Heroes Machos Y Patriotas 9789870436737

El fútbol entre la violencia y los medios. Para escribir un libro sobre el fútbol como pasió alcanzaría con desplegar pá

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Spanish Pages [150] Year 2017

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Heroes Machos Y Patriotas
 9789870436737

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ÍNDICE Portada Dedicatoria INTRODUCCIÓN. En la que se pasa de postular una variedad de puntos de vista a concluir que todo es una boludez PRIMERA PARTE Donde se discute qué tiene que ver la identidad con el fútbol, y de qué identidad estamos hablando, y qué tiene que ver eso con el barrio, la ciudad, la clase, la patria, el Mundial de 1978, los héroes, las mujeres, los medios, Maradona y Messi, como no podía ser de otra manera. Y hasta el opio de los pueblos, todo por el mismo precio 1. Identidad, divino tesoro 2. Fútbol, disciplinamiento, culpa y olvido: nuevas andanzas del Mundial de 1978 3. La patria, Maradona y Messi: variaciones sobre el ser nacional SEGUNDA PARTE Donde se debate la violencia; o mejor aún, se trata de entenderla, modificarla, solucionarla 4. La violencia, la academia y el fracaso. El debate como chamuyo 5. Una teoría general del aguante 6. La culpa era de Grondona (apenas para empezar) TERCERA PARTE Donde llegamos a la conclusión de que el fútbol es también (o antes que nada) el relato del fútbol, lo que nos lleva a preocuparnos por la ficción y la televisión 7. Narrar, explicar, celebrar, mentir, criticar 8. La tele 9. Epílogo, o el fin del fútbol AGRADECIMIENTOS BIBLIOGRAFÍA COMENTADA Biografía Créditos 3

Para esa pequeña multitud de hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, de veras y prestados: para Santiago, Agustín, Catalina, Rocío, Nicolás, Amparo, Matías, Jerónimo, Luz, Camilo, Martina, Consuelo, Dante, Julia, Clara, Marina, Nicanor, Pedro, Hernán, la nueva generación. Y para Caro, insustituible.

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INTRODUCCIÓN En la que se pasa de postular una variedad de puntos de vista a concluir que todo es una boludez. Quiero jugar en el comienzo: este libro podría empezar de tres maneras distintas, hasta cierto punto mutuamente excluyentes, hasta cierto punto complementarias. Estas son las tres posibilidades del juego. Primera posibilidad: Soy un futbolero perdido entre las posibilidades de una pelota: respiro, como, sueño fútbol. Sigo a mi equipo como local, añoro seguirlo como visitante —he hecho viajes insólitos—. Soy socio, pago la cuota —y las de mis hijos, a los que asocié cuando nacieron—, he tenido abono de platea, a la que descarté por su frialdad. Leo los diarios comenzando por la parte deportiva: por la parte futbolera, y luego leo el Olé on line. Soy de a los que cuatro canales deportivos las 24 horas les parecen poco; de los que pueden ver Granada-Almería como si allí estuviera el destino del mundo en juego. Los Mundiales me parecen una fiesta de los sentidos y de la inteligencia: los veo conectándome el cable coaxil intravenoso. He visto fútbol por la tele, pero también en los estadios: fui a la cancha en Argentina, Brasil, Colombia, México, Inglaterra, Francia, España. Detuve un paseo de vacaciones para ver jugar a una liga regional en Chiloé, en el sur de Chile; entrené con un equipo barrial en Eastbourne, en el sur de Inglaterra. Recuerdo formaciones, goles, incidentes, expulsados, aniversarios. Y, por supuesto, lo he jugado: probé en inferiores, fui goleador en la primaria, fui arquero menos vencido en mi barrio, fui marcador de punta en un par de equipos accidentales, armé mi propio equipo en la universidad, rodeándome de jóvenes que corrieran lo que ya no puedo correr. Dejé los ligamentos cruzados de ambas rodillas en el césped sintético. He probado todas las superficies: el césped, la tierra, el sintético la arena, las baldosas. Fui director técnico de equipos infantiles y juveniles, entre las primarias y las secundarias de mis hijos: apliqué sistemas tácticos audaces y conservadores, fui sucesivamente y al mismo tiempo menottista, bilardista y bielsista. Le pego con las dos, sé desviar una pelota con la mano cambiada. Nada de lo futbolístico me es ajeno. Creo que el fútbol me ha enseñado lo mejor que sé sobre los seres humanos. Segunda posibilidad: No soporto el fútbol. Todos los días me pregunto si tanta información deportiva no podría ser reemplazada por buena literatura, si los cuatro canales deportivos no podrían dejar lugar a cuatro cadenas que programen cine sin publicidad durante las 24 horas. Soy hincha de un equipo como podría serlo de otro —y alguna vez me he cambiado—. Fui un patadura de chico, de joven y de grande, la más sólida muestra de coherencia de mi vida: jugué para no ser desterrado del mundo 5

masculino, aunque pensara que era la mayor de las tonterías que organizaban ese mundo. Fui a la cancha lo suficiente como para comprobar que es incómoda, agresiva, molesta, peligrosa: que se ve poco y mal, que se come y se bebe peor, que está abarrotada de sujetos alienados capaces de cambiar radicalmente su opinión sobre el mejor jugador con di​ferencia de cinco segundos. Cada vez que veo un partido por televisión, discuto sobre si es peor la calidad del juego o la de los comentaristas deportivos, uno de los más grandes errores del plan divino, si hay algo así. Mis hijos me reprochan mi amargura, mi frialdad, mi indiferencia. Juego al tenis, que preserva mis rodillas de males mayores: jugué al rugby, un deporte incomparablemente más bello; me encantan el básquet y el vóley, el handball y hasta el golf, si me apuran. Creo que el fanatismo futbolístico hace peores a las personas, y que el fútbol no puede enseñarnos nada sino los vericuetos de la mediocridad, la manipulación y la corrupción. Creo que el fútbol le puede enseñar poco a nadie, salvo al optimista de Camus, que alguna vez tuvo la mala ocurrencia de afirmar que todo lo que sabía lo había aprendido en una cancha, y convenció a todos los que no se molestaron en leer, además, a Borges. Tercera posibilidad: Pero, en realidad, prefiero pensar como una mujer. Eso me ha permitido ver ese mundo exasperadamente masculino con bastante distancia y objetividad, si es que existe algo así. Quisiera haberlo jugado como mujer, porque me parece un bello juego: pero no pude comprobarlo, porque jugar al fútbol es una prohibición radical para las mujeres —a veces pienso que los hombres prohíben más el fútbol que el aborto—. No me interesa la belleza del deportista —los tenistas y los voleibolistas son mucho más bellos—, sino la del juego, la sinfonía de once tipos desplegados en un campo, donde es más importante lo que pasa lejos de la pelota que lo que está con ella. Por eso recuerdo el cuarto gol de Brasil a Italia en 1970, con Carlos Alberto entrando desde un increíble fuera de cuadro —a la derecha de su pantalla, señora —; por eso odio a las transmisiones televisivas que exageran los planos detalle y ocultan la dinámica maravillosa del resto del campo. Leo la prensa deportiva para comprobar que, si el mundo está administrado por hombres, estamos en pésimas manos: creo que una difusión inteligente de los discursos masculinos sobre el fútbol podría demostrarles a las mujeres que el triunfo está al alcance de la mano, que seres tan primarios no pueden dominarlas. Como mujer, puedo verlos como si fuera una científica, porque están ahí en su plenitud, porque se revelan en todo su esquematismo y su grosería, en su machismo y su soberbia, en su ignorancia y su dependencia absoluta de la propia sexualidad: ver, oír o leer fútbol demuestra que los hombres están organizados por su pito. A veces, cuando se olvidan de eso, los envidio: pero porque envidio la belleza del juego, insisto, porque creo que Brasil-Francia en 1986 fue una obra de arte inolvidable. No envidio, como ellos creen, su capacidad de fanatismo: es el momento en que más primarios se ponen, creyendo que se ponen sentimentales. Cada vez que dicen cosas tales como “nena, ni lo entendés ni lo jugaste ni lo podés sentir porque no sos hombre”, compruebo que la frasecita esa de Camus era un chiste tan sutil que no hubo tipo que la entendiera: o que era una ironía monumental. Tener un hijo sigue siendo más maravilloso que una vuelta olímpica: giles, ustedes se lo perdieron. Casi todo es verdad —no todo—. Incluso en desplazamientos que resultan imposibles físicamente, pero no intelectualmente: el cambio de género (de punto de vista de género) 6

es una posibilidad del pensamiento que los hombres deberíamos asumir más a menudo. Analizar el mundo del fútbol no puede reducirse a una sola de esas posibilidades, porque solo contribuye a empobrecerlo: y para eso alcanza con la mayoría de sus actores —la mayoría de los dirigentes deportivos, entrenadores, futbolistas, intermediarios, árbitros, periodistas, hinchas fanáticos, publicistas— que hacen de la cortedad de miras y de la repetición de lugares comunes una práctica insobornable e invariable. Con unas cuantas excepciones, claro que sí, que espero recuperar en este libro. Pero, para solo detenerme en la última de las posibili​dades propuestas: el mejor y más importante investigador en antropología del fútbol en el mundo es una mujer, Simoni Lahud Guedes, profesora de la Universidad Federal Fluminense, en Niterói, Brasil, que ha hecho pensar y trabajar a dos generaciones de antropólogos y sociólogos latinoamericanos. La doctora Guedes escribió la prime​ra tesis de posgrado sobre fútbol en el continente, en un lejano 1977, y sigue siendo una máquina de producir ideas y una generosa compañera de todos los que intentamos hacer algo por el estilo en los últimos veinte años. Y si quisiéramos hacer una especie de cuadro de honor de los que han trabajado sobre fútbol en Latinoamérica, una suerte de top ten, en él figurarían otras cuatro mujeres: la brasileña Carmen Rial, la colombiana Beatriz Vélez, las argentinas María Graciela Rodríguez y Verónica Moreira. Cinco sobre diez, arbitrariamente. Y no sé quiénes serían los otros cinco. Todo eso, claro, si hablamos de pensar un poco, en vez de limitarnos a golpearnos el pecho. Hace varios años, una de las lamentables publicidades de Agulla & Bacetti para la cerveza Quilmes dedicadas a festejar el esponsoreo de la Selección Argentina de Fútbol —lamentables por razones que analizaremos, pero también porque han demostrado largamente su condición de mufa: jamás la selección pasó de cuartos de final desde que comenzó esa campaña, en 1998— afirmaba, muy suelta de cuerpo, en medio de gritos y reclamos de pasión y argentinidad al palo, que “el fútbol no se piensa: se siente”. Y ahí estamos jodidos. Para escribir un libro sobre el fútbol como sentimiento alcanzaría con desplegar páginas y páginas de reclamos pasionales, que las hinchadas compendian con más habilidad, concisión y humor: es un sentimiento, no lo puedo parar, lo llevo en el corazón, lo seguiré hasta la muerte con los colores en el cajón, y otras variantes de lo mismo. Lo que puede resultar, a veces, más simpático, pero es inevitablemente empobrecedor y, además, no explica nada. Incluso la misma referencia a la pasión precisa explicar de qué estamos hablando cuando hablamos de pasión, pasión abrasadora, pasión que me atormenta, pasión que nos consume en loco ardor: después de tantos años de detener la explicación en el momento mismo en que se pronuncia la palabreja, deberíamos acordar que hace falta otro juego. Como discutiremos más adelante, hay intentos inteligentes de someter la palabra a un poco de crítica, aun cuando se haga asumiendo esa condición pasional: los libros de Alejandro Wall y Adrián Burgo, dedicados respectivamente a Racing Club y River Plate, se preguntan de modo obsesivo por sus conductas y prácticas, las ponen en contexto y en correlación con otras series de explicaciones —la política, la historia, la economía—, a sabiendas de que un libro dedicado a una pasión futbolística local y tribal merece más trabajo que la simple acumulación de lugares comunes. Caso contrario, alcanza con los testimonios lamentables de los hinchas en el viejo programa El 7

aguante o con cualquier panel de periodistas gritones que replican el viejo modelo de Polémica en el fútbol con inevitable degradación, conside​rando que ya en sus inicios era un programa degradado. Lo más divertido es que los hinchas seguirán sosteniendo que “la pasión no se compra ni se vende”: y lo mismo opinarán los publicistas y los expertos en marketing, que siguen vendiendo cualquier producto —desde celulares hasta tractores, por decir algo— usando el argumento de la pasión. Que no se compra ni se vende —vamos a discutirlo— pero que hace comprar y hace vender: el verso de lo pasional es el mayor argumento de ventas de, al menos, la Argentina contemporánea. Y lo peor es que en el camino hemos perdido el humor: hace muchos años, Juan Sasturain homenajeaba, en El día del arquero, a un hincha anónimo que sostenía que “ese defensor no agarra una vaca en un baño”. Nunca dejé de reírme por la metáfora, desplazada definitivamente por el “puto” y el “no existís”. La cultura futbolística está basada en una serie de representaciones bastante cristalizadas, casi inmodificables: por ejemplo, que es una cultura masculina y que está reservada a los hombres. Mi referencia a las colegas mujeres (que, por supuesto, no solo son antropólogas sino que saben mucho de fútbol) quiere desmentir esto. Pero otra de esas representaciones es la que afirma que los hombres nacemos sabiendo jugar al fútbol: que aquel que no sabe es el sujeto excepcional, el marcado, el otro, el que debe ser señalado y expulsado del mundo de los “normales” —de ser posible, porque es seguramente homosexual, duplicación de la discriminación que no tarda en aparecer—. La cultura futbolística —global, y la argentina no es una excepción— siente pánico frente a la homosexualidad: recordemos que han pasado ya veinte años del momento en que Passarella pronunció su famosa prohibición para los homosexuales en sus equipos, y nadie la ha desmentido o reivindicado explícitamente, a pesar de tantos chistes y rumores que se han esparcido, incluso sobre él mismo; y que no hay jugadores en el mundo que hayan podido asumirla, salvo después del retiro. Una consecuencia de esta representación es la que afirma que para hablar sobre fútbol hay que saber sobre fútbol, y que esa sabiduría es necesariamente dependiente de la práctica. Un profesor universitario, una suerte de exasperación de la mezcla de misoginia, homofobia y vanidosa sabiduría futbolera que suele caracterizar estas posiciones, afirmaba hace unos años: “Tirale una pelota para ver cómo la baja: si lo sabe hacer, puede hablar”. Una consecuencia directa de estas afirmaciones se ve en el mundo del periodismo deportivo, en el que las mujeres suelen estar reservadas a la nota de color o al panel erótico —la excepción de Viviana Vila comentando partidos y Ángela Lerena haciendo notas de campo en Fútbol para todos son, por ahora y lamentablemente, solo eso: excepción—. Algún amigo que había transitado los tortuosos senderos de la “escuela de periodismo” —me da vergüencita llamarla así— de Fernando Niembro y Marcelo Araujo, anhelante de la figuración que el contacto con los dos sujetos prometía, se lamentaba de la figura de Viviana produciendo una invariable y previsible explicación: “Andá a saber con quién se acostó” (la frase original era un tanto más fuerte). Mi amigo olvidaba que ese destino de figuración y cámaras estaba reservado para los elegidos, los talentos insobornables formados en el rigor periodístico y el conocimiento exhaustivo, sin necesidad de favores sexuales: Martín Liberman y Sebastián Vignolo, digamos, dos fieras. 8

Lo cierto es que el conocimiento asociado a la práctica supone, además de la reserva masculina sobre su privilegio, un saber legitimado simplemente por haber pisado una cancha, en cualquiera de sus posiciones: de allí la reiteración de ex jugadores, ex técnicos y hasta ex árbitros transformados en voces autorizadas para hablar de lo que sea —ya no solo sobre sus prácticas específicas y especializadas, sino sobre cualquier otra, sobre cualquier cosa—. Es un mecanismo curioso, porque hace del estadio un lugar en el que se adquiere, por el simple hecho de estar del lado correcto del alambrado, un saber descomunal, incluso sobre la técnica periodística. Desde el modo de parar la pelota hasta las soluciones a la violencia futbolística, todo se aprende en el mismo espacio: porque se trata de sabidurías puramente pragmáticas, accesibles por simple exposición a los hechos, a su vez irreductibles a cualquier teoría. De allí que para ser director técnico haya que haber sido jugador, aun mediocre: en caso contrario, “no se conoce el vestuario”. (Y eso no significa despreciar la experiencia del juego: la belleza, la intensidad, el vértigo, la ansiedad, el placer inenarrable de jugarlo con amigos. Una experiencia de goce: algún partido, alguna jugada, algún gol, alguna atajada, de las que se narran y se vuelven a narrar en renovadas noches con esos mismos amigos). Hace muchos años, el día que el ex árbitro Javier Castrilli asumía como presidente de una brancaleónica Comisión de Investigaciones sobre Violencia en Espectáculos Deportivos en la Provincia de Buenos Aires —volveremos sobre esta historia—, se acercó a saludar el que iba a ser uno de los colaboradores. Se presentó como ex árbitro — uno más: ya estaban Castrilli y Mario Gallina—, no recuerdo su nombre, no había sido más que un esforzado juez de línea; e inmediatamente afirmó que finalmente iban a aparecer las soluciones, porque se las confiaban a “gente del fútbol”: “Esto no se aprende en la universidad”. Evidentemente, desconocía por completo con quién hablaba. Llevando esa afirmación al extremo, aguateros, kinesiólogos o camilleros podrían escribir solventemente libros sobre fútbol. O presidir comisiones investigadoras. O liderar paneles periodísticos, conducidos por algunos buenos muchachos. Pero no podrían escribir este libro. Creo. Casi todos los libros futboleros o futbológicos que circulan por el mercado han sido escritos por jugadores, técnicos o periodistas (o dicen que los han escrito). Éste quiere reivindicar otro punto de vista: otro lugar desde donde mirar, compartido con otras contadas excepciones. Comencé a investigar sobre deporte hace ya más de veinte años. Trabajaba en una cátedra misteriosamen​te llamada Cultura Popular y Cultura Masiva, en la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, en su Facul​tad de Ciencias Sociales: los y las estudiantes la abreviaban como “Cultura”, a secas. Lo cierto es que se suponía que teníamos que enseñar problemas y temas relacionados con el mundo de la cultura de masas y la cultura popular, lo que a su vez implicaba discutir si se trataba de dos cuestiones o simplemente una —los anglosajones, por ejemplo, llaman a todo popular culture, un palo y a la bolsa—. Allá por los comienzos de los noventa, me propuse inda​gar el mundo del fútbol, pensando que no iba a encontrar mejor intersección entre esas presuntas dos culturas: el fútbol era popular, qué duda cabía (aún), y era un producto fenomenal de la cultura de masas; y no habían nacido aún Olé o ESPN. 9

La primera sorpresa fue que, para empezar, no había nada para leer en las ciencias sociales: no había historia ni antropología ni sociología del deporte. Había, claro, cien años de periodismo deportivo y algunos cuentos sueltos, y solo dos novelas: El área 18, de Roberto Fontanarro​sa, y El ángel del fútbol, del danés Hans Joergen Nielsen. Las ciencias sociales latinoamericanas no se habían preocupado nunca por el tema. Nunca: al poco tiempo descubrí dos figuras decisivas. En 1982 un grupo de antropólogos brasileños liderados por Roberto Da Matta había publicado un volumen colectivo llamado O universo do futebol [El universo del fútbol], el primer libro escrito sobre el deporte desde las ciencias sociales: entre ellos estaba Simoni Guedes, de quien hablé más arriba. Da Matta era ya entonces un antropólogo renombrado, que había escrito, en los años anteriores, dos libros claves de la cultura brasileña (A casa e a rua, uno; Carnaval, malandros e herois, el otro [La casa y la calle; Carnaval, malandras y héroes]). Por su parte, en 1984, habían aparecido los dos primeros artículos dedicados al fútbol por Eduardo Archetti, un santiagueño que había estudiado sociología en la UBA y antropología en París, donde se había doctorado, para luego irse a vivir a Noruega. Conocí a Archetti en 1994, en una estadía sabática en Buenos Aires, ya sin esperanzas de regresar (residía y trabajaba en Oslo, donde se vive de una manera espléndida). Para entonces, Archetti se había transformado en uno de los fundadores de la antropología del deporte en el mundo entero, reconocido en todas partes, leído y citado y requerido en Europa y los Estados Unidos. Aquí, en cambio, siguió siendo un secreto casi hasta su muerte temprana en 2005. La antropología argentina no podía tolerar que uno de los más importantes antropólogos sociales del mundo fuera un santiagueño que investigaba a Maradona. Archetti me invitó a un café, me regaló un montón impresionante de manuscritos inéditos, me mandó a leer y me hizo estudiar. Me abrió todas las puertas europeas, me obligó a hacer mi doctorado en Inglaterra, me llevó a Oslo a conversar de fútbol y de música y de política la semana antes de doctorarme. Luego descubrí que había hecho lo mismo con varias docenas de jóvenes antropólogos y antropólogas de toda América Latina, que lo amarán (amaremos) hasta la eternidad. Pero yo no era antropólogo ni enseñaba antropología. Había estudiado Letras, enseñaba en una Carrera de Comunicación; me habían entrenado para leer textos, como mucho para ampliarlos y leer periodismo, o cultura de masas, justamente. Trabajar con Eduardo Romano me enseñó a leer; trabajar con Aníbal Ford me enseñó a imaginar (y a contaminarme con la antropología, dicho sea de paso); estudiar con Beatriz Sarlo me permitió dar vuelta como una media todas mis viejas interpretaciones sobre la cultura popular, hasta entonces demasiado organizadas por el peronismo (justamente, de Romano y de Ford). Lo cierto es que a mediados de los noventa estudié sociología de la cultura, a fines de 1998 estaba haciendo un docto​rado en Inglaterra, en la bella ciudad de Brighton. Así me hice sociólogo, por decirlo de alguna manera. O me hicieron sociólogo los temas y los enfoques. Como nada se había investigado sobre el fútbol, había que hacerlo todo: entonces, en esa década inventamos la sociología y los estudios culturales del deporte, casi en toda América Latina. La antropología, como conté, ya estaba fundada, aunque aprovechamos para pegarle unos cuantos empujones. Este libro, entonces, tiene más de veinte años de trabajo por detrás. 10

¿Y toda esta historia supone que sabemos más? ¿Que somos voces más autorizadas para analizar la cultura futbolística argentina que los kinesiólogos, los masajistas, los vendedores de gaseosas y los jueces de línea? ¿O peor aún, Fernando Niembro? ¿Es que la sociología tiene algo que ver con la tan famosa objetividad ofrendada y perdida en la madre de todas las batallas entre Clarín y el kirchnerismo? ¿Por qué no limitarse a leer a Galeano? Hay un par de diferencias entre nosotros y nosotras (retomando la pluralidad que invoqué al comienzo) y los aguateros y camilleros y locutores. Una, la primera, es que se supone que tenemos otras herramientas, ciertas técnicas específicas que nos permiten saber más sobre ciertas cosas: por ejemplo, técnicas de construcción del conocimiento que nos permiten generalizar, que nos ayudan a saber que algunas interpretaciones pueden ser hipótesis y luego, probadas con los hechos, afirmaciones universales y válidas; mientras que otras se limitan a observaciones locales y puntuales, cuya posibilidad de aplicación se reduce a la esquina porteña de Mercedes y Álvarez Jonte, por poner un ejemplo. La otra, la segunda, es que además trabajamos con teorías amplias sobre la sociedad, los sujetos, las culturas. Esto no significa que nuestras investigaciones se limiten a corroborar teorías previas y que nada nuevo pueda ser averiguado. Esta es una versión, digamos, massi-macri-sciolista de la teoría (“eso es pura ideología, lo que importa es lo que quiere la gente”). La teoría es simplemente una abstracción de carácter más general que el conocimiento acumulado por mi tía Elena, basada en el análisis de infinidad de datos y hechos y realidades, y que además se va modificando con el continuo análisis de más datos y hechos y realidades. Pero ocurre que a veces las teorías son muy buenas, y resisten y se mantienen, y el análisis nuevo no puede hacer otra cosa que corroborar la teoría, hasta que finalmente la realidad cambia y entonces la teoría no hace otra cosa que seguirla. Pero es una teoría general, sobre toda una sociedad, un conocimiento más amplio que la mera intuición de un taxista después de escuchar a 653 pasajeros. Para usar un ejemplo pertinente, porque es de este libro y volveremos sobre él: desde hace más de diez años que elaboramos, con José Garriga Zucal y Verónica Moreira, una teoría general del aguante en la cultura futbolística. Lo hicimos después de mucho análisis y mucha investigación, después de mucho tiempo entrevistando hinchas y pasando el tiempo con las hinchadas. En un momento, lo transformamos en teoría: es decir, en una explicación general de las prácticas de los hinchas, de su moral y sus códigos, y también de la violencia como resultado de esa moral. Y la teoría resiste: nadie ha podido dar cuenta mejor de todo lo que ocurre con la violencia futbolística, a pesar de los intentos de la mayoría de los periodistas y la dirigencia política y deportiva de explicar todo por los violentos que deben ser expulsados de las canchas. La diferencia, entonces, entre este libro y el de, ponele, Gustavo Grabia sobre La Doce es que nosotros estudiamos, analizamos, interpretamos y explicamos; Gustavo sólo cuenta anécdotas que a su vez le cuentan sus “fuentes”, cuyo nombre jamás se revela. Lo de Eduardo Galeano es otra cosa, más dependien​te de la literatura que de las ciencias sociales: más pendiente de la belleza de la escritura que de la explicación. Hay un juego en la literatura sobre fútbol —que trataremos de explicar— en el que Galeano 11

sacó ventaja, que es el de la ficción sobre la “ciencia” cuando se trata de hablar, nada menos que, de emotividades, afectos, memorias profundas tramadas con esas emociones y esos afectos. Y para colmo, cuando se trata de ficciones sobre ficciones, porque, aunque el fútbol parezca muy real —allí está la economía del deporte para demostrarlo—, un partido sigue siendo el infinito desarrollo de una ficción en la que once sujetos o sujetas hacen de cuenta que le pueden ganar a otros/as once, independientemente de cualquier condición de clase, territorio, edad, riqueza, casta. Hay algo de magia —y de ilusión y de ilusionismo y, también, de truco y de trampa— y hay bastante de belleza en el fútbol. Cualquiera de nosotros o nosotras podría citar rápidamente varios ejemplos. Ahí estamos en desventaja: este libro no habla de magia, y se la deja por entero a la literatura. Nos dedicaremos, en cambio, a los trucos y las trampas. Sin despreciar la magia o la belleza, y de paso el placer. Sin todo eso, tampoco estaríamos escribiendo un libro sobre fútbol: nos resultaría insoportable. En veinte años de trabajo me quedaron varias obsesiones, que son sobre las que vuelvo aquí. Con algunos nuevos datos y hechos para analizar e interpretar, ejemplos para argumentar, problemas para añadir; y otros que se mantienen idénticos, imperturbables. Pero las grandes ideas son las que me preocuparon siempre: el fútbol como problema de identidades; la relación con la política, la manipulación y la alienación de masas y su caso máximo, el Mundial de 1978; la manera como el fútbol permite narrar la patria, especialmente a través de sus héroes —ayer Maradona, hoy Messi—; la violencia, el aguante, las barras bravas, la incompetencia, ignorancia y complicidad con la que se trabaja el problema en la Argentina; el cine, la literatura, la televisión sobre fútbol. Cada uno de estos problemas es un capítulo —salvo la violencia, que me lleva tres— de este libro, lleno de ecos de otros trabajos y de las discusiones que mantuve con los colegas en estos veinte años. Con la esperanza renovada de provocar antes que de convencer: de que, al menos, aceptemos que algo anda muy mal en la cultura futbolística argentina y que un par de sacudones —para ser tímido— no le vendría nada mal. En un libro reciente, que comienza narrando una visita de padre e hijo a una tribuna visitante siguiendo a San Lorenzo —para que quede claro que no se trata, ni por asomo, de un imaginario intelectual antifutbolero de los que ya casi no existen—, el escritor argentino Fabián Casas se pregunta y se responde: ¿Existe alguien más ingenuo que un hincha de fútbol? [...] La verdad, ser hincha de un club de fútbol solo por amor a una camiseta (pero ¿Qué es el amor? ¿Una electricidad en el pecho? ¿Una sensación de pertenencia? ¿Dar algo que uno no tiene a alguien que no lo necesita?) es una actitud que ronda con la boludez. Pagás el acceso a la cancha o el acceso a las instalaciones de tu equipo. No ganás dinero ni de casualidad y los que juegan y cobran fortunas son los jugadores. A veces, preso de esa impotencia que surge cuando tu equipo pierde, terminás tomando tranquilizantes para dormir. Si un jugador juega bien, aunque su vida deportiva dure lo que dura un haiku, consigue lo que otros no logran en toda su vida. Una casa, una modelo, una vedette, una mujer, un autazo, un representante, un perro de marca, una causa penal. No existe —tal vez salvo en la 12

política dura— un ambiente más corrupto que el del fútbol. Toda la retórica que rodea a los partidos de la selección argentina —los famosos con palco Vip, las promotoras oxigenadas, los gordos empresarios, los políticos rastreros, los familiares de los jugadores que buscan un lugar en el mundo, los periodistas y las futuras groupies con botines, el himno nacional, los análisis sesudos de los filósofos de TyC— podrían servir como alegato frente a Dios para que éste se decidiera a cerrar la persiana de una vez por todas. (En La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún, 2013; el subrayado es mío). Una actitud que ronda con la boludez: al lado de esta afirmación, cualquiera de mis críticas a la cultura futbolística argentina, las que intento desplegar en este libro, son apenas elegantes descripciones. Es un momento en el que debería campear el pesimismo de la inteligencia, como decía el viejo intelectual marxista Antonio Gramsci: las descripciones rigurosas de un cuadro descorazonador, degradado, corrupto, violento, repleto de mediocres, rastreros y mentirosos, y hasta algunos asesinos, ya que estamos. Pero también puede ser un momento, como intento discutir al final, en el último capítulo, en el que la extrema, aguda, exasperada y a la vez rigurosa y objetiva conciencia del desastre nos permita la construcción de una cultura futbolística nueva. Cuando digo esto no sé si estoy más cerca del optimismo de la voluntad del mismo Gramsci o de la desolada boludez que postula Casas. Prefiero creer en lo primero: para eso fue escrito este libro. Pero sé que todo el tiempo limitamos con lo segundo: dos días antes de escribir estas líneas, sin ir más lejos, escuché al Toti Pasman por la radio. Comencé a escribir este libro mientras San Lorenzo ganaba el campeonato Apertura de 2013; termino de escribirlo poco después de la derrota argentina en la final de la Copa del Mundo de Brasil 2014. Durante esos meses, temí que algo muy importante me obligara a reescribirlo. Era, como ya sabemos, un temor infundado. El fútbol local sigue siendo lo mismo que comencé a describir a la hora de sentarme a escribir; la exitosa campaña mundialista fue una prodigiosa y a la vez previsible excepción, acompañada por la puesta en escena global de todos los problemas que aquí intento analizar y criticar. El narcisismo de los hinchas, por ejemplo, pero también la corrupción de los dirigentes (dedicados en sus ratos libres a la reventa de entradas) o el patrioterismo vociferante de la mayoría de sus periodistas deportivos. Los incidentes en la Ciudad de Buenos Aires el día de la final ratificaron también las descripciones so​bre el carácter estructural de la violencia futbolística. No me alegro por ello. Como siempre, se trata de describir y de explicar: en eso estamos, para eso escribimos.

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Primera parte Donde se discute qué tiene que ver la identidad con el fútbol, y de qué identidad estamos hablando, y qué tiene que ver eso con el barrio, la ciudad, la clase, la patria, el Mundial de 1978, los héroes, las mujeres, los medios, Maradona y Messi, como no podía ser de otra manera. Y hasta el opio de los pueblos, todo por el mismo precio.

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Se juega como se vive. César Luis Menotti, pensador culposo

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Identidad, divino tesoro

Entre todas las categorías largamente trabajadas por la sociología y la antropología, la de identidad es una de las más debatidas. Al mismo tiempo, es una de las más usuales en el discurso cotidiano: y es una de las más transitadas por el discurso futbolero. A esta altura, a nadie le quedan dudas de que el fútbol tiene algo que ver con las identidades, partiendo de la base de que casi todos los hombres y una buena cantidad de las mujeres suelen afirmar, como parte de su presentación pública, “soy de...”, seguido por el equipo de fútbol de su preferencia. Es interesante que en otras lenguas futboleras como el inglés o el portugués se dice “yo soy...” (I am Arsenal, Eu sou Flamengo), con lo que esa identidad se presenta como radicalmente personal, como formando parte de los rasgos claves de un sujeto. Lo cierto es que afirmar que el fútbol tiene que ver con las identidades personales —de cada sujeto— o colectivas —de una comunidad barrial, de una ciudad, de un pueblo, de un país— es una obviedad. No lo es tanto, en cambio, entender con más precisión qué significa una identidad, cómo se forma, como cambia, qué permite y qué clausura, qué tiene que ver con el fútbol —o, mejor, que tiene que ver el fútbol con esos fenómenos— y, más crucialmente, cómo han cambiado esas identidades en los últimos años.

LO LLEVO EN LA SANGRE En 2004, en la compilación de cortometrajes Historias Breves IV —producidos por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) para una nueva serie de Historias Breves, cuyo primer capítulo se remontaba a 1995—, se presentó “Lo llevo en la sangre”, dirigido y escrito por Pablo Pérez. El corto —según la crítica, el mejor de toda la compilación— cuenta la historia de Lucas Seminenga (Fernando Roa), un joven jugador de las inferiores de Chacarita Juniors al que le anuncian su debut en Primera nada menos que en el clásico frente a Atlanta. La noticia desata su felicidad y la de su familia: tanto su padre, Mario (Roly Serrano), como su abuelo, Neldo (Juan Manuel Tenuta), son hinchas furiosos de Chacarita, y la llegada de su descendiente a la Primera, significa cumplir el sueño del pibe —llegar— y el familiar —jugar en Chaca, defender los colores —. El padre acompaña al hijo a la revisión médica: allí se entera de que todo jugador debe 16

someterse a un Análisis del Factor de Adhesión Futbolística (AFAF), que determina de qué club es hincha el portador de la sangre analizada. Como el presidente del club —a la sazón, orgulloso inventor del AFAF— precisa un dador de sangre para un jugador lesionado, Mario también debe dar su sangre por el club. Al poco tiempo llegan los resultados: Lucas es de Chacarita, como toda su familia suponía que no podía ser de otra manera. Pero Mario, misteriosa y sorpresivamente, es de Atlanta. Y el dato es científico, irrefutable, genético. Está en la sangre. Mario se resiste, cultural y afectivamente: se encierra en su cuarto, desesperado, y comienza a cantar a los gritos su militancia, su historia y su identidad. Hasta que su padre Neldo lo interrumpe para confesarle algo terrible y oculto: su madre muerta era de Atlanta, aunque lo había ocultado para no ser disruptiva de la pax chacaritense masculina. La presencia del ADN bohemio, entonces, es irrefutable. A la mañana siguiente, el padre acongojado despide al hijo, le desea suerte en su debut, se pone un gorro de Atlanta y marcha al encuentro de su destino: alentar a Atlanta contra Chacarita. Ante los obvios insultos que recibe su hijo durante el juego, Mario intenta una resistencia nuevamente cultural y afectiva; sin embargo, cuando Atlanta consigue el gol que será de la victoria, Mario cede al impulso genético y se entrega plenamente a su nueva pasión. Eso implica, por supuesto, que comenzará a hacer objeto de insultos inenarrables a su hijo, al que insistirá en calificar, tenaz y concienzudamente, de puto. Finalmente, luego del partido, ambos regresan a su casa entre las pullas del padre al hijo. No puede haber rebeldía: el destino y la identidad están fijados en la sangre, en la inscripción genética. Como suele ocurrir con las parodias, estos textos no festejan ni sancionan lo que dice una frase por más repetida que sea: por el contrario, al exasperarlas, al volverlas radicales —la identidad futbolística y barrial realmente se lleva en la sangre, afirma la película mordazmente—, señalan su límite, su irrealidad, su arbitrariedad. La parodia nos dice que, finamente, esto es imposible: que la idea de la identidad como dato genético es una soberana estupidez. Sin embargo, esa estupidez alimenta una enorme cantidad de lugares comunes de la cultura futbolística. En el caso argentino, organiza no solo la cuestión básica de la identidad barrial, sino que incluso la desborda y termina condicionando todos los mitos de identidad, entre ellos uno muy poderoso: el del estilo criollo, el de la nuestra. Desde ya: esos mitos inundan los discursos deportivos, desde las conversaciones cotidianas hasta los textos periodísticos —ante un jugador gambeteador e indolente, habilidoso y morfón, todos sancionarán el clásico “lleva el potrero argentino en la sangre”; cuando un ignoto volante alemán eluda con habilidad a dos rivales, se escuchará el consabido “ese parece haber nacido en Barracas”, con lo que la sangre se pone en relación con el territorio—. Cuando escribo esto: La Nación comenta un partido entre Atlé​ti​co de Madrid y Barcelona señalando el juego de “un artista que se enchufa cada tanto: Arda Turán, un chiquito barbudo que nadie se sorprendería si un día se revelara que se crió en un potrero de Lanús”. Las publicidades son, como veremos en este libro, especialmente aptas para desplegar lugares comunes, mitos consagrados o estupideces ampliamente aceptadas. Y sin embargo, en uno de sus ejemplos más famosos, las publicidades parecen escuchar incluso 17

una versión antropológica. El spot “Argentinos”, producido por Young & Rubicam para Torneos y Competencias antes de la Copa de Mundo de 2010, presenta al comenzar una serie de conversaciones entre argentinos destacando elogiosamente característi​cas de las sociedades europeas. A continuación aparece una serie de conversaciones entre individuos caracterizados como europeos (hablan, incluso, en alemán, francés, italiano) que empiezan a ponderar las características de los hinchas y jugadores argentinos, todos ellos presen​ta​dos como inigualables: por su constancia, su inventiva, su pasión y su desgarramiento —incluso en la derrota—, la posibilidad de superar el dolor para jugar por su patria (donde el ejemplo, claro, es el tobillo de Maradona en 1990). “Juegan con el corazón, con el corazón”, enfati​zan los franceses, “en cualquier equipo campeón hay uno de ellos” —otro de los mitos fundadores de la patria futbolística, y que podría ser largamente rebatido: pero los mitos no están para ser rebatidos, y mucho menos en las publicidades. Lo cierto es que tanto el último de los interlocutores argentinos como el primero de los europeos pronuncian la única frase que se repite en el spot: “es cultural”. Es decir: no es un dato de la sangre, sino de la cultura. La publicidad parece reconocer que la referencia a la sangre atrasa, que es demasiado exagerada; que, por el contrario, la explicación por la cultura tiene algún asidero más respetable. Hasta podría suponer la presencia en las sombras de algún antropólogo —o al menos, alguien que haya aprobado Introducción a la Antropología en algún curso de ingreso a la universidad— que sugiera esta dirección: “Lo de la sangre es muy facho, loco”.

LA SANGRE, LA TIERRA, LA RAZA Las explicaciones cotidianas sobre la identidad futbolística se mueven entre esos dos campos: la sangre (que va junto con la tierra: nunca olvidemos el territorio) y la cultura. Por supuesto, estamos hablando de interpretaciones de sentido común sobre las identidades colectivas, no sobre las identidades individuales: estas afirmaciones responden a las preguntas “¿cómo somos/cómo son?”, jamás a la pregunta “¿cómo soy?”, que precisa más bien de un psicólogo o de un amigo. La respuesta por la sangre, la explicación vagamente génetica, es ya una explicación totalmente abandonada, aunque perdure en las frases exageradas de algunos hinchas o en las vociferaciones de algún político: se sabe, a esta altura del partido, que es una explicación francamente apolillada y profundamente derechista. Que, sin embargo, reaparece cada tanto en el fútbol. El ejemplo más notorio fue el debate propuesto por la ultraderecha francesa en 1998, por boca del líder fascista Jean-Marie Le Pen, que aseguró que los jugadores del seleccionado de fútbol francés —con mayoría de apellidos inmigrantes y pieles oscuras— no eran franceses, justamente por su condición de inmigrantes o hijos de inmigrantes. La explicación lepenista combinaba lo genético (“no son hijos de franceses”) con lo cultural (“no saben cantar el himno”, sin saber que así anticipaba una de las supuestas comprobaciones más reiteradas de la no-argentinidad de Messi). Esa condición derechista no es un capricho o una interpretación sesgada: las explicaciones de la identidad por la sangre remiten al viejo romanticismo europeo del siglo XVIII, que proponía la cadena tierra + sangre = raza, y sobre esa postulación se basó, 18

un siglo después, el racismo nazi. A finales del siglo XIX (recordemos: el momento de nacimiento del deporte moderno) la afirmación romántica se transformó en positivista y combinó esas ideas con la primitiva genética y la idea de la herencia: el que nacía para pito, en resumen, nunca llegaría a corneta, porque lo llevaba “en la sangre” — precisamente, el título de una famosa novela del escritor positivista argentino Eugenio Cambaceres—. Estas visiones influenciaron notoriamente el pensamiento del naciente siglo XX, también en sus versiones “populares”: de allí que la explicación que el periodista Eduardo Lorenzo (más conocido como Borocotó) encontró para la criollización del fútbol, originalmente británico, estaba en una mezcla de sangre (no sajona, aunque no explicaba qué había pasado con la inmigración italiana y española: en última instancia, se trataba de sangre europea) y tierra: la pampa argentina, generosa, ubérrima y productora de vacas y jugadores habilidosos. Borocotó no tenía más remedio que valerse de esas visiones sencillitas y reaccionarias de la identidad: era todo lo que tenía a mano. Un siglo después, seguir creyendo en ellas es una mezcla de anacronismo e ignorancia militante. Está largamente probado que la sangre tiene que ver con la genética y con la herencia, en términos de que así podemos reconocer a los papis y las mamis y anticipar incluso algunas propensiones hereditarias: narices largas, alturas breves, cabellos rubios o enfermedades. Pero también está probado que no hay en las sangres individuales ni en las colectivas —que, por supuesto, no existen— otros datos decisivos: la biología no es destino, como sabemos gracias a las feministas, y ningún sujeto lleva inscripto en sus genes las direcciones de su personalidad y su futuro: ni la violencia ni la delincuencia ni la condición de hincha de Chacarita Juniors. El uso de la sangre como metáfora de la identidad por parte de las viejas ideologías derechistas permitía el uso de otra palabreja complicada, también reiterada en el discurso futbolero: la esencia. Si la identidad de un pueblo estaba en la sangre, eso permitía proponer un serie de rasgos esenciales, es decir, fijos, marcados genéticamente e inmutables. Así, los alemanes eran esencialmente arios y superiores, los ingleses eran esencialmente industriosos e imperiales, y los argentinos eran esencialmente maravillosos, europeos, blancos, cultos, gambeteadores y pasionales hinchas de fútbol. Al llevarse en la sangre, esos rasgos estaban condenados a repetirse en la comunidad, que sería esencialmente igual a sí misma por los siglos de los siglos; y todo aquel que no cuadrara con esa descripción, sencillamente, no pertenecía a la comunidad (triste destino sufrido, respectivamente, por los judíos, los escoceses y los migrantes de países limítrofes). Mayores problemas aparecían en las comunidades que no podían negar la mezcla de sangres —en realidad, toda sociedad moderna implica mezclas y combinaciones más variadas o menos complejas: pero algunas lo escondían o lo esconden y lo niegan con más éxito—. Por ejemplo, el Brasil siempre debió reivindicar su carácter de país de “las tres razas”, en referencia a sus formantes europeos, indios y africanos; aunque tratara de “blanquear” a su población y sus clases dirigentes reclamaran su condición blanca y europea, no podían ocultar a sus otros, operación que había concretado, con cierto éxito, la oligarquía argentina. El caso brasileño nos permite ver en acción otra palabrita: cuando la identidad se transforma en raza, unificando una serie de rasgos (el color de la piel, centralmente) y proponiéndolo a la vez como dato genético y de identidad: la raza tendría una serie de rasgos transmisibles por herencia e inmutables. De ahí a pensar que había razas superiores 19

e inferiores había un paso; de ahí al racismo, uno más breve. Tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi contra los judíos, la Unesco pidió al famoso antropólogo Claude Levi-Strauss que investigara el concepto de raza, de los que derivó su clásico libro Raza e historia, donde demostraba que no existe nada que pueda ser catalogado como raza: lo que existen son comunidades, etnias, diferencias inventadas y procesables culturalmente. Y para colmo, modificables, jamás esenciales e inmutables. La antropología posterior trabajó largamente esta conclusión, mostrando que el concepto de etnia era mucho más adecuado, ajustado a la realidad de las comunidades y que, además, estaba desprovisto del componente racista. También demostró que lo fundamental en una identidad es la diferencia: es decir, que lo crucial no es quiénes somos, sino quiénes no somos. Simultáneamente, la sociología demostraba que la relación de las comunidades con los territorios tampoco era esencial: que no había determinaciones causales y cerradas —que los climas cálidos no producían vagos y los climas fríos, trabajadores, por ejemplo — y que los transportes, las comunicaciones y las migraciones habían mezclado de tal modo los territorios que toda esencia —por ejemplo, las metáforas de las raíces y la tierra, las metáforas favoritas de los discursos folclorizantes— era una ridiculez. Sin embargo, que el concepto de raza haya sido demolido científicamente no significó que desapareciera de la conversación cotidiana: que no existan las razas no implicó el fin del racismo. Que la tierra, la sangre y la raza no sean otra cosa que metáforas o invenciones, en general, profundamente falaces y reaccionarias, no significa que hayan dejado de ser usadas. Son unos cuantos quienes aún creen en ellas. El deporte es uno de los espacios donde los discursos raciales (y racistas) más abundan, sin ir más lejos; abundan los deportistas de diversas negritudes, y eso parece producir resultados deportivos que el comentarista de turno no puede explicar —generalmente, porque no tienen explicación fácil, y pensar un poco se le hace cuesta arriba—. En cada Juego Olímpico, los triunfos de los atletas negros llevan a intensas disquisiciones que intentan explicar racialmente las victorias, sin darse cuenta de que el mismo deporte muestra la ausencia de reglas raciales y la presencia de variables étnicas —los velocistas son jamaiquinos y jamaiquinas, no negros y negras—. En el fútbol, esas persistencias raciales y racistas se mezclan con una especie de racismo cotidiano, que en el caso argentino es poderoso e indisimulado. Entre los relatores que abusan del apelativo “negro”, los hinchas que abusan del “boliviano” y los dirigentes que se hacen los burros con todo, el cuadro es espeluznante. Dos ejemplos a cuento. El primero: hace más de diez años, discutiendo la cuestión de los cánticos discriminadores con un ex árbitro y ex policía que luego condujo la Seguridad Deportiva en la provincia de Buenos Aires, Mario Gallina, le recordé que esos cánticos estaban prohibidos por la AFA —porque los había prohibido la FIFA. Gallina me contestó: “Ah, pero eso es para los judíos”. Y Gallina no era especialmente racista; simplemente participaba de ese racismo extendido y cotidiano que estamos describiendo. El segundo: en 2005, el entonces defensor de Quilmes y luego de Estudiantes Leandro Desábato pasó unas horas detenido en San Pablo, Brasil, tras ser acusado por el jugador brasileño Grafite —a su vez, un apodo local que remite al color de su piel— de llamarlo “negro de mierda” y “macaquito”, entre otras linduras. La cuestión no era si el delito fue real o no —incluso, parece que no lo fue—; lo complicado fueron las sucesivas defensas 20

esgrimidas por la casi totalidad de la cultura futbolística argentina, entre dirigentes, periodistas y jugadores, a los que la cuestión les parecía apenas un chiste que debía quedar dentro de la cancha. Por eso, cuando unos años después el jugador Rolando Schiavi hizo lo mismo con un jugador jujeño o el árbitro Saúl Laverni trató de bolivianos a los jugadores de Gimnasia y Esgrima de Jujuy, los casos no pasaron de una nota de color... negro. Las explicaciones modernas sobre las identidades han descartado definitivamente la sangre, la tierra y la raza, dijimos, y han dado lugar a las teorías modernas sobre la identidad, con lo que comprobamos aquí simultáneamente dos cosas: una, que las teorías son explicaciones científicas de la realidad, y no abstracciones nebulosas sin asidero. La otra, que a la cultura futbolística contemporánea le falta teoría.

ELECCIONES: HACERSE DE Las identidades modernas son inestables, cambiantes, migrantes, atravesadas por la globalización, los consumos mediáticos globales, las migraciones, los cambios en las concepciones sobre la sexualidad —ni siquiera el género es un dato biológico y estable, sino que podemos ser nenes, nenas u oscilaciones entre ambas, e incluso cambiar de posición en distintos momentos de nuestras vidas—. Las identidades modernas, incluso las nacionales, se entienden como comunidades imaginadas, como explicaba el británico Benedict Anderson: grupos de personas que imaginan que pertenecen al mismo grupo, porque no pueden constatar de manera empírica, corporal, que comparten esa comunidad. Esa explicación por la imaginación de una comunidad —que implica el papel central de los discursos, la escuela, la prensa, la literatura, para forjar una nacionalidad— incluye también a las comunidades futbolísticas: salvo los hinchas de equipos pequeñitos, que se reconocen por el nombre y pueden verse todos durante todo el tiempo, cualquier identidad futbolera es imaginada e implica una enorme cantidad de discursos: fundamentalmente, las historias, las memorias, los recuerdos, los sueños, los deseos. Sin embargo, otras teorías más recientes sobre la identidad sostienen que esas grandes identidades modernas se han debilitado, que las nuevas comunidades tienden a ser más pequeñas porque los actores desconfían de todo agrupamiento basado en discursos; que precisan del contacto de los cuerpos, de tocarse como modo de constatar que pertenecen al mismo grupo. Nuevamente, el fútbol es buen ejemplo: aun cuando sigue siendo imprescindible un enorme esfuerzo de imaginación para suponer que hinchas del norte y del sur argentino sean hinchas del mismo equipo, en el estadio (o en el festejo callejero) esa identidad debe reforzarse en el contacto. El francés Michel Maffesoli llamó tribales a esos nuevos modos de la identidad. Las identidades futboleras parecen ratificar su tribalismo todo el tiempo. En realidad, las identidades futboleras participan de todas las características a la vez. Se han desterritorializado, producto de la globalización que permite hallar hinchas del Barcelona desde el Nou Camp hasta Beijing, pero a la vez permanecen ligadas muy duramente a los territorios originales —ser hincha del Barcelona es, para los catalanes, una afirmación nacionalista; no se puede nacer en la Boca sin ser de Boca—. Son 21

imaginadas, porque preci​san de la memoria compartida y de los discursos que hablan de ella; pero son a la vez tribales, nucleadas en torno de un club como sentimiento de pertenencia, y puestas en acción en el contacto entre los cuerpos en el estadio — volveremos sobre esto cuando hablemos de violencia—. Pero, además, las identidades futboleras poseen una característi​ca más po​tente: si las identidades modernas son en general inestables, móviles, migrantes, cambiantes, las identida​des futboleras tienden a ser, por el contrario, muy estables, ca​si fundamentalistas: “Se nace y se muere del club”, lo que es parcialmente falso (no se nace hincha de nada) y parcialmente cierto (el cambio es muy mal visto). Incluso en fenómenos migratorios, se ha comprobado que los grupos migrantes tienden a permanecer fieles a su identidad futbolera original antes que a asumir una nueva camiseta producto del desplazamiento. Esto, claro, como dato contemporáneo. Los estudios sobre la invención del fútbol en la Argentina de comienzos del siglo XX —muy especialmente, la maravillosa Historia social del fútbol de Julio Frydenberg— han demostrado que los inmigrantes europeos tendían a desplazar sus identidades étnicas previas suplantándolas por el nuevo territorio, especialmente los barrios porteños en el caso de Buenos Aires. Dejar de ser italiano para ser argentino era una operación harto complicada; pero pasar a ser provisoriamente de Almagro era más sencillo. El problema es que eso exigía, de paso, hacerse de San Lorenzo. No se nace hincha de nada: se “hace de”. No hay arbitrariedad en la elección, pero es una elección, ordenada básicamente en torno de dos causalidades, que pueden combinarse: una es familiar —el padre es decisivo—, la otra es territorial —el barrio, la ciudad—. Por la positiva o por la negativa: llevarle la contra al padre, por ejemplo, si eso es posible. Entonces: la identidad es un relato de una esencia que no es tal, pero que se vive como si lo fuera. No se es: se dice que se es, pero en la práctica, las conductas, las actitudes, los sentimientos, se actúa en función de esa identidad. Y en eso consisten su importancia y su eficacia. Y la pasión es apenas el modo en que se explica esa ficción: un modo de proponer causas para lo que no tiene ninguna, salvo la propia decisión de serlo y hacerlo de esa manera; y sufrir o gozar en consecuencia. Las identidades futboleras son muy estables; pero no son las únicas identidades posibles en la vida de los sujetos. Por ejemplo: son identidades generalmente masculinas, a pesar del crecimiento de las afiliaciones femeninas en los últimos años. Los modos en que un sujeto puede definirse como miembro de una comunidad son variados, e incluso aceptan varias combinaciones: el género, la edad, el territorio, la clase social, la trayectoria educativa, los consumos culturales y mediáticos. Se es, se puede ser, a la vez, miembro del grupo de los hombres rubios, ricos, jóvenes, universitarios, platenses, seguidores de Lost, lectores de Sacheri, oyentes de Agapornis e hinchas de All Boys; cada uno de esos núcleos podría ser cambiado por alguna de sus posibilidades alternativas — nunca una: siempre hay una gama de opciones posibles, entre las que el sujeto elige y puede o debe cambiar a lo largo de su vida; no se es joven, por ejemplo, eternamente—. Y se puede también optar por otras de las grandes categorías de la modernidad: ser 22

comunista, trabajador industrial, sindicalizado, militante. De todas estas y de todas aquellas categorías, de las más cambiantes y efímeras —las mediáticas— a las más duras y modernas —las políticas—, las identidades futboleras son las más estables, las más radicales, las menos propensas al cambio, las que más posibilidades tienen de acompañar al sujeto para toda su vida. Y son también las más afectivas, las más cálidas: el discurso de la identidad futbolera viene acompañado inevitablemente por el de la pasión, que transforma una elección en un destino. Uno o una “se hace de”: pero, luego, la pasión —el discurso de la pasión— vuelve esa elección un dato definitivo. La identidad futbolera no pide nada, es democrática, no discrimina entre sus candidatos: cualquiera puede ser hincha de Boca o de Columbus Ohio. Solo se pide la inversión de un afecto —la pasión por el Columbus, digamos— y se devuelve la pertenencia a una comunidad de memorias, historias, sueños compartidos, goces prometidos. Las identidades políticas, en cambio, han sufrido lo que la sociología ha llamado la “crisis de los grandes relatos”: esas viejas narrativas que explicaban la vida, la economía, la sociedad, la historia, y que a finales del siglo XX comenzaron a dejar paso a los pequeños relatos, más adecuados a tiempos ordenados por los consumos culturales y las mercancías mediáticas. Nadie sabe qué significa hoy ser comunista, pero nadie duda qué significa ser un fan de Justin Bieber, y mañana de Violetta, y pasado de los San Antonio Spurs. Y siempre, claro, de Excursionistas o de Independiente de Medellín.

LA PATRIA EN LA GLOBALIZACIÓN Esa crisis de los relatos de identidad clásicos, de las grandes narrativas que construían colectivos, también llegó a las identidades nacionales. Globalización mediante, el fin del siglo XX prometía el advenimiento de identidades cosmopolitas, globalizadas, e incluso hasta una presunta debilidad de los Estados nacionales, reemplazados por las grandes asociaciones —la Unión Europea, el NAFTA, el MERCOSUR— y por las corporaciones económicas globa​les —sean ellas el FMI o la Coca Cola—. Sin embargo, esa crisis es más compleja: por un lado, porque la globalización también implicó —o, al menos, coexistió— con la reaparición de algunos fundamentalismos nacionalistas: la disolución de la Unión Soviética en decenas de pequeñas repúblicas, la crisis y partición de la vieja Yugoslavia, la aparición de un fundamentalismo árabe radical, el retorno de los discursos nacional-populares en América Latina. Por otro lado, esos presuntamente débiles Estados nacionales siguieron emitiendo pasaportes y administrando policías: es decir, legislando, ocupando el territorio y controlando y disciplinando a sus poblaciones. Y finalmente, aunque la globalización deportiva prometía otra cosa, los más grandes eventos del espectáculo contemporáneo siguieron organizados en torno de las ficciones nacionales: los Juegos Olímpicos y las Copas del Mundo son competencias entre naciones, donde las estrellas deportivas globales —Messi, Ronaldo o LeBron James— se ponen camisetas que fingen o remiten vagamente a ciertos colores que corresponden, mal que mal, a las banderas nacionales. Hay tres tendencias simultáneas en esta relación entre globalización, naciones, identidades y deportes. La primera consiste en recordar que la, por llamarla 23

psicoanalíticamente, pulsión global del deporte es muy antigua, aunque antes se la llamaba solamente internacional: faltaba, claro, la transmisión electrónica de imágenes, textos y voces, uno de los rasgos centrales de la globalización contemporánea. La segunda, que las tendencias globalizadoras del deporte son antes que nada mediáticas, algo en lo que no se distingue del resto de los fenómenos culturales, dominados por la tensión del capitalismo global frente a la producción nacional. La tercera es que, a pesar de las dos afirmaciones anteriores —que colocarían las tensiones globalizadoras en el plano de lo eterno, o al menos lo antiguo, y de lo inevitable, como parece estarlo todo lo que está sujeto a la fuerza del capitalismo contemporáneo—, las pulsiones deportivas locales siguen siendo muy poderosas y obligan continuamente a reescribir el relato global del fútbol. Veamos los tres argumentos con más detalle.

LA VIEJA INTERNACIONALIZACIÓN Cualquier historia del fútbol latinoamericano comprueba fácilmente dos cuestiones simultáneas: por un lado, el peso de las historias locales; por otro, la importancia de su relación estrecha con eventos internacionales. Por supuesto, en todos los casos está presente una relación básica, y es la presencia de las elites británicas en la fundación del deporte. De allí que la tensión internacionalista sea un dato de origen, basado en la expansión imperialista británica y su hegemonía comercial en nuestro continente. Como también ha sido largamente demostrado, la diferencia en los deportes hegemónicos, básicamente el fútbol y el béis​bol, depende de la potencia dominante: Gran Bretaña en el Sur, los Estados Unidos en Centroamérica. No hay historia del deporte continental que pueda prescindir del dato imperialista, como también puede construirse una historia particular de las distintas apropiaciones locales. Una vez construida la apropiación local, entonces, se despliegan las historias particulares: las que hablan de la importancia de los ferrocarriles británicos en la expansión veloz del fútbol como deporte nacional argentino, siguiendo el trazado ferroviario; o las que hablan de la compleja relación con los datos étnicos brasileños y la dificultosa incorporación de los jugadores afroamericanos, para citar solo dos ejemplos. A su vez, todas las historias acumulan héroes, grandes hazañas, mitos: todas las historias deportivas latinoamericanas dependen de épicas, en la victoria o en el fracaso —las derrotas argentinas en las finales de los Juegos Olímpicos de 1928 y de la Copa del Mundo de 1930, ambas frente a los uruguayos, no son historias de tristezas, sino del orgullo de la exhibición internacional—. Pero esa historia local se sostiene decisivamente en la internacional: todo fútbol local prueba su trayectoria en la competencia más amplia, para poder construir un relato de su independencia. Primero a nivel regional: las copas Roca, Chevalier Boutell, Lipton; luego los Campeonatos Sudamericanos. Inmediatamente, el objetivo es derrotar a los europeos, en general: a los ingleses, en particular. El fútbol latinoamericano se construye sobre un narcisismo exacerbado, que precisa comprobar qué mirada devuelve el espejo: y el espejo debe ser Europa. Por otra parte, no podemos olvidar en este recorrido que las competencias deportivas internacionales, dejando de lado los míticos juegos de fútbol entre Inglaterra y Escocia que comienzan en 1872, son tan antiguas como las modernas Olimpíadas, inauguradas en 24

1896 y en las que se juega fútbol desde 1908, en Londres. Más aún, el deporte es uno de los espacios privilegiados donde suplantar la política: las com​petencias deportivas anteceden en mucho a los organismos internacionales; la FIFA y el Comité Olímpico Internacional anticipan, por varias décadas, la fundación de las Naciones Unidas. Quiero ejemplificar con todo esto la primera afirmación: la pulsión internacional existe desde la constitución del fútbol como gran deporte moderno latinoamericano. Pero no consiste solo en las competencias: otro de los rasgos cruciales son las giras —primero de equipos británicos en Sudamérica, luego de equipos sudamericanos en Europa—, que son leídas y señaladas como momentos claves en la invención, paradójica, de una autonomía futbolística. Paradójica porque, insistimos, es una autonomía relativa, que depende todo el tiempo de una mirada europea que la reconozca y la legitime. No conforme con esto, el fútbol latinoamericano inicia muy tempranamente —tanto como en los años treinta del siglo XX— el movimiento migratorio de jugadores: en la Copa del Mundo de 1934, cuatro jugadores del equipo italiano campeón son argentinos que habían jugado en la derrota de la final contra Uruguay en 1930: Monti, Orsi, Guaita y Demaría. El antropólogo Eduardo Archetti afirmaba que en esos años los jugadores argentinos eran una mercancía de exportación similar a las vacas y a los bailarines de tango —es decir: Argentina exportaba solamente carne, sea ella vacuna, tanguera o futbolística—. Ese mismo fenómeno de desplazamientos ocurría en Europa; Pierre Lanfranchi y Matthew Taylor de​mostraron largamente el fenómeno intenso de migra​ción de jugadores en esas décadas, aunque fuera por montos ridículos en comparación con los actuales. Pero lo cierto es que ya en la década del 1930 había internacionalización de competencias, y también de sujetos. Por supuesto: faltaban los medios electrónicos y la circulación global de imágenes y voces. Ningún espectador latinoamericano podía ver las Copas de 1934 y 1938, la actuación del argentino Monti en Italia ni la del brasileño Leônidas da Silva en el Mundial de Francia 1938. Cada prensa local, sin embargo, era importante: por su cobertura y por la reproducción de la mirada europea, dominada por el orientalismo y el exotismo —no hay argentino o uruguayo que no sea gaucho, no hay brasileño que no baile samba—. Si la globalización, tal como la entendemos contemporáneamente, depende del flujo electrónico e inmediato de datos, imágenes e información, no podemos calificar esa etapa de fútbol global: pero sus tendencias —la migración de los cuerpos en el sentido Sur-Norte, las competencias internacionales como puesta en escena de los relatos de identidad locales, la exhibición y el narcisismo, la circulación noticiosa— ya están sólidamente allí.

LA GLOBALIZACIÓN TELEVISADA Para pensar estos fenómenos en la actualidad debemos dividir el análisis en dos pasos: el primero, considerar al fútbol —jugadores, equipos, relatos e imágenes— como mercancías globales, distribuidas fundamentalmente por los medios masivos de comunicación y la cultura de masas internacionalizada. El segundo, hacer foco en los hinchas y los modos en los que se relacionan con estas mercancías; es decir: cómo las consumen. En primer lugar, es imprescindible recordar que el auge de los medios globales 25

deportivos —fundamentalmente, las grandes redes como ESPN o Fox, y sus alianzas infinitas y complejas con las grandes señales de televisión por cable europeas como British Sky Broadcasting— coincide con la permanencia inalterada, e incluso fortalecida, de las redes locales. No hay deporte latinoamericano sin O Globo, Rede TV, Torneos y Competencias, Televisa; aunque establezcan joint ventures más estables o más ocasionales con las redes globales, o se internacionalicen ellas mismas, su desempeño local y su rol en el establecimiento de agendas deportivas y modos particulares de relato sigue siendo crucial. Los espectadores, aunque asisten con frecuencia a la exhibición del fútbol global (europeo), contrastan permanentemente ese relato con sus narrativas locales. No existe —o, con más precisión, no existe aún como dato sociológico para el análisis— el presunto espectador global en América Latina, aquel que se desentiende del fútbol local para regodearse en la exhibición del Manchester United o el Real Madrid. No quiero decir con esto que sea una posibilidad clausurada: sería una afirmación apresurada, que deberá evaluarse en el tiempo. Pero sí que ese espectador es, por ahora, una ilusión publicitaria, especialmente de las marcas globales. La relación local-global en el fútbol latinoamericano es provisoriamente una relación que juega a dos niveles: en el primero, el fútbol global adquiere mayor eficacia cuanto menor sea el peso de las tradiciones deportivas locales, lo que explica el éxito de las mercancías europeas en el fútbol asiático. En el segundo, ese fútbol global aparece desplazado —y es el caso de la mayor parte de nuestro continente— por esas tradiciones locales, que bloquean la constitución del hincha global. Así, la circulación del fútbol europeo en nuestro continente sigue férreamente ordenado por la presencia o ausencia de las estrellas locales, devenidas globales: el espectador sigue a sus estrellas, no a las ajenas. Cristiano Ronaldo no es mercancía decisiva, sino marginal, porque es desplazado por los Neymar o Messi o Rafa Márquez —el jugador mexicano más exitoso de la última década, luego del apogeo de Hugo Sánchez en los ochenta, antes del surgimiento de las televisoras globales—. En esa misma dirección, los campeonatos europeos, aunque convoquen audiencias interesantes y capturen enorme publicidad televisiva, no ordenan relatos de identidad ni producen ansiedad narrativa —mucho menos, deseo—. Se ven los juegos, se disfrutan las instancias decisivas, los partidos peleados, esos momentos en los que el fútbol demuestra lo incomparable de su imprevisibilidad: ese partido en el que el Manchester City gana la Premier League inglesa en el último minuto. Pero nadie sigue las tablas de posiciones sacando cuentas de los puntos y las diferencias de gol, mordiéndose las uñas por la posibilidad de que el West Ham descienda a Segunda División. Por supuesto, esa mercancía global llamada fútbol descree de estas afirmaciones y afirma continuamente su condición deslocalizada. El mejor lugar donde leer esto es la publicidad de las mercancías globales que constru​yen sus relatos sobre el fútbol: principalmente, Adidas y Nike, entre los equipamientos deportivos; Coca Cola y Pepsi, entre los bienes que canalizan inversiones importantes en el deporte. En esos textos, el principio constructivo es la estrella global, y mejor aún el seleccionado de estrellas globales, ya que la elección de una sola de ellas —v.g., Messi o Ronaldo— implicaría un grado al menos mínimo de localización que la mercancía debe desplazar. Si Adidas publicita en América Latina, no puede limitarse a Messi: debe incluir a Kaká. Mi elección de estos ejemplos apunta, por supuesto, a remarcar los dos escenarios latinoamericanos donde esta interpretación —el peso de las narrativas locales obligando a la producción de relatos globales particulares— es más clara: Argentina y Brasil son los casos más notorios 26

de esa posición. (Que sería interesante contrastar con análisis de otros países latinoamericanos futboleros. No he podido observar, por ejemplo, qué ocurre hoy en Uruguay, luego del renacer del fútbol uruguayo en los últimos dos años tras su cuarto puesto en la Copa del Mundo de 2010 y su éxito en la Copa América de 2011. ¿Preferirán los hin​chas uruguayos las andanzas del Liverpool de Luis Suárez o el Paris SaintGermain de Edinson Cavani al poderoso clasicismo de Peñarol-Nacional?). Lo cierto es que el análisis de las publicidades globales entrega más argumentos para discutir. Que por supuesto, al tratarse de narrativas mediáticas, están ordenadas, en su infinita mayoría, por el estereotipo como mecanismo narrativo principal. El estereotipo es una reducción de la complejidad de lo real a la simplicidad de una represen​tación rápida y fácilmente reconocible: si todo sujeto y toda identidad grupal son un repertorio de complejidades, una red de relaciones, de dudas y de transformaciones, el estereo​tipo reduce eso a un solo rasgo: los argentinos son pedantes. Entonces, ordenadas por los estereotipos, las publicida​des no presentan grandes novedades retóricas ni temáticas: las estrellas son representadas como superhombres, mucho más inclinados a la exhibición de habilidades excesivas que al simple juego; y las particularidades locales son sobrerrepresentadas estereotípicamente (los argenti​nos son pasionales; los brasileños, sonrientes y carnavalescos). Algo de esto habíamos visto con la publicidad “Argentinos”, de TyC; en el plano global, ocurre exactamente lo mismo. El dato más saliente es que incluso las mercancías globales deben, en muchas ocasiones, hacer local en exceso su argumentación. Uno de los casos más notorios y francamente ridículos fue, en la Copa del Mundo del 2010, la publicidad de Coca Cola: en ella, un grupo de hinchas argentinos entrena a los habitantes de Lesotho para transformarse en nuevos hinchas argentinos. Para ello, les enseñan sus cánticos, les regalan las camisetas, les ofrecen, en suma, una expertisse insuperable. El problema es que hubo (con una minuciosa coincidencia encuadre por encuadre, secuencia por secuencia) sendas publicidades similares hechas para el Paraguay, el Uruguay y Chile. A pesar de algunas profecías que decretaban el fin de las competencias internacionales, desplazadas por la capacidad de las grandes ligas europeas para transformarse ellas mismas en esas competencias —después de todo, asistir a las ligas española, italiana o inglesa permite ver en acción a las mismas estrellas globales—, las Copas del Mundo siguen apareciendo incólumes. Y la presunta globalización de un equipo como el Barcelona, donde jueguen codo a codo Messi, Neymar, Dani Alves, Alexis Sánchez y Andrés Iniesta, no puede desvincularse del funcionamiento tribal del equipo catalán: a pesar de sus tradiciones holandesas y sus estrellas globales, el Barcelona no puede ni desea dejar de ser el símbolo de una identidad local: la representación regional catalana frente al centralismo del Estado español.

HINCHAS TRIBALES TAN POCO GLOBALES Las profecías globalizadoras parecen lejos de cumplirse también respecto de los hinchas. Como muchos estudios vienen señalando hace tiempo —y también nuestras propias investigaciones—, las mismas pulsiones globa​les encuentran su correspondencia en la radicalización de las tendencias tribales: y el fútbol es uno de sus mejores 27

escenarios. En el caso argentino, hace rato que se ha constatado la pérdida de la capacidad de la selección nacional de fútbol para poner en escena una identidad nacional, a expensas de las microidentidades de cada equipo o territorio —y volveremos sobre esto al hablar de Maradona y de Messi—. Esto puede verse con plenitud también en las competencias internacionales por equipos en todo el continente: ya en un lejano 1992, la derrota de Newell’s Old Boys de Rosario frente al San Pablo en la final de la Copa Libertadores fue festejada con manifestaciones callejeras por los seguidores del equipo rival de su ciudad, Rosario Central. Y en un reciente 2009 festejé con torcedores del Flamengo la derrota del Fluminense en la final de la misma Copa frente a la Liga Deportiva Universitaria de Quito. En estos casos se advierte con nitidez la contradicción entre un relato deportivo mediático que habla de representaciones nacionales y la percepción de los hinchas en términos de representaciones meramente tribales. Los relatores, ajenos a todas estas discusiones y estos análisis, continúan afirmando que cada vez que un equipo argentino entra a una cancha, defiende a la patria; los hinchas del equipo contrario, y de buena parte de los otros equipos, se ríen y comienzan a alentar al equipo extranjero. Y el reciente estallido “nacionalista” del público argentino en la reciente Copa del Mundo de Brasil 2014 no prueba lo contrario. Es un estallido, una excepción en un contexto excepcional como el Mundial. La presunta “unidad nacional”, la afirmación de que “la patria somos todos” cede paso con velocidad a la tribalización estructural: solo los hinchas de San Lorenzo festejan su triunfo en la Copa Libertadores. Por su parte, las prácticas concretas de los hinchas, entre ellas las violentas, también permanecen organizadas tenazmente por marcas locales. Por supuesto, la televisación en exceso —esa posibilidad infinita de asistir continuamente a todos los juegos de todas las ligas— produce flujos de repertorios, especialmente simbólicos: la apropiación, por ejemplo, de melodías que se readaptan infinitamente a líricas locales. He podido asistir, en el estadio mexicano del Cruz Azul, a los hinchas locales reversionando la Marcha Peronista argentina, absolutamente indiferentes a su origen claramente político —tal y como la habían escuchado, por televisión, entonada por los hinchas del Racing argentino —. De la misma manera, en toda Latinoamérica son hegemónicos los modelos brasileño y argentino como organizadores de un poderoso imaginario de cómo debe ser un hincha: ya volveremos sobre esto al hablar del aguante. Sin embargo, esos flujos de intercambio no anuncian al hincha global. Por el contrario, radicalizan al hincha como fenómeno local: que se constituye en la autopercepción, narcisista, frente al espejo global. Contaminaciones y flujos son insoslayables, como lo es la circulación de una cultura de masas internacionalizada: pero un análisis detenido de las prácticas no puede organizarse en torno de una presunta tendencia globalizadora — nuevamente: un inverosímil hooliganismo global— que está lejos de verificarse. Por el contrario: los hinchas cantan, y también se pelean, en sus lenguas nativas. Y aspiran, claro, a que la televisión global difunda sus imágenes urbi et orbi. Espectadores expertos de esa cultura de masas, saben que no hay nada mejor que una buena pelea, de proporciones homéricas, para obligar a su difusión universal —y para obtener, así, el reconocimiento de los otros hinchas—. Los hinchas argentinos en Brasil 2014 no hicieron, ni quisieron hacer, otra cosa: “Decime qué se siente” no era sino esa afirmación narcisista, un modo de distinguirse en una pantalla global. 28

LO QUE SOMOS, LO QUE DECIMOS QUE SOMOS, LO QUE QUEREMOS SER A pesar de todos los reparos que hemos puesto, y nuestro reclamo de ser más sutiles para analizar fenómenos harto complejos, el fútbol sigue siendo un lugar descomunalmente fantástico para poner en escena las identidades. Pero no para reflejarlas. El fútbol inventa identidades: no las refleja, porque no es un espejo —ni de la identidad ni de ninguna otra cosa—. Del mismo modo —y porque la identidad siempre se está rehaciendo, nunca permanece inalterada e inalterable, como hemos argumentado—, en el fútbol se pone en escena un momento, un relato particular de esa identidad. Jamás una esencia —que no existe— ni un estereotipo, que es su equivalente mediático. Pone en escena: mostrar a los otros, para ellos y para sí mismos. Como en todos los grandes rituales, religiosos o seculares, las comunidades tribales o nacionales muestran en el fútbol lo que quieren mostrar de sí mismas ante la mirada de los otros pero también ante la propia mirada de la comunidad, que de ese modo se reconoce y, a veces, se celebra. Pero como la identidad es un relato y no una esencia, nuevamente, lo que se pone en escena no es lo que una comunidad es, sino lo que imagina que es: y también lo que no es, y también lo que sueña, y también lo que desea, y también lo que quiere que los otros (las demás comunidades) piensen que es. El caso brasileño es un gran ejemplo de todo eso. Como hemos dicho, la sociedad brasileña carga consigo con el mito de las tres razas: la coexistencia de blancos europeos, pueblos originarios y afrodescendientes. Por supuesto, esa coexistencia nunca fue armoniosa ni democrática: los pueblos originarios fueron sometidos por la conquista europea, y los descendientes de africanos fueron llevados al país por el régimen esclavista organizado por los mismos europeos. Estos ocuparon y ocupan la posición de poder —aun con sus jerarquías internas: hay blancos ricos y blancos pobres—; indios y negros siempre ocuparon los lugares subalternos. Sin embargo, la necesidad de producir un mito nacional llevó a esta idea de la reconciliación entre las razas para forjar el Brasil moderno. La oportunidad de oro la brindó el fútbol, básicamente respecto de los afroamericanos. A pesar de que en sus comienzos los clubes de las elites paulistas y cariocas prohibían la participación de los negros, estos fueron finalmente aceptados en los años veinte del siglo pasado y pronto comenzaron a destacarse como grandes jugadores, con algunas estrellas como Domingos da Guia y Leônidas da Silva. Es así como, en 1948, el gran periodista Mario Filho pudo escribir, inspirado por el antropólogo Gilberto Freyre, su O negro no futebol brasileiro, en el que afirmaba que, gracias al fútbol, Brasil había producido la incorporación definitiva de los negros a una sociedad integrada. Sin embargo, en 1950, en la Copa del Mundo jugada en ese país —y especialmente gracias al impulso del propio Mario Filho—, se produjo el famoso Maracanazo: Uruguay venció 2 a 1 en el último partido a la selección local para quedarse con una Copa que todo el mundo descontaba que iba a ganar Brasil. (Digamos, de paso, que la selección uruguaya estaba liderada por un mulato, Obdulio Varela, el “Negro Jefe”). Rápidamente, la prensa postuló que los culpables eran los jugadores negros del plantel: especialmente, el zaguero João Ferreira, “Bigode”, gambeteado por el uruguayo Alcides Ghiggia en la jugada del segundo gol, y el arquero Moacyr Barbosa, que murió con la condena a cuestas de haber buscado el centro y descuidado su palo. Esa sociedad que se presumía integrada 29

prefirió retomar su más crudo e inveterado racismo: los negros no tenían el coraje suficiente para ser campeones, se ha​bían amedrentado ante las bravatas de Obdulio Varela, habían mos​trado el temor que llevaban en la sangre, para volver a la vieja metáfora. Sin embargo, en 1958 Brasil llegó a ganar la Copa conducido por los negros Vavá y Didí, y con la aparición del negro Pelé y el mulato Garrincha. Esto permitió la superación de la condena racista, y que Mario Filho reeditara su libro en 1964, afirmando que ahora sí el Brasil había superado su fractura racial con la integración de los negros gracias al fútbol. Como se ve, la identidad a través del fútbol es un puro despliegue de la imaginación. Las posibilidades de narrar las identidades a través del fútbol son tan variadas como variados son los ejes en torno de los cuales se pueden inventar. Hablamos de las razas: pero también ocurre con los grupos étnicos organizados en torno de comunidades nonacionales, como es el caso archiconocido de los vascos y el Athletic de Bilbao, cuyos jugadores sólo pueden ser vascos —aunque esa exigencia se vuelva a veces más flexible —. El fútbol puede poner en escena narrativas regionales de la identidad: el también famoso caso de los napolitanos y el sur pobre italiano frente al norte rico, que Maradona espectacularizó hace casi treinta años. También puede narrarse la religión: es el caso de los católicos del Celtic de Glasgow frente a los protestantes del Rangers —hoy en proceso de refundación luego de su bancarrota—, o de los protestantes del Liverpool frente a los católicos del Everton. Y por supuesto, el fútbol permite también poner en escena narrativas de clase social: básicamente, de ricos frente a pobres, con ejemplos diversos a lo largo y lo ancho del globo. Pero, a la vez, esta identidad de clase puede radicalizarse en un sentido ortodoxamente marxista: el fútbol inglés era un patrimonio orgulloso de clase obrera, hasta sus transformaciones de los años ochenta del siglo pasado; el fútbol danés presumía de su carácter proletario, resistente a un profesionalismo que era visto como una trampa del capitalismo —por supuesto, finalmente exitosa: ganó el capitalismo—; el Sankt Pauli, de Hamburgo, se presenta a sí mismo como el equipo de los pobres, las putas y los izquierdistas de la ciudad. Esta idea del fútbol como puesta en escena de la identidad funciona también en el nivel tribal, en los microterritorios del barrio. José Garriga Zucal ha demostrado, en su etnografía de los hinchas de Huracán, en Buenos Aires, cómo sus relatos actualizan una identidad barrial dura, que recupera tradiciones masculinas de virilidad y coraje, de guapos y bravos. Como dice uno de sus informantes: “Acá es así”, lo que a la vez significa “allá no”; el “allá” puede ser la facultad, Groenlandia o el barrio vecino, donde son todos, obviamente, “putos”. Y eso obliga a los habitantes del barrio y muy especialmente a los miembros de la hinchada a comportarse de acuerdo con el relato de identidad, con lo que esas narrativas se vuelven una “lógica de las prácticas”. Pero esto lo desarrollaremos con mayor detalle al hablar de las hinchadas y la violencia.

ENTRE “LA NUESTRA”, LA “GARRA CHARRÚA” Y EL “JOGO BONITO” Los relatos de la identidad futbolística tienen un correlato, también narrativo, que es el 30

estilo de juego. En principio, el estilo debería ser comprobable empíricamente: es decir, que todos los equipos comprendidos por ese relato jueguen de una manera y no de otra. Cualquier observador desapasionado comprueba que es falso: que no todos los holandeses juegan al fútbol total, que los equipos brasileños suelen ser de todo menos bonitos, que los equipos argentinos parecen jugar al rugby. Sin embargo, esos relatos del estilo fueron poderosos en el momento de su invención. En el caso latinoamericano, hay asincronías: los estilos uruguayo y argentino parecen originarse entre los años veinte y treinta del siglo pasado; el brasileño parece consolidarse en los treinta, el colombiano a finales de los cuarenta, tras la gran emigración de jugadores argentinos. La afirmación de una identidad estilística les permitía, como en toda identidad, afirmar lo que se es y a la vez lo que no se es: se era rioplatense o brasileño, no se era europeo —especialmente, inglés—. Es casi imposible comprobar cómo surge ese presunto estilo en la práctica real: los observadores contemporáneos son confusos y con​tra​dictorios, y no existen imágenes que permitan juzgar con distancia y objetividad cómo se jugaba realmente en las canchas rioplatenses entre 1920 y 1940. Pero lo innegable es que desde mediados de la década de 1920 el periodismo comienza a referirse a un estilo criollo —argentino, uruguayo, rioplatense— que permite hablar de una nacionalización definitiva, claramente diferenciada del fútbol británico. Una acotación que debería ser indagada en más profundidad. Siempre se repite que el fútbol lo inventan los ingleses, y que son ellos los que lo difunden en el Río de la Plata. Lo primero es indiscutible. Pero lo segundo, en cambio, revela la presencia constante de los escoceses, matiz que a ojos rioplatenses puede sonar nimio pero que en la lógica de las islas británicas es decisivo. El consagrado inventor e impulsor del fútbol porteño a través del Buenos Aires English High School y de su equipo Alumni, Alexander Watson Hutton, era un escocés nativo de Edimburgo. Seamos claros: los escoceses no se pueden ver con los ingleses (un sentimiento mutuo). Y, además, juegan distinto: es más fácil encontrar un gambeteador en los patios de Glasgow que en toda Inglaterra. Lo cierto es que, consagrado el estilo como definitorio de un relato de identidad, se transforma a la vez en lógica de la práctica —se debe jugar de esa manera— y en estereotipo —todos juegan así—. Paradójicamente, la misma prensa que sacraliza un estilo nacional luego desagrega estilos particulares: la garra boquense, el modo chacarero de los equipos rosarinos, el paladar negro de los hinchas de Independiente, la humildad de los equipos chicos. Esto permitiría pensar en una complementariedad —las formas particulares en que los equipos locales actualizan un estilo nacional— o en una contradicción: sencillamente, que el estilo se vuelve estereotipo y en consecuencia no puede narrar una realidad práctica que es mucho más compleja. En esa complejidad hay que anotar una persistencia: el remanido tópico de que “antes se jugaba mejor” es una afirmación registrada desde 1920, cuando Juan Brown, la primera estrella surgida del escocés Alumni, se lamentaba de la pérdida en la calidad del juego. Toda la bibliografía coincide en que el relato del estilo criollo entra en crisis luego del fracaso argentino en el Mundial de Suecia en 1958, primera vez que el fútbol argentino entra en competencia con equipos europeos fuera de amistosos o encuentros casuales — por ejemplo, la mítica primera victoria de 1953 contra Inglaterra en Buenos Aires—. Ante el desastre, el viejo relato hace agua y comienzan los reclamos de modernización, a tono 31

con el desarrollismo de la década de 1960, que exigía la modernización de todo el país. Y toda la bibliografía coincide en que un punto de inflexión es la aparición de César Luis Menotti como entrenador en 1970 y su éxito con el modesto Huracán, equipo que habría respetado el mandato estilístico original. Como veremos en el próximo capítulo, Menotti construyó, en alianza con los periodistas deportivos del diario Clarín, un nuevo relato que esencializaba —es decir: volvía absoluto, radical, inmodificable— el viejo estilo criollo. Las discusiones sobre los estilos suelen navegar en contradicciones, como dijimos, especialmente refugiadas en estereotipos. Pero reaparecen con fuerza cada vez que encuentran un resquicio: notorio es el caso reciente del Barcelona de Pep Guardiola, al que se definió rápidamente como respetuoso del estilo... argentino. Eso permitía una paradoja: que reapareciera una narrativa del estilo criollo que exigía imitar a un equipo catalán, integrado por un ramillete de nacionalidades, pero que especialmente se jacta de la influencia de los holandeses. Esas contradicciones no amilanan a algunas vulgatas periodísticas. Durante el Mundial de 2010, la presencia de Maradona en el banco argentino —el último gran ejemplo de una narrativa de las tradiciones y los estilos—, más la figura de Messi, más algún buen desempeño inicial, provocaron la reaparición explosiva de una derivación frecuente del relato del estilo: se juega como se vive, frase que sostiene una relación de reflejo entre la práctica futbolística y la identidad colectiva. Claramente, la frase olvida preguntarse por quién juega cómo, y establece una asociación fácil, tan fácil como otra frase correlativa de la anterior: el fútbol que le gusta a la gente. Sobre la categoría la gente he escrito con largueza en otros lugares. Digámoslo rápidamente: la gente no existe, lo que existen son gentes diversas, complejas, conflictivas, atravesadas por una buena cantidad de ejes de discriminación y oposición — el género, la clase social, la etnia, la edad, las relaciones de poder, para empezar a contar —. En realidad, la categoría gente oculta la categoría yo, como dice el gran cronista mexicano Carlos Monsiváis: cuando se dice “la gente opina que”, en realidad se está afirmando “yo opino que”. Así, la frase “el fútbol que le gusta a la gente” escamotea que se trata, apenas, del fútbol que les gusta a Menotti y a Horacio Pagani, el vociferante periodista deportivo del diario Clarín y de la cadena TyC Sports. Sin embargo, el autoritarismo militante de ambos célebres epistemólogos ha instalado la frase como definitiva: el que no comparte sus gustos pasa a ser expulsado del género humano, no pertenece al colectivo gente; o no sabe “escucharla con humildad”. El mejor ejemplo de la ridiculez de estos lugares comunes transformados en verdades divinas lo dio el programa televisivo 6-7-8 durante la Copa de Sudáfrica. El informe que inicia cada emisión se tituló, justamente, como una pregunta que presuponía la respuesta afirmativa: ¿Se juega como se vive? Inmediatamente, el informe proponía la tesis inverosímil de que los equipos latinoamericanos, gobernados por regímenes democráticos nacional-populares y progresistas, obtenían mejores resultados que los equipos europeos, gobernados por regímenes neoconservadores y aquejados por crisis económicas mayúsculas. Como todos sabemos, el campeón fue España, que derrotó a Holanda. Latinoamericanos de pura cepa. La revista Barcelona tituló su número de esa semana: 32

“Bienvenidos al Tercer Mundo. Crisis, desocupación, miseria, despidos, baja de salarios, fin de los planes sociales, violencia, ajuste, sumisión al FMI y éxitos deportivos: los países más pobres de la Tierra saludan a los españoles”. Como siempre, la única lectura inteligente de estas tonterías es la parodia.

EL OPIO MODERNO DE LOS PUEBLOS La frecuencia con que la vulgarización periodística y publicitaria abusa de las categorías de identidad y estilo no debería engañarnos. Siguen siendo conceptos útiles para entender lo que ocurre con el fútbol como fenómeno contemporáneo, simultáneamente importante como espacio donde debatir la identidad y a la vez como la mayor mercancía de la industria del espectáculo. Al entender la relación entre identidad, fútbol y nación, por ejemplo, podemos comprender por qué las Copas del Mundo permiten un despliegue inusitado de publicidades patrioteras, efervescencias nacionalistas y sueños más o menos colectivos. Con variaciones de cultura a cultura: no hay una teoría general que explique esos fenómenos, que permita prever lo que ocurre u ocurrirá en cualquier sociedad, sino apenas proponer teorías particulares, en función de las historias y tradiciones futbolísticas, las distintas relaciones con el éxito deportivo, el peso de las estrellas y las memorias de los héroes; y a la vez, cada cultura se relaciona con el fútbol en su dimensión nacional en función de las historias particulares de la política, el debate sobre lo nacional, las relaciones étnicas. Rápidamente: el peso de la expectativa sobre lo español en cada Copa es radicalmente distinto entre madrileños —que alimentan un discurso nacionalista— y catalanes —que lo repudian, porque no se consideran “españoles”—. Y a su vez es distinto de los italianos, que piensan las identidades como fenómenos básicamente regionales, por lo que lo nacional los tiene bastante sin cuidado. Y de los británicos, que no existen como tales, ya que están separados por líneas de fuerza poderosas entre ingleses, escoceses, galeses e irlandeses. En todos los casos puede afirmarse, como decía el antropólogo brasileño Roberto Da Matta, que las sociedades modernas, precisamente por ser extremadamente fragmentadas, tienden a multiplicar los rituales nacionales —entre ellos, los deportivos— como formas de refuerzo y recreación de la totalidad social. Sin embargo, esa regla más o menos general no significa que el uso de los rituales nacionales sea el mismo en todos los casos —puede haber, por ejemplo, mayor o menor protagonismo del Estado; puede haber mayor o menor protagonismo de los medios de comunicación— ni mucho menos (y esto es decisivo) que la eficacia de esos rituales sea la misma. Otra regla general es que el éxito del fútbol como espacio para los debates sobre la identidad nacional tiene que ver con su condición de zona libre de una cultura. La idea de las zonas libres es de Eduardo Archetti, que llamaba así a los ámbitos donde se discutían y reinventaban las identidades y las nuevas narrativas de modo más creativo que en los espacios clásicos impuestos por la modernidad: el Estado, la universidad, la escuela, los intelectuales. Las zonas libres predilectas, según Archetti, son la danza, la comida, la música, el juego y el deporte: además de ser menos controladas por los aparatos institucionales y de prestigio intelectual, estas zonas son más populares y democráticas, 33

desde la participación —cualquiera juega, danza, cocina, come, canta— y de sus debates: cualquiera puede hablar sobre fútbol, tango o milanesas. Todo esto nos obliga a discutir otro de los lugares comunes más recurrentes en el debate sobre el fútbol: que el deporte es una gigantesca operación de manipulación y distracción de las masas, una suerte de moderno opio de los pueblos, parafraseando la vieja calificación de Carlos Marx respecto de la religión. Esto ha sido largamente discutido en la bibliografía antropológica y sociológica: ya en 1982, Roberto Da Matta se dedicaba a rebatir esta tesis en el que fue el primer artículo académico vinculado con el tema. Durante mucho tiempo, la idea fue básicamente pro​piedad de los intelectuales, que entendían todos los fenómenos de la cultura de masas como manipulatorios y alienantes, como distracciones colectivas que ocultaban a las masas las condiciones reales de su explotación. En los últimos treinta años, la discusión intelectual ha cambiado mucho: no sólo porque los académicos comenzaron a asumir sus aficiones futbolísticas, sino porque la teoría cultural y social en general comenzó a aceptar que las relaciones entre la cultura de masas y los públicos eran mucho más complejas que simples manipulaciones masivas de tontos culturales a cargo de burgueses desalmados. Sin embargo, la idea perduró paradójicamente como vulgata más o menos extendida, que afirma a cada paso que el fútbol permite a los gobiernos engañar a las masas. Por supuesto: esta afirmación jamás la producen las masas (“nos engañan y nos gusta”) ni los que la reproducen aceptan ellos mismos la posibilidad de ser engañados (“no, a mí no me engañan, a los pobres sí”). Como veremos a continuación, al discutir el caso del Mundial de 1978, la interpretación debe ser más sutil, analizando con agudeza tanto las operaciones gubernamentales o mediáticas como las respues​tas de los públicos. Mientras tanto, una de las mejores pruebas de la debilidad de la teoría del opio de los pueblos la da el caso argentino en 2002. Como se recordará, la Argentina fue a jugar el Mundial de Corea-Japón siendo gran favorito pero atravesando la crisis económica y social más importante de su historia. Eso permitió la aparición de una suerte de profecía apocalíptica, que afirmaba que el posible éxito futbolístico implicaría una suerte de solución mágica a la crisis política, la suspensión —si no la eliminación— del conflicto social. A la inversa, existía la contraprofecía revolucionaria: la posibilidad de que el estallido social definitivo, ese infierno tan temido por las clases dominantes, arribaría de la mano de la derrota mundialista. Ante la eliminación, la reacción conjunta de piqueteros desbordados y ahorristas indignados, soliviantados por la acción todopoderosa del fútbol, concluiría en la inevitable revolución social, en el linchamiento de la clase política en la Plaza de Mayo. El fracaso futbolístico, la eliminación en primera ronda después de una victoria, una derrota y un empate, con solo dos goles convertidos, impidió comprobar empíricamente la veracidad de la primera profecía, o más bien su previsible falsedad. Pero, a la vez, permitió comprobar la también previsible falsedad de la segunda. ¿Por qué se habían desplegado estas profecías? Básicamente, la explicación estaba en la vulgata de la relación entre fútbol y política: aquella que establece relaciones causales entre éxitos deportivos y victorias políticas, vulgata jamás demostrada. Sin duda, el clima político, económico y social permitía la puesta en escena de una expectativa desmesurada, pero apenas compensatoria. El éxito deportivo iba a ser, sin duda, muy bienvenido por una población jaqueada por la devaluación, la inflación, la desocupación, el hambre, la pobreza, el derrumbe de la ilusión primermundista, la traición de la clase política. Pero la 34

salida del Mundial demostró que el fútbol es el fútbol, y que la economía y la política son cosas muy distintas. Y que hasta el hincha más fanático sabe diferenciarlos. De la misma manera, otro ejemplo cercano lo muestra el análisis de la antropóloga brasileña Simoni Guedes respecto de las manifestaciones populares brasileñas, exactamente antes de la Copa de las Confederaciones de 2013. Como se recordará, a partir de una protesta pequeña en San Pablo contra el precio del transporte en el mes de junio, se disparó una semana de manifestaciones masivas, estruendosas, a las que la violencia represiva de las policías brasileñas —se trata de policías autónomas en cada Estado— agregó dramatismo y víctimas. Pero el eje de la protesta era el fútbol: los manifestantes, ante las exigen​cias del llamado “patrón FIFA” (padrão FIFA) —respecto, entre otras cosas, de los estadios—, reclamaban escuelas, hospitales y transportes “patrón FIFA”. Así, en medio de una parafernalia mediática que bombardeaba a los públicos con la algarabía nacionalista y el relato de la identidad brasileña, los públicos reaccionaban políticamente. Como dice Guedes: En este episodio político el “pueblo” brasileño los atropelló y asumió esta narración. Si hay un legado del Mundial de Fútbol, con seguridad el primero de ellos es este: unió, aunque episódicamente, a una población en extremo diferenciada y diversificada contra los gastos asociados a él. Además, obsérvese incluso, en passant, que de cierta forma fue la concepción del fútbol como “opio del pueblo” la que estuvo en juego en ese momento, pues fueron los excesivos gastos del Mundial de Fútbol, en especial de los estadios, el foco principal de la ira popular, siempre opuesta a la ausencia de educación y salud. Pero, paradójicamente, fue este “opio del pueblo”, esta “zona libre”, esta práctica inconsecuente, la que produjo el territorio abarcador que permitió la experiencia colectiva reivindicadora (en “El Brasil reinventado. Notas sobre las manifestaciones durante la Copa de las Confederaciones”, en Nueva Sociedad, 248, noviembre-diciembre 2013: página 100). Sin embargo, el ejemplo del Mundial de 1978 parecería contradecir estas afirmaciones. Propongo detenernos para su análisis en el próximo capítulo.

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Fútbol, disciplinamiento, culpa y olvido: nuevas andanzas del Mundial de 1978

La metáfora de los “ríos de tinta” es aquí absolutamente inútil: sobre el infausto Mundial de 1978 no se ha escrito lo suficiente. Y mucho menos desde las ciencias sociales, que apenas lo han mencionado entre las marcas inolvidables de la dictadura o, lo que es más usual, como ejemplo máximo de una exitosa alienación de masas. Para el periodismo, por su parte, cualquier indagación más o menos rigurosa choca de buenas a primeras con la notoria y activa (y entusiasta) participación de una buena cantidad de colegas insospechados de colaboracionismo; y para irritación del menottismo residual, aún hoy activo y fundamentalista (pienso en casos patológicos como el de Horacio Pagani, pero también en otros menos militantes), esa indagación no puede soslayar el incontrastable dato del sospechado partido con Perú. Ante ese cuadro, volver a pensar el Mundial de modos menos esquemáticos es una tarea indispensable. En los últimos tiempos ha surgido más interés en el Mundial, desde la historia pero también desde la sociología. Paradójicamente, hay un par de tesis de doctorado en curso, pero no en la Argentina: una en el Brasil, otra en Colombia. El joven historiador brasileño Ernesto Sobocinski Marczal es uno de ellos, y muchas de mis afirmaciones se respaldan en sus hallazgos. También se publicaron, entre 2005 y 2008, tres libros de periodistas: los de Pablo Llonto, Fernando Ferreira y Ricardo Grotta, con los que este capítulo dialoga de manera continua.

TENÍAMOS UN MUNDIAL (CARO, PERO EL PEOR) La Argentina fue designada para organizar el Mundial de 1978 durante la presidencia del general Alejandro Agustín Lanusse, en 1972, luego de los acuerdos alcanzados en la FIFA en 1966. En septiembre de 1973 el flamante gobierno peronista designó la primera comisión organizadora. El entonces poderoso ministro José López Rega fue parte activa de esa organización y firmó el 12 de mayo de 1974 un decreto para nombrar una Comisión de Apoyo al Mundial. Ese decreto incluía una cláusula que auguraba el 36

desaguisado financiero, ya que se exceptuaban “por un plazo de noventa días a partir de la firma del presente, de las disposiciones establecidas por el decreto 5720/72, Régimen de las Contrataciones del Estado, las compras que en función de los considerandos del presente deban realizarse, autorizándose a la Comisión la concentración de compras directas, cualquiera fuera su monto”. Apenas producido el golpe militar que derrocó a la presidenta María Estela Martínez de Perón, “Isabel”, los primeros comunicados de la Junta Militar del miércoles 24 de marzo de 1976 hablaban de suspensión de derechos, intervenciones y prohibiciones. Pero el comunicado número 23 informaba que se interrumpía la transmisión de la cadena nacional para permitir la difusión en directo del partido Argentina-Polonia, que se jugaría en Chorzow como parte de una gira de preparación de la selección rumbo al Mundial. Era solo un comienzo, que permite inferir el lugar que ocuparía el fútbol para la dictadura: la tan famosa “cortina de humo”. Constituida la Junta Militar, integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, la cuestión de la organización de la Copa de 1978 se transformó en un eje de debate. En su primera reunión, Massera comenzó sus presiones a favor de la realización planteando lo que sería la tesis central del operativo, la necesidad de presentar una novedosa “imagen argentina ante el mundo”, y su insistencia en que “no podía costar más de setenta millones de dólares”. Alguien intentó explicar luego que las obras demandarían una inversión mayor, pero el presidente Videla no se preocupó. “Aunque cueste cien millones no hay problemas”, señaló. En mayo, ante la falta de decisiones concretas, la FIFA solicitó una definición: la respuesta fue decidi​damente positiva, a pesar de las objeciones de la conducción económica, que se resistía a la utilización de fondos estatales a raíz de la delicada situación de las cuentas. A partir de allí, y en pocos días, se consolidó la fachada institucional con la que el gobierno militar tomó posesión de todo lo relacionado con el fútbol. El capitán de navío Carlos A. Lacoste, cómplice personal de Massera en estas andanzas, convocó al entonces presidente de Boca Juniors, Alberto J. Armando, entusiasta partidario de todas las dictaduras desde 1955, para encargarle la renuncia de la cúpula de la AFA. La resistencia inicial del presidente David Bracutto —hombre del sindicato metalúrgico y peronista, además de ex presidente de Huracán— tuvo como consecuencia el bloqueo de todas las cuentas bancarias de la Asociación el 30 de marzo, por lo que debió ceder. Tras un brevísimo interinato de un gerente administrativo, el 1º de mayo los dirigentes de los clubes votaron al candidato de Massera y Lacoste: el abogado Alfredo Cantilo, cuya única relación con el fútbol era su condición de hincha de Vélez Sarsfield. Finalmente, el 1º de septiembre la AFA dictó la resolución 309 que prohibía la transferencia internacional de 66 jugadores —una lista preparada por el director técnico César Luis Menotti—, asegurando así la disponibilidad de la mano de obra. La dictadura había violado ya tantos derechos laborales que esta decisión parecía nimia. En junio se creó el Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), organismo que se encargaría de todo lo relacionado con la organización del campeonato: su presidente fue el general de ejército Omar Actis, un ingeniero militar que proponía la realización de un “Mundial austero”. Su vicepresidente fue colocado por la Marina: previsiblemente, Lacoste, que parecía trabajar sólo para eso. El 6 de julio de 1976 se decretó la ley 21.349, que declaró al Mundial de “interés nacional”. El 19 de agosto el general Actis convocó a 37

una conferencia de prensa para anunciar sus planes: fue asesinado esa misma mañana. El 27 de agosto fue nombrado en su reemplazo el general Antonio Merlo. Lacoste conservó su lugar. La muerte de Actis fue adjudicada a la guerrilla: sin embargo, el rol preponderante que pasó a cumplir Lacoste, desplazando en la práctica a Merlo, llevó a muchos a suponer un crimen por encargo, que permitiera a la Marina tomar el control de la organización. Es la versión que suscribe el periodista Fernando Ferreira en su libro Hechos pelota, de 2008, y que comparte Ricardo Gotta en Fuimos campeones, del mismo año. Sin embargo, en su libro La vergüenza de todos, de 2005, Pablo Llonto sostiene que Roberto Perdía, miembro de la conducción de la guerrilla montonera, asumió su responsabilidad en el atentado. Lo cierto es que a los pocos meses fue dictado el decreto 1261 de abril de 1977, que facultó al EAM para realizar toda clase de convenio amparado “en razones de urgencia, seguridad y reserva en la difusión de sus actos”. La puerta del desaguisado financiero y la corruptela extendida estaba definitivamente abierta. Llonto afirma además que el régimen canjeó con el presidente de la FIFA, el brasileño Joâo Havelange, la organización del torneo por la liberación de Paulo Antonio Paranaguá, hijo de un diplomático brasileño detenido por el Ejército en 1977 junto con su novia. “General, usted tiene mi palabra. La FIFA no pondrá en duda a la Argentina como organizadora y tendrán todo nuestro respaldo”, le dijo el número uno del fútbol mundial al número uno de la dictadura, según Llonto. Los primeros cálculos del EAM pronosticaban un costo total de 200 millones de dólares: pero el costo final superó los 500. La magnitud de la diferencia llevó incluso a una polémica interna: el secretario de Hacienda de la dictadura, Juan Alemann, hizo pública su opinión crítica respecto de los gastos, sosteniendo que el costo final fue en realidad de 700 millones de dólares. El general Merlo reconoció solo 500, alegando como justificativo que buena parte de las obras eran en infraestructura (caminos, hoteles, aeropuertos, estadios, televisoras). Justamente, la construcción de un nuevo edificio para la emisora televisiva del Estado, Argentina Televisora Color (ATC), costó 40 millones y 30 más en equipamiento. Los gastos no fueron, empero, solo en edificios: el EAM también contrató a una consultora norteamericana, Burson y Masteller, para asesorar en estrategias comunicacionales destinadas a combatir la imagen argentina en Europa, deteriorada por las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos. El fracaso económico del Campeonato fue abrumador: en una etapa donde la televisación no representaba ingresos económicos importantes, el eje de los inversores estaba puesto en la afluencia de visitantes extranjeros. Se estimaron de 50.000 a 60.000 turistas: llegaron solo 7000, más 2400 periodistas y 400 invitados. El costo total del Mundial, según los datos oficiales producidos por el EAM, alcanzó a 521.494.931 dólares; descontados 9.642.360 de ingresos, el balance final resultó en un costo de 511.852.571 dólares como afirman Abel Gilbert y Miguel Vitagliano en El terror y la gloria, de 1998 —recordemos que Alemann insiste en que el costo llegó a los 700 millones—. Como comparación, el costo total del campeonato siguiente, España 1982, fue de 150 millones de dólares. Para demostrar que las discusiones internas respecto del costo del Campeonato estaban sujetas a la misma lógica que la política general del gobierno, el 21 de junio, exactamente a la hora en que el equipo argentino convertía el cuarto gol contra Perú (las 20.20) que lo clasificaba para la final del torneo, explotó una bomba en el domicilio de Alemann, a cincuenta metros de una unidad policial. Aunque se acusó a la guerrilla montonera, Alemann siempre asignó la 38

responsabilidad a la Marina. Además del nuevo edificio para el canal de televisión y su equipamiento para la transmisión en color, los gastos incluyeron la remodelación de tres estadios ya existentes —dos en Buenos Aires, River Plate y Vélez Sarsfield, y uno en Rosario, Rosario Central — y la construcción de tres nuevos, en Mar del Plata, Mendoza y Córdoba. De estos, solo el estadio cordobés se justificaba, en razón del promedio de venta de entradas en los partidos que jugaba el principal equipo, Talleres, y la existencia de otros tres equipos de importancia (Belgrano, Instituto y Racing), aunque hasta ese momento ninguno jugaba con continuidad en el torneo de la Primera División argentina . Talleres lo haría tres años después. En Mendoza, apenas recientemente —más de treinta años después del Mundial— hay un equipo jugando regularmente en la Primera División (Godoy Cruz). En Mar del Plata nunca hubo un equipo con semejante convocatoria. Ambos estadios se utilizaron, durante tres décadas, sólo para torneos veraniegos o circunstancias especiales —dos Copas América, un Juego Panamericano, un Torneo Mundial de Fútbol sub-20, un Seven de Rugby: cinco acontecimientos en treinta y cinco años—, demostrando su condición de “elefantes blancos”, una herencia ya clásica de la organización dispendiosa y poco planificada de grandes eventos deportivos. Las obras en infraestructura incluyeron algunas remodelaciones en los aeropuertos de las sedes, pero no en caminos o ferrocarriles. La mayor obra de la dictadura fue encarada por el intendente de la Ciudad de Buenos Aires, el aviador militar Osvaldo Cacciatore, que derrumbó una enorme cantidad de viviendas para tender una autopis​ta urbana cortando la ciudad de Este a Oeste. Aunque esta fue la marca más perdurable en la arquitectura urbana, no estuvo lista para el Mundial, a pesar de que su recorrido llegaba hasta la sede del estadio de Vélez Sarsfield: los turistas asistieron solo a sus obras. Estos proyectos urbanísticos han sido considerados parte de una operación simultánea de disciplinamiento y “blanqueamiento” de las ciudades: en este último caso, debe contarse la expulsión de mendigos y migrantes en varias ciudades durante todo el período. La realización del Mundial no enfrentó, localmente, voces opositoras. Podría argumentarse: no las había porque eran reprimidas. Sin embargo, desde antes de la llegada de la dictadura el periodista Dante Panzeri había insistido en que organizar el Mundial era una locura. Panzeri afirmaba, en la revista Chaupinela en 1975, que “El Mundial ’78 no se debiera organizar en la Argentina por las mismas razones por las que un tipo que no tiene guita para ponerle nafta a un Ford T no debe comprarse un Torino. Si lo hace, es porque a alguien le está afanando”. Panzeri desplegaba estos argumentos en polémica con los que, en la misma revista, presentaba el relator radiofónico José María Muñoz, que consideraba que “el Mundial es el hecho más importante en materia de difusión del país, que se puede producir en este siglo veinte para la República Argentina”. Muñoz avanzaba en pretender demostrar que nada podía salir mal y que el destino era, simultáneamente, ganancia financiera y éxito publicitario. Su militancia mundialera le valió ser designado por la dictadura a cargo del área de prensa del Mundial, aunque Muñoz sostuvo que lo hizo sin remuneración. Por su parte, Panzeri, que deambulaba por distintas publicaciones gráficas, sostenía a rajatablas su oposición. Tanto es así que fue convocado por el mismísimo Lacoste a una reunión personal, a la que Panzeri llevó una carpeta con datos demostrando los riesgos económicos. Todo esto fue relatado por el mismo Panzeri, un liberal a la vieja usanza al que los militares no lo intimidaban, y este relato, junto con las notas tomadas por Panzeri 39

durante la reunión, fueron recopiladas por Matías Bauso en su antología de la obra de Panzeri, Dirigentes, decencia y wines, de 2013. Panzeri murió en 1978, antes del inicio del Mundial, pero no fue perseguido por estas posiciones. Esto no permite afirmar que cualquier posición alternativa sería tolerada; pero nos exige preguntarnos hasta qué punto la ausencia de oposición era un producto de la censura y el miedo, o más bien una manifestación del consenso civil que tenía la organización de la Copa del Mundo.

LA NUESTRA Y EL ESENCIALISMO DISCIPLINADO Como dijimos en el capítulo anterior, la designación de César Menotti como técnico del seleccionado argentino en 1974, tras el fracaso en el Mundial de Alemania, significó el inicio de un nuevo ciclo: los éxitos deportivos entre 1974 y 1982, obteniendo un primer título mundial en 1978 y el campeonato del mundo juvenil en 1979, se basaron en la reaparición del relato mítico original del estilo argentino, la nuestra. Menotti argumentaba con vehemencia a favor de ese relato, repudiando el ciclo desarrollista de los años sesenta como una “desviación” respecto del mito. Pero ese discurso esencialista coincidía ideológicamente con el momento en que la dictadura militar argentina defendía “el tradicional estilo de vida argentino” contra la “amenaza comunista”. Esa tendencia tradicionalista de la dictadura aparecía claramente puesta en escena en el Mundial con la elección de su mascota: previsiblemente, fue un pequeño gaucho, llamado Pampita. El tradicionalismo esencialista del gobierno militar debía por fuerza ser ruralista, y la recuperación del gaucho era un movimiento consecuente. Otra muestra de la misma tendencia se dio en el desfile inaugural: cada delegación (en realidad, representados por jóvenes argentinos vestidos con ropas deportivas portando un cartel identificatorio del supuesto país escenificado) era encabezada por una pareja vestida con trajes “típicos”, que en el caso argentino eran, previsiblemente, un gaucho y una paisana. Sin embargo, el discurso de Menotti ha sido considerado, paradójicamente, como de izquierda por cierto periodismo que se considera “progresista”. El esencialismo menottista postulaba al estilo de juego argentino como opuesto a la mecanización europea y a la mercantilización en exceso del deporte profesional; una suerte de neorromanticismo —por eso mismo, esencialista y reaccionario— seductor, que disfrazaba el anacronismo en una retórica progresista, aunque bastante insustancial. El elogio indiscriminado de los menottistas —como llamaremos a los periodistas que lo transformaron en un líder ideológico, antes que en un simple entrenador— nunca reparó en que el propio Menotti hablaba de su ciclo como “proceso”, la misma denominación de la dictadura (“Proceso de Reorganización Nacional”), o que su crítica a la mercantilización no lo sustrajo a la lógica del deporte en el capitalismo —participando, incluso, en la compra-venta de jugadores—. Pero lo que vuelve más paradójico este discurso es que Menotti, mientras reivindicaba el estilo moroso y de pelota al pie que habría caracterizado esencialmente al fútbol argentino (la famosa “nuestra”), concentró al equipo durante casi dos meses a los efectos de asegurarse una preparación atlética definida como “moderna” y “europea”, supliendo así un presunto déficit nativo. Este sería un rasgo compartido con la mítica selección de Brasil de 1970, mito avivado por el propio Menotti y el menottismo: a pesar de que se destaca la calidad “brasileña” de su juego vistoso, nunca se recuerda que, como señaló el 40

colega brasileño Ronaldo Helal, también pasó por un “proceso” similar de entrenamiento, tendiente además a disminuir los efectos de la altura mexicana. Y ese equipo también fue armado bajo una dictadura, aunque esta prefirió echar al técnico João Saldanha, miembro histórico del Partido Comunista Brasileño —como presuntamente lo era Menotti—, antes de la Copa de 1970. A propósito: Menotti era un admirador de Saldanha, y mantenían conversaciones personales. Afirma Llonto que Ezequiel Fernández Moores le dijo que Saldanha le había contado que en una de esas conversaciones —se trata de sucesivos testimonios orales, que Llonto transcribe en su libro— le sugirió a Menotti que los militares lo estaban usando: “No te preocupes, João, yo tengo todo bajo control”, contestó. El narcisismo de Menotti ya era descomunal. Y también: Menotti sabía que Saldanha fue echado antes de la Copa de 1970 por comunista, perdiendo así la oportunidad de pasar a la historia como entrenador de ese equipo inolvidable. Y también sabía que la trama brasileña era más compleja: que junto a la dictadura existía una sociedad civil que compartía y consensuaba las direcciones dictatoriales: finalmente, el que echó a Saldanha fue Havelange, presidente de la Confederación Brasileña de Deportes, y no el dictador Emilio Garrastazu Médici (porque, como acota Ernesto Sobocinski Marczal, Saldanha significaba una amenaza mayor para Havelange que para la dictadura). Menotti, entonces, decidió no ser un nuevo Saldanha: no hizo pública su militancia —solo lo haría años después, cuando precisaba argumentos para defender sus posiciones y construir una imagen de resistente— y construyó una red de relaciones civiles que lo respaldaran. Fundamentalmente, con Clarín y El Gráfico. Todo esta operación fue bien descripta por Diego Roldán como una “espontaneidad regulada”, la combinación de los discursos esencialistas del menottismo con el desarrollismo autoritario que caracterizó a toda la dictadura —y por añadidura, al ciclo menottista—. Y que pudo verse en su plenitud ya en la fiesta de inauguración del campeonato. Pequeño desvío sobre las inauguraciones. Cuando un país o ciudad inaugura un megaevento, quiere concretar en una gigantesca puesta en escena lo que ese país o ciudad, lo que esa comunidad imagina sobre sí misma, y de lo que preten​de transmitir de sí misma. Y la audiencia, claro, son miles de millones de personas: es decir, todo el resto del mundo. En las Copas del Mundo, la representación es obviamente nacional, pero en los juegos, en los que el organizador es una ciudad, la cuestión puede complicarse: ¿puede presentar una ciudad una imagen de sí misma que sea contradictoria o disruptiva con la imagen nacional? En la mayoría de los casos que conozco y recuerdo, la ciudad en cuestión es la capital o la ciudad más importante (Beijing, Londres, Sydney, Atenas, Moscú); en otros, contados, la ciudad es representativa de, al menos, un estereotipo nacional que la ciudad no contradice —o, por el contrario, convalida: es el caso de Atlanta, que puso en escena todos los lugares comunes del norteamericanismo—. Esta idea de la autorrepresentación no es mía, no soy original: ya ha sido trabajada, especialmente por el español Miquel de Moragas Spa, que creó el Centro de Estudios Olímpicos en Barcelona justamente a partir de 1992, consciente de que los megaeventos son antes que nada fenómenos de comunicación. Pero además ya estaba en las primeras 41

ideas de quienes comenzaron a analizar los fenómenos deportivos desde la antropología. En 1982, en el citado O Universo do futebol, se afirma algo que desarrollamos en el capítulo pasado: los deportes son enormes rituales —y entonces, los megaeventos son enormes rituales de masas para audiencias masivas— donde las sociedades se autorrepresentan. Para sí y para los otros. En ese viejo libro, treinta años atrás, Arno Vogel analizaba las Copas del Mundo de 1950 y de 1970 para pensar, a través de los rituales del funeral y del carnaval —respectivamente, claro—, qué pensaba el Brasil de sí mismo. Era joven —final de mi adolescencia— cuando vi con sorpresa la primera inauguración de un megaevento. Por supuesto, fue la del Mundial ’78. Antes de ella, habíamos visto pocas por televisión. Sencillamente, la televisión argentina fue en blanco y negro hasta 1979; y la primera Copa que vimos en directo fue la de 1970 (donde, recordemos, no jugó Argentina), y hasta que el satélite y el color nos permitieron acceder al espectáculo mundial, veíamos poco estos megaeventos. Después de los noventa, nadie podía escapar a su influjo. Pero en 1978 la inauguración de la Copa era un fenómeno local. La sorpresa y la expectativa eran grandes: era el primer evento de ese tipo organizado en el país (en 1951 la Argentina había organizado los primeros Juegos Panamericanos, sin televisión, y ya nadie los recordaba). Y la organizaba la dictadura, nada menos. Desde la perspectiva de un adolescente de 16 años, la clave política no era decisiva, aunque el clima de terror era tan cotidiano que nadie podía sustraerse a él. Ver la Copa, entonces, tenía un sentido básicamente de novedad, y hasta de expectativa futbolística. Pero, además, mi hermano (un año mayor) participaba en la inauguración: la organización había reclutado a miles de jóvenes estudiantes de enseñanza media para que participaran en la puesta en escena inaugural, y aunque mi hermano nos había anticipado de qué se trataba —con pedido de discreción, porque la vocación militar por mantener todo en secreto había amenazado con represalias ante cualquier infidencia—, lo que queríamos con mi familia era ver... a mi hermano. (Por supuesto, no lo vimos: eran, literalmente, miles de jóvenes vestidos iguales haciendo desplazamientos de masas o desfilando). Más de treinta años más tarde volví a ver esas imáge​nes con atención de analista. Si las inauguraciones ponen en escena lo que una sociedad piensa de sí misma, lo crucial es saber quién organiza esa percepción y quién produce esa representación. En el caso de la Copa de 1978, el organizador y el productor era el Estado dictatorial: los militares que ocupaban el poder. Por eso, no podía esperarse ningún tipo de representación democrática; que pusieran en escena los deseos de paz y progreso de nuestros pueblos empobrecidos y castigados; los sueños de igualdad y emancipación de nuestros pueblos desiguales y oprimidos. Lo que se pudo ver fue el sueño militar: una sociedad disciplinada, ordenada, limpia, sin manchas o suciedades, sin disrupciones o transgresiones. Miles de jóvenes vestidos rigurosamente de blanco —aunque en ropas deportivas provistas por Adidas— moviéndose disciplinadamente al sonido de silbatos que ordenaban los movimientos, los desplazamientos, los saltos, las figuras. Todo muy disciplinado, muy ordenado, muy militar, en suma. Y enormemente aburrido. Al día siguiente, los diarios resaltaban el enorme éxito de una puesta en escena tan “ordenada”. Para terminar, la inauguración final la produce el jefe de Estado del país organizador (protocolo que incluye también a los Juegos Olímpicos). En ese caso fue el general Videla, hoy asesino probado y condenado; entonces, un militar en plena posesión 42

del poder de vida y muerte que arengó a los presentes como si fueran una tropa de cuartel. Bueno, posiblemente estaban allí para serlo. Y la música: vuelvan a escuchar “Veinticinco millones de argentinos/jugaremos el Mundial”, con un coro potente —el del Coro Estable del Teatro Colón, dirigido por algún sargento músico—, tan potente como su marchoso arreglo, pleno de acordes marciales y pesados ritmos de banda militar. Decididamente, un espanto. Deberíamos avergonzarnos más de esa parafernalia inaugural —incluida, especialmente, la música— que del partido con Perú. Nada menos.

¿QUIÉN HABLA? LAS VOCES Y LOS SILENCIOS El menottismo de la redacción de Clarín no se debe a la censura o a las prohibiciones dictatoriales, como coinciden tanto Llonto (con mayor énfasis) como Ferreira y Gotta. Se trata de un consenso activo y explícito, que no implica, necesariamente, conformidad con la dictadura, pero sí incapacidad para marcar distancia crítica con ella y las implicancias de la organización de la Copa. Por ejemplo, sobre el partido con Perú, aspecto sobre el que volveremos. En el caso de la otra gran publicación deportiva, la revista El Gráfico, la coincidencia es más amplia: toda la Editorial Atlántida se transformó en vocera oficiosa y propagandista del régimen —la tapa del semanario político Somos tras el éxito en la final contra Holanda mostraba al dictador Videla festejando los goles, no a Passarella levantando la Copa—. Las afinidades no eran solo futbolísticas: eran militantemente prodictatoriales, aunque uno de sus responsables, Ernesto Cherquis Bialo (hoy vocero de prensa de la AFA) alegara desconocimiento de la magnitud de la masacre que se estaba llevando a cabo, como afirma en el libro de Ferreira. Estos mecanismos no son privativos de Clarín o El Grá​fico. La censura era férrea, a veces tanto que se volvía ridícula: todas las fuentes insisten en una directiva oficial prohibiendo las críticas deportivas a Menotti y al equipo nacional. Pero la extensión de los textos celebratorios nos permiten hablar también de una hegemonía y un consenso que la mayoría de los periodistas deportivos no estaban interesados en discutir. La celebración del menottismo era absolutamente consensuada en el campo: estos discursos venían circulando desde años atrás, como lo prueba el tratamiento del exitoso ciclo de Estudiantes de La Plata a finales de los años sesenta, calificado como aberrante por los cultores de las narrativas esencialistas. Por cierto que, en el período, la violencia y el terror de la dictadura funcionan como coacción suficiente para evitar cualquier asomo de distancia o resistencia, al menos de forma pública. Al revisar las publicaciones de esos años, en principio aparece un solo texto: el discurso oficial. Toda otra palabra queda silenciada. Los testimonios sobre el Mundial que marquen un grado máximo o mínimo de distancia solo aparecen hacia el final de la dictadura, cuando el campeonato comienza a transformarse en una metáfora del ocultamiento y el silencio, frente a su tratamiento como júbilo, festejo y unitarismo en el momento de su realización. Frente al Mundial, en el clima exitosamente represivo que la dictadura instala desde 1976, solo parecen caber dos voces disidentes: la del exilio, que no circula en la Argentina; y la del ya entonces nombrado como “movimiento del rock nacional”, que en su publicación más exitosa y representativa, la revista Expreso 43

Imaginario, opta por la más radical de las disidencias: el silencio absoluto. El Expreso Imaginario no hace ninguna mención al torneo en todo 1978. En un momento en que el Mundial domina todos los textos, el silencio resulta significativo. Pero hay otras posibilidades. Una es el humor: o más bien, la revista Humo®, que aparece exactamente en ese momento, en el mes de junio de 1978, y que editorializa al respecto a través de su tapa, con la caricatura de Menotti ostentando las reconocibles — por su amplitud y tamaño— orejas del ministro de Economía Martínez de Hoz, y el título “Menotti de Hoz dijo: el Mundial se hace, cueste lo que cueste”. La asociación de Menotti con la dictadura —con nada menos que su superministro— es muy novedosa, y constituye posiblemente la crítica más fuerte publicada en todo 1978. En el segundo número, publicado después del éxito deportivo, Humo® afirmaba: El Mundial nos sacudió y nos hizo temblar las mallas y los shorts, como a todo el mundo. Hicimos algunos intentos de tomar el asunto con frialdad técnica y profesional, pero la media docena frente a Perú se nos subió a la garganta y con lágrimas en los ojos y una pelota en el estómago seguimos así hasta la final (página 9). El análisis específico del éxito sustrae cualquier referencia al planeamiento, la organización, el gobierno y hasta los devaneos tácticos e ideológicos de Menotti. El éxito deportivo fue producto de una alianza entre los jugadores y el fervor del público: Pero el entusiasmo prendió en la gente. Sin límites. Con todo el fervor y el amor que se desprende de la identificación con una camiseta. Y creemos que de ahí vinieron las seis pepas a Perú y todo lo demás. De ganas de sacarse de encima las aprendidas clases de “dinámica” y “mecánica”. De dejar la escuelita y la buena letra. El fervor bajó de las tribunas a la cancha y se metió en el arco del argentino-peruano Quiroga y del holandés Jongbloed tantas veces como se necesitaba. Pensamos que con eso se ganó. Y —ese sí mérito de Menotti— con un grupo (humano, ¿qué otra cosa se puede ser un grupo de personas?) que se formó a su amparo, como ex buen jugador y canchero para manejarse entre jugadores. Y así nació lo que pareció ser una buena “pandilla”, unida quizás como los Campanelli, necesaria tanto para ganar un campeonato de bancarios cuanto un mundial (página 15). Como analiza Ernesto Sobocinski Marczal, lo que Humo® hace es una lectura política y social del fenómeno, con inteligencia, desplazándolo al mundo de lo afectivo y descartando las sobreinterpretaciones del resto de la prensa, que analizaba el éxito — siguiendo el guion fijado por la dictadura— como una metáfora de los destinos de la patria y sus alrededores. La ya citada tapa de Somos con Videla en la tapa había titulado Los argentinos y el mundial: un país que cambió. Para Humo®, en cambio, nada había cambiado, y había mucho por cuestionar, como desplegaría durante los cinco años siguientes de crítica ácida y mordaz a la dictadura. Dijimos: la otra voz es la del exilio, que no circula en el país. Debemos corregirnos: circulaba por referencia. Por supuesto, no existía la posibilidad de que un volante o un manifiesto denunciando los campos de concentración, las desapariciones, las torturas y los asesinatos fuera reproducido por la prensa: para eso estaba la censura, o mejor aún, la 44

autocensura, presentada tiempo después como cordura y prudencia. Sin embargo, como es sabido, los grupos de exiliados y sus apoyos locales, especialmente en Europa, consideraron seriamente la posibilidad de un boicot al campeonato, instando a los gobiernos a que prohibiesen la participación de sus equipos de fútbol —ese boicot hubiera producido un efecto de imagen devastador: pero la respuesta de los Estados europeos fue unánimemente negativa—. Y bien: esos textos no circulaban, pero la prensa argentina los conocía, y decidió militar contra ellos. Los calificaron de “campaña antiargentina”, sostuvieron que se trataba de la acción de grupos subversivos nacionales en alianza con una conspiración marxista internacional, e invitaron a sus lectores a repudiarlos, por ejemplo, enviando postales pre-impresas o cartas ya formateadas dirigidas a los mismos gobiernos. Esto culminaría en la campaña “Los argentinos somos derechos y humanos”, difundida por medio de 250.000 calcomanías impresas por la dictadura y repartidas para que los ciudadanos las exhibieran públicamente ante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979. Pero eso ocurrió un año después del Mundial. Entonces: indirectamente, esos textos se conocían. Para ser más precisos: ningún periodista con funciones más o menos jerárquicas en cualquier medio de prensa local en 1978 dejó de acceder a ellos. Es más, les sirvieron de base para producir sus contratextos, desenfadadamente pro dictatoriales. Y esto implica otra afirmación: a pesar del desconocimiento sobre la magnitud de la represión alegado por, por ejemplo, Ernesto Cherquis Bialo o Samuel “Chiche” Gelblung, ambos integrantes de los equipos responsables de las publicaciones de Editorial Atlántida, todos ellos conocían, gracias a esas denuncias, que en la Argentina se secuestraba, torturaba y mataba de manera masiva. Y se hicieron soberanamente los boludos.

EL COLMO Meses después del torneo, el filme La fiesta de todos (dirigido por Sergio Renán en 1979) se encargó de compilar y exhibir lo peor que tenían a mano: la aquiescencia, la complicidad, la genuflexión frente a los dictadores. Y hasta la xenofobia, que aparece de manera desembozada en la voz del narrador folklórico Luis Landriscina: “Era inevitable. Nuestra alegría significaba la tristeza de los brasileros. Y bueno. En otros tiempos, ellos festejaban como si fueran carnavales sus victorias, mientras nosotros nos conformábamos con ser campeones morales”. La película es peor de lo que la recordaba: causa más irritación y hasta, diría, pánico moral. No se priva de nada: ni siquiera de la exhibición de los Videla o los Lacoste, aunque se trata de una producción privada, con créditos oficiales, como todo filme argentino, pero privada al fin: que debe someterse a la censura, como todo texto, pero que no está obligado a decir lo que no quiere decir, sino a callar lo que no puede decir. Pero, repito, no se privaron de nada. 45

La película es reaccionaria por donde la busquemos. Por ejemplo, en términos de género: las mujeres deben incluirse, porque el todos de La fiesta es demasiado poderoso, pero con la exclusión del saber deportivo, como un público que sólo defiende una bandera y sus preferencias erótico-estéticas: la mujer “invade y alegra los estadios”, para elogiar “la pinta de Paolo Rossi” (“con los ojos que tiene...”). Ese menosprecio disfrazado de reconocimiento llega a su clímax con una intervención de la escritora Martha Lynch, quien afirma: “Ya el fútbol había pasado a ser una cosa más importante que las vidrieras y las peluquerías” (el subrayado es mío). Lo juro, dice eso. Y no es Malvina Pastorino, reiterada actriz de todos los bodrios fascistas de la cinematografía argentina junto a su pareja, Luis Sandrini —otro dinosaurio reiterado, y ambos aparecen en el filme, por supuesto—. Insisto: es Martha Lynch, ya entonces autora exitosa, que había militado en el desarrollismo, había viajado a buscar a Perón en 1973 y resucitaría sus convicciones democráticas con Alfonsín en 1983. La narración del filme se confía a la locución del periodista Roberto Maidana y a la actuación de “artistas populares” (Nélida Lobato y el citado Landriscina, como locutores; Juan Carlos Calabró, Ricardo Espalter, Mario Sánchez, Luis Sandrini, Julio De Grazia, Ricardo Darín, como actores de ficcionalizaciones de quinta categoría) y a periodistas deportivos (Néstor Ibarra, Enrique Macaya Márquez, Diego Bonadeo, Héctor Drazer). De todos ellos, solo conocemos el arrepentimiento de Bonadeo: el resto se ha refugiado en el silencio o en el consabido “no sabíamos lo que estaba pasando”. Se confía el cierre a un intelectual, que funciona aquí como vocero orgánico de la dictadura: se trata del historiador Félix Luna, que a un costado de los festejos por el triunfo afirma en cámara la interpretación oficial: Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado. Y tal vez por primera vez en este país, sin que la alegría de algunos signifique la pena de otros... A lo que el locutor agrega como coda: “Esta fue nuestra mejor fiesta. Porque fue la fiesta de todos”. El texto no tiene grandes diferencias conceptuales con las palabras de Videla al terminar el torneo: “Es el júbilo de un pueblo que [...] festeja un reencuentro consigo mismo, un pueblo que se siente orgulloso de su pasado, que no reniega de su presente y que asume con heroico optimismo el futuro inmediato”. La película es menottista hasta el asco: la voz de Menotti está continuamente presente, y en especial en un momento clave. Porque el filme narra todo el Mundial, con especial atención en los partidos de Argentina. Siempre hay un locutor sintetizando el desarrollo, marcando alguna anécdota, subrayando una jugada. Salvo en un juego: el 6 a 0 contra Perú, donde toda la síntesis se narra con sonido ambiente, hasta que el pitazo final se pisa con la voz de Menotti hablando de pasión y, claro, pasión popular. La única explicación para lo acontecido.

LA CULPA 46

La discusión sobre el partido con Perú no va a comenzar hasta mucho después: nadie puso en duda, en la Argentina, la legitimidad y legalidad del triunfo, a pesar de que en el resto del mundo —en primer lugar, en la prensa brasileña— el partido fue rápida y reiteradamente calificado como producto de un acto de corrupción, de negociaciones gobierno a gobierno, de sobornos masivos. En 1979 el jugador peruano Rodulfo Manzo, por entonces jugando en la Argentina, habló de la existencia de sobornos, para retractarse —para ser obligado a retractarse— al día siguiente. Pero Manzo había sido transferido a Vélez a pesar de no ser un jugador destacado, e incluso Ricardo Gotta señala que su pase había comenzado a negociarse como parte de la operación de “seducción” de los jugadores peruanos: el presidente de Vélez era Ricardo Petracca, importante directivo también en la AFA y a la vez contratista de algunas de las obras de reforma de los estadios. Lo cierto es que Manzo habría hablado en una reunión con el plantel de Vélez. Los que difundieron sus declaraciones, el técnico Antonio D’Accorso y el preparador físico Jorge Fernández, sostuvieron que Manzo había reconocido que todos los jugadores peruanos cobraron sobornos, con la excepción de Juan José Muñante. Fernández le reiteró esas declaraciones a Pablo Llonto, recordando que, a pesar de una amenaza en ese sentido, Manzo jamás le hizo juicio por calumnias. A su vez, Llonto agrega el testimonio del jugador Juan Carlos Oblitas, que en 1986 afirmó: “Cuatro o cinco jugadores peruanos recibieron dinero”. Años después, cuando ya la discusión sobre el partido estaba en su apogeo, el periodista inglés David Yallop, famoso por sus libros de denuncias periodísticas —por ejemplo, sobre la muerte del papa Juan Pablo I—, publicó en 1999 su Cómo se robaron la copa, en el que enumera, como donativos oficiales del gobierno argentino, 35.000 toneladas de granos, el descongelamiento de una línea de crédito a Perú por 50 millones de dólares y sobornos menores a funcionarios mediante cuentas de la Armada. También agrega 20.000 dólares que habrían sido entregados a tres jugadores a través de un “antiguo miembro de la junta peruana”, pero no da más detalles al respecto. Por su parte, Ricardo Gotta, el periodista argentino que trabaja con más detalle el partido fatídico, enumera la confesión de Manzo, ciertas llamadas sospechosas entre funcionarios argentinos y peruanos, la donación de trigo —que estima en dos millones de dólares—, la fluidez del contacto entre ambas dictaduras y que el propio hijo del dictador peruano Francisco Morales Bermúdez presidiera la delegación. Pero, además, despliega un análisis del partido en el que resalta una larga serie de errores de los defensores peruanos —especialmente, el propio Manzo— inexplicables en ese nivel. Veamos el partido, con algún desapasionamiento. El segundo gol, el de Tarantini, es una de esas vergüenzas por las que reclamaríamos la expulsión y el exilio de una defensa propia. Pero hay algo más: en la famosa jugada en la que el tiro de Muñante pega en el palo de Fillol, al comienzo del juego, la conspiración que debe ser de​nunciada es la de Tarantini. El ruliento marcador se dedica a correr a Muñante y tomarle la patente, pero lo alcanza, gana la posición... y pierde la pelota, dejándosela servida al peruano. Tarantini parece —imagino— mirar al palco de Videla y pedir perdón, suplicando que no lo fusilen. La mejor interpretación la ofreció el documental Mundial 78: la historia paralela, 47

producido por Cuatro Cabezas con guion de Ezequiel Fernández Moores e idea y producción general de Gonzalo Bonadeo, Diego Guebel y Mario Pergolini, en 2003. El filme es el primero en afirmar el hecho de que el dictador Videla visitó el vestuario peruano, acompañado nada menos que por el ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, para hablar de la unidad latinoamericana y desear suerte a los deportistas. Esta versión es recuperada por Llonto, Gotta y Ferreira en sus libros. En el documental, Juan Carlos Oblitas no duda en señalar el hecho como una presión, aunque desconoce la existencia de sobornos u otras sugerencias explícitas —a pesar de que había dicho otra cosa en 1986—. Como presión para los jugadores peruanos parece suficiente: no se sabe que Videla haya violado la intimidad del vestuario argentino en ninguna oportunidad antes de los partidos —aunque siempre visitó a los jugadores a su término—, y su presencia esa noche debe de haber funcionado como una exitosa y sugestiva maniobra. Pongámoslo así: estamos en un vestuario antes de un juego crucial, no para nosotros, sí para los rivales. Se ha hablado durante tres días del partido, se ha hablado de sobornos e incentivos; o no se ha hablado de nada, hemos sido sordomudos por esos tres días. Pero estamos en el vestuario, ese momento de recogimiento crucial para cualquier deportista, profesional o aficionado, el momento en que comienza el proceso de concentración final para el juego: como mucho, se aceptan las bromas que distiendan el clima. Y es una Copa del Mundo, y es nuestro último partido; posiblemente, la última vez que juguemos un Mundial en nuestra carrera. Y de pronto, entra Videla a recordarnos que es nuestro hermano. Yo, personalmente, me hago los cuatro goles en contra, uno tras otro, más un quinto como garantía, por las dudas. La negativa a aceptar ese cuestionamiento fue y es aún vigoroso por parte de la prensa menottista, ya que derrumbaría todo el edificio conceptual construido en torno del ciclo. El problema no era la dictadura: era que se había ganado, dirán los menottistas, a pesar de la dictadura. Frente a cierta unanimidad entre los analistas, periodistas y públicos internacionales, que coinciden en leer el partido como arreglado, el propio Menotti habla todavía hoy de “infamia” y recuerda la jugada de Muñante como prueba, aunque no sabemos de qué.

LA FIESTA Y LA CALLE: ENTRE LA MANIPULACIÓN Y LA ACCIÓN POPULAR Lo inevitable: ¿cómo interpretar las manifestaciones espontáneas de júbilo que inundaron las calles de Buenos Aires tras los partidos? Es imposible analizarlas antropológicamente: toda apuesta de interpretación es conjetural. Las entrevistas a participantes en los festejos están marcadas por el tiempo, que en la historia argentina significa estar atravesados por la conciencia de la dictadura. No hay informante que pueda evitar esa marca: recordar los festejos significa inmediatamente acotaciones del tipo “no sabíamos lo que estaba pasando”, “nos usaron”. Los textos de la época, dominados por la censura y la autocensura, no ofrecen ninguna garantía. Como uno de los pocos elementos disponibles está el hecho de que las manifestaciones no se politizaron, no vivaban a 48

Videla: salvo un grupo de estudiantes secundarios el día siguiente de la final, que se dirigieron a la Plaza de Mayo y reclamaron la presencia del dictador, no hay en los festejos ninguna marca que permita suponer un desplazamiento de lo futbolístico a lo explícitamente político. Gotta sostiene que en la Plaza no había más de 6000 estudiantes, una cifra mínima. ¿La dictadura no se celebró en las calles ni en los estadios? Hace doce años, escribí esto como afirmación: hoy prefiero preguntármelo. Es cierto que apenas dos años más tarde el dictador Viola fue estruendosamente silbado en el estadio de Rosario Central. Llonto señala que Videla fue aplaudido cada vez que era nombrado en los estadios: pero no dice “ovacionado”. Osvaldo Bayer, en el guion del documental Fútbol argentino, de 1990, afirma que fue abucheado: ninguna fuente lo respalda. Para Bayer, los festejos funcionarían como una manera de recuperar la calle como espacio público, como el espacio clásico de la política argentina del que la sociedad ha sido desalojada por la fuerza, y al que reconquista con astucia. Si superamos la clásica asociación entre política y deporte establecida en los años sesenta por el francés Jean-Marie Brohm y repetida epigonalmente por Juan José Sebreli entre nosotros, según la cual toda manifestación de masas significa un nuevo ejemplo de manipulación e idiotización, la lectura de Bayer es una conjetura seductora. Pero no hay nada que permita demostrarla: es pura interpretación, e incluso contraintepretación histórica, ya que la cobertura periodística contemporánea al Mundial —o el mismo filme La fiesta de todos, como hemos visto— cabalgó sobre la visión de una sociedad que celebraba armónicamente la fiesta y la victoria. La espontaneidad de los festejos —no hubo ningún tipo de convocatoria, ni oficial ni mediática— es un dato a interpretar. Los actores parecerían haber leído rápidamente una fisura en el control, e instituyeron así un mecanismo doble: la reocupación del espacio público, y el autorreconocimiento en una multitud —la primera vez, vale recordarlo, desde antes del golpe militar—. Las manifestaciones, asimismo, diseñaron recorridos múltiples, no se limitaron al centro urbano (el Obelisco) y sus adyacencias: ocupan espacios barriales, como el Parque Patricios. Algo distinto ocurrió al año siguiente, cuando el equipo argentino, nuevamente dirigido por Menotti, obtuvo el Campeonato Mundial Juvenil de fútbol en Japón, el mismo día en que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) comenzaba sus actividades de investigación en Buenos Aires sobre la situación de los detenidos-desaparecidos. En este caso, los medios convocaron explícitamente a la manifestación del festejo: los periodistas Julio Lagos desde Radio Mitre, José María Muñoz desde Radio Rivadavia y José Gómez Fuentes desde ATC invitaron a sus públicos a un festejo callejero en Plaza de Mayo, con la colaboración del Ministerio de Educación, que decretó el asueto estudiantil. En el caso de Muñoz, ese festejo —esa convocatoria— se politizó radicalmente: “Vayamos todos a la Avenida de Mayo [donde funcionaba la oficina de recepción de denuncias, en el número 760] y demostremos a esos señores de la CIDH que la Argentina no tiene nada que ocultar”. La aparición de esta convocatoria explícita señalaría, por oposición, la espontaneidad de lo ocurrido un año atrás, y cómo la dictadura prefería volver a controlar la calle. La propia guerrilla montonera había defendido la realización del Mundial, negando su carácter alienante. Para ello apelaba la tradición del fútbol argentino: 49

El escenario futbolístico en Argentina, lejos de servir como mero instrumento de distracción a las masas populares, ha sido en muchas ocasiones caja de resonancia del descontento social. Esta misma dictadura ha visto cómo las grandes multitudes de los estadios, movidas por una genuina pasión deportiva, han sido capaces también de expresar su pasión política en estribillos que condenan a la minoría en el poder (Movimiento Peronista Montonero-Consejo Superior, “El Movimiento Peronista Montonero Frente al Mundial 78”, México, 1 de marzo de 1978, p. 1. Debo el hallazgo de este documento a Ernesto Sobocinski Marczal). Tanto Llonto como Gotta recuperan esta información: frente al boicot preconizado por los grupos autónomos de exiliados, la conducción montonera habría privilegiado su realización invocando el carácter popular del fútbol, negando su carácter alienante. Ambas fuentes consideran, además, a una serie de acciones de la guerrilla que ocurrieron durante el Mundial, como forma de propaganda: atentados localizados con lanzacohetes Energa, entre ellos uno contra la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada; volanteos en medios de transporte; interferencias radiales durante las transmisiones deportivas para lanzar proclamas montoneras. La idea era conducir políticamente ese júbilo popular, bajo el eslogan “Argentina campeón, Videla al paredón”; la apuesta era por un relajamiento represivo gracias a la Copa que permitiera trabajar sobre el sentimiento popular. Estamos tentados de afirmar —lo hacemos— que este análisis es otra muestra más de la incapacidad de análisis de la conducción montonera, que venía cometiendo un error tras otro por lo menos desde la muerte de Rucci en 1973. Pero lo cierto es que toda esta discusión gira en torno del tema de la alienación y de la manipulación de masas. Tenemos —hemos desplegado— información suficiente en un sentido, que el libro de Llonto afirma militantemente: nadie puede dudar (y está largamente probado) que la dictadura y sus aliados usaron el Mundial para manipular, esconder, desviar, celebrar, como cortina de humo, como opio de los pueblos, por un lado, y como operación popu​lar de establecimiento de un nuevo consenso. Pero nadie puede demostrar la eficacia de esa operación, salvo la ilusión de los propios actores: Llonto recupera afirmaciones del último dictador, Reynaldo Bignone, afirmando que la dictadura debería haber llamado a elecciones inmediatamente después del Mundial, para aprovechar ese consenso. Para Bignone, obviamente, la operación fue exitosa y habrían ganado esas elecciones gracias al éxito deportivo. Y sin embargo, no hay modo de probarlo: salvo que entendamos que la prensa sofocada por la censura o militantemente adicta, como hemos descripto, o los “artistas populares” que filman La fiesta de todos en 1979, o los locutores que convocan a festejar el Mundial de 1979, son una representación definitiva de ese consenso, de la eficacia de esas operaciones pretendidamente manipulatorias. Hay aquí dos reglas generales que establecer: la primera, que toda la clase dirigente argentina —latinoamericana— está absolutamente convencida de la eficacia del fútbol como mecanismo manipulatorio y decidida a utilizarlo en consecuencia (volveremos a discutir esto al hablar de Fútbol para todos, el programa de estatización de las transmisiones futbolísticas desde 2009). La segunda: que nadie ha podido probar esa eficacia; que no existe en la historia deportiva de la galaxia una ecuación causa = efecto 50

entre el éxito deportivo y el éxito político. Ni siquiera el Mundial de 1978, aunque tanto lo parezca.

CODA El Mundial comenzó a ocupar, al final de la dictadura, el lugar de símbolo de la manipulación, del ocultamiento, del escamoteo, de la estupidez colectiva. En ocasión de celebrarse el vigésimo quinto aniversario de la obtención del campeonato, en julio de 2003, buena parte de los textos periodísticos insistieron en la tesis de la presencia de la dictadura, relativizando incluso la validez del éxito futbolístico —salvo los defensores acérrimos de la figura del entrenador Menotti, como el diario Clarín—. Asimismo, algunos jugadores involucrados en la organización de una fiesta de celebración (especialmente, Julio Ricardo Villa, que había jugado el Mundial, y Claudio Morresi, hermano de un desaparecido, que no jugó) trataron de que el fútbol saldara esa deuda, incorporando la presencia y el homenaje a los Organismos de Derechos Humanos en el estadio de River. Como era previsible, las Madres de Plaza de Mayo no fueron invitadas. Pero, a la vez, la concurrencia fue escasísima. Llonto cuenta 6613 asistentes. No fue nadie. Y sin embargo, en 2002, la publicidad de la cerveza Quilmes —que desde 1998 hasta nuestros días, como sponsor de la Selección Argentina, produce un spot central para cada Copa del Mundo, tema sobre el que volveremos en el próximo capítulo— decidió narrar una historia del fútbol argentino que incorporaba la Copa de 1978 sin ningún tipo de cuestionamiento, crítica o distancia. Ni mención a la dictadura, claro: Y vino una Copa, llegó la primera Con el Matador envuelto en banderas La gente alentaba en cada partido Hubo un papelito por cada latido [...] Tanta gloria, tanto fútbol, desplegado por el mundo Y en cada gol la pasión y la emoción [...] Mostrémosle al mundo que juntos podemos El cierre del jingle parafraseaba, suponemos que sin saberlo, una de las frases predilectas de la dictadura en 1978: “Mostramos al mundo cómo somos los argentinos”. Esa referencia al “todos unidos” es, por cierto, un lugar común de todo discurso conservador o populista —o ambas cosas a la vez—. Pero, cuando marcha junto al fútbol, debería seguir estremeciéndonos. Para algunos publicitarios no es así. La agencia Ogilvy produjo, para el Mundial de 2014, el spot “El abrazo del alma” para la Coca Cola: en él se narra la historia de Víctor Dell’Aquila, un discapacitado —no tiene brazos— que el día de la final de la Copa de 1978 saltó a la cancha y se “abrazó” con los jugadores Tarantini y Fillol, siendo retratado en ese momento por el fotógrafo Ricardo Alfieri, de El Gráfico. La agencia vuelve a reunir a los tres protagonistas, 36 años más tarde, y los hace sujetar un trofeo, la copa que “se levanta con el alma” —y con el golpe bajo, dicho sea de paso —. Por supuesto, la publicidad borra cualquier mínima referencia a la dictadura —por 51

ejemplo, a que la Copa fue entregada a Pasarella por Videla—, pero esa operación de autocensura no alcanza para disolver el dato histórico: fue la copa de los militares. Posiblemente, esto señala la persistencia de una memoria simultáneamente confusa, culposa y fragmentaria, que no puede, ni podrá, resolverse en la única dirección éticamente necesaria: renunciar a ese “triunfo”, devolver la Copa y las medallas, ganarlas de nuevo en buena ley, de ser posible de visitante. Como hizo Maradona, solito, en 1986. Y todavía nos preguntamos por qué lo amamos.

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La patria, Maradona y Messi: variaciones sobre el ser nacional

FÚTBOL Y PATRIA, UNA VEZ MÁS: ALGUNOS PROBLEMAS DE LA TEORÍA Como ya dijimos, las relaciones entre fútbol y nación son una alternativa posible a la hora de preguntarnos por la cuestión de la identidad. Siempre, por supuesto, en el sentido que desarrollamos en el capítulo 1: que no se trata de “esencias” o cuestiones inscriptas en la sangre y los genes, sino que estamos hablando de discursos, de relatos sobre una nación y su relación con un deporte. Entonces, hablamos necesariamente de las relaciones entre el fútbol y los relatos de identidad nacional, especialmente los que circulan en la cultura de masas: porque ese es el espacio central de la cultura contemporánea, el que establece la mayoría de las agendas de debate —aquello de lo que podemos o debemos hablar en un momento determinado— y el que consagra la mayor o menor circulación de aquellos relatos. Y de sus ingredientes: los argumentos, los mitos, las leyendas, los héroes. Una primera cuestión, que también ya señalamos, es la enorme dificultad para formular una teoría general: al comparar nuestra investigación con los estudios latinoamericanos y europeos, resulta muy difícil avanzar más allá de la afirmación, ya decididamente obvia, de que el deporte y los relatos nacionalistas están muy relacionados. Pero los modos de esa relación varían de manera pronunciada según el caso, lo que exige tomar en cuenta múltiples variables: entre ellas, el mayor o menor éxito deportivo internacional, el rol de ciertos individuos excepcionales —los héroes deportivos—, la acción de los distintos Estados nacionales respecto del deporte, pero también de la producción de narrativas nacionales o nacionalistas. Y la cultura de masas, nuevamente y por supuesto, porque es el gran narrador del deporte latinoamericano en el siglo XX y XXI. Pero, además, el problema del nacionalismo deportivo supone el de las teorías generales del nacionalismo. El punto de partida es que la invención de las naciones modernas, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX en el caso latinoamericano, se produjo en ámbitos variados: los centrales, visibles y legítimos —el Estado, la universidad, la política—, y también los periféricos, desplazados e ilegítimos: la cultura de masas, las prácticas y los consumos populares, la comida, la danza, el deporte: lo que Archetti llamaba, como hemos dicho, “las zonas libres de una cultura”. El deporte es, a la vez, un repertorio fundamental de lo que Michel Billig llamó el nacionalismo banal: los 53

objetos y espacios de nuestra vida cotidiana en los que el nacionalismo se vuelve, justamente, cotidiano, ordinario y banal. Cuando trabajé por primera vez sobre estas cuestiones, hacia 2002, encontraba que los relatos nacionales argentinos habían sido, históricamente, muy dependientes del Estado. A diferencia de otros países del continente, la temprana modernidad argentina y el peso de su escuela pública habían subordinado a la cultura de masas como productora central de esas narrativas; además, a partir de los años cincuenta, el rol del peronismo como inventor del gran relato nacional-popular desde el Estado había sido decisivo, incorporando de modo activo al deporte como soporte de ese relato: pensemos en los boxeadores, en el equipo campeón de básquet en 1950, en los primeros Juegos Panamericanos, en las medallas doradas olímpicas de 1948 y 1952, en Fangio. Por eso, el lugar del deporte —del fútbol, particularmente— en los relatos nacionales había sido dependiente de los producidos por el Estado hasta las últimas dos décadas del siglo XX. En esos últimos años se combinaban tres circunstancias muy particulares que volvían especial el caso argentino: primero, las dictaduras, especialmente la última (1976-1983), que para colmo había organizado la Copa del Mundo de 1978 ganada por el equipo argentino; segundo, la aparición de un sujeto excepcional como Diego Maradona, que ocupó el centro de cualquier discusión sobre el fútbol y la patria entre 1977 y 1994; finalmente, como dijimos, la década neoconservadora y el consecuente retiro del Estado —​explícitamente— de, incluso, la vida cotidiana argentina, con el simultáneo estallido de la fragmentación social, económica, política e identitaria de la sociedad argentina y un demoledor proceso de empobrecimiento y exclusión social. Así, en ese momento pensé —y escribí— que el discurso unificador de la nación parecía desvanecerse junto con el gran narrador, el Estado argentino, que no podía ser reemplazado por una sociedad civil debilitada o limitada a los reclamos sectoriales. El fútbol estaba privado por añadidura del último gran héroe, Maradona, que había significado la continuidad del gran relato plebeyo, nacional y popular de la patria establecido por el peronismo; la ausencia de Maradona implicaba la imposibilidad para el fútbol de proponer un relato nacional alternativo, y lo condenaba a su tribalización, a que el peso desmesurado de sus fragmentos —los clubes, los microterritorios, las hinchadas locales— hiciera imposible la reaparición de cualquier narrativa unificadora. Ese relato quedaba, entonces, a cargo del mercado: las publicidades comerciales de productos directa o indirectamente relacionados con el deporte que proliferaban en la cultura de masas en ocasión de cada evento deportivo internacional: Copas del Mundo, Copas América, Juegos Olímpicos. Esas publicidades insistían, por el contrario, en un relato nacionalista desaforado, excesivo, que sin embargo no veía como eficaz: nuestra investigación venía comprobando, desde mediados de los años noventa, que los avatares de la selección nacional de fútbol les preocupaban muy poco a los hinchas, mucho más interesados en el fútbol local y en las desdichas y desventuras de sus equipos. Por supuesto, la lógica de los campeonatos introducía variantes: las expectativas se despertaban a partir de los octavos de final, para esfumarse luego del reiterado fracaso en cuartos. La excepción era la expectativa despertada en 2002, a la que nos referimos en el primer capítulo: como también dijimos allí, luego de la eliminación en primera rueda la discusión sobre la crisis y lo nacional volvió a los lugares habituales. 54

Las publicidades recuperaban entonces el peso de una tradición nacional-popular, su permanencia en el imaginario social, y la transformaban en mercancía. Pero los medios no pueden reemplazar la nación ni proponer ningún relato democrático, porque no pueden narrar los desgarramientos y los conflictos que construyen una sociedad realmente democrática. Los medios postulan la ausencia del conflicto como un horizonte imaginario que encubre la dominación en toda sociedad de clases: según ellas, todos y todas consumimos lo mismo, y eso es lo que nos transforma en una nación. La única democracia que pueden proponer, la única ciudadanía que pueden imaginar, es la de los consumidores: y si alguien —algunos y algunas— no consumen lo mismo, es porque no quieren o porque no hicieron suficientes esfuerzos para lograrlo. Así, el mercado se limitaba a constatar el deseo de nación —la necesidad de un discurso nacional-popular— y a reemplazarlo por mercancías: cervezas o teléfonos celulares que “unieran a la patria” detrás de una épica, al menos una deportiva, ya que no una épica política. Recuperando la metáfora de Beatriz Sarlo, mi trabajo postulaba al fútbol como una máquina cultural posmoderna: es decir, como un productor de narrativas nacionales. Pero la conclusión era que esa máquina era la televisión, no el fútbol: y que el deporte era apenas uno de sus programas. Todo eso pensaba en 2002. En 2006, en el Mundial de Alemania, poco había cambiado: si en 2002 las publicidades debían tomar nota de la descomunal crisis económica, política y social, cuatro años después podían prescindir de ella, porque la Argentina había salido de la difícil situación con cierto éxito, y podían dedicarse simplemente a insistir en un nacionalismo ramplón, exitista y, como siempre, bastante narcisista. La novedad más interesante era el nuevo héroe deportivo: o, más precisamente, candidato a héroe. Era la primera copa del mundo de Lionel Messi, con apenas 20 años; ya se estaba transformando en una estrella en el Barcelona, había ganado la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Beijing, y sus posibilidades como “heredero” de Maradona crecían aceleradamente. Volveremos sobre él y sobre el “jugador del pueblo”: Carlos Tévez, el otro candidato a heredero.

LAS CHICAS Y LOS MACHOS Al trabajar sobre el fútbol y la patria, queda claro que estamos frente a una narrativa masculina de la nación, producida, reproducida, protagonizada y administrada por hombres... como la mayoría de los relatos nacionalistas. En el caso del fútbol argentino, la sobrerrepresentación mascu​lina es tan agobiante que desplaza cualquier otra posibilidad, incluso la mínima existencia del fútbol femenino, que tiene una presencia muy débil en el país: en relación con la extensión del fútbol masculino, parece casi inexistente. Sin embargo, el análisis no puede obviar que el deporte más exitoso en el plano internacional de la última década en la Argentina no es un deporte masculino: es el hockey sobre césped... femenino. Los datos son bastante claros en ese sentido. El fútbol argentino ha obtenido dos medallas doradas olímpicas en 2004 y 2008, pero, como es bien sabido, los Juegos Olímpicos en fútbol son una competencia de segundo nivel, con restricciones de edad (23 años) para los jugadores. A su vez, en este siglo obtuvo tres 55

Copas sub-20 (2001, 2005 y 2007), lo que nuevamente significa un torneo de segundo nivel restringido a jugadores juveniles. Desde 1993 el equipo de fútbol masculino de mayores no obtiene un título importante (la Copa América de ese año). Por su parte, el hockey femenino sobre césped obtuvo en este siglo la medalla plateada olímpica en 2000 y 2012, y dos medallas de bronce en 2004 y 2008 (mientras que el fútbol ni siquiera clasificó para Londres); y ganó además dos Copas del Mundo, en 2002 y 2010, siendo bronce en 2006 y 2014. Asimismo, ha ganado la medalla dorada en cinco de los últimos doce Champions Trophy, una suerte de pequeña Copa Mundial que se juega todos los años. Por su parte, otros deportes masculinos a la vez exitosos y populares no alcanzan el mismo nivel de éxitos: el rugby —sobre el que volveremos— domina el ámbito americano con holgura, pero solo ha alcanzado un bronce en la Copa de Mundo de 2007 —festejado como un triunfo—. El básquet, de gran tradición local y rivalidades competitivas con otros países latinoamericanos —Brasil, Venezuela, Puerto Rico—, explotó en esta década con un segundo lugar en el Mundial de 2002, siendo el primer equipo en vencer al Dream Team norteamericano, y luego la medalla dorada en los Olímpicos de Atenas, en 2004, además del bronce en Beijing en 2008. Esos éxitos internacionales son también mayores que los del fútbol: pero, nuevamente, no pueden equipararse a los del hockey femenino, las chicas. Mi uso de la palabra chicas no es despectivo, sino nativo: porque la palabra fue utilizada hasta la saciedad por el entrenador de los exitosos equipos argentinos, Sergio Cachito Vigil, que no encontraba otra forma para referirse a sus jugadoras que las chicas. En 2000, durante los Juegos de Sydney, las jugadoras decidieron autobautizarse, encontrar un sobrenombre que las identificara popularmente —o, mejor, mediáticamente —. Escogieron el apelativo Las Leonas, que se impuso velozmente, incorporando en sus camisetas una imagen del animal —aunque, claro, sin indicación icónica del género—. La elección, aunque sus inventoras insistan en las características de garra y coraje del animal, hacía eco a la denominación del seleccionado masculino de rugby, Los Pumas, así conocidos desde una memorable confusión en 1965. La camiseta del equipo tenía la figura de un yaguareté, un felino argentino; sin embargo, un periodista sudafricano lo confundió con un puma, y tanto la prensa como los jugadores encontraron el bautismo más simpático —y de mayor eficacia mediática— que el original. Y, sin embargo, no hay ningún tipo de narrativa nacional que pueda construirse —o que, al menos, haya sido construida hasta hoy— sobre las chicas del hockey argentino. Las Leonas, a pesar de ser el equipo deportivo argentino de mayor éxito internacional, no ha sido soporte de argumentos nacionalistas. A pesar de ciertas operaciones de futbolización —por ejemplo, en los cánticos de sus seguidoras o en la presencia mediática de sus jugadoras—, no han sido objeto de la operación fundamental: la relación con la patria. Su presencia publicitaria es significativa: es especialmente gráfica antes que televisiva, lo que habla de públicos más segmentados —femeninos y de clases medias y altas—. Aunque comparta sponsors con el fútbol, el bás​quet y el rugby —la empresa Adidas—, no hay spots televisivos: mucho menos, alguno que proponga el relato nacionalista típico del fútbol. Hay una excepción, significativa pero a la vez limitada, y que se concentra en Luciana Aymar, que ha sido elegida por la FIH (Federación Internacional de Hóckey) como mejor jugadora del mundo durante ocho de los últimos trece años, una continuidad y unanimidad que sólo Lionel Messi podría emular, y apenas 56

en el futuro. Messi va a ganar catorce Balones de Oro —si aceptamos este premio como la consagración del mejor jugador del mundo—. Pero hasta hoy ha ganado cuatro. Que son un montón, que son un récord: pero son la mitad de los premios como mejor jugadora que ha ganado Aymar. En un spot de la bebida Gatorade, un magnífico gol de Aymar es acompañado... por el relato en off del periodista Víctor Hugo Morales narrando el segundo gol de Maradona a Inglaterra en 1986. La leyenda final se limita a afirmar: “Gracias, Lucha [familiarmente, Luciana], por hacernos sentir así”. Es decir: es apenas una manifestación de orgullo, y no una proclama que coloque a Aymar en el lugar del héroe deportivo patrio, constructor de significados nacionales. Aunque entre sus rivales pueda estar Inglaterra. La única razón para que un equipo femenino tan exitoso no sea objeto y soporte de la narrativa nacional es el género. En la cultura deportiva, las mujeres no pueden cargar esos significados: pero esa imposibilidad es dependiente de una ley más amplia, y no meramente local, según la cual la patria no puede narrarse en femenino y las mujeres no pueden ser los héroes de un relato de la patria. Puede haber excepciones: habría que indagar qué ocurría en la vieja Alemania comunista con la natación y la gimnasia, qué ocurre en Rusia con una figura como la de la garrochista Yelena Isinbáyeva; aunque el machismo y la homofobia rusas no permitan alentar muchas esperanzas en ese sentido. La imposibilidad no parece depender de la clase social. El hockey femenino argentino es un deporte básicamente de clases medias y altas; sin embargo, en una cultura de masas en la que el deporte se ha vuelto una mercancía transclasista, eso no sería un obstáculo. Y esta afirmación se comprueba con el ejemplo comparativo de otro deporte argentino duramente restringido a las clases medias y altas: el rugby. A pesar de esta restricción de clase, y a que los éxitos internacionales se limitan a un dominio continental francamente tedioso —los Pumas juegan las competencias americanas con equipos de suplentes, y aun así vencen con facilidad insoportable—, el rugby sí ha sido objeto de esas operaciones nacionalistas. Más aún: justamente por su colocación de clase permitía la construcción de un relato nacional radicalmente antiplebeyo. Esos relatos circulan en dos zonas: la cobertura periodística y, nuevamente, las publicidades. Los textos periodísticos fueron especialmente abundantes durante la Copa del Mundo de 2007, desarrollada en Francia. Allí Los Pumas, sorprendentemente, derrotaron al equipo local en la inauguración, para luego proseguir una campaña brillante que chocó contra los Springbooks sudafricanos —finalmente campeones— en semifinales, y finalmente vencer de nuevo a Francia por la medalla de bronce. Dicha campaña, sorpresiva e inédita —cuatro años antes los Pumas habían alcanzado un esforzado cuartos de final como máximo éxito, y habían sido eliminados en primera ronda en las Copas anteriores—, llevó a la multiplicación de textos que proponían a Los Pumas como un ejemplo nacional: esforzado pero respetuoso del fair play, rudo pero caballeroso, exitoso pero especialmente ejemplar en la derrota. Remarco la condición de caballeros: doblemente, eso significa masculino y antiplebeyo. Las publicidades, a su vez, insistían sobre esos significados, con dos ejes argumentales claramente nacionalistas: por un lado, la construcción de un todos nacional —los Pumas eran nuestros, de todos, por lo que podían funcionar como metonimia de la patria—; por otro, una de las imágenes más 57

reiteradas era la del equipo cantando el Himno Nacional antes de los partidos, entrelazados y emocionados, imagen claramente nacionalista y que fue replicada como puesta en escena por las chicas del hockey. Una de las mejores publicidades es un spot de Adidas: distintas situaciones cotidianas, de trabajo o incluso de un parto próximo —es decir, masculinas y femeninas—, que exigen coraje, son acompañadas por la expresión “soy un puma”; la última imagen, de un jugador extranjero a punto de marcar un try mientras la voz en off afirma “I’am a puma”, concluye en el tackle cerca del ingoal, mientras que la voz dice “no, I’m not”. La condición puma, entonces, no solo se vuelve nacional en términos de género, sino que se radicaliza en la oposición con el adversario: nosotros —todos— somos pumas, ellos no lo son. De todos modos, el rugby no puede construir un relato con tanta potencia como el futbolístico, a pesar de sus posibilidades. No es la clase aquí el obstáculo, sino el éxito. La clase funciona, por el contrario, como posibilidad: la de construir una narrativa nacional con eje en las clases medias. Y la otra posibilidad, claro, es el género: los Pumas son, ante todo, machos, viriles, valientes, irreductibles al dolor e incluso a la derrota. Las chicas no podían ni pueden, al menos aún, articular esos significados. Deben ganar, deben seguir siendo mujeres —seguir siendo las chicas—, de​ben seguir imitando a los hombres y limitarse a ello. Y jamás soñar, siquiera, con ser los héroes de la patria.

LA EXCEPCIONALIDAD DEL HÉROE: LA TENÉS ADENTRO Por el contrario, como señalamos, la centralidad de la figura del héroe deportivo es, en el fútbol, decisiva, aunque encontremos hoy algunas tensiones de transformación. Por eso dedicamos, en libros anteriores, largas páginas a analizar la épica de Maradona, figura excluyente del relato patriótico del fútbol argentino durante dos décadas. Allí señalamos, esquemáticamente, dos rasgos decisivos: por un lado, su condición de articulador del viejo relato nacional-popular y plebeyo del peronismo, contemporáneamente con el declive político de ese peronismo. Maradona era un eficacísimo símbolo peronista en tiempos de menemismo: era todo lo que había quedado atrás, “en el ’45”. Y por otro lado, su salida de la escena deportiva cambiaba radicalmente la posibilidad misma del relato del héroe deportivo nacional-popular, dado que era imposible repetirlo. Ni siquiera deportivamente, porque era un jugador excepcional, el único capaz de hacer el segundo gol a Inglaterra en 1986, de ganar una Copa del Mundo solo. Y no podía repetirse en el plano de los significados, por el contexto político-cultural en que se había producido: en la crisis argentina entre 1973 y 2001, todo lo que Maradona simbolizaba cobraba un cariz especial —dicho rápidamente: ese gol había sido convertido cuatro años después de la guerra de Malvinas, y eso no podía repetirse (afortunadamente)—. Maradona, concluí en esos años, era un índice del pasado, limitado solo a la memoria del mito y a la búsqueda del —imposible— heredero. Ya la Copa del 2006 mostraba algunas tensiones novedosas, en torno de dos nuevas figuras. Una de ellas era, obviamente, Messi: pero, además de que no jugó en el equipo titular, sino solo como suplente ocasional, Messi ya presentaba varios rasgos anómalos, básicamente su origen de clase —las clases medias— y su formación como jugador europeo, ya que se había radicado en Barcelona a los 14 años. La otra era Carlos Tévez, 58

de una extracción de clase cercana a la de Maradona —las clases populares del conurbano porteño—, extracción marcada por rasgos físicos (sus cicatrices producto de un accidente doméstico) y su apodo, el Apache, en referencia a su nacimiento en el barrio Fuerte Apache, señalado como uno de los más peligrosos y violentos del Gran Buenos Aires. Sin embargo, esa mayor popularidad de Tévez contrastaba con su negativa a jugar en los equipos juveniles argentinos privilegiando a su equipo local, Boca Juniors. Maradona, en cambio, había comenzado su trayectoria épica ganando el primer título mundial juvenil en el Japón, en 1979. La fuerza del componente plebeyo influyó en la calificación periodística, especialmente en el Mundial siguiente: Tévez se volvió el “jugador del pueblo”. Las simpatías que despierta el plebeyismo de Tévez son indudables, y de allí cierta atracción peronista (¿neomaradoniana?). Tévez parece ser el jugador más peronista de la actualidad, reuniendo origen de clase, simpatía mediática, idolatría boquense, alguna irreverencia, consumos y lenguajes populares —cumbieros, especialmente—. (Por supuesto: decimos peronista en un sentido clásico y llano, sin discutir demasiado de qué peronismo estamos hablando). De allí que las presiones para su inclusión en los seleccionados nacionales parecen incluir a políticos nativos, como el caso del gobernador Daniel Scioli. El problema es que Tévez se la creyó: como buen jugador argentino, se convenció de que Messi es un invento de los medios y de que la estrella indiscutida, investida por la herencia maradoniana en un sentido a la vez futbolístico y cultural, debía ser él. Cualquier disputa por la herencia del héroe fue, no obstante, rápidamente clausurada en Alemania por la eliminación argentina en cuartos de final y porque ambos jugadores no eran las figuras en torno de las que se organizara el juego, a diferencia de la excepcionalidad maradoniana entre 1982 y 1994, y especialmente en 1986. Pero en 2010 las cosas cambiaron. No solo por la presencia de Messi y Tévez en el equipo titular; no solo por su condición de grandes figuras internacionales; no solo por las expectativas en torno de su rendimiento —a pesar de que el equipo había tenido una campaña deplorable en la clasificación a la Copa, alcanzando el último lugar clasificatorio en el último partido—. El cambio central fue la reaparición de Maradona, ahora como director técnico, a partir de 2009. Eso implicó una nueva puesta en escena de la concentración maravillosa de significados que permitía Maradona, aunque ya no se tratara de un héroe deportivo, sino básicamente discursivo. Quiero decir: la actuación de Maradona era puramente lingüística, como entrenador o a través de sus declaraciones periodísticas. Lo que permanecía absolutamente clausurado era la posibilidad de la actuación corporal, del genio futbolístico en acción: y la épica maradoniana se había construido centralmente en su práctica deportiva. Esa es la excepcionalidad del héroe deportivo: que no consiste meramente en discursos, sino también en una performance sostenida por el cuerpo, imposible de ser fingida; deudora del relato, claro que sí, pero imposible de ser creada como pura ficción. Sobre Maradona se había articulado una constelación de discursos —básicamente, como dijimos, la narrativa nacional-popular y plebeya—, pero esa articulación era posible por el hecho incontrastable, duramente corporal de su gol a Inglaterra en 1986 —entre otros. Lo que ahora se volvía imposible: solo le quedaba hablar. Durante los años de ausencia de las canchas, Maradona hizo muchas cosas. Posiblemente demasiadas, porque además estábamos condenados a enterarnos de todas. 59

Murió y resucitó dos veces; engordó, adelgazó, engordó; se separó, volvió a vivir en pareja(s); fue padre nuevamente, nuevamente ausente; fue abuelo; fue animador televisivo, conduciendo el programa más narcisista de la historia del espectáculo mundial (La noche del Diez). En ese período, Emir Kusturica filmó Maradona por Kusturica (2008), el encuentro excesivo de dos narcisistas monumentales. Kusturica narra el fútbol en pasado; la actualidad de Maradona es su salud, su programa televisivo, sus andanzas políticas (especialmente, la Marcha contra el ALCA en Mar del Plata, en 2005, que lo ubicaba junto a Hugo Chávez y Evo Morales, así como su amistad con Fidel Castro). Para Kusturica, Maradona es un ícono punk, interpretación resaltada por ciertos separadores animados que lo ubican combatiendo contra George Bush, Margaret Thatcher, Tony Blair, la reina Isabel y el príncipe Carlos, con la música de fondo de “God save the Queen” según los Sex Pistols. La película cierra con Manu Chao cantándole a Maradona su “La vida tómbola”: “Si yo fuera Maradona/viviría como él”. Es el mejor momento del filme, junto a algunos breves fragmentos de Diego con sus hijas: es una bola de ternura. Y ese es otro núcleo que no puede dejarse de lado: el arsenal afectivo. Si la cultura y la política, y especialmente el peronismo, y también el fútbol, tienen un enorme peso de lo emotivo, Maradona es un nudo que concentra, como pocos en la Argentina, esos repertorios: el amor antes que el elogio. Y también el odio, antes que la crítica. Pero, justamente, Maradona no hizo otra cosa que hablar. Inundó el espacio mediático con palabras e imágenes, muchas veces contradictorias, como siempre; todas ellas tendientes a desplazar a cualquier héroe que no fuera el héroe del pasado: él mismo. Creo sospechar en eso alguna intención, digámoslo así, motivacional: Maradona concentraba la presión y la expectativa, para liberar así de ellas a sus jugadores. Por otro lado, sus carencias tácticas como entrenador —nunca se supo a qué jugaban sus equipos, y las marchas y contramarchas fueron infinitas, incluso durante un mismo partido— eran suplantadas por su condición incomparable de gran charlatán: las conversaciones técnicas eran suplantadas por las invocaciones a la memoria, a la tradición, a la gloria o al compromiso social de los jugadores. (Se supo que proyectaba, antes de los partidos, dramáticos videos en los que la exhibición de la pobreza argentina, por ejemplo, debía motivar a sus jugadores a redoblar sus esfuerzos). Los paupérrimos resultados indican que sus esfuerzos fueron vanos: que podía ser un gran motivador, pero no sabía cómo parar once jugadores adentro de una cancha. Maradona era el técnico perfecto para esta etapa pasional del fútbol argentino: su cultura futbolística parecía —parece aún— reducirse a la exhibición del desgarramiento y el esfuerzo de los jugadores y el aguante de sus hinchas, pero no mencionaba problemas tácticos o innovaciones posicionales, imprescindibles en el fútbol contemporáneo. Además, superpuestos a la charla interminable de Maradona, aparecieron los discursos que reivindicaban su condición de mito nacional-popular. Si en 2002 habíamos hablado de Maradona como una suerte de Perón posmoderno —la continuación del peronismo por otros medios—, su reaparición en tiempos nuevamente peronistas debía, necesariamente, evocar esa condición. El kirchnerismo había reinstalado en el debate público los viejos tópicos del peronismo tradicional, superada su etapa conservadora de la presidencia de Menem en los años noventa. En un movimiento que volvía hegemónicos y estatales esos discursos —volveremos sobre esto en el próximo apartado—, la figura clásicamente 60

plebeya y nacional-popular de Maradona venía como anillo al dedo para volver a producirlos en la escena deportiva. Así, se sucedieron los textos de columnistas oficialistas que glorificaban la continuidad plebeya de Maradona, destinada a conducir a esos muchachos a la victoria popular en la Copa del Mundo. Pero, consecuentemente, en un momento sumamente binario del debate político, esa sucesión de textos laudatorios implicó la aparición de contradiscursos que, desprovistos de adulación por el viejo héroe, lo condenaban justamente por su neooficialismo. (Por supuesto, el debate no tenía mayor envergadura teórica ni política: para unos Maradona era la continuidad del subsuelo de la patria sublevado el 17 de octubre de 1945; para otros, el pobre Diego era otra avanzada kirchnerista contra la República, otro ejemplo de crispación e intolerancia). Lo que ninguno de los actores de ese minidebate podía leer eran las transformaciones que habían experimentado tanto la sociedad argentina como el mismo Maradona; faltaba una buena reflexión teórica que las explicara, en tanto que el debate se limitaba a la superficialidad de un discurso periodístico que interpreta los hechos de la cultura futbolística como “reflejos” de lo social y lo cultural. La Argentina ya no era la del primer Maradona, ni él podía ser el mismo: no sólo por su condición de ex jugador con exceso de peso, sino porque su plebeyismo nacional-popular había perdido toda la irreverencia que podía cargar en épocas neoconservadoras, para volverse parte de los discursos hegemónicos en los nuevos tiempos neopopulistas. Un incidente previo a la Copa prueba este cambio. La noche en que Argentina consiguió su clasificación a la Copa, el 14 de octubre de 2009, luego de una agónica victoria contra Uruguay en Montevideo, un Maradona descontrolado comenzó a proferir insultos en el campo de juego contra los periodistas que lo habían criticado. Un rato más tarde, ya sereno en la conferencia de prensa, respondió así la pregunta de uno de ellos: —Diego, ¿a quién dedicás esta clasificación? [...] ¿A los que no creímos en vos en su momento... a la familia, a los amigos? —Estás entre los aludidos... Yo tengo memoria, hermano. A los que no creyeron, a los que no creían... con perdón de las damas, que la chupen. Que la sigan chupando. Las referencias homofóbicas y groseras de Maradona generaron un pequeño escándalo e, incluso, una sanción leve de la FIFA. Las condenas, provenientes de los periodistas y políticos conservadores y opositores, hicieron eje en la “mala imagen argentina” en el plano internacional y en la intolerancia con la crítica, que igualaban al kirchnerismo gobernante. Maradona insultaba porque era oficialista, concluían, y porque volvía a mostrar su tradicional incultura, agregaban, con lo que exhibían de paso su racismo de clase: después de todo, seguía siendo un negrito. Los apoyos, en cambio, recalaron en todos los lugares comunes del populismo: Maradona era la reencarnación de las masas del 17 de octubre de 1945, cuando naciera el peronismo, y sus insultos eran, apenas, prueba de su irreverencia frente al poder, aunque el destinatario de las groserías no fueran el Papa o los militares argentinos, sino modestos e irrelevantes periodistas deportivos: digámoslo así, el periodista Toti Pasman no era precisamente George Bush Junior. Lo que ninguno podía leer era que su plebeyismo se había vuelto una mueca desprovista de toda irreverencia. Que su lenguaje se limitaba a tributar a los códigos machistas del aguante, la lógica dominante de la cultura futbolística según la cual la 61

condición de macho se comprueba en el enfrentamiento violento, y la superioridad se expresa en la metáfora de la penetración anal o el sexo oral (como veremos en el próximo capítulo). Que Maradona no cuestionaba más al poder; que simplemente lo reproducía, reproduciendo los lenguajes dominantes del macho. En eso consistía su decadencia y su transformación: que había pasado del Papa a Pasman, de Bush a Bilardo. De las páginas políticas a los programas del corazón y los chismes: que había pasado de ser un ícono (complejo) de la rebeldía antiimperialista a ser una nota de Jorge Rial o un chisme de Luis Ventura. Cuando luego de la Copa fuera despedido por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), Maradona amenazó con implacables denuncias contra los poderosos responsables de su salida: pero estas se limitaron a señalar la traición de su viejo amigo Bilardo, quien lo había acompañado en la aventura sudafricana para luego avalar su despido —nadie podía sorprenderse: Bilardo es fiel únicamente a su narcisismo y a su repertorio de lugares comunes—. Su posibilidad transgresora estaba definitivamente cancelada: apenas le quedaba la queja o el exilio... dorado, por ejemplo, en los Emiratos Árabes Unidos. Y, sin embargo, Maradona volvió, una vez más. Durante el Mundial de 2014 regresó como charlista, coconduciendo junto a Víctor Hugo Morales el programa De zurda en la Televisión Pública y en la cadena latinoamericana Telesur (originaria de Venezuela). El programa era televisivamente pobre: porque no se esperaban novedades estéticas, sino una nueva producción infinita de palabras maradonianas (a veces, costosas: la lentitud de la frase era proverbial, llevando incluso al presidente ecuatoriano Rafael Correa, entrevistado en el ciclo, a decirle “embrague, Diego, embrague”). Maradona se limitó a cumplir con creces lo que se esperaba de él: despotricar contra la AFA y la FIFA, conversar con viejos jugadores-amigos, repetir sus frases predilectas, producir algunas nuevas. Una máquina verbal, en suma, contextualizada por los discursos nacionalpopulares y latinoamericanistas desde el propio título del programa y su cortina de apertura, plagada de referencias en esa dirección —una letra evocativa, músicos de todo el continente, la producción de Gustavo San​taolalla—. Y todo eso transmitido por las televisiones estatales argentina y venezolana.

EL REGRESO DE LA MÁQUINA ESTATAL Porque la mayor transformación había ocurrido lejos del fútbol, o al menos antes de él. En mayo de 2010, apenas un mes antes del comienzo de la Copa del Mundo de Sudáfrica, la Argentina celebraba el Bicentenario de su Independencia —en realidad, del comienzo del largo proceso de su independencia de España, que demoraría todavía una década de guerras—. El gobierno argentino, presidido por Cristina Fernández de Kirchner, lo festejó con importantes celebraciones callejeras que duraron varios días, incluyeron varios conciertos de música popular con la asistencia de millones de personas y remataron en un desfile de carrozas alegóricas proponiendo una versión de la historia argentina en clave nacional-popular y progresista, ante una concurrencia masiva y fascinada por el espectáculo. El éxito de las celebraciones fue descomunal —incluso los críticos más acérrimos del gobierno se llamaron a silencio, ante los millones de espectadores y participantes de los actos—; y muchos analistas coinciden en que el suceso marcó el 62

comienzo de un crecimiento de la imagen positiva del gobierno que remató, poco más de un año después y tras la muerte de Néstor Kirchner, en la reelección de la presidenta con el 54 por ciento de los votos. No nos interesa aquí el análisis político del evento: tampoco, su análisis estético — aunque habría bastante para hacer en este sentido—. Lo que nos resulta decisivo es que el evento marcó la reaparición del Estado como gran narra​dor de la patria. Si en 2002 insistimos en que la relación del fútbol con las narrativas nacionales a comienzos del siglo XXI estaba marcada por el retiro del Estado como gran narrador de la mayor parte del siglo XX —y que, entonces, la figura de Maradona había agigantado su representación patriótica en su ausencia—, esta nueva presencia del Estado como productor de discursos de nacionalidad cambiaba todo el panorama. Creo que algo de esto afectó la posibilidad de que Maradona volviera a funcionar como centro patriótico tanto en 2010 como en 2014; si su figura había crecido hasta la desmesura en tiempos conservadores, quedaba desplazada —¿por redundante?— ante la reaparición del relato populista. Es decir: estaba de más. Porque los festejos del Bicentenario significaban una suerte de coronación, de puesta en escena de masas, de una tendencia que venía de los siete años anteriores. El kirchnerismo había propuesto una nueva validez para los discursos tradicionales del peronismo: el viejo relato nacional-popular, con cierta adecuación a los nuevos tiempos que incluía la condena de la década neoconservadora —aunque también hubiera sido peronista—. Esa nueva validez implicaba la afirmación explícita del retorno del Estado como actor central de la vida social y económica. Aunque esto no se verificara por completo —la organización económica siguió estando centralmente en manos de las corporaciones privadas—, la afirmación fue estentórea: el Estado había regresado para cumplir las funciones que nunca debió haber perdido. Entre ellas, aun cuando esto no se dijera explícitamente, sus funciones narrativas. (Y esto explica también por qué los gobiernos kirchneristas pusieron de moda la palabra relato: porque sabían de sobra que la política es, antes que otra cosa, capacidad de narrar, de proponer a las sociedades relatos convincentes de cómo son, cómo fueron y hacia dónde van). Nuevamente: el rol central del Estado como narrador patriótico en la sociedad argentina había retornado con fuerza, con una puesta en escena de masas sin precedentes. Ante eso, el fútbol no podía proponer discursos alternativos, porque jamás lo había hecho, ni siquiera en tiempos conservadores. Cuando la figura de Maradona había permitido algún relato al menos autónomo, este había consistido en exhibir la continuidad del viejo relato nacional-popular del peronismo. Al retornar este a escena, y nuevamente propuesto por el Estado, como en los viejos y añorados tiempos del primer peronismo —que continúa funcionando como una suerte de Edad Dorada de la Argentina moderna—, el fútbol no podía volver a encarnar ningún relato nacional eficaz. Apenas proponer su supervivencia como mercancía, a cargo, una vez más, del mercado, con la publicidad comercial como gran soporte de sus textos. En tanto los sentidos de la patria habían vuelto a discutirse en los espacios políticos, al fútbol sólo le quedaban las retóricas vacuas pero altisonantes de los sponsors, que continuaron plagadas de los lugares comunes de las prédicas patrioteras. Un ejemplo máximo lo volvió a constituir un spot de la cerveza Quilmes, que siempre, desde 1998, produce el spot más patriotero. El de 2010 mostraba imágenes cotidianas de público argentino en las calles, deteniendo su marcha y sus actividades para escuchar la voz en off de... Dios, que se proclamaba hincha argentino y 63

auguraba buenos tiempos para la Copa del Mundo que se aproximaba. El fanatismo narcisista argentino se había profundizado hasta volverse psicótico. Carlos Baccetti, publicista responsable de buena parte de esos spots, afirmó una vez: “El fútbol es un vehículo que funciona muy bien, como los culos de las minas, los bebés y los animalitos. Sabés que tenés un recurso. Es un atajo que funciona”. Todos los publicistas tomaron el mismo atajo en 2014. Hasta podríamos decir que la fórmula consistía en unir fútbol, las mujeres vistas meramente como culos y los hinchas considerados como animalitos. Para los bebés estaba La Serenísima, que unió a las mamás de varios futbolistas para recordarlos como niños sostenidos en sus sueños, desde la infancia, por el amor infinito de esas madres (“Gracias por alimentar tanta pasión”). Nada, igualmente, alcanzará las alturas del hinchismo patriotero paroxístico del Banco de Chile, en su comercial “Mineros” —que, obviamente, basaba su arenga futbo-patriotera en la historia y la figura de los célebres mineros rescatados en 2010 (“No nos importa la muerte, porque a la muerte ya la hemos vencido antes”, arenga uno de los mineros)—. Quizá podríamos suponer que ese comercial fue hecho simplemente para que los publicitarios argentinos no sintieran tanta culpa: todo podía empeorar. El problema es que también lo hizo el Estado nacional. En 2009 había aparecido el programa Fútbol para todos, la estatización de las transmisiones futbolísticas argentinas, complementado en 2011 por Deporte para todos, que establecía la obligatoriedad de transmitir por televisión abierta cualquier evento deportivo que involucrara en instancias decisivas a deportistas argentinos —los analizaremos en profundidad más adelante—. Se presentó así una política de patrimonialización de lo deportivo —es decir, considerar patrimonio público ciertos bienes intangibles, en tanto que productos culturales y mediáticos—. El Estado argentino había producido, entonces, un instrumento jurídico que afirmaba finalmente la relación entre deporte y patria, en tanto patrimonio de la cultura nacional-popular: una suerte de afirmación definitiva de las posibilidades nacionalistas del deporte. Pero se limitó a producirlo —solo podía producirlo— como mercancía cultural: una suerte de ratificación de que, a pesar de las tentaciones democráticas, la lógica dominante es la de la industria cultural. Y allí no hay patria que valga, sino como mercancía. Los deportes que el Estado nacional incorporaba como patrimonio eran, claro, solo los deportes con audiencias televisivas importantes: el resto no le preocupaba. Pero en 2014 las cosas se complicaron. Porque Fútbol para todos —nuevamente: el Estado nacional— adquirió los derechos exclusivos de la transmisión del Mundial de Brasil, con lo que monopolizó casi toda la voz televisiva, al menos la de acceso abierto (la cadena de cable TyC Sports también transmitió los partidos de Argentina, así como la cadena satelital DirecTV). Primero presentó a sus periodistas formados como un equipo de fútbol, con trajes pero también camisetas argentinas y botines, coreando el Himno Nacional en un campo de juego y remedando los movimientos de los jugadores, con el eslogan “un equipo de fútbol y un equipo de periodistas para una única pasión argentina”: la cobertura periodística se asimilaba, entonces, a la propia práctica futbolística como representativa. Digámoslo así: los periodistas también salían a la conquista de la Copa, lo que podría explicar por qué los relatos fueron tan insoportablemente patrioteros, tan 64

gritones, tan xenófobos. Y hasta tan racistas: en algún momento el relator Sebastián “Pollo” Vignolo aseguró que un “negrito” se dirigía a ejecutar un tiro de esquina. Y el colmo llegó cuando el relator Rodolfo de Paoli celebró cada uno de los siete goles alemanes contra Brasil como si fueran puñaladas en el corazón del enemigo. Junto a los desempeños periodísticos circulaban las publicidades estatales. Como en el fútbol local, la trasmisión estatal priorizó los spots de difusión de sus propagandas. Alguna, políticamente correcta, condenaba la trata de personas en los grandes eventos. Otras banalizaban las políticas presuntamente exitosas de “inclusión” social —obtener un crédito para una casa, graduarse en una universidad nueva— transformándolas en festejos de goles de sus beneficiarios (una vuelta de tuerca ahora explícita a la futbolización de lo social y lo político). Pero el clímax llegaba en el spot “Nadie gana un Mundial solo”, que asimilaba todos los “logros” de los gobiernos kirchneristas a los avatares de la selección de fútbol: “Para ganar hay que tener un país unido”. El propio Horacio Verbitsky, insospechado de anti-kirchnerismo, afirmaba que se trataba de “una falacia que desciende en línea directa de la retórica que la dictadura utilizó durante el campeonato de 1978 y que se reiteró en los relatos insoportables del relator de los partidos argentinos. [...] Esta pieza constituye una banalización insoportable y un uso espurio de cosas demasiado serias” (en Página/12, 6/7/14, página 10). Algo similar ocurría con la publicidad de YPF “Arenga-Orgullosos del producto de nuestro suelo”, producida por Young & Rubicam, donde una voz con un dejo castrense ordenaba, simultáneamente, a obreros petroleros y futbolistas: “La gloria no se encuentra, señores, a la gloria se la busca”. Aunque el enunciador es una empresa, se trata de una empresa del Estado; que por eso abusa de celestes y blancos por doquier. Este gesto puede ser leído como la (solo) aparente combinación de dos lógicas, que hasta ahora describíamos como enfrentadas e irreductibles: por un lado, la nacionalpopular, que entiende al Estado como una máquina productora de significaciones democráticas, y por otro la neoliberal conservadora, que confía en el mercado —al que llama sociedad civil— como único enunciador y narrador. En realidad, vemos aquí los puntos de contacto entre populismo y neoliberalismo: el populismo se limita a agregar pasión, afectividad y masividad a lo que el neoliberalismo ya ha vuelto mercancía televisiva. En definitiva, aun con la novedad de la patrimonialización del deporte televisado —radicalmente original en el contexto latinoamericano, donde ningún Estado se ha atrevido a interferir en los gigantescos negocios de las cadenas—, estos procesos podrían describirse como un nuevo pliegue: la conciliación de ambas lógicas políticas y narrativas en un neopopulismo progresista neoliberal, el nuevo horizonte de expectativas del peronismo. Y no solo del peronismo, continentalmente hablando. Por cierto: la semejanza que Verbitsky encontraba con el discurso de la dictadura es solo eso, semejanza. No se trata de identidad. La continuidad está en el deseo, común a gobiernos democráticos y autoritarios, de utilizar presuntos beneficios del fútbol en su provecho: como manipulación o como transferencia del éxito deportivo al éxito político. Como analizamos en el capítulo anterior, la dictadura buscaba al mismo tiempo la famosa “cortina de humo” y el consenso civil; en el caso del kirchnerismo, la intentona —aunque burda, evitable, innecesaria— es asociar un buen desempeño deportivo a un relato de época, el nacional-popular. Los mismos significantes —el “todos”, la “patria”, la “gloria”— no significan igual en contextos distintos: en 1978, o en 1990, cuando el menemismo intentó capturar la figura maradoniana, o en 2014. Aunque, es preciso 65

recordarlo, esas palabras asustan un poco y por eso debieron ser evitadas, incluso en el caso de los relatores (porque, en tanto el que hablaba era el Estado nacional a través de Fútbol para todos, no podían decir las mismas idioteces que decían cuando eran parte de TyC o Fox Sports). Frente a este desparramo de palabras y gestualidades prescindibles, la presidenta Kirchner recibió a la delegación en el predio de la AFA en Ezeiza y no en la Casa de Gobierno, aclamada por la multitud en la Plaza de Mayo, como sí había hecho Menem en 1990. Eso también podía ser evitado, y lo fue.

Y ENTONCES, MESSI: EL HÉROE FUTBOLÍSTICO, LA MUDEZ Y EL AGUANTE Hace más de diez años afirmé, en un artículo que envié a una revista británica, que Maradona era una de las figuras más conocidas del mundo. Un anónimo evaluador norteamericano contestó que él no lo conocía. En cambio, en un capítulo de la serie A Gifted Man, producida por Jonathan Demme para la CBS, un niño latino paciente del Dr. Holt (Patrick Wilson) muestra temor antes de una cirugía importante. El Dr. Holt intenta calmarlo: —¿Quién es tu deportista favorito? —Messi. —Bien, este doctor es el Messi de los cirujanos. Como el Dr. Holt, mi evaluador no podría alegar hoy desconocer a Messi. A diferencia de Maradona —o de Pelé, o de Eusebio, o de Garrincha, o incluso de Johann Cruyff, los nombres de la modernidad—, los héroes futbolísticos contemporáneos podrán ser héroes, pero no pueden ser nacionales. Desprovistos de toda épica, son magníficas figuras del espectáculo, por lo que necesariamente se vuelven actores globales, desterritorializados o con una re-territorialización marcada por su club local; inevitablemente europeo, aunque en un futuro no muy lejano puedan ser también chinos. En consecuencia, los héroes futbolísticos contemporáneos, figuras claves del relato nacionalista, no pueden hoy convertirse en patrimonios de un Estado nacional, porque están sujetos a la lógica mercantil del espectáculo global y de la industria cultural —que el Estado nacional no puede, ni desea, transformar—. Así como las transmisiones televisivas del deporte solo pueden ser capturadas por el Estado como mercancía aunque estatizada, no como patrimonio democrático de la ciudadanía, los nuevos héroes son inclusive inmunes a esa estatización: no hay Estado que pueda pagarla ni club que pueda usufructuarla. La figura de Messi debe ser analizada en ese marco. Porque juega simultáneamente en dos relatos: el patriótico —la posibilidad renovada de un héroe nacional— y el global — la estrella espectacular—. La revista Time, en su número de enero de 2012, presentó esa simultaneidad como tensión en su tapa: “King Leo: Lionel Messi is the best football player in the world, possibly of all time. So why won’t his countrymen love him? [Rey Leo: Lionel Messi es el mejor futbolista del mundo, posiblemente de todos los tiempos. Entonces, ¿por qué sus compatriotas no lo aman?]”. Cualquier respuesta implicaría 66

asumir la afirmación como válida, validez que debe ser discutida. En primer lugar, por el género: no sabemos si las mujeres argentinas no lo aman ya... En segundo lugar, porque las presentaciones recientes de Messi en juegos disputados en el interior de la Argentina revelaron que su figura estaba creciendo en estima entre los hinchas provincianos: compatriotas, aquí, funcionaría más bien como hinchas fanáticos porteños. En Rosario, por ejemplo, los hinchas decidieron privilegiar su condición de nativo de la ciudad por sobre cualquier otra consideración moral o futbolística. Lo que Messi no puede ser, sin embargo, es una repetición de Maradona: y ese es el marco inmediato de interpretación. Porque lo que el relato heroico del deporte argentino espera de él es esa repetición: el héroe plebeyo nacional-popular que lleva la patria a la victoria. Como ya hemos señalado, esa repetición es imposible por varias razones: en primer lugar, de clase, porque Messi no es un plebeyo ni puede fingir serlo —no hay hambre ni pobreza en su historia—. En segundo lugar, históricas: porque aunque jugara contra Inglaterra y convirtiera cuarenta y tres goles, eso jamás ocurrirá cuatro años después de una guerra. En tercer lugar, políticas: porque una ficticia construcción nacional-popular (que Messi vuelve imposible, porque no da el tipo) no ocurriría en contraste con un relato nacional-popular ausente —como Maradona—, sino justamente en su apogeo; el ciclo kirchnerista es precisamente nacional-popular. En cuarto lugar, deportivas: si bien su calidad futbolística es igualmente excepcional (si no más), su formación está organizada en torno del famoso tratamiento para el crecimiento corporal que recibiera en Barcelona desde sus 14 años, lo que lo sustrae de la épica del potrero y la escuelita —los lugares clásicos de la for​mación del futbolista argentino, el pibe que analizara Archetti— para impregnarlo de la lógica de la fábrica europea —la Masía, la escuela catalana—, puro control y disciplina, lo que lleva a la clausura de ese relato. Y, finalmente, razones ampliamente morales: Messi no es carismático, limita su exhibición al guion que el espectáculo global le reclama —un guion abundante, por cierto, pero minuciosamente previsible y previsto—, casi no habla: cuando habla, lo hace con el cuerpo, estrictamente en el juego. Messi es mudo, es un perro, como diría brillantemente Hernán Casciari: y los perros no hablan ni se vuelven símbolos nacionales. En resumen: de todas las condiciones de mito que Maradona presentaba, Messi tiene solo una. Nada menos que la condición excepcional de su juego: pero eso es ampliamente suficiente para hablar de fútbol, y bastante insuficiente para hablar de mitos nacionalistas y narrativas patrióticas. Messi, entonces, desprovisto de los desgarramientos y los conflictos —y de la condición plebeya, radicalmente popular— de un Maradona, no puede, pudo ni podrá articular ese relato deportivo de la patria. Aunque hubiese ganado la Copa del Mundo, aunque hubiera “traído la Copa” después de convertir treinta y siete goles, cinco de ellos épicos, nunca será otra cosa que un buen chico. Pero nunca un pibe. Messi es irreductible a la lógica del aguante, a la épica de los huevos y el corazón; por eso, porque la cultura futbolística argentina precisa siempre un héroe que funcione en esa serie, encontró a Javier Mascherano, una suerte de Maradona de segundo grado. El pobre Mascherano, un jugador excepcional, un centrojás como mandaba la tradición argentina, se vio reducido a un esforzado gritón que pone todo y se rompe todo, un sorpresivo modelo moral. De su inteligencia táctica y su destreza nadie se preocupó en hablar. Para la re-invención de los mitos nacional-populares no sirven más los jugadores excepcionales.

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Segunda parte Donde se debate la violencia; o mejor aún, se trata de entenderla, modificarla, solucionarla.

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La violencia, la academia y el fracaso. El debate como chamuyo

ENTENDER, DEBATIR, CAMBIAR Para comenzar a entender los fenómenos de la violencia en el fútbol precisamos responder una pregunta: ¿Quién habla sobre la violencia en el fútbol? O mejor aún: ¿Quién tiene algo nuevo, importante o más o menos certero para decir? Normalmente, los que hablan son tres actores: la violencia en el fútbol produce discursos periodísticos que exigen soluciones a los políticos, y discursos políticos que prometen esas soluciones coincidiendo con las descripciones, los diagnósticos y las demandas que producen los discursos periodísticos —porque los discursos políticos prescinden de descripciones y demandas propias—. Los discursos acadé​micos son, en general, un tercero ausente del debate; o limitado a un debate endogámico: hablamos entre nosotros. Algo de todo esto quiero narrar aquí. De lo investigado por los sociólogos y antropólogos y sus avatares y pliegues, sus itinerarios y deudas intelectuales. Es la historia de la academia hablando de la violencia en el fútbol, y también de algunas ignorancias militantes y perseverantes, y también de algunos silencios y rechazos: es, finalmente, la historia de un fracaso compartido por todos, el de no poder salvar una sola vida.

LOS INGLESES El mito sostiene que la gran solución al tema de la violencia en el fútbol la patentaron “los ingleses”, expulsando, disciplinando o exterminando a los hooligans —nadie sabe bien qué fue lo que hicieron—. Y bien: lo que hicieron fue pensar el problema, antes que pegar manotazos desesperados y espasmódicos al estilo criollo. La primera reflexión sociológica sobre los hooligans fue el trabajo de Ian Taylor, quien propuso una primera interpretación sugestiva que hacía hincapié en lo sucedido a fines de los sesenta: que los fenómenos de violencia eran obra de miembros de la clase obrera 69

inglesa, como forma de protesta por la “expropiación” que la industria del espectáculo estaba produciendo de un deporte que mostraba, hasta entonces, características casi exclusivamente populares. El fútbol se estaba transformando, ya en esos años, en un fenómeno internacional y de clases medias. Los hinchas originales, miembros de la clase obrera, habrían sentido que estaban siendo dejados de lado, que ya no constituían un elemento clave en esa cultura. Asimismo, reprochaban el acercamiento de los futbolistas —tradicionalmente originados en los medios obreros y consecuentemente vistos como “uno de nosotros”— al jet set y a un estilo diferente de vida. El hooliganismo sería entonces, según Taylor, una respuesta, una especie de protesta resistente destinada a retener el control del fútbol. Más tarde Taylor modificó parcialmente su tesis original, agregando que los hooligans eran jóvenes desempleados y excluidos en el proceso conservador thatcherista, por lo que protestaban además contra su marginalización: el hooliganismo era así explicado como una respuesta violenta a esa nueva situación. En ambos casos, a Taylor, como señalaron sus críticos, le faltaba trabajo de campo suficiente; se limitaba a leer los diarios. Los sucesos de Heysel, en Bruselas, el 29 de mayo de 1985, cuando los hooligans del Liverpool atacaron a los hinchas de Juventus causando más de treinta muertos, fueron un catalizador. Además de la exclusión de los clubes ingleses de cualquier competencia europea durante cinco años, los hechos provocaron un aluvión de estudios sobre el tema. Por ejemplo, la propia investigación belga sobre la masacre se la encargaron a la Universidad de Lovaina, en vez de dársela a la policía. Uno de esos estudios, encargado por el gobierno inglés al Parlamento, se publica en enero de 1986 y es firmado por lord Oliver Popplewell: es el Informe sobre seguridad y control de multitudes en estadios deportivos, de 1986. Popplewell arriesgó ciertas conclusiones sobre los hooligans: Ha habido siempre un grupo, a veces pequeño, que encuentra atractiva la violencia; este encuentra habitualmente en el estadio de fútbol un teatro conveniente para esa violencia, y en el partido de fútbol una ocasión para desplegar sus tendencias agresivas, que en otros tiempos y otros días serían exhibidas en los pubs, el centro de la ciudad o donde fuera. Popplewell concluía que “aunque los cientistas sociales encontraran la verdadera causa de la violencia en las tribunas, no puede prescribirse una cura completa, aun en el largo plazo”. Por eso afirmaba que “tomar adecuadas medidas preventivas puede ser útil para frenar la violencia en los estadios”. Estas tardarían aún cuatro años. Por su parte, la entonces Comunidad Europea, preocupada porque la violencia se extendía por todo el continente —con la aparición de ultras, skinheads y otras tribus similares—, comenzó a volcar sumas importantes de dinero para estudios académicos, lo que permitió un crecimien​to de la investigación aplicada. Lo mismo hizo el gobierno thatcherista, a partir, dado su carácter ferozmente conservador, de las hipótesis más elementales de la necesidad del control social. Allí es donde la figura de Eric Dunning es central. Dunning y su grupo de la Universidad de Leicester publicaron en 1988 su texto fundamental: Las raíces del hooliganismo futbolístico. Un estudio histórico y sociológico, cuyas interpretaciones reiterará, sin mayores variaciones ni mayor evidencia, hasta hoy. Dunning y sus colaboradores —la llamada “Escuela de Leicester”— demostraron simpatía por las tesis de Taylor: pero no por la clase obrera inglesa. Para ellos, las 70

explicaciones de Taylor se basaban en una visión romántica del pasado de los trabajadores; estos sectores reproducirían constantemente una tendencia masculina a demostrar públicamente niveles importantes de violencia. Para estos grupos, según Dunning, pelear o utilizar la fuerza física para obtener el control y la dominación sobre otros grupos es algo que, además de deseable, está plenamente justificado. En consecuencia, Dunning sostuvo que en el hooliganismo el protagonismo es de los “sectores más rudos de la clase obrera”, especialmente los jóvenes, excluidos del “proceso civilizatorio” descripto por el sociólogo alemán Norbert Elias; es decir, de la tendencia general a la reducción de la violencia en la vida social. Frente a esta explicación, las respuestas solo podían ser represivas, en principio, mientras que las preventivas solo eran “educativas”, a los efectos de reducir la violencia “innata” de estos grupos para devolverlos al “proceso civilizatorio”. Como sería señalado años después en las perspectivas críticas, especialmente de Gary Armstrong y Richard Giulianotti, las hipótesis de Dunning eran funcionales a las políticas thatcheristas, para las que la culpa de todo la tenían los pobres... por lo que además financiaron generosamente sus estudios (a través de órganos científicos como Football Trust, una agencia gubernamental creada en los años ochenta). Las críticas de Armstrong y de Giulianotti sobre las interpretaciones de la Escuela de Leicester no fueron solo ideológicas; también fueron metodológicas y empíricas. Ambos desarrollaron largas investigaciones etnográficas sobre hooligans, lo que los llevó a sostener que el trabajo de Dunning carecía de buena información, llegando a conclusiones falsas a partir de evidencia insuficiente: al centrarse sobre información policial y de prensa, Dunning terminaba compartiendo el estereotipo de sus fuentes. Porque, obviamente, la policía inglesa solo detenía a los jóvenes de clase obrera, jamás a jóvenes “normales” de clase media. Por el contrario, la etnografía —es decir, el trabajo de campo sistemático junto a los actores— revelaba que la composición social de los hooligans británicos (Giulianotti trabajaba sobre los escoceses; Armstrong, sobre los ingleses) era mucho más diversa. Armstrong, tras una prolongada etnografía entre los seguidores del Sheffield United, argumentaba que los hooligans ingleses no eran particularmente gente violenta, que entre ellos no había solo miembros desplazados de los subgrupos de la clase obrera y que mucha de la hostilidad contra ellos estaba basada en el pánico alimentado por la policía y los medios. Sin embargo, la violencia era endémica y real. Para Armstrong, esto se explicaba como resultado de la manera en que los seguidores disfrutaban el juego, y porque eso llevaba a transformar la oposición simbólica en confrontaciones físicas reales. Si el principal objetivo era la humillación simbólica del otro, esto se desplazaba rápidamente a la pelea concreta. Asimismo, el objetivo central de los jóvenes que devenían hooligans era la asociación con “compañeros”: no el ejercicio de la fuerza colectiva. Lo que los hooligans discutían —y eso puede aún verse en sus esporádicas reapariciones, especialmente en sus viajes al exterior— es, como dice Armstrong, “qué tipo de dramas sociales pueden ocurrir en espacios públicos, y qué códigos de conducta deben prevalecer”. Sin embargo, esa disputa no era política: los hooligans no eran militantes ultraderechistas, y en esto se diferenciaban de los skinheads alemanes u holandeses. La política era un hecho ajeno al hooliganismo, era una pura fantasía de la prensa británica. Cuando los hooligans destruían la propiedad privada, primer objeto de la violencia, no cuestionaban el régimen del capitalismo occidental: simplemente superaban 71

la primera barrera, el símbolo de seguridad, la base de la ley, luego de lo cual todo se transformaba en violencia absoluta, en la experiencia máxima de descontrol, esa alteración de la conciencia que ninguna droga puede lograr de manera tan eficiente. No había allí reclamos sociales —porque, como dijimos, sus militantes no eran necesariamente marginales—; había pura experiencia y pura satisfacción del deseo. Y posiblemente esto los volvía, para las épocas thatcheristas, aún más peligrosos. Las relaciones de la violencia con las drogas, o mejor aún, la experiencia de la violencia como una suerte de droga alternativa ya estaba en el libro Entre los vándalos (Among the Thugs), del periodista norteamericano Bill Buford, de 1991: un largo “reportaje” —hoy lo llamaríamos una crónica— de su experiencia junto a grupos de hooligans ingleses, tanto en el fútbol local como en partidos jugados en otros países de Europa. Finalmente, el 15 de abril de 1989 ocurrió la masacre de Hillsborough, una avalancha en el estadio del Sheffield Wednesday durante una semifinal de la FA Cup que provocó 96 muertos, todos hinchas del Liverpool, aplastados y asfixiados contra la reja que dividía las tribunas populares del campo. Esas rejas, claro, estaban para prevenir las invasiones del público, pero se transformaron en una trampa mortal. La primera investigación policial insistió en acusar a los hooligans del Liverpool, y en sostener la tesis de que la borrachera de los hinchas era la causante de la masacre. Pero una investigación parlamentaria demostró que la avalancha había sido causada por las pésimas condiciones del estadio para la presencia de públicos masivos, así como el mal entrenamiento de la policía para lidiar con esos públicos, a los que trataba indistintamente como “violentos” e “inadaptados”. En el año que siguió, el gobierno encargó el llamado Informe Taylor, que produjo tanto un diagnóstico como una serie de sugerencias que fueron rápidamente adoptadas. Entre ellas, la reforma integral de los estadios, tendientes a garantizar la seguridad de los espectadores y evitar accidentes de masas —y por eso la desaparición de las rejas y los alambrados perimetrales—. Una norma posterior, luego adoptada en toda Europa, estableció que las entradas y salidas de los estadios debían ser suficientes para que la asistencia se desconcentrara, en condiciones normales, en apenas ocho minutos. En el mismo sentido apuntó la política del all seated —todos sentados—, la ven​ta de abonos por toda la temporada, el control minucioso de todos los asistentes a través de un circuito cerrado de televisión y la prohibición del consumo de alcohol en las butacas, aunque se mantuvo la venta en el anillo interior del estadio: los británicos aseguraron que era mejor controlar el consumo en el estadio antes de que los hinchas llegaran borrachos desde sus barrios. Las modificaciones establecidas por el Informe Taylor llevaron a reformas integrales de todos los estadios británicos, y luego, de los europeos. En tanto se trataba de empresas privadas, los clubes debieron endeudarse o buscar auspicios para estas reformas; resultó una excusa perfecta para un proceso paralelo —sobre el que volveremos— de encarecimiento vertiginoso de los precios de las localidades, y una renovación del público en un sentido elitista: los grupos populares, la vieja clase obrera que había inventado el fútbol inglés como orgullo de los trabajadores, quedaba fuera del estadio. En 1992, en su famoso libro Fiebre en las gradas (Fever Pitch), el escritor Nick 72

Hornby registró el inicio de las discusiones al respecto. Por un lado, señalaba que la desa​parición de las populares no significaba necesariamente la pérdida de la idea de la fiesta en la cancha: “Las localidades de asiento no convierten automáticamente un campo de fútbol en una iglesia”. Pero luego avanzaba con una discusión más duramente económica y sociológica: No queríamos nuevos campos, y ahora no queremos los viejos, al menos si han de ser rehabilitados para garantizar nuestra seguridad, y si los clubes tienen que pasarnos factura por ello. “¿Y si me apetece llevar a mis hijos a un partido? No me lo podré permitir.” Claro está que tampoco podemos llevar a los niños a Barbados, a Le Manoir aux Quat’Saisons ni a la ópera. Cuando llegue la Revolución está claro que tendremos la posibilidad de hacer todo eso cuando nos venga en gana. Hasta ese día, sin embargo, este argumento parece más bien inviable, más una queja que una objeción razonada. [...] Es evidente que de alguna manera hay que pagar las mejoras que se introduzcan en los estadios; es inevitable que suba mucho el precio de las entradas. [...] No obstante, los planes previstos por el Arsenal y el West Ham van mucho más allá: utilizar esos aumentos de precio para cambiar a un tipo de hinchada por otro muy distinto, para quitarse de encima a los hinchas de antaño y hacerse con otro grupo más adinerado, es un tremendo error. Aun así, es un error que los clubes tienen la absoluta libertad de cometer. Estas modificaciones en el fútbol en los noventa y la progresiva disminución del hooliganismo, expulsado de los estadios, llevó a la investigación inglesa a apartarse de la problemática y a dirigir sus esfuerzos a otros asuntos, aunque con una derivación interesante: el auge de los circuitos cerrados de televisión en la vigilancia de los estadios permitió la discusión criminológica e ideológica de estos sistemas, luego colocados por todos los espacios públicos, probablemente violatorios de los derechos individuales a la intimidad y a la propiedad de la imagen de uno mismo. Preocupación que nadie ha arriesgado hasta ahora en la Argentina, donde pareciera que todas las soluciones consisten en poner cámaras hasta en la garganta, para luego pasarles las imágenes a los noticieros; pregúntenle al (diputado ex intendente) Massa. Lo cierto es que la “solución inglesa”, junto con una serie de apuestas positivas, terminó concretando una radical exclusión de públicos: justos o pecadores, pero todos populares. Una suerte de “blanqueamiento” de los estadios con justificaciones “de mercado”.

LOS SOCIO-ANTROPÓLOGOS CRIOLLOS Simultáneamente a estos avatares comenzaba la investigación argentina, pero de un modo que pareció clandestino: porque son trabajos apenas conocidos por especialistas, a pesar de su difusión académica internacional o, incluso, a pesar del hecho de que los primeros materiales fueron publicados en colecciones de divulgación y con tiradas importantes. Es el caso de los libros de Amílcar Romero, un periodista independiente que desplegó profusas y documentadas investigaciones sobre las muertes en incidentes 73

relacionados con el fútbol, compilados especialmente en tres libros publicados entre 1985 y 1994 y distribuidos en circuitos de venta masiva. Romero privilegió, en su documentación, el registro de las muertes como casos indudables, fuera de toda discusión sobre el carácter vago de un “incidente”; ese registro le permitió establecer series prolongadas que demuestran la presencia de la violencia futbolística como un proceso iniciado casi con la misma historia del fútbol argentino. Romero calificaba a las barras bravas como una “contrasociedad deportiva”, optando por señalarlas como culpables centrales del fenómeno, pero indicando también que esa actuación es indisociable de un contexto más amplio, la totalidad de la cultura futbolística, primero, y la sociedad en general, como segundo anillo; en ese movimiento, se separaba de la interpretación que ya en esos años se revelaba hegemónica (y que permanece inalterada hasta hoy), que limita toda la responsabilidad a las barras. A la vez, su documentación sobre muertos se transformó en una magnífica base de datos, Muerte en la cancha, donde presentó cada caso ampliado, más de una vez, con recortes periodísticos y comentarios del propio Romero. La base fue puesta on line muy tempranamente, aprovechando todas las posibilidades de hosting gratuito que Romero encontraba, pero siempre privada de cualquier tipo de apoyo estatal o privado. En un temprano 1985, por su parte, ya aparecía el primer artículo académico, si no sobre violencia específicamente, destinado a analizar la cultura futbolística argentina. Es el pionero “Fútbol y ethos”, de Eduardo Archetti, en el que se ponían de manifiesto las líneas centrales de lo que será la producción del autor en los años siguientes: la utilización de dos categorías antropológicas, la de ethos y la de ritual, le permitieron interpretar de manera aguda la constitución de toda la cultura futbolística como manifestación agonística y trágica, así como los repertorios de la masculinidad entre los hinchas argentinos, con la carga de violencia simbólica que implican estos códigos fundamentalmente ligados a una sexualidad discursivamente agresiva. Esa línea fue retomada por Archetti en un texto de 1992, publicado en italiano (“Calcio: un rituale di violenza?”), y a la vez ampliada: porque las características simultáneamente trágicas y cómicas del ritual futbolístico argentino habrían decantado en un sentido trágico, desplazando lo carnavalesco. Esta idea es crucial, aunque no fue leída fuera del circuito académico: desmintiendo las descripciones atemporales (“el fútbol siempre ha sido así”) o folklorizantes (justamente, las que hablan de un presunto “folklore del fútbol”), Archetti demostró una dinámica de cambio y transformación, en la que el sentido y la dirección de esa transformación no pueden ser celebradas. En ese mismo trabajo, Archetti discutía las para entonces dominantes interpretaciones de la escuela de Leicester —porque conocía la investigación etnográfica de Armstrong y Giulianotti, a los que había acompañado desde el inicio de sus trabajos como jóvenes investigadores—, y extendía su crítica a las versiones periodísticas argentinas: esa explicación —o más bien, esa interpretación interesada, y fácilmente rebatible— se basa en una pretendida “mayor violencia” de las clases populares. Como bien refutaba Archetti, la historia argentina demuestra que las clases dirigentes han sido pertinazmente más violentas que las clases populares. Así, “[todo] esto crea un contexto en el que la práctica de la violencia se vuelve cada vez más legítima”. Esa legitimidad no procede solamente de la cultura futbolística: si, por un lado, el predominio de los elementos trágicos crea un contexto inmediato de producción de actos de violencia (entendidos como) legítimos, por otra parte el contexto político argentino generaba el mismo efecto. 74

De 1994 es el primer artículo académico específicamente dedicado a la violencia en el fútbol argentino, publicado en una compilación británica editada fuera de la órbita de la Escuela de Leicester (organizada, entre otros, por Giulianotti), y escrito, como justo corolario de lo que hemos afirmado hasta aquí, por Archetti y Romero: “Death and Violence in Argentinian Football” [“Muerte y violencia en el fútbol argentino”]. Además de retomar las críticas a los enfoques de Dunning, los autores narran cuatro episodios significativos de una historia de la violencia relacionada con el fútbol en la Argentina, casos que les permiten enfatizar la complejidad del cuadro: se trata tanto de muertes a manos de la policía como por enfrentamientos entre hinchadas, agregando además el componente político que estos hechos acarrean desde mediados de la década de 1970. La conclusión de Archetti y Romero, lejos de proponer una solución o una única interpretación, insiste en la necesidad de vincular la investigación a marcos más amplios, fuera de los cuales toda lectura del fenómeno de la violencia en el fútbol es esquemática y reduccionista: Sin embargo, un cambio de enfoque en el estudio del hooliganismo debería permitir concebir los asuntos morales y los dilemas culturales de la muerte y la violencia en el fútbol como problemas sociológicos generales. La manera como la sociedad inglesa se enfrenta con la muerte y la violencia nos parece un objeto más relevante de estudio que continuar en el tipo de investigación que pretende un mejor entendimiento de la lógica de comportamiento de un fanático. Una contextualización mejor del hooliganismo inglés y el diferente resultado de los actos de violencia debería permitir un análisis de la manera en que la sociedad inglesa concibe y tolera la muerte en el fútbol. Este cambio de foco implica un desplazamiento desde el análisis de la cultura de los hinchas de fútbol al campo general del análisis cultural. El fútbol se transforma así en una arena en la cual los actores sociales simbolizan, reproducen o discuten por medio de sus prácticas sociales los valores sociales dominantes en un período dado. Consecuentemente, el fútbol y el deporte en general se vuelven una dimensión central en el análisis de los procesos sociales y culturales. Sobre esa senda transitó nuestro trabajo desde un lejano 1998, y se transformó en un texto de 2000 (“‘Aguante’ y represión: fútbol, violencia y política en la Argentina”), que intentaba dialogar al mismo tiempo con los trabajos de Archetti y Romero, con la investigación británica de Armstrong y Giulianotti, con lo poco que comenzaba a aparecer de la investigación brasileña; pero también, y especialmente, con nuestra propia información etnográfica, que producían José Garriga Zucal y Verónica Moreira para sus tesis de graduación en Antropología. Ese artículo sigue siendo pionero para la nueva etapa que comenzó en este siglo: acuñamos allí la primera formulación teórica de la categoría de aguante, que, aunque había sido señalada originalmente por Archetti, no había sido desarrollada hasta entonces. Una primera versión, plena de inocencia y entusiasmo político, nos llevó a proponerla como categoría transgresora y resistente, formulada por hinchas deseosos de impugnar corporalmente un orden de cosas ajeno y opresor. Pronto comprendimos, gracias a las etnografías de Garriga Zucal y Moreira y a su perspicacia interpretativa, que no había nada de político en un sentido superficial de la observación y de la palabra. Volveremos sobre esto en el próximo capítulo. Y allí comenzaron nuestras pobres experiencias políticas. En mayo de 2003 el ex 75

árbitro Javier Castrilli fue nombrado por el flamante presidente Néstor Kirchner a cargo de una nueva área, en la jurisdicción del Ministerio de Seguridad y Justicia de Gustavo Beliz, cuya responsabilidad era combatir la violencia en el deporte. Habíamos conocido a Castrilli en su experiencia pública anterior, como director de una comisión de investigaciones sobre violencia en espectáculos deportivos en la provincia de Buenos Aires a fines de 2000. Lo acompañamos en esa aventura inhóspita; nos fuimos, bastante espantados, a comienzos de 2002, luego de recorrer todo el conurbano bonaerense en una historia bizarra, llena de anécdotas olvidables, porque las disputas políticas con el gobierno provincial que teóricamente nos apoyaba hicieron imposible cualquier generación de políticas concretas; pero también fue una etapa fructífera de investigación. No hubiera sido posible una acción política eficaz, porque las contradicciones de la Comisión Castrilli eran infinitas: comenzando por la participación de un célebre comisario, que le pasaba todos nuestros textos internos a la Policía Bonaerense para que “opinara” sobre ellos, o la de algunos otros partícipes de la empresa que entendían que nuestro equipo estaba “del lado de las barras bravas”. Pero se pudo cumplir una etapa de diagnóstico bastante fecunda, aun en su desprolijidad. Cuando Castrilli pasó al ámbito federal, volvió a llamarnos, con la promesa de hacer caso a nuestras recomendaciones y nuestros planteos. A los cuarenta y cinco días quedó clarísimo que esa promesa era falsa: que las convicciones de Castrilli (y su corte de asesores brancaleónicos) distaban muchísimo de las nuestras. En ese momento le anunciamos nuestro divorcio definitivo y huimos. El Estado había decidido que una política específica podía desplegarse sin prestar la menor atención al conocimiento generado por sus propias instituciones científicas. Aunque fuera para exhibir una mascarada seria y progresista.

LOS CRONISTAS Y LOS CHISMÓGRAFOS Mientras el Estado practicaba políticas autistas, inconducentes y mortalmente ineficaces —los muertos se siguieron sucediendo—, el periodismo insistía en limitar sus narraciones e interpretaciones al marco que ya habíamos analizado críticamente en nuestro trabajo de 2000. Allí afirmábamos que cuando el periodismo trabaja los problemas de violencia, lo hace regido por lo que Ford y Longo llaman la “lógica de casos”; el “problema” asoma en la superficie de las primeras planas cada vez que se produce un “caso” que lo reactualiza. Pero su tratamiento no excede los días en que el caso en cuestión se mantiene en la agenda, para luego desaparecer. Durante esos días, predomina la reproducción del discurso dominante, expuesto como sentido común; la “investigación” se entiende como producción de datos (estadísticos o documentales), agregando normalmente una nota editorial focalizando y advirtiendo a la comunidad sobre los caminos a seguir. Sin embargo, el caso no remite nunca a contextos más amplios de argumentación y explicación; se cierra sobre sí mismo, agotando toda la exposición y el conocimiento posible en la pura narración del hecho. Cada muerto, desde 2000 para aquí, fue calificado por el periodismo como el que debía conducir a un debate definitivo, a una solución final (abusamos de la metáfora...). Una semana después, la noticia estaba tan fría como el cadáver: podíamos sentarnos a esperar el próximo muerto. Desde entonces hasta hoy, ese modo de narrar se mantiene inalterado, con notorias 76

recurrencias del tratamiento a pesar de diferencias formales e ideológicas entre los distintos medios. En todos ellos el adjetivo dominante —transformado en sustantivo— es inadaptado: los supuestos responsables, llamados los violentos, son colocados fuera de la normalidad social en el marco general (y tajante) de un nosotros (los buenos) versus ellos (los malvados y violentos). Asimismo, son sujetos animalizados: bestias, animales salvajes. Posiblemente el mejor ejemplo contemporáneo de esta caracterización sea el trabajo de Gustavo Grabia, periodista del diario Olé. En 2009 Grabia publicó su La Doce. La verdadera historia de la barra brava de Boca, un libro en el que hilvana la historia de la hinchada de Boca desde su “invención” en los años sesenta hasta la actualidad. La historia, más o menos bien narrada, se reduce a una acumulación de anécdotas y biografías de los personajes involucrados en la barra, con unas cuantas referencias a las vinculaciones con los dirigentes deportivos del club y algunos dirigentes políticos, sin ninguna mención de fuentes, datos o bibliografía. Hay ausencias llamativas: el nombre de Julio Grondona, el fallecido presidente de la AFA, por ejemplo, se menciona solo una vez. Para tratarse de la historia de la barra brava más importante del fútbol argentino, en un período que está básicamente organizado por la presidencia de Grondona, es demasiado poco. (A pesar de que Grabia sostuvo haber sido echado de TyC Sports en 2007 por declaraciones críticas contra Grondona). La otra ausencia es que en todas sus páginas no hay una sola idea respecto de por qué podía ocurrir esa concentración de poder y dinero: el poder se acumula y el dinero fluye, pero la atención se concentra sobre las acciones y no sobre qué trama de significado podía sostener la legitimidad del prestigio de la barra entre el común de los hinchas. Es lógico: Grabia participa de esa costumbre de solucionar todo llamando a la barra “los violentos”; y en ese mismo movimiento pretende dejar todo explicado. Son violentos: no hay nada más que explicar. La ausencia de teoría sociológica, antropológica o incluso psicológica es grosera: una mínima búsqueda en Wikipedia le permitiría comprobar que no existen seres humanos que son violentos, sino sujetos que usan la violencia en contextos y con significados específicos. Pero, además, Grabia coloca finalmente su trabajo en una lógica de producción periodística que le debe más a las batallas entre el gobierno y el Grupo Clarín que al rigor y el respeto por la información. En el libro, al narrar algunos vericuetos judiciales de la causa por el asesinato de Gonzalo Acro en la interna de los Borrachos del Tablón (la barra de River Plate), comenta que algunas escuchas telefónicas fueron dadas a publicidad antes de tiempo. Y afirma: “La confidencialidad de la información es clave para el trabajo judicial, a menos que no se tenga un cuerpo probatorio importante y lo que se busque sea complicar mediáticamente a una persona” (página 240). Y bien: a finales de 2013, Grabia se dedicó a publicar escuchas telefónicas que habría obtenido el fiscal José María Campagnoli, escuchas que involucrarían a dirigentes de River, líderes de la barra y algunos personajes políticos, entre ellos el hermano de la entonces flamante ministra de Seguridad Cecilia Rodríguez, en una trama de reventa ilegal de entradas. El juez actuante anuló las escuchas, porque habían excedido el mandato explícito con el que se habían ordenado, y se negó a proseguir la causa justamente porque la difusión de estas escuchas —es decir, la acción de Grabia— había hecho fracasar toda la investigación. Grabia publicó una nota indignada en Olé, según la cual la causa debió haber seguido a pesar de las irregularidades del fiscal y de su propio error: publicar información para “complicar 77

mediáticamente a una persona”, como él mismo había diagnosticado años atrás. Junto a la ausencia de teoría, el cronista demostraba su desconocimento de los mecanismos liberales de administración de justicia: su especialidad era la “condena” a través de pasquines. Por todo esto es que hablamos de fracaso. Cuando la ausencia de la transformación del fenómeno de la violencia en el fútbol significa la continuidad de muertes sistemáticamente injustas —como cada muerte previsible y evitable—, no podemos evitar el regusto del fracaso. Y la necesidad de redoblar el esfuerzo, claro: “solucionar” el problema de la violencia consiste primero en entenderla. Por eso volvemos a la carga, en el próximo capítulo.

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Una teoría general del aguante

UNA LÓGICA POPULAR DE LA PRÁCTICA (POPULAR) Se ha descuidado un punto de partida elemental en el tratamiento de la violencia en el fútbol: no hay acción sin causa y sin sentido. Si no conseguimos la información suficiente para contestar esas dos cuestiones, si no producimos interpretaciones rigurosas y adecuadas, no podremos entender de qué se trata. Nada: la violencia en el fútbol, el narcotráfico o la costumbre de hacer regalos para los cumpleaños. Cuando el tratamiento periodístico y político, como hemos argumentado, “soluciona” todo hablando de “los violentos”, infiere una causa y un sentido: la violencia ocurriría, según ellos, porque hay sujetos intrínsecamente violentos, que todo lo hacen violentamente y cuyo único objetivo es obtener dinero a cambio de esa violencia arbitraria y, para colmo, congénita. (Esto, a su vez, supone un único camino para la solución: “expulsar a los violentos del fútbol argentino”, “desterrar a esa lacra humana”, “exterminar a esos animales”. Estas barbaridades han sido dichas, incluso públicamente, sin miedo a las implicancias autoritarias: aunque esas posturas contradicen algunos principios básicos del derecho democrático). En consecuencia, las únicas medidas alguna vez tomadas han sido represivas, pero limitadas al reparto de palos al por mayor entre todos los hinchas. En pocos casos ha habido condenas judiciales, producto de la acción de unos pocos fiscales y jueces con inteligencia como para probar hechos criminales previstos en el Código Penal —porque, ya que estamos: la Ley De la Rúa, una ley pensada específicamente para los hechos de violencia deportiva, es una tontería digna de su autor, y el cuerpo jurídico más inútil de la legislación argentina—. Para colmo, como todos sabemos y ampliaremos en este capítulo, las relaciones entre hinchadas y dirigencias policiales, políticas y judiciales son tan tortuosas que vuelven imposible el desarrollo de tácticas represivas con alguna posibilidad de éxito. Es indiscutible, las soluciones judiciales y policiales no han dado ningún resultado. Por eso es que reclamamos al menos la posibilidad de pensar y discutir alternativas, que deben comenzar, como dijimos en la primera oración, por entender causas y sentidos. Y para eso precisamos partir de un principio antropológico, aquel que afirma que las acciones sociales deben comprenderse en función de la lógica de los que las realizan. Dicho rápidamente: si aquellos que no ejercitamos prácticas violentas ni siquiera para darles un chirlo a los chicos, aquellos que sentimos un pánico proverbial ante el dolor 79

físico, aquellos que hemos evitado toda situación de enfrentamiento desde nuestra más tierna infancia, intentamos interpretar los hechos de violencia desde nuestros propios parámetros morales de acción, no vamos a entender nada. Para no hablar de que esos juicios morales —porque no se trata de interpretación más o menos científica, sino de juicios rápidos que condenan sin posibilidad de defensa— son producidos desde una flagrante hipocresía: los mismos dirigentes deportivos y políticos que rechazan exasperados la violencia de las hinchadas hacen uso de ella en situaciones específicas. O más exasperante es el hecho de que los mismos autodenominados “hinchas comunes” rechacen a los “violentos”, prediquen su condena, y luego reclamen la violación anal de los adversarios, los escupan y agredan físicamente, pasen del “no existís” a la amenaza de muerte. Una gigantesca hipocresía que encubre un riguroso etnocentrismo: juzgar las acciones de los otros a partir de los propios parámetros culturales y morales, parámetros que para colmo son mentirosos. Como ya señalamos, no hay práctica sin lógica que la contenga, la explique, la permita y le dé sentido. La idea de lo “instintivo” puede ser simpática para describir acciones puntuales y focalizadas, pero no para comprender prácticas de masas, extendidas en el tiempo, en el espacio y entre sujetos de diversas clases sociales, géneros y edades. Además, lo “instintivo” nos vuelve a poner otra vez en el mundo animal, que es lo que queremos evitar. Los seres humanos no actúan en el vacío de sentido: producen sus prácticas en medio de complejas codificaciones culturales, morales e ideológicas a las que responden de modo más o menos consciente. Codificaciones que pueden cambiar: justamente porque son humanas, han sido elaboradas por sujetos que a partir de ellas modificaron otras anteriores; codificaciones que volverán a ser suplantadas cuando se encuentren o inventen otras mejores. No hay determinismos cerrados en la acción social: con mayores o menores dificultades, los sujetos tienen capacidad para discutir incluso sus determinaciones biológicas, de clase o étnicas. Un ejemplo que parecerá lejano, pero que es absolutamente adecuado. En un célebre y maravilloso trabajo que tiene ya más de treinta años, el historiador inglés y marxista Edward Palmer Thompson se preguntaba por las razones por las que los pobres se sublevan. La respuesta inmediata, decía Thompson, es porque tienen hambre: pero esa respuesta es suficiente solo cuando se sublevan los hambrientos, y no cuando los hambrientos no se sublevan o los que se sublevan no están hambrientos. Para Thompson, la cantidad de hambrunas sufridas en silencio por los pobres del mundo es un claro signo de que el hambre no justifica, por sí sola, la insurrección. En ese artículo, “La economía moral de la multitud”, Thompson analiza las revueltas ocurridas a finales del siglo XVIII en Inglaterra, un momento en el que el alto precio del grano en los mercados internacionales llevó a que los productores acapararan el cereal y evitaran enviarlo al mercado interno, reservándose las pingües ganancias del comercio exterior. La carestía subsiguiente generó amotinamientos y saqueos contra productores y acopiadores, a los que responsabilizaban con justa razón del hambre popular. La intervención de las autoridades, locales o nacionales, fue oscilante: a veces represiva, a veces paternalista, obligando a los acopiadores a entregar grano. Lo que estaba en juego, lo que se disputaba, era el nuevo predominio ideológico del liberalismo económico —Adam Smith estaba en la cresta de la ola— frente al viejo paternalismo que protegía a los pobres (para evitar que 80

se sublevaran, justamente): a esto llamaba Thompson la “economía moral de la multitud”, esas pautas no escritas, no demasiado políticas, fundamentalmente éticas, pero plenas de lógica y productoras de prácticas populares. El motín no era una reacción espasmódica motivada por el hambre: se trataba de decisiones racionales, basadas en la inteligencia, en la moral y en la experiencia. Los actores populares no actuaban golpeándose el estómago: lo hacían desde una lógica moral implacable. Como siempre. Entender, entonces, la lógica de la violencia en el fútbol es el punto de partida para comprender mejor el fenómeno. Pero entenderla significa escuchar a los actores.

UNA RETÓRICA, UNA ÉTICA Como vengo anticipando, desde hace casi quince años insistimos en que esa lógica se llama aguante. Una popularización fácil —de la que somos corresponsables— ha dado en llamarla “cultura del aguante”, aunque en realidad deba ser llamada ética del aguante, porque está organizada como un sistema básicamente moral. Para entenderla y organizarla, es bueno comenzar por sus retóricas. Es decir: un vocabulario y un sistema de metáforas, un lenguaje que nos permite comprender de qué estamos hablando. En uno de los sketches más festejados del ciclo Peter Capusotto y sus videos, con guión de Pedro Saborido y Diego Capusotto e interpretado por este último, se nos ofrece la posibilidad de ver el mecanismo por el que una canción popular y rockera se transforma en una canción de hinchadas. Para eso, Capusotto presenta canciones distintas del repertorio rockero —nunca se trata de canciones efectivamente apropiadas por las hinchadas— y propone una lista de palabras con las que producir la canción transformada. Esa lista es decisiva: porque proporciona el vocabulario del aguante. En esas listas, variables mínimamente en los distintos sketches, aparecen palabras tales como “culo”, “puto”, “pete”, “yuta”, “fierro”, entre otras. Al unirlas en nuevos enunciados, las canciones que se producen son, por ejemplo, estas: Vos vivías escondido como rata/ esta banda ayer te fue a buscar/ ni tirando unos corchazos la aguantaste/ y los ranchos te empezamos a quemar/ Sos un putito cagado/ a ver si aguantás los trapos/ Se fueron todos en micro/ qué chupapetes que sos/ Vení a la villa si aguantás/ la, lala, lalalalaaaaa... (Con la melodía de “El oso”, famoso tema de Moris). Nos encontramos en la estación/ y vos venías con la yuta/ Y te volvimos a correr/ como corriste siempre/ Porque vos sos un puto y vigilante/ ni con la yuta te plantaste/ sos buchón/ se acabó/ se acabó este/ se acabó este juego, el culo entregás. (Con la melodía de “Canción de Alicia en el país”, de Serú Girán). Estas canciones no existen: pero podrían existir, son textos posibles. La parodia señala, con inteligencia, el carácter retórico de estos argumentos. Y lo que esta retórica permite 81

leer es un sistema moral radicalmente polar, y al mismo tiempo cerradamente masculino. En este sistema no hay lugar para las mujeres: de un lado están los hombres, y del otro los “no-hombres”, que no son las mujeres sino los homosexuales: los putos. En otras épocas podían incluirse los niños en la metáfora de la paternidad: “hijos nuestros”. El despliegue de la retórica aguantadora fue desplazando esta metáfora hasta la utilización ocasional. Su reaparición estelar fue, como todos sabemos, el reciente “Brasil, decime qué se siente”, un compendio de todos los lugares comunes de la retórica aguantadora: entre ellos, la paternidad y el sometimiento sexual (“el Cani los vacunó”) o el llanto propio de lo femenino (“seguís llorando”). Otro de los argumentos reiterados era la afirmación masculina argentina frente al debut sexual de Pelé “con un pibe” (es decir, paidófilo y homosexual). De un lado, los hombres, que son los que aguantan: es decir, los que tienen coraje, los que en consecuencia tienen “huevos” —porque, al ordenarse en torno de metáforas sexuales, todo se vuelve genital, hasta el coraje—, los que “se plantan” y no “corren”, asegurando el territorio; los que defienden los “trapos” (las banderas) frente al ataque del adversario. Son los que no precisan aliados, y mucho menos la policía, la “yuta” —buchones, botones, tiras, canas, vigilantes, cobanis—, que como usan “fierros” (armas) y rehúsan en consecuencia la pelea mano a mano, tampoco tienen coraje. Es tan potente esta metáfora de la genitalidad masculina como símbolo del coraje que inclusive ordena el discurso femenino. No solo porque las mujeres reclaman huevos a los jugadores, a los rockeros, a sus parejas, al mundo entero, sino que a veces ellas mismas se jactan de tenerlos hasta que de pronto recuerdan sus ovarios. La metáfora de los ovarios, en realidad, es una metáfora también masculina, porque insiste en que el coraje es genital. El momento en que reemplaza los huevos por los ovarios lo que hace no es proponer una alternativa al discurso masculino, sino reproducirlo. Este peso de la metáfora genital como gran ordenadora de la cultura es profundamente masculino; y es tan masculino que hasta las mujeres lo reproducen sin darse cuenta, con lo cual demuestra, finalmente, su poder. Hasta el Estado argentino toma esto con poco cuidado: en algunas de las publicidades de Fútbol para todos en el Mundial 2014 se afirmaba la necesidad de “poner todo”: eso, se sabe, significa poner huevos, mais uma vez. Del otro lado, consecuentemente, están los “putos”. Por oposición: todos los que no son lo que acabamos de decir, incluyendo entre ellos a la policía. Y por consecuencia: en tanto el sistema se organiza genital y sexualmente, la relación entre hombres —machos — y putos se metaforiza a través de las relaciones sexuales masculinas; es decir, la penetración anal ​— “romperles el culo”— y el sexo oral —“chupapetes”. Para usar categorías de la epistemología maradoniana, es lo que va de la tenés adentro a que la sigan chupando. Desde ya, estas son metáforas fáciles y perfectamente comprensibles, e incluso no son necesariamente homofóbicas, aunque lo parezcan. Porque es una metáfora: lo que define la posesión de aguante no es la heterosexualidad, sino la capacidad para el combate. El aguante denomina la capacidad de “plantarse” y “no correr”: no se limita a otras expresiones corporales tales como acompañar al equipo en viajes insondables a lo largo y 82

ancho de la república, o soportar fríos y calores descomunales, o cantar durante horas con potencia desgarrada. El aguante se verifica, se prueba, se aquilata en el combate. Este fue el error descomunal de Martín Souto en su programa televisivo de TyC Sports durante años: pensar que podía llamar “aguante” solo a una serie de capacidades más o menos fiesteras y simpáticas. Del mismo modo, amplificó los escenarios para los mensajes entre las hinchadas, que sabían cómo y cuáles banderas colocar para ser vistas por el programa. Por consiguiente, las hinchadas deben conmemorar esos combates, a través de los cuales demostraron su propio aguante y la ausencia del ajeno —porque, además, todas las hinchadas mantienen una suerte de rating imaginario en el que la concurrencia al estadio, la abundancia de banderas, los enfrentamientos con la policía (los más valiosos, los que más puntos dan) y con las otras hinchadas permiten establecer jerarquías: hinchadas más o menos aguantadoras. Pero no alcanza con las conmemoraciones: porque el aguante no es puro relato, sino un relato inscripto en el cuerpo, una memoria de la acción en la que las cicatrices de los combates pasados cumplen un rol decisivo. Nadie puede “irse de boca”, “chamuyar” el aguante: el combate debe ser real, y debe poder comprobarse en el cuerpo. El aguante se inscribe en el cuerpo. El aguante se ejecuta con el cuerpo. La lógica del aguante es tan corporal que inclusive permite explicar el exceso corporal. Por ejemplo, el abuso en el consumo de drogas y alcohol. ¿En qué consiste ese abuso? Consiste en explotar el límite del cuerpo. Uno es muy macho si bebe mucho; es muy macho si no cae redondo, si aguanta ingestas desmesuradas de drogas y pastillas. Es una lógica cerradamente corporal, profundamente aguantadora. También por cierto, profundamente machista. Pero, me detengo en esto, es duramente corporal. El aguante es una lógica del cuerpo. Y en tanto que lógica del cuerpo, contradice también el predominio de la racionalidad discursiva, presuntamente abstracta y letrada. En tanto que la moralidad, y también la economía burguesa, son básicamente simbólicas y discursivas, son bá​sicamente palabreras, esta lógica exasperada y excesivamente corporal aparece como radicalmente otra, aparece como destinada solamente al rechazo. En un texto que escribimos con José Garriga Zucal dijimos que este imperialismo lingüístico, el de la otredad negativa, este que condena al otro a un mundo meramente corporal, tiene límites prácticos. Por ejemplo, el fracaso de las llamadas “políticas de prevención”, que interpelan a los sujetos desde lógicas ajenas a las experiencias que constituyen los sentidos que estamos analizando. Porque esas estrategias de prevención no comprenden la lógica que gobierna a la práctica y por lo tanto están condenadas al fracaso. Así, el aguante es entendido como una categoría puramente lingüística, desprendida de su relación directa con una experiencia corporal. En ese desplazamiento, el discurso hegemónico prefiere renunciar a la interpretación y califica de irracional a la práctica; porque la racionalidad de esa práctica, como estamos argumentando, exigiría entender lo corporal como significante. Si se acepta la lógica aguantadora como lógica legítima, se desmiente una lógica hegemónica basada en la pura racionalidad de la letra y de la escritura. El aguante sigue siendo una lógica machista, masculina, de una moralidad 83

insoportable, basada en quién la tiene más larga, pero aun así es una lógica. Y es una lógica popular, que entonces funciona como alternativa: está señalando una lógica otra, una lógica no hegemónica, una lógica no burguesa, una lógica no racional ni letrada. ¿En qué consiste esta lógica de la práctica? Consiste en un mundo moral según el cual defender el honor, el territorio, la tradición, el orgullo del barrio, el equipo y los colores es tarea de machos que debe ser ejecutada con el cuerpo a partir de una serie de prácticas especialmente violentas: el combate, la pelea. Esto tiene infinitos recovecos, transformaciones, no es una lógica estable: es una lógica cambiante. En un artículo reciente, Verónica Moreira trabaja con los testimonios de los hinchas viejos frente a los hinchas nuevos, y aquellos afirman: “Con el fierro cualquiera tiene aguante, ahora cualquiera sale a los corchazos”. ¿Por qué? Porque el código viejo del aguante sostenía que el aguante se ejercitaba con el cuerpo. El fierro, el arma, pone distancia, no permite el choque del cuerpo. Entonces, con el fierro cualquiera tiene aguante habla de un cambio en esa lógica. Una versión fácil y repetida de todo esto es que “las hinchadas no tienen códigos”. Esto es falso: sí los tienen. Pero son otros. Y hay que detenerse a conocerlos, entenderlos e interpretarlos. Lo cierto es que lo que hay ahí es una lógica. Una lógica que no es una ideología, que no es una concepción del mundo y de la vida, sino una concepción moral del mundo y de la vida: esto está bien, esto está mal. Desde ya que una concepción moral del mundo y de la vida basada en ver quién la tiene más larga no es precisamente una concepción que nos seduzca, que podamos considerar progresista, revolucionaria, transformadora, transgresora, alternativa. Y sin embargo, es alternativa en el sentido de que señala justamente una pluralidad moral. En el momento en que el aguante se reclama como una concepción moral, está señalando que hay más que una única moral. Y ahí aparece otra palabra propia del vocabulario que estamos analizando: el careta, el hipócrita. Es decir, aquel que afirma que su mundo moral es único y no acepta la existencia de morales alternativas. En ese sentido, el aguante funciona como relativamente alternativo: señala la afirmación positiva de una moralidad distinta de la hegemónica. Que nos seduce poco, que no nos comprende ni nos organiza, pero que funciona como lógica moral de la práctica para una enorme cantidad de sujetos. Porque, de más no está decirlo, estamos describiendo una lógica que excede la cultura futbolística: los políticos tienen huevos, los rockeros demuestran su aguante, la policía también, los grupos de barrios distintos que se encuentran en una discoteca dirimen su mayor o menor aguante a las piñas. Cualquier incidente más o menos serio se acompaña con “a ver si tenés huevos”. El grito de “puto” organiza cualquier discusión. Es una lógica originalmente popular, pero no estrictamente futbolística, ni mucho menos. Y eso la vuelve aún más problemática.

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OBLIGACIONES Y LEGITIMIDADES Al construirse y reconocerse como lógica y como moralidad, el aguante no es una característica más simpática o más repudiable de los hinchas y las hinchadas: es un mandato moral que organiza las prácticas; y por eso in​sistimos tanto en esta idea de lógica de la práctica. Frente a cualquier suceso que los sujetos entiendan como pérdida del honor, como deshonra —que otra hinchada “camine” el territorio propio; el robo de banderas; ampliamente, cualquier derrota deportiva; de manera especial, los descensos de categoría, para citar solo algunas—, la lógica aguantadora reclama que ese honor sea vengado, que la herida sea lavada, exhibiendo más aguante. Pelearse, entonces, deja de ser una posibilidad: la lógica aguantadora la transforma en una obligación. La sucesión de incidentes de menor o mayor envergadura —desórdenes o muertes— que se producen en cada final de temporada cuando se deciden los descensos es tan previsible como explicable: la sorpresa es cuando no se producen, e incluso en ese caso no hay sorpresa, en tanto el conocimiento adecuado de las modos en que cada hinchada asimila y ejecuta el código permite anticipar los sucesos. Por ejemplo: el descenso de Independiente en 2013, que luego de un año de intensas disputas en torno de los comportamientos más o menos extorsivos o más o menos violentos de su barra brava fue previsiblemente acompañado sin incidentes importantes. A la inversa, el descenso de River en 2010 debía provocar el desastre ocurrido en las cercanías del estadio Monumental. La idea es que el aguante se transforma en el contexto de interpretación que permite, para los sujetos involucrados, entender y juzgar sus propias prácticas. Así, lo que para un observador externo es un desorden de magni​tud, para los participantes puede ser apenas una pelea justa, obligatoria, necesaria; a veces, incluso, placentera. De ese modo, veremos que incluso las prácticas violentas se entienden como legítimas: es lo que hay que hacer si no se quiere ser tildado de puto. Como señalamos en un trabajo que escribimos junto a José Garriga Zucal y Verónica Moreira, estas prácticas de los hinchas son reprimidas por la policía, juzgadas en los tribunales y condenadas por la opinión pública. El aguante es estigmatizado y condenado. Sin embargo, los miembros de la hinchada siguen apostando obstinadamente a estos gestos para distinguirse e identificarse. La sanción que ubica a sus prácticas dentro de los límites de las acciones no válidas tiene para los hinchas otro significado, es una marca honrosa de su inclusión grupal: pelearse es un signo de prestigio. Esa obstinación no es el resultado del desconocimiento de la condena social. Por el contrario, conocen los valores que la sociedad adjudica a sus habilidades distintivas, saben que son considerados “violentos”, “bárbaros” y “salvajes”. Pero modifican la valoración negativa que la sociedad asigna a sus prácticas convirtiéndolas en acciones legítimas que los cargan de honor y prestigio. Los hinchas dialogan con la manera en que la sociedad define sus prácticas. Preferirían ser observados y definidos como aguantadores y miembros de la hinchada, no como “barras violentos”. Pero el poder de la definición hegemónica es verdaderamente efectivo. Entonces, los hinchas aceptan que son “barrasbravas” y “violentos”. Al reconocer el valor negativo del aguante y saberse acosados por la policía y la prensa, estos hinchas buscan el momento perfecto para hacer públicas, para hacer visibles, las señales que los identifican. Son marcas distintivas que deben aprovechar la ocasión para emerger y así ser efectivas. No pueden manifestarse todo el tiempo. Los integrantes de la hinchada saben cuándo y 85

dónde mostrar su aguante. Utilizan estratégicamente los momentos para poder así marcarse y desmarcarse. Mostrarse practicantes de acciones violentas es jugar el mejor partido con las cartas de que disponen ya que, buscando los momentos adecuados para hacer visibles las señales de su manera de ser en el mundo, conforman una identidad. Porque la violencia, a pesar de su bagaje negativo y estigmatizado —o tal vez por esto mismo—, se constituye como un lugar propicio para construir identidad. Dos son los beneficios de la identificación violenta, y ambos son el resultado final de la construcción de sujetos aguantadores. Por un lado, genera fuertes sentimientos de pertenencia, permitiendo a los identificados ser alguien o ser parte. Se crea un “nosotros” estable y sólido en función del rechazo a sus prácticas distintivas. Por otro lado, y como resultado de estos mecanismos de identificación, la “elección” de acciones espectacularizadas y confrontadas con la “normalidad”, que funcionan como distintivas, permite adquirir una relevancia que resulta imposible para otras clases de identificaciones. Establece rápidamente un “nosotros” y un “ellos” que, más allá de la condena, funcionan como espacios significativos donde exhibir características que definen su identidad.

FOLKLORES Pero, además, lo que estamos describiendo es un cuadro actual de estas lógicas y estos códigos: como señalamos, se trata de sentidos móviles y no esenciales. Este cuadro es el producto de una serie de continuidades y de una serie de transformaciones, tanto en el contexto amplio de toda la historia del fútbol —argentino o no— como de los cambios de los últimos años. Las continuidades: las nuevas investigaciones históricas han demostrado que, a pesar del halo de romanticismo que suele guiar la narrativa periodística, las hinchadas practicaban la violencia desde comienzos del siglo pasado; es decir, casi desde la invención del fútbol argentino. Así como Amílcar Romero demostró que la primera muerte puede datarse en 1924, los incidentes en las canchas comienzan con el proceso de popularización del fútbol en la década de 1910. Básicamente, a partir de reacciones frente a “injusticias deportivas” que deben ser combatidas por mano propia —fallos arbitrales, por ejemplo— o ante “humillaciones” rivales. Esto no significa caer en la tan mentada folklorización de la violencia, según la cual cualquier fenómeno relacionado con el fútbol es calificado como “folklore” e inmediatamente transformado en eterno. Eso demuestra que los que usan el calificativo saben bastante poco de historia del fútbol y mucho menos de folklore, como puede descubrir cualquiera que escuche a Los Nocheros y a Atahualpa Yupanqui. Las continuidades se manifiestan en torno de la percepción de los hinchas como actores del espectáculo; en el rechazo a considerarse, justamente, meros espectadores. A partir de eso, los hinchas consideraron que sus acciones quedaban incluidas en el guion del espectáculo deportivo: sean ellas alentar, sufrir, viajar o pelearse. Pero los modos en que esas acciones se realizan distan de permanecer idénticas desde la memorable película El hincha, de 1951: basta con darle una ojeada para comprobar que los cambios son rotundos. Por ejemplo, que nadie hablaba de aguantar. 86

Suele señalarse como marca reciente de esos cambios el hecho de que, hasta comienzos de la década de 1970, los públicos podían compartir espacios en los estadios: que las hinchadas podían desplazarse de arco a arco, acompañando a sus arqueros o a sus delanteros. Y ese cambio es indudable: esa práctica es hoy impensable. La transformación crucial es la manera en que los hinchas se ven a sí mismos: como el único custodio de la identidad; como el único actor sin beneficios económicos. Frente a la maximización de ese beneficio material (contado en dinero) por parte de dirigentes, jugadores, periodistas, políticos —como veremos: incluso las barras bravas—, las hinchadas solo pueden proponer la defensa de su beneficio simbólico: ellos invierten pasión y reciben más pasión, a veces como victorias y jactancias, a veces como derrotas y dolor. La continuidad de los repertorios que garantizan la identidad de un equipo aparece depositada en los hinchas, los únicos fieles “a los colores”, frente a jugadores “traidores”, a dirigentes guiados por el interés económico personal, a empresarios televisivos ocupados en maximizar la ganancia, a periodistas corruptos involucrados en negocios de transferencias. Las hinchadas desarrollan, en consecuencia, una autopercepción que agiganta sus obligaciones militantes: la asistencia al estadio no es únicamente el cumplimiento de un rito semanal, sino un doble juego, pragmático y simbólico. Por un lado, por la persistencia del mandato mítico: la asistencia al estadio implica una participación mágica que incide en el resultado (si no vamos, algo malo pasará). Por el otro: la continuidad de la identidad depende, exclusivamente, de esa asistencia, para que la veamos “nosotros” y “ellos”. Pero, asimismo, esa centralidad —mejor, la centralidad en el relato de la identidad autopercibida por los hinchas— es recuperada por los medios. La narración periodística del fútbol deja de ser un espectáculo deportivo enmarcado por una gran cantidad de público; por el contrario, los hinchas agigantan su protagonismo en el relato, en la televisación de su carnavalismo o en el relato de sus acciones —excepto las violentas, expulsadas del campo de lo tolerable—. Los hinchas son actores centrales, se perciben como tales, son televisados como tales. Las tribunas no son más el marco: son parte de la acción. Algo que puede verse como la aparición de un héroe deportivo colectivo, que se comporta generalmente como el guion televisivo espera de él —o al menos, como el programa televisivo El aguante esperaba de él— y que además no cobra cachet. Hasta que se matan entre ellos, claro. La culpa la tuvo Fiebre en las gradas (Fever Pitch), de Nick Hornby, de 1992; de 1996 en su traducción española. O no tuvo la culpa de nada, pero dio el puntapié inicial. Salvo la modesta película de Manuel Romero con Discépolo en 1951 que citamos más arriba, a nadie le interesaban los hinchas como actores, como protagonistas, como narradores. Así como, a partir de esos mismos años, co​mienza la producción de ficción literaria futbolística —volveremos sobre esto más adelante—, el libro de Hornby señalaba que la mera biografía de un hincha en tanto que tal, construyendo el relato solo en torno de una cronología de partidos importantes, año tras año, en su periplo como hincha del Arsenal londinense, podía conseguir lectores (y no pocos: Hornby vendió millones). Hornby también consideraba a la violencia como disparadora de la producción de textos por parte de los hinchas: luego de la masacre de Heysel en 1985 se fundó When 87

Saturday Comes, la primera revista periódica nacional editada por hinchas —es decir, no por empresas periodísticas—, así como todos los fanzines —pequeñas revistas editadas por hinchas de un club particular—. También se creó la FSA (Footbal Supporters Association, Aso​cia​ción de Hinchas de Fútbol), presidida por Rogan Taylor, una entidad constituida como organismo de la sociedad civil que actuará hasta hoy como órgano de presión y movi​lización destinado a representar a los hinchas frente a los clubes, la Football Association inglesa y el gobierno. Y esta es la idea inglesa que los latinoamericanos sí deberíamos copiar. En cambio, los hinchas argentinos decidieron poner en escena, globalmente, los rasgos cruciales del aguante en el Mundial 2014. Como dijimos, en el hit cancionístico “Brasil, decime qué se siente”; también en la exhibición del carnavalismo —compartido con todos los hinchas globales, procedentes de las clases medias-altas urbi et orbi—. Pero especialmente en el traslado y la ocupación del territorio: la especie de road movie a lo largo y lo ancho de las rutas argentinas y luego brasileñas, y la marcación del espacio ajeno como propio —un banderazo en Copacabana, por ejemplo— intentaban transformar la lógica aguantadora en gesta patria, en épica nacional con el objetivo, implícito y jamás aceptado, de aparecer en los medios. Por las dudas, filmaban todo con sus celulares y luego lo subían a YouTube, no fuera cosa de que alguien no se enterara. (En fin, público de mundiales: durante algunas ejecuciones definitorias de penales, había hinchas que desviaban su atención concentrada y sufriente para sonreír si descubrían que una cámara los estaba filmando. Antes actores/actrices que hinchas, antes parte de un guion televisivo que espectadores reales de un acontecimiento deportivo real).

HINCHAS CARACTERIZADOS: “ESE SEÑOR ES BARRABRAVA, SEÑORITA” Y si hasta aquí hemos usado poco la categoría de barrabrava es porque creemos que, sin todos los argumentos anteriores, la comprensión del fenómeno del barrabravismo sería imposible. Las barras bravas son agrupamientos más o menos estandarizados y formalizados de hinchas que, a partir de una importante acumulación de aguante, entendido como un capital simbólico, establecen redes de relaciones sociales, políticas y económicas con otros actores del mundo futbolístico. Los define la posesión de aguante —es decir, capacidad para el combate, resistencia al dolor, todo lo que hemos descripto hasta aquí— y su utilización como un capital que les permita rentabilidad económica. No hay barra brava sin intercambio —aguante por dinero—; por lo tanto, la barra se define a partir de los dos elementos simultáneamente. Sin uno, no hay otro. La historia de estos grupos es muy antigua. Siguiendo a Amílcar Romero, se habrían constituido a partir de comienzos de la década de 1960, cuando los dirigentes de los clubes decidieron apoyar financieramente a los grupos más activos de hinchas para que acompañaran a sus equipos a todos lados. Y el término habría sido utilizado por primera vez, incluso judicialmente, en 1967, tras la muerte del hincha de Racing Hernán Souto a manos de la barra de Huracán. Aunque los textos de Romero son muy detallados y rigurosos, Rodrigo Daskal, en una investigación reciente sobre la vieja revista La Cancha en las décadas de 19301940, registra que la categoría ya aparece en 1933, aunque solo para referirse a hinchas 88

militantes, sin hacer mención a intercambios de favores con los dirigentes. Lo cierto es que hacia comienzos de la década de 1970 estos grupos aparecen en toda la geografía del fútbol argentino, aunque haya que esperar a 1982, con una emboscada de la barra de Quilmes a la de Boca cerca de la Bombonera, para que sus acciones emerjan de modo espectacular. Ya en ese mismo año se había hablado de una embajada de barras destinada a apoyar a la Selección Argentina en el Mundial de España, en el contexto de la Guerra de Malvinas y un posible enfrentamiento con los hooligans ingleses: la embajada habría estado organizada desde la AFA, ya bajo la presidencia de Julio Grondona, aunque fue finalmente desactivada por la derrota en la guerra. En 1986 la presencia de las barras argentinas en México fue notoria y visible: y ya era claro que esa presencia solo fue posible gracias a un importante aporte monetario que no procedía —no podía proceder— de los bolsillos de los hinchas. Desde 1983 hasta la fecha, las barras no hicieron otra cosa que perfeccionar sus mecanismos de recaudación, extender la red de complicidades que los sostiene y aumentar su presencia pública. Pero estos tres elementos no pueden ser leídos como pura autonomía de las barras, como simple crecimiento de su capacidad de autogestión, sino que son mecanismos profundamente imbricados. Por un lado, la recaudación crece con la cantidad de dinero movilizada por el fútbol profesional y porque se agrandan las posibilidades del negocio —porcentajes de pases de jugadores, por ejemplo, o la vieja colecta “voluntaria” entre los jugadores—. Las redes de complicidades, por su parte, incluyen a las fuerzas policiales locales —federales, seccional por seccional; provinciales, comisaría por comisaría—, que comparten unidades de negocios callejeros (la venta ambulante, el estacionamiento en la vía pública, la administración del pequeño delito ​​— los carteristas, los llamados pungas— e incluso el narcotráfico al menudeo); pero también a las dirigencias políticas, que utilizan la capacidad aguantadora como seguridad o como fuerzas de choque en sus actos. Y la presencia pública se ve aumentada porque los mecanismos de legitimidad entre los hinchas comunes y los territorios de influencia son enormes: cada miembro de la barra no es, en ese contexto, un mal sujeto, sino aquel que defiende el honor del territorio. Una frase maravillosa capturada por José Garriga Zucal en su investigación etnográfica explica: “Desde que estoy en la hinchada [de Huracán], no hago más cola en el [hospital] Penna”. Como ejemplo de esas legitimidades locales, no hay mejor síntesis de las redes políticas, sociales y económicas en las que estos actores están involucrados. Son mecanismos entonces muy complejos, de legiti​midad pero a la vez de condena social, de complicidad e intercambio de favores, de transacciones económicas y simbólicas. Pero que, básicamente, no pueden disociar esos dos elementos básicos: el aguante como capital, un capital le​gítimo entre la comunidad, y la circulación de dinero, necesariamente negro y clandestino, que es la moneda del intercambio. Eso implica una consecuencia para nosotros obvia, pero que no parece haberse comprendido: que aunque desaparecieran las barras actualmente existentes, aunque fueran “desterradas de los estadios”, las condiciones que las hacen posibles seguirían intactas. Aguante y corrup​ción: las hinchadas seguirían reivindicando el aguante como una lógica legítima de la práctica y exigiendo, en sus núcleos más activos y aguerridos, un justo pago por ese capital. Las barras, en última instancia, miran al negocio futbolístico y, entre tanta corrupción, se limitan a reclamar su parte, que ni siquiera es la más importante. Por eso es que reclamamos, al comenzar el capítulo, que, sin comprender el fenómeno 89

en toda su magnitud y su densidad —en sus causas y sentidos morales y hasta políticos—, era imposible comenzar siquiera a pensar en solucionarlo.

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La culpa era de Grondona (apenas para empezar)

281, 67, 110, 103 MUERTOS

Como ya contamos, publicamos el primer artículo sobre la violencia en el fútbol en 2000, en un libro académico. En 2004 volvimos a la carga, gracias a una generosa invitación de José Nun, con un libro que se publicó en la colección Claves para Todos de la editorial Capital Intelectual: se llamó Crónicas del aguante, que se reeditó en 2012 (ahora como Claves del Siglo XXI). En esos doce años, y en lo que siguió hasta hoy, difundimos nuestros diagnósticos por todos los medios que pudimos: en otros libros, artículos académicos nacionales e internacionales, ponencias en congresos; y también en artículos y entrevistas periodísticas, en la prensa gráfica, radial y televisiva, en paneles, en conferencias, en debates públicos. [El plural aquí habla de un grupo de colegas, sociólogos, antropólogos, comunicólogos, historiadores, hombres y mujeres entre los 25 y los 50 años, que venimos trabajando estos temas en las universidades argentinas de varias ciudades y provincias en los últimos años]. Quiero decir: nunca nos cansamos de difundir lo que considerábamos nuestros hallazgos, nuestras respuestas y posibilidades de propuestas. El cuadro no ha hecho sino empeorar. El caso Macri lo demostraba largamente. En 2007 el ex presidente de Boca Juniors, responsable por lo menos moral del accionar de su hinchada, La Doce, fue ascendido a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por el voto popular. Para perfeccionar el mecanismo, luego nombró como primer jefe de su policía al ex comisario Jorge “Fino” Palacios, a su vez ex responsable de la seguridad en el club, con la aprobación de buena parte de la comunidad. Todo se desarrollaba sin que ningún clamor popular se elevara reclamando alguna condena, al menos ética: Macri se presentó, y así fue votado, como la “nueva política” destinada a poner orden y gestionar eficientemente, sin que sus obvias relaciones con el “Rafa” Di Zeo y la golpiza a los hinchas de Chacarita en 1999 (que llevó a Di Zeo a la cárcel) generaran la menor objeción. Excepto por parte del entonces juez Mariano Bergés, el único tipo con la valentía suficiente como para procesar a los directivos de Boca. Los lazos políticos de los involucrados desplazaron a Bergés, quien se refugió, entonces, en la conducción de la ONG Salvemos al Fútbol junto con Mónica Nizzardo: una mujer de enorme coraje, que 91

había experimentado personalmente las redes y relaciones de violencia en su club, Atlanta. El trabajo de ambos fue infatigable, así como el de Liliana Suárez de García, la mamá de Daniel Hernán García, asesinado el 11 de julio de 1995 en Paysandú, Uruguay, cuando finalizó un partido por la Copa América entre las selecciones de la Argentina y Chile. Liliana fundó FAVIFA, Familiares de Víctimas de la Violencia en el Fútbol, otra ONG, y hace ya dieciocho años que persigue a los asesinos de su hijo. Que eran miembros de la barra de Morón, protegidos entonces por el intendente Rousselot y luego por el presidente actual del club, Jorge “El Zurdo” Ruiz, él mismo ex miembro de la barra. Lo mismo ocurrió cuando la hinchada de Nueva Chicago mató a Marcelo Cejas, hincha de Tigre, en junio de 2006, en venganza por su derrota en la Promoción y el consiguiente descenso. Fernando D’Adario, en su crónica publicada días después en Página/12, relató el testimonio de un vecino de Mataderos que afirmó: “¿Viste cómo corrían los putos de Tigre?”. El relato mostraba la legitimidad del aguante del que hemos hablado largamente: ante la deshonra del descenso, la exhibición de aguante por parte de la hinchada era un mérito social, una forma de lavar la afrenta. En esos mismos días, Marcelo Tinelli decidió editorializar sobre el tema. Indignado de toda indignación, reclamó: “Hay que castigar duramente al club. Hay que mandarlos a la B. Hay que dar el ejemplo”. Sin embargo, apenas dos semanas antes su San Lorenzo había salido campeón del torneo de Primera División. Como el acontecimiento lo puso bastante feliz, decidió festejarlo en su programa, para “dar el ejemplo”. Para ello, invitó a los jugadores, al técnico (el inefable Ramón Díaz) y a la hinchada, es decir, al grupo conocido como La Butteler. Para que a nadie le quedaran dudas de que se trataba de ellos, los hinchas colgaron una larga bandera a lo ancho del estudio de Canal 13, y vistieron a los jugadores con remeras que llevaban la leyenda “La gloriosa Butteler”. Como es sabido, la Butteler carga en la conciencia con al menos dos muertes: la de Saturnino Cabrera y la de Ulises Fernández. Ese pasado de gloria no inmutó ni a los jugadores ni al técnico, como buenos tribuneros cómplices, ni a Tinelli, para quien todas las hinchas son malvadas, salvo la su​ya, que tiene aguante. Así llegó a vicepresidente del club, sin que hasta el día de hoy se haya escuchado una sola palabra de condena o autocrítica. A pesar de tanta vestidura desgarrada, de tanto clamor contra la violencia y las barras, el problema sigue sin importarle realmente a nadie, por fuera de los pocos días que un hecho se mantiene en la agenda periodística; y el aguante sigue siendo, como argumentamos, tan legítimo como exten​dido, un capital social capaz de ser exhibido, incluso, en el programa de más rating de la televisión argentina. Hasta 2012 habíamos contado 257 muertos; entre la reedición del libro y finales de 2013 se acumularon 24 más. Y los muertos son lo innegable, lo real: los incidentes son imposibles de enumerar y cuantificar, porque dependemos de información periodística que siempre es local —los medios sólo informan sobre incidentes cuando se trata de equipos de Pri​mera División o del espacio estrictamente territorial de influencia, en las divisiones menores—. Y la policía da cuenta de lo que le conviene: en el tiempo que “convivimos” con Javier Castrilli, vimos que la Policía informaba “sin novedad” partidos donde había habido incidentes —incidentes que habíamos podido presenciar—. Los muertos, en cambio, no pueden esconderse debajo de la alfombra. 92

Y sin embargo, pueden discutirse y hasta negarse. Entre el 14 y el 15 de marzo de 2008 murieron dos jóvenes: Sabrina Beltrán en Salta, Emanuel Álvarez en Buenos Aires. La muerte de Emanuel generó más escándalo porque fue una muerte porteña: una emboscada a una caravana de hinchas de Vélez que iban hacia el estadio de San Lorenzo. La AFA dio a conocer muy pronto su interpretación: era un problema de inseguridad ciudadana, un delito cotidiano sin relación con el fútbol. Esa versión insultante para el muerto y todos los hinchas de fútbol fue sostenida enfáticamente por José Luis Meizner, entonces el segundo de Grondona en la AFA, en un estudio televisivo ante mi mirada atónita. (En ese mismo programa televisivo, Meizner llegó a afirmar: “No nos tiren más muertos en la vereda de la AFA”.) Dos años después el culpable fue juzgado y condenado: era un hincha de San Lorenzo, irritado porque la caravana velezana “le pisaba el territorio”. Ese señor Meizner, en acuerdo con el entonces jefe de Gabinete Aníbal Fernández —su ladero en el club y la intendencia de Quilmes—, fue quien lideró la firma de los contratos televisivos de Fútbol para todos en 2009. Entre 2009 y 2013, tres jóvenes sociólogos, Diego Murzi, Santiago Uliana y Sebastián Sustas, procesaron la información sobre los muertos, partiendo de la que esforzadamente había compilado Amílcar Romero hasta esos años, como parte de su colaboración con Salvemos al Fútbol. Uliana luego volvió a analizar los datos para la producción de su tesis de maestría en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA —toda la información se sigue produciendo en nuestras universidades públicas nacionales—. Allí anotaron una novedad: se habían desplazado las muertes por enfrentamientos entre hinchadas distintas — recordemos que los hinchas visitantes dejan de concurrir según el mayor o menor miedo que esto produzca entre las autoridades políticas nacionales— para ser reemplazados por el predominio notorio de combates entre grupos de la misma hinchada, disputando el control de la caja que genera el fútbol, invirtiendo cantidad de aguante para obtener beneficios de dinero clandestino. En estos diez años se sucedieron los desastres de las gestiones políticas. La de Castrilli sumó descrédito tras descrédito y muerto tras muerto: uno de ellos, Fernando Blanco, asesinado a manos de la Policía Federal bajo la jurisdicción de Castrilli. Blanco, hincha de Defensores de Belgrano, murió el 3 de julio de 2005 tras caer de un camión celular, que como todo el mundo sabe no puede abrirse por dentro. Ante lo evidente del crimen, la gestión Castrilli respaldó explícitamente la versión policial (“el muerto se cayó del camión”). El fracaso de Castrilli no llevó a su salida: fue confirmado en el cargo al asumir Cristina Fernández, y luego echado por insistir en la obligación de que todos los espectadores se sentaran. Para el caso, era lo mismo que tomaran distancia o que cantaran “Aurora” al entrar en el estadio: aislada, es una medida ridícula. Pero el kirchnerismo perseveró, y nombró a Pablo Paladino, presidente de Los Andes: nuevamente, designó para solucionar el problema a una parte del problema, un dirigente deportivo. La gestión Paladino se desvaneció en el aire, sin nada significativo para recordar salvo los veinte muertos en dos años que acumuló en su conciencia. Era previsible: en un reportaje que le hizo la web de la AFA al asumir (dos bueyes, sin cornadas), Paladino mostraba sus conocimientos afirmando: “Nosotros estamos convencidos [de] que con un fuerte control de accesos, una buena organización en la venta anticipada de entradas y la aplicación del derecho de admisión, en el mediano y 93

largo plazo podremos resolver el tema de la violencia en las canchas” (en “Bienvenido Doctor Pablo Paladino”, en la web www.afa.org.ar). Cuando, a fines de 2010, se creó el nuevo Ministerio de Seguridad, Paladino fue rápidamente echado. Pero lo esperaba un premio: fue nombrado coordinador general de Fútbol para todos. Seguramente por eso, el programa jamás ha hecho o dicho nada respecto de la violencia en el fútbol, salvo pasar propagandas de AFA Plus. Pero Paladino fue reemplazado por Juan Carlos Blanco, otro inútil, que llegó a subsecretario después de veinte años de cobrar un sueldo como director nacional de Seguridad en el Deporte sin el menor aporte. Como consecuencia, Blanco debutó con la muerte de Ramón Aramayo en marzo de 2011 y acumuló diecisiete muertos, según las cifras de Salvemos al Fútbol, hasta que lo echaron sin pena ni gloria en febrero de 2013. Desde el primer muerto, en 1924, hasta hoy (mediados de 2014) se acumulan 281 víctimas: hombres y mujeres, aunque el perfil predominante es hombre, joven (menos de 30 años), de clases medias o populares. La cifra es infame. En menos de una década pasada desde la asunción de Néstor Kirchner en 2003, los muertos son 67, otro número espantoso: un promedio de siete por año, similar al acumulado desde la llegada del menemismo al poder; durante la presidencia de Alfonsín, el promedio fue de 2,5: desde 1989, se estabilizó en alrededor de 7 por año. Pero la mejor cifra es la última: desde 1979 para acá, son 103 víctimas fatales. Si descontamos los 71 muertos de la famosa Puerta 12 en 1968, entre 1924 y 1979 (setenta y cinco años de fútbol de masas) hubo 107 víctimas, y 103 en los últimos treinta y cinco años de fútbol moderno. La fecha no es caprichosa: son los años en que Julio Grondona ocupó la presidencia de la AFA. Cuenta el periodista Gustavo Veiga —un inclaudicable investigador de las relaciones entre fútbol, violencia y política— que el 9 de mayo de 2000 Julio Grondona fue convocado a la Comisión de Deportes de la Cámara de Diputados nacional, donde pretendían interpelarlo sobre qué medidas había adoptado la AFA para contrarrestar la violencia en el fútbol. Ante un auditorio que presumía de cierta hostilidad, Grondona se preguntó en voz alta: “¿Y por casa cómo andamos?”. Con su habitual sabiduría, el viejo dirigente apelaba a la complicidad abierta o encubierta que todas las fuerzas políticas nacionales mantienen simultáneamente con los dirigentes deportivos y con los líderes de las hinchadas. Ya señalamos las de Macri —que podrían incluir las de su ladero Christian Ritondo con la barra de Chicago o las de su actual delegado en Boca, Daniel Angelici, que no conoce ningún barra en su club. Pero también, para limitarnos a un listado brevísimo, nombramos a las relaciones de los peronistas K Pablo Paladino y Aníbal Fernández con Los Andes y Quilmes; esta lista podría ampliarse en cada pueblo o ciudad de la república, e incluir las banderas gigantes —los llamados telones— con los que las hinchadas de River y Boca decidieron apoyar, de onda, al gobierno nacional en su “denodada” lucha por la Ley de Servicios Audiovisuales contra el Grupo Clarín. Y también podríamos incluir al peronismo ahora massista, cuyo líder tiene un par de cosas que ver con Tigre. O al peronismo delasotista, si algo puede ser llamado así, que premió a la hinchada de Talleres de Córdoba en la Legisla​tura provincial justo antes de que asesinaran a un joven en Villa Carlos Paz. O al peronismo narvaísta, que consiguió que Hinchadas Unidas Argentinas —un engendro disfrazado de ONG, primero organizadas por sectores kirchneristas— mostrara banderas (también de onda) con el nombre de su 94

líder de masas. O al radicalismo, que está en el origen de todo —el legendario puntero Carlos Bello, que protegió a José Barrita, “el Abuelo”, mientras construía trabajo​samente La Doce y armó sus fructíferas relaciones con la Comisaría 24a— y continúa ligado al fenómeno en todos los territorios —pocos— que aún gobierna. O al socialismo, que decidió pactar con las barras rosarinas y santafesinas para evitarse mayores problemas, por lo que, entre otras bellezas, protegió hasta que no pudo más a la tenebrosa figura de Eduardo López, tirano en Newell’s Old Boys desde su única elección en 1994 hasta su rendición en 2008 y responsable de la barra del club, de nefasta memoria. Grondona mostraba en la Cámara de Diputados su sabiduría y su memoria. Pero es una memoria parcial: detrás de todo lo que acabamos de enumerar, estaba el propio Julio Grondona. Como en todo lo que ha ocurrido en el fútbol argen​tino en estos treinta y cinco años, nada puede ser probado. Todo son rumores: los aprietes, los manejos con los árbitros, con los dirigentes, con los jugadores; la corrupción, el uso de fondos para manejar o acallar dirigentes, el manejo de fortunas, la propia fortuna personal de Grondona. De todo lo ocurrido, jamás supo nada: salvo, claro, poner y sacar técnicos de la selección. Cualquier otra cosa que haya ocurri​do, sean las deudas astronómicas de los clubes, el deterioro institucional y moral del fútbol argentino, la violencia sistemática durante treinta y cinco años, la responsabilidad siempre es colectiva, de todos los dirigentes, que son los que lo acompañan, toleran, se benefician o simplemente acatan. Y no podemos probar que Grondona haya visto a un solo barrabrava en su vida; que haya tolerado o negociado con alguno o algunos sus frustrados viajes a España o sus concretados viajes a México, Italia, Estados Unidos, etcétera; que haya aceptado que la lógica aguantadora se volviera hegemónica en la cultura futbolística argentina; que haya tolerado, acompañado y encubierto a figuras como Eduardo López en Newell’s Old Boys, José Luis Meizner en Quilmes, Miguel Ángel Lerche en Colón. Pero lo que sí puede ser probado —porque es una mera constatación histórica— es que, durante el tiempo en que todo esto y mucho más ocurrió en la Argentina, Grondona fue el presidente omnipotente de la AFA. Podemos, entonces, pensar en echarlos a todos. Que no quede/ni uno solo.

UN RESUMEN DE UN CUADRO FRANCAMENTE ESPANTOSO En 2012 elaboramos un documento colectivo junto con colegas jóvenes de distintas universidades argentinas en el que desplegábamos diagnósticos y propuestas. El documento tuvo buena recepción entre algunos periodistas amigos; concitó bastantes condenas e indignación entre los partidarios de la remanida tesis de “los violentos”, que no podían aceptar que nuestras descripciones propusieran tesis más complejas que las suyas —entre ellas, la corresponsabilidad de la propia prensa deportiva—; no obtuvo respuestas de ninguna autoridad política —sus destinatarios naturales—. Incluso, su publicación completa se hizo en Colombia: nunca en la Argentina.1 En síntesis, nuestro diagnóstico era que la violencia en el fútbol se debe a la 95

concurrencia de una serie de factores, ordenados de este modo: 1. Simbólicos. Este es el factor más complejo, y reitera algunos de los argumentos del capítulo anterior. En primer lugar: hinchas y policías se perciben mutuamen​te como dos bandos; para unos, la policía no es percibida como el Estado en la calle sino como una hinchada más, la más fuerte, la de uniforme. Para la policía, por su parte, los hinchas no serían tanto ciudadanos a proteger como amenazas a combatir. En segundo lugar: el accionar de las barras se rige por una cultura del honor, por la acumulación de prestigio o de vergüenza. El honor se acumula obteniendo trofeos de guerra, ganando combates e invadiendo el territorio ajeno. Entonces, a toda afrenta le sigue una interminable secuencia de reparaciones. En tercer lugar, el problema del capital simbólico-violencia; ese que los integrantes de las barras deben constantemente probar y exhibir para insertarse en redes de prestigio, sociabilidad, dones, contradones e intercambios (comerciales, laborales, asistenciales, de favores, de lealtades, etc.). Ser reconocido como poseedor de ese capital-violencia le significa a su poseedor admiración e idolatría en la cancha por parte del resto de los espectadores, además de la reputación en el barrio. En cuarto lugar, en el ritual futbolero se dirime identidad de género. Porque en un partido de fútbol no se juega únicamente la gloria deportiva del club y los futbolistas, sino que simultáneamente está en juego la condición sexual de los hinchas. Y en quinto lugar: en el ritual futbolístico argentino, a diferencia de otros tipos de rituales, predominan los componentes dramáticos por sobre los carnavalescos, como señaló Eduardo Archetti en aquel lejano 1994. 2. Históricos. La búsqueda y exhibición de triunfos a cualquier precio; el asociar el logro deportivo con el honor, la masculinidad y la identidad barrial-territorial; la homologación del rival con un enemigo: fenómenos que aparecen en la misma fundación “criolla” del fútbol argentino, entre las décadas de 1910 y 1920, con el pasaje de una ética del juego como cosa de caballeros —el fair play— a una ética del juego como cosa de hombres y de machos, machos que, como se trata de cosas de hombres, se la aguantan. 3. Organizativos. La programación de horarios de los partidos, criterios de sanción disímiles según el club, duraciones y calendarios de campeonatos, creación de copas y copitas, liguillas, repechajes, finales y promedios: todos son factores que organizan un clima paranoico (Aunque la AFA no quiera/la vuelta vamos a dar) y rompen con el contrato básico sobre el que se asienta todo deporte moderno: la igualdad de condiciones y la meritocracia. A partir de 2015, como sabemos, se agrega el engendro de un torneo con treinta equipos. Nuevamente, la excepcionalidad argentina. 4. Políticos. Todos los caudillos partidarios, punteros barriales, funcionarios policiales, dirigentes deportivos, jefes sindicales y/o empresarios “interesados en el fútbol” tienen una relación de conveniencia para con las barras: llanas complicidades, acuerdos temporales o permanentes, intercambios de favores, financiamiento, compra-venta de aguante. 5. Policiales y de seguridad. Si se considera de antemano que los hinchas son irracionales y “violentos” hasta que demuestren lo contrario, se supondrá al evento futbolístico como intrínsecamente peligroso. Este es el supuesto sobre el que se asientan en nuestro país los “operativos de seguridad”. Todo el accionar de la policía está organizado a partir de una hipótesis de conflicto. En consecuencia, se trabaja con acciones de vallado, de alambrado, de tabi​cado, de escolta, de separación de los ingresos 96

por calles, de desconcentración de las parcialidades a distintos tiempos, de prohibición de asistencia al público visitante, todo para evitar el encuentro de los cuerpos. Como decían los ingleses en el Informe Taylor, “si se trata a los hinchas como animales, es de esperar que se comporten como animales”. Este esfuerzo es, además de prejuicioso, obsoleto. Como muestran las estadísticas, buena parte de las actuales muertes o incidentes están teniendo lugar entre hinchas del mismo equipo; es decir, entre cuerpos que se encuentran del mismo lado de la reja. Para colmo, una de cada tres de esas muertes está teniendo lugar fuera del estadio e incluso durante la semana. Y hasta una serie de incidentes en partidos disputados a puertas cerradas —con la participación de directivos, jugadores o periodistas partidarios— también demuestran lo ridículo e inútil de este paradigma. 6. Infraestructurales. Los estadios constituyen una doble posibilidad para el desarrollo de prácticas violentas. Por un lado: los sanitarios en malas condiciones, el hacinamiento (en la tribuna, pero también en la compra de entradas, en el ingreso o en el egreso), la mala iluminación, los pasillos y bocas de acceso imposibles; todo contribuye a la percepción de maltrato. Por otro, los hinchas saben que, en caso de urgencia (derrumbe, incendio, avalancha, descompostura), la cancha puede convertirse en una trampa mortal. Lo que les importa muy poco a los responsables de los clubes y mucho menos a las autoridades que los habilitan. 7. Periodísticos. El periodismo deportivo abunda en afirmaciones irresponsables, siempre proclives a las metáforas bélicas, el chismorreo, la polémica barata y las retóricas dra​máticas para mantener, con los criterios del show antes que los informativos, la tensión y la atención en épocas de sobreabundancia de oferta. Por otro lado, las transmisiones televisivas de partidos en directo y el repaso repetitivo de resúmenes y compactos, amparados por el desarrollo tecnológico, remarcan machaconamente los fallos arbitrales —poniendo así en duda su imparcialidad—, estimulando la paranoia y contribuyendo, de paso, a crear una manera judicial de ver fútbol. Asimismo, programas como El aguante han contribuido a la puesta en escena de una nueva manera de ser hincha, autorreferencial, más pendiente de la performance de la hinchada que del equipo, desde mediados de los años noventa: los hinchas de sus hinchadas. 8. Hinchísticos. Como explica Juan Manuel Sodo, el hinchismo es un discurso, esto es, una máquina de hablar y escuchar que atraviesa a todos los hinchas del fútbol argentino por igual. El hincha “pos-aguante” celebra y legitima, cuando no directamente festeja, tanto la bravura de su barra para combatir con hinchas rivales como su despliegue visual. Y además lo filma y fotografía con celulares, y lo cuelga en distintos sitios de la web (YouTube, blogs y sitios partidarios, cuentas de Facebook). Se ve obligado —pero más moral que fácticamente— a cantar lo que canta la barra y no puede ni quiere boicotearla —por ejemplo, mudándose de tribuna, insultando o directamente no yendo a la cancha en caso de estar en desacuerdo con algún comportamiento de esta, del equipo o de la dirigencia del club. Pero además, el hincha común reclama de su barra aprietes y protección. Aprietes a jugadores propios, a los árbitros, a futbolistas e hinchas visitantes; protección, por su parte, en lo que atañe a cuidar las instalaciones del club cuando los visitantes lo están dañando, o en lo concerniente a defensa personal ante situaciones de peligro cuando viajan de visitantes a otros estadios. Si nuestras tesis son adecuadas, deberíamos poder proponer una caja de herramientas, una serie de propuestas, que cuentan con una doble ventaja: están basadas en 97

información, investigación y conocimiento, por un lado; por otro, jamás han sido aplicadas. Cuentan, en suma, con la ventaja de la novedad y de su incerteza, frente al reiterado y probado fracaso de los diagnósticos y políticas llevados a cabo hasta hoy.

DIEZ IDEAS PARA TANTA DESIDIA Desde que propusimos esta serie de ideas en 2004, todo el cuadro solo tendió a agravarse. Ni una sola de ellas fue puesta en práctica. No nos queda otra posibilidad que parafrasearlas o reiterarlas. 1. Intervenir la AFA y todos los clubes que haga falta, todos aquellos en los que se sospeche o se sepa que hay connivencias y complicidades con los líderes de las barras, o que se sepa o sospeche que participan en operaciones financieras con los pases de los jugadores —como las triangulaciones con equipos de Chile y Uruguay probadas en 2013 —. No hablamos de cárcel o juicios: hablamos de intervención, un mecanismo que la ley prevé en caso de emergencia para cualquier asociación civil, de modo de po​der renovar radicalmente toda la conducción institucional deportiva. Si se nos amenaza con ser expulsados de la FIFA —el viejo argumento grondonista, según el cual su desplazamiento sería penado por su socio Joseph Blatter—, podríamos recordar que es el organismo internacional más corrupto del universo, con lo que nos harían un favor. Y si se nos amenazara, además, con que quedaríamos fuera de un Mundial... ¿cuántos muertos más vale un Mundial que ni siquiera ganaremos? Pero agreguemos, a lo ya sabido, lo poco nuevo: la AFA no ha tomado ninguna medida respecto de la violencia, salvo esquivar el bulto, expresar condolencias, afirmar que es el Estado el que debe resolver el problema. Hasta 2013, en que apareció con la solución mágica para todos los disgustos: el AFA Plus, el registro de todos los “candidatos a espectadores” con sus datos personales en una tarjeta que habilitaría el ingreso a los estadios solo a aquellos que no tengan antecedentes. Como es obvio mencionar, es un mecanismo equivalente al derecho de admisión, que ya ha fracasado, en tanto son los clubes los únicos que pueden bloquear el acceso de las “barras” y, como hemos argumentado, ni pueden ni quieren hacerlo —nadie hace eso con sus cómplices—. El AFA Plus, entonces, se vuelve un mecanismo inútil, e incluso contradice la experiencia inglesa, que rechazó implementar un esquema de membership, el registro de los hinchas —sí lo hicieron holandeses y belgas: los hinchas se limitan, consecuentemente, a planear sus batallas fuera de los estadios—. El AFA Plus puede ser pensado, incluso, como violatorio del derecho a la intimidad de los datos personales —si recopila datos biométricos, tendría más información que el DNI, pero en manos privadas, no estatales: podemos suponer que al día siguiente comenzará a llegarles a los hinchas publicidad personalizada—. Parece servir para dos cosas: para un enorme negociado —uno más— de los dirigentes futbolísticos por los costos de desarrollo e implementación del sistema, y para publicitar el “regreso” de las familias a las canchas. Familias que nunca fueron a las canchas, o que siempre fueron y no han dejado de ir: esa idea es uno de los mitos más idiotas del fútbol argentino, y se repite como un mantra a lo ancho de toda América Latina. 98

2. Un cambio cultural amplio: el reemplazo de una cultura del aguante por una cultura de la fiesta, que recupere el viejo valor festivo del fútbol, el predominio de lo cómico sobre lo trágico, de lo carnavalesco por sobre lo funerario. Esto solo podrá lograrse en una acción a muy largo plazo: no menos de diez años, pero esos son los tiempos de las transformaciones profundas; y eso es lo que hicieron los ingleses. Apostar por cambios profundos, que no se producen en menos de una década. Y para eso son necesarias campañas, de medios y educativas, bien planificadas y sistemáticas, que convenzan a la sociedad civil de integrarse al cambio. Sin esa integración toda transformación es radicalmente imposible. 3. Porque, además, solo el diálogo y la participación de los hinchas garantizará esa transformación. El diálogo no significa negociación clandestina —para eso están los dirigentes y la policía—. Significa el reconocimiento de los hinchas como actores, la transformación de las hinchadas en organismos comunitarios, su fortalecimiento como núcleos de la sociedad civil. Representativos, defensores de sus intereses y deseos, interlocutores plenos. Nuevamente, el ejemplo británico: la Asociación de Hinchas. Esto implica apoyarlos: en la organización, en la edición de revistas, en la producción de espacios mediáticos. E implica reconocer​los, por ejemplo, en la planificación de los operativos de seguridad, en los traslados: no hay como un hincha para saber por dónde ir y por dónde no. Implica reconocer sus derechos a la crítica y a la queja: crear, entonces, el ombuds​fan, el defensor de los derechos de los hinchas. Cortar con las prohibiciones ridículas de bombos y banderas, por miedo a lo que puedan ocultar. Es decir: reconocer los derechos democráticos de los hinchas por primera vez en la historia. De ese modo, serán las mismas hinchadas las que desarrollen sus formas de autocontrol. Antes de eso, toda norma es vivida como represión. Y el establecimiento de responsabilidades es imposible o vivido como ilegítimo. 4. Suprimir toda legislación especial, como la ley debida a De la Rúa: con el Código Penal y los contravencionales alcanza. Es un marco legal suficiente. La idea de las legislaciones especiales es muy poco democrática y ha probado largamente su ineficacia. 5. Respecto de los estadios, deben establecerse una serie de condiciones mínimas de seguridad y salubridad —para no hablar de comodidad— sin las cuales no puede jugarse ni un solteros contra casados. Esto es posible; siguiendo el ejemplo español, que separó la administración de los fondos de quinielas (su Prode) de los clubes, para evitar la tentación de comprar jugadores con el dinero. Aprovechando el flujo de dinero del Fútbol para todos, debería establecerse un órgano regulador y administrador, estatal pero autónomo, que organice el proceso de reconstrucción de estadios. Cuanto menos se metan los dirigentes de los clubes en el manejo del dinero, mejor. 6. La seguridad debe volverse resguardo de la comodidad y salubridad del espectador, antes que paranoia anti-hincha. Eso implicaría un cambio de enfoque radical, que debería organizar toda la política. Así, la seguridad debería comunitarizarse, en el sentido de despojarla de policiamiento y transformarla en control comunitario: si lo que se privatiza es el control policial, estamos —nuevamente— en el horno. Debería trasladarse la 99

responsabilidad dentro del estadio a los clubes, con la organización de sus propios equipos. Si lo que se busca es reprimir, harían falta ejércitos de patovicas; si lo que se busca es prevenir, solo hará falta un buen equipo, bien entrenado, de gente apta para manejar conflictos y especialmente para prevenir incidentes y catástrofes (hoy ningún empleado de los clubes sabe qué hacer en caso de accidentes). Si los hinchas desarrollan sus posibilidades de autocontrol y autogestión, no harán falta ni la Guardia de Infantería ni los patovicas descontrolados. Ni, claro, la barra liderando una nueva unidad de negocios, para que nadie piense que estamos pensando en las barras como stewards, los guardias de seguridad británicos: que, de paso, muchas veces son mujeres. 7. Eso no implica sentar a todos los espectadores, medida que exige un debate amplio: no es preciso sacrificar, al estilo europeo, una tradición de asistencia y participación en el estadio por una modernización apenas presunta. Sí, por supuesto, discutir y consensuar los límites de las capacidades en función estricta de las posibilidades de seguridad — entendida nuevamente como salvaguardia— y evacuación. 8. Los medios de comunicación tienen una responsabilidad fundamental en desdramatizar el juego, volverlo fiesta y puro deporte, sin ningún conflicto que no sea el que deviene estrictamente de dos equipos disputando un juego. Eso exige modificar lenguajes y costumbres, asumir con una conciencia aguda qué se dice cuando se hace, por ejemplo, un mínimo chiste o se afirma “ganar o morir”. En la semana anterior al descenso de River Plate, algunos hinchas pusieron una bandera con esa leyenda en la concentración del equipo: rápidamente se alzaron las voces condenatorias. Pero el día del partido final, cuando Belgrano alcanzó el empate, el relator del partido la repitió: “River sale a ganar o morir”. Por supuesto, los hinchas lo tomaron al pie de la letra e hicieron desórdenes monumentales a la salida del Monumental. El último ejemplo fue en los últimos cinco minutos del partido entre Vélez Sarsfield y San Lorenzo, en el juego que definía el Torneo Inicial del 2013: la frase la pronunció el impresentable Marcelo Araujo. Lo que ninguno de los dos relatores comprendía era que a través de ellos el que afirmaba que el fútbol era cuestión de vida o muerte era nada menos que el Estado nacional, el que debe garantizar la vida de sus ciudadanos. Eso agrava la cuestión, pero a la vez la facilita: si la voz dominante en el relato periodístico del fútbol es el Estado, a través de Fútbol para todos, es mucho más sencillo regular lo que se debe y lo que no se debe decir, los modos en que el fútbol debe ser —¿volver a ser?— una fiesta y no un continuo desgarramiento pasional donde la muerte acecha a cada paso. Es un enorme trabajo, sin duda: pero imprescindible. Y lo que se debería volver norma es la prohibición radical de las alusiones racistas, homofóbicas, xenófobas. Prohibición que debería extenderse a los hinchas, claro, previo debate y difusión. 9. Pero hay un paso elemental: suprimir la utilización de los grupos más duros —las barras— como fuerza de choque al servicio de dirigentes deportivos y políticos. Si ninguno lo hiciera, si se cortara ese financiamiento, la barra desaparece: permanecen las hinchadas como organizaciones civiles, como dijimos, pero al desaparecer el flujo de dinero clandestino se elimina el factor clave que organiza la disputa por unidades de negocios. (Los seres humanos luchan por poder o por honor: pero mucho más duramente disputan por dinero). Pero antes debe desaparecer la inocencia culpable que responde “en 100

mi club no hay barra brava”, o el gigantesco esquive de bulto de cientos de intendentes y legisladores municipales, provinciales y nacionales, que saben perfectamente de qué estamos hablando. Eso es decisión política, y sanción judicial. 10. La AFA —esa AFA sin Grondona ni grondonistas que reclamamos en el punto 1— tiene acá un rol fundamental; debe organizar campeonatos que no solo sean sino que parezcan limpios, con horarios prefijados, con árbitros honestos —nuevamente: que lo sean y lo parezcan—. Y con una justicia deportiva equitativa y transparente, que no estimule en los hinchas la ilusión de reponer la justicia por mano propia. La única clave que ordena todas estas ideas —y todas las que puedan agregarse, en tanto estén orientadas en dirección similar porque estarían basadas en los mismos presupuestos— es que debería tratarse de medidas simultáneas, para ser desplegadas sistemática y concienzudamente a lo largo de diez años, para comenzar a ver resultados recién después de los primeros cinco (Permítanme la insistencia: es también lo que hicieron los ingleses). Y el principio es que se trata de ideas cuyo organizador es una tesitura radicalmente democrática: es decir, que no imponga arbitrariamente a los hinchas una lógica ajena, sino que los incorpore discutiendo con ellos —pero con todos ellos: hombres y mujeres, militantes y comunes, adultos y jóvenes— las condiciones, ventajas y desventajas, los derechos y los deberes (en ese orden). Pero todo esto tiene un matiz utópico: esta clase dirigente, deportiva o política, es incapaz de llevar a cabo tamaña revolución. La única posibilidad de éxito está en el horizonte de una revolución más radical: que los y las hinchas tomen en sus propias manos la dirección de todo el fenómeno. 1. La redacción central del documento estuvo a cargo de Juan Manuel Sodo y José Garriga Zucal. Además, participaron y firmaron Pablo Alabarces, Diana Ávila, Juan Branz, Ramón Burgos, Nicolás Cabrera, Federico Czesli, Rodrigo Daskal, Alcira Martínez, Verónica Moreira, Diego Murzi, Sebastián Sustas y Javier Szlifman. He tomado el texto como base para lo que sigue, manteniendo las ideas centrales aunque modificando el orden de exposición.

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Tercera parte Donde llegamos a la conclusión de que el fútbol es también (o antes que nada) el relato del fútbol, lo que nos lleva a preocuparnos por la ficción y la televisión.

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El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del ’37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (H. Bustos Domeq)

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Narrar, explicar, celebrar, mentir, criticar

SALVAR UNA VIDA En un cortometraje brasileño de 1998, dirigido por Jorge Furtado y Ana Luisa Azevedo, un hombre construye una máquina del tiempo. Su objetivo es poder regresar al 16 de julio de 1950, al estadio Maracaná. Ubicarse junto al poste izquierdo del arquero brasileño y avisarle, en el momento justo, que no descuide el palo, que no busque un centro atrás que jamás llegará. El arquero se llama Moacyr Barbosa; el corto se llama Barbosa. Esa historia es una de las más estremecedoras de todo el fútbol internacional: Brasil salía campeón mundial si empataba en el último juego contra Uruguay; al comenzar el segundo tiempo convirtió un gol; el capitán uruguayo, Obdulio Varela, el “Negro Jefe”, enmudeció al estadio rugiente llevando la pelota bajo el brazo lentamente desde su arco hasta el centro del campo, y discutiendo por señas con el árbitro un off side inexistente. Los uruguayos emparejaron el partido con un gol de Schiaffino, que empujó un centro de Ghig​gia; cuando faltaban minutos, Ghiggia desbordó por la derecha, Barbosa fue a buscar el centro, Ghiggia remató al primer palo convirtiendo el gol que convertía campeón a Uruguay y decretaba el silencio funerario de 150.000 brasileños presentes en el estadio, junto a millones que comenzaron a llorar en las calles de todo Brasil. Y fue el comienzo de la muerte civil de Barbosa, condenado como culpable de la derrota. Muchos años después —lo repite en la primera escena del filme— Barbosa dirá: “La pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida”. El protagonista del corto, interpretado por Antonio Fagundes, relata haber estado de niño en el Maracaná, esa tarde, con su padre; recuerda que tras el gol brasileño recibió el único abrazo que su padre le dedicó en toda su vida; recuerda los llantos, las congojas, la tristeza infinita. Y recuerda la condena a Barbosa, que en el momento de la ficción aún permanece intacta (Barbosa murió en 2000). Por eso construye la máquina del tiempo: para volver a esa tarde, para cambiar la historia. El protagonista narra en primera persona su retroceso en el tiempo: su llegada al estadio, donde ve a la multitud, donde se ve a sí mismo con su padre —donde se ve abrazado por su padre tras el gol de Friaça—, donde ve la resurrección uruguaya y el gol de Schiaffino. Entonces busca un túnel de acceso al campo, en el momento justo, pero es detenido por un guardia. Intenta escapar, intenta llegar hasta el arco de Barbosa; ve el desborde de Ghiggia, ve cómo su grito inútil —un ¡Barbosa! que inunda la pantalla— no llega a destino, ve cómo la pelota entra, cómo Barbosa descuida su palo buscando un 104

centro que Ghiggia nunca va a mandar. Y entonces vuelve a ver los llantos, las congojas, la tristeza infinita. Todo había sido inútil: aunque el protagonista explicara, al comenzar el filme, que todo eso había sido hecho “para salvar la vida de ese hombre; o mi propia vida”. Es posiblemente la película sobre fútbol que más me ha impactado, aunque dura sólo once minutos. Si le hacemos caso a Roberto Fontanarrosa, el filme más estremecedor es Két félidő a pokolban (Two half-times in Hell o Match en el infierno, como se la conoció en español), un filme húngaro de 1961 que Fontanarrosa jura haber visto en Rosario. En él, un grupo de prisioneros húngaros durante la Segunda Guerra Mundial juega un match contra los ocupantes y carceleros alemanes; a pesar de la advertencia de que serán fusilados si ganan, los jugadores no pueden con su orgullo y terminan goleando a los nazis, que los fusilan ahí mismo, con los pantaloncitos y las camisetas puestas. Como en el fútbol siempre hay una estrella, en este caso es el jugador Jo: “En treinta minutos dio vuelta el partido, hizo tres pepas y hasta le puso la pelota del gol del triunfo al narigoncito judío que jugaba de once y que tuvo la mala idea de ir a gritárselo a la tribuna alemana, adonde estaba la barra brava de los nazis. Los alemanes se enojaron y no esperaron hasta la pitada final. Ahí no más los cagaron a tiros a todos, certificando que es muy difícil ganar de visitantes”, cuenta Fontanarrosa. La leyenda afirma que el filme, una obvia propaganda del régimen prosoviético en Hungría, se basa en un hecho real, ocurrido en Ucrania, luego de un partido entre el Dínamo de Kiev y un “seleccionado de Hitler”; la leyenda cuenta que también hay una placa en Kiev conmemorando el hecho. Pero lo cuenta Eduardo Galeano sin invocar una sola fuente: el crédito histórico que merece es muy bajo. Fontanarrosa hace la comparación en la que varios lectores deben de estar pensando: es el argumento de Victory, o Escape to victory, o Escape a la victoria, dirigida por un veterano y cansado John Huston en 1981, filmada según algunas fuentes para aprovechar la expectativa comercial alimentada por el entonces próximo Mundial de España en 1982. La novedad es que los prisioneros-jugadores son ahora británicos, más un jugador negro “nacido en Trinidad y Tobago”, y son interpretados por señores llamados, en la vida real, Bobby Moore, Paul Van Himst, Kasimierz Deyna, Alvaar Thoresen, Mike Summersbee, Co Prins, Russell Osman, John Wark, Søren Lindsted, Kevin O’Callaghan, Osvaldo Ardiles y Edson Arantes do Nascimento. Es decir: todos jugadores profesionales, activos o retirados, incluido el “trinitario” Pelé. Y el arquero es Sylvester Stallone, tan mal arquero como actor, aunque “entrenado” por el inglés Gordon Banks, uno de los mejores arqueros de la historia: se dice que Stallone exigió un cambio en el guion para hacer un gol y así quedar como héroe en el final de la película, sin saber que los arqueros no suelen hacer goles. Entonces, le inventaron un penal: pero tuvieron que filmar durante tediosas jornadas hasta que consiguieron que Stallone se tirara para el lado correcto —aunque todo el tiempo sabía dónde le iban a patear—. Por supuesto, el filme no puede reproducir la historia “real” narrada por los húngaros: una invasión de campo por parte del público salva a los jugadores de su destino mortal y les permite el escape. Es, definitivamente, un bodrio, aunque distintos foros de fanáticos la ponen entre las cinco mejores películas de fútbol de la historia. De fútbol/con fútbol. Aquí se salvan todos; en el filme húngaro, que estremece la memoria de Fontanarrosa, el amor por el fútbol y el orgullo de los jugadores ​—que deben dar vuelta el partido frente 105

a los invasores— los lleva a la muerte. El fútbol, en realidad, no salva vidas: como tampoco el cine o la literatura, literalmente. Pero podría, como toda imaginación.

EXPLICAR Cuando el ensayista argentino Juan José Sebreli intentó descalificar las que llamó “aproximaciones populistas” al fútbol hasta 1981 (cuando publica Fútbol y masas), solo pudo citar fragmentos de poemas o relatos, crónicas periodísticas, alguna metáfora perdida en el campo de batalla (“el alma está en orsai/ che bandoneón”, del tango “Che, bandoneón”, de Homero Manzi). Pero no podía citar nada más, porque nada más había. Más notoria había sido esta ausencia quince años antes, cuando en dos antologías contemporáneas, editadas a ambas márgenes del Río de la Plata, el mismo Sebreli y Eduardo Galeano habían intentado ofrecer un panorama ensayístico y ficcional de los textos sobre fútbol. Sebreli, en El fútbol (Buenos Aires, 1966), desde una perspectiva rotundamente condenatoria, transita todos los lugares comunes de la retórica del opio de los pueblos, pero debe recurrir a —pocos— materiales europeos. En 1981 decidió que sus lugares comunes merecían una ampliación, que no hacía falta usar textos pocos y ajenos, y que ya tenía material para un volumen completo que acabara de una vez por todas con la alienación producida por el fútbol argentino: lo llamó, como dijimos, Fútbol y masas. (Juan Sasturain, hastiado de esos lugares comunes, tituló su reseña en la revista Humo® “Sebreli, vos andá al arco”). Diecisiete años más tarde, en 1998, Sebreli reincidió con su La era del fútbol, una simple reedición de su libro anterior con un par de agregados. Justamente, Sasturain le había reprochado en su reseña que en el libro de 1981 estaba prodigiosamente ausente el Mundial de 1978, lo que aparecía como una suerte de autocensura o de recule. Y bien: la reedición incorporó un capítulo dedicado al Mundial, así como otro centrado en la figura de Maradona, que para ese entonces ya había desplegado lo mejor de su saga. El Diego se volvió entonces una pequeña obsesión sebreliana: volvió a ocuparse de él en otro libro, Comediantes y mártires. Ensayo contra los mitos, de 2009, en el que lo coloca en una fila de muñecos a los que dispara “sin piedad” —Carlos Gardel, Eva Perón, el Che y Maradona. Pero al igual que en los materiales anteriores, Sebreli cae en off side a cada pique: no por despreciar el fútbol —algo perfectamente explicable, y más en tiempos hiperfutbolizados—, sino por ignorarlo todo sobre él. El problema no es el desprecio, sino la ignorancia. Por su parte Galeano, en Su majestad, el fútbol (Montevideo, 1967), a pesar de su entusiasmo por demostrar que algo hay en el fútbol que vale la pena ser narrado o enaltecido, poco más tenía a mano; aunque en el volumen compilaba lo que presumiblemente sea el primer cuento latinoamericano de temática futbolística — “Juan Polti, half-back”, del también uruguayo Horacio Quiroga, pu​blicado en 1918, la historia de un jugador que decide sui​cidarse en el estadio cuando toma conciencia de su decadencia como futbolista. Este despliegue de puros fragmentos se ratificaba en Literatura de la pelota (Buenos Aires, 1973), una compilación del poeta argentino Roberto Santoro, desaparecido por la dictadura militar en 1977. Fuera de una gran 106

cantidad de textos cortos —muchos, pero breves y generalmente accidentales, entre los que se cuentan la crónica de un juego entre Argentina y Uruguay escrita por Roberto Arlt y un capítulo de La cabeza de Goliat, de Ezequiel Martínez Estrada—, el centro del volumen consistía en un largo escrito de Santoro rememorando los cánticos de los hinchas. Estos eran, hasta entonces, los únicos que dedicaban sus afanes intelectuales a una producción poética sostenida, aunque francamente ilegítima y solo factible de ser considerada literatura por el espíritu populista de Santoro: convengamos en que, aunque pródigos en metáforas fantásticas y militancia pasional, hay que hacer un esfuerzo titánico para llamar literatura a los cantos de las hinchadas. Pero la explosión futbolística de los años noventa, el crecimiento descomunal del peso del deporte como mercancía mediática —cuantificable en horas de televisión y radio, centimil gráfico, cadenas exclusivas de cable, facturación por publicidad y merchandising, entre otros indicadores irrefutables—, permitió otra configuración del campo. En lo académico, se dio una mayor visibilidad y legitimidad a los estudios sociales del deporte y el fútbol latinoame​ricanos, paulatinamente más prolíficos en papers y libros, en conferencias y reuniones científicas. En lo literario, apa​re​ció una profusión de compilaciones de crónicas, memorias y biografías —deudoras de la práctica periodística, que se volcaba al libro como forma de colonizar un espacio de una supuesta legitimidad mayor a la del periódico—; pero también narraciones, ficcionales o semificcionales, deudoras de la serie que inaugurara el inglés Nick Hornby con Fever Pitch (1992), del que ya hablamos con largueza. En América Latina fue clave el libro de, nuevamente, Eduardo Galeano, El fútbol, a sol y sombra (1995), que ha tenido larga fortuna no sólo de ventas, sino también de traducciones. El libro combina una escritura atrapante con la clásica predilección de Galeano por la argumentación narrativa a partir del relato de casos, en algunas ocasiones simples viñetas. Pero Galeano se evita y nos evita cualquier pregunta teórica, lo que es su debilidad a la hora de justificar sus afirmaciones: sus pruebas son poéticas, no sociológicas, ni siquiera históricas. Esa debilidad lo lleva en demasiadas ocasiones a terminar refugiado en un consabido sentido común futbolístico, con los tópicos populistas de la resistencia cultural, la carnavalización, la inventiva, la fiesta y la belleza a la cabeza, conformando una matriz recuperada por buena parte de un periodismo levemente progresista ansioso de legitimidad: digámoslo así, Galeano se vuelve libro de cabecera del menottismo residual. Así, a la hora de explicar la violencia, no recurre a ninguna de las fuentes que revisamos en capítulos anteriores; sólo apela al célebre epistemólogo y goleador argentino Jorge Valdano: “La violencia, decía Valdano, crece en proporción directa a las injusticias sociales y a las frustraciones que la gente acumula en su vida cotidiana. Las barras bravas se nutren, en todas partes, de jóvenes atormentados por la falta de trabajo y de esperanza” (página 190). Demuestra así, en una sola cita, que ninguno de los dos se preocupa demasiado por explicar nada. Lo mismo ocurre cuando decide cancelar el mito del “opio de los pueblos”, que hacía más de una década había sido descartado por las ciencias sociales: El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en este goce subalterno se realiza. El 107

instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere. En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase (página 36-37). Para refutar ambos desprecios, Galeano solo recuerda que el club Argentinos Juniors se llamó originalmente Mártires de Chicago; que Chacarita Juniors nació un 1º de mayo, y que Gramsci elogió “este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”. Al parecer, tales datos supondrían, por sí solos, un carácter netamente revolucionario del fútbol rioplatense, cosa que su historia, el Mundial 1978 y Julio Grondona bastarían para refutar. Del mismo modo, si Gramsci le permite una justificación “de izquierda”, Albert Camus le permite una justificación “existencialista”: “...lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Galeano ya había rescatado esa frase en su antología de 1967; y a partir de allí, redundando en el libro de 1995, la transformó en uno de los lugares comunes más reiteradamente insoportables cada vez que se quiera hablar de fútbol y pasar por culto. Lo dice Camus, que queda mucho mejor que decir “lo dijo Bilardo”. O peor, la cita del Diego: “La pelota no se mancha”.

CELEBRAR En la Argentina, mientras tanto, al aluvión de biografías e historias parciales (de Maradona o de Di Stéfano, de River o de Boca) se le sumó la revalorización de las historias que tanto Roberto Fontanarrosa como Osvaldo Soriano habían publicado en sus libros de los años ochenta, aunque inicialmente habían pasado inadvertidas. Es decir: no se trataba solo de una ampliación del mercado mediático-deportivo, la futbolización de nuestras sociedades. También funcionaba una nueva legitimidad intelectual, teñida de neopopulismo y plebeyismo, según la cual narrar el fútbol había dejado de ser una empresa marginal y condenable para transformarse en una actividad aceptable, de gran demanda de masas, e incluso recomendable, en tanto saldaba una presunta deuda de los intelectuales con los públicos populares —aunque mientras tanto estos hubieran dejado de leer, dicho sea de paso— y hasta permitía alguna campaña estatal de difusión de la lectura. En el Uruguay, un póster mostrando un arquero, apoyado contra un poste de la meta —de eso que llamamos arco—, leyendo apasionadamente; en la Argentina, la impresión estatal de cuentos breves que se repartían gratuitamente en los estadios, de los nombrados Galeano, Soriano y Fontanarrosa, o de nuevos cuentistas surgidos al calor de la moda: el ex jugador Jorge Valdano, por ejemplo (tan mal narrador como buen jugador), o periodistas deportivos que practicaban paralelamente la literatura breve de ambiente futbolístico, la gran mayoría publicados por la editorial cooperativa Ediciones Al Arco. En general, con todos los cuidados de toda exageración, no había en esos volúmenes de ficciones nada que nos hiciera olvidar a Galeano o a Fontanarrosa. Algunos de los cuentos de Walter Vargas, por ejemplo, en su Del diario íntimo de un chico rubio (y otras 108

historias futboleras), de 2004: posiblemente, Vargas sea el mejor de esos narradores, porque es además poeta, y eso lo lleva a saber que los cuentos sobre fútbol implican sumar una pelota y además lenguaje, y que la historia más fascinante exige más duramente aún el trabajo del lenguaje —como la poesía—. Mucho más interesante, en cambio, es la producción entre ensayística y periodística que la editorial permitió: nuevamente, el mismo Walter Vargas con su Equipos cortos, de 2013 —un libro con el que se puede discutir de fútbol, nada más y nada menos—, o el ya citado de Fernando Ferreira sobre el Mundial de 1978, Hechos pelota. La explosión de los noventa se ratificó en el nuevo siglo, incluyendo a las editoriales grandes y de gran público —Ediciones Al Arco siguió siendo tan digna como periférica. Como ejemplo, Sudamericana editó en 2013 una antología muy extensa de las notas periodísticas de Dante Panzeri, Dirigentes, decencia y wines, una edición a cargo de Matías Bauso. Los viejos libros de Panzeri habían permanecido ocultos, casi desaparecidos, condenados al repertorio de citas memoriosas; sin embargo, en 2012 se reeditaron Burguesía y gangsterismo en el deporte, de 1974 y editado por Capital Intelectual, y Fútbol: dinámica de lo impensado, de 1967 y editado por Pasco en Buenos Aires y por Capitán Swing en España. En esta serie, la de la producción periodística, la cantidad de autores y títulos es enorme, inabarcable: buena parte, ilegible. Siempre se destacan los materiales de los que son, a la vez, buenos periodistas gráficos. Una excepción es Alejandro Fabbri, un tipo tan riguroso a la hora de escribir como de hacer radio o televisión; otro es Román Iucht. Del resto, siempre hay que elegir los periodistas deportivos que escriben y descartar, ante la duda, los radiales y televisivos, por los mismos argumentos por lo que destacábamos a Vargas: la escritura es su herramienta, no su condena. Allí hay que buscar siempre a Ezequiel Fernández Moores, y también a Ariel Scher, Ricardo Gotta, Marcelo Gantman, Juan Pablo Varsky, Gustavo Veiga. Jamás de los jamases hay que ensartarse con Juan Carlos Pasman, alias El Toti, y autor de La tenés adentro, que a pesar de su título no es un libro autocrítico. Una tendencia reciente son los que podemos llamar “libros estilo Hornby”, los que construyen el relato sólo desde una posición enfática de hinchas que basan su legitimidad en esa misma condición. Pero los que valen la pena son los textos en los que hay alguna excepcionalidad, que no se limitan a hilvanar gritos de ¡aguante! con reivindicaciones pasionales. El más importante fue el Boquita de Martín Caparrós, dedicado justamente a Boca Juniors en su centenario, en el que unió una apuesta por el lenguaje con una profusión de fuentes y materiales. Recientemente, hay dos libros excelentes: el Ser de River en las buenas y en las malas de Andrés Burgo, donde la excepcionalidad se construye sobre el descenso de River y así escribe la historia inolvidable de un año de agonía; y el ¡Academia, carajo! de Alejandro Wall, que trama de modo brillante la historia insólita del Racing campeón tras treinta y cuatro años en el mismo momento en que la Argentina estaba a punto de desaparecer. Y no hablo sobre periodismo, apenas sobre los libros de los periodistas deportivos. Desde que en 1996 nació Olé, es como la leyenda de Atila: el césped no puede volver a crecer. El periodismo deportivo está destruido: es en su mayoría “periodismo fierita” — una calificación de Walter Vargas que recupera Ezequiel Fernández Moores, ambos fenomenales periodistas—. Fernández Moores sostiene que las tendencias del periodismo 109

televisivo conducen a una “clausura del periodismo”, por ejemplo con “los productores devenidos periodistas estrellas porque son amigos de los jugadores, un club que tiene como fundador a Marcelo Palacios (TyC Sports)”. Podríamos incluir entre esas tendencias el periodismo por canje publicitario; ejemplos a raudales, me quedo con dos: Canal 13 haciendo un plano detalle de Francisco de Narváez en un partido de la Selección Argentina, único espectador enfocado ¡dos veces! entre 49.786 presentes; Fernando Niembro entrevistando al diputado salteño Carlos Olmedo en un ¡River-Boca en Mar del Plata!, sin que aún hayamos podido encontrar una razón periodística para su palabra. Y como confesión de parte: la campaña publicitaria mundialista de Olé consistió en una serie de spots en los que un periodista argentino se presentaba en distintas conferencias de prensa como “Gustavo Camarotta, diario Olé, Buenos Aires”, para luego hacer preguntas con presuntos dobles sentidos chicaneros, que se ratificaban en leyendas sobre la pantalla. Los distintos avisos estaban dedicados a Uruguay, Inglaterra, Brasil, Holanda y Alemania, y afirmaban, como presunto saber periodístico, que “Pelé debutó con un pibe” o que los uruguayos eran “campeones de repechaje”. El cierre concluía: “Más que periodistas argentinos, somos argentinos periodistas”. Un video casero uruguayo ponía las cosas en su lugar: “Más que periodistas argentinos, son periodistas pelotudos”. Permítanme un esquematismo ejemplificador: si el periodismo deportivo argentino contemporáneo incluye de manera estelar a Palacios, “Tití” Fernández, Marcelo Araujo, Fernando Niembro o Leo Farinella, podemos decretar su clausura. Pero como también incluye a Fernández Moores, Walter Vargas, Ariel Scher, Alejandro Fabbri, Alejandro Wall, Andrés Burgo, Ricardo Gotta, Marcelo Gantmann, Román Iucht o Juan Pablo Varsky, es posible que nos quede alguna esperanza. Queda refugiarse en la consabida seriedad de La Nación y el lujo de leer una vez por semana a Fernández Moores; en las columnas de Gustavo Veiga o Juan Sasturain; algunas cosas de Tiempo Argentino y El Gráfico, donde publican algunos de mis periodistas favoritos. Más allá, el diluvio. ¿O es que acaso vamos a ver algo de Fox Sports?

MENTIR Afirmamos que el giro se produce en los noventa: durante toda la década. En realidad, es un fenómeno que viene clandestinamente desde antes. Fontanarrosa había publicado cuentos de tema futbolístico desde 1973, en la primera edición de Los trenes matan a los autos, para no mencionar la infinidad de chistes gráficos que luego recuperaría en varios tomos de recopilación. Hacia 1987 ya estaban publicados sus mejores cuentos futboleros. Osvaldo Soriano, a su vez, ya había publicado pequeñas historias derivadas de sus andanzas biográficas como supuesto goleador de un equipo del norte de la Patagonia a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Pero el comienzo estaba en su trabajo periodístico: había sido cronista de deportes, y en La Opinión de los primeros setenta había convencido al mítico Jacobo Timmerman de hacer una suerte de “historias de vida”, de las que la más célebre fue la del asesino Robledo Puch, pero la más personal fue la de Obdulio Varela: “El reposo del centrojás”. Esas crónicas fueron compiladas por primera vez en Artistas, locos y criminales, de 1984, cuando Soriano ya era un novelista 110

exitoso: aunque el periodis​mo era anterior a la ficción, tuvo circulación autónoma luego de su consagración como novelista. Lo cierto es que en 1986 el diario italiano Il Manifesto le pidió a Soriano que cubriera, a distancia, el Mundial de México, y esto lo llevó a desplegar esas pequeñas historia norpatagónicas, compiladas en 1988 en Rebeldes, soñadores y fugitivos junto a otros textos periodísticos. Entre ellas está “El penal más largo del mundo”, posiblemente el más logrado de sus cuentos futboleros. Lo cierto es que, gracias a este volumen y su proclamada y universalmente conocida condición de hincha furioso de San Lorenzo, Soriano entró en los años noventa consagrado como cuentista futbolero junto a Fontanarrosa. En 1993 ordenó sus Cuentos de los años felices, donde reitera casi todos los cuentos futboleros de 1988 en una parte especialmente dedicada del volumen que titula “Pensar con los pies”. La clave autobiográfica es explícita: son los cuentos donde Soriano se dedica a resolver la relación con su padre, y parece que el fútbol es esencialmente eso: una relación entre hombres. Sin embargo, ya en esos relatos aparecía la idea de que el fútbol permite narrar otra cosa, de mayor envergadura que simples y banales historias deportivas. La aparición de un supuesto hijo de Butch Cassidy en la Patagonia le permitían desplazar la autobiografía e introducir la política: William Brett Cassidy se volvía entonces una excusa para inventar un Mundial paralelo durante la Segunda Guerra Mundial, y luego acompañar al personaje por distintos episodios de la historia sudamericana. En el mismo libro reaparecía otro personaje, supuestamente biográfico —presentado como director técnico de Soriano en Cipolletti—, un director técnico imaginario que recorría la Patagonia dejando un tendal de fracasos y fraudes a su paso. El personaje cobró luego autonomía en Memorias del míster Peregrino Fernández y otras historias de fútbol (1998), el último libro de Soriano, editado luego de su muerte, y por mucho el peor. Para poder armar un libro, el editor decide juntar las historias de Peregrino Fernández (de las que Soriano había escrito apenas ochenta páginas) con todos los textos de los que hemos hablado: es decir, hace una suerte de libro sorianesco de fútbol, más atento a una demanda de mercado que a la unidad de una obra fatalmente condenada a la incompletud y la repetición. Para colmo, las historias de Férnandez no son muy logradas: más parecen ser una serie de excusas que permitan hilvanar la manera como Soriano entendía el mundo europeo, latinoamericano y africano desde la Segunda Guerra Mundial hasta el presente. El fútbol, realmente, le importa bastante poco. Lo mejor de la ficción de Soriano está en ese pliegue autobiográfico, en los partidos insólitos entre la tierra y el viento del Alto Valle del río Negro. Justamente porque es radicalmente ficción; allí donde Soriano nos propone hallar biografía, donde nos propone el relato amargo de un centroforward frustrado por la distancia, el olvido y alguna rodilla lastimada. Soriano sabe muy bien que no hay literatura sin mentira y sin engaño: por eso inventa un personaje —un rubio goleador de la periferia argentina​—, lo llama Soriano y lo hace hablar en primera persona. Pero como cuenta Pablo Montanaro en su Osvaldo Soriano: los años felices en Cipolletti, sus entrevistados, amigos del escritor en su juventud sostienen que “el gordo era un tronco, jamás jugó inferiores o ligas, jugaba porque era el dueño de la pelota [...] era un patadura del montón”. La literatura es también eso: mentir y ser creído. En eso, Soriano era implacable. Cuenta Ezequiel Fernández Moores, en una de sus columnas en La Nación, “El 111

Mundial olvidado”: “Todavía recuerdo el día en que Eduardo Galeano vino a casa buscando precisiones para su hermoso libro El fútbol a sol y sombra. Tuve que aclararle que no era cierto que José Sanfilippo había sido el máximo goleador en la historia del fútbol argentino, que sólo un fana de San Lorenzo podía engañarlo así. ‘¿Quién te dijo eso?’, le pregunté. Y me respondió riendo: ‘El hijo de puta del Gordo Soriano’”.

CRITICAR El lugar de preeminencia que aún hoy ocupa Fontanarrosa en esta literatura “de fútbol/con fútbol” —el juego de palabras es de Sasturain— no se debe a la crítica, sino meramente a sus lectores. No hablo con esto de la crítica académica, que en general lo ignoró, casi hasta nuestros días: hoy hay en curso una tesis de doctorado en Letras en la UBA sobre su obra, cuyo autor es Cristian Palacios y lo hace con financiamiento del CONICET, con lo que las dos instituciones han decidido que eso es literatura y que vale la pena estudiarlo. Hablo de las lecturas periodísticas: de las infinitas celebraciones de un presunto Fontanarrosa costumbrista, enorme humorista y que, gracias justamente al olvido de la crítica “culta”, podía ser celebrado hasta el santoral por la crítica “inculta” pero popular. Es decir, la que entiende “lo que le gusta a la gente”, que es lo que les gusta a ellos mismos aunque entiendan bastante poco. Un ejemplo reciente lo da Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación y escritor, que afirma en uno de los consabidos textos celebratorios que el personaje de Inodoro Pereyra “comenzó como una sátira de las voces camperas del Martín Fierro”; si se hubiera molestado en leer esas historietas, habría comprobado que no hay tal sátira, sino una brillante parodia del folklore nuevocancionerista y festivalero de comienzos de los años setenta (antes que el Martín Fierro están Castilla y Leguizamón: ¿o de dónde piensa Fernández que viene el nombre de la mujer de Inodoro, Eulogia, sino de “La pomeña”?). Tampoco, claro, se lo debemos a sus editores: aunque los cuentos futboleros de Fontanarrosa estaban sabiamente distribuidos a lo largo de sus libros —y eran nunca más de tres o cuatro entre alrededor de veinticinco—, en el año 2000 la editorial De la Flor cedió a la tentación futbolizada y, como había ocurrido con Soriano, compiló en Puro fútbol un volumen con esos veintidós cuentos con fútbol. Un volumen, nuevamente, fatalmente incompleto: porque Fontanarrosa siguió publicando libros de cuentos, con sus consabidos dos a cuatro cuentos futboleros en cada uno. El desaguisado producido luego de su muerte —una penosa disputa por los derechos de autor entre su hijo y su segunda mujer— llevó a que De la Flor publicara un último volumen de cuentos en 2013, Negar todo y otros cuentos, al mismo tiempo que Planeta reeditaba sus viejos libros; entre ellos, el Puro fútbol tal cual había sido publicado en 2000, sin agregar ni quitar ninguno. Pero además de oportunista, la reunión de sus cuentos futboleros los saca de contexto: en el conjunto de su obra, el fútbol ocupa un lugar determinado que solo puede verse exactamente ahí, en el contexto real de toda su obra y todos sus cuentos, expulsado por una edición meramente temática. Fontanarrosa se transforma así en un futbolero apasionado —que lo era— que respira, bebe y come fútbol —que lo hacía— y en un celebrador infinito de una sabiduría masculina popular y costumbrista: cosa que, decidamente, no era. 112

La lectura de Juan Sasturain es mucho más inteligente que las caricaturas dominantes en el periodismo. Sasturain fue el primero en leer la densidad de Fontanarrosa, en reconocer que ahí había un escritor que no podía limitarse a la sátira o a la imitación celebratoria: Distancias y contigüidades: la caricatura y la imitación (destrezas visuales, tics y gestuario, hondura y trivialidades de Sábat a Sapag, de Mario Sánchez a Nine) son maneras afines, contiguas pero conceptualmente antagónicas a la parodia. Son formas de remedo personal, estáticas, puntuales y autoritarias como toda imagen. La parodia, en cambio, no comparte rasgos, con el modelo sino códigos. La parodia alude y evoca; la caricatura subraya, simplifica (en “Fontanarrosa: cuatro notas al pie”, en El domicilio de la aventura, página 158). La obra de Fontanarrosa, señalaba Sasturain en el le​jano 1987, se construía sobre la parodia: incluso su segunda novela, El área 18 (de 1982), era una parodia de una novela de espionaje internacional en la que un imaginario país africano, Congodia, alcanzaba su independencia, su salida al mar, sus campos petrolíferos y otras ventajas geopolíticas en partidos internacionales de fútbol. Así, Congodia no tenía ejército: solo mantenía su seleccionado nacional (que enfrentaba a un combinado organizado por la CIA para disputar una concesión de la Coca-Cola). La novela se organiza en torno de un enunciado imposible, el fútbol es la patria, propuesto como hipérbole: el fútbol, en este caso, inventa la patria. Entonces, la Congodia de Fontanarrosa también implicaba una parodia brillante del nacionalismo deportivo —y fue escrita entre el Mundial de 1978 y el de 1982—. En el guiño de Fontanarrosa hay una mirada cómplice a la vez que crítica: detrás de Congodia no está África, sino más ampliamente toda la reverberancia nacionalista del fútbol de la periferia. Incluso, evidentemente, en la Argentina. Eso permite dos movimientos. Uno, que describe Sasturain, consiste en el fin de la épica y la guerra, desplazadas por la aventura y el juego: Sabiamente, el relato ha ido retrocediendo en aparentes pretensiones, grandes temas, causas éticas. Ya no se narra la guerra —ni siquiera la pesca o los toros de Hemingway...— sino un tiro penal, una tribuna enardecida, la lesión en el menisco... [...] La descomunal metáfora de Área 18 [...] no hace sino desarrollar hasta sus últimas consecuencias un juego de sustituciones y valores en el que están comprometidos la violencia y el riesgo, la lucha y la voluntad de ser: la guerra, su sucedáneo en la aventura, su destilación en la competencia deportiva. La novela no hace sino —por el absurdo— llevar la cuestión a los orígenes: volver del deporte a la guerra, pasando por la aventura (página 164). El otro está contenido en la condición paródica: es decir, de distancia y crítica, aun al tratarse de la propia cultura. Fontanarrosa trabaja sobre el lenguaje, incluido el propio: “Palabra que evoca otras palabras —continúa Sasturain—, lenguaje apoyado en el lenguaje. En los textos, en las narraciones de Fontanarrosa (que incluyen la historieta) el lenguaje es la materia, el objeto y el primer tema” (página 158). Entonces, el fútbol es un modo de desmenuzar ácidamente los lugares comunes de la cultura masculina argentina, en la que el fútbol, justamente, ocupa un lugar clave; porque siempre se trata del lenguaje 113

sobre fútbol y no, precisa y fácticamente, del fútbol. Cuando Fontanarrosa habla de fútbol, cuando su material es el deporte real y concreto ​—es decir: alguna existencia por fuera del relato sobre fútbol, que es otra cosa—, prefiere el periodismo o la crónica: es el caso de No te vayas campeón, su libro real sobre el fútbol real. El resto es parodia de un lenguaje y por ende de una cultura masculina, exacerbada, aguantadora y, justamente, puramente lingüística: en la literatura de Fontanarrosa los hombres hablan, de jugar al fútbol o de tener sexo, pero ni juegan al fútbol ni tienen sexo. Solo hablan. Una de los mejores ejemplos es “Escenas de la vida deportiva”, una obra maestra sobre la lengua coloquial masculina. Un grupo de hombres se prepara para disputar un partido de fútbol, un “desafío”. En medio de esos preparativos, contemplan a otro conjunto de jóvenes que están ocupando el campo de juego: “una multitud de morochos [que] corría detrás de una pelota marrón y deformada”, que son vistos despectivamente: “Mirá la caripela de los negros. Como para decirles algo está...”. [...] “¡Ni casa tienen estos negros! [...] Si vinieron todos en un camión”. Pero son los que juegan: aunque no se visten adecuadamente —el primer grupo discute largamente por dónde deben pasarse los cordones de los botines—, sino que juegan “con pantalones largos arremangados y descalzos”. Pero juegan: “Jugaban y gritaban. Se reían”. Finalmente, los “morochos” abandonan la cancha y les ceden el espacio. Pero mientras, los primeros hablan, y no pueden parar de hablar: —Tengo que salir a correr —calculó. —¿No salís a correr en la semana? —No tengo tiempo, Pepe. Debería. Pero... —Salgamos. Llamame y salimos. —Sí. Porque así... —Después se siente en los partidos... —Te llamo, porque no hay nada más rompebolas que correr solo. —Después no me llamás nunca, hijo de puta. Ya el mes pasado me hiciste lo mismo. —Te llamo, te llamo... Y en esa conversación hablan sobre la pelota (que alguien “dijo” que traía) hasta que aparece, y entonces deben discutir si está inflada suficientemente: y luego tratar de inflarla y finalmente, como corresponde, pincharla. El partido nunca comenzará. Fontanarrosa nos permite leer en esta escena, entre otras posibilidades, las dos articulaciones simultáneas y contradictorias del fútbol: su realización como juego, como territorio de alegría, por un lado; pero también su agotamiento ritualizado, su alienación como juego de palabras, sus consecuentes tristeza y vacuidad. En este último sentido, los frustrados jugadores nos dicen al despedirse: “Miguel —llamó el Ruso, ya cambiado, en su habitual tono calmo y medido—. Andate un poco a la concha de tu madre”. Por eso, los que siempre me parecieron los tres mejores cuentos “con fútbol” de Fontanarrosa son conversaciones. Uno es “Escenas...”; el segundo, no una conversación sino un monólogo donde el interlocutor está aludido en el texto, es “19 de diciembre de 1971”, otra joya del registro coloquial, en el que se ha tendido a leer una celebración del campeonato de Rosario Central sin comprender, en primer lugar, que la desmesura solo puede funcionar críticamente —lo del viejo Casale es, claramente, un crimen que ni el 114

campeonato puede justificar—; pero tampoco, en segundo lugar, el carácter de reescritura borgeana que tiene el cuento. Cuando el relator cierra el cuento diciendo “si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo esa, hermano” —único justificativo posible para el crimen: la muerte feliz del viejo Casale tras el triunfo contra “Ñuls”—, el eco es obvio y sin embargo no ha sido señalado: es una paráfrasis de “El Sur”, de Jorge Luis Borges, donde el protagonista sale de la pulpería a luchar con cuchillo contra el hombre que, sin atisbo de duda, lo va a matar; mientras piensa que esa es la muerte que hubiera elegido, de haber podido. Y el tercero es “El 8 era Moacyr”, una serie de conver​saciones entre los sempiternos habitantes del bar El Cairo que deciden que un contertulio ocasional, el “Sobrecojines”, es homosexual: “puto del año cero”. El fulano se viste bien, tiene un vocabulario elegante; bebe whisky; habla de autos y hasta de polo. Inevitablemente, es puto. Hasta que unos días más tarde Sobrecojines irrumpe en una conversación futbolera, en la que faltan datos cruciales: nombres de jugadores de los años sesenta. Sobrecojines los conoce, los repone, los ilustra, y hasta pronuncia la frase definitiva del saber masculino futbolero: esa tarde, la de ese partido, “yo estaba detrás del arco”. Estaba ahí. Pocos días después, Sobrecojines es nuevamente invocado por los contertulios: “¿Quién es Sobrecojines? [...] Rodolfo. Rodolfo creo que se llama [...] Buen tipo, ese. [...] Buen tipo”. Para ver en esto mero costumbrismo celebratorio hay que practicar una ceguera deslumbrante: Fonta​narrosa exhibe el modo de construcción homoerótico de la legitimidad masculina, basada en el saber futbolístico, al que señala críticamente mediante ese uso descomunal de la parodia. Por supuesto, todo esto solo podía leerlo con agudeza Juan Sasturain, autor de otro enorme cuento crítico, “Campitos”, donde un esmerado ingeniero agrónomo —luego devenido canchero de un club humilde— descubre cierta relación entre territorios, años, cosechas y habilidades futbolísticas: “...de la zona maicera entre 1935 y 1937 salieron buenos centrojás”. Pero no se trata de una caricatura, sino de una apología de la imprevisibilidad: lo mejor del fútbol, dice el cuento, es lo que no puede preverse — plantarse, criarse, hacerse—. Por eso puede ser arte.

ARTE O BANALIDAD AL CUADRADO Porque estamos hablando del juego de la literatura sobre el juego del fútbol. Dice el escritor argentino Ariel Magnus: “El fútbol es un juego y en el fondo también la literatura lo es. Esta traducción lúdica busca rescatar aquella fraternidad básica”. Y entonces, juega con el relato de Víctor Hugo Morales del partido Argentina-Inglaterra de 1986, preguntándose hasta dónde estamos en presencia de literatura que debe ser transformada en tinta sobre papel para salir de su, hasta entonces, condición efímera de relato radial. Nuevamente, dice Sasturain: En todo esto, un lugar especial le cabe al relato futbolero propiamente dicho (la transmisión del partido, digamos), que no es un fenómeno textual sino verbal, radial, invento argentino, sustituto de la imagen y de la presencia en vivo. Ese relato pretende la inmediatez. Y lo notable es que un partido de fútbol transmitido/escuchado por radio 115

muestra su esencial naturaleza: es un cuento, una historia, un acto de invención dramática con su desarrollo, sus protagonistas, sus apartes, sus énfasis, su tono. Es una versión de los hechos, una construcción verbal más o menos veraz o estilizada de un acontecimiento único del que no pueden dar cuenta ni los números ni el resultado ni las estadísticas. Y por eso recomienda echarle una mirada a “¡Qué lástima, Cattamarancio!”, de Fontanarrosa. Mi cuarto cuento favorito. Sin embargo, aunque reconociendo ese carácter casi artístico del relato inmediato y radial, que se detiene en las metáforas, que busca los epítetos, que produce hallazgos inauditos como el del “barrilete cósmico”, la literatura significa también trabajo. Más que los 10.6 segundos que le lleva a Maradona ir del medio campo argentino al arco de Shilton; más que los veinticuatro segundos que le lleva a Morales ir desde “Ahí la tiene Maradona” hasta “Argenti​na 2, Inglaterra 0”. Ese trabajo —trabajo literario, justamente sumado a la belleza futbolística— luego permite un texto maravilloso como, exactamente, “10.6 segundos”, de Hernán Casciari; y entonces, cerramos todo y nos vamos. A pesar del intento de algunos para dejar el boliche abierto: un intento del que la literatura, los y las lectores/as, los públicos, los y las hinchas, podríamos haber prescindido. Pero Eduardo Sacheri vio luz y subió. En la literatura futbolera de Sacheri todo lo que son virtudes se transforman en vicios, y los vicios, simplemente, vicios son. Fundamentalmente, porque es una literatura construida en la senda fontanarrosasorianesca: entonces, se encuentra con todos sus hallazgos y no puede sino repetirlos —la clave autobiográfica o el registro coloquial de la conversación masculina—, pero desprovistos de toda novedad o de algún matiz por el que valga la pena detenerse en ellos. Si la nostalgia es una de las posibilidades de la cultura futbolística, y por ende de su literatura, no puede transformarse en el eje ordenador de toda la ficción, porque se vuelve mero anacronismo; si la masculinidad se ordena de modo importante en torno al fútbol, su abuso lo vuelve puro homoerotismo. La literatura de Sacheri es una especie de monólogo masculino, donde las mujeres están allá afuera solo para escucharlo: incluso, algo que a Fontanarrosa o Soriano jamás se les habría ocurrido —porque solo puede ser dicho como chiste—, en uno de los cuentos el narrador se​duce una mujer contando el Maracanazo de 1950 —algo tan difícil y aburrido como hacerlo contando anécdotas de colimba—. Y la recurrencia de la figura paterna se limita a ratificar lo obvio: los padres están allí para arruinarnos la vida; también pueden salvárnosla, pero no será con el fútbol. La literatura futbolera de Sacheri se vuelve toda su literatura: su último tomo publicado es una recopilación de todos los cuentos en los que está al menos sugerida una pelota, recayendo en el vicio, ya discutido, del “tomo futbolero”. Lo que estas ediciones no pueden comprender es que, cuando todo se vuelve fútbol, nada queda que no lo sea: y que el fútbol es bello cuando es excepcional, no cuando es rutina. A Sacheri le ha hecho peor, por supuesto, su puesta en cinematografía, porque para colmo le tocó Campanella. El filme Metegol, entonces, solo podía ser todo lo antedicho —rutina, homoerotismo, aburrimiento, previsibilidad, paternidades sobrevaloradas— más el toque Campanella, que destruye todo lo que toca porque lo pasa por la máquina hollywoodense de picar carne. (Para debatir: siempre se destaca de Campanella su calidad 116

técnica y su corrección narrativa, producto, se dice, de su experiencia en la televisión norteamericana. Pero no se ve que justamente eso es lo que lo limita: porque solo puede narrar dentro de ese marco convencional, que su inventiva se reduce a poner las cosas en orden y a producir finales felices, como debe ser). En Metegol, consecuentemente, se alinean todos, minuciosamente todos los lugares comunes del romanticismo futbolero — no se han olvidado de ninguno—, incluido el hecho de que no sirve ganar a cualquier precio, que hasta la derrota digna es más valiosa. Ese es, en suma, el problema Sacheri: decíamos antes que la belleza futbolística sumada a la belleza narrativa solo puede producir arte al cuadrado. Pero el convencionalismo futbolístico —la suma de masculinidades, nostalgias, sentimentalismos y romanticismos banales— sumado al convencionalismo narrativo —sea puro de Sacheri o sea multiplicado por Campanella— solo puede producir más banalidad: también al cuadrado, me temo.

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La tele

ENTRE LA PARANOIA Y LA MANIPULACIÓN Cualquier análisis de las relaciones entre deporte y política en la Argentina debe partir de dos factores. El primero de ellos no es original: la mediación que los medios de comunicación establecen entre el deporte —es decir, su práctica, su organización institucional, sus sistemas de reglas, sus practicantes llamados “deportistas”— y el amplio mundo de lo social, lo económico, lo político y lo cultural. El deporte se vuelve así, antes que nada, una representación, un espectáculo, en el que la televisión se presenta como el narrador fundamental. La descripción de esta posición privilegiada no es meramente sociológica; es una percepción que domina también el mundo de los aficionados, de los directivos, del periodismo. Para todos, el fútbol es finalmente algo que pasa en la tele. A este primer factor, entonces, se suma otro, en este caso puramente local. Es lo que podríamos llamar el síndrome Valentín Suárez. En 1967, al iniciarse la dictadura de Juan Carlos Onganía, el gobierno militar ocupó la Asociación de Fútbol Argentino con un delegado, Valentín Suárez, quien había sido presidente de Banfield. Ese año, Suárez sumó, al campeonato de Primera División, un nuevo torneo en el que participarían los pequeños clubes del interior del país —el torneo principal era disputado, y lo seguiría siendo, solamente por equipos de la zona de Buenos Aires y sus alrededores—. Lo llamó Torneo Nacional, y duraría casi dos décadas. Al mismo tiempo, incentivó la participación de los clubes argentinos en la Copa Libertadores —creada en 1960 a imitación de la Copa Europea de Campeones. Y, además, firmó contratos de transmisión televisiva de un partido de Primera División por fecha. Frente a ese panorama de fútbol televisado cuatro días por semana, entre torneos locales e internacionales, Suárez declaró: “El fútbol mantiene la mente de la gente ocupada”. Por cierto, Suárez se limitaba a reproducir la consigna vulgar según la cual el deporte funcionaba como moderno y secular opio de los pueblos, impidiendo que las masas se volcaran a actividades mucho más peligrosas, tales como el sindicalismo, la movilización política o, peor aún, la guerrilla —son los años en los que las guerrillas de izquierda se diseminan por toda América Latina: en ese 1967, el argentino Che Guevara era asesinado por el ejército boliviano—. La afirmación de Suárez, sin embargo, sobrevivió a su contexto histórico y político inmediato, y todavía hoy estructura la concepción de los políticos argentinos respecto de la relación entre fútbol, televisión y política: cuanto más fútbol televisado, mayor control sobre los públicos, como una forma novedosa del viejo 118

concepto de la alienación. Por cierto, como ha sido largamente demostrado, se trata de una falacia ideológica: los mecanismos de control social son en el mundo moderno infinitamente más complejos que la simple transmisión indefinida de deporte por televisión. Sin embargo, aún hoy las decisiones políticas argentinas en relación con el deporte siguen organizadas por el síndrome Suárez: la relación entre deporte y televisión, entonces, además de la conversión de la práctica en espectáculo de masas —con lo que eso implica para el análisis del deporte como puesta en escena y relato audiovisual, entre otros elementos—, debe ser leída como fenómeno político donde se disputa, real o imaginariamente, la construcción de hegemonía en una sociedad. Por lo menos, desde la percepción de las distintas dirigencias deportivas y políticas, que han hecho de esta relación una cuestión política decisiva. Podemos afirmar que, por lo menos hasta 2000, el debate sobre las relaciones entre deporte y política se limitó a las hipótesis sobre una mayor o menor manipulación de los públicos. En ningún momento se propuso una discusión sobre ciudadanía cultural o derechos civiles de los públicos y las audiencias, en el sentido señalado por David Rowe y Jay Scherer, dos colegas que han liderado este debate en la academia anglosajona: para ellos, la discusión sobre las transmisiones deportivas exige pensar hasta qué punto el deporte es parte del patrimonio cultural de una sociedad, y en consecuencia debe ser pensado como un activo de la ciudadanía, en vez de pensarlo únicamente a partir de las reglas del mercado (el deporte como una mercancía meramente sujeta a la ley de la oferta y la demanda). Ese debate estuvo ausente de la agenda política y académica, hasta que el avance monopólico sobre las transmisiones de fútbol amenazó la transmisión abierta de la Copa del Mundo de 2002. Posteriormente, la aprobación de una nueva Ley de Medios Audiovisuales en 2009 permitió que los argumentos sobre televisión y ciudadanía fueran debatidos públicamente. Pero inclusive en esta nueva década, la polémica sobre la estatización de las transmisiones deportivas pareció limitarse a la capacidad manipulato​ria del Estado en relación con las audiencias. Desde sus críticos —que se centraron en la cuestión del gasto y la publicidad estatal— hasta sus admi​nistradores —que abusaron de esa publicidad convencidos de sus efectos inmediatos—. El caso argentino es, entonces, bastante peculiar y anómalo; y por eso, merece ser examinado con detenimiento.

LA INVENCIÓN DEL FÚTBOL TELEVISADO En el caso argentino, la relación entre fútbol y televisión es muy estrecha. Brevemente: la televisión en la Argentina no nace por el fútbol, pero sí con el fútbol. El 17 de octubre de 1951 se realizó la primera transmisión experimental: un acto político de masas, una celebración del peronismo entonces en el poder —históricamente, fue la única aparición de Eva Perón, que moriría meses después por un cáncer—. Y la segunda transmisión en directo de la televisión criolla —como la llama Mirta Varela— se realizó desde el estadio de San Lorenzo y consistió en el partido entre ese club y River Plate. Fue el 18 de noviembre de 1951, con la dirección de cámaras de Samuel Yankelevich, que encabezaba el naciente Canal 7 (del Estado nacional). Había pasado apenas un mes y medio de la primera transmisión televisiva: parecía que el fútbol estaba esperando que la tecnología multiplicara sus imágenes hacia fuera de los estadios. La creciente importancia del 119

deporte en las televisiones de los países centrales —especialmente, el béisbol en los Estados Unidos— auguraba que ese matrimonio tendría una vida venturosa por delante. El peronismo creó la televisión como servicio público y como empresa del Estado. Además, como había hecho con el cine y la radiofonía, la organizó a partir de sus gramáticas políticas: un populismo progresista que intentaba controlar férreamente la información y el entretenimiento público y que, al mismo tiempo, favorecía la producción y el consumo de la cultura popular. En ese contexto, las dos transmisiones iniciales (el acto político y el partido de fútbol) eran minuciosamente coherentes. Aquella primera transmisión estuvo auspiciada por YPF (la petrolera estatal) y se realizó con dos cámaras: una ubicada en la tribuna detrás de cada arco. La imagen que se pudo ver en los aproximadamente mil trescientos televisores que había en funcionamiento se componía en su totalidad de planos generales y la edición alternaba algunas tomas con un poco de proximidad. Esos modos narrativos de la imagen futbolística provenían del cine ficcional y de los noticieros cinematográficos, como puede verse en los filmes que narraron el fútbol local desde el temprano 1933 —en la pionera Los tres berretines, producida por Lumiton e inaugurando el cine sonoro—; habría que esperar mucho tiempo y muchos cambios tecnológicos hasta que las formas de narrar el fútbol cambiaran drásticamente. En aquel momento se calculaba que había un promedio de quince televidentes por cada aparato encendido: la audiencia era una actividad grupal y pública, nucleada en un hogar poseedor del aparato o frente a las casas de electrodomésticos. De todas maneras, en 1951 todavía el espectáculo lo constituía la televisión como un acontecimiento en sí mismo, más que el contenido de la programación. Hubo que esperar algún tiempo para que esta situación se invirtiera: como señala Varela, las masas entraban en la televisión como referencia; el espectáculo televisivo se limitaba a capturar una cultura de masas que se desarrollaba fuera de él. Sin embargo, Ezequiel Fernández Moores señala que ya en ese primer partido televisado aparece una flexión interesante: un gol dudoso, sancionado por el árbitro, que la cámara prueba que fue gol, entre los clamores reprobatorios de los hinchas de River presentes en el estadio. La novedad decisiva era aquello por lo que la televisión fue inventada: el vivo, esa increíble posibilidad de que, como ocurrió apenas dieciséis años después, millones de espectadores pudieran ver el gol de Juan Carlos “Chango” Cárdenas, para Racing, en Montevideo y ante el Celtic de Glasgow, por la final de la Copa Europeo-Sudamericana. En el medio, hasta ese 1967 en que la televisación del fútbol se volvió definitiva, habría marchas y contramarchas: por un lado, la constatación de que la televisión implicaba dinero, que los mismos jugadores estaban dispuestos a reclamar —Fernández Moores sostiene que en 1954 los jugadores de Independiente amenazaron con no comenzar un partido contra Boca si la televisión no les pagaba—. En 1955 se firmó el primer contrato de cesión de derechos entre la AFA y Canal 7 por modestos 600.000 pesos. Las contramarchas: en 1960 dejó de transmitirse, porque los clubes manifestaron su miedo de que la tele les quitara asistencia a los estadios. Esta fantasía —que nunca pudo probarse definitivamente— tuvo que ceder, con los años, a lo imprescindible de la transmisión televisiva. Dos décadas después, la Copa del Mundo de 1978 constituyó el mayor despliegue tecnológico y de recursos humanos destinado a un acontecimiento deportivo. La Copa fue vista por la dictadura, como ya discutimos en otro capítulo, como una oportunidad clave para ganar consenso entre la población, además de poder presentar una imagen de 120

eficiencia y cordialidad que desmintiera el clima creado en el exterior del país por las violaciones masivas a los derechos humanos, las detenciones, las desapariciones, las torturas y los asesinatos de opositores. La transmisión televisiva internacional, en consecuencia, fue vista como decisiva. En ese momento, la Argentina contaba con varios canales de televisión, pero todos ellos bajo control del Estado —los canales privados habían sido nacionalizados en 1974, por el anterior gobierno peronista: toda la televisión era, entonces, pública y estatal, por ende controlada por la dictadura—. Paralelamente a los preparativos formales, el país se hizo del mayor equipamiento tecnológico de su historia en lo que a televisión se refiere. El 19 de mayo de 1978, en el predio de Figueroa Alcorta y Tagle, Videla inauguró el Centro de Programas de Televisión en Colores Argentina 78 Televisora S.A. El Centro estaba equipado con la tecnología que permitiría producir una transmisión en colores. Sin embargo, los usuarios locales todavía no contaban con los receptores adecuados, por lo cual las imágenes del Mundial de ese año fueron reproducidas en blanco y negro en la Argentina y en colores en el resto del mundo. Nuevamente, como en el nacimiento de la televisión, el deporte aparecía como factor decisivo: pero en este caso, la incorporación del color fue estrictamente debida al fútbol. La década de los ochenta comenzó con un gran movi​miento en la industria de insumos de televisión. Las fábricas y los importadores de receptores vieron en las transmisiones en colores la posibilidad de invadir otra vez el mercado. A partir de ese momento los clubes de fútbol pudieron disponer del color de sus camisetas sin atender a la diferenciación cromática exagerada que requerían las transmisiones en blanco y negro, y que los obligaban a cambiar drásticamente el color de la indumentaria según el contrincante de turno. El Mundial que tuvo lugar en España en 1982 fue el primero que pudo verse en colores en la Argentina, permitiendo a los telespectadores acceder a una dimensión del espectáculo hasta entonces desconocida. El lento proceso de recambio de los receptores y la ansiedad por ver el torneo en colores —el equipo argentino era un serio candidato al título— motivaron la reaparición de una práctica arcaica: las multitudes frente a las casas de electrodomésticos, como en la década de los cincuenta. Asimismo, en esos años comenzó la expansión de la televisión por cable en todo el país. Las dificultades de transmisión a lo largo de un territorio muy extenso y con muchos accidentes geográficos, sumadas a la centraliza​ción de la producción televisiva en Buenos Aires, volvían enormemente compleja la reproducción de las señales en las ciudades y los pueblos más alejados. Entre la programación inaccesible se encontraba el fútbol, cuyos partidos más importantes se jugaban en la Capital Federal y se veían por televisión con grandes dificultades fuera de ella. La opción fue entonces la creación de redes de cable locales, que bajaban la señal por satélite y la distribuían a los hogares. Nuevamente, el fútbol impulsaba una renovación tecnológica: que se perfeccionaría pocos años después, a mediados de los años noventa, cuando la transmisión de los partidos de fútbol se codificó especialmente, obligando al pago por evento. El nacimiento del pay per view en el país estuvo, entonces, estrictamente ligado a la transmisión deportiva.

PRIVATIZACIÓN Y MONOPOLIOS

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Promediando la década de los ochenta, comenzó a afirmarse el imperio de Torneos y Competencias (TyC), comandado por Carlos Ávila, un empresario que, fascinado por el peso creciente de la facturación publicitaria en el deporte norteamericano televisado, intentó generar un fenómeno similar en la televisión local. Luego de incursionar en la televisación del golf, en 1985 dio dos pasos decisivos. Por un lado, firmó un contrato de exclusividad con la AFA para transmitir y comercializar los partidos de Primera División, a partir del cual todas las imágenes futbolísticas serán propiedad de Ávila, obligando al resto de los productores de imágenes (por ejemplo, los noticieros) a sujetarse a sus pautas de programación. Como un segundo paso, nace en noviembre de ese mismo año el programa televisivo Fútbol de Primera, conducido en sus comienzos en Canal 7 por Enrique Macaya Márquez y Mauro Viale, siendo reemplazado este por Marcelo Araujo al mudarse el programa, dos años más tarde, a Canal 9. Fútbol de Primera relevó a Todos los goles, basado en un resumen de todos los partidos de la fecha, los domingos por la noche, conducido por varios periodistas que tenían a su cargo la presentación individual de cada partido. En 1991 Fútbol de Primera recalará finalmente en Canal 13, propiedad del Grupo Clarín, ampliando las dimensiones de su producción y maximizando la modernización tecnológica de acuerdo con las tendencias internacionales, además de transformar profundamente las pautas narrativas clásicas. Esta renovación de la producción de imágenes deportivas, así como el contrato de exclusividad con la AFA, tuvo lugar en un contexto decisivo para el éxito de la nueva alianza. A partir de 1989 el nuevo presidente Carlos Menem había desarrollado una intensa política neoconservadora, entre cuyos rasgos principales figuró la privatización acelerada de los servicios públicos —estatales, precisamente, desde las políticas del primer peronismo entre 1945 y 1955—. Esa privatización incluyó a la televisión, que en 1990 pasó a ser propiedad de capitales privados, reservando únicamente el viejo Canal 7 (llamado ATC desde la dictadura) como servicio público. Además, el gobierno suprimió cualquier legislación antimonopólica en los medios de comunicación, lo que permitió el surgimiento de los grandes conglomerados multimediáticos: el más importante fue Clarín, hasta ese momento el diario más importante en ventas y luego la cabeza de un grupo inmenso, propietario de otros diarios, radios, televisoras, telefonía, provisión de servicios de internet y, muy especialmente, empresas de televisión por cable en todo el país. El control del fútbol fue una llave decisiva para su posición monopólica en el cable en el país: se estima que controla el 70 por ciento del mercado de cable nacional. La combinación entre la producción de Torneos y Competencias y el énfasis tecnologicista de la imagen institucional del nuevo Canal 13 tendría efectos novedosos y evidentes sobre Fútbol de Primera. La presentación del programa abundó en marcas futuristas, clima remarcado por la elección de la cortina musical de Vangelis (el tema de la película Blade Runner). La multiplicación de imágenes, marca crucial del nuevo relato futbolístico, se veía reforzada en el piso por la proliferación de video-walls y monitores. Esa multiplicación pasó a ser la base del relato: los partidos podían verse desde todos los ángulos: los partidos más importantes pasaron a ser cubiertos con dieciocho cámaras. Esto implicó dos rasgos: en primer lugar, la posibilidad de suplantar todas las miradas posibles en un estadio; ningún espectador puede ver todo lo que la televisión ve; la cámara condensa imaginariamente todos los puntos de vista, hasta los imposibles para un asistente común. En segundo lugar, la narración tendió a dar más lugar al primer plano y al plano detalle: una suerte de espía que puede delatar lo que se escapa a cualquier mirada 122

humana (por ejemplo, la del árbitro). Esta doble tendencia se reforzó con la aparición del Telebeam, un procesamiento digitalizado que permite analizar jugadas dudosas (especialmente, los offsides) con precisión pretendidamente milimétrica. El Telebeam terminó de configurar el estilo de Fútbol de Primera como una suer​te de tribunal que decidía los errores arbitrales o delataba a los jugadores desleales. El detalle, asimismo, tendió a favorecer una narración más melodramática, donde el gesto esforzado o el insulto agregaba dramatismo y tensión al juego. La capacidad narrativa de los productores de imágenes de Torneos y Competencias se vio atrapada, sin embargo, en la obligada coexistencia con dos narradores clásicos como Macaya Márquez y Marcelo Araujo. A pesar de la renovación del estilo verbal del último: dice Walter Vargas que Araujo es el que introduce un “desacartonamiento” del relato, pero lo basa en el uso de giros informales y groseros tendientes a la identificación con una “voz del hincha”. A tono con el lenguaje “aguantador”, Araujo decidió que no había como las metáforas sexuales y genitales para coloquializarse, a lo que sumó racismos populares antilatinoamericanos —el lenguaje se plagó de “bolitas” y “paraguas”, de “negros” aquí y acullá—, así como un tono campechano con sus colegas que revelaba, en realidad, un profundo desprecio por ellos. El relato y el comentario, entonces y a pesar del giro “vulgarizador” de Araujo, persistieron en un formato tradicional, frente a una novedosa capacidad de generación de imágenes. La confianza en la capacidad narrativa de la imagen se contraponía a la presencia constante de la voz de Araujo y de Macaya Márquez en Fútbol de Primera. En las transformaciones que el programa sufrió en los últimos años antes de su desaparición en 2009 —el afortunado aunque temporal desplazamiento de Araujo, la limitación en presencia y conducción sufrida por Macaya, la mayor pluralidad de relatores y comentaristas—, se mantuvo inalterada esta tensión entre una imagen que se reclama autosuficiente y una oralidad que ancla la narrativa audiovisual. La televisión parecía no poder desplazar una cultura que entiende el fútbol también como una cuestión de palabras e interpretaciones orales, antes que como una serie de hechos narrados audiovisualmente. El fenómeno de expansión del fútbol en la televisión argentina, y especialmente la dimensión de los capitales involucrados, no era novedoso. La década de los noventa significó el auge global de las transmisiones televisivas, pasando la televisión a ser el principal capitalista del fútbol. La aparición de nuevas tecnologías de distribución —el cable, primero, pero muy especialmente la antena satelital doméstica— permitió la comercialización hogareña de eventos, tanto habituales —un campeonato— como es​peciales —un partido. Justamente de 1992 es la firma del contrato de exclusividad de BSkyB para la transmisión de la, a partir de entonces llamada, Premier League, la Primera División del fútbol inglés. Ese contrato revelaba dos hechos claves: que la transmisión pasaba ser satelital, no abierta; y que el dueño de Sky era Rupert Murdoch, desde entonces el dueño real, por su cuenta o en alianzas, del fútbol televisado en el mundo. Progresivamente, las lógicas mercantiles dominaron la televisión futbolística. A partir de los años noventa, fue absolutamente claro que el fútbol no sobreviviría sin las ganancias procedentes de la televisación, aunque el contrato de exclusividad entre TyC y la AFA implicaba un reparto desigual —donde TyC se llevaba la mayor parte de las ganancias y los clubes se sumergían en la crisis económica, producto de las pésimas 123

administraciones y la corrupción estructural—. A la vez, esto implicaba una absoluta dependencia de los deseos e imposiciones de TyC respecto de días, horarios y pautas de programación. El contrato de exclusividad de la AFA con TyC de 1985 había sido sucedido, en 1991, por un contrato con TSC (Televisión Satelital Codificada), empresa en la que TyC se había asociado con el Grupo Clarín, por lo que este también había adquirido el monopolio de la transmisión televisiva. La posición monopólica del Grupo alcanzaba todos los niveles del hecho deportivo: era socio de la AFA en el contrato de televisión; era dueño de todos los derechos de transmisión del fútbol, lo que incluía los partidos de la Selección Argentina; concentraba la transmisión en sus canales 13 (abierto) y TyC Sports (por cable); negaba la señal de este último a los operadores de televisión por cable que no le pertenecían, con lo que los ahogaba económicamente —ningún cable podía prescindir del fútbol en su oferta— para luego adquirirlos por monedas y monopolizar el servicio en casi todo el país; y regulaba políticamente el deporte a través de la influencia del diario Clarín, el de mayor venta en la Argentina —en el que, por ejemplo, se evitaba todo tipo de cuestionamiento de la figura de Julio Grondona, continuamente sospechado de hechos de corrupción—. En 2007, en un dictamen de la Comisión de Defensa de la Competencia, José Sbatella, su presidente, afirmó que “Torneos y Competencias controla todas las transmisiones de los partidos [...] lo que parece haber convertido a las dos señales principales de este grupo (que son los canales TyC Sports y TyC Max) en verdaderos ‘canales estrella’, que sirven para diferenciar significativamente a los operadores de televisión por cable que ofrecen dichos canales de los que no lo ofrecen”. La expansión fue indetenible: a la captación de audiencias —por ejemplo, las femeninas— y la multiplicación del merchandising se sumaron los canales deportivos de cable, lo que permitió —hasta hoy— pasar todo el día haciendo zapping deportivo. Sin embargo, apareció en 2000 una primera señal de resistencia contra el modelo: el anuncio de que la Copa de 2002 sería transmitida solo por satélite o cable —el Grupo Clarín también era propietaria de la mayoría accionaria de la compañía satelital DirecTV— generó un pequeño escándalo en el que apareció, por primera vez, el argumento de la ciudadanía cultural y el derecho del público al libre acceso a los eventos de interés nacional. El Parlamento convocó a un debate en el que aparecieron las posiciones que defendían el derecho al acceso: el periodista Víctor Hugo Morales, el relator radial de fútbol más prestigioso y popular, y conocido por su enfrentamiento tanto con la AFA como con el Grupo Clarín, fue una de las voces más notorias. Finalmente se sancionó la ley 25.342, en octubre de 2000, que obligaba a los propietarios de los derechos televisivos de los partidos de fútbol disputados por la Selección Argentina a “comercializar esos derechos de modo tal que se garantice la transmisión en directo de dichos encuentros a todo el territorio nacional”. La disposición incluía todos los torneos internacionales (organizados por la FIFA, el COI o la CONMEBOL), no invocaba fundamentos ni antecedentes y no mencionaba el nivel doméstico ni otros deportes fuera del fútbol.

FÚTBOL PARA QUIÉNES

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Pero en 2009 ocurrió lo impensado: el 11 de agosto la AFA rescindió el contrato de exclusividad con Torneos y Competencias dejando desmantelado el funcionamiento monopólico de las transmisiones deportivas. La medida fue tomada en el contexto de una crisis política más amplia: el gobierno, presidido por Cristina Fernández de Kirchner, estaba inmerso en una dura pelea con el Grupo Clarín, que poseía, por su posición concentrada en el mercado de medios, una supuesta y enorme capacidad de influencia en la opinión pública. Desde poco tiempo antes, el Grupo se había distanciado de las posiciones oficialistas y se había vuelto opositor. El gobierno argentino, entonces, pasó a la ofensiva: envió al Parlamento un proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual por la que se prohibía toda concentración monopólica de medios de comunicación, y obtuvo su aprobación en octubre de 2009. Simultáneamente, apuntó a la televisación del fútbol. El gobierno aprovechó la crisis económica de los clubes. La empresa TSC pagaba 60 millones de dólares anuales a la AFA destinados a los clubes, repartidos a la vez con privilegios para los llamados “clubes grandes”; estos reclamaron el aumento a 180 millones, lo que fue negado. El gobierno ofreció entonces 150 millones de dólares anuales, lo que fue rápidamente aceptado. La AFA canceló su contrato, que tenía vigencia hasta 2014, a pesar de las amenazas de juicios, y concedió el monopolio de las transmisiones al Estado, el que a su vez encargó al canal de televisión pública la transmisión de lo que llamó Fútbol para todos: el fin del monopolio privado, centrado en la transmisión por cable y satélite codificado, y el paso al monopolio estatal, orientado a la transmisión por televisión abierta, que debería garantizar la gratuidad y transmisión de todos los partidos de los torneos locales de Primera División a través de la Televisión Pública. Aunque no fue hecho explícito, el Grupo Clarín mantuvo el monopolio sobre todo el fútbol de las ligas de ascenso. Los derechos de las Ligas de Ascenso (Nacional B, B, C y D) estaban en manos de otra compañía, Trisa, que también pertenecía al Grupo Clarín. En 2010 el descenso de River Plate, el segundo club más popular de la Argentina, llevó al Estado a estatizar también la transmisión del torneo Nacional B y a transmitir todos los juegos del club por la Televisión Pública. El posterior descenso de Independiente no haría sino ratificar la tendencia. El día del anuncio del nuevo contrato, firmado directamente entre el presidente de la AFA, Julio Grondona, y la presidenta Kirchner el 20 de agosto, esta calificó la monopolización de las transmisiones de fútbol como el “secuestro de los goles”, estableciendo una comparación entre el monopolio de las transmisiones y la desaparición de personas durante la dictadura militar de 1976: “No es posible que solo el que pueda pagar pueda mirar un partido, que además secuestren los goles hasta el domingo aunque pagues igual, como te secuestran la palabra o te secuestran las imágenes, como antes secuestraron y desaparecieron a 30.000 argentinos”. Fútbol para todos puede ser entendido como una operación económica, discursiva y semiótica que apunta a presentar una democratización de la circulación y el acceso. Dado que la Televisión Pública está a disposición de todo aquel que tenga un televisor en cualquier parte del país, el acceso a la totalidad de los partidos es —casi— una garantía. Pero decir que algo es “para todos” no supone una automática democratización. En primer lugar, la intervención del gobierno nacional en la financiación del Fútbol para todos supone, en la actualidad, el acceso a los partidos y a los goles (antes 125

restringidos y exclusivos para Canal 13 y Fútbol de Primera) y permite que, prácticamente, todos los canales deportivos y de noticias repitan al instante los goles que están ocurriendo en los partidos. Una primera consecuencia fue la desaparición del programa nocturno de los domingos, Fútbol de Primera. En tanto el acceso a partidos y goles se había vuelto radicalmente abierto (y eso incluía poder verlos por internet casi al instante), la repetición de fragmentos de los juegos perdía todo sentido. Pero, además, volvía inútil un show estructurado por una lógica también monopólica: más de la mitad del programa estaba dedicado a los partidos de River y Boca. Pero el cambio de mando de las transmisiones supuso la construcción de un nuevo monopolio de la imagen, a pesar de la apertura y la posibilidad de capturar dichas emi​siones por parte de diversos canales —los canales de cable Canal 26 y Crónica Televisión y la señal de aire América son algunos de los que retransmiten los partidos “compitiendo” con el canal estatal—. Porque la producción de esas imágenes quedó reservada a una empresa privada, La Corte, contratada por la Televisión Pública, y la dirección periodística de las transmisiones futbolísticas fue confiada a Marcelo Araujo, quien fuera, como mencionamos, la cara visible de Canal 13 durante muchos años. El reciclaje de una voz tan identificada con el monopolio privado y, a la vez, la per​sis​tencia de su serie de modismos, expresiones, giros y agresiones explícitas o implícitas características de los años noventa planteaba algunas dudas respecto del modo en el cual se iba a llevar adelante el proceso de “democratización”. La decisión de que Marcelo Araujo fuera la voz “oficial” de Fútbol para todos, ¿suponía una declaración de guerra al monopolio periodístico Clarín, el dueño real de las empresas TSC y TyC, y ex empleador de Araujo, o era una decisión relacionada con supuestas capacidades laborales del relator? Solo disponemos de una información al respecto: una entrevista al entonces jefe de Gabinete de Ministros, Aníbal Fernández, a la vez dirigente de fútbol (del club Quilmes) y el principal negociador del nuevo contrato entre el gobierno y la AFA. Fernández afirmó, en esa entrevista, que la elección de Araujo se debía únicamente a una medición de rating — aunque los periodistas lo adjudicaban a una imposición de Julio Grondona, y señalaban sus contradicciones ideológicas con el gobierno—. Probablemente, la elección de Araujo se haya debido a una combinación de ambas lógicas: una lógica de mercado —la “popularidad” de un periodista— y una lógica de poder personal y favoritismo: la influencia de Grondona, cuyo sobrenombre en el ambiente del fútbol, no en vano, era “El Padrino”. Lo real es que la presencia de Araujo no podía ser entendida como “democratizadora”: porque era un paladín del relato discriminatorio y racista pero, además, porque su trayectoria política era tenazmente conservadora e incluía textos laudatorios del dictador Videla, en un momento en el que, supuestamente, el gobierno hacía de la reivindicación de los derechos humanos conculcados durante la dictadura un eje clave de su legitimidad. Y, para colmo, Araujo se había vuelto un pésimo relator: no reconocía a los jugadores, no anticipaba las jugadas, no sabía ver fútbol. En suma: como decisión inaugural, era catastrófica. Tras un primer momento en que los planteles periodísticos se integraron con más velocidad que criterio, se fueron incorporando a los —pocos— periodistas deportivos identificados con el populismo progresista del gobierno o con aquellos que, aunque tradicionalmente conservadores, se manifestaron opositores al Grupo Clarín. La mayor novedad, a partir de 2012, fue la incorporación de una mujer comentarista, Viviana Vila, 126

y una para hacer coberturas desde campo de juego, Ángela Lerena, ambas excelentes profesionales, en un gesto de (indispensable) corrección política. Sin embargo, en este rubro, en el que la “democratización” tenía más posibilidades porque todo estaba por ser hecho, Fútbol para todos también defraudó las expectativas. No solo porque se limitó a incorporar nada más que dos profesionales mujeres —presentadas como cumpliendo la “cuota de género”—, sino porque jamás les confió partidos decisivos. Y, no conformes con ello, Fútbol para todos no cambió un ápice el machismo del resto de sus voces, incluyendo las imágenes. La prueba se dio la fecha en que se celebraba el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo de 2013: ese día, Viviana Vila cubría un partido, por lo que se le concedió la lectura de un texto alusivo en el entretiempo. Pero, mientras transcurría el gesto de correc​ción política —qué mejor que un texto hablando de los derechos y las luchas femeninas, en boca de una mujer, durante un programa futbolero—, el director de cámaras no tuvo mejor idea que ir enfocando mujeres, todas ellas bellas y jóvenes: demostrando que, a pesar de todo, la mirada y la administración seguían siendo del macho, invariablemente limitado al principio “mirá qué fuerte que está esa mina”. Para colmo de males, unos meses después, Fútbol para todos decidió promocionar su página web y la posibilidad de acceder a los partidos on line: lo que permitía, según vociferaba el locutor, que la señora pudiera seguir viendo la telenovela (sic) mientras los tipos veían los partidos en la computadora. Todo esto repetido varias veces, por las dudas de que alguien pensara en un error. Y para ratificar todas estas interpretaciones, cuando armó el equipo para la cobertura mundialista dejó afuera a ambas mujeres. (El día de la final envió a Ángela Lerena a Rio de Janeiro, para hacerse disculpar tantos desaguisados). En suma: no se ha producido ninguna innovación en la gramática del relato, ni visual ni lingüística. Persisten todos los vicios del relato televisivo previo: la narración melodramática, el abuso del plano detalle, la teatralización y el histrionismo de los actores resaltados sobre el juego propiamente dicho, la parafernalia tecnológica que exhibe el exceso de puntos de vista; el lenguaje coloquial y grose​ro, el chiste grueso y sexuado, ciertos giros incluso racistas. La posibilidad de construir un relato novedoso, desligado de los condicionamientos mercantiles de la industria cultural, parece haberse perdido. David Rowe afirma que la televisación estatal y pública de los eventos deportivos —y no solo los deportivos— presenta cuatro ventajas: 1. Obviamente, el acceso, en tanto no limita esa posibilidad al poder adquisitivo o la ubicación geográfica: el deporte circula por televisión abierta, gratuita y de acceso universal. 2. Consecuentemente, la estabilidad y confianza en la transmisión, que deja de estar sujeta a decisiones meramente basadas en la maximización de la ganancia o a la relación costo-beneficio. 3. Pero, además, la posibilidad de la innovación y la calidad: en tanto desligada de la lógica mercantil de la ganancia, la televisación pública puede apostar por la experimentación, por la mejora en la calidad de imagen y relato, por apuestas estéticas indiferentes al rating. Las posibilidades técnicas deben sujetarse a esta lógica estética, y no como mera hipérbole y efectismo, como ya señalamos: la cámara puesta al servicio de la calidad narrativa, y no de decidir si Ramón Díaz putea o tiene caries. 4. Entonces, consecuentemente, debe permitir la crítica y la diversidad de modo radical: el pluralismo de voces entendido como gesto radical, una radicalidad que incluya, 127

si fuere necesario, la crítica del propio emisor; por ejemplo, la AFA o el gobierno nacional o las políticas sobre violencia, de las que se evita cualquier mención. De todas esas posibilidades, Fútbol para todos no ha preferido ninguna: se ha quedado con la continuidad, la repetición, el conservadurismo estético y narrativo. Apenas ha innovado en un aspecto: como las publicidades se limitan a propaganda estatal, se han añadido algunos cortos dedicados a aspectos poco conocidos de los clubes de fútbol —sus niños, su personal auxiliar, sus instalaciones— o apenas celebratorios de sus historias. Y durante las transmisiones, en algunos partidos, la conversión de un gol se conecta, en pantalla partida, con su festejo en un hogar de fans en algún lugar lejano del país — recordemos que la mayor parte del fútbol argentino ocurre en Buenos Aires—. En una palabra: sus innovaciones se han limitado a redundancias populistas. A comienzos de 2014 el gobierno nacional decidió prescindir de los servicios de Marcelo Araujo y de Julio Ricardo, entendiéndolos como insignias de un Fútbol para todos viejo. Pero el replanteo, hasta hoy, no avanzó en los sentidos que acabo de reclamar y enumerar, de las posibilidades democráticas de la televisación pública del deporte. Hasta hoy, todo quedó en casi nada: apenas, la salida de Araujo, lo que es solo un gesto de justicia ética, estética y periodística, y el ingreso de Vignolo, responsable de los gritos patrioteros y lamentables durante la transmisión del Mundial 2014. Eliminaron un relator de cuarta categoría, viejo y apolillado, por un relator de tercera categoría, joven y formateado en la escuela de Araujo. El fracaso de la “gestión Tinelli” no excusa al gobierno de semejante despropósito; podían ocurrírseles tantas cosas, y solo se les ocurrieron esta y aquella. La participación del gobierno en términos materiales ha sido duramente criticada por sectores de la oposición que sostienen que “hay situaciones más graves que resolver con el dinero estatal que el fútbol codificado”. Los detractores de la desmonopolización del fútbol afirmaron que es un gesto populista que apunta a conseguir más votos de audiencias agradecidas por la intervención en pos de la apertura de los partidos. Simultáneamente, los defensores del proceso señalaban que los ingresos por publicidad financiarían holgadamente el contrato. Sin embargo, a partir del segundo campeonato transmitido, desde febrero de 2010, desapareció toda la publicidad privada y los anuncios son exclusivamente gubernamentales —con la única excepción de la automotriz Iveco, que pagó para dar su nombre inicialmente al torneo, y a partir de 2014 de la fabricante de maquinarias rurales Hollande. Tras la muerte del ex presidente Néstor Kirchner, en octubre de 2010, también desapareció el auspicio de Iveco: el torneo de 2011 fue bautizado con el nombre del presidente fallecido. El torneo que inauguró el año 2012 fue bautizado como “Crucero General Belgrano”, en referencia a la nave militar hundida durante la Guerra de las Malvinas treinta años atrás: pero la denominación fue impuesta por la televisión estatal, y luego la AFA —es decir, la única administradora legítima de un hecho deportivo— convalidó el gesto. Y la saga continuó, con el Estado tomando decisiones que luego la AFA aceptaba: el Apertura, ahora Inicial, en 2012 se llamó “Eva Perón”, así como el Clausura, ahora Final, 2013, pero agregando, porque sobran nombres y faltan torneos, las copas “Evita Capitana” y 128

“Juana Azurduy”, respectivamente; el Inicial 2013, “Nietos recuperados” y “Copa Miguel Sánchez”. Un festín para cultores de los bautismos y las efemérides. Toda la inversión, entonces, es dinero estatal, transformado en incontables minutos de publicidad oficial. Y eso dificulta saber quién es, finalmente, el administrador del hecho deportivo. Entonces, en tercer lugar, están las audiencias. ¿Qué hacen las audiencias con el fútbol no codificado? No lo sabemos más que cuantitativamente: los elevados niveles de rating que tienen los partidos dan cuenta, al menos, de un interés por las transmisiones. Tampoco podemos afirmar, fehacientemente, el tipo de recepción (más o menos atenta) que cada partido registra en cada uno de los hogares en los que se los ve. Pero sí hay, evidentemente, un espacio que se llena, uno que antes solo era accesible a través del dinero —por la compra de “paquetes” de partidos codificados—. No podemos saber si la apertura de las transmisiones del fútbol garantiza votos futuros —como teme la oposición —, pero sí ha supuesto un interesante marco a futuro en y sobre el cual analizar las prácticas de recepción y, también, las elecciones sobre el polo emisor. Y además: en las elecciones generales de octubre de 2011, ningún candidato a la Presidencia, de derecha a izquierda, propuso suprimir Fútbol para todos. Evidentemente, toda la política argentina había comprendido que el programa gozaba de un enorme consenso: que la estatización del fútbol, concretada (para colmo) contra un monopolio aborrecido, había sido una medida altamente popular. La Presidente Kirchner ganó con el 54 por ciento de los votos; pero adjudicar ese triunfo al fútbol sería muy contradictorio con nuestras propias premisas. (Porque sería dejar de tomar en cuenta todo el espacio de la política: desde la muerte de Néstor Kirchner hasta la Asignación Universal por Hijo, para empezar a contar).

LAS “JOYAS DE LA CORONA” ARGENTINA: LA PATRIMONIALIZACIÓN DEL DEPORTE A comienzos de 2011 la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, la AFSCA —ente creado por la nueva Ley de Comunicación para organizar y regular las transformaciones de los medios—, dio un nuevo paso en relación con las transmisiones televisivas, en este caso ampliamente deportivas y no restringidas al fútbol. De acuerdo a lo establecido por la Ley, la AFSCA reguló lo que llamó “el acceso universal a los contenidos informativos de interés relevante”. Se estableció un listado de eventos del deporte nacional e internacional cuya transmisión debía ser de acceso universal: es decir, por la televisión abierta, obligando a aquellos propietarios de derechos de transmisión a ceder —voluntaria o forzadamente— la difusión a canales abiertos y prohibiendo su transmisión por sistemas de cable o codificados. Esto fue anunciado por la propia presidenta Kirchner como el Programa Deporte para Todos, en una conferencia en la que fue acompañada por los directivos de las grandes cadenas deportivas televisivas (TyC, Fox, ESPN), lo que supone que fue una medida consensuada (o simplemente aceptada) por las cadenas. A pesar de su extensión, es interesante reproducir el listado de los eventos deportivos definidos como de acceso universal: 129

A. Fútbol FIFA:

Campeonato del Mundo: todos los partidos que dispute la Selección Mayor Argentina, las dos semifinales y la final aunque no participe la Selección Mayor Argentina. Copa Confederación: todos los partidos que dispute la Selección Argentina. Eliminatorias Campeonato del Mundo: todos los partidos que dispute la Selección Argentina. Mundial del Clubes: partido final en el que participe un club argentino. Campeonato Mundial Sub-20: todos los partidos que dispute la Selección Argentina Sub-20. CONMEBOL:

Copa Libertadores: partidos de semifinal y final siempre que actúe un club argentino. Copa Sudamericana: los dos partidos de la final siempre que actúe un club argentino. Copa América: todos los partidos que dispute la Selección Argentina y la final aunque no participe la Selección Argentina. COI Juegos Olímpicos: todos los partidos que dispute la Selección Argentina. AFA Primera División: todos los partidos de cualquier torneo oficial de fútbol de Primera División organizado por la AFA. Torneos Nacional B y Argentino A: los partidos disputados por equipos del interior del país (excluidos los de Capital Federal y Gran Buenos Aires), solo para la localidad a la que pertenezca cada club, cuando los equipos de dicha localidad actúen en calidad de visitante. Amistosos Selección Nacional: los partidos amistosos más importantes de la Selección Mayor organizados por la AFA que se disputen en el territorio de Argentina y los tres (3) partidos amistosos más importantes que dispute la Selección Mayor Argentina en el exterior por año calendario. B. Otros deportes COI Todos los partidos que disputen las selecciones argentinas de Básquet, Voleibol, Rugby y Hockey (en este caso los representativos masculino y femenino) en los Juegos Olímpicos. Participación en instancias finales de deportistas argentinos en deportes individuales. Tenis: ITF Partidos semifinales y finales de la Copas Davis en caso que participe la representación de Argentina. Partido semifinal y final de torneos de Grand Slam y del Torneo de Maestros, en el que participe un jugador argentino. 130

Hockey: FIH Todos los partidos que dispute la Selección Argentina en el Campeonato Mundial. En este caso se incluirá además del equipo masculino, el equipo femenino. Básquet: FIBA Todos los partidos que dispute la Selección Argentina en el Campeonato Mundial. Todos los partidos de la Selección Argentina en los Juegos Panamericanos de Básquet 2011. Liga Nacional y TNA Todos los partidos de la serie final de la final para las localidades de los clubes intervinientes. COI Partidos preolímpicos de básquet en los que participe la Selección Argentina. Vóleibol: FIVB Todos los partidos que dispute la Selección Argentina en el Campeonato Mundial de Voleibol y la Liga Mundial de Voleibol. ACLAV

Todos los partidos de la serie final de la final para las localidades de los clubes intervinientes. Rugby: IRB Todos los partidos que dispute la Selección Argentina en el Campeonato Mundial. UAR/URBA Campeonato Nacional de Clubes, Campeonato Argentino de Provincias, y Torneos URBA de Primera División: Partidos finales para las localidades o provincias de los clubes intervinientes. Otros Los partidos del Torneo Cuarto Naciones en los que participe la Selección Argentina y que se celebren en el país. Boxeo Disputas de los títulos mundiales femenino y masculino, organizadas por la Asociación Mundial de Boxeo; por el Consejo Mundial de Boxeo, por la Federación de Internacional de Box y por la Organización Mundial de Boxeo en los que participe un boxeador argentino. En realidad, este listado, presentado como un nuevo logro del kirchnerismo comunicacional, está basado en la experiencia europea. En un ya lejano 1996 la televisión británica había establecido un conjunto de eventos deportivos a los que debía garantizarse acceso público televisivo: se los llamó las “joyas de la corona” del deporte británico, e 131

incluían los Juegos Olímpicos, las Copas del Mundo, la Eurocopa, la final de la FA Cup, el torneo de tenis de Wimbledon, el Mundial de Rugby, la final de la Challenge Cup de rugby y dos carreras de caballos: el Derby y el Grand National. Esto motivó a posteriori la decisión de toda la televisión europea de que cada país podía establecer un listado similar que reservara a la transmisión abierta los eventos deportivos considerados como decisivos para su ciudadanía cultural. Como puede apreciarse, el listado argentino incluye eventos locales e internacionales de múltiples deportes. Pero está limitado a deportes con público de masas, dejando fuera a todas las prácticas, por ejemplo, del atletismo, el ciclismo o el handball, deportes que, aunque con buen número de practicantes en la Argentina, no alcanza audiencias importantes en sus transmisiones televisivas. Esto señala que un hecho radicalmente novedoso, como es la democratización del acceso televisivo a determinados bienes culturales como son las prácticas deportivas, continúa sujeto a la lógica de la oferta y la demanda de la industria cultural. Se presenta una política de patrimonialización de lo simbólico —es decir, considerar patrimonio público ciertos bienes intangibles y culturales como son los eventos deportivos—, pero, al ser diseñada por fuera de una política cultural amplia y democrática, termina organizada de acuerdo con la misma lógica que se intenta rebatir. Las decisiones político-culturales, entonces, aparecen dominadas simplemente por la lógica de la ganancia: aunque en este caso se trate solamente de ganancia de audiencias y rédito político para un gobierno. Pero, para colmo, podemos sospechar un acuerdo bajo cuerda con las grandes cadenas deportivas: porque, en realidad, durante 2013, este listado no se cumplió íntegramente. El Campeonato FIBA Américas 2013 de básquet (vulgarmente, el Premundial de Caracas) tuvimos que verlo por el inefable TyC Sports.

EL NEGOCIO, SIEMPRE La relación entre fútbol y televisión puede leerse también en la tensión entablada entre dos lógicas en principio irreductibles: la lógica del juego, que por lo menos en el inicio impregna todo deporte; y la lógica de la maximización de la ganancia, propia de la mercantilización y la industrialización, irreductible a todo argumento que no contemple costos y beneficios, inversiones y saldos. Pero el fútbol es importante en la cultura argentina, entre otras razones, porque puede ser el reducto de lo imprevisible. El lugar donde el favorito de los medios, omnipotentes, fracase ante el eterno derrotado; el único espacio donde la ilusión democrática —la idea de que todos somos iguales, de que todos tenemos las mismas po​sibilidades a pesar de las diferencias de riqueza y poder— parece concretarse, o poder concretarse, casi cotidianamente. Además, porque provee infinitos relatos: partido tras partido, desde el comienzo hasta el final, se mantiene la incertidumbre, el bueno puede vencer, pero también ser vencido por las fuerzas del mal. A diferencia de las ficciones televisivas, por ejemplo, donde sabemos de antemano que los protagonistas terminarán juntos y solo nos queda entregarnos al disfrute de la peripecia, el fútbol es peripecia y final imprevisible: el desarrollo de cada partido, el desarro​llo de cada campeonato. Frente a esa imprevisibilidad e incerteza, la televisión intenta desplazar el desorden: a lo caótico del juego le enfrenta la rigidez de la industria; a la imprevisibilidad del resultado le imprime 132

la supresión del azar y la manipulación de la agenda de partidos; a la va​guedad, la aleatoriedad de la jugada, la transgresión y la picardía le impone la mirada policíaca que restablezca el orden. A la lógica del juego, en suma, lógica de excesos improductivos o del sentido en exceso, lógica del deseo y la fantasía, la industria televisiva le contrapone la lógica del capitalismo, del orden, del control, de la ganancia. Algunos de los elementos recientes en el panorama argentino podrían ilusionarnos con una apertura ya no solo del fútbol sino, junto a la Ley de Medios Audiovisuales, de la producción y de la participación de múltiples sectores en el mundo de la imagen. El kirchnerismo ha demostrado sus posibilidades comunicacionales-culturales en algunos segmentos —el canal Encuentro a la cabeza—, así como todas sus limitaciones —678 y Fútbol para todos, sin ir más lejos. Pero también podría hacernos pasar de la ilusión a la lisa y llana tontería. A fin de cuentas, público o privado, codificado o abierto y “para todos” o “para pocos”, el fútbol no deja nunca de ser, antes que nada, un gran negocio.

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Epílogo, o el fin del fútbol

Quise, a lo largo y a lo ancho de estas páginas, volver sobre mis obsesiones y mis preocupaciones: tanto las que me ocuparon durante veinte años como analista —como sociólogo, como investigador— como las que me involucraron e involucran en tanto que usuario —placentero— de la cultura futbolística argentina: televidente, asistente, practicante, charlante. Sé que queda, a esta altura del partido, un regusto bastante crítico y amargo: lo había imaginado cuando planeaba el libro, lo había pronosticado en la Introducción, no tuve más remedio que cumplir con ese plan y ese pronóstico. Hijo del rigor: pero no de un rigor castigador —la letra con sangre entra—, sino del rigor intelectual. Un análisis de la cultura futbolística argentina —no solo argentina— contemporánea no puede ceder a un falso optimismo, salvo que sea ciego o interesado. O, justamente, falto de rigor. Permítanme una breve recapitulación en un orden inverso. Cerré el último capítulo proponiendo un balance sumamente negativo de la experiencia de Fútbol para todos. Pero no es solo un problema de lo feo que salió, de los éxitos limitados a la cuestión del acceso (no menores, pero limitados), de los fracasos éticos, estéticos, ideológicos, culturales; lo que me subleva —nuevamente: como crítico y como usuario— es la oportunidad perdida. Fútbol para todos era la posibilidad de dar vuelta como un guante el relato televisivo y, al mismo tiempo, por su condición hegemónica, todo el periodismo deportivo. Esa apuesta nunca existió, por las limitaciones descomunales de los responsables del programa —me animo a sugerir: de los responsables comunicacionales-culturales del kirchnerismo en su conjunto, los mismos que, sin embargo, pueden hacer productos tan nobles como los del canal Encuentro—. Consecuentemente, se perdió una oportunidad. Pero cuando esa oportuni​dad se repite y se vuelve a perder —el retorno de Torneos y Competencias, aunque se haya frustrado momentáneamen​te—, ser pesimista no es suficiente; hay que ser hasta castigador. Nos engañaron: nos prometieron democratización y nos devolvieron más de lo mismo, con la diferencia de que entraba por una antena y no por un cable. Para eso, era mejor usar decodificadores truchos o piratear la señal de TyC en internet. En el Mundial de 2014 nos sometieron a exactamente lo mismo que hacían TyC o Fox Sports: nos sometieron a Vignolo y a Tití Fernández —la solidaridad por su desgracia personal no puede omitir la crítica profesional—; nos impusieron un plantel de periodistas exclusivamente masculino; 134

nos llenaron de patrioterismo y falta de profesionalismo disfrazado de hinchismo; siguieron proclamando el “a ganar o morir” organizado por la lógica aguantadora. La única diferencia fue la gratuidad y que los salarios y viáticos fueron pagados por el Estado nacional. Como dije en el Capítulo 7: Soriano y Fontanarrosa murieron antes de lo debido, el periodismo deportivo está al borde de su clausura, Sacheri y Campanella seguirán azotándonos y metiendo dos millones de personas en cada nueva película que hagan, más o menos futbolera, insistiendo en que la cantidad de lectores y espectadores son un signo de calidad. Sacheri sostuvo, en una entrevista reciente, que “hay autores que hacen de la incomprensión y el hermetismo un culto... no es mi caso: me encanta que guste lo que escribo; así de básico y previsible” (en La Nación, 20/6/14). Exactamente, gracias por la confesión: es básico y previsible. Los capítulos 4, 5 y 6 son bastante concluyentes: por un lado, la complicidad manifiesta, grosera, explícita —aunque sea negada tres o tres mil veces— entre las dirigencias políticas, deportivas y policiales y las llamadas barras bravas; por otro, la legitimidad implícita que la violencia recibe en las comunidades de hinchas o territoriales; más allá, la ignorancia que explica todo a través de “los violentos”; por todos lados, el lenguaje del aguante organizando el mundo. En ese panorama no hay la menor posibilidad de desarrollar ningún tipo de política eficaz y democrática que acabe con el problema —y no con el “flagelo”: no se trata de una peste, de una enfermedad o de un castigo divino; se trata de un problema social, cultural y político—. No hay ninguna posibilidad de solución. Ni siquiera la posibilidad de la acción preventiva o represiva policial —insisto: son cómplices— o judicial —la complicidad es tan extendida que vuelve casi imposible la obtención de la prueba—. Solo queda seguir repartiendo palos, dejar a los visitantes afuera o esperar, con paciencia y con saliva, un desastre producido por una avalancha o un incendio —provocado, como es posible, por el uso indiscriminado de pirotecnia que las hinchadas guardan en los estadios con la colaboración de los dirigentes y con la admiración de los hinchas—. Ese día, post Cromañón, el fútbol argentino podrá ser finalmente clausurado por algunos meses, a ver si aprendemos algo. Pero no olvidemos que un componente crucial en el panorama sobre la violencia es la corrupción del fútbol argentino. Que sin ese dinero clandestino no hay barras, porque no hay financiamiento. Y bien: Andrés Burgo estima que el candidato a la presidencia de River Plate Antonio Caselli gastó tres millones de dólares en su campaña fallida en 2009 —perdió con Daniel Passarella—, y bien podría haber gastado otro tanto en su nuevamente perdidosa campaña en 2013 —perdió con Rodolfo D’Onofrio—. La calidad personal de Caselli me preocupa poco, no me incumbe: con sus antecedentes familiares me alcanza, su condición de embajador de la Soberana Orden de Malta me asusta. Seamos más directos: nadie invierte tres millones en alcanzar un cargo no remunerado, a menos que espere obtener más en condición de ganancias “imprevistas”. Desde la muerte de José Amalfitani en 1969, ningún dirigente de un club de fútbol de la Primera División argentina se ha empobrecido —Amalfitani tampoco era pobre, digamos, pero no la levantaba en pala—, a pesar de dedicar tantas horas del día a esfuerzos gratuitos, apenas ordenados por el amor al club. Entre la violencia y la corrupción, no hay ningún futuro posible. 135

Para colmo, aunque creí que los hinchas estaban tan tribalizados que los avatares de la selección los tenían muy sin cuidado, la cercanía de Brasil y el creciente buen desempeño del equipo argentino provocaron un desborde patriotero. No estamos al borde de un brote xenófobo o de la clausura de las relaciones diplomáticas con el Brasil, Chile, Colombia y el Uruguay —o no por razones futboleras, al menos—. Pero algo de vergüenza debería darnos esa exhibición de un narcisismo falso —los hinchas argentinos no pueden presumir seriamente de paternidad con los brasileños—, así como las barbaridades coherentes desparramadas por los medios de comunicación —hablé de los desmanes de Fútbol para todos y de Olé: no nombré aún la tontería de TyC poniendo al papa Francisco como ejemplo de la ocupación de Copacabana, o de los gritos destemplados de Alejandro Fantino relatando un gol argentino preñado de “carajos” y “mierdas”, así como de su correctísimo y católico portugués: “Eu tein Papa, você nâo tein nada”. La mudez de Messi —y el desplazamiento simultáneo de Tévez y Maradona— clausuró la posibilidad del nuevo héroe dispuesto a liderar a la patria en armas contra la Rubia Albión o contra el Imperio esclavista. Un casi éxito en el Mundial de Brasil hubiera sido, entonces, una excelente oportunidad para hablar simplemente de fútbol, de belleza, de juego. No era poco, entre tanto desastre. Perdimos, también, esa posibilidad. Preferimos proclamar héroe a Mascherano, afirmarlo como modelo moral: en cualquier momento llegarán las camisetas con su rostro y la leyenda “seamos como Masche”, los libros de lectura que enseñen “Amo a Masche, Masche me ama”. Falta lo no dicho, aquello que la lógica del libro me impidió desplegar en su cuerpo central. Dos cuestiones: la primera, correlativa de la cuestión de la corrupción, es el dato de la deuda astronómica del fútbol argentino, deuda que estuvo en el origen de la nacionalización de las transmisiones televisivas con el argumento de que el flujo de dinero, ahora estatal, corregiría los desmanes y las tur​biedades administrativas. El saldo, cuatro años después, es la explosión de esa deuda: casi todo el fútbol argentino está en bancarrota. La Nación informa el 7 de febrero de 2014 que los pasivos de las instituciones de Primera División más Independiente, ascendido en junio de 2014, suman 2444 millones de pesos; que esa deuda creció 47,7 por ciento en un año; que los últimos balances indican que los clubes perdieron 154 millones de pesos en 2013; que cuando se firmó el contrato de Fútbol para todos el pasivo ya era de 977 millones de pesos, con lo que puede decirse que todo el ingreso por derechos televisivos en cuatro años se limitó a engrosar el pasivo. Por otro lado, los fondos se reparten entre los clubes a partir de indicadores grondonísticos, con privilegios para River y Boca, en primer lugar, y el resto de los grandes, en segundo, más un resto de distribución aleatoria y dependiente de la sabia mano del Padrino. Como contraejemplo de cómo podrían ser las cosas: la liga más rica en derechos televisivos, la Premier League inglesa, que acaba de licitar nuevamente sus contratos —licitación en la que participa la BBC—, reparte el 50 por ciento de los ingresos por partes iguales entre todos los equipos; 25 por ciento lo distribuye de acuerdo con los partidos televisados o no (no se televisan todos, un invento local); el 25 por ciento restante se reparte según la ubicación final en la tabla de posiciones. Para finalizar este cuadro esquemático con algunos datos más, Gustavo Veiga recuerda (en Página/12 del 29 de diciembre de 2013) que el porcentaje de venta de entradas por 136

partido de la Primera División es actualmente de 913 tickets; hace diez años era de 1367; hace sesenta años, entre 1951 y 1955, era de 12.865. Las cifras son siniestras, aun considerando el incremento de los abonos de temporada o los clubes que sólo admiten socios, el caso de Boca Juniors. Frente a esto, no hay Fútbol para todos ni AFA ni Chapulín Colorado que pueda salvarnos. La segunda, aparentemente distante de lo que desarro​llamos, es el tema de los pases de los jugadores y sus im​plicancias, especialmente, para el mercado de los niños convertidos en modernos esclavos. En un libro de 2013, Niños futbolistas, Juan Pablo Meneses investiga el fenómeno en América Latina. Aunque a veces parezca estar flojo de datos — se trata de una investigación periodística, una larga crónica, no una indagación económica —, las conclusiones son aterradoras: Meneses afirma que “se sabe que en el sistema actual del fútbol latinoamericano el negocio ya no consiste en ganar campeonatos o pelear el título, sino en la venta de jugadores. En Argentina, por ejemplo, esta parte del negocio representa casi un 35por ciento de la facturación anual en el ramo, más que las transmisiones televisivas, los auspicios, las entradas al estadio y las donaciones” (página 97), lo que lleva a que “Brasil es el se​gundo país con más futbolistas en el extranjero, unos mil setecientos, y el primer lugar todavía lo ocupa la Argentina, con más de dos mil jugadores compitiendo fuera del país” (página 130). Pero eso también conduce a que, para que el negocio sea más conveniente para los clubes europeos, conviene comprarlos baratos: entonces, hay que conseguirlos antes de que aparezcan clubes y contratos, es decir cuando son niños. El fenómeno se reproduce en el futbol local: la combinación de las ansiedades de los clubes, la irresponsabilidad mo​ral de empresarios y representantes y la angurria de los familiares solo puede llevar a una forma muy poco disimulada de esclavismo y trata de blancas, que en este caso son los chicos futbolistas. Y aquí uno está tentado de pedir la prohibición del fútbol profesional, si no fuera el camino más directo a todos los improperios habidos y por haber. Pero, por un momento, reconozcamos que clausurar las muertes en el fútbol y la explotación de los chicos sería suficiente ganancia, con la ventaja añadida de no ver más a Fernando Niembro y a Ramón Díaz. Pero no: las prohibiciones suponen algo similar a solucionar los dolores de cabeza con decapitaciones. Prefiero cerrar este libro hablando de mis apuestas. Una es por la belleza, por el juego, por el goce, por la felicidad que puede darnos el fútbol, eso que persiste en algún pliegue perdido del profesionalismo y que reaparece estridente en el momento de la práctica con amigos, de la liga barrial, del picado, del playero. Eso que hizo del fútbol un territorio deslumbrante para la creatividad popular: como práctica y como relato, en el placer de ver un jugador como Maradona o en los infinitos recovecos de una conversación eterna plagada de anécdotas e historias. En el fútbol como espacio del humor: de las metáforas y de los chistes, que hoy se han degradado a los festejos vergonzosos y patéticos de las hinchadas de Racing y Boca por los descensos de Independiente y River. Eso no es fiesta: eso es señal de que el fin del fútbol está cercano. Por eso, la apuesta es por la recuperación del humor, no de la burla; de la parodia, no del cinismo. De la risa 137

compartida ante los desatinos de un marcador de punta, que implica la admiración también colectiva ante las hazañas de un wing izquierdo (perdón por la antigüedad). Pero esto puede sonar a romanticismo, y lo que sigue, a vano izquierdismo. Y sin embargo, debemos perseverar en una palabra que este libro ha traído y llevado a lo largo y a lo ancho de sus páginas: democratización. La democratización no supone la retórica vana de Fútbol para todos, que solo ha democratizado el acceso universal a sus desaguisados. Democratización supone la radicalidad de que los y las hinchas asumamos nuestra condición de propietarios, no de destinatarios. El fútbol es nuestro: apenas se lo hemos prestado, desafortunadamente, a ciertas estructuras que nos han traicionado en su administración. El 1 de junio de 2014, todas las instituciones del fútbol argentino firmaron una solicitada de apoyo incondicional a Grondona, que dice en su párrafo final: “Nos solidarizamos con nuestro presidente, don Julio Grondona, respecto de su honor, su decencia y su dignidad en todos los actos de su función y de la vida”. A su muerte, nadie dejó de llorarlo o de lamentar su pérdida. El periodista Horacio Pagani, en Clarín, no se privó de afirmar que “lo vamos a extrañar”. Es decir: son todos corresponsables. Es hora, entonces, de reclamar su devolución. Nuestras son las historias y las memorias, los amores y las “pasiones”, los cuerpos que han sufrido las inclemencias del tiempo y las policías para poder ver fútbol. Nuestros son los futbolistas, incluso. Han salido de entre nosotros —para, en un momento, ser capturados por una máquina “de ellos”, que los vuelve sujetos repelentes, seducidos por las cámaras y el dinero fácil, dispuestos a vender a la madre por un contrato o una transferencia, capaces de jugar con la vida y la integridad de un adversario para demostrar su aguante (también ellos)—. Incluso: nuestro es todo el dinero, sea el obvio de la recaudación impositiva que a través del financiamiento estatal ha ido a alimentar los bolsillos o las ineficiencias de los dirigentes, sea también el que fluye desde los sponsors o el merchandising: siempre, en algún lugar, está nuestro dinero. Entonces: para democratizarlo, reclamemos su devolución. Comencemos exigiendo que el fútbol latinoamericano no caiga en la solución europea, el blanqueamiento económico, la expulsión de las clases populares de los estadios —porque es un problema latinoamericano y no meramente argentino—. Los brasileños comprueban que el precio de las entradas —proceso agravado por la cercanía del Mundial— aumentó 300 por ciento en diez años; parece poco, pero se da contra el 183 por ciento de aumento en el salario mínimo y el 37 por ciento de la renta promedio de un trabajador. Un colega brasileño sostenía hace poco que, luego de haber tenido los Sem Terra y los Sem Teto — movimientos de lucha por los carecientes de tierra y vivienda— estábamos camino a los Sem Estadio. Eso es darwinismo social, expulsión, blanqueamiento, ante la mirada cómplice del resto del público. Para democratizar nuestro fútbol debemos ser conscientes de ese riesgo, militantes en su condena, implacables en la resistencia. Para democratizar nuestro fútbol, los hinchas precisamos de menos festejos narcisistas y más participación colectiva, menos Día Universal del Hincha y más movilización, menos banderas más grandes de la Galaxia y más Asociación Nacional de Hinchas de 138

Fútbol, dispuesta a pelear por esa democracia futbolera. Y no estoy inventando nada radical: son los ejemplos de las luchas de los hinchas de Racing contra el gerenciamiento y los de Newell’s contra la tiranía de Eduardo López —finalmente desalojado del poder por la movilización de los hinchas leprosos en 2008, como narra el documental Moreno y Córdoba, 19 horas, de Roberto Mensi y otros—. Los gerenciamientos fueron resistidos con cierto éxito justamente porque cortaban con el contrato imaginario que estoy reclamando: que los clubes —como el fútbol— son propiedad de los socios: de los hinchas. Tanto aguante inútil transformado en capacidad de movilización, tanto narcisismo idiota vuelto acumulación de poder popular-hinchístico, tantas multitudes celebrando desgracias ajenas mudando en multitudes rodeando la AFA: entendámoslo de una vez, en esa senda ni el post Grondona ni el grondonismo real —esa red infinita de complicidades — nos aguanta quince minutos. A aquellos que nos robaron el fútbol les sirvió treinta y cinco años.. Es decir: la insurrección hinchística, la revuelta, la sublevación, la huelga. Que harían falta en otros territorios de la sociedad, la cultura, la política y la economía, por supuesto. Pero una revuelta de hinchas tampoco estaría mal. Sin estos cambios radicales el fútbol no va a desaparecer: como buena mercancía exitosa, el capitalismo lo mantendrá a flote echando mano de salvatajes —nuevamente a costa de los hinchas— o le inventará algún ropaje más o menos atractivo para volver a venderlo. Pero seguirá siendo lo mismo, traicionando expectativas, malgastando afectos, maltratando chicos ilusionados con salvarse económicamente “siendo como Messi”, matando hinchas. Para eso, no cuenten conmigo. Prefiero el fin del fútbol.

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AGRADECIMIENTOS Gabriela Comte pensó que podía escribir este libro y tengo que agradecerle esa confianza, diseminada en sus cenas inolvidables. Pero no habría sido escrito sin el trabajo, la inteligencia, el humor y el cariño de José Garriga Zucal y de Verónica Moreira: todo lo que sé sobre el aguante lo aprendí de ellos. Este libro, por eso, está lleno de sus voces. Tampoco existiría sin la amistad y el apoyo del maestro Eduardo “Lali” Archetti, que nos dejó tan solos tanto antes de lo debido. Y sin la lucidez y el humor de la carioca y flamenguista Simoni Lahud Guedes, la maestra de todos y todas, quien cada vez que intento abandonar me llena de nuevas —buenas— ideas. Junto a ella, todos y todas los/as colegas latinoamericanos/as con los que nos une una larga pelea exitosa para que reconozcan nuestro trabajo en las universidades del continente, pero también una larga lucha por delante para mejorar nuestras sociedades, no sólo nuestros futboles: los amigos y amigas de México, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia, Uruguay y muy especialmente Brasil. Leandro Aráoz Ortiz, Juan Branz y Valeria Añón leyeron los borradores para tratar de que no me mandara demasiadas macanas, con la amistad que los pinta enteros/a. Lo que se les escapó es solo mi culpa. Lo mismo ocurre con la mirada aguda y cuidadosa de Marcos Mayer, que editó con tanta inteligencia como compromiso. En el medio local, el relevo está seguro con Diana Ávila, Ramón Burgos, Nicolás Cabrera, Federico Czesli, Alcira Martínez, Diego Murzi, Juan Manuel Sodo, Sebastián Sustas y Javier Szlifman, plenos de juventud, inteligencia y audacia. Con Marina Adamini, Pablo Bilyk, Juan Branz, Rodrigo Daskal, Mariano Grutschetsky y Santiago Nogueira también compartimos la cátedra de Sociología del Deporte en la Universidad Nacional de La Plata; este libro tiene que ver también con nuestras conversaciones. Y con Florencia Saintout, que insiste en respaldarnos. Este libro le debe mucho también al diálogo con algunos periodistas deportivos, los que me hacen imposible descalificar a toda la profesión: son los que apuestan por las mismas cosas, especialmente por hacer un mejor periodismo cada día. Son varios y los he ido nombrando: pero Ezequiel Fernández Moores y Walter Vargas merecen una mención especial. Mi equipo de trabajo en la UBA está bastante cansado de mis desvíos futboleros; me prefiere dedicado a la cumbia, al folklore, a los plebeyismos, al romanticismo, a Sandro, Favio y Palito. Pero ellas y él saben que todo tiene que ver, en última instancia, con todo, y por eso alienta y acompaña, lee y discute: son Leandro Aráoz Ortiz, Libertad Borda, Carolina Justo Von Lurzer, Mercedes Liska, Mercedes Moglia, Verónica Moreira, Marián Motta, Malvina Silba, Carolina Spataro, María Terán —un equipo irreemplazable, lleno 140

de tanto talento y potencia como de humor inclaudicable—. Federico Álvarez Gandolfi, que da sus primeros pasos, me prestó algún libro que me faltaba, así como Coco Pinola, uno de los tantos estudiantes a los que también debo agradecer. Esos y esas estudiantes son mi lugar en el mundo. Sé que agradecen el empeño, la pasión y la locura puestas en las clases; pero no se imaginan cuánto les debo —les debemos—. A su solidaridad, a su inteligencia y a su provocación irrespetuosa, porque una de las primeras cosas que aprenden es a perderle el respeto a casi todo, cuando respeto significa miedo o solemnidad. Y en el pliegue personal: mis amigos son los dueños de mi cabeza y de mi corazón, porque fueron los que entendieron mi vida con el fútbol —la real y la letrada— y mi vida con la vida: son Marcelo (que siempre serán Marcelo y Daniela), Paul, Gustavo, Jimmy, Omar, Mauricio, siempre Walter (el mejor jugador de fútbol que vi). Mis tres hijos merecen todo: también estos agradecimientos. Y Carolina, sencillamente, banca todo y me renueva cada día: ataja, defiende, crea, remata, golea y nunca pretende mejora de contrato o transferencia a Europa. Decir que le agradezco este libro es una ridiculez, al lado de todo lo que le debo.

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BIBLIOGRAFÍA COMENTADA Como se dice en varios lugares, este libro recupera afirmaciones, ideas, preguntas y trabajos previos. Fundamentalmente, hay dos libros sobre los que vuelvo con cierta obsesión: el primero es Fútbol y Patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina, publicado originalmente por Prometeo Libros en 2002, y luego reeditado (ampliado) en 2008; el otro es Crónicas del aguante. Fútbol, violencia y política, cuya primera edición es de Capital Intelectual en 2004, en su colección Claves para todos, y luego reeditado en 2012, con pocas modificaciones, en la colección Claves del Siglo XXI. Y luego: EN LA INTRODUCCIÓN: La cita de Sasturain es de El día del arquero (Buenos Aires, De la Flor, 1986). El libro inaugural de Roberto Da Matta (compilador) es O universo do futebol: esporte e sociedade brasileira (Río de Janeiro, Pinakotheke, 1982). Los dos libros en español de Eduardo Archetti son El potrero, la pista y el ring. Las patrias del deporte argentino (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001) y Masculinidades. Fútbol, polo y el tango en la Argentina (Buenos Aires, Antropofagia, 2003). La cita de Fabián Casas es de La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún (Buenos Aires, Emecé, 2013). EN EL CAPÍTULO 1: La película citada es “Lo llevo en la sangre”, dirigida y escrita por Pablo Pérez para Historias Breves, 2004. El trabajo de Claude Levi-Strauss es “Raza e historia” (en la edición de Raza y cultura, Altaya, Madrid, 1999). El de Benedict Anderson es otro clásico: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (México, FCE, 1993). La referencia a Michel Maffesoli es a su libro El tiempo de las tribus (Barcelona, Icaria, 1990). Va camino de ser un clásico otro libro imprescindible: la Historia social del fútbol, de Julio Frydenberg (Buenos Aires, Siglo XXI, 2011). El trabajo de Pierre Lanfranchi y Matt Tylor es su Moving with the ball (Londres, Berg, 2001). El de Mário Filho es un clásico brasileño: O negro no futebol brasileiro (São Paulo, Civilização Brasileira, 1964). El argumento sobre el club Sankt Pauli, de Hamburgo, lo tomo del artículo de Mariano Schuster “Club Atlético Revolución. Sankt Pauli, el equipo «anticapitalista»”, en Nueva Sociedad (número 248, noviembre-diciembre 2013). La etnografía de José Garriga Zucal puede leerse en sus dos libros: Haciendo amigos a las piñas. Violencia y redes sociales de una hinchada de fútbol (Buenos Aires, Prometeo, 2007) y Nosotros nos peleamos. Violencia e identidad de una hinchada de fútbol (Buenos Aires, Prometeo, 2010). El 142

hallazgo de la tapa de la revista Barcelona se la debo a Leandro Aráoz Ortiz. La idea de las zonas libres de Archetti está en su Masculinidades, que citamos antes, y la refutación del opio de los pueblos en el libro de Da Matta. El artículo de Simoni Guedes está también en Nueva Sociedad: “El Brasil reinventado. Notas sobre las manifestaciones durante la Copa de las Confederaciones” (Nueva Sociedad, número 248, noviembrediciembre 2013). Algunos de los argumentos sobre la globalización del fútbol los desarrollé en un artículo publicado en Brasil: “Futebol e globalização: as formas locais das mercadorias globais” (en la Revista FAAC, Baurú, v. 1, n. 2, p. 195-200, octubre 2011-marzo 2012). EN EL CAPÍTULO 2: La bibliografía sobre el Mundial de 1978 no es muy extensa. El primer libro importante fue el de Abel Gilbert y Miguel Vitagliano, El terror y la gloria. La vida, el fútbol y la política en la Argentina del Mundial 78 (Buenos Aires, Norma, 1998). Recientemente se sumaron los de Pablo Llonto, La vergüenza de todos (Buenos Aires, Editorial de las Madres de Plaza de Mayo, 2005); Fernando Ferreira, Hechos pelota. El periodismo deportivo durante la dictadura militar (1976-1983) (Buenos Aires, Ediciones Al Arco, 2008) y Ricardo Gotta, Fuimos campeones. La dictadura, el Mundial 78 y el misterio del 6 a 0 a Perú (Buenos Aires, Edhasa, 2008). Una buena compilación de los datos recolectados por Ezequiel Fernández Moores está en “Botas y botines”, en el portal http://www.elortiba.org/mundial78.html (consultado en diciembre 2013). El trabajo de Ernesto Sobocinski Marczal es aún inédito, como parte de su investigación doctoral para la Universidade Federal de Paraná, en Curitiba. Entre tantos trabajos del amigo y colega Ronaldo Helal, sobre la selección brasileña de 1970 puede verse su artículo con Alvaro Cabo y Carmelo Silva, “Pra Frente Brasil! Comunicação e Identidade Brasileira em Copas do Mundo” (en Esporte e Sociedade, año 5, número 13, 2009). El artículo de Diego Roldán es “La espontaneidad regulada. Fútbol, autoritarismo y nación en Argentina ’78. Una mirada desde los márgenes” (en Protohistoria, XI, 11, Rosario, 2007: pp. 125-147). La referencia a Osvaldo Bayer es a su Fútbol argentino (Buenos Aires, Sudamericana, 1990). El famoso libro de Jean-Marie Brohm es Sociología política del deporte (México, FCE, 1982), y el de Sebreli, La era del fútbol (Buenos Aires, Sudamericana, 1998). Hay también un libro digital de Amílcar Romero, Lo de los militares fue mundial (Buenos Aires, Ediciones Electrónicas Multimedia, 2003, publicado en pdf en http://ardilla.bubok.es/). El párrafo sobre las inauguraciones lo retomo de mi “Inauguraciones”, publicado en Brasil (Revista Coletiva, nro. 8, Recife, Fundação Joaquim Nabuco, agosto de 2012). Aunque no está citado en esta oportunidad, es también imperdible el libro de Héctor Palomino y Ariel Scher, AFA: Pasión de multitudes y de elites, Buenos Aires, CISEA, 1985, que merece largamente su reedición. EN EL CAPÍTULO 3: Una primera versión de este capítulo está en “Fútbol, leonas, rugbiers y patria: El nacionalismo deportivo y las mercancías”, en la revista Nueva Sociedad ya citada (pp. 2842), aunque tiene como origen una invitación de Héctor Fernández L’Hoeste y Juan Poblete para un tomo sobre nacionalismo y deporte en América Latina que aún está inédito. Por supuesto, también hay ideas de Fútbol y Patria. El subtítulo, “Variaciones 143

sobre el ser nacional”, es una cita encubierta del gran libro de Claudio Díaz sobre folklore (Variaciones sobre el ser nacional. Una aproximación sociodiscursiva al “folklore” argentino, Córdoba, Recovecos, 2009). La comparación con otros países latinoamericanos está en una compilación del año 2000, Peligro de gol. Estudios sobre deporte y sociedad en América Latina (Buenos Aires, CLACSO-ASDI). El libro de Michel Billig es Banal Nationalism (Londres, Sage, 1995). El de Beatriz Sarlo es La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas (Buenos Aires, Ariel, 1998). El tratamiento sobre el nacionalismo en el rugby y en las publicidades es una idea original de Juan Branz y José Garriga Zucal, aún inédita. Los argumentos sobre Tévez le deben mucho a Cristian Grosso en el diario La Nación, en su columna “A Carlos Tévez se lo devoró el jugador del pueblo” (del 4 de febrero de 2014). El texto de Hernán Casciari “Messi es un perro” circula por YouTube en distintas versiones audiovisuales, pero el original está en Orsai (en el blog, del 11 de junio de 2012). Los brasileños van más allá y deslizaron la tesis de un “Messi autista”, que no resiste ningún análisis y parece ser, más bien, un chiste. EN EL CAPÍTULO 4: Una primera versión de estos argumentos fue publicada por José Garriga Zucal en su compilación Violencia en el fútbol. Investigaciones sociales y fracasos políticos (Buenos Aires, Ediciones Godot, 2013). Los primeros trabajos británicos citados son los de Ian Tylor, “Football Mad: A Speculative Sociology of Football Hooliganism” (en el National Deviance 1st Symposium, 1968); “‘Football Mad’ - A Speculative Sociology of Soccer Hooliganism” (en Dunning, Eric —editor—: The Sociology of Sport: a Selection of Readings, Londres, Cass, 1971); y “Soccer Consciousness and Soccer Holiganism” (en Cohen, Stephen, editor: Images of Deviance, Harmondsworth, Penguin, 1971). El primer informe es el de lord Popplewell, Committee of Enquiry into Crowd Safety and Control at Sports Grounds. Final Report (Londres, HMSO, 6, 1986). El libro de Eric Dunning (junto a Patrick Murphy y John Williams) es The Roots of Football Hooliganism. An Historical and Sociological Study (Londres, Routledge, 1988). La referencia a Elias es su archiclásico El proceso de la civilización (México, FCE, 1998). Los trabajos renovadores son especialmente los de Gary Armstrong (Football Hooligans. Knowing the Score, Londres, Berg, 1998) y Richard Giulianotti (editor junto a Norman Bonney y Mike Hepworth de Football, Violence and Social Identity, Londres-Nueva York, Routledge, 1994); también puede verse su Football. A Sociology of the Global Game (Cambridge, Polity Press, 1999). El famoso libro de Nick Hornby es Fiebre en las gradas (Barcelona, Ediciones B, 1996; 1ra. edición inglesa: Fever Pitch, 1992). Los libros de Amílcar Romero son: Deporte, violencia y política (crónica negra 19581983) (Buenos Aires, CEAL, 1985); Muerte en la Cancha, 1958-1985 (Buenos Aires, Nueva América, 1986); Las barras bravas y la “contrasociedad deportiva” (Buenos Aires, CEAL, 1994) y el más reciente artículo “La expresión barra brava. Historia, significado y evolución” (un trabajo presentado en Fútbol: Historia y Pasión, para la Primera Jornada de Historiadores de Fútbol, organizada por la Comisión de Turismo y Deporte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, 2009, y publicado en http://ardilla.bubok.es/). Los primeros trabajos de Archetti sobre violencia son “Fútbol y ethos” (en 144

Monografías e Informes de Investigación, Nº 7, Buenos Aires, FLACSO, 1985) y “Calcio: un rituale di violenza?” (en Lanfranchi, Pietro —editor—: Il calcio e il suo pubblico, Nápoles, Edizione Scientifiche Italiane, 1992). El artículo conjunto de Archetti y Romero es “Death and violence in Argentinian football” (en la compilación de Giulianotti de 1994). El primer trabajo que publicó nuestro equipo fue “‘Aguante’ y represión: fútbol, violencia y política en la Argentina” (en Alabarces, P. —compilador—: Peligro de gol. Estudios sobre deporte y sociedad en América Latina, Buenos Aires, CLACSO-ASDI, 2000). La cita de Aníbal Ford y Fernanda Longo es de “La exasperación del caso” (en Ford, Aníbal: La marca de la bestia, Buenos Aires, Norma, 1999). El libro de Gustavo Grabia es La Doce. La verdadera historia de la barra brava de Boca (Buenos Aires, De Bolsillo, 2011, con primera edición en Sudamericana, 2009). EN EL CAPÍTULO 5: La larga referencia a la obra de Edward P. Thompson es a “La economía moral de la multitud” (en Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979). Sobre el aguante ya hay mucho escrito: los dos libros de Garriga Zucal que citamos arriba (Haciendo amigos a las piñas, de 2007, y Nosotros nos peleamos, de 2011) son fundamentales, así como los artículos de María Verónica Moreira, “Aguante, generosidad y política en una hinchada de fútbol argentina” (en Avá, número 12, Universidad Nacional de Misiones, 2008); “Club social y deportivo: hinchas, política y poder” (en la compilación de Pablo Alabarces y María G. Rodríguez Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular, Buenos Aires, Paidós, 2008), así como el reciente “Participación, poder y política en el fútbol argentino”, en la revista Nueva Sociedad ya citada, de 2013. También imprescindible es el trabajo de Garriga Zucal y Moreira “El ‘aguante’: Hinchadas de fútbol entre la pasión y la violencia” (en la compilación de Daniel Míguez y Pablo Semán Entre santos, cumbias y piquetes. Las culturas populares en la Argentina reciente, Buenos Aires, Biblos, 2006), y el de Garriga Zucal y Daniel Salerno “Estadios, hinchas y rockeros: variaciones sobre el aguante” (en Resistencias y mediaciones, ya citado). Los tres juntos, Alabarces, Garriga Zucal y Moreira, publicamos “El ‘aguante’ y las hinchadas argentinas: una relación violenta” (en Horizontes Antropológicos, número especial “Antropología e esporte”, año 14 nº 30, Porto Alegre, UFRGS, julio-dezembro 2008) y “La cultura como campo de batalla. Fútbol y violencia en la Argentina” (en revista Versión. Estudios de Comunicación, Política y Cultura, nº 29, México, UAM-Xochimilco, abril 2012). El trabajo junto a Garriga Zucal es “Identidades Corporais: entre o relato e o aguante” (en Campos. Revista de Antropología Social, vol. 8, nº 1, Paraná, UFP, octubre 2007). El libro de Rodrigo Daskal es Los clubes en la ciudad de Buenos Aires (1932-1945). Revista La Cancha: sociabilidad, política y Estado (Buenos Aires, Teseo, 2013). EN EL CAPÍTULO 6:

La revisión de datos de los muertos en el fútbol la hicieron Diego Murzi, Santiago Uliana y Sebastián Sustas en “El fútbol de luto. Análisis de los factores de muerte y violencia en el fútbol argentino” (en la compilación de Matías Godio y Uliana Fútbol y sociedad: prácticas locales e imaginarios globales, Buenos Aires, UNTREF, 2011). El documento sobre análisis y recomendaciones que escribimos con un grupo de jóvenes colegas está publicado como “Diagnóstico y propuestas para la construcción de una 145

seguridad deportiva en Argentina” (en Ímpetus, revista de la Universidad de los Llanos, vol. 7, nº 8, Villavicencio, Colombia: diciembre 2013) y fue firmado junto a Diana Ávila, Juan Branz, Ramón Burgos, Nicolás Cabrera, Federico Czesli, Rodrigo Daskal, José Garriga Zucal, Alcira Martínez, Verónica Moreira, Diego Murzi, Juan Manuel Sodo, Sebastián Sustas y Javier Szlifman. Ellos son el futuro de la investigación en la Argentina. Es imprescindible también la tesis doctoral de Juan Manuel Sodo, “Aguante rosarino: un análisis en el contexto de la ciudad de Rosario” (Doctorado en Comunicación, Facultad de Ciencias Políticas, UNR, 2012). EN EL CAPÍTULO 7:

La cita de Borges y Bioy Casares es de sus Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, 1996. La película citada es Barbosa, de 1988, dirigida por Jorge Furtado y Ana Luisa Azevedo (con guión de ambos y Giba Assis Brasil, basada en Anatomía de uma derrota, de Paulo Perdigâo, producido por Embrafilms). El filme húngaro solo lo vio Fonta​narrosa, aunque existe en la base IMDb: el Negro la cuenta en el prólogo a Fontanarrosa y el fútbol, una compilación de sus chistes gráficos, al menos en la edición de Planeta, 2013 (no tengo la original, invariablemente de De la Flor). Los libros de Galeano son Su majestad, el fútbol (Montevideo, Arca, 1967) y El fútbol a sol y sombra (Buenos Aires, Catálogos, 1995); los de Sebreli, El fútbol (Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966), Fútbol y masas (Buenos Aires, Galerna, 1981) y La era del fútbol (Buenos Aires, Sudamericana, 1998). La recopilación de Roberto Jorge Santoro, Literatura de la pelota, originalmente de 1971 (Buenos Aires, Papeles de Buenos Aires) fue reeditada en 2007 (Buenos Aires, Ediciones Lea). Los libros de Walter Vargas citados son Del diario íntimo de un chico rubio (y otras historias futboleras) (Buenos Aires, Ediciones Al Arco, 2004) y Equipos cortos (va​riaciones futboleras) (Buenos Aires, Ediciones Al Arco, 2013). La edición de los textos de Dante Panzeri es Dirigentes, decencia y wines (edición a cargo de Matías Bauso, Buenos Aires, Sudamericana, 2013). La biografía de Soriano es de Pablo Montanaro, Osvaldo Soriano: los años felices en Cipolletti (Neuquén: Vigilias, 2012). Los libros de Soriano son Artistas, locos y criminales (Buenos Aires, Bruguera, 1984; 2ª edición en Sudamericana, 1991); Rebeldes, soñadores y fugitivos (Buenos Aires, Página/12, 1988); Cuentos de los años felices (Buenos Aires, Sudamericana, 1993) y Memorias del Míster Peregrino Fernández (Buenos Aires, Norma, 1998). De los periodistas cito a Martín Caparrós, Boquita (Buenos Aires, Planeta, 2005); Andrés Burgo, Ser de River en las buenas y en las malas. Agonía, descenso y resurrección desde la tribuna (Buenos Aires, Sudamericana, 2011) y Alejandro Wall, ¡Academia, carajo! Racing campeón en el país del “que se vayan todos”. Pasión, locura y secretos del título 2001 (Buenos Aires, Sudamericana, 2012). Posteriormente publicaron juntos El último Maradona (Buenos Aires, Aguilar, 2014). El imprescindible artículo crítico de Sasturain sobre Fontanarrosa es “Fontanarrosa: cuatro notas al pie” (en El domicilio de la aventura, Buenos Aires, Colihue, 1996). Los cuentos de Fontanarrosa están compilados, como dije, en Puro fútbol (Buenos Aires, De la Flor, 2000; reeditado en Planeta, 2013). La novela es El área 18 (Buenos Aires, De la Flor, 1987, reeditada en Planeta, 2013, pero con una primera edición de Pomaire, 1982). El cuento de Sasturain, “Campitos”, está en la edición de Fontanarrosa Cuentos de fútbol 146

argentino (Buenos Aires, Alfaguara, 2000). La edición del gol de Maradona (del partido completo) está en Víctor Hugo Morales: El barrilete cósmico (El relato completo), adaptado por Ariel Magnus (Buenos Aires, Interzona, 2013). El cuento de Casciari es “10.6 segundos”, en el Blog de Orsai (29 de enero de 2013). De los libros de Sacheri, alcanza con revisar su última compilación, La vida que pensamos (Buenos Aires, Alfaguara, 2013), y no leerlo nunca más. EN EL CAPÍTULO 8: En 2010 escribimos, con Carolina Duek, una primera lectura del fenómeno de la televisación del fútbol en la Argentina, que fue publicada por el colega Ronaldo Helal en la revista Logos, 33 (dossié Comunicação e Esporte. Vol. 17, Nº2, 2º semestre 2010) como “Futebol (argentino) pela TV: entre o espectáculo de massas, o monopólio e o Estado”. Un año después, los colegas Jay Scherer y David Rowe nos solicitaron un segundo texto para un volumen dedicado al tema de televisación y ciudadanía cultural, que fue publicado como “Football for Everyone: Soccer, TV and Politics in Argentina” (en la compilación de Jay Scherer y David Rowe, Sport, Public Broadcasting, and Cultural Citizenship, Londres, Sage, 2013). Retomo aquí, entonces, buena parte de esos argumentos. Un texto de consulta imprescindible es el de Ezequiel Fernández Moores, “La pelota cambia de arco”, incluido en el libro de Carlos Ulanovsky y Pablo Sirvén ¡Qué desastre la TV! (pero cómo me gusta...) (Buenos Aires, Emecé, 2009). La mención a la televisión criolla es de Mirta Varela en su La televisión criolla. Desde sus inicios hasta la llegada del hombre a la Luna. 1951-1969 (Buenos Aires, Edhasa/Ensayo, 2005). El debate europeo y norteamericano sobre medios, deporte y ciudadanía cultural puede leerse en los textos de David Rowe, “Fulfilling the Cultural Mission: Popular Genre and Public Remit” (en el European Journal of Cultural Studies, 7(3): 381-399, 2004); “Watching Brief: Cultural Citizenship and Viewing Rights” (en Sport in Society, 7(3): 385-402, 2004); David Rowe y Brett Hutchins, “From Broadcast Scarcity to Digital Plenitude: The Changing Dynamics of the Media Sport Content Economy” (Television and New Media, 10(4): 354-370, 2009); y el trabajo de Jay Scherer y David Whitson “Public Broadcasting, Sport, and Cultural Citizenship: the Future of Sport on the Canadian Broadcasting Corporation?” (en International Review for the Sociology of Sport, 44 (2-3), 213-229, 2009). La referencia al trabajo de Martín Becerra y Guillermo Mastrini es de su Periodistas y magnates. Estructura y concentración de las industrias culturales en América Latina (Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006). La entrevista a Aníbal Fernández es de Mariano Hamilton y Caín Hernández: “Así como estaba el fútbol iba a la muerte” (en Un caño, Buenos Aires, abril 2010: 13-19). EN EL EPÍLOGO: La cita de Andrés Burgo es de su Ser de River en las buenas y en las malas, ya citado. El libro de Juan Pablo Meneses es Niños futbolistas (Buenos Aires, Blackie Books, 2013). Las cifras sobre el precio de las entradas en Brasil las tomé del periódico Estado de Minas, en su edición del 17 de septiembre de 2013. El filme citado es Moreno y Córdoba, 19 horas, una idea de Roberto Mensi con realización y dirección de Fernando DerMeguerditichian, Mateo Fabre, César González, Roberto Mensi y Agustín Sánchez 147

Ordoñez, 2013. Hay, por supuesto, mucho más para leer: entre lo que leído, lo que conozco y lo que no, lo que vale la pena y lo prescindible. Hay una enorme producción latinoamericana, por ejemplo, con muy poca circulación en la Argentina —así como, en general, las producciones de cada país no circulan en el resto del continente—. Pero ese es otro listado de bibliografía.

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Pablo Alabarces Es licenciado en Letras por la UBA, magister en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural por la UNSAM y doctor en Sociología por la Universidad de Brighton, Inglaterra. De extensa labor académica, actualmente está a cargo del Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, dicta clases en la UNLP y en otras instituciones académicas del país y el extranjero. Sus artículos y colaboraciones periodísticas han sido publicados en las revistas Ñ, La Maga, Noticias, Veintitrés, El Gráfico, y en los diarios Crítica de la Argentina, La Nación, Olé, Clarín, Tiempo Argentino y Página/12, entre otros. Es autor de los libros Fútbol y patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina (2002), Crónicas del aguante. Fútbol, violencia y política (2004), Hinchadas (2005, con varios autores), 67-8, la creación de otra realidad (2010, con María Julia Oliván), y Peronistas, populistas y plebeyos. Crónicas de cultura y política (2011).

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© Pablo Alabarces, 2014 © De esta edición: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones, 2014 Av. Leandro N. Alem 720 (1001) Ciudad Autónoma de Buenos Aires eISBN: 978-987-04-3673-7 Diseño de cubierta: Eduardo Ruiz Fotografía del autor: Josefina Tommasi Primera edición digital: septiembre de 2014 Conversión a formato digital: CE Alabarces, Pablo Héroes, machos y patriotas : el fútbol entre la violencia y los medios. - 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2014. EBook eISBN 978-987-04-3673-7 1. Sociología del Deporte. CDD 306.483

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