadora y liberal/conservadora. Fue este substrato el que permitió articular la oposición de las clases medias urbanas en pleno proceso de renovación y desarrollo de un mundo profesional, sin acomodo en los viejos parámetros de la Monarquía y el parlamentarismo liberal-burgués de corte ochocentista. De ahí surgió un fenómeno nuevo, el de la conversión antimonárquica y por tanto republicana de múltiples sectores sociales que se habían mantenido tradicionalmente al margen del mismo. Un ejemplo que como sabemos adquirió la categoría de emblema fue el de los estudiantes universitarios, lanzados al republicanismo y la hegemonía de la Federación Universitaria Española (FUE), izquierdista, frente la Asociación de Estudiantes Católicos. A partir de la cesura de la-Dictadura se produjo la aparición de nuevos dirigentes y reformulaciones del republicanismo. Una relación indicativa de «nuevos republicanos» ha de aceptar de todas formas la distinción entre los jóvenes que de alguna forma renuevan el republicanismo y aquellos políticos que en la coyuntura de 1930 se proclaman a favor de la República, normalmente miembros de familias políticas dinásticas que buscan ahora un nuevo acomodo en la medida que el barco se hunde.

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15.2.1. La Acción Republicana y la Alianza Republicana (1925 y 1926). El Partido Republicano Radical-Socialista (1929) Los grupos paradigmáticos de aquella generación de nuevos republicanos fueron los de Acción Republicana, creada en 1925, y, quizás con mayor espectacularidad, el Partido Republicano Radical-Socialista, fundado en 1929. Eran grupos muy personalizados que giraron, respectivamente, alrededor de Manuel Azaña y Marcelino Domingo. La creación de la Acción Republicana de Azaña había tenido lugar en la llamada por aquel entonces «cacharrería» del Ateneo de Madrid. Por su lado, en el radical-socialismo destacaban José Salmerón, José Antonio Balbontín, Juan Botella Asensi, Eduardo Ortega y Gasset, Felix Gordón Ordás, Álvaro de Albornoz, todos ellos profesionales y publicistas. La celebración, autorizada, del 11 de febrero de 1926 —aniversario de la Primera República— permitió la constitución de una Alianza Republicana, que iba a estar en el origen político de todo este nuevo republicanismo. La junta provisional de la Alianza, que presidía Lerroux, la componían Ayuso (federales), Azaña (Acción Republicana), Castroviejo (en nombre de la prensa republicana) y Domingo (entonces como dirigente del Partit Republicà Català). Las ideas programáticas básicas del correspondiente manifiesto fueron: Cortes constitucionales elegidas por sufragio universal; ordenación federativa del Estado, reconociendo la existencia de diferentes personalidades peninsulares; solución inmediata del problema de Marruecos; creación de las escuelas indispendables; supresión de censos y foros, reforma de los contratos de arrendamiento y expropiación de las tierras si durante cinco años no han sido trabajadas; posibilitar, en fin, se decía «la realización del programa mínimo de las actuales aspiraciones del proletariado». Aquellos puntos presidirían la actuación de 1931-1933, en el primer bienio de la Segunda República, y marcaban unos límites que los republicanos no querían traspasar. Una asamblea de la Alianza, clandestina, reunida el 14 de julio de 1929 en Madrid, aprobó unas Bases de Organización (definida ésta como una agrupación de entidades que querían la República peró que no aspiraba a constituir un partido nuevo) y puso al descubierto los enfrentamientos paralelos contra Lerroux, por un lado, de los azañistas y, por el otro, de Domingo y Albornoz. Éstos últimos estaban ya impulsando la creación del Partido Republicano Radical-Socialista. El programa no iba mucho más allá del de la Alianza, quizás con la diferencia de la mención expresa en este caso de la aspiración a una reforma agraria. A partir de febrero de 1930, caído ya Primo de Rivera, intentaría ampliar la alianza antimonárquica hasta integrar las organizaciones obreras. Para sopesar la importancia relativa de los diversos grupos y su implantación regional pueden tenerse en cuenta los resultados de las elecciones constituyentes republicanas. El grupo azañista iba a contar con 28 diputados y el del PRRS con 59 (o, respectivamente, 26 y 55 diputados, a partir de octubre, efectuadas las correspondientes elecciones complementarias y las distintas altas y bajas producidas). En conjunto, la composición de las diversas minorías en las Cortes constituyentes a finales de julio de 1931 era: PSOE

115

PRRS

59 Partido Radical

93

Partido Agrario

25

Acción Republicana

28 Derecha Liberal

23

Minoría Vasconavarra

15

ERC

26

Fed. Regionalista Gallega 21 Partido Federal

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17

En las diversas minorías republicanas pocos habían formado parte de las Cortes monárquicas. Sólo 4 radicalsocialistas (Alas, Albornoz, Domingo, Ortega), 3 de Acción Republicana (Bello, Castrovido, Zulueta), 12 radicales, 3 republicanos gallegos, 3 de la Esquerra Republicana de Cataluña y 2 federales. La geografía del nuevo republicanismo era muy dispersa, con presencia muy extendida a lo largo de las diversas provincias pero sin llegar a ser hegemónicos en ningún lugar. De todas formas sobresalía su ausencia en Galicia y Cataluña (excepto en el feudo tarragonés de Marcelino Domingo) así como el importante porcentaje de escaños obtenidos por el PRRS en Asturias (25 por 100), Castilla la Vieja (17 por 100), Vascongadas (17 por 100), Aragón (21 por 100), Valencia (21 por 100) y Murcia (20 por 100). AR sólo obtuvo un porcentaje importante en Murcia (25 por 100), gracias a la influencia del gobernador y dirigente del Círculo Republicano Autónomo de Albacete Arturo Cortés. La composición sociológica de las nuevas elites en el caso de estos grupos se inclinaba sin duda de manera aplastante hacia los profesionales y similares, con un alto peso de los periodistas, abogados y profesores, quizás con un mayor status y reconocimiento profesional en el caso de Acción Republicana. Unos pocos ejemplos representativos eran en el caso de Acción Republicana, al margen del propio Azaña que era abogado, Mariano Ansó (abogado que sería diputado por Navarra), Luis Bello (periodista y diputado por Madrid), Francisco Carreras (farmacéutico de Baleares), Roberto Castrovido (periodista y futuro diputado por Madrid), Carlos Esplá (periodista y diputado por Alicante), José Giral (catedrático de Universidad y diputado por Cáceres), Pedro Rico López (abogado y diputado por la provincia de Madrid), Mariano Ruiz Funes (catedrático de Universidad y diputado por Murcia), Claudio Sánchez-Albornoz (catedrático de Universidad, de Ávila), Antonio Velao (ingeniero, de Albacete). Respecto del Partido Republicano Radical-Socialista puede destacarse, también, la importancia de los periodistas (como Joaquín Pérez Madrigal o el mismo Marcelino Domingo), abogados (Alvaro de Albornoz, Juan Botella Asensi, Ángel Galarza, Victoria Kent y Siano, Ramón Nogués Biset o Eduardo Ortega y Gasset) y catedráticos de Universidad y profesores (Leopoldo Alas Argüelles, Francisco Barnés Salinas). Alguno era también ingeniero (José Salmerón García), veterinario (Félix Gordón Ordax), farmacéutico (Nicolás Salmerón García) o empleado (Miguel San Andrés Castro). Para terminar, quizás añadir que las vinculaciones con la masonería fueron altas, un tema que daría lugar con el tiempo a múltiples interpretaciones. Al principio de la Segunda República de la dirección del Gran Oriente Español más de la mitad eran diputados: un 26 por 100 radicales, un 16 por 100 radical-socialistas, un 10 por 100 socialistas y un 6 por 100 de Acción Republicana. Mención especial merece la persistencia de un grupo federal en este contexto. A lo largo del siglo XX el viejo partido de la izquierda democrática y popular española fue deshaciéndose lentamente aunque sus ideas aparecían incorporadas y en ocasiones motoras de otros partidos. En Cataluña de forma muy especial el sustrato federal animó la creación del Centre Nacionalista Republiocà de 1906, la Unió Federal Nacionalista Republicana (UFNR) de 1910 y finalmente la misma Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Le costaba de todas formas a los federales mantener algún tipo de estructura por encima de los municipios y los centros de liderazgo personal. En marzo de 1931 el Comité Municipal de Madrid se escindió disconforme con la política del Consejo Nacional que llevaba los federales a la coalición repu-

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blicana-socialista y la colaboración con la derecha. El grupo de Madrid estaba animado por Eduardo Barriobero y contaba con el beneplácito del hijo de Pi i Margall, Joaquin Pi y Arsuaga. Aquella escisión se extendió por toda España y dio lugar a la Extrema Izquierda Federal (que en verano de 1931 afirmaba contar con 1.043 socios en Madrid y 22.000 en toda España). En Cataluña la dirección se mantuvo inicialmente fiel al Comité Nacional, formó coalición, y en las elecciones munipales de 12 de abril logró situar a Abel Velilla como concejal en Barcelona. De algun modo, proclamada la Segunda República el PRDF quería ser la izquierda del lerrouxismo, pero no lograría en ningún caso a aprecer como una alternativa renovada y mucho menos aparecer como la expresión del nuevo republicanismo. Sería éste, junto a los socialistas, y no aquéllos, los que dinamizarían la política gubernamental la política del primer bienio de la Segunda República.

15.2.2. El republicanismo nacionalista y regionalista: ORGA (1929) y ERC(1931) La renovación del republicanismo tuvo una especial vitalidad en algunas situaciones regionales específicas, notablemente en Galicia y Cataluña. Poco antes de la caída de Primo de Rivera, en septiembre de 1929, una conjunción de algunos nacionalistas (Antón Villar Ponte y la Irmandade de La Coruña) y republicanos autonomistas y federales crearon la Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA), que presidiría Santiago Casares Quiroga. El nuevo grupo pactaría pocos meses después, en marzo de 1930, con la Alianza Republicana (que reunía a los radicales y grupos federales), constituyéndose entonces la Federación Republicana Gallega (FRG), que tenía como objetivo la consecución de una República democrática en España que contemplase la autonomía gallega. Aunque pronto se produjo la defección de los radicales, ORGA-FRG no erta formalmente nacionalista sino republicano autonomista. De ahí el que una parte importante del nacionalismo gallego se mantuviese al margen e intentase la revitalización de las Irmandades, la creación primero de un Partido Autonomista Republicano Agrario (acordada por la VI asamblea de las Irmandades reunida en La Coruña, el 27 de abril de 1930, que presidió Vicente Risco) y, finalmente, ya en tiempos de la Segunda República y ante la no obtención inmediata de la autonomía, optase por la creación del Partido Galeguista (diciembre de 1931). De todas formas, en una situación característica de 1930, todos los grupos galleguistas (nacionalistas, republicanos o agraristas) optaron por la República y abandonaron su tradicional accidentalismo político. En octubre de 1930 firmaron el llamado compromiso de Barrantes hombres diversos como Otero Pedrayo, Castelao, Casares Quiroga, Portela Valladares, Basilio Alvarez, etc. que no pretendía ninguna fusión orgánica pero sí fijaba una serie de objetivos comunes: liquidación del caciquismo, el centralismo y cualquier régimen que no emanase de la soberanía popular (la Monarquía); obtención de una «autonomía plena» para Galicia; cooficialidad del gallego y el castellano, galleguización de la Universidad y toda la enseñanza; liberación de la tierra y dignificación social del campesino. Mayor dinamismo y éxito sorprendente tuvo el surgimiento del gran partido de la izquierda en Cataluña. El 11 de diciembre de 1929 se hicieron llamamientos para la unidad de las fuerzas de la izquierda republicana en Cataluña. A las pocas semanas suscribieron unos puntos de coincidencia Marcelino Domingo y Luis Companys

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(del Partit Republicà Català), Rovira i Virgili (de Acción Catalana) y E. Bernaldo de Quirós (Partido Federal). En aquellos momentos la fragmentación del republicanismo no lerrouxista en Catalunya era altísima y a menudo se confundía tanto con grupos y formulaciones de catalanismo extremo como con agrupaciones de afirmación obrera y comunista. En 1930 el panorama se simplificó un poco: por un lado grupos pequeños de izquierda se unieron alrededor del Bloc Obrer i Camperol (que contó en especial con el Partit Comunista Català); a su vez, Acció Catalana y Acció Republicana de Cataluña se unificaron dentro del Partit Catalanista Republicà (que gravitaría sobre sectores de burguesía media e intelectualidad catalanista). Los tres grupos restantes —el Partit Republicà Català, el grupo de L'Opinió y Estat Català— aceleraron su unificación ante las próximas contiendas electorales. Aspiraban muy explícitamente a representar la pequeña burguesía en alianza con las capas trabajadoras y populares bajo un programa reformista y democrático. La Conferencia llamada «de Esquerres» se reunió el 17-19 de marzo de 1931 y aprobó la constitución de un nuevo partido, Esquerra Republicana de Catalunya. El Directorio del nuevo partido se formó con Francesc Macià y Jaume Aguadé (que provenían de Estat Català), Joan Lluhí Vallescà (L'Opinió) y Lluís Companys y Marcel.lí Domingo (del Partit Republicà Català). A Domingo se le exigía que rompiese con el Partido Republicano Radical-Socialista (no lo hizo y hubo de romper con ERC, enero 1932). Otros miembros destacados de la dirección fueron Pere Comas, Joan Casanovas, Miquel Santaló, Ignasi Iglésies, etc. Su programa giraba alrededor de ideas como la afirmación de la personalidad nacional de Cataluña, la federación con los otros pueblos ibéricos, los derechos del hombre y el ciudadano, la socialización de la riqueza en beneficio de la colectividad (los de L'Opinió —Lluhí— querían incorporar en la denominación del partido el calificativo de «socialista» pero hubieron de conformarse con esta afirmación). Su éxito electoral en abril de 1931, sorprendente, sin soporte mediático, sin finanzas, iba a representar de forma emblemática el triunfo de un republicanismo renovado y jóven. Aunque sin duda el elemento central del éxito estuvo en la figura de Francesc Macià y su capacidad para convertirse en el mejor representante de las aspiraciones, confusas y eclécticas, de los sectores populares. Su hegemonía política fue confirmada en las elecciones a Cortes constituyentes de junio de 1931: muchos republicanos que habían apostado por el Partit Catalanista Republicà, estrepitosamente derrotado, optaron por pasarse a Esquerra Republicana. Le aseguraron así una presencia relevante de burguesía media y de importantes sectores de la intelectualidad catalana. Lograría, a guisa de ejemplo, la incoporación de personalidades conocidas como Pere Corominas, Jaume Serra-Húnter, Antoni Rovira i Virgili, Vicens Bernades, Lluís Aymamí, Santiago Gubern, Carles Pi i Sunyer, etc. También ejerció una fuerte atracción respecto de los medios obreristas y se unieron a Esquerra dirigentes cenetistes como Pere Foix, Grau Jassans, Martí Barrera o Simó Piera, y comunistas como Jaume Miravitlles o Daniel M. Montserrat. 15.2.3. En la coyuntura de 1930-1931: la Derecha Liberal Republicana La Derecha Liberal Republicana, cuyo manifiesto constitutivo fue firmado el 22 de mayo de 1930, surgió con la pretensión de ofrecer una salida republicana a la derecha española asegurando el respeto al catolicismo y una orientación social conser-

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vadora. Firmaron Niceto Alcalá-Zamora, Miguel Maura —los dos cabezas de fila—, Ossorio y Florit, Honorio Suárez Inclán y Rafael Sánchez Guerra. Tuvo un especial papel en las conspiraciones finales contra la Monarquía. Niceto Alcalá-Zamora (Priego, Córdoba, 1877-Buenos Aires, 1949), futuro presidente de la Segunda República, había militado en el Partido Liberal y mantenía una especial vinculación de tonos caciquiles con Córdoba (fue ininterrumpidamente diputado por el distrito de La Carolina entre 1906 y 1923). Miguel Maura (Madrid, 1887-Zaragoza, 1971) era el hijo menor de Antonio Maura y había intervenido en los grupos mauristas a partir de 191314. Rafael Sánchez Guerra era un familiar próximo del político conservador José Sánchez Guerra. Como vemos en este caso abundaban los hijos y familiares de destacados políticos dinásticos. Horacio Suárez Inclán era también un allegado de Félix el político liberal, etc.

15.3. LOS VIEJOS POLÍTICOS Y EL HUNDIMIENTO DE LA MONARQUÍA La Dictadura se impuso en contra de la vieja política, es decir de los partidos dinásticos. Desorganizó las estructuras de los partidos dinásticos y para afirmarse tendió a criticar y negar la «política profesional». Los partidos dinásticos se vieron entonces fuera del mundo oficial y gubernamental y, aunque, en su segunda etapa, cuando empezó a tener dificultades (sobre todo en la coyuntura de 1928-29), la Dictadura intentó aproximarse a aquellos políticos profesionales, era ya demasiado tarde como se comprobó con la obsoleta Asamblea Nacional Consultiva. Por otro lado, el régimen primorriverista se había diferenciado del propio rey y el sistema pretendía «independizarse» de la Monarquía. Las consecuencias de todo ello fueron que al llegar la dimisión del dictador, el monarca sólo podía llamar a los viejos partidos monárquicos. Pero en aquellos momentos una parte, ya muy notable, de los viejos dinásticos pensaban que salvar la Monarquía (o incluso simplemente la sociedad conservadora) exigía abandonar a Alfonso XIII. En la otra dirección, la de la extrema derecha, los jóvenes estaban reanimando un movimiento pre-fascista que parecía tener fuertes apoyos de la sociedad civil agraria y que de cualquier modo tampoco iba a usar de momento a Alfonso XIII como bandera.

15.3.1. Políticos dinásticos. Conservadores y liberales. Carlistas En los medios conservadores, pueden señalarse en principio tres grandes opciones: colaboración y compromiso con Primo de Rivera, mantenimiento del referente canovista y en tercer lugar paso de algunos al anti-alfonsismo, considerado Alfonso XIII culpable de la ilegalidad dictatorial. Con cierta lógica, Antonio Maura y de forma más continuada su hijo Gabriel Maura, así como Juan de la Cierva, habían mantenido un apoyo activo a la Dictadura. El viejo dirigente Antonio Maura pronto se manifestó decepcionado: especialmente cuando fue claro que Primo impulsaba una Unión Patriótica oficialista y «caciquista», pero murió el 1925. Y en todo caso la ambigüedad era clara en la medida que Gabriel Maura continuaba con sus buenas relaciones. Él y La Cierva fueron los únicos dirigentes conocidos que colaboraron con la Asamblea Consultiva en 1926-27. Sería el político gallego Gabino Bugallal y Araujo (Ponteareas, Galicia, 1861-París, 1932), ex-ministro de Gobernación con Dato

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en 1920, quien mantendría una cierta ortodoxia monárquica, a distancia del primorriverismo. El núcleo lo completaban el marqués de Lema (Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor, Madrid, 1863-1945), jurisconsulto, diputado ininterrumpido entre 1891 y 1923 y también ex-ministro, y el viejo conservador Joaquín Sánchez de Toca (Madrid, 1852-Pozuelo de Alarcón, 1942), diputado conservador desde 1883, ex-presidente del Senado en 1913 y 1920 y ex-presidente del gobierno en 1919. En silencio, cuando se animó la vida política del régimen, en ocasión de los debates constitucionalistas de 1927-28 y los primorriveristas redactaron un nuevo proyecto de constitución, alzaron la bandera del canovismo, afirmando la soberanía compartida entre el pueblo y el rey. Finalmente, fue el cordobés, primero maurista y después datista, periodista y abogado, llegado a Madrid en los primeros años de la Restauración, José Sánchez Guerra y Martínez (Cabra, 1859-Madrid, 1935), jefe de gobierno en 1922, quien animó una clara oposición conservadora a Primo. Promovió la conspiración antidictatorial fracasada de enero de 1929, que tuvo un gran impacto en la medida que ponía de manifiesto la ruptura de Primo respecto de una base social conservadora importante. Una de sus consecuencias no pequeña fue que el monarca empezó a percatarse del peligro de su apoyo a la Dictadura y favoreció así el progresivo y final alejamiento del rey respecto de Primo. No mucho mejor era el panorama de los liberales. A raíz del golpe de septiembre de 1923, algunos marcharon a la Unión Patriótica, otros se unieron a los republicanos. En el ámbito más central, los tres personajes claves continuaron siendo García Prieto, dedicado se decía a la lectura, Santiago Alba en un exilio parisiense y el conde de Romanones, quizás como siempre el más profesional y político. Santiago Alba constituía aún el principal referente de la izquierda liberal, con fuerza sempiterna en Valladolid y El Norte de Castilla, y capaz en octubre de 1923 de promover una petición de 63 exdiputados y exsenadores al rey. De todas formas, Alba, que fue el principal político vilipendiado por Primo, y que permanecía en el exilio, no participaría en las conspiraciones ni antidictadoriales ni antimonárquicas. En España continuaban, destacadamente, Joaquín Chapaprieta, Josep Roig i Bergadà, Natalio Rivas y, quizás el más activo de todos los albistas, el catedrático Antonio Royo Vilanova (que renunció a su título de senador). Romanones, por su parte, y a pesar de algunos esfuerzos de vindicación publicista, asistía con mudo testimonio a la desorganización y lenta desaparición del partido. Contaba, eso sí, con El Imparcial. La Dictadura tuvo otro efecto indirecto: tendió a difuminar la diferencia de los dinásticos alfonsinos, ahora en general muy quejosos ante su Rey, y buena parte de los carlistas. En los medios carlistas, fuera de la colaboración leal de Víctor Pradera y algun otro (Esteban Bilbao por ejemplo) con Primo de Rivera, la mayoría más oficial de los dirigentes, con Vázquez de Mella y el propio don Jaime practicaron el retraimiento y se negaron a implicarse con la Dictadura y sus instituciones. Coincidían así en la práctica con la actitud mayoritaria de la vieja política dinástica, una actitud que en términos muy generales (fuera de excepciones como la de Sánchez Guerra) no era otra que la de esperar y ver, en la confianza que no era fácil la sustitución de una clase política.

15.3.2. La derecha antiparlamentaria y antidemocrática (1929-1931) Recibió un fuerte impulso del primorriverismo más ideológico y doctrinario. En primer lugar hubo la Unión Monárquica que fue una de las derivaciones de la Unión Patriótica la cual, a la caída del dictador, pasó de nuevo a manos de los grupos más

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militantes y de primera hora. A su lado, con una mayor o menor relación concreta, se encontraban una muy variada lista de clubs y grupos, a menudo españolistas y militaristas. En tercer lugar, estaba el asociacionismo católico y sus múltiples derivaciones, siendo una de ellas y no la menor la que provenía de determinados maurismos. Esta «nueva derecha» se diferenciaba claramente de la vieja por su voluntad militante, movilizadora y de ocupación de la calle. Surgió en parte al menos como un movimiento de defensa de la Monarquía ante los ataques de Sánchez Guerra y más ampliamente de la izquierda, pero su relación con el régimen monárquico y menos aún con Alfonso XIII no era en absoluto esencial. Lo esencial era en todo caso la defensa de los valores tradicionales antidemocráticos y antiplebeyos y la respuesta a los ataques y la reorganización de la izquierda. En este sentido, la nueva derecha mantendría puntos de contacto, culturales y políticos evidentes, con el fascismo, aunque sólo en algunos grupos existía el empuje «revolucionario» del fascismo y el nazismo así como el totalitarismo. La caída de Primo arrastró la Unión Patriótica, a pesar de algún tímido intento del mismo Primo por mantener la UP como estructura que frenase la desaparición de su obra y le permitiese eventualmente mantener una presencia política significativa en la nueva situación. Su descuarteramiento fue inevitable y en los núcleos resistentes de UP el protagonismo recayó en hombres que no ocupaban las primeras filas de la sociedad más oficial y respetable. La fragmentación y el localismo se mantuvieron con organizaciones muy limitadas: el Partido Social Conservador de Yanguas Messía en Linares, la Derecha Social Democrática de José Pemartín en Sevilla, la Unión de Antiguos Combatientes de la Dictadura de Logroño, el Casco de Hierro Ciudadano en Cuenca, etc. Quizás con alguna peculiaridad podríamos añadir clubes barceloneses como la Institución Alfonso Victoria, el Centro Cultural Monárquico, la Liga Ciudadana Cultural, la Peña Ibérica, Acción Española y Acción Nacional, La Raza. De esta estructura, con grupos dispersos de upetistas y somatenes, surgiría fundamentalmente la Unión Monárquica Nacional en abril de 1930. Los fundadores eran ex-funcionarios y ministros de la Dictadura al lado de algunos empresarios y en especial ingenieros. Sus centros radicaban en Barcelona, Vizcaya y Madrid. En principio Primo había intentado el mantenimiento de la UP como «liga ciudadana, educadora y apolítica». Pero la convivencia de la UP con su heredera, la UMN, era difícil. Mientras ésta era un grupo compacto y lo más popular del régimen caído, la UP continuaba formalmente en manos de antiguos e inoperantes cuadros que ahora nadie quería recordar. El 7 de marzo de 1930 el Comité Ejecutivo de la UP acordó permitir la incorporación de los afiliados a partidos cuyo ideario no fuera incompatible con el credo upetista. Un mes después, en los primeros días de abril, una Asamblea de jefes provinciales les aconsejaba la integración individual en la UMN. De hecho sólo había la resistencia del oscuro líder Gabilán (que todavía en agosto pedía que la Unión Patriótica se mantuviera, al menos como apéndice de la Unión Monárquica). Ésta había tomado el nombre de la desaparecida organización de los alfonsinos catalanes y al constituirse pretendió reunir las secciones y los múltiples pequeños partidos que habían surgido de la extinta Unión Patriótica. Su manifiesto de principios de abril reivindicaba la «providencial» obra de la Dictadura, pero asumía posiciones moderadas y constitucionalistas, comprometiéndose a participar en las contiendas ciudadanas sin más armas que las estrictamente legales. La UMN se estructuró siguiendo las pautas del partido maurista. Un Secretariado, que dirigía Fuentes Pila y en el que te-

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nía mucho peso el sector católico del upeismo. El control político estaba en manos de un Directorio de ex-ministros que presidía como jefe nacional el conde de Guadalhorce. La Asamblea fundacional se reunió en Madrid el 7 de julio de 1930, con asistencia de 119 delegados de 37 organizaciones provinciales. Se concentraba en Andalucía, Castilla la Vieja, Madrid y Cataluña (un 60 por 100 de los compromisarios). Provincialmente, el orden era: Madrid, Jaén (feudo político de Yanguas Messía), Córdoba, Barcelona, Valladolid y Cádiz. En la nueva organización pronto identificada como de extrema derecha había también la presencia de tradicionalistas (Esteban Bilbao, Marcelino Oreja y Joaquín Bau). Su órgano de prensa fue La Nación. No era un partido muy numeroso, pero contaba con notable capacidad de convocatoria, único capaz de realizar una «campaña de propaganda y agitación de masas» y único capaz de lanzar una importante ofensiva opositora contra el Gobierno Berenguer desde el alfonsismo. Supo movilizar apoyos activos de clases medias urbanas, aunque los dirigentes y la militancia eran elites tradicionales y representantes de la alta burocracia dictatorial. La UMN no era en el fondo monárquica. El valor supremo era, en palabras de José Antonio Primo de Rivera «la unidad del mando», y, según Pemán, las masas no confiaban en programas sino que querían un jefe. Fue un puente hacia el fascismo y la fundación de la Falange (cuyos 26 puntos no fueron sino la revitalización de las consignas de la UMN y la UP). Su actividad, el 1930, se centró en la preparación de concentraciones en Ávila, Barcelona y en peregrinajes a la tumba de Primo. Eso sí, bajo la protección de los «legionarios» del doctor José Albiñana, los cuales mantenían unas muy buenas relaciones con los jóvenes de la UMN (que presidía Ibáñez Martín, futuro miembro destacado de la CEDA y de Franco). José Antonio Primo de Rivera sería secretario general y terminó de agudizar la ruptura con la democracia: la superstición de la soberanía nacional debía sustituirse por el principio clásico de salus populi. Ningún principio (sufragio universal, libertad, era más sagrado que el de la Nación (para salvarla debía violarse cualquier principio) y por tanto aunque la República fuese votada y deseada por una mayoría debía evitarse fuese como fuese. La ideología de la UMN apareció completada por el ex-upetista Pemán y por Ramiro Maeztu mediante un discurso obsesivamente hispanista, de corte tradicional y defensa de la sociedad orgánica. En 1930 el movimiento, lanzado también a impedir cualquier tentación de democratización de la Monarquía, obtenía el apoyo de sectores de la sociedad agraria antidemocrática y antiurbana de la primera UP, conservadores y católicos extremistas y algún sector adinerado. La UMN parecía por tanto capaz de movilizar un cierto frente, más amplio que estrictamente las propias fuerzas. En la Campaña de Orientación Social y el Movimiento de Reacción Ciudadana, impulsada por los umenistas Fuentes Pila, Pemán y Maeztu, obtuvo el claro apoyo de Carlos Prats (de la Cámara de Comercio de Madrid), el tradicionalista Víctor Pradera y el reformismo social-católico de Severino Aznar. En esta órbita estaban también otros tres grupos, específicos y muy personalizados. En primer lugar, el médico valenciano José Albiñana fundó en abril de 1930 una Legión de la cual se proclamó Jefe Nacional en julio de 1930. Sus legionarios juraban enfrentarse en la calle contra cualquier grito subversivo y en especial actuaron como fuerza de choque contra la FUE. Fueron ellos por otra parte los primeros en retomar el tema de la ofensiva internacional de comunistas, masones y judíos contra España. Querían un gobierno fuerte liderado por La Cierva o Martínez Anido. Un segundo grupo era el que animaba Eduardo Aunós, ahora un entusiasta profeta del corporati-

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vismo jerárquico, que pretendió, como continuación de su obra bajo la Dictadura, la fundación de un Partido Laborista Nacional (también en abril de 1930). Proponía una amplia reorganización de la acción política, económica y social del estado bajo criterios corporativos. En el fondo defendía un estado socialmente orgánico dirigido por una oligarquia elitista. Aunós parecía contar con el apoyo del Secretariado Nacional Agrario y el Partido Nacional Agrario (con centro en los intereses cerealísticos de Valladolid). Finalmente, el tercer caso era el de José Calvo Sotelo quien después de su caída a finales de 1929 pronto volvió a la actividad política y creó el llamado Bloque Nacional (1930) La UMN provocó la crítica de la derecha conservadora y el rechazo de los políticos profesionales (nadie creía en su formal constitucionalismo) y la enemiga del Gobierno Berenguer alimentó el peso de los radicales y en especial de los colaboradores de La Nación. Sus directrices las marcaban el marqués de Quintanar y el viejo periodista maurista Delgado Barreto de tal forma que el periódico constituyó una plataforma de la derecha radical (alejada de las tendencias más conciliadoras de los dirigentes umenistas). Aquellos ultras primorriveristas (que no querían programas ni estrategias concretas), elaborararon un discurso alfonsino actualizando clásicos del pensamiento contra-revolucionario del siglo XIX y difundiero el neoderechismo europeo del momento (maurrasismo o integralismo portugés —especialmente defendido por Quintanar). Umenistas como Maeztu, Gay, Quintanar, José Antonio Primo o Delgado Barreto, ideológicamente, estaban más cerca de radicales como Eugenio Vegas, José M. Albiñana o Víctor Pradera que no de los propios compañeros neoconservadores del partido. De todas formas, los grupos radicales fueron renuentes a asumir la «modernidad» fascista (en aquellos momentos más identificada con el vanguardismo estético de Giménez Caballero y su Gaceta Literaria). Para avanzar en este camino habría que esperar a su actuación bajo la Segunda República.

15.3.3. El hundimiento de la Monarquía (1930-1931) Cuando fue evidente la incapacidad de la Dictadura para sentar las bases de un nuevo régimen, pocos de los viejos políticos dinásticos escaparon a las pautas del despacho privado, la entrevista respetable o la presión de salón. La excepción, sea algo relativa, fue la del conservador José Sánchez Guerra y su protesta iniciada en 1927 que derivó hacia la formación del llamado Bloque Constitucionalista. Pedían unas Cortes constituyentes y exigían depurar las responsabilidades de la Dictadura. Estaban, además, dispuestos a la conspiración y la solución antialfonsina como efectivamente pusieron de manifiesto al encabezar Sánchez Guerra el movimiento de enero de 1929 y, posteriormente, reactivar distintos planes de conspiración militar a lo largo de 1930. El grupo contó con un importante núcleo sevillano que animó Manuel Burgos y Mazo, y a lo largo de 1930 se sumaron a él personalidades de prestigio como José Bergamín o el mismo Melquíades Álvarez. En febrero de 1930, poco después de la dimisión de Primo, José Sánchez Guerra lanzó una fuerte diatriba contra Alfonso XIII, que sirvió para hacer patente el total distanciamiento respecto del régimen anterior y su opción por afrontar un cambio político acusado. Evidentemente, se trataba de encontrar los medios de preservar el control político de las elites burguesas socialmente hegemónicas, que creían amenazado a través del empuje dado por los errores de la Dictadura y el monarca a la izquierda política y social del país.

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En una dirección parecida, algunos miembros del Partido Liberal, como Baldomero Argente, habían intentado rehacer el partido ahora ampliándolo a las reivindicaciones del proletariado y de las clases medias de izquierda. Pero a la caída de Primo de Rivera, la personalidad clave volvió a ser el conde de Romanones. Éste inicialmente lanzó la propuesta de una nueva «monarquía democrática» en la que el Rey actuáse a modo de presidente hereditario de una república coronada, propuesta bien vista por los demócratas y ex-canalejistas de García Prieto, pero pronto frenó las demandas «radicales» y pactó con Alfonso XIII. Por su lado, Santiago Alba, que había permanecido todo el tiempo exiliado en Francia, no parecía capaz ni interesado en frenar la disgregación localista y regional de la Izquierda Liberal. Fue uno de los políticos a los que acudió Alfonso XIII para encontrar una salida (entrevista en París a finales de junio de 1930). Alba le propuso la celebración de elecciones limpias, una revisión constitucional y la investigación de las responsabilidades, así como en gobierno de concentración con liberales, republicanos y socialistas, pero ni a la derecha ni a la izquierda recogieron su propuesta. Al final, como ha sido ya comentado, llegó la convocatoria de elecciones municipales del 12 de abril de 1931, sin haber encontrado la Monarquía ningún camino claro de revisión constitucional. Tampoco había logrado galvanizar una salida el intento de Cambó y la Lliga Regionalista de impulsar un nuevo partido estatal, el Centro Constitucional, que pretendía apoyarse en diversos grupos conservadores regionales, grupos mauristas y la propia Lliga. Los resultados de aquella consulta determinaron la proclamación de la Segunda República. Los republicanos habían sabido avanzar una alternativa cada vez más creíble, que recibió un gran impulso después del Pacto de San Sebastián, de agosto de 1930. Y a pesar del fracaso del movimiento revolucionario de diciembre del mismo año, logró la movilización de las clases medias, profesionales y sectores populares y obreros que dieron triunfos en ocasiones sorprendentes en las principales ciudades y capitales del país.

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TERCERA PARTE

LA SEGUNDA REPÚBLICA (1931-1936) JESÚS A. MARTÍNEZ

CAPÍTULO XVI

Las repúblicas de 1931. Origen y expectativas 16.1. EN LA LÓGICA DE LA DEMOCRACIA El 14 de abril de 1931 quedó proclamada la República española. Era la segunda vez en la historia de España en que la república como forma de Estado sustituía a la monarquía. La herencia proyectada de la República de 1873 era sinónimo de inestabilidad política y subversión del orden social, y había sido entendida desde el discurso del sistema de la Restauración como un episodio traumático que se habría desviado del devenir natural de la tradición monárquica y de la historia de España. En 1931 la situación era bien distinta en cuanto al origen, naturaleza y expectativas del régimen republicano. Para empezar porque su nacimiento estuvo rodeado de un sustento popular con sus perfiles entusiastas, ánimos de cambio y expectativas de futuro, y no como una solución de emergencia por parte de las elites políticas en el callejón sin salida en que se encontraba la democracia en 1873. Sin embargo, las múltiples tensiones políticas, sociales, económicas e ideológicas de la España, y en su conjunto de la Europa, de los años 30 asociaron el nuevo régimen con radicalismo, desviación revolucionaria, traumas sociales y en fin, con la violencia que desembocó en la Guerra Civil a la que quedó vinculada. ¿Qué había ocurrido en poco más de un lustro para que se produjera una mutación de esas dimensiones, entre un proyecto republicano rodeado de expectativas y aspiraciones de todo tipo y la Guerra Civil? Este interrogante, sin embargo, supone una tentación metodológica muy al uso que entraña un planteamiento cuestionable: la presunción de un régimen republicano que, en una secuencia lógica, desemboca inevitablemente en una Guerra Civil. Así el estudio de la República ha quedado atrapado a menudo en claves de Guerra Civil, en vez de analizar la República misma. La cuestión va mucho más allá del cambio y la secuencia de una forma de Estado para plantear la configuración y contenido de un sistema democrático que abriera las espitas de la modernización del país, y los obstáculos y tensiones en que éste se vio envuelto. En este sentido república era sinónimo de modernización política y democracia, pero no era todo. La República, como expresa la propia morfología de su proclamación, era percibida y sentida emocionalmente como el símbolo de las expectativas que se abrían, y por ello fue entendida de muy distintas formas, y a ella apeló un nutrido inventario de aspiraciones muy diferentes. Por ello no cabe hablar de una sola República, aunque formal e institucionalmente sólo hubiera una, sino de varias repúblicas, o dicho de otro modo, distintas formas de entender el régimen re-

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Cartel de la República, hecho por los servicios de propaganda durante la Guerra Civil

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publicano en función de aspiraciones sociales, proyectos políticos o inquietudes culturales y vitales diversas.

16.2. CRISIS MONÁRQUICA, ELECCIONES MUNICIPALES Y FIESTA POPULAR En el origen inmediato de la instauración del régimen republicano confluye tanto el agotamiento del sistema político de la Restauración y la incapacidad de sus elites para reconvertir los pasos de la Monarquía de Alfonso XIII, como el empuje de la alternativa republicana y sus estrategias políticas. A largo plazo la inviabilidad del proyecto regenerador de España en claves monárquicas era un hecho. El sistema político de la Restauración había sido incapaz de acoplar en su propio funcionamiento político y en sus discursos los cambios sociales y económicos del primer tercio del siglo. Además la salida de la Dictadura había implicado sin retorno a la propia monarquía que había apostado por esa vía con la coartada de la regeneración. El reciclaje de las elites políticas, educadas y acostumbradas al engranaje caciquil, era imposible por su incapacidad de articular proyectos políticos viables. A corto plazo el Gobierno Berenguer, primero, y el Gobierno Aznar, después, demostraron esa falta de discurso y sobre todo de consenso que permitiera una apertura política, basada en la reconstrucción del reformismo, la recuperación de la normalidad constitucional y la reorientación de la Monarquía. Pero el año 1930 representaba también el de la reorganización de la oposición política, que cuajó en el Pacto de San Sebastián, y el de la creación de un clima de opinión cada vez más favorable a la república sobre todo en aquellos núcleos urbanos donde la cultura política estaba más arraigada. Pero ni unos ni otros adivinaron el acontecimiento que sería definitivo en la proclamación de la República, porque no formaba parte de sus expectativas ni de sus estrategias políticas inmediatas: las elecciones municipales de abril de 1931. Las fuerzas políticas monárquicas estaban descolocadas y divididas. Ni conservadores ni liberales lograron aglutinar un consenso para buscar la fórmula de vuelta al sistema constitucional y las dosis de apertura política. Entre las promesas de reforma y las prácticas autoritarias, los partidos y personalidades políticas del viejo sistema dinástico mostraban toda su debilidad, que se manifestó en la caída del Gobierno Berenguer el 14 de febrero de 1931. Le sustituyó un gobierno presidido por el almirante Aznar, compuesto por las principales figuras de los partidos dinásticos en una especie de gobierno de concentración monárquica. Fue un espejismo. La situación estaba agotada, por mucho que sus integrantes se afanaran en recuperar los viejos métodos e ideas del sistema de la Restauración, y al mismo tiempo era la última carta política de la monarquía. Para el gobierno la convocatoria de elecciones municipales para el 12 de abril era una pieza más de la secuencia que continuaría con elecciones provinciales y luego parlamentarias para volver a la normalidad constitucional. Pero ese primer escalón se convirtió en el acto final de la Monarquía. Las fuerzas políticas de oposición habían sufrido un proceso de remodelación y empuje a lo largo de 1930. A diferencia de la desarticulación monárquica, protagonizaron un proceso de convergencia, que culminó el 17 de agosto en el Pacto de San Sebastián, con la participación de un amplio arco de partidos republicanos, a los que se adhirieron en el mes de octubre socialistas y ugetistas. En la estrategia del Comité de Conjunción formado se situaba la celebración de grandes actos y la creación de un clima de opinión que logró capitalizar el descontento popular en una orientación

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antimonárquica. Pero sobre todo situaron el centro nervioso de su estrategia en un contexto de conflictividad política y social, en la huelga general y el movimiento insurreccional. Este empeño tuvo su ensayo descoordinado y frustrado en la sublevación de diciembre en Jaca. Pero la derrota la convirtieron en victoria moral al contribuir con sus mártires al clima de oposición monárquica. Clima también de oposición intelectual que tuvo como rasgo más visible la creación el 10 de febrero de la Agrupación al Servicio de la República. Pero para las fuerzas de oposición las elecciones municipales sólo eran una pieza más de su estrategia global. El resultado de las elecciones municipales tiene una vertiente cuantitativa: las candidaturas monárquicas obtuvieron mayor número de concejales en el conjunto del país, pero sobre todo en pequeñas localidades de carácter rural, donde la designación de concejales fue resultado de candidaturas únicas. Los republicanos ganaron en 41 de 50 capitales de provincias y en otros grandes núcleos urbanos, más empapados de cultura política, menos sensibles a la proyección del caciquismo y donde los republicano-socialistas tenían más pujanza. Pero los resultados implicaban aspectos cualitativos de notables dimensiones políticas: en ellas se demostró el grado de vitalidad y empuje del discurso republicano y su organización, mientras desvelaron la desarticulación monárquica y las prácticas caciquiles que durante décadas les habían asegurado los sistemas de representación. Pero, sobre todo, la importancia de las elecciones residió en la capitalización política que hicieron los republicanos de ellas al convertirlas en una especie de plebiscito monarquía-república y en poner de manifiesto las frágiles bases políticas y sociales con que contaba la monarquía. Las elecciones municipales por sí solas no hubieran tenido como resultado la proclamación de la República. Hizo falta, y ello fue fundamental, que ese carácter plebiscitario tuviera una visible manifestación popular. Un ambiente de fiesta popular, en palabras de Santos Juliá, que desveló la falta de apoyo a la monarquía y orientó el resultado electoral hacia un triunfo político republicano. Que el ambiente de emociones colectivas tuviera un carácter espontáneo no quiere decir que fuera repentino. Se extendió como un reguero por los centros nerviosos de las ciudades, pero había sido labrado en el clima emocional y de agitación antimonárquico de 1930 y, a largo plazo, en la lenta desarticulación del mito del «buen monarca» que secularmente había proyectado de forma paternal y castiza una imagen de invulnerabilidad que garantizaba la continuidad histórica. La monarquía no había sido derribada por la estrategia calculada de los republicanos, es decir, la insurrección militar, la huelga general y la acción política, que recordaba en otro contexto la revolución que acabó con la monarquía en 1868. Había sido derribada pacíficamente por el empuje popular que estalló aprovechando las elecciones municipales y desveló la fragilidad del régimen. Y el hecho no era menos revolucionario, esta vez apoyado en la voluntad popular y expresado en claves de esa fiesta colectiva. El protagonista había sido el pueblo. El texto de la abdicación de Alfonso XIII el 14 de abril de 1931 comenzaba «Las elecciones celebradas el domingo, me revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo». Aunque la utilización aquí del término pueblo está revestida de tonos casticistas, no deja de situar en el centro de la cuestión la ruptura de las relaciones del monarca con el conjunto de la ciudadanía, es decir, con esa categoría colectiva, genérica, totalizadora del conjunto social, a la que los contemporáneos denominaron pueblo. Una categoría colectiva decimonónica aglutinada por vivencias, espacios, expectativas e inquietudes comunes, que comprende desde trabajadores asalariados, ar-

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tesanos, tenderos o el servicio doméstico hasta propietarios con distintos niveles de percepción de ingresos. Situaciones diversas desde el punto de vista económico o de clase social, que sin embargo confluyeron en respuestas políticas y actitudes colectivas similares en una coyuntura de experiencia como la de 1931, pero que hundía sus raíces en la configuración del pueblo como categoría colectiva y sujeto revolucionario del siglo XIX.

16.3. SÍMBOLO DE ASPIRACIONES Y la República se puso en marcha. Pero una cosa era construir el Estado republicano dotándole de una estructura jurídica y política, y otra las expectativas diversas y, a veces, contradictorias, que su proclamación había despertado. Quedaba claro que el contenido del Estado republicano se edificaría sobre principios democráticos y que el Gobierno provisional había definido un mínimo consenso de actuación reformista, pero incluso éste se vería sometido a múltiples tensiones a muy corto plazo. Hasta el 15 de abril el frente común antimonárquico había sido un hecho, y cuyo elemento vertebrador, más que los programas y estrategias de los partidos republicanos, había sido la respuesta popular. Pero a partir de aquí la república se interiorizó de muy diversas formas, emocional y políticamente, claro está sin contar con sus detractores, que empezaron a cuestionarla desde el principio independientemente de los contenidos políticos que adquiriera. La república, más allá de la forma de Estado, fue entendida popularmente como símbolo de aspiraciones de todo tipo en un tiempo de crisis. Era la pieza regeneradora y transformadora de los males que aquejaban el país. Fue percibida con la mutación de la propia vida cotidiana o simplemente para despejar sus incertidumbres. La percepción de la República no tuvo siempre una cobertura política precisa, aunque es verdad que la República significó para amplios sectores el instrumento que asentaría los principios y valores democráticos, y que abría un proceso de modernización política. Pero también las expectativas de modernización económica, apuntando hacia la consolidación de las libertades de mercado y la estabilidad social. Para otros representaba un instrumento de transformación social, con el anhelo del reparto de tierras o la emancipación de los trabajadores. Y también hubo quienes situaron sus expectativas en el reconocimiento diferencial y en el derecho de autonomía. En la práctica política para dar cauce a tan diversos horizontes y hacerlos compatibles se abrió un debate sobre el contenido, alcance y ritmo de las reformas que fueron generando disensiones y engrosando las filas de quienes se habían opuesto o inhibido a la república desde sus comienzos. En todo caso, se ventilaba un múltiple conflicto de intereses sociales que fueron tomando posiciones alrededor de los grandes asuntos pendientes del país, como la propiedad agraria, la cuestión religiosa, la reforma educativa o la organización territorial del Estado. El objetivo de acabar con la Monarquía estaba colmado, y la adhesión mayoritaria y popular al régimen era un hecho. Pero se abrió un gran debate sobre la orientación que tomó, mientras las tensiones empezaron a aflorar fruto de expectativas políticas, sociales, económicas e ideológicas contrapuestas.

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CAPÍTULO XVII

El Gobierno provisional. Discurso modernizador y ética republicana 17.1. UN INSTRUMENTO DE TRANSICIÓN La revolución popular y pacífica cuajó en el traspaso de poderes formal que asumieron los miembros del Comité de Conjunción como Gobierno provisional. Publicado su nombramiento en la gaceta del 15 de abril, estaba formado por el heterogéneo abanico político de la conjunción republicano-socialista, que incluía desde antiguos monárquicos liberales hasta líderes sindicales. La presidencia del gobierno la ocupó Niceto Alcalá Zamora, líder de la Derecha Liberal Republicana, de igual filiación política que el ministro de Gobernación Miguel Maura. Los socialistas ocuparon tres carteras: Fernando de los Ríos (Justicia), Indalecio Prieto (Hacienda) y Largo Caballero (Trabajo y Previsión Social); el Partido Republicano Radical, dos: Alejandro Lerroux (Estado) y Diego Martínez Barrio (Comunicaciones); el Partido Republicano Radical Socialista, otras dos: Álvaro de Albornoz (Fomento) y Marcelino Domingo (Instrucción Pública); y un ministerio para otros partidos republicanos: Acción Republicana, representada por Manuel Azaña en el ministerio de Guerra, ORGA (Organización Republicana Gallega Autónoma), representada pos Santiago Casares Quiroga en Marina, y el Partido Catalanista Republicano, con Luis Nicolau D'Olwer en Economía Nacional. Su primer decreto se orientó a legitimar su actuación y a establecer sus límites, estableciendo las líneas maestras para dotar de legalidad al nuevo régimen. Quedaba claro que recibía sus poderes de la «voluntad nacional», pero también su carácter transitorio y cuya actuación sometería a las Cortes Constituyentes, que serían convocadas, como órgano supremo y directo de la voluntad nacional. La composición del Gobierno provisional y su espíritu de actuación eran el correlato aproximado de la oposición política a la monarquía y de la vocación reformista del consenso republicano. Respetuosos con la mutación formal del poder y de sus cauces de legitimidad, no solamente en su primer Decreto del 15 de abril —Estatuto Jurídico del Gobierno Provisional— establecía los límites de su actuación, sometiéndola a una futura sanción de las Cortes Constituyentes, sino que hacía una declaración de principios que reconocía la libertad de creencias y cultos, libertades políticas y sindicales, derecho de propiedad privada haciendo la salvedad de la función social de la tierra, y se comprometía a garantizar los derechos ciudadanos, de cuya fiscalización daría cuenta a las Cortes Constituyentes.

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17.2. EN LA TRADICIÓN LIBERAL Y DEMOCRÁTICA. REFRESCO INTELECTUAL Y VALORES REPUBLICANOS En general, los grupos republicanos venían a simbolizar la puesta política de largo, frente a la vieja clase política de los partidos dinásticos, de la nueva savia intelectual, reformista y laica de las clases medias urbanas ilustradas. Propietarios, intelectuales, profesionales, empleados públicos, atraídos por el mensaje regenerador en claves republicanas y su propuesta de modernización. Líderes políticos alimentados por un notable poso intelectual de tradición liberal y reformista, dotados de una oratoria brillante para levantar emociones, buenos comunicadores preparados para el debate de tertulia y para los grandes mítines, transmitiendo el convencimiento y la creencia en sus ideas. Juristas, intelectuales, profesores... que aportaban solidez técnica e intelectual a sus propuestas. Los republicanos aportaban, pues, refresco intelectual frente a la vieja clase política de la Restauración, anclada en el clientelismo y un discurso regenerador agotado. Pero también incorporaban nuevos valores, una ética republicana, que redefinía el papel de los políticos y sus relaciones con el conjunto de la ciudadanía. Aportaban la firme creencia además en los valores y libertades del individuo como ser social, sujeto de educación y humanismo, una fervorosa defensa de los principios democráticos y de la configuración de una sociedad civil capaz de decidir sobre su propio destino y un sentido laico. Una ética republicana empapada de responsabilidad cívica como emblema del hombre nuevo republicano, y en suma, de un modo de vida ligado a las libertades. Incorporaba así un discurso no sólo de modernización política, sino de modernización social basada en nuevos valores. Claro está que entre los partidos y los líderes republicanos en el gobierno había notables diferencias. Este acerbo común era compartido sobre todo por el grupo de Acción Republicana de Azaña y por los radical-socialistas de Domingo, también por los partidos regionalistas catalán y gallego representados por D'Olwer y Casares Quiroga, y con matices por el republicanismo histórico de Lerroux y Martínez Barrio. Subidos tardíamente al tren republicano se encontraban los republicanos de carácter conservador y catolicismo practicante, cuyos líderes Alcalá Zamora y Maura habían tenido responsabilidades políticas durante la monarquía, y que trataban de aglutinar un republicanismo de derechas a partir de la Derecha Liberal Republicana. Por su parte, los socialistas compartían con el republicanismo ese conjunto de valores ligado a la modernización política y la ética republicana. De hecho, republicanismo y socialismo reunían una larga experiencia histórica que en sus orígenes quedó vinculada a las respuestas políticas del «pueblo», y estratégicamente les llevó a colaborar en procesos electorales. Los socialistas eran republicanos. Pero, además, para ellos la república era un instrumento de transformación social y del protagonismo de las clases trabajadoras hacia su emancipación. Compartían a corto plazo con los republicanos no sólo el cambio de la forma de Estado y la extensión de los nuevos valores, sino el anhelo reformista que se traduciría en una mayor justicia social. El empuje con el que nacía la República era, pues, de «izquierdas», sobre el basamento de la conjunción republicano-socialista, ahora en tareas de gobierno. El régimen nació así asociado a los republicano-socialistas, con una excesiva identificación en los dos primeros años que facilitó la escasa voluntad de integración en el sistema de colectivos sociales y fuerzas políticas a la derecha y a la izquierda.

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La fuerza moral con la que nacía la República se debía a la capitalización política que habían hecho republicanos y socialistas del discurso de la modernización. Era un nuevo ensayo regenerador de España, pero formaba parte de la secuencia lógica abierta hacia la modernización del país y, por tanto, heredera del reformismo. Aunque el objetivo era una democratización de las estructuras del Estado y la puesta en marcha de las instituciones de la República, imprimieron un prudente espíritu reformista y acompasado y, en todo caso, pendiente del rumbo que tomara con las Cortes Constituyentes. No existió por tanto traumatismo revolucionario ni desviación del orden natural de la historia de España. Lo que aportaron cualitativamente al discurso de la modernización fue su matiz social. El regeneracionismo de la Restauración en las tres primeras décadas del siglo se había ocupado de una modernización técnica, pero no había podido arrebatar a republicanos y socialistas el discurso de la modernización social y sus clientelas, manteniendo los fundamentos sociales y políticos sobre los que se había asentado.

17.3. EL HORIZONTE REFORMISTA. EL ACOPLAMIENTO TERRITORIAL

Con estas premisas la actuación política del Gobierno provisional a través de diversos decretos ya desveló las piezas maestras del reformismo y los grandes proyectos que se desarrollarán después de aprobada la Constitución. También empezarán a aparecer las primeras tensiones y dificultades del régimen. Desde el punto de vista de la articulación del Estado, la joven República debía buscar de inmediato un compromiso con las aspiraciones de territorios como Cataluña y el País Vasco, que habían proclamado, o proyectado proclamar, su propia República. En el contexto de la secuencia de las proclamaciones de la República el 14 de abril, en Barcelona Francesc Maciá, líder de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), había tomado la iniciativa de proclamar la República catalana, como Estado independiente que se integraría en una federación de pueblos ibéricos. Tal actitud recuperaba la lógica del federalismo español del siglo XIX, en su versión intransigente a base de proclamar de forma inmediata la República en los territorios de la federación. Política de hechos consumados que, sin embargo, vulneraba los acuerdos del Pacto de San Sebastián, donde los partidos catalanistas habían tendido la colaboración con el republicanismo estatal. Allí habían estado presentes Acció Catalana y Acció Republicana de Catalunya, fusionadas en febrero de 1931 en el Partit Catalanista Republicá representado en el Gobierno provisional. Pero la iniciativa había sido protagonizada por la versión más radical de la ERC, partido formado en marzo de 1931 por tres núcleos, el más importante Estat Catalá, signatario del Pacto de San Sebastián. No había esperado a la reunión de Cortes Constituyentes. Las gestiones de varios miembros del gobierno en Barcelona culminaron el 21 de abril con la creación de la Generalitat de Catalunya, como órgano de gobierno autónomo dentro de la República española, y la elaboración de un proyecto de Estatuto de Autonomía que sería sometido a referéndum en Cataluña y a su aprobación por las Cortes Constituyentes. En el País Vasco el intento de proclamación de la República vasca en Guernica no fue efectivo, aunque sí los municipios vascos aprobaron un documento que se refería a la República vasca, y el 14 de junio en Estella cerca de medio millar de municipios aprobaron un Estatuto General que daría al País Vasco la autonomía dentro del Estado español.

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17.4. REFORMISMO SOCIAL Y ESCUELA PARA TODOS La labor del Gobierno provisional tuvo una preocupación reformista sobre todo en el terreno social. Establecido como principio la función social de la tierra, la precaria situación campesina —bajos salarios, desempleo...— invitó al gobierno a que legislara de forma inmediata. Resultado de ello fue una secuencia de decretos sobre el trabajo campesino que adivinaba la filosofía del proyecto global de reforma agraria: prioridad en la contratación de braceros del propio término municipal (20 de abril), prohibición de desahucios de pequeños arrendatarios agrícolas (29 de abril), laboreo forzoso que obligaba a los propietarios a tener las tierras cultivadas y bien labradas, realizando todas las labores necesarias para el buen cultivo (7 de mayo), concesión de créditos para contratar mano de obra en la recolección (28 de mayo), extensión del seguro de accidentes de trabajo a la agricultura (13 de junio), y jornada laboral de ocho horas para los campesinos (1 de julio). A ello se añadiría en el mes de octubre la creación de jurados mixtos de trabajo rural, con funciones de arbitraje en asuntos laborales (fijación de rentas, cumplimiento de la legislación laboral...). Vocación de reformismo social, fruto del compromiso republicano-socialista, impulsada por el ministro de Trabajo Largo Caballero, que empezó a generar los recelos de los propietarios agrarios. En el capítulo educativo, formando parte de una rica herencia intelectual y pedagógica que situaba la educación como objetivo prioritario en la formación ciudadana y la regeneración del país, el Gobierno provisional también adelantó las líneas maestras de su reforma educactiva que acogería la República como una inseparable seña de identidad. Alfabetizar, formar ciudadanos y con ello extender los valores republicanos sería uno de los nucleos centrales de su política. El ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, un maestro empapado del espíritu institucionista y admirador del proyecto educativo de Jules Ferry de «escuela para todos» en la III República francesa, representó la vocación pedagógica del nuevo régimen. Un decreto del 12 de junio, que creaba cerca de 7.000 nuevas escuelas para el curso siguiente, de las 27.151 proyectadas, y similar número de maestros, se iniciaba así: «El Gobierno provisional de la República sitúa en el primer plano de sus preocupaciones los problemas que hacen referencia a la educación del pueblo. La República aspira a transformar fundamentalmente la realidad española hasta lograr que España sea una auténtica democracia. Y España no será auténtica democracia mientras la inmensa mayoría de sus hijos, por falta de escuelas, se vean condenados a perpetua ignorancia.» La cuestión no sólo era cuantitativa, sino que contemplaba aspectos cualitativos y nuevos como piezas de un proyecto educactivo amplio: la creación de bibliotecas en las escuelas primarias (7 de agosto) respondiendo a la idea de función social de la escuela, la creación de las Misiones Pedagógicas (29 de mayo), orientadas a la difusión cultural en las poblaciones rurales, creación de los Consejos de Enseñanza (9 de junio), reforma del Consejo de Instrucción Pública (6 de mayo), reforma de las Normales (29 de septiembre) que las transformaba en mixtas y establecía nuevos criterios y fórmulas de formación de los maestros, y, finalmente, uno de los decretos más significativos de la reorientación pedagógica: la no obligatoriedad de la enseñanza de la religión en las escuelas y en las instituciones culturales del Estado (6 de mayo) siguiendo una vocación secularizadora. No se trataba sólo de un capítulo de la separa-

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ción Iglesia-Estado, sino de la aplicación del sentido laico y de formación cívica frente a la ética trascendente. Aunque en este último aspecto el discurso pretendía ser tolerante y no anticlerical, fue entendido por diversos sectores religiosos y sociales como un atentado contra la religión, inaugurando una secuencia de recelos contra la República que no tardarían mucho en instrumentalizarse políticamente.

17.5. LA MODERNIZACIÓN DEL EJÉRCITO Desde esta perspectiva reformista, Manuel Azaña puso en marcha en 1931 las primeras piezas de un ambicioso proyecto de reorganización y modernización del Ejército para acoplarse a los nuevos tiempos. El 23 de abril se publicó un decreto con la obligatoriedad de jurar fidelidad a la República, juramento que se exigía en un plazo muy breve. El decreto desligaba a los militares del juramento de obediencia a las instituciones monárquicas y establecía la vinculación del Ejército a la República a través de la independencia de la patria: el Ejército era nacional y la República era la nación, concluyendo: «La República es para todos los españoles, pero sólo pueden servirla en puestos de confianza los que sin reserva y fervorosamente adoptan su régimen. Retirar del servicio activo a los que rehúsen la promesa de fidelidad no tiene carácter de sanción, sino de ruptura de su compromiso con el Estado.» Firmaron la inmensa mayoría, pero la obligatoriedad y la premura causaron malestar, al igual que el decreto de «retiros» de 25 de abril que establecía normas para el retiro voluntario de generales, jefes y oficiales, para reducir las escalas generales como paso previo de un futura reorganización que racionalizara el Ejército. El retiro voluntario sería con paga completa, pero el desconocimiento de la planificación futura, la premura en la decisión con el plazo de 30 días y la amenaza de destitución sin beneficio alguno al personal sobrante, causó irritación y críticas. Según cifras de Alpert el retiro alcanzó a 133 generales, en diversas fechas, de los 258 existentes en abril de 1931, y entre 8.000 y 8.200 jefes y oficiales de un total de 20.576. Aunque hubo varias prórrogas y la amenaza de destitución nunca se cumplió, la rapidez del proceso, la ausencia de expectativas de un empleo en la vida civil y la posibilidad misma de destitución sin beneficio, generó rumores y un clima de recelo de notables consecuencias políticas. Además se suprimía la Academia General Militar de Zaragoza, por decreto publicado el 1 de julio, en un contexto de reorganización de la enseñanza militar, influido por la formación militar, en sus objetivos y organización, de los modelos francés y británico. Según los criterios del decreto, la Academia General no respondía a la orientación que se quería asignar a la enseñanza militar y su mantenimiento representaba un coste elevado al existir además cinco academias especializadas. En la misma fecha se reorganizaban las academias: una para infantería, caballería e intendencia, otra para artillería e ingenieros y una tercera para sanidad, con planes de estudios de cuatro años y un contenido fundamentalmente práctico en la formación. También se emprendió la reforma de la jurisdicción militar, con el objetivo de la unificación de fueros y el restablecimiento de la justicia ordinaria, sin privar a los tribunales militares que entendieran en los delitos estrictamente militares. Con ello trataba de impedir que la jurisdicción castrense se pronunciara sobre hechos ajenos al ámbito militar y además que se separaran delitos civiles y militares. En su aplicación la justicia militar quedaba desligada de los capitanes generales (11 de mayo), suprimiéndo-

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se el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Los encargados de administrar la justicia militar serían los auditores de guerra (2 de junio) que asumían las funciones judiciales de los capitanes generales. En términos racionales y de principios suponía una pieza modernizadora, pero empezaron a estallar las críticas en sectores del Ejército cuestionando la unificación de jurisdicciones y las limitaciones jurídicas que mediatizarían el control de los desórdenes sociales. Por otro lado, el 16 de junio se suprimieron los empleos de capitán general y teniente general; la cúspide de la jerarquía militar sería el general de división. La dignidad de capitán general se entendía anacrónica y según decía el decreto «conservaba cierta sombra de los virreyes», con mando interprovincial, con atribuciones jurídicas, y con intervención en cuestiones sociales y políticas ajenas al mando de tropas por encima de autoridades civiles. Situación anacrónica susceptible de desaparacer, pero que contrastaba con las expectativas simbólicas de la jerarquía militar. En términos de organización y circunscripción territorial las capitanías generales quedaban sustituidas por ocho divisiones orgánicas. El proyecto de racionalizar y modernizar el ejército, asociando sus funciones a la República democrática, fue realizado con el tono intelectual y de reformismo que contrastó con las sensibilidades de un ejército inflado, acostumbrado a relaciones clientelares, a un secular espíritu de cuerpo de privilegiadas relaciones con la corona y a un influjo que extendía su actividad sobre la vida civil. Las dificultades de una reordenación técnica eran visibles, pero lo era más el cambio de filosofía sobre lo que debía ser un ejército acoplado a la idea de nación republicana. El discurso de Azaña de deslindar a los militares de la política y de supremacía del poder civil lo articuló fría y racionalmente en detrimento del tono evocador de glorias pasadas tan querido por la sensibilidad militar. Muchos militares empezaron a transformar sus recelos y temores en una campaña de oposición a la política del nuevo régimen.

17.6. LA CUESTIÓN RELIGIOSA. EL DISCURSO LAICO Y SECULARIZADOR Para completar el panorama, el nuevo régimen tuvo que enfrentarse, antes de que cumpliera un mes, con una de las cuestiones más delicadas que condicionaron la trayectoria del régimen y de la sociedad española: las relaciones Estado-Iglesia y las dimensiones sociales y políticas que adquirió la cuestión religiosa en torno al debate clericalismo-secularización. Durante la etapa de la Restauración la cuestión religiosa se inclinó a favor del papel de la Iglesia, que consolidó sus posiciones ligadas al Estado, su patrimonio económico y su influencia social y educativa. Una cuestión que hundía sus raíces en los orígenes mismos de las relaciones Iglesia-Estado liberal durante el siglo XIX. La Constitución de 1876 había establecido la confesionalidad del Estado, con una tolerancia más o menos efectiva que se plasmó según la coyuntura política. La polémica sobre la cuestión religiosa y los proyectos secularizadores estuvieron presentes en Europa. En Francia culminó en el primer decenio del siglo con la total separación Iglesia-Estado: limitación de congregaciones religiosas y reducción drástica del papel de la Iglesia en la enseñanza, para desembocar en la separación de ambos poderes. Una secuencia presente en los discursos de algunos liberales, republicanos y socialistas españoles. Los proyectos de reforma en España, en el contexto regeneracionista de la época, fueron objeto de una intensa polémica, para acabar bloqueados: fue el intento liderado por Canalejas con la Ley del candado que limitaba la instalación de nue-

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vas congregaciones religiosas, que no llegó a cuajar a la espera de una ley de asociaciones que nunca culminó. La Iglesia había extralimitado sus funciones más allá del vigente Concordato de 1851, que garantizaba con presupuesto estatal el mantenimiento del culto y el clero. Además el fracaso estatal de la enseñanza brindó una oportunidad a la Iglesia para extender su dominio en el sector y la influencia social que de él se derivó. Para terminar, la jerarquía eclesiástica tenía un notable papel en los engranajes del Estado, y la Iglesia había desplegado una amplia red de instituciones benéficas, culturales, centros educativos y asociaciones diversas que aumentaban su influencia en el tejido social. Así, la cuestión religiosa tuvo que esperar a los tiempos de la República y la posibilidad de aplicar políticamente los discursos laicos y secularizadores del republicanismo español, que desgajara la asociación Iglesia-Estado y que secularizara la sociedad española. Las declaraciones formales de prudencia pronto se tornaron en conflicto. Inicialmente la jerarquía eclesiástica, aunque no toda, se mantuvo a la expectativa ante el nuevo régimen y siguió las intrucciones que la Santa Sede dio a los obispos de acatar el régimen, mientras Alcalá Zamora se comprometía con el nuncio Tedeschini a una política conciliadora y tolerante. Sin embargo, las primeras medidas o proyectos anunciados por el gobierno republicano para su discusión en las futuras Cortes Constituyentes se mezclaron con las actitudes beligerantes de un sector de la jerarquía eclesiástica, representado por el cardenal Segura, arzobispo de Toledo y Primado de España. La vocación secularizadora tuvo pocos episodios legales: decreto que prohibía la transferencia o venta de bienes eclesiásticos y, sobre todo, el decreto, vinculado a la reforma educativa, que clausuraba la educación religiosa obligatoria, pero fueron suficientes para activar la beligerancia de los obispos. Antes de este último decreto, el cardenal Segura, en su pastoral de 1 de mayo, elogiaba las relaciones de la monarquía con la Iglesia, consideraba un atentado contra los derechos de la Iglesia la política secularizadora e imprimía un tono beligerante al llamar a los fieles a que respondieran con su oposición. Así asociaba la vocación secularizadora y el derecho de libertad de culto y conciencia con medidas anticlericales y antirreligiosas, cuando en realidad el republicanismo español, como ya lo hiciera el liberalismo del siglo XIX, nunca se planteó la cuestión del dogma sino la separación Iglesia-Estado y la racionalización de sus relaciones. El conflicto Estado republicano-Iglesia estaba servido. Mientras tanto se activaron también las espitas de una larga memoria histórica de tensiones sociales vertebradas en torno al clericalismo-anticlericalismo. El anticlericalismo había tomado cuerpo a lo largo del siglo XIX y el primer tercio del XX. Existía un anticlericalismo de tipo intelectual, que hundía sus raíces en la crítica ilustrada del siglo XVIII y en el liberalismo del siglo XIX, que cuestionaba sobre todo la intervención de la Iglesia en lo temporal y era proclive a una sociedad laica. Pero también, un anticlericalismo popular, mucho más emocional, que asociaba el clero con los males del país y que estuvo salpicado de acciones violentas confundidas con otros problemas, ya fuera en 1834 o en 1909. Mientras, el púlpito había acrecentado su influencia en el tejido social, sobre todo campesino, que asignó a la religión un papel de moral social, una moral pública que acentuó sus tintes en la España de la Restauración, como una demostración externa de piedad colectiva que la alejaba de una concepción de sociedad laica en la que la religión se entendía, siguiendo el poso intelectual krausista y liberal, como una relación íntima e individual con Dios. De todas formas la práctica religiosa se había relajado y la secularización había dado sus primeros pasos en los núcleos urbanos de mayor envergadura. Y era también en los núcleos ur-

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banos donde se desplegó el anticlericalismo popular. No así en los ámbitos campesinos, donde el clero seguía siendo el principal motor de los estados de opinión. Un anticlericalismo urbano pupular que se recrudeció. A la idea del discurso laico republicano y socialista se añadió la creciente influencia anarquista. Pero era un anticlericalismo basado en claves emocionales y no políticas, en una imaginería popular que cada vez asoció más al báculo, la espada y el trono. Y es en este contexto donde adquieren su comprensión los sucesos entre el 10 y el 13 de mayo que culminaron en la quema de conventos e iglesias. La inauguración de un Círculo monárquico en Madrid y las muestras públicas y efusivas de los símbolos de la monarquía provocaron la respuesta en la calle en un tumulto que se trasladó a la sede del diario monáquico ABC con disturbios, amenaza de incendio e intervención de la guardia civil. Al día siguiente, en un clima de manifestación, grupos anónimos incendiaron un convento de jesuitas, y no por casualidad, ya que éstos representaban la mayor presencia efectiva del clero en el tejido social. Fue la inauguración de una secuencia de quema de iglesias y conventos en la capital que se extendió en los días siguientes por otras ciudades del país, sobre todo de Andalucía y Levante, recordando la geografía la conflictividad popular, republicana y anticlerical del siglo XIX. Fue una prueba de fuego para la política de orden público, sujeta a tensiones en el gobierno entre la propuesta de respuesta contundente del ministro de Gobernación y la relativa tolerancia, en unos acontecimientos que acabaron desbordando a las fuerzas de orden público con una intervención tardía e inoperante que le valió al gobierno la acusación de debilidad. Además el deterioro irreversible de las relaciones con la Iglesia se consumó. Las actividades de la jerarquía eclesiástica, lideradas por Segura, contra el régimen tomaron cuerpo y la respuesta republicana también, con la expulsión primero del obispo de Vitoria y luego del propio Segura, que durante los meses de mayo y junio había multiplicado sus acciones clandestinamente y después continuó en Francia. Pero sobre todo tuvo como consecuencias el descrédito del gobierno ante la opinión católica con la coartada de la indefensión y la configuración de un clima de tensión social vertebrado en torno a la cuestión religiosa, que desde entonces, como señala Tuñón de Lara, derivó a una equívoca asociación, que cundió en la opinión católica, entre defensa de la religión y defensa del orden social.

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CAPÍTULO XVIII

Las Cortes Constituyentes. Elecciones, cultura política y sistema de partidos 18.1. UN SISTEMA ELECTORAL DE MAYORÍAS. CULTURA POLÍTICA Y ELECCIONES El horizonte inmediato del Gobierno provisional era la convocatoria de unas Cortes Constituyentes que, en uso de su soberanía, dotaran a la República de un marco jurídico, político e institucional sobre la base de la democratización del país, esto es, que dieran contenido a la República. El 3 de junio se convocaron las elecciones. Pero antes, el 8 de mayo, se había aprobado el decreto que las regulaba y cuya aplicación tendrá consecuencias de primera magnitud en la dinámica política de los partidos. Modificaba la Ley Electoral de 1907 para acabar con viejos vicios del sistema caciquil: se suprimía la designación automática en los distritos con un único candidato y los distritos uninominales eran sustituidos por la circunscripción provincial, aunque las ciudades de más de cien mil habitantes tendrían distrito específico. El aspecto fundamental del sistema electoral eran los mecanismos que favorecían las mayorías, que estimulaban las grandes coaliciones. Para las minorías quedaba reservada una representación, sobre todo a partir de una segunda vuelta, pero que no alteraba la primacía de las grandes mayorías parlamentarias. Así, las candidaturas separadas de los partidos estaban condenadas al fracaso, en beneficio de heterogéneas coaliciones. Por otro lado, se rebajaba la edad mínima de voto a 23 años, aunque se posponía a las Cortes la decisión de incluir el sufragio femenino. El tiempo histórico se aceleró. Un extendido clima de politización inundó la sociedad española de la época. Sobre todo los núcleos urbanos se constituyeron en grandes hervideros políticos, donde los colectivos sociales trataban de dar cobertura política a sus expectativas. Frente al modelo clientelar y caciquil de la Restauración, los ciudadanos de 1931 no sólo vieron la posibilidad real y tangible de participar en la vida política, sino de influir directamete en el gobierno del país. Unas mayores dosis de cultura política, en términos de participación electoral, debate político y militancia, que no siempre estaba impregnada de unos valores democráticos todavía incipientes y de difícil consolidación, en un contexto que albergará pronto también el recurso a la insurreción, la militarización de la política y las alternativas contra el sistema, obstaculizando las posibilidades de estabilización de la democracia. Los procesos electorales adquirieron una dimensión de primera magnitud, de tal forma que estas elecciones generales de 1931, las de 1933 y las de 1936 jalonan las fases de la historia política de la República, dibujando momentos diferentes en la configuración del sistema de partidos y en la política de los gobiernos.

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El comité revolucionario que en la noche del 14 de abril se convirtió en gobierno provisional de la República. (Azaña, Albornoz, Alcalá-Zamora, Maura, Largo Caballero, De los Ríos y Lerroux.)

El 28 de junio se celebraron elecciones en primera vuelta, completándose con una segunda entre julio y noviembre de 1931, con un notable índice de participación que superaba levemente el 70 por 100. El resultado fue un multipartidismo, fruto de la pluralidad de opciones en proceso de nacimiento o en profunda reordenación. El sistema electoral que primaba las mayorías dio un rotundo triunfo a las fuerzas políticas que formaban el Gobierno provisional al presentarse unidas como Conjunción republicano-socialista. En la coalición destacaron los dos grandes partidos históricos, el Partido Socialista, que obtuvo 114 escaños, convertido en la primera fuerza parlamentaria, y el Partido Republicano Radical, que obtuvo 89 diputados. Además, el Partido Republicano Radical-Socialista obtenía 55 diputados y Acción Republicana 30, mientras la derecha republicana obtenía 22 diputados. Los partidos nacionalistas republicanos de la ERC y la ORGA obtenían 36 y 16 diputados, respectivamente. El panorama de los republicanos de izquierda se completaba con representaciones de pequeños partidos republicanos e independientes de difícil ubicación. En suma, una gran mayoría republicana y socialista, muy fragmentada —socialistas, republicanos de centro y centro-izquierda, republicanos nacionalistas, centro-derecha republicana—, representada en gran parte en el Gobierno provisional y que en conjunto ocupaba aproximadamente el 90 por 100 del Parlamento. Mientras, los partidos dinásticos habían quedado desarticulados desde la época de la Dictadura, la vieja clase política desorganizada y la derecha conservadora desorientada. Pero sobre todo, porque las estructuras caciquiles y las clientelas en términos políticos se habían fracturado y así los partidos de notables y sus organizaciones habían quedado deshechas. Una fragmentación considerable y escaso nivel organizativo, y unas candidaturas divididas con la consiguiente penalización por el sistema electoral, se tradujeron en una minoritaria y heterogénea presencia de la derecha no republicana que en conjunto sumaba 41 diputados, entre los agrarios (21), los católicos de Acción Nacional (3), monárquicos (2) y los nacionalistas vascos (4), La Lliga

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(2) y la coalición vasco-navarra (9), que habían incluido entre sus candidatos militantes tradicionalistas.

18.2. UN SISTEMA DE PARTIDOS FRAGMENTADO Y EN FORMACIÓN El sistema de partidos resultante era inestable y todavía en formación. Por el momento quedaban fuera, tenían una presencia insignificante, o estaban en proceso de formación, las fuerzas políticas anti-sistema (comunistas, monárquicos, tradicionalistas, derecha autoritaria...). La CNT, por su parte, había optado por la revolución inmediata a través del sindicalismo revolucionario. No existía, por tanto, polarización. Sin embargo el sistema de partidos en esta primera fase quedó atrapado en un vicio de origen que condicionará la trayectoria del régimen: la asociación entre la coalición gobernante de republicanos y socialistas —es decir, quienes políticamente habían protagonizado la llegada de la República— y el propio régimen, que, como ha señalado Linz, se convirtió en uno de los factores de inestabilidad. Así quedaban fuera, sin legitimidad para gobernar —legitimidad excluyente, como la ha calificado Santos Juliá— las fuerzas políticas de derecha, lo que condicionaba negativamente una futura estabilidad del sistema de partidos y, sobre todo, hipotecaba el régimen mismo identificado con las izquierdas republicanas. Por lo demás, este panorama político de partidos y composición parlamentaria presentaba un desajuste con las bases sociales. Que la República había sido fruto de un entusiasmo colectivo no quiere decir que se hubiera republicanizado la sociedad. De hecho, pesó mucho el voto antimonárquico, más que las convicciones republicanas. Con ello el régimen republicano y las fuerzas que lo habían identificado carecían de fuertes bases sociales de sustentación, en un conjunto social que debía incorporarse todavía sociológicamente al régimen.

18.3. LAS CORTES, CENTRO NEURÁLGICO DE LA VIDA POLÍTICA Las Cortes tuvieron su sesión de apertura el 14 de julio en una legislatura que se prolongaría hasta el 9 de octubre de 1933. Había quedado fuera, salvo alguna presencia testimonial, la vieja clase política de la Restauración. La gran mayoría eran diputados por primera vez, inaugurando una discontinuidad no sólo respecto a la etapa anterior, sino que el sistema electoral y de partidos hará que tal discontinuidad se reproduzca en 1933 y 1936. Todos compartían la euforia de una experiencia percibida como histórica, nada menos que moldear el funcionamiento democrático y abordar las reformas pendientes del país. Era sentida su actividad como un punto de partida, como la ruptura con un mundo anterior, que daría los cauces institucionales a la revolución. Pero, por lo mismo, casi todos eran huérfanos de experiencia, mas que nada porque hasta entonces republicanos y socialistas sólo habían tenido una presencia muy minoritaria y marginal en las Cortes de la Restauración. Pero de lo que no carecían era de formación técnica e intelectual, en una Cámara mayoritariamente compuesta por clases medias ilustradas. Profesionales liberales, empleados públicos, profesores, escritores, periodistas, con elevadas dosis de formación humanística y jurídica, que otorgaron un sello de intelectualidad. Los intelectuales habían engrosado los partidos y se habían incorporado de lleno a la vida política. También el Parlamen-

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to contó con una presencia de diputados procedentes de la militancia obrera, pero fueron una minoría. La Cámara recuperó el papel de centro de la vida política. Y también se rescató la oratoria. La asistencia masiva al hemiciclo respondía al atractivo de los debates políticos y las confrontaciones dialécticas. La nueva situación del Parlamento, convertido en el centro neurálgico de construcción del Estado republicano y del debate político, contrastaba vivamente con las Cortes de la Restauración desplazadas por los centros de poder urdidos en las relaciones clientelares del gobierno y de Palacio. Los diputados, en fin, iniciaron un aprendizaje de las prácticas democráticas, mediatizadas hasta entonces por la vieja clase política. Presididas las Cortes por Julián Besteiro, iniciaron en la segunda quincena de julio una intensa actividad legislativa. Para empezar fueron refrendados a lo largo de varios días los decretos del Gobierno provisional, que quedaba asimismo confirmado el 28 del mismo mes. La confianza de la Cámara en el gobierno y la ratificación de sus decretos le apeaba de la provisionalidad y le adjudicaba una línea de continuidad legitimada por los resultados electorales. La tarea principal de las Cortes consistía en el debate y aprobación de una Constitución.

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CAPÍTULO XIX

La articulación del Estado y el sistema político. La Constitución de 1931 19.1. UN CONSENSO REPUBLICANO-SOCIALISTA Entre el 29 de julio en que quedó constituida la Comisión parlamentaria, que elaboró un proyecto de Constitución, hasta el 9 de diciembre en que fue aprobada, transcurrieron varios meses de intensos debates que condicionaron la dinámica política y desvelaron los grandes temas de la vida nacional, con múltiples controversias sobre la forma de entender el Estado y la organización social y económica, al mismo tiempo que en torno a ellos se fueron alimentando y fijando muchas posiciones políticas. La filosofía central del texto de la Comisión y los criterios, no sin negociaciones, que se acabarían implantando en los debates parlamentarios, partieron de la concepción de la izquierda y sus contenidos sociales, representados sobre todo por socialistas y radical-socialistas, aunque tendió a apoyar sus tesis Acción Republicana. Las posiciones del centro —radicales— y de la derecha —Partido Progresista, nuevo nombre de la DLR— republicanas de la coalición fueron discrepantes y opuestas en muchos aspectos. Mientras, los nacionalistas republicanos insistían en su diferente concepción del Estado, y la minoría de derechas no republicanas se oponían frontalmente al espíritu y contenido de las propuestas. Los grandes temas de debate, entre otros menos discutidos, fueron por orden de importancia en cuanto a sus consecuencias políticas, la cuestión religiosa, la organización territorial del Estado, la definición misma de la República, el derecho de propiedad y la intervención del Estado, y el sufragio femenino. El debate en las Cortes provocó duras controversias, y acabaría fragmentando la coalición gubernamental, de la que se apearon primero los representantes de la derecha republicana y los radicales después. Además los agrarios y los vasco-navarros se ausentaron del Congreso y la opinión pública se hizo eco de los enconados debates. Fue aprobada en su conjunto por 368 votos a favor, pero con la abstención de la minoría de derechas, y, más que fruto del consenso de las fuerzas políticas, respondió al compromiso de las izquierdas, en una especie de híbrido entre las propuestas socialistas y las de los republicanos de izquierda. Una Constitución extensa con nueve títulos y 124 artículos, que se apoyaba en un desarrollo profundo de los principios democráticos acoplados a la naturaleza y funcionamiento del Estado y a los derechos ciudadanos y en una vocación de reforma social.

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19.2. SOBERANÍA POPULAR, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA Y ESTADO INTEGRAL En primer lugar destaca en el preámbulo la legitimación de la actuación de las Cortes Constituyentes como un acto de soberanía, apellidada de popular cuando el artículo 1 expresa la versión acabada de soberanía al explicitar que todos los poderes emanan del pueblo. En el mismo artículo la República quedaba definida como una «República democrática de trabajadores de toda clase que se organizan en régimen de libertad y justicia». La pieza maestra de la democracia, asociada a la libertad y a la justicia, como sistema político que daba contenido a la República, había quedado completada inicialmente con el término de «trabajadores» transmitiendo la vocación social con que socialistas y radical-socialistas contemplaban la organización del Estado. Versión revolucionaria que en el curso de los debates quedó matizada como «trabajadores de toda clase» vaciando su contenido social. El modelo de organización territorial del Estado también quedó expresado en el artículo 1 al decir: «La República se constituye en Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y Regiones.» Esta fórmula trataba de resolver el largo debate histórico entre un Estado unitario y un Estado federal, que hundía sus raíces en la forma de construcción del Estado liberal en el siglo XIX, ahora con la urgencia política que suponía la iniciativa de la Generalitat de Cataluña de haber redactado y aprobado en referéndum un Estatuto de Autonomía antes de la discusión del texto constitucional. El concepto no fue explícitamente clarificado ni debatido terminológicamente. Más que el concepto en sí mismo, la fórmula utilizada, como ha señalado Tomás y Valiente, procedía del pensamiento jurídico-político alemán de los años 20 —Smend y Heller— del que se habían empapado jovenes profesores españoles en Berlín y que hacía referencia a la «necesidad de propiciar la voluntaria integración de las partes en la totalidad, de las regiones autonómicas en el Estado», aportando la Constitución los mecanismos necesarios para dar cauce a esa integración voluntaria; así la fórmula de Estado integral se entendía como un complejo orgánico capaz de coordinar cuerpos autónomos. El correlato y desarrollo de este principio ocupó el título I sobre «Organización nacional». El debate autonómico fue uno de los que exigió mayores y complicadas negociaciones, sobre todo porque el Estatuto catalán aprobado, en filosofía y competencias, entraba en contradicción con el proyecto constitucional. El texto final recogió que el Estado español estaba integrado por municipios mancomunados en provincias y por las regiones que voluntariamente se constituyeran en régimen de autonomía. Varias provincias podrían organizarse en región autónoma, con la elaboración de un Estatuto que debían aprobar las Cortes, lo que invalidaba cualquier cesión de soberanía. Además se rechazaba cualquier veleidad federalista al prohibir explícitamente la federación de dos regiones autónomas. La región autónoma era un «núcleo político-administrativo dentro del Estado español», regida por su Estatuto como ley básica de organización, con gobierno y parlamento propios. El articulado constitucional incluyó la redacción de competencias que el Estado se reservaba en exclusiva, las competencias del Estado que gestionarían los territorios autónomos y finalmente las competencias específicas, que no enunciaba, no comprendidas en los anteriores apartados y que se incluyeran en los respectivos Estatutos. Todo ello signi-

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ficaba la posibilidad de un autogobierno limitado, con criterios y competencias favorables a la supremacía del Estado, y en todo caso muy lejos de las iniciales pretensiones plasmadas por los nacionalismos catalán y vasco. El debate sobre las competencias volvería a surgir con motivo de la nueva redacción, según estos principios, del Estatuto catalán en 1932.

19.3. UN RÉGIMEN PARLAMENTARIO La Constitución republicana establecía una taxativa y radical separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Ahora bien, prevenidos por las tendencias presidencialistas y autoritarias de la época y, sobre todo, por el papel desempeñado por la monarquía española con fuertes dosis de intervención en el juego político, los criterios de equilibrio entre los poderes se demarcaban en último término hacia el legislativo, las Cortes o Congreso de los Diputados, como poder básico, derivado del concepto de soberanía: el pueblo la delegaba en la institución parlamentaria. De hecho eran elegidas por sufragio universal directo. Compuestas por una sola Cámara, rompiendo la trayectoria histórica bicameral del parlamentarismo español —excepción hecha de la Constitución de 1812—, debían tener un funcionamiento mínimo de cinco meses al año con dos periodos, al menos, de reunión. Además tenían un plazo máximo de reunión de treinta días después de su elección, adoptarían su propio reglamento y designarían una diputación permanente de Cortes. Aspectos todos ellos orientados a garantizar su autonomía a salvo de los posibles abusos del poder ejecutivo. La supremacía del Congreso de Diputados se traducía en la práctica en un régimen parlamentario, con el control que ejercía sobre el gobierno, que responsable ante la institución, pudiendo ejercer la moción de censura. Así, el gobierno respondía ante el Congreso solidariamente de la política del gobierno e individualmente de su gestión ministerial. En la práctica los gobiernos debían contar con amplias mayorías parlamentarias. También podía destituir al presidente de la República, como ocurriría en 1936, cuando tres quintas partes de los diputados considerasen que había incumplido sus deberes constitucionales. El Congreso tenía amplias atribuciones legislativas y las condiciones para autorizar al gobierno legislar por decreto eran muy escrupulosas. Por otro lado, la Constitución apuntaba fórmulas de democracia directa, aunque nunca llevadas a la práctica, como las iniciativas populares de referéndum y proposiciones de ley. Aunque en la compleja relación de poderes la supremacía correspondía a las Cortes, el gobierno tenía margen de actuación e iniciativa legislativa. En la práctica la fragilidad e inestabilidad del sistema de partidos y de las coaliciones hizo que los gobiernos, pendientes de la confianza parlamentaria y de la del jefe del Estado, duraran poco, sobre todo desde 1933, y fueran muy frágiles. Por su parte, la jefatura del Estado correspondía al presidente de la República. Elegido por un periodo de siete años por los diputados y un número igual de compromisarios —votados por sufragio universal— en una formula híbrida que le alejaba de su exclusiva dependencia de las Cortes y del carácter presidencialista que otorgaría el sufragio universal. Entre sus funciones destacan las de representar a la nación, promulgar las leyes, firmar decretos refrendados por el ministro correspondiente, y expedir reglamentos para la ejecución de las leyes, siendo básica la de nombrar y separar al presidente del gobierno y,

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a propuesta de éste, a los ministros, aunque éstos en un régimen de doble confianza debían tenerla también de las Cortes. En casos muy excepcionales, y de forma provisional, cuando no se hallara reunido el Congreso, podría legislar por decreto de acuerdo con el gobierno y la diputación permanente. Podría disolver las Cortes dos veces como máximo durante su mandato con la condición de convocar nuevas elecciones en un plazo de sesenta días. Las amplias facultades del presidente estaban mediatizadas con el contrapeso de las Cortes, pero en la práctica la dinámica política a medida que acentúe su inestabilidad provocará un mayor intervencionismo del presidente, influyendo decisivamente en el nombramiento y caída de los gobiernos. En el capítulo de la justicia quedaba reflejada la autonomía de los órganos jurisdiccionales frente a otros poderes, explicitando que «los jueces son independientes en su función». Contemplaba la unidad jurisdiccional, excepto la jurisdicción penal militar limitada a delitos militares, y de fuero. Además establecía la institución del jurado como fórmula de participación del pueblo en la administración de la justicia.

19.4. LAS LIBERTADES, ESENCIA DEL FUNCIONAMIENTO DEMOCRÁTICO La Constitución de la República dedicó un nutrido, escrupuloso y moderno inventario a los derechos y libertades de los ciudadanos, como una de las piezas centrales del funcionamiento democrático, y las fórmulas para garantizarlos. Así, los derechos no aparecían como un apéndice formal, sino como esencia misma del funcionamiento democrático a los que estaban supeditados los poderes públicos, recordando el espíritu de la Constitución democrática de 1869. Ello suponía una redefinición de relaciones entre gobernantes y gobernados, por la que los primeros no tenían que limitar, conceder o reprimir derechos, sino que éstos eran ilegislables e inalienables y por lo tanto su función consistía en garantizarlos. Un primer bloque recogía los derechos individuales, derivados además de la igualdad ante la ley establecida en el artículo 2, la libertad de circulación, inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, garantías penales y procesales, libertad de expresión sin previa censura, reunión y manifestación, asociación o sindicación... Algunos de ellos fueron objeto de mayores debates, como el derecho de sufragio, que provocó discrepancias al considerar grupos republicanos que la aprobación del sufragio femenino se orientaría a corto plazo hacia opciones de derecha. Finalmente se estableció el derecho de voto para hombres y mujeres mayores de 23 años. Era la expresión de la coherencia democrática del nuevo régimen, en la lógica de una concepción de ciudadanía basada en la igualdad de derechos y en la consideración tanto de hombres como de mujeres de sujetos políticos activos. En tal sentido Mary Nash ha planteado la cuestión: «El régimen democrático de la República representó un cambio significativo en la cultura política de España y, a la vez, abrió una coyuntura política mucho más favorable para las mujeres. Pero la pervivencia de la mentalidad y de la cultura política tradicional, de diferencia de género, reflejada en el debate constitucional sobre el sufragio femenino, había de influir de forma significativa en la posterior integración de las mujeres como sujetos políticos activos a la vida política republicana. Nociones como ciudadanía excluyente o diferenciada no desaparecieron de golpe e influyeron en la definición de la posterior trayectoria política y social de las mujeres a lo largo del periodo republicano.» La suspensión de derechos y garantías constitucionales, para casos excepcionales, quedaba escrupulosamente controlada, y con el concurso de las Cortes. Además de

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estos derechos clásicos del funcionamiento democrático, la principal novedad residió en un segundo capítulo de derechos relativos a la familia, la economía y la cultura donde se proyectó la preocupación social. La familia quedaba «bajo la salvaguarda especial del Estado», y las relaciones familiares bajo principios de igualdad, libertad y responsabilidad, en que el matrimonio era entendido en igualdad de derechos para ambos sexos y con posibilidad de disolución, artículo que en la práctica revolucionó muchas pautas de comportamiento en las relaciones de género, sobre todo en la forma de entenderlas, pero al mismo tiempo amplió los argumentos de la opinión y los grupos católicos contra la República. El trabajo no era reconocido sólo como derecho, sino como obligación social, además de que establecía una extensa nómina de aspectos de la legislación social que quedarían regulados —seguridad social, condiciones de trabajo, jornada, protección del trabajo infantil y de las mujeres, protección de campesinos... «y todo cuanto afecte a la defensa de los trabajadores»—, desvelándose la veta socialista en su elevación a la categoría constitucional. Al mismo tiempo destacaba la cultura como un servicio de atribución esencial del Estado y recogía la filosofía educativa de la República, laica y proyectada en términos de solidaridad, como un derecho esencial, con una enseñanza primaria obligatoria y gratuita. En este capítulo un asunto fue objeto de fuertes debates: la economía y la propiedad. La propiedad individual quedaba limitada por la utilidad pública. Inicialmente la propuesta debatida contemplaba el principio de expropiación forzosa, con o sin indemnización, por causas de utilidad pública y completada con su socialización. Los socialistas no contaron con el apoyo de sus socios republicanos, por lo que se llegó a una fórmula matizada. Se establecía el principio de que la riqueza del país estaba subordinada a los intereses de la economía nacional y la propiedad podría ser objeto de expropiación forzosa apelando a la utilidad social, pero con indemnización, y se establecía la posibilidad de la socialización de la propiedad, no de forma forzosa, y de la nacionalización de servicios y explotaciones de interés común. Pero la cuestión que suscitó los más enconados debates, que tuvo mayores consecuencias políticas inmediatas y a largo plazo, y que más se proyectó en la opinión pública fue la cuestión religiosa. El objetivo de reestructurar las relaciones Iglesia-Estado en un sentido laico y establecer la libertad de cultos fue matizado en su redacción después de una primera más radical de la ponencia constitucional. Pese a ello la definitiva redacción, más atemperada pero sin apearse de los principios, no evitó las dimisiones de Alcalá Zamora y Maura, la derecha católica en el gobierno, y la retirada de los debates de los vasco-navarros, además de que se desatara un amplia campaña de opinión católica y de que sólo participaran en la votación la mitad de los diputados. El artículo 3 expresó finalmente: «El Estado español no tiene religión oficial», pero el problema mayor residió en los artículos que entendían en las relaciones del Estado con el ejercicio de los derechos en materia religiosa. Las confesiones religiosas se consideraban asociaciones, aunque sometidas a una ley especial, y el Estado se desvinculaba de la financiación de la Iglesia hasta la total extinción de la ayuda económica pública. Quedaban disueltas, y sus bienes nacionalizados, aquellas órdenes religiosas con tres votos canónicos y otro de especial obediencia a autoridad distinta del Estado, refiriéndose tácitamente a la Compañía de Jesús, mientras las demás órdenes tendrían una ley especial con las siguientes bases: inscripción en un registro especial, incapacidad de adquirir y conservar bienes distintos de los necesarios, prohibición de ejercer la industria, el comercio y la enseñanza y obligación de rendir cuentas anuales al Estado de las inversiones efectuadas. El correlato de la separación

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Iglesia-Estado era el de la libertad absoluta de cultos, concibiendo la religión como un derecho individual en un Estado laico, ajena a la moral social con que era entendida la práctica religiosa y a las manifestaciones colectivas de piedad barroca. Por eso las manifestaciones públicas de culto debían ser autorizadas por el Estado, estableciéndose el carácter privado del culto. Además quedaban secularizados los cementerios. Esta fue la pieza que movilizó a la opinión católica, capitalizada políticamente por la minoría Acción Nacional representada en Cortes por Gil Robles, y que acabaría cuajando en el partido de masas de la derecha católica, la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). En este sentido, la revisión constitucional era el objetivo inmediato, pero en ello subyacía la alimentación de una corriente de oposición que cuestionaba el régimen mismo. Para terminar, un aspecto cualitativo e inédito se incorporó al texto constitucional: la fórmula para garantizar la constitucionalidad de las leyes, con la creación de un Tribunal de Garantías Constitucionales. Este tribunal entendería en los recursos de inconstitucionalidad de las leyes, pero además el de amparo de garantías individuales, con lo que se convertía en el instrumento último que garantizaba el ejercicio de los derechos individuales. Al mismo tiempo resolvería los conflictos entre el Estado y las regiones autónomas y la reponsabilidad criminal de los representantes del poder ejecutivo, empezando por el presidente de la República, y del poder judicial. En la práctica, regulado por ley orgánica en 1933, estuvo sujeto a múltiples controversias derivadas de la elección de sus miembros y de algunas de sus resoluciones. La Constitución estableció normas para su reforma. Pero un texto concebido como norma suprema de la articulación jurídico-política del Estado y de la garantía de los derechos individuales, fue entendido también con una vocación de perdurabilidad. Prevenciones técnicas y temporales hacían difícil la reforma, con una trabazón autodefensiva. Una constitución rígida que la hacía poco vulnerable a sus detractores, que ya planteaban su reforma antes de la aprobación. En la práctica, pronto las reglas del juego político irían apartándose de los cauces constitucionales. La Constitución resultaba la plasmación de un proyecto intelectual para modernizar el país y democratizar sus estructuras, pero no había sido el resultado de un amplio consenso. Había quedado mutilada por los que se inhibieron o se opusieron, y en todo caso era producto de un consenso de izquierdas, vertebrado por socialistas y republicanos de izquierda, a los que quedó asociada, perdiendo la vocación universalista con la que había nacido. Y quedaba un reto supremo más allá del texto constitucional: trasladar su espíritu a las instituciones y a los ciudadanos, es decir, republicanizar el Estado y sus instituciones, y proyectar los nuevos valores con su espíritu civil y laico a la sociedad española.

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CAPÍTULO XX

El conjunto reformista. Regar campos y regar cerebros 20.1. EL GOBIERNO AZAÑA: LA CONFLUENCIA DE SOCIALISTAS Y REPUBLICANOS DE IZQUIERDA Y LA HETEROGENEIDAD DE LAS REFORMAS

Las Cortes Constituyentes no culminaron su labor con la aprobación del texto constitucional. Habían sido entendidas como la columna vertebral que sentaría las bases del régimen, y esto no se agotaba con la Constitución, por eso prolongaban su labor hasta la aprobación de las leyes complementarias, un argumento defendido tenazmente por Azaña en el hemiciclo que representaba la expresión del espíritu del 14 de abril. Al día siguiente de la aprobación del texto constitucional fue elegido presidente de la República Niceto Alcalá Zamora, con el apoyo de la coalición gobernante, de los nacionalistas vascos y de la Agrupación al Servicio de la República, más su propio partido de la derecha republicana. Su elección no dejaba de buscar la recuperación del consenso de la coalición, diezmado precisamente por la salida de Alcalá Zamora y Maura del gobierno en octubre, y remodelado entonces con la presidencia del gobierno para Azaña, que también ocupaba la cartera de Guerra, y la entrada de otro miembro de Acción Republicana, José Giral. Pero su elección no se había hecho sin recelos, y además las disensiones se manifestaban ahora con motivo de la formación de un nuevo gobierno. Éste quedó formado el 15 de diciembre, con la negativa del Partido Radical a colaborar, rompiéndose la amplia alianza republicana. Y no era una cuestión marginal, sino básica en el trasunto posterior de la historia política de la República y el papel que desempeñó este partido. El Partido Radical era la segunda minoría de las Cortes y una pieza central del gobierno de coalición. Ahora el gobierno descansaba sobre el mantenimiento de compromiso de colaboración entre republicanos de izquierda y socialistas, opción debatida ampliamente en ambos grupos. Los radicales dejaron de apoyar a la conjunción, con abstenciones y votos en contra, manifestándose en frecuentes debates encontrados entre Azaña y Lerroux, y apelando continuamente a la disolución de las Cortes. Esto significó un goteo de pérdida de apoyos parlamentarios del gobierno, que, sin embargo, estaba edificado con una mayoría suficiente y además sin alternativa posible, y que duraría hasta el 12 de junio de 1933. Presidido por Azaña, que consolidaba su liderazgo político de la izquierda republicana y guía moral de las nuevas formas de hacer política, estaba compuesto además por otro miembro de Acción Republicana, Giral, dos del Partido

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Manuel Azaña caricaturizado en la revista satírica Gutiérrez.

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Radical-Socialista, Domingo y Albornoz, uno de la ORGA, Casares Quiroga, además de tres socialistas, Prieto, Largo Caballero y De los Ríos, y dos independientes, Zulueta y Carner. Se estableció, pues, una línea de continuidad con la política reformista desarrollada por el Gobierno provisional, que colmaba así una asociación del régimen con sus orígenes políticos y contenidos reformistas y modernizadores. Aunque la etapa era constitucionalmente nueva, faltaba por consumar la esencia del régimen con las leyes complementarias, y así éstas no eran percibidas como una mera continuidad de la labor de gobierno de la mayoría parlamentaria o un apéndice, sino las piezas que desarrollaban el contenido del régimen mismo. Quedaba claro, pues, que con la Constitución no quedaba ultimada la esencia del régimen. Apeados sucesivamente de la gran coalición republicana, la derecha liberal y los radicales, el bienio reformista o republicano-socialista entre 1931 y 1933 identificado con el régimen, se articuló en la convergencia de los discursos de republicanos de izquierda y socialistas. Fruto de la renovación de un compromiso, no sin los respectivos debates internos, republicanos y socialistas apuntalaron un programa que trataba de soldar la República como garantía de las libertades y como instrumento de transformación social. Una colaboración entendida como necesaria. Para los republicanos porque era preciso el concurso de los socialistas en la consolidación de la República democrática y para los socialistas, en su versión mayoritaria, era una pieza en el camino hacia el socialismo. En realidad los objetivos y las estrategias eran distintas, y en todo caso coyunturales como se vería después, pero esa convergencia de discursos etiquetados como reformistas y socialdemócratas proyectó una imagen de proyecto global y coherente de gobierno. Desde luego, como ha puesto de manifiesto Manuel Ramírez, las piezas reformadoras del bienio no responden a un proyecto socialista, ni a criterios de política socialista. Igualmente, la idea de un proyecto global y coherente de gobierno ha sido matizada. La colaboración y la proximidad de los discursos políticos sobre una base reformista y socialdemócrata no se tradujo en la práctica gubernamental concreta en una política común, de tal forma que los proyectos gubernamentales adquirieron características autónomas en función de los responsables ministeriales. El conjunto reformista no era unitario, aunque formaba parte de una vocación compartida por la modernización política y económica y la regeneración social y moral del país. En cuanto a su concreción en medidas políticas, el gobierno adoptó las formas impulsadas por sus responsables, como la política de obras públicas de Prieto, la reforma militar de Azaña, la política laboral de Largo Caballero o la reforma educativa de Fernando de los Ríos. Las políticas reformistas continuaron por la senda trazada por el Gobierno provisional, con diferentes grados de aplicación. En todo caso, recogían la herencia de la modernización técnica del regeneracionismo del primer tercio de siglo, que descansaba en el binomio escuela y despensa, pero añadían el discurso de la modernización social del país en el contexto de un Estado democrático.

20.2. MODERNIZACIÓN TÉCNICA Y MODERNIZACIÓN SOCIAL. LAS OBRAS PÚBLICAS Y LA REFORMA AGRARIA En términos económicos, con notables dimensiones sociales y políticas, el conjunto reformista abordó tres grandes cuestiones estructurales: las obras públicas, la reforma agraria y la reforma laboral.

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La primera no era una novedad. Formaba parte de una larga herencia, acentuada en la época de la Dictadura, que había situado en el impulso de la obras públicas una de las piezas de la modernización técnica del país, del fomento de la producción y de la generación de empleo. La política republicana en este capítulo, liderada por Indalecio Prieto como ministro de Obras Públicas y Fomento, consistió en un ambicioso plan de infraestructuras, sobre todo en política hidráulica, que tenía como objetivo regar los campos y contribuir a la modificación de la realidad agraria. El 13 de abril de 1932 se aprobó el proyecto de ley de Obras de Puesta en Riego, o ley de riegos, destinada a extender el regadío en Andalucía. El objetivo iba más allá del compromiso del Estado en la construcción de grandes obras, pantanos, canales..., para construir redes de riego secundarias, desagües, y poblados con abastecimientos de aguas, alcantarillado y red eléctrica. Al año siguiente se aprobó un Plan General de Obras Hidraúlicas a largo plazo, que contemplaba el trasvase Tajo-Segura y la construcción de numerosos pantanos, entre ellos el que permitiría regar las vegas de la provincia de Badajoz, y que daría trabajo en el Cíjara a los obreros extremeños. Para su financiación se sumaron a las inversiones públicas recursos procedentes de los municipios y de propietarios que contasen en sus tierras con un 20 por 100 de regadío. Cuajó en la construcción de buen número de pantanos y en el aumento del agua embalsada, pero era un plan pensado para veinticinco años, y la inestabilidad política y las dificultades presupuestarias lo acabaron mediatizando. En la práctica no alteró sustancialmente la situación del regadío ni la de la producción agraria, pero se había convertido en un eslabón más del anhelo regeneracionista de modernización del país, ahora vinculado a la consideración del problema agrario en su vertiente social. La óptica racionalizadora del programa de obras públicas incluyó inversiones en ferrocarriles —un 9 por 100 de los gastos totales del Estado— en colaboración con los ayuntamientos, y también en carreteras y puertos y transportes marítimos. En estos útimos capítulos el aumento del gasto del Estado fue bien visible respecto a la Dictadura, orientando inversiones públicas hacia sectores generadores de empleo. En el conjunto de los gastos del Estado, las aportaciones para la agricultura crecieron también respecto a la época de la Dictadura, unas ayudas que se mantuvieron en los años de buenas cosechas. Pero la cuestión agraria no se planteaba sólo en términos de modernización del sistema productivo, según la lógica regeneracionista, sino que quedó entendida desde el principio con una óptica de mayor alcance: el sistema de propiedad y su redistribución a través de la reforma agraria. La cuestión agraria fue una tema capital, si no el que más, entre cuantos se plantearon en la España republicana, de tal forma que acabó convirtiéndose en una seña de identidad del nuevo régimen, y por lo mismo adquirió dimensiones políticas y sociales, más que económicas, de primera magnitud. Desató intensos debates parlamentarios, la polémica en la opinión pública, formó parte de amplias campañas de prensa, actuó de argumento político de primer orden contribuyendo a definir muchas posiciones políticas y respecto al propio régimen, y, sobre todo, fue percibido como un asunto vital por las grandes expectativas que levantó y las no menores resistencias que provocó. Se entendió como un reto inevitable y necesario del nuevo régimen que solucionaría un largo y estructural problema histórico que hundía sus raíces en el siglo XIX. La agricultura española dibujaba un panorama de atraso técnico, sistemas de explotación tradicionales, mano de obra abundante y barata, baja productividad y proteccionismo arancelario. De todas formas este panorama ha sido matizado, permitiendo concluir que atraso no implicaba inmovilismo.

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Durante el primer tercio del siglo XX la economía española había entrado, no sin desacoplamientos sectoriales y regionales, por la senda de la modernización, con una serie de transformaciones estructurales que la reorientaron hacia una industrialización sostenida y el desarrollo de un sector servicios de carácter moderno, lo que provocó un incremento de la renta nacional. Esta versión renovada por la historiografía resulta menos optimista respecto a la agricultura, ya que no cabe solamente considerar la cuestión estadística en términos de crecimiento económico y olvidar la vertiente social que continuaba dibujando la otra cara de la modernización. Ciertamente, como ha puesto de manifiesto Sanz, la producción agraria interior siguió un ritmo ascendente durante el primer tercio del siglo. De hecho, durante la República continuó esta trayectoria con el aumento de la producción favorecido por buenas cosechas, más que nada en cereales y leguminosas, que no en la agricultura de exportación, más afectada por la crisis internacional. El propio hecho de que el campo tuviera que soportar un mayor esfuerzo derivado del incremento poblacional lo demuestra, así como la consolidación desde finales del siglo XIX de una pujante agricultura de exportación, sobre todo en el Levante mediterráneo. El trasvase de población agraria al sector industrial, cuya población activa pasó del 15,3 por 100 al 30,9 por 100 entre 1901 y 1930, pone de manifiesto que el campo español salía de la quietud. De este modo, el comportamiento del sector agrario fue más dinámico que retardatario contemplado a largo plazo. Relativa transformación técnica, extensión de los cultivos, aumento de los rendimientos, incremento y diversificación de la producción y consumo de abonos químicos son signos del esfuerzo de un sector atrasado que acortaba distancias respecto a otros países europeos. Sin embargo, seguían perpetuándose rasgos arcaicos en el sistema productivo agrario, como la baja utilización de avances tecnológicos, organización de los cultivos, acentuada dependencia de factores climatológicos, ineficiente compartimentación parcelaria en la meseta norte y la cornisa cantábrica e infrautilización en los latifundios en la meseta sur y Andalucía. Y de ello dependía el sector básico de la economía nacional, que ocupaba la mayor parte del producto nacional, de la población activa y de las exportaciones. Pero a ello se unía, sobre todo, el sempiterno problema del hambre de tierras, protagonizado sobre todo por la masa de jornaleros y braceros del sur español. De hecho, la cuestión de la reforma agraria, desde los escritos de Costa hasta la República, siempre fue proclive a la generación de conflictos, ya fuera en forma de motines o manifestaciones de rebeldía primitiva, ya fuera en forma de huelgas u ocupaciones de tierras, con cobertura política y sindical. Así, la España rural seguía transmitiendo la imagen de la España atrasada. Una sociedad tradicional de relaciones clientelares todavía dominadas por un caciquismo antropológico y político, aunque ya fragmentado y sin la naturaleza compacta de los primeros compases de la Restauración. El campo también era el coto de unas elites muy resistentes a las transformaciones que estaban operando en otros sectores sociales y económicos del país, constituyendo en fin, la España que expulsaba población. El minifundio en Galicia y Asturias, la presión demográfica sobre estructuras agrarias atrasadas y los problemas sociales del latifundismo del sur dibujaron un panorama social del campesinado no propietario que engrosaba las filas del desempleo o alentaba la corriente migratoria hacia las ciudades o Ultramar. Así, el hambre de tierras en un sentido estructural era la pieza que fue alimentando la idea de una reforma agraria entendida como reparto de tierras. Las expectativas levantadas por el régimen republicano desbordaron las inquietudes del campesina-

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do, sobre todo cuando la Constitución consumó la función social de la tierra y el Gobierno provisional había emprendido medidas de envergadura, como la ley de términos municipales, el laboreo forzoso o los jurados mixtos. Pero también la República se jugaba el capital político, porque la cuestión se trasladaba ahora a los contenidos precisos de una reforma siempre invocada teóricamente. Los argumentos económicos que esgrimieron los contemporáneos han sido puestos en cuestión. La falta la rentabilidad de la tierra, sobre todo el latifundio y el absentismo, como coartadas principales de la reforma agraria, han sido matizados por varios estudios. Los móviles tenían unos fundamentos más políticos y sociales, y en todo caso, fueron acentuados por la presión demográfica y el problema del desempleo. La filosofía con la que los republicanos emprendieron los estudios y proyectos quedó muy bien dibujada en las palabras de Pascual Carrión, quien fue miembro de la Comisión Técnica Agraria que elaboró el primer borrador: «En estos momentos, que en España se desea establecer un régimen más justo, que evite la miseria y asegure un cierto bienestar a todos los trabajadores, la reforma agraria hay que acometerla sin paliativos. Si no se mejora la situción del campesino, que repercute en toda la vida social, existirá un fermento revolucionario que irá acentuándose a medida que prendan en las multitudes ideas más avanzadas. Si el obrero del campo no supera la penuria en que vive, seguirá emigrando a las ciudades, y el problema del paro forzoso se agravará. Pero además faltando capacidad consumidora a las clases modestas, que constituyen la mayoría de la nación, no podrán desarrollarse las industrias, y la crisis económica que sufrimos alcanzará mayores vuelos. Sin resolver el problema social, será inútil pretender la estabilidad política, y puesto que la mayoría de la nación ha expresado en las urnas el deseo de establecer un régimen más justo y democrático, es preciso construir nuevos moldes económicos y sociales que permitan hacer efectivos dichos anhelos.» Entre el 20 de julio de 1931, en que una Comisión Técnica presentó el primer proyecto, hasta la aprobación de la Ley de bases de reforma agraria de 9 de septiembre de 1932, transcurrió un largo periodo de debates sobre varios proyectos, lo que da idea de las dificultades políticas y técnicas en la redacción de un texto definitivo. El nudo central era la distribución de tierras a partir de expropiaciones y los asentamientos de campesinos sin tierra o régimen de arrendamiento muy precario. Siguiendo las líneas maestras del primer proyecto de la Comisión Técnica, disponía que no tendrían efecto las divisiones de fincas realizadas después de la proclamación de la República para evitar que propietarios afectados eludiesen su inclusión en la reforma. Aunque la ley era de ámbito nacional, afectaba en cuanto a los asentamientos campesinos, por el momento, a las zonas de latifundio, es decir, a Andalucía, Extremadura, La Mancha y Salamanca, entendiendo que allí radicaban los mayores problemas. El número de asentamientos que habría de realizarse cada año sería acuerdo del gobierno, olvidando el objetivo inicial de la Comisión de asentar el primer año de 60.000 a 75.000 familias, ya que se había considerado que un número menor no resolvería la situación campesina. Para la ejecución de la reforma se creaba el Instituto de Reforma Agraria, con una financiación no menor de 50 millones de pesetas anuales, con la posibilidad de emitir obligaciones hipotecarias para la creación de organismos de crédito que facilitaran a los campesinos financiación, empleo de maquinarias, abonos, etc. Los campesinos se agruparían en comunidades o cooperativas. Para la financiación se abandonó el objetivo de la Comisión que además contemplaba un impuesto progresivo sobre la renta catastral a partir de 10.000 pesetas, con lo que hubieran aumentado los recursos para la reforma, procedentes de los grandes propietarios.

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La procedencia de las tierras susceptibles de ser expropiadas acabó configurando un modelo muy complejo. En el proyecto inicial se hacía referencia a las parcelas más grandes, estableciéndose unos límites. En la Ley de bases se ampliaron los límites de extensión expropiables, que se situaban de 300 a 600 Ha para las tierras con cultivos de cereal, de 150 a 300 Ha de olivar, de 100 a 150 Ha de viñedo y de 400 a 750 Ha para las dehesas. Es decir, no serían expropiables las tierras por debajo de estos límites, pero además éstos se aumentaban en las tierras cultivadas directamente por los propietarios, y tales límites se reducían a los términos municipales y no al conjunto del país, con lo que se aminoraban las posibilidades de tierra expropiable. En cuanto a las categorías, quedaban como expropiables las tierras que constituyeron antiguos señoríos, las tierras incultas o manifiestamente mal cultivadas, las tierras en permanente arrendamiento, y las de regadío que no hubieran sido regadas por obligación legal. Además, y hasta un total de trece categorías, muchas de escasa aplicación práctica, eran susceptibles de expropiación las tierras que estuvieran situadas a menos de 2 kilómetros de alguna población, de menos de 25.000 habitantes, y que sus propietarios tuvieran otras fincas dentro del término municipal y una renta catastral atribuida de 1.000 pesetas, y que, finalmente, no estuvieran cultivadas directamente por sus propietarios. Si la ley era respetuosa con los cultivadores directos, sin embargo esta última categoría de tierras expropiables y en general las fincas arrendadas permanentemente provocó que se vieran afectados muchos propietarios modestos y que la reforma tuviera muchos oponentes de forma innecesaria. Con la misma finalidad de la reforma, se sumarían las tierras confiscadas a la nobleza que hubiera participado en el intento de rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, por ley de 24 de agosto. La ley, sin embargo no incluyó, como propuso la Comisión Técnica, todas las tierras cuando la renta catastral excediese de 10.000 pesetas, lo que dejó fuera de la reforma a muchos grandes propietarios. Para las tierras expropiadas se contemplaban fórmulas de indemnización que en los casos de las tierras procedentes de señoríos abarcaba sólo el importe de las mejoras útiles no amortizadas, mientras que la capitalización del resto de propiedades se haría con el líquido imponible que tuvieran asignado en el catastro. Finalmente se establecía la elaboración de un inventario de las fincas afectadas y la constitución de Juntas provinciales para la formación del censo de campesinos. La explotación de las tierras en régimen colectivo o parcelado la decidirían las comunidades de campesinos, además de que fomentaba la creación de cooperativas. Suavizada en muchos supuestos la reforma no era en modo alguno radical, ni mucho menos contemplaba la socialización, pero fue percibida por los propietarios como revolucionaria. En contraposición, los socialistas la consideraron insuficiente y sectores del campesinado la vieron como la frustración de sus expectativas, no solamente desde el planteamiento de la CNT, sino también por la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra de UGT. De hecho, el objetivo político socialista de extender y reforzar la UGT en el ámbito agrario, a través de las expectativas de una reforma, se había saldado con una cantera de militancia en la FNTT formada por jornaleros sin tierra y ahora debían responder a tales expectativas. En teoría se amoldaba a la visión republicana de compatibilizar el respeto a la propiedad privada y a los cultivadores directos con la función social de la tierra y resolver el problema de los latifundios y las tierras incultas. Pero si los objetivos habían sido principalmente políticos y sociales, más que económicos, el texto resultante fue también fruto de la trama de presiones y negociaciones políticas y sociales dentro y fuera del hemiciclo, in-

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cluido el intento de golpe de Estado de Sanjurjo. Y acabó no satisfaciendo a casi nadie, sobre todo después de los problemas de su aplicación y resultados. Hacía falta tiempo, recursos y voluntad política. La reforma tuvo poco tiempo de aplicación, hasta 1934, pero además se realizó de forma lenta. Dificultades técnicas, políticas y económicas atravesaron sus posibilidades. La composición del Instituto de Reforma Agraria no fue culminada hasta finales de 1932, y no se llegó a aprobar el proyecto de Banco de Crédito Agrícola, bloqueado por los grupos bancarios. Los recursos se mostraron a todas luces insuficientes, y técnicamente una complicada red de trámites y la imposibilidad de elaborar los inventarios de fincas dificultaron su aplicación. Para Maurice las finalidades que se le adjudicaban a la reforma eran una «mezcla de las recetas del regeneracionismo costiano y del reformismo moderado: parcelación, colonización interior, irrigación y repoblación forestal, fomento del cooperativismo y de la enseñanza agraria, organización del crédito, acceso de los arrendatarios a la propiedad...». Pero los aspectos técnicos para su consecución quedaron olvidados, ni el crédito agrícola, ni el fomento de la cooperación —como señala Benavides— fueron regulados por ley. En la práctica, según los datos aportados por Pascual Carrión, hasta el 31 de diciembre de 1934 sólo se habían visto afectadas 529 fincas, con 116.837 Ha y se habían producido 12.260 asentamientos. Los resultados fueron, pues, modestos. El ritmo y alcance de las reformas contrastaron con las aspiraciones de los trabajadores agrícolas particularmente afectados por el desempleo, que acentuaron su actitud reivindicativa en términos radicales. Sobre todo desde finales de 1932 la agitación campesina recorrió puntos conflictivos de la geografía del latifundio, con asalto de fincas o quemas de cosechas, y en tal proceso actuó la propia FNTT. En sentido contrario, desde las primeras medidas del Gobierno provisional y de la discusión de la reforma, los grandes propietarios organizados en la Agrupación Nacional de Propietarios de Fincas Rústicas extendieron una beligerante campaña contra ella, mientras obstaculizaban la aplicación de los decretos. Fue paradigmática la actuación de la Asociación de Propietarios de Fincas Rústicas de Badajoz, donde los grandes propietarios tenían mucha fuerza, como ha resaltado Rosique Navarro. Organización creada en 1931, fue un componente destacado de la patronal agraria peninsular, y estuvo dispuesta a incidir políticamente al aproximarse primero al Partido Radical, para acabar basculando hacia Acción Popular —más tarde CEDA— y la CNCA, y hacia Renovación Española. En las Cortes los agrarios hicieron lo imposible por frenar la reforma. La oposición a ella convocó y movilizó políticamente también al campesinado de la meseta norte y a los pequeños propietarios, que orientaron sus votos en 1933 a la CEDA. Así la reforma agraria contribuyó a alimentar argumentos políticos desde distintas ópticas contra un régimen del que se iban apeando cada vez más colectivos sociales. La reforma agraria se acabó convirtiendo en una bandera política, pieza básica del discurso de las izquierdas, y en un sentido contrarreformista del de las derechas y su política entre 1933 y 1936.

20.3. LAS REFORMAS LABORALES La política sociolaboral fue otra de las señas de identidad del conujunto reformista del primer bienio republicano, pero esta vez elaborada e impulsada en sus objetivos, estrategias y bases legales por el líder socialista y sindical Largo Caballero desde

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el ministerio de Trabajo. La secuencia de medidas legales destinadas a la mejora de la situación de los trabajadores (salarios, jornada, medidas de previsión, maternidad y desempleo, accidentes de trabajo, descansos, jurados mixtos, asociaciones profesionales...) no fue entendida como un conjunto de piezas aisladas, sino que formaban parte de un proyecto global que, como ha señalado Aróstegui, se encaminaba a la creación de un marco general de relaciones laborales, un «código de trabajo» que incluía al mundo agrario. Además la actividad de Largo Caballero se orientó, siguiendo la trayectoria anterior del sindicalismo socialista, al fortalecimiento legal y organizativo de la acción obrera, con unos niveles de asociacionismo que le permitieran desarollar su batalla legal con las patronales. En suma, la búsqueda de la emancipación obrera a través de nuevos instrumentos legales con la participación en el poder, es decir, con una estrategia de reformismo gradualista, proclive a la intervención del sindicalismo en la política social. Por último, con la política ministerial se expresaba la voluntad socialista de convertirse en el soporte fundamental de la República. Con el objetivo último de la llegada al socialismo, Santos Juliá ha insistido en que precisamente el camino emprendido era «no hacer nada socialista» y que tenía como objetivo político prioritario de la legislación laboral el fortalecimiento de la UGT como representante de la clase obrera en el marco institucional de la organización corporativa. Por eso el mismo autor ha matizado que los objetivos políticos de la legislación laboral, más que inscribirse en el debate reforma-revolución, deben entenderse desde el corporativismo, en un entramado de asociaciones obreras y patronales, abierto por la Dictadura, consistente en la organización de la economía y de las relaciones de clase. Un corporativismo de raíz obrerista, que brindaba las posibilidades de gestión e intervención del sindicalismo en las relaciones laborales y en las empresas (mercado de trabajo, negociaciones, bolsas de trabajo, gestión de subsidios y seguros...). Pero eso equivalía a reforzar a la UGT, que tendría el monopolio de la representación corporativa de la clase obrera, marginando a la CNT y su política de acción directa. Todo ello llevaría sin traumas, de forma pausada y sólida, con negociaciones paritarias y métodos de conciliación, hacia una posición de poder desde la que edificar el socialismo. Así, las leyes laborales se orientaron a dotar de una posición de poder a la UGT, desplazar al sindicalismo anarquista, debilitar a los patronos, con el objetivo último del acceso de los socialistas al gobierno en solitario. Los decretos del Gobierno provisional impulsado por Largo Caballero fueron aprobados por las Cortes a principios de 1931, relativos sobre todo a la agricultura (términos municipales, accidentes de trabajo, arrendamientos colectivos...). El proyecto de un sistema completo de relaciones laborales que se desplegó a lo largo de 1931 y 1932, consistió, como ha estudiado Aróstegui, en ocho grandes leyes: las orientadas al mercado laboral y regulación del trabajo —Ley de Contratos de Trabajo, Ley de Jurados Mixtos, Ley de Colocación Obrera y Ley de Intervención Obrera—, las dos relativas a la organización administrativa del Ministerio, y las referentes a Asociaciones Obreras y Cooperativas. Este corpus legal continuaba la labor inicial y no alteraba prácticamente leyes sociales en vigor ni la línea corporativista iniciada durante la Dictadura y en la que UGT había participado. La base del sistema de las leyes laborales se establecía en la Ley de Contratos de Trabajo aprobada el 21 de noviembre de 1931. Entendía sobre todo en la regulación de los convenios colectivos, para facilitar las contrataciones. Tenía una vocación universalista, es decir, buscaba que los acuerdos laborales se guiasen por una normativa nacional y obligatoria para la legislación laboral, sobre todo en temas como la jorna-

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da, el descanso dominical, el seguro y el trabajo de mujeres y niños. La contratación colectiva debía hacerse por escrito y por un mínimo de dos años, al mismo tiempo que se establecían condiciones sobre rescisión de contratos y despidos. Los ramos también negociarían sus normas generales a través de los jurados mixtos. El nudo central, pues, eran los contratos colectivos, a través de los sindicatos, y ello no podía hacerse sin asociaciones obreras fuertemente estructuradas, es decir, la visión de las relaciones laborales de UGT. Para ello era necesario legislar, y así la Ley de Asociaciones Obreras de 8 de abril de 1932 se orientaba a la regulación del sindicalismo y a establecer su protagonismo en las relaciones de trabajo. El segundo peldaño en la regulación laboral seguía los objetivos de la política de UGT de la organización paritaria, el establecimiento de condiciones de igualdad en la negociación, a través de la Ley de Jurados Mixtos profesionales de 22 de septiembre de 1931, jurados mixtos que abarcaban las relaciones laborales en el campo desde el mes de mayo. Estaban encargados de regular la vida de la profesión y ejercer funciones de conciliación y arbitraje en los conflictos laborales, a través de vocales paritariamente elegidos por asociaciones obreras y patronales, con la supervisión del ministerio de Trabajo. Facultados de amplias atribuciones que entendían, en las contrataciones y condiciones de trabajo, salarios, despidos, inspección en el cumplimiento de leyes, funciones de arbitraje, etc., fueron el motivo mayor de las resistencias de las patronales en el ámbito laboral por lo que consideraban una intervención en la gestión de las empresas y las ramas industriales o de negocios, acentuando el corporativismo de la vida económica. Las resistencias se mostraron sobre todo en lo referente a los jurados mixtos agrarios, relativos a la propiedad rústica y a la producción de industrias agrarias. La idea sindical de responsabilidad obrera en el ámbito de la producción tomó cuerpo en el proyecto, nunca aprobado, de Ley de Intervención Obrera en la gestión de la Industria. Se situaba en la lógica de intervención en la economía con unos argumentos que insistían en un control obrero responsable, copartícipe de la producción, que evitara huelgas y participara en los beneficios. Pese a las declaraciones ministeriales que insistían en una representación responsable de los obreros y sus ventajas, los recelos patronales no cejaron. En realidad hacía referencia a empresas mayores de 50 trabajadores, con comités de interventores afiliados a la asociación obrera, sobre todo en el ámbito de la administración y reglamentación del trabajo, en el de inspección y vigilancia de los costes de producción, pero no en el de acceso a aspectos internos del capital y los beneficios. De todas formas, el objetivo primero se seguía inscribiendo en un reforzamiento de las asociaciones obreras. El proyecto acabó siendo retirado. Largo Caballero además reordenó el soporte administrativo de las relaciones laborales, con la reestructuración del ministerio, la creación de los delegados provinciales de trabajo y los inspectores, una mayor vinculación del Instituto Nacional de Previsión y la existencia de un Consejo de Trabajo de carácter consultivo. En el ámbito de la seguridad social la labor fue menos prioritaria, con una serie de avances de vocación universalizadora, como la protección y seguro obligatorio de la maternidad o los accidentes de trabajo, pero sin cuajar en un régimen general. No pasó de iniciativa frustrada la idea de un seguro unificado contra el paro. La política laboral de Largo Caballero encontró fuertes resistencias por parte de las patronales. Mercedes Cabrera ha resaltado la posición de industriales y comerciantes contra medidas que consideraban como una socialización que alteraba las

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fuentes de riqueza y cuestionaba el funcionamiento del sistema. Críticas, quejas, presiones, boicot, configuraron un marco de respuestas sobre todo en lo referente a los jurados mixtos y las negociaciones colectivas, espoleados por las subidas salariales en un contexto económico nada favorable. Pero no hubo sólo resistencias patronales de grandes propietarios, sino de pequeños patronos, y sobre todo fue la actividad de la CNT la que se opuso al modelo de su rival UGT. También fue pieza de la campaña política desatada en 1932 por los radicales contra los socialistas. Largo Caballero había sido defensor de la colaboración gubernamental, respetando el pacto de 1930, por lo que la legislación laboral debía culminarse para llegar en un futuro a gobernar en solitario. En el seno del PSOE se acentuaron las propuestas a una salida del gobierno. Largo Caballero reconoció en 1933 que los éxitos habían sido limitados, y en su discurso, pese a no renunciar a los cauces legales y la estrategia seguida, anunciaba la búsqueda de otras alternativas. Para empezar influyó en la ruptura de colaboración gubernamental.

20.4. LA REFORMA EDUCATIVA Y LA POLÍTICA CULTURAL La labor reformista del bienio republicano consolidó las líneas maestras de la reforma educactiva adelantada por el Gobierno provisional y apuntalada en su filosofía por el texto constitucional. El cambio en la titularidad del ministerio ocupado por el socialista Fernando de los Ríos, sustituyendo al radical-socialista Marcelino Domingo, representó una línea de continuidad sólidamente establecida, más que en las personas, en los proyectos. Toda la labor estaba impregnada del poso institucionista, que situaba una gran tarea educativa a largo plazo como instrumento para regenerar al pueblo español e inculcarle las libertades y el espíritu cívico. Ciudadanos libres y espíritu público ahora estaban asociados con la República como símbolo de la ruptura con el pasado, en un proyecto a largo plazo entendido como la savia del hombre nuevo asociado a los valores republicanos. La educación tenía como objetivo la formación integral del individuo y la igualdad de oportunidades, de lo que se derivaba su función social y su consideración como derecho, filosofía que hundía sus raíces en los planteamientos de los demócratas del siglo XIX. El objetivo, por tanto, se situaba en la escuela para todos, y en el papel del Estado que garantizaría ese derecho a partir de la enseñanza oficial. A las medidas del Gobierno provisional se unían ahora las perspectivas legales abiertas por la Constitución para consolidar la reforma, entre ellas las derivadas de la separación Iglesia-Estado y la prohibición de ejercer la enseñanza a las asociaciones religiosas. La base de la reforma, como ha apuntado Ortega Berenguer, se situaba en la idea de escuela unificada, fruto de los principios de enseñanza oficial, libertades públicas y formación integral del individuo. La escuela unificada venía a traducir la igualdad de oportunidades a través de la unificación de las diversas instituciones educativas, desde primaria a la Universidad, de forma vinculada, acoplada igualmente al principio unitario del personal docente y de la unificación de los servicios y funciones administrativas. No solamente comprendía la unificación institucional con una continuidad de unos grados a otros, sino la gratuidad, el laicismo y la coeducación. También, una enseñanza activa, personalizada, impulsora del sentido crítico y la reflexión.

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En términos institucionales la pieza central fueron los Consejos escolares que, con carácter territorial, formaban una pirámide en cuya cúspide se situaba el Consejo de Instrucción Pública como órgano asesor del gobierno. Venían a ser el cordón umbilical entre las autoridades políticas, los docentes, los profesionales especialistas y los padres de familia, dotando al sistema de un funcionamiento democrático. Mientras, la inspección mutaba su función de control por la de asesoramiento técnico. El modelo tuvo notables dificultades de aplicación. Los centros nerviosos de los que dependía en buena parte la reforma eran la formación continua del profesorado y la ayuda al estudiante para dotar de continuidad dibujada por la escuela unificada. En la práctica, aunque se produjo un reforzamiento de becas y la mayor parte del presupuesto de educación la absorbió un profesorado seleccionado a partir de cursillos, los recursos se mostraron a todas luces insuficientes. Los gastos en enseñanza primaria dentro de los gastos totales del Estado alcanzaron un promedio de 4,3 por 100 en 1931-35, en contraste con el 3,1 por 100 de la etapa anterior. En conjunto, según los datos aportados por Comín, los gastos globales de educación se situaron en un 6 por 100 de media anual entre 1931 y 1935, que en términos absolutos significaba una media de 265 millones de pesetas, mientras que entre 1926-29 había sido del 5 por 100 y una media de 171 millones de pesetas. Pero las fuentes de financiación para el éxito de la reforma dependían en buena medida de ayuntamientos y diputaciones y de su capacidad para aportar infraestructura y en concreto, edificios. Aunque los presupuestos municipales para educación crecieron siempre, lo hicieron en la misma medida que desde 1927, salvo en 1932, en que crecieron más, hasta alcanzar los 324 millones de pesetas. Todo un conjunto de dificultades presupuestarias que no colmaron las expectativas de la reforma. En un balance cuantitativo, teniendo en cuenta cifras dispares, el número de escuelas primarias creadas durante el primer año se situó en 7.000, 2.580 en 1932 y 3.990 en 1933, cifras que representaron un notable avance respecto a la situación anterior —35.000 escuelas en 1930—, pero alejadas del ambicioso proyecto de los primeros días de la República, es decir, de las 27.000 escuelas nuevas consideradas como necesarias. Respecto a los maestros nacionales, uno de los puntales de la reforma, aumentaron en más de 3.000 por año, lo que significó un aumento durante el periodo de 13.000 nuevos maestros, un notable aumento de plantilla. En el capítulo de la enseñanza secundaria, el número de institutos de bachillerato creados paso de 80 a 111, según las cifras aportadas por Samaniego. La idea de la enseñanza laica y la prohibición de la enseñanza de órdenes y congregaciones religiosas se concretó con el decreto de cierre de centros de enseñanza religiosos para el 31 de diciembre de 1933. Y esto generó notables dificultades. Técnica y presupuestariamente era muy difícil la sustitución por la enseñanza oficial. Más resuelto quedó el terreno de la enseñanza secundaria, pero no en el de la primaria, cuyos alumnos se elevaban a 350.000. Finalmente el nuevo gobierno radical dejó en suspenso la ley, por lo que los centros de enseñanza religiosa permanecieron abiertos. La enseñanza universitaria no fue prioritaria en la reforma. El número de universidades no varió sensiblemente, mientras que el proyecto de ley de bases de la reforma universitaria sólo quedó en tal. Sí es destacable, sobre todo en su vertiente cualitativa, la creación de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en 1932, con una vocación cosmopolita que reunió para la elaboración de sus planes lo más granado de la cultura española de la época.

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Pero la política educativa, por su propia filosofía, no se reducía a la construcción de escuelas. Estaba vinculada a los medios cualitativos para llevarla a cabo, como la formación continuada de maestros y la dotación de bibliotecas, y a un proyecto de mayor alcance de extensión cultural. La pedagogía iba necesariamente unida a la multiplicación de la red de bibliotecas en las escuelas primarias, recogiendo la tradición de las bibliotecas populares impulsadas al calor de la experiencia democrática de 1868. La didáctica quedó ligada también a múltiples experiencias y actividades de extensión cultural. Por su parte, las Misiones Pedagógicas proyectaron el discurso de la extensión de la cultura a los núcleos rurales, teniendo en cuenta que aquí la formación de los estados de opinión y pautas culturales estaban encorsetadas secularmente en los discursos del clero, y de ello dependía en buena parte la extensión de los valores republicanos. Inspiradas en la igualdad de acceso a los bienes culturales, contemplaron representaciones teatrales, actuación de coros, museos ambulantes, bibliotecas circulantes, sesiones de cine y más tarde pasaron a ocuparse también de la divulgación de aspectos sanitarios y de técnicas agrícolas. Las Misiones Pedagógicas estaban organizadas por un patronato dirigido por Cossío, y del que formaban parte Machado, Salinas o Barnés, subsecretario de Instrucción Pública. El cordón umbilical que introducía las Misiones en los pueblos era el maestro, ligando los instrumentos culturales y educativos. Según los datos aportados por Tuñón de Lara, durante el bienio 1932-33, 60 Misiones recorrieron 300 pueblos, y en 1934 se realizaron más de 200 Misiones, además de crearse en estos tres años unas 5.000 bibliotecas, tratando de colmar las aspiraciones de sus promotores de despertar el afán de la lectura.

20.5. LA SOCIALIZACIÓN DE LA CULTURA. INTELECTUALES COMPROMETIDOS Y OBREROS CONSCIENTES La República en sus orígenes se había teñido de un fervoroso compromiso político de los intelectuales que abrazaron el ideal republicano como el instrumento regenerador del país. Particular significación tuvo el nacimiento en 1931 de la «Agrupación al Servicio de la República», con una larga nómina encabezada por Machado, Ortega y Gasset, Marañón o Pérez de Ayala, asociación que aupó al Congreso a destacados intelectuales. Unas Cortes republicanas inundadas de intelectuales —Azaña, Ortega, Marañón, Unamuno, Jiménez de Asúa, Sánchez Albornoz, Madariaga...— que invocaron las aspiraciones de socialización de la cultura y se involucraron en un grado de compromiso político como no se había producido hasta entonces por los intelectuales españoles. La conquista de la cultura, la conquista del saber por todos y para todos, se convirtió, como señala nuevamente Tuñón de Lara, en un estado de ánimo y en un objetivo colectivo que adoptó un clima cualitativamente nuevo: «La vida universitaria, la difusión de la cultura, la multiplicación de las instituciones culturales, de publicaciones y revistas, de ediciones de autores propios y extranjeros, de un espíritu de intercambio abierto hacia otros países, produjo lo que me atrevería a llamar cierto encantamiento cultural, precisamente durante el primer bienio.» Todo ello se situaba en la lógica descrita de la consideración de la cultura como instrumento de los valores democráticos republicanos, con todos sus contenidos éticos, de las libertades y del espíritu cívico. De hecho, el texto constitucional había establecido que el servicio de

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la cultura era atribución esencial del Estado, y la riqueza artística e histórica del país quedaba bajo la salvaguardia del mismo. Existía, por tanto, una cultura republicana, que encarnaba los valores de secularización y socialización cultural, y sobre todo porque la extensión de la idea misma de república tenía una pieza esencial en la erradicación del analfabetismo de los campos y las ciudades del país. Entre las múltiples experiencias de socialización de la cultura destacaron las del teatro universitario La Barraca, dirigido por García Lorca, con múltiples giras, El Búho de Max Aub, el TEA de Rivas Cheriff, el Teatro Universitario de la FUE, y las Universidades Populares, que trataron de ligar la enseñanza con los ámbitos obreros. En este clima, también destacaron al calor del asociacionismo instituciones culturales de todo tipo, verificado en la mutiplicación de los Ateneos. En este sentido, es una de las etapas más florecientes del Ateneo de Madrid, uno de los foros de la intelectualidad de la época. Y siguiendo una trayectoria anterior que hunde sus raíces en el obrerismo democrático del siglo anterior, el papel de los centros obreros cobró mayor importancia, en unos espacios que unían cultura popular y cultura militante, como los Ateneos Libertarios o las Casas del Pueblo. Así se reforzaron los cauces de la extensión de la cultura política entre el elemento popular. La tertulia de la clase media corría paralela a las Casas del Pueblo, cuyas bibliotecas, bien surtidas, estaban orientadas a saciar las ansias de saber de unas clases trabajadoras cada vez más proclives a buscar soluciones políticas propias. Socialistas y anarquistas vincularon el mensaje político a la extensión cultural entendida en un contexto global que integraba desde la alfabetización hasta la difusión de la lectura, todo ello en un relación con la idea que asociaba libertad y cultura. Una especie de apostolado cultural dirigido al pueblo. Mientras la tradición liberal, simbolizada en la Institución Libre de Enseñanza, había situado el sujeto de la formación integral en el individuo, socialistas y anarquistas lo situaron en el colectivo pueblo.

20.6. EL LIBRO Y LA LECTURA. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN: PRENSA, RADIO Y CINEMATÓGRAFO Más lecturas y menos analfabetismo era el engranaje didáctico que amplió la preocupación por la política, consolidándose una ciudadanía activa que configuro unos espacios de sociabilidad política desconocidos hasta entonces. La prensa y los libros, instrumentos privilegiados de transmisión de ideas y de critica política de los grupos de oposición durante la Dictadura, protagonizaron un desarrollo espectacular en la época de la República. Después de la caída del dictador, las mayores dosis de permisividad habían impulsado la proliferación de experiencias editoriales, pero ya desde 1928 la censura de Primo de Rivera fue relativamente tolerante con un tipo de libros de más de 200 páginas teóricamente inalcanzables para las capas populares. En este contexto se sitúa el nacimiento de un movimiento editorial denominado de avanzada, como empresas culturales que publicaban obras de pensamiento, crítica política y tendencias literarias de carácter social, con la incorporación de un nutrido inventario de obras del extranjero de esta naturaleza. Con objetivos políticos y sociales más que empresariales, entre estas editoriales destacaron Ediciones Oriente e Historia Nueva, pero también Cenit, Ulises, Hoy... Nuevos temas que a través de técnicas de difusión más depuradas y de formatos más accesibles impulsa-

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Cabecera y titular de El Socialista, del 14 de abril de 1931.

ron el libro popular. A la difusión de la literatura mundial contemporánea se unía sobre todo obras de pensamiento político y social. El despegue de la industria editorial estuvo ligado al proceso de democratización de la lectura, con una oferta más barata y diversificada para un público más numeroso y plural, que entraba en contacto casi inmediato con las producciones de mayor interés procedentes del exterior. Entre las empresas editoriales destacó el ambicioso proyecto de la CIAP (Compañía Iberoamericana de Publicaciones), con un intento monopolista en la producción y venta de libros en castellano que se vio frustrado muy pronto, en 1931, por razones extraeditoriales como la quiebra de la Banca Bauer y Cía. que la sostenía. El mercado del libro se disparó. Libros nuevos y también de ocasión, multiplicidad de lectores en los ámbitos urbanos, impulso de la demanda social de lectura y acoplamiento de la oferta fueron síntomas del nuevo panorama atenazado todavía por los altos índices de analfabetismo. A partir de 1933 se empezó a celebrar la Feria del Libro y dos años más tarde se creó el Instituto Nacional del Libro. La prensa de todo tipo alcanzó una difusión desconocida con la multiplicación de las tiradas y la proliferación de periódicos y revistas. El periodismo político cobró un gran impulso con una amplia gama de diarios de muy diverso talante ideológico y se consolidó como un importante instrumento de opinión. Las tiradas de algunos llegaron a alcanzar los 200.000 ejemplares. A ello también contribuyó la actividad periodística de los intelectuales. ABC, Ahora, El Sol, El Liberal o El Socialista son ejemplos de diarios de gran tirada en la capital, aunque de difusión nacional. También se unieron semanarios y revistas de muy diversa índole. De notable talla intelectual, a la Revista de Occidente se sumaron Cruz y Raya, Octubre, Leviatán, Nueva Cultura, Orto..., todas ellas expresión del compromiso político de los intelectuales. La radio se consolidó como otro de los símbolos de los nuevos tiempos. A través de los aparatos de radio de galena o los aparatos de lámparas, con mayor radio de acción, se multiplicaron las voces en los hogares. La situación próxima al monopolio que ostentaba Unión Radio en 1931, se transformó con la aparición desde finales de 1932 de emisoras locales de pequeña potencia. La radio proyectó los debates políticos y las grandes noticias de la vida política e institucional. La mayor inmediatez

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de la radio respecto a la prensa aproximó las noticias y las opiniones a la ciudadanía, fue utilizada como un instrumento privilegiado de propaganda política y de comunicación del gobierno con los ciudadanos y desempeñó un papel notable en momentos críticos del trasunto de la República. Pero la radio iba más allá del juego político e institucional, para diversificar sus programaciones y llenar múltiples espacios de la vida cotidiana. Un medio que empezó a popularizarse en la época fue el cinematógrafo. Una de sus correas de transmisión habían sido las propias sesiones de cine de las Misiones Pedagógicas. Fue en los centros urbanos, destacando Madrid y Barcelona, donde más se socializó el cine, cuyas salas —también cines de verano— se convirtieron en un nuevo espacio de sociabilidad cultural y de las relaciones sociales en los barrios. Pero fue un fenómeno que abarcó todo el país, como el ejemplo de ciudades y pueblos de Ciudad Real donde se desplegó el cinematógrafo. Este aumento de la demanda social tuvo su correlato en una infraestructura cinematográfica de mayor alcance que cuajó en una oferta técnicamente más depurada, que había permitido en 1929 la realización de la primera película sonora del cine español, El misterio de la Puerta del Sol. En 1931 se creó la «Cinematografía Española Americana», impulsada por destacados autores teatrales, y los «Estudios Cinema Español S. A.»; en 1932, «Cifesa»; en 1933, los estudios «Iberia Films», y en 1935, «Ediciones Cinematográficas Españolas», entre una lista aún mayor de empresas cinematográficas. Una actividad muy intensa que cuajó en notables películas fue la desarrollada por la productora «Filmófono», de Ricardo M. Urgoiti, que impulsó la importación de filmes al mercado español, así como el cineclub «Proa-Filmófono», dirigido por Luis Buñuel, quien en 1933 había realizado Tierra sin pan, mostrándose como un magistral conocedor del lenguaje cinematográfico.

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CAPÍTULO XXI

Coyuntura y política económica. El gasto público y las reformas 21.1. LA CRISIS DEL 29 Y LA REPÚBLICA La crisis económica mundial de 1929 reflejó las tensiones económicas de la época de entreguerras. Una crisis que iba más allá de cuestiones coyunturales para simbolizar el agotamiento de los fundamentos del capitalismo liberal del siglo XIX. Una depresión caracterizada por la caída de precios, de la producción y del comercio, que provocó altos niveles de paro, y cuyos síntomas se reproducían en todas partes. Aunque las soluciones y efectos de la crisis se adecuaron a las realidades de cada país, dos fueron las respuestas comunes: las políticas deflacionistas y la exacerbación del proteccionismo económico. Las primeras perseguían un nuevo equilibrio de precios, pero en ellas subyacían algunos de los mitos económicos del viejo capitalismo liberal: el presupuesto equilibrado, la moneda fuerte y el automatismo del mercado, mitos que el mayor intervencionismo del Estado para impulsar la demanda, sobre todo desde 1932, y las teorías keynesianas se encargarían de corregir. El fracaso de las políticas deflacionistas aplicadas a una crisis de demanda, significó, pues, la toma de conciencia de la quiebra definitiva de los principios del capitalismo liberal y la necesidad de nuevas políticas que concedían al Estado un papel intervencionista, como preludio de las prácticas keynesianas. El intervencionismo se entendió de manera diferente en países democráticos y en países totalitarios. Mientras en los primeros el Estado como subsidiario de la actividad privada dio lugar al desarrollo de empresas públicas, en Alemania o Italia se incrementaron las tendencias autárquicas. Los contemporáneos españoles en general se lamentaron de la coincidencia de una crisis mundial de tal envergadura con el nacimiento del régimen republicano, que habría lastrado las posibilidades de consolidación del régimen democrático y de desarrollo del conjunto de reformas. La crisis, en efecto, se dejó sentir en la evolución de la República. Pero la economía española fue menos sensible a la crisis que otros países europeos, por lo tanto sus dimensiones fueron menores que en Europa, como lo atestiguan una serie de indicadores. La renta nacional solo registró una caída muy moderada, más que nada reflejando el estancamiento, pero sin parangón con la brusca caída en Europa. Por su parte los precios, alarmante expresión de la crisis, tendieron a su mantenimiento. La producción industrial sí se vio alterada por la crisis, pero en términos más modestos que en Europa, donde la producción industrial descendió el doble. En cuanto al comercio exterior, el proteccionismo y la contracción de

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PRODUCCIÓN INDUSTRIAL, COMERCIO EXTERIOR, TIPO DE CAMBIO Y SALDO DE LA BALANZA DE PAGOS, 19294935 Producción Industrial 1920= 100

1929 1930 1931 1932 1933 1934 1935

1 150 158 141 140 139 142 147

Exportaciones Volumen Precios 1929 = 100

2 — 102 88 73 68 70 68

3 — 97 99 89 81 81 81

Importaciones Tipo de Balanza de Pagos por Volumen Precios cambio cuenta corriente 1929 = 100 Ptas./Dólar (Déficit en millones de pesetas)

4 — 90 72 83 73 82 85

5 — 100 98 98 92 91 92

6 6,81 8,57 10,48 12,43 9,33 7,34 7,31

7 n.d. n.d. −191 −287 −243 −523 −692

n.d. = no disponible Fuente: Comín, F. y Martín Aceña, P., «La política monetaria y fiscal durante la Dictadura y la Segunda República», Papeles de Economía Española, núm. 20; y Martín Aceña, P., La política monetaria en España, 1919-1935.

RENTA NACIONAL, PRECIOS Y NIVEL DE DESEMPLEO, 1929-1935 Renta Nacional a precios constantes (1920 = 100) 1 2

1929 1930 1931 1932 1933 1934 1935

116 111 110 108 106 120 116

130 129 131 136 135 141 139

Índice general de precios ponderados (1929 = 100) 3

75 75 76 75 71 73 74

Nivel de desempleo 4

n.d. n.d. 389.000 446.263 618.940 621.818 670.378

n.d. = no disponible Fuente: Comín, F. y Martín Aceña, P., «La política monetaria y fiscal durante la Dictadura y la Segunda República», Papeles de Economía Española, núm. 20.

los mercados afectó a las exportaciones de forma acentuada, con un descenso del 30 por 100 hasta 1933, sobre todo en aquellos capítulos vinculados al exterior, como la agricultura de exportación (vino, aceite, frutas) y materias primas. También, aunque en menor medida, disminuyeron las importaciones. En cuanto al desempleo, los niveles se situaron en un 10 por 100, porcentaje de entidad que sin embargo contrasta con el 30 por 100 de Alemania o el 25 de Estados Unidos. Sin embargo, durante todo el periodo el paro en España siguió creciendo, más bien relacionado con la situación específica de la evolución económica, social y política interna.

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Que este panorama dibuje unos efectos menores de la crisis mundial no permite calificar la situación económica española de positiva. La situación descrita se encuentra en la lógica de una economía española que había seguido mayores pautas de nacionalismo económico y que se encontraba menos vinculada al mercado mundial. Pero su situación era de estancamiento, con muy pocos síntomas de recuperación, y por lo mismo, las posibilidades de salida de la crisis fueron menores que en el conjunto europeo, como lo demuestra el hecho de que la producción industrial se mantuvo muy ralentizada entre 1933 y 1935, mientras que otros países ya habían acelerado el ritmo de actividad. Martín Aceña, resumiendo una perspectiva común, ha señalado: «La crisis económica de los años 30 fue de menor proporción en España que en el resto de Europa; ahora bien también es cierto que el periodo fue de un claro estancamiento económico. Sin duda fue una desgracia que el advenimiento del régimen coincidiese con la depresión mundial, pero sería un error afirmar que el destino de la República estuvo condicionado por el hecho de haber nacido en un ambiente económico hostil. La depresión en España fue menor y no es el origen primero de los problemas económicos de la República.»

21.2. EL MITO DEL PRESUPUESTO EQUILIBRADO. EL GASTO PÚBLICO Los políticos republicanos, y en concreto los ministros de Hacienda de todo el periodo, eran hijos de su tiempo, empapados en una cultura económica que tenía como norte la aplicación de las recetas del capitalismo liberal clásico. Como en todos los países a principios de los años 30, seguía estando presente el mito del presupuesto equilibrado y la moneda fuerte. Por ello, consideraron el déficit presupuestario y la devaluación de la peseta como los problemas prioritarios y dedicaron todos sus esfuerzos a la nivelación del presupuesto y a la estabilización del tipo de cambio. El principal objetivo, en la lógica descrita, fue la eliminación del déficit en el presupuesto estatal, para lograr un equilibrio entre ingresos y gastos públicos. Por ello, en teoría, orientaron su actividad al control del gasto. Pero en la práctica, como ha demostrado Comín, los presupuestos quedaron liquidados con saldos negativos y los gastos crecieron, desmintiendo así la creencia de que la política fiscal de la República fue depresiva. En efecto, se trató de una política fiscal expansiva en la práctica. Los gastos crecieron en todos los ejercicios, con mayor énfasis en 1932 y 1933, y ralentizados en 1934, con una evolución expansiva que se situó en un crecimiento del 7,1 por 100 anual en el periodo 1930-33 y en un 0,7 anual en el de 1934-35. En términos absolutos los gastos ascendieron en 1931 a 3.853 millones de pesetas, y en 1932 a 4.287 millones, para situarse en 1933 en 4.448, y a partir de aquí experimentaron un menor crecimiento: 4.654 millones en 1934 y 4.655 en 1935. El análisis de la distribución del gasto ha llevado a Comín a otra conclusión reveladora: la política fiscal de la República no sólo no fue restrictiva, sino que fue más expansiva que la de la Dictadura. En relación a este último periodo, los gastos fueron menores en Deuda —con un crecimiento anual de media del 22,3 por 100 entre 1931-35—, en Defensa y en Gobernación, mientras que los gastos crecieron por encima de la Dictadura en los ministerios económicos, contradiciendo la versión tradicional. Así, la inversión pública dentro de la inversión total fue mucho más importante en la época de la República, situándose más bien la influencia de la depresión de los años 30 en el descenso de la inversión privada, sobre todo en 1931.

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Las partidas de mayor aumento del gasto fueron las de Instrucción Pública —sobre todo enseñanza primaria—, obras públicas (carreteras, transportes marítimos, obras hidráulicas), además de subir los recursos para agricultura y mantenerse los de ferrocarriles, y también los gastos en policía y seguridad. Los gastos de clases pasivas aumentaron también en relación más que nada con la reforma militar, mientras que declinaron los gastos en religión en relación igualmente con la reforma en este terreno. Las dificultades de contención del gasto y el ambicioso plan de reformas se alimentaron mutuamente. Las reformas incidieron en el aumento del gasto y el mantenimiento del déficit, lo que demostró el interés por impulsar la actividad económica y financiar unas reformas que, sin embargo, no llegaron a colmar las expectativas de financiación, porque los recursos fueron todavía insuficientes. Así, el presupuesto no fue restrictivo, ni bloqueó las posibilidades de la salida a la crisis, sino al contrario, el gasto público, con un elevado componente de inversión, creció por encima de las previsiones e incluso aminoró los efectos de la crisis. Técnicamente, pues, los políticos republicanos no se declararon partidarios de una política presupuestaria expansiva, como sería la norma keynesiana para multiplicar la producción, la renta y el empleo, pero en la práctica las exigencias de las reformas hicieron que el gasto aumentase. Por su parte la política monetaria estuvo guiada por el supuesto teórico de que una moneda débil sujeta a oscilaciones era la demostración más palpable de la decadencia y la incertidumbre en todos los terrenos. Esta visión general de la época, pero sometida a las tensiones provocadas por el agotamiento de patrón oro clásico y la rivalidad entre la libra y el dólar, era también la de los políticos republicanos, que se afanaron en detener la devaluación de la peseta y en aplicar planes de estabilización de los cambios. Martín Aceña, que ha estudiado la política monetaria de la época, ha desvelado que al depender el tipo de cambio del ministerio de Hacienda y del Banco de España, el carácter de entidad privada de este último dio lugar a fuertes enfrentamientos, y en la práctica las autoridades monetarias no llegaron a controlar el signo ni la magnitud de la política monetaria, sobre todo la evolución de los tipos de interés, que estuvo subordinada a las necesidades del ministerio. La depreciación de la peseta se había disparado en 1929 y 1930. El ministro Indalecio Prieto consideró como objetivo prioritario su estabilidad, actitud que respondía a una opinión generalizada. Empresa difícil, no tanto por la política monetaria empleada y equivocada, como por los traumatismos del mercado internacional, la incertidumbre política y el colapso de la banca en Centroeuropa en la primavera y el verano de 1931. Prieto reforzó el control administrativo del mercado de cambios, y el Banco de España elevó el tipo de interés, medidas que no evitaron la depreciación. La estabilidad llegaría en 1932, con Carner en Hacienda, quien reorientó la política dejando que el tipo de cambio buscara su equilibrio con menores intervenciones, y disminuyó los tipos de interés. Los resultados de su política sólo tuvieron éxitos parciales, eso sí, esta vez favorecidos por un contexto internacional de menor presión de los mercados. Durante el primer bienio la contradicción era evidente entre una política de tipos de interés altos para lograr el mantenimiento del tipo de cambio, y una financiación presupuestaria que requería rebajas en los tipos de interés. Desde 1933 existió una tendencia a esta rebaja, pero posibilitada por el reforzamiento del control de cambios en toda Europa.

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21.3. LA FILOSOFÍA DE UNA REFORMA TRIBUTARIA En el capítulo tributario, el ministro Carner desplegó a lo largo de 1932 una secuencia reformista y extensa que logró transformar en una serie de leyes, algunas de ellas innovadoras. En febrero de 1932 vio aprobadas sus modificaciones en los principales impuestos, tanto directos como indirectos, que perfeccionaron el régimen tradicional, y que se tradujeron en una mayor recaudación para intentar nivelar el presupuesto. Además del aumento de los tipos impositivos, a lo largo del año se aprobaron otras medidas, como la ampliación del plazo de declaración de las rentas de los propietarios agrarios (14 de mayo), ley para evitar la doble imposición sobre los beneficios de las empresas bancarias (20 de mayo), reparto del rendimiento de la Patente nacional de automóviles (17 de junio), emisión de Deuda pública para la construcción de escuelas (11 de septiembre), implantación de un avance catastral rápido por medio de fotografías aéreas (mayo), procedimiento para enjuiciar los delitos de evasión de capitales y represión del contrabando (15 de diciembre) o reforma de los servicios de inspección del timbre (18 de diciembre). Su obra más emblemática, aunque no la más eficaz, fue la aprobación el 15 de diciembre de la ley de contribución complementaria sobre la renta de las personas físicas. Se trataba de implantar el impuesto personal —es decir, la personalización del reparto de la carga tributaria—, en un régimen tributario que descansaba sobre los impuestos del producto. Un intento frustrado desde 1910 por implantar esta filosofía impositiva que quería establecer el impuesto personal en España, impulsada sobre todo por Flores de Lemus durante el primer tercio del siglo. Carner era consciente de que sólo se trataba de un pimer paso, una condición necesaria para la implantación de un tributo que arraigaría con el tiempo. La reforma era tímida, no sustituía los impuestos de producto, establecía tipos impositivos moderados, se centraba en las personas físicas dejando al margen las sociedades que tributaban por el impuesto de utilidades, y su establecimiento sería gradual. No preveía las pautas de su desarrollo ni una reforma administrativa, tuvo escasas repercusiones sobre la recaudación y entró en una especie de vía muerta, pero había sido la primera ley de contribución sobre la renta. El trasunto de la economía durante la República no fue fácil, aunque la crisis internacional tuviera en España efectos menores. En este contexto, Martín Aceña y Comín han insistido en que las políticas monetaria y fiscal no fueron responsables de la crisis económica española de los años 30, incluso suavizaron sus efectos. Resultó más influyente el comportamiento del sector privado que la política del sector público, y sobre todo fueron el marco institucional y los problemas políticos los que condicionaron negativamente las reformas.

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CAPÍTULO XXII

Dinámica política y conflictividad social 22.1. ESTADO E IGLESIA. SECULARIZACIÓN Y ANTICLERICALISMO A lo largo de 1932, siguiendo la lógica secularizadora y laica de la Constitución, el gobierno reemprendió la política religiosa, que no pudo apearse, ni en sus fórmulas de aplicación ni en la percepción que de ella tuvo parte de la opinión pública, de la etiqueta anticlerical. El 24 de enero de 1932 se hizo taxativa la disolución de la Compañía de Jesús a la que hacía tácitamente referencia el texto constitucional. Téngase en cuenta que no había sido una casualidad que el anticlericalismo manifestado en la quema de conventos en 1931 había sido emocional, pero también selectivo, al incendiarse los primeros conventos en Madrid pertenecientes a la Compañía. De hecho, era considerada la pieza eclesiástica más influyente en la sociedad civil, sobre todo en el ámbito educativo. Todo ello tenía su correlato en el decreto de disolución. A finales del mismo se consumó un aspecto esencial de la secularización, la de los cementerios, que serían administrados por los Ayuntamientos, al mismo tiempo que los cultos católicos de los entierros quedaban huérfanos de protección oficial. Otro de los síntomas modernizadores de la vida civil, cuyas competencias asumía el Estado, cuajó en la Ley de Divorcio de 2 de febrero de 1932. Era la expresión del principio constitucional por el que la familia sería salvaguarda especial del Estado y el matrimonio entendido como un conjunto de relaciones de igualdad de derechos para ambos sexos, y por tanto, con capacidad de disolución. Aunque sus premisas eran tolerantes para asegurar la libertad de conciencia, sin cuestionar el matrimonio religioso, fue otro de los argumentos de rechazo de la opinión pública católica y de la Iglesia, no sólo por entenderlo como injerencia del Estado, sino por alterar las pautas de la moral social. Un derecho civil que fue muy poco practicado, desmintiendo el estado de alarma provocado en la opinión pública. La política religiosa culminó en la Ley de confesiones y congregaciones religiosas de 2 de junio de 1933, que aseguraba el control por parte del Estado de las asociaciones religiosas que quedaban reguladas, además de que se suspendían las aportaciones económicas del Estado, se reglamentaba el culto público y se establecía el veto en el nombramiento de la jerarquía eclesiástica, pero sobre todo establecía el cierre de los centros de enseñanza de la Iglesia, medida que, como se ha visto, resultó inviable en la práctica. Toda esta normativa fue alimentando la beligerancia de la jerarquía eclesiástica contra el régimen, sobre todo expresada en los llamamientos a los católicos de Vidal y Barraquer y Gomá, y se convirtió en el gran argumento de la movilización de los católicos con

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consecuencias políticas de envergadura, con un tono de persecución que resultaría tan caro a la República. Los dirigentes republicanos aplicaron un conjunto reformista que consideraban necesario para la modernización del país y que había sido llevado a cabo en otros países europeos, pero no entendieron que herían la sensibilidad católica con unas reformas que no eran fruto del consenso de una sociedad más influida por la moral católica de lo que habían supuesto y por una Iglesia más arraigada en la vida civil y con mayor poder de lo que habían previsto.

22.2. LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA. CATALUÑA Y EL PAÍS VASCO La Constitución había mostrado la vocación, ya pactada desde 1930, de acoplar las aspiraciones de Cataluña en el conjunto del Estado. La fórmula constitucional abría la puerta a una autonomía política-administrativa voluntaria en el contexto del Estado integral. Pero en modo alguno era federal. En abril de 1931, como se ha visto, el regionalismo moderado de la Lliga había confirmado su desplazamiento por un nacionalismo más radical, con mayores bases sociales, en un discurso que integró catalanismo, republicanismo y capas populares a través de la Esquerra Republicana de Catalunya, pero sobre todo articulado a base de una idea federal, que llevó a su líder Maciá a proclamar la República catalana dentro de la Federación de Pueblos Ibéricos. Las negociaciones con el Gobierno provisional mutaron la República por la Generalitat y el compromiso de elaborar un Estatuto de Autonomía que, aprobado por el pueblo catalán, sería discutido por las Cortes Constituyentes. La soberanía que entrañaba el federalismo quedaba limitada a cambio de un pacto que aseguraba la autonomía, esto es, el derecho al autogobierno y el reconocimiento de los derechos e identidad de Cataluña. El Estatuto, elaborado por una comisión en el santuario de Nuria, fue aprobado por plebiscito el 2 de agosto de 1931 por un 99 por 100 de votos. Quedó paralizado a la espera del debate constitucional. La perspectiva del Estatuto era federal, lo que constrastó con la definición del nuevo régimen. Pero eran posibles las autonomías regionales, no sólo catalana, como fórmula a medio camino entre federalismo y centralismo. Un punto resultaba central: la soberanía no correpondía a las regiones sino a las Cortes, pero la Constitución permitía un notable margen de autogobierno. Así, las Cortes cambiaron la perspectiva: del Estatuto catalán —realizado y aprobado en Cataluña como afirmación soberana— a un Estatuto para Cataluña. Se trataba de adecuar el Estatuto a la Constitución. Muchas cuestiones quedaron limadas del Estatuto, aunque el fondo del debate continuó siendo la opción de un Estado unitario o de un Estado federal o autonomista, y los límites y naturaleza de la autonomía catalana. Los debates fueron intensos, largos y se entremezclaron con la dinámica política, desde el 6 de mayo al 9 de septiembre de 1932. No estuvieron exentos de recelos y prevenciones, con un Parlamento nada fácil de convencer, e incluso de prácticas obstruccionistas, sobre todo por los diputados de las derechas. Su aprobación final fue posible, como la Ley de Reforma Agraria, por la necesidad política de apuntalar la República después del levantamiento del general Sanjurjo. El Estatuto difería del aprobado en plebiscito, repleto de prevenciones, donde prevalecía en último término el criterio de las Cortes, pero posibilitaba un amplio margen de autogobierno y de desarrollo autonómico.

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Las elecciones del 20 de noviembre de 1932 consumaron la hegemonía de la ERC en el Parlamento catalán y por tanto la posibilidad de gobernar en solitario. El Parlament dio contenido a la Generalitat y estructuró las instituciones de una Cataluña autónoma, a través del Estatuto interior. Parlamento, Generalitat y Tribunal de Casación representaban los poderes legislativo, ejecutivo y judicial de la autonomía catalana, en un sistema dotado de sufragio universal y régimen parlamentario. Como competencias exclusivas figuraban el derecho civil y el régimen administrativo, transportes, sanidad y beneficencia, además de compartir con el gobierno central la gestión tributaria y el sistema educativo. También se encargaría de desarrollar la legislación estatal en su territorio en materias como obras públicas, servicios sociales, orden público o régimen minero y agropecuario. En la práctica, y hasta 1934, las relaciones se establecieron sobre una vocación de entendimiento. El principal punto de discrepancia con el gobierno central fue la escasa capacidad de autofinanciación, al tener muy limitadas las posibilidades en la recaudación de impuestos, y por tanto de gestionar sus competencias. Aunque el desarrollo del Estatuto sería muy limitado por los avatares políticos de la República, el Parlamento y el gobierno catalanes desplegaron una amplia labor en sus competencias y en la negociación del traspaso de las del Estado, poniéndose en la práctica por primera vez una fórmula que aspiraba a resolver lo que los contemporáneos denominaron la cuestión catalana. Pero se había convertido en uno de los puntos nodales de la lucha política en la España republicana, y acabó teniendo, como señala González Casanova, una corta vida y una larga muerte. El caso del acoplamiento de la especificidad del País Vasco en el Estado republicano fue completamente diferente. El proceso de eleboración y aprobación del Estatuto vasco tuvo una naturaleza, un ritmo y una problemática distintos a los del Estatuto catalán. Partían de realidades diferentes y por tanto no cabría explicarlo en claves de discriminación por parte del gobierno y las Cortes del Estado, porque llevaría a una falsa comparación en sus planteamientos. Fusi al analizar el «problema vasco» ha destacado la heterogeneidad no sólo de proyectos de Estatuto, sino de ideas sobre Euskadi. En 1931 existían varias iniciativas contradictorias para la elaboración de un Estatuto y tres proyectos que no llegaron a cuajar. La configuración política del País Vasco revestía una complejidad que a grandes rasgos dibujaba dos bloques: las derechas (carlistas, PNV, movimiento de alcaldes) y las izquierdas (PSOE, radical-socialistas, comisiones gestoras). Los tres proyectos de Estatuto eran anticonstitucionales, entre ellos el Estatuto de Estella, elaborado por las derechas que vencieron en las elecciones constituyentes. De hecho, aunque todas las fuerzas políticas vascas apelaron a la autonomía, existieron versiones muy diferentes sobre su naturaleza y finalidad, y en todo caso era entendida como un instrumento político: por los nacionalistas, como paso hacia la soberanía, por los republicanos y socialistas, como freno para evitar una autonomía de derechas y del PNV, y por los carlistas, como una pieza estratégica de su antirrepublicanismo. Un decreto de 8 de diciembre establecía el procedimiento de aprobación del Estatuto para acoplarse a la Constitución que se aprobó al día siguiente. Tal secuencia contemplaba su elaboración por las comisiones gestoras de las diputaciones (ligadas a las izquierdas, PSOE, republicanos, Acción Nacionalista Vasca), aprobación por la asamblea de ayuntamientos vascos (mayoría de derechas), referéndum popular y aprobación por las Cortes. En 1932 se rechazó un primer proyecto de las Gestoras que abarcaba Navarra. El proyecto definitivo no sería aproba-

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do hasta el 6 de agosto de 1933 por los municipios y en referéndum el 5 de noviembre de aquel año, pero su debate en las Cortes ya correspondería a las formadas como consecuencia de las elecciones generales con mayoría radical-cedista. José Luis de la Granja ha desvelado los principales problemas en la lenta y compleja aprobación de un Estatuto vasco a diferencia de Cataluña. Para empezar, el PNV no formó parte de las fuerzas que coadyuvaron al nacimiento de la República y por lo tanto estuvo ausente del Pacto de San Sebastián, donde los republicanos habían adquirido un compromiso con los republicanos nacionalistas catalanes. Además, no existió ningún organismo preautonómico similar a la Generalitat, tanto por la ausencia de aquel compromiso como por la pugna política de los partidos vascos, que cuajaron en iniciativas contrapuestas. Y todo ello quedó atravesado por el problema religioso, con un clerical Estatuto de Estella que planteaba una política independiente respecto al Vaticano. En las iniciativas estatutarias además quedaba implícita la idea de la soberanía vasca con distinta filosofía del Estado integral y por tanto resultaban inconstitucionales. A las discrepancias entre las fuerzas políticas vascas se sumó un claro desajuste con las fuerzas políticas estatales predominantes en las Cortes y en el gobierno. Existió poca sintonía entre el PNV y el conjunto de las derechas vascas, y los republicanos y socialistas recelosos de una autonomía dominada por aquéllos. Cuando el Estatuto quedó en 1933 sujeto al último trámite de aprobación por las Cortes, éstas eran de mayoría de derechas pero opuestas a cualquier autonomía, sobre todo por parte de cedistas y monárquicos. Para terminar, existían proyectos contrapuestos respecto a la territorialidad y la inclusión o no de Navarra, además de que el propio plebiscito popular estuvo rodeado de la polémica sobre su fraude. El resultado de éste arrojó una escasa votación en Álava, lo que fue utilizado en las Cortes como una coartada más para frenar el proceso de aprobación. Todo ello dibujó un panorama político en el que faltó el acuerdo entre los partidos vascos y entre éstos y los estatales, pero para Granja los obstáculos más importantes fueron internos (el enfrentamiento de sus fuerzas políticas y la instrumentalización partidista del Estatuto), más que las relaciones con el poder central. La aprobación final del Estatuto, después de su retraso durante todo el bienio gobernado por las derechas estatales, pasaba por un entendimiento entre el PNV y los republicanosocialistas, hecho que sólo se produciría en 1936 con el impulso del Estatuto, que ya sólo pudo ser aprobado el 1 de octubre, en plena guerra civil.

22.3.

HETEROGENEIDAD

GUBERNAMENTAL Y DIFICULTADES REFORMISTAS

El alejamiento progresivo del Partido Radical de la coalición republicana, primero negándose a entrar en el gobierno, más tarde con la oposición en la Cámara, no restó las posibilidades del Gobierno de Azaña, que no tenía alternativa sólida de gobierno con aquellas Cortes. Las reformas emprendidas habían sido fruto del compromiso entre republicanos de izquierda y socialistas, pero no habían estado exentas las tensiones en su elaboración y discusión. El conjunto de reformas no representó un programa coherente de gobierno, las iniciativas llevaban el sello de sus promotores ministeriales y las discusiones en Cortes provocaron intensos debates. Una excesiva heterogeneidad del gobierno que condicionó su margen de actuación, empezando por las disensiones entre socialistas y republicanos, con las consiguientes dificultades

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en la aplicación de las reformas. Tal como fueron diseñadas, adolecieron de problemas tecnicos en su aplicación, además de que la falta de presupuesto y la inestabilidad política mediatizaron muchas de sus posibilidades. Pero sobre todo las reformas adolecieron de una falta de consenso social, más allá de los eventuales compromisos de la coalición gubernamental y parlamentaria. Las convicciones y el tesón en aplicar una cirugía regeneradora no tuvieron su correlato en amplios sectores de opinión. Y ese empuje reformista no se destacó precisamente por el tacto político. Los partidos republicanos no gozaban de bases sociales de sustentación y los socialistas mantenían con las suyas un prudente compromiso, sobre todo con las sindicales. Las reformas, en sus fines, elaboración y contenidos ya desvelaron fuertes actitudes políticas y sociales de oposición. La reforma agraria, la política religiosa, el Estatuto de Cataluña y las reformas militares fueron los temas centrales, o las coartadas, que redefinieron o acentuaron posturas de oposición y de movilización política o insurreccional. Así el debate político en la Cámara tuvo su correlato en las movilizaciones de opinión y en la conflictividad social, donde se entremezcla el cuestionamiento de las reformas, percibidas según la procedencia como radicales o como conservadoras, y el cuestionamiento, desde algunas opciones, del régimen mismo.

22.4. LA CONSPIRACIÓN MONÁRQUICA Empezando por estas últimas, las tensiones desde fuera del sistema, manifestadas desde el principio en una oposición radical y frontal contra el régimen, procedían de los grupos monárquicos en recomposición y de las versiones más radicales del anarcosindicalismo. La descolocación de los monárquicos con la proclamación de la República dio paso a una doble estrategia que contemplaba los intentos de reagrupamiento, nunca conseguido, y el inicio de una oposición frontal al régimen por la vía de la conspiración. Su presencia en las Cortes de 1931 fue marginal: estuvieron dispersados y confundidos en varias candidaturas, sobre todo entre los «agrarios». El impulso intelectual de la actividad de los monárquicos, sobre todo de filiación alfonsina, procedió de la revista Acción Española, creada en diciembre de 1931, que aglutinó a una serie de escritores e intelectuales —como el marqués de Quintanar, Víctor Pradera, Ramiro de Maeztu, Vegas Latapié, Pedro Sainz Rodríguez...— y que aportó fundamentalmente bases doctrinales. Pretendía ser, como a sus promotores les gustaba decir, el laboratorio doctrinal de las derechas, y no un partido, con la vocación de buscar un frente unitario de las derechas no liberales. Su discurso, como ha señalado Morodo, se basaba en la recuperación del tradicionalismo católico, la monarquía autoritaria y el corporativismo, además de incorporar la idea mesiánica de la salvación de España a través de la contrarrevolución. Pero AE se acompañó de una beligerancia política y de conspiración militar. En términos de partido, los monárquicos alfonsinos tendieron a la colaboración con el carlismo que, aglutinando sus distintas ramas, había formado la Comunión Tradicionalista. Los primeros acabaron creando en 1933, bajo el liderazgo de Goicoechea, Renovación Española. Los distintos sectores monárquicos autoritarios dibujaron desde el principio una trama conspirativa, con alguna intentona, que trató de atraerse militares descontentos, sobre todo como consecuencia del inicio de las reformas militares. En esta lógica es donde debe situarse el intento de golpe del general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932. Su morfología recuerda al pronunciamiento del siglo XIX de carácter cívico-

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militar, en una mezcla confusa de militares y civiles monárquicos alfonsinos, carlistas —aunque no en nombre de la Comunión—, nacionalistas fascistas y algún monárquico liberal, con fines muy heterogéneos, desde el ataque frontal al régimen para instaurar la Monarquía —inspirado en Acción Nacional, aunque oficialmente trató de desmarcarse después— hasta un cambio de gobierno. La intentona, liderada por Sanjurjo, al que desde entonces los monárquicos de Acción Española consideraron clave en la formación de un nuevo Estado a partir de la instauración de la Monarquía, había tenido como coartadas inmediatas la oposición a la reforma agraria y, sobre todo, al Estatuto de Cataluña que entonces se discutían en las Cortes, además de la agitación contra las medidas religiosas. La desarticulación de la intentona tuvo consecuencias políticas de envergadura. Para empezar porque la República experimentó el primer aldabonazo serio sobre la oposición al sistema, labrada desde la estrategia monárquica con la colaboración militar. Los monárquicos fueron perseguidos, y, a corto plazo, replegaron la estrategia de la insurrección inmediata para reorganizarse políticamente, con una tendencia a la colaboración, nunca estrecha, de los alfonsinos de Renovación Española y los carlistas de Comunión Tradicionalista; eso sí, en su horizonte seguía estando presente la conspiración contra la República y la instauración de la monarquía, esperando el momento oportuno. Fue el momento también en que la derecha católica, populista, accidentalista de Acción Popular de Gil Robles se quiso desmarcar de la derecha monárquica autoritaria. Por otra parte, la «sanjurjada» llevó al convencimiento de las fuerzas republicanas de la necesidad política de apuntalar las reformas, y contribuyó decisivamente a que fueran aprobados la Ley de reforma agraria y el Estatuto catalán, tan largamente discutidos, de forma casi inmediata y el mismo día, el 9 de septiembre de 1932.

22.5. EL INSURRECCIONALISMO ANARCOSINDICALISTA. EL ORDEN PÚBLICO Por otro lado, la conflictividad social fue un auténtico banco de pruebas para la política de orden público de la República. En ella se jugó parte del capital político de la coalición gobernante. Desde el 20 de octubre de 1931 contó con un instrumento como la Ley de Defensa de la República, un instrumento de excepción que permitía suspender periódicos, clausurar locales, realizar deportaciones, ilegalizar asociaciones... como prevención de la República, pero que fue muy duramente utilizado por el ministerio de Gobernación, con el coste político que ello supuso y la imagen que se fue desprendiendo de un gobierno democrático. Las reformas, elaboradas y aplicadas más lentamente, no colmaban las expectativas levantadas, sembrando inquietud en colectivos sociales que ansiaban ver los frutos de inmediato. La situación económica, con el crecimiento del desempleo, constribuyó a ello, pero no fue el factor determinante. El mito del reparto y la utopía de la revolución inmediata formaban parte del discurso y del lenguaje que cuestionaba la República. En esta dirección se situaban los fines y la estrategia de la CNT, que impulsó la acción directa a través de la huelga general y la insurrección, que conducirían al comunismo libertario de forma inmediata. En la organización anarconsindicalista se planteó un debate en los albores del nuevo régimen. En su Congreso del 10 de junio de 1931 se deslindaron dos estrategias. Una, liderada por Pestaña que acabaría siendo minoritaria, se decantaba por un sindicalismo posibilista aceptando el régimen y descartando una imposible

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revolución inmediata. Se impuso en la práctica el sector más radical, impulsado por el núcleo de la FAI (Federación Anarquista Ibérica), que negaba legitimidad al régimen y consolidaba la versión revolucionaria negando cualquier tipo de compromiso político. Movilización obrera e insurrección popular fueron las consignas de la CNT, contra la política republicano-socialista y contra la República misma. Muy crítica con la legislación laboral y los jurados mixtos, su actividad formaba parte de la rivalidad con UGT, a la que acusaba de traición a la clase obrera y de haber montado una organización corporativa bajo su control y que marginaba a la CNT de cualquier representación legal. En el ámbito agrario postulaba una reforma agraria inmediata consistente en las expropiaciones sin indemnización y la colectivización, alejada de los supuestos reformistas de la política gubernamental. En suma, la huelga general con la expectativa de la insurreción se convertía en el instrumento para preparar a la clase obrera hacia la revolución, lo que equivalía a la derrota del modelo sindical de la UGT. La CNT organizó varias huelgas generales, la primera en junio de 1931, la de Telefónica, representó la ruptura con la República, en un secuencia que continuó en Sevilla y más tarde también en Barcelona, durante el mes de agosto, y en varias ciudades, sobre todo de Vizcaya y Asturias, durante el otoño de aquel año. En enero de 1932 tuvo lugar el primer gran intento insurreccional en varias localidades catalanas del Alto Llobregat, donde obreros de la minería proclamaron el comunismo libertario, extendiéndose a los obreros del textil. A lo largo de 1932 la ruta del hambre andaluza quedó sembrada de huelgas agrícolas que se entremezclaban con las ocupaciones de cortijos. En enero del año siguiente el envite de la sindical anarquista consistió en la convocatoria de una insurrección general, de consecuencias conflictivas sobre todo en Cataluña, su bastión principal, Levante y Andalucía. En este contexto se inscriben los sucesos de Casas Viejas, pequeña localidad gaditana, donde un bracero apodado Seisdedos proclamó el comunismo libertario y se refugió con varias familias en las casas del pueblo. La respuesta de la guardia civil fue el incendio de las chabolas y la muerte de los insurrectos. La política de orden público de la República se había resuelto siempre en la misma dirección: represión, en varios casos con una secuela de muertes, que iban ahogando el capital político de la coalición gobernante. Las deportaciones de anarquistas, o los precedentes del pueblo extremeño de Castilblanco y del riojano Arnedo, con resultado de varios obreros muertos, animaron fecundas campañas de propaganda anarquista y las críticas al gobierno. La matanza de Casas Viejas fue el punto culminante. La oposición promovió una investigación parlamentaria, mientras el desprestigio del gobierno se acentuaba. Protesta por los métodos de represión que se extendió a los radical-socialistas, y aunque Azaña se esforzó en considerar la tragedia como inevitable y apeló a la no responsabilidad del gobierno, se convirtió en un eslabón importante de la cadena de cuestiones que desvelaban la crisis política de la coalición. Simultáneamente el cuestionamiento de la política de reformas fue alimentando una corriente de opinión expresada en las movilizaciones sobre todo de los católicos, que empezó a tomar cuerpo en una cobertura política que culminó en el nacimiento de la Confederación Española de Derechas Autónomas en febrero-marzo de 1933, configurándose como el partido de masas de las derechas. Sus orígenes se sitúan en la formación de Acción Nacional poco antes de las elecciones constituyentes, promovida por la jerarquía eclesiástica y el Vaticano, con el protagonismo de Ángel Herrera Oria y la Acción Católica Nacional de Propagandistas, y transformada después,

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en abril de 1932, en Acción Popular bajo el liderazgo de Gil Robles. Populista, accidentalista en la forma de gobierno pero dispuesta al juego parlamentario y no a la violencia, aglutinó a los católicos, pero también de forma heterogénea a los agrarios y a las tendencias monárquicas cuyos efectivos más radicales se acabaron apeando. La cuestión religiosa fue la columna vertebral de integración, pero pesaron igualmente la cuestión de la propiedad, el orden social y las aspiraciones del conservadurismo. Las movilizaciones se multiplicaron en 1933 en forma de manifestaciones y mítines en oposición a la ley de asociaciones y congregaciones religiosas. Se había perfilado, pues, un partido de masas, fuera del hemiciclo, con demostradas posibilidades de movilización social, una alternativa de derechas ajena a los orígenes de la República y un reto político para la coalición gobernante. Por su parte, las movilizaciones contra la reforma agraria fueron impulsadas sobre todo por la Unión Económica, creada en 1931, y que reunía a un nutrido y significativo abanico de organizaciones patronales de los sectores agrario, industrial y de servicios.

22.6. LA CRISIS DE LA COALICIÓN Las fisuras en el seno de la coalición gobernante, sobre todo después de Casas Viejas, acabaron estallando en crisis. Había quedado claro que los partidos republicanos por sí solos no tenían fuerza suficiente para ser responsables de la política del gobierno y que además no había alternativa, con aquellas Cortes, de formar otros gobiernos distintos a la coalición republicano-socialista. El objetivo de la oposición del Partido Radical era la disolución de las Cortes, a las que acusaba de estar divorciadas de la opinión. La ruptura de la coalición tuvo dos ingredientes, la crisis del Partido Republicano Radical-Socialista y, sobre todo, el debate en el Partido Socialista sobre la colaboración gubernamental. El PRRS había representado la versión más progresista de los republicanos y exhibido un notable empuje y ardor combativo. Sus disensiones internas estuvieron más que nada provocadas por disputas personales y continuos actos de indisciplina, pero sobre todo, porque al calor de las circunstancias de 1932 y 1933 se fueron moldeando dos visiones estratégicas contradictorias que escondían también posturas ideológicas: la representada por Gordón Ordax, partidaria del diálogo con los radicales y por tanto crítica con la colaboración socialista, y la de Marcelino Domingo, opuesta al diálogo con los radicales mientras mantuvieran su política de obstrucción, y partidaria de la colaboración con el PSOE. La ruptura se consumó en dos grupos en septiembre de 1933. Pero sobre todo, en el Partido Socialista se acentuó el debate sobre la colaboración con el gobierno de republicanos, que había sido la línea mayoritaria defendida en los Congresos de julio de 1931 y octubre de 1932, liderada por Prieto y Largo Caballero, frente a la representada por Besteiro. En todo caso, la versión más reformista de Prieto o la sindicalista de Largo, consideraban la colaboración como estratégica para afianzar la República y como paso previo a un futuro gobierno socialista. La transformación democrática del país era la pieza del discurso gradualista de llegada pacífica al poder e inicio de la revolución socialista. Incluso la negativa a la colaboración de Besteiro se realizó desde una perspectiva moderada y reformista, precisamente porque este grupo no contemplaba el poder de forma inmediata y mucho menos la revolución socialista. De todas formas, la colaboración socialista siempre estuvo marcada por una ambigua provisionalidad, sin haber marcado tiempos precisos.

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Pero los socialistas, el partido y la UGT, se empezaron a encontrar presos de la contradicción que suponía el extrordinario crecimiento cuantitativo de las organizaciones y su fortalecimiento, básico en su política, y las expectativas creadas por las reformas. Entre 1931 y 1933 cada vez pudieron amortiguar menos las inquietudes de sus bases, muy crecidas numéricamente y la mayor parte de nueva militancia, sobre todo los sectores campesinos enrolados en la FNTT. La UGT había superado el millón de afiliados en 1931, casi doblando la militancia en 1930. Así los conflictos sociales y los problemas que se derivaron del orden público, provocaron el desgaste del Partido Socialista en el gobierno, acentuado desde Casas Viejas. A lo largo de 1933 se fue perfilando la liquidación del colaboracionismo, y la mutación hacia otra estrategia radical liderada por Largo Caballero, desengañado del proceso reformista, que animará la huelga, sobre todo desde finales de 1933, y en 1934, la insurrección. Por su parte, medios republicanos, no sólo los radicales, manifestaban disconformidades más acentuadas con la colaboración socialista, y desde fuera empezaron a adjudicarse a los socialistas los males de la situación. Además, las elecciones municipales parciales de abril las perdió la coalición gubernamental, con el avance de los partidos de derechas y del Radical. En medio de la crisis, en el mes de junio la necesaria sustitución del enfermo ministro de Hacienda desveló la imposibilidad de formar otro gobierno de naturaleza distinta. La remodelación del 12 de junio todavía prolongó la permanencia de tres ministros socialistas, con la significativa entrada de la Esquerra Republicana de Catalunya, en el marco de la voluntad negociadora de las transferencias. El episodio final del desgaste gubernamental lo constituyó la pérdida de las elecciones a representantes del Tribunal de Garantías Constitucionales. Esta vez la crisis la precipitó el presidente de la República al retirar la confianza a Azaña y forzar su dimisión. El encargado de formar gobierno fue Lerroux, el 12 de septiembre, a base de concentración de partidos republicanos con la exclusión del PSOE. Escasa vida, porque dependía de unas Cortes a las que había estado cuestionando y descalificando acusándolas de estar al margen de la opinión y del apoyo de los heterogéneos republicanos. No pasó la moción de confianza, no sólo por la actitud socialista, sino por la de otros partidos republicanos, como Acción Republicana, que veían como único objetivo de Lerroux la disolución del Parlamento. El 8 de octubre un nuevo gobierno de republicanos presidido por Martínez Barrio era el paso previo de la decisión de Alcalá Zamora de disolver las Cortes con el decreto del día siguiente. El argumento fue la alteración del número de partidos y de sus relaciones, la imposibilidad de una mayoría estable y el desajuste entre la composición de las Cortes y los estados de opinión, lo que significaba la consulta de la voluntad general a través de unas nuevas elecciones. Se cerraba un ciclo en la vida política de la República.

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CAPÍTULO XXIII

La República de centro-derecha 23.1. LAS ELECCIONES DE 1933 Y EL REAJUSTE DE LAS FUERZAS POLÍTICAS

El régimen republicano había logrado convertir, por el momento, las elecciones en el criterio central en el que se dirimía la lucha por el poder frente al modelo restauracionista, cuya naturaleza y práctica electoral había sido un episodio relativamente marginal en la vida política del país. Fueron, pues, otras elecciones las que representaron un punto de inflexión en el trasunto de la República. Definido el régimen y con las grandes reformas de su desarrollo puestas en marcha, quedaba abierta la incertidumbre de su futuro inmediato en un contexto de conflictividad social y política. En julio de 1933 se había aprobado una nueva ley electoral que, en lo sustancial, consolidaba el sistema mayoritario, lo que favorecía la formación de grandes coaliciones y penalizaba las candidaturas de partidos o personas presentados en solitario. Ello provocaba además que, al no existir representación proporcional, los pequeños partidos realizaran demandas a los líderes de las coaliciones, que se veían obligados, según la circunstancias locales, a asumir compromisos y aliados, con las consiguientes confusiones de programas. Además la ley consumaba el precepto constitucional de voto femenino, con lo que las mujeres españolas participaron por primera vez en un proceso electoral y ello suponía algo más de la mitad del electorado. La campaña electoral demostró que la política se había instalado en el corazón de la vida social. La movilización del electorado en un clima de agitación y militancia era la expresión palpable de la preocupación ciudadana por la política. Las candidaturas y la composición del Parlamento reflejaron la complejidad y pluralidad de opciones y su organización. Esta vez el coste político del ejercicio del poder pasó factura a republicanos de izquierda y socialistas, que rompieron la estrategia de coalición y se presentaron separados. Ellos, que habían construido el régimen, brindaban una excelente oportunidad a sus oponentes. Los socialistas, afincados en un discurso no colaboracionista, llamaron a la movilización obrera, con un ala más radical representada por Largo que trataba de acoplarse con sus bases sociales destilando críticas al reformismo republicano y recuperando las expectativas de un discurso revolucionario. Los republicanos de izquierda se presentaron divididos, con el dilema de acercarse a los socialistas o a los radicales, que en definitiva sólo se resolvió en uno u otro sentido en circunscripciones muy específicas. Los pequeños partidos de la derecha y

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el centro republicano tendieron a pactar con los radicales. Éstos, apelando a su vocación de gran partido republicano de centro y aprovechando el posibilismo electoral, se presentaron en solitario o se orientaron, según casos, hacia los partidos republicanos de centro o izquierda con los que compartían gobierno, o hacia la CEDA y los agrarios. Los radicales tendieron a enarbolar más la bandera del orden social que su laicismo histórico. Entre las derechas no explícitamente republicanas la CEDA se presentaba como la opción más sólida después de su capacidad de convocatoria exhibida en las movilizaciones de católicos, además de que estrechó vínculos electorales con la coalición que incluyó monárquicos alfonsinos, tradicionalistas y agrarios. Su discurso quedó articulado en el cuestionamiento de las reformas del bienio, apostando por la reforma constitucional y apelando al orden social, la tradición, la propiedad y la religión, que tenían como norte inmediato el desmantelamiento de la reforma agraria y la reforma religiosa, además de cuestionar el régimen o adoptar una posición accidentalista.

José María Gil Robles, jefe de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).

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Las elecciones se celebraron el 19 de noviembre en primera vuelta y el 3 de diciembre en una segunda que ajustó más las colaboraciones electorales. Acudieron a las urnas algo más de 8.700.000 votantes, lo que suponía el 67,4 por 100 del censo electoral. En la abstención influyó la posición de la CNT, que recomendó a sus militantes no participar en las urnas. Los resultados cambiaron radicalmente la faz política del Parlamento, con un vuelco que alteró las pautas seguidas por el régimen desde sus orígenes. Aunque constitucionalmente era un nuevo episodio político con una base de continuidad, en la práctica era otra República la que se configuraba, por cuanto era entendida de forma distinta, cuestionándose los soportes en los que había descansado hasta entonces. Los resultados expresaron un notable desplazamiento hacia las derechas, que esta vez fueron las beneficiadas por el sistema electoral. La CEDA, que consolidaba parlamentariamente su configuración en partido de masas, se erigió en el partido con más diputados, 115. A su vera, el resto de derechas no republicanas aumentaron su representación: los agrarios, 32, los monárquicos de Renovación Española, 15, los tradicionalistas, 21, además de un heterogéneo grupo de independientes de derechas, 26, y de un diputado del Partido Nacionalista Español y otro de Falange. A ello habría que sumar los 26 de la Lliga y los 12 del Partido Nacionalista Vasco.

Entre los republicanos, salió reforzado el Partido Radical de Lerroux, con 102 diputados, número de todas formas insuficiente para gobernar. Otros republicanos de centro y derecha recogían una pequeña y dispersa representación: 16 del Partido Republicano Conservador, 10 del Partido Liberal Democrático y 3 del Partido Progresista. Los grandes perdedores fueron los republicanos de izquierda, con una presencia marginal en la nueva Cámara: 5 de Acción Republicana, 3 de la ORGA y 3 radical-socialistas. La Esquerra Republicana de Catalunya, aunque perdió diputados, mantuvo una representación de 22. El Partido Socialista también fue penalizado y se quedó con 59 diputados, menos de la mitad de diputados que en 1931. Las elecciones expresaron un realineamiento del sistema de partidos y un cambio en la mayoría parlamentaria. Lejos de consolidarse, el sistema de partidos protagonizó un vuelco espectacular, con la irrupción de un gran partido —la CEDA— y el desplazamiento de la coalición que hasta entonces había articulado la mayoría parlamentaria y dirigido el gobierno. El número de partidos no solamente no había disminuido, sino que aumentó la fragmentación parlamentaria, con más de 20 formaciones políticas. Un multipartidismo con tendencia a la polarización, que dotó al régimen de una permanente inestabilidad parlamentaria y gubernamental. De hecho, los partidos más importantes del anterior sistema, el Partido Socialista y el Partido Radical, sólo rondaban el 50 por 100 de votos, mientras que la CEDA por sí sola tenía casi ese 50 por 100. La fragmentación parlamentaria y el desplazamiento a la derecha obstaculizarían la formación de mayorías parlamentarias. El Partido Radical, primer grupo republicano, tenía la llave en la formación de posibles mayorías y gobiernos, pero su fuerza era insuficiente, mientras que la CEDA, primer partido parlamentario, se convertía en la pieza con la que necesariamente tendrían que contar tanto los gobiernos en minoría apelando a su apoyo externo como los gobiernos con mayoría admitiendo su presencia. Pero además, a los pequeños partidos se les abría la posibilidad de determinar la formación o la estabilidad de coaliciones gubernamentales. El Partido Radical se encontraba así preso de la CEDA, que aparecía como una fuerza política reticente al régimen, semileal o anti-sistema, en una ambigüedad escondida con el término de accidentalismo. Por eso, la República paradójicamente debía descansar en las derechas, en las formaciones políticas enemigas del régimen, o cuando menos de ambigua lealtad. En suma, todo ello provocaría una inestabilidad gubernamental, y acentuaría las dificultades de consolidación del sistema democrático.

23.2. PLURALISMO POLARIZADO El sistema de partidos aparecía definido por un pluralismo polarizado, denominación que ha sido comúnmente utilizada por diversos autores, de forma más o menos matizada, tratando de aplicar el esquema teórico desarrollado por Sartori. Es decir, un abundante número de partidos y varios de ellos de entidad, la existencia de partidos anti-sistema importantes que desarrollan una oposición bilateral y que son además mutuamente excluyentes, una dinámica política articulada en un centro que debía enfrentarse a las tensiones de izquierda y derecha, impulsos centrípetos que hacen gotear progresivamente votos del centro hacia los extremos, oposiciones irresponsables y una falta de consenso sobre el desarrollo democrático. Este esquema que

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parece aplicable desde 1933 ha sido matizado según los distintos momentos de la dinámica política y del sistema de partidos hasta 1936. Ciertamente los dos grandes partidos de masas, PSOE y CEDA, a izquierda y derecha del centro republicano eran fuerzas que a la altura de 1933 se perfilaban como fuerzas anti-sistema, al menos en su discurso. La CEDA no había ocultado su vocación antirrepublicana, y el PSOE abandonó la colaboración con los republicanos, despuntando en su discurso a partir de esta fecha, sobre todo en el sector radical de Largo Caballero y la UGT, el horizonte de la revolución. Planteamientos que superaban los moldes democráticos establecidos en la República. Las posiciones mutuamente excluyentes y polarizadas abundarían sobre todo desde octubre de 1934, pero los resultados electorales se tradujeron en una gran paradoja, la de que el gobierno republicano dependía de fuerzas políticas que habían mostrado su recelo o clara oposición al régimen. Y la CEDA dibujó su estrategia de colaboración. La CEDA estaba hipotecada por su discurso antirrepublicano previo y por lo tanto no era la formación acreditada para gobernar. Por ello matizó su discurso hacia una postura accidentalista o posibilista —lo fundamental eran las leyes y no la forma de Estado— en su estrategia de acercamiento al poder. Pero también se acentuaron en su discurso los ingredientes antidemocráticos, muchas veces impulsados por sus socios de las derechas más radicales. Su estrategia de aproximación al poder, con el objetivo de reformar la Constitución, se basó en un primer momento en el apoyo parlamentario al gobierno radical, y en una segunda fase la colaboración con el gobierno se traduciría en la inclusión de ministros de su formación. A más largo plazo el desgaste de los radicales permitiría un gobierno presidido y mayoritario de la CEDA y la convocatoria de elecciones con la consiguiente consolidación en el poder. La primera parte de la estrategia se desarrolló entre diciembre de 1933 y octubre de 1934, cuando empezó a integrarse en el gobierno en una segunda fase que se prolongó hasta diciembre de 1935. La tercera fase, en un contexto muy diferente, no llegaría a cuajar nunca. Si la CEDA estaba deslegitimada para gobernar en 1933, su concurso era necesario en la búsqueda de mayorías. El Partido Radical, por su parte, se erigía en el único partido a partir del que podría descansar el gobierno pero con diversos apoyos. Por ello abrió las posibilidades de incorporar a la derecha católica y agraria de la CEDA a la República. En suma, cualquier gobierno y mayoría parlamentaria pasaba por el entendimiento del Partido Radical con la CEDA, más el concurso de pequeños partidos. Marco de inestabilidad parlamentaria e inestabilidad gubernamental, dibujado por el pluralismo con tendencia a la polarización que, sin embargo, no necesariamente tendría que haber caminado hacia la destrucción del régimen democrático. Pero fue esta debilidad la que impidió su consolidación e hizo muy sensible el régimen a las presiones externas, que se multiplicaron desde estas fechas.

23.3. PARLAMENTO, GOBIERNO Y PRÁCTICA POLÍTICA. 1934: LOS RADICALES HIPOTECADOS EN EL PODER La mayor parte de los diputados de la Cámaraeran bisoños, interrumpiendo cualquier posible continuidad, lo que se tradujo en un nuevo aprendizaje de la dinámica parlamentaria. Pero esta vez, también cambiaron los usos parlamentarios y del

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intenso debate político de las reformas se pasó a las agresivas descalificaciones y a los excesos verbales. El Parlamento quedó vaciado de contenido al quedar deslegitimado desde muchas opciones que no dudaban en exhibir su antiparlamentarismo, y en todo caso su labor fue entendida como un desmantelamiento de las reformas del periodo anterior. Las posiciones anti se instalaron en el Congreso, que quedó desplazado del centro neurálgico de la vida política y se convirtió en un foro de enfrentamientos, más alimentados por la visceralidad que por la mesura y el nuevo estilo de hacer política que tanto había reclamado Azaña en el bienio anterior. La actividad parlamentaria en cuanto a elaboración y aprobación de proyectos decreció. Aunque ciertamente la vocación de las derechas y un centro hipotecado con las anteriores consistía en la revisión de las reformas aprobadas en el bienio anterior, difícilmente se establecieron acuerdos en la forma y alcance de las rectificaciones, sobre todo de la más ambiciosa de todas que tenía como objetivo la propia reforma constitucional. No todas las iniciativas legislativas se orientaron a la contrarreforma, y a desmontar la obra anterior, eso sí, en aspectos secundarios del Estado y en otros casos matizando, sin alterar lo sustancial, proyectos planteados en la etapa anterior. Las líneas básicas de la anterior etapa fueron cuestionadas: la reforma agraria, la reforma militar, el desarrollo autonómico y la reforma religiosa. Este reflujo reformista estaba sobre todo inspirado en la posición de la CEDA e impulsado más que nada en su etapa de colaboración gubernamental desde octubre de 1934. De todas formas las rectificaciones en la práctica no fueron tan lejos como para calificarlas de una contrarreforma en profundidad. Si bien fueron bien visibles los pasos orientados a desmontar la reforma agraria, y el freno o bloqueo en la aplicación de las reformas militar, religiosa o laboral, todo ello debe entenderse como matizaciones o rectificaciones parciales que en muchos casos no alteraron jurídicamente la situación en estos capítulos. La contrarreforma, por tanto, debe ser aligerada de las dimensiones que los discursos la atribuyeron, y alejada de su consideración como proyecto global, coherente y unitario, aspectos que tampoco habían definido las propias reformas. La contrarreforma fue más bien fruto de los discursos de las derechas, que no cuajaron en un discurso unitario, sino en una heterogeneidad que iba desde el centro-derecha republicano hasta las versiones radicales de los monárquicos. En suma, la contrarreforma no debe verse tanto en las piezas jurídicas de la política heterógenea de los distintos gobiernos, sino más bien en los discursos y actuaciones del tejido social de las derechas, a través de una perspectiva social que atravesó las organizaciones y condicionó el trasunto del bienio. Los tres primeros gobiernos, entre diciembre de 1933 y octubre de 1934, de la nueva etapa respondieron pues a la morfología descrita: formados alrededor de los radicales, que tienen la presidencia del gobierno —dos veces Lerroux y una Samper—, y con ministros de la derecha republicana —Partido Progresista y Partido Liberal Demócrata—, más agrarios e independientes de derecha, con el apoyo parlamentario de la CEDA. El apoyo de la CEDA al Partido Radical y su actitud posibilista colaborando con las instituciones republicanas multiplicó las críticas y tensiones desde sus socios monárquicos en franca radicalización y empujaron cada vez mas a la CEDA hacia mayores dosis de maximalismo ideológico, sobre todo desde 1934. Pero a su vez este apoyo se tradujo en un notable coste político para el Partido Radical, sometido a sus exigencias políticas respecto a las reformas o al orden público. La inestabilidad gubernamental se convirtió en una característica habitual de la República. Una media de algo más de tres meses como registro de los tres gobiernos

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radicales minoritarios entre diciembre de 1933 y octubre de 1934, con cambios ministeriales habituales. Esta tendencia se acentuará desde octubre de 1934 hasta febrero de 1936, ya con la CEDA en el gobierno. Cambios de gobierno e inestabilidad que dificultaron la consolidación del sistema, y que eran más bien fruto de las disidencias entre ministros o discrepancias entre los socios parlamentarios que consecuencia de una dinámica del juego parlamentario. El Parlamento, cuyos mecanismos de censura o la confianza raramente fueron utilizados para derribar un gobierno quedó en un segundo plano y en la dinámica gubernamental fueron determinantes los conflictos en el seno de la coalición de gobierno o parlamentaria. El primer Gobierno Lerroux de diciembre de 1933 pronto tuvo que hacer frente a sus primeras fisuras, procedentes de su versión más progresista, liderada por Martínez Barrio en una actitud en la que se entremezclan cuestiones personales con una postura muy sensible a todo lo que significaba la dependencia de la CEDA y la orientación que había tomado el gobierno. La salida de tres ministros de esta tendencia hizo que Lerroux formara nuevo gobierno, con la misma estructura del anterior, el 3 de marzo. Martínez Barrio formaría el Partido Radical Demócrata en el mes de mayo, escindiéndose el grupo parlamentario radical, para convertirse en uno de los núcleos que formarán Unión Republicana. La práctica política del gobierno había descansado sobre todo en las primeras piezas relativas a la reforma agraria, como la derogación de términos municipales o la nulidad de las ocupaciones de tierras derivadas de la ley de intensificación de cultivos, aunque los aspectos esenciales de la reforma siguieron vigentes por el momento. En el ámbito religioso el laicismo, como bandera tradicional, contrastaba con la beligerancia en este terreno de la CEDA. El resultado fue una ambigua política que mantuvo relativamente intacta la legislación del bienio anterior pero con mayor tolerancia en su aplicación, además de la aprobación en el mes de abril de la Ley sobre haberes pasivos del clero, forzada por la CEDA, que entendía en la subsistencia del clero afectado por las medidas de secularización. El nuevo gobierno de coalición de Lerroux, debilitado por la crisis del Partido Radical, experimentó el aumento de las presiones de la CEDA, que se manifestaron en la ley de amnistía para los implicados en la intentona de 1932 y que tuvo que hacer suya el gobierno. Esta ley, junto con la aplicación de la reforma agraria y el asunto de las dotaciones al clero subieron la tensión política. La oposición del presidente de la República a la ley de amnistía que acabó ratificando, forzó la dimisión de Lerroux y concluyó con la formación de un nuevo gobierno. Éste, que se formó el 28 de abril con la presidencia del radical Samper, mantenía la misma morfología de mayoría radical, con participación de independientes, un agrario y un miembro del Partido Progresista y otro del PLD. El cambio sólo era nominal en la presidencia, puesto que representó una continuidad manifiesta. La conflictividad social en el campo espoleada por las incertidumbres sobre la reforma agraria, los problemas del desempleo y la estrategia ugetista de impulsar las movilizaciones tuvieron su punto de mayor envergadura durante el mes de junio, con la convocatoria de huelga general agraria realizada por la FNTT, que se extendió por poblaciones de Andalucía, La Mancha y Valencia. La huelga fracasó y tuvo indudables consecuencias, al disminuir los efectivos de la FNTT y provocar la desarticulación y el agotamiento en uno de los puntales del sindicalismo socialista. En esta etapa el reforzamiento de la política de orden público se empleó tenazmente contra la conflictividad de la mano del ministro Salazar Alonso. De todas formas, durante 1934

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la conflictividad medida en términos de huelga disminuyó, tanto en el ámbito agrario como en el resto de sectores, de tal forma que el número de huelgas se redujo a la mitad, aunque cualitativamente tuvieron mayor alcance. A esta reducción contribuyó la mayor proyección y actuación de las patronales y el agotamiento eventual del movimiento cenetista. Ésta evolución no permite situar una República intrínsecamente atravesada de conflictividad y violencia de forma lineal. Uno de los problemas que mayores dimensiones adquirió fue el de las relaciones del gobierno central con los procesos de autonomía. Y en este capítulo el gobierno y sus socios cedistas cambiaron el rumbo de las relaciones para obstaculizar unos procesos que consideraban atentatorios contra la unidad del país. En el caso vasco el Estatuto quedó detenido, en una dinámica en la que se entremezclan las discrepancias entre los partidos vascos, pero además el gobierno modificó fiscalmente el comercio de vinos, lo que fue entendido por los vascos como un cuestionamiento del concierto económico. Ello provocó un acercamiento del PNV con los socialistas contra el gobierno central. En el caso catalán al desarrollo de su Estatuto se unía el recelo que suponía el dominio de la Esquerra Republicana de Catalunya en el panorama político catalán y el impulso de la autonomía emprendido por el nuevo presidente de la Generalitat, Companys, desde diciembre de 1933. Cualquier episodio era sensible al estallido del conflicto, y ése fue el papel que desempeñó la aprobación por el Parlamento catalán el 12 de abril de la Ley de contratos de cultivo, que establecía la posibilidad de transformar los arrendamientos de los rabassaires en acceso a la propiedad después de un periodo de cultivo de 18 años. La protesta de la patronal, la Lliga y Acció Popular se tradujo en un conflicto de competencias planteado al Tribunal de Garantías Constitucionales, que el 8 de junio declaró incompetente al Parlamento catalán para legislar en este asunto. La Esquerra retiró sus diputados y promovió el desafío por el que el Parlament volvía a votar la ley el 12 de junio. El Gobierno Samper inició negociaciones con Companys para buscar una salida, criterio no compartido por la CEDA, que utilizó este asunto para retirar su confianza al gobierno radical, considerando que ya había llegado la hora de participar en el gobierno e inaugurar la segunda fase de su estrategia de aproximación al poder. El día 4 de octubre se formaba un nuevo Gobierno Lerroux con tres ministros de la CEDA.

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CAPÍTULO XXIV

La politización de la sociedad y la militarización de la política 24.1. LA CULTURA POLÍTICA URBANA. MOVILIZACIÓN, AGITACIÓN Y MILITANCIA El aumento y la nueva configuración de la cultura política era ante todo un fenómeno urbano. Mientras el campo salía de su quietud, las ciudades se habían convertido a lo largo del primer tercio del siglo en los espacios de modernización. El crecimiento fue generalizado y en algunos casos espectacular, como el de Madrid, que casi duplicó su población entre 1900 y 1930, para llegar casi al millón de habitantes en esta última fecha, al igual que Barcelona, que sí alcanzó el millón en 1930. También fueron focos de atracción de importancia Valencia, Sevilla, Bilbao, Zaragoza, Málaga o Murcia. El poder de atracción de las ciudades fue manifiesto. Percibidas como espacios teóricos de movilidad social, crearon expectativas raramente colmadas en la práctica, para una población campesina que no encontraba fácil acomodo en un mundo urbano incapaz de absorber racionalmente el tremendo aluvión migratorio. Los núcleos urbanos tradicionales se transformaron, pero quedó desbordado cualquier diseño teórico de remodelación racional del espacio urbano. La población de origen rural que llegó a las ciudades generó una compartimentación social del espacio, con el nacimiento de barriadas con escasos servicios, cuando no dibujando bolsas de marginación, para alojar una cohorte de trabajadores eventuales, desempleados y pobres voluntarios, que dotaron a la morfología de la ciudad de los tintes sociales negativos propios de la ciudad moderna. En las ciudades de pequeño y mediano tamaño el tránsito no fue tan traumático, al seguir teniendo arraigo pautas tradicionales de comportamientos y costumbres, pero en las de mayor envergadura, sedes del crecimiento económico, se fueron rompiendo esas pautas tradicionales de sociabilidad. Los valores del mundo rural se difuminaron en una sociedad de masas, donde el anonimato superaba los vínculos más personales y lo público y lo privado, antes confundidos, tendieron a delimitarse. Estímulos secularizadores, desaparición de los vínculos clásicos de protección del mundo rural, creciente importancia de los fenómenos de opinión y nuevas formas de organización de la sociedad civil despertaron en el mundo urbano. La vida cotidiana de las ciudades se vio alterada por un conjunto de avances técnicos que socializaron los modos de convivencia. Los nuevos sistemas de transporte urbano agilizaron el movimiento de la ciudad, acortaron las distancias y su noción, y animaron los espa605

cios públicos. Nuevas formas de ocio y su socialización, como el cinematógrafo o el turismo, al que empezaban a aspirar las clases medias, además de un espectáculo de masas como el fútbol, son fenómenos que tendieron a calar en la sociedad urbana. La prensa, radio y la proliferación de la propaganda, que orientaron los medios de opinión, con rotativos de mayor alcance, estaban dirigidas a una población que prosperaba en la alfabetización y la cultura política y que se hacía protagonista directa de los mensajes. Junto a las bases del discurso de la cultura popular urbana asociada a los artesanos, los tenderos, los obreros de oficio, se había ido instalando un proletariado urbano segregado en los espacios urbanos y portador de una cultura específica que tenderá en el transcurso de la República a deslindarse de la anterior. El propio origen de la República representó la participación activa de la ciudadanía en la vida política. La política dejó de ser coto cerrado de notables o caciques y devino en argumento de la vida popular al instaurarse el nuevo régimen. La política lo invadió todo y se instaló en el corazón del tejido social. La participación del pueblo en las actividades públicas se derivó del contenido democrático del régimen, en su acepción constitucional de reconocimiento del origen popular de todos los poderes y su correlato electoral de ampliación de la ciudadanía activa, así como su proyección en el capítulo social de huelgas y movilizaciones diversas o la actividad pública de los partidos de masas, pero sobre todo se extendió la percepción de que los ciudadanos eran protagonistas de su propio destino. Durante el periodo se instalaron como centro de gravedad del sistema todos los fenómenos definitorios de la modernización y sus tensiones. De ahí que el pueblo como categoría colectiva que se asoció al republicanismo emocional de 1931 consumara en esta etapa democrática su segmentación en clases sociales bien definidas. Unos procesos sociales que Santos Juliá ha definido para Madrid como el tránsito de la fiesta popular a la lucha de clases, pero que puede extenderse como marco explicativo para el conjunto nacional, con sus matizaciones cronológicas, sectoriales y espaciales. Ya hemos dicho que movilización, clima de agitación y militancia eran las expresiones palpables de la preocupación ciudadana por la política, pero cada vez se medía más en términos de clase social. El aumento de la militancia fue espectacular, sobre todo en los sindicatos. Y éste es un fenómeno generalizable tanto en el ámbito urbano como en el rural. Fue la cobertura política y sindical masiva la que brindó los instrumentos de respuesta y dio cauce a las aspiraciones sociales de obreros y campesinos. Este fenómeno tiene una larga trayectoria, pero descuella cuantitativa y cualitativamente con el trasunto del régimen republicano. En el ámbito rural era la opción redentora que colmaría un largo proceso de hambre de tierras y un reparto de la propiedad entendido como injusto, desdibujándose cada vez más los conflictos expresados en motines aislados o manifestaciones de rebeldía primitiva, que reproducían formas clásicas de respuesta social campesina de una estructura socioeconómica tradicional, para consolidar la huelga, las ocupaciones de tierras o la insurrección como instrumentos de respuesta orientados al cuestionamiento de la propiedad. En las ciudades también se consumó la quiebra de un conjunto pueblo que incluía asalariados y un nutrido espectro de artesanos y tenderos más cercanos a las capas populares que al mundo burgués propiamente dicho, y que habían sido también cantera del republicanismo o del movimiento obrero organizado. El obrero, el proletario, se convirtió en el sujeto social de las clases bajas por antonomasia. La procedencia socio-profesional se completaba con la conciencia obrera que tenía como objetivo inapelable la revolución y una firme creencia en que la hora de la emancipación había lle-

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gado. Las clases medias y las elites con el tiempo fueron refundiéndose de forma interiorizada en los burgueses. Las clases medias se habían ensanchado y hecho más heterogéneas, con límites muy imprecisos, y habían sido atravesadas por la noción burguesía. En un terreno más difícil todavía se movían los pequeños propietarios independientes de la tierra, el taller o la tienda. Nunca hasta entonces cada clase social había exhibido de forma tan manifiesta sus señas de identidad y su antagonismo con las demás, con su traducción en una simbología externa, en una cultura de clase, con un estilo proletario y un estilo burgués de vida, marcada en su indumentaria, actividades e inquietudes. Una sociedad perfectamente segmentada en clases que buscaba su acomodo militante. Las masas entraron de lleno en la vida política, conscientes de protagonizar su propio destino, pero no lo hicieron a través de los partidos republicanos. Una cosa era la república sentida emocionalmente y otra la militancia política en estas organizaciones. La hipótesis de una cantera social en las clases medias como columna vertebral del sistema quedó desdibujada muy pronto. Los estados de opinión, aunque no de forma súbita, tendieron a la polarización, con mensajes excluyentes. Desde 1933, al menos electoralmente, la opción de centro representada por el Partido Radical y otros pequeños partidos quedó difúminada. Las masas penetraron en la militancia a través de las organizaciones obreras políticas y sindicales —PSOE, UGT, CNT— o a través de la CEDA, de base confesional y agraria, que agrupaba los valores y las querencias de las gentes de orden. Los espacios de sociabilidad, la vida familiar, los lugares de trabajo, la calle se empaparon de discursos políticos. La política de masas aumentó espectacularmente la propaganda, la pugna por el control de los grandes espacios públicos abiertos, los mítines multitudinarios y la proyección de la actividad en la calle desestimando la participación electoral y el Parlamento como únicas formas de hacer política. Todo se medía en valores políticos. Y, en fin, las tensiones del tejido social se entrecruzaban con las organizaciones políticas y sus actividades en el contexto de un régimen que luchaba por consolidarse. Burgueses y proletarios, aunque la realidad se presentaba mucho más compleja, acabaron simbolizando los desajustes sociales de la modernización.

24.2. VIOLENCIA POLÍTICA Y MILICIAS La proyección de los fenómenos de masas en la vida política acentuó las organizaciones partidistas concebidas como organizaciones permanentes, disciplinadas y con capacidad de movilización inmediata. Sobre esta base organizativa se desplegó, sobre todo a partir de 1933, una mayor presencia pública de las ideologías militaristas y la extensión de las prácticas violentas en la vida política. Éste es el sentido que Aróstegui ha dado a la expresión militarización de la política para situar el fenómeno de la teoría y práctica de la violencia política en la España de los años 30. La violencia política tuvo como producto más acabado la formación dé milicias, organizaciones paramilitares de civiles armados creadas paralelamente por un amplio abanico de partidos. La violencia política tenía múltiples precedentes, y desde luego no era un fenómeno propio de la España del momento, sino que formaba parte de las elaboraciones doctrinales e ideológicas y de las estrategias insurreccionales de la Europa de entreguerras. Más allá de las valoraciones sobre el orden público o de la prácti607

ca del espontaneísmo y del uso indiscriminado de la violencia, la instrumentalización de la violencia en la crisis de entreguerras era un producto ideológico, sistemático y organizado, vinculado a la crisis del sistema liberal. La idea de revolución y el orden nuevo, apelando al pueblo o a la nación, con el desprecio del parlamentarismo, la movilización de la población, el desacoplamiento de nuevos colectivos sociales, el llamamiento a la juventud, eran todas piezas que desembocaban en la primacía de la acción y en el uso de la fuerza —una política de la violencia— como instrumento legítimo de la insurrección y la construcción de un nuevo orden. Fascismo y bolchevismo, derechas revolucionarias o anarquismo, sindicalismo revolucionario o nacionalismos autoritarios, argumentaron y pacticaron la violencia como instrumento legítimo de la acción política. En la España republicana la formación de milicias, como organizaciones paramilitares, tuvo muchas versiones. Organizaciones fascistas, nacionalistas, carlistas, populistas, socialistas, comunistas y anarquistas se desplegaron sobre todo entre 1933 y 1936. Ahora bien, no fue una expresión universal, ni la política necesariamente estuvo determinada por la violencia. El fenómeno miliciano era el correlato organizado de la instrumentalización de la violencia que más allá de valoraciones temperamentales o de idiosincrasia, albergaba unas dimensiones sociales que lo caracterizaron como una de las expresiones más palpables del conflicto social de los años 30. Como ha señalado Ucelay, la tradición política española había aportado la espontaneidad como eximente moral de la violencia, y de hecho, en la lógica del contexto europeo, no había en España casi opciones políticas que no apelasen a la fuerza como alternativa a las urnas. Pero además, matiza el mismo autor, las prácticas insurreccionales de la época republicana tuvieron mucho de calculado, más que de espontáneo, y los partidos políticos deslegitimaron las elecciones cuando los resultados no habían sido propicios. La legitimidad de las armas se imponía sobre la legitimidad de las urnas. Los nuevos marcos de la vida política proyectaron una tendencia a la readaptación de las estructuras organizativas de los partidos. Salvo los partidos republicanos, la mayor parte de las organizaciones tuvieron una variable juvenil de entidad. De hecho, la movilización política, la militancia y compromiso político tuvieron en la juventud el sujeto principal. Así, las milicias estuvieron estrechamente vinculadas al tejido de esa militancia juvenil, como emblema del hombre nuevo y de la pureza de los ideales, pero también de su fuerza vital y su entusiasmo al servicio de la acción directa. Valores que adoptaron toda una escenografía con sus símbolos externos, en grandes espacios abiertos propios para exhibiciones disciplinadas. El aire libre, el ejercicio físico y el adoctrinamiento como marcos del espíritu combativo de la juventud. Las milicias acoplaron este panorama en un sentido paramilitar. Incluso partidos extremos vincularon su estrucura organizativa al uso de la fuerza, como el desarrollo del partido-célula comunista o la nueva forma de partido de las organizaciones fascistas que fueron configuradas como partidos-milicia. Además, la violencia política se instaló en el lenguaje político. Los discursos, las denominaciones de las organizaciones milicianas, los llamamientos a la movilización estuvieron empapados de ese espíritu de fuerza. Milicias del más variado cariz se configuraron de forma más o menos acabada a lo largo de los años 30 y con un efecto multiplicador se acabaron alimentando unas a otras: milicias carlistas (Requeté), nacionalistas autoritarios y filofascistas (Legionarios de España del Partido Nacionalista Español), organizaciones fascistas (Patrullas 608

o Comandos de Asalto jonsistas y Primera Línea de Falange), monárquicos (Guerrillas de España), nacionalistas (mendigoitzales del Partido Nacionalista Vasco y escamots del Estat Català), milicias socialistas, comunistas (Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas) y anarcosindicalistas (Comités de Defensa de CNT-FAI), además de las Juventudes de Acción Popular de la derecha católica y populista, que no llegaron a desarrollar milicias en la práctica, aunque sí en sus discursos y algunos embriones organizativos. El denominador común de todas ellas era un discurso de la acción con un horizonte insurreccional. En la práctica las actividades de las milicias no se tradujeron en actos de envergadura, ni sobre ellas debe caer todo el inventario de desórdenes públicos, pero sí que fueron signatarias de la violencia política como práctica insurreccional representando un salto cualitativo y organizativo sobre el que descansará buena parte de la incorporación de los combatientes a la Guerra Civil, cuando el fenómeno miliciano adquiera toda su dimensión militar. Claro está que existieron notables diferencias. El Requeté carlista fue la milicia armada mejor organizada, uniformada e instruida y la más potente y numerosa entre cuantas desplegaron su actividad en la República. Protagonizó un proceso de readaptación de la tradición militarista e insurreccional del legitimismo carlista desde 1931, pero sobre todo con el acceso de Fal Conde en 1934 a la secretaría de la Comunión Tradicionalista, que consumó la conversión del Requeté en una moderna milicia de partido. Desde 1932 una arquitectura organizativa y disciplinada partía de las patrullas, pasando por grupos y piquetes, para desembocar en requetés (compañías) y tercios (batallones) como base del futuro ejército carlista. En febrero de 1936 contaban con 25.000 hombres, sobre todo en Navarra, y además Vizcaya, Valencia, Cataluña y Andalucía. El objetivo de esta milicia con elevadas dosis de encuadramiento activista de corte autoritario, jerarquizado y centralizador, según los tintes del fascismo italiano, era la insurrección, puesta en marcha sobre todo desde 1935. Sus actividades propagandísticas y sus maniobras eran el correlato de una conspiración continua de mayor alcance que les llevó a colaborar en julio de 1936 con el levantamiento militar en el que desempeñaron un notable papel. Aróstegui ha señalado que «ninguna fuerza política tuvo antes de 1936 un aparato paramilitar como el carlista... Ninguna otra ideología predicó con tanto acento insurreccionalista la destrucción de la República, ni ninguna incorporó con tanta eficacia a la vieja tradición de la violencia política las novedades de la era de la paramilitarización». Entre los partidos de extrema derecha, el Partido Nacionalista Español de Albiñana, de naturaleza contrarrevolucionaria y firme defensor de la monarquía autoritaria, desplegó el activismo de los «legionarios de España», que más que una milicia inspirada en los fascismos italianos, fueron grupos de acoso al republicanismo desde 1930, con actividades esporádicas consistentes en asaltos e intimidaciones, que tenderán a diluirse en la milicia falangista desde 1934. Los monárquicos de Renovación Española tendieron a financiar y controlar las milicias de Falange hasta 1934, y al año siguiente crearon sus propios grupos, «Guerrillas de España», basados en sus juventudes, con escaso desarrollo y que prestarán muy pronto su actividad al concurso del golpe militar en sentido estricto. Pero sobre todo destacaron las organizaciones inspiradas en el fascismo que confluyeron en octubre de 1931 en las Juntas Ofensivas Nacional-Sindicalistas de Ledesma y Redondo, basadas en la idea de la acción directa entendida como la acción política violenta al servicio de la patria. Sus mili-

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cias nacional-sindicalistas estaban vinculadas al partido en una idea de partido-milicia, con el objetivo de la conquista de la calle y la insurrección, que tuvieron su expresión en las «Patrullas de Asalto», con actividades en los centros de enseñanza universitaria y secundaria, y en 1933, en los «comandos de asalto», inspirados en los squadristi fascistas. La fusión con Falange en 1934, después de un debate interno, hizo bascular la nueva agrupación hacia la consolidación de la estrategia de violencia política, impulsada por el sector más intransigente de Arredondo, Rada, Ruiz de Alda frente al tono más conciliador de Primo de Rivera. Sus milicias denominadas «Primera Línea», inspiradas en el tercio de África y en los fasci di combattimento italianos, orientaron su actividad a los enfrehtamientos con la izquierda, la agitación universitaria, las concentraciones y la propaganda y los actos de violencia, en una espiral que también prestó su concurso a la conspiración con los militares que culminó en 1936. El nacionalismo también tuvo una versión radicalizada de la acción política y de las opciones insurreccionales, que se manifestó en los mendigoitzales del Partido Nacionalista Vasco y en los escamots del Estat Català. Ambos hundían sus orígenes en sociedades deportivas y demostraron su querencia por los desfiles y las concentraciones. Los primeros, con caracteres paramilitares, aunque estuvieron en contacto con el carlismo insurreccional en 1931, no fueron más allá de actividades de orden interno y seguridad del partido. Los segundos albergaban un discurso radical y extremista del nacionalismo catalán, con escenografía, indumentaria y organización que recordaban las demostraciones fascistas. En el caso de las milicias socialistas, no fue hasta el Congreso de la Federación de Juventudes Socialistas de 1932 cuando tomó cuerpo la idea de unas milicias, recogiendo la herencia de los grupos de orden del partido. En su discurso se recogía una idea insurreccional que se acentuó en 1934, en que adquirieron además mayores dosis paramilitares en su aspecto organizativo y de acción. Salvo la participación en octubre de 1934 en Asturias, las milicias socialistas tampoco desplegaron una intensa actividad, aunque se convirtieron en la base de muchas milicias después de julio de 1936. Las milicias comunistas, que tomaron el nombre de Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC), fueron organizadas desde 1933 también con el discurso de la insurrección, adobado sobre todo desde 1934 con el antifascismo. Aunque su entidad numérica y sus actividades como tales milicias tuvieron muy pocas dimensiones, su organización militar, encuadramiento y discurso las convirtió en un soporte dotado de experiencia en la formación de unidades militares de voluntarios en 1936. A diferencia de éstos, los anarcosindicalistas, siguiendo su lógica antimilitarista, apolítica y recelosa de toda jerarquía y centralización, no crearon milicias estructuradas y centralizadas en el sentido del término. Sí desarrollaron un modelo diferenciado a partir de comités de defensa. De hecho la acción directa, la agitación y la vía revolucionaria —«gimnasia revolucionaria»— eran el núcleo central de los principios y la estrategia, el anarcosindicalismo, pero sin grado de organización, que cambiará desde 1934 con una proyección más coordinada a partir de un Comité Nacional de Defensa y los comités de defensa integrados sobre todo por miembros de la FAI y las Juventudes Libertarias. La CNT tendió a racionalizar los distintos comités territoriales, locales y regionales, pero no fue hasta 1936 cuando se planteó la configuración de las milicias confederales. Las Juventudes de Acción Popular (JAP) no llegaron a organizar milicias armadas, aunque en su discurso y en su estilo estaban presentes tonos fascistas que acompañaron su radicalización verbal. En la práctica no desplegaron actividades organizadas

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de violencia. Muy numerosas, 225.000 afiliados aproximadamente en 1936, parte de su militancia acabó nutriendo las filas de Falange.

24.3. SINDICALISMO Y POLÍTICA Más que hacia los partidos políticos, la militancia tuvo otro destino mayor: el sindicalismo. Era el instrumento propio de los obreros conscientes para desarrollar sus proyectos. La afiliación masiva desbordó las estimaciones más optimistas. Era una seña de identidad y una militancia o simpatía casi obligada, que reforzaba la idea de clase. Los dos grandes referentes sindicales, la CNT y la UGT, y su trayectoria respecto al Estado y la política y las relaciones que entre ellas mismas establecieron, forman una de las piezas centrales del trasunto social y político de la República. Ya se ha visto cómo la UGT entre 1931 y 1933 se implicó en tareas gubernamentales orientadas al fortalecimiento de la organización en un sistema corporativo de relaciones laborales, desplegando una amplia legislación laboral, como un paso previo de la estrategia hacia el socialismo. La CNT por su parte, muy crítica con esa política que la marginaba, y apoyándose en sus principios apolíticos y antiestatistas, emprendió la acción directa a través de la huelga general y la insurrección contra el régimen. Desde 1933 se dibujó un punto de inflexión que, impulsado por la salida de los socialistas del gobierno y la imposición de su sector más radical, les llevará, no sin recelos, a colaborar episódicamente con el horizonte de la alianza sindical, más por sus bases que por la dirección de las organizaciones, que tuvo como experiencia más palpable la revolución de octubre de 1934 en Asturias, inaugurando una trayectoria que culminará con el poder sindical de 1936 una vez iniciada la guerra civil. La CNT, que recogía la herencia del sindicalismo revolucionario, negaba el Estado, los partidos políticos y la legislación y aspiraba a una revolución social inmediata que alumbrara una nueva sociedad, por ello había entendido la república no como una forma de Estado que democratizara el país, sino, como señala Macarro, como la puerta abierta hacia su revolución, sindical, federativa y anárquica. Ahora bien, desde junio de 1931, se había instalado como versión mayoritaria con el control del Comité Nacional y las federaciones el sector anarquista representado por la FAI, frente a los sindicalistas de Pestaña. Su práctica sindical era opuesta a cualquier negociación y arbitraje del Estado, de ahí su radical oposición a los jurados mixtos, y optaban por la acción directa en una secuencia que iba desde la huelga hasta la insurrección. Su modelo organizativo se basaba en la idea de sindicatos libres y no centralizados ni burocratizados, es decir, en una autonomía de sus federaciones regionales y locales, que en la práctica mediatizó el éxito de las acciones: la descoordinación fruto de su estructura orgánica lastraba las posibilidades de una huelga general más allá de los intentos locales. Para la CNT, tributaria de la negación de la política, toda la legislación emanada del Estado, desde los jurados mixtos a la reforma agraria, no hacía más que frenar la revolución. Por ello se opuso a los socialistas, a sus rivales sindicales, cuya legislación se percibía como un ataque a su organización. Su crecimiento fue notable, rozando el millón de afiliados, y se encontraba fuertemente instalada en Cataluña. Con menor arraigo y dosis organizativas que la UGT en el ámbito rural, se nutría de los núcleos urbanos del país donde se había ido alojando una fuerte corriente migratoria muy sensible al desempleo, sobre todo de tra-

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Tras la escisión de la CNT, Ángel Pestaña funda el Partido Sindicalista.

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bajadores jóvenes y poco cualificados, cuando no de una eventualidad muy precaria de empleo sujeta a las oscilaciones de la construcción o de las obras públicas. Unas bases sociales distintas de las de UGT, siempre sensibles al discurso de la huelga y la revolución. En diciembre de 1933 había lanzado su última gran ofensiva huelguística, para remitir durante 1934 después de una larga secuencia de fracasos y represiones desde el mismo año de 1931. Pero no por ello había remitido su fuerza, y el cambio operado en la UGT durante ese año preparaba los primeros dibujos de una alianza sindical. La UGT era portadora de un densa trayectoria histórica basada en el fortalecimiento de la organización como pieza central de la emancipación de los trabajadores y un sindicalismo reformista con prudentes pasos de organización, lucha y negociaciones que desembocarían en el socialismo. Su colaboración en el gobierno entre 1931 y 1933 había situado en el reformismo de la legislación y en el fortalecimiento del papel del sindicato en los engranajes de un sistema de relaciones laborales corporativas los puentes hacia un futuro socialismo. Los socialistas y ugetistas eran parte del Estado y su práctica sindical se había alejado de la confrontación y la huelga, un recurso escasamente utilizado y orientado para defender la legislación social ante su obstaculización por los patronos. Se había ceñido al arbitraje y la negociación. La salida de los socialistas del gobierno cambió el rumbo en su estrategia, disociándose la idea de República de la de influencia socialista. Desde 1933 los socialistas, y su sector obrerista liderado por Largo Caballero, empezaron a despuntar el discurso de la revolución, posición mayoritaria que se impuso en el seno del partido y del sindicato. Si la República no podía continuar como instrumento en beneficio de la clase trabajadora, la Repúbica gobernada por las derechas no tenía ya sentido. Los socialistas acabaron implicándose, primero con la retórica en 1933, luego con la práctica en 1934, en la revolución. La estructura organizativa de la UGT era muy distinta de la de sus rivales anarquistas. El reforzamiento de la organización se había saldado numéricamente con un crecimiento espectacular que llevó a superar el millón de afiliados desde 1931. Cimentada en la cultura de disciplina orgánica y de valores societarios y corporativos, el sindicato era entendido como unión de sociedades de oficios, poblado de militantes apegados a los valores tradicionales del obrero asociado. Una cultura gremial y reformista más próxima al obrero cualificado. Pujante sobre todo en Castilla, sin embargo su crecimiento cuajó en todas partes y en todos los sectores, sobre todo en el ámbito campesino con el nacimiento de la FNTT, que se unía así a las grandes agrupaciones de la minería en Asturias y la metalurgia en Vizcaya. Pero el crecimiento de la organización entrañaba una contradicción en la que el sindicato quedaba atrapado: la masiva afiliación quebraba el esquema organizativo y las nuevas bases sociales eran tributarias del estímulo y de las expectativas creadas por la República y los socialistas en el gobierno. Y ello contrastaba con su querencia tradicional por la educación del obrero consciente que a largo plazo y a través de las reformas cuajaría en el socialismo. Los nuevos afiliados esperaban mejoras inmediatas. La ruptura de la colaboración con el gobierno replanteó las relaciones desde 1933 y 1934 con la CNT. Las expectativas reformistas estaban bloquedas, y por lo tanto se instaló el discurso de la revolución, entendida como acción inmediata de la clase obrera organizada. Así se produjo una aproximación entre UGT y CNT, a veces formal pero también en la práctica. Este acercamiento fue más bien producto de las bases y líderes locales respectivos que de los dirigentes y direcciones nacionales. Éstas

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fueron muy recelosas porque la colaboración o la unidad comprometía sus identidades respectivas. Pero las bases se sintieron liberadas, sobre todo las de UGT, de sus anteriores compromisos reformistas gubernamentales. Ahora, bloquedas sus estrategias, de reformismo desde el Estado en un caso, o de insurrección en otro, la confluencia se estableció respecto a un enemigo común, las derechas y los patronos. La colaboración era fruto del convencimiento de que el fin era el mismo, la revolución principalmente como una respuesta a la nueva configuración política de la República. Los ugetistas que tanto habían cuestionado el infantilismo de la acción directa y los cenetistas que tantos adjetivos sobre la traición a la clase obrera habían adjudicado a la práctica reformista, sellaron, contrastando con la teoría, una vinculación que en último término descansaba sobre la alianza o frente sindical. Los ugetistas se inclinaron cada vez más a colaborar en las huelgas convocadas por la CNT, y fue la práctica huelguística la que alimentó frentes sindicales. La unidad de la clase obrera era la nueva consigna, ya irreversible. A lo largo de 1934 la colaboración de las dos organizaciones se multiplicó, como en la huelga en Zaragoza, la de la construcción en Madrid, o el compromiso de la CNT y UGT en Asturias. La oposición al enemigo común tenía que saldarse con la unidad hacia la revolución social. Cuando a primeros de octubre la composición del nuevo gobierno incluyó tres ministros de la CEDA, la huelga y la insurrección estaban servidas. Era la respuesta a la iniciativa política de sus enemigos. En esta lógica es donde se inscribe la revolución de octubre de 1934, sobre todo en su versión asturiana.

24.4. LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1934 En cualquier caso, la revolución de octubre de 1934, sujeta a múltiples interpretaciones, superó la dinámica sindical para adquirir unas dimensiones políticas y territoriales de mayor alcance. Dicho de otra forma, los objetivos de la revolución eran políticos y en ellos se habían imbricado los sindicatos de lleno. El gobierno de los radicales y su sustento en las derechas habían sido el caldo de cultivo que UGT interiorizó como un ataque a las conquistas de la clase obrera, mientras que para la CNT la situación no había variado, ya que consideraban que era lo mismo una República reformista que una República de derechas. Así confluyeron en el recurso a la huelga general empapado de voluntad revolucionaria. Pero el marco de comprensión va más allá de un significativo cambio de gobierno, para relacionarse con los temores y prevenciones de la izquierda europea del momento contra el fascismo. La experiencia austriaca y sobre todo el nazismo en Alemania como realidades tangibles de la suerte de las izquierdas habían alimentado a lo largo de 1934 estas percepciones. Amenaza compartida con las izquierdas francesas, que habían ensayado desde julio de ese año un pacto antifascista entre socialistas y comunistas. En España igualmente llevaba planeando desde finales de 1933 la estrategia de la unidad de acción de las clases trabajadoras y sus organizaciones de izquierdas a partir de Alianzas Obreras, que recomponía las relaciones entre socialistas y comunistas y trataba de hacerlo con los anarquistas. El origen de las Alianzas Obreras cabe situarlo en diciembre de 1933 por iniciativa en Cataluña del Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín —y de la Izquierda Comunista de Nin—, versiones trotskistas apeadas del estalinismo y la orto614

doxia del Partido Comunista. La estrategia consistía en la redefinición de relaciones entre los partidos comunistas y socialistas frente al enemigo común del fascismo. Los socialistas, con muchas cautelas, se sumaron a las Alianzas Obreras, pero en ámbitos locales muy precisos, eludiendo cualquier fórmula a nivel nacional que comprometiera su bagaje más preciado, es decir, la autonomía y fortaleza de sus organizaciones. De todas formas, las Alianzas Obreras eran valoradas en sus objetivos genéricos y a largo plazo (frente común contra el fascismo, defensa de la clase trabajadora y preparación de la revolución socialista), pero nunca fueron sustitutivas de las acciones a corto plazo, ni mucho menos de la capacidad de decisión de las organizaciones. El Partido Comunista se adhirió tarde a las Alianzas, en los días previos a la revolución de octubre, y los anarquistas rechazaron esta estrategia confirmando las posiciones de la organización, excepto en Asturias, donde acabaron confluyendo el conjunto de organizaciones que permitieron la mayor fortaleza del movimiento. El argumento formal que lanzaron los socialistas fue el desplazamiento de la República hacia las derechas con la amenaza del fascismo que cuestionaba las conquistas de la clase obrera. Era la idea de insurrección defensiva, como ha puesto de manifiesto David Ruiz. Pero la valoración de la huelga y la insurrección tenía fundamentos de mayor alcance y había sido ya contemplada desde, al menos, principios de 1934, y entrañaba la perspectiva de la revolución social, toda vez que la República de 1931 había sido vaciada de contenidos sociales. Esto adjudicaba al Partido Socialista una posición anti-sistema. De todas formas, no puede verse exclusivamente en la lógica a corto plazo de la división de la estrategia socialista y la maduración de la idea de insurrección por el sector de su izquierda. Como telón de fondo existía una expectativa de revolución obrera, nunca abandonada, por parte de los sindicatos. Faltaba una revolución en la práctica cuya oportunidad brindaba un gobierno de derechas que legitimaba su actuación insurreccional al ser entendido como un ataque a la clase obrera. Existía pues, una voluntad revolucionaria, como ha insistido De Blas, más allá del controvertido debate sobre la existencia de un programa revolucionario específico de Largo Caballero y los sectores radicales que controlaban la UGT y el PSOE. Además la revolución de octubre expresó una notable disparidad entre distintos objetivos y los medios empleados. La propia morfología y desarrollo de los hechos en Asturias, en Cataluña o en las principales ciudades del país lo pone de manifiesto. Fueron las organizaciones socialistas, el PSOE, la UGT y las JJSS, las que impulsaron la huelga general a través de una Comisión Mixta compuesta por miembros de las tres organizaciones, como parte de un proceso puesto en marcha desde principios de 1934 tendiendo puentes hacia algunos militares, valorando la complementariedad de las Alianzas Obreras e insistiendo en la necesidad de consolidar las milicias socialistas. En la madrugada del 5 de octubre el comité socialista dio la orden de puesta en marcha de la huelga revolucionaria, después de que la tarde anterior se hubiera hecho pública la lista del nuevo gobierno. Pero no existieron objetivos unitarios precisos, ni las Alianzas Obreras habían madurado, ni había una organización acabada. Una cosa era la expectativa de revolución, y otra su puesta en práctica. Así el movimiento corrió distinta suerte y se inscribió en dinámicas locales. Macarro ha matizado la situación como un error de cálculo y perspectiva. La CNT no prestó su concurso al movimiento y siguió su propia dinámica sindical, aunque la propia naturaleza descentralizada del anarcosindicalismo propició su participación en Asturias. Por otro lado, la huelga campesina de junio y su represión

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había descabezado y mermado las posibilidades de actuación de la FNTT, con lo que el movimiento insurreccional difícilmente alcanzó el ámbito agrario, limitándose a los espacios urbanos y localidades dispersas. Carencias de organización, y de unidad y maduración de objetivos, hicieron que fuera sofocado en casi todas partes en los días inmediatos, de tal forma que el día 9 sólo había cuajado en Asturias, mientras se prolongaba la huelga en algunas localidades. En Madrid, donde la huelga empezó el día 6, la Alianza Obrera, concebida como instrumento de agitación, estaba compuesta por las organizaciones socialistas, la agrupación sindicalista libertaria y la izquierda comunista, mientras se mantuvieron al margen la CNT y el Partido Comunista. La huelga no se transformó en una insurrección que se había hecho descansar sobre unas frágiles milicias socialistas, y el día 8 había concluido la intentona. El fracaso en Madrid no era más que el botón de muestra del fracaso en otras ciudades a lo largo y ancho del país, como Sevilla, Valencia, Salamanca, Córdoba o Bilbao. Los núcleos que iniciaron una insurrección armada fueron enseguida vencidos por el gobierno. Mayores dimensiones y significación alcanzó en el País Vasco, Cataluña y, sobre todo, en Asturias, aunque con dinámicas insurreccionales diferentes. En la zona minera vizcaína la huelga se prolongó hasta el día 11, y en Guipúzcoa, localidades como Éibar y Mondragón protagonizaron levantamientos armados sofocados finalmente el día 10. El movimiento en Cataluña fue muy peculiar, porque estaba ligado a las problemáticas relaciones con el gobierno central sobre el desarrollo de la autonomía, ejemplificadas en la Ley de Contratos de Cultivo y en una amenaza percibida para el Estatuto en caso de un gobierno de derechas. Impulsada por la Alianza Obrera, y con la inhibición de la CNT, el día 5 la huelga general y los episodios de violencia armada en algunas localidades configuraron un clima revolucionario, pero no se tradujeron en una insurrección. El día 6 Companys, presidente de la Generalitat, proclamó el Estado catalán. Esta actitud estaba disociada de la iniciativa del obrerismo y ni tuvo una respuesta popular ni tenía la suficiente convicción ni voluntad para cuajar con éxito. Sólo duró un día. El 7 el gobierno central controlaba la situación. Pero, como ha valorado Balcells, la postura de la Generalitat ni era canalizar la revuelta para evitar un desbordamiento obrero, ni era fruto de una aventura evitable que había exagerado el peligro de la autonomía catalana. El gobierno de la Generalitat había quedado en una difícil situación por la sustitución del Gobierno Samper con el que habían llegado a un acuerdo sobre el asunto de la Ley de cultivos. Pero sobre todo, el fracaso del 6 de octubre era producto de la situación contradictoria a la que había llegado la ERC y sus aliados al romper la legalidad republicana que habían contribuido a configurar para defender los contenidos sociales legitimadores de la propia República, y utilizar medios revolucionarios que proclamaban la independencia dentro de un Estado federal para defender el Estatuto dentro de un Estado unitario. De esta situación, concluye Balcells, el Gobierno de Companys no podía salir con éxito, se había convertido en el protagonista forzado de una subversión que rompía el consenso político que necesitaba la República para consolidarse, y se quedó a la defensiva al no tener la voluntad de llevar la insurrección hasta sus últimas consecuencias. La revolución de octubre tuvo un apellido, por la morfología, dimensiones y significación: Asturias. Adquirió objetivos, instrumentos y prácticas de revolución social, impulsada por los sindicatos. Una secuencia inaugurada en la huelga general, que continuó como insurrección armada y que desembocó en una revolución social, en las cuencas mineras asturianas entre el 6 y el 20 de octubre. Fue la única y singu-

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lar experiencia de una alianza sindical revolucionaria entre la UGT y la CNT, más la participación de los partidos comunistas. La envergadura de los acontecimientos tiene su marco explicativo más allá de la redefinición de la estrategia socialista en 1933-34 y el llamamiento a la insurrección activado por el cambio de gobierno, para situarse en la colmación de una expectativa revolucionaria de los sindicatos siempre mantenida y canalizada a través de la unidad obrera. Una dinámica insurreccional que no se orientó al cambio de gobierno o la conquista del poder, sino a la edificación de una nueva sociedad, un nuevo orden social igualitario. La huelga y el recurso a las armas cuajó en la ocupación de los puestos de la guardia civil en las localidades de las cuencas mineras desde el día 6. La amplitud del movimiento, que multiplicó sus posibilidades armadas con la fábrica de armas de Trubia, hizo que varios miles de mineros se desplegaran, sobre todo desde la zona de Mieres, pero también del Caudal y Langreo, hacia los grandes núcleos urbanos. Los insurrectos controlaron Gijón, Avilés y cercaron Oviedo, con el combate y ocupación de varias zonas. La alarma cundió en el gobierno, que recurrió a unidades del ejército, primero al mando de López Ochoa para terminar con la coordinación de Franco y las tropas marroquíes de Yagüe. La respuesta del ejército tardó diez días en clausurar la insurrección armada. Pero además de insurrección había sido una revolución social. En las localidades la proclamación de un nuevo orden revolucionario tenía un correlato en la práctica: los comités unitarios organizaron la represión de los enemigos, y también el funcionamiento del nuevo orden, los servicios, el abastecimiento colectivo, la abolición del dinero. Asimismo se produjo la destrucción de todos los símbolos que en la imaginería popular habían sido piezas principales que impedían la sociedad igualitaria, los registros de la propiedad, o las iglesias. El 20 de octubre la revolución había concluido en Asturias y en toda España. El saldo humano de los enfrentamientos fue espectacular. Y no menor importancia tuvo el saldo político. Las cifras oficiales arrojaron un balance de más de 1.300 muertos y cerca de 3.000 heridos, la mayor parte correspondiente a los insurrectos, sobre todo de Asturias y León, pero también guardias civiles, clérigos y paisanos. La represión no fue tampoco menos espectacular, por sus dimensiones y métodos, llevada a cabo por el ejército y las fuerzas de seguridad y policía. Cerca de 30.000 prisioneros, según las cifras aportadas por Tuñón de Lara, despidos masivos de obreros, torturas y muerte de varios detenidos, veinte condenas a muerte con dos ejecuciones, clausura de locales y censura de prensa fue el inventario de la represión, que se convirtió en un asunto político de primera magnitud en los dos años siguientes. Las consecuencias políticas de octubre de 1934, tanto la revolución como la represión, adquirieron notables dimensiones y reordenaron muchas cuestiones en el trasunto de la República. La reestructuración de los partidos republicanos, la brecha abierta en el socialismo, la búsqueda de una estrategia de unidad en la izquierda, la acentuación de las disensiones de cedistas y lerrouxistas, y entre cedistas y monárquicos, son algunas piezas parciales del panorama político de 1934-35. Aunque no todo fue octubre. Estos signos ya eran previos. Octubre de 1934 atravesó la evolución de la República en dificultades de consolidación, pero no puede verse como la antesala lineal de la Guerra Civil, ni como el argumento de su inevitabilidad, porque la revolución de octubre fue utilizada como una gran coartada de sentidos diversos por los testimonios de quienes buscaron legitimar, justificar o explicar su actitud una vez iniciada la Guerra Civil de 1936. 617

La revolución de octubre formó parte de la República, pero no de la guerra. Y en ese sentido es en el que puede hablarse de un antes y un después. La cuestión central reside en las dificultades de consolidación del régimen democrático de la República, con dos contradicciones y aparentes paradojas: los partidos de izquierda —los socialistas y los republicanos catalanes con su acción, los republicanos con su retórica— sobre los que se había edificado el consenso que construyó el régimen, truncaron la legalidad misma de la República con el argumento de defenderla. Era la descalificación de las urnas y la legitimación de la insurrección. Y dos: la República descansaba principalmente sobre las organizaciones que la habían cuestionado y deslegitimado y sin confirmar su presunta fe en las urnas y las instituciones republicanas. La viabilidad del consenso político y social que la República necesitaba para consolidarse quedaba estrechada, y el déficit democrático servido.

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CAPÍTULO XXV

La dinámica política de 1935. La CEDA 25.1. LA INESTABILIDAD GUBERNAMENTAL La revolución de octubre y su represión articuló buena parte de la dinámica política y desplazó las reformas como primera pieza de definición y confrontación política. Así, por encima de cualquier pragmatismo, la pugna ideológica quedó consumada por el alineamiento en torno a octubre y con perspectivas excluyentes. La represión y los posicionamientos que vertebró se convirtieron, pues, en la razón prioritaria de la acción política. Aunque, ciertamente, durante 1935 se agudizó la política de rectificación de las reformas por los gobiernos de derechas, que en el caso de la suspensión del Estatuto de Cataluña se vinculó igualmente a la revolución de octubre. La CEDA había dado el segundo paso en su estrategia política: la participación en los gobiernos, y proyectó sobre ellos su peso parlamentario. Las coaliciones de gobierno estuvieron formadas a base del Partido Radical, la CEDA, el PDL de Melquíades Álvarez, los agrarios de Martínez de Velasco e independientes. Ésta fue la estructura específica del gobierno, presidido por Lerroux, entre octubre de 1934 y abril de 1935. Que los resortes del poder descansaban sobre todo en la CEDA en detrimento del Partido Radical, lo demostraron las discrepancias que estallaron en crisis de gobierno, cuando precisamente la cuestión de los indultos provocó la salida de la CEDA del gobierno. Uno nuevo, presidido por Lerroux, con radicales, centristas, Partido Progresista e independientes, sólo duró un mes, ya que no gozaba de apoyos parlamentarios. El 6 de mayo Lerroux presidía gobierno otra vez con el mismo esquema de octubre de 1934, pero esta vez con cinco ministros de la CEDA impuestos por Gil Robles, quien pasaba a ocupar personalmente la cartera de Guerra. Este gobierno duró hasta septiembre de 1935. Así la política empezó a descansar en una composición gubernamental mayoritariamente de derechas, acentuándose los contenidos conservadores. La mayoría parlamentaria no implicaba estabilidad gubernamental, que estuvo sometida a la continuación de las tensiones con los socios radicales, expresados en aspectos tales como la revisión constitucional o la cuestión del Estatuto catalán. Fue el último Gobierno de Lerroux, sin capacidad de maniobra con el predominio de la CEDA. Las tensiones tomaron cuerpo en la ortodoxia presupuestaria del ministro de Hacienda Chapaprieta, para concluir con la negativa del presidente de la República a que Lerroux continuara en la presidencia remodelando el gabinete, ya que planeaba, todavía sin estallar, el escándalo del estraperlo. Su dimisión provocó una incertidumbre que fue resuelta por la intervención de Alcalá Za-

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mora, que no estaba dispuesto a ofrecer la presidencia del Consejo a Gil Robles como símbolo de la derechización del régimen. Desde este momento el papel del presidente de la República fue determinante en la formación de gobiernos, más allá de la lógica parlamentaria. Amenazando con disolver Cortes, ensayó la fórmula de un independiente liberal para presidir el gobierno: Joaquín Chapaprieta, entre el 25 de septiembre y el 29 de octubre, compuesto por los radicales, la CEDA, un agrario y un representante de la Lliga. Era teóricamente el gobierno con mayor apoyo parlamentario, 248 diputados, pero muy frágil en la pirámide de tensiones. El 29 de octubre tuvo que remodelar el gabinete, con igual estructura, como consecuencia del estallido del escándalo del estraperlo que salpicó a los radicales. El propio Lerroux y su familia eran implicados en este asunto de corrupción consistente en la acusación de cohecho por haber facilitado y autorizado la entrada en España de una máquina de juego. La Comisión parlamentaria en su dictamen de finales octubre condenó las prácticas de los radicales. Era el punto culminante del desprestigio radical y la difuminación de una opción de centro. El escándalo no era sino el argumento político que precipitó una cuestión de mayor alcance. Los radicales, agotados e hipotecados, habían perdido toda posibilidad de consolidar su opción. Era el momento oportuno que la CEDA esperaba para iniciar su tercera fase, la presidencia del gobierno. El segundo Gobierno Chapaprieta, formado a finales de octubre, sólo duró así un mes, hasta el 9 de diciembre. La CEDA aprovechó los planes de política fiscal del primer ministro para retirarle su apoyo, en un contexto también crispado por el nuevo escándalo denominado «Nombela» que consumó el desprestigio radical. La CEDA se disponía a ocupar el gobierno, pero Alcalá Zamora bloqueó esta posibilidad con el nombramiento de un presidente republicano, que recayó en el centrista Portela Valladares. Sin miembros de la CEDA, el nuevo gobierno contaba con la confianza del presidente pero no del Parlamento, y después de una remodelación a finales del mismo mes acabó su interinidad con la disolución de las Cortes el 7 de enero de 1936. Durante 1934 y 1935 la situación de inestabilidad no podía conducir sino a un bloqueo de la eficacia política. Más que una contrarreforma como proyecto global, coherente, calculado y cuajado de leyes, se había producido una parálisis de las decisiones políticas.

25.2. LOS LÍMITES DE LA RECTIFICACIÓN Uno de los aspectos más simbólicos de la nueva etapa de participación cedista en el gobierno fue la política respecto a la reforma agraria, pero ni siquiera este aspecto gozó de consenso. El ministro cedista en octubre de 1934 que se ocupó de la cartera de Agricultura, Giménez Fernández, empapado de los contenidos reformistas del catolicismo social, encontró muchas dificultades en la aprobación de sus proyectos en su propio partido y en los socios gubernamentales sobre todo entre los agrarios. Por un lado detuvo las expropiaciones, pero por otro, la Ley de Yunteros permitía la prórroga de las ocupaciones de tierras por los campesinos extremeños. Su proyecto de ley de arrendamientos rústicos, que aseguraba a los colonos el derecho de compra de la tierra a los doce años, quedó seriamente limitado con una libertad contractual absoluta. También fue frenado el intento de parcelación de fincas extremeñas apelando al incremento del pequeño cultivo. Su sustituto en abril de 1934, el agrario Vela620

yos, puso en marcha una contrarreforma agraria que culminó en la ley aprobada en agosto de 1935 que en la práctica anulaba la de 1932. Previamente se había derogado la Ley de términos municipales, se habían devuelto las tierras confiscadas en 1932 o se habían dejado en suspenso los asentamientos temporales. La nueva ley suprimía la expropiación sin indemnización, con la introducción de un sistema de compensaciones por expropiación muy generoso e irrealizable, limitaba los fondos del IRA, derogaba la elaboración del censo de tierras expropiables, desaparecía la expropiación de las pequeñas tierras arrendadas, y en fin, muchos propietarios recuperaron sus fincas amparándose en la cláusula de cultivo directo. Todo ello hizo adjetivar esta política de contrarreforma agraria. El reformismo laboral del primer bienio fue relativamente desarticulado, y aunque los jurados mixtos continuaron funcionando, en la práctica fueron más sensibles a los intereses patronales. Y sobre todo porque la legislación laboral había sido diseñada en un sentido corporativo donde la UGT desempeñaba un papel esencial, quedando así vacía de contenidos en la práctica. La ineficacia política tuvo aquí y en la política contra el desempleo una de sus expresiones más palpables. Los conflictos habían desbordado los cauces del arbitraje y la negociación, y las tímidas reformas para crear empleo se encontraron además estrechadas por la ortodoxia presupuestaria de 1935, que frenó los amplios programas de reformas y expansión del gasto de etapas anteriores. La política religiosa, emblema de la movilización católica de la CEDA, no sufrió un vuelco teórico. En la práctica, la entrada de la CEDA en el gobierno relajó la tensión entre Iglesia y Estado, la tolerancia subió de tono y se produjo una interpretación favorable a los intereses eclesiásticos, pero lo esencial de la política religiosa no se transformó porque exigía una revisión constitucional, promesa de la CEDA, que en el contexto de la dinámica política descrito fue inviable. La heterogeneidad y los intereses contrapuestos no cuajaron en una política coherente en muchas cuestiones de la vida nacional como para que se produjera una reforma constitucional. Discrepancias sobre la naturaleza y el alcance de la reforma, dificultades técnicas provocadas por un preventivo articulado y los plazos de reforma, la necesidad de un amplio consenso político y recelos de estrategia política ante la necesidad de convocar nuevas Cortes, bloquearon toda posibilidad de su reforma. En el capítulo militar, la legislación de Azaña no fue desmontada. De hecho, la oposición a la reforma no había tenido sus fundamentos en aspectos técnicos sino en un estilo azañista que buscó situar al Ejército en el papel que constitucionalmente le correspondía y por ello en la redefinición de las relaciones con el poder civil. Sí existieron proyectos de contrarreforma, pero no encontraron un hueco racional y coherente con que apuntalarlos. En la práctica, el ministerio Gil Robles prometió recursos, armamento, remodelación de plantillas, pero principalmente se ocupó de reconducir los agravios que habían herido la sensibilidad de muchos militares, con una política de gestos que trataban de devolver el espíritu castizo, de cuerpo, al Ejército. Con la revolución de octubre el Ejército había recuperado un papel entendido como defensor del orden público y el orden social, aspectos que formaban parte de la querencia instalada en el Ejército y de sus argumentos en relación con el poder civil y que no dudaría en repetir. Este lenguaje del orden llevó a un mayor entendimiento con los gobiernos de 1934 y 1935, que tuvo su correlato también en los mandos, que ocuparon militares antiazañistas, cuando no los de dudosa lealtad al régimen.

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Uno de los aspectos que trastocaron las pautas constitucionales del primer bienio fue la quiebra en la práctica del modelo autonómico establecido por el Estado integral. Los sucesos de Cataluña los días 5 y 6, unos impulsados por la Alianza Obrera con su carácter social, otros por la Generalitat, que declaró un Estado independiente dentro de la República federal, fueron coartadas más que suficientes para frenar los procesos de autonomía por una Cámara y un gobierno que percibían el modelo de estructuración del Estado como una fórmula de separatismo. La iniciativa del Estatuto vasco quedó bloqueada. El Estatuto de Cataluña fue suspendido el 2 de enero de 1935, el Parlamento clausurado, la Generalitat vaciada de contenido, sin competencias y con el nombramiento por el gobierno central de un gobernador general, y más de un centenar de ayuntamientos suspendidos. En Cataluña las consecuencias de octubre abundaron en una brecha social entre las organizaciones obreras y campesinas y los partidos de izquierda, y la actitud de la burguesía y el conservadurismo catalanes que acentuaron sus temores y colaboraron en la represión de 1935, al tiempo que relativizaron la ansias de autonomía cuando ésta basculó hacia contenidos sociales. La Lliga colaboró con los gobernadores generales y la nueva estructura administrativa, con el argumento se suavizar los efectos de la suspensión del Estatuto. Este colaboracionismo pasaría factura a la Lliga en las elecciones de 1936, ya que había dejado a las izquierdas catalanas la iniciativa en la recuperación del Estatuto. Aunque a partir de abril de 1935 empezaron a devolverse competencias y en otoño se realizaron traspasos en el ámbito de obras públicas, el funcionamiento de la autonomía había quedado bloqueado y la vida política catalana alterada. En el País Vasco, el Estatuto aprobado por los ayuntamientos vascos en agosto y en referéndum en noviembre de 1933 llegó al Parlamento en diciembre con una composición mayoritaria del centro-derecha. A partir de entonces el Estatuto fue prácticamente bloqueado. Discusiones interminables que utilizaron la petición de los Ayuntamientos alaveses de desvincularse de la autonomía para frenar el proceso. Los conservadores vascos, el PNV y las derechas estatales entraron en una dinámica de divergencias, que orientó a los primeros a hacer causa común con la Esquerra en el conflicto de la Ley de cultivos y a una estrategia de acercamiento a la izquierda republicana. Los parlamentarios vascos se retiraron de las Cortes, dilatando aún más la posibilidad de una aprobación estatutaria para la que no había voluntad política en las derechas estatales. El conflicto del régimen fiscal del comercio de vinos, entendido por los partidos vascos como un ataque al concierto económico, orientó también al PNV hacia un entendimiento con los socialistas. Así, desde entonces los conservadores vascos situaron sus expectativas estatutarias en los acuerdos con republicanos y socialistas, como quedaría verificado en 1936.

23.3. LA CRISIS POLÍTICA Y LA REORDENACIÓN DE LOS PARTIDOS La crisis permanente y las dificultades de estabilidad de las mayorías gubernamentales mermaron las posibilidades de consolidación del régimen. Ciertamente la entrada de la CEDA en el gobierno había ampliado los apoyos parlamentarios del poder ejecutivo. Por su parte, los pequeños partidos se beneficiaban de la estructura fragmentada del Parlamento y de la dinámica política que les llevó a una sobrerrepresentación en los gobiernos. La crisis del Partido Radical brindaba la oportunidad de gobierno de la CEDA, pero había quedado atrapada por la polarización de 1933 y su 622

discurso en aquellas fechas. La CEDA intentó enmendar sus posiciones antirrepublicanas hacia una postura accidentalista presentándose con visos de legalidad. No convenció a nadie, ni a republicanos —es bien evidente la postura del presidente de la República—, ni a socialistas, ni siquiera a los monárquicos, que la acusaban de oportunismo cuando no de traición al programa político. Como ha señalado Montero, el intento de reconsiderar su posición respecto al régimen contrastó en la práctica con una confusa semilealtad y con el avivamiento de sus posiciones antidemocráticas, embarcándose en un proceso de radicalización ideológica que la llevó a lo largo de esta etapa hacia una fascistización. La CEDA fue más proclive a compartir el maximalismo ideológico con los monárquicos que a llegar a negociaciones con las coaliciones de centro republicanas, a los pactos sobre políticas gubernamentales o a soluciones pragmáticas. Así, según insiste el mismo autor, «el proceso centrífugo que terminó experimentando la CEDA la desplazó al espacio de la extrema derecha, solapándose frecuentemente con los grupos monárquicos o fascistas y compitiendo ideológica y electoralmente con ellos. Resultaron así inútiles los intentos de algún sector cedista por ocupar el espacio existente entre el Partido Radical y las fuerzas monárquicas, y lo que es más importante, inviables las perspectivas de consolidación republicana». La CEDA situó las crisis gubernamentales en función de la secuencia estratégica de acceso al poder, crisis en las que había tenido un papel determinante. El Partido Radical estuvo sometido a las constantes presiones y exigencias de la CEDA, tanto desde fuera como desde dentro del gobierno. Y de ahí un desgaste que culminó a finales de 1935. Mientras este republicanismo de centro, representado por el viejo Partido Radical, pragmático y tallado con una larga experiencia de políticos profesionales, atrapado en los escándalos y en la imposibilidad de traducir su populismo en una sólida opción de centro, los republicanos de centro-izquierda e izquierda se habían reordenado. Azaña, que logró capitalizar políticamente con una aureola de prestigio dentro del republicanismo la campaña desatada contra su persona, lideró la recuperación de la idea de una colaboración de las izquierdas. Aglutinó su partido de Acción Republicana con la ORGA de Casares Quiroga y los radical-socialistas de Domingo, para formar un nuevo partido, Izquierda Republicana, en abril de 1934. Mientras, los radical-socialistas de Gordón Ordax y el Partido Radical Demócrata de Martínez Barrio, escindido del Partido Radical, formaron Unión Republicana en septiembre de 1934. Estas dos formaciones mayores del republicanismo que reordenaban el panorama, no tenían diferencias sustanciales, sobre todo en términos doctrinales, aunque sí estratégicos repecto a las posiciones de otras formaciones como la CEDA y el PSOE. La Unión Republicana, más proclive a un lenguaje de respeto a las instituciones y a una situación centrista, contrastaba con la mayor inclinación de los azañistas hacia la colaboración de las izquierdas como criterio principal. Como ha destacado Aviles, Azaña en 1935 dotó a su discurso de una menor ambigüedad, con el horizonte de un gobierno estrictamente republicano y con contenidos de reformismo social. Su persecución «le había convertido en el símbolo de la política reformista del primer bienio» que volvía a resultar atractiva para muchos republicanos y socialistas. Unión Republicana basculó hacia la unidad de las izquierdas ante la política de represión de octubre y la intransigencia de la CEDA en este terreno, que dificultaba su voluntad centrista. En el seno del socialismo las consecuencias de octubre terminaron de apuntalar las luchas internas, entre tres sectores (reformistas de Besteiro, los centristas de Prieto 623

y los radicales de Largo), y las dos grandes formas de entender la estrategia socialista, la versión radical caballerista y la versión reformista de Prieto, y sus posiciones respecto al debate recuperado sobre la política de acercamiento a los republicanos y a otras fuerzas de izquierda. El sector reformista liderado por Besteiro había sido desplazado de los órganos de dirección del partido. La organización era su objetivo principal, según la trayectoria clásica del partido, lo que llevaba a rechazar cualquier fórmula de colaboración, pero en la práctica acabaron apoyando las posiciones de Prieto ante la izquierda socialista. Por su parte, para los prietistas, muy críticos con el voluntarismo revolucionario de los radicales, era preciso rehacer la coalición con los republicanos para recuperar la república como un valor democrático y reformador en sí mismo, es decir, resucitaba un programa reformista basado en la institucionalización del régimen democrático con sus reformas de contenido social, valoración muy próxima a los republicanos, sobre todo de Azaña. El sector radical, mayoritario en las organizaciones, apoyado en la UGT, en un sector del partido y en las JJSS, se fundamentó en un discurso revolucionario, ajeno al reformismo y a la colaboración con los republicanos, y consistente en la revolución socialista realizada por la clase trabajadora a través de la conquista del poder y la instalación de la dictadura del proletariado. La república no era más que un régimen accidental, con la renuncia a la defensa o incluso instrumentalización estratégica del sistema democrático. Más allá de la retórica, para De Blas existió una clara intención revolucionaria de su acción política entre 1933 y 1936. Marta Bizcarrondo ha calificado el proceso de transformación del socialismo desde la reforma a la revolución como una huida hacia adelante. La polémica y los debates fueron intensos, salpicados de descalificaciones e incluso diferencias personales, lo que provocó la debilidad del más importante partido de la izquierda y mermó sus posibilidades de oposición. Este debate se implicó de lleno en la política de acercamiento a los republicanos y su ampliación a las organizaciones de izquierda, Partido Comunista, POUM, Partido Sindicalista, además de las Juventudes Socialistas y Comunistas y el tema de la unidad sindical. Todos estos grupos con táctica y argumentos diferentes acabaron confluyendo en enero de 1936 en el pacto electoral del Frente Popular. La inestabilidad gubernamental aumentó las dificultades de consolidación del régimen, acosado por las deslegitimaciones. Los siete gobiernos entre octubre de 1934 y enero de 1936 sólo tuvieron una duración media de 72 días, con cambios notables en los ministros. Las crisis de gobierno, como las existentes entre 1933 y 1934, no respondían a la dinámica parlamentaria, sino a las disensiones entre los partidos gobernantes o la intervención del presidente de la República. Y ello fue debido a la fragmentación y polarización del sistema político. Las posiciones excluyentes respecto a los grandes temas alimentaron la radicalización ideológica y las prácticas excluyentes. Las coaliciones eran heterogéneas, las preocupaciones prioritarias de los partidos no eran coincidentes y daban lugar a grandes diferencias respecto a los grandes asuntos de la vida política, las distancias ideológicas eran notables y las disensiones internas de los partidos quebraban actuaciones homogéneas. Además la práctica constitucional hacía descansar los gobiernos en un sistema de doble confianza: la del Parlamento y la del presidente de la República. La prerrogativa constitucional del presidente de la República en el nombramiento del jefe de gobierno y en la disolución de las Cortes fue ampliamente utilizada con un intervencionismo más allá de la filosofía constitucional. Las consecuencias fueron negativas para la estabilidad de los gobiernos y la continuidad de las Cortes. Así había sucedi-

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3-4-1935

6-5-1935

25-9-1935

29-10-1935

14-12-1935

30-12-1935

Lerroux (V)

Lerroux (VI)

Chapaprieta (I)

Chapaprieta (II)

Portela Valladares (I)

Portela Valladares (II)

51

16

41

34

135

30

177

156

53

74

Duración en días

13 13

6 7

10 9

3

9

6

2

9

17

9

2

13

13

15

Número total de ministros

2

3

5

Nuevos ministros

PR + CEDA + LC + Ind. C + A + PLD + LC + Ind. C + PP + PLD + Ind.

___ b ___ b

PR + CEDA + LC + A + Ind.

PR + CEDA + PLD + C + Ind.

PR + C + PP + Ind.

PR + CEDA + PLD + A + Ind.

PR +PPD + PP + A + Ind. (= CEDA)

PR +PP + PLD + A + Ind. (= CEDA)

PR +PP + PLD + A + Ind. (= CEDA)

Partidos incluidos c

248

248

206

84

232

125 (+115) a

120 (+115) a

147 (+115) a

Apoyos parlamentarios

La II República expañola. Bienio rectificador y Frente Popular, 1934-1936. Madrid, Siglo XXI, 1988, pags. 15 y 21.

Fuente: MONTERO,]. Q, «Las derechas en el sistema de partidos del segundo bienio republicano: algunos daños introductorios», en GRACÍA DELGADO, J. L. (Ed.),

c PR, Partido Radical; PP, Partido Progresista; PLD, Partido Überal-Demócrata; A, Partido Agrario; Ind., Independientes, C, Centro, LC, Lliga Catalana.

b Eran gobiernos interinos entre la disolución de las Cortes y la elección de las próximas.

a Estos gobiernos contaban con el apoyo extemo de la CEDA.

3-10-1934

Lerroux (IV)

28-4-1934

3-3-1934

Lerroux (III)

Samper

16-12-1933

Fecha de constitución

Lerroux (II)

Ministro

Primer

LA INESTABILIDAD GUBERNAMENTAL Y LAS COALICIONES DE GOBIERNO ENTRE 1933 Y 1936

do en 1933, pero sobre todo a finales de 1935 y principios de 1936. Alcalá Zamora buscó la creación de un partido republicano de centro, una vez consumado el descalabro del Partido Radical, a partir de una iniciativa que situó a Portela en la presidencia de gobierno sin apoyos parlamentarios. Con ello quería impedir que la presidencia del gobierno recayera en Gil Robles y la CEDA. Esta situación provocó la disolución de las Cortes y la convocatoria de unas nuevas elecciones, las terceras de la República, para el 16 de febrero de 1936.

626

CAPÍTULO XXVI

La República de 1936 26.1. EL FRENTE POPULAR Y LAS ELECCIONES DE 1936 La campaña electoral fue agitada y tensa políticamente, pero no rodeada ni de conflictos violentos ni de alteraciones significativas de orden público. Las organizaciones pusieron en marcha todos sus resortes propagandísticos, y los grandes espacios públicos presidieron la contienda electoral. Todas las fuerzas políticas y el tejido social eran conscientes de la indudable importancia de las elecciones, como lo demostró la propia campaña y los niveles de participación. Pero el hecho de que la pugna política se resolviera en unas elecciones democráticas y a ellas acudieran todas las organizaciones era el signo más palpable de la vigencia de un sistema no necesariamente predestinado a concluir en una guerra civil, por lo menos a la altura de febrero de 1936, a pesar de que existieran tácticas y proyectos insurreccionales o de la presencia de fuerzas anti-sistema o ambiguamente republicanas. De momento las urnas no fueron descartadas por nadie, ni siquiera por los que no creían en ellas. La contienda se proyectó en dos grandes bloques, en términos de derechas e izquierdas, en un proceso ya adivinado a lo largo de 1935, con una polarización que estranguló desde 1934 las posiciones de centro. Pero una tendencia a la polarización no quiere decir ni que el centro hubiera dejado de existir en 1936, ni que la población se inclinara por los extremos en vez de las posiciones moderadas, ni que tampoco la polarización en que se dirimió la pugna electoral entre derechas e izquierdas inevitablemente tendría que haber desembocado en una guerra civil. Ciertamente las opciones de centro en términos organizativos y de partido se habían ido desdibujando desde 1934 y habían sufrido un duro golpe con la crisis del Partido Radical, pero el intento de su reconstrucción a finales de 1935 y principios de 1936 estuvo igualmente condicionado por el sistema electoral, que primaba las grandes alianzas, con la consiguiente compartimentación de los votos de centro, la penalización electoral de unas desperdigadas organizaciones centristas. La intensidad del debate político ampliamente socializado se implicó de lleno en el tejido social. La participación ciudadana era el correlato de las expectativas creadas, alcanzando el elevado porcentaje del 72 por 100 de votantes, que en términos absolutos suponía que 9.864.783 habían acudido a las urnas, para elegir 473 diputados. Las izquierdas articuladas en el Frente Popular presentaban, pese a su heterogeneidad, un programa mínimo, basado en la amnistía y en la recuperación de la política reformista del primer bienio, en un frente de naturaleza electoral sobre la base de

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una conjunción republicano-socialista. Presentaron una organización más depurada de sus candidaturas, centralizadas y poco proclives a la indisciplina, sobre todo porque presentaban una candidatura común y única en las circunscripciones: 342 candidatos, el mismo número de diputados reservado a las mayorías. El Pacto de Frente Popular había sido firmado el 15 de enero de 1936, por Izquierda Republicana, Unión Republicana y PSOE, además del Partido Comunista el Partido Obrero de Unificación Marxista, Partido Sindicalista, Federación de Juventudes Socialistas y UGT. En sus orígenes existió una multiplicidad de proyectos dispares, como ha señalado Santos Juliá, y todos quisieron capitalizarlos y convertirse en artífices de la idea. Una coalición electoral sustancialmente republicano-socialista, aunque la división de estos últimos hiciera descansar la hegemonía sobre los republicanos, y una recelosa izquierda socialista que abría la colaboración a otros partidos obreros, entre ellos el Comunista, que había reorientado su estrategia, en un contexto marcado por el Frente Popular francés y la postura de la Internacional. El Frente Popular nunca fue un acuerdo orgánico ni un pacto de gobierno, aunque sí tuvo una dimensión de movimiento popular que levantó nuevas expectativas pronto disgregadas. Las derechas y el centro se presentaron divididos, a partir de alianzas, muy amplias y contradictorias, según circunscripciones, desde los tradicionalistas hasta el republicanismo de centro. Fracasaron las hipótesis de coalición global y única entre la CEDA y los monárquicos, o entre la CEDA y los republicanos de centro. Las discrepancias no pudieron incluso consumar el Bloque Nacional como alianza electoral, fórmula en la que había consistido la vinculación en 1934 entre Renovación, tradicionalistas y Acción Española. Por su parte los falangistas quedaron aislados. Las dificultades en la elaboración de las candidaturas provocaron un panorama muy plural y sin programa común, unas veces en candidaturas de la CEDA con los monárquicos, otras de aquélla con radicales, centristas o incluso con la Lliga. De hecho, el centro y la derecha acumularon 569 candidaturas. Como ha señalado Tuñón de Lara en 31 circunscripciones se ventiló la pugna entre Frente Popular y las derechas, sobre todo en las grandes ciudades, y en 27 circunscirpciones la pugna fue a tres bandas, con un centro desperdigado entre los conservadores de Maura, centristas de Portela, autonomistas valencianos o radicales. El PNV se presentó en solitario en el País Vasco. En Cataluña la izquierda se presentó bajo la denominación de Front d'Esquerres, aunque no era el equivalente exacto al Frente Popular. Según los datos aportados por Tusell, los resultados fueron los siguientes en votos y porcentajes: — Frente Popular 4.555.401 Frente Popular con centro 98.715 — Nacionalistas vascos 125.714 Centro 400.000 — Derecha 1.866.981 Derecha con centro 2.636.524

Total 34,3 por 100 Total 5,4 por 100 Total 33,2 por 100

Los resultados, según el análisis del mismo autor, arrojaron casi un empate absoluto entre izquierdas y derechas. La izquierda se impuso más en los núcleos urbanos, y dominaron el arco periférico mediterráneo, Madrid, Extremadura y Asturias. Así, 628

el Frente Popular ganó en 37 circunscripciones y en las ciudades mayores de 150.000 habitantes. Las derechas tuvieron un voto apoyado principalmente en los medios rurales, y territorialmente en el interior y con mayor proclividad en la meseta norte: Castilla, Navarra y Vizcaya. La segunda vuelta se realizó en casi todas las circunscripciones vascas, Soria, Castellón, pero no alteró el triunfo de las izquierdas. Los mecanismos de la Ley Electoral favorecieron esta vez a unas izquierdas unidas y perjudicaron al centro y a las derechas desunidas, que en conjunto habían obtenido mayor número de votos. Traducido en diputados los resultados adjudicaban a las izquierdas, con 4.654.116 votos, 263 escaños, lo que suponía el 55,5 por 100. Después de la segunda vuelta los diputados de las izquierdas alcanzaron el 63 por 100 de la Cámara. Las derechas y el centro, con 5.029.823 votos, obtenían 210 diputados (44,5 por 100). Claro está que esta división es siempre convencional y queda clarificada en parte con los escaños de cada organización con un centro no ligado a las derechas: Derecha 133 CEDA 101 tradicionalistas 15 Renovación Española 13 monárquicos 2 otros 2 Centro-derecha 77 centristas 21 liberal-demócratas 1 agrarios 11 progresistas 6 radicales 9 independientes 10 Lliga 12 nacionalistas vascos 5 conservadores 2 Izquierda 263 Izquierda Republicana 79 Unión Republicana 34 Esquerra 22 Acció Catalana 5 galleguistas 3 PSOE 88 comunistas 14 POUM 1 Partido Sindicalista 1 federales 2 Partit Català Proletari 1 Unió Socialista de Cataluña 3 Estat Català 1 Nacionalista Revolucionario Catalán 1 629

Unió de Rabassaires 2 Sindicalista Independiente 1 Esquerra Valenciana 1 independientes de izquierda 4 Este panorama no dibujó un giro radical en el comportamiento electoral. De hecho se manifestó una moderación, con candidaturas cuajadas de moderados, sin triunfar los extremos del arco político, que sólo capitalizarían políticamente la situación una vez iniciada la Guerra Civil. Las elecciones y el esquema de bipolarización electoral no indican la primacía de los extremos ideológicos. Son fruto de un momento preciso en el contexto de un régimen democrático y por lo tanto no deben ser valoradas en términos de guerra civil. No cabe duda, sin embargo, de que, al igual que había ocurrido en anteriores elecciones, se produjo un notable realineamiento, esta vez determinado por la práctica desaparición del Partido Radical, que había sido el partido gobernante. El sistema de partidos no se clarificó, con una gran fragmentación parlamentaria, en la que los dispersos y pequeños partidos de todo tipo fueron incluidos en grandes agrupaciones electorales. El sistema de partidos lejos de estabilizarse sufrió un nuevo reajuste, siempre inacabado y sujeto a las dificultades, división o desaparición de los grandes partidos y además dependiente de la Ley Electoral. Por lo tanto cabe hablar de una polarización matizada, con un sistema de partidos que estuvo sometido más que a nada a la fragmentación.

26.2. EL GOBIERNO DE LOS REPUBLICANOS Y LAS DIFICULTADES DE CONSOLIDACIÓN DE LA DEMOCRACIA

El Frente Popular, según se ha dicho, era un pacto esencialmente electoral, pero no de gobierno. La práctica gubernamental del pacto descansaba sobre los partidos republicanos y no sobre la recuperación de la conjunción republicano-socialista del primer bienio. El resto de partidos del Fente Popular proporcionaban teóricamente cobertura parlamentaria al gobierno. En el seno del Partido Socialista la colaboración gubernamental estaba descartada por el sector radical, pero no por Prieto y los reformistas, que no lograron más tarde, cuando la situación era sensible para ello, implicar al PSOE en tareas de gobierno. El 19 de febrero Azaña formó gobierno, compuesto exclusivamente por republicanos, procedentes de Izquierda Republicana y Unión Republicana. En sus principios subyacía la recuperación del espíritu republicano de 1931, con la pretensión de inyectar nuevas dosis de entusiasmo una vez que, desde esa perspectiva, el trasunto del régimen había vuelto a su cauce. Las primeras medidas gozaron de un amplio consenso político en la diputación permanente, sobre todo de los partidos del Frente Popular, pero también de la CEDA. El 21 de febrero de puso en marcha la amnistía por los sucesos de octubre —principal batalla política durante 1935— y la rehabilitación de funcionarios y readmisión de despedidos por los mismos hechos. Además se recuperaba la Generalitat como instrumento de gobierno de Cataluña, el Parlamento catalán y el Estatuto. Por otro lado, se repusieron las primeras piezas en el ámbito agrario que culminarían el 15 de junio con la reposición en su integridad de la Ley de bases de refor630

ma agraria de 1932, santo y seña del primer bienio. Pero ahora, además, las organizaciones obreras aumentaron su presión en este aspecto. A finales de febrero y principios de marzo quedaban suspendidos los juicios de desahucio contra arrendatarios y colonos, mientras los yunteros de Extremadura volvían a disponer del usufructo de las tierras. Con la interpretación de la utilidad social de la tierra en el articulado constitucional a mediados de marzo se declaraban expropiables, con indemnización, las fincas con grandes concentraciones de propiedad y de cultivo extensivo, con ocupaciones temporales, para dar más agilidad al proceso, mientras se legalizaba la situación. Así, fruto de la presión de las organizaciones campesinas y de las nuevas expectativas creadas, el gobierno republicano optó por aligerar los trámites que habían dificultado la puesta en práctica de la reforma agraria en 1932, con una política de hechos consumados, es decir, primero la ocupación, luego su legalización y organización. Miles de campesinos de las zonas latifundistas de Extremadura, Andalucía, y en menor medida de Castilla la Nueva, ocuparon tierras. El proceso quedó revitalizado legalmente con la Ley de reforma agraria y la simplificación de los trámites de expropiación. Las expropiaciones superaron las 200.000 hectáreas, aproximadamente el doble de lo expropiado durante el primer bienio. El empuje de los trabajadores del campo y las ocupaciones aumentaron la alarma de los propietarios, multiplicándose el marco de conflictividad campesina en la meseta sur del país. Además el gobierno republicano reconstruyó su política reformista en los ámbitos militar, educativo y religioso. Durante el bienio anterior no se había alterado en lo esencial su base jurídica y la interpretación de las reformas había sido proclive a la filosofía y a las prácticas políticas coyunturales de la coalición radical-cedista y, por tanto, a su ralentización o a una aplicación parcial o desvirtuada de sus objetivos iniciales. En suma, desde marzo de 1936 se recuperó la inercia de las reformas, aplicándose con mayor acento. De todas formas estos aspectos en sus contenidos habían quedado en un segundo plano del debate político, y en todo caso se utilizaron más bien como argumento, y no como desarrollo específico de las reformas, en los respectivos discursos, sobre todo en el terreno religioso. Las Cortes quedaron finalmente constituidas el 3 abril, despúes de una larga y polémica distribución de actas parlamentarias. Su primer acto fue la destitución del presidente de la República Alcalá Zamora. Una iniciativa de los representantes del Frente Popular que habían valorado la proclividad del presidente a una intervención mayor en el nombramiento de gobiernos y al que consideraban una figura incómoda para la nueva composición del Parlamento. Ya no era fruto del Pacto de 1930 y 1931 que la situación política precisaba, sino que apostaban por otro presidente más acorde con las nuevas circunstancias políticas y parlamentarias. La fórmula de su destitución, independientemente del alcance político de la decisión, era cuestionable porque se acudía no a las tres quintas partes de la Cámara —y por lo tanto imposible de prosperar—, sino a una interpretación del artículo 81 de la Constitución por la que la destitución se podría realizar si el presidente había disuelto dos veces el Parlamento, y la última de forma innecesaria. Con ello se difuminaban las posibilidades de revitalizar un centro-derecha republicano en el que tanto ímpetu había puesto Alcalá Zamora utilizando sus prerrogativas presidenciales. Pero sobre todo se había añadido un factor más de inestabilidad del régimen. Con la interinidad de Martínez Barrio el proceso de elección del nuevo presidente por un amplio consenso de las fuerzas republicanas recayó en Manuel Azaña. El día 10 de mayo era elegido por los compromisarios y los diputados por una mayoría

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de 754 votos, reflejando la posición de los representantes del Frente Popular, La Lliga, los nacionalistas vascos, agrarios e independientes, mientras la CEDA votaba en blanco. Las consultas para la formación de un nuevo gobierno tuvieron una dirección expresa: la candidatura del sector centrista del socialismo, representada por Indalecio Prieto. Con ello la estrategia de Azaña y Prieto como base de la coalición electoral del Frente Popular, trataba ahora de recuperar la colaboración republicanosocialista. Las disensiones en el socialismo volvieron a ponerse de manifiesto. Prieto y el sector moderado, que controlaban en buena parte los resortes del partido, abundaban en la idea de la colaboración y en la institucionalización del régimen democrático y su vía reformista. El sector radical caballerista, fuertemente instalado en UGT, en la Federación Socialista Madrileña y en las JJSS, era estratégicamente contrario a cualquier fórmula de colaboración y esgrimía un discurso revolucionario basado en la conquista del poder político por la clase trabajadora. Este sector bloqueó la formación de un gobierno presidido por Prieto con la colaboración socialista. Así, el gobierno descansaría sólo sobre republicanos y por lo tanto resultaría más sensible a las presiones externas y más débil para consolidar el régimen. El nuevo gobierno constituido el 12 de mayo estaba presidido por Santiago Casares Quiroga, y forma do por miembros de Izquierda Republicana y Unión Republicana, además de un independiente y un representante de Esquerra Republicana de Catalunya. La debilidad del gobierno expresaba las dificultades de consolidación del sistema democrático, desbordado por los acontecimientos, principalmente los de orden público, que ponían de manifiesto un problema de mayor alcance, el de las fuertes presiones externas al sistema, procedentes tanto del sindicalismo revolucionario como de la subversión de las derechas autoritarias y de la conspiración militar. Los partidos republicanos en el gobierno como nudo central del sistema precisaban de mayores apoyos, pero a su izquierda y derecha se encontraban con dos grandes partidos, el PSOE y la CEDA, aquejados de fuertes divisiones internas y muy ambiguos en su grado de colaboración, no ya con el gobierno sino con el conjunto de las instituciones republicanas. Ambos prestaron su colaboración en las primeras medidas del Gobierno Azaña y no practicaron explícitamente una oposición frente al sistema, como habían hecho en algunas ocasiones precedentes. De hecho, el sector prietista del PSOE apostó por el compromiso gubernamental, y la CEDA no obstaculizó la política gubernamental y sus diputados manifestaron el 19 de marzo su posición de apoyo a la legalidad republicana. El PSOE, dividido y sujeto a las presiones de su ala radical y del sindicalismo revolucionario —el discurso revolucionario de Largo, Araquistáin o Álvarez del Vayo, las posiciones revolucionarias de la UGT y de la CNT, la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas en las Juventudes Socialistas Unificadas—, y la CEDA, dividida, ambigua y atrapada en las presiones de la subversión de monárquicos, fascistas y un sector del ejército, fueron factores que aumentaron las dificultades de consolidación del régimen, precisamente en los dos grandes partidos de masas, que habían formado gobiernos en las dos etapas anteriores. El trasunto, por tanto, no consistió en la radicalización y posicionamiento frente al régimen de PSOE y CEDA, sino que sus divisiones los hicieron vulnerables, y con ello, la propia estabilidad del régimen, a los enemigos del sistema. El empuje desde la izquierda procedió fundamentalmente de las posiciones del sindicalismo, inequívocamente revolucionarias, de la CNT y la UGT. En los dos grandes sindicatos, con la memoria reciente de 1934, se había instalado mayoritaria y fuertemente el discurso de la revolución, alimentado por el sector faísta de la CNT

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y el sector caballerista de la UGT. Ambos sindicatos impulsaron una secuencia de huelgas de notables dimensiones. Sus posiciones estaban medidas en términos de lucha social, reclamando el protagonismo de la revolución para la clase obrera. Era, pues, un conflicto de clases, frente a la «burguesía», que quedaría resuelto con la acción revolucionaria. La amnistía por los sucesos de octubre, la readmisión de despedidos en fábricas y talleres y las indemnizaciones correspondientes fueron las primeras piezas de la iniciativa de los sindicatos, que apostaron desde el mes de abril por el recurso de la huelga, que se extendió a lo largo y ancho del país. De todas formas, mientras la CNT situaba la movilización con el objetivo de acabar con el Estado y todo poder político, la UGT no tenía una estrategia centralizada de desarrollar o no huelgas. Ambas compartían el discurso de la revolución, sindical y obrera. La clase obrera era el sujeto de una revolución que quería transformar la sociedad, como principio heredado de una cultura revolucionaria y sindical de supuestos antipolíticos. Un discurso que no tenía alternativa política, aunque sí fuerza social. Así, la insurrección de julio de 1936 desvelaría las dificultades de una revolución social sin bases organizativas ni políticas. Entre las derechas monárquicas autoritarias, Calvo Sotelo se erigió en el líder político que expresó con mayor beligerancia su oposición al gobierno y a la República misma, con un discurso de la subversión que tuvo eco en los acalorados debates sobre el orden público que ocuparon el asunto central de las Cortes. Los grupos monárquicos, Renovación Española y Comunión Tradicionalista, redoblaron sus esfuerzos insurreccionales, nunca abandonados, desde la victoria del Frente Popular. Mientras, Falange aumentó su presencia pública en la calle y protagonizó un aumento de militancia procedente de un goteo primero, y de una avalancha después, de afiliados de los grupos monárquicos y de la CEDA, sobre todo de sus Juventudes. Los enfrentamientos entre militantes y simpatizantes de distinta procedencia de los extremos del arco político auparon la violencia y el deterioro del orden público al primer plano de la vida política. Atentados, disputas y asesinatos arrojaron un saldo de más de 200 muertos y medio millar de heridos, cifras que fueron elevadas por Calvo Sotelo en los debates parlamentarios, donde se esgrimieron argumentos y amenazas en tonos de extrema dureza muy ajenos al espíritu parlamentario. Que la violencia y la crisis de orden público fueron factores de envergadura en la inestabilidad política y que alcanzaron notables dimensiones es un hecho que ni entonces ni después nadie ha negado. Pero su interpretación ha ido a menudo asociada a una idea por la que la «espiral de violencia» y el «clima de guerra civil» de la «primavera trágica» inevitablemente llevaban a la Guerra Civil, y sobre todo porque fue un argumento central de la conspiración contra la República para buscar una solución de «orden». Ni la violencia era una espiral que necesariamente llevaba a la Guerra Civil, ni la denominada «primavera trágica» puede entenderse como la justificación de una insurrección militar. En todo caso resulta paradójico que para frenar una espiral de violencia de dos centenares de muertos y restablecer el orden, aquélla provocara un enfrentamiento de miles de muertos durante las cuatro estaciones de los tres años siguientes. El «clima de guerra civil» se proyectó una vez iniciada ésta buscando una lógica que explicara el enfrentamiento. Un ambiente de inquietud, incertidumbres y temores entre febrero y julio de 1936 no significaba necesariamente el inicio de una guerra civil considerada después como lógica. La violencia no provocó la guerra, lo que sí hizo fue desvelar la debilidad del régimen republicano y sus dificultades de consolidación, expuesto a las labores de conspiración y vía insurreccional puesta en marcha por sus enemigos.

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Entierro de José Calvo Sotelo en la Almudena en 1936.

La gravedad del asunto del orden público y la eliminación física del oponente político como recurso dio un salto cualitativo los días 12 y 13 de julio, con el asesinato del teniente de la guardia de asalto Castillo —oficial, por tanto, de las fuerzas de orden público— y de Calvo Sotelo, significado miembro del Parlamento. Éste fue el último eslabón, aprovechando el impacto en la opinión pública, de una conspiración que, sin embargo, se había puesto en marcha meses atrás, al menos desde la victoria electoral del Frente Popular y antes de la «primavera trágica».

26.3. LAS CONSPIRACIONES La conspiración había tenido una dinámica previa, aunque eso sí, condicionada en su maduración por los acontecimientos entre febrero y julio de 1936. Visos de conspiración ya existieron antes de las elecciones del Frente Popular, pero los resultados habían acabado con muchas dudas entre sus promotores. De hecho, los proyectos de conspiración mediante la vía insurreccional fueron anteriores a las huelgas y a los enfrentamientos callejeros, aunque éstos actuaron de aceleración y sobre todo de coartada. El relevo presidencial, las huelgas de mayo o los enfrentamientos del mes de junio no hicieron más que moldear las negociaciones, los objetivos, los instrumentos y la cronología de la insurrección. Pero todos estos aspectos distaban de ser homogéneos. No cabe hablar de una sola conspiración, por su distinta naturaleza, protagonistas y objetivos, aunque tendieron a confluir, en una situación que sólo

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culminó cuando la insurrección militar fracasó parcialmente y se transformó en Guerra Civil. Aunque los monárquicos de distinto signo siguieron la estela marcada en 1932 por una conspiración cívico-militar con sus objetivos políticos basados en la Monarquía autoritaria, que ahora multiplicaban, y Falange depuró su propia estrategia hacia el Estado totalitario, cada uno con sus respectivas organizaciones armadas, el nudo central de la insurrección quedó articulado en la actitud de un sector del Ejército. La trama militar tomó cuerpo desde febrero de 1936, y la colaboración civil fue entendida como complementaria, colaboración que sólo se resolvería con complejas negociaciones. Las actividades de monárquicos y falangistas antes de 1936 y su relación con el Ejército habían tenido como interlocutor e instrumento organizativo a la Unión Militar Española, impregnada de militares ideológicamente próximos y muy beligerantes contra la reformas de Azaña. Pero desde febrero de 1936 el timón militar de la conspiración alcanzó mayor rango. Fueron generales los que lideraron un proceso hasta entoces impulsado sobre todo por la oficialidad. En la trama confluyeron personajes muy diferentes, Mola, Goded, Sanjurjo, Franco, Varela, Orgaz, Queipo de Llano, Saliquet, Fanjul... Alguno carlista, otros partidarios de la restauración alfonsina, otros proclives a la instalación de un régimen totalitario, incluso algún republicano confeso invocando un cambio de gobierno, y los más, proclives a la instalación de un orden militar sin horizonte político preciso. En todos ellos se había afincado la idea de un golpe militar antes que nada guiados por una equívoca concepción mesiánica de salvación de la patria. Durante el siglo XIX el protagonismo de los militares en la vida política había estado guiado por una participación en la construcción y funcionamiento del Estado liberal. Su actuación se ventilaba en nombre de los partidos que configuraban la familia liberal, y por lo tanto la fórmula de pronunciamiento no tuvo nunca como objetivo una dictadura militar. Los generales se convirtieron en algo consustancial al desarrollo del moderantismo, el progresismo o la democracia. Lideraron los campos de batalla y los partidos políticos. El Ejército era una institución grupal, compacta y bien articulada, con moldes forjados de cohesión, disciplina, jerarquía, en una pirámide de poder, pero esto no supuso una intervención en el sistema desde fuera, sino formando parte de la misma construcción y funcionamiento del sistema político, actuando como hombres constitucionales. Pero durante el siglo XX ese secular espíritu de cuerpo adoptó una versión cada vez más desligada del trasunto constitucional, para hacerse depositario de la misión primordial de mantener el orden frente a cualquier amenaza revolucionaria, y de la esencia de la patria frente a la mutabilidad del sistema político. Ello aventuró una cultura de la intervención y la disponibilidad a una cirugía militar en el cuerpo social que se consumó con el golpe de Primo de Rivera en 1923. Unas elites militares forjadas en este discurso con algunos generales curtidos en la cantera africanista, que las reformas militares de Azaña trataron de reconducir hacia el acoplamiento de un ejército moderno en un sistema democrático. Las reformas, más por el tono que por sus contenidos, fueron contempladas por un sector del Ejército como atentatorias contra la institución y lesivas para la sensibilidad militar. Así, la idea de la insurrección fue tomando cuerpo hasta que un sector del Ejército maduró la ocasión, y fueron las elecciones de febrero las que abrieron las espitas de un golpe militar que sólo era cuestión de tiempo. Para ello acudieron al argumento del orden y del estado de necesidad para legitimar una intervención en la vida civil fuera de los márgenes constitucionales. En esta lógica ya se situó la reunión en Madrid el 8 de marzo de destacados mandos, con el objetivo de concluir con el gobierno surgido de las elecciones, sin clarifi-

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carse el horizonte de un nuevo régimen y sus contenidos. El gobierno republicano cambió los destinos y dispersó a algunos generales implicados, con el envío de Mola a Navarra, Goded a Baleares y Franco a Canarias. La trama sin embargo siguió madurando, con fechas siempre pospuestas, y adobada con múltiples negociaciones guiadas por Mola con los elementos civiles, carlistas y falangistas, que finalmente acordaron sumar sus efectivos milicianos a una insurrección basada fundamentalmente en los militares y con un recambio del régimen republicano a partir de un directorio militar sin un contenido políticamente preciso. La estrategia consistía en una insurrección simultánea de las guarniciones por todo el país. El 17 de julio la iniciativa partió de la guarnición de Melilla, y al día siguiente en la Península y cuyo fracaso parcial abría un enfrentamiento armado de tres largos años.

26.4. UN DESTINO IRREVERSIBLE EN CUESTIÓN A partir de entonces la República tendría incrustada una guerra civil. Ni la violencia medida en términos de orden público, ni la fragmentación de los partidos, ni la polarización hacia posiciones mutuamente excluyentes necesariamente tendrían que derivar hacia un enfrentamiento civil armado. No era un destino irreversible. Valorar la República como un problema de desorden público, presuponer que la guerra ya existía en el ambiente o situar la polarización en la lógica de una guerra es distorsionar la cuestión o avalar tácitamente el estado de necesidad argumental de un golpe de Estado. La perspectiva del trasunto de la República debe situarse en las dificultades de consolidación del sistema democrático en la Europa de los años 30. La República española estuvo aquejada de dificultades en el funcionamiento del sistema político similares a las de la III República francesa o la República de Weimar, basadas en el multipartidismo polarizado, y en la inestabilidad gubernamental, aunque todavía estas manifestaciones fueran más graves en España. Estas variables políticas no condujeron necesariamente a la guerra, pero sí hicieron muy sensible el régimen a las presiones externas, con una vulnerabilidad abierta a la propia supervivencia del régimen. Pero además las dificultades políticas de consolidación del sistema estuvieron adobadas de un situación económica nada óptima, aunque no determinante, que lastró las posibilidades de llevar a cabo el compromiso reformista de 1931, y de una República débil en sus instrumentos de coacción para apuntalar el sistema. La República se había ido quedando sin bases sociales de sustentación. El fracaso de la República consistió en no convertirse en el marco unitario en el que cuajaran expectativas sociales y políticas muy dispares. El régimen tenía dificultades para descansar sólo en clases medias urbanas y en las debilidad de ios partidos republicanos, una vez que las masas obreras o católicas y los grandes partidos dejaran o no se llegaran a comprometer del todo en la consolidación del sistema. La ruptura del consenso del pueblo de 1931, abrió las espitas de unas clases trabajadoras apegadas al discurso del sindicalismo revolucionario. Pero la revolución social sólo se puso en marcha cuando estalló la insurrección del 17 de julio —origen expreso de la Guerra Civil— y se desvelaron hasta el extremo las dificultades de supervivencia del sistema democrático. Fue también a partir de entonces cuando el discurso legitimador de las fuerzas que apoyaban a la República descansó en el veredicto de la urnas frente a quienes las despreciaron, pero ya sí que la historia de la República quedaría vinculada al desenlace de la Guerra Civil.

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CUARTA PARTE

LA GUERRA CIVIL (1936-1939) ÁNGEL BAHAMONDE

CAPÍTULO XXVII

Inicios y repercusión exterior 27.1. TRES DÍAS DE JULIO El 17 de julio de 1936 un sector del Ejército acantonado en el protectorado español de Marruecos se sublevó contra el gobierno de la República. Al día siguiente la rebelión prendía en diversas guarniciones sitas en las principales ciudades de la Península. Se trataba de una rebelión militar de amplio alcance, que poseía también un sólido basamento de apoyo político y civil. Desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 el alzamiento militar había ido culminando sus preparativos, sobre todo a base de los jefes y oficiales del Ejército integrados en la Unión Militar Española (UME). La dirección técnica recayó en el general Mola, comandante militar de la plaza de Pamplona, y se desarrolló con cierta facilidad dada la inoperancia del gobierno para combatirlo. En términos políticos, en el alzamiento de julio de 1936 confluyen varios vectores. El sustrato fundamental es de corte monárquicocorporativo, y vendría representado por la significación ideológica del partido Renovación Española, liderado por Calvo Sotelo. A él se unían la Falange Española de las JONS, los carlistas y un conjunto indeterminado ideológicamente pero claramente antirrepublicano, conservador y, por lo tanto, contrario no sólo al espíritu del Frente Popular, sino a la política reformista del primer bienio republicano. En esta última tendencia se situaban la mayoría de los militares rebeldes. En el primer plan político de los alzados la jefatura de la rebelión correspondía al general Sanjurjo, quien había encabezado el intento de sublevación de agosto de 1932 y que, en aquellos momentos, se encontraba exiliado en Estoril, cerca de Lisboa. Pero la muerte de este general en accidente aéreo el mismo día 18 de julio trastocó estos planes. Así, en teoría, los militares no se sublevaban contra el régimen republicano, sino contra el gobierno del Frente Popular. Sin embargo, aunque los bandos de guerra acababan con vivas a la República, el contenido del alzamiento pronto demostró una marcada naturaleza antirrepublicana. Entre el 18 y el 20 de julio de 1936 la sublevación se extendió por todo el territorio español. En los planes del general Mola puede detectarse una cierta lógica acerca de un triunfo parcial. Resultaba evidente que el triunfo del alzamiento iba a ser muy complicado en las ciudades y regiones españolas de mayor tradición republicana, y donde las organizaciones afectas al Frente Popular y al movimiento obrero tuvieran una mayor capacidad para movilizar sus recursos. De hecho los militares bus639

caron desde el primer momento la consolidación de dos grandes bastiones que sirvieran en días inmediatos como zonas de maniobra para extender la rebelión en las regiones más adversas. En este aspecto resultaba básico el control del Marruecos español, porque sus tropas, la legión y los regulares, podrían ser más operativas en virtud de acontecimientos posteriores. El segundo bastión correspondía al triángulo Pamplona-Burgos-Zaragoza. En general puede decirse que el alzamiento militar se propagó con relativa facilidad en las zonas más conservadoras del país. Galicia, Castilla la Vieja, León y Navarra pronto fueron controladas por los militares sublevados. En el sur de España la audacia del general Queipo de Llano en la conquista de Sevilla, el control de la zona gaditana y los islotes de Granada y Córdoba posibilitaron el inmediato dominio del occidente andaluz. En cambio en las regiones más industriales y con mayor, y mejor organizado, tejido obrero la sublevación fracasó. La región catalana, sobre todo Barcelona, y Madrid responden a esta dinámica, y suponen los fracasos más sonados de la rebelión militar. En la capital catalana los militares fueron vencidos por una acción conjunta, aunque no coordinada, de los anarcosindicalistas de la CNT, y del tercio urbano de la Guardia Civil, al mando del coronel Escobar. En lo referente a Madrid el general Mola se mostraba pesimista; más que la conquista desde dentro de la ciudad, su plan se basaba en crear unos focos de atracción en el Cuartel de la Montaña y en los acantonamientos militares de Carabanchel y Campamento, que permitieran su llegada desde Burgos en pocos días. Pero la rápida rendición del Cuartel de la Montaña y el fracaso en Campamento y Carabanchel permitieron la defensa de Madrid desde la sierra Norte. En este aspecto el general Mola había fracasado, con un indudable coste político posterior. Más que por una acción preventiva u operativa del Gobierno de Casares Quiroga, el fracaso del alzamiento en determinadas zonas se debió a la acción autónoma de las organizaciones políticas y obreras afectas directa o indirectamente al Frente Popular, así como a la acción ejecutada por organizaciones políticas y sindicales locales, reeditando una vez más la vieja tradición juntera tan presente en la historia de España de los dos últimos siglos. En efecto, Casares Quiroga y su gobierno acabaron superados por los acontecimientos. Presentó su dimisión en la noche del 18 de julio, desarrollándose en horas posteriores una confusa maniobra política que pretendió llegar a un acuerdo de última hora con la cúpula de los militares sublevados. Se trataba de que Martínez Barrios, dirigente de Unión Republicana, formara un gobierno de amplia coalición en el que se reservaban algunas carteras a los sublevados, para intentar frenar el movimiento. Parece ser que unas conversaciones con el general Mola resultaron infructuosas. La resistencia popular a esta maniobra hizo el resto. El 19 de julio quedó constituido un gobierno de Frente Popular, beligerante contra el fascismo, sólo a base de los partidos republicanos, presidido por el doctor Giral, de Izquierda Republicana, catedrático de Farmacia de la Universidad Central. Téngase en cuenta que la Guerra Civil se desencadenó como consecuencia de un doble fracaso: el de los militares sublevados, que no consiguieron hacer efectivo su golpe en el conjunto del territorio español, y el del gobierno, que se vio incapaz de restablecer su poder. Así el 20 de julio el país quedó dividido en dos porciones territoriales. Llama la atención la perfecta sintonía de ambas zonas con sus correspondientes espectros ideológicos. Existe una correlación bastante perfecta entre los resultados electorales acaecidos como consecuencia de las elecciones del mes de febrero y las respectivas áreas controladas por los militares rebeldes o por el gobierno. Así las zonas agrarias, conservadoras y de mayoría católica están en poder de los militares su-

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blevados, mientras que la España industrial, laica y progresista queda en las teóricas manos del gobierno del frente populista. Quizá rompen la tónica ciudades como Zaragoza y Sevilla, en poder de los sublevados, o el País Vasco, que se alinea junto a la República, debido a intereses autonómicos, con la excepción de la provincia de Álava.

27.2. REVOLUCIÓN EN LA ZONA REPUBLICANA. CONTRARREVOLUCIÓN EN LA ZONA REBELDE A la hora de establecer una comparación política entre la zona republicana y la zona sublevada, ha sido un frecuente y desenfocado lugar común insistir en la cohesión existente en el bando sublevado frente a la desunión conflictiva del bando republicano, hasta el punto de que dicha desunión sería decisiva entre las posibles causas de la derrota final. Ahora bien, debemos considerar el hecho de que la hegemonía del Ejército marca las pautas políticas, como elemento preponderante y canalizador en la zona sublevada, superponiéndose a las distintas opciones ideológicas en presencia —carlistas, falangistas, monárquico-corporativas. De hecho la cohesión de esta amalgama se fundamenta en su naturaleza antirrepublicana y antidemocrática; sólo partiendo de este punto entendemos la preeminencia de la lógica disciplinar del Ejército como solución determinante. Por el contrario, el término bando aplicado a la España republicana es de una profunda inexactitud semántica. Siguiendo unas secuelas anteriores al 18 de julio, la confrontación de opciones políticas e ideológicas contrapuestas o divergentes es un hecho real y determinante entre los republicanos. Por otra parte, aunque en el discurso justificativo de los militares sublevados se insista en que su acción es meramente defensiva frente a un intento revolucionario de gran calado y de tinte comunista, la realidad es que fue precisamente el golpe militar lo que abrió las espitas de la revolución en ciertos sectores de la España republicana. Si a esto unimos la inacción del gobierno en los momentos previos y simultáneos a los tres días de julio, así como su falta de instrumentos coercitivos —valga como ejemplo la práctica disolución del Ejército—, obtenemos un conglomerado disperso de opciones republicanas que no pueden encontrar un patrón sólido de conducta. En otras palabras, los aparatos del Estado quedaron dislocados en la España republicana, y múltiples experiencias revolucionarias, de distinto signo, salpicaron su territorio, a lo que se añadía, en este proceso disgregador, el poder real de un variado conjunto de juntas u organizaciones de carácter local o regional que habían asumido la resistencia frente al golpe militar. El poder del gobierno republicano fue meramente nominal durante los primeros meses de la guerra. En gran medida la historia política de la España republicana a lo largo de la Guerra Civil se traduce en el esfuerzo de reconstrucción del poder del Estado, que va a encontrar su primera expresión en el gobierno constituido por Largo Caballero en septiembre de 1936 y su logro más acabado a partir de la gestión del primer gobierno presidido por el doctor Negrín, en mayo de 1937. De manera simplificadora, la situación política en la zona republicana en los primeros meses de la guerra responde al dilema la guerra está intrínsecamente unida a la revolución, o la prioridad de vencer en los campos de batalla al enemigo común y dejar aparcada la revolución para los momentos posteriores a la victoria. La primera de las opciones fue defendida por el anarcosindicalismo y por un pequeño parti641

Juan Negrín López (1892-1956) fue presidente del gobierno republicano entre mayo de 1937 y abril de 1938.

do comunista de significación antiestalinista, el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM); la segunda opción fue abanderada, principalmente, por el Partido Comunista de España (PCE), la mayoría del partido socialista y los pequeños partidos republicanos. Un observador contemporáneo de los hechos como Franz Borkenau, en su obra El reñidero español, planteaba la enorme diferencia de impresiones que le habían provocado Barcelona y Madrid. La primera se había convertido en el emblema revolucionario anarquista por excelencia. La segunda mantenía un tono más pausado en sus transformaciones sociales. En efecto el grueso de los experimentos revolucionarios de tipo anarquista tuvo como marco territorial Cataluña y Aragón. Recordemos que los militantes de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) habían desempe-

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ñado un papel decisivo en la resistencia frente al golpe militar en Barcelona. En gran medida el triunfo era suyo, y aunque no se decidieron a tomar el poder sí crearon las condiciones para una radical transformación de la economía y la sociedad. A partir de una institución de nuevo tipo, el Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña, las empresas industriales y de servicios catalanas quedaron bajo la esfera de influencia de la CNT. Su realidad social fue el control o la intervención obrera. En el frente de Aragón los anarquistas catalanes impusieron o pactaron con los campesinos locales el establecimiento de las comunas anarquistas. En tierras aragonesas vio la luz por primera vez en la historia la práctica del comunismo libertario, regulado por el Consejo de Aragón, con residencia en Caspe. Estos ensayos de transformación social estuvieron acompañados de visiones utópicas que, a corto plazo, generaron unos profundos desajustes en la economía de la España republicana. Sin ir más lejos, los intentos de abolición del dinero acabaron en la práctica con una incontrolada emisión de billetes locales que hizo aumentar de forma desmesurada la masa monetaria en circulación. En otros lugares también se sucedieron, aunque a menor escala, experimentos revolucionarios que, además del apoyo de la CNT, contaban con el concurso del POUM, y de sectores de la Unión General de Trabajadores (UGT). Fueron las estructuras agrarias las que sufrieron un cambio más relevante. Los campesinos, bien por propia iniciativa, bien por el impulso sindical que acabamos de comentar, ocuparon las tierras de los propietarios generalmente comprometidos con el alzamiento militar. Se dio una auténtica reforma agraria de tipo revolucionario, que acabó siendo legalizada por el decreto del ministro de Agricultura, Vicente Uribe, en el mes de octubre. Las nuevas fórmulas de tenencia de la tierra iban desde el desarrollo de las comunas anarquistas hasta un incremento de los movimientos cooperativos, pasando por un aumento también significativo de la propiedad privada. En general las transformaciones agrarias, además de responder a cuestiones ideológicas, estaban en estrecha relación con culturas y tradiciones añejas de los distintos espacios territoriales de la zona republicana. El decreto de reforma agraria planteaba un esquema de asistencia técnica y financiera al campesino desconocido en España hasta entonces. Durante los primeros meses de la guerra la economía republicana nos diseña un armazón de realidades plurales y no coordinadas, en la que se entremezclan estructuras tradicionales anteriores a la guerra, las nuevas estructuras revolucionarias y una embrionaria intervención del Estado para constituir las bases de una economía de guerra. A partir de septiembre de 1936 los primeros pasos en la reconstrucción del Estado coincidirán con un esfuerzo para conseguir una economía centralizada de guerra que nunca llegó a cuajar plenamente. Así los desajustes y desequilibrios siguieron acumulándose durante un largo espacio de tiempo. Los índices de producción de preguerra en ningún momento se recuperaron en la España republicana. A estos desajustes se unió, en determinados lugares de la retaguardia como es el caso de Madrid, el hecho de que la Guerra Civil había supuesto la ruptura del mercado nacional. Ahondando en el ejemplo de la capital, ésta se había nutrido tradicionalmente de las paneras y carnes castellanas y de los pescados provenientes del norte de la Península. Una ciudad de un millón de habitantes vio cortadas sus fuentes de provisión de forma inopinada. El problema de buscar nuevos lugares de abastecimiento nunca quedó resuelto, y el déficit alimentario, a largo plazo, acabó por actuar negativamente en la moral de la población republicana. Igualmente fueron graves los problemas 643

derivados de la financiación de la guerra. Mientras que los nacionales mantuvieron abiertas, en todo momento, las líneas crediticias alemanas e italianas, la República tuvo que recurrir, en septiembre de 1936, a la exportación del oro del Banco de España para asegurarse, siempre en términos precarios, los pertrechos militares necesarios para hacer frente al conflicto bélico. Por su parte la zona sublevada se hallaba sumida en un ambiente profundamente contrarrevolucionario. Más que por la aportación ideológica de sus componentes sus señas de identidad se establecían conforme al diseño de una política tendente a contrarrestar o dejar abolida la legislación reformista republicana del período anterior a la Guerra Civil, tanto en los ámbitos económico y social como religioso. Pocos días después de la sublevación los militares constituyeron su primer entramado de gobierno, la Junta de Defensa Nacional, presidida por el general Cabanellas y de composición estrictamente militar. La constitución de la Junta no puede ser entendida como el embrión de un nuevo Estado, sino que debe ser enmarcada en el carácter contrarrevolucionario aludido y en la gestión de los asuntos corrientes, a la espera de copar los aparatos del Estado en poder de los republicanos. Otra cosa muy distinta es que la guerra larga acabe imponiendo, con el paso del tiempo, la creación de unas estructuras estatales; pero, por el momento, la Junta se preocupará de dejar abolidas la legislación de reforma agraria, la naturaleza laica del Estado republicano anterior y los marcos correctores de las relaciones capital-trabajo. Igualmente la labor y el espíritu de la Junta revelaba la supremacía del poder militar en la zona sublevada. Esta primera fase de la guerra tuvo su repercusión negativa en las retaguardias. Los ánimos de ambos signos cristalizaron en una fuerte represión, pero con diferencias significativas para las dos zonas en conflicto. En el caso republicano cabe hablar de una represión incontrolada, que adquiere un fuerte tono anticlerical, y coincide con los momentos de mayor debilidad del Estado. Conforme se reconstruyen los aparatos estatales, y con ellos se restablece el orden público, las persecuciones disminuyen drásticamente. En la zona nacional la represión fue más sistemática y calculada, emprendida directamente por las nuevas autoridades militares con el fin de desarticular cualquier tipo de resistencia de los militantes republicanos. Téngase en cuenta que la represión se mantuvo en el tiempo en la zona nacional a la par que ampliaba su marco de acción, dado que esta zona crecía junto con los sucesivos éxitos militares.

27.3. LA INTERNACIONALIZACIÓN DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA La Guerra Civil española coincide en su desarrollo con la confrontación a escala europea entre las democracias y los totalitarismos. Aunque el estallido y posterior evolución del conflicto responden fundamentalmente a variables de origen interior, resulta evidente que desde sus inicios la guerra trascendió las fronteras españolas, para convertirse en un problema político y emocional que afectó a millones de personas repartidas por todo el orbe. Cuando estalla la guerra, más que la subida de los fascismos y de los regímenes nacionalistas antiparlamentarios, lo que realmente interesa señalar es que Adolfo Hitler ha cuestionado en la práctica el Tratado de Versalles, en virtud del cual se establecieron las condiciones de paz tras las Primera Guerra Mundial. Estamos, pues, en plena época de remilitarización y de expansionismo alemanes. Así la guerra española se convirtió en un elemento más de inestabilidad para 644

el mundo en aquel momento. La política británica y francesa estuvo dirigida, sin demasiado éxito, a conseguir el aislamiento del conflicto dentro de los límites españoles. De esta ambientación partió la creación, a los pocos días de iniciada la Guerra Civil, del Comité de No Intervención, que iba a agrupar a las principales potencias de la época, salvo los Estados Unidos de América, con el compromiso, sucesivamente incumplido, de no intervenir en los asuntos españoles. Por razones diferentes la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y la Unión Soviética de Stalin participaron en la guerra española. En el caso alemán, más allá de la afinidad ideológica con la cosmovisión de los militares sublevados, existía el interés de estar presente en un foco de conflicto que, de una manera u otra, afectaba a Francia, por la frontera común de los Pirineos. Además la guerra española podía ser un excelente banco de pruebas para la experimentación de armamento y para obtener una situación de ventaja, caso de que los militares rebeldes fueran los vencedores, en el control de los minerales estratégicos del subsuelo español. Ya desde finales de julio quedó formalizada la ayuda alemana a los sublevados, a partir de la constitución de una empresa de carácter mixto, la HispanoMarroquí (HISMA). El interés italiano, a su vez, estaba relacionado, además de la vecindad ideológica, con la cuestión del statu quo del Mediterráneo. La victoria de los militares rebeldes podría dotar a Italia de una mayor influencia en el Mediterráneo occidental, zona básica para la posterior consolidación del sueño imperial fascista en el norte de África. La intervención italiana en la guerra de España también quedó preparada a finales de julio, y alcanzó su máximo exponente durante el primer semestre de 1937. La conquista de Málaga en febrero por tropas italianas y la posterior participación de las mismas en la batalla de Guadalajara, en el mes de marzo, pusieron de manifiesto la magnitud de la ayuda fascista. El cuadro del apoyo a los militares rebeldes quedó completado por la asistencia de la dictadura portuguesa desde el inicio y hasta el final de la contienda. Por su parte la Unión Soviética intervino en favor de la República, de forma efectiva, a partir de octubre de 1936. El reconocimiento diplomático y el intercambio de embajadores entre ambos países se había realizado durante el mes de agosto. En plena eclosión de la política del socialismo en un solo país, Stalin, a través de la Commintern, planteó para la España republicana una política que nunca traspasara los límites del programa reformista del Frente Popular. Es decir, el interés soviético en el conflicto español era, fundamentalmente, de carácter político. Stalin buscaba una ruptura del aislamiento de su país, y estaba empeñado en una política de respetabilidad cerca de las potencias democráticas. Nada más lejos de las intenciones soviéticas que la imposición de una revolución socialista en la España republicana. Además la existencia de un conflicto en el sur de la Europa occidental podía significar una menor presión alemana hacia el este. La ayuda soviética fue menos copiosa y regular que la recibida por los rebeldes desde Roma y Berlín. Téngase en cuenta que una de las consecuencias de la política del Comité de No Intervención fue imposibilitar a un Estado soberano como el republicano el acceso a los mercados exteriores de armamento. La ayuda soviética se convirtió en el cordón umbilical necesario para el principal abastecimiento exterior de la República. En definitiva la No Intervención en la guerra de España produjo un fuerte desequilibrio entre las partes en contienda, favoreciendo netamente a la España de Burgos y Salamanca. Labor de los servicios exteriores del gobierno republicano en todo momento fue alterar, de manera infructuosa, esta situación. A pesar de que en Fran645

cia gobernaba una coalición de Frente Popular, la frontera de los Pirineos estuvo más tiempo cerrada que abierta a las importaciones republicanas de material de guerra. Progresivamente Francia y Gran Bretaña fueron desarrollando una política realista para el caso español, que les fue inclinando a reconocer el triunfo de los nacionales en los campos de batalla y a aproximarse al futuro bando victorioso. Una de las consecuencias de la internacionalización de la Guerra Civil española fue la formación y presencia de las Brigadas Internacionales en el campo republicano. Reclutados a través de la Commintern, un total de 40.000 voluntarios desfilaron por los principales frentes del conflicto bélico español a lo largo de dos años. Su procedencia geográfica era múltiple, si bien destacaba el contingente de origen francés. Igualmente notoria fue la participación de antifascistas italianos y alemanes. Las Brigadas Internacionales, más que proporcionar una superioridad militar, actuaron de acicate para elevar la moral de la retaguardia y de los combatientes republicanos. Su bautismo de fuego coincidió con el ataque de los militares rebeldes a Madrid, y su intervención fue muy destacada en las batallas del Jarama y de Guadalajara. Desde mediados de 1938 el gobierno republicano propuso en la Sociedad de Naciones la retirada de los brigadistas, siempre y cuando en el otro bando se retiraran a su vez las tropas italianas y de la Legión Cóndor. Finalmente el gobierno republicano decidió la retirada unilateral de sus voluntarios extranjeros en noviembre de 1938.

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CAPÍTULO XXVIII

Conquista y revolución 28.1. MADRID, OBJETIVO DE LOS MILITARES REBELDES Hemos señalado cómo la rebelión militar de julio de 1936 fracasó en Madrid en un doble sentido: el intento de conquista de la ciudad desde dentro y el intento de asalto exterior desde el norte, por parte de las tropas de Mola. En los planes de los militares rebeldes, la conquista de la capital se convirtió en el principal objetivo estratégico para la consecución de una rápida consolidación del alzamiento. Se partía de un principio muy caro a la memoria histórica de la corporación militar: los pronunciamientos del siglo XIX se habían considerado triunfantes sólo cuando la capital de Estado mostraba su adhesión. Conquistar la capital significaba apoderarse de los aparatos del Estado. De ahí se desprendía un doble capital, estratégico y simbólico. Como consecuencia del referido fracaso se hizo precisa una conquista lenta de Madrid, cuyos protagonistas no serían ya las tropas de Mola, sino el contingente armado que, al mando de Franco y compuesto por tropas legionarias y de regulares, atravesó el estrecho de Gibraltar a principios de agosto. La marcha hacia Madrid tomó, en principio, el camino de Extremadura, con la toma de Mérida y Badajoz —esta última acompañada de una feroz represión hacia los defensores republicanos—, para después, tomando como eje la carretera de Extremadura, seguir avanzando hacia la capital. Se preveía la llegada a Madrid de las tropas, al mando del general Varela, a principios de octubre; pero una vez conquistada Talavera de la Reina el general Franco decidió liberar el Alcázar de Toledo, el cual, bajo las órdenes del coronel Moscardó, había resistido los embates republicanos hasta convertirse en un auténtico símbolo y emblema de la causa que defendían los que ya empezaban a autoproclamarse como nacionales. Algunos analistas han comentado que ello supuso un error estratégico del general Franco, ya que dio ocasión al gobierno del Frente Popular a preparar la defensa de Madrid, sin embargo se insiste en que Franco buscó, ante todo, un capital simbólico que le asegurara la preeminencia entre sus compañeros de armas. Una vez liberado el Alcázar, las tropas nacionales continuaron su marcha hacia Madrid. Enfrente se encontraban a un abigarrado conjunto de milicianos desprovistos de conocimientos militares y fácilmente batibles en campo abierto. No obstante la marcha se demoró casi un mes. A principios de noviembre los pueblos cercanos a la capital fueron ocupados por las tropas de Varela. En la tarde del 6 de noviembre alcanzaron la línea Campamento-Carabanchel Alto-Villaverde. Como gráficamente se-

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ñaló el diario ABC de Sevilla, estaban situadas «a cincuenta céntimos de tranvía de la Plaza Mayor». Aquella misma tarde el gobierno republicano, presidido por el socialista Francisco Largo Caballero, abandonó precipitadamente la capital para instalarse en Valencia. Parecía, pues, que la ciudad de Madrid iba a caer como fruto maduro en manos de las tropas que habían iniciado su periplo en el lejano Marruecos a principios de agosto. Sin embargo, antes de partir, el gobierno de la República ordenó al general Miaja, comandante de la guarnición de Madrid, la constitución de una Junta de Defensa que intentara contrarrestar al máximo el empuje enemigo y retrasar mientras fuera posible la caída de la capital. En su cuartel general de Leganés, Varela preparó el ataque a Madrid. Se ha comentado que su plan pecó de optimismo. Las columnas bajo su mando configuraban una masa de 25.000 hombres, a los que se añadían 10.000 guardias civiles Los nacionales según una postal de la época. encargados de misiones de orden público y represión. El general Varela pensó que se iban a reproducir situaciones anteriores, y que la resistencia de los combatientes republicanos sería parca e inoperante. Convino que sólo atacarían Madrid cinco columnas, compuestas 5.000 mil hombres. Además su plan de maniobra puede ser considerado como excesivamente audaz. Las columnas se lanzarían a un ataque frontal, una especie de ariete directo contra la ciudad. Este ataque tendría como objetivo el establecimiento, en el interior de Madrid, de una firme base de operaciones formada por la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria y el terreno comprendido entre esta última y la Plaza de España. Mientras tanto los flancos avanzarían para completar la operación en forma de cerco, lo que obligaría a una rendición rápida de los contingentes republicanos que se encontrasen en la ciudad, o a su retirada hacia la línea de Tarancón, fuera del ámbito urbano. El ataque iniciado el 7 de noviembre contó desde el primer momento con la denodada resistencia republicana. Trabajando febrilmente durante la noche del día 6, la Junta de Defensa había logrado un mínimo de organización militar, con las suficientes garantías para frenar el avance de las tropas de Varela hasta la llegada de refuerzos. De ahí el desconcierto de las tropas atacantes ante la inesperada resistencia en la Casa de Campo, que desarticuló momentáneamente los objetivos atribuidos a las columnas lanzadas. Más todavía cuando los atacantes sufrieron vigorosos embates procedentes de Húmera y Pozuelo. Igualmente tuvieron muchas dificultades para progresar en los ataques de distracción previstos desde Carabanchel Bajo y desde las carreteras de Toledo y Extremadura.

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En la tarde del día 7 un golpe de suerte coadyuvó a la resistencia republicana. En la carretera de Extremadura los milicianos destruyeron un tanque en el que iba el jefe de la columna de carros blindados. Allí encontraron la orden operacional número 15, elaborada en el cuartel general de Varela y cuyo contenido detallaba el plan estratégico de la conquista de la ciudad. Rápidamente el jefe de la columna republicana, el comandante de carabineros Trucharte, se personó en el Ministerio de la Guerra, entregando en mano el documento al general Miaja y al teniente coronel Rojo. Pronto ambos jefes se dieron cuenta de que la orden operacional, aunque estaba fechada para ser realizada el día 7, gracias a la primera resistencia republicana sólo podría cumplirse en su totalidad a lo largo del día 8. Así el teniente coronel Rojo, jefe del Estado Mayor de la defensa, pudo reorganizar sus fuerzas en función de los preciosos datos que acababa de recibir. En concreto el grueso de las fuerzas republicanas se concentró en la Casa de Campo. Al mando del coronel Álvarez Coque, dos columnas ocuparon el frente de la Casa de Campo en las proximidades del lago, mientras que otra se emplazaba en el Puente de los Franceses, y una cuarta, de reserva, se situaba en el paseo de Rosales. El flanco izquierdo de la defensa tomó como base operacional Villaverde y Vallecas, mientras que el flanco derecho operaba desde Húmera, Pozuelo y Boadilla del Monte. Se trataba de un sólido dispositivo estratégico, ideado por el teniente coronel Rojo, en el que las columnas centrales, sitas en la Casa de Campo, tendrían que aguantar la máxima presión de las tropas asaltantes, obligándose a mantener sus posiciones —es decir, en situación defensiva—, mientras que los flancos derecho e izquierdo atacarían, a su vez, los flancos de las tropas de Varela. Los combates alcanzaron una violencia inusitada. Se luchaba prácticamente por cada metro de terreno de la Casa de Campo. La metralla de los obuses arañaba el suelo y destrozaba el arbolado. Los combatientes de ambos bandos caían por centenares. El general Varela se desesperaba por la lentitud del avance. No obstante seguía pensando en que la resistencia republicana sería cuestión de horas, a lo máximo de un par de días. Pero a mediodía del 10 de noviembre la XI Brigada Internacional, compuesta por los batallones Edgard André, Dombrowski y Comuna de París, desfilaban por la Gran Vía madrileña, en dirección al frente. La mayor parte de la brigada fue destinada a ocupar las posiciones republicanas en la Casa de Campo. Por parte del bando nacional, nuevos contingentes de hombres y materiales fueron lanzados al campo de batalla, a la par que fortificaban el cerro de Garabitas. Los enfrentamientos continuaron con su plena intensidad hasta el día 23 de noviembre, momento en el que el general Franco renunció a la conquista frontal de Madrid. El día 14 Durruti llegó al frente madrileño con tres mil anarcosindicalistas procedentes de Aragón. Solicitó de la Junta de Defensa que sus hombres constituyeran una unidad independiente, y solicitó ser destinado a un lugar básico del frente: la Casa de Campo. Precisamente en la zona defendida por los anarquistas de Durruti se centraron los ataques del bando nacional el día 15. Por fin el frente quedó roto, y las tropas asaltantes entraron masivamente en la Ciudad Universitaria, a partir de la Facultad de Filosofía y Letras, que fue el primer bastión conquistado. El día 17 los nacionales consiguieron su máxima penetración en el Hospital Clínico. Ese día puede ser calificado de dantesco para la población de la capital. En un último esfuerzo para doblegar la resistencia, los aviones alemanes bombardearon la ciudad sin descanso. El día 20 ocuparon el Palacio de la Moncloa. Nuevos contraataques republicanos, en días posteriores, consiguieron reconquistar parte del Hospital Clínico. El frente de la Ciu-

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dad Universitaria, que había sucedido a la Casa de Campo como espacio central bélico, quedó estabilizado hasta el final de la guerra. Una vez que Franco renunció al ataque directo sobre la capital, la batalla de Madrid continuó bajo presupuestos estratégicos diferentes. A finales de noviembre los generales Franco, Mola y Varela celebraron una reunión en el cuartel general de este último, en Leganés. Allí se decidió el nuevo objetivo: completar el cerco al norte de Madrid, reforzar el flanco de la Casa de Campo y aislar a los combatientes republicanos de la sierra norte. Así, cortadas las fuentes de aprovisionamiento de agua y electricidad, la ciudad tendría que rendirse. La zona elegida para romper el frente fue la línea Pozuelo-Aravaca-Cuesta de las Perdices. Todo empezó el 21 de noviembre; todo acabó el 15 de enero. Los nacionales consiguieron ocupar varios pueblos, asegurando el flanco de la Casa de Campo, y cortaron la carretera de La Coruña. Pero no lograron los objetivos estratégicos finales. Madrid siguió unido a la sierra y el cerco norte no se pudo completar.

28.2. EL GOBIERNO DE LARGO CABALLERO. LA REDEFINICIÓN DE LA REPÚBLICA Y EL CONTROL SOBRE LA REVOLUCIÓN A finales de agosto de 1936 la marcha negativa de los acontecimientos bélicos dibujaba un cuadro de profundo desasosiego en los territorios fieles a la República. Desde espacios ideológicos o políticos diferentes, e incluso contrapuestos, los debates coincidían en que era preciso variar el rumbo político para crear las condiciones suficientes que permitiesen alterar el curso de la guerra. Ello no quiere decir que las diversas organizaciones políticas y sindicales de la zona republicana estuvieran dispuestas a renunciar a sus postulados fundamentales, pero todos apuntaban la necesidad de establecer un consenso, por limitado e inestable que fuera, que asegurase la aproximación y coordinación de esfuerzos. Téngase en cuenta que en la zona republicana no existía fuerza política alguna capaz de imponer sus criterios sobre las restantes y servir de eje para la construcción de un sólido andamiaje político frente a los militares rebeldes. Había, pues, que conciliar ideologías y realidades enfrentadas; esto, en la práctica, suponía integrar en un mismo contexto situaciones tan divergentes como los ensayos revolucionarios de impronta anarquista —que poseían un marcado contenido antiestatista—, y el robustecimiento del Estado, que posibilitase la centralización y optimización de los recursos de toda índole para ganar la guerra. Y lo que el debate dejaba claro era la incapacidad del gobierno presidido por Giral para liderar el cambio político necesario. Carente de representatividad por la frágil base política y social en la que se apoyaba, el Gobierno Giral había estado superado por los acontecimientos desde su formación, el 19 de julio. El viejo dirigente de la Unión General de Trabajadores (UGT) Francisco Largo Caballero fue el hombre elegido para presidir el nuevo gobierno, constituido el 4 de septiembre de 1936. Largo Caballero ascendió a la jefatura del gobierno más por exclusión de otros candidatos que por su plena aceptación entre la clase política afecta a la República. Era un hombre cuestionado dentro del PSOE, por los sectores centristas y moderados del partido. Lo mismo puede decirse con respecto al presidente Azaña y los partidos republicanos, ajenos al verbalismo revolucionario de Largo Caballero en los meses anteriores al estallido de la guerra. Los comunistas le aceptarían, 650

siempre y cuando su programa de gobierno se encaminara decididamente a clausurar el periodo revolucionario y fuera permisivo con el incremento de la influencia comunista en los aparatos militares y políticos. En suma, lo que elevaba a Largo Caballero a la presidencia del Consejo de Ministros eran su prestigio e influencia en el seno del movimiento obrero, en un momento en que la clase obrera organizada configuraba la fuerza básica contra la rebelión militar. El nuevo gobierno integraba en sus filas a los representantes de los partidos del Frente Popular. Además de la presidencia del gobierno y de la cartera de Guerra, ambas en manos de Largo Caballero, los socialistas controlaban las de Estado —-Julio Álvarez del Vayo—, Marina y Aire —Indalecio Prieto y Tuero—, Hacienda —-Juan Negrín López—, Gobernación —Ángel Galarza— e Industria y Comercio —Anastasio Gracia Villarrubia. A Izquierda Republicana se le reservaban las carteras de Justicia, en la persona de Mariano Ruiz Funes; Obras Públicas, con Julio Just, y el nombramiento de José Giral Pereira como ministro sin cartera. Unión Republicana se ocupaba del Ministerio de Comunicaciones, para Bernardo Giner de los Ríos, mientras que Esquerra Republicana ejercía la cartera de Trabajo, Sanidad y Previsión, con José Tomás Piera. El Partido Nacionalista Vasco colaboraba en el gobierno con Manuel de Irujo como ministro sin cartera, a cambio de una rápida aprobación del Estatuto de Autonomía. Por último los comunistas, que en principio no deseaban estar presentes en el gabinete, se ocuparon de las carteras de Agricultura —Vicente Uribe Galdeano— y de Instrucción Pública y Bellas Artes —Jesús Hernández Tomás. Se trataba, pues, de un gobierno altamente representativo y compuesto por personalidades de gran relevancia política en sus respectivas formaciones. Su misión consistía en institucionalizar y frenar la revolución y en reconstruir los poderes del Estado. En definitiva, refundar la República en consonancia con el papel desarrollado por la clase obrera desde el mes de julio, además de transmitir hacia el exterior una imagen de la República asumible por los países democráticos europeos. La labor legislativa del nuevo gobierno fue intensa en múltiples planos, pero su estabilidad estuvo sujeta a la marcha de los acontecimientos bélicos, que determinarán una mayor o menor afloración de las tensiones políticas según el curso de la guerra; de ahí se derivaría la consistencia de ese «frente único antifascista» que, en teoría, quería representar el Gobierno de Largo Caballero. El ordenamiento de la revolución supuso legalizar el control obrero de las industrias y de las transformaciones en cuanto a la propiedad de la tierra. Especial importancia tuvo el decreto del Ministerio de Agricultura de 7 de octubre de 1936, que disponía la incautación de las fincas rústicas de los propietarios que, directa o indirectamente, hubieran sostenido la rebelión militar, y su entrega a los campesinos bajo la forma de usufructo perpetuo. Los tipos de explotación, individual o colectiva, dependerían de la voluntad de los propios campesinos, todo ello bajo el auxilio financiero y el asesoramiento técnico del Instituto de Reforma Agraria. El decreto, más que iniciar un proceso, daba forma a un hecho consumado desde el mes de julio: la ocupación impuesta de la propiedad rústica, bien espontánea u organizada por los sindicatos. En lo que se refiere a la organización militar los avances fueron considerables, pero no llegaron a culminar. Para empezar un decreto del 29 de septiembre militarizaba las milicias. Posteriormente el sistema de milicias fue dando paso, de manera paulatina, a la formación de un ejército regular: el Ejército Popular de la República, sobre la base de brigadas mixtas, que integraban en su estructura todos los elementos necesarios de aprovisionamiento y de combate, encuadradas, a su vez, en divisiones 651

y cuerpos de Ejército. Hasta mediados de 1937 la abolición de las milicias se convirtió en un foco permanente de tensión, sobre todo entre anarquistas y comunistas. El decreto de 15 de octubre creaba la figura de los comisarios de guerra, encargados, a imagen y semejanza del Ejército Rojo soviético, del adoctrinamiento político de los combatientes. En la práctica los comisarios se convirtieron en correas de transmisión de los partidos y organizaciones sindicales, con la consiguiente multiplicación de los enfrentamientos y las tensiones. El decreto reservado de 13 de septiembre autorizó al ministro de Hacienda el transporte del oro, la plata y las divisas del Banco de España al lugar que se considerase más oportuno en términos de seguridad. El objetivo era conseguir una financiación segura de las importaciones de material bélico, muy dependientes de la Unión Soviética como única fuente estable de aprovisionamiento. El tema del orden público en la retaguardia fue objeto de especial interés para el nuevo gobierno. Progresivamente el Estado recobró los resortes y los mecanismos de la coerción. Ya el Gobierno Giral había intentado poner orden en la represión incontrolada mediante la creación de los tribunales populares de justicia. El decreto de 16 de septiembre instauraba las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, sometidas a la Dirección General de Seguridad. Otro decreto, de 9 de octubre, regulaba las detenciones. Además se reorganizaron las fuerzas de orden público. La presencia del Estado quedó más asegurada con la transformación y vigorización del cuerpo de Carabineros, por parte del ministro Negrín, en unidades plenamente disciplinadas, capaces de intervenir en los frentes de combate o de rescatar el control de puertos y fronteras. En estas cuestiones el balance del gobierno fue muy positivo. La cifra de muertes en la retaguardia republicana disminuyó drásticamente a lo largo de este periodo. En definitiva los poderes del Estado se reconstruyeron de manera progresiva, dando lugar a una normalización institucional dentro de las limitaciones que imponían las circunstancias de la guerra. La presencia del gobierno sustituyó a los innumerables comités y juntas locales y regionales que habían hecho frente a la sublevación militar en los primeros momentos. La vida municipal quedó regularizada y los poderes regionales, fruto del mantenimiento de situaciones de emergencia —como el Consejo de Asturias y León o la Junta de Defensa de Madrid—, actuaban por delegación del gobierno. El primero de octubre se reunieron las Cortes, siguiendo el precepto constitucional. Además de la confianza al gobierno, el Parlamento aprobó el Estatuto de Autonomía para el País Vasco. Una semana después, bajo la sombra del árbol de Guernica, José Antonio de Aguirre, del PNV, tomaba posesión como presidente del primer gobierno autonómico vasco. El 4 de noviembre de 1936 Largo Caballero amplió el arco ideológico de su gobierno con la incorporación de cuatro ministros procedentes de la CNT. Hecho singular en la historia política contemporánea: por primera vez militantes anarquistas o anarcosindicalistas iban a desarrollar responsabilidades gubernamentales. Hecho igualmente contradictorio con los postulados fundamentales de la CNT. Desde finales de agosto se había producido un intenso debate en el seno del anarcosindicalismo español sobre qué hacer para asegurar el porvenir de la revolución. Resultaban evidentes las profundas transformaciones revolucionarias acaecidas, pero también su complicada coexistencia con otras estructuras de preguerra. La separación entre estas islas revolucionarias y el control de las instituciones políticas amenazaba con asfixiar la revolución y su sistema miliciano de enfocar la guerra. Los aspectos más visibles de todo ello eran los problemas de financiación de las colectividades agrarias y el 652

aprovisionamiento de inputs tecnológicos o energéticos procedentes del exterior para las industrias sindicalizadas, que dependían para ello de las instituciones gubernamentales. Por otro lado los reveses militares añadían nuevas dosis de inquietud a la reflexión. Frente a los sectores más intransigentes próximos a la Federación Anarquista Ibérica (FAI) se fue imponiendo paulatinamente la línea colaboracionista, auspiciada por el propio secretario nacional de la CNT, Horacio Prieto. El 15 de septiembre, en el Pleno Nacional de Regionales de la CNT, se aprobó una propuesta de sustitución del gobierno de la República por un Consejo Nacional de Defensa, de impronta sindical, formado por cinco consejeros de la CNT, otros tantos de la UGT, y cuatro republicanos. Más allá de lo que podría considerarse como un mero cambio de denominación, se ha valorado la propuesta como una especie de transacción entre los partidarios y los opositores de la presencia anarcosindicalista en el gobierno. En todo caso el camino de la colaboración estaba abierto. Éste se concretó a principios de noviembre de 1936, en un momento de máxima tensión debido a la proximidad de las tropas rebeldes a Madrid y la amenaza que se cernía sobre la capital. El 4 de noviembre Juan García Oliver se encargó de la cartera de Justicia; Federica Montseny, de Sanidad y Asistencia Social; Juan López se ocupó de Comercio y Juan Peiró de Industria. Las tensiones en el panorama político republicano se fueron acentuando desde el mes de enero de 1937. Si el primer esfuerzo del gobierno había desembocado en logros relevantes en la recuperación de los poderes del Estado, posteriores necesidades centralizadoras y reconstructoras parecían frenarse. Sobre todo en el campo económico. En diciembre el Partido Comunista publicó su documento «Las ocho condiciones de la victoria». Una de ellas planteaba la nacionalización y reorganización de las industrias básicas, así como la creación de una poderosa industria de guerra centralizada en manos del gobierno. Es decir, una proposición radicalmente opuesta a los postulados de la CNT: significaba un ataque directo al mundo revolucionario anarcosindicalista. La cuestión ya no se situaba, pues, en el ordenamiento e institucionalización de la revolución, sino en la construcción de un sistema económico centralizado, de una eficaz economía de guerra a la que se subordinara todo lo demás. Quedaban diseñados, por tanto, los dos polos principales de la tensión política entre comunistas y anarquistas. Por otra parte las relaciones entre Largo Caballero y la embajada soviética se fueron deteriorando progresivamente, mientras el abastecimiento soviético continuaba siendo imprescindible para la prosecución de la guerra. Los comunistas comenzaron a alejarse paulatinamente de Largo Caballero. Las críticas se sucedieron; primero veladas, luego más abiertas y consistentes. En el Pleno del PCE, celebrado entre el 5 y el 7 de marzo de 1937, las críticas a la política del gobierno emergieron con toda su crudeza. Los temas militares alimentaban otro foco de tensión. La creación de un ejército popular había sido inteligentemente planeada en su origen, pero su desarrollo en la práctica era lento y estaba sujeto a toda clase de enfrentamientos, dada la resistencia de las milicias anarquistas y del antiestalinista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) a incorporarse al nuevo ejército. Además la reorganización de la cúpula militar y la toma de decisiones levantaban continuas críticas. Se achacaba a Largo Caballero un acusado personalismo en la conducción de la guerra. Asimismo el jefe del gobierno no pudo apuntarse la rentabilidad psicológica y política del principal éxito 653

militar republicano, la defensa de Madrid. Los rendimientos cayeron en el haber de la Junta de Defensa de Madrid, organismo que de forma prácticamente autónoma respecto del gobierno había dirigido y organizado la defensa de la ciudad durante el mes de noviembre. En febrero de 1937 la pérdida de Málaga originó un hondo sentimiento en la opinión pública de la España republicana, convenientemente instrumentalizado por los opositores a Largo Caballero: era preciso acelerar la reorganización del Ejército. Servidos todos los factores del conflicto, bastaba un acontecimiento de gran calado que hiciera de detonante para la caída de Largo Caballero. Éste tuvo lugar en Barcelona, en los primeros días de mayo de 1937. Desde septiembre del año anterior el curso de la política catalana había seguido las mismas tendencias hacia la normalización que el gobierno central. La disolución del Comité de Milicias Antifascistas había dado lugar a la formación de un gobierno autonómico con la presencia de miembros de la CNT, y del POUM. La tarea legislativa había ordenado la nueva realidad revolucionaria, pero las tensiones ofrecían iguales contenidos y protagonistas que en el resto de la zona republicana. De un lado los comunistas del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), partido constituido en los primeros días de la guerra, al principio minoritario pero con cada vez mayor influencia en la vida política catalana. En el lado opuesto se situaba el sector más radical de la CNT, junto con el POUM, que desapareció del gobierno autonómico en el mes de diciembre. Con este ambiente de conflicto como trasfondo, la Generalidad decidió recobrar a principios de mayo el control de las comunicaciones, y el edificio de la Telefónica —que estaba en poder de los anarquistas desde las jornadas de julio de 1936. Las calles de Barcelona asistieron a violentos choques armados durante una semana, finalmente sofocados por las fuerzas del gobierno, que quedó seriamente debilitado. La negativa posterior de Largo Caballero a la propuesta comunista de ¡legalizar el POUM —cuyo dirigente Andreu Nin murió asesinado en una prisión irregular comunista, en las cercanías de Alcalá de Henares— precipitó la crisis de gobierno y Largo Caballero tuvo que dimitir.

28.3. LA ASCENSIÓN AL PODER DE FRANCISCO FRANCO En todos los territorios bajo control de los sublevados el poder radicaba en los militares. A finales del mes de agosto, más allá del poder teórico de la Junta de Defensa Nacional se dibujaban tres esferas de poder real y efectivo. Al norte el general Mola, muy influyente ante la Junta de Defensa, pero con el lastre de haber fracasado en la conquista de Madrid en los primeros días del alzamiento. En Andalucía el general Queipo de Llano ejercía una autoridad incontestable. Pero era la figura del general Franco la que ascendía con más fuerza. A su prestigio en el seno de la cúpula militar rebelde se unían sus buenas relaciones con Alemania y la dirección de las columnas militares que, desde Extremadura, se dirigían hacia Madrid a marchas forzadas; éxitos militares traducidos en una inmediata rentabilidad política. La mentalidad militar contempla los fenómenos bélicos bajo una óptica disciplinar y jerarquizada que se extiende al mundo social y económico. Todo queda subordinado a la lógica de la guerra, que impregna al conjunto de la sociedad. En los territorios rebeldes las organizaciones políticas que auspiciaron o apoyaron la rebelión pronto aceptaron, con algunas tensiones secundarias, el predominio de los militares frente al enemigo común. Para los militares el tema del mando único era una necesi654

dad inmediata, el vértice de una política de guerra eficaz, y, cuando a principios de septiembre se debate la cuestión, Franco es el general mejor colocado, aún antes de que se apunte el éxito indudable de la liberación del Alcázar de Toledo. El ascenso de Franco se fraguó en varias reuniones. Contó con la valiosa ayuda de los generales Kindelán, Orgaz, Millán Astray, del teniente coronel Yagüe y del propio hermano de Franco, Nicolás, hábil negociador. En una primera reunión de generales en Cáceres Kindelán propuso a Franco como generalísimo de las fuerzas sublevadas. Sin apenas oposición, salvo la del general Cabanellas, la opción fue tomando cuerpo y consolidándose en sucesivas reuniones, a la par que la proposición se llenaba de contenido político: la función de generalísimo llevaría intrínseca la de jefe de gobierno, es decir, la concentración de poder político y militar en una misma persona. A finales de mes los generales aprobaron la candidatura de Franco, siempre con la oposición de Cabanellas. El primero de octubre se publicó el decreto con una sutil diferencia de última hora: Franco se convertía en generalísimo de los ejércitos, y en jefe no del gobierno, sino del Estado español, mientras durase la guerra. El dos de octubre se constituyó una Junta Técnica de gobierno, presidida por el general Fidel Dávila, ubicada en Burgos. Pero el verdadero centro neurálgico se situaba en Salamanca, en el cuartel general, donde Franco fue progresivamente acrecentando su poder personal, rodeado de su primera clientela política y diseñando una eficaz propaganda que elaboró y divulgó la teoría del caudillo invicto, impregnada de connotaciones religiosas. Estamos, pues, ante la primera formación del franquismo, que la guerra larga dará ocasión a consolidar plenamente. Aunque las organizaciones políticas afectas a la sublevación militar no habían cuestionado la supremacía de los militares, ni ahora el ascenso de Franco, la estrategia del generalísimo desde octubre de 1936 estuvo dirigida al control y subordinación del mundo político conservador de la preguerra, primero anulando y aislando las personalidades más conflictivas, para luego forzar el proceso de unificación política. Así sucedió con los carlistas, los requetés que habían proporcionado la base del voluntariado en los primeros tiempos de la guerra. Anulado Fal Conde, el conde de Rodezno se encargó de encaminarles hacia la unificación, fenómeno favorecido por la crisis dinástica en el seno del tradicionalismo. Con respecto a los falangistas, la ausencia de José Antonio Primo de Rivera, preso en Alicante y fusilado el 20 de noviembre de 1936, facilitó la tarea. A principios de septiembre se había elegido una junta de mandos a cuyo frente aparecía Manuel Hedilla, jefe provincial de Santander, Francisco Franco y el general Dávila, ministro de pero rodeado de elementos proclives a Defensa Nacional, siguen de cerca la ofensiva final de Cataluña. Franco y a la unificación. Los monárqui655

cos aparcaban la cuestión de la restauración de la Monarquía para cuando concluyese la guerra. A principios de febrero Gil Robles había anunciado que Acción Popular suspendía la actividad política. El 8 de marzo Renovación Española hacía pública su disolución. Todo quedó listo para la unificación, y ésta se produjo en abril de 1937, en Salamanca, con la limitada resistencia de algunos falangistas hostiles. Surgió el partido único: Falange Española Tradicionalista y de las JONS (FET y JONS). Ello no supuso, ni mucho menos, la transferencia de poder desde el cuartel general de Franco a la organización recién constituida. El apoyo de la Iglesia católica española a la rebelión militar entraba en la lógica de las complicadas relaciones entre Iglesia y Estado desde 1931. La oposición de los eclesiásticos a la consolidación de una república laica se había reproducido durante el primer semestre de 1936. La persecución anticlerical a lo largo de los primeros meses de la guerra en la zona republicana vinculó, más si cabe, a la Iglesia con el mundo de la sublevación. El 30 de septiembre de 1936 el obispo Plá y Deniel había publicado su pastoral las dos ciudades, en la que se legitimaba la rebelión militar y se utilizaba el término cruzada para definir la Guerra Civil. La doctrina oficial de la Iglesia española sobre la Guerra Civil quedó expuesta en la Carta Colectiva de los obispos españoles que el cardenal Gomá hizo pública el primero de julio de 1937: el derecho a la rebelión contra el mal gobierno; la sublevación como fenómeno preventivo frente a una revolución comunista en ciernes; el carácter religioso de la Guerra Civil; la crítica a los sacerdotes vascos. Los exiliados obispos de Tarragona y Vitoria, Vidal y Barraquer y Múgica, se negaron a firmar la Carta. La postura del papa Pío XI y de la diplomacia vaticana, aunque enteramente favorables a la causa franquista, fue más cautelosa que la de los obispos españoles, seguramente por influencia de los sectores católicos liberales de otros países europeos. Tal fue el caso francés, algunos de cuyos obispos presionaron al Vaticano desde finales de 1937 para que aprobase el restablecimiento del culto católico en la España republicana, medida propuesta por el gobierno presidido por Negrín. Sin embargo el Vaticano, alegando motivos de seguridad, archivó una cuestión que había provocado inquietud en los medios políticos de Salamanca y Burgos.

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CAPÍTULO XXIX

El desarrollo de la guerra 29.1. LAS BATALLAS DEL JARAMA Y DE GUADALAJARA La batalla de Madrid continuó en los meses de febrero y marzo de 1937, pero ya en lugares más distantes de la capital. En tierras del Jarama y de Guadalajara los intentos de las tropas nacionales tampoco dieron el resultado apetecido. Entre el 6 y el 25 de febrero de 1937 tuvo lugar, en el curso medio del río Jarama, la batalla más importante hasta entonces de la Guerra Civil, debido a los medios puestos a disposición de ambos contendientes. Los nacionales contaron con el apoyo masivo de la aviación alemana encuadrada en la Legión Cóndor, de carros de combate y de una considerable y eficaz masa artillera con los nuevos cañones de 88 mm. Por su parte los republicanos, que estaban preparando una ofensiva desde la zona para cortar las comunicaciones del ejército que asediaba Madrid y, con ello, aliviar la presión sobre la capital, estaban en pleno proceso de reorganización, con la llegada de tropas de refresco, entre ellas nuevas brigadas internacionales. Además poseían, por primera vez en el curso de la guerra, una considerable dotación de material recién adquirido en el extranjero, incluida aviación de caza de origen soviético —cuya eficacia quedaría puesta de manifiesto a lo largo de la batalla—, contrarrestando la acción de los bombardeos alemanes. El teatro de operaciones ocupó un frente de 25 kilómetros de longitud desde Vaciamadrid hasta Ciempozuelos. El 6 de febrero las tropas nacionales, bajo el mando efectivo del general Varela, iniciaron el ataque. Se trataba de un conjunto de maniobras que perseguía, en primer lugar, la instalación de una sólida base de operaciones en las riberas del río Jarama para, posteriormente, traspasar el río y atacar en profundidad hacia Arganda, Morata de Tajuña y Chinchón; es decir, un espacio de extensión limitada, comprendido entre los valles de los ríos Henares y Tajuña. El objetivo estratégico de los nacionales era cortar las comunicaciones de Madrid con Valencia, aislar y completar el estrangulamiento de la ciudad, obligando a una completada retirada de los efectivos militares republicanos de la sierra norte. Para ello la presión máxima de los nacionales debería ejercerse sobre el eje Arganda-Loeches-Alcalá de Henares. En la primera fase de la batalla, entre los días 6 y 8 de febrero, los nacionales rompieron el frente, y el día 8 controlaban ya todo el valle del Jarama desde las proximidades de La Marañosa hasta Ciempozuelos. El 11 de febrero se reanudó la presión nacional forzando el paso del río en algunos puntos, e iniciando el ataque en profundi-

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dad. Sin embargo, una vez recobrado del efecto sorpresa de los primeros días, el mando republicano acumuló todos sus efectivos en la zona de operaciones, contraatacando y consiguiendo un equilibrio táctico que frenó la acometida nacional. Se entró en una lenta y costosa fase de desgaste en hombres y materiales, centrándose el conflicto en la posesión de algunos puntos estratégicos como el cerro del Pingarrón, altitud dominante de la zona, que pasó de unas manos a otras en varias situaciones. Finalmente el frente quedó estabilizado y el 25 de febrero se suspendieron las operaciones, por mero agotamiento de ambos ejércitos. Los nacionales lograron algunas ventajas territoriales de escasa relevancia, pero fracasaron en la consecución de sus objetivos tácticos y estratégicos: el cerco de Madrid no se había completado. También es cierto que del enorme gasto de recursos empleados en la batalla siempre saldrían peor parados los republicanos, dadas sus mayores dificultades para asegurarse unas líneas fluidas y sólidas de aprovisionamiento. A principios de marzo se asiste a la última gran ofensiva nacional destinada a conquistar Madrid. Esta vez el protagonismo, prácticamente en exclusiva, recayó en el Cuerpo Italiano de intervención en España, el Corpo Truppe Volontarie (CTV), quien después de la cómoda toma de Málaga en el mes de febrero pretendió reeditar la situación, esta vez ante Madrid. La zona elegida para el ataque fue el noreste de Madrid, planteando la penetración desde Sigüenza y Alcolea del Pinar, hacia Guadalajara y Alcalá de Henares, en varias direcciones, pero utilizando como eje principal la carretera Zaragoza-Madrid. El plan contemplaba un ataque complementario, nuevamente desde el Jarama, que no llegó a ponerse en marcha. El alto mando nacional quería aprovechar los efectos agotadores que la batalla del Jarama había supuesto para los siempre limitados recursos republicanos. Situación de debilidad estructural que se incrementaba todavía más en el sector de Guadalajara: la parte más frágil del sistema defensivo de Madrid, en plena reorganización militar. Por el contrario el CTV tenía a su disposición una sobrada dotación de efectivos humanos y técnicos. El ataque italiano, a base de unidades motorizadas, contaría con el apoyo de una consistente masa artillera, carros blindados y la aviación propia y alemana. El plan preveía la llegada a Guadalajara en tres días y, al cuarto, la entrada en Alcalá de Henares, lo que significaría completar de hecho el cerco de Madrid. El 8 de marzo dio comienzo el ataque y el frente republicano quedó roto y desarticulado de forma inmediata. Hasta el día 11 el avance italiano se hizo incontenible. El 10 conquistaban Brihuega y el 11 Trijueque, pieza básica dentro del sistema defensivo de Madrid. Sin embargo la respuesta del Estado Mayor de la Defensa fue rápida y eficaz. Distrayendo tropas de otros frentes madrileños, frenando la retirada y reorganizando lo existente, el teniente coronel Rojo y sus colaboradores configuraron una sólida fuerza de maniobra, el IV Cuerpo de Ejército, bajo las órdenes del teniente coronel Jurado, a la par que la propaganda republicana presentaba a la opinión pública internacional la ofensiva italiana como la constatación manifiesta de que la guerra de España era una guerra de invasión. A partir del 12 de marzo la batalla de Guadalajara entró en una nueva fase. Las tropas republicanas frenaron el avance italiano. La aviación republicana, favorecida por el cambio meteorológico que hizo impracticables los aeródromos nacionales, se hizo dueña del aire. El espacio bélico quedó reducido al territorio comprendido entre Torija, Brihuega y Trijueque. Especialmente duros fueron los combates en la zona boscosa del Palacio Ibarra, entre Brihuega y Trijueque, precisamente en el mismo lugar donde se había desarrollado 658

la batalla de Villaviciosa durante la guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII. Allí los brigadistas internacionales italianos del batallón Garibaldi entablaron una vigorosa guerra de altavoces contra sus compatriotas fascistas del CTV. Finalmente la resistencia republicana se tornó en contraataque. Brihuega y Trijueque fueron reconquistados mientras las tanquetas y los vehículos italianos quedaban empantanados en el lodazal de los caminos. El último acto de la batalla transcurrió entre el 18 y el 21 de marzo. El contraataque general republicano transformó en derrota la retirada desordenada del CTV. El frente quedó estabilizado unos 15 kilómetros más al oeste que la situación de partida, lo que representaba una pingüe ventaja territorial para los nacionales. Madrid continuaba siendo un objetivo inalcanzable. A finales de marzo de 1937 mudaron las estrategias en torno a la Guerra Civil. La imposibilidad de conquistar Madrid por parte de los nacionales abrió el ciclo de la guerra de larga duración, con una lógica diferente a la de los tres primeros meses del conflicto. Téngase en cuenta que si los nacionales hubiesen entrado en Madrid, probablemente, la guerra habría tenido sus días contados. Se hubiera reproducido, en gran medida, la dinámica de los pronunciamientos militares del siglo XIX, que, aunque normalmente principiaban fuera de Madrid, sólo se consideraban triunfantes cuando la capital del Estado se adhería al pronunciamiento. Así, los tres primeros meses de Guerra Civil persiguieron la conquista de un objetivo político desligado de importancia económica, pero con un gran valor emblemático y de organización de la administración, como era Madrid. Tras la batalla de Guadalajara los nacionales optaron por centrar las operaciones en territorios económicos importantes para los republicanos. Es decir, el lento estrangulamiento del enemigo. Así las cosas, el grueso del ejército nacional se encaminó a la conquista del País Vasco, como primer objetivo, para continuarla posteriormente en Santander y Asturias.

29.2. LA GUERRA EN EL PAÍS VASCO Desde finales de marzo de 1937 la franja cantábrica, en poder de la República, se convirtió en el espacio bélico principal de la Guerra Civil española. Se trataba de un objetivo estratégico que entraba en la lógica de una guerra de larga duración. Después del fracaso en la conquista de Madrid los nacionales se plantearon varias opciones y, en teoría, la que menos arriesgada resultaba de entre todas era actuar en el frente norte, debido tanto a razones económicas y políticas como por la indiscutible superioridad de medios humanos y técnicos. La virtualidad de la defensa republicana en aquellos territorios era harto comprometida. El norte republicano configuraba una amplia fachada entre la cordillera y el mar con límites en el oeste asturiano y en el linde entre las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa, pero estaba completamente aislada del resto de la España republicana. Esta ausencia de continuidad territorial añadía dificultades logísticas a cualquier proyecto defensivo. Además el bloqueo marítimo efectuado por la escuadra nacional entorpecía al máximo o impedía el abastecimiento de alimentos y pertrechos militares por mar. Lejos de sus bases en el Mediterráneo, la presencia de unidades de la flota republicana en el Cantábrico había sido ocasional. En todo momento las prioridades del alto mando republicano se habían centrado en preservar la integridad de los efectivos de una escuadra con grandes carencias técnicas y personal poco preparado, por consiguiente con una limitada capacidad de combate. El bloque nacional del Cantá659

brico sólo se había roto de manera esporádica por la acción resuelta, e incluso heroica, de algún barco mercante británico cargado con vituallas para el puerto de Bilbao, y gracias al amparo —prestado a regañadientes— de los buques de guerra británicos presentes en aquellas aguas. Por otra parte el norte republicano se definía como un espacio falto de articulación política. La Asturias republicana, al oeste, estaba gobernada por el Consejo de Asturias y León, bajo la presidencia del veterano dirigente socialista y sindical Belarmino Tomás. Los esfuerzos militares del Consejo se habían polarizado infructuosamente en la conquista de Oviedo, bastión rebelde desde el 20 de julio de 1936. En el centro, una Junta delegada se encargaba de organizar la defensa de Santander; el oeste del País Vasco estaba a las órdenes de un gobierno autonómico desde la aprobación en Cortes del Estatuto de Autonomía, el primero de octubre de 1936. Este gobierno, fiel a la República y cuyos miembros procedían mayoritariamente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), actuaba presidido por José Antonio Aguirre. La falta de cohesión política planteaba de hecho unas ópticas defensivas restringidas, aplicadas a los territorios situados bajo la jurisdicción de estas instituciones, lo cual provocaba, por añadidura, múltiples tensiones entre ellos y con el gobierno central. Corolario de esta situación política era la imposibilidad práctica de una integración militar; aunque sobre el papel existía un Ejército republicano del Norte, al mando del general Llano de la Encomienda —quien sería sustituido en plena ofensiva por el también general Gamir Ulíbarri—, las fuerzas armadas republicanas se hallaban en la realidad fracturadas y fuertemente mediatizadas por los poderes políticos regionales. A ello contribuía el hecho de que la reorganización militar, tendente a la constitución de un ejército regular centralizado, estaba mucho menos desarrollada en el norte que en el resto de la España republicana. Pervivían con mayor solidez, por tanto, las características inherentes a las formaciones milicianas y su adscripción a unidades bajo parámetros políticos e ideológicos, con el consiguiente trasfondo de desunión, tensiones y falta de colaboración. Todas las carencias señaladas venían reforzadas por el absoluto desequilibrio en combatientes y material de guerra de todo tipo entre los republicanos y los nacionales, principalmente en artillería y cobertura aérea. Aunque la naturaleza montañosa del territorio pudiera favorecer a priori las acciones defensivas, la desproporción en artillería y aviación alcanzó tal magnitud que sobrepasó con creces las facilidades concedidas por la naturaleza. El dominio del aire que ejercieron los nacionales durante toda su ofensiva fue un factor más que decisivo para inclinar la balanza en su favor. Las condiciones complicadas de abastecimiento a las que hemos hecho referencia, así como los siempre limitados recursos a disposición del gobierno republicano, provocaron que el desequilibrio de medios se fuera acentuando con el tiempo. Además muchos ministros republicanos contemplaron con gran pesimismo lo que se consideraba como inevitable caída del norte. La ayuda más eficaz se centró en el desencadenamiento de ofensivas republicanas secundarias que pusieran en peligro objetivos básicos de los nacionales; pero este tipo de operaciones precisaban, para ser realmente operativas, de dos circunstancias: que existiera un consenso político suficiente y que los recursos necesarios estuvieran al alcance. Se ha comentado que las ofensivas republicanas de Brunete y de Belchite llegaron tarde, cuando ya los republicanos habían perdido el País Vasco junto con su entramado industrial. Téngase en cuenta que la crisis del Gobierno de Largo Caballero durante los meses de abril y 660

1938. Tarjeta de la Cruz Roja demandando datos de personas desaparecidas.

mayo se conjugó con la escasez de recursos existentes para dificultar, en aquellos momentos, una ayuda efectiva a los vascos. La ofensiva de los nacionales, a las órdenes del general Mola, se inició el 31 de marzo de 1937 con una importante cobertura aérea de la Legión Cóndor alemana y gran apoyo artillero. La capacidad de resistencia de los gudaris vascos hizo muy lento el avance de las tropas de Mola, que tomaron Mondragón y Ochandiano, señalando las direcciones del ataque. La entrada en combate de nuevas brigadas navarras e italianas a mediados de abril vigorizó la ofensiva. El dominio del aire resultó definitivo; los aviones de la Legión Cóndor trituraban a los defensores, sin recibir réplica significativa por parte de los escasos efectivos de la aviación republicana. Especial repercusión tuvo el bombardeo de la emblemática ciudad de Guernica, el 26 de abril. La aviación alemana arrasó literalmente el lugar, causando centenares de muertos. Se trataba de entorpecer la retirada hacia Bilbao de las unidades vascas, pero también de asestar un duro golpe a la moral de la retaguardia. La penetración de los nacionales se mantuvo de forma lenta pero inexorable. El 8 de mayo conquistaron las alturas del Sollube y, a pesar de la capacidad de resistencia y de algún revés temporal, como las dificultades de los italianos ante Bermeo, continuó la aproximación de los nacionales hacia Bilbao. El 28 de mayo tomaron posesión de las peñas de Lemona. Por su parte el gobierno vasco, a lo largo de varios meses, había ordenado la construcción a marchas forzadas de una estructura defensiva de hierro y hormigón armado en torno a la ciudad de Bilbao: el «cinturón de hierro». Concebido como muro inexpugnable contra el que se estrellarían las tropas de Mola, a la hora de la verdad resultó ser una obra repleta de defectos. Además el ingeniero constructor se pasó a los nacionales, llevándose los planos consigo. El cinturón de hierro resultó escasamente operativo, de manera que cuando murió el general Mola en accidente de aviación, el 3 de junio, sus tropas ya dominaban claramente los espacios estratégicos de la zona de maniobras.

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El cerco de Bilbao comenzó a completarse. El gobierno vasco, que había tomado en sus manos la dirección de las operaciones militares, abandonó la ciudad, ordenando que se evitase a toda costa la voladura de las instalaciones industriales de la cuenca del Nervión. Los nacionales ocuparon Bilbao los días 18 y 19 de junio de 1937, con sus fábricas intactas. La retirada hacia Santander de los restos de las unidades republicanas puso fin a la guerra en el País Vasco.

29.3. LAS BATALLAS DE BRUNETE Y BELCHITE Hasta la primavera de 1937 el reorganizado Ejército Popular de la República había salido airoso de las acciones de tipo defensivo emprendidas como consecuencia de las ofensivas nacionales en Guadalajara y en el Jarama. La disciplina y capacidad organizativa demostradas por el ejército republicano ponían de manifiesto el enorme salto cualitativo dado con respecto al caótico sistema de milicias de los primeros meses de la guerra. Pero la presión de las tropas de Mola en el norte iba a obligar al Ejército Popular a moverse en otras dimensiones tácticas y estratégicas, para intentar distraer tropas enemigas del frente norte. Se hacía preciso desarrollar acciones de carácter ofensivo sobre objetivos fundamentales de los nacionales para retrasar y entorpecer la ofensiva en el norte, pero también para conseguir éxitos estratégicos significativos que coadyuvasen a alterar el curso de la guerra. El Ejército Popular, pues, se situaba ante un nuevo reto. La cuestión era si sería capaz de desarrollar en la práctica los planes ofensivos inteligentemente elaborados por un Estado Mayor Central altamente cualificado, a cuyo frente se situaba el general Vicente Rojo, principal artífice de la defensa de Madrid. Los intentos del mes de mayo sobre La Granja y Segovia desde la sierra de Madrid, y sobre la ciudad de Huesca, quedaron prácticamente abortados desde sus inicios, sin mayores consecuencias para la ofensiva de Mola. La crisis política del Gobierno de Largo Caballero y su sustitución por otro gobierno a mediados de mayo, presidido por el socialista Juan Negrín, retrasó la preparación de una ofensiva de gran envergadura. Por fin ésta tuvo lugar después de la pérdida de Bilbao, a principios de julio. El espacio elegido por los republicanos, al norte de Madrid, respondía a la doble exigencia referida anteriormente: romper el cerco de Madrid, lo que contenía la suficiente importancia estratégica para obligar a los nacionales a retrasar su ofensiva sobre la provincia de Santander. Vicente Rojo seleccionaba una zona de maniobras perfectamente articulada a la defensa de Madrid, permitiéndole disponer de un caudal de tropas suficiente sin que variase sustancialmente el sistema defensivo de la ciudad. El objetivo final de la ofensiva consistía en dominar la línea Navalcarnero-Móstoles-Alcorcón, con la subsiguiente amenaza de cerco sobre las tropas nacionales que asediaban Madrid, las cuales se verían obligadas a replegarse. Una masa de cincuenta mil hombres al mando del general Miaja, distribuida en dos cuerpos de Ejército, el V y el XVIII, bajo las respectivas órdenes del mayor de milicia Líster y del coronel Jurado —luego del coronel Casado—, rompieron el frente por sorpresa el día 6 de julio. El ataque central rebasó Brunete, pero el avance de los flancos fue más lento de lo esperado, aunque Quijorna, Villanueva del Pardillo y Villafranca del Castillo fueron ocupadas entre el 8 y el 10. La rápida respuesta de los nacionales, que retiraron tropas y efectivos de la Legión Cóndor del frente norte, equilibró la situación en días sucesivos, entrando la batalla en una fase de desgaste. El 18 662

los nacionales, dueños del aire, contraatacaron y reconquistaron Brunete el 25 de julio. A finales de mes los combates se suspendieron. La batalla se saldó con el fracaso estratégico de los republicanos, quienes no obstante lograron retrasar la ofensiva en el norte. De la batalla de Brunete se desprenden algunas consideraciones que, a fuerza de ser repetidas posteriormente por miembros del Estado Mayor republicano, acabaron por convertirse en lugar común. Todas ellas se refieren a la incapacidad del Ejército Popular para aprovechar en profundidad la sorpresa provocada por una ruptura del frente bien ejecutada en su origen; la falta de capacidad de los mandos intermedios para tomar decisiones propias sobre el terreno en una batalla de maniobras; la escasa cualificación de estos mandos y las dificultades para lograr una cooperación más eficaz entre las diferentes unidades integrantes de la ofensiva. Con unos contenidos estratégicos similares a Brunete, el 24 de agosto de 1937, dos días antes de la entrada de los nacionales en la ciudad de Santander, los republicanos lanzaron su ofensiva contra un frente discontinuo, en dirección a Zaragoza. El ataque iba a desarrollarse utilizando como eje el río Ebro. Bajo el mando del general Pozas, jefe del Ejército del Este, el V y el XII cuerpos de Ejército rompieron el frente en el espacio comprendido entre Fuendetodos y el río Ebro. Pero la resistencia en los flancos de Quinto y Belchite impidió una aproximación más efectiva a Zaragoza. Quinto cayó el 26 de agosto; Belchite resistió hasta el 3 de septiembre, convirtiéndose en centro neurálgico de la batalla. El Estado Mayor republicano concedió demasiada importancia a la seguridad de los flancos, frenando la penetración central ante el temor de convertirse ellos mismos en una bolsa cercada. De hecho la ofensiva quedó agotada y el objetivo de la conquista de Zaragoza no se cumplió, aunque la ciudad continuó amenazada desde la línea Fuente de Ebro-Fuendetodos. Tampoco la batalla tuvo una especial incidencia en la ofensiva del norte; en todo caso la retrasó brevemente, ya que si bien es cierto que la Legión Cóndor se trasladó a Aragón, los refuerzos enviados al frente por los nacionales procedían de Madrid. El beneficio de unas ganancias territoriales apenas pudo compensar la no consecución de objetivos tácticos y estratégicos de mayor alcance.

29.4. EL FINAL DEL FRENTE NORTE Después de la batalla de Brunete los nacionales iniciaron la ofensiva en Santander. Al mando del general Dávila, con gran apoyo artillero y la cobertura de las aviaciones alemana e italiana, las brigadas navarras y unidades italianas del CTV, se lanzaron al ataque el 14 de agosto, desde el sur y el sureste. Enfrente el reorganizado ejército del norte, bajo las órdenes del general Gamir Ulíbarri, disponía de cuatro cuerpos de Ejército mal armados, sin apenas aviación ni defensas antiaéreas. Además un ambiente de desmoralización cubría el campo republicano. De ahí.se derivaba un escaso espíritu de resistencia, reforzado por el tono conservador de la provincia, sobre todo entre las unidades vascas que se habían replegado tras la caída de Bilbao. Durante la segunda mitad de agosto los nacionales ocuparon los principales centros. Primero Reinosa, dos días después de iniciada la ofensiva; luego concentraron su estrategia en cercar la capital. Los nacionales entraron en la ciudad de Santander el 26 de agosto. A principios de septiembre dio inicio el último episodio de la Guerra Civil en el norte de la Península. El general Aranda atacó en dirección a los puertos que daban 663

entrada a la zona minera, mientras que en el este el general Solchaga atacaba desde la costa. A pesar de la tenaz resistencia republicana, la desigual batalla se fue inclinando paulatinamente hacia las tropas franquistas, deseosas de liquidar el frente norte antes de la llegada del invierno. A mediados de septiembre Aranda controlaba las alturas de los puertos. Por el este el avance era lento. Hasta el 10 de octubre las fuerzas de Solchaga no entraron en Cangas de Onís, completando en días posteriores la ocupación del valle del río Sella. A partir de aquí se aceleró el hundimiento de los frentes republicanos. El Consejo de Asturias y León se planteó la complicada evacuación del mayor número de combatientes posible, pero el bloqueo de los barcos nacionales limitó al mínimo los que consiguieron llegar a puerto francés. Finalmente los nacionales entraban en Gijón, el día 21. El frente del norte había dejado de existir, aunque un contingente de combatientes republicanos se refugió en las montañas asturianas. Las consecuencias del fin de la guerra en el norte iban a tener repercusiónes decisivas para el resto de la contienda. Los nacionales habían ocupado sucesivamente, en condiciones de plena producción, el sistema industrial vasco, la fértil agricultura de Santander, así como las plantas industriales y la riqueza del subsuelo de Asturias. Por otra parte una masa militar de considerables dimensiones en hombres y material se concentraría en otros frentes. Sumemos a ello que la flota nacional podría trasladarse al Mediterráneo, para coadyuvar al bloqueo de los puertos republicanos.

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CAPÍTULO XXX

La España republicana 30.1. EL PRIMER GOBIERNO NEGRÍN DE MAYO DE 1937 Y LA RECONSTRUCCIÓN DEL ESTADO REPUBLICANO

En teoría el nuevo gobierno de mayo de 1937 significó el reordenamiento del Frente Popular, y se apoyó en el consenso más amplio que en aquel momento podía conseguirse. En efecto el nombramiento de Negrín produjo un evidente alivio en la España republicana y fue recibido con múltiples muestras de optimismo. A pesar de su relativa significación política, sus dotes de organizador, manifestadas durante su gestión como ministro de Hacienda en el gabinete de Largo Caballero, diseñaban un perfil bien acoplado a las nuevas realidades políticas. En pocas palabras, su misión residiría en clausurar definitivamente la etapa revolucionaria de la guerra y sustituirla por una acción de gobierno que subordinara todos los esfuerzos a la consecución de la victoria. Azaña, tan parco en aquellos momentos en elogios y optimismos, no dudó en calificar a Negrín como el candidato más apto para dirigir el gobierno de la República. El denominado gobierno de la Victoria de mayo de 1937 estaba compuesto por Juan Negrín (PSOE) como presidente y ministro de Economía y Hacienda; Defensa, Indalecio Prieto (PSOE); Gobernación, Julián Zugazagoitia (PSOE); Educación y Sanidad, Jesús Hernández (PCE); Agricultura, Vicente Uribe (PCE); Estado, José Giral (IR); Obras Públicas, Bernardo Giner de los Ríos (UR); Justicia, Manuel de Irujo (PNV); Trabajo y Bienestar Social, Jaime Ayguadé (ERC). En suma, un gobierno de concentración del frente populista, lejano del carácter sindical que había tenido el anterior presidido por Largo Caballero, y con una clara bicefalía al reposar en Prieto y Negrín, lo que en un principio no debería plantear mayores obstáculos, teniendo en cuenta la vecindad ideológica entre ambos personajes y su amistad personal. Un edificio aparentemente estable que abría, además, un cauce a la participación indirecta del presidente de la República, cuya influencia podría hacerse valer ante un hombre de escasa experiencia política como Juan Negrín. Una influencia fácil de concretar por la presencia en el gabinete de José Giral, caracterizado azañista que ocupaba un ministerio tan relevante como el de Estado, dada la internacionahzación de la guerra española. En este punto hay que valorar las excelentes relaciones que poseía Negrín en el extranjero, sus virtudes políglotas, su prestigio intelectual y el hecho de que su nombramiento fuera acogido positivamente por la prensa francesa y británica. 665

Fue una época de reorganización política en varias instancias con un objetivo básico e imprescindible: consolidar la reconstrucción del Estado republicano como factor decisivo de política interior, que posibilitase la concentración de poderes y la optimización de los recursos para ganar la guerra. Y como factor imprescindible, asimismo, de política exterior, con el diseño de una nueva imagen de la República que fuera más convincente y respetable para los gobiernos democráticos europeos, con el fin de contrarrestar los efectos perversos de la no-intervención. Los objetivos quedaban claros, al igual que los métodos para obtenerlos. Pasaban por el reforzamiento del Ejército Popular, concebido como un ejército regular, la mayor operatividad y disciplina de las fuerzas de orden público como garantía de la tranquilidad de la retaguardia, una acción diplomática más eficaz ante Londres, París y la Sociedad de Naciones, y la elaboración de un discurso justificativo de la guerra que sirviese de instrumento de agitación de la ciudadanía republicana. Relevantes estas transformaciones semánticas del discurso que, en parte, retomaban significados secundarios anteriores para convertirlos ahora en las piezas magistrales de la propaganda. La guerra revolucionaria quedaba sustituida por una guerra de invasión, por una guerra nacional contra los invasores alemán e italiano y sus aliados franquistas españoles.

30.2. LAS TENSIONES POLÍTICAS EN LA ESPAÑA REPUBLICANA Pero la reorganización del Frente Popular, que sirvió de base a la formación del Gobierno Negrín de mayo de 1937, llevaba en su médula los síntomas de nuevos conflictos y enfrentamientos que podrían permanecer latentes o en suspensión si la suerte de las armas fuera favorable al bando republicano. Téngase en cuenta que el nuevo gobierno se basaba en dos pilares, el PSOE, y el PCE. Su mayor o menor estabilidad dependería del difícil equilibrio entre estas dos formaciones políticas y de que se mantuviera abierta una cierta influencia del presidente de la República sobre el jefe del gobierno, que diera satisfacción a los partidos republicanos. Actuaban como elementos a favor la desorientación de los anarcosindicalistas y sus divisiones internas, al igual que la anulación política de Largo Caballero y de sus seguidores. Precisamente este último hecho había incrementado las cotas de tranquilidad y coherencia en el seno del PSOE. La desaparición como fuerza de primera línea del caballerismo y de su clientela revolucionaria había significado el triunfo de las posturas centristas en la dirección del partido y en sus directrices teóricas. Paradójicamente la Guerra Civil había aliviado las tensiones ideológicas y el choque de personalismo de un partido en franca desarticulación a la altura de julio de 1936. En mayo de 1937 el recompuesto PSOE aparecía como pieza clave para la gobernación de la República, y como sostén sine qua non para llevar a buen puerto el programa del nuevo gobierno. Precisamente, Negrín procedía política e ideológicamente de las posiciones centristas del partido, y su proyecto de reconstruir el Estado republicano por una vía socialmente avanzada (pero no revolucionaria) cuadraba a la perfección con los postulados del centrismo socialista y de Indalecio Prieto, su figura más descollante. Quizás el problema residía en que Prieto pronto dejó de creer en la victoria republicana, sobre todo a partir de la derrota de Teruel, y su fina psicología política anterior a 1936 quedó profundamente alterada por la marcha de la guerra. El otro pilar del Gobierno Negrín era el Partido Comunista. Su reducida implantación antes de julio de 1936 se multiplicó por muchos enteros durante el primer año de 666

guerra, a la par que lo hacía su prestigio. Había demostrado una enorme capacidad organizativa en el caos de los primeros tiempos. Colocó la piedra angular del nuevo Ejército Popular a través del Quinto Regimiento de milicias, y planteó en todo momento una acción política moderada, dentro de la órbita del Frente Popular y rotundamente opuesta a los extremismos revolucionarios, pero no, conviene matizar, a la transformación social, tal y como puso de manifiesto la política agraria del ministro de Agricultura, Vicente Uribe, en octubre de 1936. A todo ello se unía el plus de prestigio derivado de la ayuda militar que la Unión Soviética prestaba a la República. El crecimiento exponencial del número de militantes comunistas estuvo en relación directa con todo lo expuesto, pero también con un proselitismo desenfrenado. A sus filas llegaban gentes temerosas de la revolución anarcosindicalista, republicanos convencidos o quienes pesaban en la balanza la influencia evidente que iba adquiriendo el partido y las posibles ventajas personales que podrían obtener por su nueva militancia comunista. En suma, el equilibrio entre el PSOE y el PCE era lo suficientemente inestable para romperse en cualquier momento, más si la marcha de la guerra resultaba contraria a los republicanos. En otras palabras, la composición del primer Gobierno Negrín llevaba latente la cuestión de la hegemonía en el campo republicano. La oposición a los comunistas tomó mayor cuerpo por el tema de su proselitismo. En la lucha política por la hegemonía los comunistas fueron más operativos. Utilizaron sus sólidas bases de los primeros tiempos de la guerra y su capacidad organizativa para ir acumulando sucesivas parcelas de poder, amparados en un discurso en el que los términos más repetidos eran disciplina, organización, defensa de la República democrática, concentración de esfuerzos para la guerra. Supieron captar el estado de ánimo de la ciudadanía republicana para proseguir con la acumulación de poder en el seno del Ejército, en lugares claves de la administración del Estado, en los centros de propaganda, de producción de ideología y de cultura, y en el mundo campesino, dirigiendo los programas y el sostenimiento de la reforma agraria desde octubre de 1936. La influencia de los comunistas fue más allá de su propia militancia para extenderse hacia otros partidos o hacia un sector de la cúpula militar, aunque el proselitismo comunista se ejercía con mayor presión sobre los cuadros medios militares y políticos. Así, pues, el proselitismo se hacía a costa de otros partidos y agrupaciones políticas o sindicales, con su correlato en un incremento de las posiciones anticomunistas. De ahí la dialéctica de los dos reforzamientos mutuos, el comunista y el anticomunista, ambos ampliados por la suerte adversa de las armas republicanas. Prieto, ministro de Defensa en el primer Gobierno Negrín, se quejó siempre de esta influencia, a veces exagerando la situación y otras veces aireando el fantasma comunista para situar a sus allegados políticos en determinados puestos. El tema de los comísanos políticos en el Ejército llevó el debate a su máxima intensidad. Desde el punto de vista militar eran figuras de escasa relevancia, pero no así en el plano político, como instrumentos de captación. En definitiva, más allá del anticomunismo de Prieto o del proselitismo de los comunistas se emplazaba el enfrentamiento entre dos formaciones políticas de peso por el predominio en el campo republicano. A medio plazo el Partido Comunista estuvo mejor preparado y fue más operativo en la conquista de parcelas de poder, con el valor añadido de que siempre mantuvieron el discurso de la victoria militar, incluso más lejos de lo razonable, cuando otras opciones políticas de la España republicana cayeron en el desánimo, la falta de confianza o sencillamente en el derrotismo.

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La gestión de Negrín ofrece un balance positivo, desde mayo de 1937 hasta la crisis de abril de 1938, en los objetivos políticos referidos a la reconstrucción del Estado republicano en todos sus ámbitos. Pero en términos militares las derrotas se acumularon sucesivamente: la pérdida del norte, Brunete, Belchite, Teruel, el valle del Ebro, y la República espacialmente partida en dos. No obstante el teniente coronel Morel, agregado militar a la embajada francesa, consideraba que esta mengua territorial no revestía una especial gravedad, siempre y cuando el ejército republicano consiguiera el equilibrio en armamentos con respecto al ejército adversario y tuviera tiempo para la formación de cuadros militares más capaces. En alguno de sus escritos de la primavera de 1938 el general Rojo planteaba unas opiniones similares. Negrín creía firmemente que los logros obtenidos en la reconstrucción del Estado antes o después tendrían su repercusión en el plano militar. El tiempo se convirtió en el bien más preciado por Negrín. Su lema «Resistir es vencer» actuaba como variable independiente de las pérdidas territoriales. A corto plazo la acción política era la más importante, tanto interior como exteriormente. Una república democrática reconstruida y robustecida por la limitación de sus tensiones interiores proyectaría hacia afuera una imagen respetable y transformaría el statu quo internacional hacia la guerra de España, invirtiendo la situación favorable de la que gozaba el gobierno de Burgos. De ahí al restablecimiento del equilibrio militar con el enemigo no habría más que un paso. El triunfo final vendría bien por la vía militar, bien por la mediación internacional, eso sí, a base de la iniciativa republicana.

30.3. LA BATALLA DE TERUEL. LA FRUSTRACIÓN DE LAS ESPERANZAS REPUBLICANAS En enero de 1938 el espacio de la Guerra Civil española se había trasladado a la ciudad aragonesa de Teruel por iniciativa del ejército republicano. A mediados de diciembre los cuerpos de Ejército XVIII, XX y XII habían roto el frente y se habían lanzado a la conquista de la ciudad. El reorganizado Ejército Popular tenía ante sí la ocasión de arrebatar, por primera vez, una capital de provincia a las tropas de Franco, de obtener un éxito ofensivo de valor estratégico y simbólico. Se trataba de restañar las heridas en el ánimo provocadas por la pérdida del norte y demostrar la capacidad ofensiva del ejército republicano que se había ido configurando y perfeccionando lentamente a lo largo de 1937. Desde el punto de vista estratégico la operación respondía a la necesidad de evitar la proyectada ofensiva enemiga sobre Madrid, además de presionar sobre Zaragoza y de liquidar un saliente geográfico que permitiese una relación más operativa entre las unidades de Aragón y Guadalajara. El 21 de diciembre los republicanos, aprovechando el sector sorpresa y su superioridad inicial, penetraban en el casco urbano de Teruel, defendido por el coronel Rey d'Harcourt, al mismo tiempo que constituían una línea de frente que sirviera de apoyo entre Muletón y Rubiales. En el interior de la población se luchó denodadamente para desmantelar el sistema defensivo basado en la utilización de varios edificios de la ciudad como baluartes. Para Franco la ofensiva republicana no representaba, en principio, un peligro sustancial, pero más allá de los fines estratégicos o de los riesgos inminentes, el general no estaba dispuesto a aceptar el mínimo revés: tenia que demostrar al adversario su permanente inferioridad. Estaban en juego bazas de diferente naturaleza pero complementarias. En primer lugar, en plena etapa de con668

solidación de su poder personal, una posible derrota militar por parcial y relativa que fuera sería contraproducente y animaría los cuestionamientos. El caudillo quedaría en entredicho. Por otro lado debía probar a los republicanos que, a pesar de los esfuerzos organizativos, su maquinaria militar era aún muy precaria e incapaz de ejecutar, más allá de la teoría, acciones ofensivas de envergadura. En gran medida estaba en juego la propia definición de la Guerra Civil; que ésta marchara por derroteros distintos tanto en el escenario interior como en el internacional. En la óptica del gobierno republicano aparecían otras consideraciones. Un triunfo en Teruel, además del valor militar, reportaría un evidente capital simbólico con indudables repercusiónes para una retaguardia cuya moral estaba resquebrajada por la cadena de derrotas de los últimos meses. La actividad desarrollada por el gobierno durante 1937 había dado sus resultados en la reconstrucción del Estado republicano y en la reorganización del Ejército. El presidente del Consejo, Juan Negrín, el ministro de Defensa, Indalecio Prieto, y el jefe del Estado Mayor Central, el general Vicente Rojo, habían depositado sus fundadas esperanzas en una victoria militar que no sería decisiva, probablemente, en la pronta terminación de la guerra, pero que alteraría significativamente el curso de la misma. En suma, la batalla de Teruel tenía para los dos bandos una lectura política que, si para Franco se situaba en las claves de la acumulación del poder personal, para los republicanos significaba consolidar los complejos equilibrios en el seno del Frente Popular, llenar de sentido los trabajos en política interior, robusteciendo la labor realizada desde 1937, y presentar a la opinión pública internacional una visión diferente de una República con capacidad para la contrarréplica militar que trascendiera la acción meramente defensiva. El problema es que una derrota republicana provocaría una simetría de dividendos negativos. Franco aceptó el envite republicano y el 29 de diciembre los ejércitos de Galicia, al mando del general Aranda, y de Castilla, a las órdenes del general Varela, iniciaron la contraofensiva con medios aéreos y artilleros superiores a los republicanos. El 31 las tropas de Varela entraban en Muela de Teruel y la primera brigada navarra de García Valiño llegaba a los arrabales de la ciudad, en cuyo interior los republicanos intentaban conquistar los últimos edificios todavía defendidos por el coronel Rey d'Harcourt, quien finalmente se rindió el 7 de enero. Teruel quedó toda ella en manos republicanas, pero en una situación precaria con la amenaza, a su vez, de quedar sitiados. Durante varios días los frentes se estabilizaron por el empeoramiento, hasta límites extremos, de las condiciones meteorológicas. Ambos bandos estaban soportando uno de los peores inviernos del siglo, con temperaturas que se aproximaban a los veinte grados bajo cero. El 17 de enero comenzó la última fase de la batalla de Teruel. Con gran ventaja artillera y aérea los nacionales atacaron desde sus posiciones al norte y al sur de la ciudad. Sucesivos ataques y contraataques, en las peores condiciones meteorológicas imaginadas, hicieron estragos en hombres y materiales, debilitando enormemente las posiciones republicanas. El ataque definitivo procedió del valle del río Alfambra. El 5 de febrero quedó roto el frente republicano de la sierra Palomera. La combinación de una maniobra envolvente y de un ataque directo acabó por destruir el sistema defensivo republicano. El 18, Teruel estaba prácticamente cercada. Las últimas tropas de la 46 División evacuaron la ciudad el 22 de febrero. Aunque la República había conseguido el éxito estratégico de evitar la ofensiva sobre Madrid, los resultados finales de la batalla no podían ser más desastrosos en términos anímicos, políticos y materiales. El Ejército Popular había agotado enormes recursos humanos y materiales, las 669

tensiones políticas, apenas soterradas, emergieron con fuerza, y la noticia de la derrota cayó como una pesada losa sobre la moral de la retaguardia. El desgaste de los nacionales alcanzó cotas similares, pero con diferente significado psicológico. Además sus canales exteriores de aprovisionamiento continuaban drenando equipamiento para compensar las pérdidas sufridas, y el desarrollo de los acontecimientos había demostrado la superioridad orgánica y operativa de su ejército, sobre todo en lo referente a los mandos medios y superiores, como reconocía Rojo el 24 de febrero en uno de los telegramas enviados al ministro Indalecio Prieto: «Tardaremos aún mucho tiempo para que los jefes de nuestro ejército se comporten como es debido...» Se refería al comportamiento demostrado por el jefe de la 46 División, Valentín González, el Campesino, en los últimos momentos de la presencia republicana en la ciudad. En cualquier caso una de las lamentaciones expresadas de forma continuada por Vicente Rojo hace referencia a la escasa capacitación de los mandos del ejército. A pesar de los esfuerzos realizados en cuestiones de formación, hacía falta tiempo y experiencia para curtir militarmente a los bisoños oficiales del Ejército Popular.

30.4. LA BATALLA DE ARAGÓN. LA REPÚBLICA PARTIDA EN DOS No existe solución de continuidad entre la batalla de Teruel y la inmediata ofensiva de los nacionales por Aragón, utilizando como eje central el valle del Ebro. Lo segundo es consecuencia lógica de lo primero. El cuartel general de Franco había sacado varias conclusiones de la batalla de Teruel, que hacían referencia a la escasez de medios del enemigo y a las limitaciones logísticas en la coordinación de los diversos ejércitos republicanos. Consciente de su superioridad en hombres y equipamiento, Franco valoró las distintas opciones posibles. Estas eran fundamentalmente dos, bien dirigir sus tropas sobre Madrid, con el riesgo de enfrentarse a unas unidades todavía intactas, bien aprovechar las posibilidades abiertas en el Alfambra y profundizar en tierras aragonesas por la margen derecha del Ebro, completando la operación en la zona comprendida entre los Pirineos y la margen izquierda del río. Esta segunda opción parecía más viable militarmente que la de Madrid, porque permitiría la utilización más eficaz de la superioridad artillera y aérea, además del equipo mecánico que imprimía una enorme capacidad de movilidad. La ofensiva estratégicamente apuntaba al territorio industrial republicano de Cataluña y a Barcelona, sede del Gobierno Negrín. El único inconveniente, aunque de peso, residía en la actitud francesa conforme la guerra se aproximara a los Pirineos y París sintiera el aliento de alemanes e italianos en su frontera sur. El 9 de marzo los cuerpos de Ejército Marroquí y de Galicia, al mando de Yagüe y Aranda respectivamente, con la colaboración de unidades italianas del Corpo Truppe Voluntarie, y apoyados en una gran masa artillera y en la aviación italiana y alemana, iniciaron su ofensiva al sur del Ebro. Entre el 9 y el 17 de marzo la profundidad del ataque llevó a las tropas de Franco hasta Caspe, la emblemática ciudad del anarquismo aragonés, sede del Consejo de Aragón. Al norte del Ebro la ofensiva tuvo como principales objetivos sucesivos los cursos de los ríos Cinca y Segre. El 27 de marzo los nacionales ocuparon Fraga, y el 3 de abril las tropas de Yagüe estaban a las puertas de Lérida, mientras al norte se situaban en el valle de Arán. Si tenemos en cuenta la relación entre medios utilizados, capacidad técnica de resistencia y la cronología de la conquista de territorios, llegaremos a la conclusión de 670

que estamos ante una ofensiva más lenta de lo previsto, en la que se combinaban desbandadas y resistencias heroicas de los republicanos. Pero la percepción que se extendió por Barcelona era la de asistir a una auténtica debacle, poco menos que se trataba del último acto de la guerra. En un clima de desconcierto generalizado, Barcelona sufrió mortíferos bombardeos, y fue escenario del estallido de las tensiones políticas, en la medida que analizaremos posteriormente. La progresión de los nacionales por el sur del Ebro continuó hasta ocupar Gandesa el 2 de abril, Vinaroz el 15 y Amposta el 18. Habían llegado al Mediterráneo y la República quedó cortada en dos zonas. Coetáneamente el panorama internacional ofreció cambios significativos con sus repercusiónes en la valoración de la guerra española. EL 20 de febrero había dimitido Anthony Eden, ministro británico de exteriores, contrario a intensificar la política de apaciguamiento frente a Mussolini y a Hitler, este último inmerso en el Anchluss austriaco, y en abril las conversaciones angloitalianas culminaron con un intercambio de notas en el que se ratificaba el acuerdo anterior, de enero de 1937, sobre el statu quo del Mediterráneo, y se admitía de hecho la presencia de los soldados italianos en España hasta el final de la guerra, bajo la promesa de que Italia no albergaba futuras ambiciones territoriales en España. Para el gobierno de Barcelona todo esto significó un revés fundamental, por otra parte esperado, en lo referente a la actitud británica. Sombría ambientación, apenas despejada por la constitución en Francia del segundo y episódico Gobierno Blum, 13 de marzo a 8 de abril, que, temeroso de la irrupción bélica en los Pirineos, volvió a abrir la frontera para el aprovisionamiento republicano. Después de la llegada a Vinaroz de los nacionales, las fuerzas armadas republicanas estaban diezmadas y dispersas, con muchísimas unidades dislocadas, entre ellas todo el Ejército del Este y prácticamente todo el de Maniobra. Además la República había quedado partida en dos zonas, aisladas entre sí: la que se llamó Zona Oriental y la Zona Centro-Sur. La debacle dejó a miles de combatientes republicanos prisioneros, muertos o heridos y la desmoralización se extendió por doquier, afectando incluso a sectores apreciables de las elites políticas republicanas, superadas por los acontecimientos y escépticas en cuanto a las posibilidades de resistencia. Los desastres bélicos alteraron considerablemente el clima político. La crisis gubernamental estalló entre los partidarios de finalizar la guerra a través de algún tipo de mediación, y los partidarios de continuarla, con el argumento de que las condiciones cambiarían en todos los terrenos, lo que haría posible mantener la resistencia y tomar la iniciativa en un futuro incierto. En cuanto a la recepción de nuevos recursos materiales, la situación no podía ser más acuciante y compleja. La batalla de Teruel y la posterior de Aragón habían dejado agotadas las reservas republicanas. En los frentes resultaba evidente la disparidad de medios de los dos bandos combatientes. Los informes procedentes del Estado Mayor republicano era concluyentes al respecto: faltaba de todo, principalmente artillería y aviación, a lo que se unía el aspecto cualitativo de la impericia de unos oficiales todavía novatos en la utilización de la tecnología de guerra. Pero ¿cómo resolver el déficit de material? Desde luego no a base de la industria de guerra propia, cuya aportación, a pesar de los avances realizados, era todavía radicalmente insuficiente. En la primavera de 1938 quedaba mucho por hacer en la cuestión de las industrias de guerra. Negrín era consciente de que su mayor potenciación pasaba por soluciones técnicas y políticas. Las primeras implicaban una mejor adecuación del entramado industrial catalán a las necesidades bélicas, lo que sólo en parte se había conseguido. La reconversión había sido más lenta de lo deseable y las trabas políticas impe671

dían un ritmo más acelerado. En más de una ocasión Negrín se había lamentado de las dificultades políticas para la construcción de una economía de guerra que, en cualquier caso, debería poseer una naturaleza centralizada, militar y disciplinada. Y para ello habría que superar los escollos planteados por el gobierno autónomo catalán. De hecho Negrín era partidario de limitar al máximo las competencias autonómicas catalanas mientras durase la guerra. Un tema de fricción continuo durante 1938, que alcanzó su máxima inflexión en el mes de agosto, con la crisis parcial de gobierno y la salida del mismo de los ministros Ayguadé e Irujo, representantes de los nacionalismo catalán y vasco respectivamente. Era, pues, la vía exterior de aprovisionamiento la única capaz de contrarrestar la superioridad en armamento de los nacionales. Pero tampoco en este aspecto las perspectivas eran favorables para la República, tanto desde el punto de vista de la diplomacia como de las finanzas o el transporte. El oro depositado en Moscú tocaba a su fin, y la búsqueda de alternativas para el futuro inmediato eran sombrías. No se veía forma de contratar créditos en el extranjero y las derrotas militares sucesivas inclinaban más la pendiente de las garantías del Estado republicano. Sólo a fines de 1938 la Unión Soviética abrirá una nueva línea de crédito. Por el momento Negrín sólo consiguió nuevas partidas de material de origen incierto, que pudo penetrar en España aprovechando una de las erráticas aperturas de la frontera francesa. Pero en líneas generales la remodelación del ejército republicano y la política de resistencia siempre tuvieron su talón de Aquiles en la escasez de recursos materiales, lo que determinó unas frágiles bases de sustentación.

30.5. LA CRISIS DE ABRIL DE 1938. LOS TRECE PUNTOS DE NEGRÍN Los sucesivos reveses militares de Teruel y Aragón exacerbaron las tensiones políticas en el seno de la España republicana. El frágil entendimiento entre el PSOE, el PCE, y los partidos republicanos, que había servido de plataforma al primer Gobierno Negrín de mayo de 1937, quedó roto, y la crisis política estalló en un clima de desmoralización porque un sector significativo de la opinión pública consideraba que la derrota final era inevitable y muy cercana en el tiempo. El jefe del gobierno republicano habría deseado el mantenimiento del equilibrio entre el PSOE y el PCE, como símbolo de solidez, y por operatividad política, de esa República democrática cuya imagen quería proyectar hacia las cancillerías internacionales. No obstante Negrín desconfiaba de la política de partidos, por considerarla de efectos nocivos en los frentes de combate. Era lo que él consideraba la «charca de la política». Pero esta desconfianza de la política tradicional en un tiempo de situaciones límite le llevó a personalizar excesivamente el poder, a postular una concentración máxima del poder en su persona o en un entorno próximo, configurado por quienes aceptaban sin vacilar la política de resistencia a ultranza. Aquí reside su progresivo alejamiento de Prieto, demasiado incrédulo ante la victoria para su gusto, o sus duras apreciaciones sobre el presidente Azaña. Se combinan, pues, razones políticas y diferencias de psicología. Negrín no duda de sus argumentos y está dispuesto a sostener a quien no los cuestione. La confluencia de Negrín y los comunistas adquiere entonces su pleno significado. En la primavera de 1938 el Partido Comunista era la fuerza más poderosa y granítica de la España republicana, y sus postulados de resistencia coincidían con los de Negrín. 672

Los polémicos trece puntos del gobierno de la República española, bajo la presidencia de Negrín.

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Cuando llega la crisis de abril de 1938, en pleno desastre militar republicano por el valle de Ebro, la política de Negrín se apoya en los comunistas y en un grupo de personalidades políticas de diversas organizaciones republicanas, y cuenta con la enemistad de su antiguo correligionario Indalecio Prieto y del propio presidente de la República. Finalmente la crisis se saldó con la destitución de Prieto en la cartera de Defensa y la separación de Giral del Ministerio de Estado, aunque conservara una posición marginal como ministro sin cartera, al igual que Irujo, que abandonó el Ministerio de Justicia. Negrín asumió Defensa y situó en Estado a Álvarez del Vayo, hombre próximo a él, a la par que teóricamente se ampliaba el gabinete con la incorporación de dos sindicalistas, Ramón González Peña, de la UGT, en Justicia, y Segundo Blanco, de la CNT, en Instrucción Pública. Ampliación discutible dado el debate que surgió en ambas sindicales sobre la participación o no en el gobierno de sus dos teóricos representantes. El 6 de abril quedó constituido el nuevo gobierno, que recibió la confianza de la Diputación Permanente de las Cortes el día 15. Su programa, expresado en los célebres trece puntos, fue aprobado por el Consejo de Ministros el 30 de abril, y presentado a la opinión pública el día siguiente. Un texto que puede entenderse como las bases de un compromiso para la terminación de la guerra, pero también como los pilares constitutivos de la Nueva República cuando terminase el conflicto bélico. Se declaraba la independencia y la integridad total de España, libre de toda injerencia extranjera una vez liberado el territorio de las «fuerzas militares extranjeras que lo han invadido»; defensa de la democracia y de sus atributos; la República como forma de Estado cuya estructura jurídica y social se dejaba en manos de la «voluntad nacional», expresada en un plebiscito al acabar la guerra; respeto de las libertades regionales «sin menoscabo de la unidad española»; reconocimiento de los derechos civiles y sociales de la ciudadanía, haciendo especial hincapié en el «libre ejercicio de las creencias y prácticas religiosas»; garantía de la propiedad «legítimamente adquirida», creándose las condiciones para evitar la acumulación de riqueza y previendo la indemnización a los propietarios extranjeros perjudicados por hechos de guerra; defensa de la reforma agraria y del intervencionismo del Estado en las relaciones capital-trabajo como corrector de injusticias; reafirmación de la renuncia a la guerra como instrumento de política nacional y, finalmente, anuncio de una «amplia amnistía» para todos aquellos que cooperasen a la reconstrucción y engrandecimiento de España. La destitución de Prieto creará nuevas incertidumbres y pasividades en el seno del PSOE, de hecho dividido nuevamente, aunque ahora entre negrinistas y antinegrinistas. En este momento cabe el empleo con toda pertinencia del término negrinismo, porque se está configurando un marco político en torno a Negrín de procedencias ideológicas diversas, que incluye a los comunistas como fuerza principal, y cuyo nexo es la defensa de una política de resistencia a ultranza. De hecho la España republicana quedó dividida en dos tendencias separadas por las profundas simas de la desconfianza, el recelo y la descalificación mutua. De un lado, el partido de la resistencia, es decir, el negrinismo; de otro, el partido de la paz, o sea, el antinegrinismo, a cuya cabecera se sitúa el presidente de la República, Prieto, Marcelino Domingo o Besteiro. Ambas entidades cuentan con apoyos significativos dentro del Ejército, aunque todavía la cúspide militar republicana confía en la política de resistencia del presidente Negrín. Dada la bipolaridad política que hemos esbozado, ¿cabía cualquier alternativa de personas y de contenidos? En teoría constitucional la cuestión residía en que el pre674

sidente de la República retirara su confianza a Negrín, y que esto fuera sancionado por la Diputación Permanente de las Cortes. Ahora bien, esa alternativa habría significado un cambio radical de la política a seguir, habría tenido un marcado carácter antinegrinista. Aunque el presidente Azaña deseaba provocar la crisis de confianza, temía sus repercusiones. Se ha hablado de que le faltó decisión. Pero ¿qué personalidad republicana del partido de la paz estaba dispuesta a aceptar un nombramiento y una responsabilidad para una acción de gobierno en cuyo horizonte las posibilidades de mediación pactada eran remotas, y más que nada resultaba visible la rendición incondicional, la liquidación de la guerra? A lo largo de 1938, y no sólo en los momentos de la crisis de abril, hubo diversas reuniones de conjura y conspiración contra el negrinismo, a las que no eran ajenos algunos diplomáticos británicos. Pero de todo ello no salió ninguna candidatura alternativa. Entre los candidatos posibles se habló mucho de Besteiro, pero finalmente declinó seguir este juego, aunque luego, en el marzo de 1939, tendrá un gran protagonismo en el golpe militar del coronel Casado. La cuestión es que conforme avanza el año de 1938 el camino de la mediación cada vez estaba más impregnado de rendición incondicional. La progresiva aproximación de Londres y París a Burgos y la negativa de los nacionales a admitir cualquier forma de mediación rebajó los argumentos y las iniciativas del partido de la paz. Frente a la resistencia a ultranza del negrinismo sólo cabía la rendición incondicional, y las voces que llegaban de Burgos eran inflexibles respecto de este último punto.

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CAPÍTULO XXXI

El final 31.1. LA INTRANSIGENCIA DE FRANCO. LA RENDICIÓN INCONDICIONAL DEL ENEMIGO Las actitudes numantinas de Negrín tuvieron un foco de alimentación constante en la radical intransigencia de Franco de aceptar cualquier tipo de negociación, por mínima que fuera, para acabar con la guerra. Franco era consciente del alcance de su poder político, militar, logístico y personal que se fue reforzando a lo largo de 1938. Burgos estuvo siempre muy bien informado de los avatares de la España republicana, de las disidencias políticas cada vez más visibles, de la penuria de alimentos de la retaguardia, de las dificultades de aprovisionamiento para el Ejército Popular y de la delicada posición internacional de la República, sobre todo desde la dimisión de Eden. Al mantenimiento de esta política de destrucción de los republicanos colaboraba activamente el deseo de Franco de consolidar, más si cabe todavía, su poder personal. El ya caudillo reforzaría su posición con una victoria aplastante y sin ninguna clase de concesiones. Era la forma más operativa de acallar cualquier disidencia en su zona, y de evitar en el futuro que tomara fuerza toda alternativa —por ejemplo el restablecimiento de la Monarquía— contraria a la dictadura personal del general. Además en todo ello se situaba la lógica de una guerra larga. El alzamiento militar fracasado en los tres días de julio de 1936 habría derivado en una guerra corta, probablemente si Madrid hubiese caído en manos de las tropas sublevadas en noviembre de aquel año, pero la defensa de la ciudad y el esfuerzo reorganizativo de los republicanos transformaron el conflicto en una guerra de larga duración. Se ha escrito que Franco supo leer perfectamente las ventajas personales de la situación. Necesitaba tiempo para cimentar su poder; que se cumpliera la evolución que le estaba conduciendo de jefe del Estado español a caudillo victorioso e incontestable, y todo ello pasaba por la victoria radical sobre el enemigo. Cualquier síntoma de debilidad alteraría desfavorablemente su posición, abriría cuestionamientos y nuevos horizontes políticos no deseados, sobre todo cuando el triunfo en términos militares se postulaba como algo irreversible. Este clima de exultante confianza impregnaba al conjunto de la clase política de la España nacional, incluso a los sectores más críticos, como los del campo monárquico, de tal manera que la teoría de la victoria final sin concesiones no encontró detractores. No obstante cabe hacer alguna matización en el panorama descrito. Nos referimos a los tiempos de Múnich, en septiembre de 1938; entonces se entornó el resquicio a la duda y la 677

semántica de Burgos bajó de intensidad, sin llegar a admitir en absoluto el principio de una paz negociada, los comunicados dejaron de insistir durante algunos días, al menos cuantitativamente, en la rendición incondicional. Efectivamente, el conflicto checo trajo, aunque fuera momentáneamente, vientos de guerra a escala europea. Caso de que se produjera un enfrentamiento bélico a escala internacional, el curso de la guerra española quedaría sustancialmente alterado. Franco reaccionó con rapidez y habilidad, haciendo hincapié en su postura de neutralidad. Se trató de una acción diplomática bien organizada que tuvo su epicentro en Londres, a partir de la actividad del duque de Alba, cuyo mensaje fue prontamente recibido con alivio por el gobierno francés. Esta declaración de neutralidad reportaría dividendos significativos a Franco en el futuro inmediato, porque colocó las bases para un mejor entendimiento entre Burgos y París, a la par que hizo perder audiencia a la argumentación republicana basada en el peligro para Francia de una frontera pirenaica atestada de enemigos alemanes. Una vez alejado el espectro de la conflagración mundial, durante un breve lapso de tiempo surgió la hipótesis de una paz negociada. En las cancillerías de las grandes potencias democráticas se planteó la posibilidad de un segundo Munich, de una conferencia internacional que obligara a los contendientes españoles a deponer las armas. Hipótesis que no llegó a cuajar en algo efectivo por ausencia de voluntad política y, quizás, por economía de esfuerzos. Gran Bretaña y Francia deseaban un final rápido para la guerra de España. Los informes del embajador alemán en Burgos denotaban el malestar de Berlín por la excesiva prolongación del conflicto bélico español, la cantidad de recursos alemanes que todavía habría que emplear y la incertidumbre de un nuevo invierno de guerra. En suma, era preciso terminar con la guerra de España. Pero ¿cómo? El segundo Múnich no pasó del preámbulo, y dada la situación ventajosa en el plano militar para Franco, después de la batalla del Ebro, Gran Bretaña apostó sin tapujos ni cortapisas por la victoria de los nacionales o por la derrota de los republicanos, en un corto espacio de tiempo. Era la solución más factible y económica; una respuesta de realpolitik que, ante lo que considera inevitable, se adecua a la situación, sin pretender alterarla, para obtener posteriormente las mayores ventajas. Si cabían algunas dudas, los informes del agente británico en Burgos acabaron por despejarlas, insistiendo en que la neutralidad ofrecida por Franco iba más lejos de una táctica oportuna motivada por los temores de Múnich y que estaba sustentada en profundas convicciones y con valor de futuro. Más todavía, los informes recalcaban la influencia decisiva que Gran Bretaña podría ejercer en la España de postguerra a través de una decidida ayuda económica que acelerase la reconstrucción del país, y ponían en tela de juicio la robustez del entendimiento entre Franco y Alemania, rebajando prácticamente a la nada la peligrosidad de una España aliada a Hitler caso de que estallara la guerra en Europa. La cuestión era atraer definitivamente a Francia hacia esta política, y archivar cualquier estrategia de mediación para llegar a una paz negociada. Estamos a la altura de octubre y noviembre de 1938 y el lenguaje de Burgos abandonó la inseguridad de los momentos anteriores a Múnich para enrocarse con mayor fuerza, si cabe, en la rendición incondicional del enemigo, sobre todo porque quedaron superadas las vacilaciones alemanas e italianas y nuevas remesas de material bélico engrosaron las reservas del ejército nacional, ampliándose la brecha que le separaba, en cuanto a capacidad técnica de combate, del ejército republicano, agotado después de la derrota del Ebro. La aproximación a Burgos de ingleses y franceses diseñó un con-

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tinuado crescendo que desembocaría en el reconocimiento del Gobierno de Franco como único legal de España, a finales de febrero de 1939. La intransigencia de Franco está muy directamente relacionada con la cultura militar con la que el general condujo la guerra en todo momento, tendente a la destrucción del adversario. La teoría de la rendición incondicional se alimentaba de los mismos sustratos que los comportamientos militares desarrollados en las batallas de Brunete, Belchite y el Ebro. Significaba la transposición al campo de la política de unos postulados militares suficientemente repetidos para crear escuela. Además Franco consolidó su poder político en la España nacional a lo largo de 1938. Precisamente el 30 de enero de ese año la Ley de la Administración Central del Estado organizó el aparato administrativo. Se crearon departamentos ministeriales, a cuyo frente se situaban un ministro y un subsecretario. Quedó constituido el primer Gobierno de Franco, que ha sido denominado «de concentración» y en cuya composición emerge el equilibrio entre las principales familias políticas que configuraban la nueva situación. Pero más que nada lo que destaca es el reforzamiento del poder del caudillo. Había cuatro ministros militares: Gómez Jordana, en Asuntos Exteriores; Dávila, en Defensa Nacional; Martínez Anido, acrisolado especialista en cuestiones represivas, en Interior; y Juan Antonio Suances, en Industria y Comercio. Había dos ministros falangistas, pero sólo uno de ellos procedía de la vieja guardia joseantoniana: Raimundo Fernández Cuesta, quien ocupó la cartera de Agricultura y que era el secretario general de la FET y de las JONS, otro falangisa, Pedro González Bueno, se encargó de Organización y Acción Sindical, que, teóricamente, debería de haber sido una de las carteras claves de un estado nacional sindicalista, si es que éste realmente se hubiera creado. El conde de Rodezno representaba a los carlistas, partidarios de la unificación. De origen monárquico eran Pedro Sáinz Rodríguez, ministro de Educación, y Andrés Amado, en Hacienda. Completaban el gabinete un técnico como Alfonso Peña Boeuf, en Obras Públicas, y Serrano Suñer como ministro del Interior. Por supuesto, a pesar de la utilización de los símbolos falangistas, no estamos ni mucho menos ante el embrión de un Estado fascista, sino de una situación política controlada por militares afectos a Franco, en cuya cúspide se sitúa el poder omnímodo del generalísimo. En suma, un abigarrado contingente de conservadores tradicionales que apoyaron a Franco en su empeño de rendición incondicional del enemigo. Así una de las leyes más significativas emitidas por este gobierno es la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939, que transmutaba la realidad política del 18 de julio para convertir a los partidarios del gobierno en rebeldes.

31.2. LA BATALLA DEL EBRO EN TIEMPOS DE MÚNICH A un ritmo más lento, la progresión de las tropas de Franco hacia Valencia había continuado durante los meses de mayo y junio de 1938. El 13 de este mes conquistaron Castellón; al día siguiente entraron en Villarreal. En semanas sucesivas el republicano Ejército de Levante intensificó la construcción de un sistema de fortificaciones defensivas que finalmente estabilizó la situación, aunque subsistió la presión sobre Sagunto y Valencia. Paralelamente el Estado Mayor de Vicente Rojo preparó minuciosamente, a lo largo del mes de junio, lo que habría de ser la postrera gran ofensiva republicana: el cruce del Ebro, en un tiempo internacional fuertemente sa679

cudido por las turbulencias de la cuestión checa. El objetivo estratégico de Vicente Rojo se dirigió a conseguir una disminución de la presión de los nacionales sobre Valencia y a ser posible, y en colaboración con el Ejército de Levante, la unión de las dos zonas republicanas, restableciendo la situación anterior al mes de abril. Para ello se constituyó en la retaguardia republicana un potente ejército, el del Ebro, provisto de la mejor dotación de material posible, gracias a las nuevas adquisiciones que se habían efectuado en el exterior aprovechando los tres meses de apertura de la frontera francesa que habían vencido en junio. El Ejército del Ebro estaba compuesto por tres cuerpos de Ejército, el V al mando de Líster; el XV bajo la dirección de Tagüeña y el XII, a cargo de Etelvino Vega. Resultaba evidente la preponderancia en los mandos de veteranos militantes comunistas forjados en el Quinto Regimiento y en la defensa de Madrid. Casi podría hablarse en propiedad de un ejército rojo, en contraste con otras unidades republicanas, sobre todo algunas de las emplazadas en la zona centro-sur, donde en los últimos tiempos se había apreciado una reducción de la influencia comunista. Se trataba, pues, de un ejército bien entrenado, disciplinado, motivado ideológicamente y, sobre todo, fiel sin fisuras a la política de resistencia a ultranza de Juan Negrín, aunque en sus filas hubiera muchos soldados bisoños procedentes de los últimos reemplazos, los de la quinta del biberón. El Ejército del Ebro era el emblema del resistir es vencer negrinista. A las 0 horas 15 minutos del 25 de julio, las tropas republicanas cruzaron el curso bajo del Ebro en búsqueda de un nuevo equilibrio en la correlación de fuerzas que bien aventurase una hipótesis de victoria futura, en consonancia con los cambios que se presumían en el panorama internacional, bien crease las condiciones para negociar el fin de las hostilidades en situación ventajosa. Tácticamente el paso del Ebro se realizó a base de tres acciones complementarias, una fundamental y dos secundarias, estas últimas dirigidas a distraer la atención del enemigo y permitir a la primera el máximo de profundidad en el menor tiempo. Así la concentración mayor se dio en la zona comprendida entre Fayón y Cherta, mientras que las acciones secundarias se realizaron entre Mequinenza y Fayón y en las proximidades de Amposta, ataque este último inmediatamente rechazado. Aparte de algunos fallos técnicos en el montaje de las pasarelas, el cruce del río se saldó con éxito. El factor sorpresa permitió rebasar sin dificultades las frágiles líneas defensivas del adversario, compuestas por fuerzas de la 50 División que fueron literalmente arrolladas. La inexistencia de líneas secundarias de defensa facilitó la penetración en los siguientes días. El 31 de julio, la bolsa central, la más importante, ocupaba una línea equivalente a la cuerda del arco que dibuja el río Ebro entre Fayón y Benifallet. En suma, un éxito táctico en el que se observaban limitaciones, entre ellas el escaso apoyo de la aviación, insuficiente para los republicanos, que permitió la rápida respuesta de la aviación enemiga, bombardeando barcazas y pasarelas y dificultando enormemente el trasvase del material pesado, a lo que colaboró la crecida artificial provocada por la apertura de las presas pirenaicas en poder de los nacionales. Ha sido objeto de debate la conveniencia o no de la operación del Ebro en varios órdenes. La cuestión reside en si un ejército tan limitado en sus recursos como el republicano podía jugárselo todo a una carta, sin alternativas claras. O si la zona elegida era la más apropiada en comparación con determinados sectores de Extremadura y Andalucía. Incluso cabría plantearse el desfase existente entre la gran altura del 680

Estado Mayor de Rojo a la hora de diseñar operaciones sobre el papel y la fragilidad de un ejército animoso pero aún en vías de capacitación y más adecuado para acciones defensivas que ofensivas. En este sentido podría estimarse una cierta contradicción entre la opción de la resistencia y una acción ofensiva con recursos limitados. ¿No habría sido más acertado planear una acción defensiva global sobre la base de los nuevos contingentes de material importado durante el tiempo que las fronteras permanecieron abiertas? En cualquier caso la operación del Ebro reposaba en razonamientos políticos y militares. Fue concebida para reforzar la posición del presidente Negrín, en entredicho y muy cuestionada por el partido de la paz. Además el objetivo último de la ofensiva era la reunión de las dos zonas republicanas, algo que Negrín consideraba necesario para apuntalar su política de resistencia. Téngase en cuenta que en la zona centro-sur estaba se estaba generando una dinámica política propia, cada vez más lejana de los postulados negrinistas; por otra parte, la unificación del territorio republicano haría más factible la coordinación logística de sus ejércitos. Se trataba de dar un golpe de efecto de indudables repercusiones internacionales, ligado a una acción diplomática más agresiva que alterase la valoración exterior acerca de las posibilidades militares de la República, sobre todo cuando se avecinaba una nueva crisis internacional por el tema de los Sudetes, con varias alternativas sobre el tablero, y una de ellas era el estallido de un conflicto bélico a escala europea que resituaría la guerra española. Desde el punto de vista militar, aunque los nacionales estaban siendo frenados al norte de Sagunto por el general Leopoldo Menéndez y su Ejército de Levante, el peligro subsistía sobre Valencia, cuya caída habría producido, probablemente, un efecto en cadena por toda la zona centro-sur. La respuesta del cuartel general de Franco fue rápida: había que frenar la ofensiva y desalojar al enemigo del territorio conquistado, emprendiendo una batalla de desgaste que dejara agotado el Ejército del Ebro. Como ha señalado Michael Alpert, aunque a Franco le aconsejaron el relativo abandono del frente del Ebro y la concentración de los esfuerzos en la zona valenciana, el general era consciente de que su ejército poseía una capacidad logística superior, unos recursos en aviación y en artillería incomparablemente mayores y unas líneas de abastecimiento con Alemania e Italia constantemente abiertas. En cambio el enemigo estaba comprometiendo la mayoría de sus recursos de la zona catalana en la batalla, y con inciertas posibilidades de obtener nuevos aprovisionamientos del extranjero, ya que la frontera francesa se había cerrado en junio y el bloqueo del Mediterráneo alcanzaba unas cotas satisfactorias de eficacia, a lo que se unía la ausencia de coordinación con otros ejércitos de la zona centro-sur. Franco, por tanto, aceptó el órdago republicano, como en otras ocasiones. A pesar del alto coste en hombres y material que supondría una batalla de desgaste en un terreno hostil, consideró las ventajas finales de que el enemigo agotase sus recursos en la lucha. Habíamos dejado al Ejército del Ebro el 31 de julio en el momento de su máxima penetración. La defensa de Gandesa por parte de los nacionales supuso un contratiempo. Quizás la opción correcta hubiera sido profundizar el avance, pero en los primeros momentos de la batalla del Ebro se puso de manifiesto la falta de iniciativa de las unidades y de los mandos intermedios, incapaces de tomar resoluciones y riesgos sobre el terreno, siempre pendientes de las decisiones procedentes de un sobresaturado Estado Mayor. La cuestión es que los republicanos perdieron un tiempo precioso en parte por la resistencia de Gandesa, pero también por las dificultades en el 681

paso del material desde la margen izquierda del Ebro, dado el total dominio de la aviación de los nacionales. La pronta respuesta de éstos acabó por complicar la situación. Franco trasladó hasta el teatro de operaciones al cuerpo de Ejército marroquí, al mando del general Yagüe, y al del Maestrazgo, a cargo de general García Valiño, apoyados por una considerable masa de artillería y aviación, a los que posteriormente se unieron otras unidades, entre ellas los italianos del CTV. La primera acción del contraataque se basó en la reducción de la bolsa secundaria entre Mequinenza y Fayón, finalmente liquidada el 7 de agosto. Pero el grueso de las operaciones se iba a desarrollar en la bolsa central. Allí el tres de agosto los republicanos dieron por finalizada la ofensiva y se dedicaron a la fortificación del terreno conquistado para su defensa, amparados en lo accidentado del terreno, sierras de Fatarella, Cabals y Pandols. A lo largo de tres meses de durísima y violenta batalla la actividad bélica se desarrolló en un limitado espacio de no más de seiscientos kilómetros de extensión. Entre el 10 y el 19 de agosto los combates se centraron en la sierra de Pandols, con escasos resultados para los nacionales, a pesar de los medios artilleros y de aviación puestos en juego, que se toparon con la capacidad defensiva de las mejores unidades republicanas. El mismo escenario se repitió en los ataques a Fatarella desde el 21 de agosto o en la sierra de Cabals, entre el 3 y el 13 de septiembre. Desde el 18 de septiembre hasta mediados de octubre, coincidiendo con los momentos de mayor tensión de la crisis checa, el objetivo se trasladó al cruce de la Venta de Camposines, eje articulador que vertebraba las comunicaciones republicanas en el interior de la bolsa. Paulatinamente la balanza se inclinó del lado de las tropas atacantes. El 12 de octubre cortaron la carretera entre Fatarella y Camposines. A finales de mes Franco ordenó el ataque a la sierra de Cabals, con el objetivo de limpiar su flanco derecho. Según el general García Valiño, la preparación artillera alcanzó una intensidad desconocida hasta entonces en la guerra española: «Se desató un bombardeo, señala Alpert, de quinientas bocas de fuego... y se desencadenó el ataque de toda la aviación en lo que constituyó un ejemplo, casi exagerado, del principio de concentración de fuego.» A pesar de la resistencia republicana, el 1 de noviembre los nacionales conquistaron la sierra. Se entró en la fase resolutiva de la batalla, iniciándose el repliegue republicano. El 7 de noviembre evacuaron Mora de Ebro, el 11 el cruce de Camposines y el 14, Fatarella. El 15 la bolsa quedó reducida al arco Ribarroja-Ascó. Al día siguiente las últimas tropas republicanas repasaban el río hacia sus lugares de origen. Las bajas finales probablemente superaron la cifra de cuarenta mil para cada uno de los dos bandos. La batalla del Ebro había dejado agotados a los ejércitos de ambos bandos. Sin embargo la capacidad de recuperación no era similar. Las victorias habían consolidado a Franco en su papel de caudillo, Francia y Gran Bretaña deseaban acabar cuanto antes con el avispero español y se inclinaban abiertamente por el triunfo de los nacionales, salvo matizaciones marginales, y Alemania e Italia, superadas algunas breves vacilaciones en los momentos centrales de la batalla del Ebro, estaban dispuestas a incrementar su apoyo material a Franco. En el lado republicano las circunstancias eran literalmente las contrarias. Sobre todo en los referente a la escasez de recursos bélicos. Bien es cierto, como hemos señalado, que en noviembre de 1938 la Unión Soviética había concedido un crédito para nuevas compras de armamento, pero los primeros envíos llegaron tardíamente, en los últimos momentos de la presencia republicana en Cataluña, o quedaron almacenados en tierras francesas. 682

31.3. LAS TROPAS DE FRANCO LLEGAN A LOS PIRINEOS A principios de diciembre nadie dudaba de que la ofensiva de Franco sobre Cataluña era inminente. El general Rojo propuso realizar un nuevo esfuerzo y tomar la iniciativa, esta vez a partir de los ejércitos de la zona centro-sur, que habían permanecido prácticamente inactivos durante la batalla del Ebro. Rojo planteaba una triple operación coordinada con un ataque principal en el frente de Peñarroya, en dirección a Zafra, y dos acciones complementarias en Motril, al sur de Granada, en colaboración con la flota, y en el frente del centro, con el fin de cortar las comunicaciones del enemigo con Extremadura. Sin embargo la negativa del general Miaja y las vacilaciones de otros jefes militares retrasaron la operación y cuando parcialmente se puso en práctica, a principios de febrero, con la toma de Fuenteovejuna, ya sus fines estratégicos estaban superados por la realidad de la nueva derrota militar en Cataluña. Efectivamente, la campaña de Cataluña había dado inicio el 23 de diciembre. Franco puso en funcionamiento una enorme masa de hombres y medios que apenas podían ser contrarrestados por las tropas republicanas. Seis cuerpos de Ejército, a las órdenes de Gambara, García Valiño, Moscardó, Muñoz Grandes, Solchaga y Yagüe desbordaron a los republicanos por el oeste y por el sur. El resto fue un continuo avance ejecutado con menor o mayor rapidez, en función de acciones desesperadas de resistencia o de las dificultades logísticas de una progresión incontenible. En el espacio de un mes las tropas de Franco llegaron a la línea del Llobregat, la última defensa natural de Barcelona. Pero ya no existían las condiciones para defender la ciudad y poder repetir las escenas de Madrid en noviembre de 1936. El 26 entraron en la capital catalana las avanzadillas de Franco. Pocos días antes las autoridades republicanas habían ordenado la evacuación de los centros oficiales en dirección de Figueras. Allí el primero de febrero se reunieron los restos de las Cortes republicanas, siguiendo el precepto constitucional. Un total de 64 diputados escucharon el discurso de Negrín y sus tres condiciones para llegar al final de las hostilidades o, en caso contrario, seguir resistiendo: autodeterminación del pueblo español para definir su futuro, ausencia de represalias y abandono de España de las tropas extranjeras. Mientras los restos del Estado y del ejército se encaminaban hacia la frontera, las disensiones entre Azaña, y su negativa a continuar la guerra, y Negrín, y el mantenimiento de la resistencia, fueron contempladas por los diplomáticos extranjeros. El 4 de febrero los nacionales ocuparon Gerona. En días sucesivos las elites políticas republicanas abandonaron España, en compañía de cientos de miles de personas que conformaban un éxodo dramático. El 11 de febrero las últimas tropas republicanas pasaron la frontera.

31.4.

LA SUBLEVACIÓN DEL CORONEL CASADO. EL SÍNDROME DEL ABRAZO DE VERGARA

Las derrotas del Ebro y Cataluña dejaron al negrinismo bajo mínimos, porque prácticamente desaparecieron las condiciones para que el «resistir es vencer» tuviera alguna viabilidad más allá de la propia voluntad férrea de Juan Negrín. Perdidos los Pirineos y sometido el Mediterráneo a una vigilancia agobiante, resultaría improba683

ble conseguir suministros materiales del exterior. El agotamiento de las arcas republicanas y de la capacidad para obtener créditos convertían en algo irreal cualquier cálculo de financiación de la guerra a corto y medio plazo. La fragilidad industrial de la zona centro-sur imposibilitaba toda hipótesis basada en la sustitución de importaciones de guerra por producción interior. La negativa a continuar la lucha de significativas personalidades de la cúspide militar, como el general Rojo, claves hasta entonces en la conducción de la guerra, añadió nuevas dosis de dificultad. La posición de Gran Bretaña y Francia, ya en plena fase de negociación para el reconocimiento de Franco como gobierno legal, el 27 de febrero, acentuó la soledad internacional de Negrín. El abandono de un sector relevante de las elites políticas republicanas, sobre todo en lo que se refiere al presidente de la República, Manuel Azaña, quien presentó su dimisión a finales de febrero de 1939, emborronó la imagen exterior de la República, aumentó las cotas del derrotismo en la retaguardia y, lo que es más importante, redujo la capacidad de maniobra del gobierno republicano. Si a todo ello añadimos que las sucesivas derrotas del Ebro y Cataluña significaron el declive del Partido Comunista, principal valedor dentro del conjunto negrinista de la política de resistencia a ultranza, tendremos el cuadro completo de la situación republicana en febrero de 1939. No obstante Negrín consideró que era posible la continuación de la guerra con un mínimo de solvencia. Contaba con la fuerza intacta de los ejércitos del Centro, Levante, Extremadura y Andalucía. Aproximadamente quinientos mil hombres que, valorados en cantidad, parecían una fuerza de considerables dimensiones, pero cuya capacidad de combate quedaba mermada por insuficiencia de armamento y por el desánimo que imponía la psicología de la derrota, fenómeno este último extensible a la retaguardia republicana. Más todavía cuando se tenía constancia del enorme desequilibrio en material de guerra respecto de las tropas de Franco, siempre bien abastecidas. La cuestión no es tanto que Negrín creyera en el triunfo militar, sino en la necesidad de mantener una resistencia final que bien encadenara la guerra española con la europea, y esto es una idea fija que siempre está presente en los argumentos del jefe del gobierno, bien que esa resistencia obligara al enemigo a aceptar una paz digna. Con respecto al primer tema se ha afirmado, a posteriori, que Negrín tenía razón. El estallido de la guerra europea en septiembre de 1939, sólo cinco meses después de terminada la española, habría alterado radicalmente el rumbo de la guerra de España, al permitir a la República incorporarse a la unión sagrada de las democracias europeas frente a los totalitarismos. Pero es posible plantear otra hipótesis virtual, más acorde con la realidad histórica del momento y con el haz de intereses que habían provocado el acercamiento de Londres y París a Burgos con su corolario en el reconocimiento de Franco, a finales de febrero de 1939. Desde mediados de 1938 Franco repitió hasta la saciedad, y no era un discurso de coyuntura, que su gobierno se mantendría neutral caso de que estallase el conflicto europeo. Cabe, por tanto, hacerse una pregunta sin posible contestación real: ¿qué hubiera pesado más en París y Londres si la guerra española se hubiera encadenado con la europea, la neutralidad garantizada de un Franco dominador de la mayor parte del territorio español, incluidos los Pirineos, o la relativa coincidencia en términos políticos e ideológicos con una frágil República? Con respecto al segundo tema, la resistencia final con el objetivo de evitar la rendición incondicional, debemos partir de un hecho: a pesar de su evidente superioridad militar, Franco temía los coletazos y las consecuencias de una resistencia numan684

tina, al igual que los medios políticos británicos y franceses. La estrategia de Franco, entonces, se basó en acentuar los enfrentamientos entre el negrinismo y el antinegrinismo. Sin abandonar en realidad su imposición de la rendición incondicional, dejó entrever una aceptación vaga e imprecisa de alguna clase de mínima negociación final, pero nunca con Negrín y los comunistas, sino preferentemente con militares profesionales. Como hemos señalado, el antinegrinismo se había mostrado especialmente inquieto en la primavera de 1938, sin llegar a concretar una alternativa a Negrín. Luego su propia incapacidad le sumió en actitudes pasivas, pero no se planteó fomentar una solución militar contra Negrín, lo que, además, habría sido inviable en la zona catalana, verdadero centro político de la España republicana en aquella época, dado el predominio comunista en los ejércitos allí acantonados, sobre todo en el Ejército del Ebro. Pero la zona centro-sur era otra realidad bien diferente, donde el negrinismo tenía menos fuerza, así como la influencia política de los comunistas en los ámbitos militares. Los rumores, bien amplificados por elementos quintacolumnistas, de que Franco aceptaría dialogar con otro militar republicano fue entendido en vastos sectores de los ejércitos de la zona centro-sur como que era factible un entendimiento entre militares, siempre y cuando Negrín desapareciera de la escena política. La imagen de un abrazo de Vergara fue evocada en muchos ambiente militares, incluso con la esperanza personal de conservar los grados y los rangos de los escalafones. Este clima se extendió hacia el antinegrinismo político. En la oposición a Negrín de última hora emergieron viejos antagonismos, nunca resueltos, como los que habían enfrentado a comunistas y anarcosindicalistas y que las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona habían dejado en suspensión, pero no superados. También salieron a la superficie los conflictos que se habían larvado durante el otoño y el invierno de 1937, y que habían provocado la crisis política de abril de 1938 entre los seguidores de Prieto y Azaña contra Negrín, a lo que podríamos añadir las tensiones más o menos acusadas y visibles entre los militares de carrera y los de procedencia miliciana. La sublevación del coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, contra el Gobierno de Negrín fue mucho más que una mera rebelión militar dado el apoyo político que recibió de los elementos antinegrinistas. La CNT, los socialistas partidarios de Largo Caballero y de Besteiro y personalidades de Unión Republicana y de Izquierda Republicana estrecharon sus posiciones en torno a la figura del coronel Casado. Además los efectivos de la quinta columna franquista se encargaron de mantener un cordón umbilical entre los sublevados y el cuartel general del generalísimo. En efecto, la quinta columna desempeñó un papel decisivo en estos acontecimientos, animando al conglomerado antinegrinista a pasar a la acción. A lo largo del mes de febrero caracterizados individuos de la clandestinidad franquista de Madrid habían entrado en contacto con Julián Besteiro y con el entorno próximo al coronel Casado, entregándoles las denominadas Concesiones del Generalísimo. Estaban compuestas por una serie de promesas de clemencia a quienes no tuvieran las manos «manchadas de sangre», siempre y cuando finalizara la resistencia y se facilitase la entrada de los nacionales en Madrid y su triunfo final con el menor coste posible. Las concesiones dejaban entrever la posibilidad de un mínimo acuerdo final, siempre y cuando el interlocutor, por parte republicana, fuera un militar y no un político. Cabe hablar, pues, de connivencia entre Franco y Casado para liquidar la guerra. La conjura contra Negrín y su gobierno tomó cuerpo a lo largo del mes de febrero. La soledad de Negrín en

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Cae un obús en la Puerta del Sol, en Madrid, al lado del Ministerio de la Gobernación.

cuanto a su política de resistencia cada vez se hizo más evidente. En la reunión de Los Llanos (Albacete) el 16 de febrero, con la cúpula militar republicana, el jefe del gobierno escuchó la opinión contraria de los jefes militares respecto a las posibilidades de una resistencia efectiva. Finalmente el 5 de marzo se consumó la sublevación contra Negrín. Un día antes otra rebelión, en la que se entremezclaron elementos quintacolumnistas y antinegrinistas, había estallado en la importante base naval de Cartagena. En este último caso la rebelión pronto tomó un carácter franquista. Aunque en pocos días quedara sofocada, el resultado no pudo ser más catastrófico para la causa republicana: la flota abandonó definitivamente la base, para internarse en el puerto de Bizerta, en el Túnez francés. Pero volvamos al espacio principal de la rebelión casadista. En Madrid la sublevación dio origen a la formación de un Consejo Nacional de Defensa, en sustitución del Gobierno Negrín, presidido por el general Miaja, pero cuyo hombre fuerte era el propio Casado. Al día siguiente el presidente Negrín y los principales líderes comunistas abandonaron definitivamente España: la política de resistencia había llegado a su fin. No obstante los comunistas madrileños, por iniciativa propia y no al socaire 686

de las directrices de las instancias superiores del partido, decidieron oponerse, con las armas en la mano, al golpe antinegrinista. Durante una semana las calles de Madrid fueron el escenario de una cruenta guerra civil en el interior del arco político y militar republicano. Aunque los comunistas parecían contar con la ventaja de su posición hegemónica entre los mandos del Ejército del Centro, en la hora decisiva predominó en ellos su condición militar sobre la militancia política, casi siempre recientemente adquirida. Además el buró político del Partido Comunista, inmediatamente antes de salir de España, había planteado más bien una actitud de componenda con los sublevados, para preparar las condiciones de la emigración de los cuadros del partido que no fueran necesarios en la lucha clandestina frente al franquismo de postguerra. Por otra parte las fuerzas del Consejo casadista controlaban la situación en el resto de la zona centro-sur republicana. A pesar de que durante los días 7 y 8 de marzo la situación de Casado y sus partidarios en el interior de Madrid se hizo casi insostenible, finalmente los comunistas madrileños acabaron por admitir el triunfo de Casado, el día 12. De aquí en adelante los acontecimientos demostraron que Franco no estaba dispuesto a aceptar ninguna condición para la rendición de los republicanos. Las Concesiones del Generalísimo se convirtieron en papel mojado. Los enviados republicanos que acudieron al aeropuerto burgalés de Gamonal los días 23 y 25 de marzo, para intentar establecer una negociación de última hora, recibieron como respuesta la exigencia de una rendición incondicional. El 26 de marzo los nacionales anunciaron su inmediata ofensiva. El 28 las tropas de Franco entraron en Madrid. En días sucesivos ocuparon el resto de la España republicana. El 31 de marzo los soldados italianos, al mando del general Gambara, penetraron en la ciudad de Alicante, en cuyo puerto se hacinaba una masa de 12.000 a 15.000 militares y cuadros políticos republicanos esperando, infructuosamente, la arribada a los muelles de los barcos salvadores que se oteaban en lontananza, pero cuyo paso impedían buques de guerra nacionales. El primero de abril, a la par que el coronel Casado abandonaba España en un barco británico y que los moradores republicanos del puerto alicantino fueron conducidos al campo de concentración de Los Almendros, Franco firmaba el último parte de guerra. Desde el punto de vista bélico la guerra había terminado, pero la paz no acabó de llegar. El país había quedado destruido por tres años de guerra. Pero lo importante es la enorme pérdida de capital humano que irremediablemente sufrió España. Por las fronteras de los Pirineos en febrero de 1939, o en condiciones lamentables desde los puertos del Mediterráneo, salió de España una pléyade de escritores, intelectuales, artistas, científicos, profesionales, docentes o artesanos cuya creatividad, aportación y logros profesionales fueron a repercutir a lugares más o menos lejanos. En febrero de 1942 el consulado general de México en Vichy censó a 13.400 españoles de formación superior que deseaban salir de Francia; entre ellos 1.743 médicos, 1.224 abogados, 431 ingenieros y 163 profesores de universidad, de los 430 que poseía España en 1936. Si a ello añadiéramos una cifra todavía desconocida de los que emigraron antes y a otros lugares, o que no estaban bajo el control de la embajada mexicana o que habían muerto, la cifra completaría el inventario de esa pérdida de capital humano antes aludida.

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QUINTA PARTE

LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN (1876-1939) ALEJANDRO PIZARROSO

Introducción La peculiaridad —si es que se puede hablar de ella— del caso español con respecto a la situación general europea en cuanto al desarrollo de la información, podemos cifrarla en una palabra que arrastramos hasta nuestros días: atraso. No sirve subrayar hitos sin significación profunda, como por ejemplo, el que nazca en España el primer periódico diario del continente europeo (el Diario Noticioso, erudito, etc. de Mariano Nipho) en 1758. Lo cierto es que, mientras en los siglos XVI y XVII, las distintas áreas europeas sientan las bases —por distintos caminos y no sin traumas— de lo que será el Siglo de las Luces, éste llega a España a través de la imitación, importando algo extraño que difícilmente entronca con nuestra realidad. La España Imperial es, aun dentro del periodo de su máxima pujanza exterior, una nación ya en decadencia. Una nación donde las ciudades, la burguesía, etc. no tienen vida propia. Donde un estado burocrático asistido por una feroz Inquisición (háganse las salvedades que se quieran) cierra toda posibilidad al pensamiento y a la información libres, a la ciencia y al progreso. No es que estos fenómenos no se dieran en el resto de Europa occidental. Existieron estados fuertes, censuras, persecuciones religiosas, etc. pero no de una manera tan total, tan duradera, tan feroz como en España. No sin dificultad las ideas se difundían de una a otra ciudad de Europa. En el siglo XVII las grandes corrientes de pensamiento se movían de Italia a Francia, de Inglaterra a Alemania, pero no traspasaban, con un mínimo de efectividad, la barrera de los Pirineos. Para encontrar fenómenos informativos como el periodismo francés del siglo XVII tendremos que esperar un siglo. Para ver un periodismo polémico como el de la guerra civil inglesa, habrá que esperar dos. En calidad y cantidad el periodismo español va a remolque del europeo. Sin embargo, en la España bajomedieval, tanto en la Corona de Castilla como en la Corona de Aragón, el desarrollo de la cultura escrita, de las Universidades, de las lenguas vernáculas o de los mismos sistemas de correos son perfectamente análogos a los del resto de Europa; y no hay que olvidar que sobre esa base se apoya el desarrollo de la comunicación social posterior a la imprenta. En resumen, pues, no vamos a encontrar una gran originalidad en los primeros pasos de la prensa española. Ésta, ya desde sus orígenes, buscará sus modelos en Europa sin ofrecer ningún ejemplo de novedad. Aún así no faltarán ciertos casos de calidad informativa, además de una gran riqueza en el terreno de los «sueltos», «relaciones», etc. y publicaciones como pueden ser, por ejemplo, los almanaques. El siglo XIX es considerado el gran siglo de la prensa escrita. Este aserto es válido también para España. Sin embargo, nuestro siglo XIX muestra una vez más síntomas 691

de atraso e imitación. Los breves periodos de libertad de prensa son precedidos y sucedidos por largos periodos oscuros. Cuando en Inglaterra ya se puede hablar de una prensa industrial a finales del siglo XVIII en España no podemos hacerlo hasta mediados del siglo XIX con la aparición del Semanario Pintoresco, Las Novedades y, sobre todo, La Correspondencia de España. Después de las convulsiones del Sexenio Revolucionario, la Restauración va a abrir un largo periodo de estabilidad política y libertad de expresión, sobre todo con la Ley de 1883, y ese periodo del último cuarto de siglo tradicionalmente considerado como la «edad de oro» de la prensa, también lo es para España, al menos para la España urbana, es decir, Madrid, Barcelona y poco más. Pero el siglo XX nos vuelve a jugar malas pasadas. España no está presente por suerte o por desgracia en los grandes acontecimientos del siglo. Se viven, eso sí, peculiar e intensamente y, en todo caso, a destiempo. Al margen de las dos guerras mundiales tenemos que escenificar en casa un ensayo general de la segunda y mientras toda Europa occidental se reconstruye con regímenes democráticos después de la Segunda Guerra Mundial España vive uno de los periodos más abyectos de su historia, la dictadura del general Franco. Así mientras la radio en los años 30 alcanza en otros países su apogeo como medio de comunicación comercial y de entretenimiento, en España es un medio de propaganda de guerra y luego un instrumento en manos del régimen franquista. Cuando la televisión en Europa occidental nace como un complemento más de la libertad de expresión, en España nace al servicio de la Dictadura mientras la prensa está sometida a una férrea censura. Sin embargo la sociedad española evoluciona más que el régimen que la somete y, cuando el sangriento dictador desaparece, el pueblo español es capaz de pasar aparentemente sin dificultad de la negación de la libertad de expresión a un sistema de libertades perfectamente homologable con cualquier otro de Europa.

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CAPÍTULO XXXII

La prensa periódica bajo la Restauración (1876-1898) Con la Restauración se inaugura un sistema político que, mal que bien, dota de estabilidad al panorama español hasta la Dictadura de Primo de Rivera. Los primeros años del nuevo régimen significaron importantes restricciones en materia de prensa. Inicialmente se suprimieron todos los periódicos no favorables, luego, en enero de 1875, se autorizaron de nuevo exceptuando a los republicanos. Publicar un nuevo periódico requería de una licencia del Ministerio de la Gobernación, previo informe favorable del jefe político provincial. Todo este sistema restrictivo cristalizará en la ley de 7 de enero de 1879. Sin embargo, con la llegada de los liberales de Sagasta al poder en febrero de 1881 la situación va a cambiar radicalmente. La Ley de imprenta de 26 de julio de 1883 (Ley Gullón) simplificaba los requisitos de la autorización de nuevas publicaciones y, sobre todo, suprimía la legislación especial, sometiendo los posibles delitos cometidos a través de la imprenta al Código Penal. Tras la disminución de cabeceras al comienzo de la Restauración, volvemos a asistir a una multiplicación de las mismas a partir de 1883, alcanzando su cota máxima en 1886. Desde ese momento el número de cabeceras disminuirá progresivamente. El periodismo español está, por fin, en una fase claramente industrial que hace indispensable la concentración de las empresas. La libertad de expresión consolidada permite que toda opinión política, o personalidad o grupo disidente, pueda contar con un órgano periódistico propio. Y, efectivamente, será muy alto el número de periódicos políticos de partido. Sin embargo, el paso de la prensa de opinión a la prensa de información es ya un hecho en España. Y periodismo de información significa periodismo de empresa, donde difusión y publicidad se combinan para la obtención de un beneficio económico. Los periódicos políticos no pueden sostenerse sólo con los suscriptores y la venta a sus correligionarios. Salvo algunos casos excepcionales son siempre deficitarios. Sólo los periódicos no necesaria y estrechamente vinculados a una facción (lo que no quiere decir que renuncien a apoyar una opción política) pueden alcanzar a un público amplio y ello en función de sus calidades periodísticas. La prensa política los tachará de «prensa mercenaria» y ciertamente lo serán. Están concebidos como cualquier otra empresa mercantil y requieren la colaboración de éstas porque llegar a un amplio público significa mantener un precio de venta bajo y ésto sólo puede conseguirse con la publicidad. 693

En este último cuarto de siglo la prensa republicana tuvo entre otros muchos algunos importantes diarios, como El Globo, órgano del posibilismo de Castelar fundado en 1875, y también El País que sucedió a El Progreso como órgano del Partido Republicano Progresista de Ruiz Zorrilla. Federalista y órgano de expresión de Pi i Margall será La República. En el otro extremo, la que podemos denominar «prensa católica» y que no es otra cosa que la heredera del viejo carlismo, podemos destacar las publicaciones de la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon: La España Católica, La España, El Español, El Fénix, La Unión y La Unión Católica, todos ellos de escasa tirada. Entre las publicaciones de la escisión integrista del carlismo se destaca La Fe y, sobre todo, El Siglo Futuro, ambos de Madrid. El carlismo ortodoxo fundó en Madrid, tras la disidencia de El Siglo Futuro, El Correo Español. Pero el periódico carlista más interesante era el barcelonés El Correo Catalán fundado en 1876 y que dirigió durante largo tiempo Luis María Llauder. Los dos grandes partidos que se turnaron en el poder en los años 80 y 90 contaban también con órganos propios de expresión. El órgano más cualificado del canovismo fue el madrileño La Época, que se vendía sólo por suscripción. El Correo fue órgano del liberal Sagasta mientras que El Tiempo lo era del conservador Silvela. Después de unos comienzos balbucientes en el Sexenio (y aún antes en el Bienio Progresista) la prensa obrera entra en el panorama de la prensa española. En 1874 la Internacional fue declarada fuera de la ley lo que significó la desaparición de la prensa obrera legal. Hasta la llegada al poder de los liberales fúsionistas en 1881 las publicaciones obreras dejaron de aparecer legalmente. En 1883 nace La Asociación, órgano de los obreros tipográficos de Barcelona. En 1886 nacerán numerosos periódicos entre otros Acracia, La Organización Obrera, El Socialismo y El Socialista dentro del marco que ofrecía la nueva legislación de prensa de 1883. El semanario El Socialista se funda, pues, en 1886 (el PSOE lo fue en 1879 y actuó legalmente desde 1881) y su vida prosigue, con gran penuria económica, gracias al trabajo gratuito de los militantes y al exiguo sueldo de Pablo Iglesias que pasó de las iniciales 30 pesetas semanales a solamente 15 pesetas. Es un periódico doctrinario y monótono que denunciará valientemente la hipocresía del régimen burgués pero cuyo atractivo no va más allá del previamente convencido. Sus ataques más feroces se dirigen precisamente a la izquierda burguesa, a los republicanos, a los que intentan disputar la influencia que conservan en el mundo obrero. Más tarde en Bilbao se publicaría La lucha de clases (1894) donde colaboraría el joven Unamuno. Este fue el periódico socialista más importante después del órgano central y se publicó hasta 1934. Entre las publicaciones anarquistas habría que destacar a la Revista Social dirigida por el notario madrileño Soriano Oteiza que llegó alcanzar tiradas de hasta 20.000 ejemplares. La mencionada Acracia, mensual fue fundada por Farga Pellicer y Anselmo Lorenzo y se publicó hasta junio de 1888. Otras publicaciones anarquistas de finales de siglo fueron Bandera Roja, Tierra y Libertad, e Idea Libre, todas de Barcelona. De ideología anarquista y gran altura intelectual son las revistas Ciencia Social y la Revista Blanca. La primera fue fundada en octubre de 1875 en Barcelona por Anselmo Lorenzo; en ella también colaboraría Unamuno, y, tras ser prohibida en España, apareció en Buenos Aires de abril de 1897 a febrero de 1899. La Revista Blanca, subtitulada «Publicación quincenal de sociología, ciencias y artes», fue fundada por Federico Urales en 1898 y se publicó hasta 1936 contando con colaboradores de gran altura. 694

Tradicionalmente en la historia del periodismo a finales del siglo XIX hablamos de prensa de masas cuando los diarios alcanzan o superan el millón de ejemplares de tirada (en Francia, Gran Bretaña y EEUU). En España estamos todavía lejos en nuestros días de batir ese récord. Pero en términos relativos los historiadores del periodismo español, como Celso Almuiña, se refieren —no sin razón— a la prensa de la Restauración, ya cerca del fin de siglo, como «prensa de masas». El periódico de mayor difusión en los últimos años del siglo en España, El Imparcial, alcanza tiradas de 120.000 a 140.000 ejemplares, lo que, teniendo en cuenta la población de Madrid en torno al medio millón de habitantes, es una cifra muy considerable. Este gran periódico que había sido uno de los órganos de la Revolución de 1868 y había llenado la vida madrileña del Sexenio Revolucionario terminó aceptando la monarquía restaurada y su régimen y consiguió transformarse en el diario de más influencia y tirada de su tiempo. Contaba con una redacción de gran calidad, eso sí muy bien pagada, en la que podemos destacar nombres como los de Isidoro Fernández Flórez («Fernanflor»), Mariano Araús, Mariano de Cavia, que escribía las crónicas taurinas, Félix Lorenzo, futuro director de El Sol, Miguel Moya, etc. El más «neutral» de estos periódicos de información fue La Correspondencia de España que, en realidad, fue siempre pro-ministerial, cualquiera que fuera el gobierno en el poder. Los otros periódicos de gran difusión, a pesar de la primacía dada a la información sobre la opinión, se pueden adscribir —en general— a ideologías avanzadas dentro del panorama de la época: grandes periódicos como El Imparcial, El Liberal y El Heraldo de Madrid, mantienen una postura crítica e independiente del poder en sus «fondos». La derecha conservadora en el poder o en la oposición según la alternancia no supo ver, o no supo utilizar, este canal de propaganda para sus ideas y su prensa quedó atrasada técnica y periodísticamente. La Correspondencia y El Imparcial tienen su origen antes del Sexenio Revolucionario. El Liberal procede de una escisión republicana de El Imparcial en 1879 (un grupo de redactores republicanos —entre ellos Mariano Araús y «Fernanflor»— más el administrador y catorce obreros junto con el gran periodista Miguel Moya que lo dirigirá desde 1890). Comenzó el periódico a venderse más barato que sus competidores, pero en 1881 costaba ya 5 céntimos como la mayoría de los periódicos madrileños. El Liberal fue un diario reflejo siempre de la actualidad palpitante, que supo combinar su talante progresista y republicano con un contenido informativo ameno y muy interesante. Por otro lado prestó gran atención al mundo cultural y literario. «Fernanflor» había sido el impulsor del famoso suplemento literario de El Imparcial, y cuando fue nombrado académico su discurso de ingreso versó sobre «La literatura y la prensa». El periódico organizó varios concursos de cuentos en los que obtuvieron premios autores luego de gran renombre como Valle-Inclán. En la década de los 80 sólo El Liberal y El Imparcial se imprimían con rotativa de papel continuo. Sin embargo podemos hablar claramente ya de una prensa industrial sólidamente asentada. Estos periódicos disponían de edificios propios construidos ex-profeso para albergar un periódico, contaban con numerosos empleados y obtenían, en general, saneados beneficios publicitarios. El último de los grandes periódicos que nacerán en este periodo y cuya vida se prolongará en el siglo siguiente será El Heraldo de Madrid, fundado en 1890 por Felipe Ducazal que ya había abandonado sus salidas con la «partida de la porra» y era un próspero empresario teatral. 695

Frente a la monotonía tipográfica de La Correspondencia, El Imparcial y El Liberal introducen los titulares que todavía no se acercan ni de lejos al sensacionalismo —ya en boga en otros países. Sin embargo no faltan chispas de sensacionalismo en la prensa española del fin de siglo. El Resumen es un diario adscrito a la izquierda liberal de Serrano que llena sus páginas con la crónica «sensacionalista» de todo tipo de sucesos y crímenes. Un hito en este aspecto en la prensa española será el famoso «crimen de la calle de Fuencarral», en Madrid, que polarizó la atención del público y acaparó los titulares de todos los periódicos. Pero todavía estamos muy lejos de Pulitzer y de Hearst que, por otra parte, eran contemporáneos. La irrupción del Heraldo de Madrid concluye una década dominada por los tres grandes diarios independientes, El Imparcial, El Liberal y La Correspondencia de España, que entra en franca decadencia. El Heraldo de Madrid heredaba su nombre de un viejo periódico moderado que se publicó entre 1842 y 1854 dirigido e inspirado por Sartorius. Ducazal consiguió publicar su diario gracias a su asociación con el marqués de Murrieta y su primer impulso fue el influir en unas elecciones. En esta última década del siglo acrecienta su influencia y se convierte en un verdadero periódico popular vespertino conocido como «el gorro de dormir de los madrileños». Su primer director fue José Gutiérrez Abascal, cronista mundano que firmaba como «Kasabal». En 1902 le sucedería José Francos Rodríguez, eso sí, a las órdenes del nuevo dueño del periódico, el líder liberal José Canalejas. Fuera de Madrid sólo podríamos destacar un gran periódico en esta época: La Vanguardia fundada en 1881 por don Bartolomé Godó y Jaume Andrade, y ligado al principio al Partido Liberal que, a finales de siglo, con un ideario más conservador, se había convertido en uno de los más importantes diarios de Barcelona. También en Barcelona seguía publicándose el veteranísimo Diario de Barcelona fundado en 1792, que se había renovado profundamente desde mediados de siglo para convertirse en la década de los 80 en un diario de moderado regionalismo, católico y liberal, faro de la burguesía conservadora catalana, y ha de ser el de mayor tirada en esa época. Tiene interés también en Barcelona El Noticiero Universal fundado por Peris Mencheta, creador de la agencia que lleva su nombre y que había sido redactor de La Correspondencia de España y Las Provincias de Valencia. En Valencia continuaba el diario La Provincias fundado en 1866. Por aquellos años nacieron numerosos diarios que todavía se publican hoy como La Voz de Galicia, fundado en La Coruña en 1872; El Adelanto, de Salamanca, de 1883; El Heraldo de Aragón, de 1895 en Zaragoza, etc. En el terreno de las revistas ilustradas y culturales, todo este periodo siguió lleno por La Ilustración Española y Americana, fundada en 1869. Esta excelente revista decenal dejó testimonio gráfico con sus grabados de toda una época. Pero en 1891 iba a aparecer un fuerte competidor de La Ilustración. Una revista más ligera, de menor calidad, más ágil, más periodística, y por supuesto más barata: Blanco y Negro, que tuvo un éxito fulgurante y que fue la base que consolidó una empresa, Prensa Española, editora todavía del periódico ABC. En 1898 Blanco y Negro llegó a alcanzar tiradas de 75.000 ejemplares, todo un récord para el momento. Sin embargo, desde 1894 tuvo una fuerte competencia en la revista Nuevo Mundo fundada por José de Perojo y que a principios del siglo siguiente llegaría a superar a Blanco y Negro. El diario El Imparcial fue pionero en un fenómeno que hoy es común a toda la prensa española, la edición de un suplemento semanal literario. Los Lunes Ilustrados 696

de El Imparcial comenzaron a publicarse en junio de 1893, aunque ello no significó que el diario incorporara habitualmente información gráfica, cosa que no sucedería en la información española hasta 1904 con El Gráfico y 1905 con ABC. En el panorama de las revistas culturales las más prestigiosas fueron entonces Revista Contemporánea y La España Moderna. Esta última comenzó a publicarse en 1889 con el ideal, explícitamente declarado, de emular a la francesa Revue des Deux Mondes; contó siempre con el apoyo y el dinero del mecenas Lázaro Galdeano. La Revista Contemporánea había sido fundada en 1875 por José de Perojo con un ideario europeista y liberal, pero en 1879 Perojo la vendió al canovista Cárdenas y desde entonces adoptó una actitud fuertemente conservadora bajo la dirección de Asís Pacheco.

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CAPÍTULO XXXIII

El nuevo siglo (1898-1931) Para la prensa, sigue vigente el marco legal establecido por la Constitución de 1876 y la Ley de Prensa de 1883. Este sistema, esencialmente liberal, iba a sufrir no despreciables restricciones tanto con la Dictadura como antes de ella, para desaparecer luego con el nuevo régimen republicano. El siglo comienza con la Ley de Jurisdicciones de 23 de marzo de 1906, por la que quedaban sometidos a los tribunales militares los delitos contra la patria y el ejército que estará vigente hasta la República y que desde su promulgación provocó una oleada de protestas en el mismo Parlamento y en la prensa. En todo este periodo conviven en la prensa española características heredadas del siglo XIX con nuevos planteamientos más acordes con el siglo XX. La prensa de información basada en empresas con serios planteamientos de financiación, que ya había empezado a desarrollarse en la segunda mitad del siglo anterior, coexiste con una prensa política, no ya de partido, sino de fracciones o de hombres, sin viabilidad económica, que todavía es predominante en cuanto al número de cabeceras a principios de siglo. Poco a poco la situación se invertirá. Así, si en 1913, dentro de las 1.980 cabeceras de todo tipo que se publicaban, podemos considerar a 156 de ellas como periódicos de información frente a 586 periódicos políticos; en 1920 las cifras se acercarán sensiblemente (339 periódicos políticos frente a 283 de información). Para llegar en 1927 a 327 periódicos de información frente a 210 políticos. La profesión de periodista estaba todavía más en el siglo XIX que en el XX. En 1895 y 1899 se habían intentado crear sindicatos de periodistas y en 1895 Miguel Moya creará en Madrid la Asociación de la Prensa con fines que no iban más allá de la beneficencia. En 1919 se constituyó el Sindicato Español de Periodistas adherido a la UGT y presidido por Ezequiel Eudériz, redactor de El Liberal. Durante la Dictadura existió un proyecto de Estatuto de Prensa de inspiración mussoliniana que preveía incluso crear escuelas de periodismo en las facultades de Filosofía de Madrid, Barcelona y Sevilla, pero que no llegó a presentarse a la Asamblea Nacional, pues antes cayó el régimen. Sí funcionaron, en cambio, los Comités Paritarios de Prensa que ciertamente consiguieron mejorar en algo las condiciones de trabajo, contratos, salarios, vacaciones, etc., de los periodistas. Ángel Herrera Oria, director del diario católico-conservador El Debate, fundaría en 1924 la Escuela de Periodismo de la Iglesia. A pesar de que el gran número de publicaciones puede darnos la idea de un gran auge de la prensa en este primer tercio del siglo, lo cierto es que predominaban las

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pequeñas empresas. Muchas de estas publicaciones tenían muy corta vida. Además, el analfabetismo restringía mucho el público potencial. En los tres primeros lustros del siglo se pasó en España de 1.347 periódicos en 1900 a 1.980 periódicos en 1913 (es decir de un periódico por cada 15.106 habitantes, a uno por cada 10.076; cifras que en Madrid se reducían a uno por 1.914 hab. y en Barcelona a uno por 3.535 hab.). Si consideramos el periodo 1914-1931, las cifras siguen mostrando un aumento del número de publicaciones hasta 1920 (2.289 periódicos) que, en cambio, baja en 1927 (2.210; un periódico por cada 10.176 hab.). Esto último se debe quizá a la Dictadura, aunque también podemos empezar a hablar de concentración de empresas. En 1927 los diarios representaban un 12,67% de las publicaciones entre las que predominaban las mensuales, mientras que en 1913 los diarios eran un 16% y predominaban los semanarios. Desvois calcula entonces una tirada media para los diarios de 4.800 ejemplares lo que teniendo en cuenta las altas tiradas de algunos diarios de Madrid daría para la mayoría de las publicaciones diarias cifras ínfimas. En torno a 1920 la mayoría de los grandes diarios no habían aumentado su número de páginas, que en general eran ocho, lo que les daba espacio suficiente para una presencia cada vez mayor de la publicidad. Ésta era, cada vez más, uno de sus recursos financieros más importantes. De 1913 a 1920 se producen también importantes progresos en los recursos materiales: de 36 rotativas y 15 linotipias en 1913 se pasa en 1930 a 31 y 213, respectivamente. En 1930, 565 publicaciones disponían de imprenta propia mientras que en 1913 sólo eran 270. De etapas anteriores sobrevivieron todavía grandes empresas periodísticas que pronto iban a tener que competir con nuevas cabeceras. Así, La Correspondencia de España, que indudablemente era la primera empresa periodística digna de ese nombre que había existido en España, había ya perdido la primacía frente a El Imparcial y, para frenar su decadencia, fue nombrado director Leopoldo Romeo que no pudo cumplir su objetivo de recuperarlo. Aún así se mantuvo languideciendo hasta 1925 en que desapareció. El Imparcial había superado a La Corres y estaba en su apogeo a principios de siglo. Pero la independencia que le había dado su prestigio desapareció a ojos del público cuando su director Rafael Gasset —hijo del fundador— fue nombrado ministro de Fomento por Francisco Silvela en abril de 1900. Tenía entonces una tirada de 130.000 ejemplares que bajó a 80.000 en 1906. Después de la experiencia del llamado «trust de los periódicos», estuvo a punto de ser controlado por Urgoiti, operación que fracasó, dando lugar a una verdadera escisión de la que surgiría El Sol. El Imparcial, en franca decadencia, se mantuvo como una caricatura de sí mismo hasta 1933. El Liberal, moderadamente republicano y anticlerical, se hizo pronto un diario verdaderamente popular, acérrimo defensor de la libertad de prensa y modelo de equilibrio entre la seriedad informativa y la amenidad. Su éxito le permitió fundar en 1901 en Barcelona, Sevilla y Bilbao tres periódicos de su mismo nombre. Compró, además, Las Provincias de Levante de Murcia que en 1902 pasó también a llamarse El Liberal. Formó parte del trust y tuvo, claro es, una postura aliadófila durante la Gran Guerra. En diciembre de 1919, a raíz de la huelga de periodistas, se separaron de El Liberal un grupo de redactores para fundar La Libertad. Este golpe contribuyó también a la crisis del trust. Por sus posturas radicales sufrió también la hostilidad de la Dictadura. 700

El vespertino Heraldo de Madrid pasó, con el nuevo siglo, a manos de José Canalejas y lo dirigió José Francos Rodríguez hasta que en 1906 fue comprado por la Sociedad Editorial de España (el trust). Muy popular, verdadero «gorro de dormir» de los madrileños, mantuvo siempre posturas progresistas y por ello tuvo muchas dificultades durante la Dictadura. Su último número se publicó el lunes 27 de marzo de 1939, víspera de la ocupación de Madrid. Mencionamos, por último, el único que sobrevive en nuestros días: La Vanguardia de Barcelona. En 1887 lo compró Carles Godó Pie y desde 1888 se convirtió en diario de información independiente aunque siempre próximo al Partido Liberal. Pero esta situación cambió cuando, a la muerte de Carles Godó, fue sucedido en 1897 por su hijo Ramón Godó Lallana (amigo de Maura) que inclinó el diario hacia el conservadurismo. A estas grandes empresas periodísticas cuyo origen estaba en el siglo anterior vinieron a sumarse otras nuevas que iban a desempeñar un papel trascendente en la prensa española del siglo XX. La primera de ellas, al menos cronológicamente, será Prensa Española, editora del semanario Blanco y Negro y del diario ABC Blanco y Negro había nacido en 1891 fundado por Torcuato Luca de Tena y Álvarez Ossorio. La operación que dio a luz el diario ABC no estuvo exenta de dificultades. La nueva publicación, a falta de rotativa, y en las máquinas planas de Blanco y Negro, sólo pudo nacer como semanario el 1 de enero de 1903, más ligero, barato y popular que su hermano mayor. Del 1 de junio de 1903 a marzo de 1904 fue bisemanal, de marzo a diciembre de 1904 volvió a ser semanario. Desapareció entonces hasta el 1 de junio de 1905 en que pudo salir definitivamente como diario. Nació ABC con ambiciosas pretensiones. Su éxito de tirada fue grande (50.000 ej. al cabo de un mes) pero sus pérdidas también lo eran. En efecto, la abundancia de información gráfica, la excelente plantilla de redactores muy bien pagados y otros dispendios elevaban su presupuesto mensual en 1906 a 150.000 ptas., cifra enormemente alta para la época. Pero pronto pudo obtener beneficios. Sin vinculación a ningún partido su postura en todo momento fue —y es— inequívocamente conservadora y monárquica. El 1 de octubre de 1910, fundado por Guillermo de Rivas, iba a surgir El Debate con el subtítulo de Diario de la mañana, católico e independiente. Su primer director iba a ser el religioso Basilio Álvarez. En 1911, Rivas hubo de cedérselo a Santiago Mataix, propietario de El Mundo con quien había contraído fuertes deudas. No mejoró su escaso éxito y Mataix acabó vendiéndoselo a Ángel Herrera Oria en noviembre de 1911, quien lo dirigiría desde entonces hasta febrero de 1933. Su éxito no fue entonces inmediato. Distintas dificultades financieras llevarían a uno de los socios iniciales de Herrera —el diario católico La Gaceta del Norte, de Bilbao— a ceder su participación a otro de los socios, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Con nuevos socios capitalistas se fundó en 1913 la Editorial Católica que, desde entonces, se encargó de la edición del diario. El Debate se sometía a la censura eclesiástica y mantuvo siempre una posición ultraconservadora. Ángel Herrera se rodeó de un gran equipo de periodistas. Durante la Gran Guerra el diario fue abiertamente germanófilo y los artículos de «Armando Guerra» (el comandante de Estado Mayor, Francisco Martín Llorente), atinado comentarista militar, hicieron pasar rápidamente su tirada de 8.000 ejemplares a 50.000 en 1916. En vísperas de la República su tirada casi alcanzaba los 80.000 ejemplares. 701

Hasta el advenimiento de la República aparecerán todavía otros grandes diarios: La Libertad (1919), Informaciones (1922) y La Nación (1925), este último, órgano oficioso de Primo de Rivera; Además del excelente El Sol (1917). Acabamos de ver como la empresa de El Liberal se había extendido a diversas provincias. En 1906, Miguel Moya y Antonio Sacristán quisieron ir más lejos y se asociaron con los Gasset de El Imparcial para dar paso a la Sociedad Editorial de España que desde sus orígenes iba a ser popularmente conocida como el «trust de los periódicos». El primer Comité Ejecutivo de la sociedad estaba presidido por Miguel Moya con José Ortega Munilla (vicepresidente), José Gasset y Chinchilla (secretario) y Antonio Sacristán (inspector gerente). El capital estaba inicialmente dividido en 4.500 acciones de 1.000 ptas., de las cuales 2.100 eran de los Gasset y 2.500 de la sociedad de El Liberal. El Imparcial buscaba en esta asociación remedio a su crisis de decadencia, pero lo cierto es que el asociarse dos diarios de la mañana, competidores en tantos terrenos, podía parecer «contra natura». Hubo también negociaciones con el viejo La Correspondencia de España y con el nuevo ABC, pero no llegaron a buen término. La operación iba a completarse con la compra de el Heraldo de Madrid por un millón y medio de ptas. que pagaron al contado a Canalejas gracias a un préstamo de un industrial murciano José Maestro, que devolvieron, gracias a los beneficios, a los pocos meses. Así, con El Liberal y su cadena, El Imparcial y el Heraldo de Madrid nació el trust. Cada periódico siguió manteniendo su propia personalidad, El Imparcial era liberal dinástico, El Liberal, republicano y progresista, El Heraldo, progresista y muy popular, pero el trust acumulaba suficente poder para ser interlocutor a tener en cuenta en muchos terrenos. Precisamente esa fuerza, que a los lectores daba la impresión de un monopolio, agravó aún más la crisis del El Imparcial que lastró el éxito económico de la operación. Francos Rodríguez, que, en principio, había desaconsejado a Canalejas la venta de El Heraldo, una vez que se consumó ésta, aceptó sin vacilación continuar dirigiéndolo. Así pues el nacimiento de la sociedad editorial no llevó a ningún cambio en la dirección de los periódicos que la integraban. El trust amplió su red provincial con la adquisión de El Defensor de Granada en 1907 y El Noroeste de Gijón en enero de 1908. Controlaba, pues, nada menos que nueve diarios, cuatro de ellos en Madrid. La primera demostración de fuerza del trust fue a causa del precio del papel. La Papelera Española, fundada en 1901, estaba presidida en 1906 por Nicolás María de Urgoiti. Con claros objetivos monopolistas había hecho descender el precio del papel en un 20%. El recién constituido trust exigió nuevas reducciones. El gobierno, del que formaba parte Rafael Gasset, iba a proponer a las Cortes un arancel proteccionista para el papel. El Imparcial inició una campaña contra éste y contra el monopolismo de La Papelera. Urgoiti replicó desde el ABC. Finalmente el arancel no se aprobó y el precio del papel de prensa bajó. El trust se había impuesto. El contrato fundacional de la Sociedad Editorial de España tenía una duración prevista de diez años, y la vida del trust no iba a prolongarse más allá. Desde el comienzo había despertado numerosos recelos. La Correspondencia de España comenzó a incluir en su cabecera un entrefilete que rezaba: «Este periódico no pertenece al trust.» En ello sería imitada por muchos otros. El Imparcial sería el más dañado como periódico en la aventura y el primero que saldría de la sociedad. La familia Gasset (con la Sociedad de El Imparcial) recuperaría el control del periódico en marzo de 1936, 702

en cuya cabecera aparecería, desde el mes siguiente, la misma frase de La Correspondencia. La Sociedad Editorial de España subsistirá con los restantes diarios —además de La Moda Práctica— hasta 1922. Desde el fallecimiento de Miguel Moya en 1920 entró en una acelerada crisis económica. Se harían con ella sus acreedores, Manuel y Juan Busquets. Pasa entonces a denominarse Sociedad Editora Universal. Nicolás María de Urgoiti era consciente de que a su imperio industrial le hacía falta contar al menos con un periódico que defendiera sus intereses. Había pretendido comprar ABC sin conseguirlo y pensaba también fundar un nuevo diario. Cuando El Imparcial se separó del trust, fue el mismo Rafael Gasset quien buscó su apoyo financiero para renovar el periódico. Se llegó a un acuerdo y hubo un contrato privado. Cuando Urgoiti comenzó a intervenir directamente, sobrevino la ruptura y no hubo escritura pública. Urgoiti denunció a los Gasset e intentó represalias económicas, pero todo fue inútil. El mismo grupo que había intentado controlar El Imparcial creó el 16 de noviembre de 1917 la Sociedad El Sol. Tras dos meses de preparativos y con grandes inversiones, el 1 de diciembre de 1917 iba a salir a la calle El Sol, el periódico cuya calidad iba a estar por encima de todo lo hecho hasta entonces en España. Eran 12 páginas en gran formato donde no cabían ni la información taurina ni la lotería. Tenía abundante información local, de provincias y del extranjero. Desde enero de 1918 publicaba suplementos semanales dedicados los domingos a la agricultura y la ganadería; los lunes, a la pedagogía y la instrucción pública; los martes, a la biología y la medicina; los miércoles, a las ciencias sociales y económicas; los jueves, a la historia y la geografía; los viernes, a la ingeniería y arquitectura, y los sábados, al derecho y a la legislación. Costaba el doble que los demás periódicos, diez céntimos, y buscaba un público de intelectuales y de lo más liberal y abierto de la burguesía. Su director fue Félix Lorenzo, y José Ortega y Gasset escribía en él casi diariamente. Contaba con el excelente dibujante Luis Bagaría. La lista de las grandes firmas que llenaron sus páginas serían una representación de lo mejor de la intelectualidad española de la época: Mariano de Cavia, Corpus Barga (corresponsal en París), Julio Álvarez del Vayo (corresponsal en Ginebra), Salvador de Madariaga, Julio Camba, Federico de Onís (corresponsal en Nueva York), etc. En 1920, Urgoiti, para equilibrar el presupuesto deficitario de El Sol, lanzó un diario de la noche: La Voz. Sus posiciones eran análogas a las de su hermano mayor pero expuestas de manera más amena y sencilla. Fue un buen periódico popular en el que colaborarían firmas que también lo harían en El Sol. Enrique Fajardo («Fabián Vidal»), fue su director y Manuel Bueno su redactor jefe. El Sol mantuvo inicialmente frente a la Dictadura una postura de benevolente expectativa, que fue luego de crítica y oposición. Cuando cayó ésta adoptó una postura decididamente republicana. Es famoso el artículo de Ortega y Gasset, «El error Berenger» que concluía con la lapidaria frase: «Delenda est Monarchia». Desde Palacio llegaron amenazas a La Papelera de represalias económicas. Urgoiti había cedido a ésta —para satisfacer deudas— un paquete de acciones de El Sol por lo que en su Consejo de Administración habían entrado hombres como Arteche, Arosti y Rodríguez Acosta. En marzo de 1931 el diario cayó en manos de un grupo de monárquicos donde figuraban los condes de Gamazo y Barbate, José Félix de Lequerica y otros. Con El Sol Urgoiti perdió también La Voz. 703

Félix Lorenzo, Ortega y Gasset y la mayoría de los hombres de El Sol siguieron a Urgoiti que fundó en abril de 1931 la editorial Fulmen. Tres días después del último número de El Sol de Urgoiti y Ortega, salía a la calle el trisemanal Crisol, el sábado 4 de abril de 1931, que se convertiría en el diario Luz (con el subtítulo de Diario de la República) el 7 de enero de 1932. Pero no acabaron ahí las dificultades de Urgoiti que terminaría vendiendo Luz en septiembre de 1932 a Luis Miquel, quien ya se había hecho con El Sol y La Voz. Félix Lorenzo, que había dirigido Crisol y Luz, cedió su puesto a Luis Bello. Otros dos importantes diarios iban a surgir antes de la Dictadura: La Libertad e Informaciones. La Libertad había surgido el 13 de diciembre de 1919, a partir de un grupo de redactores separados de El Liberal. La nueva sociedad editora la formaban Eduardo Ortega y Gasset, Luis de Oteiza, Antonio de Lezama, Luis Zulueta y Antonio Zozaya, inicialmente, aunque éste último muy bien pudo haber sido el hombre de paja de Santiago Alba, Juan March y Horacio Echevarrieta. El Liberal le puso pleito por la cabecera que hubo de modificarse temporalmente en El Popular. Con una tirada que llegó a los 90.000 ejemplares, defendía una política de reformismo burgués moderado en línea con Santiago Alba. Era un gran diario de información con numerosas secciones, dirigido por Joaquín Aznar y con Antonio Lezama como subdirector. En 1922, Rafael Barón y Martínez Agulló fundaron con un capital de 100.000 ptas. Informaciones con clara inclinación derechista. Fue su primer director Leopoldo Romeo (que dejó para ello la dirección de La Corres, ya agonizante). Más tarde sería adquirido por Juan March y mantendría una posición antirrepublicana. Durante la Gran Guerra la avidez de información, estimulada por los acontecimientos bélicos, favoreció inicialmente a toda la prensa. Todos los diarios políticos aumentaron sus tiradas y se alinearon unos con la Entente y otros con los Imperios centrales. Eran germanófilos: ABC, La Acción, El Correo Español, El Debate, El Día, El Mundo, El Parlamentario, El Siglo Futuro y La Tribuna. Eran aliadófilos: La Correspondencia de España, España Libre, Heraldo de Madrid, El Imparcial, El Liberal, La Mañana, El País, El Radical y El Socialista. Las embajadas de los países beligerantes, sobre todo la alemana, fueron generosas con los periodistas para favorecer el desarrollo de una opinión pública en España favorable a sus intereses (sobre todo la no entrada en guerra en el bando contrario). De todos modos, los beneficios obtenidos del aumento de las tiradas no compensaban el aumento de los costes. El papel, al desaparecer prácticamente las importaciones, casi duplicó su precio (un 80% de aumento entre 1913 y 1916) en un mercado dominado por la Papelera Española de Urgoiti. El gobierno intentó paliar la situación con la concesión de anticipos reintegrables a las empresas periodísticas para sus compras de papel (ley de 29 de julio de 1918) a lo que algunos periódicos no se acogieron, como El Socialista (que se endeudó), La Vanguardia (que tenía una fábrica de papel propia), o El Sol (que también se endeudó con La Papelera). El resultado final fue el aumento del precio de los diarios ya acabada la guerra. En 1915, Nicolás María de Urgoiti afirmaba en una conferencia que en España había 300 diarios de los que sólo un centenar superaba los 2.500 ejemplares, con una tirada total de 1.200.000 ejemplares (500.000 en Madrid, 200.000 en Barcelona y 500.000 en el resto de España). De todos modos, no existían medios para controlar las tiradas y la tensión entre los gastos producidos por el aumento de circulación y los ingresos por la publicidad creaban no pocas dificultades a los periódicos. 704

Cuando Primo de Rivera tomó el poder, una de sus primeras medidas fue la de establecer la censura previa, aunque la Constitución de 1876, que la prohibía expresamente, continuaba en vigor. De todos modos, la mayoría de los periódicos adoptaron una actitud expectante sin enfrentarse con la nueva situación. Es cierto también, por otra parte, que en sus primeros momentos el nuevo régimen no tiene un perfil definido y parece orientarse hacia una renovación del sistema parlamentario; todavía no había adquirido el sesgo fascista de sus últimos años. El mismo dictador va a hacer frecuentes incursiones en la prensa sin el menor sentido del ridículo. En 1925 impulsará el nacimiento de un órgano oficioso: La Nación. Para ello se fundará Editorial La Nación S.A. La tirada del periódico no superó la de los grandes diarios pero alcanzó los 55.000 ejemplares. Sobrevivirá al régimen como órgano de la extrema derecha durante la República. En sus páginas se dio un caso famoso: en 1929 publicó un soneto en alabanza al Dictador que había sido remitido conteniendo un acróstico que rezaba: «Primo es borracho». Los periódicos de información, sobre todo los de talante más liberal, se distanciaron rápidamente del régimen y sufrieron por ello numerosas multas y suspensiones. Podemos hablar, pues, de una prensa de oposición que circulaba legalmente: El Sol y su vespertino La Voz, también El Heraldo de Madrid y La Libertad, además de algunos otros periódicos de provincias, no claudicaron ante la Dictadura lo que les trajo enormes dificultades. Contaba el régimen con el apoyo de la prensa más conservadora, con El Debate y el ABC, además, por supuesto, de La Nación. También le apoyaba el Informaciones, diario de la noche fundado en 1922 por Rafael Barón y Martínez Agulló, cuyo primer director fue Leopoldo Romeo. La prensa obrera vivía a caballo entre la legalidad y la clandestinidad. Perseguidos los órganos anarquistas o comunistas, tolerados, en cambio, los socialistas por la colaboración del PSOE y de la UGT. En efecto, El Socialista no dejó de publicarse. Caído ya el dictador, iba a nacer en diciembre de 1930 un nuevo periódico de información, moderado, que alcanzaría gran popularidad. Nos referimos a Ahora. Fundado por Luis Montiel Balanzat, que provenía del ciervismo y que había hecho fortuna en negocios papeleros, su primer redactor jefe fue Chaves Nogales. Su éxito fue fulminante: en enero de 1931 afirmaba tener una tirada de 159.289 ejemplares. Los primeros años del siglo vieron nacer numerosas revistas más o menos literarias que podemos encuadrar en el impulso de la Generación del 98. Así, en 1901 Francisco Villaespesa funda la efímera Electra donde colaboró Maeztu, y en 1902 nace la revista Ibérica. En 1903 surgirían Helios (modernista) o Alma Española (situada más a la izquierda). Como revista literaria imprescindible continuaba Los Lunes del Imparcial. Entre los semanarios ilustrados destaca Blanco y Negro, fundado en marzo de 1891 y que, posiblemente, será la revista gráfica más importante de los primeros lustros del siglo XX. Antes, en 1889, Manuel Alhama Montes («Wanderer») había fundado Alrededor del Mundo que se publicaría hasta 1930. En 1894 surgió por obra de José del Perojo Nuevo Mundo. Perojo falleció en 1908 y en 1911 un grupo de colaboradores de la revista y de Por esos Mundos (nacida como su suplemento en 1900 y desde 1906 mensual independiente) fundaron Mundo Gráfico que absorbería a las dos anteriores en 1913. En 1915 José Ortega y Gasset, con el apoyo financiero de Luis García Bilbao, iba a fundar la revista España con el subtítulo de Semanario de la vida nacional. Entre sus 705

primeros redactores figuraron Pío Baraja, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala y otros, además de una lista de destacadísimos colaboradores. Ortega fundó en 1916 El Espectador, de la que sería redactor único. Había abandonado España por su orientación cada vez más a la izquierda, bajo la dirección de Luis Araquistáin a quien sucedería en 1922 Manuel Azaña. El Espectador dejó de publicarse en 1924. En este campo de la prensa semanal tienen una importante presencia las revistas de espectáculos y toros y la incipiente prensa deportiva, además de la prensa femenina o de modas. En cuanto a esta última podemos mencionar Friné en Madrid o El Eco de la Moda en Barcelona además de otras muchas quincenales o mensuales. Solamente en Madrid entre 1900 y 1936 nacieron 141 publicaciones taurinas, muchas de ellas efímeras ciertamente pero que nos dan idea de la pujanza de este tipo de prensa. Cabeceras como Sol y Sombra (abril 1897-junio 1926) y El Eco taurino (1910-1946) o La Lidia, en Madrid; La Corrida en Barcelona; Caireles en Málaga; Pitos y Palmas en Zaragoza, etc. son sólo una muestra de la enorme pujanza que este tipo de prensa tuvo en el primer tercio del siglo xx. Análoga consideración tendrían para nosotros publicaciones dedicadas al teatro, o a los espectáculos en general, así como las primeras publicaciones dedicadas al cine. Hay que mencionar además la incipiente prensa deportiva con cabeceras como Los Sports, semanario fundado en 1916, o Eco de Sports (de 1919), ambos en Madrid, además de Foot-Ball de Barcelona. En un terreno totalmente distinto habría que referirse a la mensual Revista de Occidente de José Ortega y Gasset, fundada en 1923, que tuvo enorme influencia en la vida intelectual y política de su tiempo.

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CAPÍTULO XXXIV

La prensa durante la Segunda República Buena parte de la historiografía actual se refiere a la Segunda República española como una «República de periodistas». Efectivamente en las Cortes Constituyentes de 1931 se sentaban 47 periodistas. Después de los catedráticos de Universidad constituían el grupo profesional más numerosos, excepción hecha naturalmente de los abogados. Ciertamente la accidentada vida de la II República española no le permitió ser un ejemplo de libertad de expresión inmaculada. La censura siguió funcionando de hecho, las medidas de carácter represivo se prodigaron. De todos modos —y sobre todo visto desde la actualidad— los periódicos de entonces atacaban a sus adversarios con una agresividad que ahora nos parecería inconcebible. La violencia acumulada en la sociedad española, de la que la prensa no era sino mero reflejo, iba a desembocar en una ruptura definitiva: el levantamiento militar contra el gobierno legalmente constituido iba a truncar definitivamente el penúltimo intento de modernización de España. La mayoría de los grandes periódicos acogió esperanzado la nueva situación surgida de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Incluso entre los periódicos abiertamente monárquicos, El Debate, aplicando la doctrina del gobierno «de hecho» de León XIII, acató el nuevo régimen. ABC, en cambio, se mostró reticente desde el primer momento. El Gobierno provisional asumió todos los poderes y dictó una amplia anmistía. Ya en el Estatuto Jurídico Provisional que iba a regir la vida política hasta la proclamación de la nueva Constitución en diciembre de 1931, se reconocían todos los derechos individuales, naturalmente también el de expresión, aunque el Gobierno se reservaba un «régimen de fiscalización» de estos derechos. En el proyecto constitucional, el artículo 34 sancionaba la libertad de expresión y en el artículo 10 se decía que «Corresponde al Estado español la legislación y podrá corresponder a las Regiones autónomas la ejecución en la medida de su capacidad política a juicio de las Cortes, sobre las siguientes materias: (...) 10. Régimen de prensa. Asociaciones, reuniones y espectáculos públicos.» A raíz de la quema de conventos de 11 de mayo fueron suspendidos los diarios ABC y El Debate. El primero reaparecería el 3 de junio y el segundo, el 20 de mayo. Poco después de la aprobación del artículo 26 de la Constitución relativo a la cuestión religiosa se pasó a discutir un proyecto de ley denominado «de Defensa de la República» promulgado el 24 de octubre en el que se consideraban actos de agre707

sión a la República el difundir noticias que pudieran perturbar la paz y el orden público. Gracias a esta ley fueron numerosas las multas y suspensiones a derecha y a izquierda. Poco antes de proclamarse la República, El Sol y La Voz, como hemos visto, habían sido adquiridos por un grupo de personalidades monárquicas. De todos modos ambos periódicos se adhirieron al nuevo régimen. Dentro del panorama de la prensa diaria durante la República el diario Ahora ocupa un lugar destacado. Comenzó a publicarse el 16 de noviembre de 1930, coincidiendo con la sublevación republicana de Jaca. Nació con una intención clarísima de competir desde posiciones más progresistas con el diario ABC. Aunque de tamaño algo mayor, Ahora imprimía también varias páginas en huecograbado y su portada la ocupaba siempre una fotografía de actualidad. Hizo gala también al principio de fidelidad monárquica que luego se trocaría en respeto por el nuevo régimen republicano. El diario Ahora era propiedad de Luis Montiel. Más que periodista, tendríamos que denominarle empresario. Habiendo comenzado en la industria papelera y luego de artes gráficas, Montiel había lanzado en 1926 el diario literario La Novela Mundial al que siguieron otros y finalmente en enero de 1928 la revista semanal Estampa. A Montiel se debe también una de las más populares publicaciones deportivas españolas: el semanario As, que apareció en junio de 1932. Ante el peligro de verse desbordada por la izquierda o por la derecha, la República necesitaba de una prensa adicta. Después de la aventura de Crisol, Urgoiti había fundado el diario Luz con una importante participación de la Agrupación al servicio de la República con José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. Luz, como antes El Sol y Crisol, iba a ser dirigido por Félix Lorenzo. El Socialista comenzó en septiembre de 1932 a airear la noticia de que, financiado por el acaudalado Luis Miquel, se iba a constituir un trust periodístico con El Sol, La Voz y Luz. A pesar de los desmentidos, todo era cierto. El mejicano Martín Luis Guzmán, que había sido secretario de Pancho Villa y que contaba entonces con la confianza de Azaña, puso a éste en contacto con Luis Miquel. Tras el fracaso y la sublevación del 10 de agosto, Miquel logró hacerse con la propiedad de El Sol y de La Voz, al parecer con la amenaza de implicar a sus propietarios monárquicos en la intentona. El 14 de septiembre Luz anunciaba el «concurso de capitales nuevos» que lo vigorizarían y el cambio, «por razones de salud», del director Félix Lorenzo al que sustituiría Luis Bello. Con Luis Miquel como presidente del Consejo de Administración y Martín Luis Guzmán como gerente, quedó efectivamente constituido el trust que agrupaba a los tres periódicos. De todos modos, la aventura iba a terminar en un fracaso económico. Además, Bello iba a tener serias discrepancias con los miembros socialistas del gobierno, lo que llevaría a su cese al frente de Luz el 8 de marzo de 1933, provocando una seria crisis en la redacción: el propio Luis Miquel iba a ser obligado a asumir la dirección y Nicolás M.a Urgoiti la subdirección. Poco después Miquel perdió la propiedad de El Sol y La Voz por edicto del Juzgado de Primera Instancia n° 6 de Madrid. La nueva empresa designó como director de El Sol a Fernando García Vela, fiel colaborador de Ortega y Gasset, y confirmó en La Voz a Enrique Fajardo («Fabián Vidal»). El diario Luz, en cuya dirección había sucedido a Miquel «Corpus Barga», dejó de publicarse el 8 de septiembre de 1934. Durante el «Bienio Negro», la Revolución de octubre de 1934 significó una gran conmoción en el mundo de la prensa, esta vez entre la prensa de izquierdas, que 708

hubo de sufrir duras medidas represivas. Muchos de los periódicos suspendidos a raíz de la revolución no reaparecieron hasta la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. El Socialista fue suspendido indefinidamente y no reapareció hasta el 18 de diciembre de 1935, autorizado por el gobierno de Portela Valladares. Fue sustituido entretanto por el diario El Pueblo, suspendido a su vez en marzo de 1935. Indalecio Prieto siguió contando con un órgano periodístico propio, El Liberal de Bilbao. Tras la suspensión de El Pueblo la fracción moderada del PSOE publicó el semanario Democracia. Poco después, el grupo de Largo Caballero fundó el semanario Claridad dirigido nominalmente por Carlos Baráibar y, efectivamente por Luis Araquistáin. Reaparecido El Socialista se iba a consumar la ruptura: ocho de sus redactores se pasaron a Claridad, que se convirtió en diario el 6 de abril de 1936. Después de la victoria del Frente Popular, en la primavera de 1936 la polémica entre ambos diarios socialistas fue muy enconada. El Socialista acusaba a Claridad de escisionista y de haberse convertido en diario gracias a fondos inconfesables. Con la victoria del Frente Popular se produjeron asaltos y destrucciones en distintos periódicos de la derecha. Esta prensa se quejaba continuamente de vivir en un régimen de censura, lo cual no estaba lejos de la verdad, aunque ciertamente estos periódicos no se recataban en sus apelaciones a la violencia. Tras los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo, el Consejo de Ministros decidió la suspensión indefinida de los diarios Ya y La Época. En el terreno de las revistas ilustradas de información general, siguen publicándose en este periodo revistas como Blanco y Negro, Mundo Gráfico, Nuevo Mundo o La Esfera, que había sido fundada en 1914 y que a principios de la República estaba ya en decadencia. Tiene interés también el semanario Estampa que con el subtítulo de Revista Gráfica de la Actualidad Mundial y Literaria comenzó a aparecer en Madrid el 3 de enero de 1928 en huecograbado. Es la primera revista española donde el material gráfico predomina claramente sobre el texto escrito. Para competir con ella apareció en noviembre de 1929 Crónica, creación también de González Linares que había abandonado Estampa por discrepancias con su propietario Diego Montiel. Durante la República ambas revistas compitieron en todos los terrenos. Estampa llevaba 48 páginas y se vendía a 30 céntimos mientras que Crónica, con 24 páginas, se vendía a 20 céntimos. Los diarios se vendían a 10 céntimos mientras que revistas como Nuevo Mundo se vendían a 50 céntimos. La Esfera era la más cara y se vendía a una peseta. Cuando cae el dictador los viejos partidos políticos de la Restauración intentan reorganizarse y aparecen nuevos periódicos políticos. La prensa antidinástica resurge también. La aparición febril de periódicos y más periódicos alcanza su momento álgido en las semanas que anteceden a las elecciones municipales de 12 de abril de 1931. Con la República el fenómeno del periodismo de partido llenará prácticamente hasta el último rincón de la prensa española. El régimen contaba, sí, con una prensa adicta al régimen como tal, no necesariamente a los distintos gobiernos. Periódicos como El Imparcial, El Liberal o El Heraldo de Madrid están con el nuevo régimen. También lo apoyan los periódicos vinculados de una manera u otra a los distintos partidos republicanos. Pero tanto a la derecha corno a la izquierda hay una prensa que se opone abiertamente al régimen. Periódicos monárquicos o católicos, por supuesto integristas, carlistas y las publicaciones fascistas se oponen al régimen republicano como tal. Por 709

el otro lado las publicaciones anarquistas tampoco lo aceptan y aunque los socialistas sostienen el régimen republicano cuando el gobierno imperante es de derechas llega en algunos casos a cuestionar el régimen en sí. El más antiguo partido republicano, el Partido Republicano Radical de Lerroux, es el único que tiene una gran implantación en todo el país y cuenta con numerosos periódicos pero le falta un gran diario de ámbito nacional. A fines de 1931 fundan en Madrid El Radical, diario que no alcanza un mes de vida. Se intenta entonces recuperar la vieja cabecera republicana El País o bien hacerse con El Imparcial que atraviesa una gran crisis, pero todo fracasa incluso cuando el partido está en el poder durante el «Bienio Negro». La Derecha Liberal Republicana de Alcalá Zamora y Miguel Maura cuenta con algunas publicaciones en Castilla La Nueva pero solo un diario se autoproclama órgano de este partido, el viejo órgano fusionista de Alicante El Correo que desaparece en 1933. Miguel Maura se escinde en 1932 para crear el Partido Republicano Conservador que cuenta con un órgano oficial en Madrid, el semanario Nueva Política entre 1933 y 1934. Algo más rica es la situación del republicanismo de izquierda cuya prensa tiene una distribución geográfica irregular. Es fuerte en Madrid y Barcelona, también en las provincias levantinas y en Murcia, con diarios y semanarios comarcales. Tiene una presencia digna en Canarias, Aragón, Santander y Andalucía, excepto en Jaén y Córdoba, y una presencia mínima en las dos Castillas, Extremadura, el País Vasco y Navarra. Naturalmente algunos de los grandes diarios de Madrid, aun sin vinculación directa con los grupos políticos republicanos están en esta órbita. Así El Heraldo de Madrid, El Liberal, El Sol o Luz, además de Política, que sí es órgano de un partido político. En 1934 nace como partido político Izquierda Republicana que contará en Madrid, como órgano oficial con el semanario Política fundado el 14 de mayo de 1935 y que el 15 de octubre de ese mismo año se convertirá en diario con el subtítulo de Diario Republicano de Izquierdas. Contará también con el respaldo de El Mercantil Valenciano y El Luchador de Levante, que antes habían apoyado a Acción Republicana, como sucede en general en toda España. El régimen republicano contaba en el mundo periodístico con una nutrida oposición, entre la que destacan diarios de la envergadura de ABC y El Debate, además de Informaciones. Este último, propiedad de Juan March, dirigido desde 1931 por Juan Pujol, pasó a comienzos de 1936 a convertirse en una especie de cooperativa de redactores con la dirección de Víctor de la Serna. March también financiaba un extraño diario, La Tierra, dirigido por Cánovas Cervantes que, si bien acogió con alborozo el advenimiento de la República, pronto iba a convertirse en su feroz adversario desde peculiares posiciones anarquistas y libertarias, lo que le valdría numerosas sanciones. La lista de sanciones, multas y suspensiones que los gobiernos de la República infligieron a la prensa sería interminable. Por ejemplo, la sublevación del 10 de agosto de 1932 trajo como consecuencia una masiva suspensión de periódicos de la derecha que la habían apoyado más o menos abiertamente. Periódicos como El Diario Vasco, de orientación netamente españolista, o El Siglo Futuro, órgano del integrismo, además de revistas como Acción Española o la satírica Gracia y Justicia se mostraban intransigentes con el régimen. El primer grupo claramente fascista que aparece en España se organiza en torno al semanario La Conquista del Estado, fundado por Ramiro Ledesma Ramos, en marzo de 1931: Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS). 710

El año 1933 será decisivo para el fascismo español: Hitler llega al poder en Alemania, Mussolini está en pleno esplendor y en España las derechas han triunfado electoralmente en noviembre de 1932. El 29 de octubre de ese mismo año iba a tener lugar en el Teatro de la Comedia de Madrid un «acto de afirmación nacional» presidido por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, en el que se fundaría Falange Española (FE). Poco antes, en marzo, el joven abogado Primo de Rivera había fundado una revista titulada El Fascio que publicó solamente un número pero que revelaba claramente el origen de su ideología. El nuevo partido se constituye formalmente el 1 de noviembre de 1933 y el 7 de diciembre aparece el primer número de su semanario F.E., que publicará solamente 14 números entre diciembre de 1933 y julio de 1934. El 13 de febrero de 1934 se unifican los dos grupos fascistas que hemos mencionado para dar lugar a un partido político de nombre prolijo: Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (F.E. y de las J.O.N.S.) bajo el liderazgo de José Antonio Primo de Rivera. Desaparecido FE. el partido no contará con un órgano oficial hasta marzo de 1935 en que aparecerá el semanario Arriba, cabecera que en la postguerra será un importante diario madrileño. También abiertamente enfrentados con el régimen republicano estaban los carlistas que tradicionalmente contaban con importantes órganos de prensa desde el siglo anterior como el diario integrista El Siglo Futuro. El grupo tradicionalista se expresaría a través de El Pensamiento Español. En cuanto al periodismo satírico destacan dos títulos. El primero de ellos, El Be Negre (La Oveja Negra) de Barcelona, íntegramente redactado en catalán y dirigido por José María Planes, que moriría asesinado por la FAI, se publicó de 23 de junio de 1931 a 15 de junio de 1936. El segundo de ellos, situado claramente a la derecha y dependiente de la Editorial Católica, es Gracia y Justicia, fundado por Manuel Delgado Barreto, director entonces de La Nación, tuvo un enorme éxito, alcanzando tiradas que ocasionalmente superaron los 250.000 ejemplares; su primer número es de 5 de septiembre de 1931 y publicó un total de 217 números no sin suspensiones y multas. En el otro extremo también se oponían a la República los periódicos anarquistas y comunistas. Entre los primeros destaca el diario catalán Solidaridad Obrera, de carácter sindicalista, y el diario madrileño CNT El 8 de septiembre de 1934 el nuevo Partido Sindicalista de Ángel Pestaña comenzó a publicar el semanario El Sindicalista que, siempre bajo la dirección de Pestaña, se convertiría en diario el 24 de julio de 1936 después de haberse trasladado de Barcelona a Madrid en septiembre de 1935. Los comunistas transformaron en diario su semanario Mundo Obrero el 14 de noviembre de 1931 bajo la dirección de Vicente Uribe. Mundo Obrero fue suspendido en numerosas ocasiones y sustituido por otras publicaciones provisionales. La más larga suspensión fue naturalmente la que se produjo después de la Revolución de octubre de 1934 que llevó al Partido Comunista a la clandestinidad hasta 1935. En Madrid fueron fundados sucesivamente varios semanarios como La Antorcha (1931), Bandera Roja (1931) o La Palabra (1932). Contaron también con una revista teórica de poca difusión, Bolchevismo, y otra de carácter cultural, el quincenal Octubre que apareció en julio de 1933 con colaboradores como Alberti y Sender. Aunque la prensa del PSOE estuvo presente en todas las provincias españolas no cabe duda que, dado el carácter fuertemente centralizado de este partido, la prensa socialista madrileña tuvo especial importancia. El Socialista había nacido como semanario en 1866 y se convirtió en diario en 1913. Sobrevivió durante la Dictadura de 711

Primo de Rivera sin sobrepasar nunca los 15.000 ejemplares diarios. Con la República alcanzará cotas entre 40.000 y 50.000 ejemplares en algunos momentos. En 1932 fue nombrado director Julián Zugazagoitia que había sido redactor de El Liberal de Indalecio Prieto en Bilbao. Será suspendida su publicación después de los acontecimientos de octubre de 1934 y no reaparecerá hasta noviembre del año siguiente; durante ese interregno nacería el vespertino Claridad. En Barcelona la presencia socialista será mucho menor. El 12 de agosto de 1931 fundaron un diario: La Tribuna Socialista, que sólo duró hasta el 11 de octubre. En 1933 nacerá el semanario Cataluña Obrera y en 1934 el diario madrileño El Socialista comenzará a publicar una edición para Cataluña que, claro, sería suspendida en octubre de ese año. Desde 1930 el PSOE había ido poniendo en pie una red de diarios además del madrileño El Socialista; Democracia, en Jaén; El Sur (y antes Política) en Málaga; Avance, en Oviedo; La Democracia, en León; Avance, en Las Palmas o el efímero La Tribuna Socialista, en Barcelona. En Cataluña la primera fuerza política del territorio es la poderosa coalición Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Inicialmente contaba sólo con el diario independiente L'Opinió, posteriormente se incorporan a su órbita numerosos periódicos de ámbito comarcal republicanos o catalanistas. Impulsado por Lluis Companys nacerá en Barcelona en noviembre de 1931 el diario vespertino L'Humanitat que terminará enfrentándose con L'Opinió para convertirse en matutino en 1933, cuando el grupo de L'Opinió se escinde de ERC. L'Humanitat es entonces órgano oficial del partido y se publica hasta 1939. Es difícil establecer su tirada pero podemos decir que se situaba entre los 30.000 y los 50.000 ejemplares. La histórica y derechista Lliga Regionalista, que en febrero de 1933 pasaría a ser Lliga Catalana, contaba con el viejo diario La Veu de Catalunya que editará desde 1933 una edición vespertina (La Veu del Vesper). Todo terminó en un fracaso económico desapareciendo el diario vespertino para dar lugar a uno nuevo, L'Instant, dirigido por el escritor Ignacio Agustí. El pequeño partido Acció Catalana Republicana contará con dos importantes diarios en Barcelona, ambos en lengua catalana: La Publicitat y La Nau. En el País Vasco la fortísima presencia de la prensa tradicionalista merma en cierto modo la importancia de la prensa de carácter nacionalista cuya hegemonía la ostentan sin duda las publicaciones del Partido Nacionalista Vasco (PNV). El diario bilbaíno Euskadi apareció el 1 de febrero de 1913 y será el principal órgano del nacionalismo en los años de la República: dirigido entonces por Pantaleón Ramírez de Olano, superaba entonces los 25.000 ejemplares. La misma empresa —Euzko Pizkundia— publicaría La Tarde y el deportivo Excelsior. En San Sebastián el PNV contará con el diario El Día desde octubre de 1930 heredero de El País Vasco. A pesar de su escasa implantación en Navarra el PNV contará con otro diario: La Voz de Navarra, mientras que en Vitoria sólo tendrá el apoyo del semanario Arabarra.

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CAPÍTULO XXXV

El periodismo de agencia (1865-1936) Nilo María Fabra y Deas fue el creador de la primera agencia española en 1865, Fabra, que fue absorbida por la francesa Havas y la británica Reuters en 1870, aunque luego quedó bajo el poder de Havas pasándose a denominar Havas-Madrid. A la muerte de Fabra los franceses nombraron director a Julio Dávila, al que le sucedieron Maximino Esteban Núñez y Luis Amato que en 1918 adquirieron parte del capital. Durante la Dictadura de Primo de Rivera y por voluntad del dictador la agencia pasó a estar controlada por capital español y recuperó el nombre de Fabra. En los años de la República la polarización política de los medios de información llega también a las agencias, que tienen claras posiciones todas ellas. La más importante sigue siendo la agencia Fabra que es la que cuenta con mayor número de servicios informativos y más abonados, más de 100 periódicos. Instaló teletipos en 1934. Políticamente podemos considerarla en este periodo como fiel al nuevo régimen. También muy veterana, la agencia Mencheta fundada en 1883 por Peris Mencheta está en franca decadencia. Sus clientes principales son una serie de diarios monárquicos o muy conservadores. Permaneció siempre en manos de la misma familia y su director desde 1929 será Luis Peris-Mencheta y Guix, nieto del fundador. Instaló teletipos en 1932. Algunos de los grandes diarios generaron sus propias agencias para servir información a los diarios afines o pertenecientes a la misma empresa. Así, había nacido en 1924 Febus como complemento de El Sol y La Voz y basada en su red de corresponsales. Desde 1931 su director es Domingo Lagunilla que sucedió a su fundador Eduardo Ruiz de Velasco. Febus organizó un servicio deportivo por correo cada domingo que fue muy solicitado para la edición de los martes de los diarios, no hay que olvidar que los lunes no aparecían los periódicos en España. También originada a partir de un periódico diario nacería en 1929 la agencia informativa de carácter católico Logos, directa emanación del diario El Debate del que se independizaría paulatinamente adquiriendo en 1934 personalidad jurídica propia con más de 50 periódicos abonados. Fue la primera agencia en instalar teletipos en España, en mayo de 1932. La más avanzada políticamente de todas las agencias que actuaron durante la República fue probablemente Atlante, fundada durante la dictadura, siempre de pequeñas dimensiones y que contó entre sus suscriptores con el órgano de la CNT Solidaridad Obrera. En el polo opuesto se encontraban otras dos agencias católicas además de la ya mencionada Logos. Mientras Logos se identificaba con las posiciones de la

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CEDA, Fides, fundada en 1935, estará cercana a las posiciones del tradicionalismo carlista, intransigente con la República. Más moderada será Agencia Prensa Asociada (APA) fundada en 1909, con carácter claramente integrista y que, a la llegada de la República, era la agencia católica por antonomasia. Pero desde 1931 se fue inclinando cada vez más hacía el posibilismo de la CEDA, lo que provocó el surgimiento de Fides. APA entrará en decadencia sobre todo frente a Logos, mejor equipada tecnológicamente y cuyos abonados ocupaban el mismo lugar en el espectro político que los que pretendía conservar APA. La agencia EFE se funda en 1939, en las postrimerías de la guerra civil, y sucede a todos los efectos a la Agencia Fabra. Mucho se ha discutido sobre el origen del curioso nombre de esta agencia, que puede provenir de la letra inicial del partido que la fundó y a cuyo servicio estuvo, la Falange; o también de una de sus publicaciones FE; o de Francisco Franco; aunque también de su predecesora Fabra, etc. En cualquier caso es un misterio no demasiado relevante y nunca claramente desvelado. Fundada en Burgos se traslada a Madrid poco después de la guerra y se instala en los viejos locales de Fabra. Su primer director fue Vicente Gállego Castro, pero casi podemos decir, sin miedo a exagerar, que en aquellos años de la Segunda Guerra Mundial la agencia la dirigía el agregado de prensa alemán Hans Lazar. En julio de 1944 Gállego, demasiado comprometido con las armas alemanas, fue sustituido por su subdirector, Pedro Gómez Aparicio; Gómez Aparicio se mantendría hasta 1958 viviendo dos épocas diferenciadas: la del máximo aislamiento de la postguerra mundial y la lenta recuperación de los lazos exteriores durante los años 50; durante aquellos años, al menos de 1945 a 1950, el monopolio de la información exterior de EFE llegó a estar amenazado por la agencia Pyresa, directamente controlada por la Falange. Gómez Aparicio será el director de EFE que más tiempo se ha mantenido en el cargo. En 1958 el ministro de Información y Turismo, Rafael Arias Salgado, le sustituyó por Waldo De Mier, que había sido nombrado en 1957 subdirector.

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CAPÍTULO XXXVI

Los primeros años del cine en España (1895-1936) Nadie puede dudar que el cine forma parte de los medios de comunicación de masas y no sólo es pertinente ocuparse aquí del fenómeno del cine documental y del cine informativo, sino que también hemos de tratar el desarrollo del cine de argumento. Éste se puede entender, sin duda, desde el punto de vista artístico, pero también como soporte de una industria que daba lugar a las producciones documentales y a los noticiarios cinematográficos y que, por su transmisión de valores a un amplísimo público, tuvo desde el principio no sólo una función de entretenimiento, sino también de persuasión o propaganda. El cine llegó a España un año después de su fecha oficial de nacimiento.El 15 de mayo de 1896 Alejandro Promio, que había trabajado con los hermanos Lumière, proyectó en el Hotel Rusia de Madrid diez breves películas que traía de Francia. El mismo Promio filmó lo que podemos considerar las primeras películas hechas en España que se exhibieron en junio de ese mismo año. La primera película realizada por un español se debe al aragonés Eduardo Jimeno: Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza. Tras Jimeno hay que mencionar al catalán Fructuoso Gelabert, considerado por muchos como el verdadero fundador de la industria del cine español. Gelabert, que había trabajado en Francia, es el autor de la primera película de acción española, Riña en un café (1897). Gelabert es autor, sobre todo, de reportajes y documentales sobre Cataluña. Aunque también tuvo éxito en el terreno de la comedia (Los guapos de la vaquería del parque, 1905) y en el del melodrama lacrimógeno (Amor que mata, 1908). A pesar del éxito de su último trabajo, La puntaire (1928), el sonoro acabaría con su carrera. En 1902, Segundo de Chomón filmó sus primeras películas en España antes de emigrar a Francia y luego a Italia donde adquirió un gran renombre y fue inventor de varias nuevas técnicas. Su obra fue inmensa, cercana a las quinientas películas, con reportajes y documentales así como películas de argumento. Trabajó en los efectos especiales del Napoleón (1927) de Abel Gance y murió en París en 1929. En 1911, Segundo de Chomón había rodado El pobre Valbuena, basado en un guión de Carlos Arniches a la que siguieron otras películas basadas en argumentos de zarzuela. El cine español encontraba así un género que en realidad no ha abandonado nunca: el folklore. En este periodo, que algunos autores conocen como folklórico-popular y que se prolongaría hasta mediados de los años 20, nacen también los primeros seriales. Juan 715

M.ª Codina rodó, entre 1911 y 1912, tres episodios bajo el título Los siete niños de Erija o Los bandidos de Sierra Morena. Codina volvió a intentarlo con El siglo de la tribu (1915) pero fracaso. Con la colaboración de Marro y producida por Hispano Films, Codina consolidó definitivamente el género con Los misterios de Barcelona (1915-1916), ocho episodios sobre las aventuras de un tal Diego Rocafort. Tuvo tanto éxito que en 1917 rodaron una segunda parte, El testamento de Diego Rocafort, que llevaría al estrellato a Joaquín Carrasco y a Alexia Ventura. Para muchos autores la Primera Guerra Mundial supone una breve edad dorada para el cine español, pues ofrece la oportunidad para el desarrollo de la industria cinematográfica. Así, entre 1914 y 1918, 28 productoras realizan un total de 242 películas, 77 de las cuales son documentales. Ya antes de la Primera Guerra Mundial habian venido a España cineastas extranjeros, sobre todo italianos, fenómeno que se multiplicó durante la guerra. Podemos destacar a Giovanni Doria, verdadero impulsor de lo que se ha llamado el «cine de arte» en España. La productora Film de Arte Español, filial de la italiana Cines, se orientó al melodrama y a ciertas españoladas, como Carmen (1913) y Sangre gitana (1913), ambas obras de Doria. Otros italianos que trabajaron en España fueron Goffedro Mateldi, autor de catorce películas entre 1914 y 1919; Mario Caserini, autor de seis películas, etc. Con ellos llegó a España la influencia del cine italiano en autores como el catalán Togores. Los argumentos del cine español de aquellos años no sólo provenían de la zarzuela sino que también hubo numerosas adaptaciones literarias, algo que se hizo cada vez más frecuente en la década de los 20. Así, La casa de la Troya o Currito de la Cruz, ambas de 1925 y adaptaciones de sendas novelas de Alejandro Pérez Lujín. Benito Perojo realiza Malvaloca en 1926, sobre la obra de los hermanos Álvarez Quintero y Florián Rey se atreve con el Lazarillo de Tormes en 1925 y con La hermana San Sulpicio, sobre la obra de Palacio Valdés, en 1927. Por cierto, esta última significó el lanzamiento al estrellato de Imperio Argentina. Si bien el cine bélico no ha sido una de las especialidades españolas, no faltaron algunas películas de este género antes de la llegada del sonoro. Así, El cuervo del campamento (1915) de Gelabert y Togores, ambientada en la tercera guerra carlista, El héroe de Cascorro (1929), de Emilio Bautista, única ambientada en la guerra de Cuba, El dos de mayo (1927) o Prim (1930), primera película que se sincronizó con música de disco. Pero la mayoría estaban ambientadas en la guerra de África: Los héroes de la Legión (Rafael López Rienda, 1922), Alma rifeña (José Buch, 1922), Memorias de un legionario (Rafael Salvador, 1923), Ruta gloriosa (Fernando Delgado, 1925) y Águilas de acero (Florián Rey, 1927). El advenimiento de la Segunda República coincide con el éxito del cine sonoro en España. Aunque el nuevo régimen no pareció impulsar directamente y con fuerza la industria cinematográfica tanto por cargarla de impuestos cuanto por no abordar una política proteccionista, lo cierto es que este periodo dio lugar al nacimiento de una primera industria cinematográfica española digna de tal nombre. Además fue el gran momento de la penetración del cine norteamericano en las pantallas españolas, lo que hizo que se multiplicara y se consolidara también la distribución y la exhibición cinematográfica. La aldea maldita (Florián Rey, 1930) marca la transición en España entre el cine mudo y el sonoro. Su director, una vez acabada, fue a los estudios Tobis de París para sonorizarla y grabar algunos nuevos planos. Pero esta película tiene incluso mayor 716

transcendencia. Se trata de un drama rural con un claro transfondo social y político. De clara tradición hispánica, casi calderoniano, con una fotografía que busca el tenebrismo y el claroscuro de nuestra mejor pintura barroca, la obra de Florián Rey llegó a tener influencias incluso en el cine soviético de la época. Con Fermín Galán nace, truncado, lo que podía haber sido el cine político de la República. Obra de Fernando Roldán, se rueda después del advenimiento de la República y se estrena en diciembre de 1931. Se trata de una biografía del malogrado militar y reproduce con bastante fidelidad la sublevación de Jaca. Curiosamente, a pesar del ambiente en el que fue estrenada no tuvo el éxito comercial que podía esperarse. El sonoro trajo consigo otro curioso fenómeno. Hollywood, antes de generalizarse el doblaje, había optado por producir versiones de sus innumerables películas en distintos idiomas, sobre todo en español para el mercado hispanoamericano. En algunos casos, sobre todo en el cine cómico, los propios actores norteamericanos memorizaban a duras penas sus frases en español para la segunda versión, ése fue el caso de Buster Keaton en Estrellados (Free and Easy, 1930) o el de Stan Laurel y Oliver Hardy en Ladrones (Night Owls, 1930). Pero para acercarse a ese mercado Hollywood buscó también la colaboración de cineastas y escritores españoles e hispanoamericanos. Así llegaron a Hollywood Edgar Neville, Eduardo Ugarte y Antonio de Lara, «Tono», para trabajar en la MGM y Gregorio Martínez Sierra, Enrique Jardiel Poncela y José López Rubio para trabajar en la Fox. También estuvieron allí Benito Perojo y Florián Rey que supervisaban las películas de la división española de la Paramount Pictures. En realidad la primera película española sonora había sido El misterio de la Puerta del Sol, obra de Francisco Elias y que fue un gran fracaso comercial. La llegada del sonoro había significado una fuerte caída de la producción, pero como decíamos antes con la República nace por primera vez una industria cinematográfica española digna de tal nombre. Si hablamos de industria cinematográfica española hay que hablar de CIFESA (Compañía Industrial Film Española, S.A), fundada en Valencia en 1932 por Manuel Casanova y sus dos hijos, Luis y Vicente, todos ellos católicos, conservadores y anticomunistas. CIFESA contará pronto con los servicios de los mejores directores, técnicos y actores del momento. Sus producciones tienen un carácter popular apoyándose en los más variados géneros. Podemos llegar a hablar incluso de un cine clerical o de carácter regional con ejemplos como Nobleza baturra (1935) y Morena clara (1936) o una vuelta a la zarzuela con la nueva versión de La Verbena de la Paloma rodada por Benito Perojo en 1935. Ricardo Urgoiti, impulsor de Unión Radio, va a fundar Filmófono con la ayuda, entre otros, de Buñuel, que desembolsó 150.000 pesetas. Solamente produjeron cuatro películas hasta el comienzo de la guerra civil. Buñuel, que no dirigió ninguna de ellas, estuvo presente en los cuatro rodajes cuyo método de producción se inspiraba en el sistema de rodaje de los grandes estudios americanos. Sus títulos fueron; Don Quintín el amargao (1935), La hija de Juan Simón (1935), Centinela alerta (1936) y Quien me quiere a mí (1936). Con la guerra civil se va a desarrollar el cine informativo y los noticiarios cinematográficos que tanta importancia tenían ya en otros países. Sin embargo desde principios de siglo podemos encontrar en las programaciones de los cines breves documentales de carácter claramente informativo, tanto españoles como extranjeros. Con 717

títulos como Viaje de Alfonso XIII a Navarra, El entierro de la princesa de Asturias, El desfile de la Escuadra en Cartagena, todos ellos de 1903. Se distribuían y se proyectaban noticiarios cinematográficos extranjeros tanto antes como después de la aparición del sonoro (Movietone, Metrotone, Pathé News, UFA, Brithish Gaumont y LUCE). En los últimos años del cine mudo nació el primer noticiario español, ICE (Información Cinematográfica Española), fundado por el fotógrafo y operador del Ejército del Aire Leopoldo Alonso, autor, por ejemplo, de un documental sonoro llamado Salamanca (1930) y que rodó también, entre otras cosas, las celebraciones del primero de mayo de 1931. En 1932 apareció ASE (Actualidades Sonoras Españolas) que contó con la primera cámara sonora Eclair y que contaba con laboratorios propios en Madrid. Durante el periodo de la República nacieron otras productoras de noticiarios y documentales, como Noticiario Español, Film España y Cine España. La primera obra maestra del cine documental español es obra de Luis Buñuel. Se trata de Tierra sin pan, también conocida como Las Hurdes (1932), que se exhibió con una sonorización en disco y un comentario leído al micrófono y que fue prohibida por el gobierno de la República. Buñuel sonorizó esta película en París en 1937 con el mismo texto y la misma música de Bramhs que había utilizado en su presentación en Madrid. Se puede llegar a hablar, después del impacto de la obra de Buñuel, de una escuela documental durante la República con figuras como Antonio Román, autor de Canto a la emigración (1934) y La ciudad encantada (1935) y el biólogo gallego Carlos Velo que con la colaboración de Fernando G. Mantilla es autor de numerosos cortometrajes documentales, como La ciudad y el campo, Almadrabas y el vanguardista Infinitos, todos de 1935.

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CAPÍTULO XXXVII

Primeros pasos de la radio (1924-1936) El fenómeno radiofónico ocupa un lugar fundamental en el contexto de la historia de la comunicación. Naturalmente no podía estar ausente de España. Hubo una fase inicial de experimentación en radiotelefonía sin hilos que comienza en España en 1916 y que podemos dar por concluida en 1923. A partir de entonces la Compañía Ibérica de Telecomunicación emite desde Madrid con progresiva regularidad. Hubo un primer reglamento de junio de 1923 que no llegó a entrar en vigor. Tras el golpe de Estado de Primo de Rivera se elaboraría uno nuevo publicado en la Gaceta el 15 de junio de 1924. Se regulaba en él el sistema de licencias de los aparatos receptores y las concesiones de las emisoras, entre otras cosas. Funcionaba ya desde 1922 el Radio-club España que publicaba la revista Tele-Radio. En Barcelona se creó en 1924 la Asociación Nacional de Radiodifusión de Barcelona de la que surgiría la emisora Radio Barcelona, EAJ-1, por concesión de 14 de julio de 1924. En mayo de 1924 se constituye la Asociación de Radioaficionados de Madrid y, ya en cadena, numerosos radio-clubs en otras provincias. La primera emisora con programación regular en España fue, como hemos dicho, Radio Ibérica, que en julio de 1924 emitía todos los días de 10 a 12 de la noche. Entre 1924 y 1925 se iban a suceder las concesiones: EAJ-2, Radio España de Madrid (8 de abril de 1925), EAJ-3, Radio Cádiz (12 de agosto de 1924), etc. El 21 de noviembre de 1924 iba a constituirse Unión Radio, sociedad en la que participaban las principales empresas eléctricas españolas. Fue recibida con fuertes críticas que la acusaron desde el principio de monopolismo. Su primera estación sería EAJ-7, Unión Radio (concesión de 1 de abril de 1925 e inaugurada el 17 de junio del mismo año) de Madrid que comenzó a funcionar el 17 de junio de 1925. Unión Radio iba a estar dirigida por Ricardo M.a de Urgoiti, hermano de Nicolás y también ingeniero como él. Unión Radio creó una revista: Ondas (n° 1, 21 de junio de 1925) y una asociación, la Unión de Radioyentes. No podemos detenernos aquí en la expansión del fenómeno de la radiodifusión por toda España. Desde el punto de vista que nos interesa, sí es necesario tener en cuenta la evolución de la programación y cómo, en ésta, se fue incorporando la información periodística. La música y el entretenimiento fueron desde el comienzo la base de la programación de las emisoras. Muy pronto (1926) comenzaron las emisiones interregionales de Unión Radio y con ellas las retransmisiones de toros y acontecimientos deportivos 719

(fútbol y boxeo). La programación cultural educativa (cursos de idiomas, por ejemplo) también ocuparon un espacio creciente. El primer «diario hablado» en cadena fue un gran logro de Unión Radio una vez caída la Dictadura. Se denominaba La Palabra y se retransmitió por primera vez el 7 de octubre de 1930. Se anunciaba: «De 8 a 9, presentación de diario hablado de Unión Radio La Palabra. Información de todo el mundo. Tres ediciones de veinte minutos. A las 8, 8,20 y 8,40. Secciones fijas. Deportes. Literatura y Arte. La mujer. Para los niños. Teatro. Cine». Al igual que el resto de la prensa, el diario hablado no salía a antena los lunes, cumpliendo la norma del descanso dominical de los periodistas. Con la Segunda República la radiodifusión española alcanza su mayoría de edad, convirtiéndose a todos los efectos en un importante medio de información y también de propaganda política. No deja de ser significativo que la importancia que la radio iba a adquirir durante el periodo republicano comenzase desde el mismo momento del nacimiento del nuevo régimen, que fue proclamado para toda España por Niceto Alcalá Zamora desde los micrófonos de Unión Radio. Aunque llegó a haber un proyecto de transmitir las sesiones de las Cortes Constituyentes, no se pudo llevar finalmente a cabo. De todos modos, sí se retransmitió la solemne sesión de apertura desde el Congreso de los Diputados. Es también muy significativo que en el primer gobierno de la República existiese, por primera vez en España, un Ministerio de Comunicaciones, cuyo primer titular fue Diego Martínez Barrio del Partido Radical. Con la creación de este ministerio desapareció la Junta Técnica e Inspectora de las Radiocomunicaciones. La libertad de expresión garantizada por la nueva Constitución, y aun antes de la propia proclamación de ésta, significó para la radio la desaparición de todo tipo de censura previa. Con ello la radio podía convertirse por primera vez, sin traba alguna, en un medio de información competitivo. El Ministerio de Comunicaciones del Gobierno republicano hizo público en noviembre de 1931 un Plan Nacional de Radiodifusión que preveía la creación de un Servicio Nacional de Radiodifusión que tardó mucho en ponerse en práctica. Se mantenía un sistema de licencias para los receptores y de concesión para las emisoras análogo al anterior. Por otra parte, se multiplicaron las emisoras locales. Fueron numerosísimas las radios de pequeña potencia. Se acogían para ello a dos decretos de diciembre de 1932 que establecían las condiciones que debían reunir y facultaban a la Dirección General de Telecomunicaciones para su concesión. Su propietario debía ser de nacionalidad española y debía contar con el acuerdo del ayuntamiento del pueblo o pequeña ciudad donde se instalaba. Debían ser de potencia inferior a 200 vatios y en las concesiones no se especificaba el plazo de duración, lo que, de hecho, ponía a estas emisoras en precaria situación frente al gobierno. La distancia mínima que debía existir entre estas nuevas emisoras se fijaba en treinta kilómetros y estaban autorizadas a difundir diez minutos de publicidad comercial por programa. El 20% de los ingresos publicitarios debía revertir al Estado. Gracias a estos decretos nacieron numerosas nuevas emisoras locales: EAJ-6 Pamplona, EAJ-9 Málaga, EAJ-10 Zaragoza, o también EAJ-66 Tudela, EAJ-67 Talavera de la Reina, EAJ-68 Lugo, etc. Cuando en junio de 1934 fueron suspendidas las autorizaciones se habían puesto en marcha ya un total de 59 nuevas emisoras locales. 720

Estas medidas no permitieron, sin embargo, que la poderosa Unión Radio se desarrollase todavía más, pues gracias a estos decretos sólo pudo añadir una nueva emisora a su cadena, EAJ-4 Santiago de Compostela. Antes de estos decretos, en 1932, había solamente ocho emisoras en funcionamiento: tres eran independientes, cuatro pertenecían a Unión Radio y una Radio Grao, fundada en Valencia en 1931, propiedad del Estado, pero cuya programación dependía de la cadena Unión Radio. La situación fijada en 1934 se mantendrá prácticamente intacta hasta el comienzo de la guerra civil. Emitía además en onda corta hacia Hispanoamérica la emisora EAQ-Radiodifusión Ibero-americana, inaugurada en 1931 y que pertenecía a la Sociedad Radio Española. Existían pues dos mundos claramente diferenciados en la radio española. Las emisoras nacidas a partir de la legislación de 1924 con carácter regional o plurirregional y las emisoras locales con la potencia de emisión limitada y medios escasos que nos les permitían poner una programación de más de cuatro o cinco horas diarias. Era una situación muy por debajo de la de países como Inglaterra o la nueva Alemania. Numerosos oyentes seguían valiéndose de rudimentarios aparatos de galena. En 1933 existían 154.662 aparatos receptores declarados (6,4 por 1.000 habitantes). Tres años después el número de receptores se había duplicado. La cifra era de todos modos muy inferior a la de otros países europeos y eso teniendo en cuenta que numerosos propietarios no los declaraban para no pagar los impuestos. En 1933 fue elaborado un plan europeo para el reparto de frecuencias («Plan de Lucerna»). Según este plan a España le correspondía una única frecuencia en onda larga y dieciséis frecuencias en onda media. En realidad no podía ni siquiera ocupar todas ellas. El 26 de junio de 1934 se promulgó una nueva Ley de Radiodifusión que, como ya hemos visto, paralizó el reparto de emisoras locales. Esta ley mantenía el principio del monopolio del Estado sobre el control de las ondas hertzianas y encargaba al gobierno el poner en marcha un servicio de radiodifusión. Entre tanto las radios privadas de carácter regional o suprarregional podrían seguir emitiendo, así como las radios locales surgidas en 1932. Este servicio público de radiodifusión que preveía esta ley no podía en ningún caso ser objeto de concesión. Sin embargo la ley permitía que los programas pudieran ser realizados por empresas privadas que accedieran a ellos mediante concurso. El 22 de noviembre de 1935 se promulgó un reglamento de aplicación de esta ley pero nada pudo llevarse a cabo pues la situación cambió con la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 y el comienzo de la guerra civil el 18 de julio de 1936. También en 1934 otro paso importante en materia de radiodifusión. El Gobierno central cedía el 7 de septiembre de ese año todos los servicios de radiodifusión a la Generalidad. Según ese decreto las autoridades catalanas quedaban autorizadas para instalar nuevas emisoras y debían vigilar la aplicación de las leyes en vigor. Los acontecimientos de octubre impidieron que esta ley pudiera llegar a aplicarse efectivamente. La vida política de la República estuvo presente en la radio española. En 1932 en el fallido intento de golpe militar contra la vida democrática de la República, la radio fue instrumento de los sublevados que se valieron de Radio Sevilla mientras que el gobierno no supo reaccionar y utilizar mejor las emisoras de que disponía. Las emisoras de radio sirvieron también para hacer pública la vida institucional durante el periodo republicano. 721

La radio como instrumento de propaganda política fue utilizada por primera vez en la campaña electoral de 1933. Ciertamente las ondas de Unión Radio habían transmitido la proclamación de la República así como se habían difundido por radio la toma de posesión de los nuevos ayuntamientos democráticos de Madrid y Barcelona y la sesión de apertura del Congreso de 1931. Pero en la campaña previa a las elecciones a ese Congreso Constituyente la radio no tuvo un papel relevante. Sí lo tuvo en 1933 lo que llevó a hacer que algunos se escandalizasen afirmando que «la radio ha olvidado sus fines artísticos y culturales y se ha metido en política» como afirmaba la revista Radio Sport (n.99, 9 de octubre de 1933). Los supuestos excesos de 1933 llevaron al gobierno a prohibir la propaganda electoral a través de la radio, lo que se aplicó con rigor en las elecciones de febrero de 1936. Antes de ellas sólo intervino Portela Valladares, presidente del Consejo, ante los micrófonos de Unión Radio con la que se habían conectado todas las demás emisoras. Con la Guerra Civil la radio española se divide y se convierte en arma de batalla. Queipo de Llano desde Unión Radio de Sevilla se manifiesta como un genio de la propaganda política. Alemanes e italianos colaboran para fortalecer la más débil infraestructura de la radio en la zona rebelde. Las potentes emisoras que quedan en la zona leal (Madrid, Barcelona, Valencia) fueron preciosos instrumentos de propaganda en manos del gobierno.

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CAPÍTULO XXXVIII

La Guerra Civil 38.1. PRENSA Y PROPAGANDA REPUBLICANA Por las características de la zona que permaneció leal al gobierno legítimo, ésta contó desde el primer momento con una infraestructura muchísimo mayor para su propaganda en prensa, radio, cine, editoriales, etc. En cuanto a la prensa, en el bando republicano los órganos de la derecha cambiaron de manos. En Madrid, como en otras ciudades, un Consejo Obrero de CNT y UGT decidió incautarse de los periódicos desafectos: el monárquico ABC—cuya edición sevillana estaba al servicio de los facciosos— pasó a Unión Republicana (Martínez Barrio); El Siglo Futuro (de la Comunión Tradicionalista) pasó a CNT; La Época fue para el Partido Sindicalista de Ángel Pestaña; El Debate desapareció pasando sus locales a Mundo Obrero; Ya dio paso a Política (azañista) e Informaciones (de Juan March) pasó a ser el órgano prietista. Siguieron publicándose Claridad (caballerista), El Socialista, La Libertad, El Liberal, Heraldo de Madrid, La Voz y Ahora que en 1937 pasó a ser portavoz de la JSU. El Gobierno de Largo Caballero, en su remodelación de 4 de noviembre de 1936, creó un Ministerio de Propaganda a cuyo frente estuvo Carlos Esplá de Izquierda Republicana. Este ministerio fue poco operativo en sus primeros momentos pues el gobierno hubo de trasladarse a Valencia. Cuando esto sucedió, se organizó en Madrid una Junta de Defensa que, entre otras cosas, asumió también las labores de propaganda a través del consejero de Orden Público primero y luego de una específica delegación de Propaganda y Prensa a cargo de José Carreño España. Esta delegación contaba con dos secretarías generales: una de propaganda (fotografía, cinematógrafo, radio, impresos y carteles) y otra de prensa, encabezadas respectivamente por Gerardo Saura y Ángel Herreros. Negrín haría desaparecer el Ministerio de Propaganda, sustituyéndolo por una subsecretaría regida por el arquitecto Manuel Sánchez Arcas y dependiente del Ministerio de Estado, lo que indica la importancia que se daba a la propaganda hacia el extranjero. El gobierno Vasco y la Generalidad de Cataluña ejercieron competencias autónomas en este terreno. En Cataluña se creó un Comisariado de Propaganda del Gobierno Autónomo encabezado por el gran periodista de Esquerra Republicana, Jaume Miravitlles, que había sido el secretario del Comité Ejecutivo de la Olimpiada Popular que habría debido celebrarse en Barcelona en julio 1936. Miravitlles intentó llevar a cabo su función por encima de la propaganda partidista haciendo hincapié 723

siempre en la unidad antifascista. El Comisariado de Propaganda realizó una importante labor en el terreno cinematográfico y también en el de la prensa. Un periódico como La Vanguardia había llegado a alcanzar tiradas de 250.000 ejemplares antes de que estallara el conflicto. Durante la guerra fue dirigida sucesivamente por María Luz Morales, Paulí Masip y Artur Pérez i Foriscot; a finales de 1938 se convirtió en el órgano oficioso de Negrín. El Diario de Barcelona, que en su númeo del 19 de julio de 1936 apoyó el Alzamiento, fue incautado por Estat Català que lo publicó desde el 23 de julio como Diari de Barcelona. Portantveu d'Estat Català, totalmente redactado en catalán; dejó de publicarse en mayo de 1937 y sus talleres fueon utilizados por otras publicaciones. El gobierno vasco tuvo en realidad mucho menos espacio para realizar su actividad de propaganda aunque creó también un Servicio de Propaganda. Tras la caída de Bilbao (14 de julio de 1937) hubo de trasladarse a Barcelona. El aspecto más interesante de la propaganda del gobierno vasco fue el resaltar la libertad de que gozaba allí la Iglesia Católica frente al anticlericalismo imperante en el resto de la España republicana. En cuanto a la prensa, periódicos como La Gaceta del Norte y El Pueblo Vasco fueron publicados en los primeros momentos del alzamiento por comités de periodistas fieles a la República. El Pueblo Vasco fue incautado, más tarde y en sus talleres se tiraron los diarios Euzkadi Roja, órgano del Partido Comunista de Euzkadi, Tierra Vasca, órgano de Acción Nacionalista Vasca, y el vespertino republicano Unión. Fueron numerosísimas la publicaciones de las distintas unidades militares, sobre todo en el bando republicano. Estos periódicos de guerra destinados al sostén de la moral de los combatientes, así como a su adoctrinamiento político e ideológico, contribuyeron también a las campañas de alfabetización que, a pesar de las enormes dificultades, se llevaron a cabo en los frentes de batalla. Papel determinante en el conjunto de la acción propagandística republicana cumple a la Alianza de los Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, organización surgida en abril de 1936, para agrupar a los intelectuales del Frente Popular y que nace por inspiración comunista. Su primer presidente fue Ricardo Baeza, el crítico literario azañista, a quien le sucedió en agosto José Bergamín, después de haber declinado Antonio Machado. En su sede madrileña se organizaron distintas secciones (literatura, artes plásticas, biblioteca, pedagogía, teatro, música y propaganda). Organizó numerosas emisiones radiofónicas y mítines y publicó una revista, El Mono Azul. Contó también con secciones en Valencia y Cataluña donde colaboró estrechamente con el Comisariado de Propaganda de la Generalidad. Patrocinada por el Ministerio de la Cultura iba a nacer una de las mejores revistas literarias españolas, Hora de España, por cuyas páginas pasaron más de un centenar de colaboradores entre los que destacan Antonio Machado, Rafael Alberti, José Bergamín, Max Aub, Rosa Chacel, Emilio Prados, María Zambrano, Luis Cernuda, León Felipe, Corpus Barga y tantos otros. A diferencia de El Mono Azul no tenía una orientación popular sino más literaria y elitista, publicó 23 números, el último de los cuales, impreso en Barcelona poco antes de su ocupación, no pudo llegar a distribuirse. En el bando republicano los contactos y el control de los corresponsales extranjeros y la censura de sus comunicados estuvo a cargo inicialmente de la Sección de Prensa y Propaganda del Ministerio de Estado de Madrid, con Luis Rubio Hidalgo. Cuando se estrechó el cerco de Madrid, Rubio se desplazó a Valencia con el gobierno. Desde noviembre de 1936 fue Constancia de la Mora la encargada de la jefatura 724

de prensa republicana en Madrid, contando, entre otros colaboradores, con Arturo Barea. En el País Vasco y en Cataluña fueron los respectivos gobiernos autónomos los encargados de las relaciones y el control de los periodistas extranjeros. El Comisariado de Propaganda de la Generalidad, con Jaume Miravitlles, además del control y la censura de los corresponsales de su área de competencia, editaba un boletín diario de información en catalán, castellano, francés, inglés, alemán, esperanto y latín; mantenía también representantes en París, Bruselas, Londres, Nueva York, Helsinki y algunas capitales hispanoamericanas. Las comunicaciones con el extranjero fueron al principio mucho más fáciles desde la zona republicana, donde se encontraban las ciudades más importantes que tenían líneas telefónicas directas con el exterior. En el Madrid sitiado, y bajo la supervisión de Constancia de la Mora —cuyas oficinas se habían trasladado al edificio de la Telefónica en la Gran Vía—, los corresponsales transmitían sus crónicas por teléfono una vez que el texto había pasado la censura. El gobierno republicano disponía fuera de España de las representaciones diplómáticas regulares, cuyos servicios de prensa, además de servir comunicados a los distintos periódicos y agencias, editaron en muchos casos folletos de propaganda en varios idiomas. En las embajadas de París y Londres se publicó en francés y en inglés una serie de folletos sobre las destrucciones del tesoro artístico español a manos de los fascistas, referidos cada uno de ellos a un caso concreto. Se organizó además una especie de agencia internacional de noticias a finales de 1937 que enviaba a España sus propios corresponsales. Tenía dos delegaciones. Una en París («Agence Espagne»), dirigida por Otto Katz. Otra en Londres («Spanish News Agency»), dirigida por Geoffrey Bing. Esta última envió a España a Arthur Koestler y a Willy Forrest. Por otra parte, se organizaron algunas asociaciones de distinta índole, destinadas a fomentar con actos y publicaciones la propaganda en favor de la República. Naturalmente, además, de las organizaciones de propaganda de los distintos partidos de izquierda, podemos mencionar el «Comité International de Coordination et d'Information pour l'aide à l'Espagne Republicaine» o la «Asociation Hispanophile de France».

38.2. PRENSA Y PROPAGANDA FRANQUISTA El Ejército, el clero y el nuevo partido surgido del decreto de unificación de 1937 iban a uniformar rígidamente la información y la propaganda en el lado faccioso, cuyo modelo propagandístico hay que buscarlo en la Italia mussoliniana y en la Alemania hitleriana pero sin el carisma de sus líderes y con un tinte clerical y pacato. Uno de los leit-motiv fundamentales iba a ser la «barbarie roja», otro, la idea de «cruzada». La Iglesia puso toda su organización al servicio de la propaganda de los facciosos. Aportando gran parte del contenido ideológico de lo que iba a ser el nuevo régimen y proporcionando a los generales rebeldes la justificación necesaria para su acción. Desde la pastoral colectiva de los obispos de julio de 1937, al púlpito de la última parroquia, la Iglesia española, con la sola excepción del clero vasco y algunos casos aislados, fue una voz permanente de la rebelión. Dispusieron inicialmente de menor infraestructura que en el bando republicano en cuanto a todos los medios posibles de difusión de propaganda. Los periódicos tra725

dicionalmente de derechas siguieron funcionando sujetos a rígida censura. Surgieron otros nuevos, órganos del nuevo partido único (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), la mayor parte de ellos procedentes de la incautación de los periódicos que eran propiedad de sindicatos o de partidos de izquierda. De todos modos, además de los periódicos de carácter netamente falangista o carlista, el grueso de la prensa afecta a la nueva situación lo constituirán periódicos de empresa, de información general, que contaban ya con implantación en su zona de influencia. Ejemplo de ello puede ser El Norte de Castilla de Valladolid, el ABC, en su edición sevillana, El Noticiero o el Heraldo de Aragón, La Gaceta del Norte de Bilbao. Todos estos periódicos tenían una tendencia claramente conservadora y, mucho más que los nuevos periódicos falangistas, contribuirán a ampliar la influencia del régimen naciente. Por su parte, la Falange, todavía antes del decreto de unificación, controlaba desde su Jefatura de Prensa, instalada en San Sebastián y dirigida por Vicente Cadenas, 17 diarios y 23 semanarios. El 5 de agosto de 1936 se constituyó el Gabinete de Prensa de la Junta de Defensa Nacional a cuyo frente estaba Juan Pujol. El 24 del mismo mes cambió su denominación por la de Oficina de Prensa y Propaganda, cuyas funciones fueron asumidas el 1 de octubre por la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado. El 14 de enero de 1937 nació la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda dependiente de la Secretaría General del Estado cuyo primer delegado fue el general Millán Astray, siendo delegados sucesivamente Vicente Gay, el comandante Arias Paz y el comandante Moreno Torres. La Delegación Nacional de Prensa y Propaganda pasó a depender del Ministerio del Interior en febrero de 1938, siendo entonces delegado el «cuñadísimo» Ramón Serrano Súñer, desglosándose en una Delegación Nacional de Prensa a cargo de Juan Antonio Giménez Arnau y otra de Propaganda a cargo de Dionisio Ridruejo. Por su parte Luis Antonio Bolín iba a ser el encargado de dirigir el Gabinete de Prensa del Cuartel General, luego Delegación de Propaganda del Cuartel General del Generalísimo. En abril de 1937 se creó también la Delegación de Prensa y Propaganda de FET y de las JONS de la que se hizo cargo el exaltado sacerdote y periodista Fermín Yzurdiaga, y luego Serrano Súñer cuando ya era Delegado Nacional de Prensa. Esta Delegación de FET y de las JONS procedía de la fusión de la Delegación de Prensa de la Junta Nacional Carlista de Guerra, creada en el verano de 1936 bajo la dirección de Julio Muñoz Aguilar, y de la Jefatura Nacional de Prensa y Propaganda de FE y de las JONS, creada en San Sebastián en julio de 1936 bajo la dirección de Vicente Cadenas. Falange dispuso, por otra parte, de una Delegación Nacional del Servicio Exterior que tuvo una intensa actividad propagandística en contacto con grupos de Falange en el exterior o grupos afines en otros países. A través de su Departamento de Intercambio y Propaganda Exterior difundió numerosas publicaciones de todo tipo en distintos idiomas. El 22 de abril de 1938 se promulgó la Ley de Prensa obra de Serrano Súñer que estaría vigente en España hasta 1966, a pesar de haber nacido con carácter provisional. En cualquier caso, y sin detenernos ahora en otros detalles, hay que señalar que concibe a la prensa como un servicio público y que los organismos pertinentes del estado pueden intervenir en su gestión y en sus contenidos en toda ocasión. 726

La Delegación Nacional de Prensa y Propaganda creó en 1937 la revista mensual Vértice y también la revista de humor La Trinchera, nacida en Salamanca en 1937 bajo la dirección de Rogelio Pérez Olivares, que pasó luego a editarse en San Sebastián ya con el título de La Ametralladora y la dirección de Miguel Mihura, con colaboradores como «Tono», Edgar Neville y el adolescente Álvaro de Laiglesia, que luego dirigiría el famoso semanario humorístico La Codorniz. La Ametralladora llegó a superar los 100.000 ejemplares. En 1938 comenzó a publicarse la revista infantil y juvenil Flechas y Pelayos. El método empleado para el control de los corresponsales extranjeros fue distinto en ambos bandos. En el franquista fue muy rígido desde el primer momento. Estaba basado en el sistema británico de la Primera Guerra Mundial. Los corresponsales acreditados recibían regularmente notas informativas de las autoridades y tenían absolutamente limitada su libertad de movimientos. Para trasladarse a zonas de combate debían ir acompañados de un oficial destinado al efecto. Todos sus despachos estuvieron sometidos a una rígida censura militar y política desde la primera hora. De todos modos, en los primeros momentos del avance franquista en Andalucía algunos corresponsales enviaron sus crónicas libremente desde Gibraltar o incluso desde Tánger. Entre los franquistas, fue Luis Antonio Bolín (por otra parte, cuñado de Constancia de la Mora) quien, como jefe del Servicio de Prensa del Cuartel General del Generalísimo, tuvo la iniciativa de crear un servicio que asesorase y controlase a los corresponsales extranjeros. Esta oficina de prensa, organizada en Sevilla, expedía a los periodistas extranjeros, con un criterio más o menos arbitrario, unas tarjetas de identificación. Una de sus primeras preocupaciones fue determinar la relación entre los artículos aparecidos en los periódicos extranjeros (muchas veces hostiles a los avances franquistas) y los corresponsales que podían haberlos enviado, aunque aparecían con otra firma. Fueron muchos los periodistas expulsados. A partir de enero de 1937 el control de los corresponsales extranjeros pasó a la Delegación del Estado para la Prensa y la Propaganda. Con la Ley de Prensa de 1938 se creaba el Servicio Nacional de Prensa, dirigido inicialmente por Ramón Garriga Alemany, que también participaba en el control de los corresponsales extranjeros. Más tarde, ya al final de la guerra, el que luego sería gran historiador, Jesús Pabón, fue jefe de prensa extranjera dentro del Servicio Nacional de Prensa. Existió también, desde agosto de 1937, un Departamento de Intercambio y Propaganda Exterior de la Delegación Nacional del Servicio Exterior de FET y de las JONS que tuvo estrechas relaciones sobre todo con alemanes e italianos. El control férreo que se ejercía en el bando franquista impidió prácticamente la actuación de aquellos corresponsales que no mostraban simpatías por la causa de los generales rebeldes y de los fascistas españoles. Con medios más precarios que en el bando republicano y demostrando también un menor interés por la labor propagandística en el exterior, comenzaron esta tarea los facciosos. Contaron al principio con algunos diplomáticos que abandonaron las embajadas del gobierno legítimo y comenzaron a actuar como representantes oficiosos del nuevo Estado. Contaron también con los corresponsales de los periódicos más conservadores. Se apoyaron en los partidos de derecha de los distintos países, en la Iglesia y también, en menor medida, en los servicios diplomáticos de los países que les apoyaban abiertamente como Italia o Alemania. Del mismo modo que surgieron asociaciones en apoyo de la República, las hubo también para apoyar y difundir la 727

propaganda facciosa. Así, «The Spanish Nationalist Relief Committee» en Gran Bretaña o «Les Amis de l'Espagne Nouvelle» en Francia. El tema de la Raza y de la Hispanidad fue un argumento recurrente de la propaganda franquista y durante y después de la guerra consiguió tener un eco considerable en la América Hispánica. La Falange dispuso fuera de España de una «Falange Exteriop> especialmente presente en los países hispanoamericanos. De la Delegación Nacional del Servicio Exterior de FET y de las JONS —nótese que no de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda— dependían numerosas publicaciones en el nuevo continente: Arriba (Buenos Aires), Arriba (Sullana, Perú), Arriba España (La Habana), Arriba España (La Paz), Arriba España (Panamá), Arriba España (Paraná, Argentina), Arriba España (San José de Costa Rica), Amanecer (Ciudad Trujillo), Amanecer (Guatemala), Avance (San Juan de Puerto Rico), Cara al Sol (Ponce, Puerto Rico), España (Colón, Panamá), Guión (San Salvador), Nueva España (Guayaquil, Ecuador), Unidad (Lima), Yugo (Manila) y Jerarquía (Bogotá). Por su parte también las representaciones del Estado Español hicieron publicaciones de propaganda como Información en Montevideo u Orientación Española en Buenos Aires. Además, y con el apoyo de estas representaciones oficiales u oficiosas se organizaron giras de representantes españoles afines al gobierno faccioso por toda América como Eugenio Montes, Federico García Sanchiz, José María Pemán, etc., etc.

38.3. LA PROPAGANDA RADIOFÓNICA La radio no había tenido papel alguno en la actividad propagandística durante la Primera Guerra Mundial. Como medio de comunicación se desarrolla precisamente en el periodo de entreguerras para convertirse en uno de los instrumentos fundamentales de la propaganda de los regímenes dictatoriales. Su utilización como arma de guerra, algo que será característico de la Segunda Guerra Mundial, se manifiesta por primera vez, en gran escala, durante la guerra civil española. Ambos bandos la utilizaron profusamente. En el bando republicano quedaron las más potentes emisoras, pero en el bando rebelde, con menos medios, no faltó imaginación: las charlas de Queipo de Llano desde Sevilla son buen ejemplo de ello. La radio desempeñó un papel muy importante en los primeros momentos del levantamiento militar. Desde Radio Las Palmas (EAJ-50), Radio Club Tenerife, Radio Tetuán o Radio Ceuta los sublevados proclamaron el estado de guerra. Rápidamente se incorporó a las voces rebeldes Unión Radio Sevilla (EAJ-5), lo que significó para opinión pública la prueba de que la rebelión no estaba circunscrita a Marruecos como hasta entonces aseguraban las autoridades legítimas que achacaron estas primeras emisiones facciosas de Radio Sevilla a Radio Ceuta. Al parecer el director de Radio Sevilla, el comandante retirado Antonio Fontán de la Orden, estaba complicado ya en la sublevación. El mismo 18 de julio Queipo de Llano hizo ya una intervención radiofónica, primera de una larga serie que duraría hasta el 1 de febrero de 1938. Por su parte, el general Franco intervino personalmente el 18 de julio ante los micrófonos de la emisora de la guardia civil de Tetuán. También se incorporaron a los rebeldes Radio Pamplona (EAJ-6, que rápidamente pasaría a ser Radio Requeté de Pamplona), Radio Valladolid (controlada desde agosto por Falange), Radio Castilla (EAJ-27, Burgos), Unión Radio San Sebastián (EAJ-8) y Radio Oviedo. Todas ellas radios locales con una potencia limitada a 200 vatios. 728

Cuando comenzaron a llegar las noticias del levantamiento armado, el Ministerio de Gobernación comenzó a radiar una serie de notas cada media hora en las que resaltaba la normalidad de la situación. El domingo 19 de julio Radio España de Madrid y Unión Radio Madrid difundieron un comunicado del Comité de Vigilancia del Frente Popular. En Barcelona, una vez sofocado el intento del general Goded, éste se dirigió a los que le seguían anunciando su rendición desde Radio Barcelona y Radio Associació de Catalunya (EAJ-15). Unión Radio Madrid era la emisora de mayor potencia de España y también la de mayor audiencia sobre todo cuando emitía en cadena con todas las emisoras de Unión Radio. Tanto ella como la otra emisora madrileña, Radio España (EAJ-2), se encontraban entre los objetivos que los rebeldes madrileños no pudieron alcanzar. Unión Radio Madrid instaló micrófonos en el Ministerio de la Gobernación desde donde se lanzaron los comunicados a que nos hemos referido antes. Ayuntamientos, gobernadores civiles y otras autoridades leales llamaron al restablecimiento de la normalidad ciudadana desde las emisoras. Pero hay que reconocer que en los primeros momentos de confusión, y aun disponiendo de medios mucho menores, fueron los facciosos los que mejor supieron valerse de tan potente arma de propaganda. En el bando leal, las emisoras se vieron inundadas de comunicados y notas de partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones hasta el punto de que el Ministerio de la Gobernación hubo de intervenir para evitar tal afluencia. Desde el punto de vista legal las emisoras fueron intervenidas por el gobierno republicano así como por los gobiernos de las regiones autónomas pasando a ser radios oficiales. Otras muchas pasaron a ser controladas por distintos grupos políticos. UGT, Izquierda Republicana, PCE, el Quinto Regimiento, etc., dispusieron de emisoras propias en Madrid, así como en otras capitales. El Socorro Rojo Internacional dispuso de su propia emisora corta en Madrid, etc. Constituido el Gabinete Largo Caballero el 4 de septiembre de 1936, se dictaron normas restrictivas sobre la emisión de determinado tipo de noticias que podían dar información al enemigo, como por ejemplo, anuncios de asambleas, de desfiles de columnas, de salidas de convoyes, de entierros, etc. Cuando se constituyó la Junta de Defensa de Madrid, el 8 de noviembre de 1936, el delegado de Propaganda y Prensa, José Carreño, se quejaba de que controlaba únicamente Unión Radio, Radio España y Transradio mientras que el resto de las emisoras escapaban a su control. Procedió en primer término a incautar la emisora del POUM (EAJ-4) que había atacado ferozmente a la Junta y a partir del 20 de febrero de 1937, autorizó sólo las emisoras que pertenecieran a partidos políticos o sindicatos registradas reglamentariamente, requisando todas las demás. A partir de abril quedó instalado un micrófono en la Delegación de Prensa y Propaganda que conectaba con todas la emisoras. Después de los sucesos de mayo en Barcelona, el Gabinete Largo Caballero entró en crisis. El nuevo gobierno, presidido por Negrín, tomó la decisión de incautar todas las emisoras de radio intentando frenar la confusión propagandística en que estaba cayendo la radio en el bando leal. Pues tal multiplicidad de voces, muchas veces contradictorias entre sí, no contribuía a la necesaria unidad que requiere la actividad de propaganda de guerra. Todas las grandes figuras políticas de la España leal hicieron oír su voz en numerosas ocasiones a través de las ondas, si hacemos la salvedad del general Miaja y del presidente Azaña que siempre se mostraron reacios a los micrófonos. La voz vibran729

te de «Pasionaria» o de la ministra de Sanidad Federica Montseny, Lluís Companys, Largo Caballero, Negrín, Indalecio Prieto y un larguísimo etcétera se dirigieron al pueblo español en numerosas ocasiones desde la radio. Uno de los grandes logros propagandísticos en el bando leal fue el conocido «Altavoz del frente». Era un organismo dependiente del Subcomisariado de Propaganda del Ministerio de la Guerra que comenzó a emitir todos los días a las nueve de la noche, desde el 14 de septiembre de 1936 a través de Unión Radio Madrid. Sus emisiones, en las que alternaban charlas de distintos dirigentes con música revolucionaria o poemas cantados preparados «ad hoc» para estos programas, adquirieron justo renombre. En noviembre de 1936 construyó un coche blindado dotado de un potente equipo de altavoces destinado a la labor propagandística en primera línea. Estos camiones con altavoz se multiplicarían más tarde llegándose a construir gigantescos altavoces portátiles para dirigirse tanto a las propias tropas cuanto a las del enemigo. «Altavoz del frente» colaboró con la Alianza de Intelectuales Antifascistas en la elaboración de una serie de programas propagandísticos dirigidos por Arturo Serrano Plaja y Emilio Prados. También emitía desde Unión Radio programas breves en distintas lenguas para los combatientes de las Brigadas Internacionales. La radio en la zona republicana fue también instrumento de educación y cultura dedicando amplio espacio a las distintas actividades contra el analfabetismo. Por un decreto del día 21 de abril de 1937 se creaba del Servicio de Difusión de la Enseñanza por Medios Mecánicos que entre otras cosas (fotografías, discos, cine, etc.) se encargaba de fomentar el uso de la radio en estas tareas educativas. En Madrid y otras ciudades hubo algunos episodios de emisoras clandestinas instaladas en domicilios particulares, más dedicadas a tareas de espionaje que a tareas de propaganda pero que también creaban falsas alarmas, daban noticias falsas o informaban sobre los movimientos de tropas. Hubo un caso verdaderamente peculiar. Al parecer desde el edificio del Ministerio de Gobernación emitió durante algún tiempo una emisora clandestina de carácter ferozmente anticlerical, Radio Hostia, que fue cerrada por Zugazagoitia, y que había provocado las iras del gobierno vasco. En el bando rebelde muy pronto los militares fueron conscientes de la importancia de la radio. Dentro de la Delegación de Prensa y Propaganda creada en enero de 1937, la Oficina de Radio quedó encomendada a Emilio Díaz Ferrer. La Junta Técnica del Estado creó por orden de 14 de enero de 1937 Radio Nacional de España en Salamanca inaugurada el día 19 por el propio general Franco. Alemanes e italianos, sobre todo los primeros, dieron su contribución técnica al nacimiento de Radio Nacional, embrión de lo que es hoy la cadena estatal española. Los modelos seguidos fueron naturalmente el Ente Italiano per le Audizioni Radiofoniche (EIAR) y la Rundfunk Reichs Gesellschaft (RRG, Compañía de Radiodifusión del Reich). La nueva emisora era una Lorenz de 10 Kw., proporcionada por los alemanes. Cuando el comandante de ingenieros Arias Paz se hizo cargo de la Delegación de Prensa y propaganda, en abril de 1937, nombró director de la emisora a Jacinto Miquelarena, quien continuó al frente de la misma a pesar de las sucesivas reorganizaciones de los servicios de propaganda franquistas. Además de Radio Nacional y de Unión Radio Sevilla, en el bando rebelde se fue gestando una red de emisoras dependientes de FET y de las JONS (Burgos, Zaragoza, Valladolid, etc.). El episodio más interesante de la propaganda radiofónica en el bando rebelde, e incluso de toda la guerra civil española, fueron las charlas radiofónicas del general Queipo de Llano desde Unión Radio Sevilla desde el 18 de julio de 1936 al 1 de febre730

ro de 1938 en que, a instancias de Pedro Sainz Rodríguez, que al parecer se entrevistó con él en Sevilla, el propio general las suspendió. Queipo de Llano era un hombre impulsivo que hablaba con el lenguaje popular cayendo siempre en la chabacanería, valiéndose de chistes vulgares, insultos, groserías, pero todo ello con una fuerza plástica y una sencillez de lenguaje que pronto le convirtieron en una verdadera estrella, verdadero virrey del sur de España que el propio Franco no podía soportar. Sus charlas fueron escuchadísimas en uno y otro bando. Desde el bando leal, se le respondió con su misma moneda atribuyendo al vino su verborrea y su voz aguardentosa. Su lenguaje cruel incitando a la venganza pudo tener incluso alguna influencia en los excesos de la guerra. Durante dieciocho meses Queipo no dejó de hablar ni un solo día. Más de quinientas charlas hicieron de él un maestro de la propaganda de guerra cuyo mérito no podemos negar. El bando leal no pudo contar con emisoras extranjeras que sostuviesen su causa como sucedía con los rebeldes que habían contado desde el principio con el apoyo de la radio portuguesa y que rápidamente recibieron también apoyo de las emisoras alemanas e italianas. Algunas de las emisoras del bando franquista emitieron en onda corta programas de propaganda en lenguas extranjeras. Nos constan convenios de la sección radio de la Oficina de Prensa y Propaganda italiana en España con Unión Radio de Sevilla, Radio Requeté y Radio Falange. Esta última llegó a emitir desde Valladolid un programa diario de cuarenta minutos en lengua italiana de 19 h. 40 m. a 20 h. 20 m. en onda corta de 42,83 m, además de una hora semanal cada jueves de 21 h. a 22 h. dedicada «a las familias de los trabajadores italianos», todo ello con material proveniente de los servicios de propaganda italianos en España y dedicado fundamentalmente a contrarrestar la propaganda que en lengua italiana realizaban los antifascistas italianos desde las emisoras de Barcelona y Madrid. Muchas emisoras europeas emitieron programas de información o propaganda en español. Podemos mencionar los emitidos por el Servicio de Lenguas Extranjeras de la BBC (sobre todo desde 1938), la RRG desde su estación de Zeesen, Radio Moscú y también el EIAR. Los servicios exteriores de la radio estatal alemana dependían todavía del Ministerio de Propaganda y consistían fundamentalmente, durante los años 30, en programas en alemán, en onda larga y onda corta dirigidos a los núcleos de población alemana fuera de la patria. Sólo cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores (ya con Ribbentrop, desde septiembre de 1939) monopolice la propaganda exterior y disponga de una sección radio, se organizarán de manera sistemática los programas en lenguas extranjeras; pero todo ello fue ya durante la Segunda Guerra Mundial. Quizá la emisora exterior que realizó una labor de propaganda más intensa hacia España, especialmente dirigida a la población civil de la zona leal, fuera Radio Verdad, organizada por los italianos. Ya antes de julio de 1936 el EIAR emitía en onda corta algunos noticiarios en español dentro de su programación en lenguas extranjeras. Estos noticiarios tuvieron eco en la prensa española de aquel entonces, sobre todo la de izquierda. Ciano, a la sazón subsecretario de Estado de Prensa y Propaganda, solicita en repetidas ocasiones a la Embajada italiana en Madrid que estudie el camino a seguir para crear en España una audiencia estable para las emisiones desde Italia. Por otro lado, en el verano de 1936 van a llegar hasta Italia, por primera vez a través de la radio, las voces del antifascismo. Se trataba fundamentalmente de intervenciones de comunistas o miembros de «Giustizia e Libertà» desde la emisora de Barcelona. La claridad de la escucha y el perfecto italiano de los locutores lleva a las au731

toridades fascistas a sospechar de la existencia de emisoras clandestinas en su propio territorio o, en todo caso, en Suiza. Antes de acabar 1936 comienza a hablarse claramente de una emisora del PCI. Esta programación, primero esporádica pero luego más regular, duraría toda la guerra y llegaría, en el invierno de 1937, a convertirse en una emisión diaria conocida como Radio Milano (antecedente de Radio Milano-Libertà que emitiría desde Moscú desde 1940 a 1945). Se emitía, al parecer, desde Pozuelo del Rey o, más tarde, desde Aranjuez, entre las 22 h. 15 m. y las 23 h. (hora italiana) en O. C. de 28 mts. De los programas se encargaron, sobre todo, Velio Spano, Giuseppe Reggiani y Nicola Potenza. La existencia de esta emisora no excluyó, naturalmente, que a lo largo de toda la guerra se siguieran oyendo voces del antifascismo italiano (Nenni, Pacciardi y otros) desde distintas emisoras de la España republicana. El gobierno fascista italiano organizó su contrapropaganda radiofónica. Desde el principio de la guerra, el EIAR seguía transmitiendo, dentro de su programación para el exterior, un servicio diario en español. Pero, una vez que se organizó la masiva intervención militar italiana, la propaganda fascista a través de la radio se concentrará en una emisora de más envergadura, conocida como Radio Verdad. Hubo algunas reticencias de carácter técnico subrayando el hecho de que tal esfuerzo menoscababa la propaganda interna, pero el hecho es que Radio Verdad comenzó a emitir su propaganda fascista en castellano y catalán. Las autoridades facciosas solicitaron que desaparecieran las emisiones en lengua catalana pero éstas se mantuvieron hasta final de la guerra. Así, desde el 18 de febrero de 1937 hasta el 3 de junio de 1939 emitió para España Radio Verdad, pasando desde entonces a ser Radio Verdad ítalo-Española que desaparecería cuando los italianos entrasen en la Segunda Guerra Mundial. Radio Verdad fue la única emisora extranjera en lengua española que emitía en onda media, que podían captar con más facilidad los aparatos españoles, sobre todo en Levante y Cataluña. Otras emisiones italianas en onda corta tenían más bien la finalidad de contrarrestar las emisiones republicanas en italiano pues se emitían en la misma longitud de onda. El carácter de la propaganda de Radio Verdad repetía los clásicos motivos de propaganda fascista: el enfrentamiento de la civilización contra la barbarie, la defensa de los valores religiosos tradicionales contra el ateísmo anarquista y bolchevique, además de difamar con todo género de injurias a los dirigentes republicanos. Gran parte del material que radiaba la emisora procedía de la USP italiana de Salamanca. Radio Verdad mantenía la ficción de que emitía desde territorio español y, para la correspondencia, daba la dirección de Plaza de los Bandos n. 8, en Salamanca, precisamente la dirección de la Oficina de Prensa y Propaganda italiana. La correspondencia, por cierto, fue abundantísima. Se recibieron hasta 1939 unas 30.000 cartas. Acabada la guerra el fichero de radioyentes de Radio Verdad contenía 17.766 nombres (9.500 españoles, 2.612 italianos, 2.554 alemanes, 1.200 franceses y 2.100 de varios países). Por parte republicana se organizó en agosto de 1937, como estación central del Comisariado de la Guerra, la Voz de España, destinada fundamentalmente a la propaganda exterior. En realidad, desde los primeros días del levantamiento militar se multiplicaron las transmisiones en onda corta en distintos idiomas, y ya desde el 18 de julio de 1936 comenzaron a conocerse estas emisiones como la «Voz de España». Desde Cataluña (Radio Asociació de Catalunya) y desde el País Vasco (Radio Emisora Bilbaína, EAJ-28) emitieron también programas para el extranjero. Desde Madrid se 732

emitía por onda corta para Hispanoamérica un servicio especial de noticias cada día a medianoche.

38.4. CINE Y PROPAGANDA El cine había sido ya un instrumento de propaganda utilizado en la Primera Guerra Mundial, así como en la Revolución Rusa. En los países totalitarios además de su utilización como medio de evasión era un instrumento fundamental de su aparato propagandístico. Por otra parte, después de la Primera Guerra Mundial los noticiarios cinematográficos se generalizan en todos los países. Grandes compañías privadas como la «FoxMovietone» o la «Paramount» o instituciones estatales con fines propagandísticos como el «Istituto Nazionale LUCE», producen noticiarios cinematográficos con periodicidad regular y también películas documentales de distinta duración. La guerra civil española ocupó abundante espacio en estos noticiarios extranjeros y dio pie a la producción de numerosos documentales. También se produjeron, incluso durante la guerra, pero sobre todo después, películas argumentales sobre ella. Durante la guerra, y en ambos bandos, siguió siendo el cine americano el más proyectado en las salas. Los rebeldes no contaron inicialmente con estudios ni laboratorios, aunque la empresa española cinematográfica más importante, «Cifesa», cuya infraestructura había quedado en la España leal, se instaló en Sevilla y se puso al servicio de la causa franquista. La otra gran empresa cinematográfica española, «Filmofono», vinculada a Unión Radio y a la familia Urgoiti, dejó de funcionar en ambas zonas. En los primeros momentos los sublevados carecieron por completo de material cinematográfico, mientras que en la España leal comenzaron a multiplicarse las películas documentales. Por su parte, la Subsecretaría de Propaganda del gobierno republicano, cuya sección de cine estaba a cargo de Manuel Villegas López, produjo numerosas películas documentales entre las que destaca España leal en armas con guión de Luis Buñuel y dirigida por Le Chanois. La película argumental de mayor alcance propagandístico que se produjo en la zona leal fue también una iniciativa de la Subsecretaría de Propaganda. Nos referimos a Sierra de Teruel de André Malraux, que sólo pudo terminar de montarse en París y fue estrenada en Francia poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Tiene especial interés la actividad de propaganda cinematográfica del Comisariado de Propaganda de la Generalidad, cuya sección de cine, a cargo de Joan Castanyer («Laya Films») fue productora, distribuidora e importadora de numerosos títulos de cine soviético. Entre sus producciones se puede destacar el documental de Joan Serra Un día de guerra en el frente de Aragón, el famoso Enterrament de Durruti o el mediometraje Catalunya Màrtir Su obra más importante fue el noticiero semanal Espanyaaldía. Notician Nacional. En 1938 «Laya Films» contaba con un archivo propio de 90.000 m y más de 130.000 copias para su distribución. En Cataluña los anarquistas desarrollaron también una importante actividad cinematográfica. La CNT se incautó las 116 salas de proyección que existían en Barcelona que fueron dirigidas por el Comité Económico de Cines cuyos ingresos se dedicaron a la producción (Sindicato de la Industria del Espectáculo-Films). «SIE-Films» 733

produjo largometrajes, como Aurora de Esperanza (1936), clásico ejemplo de cine social y documentales como la serie Los aguiluchos de la FAI por tierras de Aragón sobre los avances de la columna de Durruti. Produjeron también el Entierro de Durruti que no debemos confundir con el documental del mismo título de «Laya Films». En Madrid los anarquistas dispusieron de la Federación Regional de la Industria Espectáculos Públicos (FRIEP) que produjo la serie Estampas Guerreras, y también de «Spartacus Films» que editó el noticiario Momentos de España. La producción anarquista total fue de 48 reportajes de guerra y retaguardia en Barcelona y 14 en Madrid; 7 películas de propaganda y 2 en Madrid; 4 películas de complemento en Barcelona; 3 largometrajes argumentales en Barcelona y 2 en Madrid además de los noticiarios Momentos de España (Madrid) y España Gráfica (Barcelona). Los comunistas dispusieron de la productora y distribuidora «Film Popular» ubicada en Barcelona que se encargó de la edición en castellano del noticiario España al día de «Laya Films» con contenidos y comentarios distintos, además de producir otras películas documentales. Antes de «Film Popular», en Madrid funcionaba la Cooperativa Obrera Cinematográfica. También produjeron películas algunos cuerpos de ejércitos con mandos comunistas y el Socorro Rojo Internacional. La primeras películas documentales en el bando rebelde fueron obra de los corresponsales extranjeros sobre todo de los italianos a los que nos referiremos más abajo. En 1938, cuando todos los servicios de propaganda pasaron a depender del Ministerio de la Gobernación con Serrano Súñer, se creó un Departamento Nacional de Cinematografía dentro de la Dirección General de Propaganda dirigido por Augusto García Viñolas. A este departamento se debe el nacimiento del Noticiario español, precedente del No-Do, que entonces sólo produjo diecinueve números.

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