Filosofias Del Siglo XX

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L E T R A S

UNIVERSITARIA Francisco J. Vidarte José Fernando Rampérez

FILOSOFIAS DEL SIGLO XX

Filosofías del siglo X X traza un recorrido singular, otro más tal vez, por una herencia controvertida de la f- ciegas. El positivismo Ä ifiiir.í. según Marcusa:» contra el potencial crítico y emancipador de la dialéctica hegéliaííá y marxista, prefiriendo el acomodo a ios lietlies y esesbfeeit-ndo la observación y fa, experimentación ele los datos de la realidad com o Conocimiento supremo: “La oposi­ ción positivista al principio de que los hechos de la experiencia tienen que justificarse ante el tribunal de la razón, impedía, sin embargo, una interpretación de estos ‘d ato / en términos dé una crítica Comprensiva de lo dado. D icha Crítica no tenía ya cabida en la ciencia” (M arcuse, 1986: 319). En esta dirección, todos lös movimientos Conservasdores posteriores, desde la ingeniería'Social comteana al nacionalsocialismo, han supues­ to una negación del espíritu inconformistá y crítico del hegelianismo, prescindiendo de sus elementos teóricos más “peligrosos” y revolucionarios., cancelando la contradic­ ción y sustituyéndola por la afirmación de lo positivo, desvirtuando la consigna hegeliana de que lo racional es real en una mera constatación de fes hechos, en una identi­ ficación de la razón con la realidad aun si ésta es a todas luces irracional. Pero Marcuse insiste en su optimismo, a pesar de que esta sociedad ha logrado controlar su propia dialéctica en base a su productividad [...]. La idea de una forma diferente de Razón y de libertad, contemplada tanto por el idea­ lismo como por el materialismo dialéctico, se presenta de nuevo como utopía, Pero el triunfo de las fuerzas regresivas y retardatarias no invalida la verdad de esta utopía. La movilización general de la sociedad contra la liberación última del individuo, que cons­ tituye el contenido histórico del presente período, indica cuán real es la posibilidad de esta liberación (Marcuse, 1986: 414).

Parece como si el firme propósito de la sociedad industrializada de echar tierra enci­ ma de los sujetos para evitar su liberación denunciara el enorme potencial subyacente que se quiere reprimir. El optimismo marcusiano encuentra su apoyo más inmediato, paradó­ jicamente, en el pesimismo ilustrado de Freud. De él va a recuperar no su agorero pro­ nóstico del Malestar en la cultura, sino la insistencia pulsional, el empuje de los instintos, hacia su liberación y su inagotable esfuerzo por vencer la enorme tarea represora de la civi­ lización. Decididamente, Marcuse toma partido por el Eros de la cosmogonía freudiana y desoye los dictados de la pulsión de muerte. Identifica la civilización con la represión y con el principio de realidad (significativamente, Eros y civilización se divide en dos partes tituladas: “Bajo el dominio del principio de la realidad” y “Más allá del principio de la rea­ lidad ) y olvida la particular pugna de la segunda tópica, donde Eros no sólo es subyuga­ do por la represión sino por el más allá del principio del placer, por la compulsión de repe­ tición y por la pulsión de destrucción, verdadero, motor del pesimismo freudiano, que nada tiene que ver con la interpretación reduccionista, en términos de finitud y frustración -lo que en absoluto inquietaba al romántico Freud, entusiasmado en Die Vergänglichkeit por la breve belleza de una rosa··, que hace Marcuse: “El hecho brutal de la muerte niega de una vez por todas la posible realidad de una existencia no represiva. Porque la muerte es la negación final del tiempo y ‘el placer quiere eternidad”’ (Marcuse, 1989: 213).

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Capítulo 6: El marxism o del siglo

XX y la Escuela de Vrankfurt

Muy poco freudianamente relata la redención erótica de la muerte a través de la memoria, del recuerdo de la felicidad originaria perdida cuando, como sabemos, en el origen desde siempre habitaba ya la propia pulsión de muerte como goce fatal, simboli­ zando esta victoriosa lucha contra el tiempo con los relojes rotos de la Revolución fran­ cesa que relataba Benjamín. El optimismo marcusiano tiene que pasar como sobre ascuas por Más allá del principio del placer para poder concluir que el “Eros fortalecido absor­ bería, como quien dice, el objetivo del instinto de la muerte. El valor instintivo de la muerte sería transformado [...]. La atracción inconsciente que lleva al instinto hacia un ‘estado anterior’ sería contraatacada efectivamente por el gusto obtenido en el estado de vida alcanzado. La naturaleza conservadora’ de los instintos llegaría a descansar en un presente totalmente satisfactorio. La muerte dejaría de ser una meta instintiva” (Marcuse, 1989: 217). Marcuse ha visto muy bien, no obstante, el núcleo del pesimismo freudiano y de su conservadurismo extremo. El último recurso represivo de la sociedad es la muerte misma, aceptarla y conformarse con ella, integrarla del modo que sea: En una civilización represiva la muerte misma llega a ser un instrum ento de la represión. Ya sea que la muerte sea temida como una amenaza constante, o glorifica­ da como un sacrificio supremo, o aceptada como destino, la educación para el con­ sentimiento de la muerte introduce un elemento de rendición dentro de la vida des­ de el principio -d e rendición y sumisión-. Sofoca los esfuerzos “utópicos”. Los poderes que existen tienen una profunda afinidad con la muerte: la m uerte es un signo de la falta de libertad, de la derrota (Marcuse, 1989: 217-218).

Sea como fuere, el injerto freudiano en el marxismo resulta beneficioso para com­ prender cómo las masas admiten tan fácilmente la maleabilidad de sus deseos y aspira­ ciones de felicidad en términos sistémicos. Más allá de la teoría social y económica, como propugnaba Freud, es preciso internarse en el análisis psicológico de los sujetos para una fundamentación más radical del devenir de la humanidad en su conjunto. El psicoaná­ lisis contribuye a esto en la medida en que concibe la civilización como un esfuerzo con­ tinuo de represión, canalización y demora de la satisfacción de los impulsos libidinosos de carácter sexual. Dicha canalización logra integrarlos -com o familia-justamente en la célula primaría de la sociabilidad, del trabajo, de la educación y de la acumulación y transmisión de patrimonio. Ello no se lleva a cabo sin un gasto, sin un malestar creciente por la renuncia pulsional que, según Freud, termina por estallar cíclicamente en el retor­ no de lo reprimido. Para evitar este retorno a la catástrofe, Marcuse aboga por una “subli­ mación no represiva” en la que “los impulsos sexuales, sin perder su energía erótica, tras­ cienden sil objeto inmediato y erotizan las relaciones normalmente no eróticas” (Marcuse, 1989: 11). Evita con ello el mecanismo de control social de la “desublimación represi­ va” tendente a liberar la sexualidad inmediata, privándola de poder colaborar en la mejo­ ra social y ser canalizada emancipadoramente. Marcuse se aparta decisivamente de Freud cuando considera que no se puede identi­ ficar sin más civilización y represión y cree poder abrir una nueva vía, ciertamente utópi

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Filosofías del siglo XX ca, basada en que la propia sociedad industrializada camina hacia su disolución, pues se ve incapaz de ejercer la represión del Eros al disminuir progresivamente el tiempo de tra­ bajo necesario para la producción, liberando un tiempo de ocio ya no susceptible de ser sofocado: “El mismo progreso de la civilización bajo el principio de actuación ha alcanzado un nivel de productividad en el que las exigencias sociales sobre la energía ins­ tintiva que debe ser gastada en el trabajo enajenado pueden ser reducidas considerable­ mente. Consecuentemente, la continua organización represiva de los instintos parece ser menos necesaria” (Marcuse, 1989: 127). Sólo que justamente sucede lo contrario, estable­ ciéndose una represión sobreañadida, en términos de productividad como nuevo princi­ pio de realidad, por encima de la que sería necesaria para el mantenimiento de la civiliza­ ción, conectando con el afán de dominación del que hablaba la Dialéctica de la Ilustración. Es esta represión excedente o sobreañadida la que impide que el Eros, los deseos humanos, se rebelen contra el estado de cosas porque se ha “alterado la naturaleza misma de la sexua­ lidad: de un ‘principio’ autónomo que gobierna todo el organismo es convertida en una función temporaria especializada, en un medio en lugar de un fin” (Marcuse, 1989: 52). La creciente ociosidad de las masas desocupadas, unidas al proceso de liberación del Eros, incapaz de seguir siendo reprimido, es lo que dará pie, según Marcuse, no “a una sociedad de maníacos sexuales” (Marcuse, 1989: 188), sino a una nueva e idílica sociedad orienta­ da por un nuevo principio de realidad no represivo y por una libido transformada en Eros como Agape (cfr. Marcuse, 1989: 196), donde el trabajo se metamorfosea en juego (cfr. Marcuse, 1989: 199), la naturaleza en jardín (cfr. Marcuse, 1989: 201) junto con otros bucólicos rasgos que denuncian una nueva sensibilidad y contrastan vivamente con la aus­ teridad hasta entonces presente en la Escuela. No es de extrañar, por tanto, que Habermas, en sus Perfilesfilosófico-políticos, al reflexionar sobre Marcuse y, tras haber constatado que “esta teoría tiene la debilidad de que no puede dar razón de su propia posibilidad”, exalta­ se “uno de los rasgos más dignos de admiración de Herbert Marcuse: su capacidad de resis­ tencia contra el derrotismo [...] ante la alternativa de ser inconsecuente o irresponsable, Marcuse se decidió por lo primero. Dejó a un lado sus dudas sobre una razón práctica corrompida, que presuntamente estaría absorbida por la totalidad de la razón instrumen­ tal” (Habermas, 2000b: 294-295).

6.5. Habermas y la teoría de la acción comunicativa

El itinerario seguido por Habermas (1929-) será en parte fiel al de sus tres predecesores en lo que se refiere a la tarea de la renovación y la reconstrucción del materialismo his­ tórico, a su asunción de las premisas de la Dialéctica de la Ilustración y la enseñanza de Marcuse acerca de la incapacidad de las fuerzas productivas para lograr una ilustración política -C ienciay técnica como ideología justamente se desarrolla como ampliación e interpretación de una frase capital de Marcuse que avanza en este sentido-, a la crítica del positivismo y a su convencimiento de la necesidad de establecer una teoría crítica de la sociedad interesada en la emancipación de la humanidad.

Capítulo 6: El m arxism o del siglo XX y la Escuela de Frankfurt

Si cabe establecer una vinculación especial entre Marcuse y Habermas, es, además, porque el segundo, aunque en una dirección muy distinta de la de Marcuse (y más aún de la del freudomarxismo de Reich o Fromm), cimentará sobre los escritos de Freud nociones tan capitales en su pensamiento como la del interés emancipativo y la de C ien­ cia Crítica. El psicoanálisis le servirá como correctivo a las deficiencias observadas en el materialismo histórico de Marx y se constituirá como ejemplo privilegiado de lo que debe ser una ciencia crítica, al modo de la crítica de las ideologías, que llegará a ser com­ prendida también desde el modelo freudiano del análisis del síntoma y del levantamiento de la represión. Incluso se puede comprender desde este enfoque que sus desarrollos pos­ teriores y más actuales acerca de la teoría de la acción comunicativa reposen sobre sus primeros análisis lingüísticos de la disciplina psicoanalítica, como intento de remediar la comunicación intersubjetiva sistemáticamente mutilada del enfermo mediante la pro­ posición de una situación ideal de comunicación no distorsionada. Habermas no concibe una Teoría crítica de la sociedad si no contempla simultánea­ mente una teoría de la evolución social. Para ello rastrea la dinámica de la dialéctica social desde Hegel y Marx, pasando por Freud, hasta llegar a su más madura reconstrucción del materialismo histórico mediada por las teorías del desarrollo moral de Kohlberg y su aplicación a la sociedad capitalista avanzada. En todo momento veremos la reticencia de Habermas ante los intentos de otros autores por ponerle freno a las intuiciones más bri­ llantes respecto de la evolución y el cambio social. Concretamente, lo que le achaca a Hegel en “La crítica de Hegel a la Revolución francesa” es su ambivalencia y su miedo frente a las consecuencias teóricas de esa revolución. Hegel conceptúa el derecho abs­ tracto como emancipación conducente a la revolución, para enseguida dar marcha atrás y señalarlo como el resultado de la decadencia de la eticidad: Hegel ha reducido la realización subjetivo-revolucionaria del derecho abstracto al proceso objetivo revolucionario de emancipación social de individuos trabajadores para poder legitimar el revolucionamiento de la realidad al margen de la misma revo­ lución. Ahora bien, adquiere para ello el peligroso potencial de una teoría que toda­ vía conceptúa su relación crítica con la misma praxis. Hegel desea desarmar la espo­ leta de este potencial. Y lo puede desarmar en tanto que se acuerda de un sentido distinto al que también había atribuido constantemente la realización del derecho abs­ tracto [...]. El derecho abstracto no sólo aparece como la forma en la que la sociedad moderna se emancipa, sino también como aquella forma en la que se ha disuelto el mundo substancial de la polis griega. A partir de estos contextos concurrentes, como una forma de emancipación del trabajo social, por una parte, y como producto de la ruina de una eticidad disuelta, por otra, el derecho abstracto obtiene aquella profun­ da equivocidad en la que encuentra su eco la ambivalencia de Hegel frente a la Revo­ lución francesa (Habermas, 1997: 132). Hcgcl ha neutralizado el peligro del “dialéctico tornarse práctico de la teoría” y ha dejado la revolución en manos del ciego despliegue del espíritu objetivo, trasvasándo­ le punto por punto todo lo que antes le había negado al espíritu subjetivo revolucio­

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filosofías del siglo XX nario. El miedo a la revolución llevó a Hegel a insertarla en el corazón de su filosofía, a ontologizarla como espíritu del mundo y desubjetivarla negándole todo valor emancipatorio, dejándola sin agentes revolucionarios, transformados en un proceso objeti­ vo: “Hegel convierte a la revolución en pieza central de su filosofía para preservar a la filosofía de convertirse en el rufián de la revolución. Por eso salva de nuevo a la dialéc­ tica en tanto que ontología, por eso salvaguarda de nuevo a la filosofía su origen a par­ tir de la teoría, y sustrae a la teoría de la mediación por parte de la conciencia históri­ ca y de la praxis social” (Habermas, 1997: 139). Marx corregirá en parte la dialéctica hegeliana haciéndola irremisiblemente históri­ ca y concreta, pero caerá, según Habermas, en un error semejante al reobjetivar de nue­ vo lo que pretendía ser una praxis emancipadora. El sujeto de la historia no será ya el espíritu objetivo, sino el proletariado. Sólo que Marx también se muestra ambivalente. Por una parte contempla el proceso emancipatorio como fruto exclusivo de la evolución de las fuerzas productivas; pero, por otra parte, considera este proceso de liberación del hombre mediante su acción instrumental sobre la naturaleza estrechamente ligado a las relaciones de producción, a la interacción de los hombres en la sociedad: Las dos versiones que hemos examinado ponen de manifiesto una indecisión que tiene su fundamento en el punto de partida teórico mismo. Para el análisis del desa­ rrollo de las formaciones económicas de la sociedad, Marx recurre a un concepto de sistema de trabajo social que comprende más elementos de los que se declaran en el concepto de la especie hum ana que se autoproduce. La autoconstitución mediante el trabajo social es concebida en elplano de las categorías como proceso de producción; y la acción instrumental, trabajo en el sentido de actividad productiva, designa la dimensión en que se mueve la historia de la naturaleza. En elplano de sus investigacio­ nes materiales, en cambio, Marx tiene siempre en cuenta una práctica social que com­ prende trabajo e interacción; los procesos de la historia de la naturaleza están media­ dos entre sí por la actividad productiva de los individuos y por la organización de sus interrelaciones (Habermas, 1989: 61-62). Habermas rechazará de plano esta reducción de las relaciones de producción a las fuerzas productivas, de la esfera de la acción comunicativa a la esfera de la acción ins­ trumental que deja 1a historia en manos de una ciega necesidad de la naturaleza, de la “cosa en sí” kantiana que reaparecería en el pensamiento marxista: En mi opinión, la causa de ello reside, desde un punto de vista inmanente, en la

reducción del acto de autoproducúón de la especie humana al trabajo. La teoría marxiana de la sociedad hace que en su punto de partida, junto a las fuerzas productivas en las que se sedimenta la acción instrumental, aparezca también el marco institucional, las relaciones de producción. Por lo que se refiere a la práctica, ni elimina el contexto de la interacción mediada simbólicamente ni tampoco la función de la tradición cultura), pues sólo a partir de ellas pueden entenderse la dominación y la ideología. Pero este aspecto de la práctica no entra en el sistema filosófico de referencia [...]. Así surge en la obra de Marx una singular desproporción entre la práctica de la investigación y la res­

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tringida autocomprensión filosófica de la misma. En sus análisis de contenido, Marx concibe la historia de la especie humana sirviéndose conjuntamente de las categorías de actividad material y de superación crítica de las ideologías; de acción instrumental y de práctica transformadora; de trabajo y de reflexión; pero Marx interpreta lo que hace en el limitado esquema de la autoconstitución de la especie humana, operada sólo por el trabajo (Habermas, 1989: 51-52).

Esta revisión del pensamiento marxista servirá para situar con precisión el contexto y el porqué de la teoría crítica habermasiana, decididamente inserta en el marco de las relaciones de producción, de la crítica de las ideologías, de la reflexión y de la acción comunicativa. Como veremos, la crisis del capitalismo para Habermas procederá de este ámbito, será una crisis de legitimación y motivación, y no una crisis sistémica procedente del sustrato económico. La inversión del planteamiento marxiano ha sido radical. Al hilo de nuestra exposición anterior han salido a relucir dos términos de capital importancia en Habermas: la acción instrumental y la acción comunicativa. La prime­ ra, junto con la elección racional, constituye el trabajo o acción técnica como acción encaminada a la consecución de un fin: Por “trabajo” o acción racional con respecto a fines entiendo o bien la acción ins­ trum ental o bien la elección racional, o una combinación de ambas. La acción ins­ trum ental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico. Esas reglas implican en cada caso pronósticos sobre sucesos observables, ya sean físicos o sociales; estos pronósticos pueden resultar verdaderos o falsos. El comportamiento de la elección racional se orienta de acuerdo con estrategias que descansan en un saber analítico. Implican deducciones de reglas de preferencias (sistemas de valores) y máxi­ mas generales; estos enunciados pueden estar bien deducidos o mal deducidos. La acción racional con respecto a fines realiza fines definidos bajo condiciones dadas. Pero mientras la acción instrumental organiza medios que resultan adecuados o inadecua­ dos según criterios de un control eficiente de la realidad, la acción estratégica sola­ mente depende de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posi­ ble, que sólo puede obtenerse por medio de una deducción hecha con el auxilio de valores y máximas (Habermas, 2001a: 68).

La acción instrumental se rige por reglas técnicas nacidas de la observación empí­ rica, mientras que la elección racional promueve estrategias y reglas generales obteni­ das deductivamente. La acción comunicativa, por su parte, se refiere a toda interac­ ción mediada simbólicamente entre los sujetos en el marco institucional de unas normas morales y de comportamiento, transmitidas por la tradición, comprensibles y recono­ cidas por los individuos intervinientes. Por acción comunicativa entiendo una interacción simbólicamente mediada. Se orienta de acuerdo con normas intersubjetivamente vigentes que definen expectativas recíprocas de comportamiento y que tienen que ser entendidas y reconocidas, por lo menos por dos sujetos agentes. Las normas sociales vienen urgidas por sanciones. Su

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Filosofías del siglo XX

sentido se objetiva en la comunicación lingüística cotidiana. Mientras que la validez de las reglas técnicas y de las estrategias depende de la validez de enunciados empíri­ camente verdaderos o analíticamente correctos, la valid ez d e las normas sociales sólo se funda en la intersubjetividad del acuerdo sobre intenciones y sólo viene asegurada por el reconocimiento general de obligaciones (Habermas, 200 la: 68-69).

Las últimas categorías le sirven a Habermas para esbozar un modelo de evolución desde las sociedades tradicionales a la sociedad moderna. En las primeras, el desequili­ brio en el reparto del trabajo y sus beneficios (acción instrumental) es legitimado desde el ámbito de la acción comunicativa, el aparato ideológico institucional, religioso, etc. La acción técnica aún no ha madurado lo suficiente para cuestionar la legitimación ideo­ lógica de la acción comunicativa. El paso a la sociedad moderna se produce por el desa­ rrollo de las fuerzas productivas, de la acción instrumental o técnica, que hace estallar la justificación ideológica de la esfera de la acción comunicativa y se desvincula de ella, haciéndose autónoma, suplantando la ciencia a la racionalidad comunicativa. El capita­ lismo prescinde de la acción comunicativa autolegitimándose, de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo, desde la acción instrumental por el reparto equitativo y la reci­ procidad en el intercambio de mercado, valores extraídos de la superestructura ideoló­ gica pero anclados definitivamente en el marco de la producción: El capitalismo [...] ofrece una legitimación del dom inio que ya no es necesario hacer bajar del cielo de la tradición cultural, sino que puede ser buscada en la base que representa el trabajo social mismo [...]. Promete la justicia de la equivalencia en tas relaciones de intercambio. C on la categoría de la reciprocidad, también esta ideología burguesa sigue convirtiendo todavía en base de la legitimación a un aspecto de la acción comunicativa. Pero el principio de reciprocidad es ahora principio de organización del proceso de producción y reproducción social mismo. De ahí que el dom inio político pueda en adelante ser legitimado “desde abajo” en vez de “desde arriba” (invocando la tradición cultural) (Habermas, 2001a: 76). Sin embargo, en la línea de la Escuela, las injusticias a las que llega el sistema capi­ talista ya no podrán salir a la luz mediante la argumentación marxista, a saber, la ilus­ tración crítica que representan las crisis económicas y el desarrollo de las fuerzas pro­ ductivas. Éstas incluso, la acción instrumental, la ciencia y la técnica, se convierten en las nuevas ideologías legitimadoras de la opresión: mediante la intervención del Estado para la corrección de las desigualdades económicas y de clase, los desequilibrios del sis­ tema, etc., problemas que dejan de ser morales o éticos y se tornan meramente técnicos; y mediante la institucionalización de la necesidad de la investigación científica como catalizadora de la producción, como primera fuerza productiva, para lograr un mayor índice de consumo. De este modo, las necesidades del capitalismo coinciden con las de la sociedad consumista, excluyéndose del proceso legitimador cualquier discusión racio­ nal sobre fines al haber sido eliminada la racionalidad comunicativa en pro de la efica­ cia administradora y reguladora del sistema de producción:

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1.a actividad estatal se restringe a tareas-tccnicas resolubles administrativam en­ te, de forma que las cuestiones prácticas quedan fuera. Los contenidos prácticos que­ dan eliminados. La vieja política, aunque sólo fuera por la forma que tenía la legiti­ mación del dominio, se veía obligada a definirse en relación con fines prácticos: las interpretaciones de la "vida feliz" se referían a relaciones de interacción [...]. La solu­ ción de las tareas técnicas no está referida a la discusión pública [...]. La nueva polí­ tica del intervencionismo estatal exige por eso una despolitización de la masa de la población. Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política [...]. El programa sustitutorio legi­ timador de dominio deja sin cubrir una decisiva necesidad de legitimación: ¿Cómo hacer plausible la despolitización de las masas a estas mismas masas? Marcuse podría responder: en este punto la ciencia y la técnica adoptan también el papel de una ideo­ logía (Habermas, 2001a: 85-86).

El ámbito de la interacción desaparece completamente del vasto campo que va con­ quistando la acción racional con respecto a fines hasta llegar incluso a desaparecer de las consciencias de los hombres: ésta es su fuerza ideológica encubridora. De esta situación ya no se puede salir en términos marxistas ni con la noción de lucha de clases, ni con la noción clásica de ideología, ni mucho menos recurriendo al poder liberador del creci­ miento de las fuerzas productivas: El aprovechamiento de un potencial aún no realizado puede conducir a la mejo­ ra de un aparato económico industrial, pero hoy no conduce ya eo ipso a un cambio del marco institucional con consecuencias emancipatorias. La cuestión no es que ago­ temos las posibilidades de un potencial disponible o de un potencial aún por desarro­ llar, sino que elijamos aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido. Mas, tras decir eso, hay al punto que añadir que lo único que podemos hacer es plantear la pregunta, pero en absoluto adelantar una respuesta; pues lo que esa pregunta más bien exige es una comunicación sin restricciones sobre los fines de la práctica, fines frente a cuya tematización el capitalismo tardío, remitido estructu­ ralmente a una opinión pública despolitizada, se comporta ofreciéndole resistencia. [...] Las definiciones permitidas públicam ente se refieren a qué es lo que queremos para vivir, pero no a cómo querríamos vivir si en relación con los potenciales disponi­ bles averiguáramos cómo podríamos vivir (Habermas, 2001a: 108-109).

Para salir de esta encrucijada, Habermas intentará restituir el ámbito perdido de la comunicación así como su irreductibilidad e insustituibilidad y su necesaria vincula­ ción con la técnica, que no sometimiento, a través de la noción de los intereses del cono­ cimiento, lo que situará a ambas esferas a un mismo nivel y jerarquía para, en última instancia, coaligarlas en un interés único, compartido y fundamental de emancipación de la humanidad. “Llamo intereses a las orientaciones básicas que son inherentes a deter­ minadas condiciones fundamentales de la reproducción y autoconstitución posibles de la especie humana, es decir, al trabajo y a la interacción” (Habermas, 1989: 199). Como vemos, Habermas considera fundamental tanto el trabajo corno la interacción con vis-

Filosofías del siglo XX tas al proceso de autoconstitución del hombre en la historia entendido como un domi­ nio creciente de la naturaleza y una socialización cada vez mayor. En un primer momen­ to, se tratará de retomar esta dicotomía que el capitalismo tardío ha reducido a uno solo de sus elementos. Los intereses del conocimiento van a a ser extraídos por Habermas a través de una “autorreflexión” tanto de las ciencias naturales en las figuras de Comte, Mach y el pragmatismo de Peirce, como de una autorreflexión de las ciencias del espí­ ritu en la figura de Dilthey. El resultado de dicha autorreflexión será localizar “un inte­ rés rector del conocimiento orientado a la manipulación técnica posible, interés que determina la orientación de la objetivación necesaria de la realidad en el marco tras­ cendental del proceso de investigación. Un interés de este género puede ser atribuido a un sujeto que aúna el carácter empírico de una especie emergida de la historia natural con el carácter inteligible de una comunidad que constituye el mundo bajo puntos de vista trascendentales: éste sería el sujeto del proceso de aprendizaje e investigación’’ (Habermas, 1989: 143). Y, por otra parte, la localización de un interés propio y dife­ rente en las ciencias del espíritu: Las ciencias hermenéuticas están inmersas en las interacciones mediadas por el lenguaje ordinario, al igual que las ciencias empírico-analíticas lo están en la esfera funcional de la actividad instrumental [...]. La metodología hermenéutica tiende a ase­ gurar la intersubjetividad de la comprensión en la comunicación lingüística ordinaria y en la acción bajo normas comunes [...]. Si estas corrientes de comunicación se inte­ rrumpen y la intersubjetividad de la comprensión se hace rígida o se derrumba, que­ da destruida una condición de supervivencia, que es tan elemental como la condición complementaria del éxito de la acción instrumental, es decir, la posibilidad de acuer­ do sin coerción y de reconocimiento sin violencia. Dado que esta condición es el pre­ supuesto de la praxis, llamamos “ práctico"al interés rector del conocimiento de las cien­ cias del espíritu (Habermas, 1989: 182-183).

Ambos intereses logran encarnar el conocimiento (que el positivismo concebiría como un desinteresado y objetivo reflejo de la realidad, también compartido por Dil­ they) en la acción histórica del hombre desdoblada en entendimiento y manipulación, liberando también la recuperación del sujeto de la historia. Pero éste es sólo el primer paso. Ambos intereses no han de competir ni solaparse o eliminarse recíprocamente, sino mostrarse solidarios en un interés común más originario: el interés emancipativo, que coincide con el ya mentado proceso de autoconstitución histórica de la humanidad como paulatina liberación tanto de la presión del medio natural como de las dificultades para una sociedad armónica. Dicho interés va a ser fundamentado por Habermas a partir del estudio del psicoa­ nálisis freudiano, donde el conocimiento de la vida del sujeto y el interés en su curación se dan la mano estrechamente en la terapia. El conocimiento psicoanalítico es insepara­ ble de su interés en la curación, lo que hace de esta disciplina el ejemplo primordial de ciencia crítica, donde tiene lugar el interés emancipativo como autoliberación del suje­ to en la reunión de los intereses técnico y práctico:

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Capítulo 6: El m arxism o d el siglo

XX y la Escuda de Frankfurt

F.n el acto de la autorreflexión, el conocimiento de una objetivación cuyo poder

estriba tan sólo en que el sujeto no se reconoce a sí mismo en ella como en su otro, coincide inmediatam ente con el interés por el conocim iento, es decir, por la em an­ cipación con respecto de ese poder. En la situación analítica se realiza efectivamen­ te la unidad de la intuición y de la emancipación, de la comprensión y de la libe­ ración de la dependencia dogmática, esa unidad de la razón y del uso interesado de la razón que Fichte ha desarrollado en el concepto de autorreflexión (Haberm as, 1989:283).

El marco teórico de la teoría crítica queda así completado, sólo que de ello no se deri­ va necesidad alguna de un cambio en nuestras sociedades capitalistas avanzadas. La polé­ mica con Luhmann mostrará que el esfuerzo de Habermas no se detiene simplemente en haber trazado un panorama ideal de cómo deberían ser las cosas, sino que se empe­ ña en la tarea de demostrar que, de modo necesario, tendrán que dejar de ser así, con­ virtiendo su teoría crítica, su teoría del conocimiento y su teoría de la sociedad en una praxis liberadora: El sistema político se ha diferenciado, en nuestra sociedad industrial compleja, como el centro autorreguladvo del sistema “Sociedad” (Luhmann); el sistema políti­ co ha adquirido en las sociedades capitalistas avanzadas 1¿ función directiva frente a la “base económica” (Habermas). Pero mientras que para Luhmann ese sistema político ha llegado ahora a su plenitud, al desligarse de su encaje en la dimensión sociocultu­ ral y pasar a una base tecnocrática, para Habermas ese sistema político está llegando en nuestra sociedad, por esa misma razón, al límite de su deshumanización. La Polí­ tica se ha convertido en técnica autorregulativa para Luhmann, y eso “está bien”. La Política se ha supertecnificado y ha eliminado de la discusión racional los problemas morales, para Habermas, y eso “está mal”: tendría que ser transformada y convertida en el centro de la emancipación cultural del hombre. Pero Habermas no pretende ape­ lar simplemente a un “tendría que”, sino que intenta fundamentar teóricamente que esa política supertecnificada hará crisis y dará el paso a una nueva política basada en la discusión racional y pública de la forma en la que queremos y podemos vivir (Menéndez, 1978: 110-111).

El análisis de las dificultades que encuentra actualmente la sociedad industrializada para automantenerse y perpetuarse lo llevará a cabo Habermas en su obra Problemas de legitimación en el capitalismo tardío (1973). La clave de la crisis del capitalismo avanzado la sitúa Habermas en una pérdida de legitimidad: “Legitimidad significa que la preten­ sión que acompaña a un orden político de ser reconocido como correcto y justo no está desprovista de buenos argumentos; un orden político merece el reconocimiento. Legiti­ midad significa el hecho del merecimiento de reconocimiento por parte de un orden polí­ tico. Lo que con esta definición se destaca es que la legitimidad constituye una preten­ sión de validez discutible de cuyo reconocimiento (cuando menos) fáctico depende (también) la estabilidad de un orden de dominación” (Habermas, 1992: 243-244).

Filosofías del siglo XX Habermas distingue cuatro tipos de crisis: económica, de racionalidad, de legiti­ mación y de motivación. Las crisis económicas no son susceptibles, en la actualidad, de provocar un derrumbe del sistema capitalista. Las crisis de racionalidad vienen cau­ sadas por la incapacidad de gestión y administración por parte del sistema de los pro­ blemas y contradicciones que se suscitan en la esfera económica. Ambos tipos de cri­ sis son sistémicas y se deben a la incapacidad de autorregulación del sistema en el ámbito económico y político-administrativo. Tampoco la crisis de racionalidad lleva necesariamente al colapso: “El capitalismo tardío no necesariamente se deteriora cuan­ do el medio de autogobierno por estimulación externa fracasa en ciertos ámbitos de conducta en que había funcionado hasta entonces; a lo sumo se le presenta una situa­ ción difícil” (Habermas, 1998: 88 ). Las crisis de legitim ación tienen su origen en un déficit en el reconocimiento por parte de la sociedad de la validez del sistema. Ello se debe a dos motivos principa­ les: por la incapacidad del Estado de cumplir con sus tareas técnicas programáticas autoimpuestas y por entrometerse en la planificación de dominios que hasta entonces pertenecían exclusivamente a lo social y se autolegitimaban por la tradición; si el Esta­ do interviene ahora en la planificación de la educación o de la familia, por ejemplo, necesitará nuevas entradas de legitimación que justifiquen esta incursión, su eficacia y el beneficio que pueda reportar a la población. La consecuencia directa de este meter­ se el Estado donde no le llaman y cuestionar la legitimación tradicional de campos vita­ les hasta ahora aproblemáticos es una no deseada repolitización de la masa social y la puesta en discurso y discusión, más allá de la democracia forma!, de fmes prácticos, de modelos de vida buena y feliz, resucitándose la dimensión comunicativa que había veni­ do siendo sistemáticamente aplastada: En todos los niveles, la planificación administrativa genera inquietud y publici­ dad, efectos no queridos que debilitan el potencial de justificación de tradiciones aler­ tadas en su espontaneidad. Una vez destruido su carácter de algo presupuesto, la esta­ bilización de las pretensiones de validez puede obtenerse mediante el discurso. El alertamiento de los sobrentendidos culturales promueve, entonces, la politización de ámbitos de vida que hasta ese momento habían correspondido a la esfera privada (Habermas, 1998: 92-93). La pregunta de rigor es si las crisis de legitimación pueden llevar el sistema a su des­ trucción. Ello sucedería cuando este último fuera incapaz de recompensar a la sociedad en la medida en que las exigencias de ésta fueran superiores a las posibilidades econó­ micas sistémicas o, sencillamente, no coincidieran con ellas ni pudieran satisfacerse mediante este tipo de gratificación. El primer caso es regulable mediante una política fis­ cal adecuada y una educación económica en la amplitud de la demanda. Sólo el segun­ do caso es realmente crítico: “Podrá predecirse una crisis de legitimación sólo si apare­ cen expectativas sistémicas que no pueden ser satisfechas con la masa de valores disponible o, en general, con recompensas conformes al sistema. En su base ha de encontrarse enton­ ces una crisis de motivación” (Habermas, 1998: 95).

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Capítulo 6: El m arxism o

del siglo XX y la Escuela de Frankfurt

En este último tipo de crisis, el sistema sociocultural se vuelve disfuncional para con el Estado y su sistema de reparto de recompensas que ya no lo colma y, por tanto, no es capaz de garantizar su fidelidad al sistema: “esto es, una discrepancia entre los motivos cuya necesidad señalan el Estado y el sistema ocupacional por una parte y la oferta del sistema sociocultural por la otra” (Habermas, 1992: 289). Ello se debe a la disolución de la dimensión privatística en la que hasta ahora se movía el ámbito burgués-estatal y el laboral-familiar, con una creciente repolitización de la sociedad que pretende un mayor grado de participación que los niveles permitidos por la democracia formal. Dicha diso­ lución del privatismo no halla, a los ojos de Habermas, un equivalente adecuado que pueda sustituirla en su papel legitimador (cfr. Habermas, 1998: 289 y ss.). Hacia dón­ de debe desarrollarse plausiblemente la lógica de la evolución social es algo que aparece­ rá expresado en el ideal representado por la teoría de la acción comunicativa. Trataremos esta teoría en el capítulo que cierra este trabajo.

7 Filosofía analítica

Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. Ludwig W ittgenstein

7 .1. El positivismo y la lógica formal

En el manifiesto fundador del Círculo de Viena en 1929 encontramos una amplia rese­ ña de los precedentes en los que se reconoce el empirismo lógico: Ese folleto, escrito por Carnap, Neurath y H ahn, es interesante además porque muestra cómo se situaba el Círculo a sí propio [sic] en la historia de la filosofía. Des­ pués de afirmar que desarrollaban una tradición vienesa que había florecido a fines del siglo XIX en las obras de hombres como los físicos Etnst Mach y Ludwig Boltzmann y, no obstante sus intereses teológicos, del filósofo Franz Brentano, los autores publi­ caban una lista de aquellos a quienes consideraban sus principales precursores. Como empiristas y positivistas, mencionaron a Hume, a los filósofos de la Ilustración, a Comte, Mili, Avenarius y Mach; como filósofos de la ciencia a Helmholtz, Riemann, Mach, Poincaré, Enriques, Duhem, Boltzmann y Einstein; como lógicos teóricos y prácticos a Leibniz, Peano, Frege, Schroder, Russell, W hitehead y W ittgenstein; como axiomatistas a Pasch, Peano, Vailati, Pieri y Hilbert y como moralistas y sociólogos de ten­ dencia positivista, a Epicuro, H um e, Bentham , Mili, Com te, Spencer, Feuerbach, Marx, Müller-Lyer, Popper-Lynkeus y Karl Menger Sr. (Ayer, 1993: 10).

Compleja herencia, sin duda, la que parece querer asumir la filosofía analítica. Reco­ ge, en efecto, básicamente la tradición anglosajona empirista que se remonta a Ockham,

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Filosofías del siglo XX

la vertiente positivista comteanacon su consecuente crítica a la metafísica, los análisis m atem áticos y lógicos desarrollados en el siglo XIX, pero tam bién, en la v ertiente éticopolítica, cierta tradición que mezcla liberalismo, hedonismo, utilitarismo e incluso em otivismo m oral. La inclusión de autores como M arx, en cualquier caso, debe ser vista qui­ zá solamente como un guiño al materialismo y a la crítica de la metafísica. Tal vez el factor común de tanta tendencia hay que encontrarlo en la devoción por la ciencia y su sustrato formal, de un lado, y el consiguiente escepticismo hacia todo lo demás. No obs­ tante, la propia filosofía analítica en sí misma dista mucho de ser coherente, y recoge en su interior metodologías distintas que se encarnizan en arduos debates entre sí, aunque a veces parecen reaccionar como un solo hombre cuando se trata de menospreciar al que no es analítico. La trayectoria que recorre esta línea de pensamiento, en cualquier caso, podría afirmarse que va desde el orgullo por la sustentación y la elevación a paradigma de la ciencia mecanicista, determinista y matematizada que ha logrado Occidente, has­ ta la desesperación por la desfundamentación de la misma que se atisba desde su propia metodología y los intentos de solución e incluso, al final y en pocos casos, de apertura a! diálogo con “lo no científico”. En primer lugar, podría delimitarse un bloque empirista. El empirocriticismo pro­ fundizará en la línea fenomenista iniciada por el primer positivismo hacia el estableci­ miento de un ámbito de experiencia pura y objetiva desligada de toda interpretación metafísica. El principal escrito del fundador de esta corriente, Richard Avenarius (18431896), lleva como título justamente Crítica de la experiencia pura, lo que le da nombre al empiro-criticismo. Esta se subdivide en experiencia física y psíquica, constituyendo ambos campos un sistema cerrado de experiencia en el que los contenidos sensibles remi­ ten todos unos a otros con un mismo valor de realidad. El conocimiento, como hecho biológico, quedará circunscrito a la realidad así entendida y, dada la tendencia de lo bio­ lógico a la conservación homeostática del equilibrio y el menor gasto energético, el cono­ cimiento se guiará en todo momento por la consecución de las teorías y constructos más sencillos y de una menor complejidad, buscando siempre una unidad última. La tarea de la filosofía, también ella disciplina empírica, consistirá en proporcionar al conjunto de las ciencias una deseada unidad sintética dentro de una visión científica y unitaria del mundo basada exclusivamente en el monismo de la experiencia. La aportación funda­ mental del empirocriticismo será acabar con las concepciones dualistas que postulaban, amén de la experiencia, un yo, un alma como reservorio o receptáculo donde eran introyectadas las sensaciones, algo que, según Avenarius, no se correspondía en absoluto con lo que autorizaba la mera experiencia. Lo dado son las cosas mismas, sin necesidad de recurrir, fuera de toda economía, a nociones como las de un “yo” portador de imágenes o sensaciones internas distintas del mundo externo: en la experiencia se disuelve la sepa­ ración o distinción entre los dos mundos. Más que una crítica del yo, Avenarius lo que consigue, en la fidelidad más estricta al principio de economía biológica, es desplazar este tipo de problemas del ámbito de la ciencia empírica y relegarlos al campo espurio de la metafísica o la epistemología para no multiplicar los entes sin necesidad. Esta posición, ya de por sí no falta de radicalis-

SapJtiilo 7: Momfía analítica testase- agudiza!« alín ntás en la figura de Ernst M ach (1838--1916). El co nocim iento no ffap má& que i lasi aijaarieHcias de las c o sá sy a las sensaciones fenom énicas en u n sen piaiismá éXftett© qué BXtiuye de entrada la inu tilid ad de cuestionaras Si existe algo más allá de loíjué nos©freéfral sistem a ¿ to a d o de las sensaciones ¡a través de Berkeley). Atrás quedafá el déseo de A venarius de una unificación y u n a progresividad del co nocim ien­ to: el carácter siem pre v o íu b le y cam biante de las sensaciones nos lleva al relativism o y a

la próM sionalidad de todo saber adquirido. La descripción de lo dado en las sensaciones es

ya; explicación: suficiente

no necesitada de m ayor construcción conceptual, lo que nue­

vam ente iría en c o n tra del principio de econom ía y desafiaría la c o n tin u id a d evolutiva con el reino animal, cuya interacción con el m u n d o es u n eslabón cualitativam ente idén­ tico a la a ctitu d científica. El em pirocriticism o, situ ad o m ás e n la estela de H u m e que en la de (Som te o M ili, aunaba esfuerzos con el prim ero e n la desm itologización y desm itificación del m u n d o , en v irtu d de u n a clarificación de la experiencia y u n retorno a lo m ás sim ple e incuestionable. E n Francia, H e n ri Poincaré (1 8 5 4 -1 9 1 2 ) y Pierre D u h e m (1 8 6 1 -1 9 1 6 ) recogerán el g u an te del em pirocriticism o prolon g án d o lo de m o d o original y elab o ran d o e n cier­ ta m an e ra u n a c rítica del m ism o al n o acep tar la g e n era lid a d de los re su lta d o s de las ciencias n aturales c o m o descripciones del m u n d o , sino co m o c o n stru c to s artificiales. U na vez m ás, la co h eren cia ta n q u erid a lleva a consecuencias- q u e parecen co n trad ecir a las prem isas; el em p irism o vuelve a negarse a sí m ism o. La validez no procede en n in ­ gún caso del d o m in io em pírico, sino p o r p u ra “convención”, ya sea p o r su u tilidad, por conveniencia, por c o m o d id a d o p o r c ualquier o tra ju stific ac ió n adhoc. A p a rtir de la experiencia p o d rían elaborarse las teorías, en su m ayor o m e n o r com plejidad, de m odos diversos, sólo que al final term in ará prevaleciendo u n a en v irtu d d e la sim ple co n v en ­ ción. La cuestión de elegir entre explicaciones rivales n o es dirim ib le m ed ia n te el recur­ so a la experiencia p o rq u e es ésta ju sta m e n te la q u e h a d a d o lu g ar al su rg im ie n to de varias teorías. Por c onsiguiente, la decisión se to m a rá en v irtu d d e factores externos al m u n d o em pírico. Esta crítica fu n d a m e n ta l echa p o r tierra u n a vez m ás to d o tip o de ingenuidad cien­ tífica o cientificista, así co m o su casi in n a ta p re su p o sic ió n de u n realism o básico y de una concatenación necesaria que u niría las sensaciones, los hechos y las leyes. La noción de;“h e ch o ” com o tal cae p o r su p ro p io peso. La e x p e rim e n ta c ió n im p lic a ya siem pre leyes no cu estio n ad as que se hallan im plicadas en el d iseñ o d e los in stru m e n to s y en la c o m p ro b a c ió n de los p ro p io s e x p erim en to s, c o n lo q u e la v e rifica c ió n o la re fu ta ­ ción acaba siendo intrasistém ica y rem itiendo a sí m ism a en u n a circu larid ad de la que no p u e d e salir en d irecció n h acia (si algo así hay) los h ech o s b ru to s. Sin em bargo, el convencionalism o n o es u n a hipótesis m era m e n te a rb itra ria y caprichosa: las c o n v en ­ ciones tie n e n v alor c o g n itiv o y prevalecen unas so b re o tra s p o r su id o n e id a d , re n d i­ m iento, elegancia, sim p lic id a d y eficacia. El p o sitiv ism o recibía así u n serio varapalo en sus aspiraciones m o n ista s y e n su c ará cte r d e stru c tiv o d e o tra s esferas d e c o n o c i­ m iento: (ética, m etafísica, religión) que n o fuera em p írico : en cierto m o d o , el c o n v en ­ cionalism o francés; volvía a de ja r u n espacio p a ra este tip o d e d isc ip lin as n o científi-

T sT

Filosofías del siglo XX cas, justamente el que se había liberado recurriendo a la crítica interna de los presu­ puestos del empirocriticismo reducidos a convenciones. Podríamos definir un segundo bloque dentro del amplio repertorio de influencias señalado en la Wissenchaftliche Weltauffassung der Wiener Kreis, centrado en el enorme desarrollo que conocerá la matematización de la lógica simbólica en los siglos XIX y XX. Serán determinantes en esta evolución el álgebra del matemático Georges Boole, desa­ rrollada en Las leyes del pensamiento (1854), que consigue establecer un idéntico rigor al de la lógica matemática para el álgebra del pensamiento; y la Conceptografia (1879) de Gottlob Frege que logra, mediante la introducción de un complicado lenguaje, la formalización de la lógica deductiva, liberando al pensamiento del lastre constreñidor de la palabra. Frege separa la lógica de la psicología rompiendo con la tradición empirista y a él se debe la introducción de los cuantificadores, de las nociones de función y argumen­ to, que vienen a sustituir los clásicos sujeto y predicado, así como la distinción entre sen­ tido y referencia que permite explicar las expresiones diferentes que denotan un objeto único, o expresiones con sentido y sin referencia. Su búsqueda de un lenguaje lógica­ mente perfecto influirá de modo decisivo tanto en Russell, como en Wittgenstein o en Carnap. El lógico italiano Giuseppe Peano (1858-1932) lleva a su culminación la reduc­ ción de la matemática a su base aritmética mediante una axiomatización y una notación mucho más sencilla que la fregeana, fundamenta la teoría de los números naturales e introduce la distinción en la teoría de clases entre pertenencia e inclusión. Otras figuras relevantes de la matemática y la lógica serán Hilbert, Tarski, Bolzano, Cantor o Godel (cuyo teorema sobre las proposiciones indecidibles dentro de un mismo sistema que lo hacen por definición incompleto establecerá límites decisivos y definitivos a la formalización lógica); todos ellos perfeccionarán el entramado lógico formal de tal modo que el neopositivismo lógico ya lo hallará ante sí dispuesto a servirle como un instrumento de una formidable potencia. En Cambridge, George Edward Moore (1873-1958) iniciará la andadura de la filo­ sofía analítica en confrontación directa, desde el realismo, con el neoidealismo de sus compatriotas Me Taggart y Bradley, que se había consolidado en el espíritu filosófico de la universidad de su tiempo. Los Principia Ethica constituyen su obra fundamental, donde aplica su método de análisis del lenguaje, centrado en la reducción de éste a pro­ posiciones que afirman relaciones entre conceptos, para la averiguación del significado básico en ética; el caso paradigmático será el del término “bueno”. Dicho término resul­ ta imposible de descomponer en otros más sencillos y aparece como primario y, por tanto, indefinible, como sería el caso similar del término “amarillo”, sólo accesibles mediante la intuición. La reducción del bien o lo bueno a otras realidades naturales incurre en lo que el filósofo llama la “falacia naturalista”, siguiendo la herencia de Hume. Su colega Bertrand Russell (1872-1970), a quien debe Frege tanto la divulgación de su obra como haberle propinado el tiro de gracia, descubrirá en 1902 una paradoja en el seno del sistema fregeano que acabará paralizando casi el proyecto del anterior y sumién­ dolo en innumerables rectificaciones y correcciones para salvar la contradicción descu­ bierta por Russell. La paradoja que enuncia es la tan sencilla y conocida de “las clases

Capítulo 7; Filosofía analítica

que n o son m iem bros de sí m ism as”, que a su vez formarán una clase, la cual deberá no ser miembro de sí misma, disolviendo dicha clase. En sus Principia Mathematica (escri­ tos en colaboración con W h itehead) se apoya en las enseñanzas revolucionarias de Moo­

re sobre el análisis del lenguaje, pero decide aplicarlo no al campo de la ética, sino al de la m atem ática. Se apoya tam b ién en la obra de Frege, sobre cuya d istin c ió n entre sen­ tido y referencia c o n stru irá la suya p ro p ia entre significado y denotación: los nombres significan, remiten a conceptos, y éstos denotan, remiten a objetos; compartirá tam­ bién su concepción platónica del número, con la célebre distinción entre el número y la idea de número, propugnando que éstos más bien eran encontrados o descubiertos en su existencia ideal y no creados por la mente humana. Russell intentará solventar la paradoja de Frege recurriendo a la distinción de Peano entre pertenencia e inclusión, a saber, la imposibilidad de un conjunto de pertenecerse a sí mismo, elaborando su teo­ ría de los tipos. Los predicados sólo deben predicarse de individuos, no de sí mismos, es decir, de un tipo lógico inferior: con ello, la paradoja de la clase que sería miembro de sí misma debería respetar esta jerarquía entre diferentes tipos lógicos para no ser tan carente de sentido com o decir que la dulzura es dulce o la humedad húmeda. Los Prin­ cipia Mathematica, por su parte, tienen la virtud no sólo de continuar la labor de Peano de reducir o traducir la matemática a la lógica, sino de reconstruir ambas a partir de unos pocos axiomas primitivos, cuya validez se fundamenta-no en sí mismos, sino a posteriori por su capacidad de permitir la reconstrucción completa de la matemática. Sin embargo, tampoco la ingente labor logicista (de tradición leibniziana) de los Prin­ cipia resultará invulnerable a la crítica. También para Russell, su mejor discípulo será su mejor crítico, y, a la vez que da un sustento definitivo a la mathesis universaiis soña­ da por Leibniz, acabará con ella y abrirá paso al vía crucis que la filosofía analítica reco­ rre hasta hoy; se trata, evidentemente, de Ludwig Wittgenstein.

7 . 2 . Wittgenstein, sentido y sinsentido

Será justamente un discípulo de Russell, en efecto, Ludwig Wittgenstein (1889-1951), quien más duramente lo pondrá contra las cuerdas hasta el punto de hacerle cuestionarse muy seriamente la totalidad de su empresa. En una carta a Russell, en la que le anun­ ciaba la finalización del Tractatus Logico-Philosophicus en agosto de 1918, apunta W itt­ genstein: “He escrito un libro titulado Logisch-Philosophische Abhandlung, que con­ tiene todo mi trabajo de los últimos seis años. Creo que he solucionado definitivamente nuestros problemas [...]. Echa por tierra, sin embargo, toda nuestra teoría de la verdad, de las clases, de los números y to d o el resto” (Wittgenstein, 1989: II). El Tractatus enla­ za de este modo directamente con la herencia de Russell hasta el punto de poder decir­ se que una de sus motivaciones principales era el desmantelamiento del sistema lógico de los Principia Mathematica. La crítica de Wittgenstein se dirige contra tres blancos: (i) el aparato extralógico que hay que aña-

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Filosofías del siglo XX

dir al sistema formal; por ejemplo, la teoría de los tipos; (ii) el método axiomático, que oculta el hecho de que algunas proposiciones son más primitivas que otras, cosa que en cambio muestra el m étodo de las tablas de verdad; (¡ii) el uso de constantes lógicas (las conectivas proposicionales, los cuantificadores, el signo de identidad) como símbolos primitivos indefinidos (Keniiv, 1988: 55)·

Desde la paradoja de Frege, solventada por la teoría de los tipos, llegamos así a Wittgenstein, quien volverá a hacerse cargo de la cuestión sugiriendo que el error fundamental estribaba en la introducción en la lógica de la semántica: la lógica no puede ni debe ir más allá de los signos y de los símbolos, no debe prestar atención a lo que los símbolos significan semánticamente. En la teoría de los tipos ello se hacía necesario para distin­ guir las clases de los objetos o cosas. Para Wittgenstein, la paradoja de Frege-Russell debe poder resolverse a un nivel estrictamente sintáctico-simbólico: las mismas exigencias sin­ tácticas de los símbolos muestran ya su indisponibilidad para formar parte de cierto tipo de construcciones sintácticas sin sentido, sin necesidad de recurrir a la semántica: 3.33 La sintaxis lógica no permite que el significado de un signo juegue en ella papel alguno; tiene que poder ser establecida sin mentar el significado de un signo; ha de presuponer sólo la descripción de las expresiones. 3.331 A partir de esta observación lancemos una mirada a la “Theory o f Types” de Russell: El error de Russell se muestra en que tuvo que hablar del significado de los signos al establecer las reglas sígnicas (Wittgenstein, 1989: 43).

Con ello se había dado un paso de gigante en la búsqueda del lenguaje perfecto, aho­ ra por fin liberado de la semántica y reducido a la sintaxis lógica. Dicho propósito se expresa inicialmente en el prólogo de la obra, en el que Wittgenstein continúa en la con­ solidación del edificio que culminará el neopositivismo lógico: Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos: porque para trazar un límite al pensar tendríamos que poder pensar ambos lados de ese límite (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable). Así pues, el lím ite sólo podrá ser trazado en el lenguaje (Wittgenstein, 1989: 11).

Russell había tratado de decirlo indecible, aquello que únicamente puede ser mos­ trado, de ahí su fracaso. Las restricciones que impondrá el Tractatus al pensar, al lenguaje, a la realidad misma, encuentran en esta distinción fundamental su momento más deci­ sivo y vienen a cerrar la obra con la más que célebre tesis séptima: “De lo que no se pue­ de hablar hay que callar”. Justamente aquello que no puede ser dicho sino tan sólo mostrado es la “forma lógi­ ca”, a saber, aquello que hay en común entre la estructura de una proposición, la del

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Capítulo

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jBiüS I S form a, ha de tener en común con la realidad para poder siquiera co rrecta o faL s á m e n te - figurarla;, ü k forma lógica, ésto é% l'a forma d e l à realidad* (Wittgenstein, i9S;5; í - 18}· E©n ello M alienta un principio crucial que ésüél dé la isomorfía entre la estructura lógica del lenguaje, la realidad y el pensamiento: las proposiciones son repre­ sentaciones figurativas o pictóricas de la realidad, en ello consiste su sentido y su sus­ ceptibilidad de ser verdaderas o falsas. Pero, en cuanto la forma lógica es lo que hace posi­ ble la representación de la realidad en el lenguaje, ella misma no es susceptible de representación, esto es, no puede ser ni dicha ni pensada (es más, en rigor no existe, por­ que no: es un hecho): "La proposición no puede representar la forma lógica; ésta se refle­ ja en ella. El lenguaje no puede representar lo que en el se refleja. Lo que se expresa en el lenguaje no podemos expresarlo nosotros a través de él. La proposición muestra la for­ ma lógica de la realidad. La ostenta” (Wittgenstein, 1989: 4,121). Las proposiciones des­ criben o afirman estados de cosas (cfr. Wittgenstein, 1989: 4.2) que pueden darse o no darse; los nombres sólo tienen significado dentro de una proposición y son los signos más simples que significan los objetos que configuran los estados de cosas. El sentido de una proposición es comprensible antes de saber si es verdadera, para ello basta con comprender el estado de cosas que ella esboza y cómo sería en caso de ser verdad: ‘‘4.1 La proposición representa el darse y no darse efectivos de los estados de cosas. 4.11 La totalidad de las proposiciones verdaderas es la ciencia natural ente­ ra (o la totalidad de las ciencias naturales)”. Se trata de reducir así el lenguaje a las pro­ posiciones elementales con sentido, fácilmente determinables, que nos remiten al mun­ do (2.04) como “la totalidad de los hechos”, el darse efectivo de estados de cosas, que son a su vez una conexión de objetos. El conjunto de los estados de cosas existentes (mundo) y no existentes posibles es la realidad: “El darse y no darse efectivos de esta­ dos de cosas es la realidad” (Wittgenstein, 1989: 2.06). Observamos de este modo una clara correspondencia entre los objetos y los nombres; los estados de cosas y las pro­ posiciones elementales; el mundo y las proposiciones elementales verdaderas; la reali­ dad y el conjunto de las proposiciones elementales con sentido, que designan el ámbi­ to de lo posible, pudiendo ser verdaderas o falsas. Con la mayor injusticia, por mor de ser breves y esquemáticos, hemos querido resu­ mir de este modo el trasfondo más elemental del Tractatus y cómo lleva a cabo su ope­ ración de delimitar un lenguaje perfecto para restringir en lo posible los excesos del pen­ samiento. Éste también “puede expresarse en la proposición de un modo tal que a los objetos del pensamiento correspondan elementos del signo preposicional” (3. 2). El esla­ bón que aún nos faltaba se inserta fácilmente en lo hasta ahora dicho, ya que: “El pen­ samiento es la proposición con sentido” (4), dicho de otro modo: “La figura lógica de los hechos es di pensamiento” (3), con lo que la totalidad de los pensamientos verdade­ ros sería, por tanto, una ‘figura del mundo”' (3.01). Siendo así, ¿qué lugar Je quedará a partir de ahora en todo ello a la filosofía? ¿Qué valoración merece lo que ha sido hasta el momento? Ambos interrogantes constituirán la herencia inmediata del posicionamiento del Círculo de Viena respecto de la filoso­

F ilosofm del siglo:Xi$

fía y su intento de reducir la metafísica,.,siguieí)do muy d e :éet.e'a;a Wittgenstem, a.Uti conjunto de proposiciones sin sentido. En prim er lugar, ls filosofía está llena cte co n ­ fusiones fundamentales^derivadas del uso qué se hace áfi las palabras en el lenguaje ordi­ nario, designando éstas las mismas cosas de modo diverso o Cósas distintas de igual modo. Una de estas contusiones, tal vez la mayor en filosofía es la que afecta al ’v erbo ser: “Así la palabra es’ se presenta como cópula, como signo de igualdad y como expre­ sión de existencia; ‘existir’ como verbo intransitivo, parejo a ir” (Wittgenstein, 1989: 3.323). Por esta razón, los atolladeros y grandes cuestiones en los que se ha visto ÉfiiÉf dada la filosofía desde siempre deben ser descartados com o absurdos derivados de una incomprensión elemental del lenguaje, que se disolverán por sí mismos si comenzamos a hacer un uso correcto de éste: “La mayor parte de las proposiciones e interrogantes que se han escrito sobre cuestiones filosóficas no son falsas, sino absurdas. D e ahí que no podamos dar respuesta en absoluto a interrogantes de este tipo, sino sólo constatar su condición de absurdos. La mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los; filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística” (W itt­ genstein, 1989: 4.003). La filosofía, excluida así del ámbito de las ciencias naturales, de la posibilidad de poder decir algo con sentido sobre el mundo o, mejor, reducido su papel a la delimitación estricta del campo de las ciencias naturales (cfr. Wittgenstein, 1989: 4.113), será en adelante incapaz de constituirse como un saber, estará desprovis­ ta de contenidos. Debe tan sólo “delimitar lo pensable y con ello lo impensable” (Witt­ genstein, 1989: 4.114) mediante el análisis del lenguaje: “El objetivo de la filosofía es la clarificación lógica de los pensamientos. La filosofía no es una doctrina, sino una acti­ vidad. Una obra filosófica consta esencialmente de aclaraciones. El resultado de la filo­ sofía no son ‘proposiciones filosóficas’, sino el que las proposiciones lleguen a clarifi­ carse. La filosofía debe clarificar y delimitar nítidamente los pensamientos, que de otro modo son, por así decirlo, turbios y borrosos” (Wittgenstein, 1989: 4.112). Sin duda alguna, la labor filosófica aparece en el Tractatus reducida a su mínima expresión y, para no caer en el sinsentido, ha de abstenerse incluso de la tentación de dar a luz siquiera algo asi como una “proposición filosófica”. Wittgenstein es absolu­ tamente consciente del enorme varapalo que le ha propinado al pensamiento filosó­ fico al identificar el discurso relevante con su uso descriptivo y así lo expresa en la antepenúltim a tesis del libro: “El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural -o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía-, y entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos. Este método le resultaría insatisfactorio -n o tendría el sentimiento de que le enseñábamos filosofía-, pero sería el único estrictamente correen to” (Wittgenstein, 1989: 6.53). Llasta 1929, cuando regresa a Cambridge y vuelve a dedicarse a la filosofía, W itt­ genstein permanecerá en silencio (coherente con el final del Tractatus) dando clases de primaria en un pueblecito de Austria o meditando en los fiordos. Comienza a criticar el Tractatus, en concreto su proceder apriorístico en lo tocante a las formas de las proposi­

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C apítulo 7: filosofía analítica

ciones elementales; ocurre que ha dejado de confiar en la camisa de fuerza de la sintaxis y la lógica, y quiere buscar el sentido en otro lado (pues no ha renunciado al sentido); es necesario iniciar un estudio a posteriori del lenguaje real. Este giro radical, que culmina en las Investigaciones filosóficas (1945-1949), marcará la ruptura con la primera etapa de su pensamiento: ‘"Cuando hablo de lenguaje (palabra, oración, etc.), tengo que hablar el lenguaje de cada día. ¿Es este lenguaje acaso demasiado basto, material, para io que deseamos decir? ¿Y cómo ha de construirse entonces otro?” (Wittgenstein, 1988: 127). Pero la ruptura con el Tractatus se había realizado mucho antes. En el Cuaderno azul (1933-34) ya es evidente esta nueva actitud. Recuérdese que, en general, nosotros no usamos el lenguaje conform e a reglas estrictas. Por otro lado, nosotros, en nuestras discusiones, comparamos constantemen­ te el lenguaje con un cálculo que se realiza de acuerdo con reglas exactas. Es éste un modo muy unilateral de considerar el lenguaje. De hecho, nosotros usamos muy rara­ mente el lenguaje como tal cálculo [...]. Somos incapaces de delimitar claramente los conceptos que utilizamos; y no porque no conozcamos su verdadera definición, sino porque no hay “definición” verdadera de ellos. Suponer que tiene que haberla, sería como suponer que siempre que los niños juegan con una pelota juegan un juego según reglas estrictas. Cuando hablamos del lenguaje como de un simbolismo usado en un cálculo exacto, podemos encontrar en las ciencias y en las matemáticas aquello en lo que estamos pensando. Nuestro uso ordinario del lenguaje se adapta a este patrón de exactitud sólo en contados casos. ¿Por qué al filosofar comparamos, pues, constante­ mente nuestro uso de las palabras con uno que siga reglas exactas? La respuesta es que las confusiones que tratamos de eliminar surgen siempre precisamente de esta actitud hacia el lenguaje (Wittgenstein, 1993; 54).

La búsqueda de un lenguaje perfecto a través de una gramática lógica parece haber quedado abandonada ante la primacía que adquiere el lenguaje real. No sólo la lógica no constituye ya el telos ni la esencia del lenguaje, sino que se muestra ahora supeditada al lenguaje ordinario, no es lenguaje más que en un sentido derivado y todo su sentido depende del primero: “El aparato de nuestro lenguaje corriente es sobre todo lo que lla­ mamos ‘lenguaje’; y luego otras cosas por su analogía o comparabilidad con él” (W itt­ genstein, 1988: 331). El lenguaje lógico de las proposiciones elementales es un constructo artificial que recorta, mutila y empobrece el lenguaje ordinario, cuyo trasfondo es lo único que lo hace significativo: Puede parecer como si hablásemos en lógica de un lenguaje ideal. Com o si nues­ tra lógica fuera una lógica, por así decirlo, para el vacío. Mientras que la lógica no tra­ ta del lenguaje -o del pensamiento- en el sentido en que una ciencia natural trata de un fenómeno natural, y lo más que puede decirse es que construimos lenguajes idea­ les. Pero aquí la palabra “ideal” sería desorientadora, pues suena como si esos lengua­ jes fuesen mejores, más perfectos, que nuestro lenguaje corriente; y como si le tocase al lógico mostrarles finalmente a los hombres qué aspecto tiene una proposición correc­ ta (Wittgenstein, 1988: 103).

Filosofías del siglo XX Sólo existe un lenguaje propiamente dicho que es el lenguaje ordinario, sobre el que concentrará Wittgenstein, a partir de la etapa posterior al Tractatus, toda su atención. Con un análisis pragmático, por tanto, en vez de sintáctico, recorre en su evolución filo­ sófica lo que ha llevado a otros teóricos del lenguaje todo el siglo. Desechado el lenguaje lógico como modelo ejemplar del lenguaje y canon unificador de lo que se puede entender por lenguaje en general como había dicho anterior­ mente: “La totalidad de las proposiciones es el lenguaje" (Wittgenstein, 1989: 4.001), lo único que parecen tener ahora todos los lenguajes entre sí no es más que un lejano “aire de familia” que responde a una pluralidad de modos de estar emparentados. Los len­ guajes se parecen como el tenis y el ajedrez: su parecido es análogo al de los “juegos”. No hay algo común a todos los juegos como ser entretenidos, que en todos se gana o se pier­ de, que es cuestión de suerte: los solitarios, el ajedrez, el niño que tira una pelota contra la pared parecen desmentir un rasgo común que se dé en todos ellos: “El resultado de este examen reza así: Vemos una complicada red de parecidos que se superponen y entre­ cruzan. Parecidos a gran escala y de detalle [...]. No puedo caracterizar mejor esos pare­ cidos que con la expresión ‘parecidos de familia’” (Wittgenstein, 1988: 87). La noción de juego no será un ejemplo accidental traído a colación como cualquier otro, sino que adquirirá un papel primordial en la concepción del lenguaje en el segundo Wittgenstein: en efecto, tal vez nada se oponga más a la estricta observancia de la lógica que el juego así entendido y del que ni siquiera resulta posible dar una definición, a lo más un senci­ llo compartir rasgos de familia, pero no siempre todos y en todos los casos. Tanto es así que el lenguaje pasará a ser en adelante un “juego lingüístico” o juego de lenguaje, tal y como sucede en los procesos de aprendizaje de una lengua en los más pequeños: A los nifios se les enseña su lengua nativa por medio de tales juegos, que aquí tie­ nen incluso el carácter de distracción de los juegos. Sin embargo, no estamos con­ templando los juegos de lenguaje que describimos como partes incompletas de un len­ guaje, sino com o lenguajes com pletos en sí mismos, como sistemas completos de comunicación hum ana. Para no olvidar este punto de vista, muchas veces es conve­ niente imaginar que estos lenguajes tan simples son el sistema entero de comunica­ ción de una tribu en un estado de sociedad primitivo. Piénsese en la aritmética pri­ m itiva de tales tribus. C uando el m uchacho o el adulto aprenden lo que podrían llamarse lenguajes técnicos especiales, por ejemplo, el uso de mapas y diagramas, la geometría descriptiva, el simbolismo químico, etc., aprenden más juegos de lenguaje (W ittgenstein, 1993: 115-116).

Los juegos consisten en un conjunto determinado de reglas y usos que los partici­ pantes deben conocer para jugar. Algo parecido ocurre en el lenguaje. El significado de las palabras no será más que su uso (con lo cual se abandona por completo la teoría referencialista) dentro de un número finito de reglas. Aprender el significado de un término será aprender a usarlo correctamente, como se aprende a usar las distintas piezas del aje­ drez o las herramientas contenidas en una caja (cfr. Wittgenstein, 1988: 27): “Para una gran clase de casos de la utilización de la palabra ‘significado’ -aunque no para todos los

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Capítulo 1: Filosofía analítica

casos de su u tilizació n - puede explicarse esta palabra así: El significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (Wittgenstein, 1988: 61). A partir de modelos de juegos muy sim­ plificados es posible un acercamiento a otros juegos mucho más complicados, como es el caso del lenguaje ordinario. El lenguaje como juego (no como conjunto de proposiciones con sentido) incluye los usos de las palabras, desde unos pocos hasta una multitud de tér­ minos y sus interrelaciones, así como todo el conjunto de operaciones y actividades que lleva asociado. Si, en su primera obra, Wittgenstein había dado un giro hacia la sintaxis lógica, renunciando a la semántica (que será la herencia del Círculo de Viena), ahora el giro se contempla como un desplazamiento último hacia la pragmática (que recogerán Austin y Searle): “Todo el proceso del uso de palabras [...] es uno de esos juegos por medio de los cuales aprenden los niños su lengua materna. Llamaré a estos juegos ‘juegos de len­ guaje [...]. Llamaré también 'juego de lenguaje al todo formado por el lenguaje y las accio­ nes con las que está entretejido” (Wittgenstein, 1988: 25). En el juego se incluyen así no sólo los usos de las palabras, sino también las acciones volcadas e insertas en la realidad, considerado todo ello como unidad indisociable, como una verdadera forma de vida: “La expresión ‘juego de lenguaje debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma par­ te de una actividad o de una forma de vida” (Wittgenstein, 1988: 39). Con las piezas y reglas de los juegos, con las herramientas, en cuanto instrumentos podemos practicar una infinidad de juegos según los empleemos de este o aquel modo y atendamos a la interrelación general de todos los usos y reglas de uso de un determinado juego. Porque para jugar hay que seguir siempre un cierto número de reglas. Saltarse las reglas es dejar de jugar, salirse del juego; y precisamente el hecho de que, para jugar todo lo libremente que se quiera, es necesario respetar unas reglas básicas es lo que nos permitirá decidir acer­ ca de si un uso -u n a forma de conducirse lingüísticamente- es adecuado o inadecuado, correcto o no. Del mismo modo, el carácter social del juego, la necesidad de su publici­ dad e intersubjetividad, obliga a que los usos no puedan restringirse a usos privados des­ conocidos por el resto: no se puede jugar siguiendo reglas secretas que sólo cada indivi­ duo conoce y guarda para sí. Es la conocida crítica del autor a los “lenguajes privados”, a saber, la hipótesis de que es posible un lenguaje sin recurrir a la socialización e interco­ municación de los distintos términos para que éstos tengan sentido como un uso social compartido y sometido a regulación, lo que no sería el caso de haber sólo un individuo: hasta lo más íntimo de cada sujeto, la inefabilidad de su dolor, el reducto del solipsismo, necesita salirse de la esfera de la privacidad para acceder a la categoría de lenguaje. Con la introducción de los juegos lingüísticos, el Tractatus no habría de quedar sin más invalidado siempre que se lo considerara como un peculiar juego lingüístico con unos determinados usos y reglas que, desde luego, no representarían ningún lenguaje ni juego esencial, sino uno más entre otros muchos posibles (aunque especialmente útil para la ciencia), sin que tampoco tuviera necesariamente nada que decir o esclarecer acer­ ca de estos últimos: Ten a la vista la multiplicidad de juegos de lenguaje en estos ejemplos y en otros: dar órdenes y actuar siguiendo órdenes; describir un objeto por su apariencia o por

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F ilosofas del sigk>; * *

#8s m e lB te ^ H r ic a r un objeto dé acuerdo con un3:des,&¡gg'¡Ó.n ¿If&tjé’); relatar un susésoj; hacer eofljeturassobre el suceso; íorm arycflm prdjjar rraa-hipáwsis; pseteotsr los resúltidos dtí uftexperim ento mediante tablas ^'diagramas; ifliSiffiE ffiKJiistoria; y leerla; actuar en teatro; carttar;a coro; adivinar acertijos; fífffigr un chistes coosatlo; resolver un problema de aritmética aplicada; traducir de Un b a g iia ji i, litro: siíplicát, agradecer, maldecir,: saludar, rezar. Es interesante comparar la fjiu'itiplicidad de herra­ mientas del lenguajéy de sus modos de empleo, la multiplicidad d s a » W í$ á e palabrás y oraciones, con lo que los lógicos han dicho sobre la estructura del íefiguaje. (Incluyendo al autor del Tractatus logico-philosophicm):fWrntgiastein, 5 f '4 l ) .

Pero¡ en cierta medida, en ambas etapas subyace la preocupación fundam ental énuficiada en el Tractatus de trazar los límites del pensam iento, de lo decible y lo indecible, cosa que sólo cabe hacer en el lenguaje -sea como proposición o como juego-. La tarea de la filosofía en ello implicada sigue inquietando a W ittgensteih y no dejará de p ro­ nunciarse, si bien en términos parecidos. La filosofía será una especie de terapia lingüís­ tica, varias terapias, acerca de los límites entre los diversos juegos y del porqué dé dichos límites en el uso y su irrebasabilidad. Su labor seguirá siendo el esclarecimiento del len­ guaje: “El hecho fundamental es aquí: que establecemos; reglas, una técnica, para un jue­ go, y que entonces, cuando seguimos las reglas, no m archan las cosas como habíamos supuesto. Que por tanto nos enredamos, por así decirlo, en nuestras propias; reglas [...]. El estado civil de la contradicción, o su estado en el mundo civil: ése es el problema filo­ sófico” (Wittgenstein, 1988: 129). Un problema muy parecido al del Tractatus sólo que en un marco muy distinto, para evitar falsos callejones sin salida derivados de la com ­ plejidad y el carácter enmascarador del lenguaje ordinario. “Un problema filosófico tie­ ne la forma: ‘No sé salir del atolladero”’; “¿Cuál es tu objetivo en filosofía? -M ostrarle a la mosca la salida de la botella” (Wittgenstein, 1988: 129). En la m edida en que; este cometido se dé por realizado, la filosofía habrá dejado también de tener utilidad: “El des­ cubrimiento real es el que me hace capaz de dejar de filosofar cuando quiero. -A quel que lleva la filosofía al descanso, de modo qué ya no se fustigue más con preguntas; que la ponen a ella misma en cuestión” (Wittgenstein, 1988: 133).

7.3. El neopositivismo lógico, en busca del sentido

La herencia directa de Russell y del Wittgenstein del Tractatus (incluso aunque el pro­ pio Wittgenstein esté ya mucho más allá de él), amén de las ya comentadas más remo­ tas, une en 1929, según vimos, a una serie de pensadores y científicos en torno al común ideario de la necesidad de un lenguaje lógico formal adecuado para la ciencia f una ine­ quívoca apuesta por las investigaciones empíricas en detrim ento de la metafísica?, por no decir en franca hostilidad con ella. Unos años antes yáise había creado un cierto entor­ no de debate y discusión alrededor de las figuras del matemático H áns H áhtí (18791934) y del sociólogo y economista O tto Neurath (1882-1945), entré otros. A ellos se

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Tí; l'ilasofíti analítica■

unirán ííI filósofo >Moriti Schlick (1S82-1936) , qüefue a ocupar eo 1922 la cátedra otro­ ra péiieiiaeiem e á fiiS sfM ách , y :!* matemáticos Friedrich Waismann y Kurt Gódel, grupé q ttt SKébmpletá con ÍI aparición de dos alemanes, el joven Rudolf Cárnap (1891 3970), q u ||§ c^iveítird -con el tiempo en el más; significado paladín del Círculo, y el berlinés Hans Reichenbach(1891-1953), quienes colaborarán estrechamente a partir de 1930 én la dirección dé Brkefmtítis, la revista del Círculo. A estos nombres habría que añadir los de Philipp Frank, Félix Kaufmann, Hebert Feigl y algunos otros. Alfred Ayer

(1910-19§9) viajará a Viena en 1933 enviado por su maestro Gilbert Ryle* de Oxford, y se convertirá al neopositivismo difundiéndolo en el Reino Unido desde su vuelta con su más temprana obra Lenguaje, Verdady Lógica (1936), verdadera enciclopedia y libro de cabecea del empirismo lógico. El Círculo debió disolverse e iniciar su diáspora debi­ do a la presión genocida del expansionismo alemán, al asesinato de Schlick por un alum­ no en la universidad y, finalmente en 1938, alAnschluss, de modo que cuando los inva­ sores llegan a Viena ya no quedará allí ninguno de sus miembros, huidos en su mayoría a Estados Unidos. Allí se les unirán Charles Morris, Nelson Goodman, Donald Davidson y Willard Van Orman Quine, representantes de una ya dilatada tradición pragma­ tista y empirista que facilitará el encuentro con el Círculo. Este último será el epígono y más señalado representante de la tradición analítica, que someterá a crítica especialmente lo tocante a la distinción entre verdades analíticas y verdades de hecho, introduciendo la modificación esencial en el principio de verificación de que no se comprueban hechos aislados, sino conjuntos solidarios de observaciones dentro de configuraciones teóricas más amplias: lo que lo conduce a la disolución del atomismo lógico en pro de una noción holista del significado que roza tangencialmente la experiencia en sus bordes, volviendo a lo lógico a priori. El acervo común del Wiener Kreis puede resumirse en su ideal de lograr un per­ feccionamiento del método de investigación para lograr mediante su observancia una ciencia unificada en todas las ramas del saber. La teoría del conocimiento se inscribe dentro de la línea del fenomenalismo y el sensualismo de los empirocriticistas: el cono­ cimiento parte de los datos inmediatos de la experiencia sensible. (Mientras tanto, curio­ samente Einstein propugnaba que un sistema científico es un constructo a priori, el cual sólo desciende a la experiencia para verificar sus hipótesis). Dichos datos han de ser sometidos a una formalización y transcripción lingüística, siendo su correlato más sim­ ple los “enunciados protocolarios” que se limitan a describir aquello que viene dado en la experiencia. A partir de estos enunciados sencillos se procederá a la construcción de un lenguaje científico lógicamente reglado como ya propugnaran Russell y Wittgenstein. El método seguido será la inducción a partir de estos datos experimentales hasta llegar a leyes y teorías cuyo valor de verdad será constatable mediante el principio de verificación. Dicho principio establecerá cuáles sean les enunciados estrictamente cien­ tíficos, a sabef, reducibles a enunciados protocolarios derivados de la experiencia y verificablés mediante su contrastación con la realidad. Moritz Schlick, verdadero catalizador del Círculo desde sus comienzos, sienta las bases teóricas de éste en su artículo El viraje de la filosojia, con el que se inaugura la fevis-

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Filosofías del siglo XX

ta Erkenntnis. Inicia su escrito lamentándose de que no exista en filosofía un progreso histórico constatable, sino el derrumbamiento continuo de sus cimientos para volverlos a edificar desde la nada. Todos los grandes filósofos buscan su propio fundamento sin querer apoyarse en los hombros de sus predecesores: Descartes, Spinoza, Kant, preten­ dieron esta reforma radical de la filosofía y no añadieron sino más caos y confusión a su quehacer. Schlick justifica la pintura tópica de este desolador panorama confesando: “Estoy convencido de que nos encontramos en un punto de viraje definitivo de la filo­ sofía, y que estamos objetivamente justificados para considerar como concluido el esté­ ril conflicto entre los sistemas” (Schlick, en Ayer, 1993: 60). Considera que se ha llega­ do a un punto de no retorno no susceptible de ser comparado con ninguno anterior por la transformación que ha supuesto el avance de la lógica desde Leibniz, Frege, Russell y Wittgenstein, verdadero responsable de este viraje. Pero el desarrollo interno de la lógi­ ca no basta para explicar el novum radical de la filosofía. Lo que ha cambiado es “el cono­ cimiento de la naturaleza de lo lógico mismo”. La forma lógica es lo que hay de común en todas las expresiones en cualquier idio­ ma, expresiones que traducen fielmente un conocimiento, una representación: centrar­ se en el estudio y la consideración de la forma lógica permite desentenderse sin más de la epistemología, que pasa a ser una cuestión resuelta. “Es cognoscible todo lo que pue­ de ser expresado, y ésta es toda la materia acerca de la cual pueden hacerse preguntas con sentido. En consecuencia, no hay preguntas que en principio sean incontestables, ni pro­ blemas que en principio sean insolubles” (Schlick, en Ayer, 1993: 61). Sólo queda poner­ se a trabaj ai Sdbicn d o que en ningún ni o rnen lo nos encontraremos la autopista cortada; la sabemos despejada de antemano. El vehículo que permitirá tan seguro trayecto es “el acto de verificación en el que desemboca finalmente el camino seguido para la resolu­ ción del problema [...] es el acaecimiento de un hecho definido comprobado por la obser­ vación, por la vivencia inmediata. De esta manera queda determinada la verdad (o la fal­ sedad) de todo enunciado, de la vida diaria o de la ciencia. No hay, pues, otra prueba y confirmación de las verdades que no sea la observación y la ciencia empírica” (Schlick, en Ayer, 1993: 62). Schlick sigue punto por punto el Tmctatus y le es máximamente fiel. La filosofía quedará por ello relegada a su papel de esclarecimiento de las proposiciones que deberá verificar la ciencia. Recaerá en el error de la metafísica cuando intente de nue­ vo elaborar un sistema de conocimientos y proposiciones que quieran expresar lo inex­ presable, lo que sólo se puede mostrar. Sólo tiene sentido aquello que es comunicable, traducible a proposiciones y, por tanto, verificable: Si alguien opinara que el significado de una proposición no se agota mediante lo que pueda verificarse en lo dado, sino que se extiende mucho más allá de éste, por lo menos habrá de admitir que ese significado adicional no puede ser descrito de ningún modo, ni establecido ni expresado a través del lenguaje. ¡Que intente comunicar ese significado adicional! En la medida en que logre comunicar algo acer­ ca de ese significado adicional, advertirá que la comunicación consiste en el hecho de que indicó determinadas condiciones que pueden servir para la verificación en lo dado. [...] Por no ser las proposiciones otra cosa que vehículos para la comunica­

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Capítulo 7: Filosofía analítica

ción, únicamente podemos incluir entre sus sentidos lo que puedan comunicar. Por esta razón sostengo que “sentido" sólo puede dar a entender “sentido vcrificable” (Schlick, en Ayer, 1993: 98 y 101). Esta es la raíz del positivismo para el autor: la reducción del sentido a su verificabilidad experimental, mediante una depuración lógica del proceso. Por ello propone que al término de positivismo o empirismo se le debe “añadir un adjetivo especificador; en oca­ siones se ha usado el término ‘lógico’ o también ‘positivismo logístico’. La denominación ‘empirismo consecuente’ me parece apropiada” (Schlick, en Ayer, 1993: 113). El libro de Carnap La estructura lógica del mundo (1928) se sitúa ya con anteriori­ dad en estas mismas coordenadas wittgensteinianas, dentro de una perspectiva fenomenalista. En 1934 aparece la Sintaxis lógica del lenguaje que lo hace aterrizar de lleno en el análisis lógico y en las reglas de formación de las proposiciones en orden a crear lengua­ jes artificiales formales adecuados para la ciencia. En “La antigua y la nueva lógica” se refería así al nuevo método científico del filosofar, al que quizá pueda caracterizarse brevemente diciendo que consiste en el análisis lógi­ co de las proposiciones y conceptos de la ciencia empírica. Con ello se han apuntado los dos rasgos mis importantes que distinguen a este método de la filosofía tradicional. El primer rasgo característico consiste en que este filosofar se realiza en estrecho con­ tacto con la ciencia empírica, e incluso sólo con relación a ella [...]. El segundo rasgo característico indica en qué consiste el trabajo filosófico sobre la ciencia empírica: con­ siste en la aclaración de las proposiciones de la ciencia empírica por medio del análi­ sis lógico. Más específicamente, en la descomposición de las proposiciones en sus par­ tes (conceptos), en la reducción paso a paso de los conceptos a conceptos más fundamentales y de las proposiciones a proposiciones más fundamentales [...]. La lógi­ ca no es ya meramente una disciplina filosófica entre otras, sino que podemos decir sin reservas: la lógica es el método delfilosofar (Carnap, en Ayer, 1993: 139). La lógica es el método del filosofar, la descomposición de las proposiciones siempre es posible, la inducción es el procedimiento de verificación (o da confianza a través de la verificabilidad). Es esto lo que permite formular el ideal de una ciencia unificada, ya que todos los conceptos presentes en cada una de sus ramas pueden ser reducidos a con­ ceptos radicales básicos que se refieran a los contenidos inmediatos de la experiencia: “Así, como los medios de la nueva lógica, el análisis lógico conduce a la ciencia unifica­ da. No hay ciencias diferentes con métodos fundamentalmente distintos ni diferentes fuentes de conocimiento, sino sólo una ciencia” (Carnap, en Ayer, 1993: 150). La radicalización de este lenguaje único conducirá a Carnap a adoptar el modelo fisicalista, esto es, que todas las proposiciones de las ciencias se refieren a acontecimientos físicos, por lo cual son susceptibles de ser expresadas en el lenguaje de la física que se torna de este modo un lenguaje universal: “El lenguaje fisicalista es universal e inter-subjetivo. Ésta es la tesis del fisicalismo. Si, por su carácter de lenguaje universal, se adopta el lenguaje fisi­ calista como lenguaje del sistema de la ciencia, toda la ciencia se convierte en física” (Car-

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Filosofías d el siglo x x

nap, en Ayer, 1993: 172). El propósito de Carnap es tan ambicioso que incluso preten­ de traducir a este lenguaje las observaciones de la psicología introspectiva, siguiendo para ello, como era de esperar, las directrices del conductismo y, en parte, de la Gestalt. Tal vez uno de sus escritos más célebres, por su carácter polémico en abierta con­ frontación con Heidegger como el más destacado representante de la metafísica, sea el artículo “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje” de 1932. Abunda aquí Carnap en la tesis de que: “En el campo de la metafísica (incluyendo la filosofía de los valores y la ciencia normativa), el análisis lógico ha conducido al resulta­ do negativo de que las pretendidas proposiciones de dicho campo son totalmente caren­ tes de sentido” (Carnap, en Ayer, 1993: 66 ). El procedimiento que sigue para esto debe sonarnos ya familiar y no será preciso insistir más en ello: Una secuencia de palabras carece de sentido cuando, dentro de un lenguaje espe­ cífico, no constituye una proposición. Puede suceder que a primera vista esta secuen­ cia de palabras parezca una proposición; en este caso la llamaremos pseudoproposición. Nuestra tesis es que el análisis lógico ha revelado que las pretendidas proposiciones de la metafísica son en realidad pseudoproposiciones (Carnap, en Ayer, 1993: 67).

Carnap establece paso por paso los elementos del análisis lógico desde lo que debe­ mos entender por significado de una palabra. Lo primero es establecer la sintaxis bási­ ca en la que se presenta dicha palabra, la forma proposicionaj más simple en la que puede aparecer o proposición elemental. Hay que establecer después qué proposicio­ nes pueden derivarse de esta primera elemental y de cuáles ella deriva, bajo qué con­ diciones será verdadera o falsa, cómo puede ser verificada y cuál es su sentido. Como es evidente, los vocablos de la metafísica: principio, Dios, infinito, esencia, ego, etc. no cum plen estos requisitos. El segundo paso que da Carnap es estudiar las pseudo­ proposiciones que contienen palabras con significado “pero reunidas de tal manera que el conjunto no tiene sentido” (Carnap, en Ayer, 1993: 73). De ahí la necesidad de elaborar una sintaxis lógica que permita excluir de la ciencia este tipo de proposi­ ciones. El resultado es previsible.

7 .4 . Filosofía del lenguaje cotidiano, u otra forma de buscar el sentido

El “giro lingüístico” promovido por el Tractatus, pero iniciado ya por Frege y Russell, dirigido a la búsqueda y constitución de un lenguaje formal ideal regido por la sintaxis lógica, arraigó profundamente en el Círculo de Viena, en su herencia norteamericana (Goodman, Quine) y en lo que se conoce como la Escuela de Cambridge (entre cuyos representantes se suele citar a Moore, Russell, Wittgenstein, John Wisdom). También cabe situar dentro de esta orientación y como bisagra entre Cambridge y Oxford a Gilbert Ryle (1900-1976), iniciador de la Escuela de Oxford y maestro de Ayer. Pero la más notable aportación de esta Escuela es la asunción de los postulados del último Wirt-

Capítulo 7: Filosofía analítica

genstein y su viraje liada el lenguaje ordinario y una comprensión pragmática del mis­ mo, como se hace patente en John Langshaw Austin (1911-1960), en su discípulo nor­ teamericano John Searle (1932-) y en Peter Frederick Strawson (1919-)- En cierto sen­ tido, podríamos considerar los Principia Ethica de Moore como un primer origen de este otro modo de acercamiento al lenguaje, desde la defensa del sentido común y la pers­ pectiva ética, que también acogerá en su seno su peculiar versión del análisis lingüístico referido a los enunciados del lenguaje moral. Otra forma, pues, de continuar la búsque­ da del sentido perdido. Podemos comprender el cambio de rumbo que supone la filosofía del lenguaje ordi­ nario, del lenguaje corriente o del lenguaje natural, con estas palabras de Richard Rorty pertenecientes a su excelente ensayo El giro lingüístico (1967) sobre la disputa entre la filosofía del lenguaje ideal y ésta a la que nos referimos aquí: “Los filósofos de Oxford (como Strawson) advirtieron que los filósofos del Lenguaje Ideal habían empezado a jugar por su propio interés el juego de edificar un lenguaje extensional elementalista, y que habían perdido contacto con los problemas que surgen del uso del lenguaje ordina­ rio. Por reacción, los filósofos de Oxford intentaron descubrir una lógica del lenguaje ordinario” (Rorty, 1998: 99). Una intuición semejante debió subyacer también al giro wittgensteiniano, sólo que este último no podía pelearse consigo mismo más que toman­ do partido por una de sus facciones anímicas en disputa y se'zanjó la cuestión en per­ juicio del Tractatus. Pero ya vimos, sin embargo, cómo el papel de la filosofía en uno y otro caso acababa siendo similar: se trataba de clarificar el lenguaje bien en su dimen­ sión lógico-sintáctica o en su uso pragmático, siempre con una finalidad “terapéutica”. Esta aspiración sigue siendo un sustrato común a las dos escuelas, ya que los filósofos del lenguaje ordinario se apresuraron a cartografiar y analizar con la mayor exhaustividad y precisión empírica todos y cada uno de los casos y ocurrencias del lenguaje natural, inten­ tando circunscribir y finitizar el contexto de los usos y juegos lingüísticos. Ello implica­ ba el doble sacrificio en aras de la cientificidad de la lingüística pragmática, de conside­ rar como finito el conjunto de juegos lingüísticos así como la creatividad de sus recursos para cambiar continuamente de terreno; y, por otra parte, la imperiosa necesidad de qui­ tarse de en medio todas aquellas conductas lingüísticas no susceptibles de un análisis científico y capaces de dar al traste con todo el proyecto, es decir, no considerar los actos lingüísticos “desviados” o “poco serios”: En general, se puede esperar que como mejor se sirve el interés .de la lingüísti­ ca empírica es tratando como desviados, entre otros, precisamente aquellos usos que han engendrado perplejidad filosófica, y proporcionando explicaciones de los sig­ nificados de los términos que son demasiado banales como para permitir la deriva­ ción de “verdades conceptuales” filosóficamente interesantes. En la medida en que los filósofos se transformen a sí mismos en lingüistas empíricos se habrá logrado consenso una vez más entre los investigadores, al costo de la relevancia para los pro­ blemas filosóficos tradicionales (relevancia no sólo para su solución sino para su disolución, a no ser que se tome “desviado” como una condición suficiente de su disolubilidad) (Rorty, 1998: 101).

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Filosofías del siglo

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Un buen ejemplo de las consecuencias de esta perspectiva de la filosofía del lengua­ je ordinario es la polémica Searle-Derrida. Podemos decir que Derrida asume la heren­ cia del segundo Wittgenstcin tanto como la contribución de Austin y en buena medida también la de Searle, con algunas salvedades. En efecto, en sus textos encontramos con inusitada frecuencia apelaciones a la distinción entre performativo y constatativo, a las nociones de uso, contexto, actos de habla, etc. Sólo que, justamente, lo vemos aplicarse casi con exclusividad a los “casos desviados” y más problemáticos que ponen dichas nocio­ nes en tela de juicio como recurso último de análisis. Escribir largamente sobre contra­ dicciones performativas como: “Yo estoy m uerto”, “Si usted no me mata, me mata”, “Amigos, no hay ningún amigo” y ocuparse de las situaciones límite del lenguaje en las que todo está en juego como el derecho de mentir o el dar testimonio, subyacen a su polémica con Searle. El “derecho a decirlo todo” - y las tantas veces mentada “insaturabilidad del contexto”- , que es como Derrida define la literatura, entra en colisión nece­ sariamente con las autoimpuestas restricciones de la filosofía del lenguaje corriente, que parece dar los problemas por zanjados justo cuando comienzan a ser más interesantes y capaces de un singular rendimiento filosófico, al menos para la llamada “filosofía conti­ nental”. Rorty, con sus chispas de brillantez y sus inevitables recaídas, no está falto de razón cuando observa un fundamento compartido entre la filosofía analítica y la pragmática. Lo formula distintamente, bien en la afirmación de que “no deberíamos hacer pregun­ tas si no podemos ofrecer criterios para dar respuestas satisfactorias a las mismas”, bien de este otro modo: “Lo que está realmente en juego entre las dos escuelas es la respues­ ta apropiada a la pregunta: ‘¿cómo podremos encontrar criterios de eficacia filosófica que posibiliten acuerdo racional?’” (Rorty, 1998: 75 y 77). La polémica entre las dos escuelas estriba en la pugna por el lenguaje objeto de aná­ lisis o de construcción. La construcción de un lenguaje ideal corre el riesgo de subir demasiado alto en sus especulaciones hasta el punto de desconectar absolutamente con los problemas que se suscitan en el lenguaje ordinario. Vale decir que el lenguaje ideal term ine por no poder siquiera esclarecer el lenguaje corriente ni aportar luz alguna sobre él, considerándolo en su conjunto como inadecuado o sistemáticamente desvia­ do, cuando, en verdad, los problemas de los que se ocupan los filósofos del lenguaje ideal surgieron del sustrato del lenguaje natural. Si la investigación llega a tales extre­ mos que dicho vínculo se rompe habrá sido en vano. La réplica por parte del lenguaje ideal vendría a ser: “Si sabéis que hablar de cierta forma os crea problemas, y disponéis de otra que no los crea, ¿quién se va a cuidar de examinar la ‘conducta lógica’ implica­ da en la primera manera de hablar? (Comparad: si podéis eliminar el tejido canceroso y reemplazarlo por tejido sano, puede haber cierto interés mórbido en un informe pato­ lógico, pero la cura es completa sin él)”. Por su parte, Strawson, en esta escenificación ideal propuesta por Rorty, tendría derecho a su contrarréplica: Un problema filosófico es más parecido a una neurosis que a un cáncer. El neuró­ tico no se curará a no ser que comprenda precisamente por qué estaba neurótico, mien­

Capitulo 7: Filosofía analítica

tras que el paciente de cáncer podrá quedar curado aun cuando no sepa nada acerca del origen de su enfermedad [...]. Por otra parte, Strawson podría argumentar de otro modo. Podría aducir que, según confesión de Bergman y de Goodman, jamás dispondremos de un lenguaje que pueda ser usado realmente para los propósitos cotidianos y que sea Ideal en el sentido requerido. La analogía con la eliminación del cáncer no es acertada -la situación real se parece más a explicarle cruelmente al paciente de cáncer las venta­ jas de la buena salud- (Rorty, 1998: 78-79). La cuestión de fondo parece ser el propósito del lenguaje ideal de llegar no sólo a clarificar, sino a reemplazar al lenguaje ordinario, y su contrapartida, del otro lado, se situaría en la tentación de considerar el lenguaje ordinario, ya de por sí, con la ayuda de la clarificación de la pragmática, el único lenguaje ideal. Pero va siendo hora de dejar a Rorty para echar un vistazo rápido sobre algunos de los autores más representativos de la filosofía del lenguaje ordinario. Como despedida, valga su valoración de esta polémi­ ca en lo que ha repercutido en el conjunto de la filosofía: A pesar de sus dudosos programas metafilosóficos, escritores como Russell, Carnap, Wittgenstein, Ryle, Austin y otros muchos, han tenido éxito en forzar a los que desean proponer problemas tradicionales a admitir que tales problemas ya no podían ser planteados en las formulaciones tradicionales [...]. La-filosofía lingüística ha con­ seguido, en los últimos treinta años, poner a la defensiva a la tradición filosófica ente­ ra, de Parménides a Descartes y Hume hasta Bradley y Whitehead. Y lo ha logrado mediante un escrutinio cuidadoso y completo de los métodos mediante los que los filósofos tradicionales han usado el lenguaje en la formulación de sus problemas. Este logro es suficiente para colocar este período entre las épocas más grandes de la histo­ ria de la filosofía (Rorty, 1998: 115-116). Ya hemos comentado que Gilbert Ryle se sitúa un poco a caballo entre las dos escue­ las. Siendo alumno y profesor en Oxford, su influencia más decisiva la va a reconocer en la Escuela de Cambridge, en concreto en Russell y Wittgenstein. En su temprano tra­ bajo Expresiones sistemáticamente desviadas (1932), es decididamente russelliano y se apli­ ca a disolver los entes abstractos de los filósofos aplicando el análisis lógico. Pero ya mues­ tra aquí su convicción de que el lenguaje de la ciencia y el lenguaje corriente resultarán a la postre irreductibles y, por supuesto, ninguno tendrá la primacía sobre el otro. Es lo que sucede en Dilemas (1954), a propósito del conflicto entre el sentido común y la con­ cepción científica. La realidad se aprehende mediante categorías plurales que se sitúan en planos diversos y heterogéneos. Justamente la confusión de estos planos es lo que con­ duce a lo que llama “errores categoriales” o, en otros términos, un mal uso del lenguaje. Para disolverlos, Ryle apela a una lógica informal, distinta de la lógica formal clásica, que se encargaría de la correcta atribución de categorías y conceptos, respetando y cartografiando la “forma lógica” de cada concepto, es decir, su red de relaciones con otros con­ ceptos y categorías para evitar inadecuados solapamientos y traslaciones. Ésta sería la labor de la filosofía. En su obra El concepto de la mente (1949) pone en práctica dicha

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filosofías del siglo XX lógica elucidando el error categoría) básico que subyace en la teoría del dualismo almacuerpo. Para Ryle el alma y el cuerpo son cosas, pero cosas distintas, con formas lógicas diferentes, lo mental y lo Físico, que no se pueden reducir sin más la una a la otra como sucede en el mecanicismo. Strawson sigue a Ryle en su indagación categorial del lenguaje pero concede a las categorías valor ontológico. Califica su proyecto de metafísica descriptiva, en un claro desafío a la condena positivista (pone como ejemplo la de Aristóteles o la de Kant) y tie­ ne la intención de desvelar el entramado ontológico que subyace en el lenguaje de modo inmutable a través de la historia. En su libro Individuos. Un ensayo de metafísica descrip­ tiva (1959) llega, a partir del análisis lingüístico, a establecer lo que él llama “particula­ res”, entidades ontoiógicamente independientes como las personas y los objetos mate­ riales. Es a estos últimos a los que concede una especial relevancia, un carácter básico. Dichos particulares aparecen en las oraciones preferentemente como “sujeto”, lo que designa su completitud, frente a los universales, que suelen aparecer como predicado. Pero lo más interesante de Strawson es su crítica a la teoría de las descripciones de Russell [Thrutb (1949); On Referring{ 1950)]. Para ello, introduce la noción de “presuposi­ ción”, a saber, en el lenguaje natural, el simple enunciado de una oración no implica que se esté haciendo una afirmación sobre su verdad o falsedad, a lo más se presupone, si es que siquiera llega a suscitarse tal cuestión. La relación de un enunciado con la existen­ cia de lo que afirma no es de necesidad lógica: es justamente eso, una presuposición de que existe la referencia aludida. Strawson distingue entre oración y enunciado, entre la proposición gramatical material y el acto de afirmarla. De ahí, aplica la noción de ver­ dadero o falso no a la oración, sino ai enunciado, desplazando la cuestión de la verdad o falsedad desde la significatividad al campo de la aserción, de su uso, de la pragmática. La referencia corre por cuenta del hablante, no de la oración. Entramos con esto de lleno en el nacimiento de la pragmática lingüística como investigación exhaustiva y programática de lo que hacemos cuando usamos el lengua­ je; así reza el título, de hecho, de la más conocida obra de Austin, editada postuma­ mente a partir de sus conferencias de 1955 en Harvard: ¿Cómo hacer cosas con palabras? (1962). Aparte de la crítica del empirismo de Ayer que realiza en Sense and Sensibilia, lo más crucial de su pensamiento se encuentra en lo que él mismo denomina la “feno­ menología lingüística” del lenguaje cotidiano. Considera Austin dicha fenomenología del lenguaje ordinario, tesoro y depósito de la cultura humana, el punto de partida -y casi de llegada- de la filosofía, decididamente más vinculada en él con la filología, la etimología y la historia que con la matemática o la lógica. El hecho fundamental del que parte el autor es la distinción entre enunciados performativos o realizativos y enun­ ciados constatativos o descriptivos: en estos últimos es posible establecer una distinción entre verdad y falsedad (v. gr.\ “Hoy está lloviendo”), pues se limitan a representar la realidad, pero en los primeros lo que más llama la atención es que, al enunciarse, lle­ van a cabo una acción, distinta de su contenido significativo, que no cabe en los pará­ metros de la verdad o falsedad, sino de si resultan exitosos, afortunados o no (v. gi:: “Te advierto que hoy está lloviendo”, “Declaro inaugurado este congreso”). Con esta dife­

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renciación, Austin lograba apuntar hacia una dimensión del lenguaje secularmente pre­ terida e ignorada por la obsesión en el valor cognoscitivo y descriptivo, rcferencial, del lenguaje. Con ello, se caía en la cuenta de que los enunciados son /jetos que realiza el hablante, siempre implicado en los mismos, en dirección a unos destinatarios de dicho acto lingüístico: en otras palabras, señalaba la dimensión pragmática del lenguaje, cla­ ramente circunscrita de su dimensión semántica y referencial. A partir de la delimita­ ción de los ámbitos realizativo y constatativo, Austin perfecciona este instrum ento de análisis para decir que, en todo enunciado, pueden tener lugar a la vez tres tipos de actos, que caracteriza como sigue: acto locutivo, que consiste en decir algo en un enun­ ciado (una serie de sonidos -acto fonético-, organizados según una determinada gra­ mática -acto fático-, con un sentido y una referencia -acto rético-); acto ilocutivo, que ocurre al decir algo, según el modo como usemos el acto locutivo en cuestión, a saber, como advertencia, invitación, definición, etc.; actoperlocutivo, los efectos en el medio o en el destinatario que acarrea el acto ilocutivo, por ejemplo, si la fuerza ilocutiva de la amenaza conduce a producir en el oyente una actitud sumisa y obediente porque se ha logrado intimidarlo. La performatividad de los actos ilocutivos, como es evidente, no está en ellos implicada de modo necesario. Austin intenta llevar a cabo una prime­ ra clasificación de los verbos que llaman realizativos según el modo ilocutivo de cada uno de ellos: judicativos, expositivos, compromisivos, etc. Dicha sistematización será llevada a cabo por el americano John Searle en su obra, ya clásica, Actos de habla ( 1969). Searle comienza su tarea con una importante precisión que marca distancias con respecto al análisis del lenguaje y su valoración de la filosofía: Distingo entre filosofía del lenguaje y filosofía lingüíscica. La filosofía lingüís­ tica es el intento de resolver problemas filosóficos particulares atendiendo al uso ordinario de palabras particulares u otros elementos de un lenguaje particular. La filosofía del lenguaje es el intento de proporcionar descripciones filosóficamente iluminadoras de ciertas características generales del lenguaje, tales como la referen­ cia, la verdad, el significado y la necesidad [...] su método de investigación empíri­ co y racional, más que apriorí y especulativo, obligará naturalmente a prestar aten­ ción estricta a los hechos de los lenguajes naturales efectivos. La “filosofía lingüística'’ es primariamente el nombre de un método; la “filosofía del lenguaje” es el nombre de un tema [...]. Este libro es un ensayo de filosofía del lenguaje, no de filosofía lin­ güística (Searle, 2001: 13-14). Searle reconoce que va a emplear un método de investigación que tal vez pueda pare­ cer demasiado simple en los tiempos que corren, ya que no se basa más que en su con­ dición de hablante nativo de un lenguaje, en su capacidad para explicar cómo lo usa, para terminar formulando las reglas subyacentes a dicha caracterización intuitiva como hablante. Su estudio quiere ser integrador y enmarcarse, contra lo que pudiera parecer, no sólo en el ámbito de la parole saussurcana, sino también en el de la langue, ya que para Searle ambos aspectos resultan indisociables en último extremo y una explicación satis­ factoria del lenguaje debe incluir a ambos:

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Podría parecer aún que mi enfoque es simplemente, en términos saussureanos, un estudio de la parole más bien que de la Litigue. Estoy argumentando, sin embargo, que un estudio adecuado de los actos de habla es un estudio de la Litigue [...]. No hay, por tanto, dos estudios semánticos distintos e irreductibles: por un lado un estudio de los significados de oraciones y por otro un estudio de las realizaciones de los actos de habla El acto o actos de habla realizados al emitir una oración son, en gene­ ral, una función del significado de la oración (Searle, 2001 : 27). Necesita además unir a ello la hipótesis de que su empeño no se reduce a casos par­ ticulares de habla de una lengua determinada, sino que sus hallazgos serán universalizables a todos los lenguajes. Se apoyará, lo que es notable además de curioso, en la traducibilidad, no ya de los contenidos semánticos de un lenguaje a otro, sino de la traducibilidad de los propios actos ilocutivos: Los diferentes lenguajes humanos, en la medida en que son intertraducibles, pue­ den considerarse como plasmaciones convencionales diferentes de las mismas reglas subyacentes. El hecho de que en francés pueda hacerse una promesa diciendo “Je promets” y que en castellano pueda hacerse diciendo “Yo prometo”, es un asunto de con­ vención. Pero el hecho de que una emisión de un dispositivo de prometer cuente como (bajo condiciones apropiadas) la asunción de una obligación, es un asunto de reglas y no un asunto de convenciones del francés o del castellano. Así como en el ejemplo anterior podemos traducir una partida de ajedrez de un país a una partida de ajedrez de otro, puesto que comparten las mismas reglas subyacentes, también podemos tra­ ducir emisiones de un lenguaje a otro, puesto que comparten las mismas reglas sub­ yacentes (Searle, 2001: 48-49). Dichas reglas forman parte de la definición misma del lenguaje: “Hablar un len­ guaje es tomar parte en una forma de conducta (altamente compleja) gobernada por reglas. Aprender y dom inar un lenguaje es (ínter alia) aprender y haber dominado esas reglas” (Searle, 2001: 2 2 ). El lenguaje es así, ante todo, una conducta, un acto, que se inscribe en un marco reglado. Precisamente por la existencia de dicha regula­ ción se hace posible ir más allá del escepticismo de la dispersión de juegos lingüísti­ cos inabarcables adonde llegó W ittgenstein y resulta pensable la tarea de llegar a una clasificación general de los actos de habla. Searle precisa que dichas reglas no son regu­ lativas, sino constitutivas, es decir, que no se aplican a un lenguaje ya dado, sino que ellas mismas son, constituyen el lenguaje: Las reglas del fútbol o del ajedrez, por ejemplo, no regulan meramente el hecho de jugar al fútbol o al ajedrez, sino que crean, por así decirlo, la posibilidad misma de jugar a tales juegos (...]. Las reglas regulativas regulan una actividad preexistente, una actividad cuya existencia es lógicamente independiente de las reglas. Las reglas cons­ titutivas constituyen (y también regulan) una actividad cuya existencia es lógicamen­ te dependiente de las reglas (Searle, 2001: 42-43).

Capítulo 7: Filosofía analítica

Evidentemente, de la posibilidad de determinar tales reglas depende la hipótesis de conjunto sobre los actos ilocutivos. De ser enunciables o de poder deducirse del análisis empírico del lenguaje depende todo el éxito de la empresa. Searle establece que, en cualquier emisión de una oración, cabe distinguir: a) el acto de emisión de la frase propiamente dicha; b) el acto proposicional: la referencia y predi­ cación que con ello se hace; c) el acto ilocutivo: si en la emisión se enuncia, pregunta, promete, etc. d) el acto perlocucionario: las consecuencias o efectos en el o los oyentes de todo lo anterior. Estipula además una serie de condiciones necesarias para que toda emisión significativa, “seria y literal”, pueda tener lugar: 1) “El hablante y el oyente saben ambos cómo hablar el lenguaje; ambos son conscientes de lo que están haciendo; no tie­ nen impedimentos físicos para la comunicación tales como sordera, afasia o laringitis; no están actuando en una obra de teatro o contando chistes, etc.” (Searle, 2001: 65); 2 ) condiciones preparatorias: como el derecho de hablar, la autoridad para hacerlo, la ocasión, v. gr.: no todo el mundo, ni en todo lugar, puede celebrar un matrimonio o pro­ meter algo a otro; 3) condiciones de sinceridad: que remiten a las intenciones del hablan­ te, la veracidad de su mensaje, su voluntad dolosa, etc.; 4) condiciones esenciales: refe­ ridas al compromiso que realiza todo hablante al emitir un enunciado de ser responsable y cumplir con lo que está diciendo. El caso práctico que analiza Searle es el archiconocido de la promesa, y no cabe duda de la brillantez, espectacularidad y enormes repercusiones de lo que consiguió llevar a cabo. Por el camino, no obstante, se han quedado algunas cosas que motivarán cuestionamientos radicales a la pragmática. Para empezar, algo que hemos señalado de pasada dará no pocos quebraderos de cabeza: la restricción del análisis a proferencias “serias” y “literales” ya muestra una mutilación del lenguaje ordinario y no pocas reflexiones se han hecho acerca de qué pueda definirse como serio y no serio; caso análogo es la exclusión de situaciones como el teatro o los contextos jocosos. Cuando, es preciso señalarlo, el lenguaje se define justamente como un juego desde Wittgenstein o, en el caso de Sear­ le, se utiliza la analogía lúdica del ajedrez, del fútbol o del béisbol; la paradoja, muy seria, vendría a ser más o menos ésta: “Vamos a explicar los juegos lingüísticos, excluyendo sis­ temáticamente, por exigencias del análisis, todos los casos en los que se juega con el len­ guaje”. Tal vez por esta razón -incidir más en lo jocoso del juego que en las reglas del juego- Wittgenstein no se atreviera a tanto. Esta exclusión metodológica tiene esta for­ ma programática en el caso de la promesa: l Ignoro las promesas marginales, los casos límite y las promesas parcialmente defec­ tuosas [...]. Además, en el análisis limito mi discusión a las promesas completamente explícitas e ignoro las promesas hechas por medio de giros elípticos, insinuaciones, metáforas, etc. Ignoro también las promesas hechas en el curso de la emisión de ora­ ciones que contienen elementos irrelevantes para el hecho de llevar a cabo la prome­ sa. Además, sólo trataré de las promesas categóricas e ignoraré las promesas hipotéti­ cas [...]. En resumen, me voy a ocupar solamente de un caso simple e idealizado (Searle, 2001:63-64).

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Parece que semejante delimitación del campo de estudio renuncia de entrada a lo que es el lenguaje ordinario y se observa la tendencia cierta de elaborar un lenguaje ideal, a partir del cual esclarecer lo que ocurre - y hasta reemplazar- en el uso corriente, tal como sucedía en la polémica con la construcción de un lenguaje ideal lógico-formal. El ideal de promesa de Searle no deja de ser un constructo alejado en muchos grados del lenguaje corriente; a partir de ahí, todo lo que ha excluido, el inmenso campo lingüísti­ co de las promesas fácticas y reales, no se puede reducir simplemente al estatuto de con­ traejemplo: a no ser que se considere el lenguaje ordinario un contraejemplo o una mera “desviación” del lenguaje ideal. Searle se da cuenta también del serio escollo que supone para sus aspiraciones la teo­ ría de! significado de Grice. Este reduce el significado de una proferencia a la consecu­ ción de un efecto perlocutivo en el oyente, empleando para ello, arbitrariamente, los medios lingüísticos que fuere menester: “Podríamos decir que, según la explicación de Grice, parecería que cualquier oración puede emitirse con cualquier significado, dado que las circunstancias hacen posibles las intenciones apropiadas” (Searle, 2001: 54). Sear­ le recoge un caso concreto: en las Investigaciones Filosóficas (&519), Wittgenstein apun­ ta de pasada, “Di ‘hace frío aquí’ queriendo decir ‘hace calor aquí’”. Es una situación muy corriente y basta imaginar un contexto irónicamente adecuado para conseguir el efecto perlocucionario deseado, por ejemplo, decir “¡Qué frío hace!” un día de agosto en Sevilla en plena calle a cuarenta grados, no lleva a casi nadie a engaño. Más trágicos son otros ejemplos que se vienen a la mente. No hace falta decir “¡Apunten! ¡Fuego!” para provocar la muerte de una persona o de un conjunto determinado de personas. Se pue­ de lograr este efecto perlocutivo escribiendo un bello relato como el del Génesis, el pasa­ je de Sodoma y Gomorra, la Constitución americana, etc. No es éste un simple escollo. Echaría por tierra toda la teoría de los actos ilocutivos al hacerlos superfluos en benefi­ cio de los actos perlocutivos. Searle mantiene, sin embargo, la necesidad de un nexo más que convencional o arbitrario entre lo que una persona dice y el ilocutivo que emplea para decirlo como requisito básico para la comunicación. No casualmente ha de con­ cluir el capítulo “La estructura de los actos ilocucionarios” rechazando esta posibilidad: Algunos verbos ilocucionarios son definibles en términos de los efectos perlocucionarios que se intentan conseguir, otros no. Así, pedir es, por mor de su condi­ ción esencial, un intento de hacer que un oyente haga algo, pero prometer no está ligado esencialmente a tales efectos o respuestas del oyente. Si pudiésemos conse­ guir un análisis de todos (o incluso de la mayor parte de) los actos ilocucionarios en términos de efectos perlocucionarios, las perspectivas de analizar los actos ilocucio­ narios sin referencia a las reglas se verían incrementadas grandemente. La razón de esto es que el lenguaje podría considerarse entonces solamente como un medio con­ vencional de alcanzar, o intentar alcanzar, respuestas o efectos naturales. El acto ilocucionario no implicaría entonces esencialmente ningún tipo de reglas en absoluto. En teoría, el acto podría realizarse dentro o fuera del lenguaje; hacerlo ;n un len­ guaje sería hacerlo con un dispositivo convencional, y esto podría hacerse sin nin­ gún tipo de dispositivos convencionales. Los actos ilocucionarios serían entonces

Capitido 7: Filosofía analítica

■«Miveacionaiss Jqpdonalmente), peco na estarían en absoluto gobernados por reglas, Íibíno resulta obvio después de todo lo que. he dicho, pienso que esta reducción de lo íl&eucionario a lo petlocucionario y la consecuente eliminación de las reglas no: puede llevarse a cabo (Scaile, 2001: 78-79).

5 . Teoría de la ciencia: Popper y más allá de Popper Los posicionamientos y fundamentos teóricos del Círculo de Viena van a encontrar répli­ c a muy pronto en los trabajos de otro vienes, Karl Popper (1902-1994), que si bien nun­ ca perteneció a dicho Círculo, sé mantuvo con él en la cercanía a la que le obligaba haber sido bautizado por uno dé sus miembros, Otto Neurath, como “la oposición oficial” del Wiener Kreis, No hay al parecer ni tan siquiera un ámbito teórico en el neopositivismo lógico contra el que no haya arremetido Popper, situándose en sus antípodas (adonde, por cierto, hubo de emigrar en 1937, en concreto a Nueva Zelanda, por ser de origen judío) y discutiendo casi una por una todas sus tesis fundamentales en su epistemología científica, conocida como “racionalismo crítico”. El punto de partida epistemológico de ésta concepción puede situarse en la crítica del modelo epistemológico de la “revelación”, a saber, la búsqueda de un fundamento absoluto para el conocimiento, con la misma inconmovible e inapelable autoridad y certeza que la propia de la revelación en el ámbi­ to de la religión. El positivismo pertenece a este modelo-revelación en la medida en que cree encontrar dicho fundamentum inconcussum en ia experiencia.

Popper distinguirá en este contexto la cuestión del origen de la cuestión de la vali­ dez como no siempre ni necesariamente coincidentes, y propondrá sustituir la pre­ gunta acerca de las fuentes del conocimiento por la pregunta acerca de cómo evitar el error: La pregunta que siempre se ha formulado es, en espíritu, semejante a ésta: “¿Cuá­ les son las mejores fuentes de nuestro conocimiento, las más confiables, las que no nos conducen al error, y a las que podemos y debemos dirigirnos, en caso de duda, como corte de apelación final?’’. Propongo, en cambio, partir de que no existen tales fuen­ tes ideales -como no existen los gobernantes ideales- y de que todas las fuentes pue­ den llevarnos al error. Y propongo, por ende, reemplazar la pregunta acerca de las fuen­ tes de nuestro conocimiento por la pregunta totalmente diferente: "¡Cómo podemos detectary eliminar el error?" La pregunta por las fuentes de nuestro conocimiento, como tantas otras preguntas autoritarias, es de carácter genético [...]. La nobleza del conoci­ miento racialmetyte puro, del conocimiento inmaculado, del conocimiento que deri­ va de la autoridad mis alta, si es posible de Dios: tales son las ¡deas metafísicas (a menu­ do inconscientes) queíStán detrás de esa pregunta. Puede decirse qüe la pregunta que he propuesto en reemplazo de la otra, “¿Cómo podemos detectar el error?”, deriva de la idea de que talés fuentes puras, inmaculadas y seguras no existen, y de que las cues­ tiones de origen o pureza no deben ser confundidas con las cuestiones de validez o verdad [...]. Sin embargo, la pregunta tradicional por las fuentes autorizadas del cono­

Filosofías del siglo XX cimiento se repite todavía hoy, y a menudo la plantean positivistas y otros filósofos que se creen en rebelión contra la autoridad. La respuesta adecuada a mi pregunta: “¿Cómo podemos detectar y eliminar el error?” es, según creo, la siguiente: “Criticando las teorías y presunciones de otros y -si podemos adiestrarnos para hacerlo- critican­ do nuestras propias teorías y presunciones” [...]. Esta respuesta resume una posición a la que propongo llamar “racionalismo crítico” (Popper, 1983: 49-50).

Popper descubre, pues, una posición metafísica de fondo en los más antimetafísicos de los pensadores, los neopositivistas, que no es otra que su creencia en el criterio de autoridad y en la existencia de un fundamento último semejante a la revelación divina. El racionalismo crítico profundizará en la línea del antidogmatismo (que en política le llevará al encuentro con el liberalismo) con una vigilancia y un cuestíonamiento conti­ nuos de sus propias teorías y puntos de partida, nunca definitivos, no como mera reac­ ción antipositivista, sino con la convicción de que su descripción del modo de proceder del conocimiento responde de forma más adecuada a como realmente suceden las cosas en la lógica de la investigación científica. D ada esta premisa, la inexistencia de las fuentes puras del conocimiento, como es lógico Popper no puede sino continuar con una crítica de la inducción que lleva de los datos experimentales a las teorías. Es evidente que detrás de toda teoría hay una base experimental, sólo que el paso de un lugar a otro, el nexo entre ambos, no obedece a la inducción como su justificación lógica. Según Popper, a la ciencia le da igual cómo se ha llegado a la formulación de una ley o un enunciado: lo único que exige es su justifi­ cación lógica y ésta tiene siempre lugar a posteriori. El contexto de descubrimiento, que es la base observacional, se separa de este modo del contexto de justificación, el cual se reconstruye una vez que ha sido formulada la teoría: “La creencia de que la ciencia pro­ cede de la observación a la teoría está tan difundida y es tan fuerte que mi negación de ella a menudo choca con la incredulidad [...]. En realidad, la creencia de que podemos comenzar con observaciones puras, sin nada que se parezca a una teoría, es absurda” (Popper, 1983: 72). La inducción pura es una quimera, ya que la mera observación carece de sentido si no se lo proporciona un interés, un marco de referencia previo que diga qué es lo que hay que observar. La ciencia parte de estos presupuestos previos para llegar, como último estadio del proceso, a la observación de la realidad. Por tanto, no se trata ya de la inducción a partir de la experiencia para llegar a la teoría, sino de contrastar empíricamente nuestras deducciones racionales. A partir de la formulación especulativa de un enunciado se va avanzando hasta contrastarlo con la realidad y ésta será su justi­ ficación lógica. Hay que comprobar la coherencia del enunciado, su compatibilidad con la teoría en la que ha sido formulado, deducir de él finalmente algún tipo de prediccio­ nes y contrastar éstas experimentalmente. Dicha contrastación no será su verificación última, sino tan sólo su confirmación provisoria. Las teorías se construyen deductiva­ mente con una buena dosis de intuición y especulación, lo que no excluye tampoco una carga ideológica siempre presente que traduce una cosmovisión; sólo posteriormente se procede a la axiomatización última hasta llegar a los enunciados básicos dotados de una

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Capítulo 7: Fílmtifit? analítica

gran Cffíga. iníerprét&tiya¿ a diferencia de las proposiciones protocolarias entendidás«®mó mera traasgripción dtj nuestras experiencias qbsfirvacionales.

Quizá vaigs la pena mencionar éírésffi'corrtHfo que lá palabra “básico” de la expre^ ;:5Íün “enunciado básico” paréce:haber confundido a algunos de.nus lectores. El uso que hago de este término tiene la siguiente historia. Antes de usar los términos “básicÉr y Anunciados básicos”, usé la expresión “base empírica” [..,]. Al introducir la expre­ sión: “bgse empírica” mi intención q j, en parte, dar un énfasis irónico a mi tesis de que la base empírica de nuestras teorías está lejos de ser firme; que se la debe compa­ rar con una marisma y no con un suelo, sólido. Los empiristas creían por lo común que la base empírica consistía en percepciones u observaciones absolutamente “dadas”, en “dates”, y que era posible construir la ciencia sobre esos datos como sobre una roca. En opóíición a esta doctrina, señalé que los “datos” aparentes de la experiencia son siempre interpretaciones a la luz de teorías:, por lo cual tienen el carácter hipotético o conjetural de todas las teorías [...]. Así pues, no hay una “base empírica” no interpre­ tada, y los enunciados de tests que constituyen la base empírica no pueden ser enun­ ciados qup expresen “datos” no interpretados (puesto que tales datos no existen), sino simplemente enunciados que expresan hechos simples observables de nuestro medio físico. Por supuesto, son hechos interpretados a la luz de teorías; están empapados de teoría, por decirlo así (Popper, 1983: 461-462). Si ello es así, la ciencia comienza a nivel especulativo como crítica de las teorías y de los prejuicios dados, no con la observación empírica: La crítica debe ser dirigida contra creencias preexistentes y difundidas que nece­ sitan una revisión crítica; en otras palabras, contra creencias dogmáticas. Una actitud crítica necesita como materia prima, por decir así, teorías o creencias defendidas más o menos dogmáticamente. La ciencia, pues, debe comenzar con mitos y con la críti­ ca de mitos; no con la recolección de observaciones ni con la invención de experi­ mentos, sino con la discusión crítica de mitos y de técnicas y prácticas mágicas (Popper, 1983:71), Aparece entonces el problema fundamental de la demarcación entre aquello que es ciencia y lo que no lo es. En efecto, si se ha rechazado la inducción y el principio de verificación de tal modo que se ha puesto de manifiesto el carácter especulativo y de­ ductivo de la ciencia, ¿de qué criterio podremos valernos para delimitar el campo de la ciencia? Se trata de un problema que ha preocupado a muchos filósofos desde la época de Bacon, aunque nunca encontré una formulación muy explícita del mismo. La con­ cepción más difundida era que lá ciencia se caracteriza por su base observacronal, o por su método inductivo, mientras que las seudociencias y la metafísica se caracteri­ zan por su método especulativo o, como decía Bacon, por el hecho de que operan con ‘anticipaciones mentales”, algo muy similar a las hipótesis. Nunca he podido aceptar

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Filosofías del siglo

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esta concepción. Las teorías modernas de la física, especialmente la teoría de Einstein (que era muy discutida en el año 1919), son sumamente especulativas y abstractas y están muy lejos de lo que podría llamarse su “base observacional” [...]. Por otro lado, muchas creencias supersticiosas y muchas reglas prácticas (para plantar, por ejemplo) que se encuentran en almanaques populares y libros sobre sueños tienen mucha mayor relación con observaciones y, sin duda, a menudo se basan en algo semejante a la induc­ ción (Popper, 1983: 312). Popper va a proponer su célebre criterio de falsación o falsabilidad como respuesta a este problema. De la verificación o la verificabilidad de un enunciado se pasa a su sus­ ceptibilidad de poder set falseado (lo que también se entiende como ensayo y error, con­ jetura y refutación), es decir, una teoría quedará falseada cuando, una vez que nos ha remitido deductivamente a unos cuantos enunciados básicos contrastables em pírica­ mente, en caso de no cumplirse éstos, señalarían la no verdad de la teoría a la que per­ tenecen. La cientificidad se basa, pues, en la falsabilidad, no en 1a verificabilidad, de los enunciados: Era evidente que se necesitaba un criterio de demarcación diferente, y yo propu­ se (aunque pasaron años antes de que yo publicara mi propuesta) que se considerara como criterio de demarcación la refutabílidad de un sistema teórico. Según esta con­ cepción, que yo aún defiendo, un sistema sólo debe ser considerado científico si hace afirmaciones que puedan entrar en conflicto con observaciones; y la manera de testar un sistema es, en efecto, tratando de crear tales conflictos, es decir, tratando de refu­ tarlo (Popper, 1983:77). Las pruebas de falsación, en caso de superarse con éxito, lo único que indican es que el enunciado en cuestión ha conseguido resistirlas de momento, no que haya sido veri­ ficado ni que sea cierto: se suele explicar la diferencia entre ambos modos de contrastación con la realidad según el modus tollern y el modusponens lógicos. El modelo que mejor expresa la falsabilidad popperiana, y del cual de hecho Popper aprendió, es el de la teo­ ría de la relatividad de Einstein, de alta carga especulativa, no construida a partir de una base empírica, sino que, una vez formulada, hubo que deducir de ella enunciados bási­ cos para poder contrastarla mediante los consiguientes experimentos. La demarcación popperiana salva en cierto modo la metafísica sin llegar a conside­ rarla en ningún momento como carente de sentido: no es ése el objetivo de la demarca­ ción. Además, como él mismo señala, en clara y abierta oposición a la condena de la metafísica como sinsentido por Carnap: “En mi Lógica de la investigación científica di varios ejemplos de mitos que han adquirido una gran importancia para la ciencia, entre ellos el atomismo y la teoría corpuscular de la luz. Sería una escasa contribución a la cla­ ridad afirmar que estas teorías son una jerga sin sentido” (Popper, 1983: 314). Popper no comparte en absoluto la búsqueda de un lenguaje perfecto del neopositivismo lógi­ co por dos razones al menos: por considerarlo imposible y porque, en última instancia, no logra excluir de su ámbito como “sinsentido” las proposiciones de la metafísica.

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Capitulo 7: filosofía analítica

Irónicamente, como veremos, Popper dinamita la idea de que las proposiciones de la metafísica no tienen sentido y de que no son susceptibles de formularse adecuadamen­ te en el lenguaje de la ciencia: Con el propósito de aclarar bien esto, elegiré, como ejemplo extremo, una afir­ mación que podría ser llamada “la aserción archimetafisica’: “Existe un espíritu omni­ potente, omnipresente y omnisciente”. Mostraré brevemente de qué manera es posi­ ble construir esta oración, como oración bien formada o significativa, en un lenguaje fisicalista muy similar al propuesto en Testability and Aíeaning [...]. Nada es más fácil que crear una nueva fórmula existencial que exprese la aserción archimetafisica: que existe una persona a que está en todos lados, capaz de colocar cualquier cosa en cual­ quier lado, que piensa todo lo que es verdadero y sólo esto, y tal que nadie más lo sabe todo acerca del pensar de a [...]. Es obvio que nuestra fórmula archimetafisica pura­ mente existencial no puede ser sometida a ningún test científico: no hay esperanza alguna de refutarla, de descubrir, si es falsa, que lo es. Por esta razón yo la considero metafísica, pues cae fuera del ámbito de la ciencia. Pero yo no creo que Carnap pue­ da decir que cae fuera del ámbito de la ciencia, o fuera del lenguaje de la ciencia o que carece de significado (Popper, 1983: 333-335). Este acercamiento entre las ciencias físicas y las ciencias.humanas, cuyo corolario es la “salvación” de la metafísica y el hecho de que exista, en el fondo, una uniformidad en la lógica de investigación entre unas y otras disciplinas, conduce a Popper a la refu­ tación de lo que él entiende por historicismo, a saber, la concepción de la historia basa­ da en la antigua idea de la verdad de la ciencia y en la creencia determinista. Frente a ello, verdadera simiente de la intolerancia y el totalitarismo de las sociedades cerradas, defiende un modelo de “sociedad abierta” democrática basada justamente en las premi­ sas de su racionalismo crítico, donde todo es sometido a continua discusión, crítica y nada se da por sentado ni se constituye en verdad úlrima. Estas tesis intentan dar un salto a la ontología cuando Popper enuncia su conocida teoría de los tres mundos. Según ésta, además del mundo físico y del subjetivo hay un tercero, el de los conceptos, las creencias, las tradiciones y los saberes colectivos. Lo des­ tacado es que estos tres mundos interaccionan entre sí por diversas vías. Las consecuen­ cias de una ontología así, sin embargo, distan mucho de quedar desarrolladas en el plan­ teamiento popperiano. Hans Albert (1921 - 1973) se inscribe dentro de la ortodoxia popperiana, realizando algunas aportaciones que cabe señalar por su agudeza y por haber pasado al acervo común filosófico. Parte también del rechazo por la obsesión de la fundamentación y se inclina por la universalización del examen crítico, demostrando las limitaciones del principio de razón suficiente en su conocida formulación del “trilema de Miinchhausen”: a) toda bús­ queda de fundamentación conduce a un regreso infinito; b) o bien adquiere la forma de una argumentación circular incapaz de cerrar su propio círculo; c) o bien se interrumpe el proceso de fundamentación en un punto concreto de manera arbitraria. Albert insis­ te, por lo demás, en la necesidad de un diálogo interdisciplinar entre las diversas cien-

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das para evitar el estancamiento de la crítica que pueda surgir cventualmente en el inte­ rior de una disciplina, señalando la aparición frecuente de lo que denomina “estrategias de inmunización” para evitar las críticas provenientes de otros campos del pensamiento y que conducen al enclaustramiento de determinada rama del saber, a una hipercomplejización del lenguaje y un esoterismo de las formulaciones para blindarse frente a cual­ quier tentativa de refutación. Las ideas de Popper fueron calando lentamente tras el rechazo lógico que al princi­ pio suscitaron en el Círculo de Viena. Carnap, Hempel y otros acabaron por aceptar muchas de sus críticas y se vieron obligados a reformular sus planteamientos anteriores aunque sin renunciar a sus convicciones positivistas básicas. Tras ellos, una nueva gene­ ración de epistemólogos educada ya en el popperianismo, partiendo de una aceptación generalizada de sus presupuestos, abrirá nuevas vías en la investigación epistemológica completando el pensamiento de Popper y señalando en él fisuras y carencias de tal cali­ bre que operarán una profunda transformación de éste. Nos centraremos, por su origi­ nalidad y la radical novedad y repercusión de sus planteamientos, en Thomas S. Kuhn (1922-1996) y Paul K. Feyerabend (1924-1994). La obra fundamental de Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (1962), va a desestabilizar por completo esa presunción que venía funcionando acríticamente en las ciencias según la cual las ciencias de la naturaleza evolucionaban progresivamente median­ te una lenta y armónica acumulación del saber adquirido que se daba por irrefutable, como tierra conquistada. La ciencia se edificaba así piedra sobre piedra y, con el tiempo, unas ramas de la ciencia se integraban en otras; resultaba que los conocimientos y resul­ tados obtenidos acá coincidían y venían a complementar a los obtenidos allá, avanzán­ dose en la idea de una unificación total del conocimiento científico en un todo armó­ nico. El propio modelo popperiano, si bien descartaba esta armonización ideal, no negaba, sino que subrayaba, la uniformidad y la continuidad de la ciencia. Las ciencias huma­ nas, por su parte, desde el principio no han logrado un consenso sobre las cuestiones más básicas y, en lugar de edificar, se han dedicado a tirarse sus respectivas piedras angulares a la cabeza unas a otras cuestionando incesantemente sus propios fundamentos. Resulta decisiva en Kuhn la visión histórica de la ciencia, extrayendo sus conclusio­ nes a través del tiempo en una perspectiva diacrónica y no tan sólo en la sincronía estruc­ tural del método o del lenguaje científico. Sólo desde la peculiaridad de este nuevo enfo­ que será posible acabar con las ideas de continuidad y progreso acumulativo de las ciencias; justamente lo que Kuhn viene a demostrar es que ésta procede por revoluciones o saltos cualitativos, incesantes rupturas que no se construyen sino sobre las ruinas y la destruc­ ción de los “paradigmas” anteriores. La noción de paradigma científico es una aportación capital del pensamiento kuhniano. Someramente, un paradigma es un esquema teórico de mayor o menor comple­ jidad que se va conformando por la interrelación de interpretaciones de la realidad has­ ta constituir un sistema coherente que armoniza el trabajo de la comunidad científica, sirviéndole de marco de referencia común. Una vez establecido, desde los niveles de menor elaboración más próximos a la experiencia hasta paradigmas omnicomprensivos

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Capítulo 7: Filosofía analítica

de alto valor especulativo, se consolida como “modelo ejemplar”, que justamente es lo que quiere decir paradigma. En La estructura de Lis revoluciones científicas Kuhn no había llegado a definir un uso claro de la noción de paradigma, por lo que fue duramente cri­

ticado y se puso de manifiesto la tremenda imprecisión de un concepto tan fundamen­ tal en su teoría. En 1974 añadirá en Segundos pensamientos sobre paradigmas una serie de precisiones como son las que distinguen entre el “ejemplo” y la “matriz disciplinaria”: el primero resulta paradigmático en lo que se refiere al hallazgo de modelos de resolución de problemas muy delimitados y concretos que se convierten en recurrentes a la hora de afrontar enigmas similares; la matriz disciplinaria, por su parte, es el entramado teórico que configura una comunidad científica en cuanto comparte teorías, modelizaciones y ejemplos. La tendencia subsecuente es la de habitar dentro del paradigma dado, consti­ tuyéndose lo que Kuhn denomina “ciencia normal”, a saber, el desarrollo de la ciencia en circunstancias normales donde permanece el consenso dentro de la comunidad cien­ tífica en torno a un paradigma y cualquier novedad teórica o experimental es reintegra­ da dentro de los parámetros de éste: “Ciencia normal” significa investigación basada firmemente en una o más reali­ zaciones científicas pasadas, realizaciones que alguna comunidad científica particular reconoce, durante cierto tiempo, como fundamento para su práctica posterior (Kuhn, 1994, 33). Imre Laicatos (1922-1974), en ia estela de Kuhn, introduce la noción de “progra ma de investigación” para explicar la ciencia normal: constaría de un núcleo duro de teoría, una serie de principios en derredor destinados a proteger dicho núcleo y otra serie de principios correctores. Para Lakatos no se producirán revoluciones científicas como violento cambio de paradigmas, sino pasos de grandes programas de investiga­ ción a otros. Sin embargo, llega un momento en que se presentan datos, observaciones o cons­ trucciones especulativas anómalas incapaces de integrarse en el paradigma convencio­ nal ya que, de integrarse, provocarían que aquél estallase. Es entonces cuando la cien­ cia normal entra en crisis y se produce el surgimiento de un paradigma nuevo en lugar del anterior capaz de dar cuenta de lo que para el primero resultaba anómalo: eviden­ temente dicha crisis no se resuelve sino con acerbas disputas entre los miembros de la comunidad científica que pretenden conservar el paradigma hasta entonces vigente y los partidarios de elaborar uno nuevo: La ciencia normal, la actividad en que, inevitablemente, la mayoría de los cien­ tíficos consumen casi todo su tiempo, se predica suponiendo que ia comunidad científica sabe cómo es el mundo. Gran parte del éxito de la empresa se debe a que la comunidad se encuentra dispuesta a defender esa suposición, si es necesario a un costo elevado. Por ejemplo, la ciencia normal suprime frecuentemente innovacio­ nes fundamentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus com-

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Fílo$fffí0s del sigia $ \

premisos básicos. Sin éoibargo, en tanto íS&s:;con¡promis#g gánservan gn elentSBgg de arbitrariedad, la naturaleza misma de la investigídoiiiaoíímialasagura ipe la itffiovación ncisírástipriniida durante nuicho riemptf, Avecei, SJJ pstbltafig íRSíiaj. qiü debería resolvasí por medio de reglas y procedim ientíg conocidos, opone «eásten:cia :ados ésfüefíBSíciiSadoSfdsvlíys miembros más capaces del KltCo d&iittS: mt OlVa competencia entra. Otras veces, una pieza de equipo,- d isip ad a ^ con struid a para fines de investigación normal, no da los resultadas esperados, retían d oS fiu B i ano­ malía que, a pesar de los. esfuerzos repetidos, no responde s las ;?sp-TOnz®:profésio. nales, En eSáS y en otras formas, la ciencia normal sé exífásia repetidamente. Y éüáftdo lo hace, o sea, cuando la profesión no puede pasar per a lio .p ía s a r o m a f e §, ] se inician-las investigaciones extraordinarias que conducen por fin á la profesión a un nuevo conjunto de compromisos, una base nueva para la practica de la ciencia. Los episodios extraordinarios en que tienen lugar esos capÍMos de;«™pr&mis0s' jírofestónales son los que se denominan en este ensaye revtfíítciSHes cÍ6iitíficasi;(Kiihn, 1994: 26-27). La historia acaba confirmando siempre, tras una verdadera crisis, la victória del nue­ vo paradigma; pero lo que ha ocurrido de este modo en ningún caso puede cofteeptualizarse como una pacífica y consensuada acumulación de conocim ientos, sino que ha sido una auténtica revolución que no ha dejado piedra sobre piedra de todo lo anterior, necesitándose la emergencia de un paradigma totalmente nuevo, La ciencia normal kuhniana no parecía adecuarse en exceso al falsacionismo de Popper ni a las exigencias de crítica continua que deben prevalecer en la ciencia. Pero, des­ de luego, para lo que no estaba preparado Kuhn ni, por supuesto, Popper es para la lle­ gada del anárquico huracán epistemológico de Feyerabend. Y es que Kuhn seguía dotando a la historia de la ciencia de una continuidad y un cierto progreso, aunque sea un pro­ greso a saltos. El título del libro de 1970 da una idea de la radicalidad de los plantea­ mientos de Feyerabend, que ya no abandonará en adelante: Contra el método. Jfo obs­ tante, Feyerabend había estado próximo al racionalismo crítico en sus comienzos aunque sin llegar a identificarse con él completamente. En un texto posterior, en 1979s pode­ mos captar algo del estilo tan particular de este verdadero enfanl temble de la epistemo­ logía científica. En concreto, respecto de Popper, comienza la obra, escrita en forma de diálogo, en estos términos: A. ¿Qué tienes que decir en contra del racionalismo crítico? B. ¿El racionalismo crítico? A. Sí, el racionalismo crítico, la filosofía de Popper. B. No sabía que Popper tuviese una filosofía. A. No hablas en serio. Fuiste alumno suyo„; B,,Ásjsrí a algunas de sus clases... A. Y llegaste a ser alumno suyo... B. Ya Sé qué los poppcrianos diceli eso... A. Tradujiste La sociedad abierta de Popper... B. Necesitaba dinero». A. Citaste a Popperen las notas, y muy a menudo... B. Porque él y s»s¡discíptilSs SU pidieron quedo hiciera, y yo soy amable por naturaleza. No imaginaba, dcSíle luSS), que ÍM buen día estos gestos amistosos diesen lugar a sesudos comentarios sobre supuestas “influencias” (Feyerabend, 1990: 13-14).

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Capítulo 7: Filosofía analítica

En este diálogo se pone en obra tal vez, si queremos verlo así, el vértigo que intro­ duce Feyerabend en la filosofía de la ciencia: cambios de tema constantes, respuestas entre­ cortadas, digresiones, salidas de tono, exabruptos que se corresponden lejanamente con su idea de la ciencia, tan distinta de la ciencia normal de Kuhn. En electo, para Feyerabend nunca se ha producido exclusivamente un proceso acumulativo dentro de la cien cia. En muchas ocasiones no podían integrarse unas teorías con otras o no se les podía dar cabida a ciertos datos, incluso las diversas teorías no se podían entender ni traducir entre sí a sus propios términos; lo que desde siempre ha venido ocurriendo es el surgi­ miento de una pluralidad de interpretaciones irreductibles que, sin embargo, seguían coe­ xistiendo inconsistentemente, lo que invalidaba, entre otras cosas, el principio mismo de verificación e incluso el de contrastación entre ámbitos científicos irreductibles. En esta ocasión, la discontinuidad es total, incluso a nivel sincrónico. Para Feyerabend, ni el racio­ nalismo crítico, de cuyos representantes dice que “no matan a las personas, pero matan sus cerebros” (Feyerabend, 1990: 157), ni las propuestas de Kuhn, que pretenden encau­ zar de nuevo lo revolucionario y anárquico del pensamiento en un esquema teórico, dan cuenta de lo más genuino de la ciencia, a saber, su creatividad más libre y apartada de cualquier paradigma o método vigente, su capacidad de invención en los escenarios más insospechados y menos previsibles. De sí mismo afirma Feyerabend: No tengo una filosofía, si se entiende por filosofía un conjunto de principios vin­ culados a sus aplicaciones o una inmutable postura fundamental. Si la entendemos de otra forma, entonces también yo tengo una filosofía, una visión del mundo; pero no sé exponerla de forma lineal, se muestra por sí sola cuando me tropiezo con algo con lo que entra en conflicto; está sujeta a cambios y es más una actitud que una teoría (Feyerabend, 1990: 159).

Es ésta precisamente la tesis central de Contra el método: la infracción constante de las reglas y normas vigentes en la epistemología científica, infracciones no azarosas o pun­ tuales, sino sistemáticas y que constituyen el motor mismo de la ciencia en su avance. En multitud de ocasiones el científico se encuentra ante la tesitura de tener que optar por contravenir las reglas más indispensables para la ciencia, invertirlas, aplicarlas al revés como el modo más adecuado de salir de un atolladero: un ejemplo de ello es, frente al inductivismo clásico, su propuesta de hacer proliferar teorías inconsistentes con los datos de la experiencia o con otras teorías aceptadas. Dicha proliferación va en contra de la paciencia y confianza verificacionista o falsacionista de seguir empleando las teorías aún no falseadas hasta el hallazgo de algo mejor: frente a ello deben proliferar teorías nuevas - “todo vale”- sin cesar como única forma de acelerar el conocimiento científico. Sin con­ tar con que Feyerabend ataca el edificio cerrado y protegido de la ciencia, asalta esas murallas que se habían creído invulnerables y casi sagradas para poner en relación el que­ hacer científico con cuestiones sociológicas e incluso políticas. Lo que no se debe hacer nunca, en cualquier caso, para este autor, es refrenar el jue­ go de la mente y su capacidad inventiva:

Filosofías del siglo XX

Lo que niego es que exista una gran línea divisoria entre las ciencias y las artes [...]. Si yo fuese aficionado a las generalizaciones como tú, diría que la vieja distinción entre ciencias físicas y ciencias sociales (incluidas las disciplinas humanísticas) es una dis­ tinción que no responde a ninguna diferencia: todas las ciencias son ciencias hum a­ nas y de todas las ciencias humanas se derivan conocimientos [...]. Hoy día nos encon­ tramos en condiciones de decir todavía más. Las especulaciones relacionadas con las supercuerdas, los twistorsy los universos alternativos no consisten ya en formular hipó­ tesis que se comprueban luego, sino que se asemejan más bien a la elaboración de una lengua que satisface ciertas condiciones muy generales (si bien no es necesario que las satisfaga de m odo servil), y, luego, al utilizar los términos de este lenguaje, guardan semejanza con la construcción de una historia hermosa y convincente. Lo que se pare­ ce mucho, en realidad, a la composición de una poesía. Las poesías, de hecho, no están desprovistas de reglas de carácter obligatorio. En realidad, las ataduras que un poeta impone a sus obras son a menudo más fuertes que las aceptadas por un botánico o un ornitólogo (Feyerabend, 1990: 145-146).

z i8

8 Estructuralismos

Hay que colocarse desde elprimer momento en el terreno de la len­ gua. En efecto, la lenguaparece ser b único susceptible de definición autó­ nomay es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu. Ferdinand de Saussure

8 . 1 . Quizá desde Saussure

Cuando Lacan formula su hipótesis de trabajo de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, debemos entender no que el inconsciente sea un lenguaje, sino sólo que está estructurado como un lenguaje. Es decir, la estructura le pertenece al lenguaje y sólo al lenguaje: no hay más estructura que la lingüística. Descubrir por tanto una estruc­ tura en cualquier otro ámbito aparte de la lingüística significará desvelar o hacer como si {ais ob) subyaciera un lenguaje, un discurso mediado por signos en dicho ámbito. Es conocida, de hecho, la raíz saussureana del estructuralismo y sus obvias relaciones con la semiótica. Deleuze, en su célebre artículo sobre el estructuralismo, se pregunta justamente: “¿Cómo hacen los estructuralistas para reconocer un lenguaje en cualquier cosa, el len­ guaje propio de un ámbito determinado?” (Deleuze, en Chatelet, 1976: 568). Estable­ ce aquí Deleuze una serie de criterios formales destinados a reconocer a los autores estruc­ turalistas que cabe reseñar brevemente. Un primer criterio es la determinación de un nuevo ámbito entre lo real y lo imaginario, un “tercer” orden, lo simbólico, “más allá de la palabra en su realidad y en sus componentes sonoros, más allá de las imágenes y de los conceptos asociados a las palabras” (Deleuze, en Chatelet, 1976: 569). Éste será el ver­

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dadero subsuelo del estructuralismo, el “objeto estructural” por excelencia: en Althusser, dicho campo se situará entre las relaciones reales e imaginarias, ideológicas de los hom­ bres; en Lacan, surgirá un padre simbólico entre el padre real y el imaginario, etc. Estos tres ámbitos constituirán un entramado de relaciones que será preciso también contem­ plar desde la primacía indiscutible de lo simbólico, del tercero que nos hace ver, en cual­ quier análisis, al menos siempre una estructura triádica, un tercero más allá de la esen­ cia, de lo real, de las figuras de la imaginación, y que constituye por sí el nacimiento mismo de la teoría, de lo teórico. O tro criterio es que, en lo simbólico, nos hallamos frente al sentido entendido úni­ camente y derivado tan sólo de la posición que ocupan los elementos en un sistema teó­ rico, no extensional, topológico en términos estrictamente freudianos. Un sentido espa­ cial, pues, que establece su propio espacio en el juego de las relaciones y remitencias, que no se deriva de un espacio topográfico preexistente ni nada tiene que ver en su estatuto con la distribución empírica de las posiciones ocupadas real o imaginariamente que, en cierto modo, también se encarga de regir. Lejos, pues, de la búsqueda de sentido propia de la filosofía analítica. Cada definición, cada término, cada sentido, no será más que el resultado de ocu­ par un lugar -él mismo no significativo- y circular dentro de una estructura, este lugar y no otro, con esta relación de oposición en vez de aquella otra, inserto en esta relación diferencial entre estos elementos singulares. Estas estructuras relaciónales y diferencia­ les tienen un carácter de realidad que no debe confundirse con su encarnación en nin­ gún objeto o cosa presentes, actuales, ni con imágenes o ideas abstractas del tipo que fueren: “Se dirá de la estructura: real sin ser actual, ideal sin ser abstracta” (Deleuze, en Chatelet, 1976: 579). Deleuze habla de la virtualidad de la estructura superponiéndo­ se a las relaciones reales o imaginarias y coexistiendo con ellas, actualizándose en cada caso, sucediéndose en el tiempo la encarnación posible de subestructuras específicas. En este sentido, resultan indispensables, por lo esclarecedoras, estas palabras acerca de la temporalidad en el estructuralismo, caballo de batalla de los críticos de la tempora­ lidad sincrónica, de lo estático de las estructuras, de la ausencia de explicación de sus génesis y otros argumentos de sobra conocidos: La posición del estructuralismo respecto al tiempo es, en consecuencia, muy cla­ ra: el tiempo es siempre un tiempo de actualización, según el que se efectúan a ritmos diversos los elementos de coexistencia virtual. El tiempo va de lo virtual a lo actual, es decir, de la estructura a su actualización, y no de una forma actual a otra [...]. No se puede oponer lo genético a lo estructural, como tampoco el tiempo a la estructura. La génesis, como el tiempo, va de lo virtual a lo actual, de la estructura a su actualización; las dos nociones de temporalidad múltiple interna, y de génesis ordinal estática, son en ese sentido inseparables del juego de las estructuras (Deleuze, en Chatelet, 1976: 581-582).

El orden estructural habrá que proceder a leerlo, a descubrirlo a partir de sus efec­ tos, pues el ámbito de lo simbólico es inconsciente, o simplemente está ausente, no está

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Capítulo 8: Estructuralismos

dado ahí sin más. Do donde deriva la complejidad del análisis, que se puede confundir y reducir fácilmente a una mera constatación de las relaciones imaginarias dadas y evi­ dentes, por ejemplo, en la familia, las relaciones de parentesco, entre grupos sociales. Por debajo de todo ello hay que desvelar la serialidad de los elementos, las diferencias, cómo unas series se insertan en otras, determinar los lugares vacíos en la estructura, cuándo un elemento falta en su lugar, sus idas y venidas, condensaciones y desplazamientos, y deli­ mitar claramente esta esfera simbólica relacional de sus efectos y repercusiones en el nivel empírico o figurativo. La obsesión por determinar la estructura, por definir el estructuralismo en términos empíricos y objetivables, debe caer en la cuenta y ser respetuosa con el hecho de que, al final, la estructura se nos presenta como un “cuadro vacío”, un espa­ cio de juego no sometido él mismo a otra definición que no sea simbólica, algo que siem­ pre decepciona, que termina por no satisfacernos nunca, como, poniéndonos psicoanalíticos, el talo: nunca presente allí donde se lo busca, más allá de las expectativas imaginarias que nos hemos forjado de él, desafiando incluso a lo real. Quien pretenda descubrir y definir por fin qué es el estructuralismo, acercarse a él para hallar de una vez por todas frente a sí “la” estructura, la estructura estructural, la madre de todas las estructuras, sucumbirá como el ministro del cuento de Poe y no sabrá al final ni lo que tiene entre sus manos, ni dónde lo tiene, ni para qué le sirve; lo perderá y tampoco sabrá que lo ha perdido. Perderá la razón en un intento tan vano como el de Hanold, el arqueólogo del cuento de Jensen enajenado de deseos de realidad, confundido por la imaginación, extra­ viado en la estructura sin haber llegado siquiera a rozar los contornos de lo simbólico. He aquí esbozado un último rasgo, el del sujeto que se desvanece en las redes estructu­ rales, un sujeto más sujetado que otra cosa. El estructuralismo no es en absoluto un pensamiento que suprime el sujeto, sino

un pensamiento que lo desmenuza y lo distribuye sistemáticamente, que discute la identidad del sujeto, que lo disipa y lo hace ir de lugar en lugar, sujeto siempre nóma­ da hecho de individuaciones, aunque impersonales, o de singularidades, aunque preindividuales (Deleuze, en Chatelet, 1976: 596). Justamente, el análisis estructural pretende tener un efecto liberador frente a las desas­ trosas consecuencias de habitar la estructura de modo inconsciente: el estructuralismo tiene así consecuencias inmediatamente prácticas en lo político y en lo psicológico, y exi­ ge por tanto un nuevo tipo de praxis y de terapia.

8 . 2 . Lingüística y antropología estructural: Lévi-Strauss

En su obra autobiográfica Tristes Trópicos (1955), nos cuenta Claude Lévi-Strauss (1908-) “cómo se llega a ser etnógrafo”. Decepcionado por la práctica de la filosofía en Francia a finales de los años veinte, nos relata cómo dejaron sobre él una profunda huella tres disciplinas, tres formas de abordar la realidad que para él conducían a un mismo punto

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Filosofías del siglo XX

y las veía trabadas e n tre sí, d e lim ita n d o u n m ism o p a tró n de p ensam iento. La prim era de ellas es la geología: Entre mis recuerdos más queridos no cuento tanto tal o cual aventura en una zona desconocida del Brasil central, cuanto el seguimiento de la línea de contacto entre dos capas geológicas, en el flanco de una meseta languedociana [...]. Esta bús­ queda, incoherente para un observador desprevenido, es a mis ojos la imagen mis­ ma del conocim iento [...]. En un prim er m om ento, todo paisaje se presenta como un inmenso desorden que permite elegir libremente el sentido que prefiera dársele. Pero más allá de las especulaciones agrícolas, de los accidentes geográficos, de los avatares de la historia y de la prehistoria, el sentido augusto entre todos ;no es el que precede, rige y, en amplia medida, explica los otros? Esa línea pálida y enredada, esa diferencia a m enudo imperceptible en la forma y la consistencia de los residuos geo­ lógicos atestiguan que allí donde veo hoy un terruño árido, antaño se sucedieron dos océanos (Lévi-Strauss, 1988: 60).

El psicoanálisis freudiano le pareció similar a esta forma de ver el paisaje propia de la geología, sólo que aplicado al hombre individual. La impenetrabilidad de los fenó­ menos a primera vista es vencida luego mediante una observación atenta, paciente, sutil. En ambos casos, “el orden que se introduce en un conjunto incoherente al principio, no es ni contingente ni arbitrario. A diferencia de la historia de los historiadores, la del geólogo tanto como la del psicoanalista intenta proyectar en el tiempo, un poco a la manera de un cuadro vivo, ciertas propiedades fundamentales del universo físico o psí­ quico” (Lévi-Strauss, 1988: 61). En Marx aprendió cómo los fenómenos sociales sólo son abordables a partir de un modelo previo construido por el observador mediante la interpretación de las constataciones empíricas. La coincidencia entre geología, psicoa­ nálisis y marxismo nos da una primera pauta sobre el pensamiento de Lévi-Strauss: “Los tres demuestran que comprender consiste en reducir un tipo de realidad a otro; que la realidad verdadera no es nunca la más manifiesta, y que la naturaleza de lo verdadero ya se trasluce en el cuidado que pone en sustraerse. En todos los casos se plantea el mis­ mo problema: el de la relación entre lo sensible y lo racional, y el fin que se persigue es el mismo: una especie de superracionalismo dirigido a integrar lo primero en lo segun­ do sin sacrificar sus propiedades” (Lévi-Strauss, 1988: 61). Evidentemente, ello nos pone ya en camino de la “estructura” como nexo de unión entre estos tres modos de conocimiento que Lévi-Strauss pone en la base de la etnografía. La lingüística deberá no sumarse sin más a ellas tres, sino ocupar el lugar preemi­ nente que para Lévi-Strauss ostenta entre las ciencias humanas. La lingüística es la rama de las humanidades que mayores progresos ha realizado y la única a la que se la puede llamar verdaderamente ciencia, dotada de un método riguroso. Amén de la colaboración puntual que se pueda producir entre lingüistas y especialistas en otras ciencias por la mera comunicación de sus respectivos hallazgos, que puedan resultar más o menos sugerentes, como en el caso de la investigación etimológica y la historia. Se trataba mera­ mente de algunas “lecciones”, pero lo que iba a tener lugar por parte de los lingüistas iba

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Capítulo S: Eslructuralismos

a ser una auténtica “revelación”: “El nacimiento de la fonología lia trastornado violen­ tamente esta situación. Ella no solamente ha renovado las perspectivas lingüísticas: una transformación de esta magnitud no se limita a una disciplina particular. La fonología no puede dejar de cumplir, respecto de las ciencias sociales, el mismo papel que la física nuclear, por ejemplo, ha desempeñado para el conjunto de las ciencias exactas” (LéviStrauss, 1992: 77). La aportación fundamental de la fonología corre a cargo del progra­ ma de investigación trazado por Trubetzkoy, quien “reduce en suma el método fonoló­ gico a cuatro pasos fundamentales: en primer lugar la fonología pasa del estudio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su estructura inconsciente; rehúsa tratar los tér­ minos como entidades independientes, y toma como base de su análisis, por el contra­ rio, las relaciones entre los términos; introduce la noción de sistema [...]; finalmente bus­ ca descubrir leyes generales, ya sea que las encuentre por inducción o bien ‘deduciéndolas lógicamente, lo cual les otorga un carácter absoluto’” (Lévi-Strauss, 1992: 77). Tales pasos son los que Lévi-Strauss intentará trasladar a la etnografía y ponerlos a prueba en este campo. Las relaciones de parentesco, por ejemplo, constituyen un caso privilegiado para llevar a cabo el experimento, siempre que la transposición se haga prudentemente y haciendo muchas salvedades, respetando las diferencias de objeto con la lingüística: los términos del parentesco hacen las veces de fonemas, entre ellos se establecen relaciones, adquieren significado sólo dentro de un sistema inconsciente que debe revelar el etnó­ grafo, las coincidencias entre las relaciones de parentesco en distintas culturas separadas en el tiempo y en el espacio convierten a las leyes que se enuncien sobre ellas en univer­ sales. Como decíamos al comienzo, citando a Lacan: “El problema se puede formular entonces de la siguiente manera: en otro orden de realidad, ios fenómenos de parentes­ co son fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos” (Lévi-Strauss, 1992: 78). La sincronía de la estructura así hallada explica y da cuenta de la evolución diacrónica que ha promovido una confluencia en dirección a la primera, evitándose la disper­ sión y falta de visión de conjunto de las relaciones de los estudios meramente históricos. Además de este ejemplo típico que Lévi-Strauss profundiza en Las estructuras ele­ mentales del parentesco (1967), en la Antropología estructural (1958 y 1974) encontramos el inicio del celebérrimo análisis de los mitos (que se prolongará en los cuatro volúme­ nes de las Mitológicas de 1964-1971) siguiendo estas nuevas pautas científicas para res­ catar este campo de la vana especulación filosófico-psicológica en la que se había visto envuelto y que nunca había llegado a dar una interpretación satisfactoria de los mitos, enredada en historias fantásticas que no conducían a ninguna parte ni parecían satisfa­ cer regla o lógica alguna. Lévi-Strauss parte de una serie de presupuestos que ya nos deben ser conocidos para iniciar su análisis: 1) Si los mitos tienen un sentido, éste no puede depender de los elementos aisla­ dos que entran en su composición, sino de la manera en que estos elementos se encuen­ tran combinados. 2) FJ mito pertenece al orden del lenguaje, del cual forma parte inte­ grante; con todo, el lenguaje, tal como se lo utiliza en el mito, manifiesta propiedades específicas. 3) Estas propiedades sólo pueden ser buscadas por encima del nivel habi­

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Vilasófíits del siglo XX

tual (le la expresión lingüística [...). Se sigitea den íftntftíHKSg'MSjnuy importantes: 11 como roda entidad lingüística, el m ito &¡£ tbrmáíló por u n id a f e constitutivas; Sp astas unidades «jQnstitttfjvas implican la presencia ¿le M aíllas quemormalaicHte intervienen en la iJKSIESÜÉ de la lengua, a sábc-f, losifeieftias, morfisrtiás ) H W mas [...]. A l(js elementos propios del mito (que ¡BS lós míspcomplejosl los llama­ remos: unidades-cónstitutivas mayores. ¿Oám'o Sé' precederá para reconocer f aislaf estas grandes unidades constitutivas o mitemas? (Lévi-Strauss^ I9fj¡:: 233).

Los mitos se descomponen en unidades básicas de significación o mitemas, que se sitúan en el nivel de la frase, adquiriendo sentido sólo por pertenecer a una red de rela­ ciones. El ejemplo escogido por Lévi-Strauss es el mito de Edipo. El mito funciona como su propio contexto cerrado y éste se define por la totalidad de sus versiones que serán consideradas en un mismo plano de igualdad: “No existe versión ‘verdadera’ de la cual las otras serían solamente copias o ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito” (Lévi-Strauss, 1992: 241). A partir de ahí, se procede a la determinación y clasi­ ficación de los distintos mitemas que acaban por ordenarse, en este caso simplificado, en cuatro columnas o haces de relaciones que nos dan el significado del mito y estable­ cen un marco para los distintos desplazamientos y sustituciones entre los mitemas. La columnas responden a una lectura sincrónica del mito, mientras que se puede hacer una lectura diacrónica recorriendo las hileras de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. El resultado final es que en todo mito hay un punto de partida y un punto de llegada, con una situación intermedia que resulta problemática. En el caso de Edipo: Expresaría la imposibilidad en que se encuentra una sociedad que profesa creer en la autoctonía del hombre [...] de pasar de esta teoría al reconocimiento del hecho de que cada uno de nosotros ha nacido realmente de un hombre y una mujer. La difi­ cultad es insuperable. Pero el mito de Edipo ofrece una suerte de instrumento lógico, que permite tender un puente entre el problema inicial -¿se nace de uno solo, o bien de dos?- y el problema derivado que se puede formular aproximadamente así: ¿lo mis­ mo nace de lo mismo, o de lo otro? (Lévi-Strauss, 1992: 239},.

Ciertamente el análisis estructural ha conseguido reducir la complejidad del objeto hasta el punto de que, para Lévi-Strauss, el pensamiento mítico se plantea con el mismo rigor las cuestiones básicas que el modo en que lo hace el pensamiento filosófico o cien­ tífico, ya que, en el fondo, la lógica que subyace es la misma y lo que el mito desvela es una “humanidad dotada de facultades constantes” sin fronteras culturales ni tempora­ les: el espíritu humano. Lévi-Strauss se remonta hasta el inconsciente estructural enten­ diéndolo como leyes estructurales invariantes que deben aparecer al final de todo análi­ sis y fundarlo; y ello le diferencia del historiador, que únicamente compara las actividades conscientes del hombre y termina por perderse en el caos paisajístico sin la mirada del geólogo. Extravío que se hace aún más probable si lo que se somete a observación no es: un terreno salvaje y abrupto, sino un primoroso jardín sometido al cuidado paciente del hombre, donde como en psicoanálisis, en lingüística o en la crítica de las ideologías-

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Capítulo ífl Estnicfuralismos

la ela|)org;(j;¡»H que Se hace bbra en la estructura íílanífiestS nías si cab^sjtóoiíBaoés j iincubiitndto las estructuras inconscientes;:: Si, torné srccflios rrosotros, la actividadinconsciente del espíritu consisieün impo­ ner formas a u g cot\ff.ni4(í, f si: estas íboiMS :$on fundamentalmente las mismas paratodos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados-com o lo muestra de manera tan brillante ef estudio de la función simbólica, tal como ésta se expresa en

el lenguaje-, SI aécesário y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que subyace en Cada institudejl ó cada costumbre para obtener un principio de interpretación váli­ da para otras instituciones;y otras costumbres, a condición, naturalmente, de llevar lo bastante adelante él análisis (Lévi-Strauss, 1992: 68).

S.3 . Psicoanálisis y marxismo: Althusser S a famos a insistir en la lectura que hiciera Althusser de Marx, que ya hemos comén­ talo ampliamente en el Capítulo correspondiente. Este primer párrafo, en cualquier caso, Sirve pára mostrar en qué vertientes se sitúa a sí mismo el propio autor: Todo ello ocurría en la época en que yo trabajaba sobre Marx y siempre me sor­ prendió la extraordinaria afinidad que existe entre el pensamiento y la práctica de estos dos autores [Marx y Freud], En ambos casos, no tanto el primado de la práctica cuan­ to de una cierta relación con la práctica. En ambos casos, un sentido profundo de la dialéctica vinculada con la Wieaerholungszwang, con el “instinto de repetición”, que yo encontraba de nuevo en la teoría de la lucha de clases. En ambos casos, y casi con la misma expresión, la indicación de que los efectos observables no son sino el resul­ tado de combinaciones extremadamente complejas de elementos muy pobres (cfr. en Marx los elementos del proceso de trabajo y del proceso de producción), sin que estas combinaciones tuvieran nada que ver con el estructuralismo formalista de una com­ binatoria a lo Lévi-Strauss o incluso a lo Lacan. De ahí saqué la conclusión de que el materialismo histórico debía en cierto modo tener un punto de contacto con la'teoría analítica, e incluso pensé poder avanzar la siguiente proposición, a decir verdad difícilmente sostenible bajo esta formulación, aunque no es falsa: “el inconsciente fun­ ciona abase de ideología" (Althusser, 1992: 400).

La lucha sin tregua de Althusser en contra de la deriva humanista del marxismo, su continua polémica con Sartre (compartida con Lévi-Strauss, quien dedica todo el últi­ mo capítulo de El pensamiento salvaje, “Historia y dialéctica”, a discutir la Crítica de la nfgín diidéx’ticd) en torno al humanismo, su lectura de los textos de Marx, su crítica del idealismo hegelianizante y, sobre todo, su insistencia en hacer una ciencia del marxismo se nos muestran ahora como pinceladas que guardan un aire de familia con el pensamtentO sstructüral. Dicho aire de familia se refuerza más si cabe por la afinidad de Ai thtísSér con él psicoanálisis, en concreto con el lacaniano, a pesar también de sus conti­ nuas desmentidas -cóm o la que acabamos de ver- al respecto. Antes de adentrarnos en

m

Filosofías d el siglo XX sus reflexiones sobre el psicoanálisis y la teoría de la ideología, es preciso hacer constar su desvinculación más explícita del estructuralismo, consignada en la “Advertencia al lec­ tor” de la segunda edición de Para leer el capital: A pesar de las precauciones que tomamos para distinguirnos de lo que llamare­ mos la "ideología estructuralista” (dijimos con todas sus letras que la ‘combinación” -Verbindung- que se encuentra en Marx no tiene nada que ver con una ‘"combinato­ ria”), a pesar de la intervención decisiva de categorías ajenas al “estructuralismo” (deter­ minación en última instancia, dominación/subordinación, sobredeterminación, pro­ ceso de producción, etc.), la terminología que empleamos estaba a menudo demasiado “próxima” a la terminología “estructuralista”, como para no provocar, a veces, equí­ vocos o malentendidos. De ello resulta que, salvo raras excepciones -la de algunos crí­ ticos perspicaces que han visto m uy bien esta diferencia fundamental-, nuestra inter­ pretación de Marx ha sido juzgada muy a menudo, gracias a la moda reinante, como “estructuralista”. Ahora bien, lo que se ha dado en llamar “estructuralismo” es, toma­ do en su generalidad y en los temas que hacen de él una “moda” filosófica, una ideo­ logíaformalista de la combinatoria que explota (y, por tanto, compromete) cierto núme­ ro de progresos técnicos reales que se dan dentro de algunas ciencias. Marx empleó el concepto de “estructura” mucho antes que nuestros “estructuralistas”. Pero la teoría de Marx no puede ser reducida, de ninguna manera, a una combinatoria formalista. El marxismo no es un “estructuralismo” (Althusser y Balibar, 1985: 3-4).

Althusser, no sólo de Marx, también quiere hacer del psicoanálisis de Freud una ciencia. Encuentra en él los elementos básicos de toda ciencia: una práctica, una técni­ ca y una teoría. Sólo que, de nuevo como en el caso marxista, dicha teoría parecía a veces ser una simple transposición abstracta de la praxis analítica y además estaba impreg­ nada de préstamos espurios de la fdosofía y las ciencias de la época por lo que terminó cayendo en la ideología. En este camino, la figura de Lacan le resulta a Althusser abso­ lutamente iluminadora (y no perdamos de vista que estas palabras son de 1964): “La primera cosa que dice Lacan es: en su principio, Freud fundó una ciencia. Una ciencia nueva, que es la ciencia de un objeto nuevo: el inconsciente. Declaración rigurosa. Si el psicoanálisis es, en efecto, una ciencia, ya que es la ciencia de un objeto propio, es también una ciencia según la estructura de toda ciencia: posee una teoría y una técni­ ca (método), que permiten el conocimiento y la transformación de su objeto en una práctica específica (Althusser, 1993: 29). La vuelta a Freud propugnada por Lacan iría en este sentido: rescatar lo más auténtico, científico, del psicoanálisis freudiano, su teo­ ría de la que dependen la técnica y la praxis a ella subordinadas. Los ecos del retorno a Freud de Lacan vistos por Althusser nos hacen inmediatamente pensar en el mismo esquema de lectura que en su día diera lugar a la ruptura epistemológica entre el joven Marx y el Marx maduro: “El retomo a Freud no es un retorno al nacimiento de Freud: sino un retorno a su madurez. La juventud de Freud, ese pasaje emotivo de ia no-todavía-ciencia a la ciencia (el período de las relaciones con Charcot, Bernheim, Breuer has­ ta los Estudios sobre la histeria, 1895) puede interesarnos ciertamente, pero en otro regis­

Capitulo S: Estructuralismos

tro: a título de ejemplo de Ja arqueología de una ciencia -o como indicio negativo de inmadurez” (Althusser, 1993: 30-31). La ideologización del psicoanálisis ha seguido las mismas vías que el marxismo: psicologización, pragmatismo, existencialismo y, en defi­ nitiva, humanismo; en especial se refiere Althusser al funesto destino del psicoanálisis en Estados Unidos como readaptación emocional, identificación con el yo del analis­ ta, reeducación imaginaria, reinserción en la ideología burguesa dominante, etc. La tarea que se delinea, pues, es la ya consabida para el marxismo: “Darle al descu­ brimiento de Freud conceptos teóricos a su medida” (Althusser, 1993: 34). Althusser va a rechazar con denuedo las interpretaciones evolutivas del psicoanálisis, centradas en un progreso temporal, en las tres fases de desarrollo libidinal; despreciará este dar vueltas en torno al origen y la génesis para centrarse en una perspectiva netamente “estructural”: la definida por la ley del lenguaje y de lo simbólico, insistiendo en el inconsciente no como memoria sino, justamente, como “intemporalidad’’ derivada del hecho de estar estruc­ turado como un lenguaje (cfr. Althusser, 1993: 57-81). Ello va a ser posible, como es evidente, por el injerto de la lingüística que realiza Lacan en el psicoanálisis. Injerto que el propio psicoanálisis venía pidiendo ya que, en él, todo se jugaba en el lenguaje de los sueños, los chistes, los lapsus y ios síntomas. El vínculo que realiza Lacan no es el de una simple transposición del método de la lingüística al psicoanálisis: el injerto está justifi­ cado teóricamente en la medida en que el inconsciente es el objeto propio y definitorio del psicoanálisis y está estructurado como un lenguaje. Asimismo, Lacan contempla el surgimiento de lo simbólico en el Edipo, como el surgimiento de un tercero, el padre, la Ley entre la relación dual imaginaria del hijo y la madre: este orden simbólico de la ley es formalmente idéntico al orden del lenguaje como discurso del inconsciente. Frente a lo simbólico se sitúa lo imaginario, lo ideológico para Althusser, que se arti­ cula originalmente con el inconsciente del modo que vimos en la cita del comienzo, a saber, que la ideología es la gasolina con la que funciona el inconsciente. De forma que cada "neurosis ’ selecciona su propio carburante ideológico a partir de las situaciones ima­ ginarias vividas cotidianamente, lo que hace que las neurosis, psicosis, etc., se parezcan a veces tanto a determinados procesos sociales cristalizados ideológicamente. Althusser va aún más lejos para insistir en que justamente por desarrollarse el inconsciente en el ámbito de las estructuras ideológicas, por ejemplo la familia, incluso llega a ser estruc­ turado por ellas en un complejo proceso de retroalimentación: Estaría tentado, a título de hipótesis, de preguntarme si las formas ideológicas en las que se viven los roles de los personajes del medio familiar no tienen una influen­ cia determinante en la estructuración del inconsciente [...]. Lo que me llevaría a con­ siderar que sería preciso ir un poco más lejos que la tesis: el inconsciente está estruc­ turado com o un lenguaje, -y decir que el inconsciente está estructurado como ese “lenguaje” (que no es una lengua) que es lo ideológico (Althusser, 1993: 110).

El paso definitivo para construir el psicoanálisis como ciencia lo da Althusser en su ambicioso ensayo Trois notes sur la théorie des discours (1966). En él se lamenta de que la

Filosofías del siglo XX

teoría regional que es el psicoanálisis no disponga de una teoría general de referencia: “La teoría analítica se encuentra, en el mejor de los casos, en la forma de una teoría regio­ nal que carece de teoría general” (Althusser, 1993: 119). Dicha teoría general habrá de ser la combinación de otras dos teorías generales: una ya conocida, el materialismo his­ tórico, y otra que precisa una mejor delimitación: la teoría general del significante que se encargará del análisis del discurso. Vemos así conjugadas la reflexión teórica sobre el discurso inconsciente y sobre el discurso ideológico, estructurados como lenguajes, siguien­ do los parámetros que se delinearon en la atrevida hipótesis que se esbozaba en la carta a Diaktine. La primera consecuencia de esta articulación será la dificultad que encon­ trará Althusser para hablar de un “sujeto del inconsciente” tal como lo hace Lacan, al ser el sujeto el pilar básico de todo discurso ideológico. Pero la consecuencia más notable de la ausencia de una teoría general en la que pue­ da inscribirse el psicoanálisis será, no obstante, la dificultad que tendrá éste para lograr clausurarse como ciencia y para delimitar diferencialmente su objeto de estudio respec­ to de otras ciencias como la biología o la psicología, lo que no logra conseguir nunca de modo satisfactorio. Asimismo, la carencia de una teoría general conduce a la degrada­ ción de la teoría regional, que se deja contaminar por la mera práctica clínica incapaz de ser guiada teóricamente desde un nivel conceptual, lo que lleva también a la disper­ sión en los métodos de praxis clínicas excéntricas y extranormativas. Ello provoca que los psicoanalistas no pasen de ser más que terapeutas y utilicen la clínica como arma arrojadiza cuando lo que deberían arrojar más bien habrían de ser argumentos teóricos. Lo más preocupante, sin embargo, es que el hecho de no disponer “de una teoría gene­ ral, sino de una práctica o de una teoría regional, le da al psicoanálisis este estatuto extre­ madamente particular: no está en disposición de dar la prueba objetiva de su cientificidad [...]. Sólo la teoría general puede garantizar esta función, pensando el objeto de la teoría [regional] en su relación articulada con otros objetos cuyo sistema constituye el campo de la objetividad científica existente” (Althusser, 1993: 123). Al carecer de una teoría general, el psicoanálisis se aísla del campo científico constituido por las demás teorías e intenta elaborar su propia teoría general, pero lo único que hace es repetir en un nivel mayor de abstracción los mismos conceptos de su teoría regional, no logrando articularse con las demás ciencias y profundizando en su aislamiento. Lacan intenta dar una solución con el aporte de la lingüística como teoría general articulada con el psicoa­ nálisis, relacionando y distinguiendo al mismo tiempo sus dos objetos propios de estu­ dio. La dificultad reside en no dejarse engañar -com o sí le sucedió a Lacan- por la idea de que la lingüística o el psicoanálisis pueden hacer las veces de teoría general recípro­ camente entre sí, cuando la verdad es que se trata de dos teorías regionales necesitadas del arbitraje de un tercero simbólico, la auténtica teoría general: La teoría general del psicoanálisis, de la que está necesitado y que reclama su teo­ ría regional, no puede elaborarse por la sola “confrontación” diferencial (y sus “efectos” de teoría general) entre la teoría regional de la lingüística y la teoría regional del psi­ coanálisis; deber ser elaborada en un ámbito completamente distinto, mediante otras

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Capitulo S: Eslructuralism os

confrontaciones, haciendo intervenir orras teorías regionales completamente distintas y sus relaciones diferenciales, mediante una reclasihcación absolutamente dilerente que ponga en cuestión justamente los objetos sobre los que esta limitación descrita más arriba ejerce sus efectos: las lamosas Ciencias Humanas. Querríamos sugerir aquí que la teoría general del psicoanálisis ha de buscarse en aquello que permite constituir la teoría regional del discurso del inconsciente, a la vez como discurso y como discurso del inconsciente, es decir, no en una sino en dos teorías generales cuya articulación habrá que pensar (Althusser, 1993: 129). El inconsciente tiene la particularidad de estar estructurado como un lenguaje, a saber, se compone de elementos que son los significantes. Es, por tanto, un discurso y como tal, junto con otros discursos (ideológico, científico), le resulta inherente a su desa­ rrollo la producción de un efecto de sujeto. El sujeto del psicoanálisis, representado en la cadena significante de su discurso es distinto del sujeto ideológico presente a su propio discurso, o del sujeto científico ausente en su discurso. De estas “diferencias de estruc­ tura” (Althusser, 1993: 132) en torno al sujeto (centrado ideológicamente, descentrado en la ciencia, en huida en el psicoanálisis) habrá de ocuparse la teoría general del signi­ ficante o teoría de los discursos, la cual habrá de tener en cuenta la precisión althusseriana de que la gasolina del (sujeto) inconsciente es justamente el campo ideológico en que aquél se origina, el constituye y se desenvuelve: Ahora podemos dar una primera respuesta a la cuestión esencial: ¿de qué teo­ ría general depende la teoría regional del psicoanálisis? En la medida en que el obje­ to teórico del psicoanálisis es el inconsciente, en la medida en que este inconscien­ te posee la estructura de un discurso, la teoría general de la que depende la teoría regional del psicoanálisis es la Teoría general del significante [...]. En la medida en que el discurso del inconsciente es un discurso específico, que posee sus propios sig­ nificantes y una estructura propia (con un efecto-sujeto específico), dicha especifi­ cidad del discurso analítico no depende sólo de la teoría general del significante. Depende de la teoría general que permite pensar la existencia y la articulación de los diferentes tipos de discurso [...]: es la teoría general del materialismo histórico (Al­ thusser, 1993: 148-149).

8 .4 . Lacan: el goce de Freud

La obra -y la figura- de Jacques Lacan (1901-1981) revolucionaron y dieron nuevas alas al psicoanálisis, ciertamente necesitado de una aportación teórica que liberara toda la potencialidad del discurso freudiano, encerrado en demasía en la confusión epistemoló­ gica, el cientificismo ingenuo y el talante ecléctico de su fundador. La historia del psi­ coanálisis anterior a Lacan muestra una serie de despropósitos y una incomprensión bási­ ca de la genial invención de Freud hasta haber llegado a una completa desfiguración de su metapsicología, de su método y de su clínica. Era necesario volver a Freud, se hacía

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filosofías del siglo XX precisa “una justa vuelta al estudio en el que el psicoanalista debería ser el maestro, el de las funciones de la palabra. Pero parece que, desde Freud, este campo central de nuestro dominio haya quedado en barbecho” (Lacan, 1990: 234). El enorme daño causado al psicoanálisis por siniestros mentecatos como su hija, el “imbécil” de Jones -según solía llamarlo Lacan-, la propia Melanie Klein y, sobre todo, la profunda desgracia de la Ego Psychology estadounidense habían logrado dejar a Freud en una olvidada vía muerta. Para­ dójicamente, en el ámbito filosófico las cosas fueron mejor: desembarazados del lastre que suponía la clínica y el furor sanandi, los filósofos se aplicaron a una cuidada lectura de los textos freudianos, como sucedió en la hermenéutica o en la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, la conversión del psicoanálisis en hermenéutica o en crítica de ideologías realmente no aportaba demasiado al descubrimiento freudiano, simplemente se apro­ piaba de sus intuiciones y las utilizaba, “aplicaba” o traducía interesadamente a otros con­ textos: ningún esclarecimiento ni beneficio obtuvo de ello la enredada y vacilante metapsicología psicoanalítica que daba la sensación de servir para todo. Pero se acabó la diversión: llegó Lacan y mandó callar, no sin provocar una tormen­ ta en el seno de las instituciones psicoanalíticas. En 1953, con su célebre Discurso de Roma se desmarca de la podrida Asociación Psicoanalítica Internacional, surgiendo la Sociedad Francesa de Psicoanálisis en 1954. En 1961, ésta se desgaja en dos facciones: la Asociación Psicoanalítica de Francia, que vuelve a pedir el reingreso en la API (Lagache, Laplanche y Pontalis) y la Escuela Freudiana de París, fundada por Lacan y Perrier, totalmente al margen de los dictámenes de la API. En 1969, Perrier y otros alumnos dis­ tanciados de! “maestro” fundan el IV Grupo. En 1980 Lacan disuelve la Escuela Freu­ diana de París. Evidentemente, en lo que a la institución se refiere, Lacan no logró apa­ ciguar el gallinero, incluso lo alborotó más que nunca. Si acaso, la disolución de su propia Escuela aportó una novedad, aunque no deja de traslucir un cierto narcisismo por su parte el permitirse romper una baraja que no era suya y con la que jugaba más gente: todavía hoy se andan recomponiendo los destrozados naipes (cfr. al respecto Miller, 2000 ). Comparar esta historia con La carta robada de Poe es una tentación difícilmente evita­ ble, aunque también se puede uno hacer eco de la indignación de Zaratustra al ver que sus animales habían convertido el eterno retorno en una canción de organillo que reci­ taban salmódicamente sin que aquello les afectara lo más mínimo. Lo que sí queda cla­ ro en toda esta patética historia es que la aportación del psicoanálisis - y del propio Lacanhay que buscarla en otro lugar que en los corrillos de la esfera político-institucional, ya que a la canalla del poder sucumben los psicoanalistas con más facilidad incluso que los filósofos. Éstos, dada su condición de funcionarios, se dedican dócilmente y sin malicia política alguna a redondear su sueldo captando dineros públicos en forma de proyectos de investigación, subvenciones, ayudas de toda clase y dietas, lo que los vacuna en cier­ ta forma, aunque no del todo, del despiadado banquete psicoanalítico y, por supuesto, los neutraliza sistémicamente. Lacan centra su lectura de Freud en sus obras más tempranas de la primera tópica, obras todas ellas donde el aspecto lingüístico resulta más evidente que en las posteriores, donde aparece un enfoque más dinámico-pulsional:

Capítulo 8: Estructuralismos

El inconsciente 110 es lo primordial, ni lo instintual, y lo único elemental que conoce son los elementos del significante. Los libros que pueden llamarse canónicos en materia de inconsciente -la Traumdeutung, la Psicopatología de la vida cotidiana y L:l Chiste (Wilz) en sus relaciones con lo inconsciente- no son sino un tejido de ejemplos cuyo desarrollo se inscribe en las fórmulas de conexión y sustitución [...] que son las que damos del significante en su fundón de transferencia (Lacan, 1990: 502). El abordaje del psicoanálisis desde la lingüística se hace evidente desde el momento en que el retorno a Freud, al sentido de Freud, de Jacques Lacan en los Escritos se lleva a cabo bajo la bandera del significante y sus modos de remitencia, de contacto, de reem­ plazo, en otras palabras, la metáfora y la metonimia. “Ya se dé por agente de curación, de formación o de sondeo, el psicoanálisis no tiene sino un médium: la palabra del paciente” (Lacan, 1990: 237). Ése es el suelo sobre el que hay que volver, el de la cura por la pala­ bra, la distinción entre la palabra vacía y la palabra plena, sus efectos y materializaciones en el discurso transferencia!. N o en otro lugar ha de buscarse el inconsciente como no sea en la palabra: “El inconsciente es aquella parte del discurso concreto en cuanto transindi' vidual que falta a la disposición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso consciente” (Lacan, 1990: 248). Lacan se aleja sistemáticamente de la retórica arcaica de Freud acerca del inconsciente instintual y pulsional, de sus metáforas biologicistas e hidráulicas, afirmando incluso que, para el propio Freud, la teoría de los instintos tenía un valor secundario frente a lo sim­ bólico. El primer camino no conduce a ninguna parte: Si el psicoanálisis puede llegar a ser una ciencia -pues no lo es todavía-, y si no debe degenerar en su técnica -cosa que tal vez ya esté hecha-, debemos recuperar el sentido de su experiencia. Nada mejor podríamos hacer con este fin que volver a la obra de Freud [...]. Vuélvase pues a tomar la obra de Freud en la Traumdeutung para acordarse así de que el sueño tiene la estructura de una frase o, más bien, si hemos de atenernos a su letra, de un rébus, es decir, de una escritura, de la que el sueño del niño representa la ideografía pri­ mordial, y que en el adulto reproduce el empleo fonético y simbólico a la vez de los ele­ mentos significantes [...]. Lo importante de lo que Freud nos dice está dado en la elabo­ ración del sueño, es decir, en su retórica. Elipsis y pleonasmo, hipérbaton o silepsis, regresión, repetición, aposición, tales son los desplazamientos sintácticos, metáfora, catacresis, anto­ nomasia, alegoría, metonimia y sinécdoque [...]. E 11 cuanto a la psicopatología de la vida cotidiana, otro campo consagrado por otra obra de Freud, es claro que todo acto fallido es un discurso logrado, incluso bastante lindamente pulido, y que en el lapsus es la mor­ daza la que gira sobre la palabra [...]. Si nos ha enseñado a seguir en el texto de las asocia­ ciones libres la ramificación ascendente de esa estirpe simbólica, para situar por ella en los puntos en que las formas verbales se entrecruzan con ella los nudos de su estructura -queda ya del todo claro que el síntoma se resuelve por entero en un análisis del lenguaje, por­ que él mismo está estructurado como un lenguaje (lacan, 1990: 256-258). Esta estructuración se hará cargo de la lingüística de Saussure y de Jakobson: “La lin­ güística, decimos, es decir, el estudio de las lenguas existentes en su estructura y en las

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