Hijo de Batista 9788413375144

Roberto Batista Fernández es una persona discreta, rasgo que no oculta la valentía de acercarse con honradez y limpieza

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Spanish Pages 236 Year 2021

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Table of contents :
Prólogo.............................................................................................. 13
1.Manhattan................................................................................... 17
2.Kuquine...................................................................................... 25
3.Marcialidad, Constitución y 10 de Marzo.................................. 33
4.La Salle. Ataque a Palacio y Varadero ....................................... 47
5.Manhattan. Siempre Manhattan ................................................. 57
6.Daytona Beach ........................................................................... 67
7.Lisboa......................................................................................... 77
8.Madeira ...................................................................................... 83
9.Legado histórico-mediático........................................................ 95
10.Indian Mountain School............................................................. 101
11.Institut Monnivert....................................................................... 115
12.Madame Fortoul y el legado suizo............................................. 127
13.Doloroso Madrid y feliz Guadalmina ........................................ 149
14.Dama de Elche, Vietnam y dolorosa renuncia ........................... 165
15.Preuniversitario. Primeros pasos en la Facultad de Derecho ..... 175
16.Mi hermano Carlos Manuel ....................................................... 183
17.Vuelta a la Universidad .............................................................. 193
18.Visados ....................................................................................... 199
19.Unidos en el dolor ...................................................................... 207
20.En la despedida .......................................................................... 213
Epílogo.............................................................................................. 215
Álbum familiar.................................................................................. 221
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Hijo de Batista
 9788413375144

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ROBERTO BATISTA FERNÁNDEZ

Hijo de Batista Memorias

HIJO DE BATISTA MEMORIAS

E. Serrano Dirigida por: Pío

serie Biblioteca Cubana

Serie dedicada a difundir lo mejor de la literatura cubana clásica y contemporánea. Agrupa temas y abordajes relativos a las letras cubanas, con títulos de diferentes géneros y autores de dentro y fuera de la Isla, en un diálogo cultural útil y generador de intercambios. Entre los autores más destacados de la Serie, figuran: José Martí, José María Heredia, Julián del Casal, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cirilo Villaverde, Juana Borrero, Ramón Meza, Jorge Mañach, Alejo Carpentier, Pablo de la Torriente, José María Chacón y Calvo, Nivaria Tejera, Guillermo Cabrera Infante, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Pedro Juan Gutiérrez, José Lorenzo Fuentes, Dulce María Loynaz, Roberto González Echevarría, Miguel Barnet, Miguel del Carrión, José Olivio Jiménez, Manuel Díaz Martínez, Francisco Morán, Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo, Severo Sarduy, Eugenio Suárez Galbán, José Prats Sariol, Félix Luis Viera, Rafael Alcides, Antonio José Ponte, Reinaldo Montero, Luis Manuel García, Julio Travieso, José Kozer, Lydia Cabrera, Eliseo Diego, Gastón Baquero, Lina de Feria, Virgilio López Lemus, Ramón Fernández Larrea, Enrique Pérez Díaz, José Triana, Rogelio Riverón, Virgilio Piñera, Juana Rosa Pita, Zoé Valdés, José Ángel Buesa, Alfonso HernándezCatá, Roberto Fernández Retamar, Nicolás Guillén, entre otros.

ROBERTO BATISTA FERNÁNDEZ

Hijo de Batista Memorias

© Roberto Batista Fernández, 2021 © Imágenes de portada e interior: archivo del autor © Editorial Verbum, S. L., 2021 Tr.ª Sierra de Gata, 5 La Poveda (Arganda del Rey) 28500 - Madrid Teléf.: (+34) 910 46 54 33 e-mail: [email protected] https://editorialverbum.es I.S.B.N.: 978-84-1337-514-4E Diseño de cubierta: Pérez Fabo Diseño de colección: Origen Gráfico, S. L. Preimpresión: Adrians Esquivel Romero Printed in Spain / Impreso en España

Fotocopiar este libro o ponerlo en red libremente sin la autorización de los editores está penado por la ley. Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

“Para su hijo Roberto, como para parte de los exiliados cubanos, Fulgencio Batista no fue en ningún caso la caricatura que el castrismo y sus simpatizantes forjaron en torno a su figura […]. Él sabe que cualquier intento de rehabilitación será una tarea ardua… Pero sí busca matizar la mayoría de los juicios que se emiten en torno a su persona, valorizando su obra.” Jacobo Machover Los últimos días de Batista (Editorial Verbum) Conocer su obra íntegra [la de Fulgencio Batista], que incluye las facetas omitidas o tergiversadas, es asignatura pendiente de la historiografía y de la enseñanza cubanas. En esa dirección, junto a algunos textos que han ido saliendo a la luz pública, el libro Hijo de Batista, de uno de sus retoños, de Roberto, sin duda llenará una parte de ese gran vacío, relacionada principalmente con la vida familiar de amor, dedicación y sufrimiento que los caracterizó, sin la cual resulta imposible calar en el alma de los hombres, y por tanto, en su conocimiento integral. Dimas Castellanos La Habana, (16 de septiembre de 2020) Cuando en el otoño cubano de 1952 fui víctima de la polio y los médicos de mi ciudad de Guantánamo se negaron a ayudarme, la Primera Dama, Marta Fernández Miranda de Batista, respondió a los ruegos de mi padre, enviando un avión militar para transportarme a La Habana donde recibí el tratamiento médico que salvó mi vida. Décadas después, en un otoño neoyorquino, nace una amistad fraternal con el hijo de la Primera Dama, Bobby Batista. Si el Presidente Batista representa fuerza política y poder histórico y Marta invoca un espíritu humano de amor y clemencia, Bobby Batista es el suspiro de esa unión: humildad con piedad, cariño para todos, fiel a sus padres y a sus amigos y a su Cuba. Danilo H. Figueredo

DEDICATORIA A mis hijos, Esther y Carlos Manuel, a mi nieto, Torete, porque son herederos de este pasado familiar y del dolor histórico que nos une con tanto amor. A Zoé Valdés por su defensa de la verdad histórica y su extraordinaria valentía. A aquellos compatriotas que sienten el dolor causado por un régimen intolerante para que la esperanza de recuperar una patria libre no decaiga jamás.

ÍNDICE

Prólogo............................................................................................... 13 1. Manhattan.................................................................................... 17 2. Kuquine....................................................................................... 25 3. Marcialidad, Constitución y 10 de Marzo................................... 33 4. La Salle. Ataque a Palacio y Varadero........................................ 47 5. Manhattan. Siempre Manhattan.................................................. 57 6. Daytona Beach............................................................................ 67 7. Lisboa.......................................................................................... 77 8. Madeira....................................................................................... 83 9. Legado histórico-mediático......................................................... 95 10. Indian Mountain School.............................................................. 101 11. Institut Monnivert....................................................................... 115 12. Madame Fortoul y el legado suizo.............................................. 127 13. Doloroso Madrid y feliz Guadalmina......................................... 149 14. Dama de Elche, Vietnam y dolorosa renuncia............................ 165 15. Preuniversitario. Primeros pasos en la Facultad de Derecho...... 175 16. Mi hermano Carlos Manuel........................................................ 183 17. Vuelta a la Universidad............................................................... 193 18. Visados........................................................................................ 199 19. Unidos en el dolor....................................................................... 207 20. En la despedida........................................................................... 213 Epílogo............................................................................................... 215 Álbum familiar................................................................................... 221

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Prólogo

Nunca tuve la intención de escribir este libro. Pensaba que mi historia carecía de interés, que a nadie podía importar los acontecimientos de mi vida. Un día, hablando con Danilo Figueredo, bibliotecario y profesor, en su casa de New Jersey, en presencia de Gustavo Pérez-Firmat, profesor y escritor de renombre, surgió el tema. “¿Por qué no hablar de ti? ¿Por qué no escribes la historia de los años pasados en compañía de tu padre?” Me sorprendieron estos comentarios y quedé atónito. “¿Redactar un relato sobre el hogar familiar presidido por mi padre?”, les respondí. Y ambos asintieron con firmeza. ¿Tendría yo la capacidad de escribir?, me preguntaba. En realidad, no había compuesto ningún escrito desde mis años universitarios, quitando algún cuento que escribí durante mi asistencia a un taller de escritura allá a principios de siglo. El tiempo pasó. Unos meses después, en uno de mis viajes a Madrid, tuve la suerte de reunirme a comer con Pío E. Serrano, historiador, profesor y editor además de empresario, y con el inolvidable Leopoldo Fornés, igualmente profesor y escritor. Conversamos mucho sobre Cuba, su pasado y presente, como era costumbre nuestra al compartir mesa y mantel en un restaurante cubano cerca de la Plaza del Callao. La conversación siempre fluía; se intercambiaban opiniones y se avanzaban pronósticos. La figura de mi padre, con su bagaje histórico, salía a relucir con frecuencia. Llegado a un punto, ambos al unísono formularon la misma pregunta que Danilo y Gustavo plantearon en New Jersey. “¿Por qué no relatar ese pasado? ¿Cómo vivíais con vuestro padre en Cuba y en el exilio?”. De más está decir que la pregunta me cogió desprevenido. No esperaba esta opinión por segunda vez en tan corto intervalo de tiempo. Creo que mi cara de estupor causó el mismo efecto en mis comensales. 13

Les repetí que mi vida no podía atraer a nadie, que lo de Cuba era muy doloroso y que los sucesos vividos a nivel familiar no tendrían relevancia alguna para el público en general. Pero los queridos amigos, al igual que Danilo y Gustavo, no estaban de acuerdo conmigo. Se repitió la escena de New Jersey, solo que esta vez quedaba yo aún más sorprendido por la opinión compartida por tan ilustres intelectuales. ¡Lejos está mi capacidad de escritor para cumplir con sus deseos! me repetía. Al salir de este almuerzo medité acerca de la propuesta. Al principio la idea me impresionó y causó ansiedad ante tan noble propósito, pero ¿sería capaz de dar el do de pecho que se me pedía? Nada convencido continué debatiendo conmigo mismo la posibilidad de dar vida al proyecto formulado por mis amigos. No tomé una decisión. Preferí meditarlo a conciencia cuando estuviese de regreso al trabajo, una vez cruzado el charco que separa los dos continentes. Un sábado por la mañana caminaba por la Segunda Avenida de Manhattan cuando me asaltó el recuerdo de las reuniones de New Jersey y Madrid para que relatase los años vividos en compañía de mi padre. Y resolví en ese instante escribir y pensé que lo más adecuado, con mi poca experiencia de escritor, era crear un relato que cubriese los años transcurridos desde mi nacimiento hasta el fallecimiento de mi padre. Recuerdo que en ese momento eché mano de un pequeño cuaderno que llevaba en el bolsillo donde, con prisa, pero con interés, anoté tres ideas que me permitirían dar el cañonazo de salida al relato. Las ideas cuajaron y me puse manos a la obra. Al llegar a casa me senté frente al ordenador, tiré de un documento Word e intitulé el relato “Pétalo”, porque mi padre siempre decía que a las señoras no se les debe dañar ni con el pétalo de una rosa. No sé por qué me vino a la mente este pensamiento. Sería quizá que actualmente el tema de los malos tratos es sujeto cadente. El caso es que me pareció muy adecuado dar al relato este título provisional a la espera de encontrar uno definitivo. El improvisado título no prosperó a lo largo del tiempo, pero se mantuvo hasta el final de la redacción. Me acompañaba mi padre en esta labor y guiaba mi mano. Me permitió ser fiel a mi interpretación 14

de la vida familiar y de los hechos históricos que la marcaron. Sometido posibles títulos a debate, se prefirió llamarlo “Hijo de Batista” por su magnetismo mediático. Quedaban de esta forma coronados los esfuerzos de los últimos años. El germen de esta obra radica en las sugerencias de aquéllos que con criterio histórico me animaron a dar vida a este relato. Quedo por lo tanto endeudado con Danilo y Gustavo, por haber puesto ambos la primera piedra de este proyecto y por el esfuerzo de Danilo en proporcionar ideas a su redacción. Quedaré eternamente agradecido a Pío E. Serrano por su sabia dirección y guía que acaté con el mayor respeto y gratitud. Fue mucho su empeño en que esta obra viese el día y son incalculables sus sugerencias en alcanzar un texto coherente y sencillo. No puedo dejar de mencionar a Leopoldo Fornés por el calor brindado al proyecto y a Jacobo Machover, creador del título “Hijo de Batista”, e inspirador de ideas. Finalmente, Zoé Valdés fue en todo momento, sin ella saberlo, el espejo en el que me miraba por la valentía que imprime a sus opiniones y por el ingente esfuerzo en la producción de su obra literaria y política. Muchas gracias a Zoé por tan leal imagen y tan noble propósito. A todos vaya aquí el testimonio de mi amistad más profunda y sincera. Madrid, septiembre de 2020

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Manhattan

Nací en Manhattan, de madrugada, hijo de Fulgencio Batista Zaldívar, el político cubano, y de Martha Fernández Miranda, cubana, hija de gallegos por parte de padre y madre, rodeado de mucho amor y gran expectativa. Manhattan sería con el tiempo el lugar más destacado de mi vida. Me vio venir al mundo; me recibió con los brazos abiertos; y con el transcurso del tiempo los volvió a abrir para darme la gran lección de mi vida. Se comentó entonces que mi padre estaba preocupado por la salud de mi madre, pues su embarazo había sido algo accidentado. Decía mi madre, y creo que, con gran orgullo, aunque desconozco el motivo, que era gemelo (jimagua, en cubano), pero el que iba a ser nuestro hermano se malogró en los primeros meses de embarazo. Y vine a llenar un espacio alegre y esperanzador. Mi padre solía recordar aquellos días con nostalgia saludable: su hogar temporal en la gran ciudad, la estremecedora energía, pujanza y fuerza que la caracterizaban y el ir y venir inquieto de sus gentes. Le llamaba la atención el tráfico abrumador porque el de La Habana entonces era menos intenso y se recreaba en relatar su impresión acerca del rush hour que pronunciaba en correcto inglés. –¿Recuerdas, mi vida, aquellas tardes en Nueva York cuando al salir nos pillaba el rush hour? –¡Que si me acuerdo mi Cuqui! Te llamaba tanto la atención y hasta disfrutabas deteniéndote en las esquinas para apreciar la intensidad del tráfico que despertaba tu curiosidad. Mis padres eran muy devotos del Niño de Praga cuya imagen veneraban en una iglesia de la ciudad, no recuerdo cuál, pero al nacer me encomendaron a este Santo y desde entonces su imagen reposa en mi mesa de noche, le rezo todos los días. Le visito los domingos en mi 17

parroquia, Saint Agnes, cerca de la estación Grand Central, donde me complace asistir a sus Misas Tridentinas. No fui practicante toda mi vida, aunque las enseñanzas de los Hermanos de la Salle de Miramar permanecieron en un rincón profundo de mi ser y jamás abandoné la oración. Después de intensos desengaños volví a la misa dominical y a la reflexión religiosa. Las fotos y conversaciones familiares de entonces hablan de un todavía apuesto Batista, acompañado de su joven mujer, frecuentando conciertos clásicos, musicales de Broadway, restaurantes y cabarets donde a veces era reconocido porque, no olvidemos, por aquellos años era todavía un político popular. Pienso en aquellos años como un paréntesis en la vida de mi padre durante el cual pudo gozar de una relativa paz tanto familiar como política. Los nubarrones estaban por llegar, aunque entonces no se vislumbraban con claridad. No sé porque decidieron abandonar aquella vida y regresar a Daytona. Tal parecía que la vida neoyorkina compaginaba perfectamente con el temperamento de mi padre. Además, mi madre disfrutaba con las ventajas de una ciudad tan cosmopolita. Ambos procedían de orígenes muy, muy humildes. Mi progenitor, con ese tesón y hambre de saber que le caracterizaron a lo largo de su vida, empeñado en la búsqueda de conocimientos cada vez más completos, animaba a su compañera a cultivarse en tal excepcional ambiente. Mi madre había tenido una formación limitada y su marido pensó que esta etapa en Nueva York le proporcionaría un nivel más apropiado al futuro que percibía. Seguramente, el antiguo sargento tendría preparado de alguna manera su regreso a la patria y quería contar con una consorte de la talla y los usos, comportamientos y ademanes a la altura de sus expectativas familiares y políticas. Su relación con la Gran Manzana no era reciente, pues ya, cuando las circunstancias aconsejaron salir rumbo al extranjero después de las elecciones de 1944, el matrimonio permaneció ahí una temporada larga. Se hospedaban entonces en un hotel céntrico del que acostumbraban a hablar con cariño por el trato acogedor que recibieron. Más de una vez los oí comentar que se sentían en casa, y creo que este grato pe18

riodo les animó a regresar con posteridad y disfrutar ahí los años incipientes de aquel primer exilio, una vez finalizado el periplo de mi padre por las Américas. Ha quedado bien documentado que este viaje tuvo un gran éxito y que se le celebró y festejó con respeto y admiración. Fue por esa época también cuando el FBI empezó a grabar sus conversaciones telefónicas. ¿El conocimiento de estas grabaciones tuvo que ver quizá con políticos cubanos, quizá con dignatarios latinoamericanos, quizá contactos con abogados y políticos locales…? ¿Tenía él conocimiento de estas grabaciones? Nunca se lo oí mencionar. Con todo, hizo buenas amistades y el vínculo perduró hasta su fallecimiento. Transcurridos esos meses, la vida parecía estabilizarse lejos del ambiente político reinante en Cuba. ¡Y yo a punto de nacer en la gran urbe! Por entonces estaba Carmita Gamero. En mi recuerdo perdura sin descanso. Su cariño hacia mis padres, demostrado en el hogar cubano de Nueva York, se prolongó a lo largo de su vida, y solo se apartó de mi madre cuando fallecido el Presidente exiliado, ella a su vez se despidió repentinamente dando su último adiós al lado de uno de mis hijos por entonces un chavalito. ¡Vivió tantos acontecimientos a nuestro lado! Carmita trabajaba en el Consulado Cubano neoyorkino e integró nuestro hogar familiar más adelante, ya en Daytona Beach, a los pocos meses de nacer yo. Prestó su mano competente en la administración del hogar floridano, ayudó a mi madre con mi hermano Jorge y conmigo, disfrutó con ir de compras al A&P, inolvidable supermercado de la época, y alabó en toda circunstancia las virtudes del confort estadounidense. Sin olvidar su pasión por la ensalada de lechuga y tomate que revestía con gelatina de menta. Durante nuestros años de estudiantes en Madrid, ya la familia en el exilio, le gustaba sorprendernos con este plato. Esta era la buena de Carmita, a quien con cariño infantil y en la madurez seguíamos llamándola Titi. Yo no, para mí fue Carmita a secas, cuyo imborrable recuerdo se manifestó tiernamente en la boda de mi hija que, de novia, lució entonces los pendientes que Carmita le dejó para ella solita. 19

Carmita aparecerá a lo largo de estos recuerdos porque fue para mí ternura, protección, defensa de buenos y malos pasos, bondad, amor desinteresado, indulgencia y tolerancia ante mis juergas juveniles en el Madrid de los sesenta y principios de los setenta. Así como lo digo, estas virtudes sin exageración de ninguna clase concurrían en ella. Tales gestos los extendía a nuestros amigos que fueron en toda circunstancia “fans” incondicionales suyos. Más de uno la recuerda despierta a altas horas de la madrugada esperando nuestro regreso cuando los progenitores se encontraban en Estoril. Otros la ven sentada en aquel rinconcito del piso que alquilábamos en la Castellana, donde atendía el teléfono, con papel y lápiz a su lado, expresándose con dulzura en cada llamada, mientras tomaba buenos sorbos de café Maxwell House que solía traer consigo cuando viajaba a los Estados Unidos. Sin que faltase la presencia de Gamin, nuestra mascota canina, tumbado a sus pies. Chiquéalo, mijito, mira que es hijo del amor– nos solía comentar. ¿De dónde habría sacado esa expresión? Jamás le he oído a nadie utilizar tal vocablo. No deja de ser inolvidable. Recuerdo con gran afecto y gratitud a Bobby Hernández. Ejerció el cargo de cónsul en el consulado cubano y a menudo acompañaba a mi padre en el Nueva York de entonces. Para mi hermano Jorge y para mí sigue vivo el recuerdo de un viaje que, pasados los años, hicimos capitaneados por Bobby, viaje que tuvo buen fin a pesar de los “vaivenes” que atravesamos. Son recuerdos que permanecen grabados en la memoria porque Bobby era para nosotros un amigo, el amigo de Nueva York, y esa ciudad, ese nombre siempre tuvieron resonancia especial entre los miembros de la familia. Su compañera, Enriqueta, viene a mi memoria porque nos visitó muy frecuentemente en los perturbadores momentos de la llegada de Cuba. No puede faltar Lawrence Berenson, abogado, muy amigo de mi padre. Lawrence le ayudó mucho por entonces y fue su asesor legal en numerosos aspectos. De Lawrence y su mujer, Elsie, guardo un recuerdo muy cariñoso, pues tenían un trato paternal hacia nosotros, los hijos del matrimonio que tanto quería. De Lawrence también hablaremos más adelante puesto que fue persona clave y abogado indispensable 20

en los peores momentos que pasaron mis padres al salir de Cuba. Fue consejero clarividente sin duda alguna y gracias a sus gestiones pudimos pasar la página más cruenta de los días del recién estrenado exilio. Así fue para todos aquellos que formábamos y formamos para siempre el núcleo de la familia Batista; desde mi madre y mi hermana mayor Mirta, hasta mi hermana más pequeña, Marta María. Carmita, Bobby, Lawrence y Elsie fueron, junto con el matrimonio López de Mendoza, los fieles acompañantes de mis padres por aquellos días otoñales. Pero había otros y pronto hablaré de ellos. Ramiro y Julita López de Mendoza estuvieron a su lado, día bueno, día malo; ni aún en los peores momentos renunciaron a la amistad que era muy honda. Era Julita madrina de mi hermano Carlos Manuel, víctima de leucemia, fallecido en Madrid, a edad temprana, en una funesta mañana, de descomunal tristeza, herida que no llegó a cerrarse ni con el paso del tiempo y que mi madre arrastró hasta que la enfermedad a una avanzada edad le nubló el conocimiento. Ramiro López de Mendoza era el doctor personal de mi padre y tuvo el cargo de Pagador del Palacio Presidencial a partir de 1952. Todos lo conocíamos por Mendozita, a quién debemos gratitud y cariño; igual que a Julita que hasta el último suspiro de mi madre estuvo a su lado. ¡Qué ejemplo de amistad! Imagino a mi padre caminando largas horas por las avenidas de la ciudad, porque disfrutaba con paseos a pie como nadie que haya conocido. ¿Le molestaría el frío? Puede que sí; como buen cubano no sería de extrañar. Y en Nueva York puede destaparse un frío intenso e inesperado en octubre. En todo caso echaría mano de su buen abrigo azul oscuro, seguramente idéntico al que llevaría en su último exilio años después. Creo que el entendimiento de la pareja era tan satisfactorio que, al engendrarme poco tiempo después, recibí toda la simpatía y apego que ambos sentían al identificarse con lugar tan especial. Este legado me hace sentir orgulloso de ser neoyorkino y se lo agradezco a mis padres. Años más tarde, ya en el internado de Suiza, soñaba con visitar de nuevo mi ciudad natal, tan entrañable para mí, recreándome en mil fantasías de posible viajero. Así discurría la vida del matrimonio Batis21

ta, rodeado de expectación, esperanza y equilibrio familiar a finales de los años cuarenta en la ciudad más emprendedora del planeta. Mi bautizo tuvo lugar el Día de los Enamorados, ya trasladada la familia a Daytona Beach. Estaban mis procreadores en unión de amigos muy queridos, como mis padrinos Nena Boullón y Manolo PérezBenitoa. ¡Y se les ve a todos tan felices! En el momento de recibir las aguas bautismales, que el sacerdote hacía caer sobre mí entonces ya abundante cabellera, todos sonreían plácidamente. Las fotos plasman la ternura común que el acto inspiró en padres y padrinos. ¿Estarían llenos de esperanza a la espera de circunstancias políticas más favorables que permitiesen un regreso a Cuba? La ocasión no tardaría en brindársela a mi padre en bandeja y sin demora. Mis padrinos, Nena y Manolo, significaron mucho en mi vida, pues tengo su imagen fija desde mis más tempranos años. Nena poseía una personalidad única, arrolladora, entrada en carnes pero ligera de espíritu y verbo, y sobre todo era muy lista, espontánea, dicharachera, mal hablada en el momento oportuno. Su cara, en tanto volumen corporal, traicionaba la edad, tan lisa era la piel, la cabellera siempre recogida en armonioso moño (¿o era peluca?). Por eso, al principio de este relato dije que nací rodeado de mucho amor y mis padrinos a lo largo de toda su vida tuvieron ese gesto de dulzura, generosidad, y cariño sincero; desde niño solo percibí amor por parte suya. La vida, que tan caprichosa es, me mantuvo muy cerca de la pareja, aunque hubo una época al principio del exilio que por motivos familiares dejé de verlos. Aun así, recuerdo que esta separación, durante mi tardía adolescencia y temprana juventud, fue dolorosa. En los ratos de soledad mi pensamiento volaba hacia ellos. Desde el fondo del corazón deseaba su pronta reincorporación a mi quehacer diario. Quería recrear el ambiente y la fascinación que rodeaban mi niñez, perdidos con la salida de Cuba. Y tuve la alegría desbordante de poder celebrarlo. Nuestro reencuentro se produjo cuando yo ya tenía quince años cumplidos, y pasaba unas vacaciones madrileñas de Navidad en casa de Gastón Godoy, quien fuera Presidente de la Cámara de Representantes y último Vice-Presidente electo de la Cuba Republicana, pues 22

desde la niñez y el colegio me unía una gran amistad con su hijo, igualmente llamado Gastón, cuya madre era otra señora desbordante de generosidad hacia todos. Fui con Gastón Jr. a una fiesta a casa de mis padrinos que daba su nieta, Esther-Loly, ya casada, amiga igualmente desde la cuna como quién dice. Llegué temeroso ante la reacción desconocida de aquellos que tanto quería, pero ellos no me defraudaron; fueron los de siempre, con gentileza y palabras de acogida tiernas y significativas. Pasado el tiempo, ambos fallecieron a mi lado, otra gran pérdida en mi vida, como fue años después la despedida de Carmita o la separación para siempre de la que fue mi tata en La Habana. En realidad no tenían urgencia por despedirse de Nueva York. Y, sin embargo, para enero de 1948 nos acogía la casa de Daytona Beach en la Avenida de Halifax, adquirida en los años 40. En Daytona disfrutaron de días tranquilos y quiero imaginar que de profunda paz familiar; días durante los cuales mi padre podía planear su vida política de cara a los acontecimientos futuros en Cuba. Por entonces, el gobierno del presidente Prío enfrentaba numerosas dificultades en diferentes frentes. Ante tal circunstancia era previsible que el antiguo militar y ex presidente se animara a concebir un posible regreso que le permitiese asombrarse una vez más al panorama político de Cuba. “No tuve un Santa Elena interminable, pero si un Daytona Beach en la que escasearon amigos”, fueron las palabras de mi padre en carta del 12 de junio de 1966 al político cubano Guillermo Alonso Pujol y VicePresidente del Gobierno de Prío Socarrás, refiriéndose a aquel primer exilio. No por ello se desalentó. Todo lo contrario, su astucia política le aconsejó que debía participar en las próximas elecciones y se propuso dar los últimos toques a la campaña de 1948, que culminó con su elección como Senador in absentia por la provincia de Las Villas al amparo de la Constitución de 1940. La prensa cubana prestó gran atención al antiguo Presidente. La actividad política que Batista desarrollaba desde Daytona era noticia frecuente. Los periódicos se hicieron eco de su regreso a La Habana, como lo demuestra la extensa cobertura del gran recibimiento que tuvo en el aeropuerto de Rancho Boyeros aquel 20 de noviembre de 23

1948. Las imágenes muestran a un Batista triunfador quien poco después entró en el Senado a tomar posición de su cargo. Le acompañaba el también senador Pedro Blanco Torres, del Partido Republicano, y el senador Bringuier, senador independiente. Mi madre, mi hermano Jorge y yo permanecimos en Daytona una temporada. Pisamos tierra cubana el 17 de diciembre de 1948. ¿Había recorrido mi padre un largo camino político para hacer posible nuestro retorno? Debió ser así, pues tuvo que vencer varias dificultades. Como su situación dentro del Partido Liberal no quedaba del todo clara, el primero de agosto de 1949 dio a conocer un manifiesto que anunciaba la formación de un nuevo partido político, el Partido de Acción Unitaria (PAU). A partir de entonces Batista se entregó a la organización y difusión del PAU: multiplicándose en mítines, entregado a largas horas de trabajo, celebrando reuniones con representantes de diversas tendencias políticas y con la intelectualidad. El futuro se planteaba incierto, pero su fortaleza física y espiritual no le permitió decaer en momento alguno y se lanzó de lleno a la tarea con todo el amor que siempre tuvo por su patria. Y entonces llegamos a Kuquine. Conociendo a mi madre, incansablemente preocupada por su Cuqui querido, tal como ella llamaba a mi padre, los primeros días en su Habana natal se dedicaron a la organización del hogar familiar en aquella residencia. Mi madre era una persona muy inteligente e intuiría que no habría descanso para su marido hasta alcanzar un puesto prominente en la esfera gubernamental cubana. Todos sus esfuerzos domésticos estarían dirigidos a lograr el ambiente armonioso que su marido necesitaba en momentos tan decisivos de su vida. Todo en el seno de una familia que estaba llamada a completarse con vástagos adicionales.

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Kuquine

La imagen clara y serena que guardo de mi niñez en aquel hogar no deja de asaltarme a diario. Eran días azules y de cielo sereno. Recuerdo la casa de Kuquine, la capillita que al principio estaba delante de la casa. Un año antes de la salida de Cuba se había trasladado detrás de nuestra residencia. Recuerdo llegar del colegio con la alegría y el desenfado que únicamente los primeros años de vida te permiten sentir. Bajaba del coche y corría a la búsqueda de mi hermano Jorge para contarle qué sé yo cuantas tonterías del momento, pero sentía esa auténtica e inocente felicidad que nada ni nadie podría estropear. Y llegar a casa, sentirme protegido, cómodo, querido por mis padres y por mi hermano mayor, aupado por mi tata, todo era como una película en la que nada enturbia la felicidad. No hay palabras para expresar la nitidez del sentimiento, la emoción infantil y la estabilidad reinante entonces. ¡Cuán diferente iba ser mi vida! A menudo nos visitaba mi abuelo materno, Ramiro, alto, fuerte, igualmente afectuoso, expresivo y con simpatía arrolladora. Le recuerdo rozagante por aquellos días en Kuquine poco antes del Gobierno de Marzo, como le gustaba a mi padre llamar al gobierno surgido a raíz del golpe de estado del 10 de marzo de 1952 y que se prolongó hasta las elecciones de 1954. Abuelo falleció con 78 años un 13 de septiembre de 1952 y está enterrado en el cementerio de Colón, un sitio muy apegado a nuestros corazones, pues ahí yacen numerosos seres queridos. Sé que algún día podré recogerme ante el panteón familiar, ahora algo derruido y abandonado, según pude comprobar por un DVD enviado por un sacerdote amigo. La finca Kuquine era de mediana extensión, ocuparía unos tres mil metros cuadrados, y se encuentra al sur de La Habana, en el municipio de Arroyo Arenas. La entrada estaba custodiada por soldados 25

desde una garita. Recuerdo que la parte superior del muro que rodeaba su fachada estaba sembrada de fragmentos de vidrio, sin duda para impedir un acceso a la finca de delincuentes y merodeadores, restos de una inestabilidad social todavía presente en la isla. Guardo en la memoria la inocente alegría que en mis días de infancia me producía acercarme a aquel acogedor recinto familiar. Una carretera interior conducía a la vivienda principal ante la cual se extendía un jardín en cuyo centro reinaba una fuente redonda que al encenderse despedía chorros de agua. Era el lugar predilecto de intentonas de “baños” y “chapuzones”, siempre frustrados por la inolvidable tata. Si caminabas detrás de la fuente llegabas a la capillita mencionada. Ahí recuerdo a mi madre recogerse con alguno de nosotros, los hijos, a su lado. Mi madre era muy religiosa, rezaba a su Santa Marta con mucha devoción y, sin embargo, en las últimas dos décadas de su vida, la noté apartada de nuestra religión. Desconozco el verdadero motivo, aunque intuyo que fue el cansancio de una vida aquejada de penosas vicisitudes, entristecida por la ausencia de su Cuqui, si bien en vida de nuestro padre supo comportarse con entereza y a la altura de las circunstancias, fuese en Cuba o en el exilio. Estos recuerdos son anteriores a la reforma de Kuquine efectuada hacia el año 1957. Sin embargo, siempre permaneció en su sitio la biblioteca privada de mi padre de gratos recuerdos. No puedo olvidar aquel olor único que se respiraba en aquella estancia, de la vista del color burdeos de algunos muebles, de sus estanterías bien organizadas dónde mi padre albergaba sus libros más queridos. Y lo que llamaba la atención del entonces adolescente era las mesas de superficies de vidrio que te permitían observar en su interior objetos colocados con orden esmerado, recuerdos de las distintas etapas de la vida pública de mi padre. Además, en esas estancias se celebró la boda de mi inolvidable hermana Mirta con el doctor Elmo Ponsdomenech. Con la reforma de la residencia familiar de Kuquine y, atravesando una zona ajardinada, hacia el lado derecho se añadió una zona de recreación con piscina, rodeada de tumbonas, baños y de un espacio para celebrar “motivitos”. Coincidían niños, adolescentes, “pepillos” 26

y adultos, mucha familia allegada, otros amigos asiduos. El color azulcristalino de sus aguas y el bienvenido calorcito al penetrar en ellas invitaban a zambullidas frecuentes de rápidas inmersiones, explorar su fondo y nadar hasta el cansancio. Dividida en dos partes, la piscina disponía de una zona amplia para mayores y de otra más pequeña para los niños, separadas ambas por un estrecho pasaje. Un puentecillo abombado daba entrada bajo techo a la zona de ágapes y demás eventos familiares. Ésa era mi parte favorita, pues me recreaba en permanecer debajo del puente y nadar de un extremo al otro como si cada intentona fuese una aventura única. No estaría completa esta descripción sin mencionar la flora generosa que rodeaba el recinto, aquella vegetación de un verde vigoroso, las plantas mecidas por una brisa ligera; todo bajo el resplandor del sol caribeño. Esta estancia entonces conocía momentos de paz, equilibrio y esperanza en un entorno de cariño compartido por parentela, prole y amigos que algunos no volveríamos a ver llegado el momento del adiós a la Patria. Si a este conjunto se añade música cubana de fondo, clásicos boleros, chá-chá-chás, y tríos, vemos que Kuquine resumía lo que todo compatriota lleva grabado en lo más profundo de su alma, un pedazo de cubanidad, acompañado por la cercanía de las palmas reales. Frente a la biblioteca había una pista de shuffle-board. Jugábamos incansablemente y a menudo nuestro progenitor se unía a nosotros para disputar un juego reñido, aunque él nos dejaba ganar, y todos reíamos. Estas partidas resultaban siempre muy animadas al verse arropadas por la presencia de altos mandos, amigos y escolta personal. Alabo la presencia de mi padre en nuestras vidas en momentos tan delicados de la política nacional. ¡Cuantas responsabilidades! Y sin embargo encontraba tiempo para estar con sus hijos. Una carretera corría por delante de la biblioteca. Si la cruzabas al salir de la misma, a mano izquierda, te encontrabas con la tumba de Piqui y Chirro, un pekinés y un dachshund, dos canes que mi padre adoraba. En su superficie hizo esculpir sus estatuillas y la de otro perrito que también quiso mucho, el terranova Blacky que falleció en la 27

finca de amigos. Gran amante de los animales, su compañía compensaba su prolongado quehacer cotidiano, desbordado por las preocupaciones que lo embargaban. Sobre mi padre y sus mascotas vale evocar el episodio de la grulla, aquella “grulla de pata de palo” que no fue una leyenda. En un discurso en el Cacagual, hacia el año 1955, dijo que su gobierno era como la grulla, como aquella grulla herida que le faltaba una pata, que él rescató colocándole una pata de palo y que a pesar de mil dificultades continuaba viva, y que la llevó a Kuquine donde continuaba sus días plácidos y vigorosos. “Mi Gobierno –dijo–, es como la grulla de la pata de palo, no morirá: perseverancia hasta el final.”. Así, aquella grulla se convirtió para él en un símbolo de resistencia ante las adversidades. Se seguía por esa carreterita, sembrada de lichis, de un predominante verde oscuro, embellecidos por ramilletes abundantes. Su fruto, rojo por fuera, blanco por dentro, como la fresa, de gusto más amargo, poseía un sabor tan peculiar que su huella permanecía imborrable desde su contacto inicial. Atacaba el árbol y vaya atracones, una de mis malas costumbres desde temprana edad. No era fácil resistir a estas delicias, que se brindaban al pasante, como tentación embelesante. Estos árboles se alzaban sobre un cuidado césped. Ofrecía así este camino un paisaje armonioso que invitaba a caminatas con familiares y amigos, bajo un sol de claridad meridiana, a evitar cuando el astro “más pica”. Tenía apego especial a recorrer esa vía y cada vez que podía por ahí andaba, porque conducía al “Sopapo”. Era éste el comedor general. Se llegaba a sus dependencias al cruzar unas murallas despintadas levantadas a cada lado del paseo, pasaje de entrada a la zona del comedor, de buena cocina criolla. Colocado en lugar estratégico, porque todas las rutas conducían a él. Si se continuaba carretera abajo, sin parar en el “Sopapo”, se llegaba a una modesta cuadra de caballos y un establo para las vacas. Más allá se extendía un reducido campo de caña, cercano a la primera residencia familiar de mi Tío Roberto. Al “Sopapo” acudíamos todos; niños, familia, empleados de la finca, soldados destinados ahí, amigos. Lo preferíamos a la hora de 28

almorzar por su ambiente informal, acogedor y popular. Brillaba y se servía una comida típicamente cubana; a mí me gustaba la palomilla, que ha seguido gustándome, con un buen plato de arroz blanco y salsita por encima. Me escapaba de casa, o mejor dicho, iba acompañado de algún escolta o familiar, para evitar el protocolo estricto de Kuquine. En el “Sopapo” se comía libremente sin formalidades y pretensiones, siempre acogido por intendencia cariñosa, con cocineros simpáticos, capitaneados por el bueno de Felino, sin horarios, despidiendo olor a criollo por cada rincón. Desde la lejanía temporal, sonrío al recrear aquellos momentos. Me gustaba montar a caballo, sin llegar a ser el jinete que era mi hermano Jorge, quien montaba a “Cabeza de Trueno”, pequeño y corto, una especie de palomino brioso, valiente y ¡problemático! Sólo Jorge lo dominaba. Yo estaba relegado a montar a la vieja “Cuca”, yegua pía de pocos bríos, siempre complaciente, una buenaza que proporcionaba seguridad al jinete. Después estaba “Mariposa” que solía montar Carlos Manuel, tan rozagante por aquellos días que nadie hubiese podido sospechar que caería víctima de enfermedad incurable. “Mariposa” era pequeña, traviesa, pero no peligrosa y Carlos Manuel la dominaba a la perfección, aunque alguna que otra vez se le fue de cañas y terminasen en una fosa. Lo malo no era caerse; lo malo era sacar a “Mariposa” de la fosa y consolar a mi hermano bajo el impacto de una caída tan inesperada como repentina. Así fueron aquellos años lejanos, años de nuestra niñez y adolescencia, años de encanto sin sospechar que algún día se interrumpirían dolorosamente. ¿Y qué pensaba el niño camino de la adolescencia durante aquel lustro? Miraba a mi alrededor y todo me complacía. Ni una nube a punto de desembocar en la pubertad. Se sucedían demasiados mimos, complacencias de mis progenitores, malacrianzas por parte del entrañable personal del hogar, de los allegados y otros, algunos movidos por la posición que ocupaba siendo hijo de Presidente. Pasados los años, reconozco que aquella vida privilegiada de confort y amor, que habría de pagar tan caro, era una burbuja protectora que me alejaba de la difícil vida real de otros chicos de mi misma 29

edad. ¿Que pasaría por la mente de mis compañeros de clase y mis amigos de juego? ¿Cómo me comportaba entonces? A ellos cedo la palabra. Entonces la vida transcurría con tranquilidad, sin preocupaciones, protegido y querido, en la rutina diaria; que si el colegio, que si vuelta a casa que era Palacio y la alegría de ver a mis padres en sus aposentos privados almorzar tardíamente, rodeados de algún alto cargo o de la Pagadora de Palacio, mi jacarandosa madrina Nena. Había reemplazado en el cargo al Dr. López de Mendoza de quién hablé con anterioridad. Tú, querida madrina, vivirás para siempre en mi recuerdo, como lo hará tu marido, mi padrino, de cuidadoso porte, educación esmerada y acogedora personalidad. Fueron aquellos los años del desarrollo intelectual, dirigido por los Hermanos de La Salle, donde poco a poco aprendí a convivir con mis compañeros. Sentado en el pupitre escolar a veces me distraía y la mente volaba hacia las vacaciones o fin de semana, haciendo dibujos en cualquier página que tuviese delante. Me gustaban los libros del colegio, aprender, sin ser el primero de la clase, turnándose años mejores, otros peores. La educación impartida por esos Hermanos y profesores gozaba de muy buena salud y era semejante a la de cualquier otra institución educadora de la época. Historia, ¡cuánta falta haces! Siempre me atrajo. Gracias a ella he aprendido a analizar y comprender mejor los acontecimientos. Sus orígenes y desarrollo, tanto los del pasado como los del presente. Me gustó entonces, me apasiona ahora, sobre todo penetrar en los complejos vericuetos de la Cuba republicana y conocer las vicisitudes de las guerras por la independencia patria del siglo XIX. No todo fue color de rosa. Hubo momentos que marcaron mi niñez y hasta su desarrollo posterior y quedaron vivos para jamás desfallecer. Fue la ausencia de Tata Manuela. Se fue de casa un buen día sin despedirse. A la hora de dormir solía acompañarme, pero esa noche no estaba. Empecé a sospechar. Recuerdo alguien a mi lado intentando contener el imparable choque emocional. Rompí a llorar, estremecido, y a gritos pedía su presencia. No concebía su falta. Tuve que vivir con 30

el dolor profundo del niño que pierde a un ser querido, “manejadora” insustituible, tierna y cariñosa. ¡Cómo no iba a echarla de menos! Convulsionaba en la cama provisional que instalaron en otro dormitorio para atenderme mejor y mitigar el dolor. El temor a no volver a verla agudizaba mi ansiedad y la inquietud perduró por horas interminables en sobresaltos constantes. Imploré su regreso, pero no había respuesta, únicamente el consuelo de otra persona a mi lado. No recuerdo nada más, aunque ese episodio marcó el resto de mi vida. La ansiedad de separación, tan estudiada en psiquiatría, se adueñó de mí con tal vigor que cualquier separación actual, por inoperante que sea, crea en mi fuero interior la misma aflicción y un sentido de abandono insoportables. Y es que el único consuelo es la presencia del ser ausente, tierno bálsamo pacificador. La soledad del niño en momentos semejantes es abrumadora y recibe el impacto de lo que muy adentro se intuye como irremediable e inconsolable. Creo que estuve así largas horas de la noche, aunque la experiencia del “abandono” no quiso dejarme jamás. Quedé manco, desequilibrado, descontrolado y tembloroso. Permanecí entregado a un pánico atroz que no podía superar, mientras que el miedo se colaba en cada instante. Se abrió un precipicio del que nada ni nadie me rescataría; descorazonado, pasé de la exasperación al desaliento hasta que cayeron las pupilas, cerrándose por el agotamiento. De ese pozo, de tal vértigo, de esa profundidad no sales incólume, has quedado marcado para toda una vida. No se borra una noche de tanto dolor ni a lo largo de toda una existencia. Pensar que todo esto ocurría mientras la República padecía uno de sus momentos más dolorosos. Todo había surgido a partir del 10 de Marzo cuando se interrumpió el pacto constitucional, hasta entonces respetado en todo momento desde que se promulgara la Constitución de 1940. Si bien es verdad que aquel golpe de Estado se produjo con escaso derramamiento de sangre, no hubo que sacar los tanques a la calle y prácticamente fue acatado por la mayoría. Mirando hacia atrás y, con el paso del tiempo, nunca me ha parecido la opción polí31

tica más adecuada. Para los pueblos es de máxima gravedad quebrar los principios de su Magna Carta y sus resultados son funestos para la nación.

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Marcialidad, Constitución y 10 de Marzo

No es fácil para un hijo enjuiciar a su padre, revisar sosegadamente los actos del progenitor, más aún cuando en el hogar fue un ejemplo de paz, organización, unión y cultura. Así se comportó en todo momento como padre cariñoso, respetuoso hacia sus hijos, sabiéndose hacer respetar con una simple mirada o con la palabra acertada en el momento adecuado. Mi padre, hombre político, tuvo sus virtudes y sus errores. De este vaivén no se libra ningún profesional de la política. Salió de la nada y, con enormes esfuerzos, supo superarse hasta alcanzar cimas insospechadas y sin duda debió tomar decisiones y ejecutar acciones discutibles y discutidas, no cabe duda. Discutida y controversial fue su intervención en el período que va desde 1933 a 1939. La Revolución de 1933 la protagonizaron los sargentos y los civiles, adelantándose los primeros desde el campamento militar de Columbia. Esos seis años vieron a un joven Batista evolucionar de revolucionario a hombre fuerte. Su posición de árbitro entre la Jefatura Militar y la Presidencia de la República, encarnada principalmente por los cinco miembros, la Pentarquía, le acarreó serias críticas, pero, con razón o sin ella, se mantuvo firme en su posición, controvertida desde luego, pero fructífera. Su buena relación con el Embajador norteamericano, Jefferson Caffery, fue blanco de críticas desde todos los sectores de la oposición que acertaron dónde más dolía al entonces Coronel. Entre 1933 y 1940 se sucedieron seis mandatos presidenciales, la mencionada Pentarquía, el primer gobierno de Grau San Martín o “gobierno de los Cien Días”, los de Mendieta, José A. Barnet, Miguel Mariano Gómez y Federico Laredo Brú, que conocieron a un Batista inflexible en las decisiones que imponía al Ejecutivo. Creo que el enfrentamiento surgido entre el Presidente Gómez y mi padre por el impuesto de 9 centavos por cada saco de 325 libras de 33

azúcar pudo haber tenido un final feliz. La insistencia del poder militar en que se llevase a cabo para financiar las escuelas cívico-militares sumió al país en otra crisis gubernamental. Hubiese sido preferible una colaboración estrecha entre ambos poderes: el civil y el militar, pues las escuelas pudieran haberse gestionado desde el Ministerio de Educación. Fue una despedida triste e inmerecida la del Presidente Miguel Mariano Gómez, sustituido por Laredo Brú. Uno se preguntaría como el joven Coronel pudo mantenerse en el mando militar. Buena parte de la historiografía apunta a su intuición y sagacidad política natas. La realidad prueba que al final de esa década, bajo el auspicio del Presidente Laredo Brú, maniobró de tal forma, que propició las circunstancias precisas para la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Salió electo Presidente de esa institución el Dr. Grau San Martín, lo que de por sí dejaba asomar un indicio de democracia. Se respetó la voluntad popular emanada del voto libre. Resultado de sus deliberaciones fue la aprobación de la Constitución de 1940, una de las más progresistas de su época, de clarísimo perfil democrático por el respeto hacia las libertades civiles y los derechos humanos y por la propia vida humana al prohibir la pena de muerte. Hubo, sin embargo, quienes criticaron el texto constitucional por su “aspiración a un Estado social de derecho” sin comprender que la inclusión de los “derechos sociales” era entonces lo que más necesitaba el país. Algunos alegaron que la inclusión de los “derechos sociales” darían lugar en el futuro al “estancamiento económico e incremento de la corrupción propias de todos los Estados sociales de derecho”. Debe reconciliarse esta posición con las estadísticas internacionales que para 1958 colocaban a Cuba entre las naciones más prósperas de las Américas. También es verdad que el Gobierno del Presidente Grau que sucedió a la Pentarquía legisló favorablemente en el aspecto social. Si su joven Ministro de la Gobernación, Antonio Guiteras, hubiese sido algo más conciliador y menos revolucionario, pienso que ese Gobierno se hubiera prolongado más allá de enero de 1934. Sin embargo, Guiteras 34

escogió la senda equivocada y la provocación. Debería haber enfocado su naturaleza rebelde en favor de la nación y no, como hizo, hacia la sedición. La sublevación desmedida le jugó una mala pasada. Privó a Cuba de su capacidad personal. No actuó con la ley en la mano. Pudo haber contribuido al progreso social y laboral del país, como de hecho hizo siendo miembro del gobierno. No fue así y recorrió caminos tortuosos. Mal terminó. El caso es que los años volaron, coronados finalmente por una Constitución popular, de contenido liberal y tolerante, protector de la mujer, respeto hacia el prójimo, en la vanguardia laboral y social, bajo cuya promulgación fue electo mi padre en 1940. La economía se consolidó durante la II Guerra Mundial, gracias al incremento de la producción de azúcar destinada a suplir las necesidades de los Estados Unidos. Se puso en marcha un amplio programa de obra pública y social, efectuándose repartos de tierras a familias campesinas así como el aumento de los salarios a las clases trabajadoras. Con la creación del Instituto Cívico-Militar se extendió la educación a lo largo del país. Se desarrollaron la Dirección de Cultura, dependiente del Ministerio de Educación, la Escuela Profesional de Periodismo, la Escuela de Artes Plásticas de San Alejandro y varios Conservatorios de música. En el aspecto internacional Cuba participó en numerosos congresos y convenios. Abrióse así un periodo constitucional durante el cual Batista demostró una vez más su intuición y pragmatismo. No en balde, al dejar la Presidencia en 1944 lo hace favorablemente en olor a multitudes y es acogido como estadista en su gira posterior por Sud y Centroamérica.. Ese año fue saludado en Chile por Pablo Neruda con las siguientes palabras: “Saludamos en él [Batista] al continuador y restaurador de una democracia hermana, al hombre que recibió la patria anarquizada y despedazada…”. Con las sucesivas elecciones democráticas entre Batista y Grau San Martín se iniciaba lo que parecía ser un periodo normal político al amparo de la Constitución de 1940. Una normalización debida, en gran parte, a la voluntad y a los principios democráticos de mi padre. 35

¿Cómo enjuiciar el mandato constitucional de 1940-1944? Fue el gran momento, el momento presente que se abría al futuro, el momento de la democracia, el del gobierno en coalición dónde convergieron fuerzas diversas, uniéndose demócratas, socialistas y comunistas para el bien de la Patria. Hubo crisis gubernamentales, todas superadas. Se gobernó con los comunistas y no pasó absolutamente nada. El ojo político del General le permitió concebir con claridad un mandato liberal, aplaudido por la mayor parte. No en balde el propio Carlos Rafael Rodríguez lo dejó claro al redactar “La Plataforma de Batista y el Proletariado”, artículo que resaltaba las virtudes de un político cubano serio, reformador social y laboral. No sé hasta qué punto mi padre erró más adelante en su planteamiento anticomunista a ultranza. Si en 1937 solicitó y obtuvo la legalización del Partido Comunista bajo el nombre entonces de Partido Unión Revolucionaria (una organización paralela al clandestino Partido Comunista), si en 1938 se legaliza este Partido, si en el periodo de 1940 llamó a un par de dirigentes comunistas a colaborar en su gobierno, ¿qué le hizo a continuación combatirles contra viento y marea? ¿Hubiera sido más sensato conservarlos de su lado? Fuerzas poderosas encarnadas en la relevancia del poder soviético –régimen intolerante de libertades, causante de abusos y atropellos, imponiendo su ideología totalitaria y ejerciendo con mano de hierro en política económica–, llevaron a mi padre a un rechazo global de las posiciones comunistas. Estaba ya demostrado que durante lustros sometieron a sus satélites a una vida miserable y engañosa. Y lo que era peor para los intereses nacionales, la absoluta subordinación de los partidos comunistas latinoamericanos a los intereses de Moscú. El Presidente cubano no dudó en librar una batalla sin cuartel contra el leninismo-estalinismo. Posteriormente, desde el Moncada, tuvo pruebas concretas de la tendencia comunista que animaba a los sublevados. Todo llevaba entonces a actuar con firmeza y sin titubeos ante los que enarbolaran tal bandera. ¿Pero qué hubiera pasado si Batista y el Partido Comunista se hubieran entendido? De no haber sido ilegalizado, tendría sentido pensar en su presencia en las elecciones de 1954 y 1958. ¡Qué imagen 36

más democrática y limpia se hubiese proporcionado al pueblo cubano! No pudo ser. Pero en aras de la democracia, ¿debería permitirse este Partido el día de mañana si Cuba recuperara un orden constitucional de libertades? Opino que sí por increíble que pueda para algunos parecer esta afirmación. Debe autorizarse este Partido para que juegue en igualdad de condiciones, porque eso es al fin y al cabo la definición de la democracia. Sería una manifestación de madurez política que Cuba, que tantas pruebas de brillantez ha dado en otros terrenos, daría al mundo en el político. Muchos criticarán esta posición mía. Muchos se llevarán las manos a la cabeza. ¿Cómo se puede pensar así, dirían, si este Partido es la representación más repugnante del régimen actual? Y lo repetirán a saciedad. No importa, lo que importa es la unión de los compatriotas que hoy por hoy parece una entelequia. Luchemos por ella y por una futura Constitución en la que todos quepamos sin reservas. Este comentario se presta a una meditación larga sobre la postura clara del Sargento que sagazmente triunfó y naufragó a lo largo de su quehacer político. Termina así un periodo constitucional que lo cubre de gloria y de expectativas favorables. Sale entonces hacia un primer exilio, durante el que, igual que comentamos al principio de este texto, dará lugar a su ritorno in patria, desde un momento de paz personal y familiar antes de la próxima batalla. Estando en el exilio es electo senador por la provincia de Las Villas por la Coalición Liberal-Demócrata. De haber jugado otra carta, la de mantener al partido que más tarde fundó, el Partido de Acción Unitaria (PAU), en una oposición “leal” hacia el gobierno Auténtico del Presidente Prío, con vistas a derrotar al Partido Ortodoxo en las elecciones de junio de 1952, Batista hubiese navegado mares más pacíficos, más acordes con sus principios y valentía personales, con su vocación e intuición políticas. En pocas palabras, hubiera podido convertirse en un admirado estadista en toda la extensión de la palabra. ¿Qué le hizo cambiar de rumbo y echar abajo todo el edificio constitucional que contribuyó a levantar con tanto empeño? Honestamente, no puedo contestar a esa pregunta. Quiero que la mano de mi 37

padre colabore en la escritura de estas líneas, que inspire mi pensamiento, y que desde el respeto que le debo, me permita opinar sobre un acto tan polémico. Me cuesta mucho comprender su decisión, y me cuesta tanto porque no creo que nadie tenga una respuesta segura. Todo esto puede parecer una tragedia griega: ¿un hijo enjuiciando a su padre? ¿Qué le mueve a analizar con toda sinceridad la decisión paterna? ¿Qué no me habrá embargado el pensamiento todos estos años en que permanecí en silencio? En realidad, para mí, además de lo que supuso la tragedia cubana, fue la tragedia personal que entrañó para mi padre y la familia que, a veces desgarradora, continúa siendo en mi interior un debate sin solución, como una noche eterna que nunca amaneció. ¿Debería renunciar a encontrar una explicación? Sería una posición más cómoda, pero ciertamente cobarde. El caso es que, como tantas veces aconteció a lo largo de nuestra historia, la división y el ostracismo triunfaron. No fue otro el resultado que muchos, alentados por la falacia marxista de que la violencia es la partera de la Historia, corrieron hacia Sierra Maestra cuando se desmoronaba el mando gobernante. Se refugian allá para brindar apoyo a aquél que en breve mandaría desde lo más alto de la Magistratura dictatorial. Este nefasto mandatario de 1959, ése sí que no creería ni en Presidentes ni Primer Ministros por mucho que hayan sido nombrados a dedo después del “paseíllo” recorrido de Oriente a La Habana. ¿Fue esta catástrofe consecuencia del golpe del 10 de Marzo? La sociedad se dividió, como continúa estándolo. Con todo, siguieron fieles al gobierno de mi padre la clase obrera, los sindicatos y los campesinos. No en balde más de un autor calificó a Batista de socialista. No dejan de tener razón, porque si bien fue un presidente que tuvo fe ciega en el respeto a la propiedad privada, tomó las medidas legales para favorecer al proletariado, así como al campesinado. Lo que no debe extrañar porque su origen era campesino y siempre mostró su lealtad inquebrantable hacia el campesinado. Ahí están entre otras la concentración pública ante Palacio el 12 de septiembre de 1952, organizada por los propios campesinos y más adelante la manifestación del 7 de abril de 1957 en desagravio al frustrado y doloroso ataque a Palacio. 38

En cuanto a la reforma agraria con el paso del tiempo se ha podido comprobar que la propuesta por Batista a principios de los años 50 llevó prosperidad al campo, mientras que a partir de 1959 se acabó con toda riqueza y los campesinos terminaron por ser expulsados de sus propias tierras que pasaron a mano del Estado. Las clases profesionales y económicas se mantuvieron en contra de Batista a pesar de sus propuestas de entablar un “diálogo cívico”. Llevados por intimidaciones, chantajes y falsas promesas creyeron que con un cambio violento de gobierno la paz estallaría y el desvelo nacional tendría fin. Aún siendo comprensible que, bajo amenazas y chantajes, las clases más ricas hayan favorecido a los rebeldes, el error se hizo inevitable. Y el desvelo se ha convertido en pesadilla de primer orden. Si bien es verdad que durante el periodo en que rigieron los Estatutos Constitucionales y el Consejo Consultivo, –4 de abril 1952 al 24 de febrero 1955–, mucho se hablaba de respeto a la libertad, no se cumplió con tal propósito y todo permaneció sobre el papel, el hecho sobre el derecho. A la hora de la verdad se llegó a impedir a ciertos periódicos salir a la calle, otro día se secuestró y agredió a un periodista, y fueron múltiples las irregularidades del Gobierno hacia la oposición. Pudo el Gobierno argumentar que las garantías constitucionales estaban suspendidas, pero no fue suficiente para poner los cimientos de una restauración democrática. El Golpe desató la ira de los Ortodoxos y Auténticos, y la opinión pública, capitaneada por la clase profesional, se opuso a los Estatutos. Tal oposición no resultó todo lo sabia que pudo haber sido, demostrando a veces una posición intransigente con resultados lamentables. Así empezó el deslice hacia un final fatídico. Por estos motivos no queda más remedio que la obediencia a los textos constitucionales. Es ahí dónde se demuestra la madurez política de los pueblos. Mi padre incumplió este propósito y este error pasó una factura cara. No obstante, sus Estatutos Constitucionales de 1952 eran semi-constitucionales. Y hasta se llegó a decir que se trataba de un “dictador, afortunadamente para Cuba, originalísimo y paradójico. Un dictador que tiene la manía de la juricidad y el complejo de la 39

democracia. Un dictador que desde el primer día está queriendo dejar de serlo…”, frase de El Duende del Capitolio, revista Carteles (año 33, número 13, 30 de marzo de 1952). Al respecto puedo asegurar que mi padre siempre se resistió a la idea de ser considerado un dictador. En su ánimo interior, siempre se consideró como un reformador y que únicamente la adversidad le malogró el destino. Con todo, las relaciones con la prensa no siempre fueron gratas. Sin embargo, posteriormente, un observador objetivo de la historia reciente de Cuba, escribió: “Batista y la élite política no tenían firmes convicciones sobre la eficacia de una dictadura, permitieron la publicación de veinticinco ataques en su contra de Fidel Castro en la prensa cubana […]. Además a la prensa cubana se le permitió publicar trece declaraciones cuando Castro ya era un exiliado político consagrado al derrocamiento violento del régimen de Batista, así como dar a conocer los principales manifiestos revolucionarios, en 1957 y 1958, mientras Castro permanecía en las montañas luchando contra Batista. La entrevista de Castro con Herbert Matthews para el New York Times también fue publicada por Bohemia, la principal revista de Cuba, como lo fueron dieciséis de las veinticinco declaraciones antibatistianas. La censura de prensa bajo Batista fue claramente inconsistente…” Jorge E. Domínguez [Cuba Order and Revolution, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 1978, 1ra. ed. p. 124] Los errores se pagan caros y nosotros, los Batista, los hemos pagado con creces. Por eso digo con orgullo: ¡Constitución, ahí está tu triunfo! Porque tu debido respeto implica continuidad, estabilidad, libertad republicana y jamás populismo espurio al estilo “verde olivo”. Así llegó el momento de enfrentarme, de poner por escrito las dudas, preguntas y vacilaciones que me han acompañado desde la salida al exilio. Me he propuesto a escribir sobre el 10 de Marzo porque es necesario abrir el corazón por la memoria de mi padre y además porque el “hecho” de Marzo le hizo daño y como hijo es mi deber esclarecer esta fecha histórica. En primer lugar cabe preguntarse si Batista tomó tal decisión motu proprio, es decir desoyendo consejos de un lado y de otro. ¿No 40

estaba en contra su colaborador político Carlos Saladrigas? Ante la creciente violencia gansteril y la presumible corrupción en las filas del Gobierno, se multiplicaban los rumores sobre un posible golpe de Estado, propiciado por el mismo Presidente Prío, según algunas fuentes. ¿Habrían sido éstas las razones que motivaron a mi padre? ¿Habría mi padre decidido hacerse con el gobierno del país? ¿Habría querido adelantarse a los acontecimientos? Hubo entonces gestiones entre Palacio, un mandatario verbal amigo de ambas partes y mi propio padre. Esto lo sé por mi hermana Mirta a cuya casa acudió el enviado. El Dr. Prío habría decidido en consciencia. Y cabe entonces preguntarse también ¿qué impulsó a ese Presidente a no sacar adelante una intervención poco bienvenida? Es verdad que el Partido Ortodoxo tenía amenazado a los Auténticos en el frente electoral de junio de 1952. Decidió mi padre lanzarse a la acción, porque otros retrasaron su decisión; no era el único proyecto de golpe de estado, había otros en ciernes. Ya desde principios de ese año celebró reuniones con militares retirados cuya meta era crear un clima de intranquilidad en el país, enfrentados a Auténticos y Ortodoxos que ponían toda clase de trabas, toda clase de alianzas con tal que Batista no triunfase en las próximas elecciones. Algunos pensaron que el pueblo votaría entonces a favor del PAU, pero todas las encuestas le situaban en tercer lugar. El caso es que el Sargento “se puso el jaquet”, como se dijo entonces, y entró en el Campamento de Columbia dominando inmediatamente la situación, rompiendo el molde constitucional en la creencia que podía desarrollar un programa de progreso y crecimiento. Por entonces era yo un niño de cinco años y, por lo tanto, no recuerdo absolutamente nada de esos días, aunque me viene la memoria la imagen de mi padre en Columbia conmigo a su lado y mucha prensa, mucha gente apretándose a nuestro lado. Pero hasta ahí llega mi reminiscencia. ¡Que no daría yo por recordar aquella madrugada, aquel día y los siguientes! Hace unos quince años, hablando con mi hermano Rubén, mayor que yo, con quién me unían lazos entrañables y los inquebrantables fraternales, y cuya voz oía con respeto y 41

admiración, abordamos el tema del 10 de Marzo sopesando los pros y contras. Rubén dijo con claridad que también a él le sorprendió y que Doña Elisa, su madre, le despertó temprano esa mañana diciéndole: “Rubén, Rubén, despierta, que tu padre entró en Columbia”, a lo que él contestó “¡Qué equivocación!”. Fue un momento de gravedad para toda la familia y que pudo tener consecuencias trágicas. La decidida acción de nuestro padre, apoyado y saludado por el Ejército, llevó la serenidad a la familia y lo demás es historia, una historia con sus aspectos positivos y los negativos. ¿Fue el 10 de Marzo una “revolución”? He meditado y sigo meditando sobre este hecho, que mi padre se antojó en tildar de “revolucionario”, aunque personalmente no comparta ese criterio. Digamos que fue más bien un cambio traumático de rumbo que interrumpió la sucesión legítima respetada desde 1940. Lo cierto es que, con todo, las circunstancias sociales y políticas de Cuba en 1952 no pedían un cambio de esa envergadura. Adúzcase lo que se desee, pero saltarse el mandato lícito sienta bases de inestabilidad e incertidumbre. Romper la legalidad vigente no es fácil de digerir. Por lo tanto, comprendo cómo determinados sectores de la República no comulgaran con esta decisión y que pasaran a una oposición prácticamente inmediata. No quiero entrar en lo que resultó más adelante, acontecimientos que ocasionaron a la Isla división y dolor de los que no nos hemos recuperado a la luz de las circunstancias actuales. Sé que mi padre, de alguna manera, estaba convencido que no erraba en tal decisión y por eso se lanzó a lo que pudo ser una contienda sangrienta y que no obstante resultó incruenta e incluso aceptada por la mayor parte del país. En otras palabras, no hubo que sacar los tanques. Pero ahí no estuvo ni podía estar la solución a la crisis social que nuestra Cuba padecía bajo el mandato del Dr. Prío Socarrás. No lo digo con ánimos de criticar a ese gobierno. Lo digo porque un golpe de Estado, desde la perspectiva cubana de entonces era improcedente pues empezaba Cuba a dar imagen de madurez política, respetando sus instituciones democráticas consagradas constitucionalmente en 1940. Y ese espejismo, esa bienaventuranza se borraron de golpe para dar 42

lugar a un golpe, valga la redundancia, que arrojaría oscuridad sobre la sociedad cubana de entonces. En contra de esta aseveración cabe argumentar que el proceso resultante abrió una época de esplendor y crecimiento económicos sin par en la historia patria. Ese fue el triunfo del Movimiento de Marzo que logró políticas sociales de protección a trabajadores y campesinos, favoreció el incremento del turismo, reforzó la producción azucarera y desarrolló un vasto plan de obra pública y urbanística, tales como la construcción del túnel que, bajo la bahía, unía La Habana central con el este de la capital, así como el levantamiento de la Plaza Cívica, dónde convergerían los ministerios y que acogió los formidables edificios de la Biblioteca Nacional y del Teatro Nacional. Pero ¿podemos justificar un golpe de Estado por este motivo? Legíslese como se quiera, la norma emanante de un gobierno impuesto, no elegido por su pueblo, estará siempre afectada de ilegitimad. Se quiso que los Estatutos Constitucionales no se alejaran excesivamente de la Constitución de 1940 y se creyó que con ello se podría desarrollar una política favorable para el bien común. Fue un error y era preferible conservar el texto constitucional y que siguiese rigiendo los destinos de nuestra nación. Nada de golpes de Estado. Para siempre, y en todo momento, su origen ilegítimo lo condena. La historia da ejemplos de que “pronunciamientos” “putches”, “cuarteladas” y semejantes no resuelven nada a la larga, aún cuando a corto plazo traigan riqueza y bienestar al pueblo. Lo que salva a una nación es atenerse a los principios de una Constitución democrática y liberal respetada por todos los ciudadanos. Cuales fueran las circunstancias políticas del país, mejor hubiera sido que mi padre se mantuviese en una oposición democrática ante el gobierno que surgiese de las urnas en junio de 1952. Ahí hubiese estado el rumbo adecuado del Senador, defendiendo su Constitución, la de todos los cubanos, aquella al amparo de la cual fue electo presidente. Ese era el papel que le correspondía al ex presidente democrático de la década del 40: servir de nuevo a la República. El papel del Senador era mantenerse ojo avizor desde la oposición, analizando el acontecer dia43

rio del país. No en balde, el dirigente comunista Blas Roca, al despedir Batista de la tarea gubernamental, lo hizo con estas palabras: “…aunque se había ido, puede que no se hubiera ido para siempre…”, describiéndole como “esta magnífica reserva de la democracia cubana”. Pienso que mi padre, en esa “quieta” y democrática oposición, hubiese llegado a probar su condición de verdadero estadista. Experiencia no le faltaba. Tantos lustros codeándose con las alturas de la política patria lo capacitaban para ello. Contribuiría a crear paz y entendimiento entre las distintas fuerzas políticas y a formar generaciones futuras. Como tanto le gustaba leer y escribir, hubiera aprovechado este periodo de oposición para escribir textos de meditación profunda sobre el pasado histórico de la nación. Reflexionando a partir de Estrada Palma hasta el derrumbe del gobierno del Presidente Machado, habría disertado acerca de la política de cada dirigente. Claro está que ese Batista, “El Hombre” como era conocido, no se mantendría a este nivel. Como hijo imagino a mi padre, de conformidad con las palabras de Blas Roca, como observador sagaz de la realidad diaria para llegado el momento oportuno, respetando la Constitución, participar en los comicios presidenciales. No lo sabremos nunca, pero me inclino por pensar que mi padre habría actuado de esta forma de no haber tomado la imprudente decisión de lanzarse a su Gobierno de Marzo. Se impone otra meditación para mí todavía más dolorosa. ¿Pudo mi padre tomar el poder en 1952 por ansiedad de poder o por codicia? Creo que no. Estos atributos no se corresponden con su voluntad y ahínco insuperables, con un don de palabra extraordinario, cuya elocuencia sorprendía y arrollaba, dotado de una sensibilidad y un gusto sorprendentes si pensamos en sus orígenes humildes, amante del arte en todas sus facetas y en su perfil de hombre hecho por sí mismo desenvuelto en un mundo de profesores, economistas, juristas y empresarios, entorno societario formado académicamente. Él poseía una visión de futuro, creadora y pragmática, cuya prioridad y anhelo eran estimular a su patria, dotándola de progreso y bienestar. Pero, al mismo tiempo, esa personalidad inquieta suya le impedía quedarse como Senador en Kuquine; querría más, y no se contentaría hasta colocar a su Cuba 44

adorada entre las naciones más prósperas del continente americano, como de hecho lo logró, gracias a esa visión universal de prosperidad. ¿Un individuo salido de la nada? ¿Por qué permanecería en la sombra tanto tiempo si le era fácil hacerse con el poder? Debo reconocer, quizá a mi pesar, que su ego también era muy grande y no concebía ocupar un lugar lejos de la alta gobernación política. De ahí haber conspirado para entrar en Columbia la madrugada del 10 de marzo, sin oposición, con el Ejército prácticamente rendido a sus pies, para darle un giro de ciento ochenta grados a la historia y, ¿por qué no reconocerlo? también a la historia universal a la vista de lo que vino después; sufrimiento y congoja en nuestra república durante más de sesenta años, compatriotas lanzados a guerras y guerrillas y un éxodo masivo. ¡Y tan poca justicia que se le ha hecho! Cometió, como todo político, muchos errores después de tomar el poder por la fuerza, pero la oposición no supo reconocer las ofertas de reconciliación que en varias ocasiones le hizo. En mi opinión la oposición –Auténticos, Ortodoxos, incluso el PSP (Partido Socialista Popular que era el nombre del Partido Comunista, de no estar prohibido), entre otros– hubiese podido derrotar a mi padre si hubiera concurrido a la convocatoria electoral de 1954. Pero temían que no fuesen unas elecciones limpias. Sin embargo, parecían olvidar que ya en unas elecciones anteriores mi padre había cedido el poder y acatado los preceptos constitucionales. ¿Acaso era mejor contribuir con donaciones importantes a los de la Sierra, con silencios o con renuncias pactar otras respuestas que dieran al conflicto una solución civil y democrática? Ahí está la herida: si no gano yo, no voy a las elecciones. Es el “quítate tú para ponerme yo” que se repite continuamente. Tenemos los cubanos de todas las tendencias la obligación de reflexionar acerca de esta característica nuestra. Debemos de una vez para siempre madurar, saber perder para ganar mejor y satisfactoriamente. Ahí estará el verdadero triunfo del pueblo cubano; conquistar su madurez política, digerir errores, aprovechar la experiencia acumulada y poner la vista en el respeto a una Constitución que bendiga 45

a todos con un amplio régimen de libertades y pluripartidismo. Que nunca más caigamos en titubeos, indecisiones y cobardías que nieguen nuestra verdadera madurez. Que, por citar a Ortega y Gasset, aspiremos a que los políticos nuestros sean estadistas y escrupulosos, jamás pusilánimes, que estén por encima de las divisiones partidarias, que luchen por el bien común sin agendas egoístas y asuman hasta lo imposible su propia responsabilidad. En pocas palabras, que conozcan la Constitución y sepan aplicarla.

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La Salle, ataque a Palacio. Varadero

La vida diaria se desarrolló con bastante normalidad a pesar de los múltiples vaivenes que la República conoció en esos años. La Habana gozaba de buena salud en todos los aspectos y el progreso se palpaba por doquier. Mi vida, como hijo del Presidente, continuó su rumbo, alternando estancias en Palacio con otras más cortas en Columbia y Kuquine. Iba al colegio como cualquier otro estudiante a pesar de que en la puerta tenía un coche de la policía y otro que nos llevaba y recogía en el colegio de La Salle de Miramar. Me acompañaban dos guardaespaldas que se alternaban en dos turnos; creo que uno cada semana. Todos sin excepción alguna eran sumamente amables y me trataban como si fuera de sus propias familias. Reían, hacían comentarios, discutían del rumbo a tomar, en un ambiente de cordialidad que bajo ningún concepto denotaba presión, preocupación o miedo ante un posible atentado o incidente inesperado. Esos recorridos fueron pacíficos, al menos eso me parecía, pues no hubo ocasión en que los guardaespaldas o el coche de la policía tuviesen que intervenir. En el colegio igual. Tuve varios Hermanos de La Salle y laicos como profesores: los Hermanos Pedro, Jorge, Alejandro y Antonino; los profesores Cuervo y Gastón, todos capitaneados por el Hermano Néstor María, Director del colegio, quién ejercía su dirección con inteligencia y diplomacia. No debió ser fácil para él lidiar con los hijos de Batista inscritos en esa respetable escuela. Sin embargo, estuvo atento a nuestras dificultades en todo momento y recibía con cordialidad respetuosa a mi madre que tanto le gustaba visitarlo. Inolvidables, pues de todos aprendí. El Hermano Jorge fue cuestión aparte… jum, jum, jum… surge su imagen con claridad, desde la distancia del tiempo lo veo de estatura mediana y delgado, bien parecido, con la cara roja oscura, tersa, 47

algo picada por el acné o parecido, con el cabello ondeado y peinado hacia atrás. Su voz era más bien engolada y hacía una ligera mueca con los labios al impartir sus enseñanzas. Iba siempre al grano, mientras se paseaba por la clase con la sotana negra y el lazo blanco en el cuello propios de esa Orden. Hoy creo adivinar en él la sombra de alguna inquietud, pues su semblante, serio la mayor parte del tiempo, ocultaba quizá algún conflicto interior, alguna circunstancia dolorosa. Inquietudes de la edad, seguramente, de las que nadie se libra, porque ¿quién no tiene dudas y titubeos? Había algo en mí que no le gustaba; siendo yo demasiado joven no comprendía bien la razón. Con el tiempo creo que lo he desentrañado. Por entonces, en algún momento hablé con mis padres acerca de la conducta del Hermano Jorge hacia mí, pues me trataba de forma algo áspera, burda, burlona e irónica, a veces excesivo en sus regaños, aunque quizá hubo momentos en que tenía razón. Pero creo que hay otras formas y maneras de corregir a un estudiante de nueve años, carente de experiencia en el enfrentamiento con los profesores del colegio. ¿Sería por la alta posición de mi padre? ¿Sería porque el desvelo de mi madre, como el de mi padre, por nuestros estudios, la convertía en visita frecuente al colegio? ¿Sería porque quizá, conociendo el lado caritativo de mi madre, haría contribuciones al colegio y que el Hermano Jorge se sintiera incómodo ante lo que él podía tomar como una intromisión? Pasado el tiempo, el Hermano Jorge renace desde la profundidad de un pasado lejano que no por eso olvidado. Renace porque me hace pensar en los motivos que impulsarían a este religioso, muy joven, rozando los treinta años, para portarse de manera inadecuada con su alumno todavía niño. Si echas la vista hacia atrás y te pones en el lugar de un joven cubano de la época, quizá inquieto por su deber hacia el prójimo, por la caridad obligada hacia el necesitado, por el empeño de lograr una sociedad más justa ¿es posible pensar que estas circunstancias sociales y políticas de entonces pudieron influir sobre el carácter de este Hermano? Efectivamente, es muy posible. Recuérdese que era el momento en que los guerrilleros alzados en la Sierra Maestra prometían borrar 48

las diferencias entre ricos y pobres. No bastaba que la Primera Magistratura expusiera y probase al pueblo cubano que era falsa la voluntad de los rebeldes de querer liberar la sociedad. Pero ¿liberar de qué? ¿No ocupaba ya Cuba un lugar preferente entre las naciones del hemisferio americano por su progreso económico, laboral y social? ¿No se habían promulgado leyes para el mejor reparto de la tierra? ¿No se lanzó a la patria a un progreso hasta la fecha desconocido? Nadie quiso oírlo. La mayor parte soñaba con una fantasía, se dejaban engañar por el falso romanticismo de las armas que proporcionaría un cambio de régimen hacia una sociedad ideal e idílica. En eso estaría pensando el Hermano Jorge. La situación del país no era del todo satisfactoria, eso debe reconocerse. Faltaba la legitimación democrática del Gobierno por más que se empeñara en querer dar una imagen de democracia. Los frecuentes atentados y sabotajes en las ciudades, los movimientos del Directorio Estudiantil, las ayudas económicas que la oposición en el exilio proporcionaba a los alzados, las acciones violentas de los propios insurgentes en las montañas, la complicidad de quienes gozaban posiciones económicas privilegiadas, la retirada del apoyo del vecino del Norte, todo se unió para construir un ambiente de inquietud y desestabilidad, convirtiendo la labor del Gobierno en un sin vivir. Todo ello favoreció que el enemigo incrementase su labor de propaganda, prometiendo a la población un futuro de libertad y riqueza. El carácter espurio de estas promesas ha quedado demostrado a lo largo de estos sesenta años de gobierno totalitario en nuestra Patria. El Hermano Jorge seguramente estaba muy influido por estas circunstancias y puede que en clase no haya podido controlar su ímpetu en contra de lo que yo, persona diminuta, representaba equivocadamente en su mente. Por mi parte le comprendo. No lo excuso porque su conducta era inapropiada hacia un menor. Pero si debo comprender, como lo hago, que las circunstancias en las que le tocó ejercer su enseñanza eran especiales y se prestaban a fácil confusión. Tampoco fue el único que cayó bajo el encanto engañoso de los de la selva oriental. Después de terminar el cuarto grado que entonces cursaba, desconozco 49

su destino. Quizá seguía en el colegio. ¿Por qué no? A menudo me pregunto que habrá sido del Hermano Jorge, que vida le esperaba fuera de las aulas, que hizo cuando llegó la madrugada del 1 de enero de 1959 y en qué se convirtió su vida en los años siguientes. No guardo rencor, absolutamente ningún rencor. Me pongo en su lugar y es comprensible que la imagen de un Gobierno impuesto a su pueblo le haya inquietado profundamente, aunque su inquietud fue mal canalizada. No tenía que demostrar animosidad en clase, bastaría con actuar en consecuencia en el ejercicio de su catequesis y de su disciplina académica. Todo eso lo admitiría. Creo, en fin, que era un joven con talento sin ser la persona adecuada en el lugar adecuado en el momento adecuado. Por lo demás mi vida en el colegio fue muy placentera. Nunca fui bueno en matemáticas, muy a mi pesar. Me gustaba la gramática castellana. La estudiaba a fondo y con interés, de manera que vencía cualquier dificultad. Me llamaba la atención una asignatura que entonces se denominaba “Cívica”, especie de introducción al estudio de la Constitución. ¿Qué significaría este manual en un momento en que la propia continuidad constitucional estaba interrumpida? Quisiera recordar cómo era aquel libro. ¿Sería delgado, fácil de comprender, útil en su aportación académica? ¿Pero que hizo que aquella asignatura constitucional llamara entonces mi atención y continúe haciéndolo? ¿Por qué jamás la olvidé? En realidad, el programa educativo acertaba al ofrecer esta opción docente. Sin duda, era positivo orientar al alumno en el concepto del orden jurídico del Estado. Y esperamos que el futuro de Cuba se impregne de lo que en su día fue un Estado de Derecho democrático y liberal. De adolescente intriga la organización legal del país; de adulto se impone su conocimiento. Carecer del conocimiento de lo que significa un Estado de Derecho democrático y liberal, en nuestro caso, a imagen y semejanza de lo que fue nuestra Constitución de 1940, suele traer consecuencias calamitosas. Sin el mismo no se vislumbra ni posibilidad ni continuidad en los gobiernos de la nación. No tuve yo mucha suerte con mis estudios constitucionales; por un lado porque me tocó estudiar Las Leyes Fundamentales del Reino (España) promulgadas 50

bajo el régimen franquista que no se correspondían con la idea que he dejado expresa; y por otro, la problemática de mi apellido mientras estudiaba en la Universidad. Tenía pánico oír hablar de nada que tuviese que ver con Cuba siendo yo alumno de la Facultada de Derecho en 1967 en Madrid, porque ¿qué iba a oír? ¿Tendría que ponerme de pie y defender la política de mi padre? ¿Poseía los conocimientos necesarios para hacerlo? ¿Tendría el valor de defender lo que entonces se juzgaba como un pasado oscuro y temible? ¿Qué herramientas podía utilizar en público con apenas veinte años sin haberme atrevido a comprender esa historia reciente que tanto dañaba a la familia? Respondo ciertamente que no hubiera podido, a pesar de haberlo deseado. Cierto que ya había pasado la experiencia de mi salida de Cuba y que provocara en mí tal reacción psicológica que a partir de entonces el simple hecho de percibir acento cubano a mi alrededor provocaba en mi interior una serie de pavores incontrolables. Llegaba hasta temblar. Y sin embargo la vida que conocí en La Habana no me pareció inquietante la mayor parte del tiempo. Pudo haber sido así por la posición que ocupaba, y quitando un incidente aislado, los años pasaron milagrosamente sin reveses familiares. Un día que regresaba yo con mi madre de Varadero se cruzó en la calle de un pueblo, cuyo nombre no recuerdo, un señor que parecía armado y no dejaba avanzar nuestro coche. El cuerpo de escoltas saltó de sus coches y entre todos, sin abusos, redujeron al individuo. Según me contaron, ¿sería para tranquilizarme?, no estaba armado, pero que se encontraba bajo la influencia del alcohol o quizá otras substancias tóxicas. ¿Podría esta excusa esconder otra realidad? El caso es que seguimos rumbo a La Habana sin otra preocupación. En mi mente infantil este acontecimiento me hizo ver que algo estaría pasando, y de momento experimenté una sensación inquietante; es decir intuía que estaba expuesto en cualquier momento a un atentado, a un secuestro. Fue una llamada de alerta. La imagen de mi madre, serena en medio de tal altercado, era un ejemplo de compostura equilibrada de quien ocupaba un cargo muy alto. Pensar que 51

en medio de tal confusión supo comportarse de tal forma sin alterar a su hijo ni al séquito acompañante, hizo que la estampa jamás me abandonase. Moraleja: en la vida, sea quien sea el adversario, mejor comportarse con parsimonia sin demostrar agitaciones desenfrenadas. Que las palabras denoten categoría y que el trato sea benévolo. No olvidemos la frase de La Fontaine «on a toujours besoin d´un plus petit que soi». Como madre, su trayectoria durante mi niñez y adolescencia fue constante de amor y desvelos, preocupada por los resultados escolares, visitando la Salle de Miramar con frecuencia y entrevistarse con profesores, Hermanos y el Director. ¡Estaba tan apegada a sus hijos! Sin embargo, las penas de la salida de Cuba la alteraron profundamente y ya no volvió a ser aquélla. Tuvo razones. Primero la pérdida de su madre en Madrid, seguida al poco tiempo por la enfermedad y el fallecimiento de mi hermano Carlos Manuel, la pérdida de la Patria pocos años atrás, y las humillaciones más vejatorias, insultos y hasta traiciones inmerecidas hacia su marido, la alteraron considerablemente, lo que ciertamente no era para menos. Mientras vivía el General pudo mantener la compostura, pero… El ataque al Palacio Presidencial, aquél nefasto y triste 13 de marzo de 1957, incrementó la pena que llevó al exilio. El frustrado atentado a la vida de su marido, a la suya propia en estado de gestación, a la de sus hijos y a la de tanta gente querida que trabajaba en Palacio, fue un acto salvaje, de bajas pasiones, de mentes criminales. Quisiera pensar de manera diferente. Hubo en este grupo un fondo de reivindicación de lo constitucional. Pero el ímpetu criminal pudo más como se trasladó en las palabras del propio dirigente estudiantil, José Antonio Echevarría, quién desde la radio insistía erróneamente en la muerte de Batista. ¿Eran verdaderos demócratas? Pudo haber sido su punto de partida, pero la acción armada estaba equivocada. Mal iban a empezar a pilotar el gobierno de la nación si querían instaurar un gobierno de paz y progreso. Aquello significaba llevar a las ciudades la violencia que practicaban los que estaban en la Sierra Maestra. Recuerdan más bien 52

a los gánsters de finales de los años cuarenta. No, éstos ciertamente no eran demócratas; algo entorpecía y confundía las ideas de democracia que podían tener. Querían el poder por la fuerza, arrebatarlo, decían, a una dictadura. Desconocían el valor de lo condenable. Este acto atroz no tuvo ni tiene cabida entre gente de bien pensar. Matar, ¿por qué? ¿A quién engañaban? Hombres jóvenes, animados por mentes desesperadas, lanzados a asesinar en el asalto y fallecer en la represalia. Ansiaban el poder a toda costa. Pero ¿qué poder, que iban a hacer? ¿Cómo iban a gobernar? ¿Con qué programa? ¿Qué experiencia tenían para timonear un país en su más pleno pujante desarrollo? Me pilló el ataque a Palacio en el colegio. Entró un guardaespaldas en el aula y con mucho tacto me ayudó a abandonarla. De ahí fuimos con mi hermano Carlos Manuel a casa de Gonzalito GarcíaPedroso, que era como un hermano para nosotros y cursaba estudios en nuestro mismo cole. Ahí permanecimos unas horas. Estábamos impacientes. Aunque niños y adolescentes, presentíamos que algo terrorífico ocurría. Por fin salimos rumbo a Kuquine. Y en la finca pasamos los días siguientes. El país empezó a recuperarse de esta fechoría deshumanizada, a menos que se desee justificar el asesinato como herramienta política; vergüenza caiga sobre aquél que la ejerza. La verdad es que pasamos unos días lejos del colegio en el ambiente más rural posible, rodeado de caballos, vacas, pollos y demás animalitos. Estábamos ilusionados por regresar a Palacio, y reunirnos con nuestros padres, aunque tuvimos que esperar varios días. En Kuquine estuvimos bien, a ratos distraídos, pero con ese comején por dentro que te hace sospechar de alguna verdad oculta. Preguntábamos por nuestros padres y hermanos pequeños y en todo momento supimos que estaban bien. No les volvimos a ver hasta pasados unos cuantos días. Y sin embargo el regreso al cole no tardó, pues volvimos a las aulas prácticamente a la semana siguiente. Esta violación a la vida, que eso fue el ataque a Palacio y no otra cosa, tuvo por consecuencia una grandísima manifestación a favor de nuestro padre. Existen testimonios amplios, fotos y textos, tantos abanderados definiéndose a favor de Batista Presidente que casi no pa53

recía haber oposición. Un día estás muy arriba, eso le pasaba entonces a mi padre, porque al año y un poco más estaría muy abajo. Prosiguió su curso el año 1957 y la vida continuaba desde el encanto de una posición privilegiada en la que era muy feliz porque en mi mente adolescente no cabía una nube en el horizonte, a pesar de los vaivenes descritos. La adolescencia tiene ese encanto. La fantasía tomó prioridad. Sin embargo, estábamos a las puertas de nuestros últimos veraneos en Varadero, de tan gratísima memoria, de tan entrañable y emocionante recuerdo. Varadero permanece presente, nadie la puede arrebatar, ni mucho menos los momentos vividos en familia en una playa de ensueño. La arena blanca haciendo juego con la nitidez de su mar y lo templado de sus aguas convierten a esta playa en paraíso terrenal. De niño nos albergamos en varias casas, siendo La Cartuja la que más perdura en mi memoria ya que ahí pasamos esos dos últimos veraneos. Mi madre solía tener frecuentes partidas de canasta por la tarde a las que asistía de espectador, mirón y aprendiz y a mediodía nos reunía a todos los presentes para bañarnos y esquiar en familia. Debo reconocer el valor de mi madre que se lanzó a los esquís como si fuese quinceañera y logró un estilo bastante aceptable. Sin embargo, lo mejor de todo esto era el amor y la diversión que repartía hacia todos los que estábamos a su alrededor. Gastaba bromas, contaba historias, permaneciendo largo tiempo en el mar, cerca de la orilla, dónde comprábamos pirulís y granizados, también lichis y mamoncillos que vendedores ambulantes ofrecían a los bañistas. De todos es sabido que en Varadero dabas pie mar adentro y en ello radicaba igualmente el encanto de esas aguas. La Cartuja era una casa muy agradable, con un patio que la rodeaba a lo largo de su extensión y dónde se celebraban meriendas, almuerzos y cenas al aire libre. Ahí corría una brisa constante cuyo frescor se alimentaba de vientos tropicales que alentaban estas reuniones y ágapes a los que asistían amigos muy queridos de mis progenitores. Tenía en la planta baja varias habitaciones con sus cuartos de baño, todo muy playero, desde dónde por las noches y de madrugada se acentuaba el vaivén 54

de las olas que adormecían la mente. ¡Momentos de escape total! Tan fácil como entregarte a mil sueños de fantasía, en mi caso infantil y adolescente. Nunca olvidaré ese zurrir de las olas rompiendo con serenidad muy cerca del hogar temporal. Era un calmante sano, reparador y seductor que mecía la mente al ritmo de esta comparsa acuática tan cubana como la caña y el tabaco, tan nuestros. En esa planta baja se encontraban el comedor de invierno, cocina y algún salón cuya descripción a estas alturas me escapa. Arriba pernoctaban mis padres en una habitación con vistas al mar que se extendían hasta el horizonte. Todo conducía a la paz en el día a día y a la serenidad en la belleza de la noche tropical veraniega. Corrían tiempos muy diferentes a mis propias vivencias actuales. Quedan estas memorias a flor de piel, tan vivas, imborrables, de tiempos en familia, hogar playero a dónde acudía mi padre cuando las circunstancias se lo permitían. Como otro más, disfrutaba de la playa con nosotros sus hijos, esposa e íntimos. Hasta nuestro sacerdote más allegado, el Padre Iñurrieta, disfrutaba de los placeres de la playa varaderiana acompañando a mis mayores. A veces salíamos a pescar mi padre y yo, ambos tirábamos el palangre, mi padre cubierto con un sombrero blanco de ala ancha y camisa de mangas largas para combatir el sol; y yo también protegido, disfrutando este instante con la curiosidad de un adolescente. El palangre es muy divertido; tiras no sé cuántas pitas y después las vas recogiendo. Lo más deseado es que viniesen premiadas con peces. ¡Cuánta no era entonces mi alegría al ver diferentes peces enganchados a las pitas! Mi padre era sabio en esas lides y sabía cómo quitar el anzuelo y colocar la pesca en un lugar conveniente de la barquita que nos servía de transporte en tan deportivo menester. Eran amaneceres muy azules, con ese cielo de Varadero, incomparable por su explosiva claridad, permitiendo estos recreos, momentos de diversión, de intimidad familiar, de aprendizaje filial, con ese padre desviviéndose para que aprendiera un arte que él tan bien conocía. Lo maravilloso de esta pesca era la variopinta diversidad de peces que picaban, entre otros, rabirrubias, chernas, pargos y un sinfín 55

único de especies marinas. Después volvíamos a nuestro punto de salida dónde almorzábamos juntos para regresar a tierra satisfechos de la pesca y del tiempo armonioso compartido por padre e hijo. Entre vida familiar, vida pública, estruendosos actos terroristas, oposición visceral al Gobierno por parte de ciertas clases sociales, intervención de los representantes de la Iglesia, tormento en el Ejército, retirada de ayuda por parte de los Estados Unidos, mi padre se vio acorralado y al no tener apoyo, decidió marcharse. No fue una huída, como tanto se ha repetido; fue una salida premeditada y preparada días antes. En su despedida lo hizo constitucionalmente, poniendo el Gobierno en manos de las instituciones que el orden sucesorio legal vigente establecía. Por desgracia, no fue suficiente para que el país recuperase su pulso político democrático, porque pronto otros se hicieron con el Poder para empezar la destrucción de la nación. Lo que Batista tanto había anunciado, advertido y predicho, como en la reunión de Presidentes en Panamá en 1956, se convirtió en realidad. El comunismo se hizo con las riendas del gobierno de la nación para hundir progresivamente a Cuba en una sociedad totalitaria. Y sigue la batuta rígida, intimidatoria y represiva de esos dirigentes más déspotas y dominantes que nunca.

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Manhattan, siempre Manhattan

La salida de Cuba fue una de las experiencias más dolorosas experimentadas por mí, cuyas llagas no han cicatrizado después de tantos lustros de crueles recuerdos. Ante esa coyuntura mis padres con Jorge, el mayor del matrimonio Batista Fernández, salieron rumbo a la República Dominicana; mis hermanos mayores, Mirta, Rubén y Elisa Aleida rumbo a New Orleans; los más pequeños, Fulgencito y Marta María con la Abuela Emelina a nuestra casa de Daytona Beach. A Carlos Manuel y a mí nos pilló en Nueva York pues salimos de La Habana el 30 de diciembre rumbo a mi ciudad natalicia, adonde aterrizamos aquella noche oscura. Para nuestra sorpresa nos aguardaba un grupo de fidelistas que nos gritaba insultos, improperios, groserías, cuyo despropósito consistía en humillar a dos niños de once y nueve años respectivamente. El airado clamor de esa turba permanece en mis oídos, intimidándonos, para que, como niños al fin y al cabo, saltásemos de desconcierto y miedo. Quizá fueran unos minutos, pero para mí interminables que sembraron un sentimiento de angustiosa inseguridad en mis años de desarrollo personal. La vehemencia con que se manifestaban estos atropellos desestabilizó para siempre la autoestima que hasta la fecha conservaba. Perdí toda confianza en mí mismo. El normal desarrollo de mi adolescencia tropezó, cayó y se diluyó. Siento pánico ante cualquier situación por poca compleja que se antoje, como son los retos informáticos y tecnológicos si no encuentro respuesta inmediata. Me desmorono ante estas situaciones. Tal tropelía ha supuesto largas horas de tratamiento psiquiátrico para tratar de paliar el remolino vertiginoso, resultado de tan macabra noche. A partir de entonces, y para siempre, he tenido que convivir entre las verdades y mentiras que se atribuían a Batista. ¡Que no sería esto a nivel escolar! 57

El aeropuerto de Nueva York, que entonces se llamaba Idlewild, era muchísimo más pequeño que el actual. Descendías del avión por una escalerilla hacia el asfalto que una cerca separaba de los indeseables. Fue una bofetada súbita y contundente. Improperios y alaridos desconcertaban una llegada supuesta ser todo alborozo y júbilo. Parecía una manada de lobos feroces sedientos de sangre. ¿Qué hubiese pasado si hubiéramos estado más cerca? ¿Utilizarían otros desmanes? ¿Su furia hubiera llegado a los golpes? No logro comprender si para sus propósitos era necesario atropellar cruelmente a unos menores indefensos. Era ya de noche cerrada cuando este episodio se desarrollaba. Quedaba detrás el avión, mientras Carlos Manuel y yo entrábamos en la sala de inmigración donde estuvimos retenidos en una habitación un par de horas que se nos hicieron eternas. Al parecer había alguna duda sobre nuestra admisión a territorio norteamericano, vaya a saber, pero pudimos finalmente abandonar esa sala fría, fea, estrecha y pequeña donde nos recluyeron. Ahí quedamos los dos hermanos solos porque nuestros acompañantes estaban resolviendo los trámites pertinentes. Los hermanos no teníamos ni la más remota idea de lo que estaba pasando ni acertábamos a comprender por qué nos habían encerrado en esa tan inhóspita habitación. Sentíamos un azote interior al no saber qué pasaría, nosotros que hasta pocas horas antes estábamos en Palacio con todo resuelto. Nuestro único deseo, lógico en unos niños, era empezar a disfrutar de las Navidades neoyorkinas. El destino nos tenía deparado más borrascas; aquí no terminaría nuestra inquietud ante esa llegada por la que tanta ilusión tenía. ¿Cómo podía estar preparado para comprender lo que se avecinaba? Aún nos faltaba salir de inmigración y recoger las maletas cuando, al evacuar este trámite y dirigirnos hacia la sección de equipaje, surgió una nube de periodistas y fotógrafos que nos interpelaban sin llegar a las voces violentas de la caterva fidelista. Era tal la violencia expresiva que sufríamos que sentimos un malestar terrorífico. Se nos venía encima una avalancha, una masa variopinta que con sus carnets de notas en la mano y sus máquinas fotográficas nos compelían y sacaban fotos 58

con aquellos brillantes flashes de antaño. Nos intimidaba esta invasión mediática tan próxima a nosotros. El brutal tropel se acercaba cada vez más y nos persiguió hasta el coche, voces inquisitivas y flashes repitiéndose sin interrupción hasta que los perdimos de vista. Tal indefensión despertó en mí una fobia atroz a las muchedumbres para el resto de mi vida. Pensaba que en el hotel encontraría refugio. Pero no fue así. La pesadilla continuaba. Camino de Manhattan era de noche cerrada. Hacía frío, pero mi madre, antes de salir de La Habana, se había ocupado de que viajáramos bien abrigados. Con un abrigo fuerte y un sombrero protector penetramos en el coche y arrancamos rumbo a nuestro hotel. Sólo Dios sabe que estaría pasando por la mente de mi madre quién en La Habana desconocía la proximidad del exilio y el trance que sus hijos atravesaban en ese momento. El caso es que pacientemente organizó con nuestro padre este viaje que Carlos Manuel y yo creíamos de vacaciones. ¡Pero qué llegada! La imagen que había quedado detrás revivió ante mis ojos cuando entramos al hotel por el garaje desde dónde subiríamos a las habitaciones. Allí nos encontramos con el mismo bombardeo de periodistas, estilo paparazzi, solicitando a viva voz una entrevista y fotografías. Me interrogaba ante este fenómeno. El torrente nos aglutinaba en su vientre. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué quieren? ¿Por qué persiguen a mi hermano y a mí? ¿Por qué tanto alboroto, tanto jaleo? ¿Qué quieren saber de nosotros? Claro que nosotros ignorábamos la circunstancia histórica de nuestro viaje. Pronto habríamos de conocerla. Esta pesadilla no tocó a su fin cuando subimos a nuestras habitaciones. La noche se hizo eterna o al menos así me pareció. No dejo de comprender la actitud de la prensa que en mi opinión es muy necesaria. En mi caso esta vigorosa intervención periodística, al igual que la turbamulta sufrida en la pista, dejó una impresión que para siempre alteraría mi desarrollo psicológico a partir de esa todavía temprana edad. Afortunadamente entonces no me imaginaba que estos acontecimientos cambiarían el curso de mi vida de manera tan drástica. Uno de los mayores que nos acompañaban dijo que el 59

cambio gubernamental no duraría y que pronto los cubanos volveríamos a nuestra Patria. Pero el primer impacto fue ya premonitorio. La televisión retransmitía sucesivamente imágenes de La Habana de ese primer día del año 1959. Imágenes en blanco y negro, pues todavía en los Estados Unidos no se disponía de la tele en colores. Se veía una Habana cogida entre varios fuegos. Diversos grupúsculos saliendo a la calle a batallar. Eran guerrillas callejeras que luchaban en distintos barrios habaneros. No eran tampoco partidarios de Batista. Se echaron a la calle los temidos Tigres de Masferrer. ¿Quiénes serían los del otro bando? El desorden reinaba y La Habana parecía una zona de guerra. Así vi yo como comenzó ese año. Los mayores a nuestro alrededor no paraban de hablar de otra cosa. Estuvimos sin salir a las calles unos días, permaneciendo bajo el cuidado de mis padrinos de los que hablé al comenzar este relato. Manolo Pérez-Benitoa y Lolita Boullón, siempre protectores, acompañados por su nieta adorada, Esther-Loly, quién con el paso del tiempo, unos quince o dieciséis años después, contraería matrimonio conmigo. Nos rodeaban igualmente la enfermera de Palacio, Hilda, que viajó con nosotros para cuidarnos. Hilda no tardó en regresar a Cuba y nunca más supimos de ella. Tenía dos hijas en Cuba, sin duda el motivo de su apresurada partida. En su lugar yo hubiese hecho lo mismo. Con hijos en Cuba y situación política tan insegura, hubiese cogido el primer vuelo rumbo a La Habana. Lo que me hace pensar que la gente no creía que la caída de Batista fuera tan repentinamente. Se podría pensar que se iría del poder, renuncia mediante, y que partiría al exilio. Pero ¿partir tan pronto? No creo que ése fuera el ánimo general. Desconozco los motivos por los que Hilda no volviera a tener contactos con la familia, pues era muy querida por todos nosotros, padres e hijos, debido a su profesionalidad y simpatía. Me pregunto que habrá sido de ella, de sus hijas. ¿Qué vida habrán llevado bajo el desarrollo catastrófico de los insurrectos? Confío que la vida les haya sonreído, evitando las penurias que tantos compatriotas sufrieron y continúan sufriendo. Quizá partieron rumbo al exilio, quién sabe, pero me dolería saber que dejaron Cuba y jamás quisieron saber de 60

nosotros. Otro desengaño de la adolescencia que coincidiría con otros muchos desencantos y desilusiones que se repitieron sin cesar a partir de esos fatídicos días. También nos acompañaba una empleada de hogar, de la provincia de Zamora en España. Recuerdo su nombre entre tinieblas. ¿Sería Laurita? La estoy viendo perfectamente como si estuviese delante de mí al escribir estas líneas. Muy joven todavía, simpática y cariñosa, pelo negro profundo, algo rizado, y de cara redonda, tan saludable que sus mejillas rojizas parecían resplandecer de lozanía, sostenida por un andar algo danzarín. La queríamos mucho. Era como de la familia. También sufrimos la pena de su partida que siguió muy de cerca a la de Hilda. Más de una vez pensé en lo que habría devenido su paradero definitivo después de la despedida en Nueva York. ¿Habría regresado a Zamora? ¿Habría permanecido en Cuba o hubiese marchado a otro país? En todo caso espero que la vida la haya tratado bien, como merecía, y que el exilio no haya sido causa de penas y contratiempos para ella tan alejada de la política. La experiencia esta y otras pérdidas se hizo visible desde el primer día de exilio para permanecer a lo largo de los años venideros. El paso del tiempo me hizo comprender cómo estos vaivenes emocionales empañaron aquel nefasto enero y sobre todo el futuro. Se forjó así una gran tristeza que se incrementaría a lo largo de los años de adolescencia y juventud, años de alegrías, pero en mi caso de tormento, miedo e hipersensibilidad. Sospechaba de todos, únicamente la palabra de mis padres era el timonel conductor. Lo demás era difícil labor. El dinamismo psicológico se oxidó. Viví en dudas continuas conmigo mismo. Desde entonces se levantó la muralla que me apartó de comprender el fenómeno cubano y sus consecuencias. Lo cierto es que tardé unos cuarenta años más en sentarme a meditar sobre el tormento del exilio, su propaganda nefasta contra la familia y los resentidos insultos que algunos sectores batistianos, de manera solapada o de viva voz, segregaban sobre nosotros. Todas estas circunstancias se hicieron eco en el ámbito escolar y universitario en el que debí desenvolverme. Padecí atropellos y amargos comentarios, 61

pero aún peor eran las miradas acusatorias. Clavaban los ojos en mí como diciendo: “Sinvergüenza, date por afortunado que estás aquí, pues pudieras haber estado en la basura como mereces”. Eso sentía. Hasta qué punto haya sido realidad para los demás no puedo afirmarlo. La propaganda se ha prolongado a lo largo del tiempo y son ya muchos años sufriendo sus resultados. Soy de los que defienden la libertad de prensa a ultranza, es el espejo fiel de la sociedad, ahí nos vemos retratados. La prensa, la escritura, es testigo de la Historia, como siempre ha sido el caso, desde los griegos, tan dados a relatar guerras y estampas de la vida cotidiana. Abogo por una prensa limpia, transmisora de la verdad, redactora objetiva de los acontecimientos. No confío en prensa manipulada. Cuando falta la objetividad y se torna partidista o sectaria, sus comentarios y análisis pierden credibilidad. Hoy no creo que la política de mi padre haya sido todo lo justa que me hubiese gustado leer y aprender. Sé que bajo su mandato de los últimos años se cometieron atropellos, quizá a menudo sin que llegara a conocerlos, aunque eso jamás se sabrá. Pero, ¿no era obligación del Gobierno proteger a la ciudadanía de los terroristas? Sin embargo, de todos estos atropellos nace el rencor de cierta oposición y condicionó al Gobierno de Marzo. Me hubiese gustado leer un relato completo de la verdad histórica. Con sus luces y sus sombras. Menos partidista. Ver como la prensa se hubiese hecho eco de todos los adelantos que el país conoció a partir de ese Gobierno y que de manera fulminante se cargaron los que vinieron detrás. También me hubiese complacido leer acerca de las matanzas perpetradas por los contrarios, de los atentados y sabotajes urbanos de los que poco se ha informado. No fue mi padre el que tiró la primera piedra para desatar esas barbaridades. No fue el primero en asaltar un cuartel para atacar a infelices soldados y enfermos aquel infame 26 de julio cuya sola escritura me produce repugnancia. Me hubiese gustado leer cómo el Ejército leal al Gobierno supo en muchos casos dar pruebas de heroicidad, porque no todo fue crimen y mezquindad. En numerosos casos se cubrió de gloria, véase el ejemplo impresionante del capitán Alfredo Abon Lee. 62

De los días y semanas que siguieron a ese fatídico primero de enero de 1959 permanecen en mi recuerdo unas imágenes nubladas. Estábamos mi hermano y yo separados de nuestros padres, pero no sentíamos miedo; nos encontrábamos en todo momento bien protegidos por los Pérez-Benitoa. A los pocos días empezaron a llegar otros muy queridos amigos, procedentes de La Habana, como Ramirito López de Mendoza, “Mendozita”, médico personal de nuestro padre y de quién hablé a comienzos de este relato, pero no estuvo mucho tiempo debido a que su mujer, Julita, y sus hijas se habían refugiado en Miami hacia dónde partió. Y jamás esa familia se desvinculó de nosotros. Hasta hace poco, Julita seguía viviendo en la misma casa de la llegada al exilio hasta que falleció con 105 años y ahí siguen sus dos hijas, mis muy queridas Margarita y María Elena, ambas ya viudas. Fue y sigue una amistad inquebrantable, auténtica y honesta en todos los sentidos. Fueron esos días aquellos de múltiples visitas. Algunos se encontraban de vacaciones en Nueva York o vivían en la Gran Manzana, nombre que posteriormente recibió esta ciudad, después de la crisis espantosa que sufrió a principios de los años 70. La imagen clara del salón de la suite que habitábamos ocupa un lugar principal en este momento del relato, así como el comedor al que se accedía inmediatamente. Con 11 y 9 años respectivamente no vivíamos la situación tan espantosamente triste que los mayores padecían y comentaban. Mi hermano y yo estábamos pendientes de la llegada de nuestra madre desde la República Dominicana, que a nuestro entender se retrasaba. El acontecimiento por fin tuvo lugar y nos llenó de alegría a Carlos Manuel y a mí. Imaginar dos hermanos, casi niños, ausentes los padres y sin saber qué pasaría y reunirnos con nuestra madre en esos momentos era como recomponer en parte el hogar familiar que por desgracia se había roto por las circunstancias políticas. Desconocíamos que la seguridad de nuestro padre peligraba, pues el régimen trujillista le deparó cárcel y chantaje, por ese orden. Martha llegó atribulada y, como veremos, no paró de hacer gestiones hasta sacar a su Cuqui de Quisqueya. 63

Por esos días se publicó una foto en un diario de la ciudad, que ya dejó de publicarse, dónde el rostro de Martha muestra las huellas de las aflicciones sufridas en las últimas semanas. Ahora la situación de sus hijos dispersos le generaba una angustia insoportable; Jorge estaba con mi padre en Santo Domingo, Fulgencito y Marta María con la Abuela Emelina en Daytona Beach, y nosotros dos en Nueva York a su lado, pero ella, inconsolable, trataba de disimular ante nosotros. Imagino también el desasosiego de nuestro padre viendo desde lejos a sus hijos tan dispersos. Para colmo sus hijos mayores, Mirta, Rubén y Elisa Aleida en New Orleans. ¡Qué no habrá pasado por las mentes de Fulgencio y Martha en ese momento! ¡Qué sentimientos no habrán albergado y que preocupación ante el futuro familiar! ¿Se llegó a plantear el General alguna vez cómo afectaría su vida política a la familia? ¿Tendría conciencia de sus consecuencias? Puede que sí, siendo su devoción hacia nosotros palpable diariamente en el exilio. Pero él estaba tocado del ala, porque la opinión dentro y fuera de la Isla le fue muy adversa con razón a veces, sin razón otras. No creo que mis padres pudieron superar tantas adversidades. A su favor debo decir que a lo largo de los años siguientes restablecieron el hogar partiendo de cero. Rodearon de amor a sus hijos, todos ellos, los de los dos matrimonios, y también a nuestra hermana Carmelita nacida fuera de matrimonio y a la que nuestro padre siempre protegió y jamás descuidó. ¡Hasta Martha iba a visitarla a ella y a su madre en Fort Lauderdale durante los años en que vivió el General! Lo que más llamaba la atención era la tristeza imborrable del rostro de nuestra madre. Me pregunto cómo nuestras mentes de adolescentes encajarían esa circunstancia. Observar a su propia madre destrozada, llorando, preocupada, rodeada de un reducido número de consejeros, tenía que rompernos el corazón. Ella ahora sin su marido, tomando decisiones por su cuenta y riesgo, pues el General no tenía libertad para hablar por teléfono. La policía trujillista no descansaba en intervenir todas sus comunicaciones. Además, Martha sufría por la distancia que la separaba de sus otros dos hijos, Fulgencito y Martha María, ya en Daytona, lejos de las trepidaciones políticas y de las vici64

situdes familiares que sufríamos. Ella, a pesar de ese dolor tan conmovedor, se ató la manta a la cabeza e hizo frente a todos los conflictos sin descansar. ¿Cuáles eran esos conflictos? En su mayor parte sacar a mi padre de la República Dominicana y no amedrentarse ante las amenazas trujillistas. El General rehusaba colaborar con Trujillo, cuya meta en aquel momento era organizar la invasión de Cuba. Desde Santo Domingo proyectaba reunir fuerzas suficientes para desembarcar en Cuba, derribar a Castro y establecer, imagino yo, un gobierno sometido a sus antojos. Como era de esperar, con el amor de Batista por su patria, no se prestó a colaborar en esa aventura y Trujillo lo encarceló. La intervención de mi tío, Roberto Fernández Miranda, a través de contactos con miembros de la Administración dominicana en el poder, logró la puesta en libertad de mi padre. Al regresar al hotel Jaragua de la capital dominicana, se encontró que no tenía libertad de movimientos, que sus pasos eran siempre observados, que sus comunicaciones telefónicas eran escuchadas, que sus reuniones eran objeto de escuchas. Efectivamente se encontraba de nuevo en la cárcel. Martha no titubeaba. Tenía el firme propósito de sacarlo de la República Dominicana. La intervención del abogado de mi padre, Lawrence Berenson, fue decisiva, pues inmediatamente puso manos a la obra, contactó con el Departamento de Estado de los Estados Unidos, intentando lograr el traslado de Batista a otra jurisdicción. Intento que por otro lado se dificultó por la enemistad que el State Department hacia mi padre. Pero Lawrence no descansó, continuando con sus esfuerzos para trasladar al General a tierra más grata. A lo largo de varios meses intentó entablar conversaciones con distintos gobiernos y sus embajadas correspondientes. Algunas, pocas, se podían contar con los dedos de la mano, respondieron favorablemente. La lucha por encontrar refugio para la familia continuaba. Hasta esa fecha, esos países no ofrecían todas las garantías de seguridad para la vida del ex Presidente.

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Daytona Beach

Fueron entonces meses de colaboración estrecha entre Martha y Lawrence. Éste siempre a su lado para aconsejarla como nuestro abogado y leal consejero. Acertó en hacerme a mí, nacido en Nueva York, ciudadano de los Estados Unidos. Tal circunstancia le permitía abogar con más fuerza ante las autoridades inmigratorias y obtener la salida de mi padre hacia puerto más seguro. Pero antes Martha se trasladó a Daytona Beach, donde, no olvidemos, ya estaban Fulgencito y Marta María y la Abuela Emelina en unión de Carmita Gamero que, con su hermana María, ciega desde hacía muchísimos años, llegaron con la familia a Daytona en el mismo avión aquel imborrable primero de enero. La casa de Daytona era cómoda, amplia, de dos pisos, decorada de manera muy sencilla, disponía de un amplio salón, todo dentro de un ambiente muy floridiano, que hoy parecería anticuado. Tenía un olor peculiar, creo que provocado por la humedad; algo que me ha pasado otras veces al entrar en las casas de la Florida. Aquella casa, sin embargo, respiraba a hogar, a familia, a orden, lo que en aquellas circunstancias era arduo conseguir. En su momento, el General acertó en querer mantener esta casa. Quizá pensaría en un lugar de reposo y reflexión para su futuro. O ¿quizá para una ocasión como ésta? Dentro de la pena que embargaba a mi madre y a todos los que la rodeaban, la previsión de mi padre resultó ser otro acierto suyo. Se lo agradezco porque a la edad que tenía entonces era exactamente lo que necesitaba; un hogar dentro de la hecatombe. Carmita se hizo cargo de la intendencia de la casa y, dentro de la lobreguez del momento, logró darle un ambiente hogareño. No fueron ajenas a tal sortilegio las dos adorables y competentes empleadas de hogar, sureñas, que por otro lado estaban sometidas a la odiosa 67

segregación racial, condenable e incomprensible, existente por aquellos años en los Estados del Sur, y que tanto cariño derrocharon sobre nosotros y cuya memoria me es imposible ignorar. Su dulzura fue un bálsamo de cariño. Su competencia profesional contribuía al equilibrio logrado que, como un deus ex machina, aportó parsimonia y afecto al núcleo familiar. De más está decir que para mis once años, en medio del cataclismo mediático que diariamente observaba en la televisión y la prensa, el trato suave y tierno de estas dos señoras quedó grabado en mi corazón, agradecido por su bondad. Su conducta diaria intuía la tragedia que sufría nuestra familia. Todos los días amanecíamos con la prensa local, nacional y extranjera con referencias humillantes, insultantes y agobiadoras hacia la figura del ex gobernante cubano, en su mayor parte calumnias repetidas ad nauseam. Claro que existen maneras de enjuiciar y criticar a un político y su obra, pero aquel ensañamiento dio lugar a distorsiones históricas que dificultaron para siempre la verdad íntegra. Únicamente se repetía la versión manipulada del nuevo régimen cubano, también golpista. Así, pues, sentir que en medio de aquella vorágine había personas que nos testimoniaban su aprecio, apoyo y cariño era como un oasis en medio del desierto. Mis once años absorbían todos los dardos procedentes de donde procediesen. Daytona se convirtió por unos meses, con la presencia de mi madre, mis hermanos, abuela y Carmita en un gran hogar. Eso sí en un hogar triste y preocupado por la ausencia del General y el peligro que corría. Mi hermana Elisa Aleida nos visitó un día con su marido, Raúl García-Cantero, y conversaron mucho tiempo de temas personales con Martha. Las veo a ambas con lágrimas en los ojos, rompiendo a llorar al recordar momentos especiales de otros tiempos. La familia hasta el final tuvo esperanza de permanecer en tierra habanera. De ahí que el golpe resultara más inaguantable. Como apestados y despreciados por todos, pues eran pocos los que nos aceptaban, sin duda, ellas habrían tocado teclas muy íntimas y delicadas. La verdad que no puedo apartar de mi mente la caja de Kleenex que tenían a su lado y a la que echaban mano sin cesar. 68

También ocupó un lugar prominente Julita López de Mendoza quién permaneció una temporada en nuestra casa de Daytona acompañando a mi madre, dando prueba, como siempre hizo, de la gran amistad que las unía. En una ocasión, encontrándose mi madre en extremo angustiada y preocupada y ante el oscuro panorama que la familia tenía ante sí, perdió la paciencia con nosotros, niños que éramos al fin y al cabo. Julita puso su toque de paz, de reconciliación, de amor desinteresado y todo volvió al orden. ¡Milagro que Martha pudo comportarse todo este tiempo con entereza y solo en aquella se alteró! El resto del tiempo la veo cabizbaja, agobiada, aquejada de pánico y ansiedad ante la situación cada vez más dudosa de Batista en tierra dominicana. Trataba de sonreír sin éxito y nunca la vi reírse en aquellos días, cuando se puso a prueba su verdadero carácter, lejos de su marido que siempre la había protegido, y ahora tener que ser ella quién ahora tomara las riendas para defenderlo. Intentó sus mejores esfuerzos para liberarlo de la prisión que de hecho padecía en aquella tierra caribeña. Tuvo que mucho querer a su marido, porque su desesperación ante aquel injusto destierro de su Cuqui era la más alta prueba de la devoción y amor que los unía. Mi madre tenía la costumbre de retirarse a sus aposentos para descansar. Colocaba una almohada vieja a su lado y la apretaba sin parar con la mano izquierda. Parecía descargar toda la energía y las emociones con el movimiento de su mano que en olas continuas y rápidas se ensañaba con aquella almohada. Esta costumbre me parece que ya la tenía en Cuba, lo que no me extraña, porque a ella le tocó vivir los años más angustiosos de la política de los años cincuenta en nuestra patria. La falta de seguridad caracterizó los años 1956 a 1958, causada por quienes conspiraban para provocar la caída del Gobierno, incluido el asesinato de su marido, hijos y el suyo propio. ¿Cómo entonces tener paz? Porque así se vivieron aquellos años. Daytona trajo un paréntesis a mi vida. Sin colegio desde nuestra salida de Cuba, viviendo temporalmente en un hotel de Nueva York, con nuestra madre desesperada y amigos que prestaban su apoyo como podían, Daytona supuso un tiempo de tranquilidad personal, un inter69

medio dentro del caos. Claro que hubo momentos en que la angustia de mi madre nos acongojaba; otros al hablar con nuestro padre en tierra dominicana. Sometido a continuas vejaciones y prácticamente preso en su hotel, después de haber permanecido encarcelado una semana, nuestras charlas telefónicas tenían por telón de fondo ráfagas de ametralladora para hacernos creer, a su mujer e hijos, que estaban asesinándolo. ¡Así tuvimos que vivir! Y esto después de haber sufrido los escarnios y ofensas al llegar a Idlewild. Pero ¿por qué la saña de destrozar a la esposa y sus retoños? ¿Qué podía animar a esos seres canallescos a tratar de esa forma a una familia desprotegida? La imagen de mi madre pasándonos el teléfono con lágrimas en los ojos para hablar con nuestro padre jamás se borrará de mi memoria y mucho menos cuando nos sorprendía la descarga de las metralletas. Aparte de esos momentos de desesperación total, la vida para mí empezó a tomar un rumbo más estable y sosegado. Ya no teníamos a la prensa corriéndonos detrás, agobiándonos. Desconozco como mi madre lo logró. Es cierto que no concedía entrevistas ni frecuentaba círculos como esposa de un ex presidente. Se vivía en esa casa, pintada de rosa por fuera, con orden, con un horario, sin sobresaltos. Hacíamos una vida lo más corriente posible. Podíamos permanecer en casa o salir rumbo a la ciudad, siempre acompañados claro está. Íbamos entonces al Woolworth´s del downtown, al cine, a merendar apple pie. Había por esos parajes un lugar que se anunciaba como “The World´s Best Apple Pie”, ¡qué forma de promocionarse tan ingenua!, pero la verdad es que sus pies eran deliciosos, un bocado de rey, únicamente comparable a los buñuelos de la Abuela Emelina, receta que más adelante heredó mi Tío Roberto, gran aficionado a la cocina y con apetito pantagruélico, pero siempre bien empleado. Sin embargo, se mantenía en plena forma; el ejercicio nunca le faltó. No en balde Batista le puso al frente de la Sección Deportiva en los últimos años de su gobierno. Otra demostración de continuidad armoniosa eran los paseos cortos en bicicleta que me permitían hacer en solitario, siempre y cuando no saliese de nuestra cuadra en la Avenida Halifax. Ahí experimentaba la alegría de la libertad, de permanecer sin cuidador de ninguna clase, 70

yo solito con mi bicicleta. De esa forma logré entablar amistad con una niña de mi edad que igualmente pedaleaba por la misma avenida. ¿De qué hablaríamos? Por entonces ya hablaba algo de inglés, aunque no tan corrientemente como ahora. Mi cara se iluminaba al reconocer que tenía una amiga, lejos ya de aquéllos que en Cuba habían sido mis amigos de infancia, ahora tan separados. Fue un sueño verme en compañía de una niña que compartía mi afición y que se mostraba cómoda y contenta en todo momento. ¡Gran experiencia vivida y cuan inesperada! Era un soplo de aire fresco en medio de tanta tragedia familiar. Todo apuntaba a una vida más real, auténtica y hogareña que las semanas anteriores vividas en un Nueva York. Allí, acosado por todos lados, fuese televisión, periódicos o los mayores debatiendo del huracán encarnado en la salida de Cuba, no hubo otra alternativa que enfrentar una vida repleta de interrogaciones y dudas. Todo eso quedó atrás en mi ciudad natal. Daytona entonces marcó una pausa, representó un oasis refrescante, algo así como la llegada de un emisario portador de buenas nuevas. Y sin embargo un episodio adicional no ha podido abandonarme desde entonces. Estados Unidos, país al que tanto quiero por lo mucho que me ha dado, padece un gran vicio, una maldad que pervive, de una incomprensible falta de humanidad y de rechazo al prójimo. Me refiero al racismo, ese cruel rechazo al prójimo por el color de su piel. A aquella temprana edad sólo tenía nociones muy limitadas de aquel cruel fenómeno, aunque a mis oídos algo había llegado. La realidad me hizo pensar de otra forma, comprender su crudeza. Esta xenofobia despiadada la viví de cerca la primera vez que subí a un autobús en Daytona. Acompañado, me dirigía al centro de la ciudad y al ver que personas de color, los entonces humillantemente llamados negros, no podían compartir mi asiento, sentí una repugnancia visceral, tan vehemente que persiste hasta la actualidad. Desde ese momento mi rechazo fue brutal a cualquier acto tendente a condenar a otros por motivos de raza, religión, sexo, preferencia sexual, procedencia étnica, creencias políticas. No existe abuso peor que la violación de derechos humanos. ¿Y 71

no es otra cosa el odioso racismo? Es triste reconocer que el desprecio y el estigma de la raza negra perduran en gran parte del sentimiento popular. ¡Que se acabe esta situación! Todos hemos nacido iguales y somos iguales ante la ley ante la que responderemos siempre. No existe nada más condenable, más reprensible, más clamoroso que el separar una raza de la otra ya sea en el autobús, en los restaurantes, en los mostradores de hamburguesas, barras, cuartos de baño; en realidad en todos lados. Pensaba yo entonces en las empleadas de hogar en nuestra residencia daytoniana que al salir de casa para regresar a las suyas tenían que sufrir tales humillación y vileza. A esa temprana edad no podía dejar de pensar en ellas. Ellas tan magníficas personas, tan pulcras, tan cariñosas, tan profesionales, derrochadoras de ternura y encanto. ¡Cómo la sociedad norteamericana no ha podido superar esta continua discriminación, este abominable crimen! Es la herencia de cientos de años de esclavitud y de considerar al negro como una criatura inferior, algo profundamente arraigado en los estados del profundo Sur. ¡Fuera la calaña que no respete al negro! Esclavitud, tu nombre es vergüenza. ¡Pensar que hasta los griegos la permitían! Será que esa intolerancia la viví de repente en mi propia carne al llegar a Idlewild, ¿será la propaganda desdeñable que desde entonces me acompañó? ¿Permitir que este sentimiento cunda dentro de uno? ¿De qué estás hecho?, pregunto a estos deplorables. ¿Qué diferencia puede haber entre las distintas razas? ¿Qué principios religiosos autorizan tal barbaridad? ¿Qué te lleva a sentir ese repudio, esa negación del otro? Lo vivió mi padre, nunca le perdonaron su piel oscura, su identidad mulata, que un ser diferente se hiciese por sí mismo y escalara lejos y alto. No se han detenido en atacarle sin tregua. Y esa intolerancia la viví en la escuela en el exilio, incluso en la Universidad se me señalaba y humillaba solapadamente por mi apellido. No he dejado de sentir ese complejo de inferioridad puesto que aquellos días tan nefastos marcaron mi vida hasta hoy. La sorpresiva muerte del Reverendo Martín Lutero King, Jr., me dejó desconsolado. ¡Que para siempre descanse en paz, después de haber dejado una obra ejemplar de bondad y hermandad! No solo supo 72

servir a los de su raza; su mensaje nos implicaba a todos. Desde su muerte no ha surgido otra figura igual; otros han continuado su irrebatible labor de denuncia, aunque ninguno ha superado la fuerza moral del Dr. King. Nadie ha alzado su voz tan poderosamente como el Reverendo. Su inspiración perdura, no obstante. En mis años universitarios tenía yo una muy débil preparación política porque el tema de Cuba y sus dolorosas circunstancias habían sembrado en mí una barrera insuperable que me impedía defender la justa causa, fuese la que fuese. Constituía para mí un tabú. De haber tenido a esa edad la experiencia que poseo en la actualidad, hubiese salido a batallar públicamente a favor de la igualdad de razas y demás desigualdades. Pero en aquel entonces, en el Madrid de mediados de los años sesenta, este campo estaba vetado para mí porque por un lado no se hubiese visto bien en el ambiente que me desenvolvía y, además, dentro de mí fallaba el valor y la honestidad de seguir adelante sosteniendo una posición política por miedo a enfrentarme con la realidad histórica cubana encarnada en la figura de mi padre. Razón por la que actualmente opino que no podemos permitirnos caer en las trampas de los discursos demagogos de falsas promesas, de la intolerancia racial y xenófoba que pululan frecuentemente a nuestro alrededor. Daytona permanece entonces como una lección por el valor demostrado por mi madre, pero Daytona era del mismo modo el recuerdo de Batista en olor a multitud, pues fue la sede en 1956 del “Batista Day”, cuando la ciudad lo recibió con los brazos abiertos para homenajearlo y recordar la amistad que unía al primer mandatario con la bella ciudad floridiana donde había transcurrido una fase feliz en su vida. Yo, con apenas 9 años, estuve a su lado en tal ocasión. Hubo desfiles, banquetes, discursos, se vestían las mejores galas. Y el Presidente disfrutó de unos momentos inigualables acompañado por el Alcalde, Sr. Morrison, y entrevistándose con un senador. Batista había viajado temprano desde Cuba una mañana del mes de marzo de 1956. Dejaba atrás una nación atormentada, donde la violencia y las conspiraciones eran moneda de curso diario. Por entonces, se iba a poner en marcha otro intento de golpe de estado por el coronel Barquín, que afortuna73

damente pudo abortarse. Mi padre, creo recordar, era consciente de tal peligro, pero se enfrentó con entereza a tal amenaza y viajó al extranjero donde se le cubrió de toda clase de honores. ¡Cuántos recuerdos no habrían vuelto a su memoria! Era muy aficionado a pasear junto a mi madre por el malecón de la playa. He leído en alguna crónica que solía entablar amistad con los vendedores ambulantes de la época, lo que no me extraña, porque en los muchísimos paseos que di en su compañía, ya en el exilio, le gustaba detenerse y hablar con las personas que le atendían, fuese en un comercio, en un restaurante o por la calle. Era una característica suya, quizá como buen político, y siempre me llamó la atención el interés que tenía por el relato que esas personas le hacían. Mi padre gozaba de gran empatía y sabía demostrarlo a la menor ocasión. Le gustaba ponerse en la piel de su interlocutor y descubrir las razones del relato que le exponían. Y esa fue una actitud que aprendí gracias a él. Estos recuerdos pudieran obedecer a mi deseo profundo de mostrar y justificar la verdadera personalidad de Batista, generalmente tan maltratada. Era en verdad una persona muy diferente a lo que con calumnia e injusticia se le describió. No en balde tuvo lugar el “Batista Day” porque se le consideró “vecino ejemplar” de Daytona Beach. Como tal también hay que recordarle; no solamente fue político, era un ser humano dotado de muy grata personalidad y todo aquél que lo trató puede reconocerlo. Imagino su nostalgia al ver la inmensa extensión de la playa de Daytona, donde entonces podías entrar en coche (tengo una foto suya sentado en un descapotable con mi madre) y dejar volar su pensamiento hacia las playas de su querida Cuba, tan blancas, con ese mar tibiamente azulado y su agua templada. Daytona para siempre quedará grabada en mi memoria. Una razón más que vincula a nuestra familia con esta querida ciudad es que acoge el Museo de Pintura Cubana que él supo montar y donar a esta querida comunidad. Años atrás, en compañía de mis hermanos Rubén y Jorge, visité por última vez esa pinacoteca y pude apreciar la alta calidad de sus obras auténticamente cubanas. Mi padre tuvo el detalle de 74

añadir a la colección de pinturas una réplica en miniatura de un ingenio azucarero, que funciona de tal manera que ilustra perfectamente la actividad de tan importante pieza de la economía cubana de entonces. Lo cierto es que actualmente el azúcar no representa para Cuba lo que fue. Esta industria ha sido arruinada por la inepcia del régimen actual. Ya entrado el año 1960, una política provocadora del castrismo desembocó en que Estados Unidos cancelara la compra de azúcar cubano, perdiéndose con ello un mercado tradicionalmente favorecedor al desarrollo de la economía cubana que se fue a pique y cuyo resultado final es la pobreza imperante en tan rica isla. En Daytona culminó una fase importante de mi vida. El tiempo ahí transcurrió con la pena de ver al General amenazado en la República Dominicana. Mi madre, por su parte, pudo reunirse con sus hijos a la espera de lograr la salida de su marido del infierno que padecía en aquella isla caribeña. Martha no titubeó ni un instante en realizar cuantos esfuerzos fueron necesarios para encontrarle un techo más favorable. Hasta el mes de agosto de 1959 permanecimos en la querida Daytona, con algún que otro salto a Nueva York con la idea de enviarme a un campamento en Nueva Inglaterra, aunque por algún motivo ese plan se malogró, algo que me entristeció mucho, pues tenía la ilusión de hacer nuevas amistades y darle a la vida otro color. No pudo ser, quizá porque se acercaba el momento del traslado de mi padre a tierras más hospitalarias como de hecho fue. Y de repente volamos de nuevo hacia Nueva York para hacerle frente a los últimos preparativos antes de embarcarnos vía aérea hacia Portugal.

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Lisboa

Vivimos en tensión los días previos a nuestra salida rumbo a Lisboa. Estaba ansioso, primero porque pronto volvería a ver mi padre y segundo por la ilusión que me hacía el viaje. Era descubrir tierra nueva, el ímpetu de la adolescencia que asiste con profunda alegría a un feliz reencuentro familiar y disfrutar del hecho de entrar en nuevo Continente. Poco podía imaginarme que gran parte de mi vida iba a desarrollarse allí, entre idas y venidas: Lisboa, Madrid y nuestro inolvidable internado en Saint-Prex, cerca de Lausana, Suiza, al borde del Lago Léman. Qué gran momento anunciador de tantos acontecimientos que marcarían mi vida para siempre. Mi madre no estaba del todo convencida de que su marido, aquél que siempre la había cuidado y hasta mimado, saldría con vida de Santo Domingo. No fue hasta que tuvo confirmación telefónica desde las islas Azores en la madrugada del 20 de agosto de 1959 del aterrizaje feliz de mi padre en tierra portuguesa. Hasta entonces había sufrido momentos de dudas e incertidumbres espantosas. No era de extrañar la carga emocional tan fuerte que los acontecimientos, intrigas y tribulaciones de los últimos meses habían provocado en su fuerte, pero ahora titubeante ánimo. Cual no fue su alegría al poder establecer comunicación telefónica con su pareja siendo aproximadamente a las tres de la mañana en las Azores, quizá algo más tarde, pues esa fue la hora que aterrizó su vuelo. Serían entonces las nueve de la noche en Nueva York donde pernoctamos los días anteriores al tan ansiosamente esperado viaje. ¡Qué descanso oí en su voz y qué impacto en su espíritu! La voz clara, pero vigorosa y reconfortante de mi padre traía la paz anhelada desde la salida de Cuba. Todavía quedaba mucho camino por recorrer en nuestras respectivas vidas y llegarían momentos de gran dolor, como 77

el fallecimiento de mi hermano Carlos Manuel, a casi diez años de la salida al exilio. Ahora sin embargo nos disponíamos a celebrar el tan deseado reencuentro familiar en Lisboa. Mi madre tenía por costumbre viajar siempre, por breve que fuera el recorrido, con la imagen de unos treinta centímetros de alto de su Santa Marta en la mano. Para nosotros esa Santa Marta era como otro miembro de la familia, siempre estaba presente en nuestro hogar. Cuando mi madre no salía de viaje, permanecía en su mesa de noche y le rezaba todos los días. El manto azul que gentilmente cubría la santa y su mirada piadosa eran signos que no escapaban a nadie. Esa costumbre, una vez fallecido mi padre, fue perdiéndose. A partir de aquel día Marta no volvió jamás a ser la misma. Fue como si hubiese sufrido tal descalabro que sus decisiones resultaron casi siempre erradas en los años venideros. Quizá fuese que mi padre decidía por ella, porque hasta le escogía la ropa. Revisaban juntos los catálogos que las casas de moda les enviaban y entre ambos decidían los trajes, aunque yo sé que era mi padre el que llevaba la voz cantante. Disfrutaba tanto ver a su cónyuge vestida con ropa de su predilección. Además, le complacía acertar, pues Martha, dicho por todos, vestía con elegancia y belleza. Su Santa Marta la acompañaba en nuestro viaje a Lisboa ese anochecer de un veintitantos de agosto de 1959. Todavía la veo subir por la escalerilla del avión con su imagen en la mano, su elegante traje sastre sobre el que resaltaba un apropiado bolso de viaje. Iba muy erguida, más confiada y acompañada de mis hermanos Jorge y Carlos Manuel y desde luego yo. Fue un viaje muy largo. Salimos del entonces Idlewild (¡oh Idlewild que siempre retornas a mi memoria!) en un Super-Constellation de la TWA para enfrentarnos a unas doce horas de vuelo. Era una aeronave muy cómoda y, además, siendo nuestra madre entonces persona de reconocida notoriedad, disfrutamos de una atención espectacular. Pero es que la TWA, o la “TUÁ” como decíamos en nuestro lenguaje criollo de entonces, fue siempre una compañía dónde el detalle amable abundaba fuese en tierra o en el aire. Una vez a bordo, Marta colocó la Santa Marta en su bolso de generoso tamaño y los cuatro nos acomodamos en nuestros respec78

tivos asientos mientras los otros pasajeros se instalaban. Cuando nos vimos a dar cuenta ya volábamos hacia Lisboa. Después de la cena nos preparamos para dormir. Marta guardaba gran compostura, tranquila, más serena después del tormento vivido desde que salió de la patria que la vio nacer. Pude dar algunos cabezazos, nunca lograba dormir mucho durante los vuelos transatlánticos. Nos despertaron los rayos de luz cerca de las Azores. En ese momento miré por la ventana y quedé sorprendido con la belleza del Archipiélago. Quedaba muy poco para reunirnos con nuestro padre y el corazón empezaba a batir con más velocidad anticipando el tan deseado reencuentro. El viaje fue bueno en todo momento y el aterrizaje se produjo sin conmoción alguna. Y, de pronto, tuvimos ante nosotros a nuestro padre, esperándonos con ese ímpetu alegre y contagioso que le caracterizaba. Por fin en sus aposentos del Hotel Ritz de Lisboa, inaugurado pocos días antes, los hijos besamos y abrazamos a nuestro padre, acompañados por la intensa emoción que estremecía a nuestra madre al ver de nuevo a su esposo, después de la incesante lucha que había enfrentado para lograr este momento feliz. Alegría espontánea y noble fue abrazar igualmente a mi hermano Rubén. Entonces él vivía en Madrid y se había desplazado inmediatamente para estar al lado del progenitor. Rubén dejó prueba de ser un hijo excepcional, adoraba a nuestro padre. Más adelante, a través de nuestras charlas privadas, frecuentes e iluminadoras, tuvimos ocasión de compenetrarnos y así llegué a conocer sus cualidades insuperables. Hablamos con sinceridad sobre Cuba y su política, entrando de lleno en sus aspectos positivos y negativos. Su mente era especialmente analítica y me hablaba a menudo como un padre lo hace con su hijo, no en balde nos separaban más de doce años. Su presencia en el Hotel Ritz, donde también se hospedaba, era prueba adicional de la unidad familiar tan bien capitaneada y auspiciada por el pater sin tregua. Además, porque Rubén en todo momento sabía conducirse con prudencia, delicadeza y habilidad. Dio muestra de ello en Lisboa al ver a nuestro padre rodeado por la prensa. Muchos periodistas se dieron entonces cita en aquel hotel para entrevistar al antiguo Presidente, pero Rubén 79

supo organizarlos y todos accedieron a nuestro padre, incluso alguno pudo charlar en privado con él por largo tiempo. La prensa portuguesa por lo general fue comprensiva, objetiva y mostró simpatía hacia la figura del político exiliado. A menudo pienso cómo se sentiría el General en medio de tanta algarabía y si su pensamiento no habría volado hacia Daytona donde se encontraban Fulgencito y Marta María o hacia Boston dónde mi inolvidable hermana Mirta, que me perdonen las otras que son igual de estupendas, residiría gran parte del exilio. Su presencia en esa ciudad, y posteriormente la de mis hijos, me convirtieron en gran fanático de los New England Patriots, pero, como dice el dicho, nunca es tarde cuando la dicha es buena. Y cuanto no habrá pensado igualmente en Elisa Aleida, a la que muy afectuosamente llamábamos Elita, que contrajo nupcias a los pocos días de la salida de Cuba, residiendo también en Madrid, quien no pudo acercarse a recibir a nuestro padre a su llegada a Lisboa por no tener su pasaporte en regla. Pero ella también adoraba al Presidente, a ese padre que todos quisimos, porque supo ser padre, a pesar de un legado político polémico. La prensa percibió y difundió una imagen de Batista muy diferente a la que universalmente se exponía. Muchos de los artículos publicados por entonces, fruto de entrevistas en el Hotel Ritz, no fueron populistas ni demagogos y se mostraron respetuosos hacia su persona. Por desgracia no fue la tónica general y continuamos siendo el blanco de calumnias e interpretaciones malvadas innecesariamente hirientes. Buscaban, sin duda, el escándalo fácil de un relato tan siniestro como falso, con la intención de atraer lectores ávidos de truculentas sensaciones y vender más ejemplares. Otros, volcados en un estudio más acorde con la realidad, mediante una reflexión serena, fueron menos acogidos por las empresas periodísticas, sin ganancias en las arcas empresariales. En todo caso, esa etapa lisboeta, corta, pero fecunda, redujo mi desconfianza y temor hacia la prensa a la que, como dije antes, respeto por su labor necesaria e imprescindible en una democracia. Entonces únicamente percibía los más descarnados juicios hacia mi padre, algo que para un niño de once años se hacía muy cuesta arri80

ba comprender. Desde enero de 1959 solo había leído referencias sobre atropellos, necedades y otras barbaridades; pero, ahora, en Lisboa percibía en estos periodistas mucha más amabilidad. De ahí la confusión. Habrá que preguntarse quién o quiénes se empeñaron en manchar la imagen de Batista hasta ese punto; manipular los acontecimientos, desvirtuar los hechos para que la personalidad controversial de este estratega se hubiera convertido en la de un gobernante despiadado. No hacía mucho que el General viajaba a Daytona, donde fue acogido con un espectacular recibimiento y no tanto desde que recorriera las Américas y se le tratase como gran defensor de la democracia. Permanecimos los días siguientes en Lisboa haciendo turismo, pues el General vivía para la cultura y el aprendizaje, cualidad que demostró desde muy joven, cuando se despidió a temprana edad de su padre viudo y comenzó a trabajar en los ferrocarriles. Con nosotros a su lado, el matrimonio recorrió Lisboa todo lo posible en horario apretado, a veces a pie. Visitamos, entre otros monumentos, el Monasterio de los Jerónimos. Nos impresionó tanto que, en otras ocasiones, instalados ya en Estoril, volvimos a visitarlos. Igual aconteció con la Plaza del Rossio y la de Comercio, desde donde se contemplaba una vista sobrecogedora del Tajo. El General era muy aficionado a caminar y descubrir lugares. Pasear y charlar con la gente por el camino era su afán y estas jornadas encajaban con su ánimo a la perfección. Lisboa ofrecía y ofrece mucho al viajero que la descubre. Por desgracia mi padre estaba apremiado por la urgencia de embarcar rumbo a la isla de Madeira y todo estaba dispuesto para la travesía. Ahí tendría lugar el exilio definitivo del ex primer mandatario. Uno de los aspectos que más me impresionó, entonces con once años, fue el paseo ajardinado tan largo que se vislumbra desde el propio Hotel Ritz. Ciudad muy diferente a Daytona Beach y a Nueva York, lugares de mi residencia en los ocho meses previos. Éstas son muy diferentes a Lisboa. Me atrevería a decir que la urbe portuguesa tiene puntos comunes con La Habana porque Madrid y Lisboa comparten una arquitectura semejante con la capital caribeña. Sus barrios antiguos se dan la mano con los habaneros. ¿Seguirá siendo así en la 81

actualidad? No sabría decirlo. En las redes sociales se ven las dos caras de La Habana: la que se ofrece al turista ansioso de distracciones; y la que vive a diario el habanero de a pie, con su cartilla de racionamiento en el bolsillo trasero. El toque europeo está muy presente en La Habana, tan cercano al madrileño y al lisboeta, capitales que hacen alarde de siglos de historia. No podía por menos comparar a La Habana con Lisboa, sin saber bien que pensar de la primera ciudad que descubría en este Continente. Las plazas de Lisboa, sus paseos, sus vistas al Tajo, sus monumentos y salones de té, o “chá” como pronto aprendimos a decir, causaron una cierta inquietud en mi mente adolescente al pensar que en ese entorno tan diferente se desenvolvería nuestra vida. Sospechaba que a lo largo de los años venideros Portugal iba a ocupar lugar primordial a lo largo de mi existencia. La adolescencia temprana me hacía concebir Lisboa como una ciudad espectacular bajo el sol tórrido de agosto. Me sentí muy a gusto con lo que pensé sería un lugar grato para ese hogar nuestro que todavía tardaría en echar raíces por esos lares. Lisboa tenía ante mis ojos algo de diáfano, de claridad, inclusive de alegre. Al llegar a vivir a Estoril me desengañé. Era un país sin duda alguna de gran belleza, educación y cultura, pero nada de alegría. Durante mis vacaciones eché de menos nuestro acostumbrado bullicio caribeño a pesar de la amabilidad indiscutible de los portugueses. Lisboa dejó en todos nosotros un recuerdo de ternura y gratitud, pues las bondades ahí recibidas contrastaban con las humillaciones sufridas. La hospitalidad de sus gentes permanece en mi corazón.

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Madeira

Llegó el día de recoger las habitaciones, cerrar maletas y dirigirnos hacia el puerto de Lisboa donde embarcaríamos en el navío “Patria”, de nacionalidad portuguesa. Atracada a orillas del Tajo, la nave enarbolaba orgullosa su estandarte tricolor. A bordo, rumbo a Funchal, capital de las islas Madeiras, transcurriría un feliz viaje familiar. Una vez en el puerto, subimos a bordo del “Patria”. Formábamos una comitiva numerosa, pues además de mis padres, mis hermanos Rubén, Jorge y Carlos Manuel, nos acompañaban altos cargos del antiguo gobierno, los honorables Andrés Morales del Castillo y Gonzalo Güell, y ciertos miembros del ejército y de la escolta personal del General. La despedida nos resultó emotiva al percatarnos que el “Patria” navegaba rumbo a otras tierras, cálidas y bellas, mientras se deslizaba por las aguas del Tajo, bordeando Lisboa. Nos situamos en el puente del barco para poder disfrutar del panorama que desfilaba ante nosotros, ennoblecido por las bellas plazas de la ciudad, como la Plaza del Comercio, corazón del centro mercantil de la ciudad. De haber escuchado el lamento de un fado, habríamos echado a llorar. El fado, símbolo de esa melancólica nación, tantas veces escuchado en el barrio de Alfama, entre el Castillo de San Jorge y el Tajo, hace ahí su nido. El “Patria”, salido de los astilleros de Escocia el mismo año de mi nacimiento, cumplía entonces once años. Sin ser espectacular, resultaba cómodo, y tenía una larga eslora de línea estilizada. Afortunadamente para nosotros ofrecía un servicio de primera, muy bien atendido, siendo representante orgulloso de este periodo boyante de la navegación portuguesa. Tenía encomendada la ruta africana, enlazando Portugal continental con las colonias de África, principalmente Angola y Mozambique, pasando por Madeira. La travesía de Lisboa a Funchal, si no me equivoco, era de aproximadamente tres noches. 83

Llegaba a la caída de la tarde a la capital madeirense y acto seguido continuaba su ruta africana, regresando a Lisboa, deslizándose por las mismas aguas del viaje de ida. Para la época el navío estaba considerado como uno de los buques insignia de la Companhia Colonial de Navegaçao, con capacidad para unos 800 pasajeros. Los camarotes eran amplios con baños muy pulcros. A la hora de las comidas se daba todo el mundo cita en su amplio comedor en un ambiente hogareño pues eran muchas las familias que recorrían esta ruta. Imagino que dentro de la pena que mi padre sentiría, el tenernos a su lado, lejos de la problemática cubana, debía ser un alto importante en la historia de su vida. Después de nueve meses de sobresaltos, tenía una buena parte de su familia rodeándole de afecto. Disfrutaba con nosotros a bordo, participaba de nuestras conversaciones y de la repostería a la hora del “cha”, para más tarde vestirnos de traje y corbata y acudir a cenar en familia. Así transcurrió la travesía dentro de un clima de cordialidad con los otros pasajeros. El destino quiso que una climatología favorable nos acompañase sin descanso y el cielo resplandeció de un azul impecable. Era un buen augurio. Una mañana vimos aparecer ante nosotros unas cuantas islas pequeñas. Resultó ser la cercanía del archipiélago de las Islas Madeira, y ante nuestros ojos una de sus islas, la de Porto Santo, situado al sur de la propia Isla de Madeira y al norte de las Canarias. Desde nuestra posición podíamos distinguir unas islas menores, más bien nimias, prácticamente deshabitadas en 1959, de arena blanca y vegetación escasa con arbustos que daban la impresión de estar quemados por el sol. La vista era de todas formas espectacular para el ciudadano urbano acostumbrado al bullicio, ajetreo y tráfico reinante en las urbes capitalinas y de provincias. Vimos poca construcción, y la existente se apreciaba rudimentaria. De lejos, todo era paz, retiro espiritual o físico, y libertad. Nada parecía perturbar el equilibrio de la naturaleza. Su aspecto salvaje incitaba a aventurarse en sus playas de agua azul claro y transparente. El futuro nos devolvería a esos lugares y en unión del General pasaríamos momentos inolvidables de nuestras respectivas infancias 84

y adolescencias, ya fuera entregados a la pesca, deporte que tanto le gustaba, como a la navegación a borde de muy sencillas barcas, a veces intrépidas, sobre todo cuando nos rodeaban los tiburones. Fue todo un descubrimiento; arribábamos pues a un lugar muy especial, de cine y fantasía, con la corazonada de adentrarnos por caminos de ilusión, pregoneros de bienaventuranza. ¡Que no sería para todos nosotros, cubanos, ver otra isla, tan diferente a la nuestra y sin embargo apreciarla desde lejos por su encanto y estado natural! No en balde, algo más al norte está situado otro archipiélago portugués, más pequeño, llamado “Selvagens”, compuesto por las islas que llevan este nombre y las que nunca por desgracia llegué a conocer. Mientras pasábamos por Porto Santo el “Patria” continuaba deslizándose con cierto ímpetu. Pero ¿acaso sería el afán de llegar a puerto cierto y saber qué en realidad era Madeira? No tardaríamos mucho. El sol continuaba brillando por todos lados y el día veraniego rebozaba de alegres colores marítimos. Con las maletas hechas, una vez más en nuestras vidas, ¡tantas maletas hemos tenido que hacer!, empezamos a despedirnos de la tripulación acompañando a mi padre en su último recorrido por el barco. Creo que hizo otros viajes a Lisboa en la misma nave, pero en todo caso, después de entrado 1962, no volvió a Madeira al habérsele concedido exilio permanente en el continente. Hizo nuestro hogar en Estoril. Dio la casualidad que el “Patria” fuera retirado en 1973, año del fallecimiento de mi progenitor. Quizá ambos volaron juntos a puerto cierto, reunidos una vez más. Vuelan mis recuerdos, pero a punto estábamos de tocar tierra funchalense. Lo primero que aprecié a medida que la nave avanzaba hacia la capital isleña fue el semicírculo de la bahía de Funchal. Manchas verdosas que coronaban colinas y montañas se percibían con nitidez desde la proa del barco, imponiéndose sobre ese litoral. Se nos venía encima un espectáculo de colores que anunciaban estas pinceladas. Ya en tierra firme, la profunda belleza del lugar impresionaba aún más. Nos acogieron con cariño sin duda alguna, aunque desconozco el motivo. Nos hospedamos en el Hotel Reid´s y su director, el señor Burca, nos recibió en el puente del “Patria”, con simpatía y gran 85

caballerosidad. Su gesto no era únicamente producto del arte de su profesión, pues su acogida se nos antojó generosa y sensible, con palabras acogedoras y simpáticas. Se trasladó con nosotros en la barca que nos llevó hasta el puerto capitalino. Recorrimos juntos el paseo del muelle que era como una explanada larga y ancha, muy blanca. Amarres numerosos lo recorrían de punta a punta. Desde ese primer momento me gustó la ínsula; brindaba todo de lo que habíamos carecido en los meses pasados. Aquel sentimiento de serenidad y curiosidad que anticipé en las cercanías de Porto Santo se repetía en Funchal. Lo desconocido era otro atractivo que se añadía a la expectación que despierta en todo aquel que llega por vez primera a un lugar y desea conocerlo todo de golpe. Para llegar al Hotel Reids, situado a mano izquierda del hemiciclo de Funchal, como me gusta concebir a su bahía, había que recorrer las calles de la ciudad, con su tráfico, sus modernos taxis llegados de Europa. Había también un modo de transporte original. Quedamos asombrados al ver como una especie de carricoche, el “carro”, como se le conoce en Funchal, con un amplio sillón de bambú, sin ruedas, montado sobre lo que pudiera ser un par de gruesos esquíes de madera, arrastrado a veces por mulas, otros por buey, y en todo caso conducido por un ciudadano local, que se desplazaba por la ciudad. Los vimos entonces subir por las calles de piedras milenarias, tan típicas y pintorescas, con sus costados rebosantes de flores y plantas que ascendían hacia a nuestro aposento definitivo. Ahí se alzaba, alto y orgulloso el Hotel Reid´s, desplegando sus encantos y señorío ante nosotros. Quedamos cautivados por su imponente arquitectura, que resaltaban jardines adyacentes, formando un conjunto que alegraba vista y ánimo. Sobra decir que esta llegada no pudo ser mejor. Era en efecto un exilio, pero esta comunidad traía a nuestras vidas un nuevo comienzo, una esperanza, un bienestar espiritual, porque, al fin, alcanzábamos la unidad física de la familia, rota desde la salida de Cuba. Pocos meses después desembarcarían Fulgencito y Marta María con sus tatas y nuestra hermana Elisa Aleida llegó con su marido desde Madrid. De más decir que Rubén regresó después con su esposa, la 86

auténticamente bella y pausada Carmita, la bondad y la compasión se dan cita en ella, hija del General Robaina. Al ponerme en el lugar del ex mandatario, y visto desde ahora que también soy padre y abuelo, pienso en la responsabilidad que le embargaría al enfrentarse con nuevo quehacer cotidiano. ¿Cómo se sentiría al dejar atrás a su querida patria? ¿Influiría en su ánimo la proximidad de una familia tan numerosa? Encontrarse a salvo después de verse maltratado en numerosas ocasiones, ya fuera en Cuba o en la República Dominicana, no dejaría de aportar consuelo a un alma destemplada después de los acontecimientos de los últimos años. Cuba quedaba atrás, aquélla de entonces que nada tiene que ver con la actual para la cual pedimos libertad, democracia y pluripartidismo al amparo de una Constitución votada por sus ciudadanos y no impuesta por un partido único. Los primeros días se pasaron habituándonos al hotel cuyo tamaño, salpicado de numerosas estancias y habitaciones, era auténticamente espectacular. En la planta baja, se encontraba su gran comedor de altísimos techos, de influencia inglesa, atraía a turistas y a una población influyente de hombres de negocios británicos que vivían en Funchal y destacaban en la industria vinatera local. Se bajaba de smoking, las señoras con sus más curtidas elegancias. El espectáculo era propio de una escena de Agatha Christie cuando describía las particularidades del Imperio Británico. Este comedor se situaba no lejos de la zona de recepción y albergaba un número considerable de comensales, lo que brinda a la imaginación las dimensiones de tal cámara. Tenía vistas al puerto y al mar. Aquí también se desayunaba, momento en que se servían los bizcochos, mermeladas y cereales más apetecibles. Por la tarde se tomaba el “chá”, servido siempre con el fasto y la curiosidad de esa costumbre inglesa, the four o´clock tea, igualmente expuesto en los jardines amplios y verdes que el comedor dominaba. Al recién llegado lo que más llamaba su atención eran esos vergeles dispuestos en forma escalonada, unos sobre otros, dónde la flora lucía sus más exóticos encantos, regalando al visitante con olores embriagadores. El conjunto, hechizante más allá de las palabras, te trans87

portaba a un mundo pre-Agente 007, ¡oh buenas y sanas costumbres del imperio inglés!, tan estremecedor era que no podías quitar los ojos de tanto arreglo y distribución florales. Aquellas plantas que parecían llegadas de Cuba, de lugares exóticos, se distribuían sobre un césped cortado con esmero y habilidad. Esta primera impresión perduraría para siempre en el seno de la familia. Pero hay más… Efectivamente… senderos estrechos, cruzando estos jardines, conducían a la zona de la playa dónde no había arena, no era la cubana Varadero, a lo que estaba acostumbrado. Aquella playa se extendía sobre las rocas y para su disfrute se habían instalado una zona con tumbonas y espacio de relajamiento al borde del mar, ante unas aguas propias del Atlántico, muy azules, que parecían brillar. Unas sólidas escaleras de soga permitían sumergirte en ese mar tan plácido, invitante y algo traidor. ¡Qué sorpresa al lanzarme al agua pensando que era la temperatura de Varadero! Me tuvieron que sacar con todo el cuerpo morado del golpe al recibir el impacto de agua tan gélida. Claro que, como todo en la vida, uno se acostumbra y a los pocos días estaba totalmente integrado en mi nuevo ambiente playero, conversando con los otros huéspedes, muy frecuentemente acompañado por los hermanos Richard y Marc Burca, el primero tristemente ya fallecido, con la buena fortuna de que Marc y yo continuamos en la actualidad manteniendo una correspondencia frecuente y frondosa. Pero del agua glacial y su topetazo no me recuperé jamás. Su madre, la elegante, amable y acogedora dama, señora Burca, se portó tan cariñosamente con todos nosotros que no dejamos de agradecerle aquellos delicados detalles. Debemos recordar que por entonces no nos hablaba la gente. Me refiero a aquéllos que conocíamos y formaban parte de nuestro ambiente hasta la salida de Cuba. Por lo tanto el “sabor” que encontramos en la cordialidad propia de Funchal nos entusiasmó y permitió renacer a una nueva vida. No despreciaríamos esa oportunidad. Ese sería nuestro empeño en adelante. No sin dificultades, pues nada es color de rosa en la batalla diaria, pero el ahínco invertido en todo integrante familiar por sentirnos y vivirnos como familia unida consistía un totum revolutum. 88

Al volver la vista atrás, hacia aquellos años, cuando el exilio se estrenaba en los albores de Madeira, tuvimos que recomponer el rompe cabezas que el destino nos había deparado empujándonos hacia un ostracismo al que hubiese sido más fácil responder con retraimiento. Mi padre tuvo claro que, por muy difícil que fuese la labor, y arduo explicar sus decisiones políticas, la mejor opción era seguir contribuyendo al relato de la política patria, un propósito que alcanzó con creces. Para ello se entregó a la organización de sus apuntes con vistas a ofrecer su explicación de los hechos que arrastraron su caída. Y ahí mismo, en ese Funchal de buenos augurios, puso la primera piedra de su recuento histórico. Supo, además, en unión de todos nosotros, entablar un entorno social que de cierta manera aliviaba el dolor ocasionado por aquella opción negativa que fue su último gobierno, es decir el gobierno resultante del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. La familia poco a poco fue recomponiéndose. Claro, no todo era perfecto. Ya nunca alcanzaríamos la continuada unión física de otros tiempos. Surgían nuevas responsabilidades familiares, académicas y profesionales de cada miembro de la familia. Sin embargo, en el fondo se intuía que lo peor había pasado y que este era el momento para despegar desde más sólido terreno, de mirar hacia el futuro. El General organizó su séquito, distribuyó las habitaciones y dedicó una estancia pequeña como despacho personal. Los más jóvenes teníamos nuestros horarios muy bien organizados y podíamos disfrutar de la compañía de ambos progenitores, presencia tan necesaria en aquellos años de formación. Había llegado también el momento de grandes reflexiones para él y disponerse a defender lo muy positivo de su obra y a este fin empezó a escribir. Con lápiz y papel, o en su pequeña máquina de escribir, redactó las anotaciones cuyo resultado fue Respuesta, un libro imprescindible si se desea conocer la realidad de la política cubana de los años 50 e incluso de los otros dos periodos anteriores, primero, como militar y un hombre fuerte y, a continuación, como Presidente constitucional, cargos que requirieron la toma de decisiones difíciles y discutibles, y discutidas por todos, compatriotas y foráneos. Todo 89

aquél que aprecie la verdad histórica encontrará en Respuesta un relato serio y verídico de los acontecimientos que azotaron a nuestro país bajo su último mandato. A mayor abundamiento, se encontrará la explicación y los motivos que le impulsaron a actuar de una forma o de otra. En todo caso encontrarán “respuestas” a las preguntas que cabe se formulen y que se me antojan serán numerosas. En medio de todo esto, ¿cómo se sentiría mi padre en tales circunstancias? ¿Cuál sería su estado de ánimo? ¿Cómo interpretar lo que desde la distancia pudo percibir un niño de once años que además estaba a punto de despedirse de sus padres una vez más? Me esperaba el internado en los Estados Unidos. ¿Qué guarda la memoria? El primer impacto es el recuerdo de su cordialidad hacia todos aquellos que le rodeaban. No dejó un solo momento de mostrarse jovial, sonriente, porque para él era muy importante mostrar un rostro relajado y risueño. Siempre nos pedía una sonrisa, a cualquier hora del día, sin que a menudo fuese posible complacerle. Ya se sabe que los niños, adolescentes y jóvenes tienen sus razones para fruncir el ceño. Es curioso; impartía disciplina en todo caso sin levantar la voz, expresándose con claridad, en tono cordial y con una mirada suya se recomponía la congoja y calmaba la marejada. Únicamente Dios sabría lo que estaría padeciendo por dentro, formulándose mil preguntas acerca de sus mandatos y del escenario actual. Huelga decir que toda su vida política ocupó un lugar excepcional en sus inquietudes diarias. ¿Habría acertado con el turno de presidentes en aquellos años de la década de 1930? ¿Fue un acierto nombrar ministros comunistas en 1940? ¿Acaso era necesario el cuartelazo del 10 de marzo? ¿Por qué no dimitió en 1954 cuando no tuvo contrincantes en aquellas elecciones? ¿Por qué se mantuvo como candidato único? Supo contestar él mismo a las interesadas interpretaciones, a los comentarios de mala fe, a las tergiversaciones que se impusieron durante aquellos dos últimos años de su última magistratura y que, ya en el exilio, recobraron un ímpetu mayor, convirtiendo su figura en un perdedor causante de mil males. ¿Pero, me pregunto, estaba en condiciones de ser franco en sus interpretaciones de lo acontecido? 90

Otra característica suya era la constancia en sus labores, el cumplimiento de su singular horario; no dormía la mañana, se levantaba cerca de las diez porque no se acostaba hasta bien entrada la madrugada, tiempo que dedicaba a trabajar en sus documentos, leer y escribir. Alumbró con ahínco y mucho afán su Respuesta, redactado a lo largo de los meses siguientes a su llegada a Funchal. Era un gran trabajador, infatigable; cuando no estaba ocupado en resolver disímiles problemas, lo encontrabas despachando con un secretario o enfrascado en mil temas de conversación a la que brindaba todo su conocimiento. Al ser muy curioso, todo lo que tenía que ver con la cultura se convertía en tema de su interés, fuera literatura, música, gran amante de la ópera a la que pudo asistir muy poco, pintura y escultura, historia, todo eso le apasionaba. Compraba libros para ampliar conocimientos en estos temas, los leía y glosaba a la manera antigua, con observaciones escritas al margen. Tenía el hábito de firmar sus libros en la portada o en la página interior. Y después gustaba de comentarlos con amigos, profesores y todo aquél que gustase, como él, de una buena charla salpicada, sí y como buen cubano, de observaciones muy perspicaces y llenas de humor. Muestra de su pasión por los libros es la biblioteca personal que albergaba Kuquine, nuestra residencia en Arroyo Arenas. El desayuno de mi padre durante el resto de su vida siempre fue el mismo; zumo de ciruelas que mi madre le preparaba, un croissant con mucha miel y mantequilla con su buen café con leche. ¡Y que no faltase la prensa! En Madeira, en Estoril, o en Madrid, siempre tenía la prensa en su mesa de desayuno habitualmente tomado en el dormitorio conyugal. Lector ávido, hambriento de noticias, ésta era su manera de mantenerse informado de lo que sucedía en el mundo y así enlazar con el mundanal ruido desde su lejanía en Funchal. Después de la obligada calistenia, se preparaba para iniciar sus labores cotidianas. Invariablemente vestía de traje y corbata. Mi madre le solía comprar las corbatas, camisas y calcetines en Sulka, tienda de Nueva York, y trajo con ella unas cuantas de estas prendas para que mi padre siguiese vistiendo bien en esta nueva etapa de su vida. Esta costumbre era ya antigua, databa de los años cuarenta durante aquella etapa neoyorkina 91

de la que hablé al principio de este relato. En Cuba siempre lo vistió un sastre cubano, Mieres, con el señor González a la cabeza, quién habría de coincidir con nosotros en el exilio madrileño, dónde mi padre y la familia le veíamos con frecuencia. González, un sastre de primera categoría, era un señor de una educación esmerada y de una facilidad de palabra llamativa. Mantuvimos con él una relación de muy agradable recuerdo hasta que mi padre falleció. De ninguna manera Funchal era una Siberia, como algunos quisieron hacer ver. Funchal cumplió un papel necesario en su exilio, no hay acto que no tenga su motivo. De haberse exiliado en otro lugar, su urgente necesidad de escribir no hubiera podido desarrollarse como lo hizo en el retiro funchalense. Funchal, con su encanto de “ciudad-jardín”, como a él le gustaba llamarle, su vegetación de un verde ardiente, su fauna incomparable, la serenidad del Hotel Reid´s, el cariño que le brindaron todos allí, contribuyeron a la génesis de su relato histórico. En mi opinión el momento “funchalense” le resultó extremadamente beneficioso. A lo largo de aproximadamente tres años que residió allí, fue aumentando su amor por aquellos parajes, aunque era más conveniente la estancia en el Continente como el paso del tiempo demostró. Los almuerzos a menudo eran en compañía de su esposa, amigos, miembros de su séquito, o con sus hijos, aunque nosotros preferíamos los horarios playeros. Si estaba sólo, el servicio de habitaciones del hotel montaba una mesa en la salita adjunta a su dormitorio. El resto del día lo dedicaba a estar con nosotros, pasear por la ciudad con visitantes que llegaban de otros puntos de Europa o de los Estados Unidos o con el Inspector Lopes con quién hizo tan buenas migas. Los días en que no había compromisos sociales mi padre se encerraba en su despacho para meditar, reflexionar y a continuación escribir la defensa de su obra política, laboral y económica. Tuvo razón en insistir en plasmar el relato de su último gobierno. A continuación de este primer libro del exilio de 1959, Respuesta, continuó desarrollando sus ideas en Piedras y Leyes, apoyándose en cifras recogidas por organismos internacionales. 92

El día finalizaba con la cena que compartíamos todos, o los “fiñes” por nuestra cuenta, según las obligaciones de los mayores. En todo caso en el Hotel Reid´s la cocina era exquisita, uno se sentía bien y el ambiente que respirábamos era sin duda alguna muy diferente al que habíamos conocido en aquellos meses de principio del exilio. Sentimos una delicadeza especial, una especie de empatía hacia la situación miserable que hasta la fecha nos había acompañado. Pienso que, aunque mi padre debía experimentar el dolor del adiós a su patria y la inestabilidad de un futuro incierto, tenía el deseo y la necesidad de una vida equilibrada. No dejó de luchar por brindarnos un futuro mejor y puso toda su atención en nuestro desarrollo escolar que, como veremos más adelante, fue accidentado y a veces cruel. “Respuesta, páginas modestas e improvisadas […] no tiene interés literario […] escrito al correr de la pluma y sin pausa…”, en palabras de mi padre, fue imprescindible para responder al alud de falsedades, calumnias, mentiras e ignominias que se publicaron, comentaron y ampliaron sin pudor, ni respeto ni honor a la patria, pues mintiendo acerca de su persona, se ponía en tela de juicio a la República. Nunca se le enjuició justamente, se abusó del caído; tuvo, como tantos otros compatriotas víctimas de la crueldad rebelde, un juicio arbitrario en los tribunales mediáticos, que lo sentenciaron sin piedad por actos que no cometió e inventando mentiras que hasta algunos de sus propios adversarios llegaron a desmentir. Así es como funcionó el terror revolucionario de aquellos días y que su sistema propagandístico extendió a lo largo de los años, infatigables, hasta nuestros días. Las circunstancias del exilio decidieron mi reincorporación a la escuela que no frecuentaba desde la salida de La Habana. Mi primera estancia en la Isla de Madeira fue corta, apenas unos diez días. Me esperaba el internado en Connecticut, donde, gracias a los oficios de Lawrence Berenson, había sido acogido. Despedirme de mis padres no fue nada fácil, pero mi hermano mayor, Jorge, y yo no tuvimos más remedio que embarcar rumbo a Lisboa una vez más para acto seguido volar hacia Nueva York. Dijimos adiós a Madeira, “Das Ilhas as Mais Belas e Livres”. 93

Empezó entonces otra etapa que marcó mi desarrollo espiritual y psicológico, de tan duro talante, que su recuerdo perdura pegado a mí, como una prolongación de mi ser, difícil de describir, y sin embargo imprescindible para el desarrollo posterior de aquel niño.

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Legado histórico-mediático

En 1942 se celebró un banquete en Manhattan, sí, Manhattan una vez más, concretamente el 15 de diciembre de 1942. Se trataba del Banquete en honor de “Su Excelencia Mayor General Fulgencio Batista, Presidente de la República de Cuba”, ofrecido por la Cámara de Comercio Cubana en Nueva York, en el que hablaron ministros, embajadores, dignatarios y el Alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia. Ya en 1938 Batista había sido recibido en Washington por el Presidente Roosevelt, quién, posteriormente, tomó la palabra ante el Congreso de los Estados Unidos. para dirigirse a Sus Señorías dónde habló como siempre, entre otros temas, acerca de la amistad entre la gran nación norteamericana y Cuba. Mi padre se entendió siempre muy bien con aquel presidente y en 1942 repitió viaje a Washington, entrevistándose con Roosevelt por segunda vez. Reflejo de estos acontecimientos, alumbrados a la luz de un fuerte sentimiento democrático, fue la fenomenal acogida que le brindó el poeta Premio Nobel, Pablo Neruda, cuando visitó Chile después de entregar la presidencia al Presidente electo, el Dr. Grau San Martín, acogida que se repitió en otras naciones americanas. Así era hasta entonces la experiencia vital de mi padre. Había ascendido a la cima de su carrera. Ahora, desde este primer exilio, parte voluntario y parte impuesto por la tesitura del momento, reorganizaba su vida. Fue así como la popularidad que le dispensaba la propia patria contribuyó a elegirle Senador por el Partido Liberal in absentia en 1948, mientras residía en Daytona Beach. Y continuó disfrutando de prestigio y renombre hasta que precisamente llegó el 10 de marzo de 1952. Repito, no soy historiador ni politólogo y dejo en manos de estos profesionales el análisis de los acontecimientos políticos que marcaron el periodo 1952 a 1958. Esto es cosa de especialistas en 95

la materia, pero creo que también es mi deber reflexionar sobre los mismos y analizar el estigma que impactó la mente de aquel niño que entonces despertaba a la vida. Lo cierto es que no sabría por dónde empezar. ¡Es todo tan complicado! ¿Dónde reside la verdad? ¿Dónde está el punto de equilibrio que desde entonces busco desesperadamente? ¿Qué significa para un hijo enfrentarse con el legado histórico de su padre? Confusión y dudas marcaron mi existencia desde que salimos de Cuba. El desbordamiento de maledicencias e insidias, merecidas o no, hacia nosotros, hacia nuestro padre, tuvo por consecuencia una invalidez psicológica manifiesta en una falta de seguridad de la que jamás me recuperaría. Desde los once años esta lacra me persigue como una pulla clavada en el corazón y desgarra mi yo más íntimo. Escribo estas líneas con más de setenta y dos años y las flechas no cesan de asecharme. ¿Cómo repercutieron sobre mi conducta, mis decisiones y los futuros acontecimientos que habría de padecer? De esta suerte he sentido y siento humillación, tormento; la inseguridad me quema la piel sin descanso y sin cesar clamo. ¿Por Dios dónde está la verdad, existe claridad? Leo unas y otras opiniones, sin que logre apaciguar esta cicatriz abierta y reabierta otra vez por la prensa, la literatura y hasta por la cinematografía. Me embarga esta reputación innoble propagada por la prensa y el cine lanzada a mil vientos. Me digo entonces que mi padre erró de alguna manera durante los casi siete años borrascosos de aquella primera magistratura del Gobierno de Marzo. He arrastrado esta conmoción por doquier: en los internados, en la Facultad de Derecho de Madrid, con los amigos más íntimos, en mis distintos trabajos, en la vida social. ¿Qué estarían pensando mis interlocutores al entablar conversación? ¿Qué pasaría por la mente de los concurrentes según entraba en algún lugar? ¿Y cuando doy mi nombre en la consulta de un médico, al rellenar formularios o enviar el curriculum vitae? Entonces se agolpan los pensamientos más negros que se complacen en flotar sobre mi cabeza como mil serpientes entrelazadas entre ellas, listas para atacarme. ¡Así de temerosos eran y son esos pensamientos! Sobre todo, 96

he procurado evitar la conversación referente a Cuba porque entonces me bloqueaba, balbuceaba algunas palabras sin sentido, me sentía maniatado, abocado a un cruel desasosiego, daga vengativa, que me acechaba sin piedad. De no poder evitar el tema infamante de Cuba, resurgiría entonces un abanico de atribulaciones que ni años de tratamiento psiquiátrico han logrado curar. En el fondo lo que latía era mi desconocimiento de la historia cubana desde 1933 hasta 1958. El trauma sufrido al dejar Cuba, me impidió investigar por mi cuenta todo acerca de los acontecimientos de esos años. Quizá por lo doloroso que resultaba, quizá porque pensaba que lo de Cuba era página pasada y que ya no sería necesario volver a revivir la tragedia y que paulatinamente el olvido lo iría borrando todo. Así pensaba yo, ingenuo de mí. Este bloqueo psicológico resultaba inútil, porque Cuba siguió ocupando un lugar esencial en los acontecimientos que se sucedieron, desde el propio fatídico uno de enero de mil novecientos cincuenta y nueve pasando por la crisis de los misiles para desembocar en el Periodo Especial y ahora en una nueva Constitución. Cuba se imponía imborrable, inolvidable, y mi deficiencia psicológica era una tapadera para esconder el malestar y el choque emocional imparables. Mi padre construyó en su etapa final de gobernante una Cuba rica y pujante. Sacó adelante al país de todos los atrasos que pudo conocer, entre otros motivos, porque se trataba de una república joven. La cuestión del llamado “batistato” fue sin duda alguna política, pero jamás la cuestión social. La clase obrera y los sindicatos lo apoyaron en toda circunstancia y los logros económicos fueron excepcionales. Pero al lado de este progreso ¿cuáles habrán sido sus medidas políticas para merecer tanta crítica y que se le achacase tanta degradación? Porque algo de verdad tiene que haber en ello. ¿Abusó tanto del poder, malversó dinero público? ¿Corrupto, tirano? Mi corazón de hijo me dice que en casa fue un gran padre, comprensivo, amante del hogar y muy tierno. Sin embargo, su fortaleza interior le pudo haber jugado una mala pasada y quizá traspasó los límites de lo que constitucionalmente le estaba permitido. 97

La herida está pues abierta, sin remedio, sin consolación, porque parece insoluble ¿Hasta qué punto las calumnias y las infamias aireadas responden a una exacta verdad? Así estos párrafos no tienen otra razón que abrir mi alma al mundo y que se sepa que mi cuerpo entero temblaba al oír pronunciar públicamente el apellido Batista, que he huido de foros públicos para esquivar críticas despectivas a las que no sabía contestar, pues entonces, más que ahora, carecía de una respuesta meramente aceptable y me atemorizaba el miedo a la verdad, la que fuese. Continúa el sobresalto al oír que se me llama Sr. Batista o se menciona mi apellido por cualquier motivo. Con el paso del tiempo he podido dedicar horas y horas de investigación de la prensa y libros de la época y la rica bibliografía que guarda la gran Biblioteca Pública de la Quinta Avenida en Manhattan. Esta labor se completa con lecturas tanto en casa como en aquella institución que han contribuido a una mejor aceptación de las críticas y me ha propiciado generar una reflexión más serena y objetiva de la historia cubana del periodo que nos ocupa. Con todo, aún, a veces, me estremezco cuando aparece el tema cubano en cualquier reunión, en los medios o en cualquier otra circunstancia. Es ya una realidad de la que no logro escapar y con la que tengo que vivir. Esta confusión emocional, esta carga espiritual no me impedían enfrentarme con la realidad paterno-filial, pero en las circunstancias actuales piden que lo haga, que tenga el valor de coger el toro por los cuernos e indagar en lo que se ha convertido en enigma. Es ahora o nunca. Aquellos años del Gobierno de Marzo han sido considerados como una deshonra por muchos cubanos, y, consecuentemente, fue motivo de grandes ofensas y provocaciones. Eso me ha dolido profundamente por provenir de una parte importante de mi primera patria, y por el amor que mi padre nos había inculcado hacia ella. Me propongo hacer un balance de la actuación de mi padre en aquellos años de su segundo gobierno. Digo segundo porque el periodo 1933 a 1939 fue únicamente de mando militar que respaldaba a los presidentes de turno. Observo con objetividad la realización de grandes obras a todos los niveles y a Cuba disfrutar de una salud económica extraordinaria, 98

si bien es cierto que las cifras macroeconómicas, a finales de 1958, alertaban de peligros eminentes. Por otra parte, observo un gran descontento por los atropellos policíacos que se pudieron producir bajo su mandato –dicho sea de paso que eran atropellos cometidos a menudo con el fin de combatir la violencia desatadas por los rebeldes–, así como por la suspensión de garantías constitucionales, permitidas por la Constitución en vigor, las acusaciones de malversación de fondos públicos, las de corrupciones, la supuesta protección a la Mafia y mucho más. Consecuentemente me pregunto: ¿en qué consistió el tema del dinero malversado? Es cierto que la familia vivió razonablemente bien, como cualquier otra familia de la clase media alta, sin faltarnos de nada. Pero queda la dolorosa incógnita de la procedencia del patrimonio doméstico. Ya en el exilio se intentó confiscar los bienes depositados en el extranjero, acción abortada porque nunca se pudieron aportar pruebas suficientes. Ante ello, solo puedo decir que carezco de mayor información; con esa incógnita debo vivir. Lo hiriente y desgarrador de esta duda me acompaña, pero, si quiero llegar a cierta paz personal, debo expresarme con honestidad. ¿Y qué hay de cierto sobre sus relaciones con la Mafia? Se ha dicho, afirmado una y otra vez, que se protegía a este grupo infame. Tampoco hubo pruebas; nunca he visto documentos que lo corroboren. Mucha tinta, mucha habladuría, pero sin pruebas. Quizá una foto que circuló dónde mi padre compartía mesa con uno de sus cabecillas, foto trucada al advertirse su manipulación. Prefiero ver pruebas contundentes y no la repetición de rumores. Que salga a relucir la verdad si es que en efecto alguien, de alguna manera, desde algún lugar, puede aportar testimonio fehaciente sin entrar en interesadas habladurías escandalosas y bajas. ¿Qué otras corrupciones pudieron haber? No lo sé. ¡Tanto se nos ha atribuido! Pero a estas alturas no ha lugar a otro análisis, más bien cabe ahora preguntarme: ¿me dañó mi padre? Seguiré interrogando a la historia. Debemos basarnos en hechos, ahí estriba la formación de criterios objetivos. Llamar al 4 de Septiembre de los años ´30 una “sargentada”, al 10 de Marzo un “madrugonazo” puede ser razonable, pero la crítica 99

histórica ha carecido de un análisis más profundo y, haciendo tabla rasa, ha optado por desconocer lo que hubo de constructivo durante estos periodos. Redactar páginas de historia, brillantemente expuestas por reconocidos analistas, sin reconocer un mínimo de méritos, sin evaluar consistentemente la totalidad de los acontecimientos, sin extrapolar juicios y perjuicios sin duda es algo que se presta a dudas. En cualquier caso, los errores que mi progenitor hubiera cometido no me dejarán descansar. Sin embargo, no siento rabia. Por mucho que sea el desasosiego que me acompaña, el recuerdo de mi padre refulge, lo siento muy cerca de mí. A menudo percibo su afecto, su presencia protectora; y lo nocivo, lo pernicioso, que tanto me angustia, se enfrenta con lo provechoso y eficaz de su legado familiar. Ahí está el drama, su tragedia griega: tener ante mí una extraordinaria figura paterna confrontada con el hombre público que, desde los más altos reconocimientos, en un momento dado, estropeó al hacerse ilegítimamente con el poder. Aquello fue un intento errático y desgarrador de controlar una situación, por degradada que fuera, que no necesitaba la irrupción de un golpe de Estado con las elecciones en puertas, a dos meses vista, conforme a la Constitución vigente. No es de extrañar las consecuencias nefastas para su persona y su legado histórico. Tampoco lo es la catarsis que para mí significa sentarme ante el ordenador y escribir estas confesiones después de largos años de zozobra. Como quiera que sea, la conmoción es inevitable, más aún cuando no se ha resuelto de verdad el conflicto interior. Sí, efectivamente estoy dañado, las cicatrices abiertas cubren mi piel. Por muchas horas de reflexión, por mucha lectura ocupada durante horas, por muchas conversaciones mantenidas con unos y otros, de bandos opuestos, por mucho que he deseado encontrar el equilibrio entre los sentimientos hacia el padre, la tarea es ardua. Escribir y abrirme a todos me ayuda, pero no cura. Como me dijo un gran amigo y profesor: “Hubo Luces y Sombras” y con eso tendré que vivir.

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Indian Mountain School

Al atardecer de un día a mediados de septiembre nos embarcamos mi hermano Jorge y yo rumbo a Lisboa de nuevo en el “Patria”. ¡Qué palabra esa, siempre a nuestro lado adonde quiera que vayamos! Esa Patria que habíamos dejado nos acompañaba de alguna forma, fundiéndose ahora con el nombre de la embarcación que nos conducía hacia un nuevo episodio del exilio, como era volver al colegio por primera vez desde que dejamos La Salle, yo en Miramar, Jorge en el Vedado, allá en nuestra lamentada ciudad que ya no volveríamos a ver. La travesía no tuvo mayor incidente, aunque me encontraba triste, despistado, desencajado por haberse roto de nuevo la ilusión del hogar familiar. Sin embargo, no quedaba más remedio. ¿Qué no somos los padres si no tenemos un programa educativo, una visión didáctica para con nuestros descendientes? Me consta que mis padres sentían esta separación y entre tantos retoños sólo quedaba uno a su lado: Carlos Manuel, el de triste destino. Allá quedó y acudió a la escuela en Funchal lo que le permitió durante su corta vida dominar el portugués con mucha soltura; igual lo hablaba de corrido que a su pronta edad, entonces con nueve años, lo escribía con soltura. Solía contar anécdotas de sus días escolares. Pero no nos desviemos del tema. Jorge y yo llegamos a Lisboa, pernoctamos una noche en el Ritz y al día siguiente volamos en la TWA rumbo a Nueva York, hacia ese aeropuerto que todavía seguía llamándose Idlewild y al que regresaríamos con frecuencia, así debió ser el destino de nuestra familia. Volvimos a Nueva York mi hermano y yo. Cada uno dispuesto a enfrentarse con su destino escolar. Éste era otra gran interrogante. ¿Cómo reaccionaríamos ante la situación única como la de enfrentarnos a un internado? Yo por vez primera en mi vida, porque Jorge había pasado un par de veranos en Culver Academy cuando todavía estába101

mos en Cuba. Sería el primer año de casi siete que permanecería en dos internados. Puedo afirmar que solo tengo buenos comentarios que hacer al respecto. Fueron años de formación importante, por mucho que el primero, en septiembre de 1959 y en Connecticut, se me hiciese cuesta arriba en lo emocional y académico. De Cuba traía alguna base suficiente que me permitía conocer el inglés. No lo dominaba perfectamente, pero si me defendía. Otro tema era enfrentarse con estudios únicamente en ese idioma y nada más. La llegada al internado, dónde me acompañaron mis tíos y primo, este último para quedarse también en ese colegio, fue triste. Era un día de principios de otoño, algo oscuro, o ¿era mi espíritu el que estaba teñido de sombra? Pronto tuvimos acceso a nuestra habitación, compartida al principio con mi primo. Amplia y sencilla, la habitación disponía de dos camas, pero era algo árida, situada en un pasillo largo, a cuyos lados se extendían otros aposentos parecidos al nuestro. Nos despedimos de los familiares y nos incorporamos a las filas de los otros estudiantes que se apresuraban a instalarse. Fuimos de los primeros en hacerlo. Los estudiantes llegaban como por oleadas. La noche cayó muy pronto, oscura y severa. Nosotros veníamos de climas soleados y temperaturas suaves. Este atardecer en Connecticut nada tenía que ver con los habaneros o de Varadero, donde transcurrieron veranos apacibles en medio de una niñez mimada. Luego pasamos al comedor que de entrada imponía respeto, por no decir miedo. ¡Tan diferente era de los comedores que había frecuentado hasta entonces! Parecía más bien el cuartel que describí al referirme a Kuquine con la diferencia que en ese ámbito estaba en mi casa, yo era quién era, y todo a mi alrededor rebozaba de alegría infantil. Aquí, por el contrario, no fue así. Me sentaron a la mesa del Director que en todo momento supo estar a la altura de las circunstancias. Era Mr. Doolittle un señor de altura respetable, corpulento, sin llegar a la gordura, de cabello negro algo rizado con toques de plateado incipiente, de semblante placentero, algo avanzado en su madurez. Hablaba despacio, con claridad, con ademanes bonachones. Su amabilidad hacia mi caso está fuera de toda duda. Intuía el trauma detrás del recién llegado. No quiero decir que 102

estuviese pendiente de mí continuamente, pero mirando hacia atrás estoy seguro que de alguna forma alertó al profesorado. En la mayor parte de los casos éstos supieron brindar el apoyo que circunstancias tan nefastas requería. William Doolittle dirigía el colegio con sabiduría y pedagogía equilibrada, sin que el abuso jamás llegase a brotar bajo su autoridad. La prueba es que el colegio sigue impartiendo enseñanzas hasta nuestros días, aunque con diferentes direcciones. Supo igualmente leer en el corazón de mi madre, impresionado por su buena presencia. Gracias a él aprendí a estudiar con método, empecé a centrarme y comportarme como un joven adulto. Su conversación amistosa y enfática me hizo sentir más cómodo al dirigirse a mí con tono acogedor enfrente de los otros alumnos, novatos como yo. El ambiente se me antojó muy espartano sin ser rígido, pero entre paredes grises, sin toque de decoración alguna, insulsas, mesas castrenses tan lejos de ser elegantes, manteles de plástico, vajilla y cubertería casi rústicas, todo olía a austero. Los modales en la mesa no eran exactamente como los aprendidos en Cuba sin que este comentario pueda ofender a profesores y compañeros de entonces. ¿Qué se habrá hecho de ellos? Lo pienso muchas veces. Había oído hablar de la pobre calidad de la comida en los internados. Gran sorpresa fue disfrutar de la que se sirvió a lo largo del curso escolar. Los desayunos animados con tostadas y sus complementos, el puré de patatas, la carne, y, sobre todo, lo que más me pilló desprevenido, la jarra de leche encima de la mesa. ¡Qué descubrimiento! Boquiabierto, nunca mejor dicho, observaba como los otros empinaban la jarra sobre sus respectivos vasos transparentes que permitían disfrutar del color resplandecientemente blanco y a la vez refrescante de la leche. En verdad no recordaba leche tan blanca como la que ahí servían. ¡Con qué ganas se zampaban esos vasos! Me contagié. Desde entonces permanecí “lechero” y hasta el día de hoy no existe noche en la que antes de retirarme no me acompañe un vaso de leche con chocolate, a veces frío, casi siempre caliente, otra indispensable afición. Leche y chocolate tienen un efecto calmante sobre mi siempre inquieta hora de dormir. Cuando se dificulta 103

el sueño no tardo en regresar a la cocina y vencer mi intranquilidad con esta combinación, recreándome en los lazos blanquecinos que se forman en la superficie del brebaje y que con tanto arte se escabullen mientras apuras esa taza destinada con cariño a apaciguar inquietudes y temores. En el internado comenzó esta atracción láctea, pues hasta disfrutaba con las jarras de metal que se colocaban en los dos extremos de la mesa para calmar el apetito y empezar el atracón. Fieras de diez a trece años volcados en saciar el apetito que después de un día de estudios y deportes perdían todo control. No puedo desprenderme de aquella primera cena, rodeado de caras desconocidas bajo la presidencia de Mr. Doolittle. Si me pongo en el lugar que ocupaba entonces, a punto de cumplir los doce años, no sabría decir cómo me expresaba, ni el semblante compungido con que trataba de hacerle cara a la situación. Solo el gesto bienhechor del querido director pudo apaciguar los temores que me acompañaban. Terminó la cena. Tuvimos entonces un tiempo de asueto y regresamos al dormitorio para descansar. Al día siguiente comenzaba el curso escolar. La administración del dormitorio, bajo un profesor de mucha antigüedad, implicaba llevar un orden estricto en las habitaciones, incluyendo su limpieza que realizábamos nosotros mismos. Para la limpieza diaria del largo pasillo que separaba los dos lados de las habitaciones estábamos designados por turno, un alumno diferente cada día, según el orden previamente establecido. Las camas quedaban hechas antes del desayuno. Se observaban horarios académicos rigurosos; era la tónica de los internados de entonces, aunque imagino que esta sana costumbre seguirá repitiéndose en la actualidad en academias, colegios y campamentos. En la Salle de Miramar todas las asignaturas se impartían en la misma aula. En el internado no era así; cada vez que finalizaba una clase había que pasar a otra aula y así a lo largo del día escolar. Al principio me sentía confuso. ¡Todo era tan nuevo! Había un descanso cada mañana durante el cual acudíamos al comedor. Ahí servían un tentem104

pié consistente en galletas con leche, oportunidad que jamás desperdiciaba porque me pasaba, y me sigue pasando, lo mismo que con el chocolate. Esas galletas integrales o graham crackers combatían el apetito de media mañana. Renacías al tomarlas y podías continuar con el resto de las clases matutinas hasta la hora de almorzar. Nada a partir de entonces me fue fácil. Primero padecí una tristeza infinita, incurable, llorando frecuentemente. Trataba de integrarme a las clases, pero no podía. En parte el idioma me fallaba, en parte me faltaba fluidez, agraviada por la falta de conocimientos, como en matemáticas, asignatura de mis peores pesadillas y opresión. Más grave fue la hora del deporte en el que jamás he destacado y en esos comienzos mucho menos. Intenté formar parte del equipo de fútbol americano con resultado nefasto ya que ni era pasablemente bueno ni me interesaba para nada. Creo que a continuación me probaron en basketball y todavía peor. Claro que nadie pensó en que formaría parte del equipo de football. No tenía el físico correspondiente ni idea de ese deporte que con el tiempo he aprendido a disfrutar y hasta amar. Además, no me veía con fuerzas físicas para alcanzar un nivel aceptable ante tanta agresión y golpes. ¡No me gusta recibirlos! Se sucedieron los días y las semanas sin que el llanto cotidiano me abandonase. Permanecía el sentimiento de estar separado de los míos y la sensación de soledad en ambiente que percibía hostil. En realidad, no lo era, pero no estaba preparado para integrarme en tan competente organización por falta de costumbre, lejos del hogar y los cuidados familiares. En casa éramos muy disciplinados, aunque nos echaban una mano en nuestras labores caseras, pero en el internado eres uno más y debes resolver los problemas por tu cuenta y riesgo. Tuve el apoyo de profesores sensatos y muy comprensivos, con excepción de uno, el de matemáticas, mi peor asignatura; nunca comprendí nada de las mismas, me jugó siempre una mala pasada. Creo que este profesor no pudo hacerme comprender la materia por mucho que lo intentase. Para colmo de males, yo no podía cumplir mínimamente con los deberes que me asignaba. Me descomponía porque era incapaz de enfrentarme con un problema matemático, los porcentajes, la raíz 105

cuadrada, todo tan racional y yo tan bestia. Cundía el pánico y el papel se quedaba más blanco que la leche del internado. Su nivel de desesperación hacia este alumno indomable y matemáticamente analfabeto llegaba a cotas increíbles. Todo hay que decirlo; tenía toda la razón. El alejamiento de la familia produjo un gran cambio en mi personalidad, lo afirmo honestamente, no me avergüenzo de comentar este hecho. Cuando mis tíos nos sacaban los fines de semana tampoco cesaba de llorar. El director se daba cuenta de todo esto y habló con mi madre cuando, antes de empezar el fin de semana largo del Día de Acción de Gracias, o Thanksgiving, fue a recogerme al colegio procedente de Madeira y para pasar unos días con ella. En ese breve intervalo también sollocé de lo lindo ante el regreso inminente al cole. Desconozco de lo que hablaron mi madre y Mr. Doolittle, pero la intuición y conocimiento del alma humana de este gran profesional me favoreció. Por muy difícil que se hizo ese primer año, el director no dejó de percibir mi conflicto. Con tacto y perseverancia, que nunca podré agradecer suficientemente, me guió como pudo en aquellas circunstancias tan dolorosas. No olvidemos que algunos de mis compañeros me increpaban, me llamaban nombres relacionados con los acontecimientos del momento, me abochornaban. La inserción social no se facilitaba, más bien se complicaba, pues estaba cohibido, mentalmente alejado de mis compañeros, vulnerable y expuesto a comentarios tormentosos. La política era la culpable. De no haberme acompañado la nociva publicidad, nada de esto hubiese tenido lugar. Por eso durante tantos años no podía ni quería oír la palabra “política” ni la mención de Cuba querida. Así aconteció hasta cumplidos los cincuenta años. El trauma quedó instalado desde entonces y, como el más rebelde cáncer, fue imposible extraerlo o por lo menos aportar paliativos para sobrevivir a la ignomia. Tampoco ayudó que en Connecticut hubiésemos pasado un invierno de temperaturas extremas. Día tras día se me encogía el corazón, de por sí tan dañado ya por la separación familiar. Recuerdo que durante el trimestre de invierno me pasaron a otro dormitorio situado fuera del recinto principal donde convivía en una casa con otros inter106

nos y no en un dormitorio de internado. El paseo nocturno, después de cenar, cuesta arriba, con la carretera invadida de nieve que me llegaba hasta las rodillas, de noche cerrada y gélida, tropezando continuamente en el camino, levantándome e intentando seguir guiado si acaso por la luz de alguna casa del campus escolar, es una imagen que llevo clavada y jamás he podido olvidar. El esfuerzo físico que requería y al que tampoco estaba acostumbrado agravaba mi zozobra. Convivir con nuevos compañeros de habitación tampoco fue fácil. Mi primo y yo estuvimos muy unidos por la desazón que sufríamos por la experiencia del internado. Nos siguió invadiendo la pena que entraña la lejanía del hogar y a él también le costaba verse inmerso en aquel ambiente sin la presencia de sus padres y hermanos, por mucho que sus padres intentaran suavizar esa ausencia visitándonos y sacándonos largos fines de semana. Nada curaba nuestro desconcierto. Por fin llegó el descanso de Semana Santa que mis padres aprovecharon para traernos a Jorge y a mí a Funchal, viaje al que nos acompañó el buen amigo, Bobby Hernández, con sus setenta años cumplidos. Viajemos como la vez anterior por avión hasta Lisboa y de ahí en barco hasta Madeira. ¡Pero qué barco! Ya el nombre nos anticipaba que no iba a ser el “Patria”, pues el “Gorgulho” era más bien de la marina mercante, un carguero, pequeño, anticuado, oxidado por los costados, de escasa eslora, acondicionado de manera rudimentaria, con un salón dónde se reunían los pocos pasajeros. La imagen del comedor estrecho, poco agradable a primera vista, pero atendido por gente estupenda, en cuyos labios la sonrisa no acababa jamás, me acompaña hasta el día de hoy. Los camarotes eran aceptables, bastante áridos, con buenos baños, pero con una decoración corriente. La travesía de ida fue placentera y solíamos andar por la cubierta que permitían paseos cuando el tiempo lo permitía; y esta vez fue benigno, así pudimos disfrutar de un ambiente relajado y alegre, gozosos de estar próximamente reunidos con nuestros padres. La estancia en Funchal fue muy parecida a la que efectuamos en septiembre del año anterior, pasando largos días almorzando con los progenitores en el gran comedor del hotel donde cenábamos en oca107

siones si había alguna noche de gala que los padres compartían con su descendencia. Hicimos excursiones por la isla y el tiempo voló. Llegó el día de la despedida tan tristemente anunciado en el calendario escolar. Nos esperaban de nuevo los libros y en mi caso un internado en el que no acababa de tener aceptación. No culpo a nadie. Únicamente fueron responsables las circunstancias del momento. Los niños por lo general forman parte de un hogar donde el padre y la madre salen a trabajar cada día, sin entrevistas ni publicaciones ni propagandas insidiosas. Las que tuve que soportar, las que tuve que aprender a ignorar. Estaba recién salido de mi patria, de mi medio ambiente, de una rutina hogareña y escolar. De repente surgió el demonio del exilio con los trastornos cuyas heridas han tardado mucho en cicatrizar, si es que han cicatrizado del todo. No tuve entonces aceptación en el colegio. Fue mi carácter de entonces el responsable, ya retraído y sorprendido por el alud de acontecimientos que nos aplastaron a lo largo de aquellos largos meses. La travesía de regreso, repitiendo suerte marítima con el “Gorgulho”, resultó cruel con sus pasajeros. Si mi memoria no me falla fueron cuatro días y tres noches turbulentos a causa de una tormenta que nos azotó prácticamente todo el viaje y durante el que percibía un miedo atroz por el oleaje que parecía hundir la nave. Parecía encontrarse al borde de colapsar y hundirse bajos olas que eran más altas que el barco. Nos quedamos la mayor parte del tiempo recluidos en nuestros camarotes, espantados ante el chirrido agobiante y amenazador de las paredes que parecían derrumbarse. Cuando no estábamos acostados, enfermos, por la intolerancia de Madre Naturaleza, teníamos que aguantarnos a donde buenamente se podía, aquejados de un malestar impetuoso que no cedía. Si de repente se atenuaba el vértigo que padecíamos y recuperábamos el apetito, te encontrabas con la dificultad que no servían las comidas en los camarotes. Salíamos hacia el comedor, desierto, para llenarnos, aunque fuese de pan. Pero ni merecía la pena porque enseguida regresábamos al camarote. Los vómitos se repetían, consecuencia del constante mareo. Tampoco era fácil vestirse y desvestirse ante el vaivén de la ira de Neptuno. 108

Por fin agradecimos la llegada a puerto lisboeta como el que entra en el cielo para no salir jamás de ahí. Nuestro muy querido Bobby Hernández, quién a su edad estaba más afectado por la tempestad y los tumbos desequilibrantes de nuestro barco, demostró una entereza fuera de lo común, llegando incluso a visitarnos en nuestro camarote a pesar de la dificultad en recorrer los pasillos. Lo recordaré con agradecimiento profundo, con admiración y con cariño desbordante por su espontánea y continua cordialidad, mostrada hacia la familia a lo largo de los años. ¡Y que más prueba de amistad que arriesgarse en el “Gorgulho”! El caso es que Bobby falleció no mucho después. La noticia, al igual que a mis padres, me sorprendió y entristeció por el tiempo que todos disfrutamos de su amistad. Bobby vivirá para siempre en los corazones de los que le conocimos. Regresé al internado para enfrentarme con el último trimestre de clases. A lo largo del curso mi progreso había sido limitado, pero progreso hubo, afortunadamente. Llegó la primavera y el ambiente mejoró. Lo que no pude remediar fue la aflicción y melancolía que produjo lo que para mí era aquel nuevo hábitat. Sin embargo, descubría conversaciones inusuales, de entonación diferente a la mía a las que no estaba acostumbrado. Ahí surgieron caracteres y personalidades muy opuestos a los míos, otros no obstante muy parecidos; alumnos deportistas y otros tan vagos como yo mismo. Observaba a mi alrededor, empezaba a captar la rica diferencia entre los seres humanos. La primavera traía cielos límpidos y el mes de abril anunciaba el fin de curso. Mi proceso de asimilación se iba fraguando. Copiaba, o por lo menos intentaba copiar, los ademanes, las expresiones, la forma de caminar de mis compañeros de internado. Esto me daba más seguridad. Era como si ya fuese parte de una comunidad y me abstraía de mi intensa subjetividad. Me estaba convirtiendo, sin darme cuenta, en otra persona. Empezaba a dejar atrás aquel estado de niño palaciego, de adolescente protegido. Si me comparaba a los otros alumnos, me sentía muy pequeño. Mis calificaciones deseaban mucho que desear. Ese primer fracaso escolar en tierra extraña significó un empuje para sobresalir más adelante en el siguiente internado. Corrieron largos años hasta 109

comprender que mi vida no era corriente. Al compararme con otros no acertaría jamás a aceptarme. Esto vino después, muchísimos años después, con la edad y los avatares inesperados. Todavía recuerdo mi complacencia en hacerme llamar “Robert Crying”. Así de profunda era la desesperación que me afligía e impedía sentirme a la altura del nivel escolar que se esperaba de mí. Sentimientos que compartía con otro compañero de igual mote. Fue un bienvenido consuelo. Ver mi sufrimiento repetido en otro, notar que sentimiento tan desgarrador aflige a otra persona conforta el alma, no por egoísmo, sino porque compartía mi extrañeza. La adolescencia vivida bajo la influencia de una familia singular, perturbada en su situación familiar, social y política, me producía una profunda tribulación. Las cartas que entonces enviaba a mis padres a Funchal las firmaba “Roberto el triste”. Era como si sobre mis espaldas cargase un espeso y oscuro peso. La madre de mi viejo amigo Marc Burca, la Sra. Burca, quién junto a su marido tan bien nos acogieron con tanto cariño en el Hotel Reid´s que regentaban en Funchal, todavía hoy recuerda cómo mi madre se emocionaba al recibir cartas mías firmadas por “Roberto el triste”. ¡Qué duro tuvo que ser para una madre verse separada de este hijo tan melancólico y conocer la pena que acongojaba su corazón! Corrían las últimas semanas de clase y la proximidad de las vacaciones trajo un mejor clima y una disposición optimista ante el verano. La dirección de Mr. Doolitle, acompañado de su gesto humanitario hacia mí, que jamás olvidaré, tuvo por resultado que, al abandonar ese internado, me había convertido en mejor persona, mejor estudiante, mucho más preparado para las labores futuras. Al cabo de los años decidí enviar a mi hijo a ese colegio, entonces prácticamente de la misma edad que la mía al aterrizar en Indian Mountain por vez primera. William Doolitle ya se había jubilado, pero su grandeza de alma hizo que se personara en el colegio al enterarse de que mi hijo y yo lo visitaríamos en fecha determinada. Ahí estaba él, con los brazos abiertos, una generosa sonrisa, el corazón alegre para darnos la bienvenida y recordar viejos tiempos de aquel complicado alumno. Invocaba el recuerdo de mi madre que 110

tanto le impresionó por la entereza demostrada ante las vicisitudes del último año y la tristeza inagotable de su hijo. La conversación entre el alumno recobrado y su antiguo director no pudo ser más placentera. Su voz no había cambiado, caminaba todavía con soltura y permanecí conmovido ante su presencia. Era como si estuviésemos en el comedor aquella primera noche de internado. Me sentí muy orgulloso de ver a mi hijo presente y que supiese cómo su abuela trató de encaminar la educación de su hijo en un momento en que todo parecía ir en contra nuestra. Mr. Doolitle vivirá para siempre en mi recuerdo. Años más tarde, cuando falleció, dirigí una carta al internado en la que plasmaba toda mi admiración por su figura humana y capacidad profesional. ¡Cómo no estarle agradecido por la eternidad! ¡Cómo no dedicarle este retrato! En las postrimerías del año escolar me llevaron a visitar otro internado para el próximo curso. Estaba situado no lejos de Indian Mountain, pero en el vecino estado de Massachusetts. Mi estado de ánimo, a pesar de la buena pedagogía del Sr. Doolitle, no aconsejaba repetir internado y se pensó en otro, muy próximo, bajo la dirección de jesuitas. Al visitarlo quedé muy favorablemente impresionado por la extensión de su campus, el diseño acogedor de sus edificios, el afán cortés de los que nos recibieron. Me matricularon para el curso escolar 1960-1961. Con las mismas regresé a Madeira a pasar un largo verano con la mente enfocada en el nuevo destino. Esta vez iría más confiado, porque me sentía más preparado o por lo menos eso me hacía creer para mis adentros. Si bien, me sentía todavía temeroso ante el próximo internado. Lamentándolo sentía todavía un gran miedo. La preparación del antiguo director se hizo sentir porque, a pesar de temores, no dejaba de brillar la esperanza de un próximo curso en el que diera la medida. Deseaba convertirme en un magnífico estudiante que, además, fuese popular en el colegio. Había aprendido a lidiar con otra cultura, algo para mí de gran importancia. Empezaría por meterme a mis compañeros escolares en el bolsillo. No sabía la sorpresa que me esperaba. 111

Fue un verano muy placentero. Acudíamos a la playa del hotel bajo un sol de rigor y pasábamos largas horas nadando o jugando por los alrededores. Virgilio, encargado de la piscina, no nos quitaba ojo y nos llegamos a sentir como en nuestra verdadera casa. Participé en una gymkhana que además gané, triunfo del que guardo una foto donde se ve a la Sra. Burca entregando el premio por el que sentí gran satisfacción y orgullo adolescentes. En otra ocasión nuestro progenitor organizó una pesquería familiar y nos llevó a Carlos Manuel y a mí a las Desertas, capitaneados por el propio Virgilio en una barca sencilla. Lo más destacado de esa jornada inigualable no fue la pesca, si no el disfrute de la belleza del mar cercano a esas islas, pero más aún la zambullida de Virgilio que, con un cuchillo en la mano, se lanzaba a cazar tiburones. ¡Con el pánico que les tengo desde pequeño! Ahí estaba Virgilio, nadando entre los tiburones, nadando entre ellos, revoloteando alrededor de nuestra embarcación con la buena suerte de que no se alteraran con su presencia ni éste hizo nada para molestarles; le bastó con bañarse a su lado. ¡Pero que estampa tan maravillosa bajo ese sol isleño, la claridad del océano, la paz de sus aguas, el ruido mecedor de sus olas que nos trasladaban sin querer a aquel Varadero de hace pocos años atrás! Después las peripecias marinas de Virgilio –sus zambullidas en el mar nos recordaban al Tarzán de las películas– disfrutamos de un picnic a bordo, todos ya cubiertos con sombreros que nos protegían del ardor del sol. De más está decir que regresamos a Funchal contentísimos de esta jornada marina y de la compañía de nuestro padre que con amor paternal supo organizar esta aventura. Todavía él no podía adivinar que pronto el destino le daría otra sorpresa, pronto, muy pronto. La sorpresa surgió como todo lo inesperado. Cuando parecía que el rumbo de nuestras vidas iba serenándose, llegaba otro elemento que perturbaría la quietud familiar. Llegó una carta. ¡Y qué carta! Existen días que mejor pasen cuanto antes. Tal era el sentimiento del momento al leer la inquietante misiva. Su emisor no era otro que el colegio jesuita de Massachusetts. Negaba mi inscripción escolar y anunciaba que no sería admitido. Todo esto en pleno mes de agosto, en las Madeira, 112

en mitad del Atlántico, en una época en la que no existía ni télex, ni fax, ni internet ni teléfonos celulares. ¿Cómo resolver esta situación? ¿Cómo encontrar colegio para un hijo cuando apenas faltan pocas semanas para el comienzo del curso? ¿Dónde colocar a Robertico? ¿Qué pasará si no tiene destino escolar en septiembre? ¿En qué puerta tocar para resolver esta situación? Claro que existía la posibilidad de permanecer en Funchal y acudir al mismo colegio que mis hermanos Carlos Manuel y Fulgencito, pero nuestro padre estimó que yo tenía una edad en la cual debía continuar ampliando una educación internacional. Por mi parte hubiese sido feliz al continuar estudiando al lado de mis padres; mucho más después del horrible año escolar que acababa de atravesar. Sin embargo, mi padre supo una vez más enfrentarse a la realidad e inmediatamente se dispuso a encontrar una respuesta para continuar la buena marcha de mis estudios y mis otros hermanos. Se abrió entonces un nuevo capítulo que marcaría mi vida. El destino decidió que mi formación continuara en una cultura que no era la mía, la nuestra, pero que resultó bienvenida y fructífera.

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Institut Monnivert

El embajador del gobierno de mi padre en Berna, Suiza, Jaime Menasce, Dios lo bendiga, surgió cual Deus ex machina. Jaime era de mediana estatura, algo entrado en carnes, de cara redonda, sonrisa amable y sostenida, cuya cabellera castaña empezaba a despoblarse. A veces hasta parecía pálido de la piel tan blanca que le caracterizaba. Sus ojos le lloraban con cierta asiduidad. Su conversación, pausada, delicada, interesante y muy cordial, siempre cariñosa, quedó grabada en mi recuerdo de manera especial. Primero por la grandeza de alma con que nos acogió cuando nadie nos trataba; al igual que lo hicieron su hermana Edith y su cuñado Armand Kubli. Y en segundo lugar porque nos rodeó de cariño y amor en aquellos días de nocturnidad espiritual y de lastimosa soledad social. Lo recordaré siempre pulcro, muy pulcro, saliendo de sus habitaciones privadas para acogernos en el confortable y elegante salón de su piso de la Rue Henri Spiess, en Ginebra, donde fijó su residencia después de Berna. Vestido elegantemente, su corbata en armonía con camisa y traje, todo un señor a la antigua, de modales y corrección que supo contagiarnos desde el primer momento y de los que tanto aprendimos, solía hacer su entrada en el salón con soltura y agrado, presentándose con esa sonrisa bonachona que le caracterizaba. Los Menasce eran de familia judeo-italiana y hablaban varios idiomas con soltura; Edith, por ejemplo, se expresaba mejor en francés que en español, mientras Jaime al contrario lo hacía en español, pero su voz melódica y dulce reflejaba esa bondad interior que de forma tan patente nos demostró. Al hablar en francés me recordaba la entonación cautivadora de Melina Mercouri cuando se expresaba en ese idioma, pues los Menasce también tenían ascendencia griega, idioma que igualmente dominaban. 115

Demostraba en su trato caballerosidad y ternura. Recuerdo que cuando la manicura visitaba el hogar Menasce, era un placer ver como Jaime la recibía, como tomaba asiento enfrente de ella, extendiendo sus manos con armonía y preguntarle en italiano: Per quale incomminciamo prima?, pausadamente, al tiempo que brotaba una mueca cariñosa en su mejilla. Esa forma de hablar, gesticular y conversar era, en mi opinión, común a los griegos que conocí en esa época, pues los embajadores de Grecia en Portugal, que frecuentaban nuestra residencia en Estoril, compartían estos rasgos con ellos. Todos sin excepción empleaban un tono peculiar y único que salpicaba sus expresiones e impregnaban una personalidad singular de muy encantador y sugestivo efecto. Mi padre decidió entonces contactar con él y, gracias a ese equilibrio y orden que se respiraba a su alrededor, movió los hilos correspondientes y logró con dificultad localizar al embajador por teléfono. Este contacto quedó plasmado en la correspondencia posterior que el general y embajador mantuvieron a lo largo de ese periodo. Dos semanas después llamó para sugerirnos dos alternativas: el colegio Le Rosey y el Institut Monnivert; en principio estábamos admitidos Carlos Manuel y yo en el Institut Monnivert. En Le Rosey pensaron que nos vendría bien un curso escolar en un internado más reducido y Monnivert estuvo dispuesto a acogernos ese año. Afortunadamente nos decidimos por el segundo. Un día de mediados de septiembre de 1960 los hermanos en unión de nuestra madre aterrizamos en Ginebra en cuyo aeropuerto nos esperaban Edith y Armand. Jaime se encontraba de viaje y por tanto no pudo acudir a recogernos. Estaba, sin embargo, perfectamente bien representado por Edith y Armand que se volcaron con nosotros y nos llevaron al Hotel Métropole donde nos hospedamos. Durante los días siguientes salimos con ellos para hacer las compras necesarias para el internado y a comer, tomar chocolate caliente (de ahí viene mi gran afición al chocolate) y cenar en su casa. Tuvieron hasta el detalle de convidarnos a un suculento picadillo hogareño al estilo cubano, rociado de arroz con frijoles para recordar estampas pa116

trias. Aquellos días pasaron con ansiedad por parte mía pues la experiencia del año anterior todavía pesaba sobre mi ánimo, revolviendo recuerdos inquietantes y momentos de desesperación que no deseaba se repitiesen. A los pocos días regresó Jaime, o Jacques como le llamaban en familia, y pudimos conocerlo personalmente. Desde el primer momento demostró hacia nosotros la cordialidad que le caracterizaba y que demostraba en la manera en que se dirigía hacia nuestra madre y hacia nosotros casi niños todavía. Nos integramos a la familia Menasce porque en ella encontramos el calor humano que necesitábamos, la amistad honesta y la imprescindible ayuda a nosotros, despreciados entonces por casi todos. Además, carecíamos de estabilidad. No podía ser de otra forma, porque llevábamos una temporada larga a caballo entre países dispares. La vida nos ponía a prueba. Fuimos sin duda alguna leña del árbol caído. Una mañana una llamada inesperada llegó a nuestra habitación. Desconocíamos su origen. No era desde luego una llamada amiga. De nuevo era aquélla portadora de groserías, insultos, humillaciones, irreverencias y sobre todo tergiversaciones. La contestamos y la cortamos rápidamente. Mi madre quedó muy afectada y se incomodó, al igual que mi hermano y yo que permanecimos entristecidos el resto del día ante tan cobarde ataque. Resultaba canallesco insultar a una madre apesadumbrada, al cargo de dos de sus hijos menores de edad, en una ciudad desconocida, donde todo era nuevo para ella, prácticamente aislada en el hotel. La malévola acción, pensamos, únicamente pudo llevarla a cabo un desalmado. Recordaba a un recién advenido a la Revolución y que poco después marcharía al exilio. Brotó en ese momento el recuerdo de aquel guerrillero que desapareció en pleno vuelo al regresar de Camagüey a La Habana a los pocos meses del triunfo rebelde, desaparición atribuida al mando revolucionario. Este individuo llegó al Palacio Presidencial, en enero de 1959, y poco tardó en darle una patada al cuadro de mi madre que le acababa de hacer el pintor español Ribera, rasgándolo con crueldad despiadada. El cuadro quedó estropeado para siempre. Se conserva la foto de tan cobarde y 117

desgraciado acto. ¿Hasta dónde llegaba el odio? ¿Era necesario tocar tan bajo extremo? Este personajillo formaba parte de aquéllos que por esos días se enardecían con los fusilamientos y gritaban “Paredón” para los vencidos. Se iniciaba el régimen de la que hoy es considerada como una de las revoluciones más nefastas y fracasadas de todos los tiempos. Se logró en pocos años hacer de una república económicamente triunfante, a la cabeza de muchas estadísticas de organismos internacionales, una comunidad empobrecida, necesitada, adoctrinada en ideas y principios que perpetúan su error y fracaso. Vivimos desde entonces lejos de la que sigue siendo nuestra Patria, pero ella nos acompaña porque a ella volveremos cuando sea una nación democrática presidida por una Constitución respetuosa para con las libertades y los derechos humanos. Triunfará entonces la Patria que soñó Martí. Pasaron así los días previos a la cita escolar. Y una buena tarde llegó la hora de dirigirse al Institut Monnivert. Jaime conducía acompañado por Edith en los asientos delanteros; mi madre con Carlos Manuel y conmigo en el asiento trasero. El recorrido desde Ginebra a Saint-Prex, donde se encontraba nuestro futuro colegio, era de escasamente una hora por la carretera que bordea el Lago Léman. Previamente hicimos escala en Rolle, pueblo próximo, para merendar en un hotel albergue, tipo posada, frente a la orilla del propio lago, que era como una casona antigua. La hora del té, o de la merienda según se prefiera, se respetaba a raja tabla. Se servían bollos, bizcochos, pasteles, pastas, un sinfín de productos horneados de obligada degustación. Estaban colocados en una mesa de manera que la tentación de lanzarse a comerlos era irrefrenable. Yo desde luego no quise resistir y me lancé a probar una selección, disfrutada aún más al acompañarla con un chocolate caliente, como solo los suizos saben hacerlo. De más está decir que llegamos ahítos al cole con la tripa llena y el corazón expectante ante la ilusión de entablar nuevas amistades y la incógnita del futuro aposento. Reinaba en el colegio un ambiente tan apacible como hogareño, ofreciendo vistas relajantes que transmitían paz y sosiego. Es el tipo de 118

lugar donde puedes aislarte del mundo; ideal para dejar que el ánimo se serene. No lejos de ahí, en Coppet, supo retirarse del mundo Mme. De Staël porque, ya en aquel albor del siglo XIX, brindaba semejante paz a espíritus sacudidos por los vaivenes de la política, como era nuestro caso entonces, y como fue el suyo huyendo de la política de Napoleón. Se nos acercaba el momento de la verdad. Durante el paseo en coche íbamos más bien silenciosos ante la interrogante que se abría ante nosotros. No obstante, disfrutábamos de la belleza del recorrido, pues a ambos lados de la carretera lucían plantas de verdor sorprendente, a finales de septiembre, época ya en que el esplendor de la flora va apagándose y que ahí apenas se notaba. A lo largo de la carretera aparecían numerosos chalets, unos al borde del lago, otros en colinas que dominaban el trayecto, resaltando aún más el encanto de la zona. La tarde se escurría entre los ojos y el sol, que prodigaba su alegría al salir de Ginebra, ahora se antojaba tenue. Mientras más nos acercábamos a nuestro destino más fuerte latía el corazón. Jaime giró hacia la derecha y penetramos por un camino que conducía a la rotonda del edifico principal del colegio: una casona, de estilo Tudor, de varias plantas, rodeada de magníficas zonas verdes que permitían la práctica de los deportes, así como el descanso y el esparcimiento escolares. Estos parajes se extendían a lo largo de la orilla del Lago de Ginebra, que es como también se llama a este famoso lago suizo. En sus márgenes Monnivert extendía su esplendor, un paraje que me pareció sublime. Desde la lejanía, en estas horas del atardecer, pudimos entrever la ciudad de Evian, situada al otro lado del lago, en el lado francés, justo enfrente del internado. Mucho iba a disfrutar de esa imagen con la que frecuentemente nos despertaríamos y de la que guardo el recuerdo más nostálgico que abrigue el corazón. Carlos Manuel iba mucho más sereno que yo, abrumado por el recuerdo del previo curso escolar, aunque en ese momento también era otro mozo que se enfrentaba con la nueva experiencia colegial. Nos dirigimos primero al dormitorio destinado a mi hermano para ayudarlo a colocar su ropa y enseres personales. Lo mismo se hizo conmigo, en 119

el piso de arriba, y pronto nos encontramos en la puerta del colegio diciendo adiós a nuestra querida madre y al Embajador y hermana. Se me aguaron los ojos y tuve un momento de gran pánico, pero mi madre me susurró algo al oído, recuperé confianza y los dos hermanos nos quedamos finalmente tan tranquilos. Oímos voces hablando castellano, a veces vociferando, de tonalidad alegre. Se trataba de nuestros futuros compañeros latinoamericanos con los que hicimos muy buenas migas desde el principio. Y así, como por arte de magia, fue como empecé lo que serían mis mejores años estudiantiles, aventurado cobijo, refugio de cultura y aprendizaje renacentistas. Además, pude confirmar el anhelo que me acompañaba al dejar atrás el colegio en Connecticut, en cuanto a poder iniciar unas relaciones con el resto de los estudiantes, basadas en la comprensión y el mutuo respeto. Así se fundó en mí la primera piedra de mis creencias democráticas entre compañeros de clase de distinta nacionalidad, edad y formación. Allí construí el sostén de mi desarrollo intelectual, piedra inamovible que me permitiría convertirme en el creyente liberal que soy. La elección fue sin duda alguna un gran acierto por parte de mis progenitores. El primer despertar resultó algo inquietante; al ser nuevo en tal plaza, extrañaba el ambiente familiar y me costó trabajo recuperar la buena disposición del día anterior. El primer día académico discurrió sobre todo en Fraidaigue, situado del otro lado de la carretera del lago, edificio de aulas y dormitorios de mayores y profesores. Se distribuyeron libros, se hicieron los primeros contactos con los profesores y asistimos a las primeras clases, casi todas en francés, así de entrada. Además, comenzamos a integrarnos con los condiscípulos y a participar en las actividades deportivas. La noche anterior tomamos nuestra primera cena como alumnos. El sitio era hogareño y sus mesas rectangulares estaban dispuestas en forma de L. De manera que la mesa de los más pequeños presidía el recinto pegada al ventanal con vistas a Evian, y a su derecha e izquierda, verticalmente, las otras dos mesas formaban las patas de la L. Unos doce comensales por mesa capitaneados por un profesor 120

en cada cabecera. Era un colegio de pocos alumnos, aquel año seríamos unos 60. El segundo comedor estaba unido al principal. Se situaba en una terraza cubierta, la “veranda”, desde la que se apreciaba aún mejor todavía el panorama idílico de esa franja lacustre. La comida, casi a imagen de mi anterior escuela, era bastante apetitosa, pero con una importante excepción. Nos obligaban a comer todo lo que se servía. Buena lección… porque en ocasiones resultó imposible. Cuando servían hígado troceado, bañado en una salsa absolutamente negra retinta y espesa, como la de los calamares en su tinta que tampoco tolero, emanaba por todo el comedor un fuerte olor, que al servirlos en las mesas se hacía aún más intolerable, uno de los pocos fallos del cocinero del cole. Nos servíamos unos trozos en el plato y a comer sea dicho. ¡Pues yo no pude nunca de las arcadas que padecí! Fueron de tal fuerza que reconozco que el profesor que presidía la mesa pudo haber sido más comprensivo. Al tratarse de un colegio rígido en su disciplina, nos hacía cumplir con nuestro deber. Las primeras veces tuve que hacer esfuerzos sobre humanos para llevarme esos trozos de carne negra a la boca. Al acercarlos cerraba los ojos, tomaba un buen sorbo de agua para remojar el hígado renegrido y tragaba como podía. Con el paso del tiempo, encontré un remedio; me puse unos kleenex en el bolsillo del blazer que debíamos vestir a las horas de las comidas y, cuando el profesor no me veía, echaba todo el hígado en el bolsillo. Desde entonces le guardo la repugnancia más absoluta. Otro incidente del mismo tenor sufría al servirse lengua, dispuesta a lo largo sobre una bandeja y que se servía en pedazos fríos y blandos. Era una desagradable y enojosa visión, y al tratar de comerla, me provocaba un vómito súbito. Esa sustancia blanducha, descolorida e insípida me cortaba el apetito. No podía tomar la merienda que era costumbre después del deporte y me quedaba con un hueco en el estómago hasta la hora de cenar. Para mí ha sido siempre imprescindible tomar algo a media mañana, en caso contrario llegaba al comedor a la hora del almuerzo des121

fallecido de hambre. Como solía pasar. Diariamente el primer plato era una sopa contundente. Pero cuando se servía la aterradora lengua en la mesa, la rechazaba, aplicando la técnica aprendida para el hígado. Descaradamente, en un momento de distracción del profesor, al bolsillo del blazer iba a parar. ¡Fuera miserias! Hoy en día escuchar o leer la palabra “lengua” e “hígado”, en términos de comida, me viene a la mente el recuerdo asqueado de aquellos almuerzos inhóspitos y desagradables. Al finalizar el curso escolar ya me ocupaba en que el servicio de tintorería del colegio le diese un obligado repaso al blazer, una prenda que me agradaba. Hay que imaginar el comedor repleto de comensales adolescentes y quinceañeros, todos ataviados con esa prenda de azul marino que además se distinguía por la flor de lis grabada en su bolsillo frontal. Las voces, los chistes, las jaranas, las dificultades de las tareas; todo era motivo de conversación jovial donde no había mayor preocupación que la espera de las vacaciones. Aquella experiencia tuvo como compensación la presencia del chocolate caliente que, junto al café con leche y té, nos daban en el desayuno servido con el pan de Vaud, el más delicioso y tierno que se pueda concebir, al que se añadía una buena porción de mantequilla suiza servida en troncos gruesos, de un amarillo resplandeciente, acompañada de mermeladas locales de los sabores más distintos dónde predominaba la de fresa que incitaba por su color rojo vivo. ¡Era un buen despertar a la gastronomía! Para un goloso como era yo, y sigo siendo, este despliegue matutino no podía ser más apetitoso. En aquellos desayunos las tazas, bien redondas y regordetas, de color blanco, colocadas sobre sus respectivos platos a juego, componían un conjunto armonioso en los ojos del todavía latente despertar de los adolescentes. Apetecía llenarlas de la deliciosa leche que, a la manera de un delgado torrente, se desprendía de la jarra a ritmo lento, mientras más lento mejor, colmando el placer visual. A menudo, y a la espera de entrar en el comedor, miraba este conjunto a través de la puerta de cristal, preparándome para la siempre anticipada colación que precedía al comienzo de las clases. 122

El desayuno estaba preparado de antemano y no entrábamos hasta la hora en punto, como lo mandaba el reglamento; todo tenía su horario, había que respetarlo, pero una vez sentado a la mesa, le echaba un guiño, un último vistazo tierno a la jarra. Poco tardaba en servirme la taza de chocolate a quemar la boca, como me gusta a mí. Permanecía maravillado y ansioso a la vez ante el pletórico aluvión que se deslizaba y corría ante mis ojos. Iba a deleitarme nada más empezar el día. Era un buen comienzo. Se llenaba entonces el aire con aromas que engatusaban y agudizaban el apetito mientras fluía con espesor en oleadas dispares aquella corriente cuya afluencia anunciaba el deleite, calmando el hambre tempranera y desesperada del primer albor, como así fue por años a venir. Los directores de Monnivert conducían al pupilaje con mano disciplinaria, aunque comprensiva; ella, alta, corpulenta, guapetona, su pelo rubio atado en moño discreto, con el traje ancho en toda circunstancia a juego con lustrosos zapatos de tacón alto, era toda una personalidad, de expresión correcta, aunque se adivinase alguna inquietud interior. Su voz denotaba una dulzura procedente de una educación esmerada que servía de ejemplo a los alumnos, aunque presentíamos que detrás de ese rostro plácido y esa bondad en la expresión, se escondía un carácter férreo; de él, hablaré más adelante. Solían mantener entrevistas individuales con los alumnos cuando era necesario, ya fuese por motivos de conducta, resultados escolares, temas familiares, ellos siempre dispuestos a echar una mano al discípulo. Todos los meses entregaban un premio al alumno más destacado del mes durante el curso de una reunión celebrada en el comedor. Recibía el nombre francés de grabeau, vocablo relacionado con el concepto de un colador, pues por éste se colaban o analizaban todas las incidencias buenas o malas acontecidas a lo largo de ese periodo. Su finalidad consistía en hacer un examen nítido de la marcha del colegio y los discípulos. Nos reuníamos los viernes después de cenar con la asistencia de la totalidad del colegio, profesores incluidos. Tuve suerte dos veces de ser galardonado con el primer premio y aún conservo los libros que gané entonces. 123

Los directores almorzaban en su oficina-salón situado al lado del vestíbulo que lo separaba del comedor. Despachaban ahí los asuntos del día, y recibían visitas de padres y familiares de los matriculados en el centro, así como todo aquello que tuviera que ver con la administración y desarrollo del colegio. Esta estancia daba a los campos de deportes a los que se accedía por unas escaleras de escasos peldaños. Dicho sea de paso, el vestíbulo, rectangular, coronado en su centro por una mesa larga e igualmente rectangular, era lo suficientemente grande como para albergar a todo el alumnado antes de las comidas que esperábamos con impaciencia, a su vez, daba a la veranda. Esa mesa desaparecía cuando se celebraban bailes a los que estaban invitados internados de chicas. En todo caso servía de punto de reunión y de lugar de encuentro en los madrugones exagerados para preparar nuestras tareas. ¿Cómo habrán concebido los directores estos despertares tan exagerados, de cuatro y cinco de la madrugada? ¿Porqué los toleraban? Quizá nos estaban preparando para que en el futuro cumpliésemos con nuestro deber. En cualquier caso, sería buena disciplina. Aunque disfruté mucho reuniéndome con otros compañeros para estudiar y fumar en semejante horario intempestivo, me parece que tal vez la dirección erraba al tolerarlos porque la adolescencia y juventud precisan de un sueño largo y relajado. El director visitaba nuestro dormitorio si estábamos imposibilitados de asistir a clase. Así un día me tocó a mí al tener un dolor profundo en los testículos. Tenía por entonces 15 años cumplidos. Estando en cama, oí los pasos pesados de nuestro director, pasos que se distinguían por el rechinar de los zapatos y por un ritmo cadencioso de sus pisadas, brindando soporte a su gallarda y airosa figura, no completamente delgada, pero aceptable si se considera la edad que lo separaba de la población del internado. De repente llegó a mi habitación con su traje azul, siempre azul y siempre cruzado, con su camisa blanca, siempre blanca, planchada a la perfección, y con una corbata que resaltaba su vestimenta, de tonalidades conservadoras. De voz autoritaria, se distinguía por una alargada nariz aguileña que le daba un cierto aire a De Gaulle. Su expresión en 124

francés era perfecta, denotaba cultura e impresionaba por la imaginación y el sentido del humor. Se interesó por mi estado, aunque intuyo que conocía mi dolencia. Cuál no sería mi estupor ante el comentario tan adecuado al preguntarme en francés en tono sarcásticamente adecuado a la ocasión ¿C´est la sève qui monte?, lo que traducido al castellano sería “¿Sube la savia?” No hace falta mucha imaginación para comprender este comentario tan agudo y bonachón. De una pincelada describía su personalidad y ocurrente empatía. Usaba la expresión adecuada para dirigirse a un joven en pleno desarrollo cuyas hormonas, regocijándose en su más alegre exteriorización, bailaban como las de buen cubano que soy. El fruto de su labor era producto de esa jovialidad. Su acertada dirección caló hondo en el aprecio del alumnado. Transmitía confianza y respeto, cualidades imprescindibles en un director, sea cual fuese su profesión. El profesorado era internacional. Procedía de España, Francia, Reino Unido, la antigua Unión Soviética (seguramente algún exilado), Alemania y la propia Suiza. Estaban todos muy bien preparados, impartiendo sus asignaturas respectivas con interés y haciéndonos partícipe de cada lección detalladamente. Las tareas eran extensas y debíamos cumplirlas en los períodos en que no teníamos clase. Además, todas las noches, después de la cena, era obligatorio hora y media de estudio celebrado en el aula principal. A veces la intensidad del trabajo escolar era tal que rompíamos en risas tontas a escondidas del profesor de turno. Esta clase de “maldad” nos permitía un respiro entre los varios temas a presentar al día siguiente, sobre todo en época de exámenes. Allí estaban las Matemáticas, la Física y la Química, las “Tres Gracias”, mis tres pesadillas imposibles de ser superadas por mí. En cambio, las asignaturas clásicas siempre fueron bienvenidas. Idiomas: francés, inglés, español, alemán y latín como fue mi caso. También historia universal, haciendo hincapié en la francesa, pues nuestro plan de estudios nos preparaba para el bachillerato francés, difícil, profundo; requería ingente preparación. No faltaban la geografía y las literaturas de Francia, España y el Reino Unido que me enseñaron a discurrir 125

y apreciar. Quise desde el principio aprender a expresarme correctamente y durante aquellos años los comentarios de textos en francés y la disertación, igualmente en francés, fueron mis estudios favoritos. No hay que olvidar la literatura latina, la de la Antigüedad Clásica, desde las Guerras de las Galias hasta los difíciles textos de Horacio, pero ¡cuán provechosos! Me sedujeron las traducciones, el gran reto de aquel entonces, si se exceptúa el triste dominio de los números. La gramática y la sintaxis de la lengua latina siguen atrayéndome. Se dice que es lengua muerta, pero para mí vive y está presente en la etimología de un sinfín de palabras y en el texto de la Misa Tridentina. Es así como todos los domingos, a hora tempranera, acudo a mi parroquia neoyorkina deleitándome para asistir a la misa en latín y refrescar conocimientos aunque el paso del tiempo me ha pasado factura.

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Madame Fortoul y el legado suizo

Uno se interrogaría acerca de los argumentos que habrían llevado a los directores a aceptar a los dos hijos de un dictador. Lo digo así porque a mi padre se le conocía por este nombre, como de hecho sigue conociéndosele actualmente. Como hijo no me gusta ese apelativo; hubiera preferido presidente, general o mayor general. Un repaso por la carrera política de mi progenitor me lleva a pensar acerca de su papel en los años treinta. Está fuera de toda duda que entonces ejerció de “mandamás” y no en balde más de uno se ha complacido en denominarle “dictador militar”. Fuese lo que fuese, quiero enfrentarme con la realidad y reconocer que el alto mando político lo ejercía él y solo él, mientras que los presidentes quedaban relegados a un segundo plano, a veces inmerecidamente, como fue el caso del Presidente José Miguel Gómez. Mi padre tuvo muy buenas intenciones con las escuelas rurales, pero en verdad la iniciativa debió llevarla el Ministerio de Educación y no la Jefatura Militar. Fue una experiencia que, además, terminó muy mal, con el rechazo a un hombre de bien que no merecía la humillación sufrida. Opino que el gobierno del Presidente Prío, años más tarde, acertó al celebrar un acto de desagravio al ya difunto Presidente Gómez. Es verdad que en Suiza se educaron retoños de grandes políticos, muchos de ideología “derechizante”, entre ellos el propio Sha de Irán, tan cruelmente derrotado en 1979 y cuyos avatares de exiliado hizo correr tanta tinta. Por no olvidar a Kim Jung-un, hijo del dictador comunista de Corea del Norte, Kim Jung-il. Mis directores eran seguramente muy demócratas, y como cumplidores ciudadanos suizos, no habrían hecho diferencia entre nosotros y los demás matriculados. Mirando hacia atrás intuyo que nuestro pequeño mundo escolar se componía de chicos quizá de ambiente familiar delicado, pero también de familias 127

que, con el mejor afán, creían en las ventajas de Suiza como país y sistema escolar. Por entonces en nuestro entorno se hablaba mucho de los colegios allende los Pirineos donde, al ser entonces inexistentes los avances tecnológicos del siglo XXI, primaba la enseñanza humanista, con hincapié en el aprendizaje de idiomas y la formación literaria. A mi padre le gustaba decir que saber idiomas era como una carrera que te abriría las puertas de un sinfín de oportunidades. No estoy muy seguro del acierto de tal afirmación; los idiomas me han ayudado en el desarrollo de la profesión y empleos en general, pero en pocas ocasiones fueron determinantes de un puesto. En mis tropiezos profesionales no influyó el dominio de varias lenguas, si no a causas íntimamente unidas al apellido que confío haber sabido llevar con entereza y dignidad, para bien o para mal. No obstante, no cabe duda que el hablar varios idiomas representa un nivel cultural y práctico importante, mucho más si van aparejados con la lectura de textos en la lengua correspondiente, lo que permite mantener la frescura del idioma tanto en el hablar como en el escribir. “Untarse” de lo bueno no ocupa lugar. Ocurrió que aprender francés, y rodearme de un ambiente esencialmente galo, abrió mi espíritu a la admiración de las tragedias clásicas del siglo XVII de los reinados de Luis XIII y Luis XIV. Tanto Corneille como Racine me acompañaron en la alborada del amor, si por este vocablo entendemos la ternura de los quince años. Aprendía sus versos de memoria, entre otras razones, porque a veces teníamos que memorizarlos para la clase de Madame Fortoul, mi muy adiestrada maestra, sin par en su terreno, pero la mayor parte de las veces por disfrutar de la belleza y elegancia del idioma. A donde vaya siempre llevo conmigo alguna de estas tragedias en formato de bolsillo. Tenerla a mi lado es compañía y apoyo del intelecto, incluso si únicamente repaso un par de versos. Estudiar Filosofía y Letras fue mi vocación inicial. Pienso que de haber cursado esta carrera en Francia hubiese podido ser un gran profesor de literatura francesa o quizá crítico literario o un apacible estudioso de esas obras. En mi caso lo de “el hombre propone y Dios dispone” se cumplió a rajatabla, como más adelante se verá. 128

El amor al lenguaje de los héroes de Corneille y Racine, brillantemente expuesto en versos alejandrinos, sigue acompañándome; estos dramaturgos supieron acatar las enseñanzas de su contemporáneo y maestro, Boileau, quien, en su Ars Poética, nos incitaba a “rehacer veinte veces lo escrito, pulirlo sin cesar y repulirlo, a veces añadir y a menudo borrar”. Los héroes de Corneille no se dejan vencer frente a las adversidades; por ejemplo, la grandeza de alma del Emperador Augusto perdonando a Cinna por su traición; Chimena renunciando a Don Rodrigo, El Cid, el amor de su vida, porque aquél agravó a su padre. La grandeza de alma queda plasmada en los personajes. Por el contrario, los héroes de Racine sucumben a sus pasiones; el infierno de Fedra quién “desnuda” el amor que profesa por Hipólito, el hijo de su marido y por lo tanto hijastro suyo, gritándoselo con furor descontrolado; la desesperación de Orestes, rechazado y entregado desesperadamente a un amor que le consume. Al volver sobre ellos, oír sus recitados una y otra vez, quedas conmovido por la belleza y la fuerza de su expresión. Leer y releer, oír y volver a oír; su música se prende de ti, no te abandonan. Quedamos prisionero de los versos más bellos escritos, con la corrección y el equilibrio que esos maestros expresan y cuyo realismo brota en su justa medida. Nunca quise apartarme de ellos y por eso siguen en mi mesa de noche. Con verlos me basta, aunque muchas veces hojeo sus páginas con ternura, brotándome mil recuerdos, o los abro para recrearme con alguna escena o celebrar la repetición de versos que bailan antes mis ojos, complaciéndome en su más absoluto deleite. Estas características literarias fascinan por la variedad de personajes portadores de drama o conflicto interior que culminará o bien en la solución del conflicto o en tragedias desgarradoras. Y todo esto, oído o leído, engrandece el alma al reflejar tragedias que de una forma u otra invaden nuestras vidas. Tales “héroes” se apoderan de nosotros para hacernos vibrar con dudas, angustias, pasiones, zonas oscuras y, como ellos, incitados a afrontar circunstancias extremas. 129

Mi zona oscura en el colegio fue, sin duda alguna, la hora del deporte. Al principio intenté lanzarme por el fútbol europeo con el mismo fracaso sufrido en la otra escuela. Salía al terreno, no daba pie con bola, nunca mejor dicho, no corría lo suficiente, ni ganas tenía; en resumen, terminé siendo una pesadilla para el entrenador, gran aficionado a este deporte, quién no pudo hacer absolutamente nada de mí y quién con el paso del tiempo comprendió que era mejor sentarme en el banquillo (ahí era un césped invitador a la siesta) que intentar hacer de mí un deportista en toda su regla. En el césped me sentía muy cómodo, dejando mi mente vagar por los deberes que faltaban por hacer (era mucha la carga de tareas pendientes) o bien por la cercanía de la hora de la merienda que, después de las duchas, ponía fin al momento deportivo y me devolvía al comedor a merendar y acto seguido a las aulas en las que me sentía mucho más confortable. Estas clases vespertinas siempre resultaban más agradables, sobre todo en época de exámenes que se celebraban por la mañana y tenías horas por delante para preparar los exámenes del día siguiente o las maletas para marcharte a casa. En el trimestre de invierno el colegio se mudaba a la montaña, a la localidad de Le Sépey, a mil metros de altura, a una hora escasa de Montreux por el tren de montaña de entonces. La escuela alquilaba un hotel bastante rústico con cupo suficiente para todos. Las clases se celebraban en aulas al cruzar la calle. Siendo el esquí el rey del momento, todos, sin excepción, teníamos que esquiar a diario en la estación más cercana, Col des Mosses, y el que no sabía tenía que aprender, como sucedió conmigo. ¡Que trabajo me costó! Al principio el hecho de calzar las botas era de por si una odisea, pues atarlas, modelo 1960, era complicado y de cómodas tenían poco; negras, de poca alzada, con cordones gruesos y molestos, ¡me pesaban como si llevase diez kilos en cada pie! En las pistas me hundía en la nieve hasta las rodillas y ponerme de pie era otra aventura. Se decidió pasar unos días en Zermatt a donde únicamente podías acceder mediante un tren especial sin existir otro tráfico rodado. El paisaje resultaba grandioso, pero las pistas de una dificultad en toda su 130

regla. Recuerdo una intentona de esquiar con un profesor capitaneando a todo un grupo y yo en la cola. Era como un precipicio por cuyo borde se esquiaba y si mirabas hacia abajo podía verse una zona prácticamente vertical, de nieve profunda que, de caer ahí, y si sobrevivías, tendría que rescatarte un helicóptero o por lo menos eso me parecía, paralizado de miedo al que intentaba sobreponerme sin éxito. Total, que pasé ese primer invierno en completo pánico cuando se acercaba la hora de esquiar. Al finalizar esos días de vacaciones en Zermatt, regresamos a nuestro aposento a Le Sépey para continuar con los estudios. Mi deseo más profundo consistía en imaginar el fin del invierno y por lo tanto de esta acampada invernal que resultaba tan antipática. Un par de semanas antes de Semana Santa volvimos a nuestro colegio al borde del lago y cual no fue mi alegría al verme reintegrado a lugar y ritmo que había empezado a dominar sin padecer la tristeza y agobios del curso anterior. De mi evolución no cabía ya duda. El próximo curso escolar confirmó la total identificación con las enseñanzas impartidas en este internado que comenzaba a querer. Por otro lado, me sentía más sólidamente afincado, seguro de mí mismo, en armonía con mis compañeros y profesores. ¡Cuánto camino había recorrido desde la salida de Cuba! Monnivert tenía dos edificios separados por lo que entonces se conocía como la “ruta del lago” que empezaba en las afueras de Ginebra y recorría toda esa orilla del lago hasta llegar más allá de Montreux. Las clases, al principio de nuestra estancia, se celebraban en Fraidaigue, el otro inmueble allende esta carretera y estaba dedicado a aulas y a dormitorio de los mayores (nunca mayores de diecisiete años creo recordar). Era un caserón de construcción antigua al que se accedía desde la ruta del lago por un sendero que desembocaba en una espléndida zona ajardinada bien cuidada. Tenía tres pisos y los dos superiores acogían los dormitorios, en su mayor parte amplios. Los de la tercera planta en verdad eran algo limitados con un cuarto de baño para sus tres dormitorios. En Fraidaigue hice mis primeros pinos en francés y mejoré mis conocimientos de gramática española, enseñada por un profesor cata131

lán que hablaba el castellano más castizo que uno pueda imaginarse. También continué mis estudios de la lengua de Shakespeare durante los cuales analizamos La Tempestad, Sonetos y obras adicionales. De más está decir que los primeros pasos, y así hasta el último, en Matemáticas, Física y Química fueron francamente desastrosos. Desde el principio estaba claro que me pronunciaba por los estudios de Letras e Historia. En los años siguientes se elevó un bloque prefabricado al lado del edificio principal, el que daba al lago, aquél desde el que observaba Evian en mis madrugones. Se dedicó únicamente a aulas, su exterior era todo gris, con grandes ventanales que permitían disfrutar del verdor reinante alrededor de su estructura. Amplias, sus aulas podían acoger a un buen número de alumnos, sobre todo la dedicada a la preparación de las tareas y exámenes, adonde debías dirigirte cuando no tenías clase y en todo caso todas las noches a cumplir con la hora y media de estudio obligatorio. Las clases ahí se impartían con más comodidad que en Fraidaigue que quedó únicamente destinado a dormitorios y donde disfruté de los dos últimos años de estancia en Monnivert. Tuve por compañero de habitación a un suizo de Ginebra, amante de la caza, muy dicharachero del que guardo grato recuerdo. Sin embargo, lo que me llama más la atención era el paseo nocturno que debías recorrer todas las noches después de la hora y media comentada. Caminabas entonces desde la estancia prefabricada hasta Fraidaigue siguiendo el camino de entrada al colegio. Cuando era noche cerrada, y lo era la mayor parte del año, se podría antojar hasta peligroso si no fuese porque en la Suiza de aquellos años la paz, el orden y el respeto acampaban por doquier. Tomabas ese camino, atravesabas la ruta del lago, y llegabas a la zona de Fraidaigue a la que accedías por el sendero antes descrito. Más de una vez me interrogaba acerca de la peligrosidad de ese recorrido. Si los opositores políticos hubiesen querido cometer alguna fechoría contra mí, o incluso secuestrarme, no hubiesen tenido dificultad alguna. La mayor parte de las veces hacíamos el camino entre amiguetes, jaraneando, comentando los pormenores del día y ahondando acerca de nuestras fantasías. El caso es que si los 132

directores permitían este paseo era porque tenían la certeza total acerca de la ausencia de riesgo. De otra forma no se comprende cómo se autorizaría este paseo en tan completa libertad. La realidad les dio razón. Jamás hubo intento de agresión y el quehacer escolar no se alteró. La vida discurrió sin mayores alteraciones durante los siguientes años escolares, si se exceptúan los madrugones de cuatro y cinco de la mañana que nos pegábamos para estudiar. Nos convertimos en expertos preparadores de café instantáneo y fumábamos como chimeneas a esas horas intempestivas de la madrugada. Al principio celebraba este ritual por mi cuenta y riesgo. Ponía el despertador para estudiar y me trasladaba a una pequeña habitación desierta al lado de mi dormitorio. Era desde ahí que vislumbraba las luces de Evian. Su atractivo era indudable por su historia y célebre balneario. La habíamos conocido poco antes de ingresar en Monninvert, pues Jaime, Edith y Armand nos dieron un paseo por ferry desde Lausanne hasta ese balneario francés. No había instante de paz más absoluto ni imagen mejor plasmada que la de Evian en aquellas madrugadas al observar sus luces verter claridad sobre las aguas del Lago Léman. Se colaba de repente un sentimiento de calma interior que no volví a experimentar nunca más. A esa hora, era noche oscura, cerrada, y sin embargo surgía Evian ante mí como un cuadro dónde el lago, la ciudad y los Alpes, éstos como guardas celosos desde la retaguardia, brotaban como por vara mágica. La concentración en los estudios alternaba con momentos de gran recogimiento espiritual que, a esa edad de tardía adolescencia, temprana juventud, se teñía de sueños y fantasías a los que dejaba rienda suelta. De esa forma imaginaba éxitos y buenaventuras, optimismo sano. Nuestro diario quehacer era de estudios fuertes y profundos, de nervios y angustias por entregar tareas a tiempo, aprender lecciones y sacar notas brillantes. Nunca llegué a alcanzar estos sueños joviales, tuve dificultades que no supe vencer, otras a las que me sobrepuse, siendo el balance final únicamente de aceptable criterio. Pero el recuerdo de esos madrugones, viendo desde lejos la iluminación de Evian sobre la quietud del lago, es imborrable. Acudo a tales momentos cuando la vida me azota despiadadamente o simplemente por 133

el mero hecho de rememorar la ternura e inocencia de una etapa vital que derramó esperanza e ilusión, todo tan significante en el desarrollo espiritual de aquel jovenzuelo. Un buen día Carlos Manuel amaneció con manchas rojas en las piernas, fiebre y malestar general. Lo vino a ver el médico del colegio y esa tarde le acompañé en ambulancia a Lausanne para ingresarlo en el hospital. Mi hermano tendría alrededor de 14 años y yo rondando los 16. El doctor hizo los análisis de rigor, pero de antemano, a la vista de la condición de la piel, nos habló de una posible erisipela, enfermedad de la que jamás habíamos oído hablar. Se avisó a nuestros padres en Estoril y mi madre tomó el primer avión, temprano, casi de madrugada al día siguiente. Llegó atolondrada de preocupación, ella tampoco conocía esa enfermedad y se mantuvo en vela los próximos días. Permaneció y pernoctó “pensionaria” en el hospital al lado de Carlos Manuel, sin dejarle un momento solo. Se encontraba sola, pero una vez más, después de aquellos años angustiosos iniciales del exilio, dio prueba de entereza. La ayudó mi otro hermano, Jorge, quien estudiaba entonces en Ginebra. Únicamente, rodeada de tal cariño, pudo superar el súbito choque de la dolencia de su hijo. Por mi parte había permanecido la tarde anterior con Carlos Manuel, pero lo tuve que dejar ingresado y regresar a Monnivert a la hora de la cena, y continuar con la hora y media de estudio obligatorio esa noche. El hospital no era muy acogedor, de aspecto anticuado, y las habitaciones, aunque aceptables, pecaban de austeras. Sin embargo, era, y, calculo, seguirá siendo, una institución base del sistema hospitalario de la zona de Lausanne, pues ahí galenos muy importantes asistían a sus pacientes. Mi madre, incluso, coincidió con una señora compatriota y se saludaron con sorpresa ante el mal que afligía a los familiares, comentando los incidentes respectivos. El ingreso en el hospital duró varios días hasta que finalmente recuperamos a Carlos Manuel. Regresó al cole y pudo reemprender sus clases y el ritmo diario después de la convulsión sufrida, se despidió de nuestra madre con aire triste, pero confiado en que pronto vendrían vacaciones y estaríamos reunidos en familia una vez más. El embajador Menasce 134

y familia por esa época habían marchado a vivir a París y echamos muchísimo de menos su presencia entre nosotros. Mi padre recibió con alegría la noticia de la vuelta al colegio y hablamos con él, como de hecho lo hacíamos semanalmente. Continuaba impresionado por el recién estremecimiento físico que azotó sin motivo a Carlos Manuel, aunque percibí en su voz una pizca de tranquilidad, congratulándose acerca del buen tratamiento médico que prodigaron a su hijo. Nadie sospechaba lo que ya estaba cerniéndose sobre la salud de Carlos Manuel. Pero por el momento todo pareció retomar su curso con serenidad y equilibrio. Mi hermano era un ser llamado a algo grande y especial; tenía ese afán, fuerza de voluntad y seriedad que le hubiesen permitido hacer una carrera brillante. El destino decidió de otra forma. Es recordado por sus compañeros de clase de entonces en Suiza y Madrid como un estudioso de todo lo que le rodeaba. Le pasaba, sin embargo, lo que a mí, que no resaltábamos en los deportes y tanto en la práctica del fútbol como del esquí, encontró las mismas dificultades que yo. A la par nos quejábamos de la obligatoriedad del ejercicio físico, sin darnos cuenta de su importancia, y eso muy a pesar de la insistencia por parte de la dirección escolar de hacernos partícipes de la vida deportiva. Tengo que decir que no lo lograron. Sí lograron con creces hacer de los dos unos buenos estudiantes, enseñándonos a estudiar, a sacrificarnos. El profesorado predicaba esfuerzos y muchos supimos tomar partida de estas recomendaciones. Carlos Manuel era otro de los aficionados a los estudios madrugadores, del café instantáneo, de los ataques de risa y de las bromas con que solíamos interrumpir nuestro gigante ímpetu de las cinco de la mañana, a veces seis, que en realidad era afán de superación y éxito. No fue una bravuconada, todo lo contrario, fue una demostración de amor propio y deseo de superación, quizá provocados por el humillante trato recibido tiempos atrás que se prolongaron en nuestra memoria para siempre jamás. Se crea o no, disfrutábamos de esos madrugones porque empezaron a hacerse populares, y en poco tiempo éramos todo un equipo, de edades distintas, los que nos reuníamos en el vestíbulo 135

de entrada y en la veranda para, de noche cerrada o a la alborada, dar pie suelto a la preparación de las tareas diarias o de los tan angustiosos exámenes. La mejor época del colegio coincidía con la llegada del verano, pues las clases no terminaban hasta el 10 de julio, fecha inamovible, porque había que prepararlo todo para el curso o campamento de verano. Los primeros días de sol absoluto, de cielo azul pleno de alegría, de temperatura caliente, aunque aún benigna, te permitían hacer una breve excursión autorizada por las afueras del recinto escolar a la hora del deporte. El espectáculo más hermoso eran los cerezos en flor, sus frutos se extendían por todo el campo. Las cerezas invitaban a desprenderlas y se rendían de sus ramos con facilidad. Entonces, parecido a la apetencia por el chocolate, las cerezas en toda su plenitud rojiza provocaban el más apetitoso y seductor sabor. No te conformabas con unas cuantas. Mientras más cogías, más comías sin desear terminar. Sentíamos el regocijo de la proximidad de las vacaciones lo que convertía a este paseo en algo más hermoso aún, entusiasmando los sentidos, alertas y abiertos a toda fantasía. Al rato volvíamos a las clases, con gran pereza y estupor, pero los exámenes acechaban y había que ponerse mano a la obra. Poco después, el año escolar se cerraba, igual que todos los trimestres, con nuestra intervención de limpieza en aulas y dormitorios, todos colaborando con ganas porque al día siguiente, con las maletas ya cerradas, emprenderíamos viaje a nuestros respectivos hogares. Alegría soberana acompañaba la última cena del trimestre y más aún cuando clausuraba el año escolar. Se prodigaban comentarios, risas, habladurías y promesas acerca del veraneo; era la inocencia del momento, la ilusión de sol y playa, de posibles amoríos. Desde luego no imaginaríamos que el destino cantaría su propia canción. Nos despedíamos entonces de nuestros compañeros con la promesa de vernos el curso entrante y mantener la correspondencia adecuada a lo largo de los meses veraniegos. Tirábamos de postales, allá dónde fuéramos, y las enviábamos haciendo saber lo bien o lo decepcionados que estábamos de tal o tal lugar. Nos parecía imposible olvidar la presencia y las enseñanzas de Madame Fortoul, quien en rea136

lidad llevaba el colegio. De altura media, muy delgada, sus cabellos, seguramente más oscuros en épocas anteriores, eran ahora de un castaño claro, rizados, con frecuencia mal peinados. En la cara ligeramente redonda, casi nunca maquillada, resaltaban ojos avispados y alertas, escondidos detrás de unas gafas discretas y labios finos de donde a menudo colgaba un cigarrillo de tabaco puro, negro, de aroma fuerte, que nos parecía inmaculado y del que gustosamente aspiraba. Satisfacía su gusto por tan discutido vicio que reflejaba unos dedos amarillentos como testimonio de este hábito, sin duda necesidad imperiosa. Estoy seguro que todo el que fue a Monnivert recuerda los cigarrillos Boston de Madame Fortoul. Temprano en la mañana, o tarde en la noche, la veíamos envuelta en su larga bata de casa de felpa, que ataba a la cintura, arrastrándola por los pisos del internado. Su andar, nunca lento, provocaba murmullos allá por donde pisaba, y más a esas horas del amanecer o anochecer. Dirigiéndose hacia la ducha o dormitorios, revelaba su fuerte personalidad. “Ahí viene Madame”, nos decíamos unos a otros cuando ella recorría los pasillos casi de madrugada para despertarnos. No podíamos librarnos de ella, pero tampoco sabíamos vivir sin ella. Su impronta se revelaba en cada rincón de nuestra querida escuela. Querida para mí, desde luego, porque el empeño didáctico que latía quedaba fuera de toda duda, entusiasmándome, al pensar que me lanzaría al estrellato. Wishful thinking, pero era una vez más la fantasía del joven adolescente que estaba a punto de desembarcar en la pubertad en su más potente versión. Vestía con ropa amplia, sencilla, blusa blanca, casi nunca de colores, y falda escocesa. En invierno se echaba encima un chaquetón amarillo. No necesitaba abrigo; entre su fortaleza física, su nervio inagotable y el rápido ir y venir, se lanzaba del edificio principal a las aulas en un periquete. Le bastaba con esta prenda que retiraba antes de impartir la lección. Igual que en las madrugadas del internado sus pisadas rítmicas la acercaban a sus estudiantes siempre alertas a su entrada en clase. Se hacía entonces un silencio espeluznante. Ella, los brazos cargados con cuadernos por corregir y libros unos encima de 137

otros, irrumpía en el aula. Se lanzaba a funcionar y abría su clase con un sucinto recordatorio de lo aprendido en la sesión anterior. Si tocaba cuestionario escrito, poco tardaba en dictar las preguntas correspondientes. Era un titán de la docencia, faro orientador, torre indestructible, su ímpetu impregnaba cada segundo de nuestra existencia en Monnivert. Tal era su fuerza, su amor por el alumnado (lo que muchos me disputarían), el poder decisorio, centro del profesorado, ganado a pulso por antigüedad, aunque sobre todo por esa personalidad resistente y persuasiva ante las dificultades de sus petits bonshommes, como le gustaba llamarnos. Ponía la primera piedra en la preparación de sus “niños” que en la mayor parte de los casos llegábamos desorientados. Su meta era clara: vernos salir adelante en el tortuoso camino de la vida. Vivía de hacer comprender a sus pequeños y jóvenes las reglas gramaticales del francés, los grandes acontecimientos que azotaron la historia de la Humanidad y la importancia del latín. Jamás titubeaba y siempre dejaba claro lo que de cada uno se esperaba. A tal fin impartía sus clases con autoridad y firmeza, sin consentir conductas pueriles ni debilidades. Todo se basaba en el estudio y esfuerzo individuales, piedra angular de la formación del estudiante. La complacías interviniendo en clase, esmerándote en los cuestionarios escritos, o mejor todavía en las explicaciones de texto, y más adelante en las disertaciones. Si la expresión escrita era correcta, te felicitaba de su puño y letra al margen del trabajo, y si era defectuosa, redactaba un comentario sumario resaltando donde estaba la falta. Para esto usaba una pluma de punto muy fino de tinta roja que brillaba sobre la blancura del papel. Nos incumbía familiarizarnos con su análisis, entre otros motivos porque se podían utilizar en futuras tareas, disertaciones y exámenes. La profundidad de los textos a interpretar o las disertaciones a comentar no parecían del nivel de bachillerato. Más bien su dificultad era semejante a los estudios universitarios que retaba al estudiante a alumbrar su mejor resultado. El alumno daría prueba del conocimiento del tema y, más aún, del empleo correcto del francés. En caso contrario te exponías a mucha tinta roja. ¡Cuánto esfuerzo por su 138

parte con tal de sacar adelante a esta “audiencia”! Era como la gallina con sus pollitos. La brillantez de su enseñanza no conocía igual. Su sistema era simple. Partiendo de cero, porque desconocíamos el idioma, empezaba por darte clases de gramática francesa, haciéndote construir frases que respetasen los principios básicos de la lengua. Estábamos en sus sabias manos. Cuando ya podíamos correctamente expresarnos por escrito, y con un cierto dominio oral, transcurrido un curso o dos, pasabas a las clases de literatura francesa que explicaba emotiva y claramente. Entrabas al trapo. Crecía tu curiosidad. Estremecido de interés y deseoso de perfeccionar los conocimientos, te empeñabas en mejorar la redacción y así, intento tras intento, hasta alcanzar el cielo. ¿Y que era esto para mí? La plenitud del deber; la satisfacción del aprendizaje; trepar hasta alcanzar la altura de la enseñanza de Madame Fortoul; cerrar con broche de oro mi primer comentario de texto; redactar aquella llamativa y desafiante disertación; situarme en la mejor posición a sus ojos. Y si devolvía la tarea y observaba el esfuerzo, sus ojos brillaban con fulgor, agradecida por el trabajo bien hecho. Nada le daba más satisfacción que ver como sus principios didácticos tenían plena realización en la labor diaria. Continuaba el entusiasmo de aquel estudiante aplicado y entusiasta de literatura francesa. Ése era yo. Emulaba a los mayores que escribían y disertaban con gran dominio del idioma como ella esperaba. Madame Fortoul te enseñaba a conocer el alma de cada personaje, sea teatro o novela. Incitaba mayéuticamente a desgranar los pormenores de una trama, a interpretar el sentimiento de grandeza o bajeza de tal o tal héroe de la Antigüedad. Es inolvidable su interpretación en las aulas al recitar las tiradas de Agripina en el Britannicus de Racine, ¡como lo expresaba y declamaba! O como, con el ardor que requiere el papel, nos demostraba el grito de dolor de Camila, la hermana de Horace, imprecándole a corazón desgarrado en la tragedia epónima al referirse a “Roma, que odio, porque te honra”. Te ponía la carne de gallina. ¿De dónde si no iba yo a sentir tal amor por esa asignatura? No contenta con transmitir tanta sabiduría, a veces redactaba la respuesta ella misma; otras rehacía el trabajo en su integridad. El resultado era 139

página tras página en tinta roja con un manejo de la lengua calculado e impetuoso; una vez que comenzaba, se entregaba impetuosa a la redacción sin que pudieras apartar los ojos de su comentario. Tenías que ser muy necio para no agradecer y respetar su gesto. ¡Qué ejemplo de grandeza y bondad! ¡Cuánto se aprendía! Era como estar en un teatro. Solo faltaba ponerse de pie y aplaudir. En pocas palabras, vibrabas con ella. Nada era suficiente, querías más. En las explicaciones de texto lo importante era centrar el objeto y comentar con frases equilibradas la acción que se desarrollaba ante nosotros. El uso equilibrado y transparente del idioma primaba, siempre y cuando se cumpliese con las reglas gramaticales, ¡vamos, que no se había empleado ella el año anterior en meterte en la cabeza la construcción y la ortografía adecuadas del idioma! En las disertaciones, la dificultad acrecentaba. Por ejemplo, te daba una frase; recuerdo ésta relacionada con Stendhal: “una novela es como un espejo que se pasea a lo largo de un camino”, fórmula del autor de El Rojo y el Negro. Esta obra cautivó mis catorce años, me hizo soñar. Me empeñaba en tener el atractivo, la elegancia y la retórica de esos personajes. El camino que Julien Sorel recorrió lo recorría yo con él. Hasta cierto punto quise parecerme a él. Me interesaba su saber estar, su ambición. La intriga de la acción me dejaba despierto en aquellas acongojadas noches de principios de exilio en Estoril. Tan solo me sentía y tenía por compañero a Julien Sorel por increíble que parezca. Su facilidad de palabra hubiese querido fuese la mía propia; su andar, sus miradas, las que hubiese podido imitar. Todo eso sacaba yo entonces de mis lecturas. Me imaginaba en ese papel. Esa disertación en especial habló directamente a mi corazón. Era un fin de mañana alegre, soleado. Aquel día estábamos en la veranda donde se desarrollaba la clase en tal ocasión. En la veranda se escribía bien sobre una de las mesas que a otras horas era la de comer. Un grupo reducido de compañeros dispusimos nuestros cuadernos de apuntes y libros sobre los bancos alargados que hacían el papel de silla. Madame nos repartió unos folios en blanco tamaño legal y sin más nos pasó un papelito con la sabia frase de Stendhal. 140

Quedé pensativo, aunque bien sabía lo que tenía que escribir. Nada más empezar sentí el orgullo de formar parte de esta oportunidad, de escribir acerca de un tema que ahondaba en lo más íntimo, de exponer por escrito emoción y criterio, satisfaciendo las enseñanzas de nuestra briosa profesora. La pluma corría sobre el papel (no existían computadoras entonces), buscando la frase correcta, titubeando, pincelando la imagen que se anunciaba, brotando en mi mente como una nebulosa hasta cobrar vida propia y lograr por fin descubrir e interpretar el pensamiento del autor. Pensé que al comparar la novela con la observación de la vida, Henri Beyle, verdadero nombre de Stendhal, permitía vivir más a fondo la trama de nuestra existencia. Mentalmente me acerqué al autor y experimenté una quietud dictada por la reflexión, primera piedra del previo borrador de ideas, embrión de esta disertación. Ciertamente había alcanzado en esta primavera de 1964 un manejo de la lengua francesa que no hubiese podido sospechar en aquel septiembre de 1960 cuando ingresé en Monnivert en compañía del malaventurado hermano Carlos Manuel. Empezando a plasmar mis ideas para este trabajo, me hizo vibrar entonces con satisfacción académica. Sentí alcanzar lo que consideraba era una cierta categoría intelectual en aquel momento de juventud tempranera en el que el intelecto se alargaba hacia metas anheladas. Mi espíritu acariciaba sueños moderados que no me engañaban, pero dejaban relucir la ambición de salir adelante en la vida. Entonces tenía la certeza que el futuro me sonreiría. Se apoderó una cierta confianza en mí mismo y, andando, andando, empecé el borrador. Lo de confianza en mí mismo nunca fue habitual, pero ese día brilló porque era producto de preparación previa. Trances semejantes me hacen pensar que seguir mis estudios en España fue un error. En la maturité suiza o en el baccalauréat francés estaba mi destino. Lo único que requerían era continuidad. Esa era mi cultura que prevalece por mucho que desee “espantarla”, porque “chassez le naturel, il revient au galop”. ¡Que se lo digan si no a Destouches! 141

Cuando convocaba a disertación para una fecha concreta a manera de interrogación escrita en clase, Madame Fortoul jamás te adelantaba el tema; le bastaba con decirte que sería de tal o tal autor, dependiendo del que estuviésemos estudiando. En consecuencia, repasabas las lecciones de clase, los libros de texto, los apuntes personales, los borradores y ¡cómo no! las propias anotaciones de la querida profesora al margen de nuestros previos trabajos. Me esforcé en recordar las ideas y los hechos que provocaba la literatura de Stendhal y pulularon enseguida en mi mente. No es de extrañar esta actitud de reverencia hacia el deber estudiantil porque a esta asignatura quería yo darle lo mejor de mi propia cosecha. Así serené el espíritu y me lancé a escribir. Como vimos salí bien parado en mi empeño, fui justamente recompensado y brillé con una buena nota y comentarios favorables… en tinta roja desde luego y con muchos puntos de exclamación cuando las circunstancias aconsejaban el elogio bien merecido. Se había creado el ambiente necesario en clase para aupar el rendimiento escolar de cada cual. Conmigo no solamente logró eso. En mí encontró a un alumno de voluntad continua de superación. Cumplía sus ideas pedagógicas, calcándolas a la perfección. La grandeza de Madame Fortoul no terminaba ahí. Se extendía, porque era simultáneamente profesora de historia francesa, aunque en opinión de un compañero de clase, no tan objetiva. Cierto es que le podía su amor a Francia y la grandeza que atribuía a esta grata nación, criterio que comparto con ella. De su historia, de su literatura, de sus logros científicos, inclusive de sus instituciones democráticas, Francia debe enorgullecerse. Personalmente se me dificultaría no estar de acuerdo. En sus clases de historia no olvidemos que se enseñaba historia universal en la que Francia ocupa un papel predominante. Arrancó por la prehistoria y a lo largo de los cursos continuó hasta 1918, culminando con el Tratado de Versalles. Transmitía su saber con facilidad y sobre todo con claridad, virtud de la que no pueden alardear muchos profesores. Nos aconsejaba a no olvidar fechas, a apuntarlas y memorizarlas para los exámenes. Se sentaba en su mesa y desde ahí relataba los hechos históricos con la misma pasión que empleaba en 142

declamar las fábulas de La Fontaine como al recordar los versos del Art Poétique de Boileau. Si algo le reprocho a Madame Fortoul era su excesiva confianza en aprender todo de memoria. No se desarrollaba la inteligencia; te quedabas a medias. Por ese motivo su mejor producto era la disertación dónde la memoria ayudaba, qué duda cabe, pero no la interpretación completa del tema que quedaba sometida a la propia del estudiante y su discurrir en un plano totalmente intelectual. Sus ejercicios escritos tenían lugar todas las semanas y uno temblaba ante la posibilidad de caer en un tema que no hubiésemos preparado, pues las tareas con que nos cargaba eran de volumen espectacular. No olvidaré jamás el día que entró en clase, nos pidió sacar papel y pluma y exclamó con autoridad una sola palabra, un solo nombre, “Law”, que no se pronuncia como se escribe, se pronuncia “Las”. Era éste el Ministro de Economía bajo la regencia de Felipe d´Orléans, de 1716 a 1720, del que teníamos que comentar todos los pormenores de su obra. Teníamos menos de 45 minutos para completar el examen, el tiempo apremiaba; explicar el sistema que instauró este economista del siglo XVIII, con el fin de cancelar la deuda que la nación heredó de Luis XIV, no era tarea menor. Corriendo, corriendo, regurgitabas tus conocimientos y, si eran sólidos, tenías que darte máxima prisa, porque el tiempo no daba para cubrir el tema entero. ¡Dichosa Madame Fortoul que en toda circunstancia sacaba lo mejor de cada alumno! Si todo esto no fuese suficiente, también era profesora de latín, que enseñaba con el mismo ardor y dedicación descritos hasta ahora. Tenía la ventaja de hacer fácil lo complicado y podía alardear de paciencia en cuanto sus alumnos demostraban interés; jamás nos rechazó. Sorprendería decir que tenía un lado muy blando detrás de la fachada mandona, pero lo tenía, y mucho. A veces rompía en expresiones infantiles o se preparaba un bocata metiendo una barra entera de chocolate entre dos pedazos de pan de barra y se paseaba por el cole comiéndolo. Y te ofrecía un bocado: “T´en veux, mon chéri?” Estaba ahí al lado de todos. Con los más pequeños desbordaba de ternura. “Mes enfants”, como le gustaba llamarles. Ninguno de éstos podrá olvidar aquellos días cuando se puso de moda la serie televisiva 143

“Belphégor”. Los peques de entre ocho y diez años se daban cita en su modesta habitación y una vez por semana seguían con ellas las vicisitudes del misterioso personaje. Al día siguiente todo era comentarios y especulaciones ante la expectación del episodio siguiente. Mantuve correspondencia con ella frecuentemente a partir de los años 80. Por entonces mi querido Monnivert había cerrado y ella marchado a un colegio de niñas en la zona de Montreux. Hablamos varias veces por teléfono. Nos carteábamos igualmente hasta que un día apercibí que sus noticias brillaban por su ausencia. Decidí contactar con una amiga del colegio de Connecticut. Daba la casualidad que residía en Suiza desde los años 70. Me averiguó con la policía local y efectivamente Christiane Fortoul había fallecido. Perdimos a un guía, un faro, inigualables. Aseguraba uno de mis compañeros que Madame Fortoul jamás reía, pero yo recuerdo sus carcajadas a granel. Es verdad que tenía sus favoritos. No voy a esconder que Carlos Manuel y yo, y después Fulgencito, fuimos algunos de sus preferidos. Dice otro compañero de clase que la emotiva y sermoneadora profesora lamentó muchísimo nuestra partida y que incluso la vio llorar por nuestra ausencia. Testimonio de su apego es este relato donde su imagen planea vigilando mis palabras, una tras otra, para compaginar su docencia con la expresión escrita de estas líneas. Deseo honrar su profesorado como mejor pueda, pero me quedaré siempre corto al delinear su personaje de indiscutible mérito académico y humano. Su lado maternal era innegable. Quizá sea una manera exagerada de expresarse, aunque conociéndola, sí que habrá dado la tabarra ante la ausencia de sus petits bonshommes. Ahora que estoy trazando su retrato, me comenta otro amigo de aquella época que quisiera sentarse a hablar con ella. Yo, desde luego. ¿De qué hablaríamos? De todo, nada quedaría por cubrir. Se hubiese interesado primeramente por mi vida personal; “Mon petit chou, ¿Qué tal te ha ido? ¿Encontraste ton unique objet? y continuaríamos comparando los sistemas educativos de Francia y España de aquellos años 60. Sus autores favoritos no caerían en el vacío; la hubiese dejado disertar acerca de su General de Gaulle al que tanto admiraba; y no des144

cansaríamos hasta agotar sus impresiones sobre el “Siglo de Pericles”. La literatura nos hubiese paseado por todos esos siglos. Le preguntaría acerca de los versos alejandrinos y su uso en la tragedia francesa del XVII. Discutiríamos mis lecturas más recientes, como el teatro de Jean Giraudoux que por fortuna negativa no alcancé a estudiar con ella. No en balde comenta otro de sus alumnos que nuestra profesora era un pozo de cultura que solo podía compararse a la de André Malraux. No faltaría mención de mis premios en Monnivert de los que tan orgulloso me encuentro. Hubiésemos recordado a Carlos Manuel, hablado de Fulgencito, modelo de petit bonhomme. Tanto y tanto de que hablar. Igualmente, de mi madre que siempre la saludaba al ir a recogernos al cole, pues apreciaba mucho el ahínco de esta profesora por su afán educador. Se reunía con ella y con los Directores. Todavía la estoy viendo entrar en el despacho de aquéllos. ¡Qué recuerdos tan vivos! Mi madre, siempre espigada, penetraba en esa cámara con el fin de revisar nuestras notas y conducta. Por lo general salía satisfecha, aunque alguna que otra vez, tuvo que alarme de las orejas. Había entrado en edad rebelde y lo demostraba siendo irrespetuoso hacia los profesores. Esto duró lo que el merengue a la puerta del colegio pues mi padre supo llamarme la atención con sus palabras habituales, tranquilas y profundas, que no daban lugar a otra conducta que aquélla de volver a lo que siempre había sido en el colegio, prestándole más respeto hacia el profesorado y concretamente muchísimo más hacia Madame Fortoul. Por eso había tanto de que hablar con mi querida profesora si el destino lo hubiese permitido. Charlaríamos acerca de su método de enseñanza que tanto éxito tuvo entre la audiencia estudiantil. No que todo el internado aprobase sus métodos a veces implacables con los malos estudiantes. Con éstos desconocía la paciencia y más de una vez supo pegar unas buenas bofetadas a los que faltaban el respeto o a los que mostraban un continuado rendimiento escolar pobre. No tenía paciencia para soportar a aquéllos que en su opinión carecían de ambición, de afán de progresar en los desvelos y retos de la vida estudiantil. 145

En ese imposible reencuentro con ella, la emoción me hubiese embargado como lo hace ahora al redactar estas líneas que me vinculan a ella mucho más. Tocaríamos el tema de Cuba que nunca discutimos en Monnivert. Resultaría inadecuado en aquel momento. Recuérdese la edad entonces de los colegiales Batista. Ahora pudiéramos Madame Fortoul y yo adentrarnos en el laberinto de la política cubana; ahora estoy preparado, con fuerza suficiente y conocimientos históricos para explicar sus dudas o refutar sus puntos de vista. Comentaríamos largo y tendido sobre mi padre y ella compartiría su opinión de forma honesta, puesto que la integridad era otra de sus características. Desconozco si era ducha en la trama política del 10 de Marzo, es decir como mi padre llegó al poder mediante ese golpe de estado en 1952 del que tanto se ha escrito. ¿Se habría manifestado partidaria de tal acción? Su formación democrática me hace pensar que se pronunciaría más bien en contra. Aunque la fortaleza con que defendía al General De Gaulle a veces induciría a creer que el golpe no tendría su rechazo absoluto. En todo caso era una buena ocasión para tantear las inquietudes que en ese corazón tan francés provocaría la actitud del padre de sus alumnos. En mi fuero interior quiero pensar que más de una vez se habría dicho que Batista no podía ser tan malo como la prensa reflejaba porque ese mismo hombre había forjado una fructífera labor hogareña, como se apreciaba en sus hijos. El corazón de Madame Fortoul era muy grande y abarcaba innumerables frentes. Me hubiera advertido sobre los peligros de la vida, quizá a estas alturas un poco tarde, pero lo habría hecho con seguridad y ternura maternales. ¿Qué no representaría para ella un cara a cara de profesora a alumno con el paso de los años? Cuánto me enriquecería yo con sus sabias recomendaciones y cuanto no disfrutaría ella de este intercambio alumbrado a giorno por la experiencia atesorada por el transcurrir de los días. Y no hubiera titubeado en interesarse por mis hijos. Siempre pensé que pasarían un par de añitos a su lado, aprendiendo de su magisterio. La vida me llevó muy lejos de su persona. Otra razón por lo que pienso fue craso error trasladarnos a estudiar a Madrid. Estábamos bajo la égida del bachillerato francés, un ejem146

plo insuperable de educación por aquellos años. Ahí radicaba nuestro destino escolar. Madame Fortoul sin duda alguna asentaría con gusto e ilusión. “Madame, ¿por qué cerró el colegio?”. Su respuesta iría bañada de lágrimas; fue el alma de ese internado por largos años. Monnivert era ella. Basta ya, me digo, ¡bastante sobre esta figura tan especial! Y no puedo; es una catarsis que me arrastra a exprimir al máximo el peso de tan provechoso ascendente en mi vida. ¿Qué haría ella de todos mis fracasos? ¿Cómo los explicaría? Porque estoy seguro de que esperaba más y mejor de mí, y tendría razón. Extravié mi camino por no seguir el modelo de trabajo y esfuerzo que nos inculcó. No es fácil aceptar que la buena vida madrileña que llevé a lo largo de aquellos años universitarios no correspondía al modelo de joven que latía en mí, es decir que latía en mí cuando frente al espejo mantenía una conversación conmigo mismo. Entonces veía a un desconocido. Sí, un desconocido que tenía la certeza en su fuero interior que podía dar más de sí. Pero se apoderó el miedo. No hice caso a aquel consejo suyo que recomendaba “tomar al toro por los cuernos” para salir triunfante de una u otra situación. También fue la reputación que arrastrábamos. Era el lastre de aquel gobierno fatal de mi padre, que muchas veces ha sido juzgado injustamente, pero que no pudo vencer la mala fama por haber ocupado el poder contraviniendo la Constitución de 1940, nuestra ejemplar Magna Carta. El complejo de inferioridad prevaleció y turbó un desarrollo que se me antoja sería sereno y nunca lo fue. Esto se lo diría a mi profesora quién hubiese comprendido, lamentando que el “héroe corneliano” no me haya servido de ejemplo. Y así se nos fue un pilar de nuestra educación. Allá donde esté nos estará mirando con ternura, de la que, a pesar de comentarios contrarios al respecto, era muy capaz. Sonreirá al contemplar una manada de alumnos de antaño cartearse tantos años después del adiós al colegio y años después de su fallecimiento, para recordarla, alabarla o criticarla, pero en todo caso como justo testimonio de quién no puede ni debe pasar desapercibida. Fue mucho lo que ofre147

ció para no haber marcado generaciones. En realidad, no se ha ido. Sus pisadas continúan siendo fuertes, aunque solo sea en el recuerdo de su rebaño. Todos sabemos que su influencia perdura tanto en nuestras vidas personales como profesionales. De tal manera vivió, de tal manera exigió y de tal manera recoge el ramillete de flores que depositamos a su memoria.

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Doloroso Madrid y feliz Guadalmina

El año 1963 empezó con alegría. Monnivert continuó siendo mi segunda casa y la de mis hermanos. Allá estábamos protegidos. El susurro calumniador exterior no penetraba sus murallas, esas murallas que el internado establecía con acertado criterio, y por ende nos integramos en paz a la comunidad estudiantil. Este era mi tercer curso escolar. Ya a finales de 1962 tuve algún que otro enfrentamiento físico con unos compañeros. No nos impulsaban motivos políticos. Más bien peleas pasajeras que no dejaban huella, pues recuperábamos la amistad a los pocos minutos de terminar el mal rato. En las Navidades de 1962 fui a Estoril dónde celebré la Nochebuena y el Día de Navidad en familia. En el comedor oscuro de Cámara Pestana, calle dónde residíamos en Estoril, mi padre presidía la mesa; a su derecha, Niñita, y los cuatro varones compartiendo la celebración con ellos. Marta María, con seis años, cenó más temprano. Mi padre sentaba ejemplo con su buena sonrisa. Nosotros algo enfurruñados porque Estoril no era exactamente el lugar más divertido a nuestras edades. Se sirvió, como de costumbre, una Nochebuena cubana, con el lechón, arroz y frijoles y yuca. Paliando la tristeza de falta de amigos en Estoril, se acordó una recompensa por las buenas notas del trimestre recién finalizado. A los pocos días partí rumbo a Madrid, primera visita. ¡Quién me hubiese dicho entonces que ahí residiría tantos años! Fue una estancia llena de aventuras; empecé a tontear con una chica de mi edad, cogiéndole el gusto a las salideras nocturnas y a la dulzura de las primeras caricias. Todo entonces hacía parecer que 1963 sería un año libre de complicaciones y amarguras. El buen sabor de boca que dejó la temporada navideña pasada en Madrid facilitó que mis progenitores permitiesen una segunda visita. Llegué avanzado el mes de julio con el corazón y la mente inundados 149

de esperanzas y fantasías. Quizá hubo más fantasías que otra cosa, pero ¿qué se puede esperar a los quince años? No hay mejor momento para soñar con todo aquello que brinda alegría desmedida. Pero el diablo acecha o eso dicen. Si fuese verdad, a mí me tendió tremenda emboscada. Se recordará la escena en Monnivert cuando el director del colegio describió la dolencia entre mis piernas con la que una buena mañana desperté. A mi edad tenía la sangre muy caliente, era una olla en llamas. Quizá más de lo debido por mi ascendencia caribeña. El caso es que estaba deseando el contacto físico pleno. Por aquel entonces con la chica que salías no te atrevías a dar ese paso. Mis amigos en Madrid estaban adelantados en este terreno frecuentando señoras de la noche; el desarrollo de los primeros años de exilio no me había permitido ese tipo de escapada. Todo me empujaba a emularlos, a la desesperada, fuese como fuese. No había marcha atrás. Una tarde me uní a ellos para probar lo que esperaba fuese el fruto más provocador; la cercanía de otro cuerpo, el calor de esa piel, el roce inicial, el consiguiente toqueteo de las fantasías masturbadoras. Finalmente, la penetración. Todo mediante pago. Entré en un piso pequeño, cómodo, los muebles escasos, pero bien repartidos; un tresillo, mesas de madera a cada lado coronadas por lámparas idénticas y en el centro una mesa sin nada encima, todo en tonos beige claros, cortinas incluidas. Se veía un lugar cuidado. Era una tarde de calor insoportable. Si se ha estado en Madrid en julio, cuando arrebata el calor y no se mueve una hoja, en plena canícula, lo que apetece es lanzarte a la ducha. Llegué a mi destino sofocado, ansioso ante el banquete que iba a pegarme. Una señora me estaba esperando en el salón. En el recuerdo se me antoja guapa, de unos treinta y pocos años, con cabellera negra abundante, que le llegaba por los hombros. Delgada, muy bien proporcionada, de mi altura, se mostró abordable desde el principio. Lo que me llamó la atención por encima de todo fue el color de su piel que, sin ser mestizo, era cobrizo, semejante a las indias que aparecían en los libros de historia en la Salle de Miramar. No fue de muchas palabras, pero las pocas que dijo, nos llevaron a la habitación. 150

Su vestido veraniego y verde cayó al suelo. Me desvestí. La agitación que tenía ya no era sexual, era de miedo. Un pánico terrible a lo desconocido por mucho que hubiese imaginado esta situación en los momentos de intimidad más gozosa. La habitación era pequeña, del mismo tono que el salón, con una cama amplia, de alto respaldar de madera. Apagó las dos lámparas en las mesas de noche. Bastaba con la luz que llegaba del salón y se colaba por la puerta que separaba ambas habitaciones. No sabía que hacer hasta que me indicó subiese al lecho, vestido con impecables sábanas blancas, un cubre-camas enrollado a los pies, semejante a la cama de un hotel de altos vuelos. Como soy muy cuidadoso, y sobre todo viniendo del internado dónde te enseñan a hacer la cama con esmero, no me atrevía a acostarme con toda libertad. Por ahí empezó a fallar el experimento. No había apetito sexual. No me incitaba a besarla. Me contuve porque el olor de su piel no me resultó nada agradable. Rechacé la situación. Dicho sea, en pocas palabras, no funcioné; cometí el típico gatillazo. Lo intenté varias veces, pero aquello no tenía fácil salida; me vi en la boca del lobo, o del infierno, no sabía cómo superar esa situación tan embarazosa. Aquello se prolongó una eternidad, o así me lo pareció. Seguro que fue mucho más breve porque la compañera de juego no acordó una tregua. De forma educada dio por terminada la experiencia y yo, cabizbajo y avergonzado, marché triste y solitario. Dubitativo, caminé y di vueltas por el barrio, elucubrando, no se sabe que cuentos para mis amigos. Ni deseo recordar este momento, si lo hago ahora es porque creo que marcó mi vida y sería inadmisible no contarlo aquí. La cama, después de todo, no quedó por desgracia muy deshecha. Sin darme por vencido, lo intenté a los pocos días de nuevo con otra candidata con resultado todavía más trágico, pues la dama en cuestión se burló de mí. Debo decir la verdad completa: esta señora no tenía comparación física con la otra. Era más bajita, rubia, algo rechoncha, sin ser despreciable del todo. Menos acogedora que su colega, no invirtió tampoco mucho tiempo en labores preliminares. Algo tuve que ver en ella cuando la encontré un par de horas antes. 151

Desconozco que me llevó a contratarla. Quizá el deseo de “curar” mi frustrada intervención previa. Confiaba en que la anterior hubiese sido una mala pasada. Pero no fue así. Falló de nuevo el atractivo físico. Esto no era como estar con las chicas de buen mundo que frecuentaba y con las que tenía máximas erecciones y los pantalones manchados. No podía arriesgarme a otro encuentro y decidí regresar a Estoril. Tuve que inventar una buena excusa para explicar mi pronto regreso a los dueños de la casa donde estaba invitado. Mis padres quedaron sorprendidos de este cambio de planes. ¿Dejar Madrid cuando todavía te quedan días de sobra? ¿Qué te pasa? Pero no podía contestar con la verdad. ¡Cómo contarle esto a unos padres! Por aquellos tiempos lo referente a la sexualidad era tabú. Para un hijo relatar a sus padres este tipo de fracaso, ni se te pasaba por la cabeza. En el seno de una familia cubana, donde la pérdida de la virginidad de los varones se hace a una edad temprana, mi derrota sería todavía más llamativa y dolorosa. ¿A quién podía acudir? Con el paso del tiempo, ya con veintiún años, logré comenzar el primero de mis tratamientos psiquiátricos sin llegar a profundizar en este tema. Vivía esta circunstancia como una desgracia y una vergüenza que ni con el psiquiatra podías abrirte con toda claridad. Lo que fue una pérdida de tiempo por parte mía. Cuando me pongo a pensar en este imbroglio, siento que se ha ido toda una vida en temores y temblores cada vez que tuve que enfrenarme a aquella cavidad retadora. ¿Por qué será que el resto del acto me parece tan placentero? ¿Por qué cuando bajo al pilón me hincho de lujuria? ¿Por qué el mamar senos me arrebata? Y sin embargo el momento fundamental, consumar la gran penetración, me paraliza de pavor. Quisiera reflexionar sobre las consecuencias. Era evidente que el tipo de calentura que lograba con las chicas que sacaba a pasear no lo conseguía con estas señoras de buena vida. Ya no lo intenté más. No hubiese dado resultado. Lo que fue peor; a raíz de esas experiencias endiabladas jamás pude besar a una chica sin pensar en el gatillazo. Cuando sacaba a alguna a bailar ya no era como antes cuando me empalmaba con una facilidad increíble. Ahora debía apretarme al cuerpo 152

de mi compañera de baile y fantasear determinadas escenas lascivas. Ya no era aquel momento de placer anterior cuando el miembro se va elevando y sientes el traje frotarse con el de la otra. Me molestaba no sentir la espontaneidad a la que estaba acostumbrado. ¡Qué vergüenza a aquella edad recurrir a fantasías y no dejar que el placer entrase en mí espontáneamente! Con algunos esfuerzos logré salir airoso, salvo contadas ocasiones. He pensado que el miedo a esa cavidad impedía dar el do de pecho cuando la circunstancia lo demandaba. A menudo he mirado hacia abajo y pensado; “no me traiciones hoy”. Siendo además incontrolable, no hubo tratamiento psiquiátrico que haya podido remediar esta situación. Llevo ahora unos diecisiete años con el mismo psiquiatra en Nueva York. Al llegar a él, ya había dado por perdido la posibilidad de darle la vuelta a la condición tan torpe de mi acto sexual. No lo intenté tampoco. Mis últimas experiencias habían resultado algo más positivas en cuanto a juegos preliminares se refiere. El mal no había desaparecido, pero estaba algo más disipado que antes, desde luego. Puedo decir, y lo digo con dolor, que ya hace años no he querido exponerme a este pánico. No me arriesgo más, no vaya a ser que tropiece con la misma piedra. Algo tiene que haber para mí en esa cavidad que provoca tal rechazo. Ciertamente se trataba de una fobia. Me dominaba una inquietud irracional hacia la cavidad, esa cueva que puede ocultar estremecimientos indeseables. ¿Qué será? Ante el acto sexual, se apodera de mí una ansiedad abrumadora y entonces desaparece el deseo de penetrar y a la hora de la verdad se contrae. El trastorno emocional que implica tiene profundidades mentales y psicológicas que no logro hallar. Al principio pensé que este defecto desaparecería, pues ¿qué iba a saber yo de todo eso? El caso es que ha dejado un trastorno emocional que se traduce en una alteración belicosa que alteraba mi comportamiento torpe por no decir irracional. Por muchas vueltas que le dé, no veo el motivo, a menos que estribe en aquellas dos intentonas tan malogradas. Pasaron factura, no cabe la menor duda. Aclaremos. No es que no haya logrado el acto sexual en su integridad. Cuando he podido rematar, me sentía muy feliz y realizado. 153

Era la satisfacción de una labor bien hecha. Había disfrutado sentir como el pene se deslizaba fluido por el interior de la vagina hasta explotar en mil irrupciones. ¡Cómo no festejarlo! Algo así como sacar sobresaliente en el colegio o que Madame Fortoul, con su tinta roja, hubiese alabado en el margen determinados pasajes de mi disertación. O cuando te dan una escarapela por clasificar en un concurso hípico. No ha ocurrido tantas veces como lo hubiese deseado, pero ahí está el resultado; por lo menos no me privé de experimentar una de las mejores sensaciones de la vida y además sin pagar por ello. Cuando pienso en la inmensidad de veces que he rechazado avances por falta de seguridad, quisiera tirarme de los pelos. Recoger los pedazos de mi personalidad dolida me ha tomado toda una vida y, aun así, no me he recuperado. Esta lacra me perseguirá para siempre. El sentimiento de no lograr una penetración placentera y triunfante malogró mi vida, sobre todo el desarrollo sexual que con tanta pasión había comenzado a los quince años. Peor todavía, he dado prioridad a otros temas urgentes en mis sesiones de psicoterapia. Sin querer ignoré mi incapacidad sexual. He querido bloquear lo “imbloqueable” y me equivoqué. Hasta ahora perdura mi trauma que me impide hablar del tema. No es tarde para recapacitar. A estas alturas conocer la razón del terror a la vagina aportaría consuelo. El mal autoinfligido reclama una explicación médica y la encontraré. El verano continuó. A principios de agosto marchamos por vez primera todos a Marbella. Salimos en dos coches desde Estoril: nuestra madre, Carlos Manuel y yo en uno repleto de maletas y en otro Fulgencito, Marta María y la tata que llevaba una eternidad con nosotros, más el equipaje correspondiente. Donde van niños pequeños, ya se sabe, hay más que llevar y todo pesa descomunalmente. El recorrido por carretera se hizo placentero, porque descubríamos nuevos lugares camino de nuestro destino. Además, nos hizo un tiempo envidiable, eso sí, muy caluroso, pero sin una nube y la claridad añadía alegría a nuestro recorrido. Por fin llegamos a Algeciras donde paramos a almorzar en el Hotel Reina Cristina, imponente de aspecto y cuya belleza incita a pernoctar largo tiempo. Me gustaría regresar con tal de 154

recordar y revivir aquellos momentos de felicidad cuando, guiados por nuestra madre, penetremos en el hall del acogedor hotel. La estoy viendo a ella, con su traje claro, alta y esbelta, todo el mundo reparaba en su porte excepcional. Era inevitable que la presencia de la progenitora impresionase al pasar. Veamos. Su caminar era firme, a pesar de la inseguridad en su fuero interior, pues la procesión va por dentro. Pero ella vestía muy bien su papel, para ello disfrutaba de la dirección de su marido quien, aunque parezca contradictorio, era el que le escogía la ropa y hasta la aconsejaba en cuanto al color del pelo. Siendo Primera Dama, se recordará, era morena, pero a los pocos años de la tragedia del exilio, mi padre le propuso teñirse de rubio algo oscuro y fue todo un acierto. Poco tiempo después asistían a una corrida de toros en Lisboa, cuando el vecino de asiento se volvió hacia mi padre felicitándole por su tan guapa hija. Esta anécdota la repetía él a menudo y le llenaba de orgullo ver como sus consejos no eran en vano. De la mano de mi madre entramos en el Reina Cristina y, habiendo pasado a refrescarnos antes de comer, nos trasladamos a la estancia, prácticamente al aire libre, donde entonces se servía el almuerzo. Era un comedor de verano donde la flora más impactante de la zona hacía gala, con sus macetas, matas trepadoras, variedad incalculable de flores; los colores saltaban por todos lados, todo bajo esa luminosidad que únicamente el cielo azul de Andalucía permite exhibir. Nuestra mesa estaba debajo de una pérgola que, a su vez engalanada de igual tenor, nos albergaba del calor intenso. El olor de ese jardín babilónico hacía más apetecible, si cupiese, la permanencia en ese recinto. Nos trataron a cuerpo de rey, sirviendo un menú veraniego en el que el gazpacho cobraba nuevos sabores. Desde entonces me aficioné a ese manjar que disfruto en toda ocasión, sin que tenga que ser verano, siempre y cuando no esté alto de ajo y cebolla. Y es que hasta el color del gazpacho te embauca y conjuga y se hermana como uña al dedo con la temporada veraniega y con la de invierno anticipa de lo que está por venir. El pescado que pedimos a continuación era insuperable de lo que puede hacer gala el puerto pescador de Algeciras. Sin olvidar los postres. No fuimos nada originales y pedimos tocino de cielo que 155

era un pedazo de paraíso terrenal. Parecía mezclarse con trozos de esa caña de azúcar que llevamos siempre en nuestra sangre, no en balde somos cubanos. Al no decantarnos por el alcohol, nos perdimos empezar con un buen fino y a continuación catar vinos y caldos de primera categoría. Tampoco nos atrevimos a tomar sangría, pues nuestra madre consideraba que yo a los quince años era todavía muy joven para darme ese gusto. Tampoco quiso que probase una manzanilla de Sanlúcar después de los postres. Dejamos la mesa y aprovechamos para recorrer la ciudad. Todavía nos esperaban unas cuantas horas de viaje antes de llegar a Marbella. ¡Rumbo a Marbella! Llegamos entrada la noche y nos dirigimos a la casa que habíamos alquilado en la urbanización Guadalmina, donde nos esperaban sus dueños, familia inolvidable, entrañable, que pronto sería familia nuestra también y cuyos lazos y amistad perduran hasta nuestros días. Mi padre llegaría al día siguiente de manera que poco hicimos esa noche más que distribuir habitaciones, disponernos a pasar una grata velada y descansar de las innumerables horas de aquel largo, aunque inolvidable viaje que nos introdujo a la vida andaluza. Antes habíamos estado en Sevilla con nuestros padres en la Semana Santa de 1962, de manera que ya conocíamos la hospitalidad de esa gran provincia y de la belleza de sus pasos religiosos. Ahora presenciaríamos otra zona con otros encantos donde para nosotros brillaría para siempre Guadalmina, la urbanización donde se ubicaba la casa que albergaría nuestro veraneo de 1963. Era esa comunidad todavía virgen. Si bien disponía de residencias importantes, la mayor parte de su terreno estaba por explotarse hasta llegar al Hotel Guadalmina, recorriendo más de un kilómetro de tierras vacías de construcción. Finalmente se llegaba al hotel situado en la playa que entonces no era muy buena, pero que con el tiempo se fue transformando hasta convertirse en una muy apetecible ribera. El hotel ofrecía una piscina rectangular a la que acudiríamos a diario y a la que nos condujeron los hijos del acogedor matrimonio Urrestarazu, dueños de nuestra casa veraniega. La piscina se completaba con unas cabañas al pie de su lado sur si mirabas desde el comedor que, contra156

rio al del Reina Cristina, se encontraba debajo de un techo adecuado, pero también coronado por plantas. Al día siguiente llegaron mi padre y mi hermano Jorge. Mi padre iba en su coche, conducido por nuestro tan querido Alfonso, y Jorge conduciendo su propio coche, un Peugeot descapotable que iba muy bien con sus diecinueve años intrépidos y refrescantes de jovialidad y desparpajo. Se encontraron así con esta Guadalmina donde pasaríamos uno de los veranos, si no el más feliz, uno de los más felices de nuestra vida. Fueron a saludarlo los Urrestarazu y desde el primer momento hubo una corriente de simpatía mutua. Fue el mejor lugar para escapar de la soledad de Estoril donde todavía estábamos algo apartados del mundo. En Guadalmina nos apresuramos a entablar amistades y nuestra vida social por fin cobraría la personalidad que requiere la juventud. A partir de ese día se inauguró una etapa muy feliz para la familia Batista, una emoción que me recuerda la llegada a Funchal unos años antes. La cama de los Batista Fernández estaba representada en su integridad, pero faltaba la cama Batista Godínez, pues sin ésta última no hay familia Batista al completo. En los años siguientes se uniría nuestro hermano Rubén con su esposa, Carmita, y sus hijas, perfecto complemento de nuestra familia. De esta manera, mi padre logró reunir una familia desde las dificultades de un divorcio para consolidarla y en la que predominó el amor. Ese fue otro logro suyo que debe reconocérsele como padre y persona. Comenzaba así un verano que sería de esos a la antigua, de los que superaban las cinco semanas. Con quince años descubría una Marbella todavía incipiente, pero que tímidamente predecía su éxito posterior. Guadalmina nos abrió las puertas a una nueva vida hasta que el destino intervino para entorpecer esa buena racha. De entrada, nos encontrábamos lejos de Estéril, donde pasar las vacaciones no me era grato por el aislamiento al que nos condujo el exilio. Estas vacaciones serían muy diferentes a las portuguesas que empañaban esos días de asueto. ¿Para qué despertarse temprano? En verano y en Marbella, después de los madrugones en el internado, esta temporada estival era 157

para dormir a piernas sueltas, sin despertador que aguase la fiesta. A la hora que fuese, te incorporabas ligeramente, estirándote, sacudiendo la pereza con tal lentitud que envidiarían las marmotas, saliendo de la cama por fin para el aseo matutino. No tenía entonces la barba tan cerrada y no necesitaba largo tiempo para afeitarla. Sintiéndote libre de horario, te ponías un nicky, el bañador y, saz, a la amplia cocina donde sin reparos de ninguna clase abríamos la despensa, el refrigerador, los múltiples cajones para prepararnos el desayuno. Empezábamos el día bien fortalecidos. Por aquel entonces no se hacía régimen; eso era cosa de mayores. Jorge, Carlos Manuel y yo, nos servíamos a nuestro antojo. Yo era tan goloso, lo he sido desde mi niñez, y me servía unas suculentas tostadas de pan local, gordo y crujiente, embarradas de mantequilla y mermelada de fresa; no de las de hoy en día, bajas en calorías y grasas, de sabor dudoso. No me fijaba en el peso, lo que ahora hago en exceso, dando rienda suelta a mis antojos nutricionales. Como el café estaba listo, y la leche ya caliente, hirviendo en mi caso, te dabas un buen atracón y quedabas listo hasta el siempre bienvenido aperitivo La mañana solíamos pasarla en la piscina. A medida que los días transcurrían, nos integrábamos mejor en el ambiente y hacíamos más y más contactos con los de nuestra edad. Éramos un conjunto de alegres participantes. Nos dábamos cita alrededor de aquella piscina. Nuestras charlas se distendían. Lo que en principio fueron tímidas conversaciones pasaban a ser intercambios jaraneros, a veces picantes, otras arriesgados, pero en toda circunstancia presididos por la sana jovialidad que tienen los que están disfrutando de la vida, sin mayores responsabilidades que la de estudiar. Por lo general a la hora de comer regresábamos a nuestras respectivas casas, aunque a veces se acercaban mis padres y almorzábamos un grupo grande en las inmediaciones de la piscina en ese comedor que recordaba al de Reina Cristina. La conversación entre padres e hijos fluía. Disfrutábamos en la compañía familiar, aunque a veces se unían otros amigos y compatriotas que también veraneaban en Marbella y se acercaban a saludar a su antiguo Presidente. ¡Que diferente del aisla158

miento que sufrimos en Estoril! Aquellos almuerzos podían fácilmente comenzar después de las tres de la tarde y prolongarse varias horas. Acto seguido unos se adormecían a la sombra en las cómodas tumbonas, mientras otros se disponían para jugar al golf, al tenis u otros deportes. Yo, ajeno a los deportes, me complacía en no hacer nada o fantasear, que en eso era experto. En lo único que destacaba era en el esquí acuático que no practicaba desde Madeira. Ese verano no teníamos canoa para esquiar y lamenté su ausencia. ¡Preciosos quince años! La noche sería otra cosa… Desde el atardecer hasta la hora de cenar yo permanecía en casa, aunque ya comenzaba a hacer mis primeras salidas nocturnas. El tiempo muerto lo pasaba oyendo música, merendando, no paraba de comer. El final del verano me vería con varios kilos de más. Siempre cuidadoso con mis deberes escolares, dedicaba tiempo a las lecturas de obligado cumplimiento impuestas por el internado para los meses de verano. Mi afición por la música pop fue temprana; nació en Cuba a finales del último mandato de mi padre. Era algo precoz. Los Top 20 del Hit Parade de Estados Unidos se retransmitían por la radio habanera y no me los perdía por nada en el mundo. Tuve una cultura muy pop hasta casarme cuando la vida impuso su ritmo y otras condiciones. Presencié el nacimiento del fenómeno “Elvis” que irrumpió en nuestras vidas a la velocidad de un meteorito. Era peculiar, impactante, no se había visto a nadie mover las caderas como Elvis con su guitarra colgando del cuello. Elvis era Elvis. La cara rebozaba de salud. Hacía gala de un esplendor juvenil que brotaba de su cadencia masculina y del ímpetu o ternura que, según la pieza escogida, reflejaban sus interpretaciones. Irremplazable, fue un primum inter pares hasta su fallecimiento. La primera vez que oí Hound Dog, me sacudió un vendaval de la cabeza a los pies. Después vino Love Me Tender (¡Qué sabría yo a esas alturas!) que lo situó entre los mejores baladistas de todos los tiempos, si no el mejor. Basta con oír su exuberante The Wonder of Love en la que, con voz trémula y sugerente, invita al baile íntimo, a la caricia dulce, para que la pareja, pegado uno con otro, se susurre al 159

oído tiernas palabras en voz baja y sensual, y empiece a subir la savia impaciente por explotar. No deseo menospreciar a sus coetáneos que entonaban cantos inocentes a los oyentes quienes, en desenfrenados ritmos rockanrroleros o en pausados bailables, inundaban las pistas de baile con más armonía que los actuales, cuyas interpretaciones dejan mucho que desear comparadas con las de los años de finales de los cincuenta. Cierto es que en los años siguientes surgieron nuevas agrupaciones musicales y solistas que supusieron un nuevo estremecimiento musical. Disfrutaba de esos sonidos cuando, acercándose la noche, al lado de mi pickup, me lanzaba sobre la cama a oír los hits traídos desde Monnivert. ¡Cuanto soñé y cuanto deseé! Pero se acercaba la hora de cenar… El verano comenzó por ser algo doméstico, porque al principio solo conocíamos a un grupo reducido de amigos que paraban en El Cortijo Blanco, otra urbanización, donde había muchísimas familias de Madrid veraneando y que con el paso del tiempo llegaríamos a conocer y entablar amistad duradera. Las comunicaciones por carretera eran entonces algo deficientes y, disponiendo de chófer, pudimos visitarles y ellos a nosotros en Guadalmina. Renuentes a permanecer en casa todas las noches, averiguamos a qué otros lugares nocturnos podíamos acudir. ¡Todo esto con quince años! Eran otros tiempos, y tratándose de sitios frecuentados por familias que se conocían entre sí, no había el temor a incidentes peligrosos como hoy puede suceder. Tuvimos guateques en “El Cortijo Blanco”, fiesta de disfraces en una discoteca algo aldeana; viajamos hasta “Los Monteros”, que desde Guadalmina quedaba a una distancia respetable, pero una vez ahí, se conocían nuevas amistades, no te querías marchar, porque entre su vegetación, sus casas espectaculares, el hotel resplandeciente, y su parrilla que deleitaba los paladares de los veraneantes, deseabas echar ancla y quedarte a dormir. Todavía no había abierto “Pepe Moreno”, disco más permisiva que las otras, dónde te quitabas el eterno manto conservador de nuestra severa educación. La reina indiscutible de “nuestra” noche, desde aquélla en que la descubrimos, fue sin duda alguna el Marbella Club que en un sentido 160

recordaba a “Los Monteros” por su vegetación impresionante y el olor que desprendían sus “damas de noche”, una flor que conozco gracias a este hotel. El Marbella Club, o el Beach como afanosamente la llamábamos, era una combinación de hotel con piscinas, terrazas, bar, todo dominando la playa misma, de un gusto exquisito, pero su joya era la discoteca cuya pista de baile presidida en el centro por un gigantesco y grueso tronco de árbol por el que trepaban unas enredaderas de un intenso verdor. El árbol subía muy alto, irrumpiendo con fuerza hacia el infinito, por donde penetraba parte de esa noche mágica como solo el Marbella Club versión verano 1963 podía brindar. Se accedía al Club por un paseo flanqueado a ambos lados por una flora exuberante que desembocaba en un callejón más estrecho, dominado a derecha e izquierda por un follaje espeso de donde brotaban flores de colores variados. Se llegaba entonces a un espacio circular de adecuada decoración, que daba a la playa y hasta donde llegaba el rumor de las olas del mar. Eran sus habituales gentes de renombre, financieros, nombres sonados del mundo de negocios, de la aristocracia europea y española. Llamaba la atención el buen gusto en el vestir y la variedad de idiomas que ahí se hablaban. Iban unos y otros de mesa en mesa, saludándose con efusión, pues todo el mundo se conocía entre sí. Su Disc Jockey conocía toda la música de moda en Inglaterra y los Estados Unidos que era la que mandaba en el ambiente musical popular del momento. Sabía además como enlazar una tanda de hits con otra de boleros o canciones lentas, como nos gustaba llamar a las que permitían el “cuerpo a cuerpo”. Decía una señora compatriota y amiga, “cuerpo a cuerpo, pero hasta la cintura”. Claro que no se hacía caso, cada cual llegaba donde podía. Soplaba siempre una brisa ligera que acompañaba las tonadas que el Disc Jockey lanzaba por los altavoces y tu mente se ponía a volar, envuelta en mil fantasías, cada uno de los presentes repleto de amores deseables y deseados. Fue un verano significativo. Surgió un romance entre Jorge y Rosa, la hija mayor del matrimonio Urrestarazu. La familia se unía cada vez más. Apuramos los últimos días de ese veraneo con mucha 161

alegría y con la esperanza de volver, como aconteció. Fuimos invitados a varias fiestas y sentamos las bases para nuestra futura vida en Madrid que todavía no se vislumbraba. Guadalmina sería desde entonces y hasta la muerte de mi padre el lugar de reunión familiar y además allí empezó a jugar al golf. Aunque entrado en años se entregó a este deporte y pudo seguir practicándolo en Estoril. Le gustaba ir en compañía de mi madre, quién todavía menos deportista que yo, lo acompañaba sin dudar en apuntarse a esta salida de última hora matutina. Los veranos siguientes los pasamos en Guadalmina. A finales de 1963 se fraguó la petición de mano de Rosa y se preparó la boda que debía celebrarse al año siguiente en San Pedro de Alcántara, la demarcación a la que pertenece Guadalmina. Durante aquellos veranos se repetían los baños de playa y la piscina, los almuerzos tardíos, las noches desenfrenadas y un “viva la Pepa” veraniego que durante el resto del año habríamos de extrañar. Era como si Marbella fuese un refugio para liberar instintos reprimidos, saltar barreras, soltarse el moño y vivir la vida a tope. Con todo, nuestra juventud no podía desarrollarse como la de otros de nuestra edad. Teníamos, seguimos teniendo, un incómodo pasado histórico, algo que empañaba nuestro desarrollo psicológico y social durante la adolescencia y juventud. Llegué a Marbella en esa tesitura. Mi bagaje psicológico albergaba conflictos que no había resuelto. Pretendí hacer como los demás, fracasando en mi empeño. La vida alegre, irresponsable, característica de la época estival, no jugó a mi favor. Y mucho menos su ambiente permisivo y el descontrol personal resultante. Esta mezcla explosiva no podía favorecer una mente traumatizada en lo familiar, social, político y sexual. ¿Iba a salir adelante en tal ambiente? Me sabía rechazado, aunque a mi favor tenía el mérito de enfrentar la situación. Me empeñé en continuar por un camino que, en circunstancias normales, sería lo menos tóxico posible, pero en mi caso perturbó un desarrollo sano, pues una cosa es salir y divertirse y otra pretender que se pasa bien cuando por dentro la angustia y el aparentar se convierten en el modelo a seguir. Veremos que al no saber distinguir entre aquella vida y la verdaderamente constructiva 162

me llevaría a tomar las peores decisiones de mi vida y en definitiva a frustrar todo intento de construir un presente y un futuro productivo en lo psicológico y profesional. Algunos sobrevivieron a esta prueba. Era una auténtica piedra para los que no supimos diferenciar entre un mes de juerga y la seriedad que implica el resto del año, ya fuese en los estudios universitarios o en la vida diaria de cada cual. Éstos terminaron hundiéndose. Otros fueron lo suficientemente inteligentes para apartarse de la ruta desviada.

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Dama de Elche. Vietnam y la dolorosa renuncia ¿Qué pasó después de Monnivert? Decir adiós a figura tan impactante como la de Madame Fortoul duele y toca hacerlo porque la vida sigue. Durante los dos últimos años de internado mis hermanos y yo estuvimos dando la lata a nuestro padre para que nos trasladase a Madrid, poniendo fin a nuestros estudios en Saint-Prex, donde radicaba Monnivert, y pudiésemos tener una vida más hogareña cerca de los progenitores. Mentalmente teníamos un pie en Marbella y el otro en nuestro deseo de volver a casa que anhelábamos fuese Madrid. Vigilante infatigable de la educación de sus hijos, mi padre no parecía estar muy de acuerdo con nuestro empeño. Insistimos y por fin cedió. Con el paso del tiempo, creo que fue un error. Deberíamos haberle hecho caso, como en tantas otras cosas, y haber permanecido en Monnivert por lo menos hasta pasar la maturité suiza o el bachillerato francés. Abundantes razones nos empujaban hacia España. Ese embrujo del que tanto se habla nos embaucó y truncó una decisión determinante para nuestros estudios. No quiero aquí menospreciar la loable formación académica que entonces se impartía en la Madre Patria. Pero nosotros ya estábamos encausados en otra cultura. Este cambio fue como un golpe de teatro en mi vida. Comprendo ahora que con apenas dieciocho años, y con un par de años de retraso en mis estudios por la salida de Cuba, mi vida de estudiante se hubiese desarrollado de forma más provechosa de permanecer en Suiza o en Francia. Esta circunstancia se habría ajustado perfectamente con mi deseo de progresar en los estudios de la literatura francesa y del latín. Hubiese sido preferible terminar el bachillerato en Monnivert e ingresar a continuación en una universidad de la Suiza Romande o en París. Sin embargo, llegamos los tres hermanos a Madrid en el verano de 165

1965 prácticamente admitidos en el que sería nuestro nuevo colegio. Hubo una condición, única, y era que, para que yo pudiera ingresar en Preuniversitario, tendría antes que haber superado dos años previos de Griego Clásico. No cumplía con esa condición. ¿Qué decisión tomar? Mis padres estaban en un callejón sin salida. La solución no parecía fácil. Sin embargo, la decisión de entrar al colegio y mi interés por continuar los estudios clásicos ya iniciados en mis años suizos, despejaron las dudas. Se sugirió en consecuencia que dedicase todo ese verano a prepararme para el nivel de Griego Clásico que exigía mi curso. El colegio recomendó una profesora, su nombre era Emilia, con la que llegaríamos a entablar una amistad que perdura hasta la actualidad. Ella me comentó, y lo sigue haciendo muy a menudo, que tuvieron que convencerla para aceptar tal encomienda, pero que el director del colegio insistió para que lo intentara porque, aunque se trataría de un chico de poca voluntad y quizá insoportable, habría que echarle una mano y que, si las cosas no fueran bien, pues entonces que lo dejase y Santas Pascuas. Sin conocer estos antecedentes, me propuse tener una actitud que fuese todo lo contrario. Desde la primera clase, a pesar del caluroso verano madrileño que rondaba los cuarenta grados, me lancé con fuerza, interés y ahínco a probar que era un estudiante meritorio. Entre otras razones, porque en la especialidad de Clásicas no había que estudiar ni matemáticas, ni física ni química, aquellos grandes dolores de cabeza del internado. Así nació el estrecho vínculo que para siempre me ató a la que con cariño y respeto sería un ancla académica, la guía de aquella etapa académica. Su dedicación, sagacidad y sabiduría didáctica fueron decisivas para que, al fin, obtuviera notas muy halagüeñas. Inmediatamente me puse a la tarea y todo julio y agosto de ese verano los dediqué a las clases y tareas de esta asignatura que empezó a cautivarme por su curioso alfabeto del que hasta la fecha no sabía nada y por lo complicado y misterioso de su gramática. No me costaba esfuerzo alguno. Animado por la personalidad simpática y locuaz de la profesora, pasaba largas horas memorizando declinaciones y ha166

ciendo mis pinitos con traducciones de principiante. Éstas eran como una primera piedra que abrieron las puertas a textos más difíciles ante cuyo reto no me achicaba. Era un placer especial ver las correcciones en rojo y azul de mi preceptora, quien, todavía muy joven, esbelta y ataviada con su vestido floreado, iluminaba el ambiente veraniego que presidía estas lecciones. A su vez interesantes y divertidas, así, poco a poco, me fui familiarizando con la lengua homérica. A principios de septiembre nos tomamos unos días de descanso durante los cuales pude reposar la mente y emplear el tiempo en los hábitos propios de la juventud de mi tiempo, viajando a la playa, haciendo nuevas amistades, oyendo la música de los Righteous Brothers y otros muchos que por la radio no paraba de sonar. El tiempo voló y de nuevo me encontraba en aquel salón amplio con una mesa de despacho, igualmente espaciosa, en la que nos apoyábamos para continuar nuestras clases que se multiplicarían con la proximidad del curso escolar. Éste empezaba al finalizar septiembre y tenía que estar preparado para enfrentarme con la traducción de la Ilíada. Pero la profesora tampoco descansaba y en las pocas semanas que faltaban, redobló sus esfuerzos y las cargas de tareas que me imponía. Por mi parte me entregaba al estudio, y, al llegar la fecha de ingreso en el colegio, no tuve dificultad alguna con aquella lengua muerta que ojalá sobreviva y continúe en nuestra educación por más que otros se empeñen en lo contrario. Emilita, como solíamos llamarla, supo mantener mi interés por la asignatura. Dado el éxito obtenido con las clases de verano, mi padre decidió que continuara con clases privadas un trimestre más y así se hizo. Además, como Carlos Manuel se iniciaba ese año en el primer curso de griego clásico, se convino con ella en que continuaría “sirviendo”, como con tanta gracia decía ella. Su éxito se duplicó y hasta triplicó y la relación se extendió para que Fulgencito tomase con ella la misma asignatura. Una tarde, al final del curso, en vísperas ya del examen final de Preu, como cariñosamente se le llamaba al Preuniversitario, ayudado 167

por nuestra ya entrañable profesora, había pasado todo el día repasando temas de filosofía, historia, literatura y ciencias naturales. Ya nos habíamos examinado de griego clásico y latín, pruebas de las que salí muy bien parado. Al atardecer, una de esas tardes espectaculares que Madrid nos brinda en verano, le propuse que se quedase a cenar. En realidad, pretendía que su presencia calmase mi ansiedad previa al examen. Para romper la monotonía nos trasladamos a la terraza de la casa que, en el corazón de la ciudad, era un aposento de paz. Este espacio rectangular, sin césped, era casi todo de cemento blanco, aunque grisáceo por su ya larga historia. Sin embargo, limpiándose con frecuencia cobraba vida de estreno. No había flores. Se echaba de menos su frescura y la emanación de efluvios vespertinos. En sus bordes, brotaban espontáneamente plantas no muy altas, algo descuidadas, más bien matojos. Con todo, esa terraza contribuía a la armonía familiar. Era un resguardo, lejos de cláxones y demás molestias de la hora punta, lograba un ambiente alegre y acogedor donde se respiraba aire puro. Nuestra única abuela que vivía era la materna, la abuela Emelina, y residía todavía en Daytona, pero Carmita Gamero ya se había reincorporado a nuestro hogar, siendo la dama mágica del mismo, por su atención amorosa irremplazable y la brillantez en las tareas familiares y de intendencia. Carmita tenía una palabra amable para todos, y, sin embargo, excepcionalmente adoptaba una actitud intolerante, aunque, desde luego, con nuestra profesora se desvivía. Le propuse que compartiese la cena con nosotros en la terraza. En ese anochecer la brisa calmaba el sudor y la temperatura era grata. Nos sentamos a la mesa, protegida por un árbol señorial y frondoso que dominaba este sitio. El formidable árbol, regalaba además su sombra refrescante y el canto alegre de los pájaros contribuía al encanto del momento. ¿Cuántos años tendría? Parecía que desde siempre. ¿Cómo estará ahora? La pregunta no se puede evitar. ¿Seguiría tan imponente? La mesa ocupaba un lugar central en la terraza. Era redonda y admitía unas seis personas. Las sillas eran de hierro y de color blanco. 168

Sobre ellas tirábamos los libros con desenfado. Un centro de mesa, de rigor en nuestra casa, al disponerlo para las comidas la dotaba de una cierta gracia. Así expuesta, invitaba a sentarse para pasar el rato, entablar tertulias, estudiar o compartir meriendas y comidas. En invierno, u otoño cerrado, el conjunto se retiraba al sótano que era trastero, pero que compartía lugar con la cocina. En el albor de la primavera se volvían a sacar la mesa y las sillas. Daba alegría verlas de nuevo, ejerciendo de damas y señoras. Recordaban ratos felices, de atardeceres estudiantiles y noches sin sueño, donde no faltaría alguna juerga. Junto a esta mesa, mi padre, acompañado de uno de sus escoltas, esperaba a menudo la llegada de sus hijos al regresar de alguna que otra noche de jolgorio. Después de tanta alegría, mesas y sillas quedaban desiertas con los desplazamientos veraniegos y era entonces como si llorasen de soledad, quizá de hasta abandono. Imagino que los que ocuparon nuestro lugar habrán sabido cultivar ese tesoro y hasta hacerlo jardín para que el verdor resaltase todavía más su armonía y repartiese perfume a yerba. La casa nos habría entonces perdonado nuestro adiós. Un día, coincidiendo con nuestra mudanza reciente a otra zona de Madrid, salía Emilia, nuestra profesora, de darle clases a mi hermano más pequeño cuando se cruzó con mi padre y un amigo. El andar desenvuelto de Emilia, tan campechano, unido a la altura y esbeltez de su porte, la expresión alerta de la mirada en una cara vigorosa y seductora, la tersura de la piel, no podían pasar desapercibidos. Al cruzarse con los dos hombres presentes, éstos la saludaron con efusión. De repente nuestro huésped la exhortó con garra y fuerza y le dedicó un requiebro oportuno, retratándola con el piropo más floral de todos, al elogiarla y compararla a la “Dama de Elche”. Era como dar en el clavo. Los más jóvenes presentes no pudimos evitar una exclamación de sorpresa. ¿“Dama de Elche”? nos preguntábamos. Algo sabíamos de su historia. Pero ¿desde cuándo no habíamos oído hablar de la estatua? Viendo su imagen se comprende la fama que obtuvo por la belleza, la expresión, los ojos fascinantes y el renombre que la acompaña. Nuestra “Dama de Elche” recibió jovialmente, pero con cierto sonrojo 169

coqueto y juguetón, el halagador comentario. Con soltura se volvió hacia ellos y les agradeció la espontánea lisonja. Los años pasaron. Nuestra profesora ascendió a catedrática de instituto. Le surgió entonces una plaza en Lisboa, adonde se trasladó. Residió allí varios años y tuvo la oportunidad de encontrarse nuevamente con mi padre en Estoril. La amistad con Emilita nos honra y perduró para siempre en nuestro recuerdo. Finalmente aprobé Preu con notas sobresalientes. Comenzó un nuevo curso y con su llegada, apareció una sorpresa. Fue una carta de la Embajada de los Estados Unidos en Madrid. ¿Qué podría ser? Abrí la carta con cierto nerviosismo. Era un pliego largo de una página en la que se me citaba para acudir en fecha determinada a la Embajada y proceder a hacerme el tallaje para ingresar en el ejército americano. ¿Ir al ejército? ¿Por qué? ¿Que había hecho yo para recibir este castigo? Era la época de la guerra de Vietnam y estaba a punto de cumplir los dieciocho años. Obviamente, era el momento en que por ley debía citárseme para comenzar los trámites de ingreso en las fuerzas armadas norteamericanas. Pero no era el mejor momento. Avisé a mi padre y nos dispusimos a preparar la entrevista. Iría acompañado de Emilio Fernández-Camus, que fuera Presidente del Tribunal de Cuentas en la Cuba republicana. Hablaríamos con el vicecónsul de la Embajada norteamericana. Ahí acudí con Emilio una preciosa mañana otoñal en la que brillaba el cielo más azul que cabe imaginar. Así es el cielo de la Villa y Corte, el más puro de los cielos que he conocido, aunque tengo dudas si el de Varadero no sería todavía más llamativo. Despierto a hora temprana, mi padre dispuso que pasase a recoger a Emilio y juntos nos presentamos en las dependencias de la Embajada. Nos acogió un señor de apariencia joven, elegante y amable, de hablar pausado. De piel muy blanca y cabellos dorados, personificaba el perfil anglosajón, de eso no cabía duda. Iba vestido de traje y corbata, perfectamente a juego con la camisa, e intentaba hacer el momento lo más grato posible. 170

El despacho donde se celebraba esta entrevista estaba decorado conforme a los cánones de la elegancia sobria. Todo olía a conservador, a orden. El ambiente era pura armonía. Mi entrevistador se mantenía sentado detrás de una mesa despacho de madera gruesa. Sincero y directo, contestó a mi inquietud referente al tallaje para mi incorporación castrense. Comenzó la entrevista en tono placentero. Me sentí fuerte y comencé a hacer preguntas. La primera, desde luego, fue pedir un aplazamiento. Lo creía lógico. Acababa de empezar el año escolar, para mí un año decisivo, pues era la llave para entrar en la Universidad. Allí estaba yo charlando con todo un funcionario diplomático de una gran potencia; era vicecónsul. Emilio permanecía impávido al ver que yo solo conducía la conversación. Pero, por si acaso, él había abierto el fuego. Explicó que su presencia era la de acompañarme como amigo de confianza de mi padre, y que su interés era la preocupación por el futuro de su hijo. La respuesta del vicecónsul fue amable, pero inapelable. Cumplía con su deber. En ese momento me sentí abrumado. No se me concedería ningún aplazamiento. Tendría que incorporarme lo antes posible. Mi deber era escucharle con respeto, como hice. En mi mente surgió el fantasma odioso de la guerra lejana que se desarrollaba con la crueldad más absoluta. Todavía encontré fuerzas para formular otra pregunta, a mi parecer práctica y de sentido común: como en España había varias bases norteamericanas, ¿no se me permitiría incorporarme a alguna de ellas? No dejaba de albergar esperanzas que el cónsul aprobase mi deseo. Adiviné el esbozo de una sonrisa en su boca. Y fueron unos momentos interminables hasta que pronunció su respuesta desalentadora. Ante tal coyuntura mi inquietud se hizo más evidente y Emilio intervino de nuevo. ¿Habría alguna salida decorosa que pudiera librarme de la llamada a filas? Me hundía en la silla mientras escuchaba estas palabras que significaban interrumpir mis estudios. Insistió Emilio en que un joven de apenas dieciocho años tendría algún mecanismo jurídico que le permitiese aplazar esta circunstancia. El vicecónsul le miraba con respeto, pero confirmó su sentencia: 171

habría que seguir con los trámites establecidos por la ley de circunscripción. Ante tal callejón sin salida me puse muy serio. Si no podía ingresar en una base local, si no podía aplazar el servicio para el que se me llamaba, si iba a ser soldado de inmediato, pensé que tal vez podrían enviarme a algún campamento por Carolina del Norte o quizás en California. No recuerdo porqué pensé en esos estados de los que la prensa se hacía eco. He aquí el momento en el que el mundo se me vino encima. “Vayamos al grano”, pronunció el diplomático. “Pues ni uno ni otro. Irás a Vietnam. No tendrás otro destino que no sea ése.” Emilio y yo quedamos paralizados. ¿Vietnam? ¿Así de cruel? De manera que apenas un lustro después de salir de Cuba y haber sufrido el cambio de países e internados ¿ahora tendría que ir a Vietnam? ¡Ahora que por fin había recuperado el hogar familiar! Mis oídos no daban crédito. Entonces, si a esa temprana edad tenía que lanzarme a un conflicto armamentístico, ¿sería posible que no hubiese una salida airosa? Por fin Emilio, que había sido profesor de Filosofía del Derecho y ejercido la abogacía en Cuba, señaló que la nacionalidad es determinante en la circunstancia que se debatía. ¿Qué pasaría si se renuncia a ella?, preguntó. Nunca le estaré tan agradecido a aquel funcionario americano, cortés y estricto cumplidor con su deber, como cuando dijo que efectivamente podía renunciar a mi ciudadanía y quedar libre del servicio militar para no ir a la guerra. A lo que añadió algo que me llenó de optimismo (por fin ¡un momento optimista!): la renuncia no implicaba la pérdida de la nacionalidad para siempre. Si renunciaba hoy y si más adelante volviese a permanecer en territorio norteamericano cuatro años como residente legal, estaría entonces completamente legitimado para recuperarla. Nos pusimos de pie. Agradecimos el rato concedido y regresamos a casa para informar a mi padre de este resultado. Mi padre tenía su despacho en la segunda planta, al lado del dormitorio principal y del de los de mis hermanos más pequeños. Llegamos Emilio y yo lo antes posible, porque queríamos analizar el resultado de la entrevista. No se desperdiciaría nada de lo que se habló en la 172

Embajada. Mi padre nos esperaba en su despacho. Como era habitual en él, su expresión era tranquila. Jamás exteriorizaba inquietud. Sabía transmitir confianza y seguridad. Por eso me sentía ya muy relajado en su presencia. La situación que le comunicábamos ahora era incómoda. Si aceptaba convertirme en soldado norteamericano, tendría que enfrentarme a un inesperado vuelco en mi vida personal. Una vez más tendría que sufrir un cambio, un traslado de país. De nuevo el futuro se presentaba incierto. Al enterarse de la encrucijada en la que me encontraba, el rostro de mi padre asumió una expresión seria, sin que llegara a demostrar una preocupación extrema. En ese momento prefirió no tomar una decisión. Días después, y antes de su regreso a Estoril, volvimos a conversar sobre el mismo tema. Mi padre ya había tomado una decisión. Como le había hecho saber a Emilio, escribiría una carta al Embajador, Richard Wagner, para explicarle las razones por las que su hijo renunciaría a la nacionalidad norteamericana. Como así fue. Consideraba en la misiva que su hijo era ante todo cubano y que ostentaba la nacionalidad del país del Embajador con mucha honra y orgullo, pero que primaba su origen familiar que era, como sigue siendo, cubano. Para su hijo no era el momento de ir a la guerra que, en otras circunstancias pudo haber sido aceptable, pero a una edad temprana y disponiendo, al fin, de un hogar después de las interminables dificultades para poder reunirse con su familia en un hogar verdadero, y terminar sus estudios superiores, estimaba que su hijo debía poner en marcha el proceso indicado de renuncia de nacionalidad norteamericana. Con toda seguridad, no le fue fácil a mi padre escribir esa carta. Era sabido el amor que mi progenitor sentía por esa gran nación a pesar del malestar que el Departamento de Estado le había ocasionado durante los dos últimos años de vida republicana en Cuba. Sin embargo, se vio obligado a proteger lo más conveniente la vida de su hijo. Además, entendía que acudir a la contienda brutal que se estaba librando en el continente asiático no tenía sentido. Ahora comprendo que esta decisión no estaría bien vista por aquellos que fueron a Vietnam y sufrieron implacablemente la furia desatada sobre ambos lados. 173

No obstante, si me pongo en lugar de mi padre, yo hubiera hecho igual con un hijo. El próximo paso fue hablar de nuevo con el encargado diplomático de mi caso. Emilio y yo solicitamos una segunda entrevista. Nos recibió en el mismo despacho. Con todo, no dejaba de sentirme inquieto porque en tales circunstancias nunca se sabe si puede surgir alguna sorpresa inesperada para empañar el plan familiar. La gentileza de nuestro interlocutor se hizo de nuevo patente y nos pidió que conserváramos la calma y de esta forma, entre los tres, pudiéramos analizar la delicada situación. Quizá algo intuía, aunque no me consta. Se interesó por mi decisión y Emilio tomó la palabra para explicarle la posición de mi progenitor. A ello el vicecónsul reaccionó de manera muy grata. Pasó a describir los pasos legales que conducirían a la renuncia de la nacionalidad norteamericana y repitió que ello no implicaba que fuera irrevocable. Nos recordó que la recuperación de la misma era factible con solo cuatro años de residencia continua en su país. El próximo paso era una mera formalidad, pero triste para mí. Siempre me había sentido complacido en ser ciudadano de la patria de Lincoln a quien tanto admiraba mi padre. Jamás pensé que llegaría el momento de abandonar lo que significaba para mí ese pasaporte. Muy a regañadientes, por tan apesumbrada circunstancia, tuve que volver a la Embajada, nada más y nada menos, para jurar sobre la Biblia que entonces tal era mi decisión. Concluía así un capítulo desagradable y penoso de mi vida, cuyo peso llevaría conmigo a lo largo de los años venideros. Dejé entonces de tener una nacionalidad para pasar a ser un apátrida con las adversas consecuencias de esa condición.

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Preuniversitario. Primeros pasos en la Facultad de Derecho Comenzó el curso escolar. Era mi tercer colegio en poco menos de seis años. Enfrentaba de nuevo la tarea de adaptación a un nuevo sistema escolar. Por vez primera desde la salida de Cuba, desde los años de La Salle de Miramar, no estaba interno. Esta vez fui lo que me hacía tanta ilusión. Ahora pertenecía al grupo de los que salen de su casa por la mañana para asistir a sus clases y por la tarde regresan al hogar familiar. De lo que no escapaba era del periodo de adaptación. Gracias a buenos amigos, al fin, ingresamos Carlos Manuel, Fulgencito y yo en el nuevo colegio. El horario resultó muy conveniente. Ahora, al cursar Preuniversitario, disponía de dos días a la semana para ir a comer a casa sin tener que regresar por la tarde al cole, algo que me hacía muy feliz por pasar más tiempo en casa. Además, podía dedicarme a los deberes con serenidad sin tener que correr. Me preparaba para el día siguiente con gran ilusión. También dos días a la semana tomaba clases con Emilita, la profesora de clásicas. No solamente de griego clásico cuya meta era llegar a traducir la Ilíada de Homero. Avanzábamos con el latín que dominaba bastante bien, pues ya había traducido a muchos clásicos romanos de la Antigüedad y ahora me enfrentaba a la Eneida de Virgilio. Sin duda, los estudios clásicos que había recibido en Monnivert fortalecían mi entusiasmo por estas dos asignaturas. Más difícil fue la adaptación a los nuevos compañeros de clase. En Preu los de Letras éramos unos diez alumnos. Lo cierto es que fue un contraste cultural. Era evidente la diferencia con los compañeros del internado de Saint-Prex, donde componíamos un grupo heterogéneo, venido de distintas partes del mundo. Al cabo de casi seis años ahí, se dominaba muy bien las características culturales de cada cual. En Madrid, sin embargo, el grupo de compañeros era homogéneo. To175

dos eran madrileños, a excepción mía. Todos hablaban castellano castizo; mientras que yo era un cubano internacional pasado por un par de continentes y expuesto a una infinidad de acentos hispano-americanos. En muchos sentidos era un cuerpo extraño que debía esforzarse por no desentonar entre mis nuevos compañeros. Por ejemplo, debía corregir mi pronunciación, enmendar algunas actitudes y lograr meterme en la piel de mis colegas. Esto no lo conseguí en un día. Tardé meses en hacerme con amigos. En plena juventud es muy importante el sentimiento de pertenencia a un grupo. Necesitaba y quería hacerme con el colegio, sus edificios, sus aulas, sus profesores, y con mis compañeros. Deseaba hacerme popular, resultar simpático. Incorporarme a la compañía de unos cuantos me daría seguridad y me ayudaría a vencer ese complejo tremendo de inferioridad que arrastraba y que era el resultado de los traumas provocados por la salida de Cuba, y por el brutal rechazo en el aeropuerto de Idlewild en plena adolescencia. Aquellas circunstancias permanecieron toda mi vida en mi memoria. Por eso, entonces, al llegar a un nuevo colegio necesitaba ser aprobado y recibido gratamente entre el alumnado. Poco a poco fui haciendo amigos. Logré, por fin, superar mis inquietudes y, gradualmente, integrarme con mis compañeros. Quizá no fue todo lo exitoso que hubiese querido, ni lo rápido con que lo deseaba, pero al cabo de unos meses, allá por febrero andaba con esquíes al hombro algún que otro sábado. Había hecho buenas migas con un compañero de Preu Ciencias y ambos disfrutábamos de este deporte. Esta primera amistad con el tiempo no duró. Después hice otros amigos cuya amistad me honra hasta nuestros días. Supe integrarme en su grupo fuera del colegio y pude trabar conocimientos con otros cuya amistad también perdura. Afortunadamente gracias a ellos, por su amistad, por tenderme una mano, porque quizá intuían el drama del exilio que había vivido, me sentí acogido y apreciado. Regresar a casa, después del día escolar, era una gozada. Me zampaba una buena merienda. Entonces no existían esos tapujos de comida sana. O por lo menos yo no lo sabía y comía todo lo que se 176

me antojaba. El tiempo libre lo invertía en ver televisión, leer y oír la radio. Un programa en especial me marcó y fue el Vuelo 902 de Ángel Álvarez. Era muy curioso ver cómo, en aquella España del año 1965, este locutor lograba introducir en el mercado nacional los hits de moda en los Estados Unidos. Era notable la calidad de su voz. Hablaba despacio, vocalizaba con claridad, añadía un toque especial a la presentación de cada disco. Detallaba la génesis de cada hit, el lugar que ocupaba en el Hit Parade norteamericano, y de paso daba una reseña del cantante. Recuerdo cuando en los Estados Unidos se pusieron de moda las canciones protesta por la guerra del Vietnam y cómo el locutor explicaba con términos precisos el origen de cada melodía. Casi te hacía sentir un americanito de a pie. Me entusiasmaba. No podía perdérmelo. Se transmitía todos los domingos por la noche. Felices domingos aquellos en que en la única responsabilidad estribaba en madrugar el lunes para ir al cole. Los demás días me entregaba a cualquier programa radiofónico, pues desde el internado suizo solía (todavía lo hago) guardar una radio de bolsillo, de esas que caben en la palma de la mano, bajo mi almohada. A diario oía los Cuarenta Principales que de alguna manera completaba la selección del Maestro Álvarez. Este programa reunía canciones de moda. Eran grupos y solistas locales y de allende frontera. ¡Cómo olvidar al Dúo Dinámico y aquella canción que sacaron en el verano de ese año! ¿Cuál era el nombre? Y Serrat y después Juan y Junior, todo un elenco inolvidable. Los Cuarenta Principales nos regalaban también los hits más “calientes” procedentes del Reino Unido. En fin, que podía echar mi mente a volar, a disfrutar de mil fantasías. Me quedaba dormido. Entonces dormía mejor que ahora. ¿Será por la edad? O ¿será por el peso de las responsabilidades o por el de las decisiones torcidas que tomé años atrás? Discurrió el curso escolar de Preuniversitario y nos pusimos manos a la obra para preparar el examen de entrada a la Universidad. Se celebraba en el mes de julio, en dos días; el primero era para las asignaturas clásicas y el segundo para las comunes a Letras y Ciencias. Ese último día se terminaba con el examen de lengua extranjera. No 177

fue casualidad que escogiera el francés, pues estaba bien preparado en ese terreno. Tuve resultados muy buenos y algún que otro buen y honesto amigo de aquel entonces me recuerda que fueron dignos de admiración. Era la consecuencia del esfuerzo por salir adelante, la constancia y la perseverancia para demostrar que no todo era malo en mi vida. Mis resultados lo avalaban. Tal era mi ánimo, el de un chico de dieciocho años, ya muy sonado por las vicisitudes del azar. No excesivamente optimista. Herido en el corazón desde luego. Pero con todo, cerraba con broche de oro esa etapa. Lo siguiente fue que mi padre me llamó al despacho para hablar de mi futuro y preguntarme si me había decidido por alguna carrera. No vacilé en responder que lo mío eran los estudios clásicos y que estudiaría Filosofía y Letras. No le pareció mal, pero mi padre tenía otra opción en mente y con su habilidad habitual y su encanto diplomático asentó, para inmediatamente añadir que, en primer lugar, debía pensar en los estudios de Derecho. Una alternativa que no había considerado, pues yo contemplaba mi futuro como profesor de griego clásico y latín, a pesar de haber querido ser con anterioridad profesor de francés. No obstante, sabía por experiencia que las palabras de mi padre eran siempre sensatas. Ese día no hablamos más del tema. Lo retomamos poco tiempo después. Al fin y al cabo, una buena parte de mis amigos del cole cursarían Derecho, ¿por qué yo no? Cuando llegó el momento de tomar una decisión, e impulsado también por los amigos, me incliné por Derecho y nunca me arrepentí. Abandonar las lenguas clásicas no fue tan duro, porque con esta decisión consolidaba mis amistades del pasado año. Me sentía muy cómodo en su compañía. Además, con ello le daría una gran alegría a mi padre. Mirando hacia atrás, fue un acierto cursar los estudios jurídicos. Todavía disfruto al consultar libros de teoría jurídico y Kelsen siempre viene bien tenerlo a mano. Como ya teníamos encima las vacaciones estivales, marché a Marbella, una estancia que aproveché con creces. Fue un mes de agosto exultante, que se complementaba con la alegría de haber resuelto un destino universitario. Ese verano conocí más gente y hasta trabé 178

amoríos que continué al regresar a Madrid. La transición del veraneo marbellí a la vida urbana me permitió recobrar el placer de los atardeceres de septiembre en Madrid, durante los que tenías plena libertad para entrar y salir a la espera de enfrentarte con nuevas responsabilidades, todo muy grato. El nuevo curso se presentaba muy interesante; sin embargo, me pregunto ahora si realmente me entregaba a los estudios. Creo que no mucho. Estaba más pendiente de divertirme y no supe discriminar lo que de verdad contaba. Perdí la disciplina mental que había adquirido en Monnivert. Y, como ha sido igual en mi vida, iba de un error en otro. No quiero dejar de mencionar nuestras “peregrinaciones” al Santuario de la Virgen de Fátima. Mi padre disfrutaba con las visitas al Santuario. Con ese motivo rompíamos la monotonía estival en numerosas ocasiones. Madrugábamos y en un par de coches, con mi padre a la cabeza, nos lanzábamos a la carretera. Íbamos siempre algunos de los hermanos mayores, mi madre, y otras veces, nuestros hermanos que vivían lejos de Estoril. También solían acompañarnos amigos que estaban de paso o los que llegaban para entrevistarse con el general o simplemente para rendirle una demostración de afecto. Y así fue, porque muchos allegados se acercaron para hacer patente su recuerdo y su amistad hacia Batista. Mi padre quedaba muy satisfecho con tales demostraciones. Parábamos siempre para almorzar en la aldea de Nazaret cuya playa es espectacular. Entonces era más bien puerto de pescadores y por lo tanto la atracción culinaria era el marisco excelente del lugar. La belleza de la playa ha quedado grabada en la memoria de aquellos años mozos míos. En la actualidad se ha convertido en lugar preferido de los “surfistas”, por lo que imagino la evolución que Nazaret de simple y reposada aldea se ha convertido en centro juvenil de este deporte. Una vez llegados al Santuario caminábamos por la explanada. La mayor parte de las veces hicimos este viaje con un cielo azul que clamaba alegría y sosiego. Tal parece que nada puede ir mal cuando el cielo se engalana de este colorido y el sol brilla sin timidez alguna. Este paseo por la explanada nos llevaba directamente al Santuario y 179

ante la escultura de Nuestra Señora mi padre, en unión de todos sus acompañantes, se recogía para elevar una plegaria a la Virgen. Permanecía así un rato hasta que se reincorporaba y, antes de salir, recorría el Santuario, no sin antes pasar por la tienda de regalos y llevarse algún recuerdo de la visita. Regresábamos entonces a Estéril, pues el tiempo volaba y no era aconsejable hacer el camino de vuelta de noche. Volvíamos cansados, pero siempre contentos de pasar un día en familia. Alguna vez yo protestaba porque ya estaba en esa edad que necesitas otra clase de entretenimientos que, por otro lado, no tardarían en llegar. Pero esas jornadas estivales portuguesas, que también aprovechábamos para reforzar nuestros estudios y lecturas, fueron testigo de la paz hogareña que mi padre logró para todos nosotros después del calvario de aquellos últimos años en la Patria perdida y a la que él ya no regresaría. En este ambiente terminé mi bachillerato y empecé la carrera. El ICADE fue mi primer destino universitario, pero informado que ese título no sería reconocido, me pasé junto con un grupo grande de amigos íntimos y otros conocidos a la Facultad de Derecho. Al principio el estudio de leyes significó un esfuerzo ingente, porque no comprendía muy bien los textos. Pero mi padre habló con Emilio, de larga experiencia como profesor y abogado, para que me diera clases privadas. Gracias a él comprendí mucho mejor el contenido de las asignaturas y con el tiempo disfruté con las enseñanzas de mis profesores en la Complutense. Entonces la carrera se cursaba en cinco años. ¡Cúantas cosas pasaron a lo largo de ese lustro! Me acompañaba la angustia por la mala reputación del apellido Batista. Intentaba aquietar aquella desazón, pero sin éxito. Pronto terminó el primer año. Aprobar los exámenes del primer curso me alentó y matriculé el segundo año con ilusión. Ese año fue duro pues percibí en algunos compañeros de clase una curiosidad nada grata. Era natural que el ambiente de la Facultad no fuera como el del colegio y que ahora se alternaba con estudiantes provenientes de distintos orígenes sociales y de diferentes posiciones políticas. La suspicacia de algunas miradas se repetía cada vez que entraba en el aula. Estas muestras de rechazo se sucedieron hasta el quinto año. Yo sentía 180

que, al llegar a clase, la conversación, que ardía entre estudiantes ahí reunidos, se ralentizaba, casi se apagaba, hasta que tomaba asiento y me ponía a hablar con otros compañeros más asequibles y comprensivos. Algunos de ellos, pues mis amigos del colegio no estaban en la misma clase que yo, adoptaron una posición digna de diplomáticos. Charlaban conmigo hasta la llegada del profesor y durante el curso compartíamos los apuntes de clase. El aprecio de estos amigos aliviaba mi situación. El más querido de aquellos amigos de promoción ya no está entre nosotros. Cursar el segundo año de Derecho Político, en segundo de carrera, fue un auténtico sacrificio. Versaba sobre Derecho Constitucional y entré en pánico, pues anticipaba que el catedrático tocaría el tema de Cuba. Tuve mucho miedo, y se apoderó de mí tal paranoia que no quise aparecer por la Facultad y dejé de asistir a clase. Renuncié a la matrícula oficial y matriculé por libre o “por la libre” como con torpeza lo expresaba ante la risa de todos. Hui de la vida estudiantil porque me ocasionaba vergüenza patológica imaginar al profesor hablando de la Bestia de Birán, quizá halagándolo, y ¿cómo podría asumirlo delante de toda la clase que en gran parte conocía mi origen? ¿Cómo iba a ponerme de pie y argumentar su defensa? Por aquel entonces no tenía las agallas de las que hoy en día puedo hacer gala para tocar el tema cubano. No estaba preparado. Conocía determinados hechos porque los había vivido. Era consciente de una realidad que no se podía esconder. Pero lo que me preocupaba era limpiar la imagen paterna tan dañada. ¿Cómo hacerlo si no tenía los conocimientos necesarios? ¿Cómo repudiar las acusaciones de corrupción y abusos de las que fuimos culpados? Todo se juntaba en mi mente. Entonces se apoderaba de mí un torbellino que me dejaba sin voz, ni aliento, ni respiración. Obcecado por mis presunciones, me repetía que no debía asistir a clase. Me puse a estudiar por mi cuenta los exámenes de fin de curso. Me presenté a algunas asignaturas en junio y a otras en septiembre. Claro que Emilio estaba a mi lado repasándome el programa de aquellas cinco asignaturas que logré aprobar. Pero, ¡cuánto horror en mi ánimo! Creí que había evitado escuchar las palabras acusatorias del 181

catedrático, aunque debo preguntarme si mi decisión no fue algo precipitada. ¿Qué hubiera pasado si el profesor no hubiese tocado el tema de Cuba? Nunca se me ocurrió esta posibilidad. Tampoco quise saber si habría llegado a hacerlo. Estaba tan ofuscado que tendría que ser una parte importante de su lección. ¿Quién desde una cátedra evitaría la cuestión cubana? Habían transcurrido muy pocos años desde la subida al poder de los rebeldes. Seguía siendo un tema de actualidad. En todo caso, fuese o no fuese valiente, mi posición era la de un estudiante indefenso. Me faltaban herramientas sólidas para contrarrestar en público críticas políticas. Pasó esta tormenta y volví a la Facultad con normalidad a principios de octubre, matriculado oficialmente como lo había hecho en el primer curso. Fue mejor año que el anterior. No solamente había zanjado la crisis personal, pero había aprobado el Civil del profesor Castro. No había hecho ninguno de los exámenes parciales que el catedrático permitió. Por lo tanto, llevé la asignatura entera para el mes de septiembre. Afortunadamente tuve éxito. La materia que más me llamó la atención del próximo curso fue Derecho Internacional Público por lo que enseñaba de instituciones internacionales, así como lo referente a los derechos humanos. Se da la casualidad que el catedrático titular era oriundo de Chantada, Lugo, donde se encuentran mis orígenes por parte de madre. Lástima no haberlo sabido entonces, pues hubiese sido un honor estrechar su mano como paisano.

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Mi hermano Carlos Manuel

En el albor del cuarto año tuve el dolor de ver cómo uno de mis hermanos más jóvenes no lograba vencer la enfermedad que le azotaba desde un par de años atrás. ¡Y fue mucho lo que luchó! Al principio no parecía ser tan grave como lo demostró su desarrollo. Empezaron unas fiebres tontas un verano en Estoril. Se diagnosticó fiebre reumática. Pero al recaer tiempo después nuestros padres decidieron que lo viera un doctor en Suiza quién lo trató durante un año. Una tarde de julio llamó a mi padre, a la sazón todavía en Estoril, a punto de salir rumbo a Marbella donde la familia veraneaba. Todavía resuena en mis oídos la voz de mi padre a lo largo de esa charla telefónica. Estaba yo cerca de él. Fue algo difícil de olvidar. El diagnóstico era de máxima gravedad, se trataba del tipo de leucemia más peligrosa y en aquel entonces imposible de curar. Mi padre no le dijo absolutamente nada a mi madre de este fatal pronóstico. Lo guardó en silencio. Lo compartió con sus hijos mayores, desde Mirta hasta mí. Fulgencito y Marta María eran todavía muy chicos para hacerles partícipe de este dolor. Carlos Manuel llevaría un año por lo menos trasladándose de clínica en clínica, de Madrid a Lausana, recibiendo el tratamiento adecuado. Pero de Madrid había que regresar a Suiza para verificar los resultados clínicos de Madrid, por si fuera pertinente acudir a otras autoridades médicas que a la sazón radicaban en París. Carloma, como con tanta ternura le llamaba mi padre, era un fervoroso estudiante y logró sacar su primer año de Derecho así de enfermo y desplazándose de ciudad en ciudad y de clínica en clínica. Nada le echaba para atrás. Estaba en épocas de exámenes finales cuando decidió presentarse a todos. Los sacó con sobresaliente. Sus amigos y compañeros de clases estaban admirados con el esfuerzo gigantesco que hizo. Pilu, su novia, no se apartaba de su lado. Dio prueba de 183

valentía y de superación. Nada parecía resistírsele y todos cobramos un cierto grado de optimismo ante el discurrir positivo de su dolencia. Al terminar los exámenes ingresó en la clínica de Lausana donde tuvo que permanecer más tiempo del esperado. La enfermedad se empeñaba en jugarle una mala partida, pero con todo, siendo principios de agosto, se unió en Marbella a todos nosotros. Estaba tan acostumbrado a las clínicas que a menudo, cuando nuestra madre no podía acompañarle, porque nuestro padre entonces no disponía de facilidad para viajar, se quedaba unos días solo con algunas amistades locales que le visitaban. Esto acontecía cuando le faltaban muy pocos días para su baja en el hospital. Pedía que le dejasen solo; se sentía mayor, ya con diecinueve años cumplidos y no le parecía bien tanta gente a su lado, aunque agradecido a nuestra madre por sus continuos desvelos. Ese agosto, por fin, se reunió con todos nosotros que ya estábamos en Marbella. Llevó consigo toda la medicación prescrita; en su mayor parte cortisona en dosis muy elevadas. Esa medicina le alteraba muchísimo su carácter, de normal tan apacible. Lo perturbaba de tal forma que, estando en el bungalow alquilado ese verano en Guadalmina, se sintió tan desquiciado que quería levantar mesas y tirarlas por el aire. No lo hizo, pero le comunicó a nuestro padre su malestar, quien intervino con rapidez y llamó al médico de cabecera de Carloma que también veraneaba en Marbella. Le pidió que viniese enseguida porque su hijo estaba sufriendo un ataque de violencia, inesperado y sorprendente. Era la consecuencia de la dosis tan alta prescrita en Suiza. La gravedad aumentaba por día, minándole su organismo. Por entonces, el verano de la llegada a la Luna, no existían la quimioterapia ni otro tipo de terapia eficaz para esta enfermedad, y en consecuencia todo era a base de transfusiones de sangre y medicamentos como la cortisona. Como es sabido, su abuso puede convertirse en un arma de doble filo; por un lado, puede curar, pero por otro amarga la existencia del paciente, aún en el caso de que se tolerase el tratamiento. Cuando llegó el doctor se encontró a un Carlos Manuel desencajado, más delgado que nunca, con la cara larga y los ojos brillantes. Eran 184

síntomas graves. ¿Cómo podría resistir el resto del verano en tales circunstancias? Se tomó la decisión de bajarle la dosis de cortisona inmediatamente para reducir el efecto devastador. Mi hermano no podía contener la agresividad. Al día siguiente era hombre nuevo, pero el calvario de mi padre, quién sabía la verdad, iba por dentro; mi madre lo veía con ojos de felicidad creyendo firmemente en la recuperación de su hijo. Pero, ¡cuán engañada estaba! Nadie me hubiese preparado para lo que se nos venía encima. El veraneo por fortuna terminó bien y Carloma pudo soportar el resto de nuestra estancia como otro hermano más, sin quejas ni dolores. Continuaba adelante con el optimismo que compartíamos todos. Al llegar septiembre, y pocos días antes de comenzar en la Facultad, Carloma pasó otros tantos en la clínica de Lausana. Al acercarse la fecha de las clases voló a Madrid. Lo tuvimos sentado en su aula complutense y en casa haciendo deberes y preparando con ilusión y ahínco su segundo año de Derecho. Recuerdo verle por los pasillos de la Facultad y visitarle en su aula. Siempre sonreía; estaba feliz porque lo académico era lo suyo. Había planeado un futuro basado en la investigación jurídica porque tenía temperamento y madera de profesor. Hubiera sido un docente fuera de serie. Nuestros padres se sentían cada vez más confortados ante la actitud de su hijo y su esfuerzo universitario. Pero la enfermedad acechaba, continuaron los inquietantes síntomas, hasta que llegó el momento de consultar una vez más con el doctor en Suiza. Éste, a su vez y como recurso final, sin saberlo de nuevo mi madre, aconsejó viajar a Paris para someterlo al juicio de los doctores Matthieu y Jean Bernard, genios en la dolencia que devastaba a la familia. Una buena mañana, en vuelo de Air France, acomodado en parte para trasladar a nuestro hermano en camilla, volamos rumbo a Paris, mi madre, junto con el doctor de cabecera y su mujer, tan allegados a mis progenitores, y yo. El vuelo, por supuesto, supuso molestias a Carlos Manuel, aunque llegando a París recuperó parte de su color y nos instalamos en un hotel tan pronto como pudimos. Pocas horas después acudieron los dos doctores franceses. Revisaron todos los resultados 185

analíticos de Madrid y Suiza; leyeron los informes y se impregnaron de la historia médica de mi hermano. La suite del hotel se convirtió en una genuina junta de médicos. Para mí, fue una auténtica cruz aparentar ante mi madre una tranquilidad que no tenía y protegerla de la descarnada realidad. En mi interior hubiera preferido que conociese la realidad, pero mi padre, conocedor de la fragilidad emocional de su esposa, se mostraba renuente a confesarle que no había esperanza. Una vez que los doctores terminaron de consultar los informes médicos, emitieron su desalentador diagnóstico. Solo quedaba una última esperanza, dijeron, realizar un trasplante de médula entre el paciente y el hermano más afín, siempre que no empeorara en los días siguientes. Agradecidos por su visita, nos despedimos de los eminentes doctores. Las horas siguientes rompieron todos nuestros planes. Carlos Manuel no pasó una buena noche. Yo había salido a cenar con una amiga que entonces estudiaba en París y al llegar al hotel, encontré a mi madre junto a mi hermano en compañía de nuestros amigos tratando de bajarle la fiebre. Así pasaron dos días más conscientes de que solo un milagro podría salvarle. Pero la fiebre no cedía. Volvieron los dos doctores consultados, pero debido al estado tan grave que presentaba el paciente, sugirieron ante el desasosiego de mi madre, que regresáramos a Madrid. No quedaba otro remedio, puesto que el trasplante de médula, con la enfermedad tan avanzada, no era recomendable ni el propio paciente la resistiría. Nos pusimos en marcha, hicimos los arreglos del viaje de regreso, de nuevo con Air France, cuya tripulación asumió un delicado comportamiento humanitario y afectivo, un comportamiento por el que la familia ha quedado siempre agradecida. Durante el viaje de regreso a Madrid mi hermano empeoraba. La fiebre no dejó de subir, sus ojos dilatados, la palidez del rostro, auguraban lo peor. Mi preocupación era enorme, pero no quería que mi madre lo advirtiera. Hubo un momento durante el vuelo que lo vi tan mal, con dolores continuos, quejándose, que pensé que era la despedida definitiva. No veía el momento de aterrizar en Madrid. Era tarde, ya muy 186

entrada la noche, cuando por fin tocó tierra nuestro avión. De Barajas nos fuimos corriendo a la Clínica de la Concepción donde ingresamos a mi hermano. Mi madre estaba desecha. Quizá intuía lo peor. Pasé un largo rato con ella y mi hermano en la habitación que le destinaron. Serían las siete de la mañana cuando regresé a nuestro hogar madrileño para echarme unas horas. En balde. No había cerrado los ojos cuando me avisaron que saliese urgentemente para la Concepción porque Carloma estaba a punto de expirar. Cuando llegué encontré a mi madre abrazada a su cadáver, envuelta en lágrimas, sollozando, a ratos gritando, inconsolable. Partía el corazón. Mi padre llegó poco tiempo después, preparado para prestarle todo el apoyo, pues sabía lo durísima que, en adelante, la vida resultaría. Se abrazaron, ella en un torrente de lágrimas; él, como siempre, tranquilo, pero desencajado ante el inmenso dolor que le invadía. Permanecí un largo rato a su lado hasta que se llevaron a Carloma. Se le prepararía para colocarlo en el ataúd. ¡Que triste es tener que relatar todo esto! A mi madre le costó trabajo volver a casa ese día. No quería separarse de su retoño ni un solo momento. Esa proximidad a su hijo fallecido era el único consuelo que le quedaba. Mi padre, por fin, pudo convencerla para que regresase a casa unas horas. Se fueron, ella de nuevo envuelta en lloros y suspiros continuos; mi padre ensombrecido, muy triste y pensativo. ¿Qué no estaría pasando por su mente? Ahora, como padre, puedo imaginarlo. Les ahogaría una pena infinita. Ya nada podría sustituir a ese ser querido que dio su adiós final a los diecinueve años de edad en plena mocedad y con un futuro halagüeño por delante. Mis padres tenían el alma desecha y no hubo palabras entonces para aligerar ese hundimiento emocional. Aquel día de su fallecimiento, inolvidable tres de noviembre de 1969, nos reunió a todos los seres queridos al lado de nuestros padres. Los hermanos, que estaban en los Estados Unidos, volaron inmediatamente para estar con nosotros. Fue un momento de gran intensidad emocional. Todos al lado de nuestro padre y todos al lado de Martha inconsolable, apenas podía salir de su habitación. 187

Esa tarde volvimos a La Concepción donde se dispuso que sería velado nuestro imborrable Carloma. En los bajos de La Concepción se encontraban las salas de velatorios. La nuestra se convirtió en el triste punto de encuentro. Los hermanos estábamos todos presentes, a excepción de Carmelita que no pudo asistir. Mirta y su marido, el coronel cirujano Elmo Ponsdomenech; Rubén y nuestra entrañable cuñada Carmita; Elita, en su soltería; Jorge con su mujer, Rosa Urrestarazu, recién llegados de Nueva York. Se unieron los hermanos de mi madre: Tía Lilia con el adorable Tío Carlos; Tío Roberto con nuestra adorada Tía Adela; Tía Cecilia y Tío Rafael no pudieron desplazarse, pero hicieron patente su ausencia con un gran ramo de flores. Si lo hizo Gonzalito García-Pedroso, ahijado de mis padres, tan querido por ellos. Todos apretados al lado de nuestros padres. Pronto se extendió la noticia. La radio dio parte. La sala del velatorio se inundó de flores llegadas de los destinos más inesperados. Estuvieron presentes familias que conocían a mi hermano por la amistad que unía a sus hijos; su novia nos acompañó en todo momento. Esa tarde todos sus amigos más cercanos, al igual que los míos, estuvieron a nuestro lado, todos sin excepción. No faltó nadie. Yo estaba muy impresionado por la demostración de afecto tan espontánea. La gente continuaba llegando. No parábamos de saludar y abrazar a tantos allegados que se acercaban a hacer patente su pena. Vino un sacerdote, se celebró una misa, y el dolor se extendió por todo ese aposento. Me sentía colérico. No entendía bien que Nuestro Señor se llevase a un ser tan limpio a su lado. Pero no me rebelé. Esa voz interior que nos acompaña me aconsejó serenidad; acepté la voluntad de Dios y desde entonces rezo para que mi hermano interceda por la paz de todos. No cesaba de llegar más gente. A veces lograba salir al pasillo repleto de amigos y conocidos llegados para acompañarnos. Tomaba un refresco rápido y de nuevo acudía al lado de mi hermano. Estuvimos hasta pasadas las diez de la noche. Quedábamos pocos, pero mi madre no deseaba dejar a Carlos Manuel. Nos pidió permanecer un rato más en su compañía y, claro, mi padre la complació. 188

Mis hermanos, agotados por el cambio de hora, habían regresado a sus respectivos hoteles. Mi padre, sabiendo que el día siguiente iba a ser todavía más doloroso, logró por fin sacar a mi madre. Unas amigas españolas, muy queridas, le trajeron agua de rosas. Estaba mi pobre madre cayéndose de la aflicción y el ingerir estas aguas la reconfortó. A estas alturas estaba deshidratada; además no había tomado alimento alguno. Era una escena de verdadero sufrimiento. En estas condiciones llegamos a casa. Pude descansar algo. Mi padre se ocupó de los calmantes que procurarían algo de sueño a su pareja, y la pobre logró conciliar el sueño un puñado de horas, apenas. Al día siguiente, desde muy temprano, ya mi madre estaba de pie, la cara destrozada por el llanto, el espíritu invadido del desconsuelo más desgarrador. Nos reunimos en casa todos los hermanos, tíos y demás amigos llegados desde los Estados Unidos, y en cortejo salimos rumbo a La Concepción donde daríamos el adiós más apesadumbrado al más querido de los hermanos. Nos estaba esperando una muchedumbre. Además de la prensa, esta vez con presencia discreta, se encontraban los que no habían podido asistir el día anterior. De repente percibí que desfilaba una representación de sus profesores del colegio a la que se unieron los compañeros de clase de Fulgencito. Fue sobrecogedor. De nuevo se celebró otra misa. Martha no se tenía de pie con mi padre a su lado, quien no la dejaba sola ni un instante. Retiré la cruz que colgaba de mi cuello hacía años y la coloqué en el pecho de mi hermano. Así me despedí. Levantaron el féretro, detrás salimos en fila a tomar el coche que nos llevaría a su lugar de reposo. Por un buen rato se paralizó el tráfico cuando el coche fúnebre salía de La Concepción formándose una caravana de automóviles, rumbo a la Sacramental de San Isidro. Era una mañana soleada, limpia de nubes, con el cielo azul madrileño despejado como para despedir a Carloma y acogerlo en la bendición de Nuestro Señor. El responso se prolongó, hubo una despedida afectuosa y muy prolongada. Mi padre temía que mi madre no soportase más y logró llevarla a casa cuanto antes, aunque aún debieron esperar a que el féretro descendiese en la profundidad del sepulcro 189

donde ya descansaba mi abuela Emelina. Nosotros nos detuvimos para despedirnos de todos con la gratitud que tal demostración de amistad requería. Lo más difícil ahora era empezar de nuevo, de cero. La ausencia de Carloma nos zarandeó y la familia quedó más unida que nunca. Interrumpí mi asistencia a clase y permanecí sin salir unos días. Me acerqué mucho a Elita quien se hospedaba en casa; no de extrañar, era desde luego la suya igualmente. Además, me alegró la presencia de Mirta y Elmo quienes, junto con Rubén y Carmita, no dejaban de reforzar el calor del hogar afligido. Mi madre no salía de la habitación, pero mi padre compartía con todos sus hijos y nos reunía a las horas de las comidas. Mi madre permaneció enclaustrada y guardó cama largo tiempo. Quedó tan destrozada que ni las palabras de su marido la animaban. Llegó el momento de las despedidas. Fue triste ver como cada cual retornaba a su lar y como el nuestro empezó a vaciarse. Sobre los que quedamos cayó como una sombra la ausencia del querido hermano. La casa de Madrid tenía dos pisos y esa ausencia se hacía patente por toda ella. Su habitación no se tocó. En bata de casa, mi madre se acercaba allí todos los días y a solas, hablaba dirigiéndose a su hijo. De repente paraba de llorar, quedaba cabizbaja, sin pronunciar palabra. Así a diario. Aquella habitación no se levantó hasta el último momento cuando al fallecer su marido, se desalquiló el piso. Todo era penumbroso y quieto. Aquel hogar tan lleno otrora de alegría alteró su ritmo. Nuestros pasos se hicieron lentos; dónde había prisa y espontaneidad, ahora rezumaban lentitud y discreción. Los tíos permanecieron por algún tiempo más. Tío Carlos, siempre tan dicharachero, ayudó a aliviar aquellos momentos de gran tristeza y Tía Lilia, a su lado, se mantenía tan fuerte como podía. Tío Roberto, incondicional en toda circunstancia, permaneció íntegro apoyando a su hermana. A Tía Adela se la veía seria, ella que es la dulzura personificada. Se preocupaban por Niñita, que era como cariñosamente llamaban a mi madre desde su niñez, y no cesaban de consolarla con sus palabras. La acompañaron en su dormitorio tanto como pudieron sin resultado, porque Niñita no se recuperaba. 190

Cuando por fin nos quedamos sin aquel apoyo tan valioso de hermanos y tíos, la casa cobró un ambiente todavía más tétrico. Por suerte, los amigos empezaron a llamar para vernos y pasar un rato con nosotros. Así las tardes se hicieron más llevaderas. Recibimos grandes pruebas de afecto en persona y por escrito. Mi padre, que era tan respetuoso para con todos, dedicó largas horas en contestar personalmente los pésames. Había interrumpido la redacción de uno de sus libros para entregarse en cuerpo y alma a proteger y cuidar al hijo enfermo, sin titubear. Primero el hijo, después la política. Ahora le quedaba el recuerdo de las horas de ajedrez en su compañía y de las charlas que acerca de temas académicos compartían. También le acompañarían el eco, con recuerdo tierno, de cuando nos llevaba a todos a cenar al “Muchaxo”, restaurante de la playa de Guincho, cerca de Estoril, que fue su residencia oficial hasta que pasó a mejor vida. Y resonarían también el diálogo que mantenía con Carlos Manuel mientras jugaban al ajedrez y la conversación en “Muchaxo” enfrente del mar. Mi padre entonces cerraría los ojos para recordar el amor filial con que Carloma lo colmaba siempre.

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Vuelta a la Universidad

Para mí el percance de Carloma, el vacío de su ausencia y el peso de retomar las riendas de la continuidad se hicieron patentes en los malos resultados personales de ese cuarto año de Derecho. De seis asignaturas, quedaron pendientes para septiembre cuatro. El caso es que examiné dos en la convocatoria de ese mes y las otras dos las hice durante el siguiente curso escolar. Es decir que en quinto de Derecho cursé sus cinco asignaturas más el Mercantil y el Civil de cuarto. Le di a mi mente una vuelta de ciento ochenta grados. La fortalecí como resultado de un serio diálogo conmigo mismo. “Esto no puede seguir así”, me decía. “Ya verás la recompensa cuando termines la carrera”, repetía como un mantra. Efectivamente me puse a estudiar con ahínco, los fines de semana incluidos. No tuve mucha vida social ese año porque me comprometí conmigo mismo en sentar las bases para el futuro que entreveía como profesionalmente estable, quizá porque desconocía el mercado laboral en general o más bien porque no percibía que el apellido podía jugarme una mala pasada llegado el momento de participar en los foros profesionales. El esfuerzo que supuso vencer quinto de Derecho fue sobrehumano. No me aparté de mi meta y a todas las asignaturas dedicaba el tiempo necesario. La gran excepción fue el Internacional Privado que venía revestido de fama negativa para todo aquel que no se considerase “progre”, mi caso en aquel momento. Infundí el mayor ímpetu de mis fuerzas a esta asignatura cuya enseñanza impartía un catedrático reputado de “izquierdizante”, pero brillante. Lo que más dificultó el principio de curso fue la ausencia de un libro de texto que siguiese las enseñanzas de clase lección por lección, como era costumbre en otras asignaturas. Se cursaba más bien por apuntes tomados en clase que requería atención máxima a las enseñan193

zas del profesor. La experiencia de otros estudiantes sugería apuntarme a la clase del profesor adjunto, porque, como queda dicho, el catedrático titular, corría la bola, era de extrema izquierda y yo presumía que sufriría los azotes de un profesor intolerante en materia política. Quizá estaba equivocado, porque por entonces vivía bajo lo que intuía como amenaza la posible confrontación política. Hoy en día habría tenido una charla honrada con el profesor titular porque estoy mucho más preparado para defender la verdad histórica. Que haya sido un catedrático autoritario, ni hay que debatirlo. Que haya exigido muchísimo del alumnado, tampoco lo pongo en tela de juicio. Intolerante en cuanto a ideología política, puede. En todo caso me inclino por pensar que en un cara a cara conmigo, en un desapasionado mano a mano, de profesor a estudiante aplicado, discurrir de política con él sería aprender. Me niego a pensar que su estilo fuese jamás tan chabacano como para humillar a uno de sus estudiantes por el bagaje político que arrastrase. En cualquier caso, llevado por lo que rumoreaban otros estudiantes, terminé matriculándome en la clase del profesor adjunto. Fue una feliz decisión. Desde un primer momento me dispuse en hacer todo lo que podría. Esto en la práctica se traducía en llegar temprano a su clase, antes de que diese comienzo. Empezaba a las ocho u ocho y media de la mañana, y duraba unos tres cuartos de hora, una hora a lo más, durante los que no podías distraerte ni un momento bajo penalidad de perder el hilo de las explicaciones y perjudicar los apuntes que me servirían para vencer los exámenes. Mi entrada en el aula jamás pasaba desapercibida. Y, como en los cursos anteriores, sentía que los ojos de mis compañeros se centraban en mí y presumía que entre ellos se dirían: “Ahí está el hijo del dictador”. “¡Para que querrá éste sacar una carrera con todo lo que su padre robó!” Evidentemente mi paranoia no cedía ante las conversaciones de los grupúsculos que se formaban en el aula antes de empezar la clase matutina. No me abandonaba la impresión de que debía enfrentarme a diario a semejante ambiente. Ciertamente se hacía difícil estudiar en esas 194

circunstancias. Mi empeño fue más fuerte que todo eso. Tendría que salir adelante fuese como fuese. No iba a dejarme vencer como pasó en segundo de carrera cuando terminé abandonando las aulas para matricularme “por la libre”. No dejaba de crecer en mi interior la lucha en contra de las fuerzas propagandísticas que me persiguieron hasta la Facultad. Fue en aquella aula donde más sentí la diferencia que me separaba de mis compañeros de pupitre. Éramos cinco años mayores que cuando empezamos la carrera y se acercaba el momento de tomar una decisión profesional. El profesor adjunto se expresaba con dicción clara, aunque profunda, y transmitía su magisterio con seguridad y conocimientos firmes. En apariencia tomar apuntes parecía algo sencillo. Para mí no lo era. Y me sigue pasando. No soy hábil en transcribir las ideas al papel. Al releer mis apuntes, advertía que algo faltaba, y era que no sabía expresar las ideas. Por suerte tuve un ángel de la guardia a mi lado. De no haber sido por esa afortunada aparición, no sé cómo hubiese llegado al examen final. Una compañera de pupitre, generosa y de gran intuición, me prestaba los suyos que eran modelo de claridad e inteligencia. Los copiaba y los comprendía. Sin embargo, no dejo de reconocer mis limitaciones. Ése era yo, muy patoso. Todo lo lograba a base de un esfuerzo ingente. Al principio de curso, cuando el profesor se enteró a quien tenían por estudiante, se dijo que comentó: “Será un pésimo alumno”, seguramente influido por esa maldita reputación que acompañaba a nuestro apellido. ¿No era lo mismo que había experimentado desde edad muy temprana? Con todo, aprobé el primer parcial con nota superior al promedio. A medida que pasaban los meses, estudiaba con más empeño. Estaba dispuesto a probarme a mí mismo y a los otros que si valdría como estudiante. Además, me preocupaba el futuro laboral que se acercaba y mientras llegaba esa hora, mi puntuación mejoraba en los siguientes parciales. Hubo uno en el mes de marzo que estaba convencido iba a suspender. Recuerdo que fue un día de esos milagrosos que por entonces nevara en Madrid, pues acontecía muy poco en la Villa y Corte. 195

Todo el campus de la Facultad de Derecho parecía una estampa navideña y desde el aula se podía apreciar la belleza de la explanada que entonces separaba la Facultad de Derecho de la de Filosofía y Letras. ¡Que sorpresa recibí al saber que había pasado el examen! Entre el éxtasis de la belleza de esa mañana y la satisfacción de terminar con este parcial, asistí sereno a las otras clases. Me acompañaba la tranquilidad de haber superado uno de los parciales más comprometidos del curso. De marzo a junio todavía tuve que reforzar mis estudios. Me estimulaba una fuerza de voluntad para vencer el peso académico que me había echado encima. Dominé las demás asignaturas, excepto un par de ellas que dejé para el verano. Pero, ¡llegó el examen final de Internacional Privado! Fue hacia mediados de un esplendoroso junio y consistía en una prueba oral. “¿Vas al oral? ¿Qué tal lo llevas preparado?”, nos preguntábamos unos a otros, con un temor que no podíamos ocultar. Por indicación del catedrático, debíamos hacer fila ante la estancia donde se encontraba nuestro profesor, presidiendo una mesa, rodeado de sus ayudantes de cátedra. Formamos por orden alfabético. Por la letra de mi apellido estuve entre los diez primeros en examinarme. Me encontraba nervioso, pálido, y movía las manos incontroladamente. Aunque llevaba la asignatura preparada, temía que me traicionara mi mala memoria y que, ante la presencia de un profesor de tal categoría, me quedase con la mente en blanco. Habré rezado mucho, mucho las noches anteriores a esa fecha. Sin duda alguna tuve al Niño de Praga a mi lado desde la primera pregunta hasta la última. Aquí comenzó el examen. Desde su comienzo me sentí inesperadamente cómodo. Sería porque dominé con creces la primera pregunta. No fue un examen largo, por buena fortuna. Todas las preguntas exigían ir al grano con facilidad de palabra y razonamiento rápido, expresándome de tal forma que hasta la fecha desconozco de donde saqué tanto fuelle como para responder a todas con firmeza y sin titubeos. El profesor, que al llegar la democracia ocupó cargos académicos y administrativos de gran jerarquía, me conocía mejor ya en este fin de año universitario. Me dio la impresión de haber quedado complacido con 196

mi intervención y hasta hizo un comentario halagüeño al terminar mi turno. ¡A respirar profundamente! De menuda había salido. Ahora solo quedaba esperar la nota final que todos ansiábamos con palpitaciones desmedidas, pues no sería moco de pavo tener que ir a la convocatoria de septiembre con este mamotreto a cuestas. Fuera lo que fuese, el curso había terminado. Con suerte habríamos zanjado la asignatura más temida de la carrera junto al Civil del Profesor Castro. Con la proximidad del fin de año académico en puertas, estábamos deseando tener buenas nuevas para marcharnos a disfrutar del veraneo. Cuando por fin salió la calificación, no lo podía creer. ¡Sobresaliente! ¡Me habían dado un sobresaliente! Esperaba entonces que era buen augurio para el futuro laboral. Centrado, preparé los exámenes de otras asignaturas, igualmente con buenos resultados y descansé hasta septiembre. Rematé el curso, pero quedaban dos asignaturas pendientes. Quise concentrarme en una en especial, Derecho Laboral, pensando que igual me hubiese dedicado profesionalmente a esta rama del Derecho. El hombre propone y Dios dispone, nunca mejor aplicado que a mi caso. Debido a los vaivenes padecidos a lo largo de mis estudios fui en todo caso un estudiante irregular, como irregular ha sido toda mi vida. Digamos que al fin y al cabo terminé la carrera, la vida continuó su curso, suspendiéndome y aprobándome en función de la calidad de mis decisiones. Mi padre estaba orgulloso y me premió con un viaje a Miami para ver a mis hermanos, tíos y primos. A todo esto, cabe preguntarse, ¿cómo se sentiría él a estas alturas, habiendo pasado ya más de diez años en el exilio? Los Estados Unidos seguían rechazando su presencia y se le negaba el visado de entrada. ¿Sería merecedor de tal ignominia?

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Visados

Coincidiendo con el fin de carrera, mi padre por fin obtuvo permiso de varios gobiernos europeos para viajar hacia esos destinos. La alegría fue inmensa. Desde la llegada a Isla Madeira y posterior traslado a Estoril había permanecido en territorio portugués, y sólo a partir de 1962 pudo viajar a Sevilla y año y medio después alquilar un piso en Madrid. Ahí nos reuniríamos a menudo, los que llegábamos desde nuestros internados, mis padres procedentes de Portugal, y Jorge desde Lausanne, donde había fijado su residencia antes de contraer matrimonio. Era un piso acogedor, grande sin ser llamativo, debidamente decorado de antemano, en pleno barrio de Chamartín, cerca del Bernabéu. Además, muy cómodo porque tenía habitaciones para acoger a mis padres y a la camada durante su visita. Por aquel entonces estaba Jaime Menasce empeñado en que mi padre tenía que visitar Suiza y Francia, y hubo conversaciones al respecto. La idea tardó unos años en madurar hasta que, coincidiendo con el fin de mis estudios universitarios, mis padres, al fin, lograron visitar París. Sería el invierno de 1972. En una foto aparece todo el grupo que les rodeaba, selectos familiares y amigos; mis tíos Adela y Roberto en unión de Edith y del propio Jaime Menasce. Los rostros brillaban de felicidad. Se había levantado un velo de prohibición sobre la vida cotidiana de mi padre. Por otra parte, el ex mandatario había regresado a una relativa normalidad en sus hábitos, porque, en medio del caos político y de los avatares del exilio, siempre mantuvo un horario fijo; sus horas de almorzar intempestivas, ¿tres o cuatro de la tarde? De costumbre tomaba un almuerzo fuerte y una cena ligera hacia eso de las diez de la noche. Aquello no nos tomaba de sorpresa, pues estábamos acostumbrados a seguir sus costumbres durante nuestras vacaciones, sobre todo en 199

Estoril. Fue así como logró brindarnos con el paso del tiempo una base estable que se convirtió en el punto de referencia adonde acudir; podía ser Portugal o España, pero siempre podíamos contar con aquellos techos. Realizó su próximo viaje al Reino Unido. Por entonces me encontraba ejerciendo de “pasante” en un despacho de abogados en Londres. Iba mi madre con él, como de costumbre, y esta vez los acompañaron mis tíos Lilia y Carlos Salas-Humara. Disfrutó inmensamente con visitas a museos, biblioteca y a la ópera. Nadie sospecha que mi padre fuera un fanático de este género. Si se consultan sus archivos personales del exilio, que la familia donó en 2005 a la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami, su intercambio epistolar con el vicepresidente y senador Auténtico, Guillermo Alonso Pujol, se puede apreciar cuánto amaba la ópera, asistiendo a representaciones cuando se le presentaba la oportunidad. La mayor de las veces fue en el teatro de San Carlos en Lisboa, porque Madrid por aquel entonces no ofrecía temporada de ópera, aunque sí una frondosa oferta teatral de la que disfrutaba sin límites. Su ópera favorita, como refleja la correspondencia citada, es el Nabucco de Verdi, identificado sin duda con las evocaciones del pueblo sin tierra, el pueblo hebreo, tema vibrante de la trama de la obra, emociones que habrían calado profundamente en su ánimo, pues los primeros años del exilio tuvieron que ser brutales. Despreciado y calumniado continuamente, la mención de su nombre iba acompañado de vejaciones. En breve, se vio privado de crédito alguno, y olvidadas las conquistas económicas y sociales que había alcanzado para su patria. Esta coyuntura explica la tristeza que intuyo albergó su corazón al verse tan solo y tan lejos ya fuese primero en Madeira y después en Estoril, aunque bien es verdad que progresivamente los visitantes fueron en aumento. Este Nabucco le habrá estremecido al contemplar en el escenario las vicisitudes de los “sin patria”. Me cuesta imaginar, porque me brota el llanto, el dolor de mi padre y su nostalgia cuando se entonaba la belleza y emoción de “O mia Patria, si bella e perduta”. No me equivoco 200

al afirmar que esta invocación habrá resonado en su corazón más que el grito desgarrador y estentóreo del guerrero mítico de la Ilíada. La pieza le marcó a tal extremo que en otra misiva al amigo Alonso Pujol vuelve sobre Nabucco para añadir que le ayuda a “refrescar acontecimientos y resultados que pudieran ser mejores”. Uno se pregunta exactamente en que estaría pensando al escribir estas líneas. Sus alocuciones que tenían lugar en los aniversarios de la Revolución del 4 de Septiembre, recogidos en su libro póstumo Dos Fechas, nos permiten adentrarnos en el espíritu que le guiaba en política. Aquellos discursos de los años treinta y cuarenta serían a la fuerza diferentes de los posteriores al 10 de Marzo. ¿Cómo pudo sentirse mi padre entonces después de haber sido hombre fuerte militar y Presidente constitucional en aquellos años? Porque por mucho que desease obviarlo, a partir de esa fecha, la democracia quedó automáticamente puesta en tela de juicio. Si en los discursos de su albor político hacía hincapié y defendía tal forma de gobierno constitucional, si deseaba fuese tal la meta, ¿cómo podía ahora referirse al “sentimiento de legitimidad” que tanto repetía antes del 10 de Marzo? Si mi padre tuvo en toda ocasión la democracia por meta, no haberlo logrado en su último mandato requiere un estudio aparte, pero ciertamente habrá sido causa de una dolorosa frustración. Coronó sus días en Londres llevándonos a una representación de Il Trovatore, una obra que fue inmensamente de su agrado, pero que, a mí, amante igualmente de la ópera, me pareció, comparada con otras, lenta y oscura. Su afición quedó truncada por un fallecimiento prematuro. Sabíamos que padecía de una dolencia cardíaca. Al mantenerse en forma, sin una queja, no sospechamos que el desenlace podía estar próximo. ¿Qué planes y perspectivas operáticas no tendría preparados? Unos meses antes, Suiza acogió su presencia. Se convirtió en realidad la predicción y el deseo del ex embajador Menasce de ver a Batista en suelo helvético. Mi madre, quién conocía muy bien tanto Ginebra como Lausanne y las montañas locales (no en balde estuvimos cerca de seis años en tierra romande), lo llevó de recorrido por esos lares. Juntos disfrutaron de los paisajes sin par de la acogedora 201

nación, de su buena mesa y hospitalidad, así como de la educación de sus ciudadanos. No en balde mi padre nos había enviado a estudiar a Monnivert. Si bien es verdad que, en el momento de tomar la decisión, no había muchos colegios dónde escoger, por algún motivo supo que a la larga sería el lugar académico más logrado y afín de sus hijos. Pudo haberse inclinado por Lisboa e incluso por Madrid, aunque esta última opción era más delicada por la relación del Gobierno español con el nuevo régimen cubano. Sin embargo, a la postre nunca tuvimos problema alguno en España. Su estancia en el país de Guillermo Tell vino a completar una serie de viajes que, como vimos, emprendió con anterioridad, lo que hacía predecir, o por lo menos esperar, que otros países le abriesen sus puertas. Todos respiramos aires de tranquilidad, aunque con un optimismo limitado. Habíamos sufrido demasiados contratiempos para pensar que la cuestión de los visados tendría un final feliz. Aquí irremediablemente brotan recuerdos desoladores de aquellas peripecias de gestión inmigratoria que realizó mi madre para sacar a su esposo de la República Dominicana. Con nuestro amigo y colaborador, Lawrence Berenson, intentó tocar a la puerta de más de un consulado para que su marido pudiese emprender nuevo rumbo en su exilio. Se barajaron los nombres de Holanda, Liechtenstein, Andorra y Mónaco. Este último aceptó, se lo oí comentar a mi hermano Jorge quien, cuando todo esto se cocía, tenía dieciséis años y nos acompañaba en Nueva York después de estar al lado del páter en Santo Domingo. Al barajarse esta oportunidad se concluyó que en Mónaco el ex presidente no podría desarrollar una vida de “retiro”, como era su deseo, porque al verse falsamente vinculado a la Mafia en Cuba, le pudieran levantar más calumnias. Pensaba que no era lo más indicado para su imagen de Presidente depuesto, salpicado por historias inverosímiles al relacionarlo con la “Cosa Nostra” y las falacias de la dictadura castrista. Se mantuvo no obstante la “opción Mónaco” por si no surgiese otra. Ya a principios de marzo, llevaríamos dos meses escasos en el exilio, mi madre, aconsejada por el bien intencionado y preparado Be202

renson, concibió contactar con el presidente de la república irlandesa, a la sazón en Nueva York, hospedado en el mismo hotel que ella, para asistir a un homenaje en honor a su labor política. Mi padre vio con muy buenos ojos esta posibilidad de destino al tratarse de un país de grandes tradiciones y autores literarios de primera categoría, lo que significaba mucho para él. Se vería rodeado de un entorno muy a su imagen intelectual, país donde la política, la arquitectura, la historia y la literatura jugaban un papel preponderante. Estaría curioso por descubrir esa tierra celta que además empata con la familia de mi abuela por parte de madre, gallegos todos y por lo tanto celtas. Imaginaría a sus hijos educándose en tal ambiente, si bien exacerbado por la inestabilidad política de aquellos días, pero que no dejaba de ofrecer un acertado plan de estudios de primera y segunda enseñanzas y no digamos universitario, con ese Trinity College, nido de gran sabiduría. El caso es que mi madre, ni corta ni perezosa, y ante el peligro que corría la vida de su esposo, acordó con Berenson enviar una carta al presidente irlandés, donde le explicaba con lujo de detalles la urgencia que tenía la salida de mi padre de Quisqueya. Se publicó hace unos años en la prensa irlandesa la carta que el presidente celta trasladó a su Gabinete, más concretamente a su Ministro de Asuntos Exteriores. Hubo intercambio de impresiones entre el Gobierno de Sean O‘Kelly y la Administración de Eisenhower; Dublín y Washington sopesaron los pros y los contras. En consecuencia, se decidió consultar a otros gobiernos por si procediese permitir a Batista la entrada a los países respectivos. La respuesta global fue negativa, al unísono, sin más trámites. Se nos cerraba otra puerta que bien pudo haber aportado alivio y estabilidad a un hogar abatido por las circunstancias políticas que acompañaban a mi padre. Fracaso adicional, en fin, para quien significaba otro duro golpe al poco tiempo de haber dejado su patria detrás. Mi madre y Berenson no se dieron por vencidos. Portugal, como ya quedó dicho, accedió a la petición de visado. Se comprenderá que después de haber vivido circunstancias tan desalentadoras, el recorrido paterno por diversos países europeos sólo podía traer confort a su alma. Habíamos atravesado un buen trecho desde aquel aterrizaje en 203

Lisboa en agosto de 1959. Ahora confiábamos en un futuro más humano, de comprensión y convivencia y que los desplazamientos del antiguo gobernante cubano tuviesen lugar en paz y armonía. Todos así lo deseamos. El destino una vez más se pronunció en contra. ¿Qué más podía suceder si ahora habíamos entrado en un periodo de relativa estabilidad? El exilio del ex presidente tuvo una curiosa evolución; llegó siendo un “apestado”, con la familia situada en dos continentes, y sin embargo, se marchó de nuestro lado habiendo sacado adelante esta familia compuesta por dos ramas, lo que si en circunstancias normales ya es un reto de por sí, todavía más cuando se vive en propia piel el desgaste abrasador de una travesía intrépida y arriesgada, una verdadera epopeya. Logró la estima y la amistad honesta de todo aquel que le rodeó. Cuarenta y seis años después de su adiós definitivo, la estructura familiar permanecía intacta, a pesar de los vientos azarosos que desafiaron a sus miembros. Además, se mantuvo atento a sus lecturas, a la actualidad política y fiel a la escritura para, al igual que se conocían las opiniones que les eran adversas, dar a conocer a la opinión pública su propio testimonio sobre la verdad histórica encarnada en la figura de su representante más calumniado. Quedó plasmado su punto de vista. Su descripción de los acontecimientos, apoyados en documentación fidedigna, requiere una serena reflexión e invita a una sana discusión de las cuestiones que plantea. Aquellos viajes por Europa se intercalaban por largos periodos de estudio y reflexiones que le permitían analizar y evaluar su comportamiento como Jefe de Estado, como militar y hombre fuerte de los años treinta, el fulgor como Presidente constitucional en los cuarenta y finalmente su presencia mediante el golpe de Estado que él prefería llamar “el Gobierno de Marzo”, expresión que me gusta compartir por su originalidad, aunque sospecho que muchos no la aprobarían. Durante aquellos años iniciales de la década de los sesenta y hasta su óbito, se entregó a la investigación histórica. Finalizó la primera parte de Dos Fechas, un análisis de su trayectoria política durante el periodo en que se sucedieron siete Presidentes bajo su 204

mandato militar (si se incluyen a Carlos Hevia “Presidente Relámpago”, Manuel Márquez Sterling, de pocas horas y de puro trámite, y la transitoria primera magistratura del Presidente Barnet), mientras influía sobre éstos y se relacionaba estrechamente con los embajadores americanos. La segunda parte de este libro, la que personalmente es la que más me interesa, al cubrir el polémico periodo de los años cincuenta, estaba en preparación y jamás llegó a ver la luz del día. La documentación y los borradores se encuentran depositados en la Cuban Heritage Collection en la Universidad de Miami, una institución que preserva con eficacia y esmero el extraordinario legado histórico y cultural de la Cuba contemporánea, sin duda la más informada fuera de la isla. Una de las espinas que mi padre se llevó a la tumba fue la imposibilidad de obtener un visado de entrada a los Estados Unidos. Tal era su propósito a partir del día fatídico que dejó la Presidencia. Ni Eisenhower, ni Kennedy, ni Johnson ni Nixon, ninguna de estas Administraciones tuvo la generosidad de oír su súplica, de comprender al exiliado, quien por encima de todo y en cualquier circunstancia, demostró ser amigo de la afluente nación norteamericana en la que creyó contra viento y marea desde cuando, no siendo todavía sargento, dedicaba tiempo libre a leer biografías de Lincoln cuya vida y pensamiento marcaron su propio trayecto. El ex embajador norteamericano en Cuba, J. Arthur Gardner, fiel creyente en la misión histórica de Batista, le ayudó tanto como pudo, moviendo influencias en Washington. Lo mismo hizo el industrial Ogden Carter, compatriota de Gardner. Algo inexplicable hubo en todo este proceso que ese visado jamás se hizo realidad. ¿Qué peligro podía atribuirse a Batista para ser declarado persona non grata? ¿Cuánto mal podía verse en Batista para tacharlo de persona non grata? ¿Qué extrañas influencias pesaban sobre estas Administraciones? ¿Los interesados artículos de Herbert Matthews en el New York Times? La verdad es que no sería por miedo a que la presencia de mi padre en territorio americano pudiera entrañar algún malestar. No era jefe de ninguna facción política, tampoco aspiraba a serlo, manteniéndose al 205

margen de todo intento contrarrevolucionario. ¿Qué podía entonces incomodar para que se le negase el visado al que había sido y deseaba seguir siendo el gran amigo del pueblo de Lincoln?

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Unidos en el dolor

La comitiva partió de Estoril un 4 de agosto de 1973. Se dirigía a Marbella. En un coche iban mis padres. Les seguían mis hermanos Jorge y Rubén con sus respectivos cónyuges, yendo Jorge al volante; un “pisicorre” seguía al de Jorge y en ése iban mi hermana pequeña, Marta María, las hijas de mi hermano Rubén, todas ellas entre 16 y 10 años. El relato que hago lo debo a dos personas muy queridas por toda la familia. El primero es Joao Afonso, o Alfonso como gustábamos llamarle; era el chófer portugués que desde los primeros años de exilio acompañaba a mi padre. Había entrado a trabajar en casa cuando apenas contaba veinticinco años. Permaneció en nuestro servicio hasta entrado 1978, cuando regresó a su país para contraer matrimonio y formar un gran hogar. Alfonso observaba que el viaje tuvo lugar bajo un sol de hacer gritar a las piedras. El calor, añadía, era insufrible. Ni el aire acondicionado de los coches funcionaba como era de esperar. El segundo es Jesús Bartolomé, quien nos acompañó a partir del fallecimiento de mi hermano Carlos Manuel, y era el mecánico asignado a nuestro hogar madrileño. Jesús estuvo con nosotros hasta que mi madre partió de Madrid para instalarse en los Estados Unidos, donde hizo construir una casa en Palm Beach, para mí de tan tristes recuerdos como explicaré en otra ocasión. Jesús fundó su familia, no dejó de trabajar y siempre ha sido nuestro amigo. Ambos vivieron muy de cerca las últimas horas de mi padre. Era costumbre de mi progenitor viajar por carretera entre Portugal y España, un trayecto que recorrió con frecuencia. Ese viaje no fue excepción. La jornada había comenzado bajo buenos auspicios al tener por delante la temporada veraniega de Marbella, divertida como 207

siempre. Cada año se hacía más internacional, se abrían nuevos negocios y éstos y los existentes no cesaban de progresar. La vida diurna y nocturna se transformó con rapidez impensable a lo largo de los años sesenta y principios de los setenta, sobre todo para aquéllos que, como nosotros, habíamos sido pioneros en el nacimiento de ese gran destino que es ya el año entero la Marbella actual. En medio de la alegría la comitiva se detuvo a almorzar en la frontera. Mi padre gustaba de visitar siempre el mismo lugar que era, quizá siga siendo, la Pousada de Santa María, en Elvas. Ahí la oferta culinaria era típicamente portuguesa, destacando los vinos de la tierra. Al cabo de unas dos horas de viaje, los coches se detuvieron en el sitio mencionado. Los viajeros estaban aguijoneados por el hambre que esas jornadas automovilísticas suelen provocar. Bajo una temperatura de insolación, apetecía resguardarse en un edificio amigo, de amplias paredes y confort cogedor. Ahí no faltaría una buena dosis de aire acondicionado. Los comensales tomaron mesa. El ex sargento, de buen comer, aprovechó la oportunidad para disfrutar de la buena mesa en contra de las advertencias de mi madre quién sabía que le aquejaba una dolencia cardíaca. Los médicos insistieron en que siguiera un régimen, pero la firmeza del militar pudo más que la dulzura de mi madre. Los más jóvenes desconocíamos tal condición. En aquella Pousada era conocido, se le mimaba y servían sus platos favoritos. Comió en exceso. Cierto es que la tentación culinaria portuguesa no era para menos, todo hay que decirlo. Mi madre se llevó las manos a la cabeza. No podía hacer nada. Aprovecho para desmentir aquí la leyenda que atribuía al General una glotonería que le llevaba a comer, devolver, volver a comer y así de corrido. No es verdad. Lo cierto es que, después de las comidas solía salir a caminar. Se valía de ese momento para acercarse a cualquier matojo y “echar un buche”, es decir que “regurgitaba” un buche, no una cascada; en pocas palabras que “expelía por la boca, sin esfuerzo o sacudida de vómito, sustancias sólidas y líquidas contenidas en el esófago o en el estómago”, según definición del Diccionario de la Real 208

Academia Española. He leído esa ofensiva alusión a tal indisposición física de mi padre a más de un comentarista, alguno de muy considerada categoría, quienes no se molestaron jamás en buscar la verdad. Les bastó hacer gala de su pereza para difamar y reforzar la mala imagen que tantos detractores crueles, carentes de principios, le habían colocado al ex presidente. Una vez cumplido el ágape, mi padre, conversador ameno, llevó la conversación hacia una sobremesa larga que culminaba en los cabezazos “siesteros” una vez retomado el camino. Bajo el resplandor del sol andaluz, se hizo camino por la acogedora e interesante provincia. El viaje continuó hacia Guadalmina, urbanización mencionada cerca de Marbella, perteneciente a la localidad de San Pedro de Alcántara, parando para descansar en Algeciras hacia las nueve de la noche. Las carreteras no eran como las de hoy y el trayecto se hacía mucho más largo, algo que desconocen las generaciones que nos sucedieron. No llegaron a Guadalmina hasta las dos de la madrugada, hora en que el grupo de viajeros ocupó los bungalows reservados para el veraneo. Los más pequeños no precisaron dormir mucho ese primer día playero, pero mis padres sí. Estaba yo hospedado en el Marbella Club y esa noche no tuve ocasión de verlos porque había quedado con ellos para almorzar en Guadalmina al día siguiente, seis de agosto. La familia entera, cada uno con los de su edad y amistades respectivas, se dispuso a disfrutar de una jornada playera, la primera de las muchas que faltaban hasta tocar fin el verano. Mi padre no quiso salir de la habitación en este primer día de estadía marbellí. Estaba invitado a comer a la casa de los suegros de Jorge. No asistió a pesar de la cercanía, pues la familia política tenía casa en la misma urbanización y a muy pocos minutos de coche, de puerta a puerta. Por la noche convocó a los hijos mayores con sus cónyuges, a los nietos y a un grupo de matrimonios allegados, como los Urrestarazu y los Parra. No tenía que haber cenado. No quiso oír ni a su mujer ni a sus hijos y cenó sin cuidarse. Mi padre pensaba que no iba a vivir privándose de uno de los grandes placeres de la vida y que, mientras 209

él tuviese fuerzas e ilusión, su vida diaria continuaría por los senderos que acostumbraba, en todos los sentidos. Después de cenar, y ya tarde, regresó a su bungalow. No logró conciliar el sueño; mi madre sí. De repente, me lo contó ella, él la despierta porque se sentía muy indispuesto. Se incorporó, devolvió y cayó fulminado. Pepe Parra, doctor personal suyo y de mi hermano Carlos Manuel, que había cenado con él esa noche, acudió inmediatamente, aunque solo pudo confirmar el fallecimiento. Yo dormía cuando a eso de las tres de la madrugada sonó el teléfono para comunicarme la desgarradora noticia. Salté de la cama y tan pronto como pude llegué al bungalow. Ahí estaba mi madre deshecha en compañía de Jorge, Rubén y Carmita y de la inolvidable Nati, su doncella personal, en ausencia de Teresa que era su “tata” oficial desde muchos años atrás en Cuba. Teresa, algo mayor a estas alturas, prefería quedarse en Estoril y evitar viajes largos por carreteras estrechas, polvorientas y hasta peligrosas. El ambiente era negro. Mi madre contemplaba el cadáver de mi padre. Su cara invadida por lágrimas, sollozando ante la tragedia que la privaba de su Cuqui. No podía en ese momento valerse por sí misma. Había pasado una vida entera a su lado, desde su juventud más tierna. Su historia no cabe aquí. Abatida, atormentada por un turbión de emociones, con su bata de casa atada como podía, acariciaba el cuerpo de su amado que yacía en el suelo a la espera de tomar las decisiones que organizarían primero el traslado al cementerio de Marbella y a continuación el último a Madrid. Apenas habíamos dormido. Mis hermanos mayores, en consulta con Martha, quien delegaba en ellos, se ocuparon de los detalles con vista a los traslados de nuestro padre. Así discurrió el día hasta que al anochecer salimos rumbo al cementerio local donde quedó tendido el Sargento del ´33. Empezaron a llegar amistades cercanas, prensa y curiosos. Hacia la medianoche estaba el recinto muy concurrido. Fue emocionante ver a tanta gente que prácticamente recién le habían conocido llegar uno a uno a manifestarnos su pésame. Así estuvimos toda la madrugada. Hacia las cuatro cada uno fue a descansar un rato, 210

pues ese día, ese siete de agosto, saldríamos en un avión fletado hacia Madrid. Llegaríamos a la Sacramental de San Isidro cerca del mediodía. Era uno de esos días soberbios que Madrid nos regala en época veraniega, ni una nube en el cielo, desde luego caluroso. Acompañamos el féretro desde la entonces terminal de carga de Barajas hasta el cementerio. Hubo amigos que interrumpieron su veraneo y estuvieron a nuestro lado. Demostraron su amistad, dejando de lado los saraos marbellíes. Nos sentimos muy arropados porque al llegar al lugar del descanso final se amontonaba la gente enfrente de la capilla lugar en el que, de cuerpo presente, se celebraría un responso. La sensación de agobio que me producía el calor se incrementaba al ver a mi madre acabada. Me pregunté: “¿Y ahora qué?”. Hasta ese momento nos habíamos acostumbrados a vivir bajo la dirección y el amor paternal que fueron nuestra estrella polar. Sentía como crecía en mí la gratitud hacia un padre que había sido todo ternura. El momento era dedicado a aquél que tanto perdonaba nuestras malacrianzas y calmaba nuestras inquietudes con una simple mirada y una breve palabra de amor. Quizá fuese porque ya estaba entrado en edad, quizá porque las pruebas de la vida te impiden ser todo lo fuerte que desearías, pero nuestro padre se nos antojaba cada vez más flexible hacia nosotros. Fui parte de los que cargaron el ataúd. Las ideas giraban en mi mente y no podía evitar cuestionarme acerca de nuestro futuro. No tuve respuesta. La ausencia de un ser tan decisivo y rector en todos los aspectos de nuestra existencia, me llevaba a sentirme pequeño, preso de una orfandad total. Desde ese momento se apoderó de mí un sentimiento de inseguridad que me acompañaría en los años venideros, empujándome hacia las peores decisiones. Cargábamos el ataúd desde la capilla hasta la tumba. No era un recorrido largo. Mi padre compartiría sepultura con Carlos Manuel, su suegra y su ayudante y fiel amigo Coronel Jorge Hernández Volta. Nos congregamos alrededor de la tumba. Se hizo silencio, únicamente se oían circular los coches que desde la proximidad de la carretera y en pleno agosto lo hacían con menos frecuencia que el resto del 211

año. Tomó la palabra Gastón Godoy y nos regaló una despedida lírica, salpicada de toques históricos. Personalidades políticas y culturales cubanas, como el propio Gastón Baquero, habían acudido a presentar sus respetos a la viuda e hijos; entre ellos Rafael Díaz-Balart y Sergio Carbó, dos apellidos que llevan la historia de Cuba grabada en sus respectivas personas. Mi madre resistió como pudo. Su imagen no dejaba de ser impresionante, con su cabellera que ahora seguía rubia atada en cola de caballo. Su semblante contraído, las lágrimas un manantial de tristeza que no se detendría en los años venideros. Nos apretamos todos cerca de la tumba cuando bajaron el féretro donde descansaría nuestro progenitor, mientras su Niñita acariciaba el ataúd dejando un suspiro de ternura en el desenlace fatal. Le dijimos adiós, nos despedimos con dolor y ante la incógnita de una vida futura sin su presencia. Besos, abrazos y palabras de consuelo… Y todo terminó. Comenzaba entonces el periodo más accidentado de mi existencia. Si supe enfrentarme a los infortunios que me aguardaban fue gracias a los principios que de la religión y mi padre recibí. Se marchaba el político más polémico de nuestra patria, aquel que desde la nada escaló peldaños hasta llegar a la Primera Magistratura de la República, el que entre luces y sombras supo conducir a su país por caminos tortuosos, quien entre aciertos y errores evitó el naufragio de la República en los años treinta, aquél que constitucionalmente gobernó Cuba en momentos de guerra mundial, aquél que llegado el momento más crucial, aquellos contradictorios años cincuenta que, contra viento y marea, habían brindado a su pueblo el progreso más grande que la nación cubana jamás haya conocido. Se marchaba el amoroso fundador de una familia que presidió con certeza y ternura.

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En la despedida

Esos son recuerdos. Quedaron grabados para siempre y día tras día no dejan de asaltar el ánimo. Familia tan unida, tan maltratada por el destino, de la que ahora quedamos cinco hijos. Vivimos en lugares distintos. Echo mucho de menos a mis hermanos. Tengo a Elita y Marta en la Florida; igualmente a Carmelita. A Fulgencito solo lo tengo algo alejado, pues hace años reside en Ibiza. A partir de agosto de 2017 me hice el propósito de ir a verle porque hacía nada menos que diez años que no nos veíamos. La pasé tan bien en su compañía y la de Luis, su compañero, que ya es costumbre regresar a verlos. Jorge se nos fue muy lejos, a la remota Lima, no exactamente un trayecto corto. Supe que ya no nos volveríamos a ver. Me parte el corazón pensar que ya no nos volveremos a encontrar. Coincidencias de la vida, falleció un 4 de septiembre, fecha histórica y familiar, pues mi hermano había contraído matrimonio un 4 de septiembre también, allá en 1964. Viví y trabajé en Nueva York. Mis viajes son así limitados. Cuando vivía en Nueva York visitaba Madrid dos veces al año. Desde que fui abuelo repetía viaje cuatro veces anualmente. Quiero que crezca estando a su lado todo lo frecuentemente posible. ¡Sin duda! Entré sin saberlo en una nueva etapa desde que nos regaló su presencia y su risa embelesadora. Ahora con sus más de cinco años nos hace a todos muy orgullosos. Disfruta mucho con el agua y ya desde hace dos veranos le ha perdido todo respeto, lanzándose a nadar sin flotador. Como además da clases de natación, empieza a hacer sus primeros pinitos nadando de espalda, desafiando las leyes de la gravedad. No regatea esfuerzos y logra flotar sin ayuda alguna. Llegué a Manhattan en 1989 para recuperarme de un accidente que tuvo por consecuencia una invalidez que me aisló un año. Los acontecimientos familiares se sucedieron y permanecí en esta urbe 213

donde, con el paso del tiempo, y ya recuperado, me reincorporé al mundo del trabajo. Había desembarcado en esta ciudad con espíritu algo provinciano. Sus aires liberales poco a poco fueron apoderándose de mí. Mi convicción política es inequívoca y su evolución, sobre todo, con el tema de Cuba, se desarrolló progresivamente. La observación de la vida cotidiana de la gran urbe supuso un cambio total en mi apreciación del panorama municipal por el que, debo reconocer, al principio no me interesaba con la importancia que requiere. Fui avanzando en una mejor comprensión de la administración local y mi interés por la política nacional norteamericana no dejó de crecer a partir de entonces. Quedé impregnado de las ideas socialmente avanzadas y así arribé a una convicción socialdemócrata. Sigo pensando que el Welfare State, hijo de las ideas de Franklin Delano Roosevelt, nos protege más que la iniciativa privada, al menos como lo apreciaba en los Estados Unidos. Por eso Nueva York es y ha sido para mí la gran lección de mi vida. Se nos fue Carloma, al igual que Mirta, Rubén y Jorge. Todos demasiado pronto. En los últimos años de su vida, Mirta fue como una segunda madre para mí. Y Rubén era más que un hermano; amigo, consejero y protector, estaba dispuesto a oírme en cualquier circunstancia y su sentido común estaba siempre presente, aún en las conversaciones más delicadas. Jorge fue único, genio y figura hasta la sepultura, con un corazón de oro. La presencia de Batista era el tronco común que, a todos, como rama del mismo árbol, nos mantenía unidos. Y ahora al ver las sucesivas pérdidas siento que el tronco llora. No obstante, estoy persuadido de que allá donde se encuentren mis hermanos seguirán todos tan unidos. A diario les pido guía y bendiciones. No sé cómo ni cuándo, pero cuando Nuestro Señor me acoja en su reino, lo primero que haré es darles un gran abrazo por nuestro reencuentro. La familia seguirá eternamente unida.

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Epílogo

Recuerdo mañanas tan azules…

Recuerdo mañanas tan azules que la inmensidad del cielo reflejaba en las aguas un beso de lapislázuli. Recuerdo el cielo arropándolas con un clemente resplandor, halagando a la mañana. Recuerdo un mar multicolor, espejo de ardorosa claridad diurna, de tonalidades azulinas, a veces en calma, como un plato, y otras enfurecido, a capricho de Neptuno. Recuerdo sombras “verdes” en la superficie serena y pinceladas “grisáceas”, cuando se intuía tormenta. Recuerdo un sol espléndido que abría la piel camino del embarcadero, y el salitre como escamas en la piel, el olor del mar acompañando en el paseo. Recuerdo un barco grande con mucha gente, a mi padre rodeado de amigos. Recuerdo el alboroto de los marineros y sus relatos, inolvidables hazañas “no aptas para menores”. Recuerdo una lancha de remos que iba a remolque de su “hermano mayor”. Recuerdo a mi padre con una sonrisa complaciente a pesar del incipiente drama. Recuerdo a un niño a su lado, digamos yo, deseando saltar a esa lancha. Recuerdo que, para acercarnos a ella, se bajaba por una escalera complicada que pedía buena maña para abordarla, y a mi padre, auxiliándome, sus brazos extendidos. Recuerdo permanentemente la ternura de su compañía. Recuerdo la emoción del mano a mano, padre e hijo, los dos ya solos en ese bote. 215

Recuerdo a mi padre capitanearlo, soltar cabos y poner rumbo hacia otros parajes, pero no muy lejanos. Recuerdo el porte acogedor de mi padre, algo viejecillo, en sus brazos los remos como gigantes. Recuerdo en la embarcación una rueda muy grande, enroscada y de la que colgaba un sinfín de ramales y anzuelos. Recuerdo el misterio del palangre, cómo aguarda al fondo del mar. Recuerdo entonces a mi padre remando, acercándonos con prudencia a la costa y encontrar el lugar adecuado para soltar cordeles, ramales y anzuelos. Recuerdo el tamaño de los amenazantes anzuelos y sus contraídas formas y el temor a quedar enganchado a sus afiladas puntas. Recuerdo el recorrido de la barquita, tan plácida en alta mar, y la emoción contenida antes de encontrar el sitio donde largar el palangre. Recuerdo la maestría de mi padre al lanzar los ramales del palangre, uno por uno, con infinita paciencia, y la rapidez en colocar con destreza la carnada en cada anzuelo. Recuerdo el olor de la carnada, nada agradable, que trae a la memoria el olor de huevos cluecos recogidos en Kuquine. Recuerdo el empeño y el tesón con que mi padre manejaba todo el equipo y el esfuerzo que me costaba aprenderlo. Recuerdo la paciencia de mi padre ante el niño algo lento y patoso. Recuerdo entonces la bondad de mi padre ante mi torpeza, para hacer de la ocasión un motivo de bromas compartidas y hacerme reír aliviado. Recuerdo las manos de mi padre moviéndose con soltura; aquellas manos expertas, fuertes, oliváceas y curtidas. Recuerdo la camisa de mi padre, siempre blanca, de mangas muy largas para protegerlo del sol. Recuerdo el sombrero grande y redondo de mi padre, su sombrero “pesquero”, de paja, para ampararlo de la ardorosa inclemencia del mediodía. 216

Recuerdo llevar uno parecido que me molestaba inmensamente. Recuerdo las palabras de mi padre, siempre cariñosas y pausadas, mientras remaba o cuando “alambraba” a la deriva y preparaba el palangre. Recuerdo la magia del momento y pasar el tiempo “como en otra nube”. Recuerdo mi encantamiento con el movimiento de la lanchita a medida que mi padre soltaba el palangre y el susurro de los remos al batir en el mar. Recuerdo el lento desplazamiento de la barca y la intriga que me causaba, que a veces se veía el fondo y otras no. Recuerdo cuando, de repente, percibía en el fondo toda clase de figuras extravagantes e inesperadas. Recuerdo esos días invariablemente “claros”, como mi inocencia, antes de la tragedia. Recuerdo la belleza del momento y la proximidad del padre protector. Recuerdo la voz cálida, pero firme, de mi padre al instruirme en lanzar cada pita con anzuelo y carnada. Recuerdo el esmero de mi padre, explicándome cada pasito detalladamente, la ternura de sus palabras al ayudarme a comprender todo el proceso. Recuerdo la expresión de la cara de mi padre, atenta a cada movimiento, y sus bifocales. “¿Bifo qué?”, preguntaba yo y él se reía. Recuerdo una y otra vez, no lo olvido, el colorido de esas aguas caribeñas, el oscilante azur de ese mar impregnado para siempre en mi memoria. Recuerdo el sol picando en la cara a pesar del sombrero y la piel roja de mis piernas, y a mi padre solícito, cubriéndolas con un paño. Recuerdo las distintas clases de peces que bullían en aquél “nuestro” mar; rabirrubias descaradas, picúas amenazadoras, plácidas mantas y rápidas rayas, langostas juguetonas, morenas inesperadas y nunca bienvenidas, anhelados pargos, siempre hermosos, chernas boquitas pintadas, camarones en su corriente, sardinas escurridizas, manadas de 217

tiburones de porte soberano, que si el cabeza de martillo, que si la tintorera, que si un tal o más cual, suma y sigue, acechantes los tiburones, serenos en sus desplazamientos, estaban por todos lados. Recuerdo el desfile de delfines en cohortes armoniosas y seductoras, no lejos de nuestra barquita. Recuerdo la botella de agua, yo siempre sediento y mi padre pidiendo que no la bebiera de golpe. Recuerdo y recuerdo, creo que no terminan estos recuerdos, porque fueron lo más hermoso que guardo de aquellos años, antes de la caída. Recuerdo así la serenidad del momento, la presencia del padrepadre. Ahora no afloran otras remembranzas, pero recurrentes recuerdos que ahondan en la profunda intimidad y que brotarán cuando aquel niño, digamos yo, al amparo del padre, llegue realmente a puerto cierto y seguro, superada por fin aquella desgracia. Y finalmente recuerdo la caída de la noche, bajo un cielo muy despejado, tímidas las estrellas dejándose ver, la mar serena como el descanso del guerrero, la placidez del sueño porque muy cerca estaba él, mi padre…

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Cuando se le preguntó a Batista cómo veía el porvenir inmediato de Cuba, contestó rápidamente: “Como tenemos que verlo todos los que amamos a nuestro suelo y queremos a nuestro pueblo: rojo, por la sangre que han anunciado derramar y la que habrá de derramarse, y negro, por el luto que ha de enseñorearse de la nación”. Fulgencio Batista Entrevista concedida a su llegada a Santo Domingo, República Dominicana, el 1 de enero de 1959, en Respuesta, México D.F., 1960.

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ÁLBUM FAMILIAR

El autor jugando al Shuffleboard con su padre, Kuquine, año 1958.

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De izquierda a derecha: mi hermano Carlos Manuel, mi padrino Manuel PérezBenitoa, el autor y un gran amigo de la familia, Lawrence Berenson, los tres primeros recién llegados de Cuba, Nueva York, enero de 1959.

De izquierda a derecha: mis hermanos Jorge y Fulgencio, nuestro padre, el autor y mi hermano Carlos Manuel, Cascáis, año 1963. 223

De izquierda a derecha: mi hermano Jorge, mi hermana Elisa Aleida, mis padres y el autor, Kuquine, cerca 1957.

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Mis padres en Nueva York, año 1947. 225

De izquierda a derecha: mi cuñada Carmita Robaina, el autor entre mis hermanas Mirta y Elisa Aleida y mi hermano Rubén, en casa de este último, Coral Gables, año 1998.

Institut Monnivert, Saint Prex, Vaud, Suiza, año 1960. 226

Sentados de izquierda a derecha: mi hermano Fulgencio, nuestro padre, mi hermano Carlos Manuel y nuestra madre. De pie de izquierda a derecha: Bobby Hernández y el autor. Jardines del Hotel Reid´s, Funchal, Isla Madeira, marzo de 1960. 227

Mi padre junto al Presidente Roosevelt, Washington D.C., diciembre de 1942.

Mis padres con mi hermana Marta María, La Habana, año 1958. 228

Tras participar en una gymkana, el autor recibe el primer premio de la mano de la señora. Burca, esposa del Director General del Hotel Reid´s, Funchal, Isla Madeira, junio de 1960.

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Mi padre recibe a mi madre al descender del paquebote que la trajo a Funchal en uno de los viajes que hacía para visitar a sus hijos en los respectivos internados, Isla Madeira, 2 de marzo de 1962.

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El sargento taquígrafo Fulgencio Batista, año 1933.

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El autor con su hermana Marta María, Nueva York, noviembre de 2016. 232

LEOPOLDO FORNÉS-BONAVÍA DOLZ

Cuba-cronología Cinco siglos de historia, política y cultura

I.S.B.N.: 978-84-7962-248-0 Por primera vez se publica en España una Cronología exhaustiva de la historia de Cuba; en su formato y con sus características probablemente sea la única existente. Esta cronología viene, pues, a llenar un vacío en la historiografía cubana. Existen cronologías parciales procedentes de distintas épocas y lugares; sin embargo, ninguna otra agrupa, como aquí, más de quinientos años de historia, política y cultura, detallados, siempre que ha sido posible, mes a mes, día a día. Además de la sucesión de acontecimientos propios de la historia política de la Isla, el lector podrá encontrar referencias debidamente señaladas de eventos correspondientes a la Arquitectura, la Ciencia, el Cine, el Deporte, la Escultura, la Filosofía, la Historiografía, la Literatura, la Música, la Pintura, la Población, la Religión y el Teatro. Dos anexos, al final del volumen, serán de enorme utilidad para el lector: la Bibliografía Consultada, que le permitirá encontrar los títulos donde ampliar la información; y un Índice Onomástico, que le facilitará el acceso rápido a las figuras de su interés. Para proveer una mejor y ágil consulta del texto se ha registrado en la cabecera de cada página el período (día, mes y año) comprendido en ella.

JACOBO MACHOVER

Los últimos días de Batista

I.S.B.N.: 978-84-9074-773-5 En marzo de 2017 se encontraron en Madrid el autor y Roberto (Bobby) Batista, hijo del que fuera un humilde mestizo de origen campesino de la entonces provincia de Oriente, obrero ferroviario, luego sargento taquígrafo del Ejército, cabecilla de la “revolución de los sargentos” en 1933, convertido en general y jefe del Ejército en un turbulento período republicano que culminaría con la convocatoria de una plural Convención Constitucional, cuyo resultado fue uno de los textos más progresistas de América, la Constitución de 1940. Ese mismo año, Batista fue elegido democráticamente Presidente por un período de cuatro años y en 1944 dio paso al ganador de las elecciones, Ramón Grau San Martín. El 10 de marzo de 1952, Batista dio un golpe de Estado para deponer al gobierno de Carlos Prío Socarrás, electo democráticamente en 1948. En enero de 1959, Fidel Castro lo expulsó del poder, iniciando una revolución aún vigente. Al primer encuentro entre Jacobo Machover y Bobby Batista siguieron otros. En todos, ambos singulares exiliados, confrontaron sus experiencias y sus ideas en torno a la compleja valoración histórica de la polémica figura de Fulgencio Batista –el sargento revolucionario, el constitucionalista, el presidente democrático, el dictador… Y cómo su imagen, paradójica sin duda, ha sido convertida en una grotesca caricatura por sus enemigos. Sus diálogos necesariamente se ampliaron para evaluar y juzgar el período político iniciado por Fidel Castro, pronto convertido en un régimen totalitario amparado bajo una identidad comunista.

Roberto Batista Fernández es una persona discreta, rasgo que no oculta la valentía de acercarse con honradez y limpieza a la figura del Padre. Para ello, con lealtad poco frecuente, revela una memoria construida desde lo que su padre representa para él: fue su refugio, su maestro, conoció de sus manos la ternura y el cuidado. Pero esto no le impide asomarse a una vida política, plural y compleja, iluminada por una primera imagen de estadista, aunque empañada por los sucesos del 10 de marzo de 1952. Roberto se pregunta: “Cómo es posible que un hijo pueda juzgar a su padre?” Pues bien, en este libro lo ha hecho. No se recuerda entre los hijos de otros controvertidos gobernantes, desasistidos ya de todo poder, alguno que haya asumido una actitud tan íntegra y decorosa, a la vez que desgarradora. Roberto Batista Fernández, nacido en Nueva York en 1947, hijo del entonces ex presidente de Cuba, Fulgencio Batista Zaldívar, y de Marta Fernández Miranda, el autor se traslada a La Habana en diciembre de 1948 donde reside hasta diciembre de 1958, fecha en la que comienza su exilio. Inicialmente educado en los Hermanos de La Salle en la propia Habana, continúa su formación en internados de Connecticut y Suiza, finalizando el bachillerato en Madrid, donde posteriormente se matricula en la Universidad Complutense para cursar estudios en la Facultad de Derecho. Ejerce entonces la abogacía durante largos años. Años más tarde amplía estudios en las Universidades de Miami y Nueva York, permaneciendo en esta última ciudad dedicado a labores vinculadas con la abogacía. Reside actualmente en Madrid cerca de sus hijos y nieto.

9788413375144E