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Una entrevista autobiográfica
VALENTINO SALVOLDI
HARING Una entrevista autobiográfica
SAN PABLO
Prólogo
© SAN PABLO 1998 (Protasio Gómez, 1 1-15. 28027 Madrid) Tel. (91) 742 51 13 - Fax (91) 742 57 23 © Figlie di San Paolo, Milán 1997 Título original: Haring Traducido por Juan Padilla Moreno Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid * Tel. 798 73 75 - Fax 505 20 50 ISBN: 84-285-2054-2 Depósito legal: M. 833-1998 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España
Imitando, en la medida de lo posible, la Sagrada Escritura, la mayor parte de mis libros pertenecen al género literario de la teología narrativa. Para mí, toda la vocación cristiana se resume en «narrar las maravillas de Dios». Me he resistido a numerosas peticiones de que escribiera una autobiografía hasta que un amigo me dijo: «Pero tu vida no es algo privado. Todos nosotros tenemos derecho a conocer y ensalzar las obras que Dios ha realizado para ti y por medio de ti». Así fue como nació la idea de transmitir mis experiencias de fe en los acontecimientos de mi vida. Creo firmemente en la providencia divina. A veces pienso: «No necesitas hacer un acto de fe en este misterio, porque la experiencia de la providencia divina es palpable». Resulta forzoso alabar las obras de Dios. Este fue el sentido que le dio san Agustín a su conmovedor libro Confesiones. Es verdad que san Agustín quiso confesar humildemente sus pecados, pero el objetivo y resultado principal era más bien un Confitemini, Domino, quoniam bonus! He escrito y hablado muchas veces sobre el sacramento de la paz, de la reconciliación, insistiendo sobre todo en que es un sacramento de alabanza a la misericordia de Dios. Pero, si se puede hablar de los propios pecados alabando a Dios, mucho más urgente es alabar a Dios por las maravillas que ha hecho por
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nosotros y, a veces, también a través de nosotros, a pesar de nuestras limitaciones. Invito a los lectores y a las lectoras de estas páginas a recordar su propia historia y a tratar de interpretarla a la luz de la providencia y la gracia de Dios, para que lo alaben por medio de una memoria agradecida y la práctica del agradecimiento. El resultado será un canto hermoso, polifónico, a la gloria de Dios. El cántico del Magnificat, himno de la Iglesia primitiva, de cuya espiritualidad María, la Madre de Jesús, fue portavoz, no fue un acto aislado. Toda la vida de María fue una alabanza a Dios, unida a la de Jesús. La interpretación de mis experiencias vitales como experiencias de fe puede ser una invitación a los lectores y las lectoras para que transformen, no sólo la interpretación de la experiencia, sino la vida entera en un acto de agradecimiento y alabanza. Esto sería para mí el fruto más hermoso y agradable de mi humilde esfuerzo.
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Introducción
La verdad que libera el amor
Un médico americano, tratando de eludir la cuestión, le dice al padre Háring mentiras piadosas con el fin de ocultarle la realidad de un cáncer maligno en la garganta. Le habla de un pólipo que es menester operar inmediatamente. El padre Bernhard comprende, sonríe y decide relajarse caminando por las calles de Nueva York. Durante el paseo, pierde las llaves de la casa de los jesuítas y de su despacho en la Fordham University, donde está dando un curso de actualización sobre teología moral. Por la noche sueña el lugar exacto en el que se encuentran las llaves, que por la mañana recupera enseguida. Y& en el sueño se había alegrado por el hallazgo. Luego, despierto, recordando las palabras de Gandhi: «La oración es la llave de la tarde, que cierra la puerta al odio y la abre a la luz», intuye el significado profundo del sueño: «Tenemos mil motivos para alabar a Dios, que, incluso en el sufrimiento, nos da la clave para comprender más a fondo el misterio de nuestra vida». Al cabo de unos cuantos años, cuando ya el padre Háring cree estar completamente curado, otro médico, sin andarse con rodeos, le anuncia el recrudecimiento de su enfermedad. El anciano padre, después de haberse asegurado de que nadie lo ve, se deja llevar, poniéndose a bailar en el magnífico jardín
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de los redentoristas en Roma, todo en flor e inundado por la tenue luz del atardecer. La danza de abandono en la voluntad del Padre, que «no perturba nunca la alegría de sus hijos, si no es para procurarles una mayor y más firme», le infunde inmediatamente una paz íntima. Este es el padre Háring, un hombre que: — cree en los milagros y cura; — se hace siervo de la verdad que libera el amor; — ama y sabe anticipar a todos su confianza; — y ha realizado plenamente su vocación: devolverle a la moral cnstiana el carácter gozoso de las bienaventuranzas. Un hombre consciente de que su vida no es nada sin Cristo: «\o fundo mi existencia», me ha confesado, «no en una ideología o en una filosofía, sino en la fe y en el amor a Cristo». Con el fin de responder a las personas que se han interesado por profundizar en su vida y en su pensamiento, Bernhard Háring, después de diez años de actitud reacia, se ha convencido de la conveniencia de publicar una entrevista autobiográfica. He formulado las preguntas de manera que se viera forzado a hablar de sí mismo, de su contribución a la renovación de la teología moral, de sus experiencias de dolor psíquico y físico y, sobre todo, de su fe. Por un natural sentido del pudor, muchas cosas no las habría dicho de no habérselas preguntado expresamente. A veces las preguntas pueden parecer indiscretas, pero eran el único medio de revelar que tanto los bienes recibidos como las situaciones más escabrosas habían sido vividas con ese amor que «todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Luces y sombras se ponen de manifiesto con la intención de que puedan servir de estímulo para superar el dolor y purificar algunas estructuras; con el fin de que otros creyentes no tengan que sufrir la humillación de ser procesados por una Iglesia tan que8
rida para ellos, y para que muchos artífices de paz no sean sistemáticamente considerados soñadores. En la redacción del texto he mantenido lo más posible la forma del diálogo, para que el lector perciba la frescura, inmediatez y espontaneidad del coloquio, suprimiendo algunas repeticiones, pero dejando otras con la intención de hacer patente el leitmotiv de una vida que da unidad a todos los escritos. A alguien le puede parecer excesiva la referencia a Cristo como siervo no violento; esto no indica sino el carácter central de esta imagen, que el padre Háring quiere señalar al mundo «con la esperanza de que sea él quien salve la semilla del hombre en la tierra». Esta entrevista autobiográfica no se detiene tanto en los hechos como en la intuición de cuanto, en la belleza y la libertad, puede constituir una existencia vivida con los ojos de la fe fijos en Cristo, fuente de nuestra paz y esperanza de nuestra resurrección; una fe entendida como acogida gozosa y agradecida, y como don de sí; una fe que se narra para transmitir esa libertad que sana el corazón y los males de un mundo amenazado por tanta violencia. Es una biografía en la que se considera a un Dios que se encarna de nuevo en una existencia concreta y que va más allá del relato histórico para convertirse en propuesta; es un intento de hacer una síntesis, de establecer el centro de una labor teológica que ha marcado a buena parte de la reflexión moral de la segunda mitad del siglo X X . Una labor que parte de la ley y se concentra en el Espíritu, en la gracia, en el amor, para desembocar en el mar de las bienaventuranzas. La ley tomada como punto de partida no es la odiosa norma impuesta por un juez o un gendarme, sino la amorosa propuesta de los padres, que ven en el mandamiento un signo de garantía para la realización humana en la libertad. Es la ley transmitida —en el ámbito familiar— con la alegría típica de las personas liberadas por el Espíritu de amor.
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Una ley que tiene muy poco en común con la que, en el ámbito eclesial del tiempo, se ha interpretado de modo opresivo y restrictivo; legalismo inaceptable que, ya en el joven estudiante de teología Bernhard, provoca una reacción y la determinación de indagar en las Escrituras, hasta que encuentra la paz en la intuición de san Pablo: «La ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). El mensaje liberador del que habla Háring al comienzo de los años 50 vuelve a estar hoy de actualidad. Por una parte, sigue habiendo todavía demasiadas personas afectadas por el legalismo, prisioneras de él; por otra, hay demasiados individuos que viven superficialmente, ignorando, descuidando o despreciando la ley. Se hace pues indispensable proponer un mensaje que nos conduzca a nosotros mismos y a los demás, no a determinadas verdades formuladas con precisión, sino a Cristo, que es la libertad, la verdad y el amor. Libertad, verdad, amor. Palabras claves de la teología de Bernhard Háring, valores testimoniados por él en la alegría, testamento liberador confiado a los hombres de buena voluntad y, en particular, a todos los creyentes en Jesús, el Hijo de Dios. Libertad, verdad y amor no son para Háring palabras abstractas; en cada una de ellas ve a Cristo, como, con amorosa insistencia, tantas veces me ha dicho: «Cuando hablas de la libertad, yo te preguntaría: "¿Piensas en ti mismo? ¿Piensas en la libertad de tu grupo, de tu tribu, de tu patria? cO piensas en aquel que, siendo rico, se hizo pobre y servidor de todos?". Cuando hablas de verdad, te escucho y pienso: "¿Qué verdad?, cla tuya?, cla de tu grupo? cO te estás refiriendo con tu palabra y con tu vida a aquel que es la verdad?". Cuando hablas de amor, me digo: "Estoy oyendo la palabra amor pero no sé si en ella resuena el mensaje evangélico y si se refiere al amor que desciende a nosotros desde lo alto de la cruz. A pesar de la sordera de viejo, tengo el oído muy fino, y capto si el
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tono es puro y si se trata del amor que circula entre el Padre y el Hijo y que el Espíritu Santo ha infundido en nuestros corazones"». Este es uno de sus muchos mensajes: tenemos que liberarnos de las abstracciones. Esto es posible si nos esforzamos por conocer a Cristo, por descubrir a través de él el rostro del Padre y el designio de Dios para la Iglesia y el mundo de que todos los creyentes estén al servicio de la verdad que sana. Lib ertad, verdad, amor. Tres palabras que se concretan en Cristo. Tres valores testimoniados en la alegría. Tres mensajes dejados como testamento a una Iglesia que proclama la verdad que libera el amor. VALENTINO SALVOLDI
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RESGUARDADOS EN LA LIBERTAD
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Libre porque amado
En tus libros hablas mucho de libertad, entendida como acogida del don del Espíritu de amor, que hace a la persona creativa y responsable. Tus escritos pueden considerarse un himno a la alegría. c'Se puede decir lo mismo de tu vida? ¿Crees que tu Vocación (a ser cristiano y sacerdote) ha sido fruto de la alegría, de la experiencia de la belleza de amar y ser amado? Mi libertad consiste en haber acogido un don: el don del amor. Soy libre porque me siento realizado respondiendo al amor, aceptando en libertad la invitación a ayudar a los otros y a ensanchar los confines de su libertad. Esto lo he aprendido sobre todo en mi familia. He tenido la fortuna de tener unos padres en camino hacia la santidad. Mi madre era más abierta; pero mi padre, que aceptó a su mujer como un «evangelio vivo», era extremadamente humilde. Nací el 10 de noviembre de 1912 en Bóttingen (Alemania), en los márgenes de la Selva Negra. Era el penúltimo de doce hermanos de una familia campesina'. Del mundo agrí' El primero de ellos, Heinrich, nació el 29 de marzo de 1897 y murió en la guerra el 1 7 de octubre de 1918. La segunda, M a n a Konstantina, nació el 1 7 de julio de 1898 y murió el 2 de septiembre
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cola he heredado un marcado sentido de la tradición, el crecimiento y el progreso. Mis padres me dejaron un patrimonio de inestimable valor: la alegría de la fe, la confianza en Dios, la conciencia de la importancia de la oración y el amor a la comunidad eclesial. Mi apellido, Háring, significa «arenque». Y siendo como es el nombre de un pez, yo lo he considerado como una profesión de fe; porque, como es sabido, en griego el «pez», ichthys, es símbolo de Cristo: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. Como todos los niños del mundo, a menudo mis hermanos y yo tramábamos travesuras y actos que merecían reprobación. Una vez mi padre —que se llamaba Johannes Nepomuk— le impuso a uno de mis hermanos mayores un castigo algo excesivo, lo que hizo que mi madre reaccionara diciéndole: «Johannes, se te ha ido la mano. Si hay que castigar a alguno, déjame a mí, que seré un poco más suave». Y él obedeció, como si hubiera sido Cristo el que hubiera hablado. Fue nuestra madre —que se llamaba Franziska Fiad— la que nos introdujo en la no violencia; decía: «Cuando os peleéis, en lugar de venir a mí a acusaros el uno al otro, haced de 1898. Luego vinieron \fyenzel, nacido el 2 1 de septiembre de 1899 y muerto en 1988; María Úrsula, nacida el 26 de julio de 1901 y muerta en noviembre de 1992; Konstantine (en religión, sor Bermonda), nacida el 20 de octubre de 1902 y muerta el 24 de diciembre de 1953; Walburga (en religión, sor Ágape), nacida el 5 de marzo de 1904 y muerta en febrero de 1995; Martin, nacido el 2 de marzo de 1906 y muerto en octubre de 1992; Lorenz, nacido el 1 1 de agosto de 1907 y muerto el 24 de septiembre de 1907; Ágata (en religión, sor Hilariona), nacida el 29 de noviembre de 1908 y viva aún, lúcida y alegre, según afirma el padre Bernhard. Antes de Bernhard está todavía Elisabeth (en religión, sor Lucidia), nacida el 2 8 de julio de 1910 y aún en vida. A Bernhard siguió la benjamina, Rosa, (en religión, sor Rosa), que nació el 14 de octubre de 1915 y murió en mayo de 1994. Fue superiora general de su congregación.
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vosotros mismos las paces. Tener que castigaros es para mí la penitencia más grande y más penosa». Y en los raros casos en los que tenía que intervenir para castigar a alguno de nosotros usaba siempre palabras de dulzura y benevolencia. Uno de mis más remotos y vivos recuerdos se remonta a 1918. Tenía entonces seis años y era un niño sano, fuerte y lleno de vitalidad. A finales de la guerra mi madre cayó enferma de hemoptisis. Nosotros, niños como éramos, tan apegados a ella como a nuestro padre, rezábamos y nos comportábamos ejemplarmente para evitarle cualquier irritación, más aún, para darle gusto. Todavía recuerdo cuánto temimos por su vida. En la misma época cayó sobre nosotros como un rayo la noticia de que mis dos hermanos mayores, que estaban en el frente, habían sido dados por desaparecidos. El cartero actuó con gran delicadeza. Llevó las dos cartas, cuyo contenido no ignoraba, a una pariente conocida por su prudencia y su tacto, la cual nos dio la noticia con precaución. A pesar de esto, todos rompimos a llorar. Mi padre, al que sin duda había afectado la noticia más que a nadie, nos ordenó que no fuéramos a la habitación de nuestra madre con los ojos rojos de llanto, si no queríamos que se muriera también ella. Cuando mis dos hermanas mayores consideraron que ya no se les notaba la hinchazón de los ojos, fueron a ver a nuestra madre; pero ella enseguida se dio cuenta de su inquietud y preguntó: «¿Cuál de los dos ha caído?». Nuestra madre sobrevivió a este duro golpe gracias a su fe. «Hágase tu voluntad», oía rezar a mi madre, aunque la aceptación provenía de un corazón herido. Más tarde resultó que sólo el mayor —Heinrich, nacido el 29 de marzo de 1897— había caído. Lo mataron el 1 7 de octubre de 1918. El segundo, Wenzel —nacido el 21 de septiembre de 1899 y muerto en 1988—, volvió al cabo de un 17
año de una prisión inglesa; había enfermado de lupus. Fue un golpe terrible, especialmente para mi padre, porque mi hermano Wenzel se había enrolado como voluntario para evitar que él fuera a la guerra. Mi padre hizo todo lo posible por encontrarle el mejor médico. Al final un profesor de Tubinga pudo ayudar a mi hermano prescribiéndole una rigurosa dieta vegetariana. \fyfenzel llevó adelante una lucha victoriosa y aprendió a conocer el poder curativo de la oración. Mi hermano habló a menudo conmigo de esta experiencia. El ambiente en que viví los primeros años de mi vida fue para mí una escuela continua: aprendí a valorar a los otros, a ver sus aspectos positivos, a comprender la necesidad que tenemos todos de amar y ser amados. En este contexto es en el que brota mi vocación a ser sacerdote. Ante mí tenía el ejemplo de mi párroco, que era un hombre sociable, pero con el que no congeniaba porque se irritaba frecuentemente durante las lecciones de catecismo. Todavía me gustaba menos su perro, que un día me mordió haciéndome un desgarrón en los pantalones. La preparación a la primera confesión fue una experiencia más bien negativa. El párroco nos hizo ver pecados mortales un poco por todas partes y nos asustó con la idea de ir a parar al infierno. Un poco más humana, en cambio, fue la preparación a la primera comunión, en la que me ayudó una hermana mía, Konstantine, que tenía ya veinte años (había nacido el 20 de octubre de 1902 y murió el 24 de diciembre de 1953). Yo tenía entonces diez años, y recuerdo haberle dicho inmediatamente después de la comunión: «Me gustaría ser santo». Ella, que habría de ser religiosa en camino hacia la santidad (murió siendo franciscana, a los cincuenta y un años de edad), se limitó a animarme con una sonrisa diciéndome: «¿Y por qué no?». Era el año 1921. Recuerdo aún que durante el quinto año de elemental, precisamente en la escuela, viví una experiencia de violencia.
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El maestro de aquel año, apenas entrado en clase el primer día, nos dijo: «Tenéis que saber quién manda aquí». En el curso había dos gemelos que estaban muy unidos entre sí y que tenían un gran ascendiente en toda la clase. Enseguida nos convocaron a todos los niños —no así a las niñas— y nos hicieron la siguiente propuesta: «Vamos a demostrarle al maestro quién es el más fuerte. Si alguno de nosotros no es castigado por el maestro antes del sábado, recibirá un castigo del grupo». Teníamos que provocar al maestro, y lo hicimos de mil maneras. De modo que, al cabo de cuatro o cinco meses, tuvo que dimitir, porque habían llegado a oídos de sus superiores noticias de la situación; y nos mandaron a otro maestro. Este, lo primero que hizo fue romper todas las palmetas que se usaban para los castigos corporales y tirarlas por la ventana. Todas, menos la más pequeña. Y nos dijo: «¿Veis esta palmeta? Yo confío en vosotros, y estoy seguro de que no tendré que usarla nunca». Los gemelos volvieron a tomar la iniciativa y dijeron: «A quien haga rabiar al maestro, todos juntos lo castigaremos». Al final el maestro nos felicitó: «¡Sois unos muchachos maravillosos!». Nos había «curado» su anticipo de confianza. También mi madre usaba con nosotros el mismo método: nada de violencia y confianza por anticipado. Era una mujer que no tenía estudios, salvo los seis años de enseñanza elemental, pero recordaba todavía de memoria todas las poesías que había estudiado. Valía mucho, y la gente la quería. Recibía siempre a los mendigos con mucho respeto. Si un pobre llamaba a nuestra puerta a la hora del almuerzo o de la cena, le decía: «Pasa, amigo, hoy eres nuestro invitado». En aquella época mi madre nos leía casi todas las tardes historias de misioneros. Un día, estando solo con ella, tuve valor para abrirle mi corazón: «Sé que soy travieso, pero, Cy si me hiciese misionero?». «Nadie ha caído santo del cielo», fue su respuesta llena de ánimo.
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Sacerdote, no. No me hubiera gustado quedarme siempre en una parroquia. En cambio, las historias de viajes me entusiasmaban. Me confirmó especialmente en mi determinación un sermón del padre Leonard Eckl, en el que ensalzaba a los misioneros redentoristas de Brasil como gente valiente que visitaba a caballo a los más pobres del país, anunciándoles el amor del Señor a todas sus criaturas. Me impresionó también la historia de los misioneros en China. Me fascinaba su lema: «Hacerse todo en todos». Por eso, al terminar el bachiller, pedí entrar en la Compañía de Jesús. Pero pronto me enteré de que los jesuítas eran destinados principalmente a la enseñanza, eran profesores. Además, no me agradaba la idea de que en la congregación hubiera dos itinerarios académicos: uno especial para los más inteligentes, y otro más simple para los menos dotados. Volví a pensar pues en los redentoristas, e hice una solicitud formal para ser admitido en la congregación, manifestando al mismo tiempo mi deseo de ser enviado a Brasil como misionero. La vida no tardaría en enseñarme que se puede ser misionero en todas partes, incluso siendo profesor, y que era sobre todo la teología moral la que había que evangelizar... También entre los redentoristas, que me han ofrecido la posibilidad de hacer maravillosas experiencias, se me ofreció esa confianza anticipada que ya había recibido en mi familia. El maestro de novicios había sido varios años superior provincial y rector de diferentes casas. Nos habían dicho que era severo, pero con nosotros los novicios era maravilloso. Tenía sentido del humor y sabía ironizar benévolamente con nuestras limitaciones. Los profesores me querían también, excepto el de moral, porque le había dicho que su materia («casuística») me aburría. A pesar de esto, obtuve siempre las máximas calificaciones, gracias entre otras cosas a la colaboración de un compañero y amigo.
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Más tarde, cuando los profesores insistieron en que me graduara precisamente en moral con vistas a la enseñanza, ante mis reticencias, el superior provincial me dijo: «Sabemos el fastidio que le da la moral, y queremos que las cosas cambien; ¡esperemos que sea usted quien lo haga!». Se trataba, una vez más, de un discurso «paraclético», es decir, estimulante, un anticipo de confianza. En la base de tu formación moral, más que una congregación religiosa, está tu familia. Sigue hahlándome de tus hermanos y hermanas. c'Qué te han dado? cQué han hecho ellos en la vida? cCómo han influido en ti? En mi familia hemos estado siempre muy unidos. Eramos cinco hermanos y siete hermanas. Seis hemos elegido la vida religiosa; probablemente porque crecimos oyendo rezar a nuestros padres, que cada mañana y cada noche nos daban su bendición. Muchos de nosotros hemos alcanzado puestos de responsabilidad en nuestras respectivas congregaciones: madre superiora, madre general, hermana doctora muy apreciada..., y yo, que no me he quedado atrás. Siempre nos hemos ayudado, y todavía hoy, los que seguimos con vida, nos echamos una mano en lo que podemos. Té voy a contar uno de tantos casos. Un día fui a visitar a una de mis hermanas, a Rosa, que era directora de una casa para madres solteras. Ella me pidió que me quedara a escuchar confesiones. Estuve celebrando el sacramento de la reconciliación durante más de tres horas. En un determinado momento, le pregunté a una penitente por qué venían todas las muchachas a confesarse conmigo. La respuesta fue: «Tu hermana es una madre excelente, y hemos pensado que te parecerías a ella». El influjo de mis padres y mis hermanos sobre mí se podría resumir diciendo que ha sido la experiencia de amor que 21
me ha liberado. Soy libre porque he sido amado. Y no me refiero sólo al amor de Dios, porque al principio lo que uno encuentra es la experiencia humana del amor familiar. Precisamente de esta primera relación afectiva nació en mí la imagen conmovedora de un Dios que no amenaza, porque es ternura y amor. Cuando mis padres me hablaban de él, yo ya lo conocía: había tenido experiencia de él a través de su amor. La misma armonía entre los miembros de mi familia estaba remitiendo al Amor. Cuando se iban a la cama, rezaban siempre juntos. Mi padre no faltó nunca a misa los días de fiesta. Me acuerdo que, después de la misa del domingo, tenía la costumbre de reunirnos a los más pequeños y preguntarnos por la predicación del párroco, recordándonos los puntos más importantes. c'Puedes hablar del ambiente sociocultural y religioso de aquella época, con el fin de entender mejor tu Vocación y tu futura formación como teólogo moral? El ambiente era tradicionalista (no así mis padres, que eran más abiertos). Los sacerdotes no gozaban mucho de la fuerza liberadora del evangelio. En mi pueblo, que era bastante pobre, cerca del 25% de los habitantes eran comunistas, y casi ninguno nazi. Mi padre, que era presidente local de la sección del Centro (el partido demócrata-cristiano), consideraba al de Hitler un partido diabólico, y rechazó siempre los aparatos de radio, que los nazis trataban de distribuir en gran número para obligar a la población a escuchar los alucinantes discursos del Führer. «Mientras este hombre siga gritando en la radio —decía—, no entrará ningún aparato de esos en esta casa». Tampoco aceptó, unos años más tarde, la propuesta que hicieron los nazis a los campesinos de vender unos terrenos para convertirlos en un campo de adiestramiento de las SS, a pesar del atractivo ofrecimiento económico, y animó a sus co-
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legas a hacer lo mismo. Lo amenazaron entonces con enviarlo a un campo de concentración, y por ese tiempo me escribió una carta (yo estaba ya en el noviciado) en la que me advertía de la posibilidad de un largo período de silencio, de «ejercicios espirituales». La amenaza al final no se cumplió precisamente porque, siguiendo su ejemplo, el rechazo de los campesinos fue total. Tampoco puedo olvidar el comportamiento de mi madre al rechazar una condecoración concedida por Hitler a las madres de familia numerosa, afirmando llena de orgullo que no había parido a ninguno de sus hijos para el nacionalsocialismo. Crecí pues con el antinazismo en las venas y, al mismo tiempo, con un gran conocimiento del comunismo, que adquirí antes de hacer mi opción religiosa, estudiando desde muy joven a Karl Marx e interviniendo incluso en debates durante las asambleas del partido. Aunque nunca me sentí atraído por la teoría marxista, se desarrolló en mí la conciencia, que habría de acompañarme luego durante toda la vida, de las causas que habían llevado a Marx a escribir El capital, especialmente las referentes a la instrumentalización de la religión en apoyo y justificación de situaciones injustas. Tuve por primera vez ocasión de manifestar abiertamente mi oposición al nazismo en 1933, al acabar los estudios de bachiller, que realicé en Cünzburg, cuando los nazis se hicieron con el poder. Al haber sido el primero en los exámenes, tuve el honor de pronunciar el discurso de la fiesta de despedida. Lo centré en el largo período de marcha por el desierto a que se había visto obligado el pueblo hebreo en su éxodo de la esclavitud de Egipto hacia la Tierra Prometida. «También nosotros —concluí en medio del escándalo de los profesores de tendencias hitlerianas, que habían captado bien la alusión— debemos prepararnos para caminar por el desierto». En esta misma época escribí dos obras teatrales, una de las cuales se titulaba: Un acontecimiento social. El tema en torno al que gi-
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raba era el latifundismo, que había asestado el golpe definitivo al Centro Alemán, abriendo así de par en par las puertas a Hitler. Por lo que respecta a mi formación, tengo que recordar el influjo ejercido en mí por el cardenal de Munich, M. Faulhaber, que, desde 1931, junto a los demás obispos de Baviera, puso en guardia contra el nacionalsocialismo, porque su ideología proponía un programa cultural y religioso incompatible con la doctrina católica. Faulhaber, que era muy querido por los fieles, residía en nuestro convento, y nos trataba a los estudiantes con gran familiaridad y cordialidad. Entre los redentoristas se respiraba un ambiente antinazi y abrían sus puertas a personas en dificultad, como por ejemplo el obispo Sproll de Rottenburg, que encontró en ellos refugio frente a la persecución de los nazis, que habían decidido su eliminación. Recuerdo a este propósito un diálogo con el cardenal hacia 1935, en el que este calificó al nazismo como la suma de todas las herejías. Nuestra comunidad era unánimemente antinazi, hasta el punto de que los superiores no dudaron en expulsar, con un pretexto trivial, a un joven que, junto con su familia, había mostrado simpatía por Hitler. Recuerdo que con ocasión de las votaciones, antes de dirigirnos a la mesa electoral que se nos había asignado, nos pusimos todos de acuerdo para votar «no». Luego nos enteramos de que en aquella mesa el resultado de las votaciones había sido un «sí» unánime. En las elecciones siguientes, para intimidarnos, se instaló una mesa electoral en nuestro convento. Nosotros estábamos decididos a confirmar nuestra negativa, y lo hubiéramos hecho de no haber sido por la intervención del padre provincial Bruckmaier, que nos advirtió del peligro de arresto y de consecuencias aún más graves. Declaramos entonces, antes de depositar nuestra papeleta, que nuestro «sí» era impuesto y, por tanto, no tenía ningún valor. 24
En resumen, puedo decir que en la base de mi formación global ha habido un ambiente clerical tradicionahsta, con una cultura postridentina. El ambiente económico era el típico del mundo campesino. Mi familia estaba bien, porque teníamos tierra y caballos, y esto nos permitía ayudar a algunas personas necesitadas, pues era entonces norma común que todos los que podían aliviar las necesidades de los otros debían hacerlo, como cosa natural y de suyo. El ambiente de los redentoristas era bueno y valerosamente antinazi. cCómo viviste los años de tu juventud? Cuando en 1933, a los veintiún años, entré como novicio en Deggendorf, estaba repleto de salud. Era un joven deportista y tenía una fuerte afición a la gimnasia. Muy pronto, sin embargo, descubrí que el piadoso, y para mí venerable, maestro de novicios se escandalizaba de mis ejercicios de gimnasia en el jardín del convento. Por eso renuncié a ellos completamente, y acepté al pie de la letra todos los consejos que me daba. De este modo, empecé a no apoyarme al arrodillarme, a pesar de la tensión física que esto provocaba en mí, y siguiendo un método aparentemente eficaz, me esforcé por tener en todo momento conciencia de la presencia de Dios, rechazando enérgicamente toda distracción. cLa consecuencia de esto? «La cuerda demasiado tensa se rompe». Casi de pronto empecé a observar trastornos cardíacos y un continuo dolor de cabeza. Entretanto, el noviciado se había trasladado a Gars. El médico local, que tenía vínculos de amistad con el convento, me aconsejó renunciar de una vez para siempre a la idea de la vida monástica. Al cabo de un par de semanas, al ver que yo persistía en mi propósito, fue a ver a mi superior y le advirtió: «Este joven será sólo un peso para el convento. Nunca llegará a desplegar por completo su capacidad de trabajo». 25
El maestro de novicios me lo contó llorando, porque me quería profundamente. Por eso vino conmigo a Munich a ver a una oculista, que era por entonces muy famosa. Esta no se limitó a examinarme atentamente los ojos, sino que usó todos los medios entonces disponibles para hacer un diagnóstico detallado y completo, cuyo resultado envió luego a mi maestro: «Quédense con el muchacho, pero denle más holgura para el descanso y el reposo. Déjenle que vuelva poco a poco a sus ejercicios de gimnasia». Me dieron una oportunidad y aceptaron que hiciera los votos en mayo de 1934. Por entonces estaba mejor, pero, aun así, no podía arrodillarme delante del altar, y tuve que pronunciar los votos sentado en una silla. Mi inmediato superior en el colegio, el padre Engelbert Zettl, historiador de la Iglesia, era un hombre de una sabiduría y una bondad extraordinarias. Me dejó todo el tiempo libre que quisiera para que me curara. El me daba la tercera hora de clase diana. Y, aunque la historia de la Iglesia me interesaba mucho, mientras explicaba yo me dormía invariablemente durante unos diez minutos. Cuando en una ocasión le pregunté si había notado que durante su clase me dormía con frecuencia, y qué le parecía, su respuesta fue sorprendente, pero al mismo tiempo perfectamente natural: «cQue qué me parece? Pues, ¡espero que te haga bien!». Sí, unas relaciones humanas así me hacían mucho bien. Inmediatamente después de mi llegada al colegio de Rothenfeld, durante la siega, resultó herido un corzo pequeño y otro fue capturado. Yo les tomé cariño y me quedé a cargo de ambos, alimentándolos al principio con un biberón. Conmigo eran muy dóciles: tomaban la comida de mi mano, hacían para mí competiciones y duelos singulares. Esto contribuyó a mi salud más que todas las medicinas. Se trataba del arte de la relajación. No hay nada más perjudicial para un enfermo que la preocupación continua por su salud. Nunca se insisti26
rá bastante en la importancia de la relajación y la distracción. Entre 1935 y mayo de 1942, con una herida grave en el cuerpo, no tuve necesidad de ningún médico. En el camino hacia la libertad, Cquién fue tu maestro? En cierto modo, toda esta época de mi vida que vengo contando fue para mí una lección continua y una invitación constante a la meditación. No obstante, además de a mi familia, le debo mucho al padre Viktor Schurr, que fue profesor mío de teología dogmática y que me ofreció todo tipo de ayuda para el desarrollo de mi pensamiento. Cuando le decía que quería profundizar en un tema determinado con vistas al libro que pretendía escribir, La ley de Cristo, al cabo de media hora estaba en mi habitación con los mejores textos de nuestra biblioteca que podían serme útiles en mi investigación y, en no más de tres días, me hacía llegar libros de la biblioteca de Munich. Lo hacía como si fuera la cosa más natural del mundo. Era un hombre humilde, amable, de fe. Su dogmática era muy equilibrada, abierta y fiel a lo esencial de nuestra religión. Su ayuda no se limitó a mi época de estudio y de enseñanza en Alemania. Me siguió también a Roma, donde enseñó conmigo en la Academia Alfonsiana. El padre Schurr es para mí un modelo de teólogo sano, de gran piedad y con sentido de la actualidad. Entre las muchas personas que me han ayudado, no puedo dejar de recordar a Alois Guggenberger, que fue profesor mío de filosofía. Era moderno, crítico..., y además la amabilidad en persona. No era sólo un profesor, era también un amigo. Tenemos que estar enormemente agradecidos a todos los que, con su ejemplo generoso, vivo reflejo del evangelio, nos han puesto en el camino de la verdad que hace libres y nos han hecho comprender lo importante que es el espíritu de colaboración entre los individuos y los pueblos.
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Entre mis maestros quiero mencionar, en fin, al fundador de mi orden, san Alfonso María de Ligorio. La clave de su moral fue la misma cuestión que también yo me planteaba: Cqué imagen debemos tener de Dios? El me ayudó a profundizar en el concepto de la misericordia del Señor y me animó a «cantar» el evangelio, como él, pobre entre los pobres, amigo de los pobres, con la riqueza de una religión que no busca los honores, libre para ponerse de parte de los últimos.
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«He visto la bondad liberadora»
Fuiste ordenado sacerdote al estallar la II Guerra mundial, con la invasión alemana de Polonia. ¿Cómo viviste tu sacerdocio en aquella situación terrible, y qué aprendiste en medio de tanto dolor? Debido a mi formación sacerdotal, estuve alejado de mi casa durante seis años. Mi padre vino a visitarme alguna vez, pero no mi madre. Inmediatamente después de ordenarme sacerdote, volví con mi familia. Por la noche, mi madre, antes de ir a la cama, me preguntó con una sonrisa: «¿Puedo darte todavía mi bendición?». Le contesté que la suya sería el fundamento de todas mis bendiciones. Al día siguiente celebré la primera misa en mi pueblo, junto con un primo mío, Johannes Fiad. Era el 8 de mayo de 1939. Recuerdo que, unos años antes, Johannes le había consultado a su madre si podía «probar» a hacerse religioso. Su madre, que era mi madrina de bautismo, le había contestado: «Si ese terremoto de tu amigo Bernhard puede probar, Cpor qué no vas a poder tú?». Y así fue como recorrimos juntos el mismo camino. Me resultó extraño, sin embargo, celebrar la misa el mismo día y en el mismo altar, pero no juntos, sino uno después del otro. Aquel día llovió a cántaros de la mañana a la noche. Venía bien aquello de «sacerdote mojado, sacerdote afortunado».
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En septiembre de aquel mismo año me comunicaron la obligación de enrolarme en el ejército. Grande había sido el disgusto que nos había provocado el año anterior la anexión de Austria por parte de los nazis, la Anschluss, pero mayor aún había sido la desilusión por la aprobación —bajo amenaza de represalias, es verdad— que había manifestado el episcopado austríaco. Era el inicio del desastre. Una convicción que se afianzó en nosotros en el momento de la victoria alemana sobre Polonia. El hecho de convertirme en sacerdote precisamente en el momento más oscuro y triste para Europa reforzó en mí la convicción de que, en los tiempos que se avecinaban, el mundo tendría aún más necesidad de mensajeros del evangelio. Aquel momento trágico hizo más firme mi vocación. Pasé el primer periodo de adiestramiento militar en el cuartel de Munich, en una compañía en la que habían sido enrolados muchos estudiantes de medicina y muchos sacerdotes. El cabo se divertía tratando como perros a «los que habían estudiado». Mandaba a un sacerdote al otro extremo del campo y le ordenaba gritar: «¡Soy un imbécil!». Y este respondía con voz potente: «Sí, señor; por desgracia, ¡es usted un imbécil!». Los sacerdotes aprendimos a comportarnos con todos como buenos conmilitones, pero sin dejarnos pisar por los que no podían soportarnos. Durante la campaña de Rusia, cuando las cosas empezaron a irnos mal, tuve con frecuencia que salvar a heridos graves, poniendo en peligro mi propia vida. En aquellos momentos, sentía en torno a mí un ambiente de cálida amistad. Recuerdo que un día un teniente me insultó llamándome «cucaracha» delante de un grupo de soldados. Yo le miré fijamente a los ojos y le dije: «Cuando necesite un enfermero, no se preocupe, que acudiré enseguida». Muy pronto tuvo necesidad de mí. Cuando lo recogí de la primera línea para llevarlo a retaguardia, me pidió perdón.
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En mi concepción personal del sacerdocio influyó positivamente el hecho de que mis compañeros de armas me considerasen uno de ellos. No me veían como alguien «que venía de otro mundo». En el invierno de 1940-1941, estando en Normandía, algunos soldados evangelistas vinieron a mí y me pidieron que tuviéramos unas «veladas bíblicas». La camaradería que, en aquellas circunstancias, se estableció entre nosotros de manera espontánea influyó mucho en mi manera posterior de entender el ecumenismo. En aquel campo, era decisivo el que no hubiera unas relaciones «de arriba abajo», sino unas relaciones fraternas. Cuando celebraba la misa, durante la campaña de Rusia, asistían a ella indistintamente militares evangelistas y católicos. Lo que esto significaba lo comprendí de manera particular cuando, una vez, avisé a los militares evangelistas de que el domingo siguiente celebraría para ellos un capellán militar evangélico. Me contestaron: «¿Para qué cambiar? ¡Tú eres uno de los nuestros!». Esta mutua pertenencia se hizo particularmente patente, a mis ojos y a los de mis compañeros, cuando una noche, pocas horas antes del inicio de la ofensiva contra Rusia, celebré una misa con absolución general y comunión para todo el regimiento, sin hacer diferencia entre católicos y protestantes. En un momento así, no se podía ni pensar en hacer distinciones. Cuando fui a Francia con un regimiento de infantería, me confiaron la asistencia médica de mis camaradas de la compañía del cuerpo sanitario. Esto propició un buen número de contactos espirituales, pero me puso también en situaciones embarazosas debido a las delicadas tareas que tenía que desempeñar, entre ellas la prevención de las enfermedades venéreas. En una ocasión fui encargado de supervisar el servicio de desinfección de un burdel reservado a los soldados. Puedo decir, en pocas palabras, que incluso en aquella situación límite tuve ocasión de hacer el bien. Hubo, por ejemplo, algu31
na muchacha que tuvo ocasión de salir del círculo de la prostitución, y algún que otro hombre que pudo reflexionar. En la guerra se plantea el problema de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte de una manera completamente nueva y con una fuerza inaudita, porque en tales circunstancias son los hombres los que, obedeciendo órdenes, se hacen sufrir, se hieren y se dan muerte. El primer día de la campaña de Rusia, un cascote de granada le destrozó el cráneo a un jesuíta amigo mío, que estaba a mi lado. Estalló en todo mi ser una poderosa rebelión, que me dejó luego sólo con un amargo «Cpor qué?». Una hora más tarde curaba por primera vez a un soldado ruso gravemente herido. A partir de aquella experiencia maduró en mí la vocación al compromiso en la cuestión de la paz y la no violencia. Quizá debí haberlo hecho más apasionadamente: «El recibe los golpes y nosotros somos curados» (Is 53,5). Si todos los que se llaman cristianos se movilizaran radicalmente en favor de la no violencia, del amor conciliador que deja de considerar al otro como enemigo, con la mirada puesta en Jesucristo, el siervo de Dios, habría curación y salvación para la humanidad. Esta ha sido mi respuesta al angustioso «Cpor qué?». Nadie debería quedarse en la mera «pregunta»; todo el mundo debería ingresar en el número de los apóstoles de la no violencia, único camino para la paz. La guerra, toda guerra, es un absurdo absoluto... Siempre. Decidí ir al frente para curar, para aliviar las heridas, con la firme resolución de curar a todos, poniendo el mismo esmero y el mismo amor en los rusos, en los polacos, en los alemanes. En los campos de batalla he experimentado que, incluso en medio del odio más feroz, una persona puede socorrer a los heridos, a los moribundos, sin preguntarse a qué raza pertenecen. Y, al esforzarme en ayudar a todos, todos a su vez me han ayudado. Recibí testimonios excepcionales, que he recogido en mi libro: He visto la bondad liberadora. 32
La experiencia de la guerra me ha enseñado a vivir en todo momento con la hermana muerte. Ella es para nosotros el enemigo número uno, a no ser que los creyentes, entregándose a ella con la mirada puesta en el Resucitado, la vivan como liberación. He sido testigo de numerosos casos así. Recuerdo a un soldado protestante, de un regimiento cercano, al que acudí a socorrer. Cuando le abrí la ropa pude ver cómo se le salían los intestinos. Me presenté como sacerdote y lo consolé. Al final le dije: «Di "sí"; el Padre te llama ahora a casa». Su respuesta fue: «Si Dios nos llama, estaremos siempre dispuestos». Estas palabras significaban para mí más que un tratado entero sobre la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. En una guerra cruel, en medio de tantas muertes sin sentido, resulta particularmente difícil hacer amistad con la muerte como «hermana», como con tanta espontaneidad hizo san Francisco de Asís. Durante todo el periodo de la guerra, traté de acostumbrarme a la constante presencia de la muerte. En mayo de 1942, me pareció que estaba más cerca que nunca. Fue durante la gran batalla entre Charkow y Kursk. Había perdido ya a los cinco camilleros asignados al batallón de infantería cuando un cascote de granada me hirió en la cabeza. El cascote penetró como un rayo, la sangre empezó a brotar y en unos instantes toda mi ropa estuvo empapada. Con un esfuerzo extremado, conseguí vendarme, para no morir desangrado. Me llevaron a un gran hospital, y la enfermera rusa que tenía que quitarme la ropa bañada en sangre rompió en fuertes sollozos. Yo había llorado, por primera y última vez, cuando le di la unción de los enfermos a mi amigo jesuita un momento antes de expirar. Había comprendido que, para ser de ayuda, tenía que apretar los dientes y dominar mis sentimientos, transformando mi compasión en fuerza. Mis compañeros expresaron con frecuencia su admiración por la calma con que prestaba ayuda, incluso en los casos más difíciles. No tenían idea de cuánto 33
me torturaban en sueños las manos chorreando sangre y los rostros heridos de los soldados. Y todavía hoy, al cabo de tantos años después de la guerra. c'7e resultó fácil sentirte «sacerdote» en un campo de muerte, durante el período de la guerra? Después de una batalla de repliegue, que había provocado numerosísimas bajas y que había reclamado en todas partes la intervención del personal sanitario, me encontraba muerto de cansancio, y tenía que encontrar fuerzas todavía para cavarme la trinchera. Y he aquí que de pronto, de un batallón cercano, oí que se pedía la intervención del servicio sanitario. Era un grito desgarrador de socorro. Pensé: «Esto no forma parte de mi deber y, en cualquier caso, no puedo más». Pero las peticiones de socorro eran cada vez más insistentes y, de improviso, una voz interior me dijo: «Allí hay alguien que busca a un sacerdote». Así que corrí, atravesando un descampado, hacia donde se oían los lamentos, y todavía hoy me pregunto cómo no acertó a darme ningún ruso. Me encontré a un joven tirolés, grande y robusto, todavía plenamente consciente, pero con el vientre irremediablemente abierto. Lo vendé lo mejor que pude, y luego consideré obligación mía decirle: «Amigo mío, no te puedo salvar la vida; pero, Cpuedo decirte alguna palabra de aliento como sacerdote?». A pesar de sufrir terriblemente, su rostro se iluminó: «¿Es posible? ¡Dios envía un sacerdote a un pecador como yo!». Hablé largo rato con él y, antes de marcharme, anoté su número de alistamiento. El joven estaba ya agonizando. Escribí a su casa y un primo suyo, un sacerdote, me respondió: «Había dejado la Iglesia a causa de una injusticia que había sufrido. Sin duda, se había arrepentido. Su madre había llorado mientras le quedaban lágrimas y había rezado por él. ¡Y ahora este milagro!». ¡Qué milagro, también para mí, el sentirme sacerdote!
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Experimenté también lo que significaba ser sacerdote cuando tanto los católicos polacos como los ucranianos y los rusos ortodoxos me consideraron uno de los suyos. La noticia corría de boca en boca: «El doctor —así me llamaban erróneamente, porque era sólo un auxiliar sanitario— es uno de los nuestros». Las celebraciones de las misas detrás de una cabana, los bautismos individuales y los grandes bautismos en grupo en Ucrania me hicieron palpar continuamente que el sacerdote es esencialmente el hermano de todos. cTú y tus compañeros de armas teníais noticia de los campos de concentración, en los que se estaba realizando el holocausto sobre todo de los judíos? Aunque no teníamos información exacta, hablábamos con frecuencia de ello, una vez que nos asegurábamos de que no había espías entre nosotros. Cuando, por ejemplo, poco antes de la Navidad de 1941, en Charkow (Ucrania), al final de una reunión de los religiosos de la zona, leímos al salir el aviso de convocatoria de todos los judíos destinados a ser trasladados a otra zona, inmediatamente nos organizamos: no teníamos duda sobre el significado de aquel aviso. Para incitar a los interesados a la desobediencia, estuvimos llamando a la puerta, casa por casa, durante toda la noche. Cuando a la tarde siguiente vino a verme un soldado fuera de sí, casi enloquecido, comprendí que había participado en la ejecución en masa de los judíos, a los que se masacró después de obligarles a cavar su propia fosa. Por no hablar de lo que me contó otro ayudante, que había visto camiones cargados de cuerpos y cadáveres con un golpe en la nuca tirados en los campos. Yo mismo me topé con espectáculos similares en el último invierno, durante la retirada. Me enteré de que muchas mujeres judías, agotadas por las marchas forzadas, habían sido recogidas por soldados alemanes, todavía libres interiormente, y escondidas en
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casas de ciudades o pueblos que más tarde nosotros atravesamos. Durante las paradas, yo me dedicaba a visitarlas y a ofrecerles en lo posible mi ayuda. Una vez le pedí colaboración a mi médico, que se limitó a darme unos simples consejos, negándose a intervenir directamente por temor a las represalias contra su propia familia. Junto a la experiencia cruel y absurda de la guerra, tuviste también la experiencia de que, tanto de una parte como de otra, había gente buena y deseosa de paz. Pero, ¿no eras libre en aquel momento de desobedecer a tus superiores y de hacer objeción de conciencia? cQué te habría ocurrido si, en lugar de ir al frente, te hubieras quedado en Alemania animando a la gente a que se opusiera a la guerra? Me alegra esta pregunta porque me permite reflexionar una vez más sobre la absurda situación que viví. Por mi comportamiento desobediente, estuve cuatro veces delante del juez militar. Una vez se me acusó de haber celebrado la misa para los polacos. El coronel me preguntó: «¿Es verdad que ha celebrado usted una misa para los polacos?». Y yo le dije: «No es exacto. No he celebrado una misa, sino varias». Me dijo entonces que si tenía algo que decir en mi favor, y le respondí: «Pido el favor de que mi caso se trate juntamente con el de mi acusador, aquí presente, que se ha emborrachado con mujeres polacas no demasiado piadosas... Pido pues justicia para ambos». El coronel se puso rojo y me gritó que saliera de la sala. Otras veces fui acusado de malgastar las medicinas curando a los rusos, en perjuicio del ejército alemán. Fue entonces para mí una fortuna poder demostrarle al coronel que la mayor parte de mis medicamentos provenían del ejército ruso. En otra ocasión se trataba de algo más grave: de mi oposi-
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ción al régimen, por lo que fui acusado de sembrar tensiones entre los soldados. Afortunadamente fui juzgado por un general que amaba la justicia... A pesar de estos casos, me dices que quizá habría podido hacer más objetando... Efectivamente, nuestro concordato eximía a los sacerdotes de empuñar las armas, y por eso pude evitar entrar en el servicio activo. Yo decidí ser «soldado» no para luchar, sino para curar. Además, en aquel tiempo, la objeción de conciencia no era todavía un hecho considerado políticamente constructivo. Era algo relativo sólo a la conciencia individual. Hoy la objeción de conciencia es un acto solidario, que contribuye a la paz, apelando a la defensa popular no violenta. Sólo la maduración posterior a la guerra y la reflexión posconciliar nos han permitido adoptar las posturas que hemos expresado en el libro: Nonviolenza, per osare la pace. cPor qué al final de la experiencia de la guerra pudiste decir: «He visto la bondad liberadora»? Porque también yo fui liberado. Puedo decir que fui milagrosamente «robado» por una parroquia polaca, que me quería como párroco suyo. Yo estaba prisionero de los rusos y un grupo de polacos vino a «robarme» del campo de prisioneros, salvándome así la vida. Esta liberación fue posible gracias a la solidaridad de todo aquel pueblo. Así me libré de la terrible experiencia de Siberia. Por supuesto, antes de dejarme «robar», tuve una crisis de conciencia: sentía la necesidad de conocer el parecer de mis amigos, encarcelados conmigo. Estos se alegraron enormemente de saber que podía ser liberado para ayudar a nuestros «enemigos» polacos. Participaste en la terrible batalla de Stalingrado, que marcó el inicio del desastre para los nazis. Se ha escrito mucho sobre este acontecimiento. Tú, ccómo lo viviste?
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Mi batallón se encontraba al norte de Stalingrado y, como estaba equipado con sofisticados instrumentos de observación,. fue alejado de la zona en convoyes ferroviarios para evitar que los rusos pudieran adueñarse de los equipos. El tren fue bloqueado, sin embargo, por el ejército ruso; pero conseguimos huir a través de los campos cubiertos de nieve. Los campesinos de un caserío nos regalaron trineos y caballos para transportar a los heridos, y así conseguimos avanzar durante seis días y seis noches, alimentados por la gente con que nos encontrábamos, alejándonos del infierno de Stalingrado. Aquella batalla fue un desastre gigantesco, fruto de la obstinación de un dictador estúpido, que ordenó la conquista de Stalingrado a cualquier precio, empeñándose en ello a pesar de la opinión contraria de Vbn Paulus. Este, dándose perfecta cuenta de que la situación era insostenible, hubiera podido y querido retirar su ejército, evitando así la matanza que luego se produjo. Recuerdo que al llegar a la frontera alemana me enteré por radio de la caída definitiva de la ciudad. En aquel momento vislumbré, con mayor claridad aún, el enorme alcance del desastre final.
ees, para los cristianos más coherentes, en la virtud por excelencia. Para mí, educado en la Iglesia en ese tipo de obediencia ciega que no admite, dentro de la misma Iglesia, ninguna forma, por mínima que sea, de objeción de conciencia, aquel término tenía un significado terrible. De aquí la exigencia de una palabra clave para el desarrollo de una nueva moral: responsabilidad; responsabilidad para liberarse, mediante la ayuda mutua, de las estructuras de pecado. Es urgente, en efecto, una educación en la responsabilidad creativa, con el fin de realizar la ley del Espíritu que nos da vida en Jesucristo, en aquel que libera del pecado y de la muerte. Después de! holocausto, sólo esta nueva aproximación podía expresar la fuerza liberadora del evangelio. Los duros años de la guerra habían agudizado en mí la sensibilidad contra el abuso de la religión con fines de poder y dominio, que había aflorado ya en el estudio de las obras de Karl Marx. Volví pues de la guerra más firmemente decidido aún a vivir mi fe en toda su autenticidad, más allá de toda instrumentahzación humana.
En la obra: La ley de Cristo dices que tu ministerio durante el tiempo de guerra fue una de las aventuras más satisfactorias para tu libertad, y, hablando de la experiencia global de aquel período, afirmas que «fue una escuela dura, pero probablemente insustituible, para descubrir el valor único de la libertad de conciencia». (Puedes profundizar en esta idea? La experiencia de la guerra constituyó para mí una verificación incontrastable de la cínica manipulación de los valores llevada a cabo por Hitler. De hecho, la obligación de la obediencia, considerada como un valor absoluto, le permitía ejecutar sus designios criminales. La desobediencia se convirtió enton-
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«La ley que libera»
Terminado el desconcertante período de la guerra, (qué otra experiencia te ayudó a ponerte en el camino de una moral liberadora? En los años que siguieron a la II Guerra mundial, con algunos compañeros, empecé a prestar una primera asistencia pastoral a los refugiados que habían acabado en territorios protestantes de Alemania. Nos llamaban los «misioneros de la mochila». Empezamos por la región vecina de Coburgo, para pasar luego a las zonas evangélicas de la baja Franconia. Dedicaba de media a esta actividad diez semanas al año, en la época precisamente en que estaba trabajando en mi obra: La ley de Cristo. Ambas tareas estaban entrelazadas. Se trataba de un «éxodo» espiritual. íbamos tres o cuatro a una misma zona, pero luego cada uno se ocupaba individualmente de un determinado número de pueblos. De los dieciséis sermones que llevaba preparados, no utilicé ninguno, porque enseguida comprendí que lo que tenía que hacer era escuchar las necesidades de la gente y responder a las preguntas. Con frecuencia dormía con una familia pobre de refugiados, en la misma habitación. No me autoinvitaba, pero tampoco rechazaba las invitaciones. Sólo hubo una localidad en la que nadie me invitó inicial41
mente. Acabé en un albergue de la comarca, en una habitación reservada a los vagabundos y mendigos, en una cama con las sábanas no precisamente limpias. Al cabo de algunos días, la gente, que entretanto se reunía todas las tardes en una sala de baile que habíamos alquilado, se enteró de mi miserable instalación y, con una premura conmovedora, remedió la situación. Desde el punto de vista pastoral fue una ventaja. cCómo se puede anunciar la buena noticia a hombres desterrados, que viven en la miseria, sin convertirse, hasta el límite de lo posible, en uno de ellos? Al tiempo que trabajaba con los refugiados, me dedicaba al estudio y a la enseñanza de la teología moral. Esta disciplina estaba entonces centrada enteramente en la casuística, parecía hecha para moralistas-controladores. Pero, simultáneamente, podía entreverse en aquellos años una nueva apertura, a la que dio carácter sistemático el manual, en cinco volúmenes, de doctrina moral católica, a cargo de Fritz Tillmann (Dusseldorf 1953-1954). Partiendo de la Biblia, el texto se apoyaba todo él en la imitación de Cristo. Aunque era bueno, no resultaba totalmente satisfactorio. El giro que reclamaba la moral, para poder conjugar armónicamente fe y vida, no podía limitarse a la imitación de Cristo. Era necesario llegar al concepto de «seguimiento» del Maestro, como «Cristos» vivos en el momento presente. Esta intuición la había desarrollado ya en mi tesis doctoral, Das Heilige und das Gute. Religión und Sittlichkeit in ihrem gegenseitigen Bezug (Lo sagrado y el bien. Relación entre religión y moralidad). En esta obra examinaba, en positiva confrontación con la filosofía moderna y la fenomenología de la religión, la relación entre religión y moral. Dentro de esta perspectiva, estudié el pensamiento de teólogos protestantes influyentes —como Friedrich Daniel Schleiermacher, Emil Brunner y Rudolf Otto—, así como el pensamiento de dos filósofos no menos influyentes: Immanuel Kant y Nikolai
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Hartmann. Para mí fue decisivo el influjo del investigador católico de filosofía de la religión y de filosofía moral Max Scheler, pensador personalista formado en la escuela fenomenológica de Edmund Husserl. En la tesis de doctorado quise mostrar el carácter personal de la moral basada en el amor y en el «seguimiento». En este estudio están ya presentes los elementos fundamentales que estructurarán mi obra posterior: el rechazo del moralismo, la superación del formalismo y del legahsmo, la primacía del amor, la vida con Cristo y en Cristo; pero, sobre todo, el personalismo, según el cual la persona es relación con un tú; y sólo se realiza plenamente en relación con el Tú absoluto, es decir, con Dios. La idea del «seguimiento» se fue desarrollando cada vez más en mí al iniciar mi etapa de enseñanza en Roma. Los primeros estudiantes que venían a mis clases se alegraban de escuchar lo que les decía, aunque hubiera alguno que me «acusara» de criptoluteranismo. Reflexionaba por entonces en lo que la moral católica puede aprender de los protestantes y de los ortodoxos. Cuando me enteré de la opinión que algunos estudiantes tenían de mí, les aconsejé que fueran al Instituto Bíblico, donde el profesor S. Lyonnet trataba el tema de la libertad de los hijos de Dios. Al escucharlo, mis alumnos pudieron comprobar que decíamos lo mismo; estábamos en la misma longitud de onda. Había ido madurando aquellas ideas tanto en la guerra como en las salas de baile que utilizábamos como lugares de oración, y en las que anunciaba a los refugiados el evangelio. Me había dado cuenta de que a los pobres, a los que sufrían, a los refugiados, era imposible predicarles la moral que nuestros manuales querían inculcar a cualquier precio. No era una moral liberadora; no era una invitación a una experiencia atractiva. \ o quería anunciar a todos una alegría que pudiera curar las heridas, que liberase las energías positivas presentes en
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todo ser humano y que hiciera sentir a todos que eran hijos de
Dios. Recuerdo en particular con cuánto empeño escribí la serie de reflexiones contra la guerra. Pero los dos revisores (uno redentonsta y el otro jesuíta) encargados de dar un juicio sobre La ley de Cristo me dijeron inmediatamente que no podía hacer públicas tales ideas, no sólo porque en modo alguno serían aceptadas por Roma, sino también porque los tiempos aún no estaban maduros para ello. Se me pedía que fuera más gradual en mi innovadora aproximación a las cuestiones morales. Entonces, con dolor y con esfuerzo, escribí sólo lo que los hombres de Iglesia de mi tiempo podían comprender y no ofendía demasiado a la autoridad de la Iglesia. Así fue como me decidí a publicar en 1953, en un volumen de 1.348 páginas, Das Gesetz Christi, «La ley de Cristo», que enseguida se señaló como uno de los mejores libros del año. Las ediciones en lengua alemana se sucedieron rápidamente, y no se trataba sólo de reediciones, ya que en cada una de las ocho ediciones introduje correcciones y mejoras. La obra se tradujo además a! francés, italiano, holandés, polaco, portugués, japonés, croata, malayo, inglés, español, chino, coreano. Existen también ediciones a multicopista en checo, húngaro y árabe. «El éxito editorial de esta obra —ha dicho Schurr— ha alcanzado cotas insólitas, que sólo pueden compararse, dentro de la Orden de los Redentoristas, con las de los escritos de Alfonso María de Ligono... En los países de lengua alemana, en 1969, se habían difundido treinta y dos mil ejemplares, y, en el mundo entero, cerca de doscientos mil». La ley de Cristo se ha convertido, por encima de toda frontera, en un instrumento ideal para el diálogo y la pacificación entre los pueblos y entre las distintas confesiones religiosas. En esta obra he querido recoger, sistematizándolas de una manera personal, las diversas tesis de teología moral elaboradas antes de mí. He querido proponer la responsabilidad, entendi-
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da en sentido religioso, como la idea clave que incluye todos los demás principios importantes de la moral, como el seguimiento de Cristo, el amor a Dios y al prójimo, el advenimiento y la construcción del reino de Dios. Cada uno de estos principios tiene su importancia; sin embargo, la responsabilidad se muestra como el marco en el que debe encuadrarse toda la moral. La moral cristiana no culmina en el antropocentnsmo, pero tampoco en el teocentnsmo ajeno al mundo; su punto culminante lo constituye la unión sobrenatural del hombre con Dios, el diálogo, la «responsabilidad». Dentro de esta perspectiva, he tratado de reconciliar la moral de los mandamientos con la moral de las virtudes. La ley de Cristo, que distingue la teología moral general de la especial y que trata de conceder un papel importante a la Sagrada Escritura, asimila lo mejor de la filosofía actual, como la corriente fenomenológica, sobre todo alemana, la filosofía de los valores y el personalismo cristiano. Un papel destacado es el que se le asigna en esta moral cnstocéntnca a la visión sacramental, que en cierto modo impregna toda la obra. En conexión con los sacramentos, se subraya también el papel de la liturgia, porque el culto y la vida moral no se pueden separar. He tomado como fuentes de inspiración la tradición de los padres de las Iglesias orientales y occidentales, y la teología clásica medieval, ante todo la de santo Tomás. El resultado ha sido una propuesta claramente distinta de la de los manuales precedentes, cuyo principal objetivo consistía en formar a los futuros confesores como «jueces». La ley de Cristo, en cambio, se coloca en la línea de la renovación de la teología moral que se desarrolló durante el siglo XIX, con pioneros como J. M. Sailer y J. B. Hirscher, de la escuela de Tubinga. Es sobre todo el influjo de san Alfonso María de Ligono el que se refleja en la visión cristocéntnca de la moral. Como san Alfonso, también yo he centrado la teo-
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logia en la vida de Cristo, que me he esforzado en mostrar en su sentido original, es decir, como amor liberador. Muchas veces me has dicho que siendo estudiante no te gustaba la teología moral. cCómo fue que aceptaste hacer estudios de moral y luego convertirte en profesor de esta disciplina? Fue el profesor de exégesis, que era también mi confesor, además de amigo mío, junto a otros excelentes profesores, quien me animó a emprender el estudio de la moral. A mi regreso de Polonia, en octubre de 1945, una carta del rector de Gars me comunicó la decisión que se había tomado respecto a mí: debía doctorarme y emprender la carrera académica. La invitación era a que me dirigiera inmediatamente a Tubinga y buscara alojamiento. Traté en vano de resistirme, aduciendo entre otras cosas como pretexto la escasez de alojamiento en la ciudad. Pero el alojamiento se encontró y no tuve escapatoria. Interpreté aquello como un signo de la providencia, e inmediatamente me trasladé a la ciudad y retomé los estudios. La vuelta resultó dura después de cinco años de vida intensamente activa y práctica. Se trataba de un verdadero cambio de mentalidad. La gran tradición de la escuela teológica fundada en la dinámica de la relación Dios-hombre, fe-historia, hacía de Tubinga un centro de estudios comprometido y sereno, del que la teología romana estaba muy alejada. Fui a la clase de Karl Adam, que, considerándome colega y no alumno, se negó a hacerme asistir a sus lecciones, invitándome en cambio a menudo a comer en su casa para dialogar luego sobre temas de interés común. Para el curso de historia de la Iglesia, en lugar del profesor católico Fink, excesivamente polémico y antirromano, elegí a un profesor protestante, Richter, que dio un curso inolvidable, entre otras cosas por su equilibrio frente al papa46
do, al que trató ciertamente con dureza, pero siempre con respeto e imparcialidad. Entablé excelentes relaciones con Romano Guardini, en quien descubrí a un hombre paciente y de oración, además de un gran pensador. En aquel período, profesores, superiores y amigos parecían de acuerdo al decirme que mi intolerancia ante cierto tipo de teología moral podía ser un hecho positivo. Confiaban en que mi postura crítica ante aquella disciplina lograría cambiar su orientación: de la ley al espíritu, de la casuística a la vida nueva en Cristo. Por entonces, en 1948, mi supenor general, Leonard Buijs, holandés y también especialista en ética, considerando totalmente absurda la costumbre de enviar a Roma a estudiar derecho canónico y civil a los jóvenes destinados luego a enseñar moral, pensó en fundar en Roma una escuela especial de teología moral, reservada en un primer momento a los alumnos de nuestra congregación, pero con vistas a abrirse más tarde a alumnos de fuera. Me invitó pues a Roma para un semestre, con la finalidad de profundizar con él en el plan general de estudios de la futura Academia Alfonsiana. Continué así de 1950 a 1953. Este último año nuestro superior general murió y el capítulo general decidió suspender el experimento y preparar el cuadro de profesores para una escuela externa. Esta se abrió en 1957 y yo fui uno de los primeros profesores. Has luchado contra una manera fanática de entender la ley, para mostrar hasta qué punto puede ser liberador abrirse al Espíritu de Cristo, que hace libres. La obediencia a tus superiores en este caso ha sido fecunda, a la vista del resultado obtenido con La ley de Cristo. Desde el principio vi claramente que una lucha directa contra el viejo tipo de moral sería estéril; más aún, cerraría toda posibilidad de renovación. Por eso tomé una decisión funda-
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mental: no entrar en polémicas, sino presentar de manera serena y constructiva otro tipo de moral. Esta decisión, en armonía con las indicaciones de mis superiores y con los consejos de muchos amigos, ha dado sus resultados. Al presentar a Cristo como ley de vida, me he basado en la convicción de que en el centro de la Sagrada Escritura no están las normas, sino Cristo, Hijo unigénito del Padre, hecho hombre para ser uno de nosotros. En él tenemos la vida. Su Espíritu es el que nos da alegría, haciéndonos libres. Nuestra relación con Cristo no es algo exterior, basado en la mera imitación; lo que cambia nuestra vida es el hecho de que Jesús nos da su Espíritu porque quiere continuar su vida con nosotros, más aún, en nosotros. Para llegar a esta formulación, he tenido que trabajar mucho en la escuela de los hermanos separados, protestantes y ortodoxos, de los que he recibido intuiciones muy importantes. A partir de aquí se puede entender mi esfuerzo por e\ ecumenismo. Es significativo —como ya he indicado— el que durante el primer curso que di en la Alfonsiana me planteara la siguiente cuestión: «cQué podemos aprender de la teología de la Iglesia luterana y de la de las confesiones orientales ortodoxas?». De las Iglesias reformadas he aprendido la importancia del estudio de la Biblia; de las Iglesias ortodoxas, el carácter central del Espíritu Santo, que nos hace «uno», como pidió Jesús en la Ultima cena. Siempre te has dejado interpelar por los cambios de la sociedad y de la Iglesia, y has buscado en toda circunstancia la continuidad, la fidelidad a Cristo. Creo que de esta actitud nació la exigencia de publicar, a los Veinticinco años de la aparición de La ley de Cristo, otro tratado sistemático de teología moral: Libres y fieles en Cristo. Habla un poco de este importante trabajo, basado en la novedad de una vida libre en Cristo y en la fidelidad a la tradición.
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En el libro: La ley de Cristo había presentado una moral todavía ligada al decálogo. Después del Concilio empecé a reformar el texto sobre la base de los documentos aprobados por los obispos, pero al mismo tiempo vi la oportunidad de realizar otra obra más ligada al presente y a una Iglesia que debe estar siempre en camino, con la vista puesta en una hora de gracia, en una hora de salvación: la hora del ecumenismo. Así fue como escribí: Libres y fieles en Cristo. Esta nueva obra no se oponía a La ley de Cristo. La cuestión que se planteaba en mi conciencia no era si me mantenía fiel a mi pasado, sino si era completamente libre para Cristo, para los hombres y para la Iglesia de hoy, fiel al evangelio y a los signos de los tiempos. Escribir un manual de teología moral a finales de los años 70 y comienzos de los 80 no era, por diversos motivos, una empresa fácil. Era necesario no sólo un conocimiento de la teología y de \as cuestiones de \a moral tradicional, sino también una orientación en las demás disciplinas, como la sociología, la psicología, la medicina, la economía... De ahí que, o se formaban especialistas en teología moral que se ocupaban con todo detalle de las cuestiones concretas o, por el contrario, se pensaba que si alguien quería escribir un manual debía mantenerse más o menos en la línea tradicional, aunque fuera introduciendo algunas novedades, sobre todo por las obligadas citas del Vaticano II. ^io no he querido pertenecer a ninguna de estas dos categorías. Soy un teólogo que conoce la teología tradicional y que, al mismo tiempo, se interesa por las disciplinas modernas, aplicándolas a la visión de la teología moral. Si a esto se añade mi papel durante el Vaticano II y mi actividad posconcihar en todo el mundo, puede entenderse el espíritu innovador que ha inspirado Libres y fieles en Cristo y la voluntad de ofrecer perspectivas para el futuro. La visión personalista del hombre y la constante adhesión
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a la «Palabra» de la Biblia me han llevado a concebir como tema central de mi investigación la responsabilidad, expresión de la libertad y de la fidelidad creativa en Cristo. Dentro de este marco, he concedido una importancia decisiva a la libertad, desarrollando a la vez otras temáticas, como la opción fundamental, la conciencia, la ley y la norma, el pecado y la conversión. Libertad en la fidelidad: para ser libres en Cristo y ser liberados por Cristo, tenemos que hacer la opción de fondo de seguir al Maestro y de escuchar su voz. La opción de la libertad implica, intrínseca y vigorosamente, la fidelidad a la opción fundamental: poner a Cristo en el centro de nuestra existencia. La fidelidad a Cristo, por otro lado, equivale a la fidelidad al hombre, a todo hombre y a toda mujer, porque Cristo revela su amor infinito incluso a la persona caída y limitada. Dios ama a esta humanidad. En ella se encarna Cristo. Por lo tanto, la fidelidad al Señor no es un acto de fe abstracto, sino que pasa por el amor, por la fidelidad a las personas con las que compartimos nuestra existencia. La fidelidad a Cristo implica, además, la aceptación de la ley de la gradualidad, ya que él se ha revelado aceptando el dinamismo histórico, aceptándonos a nosotros con nuestra torpeza para comprender y para responder a su invitación al amor. Durante mi vida, en el período de mi actividad como teólogo, la humanidad ha dado un salto adelante (no carente de riesgo). Se han producido en la sociedad cambios mayores que los acontecidos en los anteriores milenios. En este momento histórico, una teología que no tuviera en cuenta los signos de los tiempos carecería de todo valor, sería una traición.
En primer lugar, vivo en mí mismo la gradualidad. He comprendido que uno no se hace santo en un momento. Durante el noviciado traté de hacerme santo enseguida, y el resultado fue una grave enfermedad. No podemos hacernos santos de golpe, pero tenemos que tener el coraje de estar siempre en camino. En esto consiste la verdadera santidad del cristiano: en ponerse en camino con los otros, en suscitar el deseo de ser misericordiosos como el Padre que está en los cielos. Considero que la santidad de la Iglesia estriba en la voluntad de vivir como pueblo de Dios en continuo peregrinaje. El ser «sencillos como palomas y astutos como serpientes» no debe ser una táctica o estrategia, sino la respuesta derivada de la conciencia de formar parte de un pueblo de hombres salvados, de un pueblo que trata de hacer realidad gradualmente un ideal: ser, como reclama nuestro bautismo, «profetas, sacerdotes y reyes», en el seguimiento humilde y no violento del siervo de Dios.
Hay un proverbio francés que dice: «El que quiere hacer el santo hace el animal». cCómo has podido compaginar en tu vida la profecía y la prudencia, el deseo de novedades y la aceptación de la ley de la gradualidad?
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En Roma, en el arca de Noé
«En mitad del camino» de tu vida, a los treinta y seis años, te enviaron a Roma para cantar las maravillas de una fe que te permitía ser libre y liberador. ¿Qué impresiones suscitó en ti esta ciudad? Mencionar Roma lleva ante todo a hablar del papa. Con Pío XII, que era el Papa en aquella época, crucé sólo unas palabras con ocasión del primer congreso del apostolado de los laicos, de quienes era consejero por parte de la sección de mujeres católicas alemanas. Se nos dio la posibilidad de plantear preguntas y nos sorprendió ver cómo el Papa respondía directa y francamente. En un segundo momento, tuve también con Pío XII una audiencia privada, en la cual sin embargo no se abordaron grandes temas ni se habló de las dificultades que los moralistas podían encontrar. Me sentí agradecido por las muestras de benevolencia que recibí. También en aquel período nada fácil, al igual que durante toda mi vida, la providencia ha protegido mis pasos. Pero, Cno conociste al cardenal Pacelli, futuro Pío XII, cuando era nuncio apostólico en Alemania? Seguí siempre con atención su actividad como nuncio. Aquí en Alemania era muy apreciado.
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¿Has seguido un poco las polémicas en contra suya, sobre lo que hubiera podido hacer en favor de los judíos? He profundizado mucho en este tema y he llegado a la conclusión de que Pío XII, con su prudencia, entereza y valentía, salvó la vida a miles y miles de judíos. Hay que darle gracias a Dios de que no sólo fuera prudente, sino también astuto. Se puede discutir si, siguiendo las huellas de Pío XI, no habría podido pronunciar palabras más duras contra el nazismo. Yo pienso que, buscando una vía intermedia entre una prudencia exagerada y una valentía temeraria, consiguió evitar lo peor para muchos judíos. ¿Y qué dices del papa Juan XXIII? Recuerdo que durante los días del cónclave pasaba buenos ratos en la plaza de San Pedro con algunos compañeros polacos a la espera de la fumata blanca. Una vez mis amigos estaban cansados y querían irse, pero yo les dije que estaba seguro de que la siguiente fumata anunciaría al nuevo papa. Cuando se conoció el nombre de Roncalli, algunos jóvenes italianos de mi entorno manifestaron su descontento: «¡No! ¡Es demasiado viejo! ¡No se puede esperar nada de él!». Yo entonces me puse a discutir con ellos para hacerles comprender que la vejez puede conllevar una gran sabiduría y que hay viejos que conservan un corazón joven. Mis expectativas ante Juan XXIII se vieron abundantemente superadas. Fue un gran don de Dios. Tuve con él óptimas relaciones a través de su secretario, Lons Capovilla, que me hacía numerosas consultas. Exulté de gozo cuando leí la encíclica Pacem in terris. Y cuando oí su primer discurso en el Concilio, dije: «Estas palabras marcan un gran giro y le salen de lo más hondo; ¡habla con el corazón!». Enseguida varias conferencias episcopales me invitaron
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a reflexionar acerca del discurso. Mi comentario se publicó y Capovilla me confió que Juan XXIII, al leerlo, exclamó: «¡En estas palabras encuentro mi alma entera!». Después de la muerte del papa Juan, fui a América a visitar a un hermano mío que estaba en un hospital gravemente enfermo de cáncer. Hice una novena al papa Juan XXIII. Al cabo de unos días, volví a ver a mi hermano, que me dijo entusiasmado: «¡Esta noche, a las dos, ha cambiado todo en mí!». Y los médicos comprobaron que estaba curado. Siguió viviendo bastantes años. Fue una gracia de Juan XXIII, un testimonio de su amor hacia mí. Perdona si hago de abogado del diablo. Pero, si te quería tanto, ¿por qué no hizo callar tantas Voces negativas contra ti procedentes del Santo Oficio a propósito de La ley de Cristo? Como hombre prudente que era y por la experiencia directa que había tenido de joven con la Congregación para la Doctrina de la Fe, se limitó a elogiarme públicamente por haber «modernizado la teología moral». Es sabido además que, estando una vez en el Santo Oficio y habiéndose encontrado su carpeta personal en la que todavía podía leerse: «Roncalli sigue siendo sospechoso de modernismo», anotó en ella: «Yo, Roncalli, papa Juan XXIII, puedo asegurar que nunca he sido modernista». Quiso pues ahorrarme el sufrimiento por el que él había pasado. No obstante, los comentarios a propósito de mí, que se extendieron por todo el mundo, me procuraron más de una molestia, causando además graves daños económicos a las casas editoriales que habían comprado los derechos de publicación de La ley de Cristo. En un momento crítico, Juan XXIII escribió una carta a mi superior general, el padre Goudrau, elogiando mi obra. Yo no pedí de ningún modo esta carta.
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c'Qué es lo que frena la causa de beatificación de Juan XXIII? Un día, en el aula conciliar, me encontré a un responsable de las causas de beatificación y le dije: «¡Ahora, con la beatificación del papa Juan, tendréis el caso más bello de la historia!». El me contestó enfurecido: «¿Acaso estamos locos? CDónde estaba su virtud? ¿Es que mostró alguna vez la más mínima prudencia?». En mi opinión, no era su tipo. Hubieras podido responderle que antes de la prudencia está la fe, y que la gente ya lo había beatificado. ¡No sólo beatificado! ¡Para la gente hace ya mucho tiempo que es más que santo! ¿Y Pablo VI? Mi amistad con él se remonta a los tiempos en que yo daba conferencias en el Seminario Lombardo, donde él, como cardenal arzobispo de Milán, se alojaba cuando estaba en Roma. Si su visita coincidía con mis conferencias, participaba siempre; luego, en la cena, discutíamos sobre todo lo que les había dicho a los jóvenes sacerdotes estudiantes. El había leído la traducción francesa de La ley de Cristo, con el estupendo prólogo del cardenal Gabriel-Marie Garonne, y me hizo saber, felicitándome, que también él estaba en la misma «longitud de onda». Cuando la editorial Morcelliana se dirigió a él pidiéndole una presentación para la traducción italiana, él se negó, pero me confió los motivos que lo habían inducido a no aceptar la petición del editor. «He querido hacerle un servicio —me dijo—, porque en algunos ambientes vaticanos una presentación mía de la obra, más que favorecerle, le habría perjudica56
do». Es sabido que, en aquel tiempo, distaba mucho de estar bien visto en el Vaticano y en el Santo Oficio. No en vano lo habían «enviado» a Milán. Me alegré mucho cuando supe que había sido elegido papa, porque conocía su apertura mental, su espíritu ecuménico, su convicción acerca de la necesidad de una profunda reforma de la moral. Puse en él grandes esperanzas. No mucho tiempo después de su elección, un día, el mayordomo del Vaticano me llamó a la portería y me entregó una carta escrita de puño y letra por Pablo VI. En ella el Papa, advirtiéndome que no aceptaría excusas, me pedía que predicara durante los primeros ejercicios espirituales de su pontificado delante de él y de todos los altos purpurados de la Santa Sede. Durante la audiencia que precedió a estas predicaciones me dijo: «Habla con franqueza, sin miedo; predica el evangelio porque, como pueblo, también nosotros necesitamos de su fuerza». Y, cuando iba a preguntarle si podía referirme al concilio en curso, con sus problemas abiertos, Pablo VI me previno: «No lo he llamado sólo para que se ocupe de la salvación de nuestras almas, sino también para que ayude a toda la curia romana a abrirse al gran acontecimiento del concilio. Es necesaria por tanto una franqueza absoluta». Al cabo de cuatro o cinco predicaciones, el obispo párroco de los Sacros Palacios me dijo: «En el Vaticano no se habla así; si continúa de este modo, el Papa le tirará pronto de las orejas». Pero yo seguí por mi camino. Así, mientras en el Concilio se debatía sobre la oportunidad o no de introducir las lenguas nacionales en la liturgia, yo abordé el problema de los sacramentos como signo de la presencia viva de Dios que sigue anunciando el evangelio. De esto tomé pie para sostener que el mantenimiento del uso del latín en la liturgia equivalía a adulterar su sentido íntimo, a seguir alimentando el orgullo nacional que consideraba la supercultura latina como la herencia más grande de la Iglesia.
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El cardenal Bacci, memorable por sus intervenciones en la polémica en defensa del latín, al salir de aquella predicación, exclamó con voz clara para que llegase hasta mí: «Rece por mí, padre, porque soy un gran pecador». Aquella semana, no obstante, fui testigo de la gran fe con que todos escuchaban el evangelio, aunque no todos se mostraran de acuerdo con algunas de mis tesis. El Papa fue siempre muy puntual en todas las predicaciones, y al final del curso resumió magníficamente los puntos centrales de mis reflexiones, añadiendo a las letanías de agradecimiento, como síntesis representativa de aquellos días: «Alabado sea el Espíritu Santo paráclito». H a sido un recuerdo que me ha ayudado siempre en mi camino. El tema que traté en aquellos ejercicios espirituales se centraba particularmente en la dimensión del Espíritu Santo en la Iglesia, sacramento de unidad y de paz. El texto se publicó luego en Grazie e compito dei sacramenti. Más adelante veremos tu relación con Pablo VI con ocasión de la Humanae vitae. De momento te pido un juicio global sobre el Papa. Mi juicio es muy positivo. Pablo VI era un hombre de Dios. Había quien lo consideraba soberbio. Es falso. Yo siempre lo consideré humilde..., y así era. Baste pensar en su reacción ante los diversos comentarios a la Humanae vitae. Se mostró muy sensible, dotado de espíritu pastoral y dispuesto a aceptar incluso las afirmaciones de las conferencias episcopales que no estaban completamente en línea con su pensamiento. Su relación con los obispos era fraterna. ¡Sabía escuchar! Pasemos ahora al breve pontificado de Juan Pablo I. Aunque se pueda considerar absurda la habladuría de que fue eliminado por alguien del Vaticano, uno se plantea la pregunta: (qué sentido tiene la elección, inspirada por el Es-
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píritu Santo, de una persona que rige a la Iglesia durante sólo treinta y dos días? Era el papa que yo soñaba, sobre todo por su cordialidad y su sencillez. Procedía de una familia muy pobre. Su padre, para ganarse el pan, trabajaba en una localidad cercana a mi pueblo. Los treinta y dos días de su pontificado fueron una primavera que seguirá haciendo sentir sus efectos benéficos en la Iglesia. En pocos días fue capaz de mostrar su humanidad y su profunda fe. Tuvo además el valor de decir que había que buscar una nueva forma de ser papa: una forma sencilla, humilde, fraterna. Por lo que respecta a su muerte, yo no me siento capaz de proponer ninguna hipótesis. He leído, sin embargo, los dos libros que hablan de su presunto asesinato. Y te diré que incluso una hermana mía monja, culta y piadosa, está convencida de que lo mataron, y me considera un tanto ingenuo por no creerlo. Yo creo que en el Vaticano ha habido, y sigue habiendo, personas con una visión muy estrecha, pero no puedo pensar que nadie haya podido llegar a una maldad tal como para eliminar físicamente a una persona. En resumen, diría que el breve pontificado de Juan Pablo I ha demostrado que la sencillez de un papa vale mucho más que mil encíclicas. Sabes que lloro rara vez, pero cuando me enteré de su muerte no pude contener las lágrimas. c'Crees poder decir algo también de Juan Pablo II? Tras la muerte de Juan Pablo I, un querido compañero mío polaco me preguntó quién sería, en mi opinión, el próximo papa. Sin pensármelo, le contesté: «Se llamará Juan Pablo II y será Karol Wojtyla». Cuando luego, en la sala de televisión, nos enteramos de su elección, las miradas de todos los presentes se dirigieron hacia mí, como si fuera un profeta. Yo contesté 59
bromeando: «No soy un profeta, sino la burra de Balaán». Estuve presente en la entronización solemne de Juan Pablo II en la plaza de San Pedro y me impresionó un hecho: se leyó el capítulo 16 del evangelio de Mateo, en el que no sólo se proclama: «Tú eres Pedro...», sino también: «¡Apártate de mí Satanás!, pues eres un obstáculo para mí». Aquel hecho me llevó a la convicción de que Juan Pablo II sería un papa que, conociendo también sus limitaciones, podría superar los aspectos negativos de la historia del papado. Después de la celebración, un famoso periodista inglés me preguntó: «cNo tienes miedo de que este papa, tan inteligente, pueda hacerse un poco autoritario?». Yo le contesté: «Precisamente porque lo considero muy inteligente, estoy seguro de que sabrá evitar el peligro del autoritarismo». Creo que el papa Wojtyla me ha querido y me sigue queriendo. Y me ha dado pruebas de ello. En primer lugar, en 1978, cuando celebró la misa de inauguración del año académico con los presidentes de las facultades pontificias, me hizo llamar, invitándome a la concelebración. Luego, en 19791980, estando yo gravemente enfermo, se preocupó por mi salud y me transmitió sus deseos de que me curara pronto, prometiéndome que rezaría por mí. Tú mismo me contaste que una mañana, después de haber concelebrado con Juan Pablo II, le ofreciste los libros que hemos escrito juntos y que él, mirando la cubierta, repitió tres veces afectuosamente: «Bernhard Háring». No me parece oportuno expresar un juicio sobre este papa, porque Juan Pablo II es una figura demasiado compleja. Habrá que esperar a lo que digan los historiadores posteriores. Sería prematuro hacer ahora una valoración de su pontificado. Yo valoro en él muchos aspectos, muchas tomas de posición, sobre todo en lo referente a la justicia y la paz; pero temo un recrudecimiento del centralismo vaticano.
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Y el mundo eclesiástico en general, en Roma, Cqué impresión te ha causado? cHa contribuido a aumentar tu fe, o a veces la ha hecho vacilar? Desde el comienzo de mi estancia en la Alfonsiana, ilustres representantes del Vaticano, conociendo mi pensamiento sobre la moral, venían a mí a confesarse. Lo considero un signo de gran humildad. Tuve así ocasión de encontrarme con grandes personas, como el cardenal Wildebrands o el cardenal Bea, que vivían de manera ejemplar el espíritu del Vaticano II. Por desgracia, había también algunos miembros de la curia que no se conformaban a las orientaciones de los documentos conciliares. Sobre el Vaticano no se pueden hacer generalizaciones. Es como el arca de Noé: en él se pueden encontrar «animales» amables y... otros «animales» menos amables. En mi reciente libro: Sacerdotes de hoy. Sacerdotes de mañana, he enumerado toda una serie de tipos de sacerdotes del «Arca de la salvación». Aquí, para honrar mis experiencias más bellas con sacerdotes en Italia y en el Vaticano, quisiera hablar del ruiseñor. El ruiseñor es un cantor insuperable. Con sus gorjeos hace que nuestra atención se dirija continuamente hacia lo alto, hacia el cielo. No hace como el gallo que, desde su montón de estiércol, canta a las gallinas, grandes y pequeñas, diciendo: «¡Miradme, miradme!». Son muchos los sacerdotes en Roma, y en el Vaticano, que, con modestia y lealtad, sirven ejerciendo su ministerio, sin dedicarse a cantar sus propias alabanzas. Ruiseñores como estos he visto muchos, en diversos países y continentes. Contaré sólo un ejemplo que me conmovió. Me encontraba una vez predicando misiones parroquiales en una gran comunidad en Kolbermor. Al final, hablando con la buena ama de la casa parroquial, me referí a la armonía
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que reinaba entre el párroco y el coadjutor. Para explicarme cómo se había creado esta armonía, me contó una historia que nunca había contado a nadie, porque le había prometido al coadjutor no hacerlo. Pero estaba segura de que yo no se lo contaría a nadie de allí. La historia es la siguiente. El sacerdote joven, al ser nombrado coadjutor, se ganó a mucha gente por su carácter simpático. El párroco se vio desplazado y empezó a sentir una envidia que fue creciendo hasta que se hizo patente a los ojos de todos. Naturalmente también la advirtió el coadjutor, que reflexionó largamente sobre cómo ayudar a su superior. Y encontró una solución simpática. En la parroquia había muchos refugiados y exiliados muy pobres. El coadjutor, que no tenía más que una cama, dio orden al ama de que se la enviara a la familia más pobre, pero sin decir que era él quien la enviaba. Todos supusieron que era un regalo del párroco (a pesar de que este tenía fama de avaro) y empezaron a alabar su generosidad. Algunos le manifestaron directamente a él su satisfacción. El no tenía valor para decir que no había sido él quien la había enviado. Pero, quizá con la intención de ganarse la fama y las alabanzas que en realidad correspondían al coadjutor, pensó en regalar varios muebles y objetos a los pobres. Se inició así una noble rivalidad entre ambos y, en lugar de la envidia al joven sacerdote, brotó en el corazón del párroco una profunda admiración hacia él, que se convirtió luego en verdadera amistad. ¡Este es un hermoso canto de ruiseñor! Sé que los fieles de Roma te acogieron con entusiasmo. Tus aulas estaban siempre abarrotadas de jóvenes, deseosos de una teología adecuada a su tiempo. Pero quisiera preguntarte: ¿qué relaciones tuviste con la clase política italiana? Antes de responder a esta pregunta, para mí muy intere62
sante, quisiera hacer algunas reflexiones sobre mi responsabilidad como teólogo moral en relación con los problemas sociales y políticos. Poco después de la publicación de mi obra: La ley de Cristo, me vi envuelto, especialmente en Alemania, en cuestiones vitales tanto en el terreno político como social. Una primera experiencia estimulante la tuve en 1953, en la Academia Evangélica de Tutzing. Me invitaron como ponente a una semana de estudio dedicada a los dirigentes de las asociaciones alemanas, tanto empresariales como sindicales. Debíamos tratar de los graves problemas que afligían a ambas categorías en aquella fase de transición y renovación. Tras mi primera intervención, me encontré con una sorpresa desconcertante: el relator principal, un teólogo protestante, propuso confiarme a mí la preparación de las líneas fundamentales para el debate. Y como la propuesta fue recibida con un fuerte aplauso, no pude negarme. El diálogo entre los participantes, empresarios y sindicalistas, fue muy animado y, al mismo tiempo, constructivo. Como consecuencia de esto —con increíble sorpresa por mi parte— fui invitado a dedicar a los más altos dirigentes de los sindicatos (por aquel tiempo bastante «rojos») una semana entera sobre los problemas más urgentes del mundo económico y, en particular, sobre el papel de los obreros organizados en sindicatos. El primer día en la comida me di cuenta de que un sindicalista que estaba sentado a mi lado estaba tan «impactado» por la presencia de un sacerdote que no conseguía articular palabra. Al final de la semana de estudio, en cambio, tuvo conmigo un largo diálogo sobre algunos problemas existenciales personales. Desde entonces hasta mi marcha definitiva a Roma, todos los años tuve uno o dos cursos para dirigentes del sindicato alemán. Me había convencido de que no debemos ser sal para con« 63
servar «al margen» de la vida, sino sal dentro del «potaje» " e las cuestiones sociales. Fue una experiencia estupenda entablar incluso con los sindicatos marxistas un diálogo constructivo. Cuando más tarde una parte de los sindicalistas cristianos quisieron fundar un nuevo sindicato de estricta orientación cristiana, yo me opuse argumentando que, si los cristianos se separaban, no sólo disminuiría el influjo de la clase obrera, sino que además no se estaría actuando según la visión bíblica, como «sal de la tierra». Fue una curiosa coincidencia el que el mismo día en que el cardenal J. Frings, de Colonia, hablaba en la Radio de Colonia en favor de un sindicato cristiano, distinto de los demás, yo estuviera hablando en la Radio de la Alemania Meridional en favor de la unidad sindical. \ o afirmaba que el diálogo podía ser muy fecundo y creativo, mientras que un sindicato formado exclusivamente de obreros cristianos contaría con pocos afiliados. Además, se correría el riesgo de hacer disminuir notablemente el influjo del pensamiento cristiano en el ámbito de las cuestiones sociales. El resultado fue que surgió un pequeño sindicato cristiano de dimensiones irrelevantes. En el Vaticano II aprecié de manera particular mi amistad con el cardenal Frings. La larga duración de la misma se debe a la Asociación de mujeres católicas de Alemania. Para su congreso anual, invitaron tanto al cardenal Frings como a mí; con el resultado de que al final el cardenal me dijo: «En realidad, tenemos mucho en común». Me preocupaba no poco la idea de que mi traslado definitivo a Roma truncara mi labor dentro del sindicato obrero. Afortunadamente, muy pronto las A C L I me invitaron, de modo que, de manera distinta, seguí en contacto con el mundo obrero y con los grandes problemas sociales de la sociedad moderna. Roma me abrió también otros horizontes. Muy pronto, Howard Stone, embajador de Estados Unidos en Roma, y 64
su mujer, me invitaron a su casa. Se creó una profunda amistad y familiaridad que me permitió entrar en contacto con muchas personas de gran relevancia política. Cuando más tarde enseñé en Estados Unidos, y particularmente en la capital, \%shmgton, seguí cultivando esta relación, con mutuo enriquecimiento humano y espiritual. Por sugerencia mía, la señora Ana Stone inició el estudio de la teología, con gran éxito. Hace ahora diecinueve años que está en el «Chaplin», uno de los hospitales más grandes de la zona, lo que significa que se le ha confiado el cuidado pastoral de los enfermos. El hecho de faltarle la ordenación canónica no parece que le haya preocupado nunca, ni que haya limitado su compromiso. Otro punto de contacto con el mundo político era mi estrecha amistad con mi primo Georg Kiesinger, miembro del partido democristiano alemán y más tarde canciller. Era un cristiano ferviente y de gran apertura ecuménica. Después de Adenauer, contribuyó mucho a la reconciliación de Alemania con Francia, y también con Italia. Era amigo sobre todo de Schumacher (Francia), pero también de De Gasperi. Estas relaciones acrecentaban en mí el interés por la unificación europea y el sentido de la responsabilidad política. He conocido bien a Alcide De Gasperi, que con frecuencia me ayudó en la celebración de la eucaristía, en la casa de recreo de los redentoristas, cerca del centro «Per un Mondo Migliore», donde solía ir los fines de semana. De Gasperi participaba siempre con su familia en la misa que yo celebraba, y quería servir al altar. Me causó una impresión inolvidable su sencillez y la profundidad de su fe; fue para mí un ejemplo muy edificante. Charlábamos a menudo. Recibí también visitas de representantes del PCI. U n a vez uno de ellos me dijo: «No vengo para saber si una determinada acción mía puede constituir o no pecado, sino para que usted, que es prudente, me aconseje sobre algunos problemas personales».
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Dinos todavía algo más de la política italiana. c'7e resultaba fácil seguirla? Mi hermano Gian Cario, que ha sido diputado en dos legislaturas, se llevó de ti una óptima impresión, y se sintió más fuerte cuando apoyaste su campaña en contra de la violencia y su misión de paz en el Golfo como miembro de la Comisión de Defensa de la Cámara. cQué era lo que admiraban en ti los políticos? Mi franqueza. Muchos dicen que no soy prudente. Yo me expreso con naturalidad, con mucha sencillez, dando a todos un anticipo de confianza. Mi carácter abierto y sin suspicacias contribuye a que el interlocutor se abra rápidamente y se creen enseguida vínculos de amistad. Esta actitud me ha creado a veces problemas, especialmente cuando los periodistas han abusado de mi buena fe. Por lo que respecta a la política italiana en general yo, conociendo mis limitaciones, trataba de estar informado. Cuando alguien me consultaba, procuraba contribuir a profundizar en los problemas, a situarlos en el contexto adecuado, a poner de manifiesto su dimensión moral. Más que de dar consejos, me preocupaba de hacer reflexionar a las personas, animándolas a tomar decisiones que hicieran honor a su propia conciencia. Y cuando veía que alguien trabajaba honradamente por la paz, era para mí motivo de alegría poder apoyarlo en el camino de la no violencia. Son dignas de encomio todas tus actividades pastorales en Roma, pero tú estabas allí sobre todo como profesor de la Alfonsiana. (Cómo recuerdas este largo período de formación de los futuros profesores de moral, que luego habrían de llevar tu pensamiento por todos los rincones del mundo? Se puede enseñar de muchas maneras: dirigiendo medita66
ciones y cursos de ejercicios espirituales, organizando congresos y conferencias, participando en un concilio o en un sínodo, dando clases en cualquier facultad eclesiástica, laica, protestante, etc. He tratado de responder siempre positivamente a cualquier invitación, basando mi trabajo en la confianza mutua. No se puede negar, sin embargo, que mi tarea más específica estaba en la Academia Alfonsiana. Yo fui uno de los pioneros, por así decir, en la apertura del Instituto superior de teología moral como facultad de especialización. He aludido ya a la orientación que daba a mis cursos. Desde principios de los años 50, mucho antes del Concilio, daba a mi enseñanza un marcado carácter ecuménico. Dados los tiempos, no podía ser todo lo explícito que hubiera querido en mis enseñanzas, pero la dirección era clara: una moral centrada en Cristo, animada por el Espíritu Santo, abierta a las aportaciones de las diferentes ciencias humanas y en diálogo con todas las religiones. En la Academia había espíritu de fraternidad y colaboración entre los profesores y con los alumnos. Esta era la clave del éxito del Instituto: las relaciones humanas cálidas, sinceras, basadas en la confianza mutua. El objetivo de la Academia fue siempre el de ofrecer a todas las diócesis del mundo la posibilidad de formar profesores de moral que conocieran la Escritura y la teología y no antepusieran fanáticamente la ley al hombre. La enseñanza que impartíamos, además de la centralidad de la Biblia y de la teología en general, tenía como objetivo una profundización en las ciencias humanas que permitiera el conocimiento del hombre en su contexto histórico y filosófico. Se puede decir que nuestros logros han superado ampliamente nuestras expectativas: la mayor parte de los profesores de teología moral del mundo en la actualidad han estudiado en la Alfonsiana o han tenido, directa o indirectamente, relación con sus profesores. Cuando di cursos en Indonesia, por ejem67
pío, me di cuenta de que ocho de cada nueve profesores de teología moral procedían de la Academia Alfonsiana, y el noveno usaba mi manual: Libres y fieles en Cristo. Cuando era estudiante, te oí hablar con frecuencia del amor. (Hasta qué punto el aspecto trinitario —la circulación del amor en la Trinidad— ha sido importante en las nuevas orientaciones que querías imprimir en la moral para liberarla de las trabas de una tradición demasiado ligada a la ley? He hablado a menudo de la «paráclesis», la consolación del Espíritu Santo que, al venir a nosotros, nos confiere el don de la «parresía», es decir, de la franqueza, del valor para ser libres y profetas. La «paráclesis» se basa en la «pericoresis», es decir, en el don que el Padre hace de sí mismo al Hijo por medio del intercambio mutuo del aliento de amor que es el Espíritu Santo. La Trinidad no es algo accesorio al monoteísmo. Es necesario pensar siempre en el misterio de la intimidad de las tres personas divinas e introducirnos en su espiral de amor. El Espíritu, que es don recíproco entre el Padre y el Hijo, nos une a todos en un mismo esfuerzo, en el camino hacia nuestra realización perfecta. Y mientras esperamos el cumplimiento de nuestra bienaventurada esperanza, debemos vivir adorando en el Espíritu de Cristo, Espíritu pentecostal, que nos ayuda a mantenernos gozosos y a afrontar la vida con un sano optimismo, libres de prejuicios, de angustias, de todo tipo de miedo. Esta capacidad para vivir inmersos en el misterio del Amor nos ayuda a afrontar la existencia con alegría, nos da valor para cumplir con nuestro deber, la franqueza del espíritu profético y esa pizca de humor que sirve para desdramatizar y no crearnos problemas ligados a la presunción de que somos importantes. 68
Con frecuencia, cuando enseñas, lo haces por medio de parábolas, partiendo de hechos actuales, contando experiencias tuyas. Esta «teología narrativa», cía usabas ya cuando eras joven, o está ligada a la sabiduría que se adquiere con los años? Es sobre todo una herencia de mi madre, que era maestra en el arte de contar historias. En la base de su pedagogía estaban los relatos de buenos ejemplos y las historias de misioneros. Las narraciones formaban parte de las veladas invernales, para las cuales muchos vecinos venían a nuestra casa. Hablábamos entonces de muchas cosas, procurando desterrar de nuestras conversaciones las habladurías y todo aquello que no fuera constructivo para nuestra vida. Más tarde, el profesor de exégesis R Brandhuber me haría comprender que toda la Sagrada Escritura es teología narrativa. Su clara enseñanza era una antítesis de la del profesor de moral, Max Schid, que nos presentaba una teología «ciega», separada de la vida y de la experiencia. Este tipo de enseñanza es nocivo; la única manera de escapar a sus efectos es durmiéndose durante las clases... Hemos tratado en esta primera parte temas relacionados con una misma idea de fondo: la «liberación del mal». Como conclusión de cada una de las partes, esbozaremos una especie de definición del hombre en consonancia con las ideas expresadas. (Podríamos trazar aquí un perfil del hombre como grito de libertad y alegría de realizarse incluso en situaciones límite? El hombre redimido, el hombre auténtico, se expresa en el grito de alegría, en la invocación, en la búsqueda del sentido de la vida, que sólo merece ser vivida por la libertad que nos hace semejantes a Dios. La verdadera libertad ha de honrarse 69
siempre como un don de Dios destinado a todos. La libertad de un individuo se construye y crece cuando este la comunica a los demás. Realizarse, ampliando los ámbitos de libertad a otras personas, es fuente de inmensa alegría. Nosotros estamos hechos para la alegría, y es signo de grandeza aceptar los motivos de nuestra felicidad, potenciar todo aquello que nos ha sido dado, vivir con sentido de la admiración. Un hombre que aprecia el don de la alegría y vive en comunión de gracia con el Padre, fuente de toda bondad, sabe valorarse incluso dentro de sus limitaciones, de las limitaciones de la historia y de las limitaciones de la misma vida eclesiástica. Todas estas limitaciones las transforma el hombre sabio en «gracia», a imitación de Cristo que, desde lo alto de la cruz, convierte el acto más abominable de la historia (el deicidio) en un acto de adoración al Padre, al pedirle que perdone a los que lo están crucificando: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen!» (Le 23,34).
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LIBRES PARA SERVIR EN LA VERDAD
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Servir: amarse a sí mismos
«Servir es reinar», pero, para poder servir a Dios y a los demás, es menester dejarse inundar por el Espíritu Santo que, siendo Amor, quiere que nosotros nos amemos ante todo a nosotros mismos. Tú, ¿cómo llegaste a un sano amor a ti mismo? Me alegra que hagas ante todo referencia al Espíritu Santo. Siempre me ha fascinado lo que dice san Pablo a los romanos: «La ley del Espíritu (...) te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). Es bellísimo también el capítulo 6 de la Carta a los gálatas, donde el apóstol muestra la contraposición existente entre el «Espíritu», don gratuito y liberador que conduce a la solidaridad en el bien, y la «carne», entendida como egoísmo encarnado, que lleva a la muerte. Quien tiene el don del Espíritu es libre, sabe que todo en su vida es gracia, y de todo lo que ha recibido saca fuerza para animar con el Espíritu —es decir, con el Amor— todas sus relaciones, toda su actividad. El Espíritu, al liberarnos de todas las formas del mal, nos hace disponibles para el servicio a Dios y a los hermanos, a ejemplo de Cristo, que en el Jordán, al recibir el bautismo, proclama que es Siervo, en el sentido que había profetizado Isaías en los cuatro estupendos cantos del «Siervo no violento». La
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fuerza íntima que permite a este Siervo realizarse perfectamente, dando la vida por sus hermanos, estriba en el hecho de sentirse amado por el Padre, con un tipo de amor que libera de todo miedo y da la alegría necesaria para «arrojarse» al mundo y tratar de salvarlo. Desde la cruz, Cristo nos comunica el Espíritu Santo, explosión de amor, pentecostés que libera a los apóstoles infundiendo en ellos valor para amar a todos —incluidos los enemigos— con ese amor que sólo puede ser don de Dios, más aún, que es Dios mismo. La primera Carta de Pedro hace continuamente referencia al Espíritu Santo, que ha hecho a los discípulos siervos no violentos, siervos de la paz, siervos que establecen relaciones sanas gracias al don recíproco del Amor. ¿Tengo acaso que buscar mi autorreahzación antes de ayudar a los demás a liberarse? No. La obsesión por la autorreahzación me parece una peligrosa forma de egoísmo. La respuesta adecuada a esta pregunta nos la da el ejemplo de Cristo: él, en el bautismo, es entronizado solemnemente como Siervo que se realiza perfectamente en el abandono total al Padre, al servicio de la humanidad. El que sirve a los demás hace experiencia del amor de Dios, que se hace cargo de él, como se hizo cargo también de su Siervo, guiándolo hasta la cruz, cumbre de la perfecta realización, que se logra al amar gratuitamente a todos, incluidos los enemigos. Cristo, sin embargo, antes de bautizarse en el Jordán, estuvo preparándose en silencio durante treinta años, llevando una vida normal y, creo yo, bella, en la intimidad de la familia de Nazaret. Por eso te pregunto ahora cómo te preparaste tú para amarte a ti mismo y poder amar a tu prójimo. \ o no diría que me haya preparado, sino más bien que la providencia hizo que me empapara en el amor, sirviéndose de
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innumerables canales de gracia. El primer ejemplo es el de mis padres. Ninguno de ellos pensó nunca en sí mismo, en su propia realización; se dejaron coger por su mutua alianza de amor, como esposos. Vivieron para nosotros, sus hijos, y nos hicieron comprender la necesidad de que también nosotros viviéramos para los demás. Un solo ejemplo: una o dos veces a la semana, me tocaba a mí llevar la comida, aún caliente, a dos mujeres: una anciana pobre y otra ciega; pues bien, este gesto de candad me hacía experimentar al mismo tiempo compasión y satisfacción, y me enseñó más que mil sermones. Fue por tanto la vida, el testimonio de las personas a quienes amaba, la que me enseñó a afrontar la existencia con responsabilidad y alegría. Más tarde, el ejemplo de los misioneros con que me encontré hizo brotar en mí la vocación del amor, de la donación total a los otros, el gusto por el servicio. También la larga preparación del noviciado influyó sin duda en mí, gracias entre otras cosas a la amorosa atención de personas que me querían. Sí la vida espiritual puede crecer sobre la base de la renuncia a la concentración en uno mismo y la simple constatación del hecho de ser amados, la vida intelectual en cambio tiene otras exigencias; es indispensable cierto rigor. cCómo te has ocupado de tu formación intelectual? He tenido que hacer uso del discernimiento para ver quién era el auténtico maestro y cuál la espiritualidad puramente evangélica. Excelentes profesores de teología, como el padre Viktor Schurr y el padre Brandhuber, y algunos guías espirituales me han ayudado a comprender por ejemplo que La imitación de Cristo es un libro fundamental, pero puede que esté demasiado concentrado en la autorreahzación, de manera individualista. Objeto continuo de mi meditación era, como ya he dicho,
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el versículo que habla de la ley del Espíritu que nos da vida en Cristo (cf Rom 8,2). Reflexionaba sobre esta ley no escrita, pero impresa en nosotros como un don liberador, que hace de nuestra relación con los demás un don recíproco. Ya siendo joven, al pensar en estas palabras de la Sagrada Escritura, intuía la necesidad de una moral basada en una alianza de amor, aunque no tenía entonces valor para sacar todas las consecuencias. Las intuiciones pueden ser un don del Espíritu, pero la profundización en ella requiere un esfuerzo. Te he oído además hablar una decena de lenguas; estas capacidades no se derivan de la ciencia infusa... Siendo joven, no me costaba estudiar. Cuando en el instituto tradujimos la Odisea, me aprendí de memoria dos mil versos. Podía recitar mil sin ninguna vacilación. A los dieciséis años quise leer a Dante, y para ello me compré un manual de lengua italiana para autodidactas. En tres meses, descuidando todas las demás disciplinas, aprendí italiano y pude disfrutar de La divina comedia. Entonces tenía una cierta facilidad para aprender. Ahora mi memoria no es tan eficaz; si no uso las lenguas, corro el nesgo de olvidarlas. En cualquier caso, estoy contento de haber podido predicar el evangelio en nueve lenguas. Empecé con mi propio dialecto (el alemán fue en realidad mi primera lengua extranjera), y luego pasé al inglés (la mayor parte de mis libros están escritos en esta lengua). Cuando enseñaba en Roma, usaba el latín, la lengua de Cicerón. Muy pronto, sin embargo, me di cuenta de que mis alumnos querían un latín más sencillo, de modo que tomé como modelo lingüístico la Summa teológica de santo Tomás, escrita en un latín accesible a todos. Cuando los estudiantes empezaron a no querer ya el latín yo, a pesar de la encíclica Veterum sapientiae (que exigía el uso del latín 76
en las Facultades de teología), me puse a enseñar en italiano. Como he dicho, había aprendido esta lengua por mi propia cuenta, mientras que en la escuela había estudiado inglés y francés, junto con latín, griego y hebreo. Recuerdo que asistí a una escuela para mejorar mi francés. A mi lado, en las clases, se sentaba una muchacha guapísima que, para ganarse mi simpatía, venía en mi auxilio siempre que no sabía algo. El hecho de estar menos preparado que ella me desagradaba y era para mí un estímulo para estudiar más, y así no quedar mal delante de ella... ¡La vida nos gasta bromas como esta! El francés me sirvió luego para enseñar en el Instituto Lumen Vitae de Bruselas y para dar ejercicios espirituales. Recuerdo haber predicado ejercicios espirituales incluso en latín. Aprendí bien el portugués con los estudiantes brasileños, para poder ir a su tierra. He sido autodidacta, en cambio, con el español, que he estudiado para poder leer a los grandes teólogos españoles. Al comienzo de la guerra empecé enseguida a estudiar polaco y ruso para poder predicar en estas lenguas. Después de la guerra, seguí ejercitándome diez minutos todos los días en la lengua rusa, porque soñaba con volver a Rusia cuando hubiera caído el comunismo. Por desgracia, he olvidado esta lengua. Hubiera podido predicar también en griego, pero no he tenido nunca la ocasión. Y no sabes lo que te has perdido con no aprender el chino... En cualquier caso, hemos hablado de la madurez espiritual y de la madurez intelectual; pasemos ahora a la madurez afectiva. ¿Cómo has educado tus sentimientos hasta el punto de convertirte en un maestro en el arte de amar?
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En primer lugar, tengo que decir que estoy muy lejos de ser maestro; trato tan solo de ser discípulo... Me he beneficiado del hecho de ser el undécimo hijo. Mis padres tenían ambos treinta y nueve años cuando yo nací. En nuestra familia no había tiempo para sentimentalismos inútiles, pero las relaciones estaban impregnadas de una cordialidad muy tranquila. Mi madre nunca levantaba la voz y era muy equilibrada. No dejaba de reconocer ningún avance que hiciéramos ni dramatizaba si nos equivocábamos. Este clima de serenidad y comprensión ha constituido la base de mi educación afectiva. En casa, como éramos muchos hermanos, nos esforzábamos todos los días por convivir en paz, cultivando el amor mutuo, sentimiento bastante natural puesto que teníamos ante nuestros ojos todos los días el ejemplo del amor gratuito de nuestros padres. La alegría y el agradecimiento, que poco a poco se han ido convirtiendo en los sentimientos dominantes en mi ánimo, creo que tienen sus raíces precisamente en mi familia. Por supuesto, también nos peleábamos... Mi madre nunca se entrometía, a no ser en casos extremadamente serios. Entonces decía que estaba obligada a castigarnos. Se trataba siempre de un castigo simbólico, pero para nosotros era muy doloroso, porque nos dábamos cuenta de lo que ella sufría al verse obligada a intervenir. Este es el ambiente ideal para la educación de los sentimientos: una familia en la que reinan el respeto y la concordia. A pesar de haber hecho la opción de consagrarte a Dios en el celibato, Cno has sentido nunca deseo de formar una familia? No faltaban muchachas que habían puesto los ojos en mí y que buscaban mi amistad. En el instituto, en mi curso, había una sola muchacha, que se llamaba Josefina; al principio, era la primera de la clase, y por eso éramos «rivales» intelectual-
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mente; pero al final aceptó serenamente que yo estaba un poco por encima. Mantuvimos una correspondencia regular; seguimos escribiéndonos incluso después de entrar yo en el noviciado. Una vez el maestro de novicios me preguntó quién era aquella muchacha. \ o le aseguré que no era para mí ninguna «tentación», porque Josefina se alegraba mucho de mi vocación. Siendo ya viejo, di una serie de conferencias en la Academia católica de Augsburgo y, tras el primer encuentro, un médico especialista en cuestiones de laringe vino a felicitarme porque, a pesar de haberme extirpado las cuerdas vocales, había aprendido a expresarme bien. A su lado había una mujer con el cabello gris que me saludó y me preguntó: «¿No me reconoces?». «Tu cara —le dije— me suena; pero mi memoria es muy pobre». «¡Soy Josefina!». Reanudamos nuestra relación. Pude ayudarla, sobre todo en el plano de la fe, cuando fue atacada por un cáncer. Con Josefina tuve una amistad en la que no hubo un afecto desbordante, pero sí mucha cordialidad. No habiendo experimentado nunca la mayor parte de las «tentaciones» que sienten los demás, ¿cómo es que eres tan abierto, compasivo y sensible con todos, tú que «Volabas» tan por encima de los demás? Nunca me he sentido por encima de los demás. Incluso en teología tenía compañeros a los que consideraba superiores a mí. \ ó no me consideraba ningún genio. Es más, me sorprendía la insistencia con que mis profesores me repetían que debía hacerme profesor de moral. También en la Universidad de Tubmga recibía alabanzas por parte de los profesores, pero sólo después de la publicación de La ley de Cristo y en el período del Concilio me di cuenta de que mi nombre era ya conocido en todo el mundo. \ b he tenido siempre relaciones de amistad con muchas 79
mujeres, sin tener problemas. Durante treinta y cinco años he sido el consultor espiritual de un grupo de mujeres del instituto secular «Societas Religiosa». Todas me han ofrecido su amistad, y yo les he dado a ellas la mía, sin mostrar preferencias. Esas mujeres, tanto jóvenes como mayores, han sido para mí motivo de gran enriquecimiento: apreciaba el don de la amistad, sentía el encanto de la belleza femenina... Belleza, sin embargo, que no estaba necesariamente ligada al aspecto exterior, sino que era un conjunto de virtudes, de armonía, de alegría en la comunicación, en la oración, en la realización común de algo bueno. En una época en la que la moral centraba casi toda su atención en el sexto mandamiento, viendo en todos los aspectos de la sexualidad ocasión para cometer pecados mortales, Cqué fue lo que te dio esa gran capacidad para desdramatizar y corregir lo que tú llamas las «patologías eclesiógenas», es decir, enfermedades originadas por la Iglesia a causa de su rigorismo excesivo? Durante cinco años estuve viviendo con soldados. Las dificultades con los nazis habían afianzado nuestros vínculos de amistad, por lo que hablábamos claramente de todos nuestros problemas. Tuve relaciones de amistad con franceses, rusos, polacos... Todo esto me ha dado una visión amplia de la vida, haciéndome superar los rigorismos de la Iglesia en torno a la sexualidad. Ya durante los estudios de teología, con un grupo de amigos, comprendí que aquel tipo de moral no era la adecuada para nosotros, no era la moral del futuro. Luego, cuando vine a Roma, muchos sacerdotes y laicos empezaron a pedirme consejo. Ex-seminanstas y sacerdotes traumatizados me contaban todo lo referente a su formación. Así, quizá nadie haya conocido mejor que yo a los rectores de los seminarios de Roma.
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Al oír ciertas cosas, decía: «Me sorprende que, a pesar de lo que te han enseñado, estés psicológicamente entero». Fue también provechosa mi relación con los lectores del semanario Famiglia cristiana, en el que me ocupaba de una sección. Cada año recibía un millar de cartas. En muchas de ellas se me planteaba el problema de la masturbación, y yo respondía siempre tratando de desdramatizar la situación. Algunos obispos no estaban contentos de mis intervenciones, pero yo recibí una verdadera marea de cartas de los lectores agradeciéndome el valor demostrado al afrontar el tema con serení-
dad. Estas y otras experiencias maduradas al contacto con el pueblo me hicieron comprender que no bastaba con apelar a la reforma de algunas normas de la moral, sino que era menester una moral expresamente «terapéutica». Ya antes de ir a Roma, un grupo de psicoterapeutas de Munich me hizo ver los peligros de una falsa moralidad centrada en la genitahdad. Estos especialistas me censuraban porque en aquella época también yo aceptaba el rigorismo de la encíclica Casti connubii, rigorismo parcialmente mitigado en mí por la idea de que la pastoral debe mostrarse muy indulgente y comprensiva en la aplicación de los principios. Insistieron mucho en que hiciera una revisión radical de todo esto. También al llegar a Roma mantuve relaciones con algunos terapeutas, pero fue sobre todo el contacto con un gran número de personas traumatizadas por un cierto tipo de moral el que me hizo comprender que estaba llamado a formular una teología que tuviera un verdadero dinamismo terapéutico. La moral sólo será liberadora si sana, si ayuda a la gente a vivir la sexualidad como una fuerza difundida por todo el cuerpo y toda el alma, como un estímulo para establecer relaciones constructivas con todos, sin manifestaciones que impliquen la genitalidad, que está reservada al ámbito matrimonial.
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Es positivo el hecho de que la gente aprenda a comunicarse con el cuerpo y renuncie a la violencia, dejando que el amor cree relaciones amistosas entre las personas. Lo importante es distinguir bien entre «eros» y abuso de la genitahdad. El eros es un don de Dios. El impulso erótico, en virtud del cual un hombre se siente atraído por una mujer, es algo admirable. La atracción que siente una mujer por un hombre es un don del Creador. Todo intento de denigrar las tendencias eróticas para defender la castidad ha sido, y sigue siendo, un error. Es indispensable una actitud franca y constructiva ante el eros para evitar que esta «fuerza» degenere en egoísmo o en deseo de dominio, alimentando así el instinto de la violencia.
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. . . Y cantar todos los días tus alabanzas
El Salmo 8 es una acción de gracias a Dios, que nos hace grandes al concedernos la gracia de poder alabarlo. Vuelve a aparecer la idea de que servir al Señor es reinar, y lo es sobre todo cuando gastamos nuestro tiempo en esa actividad «inútil» y liberadora que es la oración. Es indispensable vivir de acuerdo con las bienaventuranzas y con la convicción de que la virtud más importante para el creyente no es la prudencia, sino la fe. (Puedes desarrollar un poco estas ideas, expresadas ya en el libro: Una fede si racconta? Al contrario de lo que le pasaba al papa Juan, yo tengo muy poca prudencia. Por hablar francamente, me meto a menudo en muchas complicaciones... ¡Gracias a Dios que tengo la fe! Y esta es un don gratuito desde todos los puntos de vista. Cuanto más damos gracias a Dios, incluso en medio de grandes sufrimientos, tanto más se abre el canal de la gratitud, que nos permite recibir nuevas gracias. He dicho ya en muchas ocasiones que recibí la fe como un don liberador, a través del ejemplo que me dio mi familia. Mis padres no sólo eran creyentes, tenían además la capacidad de dar testimonio de sus ideales cristianos en la vida diaria. La fe, en sus expresiones auténticas y espontáneas, nos pone en la justa relación
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con Dios, nos abre a la oración que, con frecuencia, tiene el efecto inmediato de concedernos el don de la paz interior. Yo no he tenido problemas en relación con la fe, pero no podía aceptar la excesiva rigidez en la enseñanza del catecismo y en la actitud de los sacerdotes, ni un modo de enseñar la moral derivado de una concepción infantil de Dios, según la cual, si no obedeces te castigan. Gracias a la ayuda de un buen número de pedagogos, teólogos y compañeros, fui viendo cada vez con mayor claridad que no debía perderme en críticas estériles sobre el modo de vivir la religión, sino concentrarme en la fe, que es válida si se vive en la alabanza, la alegría y la confianza, y no en el miedo servil. Por supuesto, no he llegado a esta intuición por medio de un giro brusco en mi camino, sino a través de un itinerario de búsqueda humilde y paciente. Y espero todavía seguir haciendo progresos. En la edad de las primeras crisis, durante la adolescencia, cuando se hace la experiencia del mal presente en el mundo, Cnunca dudaste? Yo encontraba no pocas dificultades a la hora de adherirme a ciertas enseñanzas de la Iglesia, pero no para creer en el Dios Amor incluso en medio del odio y el sufrimiento. Incluso durante la guerra, durante esa absurda guerra de Hitler, nunca tuve dudas respecto del Dios Amor. Y esto era para mí fuente de íntima paz. Aquellos sufrimientos eran atroces. Era espantoso contemplar aquellos crímenes. ¡Cuántas heridas en el alma! Y sin embargo, a pesar de todo, estaba seguro de que el Dios del amor no quería el mal. En esta perspectiva, todas las cosas adquieren una dimensión nueva, todo encuentra su lugar justo. El odio no procede del Amor, sino que al final será vencido por él. 84
Si volvieras a ser estudiante, tropezarías continuamente con la pregunta que se plantean ahora tantos jóvenes: «Si Dios es amor, Cpor qué permite tantas injusticias?». El mundo es una obra maravillosa, pero no es Dios. Dios no puede crear otro Dios. Y todo lo que no es Dios —téngase en cuenta— es imperfecto. Si se abren los ojos a la belleza, si se mira el mundo con capacidad para admirarse, si se mira a una mujer anciana radiante de alegría, si se observa atentamente todo el bien que hay en cada uno de nosotros; entonces no se puede dudar de que todas las formas de la belleza provienen de la fuente del Amor. Pero hay que ser conscientes de que no tenemos respuestas prefabricadas respecto del misterio divino y los designios del Creador. Debemos aceptar las propias limitaciones. cY qué responderías a la pregunta que con frecuencia se hacen los filósofos de si nuestro mundo es el mejor de los posibles? No lo sé. Es una obra maravillosa. Ciertamente, el riesgo que Dios ha corrido al darnos la libertad ha sido inmenso. Pero un mundo sin ese don habría sido simplemente miserable. En esto está la clave del problema: Dios confía a su criatura el maravilloso don de la libertad, por lo que nuestra vida está en nuestras manos. La libertad de Dios no puede fallar, pero la de la criatura puede ser causa de desastres. Pero al final —esta es mi esperanza— «Dios será todo en todos»; la victoria final será para el bien. El enfrentamiento entre la libertad de Dios y la nuestra, (¡puede hacernos pensar, de manera casi paradójica, que desde el momento en que el Padre nos ha hecho libres ya no es «omnipotente»? cQué tipo de oración se puede elevar a un Dios así?
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El es omnipotente como Dios; pero, Cqué omnipotencia sería la que da la libertad y luego no la respeta? Si interviniera para limitar nuestra libertad, dejaría de ser Dios; ha decidido arriesgarse y va hasta el final. Yo creo que merece la pena: el mundo caminará hacia la Luz, hacia el triunfo final del bien sobre el mal. Mi relación con el Señor se basa sobre todo en la admiración, la alabanza y el agradecimiento. A él le ofrezco todas mis buenas cualidades para que las potencie; y le ofrezco también mi miseria y mi debilidad para que las remedie. También dirijo oraciones de súplica, pero a veces prefiero estar simplemente en silencio delante de Dios. En el Talmud de Babilonia, un rabino señala el siguiente ritual de oración: permanecer una hora en silencio conscientes de estar en la presencia de Dios, alabarlo tres veces y luego iniciar con él un diálogo. cQuién no se llena de estupor ante la idea de que el Señor, el Dios altísimo, se inclina hacia nosotros y entra con nosotros en contacto familiar como Abba? El que no ve en el rostro de Dios la sonrisa del «Papá» no puede sumergirse en el gozo de la oración. Yo me quedo en silencio delante de un Dios que no se pierde en palabrerías pero que, de distintos modos, me dice cosas grandes. En la arena del desierto y en el santuario del corazón escribe para mí. ¡Qué sería de mí si pretendiera sentir a Dios mientras leo apresuradamente el breviario para cumplir con la obligación impuesta por la Iglesia! Tenemos que silenciar nuestro egoísmo, nuestra arrogancia, nuestra vanidad..., todas esas «aves de rapiña» que nos arrebatan la capacidad para escuchar al Otro. Guardar silencio y analizarnos profundamente para no caer en el riesgo de tomar nuestras imaginaciones por revelaciones místicas. En las grandes religiones orientales y en muchos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento se enseña el arte de silenciar el propio yo 86
vanidoso y caprichoso, para que Dios pueda hablar con nosotros. Los tiempos de aridez y silencio son momentos privilegiados de purificación, y son condición para poder escuchar verdaderamente a Dios. A los que ejercen la autoridad sobre todo, les digo siempre que hagan silencio y huyan de la tentación de inculcar el deber por el deber, porque una voz que solamente sabe mandar no sólo crea subditos sordos, sino que evidencia además la sordera del que manda. El silencio es fundamental para todos como espacio de encuentro, de libertad y de gratuidad, de escucha de Dios y de escucha mutua. Pero, Ccómo se puede rezar en los setenta países que actualmente están en guerra? Ya decía el salmista: «c'Cómo entonar himnos de alabanza al Señor en tierra extranjera?». Tú viviste la campaña de Rusia, Ccómo podías rezar en aquella situación? En mis labios había un lamento: «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo? ¡Líbranos del mal! ¡Líbranos de este tirano!». Y cuando un grupo de oficiales arriesgó su vida para «detener» a Hitler a cualquier precio, yo estaba de acuerdo con ellos, porque pensaba que aquel gesto extremo podría poner fin a la terrible masacre. Además de protestar contra las atrocidades de aquel loco, teníamos que preguntarnos qué debíamos hacer para combatir eficazmente al nazismo. En mis predicaciones hablaba de la necesidad de demostrar nuestro amor al pueblo ruso e insistía en la necesidad de recurrir a todos los medios no violentos a nuestro alcance; pero no era un pacifista desligado de la historia: después de haber probado todos los medios que ofrecía la no violencia, llegué a la conclusión de que en aquel momento era mejor suprimir al loco que hacer sufrir y morir a tantas personas. La oración nos ayuda a tender al máximo del amor, pero
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también a tolerar un mínimo de violencia, si ello puede impedir que se derrame más sangre. ¿Puedes profundizar en tu intuición de que «la oración se alimenta de la modesta paz cotidiana»? Puede invocar a Dios, Padre de todos, quien tiene verdadero deseo de «vivir la paz» y pide luz y fuerza interior para buscar la justicia que procura la paz. Los cónyuges que viven en la familia una pseudoinocencia, acusándose mutuamente de culpas reales o imaginarias, no tienen todavía la libertad de dirigirse a Dios «para vivir la paz». Para invocarlo sinceramente y con verdadera libertad, es necesaria ya una conversión: «Padre, perdónanos; perdona nuestras culpas». El que quiera vivir la paz, debe esforzarse en hacer realidad el amor al prójimo. En cambio, el que quiere conservar a cualquier precio un orden injusto, ya sea en la familia ya en la vida socioeconómica, no puede rezar con verdadera libertad de alma: «Danos hoy nuestro pan de cada día», porque, en realidad, no se contenta con su pan de cada día, quiere apropiarse también del pan que necesitan los demás, también ellos hijos de Dios y que piden también su pan cotidiano. Lo mismo vale para los otros bienes. El que no quiere honrar al prójimo, el que desprecia a clases sociales o a culturas distintas de la suya, no puede invocar con verdadera libertad el nombre de Dios, mientras no empiece a pensar en la dignidad y los derechos humanos de los otros. Los cristianos se harán libres para invocar a Dios desde el momento en que abandonen todos los prejuicios, que constituyen un obstáculo para la paz entre las distintas confesiones. Para invocar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, de modo digno de su nombre, deseando y celebrando la venida de su reino de paz y de unidad, debemos avergonzarnos de 88
las barreras interpuestas por nuestra presunta inocencia y por nuestra actitud de autosuficiencia. Para poder invocar con plena libertad a Dios, para vivir la paz, debemos pedirle antes a Dios que nos cure de nuestra ceguera, de nuestro egoísmo individual y colectivo. La gran asamblea de oración por la paz convocada por Juan Pablo II en Asís en 1986 fue un acto de valentía encaminado a promover la libertad para estimar a hombres de otras religiones y reconocer que también ellos pueden invocar a Dios con nosotros. Las diversas religiones, que aceptaron la invitación del Papa uniéndose a la oración común en favor de la paz en el mundo, demostraron también, por su parte, un notable grado de libertad. A los que viven la paz y colaboran entre sí para vivirla y promoverla en sus familias y en sus ambientes, se les concede el más hermoso título de nobleza: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (cf Mt 5,9). Como verdaderos hijos, crecen continuamente en el conocimiento y en la libertad de la plenitud de la paz. Aunque estemos lejos de la plenitud de la paz a la que Cristo, nuestra paz, nos llama, no obstante, si tenemos una voluntad sincera de vivir la paz y, al mismo tiempo, ponemos nuestra confianza en Dios, estamos en condiciones de poder orar al Padre, el Amor infinito, el Dios de la paz. Nuestra oración será aceptada como signo de nuestro deseo de que el santo nombre del Señor sea honrado por todos los hombres. Nuestra libertad, signo de redención, será tanto mayor cuanto más viva sea nuestra aspiración a convertirnos en «artífices de paz». cCómo has podido conciliar fe y vida a través de la oración? c'Cómo siníefizas tu moral en una vida de oración?
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En esta fase de mi vida, mi oración se ha hecho sencilla. Si estoy solo, no puedo recitar largas oraciones. Recito todo el breviario y lo hago en voz alta, a pesar de la dificultad que tengo para hablar, con el fin de no caer en la tentación de la rapidez, que es muy perjudicial. No obstante, mi oración preferida, que suelo hacer durante el día, pero sobre todo por la noche, es simplemente Abha. Es la oración misma de Jesús, con la que yo asocio mi oración. Yo medito esta oración: Abba. Con cada inspiración, me acojo como don de Dios, invocando al Padre. Y al espirar, me doy de nuevo al Padre. Es una oración muy sencilla, muy fácil para una persona de mi edad, porque no requiere el esfuerzo de una larga concentración. Y cuanto más repito Abba, más me doy cuenta de que es el Espíritu el que ora en mí. Descubro así la dimensión trinitaria de mi oración, recordando la alegría de las palabras de Jesús: «El Padre lo amará. También yo lo amaré. Vendremos a él y haremos morada en él». Es una oración fácil y, al mismo tiempo, significativa, que da mucha paz. Quiero hacer una confesión, con la esperanza de que sirva a muchos de mis hermanos en el sacerdocio. En mi madurez, estando cargado de compromisos, sobre todo durante el Concilio, he recitado siempre todo el breviario, pero, a veces, demasiado deprisa. No siempre me he tomado el tiempo necesario para sacarle gusto al diálogo con Dios, estar en su presencia, apreciar la profundidad de la belleza de la Palabra. Las prisas en la oración son una gran tentación. A los sacerdotes que están en esta misma situación, agobiados de trabajo, les aconsejo que no se empeñen en recitar todo el breviario porque sea obligatorio, sino que más bien reserven a su lectura un tiempo suficiente para orar bien. ¡No es la cantidad lo que cuenta! Debemos adaptarnos siempre a las situaciones, comprendiendo el espíritu de la ley que impone la obligación del breviario. ¡No tenemos que correr como en un estadio para llegar los primeros! Debemos hablar con Dios y
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estar con él en todo momento. A veces puede bastar un salmo bien leído, meditado, y partir de él para que brote en nosotros la alabanza. Ahora que eres «profesor emérito» tienes todo el tiempo para contemplar y meditar, aunque sigas escribiendo libros. c'Qué significa para ti el ideal cristiano que te llama a ocuparte siempre de las cosas de Dios? Vivir su designio de salvación, tratando de comprender cada día, cada hora, qué es lo que Dios quiere de mí; descansar en su amor; aceptar la enfermedad —no la enfermedad en sí misma, sino ese sufrimiento que hace comprender y estimar más el sufrimiento de Cristo y de los otros—; ofrecer mi disponibilidad cuando hay un trabajo que me parece urgente y alguien llama a mi puerta; todo esto significa para mí ocuparme de las cosas del Padre. No pretendo hacer mi voluntad, no me fijo un plan inamovible y para siempre; sino que voy realizando proyectos que cambian siempre según las circunstancias. E incluso cuando estoy en la cama y no puedo dormir, respiro profundamente y escucho mi respiración, que es símbolo del amor que circula entre el Padre y el Hijo. Este ritmo me hace experimentar el abandono en manos del Padre, me hace sentirme en casa, me permite saborear por anticipado el reposo eterno. Una de tus más bellas intuiciones para ayudar a la gente a liberar en sí la alabanza e integrar fe y vida es la relacionada con la creación de las «casas de oración». Habla un poco de ellas. Sí, esta ha sido una de las experiencias más bellas que he propuesto a muchas personas, sobre todo religiosos y religiosas. Para afrontar los cambios de la Iglesia sin perder lo que
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es esencial, es extremadamente útil en determinados períodos de la vida, durante un tiempo que puede ser distinto de un individuo a otro (entre seis semanas y tres meses), vivir en una comunidad en la que uno tenga la posibilidad de tomar su vida «entre sus manos», hacer silencio, orar con quienes comparten la misma experiencia y gozar de la convivencia. Estas casas de oración no se pueden organizar todas del mismo modo. Hay que ser creativos en la vida. Según las épocas, los lugares y las personas, se pueden establecer programas que reflejen las exigencias de todos y que permitan la confrontación periódica de las distintas experiencias (las cosas bellas hay que contarlas: eso es la «teología narrativa»). Las casas de oración facilitan la integración de la fe y la vida. Es esta una tarea difícil, dura, erizada de todo tipo de dificultades. La oración exige el «éxtasis», no el de los místicos, sino ese éxtasis que consiste en la «salida de uno mismo», de las propias limitaciones, para sumergirse en el Misterio, en busca de una Presencia que dé autenticidad al momento actual, condense el pasado y proyecte hacia el futuro que debemos construir. La oración exige esfuerzo, renuncia, avanzar contra corriente. Sin estas características no se consigue nada bueno. La vida cambia radicalmente para las personas que se retiran periódicamente a orar en lugares bellos y aislados (retiros, ejercicios espirituales, períodos de reflexión, largas estancias en casas de oración...), en los que se aprende a hacer incluso de la propia respiración una invocación continua y una alabanza incesante. Este arte da sentido a. la existencia: ayuda a concentrarse en lo que es esencial, elimina el miedo y la ansiedad ante el futuro, arranca la angustia existencial que provoca la nada, da serenidad y paz. En estas casas de oración, todos (y en particular los jóvenes) se preguntan en qué consiste la verdadera oración y la adoración sincera del Padre en Espíritu y en verdad, y qué es 92
lo que hay de auténticamente cristiano en nuestro diálogo con Dios y con los hermanos. Pero, sobre todo, buscan un espacio en el que abandonarse a la alabanza. Y de ahí el canto sin fin, incluso durante la noche, entonando con el acompañamiento de la guitarra las invocaciones bíblicas, repetidas durante mucho tiempo, como «cánones» en los que los coros se van alternando, a varias voces, en diferentes lenguas, mientras el cuerpo adopta posiciones diversas sobre las alfombras, delante de las imágenes. En estas casas de oración uno no se aparta de la vida, sino que encuentra a otras personas deseosas de celebrar la vida y de integrarla armónicamente con una visión de fe. En ellas la gente aprende a comunicarse a niveles profundos y recibe la ayuda de la Palabra para ahondar en el sentido de la existencia humana, renovarse continuamente y buscar una cultura no violenta que propicie el proceso ecuménico de «justicia, paz y salvaguarda de la creación». En las casas de oración (estructurada cada una de manera original) hay un denominador común: se estudia sobre todo el Nuevo Testamento para ver cómo oraba Jesús y cómo nos enseña a orar. Siguiendo su ejemplo, se analiza cómo Pablo ha entendido el mensaje de Cristo y lo ha propuesto a las comunidades originarias. Es importante también la puesta en común con los demás participantes, puesta en común que no puede tener lugar en ambientes en los que la gente se ignora o se teme, no quiere comunicarse o rivaliza por obtener puestos de responsabilidad o cargos de prestigio. Todo esto haría impuro el corazón e imposible la oración. En las casas de oración debe reinar una atmósfera de confianza y colaboración; sin ello es impensable que puedan compartirse las ideas y los sentimientos en el camino de búsqueda de la verdad. Es indispensable, además, creatividad en el campo litúrgico, que es compatible con las directrices dadas por la Iglesia: en grupos pequeños se pueden introducir signos y ritos que no serían con93
venientes en una gran asamblea. Para aprender a orar, en fin, conviene comprometerse a enseñar a orar a los otros. Estás casas de oración se convierten en centros vivos de espiritualidad cuando las personas que viven en ellas frecuentan los lugares de dolor, asistiendo constantemente a los enfermos: les ayudan a dar sentido a su enfermedad, se esfuerzan por aliviar sus sufrimientos y los acompañan en el momento de la muerte, cuando parten hacia el encuentro del Señor de la vida. En estas casas de oración los laicos pueden descubrir su vocación a la santidad, volviendo así a la vida con mayor entusiasmo, o ingresando en congregaciones tradicionales, a las que llevan intuiciones nuevas, nuevos intereses, mayor sensibilidad y voluntad de celebrar y danzar la vida, en la «libertad de los hijos de Dios». ¿Tú irías a vivir a una casa de oración? Poco después del Concilio le pedí a mi superior general que me diera la posibilidad de cambiar: quería hacerme trapense, al modo de Thomas Merton. La respuesta airada del padre Goudrau fue: «¡Es una idea estúpida! ¡Le daría ese permiso a cualquiera menos a ti!». Esta reacción fue para mí estímulo para reflexionar sobre la necesidad de una renovación en el campo de la oración, tanto para los laicos como para los religiosos de vida activa. Durante todo el primer tiempo de mi enfermedad he vivido todo los años un mes o varias semanas en una casa de oración, beneficiándome enormemente del clima de creatividad y paz que reinaba en ella. ¿Cómo se desarrolló en ti esta idea de las «casas de oración»? Hacia el final del concilio, en 1965, me invitaron a predi94
car los ejercicios espirituales durante la celebración del capítulo general de las Hermanas del Inmaculado Corazón de María (Sisters Servants of the Immaculate Heart of Mary), una congregación floreciente, fundada por un redentorista, que luego se ha hecho trapense en Estados Unidos. Allí me hicieron varias veces y de diversas formas la misma pregunta: Ccómo vivir serena y fructuosamente estos tiempos de transformaciones profundas? \ o propuse que en cada congregación de vida activa se fundara una casa-escuela de oración. Antes, a varios monasterios masculinos y femeninos de vida activa les había planteado la siguiente pregunta: Ccreéis que vuestro monasterio podría convertirse en una escuela de oración para hombres y mujeres de vida activa? Todos me habían respondido lo mismo: imposible, la vida activa requiere un tipo distinto de escuela de oración. A pesar de esto, las Hermanas del Inmaculado Corazón de María presentes en el capítulo general reunido en Monroe (Michigan, EE.UU.), decidieron unánimemente iniciar el experimento. Durante el verano se reunieron en Monroe cerca de cien hermanas, que se distribuyeron por grupos y se dedicaron a intercambiar experiencias. Las seis semanas que estuvieron juntas se convirtieron en una experiencia verdaderamente pentecostal. Al año siguiente participaron también hermanas de otras congregaciones, por lo que la riqueza de la experiencia fue aún mayor. Se pensó entonces en utilizar como casa de oración un viejo establecimiento agrícola. Fue una coincidencia sorprendente el que, después de tomar la decisión, se descubriera en el archivo de la ciudad un documento por el que el jefe de una tribu indígena donaba aquel terreno a la Iglesia con el expreso requisito de que se utilizara para la construcción de una «casa de oración». Se llamó The House of Visitation. Años más tarde pude pasar allí algunas semanas en compañía de una comunidad simpatiquísima. Siempre encontré allí una serenidad y una paz inmensas. 95
Esta «Casa de la Visitación», que ha celebrado ya el vigésimo quinto aniversario de su fundación, se ha convertido en un modelo para al menos un centenar de casas de oración esparcidas por vanos continentes. En todas estas casas-escuela de oración se hace realidad el ideal de la integración de la vida y la oración. De manera casi espontánea, muchas de estas casas de oración se han convertido también en escuelas de no violencia y de renovación. Siento un enorme agradecimiento por las hermanas I H M de Monroe, que con un gran vigor creativo pusieron en práctica mi idea. c'Qué sugerencias harías para el buen uso de las casas de oración, principalmente entre los jóvenes seglares (de entre dieciséis y veinticinco años)? Se pueden hacer al principio encuentros de tres días, o de una semana, con un gran número de participantes, para presentar la idea, entusiasmarlos por la vida de oración y ayudarles a comunicarse entre sí. Luego conviene invitarlos a una reunión de un grupo más reducido, que dure una semana o un mes, en una casa de oración que pueda contar con personas capaces de garantizar continuidad de experiencia y orientación en los coloquios, y una atmósfera de seriedad, recogimiento y silencio, y que sepan transmitir el gozo de intercambiar las propias reflexiones y participar en la comunidad en los momentos fuertes de oración, sobre todo en la celebración de las laudes y las vísperas. En cuanto a lo demás, no me cansaré nunca de repetirlo: ¡hay que ser creativos!1.
' Si alguien quiere profundizar en esta cuestión, puede consultar A . E. CHESTER, My journey in the house of prayer, Pathways Press, Monroe 1991.
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«El viento sopla donde quiere». El concilio \4ticano II
Juan XXIII, que fue un hombre libre, quiso hacer honor a «la libertad de los hijos de Dios» aportando un aire de renovación a toda la Iglesia, invitándola a vivir una nueva primavera por medio de la convocación de un concilio ecuménico. Ayúdanos a comprender y ahondar en este maravilloso evento del Espíritu Santo. Antes de la apertura del concilio, el Papa se encontró con todos los teólogos que habían trabajado en las diversas comisiones preparatorias. Empezó la reunión leyendo un texto escrito por no se sabe quién, y era claro para todos que estaba haciendo algo que no le gustaba; más aún, que cada vez le resultaba más molesto. De pronto, puso a un lado los folios que tenía en la mano y dijo: «En definitiva, quiero deciros una cosa: vosotros, los teólogos, no olvidéis nunca que la Iglesia no es un museo». ¡Estas sí que fueron unas palabras liberadoras! La imagen de Iglesia que brotaba de allí era la de Cristo vivo. Si alguien quiere entender la relación entre el concilio y la libertad, este solo episodio lo dice todo. Y& en el comienzo del Concilio, el discurso de apertura fue extremadamente liberador (se ha discutido mucho sobre quién lo escribió, pero su secretario, Loris Capovilla, me ha asegurado en varias ocasiones que fue escrito directamente por el
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' apa). El centro de la alocución fue la historia de la salvación: la continuidad de la doctrina de la Iglesia no está eri las lormulas, ya que la misma fe se va expresando con una profundidad creciente siguiendo las circunstancias de la historia. Debe haber fidelidad, pero no a las fórmulas, sino a Cristo vivo en toda nuestra historia. Esta clara intuición ha liberado a la Iglesia y a la teología de los esquemas escolásticos, apartados de Cristo y de la historia. El Papa comparó la Iglesia con la fuente del pueblo. La fuente es siempre la misma, pero el agua es siempre nueva. Con esta imagen quería conciliar fidelidad y renovación. Este hombre, que a lo largo de su vida había callado y obedecido casi siempre, al convertirse en papa, hizo resonar una Voz potente, nueva y liberadora. c'Qué piensas de esta actitud? E n algunos de sus escritos, publicados por monseñor Capovilla, se ve claramente que Juan X X I I I tenía un espíritu fresco, libre y profundo al reflexionar sobre los acontecimientos de la Iglesia. L o hacía generalmente de una manera sosegada. Pero, cuando habló de la manía de «hacer carrera», lo hizo en términos duros, considerándola como una de las peores tentaciones satánicas. E r a consciente de que la Iglesia necesitaba una renovación y una apertura, una «inundación» del Espíritu Santo que, como el viento, «sopla donde quiere y cuando quiere». A lo largo de su vida, Roncalli no se mostró muy profético. cCómo se explica el cambio en los últimos cuatro años de su existencia? Depende de cómo se entienda la palabra «profeta». El era 98
modesto, y llevó una forma de vida coherente con su estilo: conversaba con la gente con muchísima sencillez, la escuchaba y luego lo llevaba todo delante de Dios. Era un hombre p r o f u n d a m e n t e p i a d o s o y h u m i l d e . E s t a s virtudes son liberadoras, porque suprimen todas las estructuras sofocantes, que no son conformes al espíritu del evangelio. ¡Piénsese en la diplomacia! Roncalli sabía estar en todas las situaciones y en todos los ambientes con el espíritu del evangelio. N o gritaba. N o hacía críticas severas. Pero se notaba que era consciente de que el estilo evangélico era una cosa y otra muy distinta las estructuras con que se encontraba. Tú viviste de lleno todas las fases del Concilio. En primer lugar fuiste consultor de la comisión preparatoria. cCómo te encontraste en ella? c'Qué propusiste? L a mayoría de las comisiones preparatorias estaban formadas por miembros de la curia vaticana y por amigos elegidos por estos. N o obstante, las conferencias episcopales habían propuesto también a algunos expertos, como el profesor Michael Schmaus, que era un teólogo dogmático bastante abierto. El Papa, además, había añadido a la lista de nombres para la comisión doctrinal, de su propio puño y letra, a De Lubac, a Congar y a mí. A u n q u e no éramos bien vistos por el cardenal Ottaviani ni por sus amigos, nosotros trabajamos con el corazón desembarazado de prejuicios, tratando de hacer críticas constructivas. A l final de la preparación, el cardenal Ottaviani ofreció una comida a todos los consultores de la comisión (unas ochenta personas). Los sitios estaban asignados. Nosotros tres estábamos colocados en la extrema izquierda. cCómo no reírse ante esta disposición? E n la comisión doctrinal me escucharon bastante. Discutíamos, pero sin llegar a conflictos graves. Sin embargo, estaba lc< límenlo que yo había experimentado. He llegado a la eom IIINIÜII dr que en la persona humana hay unas iucrzas iiimeiiurtn, de IIIH /W
que ha sido dotada por el Creador. Una experiencia religiosa profunda y un abandono confiado en la voluntad de Dios pueden activar nuestras energías psicofísicas y biológicas, dando lugar al milagro de la curación. \ b no niego los milagros, sino la explicación de que Dios cambie las leyes biológicas. Creo más bien en la sensibilidad de la obra del Espíritu y en su presencia continua en nosotros, de forma que en los momentos importantes de nuestra existencia puedan ocurrir cosas extraordinarias, como la curación bien de la psique bien del cuerpo. Muchas veces me han preguntado cómo se puede explicar el que haya superado el cáncer, después de haberse manifestado de diversas formas y a menudo en estados muy avanzados. ¡Hay quien ha insinuado incluso la idea de que yo pensara que el mundo seguía teniendo necesidad de mí! Mi respuesta ha sido que, si yo hubiera pensado realmente esto, ciertamente no me habría curado, porque esto habría provocado en mí un desorden espiritual y psicofísico... Creo más bien que el secreto de mi curación está en la serenidad, fruto de la conformidad con la voluntad de Dios, en mi abandono confiado a él: «Abba, en tus manos encomiendo mi espíritu». El abandono consciente, total, a la voluntad de Dios tiene en sí una gran fuerza curativa. No he sido yo el que me he curado. Tanto la curación como la libertad creativa se reciben como un don no merecido. Hay que estar agradecidos por ello. Por lo que respecta a la posibilidad de curación de otras personas, puedo decir que muchos teólogos, al hablar de la llamada ley natural, la ponen en relación con la dinámica de ciertas pulsiones biológicas. Mi reflexión sobre esta ley, en cambio, versa más sobre las relaciones sanas entre las personas (los cónyuges entre sí, los padres con los hijos; además de las relaciones entre familiares, amigos, vecinos y personas cercanas en general). Dentro de estas relaciones, creo que tiene particular importancia la que se establece entre los creyentes y el pastor o párroco que es imagen auténtica del siervo de Dios, que ins-
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pira serenidad y da a todos un anticipo de confianza. \ o siempre he enseñado que en toda sociedad (al igual que en la Iglesia) es fundamental que las relaciones sean sanas, que las personas se animen mutuamente a hacer el bien, que todos dispongan de la holgura necesaria para el crecimiento moral y psicofísico. El enemigo más peligroso de las relaciones sanas y curativas es la confianza falsa y exagerada en uno mismo, unida a la desconfianza en los demás. Esta es una de las causas principales del fracaso de muchos matrimonios. También en la Iglesia y en sus estructuras, la autoconfianza exagerada, unida a la falta de respeto y confianza en los demás, es un gusano peligroso que corroe todas las relaciones (cf A A S 1989, p. 1405 e índice). Todo absolutismo, ya sea del Estado, de la sociedad o de la Iglesia, tiene su origen en una desproporción enorme entre la confianza en uno mismo o en el propio grupo y la desconfianza/desprecio de la «masa». Un ejemplo, que ya hemos mencionado, es el decreto de la Congregación para la doctrina de la fe de 1989 que prescribe a todos los teólogos dedicados a la enseñanza en la Iglesia un juramento de fidelidad (observancia), no sólo en relación con los artículos de fe, sino también con todas las enseñanzas del papa, al que se llama Sanctissimus y Beatissimus. El objetivo evidente es el conformismo total, en perjuicio de la sinceridad y de un esfuerzo solidario por anunciar el evangelio a todas las culturas, en una época de cambios rápidos y profundos. El episcopado alemán no ha tenido «valor» para poner en circulación el decreto. Se trata de una estructura que pone de manifiesto una inmoderada autoconfianza por parte de los órganos centrales, unida a una desconfianza total, no sólo respecto de los teólogos, sino también de todo el pueblo de Dios, y ello en perjuicio de la credibilidad de la institución y en detrimento de unas relaciones sanas y curativas. 231
Esta actitud me hace recordar un chiste de los periodistas franceses en relación con Charles de Gaulle: según estos, en Montmartre, su presidente rezaba: «Sagrado Corazón de Jesús, confía en mí». El fenómeno de la excesiva autoconfianza, unido a una desconfianza malsana en los subditos, se manifiesta de manera constante en la historia de los regímenes absolutistas, con una mezcla de sincretismo mágico-religioso: el emperador, el rey —en ocasiones también el papa-rey—, apelan a una asistencia especial de Dios, a una acción particular del Espíritu Santo a través de ellos. Pero la fe auténtica muestra más bien que el Espíritu Santo no se deja monopolizar por nadie. El que no mantiene una atención respetuosa al Espíritu Santo, que «opera en todos y en vista de todos», no tiene derecho a considerarse a sí mismo un canal directo del Espíritu, en detrimento de todos los demás. En obediencia al Espíritu, nadie puede oponerse a la aplicación del principio de subsidiaridad. Toda combinación de confianza excesiva en uno mismo y cierto desprecio del pueblo sencillo se hace trágica si se apoya en algún mito religioso. Con otras palabras: la aplicación de la colegialidad y del principio de subsidiaridad en la vida de la Iglesia está sin duda ligada a la adoración de Dios en Espíritu y en Verdad. Pero tampoco hay que olvidar el aspecto contrario: quien se niega a escuchar respetuosamente a las autoridades legítimas y a atender a la comunidad de los fieles, no puede apelar a iluminaciones divinas ni a la propia sabiduría. Análoga fue la lógica que inspiró el proceso a que yo fui sometido por parte del antiguo Santo Oficio. El dicasterio vaticano, al final, me ofrecía cerrar la cuestión a condición de que yo prometiera, oralmente y por escrito, evitar, no sólo toda expresión de disentimiento explícito en relación con el magisterio, sino incluso toda palabra —escrita u oral— que pudiera
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interpretarse como disidencia. Era volver a la misma falsa letanía que había inspirado la conducta de un Oficio que en el pasado había quemado brujas, herejes y hombres desesperados, y que había definido tantas «verdades» y cánones que luego fueron completamente cambiados en el Vaticano II. Pretendiendo hacer prometer tal cosa a un teólogo, no sólo se dice: «Sagrado Corazón de Jesús, ten confianza en mí», sino que además se demuestra que no se siente suficientemente el misterio de Dios, siempre más grande que nuestros conceptos, y el valor de la sinceridad absoluta. Una estructura malsana, no sólo no cura, sino que daña. Crea una atmósfera de sospecha con la que se pretende «salvar» una ortodoxia mal entendida. Es evidente que Juan Pablo II me ve con simpatía, pues, como ya he dicho, con una sola frase, obligó a cerrar el proceso en contra mía en los primeros días de su pontificado. cQué propones para que las estructuras sean libres y liberadoras? Que todos se dejen corregir. Que haya entre los teólogos un diálogo franco, libre y constructivo; que nadie tema formular hipótesis o censure sus propios razonamientos por miedo a un posible disentimiento del magisterio. Que todos los teólogos, todas las escuelas y todas las corrientes se pongan en un proceso continuo de aprendizaje de los demás. Y que la misma cuna romana entre en este proceso de diálogo nunca acabado. Que haya confianza en el pueblo de Dios y también se le escuche, porque también él está iluminado por el Espíritu Santo. Que nunca se busque la uniformidad y el conformismo en cosas no reveladas. En relación con la Humanae vitae, por ejemplo, se habrían podido evitar muchas crisis si las distintas corrientes de pen233
Sarniento de la Iglesia hubieran sido capaces de dialogar entre sí de manera tranquila y fecunda: se habría llegado a una respuesta sanadora, terapéutica, expresión de una libertad empeñada en buscar la verdad, en comprender lo que quiere hoy el Espíritu, en una situación histórica determinada'. Cristo, al instituir la Iglesia y darnos la libertad, ha decidido correr un gran riesgo. Pero nos ha dado al Espíritu Santo para que nos ayude a crear estructuras sanas y liberadoras. Conviene no atarle las manos al Espíritu Santo, considerando que tenemos el monopolio de la verdad... ¡Qué hermoso sería oír de vez en cuando a un teólogo, a un obispo o, por qué no, a un papa, decir: «Perdonadme, hermanos; me he equivocado»! (Qué mensaje sacarías hoy para nosotros del versículo bíblico programático de tu moral, «La ley del Espíritu, en Cristo Jesús, nos ha liberado...»? Hay que vivir de la ley que el Espíritu escribe en el corazón de todo ser humano y en la dinámica de la historia. Fue el Espíritu el que se hizo visible en el bautismo de Jesús, en su muerte y en su resurrección. Viviendo de aquel Espíritu, participamos plenamente en la vida del Salvador y en su misión liberadora. Animados por el Espíritu, vivimos en Cristo, que sigue en nosotros orando, amando y evangelizando al mundo, y liberándolo de toda forma de mal. La solidaridad en Cristo, la comunión con él, libera al mundo del pecado, de la hamartía, es decir, de la tendencia a la ' Recuerdo que esta fue la postura de la Santa Sede con ocasión de la polémica sobre la gratia praeveniens. Entonces fue el cardenal Belarmino el que convenció al papa Clemente VII de que la respuesta adecuada no era decidir por una parte o por otra, sino invitar a abandonar la polémica para iniciar un diálogo auténtico, en el respeto a todos y cada uno.
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complicidad con el mal que tiende continuamente a insinuarse en las estructuras humanas, y a veces también en las eclesiásticas. Junto al egoísmo individual hay también otro egoísmo, aún más dañino, que es el «egoísmo santo», el del grupo, el del partido, el de la «patria», un egoísmo que acaba con la verdadera solidaridad en la busca y en la práctica de la verdad. Hay una «virulencia» mortífera escondida tras máscaras o mentiras encarnadas en la mentalidad, en la presión de la opinión pública. A todo esto, con una expresión bíblica, se le puede llamar «ley de la muerte», alienación de la verdad, de la auténtica libertad. Se trata de una patología profunda y contagiosa, consistente en cerrarse al Espíritu, a la búsqueda solidaria del bien y de la verdadera libertad. Asociado a la salvación en Cristo, el creyente celebra su liberación de la muerte precisamente en la hora de su defunción, verdadero nacimiento a la plenitud de la vida. Este paso de la muerte a la vida, de la complicidad en el mal a la plena solidaridad en el amor redimido es una gracia nunca merecida, que es menester acoger siempre con humildad y agradecimiento. Esta acogida agradecida es la antesala de la fiesta eterna, de la alabanza perenne. Esta visión no es una escapatoria, sino más bien el mensaje más importante para el hombre de hoy. Nuestra opción de fondo no es auténtica si cada uno de nosotros piensa sólo en salvarse a sí mismo. «Opción fundamental» es vivir del Espíritu; vivir relaciones sanas y sanadoras con todas las personas que encontramos, gracias a nuestra comunión vital con el misterio de la Trinidad, que es puro intercambio amoroso; vivir la solidaridad en el bien para oponerse radicalmente a la solidaridad en el mal, que se expresa a través de la violencia que corroe todas nuestras estructuras; como decía antes, vivir la ley del perdón, transformando en amigo al enemigo. Vivir la ley de la no violencia, única fuerza capaz de devolver la paz a 235
s
nuestra existencia individual y a toda la humanidad. Vivir en estructuras sanas, que garanticen la confianza mutua y que se basen en el principio de la colegiahdad y de la subsidiandad, para ayudar a todos a vivir armónicamente, con transparencia, pasando de la solidaridad a la auténtica comunión. Esforzándome en vivir estas realidades, comprometiéndome con los otros en la difusión de estos principios, espero haber hecho honor a mi ideal de convertirme en servidor de la libertad que cura. Podrías decir: «Soy un teólogo libre y, gracias a mi libertad y a la "parresía" que ha caracterizado toda mi vida, quisiera despedirme de escena con un testamento liberador». (Cuál sería? Más que hacer un testamento referente a mi persona, quisiera dar las gracias: gracias a Dios por todo lo que he recibido de la Iglesia, en la Iglesia y por medio de la Iglesia. Y quisiera invitar a todos a servir al evangelio y a la Iglesia con alegría, con absoluta sinceridad y franqueza. «Servir es reinar». Y es fuente de perfecta alegría gastar la vida al servicio de la libertad que cura.
índice
Págs.
Prólogo Introducción. La verdad que libera el amor
5 7
1 RESGUARDADOS E N L A LIBERTAD 1. Libre porque amado
15
2.
«He visto la bondad liberadora»
29
3.
«La ley que libera»
41
4.
En Roma, en el arca de Noé
53
2 L I B R E S PARA SERVIR EN LA VERDAD
236
5.
Servir: amarse a sí mismos
73
6.
... Y cantar todos los días tus alabanzas
83
237
Págs.
Colección TESTIGOS
7. «El viento sopla donde quiere». El concilio Vaticano II
97
8. «Libres para servir a los hombres de todas las culturas»
125
3 LIBERTAD PARA A M A R
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
9. ¡Ay de mí si no hablo!
153
10. «He visto tus lágrimas»
165
1 1. Llamados a la libertad en la fidelidad y en la creatividad
185
12. Bienaventurado el que decide perder
207
11. 12. 13. 14. 15. 16. 17.
Conclusión. Más que un testamento, un «gracias» a la
Iglesia
18.
229
19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.
238
Clara de Asís. Francisco Gamissans San Vicente de Paúl Luis Nos Muro Grandes cristianos de nuestro siglo. Christian Feldmann San Agustín de Hipona. Luis Nos Muro Óscar A. Romero. Jesús Delgado Tres pioneros del futuro. Ludwig Kaufmann El sari y la cruz. José Luis González-Balado Francisco de Asís. Victoriano Casas Testigo creíble de la justicia. Pedro Arrupe. Eduardo Martín Clemens Una extraña felicidad. Cartas del P. Damián leproso. E. Brion Si Agustín viviera. Theodore Tack Vida y pensamiento del cardenal Neiuman. Charles Stephen Dessain San Juan de la Cruz. Darío Gutiérrez Martín Un joven de 80 años: el papa Juan, guía de la Tercera Edad. Moisés Prieto El beato Timoteo Giaccardo de ¡a Sociedad de San Pablo. Giorgio Papasogli Florecillas de san Juan de la Cruz. José Vicente Rodríguez Guía espiritual de comportamiento con el ambiente. Francisco de Asís. Pietro Luzi La pasión por el Espíritu de Jesús. Luisa de Marillac. Antonino Orcajo Vida de Teresa de Jesús leída hoy. J. Martí Ballester Gabriel de la Dolorosa. Gabriele Cingolani El hermano de Asís. Ignacio Larrañaga Seremos juzgados sobre el amor. M. Teresa de Calcuta La sonrisa de los pobres. J. L. González-Balado Nacido con la palabra. Santiago Alberione. Eduardo T. Gil de Muro La contemplación en la acción. Thomas Merton. Fernando Beltrán Una luz en la noche. Los 18 últimos meses de Teresa de Lisieux. Jean Fran^ois Six Madre Teresa del mundo entero. Su vida, su obra, su mensaje. José Luis González-Balado Nueve rostros de hombre. Carlos Díaz Tras las huellas de Maximiliano Kolbe. Jean-Frangois Villepelée Háring. Valentino Salvoldi